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Title: La araña negra, t. 4/9
Author: Blasco Ibáñez, Vicente
Language: Spanish
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                         VICENTE BLASCO IBAÑEZ

                               LA ARAÑA
                                 NEGRA

                                NOVELA

                              TOMO CUARTO

                        [Illustration: colofón]

                         EDITORIAL COSMÓPOLIS

                            APARTADO 3.030

                                MADRID

                   Imprenta Zoila Ascasíbar. Martín
                      de los Heros, 65.--MADRID.



                             CUARTA PARTE

                          EL CAPITÁN ALVAREZ

                            (CONTINUACIÓN)



XVIII

El padre y la hija.


Doña Fernanda adoptó la resolución más propia del caso.

Dió dos gritos, se retorció furiosamente las manos, revolviéronse sus
ojos en sus órbitas como si quisieran saltar, y arrojando espumarajos
por la boca se dejó caer, revolcándose a su sabor entre los muebles
caídos por la anterior lucha.

Baselga no se inmutó gran cosa.

Le era muy conocido aquel accidente nervioso, medio que la baronesa
empleaba en su juventud cuando vivía María Avellaneda y ésta no quería
acceder a sus peligrosos caprichos.

Sabía el conde que aquello era un medio de salir del paso como otro
cualquiera, y se limitó a ordenar a la curiosa servidumbre, agolpada en
la puerta, que llevase a la baronesa a su cama.

Cuando doña Fernanda, siempre agitada por sus convulsiones, salió del
salón en brazos de los criados y reclinando su desmayada cabeza sobre el
pecho de la burlona doncella, más seria que nunca, el conde fijó su
severa mirada en Tomasa, que bajaba la vista esperando con resignación
la cólera de su señor.

--Ya esperaba yo esto. Hace tiempo que comprendo que algún día mi hija y
tú deshonraríais esta casa con un escándalo como éste. ¿Te parece bien
que una mujer de tu edad y tu carácter proceda de tal modo?

--Señor--se apresuró a decir el ama de llaves--, yo no tengo la culpa, y
esto no lo ha ocasionado la enemistad que yo pueda tener con la señora
baronesa. Ha sido sencillamente que escuché desde el comedor cómo se
quejaba mi pobre señorita, y al entrar aquí vi cómo doña Fernanda la
ponía de golpes como un Cristo, y yo..., ¡vamos!, yo no puedo ver con
tranquilidad que a una cristiana se la trate de este modo, y más siendo
mi señorita, y por eso, agarrando lo que tenía más a mano..., ¡pum!, se
lo arrojé a esa "indina" señora. Eso es todo.

Tomasa, recordando lo sucedido, no se sentía ya cohibida ante su señor,
y erguía audazmente la cabeza como orgullosa de su buena acción.

--Bueno, celebro que hayas defendido a mi hija; pero mientras la
baronesa y tú estéis bajo el mismo techo no habrá aquí tranquilidad. Ya
es hora de que te retires del servicio, te estoy muy agradecido, y
aunque nos abandones, yo te daré lo suficiente para que en adelante no
tengas que servir a nadie.

Tomasa se estremeció. Nunca había llegado a imaginarse que algún día
tendría que salir de aquella casa. Así es que a pesar de las promesas
lisonjeras para el porvenir que le hacía el conde, protestó:

--Yo no quiero abandonar esta casa. Señor, piense usted que yo me
considero de la familia, que vi nacer a la señorita María y también a
los niños, que...

Tomasa se detuvo. Conocía muy bien al conde, y al ver que éste hacía un
ademán indicándola que callase y saliese, obedeció inmediatamente; pero
antes de marcharse abrazó lloriqueando a Enriqueta.

Esta no parecía haber salido de la estupefacción producida por la
anterior escena. Cuando su padre la sacó de aquella pelea que la
envolvía, golpeándola ciegamente, quedó asombrada como si no pudiera
darse exacta cuenta de lo que acababa de suceder.

Parecíale aquello un sueño; pero para convencerse de lo contrario,
sentía en su cuerpo delicado el escozor de los golpes, y todavía le
duraba el convulsivo temblor producido por el miedo.

Al quedar sola con su padre, en vez de tranquilizarse, sintió aumentado
su terror.

¿Qué le sucedería ahora? Después de lo ocurrido con su hermanastra, le
producía aún más terror aquel padre, siempre grave y silencioso, que en
vez de franco cariño le inspiraba una sumisión supersticiosa.

Baselga, al verse solo con su hija, procuró borrar de su rostro la
expresión ceñuda e iracunda de momentos antes y dijo con voz dulce:

--Aquí estamos mal. ¿Quieres que vayamos a mi despacho, hija mía? Tengo
que hablarte.

Enriqueta se apresuró a obedecer a su padre con la sumisión de
costumbre, pero no por esto dejó de temblar. ¡A su despacho! ¡A aquella
habitación casi misteriosa, en la que apenas si había entrado dos veces!
¡Dios mío, qué cosas tan terribles iba a decirle cuando la llevaba a tan
terrorífico gabinete!

Así iba pensado Enriqueta al salir del salón precediendo a su padre.
Junto a la puerta, sucias y pisoteadas por la anterior lucha, estaban
las cartas de Alvarez, aquel tesoro de amor que había provocado la
violenta escena.

La joven, por más que quiso evitarlo, fijó su vista en las cartas
comprometedoras y hasta se detuvo como dudando si debía recogerlas o
guardarlas.

Su padre notó aquel movimiento, y cuando Enriqueta volvió a ponerse en
marcha, Baselga se agachó, agarrando con su gran mano, en un puñado,
todos los sucios papeles.

Aquello hizo llegar al colmo el terror de Enriqueta. Después de su
hermanastra iba a saber su padre el secreto amoroso. ¡Dios mío! ¡Qué iba
a sucederle! La indignación de aquel hombre misterioso y ensimismado le
producía más terror que la ruidosa cólera de doña Fernanda.

Cuando entraron en el sombrío despacho, Baselga sentóse en su sillón
giratorio, situado junto a la mesa, y Enriqueta, obedeciendo sus mudas
indicaciones, se colocó al borde de una silla con aspecto azorado y como
dispuesta a escapar al primer grito amenazador.

El conde no dijo nada. Había arrojado sobre la mesa el puñado de cartas,
y deshaciendo sus dobleces y arrugas y limpiando con sus manos las
manchas que en ellas había dejado un sucio pisoteo, las leyó con
extremada atención.

Enriqueta estaba con la cabeza baja y temblando como si esperara el rayo
que la anonadase; pero algunas veces, al levantar la vista
furtivamente, le pareció que su padre, suspendiendo la lectura, la
miraba fijamente.

La joven no encontraba en el grave rostro de su padre ninguna expresión
de cólera; antes bien, le parecía ver impreso en él un gesto de cariñosa
benevolencia; pero tal terror experimentaba ante el hombre misterioso y
melancólico, que su bondad la causaba más terror que si le hubiera visto
en pie y con ademán colérico avanzar hacia ella.

El conde, cuando hubo leído una docena de cartas, hizo un gesto como
quejándose de la monotonía de aquellos escritos, invariables sinfonías
de cariño sobre un eterno tema, que era un amor puro, ideal y saturado
de un romanticismo dulzón.

Cuando terminó la lectura, fijóse atentamente en su hija y su miedo, que
se manifestaba con un temblor convulsivo, no le pasó desapercibido.

--Hija mía--dijo con voz de dulce gravedad--, haces mal temblando de
este modo en mi presencia. Soy tu padre y nadie tiene gusto en inspirar
terror a sus hijas. Tranquilízate, que tenemos que hablar de cosas muy
graves.

Estas palabras produjeron en la joven una impresión de bienestar.
Parecíale que veía a su padre por primera vez y que encontraba algo de
que hasta entonces no había podido darse exacta cuenta; pero que le era
muy necesario. Aquel personaje terrorífico que ella veía antes en el
conde de Baselga había desaparecido, y en su lugar comenzaba a entrever
un padre bondadoso que la animaba a espontanearse y a confesarle sus
sentimientos.

Enriqueta se sintió más dueña de sí misma, acabó de sentarse con menos
recelo y se dispuso a oír a su padre.

--Lo que voy a decirte, hija mía, es muy importante, por lo mismo que de
ello depende tu porvenir, y espero que me contestes con leal franqueza.
Yo me he ocupado poco de tu educación. La muerte de esa santa mujer, que
fué tu madre (y señaló el retrato de María Avellaneda), me conmovió de
tal modo, que he vivido muchos años solo y aislado como un monje,
huyendo hasta de tratarme mucho con mis hijos, y especialmente contigo,
pues tu rostro me recuerda la inocente hermosura de esa infeliz a quien
nunca lloraré bastante.

Y Baselga, al decir esto, miraba el retrato de María, que sonreía
melancólicamente, alegrando la sombría habitación con el brillante negro
de sus ojos y su rosada palidez.

El conde hacía esfuerzos por contener las lágrimas que producían
aquellos recuerdos, y en su rostro se notaba la expresión sublime de un
alma grande y amorosa que llora la perdida felicidad.

Enriqueta también lloraba, pero su llanto era por su padre, por aquel
hombre desconocido que ahora se le revelaba con toda la grandeza de un
mártir del amor. Los corazones jóvenes, que se abren como capullos
primaverales al sol del cariño, guardan siempre cierta inmensa
admiración para los que sufren por haber amado mucho.

Aquella pasión que vivía más allá de la tumba, aquel amor póstumo,
conmovía a Enriqueta y le hacía mirar a su padre con la adoración
respetuosa que siente un artista principiante ante el genio que lucha
buscando la inmortalidad.

El ogro había desaparecido, y como en los cuentos de hadas, se
transformaba en un amante entusiasta. Era ya viejo, pero su pasión tenía
la grandeza meritoria de no ser rosa inclinada sobre el hermoso pecho de
una Venus, sino melancólico sauce llorando sobre una tumba que encerraba
la nada.

Enriqueta sentía ya una inmensa tranquilidad. Su padre había amado y
amaba aún; su padre sabría comprenderla.

En su presencia sentía nacer una confianza que nunca había experimentado
al lado de doña Fernanda, aquella solterona egoísta y malhumorada que
era el ser con el que había vivido en mayor intimidad.

El exterior frío y antipático de su padre acababa de rasgarse y por el
jirón escapábase el fulgor de aquella pasión póstuma que ardía en el
pecho de Baselga. Enriqueta se analizaba a sí misma, sin darse cuenta de
ello, y se convencía de que, aunque amaba mucho al capitán Alvarez,
nunca llegaría a tal grado de apasionamiento. Esto la hacía sentir una
admiración sin límites por su padre.

El conde, después de haberse frotado con fuerza los ojos, como para
rechazar las lágrimas que a ellos hacían afluir los recuerdos, continuó,
siempre con su dulce acento:

--Conozco que he obrado mal al vivir tan alejado de mis hijos, y es
fácil que Dios me castigue por mi criminal desvío. Tú debes de quererme
poco, Enriqueta.

--Yo, papá mío--se apresuró a decir la joven--, le quiero a usted con
toda mi alma.

Y Enriqueta dijo estas palabras con gran expresión de sinceridad, pues
el cariño que profesaba a su padre, por ser reciente, no la daba lugar a
dudas.

--Pues debías odiarme--continuó Baselga--; o por lo menos mirarme con
indiferencia. Apenas si he sido para ti algo más que un extraño de
aspecto taciturno y antipático. Pero hoy... todo ha cambiado, y estoy
arrepentido de mi dolor egoísta que me hacía huir de la familia. Quiero
ser padre; deseo que mi hija no me mire como un ser extraño, y busco su
cariño inmenso que me ayude y haga más llevadera mi triste vida.

El conde se había levantado de su asiento. Sus palabras habían sido
acompañadas de una excitación que le hizo avanzar hacia su hija.
Experimentaba la necesidad de estrecharla entre sus brazos, de besarla,
de convencerse de que era suya, y que su anterior conducta misantrópica
y egoísta no había desvanecido la cariñosa inclinación que aquel ser
debía sentir hacia él.

Cuando la tuvo sentada sobre las rodillas y se hubo saciado del puro
goce que le producía pasar su mano por entre los rizos de su adorable
cabecita, retuvo las lágrimas que pugnaban otra vez por salir, y
separándose un poco de aquella boca fresca e inocente que besaba sus
curtidas mejillas, preguntó con ingenuidad:

--Dime, ¿es verdad que piensas abandonarme y entrar en un convento?

La joven experimentó la misma turbación que cuando era interrogada por
doña Fernanda.

--Habla con franqueza--dijo el padre al notar su impresión--. Eso de
abandonar el mundo es una resolución de gran importancia que no puede
tomarse a la ligera. La vida del claustro es pesada y para ella se
necesita gran vocación. ¿La tienes tú?

Enriqueta no contestó. Después de lo que había ocurrido con doña
Fernanda sentíase más atemorizada que de costumbre. Temía que las
paredes, oyendo su contestación franca y leal, fuesen a contárselo todo
a la baronesa, y que ésta repitiese sus vergonzosos arranques de poco
antes. Su única contestación fué estrecharse más contra el robusto pecho
de su padre ocultando el rostro sobre su hombro.

Baselga adivinó la preocupación que sufría su hija.

--Comprendo tu miedo--la dijo--. Temes disgustar a alguien, y tiemblas
pensando en tu castigo. Pues bien, yo te aseguro que nadie pondrá la
mano en ti, mientras viva tu padre, y que lo ocurrido en el salón de
Fernanda no volverá a repetirse.

Enriqueta, a pesar de esto, no habló, y entonces el conde dijo con su
acento bondadoso:

--Veo que no tienes confianza en mí, y que tendré que ir adivinando tus
pensamientos y anticipando tus contestaciones. Tú no quieres ser monja.
Esas cartas que he leído me lo demuestran, y, además, tengo el
convencimiento de que todo es obra de esa Fernanda, beata maligna, que
aconsejada por su tertulia de curas es capaz de meter en un convento a
todos los de esta casa. ¿No es ella la que te ha hecho pensar en la vida
monjil?

Enriqueta miró con azoramiento a todas partes, como si temiese ocultos
espías que fuesen a contar a su hermana lo que decía, y después hizo con
su cabeza un signo afirmativo.

--Perfectamente--dijo el conde--. Veo que no me había equivocado, y me
felicito de que tu vocación sea falsa. Tú no quieres ir a un convento,
¿no es eso?

--No, papá mío. Amo mucho a Dios, pero no me siento con fuerzas para una
vida tan dura, y prefiero, prefiero...

El conde fué en auxilio de su hija, que no sabía cómo expresar su
pensamiento.

--Prefieres ser como son todas las mujeres honradas. Primero, una
honesta joven que goza de cuantas alegrías decentes puede proporcionar
la sociedad, y después, una honrada madre de familia, útil a la patria y
sostenedora de la virtud en el hogar doméstico. Me alegro de ello, hija
mía; yo pienso de igual modo.

Enriqueta, oyendo expresarse a su padre de este modo, sentía crecer su
confianza. Por esto no experimentó una gran turbación cuando el conde le
dijo así:

--Ya que no quieres ser monja, cuéntame tus amores, ¿Quién es el autor
de esas cartas que acabo de leer?

La joven se ruborizó; mas no por esto sintió deseos de ocultar la
verdad.

Mostrábase su padre tan amoroso y complaciente, que fácil era que
accediese a autorizar sus relaciones con el capitán Alvarez.

Esta dulce esperanza hizo que la joven se espontanease y con acento
confidencial fuese relatando al conde la historia de su pasión. Ningún
incidente escapó a la memoria de Enriqueta. Desde la mañana de invierno
en que vió a Esteban Alvarez por primera vez, hasta la ruidosa escena de
una hora antes provocada por la indignación de doña Fernanda al conocer
los amores de su hermana, la crónica completa de aquella pasión fué
relatada detalladamente, cuidando Enriqueta de aprovechar cuantas
ocasiones se le presentaban de hacer una apología sencilla, pero
completa, de su adorador.

La joven no podía menos de asombrarse de aquella confianza extremada que
la dominaba, impulsándola a hacer partícipe a su padre de todos sus
secretos. Una hora antes hubiese creído el mayor de los absurdos el
pensar solamente que ella llegaría alguna vez a relatar voluntariamente
sus amores al conde de Baselga.

Cuando éste supo quién era Esteban Alvarez su rostro obscurecióse un
poco; pero la mala impresión fué fugaz, y reapareció aquella expresión
benévola que tenía por objeta animar a Enriqueta en su confesión
amorosa.

Así que ésta terminó, el padre quedóse pensativo, intentando después
sondear más hondamente el alma de Enriqueta.

--¿Y amas tú verdaderamente a ese joven capitán?

--Sí papá--contestó la joven ruborizándose--. Conozco que le amo. Y...
¡la verdad, es que él lo merece! ¡Si usted supiera cuán bueno es!

Y Enriqueta, al decir esto, miraba fijamente a su padre para adivinar el
efecto que le producían sus palabras; pero el conde permanecía
impasible.

--No me cabe duda alguna--continuó la joven--de que él me ama
honradamente. Es hombre incapaz de mentir y muchas veces me ha dicho con
lágrimas en los ojos que quisiera que yo fuese pobre y de humilde origen
para que nadie pudiera atribuir su pasión a un mezquino y egoísta
interés.

Baselga, al oir esto, salió al fin, de su mutismo.

--Piensa muy bien ese joven al hablar así, y demuestra que es un hombre
honrado. Efectivamente; para un hombre tan pobre como él es, pues sólo
tiene su espada, es peligroso amar a una joven noble y rica como la hija
del conde de Baselga. Siendo él tu esposo, todo el mundo tendría derecho
a creer que te amaba por tus millones, y eso resultaría deshonroso para
él y para tí. Por eso me opongo a esos amores y te ruego, como padre
cariñoso, que olvides al capitán.

Enriqueta experimentó una profunda conmoción. ¡Adiós sus ilusiones! Su
padre también se oponía a aquellos amores, y aunque no usaba las formas
rudas y brutales de la baronesa, no por eso su resolución era menos
firme.

--Pero eso no está bien--arguyó con tono quejumbroso--. Esteban y yo nos
amamos, ¿y por lo que pueda decir la gente nos separan?

--Hija mía, vivimos en la esfera más alta de la sociedad y ésta impone
pesados deberes que todos hemos de cumplir. Tú, por el apellido que
llevas, mereces un marido mejor.

--¡Pero si Alvarez es un hombre honrado, un perfecto caballero!

--Así lo creo. Leyendo sus cartas hace un instante y oyendo tus
revelaciones me he convencido de que es un buen chico, y además el
empleo que hoy tiene y sus cruces le acreditan como militar valiente. No
me es antipático y le perdono las ridiculeces de aquella tarde que tanto
me molestaron y que me impulsaban a darle de palos. Pero... ¡fíjate bien
en esto!, no es más que un militar obscuro, un capitán pobre y tal vez
sin protección, que a fuerza de años y de salvar grandes obstáculos,
puede ser que a la vejez llegue a coronel. ¿Te parece bien que una joven
a quien la alta sociedad de Madrid considera de las más distinguidas y
ricas se case con un hombre de tan humilde condición? No, hija mía. Aún
hay clases, por más que se empeña en negarlo el espíritu revolucionario
de estos tiempos. Tú debes casarte con un hombre de tu alcurnia, que
tenga una posición brillante que unir a la tuya. Ahora eres aún muy
joven y no debes separarte tan pronto de tu padre, so pena de pasar por
mala hija. Cuando llegue el momento propicio, ya encontrarás un hombre
digno de ti. De sobra los hay en nuestra clase que puedan hacer tu
felicidad. ¡Vaya, muchacha! Yo te buscaré un novio que te convenga, y te
advierto que para estas comisiones no tengo mal gusto.

Baselga, viendo que su negativa iba a hacer llorar a Enriqueta, reía y
bromeaba, procurando quitar toda importancia al asunto y dando a su
conversación un carácter trivial y ligero.

El conde se valió de todos los recursos para que la negativa no
resultase a la joven muy dolorosa. Trazó un sonriente y hermoso cuadro
de la vida que en adelante llevarían padre e hija, y todas sus aficiones
de la juventud volvieron a renacer al eco de sus palabras.

--Yo, aquí donde me ves--decía Baselga riendo como un niño--, he sido un
calavera en mis tiempos. La muerte de tu pobre madre me convirtió en
hurón, pero en adelante te aseguro que en tu obsequio volveré a ser lo
que fuí. Se acabaron mis tétricas meditaciones y las largas encerronas
en este despacho. Desde hoy, ¡al mundo!, ¡a divertirse! No perderás ni
una sola fiesta; se acabará para siempre esa educación monjil que
quería darte Fernanda; serás la reina de la moda, brillarás en todas las
"soirées", y cuando no tengas con quien bailar, bailarás conmigo. ¡Qué
diablo! Yo, aunque viejo, no estoy del todo mal y puede ser que llame la
atención como en otro tiempo en los salones de Palacio. Vas a tener en
mí un caballero sirviente, que muchas jóvenes te envidiarán. Entonces te
curarás de esa pasioncilla romántica y agradecerás a tu padre el haberte
lanzado al mundo en el que todas las jóvenes ambicionan figurar.

Baselga estaba transfigurado. La idea de hacer nuevamente el galán y el
hombre de mundo en los salones acompañando a su hija, le rejuvenecía,
sintiendo además un secreto placer con la esperanza de que por este
medio Enriqueta olvidaría sus actuales amores.

Tan contento estaba, que acompañaba sus palabras con alegres carcajadas
y gestos maliciosos, interrumpiéndose muchas veces para estrechar
fuertemente a la joven contra sus brazos, como si quisiera ahuyentar de
este modo la tristeza que de ella se apoderaba.

Enriqueta acogía con indiferencia aquellas promesas de vida alegre y
brillante que quitaban a su pasión toda esperanza.

Atrevióse a protestar varias veces, manifestando que nunca podría
olvidar a Esteban Alvarez; pero aquel viejo, que tan dominado estaba por
una pasión póstuma y sin esperanza, mostrábase escéptico con los amores
de la juventud y no creía en su firmeza indestructible.

--¡Oh! Eso se dice siempre--exclamaba Baselga riendo--. La juventud es
en todas las épocas lo mismo. ¡Cuántas veces, cuando yo era mozuelo,
juré eterno amor, y a los cuatro días me olvidé del juramento! ¡Cuántas
de esas viejas damas que tú conoces en las reuniones me prometieron en
la primavera de su vida no olvidarme nunca, y, sin embargo, poco después
se casaron con otros! Esas protestas de amor son muy bonitas, pero mira,
yo estoy seguro de que sólo se cumplen en novelas. El corazón a los
veinte años es olvidadizo; necesita muchas emociones, y éstas sólo se
encuentran cambiando mucho. Lánzate al gran mundo, obedéceme
divirtiéndote todo lo que puede una joven aristocrática y bien educada,
y yo te aseguro que antes de medio año te has de olvidar de tu capitán.

El conde siguió hablando en este tono, y tan ocupado estaba en pintar a
su hija un risueño porvenir, que se olvidaba de su célebre conquista de
Gibraltar y de la posibilidad de dejar abandonada a Enriqueta para ir a
cumplir sus aspiraciones patrióticas.

La joven conocía ya completamente el deseo de su padre. Nada de ser
monja ni de hacer caso de las pérfidas sugestiones de la baronesa, pero
menos aún de continuar las relaciones amorosas con un hombre de tan
humilde posición como Alvarez. El conde ya le buscaría para marido un
general, un embajador o un grande de España, que aumentase el lustre y
prestigio de la casa de Baselga. Esta no había de ir abajo como otras
casas nobiliarias; antes perecer que consentir la decadencia, pues él,
don Fernando Baselga, se había empeñado en que su nombre llegara a ser
el primero entre toda la aristocracia española.

Enriqueta estaba en peor situación que en su escandalosa conferencia con
la baronesa. Al menos en ésta, al oír cómo insultaban a su novio, había
sabido defenderle y sostener su pasión; pero ahora, en presencia de su
padre, carecía de tal recurso, pues el conde le hablaba con bondad y le
pedía que olvidase sus amores haciendo valer sus canas y su cariño de
padre.

Notaba la joven en ella misma una impresión reciente y extraña, y era
que el cariño que ahora sentía por su padre, inmenso y ardiente, ejercía
sobre su ánimo tal seducción, que hacía vacilar un tanto su
inflexibilidad en defender su amor.

El golpe que ella esperaba por parte de su padre no tardó en llegar.

--Es preciso, hija mía--dijo el conde, acompañando sus palabras de
bondadosas caricias--, que terminen cuanto antes estas relaciones que me
disgustan. Nadie como tu padre querrá tu felicidad en este mundo y es
preciso que me obedezcas, pues de este modo tú serás dichosa y yo me
consideraré como el más afortunado de los hombres. ¿Tendrás valor para
negar lo que te pide tu padre? Piensa, hija mía, que he sido muy
desgraciado y que el colmo de mi infelicidad sería que mis hijos se
rebelasen contra mí.

Enriqueta estaba conmovida por el acento triste y resignado con que su
padre le hablaba.

--¿Y qué quiere usted de mí, papá?

--Que escribas inmediatamente a ese joven diciendo que no le amas y que
todo ha terminado entre los dos.

Era una proposición igual a la de la baronesa, pero a pesar de ello no
tuvo la fuerza que en aquella ocasión para negarse.

La impresionaba la presencia de aquel padre cuya alma grande y amorosa
acababa de conocer, y temía rebelarse, por el inmenso dolor que esto
pudiera producirle. Bastante había sufrido en este mundo para que ella
fuese ahora a aumentar sus penas.

--Pero, papá--se limitó a decir, con ligera entonación de protesta--.
¡Si yo le amo!... Eso sería mentir.

--Bueno. No mientas y omite el decirle en tu carta que no le amas. Dile
sencillamente que todo ha concluído y que no piense más en ti. Este es
el sacrificio que te pide tu anciano padre. ¿Te negarás a ello? ¿No
serás, como yo creo, una joven sencilla y buena que no quiere acibarar
la vida que le queda al que le dió el ser?

Enriqueta, conmovida, levantóse de las rodillas de su padre donde
estaba, y se sentó en el sillón que había junto a la mesa.

Tenía los labios fruncidos y en su rostro adivinábase el supremo y
doloroso esfuerzo que le costaba la resolución que acababa de tomar.

--Dicte usted--fué lo único que dijo, con expresión enérgica y como si
pisotease su rebelde corazón.

Aquello conmovió al conde y tuvo que hacer esfuerzos para no llorar.

Después de buscar en los cajones de la mesa papel de cartas, Baselga
dictó y la joven fué escribiendo sin oponer ninguna protesta ni hacer
gesto alguno de desagrado.

     "Sr. D. Esteban Alvarez:

     Todo ha concluído entre nosotros. Comprendo que nuestras relaciones
     amorosas nunca podrían llegar a ser formales no mereciendo la
     aprobación de mi familia, y por esto me apresuro a romperlas.
     Juzgue usted mi conducta como quiera, pero le ruego que no me exija
     explicaciones. Mi resolución es en interés de la felicidad de
     ambos. Usted podrá ser feliz lejos de mí y yo, después de este
     rompimiento, seré dichosa cumpliendo los deseos de mi familia.

     Enriqueta."



--Así está bien--dijo el conde cuando su hija terminó de escribir--.
Cierra la carta y dámela. Yo la entregaré a Tomasa, que se ha atrevido a
ser la medianera de vuestros amores, y ella se la dará a ese joven.
Junto con ésta le entregará sus cartas amorosas que están sobre la mesa.

Enriqueta hizo un gesto que manifestaba sus deseos de protestar.

Había admitido el rompimiento resignada, pero le parecía una crueldad
sin límites desprenderse de aquellas cartas, eterno poema de amor, cuya
lectura podía consolarla y devolverla momentáneamente su perdida
felicidad.

--No te opongas, hija mía--añadió el conde--. Es por tu bien por lo que
quiero yo alejar de ti esos testimonios de tu pasión que estarán
recordándotela a todas horas.

Enriqueta nada dijo. El conde recogió la carta escrita por su hija y
aquella correspondencia amorosa.

--Esta misma tarde--dijo--se encargará Tomasa de llevar estos papeles a
su destino y mañana tu confidenta amorosa tomará el retiro. Voy a
asegurarla un porvenir enviándola de administradora a mis fincas de
Castilla. Así no seré desagradecido y evitaré al mismo tiempo que viva
junto a nosotros esa buena Tomasa, cuyos únicos defectos son reñir a
todas horas con Fernanda e interesarse demasiado en tus asuntos
amorosos.

Enriqueta estaba ya en pie junto a la puerta y como, ansiosa por salir
cuanto antes.

Porque la verdad era que estaba violenta.

Aquella atmósfera, por decirlo así, la ahogaba.

Comprendía que había obrado mal no oponiéndose resueltamente a lo que su
padre la propuso.

Reprochábase su debilidad.

Remordíale la conciencia porque tenía la íntima convicción del profundo
dolor que había de experimentar su amante al recibir aquella carta, que
únicamente en un momento de inconcebible ceguedad pudo escribir.

El conde la contemplaba fijamente.

Y tal vez llegó a leer lo que en su corazón pasaba, porque le dijo al
par que la estrechaba cariñosamente entre sus brazos:

--Hija mía, para tranquilidad de tu conciencia, basta solamente que
reflexiones que has seguido los consejos de tu padre, y un padre sólo
apetece el bien de sus hijos.



XIX

La fuerza y la astucia.


Estaba el capitán Alvarez muy lejos de figurarse que Enriqueta le
abandonase, así es que, cuando recibió su carta, experimentó una
sorpresa sin límites.

Tomasa, que había recibido de su señor la orden para marchar a sus
posesiones de Castilla, entregó al amo de su sobrino la consabida carta
y toda la correspondencia amorosa en que el capitán había depositado sus
sentimientos.

Alvarez sintió mucho aquella herida mortal, y buscó con ahinco al que se
la producía.

Conocía que aquella carta no podía ser obra de Enriqueta, y quería saber
de quién procedía para descargar en él su furor.

Pronto encontró lo que buscaba, pues desde mucho antes conocía la gran
influencia que el padre Claudio ejercía en casa de Baselga.

La mano jesuítica era la verdadera autora de aquella resolución fatal
que él nunca esperaba de Enriqueta.

La creencia de que el padre Claudio había mediado en sus amores para
estorbarlos poníale loco de furor, y paseándose febrilmente por su
cuarto, miraba de vez en cuando su sable colgado de la pared, terror de
los moros en la pasada guerra, y que ahora pensaba esgrimir contra la
negra y maligna chusma.

Aquella maldita carta puso enfermo al capitán. El, que por su gran
apetito era motivo de justa alarma para la patrona, mostróse inapetente
hasta el punto de excitar la compasión de la interesada pupilera.

Perico, el asistente, no estaba menos preocupado por aquella situación
extraña de su señor, cuyo secreto conocía por su tía, mujer incapaz de
guardar ocultas las noticias por mucho tiempo.

El buen muchacho, que se mostraba triste por estarlo su señorito, con su
solicitud habitual, buscó un medio para impedir que el capitán pasase el
tiempo encerrado en su cuarto y huyendo de la conversación de sus
compañeros cuando asistía a los actos de servicio, y un día arregló, no
se sabe cómo, que el alférez Lindoro fuese a visitar al amigo Alvarez.

Aquel vizcondesillo insustancial, por pertenecer a la misma clase que
Enriqueta y ser amigo de su familia, gozaba de gran prestigio con
Alvarez y lograba que éste pasase el rato muy entretenido con su
conversación.

El capitán estaba en estado tal de ánimo, que le era indispensable
confiar sus penas a alguien, y relató al vizconde cuanto le había
sucedido, enseñándole la carta.

El aristocrático alférez fué de la misma opinión que su amigo.

Aquello era obra de los jesuítas, y si el mismo padre Claudio no había
dictado la carta, por lo menos se había mezclado en el asunto. Esto lo
aseguraba él, que como visitante de la casa conocía la influencia que
sobre toda la familia Baselga ejercía el jesuíta.

--Mira, chico, créeme--continuó el vizconde--. Mientras no pongas de tu
parte a ese cura, no conseguirás nada absolutamente en tus amores. Si él
te protegiera, a estas horas estarías ya casado con Enriqueta. Conozco
muy bien el poder que tiene ese pájaro. Es capaz con su sonrisa y sus
palabras melosas de trastornar el juicio de todas las muchachas, y a la
más enamorada hacerla que olvide a su novio.

--¿De modo que tienes seguridad de que el autor de mi desdicha es el
padre Claudio?

--Completa, mi querido "Séneca". Si no es él, ¿quién puede ser? De
Quirós, gran amigo de la casa, no puedo sospechar. Es un buen muchacho
que sólo piensa en hacerse célebre y únicamente se ocupa en amores
fáciles. Del conde tampoco puede ser. Aunque él es quien ha dado a la
tía de su asistente la tal carta, no debe de haber sabido nada de tus
amores hasta el momento del rompimiento. Aquí los que han descubierto
todo y han destrozado tus relaciones, son, indudablemente, el famoso
jesuíta y doña Fernanda, que están empeñados, como tú sabes, en meter
monja a Enriqueta, sin duda para apoderarse de sus millones.

Alvarez, después de reflexionar mucho y de fruncir las cejas, preguntó a
su amigo:

--¿Y dónde podría yo encontrar a ese padre Claudio?

--Mira, querido Esteban--se apresuró a decir el vizconde, comprendiendo
la intención de la pregunta--. Te conozco bien y, por lo mismo, te
advierto que no hagas ninguna tontería. El padre Claudio está hoy muy
alto y no es un cualquiera a quien se le dan cuatro palos así que nos
estorba.

--Sólo quiero hablar con él. No estoy loco y sé que un hombre como yo no
se rinde con un enemigo de tal clase que dispone de la astucia como
única fuerza. Dime dónde podré verle.

--Difícil resulta encontrarlo, pues es tal vez el hombre más atareado de
Madrid. Sin embargo, hay una hora en que es fácil verlo. Casi todas las
mañanas va a las diez a Palacio para visitar a la reina, y si el día es
bueno, es fácil verle a pie, pues según él dice, es el único instante en
que puede hacer ejercicio.

--Mañana iré.

Y efectivamente, a la mañana siguiente eran todavía las nueve y media, y
ya estaba Alvarez paseando por la plaza de Oriente, frente a Palacio,
aguardando la llegada del jesuíta.

La mañana era magnífica.

Brillaba en el cielo un sol esplendoroso que daba a los muros sombríos
de Palacio un tinte rosado y alegre, embelleciendo al mismo tiempo el
vasto círculo de estatuas de reyes que como un cinturón de piedra
estrechaba el jardín.

Una nube de gorriones revoloteaba con infernal algarabía en torno de la
ecuestre estatua del centro, y por los andenes correteaban los niños y
niñeras de la vecindad, estorbando a media docena de retirados o viejos,
sin ocupaciones, que estaban abstraídos en la lectura de los periódicos.

Pequeños cochecitos tirados por cabras hacían de vez en cuando un viaje
de circunvalación en torno del jardín, siendo saludadas con sonriente
algazara las cabecitas infantiles que asomaban entre las cortinillas del
vehículo por los compañeros que, apoyados en el aro u oprimiendo entre
sus manos la pelota multicolor, miraban con envidia a aquellos
excursionistas en pequeño.

Alvarez, al entrar en la plaza, fué a mirar el reloj de Palacio.
Comprendió que aún tendría que esperar por mucho tiempo, y no queriendo
llamar la atención, recorrió con paso lento el espacio existente entre
el arco de la Armería y las caballerizas.

Paróse a hablar un buen rato con un oficial de la guardia a quien
conocía, y cuando el reloj dió las diez, volvió al jardincillo del
centro de la plaza, plantándose frente al teatro Real.

Por allí le habían dicho que llegaba todos los días el padre Claudio, y
él quería abordarlo lejos de Palacio, como si temiese que alguien
pudiera fijarse en aquella extraña conferencia que preparaba.

Entraron en la plaza por el punto indicado dos o tres curas, e igual
número de veces se sobresaltó Alvarez, disponiéndose a abordar al que
esperaba; pero cuando estuvieron cerca, reconoció que ninguno de ellos
era el terrible jesuíta.

Aún esperó más de media hora; pero, al fin, por la calle del Arenal vió
entrar en la plaza al padre Claudio. El capitán sólo lo había visto una
vez y, a pesar de esto, lo reconoció inmediatamente, pues también a él,
como al conde de Baselga en otros tiempos, le había impresionado el
continente de aquel jesuíta, que con su afectada modestia y humildad, no
podía ocultar su aspecto de hombre enérgico acostumbrado a ser obedecido
ciegamente.

Por una extraña casualidad, la mirada del jesuíta fijóse desde muy lejos
en aquel militar que estaba inmóvil y erguido en la entrada del
jardincillo. Parecía que adivinaba que aquel hombre estaba allí
esperándole impaciente.

El padre Claudio, como si se sintiera atraído o supiera con anterioridad
lo que iba a suceder, avanzó en línea recta hacia donde estaba el
capitán, aunque bajando su cabeza con extremada expresión de humildad y
sencillez y mirando de reojo.

Alvarez, cuando lo tuvo casi al lado, llevóse cortésmente una mano a su
ros y dijo con fría urbanidad:

--Dispense usted la pregunta. ¿Es usted el padre Claudio, de la Compañía
de Jesús?

El jesuíta mostróse algo sorprendido. Por una extraña atracción habíase
fijado en el militar, mozo de bizarra figura y marcial aspecto, pero no
esperaba que éste le conociese ni le dirigiera la palabra.

Sorprendido, dejó caer el embozo de su manteo de seda e hizo con la
cabeza un signo afirmativo.

--Pues, en tal caso--continuó el capitán--, deseo hablar con usted.

--¿Es caso de conciencia o asunto particular?--preguntó el jesuíta con
la expresión resignada de un hombre que se ve forzado a ejercer su
profesión extemporáneamente.

--Tengo que hablar de un asunto particular, que es para mi de gran
importancia.

El padre Claudio, por toda contestación, se dirigió a un banco de piedra
y tomó asiento. El capitán Alvarez le imitó, y los dos hombres
permanecieron silenciosos por algunos instantes.

--Usted dirá--dijo, por fin, el jesuíta abarcando toda la figura del
militar con el rápido relampagueo de su mirada.

--Yo soy el capitán Esteban Alvarez. ¿No me conoce usted?

El padre Claudio hizo un gesto negativo.

--Extraño que mi nombre le resulte desconocido; pero yo le daré detalles
que refresquen su memoria. Soy el novio de la hija del conde de Baselga,
o sea de la hermana de la baronesa de Carrillo. ¿Me conoce usted ahora?

Desde las primeras palabras se había ya imaginado el jesuíta que aquel
militar era el adorador de Enriqueta, el ser que removía toda la bilis
de doña Fernanda, y de quien ésta hablaba siempre en los peores
términos; pero al saber que efectivamente era quien él se imaginaba, no
pudo reprimir un instintivo movimiento de curiosidad, y se fijó "en la
casta de aquel pájaro", como él se decía interiormente.

El jesuíta reflexionó antes de contestar, y, por fin, con aquella
sencillez que tan notable le hacía, contestó:

--Efectivamente, señor...; ¿cómo ha dicho usted que se llamaba?

--Esteban Alvarez--contestó algo amoscado el capitán.

--¡Ah!; sí, eso es. Pues como decía, señor Alvarez, el nombre de usted
no me es desconocido; pero mentiría si dijera que antes de este momento
lo había oído más de una sola vez.

--Según eso, ¿no me conoce usted? ¿No sabe quién soy yo?

--No digo tanto, señor capitán. Sé que usted era novio de la señorita
Enriqueta Baselga; pero esto lo sé desde ayer, en que su familia tuvo a
bien hacerme algunas consultas sobre tal asunto. Ya puede usted
considerar que a un amigo antiguo de la casa como yo lo soy se le
dispensan siempre algunas confianzas.

--Pues precisamente sobre el mismo asunto quiero hablarle yo, haciéndole
algunas advertencias saludables.

El padre Claudio hizo un gesto de extrañeza ante el tonillo amenazador
con que Alvarez dijo estas palabras, y contestó fríamente:

--Hable usted. Estoy dispuesto a escucharle.

Alvarez fué breve y expuso con gran claridad lo que pensaba. Enriqueta
le amaba; estaba muy seguro de ello, porque la joven se lo había jurado
mil veces por la memoria de su madre y era incapaz de mentir; y a pesar
de esto, él había recibido una carta escrita en estilo seco y
desesperante, en la que se daban por muertos los antiguos amores. ¿Era
posible esto? ¿Resultaba racional? No, ¡vive Cristo!, y por esto él
estaba convencido de que en el negocio andaba una mano oculta y que
alguien se había encargado de dictar aquella carta que causaba su
desesperación.

Alvarez no usaba anfibologías para decir quién podía ser aquel "alguien"
tan fatal para su amor. Era franco hasta la rudeza, y manifestaba al
padre Claudio sus vehementes sospechas de que hubiese sido él el autor
de aquella trama miserable que amargaba su felicidad, y en tal caso...

Ya se encargaba el gesto sombrío de Alvarez de explicar lo que él era
capaz de hacer con los que de un modo tan miserable se oponían a sus
amores y pretendían robarle a Enriqueta.

El padre Claudio recibió sin pestañear aquella rociada de acusaciones y
de amenazas.

Estaba acostumbrado a la explosión de las justas iras que provocaban
muchas veces las intrigas jesuíticas, así es, que no se conmovió con
tales acusaciones, antes al contrario, comenzó a sonreírse con la
superioridad benigna del que se ve injustamente atacado y no se ofende
por ello.

--¿Es eso cuanto tenía usted que decirme?--preguntó a Alvarez cuando
éste finalizó sus acusaciones.

--Sí, señor; eso es cuanto quería decirle, y por su bien le repito que
si es usted quien ha obligado a Enriqueta a escribir esa carta, deshaga
todo el mal que ha producido, pues de lo contrario podría usted tener
más de un disgusto.

El padre Claudio seguía sonriendo, y después de reflexionar algunos
minutos, dijo siempre con tono amable:

--Usted debe de tenernos a los jesuítas en muy mal concepto.

--No es muy bueno el que tengo formado de su Orden. ¿Pero a qué viene
esa pregunta?

--La hago porque comprendo que únicamente uno que odie mucho a nuestra
santa Compañía puede atribuirnos intervenciones oficiosas como esa que
usted me achaca. No pretendo sincerarme ni tengo necesidad de ello,
pues usted no tiene sobre mí derecho alguno; pero tampoco quiero que
esté usted en un error tan lastimoso como ahora. Vamos a ver, ¿qué
interés he de tener yo en mezclarme en los asuntos íntimos de la familia
de Baselga y con qué fin he de obligar a una joven a escribir esa carta
de que usted habla? El porvenir de Enriqueta no me es indiferente, pero
tampoco soy su padre para inquietarme tanto por su suerte.

Entonces fué Alvarez quien sonrió con cierta expresión siniestra, y dijo
maliciosamente:

--Los individuos de la Compañía de Jesús siempre tienen "interés" por
las familias que visitan.

--¿Qué quiere usted decir? Vamos--repuso fríamente el padre Claudio.

--Quiero decir que Enriqueta tiene muchos millones, es inmensamente rica
y esto, en ciertas ocasiones, es una desgracia. Tal vez por esto se
quiere impedir que ella ame, y su hermana la baronesa la inclina a
entrar en un convento, como mil veces me lo ha dicho la misma Enriqueta.

El padre Claudio miró fijamente con aire de lástima al gallardo militar,
y después, dijo por toda contestación:

--Indudablemente usted es de los que han leído "El judío errante", del
impío Sué.

--Sí, señor; ¿pero a qué viene esa pregunta?

--Y del mismo modo habrá leído otros libros en que se calumnia del modo
más infame a nuestra santa Compañía.

--He leído algo de lo mucho que contra ustedes se ha escrito, pero no
comprendo el motivo de tales preguntas.

--Las hago, hijo mío, porque me causa compasión el ver que un militar
distinguido e ilustrado, como usted parece serlo, cree en las mil
paparruchas que viles escritores vendidos a los judíos y los
protestantes, han propalado contra la sublime obra de nuestro santo
padre San Ignacio.

Y el padre Claudio, al nombrar a su santo patrono, llevóse
reverentemente una mano al ala de su sombrero de teja.

Alvarez, en vista del giro que el jesuíta daba a la conversación, no
sabía qué decir, pero aquel continuó:

--Como si yo supiese leer en los corazones, adivino lo que usted piensa
en estos instantes. Usted, que se ha empapado en la impía novela de
Eugenio Sué, cree que los jesuítas somos gente que nos introducimos en
las familias ricas para apoderarnos de su dinero, y está firmemente
convencido de que yo entro en casa del conde de Baselga con el
propósito de hacer monja a Enriqueta y robarle sus millones. ¿No piensa
usted así?

--Sí, señor; así pienso y mentiría si dijera lo contrario. Toda persona
ilustrada que conozca medianamente la historia sabe lo que ustedes han
sido y de lo que hoy son capaces. Nada tendría de extraño que usted y
los suyos se hubieran introducido en la familia de Baselga con tal
propósito, y cualquier otro en mi lugar, viéndose víctima de una
miserable intriga, pensaría de igual modo.

--Alabo la franqueza de usted; al menos no se puede dudar de que
manifiesta con claridad su pensamiento. Pero, ¡ay, hijo mío! ¡En qué
error tan grande está usted! Lástima me causan su ignorancia y la
ceguera de su alma. ¿Sabe usted bien lo que es la Compañía de Jesús?

Alvarez estuvo a punto de contestar: "¡Una gavilla de malvados!", pero
se contuvo, prefiriendo permanecer silencioso.

--La Compañía de Jesús--continuó el jesuíta en vista del silencio de su
interlocutor--es una Institución alejada por completo de los fines
terrenales y creada únicamente para la noble empresa de combatir al
demonio y a su hijo el pecado, extirpando del mundo las infames
herejías. ¡Cuán lejos estamos los hijos de San Ignacio de mezclarnos en
las miserias de la vida social! ¡Cuán engañados están los que creen que
únicamente buscamos el poder universal en lo que esto tiene de
agradable, queriendo con este fin apoderarnos del dinero de todos!
Nosotros somos únicamente los humildes soldados de la Fe, los obedientes
servidores del Papa, representante de Dios en la tierra; y así como
llegamos hasta el martirio cuando se trata de defender los sacrosantos
intereses de la religión, permanecemos neutrales e indiferentes en los
asuntos sociales, en los cuales nos mezclamos únicamente por casualidad.
Nuestra misión es más alta y sublime de lo que cree ese mundo metalizado
que en todas las acciones ve siempre un mezquino interés.

El capitán no parecía convencido por estas palabras, pero reconocía que
aquel sacerdote era un actor inimitable, que sabía dar a sus
declaraciones un hermoso tinte vehemente y dramático.

--¡El dinero!--continuó el padre Claudio--. ¡Creer que el móvil de
nuestras acciones es el dinero! ¿Para qué lo queremos? ¿Nuestra Orden no
es pobre, porque así se lo mandan los sagrados Estatutos? ¿No hacemos
nosotros al entrar en la Compañía un solemne voto de pobreza al que no
podemos faltar, so pena de ser perjuros y castigados, por tanto, en la
eternidad? ¡Oh! Mienten los que nos pintan como seres rapaces que
únicamente pensamos en acaparar tesoros. Nuestro género de vida nos hace
estar muy por encima de las mezquinas aficiones humanas y despreciamos
el dinero, ese vil metal que a los ojos de las almas grandes no tiene
ningún valor.

El padre Claudio hablaba con gran vehemencia y en aquel momento tenían
sus palabras una expresión de veracidad. Efectivamente, él, como
individuo, despreciaba el dinero; su alma únicamente tenía sed de poder,
afán de autoridad, y quería elevarse merced a su talento. El dinero lo
despreciaba como medio vil reservado únicamente a los imbéciles para
abrirse paso. Pero como individuo de la Orden no apreciaba del mismo
modo el asunto, pues consideraba al dinero como poderoso auxiliar. Sabía
el aprecio que la Compañía hacía de los millones que entraban en su
caja; conocía que una buena operación era el mejor medio de deslumbrar a
sus rapaces correligionarios, y buscaba por esto aquel dinero que él
despreciaba y que nunca se hubiera tomado el más mínimo trabajo de
conquista para su persona.

Alvarez se sentía molestado por las palabras del jesuíta y por aquellos
ademanes dramáticos que fingían veracidad asombrosamente, pues estaba
firmemente convencido de lo que era la Compañía y de lo que buscaba su
principal agente en casa del conde de Baselga.

--Usted, padre Claudio--dijo bruscamente el militar--, dirá lo que
quiera, pero esté seguro de que yo por ello no dejaré de creer que la
Compañía busca los millones de Enriqueta y para ello me quita a mí de en
medio.

El jesuíta hizo un gesto de ira ante este brusco ataque. Sus facciones
se colorearon, lució en sus ojos un fugaz relámpago de ira y fué a
contestar en tono aún más duro, pero se detuvo, y volviendo a adoptar su
actitud dulce y humilde, dijo con mansedumbre:

--Piense usted cuanto quiera de malo, que yo le perdono. Humilde siervo
soy del Señor y las injurias van siempre muy bajas para que toquen en mi
corazón, puesto a todas horas en Dios. No guardo rencor a los que me
atacan, pues me basta con la satisfacción de mi conciencia tranquila. Ya
lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir. Yo no tengo con la familia
Baselga otras relaciones que una amistad puramente espiritual. En otros
tiempos confesaba a la baronesa, y ahora me limito a darla algún consejo
sobre la dirección de su conciencia, siempre que me lo pide. A Enriqueta
la considero como una niña, y apenas si mi amistad con ella pasa de ese
cariño que tenemos siempre a las personas que hemos visto nacer. Nunca
me he mezclado en el asunto de su vocación religiosa, y si sabía antes
de esta conversación que tenía amores con un militar, fué porque ayer me
lo dijo doña Fernanda en una conferencia que tuve sobre la creación de
una nueva asociación religiosa.

--¿Y no tiene usted arte ni parte en la tal cartita?--preguntó
sarcásticamente el militar.

--No, señor. Se lo aseguro a usted con todo mi corazón.

El padre Claudio, tan acostumbrado a mentir, cuando le tocaba afirmar
por casualidad una cosa cierta, sabía hacerlo con un acento que no daba
lugar a dudas. Por esto Alvarez se convenció de que en la tal carta no
tenía participación el jesuíta.

--Lo creo--continuó--; pero si el rompimiento de mis relaciones no es
obra de usted, la preparación sí que será debida a sus consejos. Esa
idea de hacer monja a Enriqueta, la reconozco; es producto de los
consejos jesuíticos. Doña Fernanda la defiende, y por tanto no es
aventurado afirmar que es idea del padre Claudio.

--¡Dios mío! Me marea usted con sus sospechas. ¿Y qué empeño he de tener
yo en hacer monja a una muchacha que ha tenido novio hace pocos días?

Alvarez sonrió, y dijo con sorna:

--Vamos, padre Claudio, que el meter unos cuantos millones de pesetas en
las arcas de la Orden sería un buen golpecito.

El padre Claudio perdió su aplomo. Experimentó la misma impresión de ira
que poco antes, pero esta vez no se detuvo, y mirando fijamente al
joven, dijo recalcando las palabras:

--¡Ya están los millones otra vez en danza! A juzgar por lo presentes
que están en su memoria, cualquiera diría que usted es quien les tiene
afición y quiere hacerlos suyos casándose con Enriqueta.

El golpe era maestro; uno de aquellos golpes brutales, pero terribles,
que el padre Claudio daba cuando comenzaba a perder su habitual calma.
El efecto fué inmediato.

Nada lograba sublevar de un modo tan terrible el carácter caballeresco y
susceptible de Alvarez como la creencia de que aquel amor que tanto le
dominaba fuese una miserable especulación. Muchas veces en sus horas de
reflexión sentíase conmovido al pensar que alguien pudiese confundirlo
con uno de esos explotadores del amor que aprecian a las mujeres por sus
fortunas. Ver a Enriqueta pobre y abandonada para entonces amarla más
aún era la ilusión que muchas veces acariciaba como la suprema
felicidad, y se sentía capaz de aplastar con toda la indignación de un
hombre honrado al miserable que osara dudar del desinterés de su pasión.

Con movimiento nervioso levantóse del banco y clavó una mirada
amenazadora en el padre Claudio, apretando los puños convulsivamente y
próximo a dejarlos caer sobre el rostro del jesuíta. Este le miraba
impasible. Estaba acostumbrado a arrostrar las consecuencias de sus
ataques y además se encontraba muy alto y era muy poderoso para
asustarse ante la cólera de un pobre militar. Por esto miraba a Alvarez
con la impasibilidad con que contempla el ídolo gigantesco las amenazas
del esclavo que rebulle furioso a sus pies.

Alvarez apreció la diferencia de posición que existía entre ambos, y sea
que temiese las consecuencias o que no quisiera abusar de su fuerza con
un hombre que forzosamente había de ser de costumbres pacíficas, volvió
a sentarse en el banco.

La escena había sido tan rápida que no se apercibió de ella ninguno de
los que estaban en los bancos cercanos.

--Dispense usted mi arranque--dijo fríamente el militar al
sentarse--Creía que estaba hablando con un hombre como yo y me olvidaba
que usted lleva faldas.

Tampoco fué mal dirigido el golpe que Alvarez asestó al jesuíta con tal
grosería. Aquel Borgia de la Compañía, que no temía a nadie y se sentía
con valor para exterminar a todo el género humano, recibió un tremendo
latigazo con tan despreciativas palabras. Todos los insultos consentía
él antes de que nadie le creyese débil y le recordase su estado. El, que
aspiraba a la conquista del mundo y que tenía ánimos para acometer las
empresas más imposibles, se avergonzaba justamente ante aquella
compasión. Hubiera preferido que Alvarez le diese de bofetadas y lo
patease en medio del jardin, antes de tratarle con aquella compasión de
superioridad omnipotente, propia para las mujeres y los niños.

Al recibir tal insulto, en los primeros momentos, sintió tentaciones de
contestar con una bofetada, pero se contuvo y todo su furor, todo su
odio lo desahogó con una de aquellas miradas que en su despacho hacían
temblar a todos sus subordinados.

Transcurrió algún tiempo sin que hablase ninguno de los dos hombres.

Alvarez, con la vista fija en unos niños que jugaban a pocos pasos,
canturreaba batiendo el suelo con un pie, mientras el padre Claudio le
contemplaba con mirada estúpida. A pesar de esto, notábase en él que
estaba reflexionando.

--Oiga usted, hijo mío--dijo por fin--. Hemos sido unos locos
insultándonos de este modo. Yo no acostumbro a trabar amistad con las
personas de un modo tan extraño y sentiría separarme de usted en este
momento quedándonos ambos con tan malos recuerdos. Usted me ha sido
simpático, no quiero que sea mi enemigo; y además, le perdono los
insultos que me acaba de dirigir. ¡Oh, la juventud! Yo sé bien lo que
son esas cosas, pues también he sido joven y he tenido mi sangre
ardiente y mis arranques de intemperancia, como cualquier otro. Pensando
en esto me siento dominado por la melancolía.

Y el padre Claudio decía esto con un acento de verdad que sorprendía al
capitán. Al mirar a aquel hombre que hablaba con tanta dulzura y
benignidad, dudaba Alvarez que fuese cierta la escena violenta ocurrida
momentos antes.

--Yo quiero que seamos amigos--continuó el padre Claudio--. Quiero que
usted no tenga ninguna queja de mí. Mire usted, sería la primera vez que
se habría acercado una persona a mí marchándose descontenta de mi
carácter. Esto le demostrará a usted quién es este malvado, este
"jesuíta", como dicen ustedes, los impíos, con maligna entonación.

Y el poderoso clérigo reía bondadosamente al decir esto, como hombre
cuya benignidad está por encima de todas las pasiones mundanales.

--Yo--continuó--tengo empeño en ser su amigo, porque presiento en usted
un gran corazón, cuyo único defecto consiste en estar emponzoñado por
lecturas impías propias de estos tiempos en que ruge amenazador el
espíritu revolucionario. Si somos amigos, como yo espero, ya me conocerá
usted más a fondo y sabrá lo que somos nosotros los jesuítas, esos
monstruos horripilantes de maldad e hipocresía que con tan negros
colores pintan los novelistas enemigos de la Iglesia.

Y el jesuíta seguía riendo bondadosamente, como si en la inmensidad de
su risueña misericordia incluyera también a los escritores enemigos de
la Compañía de Jesús.

--Conque vamos a ver--dijo interrumpiéndose en su bondadosa jocosidad--:
¿qué favor puedo yo hacer a usted? ¿De qué modo debo obrar para que
usted sea mi amigo y no me odie? Tengo interés en hacerme simpático a
usted, y no crea que esto es desinteresadamente. Tengo la ambición de
conquistarlo a usted, arrancándole de las garras del diablo; no quiero
que un joven digno de la mejor suerte siga encenagado en la impiedad y
tenga sobre nuestra Compañía un concepto tan erróneo e injusto.

El capitán Alvarez sentía extrañeza ante aquella rápida mutación que
había experimentado el carácter del jesuíta; pero la promesa de hacer
por él cuanto pudiera le deslumbró hasta el punto de que miró ya con más
simpatía al padre Claudio. Alvarez recordó lo que mil veces le había
dicho su compañero el vizconde, y tenía la seguridad de que si el
jesuíta le ayudaba podría llegar a ser el esposo de Enriqueta. Los
jesuítas eran mala gente, y de ello estaba él bien convencido, mas no
por esto desconfiaba del padre Claudio. Este podía sentir por él una
repentina simpatía; tal vez le hubiese impresionado favorablemente su
carácter vivo y arrebatado, y además... nada perdía solicitando su
protección.

Estaba el capitán Alvarez en uno de esos instantes en que el hombre se
siente predispuesto a la esperanza y en que, acariciando una risueña
ilusión, cierra los ojos a la realidad. No se le ocurrió, pues,
desconfiar, y contestó a las promesas del jesuíta:

--Lo que yo deseo de usted, ya que muestra interés en protegerme, es que
no ponga obstáculos a mis amores. Yo sé el inmenso poder que usted
tiene, conozco la gran influencia que ejerce sobre la familia de
Enriqueta y estoy convencido de que como usted quisiera, sería yo muy
pronto el marido de la mujer que amo. Esto nada le costaría a usted, y
yo sería feliz.

El padre Claudio seguía riendo bondadosamente:

--¡Ah, juventud, pícara juventud! Siempre lo mismo: el amor
sobreponiéndose a todos los sentimientos. Haré cuanto pueda hijo mío;
pero lo que usted pide es tan grande, que no sé si llegaré a realizar
sus deseos.

--¡Oh, usted puede mucho!

--No tanto como usted se figura. Si en mí consistiera que Enriqueta y
usted se casasen, podía ya darlo por hecho; pero, amigo mío, está ahí
el padre, el conde de Baselga, viejo como yo, y, por tanto, testarudo y
loco. Es muy difícil, por no decir imposible, que un hombre como él,
apegado a las rancias tradiciones, consienta en dar su hija a uno que no
es noble.

--Usted tiene sobre él gran ascendiente.

--Sí, hijo mío, excepto cuando nos tiramos los trastos a la cabeza;
pero, en fin, el asunto no se perderá por mi culpa, pues haré cuanto
pueda.

--Si usted cree que la familia de Enriqueta no ha de hacer caso de sus
consejos, al menos logre usted, por su parte, deshacer el efecto de esa
carta que a mi novia la obligaron a escribir, y haga lo posible porque
se reanuden nuestras relaciones. Comprendo que soy muy exigente y que
usted juzgará tal vez degradante esta proposición; pero si usted fuera
tan bondadoso que aceptase, le debería mi felicidad.

--Vaya, pues--dijo el jesuíta, siempre en tono jocoso--. Haré ese favor,
aunque el papel que usted me encarga desempeñe no sea muy honroso. Se ha
de transigir algo con la juventud, siempre exigente cuando está
enamorada. Aconsejaré a Enriqueta que no se deje imponer por nadie y que
cumpla lo que le dicte su voluntad. Si tiene verdadera vocación, será
monja; y si aquélla es una ficción de su hermana doña Fernanda, entonces
tenga usted la seguridad de que ella misma desmentirá esa carta y
reanudará el interrumpido galanteo. ¿Está usted contento?

Alvarez, por toda contestación, tendió una mano al jesuíta, que éste
estrechó con efusión; pero al mismo tiempo su sonrisa tomó una expresión
sarcástica, de la que no pudo apercibirse el militar.

Retuvo el padre Claudio la mano del capitán, apretándola cariñosamente
como para infundirle confianza, y pasado algún rato, le preguntó con
tierna solicitud, mirando fijamente sus ojos, como si pretendiese
sondear sus pensamientos:

--¿Y cómo está usted en su carrera? ¿Tiene usted esperanzas de ascender?
Me parece usted un militar de mérito.

--Yo--contestó con sencillez Alvarez--soy uno de esos predestinados a
encontrar siempre de espaldas a la fortuna.

--Sin embargo, para su edad no puede usted quejarse. Es capitán y tiene
la cruz de los valientes...

--Algo me costó ganarme todo esto, y haciendo lo que yo, otros serían
coroneles. Además, soy de los que únicamente se abren paso en tiempo de
guerra a costa de grandes servicios; pero en la paz es imposible que
logre ser favorecido, ni menos que se me haga justicia.

--¿No tiene usted protectores?

--No; ni los busco. Soy demasiado altivo para mendigar lo que, en mi
concepto, sólo puede alcanzarse honradamente con la punta de la espada.

--¿No conoce usted ningún poderoso? ¿No es amigo de ningún general?

--Uno solo conozco, pero éste es imposible que me favorezca, pues su
recomendación causaría mal efecto en el Ministerio.

--¿Quién es? ¿Puedo saberlo?

--El general Prim.

--¡Ah!...

El jesuíta lanzó esta exclamación de un modo que alarmó a Alvarez. A
éste le pareció que los ojos del padre Claudio se animaban con una
siniestra expresión, como si una alegría infernal le conmoviera
interiormente.

El astuto clérigo, adivinando el mal efecto que aquella demostración
había causado en el militar, se apresuró a corregir su imprudencia:

--No me extraña ahora--dijo con tono festivo--que usted haya perdido la
esperanza de hacer carrera. Efectivamente, mala recomendación es la
amistad de Prim; pero usted podrá deshacer este obstáculo rompiendo toda
clase de relaciones con el general y buscando mejores amistades.

Alvarez se irguió con altivez y dijo con cierta solemnidad:

--Yo sólo abandono a mis amigos cuando me ofenden y no por un vil
interés. Admiro al marqués de los Castillejos como uno de los mayores
héroes que ha tenido España, y lo mismo en la adversidad que en la
fortuna, estaré siempre a su lado.

Aquello parecía gustarle al padre Claudio, a juzgar por su sonrisita, y
después de estar silencioso un buen rato, con la vista fija en el suelo,
como si reflexionase, dijo así:

--La verdad es que usted obra perfectamente no separándose del valiente
Prim. ¡Quién sabe si éste será el medio más rápido de hacer fortuna!
Esto se va, amigo mío; yo soy el primero en reconocerlo, a pesar de que
estoy interesado en mantener lo existente. En aquella casa--y señaló al
Palacio Real--el diablo anda suelto y no se hacen más que desatinos; así
es que no será extraño que cualquier día el pueblo, excitado por la
propaganda revolucionaria, dé al traste con todo lo que hay detrás de
esos muros. Si ese momento llega, Prim será el encargado de dar el
golpe, y usted, de un solo salto, subirá a gran altura, porque,
indudablemente, le ayudará en su empresa revolucionaria. ¿No es esto?

--Yo--contestó Alvarez con sencillez--voy siempre donde van mis amigos.

Esta vez el padre Claudio fué más cauto y no se transparentó en su
rostro la alegría que le causaba tal declaración.

--Aun siendo contra mis intereses--continuó el astuto clérigo--, lo
reconozco. La nación está mal.

--¡Y tan mal!--repuso Alvarez, a quien animaba tal conversación--. La
mitad de las miserias que sufre España, vienen de ahí.

Y al decir esto, señalaba enérgicamente al Palacio Real.

--Sí--añadió el padre Claudio--; y la otra mitad, de nosotros, los que
vestimos sotana. ¿Le he adivinado el pensamiento?

--Así es. ¿Por qué he de mentir? En mi concepto, España sólo será un
pueblo completo el día en que se emancipe de la tutela de la Monarquía y
la Iglesia.

--¡Ah, impío!--dijo el jesuíta en broma y sin escandalizarse por tales
palabras--. Necesario es que sea usted amigo mío, que venga a verme y
que hablemos largamente para que yo limpie su inteligencia de todas esas
ideas pecaminosas, adquiridas en perversas lecturas. Paso porque esa
monarquía que hoy tenemos es mala, pero ¡la Iglesia! ¿Por qué echar la
culpa a la Iglesia de los males de la nación? Los pueblos nunca podrán
pasar sin reyes y sin sacerdotes. Pero hablaremos de esto más despacio
en otra ocasión, pues hora es ya de que entre en Palacio.

Los dos hombres se levantaron.

--Joven, ya sabe usted que le quiero y cuente con que haré cuanto pueda
en su asunto. Cuando quiera verme o me necesite, me encontrará en la
casa residencia de la Orden. Pregunte por mí, que para usted tengo
siempre las puertas abiertas.

Cruzáronse entre los dos amistosos saludos y ofrecimientos, y después se
separaron.

Alvarez iba con dirección a la calle del Arenal, pensando que el
jesuitismo no era en el fondo tan malo como lo suponían, y que aquel
célebre padre podría ser un malvado en otros asuntos, pero que en lo
referente a la familia Baselga no tenía seguramente ningún fin secreto
ni mostraba empeño en estorbar sus amores con Enriqueta. El capitán
sentía un gozo inmenso, con la seguridad de que el bondadoso sacerdote,
poniendo en juego su influencia, volvería los galanteos al mismo ser y
estado que antes de la malhadada carta.

Mientras tanto, el padre Claudio entraba en Palacio. Llevaba el rostro
casi oculto en el embozo de su manteo de seda para ocultar una risita
que daba miedo, por lo mismo que era espontánea.

--Se ha vendido--murmuraba--. Ese muchacho es amigo de Prim y conspira
en la actualidad. Estoy seguro: sus palabras lo indican. Haremos que lo
vigilen, y muy listo ha de ser para que no lo coja por su cuenta el
ministro de la Guerra y lo envíe a Ceuta. ¡Quién sabe si hará méritos
suficientes para ser fusilado! Para esto hoy basta poco. De un modo o de
otro nos libraremos de un novio romántico que estorba mis planes, y ese
mequetrefe aprenderá a oír con más calma, sin amenazar con bofetadas...
y a no burlarse de "mis faldas".



XX

El lazo tendido.


Estaba don Fernando Baselga en el sombrío despacho, ocupado en su
habitual tarea de estudiar las fortificaciones inglesas de Gibraltar,
cuando entró un criado anunciándole la visita del padre Claudio, a quien
acompañaba un caballero.

El conde experimentó cierta emoción al oir tal anuncio.

Hacía más de dos meses que no veía al poderoso jesuíta; pero aquel mismo
día por la mañana había recibido la visita de Joaquinito Quirós, quien
con aire misterioso, le había dicho de parte del padre Claudio que por
la tarde iría éste a verle, acompañado de un caballero que acababa de
llegar de Gibraltar, y que se comprometería indudablemente a tomar parte
muy activa en la grande empresa.

Aquello alentaba mucho las esperanzas de Baselga. Este, siempre que
reflexionaba en su soñada conquista del Peñón y teóricamente apreciaba
sus inmensas dificultades, pensaba en el jefe de los jesuítas de España,
comprendiendo que podía prestarle un auxilio poderosísimo.

Las promesas veladas, pero halagüeñas, que el padre Claudio le había
hecho el día en que estuvo próximo a romper sus relaciones con él a
causa de la educación que tanto él como la baronesa querían dar a
Enriqueta, habían entusiasmado al conde, que con ciego optimismo se
creía ya invencible si la Compañía protegía ocultamente su empresa
patriótica. De aquí que acogiera con tanto júbilo el recado que Quirós
le comunicó de parte del poderoso jesuíta.

Baselga, ocupándose continuamente de su empresa, obsesionado por ella,
había llegado a los últimos límites de la exaltación.

Cumplía las promesas que había hecho a su hija para obligarla a olvidar
sus amores, y continuamente se exhibía con ella en los paseos, los
teatros y los salones; llevaba la vida de un hombre elegante que quiere
hacer agradable su existencia y no pierde diversión; tenía empeño en
lanzar a su hija en el dorado torbellino de la sociedad aristocrática, y
para animarla la daba el ejemplo, haciéndose el viejo verde y
mezclándose más entre los jóvenes que entre los amigos de su edad; pero
todo esto no lograba borrar de su cerebro aquella idea de conquista que
le perseguía hasta en el sueño y le impulsaba a fatigosos trabajos y a
un cabildeo continuo.

Su regreso al gran mundo y a sus esplendorosas fiestas, en vez de
distraerle, había servido para exacerbar el afán de gloria que le
dominaba. En los aristocráticos salones o en los regios bailes de
Palacio había encontrado a sus antiguos compañeros de la Guardia Real,
que ahora eran generales famosos, políticos de gran renombre y jefes de
gobierno, gozando de todas las dulzuras y satisfacciones que
proporcionan el poder y el aura popular. Le habían hablado con la
cariñosa franqueza que da una antigua amistad, bromeaban con él como si
aún fuesen tenientes del Real Cuerpo y comentasen en el cuarto de
guardia las locuras de su general en jefe, el estrafalario conde de
España, o las alcahueterías del complaciente duque de Alagón; pero a
pesar de tantas expansiones cariñosas, Baselga notaba que entre él y sus
compañeros se levantaba un obstáculo infranqueable, el de la diferencia
de clase, y que él, al lado de aquellos hombres célebres de cuya vida y
actos se ocupaba toda la nación, no era más que un hombre rico, pero
desconocido fuera del mundo de la aristocracia, y que sólo merecía el
afecto desdeñoso que se dispensaba al desgraciado que ha malogrado su
existencia y llega a la vejez sin haber hecho nada de provecho.

Su vida resultaba obscura y misteriosa para sus antiguos compañeros.

--¿Pero qué es lo que haces?--le preguntaban éstos con extrañeza cada
vez que hablaban de su existencia--. ¿En qué pasas el tiempo?
Indudablemente te limitas a gozar de tu gran fortuna y te contentas con
llevar una vida regalada y oscura. Podías haber sido mucho, pero tú no
conoces la ambición y eres feliz no imitándonos a nosotros, que sufrimos
el eterno tormento de subir a una altura que no tiene fin.

Cada vez que aquellos generales, ministros y embajadores hablaban de
este modo a su antiguo amigo, éste volvía a su casa más agitado que de
costumbre, y muchas veces, encerrándose en su despacho, lloraba de rabia
al ver que estaba ya próximo a la ancianidad, y era de todos sus amigos
de la juventud quien menos había ilustrado su nombre.

¿Conque él no tenía ambición? Esta había sido su pasión dominante, y de
la que no se había dado cuenta hasta verse en la vejez. Ambición era el
sentimiento de bullicio y escándalo que le movió a sublevarse contra los
liberales en 1822; ambición, lo que le hacía llevar a cabo tan
estupendos actos de valor al frente de su regimiento carlista, y
ambición lo que ahora le enloquecía y le impulsaba a realizar su
aventurado plan de conquista, que de obtener completo éxito, haría su
nombre inmortal.

Lo que él tenía de malo, el obstáculo en que tropezaba, es que era un
incapaz, un bruto (y Baselga se aplicaba con fruición este
calificativo), un hombre incompleto, que había subordinado su ambición a
sus amores, y cuando no, había estado ligado al padre Claudio, siendo un
ser sin voluntad, una máquina que se movía según las órdenes que
emanaban de la voluntad de aquél.

Sus compañeros habían trabajado para sí completamente solos, sin el
bagaje de amores que embrutecían, de pasiones póstumas que enervaban, y
de protección que en vez de engrandecer, anulaba al protegido, y por
esto, con menos esfuerzos y marchando con más arte, habían conseguido
escalar la cima de la Fortuna. Pero aún era tiempo, y él estaba
dispuesto a remediar todos sus antiguos desaciertos.

Allí estaba su plan, magnífico, sorprendente, digno por lo difícil y
aventurado de los romancescos tiempos, el cual, de un solo golpe y en
muy pocos días, le colocaría a mayor altura que todos sus afortunados
compañeros.

La esperanza de conquistar con tan singular golpe de mano la fortuna
hasta entonces esquiva, exaltaba al conde hasta el delirio.

Era rico; pero esto no le bastaba, y pronto sería universalmente
célebre, que era lo que constituía su felicidad.

Aquella exaltación patriótica que le dominaba, había cambiado su
exterior lo mismo que su carácter. Tenía en los ojos ese brillo propio
de la fiebre que consume a los hombres empeñados en realizar por sí
solos una empresa que raya en lo imposible, y tan obsesionado estaba por
su proyecto, que oía mal y contestaba peor cuando le hablaban de algo
que no fuese la conquista de Gibraltar.

Su familia era la que mejor notaba la transformación operada en el
conde; sus distracciones, que muchas veces tomaban en la mesa del
comedor un carácter cómico, y sus terribles e injustificadas cóleras,
que ponían en conmoción toda la casa y que estallaban los días en que
Baselga se desalentaba en su plan, convencido de los insuperables
inconvenientes que se oponían a su realización.

Pretextando un viaje de inspección a sus posesiones de Castilla, para
que ninguno de sus contados amigos pudiera concebir sospechas acerca del
objeto de su excursión, abandonó Madrid y estuvo tres días en Gibraltar,
teniendo que salir forzosamente pasado este tiempo, a causa de las
indicaciones de la Policía inglesa, a quien debió llamar un tanto la
atención las preguntas algo indiscretas y el examen interesado y
detenido de cuantas obras fuertes pudo ver.

El viaje sólo sirvió para que el conde se indignase todavía más contra
los ingleses que expulsaban a un español del suelo de su Península, y
para que se convenciese de la imposibilidad de su empresa. Esto puso a
Baselga de un humor endiablado, y tanto su servidumbre como su familia
sufrieron por algunos días las consecuencias de aquel viaje, que les
resultaba misterioso.

El apoyo prometido del padre Claudio fué en adelante su única esperanza,
y esperó pacientemente a que éste le concediera el ansiado auxilio.

Tan vehemente era este deseo, que el conde, que nunca había apetecido
las visitas del poderoso jesuíta, cuyo verdadero carácter creía ya
conocer, las esperaba ahora con tanta impaciencia como la devota
baronesa, desesperándose al ver que el padre Claudio no cumplía sus
promesas.

El, tan altivo y deseoso poco antes de ir rompiendo poco a poco sus
relaciones con los jesuítas, fué en busca del reverendo padre a la casa
residencia de la Orden, pero en ninguna de sus visitas logró encontrar
al padre Claudio. Parecía que lo había tragado la tierra o que se
ocultaba intencionadamente, deseando con su ausencia excitar los deseos
del conde.

Por esto la alegría de éste fué grande cuando Quirós le comunicó el
recado del reverendo padre, y más aún cuando el criado le anunció su
visita.

Entró el padre Claudio en el despacho, siempre sonriente y haciendo
reverencias, y tras él apareció un hombrecillo moreno, de pelo rojizo,
nerviosa movilidad, y una expresión en el rostro algo siniestra, que
pretendía corregir con una sonrisa estúpida.

Miraba a todas partes con azoramiento no exento de curiosidad, y tuvo su
vista fija algún tiempo en las vistas de Gibraltar, que adornaban el
despacho del conde, diciendo después con acento atolondrado, de marcada
pronunciación extranjera:

--¡Oh! Está bien; muy bien.

El padre Claudio, después de saludar a Baselga, tomó asiento con su
acompañado junto a la mesa de trabajo, y con voz misteriosa preguntó:

--¿Estamos seguros aquí? ¿Podrá oirnos alguien?

--No acostumbran mis criados a escuchar tras las puertas; pero, sin
embargo, tomaremos precauciones.

Y el conde, a quien le iba gustando mucho aquel misterio, por lo mismo
que le presagiaba cosas muy interesantes, levantóse y salió del
despacho, oyéndosele cerrar una puerta lejana y viniendo después a hacer
lo mismo con la de la habitación.

--Ahora--dijo, volviendo a sentarse--, ya estamos seguros de que nadie
nos oye. Diga usted cuanto quiera, padre Claudio.

Este se detuvo antes de contestar, como si saborease un golpe de efecto,
y al fin dijo, dando cariñosas palmaditas en la espalda de su
acompañante, que instintivamente tomaba la actitud de un perro
acariciado:

--Este señor, que usted ve aquí, es el capitán Patricio O'Conell,
caballero inglés que está de guarnición en Gibraltar.

Prodújose en el conde el efecto esperado por el jesuíta. En su rostro
retratóse la alegría y miró cariñosamente al capitán irlandés,
examinando con atención su personilla.

Baselga, a pesar de que estaba predispuesto a impresionarse
favorablemente, no pudo menos de reconocer con su buen ojo de soldado
que aquel hombre tenía poco de militar. Era vivaracho y desgarbado en
demasía, y, además, llevaba afeitado el labio superior, demasiado grueso
y prolongado, ostentando unas patillas rojas y lacias, que le daban más
aire de comerciante británico injertado en mercader judío, que de
capitán del bravo ejército que con Wellington se cubrió de gloria en
Waterlóo.

Pero el conde estaba inclinado a verlo todo por su lado bueno, e
internamente excusó al extranjero, diciéndose que en el ejército inglés,
aunque había buenos mozos, también se veían figuras raquíticas y
extrañas, lo que no impedía que se batieran bien cuando llegaba la
ocasión.

Baselga, algo emocionado, había murmurado un cumplido, extendiendo su
mano al extranjero.

--Tanto gusto en conocer a usted, señor conde--decía el capitán, con su
acento extranjero, que cuidaba de extremar--. El padre Claudio me ha
hablado mucho de usted y de su magnífico plan, y tantos deseos siento de
ayudarle en su empresa, que he solicitado una licencia de mis jefes,
pretextando deseos de conocer las principales ciudades de Andalucía, tan
sólo por venir a verle.

--¡Eh! ¿Qué le parece a usted?--dijo el padre Claudio--. Le prometí
ayudarle en su patriótica empresa, y aquí me tiene usted, con el socorro
apetecido, pues le traigo nada menos que a uno de los más valientes
oficiales del ejército inglés. El capitán O'Conell, cual buen irlandés,
es ferviente católico, como nosotros, y también lo son todos los
soldados irlandeses de la guarnición de Gibraltar, que pasan de
ochocientos. Por esto es casi seguro que todos ellos tomarán parte en
nuestra santa empresa. ¿No es así, amigo O'Conell?

--Así es, reverendo padre.

Baselga estaba entusiasmado con aquellas seguridades, y se sentía tan
feliz, que hasta creía estar soñando. Aquello de poder disponer de casi
la cuarta parte de las tropas del Peñón, le causaba una felicidad
próxima al desvanecimiento.

Una cosa le llamaba la atención en el capitán irlandés, y era la
facilidad con que se expresaba en castellano.

--¿Está usted mucho tiempo en la Península, capitán?--le preguntó--.
Habla usted muy bien nuestro idioma.

--¡Oh! Es usted muy indulgente, pues conozco que lo hablo bastante mal.
Estoy más de un año en Gibraltar, pero yo tengo gran afición a los
idiomas, y, además, conocía desde mi niñez muchas palabras del español.
Mi padre fué también militar, e hizo la guerra en España contra los
franceses, a las órdenes del duque de Wellington.

Baselga, a quien preocupaba algo aquella facilidad de lenguaje, se
tranquilizó, e impaciente por conocer las probabilidades de éxito de su
plan, entró directamente a tratar de la conquista del Peñón, su tema
favorito.

El tenía en su imaginación ultimado todo su plan. Se había procurado
todo lo escrito sobre las célebres fortalezas de Gibraltar y sobre las
costumbres militares en dicha plaza; había visto por sus propios ojos
en el mismo teatro de operaciones todo lo que le había permitido la
policía inglesa, y, para dar el golpe, únicamente necesitaba quien
estuviese en combinación con él dentro de la ciudad y le ayudase en el
momento decisivo. ¿Estaba conforme el capitán O'Conell en ser su
auxiliar?

Llegó para el irlandés el momento de manifestar su pensamiento, que fué
bien sencillo y expresado en pocas palabras. El estaba dispuesto a todo,
y lo mismo que él todos los irlandeses de la guarnición. Antes que
súbditos de la Gran Bretaña, eran vasallos del Papa y fervientes
católicos, y, por tanto, se hallaban prontos a ejecutar las órdenes que
Dios dictase por boca de sus representantes directos, los jesuítas, los
cuales, al mismo tiempo, eran muy buenos amigos de San Patricio, patrón
de Irlanda. Además, sentían hacia la vieja Inglaterra, su opresora,
perdurables odios, y les gustaba mucho quitarle una plaza de tanta
importancia como Gibraltar, creándole, de paso, un conflicto con España.

La conjuración podía contar con ochocientos soldados esforzados, fuerza
con la cual bien podía intentar un golpe de mano el conde de Baselga, de
cuya historia militar ya se habían enterado tanto él como sus
compañeros, y especialmente de sus estupendas hazañas en la guerra
carlista.

Al conde resultábale extraño que su vida militar fuese conocida de los
extranjeros; pero, a pesar de esto, sentíase halagado por las lisonjas,
como todo mortal, y se imaginaba ya apoderándose de Gibraltar al frente
de los soldados irlandeses, que le aclamaban como caudillo invencible.

Baselga, cada vez más entusiasmado, en vista de lo segura que era la
adhesión de los irlandeses, entraba a detallar su plan, y hacía
preguntas al capitán, a las que éste contestaba con su habitual
precipitación.

--¿Y esos ochocientos hombres forman todos un Cuerpo?

--No, señor conde. La mayoría están en el batallón de rifles, o sea lo
que allí llaman batallón de cazadores, y el resto en los otros cuerpos
de la guarnición. ¡Oh! El Gobierno inglés tiene buen cuidado de esparcir
a los irlandeses por todos los Cuerpos evitando que formen un regimiento
completo, pues saben que éste se sublevaría inmediatamente.

--¿Y qué procedimiento cree usted mejor para dar el golpe?

--El que usted ha expuesto antes es el más aventurado, pero el más
seguro. Aguardamos una noche en que entren de guardia en las principales
fortificaciones una parte de los nuestros, y en que yo pueda quedarme en
el castillo. Usted, al frente de los que estén libres, se apodera del
gobernador de la plaza y las principales autoridades; nosotros, desde
arriba, apuntamos los cañones a los cuarteles donde estén alojadas las
fuerzas no comprometidas, y el hecho queda ya realizado con éxito.

--Sí; éste es el mejor plan. Además, tiene la ventaja de que las
autoridades inglesas no están acostumbradas a esta clase de sucesos, y
es, por tanto, más fácil pillarlas desprevenidas.

--Tiene usted razón. Las sublevaciones militares son tan desconocidas de
los ingleses como populares entre los españoles.

Baselga, cada vez más entusiasmado y deseoso de ultimar su difícil plan,
sacó de un cajón de su mesa un plano de Gibraltar, hecho por él mismo,
con arreglo a cuanto había visto o estudiado sobre la célebre plaza.
Había en él algunos claros que llenar, y deseaba que aquel inesperado y
valioso compañero le ayudase a corregir errores y le ilustrase en varios
puntos que le resultaban oscuros.

El conde no obtuvo lo que deseaba. El rojo capitán, con tanto aplomo
como precipitación, contestaba a todas sus preguntas; pero a Baselga le
pareció que muchas veces hablaba sin saber lo que decía, y únicamente
por no demostrar su ignorancia.

--Este mozo--pensaba el conde--sabe menos aún que yo. Debe ser un
militar ignorante, como yo lo era en mis buenos tiempos. Pero esto no
importa. Me doy por satisfecho con que sea valiente y sepa hacerse dueño
del Peñón, facilitándome la conquista de Gibraltar.

Baselga guardó el plano y la conversación continuó, mezclándose en ella
el padre Claudio, que hasta entonces había permanecido silencioso y
mirando a los dos interlocutores con la mayor atención, como si le
interesara mucho su diálogo.

--Me decía el capitán, cuando veníamos aquí--dijo el jesuíta--, que
sería necesario que en la empresa entrasen también algunos españoles de
corazón, que no vacilaran al iniciar el movimiento.

--Sí, señor conde--añadió el irlandés--. Cincuenta o sesenta hombres
decididos no estarían de más en el primer instante de nuestra santa
revolución. Servirían para apoderarse de una guardia que pudiera
estorbar nuestros planes, para desarmar una patrulla, o, cuando menos,
para guardar la persona de usted, que es muy necesaria y no debe
exponerse a caer tontamente en manos de las autoridades inglesas.

--Algo de eso había yo pensado--dijo el conde--. Efectivamente, no sería
de sobra ese grupo de hombres, con el cual se aseguraba la iniciativa
del movimiento.

--La cosa no es difícil. Se tienen estos hombres en La Línea, y cuando
llega el día propicio para dar el golpe, se los hace entrar en
Gibraltar con diversos disfraces. En cuanto a sus armas, yo me encargo
de introducirlas sin que nadie se aperciba de ello.

--Lo difícil es encontrar hombres que sirvan para una comisión tan
delicada.

--Difícil es. Yo, como vivo en Gibraltar, conozco mucho la gente que
pulula en el campo fronterizo, contrabandistas y merodeadores, y aunque
son hombres valerosos, aconsejo a usted, señor conde, que no se fíe de
ellos. Son gente borracha y habladora, y contar con ellos es ir a la
perdición, pues no saben guardar un secreto.

--¿A quién buscaríamos?--murmuró el conde con expresión pensativa.

--No es difícil encontrar la gente que necesitamos--dijo el padre
Claudio--. Usted, señor conde, conserva, según muchas veces me ha dicho,
sus relaciones con muchos carlistas de Navarra que hicieron la guerra a
sus órdenes. Estos, por lo regular, son gente dura y aguerrida, ¿no es
eso?

--Se portaron bien a mis órdenes y tengo en ellos absoluta confianza.

--Perfectamente. Pues basta que usted les envíe una carta, diciéndoles
que los necesita para una empresa importante (sin decirles cuál sea),
para que inmediatamente vengan aquí, creyendo que van a hacer algo por
el Pretendiente. ¿Está usted seguro de que le obedecerán?

--¡Oh! Segurísimo. A pesar de los años transcurridos, me quieren y
respetan tanto como cuando yo era su coronel. Algunos han muerto desde
entonces, pero quedan sus hijos, que me obedecerán de igual modo, pues
los he favorecido a todos con mano pródiga, y es imposible que tan
pronto olviden mis beneficios.

--Ya tenemos, pues, lo que deseábamos--dijo el capitán irlandés--. De
entre esa gente escogerá usted cincuenta, los más fornidos y temerarios.

--Escribiré al tío Fermín, de Zumárraga, que fué sargento a mis órdenes
y él se encargará del reclutamiento.

--Además, los armará usted convenientemente. Puede usted comprar
cincuenta carabinas de repetición, de esas que han inventado
recientemente los yanquis. Las tiene almacenadas aquí, y ya le
comunicaré yo desde Gibraltar la forma más adecuada para remitírmelas,
introduciéndolas sin riesgo en la plaza. Todo esto resultará tal vez un
poco caro, señor conde.

--¡Bah!--repuso éste con ademanes de desprecio--. ¿Quién repara en
dinero cuando se trata de una empresa tan grande y que redunda en
beneficio de la Patria?

--Muy bien dicho, amigo Baselga--dijo el padre Claudio con entusiasmo--.
Y, además, si el dinero faltase, aquí estoy yo, o, más bien dicho, aquí
está la Orden, que, aunque pobre, contribuirá cuanto pueda a tan santa
empresa.

El conde dirigió una mirada de gratitud al jesuíta.

La conversación entre los tres hombres se generalizó, y pasaron más de
una hora ocupados en examinar el plan de conquista, apreciándolo hasta
en sus menores detalles.

El capitán O'Conell lo aprobaba todo con entusiasmo, y mostraba a
Baselga una confianza sólo comparable con la que un granadero de la
célebre Guardia Imperial pudiera sentir por Napoleón.

Esto ensorberbecía al conde y atizaba aquella exaltación nerviosa de que
era víctima siempre que examinaba su plan patriótico.

Sólo el padre Claudio le hacía objeciones y le oponía algunos reparos,
siendo de éstos el que más molestaba al conde el empeño del jesuíta en
asociar otras personas a la empresa.

--Me extraña mucho, padre Claudio--decía Baselga--, que una persona tan
culta y prudente como lo es usted, se empeñe en mezclar en este asunto
más personas. Recuerde usted el antiguo refrán: "Secreto de dos, lo
guarda Dios". Aquí somos más de dos, y bastante es con que conozcan el
plan usted, el señor O'Conell y Joaquinito Quirós. ¿Aún quiere usted que
lo conozca más gente? Piense usted que de este modo el secreto puede
desaparecer, y entonces, adiós las probabilidades de éxito, pues si los
ingleses llegan a apercibirse de nuestros intentos, nada podrá hacerse.

A pesar de estas razones el jesuíta no se daba por vencido, y alegaba
otras para demostrar la necesidad de asociar ciertas personas a la
empresa.

--Desengáñese usted, señor conde--decía con expresión de superioridad--;
es preciso que personas respetables, de mi mayor confianza, entren
también en la aventura. Para esta clase de negocios, por muchos que
seamos, nunca resultaremos bastantes. No todo ha de ser combatir y
conquistar. Una vez sea usted dueño de Gibraltar, conviene que forme una
Junta, o lo que hoy se llama, en lenguaje revolucionario, un Comité de
patriotas, que gobierne la plaza, que entienda de todos los asuntos
puramente políticos y que negocie con el Gobierno español, para que éste
no tema a Inglaterra y quiera admitir el regalo que le haremos. Además,
es necesario mover la opinión pública en favor nuestro, para que no se
asuste ante tan estupenda conquista, que podrá traer consecuencias
internacionales, y esto lo ha de hacer el tal Comité, pues usted y
O'Conell no han de estar en todas partes ni ocuparse de todos los
asuntos, pues bastante harán con llevar adelante la cuestión militar.

El conde, después de alguna resistencia, se rindió a las razones de su
amigo, y accedió a la formación del Comité, del que sería él mismo el
presidente, y el vicepresidente un médico afamado y gran patriota, amigo
del padre Claudio.

Después de quedar acordes en todos los puntos, el jesuíta se levantó
para retirarse, y Baselga y O'Conell se abrazaron con una efusión
conmovedora. El capitán irlandés saldría aquella misma noche para
Andalucía, antes que nadie pudiera apercibirse de su estancia en Madrid.

Ya no podrían verse hasta el día del golpe; pero él, por conducto del
padre Claudio, le tendría al corriente de cuanto ocurriese y le avisaría
la fecha en que debía llegar con sus hombres a las cercanías de
Gibraltar.

El jesuíta se negó a que el conde les acompañara hasta la puerta de la
escalera, y al pasar por la antesala y ver al ayuda de cámara del conde,
que le saludaba reverente, dijo con afectación a su acompañante:

--Pocas horas le quedan a usted, "señor doctor", para sus asuntos, si es
que quiere coger el tren de esta noche.

El criado se fijó con curiosidad en el "señor doctor", y el jesuíta, con
un ligero gesto, pareció indicar que esto era lo que deseaba.

Ya estaba el padre Claudio en la escalera, cuando volvió atrás, y con
aire distraído preguntó al criado:

--¿Me has dicho antes que la señora baronesa había salido?

--Sí, reverendo padre. Creo que hoy tiene reunión de cofradía en San
José.

--Lo siento; quería presentarle al doctor O'Conell, ese sabio irlandés
que viene conmigo.

El criado creyó de su deber hacer una profunda reverencia a aquel sabio,
que le volvía las espaldas y bajaba la escalera canturreando.

En la puerta del palacio esperaba una elegante berlina, y a ella
subieron los dos hombres.

Cuando el coche partió, el capitán O'Conell lanzó una carcajada sonora,
que hizo temblar los vidrios de las ventanillas, y dijo a su
acompañante:

--¿Eh? ¿Qué tal, reverendo padre? ¿Soy buen actor? ¿Sé desempeñar bien
una farsa? De seguro que vuestra reverencia no esperaba tanto de mí.

--Has estado bien, Daniel Clark, y no desmientes que eres hijo del viejo
James Clark, que en su tiendecita de Gibraltar se ha acreditado como el
más astuto truhán que compra, cambia y presta a todo el mundo. Tenías un
aire completo de militar inglés, y nadie hubiese dicho que te has pasado
la vida regateando con los judíos del Peñón, prestando al doscientos por
ciento o embarcando contrabando.

--¡Oh! Para fingir me reconozco con algunas facultades; puedo
asegurarlo, aunque falte con ello a mi natural modestia.

--Ahora, truhán, lo que debes hacer es salir esta misma noche de Madrid.
Vete a Gibraltar, o al infierno; lo importante es que aquí nadie se
pueda fijar en ti. En ciertos negocios tiene más mérito que el trabajo
el saber desaparecer a tiempo.

--Me iré; perded cuidado. El valiente capitán O'Conell toma el petate,
o, si os parece mejor, el señor doctor se va. Y, a propósito, una
pregunta, reverendo padre: ¿qué es eso de señor doctor?

El padre Claudio contempló el gesto de malicia con que su compañero le
hacía esta pregunta, y fríamente, subrayando sus palabras con aquella
sonrisa especial, tan temida por algunos, le dijo:

--Señor Clark, hay cosas que muchas veces producen al que las sabe
terribles daños; por tanto, hará usted muy bien en no querer averiguar
el por qué le haya yo llamado así o de otro modo. He dicho "señor
doctor" porque me ha dado la gana. Ya está usted contestado; ahora, cada
uno a sus negocios.



XXI

La confesión.


La Colegiata de San Isidro, a las cinco de la tarde, ofrecía el aspecto
sombrío, frío y desnudo que presenta toda iglesia a la hora en que los
fieles no llenan sus naves y los santos quedan en esa soledad absoluta y
vacía, semejante a la de los muertos en olvidado cementerio.

No había bajo las sombrías bóvedas del templo otros vestigios de la
vida exterior que los hilillos del mortecino sol, que, filtrándose por
las altas y pintadas ventanas, trazaban en la pared frontera algunas
tibias manchas de luz, y el zumbido que la calle de Toledo, arteria
popular, siempre rebosante en vida y movimiento, lanzaba al interior del
desierto templo.

En las sombras que envolvían el altar mayor y en la obscuridad de las
capillas laterales, brillaban algunos cirios y lámparas, con la misma
luz indecisa y tímida de las estrellas entre los nubarrones de una noche
tempestuosa, y de vez en cuando, el suelo conmovíase, repercutiendo con
agigantada vibración la pisada del sacristán y los acólitos, que iban de
un lugar a otro, ocupados en faenas de embellecimiento y aseo.

Golpes sordos sonaban en las capillas, anunciando la "toilette" de los
santos, que los dependientes de la iglesia hacían con sus zorros,
sacudiendo el polvo a los mantos bordados y a las cabezas de cartón
piedra, que a la mañana siguiente, rodeados de cirios y de flores,
habían de recibir la oración de los fieles, arrodillados reverentemente
ante ellos.

Las gastadas baldosas exhalaban perniciosa humedad donde no estaban
cubiertas por una áspera estera de esparto, mugrienta y gastada por el
roce continuo de pies y rodillas, y en el ambiente se respiraba ese
calor pegajoso y caliente propio de los locales donde muchos respiran y
es escasa la ventilación.

Sentadas en taburetes de tijera estaban cerca del altar mayor unas
cuantas viejas que permanecían inmóviles, confundiendo sus perfiles en
la sombra, y con todo el misterio y el aspecto tenebroso de las brujas
que aguardaban a Mácbeth al borde del camino.

Cada vez que la cancela de la gran puerta se abría, anunciándolo el
chirrido de sus viejos goznes y el sordo chocar de las maderas, las
viejas volvían la cabeza con curiosidad, y una vez se borraba la mancha
de luz que dejaba entrar la puerta entreabierta, volvían a su
inmovilidad de momias y seguían en sus asientos, convencidas de que ya
que nada tenían que hacer, era mejor permanecer en el templo, que ya
consideraban como su propia casa.

Oyóse el ruido de un carruaje, que paró a la puerta de la iglesia y esta
vez la curiosidad de las beatas fué mayor.

Abrióse la cancela y entraron dos señoras, vestidas de negro y con
mantilla.

Las viejas pudieron ver bien a aquellas dos elegantes, que se
persignaban en el espacio de luz que dejaba entrar la puerta, todavía
abierta; pero no las conocieron.

No era extraño, pues la baronesa de Carrillo y su hermana Enriqueta
visitaban muy de tarde en tarde la iglesia de San Isidro, a la que no
tenían gran afición por estar enclavada en un barrio popular y ruidoso.

En cambio, el padre Claudio la tenía gran cariño; llamábale su templo, y
a él hacía ir a cuantas amigas merecían el alto honor de que él las
oyera en confesión. La Colegiata de San Isidro la consideraba él como
una finca propia, y relataba a los allegados que le pedían el motivo de
tal predilección, cómo uno de sus antecesores en la dirección de la
Compañía en España, la había construido en 1561 con los legados que para
tal objeto dejó la Emperatriz de Alemania doña María.

Buscando, pues, al padre Claudio iban las dos señoras a tal iglesia, y
cuando se vieron envueltas por completo en las tinieblas esparcidas por
las naves, sus ojos, acostumbrados a la luz del sol que bañaba las
calles, no pudieron distinguir lo que les rodeaba.

Enriqueta se asió a la falda de su hermana, y ésta fué avanzando con
cierta seguridad, dando a entender que el terreno no le era del todo
desconocido.

--A la derecha--murmuraba la baronesa--, en la penúltima capilla, está
el confesonario. Allí vendrá.

Y acostumbrada a aquella oscuridad en la que se iban marcando los
perfiles de los objetos, avanzó rectamente hacia el punto que indicaba,
llevando siempre a remolque a su hermana.

Cuando llegaron a la capilla sentáronse en un banco de madera, que ceñía
el fuste de una columna, y aguardaron pacientemente. La baronesa sacó de
su manguito un elegante rosario de oro y perlas, y se puso a rezar.
Enriqueta abismóse en sus pensamientos.

Iba a confesarse con el padre Claudio, accediendo a los ruegos de la
baronesa, que ya no la maltrataba, como dos meses antes, contentándose
ahora con rogarle con aire imperativo.

Doña Fernanda, que respetaba mucho a su padre, el conde, sólo porque le
temía, se había abstenido de seguir educando a su modo a Enriqueta, y
procuraba no hablar ni incidentalmente de aquella pasión, cuyo
descubrimiento tan grave escándalo había producido.

La ausencia de Tomasa, su eterna rival, la tranquilizaba, comprendiendo
que esto alejaba el peligro de que volvieran a reanudarse los amoríos de
su hermana con aquel capitán Alvarez, contra el que ella sentía un odio
mortal.

La afición que el conde de Baselga había adquirido recientemente a la
vida de los salones, y a la que arrastraba a su hija, inquietaba un poco
a la baronesa, que temía que la coquetería elegante borrase a Enriqueta
las huellas de la educación mística que se había esforzado en darla.

Una cosa tranquilizaba a doña Fernanda, y era la seguridad de que su
hermana, obedeciendo a su padre, había roto sus relaciones con el
capitán Alvarez. Esto lo sabía por el padre Claudio, que la había
manifestado algo de su conferencia con el militar, aunque cuidándose de
ocultar ciertos detalles.

Enriqueta era para ella más fácil de dominar olvidando aquel amor que
cambiaba completamente su carácter y convertía en altivez e
independencia su habitual humildad.

Un día tuvo doña Fernanda un disgusto. Al pasar junto a una ventana de
su salón, vió parado en la acera de enfrente al capitán Alvarez, que
espiaba la casa como buscando una ocasión para comunicarse con su amada.

El militar estaba en una situación que juzgaba insostenible. Nada sabía
de Enriqueta; había buscado al padre Claudio varias veces, sin lograr
nunca encontrarlo, e ignoraba cómo marchaba la negociación amorosa que
le había encargado, como también si la joven sentía por él algún cariño
o había olvidado totalmente su pasión, siendo verdad cuanto le decía en
la funesta carta.

Por esto, agitado por crueles dudas y deseoso de salir de ellas cuanto
antes, el capitán rondaba la casa de Baselga con la esperanza de
encontrar el medio de hacer que llegase una carta suya a Enriqueta. Por
desgracia, tropezaba con obstáculos do quiera se dirigía. La servidumbre
huía de él, haciéndose sorda a sus ruegos por temor a la ira del conde
de Baselga, y Enriqueta no se asomaba nunca a los balcones, y si salía
de casa, era acompañada siempre por su hermana o su padre.

La baronesa se alarmó ante aquella inesperada aparición. ¡Cómo! ¿El
botarate todavía insistía en sus pretensiones amorosas? Habría que
consultar el asunto con el sabio jesuíta.

Este no mostró extrañeza alguna al tener noticia de los actos de
Alvarez. Limitóse a sonreir, como siempre, y con tono de omnipotencia
aseguró que él tenía el medio para anular y hacer desaparecer a aquel
hombre peligroso; y que si no lo hacía inmediatamente, era porque aún no
había llegado la hora oportuna.

A pesar de esto, los dos compadres religiosos trataron con interés del
porvenir de Enriqueta, asunto que les preocupaba. Había llegado, según
la opinión del padre Claudio, el instante oportuno para trabajar.
Enriqueta era probable que, deslumbrada por el brillo de la vida
elegante, se hubiese olvidado de aquel amor romántico, obstáculo hasta
entonces de gran importancia, y resultaba necesario reconquistar
prontamente su voluntad, antes que echasen raíces en ellas las
seducciones del gran mundo y se comprometiese amorosamente con algún
joven que, por su nacimiento y su fortuna, admitiese el conde de Baselga
como yerno.

Para desviar a Enriqueta del camino en que estaba y atraerla nuevamente
a la senda de la devoción, disponía de un medio tan seguro y poderoso
como es el confesonario, y quedó decidido que doña Fernanda, con su
hermana, fuesen al día siguiente a la Colegiata de San Isidro, donde el
buen padre tenía su cajón, en que depositaban sus extravíos todas las
pecadoras de la aristocracia.

Por esto, a la caída de la tarde del día siguiente, las dos hijas del
conde de Baselga entraban en la iglesia de la calle de Toledo.

El padre Claudio no había llegado aún, y mientras se retardaba el
instante de la confesión, Enriqueta pensaba con terror en aquel acto en
que tendría que revelar todos sus secretos a un sacerdote, que a pesar
de sus amables sonrisas y pegajosas bondades, le inspiraba siempre un
terror casi supersticioso.

Era la primera vez que se confesaba con el padre Claudio. Hasta
entonces, el sagrado depositario de todas sus faltas había sido el mismo
director espiritual de la baronesa, aquel padre Felipe, en quien ella
reconocía instintivamente una imbecilidad inalterable, y que oía su
confesión con la boca seca, brillantes los ojos, algo temblonas las
manos, y complaciéndose en enviar a través de la mugrienta rejilla hasta
aquel rostro aterciopelado, su caliente resuello cargado de los vapores
grasientos de una digestión larga y difícil.

El padre Felipe era benévolo hasta la exageración. Todo lo encontraba
bien, todo lo excusaba, y si la joven parecía reservarse algo en su
confesión, él tampoco mostraba gran interés en descubrirlo.

Pero, ¡el padre Claudio!... Este nombre alarmaba a Enriqueta, quien, si
en aquellos momentos de espera estaba pensativa, era porque rebuscaba en
su imaginación el medio de salir del atolladero, evitando decir cosas
que ella tenía gran interés en ocultar.

Resonó débilmente el pavimento con unos pasos menudos y ligeros, que
parecían de mujer y en el oscuro arco que daba entrada a la capilla,
dibujóse el contorno de un clérigo, al mismo tiempo que la mortecina luz
de una lámpara hacía surgir de la sombra el rostro del padre Claudio,
dándole un tinte rojo.

Las dos mujeres se levantaron respetuosamente, y el jesuíta pasó ante
ellas grave, contra su costumbre, limitándose a saludarlas con una
ceremoniosa inclinación de cabeza.

El acto comenzaba con la gravedad necesaria para que la joven
comprendiese que no iba a confesarla el amigo de su familia, que iba con
frecuencia a reir y decir bromitas en el salón de doña Fernanda, sino el
ministro de Dios.

Oyóse el choque seco de la portezuela del confesonario al cerrarse,
revolvióse la abultada sotana, para encontrar una posición cómoda en el
asiento, y la baronesa dió un suave empujón a su hermana, diciendo con
tono imperativo:

--¡Anda!

Se arrodilló Enriqueta a uno de los lados del confesonario, junto a la
rejilla que servía para confesar mujeres, y con voz trémula y
balbuciente comenzó a runrunear el "Yo, pecador, me confieso...".

Tan turbada estaba, que se equivocó por dos veces, y volvió a empezar,
como si deseara que se retardase el para ella terrible momento.

Dentro del confesonario, con las manos juntas y la actitud estática de
un brahmán indio, que, tras cuarenta días de ayuno absoluto contempla a
Dios cara a cara, estaba el padre Claudio, esperando pacientemente.

Por fin terminó la joven su oración y acercó su rostro a la rejilla,
pegajosa por la humedad y la grasa que en ella habían dejado toda clase
de respiraciones.

Lo que pensaba Enriqueta al comenzar su confesión era que el padre
Claudio se perfumaba demasiado, pues su olfato sentía la picazón del
almizcle que exhalaba la sotana del elegante jesuíta. El perfume
favorito de las modistillas y camareras comenzaba a marearla.

--¡Ave María Purísima!--dijo con voz débil.

--¡Sin pecado es concebida María Santísima!--contestó el jesuíta con su
meliflua voz--. ¿Hace mucho tiempo que no te has confesado?

--Más de dos meses, padre mío. Antes iba muy a menudo con Fernanda a
confesarme con el padre Felipe, pero ahora he tenido ocupaciones y no me
ha sido posible venir hasta hoy. El papá me decía siempre que más
adelante me confesaría...

--¡Vaya con las ocupaciones!--dijo el jesuíta con tono jovial--. Es
preciso--añadió--que no te descuides tanto en limpiar tu alma, y que
antes de obedecer a tu papá, pienses en obedecer a Dios. Vamos,
adelante. ¿De qué pecados te acusas, hija mía?

Puesto el asunto en este terreno, Enriqueta cobró un poco de confianza.
Ya llevaba ella preparado todo un bagaje de pecados veniales y sin
importancia, que había estado rebuscando en su memoria la noche
anterior. Para confesarse era preciso decir algo, tener actos de que
acusarse, pues la Iglesia no puede creer que una persona honrada pase
dos meses sin faltar a todas las leyes divinas y humanas, y por esto, la
joven se echó a cazar pecados por el campo de la imaginación, y unos
reales y otros inventados, formó con todos ellos un murallón diabólico,
tras el cual quería ocultar el más gordo, o sea sus amores con Esteban
Alvarez. Este pecado sí que no lo decía ella al padre Claudio, aunque
los demonios la pellizcasen con tenazas de hierro ardiente.

La confesión comenzó, y Enriqueta fué desarrollando la espantosa serie
de pecados horribles que la noche anterior había almacenado en su
memoria. Ella se acusaba de que tenía mal corazón para los animales y de
que martirizaba a los gatos de su casa; de que reñía muchas veces sin
motivo alguno a los criados y tenía gusto en desobedecer a su hermana;
de que cuando ésta rezaba el rosario ella se dormía o pensaba en las
funciones de teatro a que le llevaba su padre; de que el demonio la
martirizaba, haciéndola que le gustasen más las arias italianas del
Teatro Real que los gozos que la enseñaba la baronesa; de que en el
último baile de la Embajada alemana, en unión de algunas amiguitas, se
había burlado de otra que llevaba un traje muy feo; de que en las noches
frías prefería rezar sus oraciones entre las calientes sábanas a estar
arrodillada al pie de la cama..., y así seguía a este tenor horripilante
aquella confesión en que los hechos más inocentes se presentan con
importancia afectada, queriendo hacerlos pasar por pecados terribles.

El padre Claudio escuchaba tranquilamente, aunque de vez en cuando se
removía nerviosamente en su asiento, como si se impacientara, en vista
de la marcha que seguía aquella confesión. La muchacha resultaba algo
ladina, y así lo pensaba el jesuíta, quien quería comprometerla en otra
clase de revelaciones.

Calló Enriqueta y entonces preguntó el sacerdote:

--¿Nada te queda por decir? ¿No tienes más pecados?

--No, padre.

--¿Estás segura de ello?

--Creo que sí, padre mío.

El padre Claudio se revolvió vivamente en su asiento. Decididamente, la
muchacha se presentaba reservada, y habría que emplear algún trabajo
para lograr que confesase sus secretos amorosos.

--Piensa, hija mía--dijo el cura--a lo mucho que te expones si ocultas
un pecado. Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que viva y se
arrepienta, es inexorable con los seres que ante el tribunal de la
confesión ocultan intencionadamente algunas de sus faltas. Este lugar es
la piscina espiritual donde se limpian las almas de toda mancha, y quien
aquí oculta una parte de su ser por mezquinas pasiones, es un réprobo
que se niega a recibir la gracia de Dios, y a quien éste castiga con
mano fuerte. El que oculta algo a su confesor, engaña a Dios, y el Señor
ha de indignarse forzosamente cuando se ve engañado por una miserable
criatura.

El jesuíta hablaba con tono severo; vibraba su voz terriblemente, como
si fuese la de la divina cólera, y Enriqueta temblaba atemorizada por
las amenazas del confesor.

Este no quiso extremar el santo terror de la joven y añadió, haciendo su
voz menos imponente:

--Hay ejemplos de los graves males que han sufrido muchos infelices que
pretendieron ocultar a sus confesores algunos de sus pecados. Recuerdo
justamente ahora lo que leí en un libro piadoso digno del mayor crédito,
acerca de lo ocurrido a una joven y hermosa princesa en tiempos ya
lejanos. Ocultó a su director espiritual varios pecados de amor, y el
sacerdote, engañado por la que creía una joven candorosa e inocente, le
dió la absolución. ¡Ojalá la princesa hubiese dicho todos sus pecados
sin ocultar ninguno! Apenas volvió a su palacio, sintió su pecho
oprimido por una gran angustia; un fuego infernal le abrasaba el corazón
y por su garganta sentía subir algo que la ahogaba y la hacía estremecer
con su contacto viscoso. Tuvo una espantosa convulsión y de su boca
salieron disparadas esparciéndose por el aire e impregnándolo todo de un
irresistible olor a azufre, las más infernales apariciones. Serpientes
verdes y repugnantes que se enroscaban en complicados anillos, echando
llamas por las temblonas bocas; diablejos que hacían espantosas
contorsiones y obscenas cabriolas; sapos negros manchados de colorado,
que hacían repicar las campanillas que llevaban pendientes del cuello y
cuyo sonido ponía los pelos de punta; en fin, cuantas apariciones
espantables y horripilantes pueden creerse en el infierno. ¿Sabes, hija
mía, lo que era aquéllo?

El padre Claudio se detuvo para excitar mejor la temerosa curiosidad de
Enriqueta y apreciar el efecto que en ésta causaba la relación. Después
añadió con acento de religioso terror:

--Pues eran los pecados que aquella infeliz había ocultado a su confesor
y que salían bajo tan horribles formas, por no poder estar más tiempo
encerrados en un cuerpo que la absolución había santificado. Los
pecados; al salir, ahogaron a la princesa, cuya alma indudablemente,
está ahora ardiendo en el infierno. Piensa, hija mía, a cuan terribles
castigos se expone la miserable criatura que intenta ocultar su
conciencia a Dios.

El padre Claudio había logrado su objeto. Conocía el verdadero carácter
de Enriqueta, el gran predominio que en ella tema la imaginación sobre
las demas facultades, y, por tanto, obraba acertadamente para sus
planes, relatando aquella leyenda estupida, sacada de uno de esos
antiguos libros de devoción, que tanto utilizan los confesores para
asustar a las mujeres y los niños.

Enriqueta estaba horrorizada por la terrible muerte de aquella princesa,
y con los ojos de su viva imaginación, pronta siempre a dar cuerpo y
vida a todos los pensamientos, veía el asqueroso coleo y las cabriolas
incesantes de los pecados ocultados al confesor, y hasta por una
aberración de los sentidos, las exhalaciones almizcladas del jesuíta le
parecían oler a azufre.

¿Si iría a ahogarla a ella aquel pecado de amor, que tan cuidadosamente
quería ocultar?

No necesitó el jesuíta de grandes esfuerzos para arrancar a la joven la
revelación que ella tanto se había esforzado en evadir. Llorosa y
suspirando, pero al mismo tiempo con la satisfacción del que, arrojando
un peso comprometedor, se libra de un peligro, relató al confesor sus
amores con Alvarez, aunque haciendo la salvedad de que ella creía
siempre que aquello no podía ser pecado.

El padre Claudio mostraba indignación. ¿Cómo que no era pecado? Y no
venial, sino grave, resultaba el comprometerse en amoríos una joven a
quien su familia destinaba a Dios, convencida de que sentía una santa
vocación por la vida monástica.

El jesuíta, oyendo el relato de aquellos amores, mostraba gran
curiosidad, especialmente al tratarse de los paseos matutinos por el
Retiro, únicos momentos en que los dos amantes se veían de cerca.
Mostrabase el jesuíta ávido de detalles y varias veces interrumpió a la
joven, dirigiéndola preguntas que en parte no comprendió, pero que la
hicieron ruborizar.

Era la primera vez que Enriqueta oía hablar de aquellas tretas amorosas,
pero obscenas, y, avergonzada, contestaba negativamente, extrañándose de
que un sacerdote le hiciera tales preguntas, y de que creyera a ella y a
Alvarez capaces de tales locuras, burlando la vigilancia de Tomasa, que
los seguía.

El buen padre manifestó la misma expresión de desaliento del cazador que
cree haber encontrado un rastro y al fin no halla nada, y siguió
interrogando a la joven, hasta que se creyó bastante enterado de
aquellos amores desde el principio al fin.

--Ese es, hija mía--dijo, cuando la joven terminó la revelación--, el
más grave pecado, pues los demás que has confesado nada son al lado de
tales amores. Afortunadamente has acudido a tiempo a lavar tu alma y a
librarte del demonio de la voluptuosidad, que te posee.

--Pero, padre mío, ¡si ya no existen tales amores! ¡Si yo, por orden de
papá, escribí una carta rompiendo mis relaciones con el capitán!

--No importa; tú le amas. Se conoce en tu modo de expresarte que no has
olvidado aún a ese hombre, y es preciso, si quieres salvar tu alma, que
de ella se borre la huella de un amor vergonzoso.

Enriqueta, que tanto había temido revelar sus amores al jesuíta, ahora
que se veía ya descubierta había recobrado su serenidad y sentía renacer
su carácter, que era doble, pues si en ciertas circunstancias se
mostraba débil, y como propio de un ser automático, en otras daba a
conocer una energía y una independencia verdaderamente inesperada.

--Pero padre--dijo con resolución--, ¡yo creía que un amor puro no era
tan enorme pecado!

--Estás en un grave error, hija mía, y sin duda, el diablo te mantiene
en él. La joven que no sienta temor al pensar en las penas del infierno,
la que no quiera ir al cielo, esa puede entregarse a ese amor puramente
terrenal, que no es, en el fondo, más que una torpe pasión; pero la que
desee figurar después de su muerte entre las bienaventuradas y gozar las
delicias celestes, debe huir de las falsas dichas terrenales dedicándose
al único amor cierto, al que no engaña, a ese amor ardiente a Dios, que
tan célebre hizo a Santa Teresa. En una palabra: dónde quieres ir tú
después de la muerte, ¿al cielo o al infierno?

No había perdido el tiempo la baronesa educando a su hermana. La gran
preponderancia que en ésta tenía la imaginación, convertíala en ciertos
momentos en una visionaria; la continua lectura de leyendas piadosas, le
había hecho formarse un horrible y exacto concepto del diablo y sus
maléficas hazañas; cerrando los ojos, veía a Satanás, con su horrible
catadura, y no podía oir hablar del infierno sin estremecerse de pies a
cabeza.

--Al cielo; quiero ir al cielo--contestó con ansiedad, como si ya oyera
en la sombra los pasos del demonio, que se acercaba para cargar con
ella.

--Pues para ir al cielo es preciso, hija mía, estar en estado de
santidad, y este estado los que más fácilmente pueden adquirirlo son los
célibes o las vírgenes. Tú, indudablemente, procediendo como joven
honrada, querrías contraer matrimonio con ese hombre que decía amarte.
¿No es esto?

--Sí, padre.

--Pues bien; el matrimonio, aunque muchos no lo crean así, es lo más
opuesto al estado de santidad y el camino más recto para ir al infierno.
No soy yo quien lo digo, sino la Santa Madre Iglesia, que no puede
engañarse jamás.

--¿Y cómo es que la Iglesia casa a la gente?--preguntó Enriqueta con
ingenuidad terrible.

--Es necesario el matrimonio, pues de lo contrario acabaría la
procreación, y el mundo quedaría desierto. La Iglesia lo consiente, mas
no por esto aconseja el matrimonio, pues sabe que para ganar el cielo
sirviendo a Dios, no basta la virginidad del alma, pues es necesario
también conservar la del cuerpo. ¿Has oído tú hablar del Santo Concilio
de Trento?

--Sí, padre--contestó Enriqueta, que algunas veces había oído tal nombre
en boca de los contertulios de su hermana aunque no estaba muy segura de
lo que pudiera significar.

--Fué una santa reunión de todas las lumbreras de la Iglesia, sobre cuya
augusta frente descendió el Espíritu Santo. Allí se distinguió por
primera vez nuestra sagrada Compañía de Jesús, y se dictaron cánones
sobre el matrimonio, que afirman esto que te digo. Oye lo que dice el
Canon X, y recuérdalo siempre: "Si alguno dijese que el estado de
matrimonio debe preferirse al estado de virginidad y de celibato, y que
no es mejor y más venturoso permanecer en la virginidad o en el celibato
que casarse, sea anatema." Anatematizados son, pues, por la Iglesia, los
que no creen que la virginidad es el procedimiento más seguro para ir al
cielo, como lo prueba el celibato de los sacerdotes, fieles
representantes del Altísimo, y el de las religiosas, dulces esposas del
Señor. Ahora, ya lo sabes; ya estás advertida por mí, que en estos
momentos hablo por inspiración del cielo; cásate si ésta es tu voluntad
y lo permite tu familia, pero está segura de que vas rectamente camino
del infierno.

--No, padre mío; no me casaré. Además, he roto ya toda clase de
relaciones con el hombre que amaba, y hoy mi corazón está vacío.

--No basta esto. Es preciso que ese corazón lo llenes con el santo amor
a Jesús crucificado, divino Esposo de todas las jóvenes destinadas a
gozar en el cielo una eterna dicha.

--¡Amaré a Dios, padre mío! Yo se lo aseguro. Hoy no le amo aún como
debiera, pero con el tiempo...

--La oración y la humildad harán más que cuantos esfuerzos de ánimo
intentes. Obedéceme a mí siempre; sigue los consejos de tu hermana, que
es casi una santa, y no dudes que éste es el camino que te conduce a la
eterna felicidad.

--Mi hermana desea hacerme monja.

--Es porque te quiere con verdadero cariño; porque se interesa por tu
dicha. ¿Te sientes con fuerza para entrar en un convento?

--¡Yo!... No sé. En este instante creo que sí; pero después...

--Eso es, porque como muy bien has dicho antes, no amas aún a Dios
verdaderamente. Cuando te sumas en la inmensa felicidad que produce
entregarse en cuerpo y alma a la contemplación de la felicidad, cuando
sigas fielmente mis consejos, entonces tú serás la más interesada en
abandonar el mundo y pedir la vida religiosa. Serás monja y nos
agradecerás a tu hermana y a mí el cuidado que nos hemos tomado por tu
alma.

--¿Y mi papá?--preguntó Enriqueta, que al hablar del convento recordaba
la oposición de su padre.

--¿Se opone acaso a tu vocación?

--Sí; un día me dijo que prefería verme muerta antes que monja.

--Eso es, sin duda, una obcecación lamentable del señor conde. Yo, que
como sabes, le trato con asiduidad, estoy convencido de que las
desgracias le han perturbado bastante, y que muchas veces no piensa bien
lo que dice. Su oposición será fácil de vencer.

Enriqueta hizo un gesto, como indicando que no creía fácil disuadir al
conde.

--Además--continuó el jesuíta--, los obstáculos que tu padre pueda
oponer a tu vocación no deben torcer ésta. Los padres sólo tienen
potestad sobre sus hijos cuando se trata de asuntos puramente
terrenales; pero cuando un alma privilegiada quiere elevarse sobre las
miserias mundanas y volar directamente a Dios, un padre es poca cosa
para impedir tan sublime designio.

Enriqueta escuchaba con instintiva extrañeza tales palabras. El padre
Claudio apercibióse del efecto que en su penitente producían sus
afirmaciones y se apresuró a añadir, apelando al procedimiento
casualista, propio de los jesuítas.

--No es esto decir que se debe desconocer y despreciar la autoridad de
los padres; pero todo tiene su límite en este mundo, y ante Dios deben
enmudecer las jerarquías y los privilegios creados por la sociedad.
Nuestra santa Compañía, que por ser la que más hombres eminentes ha
contado en su seno, se ha ocupado de todos los problemas que pueden
surgir en la vida cuando se trata de servir a Dios, tiene previsto el
caso en que la voluntad del padre se oponga a los sentimientos
religiosos del hijo. Ilustres escritores de la Compañía de Jesús han
publicado libros en que se marca lo que deben hacer los hijos cuando por
culpa de sus padres ven en peligro su piedad y su salvación eterna. El
padre Estevan Facúndez, jesuíta portugués, en su "Tratado sobre los
Mandamientos de la Iglesia", que publicó en 1626, dice que los hijos
católicos pueden denunciar a sus padres, si son herejes y no creen en su
religión, y hasta pueden, sin caer en pecado, asesinarlos, si intentan
obligarlos a abandonar la fe. Otro jesuíta español, el padre Dicastille,
en su libro "De la Justicia del Derecho", cree del mismo modo que un
hijo puede hasta asesinar a su padre si éste le impide ser buen
católico. Del mismo modo han hablado otros respetables escritores de la
Compañía, que no creo necesario citarte, y ya ves que cuando la Iglesia,
por boca de nosotros, que somos sus más legítimos representantes,
autoriza a un hijo, en cuestión de religión, para que mate a su padre,
bien puede aconsejar a una hija que desobedezca a su padre también, que
desprecie sus mundanales consejos y que procure, ante todo, salvar su
alma, haciéndose esposa del Señor.

Enriqueta parecía convencida.

Allá dentro, en lo más profundo de su cerebro, le escarabajeaba cierta
duda sobre la bondad y la lógica de las doctrinas del padre Claudio;
pero esto en una joven ignorante e impresionable, como era ella, no
pasaba de ser un fugaz chispazo, y, arrastrada por su fe, atribuía la
ligera duda a una pérfida sugestión del demonio, que todavía intentaba
poseerla.

--No; tu padre no se opondrá--continuó el jesuíta--. Y si se opusiera,
el cielo se encargaría de defenderte y de barrer tales obstáculos.
¡Quién sabe lo que Dios habrá dispuesto contra tu padre, en vista de su
impía obstinación!

El jesuíta dijo estas palabras con tono tal, que Enriqueta se
estremeció, presintiendo en ellas una amenaza.

Por algunos momentos permanecieron silenciosos confesor y penitente, y,
al fin, el padre Claudio, como arrancándose de una grave meditación,
dijo a Enriqueta:

--Es preciso, hija mía, que te decidas; que tomes una resolución y sepas
sostenerla con energía. Ahora es tiempo para escoger el porvenir. Estás
en el cruce de dos caminos: el del cielo y el del infierno. Si eres
débil, si te sientes seducida por las míseras pompas terrenales, si
ocultas tu escasa fe, diciendo que quieres obedecer a un padre que
tiene tendencia a la impiedad, entonces toma el camino del infierno;
pero si quieres ir al cielo, sacrifica el mísero cuerpo, renuncia para
siempre a los goces de la materia, guarda un alma virgen en un cuerpo
intacto, huye de la maldita sociedad y enciérrate en un convento, lugar
seguro, donde se alcanza la vida eterna. ¿Por quién te decides? ¿Por
Dios o por el demonio?

--Por Dios, padre mío; yo amo a Dios sobre todas las cosas, como manda
el catecismo.

--Muy bien, hija mía. Ama al Señor, que él te recompensará con creces.
¿No olvidarás esta resolución? ¿No sentirás flaqueza de ánimo?

--No, padre mío. Estoy resuelta.

--Por si algún día te tienta el diablo con los esplendores del mundo,
pretendiendo apartarte de la buena senda, piensa que esta existencia que
arrastramos es cosa débil y efímera, que a los ojos de la eternidad
tiene tanta duración como el fugaz relámpago ante nuestros ojos. ¿Qué es
la vida? Unas cuantas docenas de años, que la criatura humana malgasta
en satisfacer su ambición o en apagar su sed de placeres, sin pensar en
ponerse bien con Dios, ni menos en que más allá de la tumba está la
verdadera vida, la que no acaba nunca, la existencia eterna, y que lo
que aquí hacemos sirve para estar por los siglos de los siglos nadando
en un piélago de felicidad celeste o sumido en un infierno de horrores.
Mira a esas mismas mujeres que te rodean en los salones y que se llaman
tus amigas. Son honradas, no lo dudo: cumplen sus deberes de esposas,
hermanas e hijas: no hacen mal, al menos con deliberada intención: pero
viven totalmente olvidadas de Dios, y no piensan un solo instante en
poner bien su alma para el día en que les sorprenda la muerte. No
piensan más que en el presente, no lanzan una sola mirada al porvenir:
su dios es la moda: su devoción, el amor: sus oraciones, estúpidos y
dulzones galanteos, e ignoran, ¡oh, desgraciadas!, que llegará el día de
la ira, el día de la desolación, en que el Señor juzgará a los buenos y
a los malos, a los que le han amado y a los que le han desconocido, y
entonces esas carnes, ahora tan cuidadas y frescas, chirriarán al
contacto del infernal fuego: sus blondos cabellos se convertirán en
ondulante corona de azuladas llamas: sentirán en el pecho una angustia
enloquecedora, y para apagar su inmensa sed sólo tendrán sus amargas
lágrimas. Ya los alegres violines del baile o del teatro no las
arrullarán con sus gratos sonidos: gritos de agonía, espantosas
maldiciones, rugidos de dolor, llegarán a sus oídos, como horrísono
concierto de los desesperados réprobos; y danzarán sin tregua ni
descanso, pero no será como ahora, por puro placer, sino para librar sus
pies de las enrojecidas brasas, de los viscosos monstruos, de los agudos
puñales que forman el pavimento del infierno. ¡Ah, infelices los que
ahora se divierten unos cuantos años, para vivir agonizando durante una
eternidad!

Conocía perfectamente el jesuíta el carácter de la joven, y sabía
manejar a su placer aquella viva imaginación, por la que pasaban las
ideas atropelladamente, aunque detallándose y tomando el relieve de los
hechos reales.

Aquella peroración de tonos apocalípticos era para Enriqueta una especie
de linterna mágica, cuyos cuadros la aterraban. Ella, con los ojos de la
imaginación, veía a Dios iracundo, ofendido y deseoso de venganza,
arrojando las almas en el infierno, y sobre el suelo, tapizado de
monstruos y brasas, por entre las crepitantes y azules llamas,
distinguía a todas sus compañeras, las flores de la aristocracia
madrileña, desnudas y chamuscadas, apestando a grasa quemada y arrojando
raudales de lágrimas por los ojos, implorando en vano la misericordia
divina y lanzando lamentos de loca desesperación.

No, ella no quería verse así; no quería ir al infierno; deseaba ser
esposa de Jesús, y llevada del religioso egoísmo, propio de las
visionarias, se prometía no dejarse tentar más tiempo por las
seducciones mundanas, renunciar al amor y desobedecer a su padre, si es
que éste se oponía a que entrara en un convento, impidiéndola que
salvara su alma.

Pero, ¿qué era aquello que con tono tan agradable resonaba en su oído?
¿De dónde procedía una armonía tan deliciosa? Era el padre Claudio, que
seguía hablando; pero su acento enérgico y aterrador había tomado una
entonación dulce y meliflua.

--¡Cuán distinta es la suerte de la mujer que dedica su existencia a
Dios! Ella ve claramente lo que es el mundo, y con la vista fija en el
porvenir sabe despreciar el presente por lo futuro. Renuncia a las
pompas y las dulzuras humanas, pero, en cambio, goza la eterna
felicidad, y cuando su alma queda libre de la terrena envoltura, paséase
por las celestes salas, conversa con los bienaventurados, oye el
arrobador concierto de los angelicales coros, y se sumerge en el
esplendor de sublime luz que circunda la persona de Dios,
estremeciéndose con los arrebatadores espasmos del más sublime placer.
La lengua humana es pobre para describir la inmensidad de dichas que se
gozan en la mansión de los justos, pero bástate, para imaginar cuán
grande será la celestial felicidad, pensar que es Dios el que todo lo
puede y todo lo sabe, quien dispone y prepara los goces de los
bienaventurados. Cuando se considera lo poco que cuesta ganar tanta
dicha, es cuando mejor se comprende la inmensa bondad del Señor. ¿Qué
sacrificios exige? Nada. Renunciar a los engañosos placeres que
proporciona el demonio durante el poco tiempo que dura la vida de la
humana criatura. Y a más de esto, ¡cuán llena de dichas está la
existencia de la feliz esposa de Jesucristo! Vive alejada de las
miserias del mundo y los dolores sociales; las penas que engendra la
familia, la maldad y la murmuración de los hombres, vienen a estrellarse
contra los muros del convento. Dentro de él, la mística esposa es libre,
independiente, se ha despojado del peso de las preocupaciones
mundanales, no tiene que luchar ni que preocuparse en defender su honor,
ni tiene marido que la aflija, ni hijos que la apenen con sus dolencias.
Le basta con amar a Dios, su esposo, y vive en íntimo y dulce consorcio
con sus compañeras, seres llenos de dulzura y de benignidad. Habla
amorosamente con Jesús crucificado, que le sonríe amoroso y besa con
estremecimientos de pasión sus abiertas llagas, sus raudales de sangre;
aspira el místico y tranquilizador ambiente de los claustros, que elevan
en el espacio su filigrana de piedra de un modo tan aéreo como la
oración del creyente; no tiene que preocuparse ni aún de reflexionar;
todo muere dulcemente dentro de su cerebro, y un poder superior y
maternal se encarga de pensar por ella. De día, a la luz del sol, mira
las florecillas que abren sus cálices salpicados de rocío, como mudas
bocas que entonan su invisible himno a la divinidad; conversa con el
sencillo pajarito; de noche, para ir al coro, atraviesa las silenciosas
crujías bañadas por la misteriosa luz de la luna, y siente tras sus
pasos los del invisible Angel de la Guarda, que con la ígnea espada
desenvainada, la defiende del demonio; junta el oro con el terciopelo y
la seda para hacer un traje a la Madre de Jesús, y se extasía a todas
horas en la contemplación de su alma, pura y limpia de malos
pensamientos, por lo mismo que no piensa, y hasta puede esperar que el
Omnipotente la favorezca, haciéndola obrar milagros y destinándola a que
por el tiempo figure en los altares. ¿No es esto la mayor de las
felicidades?

¡Ah, padre Claudio! ¡Bendito padre Claudio! Buena mano derecha os había
dado Dios para trastornar cabezas juveniles y para hacer hervir, hasta
derramarse, a las imaginaciones fogosas. Por algo la Compañía le tenía,
ya que no por uno de sus mejores predicadores, por el más eminente
confesor de cuantos enloquecen cabezas juveniles de aristocráticas
herederas, para arrojar sobre ellas las blancas tocas y limpiarlas
después los bolsillos.

Enriqueta estaba trastornada. Aquella descripción de las dulzuras
monásticas, que el jesuíta aún recargó con detalles más conmovedores,
hizo más que todas las exhortaciones de la baronesa, dichas con lenguaje
imperativo.

Al terminar el jesuíta su discurso, Enriqueta, con la impetuosidad de
aquel carácter que tenía dos diversas fases, exclamó:

--¡Oh, padre Claudio! ¡Yo quiero ser monja! ¡Obedeceré cuanto usted me
mande y entraré en un convento, aunque se oponga el mundo entero!

El jesuíta sonrió en la sombra, con la dulce expresión de un artista que
se siente satisfecho ante su obra.

--¡Bien, muy bien!--dijo--. Serás monja, te lo asegura el padre Claudio,
que te mira como una hija y te protegerá en todas ocasiones. Ahora di el
"Señor mío, Jesucristo...", y acabemos, que tu hermana está impaciente.

Rezó la joven, con la cabeza baja, mientras dentro del confesonario
sonaba un confuso masculleo de latín.

Acabó el rezo, y sobre la portezuela del sacro cajón apareció la blanca
mano del jesuíta, que trazó en el espacio la bendición absolutoria.

Con aquello bajaba del cielo a la cabeza de Enriqueta la divina
clemencia, y el padre Claudio comenzaba a tentar los millones de la
familia de Baselga, tan apetecidos por la Orden.

Otro golpecito como aquella confesión, y el hermoso jesuíta andaba de un
solo salto la mitad del camino que conducía al generalato.



XXII

De cómo el padre Claudio
tendió la tela de araña.


El doctor don Pedro Peláez era el médico de Madrid más reputado entre la
clase aristocrática.

Una fama, si no de excesiva brillantez, sólida e inalterable, acompañaba
su nombre, y no se sentía enfermo un individuo de la alta sociedad sin
que al momento parientes y amigos dijesen con la expresión propia del
que ha encontrado una solución salvadora:

--¡Que busquen al doctor Peláez! ¡Que venga inmediatamente!

Su reputación científica estaba al abrigo de todo ataque, y a pesar de
que era un médico vulgar que no se distinguía en ninguna especialidad,
nadie se atrevía a dudar de su sabiduría, que entre las gentes del gran
mundo era casi artículo de fe.

En los salones hubiera sido considerado de mal tono hablar de dolencias
sufridas, sin unir a ellas el nombre del doctor de moda, que parecía
protegido por un oculto poder, encargado de acrecentar su fama.

La consigna era general. Enfermaba alguna aristocrática señora, y no
faltaba un amigo oficioso que dijera inmediatamente:

--Eso no es nada. Llame usted a Peláez, y en cuatro días, buena. Le
gustará a usted mucho el doctor. Es un hombre de mundo, un carácter
franco y agradable.

Se sentía indispuesta alguna beata opulenta, y entonces su mismo
director espiritual era el encargado de decirla:

--Llame usted al señor Peláez. Es un gran médico, y, además, un buen
católico; un hombre virtuoso que fía más en Dios que en su ciencia, y
que no incurre en las herejías de esos doctores materialistas que hoy
tanto abundan.

Podía dormir tranquilo el doctor Peláez, pues su fama no corría peligro.
Se le morían los enfermos con aterradora frecuencia; los compañeros de
Facultad sonreían desdeñosamente al hablar de él, y le aplicaban, como
saetas de desprecio, los más denigrantes calificativos; pero allí
estaba, para defenderle, toda la alta sociedad, los pollos tísicos, las
niñas cloróticas, los padres martirizados por la gota, y, sobre todo, la
gente de Iglesia, y más especialmente los individuos de la Compañía de
Jesús, que hablaban de la piedad y las virtudes del médico con
preferencia a sus conocimientos científicos.

El padre Claudio era la más sólida base de aquella reputación médica, y
no visitaba una sola casa en la que no introdujera a su buen amigo don
Pedro Peláez, asombroso portento, que era capaz de obrar milagros, como
los antiguos santos.

Nada tenía el doctor en su aspecto que justificase tan buena y general
aceptación. Conocíase su origen campesino por cierta rudeza en sus
maneras y aun en su lenguaje, que él pugnaba por ocultar; su rostro,
curtido y cetrino, era vulgarote, teniendo, como detalles distintivos,
unos ojos verdosos, que rebosaban malicia, unas patillejas recortadas
con poco arte y una gran boca que sonreía con graciosa bondad, y a esto
había que añadir que vestía con cierta afectación, procurando ostentar
un lujo recargado y ridículo.

Pero, en cambio, tenía una conversación entretenida, era francote e
ingenuo, hasta el punto de que, según la expresión de sus bellas
clientas, llevaba el corazón en la mano, y tanta facilidad tenía para la
narración, que se sentía capaz de pasar un día entero sin repetirse ni
cansar a su aristocrático auditorio.

Cuando entraba en una casa, aunque el enfermo estuviera muriéndose,
todos desarrugaban el ceño, y hasta algunos sonreían acariciados por la
confianza que el médico infundía con su presencia. Pulsaba a los
enfermos diciendo un chiste, entretenía a la familia con un alegre
cuento, y cuando se le moría el infeliz que él cuidaba (lo que ocurría
las más de las veces), aun llegaba a alcanzar con sus palabras que se
mitigara bastante el dolor de parientes y allegados.

No se llegaba a determinar en él quién alcanzaba tal éxito y era motivo
de tan gran fama, si el médico o el elegante bufón. Joaquinito Quirós,
gran aficionado a las imágenes clásicas, aun cuando las sacase por los
cabellos, decía de él que era Momo embozado en el manto de Esculapio.

Este don Pedro Peláez era el patriota de quien el padre Claudio habló a
Baselga en su conferencia con O'Conell, y pocos días después de que ésta
se verificase, lo presentó al conde en aquel despacho, estancia
misteriosa donde se incubaba, al calor de una exaltada imaginación, la
gran empresa de Gibraltar.

El jesuíta debía ya haber puesto a Peláez al corriente de lo que se
trataba, pues el médico habló al conde de la importante conquista con
gran entusiasmo, jurando repetidas veces hacer los mayores sacrificios
para devolver Gibraltar a la patria española.

A Baselga no le fué muy simpático el doctor Peláez al primer golpe de
vista. Conocía de nombre a aquel médico, del que se hacía lenguas la
buena sociedad, y al verlo lo encontró un tipo de rústico, malicioso y
vulgar, incapaz de acometer ninguna empresa grande.

Pero aquél, exaltado por el patriotismo, tenía la condición de apreciar
a sus amigos con arreglo al grado de entusiasmo que mostraban por su
grandiosa empresa, y como el famoso Peláez no anduvo parco en punto a
elogios y exageraciones, tratándose de la idea concebida por Baselga,
éste le reputó inmediatamente por hombre de gran valía, que bajo un
exterior vulgar encerraba un corazón de oro.

Tratándose de un carácter tan franco y amigo de entrometerse en todo,
como era el del reputado médico, fácil es adivinar lo poco que le
costaría captarse la confianza de aquel Don Quijote del patriotismo,
nombre que el padre Claudio daba a Baselga en sus conversaciones con su
secretario.

Peláez visitó todos los días a su amigo, y con él permanecía horas
enteras, discutiendo calurosamente los últimos detalles del famoso plan
y lo que debía hacerse después del triunfo.

El conde estaba contento y satisfecho del carácter de su auxiliar, y,
sobre todo, lo que más le agradaba en él, es que nunca le hacía la
oposición y acataba siempre todas sus órdenes.

Aquello marchaba, según la expresión del conde, que muchas veces no
podía contener su alegría, y en la mesa hablaba a sus hijas con fruición
y chispeándole los ojos, del gran plan que él cuidaba de no revelar,
pero que las honraría a ellas como hijas del más grande hombre de
España.

A Enriqueta producíale alguna inquietud la exaltación que notaba en su
padre, y que aumentaba de un modo poco tranquilizador.

Fernanda, por el contrario, permanecía tranquila, y únicamente examinaba
a su padre con curiosidad. Sabía que el padre Claudio tenía algo que ver
con aquella exaltación, y no se inquietaba, pues tenía absoluta
confianza en aquel grande hombre, del que era ferviente admiradora.

Además, en ella existía un gran fondo de odio contra el hombre que sabía
no era su padre, y que la trataba siempre con desdeñosa indiferencia,
haciéndola sentir muchas veces el peso de su autoridad. El conde era un
obstáculo para los planes del padre Claudio, y ella, por su amor a éste,
deseaba que le hiciera desaparecer.

Un día comenzó a alarmarse, no sólo la familia, sino toda la servidumbre
de casa de Baselga.

Eran las ocho de la mañana, y en el patio sonaron voces coléricas,
disputando con gran furor, y se vió subir precipitadamente al obeso
portero con una mejilla enrojecida por la marca que deja un tremendo
bofetón.

El ayuda de cámara del conde, que acababa de ponerse en actitud de
servir, pues su señor se levantaba siempre a dicha hora, acudió
presuroso al encuentro del atribulado portero, que con aire azorado
exclamó:

--Yo no sé lo que es eso; pero abajo hay muchos hombres, una tropa de
palurdos, que parecen del Norte, y que son salvajes como unos indios. No
les quería dejar pasar, y mira cómo me han puesto. Ese viejo que va al
frente me ha dado dos bofetadas.

Y el gordo sirviente se llevaba la mano a la mejilla con una expresión
de dolor que resultaba grotesca.

--Pero, ¿qué quieren esos bárbaros?--preguntó el ayuda de cámara.

--Buscan al señor conde, y dicen que son amigos de él, y que si vienen
es porque él los ha llamado. Véase si esto puede ser. ¡Como si el señor
conde fuera a buscar sus amigos en los corrales de ganado!

En esto ya sonaba en la anchurosa escalera el pesado trote de muchos
pies torpes, pero seguros en el pisar, y poco después desembocaba en la
antesala un rebaño de hombres vestidos de lana parda, la boina azul
sobre la oreja y en la mano groseros y robustos bastones.

Eran como unos veinte, y los había de todas clases. Unos membrudos, de
estatura gigantesca y rostro ingenuo como el del niño; otros pequeños,
angulosos e inquietos, con cara de rusticidad maliciosa; algunos, viejos
y curtidos; las más, jóvenes, con la tez respirando esa frescura que
presta la vida de las montañas, y todos de gesto enérgico y apostura
resuelta, como hombres seguros de su fuerza, que ni buscan ni rehuyen el
peligro.

Al frente de ellos iba un viejo enjuto y pequeño, de airecillo socarrón
y ojos menudos, azules y penetrantes, el cual tenía sobre sus compañeros
cierto aire de superioridad y miraba a todas partes con confianza, como
hombre que no se cree capaz de que le asombre cosa alguna.

Al ver al ayuda de cámara, le dijo con tono imperativo:

--¡Eh, muchacho! Tú sabrás darnos mejor razón que ese gordote. Dile a tu
amo, el señor conde, que aquí está el tío Fermín, el de Zumárraga. ¡Anda
vivo!, que él ya nos estará esperando hace días.

Luego continuó dirigiéndose a los suyos, que le miraban con satisfecho
amor propio al verle mandar en aquella casa:

--¡Vaya, chiquillos! Sentaos sin vergüenza. El conde es muy campechano,
y aquí estáis como en vuestra propia casa.

El rebaño, obedeciendo la orden del pastor, se esparció por la
antecámara, moviendo gran estruendo con sus fuertes patadas y
colocándose ruidosamente en las sillas de madera tallada, algunas de las
cuales chocaron violentamente contra la pared.

Aquella horda, con su ruidosa invasión, su vocerío en el patio y los
gritos del tío Fermín, puso en conmoción toda la casa, y a los pocos
instantes, el resto de la servidumbre asomaba sus curiosas caras tras
los portiers del recibidor, asombrándose ante aquellas feroces cataduras
y la rusticidad de trajes que desentonaban del lujo de la habitación.

Doña Fernanda, avisada por su curiosa doncella, supo inmediatamente la
irrupción bárbara de que era objeto la casa, y vistiéndose
apresuradamente, fué a asomar sus ojos por las rendijas de un cortinaje
de la antecámara.

Su instinto aristocrático se sublevó al ver aquella manada de hombres
toscos que miraban con asombro los detalles lujosos de la habitación, al
mismo tiempo que dejaban impresas en la alfombra las sucias huellas de
sus zapatos cubiertos de barro. Iba la baronesa ya a salir para arrojar
a la calle a la plebeya turba, cuando vió entrar por la puerta de
enfrente, envuelto en su bata, al conde de Baselga, erguido y sonriente,
como si experimentase inmensa satisfacción.

Todos se levantaron, moviendo tanto estrépito como al sentarse.

--¡A sus órdenes, mi coronel!--gritó el tío Fermín, llevándose una mano
a la boina para saludar militarmente, al mismo tiempo que con la otra
estrechaba con gran respeto la que le tendía el conde.

--¡Aquí están los chicos!--continuó con expresión gozosa--. Usted, mi
coronel, de seguro que habrá dicho en vista de mi tardanza: "Ese Fermín
no se acuerda ya de mí ni me quiere obedecer"; pero el tío Fermín no es
ingrato, ¡qué ha de ser! Lo único que le ha sucedido es que le ha sido
difícil buscar y reunir la gente; pero lo importante es que ya está aquí
dispuesta a obedecerle como en otros tiempos; ¡je, je! ¡Qué tiempos
aquéllos, mi coronel!

Y el fuerte viejo se reía abriendo su boca desdentada, y oprimiendo con
entusiasmo la mano del conde.

--¿Y es ésta la gente, tío Fermín?--dijo Baselga, paseando su penetrante
mirada por el confuso grupo que le contemplaba con respetuosa
admiración.

--Esta es; sí, señor. Es decir, quedan aún treinta más, que vendrán
dentro de dos días. Les quedaba algo que hacer por allá, y además no
convenía que viniéramos todos juntos. Algunos sirvieron en las filas
cuando la guerra, y todos estos jovenzuelos son hijos de antiguos
soldados de nuestro regimiento y le conocen a usted por lo mucho que
hablaban sus padres del valiente coronel Baselga. ¿Verdad, hijos míos?

Aquellos mocetones contestaron muda y afirmativamente con tal energía,
que parecía iba a salírseles la cabeza de los hombros.

--Ya veo que es gente que promete--dijo el conde--, y de seguro que con
ellos pueden hacerse muy buenas cosas.

Veinte sonrisas estúpidas acogieron agradecidas el cumplido.

--Póngalos usted a prueba y verá. Son fieras, y más cuando se trata de
reñir por el rey legítimo. Conque, señor conde, ¿cuándo daremos el
grito? Porque yo supongo que no nos habrá usted llamado, gastando tanto
dinero, por el solo placer de vernos.

--Ya hablaremos de eso. Ven solo esta tarde y te diré lo que hemos de
hacer. ¿Necesitas dinero?

--¡Quiá!, no, señor. Con los tres mil duros que usted envió he tenido de
sobra para dejar algo a las familias y traer esta gente y la que ha de
venir, y aún queda para mantenerse muchos días aquí.

--Así que necesites más dinero, avísamelo. Ahora marchaos y procurad ir
por Madrid en pequeños grupos, sin llamar la atención. Hasta la vista,
muchachos; y tú, Fermín, te espero esta tarde.

Salió la horda con el mismo estrépito, saludando con sus boinas al conde
y llevando al frente, como cuidadoso pastor, al tío Fermín, que había
tomado ojeriza al portero, pues al verle en la escalera blandía su
garrote de un modo poco tranquilizador.

Perdiéronse escalera abajo los trotes de aquella tribu, arrancada de lo
más abrupto de las montañas navarras y llevada a Madrid por la voluntad
del conde. En la antecámara no quedaron como recuerdos de la invasión
más que las manchas de barro en la alfombra y un nauseabundo olor a
salud.

La baronesa experimentó gran alarma con aquel acontecimiento inesperado.

Por más que esforzaba su imaginación no podía adivinar cuáles eran
aquellos propósitos que su padre ocultaba con tanto misterio, y por qué
había hecho venir tanta gente desde Navarra.

Comprendía que el padre Claudio sabía más que ella en aquel asunto; pero
por no merecer de él una reprimenda, ni oir que su curiosidad se
mezclaba en todo, no avisó al jesuíta de lo ocurrido, como en el primer
momento lo pensó.

Quiso aquella tarde sorprender algo de la conversación del conde con el
viejo navarro, pero no pudo lograr su intento, pues Baselga, como de
costumbre, cuando tenía que tratar algo en secreto, había cerrado la
puerta de una habitación anterior a su despacho.

La baronesa hubo de contener forzosamente su curiosidad, que se excitó
dos días después con motivo de otra visita que hizo el tío Fermín, con
más numeroso acompañamiento y con el mismo estruendo, aunque sin tener
choques con el obeso portero.

Eran treinta mozos los que el viejo navarro presentaba al conde,
diciéndole que acababan de llegar en el tren de la mañana, y que estaban
tan deseosos de ver a su noble jefe, que no había podido disuadirlos de
tal visita.

La baronesa, que oculta tras el mismo cortinaje de la antesala
presenciaba la escena, se alarmó más aún y pensó con terror si su padre
haría desfilar por aquella casa a todo su antiguo regimiento.

No creía ya que en aquello pudiera tomar parte el padre Claudio, y se
propuso revelarle lo que ocurría aunque el jesuíta le reprochara su
curiosidad.

Envió al portero a la casa residencia de los jesuítas, con una esquela
en que rogaba al padre Claudio pasase a verla cuanto antes, y a su
director espiritual, el padre Felipe, le comunicó cuanto ocurría en
aquella misma tarde, pues no podía contener más tiempo la extrañeza
producida por tan inesperados sucesos.

Estaba la baronesa muy ocupada en comentar con su director espiritual
aquellas misteriosas maquinaciones de su padre, cuando entró la
doncella, a quien doña Fernanda había encargado que espiara todos los
actos del conde.

--¡Señora, señora!--dijo apresuradamente la joven--. El señor ha bajado
hace un rato a las cuadras y ha hecho desocupar el cuarto del forraje.

--¡Bien! ¿Y qué?--contestó la baronesa, no comprendiendo que tal noticia
pudiera causar tanto azoramiento.

--Que acaban de llegar dos carros con unos cajones muy pesados, y a
fuerza de muchos brazos acaban de colocarlos en el depósito del forraje.

--¿Y qué contienen los cajones?

--Agustín el cochero, que ha ayudado a colocarlos y ha hablado con los
mozos, acaba de decirme que tienen dentro carabinas.

--Será una broma--dijo la baronesa palideciendo.

--No, señora. Yo he oído el ruido de los cajones al descargarlos, y
aseguro a la señora que contienen objetos de hierro. Indudablemente son
armas.

La baronesa y su amigo se miraron asombrados, haciéndose mudamente la
misma pregunta. ¿Para qué serían aquellas armas?

--¿Y dónde está el señor?--preguntó doña Fernanda.

--Vigilando y dirigiendo la colocación de los cajones. Uno de éstos,
dice Agustín que lo han descargado con precaución, pues contiene
cartuchos que pueden dispararse con facilidad.

A la baronesa le pareció que ya se bamboleaba la casa, movida por una
explosión, y con acento algo angustiado, dijo a la doncella:

--Vuelve a ver lo que hace el señor, y Dios quiera que no nos suceda una
desgracia.

Doña Fernanda y su director espiritual se entregaron a los más
aventurados comentarios, creyendo, cuando menos, que el conde trataba de
verificar un alzamiento carlista en el mismo Madrid.

Era preciso poner aquello en conocimiento del padre Claudio, y su
subordinado, el robusto y potente confesor, se comprometía a
manifestarle la urgencia con que la baronesa solicitaba su presencia.

A la mañana siguiente, el padre Claudio, antes de la hora en que
acostumbraba a ir a Palacio, entró en el salón de doña Fernanda.

Esta, que le aguardaba hacía ya mucho tiempo y que, como de costumbre,
se había vestido y acicalado con elegancia para recibir dignamente al
poderoso jesuíta, se abalanzó a él, exclamando con doloroso acento:

--¡Oh, padre mío! ¿Qué va a suceder aquí? ¡Con qué impaciencia le
aguardaba! Creo que ya sabrá usted lo que ha hecho mi padre.

--Sí, hija mía. Este suceso lo aguardaba yo hace algún tiempo; pero
siéntate y hablemos con calma, pues el asunto lo merece.

Sentáronse los dos en un sofá, y el jesuíta dijo, adoptando un aire
paternal:

--Vamos, hija mía. Cuéntame todo lo sucedido ayer. El padre Felipe me ha
dicho algo, pero deseo que seas tú quien me diga lo ocurrido, con todos
los detalles.

La baronesa hizo la relación de todo lo sucedido. La llegada de los
navarros, el almacenaje de las armas, el gran susto de los criados, que
sabían todo lo que ocurría, y el no menor que experimentaba ella, pues
comprendía que de todo aquello nada bueno podía salir.

--Y tú--dijo el jesuíta--, ¿qué intenciones le supones a tu padre? ¿Por
qué crees que hace todas esas cosas que resultan extrañas?

--Yo, padre mío, la verdad, no sé cuál pueden ser sus ideas. Ahora,
afortunadamente, estamos en una época tranquila, el partido carlista no
piensa en conspiraciones, y al ver yo estos preparativos guerreros de mi
padre, casi llego a sospechar si estará loco.

El padre Claudio sonrió, como halagado por estas últimas palabras, y
dijo a su admiradora:

--¿Recuerdas que un día vine aquí con un sabio irlandés, el doctor
O'Conell? Tú estabas en una Junta de Cofradía, y encargué al ayuda de
cámara de tu padre que te participase la visita. ¿Lo recuerdas?

--¡Oh, sí, perfectamente! Vino vuestra paternidad con un sabio que
estaba de paso en Madrid y que se marchaba aquella misma noche. El
doctor O'Conell, según usted me dijo después, es un sabio de gran
reputación, y, además, un buen católico y amigo de la Orden. Ya ve usted
que me acuerdo.

--Pues bien; aquella visita, que parecía insignificante, tenía gran
importancia. Yo traje aquí a O'Conell con toda intención.

--También ha traído usted al famoso doctor Peláez, con el que ha
simpatizado mucho mi padre.

--También ha sido intencionadamente. Necesitaba que la ciencia viniese a
ratificar una sospecha que hace tiempo abrigaba yo.

--¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que usted cree, padre Claudio? ¡Oh,
dígamelo, por Dios!

La baronesa demostraba gran excitación. Pero ésta era producida más por
la curiosidad que por la zozobra dolorosa que en toda hija produce un
riesgo que amenaza a su padre.

--¡Calma, hija mía, calma! No te inmutes y conserva la serenidad, que en
estas circunstancias es más necesaria que nunca. Comprendo que mis
palabras te impresionarán desagradablemente, pero debes tener valor.

Y luego añadió, bajando la voz y mirando a todas partes, como si temiera
ser oído:

--Tu padre está loco.

Y doña Fernanda, por toda contestación, murmuró:

--Me lo temía.

Quedaron en silencio los dos, y pasados algunos minutos de reflexión, la
baronesa preguntó a su ídolo:

--Pero dígame vuestra paternidad: ¿qué ha sucedido? ¿Cómo ha venido
usted a convencerse de la locura de mi padre?

--¡Oh! Es muy largo de contar. Procuraré decírtelo brevemente. Tu padre
ha caído en la extraña monomanía de querer arrebatar Gibraltar a los
ingleses, y hace ya muchos meses que no se ocupa de otro asunto. La
idea, siempre fija, de alcanzar gran renombre, como sus antiguos
compañeros de armas, le ha hecho incurrir en tal manía, y él que, como
sabes, no ha sido nunca gran aficionado a los libros, estudia ahora con
tenacidad las obras militares, y ha conseguido hacerse un sabio. Las
fortificaciones de Gibraltar las conoce perfectamente, y hace poco
tiempo aquel viaje que emprendió, y del que tan malhumorado vino, no fué
a sus posesiones de Castilla la Vieja...

La baronesa, que oía la relación con extrañeza y curiosidad, no se pudo
contener.

--Pues, ¿adonde fué?--exclamó.

--A Gibraltar, de donde le arrojó la policía inglesa, sin duda porque
con sus imprudencias excitó sus sospechas. El mismo me lo ha contado,
pues por una extraña casualidad le inspiro gran confianza. Su manía le
induce principalmente a considerar a todos sus amigos como cómplices de
la conspiración y les comunica sus planes. Yo, que conozco su carácter y
sé que es terrible cuando se irrita, procuro no contradecirle, y
consiento que me trate como compañero de conspiración. Lo mismo le
ocurre a Joaquinito Quirós, que hace tiempo se apercibió de las manías
del conde. Al principio eran éstas inofensivas, y se limitaban a
risueñas esperanzas y planes, que no se habían de realizar; pero, poco
después, tomaron un carácter alarmante, hasta tal punto, que hoy puedo
asegurarte, hija mía, que si tú, en representación de toda la familia,
no tomas medidas enérgicas, este loco puede perturbar, no solamente esta
casa, sino España entera, creando un conflicto internacional, en el que,
indudablemente, perderá la vida. Figúrate que ha comprado armas y ha
llamado esa gente que tú ya conoces, con el descabellado propósito de
apoderarse de Gibraltar por sorpresa, y habla de esta empresa imposible
con la misma naturalidad que Don Quijote hablaba de las más tremendas
aventuras. Tan parecido está al loco hidalgo manchego, que toma ya por
gigantes los molinos de viento, pues a un doctor lo convierte en
capitán, metiéndolo imaginariamente en su conspiración.

--¿Cómo es eso?

--Se ha empeñado en que el sabio doctor O'Conell es un capitán irlandés
de guarnición en Gibraltar, y que se ha comprometido a ayudarle en su
aventurada empresa.

--Pero, ¿puede haberse forjado tal idea? Eso es un disparate.

--¿Qué te extraña, hija mía? Si no pensase tan absurdamente no sería un
loco. Indudablemente, lo que sueña en su desordenada imaginación lo cree
una realidad, y por esto afirma tan seriamente que el doctor es un
militar comprometido en la patriótica conspiración.

--Pero en algo se fundará para hacer tales afirmaciones.

--En nada absolutamente, querida hija. El doctor O'Conell tuvo con él
una larga conferencia, de la que yo fuí testigo, y en ella no se trató
nada que pudiera servir de base a tales ilusiones. Es verdad que el
conde habló de Gibraltar con esa exaltación que siempre le acomete
cuando trata de ese plan tan funesto para su razón; pero el doctor,
ocupado en observarlo, apenas si le contestó, fijándose únicamente en
las muestras que daba de enajenación mental. Salimos mi amigo y yo de la
visita, sin que pudiera imaginar el efecto que ésta había de producirle,
y al día siguiente, al volver aquí, mi sorpresa no tuvo límites cuando
el conde me preguntó por el capitán O'Conell, y si éste tardaría mucho
en indicarle, por conducto mío, el momento oportuno para dar el golpe
sobre Gibraltar. Pero mi asombro se trocó en miedo cuando me habló de
traer de Navarra hombres de confianza y comprar armas. Temblé, pensando
en los terribles compromisos que su locura iba a traer sobre esta casa,
para mí tan querida, y busqué inmediatamente al amigo Peláez,
encargándole que estudiase atentamente la enfermedad del conde.

Doña Fernanda estudiaba fijamente a su poderoso amigo, como si intentase
adivinar en su frente pensamientos muy opuestos a su palabra.

La aristocrática devota se había rozado demasiado con gentes cuya
facultad predominante era la astucia, para no presentir que allí debía
haber algo extraño e importante, que el buen padre le ocultaba.

Sentíase inclinada a la desconfianza, pero, al mismo tiempo, era tan
pura la mirada del jesuíta, tenía su rostro tal expresión de inocencia,
que la devota se sentía arrepentida de sus sospechas.

El padre Claudio podía jactarse de ser dueño absoluto de su voluntad y
tener en la baronesa una sierva sumisa.

No; ella, a pesar de todos sus presentimientos, no quería recelar nada;
no se sentía capaz de pensar mal de su poderoso amigo, y estaba
dispuesta a creer a ojos cerrados cuanto el jesuíta le dijera.

Además, no le desagradaba aquello de que el conde fuese declarado loco,
y pensaba con fruición en que por tal procedimiento se realizarían sin
obstáculo alguno los planes que sobre el porvenir de Enriqueta se había
forjado ella y el jesuíta.

Pensando en tan halagüeña idea, se le escapó una sonrisa de
complacencia, y como llama de atalaya que hace una señal en la oscuridad
de la noche, en el fondo de la mirada del padre Claudio brilló una luz
fugaz y extraña. Aquel chispazo contestaba a la sonrisa. Se daban ya por
entendidos el maestro y la discípula.

Doña Fernanda se había decidido ya a creer en la locura de su padre.
Ella sabía lo que significaba tal locura sobreviniendo poco después de
negarse el conde a las demandas del jesuíta; pero sentía tranquila su
conciencia, más que todo por la naturalidad simple y terrible que
presentaba el asunto, y que hacía honor a la preparación jesuítica.

La cosa era sencilla y no daba lugar a dudas. Baselga ya no era el mismo
de un año antes. Se había fijado tenazmente en su cerebro un plan
imposible, y el que antes era un ser misantrópico y silencioso,
mostrábase ahora exaltado y locuaz. Esto no era suficiente para declarar
a un hombre loco; pero allí estaban, como acusaciones poderosas e
indestructibles, el empeño en convertir a un sabio doctor en capitán del
ejército inglés, la llamada de aquella turba de feroces navarros, la
compra de armas y, sobre todo, el testimonio del doctor Peláez, aquella
lumbrera científica del mundo elegante, que golpeándose el pecho con sus
rudas manazas, manifestábase dispuesto a jurar ante Dios, si era
preciso, que Baselga estaba más loco que muchos reclusos en los
manicomios.

Ella volvía a repetirse que no sentía intranquilidad en la conciencia.
Tenía la obligación, como buena católica, de creer a un santo varón tan
respetable como el padre Claudio, y desechaba, como inspiraciones del
demonio, las sospechas que la acometían. Ella no pecaba creyendo a su
padre loco, aunque la razón le aseguraba todo lo contrario. Se lo decía
el respetable jesuíta, y ella, con creerlo, quedaba libre de toda
responsabilidad. ¡Oh! ¡Cuán cómoda era aquella fe!

El padre Claudio adivinó, con su natural perspicacia, lo que pensaba
aquel ser tan supeditado a su voluntad, y seguro ya de su obediencia
siguió adelante.

Habló a la baronesa de la necesidad en que estaba de prevenir los
peligros que pudiera ocasionar la locura de su padre, y le pintó con
sombríos colores cuál iba a ser la suerte de éste, si permanecía libre,
como hasta el presente.

--Tú no llegas a imaginarte lo peligroso que es para su familia, y hasta
para su propia persona, un loco dominado por tan extraña manía como la
del conde. Hasta la paz de la nación peligra, si tu padre permanece,
como hasta el día, dueño por completo de sus acciones. Figúrate que
mañana mismo, tenaz en su idea de que el doctor O'Conell es un capitán
que le ayuda dentro de la plaza de Gibraltar, se le ocurre valerse de
sus armas y de esos hombres que ha reunido, y se dirige a la posesión
inglesa, intentando entrar en ella en son de guerra. Las autoridades
británicas, que no reparan gran cosa en apreciar locuras, lo ahorcarán,
indudablemente, en tal caso, y todo el mundo te señalaría a ti como
responsable de tan afrentosa muerte, pues, conociendo a tiempo su
locura, no habías evitado sus consecuencias.

--¡Jesús!--exclamó la baronesa con afectado horror, tapándose el rostro
con las manos.

--Vamos, hija mía; hay que tener presencia de ánimo y no entregarse al
dolor. Hoy aún estamos a tiempo para evitar tales horrores, si es que tú
tienes la suficiente firmeza para adoptar una resolución que ponga en
seguro la existencia de tu padre y la paz de esta casa.

--¡Oh, diga usted, reverendo padre! ¿Qué debo hacer?

--Ante todo hay que buscar a varios doctores de reconocida capacidad,
para que celebren una consulta sobre la salud del conde, y enterados
suficientemente de sus nuevas costumbres y extrañas ideas, digan si está
loco o no.

--Estoy dispuesto a ello, y llamaré a los doctores que usted me indique.

--Basta con que llames a uno; los otros los convocará el doctor Peláez,
que puede apreciar mejor que nosotros el mérito de sus compañeros de
Facultad.

--¿A quién tengo que llamar yo?

--Al doctor Zarzoso, ese célebre catedrático de la Escuela de Medicina,
que tanto ruido mueve con sus conferencias públicas sobre enfermedades
mentales. ¿A quién mejor podemos confiar el diagnóstico de la enfermedad
de tu padre? ¡Oh! Estáte segura de que si don Antonio Zarzoso nos
declarase locos a nosotros dos, no habría nadie en el mundo que dudase
de sus palabras. Puedes escribirle hoy mismo, rogándole que te diga a
qué hora podrá venir mañana a examinar al conde. El tal doctor es un
hombre de perversas ideas políticas, un revolucionario recalcitrante,
que, aunque valiéndose de rodeos, aprovecha todas las ocasiones que se
le presentan para atacar nuestra santa fe; pero sabe mucho, es un
portento de ciencia, y en ocasiones como ésta, resulta necesario valerse
de sus superiores conocimientos.

--Le llamaré, reverendo padre. Un criado le llevará inmediatamente mi
carta, en que le rogaré venga mañana mismo.

--El doctor Peláez vendrá con los dos compañeros que elija, y la
consulta se llevará a cabo. Yo, en interés tuyo y de esta casa, me
resignaré a asistir a la consulta, pues tal vez el doctor Zarzoso quiera
interrogarme sobre las costumbres y el carácter del conde.

--¡Oh, gracias, padre mío! ¡Cómo agradecer tantas bondades!

Hablaron aún mucho rato el jesuíta y la baronesa sobre la locura del
conde, y cuando el primero hubo determinado bien hasta en sus últimos
detalles lo que su aristocrática subordinada debía decir en la consulta
del día siguiente, se despidió de ella, alegando sus muchas ocupaciones.

Al atravesar la antecámara el padre Claudio habló con el ayuda de cámara
del conde:

--¿Está el doctor Peláez con tu señor?

--Sí, reverendo padre. ¿Quiere usted que le dé algún recado?

--Ahora, no; sería interrumpir su conversación con el conde y
estorbarlos en importantes ocupaciones. Si tarda en marcharse, puedes
entrar de aquí a una hora, y decirle que le aguardo en mi casa.

El padre Claudio se fué.

Cuando una hora después el doctor Peláez entró en el despacho del
poderoso jesuíta, estaba éste completamente sólo y papeleando con la
misma suprema atención que cuando era joven. Aquel hombre se sentía en
su elemento y experimentaba un inmenso placer cuando hojeaba aquellos
legajos, inmenso registro de las vidas de muchos miles de seres, que
encerraba secretos importantes y era como un cementerio moral, donde
dormían los hombres más conocidos, mostrando el esqueleto descarnado de
su vida, el carácter secreto, sin convencionalismos sociales que
encubren los defectos, ni excusas engañosas que desfiguran los crímenes.
Revolviendo aquella necrópolis de papel emborronado, el padre Claudio se
agigantaba, apreciando en toda su magnitud su poderosa omnipotencia, y
al tomar en sus manos uno de los legajos, su peso le parecía el del
mundo entero, que podía estrujar a su placer.

El doctor Peláez entró en el despacho transfigurado. A sus elegantes
clientes les hubiese costado algún trabajo reconocer en aquel hombre
grave, cabizbajo y con aire de siervo rastrero que se humilla, su doctor
alegre, chismoso y bromista, que tanto alegraba a los enfermos.

El padre Claudio le miró de un modo muy distinto que cuando lo
encontraba en los salones de la alta sociedad.

Ahora ya no eran dos amigos, sino que el subordinado comparecía ante el
superior omnipotente y absoluto.

--Siéntese usted, doctor--dijo el padre Claudio--¿Cómo está el conde?

--Lo mismo que siempre. Esta tarde, como de costumbre, hemos hablado de
Gibraltar. Dice que sólo espera el aviso de O'Conell, y que todo lo
tiene preparado para ponerse en camino y dar el golpe.

--¿A qué altura se encuentra su demencia?

--Reverendo padre, el conde está tan loco como vuestra paternidad y como
yo. Es cierto que en él hay algún desarreglo de las facultades mentales,
que esa idea de conquista le obsesiona, hasta el punto de excitar
demasiado su imaginación; pero de esto a la locura hay mucha distancia.

El padre Claudio hizo un gesto terrible, y el médico tembló.

--Doctor Peláez, es usted un imbécil, que no sabe una palabra de
medicina. Yo le digo a usted que Baselga está loco.

Y al decir esto miraba con tal aire de autoridad avasalladora a Peláez,
que este, como si fuese el eco de las palabras del jesuíta, dijo
rotundamente:

--Está loco, efectivamente.

--Muy bien; veo que ya va sabiendo usted algo más de medicina. El conde
de Baselga está loco, y en la consulta que usted, como médico de la
casa, tendrá mañana con el célebre alienista Zarzoso, es preciso que
sepa relatar perfectamente la historia de la enfermedad y que cuente
todos los detalles justificativos, de modo que nadie pueda dudar que el
conde es víctima de una enajenación mental. Resulta esto necesario para
que la familia pueda conducirlo a un manicomio.

--Difícil es eso, reverendo padre.

--Claro, es más fácil contar chascarrillos en las tertulias y alborotar
a las pollas con cuentecillos de color de rosa; pero aquí no lo hemos
encumbrado a usted por el gusto de que la aristocracia tenga un bufón
más, sino para que nos sirva siempre que lo necesitemos. Usted no está
autorizado para decir si una cosa es fácil o difícil; usted lo que debe
hacer es cumplirla a ojos cerrados, y... en paz.

--La cumpliré, reverendo padre. Sólo temo no saber hablar de un modo que
convenza a mis colegas.

--Yo estaré allí.

--De ese modo ya estoy más tranquilo.

--Ya puede usted apreciar el modo más adecuado de hacer la historia de
la locura de Baselga. He aquí la síntesis: primero, un hombre
ensimismado, malhumorado, misántropo; después, se le ve dedicarse con
ahinco a los estudios militares, habla de gloria a todas horas, cambia
de carácter rápidamente, se irrita con frecuencia, al mismo tiempo que
siente retoñar en él los apetitos juveniles, y se lanza al mundo
elegante de que antes huía bailando como un muchacho y adoptando el
aspecto de un viejo verde. La idea absurda y estupenda de conquistar a
Gibraltar la acaricia en secreto, y al fin acaba por revelarla a varios
amigos de confianza. Yo, que soy uno de éstos, y a quien empiezan a
inspirarle cuidado las ideas estrambóticas del conde, aprovecho el
rápido paso por Madrid de un amigo mío, renombrado médico irlandés,
llamado O'Conell, y lo llevo a casa de Baselga. La conferencia es
tranquila. El conde habla, como siempre, de su plan sobre Gibraltar; el
médico le contesta cuatro generalidades, con el único fin de hacerle
hablar más y estudiar mejor su pensamiento, y termina la visita, sin que
ocurra ningún incidente y sin que O'Conell dé motivo alguno para que el
pobre loco crea que él es un capitán del ejército inglés que se propone
ayudarle en la conquista del Peñón. Al día siguiente, yo veo con el
mayor asombro que el conde tergiversa las cosas del modo más lamentable,
y que tiene por militar al que sólo es doctor, y supone que dentro de la
posesión inglesa hay quien secunda sus planes. Esto me produce una
inmensa alarma, y entonces yo le busco a usted para que estudie la
enfermedad del conde, y usted, por datos que tendrá recogidos, probará
claramente a sus colegas que Baselga está loco de remate, añadiendo que
tan tenaz es su manía patriótica y conquistadora, que también lo
considera a usted como uno de los conjurados y le expone sus planes.
Además, puede usted asegurar al doctor Zarzoso, que a él, en el momento
que visite al conde, también éste lo considerará como auxiliar para la
conquista.

--Pero..., reverendo padre. ¿Cómo vamos a conseguir esto último? ¿Y si
el conde recibe a mis colegas como simples médicos y no quiere hablar de
su famoso proyecto? ¿Cómo nos arreglaremos entonces para probar su
locura?

--No se ocupe usted de eso, señor Peláez. Es cuenta mía, y ya sabré yo
arreglar las cosas para que el éxito sea a nuestro gusto.

--Procuraré, reverendo padre, cumplir sus órdenes y proceder de modo que
la Orden no quede descontenta de mí.

--Hará usted perfectamente. Esta es la primera vez que necesitamos de
sus servicios para un asunto serio. Hasta ahora no ha hecho usted más
que vigilar por nuestra cuenta a ciertas familias y darnos relación
exacta de sus acciones. Servicios de poca importancia, menudencias que
no merecen mucho agradecimiento. Ya empieza usted a devolver lo mucho
que nos debe, y es preciso que en este asunto se extreme y aguce el
ingenio para que no podamos tacharle de ingrato. Piense usted, ante
todo, que si hoy se ve bien recibido en la alta sociedad y vive en la
opulencia, a nosotros nos lo debe, y que así como lo hemos elevado,
podemos hacerle caer en la ruina de un solo golpe. Procure, pues, no
dejar descontenta a la Orden.

--Reverendo padre: soy de la Compañía en cuerpo y alma.

--Pues a eliminar al conde de Baselga del mundo de los cuerdos.

--O el doctor Peláez no sirve para nada, o mañana el conde es declarado
loco.

--Así sea, querido doctor. Con ello libraremos a una familia católica
del yugo de una obstinación impía, y la Orden recibirá un refuerzo de
importancia para continuar su obra sublime de conquistar el mundo en
nombre de Cristo. Considere usted si el servicio que yo le exijo es
meritorio y digno de santa alabanza.



XXIII

Baselga convertido en mosca.


La baronesa de Carrillo vivía en el palacio de su padre con completa
independencia.

Ocupaban sus habitaciones una gran parte del primer piso, y sólo dos o
tres piezas, las más sombrías, por tener sus vistas al patio, eran las
reservadas al jefe de la familia, que vivía en completo aislamiento, y
únicamente iba en busca de su hija Enriqueta cuando tenía que
acompañarla a una fiesta de sociedad.

Entre las habitaciones de la baronesa y las del conde, aunque sólo
estaban separadas por la antecámara, padecía mediar un abismo.

El odio de la falsa hija y la indiferencia del padre, que sabía bien a
qué atenerse acerca de la sangre que circulaba por las venas de la
baronesa, impedían toda relación entre los dos, y de aquí que sólo se
viesen en el comedor, donde cambiaban algunas frías palabras.

Esta falta de comunicación en que ambos vivían creaba en aquella casa
dos mundos distintos que seguían sus rumbos, sin rozarse ni
aparentemente el uno con el otro.

Baselga no ponía nunca los pies en las habitaciones de su hija mayor ni
se preocupaba de las visitas que ésta recibía y de sus rústicas
tertulias.

En cuanto a la baronesa, ésta no se preocupaba aparentemente de la vida
que hacía su padre, ni hacía preguntas a sus enviados; pero era porque
su chismosa doncella, mediante generosas recompensas, se encargaba de
averiguar lo que el conde hacía desde la mañana hasta la noche, y qué
gentes entraban a visitarle en su despacho.

A esta separación era debido que Baselga no se enterase de lo que contra
él se tramaba en el salón de su hija, ni se apercibiera de las personas
a quienes ésta recibía.

De este modo, nada supo de la reunión que se verificaba en dicha pieza a
las once de la mañana, o sea a la hora en que él, con los codos apoyados
en su mesa de trabajo y la cabeza entre las manos, reflexionaba sobre su
célebre plan, que nunca se cansaba de acariciar.

Media hora antes había estado con él su íntimo amigo, el padre Claudio,
para anunciarle de allí a poco rato la visita de tres individuos del
Comité patriótico que dirigía Peláez, las cuales se mostraban ansiosos
de conocer al gran hombre encargado de dar el golpe sobre Gibraltar.

El jesuíta había salido poco después, anunciando que iba a visitar a la
baronesa en sus habitaciones, y, efectivamente, allí estaba hablando con
ella, en un rincón, explicándola con cierta vehemencia el modo como
debía recibir al doctor Zarzoso.

De pie, junto a una ventana, estaba Peláez mirando atentamente a la
calle, y sentados en grandes sillones, con la expresión de hombres que
se encuentran en un sitio que no les inspira confianza, figuraban los
dos médicos que el doctor de la aristocracia había buscado para que
sirviesen como de coro a la consulta médica que se preparaba.

Eran dos facultativos insignificantes, dos médicos vulgares, a quienes
protegía Peláez, dándoles las migajas de su clientela, y de los que
disponía a su antojo como verdaderos autómatas.

A pesar de su título académico, consideraban a Peláez como un oráculo;
su falta de ciencia les hacía creer, como a toda la alta sociedad, que
el aristocrático médico era un portento de sabiduría, y bastaba que éste
abriese la boca para que los dos acólitos comenzasen a mover la cabeza
para apoyar con signos de aprobación todas sus palabras.

Paró en la calle un carruaje, y Peláez se retiró de la ventana, diciendo
con precipitación:

--Ya está ahí. Su berlina ha parado en la puerta.

El rato que transcurrió hasta la presentación del famoso catedrático, lo
empleó la gente que estaba en el salón en colocarse convenientemente.

Los dos médicos limitáronse a incorporarse un poco en sus sillones; pero
la baronesa y el jesuíta levantáronse de sus asientos para colocarse en
el sofá, donde doña Fernanda, estrujando nerviosamente su pañuelo y
ladeando dolorosamente su cabeza, tomó una actitud trágica.

El padre Claudio estaba a su lado como esforzándose en inspirarla valor,
y Peláez colocóse modestamente en un ángulo del salón con toda la
actitud de un hombre eminente, que, en obsequio a un sabio que le
sobrepuja, quiere hacerse pequeño e insignificante.

Un criado anunció al doctor Zarzoso, y éste entró inmediatamente en el
salón.

Era un hombre de cincuenta años, de estatura regular, que disminuía una
excesiva obesidad; de rostro cetrino, cano bigote cortado a cepillo,
cráneo algo despoblado y reluciente, y frente anchurosa, cruzada por una
arruga vertical que nacía entre las dos cejas y que se marcaba de un
modo alarmante apenas estallaba en él el mal humor.

Todo en él denotaba a un hombre testarudo e inflexible, capaz de reñir a
puñetazo limpio con la ciencia, si ésta, después de hacerle entrever
alguno de sus misterios, se empeñaba en ocultárselo.

Llevaba un gabán azul abrochado hasta el cuello y muy estrecho, por lo
que marcaba demasiado su prominente abdomen, y sus ojuelos brillaban
tras los cristales de sus gafas de oro, con la expresión de un hombre
desconfiado y tosco, que en su franqueza llega, sin notarlo, hasta la
grosería.

Era el verdadero tipo de sabio que aparece en comedias y novelas, y que
ha llegado a hacerse popular. Su despreocupación era ya legendaria en la
escuela de Medicina; sus frecuentes distracciones, muchas veces de
carácter cómico, daban mucho que reir a alumnos y practicante, y
resultaba típico en él su odio a esas ridículas conveniencias sociales
creadas por la aristocracia.

Aborrecía el "confort", se burlaba de modas y recordaba con fruición la
feliz edad en que no había encontrado aún un inteligente protector que
le dedicase a la ciencia costeándole la carrera, y era él todavía un
aprendiz de carpintero, travieso como un diablo, que con el saquillo al
hombro iba al taller peleándose de paso con todos los chiquillos de la
calle. Empeñado en recordar su primera edad, el doctor Zarzoso, el
profesor insigne a cuyas conferencias sobre enfermedades mentales acudía
todo el mundo científico y literario de Madrid, y de cuya sabiduría se
hacían lenguas todas las revistas profesionales de Europa, hacía la vida
de un obrero: comía tan "vulgarmente" como un albañil, y con una tiranía
que resultaba chusca, dirigía las más atroces censuras a aquellos de sus
jóvenes discípulos que, deseosos de deslumbrar a elegantes hermosuras,
vestían con arreglo a la última moda.

Sus opiniones políticas y religiosas eran el perpetuo motivo de
entusiasmo de sus alumnos, y la conversación obligada en los salones de
esa clase social que, inspirada por el fanatismo, arrastraba a su casa
un pedazo de Iglesia.

Aquel hijo del pueblo, elevado a las sublimes alturas de la ciencia por
sus propios esfuerzos y por la característica terquedad que le hacía
pasar por encima de toda clase de obstáculos, inspiraba un terror casi
supersticioso a las buenas gentes devotas.

Sus explicaciones materialistas, aquel ateísmo de que hacía gala con
cierta afectación, sin duda porque le divertían los aspavientos de los
fanáticos escandalizados, formaban alrededor de su nombre una terrible
leyenda.

A pesar del horror que sentía hacia su persona la gente devota y esa
inmensa masa indiferente que no cree en nada, pero que se muestra
profundamente religiosa mientras esto le produce algún resultado
material, nadie ponía en duda sus conocimientos científicos, y era
general la opinión de que nadie como él podía dedicarse con gran éxito a
la curación de las enfermedades.

Era un hombre terrible, un réprobo, un monstruo, un insensato que no
creía en Dios ni en los reyes, que se mostraba partidario de la
República y hablaba pestes contra el Papa, pero a pesar de esto, no
había familia aristocrática ni príncipe de la Iglesia que vacilase en
llamarle apenas tenía necesidad de sus servicios.

En sus relaciones con los clientes, tenía el doctor Zarzoso grandes
extravagancias, según afirmaban sus compañeros de Facultad.

Una vez se hizo pagar dos mil duros por haber curado a un opulento
canónigo de una enfermedad mental casi insignificante. Esto nada tenía
de particular, según sus compañeros; pero lo que en su concepto
resultaba absurdo es que al mismo tiempo dedicase gran parte de su
tiempo e hiciese nuevos estudios para la curación de un cerrajero, al
que apenas conocía, y a quien el doctor tuvo que conducir por fin a un
manicomio, entregando antes a su mujer los dos mil duros del canónigo
para que se dedicara a una pequeña industria y mantuviera a sus cuatro
hijos.

El doctor Zarzoso se indignó de un modo terrible un día que se
atrevieron a preguntarle por qué procedió de aquel modo.

--Déjenme ustedes en paz--gritó dirigiéndose a los otros catedráticos--.
Si yo tuviese el poder que se le supone a ese tal Dios a quien nadie ha
visto, irían las cosas de otra manera, pues sería un terrible nivelador.
Entretanto, procuro quitar lo que puedo a los favorecidos por el reparto
social para dárselo a los despojados que mueren de miseria.

Eran horribles las teorías de aquel sabio endemoniado. Con ellas, ¿a
dónde iría a parar el mundo?

Las gentes indiferentes sólo reconocían en el doctor un gran defecto, y
éste tan arraigado, que difícilmente podría nunca despojarse de él.

Era tan apasionado por sus ideas políticas y religiosas, y tan rudamente
se encastillaba en ellas, que miraba con odio a todos los que no
pensasen del mismo modo que él, y si buscaban los auxilios de su
ciencia, los trataba con tantos escrúpulos como un brahmán que se viera
obligado a poner sus manos sobre un paria de la India.

Toda la inmensa paciencia y los cuidados maternales que dedicaba a
cuantos enfermos no le inspiraban ninguna preocupación, lo trocaba en
mal humor y aspereza cuando tenía que curar a algún ser que en su época
de sana razón se había distinguido como ardiente defensor de rancias y
tradicionales ideas.

En él estaba arraigada la creencia de que todo fanático es un loco; pero
no quería comprenderse en esta regla general, porque nunca llegó a
pensar que él fuese otro fanático, aunque de las ideas más opuestas.

Al entrar el doctor en el salón de la baronesa, todos los hombres se
levantaron, haciéndole un respetuoso saludo.

El señor Zarzoso, al ver a doña Fernanda, que suponía sería la señora
que le había llamado, avanzó hacia donde ella estaba, dirigiendo al
mismo tiempo una escudriñadora mirada a las otras personas que ocupaban
el salón.

Tanto el padre Claudio como los dos médicos le eran desconocidos
personalmente; pero al mirar al doctor Peláez hizo un gesto de
desagrado, como si se encontrara en presencia de una persona molesta y
antipática.

El sabio, cuya rudeza casi era legendaria, odiaba con todo su
apasionamiento característico a aquel médico aristocrático, bufón
científico, que cifraba todo su renombre en hacer reir a los enfermos de
alta categoría.

El tal Peláez venía a ser la continua preocupación del doctor Zarzoso.
Por esto le agobiaba con burlas crueles y sarcasmos terribles; pero el
aristocrático doctor, ducho en el arte de doblar reverentemente el
espinazo, contestaba siempre con lisonjas y adulaciones, lo que
aumentaba todavía más el mal humor en el rudo sabio, puesto que odiaba
aún más los procedimientos rastreros que el charlatanismo científico.

Peláez no ignoraba la poca simpatía que le tenía el célebre profesor, y
de aquí que, a pesar de toda su serenidad, se inmutase un poco al verse
en su presencia.

--Querido maestro--dijo, inclinándose servilmente y con acento propio
del que experimenta una gran satisfacción--. ¡Cuán inmensa es mi alegría
al tener la honra de...!

El médico de la alta sociedad no pudo continuar. El doctor Zarzoso le
había mirado despreciativamente con sus ojillos grises, que en ciertos
momentos parecían reir chuscamente bajo sus tapaderas de cristal y fué a
estrechar la mano que le tendía la baronesa, siempre en actitud trágica
y como próxima a desmayarse.

--Señora, he acudido a su llamamiento tan pronto como me ha sido
posible. Ahora espero que me diga usted lo que ocurre y deseo que mis
servicios puedan ser de gran utilidad.

--Doctor, se trata de una consulta. Mi padre, el conde de Baselga, está
gravemente enfermo, y como la fama de usted como especialista en
dolencias mentales es universal, me he tomado la libertad de llamarle,
deseando que tenga a bien celebrar una consulta con estos señores.

--¿Con quiénes?--dijo con extrañeza el doctor Zarzoso, que estaba
mirando fijamente al padre Claudio con la insolencia propia de un
clerófobo rudo y empedernido.

No podía explicarse la presencia de un cura en aquella reunión que iba a
convertirse en consulta científica, y por esto siguió diciendo con
cierta ironía al mismo tiempo que señalaba al jesuíta:

--¿Acaso el señor es también de la Facultad?

--No, señor doctor. El señor, es el padre Claudio, de la Compañía de
Jesús, un amigo de mi niñez, un protector de mi infancia, a quien
considero como mi segundo padre. Como íntimo amigo de mi familia, ha
tratado a mi padre con intimidad y puede suministrar a la consulta datos
de alguna importancia.

El jesuíta se inclinó modestamente como ratificando las palabras de la
baronesa, y el sabio doctor aún miró con más fijeza al sacerdote.

Había oído hablar mucho de aquel jesuíta que visitaba a la Reina con
asiduidad; tenía gran prestigio en los centros oficiales e influía
algunas veces en la vida de los Gobiernos, cuando éstos no tenían al
frente algún general testarudo.

Siempre había sentido deseos de conocer qué "clase de pajarraco" era
aquel jesuíta que tan poderoso se mostraba, y ahora que podía examinarlo
a su sabor, esforzábase en adivinar en aquel exterior que afectaba
humildad algún gesto, algún detalle que revelase el genio de intriga que
poseía en tan alto grado.

Pronto le sacó de su contemplación escudriñadora la voz de la baronesa.

--En cuanto a estos otros señores, ilustre doctor, son colegas de usted,
con los que podrá verificar la consulta. Permítame usted que los
presente. El doctor don Pedro Peláez.

El aludido se inclinó con afectación, y después dijo con énfasis:

--Tenía ya el honor de que el sabio catedrático me conociese, pues ya he
logrado varias ocasiones en que he podido manifestarle que tiene en mí
uno de sus mayores admiradores.

Peláez se quedó muy satisfecho de sus palabras; pero el sabio las acogió
con gruñidos poco tranquilizadores y dijo después con sorna:

--Efectivamente, conozco al señor... ¿Y quién no conoce a esta lumbrera
de la ciencia elegante, a este portento capaz de hacer reir a un
moribundo con sus habilidades? Es todo un sabio que irá muy lejos;
lástima que la muerte se empeñe en impedir siempre sus triunfos
científicos.

Y el doctor Peláez se reía al lanzar su colega aquellas burlas crueles y
ver cómo hacía esfuerzos por conservar su serenidad.

--¡Oh! Mi ilustre maestro--murmuró como si estuviese muy agradecido--,
siempre me distingue con su alegre benevolencia. Permítame ahora que le
presente a mis compañeros.

Y Peláez hizo la presentación de sus dos compañeros, aquellos médicos
vulgares que con su expresión de zozobra al verse frente a aquella
eminencia daban mucho que reir al doctor Zarzoso.

--He aquí--murmuró éste--dos excelentes acólitos que dirán "amén" a
todo.

Después de la presentación era necesario entrar en materia, y la
baronesa fué quien abordó la cuestión.

--Señor doctor--dijo con acento quejumbroso--. En esta casa, después de
mi padre, soy yo quien, por mi edad, debo encargarme de la dirección de
ella, y por esto, hoy, que con profundo dolor veo en peligro la razón
del conde, me he apresurado a impetrar los auxilios de la ciencia para
impedir mayores males. Mi padre está loco o, al menos, esta es la
opinión de todos estos señores. A mí, como hija cariñosa, me repugna
creer en tal desgracia, y para convencerme o animarme en mis esperanzas,
sólo espero lo que diga el sabio que goza de tan justo renombre en esta
clase de enfermedades.

El doctor Zarzoso inclinó la cabeza, agradeció la lisonja, sin dejar de
mirar aquella mujer madura y fea que se expresaba con acentos tan
dramáticos y que parecía ser lista en demasía.

--Yo, señor doctor--continuo doña Fernanda--, sólo le pido, ¡por Dios y
por todos los santos!, que piense bien antes de dar su dictamen, que de
sus palabras pende la tranquilidad de mi pobre hermana, joven inocente
que no sabe nada de la dolencia de su padre, y la mía propia; pero
también le pido que no nos oculte la verdad, pues de seguir mi padre
como hasta hoy, libre por completo, teniendo la razón perturbada,
podrían originarse terribles sucesos y de sus consecuencias todos me
culparían a mí por no haberlos evitado a tiempo.

Peláez, los dos médicos y el jesuíta hicieron signos de aprobación, y el
doctor Zarzoso creyó del caso hablar:

--Efectivamente, señora; en estos asuntos hay que decir siempre la
verdad, y si yo valgo algo es porque jamás la he ocultado, aun a riesgo
de destrozar los sentimientos más naturales de las familias. No tema
usted que yo la oculte lo que piense. Mi rudeza es bien conocida de
todos cuantos me tratan, y si su padre está loco o si está cuerdo, con
la misma claridad se lo manifestaré. Vamos, pues, al asunto. ¿Hay algún
inconveniente en que veamos al enfermo?

--No, señor doctor. Mi padre está en su despacho y pueden ustedes entrar
a verlo cuando quieran.

--Eso se hará después. Ahora oigamos al médico de la casa. ¿Es el
señor...?

--Peláez, para servirle, querido maestro--dijo el aludido fingiendo no
comprender la malignidad de aquel olvido.

--¡Oh! Sí; dispense usted. Conoce uno a tantos... Pero esto no impide
que sea un pecado imperdonable olvidar un nombre tan conocido como el de
usted lo es en la clase más selecta de la sociedad.

Peláez se mordía los labios al sentir aquellas incesantes punzadas que
le dirigía el irónico maestro, y todos los presentes, a pesar de la
gravedad de la situación, comenzaban a regocijarse algo en su interior,
al ver el apuro del médico aristócrata, tan chusco y atrevido en sus
conversaciones como tímido y rastrero con el célebre profesor.

--Vamos adelante--dijo éste, que se gozaba en el martirio de su
víctima--. A ver la historia de la enfermedad.

Peláez recitó hábilmente la lección aprendida. Todo cuanto en el día
anterior le había dicho el padre Claudio en su despacho, lo fué
repitiendo con una expresión tal, que en sus palabras no se notaba
preparación ajena y parecía el resultado de largas meditaciones
científicas.

El aristocrático médico se explicó con claridad y probó la locura del
conde, después de afirmar que sólo se decidía a hacer tal declaración
tras meditar largamente sobre el asunto.

La historia de la enfermedad fué breve, pero precisa. Primeramente, el
paciente, poseído de una manía heroica que le hacía ansiar la gloria,
habíase decidido a realizar un plan tan absurdo como la conquista de
Gibraltar, por un golpe de mano hijo de su iniciativa, y sin confiar en
ningún auxilio extraño. Después, dominado por esta manía, había caído en
otra más peligrosa, cual era considerar a todos sus amigos comprometidos
voluntariamente en tan loca empresa. La visita de un médico extranjero
le había hecho concebir la absurda esperanza de que dentro de la plaza
inglesa había gente que secundaría sus planes, y desde este momento su
locura se extremó, llegando a hacer preparativos materiales, tales como
la compra de armas y reclutamiento de hombres; medidas que podían
perturbar el orden, que tenían en perpetua alarma a las familias, y que
hacían necesaria una resolución pronta y enérgica en la persona de aquel
desgraciado, que constituía un continuo peligro.

El doctor Zarzoso escuchaba silenciosamente la larga y detallada
relación de Peláez, y comenzaba a interesarse por el conde de Baselga,
diciéndose interiormente que aquel enfermo era un caso raro y digno de
estudio.

Al terminar, su compañero le interrogó con una mirada que tenía la misma
expresión del cortesano que aguarda anhelosamente una expresión de su
señor para celebrarla, y el doctor Zarzoso, que, cuando entraba en el
ejercicio de su profesión adquiría la gravedad sagrada de un augur, dijo
con expresión pensativa:

--Rara es, señores, la locura del conde. En estos tiempos son más
frecuentes que nunca los desarreglos mentales por el exceso de vicios y
la imbecilidad producida por la degeneración progresiva de las familias;
pero una manía heroica como esa que acaban de explicar, resulta cada vez
más rara. Lo que más me pasma es que unida a la locura vaya tal dosis de
actividad y de raciocinio, como suponen esos preparativos bélicos que,
según dice el señor Peláez y afirman ustedes, ha verificado el enfermo,
pero..., bien considerado, de nada de esto debemos pasmarnos. El genio
no es más que el hermano mayor de la locura. Si se hubiera aumentado un
poco la exaltación de carácter del gran Napoleón; si en su cerebro se
hubiese extremado aquel afán a lo grandioso hasta el absurdo, a lo
inesperado hasta lo fantástico, es seguro que el conde de Baselga
hubiese tenido un digno compañero.

El padre Claudio sonrió con cierto agrado, y los tres médicos creyeron
del caso acoger con sendas inclinaciones de cabeza las palabras del
ilustre profesor.

--Pero no divaguemos, señores--continuó el sabio doctor--. No perdamos
tiempo y determinemos bien la historia de la enfermedad antes de ver al
paciente. Ante todo, según las anteriores explicaciones, resulta que el
enfermo manifestó claramente su locura después de la visita de ese
doctor irlandés, pues al día siguiente se lo representaba en su
imaginación como un capitán inglés dispuesto a ayudarlo en la conquista
de Gibraltar. ¿No es esto?

--Así es, ilustre maestro.

--¿Y quién trajo a esta casa a ese médico extranjero?

--Fuí yo, señor Zarzoso.

Y el padre Claudio, al decir esto, sonreía humildemente.

--¡Ah! ¿Fué usted...?

El sabio miraba fijamente al jesuíta y en sus ojos leía una marcada
expresión de duda. Parecía que le inspiraba fuertes sospechas la
circunstancia de ser el jesuíta quien arregló aquella visita tras la
cual tan marcadamente se mostró la locura del conde.

--Sí, yo fuí; señor doctor--continuó el jesuíta ansioso por deshacer la
mala impresión que adivinaba en el ánimo del profesor--. Como ha dicho
antes la señora baronesa, me inspiran mucho interés su familia y todos
los asuntos de esta casa, y por ello me tomé la libertad de traer aquí a
mi amigo, el doctor O'Conell, para que examinase al conde, cuyo estado
me inspiraba ya entonces mucha inquietud.

--¿Y quién es ese doctor O'Conell? Aquí, en Madrid, resulta desconocido.
Yo conozco a todos los médicos de Europa y América que gozan de algún
renombre, y de ese señor nunca he oído hablar.

--A pesar de eso, señor doctor--contestó el jesuíta sin perder su
serenidad, en vista de la desconfianza que mostraba su interlocutor--,
mi amigo O'Conell tiene mucha fama en su patria y obtuvo grandes éxitos
hace pocos años con sus explicaciones en la escuela de Medicina de
Dublín. En la actualidad se dedica a estudios de observación, para lo
cual hace continuamente grandes viajes. En Madrid sólo estuvo un día y
salió inmediatamente para Cádiz, donde se embarcó para ir a no recuerdo
qué punto de la América del Sur.

El jesuíta, al hablar así, reíase interiormente del doctor Zarzoso, y de
aquella mirada desconfiada e inquisitorial que fijaba en él con el
propósito de sorprender la menor vacilación y apreciar la cantidad de
verdad que había en sus palabras.

--Mira cuanto quieras--se decía el jesuíta interiormente--. Serías tú el
primer hombre que leerías en mi pensamiento cuando yo estoy mintiendo.
No es fácil que hombres como tú me sorprendan ni me atolondren.

Efectivamente, el doctor estaba desconcertado por aquel tono de natural
veracidad con que hablaba el jesuíta, y comenzaban a extinguirse las
sospechas que momentos antes había concebido.

--¿Y cuál fué la opinión de ese doctor sobre el estado del
conde?--preguntó el sabio, que a pesar de todo seguía sospechando.

--Dijo rotundamente que estaba loco.

--¿No dijo nada en su conversación que tendiera a producir en el cerebro
del conde la idea de que el tal doctor era un capitán del Ejército
inglés?

--Nada absolutamente.

--¿No habló de Gibraltar?

--Poca cosa. La conversación versó principalmente sobre viajes, y el
conde se mostró en ella muy razonable y comedido. Unicamente le mostró a
O'Conell los planos de la posesión inglesa que tiene en su despacho, y
dijo que se estaba ocupando en una gran obra. El doctor procuró hacerle
hablar de tal asunto para apreciar mejor su exaltación; pero el conde se
mostraba entonces muy reservado.

--¿Y cómo se explica usted que al día siguiente al hablarle, se refiera
tranquilamente a un capitán inglés habiéndole usted presentado un
médico?

--Eso, la ciencia podrá explicarlo. Yo únicamente puedo sacar de ello la
consecuencia de que el conde está loco.

El doctor Zarzoso, a pesar de la humildad candorosa con que el jesuíta
contestaba a sus preguntas, seguía firme en su creencia de que había
algo extraño en aquella trasformación de personalidad que tan
rápidamente se había operado en el cerebro del conde.

Parecía que el célebre médico presentía algo de la terrible verdad que
se encerraba en el fondo de aquella inicua intriga; pero sus sospechas
no eran determinadas, ni tenían ningún hecho real sobre que apoyarse.
Además, él quería manifestar al jesuíta que dudaba de sus palabras, para
ver si de este modo turbaba aquella serenidad tan completa; y por esto
preguntó con marcada intención:

--¿Y fué usted el único que presenció la conversación del conde y el
doctor irlandés?

--Yo solo, señor Zarzoso. ¿Quién más debía presenciar la visita? La
señora baronesa estaba fuera de casa, y, por tanto, sólo yo podía estar
en la entrevista del doctor y del conde.

--¿Y ha sido usted el único que ha tratado al tal doctor durante su
estancia en Madrid?

El sabio profesor marcó mucho esta pregunta, como si esperase
desconcertar con ella al jesuíta demostrándole las sospechas que
abrigaba de que aquel doctor fuese un ser fantástico inventado por él
mismo.

--No, señor doctor. Mi amigo O'Conell, aunque sólo permaneció algunas
horas en Madrid, conversó largamente sobre materias científicas con una
persona que se encuentra aquí.

El doctor Zarzoso preguntaba con su mirada quién era el aludido.

El jesuíta se apresuró a responder:

--Fué el doctor Peláez, que encontró al sabio O'Conell en mi despacho y
quedó muy encantado de su conversación.

El padre Claudio sabía improvisar, según las necesidades del momento,
mentiras con visos de veracidad, y, además, tenía la seguridad de que su
protegido ratificaría inmediatamente cuanto él afirmase.

--Así fué--se apresuró a decir Peláez--. Tuve el gusto de encontrar al
doctor O'Conell en casa del reverendo padre, y le aseguro a usted,
ilustre maestro, que quedé encantado de su amabilidad y de su ciencia.

El médico intrigante, puesto ya a mentir, creyó del caso seguir adelante
en sus afirmaciones.

--Acababa de ver, según me dijo, al señor conde, y me manifestó que
estaba firmemente convencido de su locura, y eso que ésta aún no había
tomado un carácter tan alarmante como en el presente. Sus observaciones
coincidieron con las que yo hice después, y esto me afirmó en mi
creencia de que el doctor O'Conell, aunque no tan sabio como usted,
ilustre maestro, es un entendido especialista en enfermedades mentales.

El doctor Zarzoso ya no pudo seguir dudando. Por algunos momentos su
instinto había adivinado algo de intriga jesuítica en aquella
enfermedad, y hasta llegó a pensar que aquel doctor irlandés era algún
ser imaginario, creado por el padre Claudio con ocultos fines; pero en
vista de lo dicho por Peláez, creyó absurdo seguir dudando.

El médico aristocrático era para él un bufón sin formalidad alguna, que
envilecía a la ciencia con su conducta; pero, por lo mismo que apreciaba
su escasez de inteligencia, le creía incapaz de mezclarse en ninguna
intriga de importancia.

Además, ¿por qué no había de ser todo aquello verdad? Tratándose de un
loco, resultaba lógico que confundiese la profesión de ciertas personas,
siempre con ventaja para sus absurdos planes, y ya se mostraba él
arrepentido de que su preocupación contra los jesuítas le llevase a ver
maquiavélicas tramas donde sólo existían hechos naturales y sencillos.

El padre Claudio adivinaba cómo en el ánimo de su interlocutor iban
disipándose las dudas, y para vencer definitivamente su desconfianza, se
levantó del sofá, salió del salón y volvió a entrar a los pocos
instantes, seguido del ayuda de cámara del conde.

--Además, señor Zarzoso--dijo el jesuíta--, tenemos este criado, que
podrá decirle a usted algo de la visita de O'Conell, pues también le
vió.

--¿Recuerdas--añadió dirigiéndose al ayuda de cámara--la tarde en que
vine a visitar al señor conde, acompañado de un caballero, pequeño de
estatura y con patillas rojas?

--Lo recuerdo perfectamente, reverendo padre--contestó el criado con
entonación respetuosa--. Era un sabio extranjero, y recuerdo que vuestra
reverencia le llamaba doctor y que hablaba con él, al atravesar la
antecámara, de lo breve que era su estancia en Madrid.

--¿Recuerdas algo más?

--Me parece que vuestra reverencia me preguntó por la señora baronesa, y
al saber que había salido, me encargó manifestara que el doctor...
O'Conell (eso es, ya se me había olvidado, el nombre), que el doctor
O'Conell había estado a saludarla.

--Está bien. Puedes retirarte.

El doctor Zarzoso no creyó prudente insistir más sobre tal punto.
Estaba convencido de que aquel doctor era un ser real, un médico como
él, que había estado allí a instancias de su amigo el jesuíta para
cumplir un deber profesional, y que el conde, al empeñarse en creerlo un
capitán inglés, que le auxiliaba en sus absurdos planes, demostraba
estar realmente loco.

--Doy a usted las gracias--dijo al sacerdote, sin reparar que en su
interrogatorio había pecado algo de grosero--por los datos que me ha
suministrado, y como creo inútil insistir ya más sobre este punto,
pasemos a la cuestión más importante, o sea al examen del enfermo.

La baronesa, que hasta entonces había permanecido muda, creyó del caso
intervenir en la conversación, obedeciendo a una mirada del padre
Claudio.

--Señor Zarzoso, antes de que usted, con su colega, entre a ver a mi
padre, me atrevo a dirigirle un ruego. No le exasperen ustedes
contradiciéndole, pues entonces se revuelve furioso, y su cólera es tan
terrible, que pone en conmoción a toda la casa.

El doctor se inclinó, contestando con toda la galantería de que era
susceptible su rudo carácter:

--Señora, agradezco esa indicación, pero es inútil. Estoy acostumbrado
hace ya muchos años a tratar dementes, y sé que nada se gana con
exasperarlos y contradecir directamente sus manías. Permítame usted
ahora una pregunta: ¿son muy frecuentes en el conde los accesos de
cólera?

--Sí, señor; muy frecuentes--contestó la baronesa con la precipitación
del que ha de mentir sin preparación alguna--. A menudo se pone furioso
cuando cree encontrar obstáculos a su plan; sólo que yo, para evitar que
la servidumbre se entere de la triste verdad, procuro ocultar tales
raptos de violenta locura.

--¿Pero no habrá usted podido ocultar del mismo modo los preparativos
militares del conde?

--¡Oh! Eso no. Todos los criados saben que abajo, en las cuadras, hay
varias cajas de armas y municiones, y comentan de un modo poco
respetuoso para mi padre la llegada de esa banda de hombres casi
salvajes que él ha hecho venir desde las montañas de Navarra.

--Ya ve usted, querido maestro--dijo entonces Peláez--, que esos
preparativos constituyen un tremendo peligro, que es preciso que
nosotros evitemos cuanto antes.

--¡Oh! Efectivamente--dijeron a un mismo tiempo los dos médicos
anónimos, que hasta entonces no habían despegado los labios.

El doctor Zarzoso, por toda contestación, se levantó, diciendo a la
baronesa:

--Con el permiso de usted, vamos a ver al enfermo.

--Sí; vayan ustedes. El padre Claudio les acompañará, pues él y el
doctor Peláez son las únicas personas que logran inspirarle confianza.
¡Ah! Me olvidaba de Joaquinito Quirós, que también es gran amigo suyo.

--¿Quién es ese caballero?--preguntó el sabio doctor.

--Un joven, amigo de mi padre, que fué el primero a quien confió ese
maldito plan, causa de su locura. Quirós no tardó en comprender que
estaba loco. Debíamos haberlo llamado hoy, pues aunque nada nuevo
hubiese añadido a los informes del doctor Peláez y del padre Claudio,
siempre hubiese sido útil su presencia. ¿Cómo no se le ha ocurrido a
usted llamarlo, reverendo padre?

--Ayer le envié aviso; pero tal vez sus ocupaciones no le habrán
permitido venir.

Esto no era verdad, pues el padre Claudio había tenido buen cuidado en
que Quirós no se enterara de lo que él proyectaba acerca del porvenir
del conde.

No suponía esta reserva que él dudase de la adhesión del escritor
católico, pero hacía algún tiempo que Quirós le resultaba peligroso.
Notaba en él cierta fatuidad y el claro intento de labrarse una posición
sin el apoyo del padre Claudio, para recobrar su independencia, y esto
hacía que el astuto jesuíta evitase que se mezclara en un asunto tan
importante como era el de la familia de Baselga. El lobo temía las uñas
de aquel cachorrillo que con tanto esmero había educado, y reconocía en
él facultades suficientes para ser temible.

Los cuatro médicos y el jesuíta estaban ya de pie, dispuestos a salir de
la habitación.

El padre Claudio dirigióse al doctor Zarzoso, para decirle, con su aire
de hombre humilde y amable:

--Debo advertir a usted, señor doctor, que nuestra visita al conde, si
no tiene algún preparativo, puede extrañarle, y les será, por tanto, muy
difícil a todos ustedes el estudiarle con entera libertad.

--¿Y qué preparativo es el que usted propone?

--El conde sólo se deja llevar de su manía cuando se cree en presencia
de hombres comprometidos en su famoso plan.

--Bien: puede usted presentarnos a él en la forma que más guste.

--Si a usted le parece bien diré que son ustedes individuos del Comité
patriótico, que preside el doctor Peláez. Una de sus manías es creer
que este señor tiene formada una Junta que ha de ayudarle en sus
trabajos de conspiración.

El doctor Zarzoso movió la cabeza, en señal de asentimiento, y estrechó
la mano que le tendió la baronesa, medio desmayada en el sofá.

--Valor, señora--dijo el sabio, que, a pesar de su rudeza, se sentía
conmovido por el dolor teatral de aquella mujer--. La vida es una lucha,
y hay que saber sufrir las desgracias.

--Que Dios le ilumine, señor doctor. Yo sólo pido la verdad, que usted
me diga la verdad, sin ocultarme el verdadero estado de mi padre.

Subieron Peláez y sus dos acólitos, llevando en medio al doctor Zarzoso
con toda la veneración respetuosa de los labriegos cuando sacan a la
calle al santo patrono del lugar.

El padre Claudio les seguía con paso lento; pero cuando les vió salir,
volvió rápidamente al sofá donde estaba la baronesa.

--¿Qué va a suceder, padre mío?--exclamó doña Fernanda, que, repeliendo
su actitud trágica, se mostraba inquieta y alarmada--. ¿Qué dirá ese
doctor sobre el estado de mi padre? ¿Nos traerá el haberlo llamado
alguna nueva desgracia?

--Tranquilízate. Tu padre será declarado falto de razón. Los alienistas
eminentes, como Zarzoso, a fuerza de tratar locos, acaban por invertir
el estado de la humanidad, y creen que la demencia es la regla general,
y la cordura una excepción. Basta que se sospeche de la razón de una
persona para que la declaren inmediatamente loca. El conde será muy
pronto para Zarzoso un caso raro de locura, digno de un curioso estudio.
Por eso pensé yo en llamarlo.

--Vaya usted, reverendo padre; vaya pronto a presenciar ese examen, y no
tarde, ¡por Dios!, pues esta intranquilidad me mata.

El padre Claudio salió rápidamente del salón y alcanzó en la antecámara
al grupo de médicos, que lentamente se dirigía al despacho del conde.

El jesuíta estaba radiante de satisfacción. Había estudiado rápidamente
el carácter del doctor Zarzoso, y tenía ya la seguridad del triunfo.

La araña acababa de tejer su tupida y viscosa tela, y Baselga era la
incauta mosca que revoloteaba alrededor de aquella pérfida red.

El padre Claudio acechaba tras la oscilante malla, y su alma satánica y
ambiciosa sentía como un escalofrío de placer al pensar que estaba
próximo el instante en que sería anulado el hombre que se oponía a los
planes de la Orden.



XXIV

Baselga cae en la red.


El conde, al ver entrar en su despacho al padre Claudio y a Peláez,
seguido de tres desconocidos, levantóse de su sillón con la actitud de
un hombre cortés y amable y les hizo tomar asiento en derredor de su
gran mesa de trabajo.

El jesuíta tuvo buen cuidado en sentarse junto al doctor Zarzoso, que se
había colocado frente al conde, y que con sus vivos ojillos, tan pronto
examinaba el rostro de Baselga como aquella habitación, hasta en sus
menores detalles.

Para el célebre alienista, que tenía la costumbre de analizar los
rostros con una sola mirada, no pasaron desapercibidos la exaltación que
brillaba en la mirada inquieta y vaga del conde y el ensimismamiento que
en él se notaba, a pesar de su empeño en mostrarse amable y atractivo.

El aspecto del despacho no le preocupaba menos. En sus conferencias
científicas se había detenido siempre con predilección en las relaciones
directas que existen entre la higiene y la locura, y mirando aquella
habitación sombría, con ventanas a un patio, y en la que jamás había
entrado el sol, no recibiendo más resplandor diurno que una luz tenue,
sucia y cernida, que resbalaba por las paredes grises, después de
atravesar la claraboya de cristales del tejado, sacaba como consecuencia
inevitable que el ser que pasara la mayor parte del día encerrado en una
estancia tan lóbrega, forzosamente había de sufrir un desarreglo de sus
facultades mentales y sentir predilección por empresas absurdas y
disparatadas.

Mientras el doctor Zarzoso reflexionaba, el padre Claudio hacía a
Baselga la presentación de aquellos señores, "ardientes patriotas que
pertenecían al Comité del señor Peláez, y que sentían vehementes deseos
de conocer al grande hombre que iba a vengar a España."

Los dos compañeros de Peláez creyeron acertado afirmar mudamente las
palabras del jesuíta, y se inclinaron profundamente; pero, a pesar de
esto, el conde apenas si fijó en ellos la atención.

Como si instintivamente conociera la insignificancia de unos y la valía
de otros, despreciaba a los dos médicos y fijaba su atención en Zarzoso,
quien clavaba en él su mirada escrutadora e inquebrantable, que tenía
algo de la agudeza y frialdad del estilete anatómico.

El padre Claudio notó inmediatamente la predilección que Baselga sentía
por el célebre doctor, y comprendió la causa. El carácter susceptible y
colérico del conde, forzosamente se había de irritar ante aquel examen
detenido y fijo, que le resultaba una imperdonable insolencia.

No creía el jesuíta que fuera favorable a sus planes un choque entre el
conde y el doctor, pues podía impedir la conferencia, y por esto se
apresuró a intervenir.

--Este señor--dijo señalando al sabio, que estaba a su lado--, es, de
todos los admiradores del conde de Baselga, el más entusiasta, y quien
más ansiaba conocerle. De seguro que en estos momentos experimenta una
satisfacción sin límites al verse cerca del que es su ídolo. ¿No es así,
señor Zarzoso?

--Así es, no quiero negarlo. Tengo una gran satisfacción en conocer al
señor conde, y me honraría mucho en tratarlo con más asiduidad.

Baselga agradeció la lisonja con palabras que demostraban no había
muerto en él el antiguo cortesano, pero, a pesar de esto, aquel hombre
panzudo seguía atrayéndole con la antipatía que le inspiraba. Su mirada
especialmente, con su fijeza y su frialdad, que parecía registrarle
desde la cabeza hasta los pies, le crispaba los nervios, hasta el punto
de que en ciertos instantes no se sentía dueño de su voluntad y
experimentaba irresistibles impulsos de abofetear al insolente curioso.

Peláez, que por carecer de la penetración del padre Claudio no
comprendía lo que pasaba en el interior del conde, sonreía sin objeto,
y, deseoso de mezclarse en la conversación, dijo al conde:

--Aquí, donde usted ve a mi amigo el señor Zarzoso, es un hombre de gran
importancia, un sabio, que podrá ser de gran utilidad para nuestra
empresa.

--¡Oh!, los sabios--dijo con expresión desdeñosa el conde, que deseaba
desahogar su ira contra el que tanto le mortificaba con su mirada--. Los
sabios no sirven gran cosa en esta clase de empresas, y en nuestro
Comité, señor Peláez, lo que deben figurar son los hombres de acción,
patriotas de mucha alma, que puedan ayudarnos. No supone esto que yo
desprecie a este señor; en esta clase de asuntos todos sirven, pero,
siempre que se pueda, deben escogerse personas aptas. Creo que, porque
hable con esta franqueza, no se ofenderá el caballero.

--No, señor conde--contestó el doctor, siempre mirando fijamente a
Baselga--. Me gusta mucho hablar con franqueza, y, por lo mismo, deseo,
antes de comprometerme en una empresa como la que usted ha ideado,
enterarme de ciertos detalles importantes.

El conde se sonrió con cierto desprecio, y dijo irónicamente:

--¡Ah! ¿El caballero tiene dudas sobre mi plan?

--Algunas, señor conde, aunque no de gran importancia, y desearía que
usted las aclarase. Advierto a usted que estos amigos--y Zarzoso indicó
a los dos médicos anónimos--se encuentran en el mismo caso que yo, y
desean saber de un modo claro con qué elementos cuenta la patriótica
empresa antes de comprometerse en ella.

El doctor ya no miraba fijamente al conde, y éste, como si se viera
libre de una presión magnética, que le predisponía al mal humor,
sintióse mas aliviado y comunicativo.

--Estoy dispuesto a satisfacer su deseo. Pregunte usted.

El sabio doctor miró a sus compañeros, como indicándoles que iba a
comenzar el examen, y habló así:

--Mi amigo Peláez me ha dicho que dentro de Gibraltar tendremos
compañeros que nos ayudarán en nuestra empresa. ¿Son dignos de confianza
esos auxiliares?

--¡Oh! Yo respondo de ellos, y aquí hay también quien responderá con
tanta seguridad como yo. Tenemos allí al capitán O'Conell, un irlandés
de gran valor, que está dispuesto a auxiliarnos, aunque esta empresa le
cueste la vida. El padre Claudio lo conoce mejor aún que yo, y sabe que
es todo un héroe.

La rodilla del jesuíta chocó suavemente con la del doctor, y aquel roce
parecía indicar al señor Zarzoso que el conde comenzaba ya a dejarse
arrastrar por la locura.

El sabio hizo un gesto de inteligencia y continuó:

--¿Y no podría engañarnos ese capitán?

--¿Engañarnos? No, señor. Yo soy de los que a primera vista conocen a
las personas, y tengo al capitán por un hombre franco e incapaz de una
traición. ¿No piensa usted lo mismo, padre Claudio?

--¡Oh! Seguramente. Mi amigo O'Conell es una buena persona.

Y volvieron a tocarse las rodillas, para excusarse el jesuíta, porque
seguía al conde en su manía, con el propósito de evitar que éste se
irritara.

--No dudo--continuó el doctor Zarzoso--que ese irlandés sea una buena
persona. Pero, ¿está usted seguro de que sea, efectivamente, un capitán
del ejército inglés? ¿Dijo que era militar o se presentó con otro
carácter: por ejemplo, médico?

El padre Claudio, a pesar de su serenidad a toda prueba, comenzaba a
inmutarse. Aquel doctor tenía un modo tan intencionado de preguntar, que
el jesuíta temía que de un momento a otro, y merced a una palabra
insignificante, se descubriera la verdad, y su trama, con tanta
paciencia forjada, viniese al suelo con estrépito.

Afortunadamente para él, el doctor Zarzoso resultaba antipático a los
ojos de Baselga, quien gozaba en contradecirle y en demostrar que sus
preguntas no tenían pizca de sentido común.

--¡Qué cosas tan extrañas dice usted, caballero!--exclamó el conde--.
¿Acaso estoy yo loco? O'Conell es un capitán del ejército inglés, y como
tal se me presentó, pues tratándose de un caballero, como yo lo soy, no
tuvo inconveniente en manifestarse tal como es. ¿Conque el tal capitán
podía ser un médico, según usted? ¡Buena es esa! Estos sabios tienen
unas ideas verdaderamente originales, y si no le hubiera visto ahí
mismo, donde usted está sentado, y si no hubiera conversado largamente
con él, sobre las fortificaciones de Gibraltar, casi me haría usted
creer que yo había soñado. Padre Claudio, ¿no le parece a usted muy
extraño lo que pregunta este caballero?

--Sí, señor; pero hay que permitir que el señor se entere bien de la
empresa que usted prepara, antes de comprometerse en ella.

Y el jesuíta, al decir esto, volvió a tocar con su rodilla al doctor.

--Perdone usted, señor conde, que yo haga esas preguntas que a usted
parecen tan extrañas. Ahora, en vista de sus explicaciones, comprendo
que son impertinentes y las retiro. Después de esto, lo que yo desearía
es que usted tuviese a bien explicarnos todo el plan, hasta en sus
menores detalles.

Peláez intervino:

--¡Oh! El plan es magnífico. Honra al señor conde y demuestra que es un
militar de primer orden.

El sabio lanzó al médico aristocrático una furibunda mirada, como
indicándole que él, como sus dos compañeros, estaban allí para oír y
callar, dejándole al más antiguo la tarea de interrogar al enfermo.

El conde no se hizo rogar. Estaba tan entusiasmado con su plan, que
gozaba en relatarlo; así es que inmediatamente comenzó a contar lo que
ya conocemos, o sea el medio que pensaba emplear para apoderarse por
sorpresa del Peñón.

El doctor volvía a tener fija su mirada en el conde, estudiando
atentamente su fisonomía y apreciando aquella exaltación que brillaba en
sus ojos y la fiebre nerviosa que le dominaba al hablar de la futura
victoria.

El jesuíta comenzaba a tranquilizarse, pues el sabio, preocupado en
analizar a Baselga mientras hablaba, no se cuidaba de ocultar sus
impresiones, y algunas veces, instintivamente, rozaba con su pierna la
del padre Claudio, como indicando la certidumbre que ya abrigaba sobre
la locura del conde.

Este no ocultó ninguno de sus preparativos. Habló de los hombres que
tenía a sus órdenes, y de los cajones de armas que había almacenado,
todo por indicación del capitán O'Conell, y con acento de indignación
relató su viaje a Gibraltar y la grosería de la Policía inglesa, que le
obligó a salir de la plaza a viva fuerza.

El doctor, oyendo hablar a Baselga con tanta naturalidad de su
conferencia con O'Conell y sus bélicos preparativos, sentía tanto
asombro como interés, y se decía en su interior que era uno de los casos
de locura más raros y dignos de estudio.

El conde terminó su relación.

--Y en este estado, señores--dijo--, se encuentran las cosas Yo estoy
dispuesto a no demorar el golpe. Espero una carta del capitán O'Conell,
anunciándome que todo está preparado; pero la impaciencia me consume, y
si tarda mucho en escribirme ese irlandés, es más que probable que,
poniéndome al frente de mi gente, salga para Gibraltar, dispuesto a dar
el golpe por mi propia cuenta. Yo conozco bien aquello, y, además, no
soy hombre para estarme esperando pacientemente cuando ya lo tengo todo
preparado.

--¿Y no retrocederá usted ante el silencio que guardan los auxiliares de
dentro de la plaza?

--No, caballero. Tengo el valor suficiente para ultimar las empresas que
he iniciado, aunque en ello pierda la vida. Sólo aguardaré una semana,
ya se lo he manifestado así varias veces al padre Claudio. Si durante
ese tiempo no escribe O'Conell, iré con mi gente a situarme en las
inmediaciones de Gibraltar.

El doctor Zarzoso miró a todos los que le rodeaban; pero esta vez no fué
con enojo, sino con marcada expresión de alarma. Decididamente, el conde
estaba loco de remate, y su demencia era de temer, pues podía producir
tremendos conflictos.

Para Baselga no pasó desapercibida aquella mirada.

--Se asustan ustedes de mi decisión, ¿no es así? Yo reconozco que es
algo aventurada; pero, señores, en las grandes empresas hay que jugar
el todo por el todo, y ser audaz hasta la locura. Por si lo dudan
ustedes, ahí tienen al gran Napoleón, que muchas veces se metía
voluntariamente en trances que sabía eran peligrosos, y, sin embargo,
salía siempre victorioso.

El doctor se animó, como hombre a quien hablan de su tema favorito.

--¡Oh! Es mucha verdad--exclamó--; usted, señor conde, tiene mucho de
Napoleón, y hace un momento tenía el honor de decírselo a estos señores.

Y al mismo tiempo que decía estas palabras, con cierta malicia miraba a
sus compañeros, como diciéndoles: "No hay remedio, está loco".

--Sí, señores--continuó el conde, hablando con creciente exaltación--.
Cuando se siente apego a la vida hay que permanecer tranquilo en casa;
pero cuando se piensa vengar a la patria, cuando se desea volver por su
dignidad ultrajada, hay que ser valiente hasta el heroísmo, despreciar
la existencia, y si la suerte es adversa, morir, con la sublime
serenidad de los mártires de una gran idea.

Mientras el conde hablaba, el doctor Zarzoso decía, entre dientes, muy
quedo, a pesar de lo cual sus palabras llegaban al fino oído del
jesuíta:

--Monomanía heroica; caso curioso.

--Estoy decidido a todo--continuaba el conde--. Yo no espero ya más
tiempo, y como tan meritorio es a los ojos de la Historia alcanzar la
victoria, como saber morir heroicamente por conseguirla, no reparo ya en
peligros, y saldré inmediatamente para Gibraltar, donde no tardaré en
dar el golpe.

Quedó en silencio el conde durante algunos instantes, y después añadió
con acento triste, marcándose en su rostro una expresión de desaliento:

--Y la verdad es que sería terrible que yo fuera vencido, cayendo en
manos de las autoridades inglesas, pues con mi muerte se desvanecería la
segunda parte de mi plan, que es magnífico, y ninguno de ustedes conoce.

Todos se conmovieron, y hasta el padre Claudio hizo un gesto de
curiosidad. ¿Qué segunda parte sería aquella, de la que nunca había
hablado?

Baselga vió el ansia de la curiosidad marcada en todos los semblantes, y
como no era hombre capaz de ocultar nada cuando le poseía el entusiasmo,
hizo la revelación esperada:

--Voy a decirles cuál es mi idea. He pensado que, en caso de que
triunfemos, es una locura devolver Gibraltar a España, mientras esté
regida por el Gobierno actual.

--¿Y qué es lo que usted se propone?--preguntó el jesuíta, que deseaba
aclarase pronto el conde aquel punto, con la esperanza de que expusiera
alguna idea disparatada, que hiciese creer más en su supuesta locura.

--Pues lo que yo pienso hacer, apenas me vea dueño de la célebre plaza,
es dar un manifiesto a los españoles, diciéndoles que Gibraltar es de
España, pues para eso la habré conquistado yo; pero que su guarnición,
sublevada, no hará entrega de ella mientras la nación esté gobernada por
doña Isabel II.

--Muy bien; me gusta la idea--dijo el doctor Zarzoso, que con el sesgo
que tomaba la conversación sentía que en su interior la curiosidad del
hombre político comenzaba a sobreponerse a la del sabio--. ¿Y cuál ha de
ser la condición precisa para que la entrega se efectúe?

--Que vuelva a reinar en España el Gobierno legítimo.

--¿Y qué entiende usted por Gobierno legítimo?

--Caballero, su pregunta me extraña. En esta nación no hay más Gobierno
legítimo que el del Rey Don Carlos V, por el cual tanto expuse mi vida
en Navarra, durante la guerra civil. Ya que el Monarca ha muerto, sólo
forman la dinastía legítima sus hijos y demás sucesores, y únicamente a
ellos entregaré la plaza de Gibraltar cuando sea mía. Los españoles, con
tal de volver a poseer el trozo de la Península que les pertenecía, y
que tan infamemente les fué robado, se levantarán en masa, pidiendo el
restablecimiento de mis reyes, y de este modo yo habré logrado lo que
vulgarmente se dice matar dos pájaros de un golpe.

El padre Claudio estaba muy contento de aquella extraña idea que se le
había ocurrido al conde, llevado de su fanatismo político, y su gozo era
mayor al ver el gesto de desagrado que hacía el doctor Zarzoso.

El sabio estaba irritado por aquel plan, que calificaba de estúpido, y
hasta le faltó poco para olvidarse que examinaba a un loco y decir al
conde que su idea era absurda y ridícula.

El jesuíta le tocó con su rodilla, como para recordarle que hablaba con
un loco, y el doctor se serenó.

--Esa segunda parte del plan--dijo el padre Claudio--me gusta mucho, y
creo que de igual modo pensarán estos señores.

Todos hicieron gesto de aprobación, y el doctor Zarzoso, que estaba ya
convencido de la locura del conde, aunque no creía necesario insistir,
quiso aún apreciar el dominio que en su ánimo ejercía la familia y hasta
dónde llegaba su manía heroica.

--La patria--dijo--tendrá mucho que agradecer a usted; pero, por grato
que sea el aprecio de los conciudadanos, creo que usted, señor conde, se
expone demasiado y lleva su sacrificio a un límite exagerado. Usted
tiene familia: ¿ha pensado alguna vez en el dolor de ésta, si es que
usted llega a morir en la empresa?

Este recuerdo, hábilmente evocado, produjo bastante efecto en el ánimo
de Baselga. La figura de Enriqueta surgió de su imaginación, rodeada de
un ambiente de pureza y sencillez, y se sintió conmovido.

--Sí, señores. Tengo familia, y, sobre todo, una hija, mi Enriqueta, a
la que amo mucho, y que es el único ser que me liga a este mundo.

Pero el conde sólo podía sentir un enternecimiento pasajero, cuando
estaba poseído de su afán heroico, que tanto le dominaba.

--Sentiría mucho--continuó con el acento del que toma una resolución
definitiva--que mi muerte la produjera un eterno dolor; pero me consuela
la idea de que un día u otro debo morir, y que aunque no quisiera
exponer mi vida en esta santa empresa, no por esto la evitaría tal
aflicción. Soy ya viejo, y todo consiste en que el momento fatal llegue
antes o después. Además, los mártires del cristianismo, para morir por
su idea, no reparaban en su mujer ni en sus hijos, y el amor a la patria
es una verdadera religión, que también necesita mártires.

El doctor desistió de seguir la conversación sobre tal punto. Era inútil
excitar en el conde el recuerdo de la familia, pues esto no causaba
mella alguna en sus ambiciones tan arraigadas.

--Celebro mucho verle tan decidido--dijo el doctor--, y le deseo que la
suerte le favorezca. La empresa me parece muy aventurada; pero, a pesar
de ello, estoy dispuesto a trabajar en ella y a seguir a sus órdenes.

--Según eso, ¿no tiene usted ya, más objeciones que hacer?

Y el conde, al decir esto, sonreía con aire de superioridad.

--Algunas me quedan, señor conde--respondió el doctor--; pero evito
hacerlas, no sea que usted lo tome a mal.

--¡Oh! No. Hable usted con entera confianza, que yo le escucharé sin
inmutarme.

Baselga desmentía sus recientes palabras, pues hacía un gesto de mal
humor, como indicando la molestia que le producían las preguntas de
aquel hombre, que para él era un desconocido.

El doctor Zarzoso miró rápidamente a sus compañeros, y después dió un
enérgico rodillazo al padre Claudio.

El jesuíta comprendió en la tal señal que Zarzoso iba a intentar el
último medio para convencerse de la locura del conde. Sin duda, quería
apreciar la irritabilidad de su carácter.

Mostraba Baselga marcada impaciencia por oír al doctor; pero éste, como
si se propusiera exasperarle, siguió mirándolo fijamente, sin decir
nada, y, por fin, habló así, con lentitud:

--Quería manifestarle a usted que estoy admirado de ese valor sublime
que demuestra, pero que esto no me impide creer que puede ser víctima de
un engaño. ¿Está usted seguro de haber visto alguna vez a ese capitán
O'Conell, de que tanto habla, y que tan gran confianza le inspiró?

El conde palideció; el cetrino color de su rostro tomó un tinte verdoso
y sus manos se agitaron con un temblorcillo nervioso. Para el jesuíta,
que conocía su carácter, era aquello el claro signo de una explosión
violenta.

--Caballero--dijo Baselga con voz insegura por la ira--. ¿Tengo yo cara
de haber mentido alguna vez? A ver, explíquese usted: se lo exijo, se lo
mando, o, de lo contrario...

Y Baselga, con aire amenazador, se erguía en su sillón.

Peláez no permanecía muy tranquilo ante la actitud que tomaba el conde,
y en cuanto a sus dos compañeros, los silenciosos médicos que creían
habérselas realmente con un loco, comenzaban a lamentarse en su interior
de las imprudencias del doctor Zarzoso, que tenía gusto en exasperar a
los enfermos.

Sólo el sabio y el jesuíta permanecían tranquilos.

--No se altere usted, caballero--dijo el doctor Zarzoso con absoluta
tranquilidad, como si las palabras del conde fuesen insignificantes--.
Daré a usted cuantas explicaciones quiera, pues aquí lo importante es
buscar la verdad. He querido decir antes que tal vez se hubiese usted
engañado acerca de la personalidad de ese señor O'Conell.

--¿Qué engaño es ése, caballero? ¿Acaso estoy yo ciego o es que usted
quiere suponer que yo estoy loco?

Y Baselga, a pesar de toda su cólera, se reía sardónicamente, solamente
de pensar que alguien pudiera suponerlo falto de razón, cuando se sentía
intelectualmente más fuerte que nunca.

Era la primera vez que reía en toda la conferencia. El padre Claudio
tocó nuevamente al doctor, indicándole que se fijase en aquella risa
poco espontánea.

--Sé perfectamente lo que me digo--continuó--, y a menos que usted, en
su odioso afán de contradecirme, no quiera suponer que soy un loco,
habrá de creer que ahí, en el mismo sitio donde usted se encuentra,
estuvo sentado hace algún tiempo el irlandés Patricio O'Conell, capitán
del batallón de rifles, de guarnición en Gibraltar.

Calló Baselga, pero su razón revolvíase furiosa contra aquellas
suposiciones, que él tenía por impertinentes, y que parecían tender a la
negación de sus facultades mentales.

--Y ¡gran Dios!--continuó--. ¿Por qué esas dudas sobre la personalidad
de O'Conell, cuando yo le he visto, le he hablado y he quedado muy
satisfecho del valor y de la resolución que mostraba? Paso porque se
dude de su fidelidad, porque se crea que no cumplirá su promesa de
auxiliarnos, aunque esto sea muy aventurado; pero, ¿creer que él no es
él, o, más bien dicho, llegar a suponer que yo no he hablado con dicho
capitán de la conquista de Gibraltar, ni escuchado sus promesas de
auxilio? Vamos, eso sí que es un absurdo, una tremenda locura.

Baselga se agitaba nerviosamente en su asiento, como si aquellas
suposiciones del doctor le molestasen, como otras tantas punzadas, y
clavaba sus ojos amenazadores en la fría mirada del sabio, que cada vez
le irritaba más.

El conde resultaba ya peligroso, y los dos médicos amigos de Peláez
lamentaban las palabras del maestro, y mirando a Baselga esperaban de un
momento a otro que, levantándose del asiento, cerrase con todos y dejase
caer sobre sus espaldas un chaparrón de golpes.

El supuesto loco se serenó un tanto, y, dirigiéndose al jesuíta, dijo
con acento despreciativo:

--¿Qué le parece a usted, padre Claudio, lo que supone este señor? ¿Será
O'Conell algún ser que yo me habré inventado? Usted puede decirlo mejor
que nadie, pues fué quien lo trajo aquí y presenció toda la
conversación. ¿No le parece que este caballero tiene ganas de burlarse,
y me cree tan mentecato que quiere hacerme dudar de lo que yo he visto?

El doctor Zarzoso, en vista de la exaltación del conde y de la
insolencia agresiva con que dijo las últimas palabras, creyó prudente
intervenir.

--Yo no he dudado de que usted hablase con O'Conell. Sé que estuvo aquí
y que lo presentó el padre Claudio. Pero, señor conde, ¿no podría usted
haber oído mal? A veces la imaginación puede engañarnos. A ver, procure
usted recordar lo ocurrido en aquella conferencia. ¿Está usted seguro de
que el irlandés era un capitán que trató con usted de la célebre
empresa, o usted se lo imaginó así, a pesar de que él nada dijo de
pertenecer al ejército?

El conde, con el ceño fruncido y la mirada centelleante, estuvo algunos
momentos contemplando frente a frente al doctor Zarzoso, que seguía
impasible.

Todos callaban, aguardando con impaciencia.

Por fin, el conde agitó la cabeza, como si quisiera repeler una idea
enojosa, y extendiendo su diestra, dijo con fosca voz:

--Caballero, salga usted inmediatamente.

Prodújose un movimiento de extrañeza en todos, menos en el célebre
doctor, que seguía imperturbable.

El conde se irritó más ante aquella calma, y avanzando el cuerpo sobre
la mesa, como una fiera ansiosa de devorar, le lanzó estas palabras, con
la misma expresión que si se las escupiera a la cara:

--Está usted burlándose de mí, y hace un momento he sentido tentaciones
de abofetearle; pero estamos en mi casa, y esto es lo que me detiene;
mas si no sale usted inmediatamente, ¡por Cristo!, que le marcaré el
rostro, para que eternamente se acuerde de su impertinencia.

Y el conde, al jurar, dió un puñetazo sobre la mesa, que demostró cómo
quedaba aún en sus brazos aquella fuerza de la juventud, que tan
insolente le hacía. El puño, al chocar contra la madera, produjo un
enorme estampido, y todo danzó en la mesa, papeles, plumas, plegaderas,
cajas de dibujo y hasta la tinta, que, movida por la trepidación, saltó
del negro receptáculo, invadiendo con su creciente suciedad la dorada
escribanía.

El fiero golpe repercutió en el ánimo de los médicos anónimos, que, como
movidos por un resorte, se levantaron de sus asientos. No había remedio:
el loco iba a pegarles.

Peláez se levantó también, y el padre Claudio le imitó, poniendo el
semblante triste, aunque en su interior estaba muy satisfecho del
resultado de aquella conferencia. El doctor Zarzoso fué el último en
levantarse, y se dispuso a salir.

Mientras tanto, el conde, como para evitar la presencia de aquel hombre
que tan antipático le resultaba, y cual muestra de soberano desprecio,
había hecho girar su sillón y estaba con el rostro vuelto a la pared.

Los médicos comenzaron a desfilar.

El padre Claudio no se separaba del doctor Zarzoso, y éste, cuando ya
estaba en la puerta del despacho, al ver la pregunta muda que el
jesuíta le hacía con los ojos, dijo con voz queda:

--Está loco. No tengo ya la menor duda.

El jesuíta acercó sus labios al oído del doctor y habló en el mismo
tono.

--Pueden ustedes celebrar su consulta en el salón donde aguarda la
baronesa. Yo me quedo aquí para disipar un tanto el furor del conde y
evitar que lo descargue después sobre su familia. Es un deber que me
impone mi sagrado ministerio.

El doctor Zarzoso hizo un movimiento de hombros y salió tras sus
compañeros.

Cuando se extinguió el ruido de sus pasos, el conde volvió el rostro,
que todavía tenía impreso un gesto de feroz ira.

Al ver al padre Claudio derecho en el centro del despacho, se serenó un
poco.

--¿Ha visto usted, padre?--dijo, después de un largo intervalo de
silencio--. ¡Qué entes tan antipáticos hay en el mundo! No sé cómo no le
he dado de bofetadas.

--Calma, señor conde, mucha calma. Hay ciertos carácteres que resultan
insufribles. Yo siento haber presentado a usted ese señor, que tan mal
rato le ha dado; pero, en fin... lo mejor que podemos hacer es
olvidarnos de lo ocurrido.

--Si todos los individuos del Comité formado por Peláez son como ése,
nos hemos lucido. Dígale usted a nuestro doctor que en adelante no
cuente con el tal sabio, que a mí me parece un majadero.

--Se lo diré. Ahora yo confío en que lo ocurrido no habrá entibiado su
fe, y que seguirá usted tan dispuesto como siempre a llevar a cabo el
patriótico plan.

--¡Oh! Eso siempre. Esto ha sido un incidente ligero, y nada más. En
cuanto se desvanezca la irritación producida por las suposiciones de ese
majadero, todo lo habré olvidado.

--Así lo espero. El desaliento no existe para hombres como usted.
Adelante, y siempre adelante, que Dios premiará a los que se sacrifican
por su causa.

El conde y el jesuíta hablaron después largamente sobre el eterno
asunto, extremándose el segundo en entusiasmar a Baselga con optimistas
ilusiones.

--Usted--dijo--debe cumplir su propósito de partir para Gibraltar así
que pase una semana y yo no reciba carta de O'Conell; pero no creo que
transcurra ese tiempo sin que el capitán dé señales de existencia. Un
agente que tenemos en aquella plaza dice que O'Conell hace muchos
trabajos sediciosos entre sus compatriotas de la guarnición, y no sé por
qué me figuro que no tardará mucho en avisar. Tal vez mañana recibamos
noticias suyas y nos indique que todo está preparado para que pueda
usted marchar a la plaza con sus hombres.

La esperanza que mostraba el jesuíta animó mucho al conde, e hizo que
cuando aquél salió del despacho, su rostro estuviese ya serenado y no se
notase en él la menor huella de su anterior ira.

Cuando el padre Claudio entró en el salón de la baronesa, ésta se
hallaba completamente sola y sentada en el sofá, siempre con actitud
trágica.

--¿Y los médicos?--preguntó el jesuíta, extrañándose de aquella soledad.

--¡Chist! Hable usted más bajo--contestó la baronesa, indicándole con
una señal que no levantase tanto la voz--. Están en el gabinete
inmediato celebrando consulta. ¿No los oye vuestra reverencia?

En efecto; apagado por la puerta y los cortinajes, llegaba hasta el
salón el eco de la voz de Peláez, haciendo tímidas indicaciones al
doctor Zarzoso, que explicaba la enfermedad del conde.

--He escuchado un poco--continuó la baronesa--, y, a la verdad, no he
entendido gran cosa. Hablan en términos técnicos y las palabras acabadas
en _ía_ y en _oni_ se repiten con una frecuencia abrumadora. Lo que me
parece es que todos estamos conformes en declarar loco a mi padre...
¡Ay, padre Claudio!

--¡Qué es eso, hija mía!--exclamó el jesuíta, asombrado por aquella
inesperada manifestación de dolor--. ¡Vamos, ten un poco de valor!
Además, esta noticia no es nueva para ti, pues ya hace días que conocías
la locura de tu padre. Piensa que Dios saca muchas veces el bien del
mal, y... no digo más.

La baronesa comprendió la intención de estas palabras, que dijo el
jesuíta de un modo muy marcado, y permaneció silenciosa.

Era más acertado guardar absoluto mutismo que seguir una conversación en
la que ambos se exponían a ser demasiado francos y decir públicamente
sus pensamientos, que mutuamente eran conocidos. Muchas veces las
paredes oyen.

Transcurrió como un cuarto de hora sin que ninguno de los dos despegase
los labios. El padre Claudio tenía apoyada la barba en el pecho, y
parecía entregado a profunda meditación; la baronesa se entretenía en
peinar con sus dedos las franjas de cordonería del sofá.

Las voces de los médicos iban siendo cada vez más sordas; callaron por
fin, y levantándose el cortinaje de la puerta del gabinete, entraron
todos ellos en el salón.

El doctor Zarzoso iba al frente y tenía el aspecto grave, cabizbajo y
tétrico de un sacerdote de ópera que se presenta a dar la noticia fatal.

--Señora--dijo colocándose en frente de la baronesa--, la conciencia
profesional me impone el penoso deber de proporcionarle con mis palabras
un profundo dolor. Mis compañeros y yo nos hallamos plenamente
convencidos de que el señor conde está loco.

Doña Fernanda miró al cielo con la misma expresión que si en su interior
se desgarrara algo.

--No debe usted por eso entregarse a la desesperación--continuó el
doctor--. La locura del conde no es más que una monomanía que, aunque
grave, resulta de posible curación. Con un régimen moral lento, pero
seguro, iremos despojándole de esas creencias que hoy le perturban, y es
casi cierto que recobrará la razón.

--¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera!--murmuró la baronesa con dramática
resignación.

--Ahora, inútil es que yo diga a usted el terrible compromiso que
arrostra teniendo a su padre en esta casa.

--Lo sé, señor doctor; ¿qué debemos hacer?

--Después de la declaración suscrita por nosotros, en que certificamos
la falta de salud mental que aqueja al conde, puede usted, como jefe de
la familia, hacerlo ingresar en un manicomio, donde atenderán a su
curación.

--¡Oh, Jesús mío! ¿Y cómo comunico a mis hermanos la fatal noticia? ¿Qué
dirá Enriqueta? ¿Qué impresión tan cruel experimentará Ricardito cuando
sepa que su padre, a quien no ha visto en tanto tiempo, ha perdido la
razón? ¡Por Dios, padre Claudio! Ocúltele usted al pobre niño la verdad,
mientras pueda.

--No tengas cuidado, hija mía--dijo el jesuíta--. Así lo haré; pero
ahora lo importante es ocuparse de lo inmediato, o sea de lo que debe
hacerse con tu padre. El doctor Zarzoso creo que dirige un manicomio,
montado con arreglo a los últimos adelantos.

--Sí, señor--contestó el aludido--. Lo dirige un compañero; pero yo voy
allí todos los días para hacer estudios prácticos.

--Pues allí llevaremos al conde, y así podrá usted atender más
directamente a la curación. ¿Estás conforme, hija mía?

La baronesa aprobó todas las disposiciones del jesuíta y se convino en
que al día siguiente el conde sería conducido al manicomio.

Era preciso no perder tiempo, según decía el padre Claudio, pues de lo
contrario, se corría el peligro de que Baselga, en un rapto de locura,
acelerase la ejecución de sus quiméricos planes, y con su gente y sus
armas saliese para Gibraltar marchando a una muerte cierta.

Peláez quedó encargado de conducir al conde a la casa de salud, y el
padre Claudio se comprometió a hacerle marchar a ella sin violencia,
valiéndose de un habilidoso engaño.

El doctor Zarzoso creía que era más fácil curar una manía como la de
Baselga permaneciendo éste en su casa; pero el miedo a que estando en
libertad promoviese un conflicto de carácter público, le hacía transigir
con la idea de conducirlo al manicomio. Para el sabio, la curación era
larga, pero no difícil. Todo consistía en hacerle comprender que el tal
O'Conell era un médico y que únicamente por una aberración intelectual
lo había él creído un militar. Una vez demostrado esto, todos aquellos
planes descabellados caerían por su base.

Los médicos despidiéronse de la baronesa, y ésta quedó sola con el
jesuíta, quien no pudo reprimir sus impresiones.

--¡Por fin!...--exclamó, suspirando con la expresión del que se despoja
de un peso enorme.

El padre Claudio, a pesar de toda la serenidad que había demostrado poco
antes, estaba bastante intranquilo. La intriga era hábil, pero frágil en
exceso, y una palabra demasiado indiscreta podía haber desbaratado su
obra, dejándole a él en descubierto como único autor de tan infame
maquinación.

La suerte, que siempre le había favorecido, acababa de mostrársele
constante.

Ya se había librado del conde, eterno obstáculo para sus planes; y él
jesuíta, al pensar en su triunfo, sonreía diabólicamente.

Estaba satisfecho de su fuerza y de su terrible astucia. O no había
justicia, o él sería general de la Compañía de Jesús.



XXV

Donde el padre Claudio da el último
golpe a Baselga y vuelve a ocuparse
del capitán Alvarez.


Cuando a la mañana siguiente el conde de Baselga vió entrar en su
despacho a su amigo el jesuíta, llamóle la atención inmediatamente la
expresión de alegría que llevaba impresa en el rostro.

Acababa el conde de levantarse; eran las ocho de la mañana y en la otra
ala de la casa, o sea donde estaban situadas las habitaciones de doña
Fernanda y de Enriqueta, todo estaba en silencio, velado por la dulce
penumbra del sueño matutino.

El conde, en la noche anterior, había ido con su hija al teatro Real.
Necesitaba repeler del todo el mal humor producido por su altercado con
el doctor Zarzoso, aquel señor desconocido para él, que tanta irritación
le había causado; y logró su deseo, pues se acostó muy tranquilo y se
levantó tarareando trozos de música italiana que habían quedado en su
memoria, y que él, falto de sentido filarmónico, desfiguraba de un modo
horrible.

Cuando Baselga canturreaba, a pesar de hacerlo muy mal, se alegraba toda
la casa. Era esto signo evidente de buen humor en aquel gigantazo que
con un bufido de cólera hacía temblar a todos.

El gozo interior que delataba la cara del jesuíta, extremó la alegría
del conde.

--¿Qué hay, padre Claudio? ¿Por qué tan contento a estas horas?

--Grandes noticias, señor conde--contestó el jesuíta sentándose en un
sillón y respirando precipitadamente, como si llegase sofocado.

--¿Qué es ello? Vamos a ver. Siento gran curiosidad, y me parece que va
usted a darme un alegrón. Anoche, no sé por qué, presentía que hoy iba a
ocurrirme algún suceso feliz. ¿Es que ha escrito O'Conell, marcando ya
fecha para el golpe?

--Mejor, mucho mejor--dijo el jesuíta, que parecía gozarse en excitar
la curiosidad del conde, para lo cual retardaba la explicación
definitiva.

--¿Mejor? Pues confieso que no lo entiendo. ¡Por Dios, explíquese
pronto!

El jesuíta se levantó, y acercándose a su amigo, le dijo al oído, con
entonación misteriosa:

--O'Conell está aquí.

--¿Dónde?--exclamó el conde, incorporándose con nervioso impulso
producido por la sorpresa.

--En Madrid. No puedo decir a usted más.

--¿Y le ha visto usted?

--No; pero acabo de recibir aviso de su llegada, y al mismo tiempo, el
encargo de que él desea hablar a usted con mucha urgencia.

--¿Y por qué no viene aquí?

--Lo ignoro: mas él tendrá sus motivos para obrar tan misteriosamente.
Tal vez teme ser espiado por el personal de la Embajada inglesa: tal vez
la índole de su conferencia con usted requiera el misterio.

--¿Y qué debo yo hacer?

--Vestirse inmediatamente y acudir a la cita.

--¿En qué punto me espera?

--No he tenido tiempo de informarme, pues inmediatamente he venido a
manifestarle la noticia. Abajo, en un coche de punto, para no llamar la
atención, le espera el doctor Peláez, que es quien sabe dónde es halla
O'Conell. El le conducirá.

--Voy al momento. La impaciencia me devora, y no tardaré ni cinco
minutos en estar listo.

Salió el conde del despacho apresuradamente, llamando a su ayuda de
cámara con estrepitosas voces, y despojándose de su bata rameada para
acabar cuanto antes de vestirse.

El padre Claudio lanzó una mirada distraída a la mesa de trabajo, donde
los papeles estaban en desordenado abandono.

Un objeto brillaba asomando bajo algunos periódicos, y el jesuíta fijó
en él la atención. Apartó los papeles, y vió una pistola doble, con los
cañones niquelados y la culata de ébano. Tenía la pequeñez de las armas
de bolsillo; los arabescos complicados y fantásticos que la adornaban
dábanle cierto carácter de joya; pero el excesivo calibre de sus cañones
le hacía una máquina terrible.

El jesuíta la contemplaba con curiosidad. Examinó sus cañones, que
estaban cargados, y se puso a reflexionar que un tiro disparado con
aquella pistola, a corta distancia, era tan seguro como mortal.

El conde era muy aficionado a las armas; tenía siempre en casa las más
modernas, y aquella pistola era, sin duda, una novedad.

Daba vueltas el jesuíta en sus manos a la brillante pistola y sonreía de
un modo extraño, como si le fuera muy grato el pensamiento que en
aquellos instantes se agitaba en su cerebro.

Cuando el conde volvió a entrar en el despacho, con traje de calle y el
sombrero puesto, halló al padre Claudio examinando todavía con atención
la hermosa pistola y sonriendo con una expresión poco tranquilizadora.
Pero el conde no se fijó en la sonrisa.

--¿Le gusta a usted, padre Claudio?--le preguntó.

--Mucho. Es una hermosa arma que da gran seguridad al que la lleva y que
al mismo tiempo no ocupa gran puesto en los bolsillos.

--Esa es su principal ventaja. Yo la suelo llevar alguna vez, y siempre
la meto en un bolsillo del chaleco, sin que apenas se note el bulto que
produce. Es de moderna invención, y ahí donde usted la ve, tan diminuta,
yo me comprometo a hacer blancos con ella a cincuenta metros.

--Es un arma maravillosa.

--Quédese usted con ella, si le gusta.

--¡Yo! ¿Para qué? Un sacerdote no debe llevar armas; y, además, usted la
necesita ahora mismo.

--¿Necesitar yo armas? Salgo únicamente para ver a O'Conell.

--En asuntos como el nuestro, que no es muy legal, aun cuando usted
piense lo contrario, conviene siempre ir prevenidos. Cuando O'Conell se
ha escondido, sus motivos tendrá, y no es cosa que vaya usted a un punto
que desconoce sin tomar sus precauciones. ¿Quién sabe lo que puede
ocurrir? Recuerde usted que, según el refrán, "hombre prevenido..."

--Sí: "vale por ciento"; pero yo tengo siempre mis puños, que casi dan
los mismos resultados que una pistola, cuando el enemigo está próximo.

--Vamos, señor conde, no sea usted tan confiado, y métase esta arma en
el bolsillo.

--Como usted quiera, ya que tanto se empeña. Bien considerado, no me
estorba llevarla, y tal vez, como usted cree, puede serme de alguna
utilidad.

El conde metió la pistola en un bolsillo de su chaleco, y abrochándose
la levita, indicó al jesuíta que estaba dispuesto a partir.

Salieron los dos y atravesaron la antecámara sin encontrar ningún
criado.

Baselga iba delante, y ocupado en reflexionar sobre la extraña cita de
O'Conell, en nada se fijaba. El padre Claudio, que lanzó una mirada a la
puerta que comunicaba con las habitaciones de la baronesa, vió que el
cortinaje se agitaba y hasta le pareció que una mano, semejante a la de
doña Fernanda, asomaba para desaparecer rápidamente, después de hacer
una señal de despedida.

Al salir a la calle encontraron parado frente a la puerta un coche de
alquiler, por cuyas portezuelas veíase recostado en el interior al
doctor Peláez, fumando tranquilamente.

El aristocrático doctor se apresuró a abrir la portezuela, y demostrando
una agitación que contrastaba con su anterior calma, gritó:

--Vamos, señor conde; suba usted inmediatamente, pues se hace tarde y
nos aguardarán con impaciencia.

--¿Adónde vamos?--preguntó el conde subiendo a la berlina de alquiler.

--Ya lo sabe el cochero. Vaya, ¡adiós, padre Claudio!

--Salude usted en mi nombre, amigo Peláez, al capitán O'Conell.

El médico correspondió con un malicioso guiño a la sonrisa intencionada
con que el jesuíta acompañó sus palabras.

Estrechó el conde la mano del padre Claudio, e inmediatamente el
carruaje se alejó a buen paso.

El jesuíta quedó inmóvil en la acera, como atendiendo al monólogo que la
alegría recitaba en el interior de su cerebro.

--¡Anda con Dios!--se decía--. Por fin he logrado librarme de ti, que
eres el eterno obstáculo para mis planes dentro de tu familia. Ya no me
irritarás con tu tenaz oposición; ya no impedirás que tu hija entre en
un convento y tu hijo en la santa Compañía de Jesús, y yo podré con toda
tranquilidad guiar hacia las cajas de la Orden ese rebaño de millones
que no son tuyos, sino de tu mujer.

El pensamiento del jesuíta cambió de faz repentinamente, y el monólogo
continuó:

--No puedo quejarme. Hoy es un día feliz; se inicia del modo más
favorable, pues ese imbécil se ha dejado conducir sencillamente y sin
resistencia al lugar de donde no saldrá nunca. ¡Y quién sabe lo que allí
podrá sucederle! Por algo le he hecho tomar su pistola.

Este pensamiento se reflejaba en el rostro del jesuíta con una sonrisa
diabólica.

--Día que así empieza--continuaba diciéndose--forzosamente ha de ser muy
favorable a mis planes. De seguro que me espera alguna buena noticia.
Apostaría algo a que de aquí a la noche conquisto una fortuna o me libro
de algún enemigo. Me lo dice el corazón. Hoy, después de tan feliz
principio, haré algo bueno.

El padre Claudio volvió en sí, y dándose cuenta de que estaba plantado
en el centro de la acera, gesticulando mudamente y llamando la atención
de los transeúntes, emprendió la marcha con dirección a la antigua casa
donde tenía establecida su oficina y su archivo y en la cual vivía con
independencia y separado de la Orden que dirigía.

Saludando algunas veces a personas que le conocían y rehuyendo muchas el
encuentro de otras cuya conversación importuna le era molesta, llegó a
su casa.

Entró en ésta, no por el gran portal, sino por una escalerilla de
servicio, según era su costumbre, para que no conocieran su ausencia las
personas que iban a buscarle y que llenaban continuamente la antesala.

Aquella mañana nadie le esperaba, según dijo un lego que le servía de
ujier. Habían estado un buen rato algunos de los que la Compañía
empleaba como agentes; pero, después de hacer sus revelaciones al padre
Antonio, que seguía siendo el secretario general del asistente o vicario
de la Compañía en España, se habían marchado inmediatamente.

El padre Claudio entró en su despacho, donde su secretario estaba, como
siempre, entregado al trabajo de ordenar notas y extractar informes para
enviarlos a Roma o encerrarlos en aquellos legajos que, cada vez más
numerosos, invadían todo el gran salón.

El secretario saludó con una rápida cabezada a su superior, y siguió
escribiendo.

--¿Qué hay?--preguntó el padre Claudio, con aquel acento imperativo que
era el suyo propio y se manifestaba siempre que el jesuíta estaba lejos
de los convencionalismos de la sociedad.

--Han venido tres de nuestros agentes, y en estos instantes estoy
redactando en forma las notas que he tomado de sus revelaciones.

--¿Qué informes son los suyos?

--Dos de ellos no tienen gran importancia. Helos aquí. El presidente del
Consejo de Ministros dijo anoche, en una antesala de Palacio, que hay
que temer más a vuestra reverencia que a sor Patricio y al padre Claret,
pues éstos no son más que agentes de vuestra paternidad, que los mueve a
su gusto. El otro informe es detallando el carácter de ese periodista
rojo que tan furibundos artículos escribe contra nuestra Orden. Es
irritable en extremo, y, además, tan falto de dotes oratorias y tímido,
como mordaz con la pluma.

--Está bien. Al presidente del Consejo ya procuraré, de aquí a un rato,
cuando yo vaya a Palacio, darle a entender que estoy enterado de sus
palabras, y de paso le haré comprender a lo que se expone tirándonos
chinitas a los compañeros de Jesús. En cuanto al asunto de ese
periodista, toma nota de lo que voy a decir.

El secretario puso los puntos de su pluma sobre el papel, y esperó.

--¿Quién ha traído los informes?

--Pepe, "el Americano", ese que perora en los clubs y que está afiliado
en la Masonería, para darnos cuenta de todo lo que piensan nuestros
enemigos.

--¿Cómo está ahora en punto a prestigio?

--Mejor que nunca, reverendo padre. Ha estado aquí largo rato, y como es
muy chistoso, me ha hecho reir mucho remedando grotescamente la que
hacen en las sociedades secretas, y las sartas de barbaridades que él
suelta a guisa de discurso. Como es tan vocinglero e intrigante, y como
habla mal de todos los que se distinguen en los partidos avanzados, ha
conseguido formarse su correspondiente grupito con cuatro imbéciles, y
hoy se da ya importancia de hombre de prestigio en las masas.

--Perfectamente. Pues ordenarás a nuestro agente que poco a poco y con
mucho arte emprenda una campaña de difamación contra ese periodista que
tanto nos ataca. El mejor medio de matar su pluma, que tanto nos
molesta, es aislarle, quitarle el afecto y la admiración de los suyos,
que hoy tanto le aplauden. Esto puede conseguirlo nuestro hombre.

Al secretario debió parecerle difícil la empresa, pues levantando el
rostro, interrogó con la mirada a su superior.

--¿Te parece difícil lo que me propongo? Pues nada tan sencillo. Nuestro
agente tiene facilidad de palabra, y esto constituye una ventaja
preciosa cuando se ha de trabajar sobre la conciencia de muchedumbres
tornadizas y veleidosas, más propensas a derribar que a sostener a sus
ídolos. Ves anotando lo que "el Americano" debe hacer para anular a
nuestro enemigo. Primero perorará en los clubs, diciendo con maligna
intención que a los hombres hay que apreciarlos por lo que hagan y no
por lo que digan, y de paso hará la apoteosis de la fuerza, diciendo que
vale más un carbonero que esté dispuesto a salir con un trabuco a la
barricada, que todos esos periodistas, oradores y sabios que únicamente
sirven para enredarlo todo. Este será, el primer golpe. Después, cuando
el terreno esté preparado y haya tronado en varios discursos contra los
traidores y los espías, asegurando que entre los partidarios hay muchos
agentes pagados por los jesuítas...

--Esto podrá él jurarlo por su alma, sin temor de ir al infierno.

--No me interrumpas y escribe. Después que, como decía, haya preparado
el terreno, podrá ir poco a poco deslizando la idea de que ese
periodista que nos ataca es uno de tantos traidores pagados por los
jesuítas. ¡Eh! ¿Qué te parece el golpe?... ¿Por qué pones esa cara?

--Reverendo padre; eso me parece demasiado fuerte. ¿Cómo van a creer
esas gentes que está pagado por los jesuítas el mismo que con tanto
rigor nos ataca?

--¡Bah! Tú no conoces a las muchedumbres. Son enemigos por instinto de
todo el que se distingue y se eleva por encima de lo vulgar, y, además,
todo lo que es absurdo y raro lo recoge con más entusiasmo, por lo mismo
que lo comprende menos. Unicamente aquél que posee una oratoria
vehemente y tribunicia, es el que consigue conservar el aprecio del
pueblo; pero el que no tiene más arma que la pluma, pierde con facilidad
el prestigio, pues esas masas revolucionarias sólo se sienten subyugadas
por una palabra ardiente. Además, las masas sienten primero que
discurren; adivinan entre ellas más traidores y espías de los que
nosotros pagamos, y aquél que cualquiera señale como agente jesuítico,
será el desgraciado sobre el cuál caerá el odio popular. En fin,
Antonio, escribe mis instrucciones y aprende eso bien; sé lo que me
digo. Ya verás cuál es el resultado.

El secretario escribió las órdenes de su superior.

--La calumnia--continuó el padre Claudio--es siempre entre las masas
populares una bola de nieve que a poco que ruede se convierte en
imponente alud. Que nuestro agente obedezca mis órdenes y dentro de poco
apreciarás el resultado. No faltará una turba de imbéciles que le haga
coro; todos, una vez señalado el traidor, querrán estar enterados de su
traición, se aguzarán las imaginaciones, la mentira rodará de boca en
boca agigantándose rápidamente, y antes de dos meses habrá exaltado que
contará con todos sus pelos y señales la traición del periodista, el
lugar donde se avista con nosotros, las órdenes que le damos y hasta la
cantidad que percibe por su infame obra. Hay que emplear todos los
medios para batir al enemigo.

El padre Antonio mostraba la admiración que le producía el diabólico
arte de su superior. Este continuó hablando.

--Después que la calumnia se extienda, será cuestión de poco tiempo el
robarle la pluma al escritor y hacernos dueños de su conciencia. Se verá
escarnecido, insultado y calumniado por los mismos que ahora le admiran,
y poseído del despecho y la rabia, despreciará justamente a asa misma
gente a quien quiere ilustrar y abrir los ojos, y que paga a coces sus
desvelos. El vacío se formará en torno de su persona; no tendrá a su
lado un admirador que le aliente ni un amigo que le sostenga; sus
escritos no serán leídos y carecerá ya del mezquino producto que hoy le
da su trabajo y que le permite vivir. Intentará defenderse de palabra en
las reuniones de su partido; pero su timidez personal y su falta de
elocuencia, harán que sea anonadado por nuestros agentes, que pintarán
su balbuceo e inseguridad como el rubor de su conciencia que se delata;
y cuando esté ya definitivamente perdido, cuando no tenga un amigo y
esté aplastado bajo el peso de su descrédito, entonces...

--Entonces llegaremos nosotros. ¿No es eso, reverendo padre?

--Así es. Entonces nosotros nos presentaremos a él como seres que nos
apiadamos de su desgracia y que llevados de nuestro noble y generoso
carácter, sabemos perdonar al enemigo cuando éste se halla en la
desgracia. Nuestra dulzura por una parte, y por otra el odio que él
sentirá contra los ingratos, harán que, sin gran esfuerzo, su voluntad
se nos entregue, y entonces dispondremos por completo de esa pluma que
ahora tanto nos incomoda. Además, vivirá en la miseria, y las
necesidades de su familia le harán mirar nuestra amistad como un auxilio
de la Providencia. No dudes que así será. Tengo mucha experiencia, y más
de una vez he conseguido iguales éxitos. Con los hombres ocurre lo mismo
que con las plazas fuertes. No hay ninguno inexpugnable, y el éxito
únicamente depende del modo y forma de establecer el bloqueo.

--¡Oh!, ¡magnífico!, reverendo padre. La comparación es exacta, y cada
vez me convenzo más de que al lado de vuestra reverencia, siempre se
están aprendiendo cosas nuevas.

--¡Bah! Déjate de palabrerías y vayamos a lo importante. ¿Ha dicho "el
Americano" algo sobre trabajos revolucionarios?

--Nada importante. En los clubs se habla mucho y se confía en que Prim
hará pronto un movimiento; pero nada se dice de cierto. Pero hay aquí
otra revelación sobre el mismo asunto, que es muy importante.

--Vamos a ella. ¿De quién es?

--De aquel teniente retirado a quien hace más de quince días encargó
vuestra reverencia que siguiese los pasos a un capitán llamado don
Esteban Alvarez.

--¿Y han llegado, por fin, los informes? ¡Gracias a Dios!

--Caros han costado. He dado tres mil reales al tal teniente.

--No hay que reparar en gastos cuando se trata de asuntos importantes.
Ve diciendo.

Y el padre Claudio se colocó en actitud de escuchar con profunda
atención. Brillábanle los ojos y en su rostro se mostraba una satánica
alegría. Su cerebro rumiaba con detención un pensamiento halagador. Iba
a darle una lección a aquel mequetrefe que en la plaza de Oriente lo
había tratado como una mujer, amenazándole con darle de bofetadas. Ahora
vería el tal mequetrefe si se podía insultar impunemente a un hombre
como el padre Claudio.

El secretario consultó sus notas para estar más seguro de su informe.

--El teniente, para encarecer su servicio, ha dicho lo mucho que le ha
costado averiguar la vida y costumbres del capitán Alvarez. Adivinaba
que éste conspiraba y que era amigo de Prim; pero no podía saber la
cosa, con todos los detalles que le pedía su paternidad. Por fin, merced
a las palabras indiscretas de un amigo del capitán, y después de haber
seguido a éste a todas partes, ha podido averiguar cosas que comprometen
mucho al espiado. El capitán Alvarez es el secretario de la Junta
militar que preside Prim, y que está encargada de los trabajos
revolucionarios en toda España.

--¿No hay más datos?

--Sí, reverendo padre. Los conspiradores se reúnen en una casa cuyas
señas exactas tengo aquí. Está en las inmediaciones de la plaza de Santo
Domingo. El capitán Alvarez asiste a todas las reuniones. Lo ha visto
nuestro agente.

--¿Y no sabe más?

--Ha indicado un dato de gran estima. El tal capitán, como ejerce de
secretario del Comité, tiene en su poder papeles importantes y
comprometedores, y, según cree nuestro agente, los guarda en su
domicilio.

--Sí que es de importancia la noticia. Con este dato ese hombre está por
completo a nuestra disposición. Ya pensaremos en el medio más adecuado
para que el Gobierno se incaute de esos papeles y dé su correspondiente
castigo a los conspiradores. ¿No hay más asuntos?

--No, reverendo padre.

--Saca extracto de las dos primeros, el del periodista y la murmuración
del jefe del Gobierno, para enviarlos al archivo de Roma, como es
costumbre.

--¿Y el otro?--preguntó el secretario, lanzando una rápida mirada a su
superior.

--¿Te refieres al asunto del capitán Alvarez?--dijo el padre
Claudio--.¡Oh! Ese es negocio particular, que sólo a mí me importa, y
del que no es necesario que sepan una palabra en Roma. Es una pequeña
venganza, un desahogo que me permito, y no creo necesario ocupar la
atención del general y de sus secretarios con tales nimiedades.

El secretario siguió escribiendo, con la cabeza baja, y sin hacer el
menor movimiento; pero el padre Claudio, bien fuese por curiosidad o
porque adivinase sus pensamientos, sintióse impulsado a preguntarle:

--Oye, Antonio, ¿te parece mal lo que yo hago?

El secretario clavó su mirada con cierta audacia en los ojos de su
superior.

--Reverendo padre, ya conocéis los estatutos de la Orden.

--Te pregunto si te parece censurable mi conducta. Responde
terminantemente.

--Ya que me preguntáis, fuerza es contestar, cumpliendo mi voto de
obediencia. La Orden tiene leyes, y nadie debe faltar a ellas.

--¿Y te parece que yo falto?

--Nuestros estatutos disponen que todo individuo de la Compañía dé
cuenta de sus asuntos a sus superiores provinciales y nacionales, y que
éstos, igualmente, lo comuniquen todo al padre general.

--Y yo, que oculto algo a los de Roma, falto a nuestras leyes, ¿no es
esto?

--Así es, seguramente.

--Celebro que seas franco. Yo lo seré de igual modo, diciéndote que
conviene que te convenzas de todo lo contrario. Es por tu bien. Hay
cosas que resultan peligrosas únicamente al pensarlas.

Y el padre Claudio sonreía al decir esto, y fijaba en su secretario
aquella mirada extraña, que hacía temblar a cuantos le conocían.

--Está bien, reverendo padre--contestó fríamente el secretario--. No
olvidaré vuestras indicaciones.

--Confío--continuó el padre Claudio--que todo quedará en secreto y serás
tan fiel como siempre lo has sido. Pon, pues, todas las notas referentes
al capitán Alvarez en carpeta aparte, y que sea un secreto para todos lo
que se haga en tal asunto.

El secretario siguió escribiendo durante algunos minutos, pero, de
pronto, hizo un rápido movimiento, y se encaró con su superior.

--Reverendo padre--dijo--, ya sabéis que os quiero.

--No mucho. Me debías querer verdaderamente, pues todo cuanto eres me lo
debes a mí; pero, en fin, prefiero que me tengas un afecto débil a que
seas mi enemigo. ¿A qué vienen tus palabras?

--A que por lo mismo que os quiero, no puedo menos de lamentar que os
separéis demasiado de vuestros deberes. Son muchos ya los asuntos que
figuran en carpeta aparte, y de los que no se da conocimiento alguno a
Roma.

El padre Claudio hizo un gesto expresando el poco cuidado que le daba
tal indicación.

--Hacéis mal en trabajar tanto por vuestra cuenta, y en faltar
continuamente a nuestras leyes. Yo guardaré siempre el secreto; pero
esto no supone que vuestros negocios queden ocultos eternamente a los
ojos del general.

--¡Ah! Guardando tú el secreto, ¿quién puede enterarse de mis asuntos?

--Ya sabéis que en nuestra Orden todo se sabe.

--Por esta vez, no se sabrá. Tengo tomadas mis precauciones, y estoy
seguro de que si algo llega a oídos del general, será porque tú me
habrás vendido. Ya estás enterado; ahora, a trabajar.

El padre Claudio dijo esto con su tono imperioso, y el secretario le
obedeció inmediatamente.

Transcurrió algún tiempo, sin que mediara palabra alguna entre los dos
jesuítas. El secretario escribía, y el superior, de pie ante la mesa,
hojeaba los papeles que estaban en ésta, esperando una clasificación.

Un criado levantó con discreción el cortinaje de la puerta, y asomó su
cabeza, con el propósito de retirarse silenciosamente si veía al padre
Claudio entregado a una grave preocupación. A los sirvientes de aquella
casa bastábales una sencilla ojeada para apreciar la importancia del
trabajo de su dueño y su necesidad de aislamiento. Al ver al padre
Claudio contemplando con mirada distraída los papeles, se atrevió a
interrumpirle y dijo con voz meliflua:

--Reverendo padre, don Joaquín Quirós desea ver a vuestra reverencia. Ha
venido ya muchas veces en esta mañana.

--Que espere en el gabinete. Voy allá inmediatamente.

Salió el criado, y el poderoso jesuíta dijo en voz alta:

--¿Qué querrá Quirós? ¿Por qué vendrá a buscarme con tanta insistencia?
Ese muchacho cada vez me gusta menos. Presiento en él algo de
ingratitud. ¿Qué te parece a ti, Antonio, de ese muchacho?

--Es un fatuo que se ha hecho la ilusión de emplear a vuestra reverencia
y a la Orden para llegar muy alto. Hay que tener cuidado con ese
ambiciosillo.

--Pues si piensa aprovecharse de nuestro poder para lograr sus fines, y
después desligarse de nosotros, está muy equivocado. Eso sería
engañarnos, y, ¡francamente!, tendría que ver que un trastuelo como ése
engañase a la Compañía de Jesús.

El padre Claudio salió del despacho, y, atravesando varias habitaciones,
entró en un pequeño gabinete de paredes grises y desnudas, amueblado con
una antigua consola y una sillería de damasco raído.

Joaquinito Quirós, al entrar el poderoso jesuíta, se abalanzó
inmediatamente a besarle la mano humildemente, recibiendo su bendición
con aire compungido.

--¡Hola, desertor!--dijo el padre Claudio con jovialidad--. ¿Qué mal
viento le trae por aquí? Yo creía que ya había muerto.

--¡Oh, reverendo padre! A pesar de mis trabajos apremiantes, he venido
por aquí varias veces, sólo que nunca estaba usted visible.

--No es extraño; yo, aunque no me presento agobiado por el trabajo, como
usted, no dispongo de un minuto todos los días para recibir a los
amigos. Conque, vamos a ver, ¿qué le trae a usted por aquí?

--Vengo corriendo de casa de Baselga.

--¡Ah!... ¿Y qué?--dijo el jesuíta con una frialdad que contrastaba con
el azoramiento exagerado del joven escritor.

--Había ido a consultar a la baronesa sobre un asunto urgente de la
Asociación de San Vicente de Paúl...

--Bueno, ¿y qué quiere usted decirme?

--Que de boca de la misma baronesa ha salido una noticia que apenas me
atrevía a creer.

--Vamos a ver esa noticia estupenda.

--Que el conde ha sido declarado loco.

--Y que yo lo he enviado al manicomio, ¿no es eso? De seguro que así se
lo habrá dicho la baronesa. ¿Y qué hay en todo esto para que usted venga
con tanto azoramiento a comunicarme cosas que ya casi tengo olvidadas?

--¡Oh!, reverendo padre: la impresión, lo inesperado de la noticia...
Comprenda usted el efecto que en mí habrá causado.

--Déjese usted de pamplinas. Usted sabía tan bien como yo, hace ya mucho
tiempo, que el conde estaba loco, y que su manía de conquistar
Gibraltar, que comunicó a usted antes que a nadie, era un solemne
disparate. ¿A qué extrañarse tanto ahora? Baselga estaba loco y lo hemos
encerrado en un manicomio. Eso es todo.

--Perdone usted, padre Claudio. Yo esperaba que, como amigo de la
familia, me hubiese usted llamado, al tratarse de un asunto tan
importante. Tal vez hubiesen aprovechado para algo mis servicios.

--No hemos necesitado a usted para nada.

--Muchas gracias. Además debo manifestarle mi disgusto por la conducta
que usted ha observado conmigo. Hace tiempo que comprendí que no le era
muy grata mi presencia en casa de Baselga, y por eso he estado tanto
tiempo sin ir por allí.

--Así es. No me gustaba mucho que fuese usted por aquella casa; pero
ahora puede volver cuando guste.

--Sí, eso es--dijo con rudeza Quirós--. Puedo ya volver, ahora que no
está el conde y que le han declarado loco, Dios sabe cómo.

Quirós, apenas dijo estas palabras, se arrepintió, al ver el gesto de
indignación que hizo el padre Claudio.

--Joven--dijo el jesuíta con frialdad hostil--, la benevolencia que yo
le he dispensado, sólo ha servido, según veo, para que usted se muestre
sobradamente audaz y se atreva a hacer suposiciones que no puedo
consentir. El conde ha sido declarado loco, porque realmente lo estaba,
y yo no he influído para nada en tal declaración. ¿Qué interés podía yo
tener en ello?

Quirós, a pesar de que temía al padre Claudio, no pudo evitar un gesto
de incredulidad.

--¿Duda usted de mis palabras? Pues pronto tendrá que convencerse
forzosamente. ¿Qué médicos cree usted que han certificado la demencia
del conde? ¿Se lo ha dicho a usted la baronesa?

--No, señor; pero, como si lo viera: el médico encargado de tal trabajo
habrá sido, indudablemente, el doctor Peláez. Un amigo fiel y
obediente.

--Pues se engaña usted. El que ha certificado la demencia del conde ha
sido el doctor Zarzoso, ese sabio alienista, que es bien conocido por
sus ideas antirreligiosas. ¿Dirá usted ahora que Zarzoso es de los
nuestros y que yo puedo manejarle para hacer que declare cosas
contrarias a la verdad?

El joven quedó moralmente aplastado por estas palabras, y el padre
Claudio se gozó en mirarlo con desdeñosa compasión.

Quirós estaba perplejo. Comprendía que acababa de cometer una torpeza,
mostrando antes de tiempo cierta aspiración de independencia ante el
terrible jesuíta, que no consentía la emancipación de ninguna de las
voluntades a él supeditadas. Por esto, deseoso de remediar su ligereza,
se apresuró a decir con acento humilde:

--Perdón, reverendo padre. No había yo imaginado, ni remotamente, nada
que fuese en perjuicio de la honradez y caridad de vuestra reverencia,
pero el maldito amor propio, herido por el despego que hace algún tiempo
me mostraba usted, ha sido la principal causa de que yo haya hablado de
un modo irrespetuoso. Ruego a usted que me perdone. Ya sabe que le
venero y que eternamente le seré fiel.

El jesuíta hizo como que creía en estas palabras, cuyo verdadero valor
conocía.

--Es usted un niño, amigo Quirós--dijo con paternal benevolencia--, y si
no estuviera convencido de esa ligereza, que le ha de producir muchos
disgustos, tomaría en serio sus palabras, en cuyo caso mi enojo sería
terrible. Usted tiene un defecto, que consiste en querer subir demasiado
aprisa a las alturas donde le arrastra su exagerada ambición. Yo no
critico que usted sea ambicioso: todos lo somos en este mundo, y yo el
primero: pero hay que pensar bien que aquello que todo hombre ha de
procurar para subir, es escoger bien los medios que han de servirle para
su elevación. Usted, mientras suba apoyado por nuestra Orden, hará
carrera, y el día que intente emanciparse de nosotros, su ruina será
completa.

--Reverendo padre, yo no intento separarme de usted, al que tanto
venero; yo...

--Menos protestas de adhesión, amigo Quirós. Dios, que lee en el corazón
de todos los humanos, es quien sabe mejor la verdad y puede apreciar los
sentimientos de cada uno. Aunque no estoy muy seguro de la adhesión de
usted, le quiero, a pesar de todo, y buena prueba del ello es que hace
un momento pensaba en usted y le procuraba un medio seguro para
engrandecerse.

--¡A mí!--exclamó Quirós con codicia--. ¡Oh, cuánto le agradecería que
hiciese algo por mi suerte! Mi situación es cada vez más difícil; mis
compañeros ascienden todos, hacen fortuna, y yo permanezco inmóvil en mi
miserable medianía, sin adelantar un paso. Necesito un protector
poderoso, como vuestra paternidad, y que no me abandone en ninguna
ocasión.

--Mi protección dependerá del modo como usted se porte en adelante
conmigo. Por de pronto, sepa que tengo un medio seguro e inmediato para
que el Gobierno agradezca a usted un servicio importantísimo y le premie
con largueza.

Quirós hizo un gesto de impaciencia; estaba ansioso por conocer aquel
medio, tan seguro, de engrandecerse.

--Se trata--dijo el jesuíta con gran calma--de descubrir al Gobierno una
conspiración revolucionaria, verdaderamente terrible, por las personas
que de ella forman parte.

Quirós mostró cierta extrañeza al escuchar estas palabras. Notábase en
él que acababa de sufrir una profunda decepción.

--¡Oh!--exclamó--. ¡Si no es más que eso!... Todos los días recibe el
Gobierno delaciones de esa clase, y apenas si las premia con unas
cuantas onzas de oro. Los ministros hacen ya poco caso de tales
revelaciones, pues las más de las veces resultan falsas o inútiles, ya
que no pueden encontrarse las pruebas.

--Es que aquí las hay, señor Quirós: pruebas claras y concluyentes,
papeles de tanta importancia, que con ellos el Gobierno puede ponerse al
tanto de una terrible conspiración militar, y conocer a todas las
personas que están comprometidas en ella.

--¡Ah!--exclamó el joven, cuyos ojos brillaron con terrible llamarada de
alegría--. Eso es otra cosa. Si vuestra paternidad me facilita tan
importante delación, mi ascenso está ya asegurado.

--Pues cuente usted con que le apoyaré. Irá usted a ver al ministro de
la Gobernación. ¿No lo conoce usted?

--Sí, reverendo padre. He hablado varias veces con él en las reuniones
del gran mundo.

--Perfectamente. Pues puede usted decirle que en Madrid funciona una
Junta revolucionaria militar, de la cual es secretario un capitán
llamado don Esteban Alvarez.

--Eso no basta, reverendo padre.

--No sea usted impaciente, y escuche. Dicho capitán tiene en su casa la
mayor parte de los papeles de la conspiración, y registrando su
domicilio, el Gobierno puede dar un buen golpe a los revolucionarios.

--¿Está usted seguro, reverendo padre, de que los papeles están en casa
de ese capitán?

--¡Oh!, segurísimo. Ya sabe usted que estoy siempre bien informado de
todo. Tengo buenos amigos.

--¡Diablo!, pues la cosa resulta grave para ese capitán, si le pillan en
su domicilio los papeles. ¿Es algún joven ese capitán?

--Creo que sí. Según me han dicho es una cabeza ligera, un exaltado muy
peligroso.

--¿No le conoce vuestra reverencia?

--No. Nunca lo he visto.

Quirós se quedó pensativo unos minutos.

--¡Vamos!--dijo el jesuíta--. ¿Qué piensa usted? ¿No se atreve a dar el
golpe?

--Pienso que si le pillan los papeles a ese pobre muchacho, pronto le
olerá la cabeza a pólvora. El Gobierno está hoy más irritado que nunca
contra los revolucionarios, y será inexorable con aquel que pille.

--Así lo creo yo también. Pero veo que me he equivocado al pensar en
usted y ofrecerle un medio tan rápido de elevación. ¿Tiene usted reparo
en delatar tan peligrosa conspiración? No hablemos, pues, del asunto.
Olvídese usted de todo lo dicho, que otro se encargará de hacer el
trabajo. No falta gente que quiera ser premiada por el Gobierno.

Quirós se estremeció, como si acabara de recibir un rudo golpe.

--¡Eh! ¿Qué es eso, reverendo padre?... El negocio es para mí, y yo no
puedo consentir que otro me lo arrebate. ¿He dicho yo acaso que no
quiero encargarme de la delación? Lo que hay es que me inspiraba algo de
compasión ese pobre muchacho, que es un joven como yo y que no aguarda
seguramente el terrible cataclismo que le va a caer encima. Un poco de
simpatía, y nada más. Pero se acabó ya el escrúpulo; no soy tan imbécil
que dé un puntapié a la Fortuna, cuando ésta se me presenta. Se acabó la
compasión. ¡Vaya, padre Claudio!, siga usted dándome órdenes, que yo las
cumpliré inmediatamente.

--Celebro verle tan animoso y dispuesto a aprovecharse de mi cariñosa
benevolencia. Para alcanzar la gratitud del Gobierno, no tiene usted más
que hacer esa delación. Yo me encargaré después de recomendarlo y hacer
que la recompensa oficial sea lo más alta posible.

--Pero, padre Claudio, con lo dicho no basta para que la delación sea
completa. Falta saber, el domicilio del capitán Alvarez, el punto donde
los conspiradores se reúnen y todos los demás detalles que vuestra
paternidad juzgue importantes.

--Es verdad. Tiene usted mejor memoria que yo. Pase usted a mi despacho
y mi secretario le dará una nota exacta de todo cuanto pide.

Quirós hizo un gesto de alegría, como si ya tuviera en sus manos el
importante ascenso que tanto deseaba.

Ansioso por realizar cuanto antes aquel negocio, y sin el menor rastro
del escrúpulo que momentos antes había sentido, se dispuso a salir del
gabinete para dirigirse al despacho.

--Aguarde usted, impaciente joven--dijo el jesuíta sonriendo con
amabilidad--. Supongo que todo esto quedará en el más absoluto misterio,
y que el Gobierno no traslucirá quién ha proporcionado tan importantes
datos.

--¡Oh! De eso no hay que hablar, padre Claudio. Bueno soy yo para que se
me escape una palabra indiscreta. Yo sólo digo lo que quiero.

--Buena condición es ésa. Con ella irá usted muy lejos. Lo importante es
que usted no se arrepienta nunca de lo hecho, y quiera perder a sus
amigos algún día, sabiendo perfectamente lo que dice.

El joven comprendió que el padre Claudio seguía dudando de su adhesión.

--No recele vuestra reverencia de mi fidelidad--dijo Quirós--. Ya que no
por cariño, por egoísmo, debo seguir siempre al lado del padre Claudio.
Tratándome como hoy, nunca podré quejarme de su protección. Yo, al que
me da, nunca le falto.

--¡Magnífico! Es usted adorable por su, franqueza, Joaquinito. Usted irá
lejos y nunca le faltará mi protección. Unicamente--continuó el jesuíta
sonriendo con cierto aire de superioridad--, le falta a usted el no
dejarse dominar por la compasión en momentos supremos.

--¡Oh! La indecisión de antes ha sido momentánea, como usted ha visto.

--Cuando yo le aconseje una cosa, no dude usted nunca. Yo no puedo
aconsejar a nadie que peque y pierda su alma, y las acciones que yo
recomiendo, aunque a primera vista parezcan censurables, seguramente no
lo son por venir de boca de un sacerdote del Altísimo. Dios saca el bien
del mal, no olvide usted esto, y para hacer bien a nuestros semejantes,
es preciso que antes les hagamos daño. Al delatar a ese joven capitán,
tal vez le sentenciemos a muerte; pero, ¡cuán inmenso caudal de bienes
no producirá nuestra delación! Con su prisión y la incautación de sus
papeles, la Sociedad permanecerá tranquila, la revolución quedará
desbaratada, perecerán esas ideas diabólicas y disolventes que propagan
los enemigos de la Monarquía y de la Iglesia, y quedarán tranquilas en
el poderío de que hoy gozan, por la voluntad de Dios, Doña Isabel II,
esa reina modelo de virtudes, y la Compañía de Jesús, santa institución
que trabaja por la salvación del mundo. Si quiere usted ser grande y
poderoso en la tierra, y después feliz y bienaventurado en el cielo, no
vacile usted nunca en obedecer mis indicaciones. Todo cuanto yo ordene
es...

--"Para mayor gloria de Dios"--interrumpió el joven--. Si ya lo sé,
reverendo padre, y juro obedecerle inmediatamente. Ahora, si le parece
bien, vamos al despacho a por la nota, pues siento verdadera impaciencia
por servir a Dios haciendo la delación.

El jesuíta sonrió bruscamente al oír estas palabras. Sabía él a qué Dios
servía el joven egoísta, al mostrarse tan impaciente por cumplir sus
órdenes.

--Sobre todo, amigo Quirós, no cometa usted ninguna imprudencia, ni deje
que la cometa el Gobierno. Si hace usted la delación ahora mismo, nos
exponemos a que el ministro dé inmediatamente órdenes a la Policía, en
cuyo caso es posible que armándose estruendo extemporáneamente, se nos
escape la liebre. Vaya usted al Ministerio al anochecer, y haga la
delación. La noche es favorable para esta clase de asuntos.

Quirós se conformó a esperar algunas horas para dar el golpe que
aseguraba su porvenir, y con aire de humildad hipócrita, siguió al
poderoso jesuíta a su despacho.



XXVI

La última buena obra
del padre Claudio.


A Baselga comenzaba a parecerle demasiado extraño el aparato misterioso
con que el capitán O'Conell había revestido su cita.

Pasaba el conde por alto que le hubiese hecho salir a una legua de
Madrid para ir a aquel caserón de grandes y desiertos patios, rodeado de
un vasto jardín con solitarias alamedas, a cuyo extremo había entrevisto
algunos hombres que al notar su presencia habían desaparecido; hacía
caso omiso igualmente de que el doctor Peláez lo hubiese abandonado
diciendo que así lo exigía el secreto de la entrevista, dejándolo bajo
la dirección de un criado, soberbio mocetón de grandes patillas que
orlaban una cara cuadrada y sin expresión alguna; pero no le parecía ya
indiferente, pues le causaba cierta molestia próxima a la irritación,
que le tuvieran más de una hora en aquella sala, grande, fría y de
elevado techo, cuya desnudez aún hacía más antipática el torrente de sol
que entraba por las dos rejas situadas sobre el vasto jardín que él
había atravesado.

La aventura iba ya resultando para el conde demasiado extraña. Aquellas
rejas eran demasiado robustas y tenían todo el aspecto de las de
presidio. Mirándolas fijamente, el conde llegó a sonreírse.

--En esta casa--pensaba--debe ser la gente muy miedosa. Según leo a
veces en los periódicos, hay bastantes ladrones en los alrededores de
Madrid; pero la cosa no creo que sea para tomar tantas precauciones.
¡Cuidado si han empleado hierro en las tales rejas!

Y Baselga, que para buscar distracción al tedio que comenzaba a
dominarle, se había entretenido en contar varias veces los barrotes de
las rejas, pasó a fijarse en otros detalles de la habitación.

--Pues aquí dentro--continuó pensando el conde--no han sido tan pródigos
en muebles como en el hierro de las rejas. ¡Vaya un menaje! Parece que
sólo hayan puesto lo estrictamente necesario para que la pieza no sea
inhabitable.

Así era. La sala era muy espaciosa, y a pesar de esto, sólo había en
ella cuatro sillas de paja, muy ligeras por cierto, y una mesilla
colocada entre las dos rejas.

Baselga se levantó, fué tocando uno por uno los escasos muebles, y
después siguió paseando de un extremo a otro de la habitación.

Sacó su reloj de oro y miró la hora. Las diez y media. Estaba ya allí
más de una hora y comenzaba a parecerle la espera más que pesada.

En uno de sus paseos, al pasar junto a la puerta, que creía entornada,
se fijó en ella. También notó, como en las rejas, gran lujo de
precauciones. Vaya una puerta sólida. Los tableros estaban tan
ajustados, que no dejaban la menor rendija, y toda ella parecía hecha
de una sola pieza. En el centro tenía un ventanillo cerrado.

El conde, al pasar, la golpeó distraídamente con el pie, como para
apreciar su robustez, y la puerta no se movió.

Baselga hizo un gesto de inmensa extrañeza. ¿Qué era aquello? ¿Acaso
estaba la puerta cerrada? ¿Era él un preso?

Esta consideración sublevó al conde, quien, para convencerse de si la
puerta estaba cerrada, dejó caer sobre ella sus robustos puños.
Conmovióse la recia madera produciendo un sonido sordo, pero la puerta
no se movió.

Ya no podía dudar el conde. Estaba encerrado, prisionero en aquella
destartalada habitación tan inaccesible a la fuga como un calabozo. Las
rejas le impedían saltar al jardín.

Apoderóse de Baselga una terrible indignación al verse tratado de un
modo tan inicuo. ¿Por qué le recibían de tal modo? ¿Dónde estaba aquel
O'Conell, que no llegaba nunca?

De repente cruzó por la imaginación del conde una absurda idea, propia
de su continua preocupación. Sin duda, el Gobierno inglés conocía su
plan, temía al audaz patriota, y se atrevía a secuestrarlo casi a las
puertas de Madrid. Esta presunción fatua y loca consolaba al conde y le
daba cierto valor para sobrellevar tan extraña aventura; pero a pesar de
esto, seguía golpeando con sus vigorosos puños la fuerte puerta, sin
lograr que hiciera el menor movimiento.

El más absoluto silencio contestaba a aquellos golpes, y Baselga se
decidió por fin a gritar:

--¡Eh! Los de la casa. ¿Qué es esto? Venid a abrir esta puerta.

Varias veces gritó y no vino nadie. Pero los gritos no fueron acogidos
con el mismo silencio que los golpes.

A los oídos de Baselga llegaron confusas y amortiguadas voces
estentóreas, chillidos y cánticos monótonos, que formaban un extraño
concierto y que se repetían cada vez que él llamaba.

--No--dijo el conde en alta voz, como si tuviera a sus espaldas quien lo
oyera--, pues la broma resulta bastante pesada. ¿Y qué grita toda esa
gente?... Juro a Dios, que en cuanto salga de aquí aprenderán cómo nadie
se burla impunemente de un hombre como yo.

Transcurrieron algunos minutos sin que el conde se cansara de golpear la
puerta. Antes bien, parecía que sus puños, al maltratar a la madera,
adquirían nuevo vigor.

Cuando comenzó a llamar, habíale parecido oír unas pisadas que
ligeramente se alejaban, y éstas volvieron a escucharse pasado un buen
rato, aunque aproximándose con gran rapidez.

El conde vió abrirse el estrecho ventanillo de la puerta, a través del
cual apenas si podían mirar a la vez con ambos ojos.

En el pasillo estaban dos hombres; el criadote de las patillas y de
rostro inmóvil, que, según se decía el conde, tenía cara de palo, y un
joven también fornido y barbudo, que llamaba la atención por su gesto
inteligente.

Baselga se dirigió a él lanzándole por el ventanillo una mirada
iracunda.

--Caballero, ¿es ésta manera de recibir una persona decente? ¿Soy algún
criminal terrible para tenerme cerrado? Soy el conde de Baselga, sépalo
usted.

--Lo sé, señor conde--dijo el joven con sonrisa amable--; y ruego
dispense esta falta de atención. El tenerle cerrado, comprendo que le
será a usted tan enojoso como molesto para mí; pero tengo que cumplir
forzosamente las órdenes que me dan. A usted mismo le conviene
permanecer ahí.

--¿Esas órdenes son de O'Conell? A ver, ¿dónde está O'Conell?

El joven médico no sabía quién era aquel extranjero que nombraba el
conde; pero con el aplomo que le daba su continuo trato con los
enajenados, respondió:

--Sí; O'Conell me ha dado la orden. No tardará en venir, puede usted
esperar tranquilo. Es cuestión de una hora a lo más. Le ruego, sobre
todo, que no se incomode ni se exalte. Piense usted en que le conviene
estar así.

El conde seguía no comprendiendo aquel extraño aparato; pero se
tranquilizaba contemplando aquellos dos hombres.

No; aquella gente no podía ser mala. Tenía buen aspecto y no parecía que
se propusieran causarle el menor daño. Esperaría, ya que tan cortésmente
se lo suplicaban, y cuando llegara O'Conell, éste le explicaría la razón
de tan extraña conducta.

El joven hizo una cortesía, disponiéndose a retirarse.

--Ya lo sabe usted, señor conde. Permanezca usted tranquilo, que así que
llegue el que usted espera, entrará a verle inmediatamente. Mientras
tanto, el ventanillo quedará abierto, y si algo se le ocurre, no tiene
usted más que llamar a este señor, que acudirá inmediatamente.

Los dos hombres se retiraron, y el conde volvió a pasearse por la
habitación.

En los primeros momentos estaba tranquilizado por la conferencia; pero
así que estuvo solo un buen rato, comenzaron a renacer las antiguas
sospechas. ¿No podían ser terribles enemigos aquellos hombres que tan
amables se mostraban?

Todo inducía a esperar algo malo, porque un misterio tan absurdo, rara
vez puede ser precursor de felices acontecimientos.

Y el conde, al pensar esto, se dirigía a sí mismo preguntas de imposible
contestación.

--Vamos a ver, ¿dónde está O'Conell? ¿Por qué ordena estas precauciones
irritantes? ¿Será acaso un traidor que nos habrá engañado al padre
Claudio y a mí? ¿Y qué casa es ésta? Se me ha olvidado preguntarlo a ese
joven, así como por qué chillaban tan desaforadamente hace poco rato.

Justamente cuando el conde se decía esto, volvió a estallar aquel
extraño y espeluznante concierto de gritos, rugidos e incoherentes
canciones.

Esta vez se oía mejor, y parecía más próximo el griterío, sin duda por
estar abierto el ventanillo.

A Baselga le ponía nervioso aquel estruendo, que parecía arañarle los
oídos. Además, creía que era una burla; el regocijo de ocultos enemigos,
que celebraban con risotadas extravagantes verle a él encerrado, y por
esto, dando en el suelo una furiosa patada, murmuró iracundo:

--¡Dios! Esto parece una casa de locos.

Después, como si tomara una resolución, se dirigió al ventanillo:

--¡Buen hombre!--gritó--. ¡Eh, buen hombre!

Sonaron las pisadas del criado, que a pesar de su robustez, andaba con
una ligereza juvenil.

--¿Qué se le ofrece?--dijo apareciendo y con acento rudo, que pugnaba
por dulcificar.

--¿Qué ruido es ése? ¿Por qué chilla esa gente de un modo tan
extravagante? Diga usted que callen. Me incomoda esa música rara.

--No haga usted caso, señor. Son huéspedes que tenemos aquí hace algún
tiempo, y que nos dan bastante trabajo.

--¿Y qué clase de casa es ésta? ¿Qué hacen aquí?

Por fin, la cara de palo del criado perdió su expresión estúpida para
animarse con una sonrisa extrañamente irónica.

--¡Oh! Ya lo sabrá usted, ya se encargará de decírselo la persona a
quien espera.

--¡Ya lo creo que me lo dirá! Tengo deseos de saber el por qué del
aparato de esta cita, que me va resultando pesada. Alguna extravagancia
tal vez. ¡Esos ingleses son tan excéntricos!

Baselga notó en la inanimada cara del criado cierta expresión de
extrañeza. ¡Si él lograra hacerle hablar!

--Qué, ¿te extrañas de lo que digo? ¿No conoces tú al capitán O'Conell?

--Yo, no, señor. Es decir..., ese capitán, ¿no es la persona que usted
espera?

--Sí, hombre. Al que espero, y por el que he venido aquí.

--Pues a ése sí que lo conozco; sólo que no sabía que usted lo llamaba
por tal nombre, ni que era capitán.

--¿Pues, cómo llamáis aquí al que yo espero?

--Aquí se le llama el doctor Zarzoso, y todas las mañanas, a las once,
viene a hacer su visita. Por lo regular, sólo inspecciona a algunos de
los huéspedes y se pasa más de dos horas hablando con ellos. Hoy tendrá
con usted una conferencia larga.

El conde quedó profundamente desconcertado por tales palabras. ¿Qué
enredo era aquél? ¿Había otro que al capitán irlandés quería convertirlo
en doctor? Baselga comprendía la necesidad de hacer hablar a aquel
hombre, y recordando sus antiguas prácticas de hombre de mundo, que hace
apreciar el dinero como el mejor medio de desatar lenguas, sacó del
bolsillo del chaleco dos piezas de a duro, y sacó la mano por el
ventanillo.

--Toma, esto para ti. Por la molestia que te tomas al entretenerme con
tu conversación, hasta que llegue ese señor a quien espero.

--Gracias, señor conde--dijo el criado mirando con codicia las
relucientes monedas--; pero me es imposible aceptar la "fineza". El
reglamento de la casa lo prohibe terminantemente.

--Tómalos sin cuidado. Guardaré el secreto, pues tengo el gusto de
hacerte este regalo.

La manaza del criado no tardó en apoderarse de las dos monedas.

--Y dime--continuó el conde--; ¿ese señor doctor que tú nombras, es el
mismo a quien yo espero?

--¡Vaya una pregunta! ¿Usted no espera al doctor Zarzoso? ¿No es él
quien lo ha enviado aquí para su curación?

--¿Para mi curación?... ¡Ah!, sí. Por eso me encuentro en este sitio y
le espero con tanta impaciencia. Mira lo que son las cosas. Conozco
mucho a ese señor médico, y, sin embargo, en este momento no me acuerdo
de su cara.

--No es extraño; a muchos les sucede igual aquí. Vea usted si recuerda.
Es un señor gordo, de bigote cano, gasta gafas y mira muy fijamente
cuando habla. Todo el mundo le conoce. Pues dicen que es un gran sabio.

Al conde no le cabía ya duda alguna. Se trataba de aquel caballero, que
en la mañana del día anterior había ido a su casa a revolverle la bilis
con sus objeciones. ¿Qué venganza era aquella?

Baselga sentía verdadera ansia de penetrar en lo más hondo ce aquel
misterio, que comenzaba a asustarle. Sospechaba algo que le causaba
escalofríos de terror, y al mismo tiempo, empezaba a hacer hervir su
impetuoso carácter.

--Habla, querido, habla--dijo al criado--. ¿Y crees tú que el doctor me
curará?

--Bien puede ser. Yo, por mi parte, lo creo segurísimo, si usted ayuda.
Debe usted hacer esfuerzos, y, sobre todo, no atolondrarse y conservar
su serenidad. Una desgracia a cualquiera le sucede, y nadie puede
asegurar que está libre de vivir aquí o en presidio.

Aquel mocetón hablaba con tono de filósofo. Al conde le causaba cierto
pavor su filosofía; pero a pesar de todo tuvo serenidad para preguntar
con marcada impaciencia:

--¿Y qué enfermedad es la mía? ¿Lo sabes tú, acaso?

--No es gran cosa. Hace poco rato me la contaba don César, el médico de
guardia, ese joven tan simpático que antes ha hablado con usted. Se
halla usted tan bueno y sano como yo u otro cualquiera; sólo que en
ciertos momentos le domina una manía, que le hace muy peligroso.

El conde temblaba de pavor. El, tan animoso, tan enérgico, se sentía
dominado por el miedo ante el sesgo que tomaba la aventura, que momentos
antes creía una broma de mal gusto, pero sin consecuencias.

Adivinaba ya dónde estaba, para qué servía el edificio, y qué clase de
hombre era el que con él hablaba: ¡Horror! Convertido de pronto en un
demente, y teniendo que hablar con fingida tranquilidad con un loquero.

La seguridad que tenía el conde de que su razón estaba sana, aún hacía
más horrible su situación.

--Conque decías--continuó el conde esforzándose en sonreir--que mi manía
es muy peligrosa.

--Así lo he oído. ¿Usted no piensa en algunos ratos ir a hacerle la
guerra a los ingleses, y tenía preparados muchos hombres y armas para
tal negocio?

Baselga aún experimentó mayor impresión de terror. ¡Cómo era aquello!
¿Su secreto era ya del dominio público? ¿Lo conocía hasta un criado de
manicomio?...

Sentía el infeliz una creciente curiosidad, y por esto, a pesar de su
terrible angustia, siguió preguntando:

--¿Cómo sabéis aquí lo que yo pienso?

--¡Bah! Aquí se sabe la historia y la manía de cada enfermo. Ese señor
médico que le ha acompañado a usted aquí, ha estado examinándolo con
detención durante mucho tiempo, hasta que se ha convencido de su
enfermedad.

--¡El doctor Peláez!--exclamó con extrañeza el conde.

--Sí, ese creo que es su nombre. Hasta hace poco ha estado abajo en el
gabinete de consultas explicando la enfermedad de usted a don César y
recomendándole que lo trate muy atentamente.

Baselga no se pudo contener.

--¡Pero eso es una infame traición!...

El criado volvió a sonreir irónicamente.

--¡Bah! Todos dicen lo mismo cuando vienen aquí, y después, si es que
salen completamente sanos, dan las gracias por haberlos tenido tanto
tiempo en esta casa atendiendo a su curación.

Reinó un largo silencio. El conde, con la cabeza baja, reflexionaba sin
llegar a creer completamente en su horrible situación. Tan absurdo le
parecía.

Al fin, como quien pregunta una cosa que tiene por axiomática, dijo al
criado:

--Pero mi familia no sabrá que yo estoy aquí; no tendrá noticia de este
miserable secuestro.

--¡Toma! ¡Hermosa pregunta! ¿Le parece a usted, señor conde, que sin
consentimiento de su familia le hubieran traído a usted aquí? ¿Tenemos
acaso ganas de ir a presidio? A usted le han traído aquí después que
ayer verificaron en su casa una consulta el doctor Zarzoso, el doctor
Peláez y otros dos médicos. Así he oído que aquel señor se lo decía a
don César. Qué, ¿no se acuerda usted ya? Pues dicen que usted estaba
presente, y que hablaron largamente en su despacho. También estaba un
cura que ha trabajado para que usted, a quien quiere mucho, quede aquí,
en seguridad, sin emprender peligrosas aventuras. ¿No se acuerda usted
de eso?

--Sí, lo recuerdo; lo recuerdo perfectamente--dijo el conde con voz
desfallecida.

Y, efectivamente, recordaba con todos sus detalles la conferencia de la
mañana anterior en su despacho, y ahora comprendía la significación de
las miradas del sabio doctor y aquellas preguntas que tanto le habían
irritado. Pero, ¡Dios mío!, ¡cuán infame era aquello!, ¡qué traición tan
terrible! Había para volverse loco, pero de verdad; no con aquella
demencia fingida, que él comenzaba a comprender de quién era obra.

Su mano crispada apretaba convulsamente el borde del ventanillo, y con
la cabeza baja permanecía silencioso y meditando, sin comprender muchas
de las palabras que le dirigía el criado.

--Debe usted tranquilizarse, señor conde, y tomar con calma lo que le
sucede. Estos son percances de la vida, de los que nadie se halla libre.
Si usted tiene serenidad y pone de su parte para ayudar a la ciencia es
posible que pronto se encuentre bueno. Calma, mucha calma. Aquí no se
pasa del todo mal. Le hemos alojado en esta pieza hasta que venga el
doctor Zarzoso y hable con usted. Después, lo trasladaremos a una celda
donde tendrá usted vecinos; gente divertida, que en los primeros días le
incomodará; pero que al fin le hará reir. Son los que usted oía antes.
Además, yo seré el encargado de cuidarle, y no tendrá queja alguna. Me
es usted muy simpático, y más desde que veo que es persona razonable.
Ratos de sobra tendremos para charlar de nuestras cosas, como ahora lo
hacemos.

El conde seguía meditabundo, y de las palabras del criado sólo algunas
lograban deslizarse hasta su cerebro, donde no eran del todo
comprendidas.

Una sorda irritación comenzaba a bullir en el ánimo de Baselga,
sustituyendo al miedo que momentos antes le dominaba.

Hubo un instante en que el conde se creía víctima de una lúgubre
pesadilla; pero tocaba la pesada puerta, oía al criado, y la esperanza
de ser todo un sueño se desvanecía inmediatamente.

La dignidad de clase, el orgullo viril, la rectitud de conciencia y el
convencimiento de su sana inteligencia, todo se sublevaba enérgicamente
contra aquella terrible situación, con tan imponente fuerza, con tan
arrebatadora rabia, que Baselga se creía capaz de proceder como un loco
furioso, ya que todos se empeñaban en hacerlo aparecer como tal.

En aquel momento, por un misterioso encadenamiento de ideas, recordaba
la escena terrible en que sus manos de hierro estrangularon a Pepita
Carrillo, la esposa infiel y cínica.

El rostro del conde palidecía, sus ojos adquirían el brillo extraño y el
tinte sanguinolento que produce la indignación en ciertos hombres de
carácter pronto para la violencia.

A pesar de esto, logró contenerse aún, y con voz ronca preguntó al
criado:

--¿Pero tú me crees loco?

--¡Yo! ¡Jé, jé!

Y el criado, por toda contestación, reía maliciosamente.

--¿De qué te ríes? Quiero saberlo; lo exijo. No creo que esta situación
sea cosa de risa.

--Me río, señor conde, de que todos cuantos vienen aquí hacen la misma
pregunta.

--¡Pero contesta, con mil demonios! ¿Tú crees que estoy loco, sí o no?

--En este momento no lo está usted; pero si sigue así, no tardará en
darle el acceso. Lo conozco en sus ojos, y le ruego que procure
calmarse.

El conde se estremeció. ¿Si estaría realmente loco? Esto es difícil que
pueda apreciarlo el mismo paciente, y, además, él se sentía en un estado
anormal, a causa de la indignación. Debía tener en el rostro una
expresión terrible, a juzgar por el aspecto alarmado del sirviente.

Baselga había comprendido todo el horrible carácter de aquella trama,
que se había urdido en torno de su persona, para conducirlo a tan mísera
situación. Sentía la necesidad imperiosa de salir de allí; ansiaba
destrozar a aquellos miserables enemigos que tan rastreramente habían
preparado su ruina. Anhelaba procurarse el divino gozo de despedazar
entre sus manos de hierro al repugnante padre Claudio.

Por esto hizo un gesto de imponente autoridad, como si aun estuviese en
el Norte, al frente de su regimiento de lanceros carlistas, y
dirigiéndose al criado, dijo con voz breve e imperiosa:

--Abre la puerta. Necesito salir al momento.

El mocetón puso el mismo gesto del que oye una cosa ridículamente
absurda.

--¿Quién, yo? Tiene gracia.

--Que abras, te digo, o si no, ¡por Cristo vivo!, que...

Y el conde comenzó a dar patadas en la puerta, vomitando por el
ventanillo un tropel de juramentos y maldiciones.

El criado permanecía impasible ante aquella rociada de insultos. Veíase
que estaba acostumbrado a tales desahogos de los huéspedes de la casa.

--¡Cobarde! Abre, u os echo la puerta abajo y le pego fuego a la casa.
Abrid, canallas. ¡Es así como se procede con un hombre honrado! ¡Ah,
miserables jesuítas! Abrid, esbirros del padre Claudio. Dejad salir a un
padre infeliz. Dios sabe qué será a estas horas de mi hija. Quieren
hacerla monja, para robarle su dinero; quieren meter fraile a mi hijo,
para robarlo igualmente, y a mí me encierran para que no lo estorbe.
Abrid, o lo rompo todo... Pero tú, cara de palo, ¿qué haces ahí tan
quieto? Abre y no repares en pedirme gratificación. Te daré cuatro mil
duros, diez mil..., ¡los que quieras! Pero abre en seguida. Abre esa
puerta, o, ¡por Cristo!, que me como tus hígados y los de todos los
doctores canallas.

Y el conde se destrozaba las rodillas y se quebrantaba los pies,
golpeando aquella puerta, que permanecía tan inmóvil como el flemático
criado.

Apuró Baselga en su balbuciente y furiosa indignación todas las
maldiciones y blasfemias aprendidas en los campamentos, sin conseguir
alterar aquella estatua de carne, que permanecía rígida e indiferente en
el pasillo. Su calma le desesperaba. ¡Oh, cuánto hubiese dado él por
poder salir y destrozar a puñetazos la "cara de palo"! Era el primer
hombre que se burlaba impunemente de él, que era el terror de cuantos
intentaban ofenderle.

La frialdad con que acogía sus palabras era lo que aumentaba su
indignación. Hubiese preferido Baselga que el criado contestara a sus
insultos, que se enfureciera, que le dirigiese injurias insufribles;
pero verse acogido con un silencio compasivo, propio para seres
irresponsables, para niños o para viejos, excitaba aún más su terrible
rabia. Era ya un loco, no podía dudar. Sus palabras no tenían valor; le
habían despojado de su condición viril, y, en adelante, a sus más
injuriosas palabras contestarían todos con una sonrisa de conmiseración.

Al conde de Baselga le cegaba la rabia, como si para aliviarla y
desahogarse necesitara algo más que proferir insultos, apretó su rostro
cuanto más pudo contra el estrecho ventanillo, y escupió furiosamente al
rostro del criado.

--Toma, cara de palo; esto, para ti. A ver si abres la puerta y entras a
reñir conmigo.

Baselga recibió en el rostro un rudo golpe, que le hizo retroceder al
centro de la habitación.

Era que el criado le había arrojado la hoja del ventanillo en las
narices, y después de cerrarlo se retiraba con lentos pasos.

El golpe, a pesar de ser fuerte, apenas si causó efecto en Baselga.
Pronto se repuso del aturdimiento que le produjo el choque de la recia
madera contra su rostro, y dando un salto prodigioso que tenía algo de
la ligereza flexible y elegante del tigre, cayó con todo el peso de su
corpulento cuerpo sobre aquella puerta, a la que combatía e injuriaba lo
mismo que si fuese un ser viviente.

Nada. Gimieron las maderas sordamente, pero ni una sola se movió. Eran
previsores en aquella casa y la puerta estaba a prueba de locos, aun de
los más furiosos y forzudos.

Varias veces repitió el conde aquel asalto, sin conseguir abrir brecha
en la puerta.

Su rostro estaba congestionado; gruesas gotas de sudor surcaban sus
facciones; respiraba fatigosamente, con la entonación del rugido; sus
ojos estaban veteados de sangre; las venas de su cuello, hinchadas por
furiosas contracciones, parecían querer estallar, y, a pesar de esto, no
se sentía fatigado.

La rabiosa indignación centuplicaba su fuerza de Hércules, y él, al
tropezar con aquel implacable obstáculo, inmóvil y firme, se creía un
niño, y le faltaba poco para llorar su debilidad.

Excitado por su misma impotencia, y dominado por loca tenacidad, volvió
varias veces a caer en prodigioso salto desde el centro de la estancia
sobre la pesada puerta, y aquellos choques que le magullaban hacían
crecer su furor sin límites.

Fuera de la estancia, la espeluznante gritería de los locos contestaba a
cada uno de los quejidos de la madera, combatida por aquel ariete
humano.

Los médicos y los criados del establecimiento, agrupados en el fondo del
corredor, escuchaban el estrépito producido por Baselga, y se prometían
tratarlo en adelante con grandes precauciones, pues sus violentos
accesos le hacían temible.

El conde, después de golpear inútilmente la puerta, dirigióse a las
rejas, y poseído de vertiginosa movilidad, iba de una a otra, agarrando
los barrotes con sus nervudas manos y haciendo esfuerzos poderosos por
romper el hierro.

Desollose sus manos, tirando de los robustos barrotes, y... nada; no
consiguió que las rejas hicieran el menor movimiento.

Estaba vencido, le era imposible libertarse, y aquella casa había de ser
el sepulcro de su razón calumniada.

El sol, que en oleadas de oro entraba en la habitación, marcando en el
suelo dos cuadriláteros de luz; las verdes capas de los árboles del
jardín, en las que piaban algunos gorriones; el cielo azul y
esplendoroso que se veía a través de las rejas, todo constituía un
sarcasmo para el infeliz prisionero. La naturaleza sonreía y mostraba a
Baselga la inmensa libertad que en ella existe justamente cuando el
desgraciado reconocía que había perdido ya para siempre la suya.

El conde se sentía poseído de tal furor, que en su cerebro surgió este
pensamiento:

--¡Si estaré yo loco!

Y experimentó un tremendo dolor de cabeza. ¿Qué era aquello? Hizo un
esfuerzo Baselga para volver en sí, y cuando adquirió cierta serenidad,
encontróse que estaba golpeándose furiosamente la cabeza contra las
paredes.

Otra vez volvió el mismo pensamiento a surgir en su cerebro, dándole
razonables consejos.

--Si sigues entregándote a tu desesperación, si te golpeas, creerán
fundadamente que estás loco. Modérate, ten calma.

Había en aquellos instantes en el interior de Baselga dos seres
distintos. Uno, sensato, que aconsejaba y veía claramente la situación;
otro, irascible, indignado, furioso, que ansiaba sangre y destrucción.

Los músculos, la sangre, los nervios, el organismo entero, se iba detrás
del último, y obedecía todos sus mandatos.

--Detente, espera, no pierdas la calma--gritaba la eterna idea en el
interior del cerebro del conde. Y, sin embargo, el desgraciado gritaba,
aullaba de furor, daba puñetazos en las paredes, se arrojaba con la
cabeza baja a embestir la puerta, se destrozaba la ropa, se arañaba la
cara, se mordía las manos, y, al fin, se arrojó en el centro de la
habitación, revolcándose, agitado por terribles convulsiones.

Su ronca voz no cesaba de gritar, alternando las palabras con aullidos
de fiera. Pedía por centésima vez a los canallas de afuera que le
abrieran la puerta, y en algunos momentos se creía estar luchando con el
padre Claudio, y como si le asestara terribles puñetazos, se golpeaba el
rostro, hasta hacerse sangre.

Su cuerpo rodaba sobre el pavimento, como una informe y gigantesca masa,
derribando las sillas y dejando tras sí pedazos de su traje, rasgado por
terribles zarpadas, y si alguna vez se incorporaba era para dejarse caer
con mayor furia, golpeando con rabiosa saña su magullado rostro contra
los fríos baldosines.

Esta terrible escena duró más de diez minutos, y al fin las fuerzas de
Baselga, con ser tan grandes, se agotaron, y dejó caer su cuerpo inerte.

Una saludable reacción comenzó a operarse en él. Su respiración era
semejante al estertor del moribundo, y así, tendido de espaldas, con la
vaga mirada fija en el techo y agitándose de pies a cabeza por un
nervioso estremecimiento, permaneció mucho tiempo.

Por fin movió la cabeza a uno y otro lado; su mirada, vaga hasta
entonces, contempló fijamente cuanto le rodeaba con marcada expresión de
extrañeza, y se incorporó, como si volviera en sí después de un terrible
ensueño.

Sus ojos fueron fijándose en las desgarradas ropas y en las sillas
caídas, y comenzó a sentir al mismo tiempo el punzante dolor que en
todos sus miembros producían las contusiones y magullamientos.

Otra vez el buen sentido volvió a hablar bajo su cráneo, y una sonrisa
contrajo los labios del conde.

--Bravo, Fernando--se dijo con terrible ironía--. Ya han logrado tus
enemigos lo que querían. Te has entregado a la desesperación neciamente,
has dejado libre de toda traba tu carácter violento, has hecho locuras,
y ahora nadie dudará que eres un demente furioso. Ya no saldrás de aquí,
y tal vez dentro de poco te pongan la camisa de fuerza.

Mientras que estas ideas se agitaban en su cerebro, el conde permanecía
sentado en el suelo, con los codos sobre las rodillas, la cabeza entre
las manos y mirando con estúpida fijeza su sombrero, que, pisoteado y
roto, estaba en un rincón.

Cuando Baselga salió de su abstracción, se encontró derecho, paseando
apresuradamente por la sala, de un extremo a otro.

El conde había experimentado una reacción. Sentía una calma absoluta;
todo lo veía de diverso modo, sentía una tranquilidad sobrenatural y
hasta le parecía que durante la anterior crisis había muerto, y ahora se
encontraba en otra vida, libre de las miserias y de las desgracias de
este mundo.

Había en el interior de su cerebro alguien que le seguía hablando, y
cuyos consejos aceptaba sin protesta.

--Resignación, Fernando. Ya estás loco; ¿y qué? Piensa en permanecer
tranquilo; tu salud es antes que nada. No te golpees, no te maltrates.
¿Qué vas ganando con desesperarte? Olvídate del mundo, de esos
miserables, que te han engañado; de tu familia, que te ha traído aquí.

Las ideas del conde giraban invariablemente dentro del mismo círculo, y
después de una vuelta vertiginosa, venían a parar al punto de partida: a
la necesidad de permanecer tranquilo. Pero en una de las vueltas de su
cerebro, salió al paso, y se introdujo en la incesante ronda de sus
ideas, el recuerdo de sus hijos, de Enriqueta y de Ricardo, de aquellos
seres inocentes y desgraciados, a quienes él veía ahora acechados por la
negra traición, tímidos e incautos insectos, que iban a caer en la red
de la sombría araña, en aquella red que había aprisionado a su razón, y
que de un hombre fuerte e independiente había hecho un guiñapo humano,
arrojándolo, sin compasión, al fondo de un manicomio.

La figura del padre Claudio apareció en la imaginación de Baselga,
irónica, sonriente y como complaciéndose en burlarse de su
desesperación.

¡Oh, rabia! Estar encerrado..., no poder vengarse... Y el conde se llevó
la crispada mano a la frente. Necesitaba arañar algo.

Iba, sin duda, a reproducirse la crisis de furor. Pero la voz misteriosa
debió hablar otra vez bajo el cráneo, y la mano cayó desmayada a lo
largo del tronco, chocando con un objeto duro.

Baselga palpó instintivamente el objeto que había detenido su mano, y
sacó del bolsillo derecho del chaleco la pequeña y brillante pistola que
había tomado en su casa, a ruegos del padre Claudio.

Como si el brillo de los niquelados cañones le produjeran un principio
de hipnotismo, estuvo mirándola fijamente bastante tiempo. Su frente se
contraía como si en el interior le punzara algún terrible pensamiento;
sonrió dos o tres veces con frialdad, y su voz murmuró muy quedamente:

--¿Y por qué no...?

Movió la pistola, levantó el gatillo, miró las dos negras bocas de sus
cañones, siempre con la misma sonrisa de frialdad; pero de repente hizo
un movimiento de sorpresa horrible, como el que despierta al borde de un
precipicio, y se apresuró a dejar la terrible arma sobre la mesa.

Había hablado otra vez su buen sentido, y comprendía la terrible
revelación que encerraba aquel hallazgo.

--Quieren mi muerte--pensaba--, por eso el padre Claudio mostraba tanto
empeño en que me llevara la pistola. El sabía bien adónde me conducían.

Y el conde se prometía mentalmente no dar gusto a sus enemigos. ¿Querían
su muerte? Pues bien, él viviría, él haría esfuerzos por conservarse
sano y recobrar su libertad, él probaría que su razón no estaba enferma
y que tenía derecho a salir de allí, y en cuanto saliera... El conde
miraba otra vez fijamente la pistola; pero era apreciando lo bien
alojadas que estarían sus dos balas en la cabeza del padre Claudio.

La esperanza de vengarse algún día de su miserable enemigo, tranquilizó
al conde, devolviéndole su perdida calma; pero una mirada que lanzó a
las robustas rejas y a la puerta, le hizo caer bruscamente en la
terrible realidad.

¿Cuándo saldría él de allí? Los médicos serían tan duros e inexorables
como aquel hierro y aquella madera; en vano pugnaría él por hacerles
comprender que su razón estaba sana, y que era víctima de una
maquinación infame; los médicos estaban prevenidos contra él, tenían el
prejuicio de que él se hallaba privado de razón, y cuantos esfuerzos
intentase para convencerlos de su verdadero estado, serían tan
infructuosos como las tremendas acometidas que había dado a la robusta
puerta. Además, ¿los encargados de aquel establecimiento, aquel doctor
Zarzoso que tan antipático le resultaba, no podían ser agentes del
terrible jesuíta, que despreciarían sus alardes de razón y eternamente
le tendrían por loco?

--¡Dios mío!--seguía diciéndose el conde--, ¡qué infierno en el
porvenir! Hay para volverse loco de veras.

No había salvación. Dentro de un momento llegaría el antipático sabio,
¿y qué? Le escucharía con atención, sonreiría, como lo había hecho el
loquero al oír que le era necesario salir de allí, y después lo enviaría
a una miserable celda, donde agonizaría años y años, acompañado siempre
por aquel diabólico griterío de la locura, que le crispaba los nervios.

No; un hombre como él, un Baselga, no había nacido para morir de tal
modo. Sabía salir del mundo más dignamente. Y dentro de su cráneo seguía
bailoteando el mismo pensamiento:

--¡Y por qué no!... ¡Y por qué no!

El conde avanzó hacia la mesa, poniendo su mano sobre la pistola. El
frío del brillante acero le produjo el efecto de una ducha.

El siniestro pensamiento se desvaneció, su inteligencia pareció
despejarse y nuevas ideas vinieron a tocar su cerebro, con consoladora
caricia.

El no podía morir. Tenía en el mundo dos seres que necesitaban de su
apoyo, y estaba en el deber de luchar para recobrar la libertad y correr
a su lado.

Además, un arranque de altivez le daba fuerza. Matarse era dar gusto a
sus enemigos, a aquel diabólico padre Claudio, que casi había puesto la
pistola en su mano, y él no quería pasar por un imbécil capaz de vivir o
perecer a capricho de la voluntad ajena.

Viviría; así se lo exigía su altivez y su instinto de padre: tendría
fuerzas para resistir el infortunio. Y halagado por estas decisiones que
le fortalecían, permaneció derecho, inmóvil y con la mano puesta en la
pistola, sin pensar en nada, invadido por una dulce somnolencia.

El silencio que le rodeaba quedó turbado repentinamente. Otra vez el
griterío irritante de los locos, pero en esta ocasión había uno cuyos
rugidos, que parecían imposibles para una garganta humana, sobresalían
sobre las voces y las carcajadas de los demás.

Baselga sonrióse tristemente. Otro que estaba como él mismo momentos
antes, y con curiosidad oía aquel rugido, tan atentamente como si se
mirara a un espejo, para apreciar su rostro.

Aquello trastornaba al conde, le producía honda pena. ¡A cuán bajo nivel
puede la desgracia hacer descender a un hombre! ¡Y pensar que él hacía
poco rato había gritado así, y que tal vez, a la menor contrariedad, o
apreciando todo su infortunio, volviera a caer en la brutal
irracionalidad!

El conde sentía miedo, y como si la imaginación se complaciera en
asustarle, le desarrollaba el porvenir con toda su horripilante
lobreguez.

Pronto tendría él por vecinos a aquellos infelices. Como ellos,
gritaría, golpearía su cuerpo, por más cuidadosos que con él fueran los
guardianes, iría siempre cubierto de andrajos, como ahora estaba, pues
su traje aparecía ya despedazado por varias partes, las plagas de una
miseria irracional se cebarían en él, languidecería e iría muriendo
lentamente, y la razón se anularía del mismo modo, gradualmente,
extinguiéndose hasta en su última chispa.

No, aquello no llegaría a sucederle; él sabría evitar tanta degradación,
tan horrible miseria.

Y aquella idea, persistente y diabólica, que parecía estar clavada en su
cerebro, seguía gritando dentro del cráneo:

--¡Cobarde! Atrévete... ¡Y por qué no! ¿Por qué no?

¿Por qué? Porque no quería proporcionar a sus enemigos el placer de su
muerte; porque tenía en el mundo dos seres inocentes por quienes
velar... Pero, ¡Dios mío! ¡Qué lucha tan terrible!

Apenas pensaba esto, la funesta idea se revolvía indignada, echándose en
cara su cobardía, y pintándole el porvenir con los más sombríos colores.
¡Y qué! Si vivía, ¿evitaría con esto el permanecer hasta el instante de
su muerte encerrado en aquella casa, sumido en una horrible degradación,
y convirtiéndose en loco lentamente, por el contagio moral con los otros
enajenados? ¿Acaso conservando su vida podría acudir en auxilio de sus
hijos?

Sus enemigos habían sido más hábiles que él, y le habían muerto
moralmente. Ya que su razón había muerto, ¿por qué no anular aquella
mísera envoltura, aquel cuerpo destinado a rugir, poseído de delirante
indignación, y a agitarse con las más violentas convulsiones?

El diabólico pensamiento seguía aconsejándole, al par que le inspiraba
tales reflexiones.

Había que apresurarse, si quería aprovechar la ocasión. No tardaría en
llegar el doctor Zarzoso; le someterían entonces a un registro antes de
llevarlo a la nueva celda; le quitarían su pistola, y con ella toda
esperanza de eterna emancipación: si quería matarse, tendría que
estrellar su cabeza contra la pared.

Baselga pensaba en la muerte con una calma sobrehumana. El mismo sentía
asombro ante aquella tranquilidad absoluta que le poseía.

--Atrévete; éste es el momento. No vaciles, porque después, será tarde.

El conde se sorprendió, hablando en alta voz:

--Acabemos--murmuraba--, sufro mucho.

Y su imaginación se recreaba en considerar la calma absoluta, el
descanso eterno que le aguardaba en la tumba. Un supremo egoísmo le
embargaba, y el recuerdo de sus hijos era ya para él un grupo de pálidas
figuras, sin contorno ni expresión, que no lograba conmoverle.

A morir; a sumirse para siempre en la densa sombra de la nada. Allí no
había repugnantes traiciones, ni padre Claudio alguno.

El conde, como si despertara de un sueño, se vió con la pistola en la
mano, y el índice en el gatillo.

Experimentó una ligera sorpresa. ¡Qué iba a hacer!... ¡Ah, sí! Iba a
matarse y no se arrepentía de su decisión.

Lanzó una mirada a su traje desgarrado, y le pareció contemplarse,
demacrado, miserable y roto, tal como estaría al poco tiempo de
permanecer en aquella casa. El pasado acudió a su memoria y recordó a
aquel conde de Baselga, elegante y palaciego y adorado de las damas.
¿Podría tal hombre morir de un modo tan miserable? Seguramente que no. A
librarse, pues, del peligro; a demostrar que en el trance supremo sabía
salir del mundo con toda la maestría de un actor que conoce el medio de
desaparecer dignamente de la escena.

Baselga miró a una de las rejas. Sufría ya alucinaciones, y le parecía
que algo negro había cruzado volando por delante de ella. Tal vez la
sotana del padre Claudio.

--¡Adiós, canalla! Hiciste bien en darme la pistola. Es el último favor
que te debo.

El conde apoyó la pistola en el pecho, buscando el sitio del corazón.
Oprimió el gatillo, y recibió un golpe violento que le hizo caer; aunque
con gran extrañeza, no oyó detonación alguna.

Había quedado de rodillas, agarrado con una mano al borde de la mesa, y
miraba a su alrededor, con ojos asombrados, pareciéndole que toda la
habitación tenía otro aspecto.

La pistola había caído al suelo, y él murmuraba con rabia:

--¡Maldita pistola! ¡Ha fallado el tiro!

Pero su pecho y su mano derecha estaban cubiertos de sangre caliente,
que, escurriéndose a lo largo del cuerpo, caía sobre el pavimento.

A sus oídos llegaban un tropel de apresurados pasos y el chirrido de una
cerradura.

--¡Vienen, vienen!

Y Baselga, alarmado, buscó a tientas la pistola que estaba en el suelo,
e hizo un esfuerzo supremo para montar el gatillo.

Apoyó el segundo cañón en la sien, en el mismo instante que la puerta se
abría y entraban en la sala muchos hombres, alarmados por la detonación.

El conde apretó el gatillo, y le pareció reconocer entre los que
avanzaban sobre él despavoridos al sabio, que tan antipático le era, el
doctor Zarzoso, cuya visita esperaban en el manicomio.

Esta vez tampoco oyó el infeliz ruido alguno, pero recibió en la cabeza
un golpe tan anonadador como si la casa entera hubiese caído sobre su
cráneo.

Sintió lo mismo que si le arrebatasen, arrojándolo en una inmensidad de
negrura vibrante, en la que danzaban como chispas de una colosal fragua,
millones de millones de puntos luminosos.

Pero aún tuvo fuerzas para hacer subir a sus labios una sonrisa de
amarga ironía y murmurar de modo que lo oyeran todos aquellos hombres
consternados que le rodeaban:

--Ya tengo bastante.



XXVII

Revelación inesperada


Aquella tarde, la baronesa se había mostrado muy complaciente y amable
con su hermana. La había dirigido alegres palabras, acariciando
bondadosamente sus cabellos, y la había prometido concederle alguna
libertad mientras el papá estuviera de viaje.

Ignoraba Enriqueta cuál era la suerte de su padre, y cuando a la hora de
comer mostró extrañeza por su ausencia, la baronesa y el padre Claudio,
que a la vuelta de su visita a Palacio había sido invitado por doña
Fernanda a quedarse "a hacer penitencia", le dijeron que el conde había
salido muy de mañana para un viaje en el que estaría algún tiempo.

Enriqueta se lamentó de la inesperada marcha de su padre, por cuanto le
impedía la asistencia a algunas fiestas aristocráticas, que habían de
verificarse en aquella semana, pero la amabilidad de la baronesa y la
jocosidad del padre Claudio, y del padre Felipe, que llegó a la hora de
los postres, la resarcieron algún tanto de la contrariedad sufrida.

--Hoy estás libre--la dijo la baronesa--; si no quieres dedicarte a la
oración o al trabajo, puedes hacer lo que gustes. Ves, si quieres, a
asomarte al balcón; te doy permiso. Mañana ya saldremos de paseo.

Enriqueta se apresuró a aprovecharse del permiso, y salió del comedor,
sin ver cómo su hermana miraba con dramática tristeza a los dos
jesuítas, y murmuraba:

--Pobrecilla; ¡si ella supiera lo que sucede!

De pie, tras los cristales del balcón, que daba luz al gabinete contiguo
al salón de la baronesa, permaneció Enriqueta toda la tarde,
entreteniéndose en contemplar la incesante circulación de los
transeúntes y los coches que bajaban la calle al paso tardo de sus
huesudos caballos, y llevando en el pescante, con toda la prosopopeya de
un dios, al cochero, de nariz vinosa, envuelto en su capa remendada.

A la hora de permanecer en aquel sitio, Enriqueta oyó en el salón
cercano las voces de su hermana y del padre Felipe.

El padre Claudio se había ido ya, llamado, sin duda, por sus apremiantes
ocupaciones, y la baronesa y su director espiritual se entregaban a sus
diarias conferencias.

La puerta que comunicaba con el gabinete estaba cerrada.

Enriqueta no era curiosa, y, además, presentía algo del significado de
aquellas relaciones espirituales, y su delicadeza y pudor la alejaban de
ellas.

La joven no era de carácter inocente: no sentía esa curiosidad maliciosa
y malsana, que es patrimonio de ciertos temperamentos juveniles; pero no
por esto ignoraba la existencia de ese sagrado misterio, productor de la
vida, que las más de las veces degenera en vicio.

Sólo en ciertas novelas aparecen jóvenes de sublime candor, ignorantes
del amor sexual; en la vida real, y más aún en las elevadas capas
sociales, es imposible encontrar tan prodigiosa inocencia.

Enriqueta era una joven igual a todas. No experimentaba ninguna
curiosidad, ni sentía deseos de hacer penetrar su pensamiento en las
oscuridades del vicio, pero había visitado demasiado los salones, había
tratado con cariñosa intimidad a jóvenes de su clase, educadas más
libremente, y sabedoras de cuanto en el mundo pasa, y comprendía ahora
cosas que hasta poco antes le resultaban indescifrables misterios.

Adivinaba el significado de aquella intimidad entre su hermana y el
robusto jesuíta, presentía la forma de aquellas conferencias, que tanto
daban que hablar a la servidumbre; pero no quería conocer de cerca tales
suciedades.

Experimentaba náuseas al pensar en aquellas relaciones, que ya se habían
hecho públicas y que eran comentadas en los corrillos de murmuración que
las damas ya venerables formaban en los salones aristocráticos.

La curiosidad de Enriqueta permanecía alejada de tales relaciones, que
presentía, sin sentir deseo de conocerlas de cerca, al igual de ciertas
damas, que al saber las miserias del pobre se compadecen de ellas, pero
no van a buscarlo a su vivienda, por miedo a mancharse el vestido de
seda.

La joven tenía el egoísmo de la castidad, y no quería ponerla en
peligro, atisbando cosas de las que le habían enseñado a huir.

Por esto hacía caso omiso de aquella escena que, indudablemente, se
estaba desarrollando en el salón, y seguía de pie tras los cristales,
contemplando el movimiento de transeúntes en la gran calle.

Aquello constituía para ella una gran distracción. Contemplaba con
simpatía a las personas de porte franco y atrayente; reíase de otras de
aspecto ridículo, entreteniéndose en buscar en su imaginación apodos que
les cuadrasen, y seguía con mirada cariñosa a los niños, que, cogidos de
las faldas de sus madres, andaban con paso vacilante, contoneándose con
la timidez graciosa del polluelo al romper el cascarón.

Enriqueta, fijando sus ojos en la acera de enfrente, recordaba a Esteban
Alvarez, que tantos días había invertido en pasear por ella, esperando
siempre una mirada furtiva, promesa futura de felicidad.

La joven se sentía invadida por una dulce tristeza. ¿Qué sería ahora de
Esteban?

Hacía ya mucho tiempo que nada sabía de él. Desde el día en que su padre
le hizo prometer que olvidaría para siempre su amor, no había recibido
ya ninguna carta del capitán, ni cruzado con él la menor palabra.

Su padre y su hermana habían formado en torno de ella una muralla
infranqueable, sobre la que se estrellaban todos los esfuerzos que hacía
el capitán por protestar amorosamente contra aquel inesperado
rompimiento.

Varias veces, al ir con el conde al teatro o a una fiesta del gran
mundo, bajando de su coche, había visto a Esteban entre la gente,
lanzándola una mirada interrogante, mezcla de amor y de reproche; pero
la joven, herida por la vergüenza y escudándose en su padre, huyó
ligera.

Después, la vigilancia de la baronesa y la promesa hecha al padre
Claudio, al pie del confesonario, y en un momento de exaltación mística,
la habían alejado moralmente más aún de su antiguo amor.

Pero en aquella tarde, por un fenómeno de su alma, sentía renacer con
fuerza su antigua pasión, y gozaba recordando todas las dulzuras
experimentadas en las gratas mañanas del Retiro, cuando en vez de
encontrarse bajo la irritante vigilancia de la baronesa, estaba bajo la
protección de la cariñosa y condescendiente Tomasa.

Enriqueta estaba arrepentida de su debilidad, y se lamentaba de haber
cedido por cariño a las indicaciones de su padre y por terror a las del
padre Claudio, perdiendo para siempre aquella pasión, que tan feliz la
hacía.

¿Quién sabe lo que a aquellas horas haría el capitán Alvarez? Tal vez la
hubiese olvidado, en vista de aquella carta cruel que ella le envió, y
hasta bien pudiera ser que ahora amase a otra joven más fiel, y que
supiera defender mejor su cariño.

Enriqueta, pensando en esto, ya no miraba a la calle, y, de espaldas a
los vidrios, mirando al oscuro fondo del gabinete, lloraba
silenciosamente.

Ya no se oía ningún rumor en el salón inmediato. El padre Felipe acababa
de irse, y la baronesa no tardaría en llamarla para decirle que se
vistiera, con objeto de ir, como todas las tardes, a las Cuarenta Horas.

Esperando la joven que, de un momento a otro, se presentase su hermana
en el gabinete, secábase ya apresuradamente las lágrimas, y hacía
esfuerzos para recobrar su serenidad, cuando un carruaje, que
apresuradamente bajaba la calle, produciendo gran estrépito, paró
repentinamente en el centro de la vía, frente a la misma puerta de la
casa.

Enriqueta miró y vió bajar de una berlina de alquiler al padre Claudio,
que, entregando una moneda al cochero, atravesó con gran prisa la calle
y entró en la casa. La joven respiró con satisfacción. Aquella visita
era muy oportuna, pues la libraba a ella del pesado tormento de fingir
una completa tranquilidad ante los sagaces ojos de su hermana.

Comenzaba la caída de la tarde. En las calles, los últimos rayos de sol
doraban las puntas de las chimeneas de los tejados fronterizos, pero en
las habitaciones se iba extendiendo esa penumbra de los rápidos
crepúsculos del invierno.

Oyó Enriqueta cómo entraba en el salón el poderoso jesuíta, y casi al
mismo tiempo, en la barnizada madera de la puerta, cubierta en parte por
los cortinajes, surgió un punto de luz. Era que acababan de encender la
lámpara del salón, cuyas ventanas, cargadas de pesadas cortinas, apenas
si a mediodía dejaban pasar una semiluz, que envolvía la vasta pieza en
una claridad mística.

A los oídos de la joven llegó el eco de la voz del jesuíta, aunque sus
palabras no podían determinarse, y prefiriendo volver a abismarse en sus
recuerdos, apoyó su rostro contra los cristales, que producían una grata
sensación de frescura en sus mejillas, abrasadas por el llanto.

Un grito estridente, agudo, que punzaba los oídos, vino a sacarla de su
abstracción.

Era Fernanda quien había gritado. ¿Qué sería aquello?

Y Enriqueta, conmovida por aquel grito, que parecía haberla arañado en
lo más hondo del pecho, se retiró del balcón y quedó indecisa en el
centro del gabinete, no sabiendo si ir a buscar la otra puerta, para
entrar en el salón, o escuchar tras la que tenía más cerca, y que estaba
cerrada.

Al fin se decidió por último, y aplicó un ojo en la luminosa cerradura.

Desde allí no se veía al jesuíta, pero distinguía bien a su hermana,
que, sentada en una butaca y con la cara hacia la puerta que ocultaba a
Enriqueta, parecía víctima de un terrible espasmo.

Tenía impresa en el rostro una expresión de inmenso terror; sus ojos
miraban con el mismo espanto que si contemplaran una visión horrible, y
todo su cuerpo estaba agitado por una nerviosa conmoción.

Enriqueta sintió miedo, y tal vez por esto se apresuró a retirarse del
ojo de la cerradura; pero apenas se vió en el centro del gabinete,
volvió a dominarla la curiosidad, y entonces aplicó una oreja al
luminoso agujero.

Estaba hablando el padre Claudio, y el timbre de su voz, siempre tan
seguro, demostraba ahora gran agitación.

--Pero, ¡Dios mío!, cálmate, Fernanda; no te entregues de tal modo a la
desesperación. Piensa que si no sabes dominarte te va a dar algún
accidente, y entonces el efecto será fatal, pues tu hermana, esa pobre
niña, sabrá lo que por caridad debemos ocultarle. Yo te creía más
fuerte, y a saber que carecías de serenidad, no te hubiese dado tan
pronto la noticia. Vamos, llora, llora, que tal vez las lágrimas
desahoguen tu pecho. ¡No te detengas, hija mía; sobre todo, que
Enriqueta no se entere de lo que pasa!

Enriqueta sentía tanto temor como curiosidad.

¿Qué noticia tan siniestra era aquélla?

--¡Ay, padre mío!--dijo, por fin, la baronesa, dando un suspiro ruidoso,
que tenía mucho del estampido del tapón al saltar con el empuje de los
oprimidos gases, e inmediatamente comenzó a llorar, acompañando su
llanto con un hipo doloroso.

El padre Claudio nada decía. Esperaba, sin duda, para hablar, que pasara
el primer ímpetu de dolor en la baronesa.

Transcurrieron algunos minutos, que fueron para Enriqueta verdaderos
siglos de angustia. Su curiosidad, tan vivamente despertada, agitábala
con el ansia de conocer aquel misterio.

Por fin, la baronesa pareció calmarse, y preguntó al jesuíta, con acento
quejumbroso:

--¿Cuándo ocurrió la desgracia?

--Esta mañana, a las once. El conde, según dicen los empleados, al
comprender que había sido encerrado en un manicomio, se entregó a un
acceso de violenta locura, golpeándose e intentando derribar la puerta.

--¡Ay, pobre padre mío!--gritó la baronesa.

--¡Chist! Más bajo, hija mía. No grites tanto; piensa que puede oírte tu
hermana.

Doña Fernanda reanudó su llanto silenciosamente, y el jesuíta, después
de una larga pausa, siguió hablando:

--Los empleados del manicomio oían desde fuera el estrépito que el conde
producía, derribando los muebles, golpeando la puerta y revolcándose en
el suelo. Cuando se restableció el silencio, creyeron que el conde
descansaba de su fatigosa lucha; pero el estampido de un tiro vino a
hacerles conocer la terrible verdad.

Se detuvo el padre Claudio, como si se gozara en apreciar el efecto que
producían sus palabras.

--Entraron inmediatamente en la habitación y vieron al conde de
rodillas, con el pecho cubierto de sangre y una pistola en la mano. Por
pronto que acudieron a quitarle el arma de la mano, ya tu padre se había
disparado un segundo tiro en la sien, y moría con la sonrisa en los
labios, diciendo que ya tenía bastante. Ha sido una catástrofe horrible.
Mira si el personal del manicomio quedaría impresionado, que hasta
algunas horas después no ha pensado en noticiar el hecho. El doctor
Zarzoso está aturdido por la desgracia, y cuando vino con Peláez a mi
casa, a participarme la fatal noticia, dijo que se consideraba falto de
fuerzas para venir a relatarte lo ocurrido.

El padre Claudio cesó de hablar, y lanzó en derredor una mirada de
alarma. La baronesa notó aquella impresión.

--¡Eh! ¿Qué es eso, reverendo padre?

--Creía haber oído algo así como un suspiro o un lamento lejano.

La baronesa puso igualmente atención, y los dos quedaron por algunos
instantes silenciosos y aguzando el oído.

--No ha sido nada, reverendo padre. Alguna ilusión de sus sentidos.
Estas catástrofes conmueven de tal modo, que hasta hacen ver visiones.

Enriqueta había oído perfectamente la terrible relación. Nunca se había
imaginado que fuese ella capaz de tanto valor.

Era un verdadero golpe mortal saber de repente que aquel padre al que
amaba con toda la fuerza de una pasión reciente, y al que creía de
viaje, acababa de morir en el fondo de un manicomio, habiendo sido
despojado antes de su razón; pero, a pesar de lo abrumadora que era la
noticia, la recibió con valor, y ella, que se conmovía profundamente con
la más pequeña desgracia, resistió con hercúlea firmeza la inmensa
pesadumbre que caía sobre su corazón.

Aquella noticia, tal vez por su misma inmensidad dolorosa, no la
conmovió tanto como era de esperar. Parecía que su inteligencia se
negaba a creer aquella catástrofe tan inesperada como terrible.

Un rudo golpe en el corazón y una rápida y creciente debilidad en las
piernas fueron todos los efectos físicos que en ella produjo la noticia
en el primer momento. Pero después, sus pulmones parecieron contraerse,
agarrotados por una mano de hierro. Le faltó aire que respirar, y un
gemido sordo fué subiendo y subiendo lentamente a lo largo de su
garganta, saliendo, al fin, amortiguado de sus labios, con la triste
entonación del balido del inocente cordero cuando se ve próximo al
sacrificio.

Aquello fué lo que oyó el padre Claudio.

Los oídos de la joven zumbaban, su cráneo parecía comprimido por un aro
de hierro, y sintió que el suelo la atraía y que sus piernas negábanse a
sostenerla. Pero la alarma del jesuíta y de la baronesa, que habían
quedado silenciosos y en acecho, y un arranque propio de su carácter,
que tenía en ciertos momentos toda la inflexible energía del de su
padre, la hizo sostenerse con un valor impropio de su edad y su sexo.

¡Qué! ¿Iba ella a desmayarse como una necia? ¿Iba a imitar a las damas
del teatro, que siempre caen desvanecidas al suelo en las circunstancias
más críticas, y en que más necesaria es su presencia de ánimo? No; ella
escucharía ahora, y después daría rienda suelta a su dolor, llorando al
conde cuanto quisiera. Ahora, lo importante era enterarse de aquella
conversación que le revelaba desgracias inesperadas. ¿Su padre en un
manicomio? ¿Cómo podía ser aquello?

Y sostenida por tal decisión, siguió con el oído aplicado a la
cerradura, haciendo esfuerzos por contener sus suspiros y librarse de
aquella dolorosa angustia, que hacía temblar sus piernas.

Resultaba sublime la energía de aquella joven hermosa y delicada. El
carácter de Baselga estaba en ella, así como en su hermanastra, la
baronesa, sobrevivía el espíritu de Pepita Carrillo.

Cuando doña Fernanda y el jesuíta se hubieron convencido de que no les
espiaba nadie, continuaron su conversación.

La baronesa, repuesta ya de la emoción que le había producido el
suicidio de Baselga, parecía más consolada. Su dolor era más bien hijo
de la sorpresa que de un verdadero sentimiento. El padre Claudio sabía
bien hasta dónde llegaba el afecto que dona Fernanda profesaba a su
padre.

La baronesa sentía ya más curiosidad que dolor. Por esto se apresuró a
continuar la conversación.

--Pero, padre mío, me resulta muy extraño el triste fin de mi padre.
¿Cómo pudo proporcionarse la pistola con que se dió muerte?

--Esto es lo que yo mismo me pregunto y lo que produce gran extrañeza en
los empleados del manicomio. Nadie sabe cómo llegó a sus manos dicha
arma, y lo más natural es creer que él la llevaba en el bolsillo
siempre, y que al hallarla, después de su acceso de furor, pensó
utilizarla, suicidándose. Era una pistola pequeña.

--Me parece haberla visto varias veces en la mesa de su despacho.

--Ha sido una gran desgracia que la llevara al ir al manicomio. ¡Si yo
hubiera podido pensar esta mañana que la tenía en sus bolsillos, me
hubiera apresurado a quitársela, con cualquier pretexto! ¡Oh, Dios mío!
¡Qué desgracia tan terrible! ¡Cómo nos aflige el Señor cuando menos lo
esperamos!

La baronesa creyó del caso volver a sus gimoteos, aunque esta vez no
fueron tan naturales y espontáneos como antes.

Enriqueta seguía escuchando.

La emoción que aquellas palabras le producían no podía compararse a la
que le hizo experimentar la primera noticia, que fué la más fatal; pero
servían para exacerbar su dolor, detallando el trágico fin de su padre.

El curso que tomó la conversación entre el jesuíta y la baronesa, aún
excitó más su curiosidad.

--Ha sido muy grande esta desgracia, hija mía--continuaba el padre
Claudio--; pero no por esto debemos rebelarnos contra Dios, que todo lo
dispone y lo dirige; cuando da a una de sus criaturas tan triste
destino, sabe bien por qué lo hace. Llora la muerte de tu padre, ya que
para un dolor tan justo y natural no son útiles los humanos consuelos;
pero no olvides que Dios saca siempre el bien del mal, la felicidad de
la desgracia, y que tal vez ha dispuesto esta catástrofe para facilitar
los planes que tú ya conoces, y que son, para mayor gloria del Señor.

--¡Ah! ¡Nuestros planes!...--dijo la baronesa con aire de distracción.

--Sí, nuestros planes, hija mía, nuestros planes, que tú, sumida en tu
dolor, pareces haber olvidado. ¿Acaso ya no piensas en que tu hermana
abrace la vida religiosa?

--Nunca he desistido de ello.

--Pues por esto digo que tal vez esa desgracia que hoy nos aflige, sea
para nuestro bien. ¿No recuerdas de qué modo tan terco se oponía tu
padre a que Enriqueta fuese monja?

--Sí; era inflexible en este punto, y con tal de que mi hermana no
entrase en un convento, prefería lanzarla al gran mundo y pasearla por
esos salones, donde sólo se aprenden pecados.

--Debemos llorar la muerte del conde; mas no por esto hemos de dejar
olvidado nuestro asunto, que tanto interesa a Dios. Es preciso que
aprovechemos los momentos y que decidamos a Enriqueta a que entre en el
convento. Tal vez la reciente desgracia contribuya a alejarla del mundo
para siempre; además, tenemos la promesa que me hizo en confesión, y de
la que ya te hablaré.

--Sí, padre mío. Es preciso que aprovechemos la ocasión y decidamos a
Enriqueta a que abrace el estado religioso. Yo me comprometo a alcanzar
su definitivo consentimiento dentro de pocos días.

--No creo que ella presente gran resistencia.

--Creo que así será. Pero aunque se resistiera... ¿Acaso no mando yo en
ella? ¿No soy su segunda madre?

Y la baronesa decía estas palabras en son de amenaza, dando a entender
de lo que era capaz para domar una voluntad rebelde.

--Seguramente--dijo el jesuíta--lograremos ver realizados nuestros
planes. Ya no tenemos obstáculos. Convéncete, hija mía, de que aún
tendremos que dar gracias a Dios por haber dispuesto de un modo tan
trágico de la vida del conde.

Enriqueta ya no oyó más.

Adivinaba en aquella conversación algo que le causaba un inmenso terror.
El extraño e inesperado fin de su padre hacíala pensar si éste sería
obra de una traición premeditada. En su cerebro surgía y se agrandaba la
sospecha de que el padre Claudio podía tener su parte en aquella
catástrofe.

Las palabras amenazantes y proféticas que había pronunciado al
confesarla en la Colegiata de San Isidro, renacían en su memoria como
pruebas acusadoras contra el poderoso jesuíta. Recordaba aquella
afirmación de que los poderes celestiales anulaban a todos cuantos se
oponían a su voluntad, asegurando que el conde sería castigado si se
negaba a permitir que su hija entrara en un convento.

Enriqueta, envuelta en las sombras crepusculares que habían invadido el
gabinete, sentía miedo. No creía que el padre Claudio hubiera influido
directamente en el triste fin del conde, pero se imaginaba ya al jesuíta
como un ser terriblemente poderoso y sobrenatural, que sólo necesitaba
mirar con indignación a una persona y desearla la muerte, para que
inmediatamente la fatalidad acudiese en su auxilio, exterminando al ser
odiado.

La oscuridad que rodeaba a la joven, el lúgubre silencio de aquel
gabinete, solamente interrumpido por el rodar de algún carruaje, que con
su estrépito conmovía sordamente las paredes, las lúgubres imágenes que
en su cerebro evocaba aquella terrible revelación y el desfallecimiento
creciente que de su cuerpo se apoderaba, y que aún hacía mayor el miedo,
obligaron a Enriqueta a salir de allí.

Temblorosa, con paso vacilante y casi sin darse cuenta de lo que hacía,
salió del gabinete la joven, con dirección a su cuarto, evitando el
tropezar con los muebles.

El jesuíta y la baronesa seguían hablando de la vocación religiosa de
Enriqueta y del entusiasmo místico de su hermano Ricardo, que prometía
ser un excelente soldado de la Compañía de Jesús.

Cuando la joven llegó a tientas a su cuarto, sin darse cuenta exacta de
lo que hacía, encendió una bujía y cerró con llave la puerta.

Después, desalentada, inerte, y como si la vida se escapara su cuerpo,
dejóse caer como un cadáver sobre su blanco lecho.

Un suspiro angustioso levantó su pecho, y rompió por fin a llorar.
Necesidad tenía su espantoso dolor, tan firmemente detenido, de tal
desahogo físico, y por esto Enriqueta permaneció más de una hora inerte,
sin pensar en nada, ni dar otras muestras de vida que aquel llanto
incesante y sin término, que parecía una verdadera fuente de lágrimas.

Pasó mucho tiempo antes de que Enriqueta, algo aliviada de aquel dolor
que le producía una angustia asfixiante, se diera cuenta de dónde
estaba.

Cuando pudo reflexionar, y su razón, ya fría y despejada, recordó cuál
era la desgracia que la había sumido en tal postración, su dolor volvió
a renacer, aunque más punzante y vivo.

Se sentía anonadada por aquella desgracia inmensa, y pensaba en su padre
con la misma viveza de pasión que si se tratara de un amante. Había
conocido demasiado tarde el verdadero carácter de aquel hombre tan
adusto exteriormente como cariñoso y tierno en la intimidad, y esto
contribuía a aumentar su desesperación. ¡Morir cuando ella casi acababa
de encontrar en un ser misantrópico y terrible, un verdadero padre!...

Enriqueta, con la mirada fija en la pared, y siguiendo la inquieta danza
de sombras que arrojaba sobre ella la vacilante luz de la bujía,
permaneció mucho tiempo con todo el aspecto de una sonámbula.

Un ruido que resonó en todo el cuarto la sacó de su ensimismamiento.

Llamaban a la cerrada puerta, y la voz de la baronesa preguntaba:

--¡Enriqueta, niña mía! ¿Qué haces? ¿Estás enferma?

La joven dudó en contestar; pero, por fin, siguiendo instintivamente el
hábito de disimular y mentir que le había inspirado aquella educación
monjil, contestó:

--Me encuentro bien. Déjame tranquila, Fernanda. Estoy rezando.

--Bueno, pues reza. Ya nos veremos a la hora de cenar.

Alejóse la baronesa, y Enriqueta continuó en la misma posición y con la
mirada fija en la pared.

La presencia de su hermana había cambiado repentinamente el curso de sus
pensamientos, y ahora, su actual situación se le aparecía con terrible
claridad.

Sin el poderoso apoyo que encontraba en su padre, sometida por completo
a la voluntad de su irascible hermana, iban a obligarla a que entrase en
un convento, y serían infructuosos cuantos esfuerzos hiciese por
resistirse.

Ella no quería ser monja. La elocuencia artificiosa del padre Claudio la
había arrastrado en un momento a prometer que entraría en el claustro;
pero ahora no estaba dispuesta a tal suicidio.

Además, sin que ella pudiera explicarse el porqué, sentía gran
repugnancia al pensar en la baronesa y su director, el jesuíta.
Parecíanle dos miserables de la peor especie, y aun cuando no tenía
ninguna prueba, empeñábase en considerarlos como los autores del trágico
fin de su padre, como los que le habían empujado a acabar de un modo tan
horrible con su vida.

El hallarse su padre encerrado en un manicomio en el instante de morir,
producíala grandes reflexiones. ¿Qué locura era la suya? ¿Cómo ella, que
vivía al lado de su padre, no se había apercibido de nada? ¿No podía ser
todo el resultado de una diabólica maquinación de Fernanda, que nunca
había querido a su padre? ¿Y por qué aquel empeño tan tenaz de procurar
su salvación eterna metiéndola en un convento?

Enriqueta, atropelladamente, y sin la menor ilación, hacíase todas estas
preguntas, y aunque a ninguna de ellas sabía responderse
satisfactoriamente, en el fondo de su pensamiento siempre quedaba
latente la sospecha de que allí mismo, en aquella casa, estaba la
verdadera causa de todas las desventuras que caían sobre su familia.

El porvenir aparecíase a la joven sombrío y execrable. Ella podría
resistirse a los mandatos de su hermana, podría negarse tenazmente a
obedecerla y a entrar en un convento, pero su vida sería un verdadero
infierno, y tendría que sufrir toda clase de castigos. Recordaba aquella
escena violenta ocurrida el día en que la baronesa descubrió su
correspondencia amorosa con el capitán Alvarez, y aún le parecía sentir
en su rostro el escozor de los golpes de su fiera hermana.

Aquella beata era capaz de todo cuando su voluntad encontraba
obstáculos.

Estremecíase de terror al pensar en su porvenir de huérfana, sometida a
la autoridad de una hermanastra que siempre la había odiado.

Lo futuro se le aparecía como un mar de sombrías ondas poblado de
horribles monstruos; pero sobre aquellas aguas oscuras, infectas y
mugientes, su imaginación le hacía ver una isla de luz en la cual
erguíase la figura de un ser amado, del único protector que le quedaba y
que estaba aguardándola con los brazos abiertos.

Ella podía llegar allí. Todo consistía en un esfuerzo supremo. Bastaba
un momento de decisión para salir del lóbrego mar de su existencia
futura y poner el pie en aquella isla de esperanza.

Permaneció Enriqueta mucho tiempo sentada en su lecho y con la cabeza
inclinada, entregándose a una lucha interna y tempestuosa, que agitaba
su pensamiento de un modo horrible.

Varias veces se levantó con la expresión del que adopta una solución
desesperada, y otras tantas volvió a arrojarse en el lecho, pálida,
desalentada y mirando con terror a todas partes como asustada de sus
propios pensamientos y de algún poder oculto que la retenía prisionera
en aquella habitación.

Por fin, levantó su cabeza con arrogancia, como si desafiara a ocultos
escrúpulos que la martirizaban, y plantándose en el centro de la
habitación, miró en derredor como si fuera a hablar con las sombras de
los rincones.

--Me iré; sí, me iré--murmuró--;¿por qué he de quedarme aquí? ¿Tengo a
alguien que me quiera?

Y lentamente, sin precipitación ni alarma, sacó de su ropero un vestido
negro y se lo puso. Echóse a la cabeza una mantilla de tupido velo,
colocó éste sobre su rostro y abrió con precaución la puerta, evitando
el chirrido de la cerradura.

Deslizóse por las oscuras habitaciones tan silenciosamente como una
sombra, y al pasar cerca de su gabinete escuchó la voz de la baronesa
que hablaba con toda la servidumbre, dándola instrucciones sobre el modo
como debían observar el luto por la muerte del dueño de la casa,
recomendándoles que por aquella noche nada dijeran a la señorita, pues
ya se encargaría ella de hacerla saber al día siguiente la fatal
noticia.

En la antecámara no encontró Enriqueta a nadie, y bajando rápidamente la
escalera, pasó con no menor celeridad por ante la portería, en cuyo
interior el obeso conserje estaba muy ensimismado, leyendo un folletín
de "Las Novedades".

Cuando la joven puso sus pies en la acera lanzó un suspiro de
satisfacción, y bajando más aún su velo sobre el rostro, se alejó calle
arriba con rápido paso, confundiéndose entre los transeúntes.

Dos mozalbetes, que caminaban en dirección contraria, al ver a la joven
enlutada detuviéronse indecisos, y riendo la siguieron por fin,
marchando junto a ella y hablándola con aire de calaveras.

Poco después dieron las ocho, y una berlina de alquiler que bajaba la
calle con paso tardo, paró frente a la casa de Baselga.

El portero abandonó su folletín y asomó la cabeza por la puerta de su
habitación, viendo cómo sobre la acera discutía, por cuestión de la
propina, con una mujerona que llevaba agarrado con ambas manos un gran
saco de noche.

Cuando la mujer entró en el portal y la luz del lujoso farol la dió en
el rostro, el portero la reconoció inmediatamente.

Era Tomasa, la antigua ama de llaves.


FIN DEL TOMO CUARTO

       *       *       *       *       *

Los errores corregidos por el transcriptor:

decirla=> decirle {pg 5}

Gibraltal=> Gibraltar {pg 36}

No tiene más=> No tienes más {pg 49}

devocion=> devoción {pg 51}

por orden de papa=> por orden de papá {pg 52}

rudas amenazas=> rudas manazas {pg 71}

Estate=> Estáte {pg 72}

Quién ese caballero=> Quién es ese caballero {pg 90}

el medico=> el médico {pg 61}

el medico=> el médico {pg 95}

extemporáneamnte=> extemporáneamente {pg 124}





*** End of this LibraryBlog Digital Book "La araña negra, t. 4/9" ***

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