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Title: Semblanzas literarias
Author: Palacio Valdés, Armando, 1853-1938
Language: Spanish
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produced from images available at The Internet Archive)



SEMBLANZAS LITERARIAS

Obras de Palacio Valdés.

Pesetas.

El Señorito Octavio (nueva edición), un tomo.                          4

Marta y María (nueva edición), un tomo.                                4

Traducida al inglés por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York.

Traducida al ruso por Mr. Pawlosky: publ. en el _Diario de San
Petersburgo_.

Traducida á la lengua bohemia por O. S. Vetti. Un tomo. Praga.

Traducida al sueco por A. Hillman. Un tomo. Stockolmo.

El Idilio de un enfermo (nueva edición), un tomo                       4

Traducida al francés por Mr. Albert Savine: publicada en _Les
Heures du Salon et de l'Atelier_.

Traducida á la lengua bohemia por Mr. A. Pikhart. Un tomo.
Praga.

Traducida al inglés por W. T. Faulkner.

Aguas fuertes (nueva edición), un tomo.                                4

Traducidas y publicadas la mayor parte de estas novelitas por
_La Independencia Belga, El Diario de Ginebra, El Correo
de Hannover, Hlas Národa, Lumir_ y otros periódicos y revistas.

Edición española con introducción y notas en inglés para el
estudio del español en Inglaterra y Estados Unidos, por W. T.
Faulkner. Un tomo. New-York.

José (nueva edición), un tomo.                                         4

Traducida al francés por Mlle. Sara Oquendo y publicada en la
Revue de la Mode. París.

Traducida al inglés por M. C. Smith. Un tomo. New-York.

Traducida al alemán y publicada en _Interhaltungs-Beilage_.

Traducida al holandés por Mr. Hora Adema y publicada en Het
_Nieuws van den Dag_. Amsterdam.

Traducida al sueco por A. Hillman. Un tomo. Stockolmo.

Traducida al portugués por Cunha e Costa. Publicada en _Revista
da Semana_. Río de Janeiro.

Traducida al tcheque por A. Pikhart. Un tomo. Praga.

Edición española con prefacio y notas en inglés para el estudio
del castellano en Inglaterra y Estados Unidos, por el profesor
Mr. Davidson. Un tomo. New-York. London.

Riverita (nueva edición), un tomo                                      4

Traducida al francés por Mr. Julien Lugol: publ. en la _Revue
Internationale_.

Maximina (nueva edición), un tomo.                                     4

Traducida al inglés por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York.

El Cuarto Poder (nueva edición), un tomo.                              4

Traducida al holandés por Mr. Hora Adema. Un tomo. Amsterdam.

Traducida al inglés por Miss Rachel Challice. Un tomo. New-York.
Nueva edición inglesa. _Grant and Richards_. Londres.

La Hermana San Sulpicio (nueva edición), un
tomo.                                                                  4

Traducida al francés por Mme. Huc con prefacio de Emile
Faguet, de la Academie Française. Un tomo. París.

Traducida al inglés por Mr. Haskell Dole. Un tomo. New-York.

Traducida al holandés y publicada en _El Correo de Rotterdam_.

Traducida al sueco por Mr. A. Hillman. Un tomo. Stockolmo.

La Espuma (nueva edición), un tomo.                                    4

Traducida al inglés por Clara Bell. Un tomo. London.

La Fe, un tomo.                                                        4

Traducida al inglés por Miss I. Hapgood. Un tomo. New-York.

Traducida al alemán por Mr. Albert Cronau. Un tomo. Leipzig.

El Maestrante, un tomo.                                                4

Traducida al francés por Mr. J. Gaure, con un estudio preliminar
de Mr. Bordes. Un tomo. París.

Traducida al inglés por Miss Challice. Un tomo. London.

El Origen del Pensamiento, un tomo.                                    4

Traducida al francés por Mr. Dax Delime: publicada en la _Revue
Britannique_.

Traducida al inglés por I. Hapgood: publicada en _The Cosmopolitan_,
con ilustraciones de Cabrinety.

Los Majos de Cádiz, un tomo.                                           4

Traducida al holandés por Mary Hora Adema. Un tomo. Amsterdam.

La Alegría del Capitán Ribot, un tomo.                                 4

Traducida al francés por C. du Val Asselin: publicada en _Le
Gaulois_.

Traducida al inglés por Minna C. Smith. Un tomo. New-York.

Traducida al holandés por el Dr. A. Fokker. Un tomo. Amsterdam.

Edición española con notas en inglés y vocabulario para el estudio
del castellano, por los profesores Morrison y Churchman.
Un tomo. New-York. London.

La Aldea perdida, un tomo.                                             4

Tristán ó el pesimismo, un tomo.                                       4

Semblanzas literarias (nueva edición), un tomo.                        4



OBRAS COMPLETAS

DE

D. ARMANDO PALACIO VALDÉS

TOMO XI

SEMBLANZAS LITERARIAS

MADRID

Librería general de Victoriano Suárez.

PRECIADOS, NÚMERO 48

1908

ES PROPIEDAD DEL AUTOR.

MADRID.--Hijos de M. G. Hernández, Libertad, 16 dupº, bajo.

[Illustration]



TREINTA AÑOS DESPUÉS


[Illustration: L]LEGO á la reimpresión de estas semblanzas, escritas y
publicadas treinta años ha, con la curiosidad burlona y también con el
enternecimiento con que descubrimos en el desván de nuestra casa el
caballo de cartón que hemos montado en la niñez. ¡Oh cielos, cuánto me
he divertido cabalgando sobre mi pluma irresponsable en aquel tiempo
feliz! ¡Cuan dulce poder soltar la carcajada en una reunión prevalidos
de nuestra insignificancia! Después crecemos, adquirimos seriedad,
reputación, pero huye la alegría, y gracias que no sea en compañía del
talento.

Parece que me estoy viendo discurrir por aquel amplio corredor del
Ateneo, en la calle de la Montera, pobremente esterado, sin más
decoración que los libros encerrados en estantes de pino. Conmigo pasean
otros cuantos seres insignificantes, y juntos todos formamos un grupo de
una insignificancia escandalosa. Por aquel pasillo cruzan á cada
instante enormes personajes, estadistas, oradores, académicos cuyo
rostro se frunce al pasar á nuestro lado. ¿Por qué se frunce? Aquellos
personajes nos detestan porque disputamos «de lo que no entendemos» y
acaparamos las revistas extranjeras. Algunos, sin embargo, son buenos y
cariñosos para nosotros, y el más bueno y cariñoso de todos y el más
sabio al mismo tiempo es aquel varón magnánimo que se llamó D. José
Moreno Nieto. Allí estaba siempre sentado en el rincón de la Biblioteca
como un sacerdote en su confesonario esperando afablemente á todo el que
quisiera molestarle. Con él consultábamos nuestras dudas científicas,
nuestros planes de estudio ó ensayos literarios. No era avaro, no, de su
talento y de su ciencia. ¡Pobre D. José! ¡Qué suma de indulgencia se
necesitaba para sufrir nuestra petulancia y no mandarnos á paseo!

Pero había otros, como he dicho, no tan pacientes y nos hacían
ostensible su desprecio y nos dirigían miradas furibundas cuando
osábamos entrar en las salas de conversación. Tanto que desesperados un
día resolvimos declararnos independientes y conquistar también nuestro
terruño.

Había en aquel vetusto caserón de la calle de la Montera una estancia
grande y lóbrega con balcones á un patio que servía de trastera. Allí
decidimos plantar nuestra tienda. Dicho y hecho. Una tarde, á la hora en
que no había llegado todavía ninguno de aquellos odiosos viejos
(llamábamos viejos ¡ay! á los hombres de treinta á cuarenta años),
penetran cautelosamente en el Ateneo una docena escasa de valerosos
jóvenes, se dirigen impetuosamente á la trastera, la limpian en un abrir
y cerrar de ojos de las sillas decrépitas y mesas patizambas que allí
dormían bajo el polvo, ahuyentan también éste con escobas; luego se
lanzan impávidos al asalto de los salones, roban, pillan, escamotean, y
en otro abrir y cerrar de ojos queda amueblada y decorada con relativo
lujo aquella _cacharrería_ que no tardó en hacerse famosa en España. Los
criados contemplaban con espanto el saqueo; el conserje se mesaba los
cabellos exclamando: «¡Dios mío, qué dirá el secretario!» Uno de
aquellos chicos, el de voz más bronca (porque ya había llegado á la
muda), se yergue altivo al oir esto y ahuecándola cuanto pudo y
empinándose sobre la punta de los pies deja caer como gotas de hierro
incandescente estas palabras: «Dígale usted al secretario (pausa),
dígale usted al secretario... ¡que no le conozco! Después de tan
arrogante respuesta que nos hizo recordar la de Leónidas al emisario de
Jerjes, volvió la espalda con infinito desprecio y el conserje quedó
anonadado.

Nuestra audacia impuso respeto á los _viejos_ ó tal vez les hizo reir.
Lo cierto es que al día siguiente nos enviaron á guisa de burla, como
regalo, el retrato al óleo de D. Julián Sanz del Río, filósofo tan
profundo como feo, importador en España de la filosofía de Krause. Á
estas horas pocos recuerdan en el mundo á Sanz del Río ni á Krause, pero
en aquella fecha eran tan odiados de los hombres de orden como hoy lo
son los anarquistas, y sus preceptos «vive una vida íntegra», «realiza
tu esencia», etc., inspiraban el mismo terror que las bombas de
dinamita. Nosotros acogimos con júbilo al laberíntico filósofo y le
colgamos respetuosamente de la pared, aunque jurando con las manos
extendidas no leer jamás su _Filosofía analítica_.

Todo aquello se hundió en el abismo del olvido y sólo los cuatro ó cinco
canosos y panzudos _cacharreros_ que paseamos por las aceras de Madrid
nos acordamos con emoción de aquellos días risueños y nos enternecemos
hablando del retrato al óleo de D. Julián.

Precisamente en aquellos días risueños fueron escritas estas semblanzas
sobre los negros y sobados pupitres de la Biblioteca del Ateneo.
Publicadas primero en la _Revista Europea_ y después en volumen, se
agotaron rápidamente, porque en España siempre hubo público para los
azotados. Desde aquella remota fecha á la presente se me han hecho
algunas proposiciones para reimprimirlas, pero me he negado
obstinadamente á ello y aun al publicar la serie de mis obras completas
prescindí de incluirlas, hasta ahora. ¿Por qué tan severa resolución?
Porque estoy persuadido de que á los veintidós ó veintitrés años se
puede ser un excelente poeta ó tal vez un mediano novelista, pero sólo
un detestable crítico. Además, estas semblanzas están llenas de
alusiones personales de dudoso gusto, están escritas en general con la
arrogancia decisiva que suele caracterizarnos en los primeros años de la
vida. Por tales razones las había condenado á eterna proscripción.

Pero he aquí que en una noche de insomnio me asaltó la terrible duda que
á todos los escritores acomete más ó menos tarde. ¡Si yo fuese inmortal!
pensé de improviso. ¡Si mis obras fuesen leídas de las generaciones
venideras! Entonces no sólo se reimprimiría cuanto yo he escrito, sino
que se buscarían, se recogerían y se publicarían las cartas que he
dirigido á mis amigos y ¡quién sabe! hasta los billetitos amorosos; hay
eruditos capaces de las mayores infamias. Pensar esto y sentir inundado
mi cuerpo de un frío sudor entre las sábanas fué todo uno. No existe
hombre en el mundo que haya escrito más simplezas á sus amigos, pero
estas simplezas no son comparables con las que he escrito á las amigas.
Mis huesos se ruborizarían dentro de la tumba, estoy seguro de ello. Tan
desazonado me dejó tal pensamiento, que á la mañana siguiente encontré
paseando con sus nietos por el Retiro á una venerable señora á quien en
otro tiempo dirigí por escrito una declaración de amor, y me costó
trabajo no acercarme á ella y suplicarle por el de Dios, ya que no por
el mío, que me devolviese la epístola si es que la conservaba. Por
supuesto, ahora me miro mucho cuando escribo cartas, pensando en que
andando el tiempo han de ser publicadas, y si algún conocido me escribe
una pidiéndome prestadas cien pesetas adopto el estilo más puro y más
clásico, imitado de Hurtado de Mendoza, para responderle que no me es
posible enviárselas.

Desde esta fecha me di á imaginar que era menester reimprimir las
presentes semblanzas. Para animarme á ello me he dicho á mí mismo
repetidas veces que los pecados de la juventud son letras de cambio que
se pagan indefectiblemente en la vejez. Puesto que yo he cometido
algunos, debo valerosamente sufrir las consecuencias. Al lado de este
motivo generoso, levanta la cabeza su compañero eterno, el motivo
egoísta y sórdido. Si este volumen de semblanzas ha de reportar algunas
ganancias, ¿no es preferible que estas ganancias caigan en mi bolsillo
antes que en el de un editor profano que las desentierre?

He aquí pues, lector, este libro de semblanzas que te vuelvo á ofrecer
al cabo de tantos años. Si eres viejo sentirás cierta melancolía
hallándote de nuevo frente á los hombres que amabas ó aborrecías en tu
juventud y á quien siempre escuchabas con interés. Si eres joven
sonreirás desdeñosamente al ver la importancia que entonces concedíamos
á ciertos hombres absolutamente desconocidos para ti. No te equivoques,
sin embargo; lo que ahora sucede, sucederá más tarde y sucederá siempre.
¿Cuántos de los personajes que hoy provocan tu admiración ó tu cólera se
salvarán del olvido? En conciencia puedo decirte que aquellos hombres
por mí zaheridos no tenían más talento que los que ahora figuran en las
letras y en la política, pero te afirmo igualmente, con la mano sobre el
corazón, que eran menos pedantes. En cuanto á los por mí ensalzados,
díme, ¿quiénes son actualmente los sustitutos de Zorrilla, de Castelar y
Campoamor?

Este libro viene á ser un camposanto. De los muchos varones que aquí se
estudian y de los otros á quien se alude, sólo tres ó cuatro pertenecen
todavía al mundo de los vivos. Un sentimiento de vergüenza que semeja
remordimiento me acomete al entregar de nuevo á la publicidad estas
sátiras de oradores y escritores que ya han descendido á la región de
las sombras. Pero todos ellos comprenderán ahora que en mi corazón
juvenil no había ni un grano de odio. Yo no era entonces más que un niño
travieso y poco respetuoso. Por eso cuando en breve me presente delante
de ellos en ese lugar oscuro donde vagan las sombras de los héroes,
estoy seguro de que todos me tenderán la mano. Quizá me pidan con afán
noticias del Ateneo y de los héroes actuales de la literatura. Quizá
suspiren como Aquiles murmurando que vale más una noche pasada
discutiendo _lo predominantemente subjetivo_, aunque haya críticos que
se burlen de sus discursos, que cien años trascurridos más allá de la
laguna Estigia.

[Illustration]

[Illustration]



LOS ORADORES DEL ATENEO



PROEMIO


[Illustration: E]L Ateneo Científico y Literario de Madrid ha
manifestado en los últimos cursos una vida y animación á que no
estábamos acostumbrados los que tristemente discurríamos en años
anteriores por sus desiertos pasillos. Casi diariamente resuenan las
voces de sus oradores por los ámbitos del espacioso, aunque irregular,
salón consagrado á la cátedra, y trasformado ahora en candente arena de
estos palenques científicos. La discusión no queda encerrada tampoco en
el ceremonial de las formas académicas, sino que, desencadenada y movida
por los huracanes de la pasión, sale á los pasillos consiguiendo
arrebatar los cerebros de aquellos que, por carecer de facundia ó por
modestia, no tercian en el público certamen. En privado, así como en
público, líbranse formidables batallas, en las cuales se combate con
todo el entusiasmo de la idea, aunque algunas veces, fuerza es decirlo,
se sustituye éste por otro menos noble, el de los bandos políticos ó el
que origina las heridas del amor propio. Esparcidos aquí y allá por los
divanes y butacas del establecimiento, suele verse á última hora
empolvados, deshechos, aporreados y casi sangrientos á los campeones de
la noche, sorbiendo con ansia el agua fresca, mientras alguno que otro,
de pulmón más robusto, manteniéndose aún en pie frente á estos
desgraciados, descarga sobre ellos con extraña ferocidad los golpes de
remate. No pocas veces demandé gracia para algunos cuya inflamada pupila
nos anunciaba la nube de argumentos que por su cabeza corría, sin que
esta temerosa nube lograse rociar con algunas gotas sus exhaustos
gaznates, y les pusiera en condiciones de revolverse contra su duro
adversario.

Debátense en esta culta Sociedad los más arduos é interesantes problemas
de la ciencia; pero obsérvase el, á primera vista, extraño fenómeno de
que todas sus discusiones, previamente anunciadas en un tema concreto,
vienen precipitadamente á parar en puro asunto teológico ó político.
Fuertemente impresionado por estas singulares corrientes que en breve
plazo conducen siempre el tema á su disolución, traté de inquirir la
causa, y no cifrando gran confianza en el dictamen de mi pobre razón,
busqué el parecer de los más doctos. La mayoría se inclinó á creer
noblemente que la trascendencia de tales temas, la irresistible
atracción que ejercen sobre el espíritu en estos críticos tiempos y su
actualidad, sobre todo en nuestra España, donde á la hora presente
teología y política andan sobradamente confundidas, son parte bastante á
explicar los extravíos de nuestro pensamiento. Los menos y con peor
intención, quisieron ver en ello pruebas claras de nuestra insuficiencia
para ahondar con profundo y delicado análisis en un determinado punto de
la ciencia. Nuestros lectores optarán entre las dos contrarias teorías,
aunque á mi ver no sería difícil hallar elementos de verdad en ambas.

Lo cierto de todo es, como digo, que las discusiones marchan en completo
y general desorden. Cada cual, sin preocuparse de nada del tema
discutido, verdadero náufrago en estas borrascosas sesiones, teje como
puede un discurso y encomienda á la Providencia la convicción de sus
oyentes. Dudo que exista país en el mundo donde se hable tanto y tan
bien como en España, pero seguro me encuentro de que en ninguno se
recaba menos de tanta oratoria. Consiste esto en que la forma, el
aspecto artístico de la oratoria española, absorbe y avasalla su fondo
científico, el cual se halla primorosamente velado, pero velado al fin,
por las hermosas galas de una retórica desenfrenada.

En ningún otro país más que en España, y para encarecer á los
representantes de la Nación la conveniencia de votar un impuesto sobre
el aguardiente, trae el orador á cuento, flotando en un mar de rizadas
ondas, las primitivas construcciones pelásgicas, el monoteísmo de la
raza semítica ó los cuadros del Correggio. Los oradores españoles no
hacen obras de ciencia, sino obras de arte, y como artistas deben ser
juzgados. De este modo nos explicamos el deleite con que hemos asistido
estos cursos á las sesiones del Ateneo, y á la par el insignificante
ardor científico que lograron despertar en nosotros. El público, artista
también como los oradores, aplaude con frenesí los períodos tersos, las
brillantes imágenes, la mímica fogosa; en cambio repugna el argumento
recto y descarnado y el análisis detenido del asunto. Hay una derecha y
hay una izquierda. Sentada la una enfrente de la otra, se miran con
recelosa antipatía, y tienen por costumbre aplaudir tan sólo á sus
respectivos oradores. Excusado será advertir que los años de las
personas que en la derecha se sientan suman bastante más que los de
aquellos que tienen su asiento en la izquierda. Esto no obstante, el
ardor, el entusiasmo y aun la intransigencia es igual por ambas partes.

Y cuenta que esto no lo decimos á modo de censura, porque estamos bien
convencidos de que estos fuegos y arrebatos salen del fondo mismo del
carácter nacional, de cuyas grandezas participan muchos, de cuyos
defectos y pequeñeces todos participamos. No creemos posible, según lo
expuesto, que la ciencia gane mucho en las sesiones del Ateneo, donde
sus más intrincadas cuestiones se discuten; pero en cambio suponemos
que el arte, ese fantasma divino que logró arrastrar siempre con
predominio los deseos y las fuerzas de nuestra patria, tendrá que
agradecer á este centro literario un culto desinteresado y devotísimo.
En buen hora que se nos hagan ver los peligros sin cuento que la verdad
corre entre tanta magnificencia y suntuosidad; por cima de todo flotarán
siempre las bellezas reales que hemos sabido crear.

Nuestra oratoria recorre en toda su extensión la colosal escala trazada
para esta manifestación artística. Oradores, cuya sutil ironía asuela y
abrasa, tenemos, y también poseemos esos grandes artistas, verdaderos
magos de la palabra, que en todas ocasiones saben rodearse de hermosas y
nunca pensadas imágenes que encantan y transportan el alma. El
instrumento que exterioriza los vuelos de esta fantasía con su
majestuosa dulzura y sonoridad, realza la obra del orador, y la coloca á
la par ó por encima de los más acabados modelos del arte clásico.

Fijo en estas consideraciones, pienso mostrar en las páginas siguientes
algunas observaciones sobre varios de los oradores que han terciado
durante los últimos cursos en los debates del Ateneo. No aspiro á hacer
retratos, que harto difícil lo considero para mi humilde pluma. Busco
tan sólo el medio de echar á volar algunos pensamientos que me
ocurrieron al escuchar los discursos pronunciados en las veladas del
Ateneo. Excusado parecerá añadir, después de lo expresado, que mi punto
de vista será principalmente artístico. Esto no obstante, trataré,
hasta donde me sea posible, de hacer ver, á la par que los méritos
artísticos de cada orador, las tendencias más caracterizadas de su
inteligencia, ó sea el rumbo que actualmente sigue en el océano del
pensamiento humano. Bajo uno y bajo otro aspecto, aunque mucho pueda
aplaudir, algo tendré también que censurar; mas haré de modo que estas
censuras, ni tengan su raíz en la pasión, ni se presenten tan agrias que
puedan herir ninguna susceptibilidad.

[Illustration]

[Illustration]



D. MIGUEL SÁNCHEZ


[Illustration: C]IERTA noche, y en ocasión que el señor Sánchez pedía la
palabra, oímos decir á nuestro lado: «Este señor cura padece una
equivocación; se dirigía á San Luis y entró distraído en el Ateneo».

No es exacto, sin embargo, lo que el mordaz interlocutor trataba de
significar. El Sr. Sánchez (ó el Padre Sánchez, que así es como
generalmente se le conoce) nada tiene de orador sagrado, si no es cierta
pastosidad de voz y melifluidad de tono, y el empleo de algunas frases,
como las de mansedumbre por humildad, misericordia por compasión, y
otras tales que trascienden de una legua á púlpito.

Por lo demás, ¿quién podrá dudar que el Sr. Sánchez abandonó totalmente
las formas arcaicas de la Cátedra Santa para aceptar con amor la nueva
fase de la apologética católica? No se trata ya de hinchadas é
indigestas pláticas, sembradas de místicos ejemplos donde Satanás juega
por lo común papeles de melodrama, de símiles bíblicos y latines
macarrónicos, no; la moda, que todo lo invade, como me propongo
demostrar en ocasión propicia, se ha introducido por la mohosa cancela
de las catedrales y ha sugerido á los defensores de la verdad católica
nuevas y radicales reformas en su piadosa estrategia. La Iglesia había
poseído hasta ahora santos padres, doctores y mártires; pero carecía de
guerrilleros de la palabra, y los tiempos actuales se los han
suministrado.

Los modernos paladines del Catolicismo no se aperciben á la batalla,
como los antiguos, demandando al cielo fuerzas en medio de fervorosas
oraciones y áspera penitencia, sino que afilan su lengua en las peleas
del _meteeng_, y adiestran su pluma en las turbulencias del periodismo
candente. Los apóstoles é iluminados de otros días, son actualmente
polemistas irascibles y batalladores. Los que fecundaban antes con su
preciosa sangre los campos de la religión, riegan con bilis ahora la
arena del debate. Los apologistas católicos se creen en el deber de
aceptar las condiciones en que hoy se les ofrece la lucha, y mantienen
en tensión constantemente el arco que tiene aparejado el dardo del
sarcasmo ó del ultraje.

El Sr. Sánchez ha entrado de lleno en los derroteros de la nueva
apologética. No pertenece á la escuela de San Anselmo y San Bernardo;
pero, en cambio, es discípulo aprovechado de Luis Veuillot. Hace
bastantes años que esgrime su palabra, sutil y revoltosa, en el Ateneo
de Madrid, si bien ha padecido un prolongado mutismo, ocasionado, á lo
que parece, por la suspicacia clerical. No merecen los honores de
batallas las luchas en que interviene, porque no entra en sus miras
presentar el pecho al enemigo, pero sabe preparar con destreza una
emboscada y evitar los más certeros golpes. No para mientes jamás en las
doctrinas, sino en la persona que las representa, y á ella asesta luego
sus malignas estocadas. El Padre Sánchez entiende que la discusión es un
pugilato donde el laurel de la victoria debe adjudicarse al que más
aporrea á su adversario.

Es un polemista escabroso; un defensor audaz del antiguo régimen; tiene
bastante nervio dentro del género especial de su oratoria, y maneja con
éxito ese estilo, ora místico, ora volteriano, que por medio de
intencionadas burlas é incesantes sarcasmos pretende inculcarnos el amor
de Dios y del prójimo.

Cuando escuchamos las picantes alusiones, las sangrientas diatribas con
que el P. Sánchez maltrata á sus adversarios políticos, nuestro
pensamiento se remonta sin darnos cuenta de ello á los primeros tiempos
del Cristianismo. Y contemplamos la figura apacible del Redentor, y
escuchamos la dulce y persuasiva voz que nos ordena amarnos los unos á
los otros; y vemos también sobre el fuste marmóreo de una columna á
aquellos ejemplares varones que salieron del mundo vivos en fuerza de
mirar al cielo. ¡Oh santos Estilitas! ¡Cuántas veces se hubiera
desplomado el P. Sánchez de vuestra memorable columna; él que tan fijos
tiene sus ojos en la tierra!

La verdad de todo es que estos detractores irreconciliables de la
revolución, son en el fondo espíritus revolucionarios. Compárese, si no,
la forma en que el Cristianismo se difundía en sus primeros tiempos con
el método que hoy adoptan sus apóstoles para esparcirlo por el orbe, y
se notará con claridad la profunda revolución que en su modo de ser y de
propagarse se ha operado. Bajo este sentido, el Padre Sánchez es un
demagogo del apostolado, un descamisado del Catolicismo. Su temperamento
no le llevará seguramente al desierto á vivir con raíces y frutas y á
gozar de los inefables misterios de la soledad y del éxtasis, antes
bien, le arrastrará constantemente hacia el choque ruidoso y apasionado
de las ideas, hacia la invectiva, hacia la sátira. Es un fanático del
pasado con instintos y lenguaje democráticos.

Con estos procedimientos irrespetuosos, con esta fecundidad de invectiva
y esta agudeza que le caracterizan, el orador católico logra despertar
en alto grado la curiosidad del auditorio. En España nada hay que nos
regocije tanto como oir en la calle unos tiros ó una desvergüenza:
estamos ávidos de sensaciones fuertes; la monotonía nos causa terror;
queremos, en una palabra, divertirnos. Y hay que convenir en que nada
más divertido que las filípicas con que el P. Sánchez flagela á los
enemigos del absolutismo. No extrañe, pues, que en la sala del Ateneo se
espere un discurso suyo con la risueña impaciencia con que en el teatro
se aguarda en pos de un drama un sainete.

De este modo, con las armas de la ironía, con las donosuras del gracejo,
con los excesos de la pasión, quiere servir nuestro orador al
Catolicismo sin comprender que lo rebaja al nivel de secta tumultuosa y
alborotada. Esto equivale á servirse de la religión como de un
estandarte bajo cuyos pliegues se lanzan al combate todos los ímpetus
del sectario, todas las genialidades del carácter y los rencores todos
del espíritu. Nuestra conciencia nos dice que servir á la religión con
tales armas es desnaturalizarla; y el imponerle una absurda solidaridad
con el ideal absolutista es comprometerla gravemente.

No ofrece duda que en los tiempos en que vivimos, cuando las ideas
chocan con estrépito en medio de una incesante discusión, y se ponen en
tela de juicio las bases fundamentales del Catolicismo, es no tan sólo
un derecho sino también un deber de los creyentes el acudir con presteza
á su defensa. Lo que lamentamos no es que los escritores y oradores
católicos intervengan en la controversia, sino que se mezclen en los
ardores y desmanes que la pasión produce siempre, quedando al mismo
tiempo apartados de los altos y serios debates que ha suscitado la
crítica contemporánea.

El Sr. Sánchez, á pesar de cuanto llevamos dicho, no es un orador
católico á la moderna, en la acepción más completa de la palabra.
Fáltale para esto una condición esencial, la de ser lego, joven y bien
quisto de las damas. No pertenece á esa falange inquieta de fogosos
mancebos que aspiran á ser la policía de la Iglesia, y que, juzgándose
intérpretes únicos de la voluntad divina, vilipendian á cuantos
desconocen su autoridad en materia de fe, de costumbres y de literatura.

Su carácter sacerdotal le impide afectar ese buen tono y exquisita
cortesanía en la intemperancia misma que tanto brillo comunica á los
apóstoles con bigote y rizada cabellera.

Se dice que el paso por el seminario imprime un sello de tal modo
indeleble, que ni el cambio más radical en las opiniones y en los
hábitos alcanzan á borrarlo. Calcúlese, pues, qué claro se verá este
sello en el Sr. Sánchez, cuando ningún cambio se ha operado, ni
esperamos que se opere, en sus concepciones mundanas y extramundanas.
Cuando se le ocurre discutir alguna doctrina (lo cual repetimos que rara
vez acontece), saca todo el arsenal de argucias y sofismas con que le
abastecieron en sus juveniles años los maestros de la escolástica. Si se
le cita un hecho que perjudica á la doctrina que sustenta, lo niega; si
se le demuestra, _distingue_; y cuando los distingos no bastan, replica:
«...más eres tú». Manifiesta gran predilección por la historia, pero la
historia del Padre Sánchez no es historia, sino una especie de cámara
oscura, muy oscura, donde todo se ve cabeza abajo. Á tal ínclito varón,
cuya memoria honra la humanidad desde largo tiempo, se le ve,
terriblemente ataviado con cuernos y rabo, comerse los niños crudos. Á
tal otro bellaco que en su vida ha hecho más que picardías y ruindades,
se le contempla por arte de encantamento trasformado en santo. Profesa,
en cambio, una aversión casi sagrada, por lo inmensa, á la poesía. Se
comprende bien. Los poetas son los profetas de nuestra edad, y el Padre
Sánchez es todo lo contrario de un profeta. Tan lejos lleva nuestro
orador esta aversión, que todo cuanto de malo encuentra en los discursos
de sus contrarios no es más que poesía, pura poesía, como él dice
afectando el más profundo desprecio. Los dedos se le tornan poetas. ¡Un
día se le ocurrió llamar poeta al Sr. Figuerola!

En lo referente á la demostración de las ideas, profesa este orador
ideas muy singulares. La prueba de que una idea es verdadera, no
consiste para él en que sea rigurosamente lógica y se imponga desde
luego al espíritu como cierta. Precisa que vaya acompañada, además, de
un texto donde se apoye, cuyo texto deberá citarse en toda regla, esto
es, con la página, capítulo, libro, edición, archivo, etc. Él así lo
practica; mas oí decir en los pasillos á un sujeto (probablemente aquel
mismo socio mordaz que cierta noche le llamaba señor cura) que el Padre
Sánchez es una verdadera especialidad en la invención de citas. No creo
que esto pase de cuchufleta.

Sea de esto lo que quiera, con tales maneras y otras parecidas, el Padre
Sánchez no convence á nadie, pero logra excitar la hilaridad del
auditorio, y bien conocidas son las deferencias y respetos que en
nuestro país se guardan á quien se da bastante maña para hacernos pasar
un rato divertido.

Una observación para terminar. El género agresivo y picante de la
oratoria del Sr. Sánchez, más que á la condición de su carácter, cuya
nobleza y sinceridad reconocemos, responde á las tradiciones constantes
de la escuela en que milita. Sirva esto de alivio y descargo para lo que
se halle de acerbo en nuestra censura.

[Illustration]

[Illustration]



D. SEGISMUNDO MORET Y PRENDERGAST


[Illustration: P]ENETRAMOS en el florido vergel de la poesía, en el
recinto deleitable y ameno donde se albergan los genios seductores de la
elocuencia. Llegamos al más suave y armonioso de nuestros oradores.

No es águila soberbia que lanza su vuelo impetuoso por las regiones del
aire; no es el rayo de sol ardiente que abrasa los tiernos pétalos de la
flor; no es la ola gigantesca que forja el mar en su embravecido seno y
brinca espumosa sobre el inmoble escollo. Es el malvís alirrojo que
entona su cántico dulce y monótono, oculto entre las frondas de un tilo;
es el rayo tenue de la luna que esparce sosiego por el valle; es la onda
cristalina que expira sin estrépito en la playa.

¿De dónde viene? De la libertad. ¿Quién no recuerda aquel grupo de
jóvenes inteligentes que en los albores de una revolución rodeaba el
estandarte de la libertad? Uno de estos jóvenes, por la distinción de su
figura, singularmente interesante, por el encanto que sabía comunicar á
su palabra, siempre florida y persuasiva, arrastraba hacia sí todas las
miradas y todos los entusiasmos. ¿Quién es entre nosotros el que no le
ha visto subir á la tribuna acompañado de ese murmullo lisonjero con que
la simpatía impone silencio á la atención? Su cabeza, delicadamente
bella, irradiaba inteligencia; su mirada, un poco vaga y soñadora,
buscaba instintivamente la luz que entraba por el medio punto del salón
como para suplicarla que iluminase su pensamiento. Su palabra, confiada
y vibrante, corría sobre los abismos temerosos de la política como un
incauto niño que no percibe el peligro que le cerca.

Moret no es un orador parlamentario. Fáltale malicia, sóbrale fantasía y
elevación para terciar en esas peleas nobles muchas veces, á veces
también indignas, en que se agitan los intereses políticos. Carece en
absoluto de esa decantada habilidad, que mejor llamaríamos astucia, con
que, á guisa de ganzúa, consiguen abrir hoy nuestros políticos las
puertas del alcázar gubernamental. Si ha entrado en él algún día, fué
deslumbrando con el brillo de su palabra á los astutos enanos que lo
guardaban. Arrojáronle de allí más tarde explotando malignamente su
candidez. Tampoco posee esa energía y firmeza que en el fragor de la
lucha pone en suspensión á los contendientes, ni con fogosos arrestos
tritura y despolvorea las doctrinas de sus contrarios. Es un tribuno
aristocrático que sólo produce efecto entre los espíritus cultos y un
tanto iniciados en los refinamientos del lenguaje. Y en verdad que éste
responde con solicitud tan primorosa á los soplos más leves de su
pensamiento, á sus matices más desvaídos, como las cuerdas del arpa
contestan exhalando dulces notas á la blanca mano que las hiere.

La oratoria del Sr. Moret no tiene trascendencia en el sentido de que
despierte el pensamiento para nuevas y más profundas concepciones.
Limítase á recoger del suelo una idea generosa para arrojar sobre ella
la luz de su inteligencia y ofrecérnosla adornada con todos los colores
del iris y todas las magias del arte. De este modo, mejor que con
profundas y sabias disquisiciones, sirve á las ideas haciéndolas amables
y simpáticas para todos. Su claro pensamiento tiene la virtud de disipar
las nieblas con que la malicia y el error las cubren. La libertad es la
musa que inspira todas sus oraciones. Esta musa, que por capricho
inescrutable se ofrece las más de las veces á la vista de sus oradores
como deidad sangrienta y vengativa, como ángel exterminador y ministro
de la voluntad del pueblo destinado á dar muerte á los primogénitos del
privilegio y de la fortuna, se presenta á los ojos del joven tribuno y á
los de aquellos que la gala de su elocuencia encadena, como ángel de
ventura que trae en su mano, no la tea del exterminio, sino el olivo de
la paz.

¡Grande y poderoso influjo el de la elocuencia! Á su poder no se allanan
los peñascos ni se aplacan los irritados mares, pero hay algo que se
mitiga y se aplaca más duro que los peñascos y más irritado que los
mares: el corazón del hombre!

El Sr. Moret es un gran orador; pero nada más que un orador. Ha tenido
la desgracia de nacer á la vida de la inteligencia en una época en que
las aspiraciones más nobles del espíritu moderno se hallaban
representadas por la escuela que tomó el nombre de economista. Y digo
desgracia, porque no es mucha fortuna ciertamente para nuestra juventud
el que haya de percibir la luz de la ciencia siempre de reflejo y al
través de los cristales que el curso de las circunstancias le
interponen. En los comienzos del siglo los jóvenes que en nuestra patria
amaban la cultura y ocupaban su espíritu con los problemas que arrastra
consigo eran cándidos descreídos y reformadores ilusos. Miraban por el
cristal de la Enciclopedia y no alcanzaban á ver más que negaciones en
el vasto campo de la naturaleza. Más tarde llegó hasta aquí la ola de la
escuela economista y arrastró consigo á la flor de nuestros pensadores
que navegaron incautos sobre su turgente espalda, sin comprender á qué
abismo de anarquía y egoísmo nos conducían sus falaces armonías.
Últimamente la amplitud que de poco á esta parte han tomado los estudios
de medicina introdujeron aquí de soslayo la gallina del positivismo,
que con tal extraña fecundidad va empollando en nuestras tierras, como
se advierte por el número de pollos que en el día hacen profesión de
incrédulos.

Todas estas direcciones, imposible fuera negarlo, corresponden en la
esfera del conocimiento á otros tantos puntos de la realidad. Pero
tienen la desdichada ocurrencia de aspirar al monopolio de toda ella,
por lo mismo que en España van campeando sucesivamente sin mantener las
luchas incesantes á que otras escuelas rivales las provocan en los demás
países, y consiguen de esta suerte hacerse insoportables y odiosas para
los espíritus que buscan imparcial y seriamente la verdad.

El Sr. Moret puso al servicio del individualismo las prodigiosas
aptitudes con que la Providencia le dotara, cuando el individualismo era
el único pan que se ofrecía á los hambrientos de la inteligencia.
Sintióse vencido por aquella serie de hermosos sofismas con que el
optimismo individualista nos llevaba á la felicidad sin movernos del
sitio, sin hacer otra cosa que presenciar inmóviles el desenvolvimiento
de las leyes que llamaban naturales. Parodiando á la inversa la frase de
Mahoma, decían: «No vayáis á la felicidad; dejad que la felicidad venga
á vosotros». Y, no obstante, ninguna de las cualidades morales del Sr.
Moret acusa un individualista. Un espíritu como el suyo, generoso y
armónico, más apto parece para la iniciativa de algún noble y
filantrópico proyecto que para la expectación fría y calculada que la
antigua escuela económica imponía á sus afiliados.

Escuchad á ese orador ameno y elegante, saboread la ambrosía de su
dicción, extasiaos ante ese conjunto de hermosas imágenes que surgen
bullidoras al conjuro de su encantada fantasía, y sabed después que ese
orador tan delicado, ese espíritu tan poético es... un hacendista.

Sí; el Sr. Moret se ha consagrado á la ciencia financiera, ha sido su
intérprete en la Universidad de Madrid y su ministro en las esferas del
poder. ¡Podrá darse mayor desdicha para la poesía, quiero decir, para la
Hacienda!

¿Por qué es el Sr. Moret un financiero? Preguntad á la más fragante de
las flores, á la suave madreselva, por qué despide su perfumado aroma
entre las aguzadas espinas de una zarza; preguntad á la perla por qué
oculta sus bellezas en el fondo de un molusco repugnante; preguntad por
qué de un matemático profundo se forma de súbito un poeta dramático.

Arcanos y paradojas son éstos con que la naturaleza nos quiere
sorprender algunas veces.

El Sr. Moret nació orador y se hizo financiero ó, lo que es lo mismo,
nació ruiseñor y quiso ser gorrión. Para gorrión es demasiado fino y
atildado.

Queremos, pues, al Sr. Moret ruiseñor; queremos escuchar su voz
elocuente siempre que no nos hable de deuda flotante ó de emisión de
bonos. Queremos también contemplarle desempeñando en la escena de la
oratoria papeles de víctima, porque su frase, siempre melódica y
regalada, no se hizo para expresar los acentos ásperos y arrebatados del
tribuno batallador, ni mucho menos para engolfarse en el laberíntico
juego de la ironía y la sátira.

Nada hay que nos disguste tanto como el gracejo del Sr. Moret cuando
graceja. Con aquel rostro afeminado, con aquellos ojos que, aun
queriendo reflejar malicia, siguen expresando la misma amable inocencia,
con aquel aire soñador, con aquella voz conmovida y temblorosa que
frecuentemente se anuda en la garganta, produciendo un movimiento de
simpatía en el auditorio, ¿aspira el Sr. Moret á ser zumbón? ¿No
comprende que el chiste que sale de su boca suena como un suspiro?

Abandone el ilustre orador esa forma, que se hizo para almas más
revueltas y tempestuosas que la suya; no vuelva á introducirse
incautamente en los matorrales de la hacienda, donde su espíritu dejará
el rico vellón de la poesía y de la elocuencia, y siga el glorioso
camino que su naturaleza le tiene trazado. Es nuestro respetuoso
consejo.

[Illustration]

[Illustration]



D. CARLOS MARÍA PERIER


[Illustration: S]UAVES ondas que besáis las playas de la Italia, tibias
auras que mecéis los cedros del Líbano, gentiles corderillos que
triscáis en la pradera, aroma de las flores, perfume de los campos,
venid! Vengan los elementos todos de la bucólica, y mójese mi pluma en
la rica miel de Chío y en los lagos azules de la Helvecia. No tardéis.
Ved que el orador se encuentra en pie, y yo impaciente por dar comienzo
á la semblanza.

La voz llega ya á nuestros oídos.

Sentados bajo la frondosa y secular encina, en esas horas ardientes del
mediodía en que el ruido de los humanos se apaga casi por completo y el
de los insectos toma proporciones sofocantes; cuando todo dormita
buscando con anhelo la sombra deleitosa, ¿no escuchasteis los errantes
sonidos de la flauta? Las cadencias se prolongan de un modo indefinido,
la misma frase se repite sin cesar, pero sus notas llegan unas veces
puras y vibrantes, otras, cuando atraviesan por los juncos que crecen á
orillas del arroyo, melancólicas y vagas, estremeciendo el aire con
dulzura y cerrando blandamente vuestros ojos. Os halláis dormidos, y
todavía percibís los mismos sones. Despertáis, y los seguís oyendo.
Después de algún tiempo, la flauta llega á ser uno de tantos insectos y
forma coro con los cantos penetrantes del grillo y la cigarra.

Trasladaos al Ateneo de Madrid, y, si no os inspira algún temor, sentaos
en una de esas butacas de color de cielo--¡á tal punto es cierto que el
hábito no hace al monje![1].--El Sr. Perier se levanta y da comienzo la
sinfonía. La flauta entona con dulzura una melodía delicada que regalará
vuestros oídos; mas ya se viene repitiendo cinco veces, y el artista no
piensa en buscar un nuevo tema. Después de algún tiempo quedaréis
dormidos. Cuando abráis los ojos, las cosas se encontrarán probablemente
en el mismo ser y estado, esto es, las auras que vienen de la derecha
traerán á vuestros oídos la misma melodía. Acontece que el artista
pretende introducir algunas variaciones en la frase; pero no me engaña,
la percibo tan clara y tan distinta como si por vez primera saliera de
la flauta.

El Sr. Perier es, pues, un orador, pero orador de una sola cuerda, y
sobre ella nos da luengos conciertos. Orador de exordio interminable,
aunque hemos de advertir que jamás empleará el conocido en la retórica
con el nombre de exabrupto: se lo veda su exquisita cortesía.

Que en el horizonte de las discusiones del Ateneo se deje ver un tema
por fas ó por nefas relacionado con la religión, la familia ó la
propiedad, y ya tienen ustedes á mi orador con verdadera comezón de
acudir á la muralla de estas instituciones, para que ninguna reforma
clave en ella su bandera. Quizá sea el más constante de los sitiados,
pero es carabina de chispa la que empuña y sus fuegos no son mortíferos.
Avezado el enemigo á contemplarlo derecho sobre el muro, le dispara
saetas sin veneno, porque ni su actitud es arrogante, ni son muchas las
bajas que causa.

Esfuérzase en pedir respeto y gracia para las sagradas instituciones que
defiende, y no demanda la muerte y el exterminio para las que combate.
Mis plácemes por ello. Poco hay tan destemplado y ponzoñoso como el
lenguaje de los que toman por oficio la defensa incondicional de
nuestras tradiciones. El Sr. Perier, al separarse totalmente de esta
forma, merece con justicia los elogios de todas las personas sensatas é
imparciales, porque en ello revela comprender que las instituciones de
orden y de paz, pacífica y ordenadamente necesitan defenderse, y deja
ver, además de esto, una buena fe que en vano han de alardear los que
adoptan otros modos de polémica.

Muy lejos, pues, de erizarlo con argumentos de mala ley, sabe envolver
con gran esmero el proyectil entre algodón y seda, barnizándolo después
bonitamente de aceites olorosos antes de enviarlo al enemigo. Es tan
manso y sosegado el juego de su palabra, que ésta fluye de sus labios,
como dice Homero que fluía de los del prudente Nestor, dulce cual la
miel de las abejas.

Acabáis de entrar en una de nuestras góticas basílicas, y es la hora en
que con toda pompa se oficia ante los fieles. Los cánticos sagrados y
las plegarias fervorosas adquieren resonancia en los ángulos del templo.
Las flores silvestres esparcidas por todo el pavimento «ofrecen mil
olores al sentido». El incienso que arde en los pebeteros del altar
suspende por algunos instantes vuestro pensamiento, y os pone en deseo
de reclinar la cabeza para recibir en plácido desmayo las tristes y
graves melodías del órgano. Todo es paz y sosiego. Los ruidos mundanales
no quieren vibrar en aquella atmósfera seráfica.

Si oís al orador de que ahora estoy tratando, experimentaréis
sensaciones análogas. Parece que no vive en medio de la lucha de
creencias y doctrinas cuyo fragor conturba nuestros ánimos, y su
oratoria es, pudiéramos decir, extramundana. En los momentos más
críticos de la contienda, cuando el coraje inyecta de sangre los ojos de
los héroes y la muerte cierne sus alas sobre el campo de batalla,
levántase un orador con severo continente, saca del bolsillo una
encíclica romana, y da comienzo á su lectura, que impasible y tranquilo
hace prolongar un buen lapso de tiempo. ¡Quién lo diría! Esta lectura es
la lluvia copiosa y refrescante que apaga los ardores de la tierra. En
adelante, los oradores se levantan á hablar entumecidos, y la sesión
figura padecer de reumatismos.

Sigamos con el agua. No escucháis los ruidos medrosos y solemnes de
poderosa catarata que se despeña, sino el susurro monótono del arroyo
que serpea entre yerbas aromáticas, y al cual acompaña el no menos
triste y monótono rumor que el viento produce en los árboles. En vano
anheláis nuevas y variadas emociones. El orador, como la Naturaleza,
languidece sin morir jamás. Navegamos por el mar Muerto, sin que un
soplo de la brisa hinche nuestras velas.

Muchas veces me he preguntado: ¿qué actitud pensaría tomar el Sr. Perier
dentro de la Convención francesa? Después de las enrojecidas palabras de
Marat, ¿cómo sonarían sus discretas disertaciones? De aquella Montaña
partían torrentes espumosos y violentos huracanes. ¡Qué cefirillos tan
suaves llegarían si el Sr. Perier se viera en ella!

Las distancias que de su homónimo Casimiro Perier le separan son
inmensas. Aquel orador, cuya energía borrascosa tiranizaba á todas las
fracciones de la Cámara, se hubiera visto en grave aprieto ante la
cristiana mansedumbre de su tocayo. ¡Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán la tierra!

Para figurarse con cierta exactitud á este orador, es indispensable
haber contemplado mucho tiempo un cielo siempre límpido, que si primero
serena y dulcifica nuestro espíritu, luego empezará á causarnos tedio y
concluirá por abrumarnos. ¡Con qué ansia pedimos entonces á ese cielo
que en sus senos profundos condense los vapores que recibe y un momento
nos cubra al astro del día! ¡Ay! ¡en el cielo del pensamiento del Sr.
Perier jamás ha estallado tempestad alguna!

La dicción es correcta y el ademán sosegado; pero le falta color y
animación.

[Illustration]

[Illustration]



D. JUAN VALERA


[Illustration: N]O es tarea tan fácil como á primera vista parece
trasladar al papel los rasgos salientes de un orador. Unos, como el Sr.
Perier, están siempre traspuestos ó adormecidos, y es fuerza copiar su
semblante con la ausencia de vida que caracteriza al sueño. Otros, de
espíritu agitado y sutil, como el Sr. Valera, se niegan á estarse
quietos, y con sus desordenados movimientos hacen imposible el buen
desempeño de la obra.

Siento aprensión inusitada al tocar con mis torpes dedos la delicada, la
culta, la espiritual figura del señor Valera. Inútilmente trataré de
imitar, haciendo su semblanza, al acreditado pintor que ha enriquecido
la galería del Ateneo con su retrato. Confieso humildemente que no me
siento con fuerzas para reproducir embellecida la imagen del ilustre
escritor. Harto haré si consigo no empañar su mucho brillo.

Principio por suponer al Sr. Valera bastante sensato para no abrigar las
pretensiones de orador grandilocuente. Corto es el número de los que ven
ceñidas sus sienes con una corona legítimamente alcanzada; más corto aún
el de los que pueden soportar el peso de dos ó más. Y el renombre que el
Sr. Valera tiene adquirido como escritor brilla con luz demasiado clara
para no eclipsar el de otros astros de segunda magnitud que alguna vez
se dejan ver en el cielo de su gloria. El escritor y el orador se
confunden en el Sr. Valera, y como las condiciones exigidas para uno y
otro son muy distintas, el escritor tiene sofocado bajo su gran
pesadumbre al orador. En el Sr. Castelar encontramos un ejemplo de lo
contrario. El orador puede y debe ser exuberante en la frase, armonioso
hasta con detrimento de la precisión, siempre rico, fácil y sonoro. El
prosista debe proceder con cierto rigor en el empleo de las formas
métricas, y huir con tacto de las asociaciones de palabras que tienen su
verdadero lugar en la oratoria. De aquí la inferioridad del Sr. Valera
como orador. Posee todo el donaire, ingenio y flexibilidad de un
consumado prosista, pero es necesario afirmar que no tiene la afluencia,
ni la armonía, ni la fluidez que deben adornar al orador. Es un hablador
delicioso á quien se escucha con más gusto en conversación familiar que
sobre la tribuna. Es el rey de los pasillos. Discurriendo en aquella
atmósfera más ardiente y menos hipócrita que la de la cátedra, no tiene
rival. Allí vierte el Sr. Valera el manantial inagotable de su gracejo.
Los jóvenes expresan ruidosamente su alborozo; los viejos hacen el
sacrificio de su paseo: todos forman círculo en torno suyo y escuchan
regocijados la palabra breve, incisa y modulada por un acento andaluz
que se escapa como aguda saeta de los labios del ilustre novelista. Las
exigencias de la tribuna le embarazan sobremanera: así que ha optado con
buen acuerdo por no satisfacerlas y convertir el discurso en sabrosa
plática.

Entro á hablar ahora del espíritu del Sr. Valera, que, como he indicado,
no tiene poco de inextricable y enmarañado. Las puertas de este espíritu
me causan cierto temor supersticioso como las de un alcázar encantado.
Tanto pienso que hay en él de misterioso y laberíntico. Desde fuera se
escuchan ruidos que unas veces semejan risas, otras lamentos.

Después que oigo hablar al Sr. Valera, no me preocupa tanto lo que ha
dicho como lo que dejó por decir; de suerte que cuando ha expresado un
juicio sobre alguna cuestión, nunca dejo de preguntarme: ¿Qué pensará el
Sr. Valera sobre esta cuestión? ¡Quién puede saberlo!

El carácter del Sr. Valera no puede reconocerse en su manera de escribir
ó de hablar, porque no pertenece al número de aquellos que siguen la
inspiración del momento, que obedecen á la palabra y no la gobiernan.
Sólo los espíritus superficiales se abren sin inconveniente para que la
mirada del observador penetre en ellos. La multitud los comprende y los
aplaude; pero esta facilidad con que son comprendidos significa, en
último término, que pagan tributo servil á la inspiración del momento,
que carecen de esa plástica necesidad propia de los grandes artistas. La
multitud no puede medir jamás el horizonte en que se mueven los grandes
espíritus. Considérese por qué el Sr. Valera jamás será un escritor
popular. El pueblo jamás verá al través de las nieblas que flotan sobre
su espíritu, jamás llegará á descifrar la charada de su carácter, jamás
entenderá esos refinamientos ó _tiquis miquis_ (como él los llamaría)
psicológicos con que se complace en amasar sus novelas. Son muy pocas
las mujeres que han podido dar fin á la lectura de su _Pepita Jiménez_.
Pesada é incomprensible les parece, ó cuando más, sólo advierten en ella
los rasgos vulgares con que se disfraza el pensamiento.

Sin que yo trate de escudriñar lo que pasa en el cerebro del Sr. Valera,
pienso que es un espíritu engendrado por la civilización helénica más
que un producto del movimiento cristiano. Tiene una naturaleza demasiado
realista, y se entrega sobradamente á las alegrías y dulzuras de la
vida, para que le seduzcan las tendencias ascéticas, iconoclásticas y
espiritualistas que caracterizan al cristiano. Ama y se penetra de todo
lo que vale la existencia, y goza con esa majestad propia del que tiene
conciencia de su divinidad. Tengo entendido que nuestro orador no se
macera como el padre Sánchez, privándose del tabaco, del café y de
otros productos ultramarinos. En cuanto á aquellos otros que el sol de
Andalucía sazona y torna tan dulces, tampoco juzgo que sienta demasiado
horror por ellos, recordando el último capítulo de _Pepita Jiménez_. Y
no se me enoje el Sr. Valera porque no le tenga por un San Antonio, pues
á tiempo está para serlo si le place seguir sus huellas y desea ver,
como la de aquél, su imagen de madera honestamente vestida con muchos
pliegues adornando bajo un fanal la celda de alguna devota. Nada más
fácil que el Sr. Valera enderece el día menos pensado sus torcidos
pensamientos y los incline hacia el padre Sánchez, y por el padre
Sánchez consiga la bienaventuranza, desde donde tal vez en recuerdo de
estas líneas me dispense la merced de un milagro que estoy necesitando
hace tiempo. ¡Lástima es que el Sr. Valera no crea en los milagros! Pero
¿qué acabo de decir? Advierto que el insigne novelista se ha ruborizado
hasta las orejas y me hace señas para que calle. ¡Si soy más
indiscreto!... ¡Qué necesidad tenía de saber la elevada sociedad donde
el Sr. Valera se agita que no cree en la eficacia del agua de Lourdes!
El comercio con una sociedad distinguida, culta y espiritual, el trato
íntimo con hermosas y aristocráticas damas que nos celebran y nos
aplauden, que nos sonríen al vernos aparecer y nos estrechan dulcemente
la mano al partir, merece bien que alguna vez reservemos y hasta
sacrifiquemos nuestra opinión. «¡París bien vale una misa!»

Transijo, pues, con que el Sr. Valera sea un hombre de orden entre las
damas, y después de dar á luz á D. Luis de Vargas, vaya á rezar con
ellas novenas á San Luis Gonzaga, porque son cosas éstas que nacen y
mueren con el individuo; pero que tan esclarecido ingenio tenga el mal
gusto de entonar loas á la Inquisición y al fanatismo religioso del
siglo XVI en plena Academia Española, le digo á usted, señor D. Juan,
que esto me ha conturbado penosamente. Usted y el Sr. Núñez de Arce, á
quien muy de veras aprecio, son dos sabios de primera fuerza, como diría
_La Correspondencia_. Son ustedes tan eruditos, tienen tanto talento y
son tan liberales, que cuando de ustedes hablo, no puedo remediarlo, se
me cae la baba como si les hubiera enseñado algo. ¡Imagínese usted ahora
la rabieta que habré tenido al ver la dureza con que atacaba usted al
Sr. Núñez de Arce, que es tan buena persona, para defender al bribón de
Torquemada! ¡Es mucho afán de llevar la contraria!

He dicho que transigía con la devoción aristocrática del Sr. Valera
porque me parece de todo punto inofensiva. Yo no soy de los que
excomulgan á un demócrata por haberle hallado besando la mano de una
dama encopetada. Goethe suponía que la mano más digna de ser besada el
domingo era la que había cogido la escoba el sábado. Me adhiero con toda
el alma á esta delicada lisonja que el gran poeta dedica á las hijas del
pueblo. Mas para que la verdad quede en su punto, es necesario hacer
constar que la escoba no tiene el privilegio de embellecer las manos,
antes por el contrario las torna duras y acrece sus dimensiones. Por lo
que no es gran maravilla que el Sr. Valera, y con él otros muchos, sean
más dados á adorar manos aristocráticas que plebeyas.

Pero estos instintos que alejan á ciertos escritores y oradores
demócratas de lo que ha dado en llamarse cuarto estado y los arrastran á
las doradas mansiones de los nobles, responden además á una verdadera y
plausible disposición del espíritu, que detesta lo vulgar y lo
adocenado, que ama lo brillante y lo distinguido.

Ernesto Renan ha convertido en sistema lo que no pasaba de vergonzante
inclinación, pretendiendo sustituir á la aristocracia de la sangre, que
ya no tiene ninguna significación positiva en nuestra época, otra más
verdadera y respetable: la del talento.

En efecto, ya estamos cansados de que por un palo más ó menos oportuno y
fecundo en consecuencias, aplicado en tiempo del rey que rabió, llamemos
hoy todavía á un descendiente del ínclito apaleador «Marqués del
Real-Trancazo». ¿Cuánta mayor razón existe para expedir títulos de
nobleza á los que han dado á la humanidad una obra imperecedera? ¿Por
qué no habría de titularse el señor Castelar «Príncipe de la
Elocuencia», el Sr. Valera «Barón de Pepita Jiménez», el Sr. Revilla
«Marqués de las Dudas y Conde de las Tristezas?»

Lo dicho basta para comprender que, si bien el Sr. Valera es un bravo
campeón de la idea democrática, no se juzga obligado por esto á comer
callos y caracoles. Ama la atmósfera perfumada de los salones y se aleja
del pueblo que no se lava con jabón de olor. Ó lo que es igual, algunos
sienten al pueblo en el corazón; el Sr. Valera lo siente en la nariz.

Doy de mano al carácter del Sr. Valera, porque me siento sin fuerzas
para llevar adelante mi exploración. Temo llegar á ser indiscreto (si es
que ya no lo he sido) levantando un poco más la punta de la cortina.
Veamos si para terminar logro dar mayor precisión al género de su
oratoria.

Es una elocuencia original la del Sr. Valera. Procede en sus discursos
con un tan ameno desorden, que nadie echa de menos la ausencia de
proporciones y la excesiva copia de incisos y paréntesis. Es una
conversación que el Sr. Valera sostiene con el público, sin que nadie le
interrumpa. Dice todo cuanto le viene bien; pero por un extraño capricho
quiere hacer pasar por pueriles indiscreciones las más acerbas de sus
diatribas. Es regla general que yo entrego á la delicada observación de
mis lectores; cuando el Sr. Valera hace una salvedad, es que nada deja á
salvo; cuando vacila, es que está muy decidido; cuando su intención era
otra, no lo duden ustedes, era la misma.

Pero esto es llamarle embustero, me dirá alguno. Distingo, digo yo
siguiendo el ejemplo del padre Sánchez. Cuando Moisés, por encargo
divino, escribió las tablas de la ley, prohibió en absoluto la mentira,
pero lo hizo sin contar con el Sr. Valera. Al lado de la regla debió
establecer, á mi juicio, la excepción y conceder carta blanca á nuestro
orador para decir cuanto se le ocurriese, fuese verdad ó no. Pues qué,
¿no valen más las mentiras del Sr. Valera que las verdades de todos los
demás? ¿Cuánto más chistoso es el Sr. Valera que Pero Grullo, con ser
éste el hombre de más verdad que se ha conocido? Además, nuestro orador
sabe desenterrar con mucha oportunidad verdades que yacen en el polvo
injustamente olvidadas. Cuando alguno de esos señores que pasan la vida
sobando manuscritos, echa sobre los tiempos pasados todo el color rosa
de su paleta, ¡con qué alegría veo al Sr. Valera tomar el pincel y
arrojar sobre el rosado cuadro unas docenas de manchas rojas ó negras!
¿Sale un orador lamentándose de la inmoralidad del teatro moderno? Pues
ahí tienen ustedes al Sr. Valera demostrándole inmediatamente que no
sabe lo que se dice, porque nuestro teatro de los siglos XVI y XVII es
bastante más inmoral que el presente. ¿Quiere algún otro ensalzar el
fervor religioso de otras épocas? Pues el Sr. Valera pone con presteza
de relieve cuanto había de brutal é irrespetuoso en este fervor. Todo
sazonado con tan graciosos y picantes ejemplos, que ordinariamente el
inadvertido reaccionario vuelve á su guarida maltrecho y amoscado para
no salir más de ella.

Doy fin á estos renglones haciendo presente á mis lectores que cuando
sientan impulsos de ahuyentar por algún tiempo sus pesares sin menoscabo
de la pureza del espíritu, dirijan sus pasos al Ateneo de Madrid, y si
el Sr. Valera está hablando, siéntense para escuchar humildemente la
palabra más culta, más ingeniosa y más chispeante de nuestra patria.

[Illustration]

[Illustration]



D. JOSÉ MORENO NIETO


[Illustration: L]ARGOS años hace que el Ateneo de Madrid guarda en su
seno como precioso tesoro un hombre estudioso, modesto y elocuente.

Cuando este hombre, arrobado por el canto de la sirena política, ha
querido lanzarse en sus revueltas aguas, se le ha visto, como el que
después de un plácido sueño abre los ojos en lúbrica estancia donde el
vicio desentona con procaz algarabía, llevarse á ellos las manos,
vacilar y estremecerse como si le doliera aquel contacto, é inclinando
de nuevo la cabeza, sumergirse en el éter de los gratos sueños.

¡Silencio! No le despertemos.

Este hombre, moviéndose con embarazo por las sinuosidades y asperezas de
la política, es el ruiseñor que bate sus alas y mueve su lengua en medio
de los buitres.

Todo consiste en que no es hábil, según dicen.

Acaso consista en que no sabe arrastrarse, pensamos nosotros. De todas
suertes, poco nos importa la personalidad política del Sr. Moreno Nieto,
puesto que se halla eclipsada totalmente por la del orador y la del
sabio. Vamos á decir algunas palabras sobre la oratoria del Sr. Moreno
Nieto, en cumplimiento del compromiso formal que con el público hemos
contraído.

El Sr. Moreno Nieto estudia mucho, acaso más de lo que fuera menester, y
escribe poco, casi nada. Esto produce un doble resultado: primero, una
asombrosa erudición en las ciencias á que predominantemente se consagra,
que son las llamadas morales y políticas; después, cierta vaguedad é
indisciplina en el pensamiento, que le hacen aparecer á los ojos de sus
adversarios como desprovisto de convicción y de firmeza en sus
opiniones. Cualesquiera que sean las mudanzas á que el Sr. Moreno Nieto
haya cedido en el curso de su laboriosa vida, yo sé con toda certeza,
sin embargo, y así lo declaro paladinamente, que no responden ni al
cálculo ni á la ligereza; fruto son del examen y el estudio.

El Sr. Moreno Nieto no escribe, volvemos á decir; pero habla, y habla
con pasmosa facilidad. Con mayor, jamás hemos oído hablar á nadie. Esos
soplos débiles y fugaces del pensamiento, que en los demás no bastan á
despertar la lengua, en él son chispas que le abrasan y retuercen; esos
inefables sentimientos que en el fondo del corazón duermen, sin
definirse, se hablan y definen por su boca; los vagos y tenues rumores
que se escuchan apenas en los profundos abismos del alma llegan á su
oído distintos y atronadores. Pudiera decirse que el señor Moreno Nieto
cuando habla pone un cristal en su pecho para que todos, grandes y
pequeños, vayamos á contemplar las alegrías y las tristezas, los
triunfos y los desmayos, las luchas y los dolores de un corazón elevado
y generoso. El resultado de esto es que, á pesar del ímpetu y violencia
con que salen las palabras de su boca, verdadera lava que va á caer
derretida sobre las cabezas de sus adversarios, le miren éstos con
particular cariño, contentándose con sonreir maliciosamente mientras
habla, y con exponer alguna de las contradicciones en que incurre,
después que cesa. ¡Maravilloso poder de la ingenuidad! Los mismos que
levantan murmullos de protesta cuando algún orador atusado y relamido
empuña la bandera de la tradición, acogen con salvas de aplausos las
descargas cerradas del señor Moreno Nieto. Y en esto puede reconocerse
con toda precisión la antigüedad que cada cual goza en la casa. Los que
por primera vez acuden al Ateneo para sentarse en los bancos de la
izquierda, véseles alterados é impacientes al escuchar aquella granizada
de denuestos con que el Sr. Moreno Nieto salpica sin cesar las doctrinas
que combate, y es indispensable que los veteranos, para evitar
conflictos, los sujeten por los faldones, diciéndoles al oído al propio
tiempo: «Sosiéguese usted, compañero; ya verá usted cómo no es nada».

La facundia de este orador es imponderable. Después de hablar dos horas
y media, sale sigilosamente del salón con ánimo de engullir un sorbete,
célebre ya en los fastos del Ateneo. ¡Desdichado! Los sabuesos que dejó
malparados en la contienda le siguen de cerca y le alcanzan en la puerta
de la Biblioteca. Acorralado allí, se defiende siempre hasta quemar el
último cartucho, que es la postrera palabra que expira de sus labios.

El palenque está abierto. La voz de los ujieres, á guisa de clarín,
acaba de anunciarlo. Todos presurosos acudimos á colocarnos en aquellos
potros, verdadero baldón del ramo de ebanistería que reciben el nombre
inverosímil de butacas. La izquierda ostenta sus ojos brillantes y
negros cabellos. La derecha exhibe su frente venerable y la grave
rigidez de sus modales. El leal caballero se presenta. Pero ¿qué es lo
que acontece? El caballero acaba de lanzar su bridón á la carrera.
¡Virgen de las tormentas, qué acometida!

Su lanza salta en mil pedazos. Empuña la espada y se revuelve dando
furiosos mandobles. Pero ¿qué es lo que va persiguiendo allá abajo? ¡Ah!
ya lo veo, es la filosofía de Krause. Rechina su armadura y el polvo
enturbia los aires.

Torna y vuelve á arremeter con creciente denuedo. ¡Quién resiste al
diluvio de estos golpes! Huyamos. ¿Tendrá al menos un tendón vulnerable
como Aquiles?

Quizá, y á buscarlo se aplican con ahinco varios campeones.

Muchos años hace que el caballero viene ejercitando su valor y bizarría
en estas contiendas, y la experiencia no le ha enseñado á preparar
traidoras emboscadas ni á tejer insidiosas asechanzas. Lucha con
bravura, pero siempre de frente y alzada la visera.

Como la pitonisa que asciende sobre el trípode, y al recibir en su
frente los vapores pestilentes de la cisterna, siente el fuego de
misteriosa llama, y se agita y se retuerce presa de fatal impulso, así
el Sr. Moreno Nieto, subiendo á la tribuna y al aspirar los húmedos
vapores de la pelea, se ve poseído de un calor desconocido que forja sin
cesar pensamientos cada vez más luminosos y frases cada vez más
hermosas. El alma sube entonces á los ojos y quiere salir al exterior.

El orador vive para leer, como la sibila, los secretos inextricables del
porvenir, y llora también con sublime emoción sobre las ruinas poéticas
del pasado. Espíritu generoso, escruta con ansia los lazos invisibles
que unen las aspiraciones del presente con la historia, y los presenta á
nuestros ojos con vigorosa elocuencia.

Algunas veces se vislumbra que su alma, poseída de espanto ante las
recias y fragosas contiendas del pensamiento filosófico, se aferra con
más ansia que absoluta convicción á una creencia. Esto, no puedo menos
de confesarlo, me inspira hacia él profunda simpatía. Los dolores que
sufre nuestro cuerpo son tan crueles, que nos hacen exhalar agudos
gritos. Pero ¿qué me decís de esas luchas invisibles en que el alma se
tortura y se abrasa día y noche, latiendo sin cesar dentro del pecho
como si albergáramos en él pequeña bestia? ¿No veis con qué ardor lima
ese cautivo las rejas de su cárcel? ¿No le veis caer rendido y jadeante,
con el llanto y la angustia en los ojos? ¡Qué cosas tan tristes volarán
por su pensamiento! Respetemos este dolor y amemos á los hombres que
trabajan por abrirnos las puertas del infinito.

Dicen que los árabes, forzados en sus largos paseos por el desierto á un
ayuno continuado de palabras, si la ocasión se presenta, saben darse
harturas más que regulares de plática. El Sr. Moreno Nieto, después de
peregrinar largamente de un cabo á otro de la Biblioteca durante varios
días, se dirige á la sección, y con tal apetito entra en el debate, que
no le bastan para saciarlo varias horas. Nos hace recorrer con velocidad
que causa vértigo todo el panorama de las cuestiones vitales, y saltando
de astro en astro, visitamos en corto tiempo todos los puntos luminosos
que brillan en el cielo del pensamiento. ¿Quién se atreverá á censurar
las metamórfosis de sus ideas? ¿Por acaso no hay hermosuras en todos los
parajes del camino recorrido? ¿No hay también en todos ellos
indignidades y torpezas? Son muchas las flores de donde su inteligencia
podrá extraer la miel sabrosa. Mucho también es el cieno donde sus alas
corren peligro de mancharse. Si la humanidad muda diariamente de
creencias y opiniones, ¡qué podrá ser la individual firmeza!

Jamás emplea la chanza ó la burla para atacar las doctrinas que tiene
enfrente. Cuando es objeto de ellas, su indignación sube de punto y se
irrita y exaspera, pero la rabia de que se siente poseído á nadie
infunde pavor ni miedo. Tiene un dejo de infantil inocencia que la hace
simpática más que repugnante.

El conocimiento que del auditorio tiene es, si la paradoja valiera,
inconsciente; sabe apreciar en globo los efectos, pero no llega su
penetración á graduar los últimos registros. El período sale terso casi
siempre, pero el ímpetu que trae lo prolonga á menudo más de lo
conveniente, rebajando un poco su belleza.

Aunque la palabra es fogosa y la entonación acalorada, apenas se vale de
imágenes para expresar su pensamiento. Cuando las emplea, son animadas y
del mejor gusto.

Resumamos el carácter del Sr. Moreno Nieto.

Elocuente y un poco más impetuoso de lo que fuera necesario. Carece de
los recursos del orador experto, porque en el Sr. Moreno Nieto nada
pende de la experiencia, y todo de su genio vigoroso y espontáneo. Es en
el ademán arrebatado, pero noble y simpático. Por último, en la
incontestable vacilación que se observa en sus ideas, creemos ver
reflejada esa lucha sorda, pero profunda, en que viven los
entendimientos de este siglo ¡tan grande y tan desgraciado!

[Illustration]



D. MANUEL DE LA. REVILLA


[Illustration: H]E aquí que el Sr. Revilla surge ante mis ojos y ya
adopta la figura más graciosa para ser retratado. No le hagamos esperar.
Tiene fama de impaciente, y pudiera marcharse dejando á mis lectores
defraudados, y á mí corrido y boquiabierto con la pluma tras la oreja.

Todo el mundo ha puesto las manos sobre el señor Revilla. Y por si estas
metafóricas manos le hacen cosquillas, me apresuro á explicar el tropo
diciendo que el Sr. Revilla ha dado ya mucho que decir en el curso de su
vida. Yo mismo, que soy una especialidad en no decir nada, sobre todo
cuando no me preguntan, confieso que he murmurado de este orador un
poco, en cierto número de _La Política_, que no recuerdo en qué mes ni
en qué año vió la luz. Algo de lo que entonces dije habré de repetir
ahora. Mas no será poco lo que necesite callar, pues la fisonomía moral,
como la física, sufre por virtud de los años grande y atendible mudanza.

Al hablar del Sr. Revilla, juzgo necesario despojarme de aquella
simpatía personal que pudiera conducirme á un entusiasmo sobrado
ruidoso, para manifestar, con toda imparcialidad, mi serio y leal
entender sobre su persona. Ninguna prueba más clara de aprecio puede
darse á un grande espíritu que presentar sus defectos al lado de los
méritos que lo realzan. Porque de esta suerte asegura su reputación
contra la malevolencia, y la guarda también de una vil y funesta
lisonja.

Una de las cualidades que la opinión se empeña en señalar con más
insistencia al carácter de nuestro orador, es la de ser profundamente
escéptico. Sobre tal escepticismo, fuerza es que discurramos brevemente.
El Sr. Revilla no es un escéptico de pura sangre, de aquellos que salen
al mundo haciendo muecas al cura que los bautiza y lo dejan con una
helada sonrisa de desdén; almas provistas de concha como la tortuga, en
las cuales el sol de la religión no consigue hacer entrar sus rayos, ni
el amor humano logra introducir su elixir de vida. No; el Sr. Revilla es
un escéptico de ayer, un escéptico novicio, y por eso incurre en todas
las imprudencias y sinrazones del neófito. Más que escéptico, es un
creyente avergonzado, que perdió su fe en la verdad porque la halló
ridícula. Si la verdad se ostentase siempre bella ó fuese de buen tono,
como ahora se dice, nunca dejaría de contar al Sr. Revilla entre sus
adeptos. Mas aquélla afecta en ocasiones formas rudas y desgraciadas, y
el Sr. Revilla ama demasiado á la estética para consentir en privarse,
ni por un instante, de sus tiernos halagos. De aquí que se preocupe más
por seguir con escrupulosa exactitud los vaivenes de la moda en el mundo
científico que de aquilatar con paciencia la verdad ó el error de cada
nueva teoría. Su inteligencia, un tanto impresionable, le arrastra todos
los días por distintos y peregrinos senderos. Y hago observar que así
como el escepticismo corriente se caracteriza por no creer nada, el del
Sr. Revilla, más original, consiste en creerlo todo por etapas. Su
viajero pensamiento se columpia como una oropéndola y discurre con
increíble agilidad por todos los sistemas religiosos ó sociales haciendo
noche fatigado en los yermos de la duda. ¡La duda! La duda no es para el
Sr. Revilla la llave de la sabiduría, sino una deidad misteriosa é
incitante á quien su confundido entendimiento rinde fervoroso culto.

No soy de los que creen en la absoluta necesidad de afiliarse á una
secta filosófica ó política; pero sí abrigo la convicción de que urge
para todo pensador el crearse un sistema de verdades, sin el cual
pensamiento y conducta marcharán siempre vacilantes. Por lo mismo no
reprocho al Sr. Revilla sus geniales deserciones, sus transacciones ó
sus intransigencias. Lo que me atrevo á censurar con todas mis fuerzas
es que por mostrar discreción, ó á guisa de solaz, haga frente á cada
escuela con las doctrinas de su contraria, sin que alcance á recabar de
estos conflictos su poderosa inteligencia otra conclusión que la que
deducen los espíritus vulgares del choque de los sistemas, esto es, que
todos por igual son falsos y mentidos.

Mas dejemos al Sr. Revilla, filósofo, entregado á las enervantes
caricias de la duda, y salgamos del océano amargo de la censura para
entrar en las dulces aguas del aplauso. El Sr. Revilla podrá no ser un
filósofo, y de hecho le falta mucho para serlo, pero es fuerza convenir
en que tiene bastante para ser uno de los entendimientos más
privilegiados que hoy posee nuestra patria. Es uno de esos talentos
insinuantes y serenos á propósito para sortear los escollos de la vida,
porque al modo de ciertos metales, es dúctil y maleable. No quiero decir
con esto que carezca de vigor, pero es más audaz que vigoroso. Se ofrece
como uno de esos hombres que nadie sabe de dónde vienen ni á dónde van,
pero que todo el mundo conoce perfectamente dónde se les encuentra. Vive
en la polémica, en la incesante batalla que tienen trabada las escuelas,
y lucha, ya de un lado, ya de otro, con una ó con otra enseña, porque

    «_sus_ arreos son las armas,
    _su_ descanso el pelear»,

esgrimiendo la lengua con aquel denuedo y bizarría con que Orlando daba
vueltas á su espada.

En la polémica es donde el Sr. Revilla pone de manifiesto lo perspicuo y
lo flexible de su ingenio. Por abstrusa que la cuestión parezca, ó por
lejana que se encuentre de su recto camino (y cuenta que en el Ateneo
las cuestiones son bastante dadas á irse por los cerros de Úbeda), así
que el Sr. Revilla se apodera de ella, se esclarece y depura cual si
entrara en un crisol. Conviene advertir, no obstante, que el Sr. Revilla
ve con asombrosa claridad los aspectos más capitales de todo asunto,
pero acostumbra á dejar en lamentable abandono los detalles. Tratándose
de problemas sociales ó religiosos, este lógico porte antes parece
plausible que vicioso, porque la vaguedad con que las más de las veces
se plantean, lo reclama. Mas en achaques de arte suelen jugar los
detalles un papel principalísimo, alumbrando ú oscureciendo el
pensamiento generador de la obra. De aquí que el Sr. Revilla, como
crítico, no tenga, á mi juicio, aquel puro sentido artístico que en vano
se busca en los tratados de Estética, porque sólo reside en una
naturaleza fina y exquisita socorrida por una larga y atenta
contemplación de obras artísticas. En una palabra, creo que el Sr.
Revilla no tanto posee el sentido como la ciencia del arte.

Pero es ya tiempo de estudiar sus condiciones de orador. Todos los
reproches y censuras que como pensador pueden dirigirse al Sr. Revilla,
deben cesar al tiempo mismo que como orador se le considera. No le dotó
Dios de aquel sublime calor que enrojece el pensamiento del Sr. Moreno
Nieto, merced al cual se consigue inspirar y apasionar al auditorio;
pero concedióle el don señalado de dominar absoluta é incondicionalmente
la palabra. Ésta responde siempre con escrupulosa exactitud á los más
ligeros choques del pensamiento, y camina con gran desembarazo por sus
pliegues más profundos. La inteligencia es viva, y ejercita las
transiciones repentinas con una facilidad que maravilla. Parece que el
orador jamás se encuentra dominado por un pensamiento único que le
dirija y avasalle, sino que todos los evocados por su mente se le
presentan con la misma pureza en las líneas y la misma intensidad en los
colores. Esto me hace presumir que el Sr. Revilla mantendría con la
misma soltura el pro y el contra en todas las cuestiones.

Maneja la ironía con buen éxito, y á esta arma debe muchos de sus
triunfos. Tiene gran perspicacia y ve la situación de un solo golpe,
hiriendo con firmeza á su adversario en los sitios vulnerables, pero
haciendo resbalar con sutileza el cuerpo cuando se siente cogido entre
sus brazos.

Recuerdo que en una ocasión cierto ministro, al entrar en la Cámara,
respondió satisfactoriamente á una compleja interpelación que no había
oído, ganando por esto y otras cosas semejantes fama de diestro.

Pues bien: el Sr. Revilla, tratándose de ciencia (que es algo más frágil
y delicado que la política), sabe discutir con brillantez las cuestiones
que no ha estudiado ni pensado previamente. Es tan formidable
improvisador de teorías como el P. Sánchez de citas. Solicitado el
pensamiento á la continua por una fantasía inquieta y afilada, trabaja
con brío durante la peroración, y cuando llega el momento de reposo,
presumo que muy quedo le dirá: «También por esta vez te he sacado del
aprieto».

No es en la entonación ardiente, como el Sr. Moreno Nieto, sino grave é
insinuante. La dicción es correcta, y repito que la maneja por entero á
su talante. El ademán noble y circunspecto, aunque deja traslucir un
poco al pedagogo.

[Illustration]

[Illustration]



D. GABRIEL RODRÍGUEZ


[Illustration: S]ENTADO en un rincón de la estancia, y medio oculto
entre un diván y una silla, gozando de la última ráfaga de la luz que se
iba, y entregado á la dulce voluptuosidad de no pensar en nada, he visto
una vez penetrar con sonora planta en la galería de retratos del Ateneo
á uno de los patricios y notables que en ella figuran. Le he visto
dirigirse, sin vacilar, hacia su efigie, y permanecer ante ella en
atenta contemplación, un tiempo que no me fué posible medir. Y, sin
quererlo, algunos pensamientos pérfidos y traviesos, y vestidos de
encarnado, cual pequeños Mefistófeles, acudieron á mi desocupado
cerebro, y entornaron mi vista hacia aquella muda, pero elocuente
escena. El patricio contemplaba el retrato. El retrato contemplaba al
patricio. Y yo, silencioso, muy silencioso, los contemplaba á ambos.
Parecíame asistir á extraña y misteriosa ceremonia de una religión
perdida. El patricio rendía con la mirada un tierno y fervoroso culto al
retrato; lanzábale con los ojos todo el incienso de su alma, y hasta se
me figuró que sus rodillas se doblaban, buscando con ansia el duro
pavimento.

El retrato, con impasible y frío continente, dejábase adorar sin dar
muestras de que aquel incienso se le subiera á la cabeza; antes bien,
parecía un poco molestado. Yo guardaba silencio, mucho silencio, pero de
mis ojos debía partir un río de ironía, un Mississipí de sarcasmos,
porque el patricio separó, con trabajo, su vista del retrato, la volvió
hacia mí, y ¡oh, pudor santo y adorable! cual tímida doncella, que
imprudente cazador sorprende en el baño, las tintas de un rojo carmín
tiñeron sus mejillas. Giró sobre los talones, y salió con breve, pero
cortado paso de la sala. Y yo quedé á merced de mis pérfidos y traviesos
pensamientos.

¡Ay! pensé; _¡anch'io son pictore!_ ¡También yo he dibujado con mano
torpe el perfil de muchos de esos señores! ¡Mas á mi pobre galería no
vendrán coronados de pámpanos á celebrar festejos en su propio honor,
como el ilustre patricio que acababa de salir, porque se respira en ella
un ambiente de franqueza y desenfado que los asfixiaría!

Y sin embargo, y á pesar de cuantas quejas voy recibiendo, estoy bien
convencido de que no he lastimado á nadie. Yo no puedo lastimar á
aquellos á quienes admiro. Tan sólo me he permitido sonreir alguna vez
con el borde de los labios, y volviendo la cara, á fin de que el público
no se diera por enterado. Mas si estas mis sonrisas pudieran
molestarles, protesto una y mil veces de su inmaculada inocencia. ¡Son
cándidas y puras, sí, como la oración de un niño ó un exordio de Perier!

¿Quién es D. Gabriel Rodríguez? Vamos á verlo.

Acababa yo de llegar á Madrid de mi insigne cuanto remoto villorrio, y
no hay para qué decir que traía almacenado en el pecho un buen
cargamento de admiración, del cual he derrochado ya bastante, hasta el
punto de que á la hora presente sólo me queda un poco, que procuro
gastar con la mayor prudencia. Pues bien, hallábame cierta noche de
sesión en la cátedra del Ateneo, cuando acertó á entrar por ella una
persona de fisonomía noble y expresiva, que llamó desde luego mi
atención. Y ya me disponía á preguntar su nombre al vecino, cuando sobre
un leve rumor que se produjo en torno mío creí percibir el nombre de
Rodríguez. Y no sólo percibí el nombre, sino también algunas frases
dialogadas que me impresionaron vivamente:

«Ahí está Rodríguez.--¿Rodríguez?--Sí; Rodríguez, el que no ha querido
ser ministro.--Eso no puede ser, amigo.» Y un eco que se produjo en las
sillas, repitió varias veces: «No puede ser, no puede ser, no puede
ser.--Esas cosas es necesario verlas para creerlas.» El eco volvió á
decir: «para creerlas, para creerlas, para creerlas». ¿Pero ustedes
entienden, señores, que el hombre que no acepta una cartera debe ser
mostrado al público á peseta la entrada como un objeto curioso? Aquí se
me figura que el interlocutor era yo. Toqué la fibra sensible, y
entonces todo se volvió patas arriba. «Nada me parece más natural, dijo
uno.--Si para aceptar hoy una cartera se necesita un valor...--Métase
usted entre esa balumba de expedientes.--Y luego el descrédito... y la
agitación...» En fin, todos convinimos en que no había en el mundo papel
más ridículo y desairado que el de un ministro.

Desde aquella noche concebí el propósito de trazar el perfil del Sr.
Rodríguez. Es un hombre tan franco, tan sencillo, tan amable, que no
dudo se alegrarán mis lectores de haberle conocido, y hasta llegarán á
ofrecerle cordialmente su casa.

Rodríguez ha llegado á ser en nuestra sociedad un personaje
aristocrático, pero en el sentido etimológico de la palabra, esto es,
uno de los mejores. Es un digno representante de esa aristocracia
democrática, si fuera lícito expresarme así, que tiene por únicos
blasones, en campo azul--es mi color predilecto, como ya tuve el honor
de advertir,--virtud y talento. En la vida pública ha sido un caballero
sin tacha y sin miedo, una especie de Bayardo político, siempre
dispuesto á romper lanzas con toda suerte de iniquidades. Por eso ha
merecido que debajo de su efigie, repartida á todos los vientos por la
fotografía, se lean sus famosas palabras sobre la esclavitud, las más
bellas que nunca se hayan pronunciado en lengua castellana. En la vida
privada... Pero yo no tengo derecho á entrar en la vida privada,
siquiera sea para dejar afirmado que nuestro orador pasa con justicia
por un modelo de integridad, de modestia y de laboriosidad. En la vida
científica hay de todo y de todo voy á decir, contando con un perdón que
humildemente demando, y que noble y generosamente me otorga el Sr.
Rodríguez.

La inmovilidad es, á mi entender, la cualidad más hermosa de un
carácter. Después de las pirámides de Egipto, lo que más admiro en este
mundo son esos hombres que, encastillados en sus principios morales,
mantienen el alma intacta en medio de las borrascas de la vida. Nadie
puede dudar de mi amor á la solidez. Y, sin embargo, repugno bastante
los sabios sólidos. La inmovilidad, que tanto me place en los principios
morales, me parece cosa extraña y hasta ridícula tratándose de escuelas
científicas. Flotar á merced de todos los sistemas y señalar exactamente
como alta veleta los vientos que reinan en la región de la ciencia, me
parece pueril; pero dejar pasar en raudo vuelo por delante de los ojos
las escuelas y los sistemas en actitud indiferente, suponiéndolos á
todos descarriados, lo juzgo insensato.

He aquí por qué siento que el Sr. Rodríguez haya arrojado el áncora
sobre la escuela económico-individualista y aún esté fondeado
tranquilamente en su estrecha bahía. No soy de los que desconocen los
altos merecimientos de esta escuela, ni pretendo de ninguna suerte
menguarlos. Tengo siempre en la memoria el denuedo con que riñó
batallas, combates y escaramuzas contra ese socialismo de baja estofa,
que hoy también ha encontrado intérpretes en los debates del Ateneo,
contra ese socialismo que empieza pidiendo herramientas de trabajo, y
concluye negando á Dios. Sé que la debo muchos y buenos oficios. ¡Oh!,
sí, es mucho lo que debe mi pobre entendimiento á la escuela de los
Smith, Say y Bastiat. Cuando ahora cae de nuevo un libro economista en
mis manos, se me figura que recibo la visita de mi buena y anciana
nodriza. Á ésta la estrecho entre mis brazos, pensando en el amante
esmero con que en otro tiempo puso en mis labios el jugo de la vida. Á
aquél le tiendo una mirada cariñosa, busco y leo con placer algún
capítulo, cuya huella no se haya borrado de mi espíritu, y torno á
colocarlo con el mayor cuidado en su estante, recordando que en otro
tiempo ha provisto mi carcaj de escolar con firmes y aguzadas saetas.

Conste, pues, que me duele profundamente el ver al Sr. Rodríguez tan
individualista. Sería muy largo el asunto, y no tengo en este instante
tiempo ni oportunidad para dar explicaciones sobre este mi metafísico
dolor. Día y ocasión llegarán tal vez en que sea más pertinente el
hacerlo.

Mas el Sr. Rodríguez es un individualista que ha puesto siempre su
palabra y su pluma al servicio de todas las grandes causas sociales. Con
esto y con la afición que de poco acá se le ha despertado al estudio del
Derecho, todavía puede esperarse que rectifique y temple algún tanto su
espíritu intransigente. De un hombre de talento se puede esperar mucho;
pero de un hombre de talento y sincero, debe esperarse todo.

Como no acostumbro á ocultar nada, tampoco quiero ocultar al Sr.
Rodríguez uno de los efectos que me produce. He pensado muchas veces que
el señor Rodríguez es el único que entre nuestros políticos conserva
pura la tradición progresista. Creo ver en él el único ejemplar que hoy
nos queda de aquella insigne raza de hombres fervorosos y resueltos,
exagerados quizá en su odio á las instituciones del pasado, como en su
amor á la libertad, pero firmes y generosos en sus pensamientos y en su
conducta. El señor Rodríguez es, como si dijéramos, el último
Abencerraje del progresismo. Si algún día tienen mis semblanzas el honor
de pasar á la categoría de zarzuelas, pido al ilustre compositor que
lleve á cabo tan meritoria empresa no deje de poner á ésta por música el
himno de Riego.

No rías, mancebo presuntuoso, tú que apellidas cándidos á los hombres
del progreso y reservas tus frases más ingeniosas y sarcásticas para el
momento en que percibes los acordes del himno de Riego. Recuerda que al
son candencioso de este himno derramaron tus padres mucha sangre por
darte la libertad, que acaso tú no sabrías conquistar. Recuerda que
vibró cual música de esperanza en los oídos de muchos moribundos
mártires de la libertad y sonó aterrador en los alcázares de los
tiranos. Quiero confesarte una debilidad, joven imberbe. Yo, cuando es
cucho el himno de Riego, creo oir entre sus notas agudas y enérgicas los
gritos triunfales de los héroes que lucharon hasta morir por la madre
patria y por la santa libertad, y derramo lágrimas de gratitud y de
alegría. ¡Lloro, joven escéptico, lloro como un cursi!

La oratoria del Sr. Rodríguez es genial y espontánea. No busca ni
esquiva el efecto; esto es, no se entretiene en limar esmeradamente los
períodos, pero tampoco llega su austeridad científica, y por ello le
felicito, á despojarlos torpemente de sus galas cuando acuden ataviados
á su lengua. Toda idea, por abstrusa que sea, puede expresarse en un
período castizo, sonoro y terso, y no necesita, como algunos suponen,
andar á tajos, barbarismos y mandobles con la gramática para darse á
luz. Es flúido sin dejar de ser sencillo, castizo sin pedantería y
enérgico sin afectación. Tampoco deja de poseer todo el donaire y
gracejo que caben dentro de los límites que le impone la nunca
desmentida y tradicional gravedad de su partido. No echemos en olvido
que, ante todo, es el progresista, es decir, la imagen perfecta de la
aguja imantada que sólo abandona por breves instantes la idea que
señala. Pero es el progresista que guarda en su pecho, como precioso
tesoro de padres á hijos trasmitido, toda la fe, todo el aliento y toda
la inocencia de aquel memorable partido. No sé quién ha dicho que el
partido progresista vivió durante algunos años con una idea y una
cebolla. Yo creo que el Sr. Rodríguez sería capaz hasta de prescindir de
la cebolla.

[Illustration]



D. FRANCISCO DE PAULA CANALEJAS


[Illustration: C]UANDO oigo decir que en España abunda el talento, mi
pensamiento va á parar sin saber cómo al Sr. Canalejas. Cuando me dicen
que escasean la diligencia y el carácter, sin saber cómo también pienso
en el docto presidente de la sección de Literatura. Por más que no acabe
de convencerme de que el talento busca puerto en nuestra patria con
preferencia á otros puntos del globo, no cabe duda que el Supremo
Hacedor mostróse pródigo y hasta rumbón, como acá decimos, y aun se le
fué la mano con alguno de mis compatriotas.

¡Excelente cosa es el talento! Que lo diga, si no, el Sr. Perier, que en
esta materia es testigo de mayor excepción. ¡Cuántas cosas buenas se
pueden hacer con talento! Entre ellas, una semblanza de gracioso corte
que agrade á los lectores y no disguste al orador. Lo cual es mucho más
difícil que inflar un perro.

Para mí, el talento del Sr. Canalejas es materia de dogma. Aparte de que
mi entendimiento así me lo dice, tengo otro motivo para creerlo. Es un
motivo fantástico. Han de saber ustedes que allá en los tenebrosos
laberintos de mi cerebro, he dado en representarme, sin que tenga
fuerzas para huir esta insensata imaginación, las ideas y las cualidades
del espíritu por los colores de la materia. Así que al amor me lo figuro
blanco, á la simpleza rosada, al talento azul, al país rojo y á los
constitucionales verdes. El Sr. Canalejas lleva siempre delante de sus
ojos unos espejuelos azules. No me cabe duda, tiene talento.

Creo haber dicho ya, y si no lo he dicho lo digo ahora, que el talento
del Sr. Canalejas está contrarrestado por un carácter enteco y
tornadizo. Esto al menos se dice de público, y esto debemos creer
pensando mal, que es la mejor y más fácil manera de acertar. En el
espíritu del Sr. Canalejas han contraído matrimonio un talento macho y
un carácter hembra. Y como este matrimonio no se ha verificado como el
Santo Concilio de Trento lo dispone, para los buenos creyentes es un
nefando concubinato.

La voz del pueblo (_vox Dei_) acusa, además, al señor Canalejas del feo
pecado de holgazanería. Confesemos que en esta ocasión la voz de Dios ha
dado un gallo. Para mí el Sr. Canalejas es un prodigio de actividad.
Sólo con actividad, y con mucha actividad, se alcanza un nombre
esclarecido en la literatura, en el foro y en la filosofía. Pero nuestro
presidente sostiene lucha desigual, que agotará sus fuerzas, con un
enemigo terrible: el tiempo. El tiempo es la materia primera de todo
sabio, y sin ella no es posible laborar ciencia. Así se explica que el
señor Canalejas aborde con denuedo todos los problemas del pensamiento
humano y los abandone cuando aún no está bastante saturado de ellos. Yo
hubiera deseado más verle ahondar en la ciencia de la estética, que
tanto contribuyó á propagar en nuestra patria, que hallarle cual frívolo
mancebo requebrando de amores, ora á los estudios de erudición
literaria, ora al derecho, ora á la filosofía. Necesito hacer una
salvedad. Si el Sr. Canalejas se ha dedicado al estudio del
Derecho--incompatible, á mi juicio, con otros de distinta índole--por
pura afición ó deseo de saber, merece que le censuremos acremente. Mas
si ha dedicado sus talentos á la jurisprudencia tan sólo para alcanzar
por su intercesión lo que no ha podido recabar por vías más amables,
entonces sólo nos resta lamentarnos amargamente de que en nuestro país
necesite un literato insigne sacrificar su vocación en aras de las
necesidades físicas.

He dicho que el Sr. Canalejas tenía talento, y no me vuelvo atrás. Sobre
que sería igual que me volviera, pues no dejaría por eso de tenerlo.
Conviene que determine ahora de qué clase es su talento. Acerca de esto
no puede existir duda alguna: el talento del Sr. Canalejas es
esencialmente crítico. Como crítico no tiene rival hoy en España. Vaya
usted á averiguar ahora por qué un hombre que posee dotes
extraordinarias de crítico no piensa en criticar nada. Para la
resolución de este problema recuérdese lo que he dicho en el comienzo de
este artículo. De todos modos, es imperdonable que el Sr. Canalejas
abandone el campo de la crítica, principalmente de la crítica dramática,
á la impotencia petulante é insufrible de los literatos menores que hoy
la tienen monopolizada para baldón de las españolas letras.

Las cualidades que lo realzan como crítico menoscaban su elocuencia, de
la cual tiempo es ya que hablemos. Un crítico es un hombre que necesita
criterio firme, talento analítico, dicción correcta y juicio sereno. No
diré yo que estas aptitudes sean para el orador cosas superfluas, pero
me atrevo á creer que tampoco son de primera necesidad. Tengo para mí
que el docto lector ha enderezado ya su pensamiento hacia un insigne
orador del Ateneo, y lo está desmenuzando sin piedad para comprobar mi
aserto. Caro lector, ten el afilado escalpelo y observa que vas á cortar
la fibra de la pasión y el hermoso tejido de la fantasía.

El Sr. Canalejas pasa por orador de muchas tildes. Con efecto, de tal
modo peina y asea su palabra, que las frases que brotan de sus labios,
por lo afeitadas y relamidas, semejan damas del tiempo de Luis XV. Salen
con el cabello empolvado, las mejillas pintarrajadas y hasta lunares
postizos. El señor Canalejas aspira, por lo visto, á hablar lo mismo
que escribe. Supongamos que lo consigue: tendremos un elegante y castizo
escritor que redacta su prosa con la punta de la lengua, pero no un
orador. La oratoria necesita más de calor y oportunidad que de tildes.

Pero si no es un verdadero orador el Sr. Canalejas, bien puede
considerársele en cambio (un cambio que nadie vacilaría en aceptar) como
el prosista más elegante, más castizo y más flúido que hoy posee el
idioma castellano. Es la prosa del Sr. Canalejas como una de esas
bebidas azucaradas y refrescantes que se toman con delicia en una tarde
calurosa del estío. Si la comparamos con las inmundas pócimas que
diariamente nos hacen gustar las prensas españolas, parece ambrosía de
los dioses. He aquí por qué leo sus discursos con más placer que los
escucho. El Sr. Canalejas no pronuncia discursos, los dicta, ó lo que es
igual, los pronuncia para el día siguiente. Pero al día siguiente son
una obra tan lúcida y primorosa, que merecen llevar á su cabeza el
humeante pebetero de la Academia con la metafórica inscripción: _Limpia,
fija y da esplendor_.

La palabra de este orador sería flúida y expedita si no cuidara tanto de
su aliño. Pero el público tiene que esperar á que cada una haga su
_toilette_ ó tocado, como decimos en romance, y éste se prolonga alguna
vez en demasía. No sé decir si á esta frialdad que advierto en la
oratoria del ilustre presidente contribuyen aquellos supradichos
espejuelos azules. Creo que sí. Los ojos son un poderoso auxiliar para
la lengua, y los del Sr. Canalejas son unos ojos mudos; mudos al menos
para el auditorio, aunque agoten los giros más expresivos detrás de unas
paredes cristalinas. Los ojos ríen, los ojos lloran, los ojos
interrogan, los ojos amenazan. Nada de esto llega á nosotros cuando
habla el orador que nos ocupa. El Sr. Canalejas habla como hablaban con
su boca de sílice los antiguos oráculos egipcios. Se percibe el
movimiento de los labios, se escucha el ruido de la voz, y nada más. Los
ojos no varían el curso de la palabra, pero lo iluminan. Cicerón no
hubiera confundido á Catilina si gastara anteojos azules.

En cambio, estos anteojos prestan á su pensamiento un optimismo que
escandaliza al Sr. Revilla. La tierra para él es un segundo cielo. Los
campos y las ciudades son azules para nuestro orador. Hasta al Sr.
Revilla lo ve de color de cielo.

Se dice que es discípulo de Krause[2]. Distingamos. Si por krausista se
entiende un personaje extravagante y soberbio que, colándose de sopetón
en la morada de la ciencia, pretende dar con la puerta en las narices á
cualquier otra doctrina que no sea la suya; es decir, si el krausista ha
de ser un ultramontano vuelto al revés, el Sr. Canalejas está muy lejos
de recibir con justicia tal denominación. Mas si ésta significa por
ventura la creencia razonada en todas ó en parte de las doctrinas de
aquel filósofo sin constituirse en sectario suyo, bien puede asegurarse
sin temor de calumniarle que es krausista. ¡Que no fueran todos los
krausistas como el Sr. Canalejas, tolerantes, flexibles, y sobre todo
más estéticos en su obrar y decir!

Merced á su talento y á una base metafísica bien asimilada, nuestro
orador habla con lucidez y discreción sobre todo lo que es asunto de la
ciencia y del arte. Prefiero, no obstante, escucharle cuando diserta
sobre el último punto. Entonces adquiere su frase el más alto grado de
perfección y domina en las palabras como en los pensamientos una armonía
que denota la irresistible vocación de su espíritu. No hay duda que el
Sr. Canalejas está formado para amar la verdad por conducto de la
belleza.

[Illustration]

[Illustration]



D. FRANCISCO JAVIER GALVETE


[Illustration: L]A muerte, que todo la quebranta, también ha quebrantado
un propósito que había concebido al inaugurar esta galería de oradores.
Pensé que siendo los jóvenes de suyo sobrado inquietos para hallarse
bien entre personas de tal gravedad y discreción como las que aquí han
venido, era prudente no dar cabida en ella á los oradores noveles.

Por otra parte, el carácter de éstos ofrece tal vaguedad en los
contornos y están sus tendencias tan borrosas y confusas, que la pluma
nada acierta á definir con claridad en ellos. Al convertirse en hombres,
acaso mostrarían mi semblanza como una de esas fotografías envejecidas y
arrinconadas en álbum añoso que despiertan siempre la risa de los amigos
de la casa.

Pero la muerte envejece más que los años. El que muere queda en un todo
definido, y sus rasgos fijados por una eternidad. Es un joven muerto de
quien os voy á hablar.

Poco más de un mes hace todavía que un puñado de yeso cerró para siempre
en tétrica estancia el cadáver de Javier Galvete, y ¡cuántos le han
olvidado ya! Tal vez á alguno le parezca demasiado tarde para hablar de
él. ¿Haré mal en entregar á su indiferencia con este recuerdo el nombre
de un amigo querido? ¡Decídmelo los que escuchasteis por última vez
aquella palabra vigorosa y acerada que hacía vibrar las conciencias!
¡Decídmelo los que visteis aquel rostro, lívido por el dolor y por la
duda, mirando por vez postrera hacia vuestros escaños, con los ojos
opacos y ansiosos del gladiador que muere en la arena! ¡Sí! murió el
atleta del espíritu, y el olvido fué la losa que cerró su tumba. Mas yo
tengo motivos poderosos, motivos del corazón, para no asociarme á tal
olvido, y quiero rendir á Galvete con estas líneas un triste y fraternal
homenaje.

Javier Galvete había alcanzado una madurez de entendimiento fatalmente
prematura. Como ciertos frutos que ostentan desde muy temprano su dorada
corteza entre las verdes hojas del estío, Galvete ocultaba una
inteligencia de gran alcance, bajo una frente de niño. Pero los frutos
prematuros no pueden resistir el ímpetu del vendaval ni las tempestades
del verano, y caen y se corrompen en el suelo. Así cayó Galvete del
árbol de la vida.

De aquellos dos grupos de temperamentos que se reparten el linaje
humano, el uno soñador, místico, entusiasta; el otro, práctico, sereno,
impasible, Galvete pertenecía al primero. El mundo indiferente y egoísta
en que vivimos era pobre escenario para un espíritu tan ardiente y
turbulento como el suyo. Mejor le cuadrara aquel otro de tensión
extrema, de fiebre, que recibe el nombre de Edad Media. En sus locas
empresas, en sus férreos dogmas, en sus intensas emociones, conseguiría
tal vez apagar la sed que lo devoraba. Este afán ansioso que sentía de
llenar su alma de ideas para engrandecerla, llevóle harto temprano, sin
auxilio de nadie y sin medios de fortuna, al país donde hoy se forjan
los más altos pensamientos, á la tierra insigne de Alemania. ¡Cómo se
repitió con mi infeliz amigo el viejo cuento germano! La pérfida
Loreley, la virgen de los cabellos de oro, disfrazada ahora con el manto
inmaculado de la filosofía, le atrajo con sus cánticos suaves para
hacerle morir traidoramente.

Los que hemos conocido á Galvete nunca dudamos de su mérito y sabíamos
bien que no tardaría en hacerse la luz sobre su nombre. Mas él
mostrábase indiferente y hasta esquivo á las seducciones de la gloria,
tal vez porque reclamaba toda su atención la cruel batalla que se reñía
en su conciencia. La idea religiosa llenó completamente su breve
existencia. Al nacer á la vida de la razón sintióse acometido de esa
terrible enfermedad que azota nuestro siglo y que amarga todos nuestros
placeres. La duda impía alojóse en su cerebro. Muchos estudios, muchas
vigilias, muchas torturas consiguieron al cabo lanzarla fuera, pero al
salir dejó atrás un cuerpo marchito y agotado, propio para servir de
presa á la tisis.

Nada hay más horrible que esos gritos desesperados del pensamiento que á
toda costa quiere ser acción. Galvete los sintió siempre tronar en sus
oídos. Apenas nacidos, ya le atormentaban demandándole una instantánea
realización, y su alma y su cuerpo se esforzaban en vano por
concedérsela. Esta lucha le producía fiebre y la fiebre le mataba lenta,
pero seguramente.

La enfermedad es antigua. El espíritu del hombre vive en perpetua
agitación como las aguas del Océano, sube como sus olas hasta los cielos
y baja también á los más negros abismos. Y así, entre el dolor, la duda
y la esperanza se mueve eternamente el mundo de los seres humanos. Feliz
el hombre cuya vista no penetra la región de los sueños y de las
ambiciones. Su vida ignorada, apacible, monótona, es mil veces más dulce
que la de aquellos cuyo cerebro pudiera tomarse por guarida de
fantasmas.

¡Feliz aquel que trata á sus nervios como viles lacayos! ¡Plegue á Dios
que jamás se le rebelen ni promuevan algaradas en su organismo! Porque
si la lucha del hogar doméstico está pintada con tan sombríos colores
por los moralistas, ¿qué debemos pensar de la que existe en el fondo de
la conciencia? Sí, hombres que sufrís los excesos del pensamiento,
¡guerra á muerte por díscolo y traidor al sistema nervioso
cerebro-espinal! ¡Loor eterno al prudente tejido muscular! Él sólo es
fuerte y á la par sensato y honesto.

El mal se ha recrudecido de un modo alarmante en nuestros días. El
vértigo se ha apoderado de todas las cabezas, quiero decir, de casi
todas. Todo se piensa, todo se medita, todo se proyecta, pero nada se
deja sazonar. El minuto mata al minuto y el pensamiento al pensamiento,
y en esta desenfrenada actividad intelectual se rompe la armonía del
espíritu y se disipa el encanto de la vida. Y es lo peor que cada hombre
no se resigna á ocupar el sitio que le corresponde en la obra de las
generaciones, no quiere limitarse á cultivar con paciencia el suelo que
pisa, sino que aspira, en los breves días que se le otorgan sobre la
tierra, á resolver todos los problemas, á someter los imperios del cielo
y de la tierra á su dominación.

Yo no sé si Galvete era un hombre religioso ó un impío. Los hombres
religiosos que me han hecho conocer desde muy temprano, respiran sosiego
y alegría por todos los poros de sus mejillas frescas y rosadas por
punto general: su marcha es reposada y firme: están siempre en guardia
contra su pensamiento, y hablan sin escrúpulo de todas las cosas que no
se relacionan directa ni indirectamente con el dogma. La Providencia,
pero una Providencia regocijada y próvida, parece habitar en su alma.
¡Cuán diferente de ellos era Javier Galvete, tan brusco, tan flaco, tan
triste, tan inquieto!

Yo he oído decir, sin embargo, que la meditación sobre la naturaleza de
Dios es un verdadero culto. Nuestra alma se desprende de lo que es
perecedero y finito, y marcha hacia lo absoluto é infinito en alas de la
razón, penetrándose del amor eterno y de la armonía del universo. Acaso
sean éstas huecas palabras de una filosofía revolucionaria y atea.

Lo cierto es que nuestro joven orador no iba á la moda en materia de
religiosidad, sin comprender que á todo el que pretende romper con la
moda se le levanta una cruz en este mundo.

Como escritor tuvo también este ilustre joven la mala ventura de no ver
aprovechadas sus notables aptitudes por la prensa política afín á sus
ideas, necesitando poner su pluma, para subsistir, al servicio de otra
menos liberal.

De este ultrajante grillete que la necesidad aplicaba á su inteligencia
durante el día, vengábase á la noche lanzando rojas oleadas de una
oratoria vivaz y atrevida sobre las dormilonas cabezas de los
reaccionarios del Ateneo. Nadie como él logró estremecerlos azotando sin
compasión sus invasoras doctrinas, después de arrancar á jirones el
oropel con que se encubren. Aquel rostro pálido y de algún modo
siniestro, aquella palabra audaz, penetrante, fanática, traían á la
memoria las predicaciones de los primeros campeones de la Reforma. Como
en los de ellos, brillaba alternativamente en sus discursos un
entusiasmo ruidoso, un amargo desengaño ó una ansiedad febril. Sin
embargo, aunque exaltado é impetuoso en el debate, era dulce y afable
cuando hacía reposar su espíritu angustiado en el seno de la amistad. Me
complazco en afirmarlo aquí para desvanecer cualquiera duda que acerca
de su carácter pudieran concebir los que no conocieron á Galvete más que
en las discusiones académicas. Se había erigido en apóstol de los
derechos del individuo y del Estado, enfrente de las pretensiones del
tradicionalismo monstruosamente acentuadas en estos últimos años, y
acaso movía su lengua con demasiada sinceridad para la usanza de esta
tierra. Su oratoria era profunda y nerviosa. Hablaba con una facilidad
severa y restringida, como aquel que quiere hacer que prevalezca la idea
sobre la palabra. La acción con que se acompañaba tenía poca variedad;
era monótona, pero se acomodaba bien á ese género de oratoria sin
efectos, serena y clara, donde cada juicio vale una sentencia y cada
palabra un hecho. Era una oratoria interior más que exterior. Los años
hubieran limado las asperezas de su estilo y los arranques de su
misticismo, y entonces pasaría á formar entre los más grandes oradores.

Pero ¿á qué imaginar lo que pudo ser? Acordémonos más bien de lo que ha
sido: un joven que pensó, que sintió con exceso y que pagó con la muerte
el capricho de pensar y de sentir las cosas que tienen sin cuidado á los
demás; un perseguidor infatigable de fantasmas; uno de esos hombres que
en el jardín de la vida se empeñan en coger tan sólo aquellas flores
tristes y simbólicas que la fantasía del pueblo ha llamado
_pasionarias_.

La verdad es que el número de éstas va aumentando de tal modo, que
amenazan cubrir con fúnebre manto los vergeles de la tierra. Todos los
antídotos de la filosofía optimista no bastan ya á convencernos de que
esta vida sea más que una serie dolorosa de tristezas y decepciones. La
muerte va adquiriendo de día en día mayor reputación entre los hombres
razonables. Y es que la vida debe parecerse á una de esas mujeres
coquetas y abominables de las que nos cuesta gran trabajo separarnos,
pero que, después de conseguido, nos admiramos de haber amado tanto. Por
el contrario, la muerte es tranquila, serena, inalterable como la virgen
de los últimos amores. ¿Vale tanto por acaso una vida de dolores y
desengaños como el dulce reposo de lo eterno? ¿Y qué otra clase de vidas
ofrece el destino á los que nacen con talento? El talento es ya por sí
una enfermedad, por más que esta enfermedad, como la de las ostras,
produzca hermosas perlas, y el que lo posee lo arrastra por el mundo con
trabajo. Fuera de los carriles ordinarios de la vida, va tropezando con
todo, chocando con los infinitos obstáculos que la preocupación, el
egoísmo y la rutina oponen á su paso, y cuando llega al término de su
carrera, que es la muerte, ha dejado ya en jirones por el camino todos
los deseos y todas las ilusiones de su alma. El hombre que muere sabe
que deja en pos de sí un universo de desdichas cuyo amargo jugo hubiera
él gustado gota á gota, á prolongarse más su estancia en este suelo. Lo
que nos hace amar la vida es la seguridad que tenemos de perderla. Sin
esa seguridad, no me cabe duda que la miraríamos con desdén, y ¡quién
sabe también si con horror!

He visto morir á algunos de mis amigos cuando habían llegado á la
plenitud de las esperanzas, pero no á la de la razón. Pues bien: creo,
después de considerar atentamente su existencia, que á serles posible,
ninguno volvería de la región de las sombras, ninguno atravesaría de
nuevo la laguna Estigia para mezclarse otra vez con la turba de los
vivos. Galvete menos que todos querría emprender nuevamente su fatigoso
Calvario. Él, que ha descifrado ya el enigma tremendo de lo infinito,
conoce bien lo que vale este mundo finito. Algunos, muy pocos,
atraviesan la tierra de día. Galvete la atravesó en las horas más negras
de la noche. Por eso de los hombres como Galvete no debe decirse que
mueren, sino que hacen dimisión de la vida.

[Illustration]

[Illustration]



D. EMILIO CASTELAR


I


[Illustration: C]ASTELAR y el P. Sánchez!

No es posible negar que nuestra patria es incomprensible y caprichosa en
extremo. Unas veces se dedica á lo sublime, y sumergiendo su mano en lo
profundo, arranca del rizado mar de su poesía una figura como Castelar.
Otras se entrega con pasión á lo cómico, y despide de su seno entre
muecas y contorsiones oradores como el P. Sánchez. Castelar y el P.
Sánchez son el alfa y la omega de mi humilde trabajo. He salvado como
pude el paso que media, según dicen, entre lo ridículo y lo sublime.

Pero abordar el carácter y la fisonomía oratoria del señor Castelar
ofrece un sinnúmero de dificultades. La primera y más principal, en mi
concepto, es la falta de perspectiva. La figura de Castelar, como
orador, diré, empleando una locución técnica, que está tallada en
colosal, y es de todo punto imposible, sin alejarse un tanto, apreciar
con exactitud su valor artístico. Confieso que no puedo darme cuenta
cabal del sitio que ocupa en el horizonte del Arte, y entrego por lo
tanto esta mi semblanza á la enmienda de los futuros. Otra de las más
grandes dificultades que se me ofrecen es el compromiso formal que he
contraído al comenzar mi tarea de eliminar por entero el aspecto
político del orador para ceñirme exclusivamente á su aspecto académico.
¡Oh! si me fuera dado mirar, siquiera fuese con el rabillo del ojo, al
Parlamento, ¡con cuánto grande hombre pondría á mis lectores en
contacto! Les contaría la vida y milagros de aquel insigne orador que al
terminar su discurso se sentó con la mayor dignidad sobre el vaso de
agua. Y los de aquel otro que tratándose de la langosta pidió la palabra
para una alusión personal. Sin olvidarme tampoco de aquel que al llegar
en su discurso cargado de apóstrofes, epifonemas, perífrasis y
concatenaciones á la frase: «pensáis tal vez, hombres ilusos, que
Napoleón...» la repitió tres veces, y murió con Napoleón en la boca,
realizándose en los escaños del Congreso aquel día un Waterloo de risa.
Pero yo no soy cronista del Parlamento, sino del Ateneo, y es fuerza que
guarde en el fondo de mi pupitre las historias que acabo de mencionar y
otras muchas no menos sabrosas y divertidas. De ello me pesa con toda
el alma, porque estos señores académicos tan graves y comedidos que no
son capaces de romper un plato, ni de sentarse sobre un vaso de agua, me
obligan á guardar demasiada ceremonia. Siento que allá, por los
laberintos de mi imaginación, viene, va y torna un espíritu retozón y
travieso que está ganoso de reir á toda costa, y me empuja fuertemente á
ocuparme de otra ralea de oradores menos sabios, menos artistas, pero
más amenos.

También hoy es necesario que dormite en la más enervante postración. Se
trata de Castelar, del más grande de nuestros oradores, y me veo en la
precisión de ponerme el frac y adoptar un continente grave y respetuoso.
Castelar, como orador, no pertenece solamente al Ateneo, pertenece á
España, pertenece al mundo, pertenece á la libertad. La tiranía ha
tenido á su servicio grandes filósofos, juristas y hasta poetas. Jamás
ha tenido un grande orador. Cicerón, Demóstenes, Mirabeau, Oconnell y
Castelar son hijos de la libertad. Es que el filósofo, el jurista y
hasta el poeta envían sus cuartillas corregidas á la imprenta, mientras
el orador lanza su alma toda entera, sin tachas ni raspaduras, por la
boca y por los ojos á la muchedumbre. La muchedumbre, que no es capaz de
percibir toda la perfidia que puede esconderse entre los renglones de un
libro, ve con admirable instinto la que se oculta bajo los ojos de un
hombre, y sabe matar con el desprecio al que la engaña.

Castelar, en la ciencia, en el arte y en la vida, representa un
pensamiento amable, pero inverosímil y extraño para nuestra sociedad.
Este amable pensamiento se llama en la ciencia panteísmo, en el arte
realismo y en la vida armonía.

Castelar es un campeón de la causa de la naturaleza. Es panteísta en el
gran sentido de la palabra, en un sentido fundamental. Esto ha hecho
pensar á muchos que el famoso orador es hegeliano. No puedo creerlo. No
es Hegel el que ha hecho panteísta á Castelar, sino que, siendo el
panteísmo inherente y virtual en su modo de ser, ha permitido que la
filosofía hegeliana influyera poderosamente en su espíritu. Pero
Castelar no es el panteísta especulativo que procede con rigurosa
dialéctica para encerrar el pensamiento en un sistema, no; es el poeta,
es el enamorado de las formas vivas que percibe con la claridad de un
iluminado el lazo invisible que existe entre los dos aspectos, bajo los
cuales el universo siempre idéntico y el mismo se ofrece al espíritu y á
los sentidos. La filosofía de Castelar no permanece inmóvil y como
cristalizada en el abstracto recinto de una fórmula matemática ó
dialéctica, es una filosofía que arranca del fondo mismo de su
naturaleza, es una filosofía puramente individual.

Esto significa que nuestro orador no siente la imperiosa necesidad de
dar á la vida soluciones concretas, que es á la postre de todo lo que
hace brotar los sistemas. La vida le parece demasiado rica, demasiado
varia para someterla al imperio de una fórmula inflexible y abstracta.
Sin embargo, busca con ansia la generalización, la síntesis que son
leyes del espíritu, huyendo de un particularismo estrecho y falto de
perspectiva con el que no podría acomodarse jamás su elevado
pensamiento.

Esta filosofía individual no puede menos de engendrar una religión
excesivamente flexible y humana. La inmortalidad se ofrece á su
inteligencia como una trasformación incesante, como un progreso sin fin,
en el cual el espíritu llega á agotar todas las formas de la vida
infinita. Esta religión tiene su catecismo en el gozoso panorama de la
Naturaleza. En todas las páginas de este catecismo se encuentra grabado
el excelso nombre de Dios. Mas el Dios de Castelar no es el Dios
crucificado, no es el Dios transido de dolor, sino el Dios en quien se
expresa todo lo que vive y siente, que incesantemente se trasforma, que
incesantemente se modifica, que muere en la naturaleza para renacer en
el espíritu, y se ofrece, total y absoluto, en una evolución infinita.

El arte es una de las formas que ese Dios afecta al bajar sobre la
tierra, y nuestro orador le rinde un culto apasionado. Si he dicho que
Castelar era realista, entiéndase que no es el realismo efímero de los
tiempos presentes el que le cautiva, sino el realismo que parte de la
célebre fórmula de la lógica hegeliana, toda idea es realidad, toda
realidad es idea. La idea realizándose bajo forma sensible, ése es el
arte, y artista el que siente palpitar la idea bajo la forma.

No obstante, aunque Castelar representa en la esfera del arte la
apoteosis de la forma, no se le puede acusar de haber alentado con su
ejemplo ese cúmulo de producciones frívolas, donde la miseria del fondo
aspira á velarse por los artificios de la forma. El fondo y la forma en
el arte no se distinguen perfectamente como á primera vista parece, sino
que mantienen tan estrecho enlace que es imposible separarlos en la obra
bella. ¿Quién sería capaz de distinguir el fondo y la forma en un cuadro
de Velázquez ó en una melodía de Haydn? Castelar expresa bellamente lo
que acude bello á su pensamiento. ¿Será por ventura responsable de que
algunos se empeñen en expresar de un modo bello lo que acude feo y
desgraciado á su imaginación? Lo que es preciso buscar en el arte, y lo
que nuestro orador alcanza en grado superlativo, es la espontaneidad
individual disciplinada y corregida por la regla, que debe presidir á
toda concepción artística para comunicarle las proporciones
convenientes.

Pero se le censura, á mi juicio, con señalada injusticia por el empleo,
según se dice, abusivo de las formas artísticas. Es opinión demasiado
extendida que Castelar sacrifica la precisión y el rigor, que son los
atributos de la exposición científica, en aras de la fantasía, la cual
quebranta y destruye con sus imágenes el encadenamiento lógico y
necesario con que el entendimiento enlaza, los juicios á los juicios, y
las consecuencias á las consecuencias. Veamos lo que hay de fundado en
esta censura. Indudablemente el empleo de las formas artísticas en el
discurso tiene un límite, y no hay estético que no se apresure á
señalárselo. Pero este límite todos convienen que está determinado, de
un lado por la naturaleza del discurso, y de otro por la naturaleza de
lo bello. La belleza de la expresión contribuye poderosamente á llevar
el convencimiento al ánimo del auditorio; mas según que el discurso se
proponga demostrar lógica y razonadamente una idea ó sólo infundir el
amor á esta idea ó hacerla triunfar en el ánimo del auditorio, así se
habrá de restringir ó extender el uso de la forma artística. Á este
propósito, dice Schiller: «Existen dos clases de conocimientos: un
conocimiento _científico_ que está basado sobre nociones precisas, sobre
principios reconocidos; y un conocimiento _popular_ que no se funda más
que en sentimientos más ó menos desenvueltos. Lo que es ventajoso para
el segundo es con frecuencia contrario al primero». Ahora bien: no
debemos echar en olvido que Castelar es el tribuno, no es el disertante,
es el apóstol de la libertad y la libertad es una verdad _popular_. No
hay duda que fué necesario demostrarla científicamente, pero ésta es la
obra de la filosofía moderna, á partir de Kant. Castelar concibió la
titánica empresa de hacerla amable en este país, cuyo sentido político
hubieran pervertido largos siglos de tiranía y fanatismo. Es el fundador
de la democracia en España, es el propagador de una idea esencialmente
popular y nunca se vió que las ideas populares fuesen difundidas por
maestros y pedagogos, sino por poetas y oradores. El profesor busca en
su discurso un resultado futuro, el desarrollo intelectual de su
discípulo mediante la adquisición de ideas perfectamente deducidas y
probadas. El orador popular aspira á un resultado inmediato y para esto
es indispensable que trabaje sobre la imaginación de sus oyentes,
individualizando, haciendo sensibles las ideas. De aquí nace ese estilo
animado, lleno de vida y colorido con que los escritores y oradores
populares como Castelar difunden sus conceptos, el cual representa una
transacción feliz y armónica entre el entendimiento que busca sobre todo
el encadenamiento, la continuidad, y la imaginación que aspira á tocar y
sentir la realidad y el calor de las ideas. Castelar, por el esfuerzo de
su naturaleza armoniosa y comprensiva, junta y agrega lo que la
abstracción había separado, y en vista de las facultades espirituales y
de las facultades sensibles del hombre, se dirige á él todo entero y lo
atrae por ese encanto irresistible que producen cuando se encuentran
reunidos lo verdadero y lo bello.

En la vida Castelar tampoco representa un fragmento, sino toda la
humanidad. La moderación y la actividad que se observa en su conducta es
un signo de fuerza. Sólo los débiles son obstinados é impacientes.
Contempla la vida con mirada serena y recoge en conjunto todos sus
elementos sin predominio ni monstruosidades, porque es un espíritu
equilibrado. Se ajusta fácilmente al medio y á las condiciones de su
existencia, pero las modifica mediante la influencia de su genio.
Castelar entiende que la vida es un arte y no una fiebre, que la
continuidad moderada de la acción vale mucho más que una agitación
estéril y morbosa. Por eso no opone diques inútiles á la corriente de
las ideas, sino que busca el medio de encauzarla para que le conduzca al
resultado que se propone.

Hay muchos hombres que, aun cuando fabricados de barro como todos los
demás, aspiran á tener la consistencia de los peñascos ó creen cumplir
con su conciencia ofreciéndose inermes al torrente devastador de las
preocupaciones, como aquellos indios que se arrojan voluntariamente
entre las ruedas del carro triunfal de sus ídolos para ser aplastados.
Estos hombres merecen respeto por la pureza de los motivos que los
impulsan. Pero es necesario convenir en que no deben ser hombres de
acción en ninguna causa, porque, lejos de contribuir á su triunfo, lo
retardan considerablemente. Tienen un puesto señalado en las esferas de
la pura teoría, porque son impotentes para discurrir por los laberintos
de la realidad. La vida es una continua transacción entre lo ideal y lo
real, y aquel que no sabe transigir no debe acudir á ella.

Castelar tiene un fin que llenar en nuestra patria y lo persigue con un
celo y al propio tiempo con un sosiego que me traen á la memoria
aquellos hermosos y profundos versos de Goethe: «Como la estrella, sin
prisa, pero sin tregua, que cada uno se mueva dentro de su propia
naturaleza». No puede petrificarse en la defensa obstinada de uno sola
verdad porque pertenece á su obra y su obra es grande y comprende
muchas verdades. No puede retraerse de la lucha porque el retraimiento
enerva y enmohece la inteligencia. Todavía en estos tiempos en que la
vida política arrastra una existencia precaria, cuando se ha hecho un
silencio mortal en todos los locutorios de la opinión, cuando no se
escucha el crujir de una pluma sobre el papel, cuando no se mueve una
hoja en los árboles ni una lengua en la tribuna, sólo el gran orador es
capaz de sostener la contienda, porque él solo habla un lenguaje que no
es el de las parcialidades políticas, un lenguaje que no lastima á nadie
y que á todos seduce.

Una vez preguntaron á Sieyes: «¿Qué habéis hecho durante el Terror?»
«¡Qué es lo que he hecho! He vivido.» Y había hecho bastante. Cuando
rodando los tiempos le pregunten á Castelar: «¿Qué habéis hecho durante
el período del _Silencio_?» «¡Qué es lo que he hecho!--podrá
contestar.--He hablado.» Y aquellos hombres casi no podrán creerlo.


II

Los que voy á trascribir son datos suministrados por un espíritu, ó si
se quiere trasgo con quien suelo celebrar conferencias de importancia
suma. Es un trasgo verídico, al menos por tal le tengo, pero se ha
dedicado últimamente, con harta asiduidad para lo que corresponde á un
duende de su significación, á las lecturas de Hoffman, Poe, Fernández y
González y otros escritores no menos alcohólicos, y me temo un poco que
su cabeza, como la del ilustre hidalgo manchego, no rija de un modo
cabal. Ustedes decidirán después de haberle escuchado si conserva una
pizca de juicio ó si será preciso oirle como quien oye... á Perier.

No hace muchas horas vino á mí con afectado misterio, y me dijo: «¿Estás
escribiendo la semblanza de Castelar, no es verdad?» Sí. «Pues yo, que
he vivido con todas las generaciones y en todos los países, te puedo
comunicar datos interesantes para tu trabajo.»--Vengan esos
datos--repuse. Y entonces el fantasma comenzó á silbar con sigilo en mi
oído este inverosímil y descabellado relato:

«¡Castelar! Castelar tiene una historia mucho más larga de lo que tú te
figuras. Vosotros sabéis admirar y aplaudir á los grandes espíritus,
pero rara vez os detenéis á estudiar su procedencia ó filiación
histórica, ni las fuerzas ideales anteriores que han concurrido á su
generación. Vosotros los humanos...»--Aquí el fantasma se despachó á su
sabor contra nuestra raza y hago gracia á los lectores de su filípica,
que no les habría de complacer gran cosa.

«Castelar--prosiguió el espíritu--es un regalo que el viejo Oriente
envía al Occidente. Salió de la cabeza de Brama cierta noche en que las
estrellas, con un dulce titilar, llamaban el pensamiento hacia lo
infinito, cuando las oscuras ondas del sagrado Ganges relataban muy
quedo á la flor del lotus, que se inclinaba sobre su corriente, los
misterios inescrutables de la muerte, cuando el piadoso anacoreta,
postrado en tierra, murmuraba tembloroso su enigmática oración, cuando
el ruiseñor turbaba sólo el silencio augusto de la naturaleza con su
grito de amor y de esperanza.

»El dios luminoso que le diera el ser envióle como fiel mensajero de su
abdicación cerca de su hermano Zeos, y éste le prodigó mil agasajos,
haciendo brillar su Olimpo con todo el esplendor de sus encantos
perdurables. Todo cuanto una imaginación sobrehumana puede apetecer de
dulce y halagüeño derramólo el monarca de los dioses en su feliz morada
para honrar al venturoso embajador. Hasta se pensó en celebrar corridas
de toros, pero el dios Apolo, con su séquito de musas, declaró
rotundamente que en este caso no tomaría parte en las fiestas, y fué
abandonado el proyecto. Aquella serie sin tregua de placeres y delicias
comenzó á cansar á vuestro orador, comenzó á aburrirle la conversación
del dios Júpiter, que no le dejaba ni á sol ni á sombra, y llegó á
empalagarle la ambrosía. Así que un día, tomando de aquél la regia
venia, descendió por los suaves declives del Olimpo á las llanuras del
Ática, y bajo los plátanos del Agora, comenzó á arengar á la multitud de
libres cuanto ociosos ciudadanos que allí rendían á la sombra culto á la
libertad y al arte.

«Después le vi muchas veces, ya en el taller de Fidias, ora en los
jardines de Academo escuchando atentamente los discursos de Platón, ora
también en los misterios de Eleusis dedicado á interpretar los ruidos de
las hojas del árbol sagrado al ser heridas por el viento. Parecía feliz
y no me preocupé más de él.

»Largo tiempo después le volví á encontrar en Roma, cuando ésta,
fatigada por las discordias civiles, plegaba sus brazos y bajaba su
orgullosa frente ante la majestad de Octavio Augusto. Fué en una sesión
del Senado. Se hallaba éste reunido en la Curia Hostilia sobre el Foro.
Una docena de lictores que á la puerta vigilaban, anunció la llegada del
cónsul Josefo que debía presidir la Asamblea. Antes de penetrar en el
templo detúvose en el peristilo para consultar los auspicios, siguiendo
la antigua práctica. Parecióme, sin embargo, que al observar las
entrañas de la víctima inmolada, se dibujaba en su rostro angular y
glacial una sonrisa ambigua y poco ortodoxa. Los sacerdotes declararon
que los padres de la patria podían deliberar, y el cónsul entró en el
recinto seguido de su cortejo. Una vez dentro, se aproximó al altar de
Jano (el de las dos caras) y ofrecióle incienso y vino. Después fué á
sentarse en su silla, y como la sesión aún no se había abierto, muchos
senadores rodearon al cónsul departiendo entre sí con grande animación.
Pude notar que aun cuando todos dirigían un diluvio de preguntas al
presidente, éste apenas desplegaba los labios, limitándose á sonreir de
aquella manera equívoca que ya antes me llamara la atención y á sacar de
su esportilla algunos caramelos que ofrecía con agrado á los _padres_.
Estos revolvíanlos en la boca con no poco regocijo comentando al propio
tiempo en detalle todos los matices de la sonrisa que los había
acompañado. Los unos pretendían que aquélla era una sonrisa de
oposición, mientras los otros la juzgaban de todo punto ministerial. Y
entre estas y otras azucaradas razones se abrió la sesión. Uno de los
ediles del Senado se levantó para leer una proposición en la cual se
elevaba al _príncipe del Senado_ Antonio á la categoría de _Eterno_, la
cual hubo de agradar tanto á la Asamblea que prorrumpió en calurosas
muestras de entusiasmo. En vano fué que Antonio rehusara con fuerza esta
pequeña distinción, pues la mayoría en masa, como un solo empleado,
decidió á todo trance votarla. El edil proponente se levantó entonces á
dar las gracias al Senado, y suplicó á los padres se sirviesen decretar
para conmemorar tan fausto acontecimiento se inmolasen en el templo de
la Concordia 150 _ilegales_. En este instante el tribuno Emilio pidió la
palabra desde su _subsellium_ y reconocí en él á Castelar. Pronunció una
brillante arenga combatiendo esta sangrienta proposición, y haciendo la
defensa de las antiguas formas republicanas tan escarnecidas en aquellos
días, por los que volvían su rostro al sol del Imperio, que era el que
más calentaba por entonces. Me fué imposible oir por entero su discurso,
pues las continuas y ruidosas interrupciones de que era objeto impedían
que su voz llegase muchas veces á mi oído.

»No volví á verle en Roma y perdí su pista durante toda la Edad Media.
En el siglo XV me dijeron que haciendo unas excavaciones en la ciudad de
Agrigento, al levantar la tapa de una urna, maravilloso trabajo de
cincel griego, lo encontraron dormido profundamente sobre el manuscrito
de las obras de Homero.

»Por último, le vi una vez más en la Universidad Central de Madrid.
Explicaba la historia del universo en una cátedra de diez pies en cuadro
con honores de pasillo. «¡Ay--exclamé para mis adentros,--y cómo echarás
de menos, ilustre heleno, aquellos tapizados jardines del Ática, donde
tantas veces te he visto conversar con Isócrates y Platón!»

»En aquel momento el profesor fijó en mí su mirada perdida, y cual si
viese mis adentros ó fueran también los suyos, dijo:

       *       *       *       *       *

».....Al posar, señores, nuestra vista sobre los campos resplandecientes
de la Grecia, sobre el Olimpo, ornado de mirtos floridos, de lentiscos,
de laureles, en cuyas hojas brillan eternamente gotas de rocío que
descomponen la luz en mil varios matices; monte coronado de un cielo
siempre etéreo y azul, desde cuya cima se descubren á lo lejos las ondas
del mar, que se rizan en blancas espumas, y el Oriente, la cuna del sol,
la cuna también del paganismo, y al ver aquel templo misterioso
convertido en ruinas, sus dioses en momias, secas las flores que lo
cubrían, perdidos sus cánticos sin que de ellos quede ni un eco en los
aires, desiertas las rientes playas por donde corrían, coronadas de
verbena, sus teorías, una indefinible tristeza se apodera de nosotros y
parece que se despierta en nuestra alma un sentimiento hostil al
cristianismo.»


III

Cuando una idea baja de la _región de las madres_ á tomar carne en un
hombre, agota con habilidad que maravilla, sin distraer uno solo, todos
los recursos que nuestra naturaleza finita la ofrece para mostrarse
admirable; y aparece el genio. Castelar ha encarnado en los tiempos
presentes la idea de la elocuencia. El que desee ver claramente las
pruebas de esa verdad no tiene más que examinar con cuidado su vida y
sus escritos, y podrá observar con cuánta energía se muestra el orador
en todos los rasgos del hombre y en todas las páginas del escritor. Leed
cualquiera de las obras de Castelar y, sin daros cuenta de ello,
vuestros labios empezarán á moverse, pronunciarán al principio
tímidamente aquellos tersos períodos, después los dirán con énfasis, y
al cabo de algún tiempo, si algo no os saca de vuestra distracción,
estaréis declamando en alta voz. Es que por todas las páginas del libro
corre y centellea la idea de la elocuencia. Es que Castelar es siempre
un orador.

¿Y qué es un orador? El orador es para mí el hombre á quien Dios entrega
la espada del espíritu, la palabra. Unas veces se sirve de ella para
sacar muelas en la plaza pública, y otras para volcar los imperios. Pero
esta espada sale alguna vez de las fábricas cerúleas luciente y afilada
como aquella de fuego que, al decir de la Biblia, un ángel esgrimió
contra nuestros primeros padres á las puertas del Paraíso, y la
Providencia las destina á los seres privilegiados como Castelar. Otras
salen melladas y opacas como la que Bernardo usara en otro tiempo, y son
las que el Padre Eterno regala á los seres que nacen sin privilegios
como Perier.

La palabra de Castelar es una palabra exuberante, briosa, con todo el
calor de la juventud. Es una palabra destinada á hacer la luz en el
profundo piélago de nuestra política, sublime y aparatosa como la de
Moisés, flexible y gubernamental como la de un lord.

Su espíritu recibe todos los días nuevos ensanches como las grandes
poblaciones, y la palabra corre con presteza como medio de comunicación
á infundir la vida y el movimiento en la nueva ciudad. Es una fuerza que
sin cesar acrece, llenándose de todo lo sano que flota en el ambiente
que respira, y su palabra recibe en cada transformación un nuevo temple
que la hace esclava, bella y sumisa de un pensamiento grande.

Mas esta esclava es una esclava india, no hay que dudarlo, y por más que
en ocasiones vista á la europea y siga la moda de París, veo aprisionado
en sus ojos el rayo de sol del Mediodía y en sus cabellos negros y
sedosos contemplo las sagradas selvas del Indostán.

Castelar trae del Oriente el sentido poético de la naturaleza tan
necesario para templar y vigorizar los vuelos harto descompasados del
ideal en nuestra Europa. Su estilo es un estilo plástico y poblado de
imágenes que giran en caprichosos pasos por delante de vuestros ojos con
la sonrisa en los labios y apuntando al porvenir.

¿Nunca sumergisteis vuestra mirada en las profundidades del mar durante
una tarde sosegada y dulce del estío, en una de esas tardes en que se
muestra trasparente como una doncella que quisiera abriros su corazón?
¡Cuánto rico tesoro, cuántas espléndidas ciudades olvidadas para siempre
en el seno de las aguas os hace ver la inquieta fantasía! Sumergidlas
también en las profundidades de ese estilo oriental, y alcanzaréis á ver
los prodigiosos tesoros y las maravillas que puede fabricar la palabra
humana.

Es una felicidad para el Sr. Castelar no haber nacido en los tiempos de
Nerón ó de Calígula, porque su lengua admirable haría nacer
indudablemente en aquellos insensatos la infernal idea de cortársela
para servir de plato en sus festines.

¿Por qué no se mueve ya esta lengua en la cátedra del Ateneo de Madrid?
¿Por ventura teme la competencia de la hoja de Albacete que esgrime el
P. Sánchez entre sus carrillos? ¿Ó le infunde pavor la brocha de polvos
de arroz que Perier pasea dulcemente por su boca?

No dejo de comprender que la política es una amiga celosa y exclusiva
que con frecuencia nos priva de cualquiera otra inocente distracción.
Tengo presente, además, que usted, D. Emilio, necesita aprovechar todas
sus fuerzas para llevar á feliz término la patriótica tarea que ha
emprendido; ¿pero se figura usted que en el Ateneo no hacemos política?
Vaya si la hacemos y muy flamante y muy seria[3]. Si usted pensara en
dar una vuelta por aquí, no dejaría de tropezar con algunos jóvenes de
corazón sano y de mente vigorosa, discutiendo en voz un poco más que
alta las más arduas cuestiones de la ciencia del Estado. ¡Si viera usted
qué mustios andan y qué desencantados! Entusiastas siempre de la
libertad, pero aterrados ahora por sus excesos, se encuentran al borde
del escepticismo, del cual sólo usted puede librarlos. Es necesario
hacerles entender que aún hay para la democracia española una bandera,
símbolo de progreso y compatible con la paz y la salud de la patria, y
esta bandera es la que usted ha levantado valerosamente sobre los restos
de un partido ensangrentado y delirante.

El Ateneo es un país neutral, es la Bélgica de nuestra política, y
aunque no pocas veces se cuela por sus rendijas y ventiladores el
_simoun_ de la pasión, usted sabe muy bien que los árabes llaman al
_simoun_ el hálito de Dios, y lo es en efecto. ¿Qué sería de una idea si
la pasión no la cobijara bajo su manto de grana? Se moriría de frío. Á
este centro debe usted acudir nuevamente, porque este centro con sus
pasiones, con sus indisciplinas, con sus deslices artísticos, hasta con
sus conservadores, y á pesar de sus ultramontanos, sabe mantener vivo el
amor al estudio de los grandes problemas. Tiene una historia gloriosa,
goza de un feliz presente, y si los grandes espíritus como usted no
desertan de su modesto recinto, continuará empuñando en nuestra patria,
con aplauso de todos, el cetro de la ciencia.

[Illustration]



LOS NOVELISTAS ESPAÑOLES

[Illustration]



PROEMIO


[Illustration: T]AL vez convendría, lector, que empezase este prólogo
aseverando que el éxito, y sólo el éxito tan ruidoso como inmerecido,
ganado por mi colección anterior de semblanzas, me ha impulsado á
ofrecerte la presente. De esta suerte llegarías á saber, no tan sólo que
existe un libro de semblanzas que puede ser comprado, sino también que
el autor del que tienes en la mano es un autor aplaudido, cursado y
experto en tales sujetos, lo cual previene admirablemente para que no se
escape ninguna de las agudezas que en él pudieran contenerse, y se
tornen invisibles las muchas tonterías de que está plagado. Pero,
lector, yo no soy un embustero. Conozco perfectamente los mandamientos
de Krause, y sé que el hombre debe buscar la verdad con espíritu atento
y constante, por motivo de la verdad y en forma sistemática. Cuanto
saliese de mi pluma sobre favorables acogidas, compromisos contraídos,
temores del porvenir é inquietudes del presente, sería pura y vulgar
hipocresía. Ni tengo noticia de que mi libro anterior haya logrado éxito
alguno, ni, caso de lograrlo, me creyera obligado á escribir otro
parecido, ni aun al darlo á luz en este instante me propongo llenar el
más pequeño hueco. No; este libro se ha escrito sin motivo, quizá porque
su autor no ha tenido ocupaciones más urgentes que se lo hayan
estorbado. Sobre esto, puedo añadir que no fué mi intento trazar un
estudio serio ó profundo de la novela española, ni menos apuntar los
fundamentos estéticos en que tal género descansa, ni siquiera influir
con mi desautorizado consejo en los acuerdos ó en la marcha de sus
cultivadores. Mi objeto fué, pura y lisamente, escribir semblanzas.

Bien se me ocurre que el hombre no vino al mundo sólo para escribir
semblanzas; pero debes tener presente, lector, antes de fulminar tu
juicio sobre estas páginas, que ningún trabajo de las criaturas en este
planeta merece total desprecio, ni las telas de las arañas, ni los
agujeros de los grillos, ni los versos de Grilo. Por no despreciar á
nadie, me impuse la obligación de consagrar tiempo y espacio á ciertos
autores que verás con sorpresa en esta galería. He sido un tanto
irrespetuoso con ellos, y me he autorizado más de una chanza al hablar
de sus escritos; pero todos los grandes ingenios han tenido que sufrir
estos desahogos de la envidia y maledicencia coetáneas, y en esta
ocasión, como en todas las demás, la posteridad no dejará de resarcirles
cumplidamente de tales molestias, dejándoles dormir en paz el sueño
eterno.

En rigor, pues, no son todos los que están. Mas en rigor, tampoco están
todos los que son, y no ha de faltar, lo estoy viendo, quien con gesto
de soberano desdén, suelte mi libro de las manos diciendo: «¡no está
Fulano!»--Contestaré á este gesto y á este cargo.--En primer lugar, es
preciso que el público reconozca mi derecho á fatigarme de escribir
semblanzas. He podido escribirlas y he podido no escribirlas. De la
misma suerte he podido escribir tales ó cuales y no escribir tales ó
cuales otras. Porque el hombre posee la facultad de determinarse á sí
mismo en conciencia, lo cual significa que es causa propia y primera de
su actividad. Unas veces se determina á obrar y otras se determina á no
obrar. En esto se hallan conformes todos los tratadistas.

Ahora bien, al dar fin á este trabajo, ó si se quiere trabajito, no
quise decir expresa ó tácitamente: «no hay más novelistas en España»: lo
que puramente dije, fué: «yo no escribo más semblanzas de novelistas».

La novela, en nuestra patria, no es otra cosa, por ahora, que un campo
vasto é inculto donde de trecho en trecho brota alguna flor de pétalos
rojos y lustrosos, y crecen en abundancia las plantas de forraje. Mas el
suelo puede dar novelas, sobre esto no cabe duda. Los últimos trabajos
de la comisión del mapa geológico lo comprueban de un modo terminante.

Subamos á una de las sierras más elevadas de nuestra Península. ¿No es
bastante? Pues subamos á una sierra ideal y observemos.

Hacia el Mediodía el sol es más grande y más dorado, el espacio más
diáfano y azul. Sembrados por doquiera, en medio de viñedos y jardines
de naranjos, blanquean centenares de pueblos, nadando en un vapor
trasparente, luminoso, embriagados por los perfumes de una vegetación
vívida y ardiente. En el aire vuelan las mariposas irisadas; en la
tierra hormiguea un pueblo nervioso, exaltado, feliz, que se enamora al
pie de la reja, que inventa caricias y bravatas, que injuria á los
santos y les besa los pies, que llora y ríe sin motivo, que suspira
cuando canta, que tiene los ojos negros, un pueblo hospitalario, franco,
orgulloso, que ha hecho las proezas por millares y las relata por
millones, que ama á Dios y á las mujeres sobre todas las cosas, y se
come la mitad del idioma castellano.

Por la parte del Norte se descubre un cielo triste, pero de tintas
dulces y delicadas. Hay un toldo de nubes que embaraza y aprisiona los
rayos del sol, y cuida de que lleguen á la tierra lánguidos y mimosos.
Los valles y las colinas y todo lo que abraza la vista es verde. En las
colinas crecen los árboles que detienen las nieblas, en los valles
crecen las yerbas y serpean los arroyos. Las gotas de agua están
suspendidas constantemente en la atmósfera, en los árboles, en las
yerbas, en los techos de las viviendas. La mar es áspera y espumosa, el
cielo caprichoso y melancólico, la tierra dulce y agradecida. Allí vive
un pueblo que trabaja como las acémilas y medita como los filósofos, un
pueblo espiritual y sensible que come pan de maíz, que ve fantasmas y
duendes por las noches, que muere en el campo de batalla por una idea,
que tiembla en presencia del escribano; un pueblo sensato, paciente,
melancólico, que sería muy poeta si estuviese mejor alimentado, que
posee cual ningún otro la virtud de no decir «esta boca es mía».

Cada uno de estos pueblos guarda en su vida preciosas novelas que no ha
querido mostrar á los viajeros frívolos. Mas, cuando Galdós y Valera
llegaron á demandárselas, todos hemos visto con qué singular cortesía se
ha portado.

La hora es por demás oportuna y decisiva. El fruto amarillea en el
árbol, y no espera más que una leve sacudida para caer en nuestras
manos. Las antiguas y originalísimas costumbres de nuestra patria van
desapareciendo y ofrecen al morir el interés punzante y melancólico de
todo lo que ha sido y dejará pronto de ser. Si no aprovechamos estos
momentos, la moderna cultura ceñirá á nuestros miembros su estrecho
uniforme que oculta lo singular, lo original, lo característico, y ya no
será tan fácil percibirlo.

Preparaos, pues, aquellos que sentís latir en vuestra alma la
inspiración artística, poneos la pluma tras la oreja, arreglad vuestras
cuartillas, tomad el tren expreso, diseminaos por la Península. No
tardaréis mucho en volver, yo lo presiento, con salud en las mejillas y
la novela española bajo el brazo.

[Illustration]

[Illustration]



FERNÁN-CABALLERO


[Illustration: Y]O he leído muchas novelas; todas cuantas hube á mano en
los felices tiempos en que con la mayor inhumanidad me obligaban á
estudiar humanidades. Mi profesor de latín, una especie de arcaísmo
semoviente que nos traducía con espasmos de regocijo la descripción de
Venus Cyterea en la Eneida, y con lágrimas en los ojos las quejas de
Ariadna abandonada, me tiene sorprendido no pocas veces enfrascado en la
lectura de _Juan Palomo_. Esta lectura, llevada á cabo en los momentos
mismos en que se volvía por activa y por pasiva á la diosa más amable y
despreocupada del paganismo, constituía un verdadero desacato á la
mitología, y como tal era castigado. Pero esto no impedía que yo
siguiera simpatizando con todos los engendros de Ponson du Terrail, Paul
Feval, Sue, Fernández y González, Dumas y tantos otros. Mi cerebro
parecía el salón donde se hubiera dado cita la sociedad más escogida de
París y Sierra Morena. _Juan Palomo_, _Juan Valjean_, _Juan Lanas_, _La
Dama de las Camelias_, _Los Siete Niños de Écija_, _El Caballero del
Águila_, _Candelas_, _Manolito Caparrota_, y muchos otros de igual jaez,
á todos los recibía yo en mis salones con la amabilidad más exquisita,
como diría _La Correspondencia_.

Estas recepciones, que me hacían trasnochar en demasía, redundaban por
lo mismo en perjuicio de mi humanidad y _humanidades_, porque me tornaba
cada vez más flaco y amarillo, al paso que ignoraba por redondo hasta el
más insignificante supino. Ni siquiera, pues, podía decirse que era
supina mi ignorancia. Mas en cambio de una ciencia que yo miraba con el
más cómico desdén desde el Chimborazo de mi entusiasmo, iba criando una
imaginación encendida y melenuda capaz de dar al traste con el poco
sentido común que me quedaba. Así lo comprendieron mis deudos y amigos,
y así hube también de comprenderlo yo á la postre, por lo cual traté de
ir apartándome paulatinamente de tan brava compañía. Desde luego me
decidí á dedicar sólo un día á la semana, los viernes, á la lectura de
novelas y á ser un poco más cauto en su elección. Acudieron entonces á
mi tertulia una porción de personajes más simpáticos y finos que los
anteriores. Veíanse allí á Werter, Ivanohe, Atala, Eugenia Grandet,
Wilhelm Meister y muchos otros que no recuerdo. Fernán-Caballero surtía
también de amables personajes esta tertulia.

No cabía duda que _los viernes_ del Sr. Palacio Valdés eran de lo más
ameno que por entonces existía. Así y todo mi profesor seguía
considerándome como un bárbaro escyta indigno de toda relación con los
héroes de la Eneida y hasta con los animales de las Geórgicas.

Al llegar á la edad en que ya no se le pregunta á uno lo que lee, sino
lo que gana, me he visto obligado, con profundo dolor de mi alma, á
poner de patitas en la calle á todos mis románticos amigos. Y los
momentos en que mis ocupaciones me dan tregua, en vez de leer novelas,
me dedico á escribirlas. Pero las escribo para adentro, porque hoy por
hoy tengo la fantasía al servicio de mi corazón y tejo cada pocas horas,
para mi uso particular, unos cuentos tan fantásticos y patéticos que á
todos parecerían increíbles. Ésta es la costumbre de las cosas
inverosímiles.

Sin embargo, como siempre fui bastante amigo de pasar con la mía (¿quién
no es amigo de pasar con la suya?) me he empeñado en demostrar á mi
viejo maestro que aquellas lecturas anticlásicas que con tanto ardor
persiguió en otro tiempo no fueron tan inútiles, ¿qué digo inútiles? tan
perniciosas como él suponía, puesto que hoy me permiten cumplir con el
deber que he contraído de escribir para el público.

Voy á describir, por tanto, cual viajero que se sienta á descansar
después de un largo viaje, las extrañas y rientes comarcas por donde
anduve. Voy á lanzar á los vientos de la publicidad impresiones,
juicios, observaciones sobre mis lecturas atrasadas. Público amigo, no
des la razón á mi viejo maestro. Dígnate recogerlas del suelo, aunque
después las arrojes como frutos desabridos á los que falta la madurez de
la experiencia.

He dicho que Fernán-Caballero perteneció á mi segunda época. Por cierto
que me eran tan simpáticas sus creaciones y tan amables sus cuadros, que
con ser yo muy devoto de la época presente y muy admirador de sus
progresos, más de una gana me asaltaba de volver casaca y hacerme
servilón, tan sólo por el placer de ocupar un puesto en sus escenas de
familia y tratar personalmente á la mística _Elia_ y á la sensible
_Lágrimas_. Mas pronto reflexionaba que no podía ser tal mi fuerza de
disimulo que no asomara la oreja de _negro_ en la ocasión menos
prevista, y entonces tendría que pasar por el bochorno de ser arrojado
de aquellos santos hogares y despreciado por aquellas lindas mujeres.

¡Quién me dijera entonces que yo, su admirador, su enamorado, haría,
tiempo andando, el papel de amiga envidiosa, poniéndome á buscarles con
la mayor sangre fría sus más pequeños defectos! El papel de crítico es
en verdad muy desairado, á veces odioso, pero como acontece también con
ciertos otros en las obras dramáticas, es absolutamente necesario para
el buen orden y progreso de la literatura.

Bien que las novelas de Fernán-Caballero me encantasen siempre, no
dejaba por eso de pensar vagamente aun en los tiempos de mayor
entusiasmo que en ellas sobraba mucho. Ahora entiendo que falta no poco.

Para comprender bien á Fernán-Caballero, es preciso tener presente, en
primer término, que sus obras no son la expresión pura y sencilla de una
fantasía que gusta de presentar al público la turba de imágenes que en
ella flotan; sino más bien la labor viva y apasionada de un pensamiento
batallador. La novela es para él un arma con que asalta las conciencias
y las somete á su imperio. Y ciertamente no he ser yo quien repruebe tal
uso, cuando responde perfectamente á la naturaleza de este género
literario, y no rompe con sus constantes tradiciones. La novela puede
servir y ha servido siempre para un fin social. Mas debo advertir, para
satisfacción de ciertos escrúpulos literarios, que antes que nada, la
novela es una obra de arte, y que como tal, su fin primero es realizar
belleza. Lo demás se le otorga por añadidura. La novela, como tal obra
de arte, puede, aunque no debe por necesidad, enseñar algo. De hecho
constituye un verdadero poder en nuestra sociedad, ejerce una influencia
legítima en nuestras costumbres, y en ocasiones ha buscado y hallado
arraigo para alguna idea peregrina. La tarea del crítico sobre este
punto consiste en observar de qué modo se ha llevado á cabo todo esto.
Nunca debe olvidarse de que es el defensor del arte contra los excesos
de la pasión ó las invasiones del espíritu didáctico.

¿Cuál es la idea que agita el corazón femenil de Fernán-Caballero, que
mueve su pluma y se encarna en sus novelas? La idea del pasado. Por él
combate cuerpo á cuerpo, sin que le rinda jamás el sueño ó la fatiga,
manejando con febril entusiasmo una daga tenue y afilada, la sola arma
que puede sostener su delicada mano. Sus novelas, no son más, es decir,
son además de obras muy bellas, un diluvio de alfilerazos á nuestra
filosofía, á nuestras costumbres, á nuestra política. Son pequeños
cuadros de antaño, que por la suavidad del color, por su dibujo
primoroso y por su ambiente diáfano, quiere que contrasten con los
licenciosos cromos de hogaño.

Espera que el lector, al contemplarlos, eche de menos aquellos
sabihondos frailes, aquellos severos padres, sumisos hijos y servidores
fieles, comprenda la santidad de aquellos respetuosos besos en la mano,
y la solemnidad de aquellos chocolates al amor del brasero. Todo lo cual
gozaron nuestros abuelos dentro de la sana moral y del temor de Dios.

Y en verdad que el lector no deja de tener por ciertas las proposiciones
de Fernán-Caballero y de extasiarse con las tiernas escenas que nos
representa en sus cuadros. Mas como la funesta manía de pensar se ha
introducido en todas las cabezas y es un mal que no tiene cura, doy en
cavilar y da también el lector, pariente cercano mío, que para mudar de
vida y volver á las usanzas de nuestros progenitores es de toda
necesidad que Fernán-Caballero nos garantice: que los frailes serán
siempre sabihondos y mesurados, y no cicateros intrigantes, amigos de
darse buena vida y de revolver por solaz la ajena; los padres, siempre
comedidos, incapaces de contrariar la legítima vocación de sus hijos ni
de abusar de su poder por ningún concepto; los nobles, protectores
generosos de la debilidad, no insolentes disipadores de sus caudales. Y
después que todo esto nos garantice, es menester también que nos indique
los medios de volver este pícaro mundo al estado que apetece. Aunque
presumo que sólo se podrá dar cima á la empresa convocando una magna
reunión de los humanos y conviniendo entre nosotros, después de haber
estudiado minuciosamente cada una de las épocas históricas, cuál es la
que debemos preferir. Con esto, y con encargar á París que en vez de
sombreros de copa se fabriquen en adelante bonetes y chambergos y que
apaguen á toda prisa sus endiabladas luces eléctricas, podríamos tal vez
inaugurar de nuevo los tiempos de Mari-Castaña.

¿Pero y el espíritu? ¿Pondríamos también bonete al espíritu?

Las novelas de Fernán-Caballero son de las que un notario, que vive en
el cuarto segundo de mi casa, llama morales. Debo advertir que, según la
estética singular del infrascrito, las novelas no tienen otra división
que en morales ó inmorales. Y ningunas, con mejores títulos, pueden
incluirse en el primero de los grupos que las de nuestro ortodoxo
escritor. La moral entra por mucho, por casi todo, en sus obras; pero es
justo que haga una observación capital sobre este punto. La moral de
Fernán-Caballero no surge en la escena, engrandecida por el dolor y por
el combate, prestando eficaz respuesta y solución al sombrío
interrogatorio de la conciencia, disipando como un soplo de esperanza
las nubes siniestras que se agrupan en la frente del hombre de este
siglo. Es una moral de cortísimo vuelo destinada á colegialas de quince
años y á jóvenes que no hayan pasado en sus estudios de la segunda
enseñanza. No resuelve más cuestiones que las de la obediencia á los
padres, respeto á los mayores, castidad en las obras, palabras y
pensamientos, dulzura con los inferiores y misericordia con los
menesterosos. Es una moral de primera comunión.

Mas aunque así sea, sacan ventaja y no poca sus novelas por más de un
concepto á la multitud de bastardas producciones difundidas por la
sociedad francesa de nuestros días. Ya que por su insignificante
trascendencia no dirijan el pensamiento hacia un ideal de perfección y
grandeza, abstiénense de perturbar los corazones y corromper las
costumbres como aquéllas. Pueden caer sin peligro en las manos de una
virgen. Son libros de misa un poco romancescos. En cierta ocasión
tropecé con un amigo mío, joven de gran inteligencia y muy conocido
entre nosotros por sus ideas radicalmente anticatólicas. Llevaba debajo
del brazo algunos libros que yo con poca discreción tomé en la mano sin
pedirle permiso. Eran dos novelas de Fernán-Caballero, y mi querido ateo
me confesó, con un ligero rubor, que iban destinadas á su prometida.

No tenía por qué ruborizarse mi joven amigo. Á un estado de perfecta
inocencia (entendiendo que es un estado transitorio, imposible de
sostener como definitivo en la vida humana), convienen en un todo estas
novelas escritas con una pluma delicada y sumisa. Predicar la rebelión á
los jóvenes y muy particularmente al sexo femenino, sin justificar
plenamente esta lucha insensata con la sociedad; deslizar entre los
arrebatos de la pasión una multitud de dudas cuyo examen no puede
llevarse á cabo seriamente en los laberintos de una fábula, es, á mi
entender, uno de los caracteres que más afean y hacen peligrosa la
moderna literatura romancesca de Francia.

Sin embargo, no todos en la sociedad van á la escuela y comulgan por
Pascua florida. Los más de los seres han dejado en los abismos del
tiempo sus quince años, y en los de la nada las puras ilusiones que los
acompañan. Hay muchos en los cuales el sentimiento religioso yace
amortiguado bajo el peso de la sensualidad ó del escepticismo. Las
novelas de Fernán-Caballero y su escuela no tienen poder, no tienen
rasgos bastante enérgicos para despertarlo en estos seres. La duda
amarga y deletérea de _Lelia_ no alcanza á disiparla la cándida y
mística sonrisa de Elia. Jorge Sand ha dado vida á un ser misterioso,
siniestro, imaginario, pero grande, porque expresa con notas desoladoras
la crisis de un alma grande. Fernán-Caballero, quizá con el secreto
intento de oponer la obediencia á la rebelión, la certidumbre á la duda,
el sosiego á la exaltación, ha engendrado un ser inmaculado y tierno,
pero que toca en los confines de la vulgaridad.

Elia, criatura frágil é inocente, se rinde á la pesadumbre de una
preocupación social. Lelia alza su noble, pero asombrada frente, antes
de morir y exhala una blasfema imprecación. Elia muere, no ya sin
maldecir, pero sin comprender siquiera la injusticia que la mata. Lelia
rompe violentamente los moldes de la naturaleza femenina, y se lanza con
vuelo impetuoso en las regiones de la protesta y de la rebelión. Elia no
sale de estos moldes, pero sucumbe aceptando como santo uno de los más
torpes errores que ha engendrado el orgullo humano. Lelia se revuelve
con acento inspirado, aunque colérico, contra los egoísmos y sinrazones
de la sociedad. En Lelia hay un derroche de genio. En Elia hay un
derroche de moral.

La trascendencia que nuestro novelista piensa comunicar á sus obras, no
se deriva de su concepción y desenlace, débiles ó insignificantes las
más de las veces, sino más bien de una multitud de ideas esparcidas sin
gran razón y pertinencia por el curso de ellas. Sus personajes más
simpáticos se pronuncian casi siempre por el antiguo régimen, y baten en
brecha por medio de una argumentación poética ó irónica, todo menos
profunda, á los desdichados ó ignorantes que representan la edad
moderna. Así se da el caso en una de sus obras, de que una cocinera
arrolle discutiendo alta filosofía á un sabio doctor enciclopedista.
Cuando no tiene liberales con quien habérselas, Fernán-Caballero la
emprende con los paganos, y se irrita grandemente porque aquellos ciegos
adoradores de Júpiter grababan sobre sus tumbas el _sit tibi terra
levis_[4], en vez del _requiescat in pace_. De los accidentes más nimios
de la vida quiere sacar razones para la apologética católica. Por todas
partes trata de ir á Roma.

Tiene una sensibilidad religiosa que sabe aspirar lo que de poético hay
en la pompa del culto, y en el ritual de las ceremonias eclesiásticas;
una sensibilidad que algún sacristán llamaría _de rúbrica_. Pero es
intransigente en este punto, como el Breviario, y para no incurrir en
sus iras, es necesario conmoverse á misa mayor. ¡Desgraciados aquellos
que son insensibles al incienso y al órgano! Sobre ellos cae sin piedad
todo el negro de su paleta.

Mas aparte de estas intransigencias y exageraciones, no puedo negar que
me complace más ver una pluma femenina al servicio de la religión, que
sirviendo de intérprete á las vacilaciones y combates de nuestro siglo.
El espíritu de la mujer es esencialmente receptivo, conservador, se
amolda fácilmente á toda realidad, aun la más dolorosa, y extrae de
ella los elementos de belleza y armonía que contiene. La mujer no debe
participar de nuestras dudas y sufrimientos, porque se quebraría como se
quebró _Gloria_. Esperemos para introducirla en el mundo agitado de
nuestra conciencia religiosa á que hayamos conseguido arrancar á la duda
su cabellera de sierpes para ofrecérsela, al modo de los antiguos
guerreros de la América, como trofeo de nuestro combate.

La inspiración de Fernán-Caballero es la que más conviene á su sexo; una
inspiración suave y delicada que reposa dulcemente en el seno de la
religión. Es capaz de describirnos con admirables toques la psicología
simplicísima que se encierra en el pecho de una virgen, pero su pincel
diminuto no tiene fuerza para trasladar los surcos terribles que abre la
pasión en el corazón del hombre. Se advierte en este pincel la falta de
firmeza y costumbre que caracteriza al artista femenino, mas en su lugar
se observa la ternura y sagacidad que también le caracterizan. Se
presenta como paladín de la fe católica, de la política monárquica y de
las costumbres añejas, pero siempre expresando amor apasionado á la
causa que defiende, no con esos refinamientos y artificios hipócritas
que hoy despliegan los que se cobijan bajo la bandera de la tradición.
Con su amor y su entusiasmo quiere infundir el alma en el cadáver del
pasado, como uno de esos soplos de aire tibio que en medio del invierno
vienen resueltos á dar vida á la naturaleza muerta.

La traza y disposición de sus novelas no pueden ser más sencillas. La
sencillez es una hija predilecta de la realidad, aunque la realidad por
sí misma no sea el arte. Para que el arte aparezca, es necesario que en
la realidad penetre la idea, porque lo real sin idea no es más que lo
trivial. Y lo trivial es precisamente el escollo en que tropieza con
frecuencia el esquife de Fernán-Caballero. Sus caracteres no dejan de
tener realidad, pero son casi siempre adocenados y vulgares: no han
recibido el soplo del arte que los trasfigura sin arrancarles su
realidad. Téngase presente, además, que se esfuerza con censurable
empeño en derramar sobre el personaje que encarna las ideas que aborrece
todo el veneno de su pluma, privándole, no sólo de las virtudes más
corrientes, sino hasta de una regular educación. Formar caracteres de
una sola pieza no indica más que ausencia de recursos para obrar con los
que están formados de varias, redunda en grave menoscabo de la verdad y
disminuye en no poco el interés de la novela.

Las situaciones que describe tienen verdad y sentimiento, pero vuelvo á
repetir que esto no basta. El fin de la novela no es conmover el corazón
y hacer derramar lágrimas, sino despertar la emoción estética, la
admiración que produce lo bello. Nunca se hiere en vano la fibra del
sentimiento; nunca se representan cuadros lastimosos de las desdichas
humanas, ya sean estos cuadros en alto grado dignos de lástima, desde el
punto de vista del Arte, sin afectar nuestra sensibilidad. Además, hay
lágrimas que se derraman por el buen parecer, porque _no digan_, sobre
todo viendo dramas. En la representación de uno titulado..... (suprimiré
el título), al morirse el protagonista de una enfermedad no muy bien
diagnosticada, en lo más patético de su discurso, hube de sufrir un tal
ataque de risa, que desperté en torno mío fuertes murmullos de
desaprobación y aun de amenaza. Los padres fruncieron el entrecejo en
manifiesta señal de desagrado; las madres lanzáronme miradas cargadas de
rencor y de odio; las niñas posaban sobre mí sus ojos velados por las
lágrimas con mezcla de indignación y de asombro. Nunca se viera corazón
más empedernido. Y sin embargo, yo presumo de tenerlo blando en demasía.
Cuando niño he salvado muchos gorriones de las manos de mis
condiscípulos. Lo que hay es que soy un poco romano, y cuando un hombre
muere en escena y no en una alcoba de su casa, exijo, como á los
gladiadores, que muera con gracia.

El estilo de nuestro autor es sencillo y poético. Su lenguaje, aunque
padece notables incorrecciones, es, por lo general, franco y animado, en
ocasiones lleno de color y armonía, reflejando la vívida luz, los
argentados celajes de la Bética, repercutiendo los mil rumores de sus
bulliciosas ciudades, devolviéndonos todo el perfume de su embalsamado
ambiente.

¡Triste cosa, por cierto, que un escritor que tan bien siente la
naturaleza, la combata con tal encarnizamiento!

[Illustration]



D. PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN


[Illustration: C]OMO soy un sí es no es escrupuloso, me asaltan ciertos
temores de no ajustar mi crítica á la «constante y perpetua voluntad de
dar á cada uno su derecho». Todo el mundo sabe que el Sr. Alarcón se ha
cortado la coleta, para dedicarse á reaccionario. Y yo, que en punto á
reaccionarios me atengo á Perier y al Padre Sánchez, y no deseo conocer
ni tropezar con otros, me veo ahora en un aprieto al dar con mi pluma
sobre otro de la misma camada.

Cualquiera creerá, si digo algo malo del Sr. Alarcón, que me impulsa á
ello la pasión política. Pongo por caso: figúrense ustedes que afirmo
que Alarcón es elocuentísimo cuando describe los _arremangados brazos_ y
la _soberana pierna_ de la señá Frasquita, y torpe y descolorido al
pintar la faz pálida y enjuta del Padre Manrique. ¡Qué apasionado! ¡qué
injusto! Y con este anatema sobre la cabeza no hay medio de que un
hombre de bien emita su juicio sobre otro hombre de bien y de orden.

Y no obstante, yo estoy firmemente convencido, no sólo de las anteriores
afirmaciones, sino de que el Sr. Alarcón, en el santuario de su
conciencia, sigue más aficionado á los brazos y á las piernas de la señá
Frasquita que á la carne de momia del Padre Manrique.

¿Pero qué tiene que ver esto con la política?

¡Ay! cuando llegue á Pérez Escrich, verán ustedes cómo no le pregunto si
es cantonal ó retrógrado.

Fué en un viaje cuando trabé conocimiento con el Sr. Alarcón. Iba desde
Palencia á Valladolid. Por cierto que en este trayecto el paisaje y la
tarifa de ferrocarriles son á cual más despiadados. No concibo cómo
nuestros Alfonsos y Fernandos hicieron verter tanta sangre por adquirir
algunos palmos de esta tierra, mejor dicho de este polvo.

Así, que huyendo aquella vista aflictiva cerré los ojos y me dispuse á
dormir. En el espacio de media hora tres veces cogí el sueño y tres
veces me lo arrebató de entre las cejas la presencia de un empleado, que
sacudiéndome con delicadeza, eso sí, me demandó el billete para hacerle
unos agujeros cabalísticos. ¿Se quiere usted quedar con él? dije yo al
fin esperando salvar mi cuarto sueño. No, señor. Pues entonces déme
usted cualquier libro, ó haga por que descarrile el tren á ver si logro
no aburrirme tanto. El empleado de la empresa sonrió con benevolencia y
sacó de la faltriquera dos ó tres librillos muy sobados que decían sobre
el forro: «Biblioteca de viaje». Le di las gracias. Contenían varias
novelas de Alarcón, _¿Por qué era rubia? Coro de Ángeles, El final de
Norma_ y algunas otras.

Las devoré como pan bendito, y el autor que las confeccionara se
introdujo por derecho propio en mi estimación. Son animadas, picarescas,
llenas de color y donaire. En verdad que al recordarlas deploro
amargamente la austeridad que sombrea su última producción romancesca.
Se conoce que el Padre Manrique le tiene aterrado con sus lucubraciones
de ultratumba.

Me agradaron y contribuyeron en casi todo á hacerme soportable el mundo
gris que se percibía por las ventanillas del carruaje. En efecto, son
frescas, risueñas, campechanas. Bien se echa de ver que no han pasado
todavía por la sacristía. Son pequeñitas, vivarachas, bien torneadas
como las niñas de Guadix, y sobre todo ¡tan poco mojigatas! ¡Oh, Dios!
¡cómo me gustan á mí las niñas de Guadix! Pero no confundamos lo
abstracto con lo concreto. Debo afirmar que sus formas son inmejorables
(las de las novelas, no las de las niñas), que están escritas con
lenguaje castizo y flúido y salpimentadas feliz y largamente.

Paso por alto un tomo de poesías, que bien mereciera pasarse por bajo, y
hago merced también del _Diario de un testigo de la guerra de África_,
de las _Cosas que fueron_ y de alguna otra producción literaria del
autor, para convertir mi atención y mi crítica al _Sombrero de tres
picos_.

Si yo le dijese al Sr. Alarcón que el _Sombrero de tres picos_ es lo
mejor que ha hecho en su vida, tal vez mostrase mal talante y se doliese
de que tomara por obra maestra lo que sólo aparece como fruto del
esparcimiento y no de la meditación. Sin embargo, cuando los ocios del
ingenio dan por resultado obras como la ya mencionada y la actividad
exquisita del espíritu engendra producciones como _El escándalo_, yo, á
despecho del Padre Astete, me declaro campeón de la pereza y lucho en
campo abierto contra la diligencia.

Y es que en las obras de arte juega la espontaneidad un gran papel, y
entiendo que es más cordura en un autor consultar primero al poder que á
los deseos. El que ejecuta aquello para lo que sirve ó se siente
llamado, es mil veces superior al mayor ingenio si éste, desconociendo
su vocación, se empeña en tareas imposibles y absurdas. Mas no
anticipemos los comentarios.

La historia verdadera ó fingida que se narra en el _Sombrero de tres
picos_ era conocida de todos los españoles. Yo había recibido la
patriótica tradición de los labios autorizados de un sujeto que en otro
tiempo había tenido la debilidad de dar de puñaladas á su legítima
esposa. El hado adverso, en figura de Código penal, quiso que fuera á
pasar una temporada á Ceuta ó al Peñón de la Gomera, no estoy bien
seguro dónde, y de allí nos trajo la historieta cuya relación solía
acompañar con juegos malabares, algunos saltos y no pocas muecas.

Líbreme Dios de hacer ningún cargo al Sr. Alarcón por haber tomado como
fundamento de su novela el antiguo cuento andaluz. Los asuntos son del
que mejor los trata, y es necesario convenir en que este asunto lo ha
tratado mucho mejor Alarcón que Palicio (así se llamaba el sujeto).

En esta novela el autor nos hace la señalada merced de no meterse en
filosofías. Dos cosas son las que no he podido digerir en mi vida: los
langostinos y la filosofía de Alarcón. Sí, es preciso hacer constar que
las arenas de la filosofía no han enturbiado todavía su inmaculada
ignorancia. En esta obra todo es propiedad del Sr. Alarcón. No así en
otra más reciente hecha en colaboración en _El Siglo Futuro_. Créame el
Sr. Alarcón; más vale beber el agua en el hueco de la propia mano que
por un vaso sucio. _El sombrero de tres picos_ está escrito con una
pluma retozona. Yo le perdono de buen grado su travesura. ¿Pues para qué
nos ha dado Dios la pluma? En primer lugar, para decir pestes del
Gobierno, después para manifestar lo que exista dentro de nuestro
espíritu. Soy bien pensado y no creo que en la mente del Sr. Alarcón
haya ningún _escándalo_ y sí muchos _sombreros de tres picos_.

Acerquémonos á los personajes de esta novela. A ninguno de mis lectores
le pesará de que le acerque á la señá Frasquita la molinera. Es todo
una buena moza, según nos asevera el autor. Pero cuidado con ella, que
es arisca cuanto hermosa. Me río yo del ascetismo de la pluma que la
trazó. El tío Lucas, de profesión molinero y por ende consorte de la
escultural molinera, es un hombre, aparte de la joroba, muy recto, muy
firme y muy honrado. La señá Frasquita y él se llevan á las mil
maravillas. Mas hete aquí que estos esposos felices tenían costumbre de
recibir por las tardes en su molino á una porción de conservadores. Uno
de ellos, el corregidor de la ciudad, se enamora de la señá Frasquita;
¡vaya una gracia! Lo que sí tiene gracia y mucha es la escena en que el
corregidor declara su amor á la molinera, mientras el tío Lucas,
cómplice de su mujer en esta broma, la presencia encaramado en una
parra. El jiboso y baboso corregidor prepara, con la ayuda de su
alguacil _Garduña_, una emboscada á la virtud selvática de la señá
Frasquita. Aleja al tío Lucas del molino cierta noche, prevaliéndose de
su autoridad. Esto es muy feo, como ustedes comprenderán. Pero aún más
feo es el papel que el lúbrico gobernador se vió precisado á representar
ante la inexpugnable molinera. Chorreando y tiritando de frío por
haberse caído en la acequia al emprender el asalto del molino, se
presenta el valetudinario galán á la señá Frasquita, que lo recibe con
un trabuco á la cara. El bizarro corregidor se desmaya, no sabemos si de
frío, ó de susto, ó de rabia. La señá Frasquita lo abandona y corre en
busca de su esposo, que debe hallarse aprisionado en el lugar
inmediato. Mas el tío Lucas, que le había dado mucho en que pensar la
extraña detención que sufría, consiguió fugarse y vuelve presuroso á su
molino con la duda y la ansiedad en el corazón. En el camino se cruzan
los dos esposos montados en sendas burras, pero no se reconocen. El tío
Lucas entra en su casa y ve sobre unas sillas las ropas del corregidor
tendidas á secar. Empuña el trabuco que pocos momentos antes había
servido para defender su honra, y sube la escalera que conduce á su
cuarto. Por el agujero de la llave contempla el infeliz esposo la
grotesca figura del corregidor sobre su lecho conyugal. No ve más, pero
da por cierto que su esposa también se encuentra allí y se apercibe á la
venganza. La muerte de los culpables, sin embargo, le parece poco. Mejor
es el sarcasmo, la befa, para castigar tal ofensa. El demonio de la
venganza le sugiere una muy original. El tío Lucas tiene un parecido
notable con el corregidor. Se viste aceleradamente con las ropas de
éste, y balanceándose como él se encamina hacia la ciudad murmurando con
expresión satánica:

¡También la corregidora es guapa!

Este capítulo está admirablemente escrito. Lo digo á boca llena.

En tanto que el tío Lucas se dirige á la ciudad en alas de su venganza,
la señá Frasquita, después de poner en pie á la autoridad municipal del
pueblo donde su esposo debía encontrarse prisionero, y visto que se
había fugado, vuelve con el alcalde á toda prisa hacia el molino
sospechando que el tío Lucas estaría ya en él haciendo lo que su corazón
resentido le dictara. Se encuentran al corregidor disfrazado por
necesidad de molinero, lo cual da lugar á una escena cómica de buen
efecto, y una vez enterados todos de la resolución, puesta ya en vías de
hecho, del tío Lucas, marchan á la ciudad á fin de resolver aquel
conflicto.

Llegan á deshora á las puertas del corregimiento. Al corregidor vestido
de tío Lucas le cuesta muchos sustos y algunos palos el penetrar en su
casa. Una vez dentro, se presenta su esposa y después el tío Lucas y
tiene lugar una escena en que todo se arregla, todo se conjura, no sin
dar motivo antes á muchos y muy graciosos episodios y á algunas frases
felicísimas del narrador.

En este incidente romancesco, fruto genuino de la tierra donde se
escribió, resulta demostrado que Alarcón es un escritor nacional,
ingenioso, castizo y picante.

¡Líbrenos Dios de que se le antoje ser profundo!

Veamos _El escándalo_. Antes de empezar su examen, signémonos en la
frente, en la boca y en los pechos y digamos: _Yo pecador me
confieso..._ El asunto es una confesión, no la _confession d'un enfant
du siècle_, sino la _d'un enfant gatté_. Dura cuatrocientas treinta y
tres páginas en cuarto. Padre Alarcón, yo pecador os confieso que me
habéis levantado un gran dolor de cabeza y me habéis dejado los pies muy
fríos. Tengo además la franqueza de anunciaros que no he comprendido
gran cosa de vuestro pensamiento filosófico. Pésame, señor, de no
haberos entendido y prometo enmendarme así que escribáis más claro.

Fabián Conde, joven, rico, disipado y no muy largo de alcances, tiene un
grave caso de conciencia que solventar. Marcha á proponérselo á un
jesuíta nombrado el Padre Manrique, que habita de paso en esta corte.
Debo advertir, para mayor edificación de mis lectores, que el joven
Fabián no va á confesarse como un penitente vulgar, sino guiando por sí
mismo elegante _charrette_. Una vez en la celda del Padre Manrique,
Fabián cuenta á su merced punto por punto toda su vida y milagros, la de
su papá, la de su novia y la de todos sus amigos. Compadezco de todas
veras á su paternidad; y para no verme en el caso de compadecer también
á mis lectores, me abstendré de reproducirla. Es forzoso, no obstante,
que sepan que Fabián, entregado desde su niñez á los placeres del mundo
y á los desenfrenos del vicio, manteniendo relaciones adúlteras y
enamorado de una niña inocente, era todo un filósofo, un filósofo
escandaloso. Vase á confesar y principia por declarar á su confesor á
boca de jarro que no cree en Dios. El confesor, es natural, no le hace
caso, y en vez de convencerle de que sí lo hay, le endilga un manojo de
preguntas de mucho efecto.

Pero no entremos en teologías. La trama de _El escándalo_ es una madeja
enredada, inverosímil é interesante. Debemos reconocer á este libro el
mérito de mantenerse firme en las manos del lector hasta que se
termina.

Hoy que son tantos los que se doblan tristes y mustios buscando el santo
suelo, mientras se alza de sus virginales párrafos espeso vapor que
entorna la cabeza y cierra los ojos del que se aventura á leerlos, es
grato encontrar uno tan erguido, tan vivo y tan nervioso.

Los caracteres... ¿pero dónde están los caracteres? Figuras toscamente
talladas, arlequines cubiertos de oropel, adefesios literarios, eso son
los personajes de _El escándalo_. Causa verdadero asombro el que Alarcón
haya podido dar interés á su novela con semejante personal.

Fabián Conde es un mancebo de todo punto insignificante, dibujado con
agua fresca para que no se le perciba. En cambio, Diego está pintado con
el rojo más subido de la paleta. El Padre Manrique es un sabio, porque
así lo dice el autor; cualquiera creería otra cosa. Lázaro es la
encarnación más viva de la inopia de Alarcón, de su total ineptitud para
trazar un carácter moral, verdadero y humano. Gabriela y Gregoria son
las figuras más correctas, pero no escapan tampoco á la exageración que
inunda toda la obra.

Queremos terminar estos apuntes, dirigiendo una súplica al Sr. Alarcón.
Suplicámosle de todas veras, con la conciencia limpia de toda prevención
malsana, y por su propio interés más que por otro alguno, que torne, y
torne cuanto antes, á su _antigua manera_ de componer novelas frescas,
animadas, risueñas, sin caracteres y sin filosofía.

Esa filosofía es una calumnia que el Sr. Alarcón se ha levantado á sí
mismo. Yo debo protegerle contra su propia injusticia y pregonar muy
alto, _urbi et orbi_, que en punto á filosofía el Sr. Alarcón se halla
_tanquam tabula rasa_, y que si un día se ha atrevido á escribir una
novela trascendental, fué que el diablo le tentó, y que se le perdone
por esta vez, que no lo volverá á hacer.

[Illustration]

[Illustration]



D. JUAN VALERA


I

[Illustration: A]TRÁS, sueños regalados de la edad romántica, visiones
placenteras ó terribles de fantasías enfermas, mundo fulgurante de
bellezas inmarcesibles, de heroínas impalpables, de caballeros
indómitos! Huíd por siempre, forjadores calenturientos de aventuras. Ya
no queremos penetrar por puentes levadizos en castillos encantados, ni
tañer la cítara al pie de ninguna reja, ni darnos de estocadas en ningún
callejón hediondo, ni comerciar con astrólogos fingidos, con rodrigones
ásperos ó con ascetas idiotas. Marchad á sepultaros en vuestras
profundas cavernas, enanos y gigantes, gnomos, grifos y vestiglos.

Los rayos de luna nos hastían, las ventanas ojivales nos apestan y ya
por nada en el mundo asistiríamos otra vez á una caza de jabalí con el
señor feudal.

Necesitamos un género romancesco más positivo y más serio. ¿No veis qué
positivos son nuestros paletós? ¿Qué grave y metafísico nuestro sombrero
de copa? Lo que hemos perdido en garbo, lo ganamos en discreción y en
mesura.

El novelista que hoy nos quiera deleitar, ha de ser observador, sagaz é
inteligente, ha de pintarnos la vida real con acierto y con verdad, nos
ha de presentar en relieve caracteres y tipos morales, ha de ser
novelista y psicólogo, y además un poco metafísico.

La metafísica es nuestra pasión más decidida. Troya se perdió por
Helena; Cánovas por la Constitución interna; nosotros nos perderemos por
la metafísica. Cuando digo nosotros, quiero decir el Sr. Valera[5].

La novela ha sido hasta ahora en España, dejando á salvo los eternos
modelos clásicos, una joven bastante ligera de cascos, muy predispuesta
á marcharse con el primer forastero que sonase en los pies lucientes
espuelas, que arrebujase su rostro con blanco y flotante albornoz, que
hiciese temblar al compás de sus pasos airosa pluma en el sombrero.
Galdós ha hecho de ella una mujer discreta y hermosa. Valera la ha
convertido en profesor de la Institución Libre de Enseñanza.

No diré yo que no me gusten las obras de Valera. Me encantan
sobremanera. Pero siento que ese barniz metafísico que sobre ellas
extiende las haga impenetrables para la mayoría de los lectores.

Todo es asunto de dosis en este mundo. La metafísica en las obras de
arte es preciso administrarla con mucho cuidado. Debe ser acción más que
discurso y fruto de la intuición más que del estudio.

El procedimiento artístico que Valera emplea en sus novelas es el mismo
que han adoptado todos los novelistas psicólogos. Poner frente á frente
la vida ideal y la real, para que de este contraste resulte una
enseñanza, una elegía ó una sátira. En las obras de Valera resulta
siempre una sátira. Mas el pensador hace enmudecer hartas veces al
artista. Se observa esto en el vagar con que escruta y describe los
misteriosos senderos del alma, lo mismo que en la ligereza con que roza
los trillados caminos de la vida real.

La sátira que resulta de sus novelas, principalmente de _Las ilusiones
del Doctor Faustino_, es el castigo del idealismo, pero aun este castigo
resulta ideal. No parece sino que el autor, en fuerza de estudiar el
espíritu de la víctima en quien va á consumarse el escarmiento, se
enamora de ella. Así que, cuando el castigo se presenta, el lector se
niega á admitirlo como tal, y lo considera como una desgracia fortuita é
inmerecida. A las novelas de Valera, como no son dramáticas no se las
debe pedir un interés vivo, un enredo complicado, ni tampoco esa
brevedad y rapidez que caracterizan al drama. Tal vez por no tener bien
presente esto se han dirigido á Valera reproches inmerecidos que
debieran compartir con él, por hallarse en caso semejante, Cervantes,
Goethe y Juan Pablo. ¿Qué enredo tienen el _Quijote_, el _Wílhelm
Meister_ y el _Maestro de escuela Wutz_? Sólo un enredo moral. El azar
apenas juega papel en estas producciones reflexivas.

No tiene fundamento, pues, á mi entender, la censura de pobreza en la
acción que se dirige á las obras de Valera. Su acción es más interior
que exterior, y camina en esa lentitud propia de un género tan cercano á
la epopeya.

Mas si no demandamos á estas obras lo que siendo fieles á su índole no
pueden otorgarnos, sí podemos exigirles ciertas cualidades que les son
propias. El carácter, que expresa el elemento espiritual, tan
preponderante en las obras que examinamos, no será jamás una entidad
abstracta, debe formar en las filas de la humanidad como individuo, por
más que la exprese toda por la grandeza del pensamiento ó la energía de
la voluntad. La descripción ha de ser viva, fiel y acalorada. La
digresión filosófica, lo mismo que la episódica, que son obligado
acompañamiento de este género de novelas, deben ser oportunas y poco
disertas. Sobre todo téngase presente que si el lector las admite y las
goza al principio y al medio de la obra, cuando ésta toca á su fin, le
turban sobremanera. Conviene también que el desenlace no sea, por ningún
concepto, obra del azar, sino efecto y resultado del pensamiento
generador de la obra, manifestándose por un rasgo peculiar del carácter
principal ó por otro medio cualquiera.

Ahora bien, estas cualidades que Cervantes llevó al más alto grado de
perfección, creo verlas otra vez en _Pepita Jiménez_, la obra más
primorosa del señor Valera.

Las novelas de Valera son fruto de la inspiración, pero van
poderosamente auxiliadas, como las de Goethe, por el estudio. Hay
quien supone que el estudio perturba la inspiración. Yo no creo que la
cultura del espíritu entorpezca poco ni mucho los vuelos de la fantasía.
Cuando la inspiración es robusta, lleva con facilidad sobre sí el fardo
de la ciencia, y de inspiraciones que no sean robustas ¡líbranos, Señor!

Figurémonos á un poeta encajonado en su inspiración y aprestándose á
emprender su vuelo por las regiones del arte. ¿Qué podréis añadir á su
equipaje que no le estorbe? Añadidle unos agujeritos al cajón por donde
pueda ver más claramente los parajes que va á recorrer. ¿No es verdad
que no le pesarán cosa? El hombre de ciencia, como el Sr. Valera, puede
pintar más, porque ha visto más. Entiendo yo (como diría un orador del
Ateneo) que para hacerse cargo de lo que es la oscuridad, basta cerrar
los ojos. Pero ¿quién puede comprender la luz sin haberla visto?

Si hemos de penetrar ahora en el fondo de sus novelas, no dejaré de
gritar antes que está muy turbio. De este modo el lector, si yo no pongo
en claro el asunto, ¡es claro! echará la culpa al autor.

Pues como iba diciendo, el Sr. Valera es un conservador que hace novelas
de oposición. Una vez he leído en Aristóteles que al hombre se le puede
conocer por sus dioses. ¿Por qué no hemos de conocer al novelista por
sus héroes? Los héroes del Sr. Valera tienen mucho talento, son
espirituales, discretos, hablan correctamente; en fin, no son
conservadores. _No tienen de ellos más, si bien se mira_, que la afición
á la holgura y al regalo.

Porque, eso sí, los héroes del Sr. Valera discurren mucho y bien, pero
siempre sobre el modo de pasarlo mejor en este pícaro mundo. Confieso
que el hombre, lo mismo que el reaccionario, tiende por su misma
naturaleza á no separar los ojos de la tierra, pero es conveniente que
en las obras de arte se les muestre alguna vez el cielo. En las obras
del señor Valera no hay cielo. Debo establecerlo así, aunque comprometa
la dicha que le espera como ferviente constitucional. Pero esto no
infiere detrimento alguno á su condición de novelista. Si el hombre es
libre, como manda la Santa madre Iglesia, puede pensar lo que mejor le
parezca. Lo único que rogaría á todo hombre es que, si le fuera posible,
pensara con la profundidad y con la gracia que el señor Valera. ¡Pero
quién va á rogar esto á Pérez Escrich!

Valera concede á la vida un valor absoluto, pero á esta vida terrenal,
porque respecto á la otra parece que ya sabe á qué atenerse. Un
novelista que ama la vida tiene mucho adelantado para hacerse simpático.
Esa literatura de catafalco cultivada por la literatura romántica nos
hace soñar con los difuntos.

Presentadnos la vida apetitosa ¡oh novelistas!, puesto que no tenemos
más en que escoger.

¡Cómo sonríen los cuadros de Valera, haciéndonos guiños, invitándonos á
gozar de lo que hoy se llama actual momento histórico! ¿No veis qué
dichoso ha sido D. Luis de Vargas por haber dado en el clavo, y cuán
infeliz el alcaide perpetuo de la fortaleza de Villabermeja por machacar
tanto en la herradura? Acertar ó no acertar: he aquí la cuestión. Se me
figura que estoy plagiando á Shakspeare. Á pesar de eso no teman ustedes
que le injurie.

Dicho sea entre nosotros, Valera no pinta virtudes, sino pecados; pero
son pecados veniales, de esos que bien sería confesar, aunque no es
necesario, y por los cuales aún vive Campoamor. Escriba usted, Sr.
Valera, que el mundo lee. Esos pecados, que si fuera zagala llamaría de
los hombres, no han perdido nada de su atractivo con el descubrimiento
del vapor y del telégrafo. Aún hay encuentros en el amor y besos en el
bosque, ó al revés si ustedes quieren. Esta generación no es tan
desgraciada como suponen mis amigos los ultramontanos. Le falta fe, pero
todavía hay algún día de fiesta. Todavía se gozan por el mundo fáciles
digestiones, rayos de luna y novelas de Valera. Vean ustedes, yo me
dedico al periodismo, voy sorteando lo mejor que puedo á las patronas, y
no lo paso del todo mal. Pero me alejo del Sr. Valera, por contarles á
ustedes lo que no les importa.

El molde de sus obras es antiguo. Es el mismo que usaran Cervantes,
Quevedo y Diego Hurtado de Mendoza; esa prosa llena de efectos, de
colores, de imágenes, de reflejos que deslumbran.

Confesando que tal estilo es buscado y que palpita bajo sus laberintos
el esfuerzo, para mí es el lenguaje del artista. Con este lenguaje los
objetos no se expresan en su desnuda realidad, sino que por sí tienen
una vida propia, superior, sin ser opuesta, á la que anteriormente
poseían. Cierto que alguna vez el refinamiento de la frase llega á tal
punto que nos muestra el objeto indeciso y tembloroso, como si el humo
azulado del cigarro se esparciera sobre él; pero aun así, prefiero los
excesos del color á la anemia del estilo.

El contenido es moderno. Está constituído por un fondo contradictorio de
filosofía, aspiraciones tradicionales, escepticismo, frivolidad, ironía
y profundidad, caracteres los más extraños y más difíciles de explicar.
Es un ateneo racionalista que discute la existencia del Ser Supremo en
la resonante nave de una catedral gótica.

El Sr. Valera mantiene enhiesto hoy el estandarte de la fantasía
satírica, que con tanto brío empuñaron en nuestra patria Cervantes,
Quevedo, Mateo Alemán y Larra. Esta fantasía no es otra cosa que el
capricho de un espíritu grande, erigido en fuente de inspiración.
Consiste en la sucesión variada y dramática de los cuadros, en el
contraste de las combinaciones de todos los elementos reales, en una
libertad celosa y prevenida contra toda regla, en una mezcla de
sagacidad y gracia, de frivolidad y fuerza, de crueldad y delicadeza.

Mas á esta arpa vibrante y sonorosa, henchida de profundas notas, le
falta, como á la de Quevedo, una cuerda más dulce y armoniosa que
ninguna, la cual acompaña el cántico de sus hermanas con triste y
melancólica voz: la cuerda del sentimiento. Valera carece de
sentimiento, carece de emoción. Detrás de su risa, quizá se esconda un
pensamiento noble, un juicio recto y sereno, nunca se encontrarán
lágrimas.

No se vislumbra un rayo de fe, de esa fe que engendra el heroísmo, el
amor eterno y el desapego de la vida. Sólo se ve una concepción clara y
positiva de la existencia, un buen sentido inalterable, una realidad
perfecta.

No hallaréis en las obras de Valera expresada la idea de la
trascendencia y de lo absoluto. Todo es relativo, todo es fenomenal,
todo es mundano en sus concepciones. Con cierto menosprecio
aristocrático detesta la vida humilde y popular, la virtud media, las
alegrías y las tristezas de las gentes sencillas. Le cautivan en cambio
los trabajos vivos y apasionados que se realizan en los espíritus más
altos, le preocupan sus vacilaciones, sus luchas y sus desgracias.

Aquí ya encuentro un poco exclusivo al Sr. Valera. No le aconsejaré que
como Zola vaya de taberna en taberna recogiendo malas palabras y peores
acciones; que no son dignos en verdad esos lugares de que un tan
cumplido caballero los visite. Pero sí me atreveré á indicarle que
Goethe, padre natural y legítimo del género que con tan buena fortuna
ha introducido en nuestra patria, ha derramado siempre los tesoros de su
fantasía en las moradas más humildes y en los corazones más sencillos.
No se olvide el ilustre novelista de ponernos en contacto con seres
semejantes á nosotros. Cuanto más semejantes, más nos inflamarán sus
alegrías, más nos enternecerán sus desdichas. Alambicando los
caracteres, como alguna vez lo hace, y separándolos demasiado del común
de las gentes, empezamos á mirarlos con recelo, sospechamos que no
piensan tales cosas como el autor dice, y llegamos á creer que quieren
darse tono. Esa incesante meditación fatiga y seca el alma. Yo creo que
hay algo en este mundo que se debe derramar de cuando en cuando. Sr.
Valera, ¿por qué no nos hace usted derramar alguna lágrima? ¿Por qué
alumbrará usted tanto y calentará tan poco?

Mire usted, Sr. Valera, yo he tenido una novia, aunque me esté mal el
decirlo, y me pidió una novela, y yo le di una de las que usted
escribió, y á los pocos días me la volvió diciéndome que no le había
gustado, lo cual me causó mucho disgusto, porque me di á pensar que el
dueño de mi corazón era tonto. Después reflexioné más, y me convencí de
que el tonto era yo, es decir, usted, que no había sabido darle gusto.
Porque á usted, á quien todo se le alcanza, no debió escapársele que mi
novia iba á leer sus novelas. Y entonces, ¿por qué no las ha escrito de
suerte que le gustasen, vamos á ver, por qué?

No todos me comprenderán, pero usted, que tiene tantísimo talento,
sabrá perfectamente que hay un problema estético detrás de esa pregunta.

Mas si no logra dar solución á este pavoroso problema (como diría un
orador del Ateneo), si no triunfa de las mujeres, en cambio, á todos los
que ceñimos nuestras sienes con el laurel de un título académico, bien
sea el de abogado, farmacéutico, perito agrimensor, etc., etc., nos
tiene materialmente hechizados. Todos, todos convenimos en que Valera es
un novelista profundo, intencionado, ameno y sabroso cual ningún otro en
nuestra patria. Un ingeniero agrónomo que ha viajado mucho, asegura que
no lo hay tampoco mejor en Europa y en América. Cuando hablamos de su
lenguaje, los abogados, ingenieros y farmacéuticos, no encontramos
calificativos bastante lisonjeros. El lenguaje no es, como se dice,
patrimonio del hombre: es patrimonio de Valera. Yo tornaría á describir
nuevamente este lenguaje clásico y romántico á la vez, si tuviera
seguridad de encontrar quien me oyese. Porque lo que es en este momento,
francamente, no se me ocurre más sobre el Sr. Valera.


II

La religión, cosa muy santa y muy digna de que los hombres la tomen por
lo grave, puede ser trasformada, merced á ilusiones fantásticas y
quiméricas imaginaciones propias de la edad juvenil, en un verdadero
libro de caballerías. Así como en la edad madura el hombre se aplica á
convertir en sustancia cuanto se halla dentro del radio de su horizonte
moral y sensible, solidificando, por decirlo así, el ambiente que le
rodea, del mismo modo el joven cifra su empeño en convertir en flúido
imponderable, en humo, en nada, cuanta sustancia miran sus ojos y tocan
sus manos.

El mundo gaseoso que todos hemos habitado por mayor ó menor lapso de
tiempo, está impregnado de una pasión omnipotente, pero oscura y arcana
aun para el mismo que padece sus efectos. La naturaleza, la religión, el
arte no nos hablan más que un lenguaje indefinible y dulce. El alma no
toca á la alegría y la tristeza, sino que alternativamente se anega y se
revuelve en ellas con extraña violencia. Un vapor sutil é interno sube
del corazón al rostro movido por una palabra, por un soplo, y lo
enrojece. El sacrificio nos causa dulzuras inexplicables, la soledad nos
arrastra con poder irresistible, la meditación es sueño, el sueño es
alucinación.

Todo es furtivo y vago en esta edad, pero ardoroso y excéntrico. Los
sentimientos dentro de nuestro ser se dilatan y amenazan romper su
molde. El fuego de nuestra alma va haciendo presa en ellos y
devorándolos todos hasta que llega á uno ante el cual se detiene. ¿Qué
sentimiento es éste cuyo poder reconoce nuestro espíritu al cabo, y al
cual ofrece en holocausto todos sus pretéritos sueños y fantasías?

Esperad un poco; Valera nos lo va á decir.

Era D. Luis de Vargas un joven de veintidós años de edad, «muy salado,
con mucho ángel y con unos ojos muy pícaros», aunque seminarista.
Confieso que éste _aunque_ que acabo de estampar tiene cierto sabor
herético. Estoy admirado de lo fácilmente que se cae en la herejía
cuando no está uno prevenido.

A los veintidós años, como ya tuve el honor de indicar, se tiene siempre
algún romanticismo en la cabeza. Este _siempre_ me parece ahora algo
benévolo, pero lo dejo porque no me gusta andar en distinciones. El
romanticismo de D. Luis era el _amor divino_, con su cortejo de
trasportes místicos, escrúpulos, desprecio de los bienes terrenales,
conversión de infieles, etc., etc.

Era un niño muy teólogo que rezaba y pensaba mucho y que lloraba en el
silencio de la noche al oir los acordes de la guitarra rasgueada por un
campesino enamorado.

D. Luis, que había ido por algunos días á su pueblo antes de recibir las
órdenes mayores, á las cuales se avecinaba, escribía luengas cartas á su
tío el deán de la catedral de..... En tales cartas desahogaba el
tonsurado mancebo con gran discreción los profundos y sutiles afectos
que bullían en su alma. Levanta suavemente á vista del lector la cortina
á un mundo de pensamientos vagos y aéreos, á una serie de cavilaciones
laberínticas y exageradas que muestran bien en claro el estado de
confusión de su espíritu. Sin embargo, una frase tenue, casi
imperceptible se añade pronto á esta sinfonía ascética que D. Luis hace
sonar en sus epístolas; el nombre de una mujer. Esta frase se oye más
clara y más distinta en cada nueva carta; va _crescendo, crescendo_,
hasta que se convierte en tema principal. ¡Qué arte tan admirable
despliega aquí Valera! No es posible mayor delicadeza ni un conocimiento
más perfecto del corazón humano.

El deán advierte la nueva fase que presenta la mística de su sobrino, y
le aconseja que se aparte del peligro si no quiere caer en él, ó lo que
es igual, que pierda de vista cuanto más antes á Pepita Jiménez. Son de
leer entonces los intrincados razonamientos y agudezas del mancebo para
convencer á su tío y convencerse á sí propio de que la corriente de sus
ideas marcha siempre por el cauce del amor divino. Aunque no fuese más
que para aguzar el ingenio, convendría que todos estudiásemos un poco de
teología. Mas ¡ay! que la teología, _fuerte contra Dios_, como Israel,
es débil contra una viuda de veinte años. Toda la teología de D. Luis de
Vargas viene al suelo reducida á cenizas, como una momia que se sacude,
al estrechar la mano de Pepita Jiménez. El sobrino de su tío siente
discurrir por sus venas una idea dulce y heterodoxa. Todavía habla de
áspides y serpientes que es preciso aplastar; todavía cita textos de la
Escritura y se compara á Holofernes y al corzo sediento, y exhala quejas
como el Salmista, pero utiliza la Biblia también para llamar á su amante
fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los campos,
paloma mía y hermana.

Cuando el atribulado joven pide á Dios con acento lastimero que separe
de sus labios el cáliz de la amargura (Pepita Jiménez), los del lector
no pueden menos de contraerse con una sonrisa de asombro, de tristeza y
de burla.

Concluyen las cartas de D. Luis y con ellas la primera parte de la
novela.

En la segunda, titulada _Paralipómenos_, se narra con cierto
intencionado ensañamiento la tremenda caída de D. Luis desde la cumbre
de su imaginario ascetismo. Pepita se prenda frenéticamente del
seminarista y le da á entender su amor por todos los medios conocidos
hasta lo presente. D. Luis vacila como un santo llevado sobre andas en
día de procesión. El amor divino y el amor humano riñen encarnizada
batalla dentro de su alma. Toman parte por el amor divino ciertas
consideraciones sociales, á saber: la reputación de santo ganada por D.
Luis, y de la cual, como de todas las reputaciones, cuesta mucho trabajo
desprenderse; la sorpresa dolorosa del deán al saber su repentina caída,
ídem la del obispo que había recomendado con mucho encarecimiento la
solicitud de dispensa, ídem la del Sumo Pontífice, que la había
concedido en gracia de las relevantes cualidades del candidato.
Favorecen al amor humano, su padre D. Pedro, que se hallaba enterado de
todo por su hermano el deán; Antoñona, servidora leal y habilidosa de
Pepita, y la desesperación de ésta, que no comía, ni dormía, ni sosegaba
por culpa del arisco teólogo. Las fuerzas de entrambos contendientes,
como se ve, están equilibradas.

¡Pero qué desalmado y maquiavélico es el Sr. Valera!

Sin más ni más se pone de parte del amor humano, y prepara al
infortunado D. Luis una emboscada tan cargada de lazos y peligros que no
hay santo en el Calendario que supiera escapar á ella. Antoñona,
pintando y aun exagerando á D. Luis el estado de tristeza de Pepita, le
arranca la promesa de ir á verla antes de su partida, decretada por él
mismo para el día siguiente.

Y el Sr. Valera, digo Antoñona, señala para la cita la hora más
comprometida del mundo; las diez de la noche. Era una noche serena y
perfumada de Andalucía. Brillaban en lo alto las estrellas; sonaban en
lo bajo, formando un concierto dulcísimo, las castañuelas, las
guitarras, los ruiseñores y los grillos. Celebrábase en el lugar de D.
Luis la verbena de San Juan. La luna, el aire, los arroyos, las yerbas y
las flores todo lo arregla el Sr. Valera á su gusto, para perder al
mísero D. Luis. Pero lo arregla tan admirablemente, que repito lo que
antes dije: quisiera ver allí á muchos santos del Calendario.

D. Luis penetra en la casa de Pepita, donde previamente el Sr. Valera,
como Mefistófeles, había evocado á los demonios de la voluptuosidad,
encargándoles mucho celo y discreción.

La visita comienza _grave y ceremoniosa_ hasta que entran en materia.
Una vez entrados, voy á dirigir al autor una sentida queja. ¿Por qué ha
dado usted tan poco movimiento al diálogo, y hace que Pepita y D. Luis,
en vez de hablar como Dios manda en tales casos, pronuncien esos
discursos tan metafísicos y tan indigestos?

Afortunadamente D. Luis, con todo aquello de la luna, el aire diáfano,
los ruiseñores, los grillos y las estrellas, venía de buen temple. La
pasión triunfa de la metafísica, y sucede lo que ustedes pueden ver
leyendo á _Pepita Jiménez_.

Esta escena y todo lo demás que acontece hasta la conclusión de la
novela (que ya no es mucho) lo premiaría yo con la inmortalidad si en mi
mano la tuviera. Al ver la resignación con que D. Luis se acomoda á
beber el cáliz de la amargura por los ojos de Pepita Jiménez y la
filosofía positiva terrenal y tangible que de pronto le acomete,
expresada por un sin fin de reflexiones y silogismos á cual más
graciosos, no hay labios que no sonrían, no hay ojos que no brillen.

Dicen que el fondo de _Pepita Jiménez_ es _satánico_, pero ya pueden
ustedes suponer quiénes lo dicen. Es más difícil que estos críticos
lleguen á entender ciertas cosas que el que un camello pase por el ojo
de una aguja.

El fondo de la novela del Sr. Valera es _humano_, y porque es humano nos
interesa. Cierto que algo tiene de Satán D. Luis de Vargas. Se desploma
como él por virtud de fuerza mayor; pero Satán cae trágicamente de los
cielos herido por el rayo y don Luis sólo cae de su asno. Las ansias y
los arrebatos de su ardiente corazón, enderezados merced á
circunstancias de su vida hacia el ideal religioso, eran indicios
seguros de que aquel corazón esperaba, como la noche al día, la visión
de un misterio inefable, la revelación de una mujer. Sus sueños y sus
ilusiones no se disipan, porque son privilegio dichoso de la juventud;
sólo cambian de rumbo y van á libar de la vida real el dulce néctar de
la voluptuosidad. ¡Oh si la realidad nos arrancara siempre de la región
de los sueños con mano tan delicada como á D. Luis de Vargas!

Por su forma es _Pepita Jiménez_ la obra más perfecta de Valera y una de
las más esmeradas y primorosas de la literatura española. La acción, que
no puede ser más sencilla, está presentada con mucho orden y
originalidad. Los caracteres trazados con más delicadeza que brío, pero
vivos y correctos. Las descripciones de un colorido inimitable y
exornadas por las galas de ese estilo mágico que sólo posee Valera. El
diálogo un tanto oscuro y alambicado.

¡Lástima de metafísica!


III

Al ocuparme en la crítica de _Las ilusiones del doctor Faustino_, vuelvo
á exclamar: ¡Lástima de metafísica!

No comparto, sin embargo, la especie de que esta producción constituya
un gran yerro del autor, como muchas veces he oído afirmar.

_Las ilusiones del doctor Faustino_, aunque en orden á sus proporciones,
desarrollo y aliño de la forma se encuentra muy por bajo de _Pepita
Jiménez_, está á la misma altura, y aun por encima, considerando la
trascendencia y magnitud del asunto, la verdad de los caracteres y la
profunda ironía que envuelve toda la obra.

En España, donde solemos morirnos algunas veces de seriedad, no da gran
resultado un estilo como el del Sr. Valera. Se supone que para que
salgan bien las cosas es necesario hacerlas con la mayor gravedad
posible, casi sin pestañear. Y mucho menos se comprende que el escritor
descienda de esa prosa campanuda é impasible, sin olor, color ni sabor
ni otros accidentes de pan y vino, á una más familiar y corriente, sin
moldes forjados de antemano, donde se ríe cuando se tiene gana y se
llora si hay algo que lo merece.

El que tal prosa emplee en sus escritos, créame usted, Sr. Valera, si se
llama Juan no pasará de Juanito.

Acaso, y sin acaso por ser _Las ilusiones del doctor Faustino_ una de
las novelas más picantes, más sustanciosas y mejor intencionadas que se
hayan producido en España y fuera de ella no ha conseguido á su salida
por el mundo más que desaires y vejámenes.

Yo voy á estar más fino, aunque no tanto que me pase. Doy por leída la
obra, para evitarme la molestia de narrar el argumento, y paso con la
mayor frescura á decir mi opinión.

Vuelven á ser las ilusiones y los sueños de un joven el tema en que se
emplea la perspicua inteligencia de Valera. Mas las ilusiones del héroe
de esta novela no toman el rumbo generoso que las de D. Luis de Vargas,
no salen á espaciarse por las luminosas esferas de la religión ni por
los campos inmarcesibles del sacrificio, son ilusiones más caseras y no
trascienden del _yo_ bastante enrevesado del doctor Faustino.

Cualquiera ha sido joven en este mundo. Este cualquiera que escribe
semblanzas literarias, lo es todavía. No es difícil tampoco tener
ilusiones. Yo las tengo muy grandes de que ustedes no me suelten de la
mano. Pues bien, cuando las ilusiones distan mucho de la realidad, como
en este caso, surge el ridículo, que hábilmente presentado por una pluma
discreta y afilada como la del Sr. Valera, sirve de provechosa lección y
enseñanza saludable.

La ilusión es el mismo deseo revistiendo forma, tomando vida y
apariencia de verdad en la fantasía. Por eso los hombres de imaginación
son los más propensos á concebir ilusiones y á naufragar en sus pérfidas
aguas. Mas como quiera que la imaginación es la facultad más amable del
alma y la que imprime carácter al hombre, el doctor Faustino, con todas
sus ilusiones, sueños y fantasías, si logra hacerse ridículo, no excita
antipatías ni rencores. Antes me figuro que todos le miran con marcada
benevolencia y hasta presumo que el autor llega á prendarse de él por la
nobleza y originalidad de su espíritu. Siempre los amores traen
inconvenientes, y los del Sr. Valera en esta ocasión han traído para su
novela un desenlace desproporcionado y no muy bello. Con el fin de
preparar el trágico remate de la obra se ve el autor en la necesidad de
vulgarizar al héroe. En efecto, pierde el doctor Faustino su primera
originalidad y se trasforma en un carácter endeble y pasivo cuya muerte
más sorprende que conmueve. El autor deshace con harta precipitación y
torpeza la delicada urdimbre del carácter del héroe. Más que desenlace
parece un corte de cuentas.

En la fábula no brilla el Sr. Valera como ya tuve el descaro de
manifestar, mas á mí se me advierte que es mejor que no brille. De
intrigas tenebrosas, espantables y absurdas nos tienen hasta el cuello
los novelistas franceses y la más enferma parte de los españoles. Y sin
embargo, ¡quién diría que el Sr. Valera, tan sencillo, tan razonable y
tan sobrio en sus fábulas, ha introducido en la de esta novela un
elemento maravilloso que resulta melodramático! Yo bien sé por qué lo ha
introducido el Sr. Valera. Es que ha oido decir á los críticos que no
tiene imaginación y que no consigue dar un interés palpitante á sus
novelas. Porque los críticos son de esta guisa. Se presenta un hombre
blanco y le llaman pálido; se presenta un moreno y le apellidan negro.
Sale á luz un novelista de mucha intriga y enredo: truena la crítica
contra la intriga y califica al novelista de intrigante y mala persona.
Aparece otro sensato y discreto: entonces la crítica hecha de menos la
intriga y se queja amargamente de que no le interese.

Valera ha dicho: ¿queréis aventuras estupendas? Pues allá van; y nos
propinó las de _la inmortal amiga_. Yo me permito creer, Sr. Valera, que
no debe usted abandonar jamás por ninguna clase de murmuración, es
decir, de crítica, el género realista del cual tan brillante muestra nos
ha dado en _Pepita Jiménez_, porque opino como su correligionario
Voltaire, que todos los géneros son buenos menos el fastidioso.

No hay en el género de usted, es verdad, motivo para soltar muchos cabos
con el exclusivo objeto de amarrarlos después como Dios dé á entender,
que á veces lo da á entender pésimamente, y otras ni bien ni mal, pero
en cambio puede comunicarse á la novela un interés más espiritual y de
mejor ley, desarrollando plásticamente un pensamiento luminoso y
fecundo, interpolando descripciones como la de la Nava en el capítulo
titulado _El Paraíso terrenal_, tan fresca, tan viva, tan primorosa y
tan mágica, que puede figurar dignamente al lado de algunas del
_Quijote_, y dibujando en fin con felicidad caracteres y tipos humanos
cuyo estudio se me antoja más digno de un ingenio privilegiado como el
de Valera, que la exposición desatinada de aventuras increíbles, propias
para despertar miedo en los niños.

_Las ilusiones del doctor Faustino_ es una novela de caracteres, y
sobre los principales, ustedes me dispensarán si digo algunas palabras.

Yo, que al igual de todos los cándidos, cuando quiero tener malicia me
paso de malicioso y suspicaz, he pensado descubrir que el doctor
Faustino es el mismo Sr. Valera que viste y calza, y que todos los días
vemos por ahí, gozando una tranquilidad de espíritu un tanto positivista
y epicúrea, aficionado á las especulaciones y sistemas metafísicos que
le interesan como pura poesía, amando y respetando la realidad, hecho,
en fin, un D. Juan Fresco. El hombre da mucha vuelta con los años, y
creo que para llegar á la situación de ánimo de D. Juan Fresco, es
necesario haber pasado por la del doctor Faustino ó algo que se le
parezca.

Este pensar mío es el que ha dado margen al cariño que profeso á la obra
que voy examinando. Eso de conocer el corazón humano cuando es el
corazón humano de otro, no me parece lo más fácil del mundo; mas
tratándose del propio, la tarea se simplifica extraordinariamente. El
Sr. Valera, que tiene su alma en su armario, la saca, la limpia el
polvo, y la ofrece á nuestra vista.

Por eso me embelesan los tipos del doctor Faustino y D. Juan Fresco,
porque resultan bellos y al mismo tiempo humanos.

El carácter de D. Juan Fresco, nada más que apuntado ó bosquejado en
esta novela, aparece plenamente desenvuelto en el _Comendador Mendoza_,
última producción romancesca del autor que venimos estudiando. Son
innegables y patentes las afinidades que guardan entre sí el antiguo y
el coetáneo retirado de Villabermeja, y de ambos caracteres tan nobles
como despreocupados, repito que conceptúo propietario al Sr. Valera.

La obra no tiene, ni con mucho, la trascendencia y significación que
_Las ilusiones del doctor Faustino_ ni la originalidad de _Pepita
Jiménez_. En cambio uno de sus tipos, el de D.ª Blanca, está trazado con
más brío del que Valera acostumbra, y su acción, aunque excesivamente
sencilla, es rápida é interesante.

Señor Presidente, me siento fatigado y ya no tengo más que decir sobre
el Sr. Valera.

Se levanta la sesión.

[Illustration]

[Illustration]



D. MANUEL FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ.


[Illustration: N]O sé cómo arreglarme para decir algo bueno del Sr.
Fernández y González. Mucho temo no llegar á decirlo. Por más que lo
intento no consigo desechar de mí cierto rencor y mala voluntad hacia su
persona ó personalidad, que es lo más de moda, y como soy tan
impresionable y tengo tan poco peso (cinco arrobas escasas), lo más
probable es que le suelte alguna pulla de mal género, impropia por
entero de mis antecedentes y de mis años.

Pero, Señor, ¡quién me habrá metido á mí á crítico!

Hubo un tiempo, sin embargo, en que yo tenía menos años que ahora, _et
in illo tempore_, el Sr. Fernández y González me hizo perder bastante
ídem. Cuando lo pienso, no puedo menos de verter lágrimas, y exclamar
como Augusto:

«¡Fernández, Fernández; vuélveme mi tiempo!»

No sólo de esta abundosa fuente mana mi rencor. El Sr. Fernández con sus
narraciones fantásticas, lances maravillosos y combates descomunales, ha
influído de un modo muy pernicioso en mi carácter. Hace ya bastantes
años, era yo lo que se llama una malva, incapaz de romper un plato
adrede.

Mas hete aquí que leo los _Siete Niños de Écija_, donde se describe á lo
vivo de qué modo siete valientes derrotan y ponen en vergonzosa fuga, en
cuantas batallas libran, á siete mil carabineros; y hubieran derrotado
en la misma forma á siete millones, dada su infinita bravura. Esta
bravura me contagió de tal suerte, que llegué á suponerme dotado de una
fuerza incontrastable y sobrenatural, y empecé á ensayar mis fuerzas y
arrestos, descargando terribles puñetazos sobre las puertas de la
vecindad. Á los pocos días de efectuar estos ensayos, era conocido entre
los granujas del pueblo con el pintoresco mote de _Brazo de hierro_. Y
aconteció que un día oí sonar á mis espaldas el famoso apodo acompañado
de cierta risa que á mí me pareció por muchos conceptos irrespetuosa. Me
vuelvo y veo á tres pilluelos muy risueños que se estaban sin quitarme
ojo. Llegó la ocasión, pensé, y encomendándome al invicto Juan Palomo,
cerré con el mayor coraje y ardimiento sobre aquellos canallas. Mas ¡ay!
que entre nosotros debían existir las mismas relaciones que entre los
antiguos aragoneses y su monarca: cada uno de ellos valía tanto como yo,
y juntos mucho más que yo.

Me llevaron á casa y me pusieron sobre la frente algunos paños empapados
en árnica. Jamás se lo perdonaré al Sr. Fernández y González.

Fundada, pues, mi crítica en motivos tan baladíes, es preciso convenir
en que no tendrán fuerza de ninguna clase cuantas censuras dirija al Sr.
Fernández y González. Convengamos en ello y meditemos un rato sobre la
pequeñez de los hombres que por unos mojicones más ó menos llegan hasta
rebajar las glorias de un esclarecido novelista.

Sin embargo, aunque no otra cosa, espero que se me reconozca cierto
valor para arrostrar la impopularidad. El Sr. Fernández goza de gran
crédito entre las clases más virtuosas de la nación. Conozco algunas
amas de huéspedes que en gracia de sus interesantes novelas serían
capaces de no pedirle el dinero hasta fin de mes. Y yo, escritor
ventajosamente conocido en España, Francia, Inglaterra, Rusia, los
Países Bajos y Carabanchel de Abajo, no vacilo en depositar en el
pedestal de la estatua de la Verdad mis coronas y mis lauros.

¡Hermosa figura y ejemplo perdurable de heroísmo!

El Sr. Fernández y González no siempre escribió malas novelas. Hubo un
tiempo en que las escribió buenas. Esto debía decirlo al final del
artículo, bien lo comprendo, para que la última impresión fuese dulce,
pero como el Sr. Fernández y González escribió las novelas buenas antes
que las malas, parece natural que me atenga á su cronología. ¡Especial
cronología la del Sr. Fernández! Todo en el Cosmos progresa, todo se
perfecciona por virtud de la ley de la evolución pasando de lo homogéneo
á lo heterogéneo[6]. Y no obstante, el Sr. Fernández y González rompe de
frente con la ley de la evolución, y después de escribir novelas muy
heterogéneas da á luz las homogéneas. _El Condestable D. Álvaro de Luna,
Men Rodríguez de Sanabria, Martín Gil, El cocinero de Su Majestad y Los
Monfíes_ son novelas históricas en que á más de observarse con algún
cuidado los requisitos del género, revela el autor cualidades
excepcionales para brillar en él. No resucita por medio de un estudio
atento y minucioso el mundo de la Edad Media como Walter Scott, sus
costumbres, sus trajes, su fisonomía exterior; mas quizá debido á una
portentosa imaginación consiga penetrar más adentro que el inmortal
creador de la novela histórica, en sus sentimientos, en sus acciones y
su discurso; en el mundo del espíritu.

No maneja tan bien el guardarropa feudal, ni el mobiliario de una sala
gótica, ni es capaz de disponer un torneo con tanta propiedad; pero
nuestros abuelos no aparecen con ese tinte suave y melancólico que
inmerecidamente les concede el autor de _Ivanhoe_, sino con el lenguaje
rudo, la sensualidad desenfrenada y la ferocidad bestial que les
conviene. Los acentos ásperos que resuenan en los tiempos medios parecen
vibrar puros y frescos todavía en la briosa fantasía de Fernández y
González. Penetra por la coraza damasquina y la recia cota de malla, y
sorprende los sentimientos de aquellos corazones tan rudos é
independientes. Es más _realista_ de la Edad Media que su maestro Walter
Scott.

Aún pudiera serlo más, no lo dudo, rebajando un noventa por ciento de
aventuras; mas como, después de todo, ninguno de nosotros ha vivido en
la Edad Media, la narración de las maravillas acaecidas en esta Edad no
nos puede irritar tanto como la de aquellas que suceden en la presente,
donde no sucede ninguna.

No tengo inconveniente, pues, en admitir que los siglos medios son
poéticos, y que en ellos se efectuaron todos esos lances portentosos que
los novelistas nos cuentan, y otros muchos más que no nos cuentan. Mas
deseo hacer constar que aunque poéticos eran unos siglos bárbaros, y que
en punto á urbanidad y buena crianza, pese á Walter Scott y su escuela,
el nuestro les saca mucha ventaja.

Á pesar de esto no falta quien apellida á nuestro siglo torpe y
escandaloso, y se siente muy desgraciado por haber nacido en él en vez
de florecer en la época del feudalismo. Hay que convenir en que la
Providencia ha estado muy dura con los que así discurren poniéndoles
sombrero de copa en lugar de casco. Pero una vez que no ha querido
darles ese gusto, no hay más remedio que resignarse y esperar de mala
manera, en cualquier oficina, á que este siglo se hunda en los abismos
del tiempo. Ánimo, pues, que ya falta poco; veintidós años escasos.

Quede sentado que el Sr. Fernández y González manifestó en otro tiempo,
muy lejano por desgracia, disposiciones felicísimas para la novela
histórica. Pero no hay que atribuirle tampoco con afán hiperbólico
aptitudes que no ha tenido jamás. Si las mostró nada comunes para el
cultivo de este género, nunca dió la más leve señal de poseerlas para la
novela de costumbres, social, realista ó como quiera denominarse. El
género histórico es de todos los romancescos el que más semejanzas y
afinidades guarda con el poema, y Fernández y González es mejor poeta
que novelista. Tal vez dependerá de que el poeta se constituye y
caracteriza por la fantasía, viniendo á ser el entendimiento y el
estudio nada más que auxiliares de su inspiración, mientras el novelista
necesita por partes iguales de una inteligencia superior y de una
imaginación pintoresca. El talento de Fernández y González guarda, á mi
juicio, más parentesco con el de Zorrilla que con el de ningún novelista
de los que figuran ó han figurado en nuestra patria.

Mas ya que su empeño fuera escribir novelas y no versos, parecía
razonable que siguiera novelando en el género histórico cada día con
mayor discreción y lucimiento. El Sr. Fernández y González toda su vida
profesó mucho horror á lo razonable. Así es que, en vez de continuar
estudiando para corregirse y mejorarse, comenzó á echar por aquella
pluma un diluvio de novelas plagadas de lances y aventuras imposibles
que produjeron grandes disturbios en el ramo de modistas. De la novela
histórica no quedó más que los nombres de los personajes, los cascos,
las lanzas y las cimitarras. Todo lo demás, la pintura de los
caracteres, la descripción de las costumbres, la verosimilitud de la
fábula, naufragó en un mar de tinta.

Este afán insaciable de aventuras fué causa de su perdición. ¡Lo que es
el corazón humano! como diría Pérez Escrich. Un hombre que había pasado
toda su vida en el alcázar del rey tratado á cuerpo de ídem, dedicado
exclusivamente á vigilar la entrada y la salida de los galanes por las
puertas secretas, los suspiros de la reina y las órdenes del monarca,
marcha de improviso á Sierra Morena y empieza á echar el alto á los
viajeros, en compañía de _Juan Palomo_ y _Diego Corrientes_.

Estos cambios bruscos é inesperados de la fortuna me conmueven
sobremanera.

¡Y qué había de suceder! El Sr. Fernández, que era un caballero muy
cumplido y espiritual, consiguió al principio dar cierto barniz
romántico á aquellos secuestradores; mas al cabo y á su pesar tuvo que
sufrir la influencia nefasta de tan grosera compañía, perdiendo las
buenas formas y los refinamientos palaciegos. Descuidó ó abandonó por
entero los estudios literarios, acaudalando en cambio gran copia de
bellaquerías y ruindades que aspiró á presentar como admirables,
redactándolas al mismo tiempo en un lenguaje que por nada en el mundo me
atrevería á llamar cervantesco.

Si el Sr. Fernández y González hubiera ido á recorrer los desfiladeros y
encrucijadas de Sierra Morena con el objeto de estudiar minuciosamente
las costumbres de sus indígenas y ofrecérnoslas después en cuadros
romancescos vivos y fieles, yo no le diría una sola palabra malsonante;
allá se las arreglara con los enemigos del realismo. Pero eso de ir ni
más ni menos que á buscar con su linterna por aquellas breñas almas
grandes, corazones generosos, honrados padres de familia y ciudadanos
íntegros, se me figura depresivo para los que habitamos en poblado. No
parece sino que escandalizado el Sr. Fernández y González de nuestra
corrupción, como Tácito de la de Roma, desea presentarnos en las
costumbres puras ó inocentes de la bandolería algo que nos edifique y
nos enderece. Pues mire usted, Sr. Fernández, convengo en que por Madrid
hay muchos perdidos y que es peligroso hasta cierto punto atravesar á
las tres de la tarde por delante del café Suizo; pero también hay muchos
caballeros, tan fieles como el oro, que sólo le detienen á usted para
pedirle fuego. No es absolutamente necesario ser ladrón en cuadrilla
para tener un corazón sensible. Conozco muchas personas que, sin haber
desvalijado á nadie en su vida, riegan con sus lágrimas las butacas del
teatro Español cada vez que se pone en escena _Ó locura ó santidad_.

Repito, pues, Sr. Fernández, que el ideal de la bandolería no es
suficiente para el arte. El ideal cristiano me parece más fecundo y más
conforme con la naturaleza humana.

Estos trueques de ideales producen unos efectos desastrosos. Las novelas
fueron bajando, bajando, y bajaron yo no sé hasta dónde. Salieron á luz
por entregas, por arrobas y por metros cúbicos. El señor Fernández tenía
un establecimiento en liquidación dentro de la cabeza.

Y, sin embargo, _¿qué fué de tanta invención?_ Destinadas estas novelas
á entretener los ocios de las clases menos doctas de la sociedad,
perdieron casi en absoluto el carácter de obras literarias y fueron
proscritas con excomunión mayor de toda biblioteca bien nacida. El autor
ya no volvió á preocuparse de la composición, del análisis de los
caracteres, ni de las pasiones, ni de la verosimilitud, ni de la pureza
de la lengua. Lo único á que atendió fué á sorprender, á asustar las
imaginaciones femeniles, á despertar y encadenar la curiosidad,
arrastrándola violentamente por sucesos increíbles y absurdos.

De este modo logró conquistar una inmensa popularidad, sobre la cual
tampoco debe forjarse grandes ilusiones el Sr. Fernández y González.
Tuvo y aún tiene muchos lectores, pero son de tal jaez estos lectores
que no pueden fundar ninguna reputación duradera. Leen por distraerse,
por _matar el tiempo_, y las más de las veces no se detienen á mirar el
nombre del autor del libro que soportan en la mano. Si lo miran, no son
capaces de tributarle admiración, á la manera que al niño jamás se le
ocurre admirar al inventor del juguete con que se divierte.

Las obras literarias, ó las que tal nombre merecen, no se presentan como
los arenques en grandes turbas; vienen solas después de haber madurado
por más ó menos tiempo en el cerebro del artista. Aquellas que no sufren
una gestación laboriosa cuando se escriben, es que ya la han sufrido en
el pensamiento. Me refiero, por supuesto, á las obras de mérito
permanente, capaces de resistir á las inclemencias del tiempo y de la
crítica.

La _entrega_, que Fernández y González ha cultivado con más éxito que
ningún otro en nuestra patria, es la institución más perniciosa que
inventaron los hombres para tormento de las letras.

Me equivoco, hay todavía otra institución más deletérea: el tomo de á
peseta. En tomos de á peseta ha exprimido el Sr. Fernández las últimas
gotas de su desordenada inspiración. En vano el poder legislativo de la
sociedad se afana por introducir las reformas más convenientes en todos
los ramos de la administración; en vano el poder ejecutivo cumplimenta
con toda fidelidad las disposiciones legales, desenvolviéndolas y
aclarándolas por medio de reglamentos acertados y sabios y concienzudos
preámbulos. Mientras Manini, con su biblioteca _de lujo_, y los
traductores de Barcelona sigan conspirando contra la salud pública, no
tendremos en nuestra patria ni sosiego, ni riqueza, ni vías férreas, ni
administración.

Torna á la ciudad el Sr. Fernández y quiere describirnos la vida real,
lo que pasa pared en medio de nosotros. No dejan de tener estas sus
novelas contemporáneas cierto interés y movimiento, porque el autor, por
más que se empeña, no puede prescindir completamente de su poderosa
imaginativa; mas allá, por el campo, adquirió unos modales tan
impolíticos y serranos, que por ningún concepto recomiendo la lectura de
tales obras á las niñas de quince abriles.

Resplandece en sus últimas novelas, á más de un color verde harto
subido, la ausencia absoluta de previsión artística. El autor no medita
ni calcula nada de lo que constituye el fondo y la forma de una obra
romancesca. Prefiere abandonarse á la corriente alborotada de la
improvisación, y allá van escenas y sucesos donde quiere una fantasía
delirante. ¡Yo que juzgaba á la improvisación sólo buena para decir unas
cuantas redondillas después de haber comido fuerte!

La pintura exagerada y un tanto burda de la vida exterior es lo que se
observa á primera y segunda vista en estas producciones. La vida del
espíritu merece tanto respeto al Sr. Fernández y González que no se
atreve á penetrar en ella. Tal vez el alma humana tendrá que agradecerle
este respeto. Debo manifestar, no obstante, en descargo de mi
conciencia, que el espíritu del hombre tiene derecho á ocupar el lugar
preferente en la novela. Cuando se le condena á comer el pan negro de la
emigración, como en las obras de Fernández y González, la novela se
transforma en cuento de viejas.

En resolución. No es posible juzgar las producciones del Sr. Fernández y
González, si exceptuamos las primeras, citadas ya en este artículo, con
arreglo á los sanos principios literarios. Tales obras salen del recinto
de la literatura para entrar en el más oscuro y también más lucrativo de
la industria. Una vez convertido el arte en oficio, ya no se trata más
que de mucho papel y mucha tinta. El que hace un cesto hace ciento, y el
que escribió una novela puede escribir un cargamento de ellas.

¡Cuántos años hace que el Sr. Fernández y González está haciendo cestos
sin darse punto de reposo!

Sus novelas, como las saetas del ejército de Jerjes, amenazan ya nublar
el sol.

Así, que me he visto precisado á pelear á la sombra.

Conste sobre todo, Sr. Fernández, que esta crítica fué inspirada por los
móviles más bajos y más ruines.

[Illustration]

[Illustration]



D. FRANCISCO NAVARRO VILLOSLADA


[Illustration: O]ROCEDAMOS con método. El Sr. Villoslada, aunque
novelista vivo, no es un novelista contemporáneo. Pertenece al grupo de
los románticos que pasó felizmente para no volver. El romanticismo dió
muerte al clasicismo: el realismo filosófico acaba de matar al
romanticismo. Éste fué una gloriosa insurrección contra las formas
aristocráticas y convencionales de la tradición literaria encauzada
desde el renacimiento por el seguro pero estrecho álveo de la cultura
clásica, un retorno á la verdad y á la belleza aprisionadas en
inflexibles moldes, un himno entusiasta á la inspiración libre y
sencilla de la Edad Media. En el romanticismo precisa distinguir dos
momentos. Detiénense en el primero los apasionados y devotos de la Edad
Media, los que no sólo demandan á estos siglos naturalidad y sencillez
para la forma, sino ideales, tangibles y completos para la vida, los que
aman sus creencias y sus costumbres, oponiéndolas con decisión al
amaneramiento y á la tibieza de nuestros tiempos. Fueron representantes
más ó menos insignes de estas tendencias, en Alemania los hermanos
Schlegel, Tiek, Ruckert y Huland; en Inglaterra, Walter-Scott y Southey;
en Francia Chateaubriand, Vigny, y en España el duque de Rivas y
Zorrilla.

Pero esta grandiosa revolución literaria encontró en otros muy notables
ingenios una representación más amplia y humana. Las altas ideas morales
y metafísicas expresadas con exageración, con violencia y con exceso,
vinieron á engendrar otro gran movimiento que podemos denominar
romanticismo filosófico, que ilustraron, en Alemania, principalmente
Schiller, Herder y Heine[7], en Inglaterra Byron, Wordsworth y Shelley,
en Francia Hugo, Lamartine y Musset, y entre nosotros Espronceda.

No me cumple el ocuparme ahora en esta segunda fase del movimiento
romántico, sino tan sólo decir escasas palabras sobre la primera, por
ser aquella en la cual se fija y encierra el carácter del novelista que
estudiamos.

Disgustados por la miseria y bajeza de nuestra época, atenta muy
particularmente al desenvolvimiento y progreso de los intereses del
cuerpo, desnuda casi por completo de fervor religioso, los primeros
románticos, á cuyo frente debe colocarse al célebre Walter-Scott,
creyeron ver en la época feudal un dechado para la nuestra. La audaz
imaginación, estimulada por la distancia y el deseo, hízoles trocar la
grosería en caballerosidad, la barbarie en nobleza y la sórdida ambición
en altanera bravura, é iluminaron los ásperos contornos de aquella edad
con los colores de una luz ideal. Así nació la novela arqueológica; no
como descripción más ó menos fiel de las costumbres y sentimientos de un
período histórico, sino como fantástica resurrección de una edad de oro.

No gusto de exclusiones en literatura, ni fuera tampoco prudencia
desechar un género en el cual ha conseguido su renombre el más insigne
de los novelistas modernos; pero sí apuntaré que la novela histórica en
su misma naturaleza lleva gérmenes de falsedad y de muerte. Veámoslos.

Para pintar las costumbres de una época histórica no hay nada mejor,
está averiguado, que haber vivido en ella. Todo intento de resucitar
añejas costumbres tiene mucho de fantástico. Insensiblemente, sin que el
artista lo perciba, y á despecho de todos sus escrúpulos y pruritos de
veracidad, se introduce en la obra el acento moderno y se enseñorea de
ella.

Y si esto podemos decir de las costumbres, ¿qué sucederá con los afectos
y pasiones? Aquí es donde se penetra claramente la miseria de la traza y
todo el artificio de que los novelistas arqueólogos se valen para
deslumbrarnos momentáneamente. Cuando mencionan cualquier usanza antigua
suelen poner debajo la autoridad en que se apoyan; mas yo no veo jamás
ninguna prueba para sus anacronismos cuando se trata de ideas y
sentimientos.

¡Cuántas veces al penetrar en una sala gótica hallé sentado al pie de la
tosca chimenea, reposando el codo en uno de los brazos del sitial, la
mano en la mejilla, al vecino del cuarto tercero, persona muy honrada,
de continente grave y hasta cierto punto melancólico!

--¡D. Facundo, usted por aquí! ¿Cómo es eso?

--Qué quiere usted, amigo mío; fué empeño de Villoslada el ataviarme con
este ridículo disfraz, aunque no estemos en Carnaval, y aquí me tiene
usted escuchando, quiera que no, dejando para ello abandonada la
oficina, á ese trovador errante y cargante.

Doy la vuelta para mirar al trovador y me veo con largas guedejas, muy
adormecido y tristón con el laúd en la mano, á Pepito Paniagua, el novio
de mi prima, estudiante de segundo año de farmacia, que pasa la vida en
el portal de enfrente.

Digan ustedes ahora si no tengo motivos para dejar de creer en la
autenticidad de tales guerreros y trovadores.

Pues por estas y otras razones más prolijas, considero que la novela
arqueológica no es viable como género literario. Esta consideración
tendría mucho mayor mérito si fuese escrita y publicada hace algunos
años, lo reconozco, porque entonces hubiera sido una profecía, mientras
que hoy aparece tan sólo como la explicación de un hecho. Porque es un
hecho que ya no se cultiva la novela histórica ni dentro ni fuera de
España.

Todas las personas de cierta categoría literaria están conformes en que
las costumbres y los sentimientos que se pinten han de ser las
costumbres y los sentimientos contemporáneos. Cuando queramos conocer
(de un modo muy imperfecto, por supuesto) los de otra época, acudamos á
las crónicas, á las Memorias auténticas, á la literatura de aquel
tiempo, jamás á las novelas de los románticos.

Un género literario puede ser efímero, no obstante, mientras obtienen la
inmortalidad aquellos que lo cultivan. Buena prueba de esto nos ofrece
el ilustre Walter-Scott, rey y señor de la novela histórica. Su fama no
se merma ni decae con los años; antes se levanta cada día con más brillo
y esplendor. Porque es privilegio dichoso del arte mudar constantemente
de gustos y derroteros, dejando á salvo la gloria de sus intérpretes:
Walter-Scott tiene feudatarios en todas las comarcas de Europa. Le
rindieron pleitohomenaje en su país Horacio Smith, James, el más fecundo
de los novelistas históricos, Grattan y Banim, llamado el Walter-Scott
irlandés; en Francia, Alfredo de Vigny, Víctor Hugo, Alfonso Royer, el
bibliófilo Jacobo y Alejandro Dumas; en Italia, el incomparable Manzoni,
Rosini, Guerrazzi y el marqués de Azeglio.

En España recibieron de él el espaldarazo y fueron armados novelistas
por su mano Larra, Martínez de la Rosa, Espronceda, Escosura, Enrique
Gil, García de Miranda, Fernández y González, Cánovas del Castillo y
Villoslada.

No es por cierto este último, ó sea el que ahora nos ocupa, el menos
notable de los que hemos apuntado. Hablemos de él un momento, si ustedes
gustan.

Se presenta desde luego como discípulo franco y declarado del ilustre
_baronet_ escocés, pero no deja de manifestar al propio tiempo una
tendencia, aún más pronunciada que la de su maestro, hacia la
arqueología. El Sr. Villoslada considera de su deber el restituirnos las
épocas históricas por entero, sin que falte ni sobre un cabello, y
atento como buen hidalgo al cumplimiento de sus deberes, dispone de tal
suerte el enredo de la novela, que va haciendo pasar por delante de
nuestra vista en ordenada procesión todo lo más característico de
aquellas remotas edades. Primero una refriega en un bosque, después un
torneo, más tarde el tormento aplicado á un delincuente, la descripción
del interior de un castillo, una conjuración de villanos, la entrada de
un rey en una población, etc., etc. Todo esto conspira, sin disputa, á
que la novela tenga mayor mérito á los ojos de anticuarios y
arqueólogos, pero disminuye no poco su belleza como obra de arte.
Percíbese en demasía el artificio con que van sujetas entre sí las
escenas y los cuadros.

Éstos y aquéllas, no obstante, tienen mucho vigor y entonación. En
cuanto al color local, ustedes dirán. Yo, por mi parte, como no he sido
ni pechero ni rico hombre en aquella edad,--lo último me vendría muy
bien en ésta--jamás tuve ocasión de presenciar lo que en ellos se
describe y no puedo, por lo mismo, entrar en comparaciones que, después
de todo, siempre son odiosas.

Mas dejemos á un lado lo del color y vengamos á la fábula. El Sr.
Villoslada es español y un buen español, sabe armar un lío de todos los
diablos donde quiera que pone la mano. El enredo de sus novelas es
complicadísimo, vivo é interesante. Verdad que los términos entre los
cuales se mueve la fábula de la novela histórica parecen obligados y de
antiguo constituídos.

Una reina que se enamora de un villano, el cual resulta príncipe ó cosa
por el estilo; un prisionero que por odiosas artes vive sepultado en una
mazmorra largos años hasta que llega el día de su rehabilitación
gloriosa; un matrimonio secreto; un relicario; un lunar en la espalda;
un paje enterado de todo. El Sr. Villoslada maneja á la perfección tales
palillos y mantiene en zozobra hasta el fin la atención del lector.

Por otra parte, las pasiones, singularmente el amor, no son tan
nebulosas y desvaídas como en los cuadros de su ilustre maestro. Penderá
tal vez de que el Sr. Villoslada, aunque en la región más alta, nació en
tierra de España, país donde al amor se le toma más por lo claro.

Los caracteres no están mal trazados, por punto general, aunque algunos
los considero algo progresistas para su siglo. Verbi y gracia, en _Doña
Urraca de Castilla_, una de las mejores novelas del autor, dice un noble
á un villano:

--«¡Maese Sisnando, merecías haber nacido noble!

--Conde de Lara--contestó el villano,--sois leal y agradecido; merecíais
haber nacido hombre.»

Esto me recuerda á un amigo de mi niñez. Era un retirado que había
servido á las órdenes de Espartero. ¡Pobre hombre! Parece que le estoy
viendo, con su enorme nariz colorada, su boca cavernosa y su formidable
caña de las Indias. Por espacio de quince meses me describió todas las
semanas la batalla de Ramales. Admiraba mis profundos conocimientos en
aritmética y estimaba en lo que valía mi carácter íntegro é
independiente. Yo tenía nueve años entonces y juntos salíamos de paseo
por un camino solitario hasta llegar á un sitio frondoso donde manaba
una fuente. Allí me describía la batalla de Ramales, me decía lo mal que
le trataba la huéspeda por una peseta diaria, que fielmente le pagaba, y
cuando estaba de humor cantaba con solemne entonación:

    Todo conde ó marqués nace hombre,
    el dictado le viene después, etc.

Yo también cantaba y se me saltaban las lágrimas. Entonces me decía que
yo era un gran hombre, que sabía más que Lepe y que el deán de la
catedral.

Á pesar de mi ciencia confesaré que no sospechaba que tuviéramos un
correligionario tan avisado como maese Sisnando en pleno siglo XII.

Esto no pudo menos de herir mi amor propio, pero ya le he perdonado la
ofensa al Sr. Villoslada, y es lo cierto que hoy le tengo por un
novelista de mérito y uno de nuestros escritores más correctos y
elegantes.

Parece mentira que yo diga tales cosas de un ultramontano.

Cuéntenselo ustedes á Alarcón, que no lo va á creer.

[Illustration]

[Illustration]



D. ENRIQUE PÉREZ ESCRICH


[Illustration: S]IEMPRE está el hombre orgulloso de alguna resolución ó
acto de su vida que le parece digno de loa. Yo, que al parecer nada hice
en la mía de notable, puedo preciarme, sin embargo, de no haber leído á
Pérez Escrich desde los diez años.

Fué en unas vacaciones. Había ido á cursar mis latines á la capital.
Cuando volví al pueblo, el libro, el libro de Pérez Escrich, el _Cura de
aldea_, en una palabra, estaba sobre la _mesa de pintado pino_, tan
rozagante y tan fresco como si acabase de salir de las manos de su
creador. Quise recordar las emociones dulces que aquel libro me había
hecho experimentar en otro tiempo, poco después de haber salido del
claustro materno. Á las pocas páginas comencé á sentir cierta pesadez en
la cabeza, como si tuviese allá mucho plomo, y á las otras pocas me
quedé deliciosamente dormido.

Ustedes podrán decir, señores, ¡qué no debe esperarse de un muchacho
que, en tan corta edad, ya se dormía leyendo á Pérez Escrich!

Han volado desde entonces sobre mi cabeza muchos vientos, ya glaciales,
ya ardorosos, y he oído desde mi balcón, no sé cuántas veces, cantar á
la codorniz en la vega. Y hoy mi bello ideal consiste en no leer á Pérez
Escrich. Pero no puedo menos de tenerlo en el corazón como el _Catecismo
de Fleury_ y el _Amigo de los niños_.

Por Pérez Escrich supe yo, primero que por nadie, de la existencia de
los puntos suspensivos. Cuando algún héroe de sus novelas iba á perder
el juicio, nunca dejaba primero de lanzar una carcajada histérica,
después de lo cual venían dos ó tres líneas de puntos suspensivos. Por
bajo de ellos decía el señor Escrich: «¡Estaba loco!» ó «¡estaba loca!»,
según fuese varón ó hembra el demente. De otras invenciones de los
hombres, no menos peregrinas é ingeniosas, tuve noticia por nuestro
autor, de las cuales pienso hacer, con la ayuda de Dios, el uso que más
prudente me pareciese.

No sólo por haber acaudalado con preciosos datos mi saber debo estar
reconocido al Sr. Escrich. Aún recuerdo con lágrimas en los ojos
(líquidas perlas que él llamaría) el ruido que hacían sus novelas al
entrar por debajo de la puerta. Yo caía sobre ellas como el gato sobre
el ratón, y con la entrega en la mano marchaba mayando á devorarla á la
soledad de mi cuarto. Pero la primera entrega siempre dejaba levantado
un puñal sobre el pecho de un inocente, ó cuando no, pendiente á alguno
de un clavo sobre un abismo, y eran de ver entonces las ansias que á mí
me entraban por saber cuántas pulgadas había penetrado la navaja ó en
qué forma se había roto la cabeza aquel prójimo. El saberlo costaba
dinero, que no era el Sr. Pérez Escrich de esos que de buenas á primeras
y por afición le vienen á contar á uno todo lo que ocurre, y me veía
precisado á demandar socorros á mi padre. Mas éste, por aquel entonces,
estaba empeñado en que Cervantes era mejor novelista que Pérez Escrich y
solía negarlos, y entonces acudía á mi buena madre, que no profesaba
ideas tan perversas. Ésta descogía con mano piadosa la jareta de su
faltriquera para que todas las semanas se entrasen por la casa dos
reales de _Esposa mártir_ ó de _Mujer adúltera_, que no bastaban, ni con
mucho, para calmar los arrebatos de mi espíritu investigador. Ahora
comprendo por qué he llegado á ser el mejor crítico de España.

Pérez Escrich en el campo, en el círculo, en el terreno, en el estadio,
en el circuito de la literatura representa una idea, es una idea. La
idea de Hegel es realidad. La de Pérez Escrich es entrega.

¡Ay, niñita mía, quién se volviera entrega, aunque fuese de Pérez
Escrich, para que tus manos blancas y fragantes como la magnolia le
tomasen, para que tu regazo tan casto como la nieve de las montañas le
diese reposo!

Esto lo digo por una chica que conocí en Gijón, que se pasaba las horas
muertas leyendo á Escrich. Me enamoré de ella, como era natural, y si no
hubiera sido por un tío que me dijo á tiempo: «¡Pero, hombre, no
comprendes que vas á cortar tu carrera!», me hubiera casado sin
remisión. Pero la carrera ante todo. Ya les diré á ustedes en qué
pararon aquellos amores.

Decía que Pérez Escrich, como novelista, es una idea. Debo añadir que
Pérez Escrich...

Mas antes bueno es que advierta que justamente porque Pérez Escrich es
una idea, me siento obligado á hacerle hueco en esta mi galería, ó
pepitoria de novelistas. Muchos hay de los que se quedan fuera, tenidos
por sí y por los otros en más estima. Pero ¿son tan notorios? ¿Ejercen
tanta influencia? En una palabra, ¿son una idea?

Queda demostrado de un modo concluyente que Pérez Escrich es el
novelista que en este momento debe ocuparme. No se me tilde de crítico
motolito y poco avisado.

¡Despertad, pues, recuerdos azules, verdes y carmesíes de la edad
primera! ¡Salid de las argentadas y bramantes olas que lloraban noche y
día debajo de mis balcones! ¡Salid de las vegas lujuriantes de maíces
que crujen al viento como la seda! ¡Venid de lo alto de aquellas
montañas donde blandean las nubes como banderas! ¡Venid y decidme cómo
es Pérez Escrich, que ya no me acuerdo!

Pienso, si no me es infiel la memoria, que hay en las obras del Sr.
Escrich algo de lo que se observa en las de Esquilo. Los caracteres del
Sr. Escrich, á semejanza de los del trágico griego, son inmobles como
los peñascos, representan un sentimiento único, son personajes de un
momento determinado y de una simplicidad absoluta. Pero el autor de _Las
Euménidas_ y del _Prometeo encadenado_, con tales caracteres, no lograba
idear más que una situación casi fija, un cuadro delicioso, pintado con
inspiración sublime, pero siempre el mismo; mientras el Sr. Escrich
consigue tejer una acción complicada, altamente dramática y llena de
peripecias. Sin embargo, el parentesco de ambos ingenios no es menos
visible, por más que la distancia de los tiempos haya establecido entre
ellos diferencias favorables al último.

Para Escrich, lo mismo que para Esquilo, hay entre el bien y el mal, acá
en la tierra, el mismo irreconciliable dualismo que en el cielo. No es
posible que en un mismo hombre coexistan partículas de bien y de mal.
Sus personajes son siempre Ormuz ó Ahriman, ó lo que es lo mismo, cuando
un personaje de Pérez Escrich sale malo, no hay por dónde cogerle de
pícaro y endemoniado; al paso que cuando es hombre de bien, lo es á
carta cabal. El Sr. Escrich cuida también con particular esmero de unir
la belleza física con la moral, prestando hermosura, fuerza y elegancia
corporales á los dechados más completos de bondad. En efecto, sería
cosa fatal y hasta absurda el que un joven de cabellera rizada, de ojos
expresivos, de nariz recta y modales distinguidos robase unas
cucharillas de plata. ¡Me encantaban á mí sobremanera aquellas tertulias
de sujetos tan lindos y de tan buenas partes! Generalmente llevábanse á
efecto en alguna guardilla ó sotabanco, y los que allí se reunían, más
buenos que el pan candeal, solían festejar su honradez con algún
extraordinario en medio de la mayor cordialidad y buen orden. Las
guardillas de Pérez Escrich exhalan un olor tan fuerte á virtud, que
echa para atrás.

Casi siempre, en pos de la tertulia de honrados venía la de perdidos,
con el objeto de formar contraste. Allí se veía hasta dónde puede llegar
la malicia humana. Todos eran bandidos de pura raza, con sus ojos
atravesados y sus correspondientes cicatrices. Como era natural, en
aquella sociedad nadie creía en Dios, y así tenían buen cuidado de
manifestarlo á la primera ocasión.

Los buenos y los malos se distinguen, pues, de un modo cabal en las
novelas de Escrich. No aparecen tan bien determinadas las diferencias
entre los hombres de talento y los majaderos. Nuestro autor no es tan
feliz en la pintura de discretos como en la de tontos. Así es que cuando
pretende hacer pasar á alguno por sabio, debemos creerlo tal con aquella
fe viva que aconseja el P. Astete para los misterios de la religión.

Por otra parte, sus personajes hablan con un lenguaje adecuado en
cuanto es posible á la situación y modo de ser del héroe. Shakspeare
hacía lo mismo. ¡Cuán envidiable me ha parecido siempre esta facultad de
adaptarse á todos los momentos y estados de la vida! No puedo menos de
recordar á un orador sagrado de mi pueblo, que predicaba siempre al aire
libre el sermón del _Encuentro_ durante la Semana Santa. Cuando para
formalizar de un modo plástico, como era costumbre, las dramáticas
escenas de la Pasión, necesitaba dirigirse á las imágenes soportadas por
robustos marineros, solía decir: «¡Eh! á sotavento San Juan... María
Santísima á barlovento». Hubiera sido un gran novelista aquel cura.

Y á propósito de la Pasión. Tengo entendido que el Sr. Pérez Escrich, en
competencia con San Lucas, describió muy á lo vivo la pasión y muerte de
Nuestro Señor Jesucristo en una novela titulada _El Mártir del Gólgota_.
No he leído _El Mártir del Gólgota_, y lo que es aún peor, doy á ustedes
palabra redonda de no leerla; mas precisamente por eso debo extenderme
algo sobre esta novela para no romper con la costumbre de la sana
crítica.

Si yo fuese un crítico desalmado y avieso, nunca perdería la ocasión de
lucir mi donaire escribiendo sobre la obra del Sr. Escrich las frases
más sabrosas y picantes, pues ingenio tengo que me sobra para ello. Con
la intención más perversa podría comparar su novela á la lanzada de
Longinos y con otros pasajes del Nuevo Testamento hacer chacota de ella.
Pero esto desmentiría la gravedad ingénita de mi carácter y me haría
perder no poco en el concepto de las personas serias. Examinaré, pues,
la obra del Sr. Escrich de un modo concienzudo, haciendo resaltar todas
sus bellezas y señalando al propio tiempo sus defectos más capitales.
Examinaréla desde el punto de vista histórico y asimismo desde el
filosófico, económico y administrativo.

En primer término, debo llamar la atención de los lectores hacia una
singular coincidencia que corrobora el juicio ya emitido acerca de la
afinidad que media entre la inspiración de Esquilo y la de Escrich.
Esquilo solía tomar por asunto de sus tragedias los misterios y símbolos
de la religión, dando forma poética á las tradiciones de la mitología
primitiva, como acontece en la trilogía de los _Prometeos_. Escrich
busca motivo para sus creaciones romancescas en los augustos sucesos de
nuestra religión, novelando la dramática historia de nuestro Redentor.
¡Cuántas bellísimas reflexiones le habrá sugerido la inicua degollación
de los santos inocentes! ¡Con qué vivos colores habrá descrito el
establo donde nació el hijo de María! ¡Qué observaciones no habrá hecho,
todas atinadas y profundas, sobre los tres reyes magos, Melchor, Gaspar
y Baltasar!

¿Pero quiénes desempeñarán en _El Mártir del Gólgota_ los papeles de
cazador maníaco, de pescador distraído, de costurera angelical, de
criado fiel y de banquero infame? Porque al Sr. Escrich le pasa algo de
lo que á los generales españoles; le caben pocos hombres en la cabeza, y
estoy casi seguro de que no ha cambiado el personal de sus novelas por
hallarse ahora en la Palestina y en siglo tan apartado. He aquí por qué
me estaría muy bien haber leído _El Mártir del Gólgota_.

Pero si los personajes son siempre los mismos, en cambio la trama de sus
novelas suele ser idéntica, y váyase lo uno por lo otro. Creo haber
dicho que el centro de operaciones del Sr. Escrich es una guardilla.
Allí habita una familia honrada, laboriosa, pacífica, aseada; la
familia, en fin, más excelente y admirable que se puede decir ni pensar.
Mientras esta familia infinitamente buena vive en la mayor estrechez,
procurándose con su trabajo apenas lo indispensable para no morirse de
inanición, en un palacio de la misma calle, sumido hasta el cogote en la
opulencia, y no sabiendo qué hacer del tiempo y los millones, mora el
inicuo despojador de esta familia. Ahora bien: ¿habrá nada más justo que
el que esta familia salga de la miseria, torne á disfrutar sus bienes, y
el malvado que se los arrancó, confuso y despatarrado, vaya á
entendérselas con los esbirros del Saladero? Cierto que no lo hay, y el
Sr. Escrich aplica todo su esfuerzo á una empresa tan meritoria. Una vez
conseguido su propósito, esto es, después de restituídos los cuartos y
puesto el ladrón á buen recaudo, el Sr. Escrich, en conciencia, no
quedaba obligado á más. Sin embargo, la novela no da fin en este punto,
sino que, desplegando un celo nunca bastante agradecido y pagado con el
miserable cuartillo de real en que se estima cada entrega, el autor se
entretiene con afectuoso esmero á contarnos en qué forma y manera gastó
aquella familia su dinero, qué vida se daba, cuánto pagaba de
contribución y qué número de platos se ponían á la mesa. Con esto, la
descolorida costurera que tiene entre sus manos _El pan de los pobres_,
se inflama de curiosidad y de gozo: cierra el libro, apoya en la mano su
mejilla, y fijando los ojos en la luz de petróleo, comienza á soñar.
¡Quién sabe si algún pícaro de los que pasean en coche por el Retiro
estará comiendo una fortuna que pertenezca á sus progenitores! Mira á
sus manos, y sus manos no pueden ser más afiladas, más finas, más
aristocráticas; mira á sus pies, y sus pies no pueden ser más breves,
más estrechos ni más altos de empeine. La costurera se siente con
fuerzas bastantes para ser millonaria. He aquí cómo Pérez Escrich sabe
herir las fibras más delicadas del corazón humano.

El Sr. Escrich--dicho sea en honor suyo--no es hombre de grandes
conocimientos. Las ciencias y las artes no salen casi nunca de sus
novelas sin algún arañazo. Sea ejemplo uno de los capítulos de _El pan
de los pobres_, novela que me ha prestado la patrona de un amigo mío.

En este capítulo, titulado «Uno de los dos», dice el Sr. Escrich:

«Á las once y media, Luis y Antonio firmaron como testigos el
testamento, el notario se despidió y Carlos, etc.»

Ahora bien, el que esto suscribe, ante el juez competente, como mejor
proceda en derecho parece y dice:

Que en el testamento de D. Carlos de San Pablo se ha omitido y se falta
á una de las solemnidades necesarias de los testamentos, cual es la
presencia ó la firma de los testigos. En el caso de que el testamento de
D. Carlos de San Pablo fuese abierto ó nuncupativo, debió atenderse para
formalizarlo á la ley 1.ª tít. 19 del Ordenamiento de Alcalá, modificada
por la pragmática de D. Felipe II de 1556, y ambas incluídas, como la
ley 1.ª tít. 18 del libro 10 de la Novísima Recopilación. En esta ley se
previene que en el otorgamiento del testamento abierto deben ser
presentes tres testigos vecinos con escribano, ó cinco testigos vecinos
sin escribano, ó siete testigos si no son vecinos. En el testamento de
don Carlos de San Pablo no aparecen presentes más que dos.

Asimismo digo, que si el testamento de D. Carlos de San Pablo fuese
cerrado, debió atenderse para formalizarlo á la ley 3 de Toro, incluída
como 2.ª del título 18 del libro 10 de la Novísima Recopilación, la cual
fija en el número de siete los testigos que han de firmar sobre la
carpeta del testamento. En el de D. Carlos de San Pablo no firman más
que dos.

En uno y otro caso, pues, el testamento de don Carlos de San Pablo no
cumple con las solemnidades exigidas por la ley, y debe ser redargüido
de nulo de toda nulidad, como así espero que se considere, declarando
fallecido abintestato al D. Carlos de San Pablo.

Otrosí. Pido que se le dé á cada cual lo que más le convenga, aunque
esto sea pedir gollerías.

¡Ya estaba reventando por lucir mis conocimientos en jurisprudencia!

En el mismo capítulo el Sr. Escrich se niega á describir las peripecias
de un duelo, so pretexto de que ya lo ha descrito en otros muchos libros
publicados anteriormente. Esa no es razón. Cuanto más se repita una
cosa, mejor impresa quedará en el ánimo de los lectores, y me sorprende
bastante que el señor Escrich rompa en esta ocasión con su constante y
saludable práctica.

Al observar cómo me detengo en este capítulo, tal vez pensará el lector
que no he leído ningún otro. Pues mucho se engañaría ¡ay! porque todos
los he leído.

Hablemos ahora de la filosofía del Sr. Escrich.

La verdad es que este mundo no está bien arreglado. En esto convenimos
todos. ¿Por qué había yo de estar, sin bendita la gana, borroneando la
semblanza del Sr. Escrich, en vez de ocuparme seriamente en pasear por
Recoletos? ¿Por qué cuando salgo de casa con paraguas no llueve, y
llueve precisamente cuando salgo sin él? ¿Por qué es la muerte condición
necesaria de la vida? ¿Por qué los oradores del Congreso dicen á cada
instante «tuvo lugar»?

Son éstos misterios que no acierta á penetrar el humano discurso y que
nos llevan á pensar en un más allá. Como decía el cura de mi pueblo en
un sermón que predicaba siempre en el día de la Magdalena, «todo es
fugaz sobre la faz de la tierra». Pero á mi ver no debemos lamentarnos
de que todo sea fugaz en la tierra; al contrario, yo he celebrado mucho
que fuese fugaz el tirón que me dieron a una muela cuando me la sacaron.
Lo que de veras siento es que se hayan fugado tan presto otros momentos
que tengo, cual preciosos brillantes, engastados en la memoria. De todos
suertes, ora porque el placer sea fugaz, ora porque el dolor lo es harto
poco, pienso que el mundo pudo haberse arreglado de mejor modo. Por
donde quiera que tendamos la vista, se observan claras señales de que la
Providencia no había leído las novelas de Pérez Escrich. El mundo del
Sr. Escrich, digámoslo de una vez, vale sin comparación más que el del
Padre Eterno. ¡Cómo había de consentir nuestro autor que un tunante
estuviera comiendo tranquilamente hasta su muerte la fortuna adquirida
por el crimen! ¡Ni que un aristócrata deshonrase á una doncella del
pueblo sin recibir el condigno castigo! ¡Ni que dos muchachos que se
quieren dejen de casarse! Pues de todo esto se ve en el mundo á cada
paso, en este pícaro mundo, hecho, á lo que parece, sin conocimiento del
Sr. Pérez Escrich.

Pasemos al estilo. El estilo del Sr. Escrich no puede ser...

¿Qué es lo que tenía yo que decirles antes?

¡Ah! sí, prometí á ustedes la historia de unos amores en que juega
papel importantísimo el autor de quien tratamos, y no quiero pasar más
allá sin cumplir la palabra.

Ya les he dicho que el amor mío, aquel que conocí en la villa de Gijón,
leía sin duelo á Pérez Escrich. Yo la amaba á pesar de esto. Tenía unos
ojos tan tristes, que al mirarlos huía toda la alegría del corazón y
pensaba uno en la muerte. Pero eran tan hermosos como sombríos. Parecía
que decían: «amadme, que voy á morir». Después que cambié su amor por la
honra de ser el peor jurisconsulto de España, aquellos ojos me
produjeron muchas pesadillas.

Un día en que desperté más sentimental que de ordinario me decidí á
verlos otra vez, y no sin que se alborotase mi buen juicio, tomé
prosaicamente un asiento en el coche de Gijón.

Rodaba el carruaje por la blanca carretera con cenefas de césped. Sobre
ella, desde ambas orillas, pendían en apretados piños las manzanas
relucientes y sonrosadas, y aún más reluciente y sonrosado aparecía á lo
mejor entre el follaje el rostro de alguna campesina. Á los viajeros se
les hacía la boca agua. La tarde era de otoño, melancólica y huracanada.
Las nubes pasaban ligeras sobre un cielo lívido, perdiéndose al instante
de vista cual si acudiesen presurosas á un llamamiento lejano. El polvo
cegaba los ojos y blanqueaba los vestidos. Retorcíanse los árboles con
angustia cual si pidiesen compasión. Allá del monte venían mil ruidos
extraños de ejércitos que se pelean, muchedumbres que rugen y olas que
braman. Las amarillentas hojas volaban por los aires de aquí para allá
aturdidas y sin saber dónde refugiarse. En los momentos de calma se oía
bien el ruido de las campanillas, pero muy pronto se confundía con todos
los demás. Los pañuelos rojos y blancos de las muchachas que se paraban
á vernos cruzar parecían gallardetes sujetos á esbeltos mástiles. Les
costaba mucho trabajo refrenar los ímpetus de sus enaguas ansiosas por
saludarnos. La brisa se hizo más húmeda y más acre, y comprendí que
estaba cerca de Gijón con su gruñona mar. En Gijón se toma el peor
chocolate del mundo.

Estaba sentada junto al balcón toda vestida de blanco: los cabellos tan
negros como el paño de los féretros, caían hechos sortijas por la
espalda.

Hice parar el coche, y llegué hasta sus pies donde me arrodillé. Quise
pedirla perdón, pero me dijo: «Déjame, ¿no ves que leo _La esposa
mártir?_»

Efectivamente, leía _La esposa mártir_. «¡Cielo mío, yo también he leído
_La esposa mártir!_»

Entonces me dijo: «Eres un infame, tú no has leído _La esposa mártir_;
en tus ojos lo estoy viendo, traidor. Ni has leído _La esposa mártir_ ni
tienes en el pecho corazón. ¿Dónde está el amor? ¿Quién lo ha visto? Ya
no hay amor más que aquí, en este libro. Mira á mis ojos. Están rojos de
leer. He leído mucho, mucho. Por eso hoy me río de ti y de tu amor...
¿No ves cómo me río?»

La hermosa lanzó una carcajada histérica.

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¡Estaba tonta!

[Illustration]

[Illustration]



D. JOSÉ DE CASTRO Y SERRANO


[Illustration: Y]O no diré que el Sr. Castro y Serrano sea un gran
novelista. No señor, no lo diré. Pero confiesen ustedes que después de
haber hablado del Sr. Pérez Escrich, tendría derecho á decirlo.

Al llegar á un villorrio de la Mancha ó de Castilla, sobre todo viniendo
directamente de la corte, habrás observado, lector, que las mujeres
parecen zafias desgarbadas y hasta ridículas. Pues yo te juro que á
permanecer algún tiempo en aquel pueblo, llegarías á juzgarlas con menos
severidad y aun presumo que no tardarías en poner los ojos dulces á
alguna, teniéndola por tan airosa y gallarda como la dama más elegante
que pasea sus gemelos de nácar por el ámbito del Teatro Real. Mas
supongamos que te haces carlista y vienes á Madrid con un buen empleo, y
al cabo de algún tiempo te encuentras de manos á boca en la Carrera de
San Jerónimo con tu manchega deidad. ¡Qué horror! Te pones colorado al
pensar solamente que el amigo que va contigo llegue á saber que has
compuesto unas octavas reales á aquel talle.

Perdona que me suceda algo parecido tratándose de novelistas. Después de
leer á Víctor Hugo, Dickens, Tourguenef, Balzac y Manzoni, soy lo más
impertinente y quisquilloso que jamás se ha visto; pero lo mismo es
andar algunos días entre Fernández y González, Pérez Escrich y Tárrago,
que ya se me ensanchan las tragaderas de un modo inverosímil.

Ó no sé lo que me digo, ó acabo de prevenirles á ustedes contra los
elogios que voy á tributar al señor Castro y Serrano.

Lo siento de todas veras, y si no llevase escritas ya cerca de dos
cuartillas, es casi seguro que empezaría de nuevo esta semblanza.

No hay cosa que más repugnancia y desazón me cause que esa desdichada y
nunca bien entendida división de las obras de arte en _realistas_ é
_idealistas_. No obstante, por espíritu de humildad evangélica y sin
otro pensamiento que el de mortificar la carne, diré que el Sr. Castro y
Serrano es un escritor realista.

Hay gente--á quien la palabra realismo le huele á hospital, á carbón y á
taberna--que de aquí para adelante no ha de mirar más de buen ojo á
nuestro novelista sólo por esto. Así como los naturalistas dividen el
mundo que habitamos en reino orgánico y reino inorgánico, ellos lo
dividen en verso y prosa. Á la jurisdicción del verso pertenecen las
noches despejadas de luna, el primer beso que se da á la novia, el canto
del ruiseñor, los murmullos del río, las mariposas, el aire cuando no es
muy fuerte, que toma entonces el nombre de céfiro, etc., etc. Entra en
el recinto de la prosa toda la maquinaria industrial, el comercio por
mayor y por menor, los presidios, los hospitales, las grandes ciudades,
las estaciones de ferrocarriles, etc., etc.

Ahora bien, yo no creo en esta división. Á mí se me figura que el verso
y la prosa andan confundidos en este mundo lo mismo que en el _Almanaque
de la Ilustración Española y Americana_. El distinguirlos entre sí, no
es tan fácil como á primera vista parece. Hay ocasiones en que dentro de
un espacio tan reducido como el de este Almanaque, cuesta trabajo
ímprobo el diferenciarlos, ¡qué no acontecerá tratándose del orbe
entero! Para eso están los poetas; para eso y para hacer disparates
cuando son ministros.

Quisiera ponerme serio, muy serio, y después de ponerme tan serio como
en España se necesita para ser algo de provecho, diría á esos señores
detractores del realismo como sigue.

La vida tiene toda ella un aspecto poético. Este aspecto poético, total
ó parcialmente velado y desconocido para el común de los hombres, es
sólo visible en la mayoría de los casos para las almas privilegiadas. El
que no sabe libar de las bajezas y miserias de este mundo la rica miel
de la poesía, no se tenga por poeta, por más que le encanten y deleiten
hasta conmoverle la amenidad de los campos, la serenidad del cielo, los
trinos de los pájaros, y haya escrito en su juventud algún artículo
titulado «Impresiones».

Introducid á Dante en los talleres de una fábrica, y allí, donde nadie
sospecha que existe elemento alguno poético, es bien seguro que él lo
encontrará. Véase si no cómo nuestro Campoamor lo ha encontrado en un
_tren expreso_, Núñez de Arce en los áridos y monótonos campos de
Castilla _(Idilio)_, Pérez Galdós en la explotación de unas minas de
calamina _(Marianela)_.

Acercad mucho los ojos al cuadro de las _Meninas_, de Velázquez, y no
percibiréis otra cosa que manchones ó plastas de color. Si queréis
admirar aquellos prodigiosos efectos de luz, es fuerza que os coloquéis
á una distancia conveniente. Así el poeta busca en todos los momentos y
situaciones de la vida la distancia para ver los objetos bajo la
apariencia bella.

La llamada escuela realista ha padecido lamentable error traduciendo al
arte, sin buscar previamente su punto de vista, muchos momentos de la
vida indiferentes ó indignos. ¡Pero cuánto bien ha merecido por haber
traspuesto la barrera en que los románticos lo tenían encerrado!
Innumerables acciones y sentimientos humanos desdeñados por el
romanticismo vinieron á reclamar el puesto á que tenían derecho, y aun
aquellos otros, perseguidos sin tregua por los románticos, presentáronse
desnudos de todo aparato absurdo y convencional. Derrumbáronse los
blancos albornoces de los hombros de los caballeros y empezaron á sentir
los afectos más tiernos debajo del forrado paletó. Las damas, que hasta
ahora no habían comido ni bebido, sacaron la tripa de mal año en las
novelas ó poemas realistas. Era ya tiempo. Las pastoras y zagales que
tanto tiempo perdieron cogiendo florecitas, sonando el caramillo y
mirándose en los arroyos, empuñaron el arado y la rueca que nunca
debieron haber soltado. Después de tanta holganza, todos vinieron
perezosamente á sus tareas, y tuvimos la satisfacción de verlos en
poemas y novelas como si estuviesen en su casa.

¿Manchó sus alas el poeta por acercarse á la tierra? ¡Oh, no! Yo he
visto á _Eugenia Grándet_ guardando terrones de azúcar á hurtadillas de
su padre para endulzar el café de su amante, y no me pareció por eso
menos bella. Yo he visto á _Pepita Jiménez_ con su vestido corto de
merino y su pañolito de seda á la cabeza, y no me pareció menos amable é
interesante. He visto sobre todo á _Margarita_, á la inocente niña de
los cabellos rubios, delante del torno de hilar, moviéndolo con el pie
al son melancólico de su canto, y jamás sacudió mi alma la poesía de los
hombres con tal violencia. Antes de verla, grandes poetas que la
humanidad justamente reverencia, me habían puesto delante de las más
espléndidas bellezas, ideales y magníficas señoras ante cuya hermosura
paséme absorto muchas horas. Mas siempre me infundieron tanto respeto,
que aunque vivamente herido de la gloriosa luz que en torno suyo
esparcían, en el fondo del corazón no las amaba. No se ama lo que está
muy bajo ni lo que está muy alto. Cuando cayó en mis manos el libro de
Goethe y conocí á Margarita, no me postré de hinojos confesando mi
bajeza como había hecho con las otras, sino que me adelanté á saludarla
con efusión como si fuese su amigo. ¡Qué temor puede inspirar la
timidez! Entonces caí en la cuenta de que también en la vida de los que
oímos á Perier en el Ateneo y tomamos chocolate á última hora en el
establecimiento de doña Mariquita, puede existir mucha poesía. Margarita
no vive entre las nubes, no es una visión, es nuestra hermana que canta
cerca de nosotros mientras pone en orden los muebles de la habitación;
es la mujer que amamos, cuya aguja cruje sobre el bastidor como si riera
del rubor que la causan nuestras palabras. Margarita es poesía, pero es
verdad.

Lo acabo de decir. El arte no es otra cosa en resumen que verdad y
poesía. De un puñado de tierra se hace un brillante. Con un puñado de
sentimientos se forma un poema. Todo se reduce á saber tallarlos. El
poeta puede mover la cabeza sobre las flotantes nubes y bañarse en la
radiante luz del sol, cuando para los demás mortales no aparece, pero es
á condición de que pise con un pie á lo menos esta pobre tierra, que con
tanta paciencia nos soporta.

Mas ahora advierto que con la mayor frescura estoy cortando y rajando en
asuntos estéticos, ni más ni menos que si fuese un orador del Ateneo.
Bien se habrán reído ustedes de mí. Sin embargo, no estoy arrepentido.
El día menos pensado les encajo una defensa del _idealismo_. Hace tiempo
que me llamo discípulo fiel de aquella frase de Voltaire: «Todos los
géneros son buenos menos el fastidioso».

Una vez afirmado que me despepito y alampo por el género realista, surge
inmediatamente esta formidable pregunta: ¿Es el Sr. Castro y Serrano un
realista como Dios manda?

Aquí me tienen ustedes rascándome la cabeza por detrás de la oreja,
subiendo y bajando los hombros y ejecutando otra porción de muecas á
cual más ridícula, como si no supiese qué responder ó allá adentro me
tuvieran agarrada la respuesta con tenazas. En último resultado podría
responder como el estudiante de marras: «por mí que lo sea». ¿Pero así
se declina una responsabilidad contraída? ¿De esta manera indecorosa se
zafa uno de un compromiso sagrado por el mezquino interés de quedar bien
con todos?

No en mis días. Por algo dijo un crítico que la crítica era un
sacerdocio. En este momento late dentro de mí el sacerdote con terrible
pujanza, y si no me van á la mano voy á escribir una que sea sonada.

El Sr. Castro y Serrano pudiera ser mucho mejor novelista de lo que es.
De esto no me cabe ninguna duda. Todavía más: creo que tampoco le cabe á
él mismo. No sé por qué se me antoja que es el Sr. Castro y Serrano uno
de esos hombres que saben que se debe escribir bien, y que si en su mano
estuviera, aun á costa de cualquier sacrificio, escribiría
admirablemente. Esto ya es algo. Todo hombre debe proponerse hacer bien
aquello que tiene entre manos.

¡Y qué gusto me daría á mí el Sr. Castro y Serrano si consiguiese
siempre su propósito! Apretar el entendimiento, privarse del paseo y
otros recreos honestos, ganar pocos céntimos, gastar la tinta y la salud
escribiendo cuartilla sobre cuartilla, y al fin de todo, contemplar que
la obra no es un monumento literario! ¡Oh qué cosa tan triste es ésta
para el escritor! Crean ustedes que estuve tentado muchas veces á tirar
la pluma y entrar en algún negocio de ferrocarriles.

Pero volviendo al tema. ¿Qué mal me resultaría á mí de que el Sr. Castro
y Serrano escribiese tan bien como el Sr. Valera? Si cuando llegué á
Madrid y por primera vez pisé las calles de esta corte

..........al rico aduladoras
    como al pobre severas, desbocadas,

según reza Tirso, me hubiesen mostrado al Sr. Castro y Serrano
diciéndome: «Ese caballero que va ahí es el Sr. Valera», téngase por
seguro que á la hora presente el Sr. Castro y Serrano sería para mí un
eminente escritor.

Y para que se vea lo que son las aprensiones humanas; si al pasar el Sr.
Valera por mi lado me hubiesen dicho «ése es el Sr. Castro y Serrano»,
es más que probable que no me causara ni la mitad de impresión esa
nobleza que la comunica el culto fervoroso y constante del arte, y esa
firmeza que la experiencia de la vida ha prestado á la fisonomía del Sr.
Valera.

Mas el Sr. Valera y el turrón de Jijona son dos cosas difíciles de
contrahacer, y ni el mismo Sr. Castro y Serrano, que es hombre docto y
de ingenio, sería capaz de ofrecernos un Valera sin descubrir al momento
la hilaza de la falsificación. Porque si bien puede oponérsenos que la
frialdad es una cualidad en que ambos ingenios parecen ajustarse, yo no
puedo menos de revolverme contra tal especie. No negaré que en Valera
reina de vez en cuando tanto fresco que le obliga á uno á levantar el
cuello de gabán y apretar un poco el paso, pero apenas si llega nunca á
cuajar en él la nieve, mientras que el señor Castro y Serrano es un
escritor de nieves perpetuas. ¡Al diablo quien pare allí!

Este es el secreto de por qué el Sr. Valera y mucho menos el Sr. Castro
y Serrano no llegarán jamás á ser escritores populares. Pero como es un
secreto, estimaré que no lo comuniquen ustedes á nadie.

¡Oh cómo ayuda á escribir este musculito hueco que brinca á todas horas
en nuestro pecho! Entiende poco de sintaxis y menos de ortografía, pero,
créame el Sr. Castro y Serrano, es el medio mejor que se ha inventado
hasta el día para entenderse con el pueblo soberano.

Todas las novelas del autor que nos sirve de tema padecen de lo mismo.
Hay en ellas observación fina, mucho acierto en la exposición y aliño en
el estilo; les falta calor y poesía. Por eso juzgué siempre que el Sr.
Castro y Serrano no debía tomar otro papel que el de escritor de
costumbres, el cual no hace más que describirlas sin darlas vida en la
acción más ó menos complicada de una fábula. No hay que olvidarse de que
el novelista es ante todo un poeta. Copiar fielmente la vida ordinaria
de los humanos podrá ser en ocasiones obra meritoria, pero no una obra
romancesca. Es verdad que deseamos conocer con empeño á veces los actos
más insignificantes ó indiferentes de la vida de un hombre, pero es sólo
cuando este hombre ha cumplido, está cumpliendo ó va á cumplir algo
extraordinario é interesante. ¿Querrá decirme el Sr. Castro y Serrano
qué tiene que partir con el arte la vida del tendero que habita debajo
de su casa desde que abre el establecimiento y limpia el polvo del
escaparate por la mañana, hasta que apaga el gas por la noche? Nada en
mi pobre juicio, mientras no se aparte del vulgo de los tenderos,
mientras no ponga de relieve de un modo genial y característico algún
sentimiento humano ó tome parte activa ó pasiva en el curso de una
acción dramática. No me cabe duda; el realismo del Sr. Castro y Serrano
no es el verdadero realismo. Podrá ser el realismo de la vida, pero no
es el realismo del arte. Aquí vendría muy bien poner una llamada y citar
una docenita de autores alemanes para que al señor Castro y Serrano no
le quedase ninguna duda sobre este punto. ¡No es vergonzoso que no tenga
ni uno disponible!

He leído con placer en otro tiempo una novelita publicada por nuestro
autor en la _Ilustración Española y Americana_ que llevaba por título
_Juan de Sidonia_. Aunque excesivamente sencilla en su trama, tiene
mucho colorido y gran verdad y delicadeza en los sentimientos. Por _Juan
de Sidonia_ adelante se puede llegar á ser un gran novelista.

Mas el Sr. Castro y Serrano muestra afición tan decidida á reposar
frecuentemente, que sospecho no ha de llegar jamás al término del viaje.
Esta tendencia al reposo que se observa en el Sr. Castro y Serrano no
acusa una constitución muy sana; es señal de apoplejía. Adviértese con
frecuencia que se detiene ante cualquier objeto, aun el más
insignificante y despreciable, y se queda dormido describiéndolo. ¿Por
qué para este novelista serán iguales un paraguas ó unos guantes á una
mujer hermosa y ha de gastar la misma tinta en describirlos? ¿No
comprende que el tenernos quietos tanto tiempo ante cualquier cachivache
nos ocasiona gran molestia? Yo creo que el Sr. Castro y Serrano lo hará
con la mejor intención del mundo, pero no parece más que lo hace adrede
para aburrirnos. Si á esto se agrega--que se agrega casi siempre--un
laberinto de reflexiones paradójicas brumosas y ensortijadas con que el
autor se cree en el caso de sazonar todas sus descripciones, hay que
convenir en que la brevedad es la primera de las virtudes teologales.

El Sr. Castro y Serrano es un gran observador. Pero también lo es el Sr.
Valera, y nunca se le ocurrió abusar de este don del cielo, gastando, ó
por mejor decir, malbaratándolo en todos los sitios y en todos los
momentos.

El Sr. Castro y Serrano es ingenioso. Pero también el Sr. Valera lo es,
y no se obstina en estrujar y retorcer conceptos y vocablos para
extraerles la gracia.

El Sr. Castro y Serrano es docto. Pero también lo es el Sr. Valera y no
siente comezón por mostrarlo.

Según la retórica, acabo de cometer nada menos que tres _carientismos_.
¡Dios me los perdone!

Por todo se podría pasar, no obstante, si el señor Castro y Serrano no
fuese filósofo. Con esto declaro que no puedo transigir. ¿No es bastante
que el señor Alarcón lo sea? Aquí en España la filosofía ya va picando
en historia, y se cuenta demasiado con la paciencia de los naturales.
Por lo demás, justo es decir que el Sr. Castro y Serrano no es de los
filósofos más cerriles, y si con fe se lo propusiera, creo que pronto
conseguiría dejar de serlo.

He dado á entender hace un instante, por medio de una figura retórica,
que el Sr. Castro y Serrano solía introducir en sus novelas
observaciones triviales, oscuras y desnudas de interés, y que asimismo
no pocas veces alambicaba y retorcía los conceptos y las frases estéril
é inoportunamente. Si no añadiese otra cosa á esta censura, cuando me
fuese á la cama no me dejarían dormir los remordimientos. Apresúrome,
por tanto, á manifestar que siendo muy exacto lo anterior, no lo es
menos que este novelista sabe formular su pensamiento en consideraciones
profundas, discretas é ingeniosas, como lo tiene probado en muchas
páginas de sus libros; y que esparcidas por ellos se encuentran también
frases sumamente felices y agudas. _Suum cuique tribuere_.

El Sr. Castro y Serrano tiene un estilo completamente propio. Ha
salvado, pues, la barrera que separa al escritor del que no lo es. Sin
embargo, con el estilo acontece lo que con todas las haciendas. Quién la
tiene situada en un valle fértil y ameno, en las márgenes de un río
bullidor y cristalino, regalada por los céfiros, el azahar y los
pájaros; quién se ve precisado á poseerla en Navalcarnero, entre el
cielo y el trigo que se abrazan allá á lo lejos, lo menos á catorce
leguas. Pues bien, si no me engaño, la finca del Sr. Castro y Serrano
debe hallarse hacia Creta, muy cerca del famoso laberinto. Tiene bello y
elegante aspecto como la morada de un opulento, pero no pocas veces
remedando á Teseo he tenido que dejar el ovillo á la puerta y llevar
bien cogido el hilo al internarme en sus crujías á fin de encontrar
salida cuando la hubiese menester.

Este escritor trata á su estilo como á barra de plomo. Machaca en él
hasta que lo convierte en lámina. No bastándole esto, sigue batiendo
hasta que lo transforma en papel. Y no satisfecho todavía continúa
empuñando el mazo hasta que resulta un gas veintisiete veces más ligero
que el aire. Por donde no pase el estilo del Sr. Castro y Serrano, crean
ustedes que no pasa la punta de una aguja.

Que estire su estilo hasta romperlo por lo más delgado dentro del radio
de la ciudad, como puede observarse en sus _Cuadros contemporáneos_, no
es pecado tan feo, pues al fin en la corte, desde los novelistas hasta
los garbanzos, todo anda estirado. ¡Pero ponerse á sutilizar, como lo
hace en _La novela del Egipto_, frente á la naturaleza, frente al mar,
lo mismo que si estuviera delante de la sala de lo civil en pleito de
mayor cuantía! Vamos, que esto me parece... Permítaseme que sobre ello
haga pronóstico reservado.

En el estilo, nuestro novelista se atiene también demasiado á la
simetría, no permitiendo que ningún símil ó parecido marche sin su
correspondiente desemejanza, esforzándose con empeño en rebuscar unos y
otros de suerte que formen siempre una serie. De tal esfuerzo resulta en
el estilo un cierto paralelismo artificioso que nada tiene que ver con
el de la Biblia.

En fin, creo que por mucho que en ello me fatigase, nunca recomendaría
bastante al Sr. Castro y Serrano la naturalidad.

Y aquí daría remate á esta semblanza si no fuese que aún me resta por
decir unas palabras. Hélas aquí:

Aunque el Sr. Castro y Serrano observe en ocasiones más de lo necesario,
aunque reflexione y considere también más de lo justo, aunque sea muchas
veces nebuloso y afectado en el estilo, aunque se dé aires de filósofo
y se entregue sin piedad á las descripciones; por mucho que se esfuerze
en ocultarlas, el Sr. Castro y Serrano tiene bastantes cualidades para
ser novelista estimable y un excelente escritor de costumbres.

[Illustration]

[Illustration]



D. JOSÉ SELGAS


I

[Illustration: Y] HE aquí que vino á mí el editor y me dijo: Es
necesario incluir á Selgas entre los novelistas españoles.

En verdad te digo, repuse, que eso es más difícil de lo que tú te
figuras, porque no he leído de Selgas ninguna novela, y sí tan sólo una
colección de artículos... Pero TÚ DIXISTI: «todo lo que el hombre puede
osar yo lo oso», como dijo Shakespeare ó Pérez Escrich, no recuerdo bien
cuál de los dos. En el término de cuatro ó cinco días seré con él en la
imprenta.

Para ello es indispensable adquirir LA MANZANA DE ORO, colección de
novelas del Sr. Selgas. El medio más adecuado de adquirir libros
conocidos hasta el día es pedirlos á un amigo. Ya la he pedido; ya me la
ha concedido; ya está en mi poder _La Manzana de oro_.

Héteme aquí, pues, sentado frente á la mesa, en silla de gutapercha,
bajo la benéfica sombra de una pantalla de papel verde botella, á la
hora en que combaten las sombras y los espectros de la noche, á la hora
en que las nieblas reposan tranquilamente sobre el casto regazo de los
ríos, á la hora en que voltean por los aires las polkas de las murgas, á
la hora en que los árboles se embozan de un modo siniestro con el manto
de la noche, y pestañean en lo alto dulcemente todos los luceros del
firmamento, á la hora en que el Ateneo discute sobre lo
predominantemente subjetivo, á la hora en que las hermosas damas que
asisten al teatro Real escuchan las melodías de Bellini, hablando con
emoción de las últimas capotas que han llegado de París.

Lindo por el Norte con _La mujer soñada y La criolla_; al Este con
_Venganza y castigo_ y _Miseria humana_; al Oeste con _Un rayo de
esperanza_ y _El dedo de Dios_. ¿Cuál de estas novelas leeré primero?
Leeré la última; me parece lo más original.

El caso es que mientras la leo ha de trascurrir algún tiempo, y yo no
puedo, sin faltar á la cortesía, dejarles á ustedes esperando después de
haber comenzado la semblanza. Confío, por lo mismo, en que sabrán
dispensarme algunas impertinencias de que voy á hacer uso, con el
exclusivo objeto de que me quede algún tiempo para leer _El dedo de
Dios_.

Después que hube leído aquella colección de artículos originales del Sr.
Selgas, más arriba mencionados, si hubiese tropezado con él y yo fuese
montado en borrica, de fijo no me apearía de mi cabalgadura para
arremeter con su persona y llamarle «famoso todo, escritor alegre y
regocijo de las musas», como hizo el estudiante pardal cuando topó con
Cervantes en el camino de Esquivias; antes le hubiese dicho en estilo
bíblico: «¡anda tú, desdichado, que quieres escribir bien y no puedes!»

Cuando pasaba rozando con algún escaparate de libros y percibía entre
ellos uno nuevo de Selgas, me alejaba batiendo las alas y graznando como
las chovas de mi ciudad... ¿Qué graznaban las chovas de mi ciudad?

Siempre me causaron envidia. ¡Qué indiferencia tan sublime la suya para
todas las miserias de la tierra! Por las mañanas, al primer esperezo del
día, salía el bullicioso ejército del bosque donde pernoctaba y partía
majestuoso en correcta formación pasando por encima de la ciudad hacia
las altísimas montañas que cierran el horizonte por la parte del Oeste.
En todo el día no se las volvía á ver. ¿Qué hacían allí? Era un secreto,
y ninguna de ellas, «aunque llevan nombre de mujer», tuvo la fragilidad
de revelarlo jamás.

En otro tiempo, hace más de un siglo, pernoctaban en los huecos de la
torre de la catedral, según documentos que se conservan en el archivo de
la misma. Pero una noche, el campanero, ayudado de una docena de
chiquillos, les jugó una mala partida y no volvieron á posarse otra vez
en sus dominios.

Por la tarde, á la hora del crepúsculo, cuando los picachos donde
llevan á cabo sus trabajos misteriosos se tiñen de un color violeta, y
los amantes se despiden hasta el día siguiente apretándose dulcemente la
mano, las veía tornar con perezoso vuelo. Al divisar la aguja metálica
de la torre, que parece un florete siempre dispuesto á resistir los
asaltos del rayo, gritaban todas á una voz «¡memento!» y seguían su
carrera hasta el bosque, y allí se dormían sin los temores del porvenir,
sin las congojas del pasado, protegidas por los honrados robles que no
cesan de gruñir en toda la noche quejándose de las libertades del
viento.

Posteriormente me han dicho que los dueños de aquel bosque se negaron á
darles posada y las arrojaron á tiros, viéndose precisadas á buscar
albergue un poco más lejos, y que al cruzar por encima de aquellos
robles gritan con más tristeza aún: «¡memento! ¡memento!»

Así graznaban las chovas de mi ciudad. Así graznaba este servidor de
ustedes, huyendo á paso de lobo de aquel escaparate.


II

Ya está leído _El dedo de Dios_. Y en verdad que me ha tocado en el
corazón. Me arrepiento sinceramente de haber graznado de aquel modo tan
impolítico. No había motivo para ello. Le pido, pues, mil perdones al
Sr. Selgas, y en desagravio me apercibo á regalarle por unos instantes
el oído con gorjeos y trinos de filomena.

En esta novela, última de la serie intitulada _La Manzana de oro_, no se
resuelve ningún problema. _Dignum et justum est_. Todo aquel que en el
día no resuelva ningún problema, merece una estatua. Es decir, todo
aquel de quien se tengan sospechas vehementes de que lo resolverá mal.
Declaro, por tanto, que después de haber hecho un escrupuloso
reconocimiento en la novela del Sr. Selgas, que lleva por título _El
dedo de Dios_, no encuentro motivo de temor ni de alarma para el
público, el cual puede transitar por ella libremente al abrigo de toda
filosofía. Con esto ha dado pruebas el Sr. Selgas de ser un gran
filósofo.

La trascendencia en las obras de arte no es... (en éste momento quisiera
que mi voz fuese derecha al oído del Sr. Alarcón) una nueva cualidad que
se añade ó se resta á placer de los artistas, sino el fondo ó la esencia
misma del pensamiento creador. Cuando la trascendencia no acompaña al
germen de la obra artística, todo lo que se haga por procurársela será
inútil, y aún más que inútil, ridículo. Pero ¡Dios mío! yo creo que hay
en el mundo muchas cosas hermosas sin pizca de filosofía. Ustedes los
que pasean por esas calles del Municipio, ¿no tropiezan á cada paso con
ellas? ¿No es verdad que gastan en este momento rusos de color gris y
guantes amarillos con vivos negros? ¿No asoman su cabecita por los
palcos del teatro de la Comedia, moviéndola vivamente en todas
direcciones como los pájaros posados sobre las ramas? ¿No ríen con una
cascada de notas aflautadas y alegres, enseñando filas de dientes
inverosímiles, al estallar en la escena algún chiste traducido del
francés? Penetrad en uno de esos palcos, y penetrad todo lo henchido que
queráis de la _Crítica de la razón pura_. Saldréis con la cabeza dada á
pájaros, trastornados, á cien leguas de Kant y de sus categorías, pero
con el semblante risueño y un poco de almíbar en el corazón.

Habréis oído hablar mucho de Pepito Esteller, el chico más _animado_ que
come pan, del abono de los conciertos, del faetón de Luis, de la última
becerrada de los Campos, del matrimonio de la de Vargas... Ni una
palabra del imperativo categórico. Os lamentáis amargamente de la
frivolidad de los tiempos y de la carencia de ideales para la vida. Mas
alguna vez en el apogeo de vuestras vigilias metafísicas cuando Kant os
ha hecho sudar durante toda la noche y los carruajes que conducen las
gentes del teatro hacen vibrar los cristales de vuestro cuarto, os he
visto echados hacia atrás en la silla, poner los ojos en el vacío y
sonreir dulcemente. ¿De qué os acordabais? Pongo cualquier cosa á que no
es del criterio de la moralidad. Lo cierto es que cerráis el libro sin
dejar señal que os indique dónde habéis quedado, y os acostáis de mal
humor, gruñendo una porción de cosas extrañas. Y aun se dice que,
cuando el sueño os abrocha los párpados, empezáis á figuraros que os
halláis en la sala de un teatro inundado de luz y de alegría. El ruido
de los abanicos de las señoras es muy insinuante, y el vals que toca la
orquesta, lánguido como una noche de Agosto. Y luego hay allí una
atmósfera que oprime dulcemente el corazón y produce desmayos de
felicidad. La variedad de colores deslumbra al principio los ojos y
después los conforta. Las miradas de las bellas van y vienen en todas
direcciones, se cruzan y entrecruzan, haciendo salir mil reflejos que
traen inquietos á los hombres como si estuviesen bajo la influencia de
una próxima tempestad. Sentisteis una conmoción eléctrica. La chispa
había pasado cerca, pero sin tocaros. Mas aún no os habíais repuesto
cuando otra os dió en mitad del corazón. Aquellos ojos que os miraron
desde un palco son más negros que las zarzamoras, y tan dulces. ¿Por qué
no vais allá? Á mí se me figura que os están llamando. También debió
pareceros lo mismo, porque ganasteis precipitadamente la puerta de la
sala y subisteis á grandes trancos la escalera que conduce á los palcos.
Pero he aquí que al cruzar el estrecho pasillo donde se hallan con sus
puertas numeradas, os sale al encuentro un hombre de luenga y blanca
barba, enjuto, huesudo y pálido, con los brazos desmesuradamente largos,
con los cabellos caídos sobre los ojos que brillan como carbones
encendidos dentro de una hornilla. Al veros se contraen sus labios con
una sonrisa feroz.

«¡Ah! ¿eres tú, villano?... ¿eres tú el que busca el amor en este
palco? No contabas conmigo, imbécil, ¿no es verdad? Pues aquí me tienes,
yo soy Kant... ¿no me reconoces? ¿Dónde has dejado la _Razón pura_,
tunante? Aquí me tienes para cerrarte el paso, tunante. ¡Yo soy Kant,
Kant, Kant!»

El fantasma os tiene cogidos por la solapa del frac y os sacude con tal
fuerza que estáis á punto de perder el sentido. Entonces despertáis. Y
aquella noche las pesadillas se suceden unas á otras cada vez más
tristes y monstruosas.

Para no exponerse á sufrirlas todas las noches, creedme, lo mejor es
entregarse de vez en cuando á la frivolidad. Que charléis con niñas
mimosas y encantadoras ó que leáis novelas de Selgas, es igual en mi
concepto. No hay nada menos serio que la frivolidad, pero no hay nada
más necesario en ocasiones. Cuando el encéfalo se turba y el corazón
sangra, el bálsamo más seguro para curarse es la frivolidad. Al menos
por lo que á mi respecta, os puedo decir (¿pero os lo debo decir?) que
cuando me siento inquieto y atormentado por esa opresión particular que
comunica al espíritu la meditación de los grandes asuntos, prefiero mil
veces la conversación petulante, voluble, pueril y graciosa de mi
vecina, sobre la cual reposa el alma con deleite y abandono, al Tratado
de la tribulación del P. Rivadeneira, que nunca me ha divertido gran
cosa. Mas si á vosotros os sucediese lo contrario, estad seguros de que
no os diré una palabra.

Mi vecina y las novelas del Sr. Selgas están hechas del mismo barro.
Cualquiera sabe más que mi vecina, pero nadie mueve los ojos para arriba
y para abajo y aun para los lados como ella. Todas las novelas son
mejores que las del Sr. Selgas, pero hay pocas que diviertan tanto. Si
las novelas tuviesen una edad como las personas, las de Selgas estarían
en los doce abriles. Por eso son tan frescas, tan bonitas, tan
triviales, tan caprichosas. Unas veces le estremecen á uno de placer con
algún rasgo de ingenio ó alguna chistosa zalamería, otras no hay quien
pueda soportarlas. Al lado de escenas dignas de Valera hay otras que
envidiaría Pérez Escrich. No encierran caracteres sostenidos y
correctos, ni fábula original, ni brillantes descripciones, pero tienen
agudezas y muecas encantadoras. Frecuentemente brota de sus páginas una
escena interesante, atrevida, luminosa y azulada como una bomba de
jabón, y extasiados, llenos de alegría seguís sus giros errantes hasta
que, sin saber por qué, tal vez por pura fantasía, estalla y se deshace
en el aire.

¿Qué será esto? ¿Será que el Sr. Selgas escribe después de comer? Mucho
me lo temo. Es verdaderamente desastroso el escribir sin tener hecha la
digestión.

Pero de todas suertes, Selgas es un novelista que se lee. ¡Ay! ¡cuántos
he visto morir en la flor de la sexta página! No puede darse nada más
conmovedor que esos libros inmaculados y silenciosos, que le miran á uno
desde el fondo de un escaparate. El día en que ven la luz, el librero
diligente los coloca en primera fila, casi tocando con el vidrio. Poco
á poco se observa que van perdiendo terreno, defendiéndose mal de los
ataques que les infieren las obras más recientes, hasta que por fin
vuelven grupa y se les ve del revés allá en lo más hondo, medio
sofocados bajo el peso de un diccionario. ¡Qué ojos tan tiernos ponen
los desdichados! Parece que están diciendo á los transeuntes:
«Caballero, escuche usted».

Una vez me paré á contemplar á uno de estos huérfanos de la prensa. Se
hallaba en una posición insostenible. Un libro de Eusebio Blasco le
oprimía la cabeza y otro de López Bago le sujetaba las piernas. No tenía
libre más que el vientre. Sentí compasión, y ya me disponía á comprarlo,
cuando advertí que el autor de aquel libro era yo; el mismo que tenía
los dedos en el bolsillo para sacar su precio. Sin variar de postura
levanté los ojos al cielo y exclamé: «¡Oh dioses inmortales, qué
amarguras hacéis sufrir á los humanos!»

Mas ahora caigo en que, después de tanta charla, aún no he clasificado
al Sr. Selgas. Si me descuido un poco se me escapa sin clasificar. ¡Qué
haría por el mundo el Sr. Selgas sin estar clasificado!

Con la mano puesta sobre el corazón, declaro que el Sr. Selgas no es un
escritor realista. Sin separar la mano del mismo sitio, declaro que
tampoco es idealista. Pues entonces, ¿qué es el Sr. Selgas?

El Sr. Selgas no es más que lo que se ve. No hay en él trastienda ni
doble fondo de ninguna clase. Si alguna vez aparece superficial é
ignorante, consiste en que lo es. Nada de ficción y disimulo. Me gustan
á mí estos novelistas que tienen el valor de su ignorancia.

Producir páginas exuberantes de gracia y colorido cuando ocurren;
escribir candorosas necedades cuando buenamente acuden á la pluma. He
aquí la misión que la Providencia asigna á los hombres como Selgas. Y en
mi pobre juicio nadie debe apartarse del camino que la naturaleza misma
le señala. Si el Sr. Selgas siente impulsos de escribir una tontería,
¿por qué no ha de escribirla? La retención de tonterías es muy
perjudicial, pues á menudo se mezclan á la sangre y producen trastornos
en el organismo. Siga, pues, el Sr. Selgas cuidándose, que la salud es
siempre lo primero.

De esto se deduce--al menos debiera deducirse--que en las novelas de
nuestro autor se encuentra, en ocasiones, una percepción fiel y clara de
la vida, destellos ó relámpagos de realidad que, por desgracia, se
apagan presto. Pero ¿qué es lo que no se apaga en este mundo? Todo se
apaga, hasta ese sol hermoso y lascivo que arranca por la mañana su
blanca túnica á las montañas, se apagará algún día. La misma luz con que
escribo se está apagando por falta de petróleo.

En tanto que este cataclismo acontece, apresurémonos á decir sobre el
Sr. Selgas unas cuantas tonterías más.

Hay tonterías y hay tonterías; quiero decir, hay tonterías de distintas
clases. Hay tonterías solemnes ó aristocráticas. Éstas pertenecen, por
derecho propio, á los ministros, embajadores, grandes de España, jefes
superiores de administración, académicos, diputados de la mayoría,
directores de periódicos, etc., etc. Éstas son tonterías de la sangre.
Hay también tonterías del dinero, tonterías centrales y provinciales,
rústicas y urbanas, civiles y militares, eclesiásticas y seglares,
clásicas y románticas, etc. Pues bien, las del Sr. Selgas pertenecen á
la última categoría. No siguen órbita conocida y sobrevienen, como los
cometas, cuando menos se piensa, si bien con alguna más frecuencia. Son
alegres, campechanas, modestas, de buena pasta. Nadie las quiere mal.
Mas téngase presente que debe usarse con cierta prudencia del género
tonto, porque es de suyo muy resbaladizo, y aunque Pérez Escrich y algún
otro hayan conseguido en él muchos lauros, no aconsejo á los jóvenes
escritores que sigan sus huellas.

El Sr. Selgas es un verdadero poeta. No dudo por un momento que esto le
ocasionará graves disgustos, así en la vida privada, como en la pública.
Al poeta, en este siglo material y positivo, no le caben otras dichas
que la cartera de Ultramar, ó que algún pobre diablo, como el que
emborrona estos renglones, diga á sus lectores: «El Sr. D. Fulano es un
poeta, mucho cuidado con él». Mas el ser poeta no perjudica casi nada
para escribir novelas. Se han dado muchos casos de personas que, sin ser
poetas, han escrito muy malas novelas. Por lo mismo me guardaré bien de
considerar esta cualidad como motivo de censura. Otra cosa sería, no
obstante, si el señor Selgas hubiese escrito algún artículo filosófico.
¡Y quién sabe si lo habrá escrito! Torres más altas he visto
desplomarse, y la vida nos está ofreciendo á cada paso terribles
experiencias... Pero yo no tengo derecho á sondear la conciencia de un
hombre. Y, sobre todo, me ha quedado bastante dulce la boca con la
última novela que he leído del Sr. Selgas, para que vaya á amargarla sin
fundamento con sospechas y presunciones de mal agüero. No obstante, si
el Sr. Selgas ha cometido alguna vez uno de estos actos reprobados por
todas las leyes divinas y humanas, entiéndase que retiro cuanta
insinuación favorable á su persona se hallase en este artículo, y ruego
al Dios de los poetas líricos que le obligue á rimar un millón de veces
hijos con prolijos.

Su estilo es fino, delicado, trasparente, nervioso. Pero á todos los
estilos nerviosos les falta casi siempre la salud. En ciertos momentos
de exaltación, llegan á donde no pueden llegar los más robustos y
fornidos, tocan con su mano febril los cielos más lejanos y recónditos
de la poesía; mas al día siguiente, desmayados y ojerosos, se arrastran
lánguidamente por la tierra ó rendidos al sueño y la fatiga se dejan
caer en el rincón más infecto de la prosa. Hay un medio de endurecer
tales estilos. Que se acerquen á la naturaleza; que escuchen con
atención y recogimiento su lenguaje augusto; que salgan sin temor á
recibir los rayos del sol del Mediodía, las brisas acres de la mar, las
húmedas y glaciales de la montaña, los punzantes olores de los pinos;
que salgan á contemplar los furores del cielo, los arrebatos de la mar,
las peripecias infinitas de la lucha solemne entre la luz y la sombra;
que salgan á embriagarse con todos los aromas de la creación; que hagan
gimnasia; y al cabo de algún tiempo adquirirán color y fuerza, color y
fuerza que no conseguirán jamás tantos estilos crasos y linfáticos como
hoy vegetan en nuestra literatura.



NUEVO VIAJE AL PARNASO



PROEMIO


I

Yo no creo en la crítica. Tengo la inmensa desgracia de no creer en la
crítica. ¡Quién me hubiera dicho que tan presto había de llegar á un tan
fatal escepticismo! Porque ¡ay! ustedes no saben cuánto amarga la
existencia la convicción de que todos esos críticos, tan doctos, tan
serios, tan diestros en averiguar á qué género, especie y familia
pertenece una obra, tan hábiles para caer con la velocidad de un rayo
sobre cualquier inverosimilitud, no sirven para nada.

Pero lo que más me amarga (con paz sea dicho de mis compañeros) es el
considerar que mis afanes críticos no han de tener recompensa en esta ó
en la otra vida. ¡Es triste, muy triste! Estoy por maldecir la hora en
que por primera vez tomé la pluma para decir en un periódico de
provincia que la señorita C*** «se había excedido á sí misma la noche
del lunes».

Mi horroroso escepticismo se formó con dos proposiciones, una negativa y
otra positiva.

Primera proposición.--Nunca hizo falta la crítica para que apareciesen
grandes artistas.

Segunda proposición.--La crítica ha empequeñecido el arte.

La crítica, en calidad de alto y poderoso cuerpo que juzga, decide,
corta, raja, truena y relampaguea, es de muy reciente invención, y
habiendo existido desde los tiempos más remotos grandes artistas, no hay
para qué demostrar la verdad de mi primera proposición.

En cuanto á la segunda, exigiría uno ó más volúmenes para quedar bien
dilucidada; pero sólo dedicaré á ella una ó más cuartillas, porque no
tengo tiempo ni paciencia para otra cosa.

Así que surgió la crítica como cuerpo jurídico-literario, nació el
sistema. Los unos, extasiándose en la contemplación de las obras del
clasicismo, unas veces con verdad, otras hipócritamente, pensaron que el
arte había tocado á su límite en aquella dichosa edad greco-romana, y
que el destino de los artistas futuros era pasar la vida copiando los
admirables modelos que de ella nos quedaron, como aprendices en una
escuela de dibujo. Advertiré, de paso, que para estos críticos la
cualidad predominante del arte clásico no es el reposo ó la gracia que
en él resplandecen siempre, sino el orden ó la simetría. Porque, dicho
sea de paso también, los críticos suelen fijarse con harta frecuencia en
lo menos importante. ¿Qué hay, pues, aquí? Un atentado contra la
libertad del artista.

Los otros, porque realmente lo sintieran así, ó por el gusto de llevar
la contraria á los clásicos, no quisieron ver la belleza sino en lo
extraordinario, en lo desordenado, en el absurdo ó en el delirio. Nuevo
atentado contra la libertad del artista.

Otros más modernos, apartándose de ambas escuelas, condenan todo arte
que no sea un reflejo, mejor dicho, una repetición fiel y minuciosa de
la vida, llevando su teoría hasta los más groseros excesos. ¡Siempre
cadenas para el artista!

Además de estos tres grandes grupos de críticos, hay otros muchos
esparcidos por el haz de la tierra trabajando con el mayor desinterés
por el triunfo de sus teorías. Citaré únicamente los metafísicos y los
trascendentales, de los cuales no quiero hablar, porque no me gustaría
pasar por desvergonzado.

Para desvanecer las malévolas sospechas que al llegar aquí pudiera
concebir el lector respecto á mi acrisolada modestia, le diré que no he
citado tanto crítico con el fin de desacreditarlo, sino, muy al
contrario, para darles á todos la razón. Tratándose de arte, soy lo que
llaman vulgarmente un pastelero. Cuando llega á mis manos un clásico
como Esquilo, me deshago en elogios del clasicismo; si es un romántico
como Calderón, no hay un romántico más furioso que yo; y si por ventura
acabo de leer una novela de Balzac, no puedo menos de exclamar:
«¡Admirable, admirable, monsieur Balzac!» Si alguien me moteja por esto,
diré con cierta habanera que oí cantar á una niña muy graciosa:

      «Si yo soy así,
    ¿qué he de hacerle yo?
    Todos para mí
    son á cual mejor.»

Esta cita, eminentemente clásica, me excusa de alegar nuevas razones.


II

Como otros muchos hombres que andan por el mundo, estoy condenado á
trabajar sobre un objeto que no es de mi gusto. Este libro es un libro
de crítica, mejor dicho, es un cordero que sacrifico en aras de una
deidad en quien no creo. Se halla bastante esparcida la creencia de que
quien toma el oficio de crítico manifiesta por el hecho mismo cierta
arrogancia, presunción ó amor exagerado de sí mismo. No lo creo. De mí
sé decir que cuando voy á juzgar á un artista _verdadero_, lo que me
asalta no es un sentimiento de superioridad respecto á él, sino de
espantosa y amarga inferioridad. Si yo me juzgase superior ó semejante
al artista, me pondría á crear, no á criticar. Por eso los juicios más ó
menos acertados que estampo en este libro, no me enorgullecen. Si de
algo estoy orgulloso, es de haber sabido comprender y gozar las bellezas
creadas por los poetas que en él se estudian. Porque, cuando otra cosa
parezca, créanme ustedes, es mucho más difícil admirar que censurar. He
visto amenudo personas de vulgar inteligencia discurrir con bastante
acierto, y aun señalar con claridad los defectos de una obra de arte;
¡pero á cuán pocos he visto conmovidos al hablar de Víctor Hugo ó de
Byron! ¡Á cuán pocos he visto cautivos por esa idolatría que el genio
inspira á los espíritus sensibles y lúcidos! Voltaire, con ser Voltaire,
nunca pudo admirar á Shakespeare; el mismo Lope de Vega no admiró jamás
á Cervantes. No es maravilla, pues, que yo que no soy Voltaire, ni Lope
de Vega, no consiga admirar á Grilo, á Blasco, á Retes y á otros
insignes poetas de esta era.

Con todo eso, en mi crítica, como ustedes podrán ver, no deja de haber
algunos trozos admirativos. Repito que son de los que estoy más
satisfecho. Hace mucho tiempo que vivo en la creencia de que la tarea
del crítico (si es que alguna tiene) no consiste precisamente en
escudriñar las manchas ó defectos que toda obra, por ser humana, ha de
llevar forzosamente; tarea, sobre fácil, ingrata; sino, antes bien,
aclarar, difundir, popularizar las bellezas de las obras artísticas,
llamar la perezosa atención del público hacia ellas, colocarlas sobre
las alas del entusiasmo para que lleguen á todos los espíritus, soplar
el polvo que muchos hombres tienen en los ojos, para que puedan verlas y
gozarlas. Esta tarea es noble, hermosa y fecunda, aunque no sea lo que
hoy se entiende por crítica. Los párrafos donde aspiro á desempeñarla
han salido del fondo de mi alma, y así como han salido los he estampado,
sin tener en nada las prácticas de este género de escritos. De su verdad
estoy más convencido que de la de aquellos otros en que acepto ó rechazo
teorías estéticas, señalo defectos ó determino nuevas vías para el arte.
Porque de mis impresiones vivo seguro siempre; de mis opiniones, jamás.
Escribiendo estos párrafos he gozado momentos muy felices, aunque otra
cosa crean los espíritus frívolos que no penetran jamás en lo profundo
del pensamiento del escritor. Cuando censuro, cuando ataco, no puedo
menos de pensar que me parezco al murmurador. Sólo me encuentro grande
cuando tributo mi admiración á los grandes.

He admirado, pues, hasta donde he podido. Si no pude tanto como hubieran
deseado algunos de los poetas que en este libro figuran, acháquese á
inopia, y no á falta de buen deseo. Mejor que nadie sé que yo no moriré
de un exceso de respeto, pero tengan ustedes presente siempre que
tampoco me he puesto sobre el trípode para definir y juzgar, sino que
les he hablado como si me tropezaran en la Puerta del Sol, y charlando
de literatura, me preguntasen qué opinaba de Campoamor, Núñez de Arce,
Grilo, etc., esto es, con la franqueza, con la osadía, con la
incoherencia propias de la conversación. Aun con eso, es posible que
haya dado por genios á algunos que no lo son. Porque bien mirado, no
creo que en España existan tantos genios como se supone. Las
contribuciones absorben más de la mitad del producto neto de las tierras
y de la industria; las cosechas, de algunos años á esta parte, son muy
malas. Y si á esto se agregan las frecuentes calamidades que padecemos,
como guerras, terremotos, inundaciones, etc., etc., bien se puede
asegurar, sin temor de equivocarse, que una nación á tal punto
enflaquecida y miserable, no puede tener bien alimentados á seis docenas
de genios. Nunca me arrepentiré, sin embargo, de haber echado unas
cucharadas más de miel en el plato de algún poeta. Después de todo, es
inevitable el exagerar un poco el aplauso tratándose de los
contemporáneos con quienes uno se roza y se codea en el comercio de la
vida. Es noble también corresponder, por lo menos con unos granitos de
incienso, á los esfuerzos que nuestros vates hacen diariamente para
proporcionarnos instantes agradables. Si el crítico no recompensa á su
modo estos esfuerzos, ¿quién se encargará de recompensarlos? El pueblo
español, que tiene aparejados siempre honra y dinero para el primer
político gárrulo y corrompido que viene á demandárselos, los niega
siempre, con una entereza y constancia dignas de mejor causa, á los
poetas ilustres. Seamos, pues, agradecidos con los que de vez en cuando
refrescan nuestro espíritu fatigado sumergiéndolo en las cristalinas
aguas del ideal.

Mas no confundamos por eso el cariño y el respeto que deben inspirar los
verdaderos poetas y la indulgencia con que deben acogerse sus yerros y
descuidos, con esa perniciosa benevolencia que todo lo aplaude, que todo
lo celebra, lo mismo las obras sublimes del genio que las torpezas é
insulseces del último coplero. Cuando veo circular con el mismo aplauso
entre los críticos las perlas y diamantes de Ayala, Núñez de Arce y
Campoamor y las cuentas de vidrio de Blasco, Grilo, Sánchez de Castro,
Retes, etc., etc., no saben ustedes cuánto me entristezco. Estas
confusiones me parecen lastimosas, porque privan al artista de su
genuina recompensa, que es el brillo. ¡Y quién puede brillar habiendo
tanto lucero en el firmamento!

He huído, pues, con particular empeño de esta feroz _nivelación_
artística, dando al César lo que es del César, y á Grilo lo que es de
Grilo. Como ustedes podrán ver, he sido muy parco en el empleo del
análisis. Lo tengo por arma peligrosa y que expone al que la usa á
cometer sensibles injusticias. Sólo en casos muy señalados, y con el
objeto más bien de castigar una reputación inmerecida que de probar la
incapacidad del poeta, me parece lícito acudir á ella.

Si ustedes se deciden á leer este libro, verán que el haber huído del
análisis no es su mérito principal. El más grande de todos es el de ser
corto. Sé que al lado de este mérito se encuentran infinitas manchas que
lo deslucen; pero ya me he resignado de antemano á escribir una obra
con defectos. Siento no ser perfecto como mi Padre que está en los
cielos, pero no puedo remediarlo.


III

Un instante para concluir.

Después de escritas las ocho semblanzas de poetas que van á
continuación, quedé un poco cabizbajo al observar la clara desemejanza
que existe entre todos ellos. Considerando la distancia que media entre
la fisonomía artística de Zorrilla y la de Campoamor, entre la de Núñez
de Arce y Aguilera, no pude menos de pensar lo siguiente:

La poesía de nuestro tiempo no tiene un ideal. El poeta, al abrir sus
ojos, ya no ve, como veían los griegos, como veían los cristianos en la
Edad Media, un sol de belleza luciendo sobre el horizonte y una
muchedumbre feliz con adorarle y bendecirle. Ya no puede agregarse
tranquilo á esta muchedumbre para que los rayos de aquel sol caigan
sobre su frente y enciendan su pensamiento. En la actualidad todos los
soles pasados resplandecen sobre nuestras cabezas, y cada cual tiene su
grupo de adoradores. Quién dirige sus ojos al asiático, quién al griego,
quién al cristiano. Pero ¡oh Dios! ¡cuánto han perdido estos soles en
brillo y en calor! Se necesita que nuestros poetas sientan mucho frío
en casa para salir á gozar con sus tibios rayos. Entre la poesía
oriental, cristiana ó helénica de nuestros tiempos y las creaciones de
Valmiky, Píndaro y Dante, existe la misma diferencia que entre esas
salas griegas, árabes y góticas que los opulentos de ahora hacen
construir en sus palacios, y el Partenón, la Alhambra y la catedral de
Burgos. Nuestra época, por su afán incomprensible de lanzarse en pos de
todos los ideales y de beber en todas las fuentes de belleza, no tendrá
jamás fisonomía ni carácter propios, y en vez de monumentos habrá de
contentarse con legar á la posteridad _chalets_.

Así pensaba con tristeza, cuando dentro de mí escuché una voz elocuente
que me hacía una oposición ruda y violenta. Esta voz interior pedía con
justicia que no fuese tan superficial en mis juicios, que penetrase más
adentro, hasta llegar á las entrañas de nuestra poesía.

Tenía razón la voz. Di un paso más y pude ver claramente el triste lazo
que une las almas de todos nuestros poetas. ¿Por ventura no hay en la
sed, en la fiebre que empuja á la poesía de este siglo á sumergirse en
todos los ideales pasados, algo que la caracteriza perfectamente? ¿No
hay algo que, como un tósigo fatal, penetra por toda ella y hace que
adolezca?--Miradla. Ha perdido todos sus colores, sus movimientos son
febriles y descompasados, tiene grandes y oscuras ojeras, su voz es
apagada y ronca. ¡Ay! No cabe duda, nuestra pobre poesía está tísica.
¡Cuán interesante la ha puesto, sin embargo, su cruel enfermedad! ¡Qué
grandes son ahora sus ojos y qué vaga su mirada! ¡Qué trasparencia hay
en su rostro! ¡Qué suave melancolía se esparce por toda su figura! ¡Qué
triste es su acento y qué conmovedor! El frío ha penetrado hasta la
médula de sus huesos. Ningún sol pasado puede darle calor; y la poesía
triste, nerviosa y exaltada de nuestro tiempo morirá.

Allá en lo futuro, de tanta negación, de tanto escepticismo, de tanto
esfuerzo y tantas lágrimas, ¿no surgirá siquiera una verdad que engendre
otra poesía fresca, tranquila y creyente? Y si esto sucede, aquellas
dichosas generaciones, que gozarán de una paz que nosotros nunca hemos
podido gustar, ¿no tributarán un recuerdo de simpatía y admiración á la
pobre tísica del siglo XIX? Esperemos que sí.

[Illustration]

[Illustration]



D. JOSÉ ECHEGARAY.


[Illustration: H]ACE ya muy cerca de dos años que permanezco silencioso
como un diputado de la mayoría. No he dicho hasta ahora sino pocas
palabras sobre el ingenio dramático del Sr. Echegaray; y en las batallas
que se han librado en el teatro con motivo de sus dramas quiso la
fortuna que no hubiese perdido los ojos, aunque en más de una ocasión se
hayan visto entre los dedos de algún crítico y la pared. ¡Dios me los
conserve mucho tiempo sanos para no ver los dramas de Sánchez de Castro!

Mas no por haberlo guardado tanto tiempo me harán ustedes la ofensa de
suponer que no he formado juicio sobre el teatro de Echegaray. Gracias á
Dios, tengo sobre este punto mi correspondiente opinión, como cualquier
farmacéutico. Y ahora que me veo lejos de aquellos dedos frenéticos--¡cuidado
con los dedos que gastan algunos críticos!--respiro fuerte y digo mi
opinión.

Don José Echegaray era, como todos saben, un notabilísimo ingeniero y
fué ministro de varios ramos. Por consiguiente, ¿qué razón había para
que no fuese autor dramático? Efectivamente, allá por el invierno de
1873 fué representada su primera composición dramática con el título de
_La esposa del vengador_, que era una primorosa leyenda con innumerables
defectos y algunas bellezas. Más que la obra en sí, cautivóme y sedujo
la novedad del intento. El teatro español, merced á los trabajos de los
Eguílaz, Larra, Rubí y otros, había dado grandes pasos hacia el
confesonario; se postraba á los pies del coadjutor de la parroquia,
acusándose de sus pecados románticos, rezaba el rosario todos los días,
asistía á las cuarenta horas, tomaba el sol por las tardes. Era un
teatro chocho. Cuando adoptó otro género de vida, todas las gentes
dijeron: «¡Echegaray es el que lo ha pervertido, el que lo ha sacado de
quicio! Desde que trata con él ha vuelto á fumar, á decir requiebros á
las muchachas y á retirarse á las altas horas de la noche. ¡Esto no se
puede tolerar, es verdaderamente escandaloso!»

Allá en el fondo yo me alegraba mucho de que se retirase tarde. El
teatro debe gozar independencia y tener su llavín para cualquier evento.
_La esposa del vengador_ me pareció una calaverada de buen género, la
expansión afortunada de un ingenio privilegiado. ¿Nada más? Nada más.

Tenía toda la frescura y toda la inocencia de una virgen de quince años.
Era suave, delicada, irreflexiva, levantada de inspiración y de cascos.
No hubo más remedio que aplaudirla.

Empezaba á oscurecerse la estrella del P. Astete. _La esposa del
vengador_ nada nos decía acerca de las _bienaventuranzas_ ni de los
_frutos_ del Espíritu Santo: omitía por entero los sacramentos que se
han de obrar y hasta prescindía de los que se han de recibir.
Conmoviéronse hasta los cimientos los corazones de la clase media. ¿Qué
iba á ser de nosotros? Si en el teatro no se nos enseñaba lo que hemos
de creer, lo que hemos de orar, lo que hemos de obrar y lo que hemos de
recibir, ¿á dónde volver los ojos? Con permiso de estos corazones diré
que, á mi entender, el teatro de Echegaray es más moral que el de
Eguílaz. Tengo mis razones para creer esto, y si ustedes se dignan
prestarme atención se las diré en pocas palabras.

Todos ustedes sabrán probablemente que apoderarse de lo ajeno contra la
voluntad de su dueño es un pecado, y otro pecado levantar falsos
testimonios, lo mismo que desobedecer á los padres y jurar el santo
nombre de Dios en vano. ¿A qué ir, pues, al teatro cuando se representan
las obras de Eguílaz? ¿Á gozar de sus bellezas? Es inútil, porque no las
hay. ¿Á dormirse? Es muy feo y se expone uno á que le despierte el
acomodador. Sin embargo, esta última solución no me parece del todo
inadmisible, y aparte de sus inconvenientes, porque los tiene, lleva
algunas ventajas á todas las demás. Y si te duermes, lector, que sí te
dormirás, ¿en qué forma te habrás moralizado? ¿Con qué tristeza no
pisarás después la escalera de tu casa, considerando que entras tan
inmoral como has salido?

En cambio, duérmete si quieres en los dramas de Echegaray. Si por acaso
fueses tan duro de corazón que no te conmovieran las escenas patéticas,
ya se encargaría alguno de esos actores tan bien entonados que sólo
España posee de tenerte despabilado. Pero no; yo sé que no hay necesidad
de que se griten los dramas de Echegaray para que se escuchen con
atención. Sin el auxilio de aquellos inolvidables pulmones, lo mismo
hubieran conmovido al público. El Sr. Echegaray recoge en el teatro,
siempre que se le antoja, una buena cosecha de lágrimas.

Ahora bien, las lágrimas ¿no son un medio de moralizar al hombre?
¿Cuándo se derraman lágrimas? Cuando el corazón se enternece. Pues
enterneciendo el corazón muchas veces lo haremos más blando y más
sensible, y el hombre será más clemente y generoso.

Esta afirmación no es sofística. La puedo demostrar con un poco de
metafísica. El dolor de un semejante enternece nuestro corazón,
despierta en nosotros la piedad y también el amor. Porque el dolor para
muchas personas formales y también para mí es una gran injusticia. Si el
dolor recae sobre un malvado, contraría el fin general humano, que es el
pleno goce de la vida; mas si atormenta á un hombre virtuoso, no sólo
contraría este fin general, sino también el particular de la virtud, que
merece recompensa. En uno y otro caso hay una injusticia que nos hace
padecer moralmente. Mas para que una injusticia nos haga padecer es
necesario que en aquel momento la idea de justicia se levante con
extraordinario poder en nuestra alma. Y cuando la idea de justicia se
enseñorea de nuestra alma, ¿no somos más morales que cuando yace
aletargada en algún oscuro rincón del pensamiento? He aquí cómo, á mi
juicio, una obra dramática, por el mero hecho de ser bella, sin
propósito alguno de aleccionar á los espectadores, puede influir más
poderosamente en su moral que aquellas otras cuyo primero y tal vez
único intento sea éste. El arte perfecciona nuestras facultades morales,
no recordándonos el catecismo, sino fortaleciéndonos, elevándonos,
arrastrando nuestro espíritu á la región de las ideas grandes y nobles.
De mí sé decir--y me pongo de ejemplo, porque soy para el caso como
cualquier otro--que cuando presencio la representación de _Hamlet_ me
conmueven tanto los sublimes pensamientos del héroe, que me figuro
participar de su grandeza, se despierta en mi ser lo que hay de más
generoso, siento mi espíritu más grande y ennoblecido, en una palabra,
me reconozco más moral que cuando salgo de ver _Bienaventurados los que
lloran_.

No obstante, es necesario averiguar de dónde viene la emoción; si llega
á nosotros sostenida por la falsedad y el absurdo, ó la trae en sus
brazos el arte.

Cuando veo llorar á una persona en el teatro pienso que por lo menos
aquella persona tiene un corazón sensible. Las personas acá en España,
tratándose del teatro, no deben exagerar la cuestión de lágrimas. Me
parece que tienen muchas más ocasiones de reir. Sólo algunos chistes de
Pina y tal vez algún otro de Blasco son los que arrancan con entera
justicia raudales de ellas á los ojos.

En la última escena de _Ó locura ó santidad_ estuvieron á punto de
soltárseme. Si no hubiese acontecido que una señora se desmayó á mi lado
y no hubo más remedio que socorrerla, seguramente habría despilfarrado
algunas. Pero aquello me dió tiempo á reflexionar, y he aquí lo que
salió de mis reflexiones.

Efectivamente, en la escena pasaba algo grave. Dos jayanes al servicio
de un manicomio se llevaban maniatado á un caballero, bajo el supuesto
de que estaba loco. No estaba loco, todos lo sabíamos, y padeciamos,
como es natural, presenciando aquel acto de barbarie. Mas aquel acto de
barbarie había sido preparado por el autor con el exclusivo objeto de
conmovernos. Por lo mismo teníamos derecho á exigir que la preparación
fuese discreta y artística. Aquella situación atrevida é interesante no
tenía, por desgracia, raíces muy seguras; se hallaba presa por tan
sutiles hilos al argumento de la obra, que el más leve soplo de la
reflexión bastaba á soltarlos. El entendimiento juega un papel
secundario, pero juega su papel en la contemplación de las obras de
arte, y es gran torpeza llevarle la contraria tan resueltamente como se
hace en esta obra. ¿Será posible convencer á nadie de que, mediando
buena fe, se arrastre á un manicomio á un hombre de talento, estudioso,
sensato y recto, á las pocas horas de haber declarado que la fortuna que
posee no le pertenece, por extraordinarias que sean las circunstancias
que acompañen á esta declaración? Yo pregunto á toda la clase médica
española: ¿Hay en ella dos individuos, sobre todo si han recibido el
grado antes de la revolución, que por los síntomas que ofrece el
espíritu de D. Lorenzo de Avendaño sean capaces de decretar su inmediata
clausura? Yo pregunto á todas las familias honradas de Madrid: ¿Hay
alguna que permita y aun promueva el encierro de su jefe en una casa de
locos por los motivos y con la premura de aquella que Echegaray nos
presenta en su drama? De resultas de no haberme contestado nadie á estas
preguntas que hice mientras socorría á aquella señora, resolví no
conmoverme. Y no obstante, si un espectador ó alabardero tuviese la
desgracia de caer desde el paraíso á las butacas, pueden ustedes creer
que el suceso me impresionaría fuertemente. Me impresionaría mucho, aun
cuando aquella escena no había tenido preparación de ninguna clase. No
sé si el lector comprenderá esto, pero yo lo comprendo perfectamente.

Á pesar de cuanto he dicho, estoy lejos de aplaudir el espíritu de
crítica, por no decir _intelectualismo_, con que de poco tiempo á esta
parte acude el público al teatro. Pasaron los buenos tiempos en que los
espectadores tomaban parte con lo más hondo del alma en las peripecias
del drama, se apasionaban, se enfurecían, trataban de saltar al
escenario en socorro del héroe, arrojaban comestibles sólidos á la
cabeza del traidor. Sólo en algunos apartados rincones de nuestras
provincias se da el caso ya de que el público obligue al protagonista de
_Carlos II el Hechizado_ á dar muerte cuatro ó cinco veces consecutivas
al odioso fraile, autor de sus desgracias. En el resto de España, el
fraile muere á la hora en que escribimos de una sola puñalada. El
público que acude á los estrenos en Madrid, mujeres, viejos y niños,
todos se constituyen en tribunal y afectan la imperturbabilidad de un
magistrado en vista pública y solemne. En las escenas más interesantes y
patéticas, lo más que se permite el espectador es una helada sonrisa de
satisfacción y el siguiente galicismo: _Está bien hecho_. En tanto que
dura la representación, todos, todos, hasta aquella rubia de la platea
cuyos cabellos parecen dorados á fuego y uno á uno, tienen aspecto de
estar escribiendo en lo más profundo del pensamiento unos _Apuntes
críticos_ con mucha _fibra_ y mucho _calor de humanidad_.

Permítaseme que eche de menos en el público un poco de sensibilidad, y
después permítaseme proseguir.

El defecto capital del teatro de Echegaray, aquel que resplandece en
todas sus obras, es la falsedad. En algunas de ellas, como _En el puño
de la espada_, la falsedad puede denominarse absurdo. Un viento
atracado de embustes corre por todos sus dramas, desatando los cabos,
invirtiendo los términos, lacerando la urdimbre y arrojando las escenas
muy lejos unas de otras, de tal modo que sus personajes quedan
gesticulando en la soledad, y el público no ve la razón de sus
desconcertados ademanes. Lo que se echa de menos en las obras dramáticas
de Echegaray son las matemáticas. En estas obras se estampa el resultado
sin haber hecho las operaciones previas, y el público pide que se le
muestre la pizarra.

Ahondando un poco en la indagación de este asunto, tal vez observemos
que el defecto enunciado, si ataca á la esencia misma de la obra y la
reduce á la categoría de efímera, no es de los que niegan por sí la
aptitud del artista. Lo que sí muestra inmediatamente es que á la
creación de la obra acompañó un algo perturbador y malsano que el autor
debió haber huído con empeño. Es imprudente introducirse en el
laboratorio de un poeta para espiar sus trabajos, y á seguida
noticiarlos á los cuatro vientos. Pero si me fuese dado vencer la
repugnancia que me inspira este espionaje y me pusiera á observar el
crisol donde hierven los dramas de Echegaray, creo que no tardaría en
percibir ese elemento pútrido que causa el daño de la obra. Después, si
se me obligase á darle un nombre y no tuviese á mano otro más poético,
lo llamaría «precipitación».

La precipitación de que el Sr. Echegaray hace uso en la fabricación de
sus dramas es de la peor ralea, porque es la que acompaña, no tan sólo
á la ejecución, sino también al pensamiento mismo de la obra.

Estoy pensando en que la idea de haber aproximado el gabinete de un
poeta al laboratorio de un químico por algo debió acudir á mi cerebro
ahora. ¿Por qué habrá sido?... Quizá tenga su raíz en la impresión que
me causó el Sr. Echegaray la vez primera que le vi salir á la escena
solicitado por el clamoreo del público. La figura del Sr. Echegaray no
despertó en mí, ni más ni menos, la idea del poeta, sino la del
astrólogo. Sin que pudiera oponerme al escape de mi fantasía, adornéle
de súbito con una bata sembrada de estrellas, le puse sobre la cabeza
una caperuza y en la mano una varilla de virtudes, aposentéle en una
cámara tétrica toda atestada de libros, de redomas, de animales
disecados. Le vi enfrascado á una luz mortecina en la lectura de una
_Trigonometría rectilínea_. Parecía hallarse inquieto, cerraba los ojos
con frecuencia y lanzaba tristísimos suspiros.

«¡Ay!--exclamó--¡Aritmética, álgebra, geometría, y por mi desdicha
también la trigonometría, todo lo he profundizado con un trabajo
constante, y heme aquí pobre tonto!... Hace ya algunos años que enseño á
la multitud las matemáticas y no estoy bien seguro de haber enseñado
algo de provecho. Ni aun me lisonjeo de que sirva para nada el reducir
los quebrados á común denominador. Por eso me he dedicado algún tiempo á
la política. Pero todo esto, política y matemáticas, es intrincado, es
oscuro, y además sospecho que no sirve para nada. ¡Oh, si yo pudiese
franquear esta muralla de fórmulas algebraicas y expedientes que me
aprisiona! ¡Si yo pudiese, libre como el humo que se escapa de estos
carbones, recorrer á la dulce claridad del gas los escenarios de los
teatros, aspirar el perfume de los polvos de arroz, salir cogido de las
manos de los artistas, en forma de danza, á embriagarme con el néctar
voluptuoso del aplauso! ¡Oh, qué extraña turbación se apodera de mi ser!
Escucho una voz celeste que me dice: El mundo de las bambalinas y del
albayalde no está cerrado... Ánimo: aún puedes morder donde han mordido
Retes y Echevarría... Sí, creo que el genio de Shakspeare da vueltas en
torno de mi cabeza y me incita á escribir dramas. Siento que mi espíritu
se entrega todo á ti. ¡Oh, espíritu inmortal!... Ven, ven...

(_El genio de Shakspeare desde dentro_): Huyamos.

Pero esto es _Fausto_ puro, dirán ustedes. No lo niego, diré yo.

Volvamos á la precipitación, volvamos aunque no sea sino para afirmar
que la precipitación es una frase inventada por mí para explicar y
atenuar algunos pecados cometidos por el Sr. Echegaray. Por lo demás, yo
no puedo negar á ustedes el derecho de achacar sus yerros á inopia y no
á precipitación.

El comercio y trato frecuente de los grandes hombres suele dejar en
nuestra inteligencia huellas muy visibles. Por estas huellas es fácil
conjeturar cuál ha sido el grande hombre que más nos ha cautivado. Yo
me atrevo á pensar que el favorito del Sr. Echegaray ha sido Arquímedes.
De él es de quien ha tomado, sin duda, la mala costumbre de pedir
gollerías. Arquímedes decía: «Dadme una palanca y un punto de apoyo, y
removeré la tierra». Mas el pobre Arquímedes se fué al otro mundo sin
tener el gusto de remover la tierra, porque nadie pensó en darle la
palanca ni el punto de apoyo. Echegaray dice: «Dadme un hijo formado por
el rayo de la luna que penetra por un vidrio roto (el arte se encargará
de pagarlo); dadme un puño de espada que sirva de archivo á una
correspondencia que no es posible quemar ni hacer pedazos; dadme una
hoja de puñal donde se escriba con sangre como en la mejor vitela, de
tal suerte que lo que sobre ella se estampe no pueda borrarse sin
habérsela hundido previamente en el pecho el protagonista; dadme la
luna, en fin, y yo os daré un drama».

Efectivamente, el público dió la luna y el Sr. Echegaray los dramas. Mas
debemos reconocer que éste es un cambio de servicios perfectamente
enclavado en la teoría de la circulación, expuesta con gran lucidez por
Bastiat, y ni el Estado ni yo tenemos derecho á contrariar el libre
desenvolvimiento de las leyes naturales que presiden á la producción,
distribución y consumo de los dramas. Lo único que lamento amargamente
es que el desgraciado Arquímedes se haya ido al otro mundo sin tener el
gusto de remover la tierra.

Inmediatamente después de esto tenía pensado decir al Sr. Echegaray que
no tiene un gusto muy exquisito para la elección de temas, á los cuales
tampoco sabe dar variedad, ni gran acierto en la pintura de caracteres,
que huelen á bastidor desde muy lejos, ni tampoco una versificación
flúida, castiza y armoniosa que velara púdicamente las liviandades del
fondo. Pero todo esto tenía pensado decírselo de un modo delicado,
ingenioso, como deben decirse estas cosas cuando uno quiere sentar plaza
de escritor ático, intencionado y habilidoso.

Más de un cuarto de hora he pasado tirándome por la barba y con la vista
fija en un mico de bronce que sirve de remate á la tapa del tintero, y
no acaba de brotar en mi cabeza ni una sola frase irónica. Me voy
convenciendo con verdadero dolor de que no soy tan socarrón como creía.

Despechado y sin aliento, arrojo una mirada sobre las cuartillas
escritas. Son veintisiete. Por consiguiente, según mi cálculo, falta por
escribir una tercera parte del artículo.

Ahora bien, esta tercera parte la dedica todo crítico bien educado á
elogiar la obra que juzga cuando es mala. Cuando es buena, lo común es
dedicar dos terceras partes. No seré yo ciertamente quien con mano torpe
pretenda romper el curso de nuestras costumbres venerandas, consagradas
por los siglos y las generaciones. De las dos terceras partes que llevo
escritas, resulta que el Sr. Echegaray es mal poeta dramático. Confío
en que de la que falta ha de resultar que es bueno.

El Sr. Echegaray no es tan insignificante poeta como pudiera deducir
cualquier adversario suyo de las premisas que he sentado. Yo escribo
para las personas ilustradas é imparciales, para aquellas que saben
conceder á las frases su verdadero sentido y ver al través de las
travesuras del estilo el corazón del escritor. Esas personas que tienen
los ojos puestos sobre el mío saben cuán lastimado está y cuán triste
por las frases que un destino cruel me ha obligado á estampar. Yo admiro
al Sr. Echegaray, le admiro como admiran los gusanos á las estrellas, si
es que las admiran. En materia de admiración, muy pocos serán los que
puedan ponerme el pie delante. Pero yo bien sé por qué admiro al Sr.
Echegaray: las personas que penetran mi corazón, bien lo saben, el señor
Echegaray también lo sabe. Hay muchas cosas inefables para la humana
lengua, y una de ellas es ésta. Asisto á la representación de una obra
de Sánchez de Castro, y quien dice Sánchez de Castro dice Retes. La obra
sale mala, como puede suceder, que esto no me lo negarán ustedes. Pues
bien, este pobre joven que ha sacrificado veinte reales para verla, se
emboza con la mayor dignidad en su capa y sale del teatro murmurando
entre dientes Dios sabe qué cosas. Se estrena un drama de Echegaray, y
el tal drama no satisface ni con mucho mis exigencias. Pues en vez de
salir irritado y feroz á saciar mi cólera en un chocolate, salgo con la
sonrisa más plácida del mundo, una sonrisa que envidiaría el mismo
Perier, enojando á los amigos con mi descarada alegría, y cantando
salmos en honor del Sr. Echegaray.

«Porque tienes garras como el león y dientes como el chacal, señor,
desgarras y trituras el arte dramático.

Te glorificaré por tus dramas malos lo mismo que por los buenos y
cantaré tus alabanzas.

Tú has abierto mi boca, señor, y mi boca cantará tus alabanzas.

Cuando tú llegaste, los dañinos gorriones, entre los cuales figuraban
Pérez Escrich y Larra, y también Eguílaz, divertían sus ocios en
picotear la escena.

La picoteaban sin compasión; en su pico no se hallaba palabra de verdad,
ni verso sin ripio, y en su alma de gorrión se albergaban la frivolidad
y la impotencia.

Llegaste y los desmenuzaste como polvo que el viento esparce, y los
barriste como lodo de las plazas.

Á tí, ¡oh señor! tributaré gracias con todo mi corazón, y narraré todas
tus maravillas.»

Las maravillas del Sr. Echegaray son algunas escenas tan bellas como
hacía muchos años no habían resplandecido en el teatro español y un
enjambre de pensamientos graves y luminosos que surcan altaneros el
piélago de sus obras, dejando brillante estela de fuego.

Las buenas acciones siempre las tengo presentes y no olvidaré mientras
viva de qué modo se ha portado el Sr. Echegaray en una célebre noche.
Tres veces consecutivas había subido el telón, y tres veces consecutivas
había vuelto á bajar. Cuando subía, me quitaba el sombrero y lo colocaba
con delicadeza, que semejaba unción, en la butaca de enfrente hasta que
llegaba un caballero de corbata encarnada que me obligaba á levantarlo
rápidamente y á plancharlo dos ó tres veces con la manga de la levita.
Estas maniobras me hacían perder algunas docenas de versos. Cuando
bajaba, me ponía el sombrero y trataba de lanzarme á los pasillos.
Indudablemente en la vida del hombre hay momentos críticos. Uno de ellos
es salir de una fila de butacas del teatro Español en noche de estreno.
¿Se debe salir dando el rostro ó la espalda á las señoras que ocupan la
fila? Militan razones poderosas en pro de ambos sistemas. No obstante,
mi opinión, y la apunto con las debidas reservas, es que se debe salir
mirando á las señoras. Se deben apretar las piernas hasta donde alcancen
las fuerzas contra la fila contigua, con el fin de hacer patente que
vuestras extremidades son tan inofensivas como hidalgas. Conviene que al
demandar perdón por la molestia, formuléis brevemente una enérgica
protesta contra la empresa del teatro, que sacrifica el pudor al sórdido
interés. No dejéis tampoco de decir, si os ocurre, alguna frase
ingeniosa y moral, sobre todo moral. Si no os ocurre, lo más sensato es
doblar el espinazo, sonreir con modestia y abreviar cuanto se pueda.
Recorría automáticamente los pasillos, el salón de descanso; escuchaba
distraído profundas disquisiciones sobre la verdad de los caracteres y
la verosimilitud de la fábula, y pienso que cuando me aposenté de nuevo
en la butaca y vi sepultarse á los músicos, cual gnomos misteriosos, en
sus tétricos agujeros, ¡Dios me perdone! pero algo semejante á un
bostezo vagó por mis labios. Alzóse la cortina pausadamente, con cierto
chirrido profético, anunciando que en el caso poco probable de que la
obra saliera de la noche limpia de todo silbido, tos ó estornudo, no
reportaría pingües ganancias á la empresa. ¡Lo que es el sino!
¡Partiendo de la garita del apuntador hacia dentro, hasta el telón tiene
derecho á carecer de sentido común!

Así que vi el escenario, me dió en la nariz un tufillo de belleza que
reanimó mi espíritu soñoliento. ¿Tufillo lo he llamado? Pues no es
verdad; aroma, aroma era, aroma embriagador que llegaba al corazón. Un
hombre que agoniza vertiendo profundos pensamientos en flúido y enérgico
romance. Esto no se ve todos los días. ¡Cuántos se mueren en las tablas
con el ripio entre los labios! Después, una escena verdadera, con vida
terrenal, que en el cerebro delirante del moribundo engendra otra más
grande y fantástica. Sombras que toman carne para ofrecer perdón al
crimen. Seres vivos que la noche y el remordimiento convierte en
sombras. Relámpagos siniestros que alumbran una conciencia cenagosa. El
amor tomando posesión de un corazón dolorido. Un poco de verdad y otro
poco de poesía. Por allí debía de andar el arte.

Aplaudí como se aplaude cuando no se representa nada de Blasco, y sin
acordarme poco ni mucho de que era un crítico, lloré como un simple
mortal. No hay más remedio que confesarlo: los críticos, salvo honrosas
excepciones, tenemos también corazón como los demás.

¡Qué noche aquélla! Fué _La última noche_ del señor Echegaray. Después
le aplaudí más de una vez, pero mis palmadas, casi siempre débiles é
indecisas, sonaban á hueco, como las cabezas de algunos sabios. No crea,
sin embargo, el Sr. Echegaray que estoy cansado de aplaudirle ni de
escuchar sus alabanzas, como aquel paisano de Atenas, que se hastiaba de
oir las de Arístides. Aún me restan fuerzas bastantes para sonar las
palmas, y si llega el caso sabré gritar: «¡Bravo, bravo, el autor!» tan
bien como cualquier radical. La Providencia me ha concedido un tesoro de
aplausos; mas yo no tengo facultad para malgastarlo en cuatro días.
Redundaría en menosprecio de las buenas obras dramáticas futuras y
pretéritas, en perjuicio del Sr. Echegaray, que tiene derecho á no ser
empujado por oscuros y peligrosos senderos, y en menoscabo y daño de mi
conciencia, que si no regatea jamás los aplausos al mérito, me exige
estrecha cuenta de los que tributo á la torpeza.

[Illustration]



D. JOSÉ ZORRILLA


[Illustration: A] las nueve; á las nueve en punto de la noche. Se había
anunciado con la debida anticipación en los periódicos y la tabla de
anuncios del Ateneo lo aseguraba de un modo terminante:

«El viernes á las nueve de la noche el eminente poeta D. José Zorrilla
dará lectura pública de algunas composiciones inéditas.»

No podía estar más claro. Y no obstante aún me quedaba un resquicio de
duda. Verdad que el autor del _Tenorio_ estaba vivo, pero había dejado
de pisar muchos años hacía la tierra española. Fatigado de regocijar
nuestras moradas con sus melodiosos cánticos, el misterioso pájaro había
levantado el vuelo y yo no sabía dónde lo había posado; en qué paraje
risueño y frondoso, bajo un cielo azul, había fabricado su nido. ¿No
podría haber otro D. José Zorrilla á quien le hubiese convenido nacer
poeta? Un tanto extraño parecía en este caso que la tabla de anuncios
del Ateneo le apellidase eminente, mas la crítica severa y concienzuda
no ha sido jamás el fuerte de la tabla de anuncios del Ateneo. La duda,
ese fantasma siniestro del siglo XIX que turba las conciencias y las
empuja á los negros abismos de la filosofía alemana, se había apoderado
de mi alma, cuando tropecé con un empleado de la casa.

--Este D. José Zorrilla que aquí se mienta ¿es verdaderamente D. José
Zorrilla?

La pregunta no podía ser más directa, más clara, más concreta.

--Creo que sí, porque el señor presidente ha mandado preparar un
refresco para esta noche.

La respuesta era precisa y categórica. Ningún artículo de _El Siglo
Futuro_ fué en la vida ni más claro ni más contundente.

Quedamos en que era D. José Zorrilla el que había de leer aquella noche
varias composiciones inéditas.

¡Es decir que iba á hallarme frente á frente del prodigioso mago que
había evocado en mi espíritu juvenil sueños infinitos, azules, verdes,
rosados y de otros colores intermedios; con el arpa de oro cuyas dulces
canciones arrullaron las horas melancólicas de mi adolescencia; con el
cometa fulgurante que al promedio del siglo apareció en los cielos del
arte, y cuya cola, formada por miríadas de tomos de poesías, aún no ha
traspuesto por entero el horizonte!

No faltaré; de ningún modo faltaré. Aunque necesite perder un sermón de
Sánchez de Castro ó un drama del P. Sánchez, no faltaré.

En tanto que la hora llegaba, empecé á meditar--cosa bastante rara en un
crítico--acerca del romanticismo.

El romanticismo ha llegado á ser en nuestra época una abstracción, una
idea que la crítica considera, ya funesta, ya dichosa; que para ciertos
historiadores atacados del novísimo sistema de explicarlo todo, fué
simplemente una necesidad de los tiempos. Probablemente no será nada de
esto, y sí tan sólo un grupo de hombres de poderoso ingenio con el cual
nada podía rivalizar más que su arrogancia. Amantes de la libertad,
orgullosos de vivir y respirar, pensando que sus obras no cabían en el
molde clásico ni en ningún otro molde conocido, comenzaron á asestar
furiosos golpes á las formas tradicionales de la poesía. Rompieron la
tupida malla de preceptos que el estudio de los clásicos, unido á la
miseria del ingenio, había formado en los últimos siglos, y lanzaron sus
vuelos por los mundos no explorados de la fantasía. Hoy el viajero
tropieza en el camino con los restos de algún pájaro infeliz víctima del
frío y de la oscuridad, pero tiene presente que otros muchos surcaron
atrevidos las tinieblas y dichosos llegaron á puerto de salvación.

El cultivo ciego, insensato, de la forma llegara á tal punto en los
tiempos que precedieron al romanticismo, que habían sido proscritas del
arte las ideas por inútiles. Todo estaba inventado. Los asuntos del
poeta se hallaban trazados de antemano, y ¡guay del que osara salirse de
la pauta! Un amante que llora celos, ausencias ó fierezas de su amada;
un natalicio, una muerte, unos días, un matrimonio; en el aniversario de
la entrada del Rey nuestro señor en Madrid á su vuelta de Francia; en el
día del cumpleaños de la Reina nuestra señora; oda al combate de
Trafalgar; soneto á un pajarillo; sátira contra las costumbres del
tiempo; letrilla contra los pantalones cuando empezaron á usarse; en la
proximidad del parto de la Excma. Sra. Marquesa de Villaburrida; á
cierto joven militar de grandes esperanzas con motivo de su temprana y
repentina muerte: á mi señora D.ª Ramona Portillo; epístola á Poncio
quejándose del atraso que sufría el autor en su carrera, etc., etc.

Tales eran los temas predilectos de aquella musa cumplimentera. Delito
de leso clasicismo se consideraba enamorarse á derechas de Pepita,
Asunción ó Juana. El poeta no podía amar sino á Galatea, Florinda ó Cloe
y eso en el campo y disfrazado de Batilo ó Fileno, porque en la ciudad
ya se guardaría bien de hacerlo. Si le gustaba una niña era
indispensable el decir que _ardía en ansias_ ó que _se hallaba
encadenado por un déspota inhumano_, para que se le creyera. El cuello
de la niña había de ser _albo_ forzosamente y los cabellos _madeja de
oro_, los ojos lanzarían _mortíferos venenos_, dado que no hubiera en
ellos un Cupidillo que disparase _mortales saetas_; los labios serían
_hibleos_, las mejillas de _nácar_ y el seno tomaría la denominación de
_pomas de nieve_ ú _orbes torneados_. La poesía, en resumen, se hallaba
estereotipada.

En esto, dejáronse oir los rugidos de los románticos, que llegaron cual
rebaño de leones agitando ferozmente sus melenas, y al llegar pusieron
en gran desorden y confusión á la turba de gozques que alastraban contra
el regazo y comían en las blancas manos de las damas aristocráticas.
Traían consigo la idea de libertad, la de naturaleza--á la cual no
siempre han sido fieles--y más arraigada que otra alguna, la de
tristeza. La tristeza fué la musa que inspiró por más tiempo al
romanticismo. Sin que hubiese mayor motivo que antes, todos los poetas
de aquella época convinieron en ponerse muy tristes y en dar claras
señales de hallarse bajo el peso de un gran dolor. Caían sobre el suelo
las lágrimas y formaban pronto regueros, arroyos, ríos caudalosos que se
llevaban los puentes y los corazones; desatábanse en el espacio furiosos
vendavales de suspiros y estallaban tempestades de sollozos. Más grande
desesperación no la habían presenciado los siglos.

Aun dando por supuesto, como es justo que se dé, que aquella tristeza
tenía no poco de afectada y artificiosa, ¿quién osará negar que
constituye un manantial riquísimo de inspiración poética? Lo pregonan
con elocuencia el _Childe-Harold_ y el _Manfredo_ de Byron, el _René_ de
Chateaubriand, los cantos líricos de Heine, de Víctor Hugo, de
Espronceda y de Zorrilla. Estas obras serán por siempre bellas, aunque
el arte, en sus giros de vagabundo, haya abandonado la región de las
tristezas individuales y parezca sumergirse ahora con deleite en el
océano profundo de la realidad. No queramos juzgar las obras de arte con
el criterio que el gusto de hoy nos señala. Si despreciamos las obras y
los hombres del romanticismo porque las aficiones de nuestra época nos
empujan por opuestos derroteros, cuando otros gustos y otras tendencias
hayan venido á sustituir á las nuestras, ¿con qué derecho pediremos
gracia para nuestros poetas más queridos y para nuestras obras más
predilectas? Pensemos más bien que la belleza es una dama serena y
augusta, pero muy coqueta; el arte un mancebo turbulento y caprichoso
que sin cesar la enamora. Que vista la dalmática griega, ó la toga
romana, ó el jubón de la Edad Media, ó el frac de nuestra época, que
gaste peluca ó melena, que parle en latín ó en sueco, como se muestre
insinuante, rendido y discreto, obtendrá sus favores.

Aquí llegaba en mi trascendental meditación, cuando rasgó la atmósfera
erudita del Ateneo la voz del ujier: «Cátedra del Sr. Zorrilla». ¡Ay!
Quizá este mismo ujier gritaría impío al día siguiente: «Cátedra del Sr.
Vilanova».

Acudí con ligereza á sentarme delante de la misma tribuna, y esperé con
recogimiento, con cierto temblor cortesano, la llegada del monarca.

Y llegó. ¡Pero cómo llegó, cielos! Como oveja á quien privaron de su
vellón; como pájaro desplumado. ¡Llegó sin melena!

El viejo y trasquilado león subió lentamente los escalones de la
tribuna, y una vez arriba, alzó la cabeza. La juventud había huído de
aquella frente, el fuego de aquellos ojos, el carmín de aquellos labios.
Paseó una mirada por la concurrencia, y saludó. Yo no sé lo que vi en
aquella mirada y en aquel saludo, pero me sentí profundamente conmovido.
Aquella mirada triste, muy triste, aquel saludo humilde y encogido
parecían decir:

«Estoy en el Ateneo de Madrid; lo sé. Los que aquí os reunís, todos sois
más ó menos sabios; todos sabéis que he cometido muchos anacronismos y
muchas faltas de gramática. Sé que os reís de mis composiciones vacías,
de mi lirismo trasnochado; sé que os gustan otros poetas más filósofos,
sé que ya no tengo ni un admirador ni un amigo entre vosotros. La
generación á la cual el soplo de mi musa revolvía y encrespaba unas
veces, y otras rizaba y adormía blandamente; el público que decía mis
versos en el teatro antes que el actor los profiriese, se ha llevado á
la tumba mi renombre. Los amigos que conmigo lo compartían han caído
también uno á uno en el oscuro misterio de la muerte. Cuanto miro en
torno mío, me es extraño y desconocido. No entiendo vuestra sabiduría,
no entiendo vuestro escepticismo, no entiendo vuestros versos. Me
encuentro solo, triste y pobre, y ni aun fuerzas me quedan para
repetiros la vieja canción. Nada puedo daros digno de vosotros:
perdonadme, señores, perdonadme.»

Y á mí se me encogía dentro del pecho el corazón y me asaltaban deseos
irresistibles de decir:

«Procedamos por partes, ilustre vate. En primer lugar, gracias á Dios,
no somos todos sabios los que aquí nos reunimos. Desde mi asiento estoy
viendo á varios que no lo son, puede usted creerlo, no lo son. Algunos
hay que la opinión pública califica de tales, pero ya sabe usted que la
maledicencia en nuestro país no respeta nada, y que no es posible poner
trabas á las lenguas. De los pocos que restan, la mitad son traducidos
del francés y la otra mitad en el pecado llevan la penitencia, pues
nadie cuenta con ellos para nada. Mas supongamos por un instante que
todos lo fuésemos. ¿Piensa usted que habrá sabio alguno, por tonto que
sea, á quien no cautiven y deleiten los hermosos poemas que usted ha
creado? ¿Piensa usted que esta poesía amaneradilla y artificiosa que hoy
está de moda osará chistar mientras se alce en los aires el son de sus
dulces y frescas melodías?»

Esto diría seguramente si hubiese dicho algo. Me reduje á pensarlo, con
otras muchas cosas que el lector irá conociendo seguramente si no se
queda rezagado en la lectura de este artículo.

Situémonos en un punto de vista equidistante de todas las escuelas y de
todas las tendencias que han imperado en el arte. Mejor dicho,
situémonos en tal lugar y tan lejano que apenas se divisen esas barreras
que las alternativas y variantes del gusto han levantado en los vergeles
de la poesía. Desde aquí, desde el lugar empingorotado donde plugo á mi
voluntad colocarme, no acierto á ver ningún lindero; el huerto de los
clásicos es una prolongación del de los románticos, ó tal me parece al
menos, y el de los realistas se introduce sin que nadie le vaya á la
mano por el de los idealistas. En unos y otros las flores y las berzas
fraternizan con efusión. Los ingenios que los han cultivado están allí
representados con tamaños muy distintos, sin que pueda asegurar que se
haya atendido para nada ni á la época en que florecieron ni á la escuela
en que militaron. Por ejemplo, allá veo á Calderón que está representado
por un coloso de oro con rica corona de brillantes, mientras Sánchez de
Castro es una hormiguita que en este momento le entra por la ventana de
la nariz y le hace estornudar.

Mas en realidad mi obligación en este momento es no acordarme para nada
de Sánchez de Castro y no quiero dar un paso más por este terreno
escabroso. Así, pues, convirtiendo mis ojos á Zorrilla, observo que su
talla se eleva majestuosa sobre todos los poetas españoles de este
siglo, y sólo Espronceda y Quintana logran altura parecida. Bien se me
ocurre que esta observación tomada del natural, como ahora se dice, no
enternecerá el corazón de los poetas que hoy figuran; mas ¡ay! consiste
en que el corazón del poeta, blando y sensible para el canto del
ruiseñor, para el beso de la virgen, para las noches de luna, es de
piedra berroqueña para los versos de su vecino.

La poesía de Zorrilla es una flor de los campos, risueña, fresca, suave,
fragante. Nació sin que una mano diligente hubiese derramado en aquel
sitio algunos granitos de semilla traídos de París. Nació porque Dios
quiso que naciera para solaz del viajero que en el camino angustioso de
la vida se tiende á descansar un instante en los dominios del arte. La
regadera de la ciencia no ha venido á chapuzarla mañana y tarde. En los
días de cierzo no ha tenido cristales que la resguardaran; en las noches
de hielo no ha tenido á su lado estufa que le prestara calor. Alguna vez
se doblaba la pobrecita al peso de la nieve; otras veces se arrugaba por
las quemaduras del sol. Pero tornabais al día siguiente y la
encontrabais de nuevo fresca y erguida derramando aromas y esparciendo
reflejos.

Porque Zorrilla es un gran poeta, á despecho de la ciencia, á despecho
de la Academia de la Lengua, á despecho de sus torpes imitadores y hasta
á despecho de sí mismo. Infinitamente más poeta que otros que poseen
mucha ciencia, mucha Academia y pocos imitadores.

Á la flor de la poesía dedicámosle hoy cuidados exquisitos y prolijos.
No los rechazo, que prefiero yo con mucho los refinamientos del espíritu
á las groserías de la letra. Mas déjenme ustedes admirar de buena
voluntad á aquellos árboles gigantes de espeso y oscuro ramaje cuyas
copas se columpian majestuosamente al impulso de los vientos en los
bosques de mi país, y no tanto á aquellos otros del Buen Retiro
cortejados sin cesar por la mano solícita del jardinero y recibiendo el
agua bonitamente por tubos de hoja de lata. No lo puedo remediar.

Los versos de Zorrilla no han sido forjados penosamente como tantos
otros en las fraguas del pensamiento. Zorrilla no ha tomado jamás las
medidas á la idea para encajarla en el verso. El verso y la idea
nacieron en su mente á un tiempo mismo, como la luz y el color. Si á
Zorrilla le privaseis del lenguaje numeroso, le arrancaríais las alas y
pronto veríais con qué dificultad se movía por la tierra. Si quisierais
enseñarle la prosa, veríais cuán torpemente se expresaba, como esos
pobres mirlos á los cuales sus dueños ¡progresistas! se empeñan en
enseñar el himno de Riego con la flauta.

La prosa es una cosa muy excelente. Yo se la recomiendo con toda mi alma
al Sr. Grilo. Mas la prosa sólo puede expresar lo que se concibe en
prosa: cuando se concibe en verso, se debe parir en verso. Hay tal
vaguedad en las ideas del poeta y tanta contradicción en sus
sentimientos, que no es fácil empeño introducirlos en la prosa sin
sacarla de quicio. El verso, según dicen, es el lenguaje intermedio
entre la prosa y la música. Zorrilla lo ha hecho acercarse mucho más á
la música que á la prosa. Por eso penetra más fácilmente que ningún otro
poeta en nuestra alma y se guarda más tiempo en la memoria. ¿Quién en
España no sabe versos de Zorrilla? ¿Quién es el que no ha sentido el
aroma de aquella flor silvestre de que antes os hablaba?

Voy á figurarme que cruzáis por un país extranjero. En una sala
espléndida, muy bien arrebujada con riquísimas alfombras y tapices,
chisporrotea un fuego malicioso haciendo guiños y prometiéndolas muy
felices al aterido contertulio, que descalzándose los chanclos y
sacudiéndose la nieve, alza la cortina diciendo: «Good evening
gentlemen».

Ya estáis de la parte de adentro, y al compás de vuestros pasos se alza
un repique adulador en el cristal de las arañas y en la porcelana de las
mesas. Y luego los enormes espejos, tan altos como el techo, se
apresuran á reproducir profusamente vuestra imagen, como si fuese la de
un grande hombre. Así que llegáis á las cercanías de la chimenea, os
inclináis con mucha gracia y estrecháis una mano más blanca que el manto
con que en aquel instante se embozan los árboles del jardín, más suave
que la seda que viene de las Indias. No quisiera equivocarme, pero
aquella mano pertenece, á mi entender, á una _lady_ de alabastro con
ojos azules. Habláis del tiempo, por supuesto, habláis del príncipe de
Gales, habláis de _sport_, y hasta, si os parece oportuno, habláis de
los ojos azules de _mylady_. Todo esto á mí no me importa poco ni mucho.
Pero la conversación viene á caer sobre materia de poesía, y entonces ya
pongo el oído para escucharla. _Mylady_ tiene gran pasión por Tennyson,
y se empeña en leeros uno de sus idilios, que vosotros, claro es,
encontráis divino. Á la lectura del idilio sigue un silencio, y al
silencio esta pregunta: «Decidme, _my dear_, ¿qué poetas tenéis en
vuestro país?»

¡Ah! Yo estoy seguro de que en aquel instante separáis la vista de la
argentada _lady_, y la sacáis por el balcón á pasear por otros espacios.
Una lágrima tiembla en vuestros párpados, que no llega á caer, porque
aquella lágrima pertenece á la patria y no quiere pisar tierra
extranjera. Allá, muy lejos, detrás de la nieve, hay una región feliz
donde calientan los rayos del sol y esparce el azahar sus fragancias.
Las aguas azules del mar y los bosques espesos de lauros, la lengua
melodiosa de las aves y la boca imperceptible de los insectos elevan sin
cesar un coro de bendiciones al firmamento límpido...

«Señora, el primero de nuestros poetas se llama D. José Zorrilla. Sus
versos son el más preciado regalo de los oídos españoles. Ninguno ha
conseguido tanta popularidad, porque ninguno es tan sencillo, tan
melodioso y tan flúido. Sus versos tienen el color de nuestras flores,
el brillo de nuestro cielo, la frescura de nuestra brisa. Cuando los
escuchamos, nos sucede lo mismo que cuando paseamos al declinar la tarde
por las riberas del Tajo, se olvida uno de que esta tierra es un valle
de lágrimas. Ninguno tampoco más nacional. Su espíritu nos pertenece de
tal modo, sus pensamientos están ligados por tan estrechos lazos á la
tierra española, que en vano querríais formaros idea de su encanto los
que no habéis balbuceado jamás plegarias á la Virgen, los que no habéis
escuchado en esa lengua los consejos de vuestra madre. Su poesía, como
nuestro sol, no se puede traducir.»

Sí; estoy seguro de que estas ó parecidas palabras saldrían de vuestra
boca, porque en tal instante no querríais semejaros al asno de la
fábula, que dispara furiosas coces sobre la frente del león moribundo.
Quizá en vuestro corazón tendríais ya reservado este papel para algún
amigo de Madrid. Y no diríais mentira. El troquel que acuñó los versos
del _Capitán Montoya_ y _Margarita la tornera_ bajará al sepulcro de
Zorrilla, y tal vez se guarde allí por siempre. Aquellos fantásticos
caballeros de la tradición no tornarán ya á este mundo, tan vivos, tan
altivos, tan resueltos; aquellas doncellas de ojos garzos que beben por
entre una reja el tósigo del amor, no serán tan puras, tan risueñas, tan
ideales. Las noches de Andalucía, diáfanas ó brumosas, los bosques, las
tempestades, las flores, los claustros, el canto de las aves, los
suspiros del amor, ya no tendrán pincel que los retrate y los difunda
por la tierra. ¿Qué jinetes osarán en lo porvenir cruzar de noche un
bosque de este modo?

      Muerta la lumbre solar,
    iba la noche cerrando,
    y dos jinetes cruzando
    á caballo un olivar.

      Crujen sus largas espadas
    al trotar de los bridones,
    y vense por los arzones
    las pistolas asomadas.

      Calados anchos sombreros,
    en sendas capas ocultos,
    alguien tomara los bultos
    lo menos por bandoleros.

      Llevan, por que se presuma
    cuál de los dos vale más,
    castor con cinta el de atrás,
    y el de adelante con pluma.
      Etc., etc.

¿Qué náyade se atreverá en adelante á salir del fondo del agua en esta
forma?

      Tocó en el haz del agua
    su cabellera blonda;
    quebró la frágil onda
    su frente virginal.

      Dejó el agua mil hebras
    entre sus rizos rotas,
    y á unirse volvió en gotas
    al limpio manantial.

Oigo decir que Zorrilla no ha respetado en más de una ocasión la
gramática. Pero ha respetado la belleza. Y aun sobre su decantada
incorrección pudiera decir unas palabras. Si ustedes me lo permiten, las
voy á decir.

Es mi creencia arraigada que los idiomas no se perfeccionan en las
Academias, como el estado político de las naciones no progresa por la
labor de las Cámaras altas. La tarea de unas y de otras es de
conservación y resistencia: nada más. Los idiomas progresan por el
impulso que les comunica un gran escritor ó por el nuevo aspecto en que
los ofrece. Sin acudir á países extraños, donde hallaríamos grande copia
de ejemplos, y ateniéndonos solamente al nuestro, consideremos que el
más singular y glorioso de nuestros escritores, Miguel de Cervantes, ha
sido quien abrió más amplios horizontes á la lengua, comunicándole el
mayor grado de flexibilidad á que pudo aspirar jamás idioma alguno.
Observemos de paso que Cervantes no está notado de escritor correcto y
castizo, pues no tuvo inconveniente en aportar al castellano multitud de
italianismos y galicismos. Asimismo es verdad que todos nuestros grandes
escritores han trabajado sobre el patrio idioma, otorgándole cada cual
su propia y peculiar fisonomía. Quevedo, Rivadeneira, Solís, el P. Isla,
etc., han bordado primorosamente en el rico tapiz del habla castellana,
llevando siempre un nuevo color á su exquisita urdimbre.

En tiempos más cercanos, ¿quién no recibirá deleite leyendo la prosa
tersa y elegante de Jovellanos, ó los versos sonoros de Quintana, ó la
acerada frase de Larra? Y no obstante, éstos, que serán siempre dechados
del buen decir, no lo son de corrección y pureza.

Zorrilla ha prestado servicios eminentes al idioma. En sus obras
adquirió el más alto grado de dulzura y armonía. Cuando hayan
desaparecido los correctísimos escritores que tan duramente le zahieren
por sus descuidos, y las obras donde han estampado sus relamidas frases
hayan vuelto á la tierra de donde salieron, aún vivirá Zorrilla y sus
canciones andarán en boca de los hombres.

Mas, á todo esto, todavía no he preguntado al poeta que me ocupa en qué
ideales se inspira. Es extraño, muy extraño; mucho más extraño
tratándose de un sujeto que lleva varios años de socio del Ateneo.

Iba á remediar mi falta, cuando me interrumpe una salva de bravos y
palmadas. Los sabios aplauden desaforadamente _La siesta_. Mas ahora
corresponde preguntar: ¿Cuál es el ideal de _La siesta_?

Opino como Zorrilla: dormirla con Rosa.

                      EPÍLOGO

Alguna vez le he vuelto á encontrar en las calles de Madrid, triste,
cabizbajo y acompañado de López Bago.

El genio, vaya ó no vaya acompañado de López Bago, es digno de respeto.

Por eso yo, aunque lleve la derecha, me apresuro á dejarle la acera.

[Illustration]

[Illustration]



D. RAMÓN CAMPOAMOR


[Illustration: P]ARA comprender bien la fisonomía poética de Campoamor
es necesario pertenecer por entero, con alma, vida y corazón, á la época
presente. El Sr. Campoamor es un poeta de la edad presente. No hay más
que considerar un instante sus patillas para convencerse de ello. Hace
algunas noches le oía leer uno de sus bellísimos poemas, _El amor y el
río Piedra_. Y al escuchar las aventuras de aquellos enamorados
desertores que van dejando en las grutas, en los céspedes y en las
zarzas del río Piedra sus risueñas ilusiones, el autor se me
representaba de improviso bajo una forma semejante. También él es un
desertor, un desertor de la fe, que marcha por la vida río abajo, río
abajo, también dejando entre los zarzales jirones de sus creencias. Y al
dejarlas se detiene un punto para lanzar sobre ellas una mirada triste;
suelta una lágrima, escribe una dolora, se echa á reir y sigue su
camino. Y con él vamos todos, todos, casi todos (como él diría), y
también soltamos lágrimas y carcajadas, pero no soltamos doloras para no
descalabrar á nuestros semejantes. Pero río abajo, río abajo, se va á
parar al escepticismo, dirán ustedes.--Tal vez.--¿Y entonces?--Entonces
¿qué?...--Nada.

Campoamor no tiene padre. Menos afortunado en esto que D. José Zorrilla,
el cual es hijo legítimo de un ruiseñor, según ha tenido la bondad de
revelarnos últimamente, nuestro poeta es un pobre huérfano dentro de la
literatura patria. Fuera de ella quizá tenga algún pariente cercano,
pero que no merece por ningún concepto el nombre de padre. En el mundo
de la poesía lírica no está mal mirado el que no tiene padre conocido.
Es un mundo democrático, donde cada cual es hijo de sus versos y donde
conviene mucho que éstos se parezcan lo menos posible á los de los
demás, aun cuando no acaben de hacerse cargo por completo de ello el
Marqués de Molíns, el Conde de Cheste, el Marqués de Valmar y otros
próceres del Reino.

En cambio, vean ustedes; en el mundo de la poesía dramática no acaece ya
lo mismo. El poeta dramático puede y debe tener presente para orientarse
en sus concepciones la tradición del teatro nacional, porque el poeta
aquí no va á expresar exclusivamente sus sentimientos, sino también los
del público. Así es el mundo, ó mejor dicho, así son los mundos.

Como no tiene padre, nuestro poeta ha gozado de una libertad envidiable
desde sus primeros años, enderezando sus pasos á donde bien le plugo,
unas veces exhalando gemidos y vertiendo lágrimas en compañía de la musa
romántica, otras retozando alegremente con la clásica. Mas no es
hacedero pasar en esta existencia, que no llamaré mísera porque ya lo
han hecho antes algunos ilustres escritores, entre ellos Pérez Escrich,
de la risa á las lágrimas y de las lágrimas á la risa sin llegar á una
conclusión. Justamente á esta conclusión ha llegado nuestro poeta. Y la
conclusión es la siguiente.

Las lágrimas y la risa no son otra cosa que manifestaciones concretas
del estado particular del pensamiento en cada momento. La risa expresa
la alegría, como el llanto la tristeza. Mas he aquí que el pensamiento
consigue sobreponerse á estos medios de expresión congénitos á nuestra
naturaleza, y se eleva á una región serena y en cierta medida
indiferente, á donde llegan confundidos y revueltos los suspiros y las
risas. Entonces el pensamiento, tal vez sin darse cuenta de ello, si se
ve triste toma para salir á la calle la risa, máscara de la alegría; si
se encuentra alegre, el llanto, vestidura del dolor.

No es esto lo corriente, debo confesarlo; pero alguna vez acontece, y
cuando acontece, al que de tal modo quebranta el orden establecido para
la emisión del pensamiento, se le llama _humorista_, aunque la palabra
no haya recibido todavía carta de naturaleza en nuestro idioma.
_Humorista_, sin embargo, no es únicamente el que pone en contradicción
su pensamiento con sus palabras, pues esta contradicción se observa en
cualquier escritor satírico, sino más bien el que pone en contradicción
su pensamiento con el pensamiento universal. El escritor que sólo aspire
á producir un efecto cómico, no llegará jamás á este punto. Es necesario
poseer un alma superior y lúcida, que aprecie las cosas de este mundo en
su verdadero tamaño y no en el que se ofrecen á los ojos del vulgo. El
_humorismo_ es un soplo delicado que se esparce por todos los
pensamientos del escritor, suavizando su aspereza, refrenando sus
tendencias á lo absoluto y tiñéndolos todos con el color de lo relativo.
Es algo que nos emancipa y nos liberta de la bajeza de esta vida,
colocándonos en un sitio elevado é inexpugnable. El _humorista_ ríe;
pero bien sabemos todos que su risa no durará mucho, y que sus lágrimas
se encuentran siempre apercibidas á salir. En este mundo no todo inspira
risa. El _humorista_ llora; mas si aplicamos el oído, no tardaremos en
percibir cómo se une al coro de gemidos una nota risueña y bulliciosa.
En este mundo no todo arranca lágrimas. El _humorista_ ridiculiza los
actos y las personas, pero su sátira no lleva veneno, y por eso no mata,
antes vivifica. Cervantes, el más grande de los _humoristas_,
ridiculizando en un personaje la desmedida afición á las aventuras
caballerescas, no ha podido menos de hacerlo amable á todos los
corazones sensibles. El espíritu del verdadero humorista se halla
dotado, en fin, de una tolerancia inagotable para con los defectos de la
humanidad. Los considera como una herencia que no es posible repudiar,
y dirige sus ataques más al defecto en general que á los defectos.

Pues bien, señores; tengo el honor de presentar á ustedes un poeta
_humorístico_. Mírenlo ustedes bien, porque en España no hay más que
este ejemplar. Y aun éste ha llegado un poco tarde á rendir parias á esa
musa pálida y nerviosa que acarició á Byron, á Heine y á Musset. Después
de malgastar los bríos de su juventud en estériles devaneos con otras
musas y más tarde en licenciosas bacanales filosóficas, es natural que
al entregarse á ésta se hallase un tanto debilitado y maltrecho. No le
dedica como Musset y Heine las primicias de su fantasía, sino los
últimos resplandores. Por eso las poesías de Campoamor no tienen la
frescura y espontaneidad que tanto encarecen y abrillantan las de
aquéllos. Acá para nosotros; yo creo que el Sr. Campoamor tiene
demasiada metafísica entre pecho y espalda. Nada más funesto para los
órganos vocales que la metafísica. Estoy seguro de que los catarros del
señor Campoamor no proceden de otra cosa. Sin embargo, el Sr. Campoamor
lo ha advertido, si no á tiempo, con bastante oportunidad al menos. Yo
le he visto apostrofando á la metafísica cual si tuviese la calavera de
Yorik en la mano; y como Hamlet arrojarla diciendo: «¡qué olor tan
fétido, puf!»

Efectivamente, Sr. Campoamor, hay muchas cosas en el cielo y en la
tierra que no conocen ni Orti y Lara ni Aristóteles; y ha obrado usted
muy cuerdamente poniendo cada día mayor distancia entre sus poesías y
_Lo absoluto_. Pero aquella sucia calavera dejóle algunas telarañas en
los dedos y fué necesario que usted se bañase en el Jordán cristalino de
los _Pequeños poemas_ para arrojarlas de sí enteramente.

Vamos á otra cosa. En la poesía del Sr. Campoamor se observa un
desequilibrio notable entre el pensamiento y la forma. Aquél es el
tirano que se impone con maneras tan descorteses, tan despóticas en
ocasiones, que la mísera forma corre á ocultarse por los rincones de la
prosa, reduciéndose de buena voluntad al menor tamaño y apariencia
posibles. Pero de estas y otras cosas no doy culpa ninguna al Sr.
Campoamor. Hemos convenido en que pasaron los tiempos ominosos de las
formas. Los escultores achacan la decadencia de su arte á los excesos
del pensamiento, que favorecen el desarrollo de la cabeza destruyendo al
propio tiempo la armonía corporal que el arte reclama, y yo no estoy muy
lejos de creerlo así. La facultad del alma que hoy alcanza más éxito
entre la buena sociedad es el entendimiento. Sentiría mucho, no
obstante, que se viese en estas palabras una alusión directa ó indirecta
al Sr. Grilo ni tampoco al Sr. Blasco.

En el cerebro de los hombres de este siglo, las ideas se codean, chocan,
se atropellan, quieren salir todas á un tiempo, cual si estuviesen en el
Ateneo en el momento de pedir la palabra el Sr. Perier, y, es claro, no
hay manera de que salgan con la debida compostura. Fuerza es
confesarlo; el siglo va echando demasiada cabeza, si bien me complazco
en reconocer que dentro del siglo hay algunas cosas que, aunque no
tienen pies, tampoco tienen cabeza. ¿Necesitaré repetir que no hay en
mis palabras ninguna alusión concreta?

La forma huye, pues, del siglo en que vivimos, y es lo peor de todo, que
en la poesía no puede sustituirse por el algodón y la goma como en otras
esferas de la vida individual. Ya no les queda á los desdichados hijos
de esta época más que fondo, y todavía á muchos de ellos les niega la
suerte este último consuelo. Pero no se lo ha negado al Sr. Campoamor.
El Sr. Campoamor es el poeta más sustancioso que poseemos; tal vez el
único que pudiera sufrir una traducción en prosa á cualquier lengua
extranjera. Y aun cuando no es opinión mía que deba someterse al poeta á
prueba tan terrible, porque hay en la poesía un algo sutil, vagoroso y
tenue que se evapora y desvanece así que se quiebra la estrofa en que se
guarda, debemos confesar que da señales manifiestas de robustez y brío
la que sabe resistir á esa brutal profanación. Si no aconteciese de esta
suerte en otros varios casos, no es del todo seguro que la mayoría de
los españoles leyesen los poemas de Byron y de Goethe.

Porque ha querido hablar de las cosas del cielo con el lenguaje de la
tierra, los dioses indignados vertieron sobre los poemas de Campoamor el
veneno de la monotonía, de esa monotonía que en los alejandrinos
franceses hace tan desastrosa competencia al opio. El desdén soberano
con que Campoamor arroja á los pies de los dioses la octava sonora, la
quintilla chispeante, la décima coqueta y el romance cadencioso,
quedándose tranquilo con su pobre pero honrada _silva_, es un rasgo de
audacia y estoicismo que me seduce. Sin embargo, guárdense nuestros
vates de imitar un acto de heroísmo semejante, pues si los dioses por
capricho perdonan á uno de estos temerarios, cuando algún otro intenta
repetir el sacrilegio, no dejan de confundirlo con ejemplar castigo.
Verbi y gracia: días atrás he visto los _pequeños poemas_ de un joven
vate, formando un elegante tomo con hermosa cubierta á dos tintas, que
hacinados miserable é irrespetuosamente en un cesto, se vendían en la
Puerta del Sol á medio real. ¡Qué terrible enseñanza para los jóvenes
poetas!

La sencillez de Campoamor es proverbial, y porque es proverbial puedo
excusarme de hablar de ella. Tan sólo quiero que ustedes me den su
opinión sobre el siguiente caso.

Más de una vez me ha acontecido el pararme en los pasillos de un teatro
ó en la puerta de un salón de baile á inspeccionar seriamente la entrada
de las bellas. ¡Qué joven no tiene en su vida alguno de estos rasgos de
talento! Otros jóvenes, dando pruebas del mismo ingenio, no tardan en
colocarse á mi lado en alineación derecha, quizá con idéntico objeto, y
presto se forma una apretada fila de cuellos á la marinera y corazones
predispuestos á la admiración. Las bellas pasando por delante de la
noble fila con los ojos bajos y el rubor en las mejillas esperando
humildemente el fallo de aquellos cuellos soberanos. Y á cada nueva
belleza que entra abrochándose los guantes, se alza del seno de la fila
un himno de murmullos y de muecas que va derecho al trono del Altísimo á
felicitarle por sus últimas producciones. Mas, no cabe duda, cuando la
fila se siente verdaderamente alarmada y herida en lo más íntimo, es
cuando pasa Melita. ¡Melita es tan linda!... ¡Tiene unos ojos!... ¡Y
unos labios!... ¡Va siempre tan sencilla!... Y sobre todo, eso de no
pintarse poco ni mucho es un rasgo que la coloca á la altura de Lucrecia
y de la madre de los Gracos en opinión de la muy alta y poderosa fila.
Por eso aquellos esforzados jóvenes se sienten acometidos de la
imperiosa necesidad de producir en su garganta algunos gruñidos muy
lisonjeros, sin duda alguna, para Melita.

Esto mismo se ha repetido en distintas ocasiones, y cuantas veces se ha
repetido, otras tantas he visto á Melita tan linda y tan risueña, y
otras tantas su acrisolada y nunca desmentida sencillez ha pesado de un
modo decisivo en la opinión.

Ahora pregunto yo: ¿Tendrá algo que ver la sencillez de Campoamor con la
de Melita?


                          LAS DOLORAS

_Pregunta._ ¿Qué son doloras?

_Respuesta._ Unas composiciones breves, ingeniosas y muy desengañadas,
que revolotean sin cesar desde la poesía á la prosa y desde la prosa á
la poesía, donde se expresa un pensamiento que el Sr. Rayón y algunos
otros distinguidos críticos, entre los cuales se cuenta el Sr. Rayón, no
dudan en calificar de filosófico.

_P._ ¿Es ésta, por ventura, la definición aceptada y seguida en las
escuelas?

_R._ No señor. En este punto, como en algunos otros, no todos los sabios
estamos de acuerdo. El señor Marqués de Molíns «tiene para sí que tales
poesías, sencillas como la anacreóntica, ligeras como el madrigal,
picantes como el epigrama, no están empapadas en el vino de los
banquetes como la anacreóntica, ni perfumadas de tomillo y mejorana como
el madrigal, ni salpimentadas de mostaza como el epigrama; pero que
conmueven como la oda, describen como el idilio y corrigen como la
sátira». No me es posible, sin embargo, acostarme á la opinión de este
varón eminente.

_P._ Y el nombre de doloras ¿de dónde lo hubieron?

_R._ El Sr. Conde de Revillagigedo, con esa perspicacia que caracteriza
á los condes, supone que tuvo origen en algún misterio del corazón. Y
efectivamente, nadie puede dudar de que los corazones son muy capaces de
encerrar misterios. Pero ¿tenemos acaso derecho á introducirnos en su
vida privada?

P. Mas dejando á un lado al Sr. Conde de Revillagigedo, pues no es bueno
en este instante discutir las grandezas de la tierra, ¿cuál es vuestra
opinión (entendiendo que os pido la mejor que tengáis) sobre las doloras
de Campoamor?

_R._ No sólo os daré mi opinión, sino también la de mi familia, en el
caso de que os fuese de alguna utilidad. Las doloras, aunque un poco
dadas á la metafísica, son unas composiciones muy bellas, elegantes y
discretas. Predomina en ellas la imaginación sobre el sentimiento, y
esto es precisamente lo que las aparta de los _lieder_ alemanes, con los
cuales guardan más de un parecido. Son picarescas, llenas de gracia y
donaire y nos dicen más á veces con una mueca, que el Sr. Perier con un
discurso. Ríen mucho y lloran alguna que otra vez. La gente ha dado en
decir que tienen poco corazón.

_P._ ¿Por qué habéis dicho de ellas que son muy desengañadas?

_R._ Porque no he querido llamarlas escépticas. No se dirá jamás que yo
he sido grosero con las damas. Y si paramos mientes en este asunto, aún
se verá claramente que existen razones para adoptar un adjetivo y
desechar el otro. Cuando leo las doloras, sin poderlo remediar me
acuerdo de ciertas preciosas jóvenes que después de dos ó tres
acometidas infructuosas de matrimonio se deciden á tener ojeras y á
estar distraídas cuando se las habla, plegando sus labios húmedos y
rojos con una sonrisa irónica, y paseando su belleza por teatros y
salones con la misma unción que si mostrasen las tablas de la ley al
pueblo israelita. Aquellas jóvenes no son escépticas; sienten la
belleza, sienten la religión, sienten el arte y sienten el matrimonio.
Pero están desengañadas.

_P._ ¿Qué tenéis que decir sobre su moralidad?

_R._ Dirigíos, si tenéis empeño en saberlo, al cura de la parroquia.

_P._ ¿Y qué opináis del comentario que el Sr. Rayón va poniendo á cada
una de las doloras?

_R._ Bien echo de ver, por la pregunta, que no habéis visto jamás unas
láminas que suelen traer los libros de cirugía, donde aparece primero el
rostro hechicero y virginal de una niña, y en la página siguiente este
mismo rostro despojado de la piel.

_P._ ¿Por qué decís que revolotean sin cesar desde la poesía á la prosa
y desde la prosa á la poesía?

_R._ Porque en algunas de ellas el pensamiento es tan poético, que
merece una expresión más pura y armoniosa que la que el Sr. Campoamor le
presta, y en otras tan prosaico, que no hay razón para lanzarlo á los
espacios de la poesía en alas de la versificación, cuando debiera
discurrir á pie por la tierra como el vulgo de los mortales. Muy lejos
de mí la idea de dividir las palabras en legales é ilegales, cual si
fuesen partidos de oposición. Si hubo un tiempo en que multitud de
vocablos no podían tener acceso á la vida del arte, hoy por fortuna el
cuarto estado del diccionario ha roto sus cadenas, y en la más
encopetada poesía se tropieza sin sorpresa con palabras de un origen muy
humilde. Mas con ser esto tan cierto como justo, no os daréis por
ofendido si opino que, cuando en la mente del escritor se presenta un
pensamiento lúcido y como si dijéramos de sangre azul, el escritor se
encuentra en la imprescindible obligación de procurarle el traje que
conviene á su rango, al paso que cuando llama á su puerta un pobre
diablo lleno de harapos y greñas, la caridad no le ordena más que
alargarle un plato de potaje para remediar su hambre.

_P._ ¿Y creéis que las doloras llegarán á formar un género literario?

_R._ No, padre.

_P._ ¿Y en qué os fundáis?

_R._ En que el carácter de las doloras no está determinado por su forma,
sino por su fondo. Ahora bien; el fondo de las doloras es el mismo
talento poético del Sr. Campoamor. ¿Creéis que un talento tan original
tendrá muchos hermanos?

_P._ ¿Cuáles son las mejores á vuestro juicio?

_R._ Aunque son muchas las que me gustan, en general considero
superiores las comprendidas en la cuarta parte, no sé si por su belleza
intrínseca, ó por la aureola que las presta el no llevar comentario de
Rayón.

                   EL DRAMA UNIVERSAL

No tengo predilección por el poema simbólico ó fantástico. Algo parecido
me pasa con las ostras. Las como cuando se presenta la ocasión, es decir
cuando me las ofrecen; pero yo no las pido jamás. Mas no por eso dejo
de comprender la afición á los poemas simbólicos. Es una afición tan
plausible por lo menos como la de las ostras. Mi espíritu, abierto á
todos los mariscos y á todos los poemas, sabrá, ya que la vez se
presenta, tributar los honores debidos al _Drama universal_.

Allá en otro tiempo, sin embargo, sentía yo verdadera pasión por las
ostras. Mas he aquí que un amigo escribe un poema simbólico, y lo que es
aún más generoso por su parte, se decide á leérmelo. Bien sabe Dios que
jamás he exigido á ningún amigo que me lea un poema simbólico. Comprendo
que la amistad tiene sus límites, y por eso si él no se ofreciese
espontáneamente á leérmelo, nunca me hubiera aventurado á pedírselo. Me
llevó á su casa, me regaló el paladar con unas ostras y me leyó su poema
simbólico. Por la noche soñé unas cosas espantosas. Un mar embravecido,
negro como la tinta, arrojaba á la orilla donde yo estaba una cantidad
de ostras que iba en aumento de un modo prodigioso. La playa se hallaba
cubierta enteramente por ostras que destilaban fríamente su licor
viscoso y nauseabundo. Yo trataba de huir á toda prisa, pero en vano,
porque á cada paso aquel maldito licor me hacía resbalar. ¡Qué angustia!
El mar seguía rugiendo y arrojando ostras y ostras. Parecía que se
habían dado cita en aquella playa las ostras de las cinco partes del
mundo. Por último desperté, y noté que me dolía la cabeza. Después, creo
que me hicieron tomar algunas limonadas purgantes y un océano de caldo.
Cuando salí de la cama, al cabo de varios días, había perdido casi todas
mis ilusiones sobre las ostras y los poemas simbólicos.

Mas echo de ver que estoy poniendo una singular introducción al juicio
crítico de El drama universal. ¡En vez de disertar ampliamente sobre los
orígenes y vicisitudes del poema simbólico al través de las edades, me
entretengo en hablar frívolamente de una indigestión de ostras! Me están
hormigueando por el cuerpo unos deseos terribles de mostrar al
respetable público que si me empeño soy capaz de ofrecerle una erudita
introducción fraguada con todas las reglas del arte. Todo parece
invitarme á ello. La hora; el sitio--que es la biblioteca del Ateneo de
Madrid;--el ruido ameno de los pasillos; todo me dice con elocuencia que
puedo escribirla impunemente. Enfrente de mí, detrás de los cristales de
un armario, percibo los lomos verdes, rojos ó grises de los libros
mejores para el caso. Allá veo uno que dice con caracteres de oro:
_Schlegel_.--_Histoire de la litterature ancienne et moderne_; más allá
otro que dice: _Hallam._--_Introduction to the literature of Europe in
the fifteenth sixteenth and seventeenth centuries_; más allá:
_Leveque.--La science du beau_; y á este tenor otras muchas obras
monumentales y sublimes que llevan en sus entrañas ricos veneros de
citas. ¡Cómo me miran las taimadas!--«Anda, ven acá, parecen decirme,
ábrenos y verás cuántos medios hay en el mundo de darse tono. Si tienes
la digestión rápida, como decía Schiller, verás cuán fácilmente te
convertimos en sabio.»

Es una fuerte tentación, pero sabré resistirla. Para algo me ha dado
Dios esta inflexibilidad de criterio que tanto perjudicaba á mi nodriza
en los primeros meses de mi vida.

Voy, pues, á expresar sin una sola cita y con las menos palabras
posibles (pues hace demasiado calor en la biblioteca del Ateneo de
Madrid) mi humilde, pero lisa y llana opinión sobre _El drama
universal_.

No sé, ni me importa saber, lo que se ha propuesto el Sr. Campoamor al
escribir _El drama universal_. Probablemente sería (lo saco por el
título) una cosa enorme y grandiosa. Y antes de pasar más adelante, me
conviene indicar que las obras artísticas más trascendentales conocidas
hasta el día, no son precisamente aquellas en que el artista vió al
escribirlas su trascendencia; antes me figuro que tales obras son
trascendentales sin que el mismo artista lo sospeche. Véanse, por
ejemplo, el _Quijote_ de Cervantes, el _Hamlet_ de Shakspeare, _Edipo en
Colona_ de Sófocles, y tantas otras en que la poderosa intuición, y
todavía pudiera decir el instinto del escritor, ha llegado sin quererlo
á los parajes más recónditos de la filosofía.

Entrando por el poema del Sr. Campoamor, observo que juegan en él
pasiones humanas. El Sr. Campoamor fué muy dueño de encarnar estas
pasiones humanas en seres fantásticos, pero yo también lo soy de
preferir que las hubiese encarnado en seres humanos. El amor es el
asunto del poema. El señor Campoamor fué muy dueño de dividir el amor en
tres categorías: el amor terrenal, representado por Honorio; el amor
ideal, representado por Soledad, y el amor divino, representado por
Jesús el Mago; pero yo también lo soy de pensar que no existe más que
uno. Y porque no existe más que uno, el personaje que lo encarna,
Honorio, es el único que interesa y conmueve en el poema. Porque el amor
de Honorio no es el amor sensual, sino amor humano, esto es, amor que
participa á la vez del orden físico y del moral, amor que se mueve
dentro de nuestra peculiar esfera. Por eso no hallo bien que el Sr.
Campoamor oponga á este amor, que es el verdadero, el amor de Soledad,
que es una abstracción. Las abstracciones, que generalmente vienen del
Norte, son frías como las escocesas y las rusas, y cuando ponen el pie
en un poema simbólico, casi siempre es para echarlo á perder. Soledad,
como ser abstracto, no consigue interesar á nadie. El amor purísimo y
castísimo que profesa á Palaciano parece copiado de un libro de misa. En
cuanto á Jesús el Mago, á pesar de sus apariciones y desapariciones, á
la hora en que escribo estas líneas no sé todavía á punto fijo qué papel
juega en el poema.

El problema de la lucha del espíritu y la materia, que es el fondo
metafísico de _El drama universal_, tiene poco de poético planteado en
la forma simbólica que lo ha hecho el Sr. Campoamor. Por regla general,
los problemas se aburren mucho dentro de las obras de arte y están
siempre como forasteros. Parecen á esos ingleses lacios y fatigados que
recorren nuestras ciudades del Mediodía en busca de un rayo de sol para
calentar su helado corazón. ¿Y _Fausto_? me dirán ustedes. En primer
lugar, _Fausto_ es la obra gigantesca de uno de los más grandes poetas
que registra la historia del Arte. Después (dicho sea esto con perdón de
mi muy querido é ilustre amigo Urbano González Serrano), la metafísica
de la segunda parte de _Fausto_ me seduce mucho menos que el drama de la
primera. ¡Ay! á este tenor, ¡cuántas veces me gusta más la criada que me
abre la puerta de alguna casa, que su señorita!

Mas si dejamos á un lado (al que ustedes quieran; lo mismo me da uno que
otro) la trascendencia del _Drama universal_, y pasamos á considerar lo
que ante todo debe considerarse en un poema, esto es, su poesía, ¡con
cuánto placer echara mi pluma á caza de frases lisonjeras! Aparte de la
monotonía que engendra el cuarteto, aun más monótono que la octava, no
conozco otra obra en la moderna literatura española que la aventaje en
riqueza de imágenes, en brillantez y en colorido. Hay en el fondo de
ella depositado oro bastante para dorar muchos poemas, y todos sus
cuartetos por lo elegantes y sustanciosos semejan estuches diminutos
donde se guarda siempre una joya. Pero ustedes saben muy bien que yo no
puedo seguir á caza de frases lisonjeras, sin inferir una ofensa más ó
menos grave á


                    LOS PEQUEÑOS POEMAS

Río abajo, río abajo, no se va á parar al escepticismo. Si alguno dijera
lo contrario, aunque fuese el mismo autor de este artículo, mi opinión
es que no se le debe hacer caso. Río abajo, río abajo, podrá ir á parar
al escepticismo el autor de este artículo, que es hombre vulgar, para
quien las cosas se gastan pronto y pronto decaen, cuando lo que se gasta
y decae en realidad es su imaginación. El autor de este artículo podrá
muy bien dentro de algunos años ver el mundo al través de mil prosaicos
desengaños y de su propia fatiga; podrá renegar de las flores, las
mujeres y las lágrimas, declarándose ciego partidario de los
calzoncillos ingleses y de los discursos de Perier. Pero ¿quién puede
tomar como ejemplo en asuntos tan elevados y espirituales al frívolo
cuanto insignificante autor de este artículo?

Tal vez me haya excedido un poco en los cargos que dirijo al autor de
este artículo. Si es así, declaro que no ha sido mi ánimo, ni lo será
jamás, inferirle el más pequeño agravio.

El Sr. Campoamor, como todos los hombres de espíritu verdaderamente
poético, no envejece. El espectáculo que le rodea no le agita, pero le
impresiona como en sus mejores años. Yo opino que aún mejor que en sus
primeros años. ¡Oh! ¡quién llegara á su edad con una imaginación viva y
fresca para recibir las bellezas infinitas de lo creado! ¡Pues qué!
dentro de treinta años, la brisa que venga de bosque en bosque á
murmurar á nuestro oído, ¿será por ventura menos tibia y traerá menos
perfumes? La ola lejana del mar, bañada por la luz del mediodía, ¿será
menos brillante y azul? Las aguas de los ríos ¿correrán al través de las
sombras vacilantes de la noche con menos calma y majestad hacia el
Océano? ¿Las flores soltarán, fatigadas de vivir, sus pétalos, allá en
la tarde, con menos dulzura y silencio? Y aquellos picos siempre
nevados, que se columbran desde el balcón de mi casa, ¿serán menos
hermosos cuando el sol les dirija su última mirada?

¡Ay! mucho lo temo. Por eso siento ya una envidia anticipada hacia el
Sr. Campoamor. _Los pequeños poemas_ son la poesía del ocaso; pero ¡qué
ocaso tan espléndido! Ese sol, como el de su país y el mío, se pone más
hermoso aún que se levanta. ¡Qué luz tan suave, qué ternura y qué
melancolía tienen los últimos poemas de Campoamor! Al hundirse en los
espacios insondables, ese sol no corre ansioso soñando dichas imposibles
allá en otras esferas: baja lentamente, mirando con tristeza hacia la
tierra y acariciando dulcemente sus recuerdos. En su carrera ha habido
nubes que le empañaron y ofuscaron, pero ya no se acuerda. Ya no se
acuerda sino de aquellos pedazos de cielo azul desde donde contemplaba
extasiado las flores que crecen por la tierra.

La fantasía del poeta llega á comprender, después de haber discurrido
por el mundo de los sueños y de las verdades, que muchas cosas le
calentaron sin razón y otras le enfriaron sin motivo. Los jóvenes se
arrojan ansiosos sobre aquellos objetos que más se destacan y brillan, y
abandonan por insignificantes é indignos otros más pobres y modestos.
Así podemos observarlo en las obras de la escuela romántica.

_Los pequeños poemas_ han venido á demostrar cuánta sinrazón hay en
ello. Con una ironía dulce, con una sensibilidad tierna, con una
fantasía sana y equilibrada, Campoamor va recogiendo del suelo aquellas
florecitas que no han conseguido fijar nuestra atención ni detener
nuestro paso. Poco á poco forma con ellas un ramo, y al enseñárnoslo nos
estremece de placer y remordimiento. Aquí es una pobre joven que viaja
en un tren expreso, herida mortalmente de un desengaño de amor. Allá es
una novia que enrojece y tiembla y medita á la vista de un nido. Más
allá es una pobre niña que espera á todas horas una carta que no viene.
En todas partes lo humilde, lo pequeño; jamás lo brillante y elevado.
Pero lo humilde surge al reclamo del poeta con proporciones grandiosas,
y llega á fascinarnos como lo más soberbio. Por eso ahora, si veo á una
niña que contempla un nido, me detengo, cual si creyera escuchar la
turba de inefables pensamientos que cruzan aleteando por aquella
cabecita blonda. Cuando miro al cartero penetrar en una casa, me digo
siempre: ¡quién sabe si llevará un nuevo desengaño á Dorotea! Cuando
viajo en tren expreso, vislumbro por el cristal de la ventana mil
negruras y fantasmas que antes no percibía. Y si en el fondo del
carruaje veo reclinada una joven rubia «digna de ser morena y
sevillana», siento punzantes deseos de preguntarle su triste historia, y
de envolver sus lindos pies con mi manta zamorana.

Así es el Arte. El poeta añade cada día nuevos mundos al que Dios ha
sacado de la nada.

[Illustration]

[Illustration]



D. ANTONIO F. GRILO


[Illustration: C]ADA vez que tomo la pluma para escribir la semblanza de
un grande hombre, me asalta el temor, que me turba y desazona, de no ser
bastante respetuoso con él. Hoy, como nunca, esta terrible duda se
presenta negra y honda en mi espíritu. He arrojado una mirada previa al
fondo de mi conciencia, y no he visto en ella depositado bastante
respeto para trazar esta semblanza. En vano acudo á mil oscuros
expedientes para estimularlo y acrecerlo. En vano me represento al Sr.
Grilo con el laúd entre las manos y los ojos puestos en el cielo,
lanzando á los aires su melodioso cántico al pie de las columnas de _La
Ilustración Española y Americana_. En vano recuerdo haber oído de los
autorizados labios de mi prima que Grilo «hace unos versos muy bonitos».
En vano quiero figurármelo en pie, detrás de una mesa, lealmente
acompañado de un vaso de agua azucarada, dirigiendo sus versos á un
senado ilustre, circundado por esa aureola que presta al poeta una
hermosa voz de bajo cantante. Nada; por más que hago no consigo
confiarme en mi respeto, y tiemblo pensando que puede faltarme á lo
mejor.

Esta duda me incita á mirar hacia atrás en mi vida literaria. Considero
que esta vida se ha deslizado dulcemente hasta ahora escribiendo
despropósitos á propósito de oradores, novelistas y poetas,
ensalzándolos ó despreciándolos al sabor de mi pluma desbocada, y
comienzo á sentir desasosiego en la conciencia. Creo ya que es necesario
corregirme por medio de la pena; que es fuerza atemperar mis ímpetus
procaces con saludable escarmiento. Yo mismo quiero entregar mi cuello
al hacha justiciera para borrar los yerros de mi nefanda crítica.

Sabed, señores todos, los que visteis vuestros sagrados versos ó
inmaculada prosa en los torpes renglones de este crítico, que este
crítico acaba de cometer un drama. Y no sólo lo ha cometido, sino que,
sin leérselo previamente á nadie, pues se dice partidario del antiguo
precepto de Manú «no leas dramas al prójimo para que el prójimo no te
los lea á ti», ha tenido la perfidia de presentarlo en el teatro Español
sin conocimiento de los Sres. Retes y Echevarría.

Ha sonado, pues, la hora de la reparación. El crítico quiere daros la
batalla en vuestro propio terreno y debéis acudir á él provistos de
vuestras sonrisas más concluyentes y de vuestras toses más demoledoras.
Como adversario leal, debo, sin embargo, advertiros de las fuerzas con
que cuento para la lucha, puesto que no es mi ánimo armaros asechanzas.
En primer lugar no debo ocultaros que el drama es bueno. Después de esta
sincera y espontánea declaración que acabo de hacer, sin que para ello
se haya ejercido sobre mí presión de ningún género, considero que ya no
dudaréis ni por un instante de mi lealtad.

Á más de esto, para contrarrestar y resistir el ataque de _los morales_,
esto es, de Pérez Escrich, Sánchez de Castro, Herranz, Frontaura, etc.,
cuyas fuerzas no puedo desconocer, os diré que cuento con el apoyo tan
ferviente como valioso de los autores de obras en un acto. Es una
falange de jóvenes llenos de talento y de fe en el empresario. Podrán
causar á mis enemigos mucho daño.

Paso por alto algún otro detalle de mis fuerzas, porque quiero llegar
cuanto más antes á lo principal. Señores, aquello en que después de Dios
tengo puestas todas mis esperanzas para la salvación y éxito dichoso de
mi drama, son unas veinticuatro décimas de esas llamadas calderonianas,
que el protagonista debe decir al punto de atravesar con su espada al
único tío materno que le resta. No puede darse nada más enmarañado y
perfecto que estas décimas. Mucho dudo que podáis resistir á su ímpetu
salvaje. Si fiáis en vuestro esfuerzo y no os duele una derrota, acudid
á la cita que os demando, pues me propongo confundiros y correros,
dejándoos con las bocas «abiertas al negro espacio», como los grifos de
Echegaray.

En tanto que la clepsidra tiene en suspenso el instante de mi triunfo,
me permitiréis, señores, que dedique algunas líneas al Sr. Grilo.

En el Sr. Grilo existen dos naturalezas: una, la del poeta; otra, la del
pensador. La índole y carácter de este artículo no me consienten, como
fuera mi gusto, estudiar por igual estos dos aspectos diversos del mismo
ingenio, sino que necesito separar por abstracción la naturaleza del
poeta de la del pensador y atenerme únicamente á una de ellas, que será
la primera. Por lo cual consideraré, en este mi artículo, las
composiciones del Sr. Grilo como si se hallasen desprovistas enteramente
de pensamiento, aplazando para otra ocasión el estudio minucioso de su
contenido.

Y empezando el examen del poeta, nos corresponde preguntar: ¿qué nuevos
elementos aporta el señor Grilo á la obra del arte nacional? En la
respuesta á esta pregunta debe ir envuelta sin remedio la definición
breve y precisa del carácter del poeta, porque aquello en que los poetas
discrepan y se apartan de los que les han precedido, esto es, lo que hay
en ellos de nuevo y peregrino, es lo que señala y determina su carácter
artístico. Á mi juicio, la ventaja principal de que nuestra poesía es
deudora al Sr. Grilo consiste en el empleo más amplio y comprensivo que
hasta aquí se ha hecho nunca de las piedras preciosas como elemento
poético. Nadie puede desconocer la importancia que las piedras
preciosas tienen dentro de la literatura, sobre todo como términos de
comparación. En nuestros clásicos se encuentran alguna vez empleadas con
bastante acierto, aunque siempre tímidamente. Las piedras de que se
valen suelen ser por regla general las más comunes y conocidas; el
brillante, el rubí, la esmeralda, el topacio y pocas más. Estábale
reservada al Sr. Grilo la gloria de dar un paso de mucha trascendencia
en esta vía. El Sr. Grilo, no sólo ha manejado siempre con gran novedad
y atrevimiento las de uso más frecuente, sino que puede considerarse
como dichoso introductor de una multitud de ellas que nuestros clásicos
desconocían por completo, tales como el zafiro, el ágata, el granate, la
turquesa, el ópalo y otras muchas que se encuentran á cada paso en las
composiciones del ilustre escritor que nos ocupa.

Pero si es la mayor, nadie osaría afirmar que es la única ventaja que ha
otorgado al arte patrio. El señor Grilo ha conseguido como ningún otro
escritor español poner al servicio de cada idea el mayor número posible
de palabras. La palabra es sin disputa el más precioso don que la
Providencia concedió á los humanos, y el que á juicio de los
naturalistas nos aparta rigurosamente del bruto. Comprendiéndolo así el
señor Grilo, es quizá de todos los humanos el que mejor ha sabido
aprovecharse de ese inestimable favor, procurando por medio de todas las
voces del diccionario de Domínguez (que es el más completo) alejarse el
mayor trecho posible de los animales inferiores. La palabra no fué dada
al hombre en un solo instante y gratuitamente, sino tras largo y penoso
aprendizaje. El tránsito del sonido inarticulado al sonido articulado
costó á nuestros antepasados muchos siglos[8]. Más tarde el paso de las
lenguas monosilábicas á las aglutinantes y de éstas á las de flexión se
realizó en larguísimo período histórico[9]. El progreso no sólo ha
caminado á la par con el lenguaje, sino que es, en el sentir de varios
eminentes filólogos, una consecuencia de esta noble facultad humana. Y
en efecto, ¡qué distancia tan inmensa no existe entre el hombre
primitivo, que expresa con un sonido inarticulado el más intrincado de
sus razonamientos, y el Sr. Grilo, que emplea un número infinito de
sonidos articulados para decir que le encanta la luna y que de ningún
modo puede pasar sin ella!

Sin necesidad de acudir á las épocas prehistóricas, ¡cuantos pasos no ha
dado el género humano desde los primeros escritores que surgieron en la
tierra, verbi y gracia desde Moisés, que con dos miserables palabras
quiere relatar la aparición de la luz, hasta nuestro poeta, que hubiera
sabido íntercalar oportunamente más de dos mil, como lo exige la
grandeza del asunto y la propia dignidad del poeta!

Mucho se engañaría, no obstante, el que juzgase que sólo por la
abundancia y riqueza de voces brillan las composiciones del Sr. Grilo.
En la acertada y oportuna colocación de aquéllas hay también no poco que
admirar. Echemos una mirada á cualquiera de sus más notables poesías,
por ejemplo, á la titulada _Al borde del abismo_, y nos convenceremos de
ello.

Empieza esta composición:

    A la orilla del mar; casi sin luna,
        sin una luz apenas,
    un ¡adiós! nuestras almas se decían
        en la noche desierta.
    Dos infinitos batallaban solos
        en la muda ribera;
    el de aquella imposible despedida
        y el de la mar inmensa.

Considere el lector cuánta fuerza y majestad comunica á la composición
el adverbio _casi_ interpolado en el verso primero. No es posible decir
de modo más elocuente y peregrino que la luna se hallaba en cuarto
menguante.

El adverbio _apenas_ del segundo verso presta al _casi_ del primero un
apoyo eficaz y desinteresado, que este último nunca agradecerá lo
bastante. Al mismo tiempo, y penetrando en el asunto de la composición,
declaro que no he visto jamás un cuadro tan desolador. Porque, si para
nadie es cosa agradable encontrarse á la orilla del mar, casi sin luna,
con dos infinitos que batallan solos, para el Sr. Grilo, que nunca se
ha excusado de expresar su fervoroso apego á aquel satélite, debe ser
una situación verdaderamente desesperada.

Citaré á más de ésta, como es mi deber, la célebre composición titulada
_Las Ermitas de Córdoba_. Sólo de pensar que pudo haberse muerto el Sr.
Grito sin escribir _Las Ermitas de Córdoba_, me estremezco. Yo no
comprendo de qué modo podría pasar la sociedad elegante sin esta
maravillosa poesía, sobre todo por las noches. El oir al Sr. Grilo
recitar, con las manos quietas, _Las Ermitas de Córdoba_, es uno de esos
goces sencillos y honestos que no puede sustituirse con nada. ¡Plegue al
cielo que nuestra aristocracia continúe siempre buscando un refugio para
su hastío en esta milagrosa composición!

Mas, como no hay nada en el mundo perfecto, en algunas de las poesías
del Sr. Grilo he creído hallar ciertas imperfecciones que, si no dañan
poco ni mucho á su pensamiento (del cual he dicho ya que prescindía por
entero en este artículo), turban y empañan el claro brillo de la forma.
Sea ejemplo este soneto que trascribo fielmente de _La Ilustración
Española y Americana_:

           AL RÍO PIEDRA

      ¡Niágara de Aragón! ¡Del alta cumbre
    tus ondas vuelcas de luciente plata,
    cuyo raudal sonoro se desata
    de saltos en vistosa muchedumbre!

      ¡Rota el agua en su inmensa pesadumbre,
    en torrentes de espuma se dilata,
    y ruedas de una en otra catarata,
    copiando el iris en cristal y lumbre!

      ¡No hay peña que á tu paso no sonría
    mientras filtras tus gotas una á una
    de la gruta en el ámbito indeciso!

      ¡Ah! ¡la escala eres tú, por donde un día
    las hadas, á los rayos de la luna,
    bajaron á este nuevo Paraíso!

    Monasterio de Piedra 20 de Agosto de 1876.

Observo en el soneto anterior algunas exageraciones é injusticias que me
importa rectificar. Deploro en primer término que sin más ni más, y sólo
por capricho, ponga el Sr. Grilo en el mismo nivel al río Piedra y al
Niágara. Prescindiendo de que las comparaciones siempre son odiosas,
creo que en el caso del Niágara me sentiría profundamente humillado de
este parangón; porque al fin y al cabo, si no vale más que el río Piedra
(que esto no puedo decidirlo, pues no tengo el gusto de conocer ni á uno
ni á otro), por lo menos tiene mucha mayor reputación y un nombre más
conocido en las letras. Duéleme en segundo lugar que «el raudal sonoro
de las ondas se desate en una muchedumbre vistosa de saltos», porque
hasta aquí, por regla general, los saltos no eran aficionados á reunirse
en grandes agrupaciones; y me inquieta bastante que eso suceda ahora,
pues siempre estoy temiendo cualquier desmán por parte de las
muchedumbres.

El segundo cuarteto dice que

      «¡Rota el agua en su inmensa pesadumbre,
    en torrentes de espuma se dilata,
    y ruedas, etc.»

No veo aquí tampoco la paz y la concordia que deben reinar siempre entre
el sujeto y el verbo. Ese desfachatado _ruedas_ tiene todo el aire de
sublevarse contra _el agua_.

En cuanto á las copias del iris que el Piedra ha conseguido sacar en
cristal y lumbre, me veo en la precisión de confesar que aunque me eran
conocidas mucho ha las reproducciones en cristal, por lo que se refiere
á las de lumbre no puedo decir lo mismo. Esto, después de todo, no tiene
mucho de particular, porque nadie ignora que la fotografía está haciendo
en estos últimos tiempos unos progresos increíbles.

Transijo con que todas las peñas, sin exceptuar una siquiera, sonrían al
pasar el río Piedra, aunque no veo motivo para ello, y hasta con que
dicho río filtre sus gotas con tanta sobriedad y parsimonia en las
grutas. Por lo que no puedo pasar en modo alguno es por que el Sr. Grilo
califique, tan á la ligera, á los ámbitos de indecisos. Ninguno,
absolutamente ningún motivo tiene el Sr. Grilo para arrojar sobre los
ámbitos ese odioso calificativo. ¡Pues á buena parte va con los ámbitos!
No puede darse nada más decidido que ellos así que toman una resolución,
por peligrosa y extremada que sea.

      «¡Ah! ¡la escala eres tú, por donde un día
    las hadas, á los rayos de la luna,
    bajaron á este nuevo Paraíso!»

Aún estoy en duda sobre lo que quieren decir estas frases; mas si por
ventura se pretende significar con ellas que el río Piedra es una
escala, no puedo menos de rechazar con todas mis fuerzas tan gratuita
suposición. Tengo razones poderosas para creer que este virtuoso río ni
sirve ni ha servido jamás de escalera á nadie para subir ó bajar á los
rayos de la luna, y mucho menos á las hadas. Cualquiera comprenderá que
eso no está en su carácter.

Después de observar estas y otras extrañas injusticias del orden físico
y del orden gramatical en las composiciones de nuestro poeta, á nadie
sorprenderá que me haya quedado meditando sobre él unos instantes. En
conciencia, me corresponde declarar que hay pocas cosas en el mundo que
se presten á tantas consideraciones como el Sr. Grilo. Yo quería conocer
la fuente misteriosa de donde manaban estas injusticias, ó la raíz
invisible que las unía al espíritu del poeta, ó el rasgo genial y
característico en que se aposentaban; quería darme cuenta, en suma, y
penetrar en ese mundo de representaciones y sentimientos que los grandes
poetas llevan consigo, dentro del cual todas sus grandezas y
extravagancias hallan cumplida explicación. Varias veces había arrojado
ya la sonda en el espíritu de nuestro poeta sin que jamás hubiese
logrado tocar en firme. No fuí en esta ocasión más afortunado que
anteriormente. Con la frente apoyada sobre la mano, y la mano sobre el
codo, y el codo sobre la mesa, dejaba correr la cuerda por los dedos de
mi pensamiento, y el plomo que la arrastraba seguía marchando con
vertiginosa rapidez por el espíritu del Sr. Grilo, cual si estuviera
ansioso de encontrar el fondo. Pero no lo encontraba. A medida que la
cuerda se iba deslizando, crecía más y más la admiración que siempre he
profesado á este poeta, hasta el punto de no caber ya en los estrechos
límites de mi chaleco, por lo cual tuve la precaución de soltarle unos
botones con el único y exclusivo objeto de dar á aquélla algún respiro.
El cielo de mi pensamiento se iba poblando de refulgentes
consideraciones, y adquiría un parecido notable con la bóveda
estrellada, cuyo centro se halla en todas partes, y cuya circunferencia
en ninguna, según Pascal. De repente el plomo cesó de caminar. Había
concluído la cuerda.

No sé lo que entonces me ocurrió, aunque algo debió ocurrirme. Lo cierto
es que se abrió la puerta de mi cuarto para dejar paso á un personaje,
que según lo que entonces pude colegir era mi criada, la cual me entregó
una tarjeta. Esta tarjeta decía como sigue: _La Musa del Sr. Grilo_. Y
nada más.

Al fin y al cabo se trataba de una mujer, y yo que en estos asuntos soy
muy nervioso, no pude evitar un raro estremecimiento en toda mi persona,
del cual estoy en este momento sinceramente arrepentido.

--Dígale usted que pase adelante.

Fuése la criada, y se puso á discusión con mucha premura en mi cerebro
la actitud que yo debería adoptar en el instante de abrirse la puerta
nuevamente. Por último se decidió como lo más sensato que me echase un
poco hacia atrás en la silla, dejando descansar el brazo izquierdo con
cierto abandono sobre el respaldo de otra que á mi lado tenía, mientras
la mano derecha jugaba graciosamente con el mico de bronce que corona la
tapa del tintero. Las piernas extendidas con dignidad, y la cabeza
inclinada hacia un lado. Lo que costó más trabajo resolver fué el
problema de la mirada; mas al fin prevaleció la idea de que fuese
abierta, tranquila y un si es no es fría.

Cualquiera comprenderá que esta noble actitud no impidió que me
levantase apresuradamente, haciendo mil reverentes cortesías así que
penetró en el cuarto la Musa. La Musa era una señora de la cual no
habría muchos que dijesen que era bonita y airosa (aunque alguno habría,
porque nunca falta un caballo de buena boca). En el traje que vestía,
bordado primorosamente con toda clase de piedras preciosas, se hallaban
dignamente representados los siete colores primordiales del iris y todos
los demás intermedios.

--¿Á qué debo el honor, señora?... Señora, tenga usted la bondad de
tomar asiento.

Sentóse la Musa, haciendo antes con la cabeza ciertos movimientos que no
me parecieron bastante compatibles con su elevada posición, y fijó en mí
una mirada que decía todo lo que una mirada puede decir en semejantes
casos.

Sonaba en la parte de afuera un fuerte y extraño rumor, y como la Musa
notara la inquietud que me causaba, dijo:

--No tenga usted cuidado; es mi séquito de palabras, que he dejado en el
pasillo.

Tenía la Musa una voz muy dulce, que me reconcilió hasta cierto punto
con sus movimientos de cabeza, los cuales continuaban cada vez más
extraños é inverosímiles.

--Señora, ¿podría saber?...

--¿Qué?... ¿el significado de mi visita? No, caballero, no puede usted
saber nada. La explicación de mis actos y de mis palabras sólo
corresponde á Dios.

--Dado que así sea, no es por eso menos grato y honroso para mí ver en
esta su casa á la persona que mejores ratos ha hecho pasar á la buena
sociedad madrileña... ¿Tendría usted la bondad, señora, de no enredar
con esos papeles? Me va á costar después mucho trabajo arreglarlos.

La Musa fijó otra vez en mí su mirada comprensiva, y quiso decir algo,
pero no lo dijo.

--Á propósito, señora; en este momento me hallaba sumido en enojosas
perplejidades y confusiones que usted mejor que nadie, seguramente,
podría desvanecer. Meditaba sobre el dueño actual de su albedrío;
meditaba sobre el Sr. Grilo tratando de investigar, ó mejor dicho, de
medir, el contenido de sus composiciones. Dispénseme usted, graciosa
señora, si faltándome fuerzas para llevar á cabo tal empresa, me atrevo
á suplicarla que me diga dónde está el fondo poético del Sr. Grilo.

Aquí la Musa se inmutó visiblemente, acudiendo súbita palidez á sus
mejillas. Alzó los brazos al cielo con ademán patético, movió la cabeza
fantásticamente, y muy temblorosa y conmovida, dijo:

--¡Oh caballero!... por Dios no quiera usted saber eso. No sea usted tan
cruel como otros críticos... ¡Para qué le hace falta á usted saber eso!

Gruesas lágrimas empezaron á rodar por las descoloridas mejillas de la
Musa. Llevóse las manos á la cara y comenzó á sollozar fuertemente.
Parecía que iba á ahogarse.

Yo permanecí mudo contemplándola con lástima, y bien sabe Dios que no
cruzó por mi cabeza la idea de insistir en mi deseo.

Respetemos los grandes dolores.

[Illustration]

[Illustration]



D. ADELARDO LÓPEZ DE AYALA


I

[Illustration: H]E leído en Hegel (cierta vez que tomé la resolución de
leer á Hegel) que la poesía dramática es aquella «que reune á la
objetividad de la epopeya el carácter subjetivo de la poesía lírica». No
estoy bien seguro de haber comprendido todo el alcance de las
reflexiones con que el filósofo germano ilustra este su principio
estético. Mas sí lo estoy plenamente de poderlas repetir al pie de la
letra, como lo ha hecho ya mi esclarecido amigo el Sr. Revilla, ganando,
con justicia, por ésta y otras graves empresas, fama de docto y avisado.
Respetando, como debo respetar, esta fatal delantera, permítaseme, no
obstante, deplorarla amargamente. Nadie puede figurarse hasta qué punto
me conceptuara feliz de que tales flores metafísicas se irguieran
todavía sobre el tallo frescas y olorosas, esperando con resignación la
podadera del sabio. Me cuesta gran trabajo renunciar á ese barniz
filosófico que tanto avalora las producciones de los jóvenes críticos.
Yo había soñado para esta semblanza con un preámbulo sabio y concienzudo
que supiera abrirle mañosamente las puertas de la buena sociedad y de
las doctas corporaciones; un preámbulo que ganase para su autor
inmediatamente una inmensa reputación de hombre serio. ¡Ah! ¡Quedan ya
tan pocos hombres serios! ¡Son tan pocos, por desgracia, los escritores
que saben mantener su pluma limpia de toda farsa ó chanzoneta! Quizás
dentro de poco no quede en el mundo más hombre serio que el Sr. Revilla.
Por mi parte, declaro que hice hasta aquí y seguiré haciendo, Dios
mediante, los mayores esfuerzos para despojarme de esa levadura jocosa
que se desliza como veneno mortal en la mayoría de mis producciones.

Hace algunas noches me hallaba presenciando una de las brillantes
funciones ecuestres y gimnásticas del circo de Price en la misma sazón
que la embajada china asistía también al espectáculo desde un palco.
Respirábase en aquel recinto una atmósfera frívola, que no podía menos
de disgustar á todo hombre grave. Los _clowns_ agotaban el repertorio de
sus muecas y carocas más ridículas y extravagantes, las cuales producían
en aquel público superficial mucha algazara, escuchándose aquí y allá
extemporáneas y fútiles carcajadas, viéndose en todas partes
desordenados movimientos que turbaban el ánimo y lo dejaban sumido en
tristes meditaciones. Halló el mío, sin embargo, motivo para regocijarse
al percibir los semblantes serenos y rígidos del embajador chino y su
cortejo. ¡Qué majestad y qué calma reinaban en aquellos continentes
mongólicos! Todos se mantenían en una perfecta dignidad, sin
manifestarse en poco ni en mucho impresionados por lo risible del
espectáculo. Yo los contemplaba extasiado, y lágrimas de admiración
acudían sin poderlo remediar á mis ojos. ¡Ay!--pensaba al mismo
tiempo.--Con facultades tan excepcionales de gravedad y circunspección,
¡á dónde no habrían llegado estos chinos si se hubiesen dedicado en
España á la crítica literaria! Tratemos de imitarlos hasta donde
alcancen nuestras fuerzas, y si está de Dios que he de renunciar á Hegel
(como es mi deber, una vez que otros con más méritos han sabido
trasladar á nuestro idioma sus profundos razonamientos), procure al
menos decir algo mesurado y digno sobre el Sr. Ayala.


II

La combinación de lo objetivo con lo subjetivo ha sido siempre el fuerte
de los españoles. Nuestro país, más dado por impulsos naturales á la
acción que á la contemplación, fué toda la vida vasto escenario manchado
con la sangre de innumerables tragedias. El drama se aloja en los
temperamentos exaltados é irreflexivos, como la culebra en su nido de
hierbas. No hay más que hacer un poco ruido para que se despierte. ¡Y en
nuestra patria se ha hecho siempre tanto ruido! Quizás por eso los
españoles hemos convertido en sangrientos dramas los aspectos más nobles
de la vida, el amor, la gloria, el honor, la religión. El español no ha
devorado jamás sus impresiones en el silencio y la soledad, como el
sombrío germano ó el melancólico semita; ha necesitado sacarlas al aire
libre y verlas seguir su camino por la tierra. La lucha consigo mismo
dura para él sólo un instante; la lucha con lo que le rodea dura toda la
vida. Prefirió siempre lo definido y lo enérgico á lo vago y lo
sentimental, y con la misma facilidad que ha hecho salir el pensamiento
de la boca, ha sacado la espada de la vaina. En la historia no existe
ningún pueblo que haya tenido tan cerca el pensamiento de las manos.

Un pueblo tan objetivo, digámoslo con Hegel, necesariamente ha de poseer
una gran epopeya ó un gran teatro. Nosotros poseemos un gran teatro.
Añadid unos bastidores por los lados, unas bambalinas por arriba, unas
candilejas por abajo y unos deliciosos versos por todas partes, á lo que
ha doscientos años acaecía á la luz del sol en nuestros palacios, en
nuestros caminos, en nuestros templos, á la de la luna, en nuestros
jardines, en nuestras calles y en nuestros mesones, y tendréis un teatro
apasionado, vivo é interesante. Así lo han hecho Lope, Calderón, Tirso
y Moreto. Y como la literatura responde siempre á cualidades ó aficiones
del espíritu, y gusta también de adquirir costumbres pisando hoy el
camino que siguió ayer con preferencia á otro nuevo, de aquí que, á
pesar del transcurso de los tiempos, del cambio radical de vida y de las
notables modificaciones que el carácter ha experimentado, nuestra poesía
se dirija aún hoy con amor al teatro, que ha sido siempre el de su
gloria. Desde Calderón hasta ahora hemos perdido mucha fe, mucho
heroísmo, mucha superstición, mucho entusiasmo, mucha firmeza y muchas
costumbres pintorescas, que todavía nos agrada ver retratadas en la
escena. Sobre todo, hemos perdido á Calderón. Mas aun con eso, no deja
nuestra época de ofrecer aspectos interesantes y poéticos que, si no
engendraron hasta el presente un gran teatro, han motivado por lo menos
algunas obras maestras del arte dramático. Moratín, Bretón de los
Herreros, Ventura de la Vega, García Gutiérrez, Tamayo y Ayala son sus
autores.

No es Ayala el menos insigne de cuantos acabo de mencionar. De todos los
autores que han intentado representar á la sociedad española de este
siglo en sus obras, si exceptuamos á Bretón, ninguno lo ha realizado, á
mi entender, de un modo más perfecto y acabado que Ayala. Pero ¿es el
destino del artista representar al vivo los sentimientos de la sociedad
en que ha nacido, ó debe, por el contrario, expresar los sentimientos
generales y permanentes del género humano, para que sus obras tengan
consistencia y sepan resistir al esfuerzo de los siglos? No lo sé, ni
lo sabe nadie tampoco; que es imposible resolver asuntos en que
intervienen gustos, opiniones y hasta escuelas filosóficas contrarias.
La inclinación del sentimiento me arrastra, sin embargo, á preferir lo
primero. Yo amo ante todo y sobre todo en el artista lo individual, esto
es, lo que le caracteriza y le distingue de los demás hombres y los
demás artistas. Me deleito en observar la impresión que sobre su
espíritu excepcional causa lo que le rodea, las huellas profundas ó
leves que van dejando en él los sucesos de la vida. Dejémosle que pinte
á su manera sus propios sentimientos y los sentimientos de los que le
acompañan en este viaje terrenal. Humanos sentimientos habrá de
expresar, porque hombre es él y hombres los que le rodean. Lo que hace
amable la poesía, después de todo, no son, en mi entender los
sentimientos generales y permanentes que expresa, sino el cómo se han
sentido estos sentimientos en cada pueblo, en cada individuo; el cómo la
luz interior que á todos nos alumbra se ha descompuesto al atravesar
aquellos prismas, originando tantos y tan hermosos matices. La poesía es
un mundo aparte, donde los sentimientos se fijan con fuerza unas veces,
se desvanecen y se pierden otras, se iluminan, se oscurecen, agítanse
febriles ó reposan blandamente; modifícanse, en fin, de mil extraños
modos, para que el poeta extraiga de ellos ese divino jugo que hace la
vida dulce. Esto es la poesía, y esto es lo que me tomo la libertad de
juzgar que es, no creyendo con ello herir la dignidad de nadie. Todo
hombre lleva, más ó menos grande, uno de esos mundos dentro de su alma.
Yo sé que mis sentimientos son iguales á los de otro hombre cualquiera;
mas en los años que llevo de existencia, han surgido dentro de mi
espíritu algunos risueños ó lúgubres fantasmas que se desvanecieron tan
pronto como los que el humo de mi hogar forma en los aires, algunos
fugitivos y adorados sueños que pasaron para no volver, y que
exclusivamente me pertenecen. Si yo hallase en el fondo de mi
pensamiento la expresión que les conviene, no les quepa á ustedes duda,
sería un poeta.

Por eso lo es el Sr. Ayala; porque la encuentra. La mayor parte de los
hombres pasamos por el mundo sin percibir apenas más que las apariencias
de las cosas. Actores ó espectadores en los sucesos que en torno nuestro
acaecen, no comprendemos, ni nos imaginamos siquiera su valor poético
hasta que el artista nos lo ofrece en sus producciones.

Todos los días tropezamos en las tertulias á que asistimos con alguno de
esos hombres cuyo egoísmo les lleva á concebir y pregonar un sistema
moral para la vida, donde se disculpen y hasta se ennoblezcan los vicios
y los crímenes de la suya; con uno de esos distinguidos infames que
aspiran por medio de modales elegantes y correctos á difundir entre los
pueblos un nuevo Evangelio, donde la perfidia y la bajeza sean
consideradas de buen tono, y las más nobles virtudes, patrimonio sólo de
los cursis. Al lado del apóstol también solemos ver al discípulo, que,
rebosando de fe y entusiasmo, marcha con botas de charol por el áspero
sendero del maestro. Pero no se le ha ocurrido sino al Sr. Ayala que el
converso fije sus miradas en la esposa del apóstol, y éste le preste,
sin saberlo, todo su valioso apoyo para la consumación de su propia
deshonra, originándose de aquí un enredo tan sencillo é interesante como
el de _El tejado de vidrio_.

¿Quién no ha presenciado y aun intervenido en alguna de las contiendas
que el interés del dinero riñe á cada instante con los sentimientos
generosos y los afectos dulces del corazón? El interés--que responde á
uno de los aspectos repugnantes de la naturaleza humana--no es un vicio
peculiar de nuestra época; mas no hay duda que en nuestra época presenta
caracteres singulares y dignos de atención. La codicia ha tomado en el
transcurso de los tiempos formas más sutiles y corteses; se ha acicalado
un poco, y se la conoce hoy con el nombre inofensivo de _negocios_.
Nadie mejor que el Sr. Ayala ha sabido describirla, poniéndola en lucha
con la pasión más divina y humana al mismo tiempo, con el amor, en _El
tanto por ciento_, la más trascendental sin duda, y en concepto de
muchos, la más bella de sus obras.

Apenas pasa un día sin que necesitemos estrechar la mano de una de esas
niñas angelicales que van á pie por Recoletos, lanzando miradas furtivas
y ardorosas á los carruajes que cruzan. Á veces la vemos acompañada de
un joven de modesto porte y mirada franca. Es su novio, nos dicen; un
muchacho que sigue la carrera de médico y está empleado en una sociedad
de ferrocarriles. Después de escuchar la noticia pasamos á otra
conversación. Más tarde nos dicen que aquella niña se ha casado con
Fulano de Tal, un conocido nuestro y hombre acaudalado. Más tarde la
vemos en un palco del Teatro Real ó en un carruaje de la Castellana, y
le quitamos desde lejos el sombrero. Más tarde vemos á su marido
acompañando á otra mujer, hermosa y cubierta de galas. Más tarde la
encontramos en una casa, nos saluda con afecto, se muestra un poco
expansiva y nos dice que no es dichosa en su matrimonio. Y el joven
estudiante, empleado en ferrocarriles, ¡ay! ni por casualidad vuelve á
parecer por nuestro pensamiento! ¿Dónde está?--Á lo mejor vemos su
nombre en un periódico. Le han nombrado presidente de una comisión
científica. ¡Pluguiera á Dios que le nombrasen también hombre feliz!

¡Qué historia tan vulgar! Y, sin embargo, con ella se ha formado una de
las obras más admirables del teatro moderno.

Consuelo era uno de esos ángeles que piensan mucho en su porvenir, «y no
se empalagan nunca de sí mismos cuando se miran al espejo». Fernando la
amaba con toda su alma, como aman los hombres sensibles y honrados, sin
empalagarse jamás de pensar en ella. Fernando llega un día á casa de su
amada después de larga ausencia. Consuelo se desmaya al verlo. ¡Qué
corazón tan puro! Examinad bien ese corazón, no obstante; dadle muchas
vueltas en la mano, y percibiréis en cierto paraje una ligera picadura.
Por allí ha penetrado el gusano de la vanidad. Arrojad, arrojad pronto
ese corazón. Dentro de él ya no hay más que podredumbre.

¡Pobre Fernando! Acaba de recibir la primera pedrada que el egoísmo
arroja á la inocencia en este mundo! Consuelo, aquella niña que había
visto por vez primera sentada al piano,

    «muy sorprendida y risueña
    de que mano tan pequeña
    moviese tan grande estruendo»,

aquella niña que se había filtrado en su alma como un rayo de luz, no
era un rayo de luz de los cielos, sino de las hogueras del infierno. El
oro que Fernando despreciara por no manchar su conciencia, lo había
recogido Ricardo, y Ricardo había decidido pedir la mano de Consuelo por
conducto de Fulgencio, el mismo día que llegó Fernando. Consuelo á su
vez había decidido casarse con Ricardo. ¡Qué tiene esto de particular!
¿Acaso es la primera niña que deja un novio y toma otro? Así razonaba
ella con profundidad que encanta y admira á Fulgencio, hombre muy bien
afinado con el sentido moral predominante en nuestra sociedad.

Hay una escena violenta entre Consuelo, Antonia su madre y Fernando.
Antonia, que amaba ya á éste como á un hijo, se desmaya; pero Consuelo
se había comprometido á salir en carruaje con Fulgencio, la señora de
éste y Ricardo, y no tiene más remedio que marcharse apenas vuelve su
madre á la vida. ¡Ay! ¡Fernando la ha perdido para siempre... y su madre
también! Así terminó el acto primero.

Ricardo era un hombre frío, imperioso y egoísta. Nada tiene de extraño
que Consuelo se enamorase de él perdidamente. Ricardo, pasada la luna de
miel, considera á su mujer como el mueble más elegante de su casa. Una
vez satisfecha su vanidad por esta parte, era imprescindible
satisfacerla por otras, y al efecto dedica su amor y sus brazaletes á
una renombrada cantante. Consuelo sorprende una carta y paladea todo el
amargor de los celos. Fulgencio, el dulcísimo Fulgencio, tiene la buena
ocurrencia de convidar á comer en su casa (donde comían también Ricardo
y Consuelo) á Fernando. ¡Con qué jovial indiferencia había escuchado
Consuelo esta noticia! Al saber Fernando que va á sentarse á la mesa en
compañía de Ricardo y Consuelo, trata de irse.

Ya es tarde. Consuelo penetra en la habitación y experimenta una ligera
sorpresa, de la cual bien pronto se repone. Mientras Consuelo habla con
Fulgencio para informarse del concierto donde canta su rival, Fernando,
apoyado en una silla, no despliega los labios. En este silencio tan
natural, tan delicado, tan conmovedor, se revela bien claramente lo
poeta que es el Sr. Ayala. Un autor observador no hubiese dejado nunca
de hacer prorrumpir al desdichado amante en desesperadas exclamaciones,
que destruirían enteramente el efecto de esta interesantísima escena.

Fernando no quiere quedarse á comer, y Consuelo lo despide diciéndole:

       «Pues, Fernando, que nos veas
    antes de irte; no seas
    ingrato...»

Todos nos hemos oído llamar ingratos de esta suerte por alguna hermosa
dama; pero todos conocemos también la trascendencia de la suave y
distraída sonrisa que suele acompañar á este adjetivo. Por eso Fernando
cae desolado en una silla, cubriéndose el rostro con las manos. ¡Cómo la
ama todavía!

Consuelo, ofuscada por los celos, se arroja á dárselos á su marido con
Fernando, suponiendo que éste, amante suyo en otro tiempo, era el mejor
para el caso. En presencia de Ricardo le escribe una carta invitándole á
que venga á visitarla, y entrega el billete á Ricardo para que lo remita
á su destino (esto es, para que lo lea). Pero Ricardo no lee el billete,
porque ha leído ya todo lo que necesitaba en el alma de Consuelo, y lo
deja intacto sobre la mesa. Llega Fernando, y Fulgencio, que había
recogido el billete, se lo entrega.

¡Por qué se habrá escrito una carta tan infame! Parece increíble que dos
renglones de una letra menuda y desigual vuelvan el entendimiento y
hasta el corazón del revés. Yo, sin embargo, lo creo á pie juntillas.
Fernando se sorprende, se acalora, se llama infame, delira... y
resuelve acudir á la cita. Da fin el acto segundo.

Es de noche. Lorenzo, el criado de Ricardo, después de haber acompañado
al Teatro Real á Consuelo, se entretiene en coloquio amoroso con Rita la
doncella. Algunos tildan de larga esta escena. Yo la encuentro tan
extraordinariamente bella, que nunca me he fijado en sus dimensiones. El
suave donaire, el sosiego y la frescura de esta escena son medios
artísticos de gran delicadeza para que la aparición del drama cause
efecto más seguro. El drama aparece con la entrada repentina y violenta
en la escena de Consuelo. Se dirige al armario de sus joyas, y pide con
voz temblorosa la llave á Rita. En el teatro había visto á su rival
luciendo un aderezo muy semejante al suyo, y viene á saber si es el
mismo. El aderezo no está en el armario. En el mismo instante aparece
Fulgencio, que de acuerdo con Ricardo, era portador de otro aderezo
igual y una mentira. El portador recibe en pago de sus buenos oficios
algunas injurias, y Consuelo se queda á solas con su amargura y sus
celos abrasadores. ¡Cuán lejos estaba su pensamiento en aquel instante
de Fernando! Y, sin embargo, en aquel instante Fernando entraba en la
casa, subía la escalera, alzaba la cortina del gabinete. ¿Qué venía á
hacer allí? Consuelo, la misma Consuelo, cuya mano había escrito una
carta llamándolo, se lo pregunta con sorpresa.

Fernando venía á apurar las heces de aquel cáliz que el destino le
presentó al enamorarse de Consuelo. Venía á saber que no sólo no había
sido amado jamás, sino que su amor había servido en esta ocasión de
señuelo para atraer al precioso é irresistible Ricardo. ¡Y la mujer que
se cebara con tanta saña en su pobre corazón estaba allí, la tenía
delante de sus ojos siempre con su rostro dulce y angelical! Fernando se
para á meditar el estrago que aquel rostro dulce y angelical ha hecho en
su alma, y se sienta con tranquilidad aterradora en una silla. ¿Qué
intenta? ¿No repara que Ricardo vendrá muy pronto? ¡Qué importa! «Hoy
habrá penas para todos», dice con sonrisa feroz el desdichado amante. Y
ni las amenazas ni las súplicas de Consuelo le conmueven. Mas al fin le
disuaden de su propósito las lágrimas de Antonia, de aquella pobre madre
que había protegido su amor en otro tiempo.

      «¡Triunfa el crimen. ¿Quién lo duda,
    si hasta le prestan su ayuda
    la virtud y la bondad!»

exclama Fernando al partir. Llega Ricardo, y sin sospechar siquiera, ó
si lo sospecha sin dársele nada de los atroces tormentos que sufre
Consuelo, se despide de ella para París. Se va á París con su querida.
La infeliz esposa se arroja á los pies del marido, y con sus lágrimas y
ruegos quiere retenerlo. Todo es en vano. Las lágrimas pueden mucho con
los hombres que tienen corazón, pero nada con los que no lo tienen. Se
va Ricardo y aparece Fernando, que por haber hallado la puerta cerrada,
tuvo necesidad de presenciar la escena anterior desde la habitación
contigua. A él se dirige la infeliz Consuelo pidiéndole perdón. Pero
Fernando, el humillado y escarnecido Fernando, ¡cómo se ha de compadecer
de sus tormentos, cómo se ha de apiadar de ella! Se va Fernando como se
había ido Ricardo. En aquel amargo trance, ¿á quién acudir? ¿Quién podía
compartir con la desventurada esposa el dolor de aquel fiero abandono?
Tan sólo su madre, su tierna madre, que tanto la amaba. Mas al dirigirse
á su habitación, Rita sale de ella dando gritos y pidiendo socorro... Su
madre se había ido también á otro mundo mejor!

      «¡Dios mío! (exclama Consuelo desplomándose)
    ¡Que espantosa soledad!»

Sí: la soledad espantosa que el egoísta va formando en torno suyo en
esta vida. El desenlace no es artificioso ni violento: es un desenlace
sencillo, natural y lógico. Obsérvase en él sobre todo la austeridad que
debe acompañar á una catástrofe interior más que exterior. Pero esa
misma austeridad lo hace infinitamente más conmovedor. Aquella figura
sola, terriblemente sola enmedio del escenario, que cierra los ojos para
mirar á su alma, y se desploma lúgubremente sobre el pavimento, es una
figura verdaderamente grande y patética.

He relatado adrede el argumento de _Consuelo_, por ser éste tal vez la
más sencilla y corriente de las historias que el Sr. Ayala ha elegido
para tema de sus obras. El cómo de esta historia tan vulgar se ha hecho
una obra dramática tan primorosa y exquisita, yo no puedo explicarlo.
Vayan ustedes al teatro, y allá verán cómo se ha hecho. El Sr. Ayala nos
trasporta á todos á las tablas con los mismos cuerpos y almas que
tenemos; y sin dejar de ser los mismos pobres diablos que nos empujamos
por las tardes en Recoletos y tomamos el fresco por las noches en los
jardines del Buen Retiro, quedamos por arte de birlibirloque
trasformados en personajes interesantes y poéticos. Casi estoy por
asegurar que el Sr. Ayala sería capaz de presentar en la escena una
discusión del Ateneo, con discurso de Perier y todo, y hacer que todos
estuviésemos embargados y suspensos escuchándola.

Mas yo, que sé decir todas estas lindas cosas de un poeta, me pinto solo
para decir las feas cuando por desgracia las encuentro. Y si no, van
ustedes á ver.

Las obras todas del Sr. Ayala dejan percibir, desde el comienzo hasta el
fin, al artista de corazón y al poeta de nacimiento; mas en ninguna de
ellas se revela el ingenio poderoso que señala ó determina, impulsado
por una fantasía viva y espontánea, nuevos é ignotos derroteros para el
arte. Estos ingenios, que aparecen de tarde en tarde, son por regla
general fecundos, desordenados, sublimes muchas veces, monstruosos y
extravagantes otras, pero siempre grandes y admirables. No concurren
estas circunstancias en la inspiración del Sr. Ayala, por lo cual, á mi
entender, no debe ser comprendido entre tales ingenios, sino mejor entre
aquellos otros que arrojándose con criterio más seguro, pero con menos
inventiva y atrevimiento, por las vías trazadas por los primeros, las
asientan y perfeccionan.

Caracterízanse las obras del Sr. Ayala por una perfecta regularidad y
proporción entre todas sus partes, por un orden acabado en el
desenvolvimiento de la fábula, y principalmente por una discreción nunca
desmentida en todo cuanto dicen y ejecutan sus héroes. Es una discreción
pasmosa. Declaro, no obstante, ingenuamente que tanta discreción me
llega algunas veces á fatigar. Hay ocasiones en las obras de arte en que
el lector desea que el artista le sorprenda por un golpe de mano
atrevido de la imaginación, aunque sea por un disparate estupendo.
Llegan momentos en que realmente siente uno la nostalgia de Grilo. Todo
menos ese compás que el entendimiento--no la fantasía--va marcando
fríamente al través de los parajes de una obra. En las de nuestro poeta
percíbese con harta claridad la mano que escribe y que borra, que torna
á escribir y torna á borrar. El arte es de todo punto necesario, pero
conviene siempre ocultar esa mano entrometida, para que las gentes, en
vez de arte, no den en llamarle artificio.

Mas si la inspiración del Sr. Ayala no tiene ni el calor ni la fuerza
que la de nuestros grandes dramaturgos del siglo XVII, en cambio hay en
ella tanta dulzura y elegancia que no puede menos de ser amable para
todo el mundo, aun para aquellos que, como yo, prefieren lo grandioso á
lo correcto. Me gustan más, lo confieso, los aromas penetrantes de un
bosque de naranjos y limoneros, de acacias y magnolias, pero también
aspiro con delicia el perfume suave y delicado de las flores que crecen
en los tiestos. Me gustan más las tierras que naturaleza hizo fértiles,
pero me agradan también mucho las que lo son por la diligencia y el
esmero de su dueño.

Tiene, á más de dulzura y elegancia, la inspiración de nuestro poeta un
no sé qué de buen tono, un cierto dejo aristocrático que al trasmitirse
á sus obras se filtra también en el alma de los espectadores. Cuando
salgo de verlas en el teatro, aunque vista camisa de color y americana,
sin saber por qué, me figuro que estoy vestido de frac y corbata blanca,
y al poner al pie en la calle me extraña grandemente que no me espere
para llevarme a casa un ligero y elegante _landó_ con dos caballos.

Hasta las sesiones del Congreso de Diputados notan la presencia de
nuestro poeta cuando toma asiento en el sillón presidencial,
reduciéndose á ser más amenas y correctas. Hay algunas, no obstante, que
saben resistir con buen éxito á la influencia artística del presidente.
¡Cuántas veces le he visto al declinar la tarde, con sus dos maceros
detrás, bostezando una de estas rebeldes sesiones! Así que llega á
persuadirse de que ni sus efusivos bostezos ni las miradas distraídas
que pasea por el ámbito de la sala logran enternecer á la empedernida
sesión, el señor Ayala adopta, como es natural, las medidas que la
prudencia y su alta representación aconsejan. Se echa hacia atrás, y
apoyado el codo en el brazo del sillón, deja reposar blandamente la
mejilla sobre la mano. Sus ojos permanecen abiertos, muy abiertos, pero
su abundante cabellera empieza á descender con lentitud por el suave
declive de la frente, y en breve tiempo logra invadir la mayor parte de
aquel rostro literario más que político. Al poco rato, sobre la silla
presidencial ya no se ven más que cabellos. El Congreso está presidido
por una melena.

La luz que poco antes entraba á torrentes por los medios puntos abiertos
en las alturas del salón, empieza á retraerse disgustada de la
inflexibilidad del reglamento. Lo primero que deja sumido en la sombra
es la cabellera del presidente. Pasa con la mayor indiferencia por
encima de la «orden del día», que se halla extendida sobre la mesa, y
baja culebreando y con mucho cuidado para no hacerse daño por la
charolada madera de la tribuna hasta el redondel, ó como se llame. En el
redondel no están más que los taquígrafos, gente de escasa importancia.
La luz los mira de reojo y con altivez, y marcha hacia el banco azul,
donde se encuentra á la sazón un ministro. La luz se apercibe un
momento, como para poner los papeles en orden, y de repente se encara
con él, interpelándole:--¡Eh! señor ministro, ¿qué noticia tiene S. S.
de los desórdenes ocurridos en Navalcarnero? El ministro, como acontece
siempre en tales casos, frunce las cejas, arruga la nariz y cambia
inmediatamente de postura. La luz marcha poco satisfecha del ministro.
Bien se le conoce en la mirada severa y rápida que lanza de una vez á
toda la derecha. Esta mirada va á extenderse también á la izquierda, mas
la luz allí se encuentra casi sola y se quiebra, y se sume tristemente
en el terciopelo de los bancos. Después se pone á escalar con trabajo
las paredes, deteniéndose en cada relieve y en cada adorno para tomar
aliento. Después se asoma á la boca de las tribunas, y al ver su negrura
renuncia de buen grado á esclarecerlas. Sin embargo, allá enfrente, en
la tribuna de la presidencia, muy cerca de una columna, se ve una
cabecita blonda, una cabeza de mujer. La luz, sin respeto alguno á lo
sagrado y augusto del recinto, se detiene frívolamente á jugar con
aquella cabeza, y ahora se empeña con malicia en herirla en los ojos
para hacerla sonreir, ahora se entretiene en retozar con sus cabellos,
ahora la baña pérfidamente con viva claridad, logrando ruborizarla. ¡Ay!
¡quién no se ha detenido alguna vez en su vida á jugar con una cabecita
blonda, sin pensar en el tiempo que pasa! El tiempo que pasa obliga, no
obstante, á la luz á abandonar aquella cabecita, y se despide de ella
con un prolongado beso, primero en los labios, después en los ojos,
después en la frente, después en el pelo. ¡Adiós! ¡adiós! Sube un poco
más y llega al techo. Allí se para un buen espacio, y medrosa quizá de
los grifos y cariátides, tiembla y se estremece, lanza vivos y
vacilantes reflejos que iluminan por momentos todos los ángulos, todos
los huecos del vasto recinto, arroja con furia oleadas de sombra á todas
partes, y esparce el terror y el misterio por los rostros y las figuras
de los cuadros. Después, sin saber por dónde, se va como si fuera un
duende.

El Sr. Ayala, bien guarecido detrás de su melena, contempla absorto en
esta hora el viaje interesante de la luz. Nadie diría, al verlo con los
ojos desmesuradamente abiertos é inmóviles, que preside una sesión de
diputados de carne y hueso, sino un congreso de fantasmas y de
espíritus.

¡Y quién sabe si lo presidirá! ¡Quién sabe si de allá, de los negros
rincones de la estancia, saldrán flotando mil imágenes tristes ó
risueñas, de todos colores y apariencias, que irán á formar en el aire y
delante de nuestro presidente una mágica asamblea! Siendo así (que me
perdone el orador que use á la sazón de la palabra), yo asistiría con
más gusto á esos debates invisibles del espacio que á los que debajo de
ellos se efectúan.

[Illustration]

[Illustration]



D. VENTURA RUIZ AGUILERA


I

[Illustration: L]A ilustre escritora francesa princesa de Ratazzi
afirma, en su último libro sobre España, que el Sr. Ruiz Aguilera es un
joven de muchas esperanzas. Lo mismo se decía de él allá por los años de
1840 ó 1842. De lo cual se deduce muy naturalmente que el Sr. Aguilera,
en punto á juventud, se ha adelantado muchísimo á su siglo, haciendo dar
un salto prodigioso á la vida media del hombre; ó bien que la ilustre
princesa de Ratazzi no está por completo en lo firme al estampar tal
noticia. Después de conocer personalmente al Sr. Aguilera, me siento
inclinado á pensar lo último, á reserva, no obstante, de reformar mi
juicio en el caso de que la egregia escritora alegase nuevos datos ó
probara en cualquier forma su aserción. De todas suertes, quiero hacer
constar que es la primera vez en mi vida, y plegue á Dios sea la última,
que en público ó en privado me separo á sabiendas de la opinión de una
princesa.

D. Ventura Ruiz Aguilera (á quien interinamente consideraremos como
hombre ya entrado en días) ha tenido la mala ocurrencia de nacer poeta.
Mejor le hubiera sido nacer contratista de obras públicas.

Como es fácil de comprender, una vez dado este mal paso, no tuvo otro
remedio que atenerse á las consecuencias, trabajando mucho, viviendo
modestamente, y viéndose al fin de su carrera olvidado del bullicioso
mundo, cuyas orejas ha regalado tantas veces con su cántico. Y aún se da
por contento el pobre con que le dejen abrir por las mañanas el balcón
de su cuarto del barrio de Pozas para recibir el sol, que como un niño
inquieto y revoltoso entra sin pedir permiso, y todo cuanto hay dentro
quiere registrar y palpar en un instante; con que le dejen por las
noches sentarse en su butaca, y mirar atentamente los penachos de humo
que forman los carbones encendidos de la chimenea, y tomar alguna que
otra vez la pluma para trasladar al papel lo que aquellos penachos, tan
mudos al parecer, le cuentan. Durante el día está en la oficina. ¡Ay!
¡Qué poeta se escapa en este siglo de la oficina! Podrá revolotear
locamente en los primeros años de su vida, como el pájaro que
incautamente penetra en una sala. Mas no consigue nada con volar de aquí
para allá, lanzándose con ansia una y otra vez al espacio en busca de
aire y libertad. Los dueños de la casa no tardan en cerrar los balcones,
para acosarle después á su sabor en ruidosa zalagarda con toallas,
pañuelos y sombreros por todos los ángulos, hasta que, rendido y
jadeante, cae en poder de una mano brutal que inmediatamente lo encierra
en una jaula. Allí lo podéis ver todo el día informando expedientes del
modo más deplorable que le es dado.

Dicen que allá en otro tiempo, hace ya muchos siglos, existió una nación
llamada Grecia, donde los poetas, lejos de ser perseguidos,
representaban el papel principal en todas partes, hasta el punto de que
no se promovía empresa ó se preparaba fiesta sin contar con ellos, ni se
realizaba hecho alguno político sin su intervención. Los mismos
contratistas de obras públicas, cuando tropezaban con un poeta en la
calle, se quitaban el sombrero y le hacían un saludo muy reverente, y á
un general famoso que había vertido su sangre en cien combates, no había
que hablarle de sus hazañas y victorias, porque esto era ponerse mal con
él, sino de tales ó cuales coplas que había presentado en un certamen, y
que los jueces con señalada injusticia no habían querido premiar. No
satisfechos aquellos hombres con prodigar á los poetas en vida toda
clase de mercedes y honores, solían después de muertos erigirles
estatuas que colocaban en los templos, ni más ni menos que si fuesen
dioses, y no pocas veces aconteció pasear una de estas estatuas en un
espléndido carro por todo el país, enmedio del entusiasmo y los vítores
fervorosos de la multitud.

Si alguno de los poetas de ahora, por ejemplo el Sr. Grilo ó el Sr.
Blasco, pensasen que saco todas estas cosas de mi cabeza, yo les juro
por mi vida que son la pura verdad, ó que por tal la dan al menos las
historias más corrientes. En verdad que fué aquélla una época próspera y
dichosa para los poetas. Bien se puede asegurar que no volverán á verse
en otra.

Los romanos, que sucedieron á los griegos, continuaron honrando y
enalteciendo á los poetas, aunque ya con bastante menos ardor, porque
andaban sumamente atareados con sus guerras y expediciones.

Vinieron después los bárbaros, incapaces por entero, como su nombre lo
indica, de entender al señor Revilla, ni menos tomar parte en los
debates del Ateneo.

Pues aun á los bárbaros les gustaba la poesía. En sus fiestas más
ruidosas, en sus orgías más desenfrenadas y brutales, llegaba un momento
de desmayo para el cuerpo y excitación para el espíritu; un momento en
que la imprecación expiraba en los labios, la copa se desprendía
suavemente de las manos, y los ojos buscaban distraídos y arrobados los
postreros rayos de la luz. En aquel momento aparecía entre tanto rostro
fiero un semblante dulce, expresivo y circundado de dorados bucles,
donde brillaban unos ojos tristes y misteriosos. Era el poeta. Todas las
miradas sentían necesidad de posarse sobre él, y todos los corazones se
creían en la obligación de amar á aquel ser débil y extraño, que de
parte de Dios venía á desenterrar los nobles sentimientos que dentro de
ellos se hallaban sepultados. Estos corazones era lo único que se movía,
lo único que sonaba imperceptiblemente en la estancia al comenzar su
canto el trovador. Fuera sonaba el viento y sonaba el mar. La canción
del poeta les hablaba de su Dios, de su patria, de su amor, de todas las
cosas en que el cielo y la tierra parecen confundirse, como allá á lo
lejos en el rojizo horizonte. Y de aquellos ojos, poco antes inyectados
de sangre por la cólera, saltaba á veces una lágrima que podía contar,
si quisiera, muchas cosas de aquel sitio en que el cielo y la tierra se
confunden.

Cesaba el canto. Las cuerdas del laúd seguían vibrando melancólicamente
un momento, y después también cesaban. Alzábase un murmullo en la
estancia, y muchas manos grandes y velludas alargaban doradas copas al
buen trovador. El vino chispeaba en la copa, y la alegría chispeaba en
los ojos del trovador al beberlo. Pero la luz moría, y aún le quedaba
algún camino que andar. Por eso, enmedio de bendiciones y roncos adioses
desaparece de la sala. Si alguno de los alegres convidados quisiera
asomarse poco después á una de las ventanas del castillo, tal vez podría
verle ocultarse lentamente allá en el rojizo horizonte.

También en nuestras fiestas y banquetes llegan momentos de fatiga y
tristeza: que es la alegría como un río impetuoso, que no puede menos
de reposar alguna que otra vez en un sombrío remanso. Mas cuando llega
uno de esos remansos, he aquí que entra por la puerta de la sala un
grupo de botellas rebujadas en papel de estaño. Los criados se apresuran
á desembozarlas, suenan algunas detonaciones y se esparce por las copas
un licor muy ruidoso y fanfarrón, pero insípido y embustero. Los
convidados, no obstante, se regocijan y alborozan de nuevo; ríen,
cantan, patean, dicen chistes y se tiran los platos á la cabeza. ¡Oh! No
cabe duda, el _champagne_ ha reemplazado perfectamente al trovador.

Que la poesía no ha muerto bien lo sé. La poesía es inmortal. Pero que
la estimación concedida al poeta va muriendo, muriendo hasta convertirse
en la sombra de una nada, tampoco puede dudarse. El poeta, en nuestra
sociedad, va siendo cada día más singular y anómalo. Es un ser que, como
el Hijo de María, no encuentra una piedra donde reclinar la cabeza.
Siguen naciendo poetas como antes, pero ya nadie se dedica á poeta,
porque caería en ridículo quien tal hiciese. Un poeta, en la actualidad,
no es un poeta; es un diputado constitucional, un ex-ministro, un
presidente del Congreso, un gobernador civil ó un empleado del Banco que
escribe versos. Lo cual, hasta en concepto de ellos mismos, no pasa de
ser una flaqueza, inofensiva de todo punto. Cuando encontráis á
cualquier poeta amigo en la calle ó en un tranvía, y entabláis
conversación con él, lo que soléis preguntarle es si hay esperanza de
que su partido suba al poder ó de que caiga, si le han ascendido, qué
sueldo tiene ahora, cuántas horas de oficina, etc., etc. Si por
casualidad os ocurre preguntarle por sus versos, veréisle ruborizarse un
poco, mirar al suelo, sonreirse y mover la cabeza á un lado y
otro.--«Phs... Estos días atrás he escrito una cosilla... una
tontería... Ya se la leeré á usted cuando vaya á almorzar conmigo.»--Á
lo mejor esta tontería es _La lira rota_ ó _El Raimundo Lulio_, ó _La
leyenda de Noche-buena_ ó _El nudo gordiano_.

Este desprecio que de sus mismas obras hacen los poetas, tiene una
explicación. Es que en la época actual, sin saber cómo y á su despecho,
el alma del contratista de obras públicas ha trasmigrado al poeta. El
contratista que entra con un amigo (solo no entra jamás) en la librería
de Fe, al contemplar tanto libro apilado en los estantes se ve
necesariamente acometido por una reflexión que está siempre emboscada
detrás de los libros para caer de improviso sobre todos los
contratistas.--«¡Cuánto se escribe hoy!» medita. Y sumido hasta el
cogote en tan honda consideración, empieza á tomar libros y á soltarlos,
después de darles algunas vueltas en la mano y leer el título en voz
alta, hasta que viene á sacarle de sus cavilaciones y maniobras la
amabilidad del Sr. Fe (que es mucha) mostrándole las novedades del día.

--Vea usted; aquí tiene _La última lamentación de lord Byron_...

--Por Gaspar Núñez de Arce (dice el contratista leyendo por encima del
hombro del Sr. Fe). ¡Hombre, sí! Este ha sido secretario de la
Presidencia. Le conocí mucho cuando estuvo de gobernador en Barcelona.
Es hombre despejado...

--Ha llamado mucho la atención este su último poema.

--¿Sí?... Pues me lo llevo _(arrollándolo como un plano de carretera)_.

Si tuvieseis tiempo para ir conmigo aquella misma noche á cierta alcoba
lujosamente decorada, veríais un hombre acostado en una cama, con _La
última lamentación de lord Byron_ en la mano. ¡Qué paz y sosiego reinan
en la fisonomía de aquel hombre! ¡Qué gorro de dormir tan admirable ciñe
sus sienes! ¡Qué luz tan suave esparce el quinqué sobre el vaso de agua,
el azucarillo y las galletas inglesas! ¡Qué aire tan respetuoso y sumiso
tiene el almohadón de plumas que está tendido á sus pies!

Mas apenas hacéis atropelladamente estas observaciones, cuando se
escucha un fuerte resoplido, y la alcoba queda á oscuras.

En la alcoba hay todavía un espíritu que dice muy bajo á las
tinieblas:--«Lo más que habrá sacado ese hombre con tanto verso son
cuatro ó cinco mil reales...»

Poco después no queda más que un cuerpo roncando.


II

Decía más arriba, á vueltas de una digresión con la cual no contaba, que
el Sr. Aguilera había nacido poeta. Añado ahora que nació poeta dulce,
ameno, delicado y tierno. En la resignación y sosiego que se observa en
todas sus composiciones trae al recuerdo al maestro Fray Luis de León y
á San Juan de la Cruz. Los huracanes de la vida no han formado jamás en
su alma medrosas tempestades. Las nubes volaron ligeras por ella,
dejando siempre descubierto un fondo azul. Y en ese fondo azul,
reverberante de luz, nadan como brillante polvo de oro los más gratos
sueños y los más nobles sentimientos del corazón. Y ese fondo azul, esa
eterna y pura alegría del alma es la que se descubre bajo todas las
composiciones de Aguilera, aun bajo aquellas que están inspiradas por un
sentimiento triste.

Mirad á un cielo azul: ¿qué es lo que veis? Lo primero que se ve en un
cielo azul es á Dios. El autor de estas líneas cree haberlo visto
algunas veces cuando niño, á fuerza de abrir mucho los ojos hasta que le
dolían, y pasando horas enteras tendido con el rostro vuelto al
firmamento. Después, viniendo los años, perdió la costumbre de pasar las
horas enteras mirando hacia arriba, porque necesitaba á todo trance
estudiar la ley de organización del poder judicial. Y sucedió que, en
cierta ocasión en que muy festejado y risueño se tendió como antes para
verlo, no lo consiguió. Pero allí estaba. Lo sabe porque otras veces
miró con semblante mucho menos risueño y lo halló fácilmente.

De la misma manera, lo primero que se encuentra en el fondo azul del Sr.
Aguilera es á Dios. No busquéis en sus composiciones arrebatos místicos,
ni explosiones de entusiasmo por la fe ni encendidas diatribas contra el
impío, ni siquiera _gritos del combate_ con la duda amarga. Pero late en
ellas el amor sincero á lo divino, porque son tiernas, sencillas y
bellas, y Dios no puede estar lejos de lo que es tierno, sencillo y
bello. Los cuatro versos de algunos de sus cantares infunden más fe en
el alma que cien tomos de controversia teológica. Son cuatro versos que
abren por un instante las diamantinas puertas del cielo y dejan entrever
lo que hay dentro. ¡Qué más se les puede pedir!

Cuando trata directamente un asunto religioso, como en la _Leyenda de
Noche-buena_, lo hace con una verdad, con una sencillez, con un
sentimiento tan vivo y tan fresco de los inefables misterios de la
Religión, que necesitamos acudir á los recuerdos de la infancia para
hallar algo parecido en nuestra alma.

El Sr. Aguilera, en este caso, es un hombre que describe y expresa con
fidelidad asombrosa los frescos y puros conceptos de un niño. Léanse, en
confirmación de mi aserto, los siguientes versos que tomo de esta
leyenda:

   --Golondrinas que en rápido vuelo,
    Os tendéis por la atmósfera azul:
    ¿Dónde vais, dónde vais, golondrinas?
    A quitar las agudas espinas
    De la angustia que siente Jesús.
   --Si Jesús en Belén ha nacido
    Coronada su frente de luz,
    ¿Qué corona, decid, golondrinas,
    Qué corona de agudas espinas
    Atormenta al divino Jesús?
   --Si los hombres sois ciegos del alma
    Y con ella no veis su dolor,
    Viendo están, viendo están golondrinas,
    Que aunque niño, corona de espinas
    Ya en su espíritu lleva el Señor.
    Hoy nosotras, con pío amoroso,
    Templaremos su interna aflicción;
    Vendrá un día que irán golondrinas
    A quitar en la cruz las espinas
    Que la frente herirán del Señor.

¿Qué más se ve en el fondo azul del señor Aguilera?--El amor á su
patria; el amor á la tierra española.

¡La patria! ¿Qué es la patria?--La patria es un hombre andrajoso y sucio
que se estrecha con efusión en una soledad de América ó de Asia; la
patria es una frase de desprecio que se pronuncia allá muy lejos, donde
no brilla el sol ni huele el azahar, y hace correr la sangre por el
suelo; la patria es un canto que suena de noche en una ciudad de
Inglaterra ó Alemania, haciendo saltar una lágrima á los ojos de un
hombre que lee en su gabinete; la patria son unos batallones de
soldados barbilampiños y morenos que llegan de Africa, y entran en
Madrid con música y banderas desplegadas; la patria es el gentío inmenso
que se arroja gritando á su paso, ebrio de entusiasmo y orgullo; la
patria, últimamente, es una cosa que no se puede definir, como acontece
con otras muchas.

¿Los españoles tenemos patria?--Unas veces se me antoja que sí; otras
que no. Lo que no ofrece duda es que trabajamos todo lo posible por no
tenerla. Hace muchos años que los españoles empleamos lo mejor del
tiempo en zaherir á nuestra patria con la lengua y con la pluma, y en
desgarrarla con la espada. Sería un milagro que quedase todavía algo de
ella.

Por otra parte, la patria ha pasado de moda. Los filósofos han
demostrado recientemente que el sentimiento patriótico no se acuerda con
las exigencias cada día más amplias y universales del espíritu humano.
Es un sentimiento primitivo y grosero, que se aloja por lo común y
arraiga con extremada fuerza en los hombres de inteligencia inculta y de
carácter bravío.

Lleno mi espíritu de estas ideas cosmopolitas y filosóficas, enderecé
mis pasos alguna vez al Museo del Prado. Mi objeto ostensible al dar
este paseo era ver y recrearme con las pinturas que allí hay; mas en el
fondo de mi corazón latía también el deseo de inculcar á los chisperos y
manolos que figuran en el célebre cuadro del _Dos de Mayo_, de Goya,
alguna de las ideas generales y comprensivas de que iba saturado. Es
imposible imaginarse nada más salvaje que la actitud de aquellos
chisperos desharrapados, con los brazos en alto, erizados los cabellos,
los ojos amenazando saltar de las órbitas, frente á las bocas de los
fusiles franceses, y gritando al parecer con todas sus fuerzas:
¡¡¡Fuego!!!

No conseguí mi objeto. En vano quise persuadirles de que aquella
actitud, si bien en otra época tenía razón de ser, mirando al estado del
progreso, en los momentos actuales era completamente inexplicable, y se
hallaba en abierta oposición á la doctrina corriente entre los
tratadistas. En vano les demostré como pude que el concepto de humanidad
era superior al de patria, y que éste, como más limitado y primitivo,
debía subordinarse siempre á aquél. No querían escuchar nada; no
atendían poco ni mucho á mis razones, y quedaron, como es fácil colegir,
tan ignorantes y bárbaros como antes. De tal modo, que aún podéis verlos
cuando queráis, firmes en su cuadro y cubiertos de sangre, siempre con
los brazos en alto y los cabellos erizados, gritando como energúmenos:
¡¡¡Fuego!!!

Mucho me holgaría de que lo que voy á decir en este instante no lo
escuchase ninguno de los varones que siguen con ahinco y amor los pasos
de la ciencia.

Cierta tarde en que me hallaba frente al mencionado cuadro, amonestando
á aquellos salvajes, como tengo por costumbre siempre que me pongo al
habla con ellos, me distraje al parecer con un rayo de sol, que vino de
repente á herir á un manolo en el rostro. Al mismo tiempo una mosca
grande y azulada empezó á zumbar confusamente algunas cosas á mi oído, y
perdí el hilo del discurso. Sin saber por qué ni cómo, en aquel momento
sentí mucho calor en las mejillas, comenzaron á latirme fuertemente las
sienes, percibí cierto olor á pólvora, y sin saber también por qué ni
cómo (¡qué vergüenza!), pienso que exclamé, dirigiéndome á los feroces
chisperos: «¡Oh, amigos míos, quiero ser bárbaro como vosotros!»
Afortunadamente no había nadie en la sala.

El Sr. Aguilera, al parecer, también quiere ser bárbaro, y escribe sus
_Ecos nacionales_, inspirados en el amor vivo y ardiente de la madre
patria. Estas composiciones fueron escritas en los años juveniles del
autor, y aunque revelan, bastante inexperiencia artística, que en
ocasiones semeja puerilidad, trasparéntase en ellas un sentimiento tan
puro, un candor y una energía que cautivan y embriagan. Quizá si
tuviesen más aliño no produjeran el mismo efecto. Están destinadas al
pueblo, á ese pueblo español tan noble, tan altivo, tan feliz en otro
tiempo, cuando el despotismo austriaco no había asentado su maldita
planta en nuestro suelo. Haga Dios que algún día ese pueblo español
salga de su letargo y se disipen los malos sueños que oscurecen su
frente; no para conquistar tierra, que harta tenemos ya, sino para ser
más dichoso dentro y más respetado fuera.

El pueblo ha pagado bien al Sr. Aguilera el amor que le profesa, dándole
lo único que podía darle, su poesía. El pueblo expresa siempre su
poesía en una forma muy breve y concisa. El pobre necesita trabajar, y
no tiene tiempo á componer grandes trozos de versificación. Por tal
motivo, se ha acostumbrado á decir mucho en pocas palabras, y acaso
también por llevar un poco la contraria al Sr. Grilo. El arte supremo de
iluminar vivamente el espíritu con cuatro versos, haciéndole columbrar
dilatados y hermosos horizontes, no lo robó el Sr. Aguilera al pueblo,
como se ha dicho; el pueblo se lo ha regalado, como desquite de una
deuda de amor y de sacrificios. No es tan insignificante el regalo como
algunos piensan, incluso quizá el mismo Sr. Aguilera. A mi juicio, son
los cantares la obra maestra de nuestro poeta y aquella en que no ha
tenido, ni tiene, ni es probable que tenga rival. Los cantares de
Aguilera no morirán jamás, porque salen del fondo del corazón, y como él
mismo dice con admirable delicadeza:

    Cantar que del alma sale,
    Es pájaro que no muere;
    Volando de boca en boca
    Dios manda que viva siempre.

Volando de boca en boca, y acompañados de la guitarra, los he visto
cruzar á menudo, unas veces tristes, otras alegres, pero siempre dulces
y apasionados.

¿Qué más se ve en fondo azul del Sr. Aguilera?--El amor de la
naturaleza. No hay que confundir el amor que Aguilera siente hacia la
naturaleza con esa afición frívola y afectada, hoy tan en boga entre
viajeros y bañistas, los cuales creen pagar su deuda de admiración á la
naturaleza gritando sin ton ni son en todas partes: «¡Magnífico!
¡Delicioso! ¡Sorprendente!» y poniéndose una rama de madreselva en el
sombrero cuando tornan del paseo. No; el Sr. Aguilera ama la naturaleza
como ésta pide que se la ame, con sentimiento profundo y verdadero, con
extática contemplación y fervoroso culto, con cierto misterioso terror
que contrae el corazón y cierra la boca. Solamente á los que así la aman
entrega el tesoro infinito de sus gracias. Así la ha amado Fray Luis de
León, el inmortal autor de la _Vida del campo_, con quien guarda nuestro
poeta, según creo haber indicado, un estrecho y singular parentesco, y
así la amaron todos los ingenios que han sabido cantarla.

Mas el amor de la naturaleza para el Sr. Aguilera y para todos los que
residimos en la corte es un amor platónico, porque no gozamos de sus
galas y encantos. En Madrid hay unos árboles en el Retiro y unas
montañas hacia Fuencarral que los miran por encima de las torres y las
chimeneas. Lo que queda entre estas montañas y estos árboles no merece
el nombre de naturaleza. En punto á naturaleza, los madrileños no deben
alzar el gallo á nadie, porque el más zafio y miserable labriego de
Asturias ó Galicia es mil veces más rico que ellos.

No obstante, sería poco decoroso despreciar lo que hay en casa. A mí me
gusta mucho el cachito de naturaleza que posee Madrid. Aquellos árboles
del Retiro son muy hermosos, digan lo que quieran. Son hermosos por la
mañana cuando, regocijados y alegres con la salida del sol, bendicen la
tierra sacudiendo sobre ella, como enormes hisopos; el rocío que vino
por la noche á dormir en sus hojas. Son hermosos al mediodía cuando el
sol los baña, los inunda con su luz amarilla, vistiéndolos de verde y
oro, como si fuesen _primeros espadas_. Entonces los últimos vapores del
rocío se disipan y se pierden en la atmósfera, la luz consigue penetrar
por mil intersticios en su interior y los hace trasparentes como faroles
venecianos, los troncos parece que están satinados, el sol dibuja con
sus ramas negra y tremante red en la arena, y las hojas chiquitas de las
puntas relucen como monedas de oro acabadas de acuñar. Son hermosos
sobre todo á la tarde, cuando se destacan sobre el azul pálido del cielo
con tal limpieza que parecen recortados á tijera por una mano invisible.
Si os sentaseis debajo de uno de ellos á contemplar la muerte del día,
veríais al principio regueros de luz que cambian á cada instante de
cauce, corriendo primero por la parte baja de la copa, después por el
centro, después por la cima, después por ninguna parte. La sombra lo
envuelve en su manto protector, y el árbol, inmóvil y silencioso, se
prepara á dormir, respirando con libertad en el ambiente fresco y
húmedo. Más he aquí que de aquellas montañas del Guadarrama, un poco
soñolientas también, llega una brisa áspera y fría, con el exclusivo
objeto de darle las buenas noches. Una hojita que en el extremo de la
rama más alta parece servir de vigía se estremece primero débilmente,
después empieza á moverse con brío tocando á rebato, y todas las demás,
advertidas de la presencia del emisario, comienzan á bailar alegremente,
devolviendo su cordial saludo al Guadarrama. Cumplido este deber de
cortesía, el árbol se abandona al reposo, y duerme á pierna suelta.

¡Qué hermosos están aun durante el sueño estos árboles, dibujando sus
fantásticas siluetas en el oscuro azul de la noche! Acaso no sea todo
oscuridad ni duerma todo en el interior de estos árboles. Reparando
bien, tal vez percibáis el brillo suave é intermitente de una de sus
hojas. Alzad los ojos al mismo tiempo, y veréis en el cielo un lucero
tan brillante como presuntuoso. Retiraos, no seáis indiscretos.

Mas hágome cargo, aunque tarde, de que no estoy escribiendo la semblanza
de los árboles del Retiro, sino del Sr. Aguilera, y paso inmediatamente
á otro punto.

¿Qué más se ve en el fondo azul del Sr. Aguilera?

En ese espacio diáfano flotan como claras estrellas dos ojos negros,
grandes, brillantes y serenos que podéis ver retratados en la hoja
primera de sus _Elegías y Armonías_. Era una niña, era un pedazo del
alma del poeta, la que en otro tiempo los hacía brillar con su sonrisa,
los elevaba, los adormía, los ocultaba un instante en la sombra de sus
pestañas y los hacía lucir de nuevo como dos rayos de sol que hieren el
cristal de una fuente.

¡Cuántas veces os habréis sentado en las sillas del paseo de Recoletos!
¿no es cierto? Pues en verdad que no habrá dejado de revolotear en torno
vuestro casi siempre un enjambre de niños que juegan corriendo unos en
pos de otros y lanzando chillidos penetrantes, como golondrinas que se
persiguen por el aire. Á fuerza de contemplar con mirada distraída
aquella escena bulliciosa, concluís por fijaros en una niña de ojos y
cabellos negros y vestido blanco. Os interesa su mirar melancólico y la
suavidad y elegancia de sus movimientos. Al pasar á vuestro lado muy
descuidada y risueña, la pilláis al vuelo por uno de sus bracitos y la
atraéis blandamente hacia vosotros, la aprisionáis entre las rodillas,
tomáis entre las vuestras sus diminutas manos, que parecen dos botones
de rosa, y la acariciáis de mil maneras, interrogándola al mismo tiempo
sobre el juego en que se divierte, cuál es su nombre, cuántos años
tiene, cuántos hermanos, etc., etc. Al principio os mirará con ojos de
asombro y temor, se negará resueltamente á contestar y tratará de
arrancarse á vuestras caricias. Mas poco á poco irá perdiendo el miedo,
y á los cinco minutos sois los mejores amigos del mundo. Á los diez ya
sabéis que su hermano menor es un insoportable glotón, capaz de comerse
la parte de dulces de todos los hermanos, y algunos otros gravísimos
secretos. Al cuarto de hora, cuando su aya viene á llamarla y os
presenta la mejilla para que la beséis, vuestra amistad está á prueba de
desavenencias y disgustos. ¡Oh, bien se puede asegurar que durante este
cuarto de hora no os aburristeis poco ni mucho! Mas cuando la veis
alejarse dando graciosos brincos, ¿no ha cruzado por vuestra mente la
idea de que pudierais tener una hija igual, y que podía morirse? Sí; con
seguridad ha cruzado y habéis sentido todo vuestro cuerpo estremecerse
de súbito con un movimiento de terror, y habéis medido con los ojos de
la imaginación los profundos abismos del más fiero dolor, del _dolor de
los dolores_.

Pues bien, figuraos que el padre de aquella niña es nuestro poeta y que
la ha perdido. Otro hombre no hubiera podido hacer más que llorarla. Él
la ha llorado y la ha cantado. Y su canto es el más armonioso, el más
sentido, el más tierno que ha salido de su pecho. Las elegías que
Aguilera dedica á la memoria de su hija, por el profundo sentimiento que
guardan y por la delicadeza con que han brotado de la pluma, serán
leídas mientras haya poesía. Parecen escritas como fueron sentidas, en
el mismo instante en que el brillo de un lucero, los ecos lejanos de un
organillo ó los lirios que crecen en un balcón traen á la memoria del
poeta su dicha pasada y su desgracia presente. Detrás de aquellas
páginas se escuchan realmente los sollozos. Voy á coger no más que dos
perlas del collar, copiando las siguientes bellísimas composiciones:

      Debajo de mis balcones
    Parábase el saboyano;
    Ella, la música oyendo,
    danzaba al sonido mágico,
    y yo de gozo temblaba
    como la hoja en el árbol.
      Debajo de mis balcones
    hoy se paró el saboyano;
    levantar le vi los ojos
    una, dos, tres veces, cuatro...
    ¡Y una, dos, tres, cuatro veces
    sin esperanza bajarlos!

           * * *

    No mires á mis balcones:
    ¿por qué miras, saboyano,
    si ya no ha de salir ella
    á este balcón solitario,
    para echarte la limosna
    bendecida por su labio?...
      No mires á estos balcones,
    y si vuelves, saboyano,
    la voz del órgano apaga,
    y pase por Dios callando,
    pues yo no sé lo que tiene
    ¡ay! que no puedo escucharlo.

           * * *

   --¡Cómo tardan estos lirios,
    cómo tardan en dar flor!--
    Me decía muchas veces
    al regar los del balcón.
   --Cuando se abran, serán tuyos
    contestábale mi voz;
    y esperando el ángel mío,
    esperando, se murió.
      Vino Mayo ¡ay, no viniera!
    y los lirios del balcón
    su corola azul abrieron
    á los céfiros y al sol.

      Y las lágrimas brillaban
    que sobre ellos vertí yo,
    al dejarlos en la tumba
    donde tengo el corazón.


III

Y ahora, ¿qué voy á decir de los defectos del señor Aguilera? He pasado
un rato delicioso escribiendo las anteriores líneas, sin curarme para
nada de ellos. Ni yo lo he sentido, ni acaso el lector lo sienta
tampoco. Encadenado al vuelo del poeta, vime suspenso un instante sobre
la tierra. Pienso (Apolo me perdone la injuria) que fuí poeta el espacio
de un relámpago. No es maravilla que me pese el salir de un grato sueño
para dar con verdades frías y amargas. ¡Es tan triste acostarse poeta y
despertar crítico! Pero Dios lo quiso, y el editor también. ¡Seamos
críticos!

No satisfecho el Sr. Aguilera con expresar lo que sentía bien,
verbigracia, los afectos más arriba indicados, quiso también cantar en
más de una ocasión lo que sentía mal ó no sentía de modo alguno. De aquí
han nacido todos sus defectos. En el crecido número de sus composiciones
se encuentran no pocas endebles, fatigosas y descoloridas, sobre todo en
el _Libro de las sátiras_, no tanto por falta de primor y elegancia en
la forma (que rara vez acontece), como por falta de verdad y de brío en
la inspiración. El Sr. Aguilera ha incurrido en un vicio, harto
frecuente por desgracia en nuestra época; el de acudir á lugares
comunes, á frases llevadas y traídas por todos los que comercian con las
Musas. Los lugares comunes en filosofía admiten excusa y hasta prestan
utilidad, mas en el Parnaso son rechazados y perseguidos como animales
dañinos. No es posible encarecer bastante el horror con que las Musas
miran la poesía de estereotipia, tan en boga al presente. Dicen ellas, y
yo soy de su opinión, que cuando el poeta no tiene nada nuevo que decir
ó no encuentra nueva forma en que expresarlo, debe callarse.

Puesto ya á censurar, también diré que el señor Aguilera introduce
alguna vez en sus poesías lecciones de moral que encajarían mejor en una
plática de Semana Santa. Una cosa es componer poesías, y otra dirigir
pastorales á los católicos de una diócesis. También diré que acostumbra
á desleir sobradamente los conceptos, dando esto por resultado el que se
pierda, ó debilite al menos, el efecto que deben producir, comunicando
al propio tiempo á sus composiciones cierta languidez, que alguno
pudiera calificar de inanición. También diré que la afición á poner
estribillo en una gran parte de sus poesías, produce en ciertos casos el
efecto apetecido de moverlas y animarlas; mas en otros, quizá por
rechazarlo la índole del asunto, ó por no acertar á poner el que
conviene, las hace pueriles unas veces, y otras artificiosas.

Pero no diré más; que ya me voy avergonzando de echar en cara estas
menudencias á un tan insigne y excelente poeta.

[Illustration]



D. GASPAR NÚÑEZ DE ARCE


[Illustration: A]UNQUE parezca descortés y hasta irreverente dar
comienzo á la semblanza de un poeta con una apología de la prosa, tengo
razones poderosas para escribirla, y la he de escribir, si en ello
hubiera de irme la fama de atento y comedido. No la escribo porque tenga
en aborrecimiento el verso; que el hecho mismo de consagrar mi pobre
ingenio al estudio de los poetas dice bien claramente lo contrario.
Tampoco porque juzgue, como algunos, que es el verso un lenguaje propio
de la infancia de los pueblos y opuesto á la gravedad de nuestra época,
y que ha de llegar un día en que desaparezca totalmente. Para mí el
verso es y será eternamente el lenguaje genuino de la poesía. Y cuenta
que lo dice un hombre tan pudoroso en esta materia, que para él las
columnas de _La Ilustración Española y Americana_ son selvas vírgenes
donde nunca ha osado poner el pie: incapaz, por consiguiente, de meterse
con nadie ni de escribir un mal soneto, á no ser que le hurguen mucho y
de mala manera: en cuya fe quiere vivir y espera morir. Mas el verso,
como todas las grandezas de la tierra, no necesita apologistas. Por el
hecho de existir pregona su excelencia; mientras la prosa, la prosa vil,
al tenor de las causas malas, necesita campeones que salgan á su
defensa. No es bizarro el que ahora se presenta, pero sí bastante
cazurro, y ha de suplir, ciertamente, con zancadillas y trazas de mala
ley lo que le falta de arrojo. Mucho cuidado con él.

La prosa no es bonita, debo confesarlo, pero no me nieguen ustedes que
es muy expresiva. Tiene las facciones abultadas é incorrectas, le falta
majestad y dulzura en los movimientos, es áspera, indómita y arisca,
todo lo que ustedes quieran; pero no me nieguen ustedes que es muy
expresiva. ¡Oh, sí, es muy expresiva! El alma se ve muy pronto por sus
ojos grandes y oscuros. En sus posturas descuidadas y caprichosas, en
sus movimientos desordenados y bruscos, en sus arrebatos y en sus
desmayos, hay á veces mucha gracia. Y luego, ¡tiene unas salidas! Nunca
puede estar tranquila ni caminar con paso mesurado y sereno. Á cada
instante se siente acometida por la necesidad de alargarlo ó acortarlo.
Viene un período amplio, terso y sonoro, de esos que piden á todas horas
los pseudo-clásicos, sin saber lo que piden; en pos de él, otro breve y
palpitante como el corazón que lo dicta. Aparece uno suave y
almibarado, como el requiebro de un adolescente, y á toda prisa surge
detrás otro seco y áspero que le deja cortado. La prosa, en fin, odia de
muerte la monotonía, y procura demostrárselo en cuantas ocasiones se
presentan. Quizás por eso se eleva rara vez al cielo. El cielo es
hermoso, pero es monótono.

Mas si no consigue volar por el cielo sereno y límpido, en cambio
discurre admirablemente por la tierra. Alguna vez se mancha con sus
lodos y se pincha con sus abrojos, pero sabe lavarse inmediatamente en
sus claras fuentes, y curarse con el bálsamo de sus flores. No se
desdeña de andar á pie por los parajes más escabrosos, ni penetrar en
los lugares más humildes. A menudo se la ve pararse ante un objeto
ínfimo y despreciable, iluminándolo y describiéndolo con amor. Á veces
también, á semejanza del mar, sabe reflejar el azul del cielo.

No se me oculta, sin embargo, que se la mira generalmente con desprecio.
No se me oculta que al ver á la prosa entrarse por un hospital, por una
fábrica ó por una taberna con la mayor frescura, y ponerse á referir
cuanto allí ocurre, por insignificante y hasta despreciable que sea, hay
muchos que dicen pestes de ella, y se creen humillados al leer lo que
juzgan indigno de toda atención. Sé de sobra que hay mucha gente para
quien no existe ni puede existir arte alguno en la descripción del catre
en que duerme un niño desamparado y pobre, ó en la de la faena de un
rudo labrador, ó en la del tocado breve y sencillo de una costurera.
¡Ah! Tal vez se figura esa gente que no se encuentra á Dios más que en
la sublimidad de la bóveda celeste poblada de astros luminosos, á cuyo
lado el que habitamos no es más que un leve grano de arena. Si tal se
figura, es que no ha mirado jamás en una gota de agua por el lente de un
microscopio. Habiendo mirado, no dejaría de comprender al instante que
es tan fácil llegar á Dios por lo infinitamente pequeño como por lo
infinitamente grande.

Tampoco la prosa carece de ritmo en absoluto. Su ritmo es mucho más
hondo y arcano que el del lenguaje métrico, mas no por eso deja de
existir. Un oído delicado lo percibe como blanda y recóndita música
dentro de una selva oscura. ¿Quién osará negar el ritmo, el número y la
armonía á la prosa de Cervantes, Fenelón ó Manzoni? No seré yo quien
cargue con semejante responsabilidad. Lo que hay es que el ritmo de la
prosa no es uniforme y continuo como el de la versificación. Los vientos
del pensamiento lo agitan á su capricho y le hacen variar á cada
instante de rumbo, sin darle jamás punto de reposo. La prosa, mejor que
el verso, obedece á las insinuaciones del espíritu, dejándose llevar
cual dócil pluma, unas veces por regiones serenas y tranquilas, otras
por parajes revueltos y oscuros...

Pero basta ya de panegírico; que tal suma de perfecciones voy acumulando
sobre la prosa, y tan devoto de ella me presento, que temo murmuren las
malas lenguas.

Llegó el instante, por mí bastante temido, de dar explicaciones sobre
las causas que engendraron este inoportuno panegírico. Y ála verdad, si
ustedes pudieran pasarse sin ellas, me alegraría en el alma, porque no
tengo deseo alguno de manifestarlas. Mas ustedes no pueden pasar sin
explicaciones, por más que la galantería les mueva á decir otra cosa, y
aunque me pese, creo hallarme en la obligación de remediar su justa
curiosidad.

¿Y por qué siento dar explicaciones? Dirélo de una vez: porque temo que
estas explicaciones no agraden al Sr. Núñez de Arce. Tal temor, si bien
se nota, es más lisonjero que ofensivo para el Sr. Núñez de Arce, puesto
que si yo no le respetase y admirase muy de veras, á buen seguro que no
me turbaría más ni menos. Mas, por desgracia, sé lo peligroso que es
decir á una mujer hermosa que no es la más hermosa del mundo, ó á un
poeta inspirado que no es el más inspirado de todos los poetas. Desde
Homero hasta Revilla, no ha habido jamás poeta alguno que escuchase con
calma una afirmación parecida. Compadézcanse ustedes de mi situación, y
por Dios me den algunos alientos, que harto los necesito. Comienzo.

Reconozco, como tendré ocasión de mostrar en el presente artículo,
muchas y notables dotes de poeta en el Sr. Núñez de Arce, mas he dado en
imaginar que las tiene aún más notables y sobresalientes de prosista.
En las cortas páginas que lleva escritas en prosa, he pensado reconocer
casi todas las cualidades que distinguen á los grandes prosadores;
flexibilidad, número, concisión, elegancia, naturalidad, energía. Si se
me apurase, tal vez llegara á decir que en el género histórico es donde
pudiera alcanzar mayores lauros. Tengo la creencia de que si el señor
Núñez de Arce hubiese dedicado su pluma á la historia, dejaría
oscurecidas, por lo que toca al aspecto literario, las glorias de todos
nuestros historiadores, excepto Mariana. Y aquí me salta al encuentro
cierta semejanza que hace tiempo he observado entre nuestro poeta y otro
de la nación portuguesa: Alejandro Herculano. A entrambos los
caracteriza la austeridad del pensamiento, la virilidad y firmeza del
tono y la sobriedad de la dicción. Pero Alejandro Herculano, que no pasa
de notable poeta, fué un eminentísimo prosista, el más eminente quizá de
cuantos ha producido la Península Ibérica, en este siglo, dejando, como
es sabido, en la historia y en la novela monumentos perdurables del arte
literario. ¿Sentirá ahora el Sr. Núñez de Arce que le compare á
Herculano?--Lo sentirá, estoy seguro de ello; y lo sentirá, porque la
comparación, como dicen los filósofos, sólo es exacta _en potencia_,
dado que el Sr. Núñez de Arce no ha querido hasta el presente mantener
relaciones duraderas con la prosa. Respetando, como me cumple, su
acuerdo en este punto, permítaseme deplorarlo, en gracia siquiera de la
desgraciada defensa que de aquélla acabo de hacer. Y ya no necesito
decir más para explicar el raro modo de dar comienzo á este artículo.

Mas ya que me veo forzado á juzgar en el Sr. Núñez de Arce al poeta y no
al prosista (como fuera mi gusto), debo empezar declarando que ciertas
cualidades que el Sr. Núñez de Arce posee en alto grado, esenciales para
el prosador, no lo son tanto en mi concepto para el poeta, á saber: la
concisión y la energía. Nada más frecuente, cuando se quiere ensalzar la
musa del Sr. Núñez de Arce, que apellidarla viril, como si con este
adjetivo quedase hecha su apología por completo y no hubiese más que
decir. Es más: hasta he leído juicios críticos en que se considera esta
cualidad como la más alta y suprema que el poeta puede recibir del
cielo. No lo entiendo yo así. ¡Medrados estaríamos si no hubiese más que
virilidad y fuerza en la poesía, si el poeta hubiese de cantar por
necesidad á todas horas asuntos ó temas viriles! Tanto valdría afirmar
que en el terreno metafísico, la belleza y la forma se confunden. Por
fortuna no es esto cierto en ningún terreno. El elemento femenino ha
jugado, juega y jugará un papel principalísimo dentro del arte. En la
humanidad, la belleza no está representada por el hombre, sino por la
mujer. Y la naturaleza, si es sublime en sus aspectos ó momentos
terribles, bella no lo es más que en los de calma y sosiego, y en los
lugares apacibles y amenos.

Tampoco hay que confundir la energía de la expresión, que es ingénita á
todo el que se halla bien penetrado de un sentimiento, sea éste tierno
ó viril, con la índole de los afectos que animan al poeta. Espronceda es
más enérgico para mí en su _Canto á Teresa_ que Quintana cantando el
combate de Trafalgar. Y es porque, á mi entender, le tenían con más
cuidado á Espronceda las liviandades de su querida, que á Quintana la
derrota de la escuadra hispano-francesa.

Por lo dicho, y por algo más que me callo, no soy tan gran admirador
como otros de los poetas viriles (cuando la virilidad reside en la
naturaleza del asunto ó en el tono, y no en la mayor ó menor energía del
sentimiento). Así que no doy la estimación que aquéllos á la virilidad
del Sr. Núñez de Arce. Pudiera muy bien ser más viril que Adán, padre
del género humano, y no tener pizca de poeta. Si lo es, y excelente, no
lo debe á los temas viriles que elige para sus composiciones, ni al tono
elevado que adopta para cantarlos, sino á su ingenio y fantasía.

En cuanto á la concisión, cierto que es una dote que puede cuadrar bien
á un poeta; pero no le es tan indispensable como al prosista. Conviene
distinguir además la concisión ó sobriedad de la frase de la precisión y
fijeza de los conceptos. La primera puede enaltecer las producciones de
un poeta: la segunda no hace más que confundirle con el prosador. El
verso es semejante á la música, y como ésta, sirve para expresar lo más
vago, lo más delicado, lo más inefable de los sentimientos humanos.
Cuando se le obliga á decir cosas que la prosa puede expresar tan bien
ó mejor que él, á mi juicio, se le desnaturaliza. Esto hace en ocasiones
el Sr. Núñez de Arce. Algunas de las composiciones insertas en los
_Gritos del combate_ parecen escritas en prosa sonora y rimada, y
semejan manifiestos políticos en verso, más que verdadera y limpia
poesía.

¿Llevará, por ventura, la musa política el feo vicio del prosaísmo? No
lo sé; mas cuando echo la vista á los frutos que ha dado en este siglo
dentro y fuera de España, me siento inclinado á pensarlo. Aunque fijemos
nuestra atención en lo más selecto, por ejemplo, en Quintana y Beránger,
yo encuentro el prosaísmo (el prosaísmo del concepto y del sentimiento,
que es mil veces peor que el de la frase) cebándose sañudamente en un
gran número de sus composiciones, por más que el primero aspire á
disfrazarlo con la pompa del estilo, y el segundo con su donaire. Me
parece que en esto no hago más que seguir la opinión general, porque la
fama de ambos poetas ha desmedrado notablemente con el tiempo. No quiero
decir, sin embargo, que la política no pueda inspirar en ocasiones á los
poetas grandes, bellos y atrevidos pensamientos, aunque sí imagino que
la política antigua, entregada al acaso ó á los golpes de la fortuna y á
la espontaneidad de las fuerzas individuales, servía mejor para el caso
que la moderna, sometida casi por completo á una serie de reglas
complicadísimas que la convierten en una maquinaria inflexible y
monótona. Padilla luchando á campo abierto en Villalar con el emperador
Carlos V, es una figura poética; pero un general que se pronunciara hoy
con unos cuantos batallones en favor de la _descentralización_, no lo
sería gran cosa. Y es porque en el instante en que las ideas dejan de
formar parte de nuestra vida, de nuestra carne, si pudiera hablar así,
como en el caso de Padilla, para convertirse en abstracciones, se
deshace su encanto. El poeta no quiere abstracciones, sino figuras
vivas, imágenes, algo visible y palpable que infunda calor en su corazón
y en su fantasía. El Sr. Núñez de Arce ha caído en el mismo vicio que su
maestro Quintana, y como él ha procurado velar lo descarnado y prosaico
del pensamiento con la magnificencia del estilo. Esto no obstante, debo
hacer una declaración que va á estremecer profundamente muchas orejas
clásicas. Para mí, el discípulo posee más cualidades de poeta que el
maestro. Está muy lejos de superarle, ciertamente, en la profundidad del
pensamiento, ni en el vigor y armonía de la elocución poética, pero le
lleva ventaja en el calor y riqueza de la fantasía, que, por más que á
ello se opongan los pseudo-clásicos, es lo que eternamente caracterizará
al poeta. No manejará la lengua con tanto imperio y maestría, ni
escribirá unos versos tan audaces como los de Quintana, pero éste
tampoco escribiría ni el _Idilio_ ni el _Raimundo Lulio_ de nuestro
poeta.

No es sólo la política la que inspira al Sr. Núñez de Arce, aunque sí le
preocupa con exceso. Hay otro orden de pensamientos que le atraen, le
alteran y le mortifican, como puede verse leyendo sus _Gritos del
combate_; y son los del orden religioso. No me asombra. Las cosas de
ultratumba nos traen revueltos á muchos que no tenemos nada de poetas.
Hasta aquí, por consiguiente, el Sr. Núñez de Arce no es más que uno de
tantos. Conviene ahora saber si esta preocupación constante de la mayor
parte de los hombres en el día inflama su espíritu y le presenta nuevas
y originales bellezas, pues es de lo que se trata.

Nuestro poeta se empeña en hacernos creer que su espíritu vive presa de
la duda más cruel, que no puede deshacerse de ella, que en todos los
parajes y ocasiones le acompaña y le persigue, etc., etc. Y á la verdad,
lo que se vislumbra en las poesías del señor Núñez de Arce no es un alma
atormentada por la duda, sino un hombre descreído que echa menos sus
perdidas creencias. Esto, que hasta cierto punto es una falta de
sinceridad, de la cual tal vez el mismo poeta no se dé cuenta perfecta,
contribuye poderosamente á que tales poesías no hieran la fantasía ni
conmuevan el corazón de quien las lee. Otra razón hay para que estas
composiciones, bien entonadas, correctas y armoniosas, no nos hieran muy
vivamente; y es que los pensamientos en ellas esparcidos tienen más de
científicos que de poéticos. Son los pensamientos que se ocurren á un
hombre de talento, y no á un poeta. El Sr. Núñez de Arce no ha sacado
partido del estado de incertidumbre ó de incredulidad en que
necesariamente han de vivir los poetas de esta época. Byron, Schiller,
Heine, Musset, Leopardi y otros varios, han creído, han dudado, han
descreído. Todo esto se trasluce con bastante claridad en sus obras,
aunque ellos muy rara vez nos lo digan concretamente. Y la enfermedad
que les devora presta á sus poesías diversas tintas ó colores, según los
estados por que atraviesa; unas veces oscuros y lúgubres, otras vagos y
desvaídos, otras dulces y melancólicos. Pero siempre, siempre buscando
la belleza con admirable instinto. Así que, para mí, sus figuras son
mucho más interesantes y amables que la del Sr. Núñez de Arce, el cual
se revuelve airadamente contra su siglo y contra Voltaire, Darwin y todo
el cortejo de filósofos modernos, á quienes achaca la culpa de que él no
viva feliz y satisfecho. Es muy lamentable; mas para el arte es aún más
lamentable que la duda ó el esceptismo no hayan logrado descubrir
tesoros de más valía dentro de su espíritu.

Los defectos que dejo apuntados proceden, si no en todo, en gran parte
al menos, de que el Sr. Núñez de Arce no está completamente en su cuerda
en la poesía lírica. La índole de su ingenio y de su inspiración es
mucho más épica que lírica. Y si fuera permitido á un hombre humilde y
desautorizado, como yo, invocar el auxilio de dos palabras tan augustas,
diría que es más objetiva que subjetiva. Lejos de mi la idea de entrarme
de rondón, por esto, en el dominio de las divisiones literarias. Entre
todos los españoles que saben leer y escribir, no habrá otro menos
amigo de clasificaciones. Creo que las divisiones en el arte son como
las que se hacen en el mar: tan pronto hechas como borradas. Pueden los
retóricos á su antojo dividir el arte en géneros, á semejanza de los
astrónomos que dividen el firmamento en zonas para mejor estudiar sus
estrellas. Dios en el cielo y el poeta en el arte nunca tendrán en
cuenta para nada tales divisiones. Mas una cosa es trazar
clasificaciones y otra determinar el carácter y naturaleza de la
inspiración de un poeta. Á esto únicamente me dirijo cuando digo que el
Sr. Núñez de Arce es más épico que lírico.

Como poeta lírico, carece de aquella delicadeza y escrupulosidad con que
los grandes modelos exploran todos los pliegues de su alma y sondean sus
más profundos misterios; carece de aquella exquisita sensibilidad que
les mueve de un modo irresistible á exhalar sus afectos. Pero en cambio
su imaginación viva y osada, su briosa entonación y su maestría para
describir y narrar, le están pregonando como un gran poeta épico. Así lo
ha comprendido él mismo al cabo, decidiéndose á escribir algunos poemas
que son los cimientos más seguros de su gloria. Entre ellos, dos, el
titulado _Raimundo Lulio_ y el que por un extraño capricho titula
_Idilio_, compiten con lo más hermoso y selecto que este siglo puede
ofrecer en poesía á los futuros.

El _Idilio_ es una prueba más de que en la vida lo pequeño es muchas
veces lo grande. Casi tantas como lo grande es lo pequeño.

¡Lo pequeño y lo grande! ¿Quién se atreverá á decidir sobre uno y otro?
Cuando niños nos hacen llorar cosas que hacen reir á los hombres. ¿Me
negaréis que aquellas lágrimas son tan sinceras y tan vivas como todas
las demás que se vierten en el mundo? Cuando jóvenes nos desesperan ó
nos arrebatan de alegría ciertas cosas que los viejos desprecian. En
cambio los jóvenes suelen mirar con soberano desdén otras que preocupan
á los viejos. Y si esto acontece en un mismo hombre, ¿qué no sucederá
entre hombres diferentes? Preguntadle al comerciante de enfrente qué es
lo que opina del ruido que hacen las hojas al caer ahora por otoño.
Preguntadle á un poeta qué juzga de la subida de los algodones.
Preguntadle á una madre que ve á su hijo partir á la guerra qué es lo
que opina de la autonomía de los Estados. Preguntadle á un diplomático
cuánto le preocupa el dolor de aquella madre. ¡Lo pequeño y lo grande!
¿Quién se atreverá á decidir sobre uno y otro?

El asunto ó tema del _Idilio_ del Sr. Núñez de Arce quizás será para
otros muy pequeño; para mí es muy grande. La amistad cándida y pura de
un niño y una niña que crecen bajo un mismo techo, transformada por
virtud de la edad y de cierta separación en amor apasionado: el término
fatal que la muerte viene á dar á este naciente amor. Así es el tema en
resumen. He dicho que para algunos tal vez será pequeño, porque los
hombres suelen á menudo burlarse de estos afectos ó pasiones de la
adolescencia y llamarlos niñerías. Quizá tengan razón; mas antes que yo
se la dé, precisa que me demuestren que los afectos ó apetitos que
después cautivan su alma valen más que estas niñerías. Que estos hombres
pongan la mano en su pecho y me digan ingenuamente si á los cincuenta
años de edad se sienten más nobles, más desinteresados, más valerosos,
más compasivos y más prontos al sacrificio que á los diez y ocho. Que me
digan también si los sustanciosos devaneos de la edad viril les han
proporcionado más goces y menos remordimientos que los amores tontos y
platónicos de la adolescencia. Así que me lo digan (y yo los crea),
renunciaré de buen grado á parar mientes en tales menudencias. Mientras
tanto, no extrañen ustedes que adore estas niñerías, considerándolas
como flores que exhalan su fragancia, no sólo por los años en que viven,
sino aun por toda la existencia cuando se guardan como preciosas
reliquias dentro del corazón. Sigamos ahora con la niñería del Sr. Núñez
de Arce.

Aunque no tenga á la vista su precioso _Idilio_, y lo haya leído hace ya
bastante tiempo, recuerdo muy bien todos sus detalles; prueba
incontestable de que me ha impresionado fuertemente. Recuerdo aquella
partida del estudiante novel á la ciudad, aquel caballo overo que
aguarda á la puerta, aquella tierna despedida de la madre, la reprimida
aunque no menos tierna del padre, y la triste y candorosa de la huérfana
que ha sido su compañera; recuerdo su gozosa vuelta, sus inocentes
recreos, aquel carro del vecino en que tornaba á su casa por la tarde;
recuerdo aquella esquivez incomprensible para él de su compañera de la
infancia; recuerdo aquella tarde en que á solas con sus pensamientos
trepa al castillo derruído, y la magnífica descripción que el autor hace
entonces de los campos de Castilla, la tempestad que le sorprende en
aquel sitio y su fatal caída; recuerdo aquel rostro angelical que el
estudiante ve siempre cerca de su lecho, y que apenas se pone bueno
desaparece; recuerdo aquella delicada y naturalísima declaración de
amor, las nobles promesas de la madre, la nueva partida, la nueva
vuelta... En fin, lo recuerdo todo, y todo me encanta hasta un grado
indecible. Yo sé dónde está el secreto del hechizo que para todo el
mundo tiene este poema. Sí, yo lo sé. No hay en él otro secreto que la
verdad del sentimiento. Créanme ustedes, cuando un autor siente una
cosa, tiene mucho adelantado para hacer sentir con ella á los demás.

De muy distinto modo, pero no con menos fuerza, me ha impresionado la
lectura de _Raimundo Lulio_. Trátase de un personaje tan insigne, y al
mismo tiempo tan misterioso, que cuanto á él se refiera no puede menos
de tener mucho interés y excitar la imaginación. Raimundo Lulio es el
faro que desde una isla del Mediterráneo esclarece las tinieblas de la
Edad Media.

Lo que sirve de argumento al poema es un episodio de su vida terrible
hasta lo sumo, y tan dramático... Pero antes de pasar más adelante,
necesito escribir una carta al Sr. Núñez de Arce. Suplico á ustedes el
favor de entregársela en propia mano y no leerla por el camino.



           Sr. D. Gaspar Núñez de Arce.

     Muy señor mío y de mi mayor aprecio: Si algo puede con usted la
     sincera admiración, y aun el cariño que le profeso, acoja con
     indulgencia la respetuosa súplica, con honores de consejo, que voy
     á hacerle.

     Por su propio interés y por el de la poesía española, que tiene en
     usted un tan ilustre representante, le ruego que cuando llegue el
     día de dar á la estampa una nueva edición de su RAIMUNDO LULIO, vea
     de modificar, enmendar, ó para mejor hacer, suprimir la
     introducción que le pone, dedicada «á un amigo de la infancia». Las
     razones que para desear tal supresión tengo son las siguientes:

     1.ª La introducción me parece, á más de inoportuna, prosaica, y que
     no corresponde al tono inspirado y majestuoso del poema.

     2.ª Las pestes que usted dice en ella de la ciencia me parecen
     indignas de quien se llama á renglón seguido «hijo de su siglo».

     3.ª El supuesto de que Raimundo Lulio, desengañado de la ciencia,
     cuyo símbolo es Blanca de Castelo, dijo adiós al mundo me parece
     falso. Lo que se saca de la vida de este varón, siendo también lo
     más lógico, es que, desengañado del mundo, buscó abrigo en la
     religión y en la ciencia.

     4.ª Aun concediendo que todo fuese cierto, nunca debió usted
     declarar que Blanca de Castelo es un símbolo. Estas declaraciones
     se dejan para los críticos, retóricos y demás gente menuda. El
     poeta debe amar los hijos de su fantasía como si fuesen de carne y
     hueso; por lo que son, y no por lo que pueden representar.

     Perdóneme el atrevimiento, en gracia del afán que siento por no ver
     deslucida una joya de tanto precio. Y considere que convertir una
     figura hermosa y divina, como la de Blanca de Castelo, en una
     abstracción, es un sacrilegio casi tan grande como el de su amante
     al penetrar en el templo á caballo.

     Suyo, devoto y afectísimo,

                          A. PALACIO VALDÉS.



Calificaba más arriba el episodio que se narra en el _Raimundo Lulio_ de
terrible y dramático. Así es, en efecto. El amor impuro y fogoso del
protagonista recibe una lección tremenda, como venida de aquel cielo
triste y severo de la Edad Media. El sacrílego jinete que penetra en el
templo haciendo chasquear las herraduras de su caballo contra los
mármoles sagrados; la airada muchedumbre que le recibe primero con sordo
rumor y después le acosa por las calles; el lúbrico insomnio que le
acomete más tarde; la misteriosa cita; la escena viva y exaltada en que
la pasión del fogoso mancebo se desborda:

      «Y estalló con sus cláusulas de fuego,
    con su expresión incoherente y rota
    por el halago y la pasión y el ruego:

      con ese dulce cántico que brota
    al fecundo calor de una mirada,
    y lleva una ilusión en cada nota;

      con esa breve frase entrecortada
    que, al morir en los labios, adivina
    el corazón de la mujer amada,

      música de la almas, peregrina,
    que con suspiros trémulos empieza
    y con vibrantes ósculos termina»;

el horror de que se siente poseído al contemplar el seno de su amada
_carcomido por repugnante llaga cancerosa_... todo es sombrío y
patético; todo está pintado con tal brío, con toques tan seguros y
enérgicos, que nos hiere y nos conmueve profundamente. Causa verdadera
maravilla la sobriedad de dicción con que está escrito este poema.
Apenas huelga una sola palabra. Y, sin embargo, por un poderoso y casi
inconcebible esfuerzo, todo está dicho, y todo está bien dicho. La
fantasía del poeta es en esta ocasión como una lente, que ata y hace
pasar los mil rayos del sol por un punto. El tono es grave y solemne,
como conviene al narrador. Sólo un gran poeta puede hacer hablar á un
personaje como Raimundo Lulio, grande de por sí y engrandecido además
por el tiempo y el misterio, sin empañar el brillo que adquirió en
nuestra imaginación.

Después de leer este poema, ¿quién no se convencerá de que el Sr. Núñez
de Arce no debe pulsar más cuerda que la épica? El rápido y majestuoso
desenvolvimiento de la acción, la firmeza y dignidad de los caracteres,
la verdad de las descripciones, aquel concebir osado y aquel decir grave
y conciso, no dejan lugar á duda sobre este punto. Por esta vía debe
marchar, y por ella confieso que ha marchado de algún tiempo á esta
parte. Los últimos poemas que dió á luz son brillantes y hermosos. No
obstante, el Sr. Núñez de Arce, estoy seguro de ello, tiene fuerzas para
hacer mucho más todavía. Quisiera verle acometer una empresa grande y
digna de su inspiración; una empresa que le inmortalizara, como al
autor de _Fausto_ ó al de _Manfredo_. Los tiempos no se prestan á ello,
bien lo conozco. Si tuviese la fortuna de escribir algo semejante, la
crítica igualitaria que al presente se usa nunca le perdonaría el haber
rebasado la línea de los Grilo, Blasco, Retes, Herranz, etc., etc. Las
flores más bellas de su imaginación quizá serían roídas como avena ó
paja. Y si, por ventura, resultaba que el poema era un sí es no es más
subjetivo ú objetivo de lo que le correspondiese de derecho, ¡ya le caía
obra al Sr. Núñez de Arce!

Con todo eso, no dejaré de aconsejarle que emprenda su poema. Demos que
tenga muchos defectos y que éstos no sean imaginarios, sino verdaderos y
efectivos; si las bellezas que haya en él son dignas de la inmortalidad,
inmortal será el poema con todos sus defectos. ¡Los defectos! Moratín
encontraba el _Hamlet_ atestado de ellos. Y, sin embargo, ¡cuánto más
vale dormir alguna vez como Shakspeare que andar siempre tan vigilante y
avispado como Moratín!

[Illustration]

[Illustration]



D. MANUEL DE LA REVILLA[10]


[Illustration: R]EVILLA!--He aquí un nombre que hace soñar, como esas
nubes rojas que se amontonan en el horizonte al declinar a tarde, para
servir de lecho al sol en su caída. Hay en este nombre algo de vago y
misterioso que fascina el espíritu y lo inclina á meditar. Cuando lo
escuchamos, sin saber por qué, viene á nuestra mente el recuerdo
punzante de una flor que hemos deshojado, ó el de una voz que nos
cantaba al oído cuando niños para dormirnos, ó el de unos labios
ardorosos que rozaron nuestra mejilla en otro tiempo, ó las notas
suaves, tiernas, purísimas de la metafísica neo-kantiana. Si se me
preguntara dónde está el secreto de tal fascinación, no podría contestar
satisfactoriamente. Para mí no está en que el señor Revilla sea
filósofo, y sea poeta, y sea orador, y crítico, y catedrático, y
revistero de teatros. Cada una de estas cualidades de por sí, estoy
seguro de que no le haría el blanco de la admiración de sus
contemporáneos. Mas ha de existir entre ellas una singular y extrañísima
relación, inextricable para el espíritu, mediante la que el fenómeno
indicado se realiza. De tal suerte, que si el Sr. Revilla fuese orador y
poeta, y no fuese filósofo al mismo tiempo, perdería por eso sólo la
inmortalidad; y si fuese orador, poeta, filósofo y catedrático, y no
tuviese además la cualidad precisa de revistero de teatros, es como si
no fuese nada para el efecto de la fascinación. El Sr. Revilla es, pues,
el resultado feliz de una agregación de elementos diversos, cuyo modo de
enlazarse ó combinarse sólo Dios conoce. La naturaleza nos está
ofreciendo á cada paso ejemplos admirables de estas dichosas
combinaciones. Suprimid á cierto paisaje el mar que se divisa á lo lejos
ó la montaña que se levanta imponente sobre él, y perderá su carácter y
no atraerá vuestra atención. El Sr. Revilla es como un paisaje (en este
respecto nada más): no es posible quitar ni poner en él cosa alguna, sin
privarle de su efecto.

Desde muy temprano ha reconocido en sí mismo una vocación decidida á
influir sobre su siglo, y siguiendo los nobles impulsos de su alma, no
ha querido privarle de ninguno de aquellos medios por los que un hombre
puede influir sobre un siglo. Bien sabido es de todos que el primero y
más poderoso es la gravedad. Nada hay tan pernicioso, y por
consiguiente, nada tan aborrecible, en mi pobre opinión, como las
expansiones jocosas ó burlescas en todos los puntos de vista que se las
considere. Porque no sólo han sido y son una rémora para el progreso
moral y material de las naciones, sino, lo que es aún peor, han servido
ya en algunas ocasiones para poner en duda el ingenio y la sabiduría del
Sr. Revilla. ¡Qué tiempos los nuestros! Ya no existe para este siglo
menguado nada de respetable ni digno de ser mirado seriamente. Escribe,
pongo por caso, el Sr. Revilla uno de sus artículos guarnecidos y
bordados de primorosas metafísicas, y sin más ni más, salta un
cualquiera diciendo, con cierta vaya impertinente, que aquel artículo es
una colección de lugares comunes, un tejido de frases huecas arrancadas
al tecnicismo filosófico para imponer respeto á la gente ignorante, al
modo que se fija en las huertas un muñeco de paja para espantar á las
aves inocentes. Por eso la gravedad del Sr. Revilla es un dulce y
apetecible oasis en este vasto arenal de liviandades.

Aunque ya he hablado de ella en otra ocasión, sólo fué por incidencia;
así que no me considero relevado de la obligación de consagrarle algunas
palabras. Y la primera cuestión que se presenta es la siguiente: ¿La
gravedad del Sr. Revilla es de nacimiento, esto es, puede considerarse
como una dote otorgada graciosamente por el cielo, ó es una cualidad
adquirida en virtud de un largo y penoso aprendizaje, de prolijos afanes
y desvelos? No es tan fácil como á primera vista parece la resolución de
este problema. Mirando el asunto por encima, y teniendo presente nada
más que lo rara que es hoy esta cualidad, aun entre los hombres más
favorecidos por la Providencia, es fácil deducir que el Sr. Revilla ha
llegado á ella por el trabajo y el estudio. Esta facilidad arrastró á
muchos al error. Cualquiera que se fije un poco, comprenderá que la
gravedad del Sr. Revilla tiene un no sé qué de agreste, indómito y
bravío que la distingue perfectamente de las demás gravedades imitadas
ó contrahechas. Es una de esas gravedades que aparecen muy de tarde en
tarde en la historia humana, y por lo tanto, considero absurdo el
suponer que esté en manos del hombre el adquirirla. Para encontrar algo
parecido, es preciso remontarse á los primeros tiempos de Roma. Aseveran
los historiadores más fidedignos que Numa Pompilio no conoció la risa,
aunque sí añaden que, en sus conferencias con la ninfa Egeria,
acostumbraba sonreir una que otra vez, pero sólo por complacencia. Mi
profesor de psicología, lógica y ética, también poseía en cierto grado
esta cualidad; por lo cual, hoy que la edad me ha enseñado á juzgar
mejor á los hombres, no puedo menos de reconocer que, aunque oscuro, era
un hombre muy notable. No vaya á creerse, sin embargo, que intento
comparar la gravedad del catedrático de psicología, lógica y ética con
la de Numa Pompilio y Revilla. ¡Oh, no! Cuando el Sr. Revilla, después
de tomar convenientemente las medidas á una obra literaria, la califica
de _predominantemente subjetiva_, y por ello la condena, como es justo,
á una eterna execración, es tan serena y tan augusta su frase, palpita
tanto heroísmo dentro de ella, que el espíritu se engrandece y se
inflama, y es preciso acudir á los recuerdos de la Ilíada, á Héctor, á
Diómedes, á Menelao, para observar algo semejante.

Y aunque muy fuera de sazón, no quiero pasar más adelante sin formular
una pregunta que constantemente se está presentando en mi espíritu. Es
la siguiente: ¿Cómo el Sr. Revilla, sin imaginación alguna, sin gusto,
sin ingenio, y con una ilustración tan superficial, juzga con tal
grandeza las obras de arte que le ponen delante? Repito que muchas veces
me hice esta pregunta, y siempre concluí pensando que en el Sr. Revilla
existe algo extraordinario que, aun sin darse acaso él mismo razón de
ello, le mueve á dictar sus fallos; algo que, después de encenderle,
como á la pitonisa griega, le inspira y le sostiene sobre el trípode,
circundando su frente con la aureola del misterio. Este algo, digámoslo
de una vez, no puede ser otra cosa que el genio[11]. El genio, sólo el
genio puede volar tan alto sin necesidad de los medios que los humanos
juzgamos indispensables.

Decía que la pregunta estaba fuera de sazón, y como ustedes han podido
ver, era muy cierto. Sin embargo, ya se sabe que estas informalidades é
impertinencias son en mí frecuentes, y no hay que asombrarse. Por algo
gozo fama entre mis enemigos (porque aquí donde ustedes me ven tan
jovencito y tierno, ya me permito el lujo de tener enemigos) de crítico
subjetivo entre los subjetivos. Soy como si dijéramos un crítico lírico,
pues la subjetividad es lo que caracteriza al género lírico, mientras el
Sr. Revilla, á juzgar por su inflexible talante y por la opaca
sublimidad de sus formas, es un crítico épico. De la combinación de lo
lírico con lo épico, como han demostrado hasta la saciedad Hegel y el
Sr. Revilla ya saben ustedes que nace lo dramático. Por consiguiente,
vean ustedes lo que son las cosas: el día que al Sr. Revilla y á mí nos
dé la gana de reunimos en la mesa de un café, pongo por caso, ya está
formado un crítico dramático, sin necesidad de más músicas. Concluímos
de tomar café, nos damos la mano y nos separamos. Cada cual torna á ser
lo que antes era, yo el crítico lírico y él el épico. ¡Es admirable!

Pero estos temas incidentales me están apartando, á despecho mío, del
propósito único del presente artículo. Toquemos de una vez en las
entrañas del asunto, y hablemos del Sr. Revilla como poeta, sin meternos
en otras honduras.

Yo no he leído los versos del Sr. Revilla; lo declaro con la franqueza
que me caracteriza. Mas al mismo tiempo quiero hacer constar que no fué
por mi culpa. He aquí lo que sucedió. Habiendo pensado, como es natural,
cuando empecé á escribir estas semblanzas, en incluir entre ellas la del
Sr. Revilla, pedí su tomo de poesías á un amigo (si ustedes quieren que
diga quién es, lo diré), el cual, como lo tuviese ya leído, me lo
prometió para el momento oportuno. En esta seguridad descansé
confiadamente, sin preocuparme más del asunto. Cualquiera creo que haría
lo mismo. Pues bien, hace cuatro días, tropiezo con mi amigo, y le digo
al pasar: «Necesito ese tomo de poesías; mañana mandaré por él». Mi
amigo, entonces, arqueó un poco las cejas, levantó un sí es no es los
hombros, y por tres veces consecutivas sacudió la cabeza en distintas
direcciones. No había para qué decir más: era cosa corriente. Envío,
pues, por él, y en vez de las poesías, veo llegar al emisario con una
esquela muy fina en que mi amigo me pide mil perdones, porque, sin
recordar su promesa, había prestado el libro á un canónigo de Granada,
el cual se había marchado á su destino sin devolvérselo. Este golpe me
hizo bastante impresión. ¿Qué significaban entonces aquellos movimientos
de cabeza, hombros y cejas del día anterior? Es lo que no pude averiguar
hasta la hora en que escribo estas líneas. De resultas de todo ello, me
quedé sin leer las poesías del señor Revilla. No obstante, mi amigo dice
en la esquela que escribe con la misma fecha al canónigo de Granada, á
fin de que remita el libro tan pronto como le sea posible. Lo espero con
ansiedad, y excuso encarecer á ustedes los nuevos y puros atractivos que
tendrá para mí después de haber pasado por las manos de un digno y
respetable capitular.

Entre tanto, para no defraudar completamente la atención del público,
que pensaría hallar en estas líneas un examen más ó menos sucinto de los
talentos poéticos del Sr. Revilla, voy á echar mano de alguno de los
materiales que hace tiempo estoy acumulando para una obra más importante
que la presente. La obra se titulará _Vida y opiniones de D. Manuel de
la Revilla_, y pienso dedicar á ella todos los días que de aquí adelante
me conceda Dios sobre la tierra, pues ya estoy realmente cansado y
arrepentido de ocupar tan sólo mi espíritu en asuntos frívolos é
indecorosos. Me ayudará en esta empresa, superior á mis fuerzas (no me
forjo ilusiones), un distinguido artista conocido y estimado ya del
público, á cuyo cargo queda la formación de unos magníficos planos en
que podrán verse, en todo su espesor, las opiniones del Sr. Revilla
desde su nacimiento hasta su disolución, con exactitud y claridad. Será
una obra primorosa y exquisita, que ha de facilitar extraordinariamente
la inteligencia del texto.

Entre estos revueltos materiales, voy á elegir una opinión grandiosa y
peregrina, como todas las de nuestro poeta, que ha de dar al traste, si
no me equivoco, con las ideas más propagadas en asuntos de arte. Todo el
mundo sabe que algunos poetas antiguos más de una vez trataron de
enseñar distintas ciencias ó artes, valiéndose para ello de las formas
artísticas, y que los retóricos, apresurándose á dar un nombre á este
capricho, lo llamaron _género didáctico_ ó _didascálico_. Debemos
confesar que el género didascálico, á pesar de sus esfuerzos, no logró
pelechar gran cosa. Pero no es eso lo peor, sino que en los últimos
tiempos llegó á tal punto su laceria, que algunos autores diéronle por
muerto, y, so pretexto de que el fin único y esencial del arte debe ser
la manifestación de la belleza, pretendieron hasta borrar su claro
nombre. Á tanta vergüenza hubiéramos llegado sin la dichosa aparición
en nuestro planeta de un hombre extraordinario que, fijando en la vasta
esfera del arte su mirada de águila, halló medio de cortar á tiempo la
perniciosa corriente. Este hombre dijo: «El fin del arte no es, como se
ha creído hasta ahora, la belleza, sino la ciencia; no hay arte donde no
se enseñe algo útil y provechoso; el artista y el maestro de escuela se
confunden en una unidad superior; no hay más arte que el didascálico».
El nombre no convenía, sin embargo, por ser esdrújulo, y lo llamó arte
_docente_ ó _trascendental_.

Fué una verdadera revelación para los que yacíamos sumidos en los
groseros errores de la antigüedad. Crear una belleza sólo por crearla me
pareció entonces cosa indigna de un hombre serio. La naturaleza empezó á
hablarme con un lenguaje distinto del que antes usara. Antes, por
ejemplo, al cruzar por un bosque, veía unos árboles cuyos troncos
blancos y satinados parecían de plata, me gustaban muchísimo, los
miraba, los remiraba, pero no pasaba de ahí. Ahora sé que esos árboles
se llaman abedules, que su madera es excelente para hacer canastos, y
que también se emplea para construir las cajas de las diligencias.
Cuando los veo, echo inmediatamente la cuenta del número de chaplones
que de sus troncos podrán sacarse, ¡y encuentro en ello un placer tan
vivo y tan puro! Antes, al ver amontonarse por el azul del cielo
ejércitos de nubes oscuras y medrosas anunciando tempestad, me quedaba
mirando para ellas como un tonto, sin pensar en nada. Á fuerza de
mirar, llegaba á ver las más raras y monstruosas escenas que nadie puede
imaginarse; unas veces era una araña inmensa que iba tejiendo su tela
por el espacio; otras veces era un navío que marchaba con rapidez
vertiginosa sacudido por la borrasca; otras, era un brazo colosal que
sostenía una espada no menos disforme, cuya punta enrojecida se estaba
templando en el sol, quizá para atravesar después á la tierra; otras,
era la lucha tremenda de un demonio de grandes cuernos con un ángel; el
ángel caía al fin vencido, y presa del dolor, sacudía sus monstruosas
alas contra la frente de unas montañas lejanas. Todo esto era
sencillamente un absurdo, porque en aquellas nubes no había arañas, ni
navíos, ni ángeles, ni mucho menos demonios. Allí no había más que una
serie de _cumulus_ que á fuerza de hincharse concluían por reunirse y
cubrir la tierra, formando después verdaderos y genuinos
_cumulo-stratus_. Cualquiera comprende que era una insensatez confundir
un _cumulo-stratus_ con un navío ó una araña. Hoy, gracias al Sr.
Revilla, no se me ocurren tales disparates, porque veo las cosas desde
un punto de vista docente. Antes un río claro y límpido era para mí un
objeto que siempre miraba con deleite. Pues hoy, créanme ustedes, por
sereno y cristalino que sea un río, como no tenga truchas, lo encuentro
aborrecible.

Tuve noticia de la teoría del arte docente ó trascendental en un verano,
residiendo en el campo. La buena nueva llegó á mí por medio de un
periódico que traía inserto uno de esos artículos que el Sr. Revilla
viene escribiendo constantemente desde que empezó á arder en su pecho el
fuego sagrado de la crítica. Aquí debo advertir que con las críticas del
señor Revilla me sucede lo mismo que con ciertas óperas de mi gusto;
esto es, que á fin de que me impresionen más fuertemente, sólo las oigo
ó las leo de raro en raro. Quiso la fortuna que leyera este artículo,
donde, con motivo de no sé qué novela, desenvolvía nuestro poeta su
grandiosa y atrevida concepción de la naturaleza y del arte. La luz se
hizo súbito en mi espíritu, y pude medir con la vista todo el horror de
una obra artística sin trascendencia.

Ya he dicho que era en un verano, y que estaba pasando una temporada en
el campo. Por aquel entonces solía yo levantarme temprano (¡qué tiempos
aquellos! ¡ya no volverán!), y después de levantarme, acostumbraba á
salir á respirar el aire puro de la mañana sentado debajo de un
magnífico y corpulento roble. Era un roble que se moría de risa cuando
le hablaban de los árboles del Retiro. Sin poder decir fijamente si era
simpatía personal ú otra razón de más peso la que enderezaba su vuelo,
lo cierto es que todos los días, y á la hora en que yo me sentaba, venía
un pájaro á posarse sobre el roble. Yo no tenía el honor de conocerle,
pero no importaba nada, porque él guardaba poca ceremonia en eso de no
cantar delante de gente. Se conocía á la legua que era un pájaro
despreocupado y un poco aturdido, gozoso de vivir y viviendo mucho más
en el mundo exterior que en sí mismo. Era un pájaro predominantemente
objetivo, como diría el Sr. Revilla, con el estilo mágico que él sólo
posee. Tenía parda la color, el pico amarillo, el mirar firme y osado,
los modales francos y desenvueltos, ofreciendo el conjunto de su persona
un cierto aire de petulancia que no dejaba de sentarle bien. Apenas se
posaba en una rama, empezaba á columpiarse, y con la cabeza un poco
entornada y los ojos puestos en el espacio, entregábase á la
voluptuosidad del movimiento, sin que aparentase pensar absolutamente en
nada. No tardaba, sin embargo, en proferir varias notas graves y llenas
como las de las flautas metálicas. Era su preludio.

Sin otra preparación, subíase repentinamente al tono agudo y lanzaba al
aire una serie interminable de trinos penetrantes y acalorados, como
quien quiere echar el alma por la boca. Ora atronaba el espacio con una
cascada de notas fuertes y vibrantes que llegaban á producir mareo, ora
desfallecía y se dejaba arrastrar al tono más suave y apagado. Tan
pronto cambiaba á cada instante de inflexión y de ritmo, de modo que los
trinos salían atropelladamente de su boca persiguiéndose los unos á los
otros, como insistía una y otra vez, por un largo espacio, sobre una
misma frase; parecía que trataba de que la aprendiésemos de memoria. De
todas suertes, siempre terminaba con un arrullo tenue y moribundo, como
si quisiera indicar que aún le quedaban muchas cosas por decir, aunque
no esperásemos que salieran jamás de su boca.

En honor de la verdad, debo confesar que el canto de aquel pájaro me
gustaba. No sé por qué extraña asociación de ideas, cuando cantaba, me
acudían á la memoria los instantes felices de mi existencia. Veíalos
pasar leves, dulces, luminosos como ellos fueron, sonriendo tristemente
y diciéndome adiós para siempre. Aquí podría aprovechar la ocasión para
contar á ustedes mis primeros amores, sin que ninguno tuviera derecho á
quejarse; pero soy incapaz por naturaleza de jugar á nadie estas
pasadas. Tan sólo diré que el canto de aquel pájaro resucitaba en mi
espíritu sentimientos muy dulces que hacía mucho tiempo había dado por
muertos. Todo era una pura ilusión, sin embargo, y una flaqueza de mi
alma, disculpable únicamente por el estado de ignorancia en que me
hallaba respecto á los eternos principios del arte. Porque, es preciso
decirlo claro, no podía darse nada más deplorable que el canto de aquel
pájaro desde el punto de vista docente; nada más desprovisto de
trascendencia. Después de escucharlo me quedaba tan sabio como antes, no
puedo negarlo, pero ni la más leve partícula de ciencia venía á acrecer
el caudal de mi sabiduría. Así lo comprendí con dolor al cabo, por lo
que me propuse no sufrir más tiempo las impertinencias de un descarado
partidario del arte por el arte. Si entre tanto trino y gorjeo se
hubiese deslizado, siquiera fuese de un modo secundario, cualquier
problemita insignificante de historia ó de metafísica, crean ustedes que
nunca me resolvería á hacer lo que hice. ¡Pero decidirme á perder de un
modo necio el tiempo! Francamente, que ya no se espere jamás eso de mí.
Lo que hice, pues, fue aparejarme con una piedra bastante crecida al
sentarme un día, como de costumbre, debajo del roble, y así que columbré
á mi pájaro, encajársela sin otras retóricas con toda mi fuerza. No le
toqué; mas al sentir tan cerca de sí la primer pedrada de la crítica
(crítica aunque severa muy justa), desplegó sus alas y no volvió á
parecer por aquel sitio. ¡Pobre diablo! ¿A dónde habrá ido á parar?

En verdad que la grandiosa teoría del Sr. Revilla está á punto de hacer
cambiar radicalmente la faz de todas las artes, arquitectura, escultura,
pintura, música, poesía y baile. Tengo algunos motivos para creerlo. Por
lo pronto, me han informado de que el único maestro que en España
cultiva con buen éxito la expresión más pura y genuina de la música,
esto es, la sinfonía, está escribiendo una en que probará, ó tratará de
probar al menos, que el problema amenazador de las subsistencias sólo
puede resolverse rebajando las tarifas del arancel. Este precioso tema,
que el oboe se encargará de apuntar nada más en el _andante_, se irá
repitiendo por el _allegro_, el _allegro con motto_ y el _scherzzo_
entre mil combinaciones armónicas, hasta quedar totalmente dilucidado.
Por otra parte, un joven escultor amigo mío está á punto de terminar una
preciosa Venus en cuclillas, que llevará grabada á cincel en la espalda
la «teoría del valor» de Bastiat, que comienza como todos saben:
«Disertación, fastidio; disertación sobre el valor, fastidio sobre
fastidio». De esta suerte, el espectador podrá gozar con la belleza de
la estatua y al mismo tiempo meditar sobre el asunto más escabroso de la
economía política. Creo que el público ha de acoger con entusiasmo esta
Venus trascendental, si no por su mérito, al menos por ser la primera
que del género docente le presentan.

La teoría va, pues, abriéndose paso al través de la frialdad de los unos
y de la abierta oposición de los otros. Su glorioso fundador puede estar
seguro de que no tardará mucho en triunfar por completo. Y como nada es
despreciable tratándose de contribuir á una obra tan fecunda y generosa,
yo también quiero llevar un grano de arena al edificio, dedicando mi
pluma (que no puedo llamar mal cortada, porque es de acero) al cultivo
del arte trascendental. Al efecto, tengo intención de escribir una
novela en la que, por medio de una acción no muy complicada, pero
bastante dramática, trataré de presentar y aun resolver el siguiente


                          PROBLEMA

     «Un cosechero recoge de sus fincas en los años ordinarios
     doscientas cincuenta fanegas de trigo candeal, noventa de centeno y
     treinta y siete de mijo. Ahora bien, suponiendo que durante un año
     llueve una tercera parte menos que en los ordinarios, ¿cuánto
     trigo, centeno y mijo recogerá?»

Dicho se está que trataré de desenvolver este problema de tal modo que
se deduzca del contenido mismo de la fábula, y no sea un miembro
agregado artificiosamente á la novela. Para ello he de procurar que la
acción sea rápida, haciendo que dure solamente los tres meses de otoño.
La descripción de la sequía, que como es natural formará una parte muy
principal de la obra, será bastante sobria, sin perder de su verdad y
energía; las escenas, sobre todo desde que el nudo se forma por entero,
serán vivas y dramáticas. Por último, veré de concentrar en cuanto sea
posible un gran interés sobre el cosechero, héroe de la acción,
haciéndole morir trágicamente en el cadalso. Lo difícil en esta obra,
como en todas las demás del arte docente, es presentar el problema
aparentando encubrirlo, como hacen los arroyos con las guijas que tienen
en el fondo.

       *       *       *       *       *

       *       *       *       *       *

En este momento llega á mi noticia que el señor Revilla no es el
inventor del arte docente. Aún más, que el Sr. Revilla lo ha combatido
personalmente con gran encarnizamiento hace pocos años. Cuando esto
fuese cierto, no es posible negar que el arte docente era muy digno de
ser inventado por el señor Revilla. La conversión, según me aseguran, se
realizó al doblar nuestro poeta la esquina de la calle de la _Montera_ á
la del _Caballero de Gracia_, donde creyó escuchar una voz misteriosa
saliendo del fondo de la tierra, que decía: «¡Emanuel! ¡Emanuel! ¿Cur
persequeris me?» Instantáneamente el poeta sintió iluminarse su alma con
una luz viva y purísima, y derramando abundantes lágrimas, dió gracias
al Todopoderoso por no haberle dejado eternamente en el abismo del arte
por el arte. En el mismo punto levantó en su pecho un altar al culto del
arte docente, y el sol de la verdad comenzó á teñir de grana y oro los
bordes de sus revistas de teatros. Sin dar paz á la mano, el Sr. Revilla
viene trabajando desde entonces tanto y tanto en favor de esta
nobilísima teoría, que bien puede perdonársele el no haberla inventado.

Mas el Sr. Revilla empieza ya á recorrer ese doloroso calvario que el
mundo ofrece siempre al genio. El público (¡á reserva de glorificarlo
después de muerto!), cuando no se ríe de ellas, aparenta no comprender
sus intrincadas opiniones; en tanto que el Gobierno, cuya obligación de
alentar al genio debiera ser una verdad, me aseguran que está pensando
seriamente en prohibir el uso de los vocablos _objetivo_ y _subjetivo_.
Si por desgracia este rumor tuviese fundamento, ¡triste es decirlo! al
Sr. Revilla no le queda otro recurso que retirarse á la vida privada.

FIN.

[Illustration]

INDICE

Los oradores del Ateneo.

                                                                 Páginas.

TREINTA AÑOS DESPUÉS                                                   7

PROEMIO                                                               20

D. Miguel Sánchez                                                     25

» Segismundo Moret y Prendergast                                      33

» Carlos Mena Perier                                                  41

» Juan Valera                                                         47

» José Moreno Nieto                                                   57

» Manuel de la Revilla                                                65

» Gabriel Rodríguez                                                   73

» Francisco de Paula Canalejas                                        81

» Francisco Javier Galvete                                            90

» Emilio Castelar                                                    100

Los novelistas españoles.

PROEMIO                                                              122

Fernán Caballero                                                     127

D. Pedro Antonio Alarcón                                             141

» Juan Valera                                                        154

» Manuel Fernández y González                                        177

» Francisco Navarro Villoslada                                       189

» Enrique Pérez Escrich                                              200

» José de Castro y Serrano                                           215

» José Selgas                                                        232

Nuevo viaje al Parnaso.

PROEMIO                                                              248

D. José Echegaray                                                    260

» José Zorrilla                                                      277

» Ramón Campoamor                                                    296

» Antonio F. Grilo                                                   317

» Adelardo López de Ayala                                            333

» Ventura Ruiz de Aguilera                                           356

» Gaspar Núñez de Arce                                               380

» Manuel de la Revilla                                               399

[Illustration]


NOTAS:

[1] Estas butacas fueron sustituídas al fin por otras, si no tan
vistosas, un poco más cómodas.

¡Loado sea el señor secretario!

[2] Observen ustedes que escribo Krause con una ese, aun cuando sus
impugnadores en España lo escriben casi siempre con dos.

[3] La _Academia de la Lengua_ no permite que _se haga_ política, pero
la haremos á hurtadillas.

[4] _Elia_, cap. X.

[5] Se me figura que ya he dicho algo sobre este señor en otra parte.
Véase por si acaso _Los oradores del Ateneo_.

[6] Véase Herbert Spencer, _First principles_.

[7] No hago mención de Goethe, porque el Júpiter de la poesía abrazó con
su poderoso ingenio el romanticismo histórico, el filosófico y el
realismo de nuestros días.

[8] Darwin.--_La descendencia del hombre y la selección natural_.

Haeckel.--_Historia de la creación de los seres organizados según las
leyes naturales_.

[9] Hovelacque.--_La lingüística_.

Whitney.--_La vida del lenguaje_.

[10] Al leer esta semblanza, escrita ha más de treinta años, no puede
menos de parecerme injusta. Revilla fué uno de los hombres de más
talento que he conocido. Pero al mismo tiempo, siento en mi alma un
cosquilleo de orgullo al pensar que tal violenta arremetida al crítico
máximo de aquella época, que daba y quitaba reputaciones á su talante,
fué obra de un joven literato de 23 años. Era lo que se ha llamado,
después de la hazaña de Hernán Cortés, quemar las naves.

Cuando se publicó en la _Revista Europea_, mis juveniles compañeros del
Ateneo me miraban con asombro y lástima, y se decían al oído: «¡Se ha
perdido! ¡Se ha perdido para siempre!»

Por la noche me hallaba sentado entre ellos en un diván del pasillo de
dicho centro, cuando acertó á pasar Revilla, que no me saludó, como era
natural. Pero volvió á cruzar una y otra vez y yo advertí que estaba
inquieto. Al fin se plantó delante de nosotros, se respaldó contra el
armario de libros que guarnecía toda la pared del corredor, sacó un
cigarrillo, lo encendió con calma, y mirándome fijamente me dijo:

--Ya he leído _eso_.

Yo me limité á sonreir sin contestar.

--No siento el ataque--profirió al cabo de un momento;--lo único que
deploro es que está escrito sin gracia alguna.

--No lo he escrito para que le hiciese gracia á usted--respondí--sino al
público.

--Pues se ha equivocado usted, porque al público tampoco le hace gracia.

--Será á sus amigos: á sus enemigos les ha hecho destornillarse de risa.

La conversación siguió en este tono algunos momentos y al cabo el
insigne crítico se alejó con sonrisa amenazadora, diciendo:

--¡Nos encontraremos!

Por desgracia para él y para las letras patrias no pudo saciar su
venganza. Poco tiempo después le acometió una enfermedad cerebral á la
cual sucumbió.

[11] «Genio», en la acepción que aquí le damos, es un neologismo que
debe admitirse, pues en ocasiones como la presente, no hay vocablo
castellano con que pueda ser sustituído.


Las correcciones hecho por el transcriptor del texto electrónico:

titulos de nobleza=> títulos de nobleza {pg 53}

un debilidad=> una debilidad {pg 79}

lucida y primorosa=> lúcida y primorosa {pg 85}

rigorosa dialéctica=> rigurosa dialéctica {pg 102}

La palabra de Casteler=> La palabra de Castelar {pg 115}

el profundo pielago=> el profundo piélago {pg 115}

la candida y mística sonrisa=> la cándida y mística sonrisa {pg 135}

ferrocarrriles=> ferrocarriles {pg 142}

La trama da _El escándalo_=> La trama de _El escándalo_ {pg 149}

casi impercetible=> casi imperceptible {pg 165}

en su almario=> en su armario {pg 175}

a ra los que habitamos=> para los que habitamos {pg 184}

los árboles con angustía=> los árboles con angustia {pg 212}

habia evocado=> había evocado {pg 248}

os poetas españoles=> los poetas españoles {pg 285}

más conmodedor=> más conmovedor {pg 347}

ejmplar=> ejemplar {pg 299}

la opinion=> la opinión {pg 304}

su vída privada=> su vida privada {pg 304}

al sonido arriculado=> al sonido articulado {pg 322}

ó mis ojos=> á mis ojos {pg 335}

uno esos mundos=> uno de esos mundos {pg 339}

gorro de dormír=> gorro de dormir {pg 362}

Vendrá un dia que irán=> Vendrá un día que irán {pg 365}

elegancía=> elegancia {pg 384}

un si es no=> un sí es no {pg 398}

extrañisima relación=> extrañísima relación {pg 400}

Francisco Javier Calvete=> Francisco Javier Galvete {pg 417}





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