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Title: Lo que dice la historia - Cartas al señor Ministro de Ultramar
Author: Brau, Salvador
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Lo que dice la historia - Cartas al señor Ministro de Ultramar" ***


  Nota del Transcriptor:

  Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
  Páginas en blanco han sido eliminadas.
  Letras itálicas son denotadas con _líneas_.
  Letras oscuras son denotadas con =signos de igual=.



  LO QUE DICE LA HISTORIA

  CARTAS

  AL SEÑOR MINISTRO DE ULTRAMAR

  POR EL DIRECTOR DE «EL CLAMOR DEL PAIS»

  Y SECRETARIO GENERAL DEL PARTIDO AUTONOMISTA PUERTORRIQUEÑO


  D. SALVADOR BRAU

  [Ilustración]

  MADRID

  TIPOGRAFÍA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ
  Libertad, 16 duplicado.
  1893



ADVERTENCIA


_Imprímese este folleto por varios puertorriqueños residentes en Madrid
y en él se reproducen_ LAS CARTAS AL MINISTRO DE ULTRAMAR _que, con el
pseudónimo de_ Casimiro Claro, _ha publicado en_ EL CLAMOR DEL PAÍS _el
Director de aquel periódico y Secretario general del Partido Autonomista
Puertorriqueño, D. Salvador Brau._

_En ellas ha interpretado su autor con elocuente acierto el sentimiento
patriótico herido en la Pequeña Antilla por el funesto error de escindir
la idea de la Nación, clasificando á los españoles para el ejercicio de
sus derechos en tres clases: españoles peninsulares á quienes se
reconoce el llamado sufragio universal, españoles cubanos á quienes se
exige la cuota de_ CINCO PESOS _para intervenir con su voto en la vida
nacional, y españoles puertorriqueños á quienes no se reconoce ese
derecho sino mediante la cuota de_ DIEZ PESOS.

_Al imprimir el presente folleto los puertorriqueños, que con ese fin
nos hemos reunido, hemos querido que el pueblo peninsular conozca esas
páginas de la historia de nuestra lealtad á la causa Nacional, que ni
ésta ni aquélla consienten que se pase sin protesta semejante atropello
á nuestros derechos de españoles, desconocidos ú olvidados por el
Ministro de Ultramar al proceder á una reforma que ha venido á agravar
el error mismo que debía haber subsanado._

  Varios puertorriqueños.

  MADRID y Marzo de 1893.


Este folleto no se vende. Las personas que deseen adquirirlo pueden
dirigirse al _Sr. D. Mario Brau Zuzuarregui_, calle de Jacometrezo, 74,
principal derecha.



AL SEÑOR MINISTRO DE ULTRAMAR



I


Excelentísimo señor:

La calificación de _españoles de tercera clase_ que acaba vuecencia de
adjudicarnos á los puertorriqueños, háceme sospechar que--apesar de los
profundos estudios coloniales que le asisten, y merced á los cuales
habrá podido llegar al alto puesto que, para regocijo de _cuneros_,
ocupa,--acaso por la grandeza de esos mismos estudios, si no por la
exigüidad del territorio que ocupamos los que recibiéramos de los Reyes
Católicos una ovejuela por cívico blasón, no ha llegado vuecencia á
apreciar la significativa trascendencia de nuestra historia.

No es esto de extrañarse en un Ministro de ahora, cuando alguno de los
de enantes tomó á nuestra isla por una especie de Remedios ó
Gibara--cuando no una isla de Pinos,--regiones de la Gran Antilla,
olvidándose de que entre Cuba y Puerto Rico media nada menos que Santo
Domingo, la cuna del imperio español en América, hoy convertida en dos
repúblicas independientes entre sí.

Errores geográficos de tal naturaleza son de suyo muy salientes, pero
aún han de asumir carácter más grave, cuando informadas por ellos se ven
surgir determinaciones que afectan á la consubstancialidad de un derecho
perfectamente heredado, custodiado y ejercitado.

Deseando que vuecencia pueda, en lo sucesivo evitarse esas caídas y
evitárselas á sus sucesores, me permito dirigirle estos apuntes, que con
gusto escribiría en mallorquín, si conociera ese dialecto; pero en estas
escuelas _jíbaras_ en que cursé rural enseñanza, no se enseña otra
gramática que la de la Real Academia Española, y á lo poco que de sus
preceptos recogí he de atenerme, para hacerme entender de vuecencia.

Instalados en Puerto Rico algunos centenares de españoles en la primera
década del siglo XVI, al eclipsarse en el sepulcro reyes como Fernando
el Católico y ministros como el Cardenal Jiménez de Cisneros, que
designaran á la naciente colonia un procurador en Cortes, solos,
entregados á sus propios esfuerzos, se quedan aquellos fundadores de
nuestro pueblo.

La atención de los primeros Austrias se aplica á trastornar el mapa
europeo; la emigración colonial se encauza hacia los ricos imperios
descubiertos por Cortés y Pizarro. La población de Puerto Rico,
diezmada por la viruela y el paludismo y azotada por ciclones
devastadores, se ofrece como cebo fácil á las represalias de los
vencidos en Nápoles y el Piamonte. Buques franceses asaltan en 1528,
1538 y 1554 las playas meridionales de la isla, y unos tras otros han de
darse á la fuga, ahuyentados por el heroico brazo de aquellos Robinsones
anémicos, encariñados con el terruño.

Tras los franceses vienen los ingleses, guiados en 1595 por el célebre
Francis Drake, quien, á pesar de su flota de veintitrés velas, no logra
posesionarse del puerto de la capital.

Siguen á los ingleses los holandeses que en 1625 á las órdenes del
general Boudoin Henry, se apoderan de la ciudad, la incendian y
acorralan al gobernador D. Juan de Haro con su fuerza en el castillo del
Morro. Los campesinos del interior corren á San Juan y acosan al
invasor, que cogido entre dos fuegos huye vergonzosamente.

En este último año se apoderan los franceses de la _Dominica_ y más
tarde de la _Guadalupe_, islas orientales próximas; los holandeses se
adueñan de _Tórtola_ y luego de _Curazao_; en _Santómas_ y _Santa Cruz_
se da al viento el pabellón dinamarqués; en 1655 los ingleses arrebatan
á Jamaica; San Cristóbal, San Martín, Barbada, todo el archipiélago
descubierto por Colón en su segundo viaje se aparta de la soberanía
española; hasta Santo Domingo, la colonia primada, ve arropada en 1640
la mitad de su territorio por las lises de Francia; en tanto Puerto
Rico, la colonia pastoril, el peñón estratégico, el feraz cuanto
olvidado terruño, mantiene inalterable, en medio de esas
transformaciones, su sagrada nacionalidad. Y la mantiene por la voluntad
de sus moradores.

Los reyes han levantado una fortaleza junto á un puerto, para que puedan
hacer cómodas escalas sus galeones; pero los cañones de esa fortaleza no
bastarían á amparar las playas desmanteladas y accesibles á cualquier
rapacidad extranjera, si no estuviera pronto á oponer barrera
inexpugnable á la codicia de los intrusos el temerario valor de los
rudos colonos.

Para sostener la escasa guarnición de esa plaza fuerte destinan los
reyes corto _situado_, que proveen las rentas del virreinato de Méjico;
para fomentar el desarrollo de la colonia, siquiera materialmente, no se
estima necesaria ninguna asignación. Puerto Rico es un presidio
americano, no una sociedad civil, ni una plaza mercante, ni una factoría
agrícola. Ni procedimientos administrativos le dan vida, ni estudios
económicos revelan que en su porvenir productivo haya parado mientes la
Corona.

Cuando en 1765 emergencias de la política internacional aconsejan á
Carlos III enviar al general O'Reilly para reconocer el estado de la
isla, el caudillo se asombra del acrecimiento de la población, de su
esparcimiento por los campos y de la actividad mercantil que se
desarrolla por sus costas.

La ley económica del cambio es ineludible; no acudiendo á llenarla la
metrópoli, los colonos de San Juan, solicitados por los extranjeros
adueñados de las islas vecinas, restablecieron comercialmente el
equilibrio entre el consumo y la producción, entregando á buques
ingleses, daneses y holandeses sus maderas y ganados á trueque de
artefactos de labranza, telas para cubrir sus desnudeces y armas y
proyectiles para su personal defensa.

Ese comercio ninguna utilidad reportaba á las rentas nacionales, mas no
tenían culpa de ello los colonos, que en sus relaciones llegaban, en
bien del acrecimiento de la colonia, á procurar la selección de la raza
europea, por medio de enlaces conyugales entre sus hijas y los tratantes
marítimos, atrayéndolos á residir en el país, pero no dispuestos á
transigir jamás con pretensiones rapaces nocivas á la nacionalidad que,
como sagrada herencia, recibieran de sus progenitores.

Si por ventura alguna vez se les consideraba débiles para mantener ese
empeño leal, y los soldados extranjeros invadían las costas, como
aconteciera en 1703 por Arecibo, surgían criollos como Antonio de los
Reyes Correa, cuya bravura hubo de reconocer Felipe V.

Y si más tarde, en 1797--recordando acaso la hazaña de 1762 en que la
bandera inglesa sustituyó á la española arriada en las fortalezas
cubanas del Morro y la Cabaña,--se presentaba ante los muros de Puerto
Rico una escuadra británica de treinta buques, con seis mil hombres de
desembarco, á la carencia de tropa de línea suplía la exaltación del
paisanaje, atacando, machete en mano, sin vacilaciones, blancos y
negros, propietarios y esclavos, las trincheras enemigas hasta lucir
aquella alborada de un _Dos de Mayo_ que iluminó la fuga de los
sitiadores, lanzados sobre la isla de Trinidad, española como Puerto
Rico, pero cuyos habitantes no supieron ó no quisieron, como los
puertorriqueños, mantener inalterable en su territorio la bandera de
España.

Eso arrojan los fastos históricos de esta isla en los siglos XVI, XVII y
XVIII. ¿No le parecen suficientes esos datos al señor ministro para
caracterizar la personalidad cívica del pueblo puertorriqueño? Pues
dígnese aguardar otra epístola, porque lo mejor queda por decir, y no
pretende fatigarle este humildísimo servidor, que las manos besa á
vuecencia.



II


Excelentísimo señor:

En mi carta precedente hube de recordar á vuecencia la venida del
general O'Reilly á Puerto Rico, en calidad de comisario regio, allá por
los tiempos de don Carlos Tercero, y ahora añado que á ese mismo período
corresponde otra comisión: la de escribir nuestra historia insular;
empeño confiado por el conde de Floridablanca, al monje benedictino fray
Iñigo Abbad.

Uno y otro comisionado llenaron á conciencia su tarea. O'Reilly probó
que sabía ver, al cerrar su informe con esta advertencia: «La
importancia de la situación de la isla de Puerto Rico, la bondad de su
puerto, la fertilidad, ricos productos y población, las ventajas que
debe producir á nuestro comercio, el irreparable daño que nos resultaría
de poseerla los extranjeros, piden, me parece, la más seria y más pronta
atención del Rey y de sus Ministros.» Fray Iñigo demostró que sabía
sentir las necesidades públicas, al estampar en su análisis histórico
estas líneas; «La autoridad y gobierno depositados en un militar
padecen sus alteraciones, según la mayor instrucción y modo de pensar
del que gobierna... Acostumbrados á mandar con ardor y á ser obedecidos
sin réplica, se detienen poco en las formalidades establecidas para la
administración de justicia, tan necesarias para conservar el derecho de
las partes. Este sistema hace odiosos á algunos que no conocen que el
interés del gobierno debe ser el bien del público y que jamás hará éste
progreso en la industria ni en las artes mientras no tenga amor y
confianza en el que gobierna.»

Como esos pareceres datan de 1775 á 1780, ya puede vuecencia convencerse
de que el reconocimiento de las inconveniencias atribuídas á nuestro
gobierno civil servido por funcionarios militares, á la vez que la
recomendación de acudir con medidas económicas á desarrollar, en bien de
los intereses políticos de la nación, las condiciones naturales y
sociales de Puerto Rico, cuentan con oficial abolengo y más que secular
longevidad.

Es verdad que ni la Corona ni sus ministros dieron señales de haberse
identificado con la previsión de los informantes; pero cierto es también
que los insulares no justificaron los fundamentos en que aquella
previsión se cimentaba. El asedio británico, al corporizar el codicioso
deseo extranjero presentido por el general irlandés, lejos de hallar
debilitado el amor del pueblo puertorriqueño á su gobierno--como temía
el sacerdote historiador,--selló con nuevo timbre sus tradiciones
leales. Al desvío de la metrópoli respondió la colonia acendrando el
sentimiento de la nacionalidad. A mayor desdén, adhesión más resuelta.

Ni el señor don Carlos Cuarto ni su privilegiado ministro don Manuel
Godoy supieron apreciar esa conducta. Fué necesario que estallase el
glorioso levantamiento de 1808, y que las regiones metropolitanas
llamasen á sus hermanas de Ultramar á ejercitar, en familia, la
Soberanía nacional que correspondía á todas, para que á las Cortes de
Cádiz concurriese un hijo de Puerto Rico, don Ramón Power, trayendo de
allí por la mano, á su tierra natal, á don Alejandro Ramírez, el
fundador de esta Hacienda insular cuyas rentas cubren hoy,
aproximadamente, un presupuesto de cuatro millones de pesos, consumidos
en prestigio de España, sin gravar en un céntimo el Tesoro de la
metrópoli.

La administración de Ramírez es fecunda. Abre los puertos al comercio
internacional y mata el contrabando; por sus influencias se crea la
Sociedad Económica de Amigos del País y con su pluma acude á la prensa
periódica á vigorizarla; por sus solicitudes se favorece la inmigración
de colonos extranjeros que acuden á aplicar sus capitales y
conocimientos al fomento de la industria sacarina. El ingreso en la vida
política nacional desarrolla progreso en la colonia, que responde á ese
reconocimiento de sus derechos cívicos con una nueva y más espléndida
explosión de patriotismo.

Porque no todas las regiones ultramarinas habían seguido la conducta de
Puerto Rico. En las capitanías generales de Venezuela y Nueva Granada se
había respondido al llamamiento fraternal de la metrópoli proclamando en
1811 la independencia territorial, al grito de ¡Viva la República! El
Ecuador las sigue; Buenos Aires, Chile, México, Perú las imitan
sucesivamente; todo el vastísimo imperio continental concluye por
apartarse de la Soberanía española, como se apartaran en el siglo XVII
las islas del mar caribe; y Puerto Rico presencia esa catástrofe
nacional, manteniendo imperturbables sus tradiciones.

No es que las sugestiones revolucionarias no le asedien; no es que la
situación creada por las circunstancias cohiba parricidas intentos; no
es que hasta sus costas no lleguen las ráfagas de la tempestad
arrasadora. Es que en la idiosincrasia de nuestro pueblo el amor ciego
al terruño y el culto perseverante á la nacionalidad aparecen
históricamente confundidas en un solo y único sentimiento, que no han
logrado separar las más dolorosas decepciones.

La prolongada y costosa guerra continental no permite mantener en Puerto
Rico un ejército de ocupación; la guarnición de la Capital es exigua;
no hay en el territorio guardia civil ni guardia rural ni cuerpos de
orden público. La Nación confía en el país. Todo vecino de condición
libre, insular, peninsular ó extranjero nacionalizado, es soldado
_urbano_ forzoso, desde la edad de dieciséis años hasta la de sesenta, y
está dispuesto á acudir con un arma blanca á la voz de sus _sargentos
mayores_--propietarios rurales respetables--cada vez que se reclamen sus
personales servicios. Esa milicia irregular nutre siete batallones de
milicianos de infantería disciplinada, un regimiento de caballería y
varias secciones de artillería instaladas en los puertos. El Tesoro
subvenciona solamente á la oficialidad; los pueblos proveen al sustento
de los retenes; el Estado da el arma, los soldados se pagan el uniforme,
las caballerías y el forraje. Ese es el ejército que custodia el
territorio de Puerto Rico durante la guerra del continente; ésas las
fuerzas opuestas á los corsarios colombianos que invaden las costas, que
llegan en Aguadilla á clavar los cañones del fuerte, y que son
rechazados de todas partes, como los franceses, ingleses y holandeses en
épocas anteriores.

Los puertorriqueños demuestran de ese modo que son dignos de ejercitar
el derecho de ciudadanía española absoluta que les reconocieran las
Cortes soberanas de 1812. Al decreto sanguinoso de Trujillo, en que
Bolívar condena á muerte á todos los españoles, responde nuestra isla
abriendo un puerto de refugio á los amenazados emigrantes. Familias
enteras corren á guarecerse en el peñón salvador; al amor de su paz
legendaria restablecen el hogar destruído, y cuando la convulsión
termina, cuando al torbellino de la guerra se impone el deber de aceptar
sus consecuencias, el Tesoro insular, esa Hacienda creada por las
inteligentes y activas gestiones del puertorriqueño don Ramón Power,
paga, en nombre de la nación, las pensiones vitalicias asignadas á las
viudas y huérfanos de los que murieron en Costa firme defendiendo los
derechos de España, y á los funcionarios procedentes de aquellas
regiones se conceden cargos análogos en la administración de la isla,
postergando para ello los méritos y servicios contraídos por los
naturales de la comarca.

¡Y á los que ilustran su historia con tal derroche de civismo, ofrece
vuecencia, como por misericordia, el título de _españoles de tercera
clase_!

Bien es verdad que esa consecuencia de ahora tiene un antecedente: las
Cortes de 1837. Su recuerdo impone una tercera epístola, que de antemano
recomienda á la benévola atención de vuecencia su humildísimo servidor.



III


Excelentísimo señor:

Puesto que he traído á cuento en mi anterior la organización de las
milicias puertorriqueñas, bueno será recordar un hecho que acentúa el
carácter de sus servicios, contrayéndome para ello á la reincorporación
de Santo Domingo, cedido por el rey de España á la República francesa en
1795, y cuyos habitantes se levantaron en armas contra los nuevos
dominadores, al producirse la invasión de su antigua metrópoli por las
falanges napoleónicas.

Concertado el movimiento por don Juan Sánchez Ramírez con don Toribio
Montes, Capitán general de Puerto Rico, dióse en Azua el grito de _¡viva
España!_ en 1809, apoyando á los dominicanos las milicias
puertorriqueñas, que se batieron bizarramente con los aguerridos
soldados franceses, derrotados completamente en _Palo Hincado_ y
obligados luego á capitular dentro de los mismos muros de Santo Domingo.

Como ve vuecencia, el patriotismo de nuestros insulares no se limitaba á
mantener sin solución de continuidad en su tierra nativa el imperio de
España, sino que se extendía á restablecerlo en territorios vecinos cuyo
desgajamiento de la cepa nacional había sancionado el Trono.

Y no es que en Puerto Rico se ejercitase coerción extraordinaria sobre
la voluntad de los moradores, ni que éstos ignorasen la situación
comprometida del Estado. Instalada por el gobernador Montes la primer
imprenta introducida en el país, y fundada en 1808 la _Gaceta del
Gobierno_, en las columnas de este periódico y en los que la industria
particular estableciera después libremente se registraron todos los
actos, felices ó adversos, del levantamiento peninsular y de la
revolución del continente. El pueblo puertorriqueño, constituído en
custodio de su país, informaba en la noción de los hechos la conciencia
de sus actos.

Ocurre en la metrópoli la revolución de 1820; el partido _americano_
obtiene la ampliación de medidas liberales para las colonias; la
Constitución de la monarquía se aplica á Puerto Rico en toda su
amplitud; en nuestra catedral se jura esa Constitución el 15 de Mayo del
año citado, y en aquella solemne ceremonia ocupa la cátedra sagrada un
fraile dominico, el padre Arnarante, no para condenar el liberalismo,
sino para exhortar á los puertorriqueños á _defender de sus enemigos el
sagrado Código_ de sus libertades; Código que hasta 1823 se vino
explicando al pueblo desde el púlpito por los curas párrocos y á los
alumnos de primeras letras por los maestros, en sus escuelas
respectivas, bajo la inspección de los Ayuntamientos y por prescripción
expresa del jefe político de la isla.

Sobreviene en 1823 la reacción absolutista, y en ese mismo año surgen en
la gran Antilla los primeros chispazos del fuego separatista que
incendiaba el continente; en 1824 una sublevación militar, que no
secunda el pueblo cubano, estalla al grito de _¡Viva la Constitución!_;
en 1828 se descubre la conspiración de Puerto Príncipe, que lleva á
Agüero al cadalso, y en 1836 se pronuncia en Santiago de Cuba el general
Lorenzo, proclamando la Constitución del año _doce_. Santo Domingo,
movido por el célebre Núñez de Cáceres, había vuelto á arriar la bandera
española, colocándose bajo el protectorado de Colombia, que dejó caer la
comarca bajo la dominación de Haití. Puerto Rico, en tanto, tranquilo,
circunspecto, mantiene su legendaria adhesión; echa de menos las
libertades suspendidas, pero confía en la acción del progreso para
recobrarlas, y consecuente con las desdichas públicas que entristecen á
la metrópoli, lejos de acudir á aumentarlas con sediciosas aventuras,
cuida de abrillantar con perseverante resignación sus leales timbres.

La muerte de Fernando VII trae al fin una esperanza al país; el motín de
la Granja la duplica; la convocatoria á Cortes constituyentes en 1837
promete satisfacer la necesidad sentida... y la satisface con el segundo
de sus artículos adicionales: _Las provincias de Ultramar serán
gobernadas por leyes especiales_.

El efecto producido por esa determinación debió, señor Ministro,
revestir caracteres idénticos al que ha ocasionado ahora la calificación
con que nos ha obsequiado vuecencia.

Cuando todo el imperio continental luchaba por separarse de España, se
llamaba á los americanos á ejercitar la soberanía nacional en que se les
consideraba partícipes; cuando no quedaban más territorios españoles en
América que Cuba y Puerto Rico, se les negaba el derecho de
representación, y llamando _provincias_ á ambas islas, se las obligaba á
someterse á leyes especiales que dictarían las _provincias_
metropolitanas á título de dominadoras.

La monarquía absoluta se había extinguido en España; el discrecionalismo
militar iba á nacer en las Antillas. La transición fué muy brusca. ¿Qué
la motivó? ¿Acaso la situación geográfica de Cuba, su importancia
colonial ó los fermentos antinacionales en ella manifiestos? ¿Era en
este caso justo supeditar la isla menor á la mayor? ¿Cuándo, desde los
días de la conquista, se habían hermanado el gobierno ni la
administración de las dos comarcas? ¿Cuándo la una había auxiliado á la
otra en los empeños de su colonización? ¿Dónde estaban los vínculos
históricos, etnográficos, administrativos ó siquiera comerciales que
daban razón á esa solidaridad _especial_ en que querían confundirlas los
legisladores de 1837?

Los puertorriqueños hubieron de apreciar todo eso, mas no protestaron.
Se les ofrecían _leyes especiales_ y las aguardaron en silencio durante
treintiun años.

Pero si no vinieron las leyes, sobrevino inmediatamente un
recrudecimiento de poderío militar irresponsable, representado por el
Capitán general, de cuyas demasías era juez único la Corona, sin
intervención de las Cortes, y con ese género de gobernación arbitraria
nos llegó, por desgracia, un elemento de perturbación desconocido hasta
entonces en esta tierra hidalga: la suspicacia política.

Se aparentaba olvidar la fidelidad intachable del país, para suponerle
imbuído por las ideas de independencia que había regado en América el
genio de Bolívar. Ya en 1839, pequeña reyerta popular durante una
función de saltimbánquis allá por el oeste de la isla, servía de base
para un procedimiento militar contra los que, al supuesto grito de
_¡Viva Colombia!_ trataban de sublevar al país... ¡Y uno de los
procesados había vertido su sangre en Buenos Aires, defendiendo la
bandera de España!

¡Cuántas de estas supercherías hemos debido contemplar en silencio!
¡Cuántas noches se hizo acampar al raso á los pobres milicianos, en las
humedades de una playa desierta, aguardando con sus mohosos fusiles de
chispa buques filibusteros fabricados por intrigantes especuladores!

¿Y cómo revelar aquellos hechos, sin voz en el Parlamento? ¿Cómo
censurarlos en la prensa aherrojada por el veto absoluto que prohibía
llamar _tirano_ á Herodes y había borrado el verbo _libertar_ y sus
sustantivados del diccionario de la lengua? ¿Cómo reunirse los vecinos
para acordar la redacción de una queja al monarca, cuando toda reunión
de más de tres personas era reputada clandestina y todo escrito que
autorizasen más de tres firmas daba en la cárcel con sus autores?

Suprimidos los Ayuntamientos, la administración municipal económica,
litigiosa y criminal se confió á los corregidores, representantes del
Capitán general, que á su vez ejercía funciones judiciales como
presidente de la Audiencia, financieras como Superintendente de
Hacienda, eclesiásticas como Vice-real patrono, y legislativas con
extensión superior á las Cortes, pues que llegaban á anular los
principios más rudimentarios del derecho natural, con bandos como el del
general López Baños, que declaraba á todo hombre ó mujer libres sin
propiedad territorial, obligados á colocarse al servicio de un
terrateniente.

Sin escuelas, sin libros cuya introducción se entorpecía en las
Aduanas, sin periódicos de la metrópoli cuya circulación se
interceptaba, sin representación, sin municipios, sin pensamiento ni
conciencia, sólo un objeto debía absorber las funciones físicas y
psicológicas de nuestro pueblo: fabricar azúcar; ¡mucho azúcar! para
venderlo á los Estados Unidos é Inglaterra. La factoría en plena
explotación. Mucho oro para los grandes plantadores, que tras del azúcar
enviaban á sus hijos al extranjero en solicitud de títulos académicos
que no podían obtener en el país, y que después de largos años de
residencia en naciones libres y cultas regresaban á la tierra natal á
participar de aquellas riñas galleriles reglamentadas por los Capitanes
generales, cuando no á avergonzarse de aquellos cultos en que la ruleta,
el monte y los desórdenes coreográficos se ofrecían como holocausto
religioso de un pueblo cuya riqueza se fundaba en el envilecimiento del
trabajo por la esclavitud, cuya voluntad se esterilizaba por la atrofia
del espíritu y cuyas costumbres se corrompían con festivales monstruosos
en que el ritmo de la zambra y el chasquido del inhumano fuete se
confundían en un solo eco, bajo la placidez de una atmósfera serena y
entre los perfumes de una vegetación exuberante.

Hago aquí punto, excelentísimo señor. Me produce cansancio esta ingrata
recordación.

Con promesa de continuar, besa las manos de vuecencia.



IV


Excelentísimo señor:

Puede que al leer los últimos párrafos de mi anterior--si es posible que
en estas humildes cartas fije su atención todo un ministro de la
Corona,--se le ocurra á vuecencia preguntar: ¿Y cómo correspondía ese
pueblo á la conducta gubernativa que con él se observaba?

La pregunta sería natural; la respuesta resulta históricamente
singularísima.

Por consecuencia de la resolución parlamentaria de 1837, los capitanes
generales de las Antillas quedaron autorizados para aplicar de lleno el
Decreto de 28 de Mayo de 1825, que les confería las facultades
extraordinarias adjudicadas en las Reales Ordenanzas á los gobernadores
de _plazas sitiadas_. Ese fué nuestro código político, el _estado de
sitio permanente_. En su aplicación se justificaron las alteraciones
advertidas por el padre Abbad en 1780, _según la mayor instrucción y
modo de pensar del general que lo aplicaba_. Y el país seguía mansamente
la alternatibilidad de esas oscilaciones.

¿Venía Méndez de Vigo y fundaba una _casa de beneficencia_ para
huérfanos y dementes? Pues se vitoreaba á Méndez de Vigo. ¿Venía Pezuela
y condenaba las fiestas _sanjuaneras_ y establecía la _libreta_? Pues se
aceptaba la libreta y se suprimían las fiestas. ¿Llegaba Norzagaray y
restablecía las carreras de caballos? Pues á correr como centauros otra
vez. Masa popular muy dúctil la puertorriqueña, se amoldaba á todas las
situaciones y soportaba su vaivén resignadamente, reservándose
aprovechar todas las coyunturas, para dar testimonio de la
inalterabilidad de sus legendarios sentimientos nacionales.

En 1848 dicta el conde de Reus el draconiano Código negro, por temor á
las turbulencias de los esclavos en las Antillas vecinas, y acto
continuo desguarnece la isla para auxiliar con fuerzas de infantería y
artillería al gobernador de la isla danesa _Santa Cruz_. Ni un esclavo
se insubordina en Puerto Rico; ni una vez tiene que ejercitarse la
terrible severidad del inútil Código.

En 1860 arroja la metrópoli aguerridas huestes sobre las playas
tingitanas; reverdecen en Tetuán los laureles de Orán y la Goleta; la
Nación se une en una sola voluntad para apoyar aquella campaña, y los
puertorriqueños, factores negativos en la vida política de la nación,
funden su espíritu en el espíritu nacional y ofrecen su bolsa para
formar aquel _donativo para la guerra de Africa_, auxilio cuantioso al
Tesoro metropolitano, testimonio de identificación con los principios
que mantuvieran en aquella guerra el honor de la bandera de España.

Tres años después se aceptaba la anexión de Santo Domingo, propuesta á
su antigua metrópoli, los puertorriqueños celebraban con fiestas
populares tan trascendental acontecimiento. Torpezas administrativas
produjeron en breve la insurrección de los anexados, y un batallón de
milicianos de Puerto Rico acudió á la vecina isla á compartir con los
soldados peninsulares las amarguras de una guerra desastrosa, cuyos
gastos hubo de soportar el presupuesto de Puerto Rico, con avances á
título de _Deuda de Cuba_, porque al Tesoro de la Antilla mayor se
adjudicó la provisión, pero que no fueron luego devueltos.

Ya ve vuecencia cómo ha de considerarse muy singular la correspondencia
de relaciones entre la nación y la colonia. Para los efectos de la
representación parlamentaria no se reputaba ciudadanos españoles á los
puertorriqueños; para los empeños honrosos de la nación, dentro y fuera
del territorio, los puertorriqueños solicitaban y llenaban los deberes
inherentes á la ciudadanía de los hijos de España.

Los gobiernos de la metrópoli no concedían valor á esa conducta. La
vanidad de Argüelles y las intransigencias de Tacón habían informado la
confusión de Cuba con Puerto Rico en el artículo adicional á la
Constitución de 1837; las Cortes moderadas de 1845 ratificaron en su
artículo 80 la promesa de leyes especiales para Ultramar; Cuba era la
más extensa, la más importante, la más rica de las dos Antillas; no era
posible conceder á la menor lo que se negara á la mayor; la confusión
continuó. Pero sus efectos no fueron idénticos.

Los nombres de Plácido en 1843, de Narciso López en 1851 y del catalán
Pintó en 1855 revelan con carácteres sangrientos qué género de protesta
informaba la opinión de una parte del pueblo cubano contra el despotismo
colonial que le asfixiaba: es en vano buscar rastros idénticos en la
historia de Puerto Rico.

Y sin embargo, medidas por un rasero fueron entrambas comarcas, lo mismo
imperando el absolutismo de Narvaez que el convencionalismo de O'Donell.
De nuevo se hacía caso omiso de la lealtad puertorriqueña, pero abriendo
ahora herida más dolorosa, pues que la cultura popular había adquirido,
merced al desarrollo mercantil, vuelo mayor.

Los viajes de los comerciantes puertorriqueños al emporio cosmopolita de
Santhomas debían ser muy frecuentes, y en Santhomas hallaban puerto de
refugio los emigrados políticos más exaltados del vecino continente.

El incremento de la producción sacarina en Puerto Rico trajo por
consecuencia la necesidad de solicitar en la República norteamericana
y en Inglaterra mercados consumidores del producto, y los viajes
á esos países libres imponían la comparación entre su régimen
político-administrativo y el que en la colonia se ejercitaba; de aquí
que las relaciones mercantiles facilitaran la comunicación de ideas, la
extensión de conocimientos expansivos y el deseo de obtener en el país
propio el ejercicio de unos derechos individuales que, lejos de producir
daño, fomentaban el incremento de la riqueza pública en aquellas zonas
donde se veían ejercitar.

Agréguese á esto, excelentísimo señor ministro, el periódico ingreso en
la isla de hombres educados desde niños en París, Londres, Filadelfia,
Bruselas, Madrid, Barcelona, Caracas ó New-York, y que influídos por la
educación y vigorizados por la ilustración debían hallarse en aptitud de
sentir y apreciar el contraste entre las sociedades que abandonaban y
aquella en que necesariamente debían figurar como miembros, y podrá
vuecencia considerar cuál podía ser el estado de los espíritus en Puerto
Rico y cuál la aspiración justísima de sus moradores.

Esa aspiración se sintetiza en 1865 bajo el lema _Todo con España; sin
España nada_. A mantenerla acuden unidos peninsulares é insulares,
jóvenes y ancianos, comerciantes y hacendados, togados y labradores; el
capitán general trata de sofocarla, pero inútilmente. Los cubanos han
levantado igual bandera; gran número de peninsulares los apoyan, y el
Gobierno de la Metrópoli aparenta ceder al clamoreo general, dictándose
aquel decreto de 25 de Noviembre que autorizara al Ministerio de
Ultramar para abrir una información sobre las bases en que debían
cimentarse las leyes especiales prometidas desde 1837.

El criterio gubernamental continuaba confundiendo en una sola entidad
territorial á Cuba y Puerto Rico; los acontecimientos dieron á conocer
la dualidad, y no debieron adjudicar en ella puesto superior al
territorio mayor.

El interrogatorio era idéntico para entrambas islas y tomaba por base la
esclavitud de la raza africana; los cubanos lo aceptaron y discutieron;
tres de los informantes puertorriqueños, considerando _absolutamente
opuesta al buen nombre de España la conservación de ese estado social_,
se abstuvieron de absolver las preguntas en ningún sentido, pidiendo
desde luego, como ley fundamental, «la abolición inmediata de la
esclavitud, con indemnización ó sin ella, con ó sin reglamentación de
trabajo.»

La divergencia era muy saliente; ella demostraba al Gobierno de doña
Isabel segunda que no satisfacían á los puertorriqueños procedimientos
que los cubanos aceptaban; si la información se inspiraba en la
sinceridad, y la audiencia de los comisionados no era vana fórmula,
preciso era desvanecer la confusión que entre Cuba y Puerto Rico se
venía manteniendo... La Junta se disolvió y las leyes especiales no
parecieron.

¿Produjo la inutilidad de aquel acto la anteposición de los intereses
cubanos al clamor de justicia que los puertorriqueños mantenían? Acaso
sea fácil á vuecencia esclarecer esa duda, merced al alto sitio que
ocupa. Yo sólo alcanzaré á decirle que la celebérrima información nos
trajo hondas perturbaciones. Puertorriqueños dignísimos fueron
expatriados de su país en 1867 sin formación de causa; todo
abolicionista fué declarado sospechoso; la suspicacia halló cebo en que
saciar sus insidias, y gracias á que triunfó en Alcolea el alzamiento
revolucionario de 1868, no fueron más graves sus consecuencias.

Para entonces ya se había dado al viento en Cuba la bandera separatista,
y como todo debe decirse á vuecencia, añadiré que en nuestra tierra
también se produjo, por primera vez, revoltosa escaramuza, pero tan
insignificante que bastaron á sofocarla _diez y seis milicianos rurales
mandados por un maestro de escuela_.

En la proclama á los puertorriqueños por consecuencia de la algarada de
Lares, decíales el capitán general: «Las pruebas y demostraciones
públicas que en estos días habéis dado de vuestra acrisolada lealtad...
se han elevado mucho más de lo que yo imaginar podía... Acojo este
momento para daros las gracias más cumplidas por la cooperación personal
y pecuniaria que todos los pueblos y todas las clases de la sociedad me
habéis ofrecido.»

La insurrección iniciada en Yara se mantuvo diez años y consumió ríos de
oro y sangre á la nación.

¡Y clasificado hoy el españolismo de cubanos y puertorriqueños, nos
asigna vuecencia el grado inferior!

Reitero mis respetos, señor ministro, y me despido hasta la próxima.



V


Excelentísimo señor:

Reanudo estas mal hilvanadas misivas haciendo presente á vuecencia que
las noticias sobre el alzamiento de Cádiz y el triunfo de Alcolea fueron
recibidas en nuestra isla con júbilo indescriptible. Los puertorriqueños
vieron llegar con el nuevo régimen el restablecimiento de sus
postergados derechos, y á fe que no se engañaron. El gobierno
provisional, al convocar á Cortes constituyentes, extendió á Puerto Rico
el derecho de sufragio.

Se ha dicho que esa medida hubo de informarse en la actitud rebelde que
en Cuba mantenían los separatistas, creyéndose por tal medio inducirles
á deponer las armas y extinguiendo á la vez en nuestra isla toda idea
análoga á la que en Lares tuviera manifestación.

Sea de ello lo que fuese, á los hechos me atengo, señor ministro. Y los
hechos fueron satisfactorios para el país.

Los representantes de Puerto Rico concurrieron con los de la Metrópoli á
discutir la Constitución de 1869 y continuaron asistiendo á las Cortes
sucesivas, hasta el momento en que, reunidas ambas Cámaras en Asamblea
Nacional, al abdicar don Amadeo, proclamaron en 1873 la República,
declarando á la vez abolida la esclavitud en nuestra isla.

Hasta entonces, aunque los Diputados puertorriqueños tomasen asiento en
las Cámaras nacionales, desapareciendo así la postergación fulminada en
1837, la Constitución no se había aplicado á la comarca; dentro de sus
principios se nos regía por decretos; la prensa había cobrado cierta
expansión: se constituyó una Diputación provincial, y el derecho de
reunión para fines políticos fué concedido. El espíritu de la Revolución
informaba ciertamente esas medidas, pero con el carácter asimilador y
nada más. La _especialidad_ prevalecía; el gobierno de la República nos
elevó á la identidad. El Título 1.º de la Constitución de 1869, la
libertad absoluta de imprenta y la de cultos, enseñanza, reunión y
asociación nos fueron concedidas tal y como en la metrópoli se
ejercitaban, y se nos aplicó una Ley municipal expansiva, garantida por
sufragio popular amplísimo. _Todo el que sabía leer y escribir ó pagaba
alguna cuota de contribución al Tesoro, fué declarado elector._

Esto hizo en favor del olvidado Puerto Rico la República española. A ese
gobierno eminentemente nacional, estuvo reservado el reconocimiento del
civismo de nuestro pueblo, acordándole un testimonio de confraternidad
inspirada en sentimientos de justicia.

El pueblo puertorriqueño demostró ser el mismo en la adversidad que en
el triunfo: 70.000 esclavos acaban de sacudir, por acto repentino, la
coyunda, y su voz, unida á la de sus desposeídos dueños, estalló en
vítores entusiastas á la Madre patria. Se recordaban las amarguras
extinguidas, pero se congratulaban los ánimos de haber sabido obtener
con la cordura la adhesión y la paz inalterable, aquel deseado ingreso
en la vida política de la nación.

La República no tuvo por qué arrepentirse de su obra. La Metrópoli ardía
en cruenta guerra civil; en Cuba continuaba dándose al viento la bandera
separatista; Puerto Rico mantuvo su tranquilidad legendaria; ejercitó
concienzudamente sus derechos; constituyó sus Ayuntamientos; eligió
Diputados con el nuevo y amplísimo sufragio, y al inquirirse de las
localidades--después del golpe de Estado de 1874--las ideas que
abrigaban sobre los acontecimientos metropolitanos, todas sin excepción
protestaron su acatamiento al Poder constituído que la nación
reconociese.

En nombre de ese Poder se trastornaba un mes después todo el régimen
establecido en la isla, y como se amordazase la prensa para que no
pudiese dar voz á las protestas de la opinión, el partido liberal, es
decir, la inmensa mayoría del país, apeló al retraimiento.

En favor de un partido que pretendía acaparar para sí solo el título de
español, la representación de la riqueza pública y el mantenimiento del
orden, se cometían aquellas violencias; los hombres de ideas liberales
se cruzaron de brazos, dejándoles hacer, pero dejándoles también la
absoluta responsabilidad de los acontecimientos. Creían los
conservadores bastarse solos para administrar el país, y se burlaron del
retraimiento. Cuatro años después, el órgano más antiguo y más
caracterizado del tradicionalismo lanzaba el grito _¡Fuera cuneros!_ que
debía promover una conciliación de las fuerzas electorales unidas para
vencer un vicio entronizado en el país, que ha venido anulando el
derecho representativo. Influencias gubernativas anularon aquella
conciliación. El _cunerismo_ triunfó.

A todo esto el general Martínez Campos había conseguido traer á los
cubanos separatistas á una avenencia en el Zanjón. En ese pacto se
ofreció á la Antilla mayor todo lo que á Puerto Rico se concediese, y la
guerra terminó.

La Constitución de 1876 se promulgó en ambas islas, resucitándose el
artículo adicional de 1837: _Cuba y Puerto Rico se regirán por Leyes
especiales_. Del sufragio universal dignamente ejercitado, caímos en el
censo restringido por la contribución al Tesoro de 25 pesos para
diputados á Cortes y de 5 pesos para Concejales y Diputados de
provincia.

De los Ayuntamientos presididos por Alcaldes populares descendimos á la
presidencia de Alcaldes, _empleados del gobierno_, funcionarios sin
responsabilidad, agentes electorales nombrados por el Gobernador General
discrecionalmente.

Y así se nos cercenaron todos los derechos amplísimos que el Gobierno de
la República nos había reconocido, y que con toda corrección supimos
ejercitar.

Superiores á Cuba antes del Zanjón, se nos coloca á su nivel después de
aquel pacto. No se consideraba prudente conceder á los cubanos las
libertades de que habíamos gozado los puertorriqueños, y amalgamando de
nuevo dos territorios, física, histórica y etnográficamente distintos,
se anulaba nuestra personalidad cívica, supeditándola á la de los
cubanos. ¿Habíamos sido leales? Pues se nos trataba como á rebeldes. ¿No
habíamos hecho causa común con los cubanos en sus diez años de lucha
fratricida? Pues, como si lo fuese; las consecuencias de la insurrección
cayeron con inmensa pesadumbre sobre nuestro pueblo.

Esto no era justo... ¡qué justo! ni medianamente racional; y me prometo
que así habrá de apreciarlo vuecencia. Como lo apreció todo el pueblo
puertorriqueño, que no volvía del asombro al ver correspondida su
lealtad absoluta, su fidelidad inmaculada, su longanimidad inacabable
con semejante postergación; porque postergar era rebajar los derechos
reconocidos por la Revolución de 1868 y ejercitados con toda plenitud,
á lo que, como cláusula en un pacto de pacificación, pudiera concederse
á un pueblo rebelde.

No faltó quien dijese á los objecionistas: «¿Pero no observáis cómo á
los esclavos que hicieron armas en la insurrección se les declaró, desde
luego, en libertad absoluta, y á los que continuaron fieles, sumisos,
trabajando asiduamente, se les sometió al patronato? Son esas exigencias
inevitables de la política, á que es forzoso someternos. España necesita
un último sacrificio y hay que apelar á nuestra tradicional resignación
para concederlo.»

Y el sacrificio se aceptó... pero no era el último ni el más cruel que
había de imponérsenos. Siendo fieles á la bandera de España, hubimos de
vernos confundidos, desde 1878 hasta 1892, con los que la habían
combatido. El advenimiento de vuecencia á la poltrona ministerial disipó
esa confusión. Nuestro derecho representativo se computa en estos
momentos con un 50 por 100 de inferioridad al de los convenidos en el
Zanjón.

Una última epístola, señor ministro, y cesará de molestar á vuecencia su
servidor humilde.



VI


Excelentísimo señor:

A poco que vuecencia se haya dignado fijar la atención en estos apuntes
que para su especial uso me he permitido coordinar, habrá podido
convencerse de que en todo el territorio nacional no hay comarca cuyo
patriotismo deba considerarse superior al de Puerto Rico.

Ni olvidos ni desdenes debilitaron su valor, ni desafecciones vecinas ni
consejos intencionados amenguaron su lealtad, ni pretenciones y
sufrimientos apagaron su fe.

Cuando en otras regiones se entorpecía con luchas fratricidas la acción
de los Poderes gubernativos, en Puerto Rico se daba culto á la paz,
protectora de la riqueza pública.

Si España reconocía los derechos políticos de la región, se ejercitaban
esos derechos con un tacto y discreción propios de sociedades
acostumbradas á practicarlos; si un retroceso gubernamental suspendía
las garantías obtenidas, se deploraba la suspensión, se aceptaban las
mudanzas y se aguardaba á que la ley ineludible del progreso,
imponiendo nueva evolución á la metrópoli, trajese á la colonia sus
consecuencias.

¿Procedería inconscientemente el país al trazarse esa línea de conducta?
¿Atendería acaso á su conveniencia? Si se acepta lo segundo, hay que
rechazar lo primero; para escoger lo más conveniente, forzoso fué tener
conciencia de los peligros sociales que podrían surgir. ¿Que el carácter
de la conveniencia debilita el mérito de la conducta por ella
aconsejada? No; lo que quita es la condición de autómatas á los que la
siguieron.

Pueblo que ejercita la circunspección, que se ampara del trabajo, que
rehuye revoltosas aventuras, que derrocha abnegación, que mantiene su
civismo á prueba de desdenes y sacrificios, teniendo conciencia de la
utilidad que han de producirle esos procedimientos, es indudable que
sabe adónde va, que obra con perfecto conocimiento de causa, en una
palabra, que sabe pensar y sentir, y por consiguiente, no han de serle
desconocidos ni ha de acoger con indiferencia los accidentes que su
proceso entorpezcan, que sus derechos vulneren ó que su decoro
menoscaben.

Si al analizar alguno de estos accidentes resulta que los impone un
interés nacional, no hay duda que los aceptará, congratulándose de
añadir un timbre más á su inmaculado patriotismo. Por esto se aceptaron
sin protesta las consecuencias del convenio del Zanjón.

Solicitábase la paz en Cuba; la riqueza nacional se hallaba extenuada
por las luchas civiles, allende y aquende el océano; necesitábase
tranquilidad para recuperar por el trabajo lo que se había malgastado
por guerras intestinas; Cuba era más extensa, más feraz, más importante
que Puerto Rico; el Gobierno no podía anteponer la Antilla menor á la
mayor sin excitar rivalidades ó autorizar exigencias; ya existía desde
1837 un principio--erróneo, pero principio al fin--de asimilación,
política, establecido entre ambas islas: los puertorriqueños tuvieron
todo eso en cuenta y aceptaron la solidaridad que se les imponía.

No es que desconocieran ¡qué habían de desconocer! la desventajosa
situación en que se les colocaba; no es que les fuera indiferente ver
equiparada su conducta leal á la de un pueblo que durante diez años
había luchada por separarse del imperio español. Se trataba precisamente
de evitar esa lucha, diciéndole á los insurrectos: «Puerto Rico, que no
se insurreccionó, se halla en posesión de derechos políticos, que ha
sabido ejercitar. Imiten ustedes su cordura, sean buenos muchachos, y
tendrán... lo mismo que á los puertorriqueños se conceda.» Los
insurrectos depusieron las armas; los derechos que los puertorriqueños
ejercitaban mermáronse en seguida. Ya no se legisló para Puerto Rico,
sino para Cuba; á la suspicacia, á la cautela originadas por la rebeldía
contenida y la reorganización consiguiente de la Antilla mayor se
supeditaron en absoluto la lealtad, la harmonía y los derechos
constituídos de la isla menor. De modo que la promesa del Zanjón quedó
de hecho invertida: _á los puertorriqueños se hizo extensivo lo que á
los cubanos se concedió_. La situación creada por este cambio fué
perfectamente comprensible para los perjudicados, pero los intereses
locales debían someterse á los intereses primordiales de la nación.
Puerto Rico no protestó.

Pero en la situación esta que se nos crea ahora con el sufragio
clasificado, no concurren, señor ministro, las circunstancias que en el
caso anterior. La nación necesitaba paz en 1878 y era deber patriótico
contribuir á proporcionársela; ¿mas qué desarrollo de riqueza, qué
conveniencias políticas, qué garantías territoriales han de sobrevenirle
al Estado con someter el derecho de sufragio, en una comarca que lo
ejercitó por modo libérrimo, á una cuota doble de la asignada á otra
región que durante diez años luchó airadamente por desmembrarse del
cuerpo nacional?

Seamos lógicos, señor ministro. Cuba y Puerto Rico son, geográficamente,
dos zonas distintas, mas para los efectos político-administrativos las
consideraron idénticas los _moderados_ de 1837, la _unión liberal_ de
1865 y los _conservadores_ y _liberales_ de la restauración borbónica;
si vuecencia milita entre estos últimos, ¿cómo ha de insubordinarse
contra la solidaridad doctrinal? ¿Ni cómo, establecida esta para todos
los efectos constitucionales, podrá destinarse capítulo aparte á los
puertorriqueños, en punto á sufragio electoral para la representación en
Cortes?

Aquí no cabe lo de las conveniencias políticas; porque ¿quién, que
medianamente conozca el proceso histórico de Cuba y Puerto Rico, ha de
suponer á la segunda necesitada de una restricción jurídica que no se
ejercita en la mayor? De otra parte, ¿no fué por atender á esas
_conveniencias_ que el gobierno asimiló las dos islas? ¿Pues qué ha
hecho Puerto Rico desde 1878 sino ceñirse á la pauta gubernamental?

Cuanto á lo de las diferencias contributivas, es más inadmisible que lo
de las conveniencias políticas. La contribución territorial se computa
en Puerto Rico por un tipo absoluto, el 5 por 100, comprendiéndose en él
la fabricación del azúcar no separada de la plantación de la caña. En
Cuba son tres, si no me engaño, los tipos que gravan la riqueza
imponible: el 2 por 100 para las fincas rurales, el 12 por 100 para las
industrias--comprendida en ellas la elaboración del azúcar--y el 16 por
100 para las propiedades urbanas. Si por los tipos de contribución se
hubiesen de regular las categorías cívicas en las Antillas españolas y á
mayor gravamen tributario debiese reputarse casta más inferior, la
inflexibilidad de los guarismos obligaría á determinar en el censo
cubano tres cuotas electorales en descendente gradación. ¿Podría darse
más saliente absurdo?

Pues á mayor abundamiento, ocurre que la Intendencia de Cuba deduce á la
riqueza sacarina el 80 por 100, en razón á gastos de cultivo y
elaboración, y la Intendencia de Puerto Rico sólo deduce á la misma
producción, por idénticos conceptos, el 35 por 100. De esa monstruosa
disparidad tiene noticias el Ministerio de Ultramar desde Julio de 1892,
por virtud de razonada queja de la Asociación de agricultores
establecida en nuestra isla, y lejos de resolverse esa instancia
equitativamente, se han dejado cursar los efectos de la injusticia, se
ha seguido imponiendo contribución al agricultor puertorriqueño sobre
productos ficticios, y limitando luego el sufragio por el guarismo de la
cuota, se ha elevado la exacción arbitraria á axioma político
fundamental, en esta forma: _A mayor tributo menor derecho de
representación_.

Si yo, humildísimo _jíbaro_, escaso de instrucción y adherido como una
ostra á este infinitesimal terruño, alcanzo á apreciar todas estas
contradicciones y á medir tales incongruencias y á sentir sus
inevitables efectos ¿cómo ha de esperar vuecencia que no los sientan,
midan y censuren hombres educados en países libres, nutridos con la
ciencia del derecho que se difunde en las propias Universidades
nacionales, fortificados con la observación analítica de los sistemas
coloniales aplicados en regiones extranjeras á pueblos que no ostentan
en su blasón los timbres seculares que á Puerto Rico enaltecen?

Se ha dicho que privilegios de bandería cacical, en contubernio con el
cunerismo que mixtifica la representación parlamentaria, han producido
esa postergación deprimente del cuerpo electoral de Puerto Rico. Yo
rechazó esa insinuación; mi patriotismo me veda atribuir al Gobierno una
debilidad que los hechos desmienten.

Pues qué, ¿no hay banderías políticas en Cuba? Siendo mayor el
contingente representativo, ¿no habría de hallar allí el cunerismo campo
mayor de que posesionarse? ¿Hemos de admitir que la mansedumbre de los
puertorriqueños se tome como base imponible para la entronización de
arbitrariedades que justifiquen la célebre frase de León y Castillo, _en
Puerto Rico puede hacerse todo impunemente_? No, mil veces no, señor
ministro. Mi opinión protesta contra ese género de versiones, nocivas al
prestigio gubernamental y á la hidalguía característica de la raza
española. Yo me limito á creer que los hombres de gobierno, preocupados
por las exigencias complejas del régimen general del Estado, no han
concedido á la pequeñez física de nuestra islilla una atención que su
grandeza moral merece. Pero ésta es una opinión exclusivamente mía.
¿Abundarán en ella mis conterráneos? Dejo á la sagacidad de vuecencia el
inquirirlo, ya que á mis alcances no se halle el contestarlo.

En pro de esa tarea ofrezco á vuecencia, cerrando la síntesis histórica
de estas cartas, un dato del momento. Las fuerzas liberales del país, es
decir, la abrumadora mayoría de sus habitantes, han acordado no volver á
las urnas ínterin no se establezca en las leyes y en su ejercicio
correctísimo _la absoluta igualdad política y civil entre los
puertorriqueños y los regnícolas de la metrópoli_. Vuecencia al
clasificar el españolismo, nos concedió la tercera categoría; los
puertorriqueños sólo se conforman con la primera, que por derecho
inconcuso les corresponde.

En esta reclamación estoy acorde con mis compatriotas. Que mi derecho de
ciudadano español se anule porque no pago diez pesos de contribución, y
que á un castrador de bueyes, sin pagar un céntimo de tributo, se le
considere inalienable ese derecho, porque cobra su jornal con cargo á
los presupuestos municipales, no puede aceptarlo decorosamente el que,
con sentimientos de respetuosa consideración, se reitera humilde
servidor de vuecencia, besando sus manos.





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