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Title: La araña negra, t. 9/9
Author: Blasco Ibáñez, Vicente
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La araña negra, t. 9/9" ***


produced from images available at The Internet Archive)



 En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del
 original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en
 el texto. (la lista de los errores corregidos sigue el texto.)


                         VICENTE BLASCO IBAÑEZ

                               LA ARAÑA
                                 NEGRA

                                NOVELA

                              TOMO NOVENO

                        [Illustration: colofón]

                         EDITORIAL COSMÓPOLIS

                            APARTADO 3.030

                                MADRID
                     Imp. Zoila Ascasíbar. Martín
                      de los Heros, 65.--MADRID.



                             NOVENA PARTE

                               EN PARIS

                            (CONTINUACIÓN)



IX

El entierro de Alvarez.


Estaba Zarzoso leyendo la sección de noticias de un periódico de la
noche y se disponía ya a acostarse, en vista de que los relojes de la
plaza del Pantheón acababan de dar la una de la madrugada.

Las caídas cortinas del lecho ocultaban a Judith, que roncaba con
bastante estrépito, y la luz del quinqué crepitaba de un modo alarmante,
dando a entender que estaba próxima a apagarse por falta de petróleo que
alimentase su llama.

Sonaron atropellados pasos en el pasadizo que conducía a la habitación,
y Zarzoso, sin poder explicarse el motivo, sintió cierto sobresalto,
pues sus nervios se hallaban muy excitados a causa de una reyerta que
había tenido con la hermosa rubia, antes de acostarse ésta.

Llamaron a la puerta con dos suaves golpes, y el joven se apresuró a
abrir, presintiendo que algo grave ocurría. En la penumbra del pasillo
percibió a Agramunt, que parecía haberse vestido apresuradamente
momentos antes, pues todavía se estaba abrochando el chaleco, y llevaba
la corbata sin anudar. Tras él aparecía un viejo, de aspecto ordinario,
que mostraba ser por su aire un portero de casa pobre.

Agramunt hablaba con voz queda y acento misterioso.

--¿Estás solo, Juanito?--preguntó--. ¿Duerme Judith?

Zarzoso contestó con un gesto afirmativo, y entonces su amigo se
apresuró a decir:

--Toma el sombrero y vámonos inmediatamente. Ocurre una cosa grave, una
desgracia.

--¿Qué es?--se apresuró a preguntar Zarzoso.

--Vámonos en seguida, ya te lo contaré por el camino.

Y mientras que Zarzoso, de puntillas, para no despertar a su querida,
buscaba el sombrero y el gabán, Agramunt le decía en voz baja:

--Acaba de venir a buscarme este buen hombre, el portero de la calle del
Sena. Don Esteban está gravísimo; una dolencia mortal. Creo que ya debe
haber expirado hace rato.

Y el joven escritor decía esto convencido de que su viejo amigo hacía ya
mucho tiempo que había muerto, pues conocía el carácter de Perico, su
antiguo criado, y comprendía que muy terrible debía ser el suceso para
que se decidiera a avisar a los amigos.

Zarzoso acabó de arreglarse y, de puntillas, salió de la habitación, sin
que se apercibiera de su marcha Judith, que seguía roncando.

Los tres hombres, al estar en la calle, apresuraron la marcha, como si
alguien les persiguiera, y jadeantes y sudorosos llegaron a la casa de
la calle del Sena, en la que reinaba gran agitación.

En la escalera tropezaron con el comisario de Policía del distrito y sus
empleados, a los que había ido a llamar la mujer del conserje, en vista
de lo repentino de aquel fallecimiento.

Perico estaba desolado, y con ese gesto de estupidez que proporciona una
desgracia tan abrumadora como inesperada, iba de un lado para otro, con
la inconsciencia del loco, por todas las habitaciones de la casa, dando
de vez en cuando lastimeros mugidos para desahogar su pecho de hércules,
agitado por torrentes de llanto que pugnaban por salir y no podían.

Casi en el centro del salón, frente a la chimenea donde humeaban algunos
tizones, y de aquel retrato de la mujer adorada, yacía el cadáver de
Alvarez, como enorme masa que sólo alumbraba, en parte, la luz del
quinqué puesto sobre la mesa de trabajo.

Estaba tendido de espaldas, con los brazos casi en cruz, y en su rostro,
qué rápidamente iba adquiriendo un tono violáceo, brillaban sus ojos,
desmesuradamente abiertos, como si aún persistiera en el cadáver la
sorpresa que le causó sentir una muerte que llegaba rápida e
instantáneamente, como el rayo.

Perico, que se había colocado junto a los dos amigos, hablaba
lentamente, cortando sus palabras con suspiros penosos, y rehuía la
vista del cuerpo de su señor, como si temiera caer en un nuevo acceso de
desesperación a la vista de aquel cadáver que en vida fué lo que él más
quiso.

¿Quién iba a esperar aquello? El señor, antes de comer, había ido al
café de Cluny a pasar un rato, y volvió cerca de las ocho, cuando él ya
estaba arreglando la mesa.

Parecía más decaído y triste que de costumbre; comió silenciosamente,
dando de vez en cuando suspiros que alarmaban a Perico, y después de
levantado el mantel, comenzó a hablar del pasado a su sirviente y de la
posibilidad de que él muriera en plazo breve y cuando menos lo esperase.

Recordó con dolorosa amargura a la hija que tenía en Madrid; habló de su
ingratitud, a pesar de lo cual la amaba cada vez más, y, como
consecuencia de todo lo que habló, le dijo así a su antiguo asistente:

--Mira, muchacho: mi hija me odia; buena prueba de ello es que ha roto
sus relaciones con ese buen chico de Zarzoso sólo por saber que era
amigo mío; pero, al fin y el cabo, es mi hija y no puedo dejarla
desamparada, pues sé que, a pesar de que tiene familia, se halla rodeada
de enemigos que conspiran contra ella. Si yo pudiera volver a España,
velaría por mi María, aunque ella me pagase con la más repugnante
ingratitud; pero si yo muero y tú quedas libre para volver a la patria,
has de jurarme que vivirás cerca de ella, que velarás por su
tranquilidad y que la defenderás en cuantos peligros pueda correr. ¿Lo
juras así?

Perico prometió todo cuanto su amo quiso exigirle. El estaba dispuesto a
obedecer a don Esteban más allá aún de la tumba, y muerto su señor
quedaba libre y podía abandonar París para cumplir esta última voluntad;
pero lo que él no sospechaba es que el fin de la existencia de su amo
estuviera tan próximo como éste lo presentía.

Don Esteban tuvo frío y se sentó junto a la chimenea, permaneciendo allí
hasta cerca de media noche.

Su criado, que estaba en el comedor, le oyó varias veces suspirar,
murmurando palabras que él no comprendía.

--"¡Yo soy el responsable de ese rompimiento!", decía con acento
quejumbroso. "¡Yo soy el autor de la degradación de ese joven!"

Era ya cerca de media noche, cuando sonó en el salón un suspiro sordo,
pero tan angustioso, que a Perico, según su propia expresión, le puso
los cabellos de punta.

Entró apresuradamente en la gran sala y aún pudo ver a su señor que
acababa de levantarse del sillón y que, tambaleándose, con las manos
puestas en el pecho, como si pretendiera abrírselo en un fiero arranque
de angustia, anduvo dos o tres pasos para caer después desplomado.

Cuando Perico, a pesar de su dolorosa sorpresa, se convenció de que su
señor había muerto, pidió socorro a los porteros; y mientras el marido
iba en busca de los dos amigos del difunto que vivían más próximos, la
mujer se dirigió a la Comisaría del barrio para que se instruyeran las
diligencias propias del caso. El médico oficial, que debía de volver al
día siguiente a practicar la autopsia, manifestó que don Esteban había
muerto a consecuencia de la ruptura de un aneurisma que se le había
formado hacía ya mucho tiempo.

Los dos amigos, en vista del aturdimiento de Perico, se encargaron de
todas las gestiones que era necesario hacer en tales circunstancias.

Agramunt redactó unas cuantas líneas para los periódicos de la mañana,
anunciando la muerte de aquel emigrado que había perecido en la
obscuridad a pesar de haber desempeñado altos cargos; y mientras el
portero iba a llevarlas a las Redacciones, él, impulsado por su
actividad de buen muchacho servicial, salió para ir a una Agencia de
pompas fúnebres, a arreglar lo concerniente al entierro, que se había de
verificar al día siguiente, a las tres de la tarde.

Zarzoso se quedó solo en el salón, frente al abandonado cadáver de
Alvarez, mientras Perico, fuera, en el comedor, disputaba con la vieja
portera, que, en vista de su angustia, quería hacerle tragar algunas
tisanas para calmarle.

El médico miraba con terror el cadáver de su viejo amigo.

Aquellas frases incoherentes que Alvarez había pronunciado antes de
morir, y que resultaban ininteligibles para su criado, las comprendía él
fácilmente, y sentía por ello intenso remordimiento.

Aquel hombre desgraciado había fallecido víctima de la preocupación
dolorosa que en él produjo la creencia de que, involuntariamente, había
sido la causa del rompimiento de relaciones entre Zarzoso y María.

Lo que más entristecía al joven y le avergonzaba era la injusta opinión
de virtud en que le tenía Alvarez; y al mismo tiempo le aterraba la
sospecha de que éste, antes de morir, podía haberse convencido,
casualmente, de la degradación en que estaba el mismo a quien él creía
un joven de buenas costumbres.

Cuando volvió Agramunt, después de cumplidas sus comisiones, los dos
jóvenes, ayudados por Perico, levantaron de la alfombra el cadáver de
don Esteban, y a fuerza de puños lo llevaron hasta la cama, donde cayó
sordamente, con el peso abrumador de la muerte, y haciendo rechinar los
hierros del lecho.

La mañana siguiente la pasó Agramunt corriendo París, para avisar a
todos los compañeros de emigración y a cuantos españoles conocía y
ultimar los preparativos del entierro, que había de ser lo que la gente
llama bastante correcto, pues el editor para el que trabajaban los
emigrados se había brindado a pagar todos los gastos.

Zarzoso tuvo que sostener una ruda pelea con Judith, que por uno de los
caprichos de su extraño carácter se empeñaba en ir a ver al muerto,
proposición absurda para el joven, que pensaba que aquello equivaldría a
un insulto póstumo.

Zarzoso y Agramunt juntaron sus ahorros para comprar una corona, y el
primero, vestido correctamente de luto, llegaba a la calle del Sena poco
antes de las tres.

Un coche fúnebre, de buen aspecto, estaba parado junto a la casa
mortuoria, y su presencia había hecho salir a las puertas, impulsados
por la curiosidad, a todos los industriales, porteros y comadres de las
casas inmediatas.

En el portal estaban agrupados unos cuantos españoles, demostrando con
sus diversos trajes y sus gestos más o menos tranquilos, las veleidades
de la fortuna, que mientras acaricia a unos trata a otros a bofetadas.

Llegaban de los extremos de París los náufragos de las borrascas
revolucionarias que la persecución había barrido más allá de los
Pirineos, todos con el gesto avinagrado, la mirada altiva, el traje
raído, y un mundo de absurdas esperanzas en la imaginación.

Aquel suceso servía para agrupar a la desbandada colonia de emigrados,
que, esparcidos por los cuatro extremos de París y entregados a diversas
ocupaciones, pasaban meses enteros sin verse, y aprovechaban la ocasión
para estrecharse la mano y hablarse amigablemente como compañeros de
desgracia; esto, sin perjuicio de separarse de allí a dos horas para no
volverse a encontrar hasta de allí a medio año.

Parecían muy impresionados por la muerte de Alvarez; sentían una
espontánea emoción; poro, a pesar de esto, reunidos en grupos en aquel
portal, departían sobre su tema favorito, y fundándose en el triste fin
del difunto, que había muerto pobre, abandonado y lejos de la patria,
cosa que les podía ocurrir muy bien a ellos, hablaban egoístamente de la
necesidad de hacer la revolución cuanto antes, para que terminase su
violenta situación de emigrados.

Bajaron el cadáver encerrado en un sencillo y elegante féretro, sobre el
cual se amontonaban más de una docena de coronas, dos o tres de
artísticas flores, y las demás de perlas de vidrio, formando
inscripciones de pacotilla, de esas que tienen preparadas en todos los
almacenes de París.

El cortejo se puso en marcha, y el cielo, que estaba todo el día
encapotado y amenazante, comenzó a despedir entonces una lluvia sutil y
fría.

Iba delante el coche fúnebre, con su féretro y sus coronas, llevando al
lado al triste Perico, que marchaba encorvado como un viejo, con los
ojos enrojecidos, recibiendo las salpicaduras de barro de las ruedas y
atento, con estúpida fijeza, a que no cayera ninguno de aquellos adornos
del ataúd. Detrás marchaba el cortejo fúnebre: los dos amigos, sombrero
en mano, presidían el duelo, llevando en medio al editor, un viejo de
cabeza cuadrada y mirada sórdida, que había llegado a París en zuecos,
vendiendo coplas, y que ahora tenía más de cincuenta millones; y seguían
todos los invitados, aquel rebaño de la emigración, siempre guiado por
el resplandor de las ilusiones, que marchaba en grupos, dividido por el
recelo y la envidia, y resguardándose de la lluvia con paraguas abierto,
aquel que lo tenía. Cerraban la marcha el coche del editor y dos ómnibus
del servicio fúnebre.

Aquel entierro produjo bastante impresión en la calle del Sena.

Alvarez era muy apreciado por los vecinos, aunque no tuviera con ellos
trato alguno, y además, su entierro puramente civil causaba bastante
impresión en las porteras, gente beata, abonada a diario a los sermones
en San Sulpicio o a las fiestas con orquesta en San Germán de los
Prados.

Cuando el entierro salió de la calle del Sena, ya no recibió más
homenaje que esa compasión oficial de la educación francesa, que
consiste en quitarse el sombrero ante el primer muerto que pasa.

La lluvia arreciaba, el coche fúnebre iba acelerando su marcha, y el
cortejo caminaba con paso apresurado, a pesar de lo cual eran muchos los
que se rezagaban y no pocos los que escurrían el bulto, huyendo
disimuladamente por la primera callejuela que encontraban.

Tardó cerca de media hora en salir el cortejo del recinto de París, y al
llegar a las barreras, cuando la lluvia arreciaba más, se detuvo, para
continuar el viaje con más comodidad hasta el cementerio de Bagnieres.

El editor, hablando de sus numerosas ocupaciones, se despidió, cediendo
su carruaje a los dos jóvenes, y en cuanto a los invitados, quedaban tan
pocos, que cupieron desahogadamente en los dos ómnibus.

El cortejo emprendió la marcha por un camino, que la lluvia convertía en
barrizal, casi intransitable, y el coche fúnebre, dando tumbos a cada
bache, caminaba rozando las tapias de ambos lados, que cercaban grandes
solares.

Perico no quiso acceder a los ruegos de los dos jóvenes, y como si
tuviera por una infidelidad abandonar el cadáver un solo instante,
marchaba agarrado al carro fúnebre, exponiéndose muchas veces a ser
aplastado por las ruedas.

Zarzoso y Agramunt iban en la berlina del editor, tristes y silenciosos,
y como sumidos en tétricos pensamientos.

La pobreza de aquel entierro, la falta de verdaderos afectos que en él
se notaba y el desorden y la deserción que la lluvia había producido en
él, les impresionaba de un modo desconsolador; y al mismo tiempo aquel
cielo plomizo, sucio y diluviador influía en ellos dando un carácter
tétrico a sus ideas.

Zarzoso, mirando la caja que contenía el cadáver de aquel amigo que
tanto le amaba y que iba saltando violentamente dentro del carruaje cada
vez que éste se inclinaba en un bache, sentíase atenazado por un vivo
dolor, y los remordimientos de la noche antes volvían a asaltarle.

En cuanto a Agramunt, evitaba el fijarse en aquel féretro, como si
quisiera rehuir las tétricas ideas que le inspiraba, y dejando vagar sus
ojos por aquella campiña triste y desolada, en la que sólo se veían
yermos solares, negruzcos hornos de cal y alguno que otro hotel cerrado
y de aspecto fúnebre, preguntábase si valía la pena de ser patriota,
revolucionario, mártir de una idea, de aspirar a la gloria y al aplauso
popular, de sacrificarse por las libertades de los demás, para venir al
fin de la jornada a morir desconocido y casi solo en una ciudad
indiferente, y ser conducido a la tumba seguido de dos docenas de
amigos, de los cuales apenas si más de tres lloraban verdaderamente su
muerte.

El joven revolucionario sentíase dominado por un cruel escepticismo. La
realidad había venido a rasgar la venda de sus ilusiones, e inexorable,
con sonrisa cruel, le mostraba el porvenir.

A la media hora de marcha comenzaron a surgir casas de aspecto mísero a
ambos lados del camino. Eran tabernas y almacenes de objetos fúnebres,
industrias nacidas en torno del cementerio, como los hongos en el tronco
del árbol viejo y carcomido, y que vivían del dolor más o menos fingido
de los numerosos cortejos que diariamente pasaban por allí.

Entraron en el cementerio casi al mismo tiempo que por distinto camino
llegaba otro convoy fúnebre con gran aparato de coches enlutados, en el
primero de los cuales iba un cura con sus monaguillos para rezar las
últimas preces.

Echaron pie a tierra los invitados de ambos cortejos, y aquella gente
desconocida, enguantada, correcta y elegante, lanzó miradas de desprecio
al raído grupo de emigrados, demostrando que las preocupaciones sociales
llegan hasta la tumba.

El cura y sus acólitos miraron con hostilidad aquel entierro puramente
civil, que, además, tenía la agravante de ser pobre.

El editor había comprado para el cadáver de don Esteban una sepultura en
el suelo por cinco años, y el féretro, en hombros de los sepultureros,
comenzó a avanzar por las espaciosas y frías avenidas hacia el extremo
donde descansaban los cadáveres ambiguos de los que, por su posición
social, si tenían dinero para librarse de ir a la fosa común, no poseían
el suficiente para dormir eternamente en las sepulturas a perpetuidad,
reservadas a la gente rica.

El cementerio de Bagnieres es un cementerio moderno, democrático, con
las avenidas tiradas a cordel, una vegetación raquítica y enana, y todo
el aspecto de un horrible tablero de ajedrez. No hay panteones, mármoles
artísticos ni umbrías solitarias y románticas como las de las tumbas
descritas en las novelas. Es un cementerio moderno de la gran ciudad, e
imita por completo las costumbres de ese gran París, cuyos hijos se
traga.

En él se duerme el sueño de la muerte tan aprisa como se vive en la
metrópoli: las tumbas, en su mayoría, sólo son compradas por cierto
número de años no muy grande; el tiempo necesario para que la carne se
disuelva, los huesos queden pelados y blancos, y la tierra se beba los
jugos de la vida; e inmediatamente las tumbas son removidas, los
despojos van a un rincón, el terreno es alisado y arreglado y... ¡venga
más gente!

El féretro de Alvarez tenía que atravesar todo el cementerio, y mientras
el pequeño cortejo seguía por aquellas avenidas de acacias raquíticas y
enfermizos rosales, que apenas levantaban un palmo del suelo, Agramunt
iba fijándose en los campos plantados de cruces y cubiertos de coronas
que en su mayoría eran de perlas de vidrio, género de pacotilla, que por
su baratura es de moda en París para los desahogos fúnebres de dolor más
o menos auténtico.

Por todas partes se veían coronas, y a la luz gris e indecisa de aquel
crepúsculo lluvioso, parecía el fúnebre campo cubierto por cristalizado
rocío.

Detúvose el cortejo ante una gran fosa abierta en un espacio libre de
cruces y de coronas.

Aquellas dos docenas de hombres se detuvieron y agruparon en torno del
féretro que estaba ya en tierra, mirándose con cierta complacencia y
como satisfechos de que la ceremonia fuera a terminar.

Les resultaba ya pesado aquel entierro, que duraba más de una hora, y
les obligaba a ir pisando barro, recibiendo en sus espaldas una lluvia
sutil y traidora que les empapaba las ropas.

Agramunt, al borde de la abierta fosa, experimentaba una tristeza
inmensa.

¿Iba a salir del mundo de los vivos tan fría e indiferentemente aquel
amigo a quien consideraba como un héroe?

El joven sintió en su interior aquella emoción nerviosa que le hacía
perorar en los _meetings_ de España y ser aplaudido; experimentó la
necesidad de hablar, de decir algo, sin fijarse en lo reducido del
auditorio, pues a estar solo lo mismo hubiese hablado dirigiéndose a los
árboles, a las cruces y a los sepultureros.

Ya que en la muerte de aquel héroe desgraciado, de aquel caído campeón
de una causa que era la del porvenir, no había descargas de honor, ni
músicas, ni cantos, al menos que sobre su féretro sonasen algunas
palabras españolas pronunciadas por una voz amiga y que hiciesen
justicia al mérito del difunto, despidiéndole al borde de la tumba, con
la seguridad de que el porvenir le haría justicia y de que sus esfuerzos
no serían infructuosos, a pesar de que ahora parecían caídos en el
vacío.

El joven, ensimismado, dominado por los pensamientos que fluían a su
cerebro, con la impasibilidad de un sonámbulo, subió sobre un montón de
tierra, en la que asomaban algunos huesos su blanca desnudez, y con la
cabeza descubierta, sin fijarse en la lluvia que le empapaba, pronunció
un corto discurso, con una elocuencia espontánea y conmovedora que salía
del alma. Al principio le oyeron con extrañeza aquellos hombres que se
agrupaban en torno del féretro; pero, poco a poco, les impresionó la
temblorosa voz del joven, y a los ojos de algunos hasta asomaron las
lágrimas.

Agramunt hablaba a un público que era el único que podía realmente
comprenderle; cada una de sus palabras causaba hondo eco en aquellos
corazones, y al describir la ingratitud de la patria, la cruel
indiferencia del pueblo español, que dejaba morir en oscura y mísera
emigración a los que habían expuesto su vida y sacrificado su reposo por
defender la dignidad nacional, la libertad y la moralidad política,
todos ellos se agitaron con nervioso movimiento, y con sus gestos
parecían decir:

--Es verdad; moriremos aquí porque el pueblo es un ingrato y olvida a
los que le han defendido.

Y después, cuando Agramunt trazó con arrebatadora palabra el cuadro del
porvenir, cuando habló de la revolución que se acercaba _a pasos de
gigante_, del próximo triunfo y del esplendor de la futura República,
todos los rostros se animaron; las ilusiones, aquellas malditas
ilusiones que los habían arrastrado a la desgracia y la miseria en el
extranjero suelo, volvieron a renacer más fuertes y vigorosas que nunca,
y todos miraban ya el triunfo como un suceso del día siguiente, como
cosa segura, que forzosamente había de ocurrir en plazo breve, aunque
los hombres no quisieran y por una ley fatal de la Historia.

Aquel grupo de infortunados llenos de fe y de esperanza, estaban
entusiasmados al pronunciar Agramunt las últimas palabras, y cuando éste
terminó despidiéndose del campeón caído que estaba en el féretro, con un
¡viva la República!, todos contestaron al unísono, con voz que era grave
y sombría, en atención al lugar donde se hallaban.

El ataúd fué descendido a la fosa y uno tras otro fueron todos los
acompañantes arrojando sobre él una paletada de tierra y estrechando la
mano de Perico, que lloraba al despedirse definitivamente de su amo, y
que estaba conmovido por el discurso de Agramunt.

El regreso a París fué más triste aún que la marcha al cementerio.

Los individuos del cortejo, una vez desvanecida la impresión que les
había causado el discurso, entablaron en el interior de los dos ómnibus
violentas discusiones sobre el porvenir o se enzarzaron en la
apreciación de hechos pasados, hasta el punto de levantar la voz, no
importándoles dejar al descubierto sus malas pasiones, y mostrando sus
envidias o sus rencores, sin acordarse de que habían ido a enterrar a un
amigo y que demostraban haberlo ya olvidado. En cuanto entraron en la
gran ciudad, se separaron casi sin saludarse y cada uno se fué por su
lado, para no verse más hasta que la muerte de cualquiera de ellos
volviera a reunirlos.

Zarzoso y Agramunt hicieron subir en su berlina al desconsolado Perico,
y fueron todo el camino sin despegar los labios.

Una vez enterrado el pobre don Esteban, cuya muerte había aproximado a
los dos huéspedes del hotel de la plaza del Pantheón, la antigua
frialdad había vuelto a separarlos. Existía entre los dos el vicioso
cuerpo de Judith, que impedía el renacimiento de aquella franca amistad
que tan felices les había hecho.

Al llegar el carruaje al bulevard Saint-Germain era ya de noche.

Agramunt iba a la calle del Sena con Perico, para hablar los dos solos
sobre el porvenir de éste y hacer un inventario de lo que dejaba don
Esteban.

Zarzoso, comprendiendo que estorbaba con su presencia a aquellos dos
hombres, y ofendido por la frialdad que le mostraba Agramunt, se
apresuró a echar pie a tierra, y abriendo su paraguas, pues la lluvia
arreciaba conforme iba avanzando la noche, se metió por la calle de la
Escuela de Medicina con dirección a su hotel, donde ya Judith le estaba
aguardando impaciente.



X

Se aclara el misterio.


Al entrar Zarzoso en su hotel y pasar frente a la portería, lanzó una
mirada distraída al casillero donde se depositaba la correspondencia
para los huéspedes, e inmediatamente experimentó una ruda impresión de
sorpresa.

En la casilla marcada con el número de su cuarto, sobre la obscura
madera destacábase el blanco sobre de una carta que inmediatamente hirió
los ojos del joven médico.

El portero, que lo había visto a través de los cristales, salió
apresuradamente y entregó la carta a Zarzoso, que permanecía sorprendido
al pie de la escalera.

--Carta de España--dijo sonriendo intencionadamente el conserje, pues
sabía la gran impaciencia que por más de dos meses había devorado al
joven esperando una carta que nunca llegaba.

El asombro de Zarzoso fué en aumento cuando al mirar el sobre reconoció
la letra fina y elegante de María.

Aquella carta, por tanto tiempo esperada y que llegaba cuando menos
podía aguardarla el joven causábale cierto terror, y por esto la
revolvía entre sus manos sin atreverse a abrirla.

¿Por qué había callado María mientras él fué un amante consecuente y
puro? ¿Por qué le escribía ahora que se hallaba sumido en la mayor de
las degradaciones?

Zarzoso no sabía contestar a ninguna de las preguntas que mentalmente se
hacía, pero continuaba impresionado por aquella carta que no se atrevía
a abrir, presintiendo tal vez que en su interior se encerrara algo que
forzosamente había de serle fatal.

En aquella situación degradante a que le había arrastrado un amor
impuro, la carta de María equivalía a un remordimiento que surgía ante
su vista.

Subió la escalera lentamente mirando con fijeza estúpida la cerrada
carta que tenía en sus manos, y al llegar al rellano del piso en que
vivía y detenerse bajo un mechero de gas, no pudo contener un instintivo
impulso y rasgó el sobre para enterarse inmediatamente del contenido.

A pocos pasos de allí, en su cuarto, le aguardaba Judith, la mujer
aborrecida, a la que, sin embargo, estaba encadenado por la pasión
carnal, y hubiese resultado un sacrilegio el ir a abrir la carta en
presencia de aquel ser impúdico que aprovechaba todas las ocasiones para
fisgarse de las mujeres honradas.

Sacó del abierto sobre un pliego de papel de cartas, dentro del cual se
notaba la presencia de otro papel.

Zarzoso leyó apresuradamente las pocas líneas que contenía, y tuvo que
volver a releerlas varias veces para darse cuenta exacta de su
contenido, pues la sorpresa parecía haberle arrojado en un estado de
imbecilidad.

La carta decía así:

     "Le devuelvo este recuerdo de un amor que ha muerto, segura de que
     si usted conserva su antigua dignidad, la vista de ese papel le
     producirá eterno remordimiento. No me creía merecedora de que usted
     olvidase sus antiguos juramentos uniéndose a esa mujer perdida con
     quien vive.

     "En el primer momento me hizo mucho daño el saber su degradación;
     pero hoy, afortunadamente, estoy ya curada de tales impresiones.
     Todo ha concluído entre nosotros. Cuando usted lea esta carta, tal
     vez seré ya la esposa de otro."

Aquí terminaba lo escrito en el pliego. No había firma al pie ni signo
de clase alguna; pero Zarzoso no dudaba, pues conocía bien aquella letra
fina, y que en algunas palabras aparecía temblorosa y exageradamente
rasgueada, como obra de una mano agitada por la indignación o por el
dolor.

Zarzoso, temblando y como asustado al ver que su situación era conocida
por María, y que todo el edificio de su antigua dicha caía
estrepitosamente al suelo, se apresuró a sacar del interior del pliego
aquel papel oculto que sentía al tacto y que era una finísima hoja
arrugada y amarillenta, en la que también había algo escrito.

Zarzoso, conmovido, con la vista turbia por la emoción, fué leyendo con
lentitud:

     "_A mi Juan: En prueba del eterno amor que..._"

El joven no quiso leer más. Con terror reconoció que aquel papel era el
mismo que le había dado María, envolviendo un bucle de su cabellera, y
cuya desaparición había notado dos semanas antes al examinar la cajita
que guardaba sus recuerdos de amor.

Por si podía ocurrirle aún alguna duda, encontró todavía pegados al
papel, dos o tres cabellos sutiles como la seda, que habían quedado allí
adheridos al retirar los restantes.

Aquella sorpresa dejó absorto y como aplastado al joven médico.
Unicamente tenía presencia de ánimo para hacerse mentalmente una
pregunta: ¡Gran Dios! ¿Cómo podía haber llegado aquel objeto a manos de
María? ¿Quién se había encargado de robarle tal recuerdo de amor?

No había acabado de leer aquella inscripción trazada por la mano de
María, pues sabía de memoria su contenido; pero le llamó la atención
algunas palabras que vió de repente, escritas más abajo con una letra
irregular, caprichosa y de contorno dentellado, que también le era
conocida.

Aquellas pocas palabras eran un alarde de cínico impudor, un comentario
sucio y canallesco sobre la procedencia de los cabellos que envolvía el
papel, y más abajo, con un descoco repugnante, figuraba la firma de
Judith suscribiendo tan villano insulto.

Zarzoso miró aquello fijamente, como si no se atreviera a dar crédito a
una revelación tan repentina que ponía en claro la misteriosa
desaparición de su recuerdo de amor; pero, de repente, como si
despertara de un sueño, exhaló un sordo rugido, y ciego e impetuoso como
una bomba, se arrojó en el pasadizo, abriendo con una furiosa patada la
entornada puerta de su cuarto.

Judith, que estaba leyendo a la luz del quinqué el último número del
_Diario Alegre_, levantó sorprendida la cabeza ante aquella entrada
tempestuosa de su amante, el cual, poniéndole el papel delator ante los
ojos, rugió, mezclando en su furia palabras españolas con las francesas:

--¡Ah, grandísima zorra!, ¡miserable ladrona! ¿Conoces esto?--y le metía
el papel por los ojos, mientras levantaba la diestra amenazante.

Judith estaba asustada ante la cólera de aquel a quien ella tenía por un
tímido gozquecillo; pero en un arranque de su fiero carácter, intentó la
resistencia, y saltando de su silla, agarró el látigo de cuero que
estaba sobre la repisa de la chimenea y púsose bravamente a la
defensiva, insultando con su insolente mirada al indignado joven. Esta
actitud de Judith acabó de exaltar al enfurecido Zarzoso. Así la quería
ver para desahogar su rabia. Era villano pegar a una mujer débil e
indefensa; pero con un marimacho así, que tenía músculos de acero y que
se había mezclado en todas las peleas estudiantiles, bien podía medirse
un hombre como con uno de su sexo.

Al avanzar sobre ella, recibió un latigazo en el cuello que acabó de
cegarle, y, embistiendo a la amazona, le arrancó la fusta de la mano, la
tiró a un rincón y de la primera bofetada la hizo caer de rodillas.

Fué aquella una escena violenta, repugnante y breve. Nadie oía el ruido
de aquella lucha, pues como era la hora de comer, los cuartos inmediatos
estaban vacíos.

Zarzoso pegaba sin consideración a aquella mujer que tenía bajo sus
rodillas, y sus puños, ciegos e inflexibles, martilleaban el hermoso
rostro y las blancas desnudeces que habían quedado al descubierto,
amoratándolas a cada golpe. En su furor acompañaba los puñetazos con
injurias e insultos, y su boca parecía la abierta y negra garganta de un
retrete rebosando la inmundicia del lenguaje.

Judith, que había recibido los primeros golpes con protestas y
chillidos, callaba ahora y ofrecía con tranquila pasividad su bello
cuerpo a los furores de aquel energúmeno, y, mirando amorosamente a
Zarzoso, agitábase con voluptuosidad a cada uno de sus golpes.

Aquella loca, en su depravación, gustaba de que sus amantes la
vapuleasen, y ésta era la causa principal de que estuviera tan enamorada
del modelo italiano a quien obedecía.

Cansóse antes Zarzoso de pegar que ella de recibir los golpes, y cuando
el joven se incorporó sudoroso y jadeante, ella, sin levantarse del
suelo, sonriendo insolentemente como de costumbre, y echándose atrás su
cabellera de leona, exclamó:

--Y bien: ¿ya estás satisfecho? Podías pegarme un rato más. A mí me ha
gustado siempre que los hombres me zurrasen, pues esto es una prueba de
amor. Antes no te quería; te miraba como un ser insignificante y
ridículo; pero ahora empiezo a tenerte cariño en vista de que son
fuertes tus puños.

Zarzoso pareció no oír estas cínicas declaraciones, y señalando el
delator papel que estaba sobre la mesa, le dijo con entonación de juez
que interroga:

--¿Por qué has hecho eso? ¡Habla pronto o te mato!

Judith contestó con una alegre carcajada.

--Mira, voy a serte franca, ya que ha llegado la hora de decírtelo todo.
Yo soy una buena muchacha, tengo un gran corazón, y me gusta hacer
favores cuando se trata del reposo y de la felicidad de las familias.

Zarzoso creyó que Judith se burlaba otra vez de él y estuvo a punto de
emprenderla a golpes, pero ella explicó sus palabras haciendo una
revelación importantísima.

Antes de que conociera a Zarzoso, cuando ella acababa de llegar a París,
reciente su rompimiento con aquel dibujante que la llevó hasta Londres,
la rogaron que prestase el gran favor de enamorar a Zarzoso diciéndola
que éste estaba encaprichado con una chiquilla de Madrid, una
cualquiera, sin fortuna y sin nombre, que no convenía a la familia del
joven, por lo que era preciso impedir su casamiento haciéndole contraer
una nueva pasión.

Judith intentó resistirse, encontrando que el papel que iba a desempeñar
no era muy agradable; pero la persona que la encomendaba el servicio
tenía gran poder sobre ella, disponía de muy contundentes medios para
convencerla, y al fin aceptó, marchando la noche siguiente al encuentro
de Zarzoso para hacerse su querida, empleando todos los medios de
seducción.

--Lo que pasó después--añadió Judith--lo sabes tú perfectamente.

--¿Pero quién fué el hombre que te indujo a tomar parte en tan
repugnante intriga?

La joven intentó resistirse a contestar; pero cuando Zarzoso nombró al
modelo italiano, ella, turbada por las amenazas de muerte, contestó con
un signo afirmativo.

--Ya le ajustaré yo las cuentas a ese bandido napolitano. Pero ¿qué
interés puede tener ese hombre, que no me conoce, en labrar mi
perdición?

--Eso es lo que yo me he preguntado muchas veces, sin poder darme una
contestación definitiva. El no te conoce, es verdad, y por esto mismo no
he podido nunca comprender por qué trabajaba contra tí.

La modelo quedó silenciosa por algunos instantes, y después añadió con
tono sentencioso:

--Mira, querido; tú por algún oculto motivo debes serles odioso a los
curas de tu país.

--¿Por qué dices eso?

--Porque Luigi es protegido desde la niñez por los padres jesuítas, a
quienes servía ya cuando estaba en Nápoles. Ellos fueron los que le
salvaron cuando le iban buscando por dos o tres puñaladas que dió allá,
y los que le trajeron a París poniéndole en camino para que fuese un
buen modelo. Es el perro de los jesuítas; hace cuanto le dicen, y si le
mandan morder, muerde. En este asunto deben tener mucha participación
los protectores de Luigi: esto es lo que yo he creído siempre.

Zarzoso hizo un gesto que indicaba su inmensa sorpresa y quedó
pensativo, mientras que Judith seguía hablando, deseosa de sincerarse
ante aquel muchacho, al que había cobrado cariño desde que apreció la
fuerza de sus puños.

Al faltar Zarzoso a la primera cita que le dió Judith recomendáronla a
ésta que fuese a encontrarle, y cuando hacía ya con él vida marital, le
ordenaron que buscara, entre los efectos de su nuevo amante, una cajita
en que guardaba todos los recuerdos de su antiguo amor. Judith debía de
robar uno de éstos, que, según le decía Luigi, era para enviarlo a
Madrid con el propósito de que la novia de Zarzoso se convenciera de que
éste ya no la amaba y romper de este modo completamente unas relaciones
que estorbaban a la familia.

La rubia, al revolver aquella caja de recuerdos, escogió el papel con el
rizo que contenía, y por indicación del mismo modelo italiano, puso allí
la primera grosería que se le ocurrió para desesperar a la desconocida
muchacha de Madrid.

--Ahí tienes cuanto ha ocurrido, vida mía--decía la rubia fijando una
mirada amorosa en el indignado Zarzoso--. He sido ligera, lo sé; he
obrado como siempre, con aturdimiento; pero al fin y al cabo lo hacía
por tu bien, creyendo librarte de un matrimonio que no te convenía, y
espero que me perdonarás. Además, te quiero mucho, te amo desde que me
he convencido de que eres todo un hombre.

Y ya levantada del suelo, avanzaba con los brazos abiertos hacia Zarzoso
para darle un estrecho abrazo.

El joven la rechazó con un violento empujón que la hizo chocar las
espaldas contra la pared, y señalando la puerta, dijo con acento
imperioso:

--¡Márchate en seguida, perra inmunda! Me has hecho mucho daño, y si no
te vas pronto, tal vez me acometa el furor y sea capaz de convertirme en
asesino.

Y diciendo esto, contemplaba con torva mirada un cajón de su mesa de
escribir, en el que tenía una gran navaja jerezana, comprada en París,
más por españolismo que porque necesitase de ella.

Aquella mirada dejó fría a Judith y le produjo mayor terror que los
golpes de antes. Como la mayoría de las mujeres de su clase, tenía un
miedo casi supersticioso a las armas blancas y siempre lanzaba
exclamaciones de terror cuando a Zarzoso, al revolver sus papeles, se le
ocurría abrir la navaja.

La posibilidad de que el joven sacase del cajón la terrible arma la
impresionó de tal modo, que, pálida, silenciosa y con actitud sumisa
púsose su sombrero y su abrigo, y llamó a _Nemo_, perro discreto y bien
educado que había presenciado filosóficamente desde un rincón la
anterior paliza, como acostumbrado a que a su ama le hiciesen tal clase
de caricias.

Cuando Judith, siempre bajo la amenazante minada de Zarzoso, hubo
acabado de arreglarse y salió del cuarto, se detuvo en el pasillo,
pensando que una mujer como ella no podía retirarse así, sumisa y
atemorizada como una cualquiera. Llamó en su auxilio a su bravía
altivez, hizo asomar a sus labios la sonrisa cínica que la caracterizaba
y con voz irónica, que parecía el silbido de una víbora, dijo,
inclinando el cuerpo como dispuesta a huir:

--Mira, niño; si no me despacharas yo te hubiera dado pelo igual al que
tenías de esa muchacha. ¡Pobre chica, ir a darse un tijeretazo tan lejos
de la cabeza! Lo que yo he escrito en ese papel, es la pura verdad.

Aun quiso Judith desahogar su despecho con mayores indecencias, pero el
latigazo que aquella perdida descargaba sobre la honra de María
enfureció nuevamente a Zarzoso, el cual se abalanzó al pasillo con
propósito de estrangular a la infame; pero cuando llegó allí, ya la
rubia, seguida de su perro, bajaba apresuradamente la escalera del
hotel.

En el portal tropezó violentamente con un hombre que entraba
sacudiéndose la lluvia.

Era Agramunt, que acababa de dejar en la calle del Sena al desconsolado
criado de don Esteban y que volvía al hotel a despojarse de su traje
negro de ceremonia antes de ir al restaurante.

Fijóse en Judith, que pasó lanzándole iracundas miradas. En su rostro
desordenado y marcado por las huellas de los golpes, adivinó que había
pasado algo grave entre los dos amantes, y vió cómo la rubia, andando
con paso inseguro y sin hacer caso de la lluvia, se hundía en la húmeda
oscuridad de la plaza, cuyos reverberos alumbraban inciertamente a causa
de las ráfagas del huracán.

Agramunt, alarmado por aquel encuentro, subió rápidamente al segundo
piso.

Al entrar en el cuarto de Zarzoso, vió algunas sillas volcadas, una
cortina rota y una porción de desperfectos que indicaban una reciente
lucha. Zarzoso estaba doblado al borde de la cama con la cabeza entre
las manos.

--¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí?--gritó asustado el buen muchacho.

Zarzoso levantó su cabeza, en la que se retrataba el más terrible
asombro, y se abalanzó a su amigo, exclamando con voz conmovida, por
penoso estertor:

--¡Ay, Pepe! ¡Pepe mío! Soy muy desgraciado.

Y como el niño enfermo que cree huir del dolor arrojándose en brazos de
su madre, Juanito Zarzoso dejó caer su cabeza sobre el hombro de
Agramunt, y después de agitarse su pecho con un supremo estertor, rompió
a llorar copiosamente.



DECIMA PARTE

EL CASAMIENTO DE MARIA

PARTE PRIMERA



I

Sospechas.


Hacía más de un mes que María Quirós se mostraba triste y preocupada por
alguna oculta idea que en vano intentaba descubrir su tía, doña
Fernanda.

La baronesa, por más esfuerzos de imaginación que hacía, no lograba
adivinar la causa de aquella continua preocupación. Ella, siguiendo los
consejos del padre Tomás, se desvivía por hacer agradable la vida de su
sobrina, y a pesar de que comenzaba a cansarla aquel renacimiento de su
existencia elegante, no perdonaba fiesta alguna y asistía con María a
todos los bailes de la alta sociedad y a los estrenos en los principales
teatros.

Su sobrina se dejaba arrastrar a todas las fiestas, demostrando que eran
impotentes tales diversiones para devolverle la perdida alegría, y doña
Fernanda, con no poca sorpresa, vió varias veces en sus ojos la señal de
haber llorado cuando se encerraba en su cuarto.

Esta conducta era incomprensible para doña Fernanda, tanto más, cuanto
que habituada de antiguo al espionaje y registro, por más pesquisas que
hizo en el cuarto de María cuando ésta se hallaba ausente, no pudo
encontrar nada que pusiera en claro aquel misterio.

María era más hábil que su madre para ocultar sus cartas de amor.

La negativa con que la joven contestaba a todas las preguntas de su tía,
excitaba la curiosidad de ésta y la hacía acariciar las más absurdas
ideas.

Hubo un momento en que llegó a creer que María estaba tan triste porque
se hallaba enamorada de Ordóñez, aquel joven simpático que ahora las
visitaba tan asiduamente; pero esta suposición se desvaneció en vista de
que su sobrina acogía con el mayor despego todas las galanterías que la
dirigía el elegante.

La baronesa, viendo que la persona de confianza de María era la viuda de
López, intentó sondear a ésta; pero doña Esperanza, con una sencillez
ingenua y seráfica, le manifestó que nada sabía; entonces doña Fernanda
acudió al padre Tomás, varón tan santo como amable, que ahora era uno de
los más asiduos concurrentes a su tertulia.

El poderoso jesuíta manifestó que tampoco sabía nada, pero en gracia
siempre a aquel interés noble y generoso que le había inspirado en todas
ocasiones la familia Baselga, y que la baronesa no sabía cómo
agradecerle, prometió sondear hábilmente el ánimo de María y enterarse
de aquel oculto pesar que venía afligiéndola.

Se equivocaba la baronesa al buscar en torno de ella la causa del
anormal estado en que se hallaba su sobrina. Dicha causa no estaba en
Madrid, sino lejos, mucho más lejos; en aquel París que guardaba al
hombre amado y que permanecía silencioso sin enviar nunca la carta
esperada.

Todo lo que Zarzoso allá, en la plaza del Pantheón, sufría por entonces
a causa del silencio de su amada, lo sufría María al ver que ninguna de
sus apasionadas cartas merecía contestación.

Aquel infame aislamiento en las comunicaciones entre los dos amantes,
ideado por el diabólico padre Tomás, se había realizado hacía ya más de
un mes.

El mismo día en que se decidió el jesuíta a poner en práctica su plan,
en vista de la aprobación que había dado a éste la superioridad de Roma,
fué a buscarle en su despacho la intrigante viuda de López, llevando una
carta que acababa de recibir de Zarzoso para entregarla a María.

Doña Esperanza no se había atrevido a abrirla; pero como la llamaba la
atención lo voluminoso de su contenido, se apresuró a presentarla al
padre Tomás para que éste ordenase lo que debía hacerse con ella y salir
de tal modo de su indecisión.

El jesuíta, sin mostrar el menor escrúpulo, rompió el sobre y comenzó la
leer los ocho pliegos de que se componía la carta; pero antes de llegar
al segundo, en su cara de mármol se retrató una sorpresa inmensa, y no
pudo menos de exclamar:

--¡Diablo! Buena la hubiéramos hecho si usted llega a entregar esta
carta a María. Con ser tan grande París se han encontrado allí y trabado
relaciones de amistad los dos hombres que más fatalmente pueden influir
en el porvenir de María. Ese Zarzoso se ha hecho amigo de Esteban
Alvarez, aquel bandido republicano y ateo que tantos pesares dió a la
señora baronesa y que en su juventud tuvo amoríos con Enriqueta Baselga.
Ese mediquillo, lisa y llanamente le cuenta a su novia cuanto sabe sobre
su nacimiento, y además le asegura que su padre es el tal Alvarez.
¡Buena complicación nos hubiese traído el que María leyese esta carta,
teniendo tanta fe como tiene en las palabras de su novio! ¡Al fuego
estos papeles!; y desde hoy, doña Esperanza, sépalo usted: el servicio
de correos queda interceptado entre los dos novios.

La viuda de López obedeció ciegamente y fué rasgando cuantas cartas
recibía de París y las que María la entregaba para ponerlas en el
correo.

La situación de la joven, en vista de este silencio, era aún más
insostenible y penosa que la de Zarzoso. Este al menos podía lamentarse
sin temor a ser espiado; podía desahogar su pena, lo mismo en su cuarto
que paseando por las calles de la gran ciudad; pero María había de
fingir continuamente una serenidad que no tenía y ahogar en lo más hondo
de su pecho la zozobra que la dominaba y que la hacía concebir las más
violentas sospechas.

Siempre que tenía ocasión en su casa para hablar a doña Esperanza sin
testigos, la llevaba a un rincón, preguntándola con ansiedad:

--¿No ha llegado nada?

--Nada--contestaba imperturbable la viuda.

--Le he escrito quejándome de ese silencio incomprensible. ¿Ha tirado
usted misma la carta al correo?

--Sí, hija mía. Yo misma, pues no me gusta encargar estas comisiones a
personas extrañas.

--Pues entonces, indudablemente, dentro de pocos días tendré la
contestación. Es muy extraño lo que sucede. Antes me escribía
puntualmente, sin que sus contestaciones se retrasasen un solo día.

--¡Ay, hija mía!--contestaba doña Esperanza con sonrisa escéptica como
persona muy conocedora de las debilidades del mundo--. Acuérdate del
refrán: "cántaro nuevo, hace el agua fresca." Todos los hombres son
iguales; al principio aman hasta ser empalagosos, y después olvidan con
una facilidad que asombra. ¡Dios sabe en lo que pensará ahora ese señor
Zarzoso!

Y la viuda iba excitando hábilmente las sospechas en la joven, que
parecía aturdida por aquel silencio inexplicable.

María, deseosa de justificar en su pensamiento al hombre que tanto
amaba, imaginábase que Zarzoso se hallaba enfermo de alguna gravedad;
pero inmediatamente apresurábase la maléfica viuda a desvanecer esta
idea, que equivalía a una esperanza, asegurando que Juanito gozaba de
buena salud y escribía regularmente a su tío, el doctor Zarzoso, lo que
en el fondo era verdad.

¡Infeliz María! Cada una de las insinuaciones de aquella intrigante
jamona, producíale una nueva decepción o un aumento en su tristeza, y
sin embargo, si hubiese podido registrar los bolsillos a aquella
confidenta que tenía toda su confianza, tal vez hubiese encontrado en
ellos alguna de las cartas de Zarzoso, esperadas con tanto anhelo, y que
la viuda le ocultaba.

Llegó un momento en que la joven no quiso escribir más, en vista de que
sus cartas eran acogidas siempre con el mismo desesperante silencio, y
comenzó a apuntar en ella aquel exagerado amor propio, que era la nota
más saliente de su carácter, y que doña Esperanza procuraba excitar.

--Haces bien, hija mía--decía la intrigante viuda--, en no escribir más
a ese ingrato, indigno de ti. Eso sería rebajarte, y tú, por tu
nacimiento, por tu hermosura y por tu riqueza, estás para que los
hombres se arrastren a tus pies, solicitando una palabra de
benevolencia, y no para humillarte a un mediquillo olvidadizo, a un
chisgarabís sin importancia, que tal vez a estas horas se divierte
bailando el _cancán_ con esas perdidas de París, que se llaman
_cocottes_. No creas que esto es una exageración; yo soy ya vieja, he
visto mucho, y sé de lo que son capaces estos jóvenes de ahora, que como
no tienen religión, viven al día, y con tal de divertirse pisotean los
más sagrados e íntimos sentimientos.

La joven, cuando de este modo excitaban su amor propio, sabía resistirse
al infortunio y olvidar por algunas horas el injustificado silencio de
su novio; pero no tardaba en sobrevenir la reacción, el antiguo
apasionamiento volvía a aparecer, y María experimentaba aún con mayor
fuerza el pesar producido por aquel silencio de Zarzoso, cuyo verdadero
significado estaba muy lejos de adivinar.

Nunca se le ocurrió el tener la menor duda sobre la fidelidad de doña
Esperanza, pues ésta sabía interesarse por su dolor y fingir una
indignación sin límites al hablar de lo que ella llamaba la ingratitud
de Zarzoso.

En una de estas crisis de apasionamiento amoroso, en que reaparecía
intensamente el dolor causado por el olvido en que la tenía su novio,
fué cuando María abordó resueltamente a doña Esperanza, exponiéndola un
deseo que hasta entonces no se había atrevido a manifestarla.

--Estoy convencida--dijo--de que ese hombre me ha olvidado. Yo creo que
hasta en esto que hoy siento por él hay más odio que amor; pero
quisiera, ya que soy villanamente abandonada, convencerme de mi
desgracia en toda su extensión, y saber por qué causa ha faltado Juanito
a sus juramentos de amor. Diga usted, doña Esperanza: ¿usted que tiene
tantas amistades, no encontraría un medio para que nos enteráramos con
exactitud de lo que Juanito hace en París?

La viuda hacía ya mucho tiempo que esperaba esta petición y sobre ella
había hablado extensamente con el padre Tomás; pero, a pesar de esto,
fingió, como lo tenía por costumbre, y en el primer instante manifestó
no encontrar lo que María deseaba.

Después pareció como que vislumbrara el auxilio apetecido.

--Creo que he encontrado lo que tú deseas. Enterarse de la vida que
Zarzoso hace en París, de sus locuras y depravaciones, si es que
realmente ha caído en ellas, nadie puede hacerlo mejor que el padre
Tomás, ese santo varón que viene aquí casi todas las tardes y que tiene
en París fieles amigos que pondrán en su conocimiento todo cuanto
ocurra. Antes de diez días, si tú quieres, sabremos toda la verdad.

María intentó resistirse. Le causaba cierto temor el hablar de sus
amores a aquel sacerdote que, a pesar de su característica amabilidad,
le resultaba austero e imponente; pero doña Esperanza logró convencerla.

--No seas tonta, niña. Es fácil hablar de asuntos como éste a un padre
jesuíta. Ellos, a pesar de su santidad, se mezclan en los negocios
mundanos para bien nuestro; además, el reverendo padre, que es antiguo
amigo de tu familia, te quiere mucho y no vacilará en prestarte este
servicio. El es tu director espiritual, lo mismo que de tu tía; yo, en
tu nombre, solicitaré una conferencia, y para hacer menos penosa tu
petición, me adelantaré a decirle algo de lo que ocurre. Vamos, no seas
niña y acepta.

María acabó por decir que sí a todo cuanto la proponía doña Esperanza,
y al día siguiente por la tarde, estando la baronesa y su sobrina en el
gabinete próximo al salón, entró el padre Tomás.

Las miradas significativas que se cruzaron entre el jesuíta y la
aristocrática beata, daban a entender la inteligencia que existía entre
los dos.

Por la mañana, se habían visto la baronesa y el padre Tomás y éste había
rogado a la entusiasta penitente que en su visita de la tarde procurase
dejarle solo con su sobrina, pues creía llegado el momento de averiguar
la oculta pena que agobiaba a la joven.

Por esto, apenas se cambiaron algunas palabras entre los tres, la
baronesa, pretextando una ocupación, salió del gabinete, dejando solos
al jesuíta y a la joven.

El padre Tomás miró a la puerta con cierta alarma, pues sabía que la
baronesa era muy capaz de quedarse tras un cortinaje escuchando, y por
esto se acercó más a María, a la que comenzó a hablar con voz muy baja.

--Hija mía, sé algo de lo que te sucede y comprendo que en esta
situación angustiosa necesitas el auxilio de personas sensatas y de
sereno juicio que te aconsejen. Habla con entera franqueza, no te
intimide lo sagrado e imponente de mi ministerio. En este momento no es
el sacerdote quien te escucha, sino el antiguo amigo de tu familia, el
que te profesa un cariño tan puro como si fueses su hija. Nosotros, los
padres jesuítas, tenemos una gran ventaja sobre los demás sacerdotes. No
nos limitamos a auxiliar a la humana criatura en sus necesidades
religiosas; comprendemos que muchas veces necesita apoyo en su vida
social y por esto sacrificamos nuestro reposo hasta el punto de
intervenir en asuntos que no son de nuestro ministerio; habla, hija mía,
habla con entera franqueza. Nuestros penitentes son nuestros hijos, y
¿qué no hará un padre cuando se trata de la felicidad y del sosiego de
los que son pedazos de su alma?

Estas dulces palabras tranquilizaron a María y la hicieron tener
absoluta confianza en el poderoso jesuíta, que ya no le resultaba
austero e imponente, sino cariñoso y benigno.

La joven, tranquilizada ya, relató concisamente al jesuíta la historia
de aquellas relaciones que él conocía perfectamente desde mucho tiempo
antes, y a continuación formuló la súplica de que se interesara en
averiguar cuál era la conducta de Zarzoso en París y el por qué de aquel
silencio inexplicable que había venido a romper tan inesperadamente sus
amores.

El padre Tomás, aquel santo varón que quería a sus penitentes como si
fuesen hijos y se desvivía por su felicidad, aceptó inmediatamente el
encargo.

Sí; él lograría saber punto por punto lo que Zarzoso hacía en París, y
con entera imparcialidad se lo revelaría a María, pues en tal clase de
asuntos no le gustaba engañar ni mantener ilusiones que no eran ciertas.

Aquel mismo día escribiría a sus amigos de Francia, rogándoles, en
nombre de los intereses de su Orden, que procurasen averiguar todo lo
concerniente a la existencia actual de Zarzoso, y se comprometía a dar
respuesta a la joven en el plazo de diez días.

El jesuíta iba ya a terminar la conferencia y a llamar a la baronesa,
cuando añadió, como sabrosa postdata:

--Te advierto, hija mía, que no debes hacerte ilusiones sobre la
contestación que recibiremos. No sé por qué me anuncia el corazón que
será poco grata. Ignoro qué clase de vida hará ese señor Zarzoso; pero
París es un foco de corrupción, donde no entra un joven que deje de
perder sus más nobles cualidades. Ya ves tú, ¿qué otra cosa puede
esperarse de una ciudad republicana que inicia todas las revoluciones, y
de la cual el impío Gambetta ha expulsado a los hijos de San Ignacio,
viéndose obligados los padres de la Compañía a vivir ocultos?

María, a pesar de esta seguridad que el padre Tomás manifestaba por
adelantado sobre la corrupción de Juanito, sentía cierta esperanza y
aguardaba impaciente que transcurriese aquel plazo de diez días fijado
por el jesuíta para saber toda la verdad.

En estos días, a la incertidumbre de María vino a unirse otra
incomodidad.

El elegante Ordóñez, que era el tertuliano más asiduo de la baronesa,
aprovechaba todas las ocasiones para repetir a la joven sus
declaraciones de amor, y raro era el día en que no le hablaba de lo
feliz que se consideraría si llegaba a alcanzar su mano.

Para colmo de desdichas, la baronesa habló una tarde a su sobrina del
porvenir de la mujer: dijo que ella debía ir pensando en casarse, ya que
siempre había manifestado cierta tendencia en favor del matrimonio, y
terminó indicándola que no vería con disgusto que el pretendiente
preferido fuese el hijo del duque de Vegaverde.



II

Amor propio herido.


Era la hora en que la tertulia vespertina de la baronesa de Carrillo
estaba en su período más brillante y animado.

No faltaba ninguna de las antiguas realistas que desde hacía muchos años
acudían puntualmente a hacerle la corte a _Fernandita_, en quien
reconocían cierta superioridad, y allí estaban todos, graves y
correctos, en aquel rejuvenecido salón, en el cual brillaba siempre por
su reconocido talento el marqués académico, mentor del Telémaco Ordóñez,
que estaba siempre entre el y la baronesa.

Doña Esperanza, a pesar de su carácter intrigante y movedizo, estaba en
un rincón afectando insignificancia y procurando, con su silencio, que
nadie se fijase en su persona, mientras ella contemplaba a todos con
curiosidad, y especialmente a María, que también formaba parte de la
tertulia.

La joven mostraba gran impaciencia.

En aquella tarde expiraba el plazo que había fijado el padre Tomás, y
ella aguardaba aquellas noticias de París tan ansiadas.

Hacía ya algunos días que el poderoso jesuíta no visitaba la casa, y
esta misma ausencia la hacía esperar que el padre Tomás no faltaría a la
reunión de la tarde, tal como lo había, prometido diez días antes.

Hablaban los tertulianos justamente de aquella ausencia del poderoso
jesuíta, cuando un criado le anunció, entrando poco después el padre
Tomás, quien dió su mano a besar a unos, estrechó las de otros y
esparció sus amables sonrisas por toda la tertulia.

Una rápida mirada que el reverendo padre dirigió a la joven dió a
entender a ésta que traía las ansiadas noticias.

María sufría una horrible incertidumbre al ver que el padre Tomás no se
apresuraba a hablarla y se enfrascaba en insustanciales conversaciones
con aquellos vejestorios de la tertulia.

Ordóñez, que se acercó a la joven para dispararla su cotidiana
declaración, fué recibido con una frialdad rayana en grosería.

Llegó la hora en que, según antigua costumbre de la casa, entraron los
criados con el tradicional chocolate, que reemplazaba al _lunch_ de la
alta sociedad montada a la moderna.

Las ricas salvillas de plata circularon de mano en mano, y entonces fué
cuando el padre Tomás, después de haber hablado algunas palabras al oído
de la baronesa, se dirigió con cautela al inmediato gabinete, indicando
a María con un ademán que podía seguirle.

Los tertulianos, animados por el soconusco, hablaban con más calor,
formando amigables grupos, y a excepción de Ordóñez y doña Esperanza, no
parecieron fijarse en aquella desaparición de María y el jesuíta.

Cuando los dos estuvieron en el gabinete, María interrogó con una ávida
mirada al padre Tomás.

--Calma, mucha calma, hija mía--dijo el jesuíta sentándose--. Las
noticias que traigo son muy graves, y es preciso que te armes de valor
para oírlas. Las jóvenes dais vuestro corazón al primero que se os
presenta y os resulta agradable; no buscáis el sano consejo de la
experiencia, y después os veis obligadas a llorar una terrible decepción
y a desconfiar de la misericordia de Dios, cometiendo con ello gravísimo
pecado.

María estaba para oír noticias y no consejos, así es que interrumpió al
jesuíta:

--¿Pero qué es lo que hay?... Hable usted pronto, padre, pues me resulta
imposible contener la impaciencia. ¡Oh!, ¡respóndame, por Dios! ¿Me ha
olvidado Juan?

El jesuíta contestó inclinando afirmativamente su cabeza y María quedó
silenciosa durante algunos minutos, como abrumada por la fatal
revelación.

--¡Oh, padre mío! Dígame usted pronto cómo ha sido eso. Necesito saber
por qué causa me ha olvidado un hombre que juraba amarme tanto.

--Recuerda, hija mía, lo que te dije de París la última vez que nos
vimos. Es la ciudad del diablo. La sentina de corrupción donde no puede
entrar un alma sin corromperse. Yo no culpo a ese joven, pues lo que le
ocurre, forzosamente había de sucederle. Educado por su tío, hombre ateo
y de reconocida impiedad, tiene la desgracia de carecer de toda clase de
sentimientos religiosos, y a esto se debe que haya caído con tanta
facilidad en el pecado, al verse rodeado por las seducciones de esa
Babilonia moderna.

--Pero, en fin, padre Tomás--dijo impaciente la joven--. ¿Qué es lo que
le ocurre a Juanito? Necesito que me lo diga usted sin más preámbulos,
pues siento una atormentadora impaciencia. No tenga miedo de hablar; soy
fuerte y sabré resistir la pena por grande que ésta sea. ¿Es que acaso
ama hoy a otra mujer?

--Tú lo has dicho--contestó con entonación bíblica el jesuíta--. Ese
ingrato te ha olvidado hasta el punto de enamorarse de la primera mujer
que ha encontrado al paso en las calles de París.

--¿Y quién es ella?--preguntó María con dolorosa curiosidad.

--Hija mía--contestó el jesuíta con pudorosa expresión y fijando su
mirada en el suelo--. Eres una señorita cristiana, bien educada y
virtuosa, y por lo tanto siento hablarte de ciertas miserias humanas que
tal vez ignores; pero es preciso que descendamos a ciertas podredumbres
de la sociedad para que comprendas mejor cuál es tu situación y la del
que fué tu novio. Juanito ama a una mujer depravada, a una perdida de
esas que venden su amor y pasan con la mayor desvergüenza de los brazos
de un hombre a los de otro. Ya ves cuan terrible es su ingratitud al
abandonarte así, repentinamente, por un pingajo de vicio.

--¿Y es hermosa?

--¡Oh!, en cuanto a eso, mis informes son muy favorables. Esa mujer
tiene una diabólica belleza, como todas las de su raza, pues has de
saber que es judía y se llama Judith, teniendo el apodo de _la Rubia_
por su blonda y espléndida cabellera. Esto hace más abominable la infame
falta de Zarzoso. ¡Ya ves tú!, abandonar a una señorita virtuosa y
católica por una perdida que, además de sus vicios, tiene la mancha de
pertenecer a una raza infame que crucificó a Nuestro Señor Jesucristo.

A María no parecía preocuparle mucho que la amante de Zarzoso fuese
hebrea y estuviese, por tanto, contaminada con la mancha del deicidio;
lo que sí excitaba su rabia era que fuese tan hermosa, la mujer que le
había robado su amor.

Quería ella tener pleno conocimiento de su infortunio; enterarse
detenidamente de aquellos amores impuros que la atormentaban, y por esto
rogó al padre Tomás que, sin más preámbulos ni preparaciones, la
relatara cuanto supiese de la vida de Zarzoso en París.

El jesuíta, haciendo uso de su extremada habilidad, habló de modo que
cada una de sus palabras fué una puñalada para María. El joven médico
no escribía porque estaba enamorado como un loco de Judith, viviendo con
ella maritalmente y supeditado por completo a su voluntad, como si fuese
un esclavo, o más bien un ser automático.

--Según eso, reverendo padre--dijo María con ansiedad--, ese hombre ya
no se acordará de mí.

--¡Ay!, hija mía, ojalá fuese así.

--¡Me asusta usted, padre mío! ¿Qué quiere usted decir con eso?

El jesuíta, silencioso e inmóvil, se gozó durante algunos instantes en
contemplar la dolorosa zozobra de la joven, y al fin dijo con lentitud:

--Ese hombre, para tu desgracia, se acuerda mucho de ti y se complace
villanamente en burlarse de tu amor y en ostentar impúdicamente, a la
vista de todos, los recuerdos más íntimos de tu pasión.

María parecía aterrada por tales noticias, y mientras tanto el jesuíta,
con mefistofélica calma, seguía relatando la historia infame que
anticipadamente se había forjado.

Le era muy penoso, según él decía, hacer tales revelaciones a una joven
pura y honrada, que tal vez no pudiese resistir tan fatal información;
pero era preciso decir la verdad, pues de lo contrario, María, al no
tener pleno conocimiento de su infortunio, podría algún día caer en la
tentación de perdonar al que tanto la había ofendido. Zarzoso, según
afirmaba el jesuíta, al enamorarse de aquella perdida, había tenido el
especial gusto de burlarse de su antiguo amor, e impúdicamente enseñaba
a su banda de amigos y amigas, gentecilla perdida del Barrio Latino,
todos cuantos recuerdos conservaba de María.

--¿No tenía él--continuó el jesuíta--, un cofrecillo de laca en el que
guardaba todas tus cartas y algunos objetos que eran como prendas de
amor? Pues bien, hija mía, me cuesta mucho el decírselo, pues sé que
esto te producirá inmenso dolor; pero todo este tesoro de cariño, ese
montón de sagrados objetos, que debía inspirar a Zarzoso una adoración
casi santa, por proceder de quien proceden, sirve de objeto de befa a
toda la gentecilla depravada que vive en el Barrio Latino. Judith, esa
perdida que tiene esclavizado a tu antiguo novio, mete sin compasión sus
impuras manos en la cajita y revuelve tus cartas, tu retrato, tus
pañuelos y una trenza de cabello, mostrando todo esto a sus impuras
amigas para que saluden tu nombre con groseras carcajadas en presencia
de ese mismo Zarzoso, que muchas veces se une al coro de indecentes
chistes y obscenos comentarios que tu recuerdo provoca. Ya ves que
conozco bien el contenido de esa cajita de laca, lo que demuestra que
mis informes no pueden ser más ciertos.

María escuchaba pálida, aterrada, con los ojos desmesuradamente
abiertos, como si no pudiera creer en aquella infamia, que por lo
inmensa, nunca había llegado a imaginar.

No era la decepción amorosa lo que la hacía sufrir en aquel momento; no
sentía el dolor de la enamorada y tierna doncella que se contempla
olvidada con desprecio; en ella se había despertado la susceptibilidad
terrible y arrolladora, aquel amor propio que caracterizaba a la familia
de Baselga, y que prefería la muerte antes que quedar en ridículo.

La joven estaba abrumada por tan terribles revelaciones, y en su
imaginación veíase ella misma desnudada por el mismo Zarzoso, expuesta a
las miradas injuriosas e insultantes de una juventud ebria y corrompida,
la cual, entre carcajadas y groseros chistes, iba arrancándole a jirones
su propia piel. Este tormento era igual, en concepto de la joven, al que
le hacía sufrir Zarzoso entregando a la publicidad sus recuerdos de
amor, y haciendo que circulasen de mano en mano, entre mujeres impuras,
aquellas prendas queridas que ella había entregado en un momento de
pasión.

Era tan enorme esta ingratitud de Zarzoso, resultaba tan inverosímil el
ser tratada así por un hombre al que no había dado el menor motivo de
queja, que María levantó con arrogancia su frente, y clavando su fija
mirada en el jesuíta, exclamó:

--¡Pero, Dios mío! No es posible tanta infamia. Aunque Zarzoso me haya
olvidado por otra, no es natural que se complazca en insultarme de un
modo tan infame. Esto sería propio de una cruel venganza y yo no he dado
a mi novio el menor motivo de queja. ¡No, no es posible lo que usted
dice! Necesito pruebas para creerlo, ¿lo oye usted, padre Tomás?
Necesito pruebas.

Y al decir esto miraba al jesuíta con recelo, como si comenzara a
adivinar que todo aquello era un miserable tejido de falsedades.

El reverendo padre sonrió con frialdad y dijo con la misma expresión que
si compadeciera a María por su ceguedad amorosa:

--¿Te convencerías de lo que te digo si te enseñara alguna de esas
prendas de amor que entregaste a Zarzoso, y que éste tenía la obligación
de guardar?

--¿Y cómo puede usted haber adquirido esa prueba?

--Ya te dije que entre los amigos de Zarzoso circulan tus recuerdos de
amor como objetos de risa. Hoy se han cansado ya de burlarse de ti, y
por esto no le ha sido difícil adquirir uno de ellos al amigo a quien yo
encargué, cediendo a tus ruegos, que se enterase de la existencia de
Zarzoso en París. Tengo en mi poder un objeto que te pertenece, y
sépaslo, desgraciada, mi amigo lo adquirió de manos de la misma Judith a
cambio de unos cuantos francos.

María, pálida, y como si la emoción no le permitiese hablar, se limitó a
hacer un gesto imperioso, indicando que quería ver cuanto antes aquella
prueba fatal.

--Antes de verla--continuó el jesuíta--, conviene que recuerdes bien,
para que así sea más completa la identificación. ¿Antes de marchar
Zarzoso a París no le entregaste tú, una mañana, en el Retiro y en
presencia de doña Esperanza, un bucle de tu cabellera envuelto en un
papel en el que habías escrito algo?

María contestó moviendo afirmativamente la cabeza.

--Pues bien, desgraciada; mira esto y verás si lo reconoces.

Y el jesuíta, introduciendo una mano en el bolsillo de su sotana, sacó
el objeto que Judith había robado a su amante.

María, apenas tuvo en su mano aquel papel, reconoció su letra, y
abriéndolo vió que era el mismo rizo que ella había cortado de su
cabellera. No cabía ya la duda, y abrumada por una infamia tan evidente,
no tuvo fuerzas ni para lanzar la dolorosa exclamación de sorpresa que
subió hasta su garganta.

--¡Oh, qué infamia! ¿Qué he hecho yo para merecer tanta maldad?--y
murmurando estas palabras con quejumbroso acento, dejóse caer en el
sillón inmediato, pugnando por ahogar el llanto que hacía agitar su
pecho con movimientos de estertor.

El jesuíta permanecía impasible, como hombre incapaz de conmoverse por
la desesperación que producían sus mentiras y tuvo especial cuidado en
aumentar el dolor de su víctima, diciendo con amable expresión:

--Aun no lo has visto todo, hija mía. Fíjate bien en ese papel, que en
él hallarás la prueba de la repugnante burla de que has sido objeto.

María volvió a fijar nuevamente sus ojos en el papel de la envoltura, y
entonces vió la frase cínica, inmunda y repugnante que Judith había
estampado con su firma al pie de la tierna dedicatoria que ella había
escrito allí al entregar su recuerdo a Juanito.

Aquellas palabras de infame indecencia la anonadaron momentáneamente, y
retorciéndose en su asiento con suprema expresión de dolor, gritó sin
cuidarse de que la podían oír en el inmediato salón.

--¡Oh, Dios mío! Esto es demasiado, no se puede sufrir.

E inmediatamente experimentó una reacción propia de su carácter varonil
y su desaliento doloroso trocóse en furor e indignación.

Consideraba como un rasgo de imbecilidad el llorar y desesperarse por la
expresión infame de una mujerzuela corrompida. No, ella no lloraría; no
daría gusto a aquel canalla que estaba en París, manifestando dolor por
haber sido abandonada; lo que ella sentía era odio, inmensos deseos de
destrucción; lo que ella deseaba era vengarse de tales infames,
demostrarles que en nada la habían impresionado sus canallescas burlas.

Y manifestando estos pensamientos con entrecortadas palabras, iba de un
extremo a otro del gabinete, gesticulando como una loca y moviendo sus
crispadas manos en el vacío, como si buscara en él invisibles seres para
estrangularlos.

Aquella cara de mármol que se erguía impasible sobre el cuello de la
sotana, sonreía sin duda interiormente, y mientras tanto, con acento
paternal, aprobaba cuanto decía la joven.

--No es muy buena la venganza, hija mía; la Iglesia la prohibe; pero hay
ciertos momentos en la vida, en que conviene no recibir las ofensas con
evangélica mansedumbre. Tú puedes vengarte, hija mía; debes demostrar a
esos infames que de ti se han burlado, que no te impresionan gran cosa
sus insultos y sus injurias. Debes negar con un acto de enérgica
resolución ese amor del que se ha valido Zarzoso para ponerte en
ridículo.

Y hablando así, el jesuíta señalaba con un gesto expresivo el inmediato
salón.

María le comprendió inmediatamente. Sí, allí estaba la venganza, allí la
satisfacción del amor propio herido.

Guardó apresuradamente aquel papel que había derrumbado con rapidez el
aéreo palacio de sus ilusiones y, seguida del jesuíta, entró rápidamente
en el salón.

Los tertulianos, después de tomar su chocolate, seguían agrupados en
corrillos, conversando con animación, mientras la baronesa iba de unos a
otros, procurando ocultar la inquietud de su curiosidad, excitada por
aquella conferencia entre su sobrina y el jesuíta.

Apenas entró María en el salón, el elegante Ordóñez, como si presintiera
lo que iba a ocurrir, fué inmediatamente al encuentro de ella, que aún
mostraba en su rostro la anterior agitación.

--Señor Ordóñez--dijo María volviendo su vista a otra parte, como si
temiera que en sus ojos pudiera leerse lo que pensaba--. He tenido el
honor de que usted solicitara mi mano repetidas veces, atención que le
agradezco mucho. Entonces, no podía responder; pero hoy, por
circunstancias que no son del caso relatar, me considero libre y me
complazco en decirle que acepto. Hable usted con mi tía, a quien
considero como si fuese mi madre. Le advierto que por hoy no siento
hacia usted más que un sencillo afecto amistoso; pero tal vez con el
tiempo llegue a amarle si su conducta es como yo espero.

Ordóñez estaba asombrado más que por la resolución de María, por el modo
como se expresaba. Nunca había creído él a aquella muñeca capaz de
hablar con tanta serenidad y con un acento tan enérgico y decidido.

El joven se inclinó saludando profundamente, y mientras María se
retiraba del salón, el elegante se dirigió a la baronesa para pedirla la
mano de su sobrina, manifestando la conformidad de ésta, y añadiendo que
en caso de aceptar su demanda, iría al día siguiente su hermano mayor el
duque de Vegaverde, como jefe de la familia, a formular la petición
oficialmente.

Mientras la baronesa consultaba con una rápida mirada al padre Tomás,
los tertulianos se apercibieron de la significación de aquella escena;
así es que cesaron todas las conversaciones y aguardaron silenciosamente
la respuesta de doña Fernanda.

--Ya que la niña está conforme--dijo la baronesa--, por mí no hay
inconveniente. Creo que usted, al abandonar su vida de soltero, será un
marido virtuoso y cristiano que hará feliz a mi María.

Los tertulianos se manifestaron muy sorprendidos y contentos, por aquel
inesperado suceso que venía a turbar la monotonía de la reunión.

Menudearon los plácemes, quiso llamarse a la niña para felicitarla; pero
algunos, más considerados, se opusieron, teniendo en cuenta el rubor,
propio del caso.

El marqués académico, que era, de todos los presentes, el que se creía
con mayor competencia en asuntos de amor, charlaba por los codos, y
parándose ante cada grupo, exclamaba con la satisfacción del que dice
una gran cosa:

--¡Carape! Esto ha sido sorprendente; sí, señor, muy sorprendente. Lo
mismo que en las comedias, donde al finalizar el acto se casan los que
menos se imagina el espectador.

Mientras tanto, el héroe de la fiesta, o sea Ordóñez, había cogido al
padre Tomás de un brazo, y llevándoselo junto a un balcón, le
contemplaba admirado.

--¡Oh, reverendo padre!--le decía con acento respetuoso--; ahora estoy
más convencido que nunca de que es usted un gran hombre que alcanza
cuanto se propone. Me dijo usted que la propia María, a pesar de todos
sus desdenes, vendría a buscarme, y así a sucedido. ¿De qué misterioso
poder dispone usted, padre Tomás? Me parece que después de esto, ya
puede usted hacerle la competencia al diablo, seguro de ganarle.

El jesuíta parecía muy halagado por estas últimas palabras, que le
hacían sonreír con complacencia.

Mientras en la tertulia era todo agitación y gozo, María, encerrada en
su cuarto, daba por fin rienda suelta al tropel de lágrimas que antes
había contenido.

¡Adiós, muertas ilusiones! ¡Adiós, risueñas esperanzas de amor! Todo
había acabado para ella, y ahora marchaba rectamente a un porvenir
monótono y triste, unida a un hombre a quien no amaba y que casi le
resultaba odioso.

Sentía ya arrepentimiento por su desesperada resolución de momentos
antes; pero al convencerse de que todavía amaba a Juanito, volvía a
surgir en ella la indignación y el deseo de venganza que pedía a voces
el amor propio herido.

¿Por qué la había abandonado de un modo tan infame? No le amaría más,
aunque para ello tuviese que batallar con aquel corazón débil, que se
empeñaba en seguir considerando cariñosamente al que tanto la había
ofendido.

Su amor propio y su altivez de raza, eran incompatibles con la injusta
bondad y no la permitían desempeñar el papel de víctima resignada.

No se arrepentía de lo hecho; y si no hubiese encontrado a Ordóñez para
casarse, hubiera ofrecido su mano al primero que pasara por la calle.

Aquel papel que tenía entre sus manos, aquella inscripción insultante de
una meretriz impúdica, era suficiente para mantenerla en su furor y
hacer que, impulsada por el odio, se limpiase las lágrimas como
avergonzada de tal debilidad y se revolviera en su cuarto cual una leona
herida, derribando al paso cuantos muebles encontraba.



III


_Una respuesta del doctor Zarzoso_


Apenas la mano de María fué pedida oficialmente por el duque de
Vegaverde, aquel senador sesudo que consideraba con el mayor desprecio a
su hermano el calavera, la baronesa y el novio, aconsejados por su
irreemplazable oráculo el padre Tomás, comenzaron a arreglar todos los
preparativos de la boda.

Doña Fernanda, no se sabe si por propia inspiración o por ajeno consejo,
se mostraba muy radical en todos estos preparativos.

--Yo no soy partidaria de los noviazgos largos--decía continuamente a
sus amigos--. Me gusta que lo que tenga que ser, sea pronto.

Y por esto la boda de María marchaba con gran rapidez a su desenlace.

El suceso era muy comentado en la alta sociedad, pues llamaba la
atención, tanto la respetable fortuna de María como los antecedentes del
novio, que no podían ser más públicos.

Ordóñez, tal vez porque envidiaban muchos su buena suerte, era objeto de
numerosos e irónicos comentarios.

--Ese ya ha encontrado lo que quería--decían sus amigos en el Casino--.
Una mujer millonaria y además beata y algo tonta, según aseguran los que
la conocen. Es de esperar que antes de dos años, Ordóñez se haya comido
la fortuna.

El padre Tomás había fijado la boda para dos semanas después del día en
que María aceptó la declaración de Ordóñez, y como hombre poderoso en
todos los asuntos concernientes a la Iglesia, se había encargado del
arreglo de los documentos y demás formalidades necesarias para que el
matrimonio canónico se efectuara en el plazo marcado.

María asistía como una sonámbula a todos aquellos preparativos de boda,
que parecían destinados a otra mujer, según la impasibilidad con que los
acogía.

Recibía, al lado de su tía, las visitas íntimas, acogiendo sus
felicitaciones con estúpidas sonrisas; y experimentaba alegrías de niña
mimada al ver los regalos con que la obsequiaban los numerosos amigos de
la casa y las principales familias de la nobleza, unidas a los Baselgas
con lazos de parentesco más o menos lejano.

Muchas veces, en aquella calma insensible en que parecía sumida, surgían
relampagueos de odio que la hacían recordar su exacta situación. Era
entonces cuando menos arrepentida se mostraba del matrimonio que iba a
contraer, y experimentaba una alegría amarga y punzante, pensando que
todo aquello le serviría para vengarse del hombre que tan injustamente
la había despreciado.

Abrigaba la esperanza de que Zarzoso no era capaz de olvidarla
repentinamente tan por completo y creía que el día en que tuviese
noticia de su casamiento, el joven médico sentiría renacer su antigua
pasión y experimentaría un remordimiento sin límites.

En esto cifraba María su venganza, y por ello cada vez que recibía un
regalo de bodas o su futuro esposo le dirigía una galantería amorosa,
pensaba con fruición en que si Zarzoso estuviera allí todo aquello sería
para él un motivo de terrible desesperación.

Se aproximaba el día señalado para la boda, y la baronesa mostrábase muy
complacida en arreglar las cosas con solemnidad. Quería que todo se
hiciese en grande, como correspondía a la clase social de los novios, y
además por su afición tradicional, odiaba las costumbres de la moderna
aristocracia que efectúa los casamientos con sencillez casi ocultándose,
como si se avergonzara de un acto tan solemne.

Ella quería que el matrimonio de su sobrina fuese bien público, a la luz
del día, con aparato casi regio; y en esto la apoyaba Ordóñez a quien no
le venía mal que moviese mucho ruido su boda con una millonaria, en
aquella sociedad que, aunque le halagaba, le tenía por un estafador y un
aventurero de mala ley.

El padre Tomás dispensaría a los novios el alto honor de darles su
bendición. Al acto, que se verificaría en la capilla de la casa,
acudiría lo más selecto de todo Madrid, y la misa sería amenizada por
una gran orquesta y los principales cantantes del teatro Real. En fin,
que la baronesa, ya que no había conseguido que su sobrina fuese monja,
quería al menos que su casamiento metiese ruido en el gran mundo, y no
reparaba en gastar miles de duros, aunque esto le atrajera el dictado de
cursi.

Terminada la ceremonia, los novios saldrían de Madrid para efectuar el
largo viaje que es de rúbrica y cuyo itinerario se discutió bastante;
pues María no transigía con entrar en París, aunque sólo fuera de paso.
A pesar del ansia de venganza que sentía y su vehemente deseo de
mortificar a Zarzoso, estremecíase solamente al imaginar que podía
encontrarse en los bulevares con el joven médico, yendo ella del brazo
con Ordóñez.

La proximidad de su matrimonio no evitaba que pensase en su antiguo
amor, y la víspera misma de la ceremonia fué cuando envió a París el
papel que envolvía sus cabellos, con una carta sin firma, en la que daba
cuenta de su casamiento, experimentando, al pensar lo que sufriría
Zarzoso al recibirla, la amarga complacencia del desesperado que muere
matando.

Cuando entregó la carta a doña Esperanza, que esta vez fué fiel y la
puso en el correo, experimentó cierto vacío, como si con aquella prueba
fatal que tanto excitaba su odio, desapareciera el vehemente deseo de
venganza.

Mostrábase arrepentida de su violenta resolución que la empujaba a un
matrimonio poco grato, y para hacer más doloroso su estado, la víspera
misma de la boda, doña Fernanda sufrió un accidente, que puso en
conmoción toda la casa.

No se supo si fué a consecuencia de la agitación producida por los
preparativos de la boda o por el berrinche que la causaron las
murmuraciones de ciertas amigas suyas que la criticaban por lo ostentoso
de la boda, tachándola de cursi y de persona de mal gusto; pero lo
cierto resultó que en aquella mañana doña Fernanda tuvo un ataque de
nervios, asustando a toda la servidumbre pues desde la muerte de su
hermano el padre Ricardo, no la habían visto en un estado tan alarmante.

Fueron a buscar en seguida al viejo doctor Zarzoso, y como si su
presencia ejerciera cierto influjo sobre el excitado ánimo de la
baronesa, ésta se calmó apenas el doctor estuvo algunos minutos a su
lado.

María experimentaba gran complacencia al ver en su casa, y en la víspera
de la boda, al tío del hombre odiado, v se mostraba amable en extremo,
enseñándole sus regalos de boda, y abrumándole a fuerza de atenciones,
con el loco intento de mortificarle como si el pobre señor hubiese
alguna vez tenido noticias de que Juanito era el dueño de aquella
beldad.

El doctor, como un oso domesticado a medias, refunfuñando y visiblemente
molestado, se dejaba llevar por la joven, no pudiendo comprender el
motivo de tanta amabilidad. Siempre le había llamado la atención la
inexplicable benevolencia de aquella joven sonriente, a la que él, por
otra parte, consideraba con alguna simpatía, pues en su concepto era la
única sangre algo pura que había en la familia.

Miraba con poca atención todos los valiosos objetos que le enseñaba la
joven y que para él eran chucherías sin importancia, dijes propios del
afeminamiento que existía en la sociedad; pero, en cambio, no quitaba
sus ojos del novio, de aquel Ordóñez, al que miraba con la misma
atención que el naturalista contempla a un bicho raro.

¡Vaya un tipo el de aquel elegante, enjuto, extenuado, y que con gestos
de soberano desdén ocultaba el aire de cansancio de la vida que se
notaba en su rostro! El doctor admiraba a este representante de la
degeneración aristocrática que era un tipo acabado de esa degradación
hereditaria de las altas familias, que tiene su principio en la
glotonería y en la lujuria y su fin en el raquitismo y la imbecilidad.

No pasaban inadvertidas para el doctor las señales exteriores que en
aquel mozo había dejado su anterior vida de crápula, y se fijaba con una
insistencia que no pasaba inadvertida para Ordóñez en las manchas de su
rostro, que delataban un emponzoñamiento de la sangre por la lepra del
vicio.

La mirada del viejo Zarzoso iba desde Ordóñez a aquella joven robusta,
fresca y alegre, a la que quería por no pertenecer físicamente a la raza
aristocrática y degenerada que tales censuras le merecía; y al pensar
que iban a unirse en íntimo contacto dos organismos tan distintos,
sintió tentaciones de protestar en nombre de la salud y de la
Naturaleza, amenazando, en caso contrario, con un contagio terrible que
desharía rápidamente la lozanía y el vigor de una joven tan sana, fuerte
y hermosa.

Pero el doctor se abstuvo de hablar en presencia de toda aquella gente
aristocrática, que podía considerarse aludida por sus apreciaciones, y
se despidió de todos, dando las gracias a María por su amabilidad y a la
baronesa por su invitación a que asistiera a la fiesta del día
siguiente.

Doña Fernanda, en vista de la negativa del doctor y de que ella no se
sentía aún muy segura de sus nervios, le arrancó la promesa de que al
menos al día siguiente iría a visitarla después que hubiese terminado la
ceremonia.

Cuando el viejo Zarzoso salió a la calle iba refunfuñando:

--Ese casamiento es un asesinato que se lleva a cabo en presencia de la
sociedad entera y sin que ninguna ley lo castigue. Ni al mismo diablo se
le ocurre casar una muchacha sana y robusta con un hombre que en las
venas debe tener pus en vez de sangre. ¡Bueno está el tal mocito! De
seguro que tiene la tuberculosis y no tardará en contagiar al organismo
puro de su mujer. ¡Buenos hijos producirá el tal matrimonio! Las leyes
de hoy son una farsa, pues sólo tratan de cosas que únicamente debían
ser de la competencia de los médicos alienistas, y en cambio no se
preocupan del porvenir de la humanidad. ¡Ni una sola disposición para
fomentar el vigor y la salud de las generaciones venideras! Si estos
Gobiernos tuvieran sentido común, ordenarían el examen médico antes de
todo matrimonio; así se evitarían muchas desgracias y podríamos
librarnos de que antes de un par de siglos la humanidad sea un vasto
hospital y un gigantesco manicomio.

Al día siguiente verificóse el acto del que tanto se hablaba en la alta
sociedad.

María y Ordóñez se casaron con todas las solemnidades deseadas por doña
Fernanda, y después de despedirse de aquel público brillante y
privilegiado que había asistido a la ceremonia, salieron para el
extranjero.

La baronesa se despidió de ellos en el mismo andén de la estación, y
cuando volvió a su casa, recibió al poco rato la visita del doctor
Zarzoso.

--¡Ay, querido doctor!--le dijo la baronesa--. ¡Qué sola me encuentro
desde que ha partido la niña! Parece como que la casa está deshabitada.
Y sin embargo, estoy contenta, sí, señor, muy contenta. La ceremonia del
matrimonio ha sido una fiesta solemnísima, como en muchos años no se
había visto en Madrid. Además, María será muy feliz, tendrá un esposo
modelo.

Debió traslucirse en el rostro del doctor el mal efecto que le causaban
estas palabras, por cuanto la baronesa se apresuró a añadir:

--¿No piensa usted lo mismo que yo? ¿Cree usted que este matrimonio
resultará desgraciado? Vamos a ver, hable usted con entera franqueza.
¿Qué opina usted del casamiento de mi sobrina?

El doctor saludó y dijo con su rudeza que no admitía réplica:

--Señora, opino que ese casamiento ha sido un crimen.



PARTE SEGUNDA

PAQUITO ORDOÑEZ



I

La clínica de los niños.


Todas las mañanas, a las once, el portero de aquella gran casa de la
Carrera de San Jerónimo experimentaba una sorda desesperación que se
conocía en su rostro, al ver subir por la escalera de deslumbrante
mármol, adornada en el centro por una ancha faja de fieltro rojo sujeta
con doradas varillas, a toda una procesión de gente pobre, sucia y
desharrapada, en su mayoría mujeres de los barrios bajos, llevando al
brazo o cogidos de a mano una turba de chiquillos voceadores y
mugrientos, que al mismo tiempo que ensuciaban los brillantes peldaños,
promovían al subir, temerosos y azorados, una verdadera tempestad de
protestas, lloros y aullidos.

Era la hora en que se abría la Clínica gratuíta para enfermedades de los
niños en el segundo piso, donde vivían, instalados con gran lujo, el
viejo doctor Zarzoso, catedrático jubilado de la Escuela de San Carlos y
que ya no quería visitar, y su sobrino don Juan Zarzoso, médico de gran
fama, a pesar de su juventud, tanto por numerosas curas casi milagrosas
que había realizado, como por haber permanecido cinco años en París
estudiando la especialidad de enfermedades infantiles, circunstancia que
no era la que menos impresión causaba en la generalidad del vulgo, que
mira con cierto respeto supersticioso la ciencia que procede del
extranjero.

El joven doctor era muy apreciado entre las clases elevadas de Madrid;
pero este afecto no tenía comparación con la popularidad que gozaba
entre la gente humilde, a causa de aquella consulta gratuíta que abría
todas las mañanas en su propia casa, y en la cual no sólo recetaba, sino
que muchas veces, cuando se hallaba en presencia de la verdadera
miseria, proporcionaba a los enfermos medios de subsistencia y de
higiene.

Aquella sucia oleada de pobreza que todos los días invadía la hermosa
escalera produciendo sordo rumor, malhumoraba al rígido portero y a los
inquilinos de las otras habitaciones. Hasta el mismo doctor Zarzoso, el
viejo, encontraba que iba haciéndose abusiva aquella clientela, que
aumentaba rápidamente; pero en el fondo agradábanle mucho la delicadeza
y paciencia de su sobrino al socorrer a la humanidad doliente.
Complacíase en reconocer que Juanito no era rudo y atrabiliario como él,
que según decían en el hospital, siempre había hecho el bien a
puñetazos.

El joven Zarzoso tenía una popularidad tan grande, que de haberse
presentado alguna vez en los barrios bajos solicitando algo de sus
clientes, es indudable que todas las madres le hubiesen llevado en
triunfo, dejándose matar por él.

Su nombre corría de boca en boca por los barrios obreros, y no caía
enfermo un pequeñuelo, sin que faltase al momento la amiga oficiosa que
se encargase de decir a la desconsolada madre que aquello no sería nada,
pues bastaba que al día siguiente fuese con el pedazo de sus entrañas a
casa del médico joven, como le llamaban por antonomasia; un señor _mu_
amable, _mu_ fino y _mu cabayero_, que no sólo se abstenía de sacarles
pesetas a los pobres, sino que si les faltaba algo para poner el
puchero, se rascaba el bolsillo en obsequio del pobre enfermito.

La fama de aquel bienhechor corría de un extremo a otro de Madrid, y las
horas de consulta gratuíta eran muchas veces insuficientes para la
inmensa concurrencia de madres y padres, con sus correspondientes
pequeñuelos, que no encontrando sitio en las antesalas ni aun para
permanecer en pie, acampaban en la escalera y tomaban asiento en los
peldaños de mármol, con gran desesperación del portero, que veía
aumentarse con esto sus tareas de limpieza.

A la gratitud vehemente y conmovedora de aquella clientela miserable,
uníase cierta satisfacción de amor propio halagado, al saber que el
mismo médico que curaba gratis a la gente pobre, era muy apreciado entre
las clases acaudaladas, a las cuales hacía pagar las visitas con
bastante esplendidez.

Esto contribuía a aumentar su popularidad entre los miserables.

--Es un grande hombre--decían algunos de los filósofos con gorra de seda
y blusa blanca de los barrios bajos--. Ese _cabayero_ sabría arreglar
perfectamente la cuestión social. Les saca a los ricos cuanto puede para
dárnoslo a los _probes_.

Hasta las once de la mañana el portero tenía orden de no permitir la
entrada a las mujeres y niños, que iban deteniéndose en la acera y
entablando conversaciones sobre las enfermedades que les obligaban a ir
en busca del bondadoso médico; pero apenas sonaba dicha hora, el rebaño
de la miseria asaltaba la escalera, anunciando su presencia con un
confuso pataleo, y pugnando todas las madres por llegar las primeras y
coger buen número, entraban en los lujosos salones de espera, donde los
criados iban estableciendo el turno entre aquella pobre gente, que por
su escasa educación provocaba a cada instante ruidosos altercados.

Zarzoso, con algunos ayudantes jóvenes como él, y que le admiraban cual
a maestro, ocupaba un gabinete por el que iban desfilando todos los
niños, con el acompañamiento de sus familias, las cuales contestaban a
coro a todas las preguntas del doctor, y muchas veces se enzarzaban en
grotesca discusión antes de dar una respuesta.

Necesitábase toda la paciencia del joven doctor y su sonriente calma
para sufrir diariamente aquella consulta de algunas horas que fatigaba a
sus ayudantes.

Las madres, al hablar al doctor, lloriqueaban como si vieran ya a sus
hijuelos camino del cementerio; los niños, temerosos y asustados al
fijarse en los aparatos y objetos científicos que estaban en el
gabinete, aullaban apenas el doctor les ponía la mano encima, como si
temiesen que cada uno de sus dedos fuera a convertirse en un cuchillete
que practicara en su cuerpo las más dolorosas operaciones; y fuera del
local de la consulta en aquellos dos vastos salones de espera, sonaba un
murmullo de gigantesca colmena, producido por la impaciencia de la gente
que deseaba entrar.

Algunas veces el viejo doctor Zarzoso salía de sus habitaciones y se
encaminaba al gabinete de consultas, pasando por entre aquella multitud
a cuyos saludos contestaba refunfuñando y repartiendo algunos tirones de
orejas entre los chicuelos, que jugueteaban con la misma confianza que
si estuvieran en la Ronda o se escondían tras los muebles.

A pesar de que le satisfacía el inmenso y conmovedor servicio que
prestaba su sobrino, el viejo doctor refunfuñaba por costumbre.

--Esto es intolerable--le decía a Juan--. Has convertido nuestra casa en
una prolongación de la calle. ¡Vaya una confianza la de esa gente que
hace aquí lo mismo que si estuviera en su casa! Yo no critico el que
cures a toda esa gente; lo que si encuentro mal es que tengas tus
habitaciones particulares tan mal arregladas, y, en cambio, te hayas
gastado tantos miles de pesetas en amueblar esos salones que solo sirven
para que esperen en ellos las gentes más piojosas de Madrid. Ya que
tienes ese capricho, al menos procura rociar con ácido fénico todos los
muebles. Los criados dicen que, después que se va esa gente, necesitan
temer abiertos los balcones más de dos horas para que se aireen las
habitaciones, y aun así, todavía queda olor. ¡Vaya una gente curiosa!
Hay ahí una caterva de chicuelos tiñosos que se restregan la cabeza
contra el respaldo de los sillones, y el otro día agarré a un pillete en
el acto de limpiarse los mocos con una cortina de terciopelo. ¡Flojo fué
el cachete que se llevó!

Y así seguía el viejo enumerando todos los abusos de aquella gente, sin
que en el fondo los sintiera gran cosa, pues únicamente le servían para
refunfuñar y desahogar su rudo carácter, que todo lo encontraba mal.

El joven Zarzoso limitábase a sonreír en contestación a todas las quejas
que con agrio acento formulaba su tío.

--Hay que dejar a los pobres--decía a sus ayudantes--que gocen de
algunas comodidades, aunque sólo sea por unas cuantas horas. Es criminal
y egoísta el reservarse para uno solo las ventajas que le produce su
posición social.

Y con cierta coquetería de bienhechor satisfecho de sus actos, atendía
al embellecimiento de aquellos salones, por los que desfilaba todo el
Madrid miserable, sin fijarse en que este capricho le costaba mucho
dinero.

Las respetuosas indicaciones de sus criados merecían siempre idéntica
contestación.

--Señor, la alfombra del salón número uno está ya muy ajada. La compró
el señor este mismo año y, sin embargo, está quemada y rota.

--Avisa al tapicero y que ponga otra.

--Si me lo permite el señor, le indicaré que hay unas alfombras de
fieltro más baratas y más fuertes. Así me lo ha dicho el tapicero.

--Haz lo que te digo, y que la alfombra sea de igual clase que la rota.

Y a este tenor eran todas las conversaciones entre Zarzoso y sus
criados. La seda de los sillones habían de cambiarla cada tres meses, a
causa de los desahogos naturales de los niños y del pringue que en ella
dejaban las faldas de las madres; y no todo era suciedad de la miseria,
pues también el irritante abuso y la costumbre del delito pasaban por
allí dejando sus huellas, sin tener en cuenta la misión sagrada y santa
que en aquella casa se cumplía.

Las flores de las doradas jardineras, las estatuillas puestas encima de
las chimeneas y los _bibelots_ que adornaban los rincones, eran hurtados
diestramente, a pesar de la vigilancia de la servidumbre.

Había entre aquella gente desharrapada muchos seres que, por costumbre o
por manía, sentían removerse en su interior el instinto del robo a la
vista de tales preciosidades; y, a pesar de que esto era una
confirmación práctica de las teorías que sustentaba el viejo doctor
Zarzoso, éste juraba como un condenado cada vez que desaparecía un
objeto, y afirmaba que cualquier día iba a ponerle una carta al
gobernador pidiendo que considerara aquellos salones como vía pública y
estableciera en ellos un retén de Policía.

La benévola calma del joven doctor era inalterable, y en vez de
ofenderse por unos robos que tanta ingratitud denotaban, aún se
esforzaba en excusar a los autores, fundándose en su escasa educación,
en el ambiente en que vivían, etc.

--Señor, los libros y los álbumes artísticos que puso usted en los
veladores de los salones han desaparecido en su mayor parte, y los que
quedan están faltos de hojas y les han arrancado las mejores láminas.

--Está bien--contestaba sonriendo--; me gusta la noticia. Eso demuestra
que esa pobre gente siente el afán de ilustrarse, y para aprender a
salir de la ignorancia apela hasta al robo. Mañana pondremos más libros.

Y de este modo aquel joven bienhechor que se esforzaba en servir a sus
semejantes sin hacer ostentación de su virtud y sin fijarse casi en sus
actos, seguía acogiendo pacientemente, todos los días, a aquella turba
de desgraciados, atento únicamente a hacer bien y sin fijarse en los
desmanes que pudieran cometer en su propia casa.

Era rico; los niños nacidos en elegantes alcobas y criados entre los
esplendores del lujo, se encargaban de proporcionarle con sus dolencias
hereditarias, cuanto dinero necesitaba para sus filantrópicos
despilfarros, y bien podía el darse el gusto de derrochar miles de duros
auxiliando a la clase obrera y desheredada, siendo el protector de
aquellos otros niños que, no solo carecían de comodidades, sino que
muchas veces su enfermedad procedía de la falta de nutrición.

Su clientela pobre y el estudio de los últimos adelantos científicos
constituían sus únicos placeres, y, a pesar de la riqueza y el lujo que
le rodeaban, hacia una vida casi austera que alarmaba a su tío, a pesar
de que este, entregado de lleno a la ciencia, no había gustado gran cosa
de los placeres de la vida.

El viejo doctor tenía a veces ideas muy originales, según afirmaba su
sobrino. Cada vez que se enfurecía con los desacatos de aquella
clientela pobre, terminaba sus recriminaciones siempre con la misma
pregunta:

--Oye, Juan: ¿por qué no te casas? la presencia de una mujer aquí
pondría orden y haría que acabasen todos esos abusos que me irritan.

--Y usted, ¿por qué no se ha casado, tío?--decía el joven, eludiendo la
respuesta.

--Porque nunca he tenido tiempo para pensar en eso y porque no había a
mi lado una persona que me lo recordase. Pero tú que me tienes a mí,
debes seguir mi consejo, y si te decides a casarte, yo me encargo de
buscar una mujer, que a más de las condiciones de su sexo, tenga la
salud necesaria y un gran equilibrio orgánico, para que vuestros hijos
no sean micos, como la mayor parte de los productos de la generación
actual. Vamos, sobrino, decídete; me gustaría eso de tener nietos sin
haber sido padre.

Pero el joven no se dejaba convencer por las palabras de su tío, a las
que respondía siempre con una enigmática sonrisa.

El ya estaba casado. Había contraído matrimonio con toda la pobreza de
Madrid, y le sería fiel mientras viviese.

Esta resolución le resultaba muy extraña al tío, quien llegó a creer en
ciertos momentos que su sobrino tenía amores ocultos; alguna querida a
quien visitaba en secreto; pero no tardó en convencerse de la falsedad
de tales suposiciones.

La ciencia y el bien de sus semejantes eran las únicas pasiones del
joven doctor.

Una mañana en que caía uno de esos terribles aguaceros que convierten
las calles en arroyos y dispersan rápidamente a los transeúntes que se
guarecen en los portales temiendo por la integridad de sus paraguas,
Zarzoso abrió su Clínica, como de costumbre, a las once.

Era poca la gente que esperaba, en proporción a la de otros días, pues
sólo en uno de los salones se agrupaban algunas mujeres con sus niños.

La lluvia había acobardado, indudablemente, a muchos de los que asistían
diariamente a la Clínica.

Fueron desfilando por la puerta del gabinete aquellos grupos de
desgraciados, dejando sobre las ricas alfombras sucias manchas con sus
embarrados pies, y cuando ya no quedaban esperando más que dos o tres
familias, entró apresuradamente en el primer salón de espera un hombre
moreno, fornido y con patillas a la inglesa, que vestía una lujosa
librea.

Preguntó apresuradamente por el doctor a uno de los criados, que le
trataba con gran atención, ateniéndose a que aquel servidor, por su
traje y por sus maneras, debía pertenecer a una gran casa.

Quería ver al doctor inmediatamente, y cuando el criado de éste le dijo
que su señor no estaría libre hasta que terminase la consulta, el recién
llegado manifestó gran alarma.

--Es un caso de urgencia--decía en voz alta, sin fijarse en la
curiosidad con que le oían las gentes que aún estaban en el salón de
espera--. El señorito se muere y la señora condesa espera al doctor como
si esperase a Dios. Vaya, amigo--continuó dirigiéndose al criado--;
haga, por Dios, el favor de decirle al señor Zarzoso que me deje entrar
en su gabinete, para rogarle que venga en seguida.

El criado entró en la habitación donde estaba su señor y momentos
después volvió a salir, dejando franca la puerta al recién llegado.

Este, cuando se halló en presencia de Zarzoso y sus ayudantes, le rogó,
con entrecortadas frases, que le siguiera sin pérdida de tiempo.

--Tengo abajo el carruaje, señor doctor. Venga usted cuanto antes, pues
la señora condesa está muy asustada en vista de la enfermedad de su
hijo.

Zarzoso estaba muy acostumbrado a aquella clase de entradas rápidas e
inesperadas, en las cuales se pintaba la zozobra y la alarma, y por esto
preguntó con el tono frío e indiferente del que cumple un acto de su
profesión:

--¿Dónde vive la señora de usted?

--En el paseo de la Castellana. Mi señora es la condesa de Baselga.

Zarzoso, a pesar de su carácter frío e impasible, y del gran dominio que
tenía sobre sus nervios, no pudo evitar un instintivo movimiento que
aquel criado tomó por una negativa.

--¡Qué! ¿No quiere el señor venir?

Zarzoso parecía dudar y, por fin, contestó:

--Iré después, cuando termine la consulta.

--¡Por Dios!, señor doctor. Ese retardo sería fatal; el señorito está
muy enfermo y su madre, la condesa, es capaz de morirse de desesperación
si usted tarda en presentarse.

--¿Es el hijo de la condesa el enfermo?

--Sí, señor doctor; su hijo, su hijo único; un niño que siempre está
enfermo. La señora condesa tiene en usted gran confianza y me ha
encargado que no volviera sin que usted viniese conmigo. El señor doctor
comprenderá que cuando la condesa se decide a llamarle el caso debe ser
muy urgente.

A Zarzoso le pareció que el criado decía estas últimas palabras con
cierta intención, y hasta creyó ver en sus ojos una expresión maliciosa
que subrayaba lo anteriormente dicho.

¿Llamarle a él María? ¿Pedirle que fuese a su casa para que salvase a su
hijo; a aquel fruto de una unión que tanto le atormentaba? ¡Qué cosas
tan extrañas ofrece la vida!

Aquella frialdad de carácter, aquel tenaz empeño de olvidar el pasado,
aquella vida ascética que había caído como una losa sobre sus recuerdos,
permitiéndole vivir tranquilo durante cinco años, todo se desvaneció
rápidamente, y los antiguos sentimientos volvieron a reaparecer.

Zarzoso creyó sentir sobre su rostro la caricia del pasado y que un
ambiente de nueva juventud le rodeaba, y hasta se creyó igual,
momentáneamente, a aquellos tiempos en que, todavía estudiante, iba a la
calle de Atocha a esperar una ocasión favorable para ver un instante a
María asomada tras los vidrios de un balcón.

--Vamos allá--fué todo lo que dijo al criado; y pidiendo a uno de su
servidumbre el sombrero y el gabán, salió por entre aquella clientela
que miraba hostilmente al hombretón que había venido a arrebatarles su
médico.

Los ayudantes de Zarzoso quedaron encargados de la clínica, como era
costumbre cuando éste tenía que ausentarse.

Frente a la puerta de la casa, estaba parada una elegante berlina con
soberbio tronco, cuyos cocheros aguantaban, impávidos e inmóviles, el
diluvio que les caía encima.

El médico y el criado atravesaron rápidamente la acera bajo aquel
torbellino de agua, y Zarzoso tomó asiento en el interior de la berlina,
mientras su acompañante gritaba: "¡A casa!", y se colocaba después
frente al doctor.

El carruaje emprendió una desesperada carrera por las calles casi
solitarias, arrastrado por aquel par de fogosas bestias, a quienes
cegaba la lluvia que el viento empujaba hacia sus ojos.

En el interior de la berlina, el criado, con su galoneada gorra en la
mano, pues no quería cubrirse en presencia del doctor, miraba a éste con
sonriente fijeza.

Su voz vino a sacar de pronto al doctor de las reflexiones en que
parecía sumido, mientras miraba distraídamente las gotas de lluvia que
se deslizaban por los vidrios de las portezuelas.

--Creo, señor doctor, que usted no me ha conocido.

Zarzoso le miró por algunos momentos, y después hizo un gesto negativo.

--Sin embargo--continuó el criado--, hace ya mucho tiempo que nos
conocemos, sólo que este traje que ahora visto y los modales propios de
la profesión, desfiguran mucho al hombre. Míreme usted bien. ¿De veras
que no me conoce?

Zarzoso volvió a hacer otro ademán negativo, y entonces el criado dijo
alegremente y con expresión de confianza:

--Pues bien, don Juan; yo soy Pedro Martínez, el antiguo asistente de
don Esteban Alvarez, aquel Perico que usted conoció allá, en París, en
la calle del Sena.



II

¡La familia está completa!


Aquella mañana era de sorpresas para el doctor Zarzoso. Le llamaba la
mujer a quien tanto había amado, y después reconocía a un antiguo amigo
en el criado que había ido a avisarle.

No le cupo duda alguna al joven doctor de que aquel hombre era el
antiguo y fiel compañero de don Esteban Alvarez. Era verdad que la
librea le desfiguraba mucho, pero, a pesar de esto, su rostro, aunque
algo modificado por el tiempo, tenía aún aquellas facciones rudas y
enérgicas que, según el mismo interesado, eran el distintivo de todos
los brutos que habían tenido la honra de nacer en la parroquia de San
Pablo, de Zaragoza.

Zarzoso había perdido de vista al fiel Perico poco después de la muerte
de su señor. Sin despedirse de otra persona que de Agramunt, desapareció
de París, sin decir adónde iba, y ahora se lo encontraba Zarzoso
convertido en criado de una gran casa y siendo, sin duda, el servidor de
confianza de María.

El joven doctor estrechó la mano que le tendía su antiguo y rudo amigo,
el cual, comprendiendo que Zarzoso deseaba conocer la causa de aquel
cambio, habló así:

--Apenas me vi solo en París, me propuse cumplir, sin pérdida de tiempo,
el ruego que mi difunto señor, el buen don Esteban, me había hecho poco
antes de su muerte. Prometí yo pasar el resto de mi vida al lado de su
hija doña María, velando por ella y dispuesto a toda clase de
sacrificios si se encontraba en un peligro, y pocos meses después de la
muerte de mi señor me vine a Madrid con la intención de cumplir lo
prometido. La condesa de Baselga había vuelto ya de su viaje de novios,
y su marido, que es un antiguo calavera, y que aquí entre los dos lo
considero como un pillete, capaz, si lo dejaran, de comerse en cuatro
días la fortuna de su mujer, se estaba ocupando entonces en montar su
casa al estilo más moderno y elegante. El palacio de la calle de Atocha,
con ser hermosísimo y estar dispuesto con las mayores comodidades, no le
parecía bien al señor, por resultar, según él decía, anticuado y
sombrío, y no paró hasta convencer a su esposa y a la tía, de que dicha
finca debía venderse, comprando con el producto de esta venta un
magnifico hotel con jardín en el paseo de la Castellana.

Así se hizo, y al mismo tiempo que mudaron de domicilio, reemplazaron la
servidumbre; y todos aquellos criados de la baronesa, que tenían aire de
mandaderos de monjas, fueron despedidos y reemplazados por nuevos
domésticos.

Entonces entré yo en la casa sin encontrar obstáculo alguno, pues bastó
presentar mis certificados acreditando que había servido mucho tiempo en
París y demostrar que conocía con alguna perfección el francés, para que
inmediatamente me admitiesen, pues la gente aristocrática, con su
habitual extravagancia, prefiere siempre los criados extranjeros a los
del país. Hace ya mucho tiempo que estoy en la casa, y todo va en ella
con bastante regularidad. La señora, a pesar de que ignora la sagrada
misión que me he impuesto de velar por ella, me trata con gran
amabilidad, y soy, de todos los criados, el que mejor merece su
confianza. Parece que lea en mis ojos el interés que me inspira. Yo soy
el hombre a quien ella acude en todos sus momentos de tribulación, y
aunque nunca olvida su rango y me habla siempre con cierta altivez
natural, no por eso ha dejado, en algunas ocasiones, de escapársele
ciertas palabras que demuestran su situación y el poco afecto que existe
entre ella y su esposo.

--¿Cuál es la conducta de Ordóñez?--preguntó Zarzoso con marcado
interés.

--El señor sigue siendo tan calavera como antes de su matrimonio. En los
primeros meses se contuvo y mostraba cierto empeño en agradar a su
esposa; pero desde que tuvieron el hijo y la señora estuvo muy enferma,
volvió a sus antiguas costumbres y creo que desde entonces se ocupa en
derrochar las rentas de la colosal fortuna de su mujer. Como sus
calaveradas en Madrid son inmediatamente del dominio público y hacen
que, tanto la baronesa como su inseparable consejero, el padre Tomás, le
citen a capítulo y le endilguen severas reflexiones, él ha encontrado
ahora el medio de ponerse a salvo de tales censuras, emprendiendo
continuos viajes, con excusa de su afición a las carreras de caballos
ahora está en Londres por un asunto de _sport_, y como también la
baronesa se halla ausente por haber ido a ciertos famosos ejercicios en
un convento que los jesuítas tienen en el Norte, de aquí que la señora,
al verse sola en casa y con el niño enfermo de tanta gravedad, haya
perdido la cabeza hasta el punto de llamarle a usted. Crea, señor
doctor, que para la condesa supone un inmenso sacrificio eso de llamarle
a usted a su casa. Se conoce que le quiere a usted muy mal. Como yo
sabía sus antiguas relaciones, varias veces en la conversación he
procurado sacar a plaza el nombre de usted, con la idea de ver que
efecto le producía saber la fama y la justa popularidad que usted goza
en Madrid por sus beneficios; pero siempre ha puesto mal gesto, y con
acento enojado ha procurado desviar la conversación.

A Zarzoso producíale un efecto fatal el saber que María le odiaba,
guardándole aún rencor por aquella traidora caída que ocultos enemigos
le habían hecho sufrir en París, y mientras él reflexionaba sobre sus
antiguos y desgraciados amores, el sencillo Pedro añadió:

--Y, sin embargo, la condesa hubiese sido muy feliz casándose con usted,
que de seguro no la haría sufrir como el granuja de su marido. Pero
todas las mujeres son ciegas cuando se trata de su porvenir, y más aún
las pertenecientes a la familia Baselga, gente altiva y orgullos, que
por escrúpulos de nacimiento, abandonan siempre a los hombres que las
quieren, para casarse después con verdaderos perdidos.

La veloz berlina, pasando como un rayo la calle de Alcalá, había entrado
en el paseo de la Castellana, y atravesando una magnífica verja con
remates dorados, rodó por la enarenada avenida, hasta detenerse bajo una
gran marquesina de cristales, en la que caía la lluvia con incesante
murmullo.

El doctor y el criado saltaron a tierra y entraron en un elegante hotel
construído con arreglo al arte francés del pasado siglo, sin ninguna
originalidad y con esa monotonía de los edificios de moda, que parecen
producto de una arquitectura de pacotilla.

En el primer piso Zarzoso se encontró frente a frente con María.

Esperaba el doctor que aquel reconocimiento tras cinco años de ausencia,
iba a ser terrible y que engañó por completo.

Después de su regreso de París, Zarzoso, para conservar su tranquilidad
estoica había procurado evitar un encuentro con María, y por esto huyo
de todos aquellos puntos donde asistía el mundo elegante.

Creía el doctor que aquel encuentro con su antigua novia, en
circunstancias tan especiales, le produciría una impresión profunda que
vendría a reavivar el ya muerto amor; pero la entrevista sólo despertó
en él una viva curiosidad, no exenta de lástima.

María estaba desconocida. El dolor y la zozobra que le causaba el estado
de su hijo, producía algún desorden en su rostro; pero, además de esto,
Zarzoso notó en ella algo que forzosamente debía llamar la atención del
golpe de vista de un buen médico.

Había perdido la joven aquel aspecto de salud y frescura que tanto la
hermoseaba antes. Aún era bella, y sus ojos, que parecían haberse
agrandado, brillaban con mayor fuego; pero, en cambio, había adelgazado,
perdiendo la vigorosa robustez que tan atractiva la hacía antes; su
piel, que había adquirido un color densamente pálido, caía desmayada
sobre el hueso, marcando rudamente todas las sinuosidades del cráneo, y
la nariz, muy afilada, destacábase mucho sobre su rostro.

Zarzoso, al encontrarla tan cambiada, no pensó en su antigua pasión. Su
carácter de médico se sobrepuso al amor, y lo único que se le ocurrió
pensar al verla, fué que María estaba muy enferma, y que él tenía el
deber de combatir aquella dolencia, aún desconocida, que indudablemente
se ocultaba en el interior de la joven y que poco a poco iba minando su
organismo.

Fué realmente frío el encuentro de los dos antiguos novios.

María, por su parte, preocupada por el estado de su hijo, sólo tuvo para
él una mirada de curiosidad. Le vió casi igual al último día en que
entre suspiros y lágrimas se había despedido de él en el Retiro; los
años transcurridos habían aumentado su aspecto de hombre grave y
estudioso, y María, al verle así, dudó un momento de que aquel joven de
aspecto sesudo y frío hubiese sido en París un calvera sin conciencia,
que se entregaba a todas las locuras de Crápula.

Hubo un instante en que, contemplando a aquel hombre que había sido
dueño de su corazón, el recuerdo de la antigua dicha surgió en ella con
todos sus risueños atractivos; pero inmediatamente sobrevino en su
memoria la burla que de ella habían hecho en París y el pensamiento de
que su hijo estaba a pocos pasos de allí, delirando con la fiebre, y
esto fué suficiente para que se repusiera, y con marcada frialdad, como
si se tratara de un extraño recién llegado, dijera a Zarzoso:

--Pase usted adelante, doctor. Mi hijo está muy enfermo, y toda mi
esperanza la pongo en usted, que tanta fama tiene.

Zarzoso encontró al hijo de Ordóñez y de su antigua novia agitándose en
su camita, víctima de una fiebre espantosa y balbuceando con la
incoherencia propia del delirio.

A la vista de aquel pobre niño que tanto sufría, Zarzoso olvidó su
anterior preocupación, que le hacía mirar con odio al hijo de Ordóñez, y
no pensó más que en ser médico y cumplir su santa misión.

En cuanto a la pobre madre, todo lo olvidó: su antigua pasión, la
presencia de aquel médico a quien tanto había amado, y los comentarios
maliciosos que la visita podía suscitar en las personas enteradas del
pasado. Comenzó a llorar silenciosamente, y pugnando por ahogar sus
sollozos, como si pudiera oírla aquel pobre niño enloquecido por la
fiebre, y olvidada de todo, con esa suprema desesperación de la madre,
capaz de las mayores locuras cuando ve próximo a perecer el pedazo de
sus entrañas, sin darse cuenta exacta de lo que hacía, puso su mano en
un hombro de Zarzoso, y con el mismo misterio que cuando le hablaba de
amor, murmuró junto a su oído:

--¡Por Dios, Juan, sálvale! Tú sabes mucho, tú lo puedes todo; se
cuentan de ti cosas milagrosas. Olvídate del pasado y piensa únicamente
en mi hijo; piensa en mí, que moriré de pena si mi hijo llega a perecer.

Y poco después añadió, como si hubiese leído en el pensamiento del
doctor:

--Olvida quién es su padre. Piensa, únicamente en que yo soy su madre y
quiero que viva. ¿Lo oyes bien, Juan? Quiero que viva; soy yo quien te
lo ordeno.

Zarzoso estaba habituado a los lamentos de las madres y a sus accesos de
desesperación, así es que, a pesar del tuteamiento de María y de sus
súplicas ardientes, en aquel momento supremo no perdió la serenidad, y
procedió inmediatamente al examen del enfermito.

No necesitó hacer numerosas preguntas a la madre ni mirar mucho tiempo
al hijo para convencerse de la clase de enfermedad de éste.

La hinchazón desmesurada de aquella cabeza que asomaba entre las
sábanas, la terrible fiebre que consumía al raquítico cuerpecillo y un
sello especial en aquellas facciones infantiles, le reveló
inmediatamente la existencia de una meningitis aguda, que había de
combatir inmediatamente, pues la inflamación de las envolturas del
cerebro amenazaban con un desenlace mortal.

Aquel descubrimiento sirvió a Zarzoso para ir encadenando una serie de
observaciones hasta llegar a una conclusión fatal.

Miró a la madre, que ya al entrar le había parecido muy enferma, aunque
se mantenía firme por un vigor nervioso; y haciendo un esfuerzo de
imaginación, recordó el tipo físico de Ordóñez, a quien había visto
varias veces en la calle: ésto, unido al conocimiento de su vida de
depravado, vino a convencerle de que la terrible tuberculosis se había
apoderado de la familia.

El placer desordenado, los brutales excesos y la lepra del vicio, habían
hecho nacer el terrible germen en el organismo del padre, donde, por un
capricho de la Naturaleza, tenía un carácter benigno, que prometía
largos años de lento desarrollo. Valiéndose del beso de amor, la
tuberculosis habíase trasmitido a la madre, donde se desarrollaba con
mayor rapidez, como en un campo virgen, dispuesto a acoger todos los
cultivos y a desarrollarlos con inmensa fuerza, y de esta unión de seres
emponzoñados por la enfermedad, había nacido aquel pobre niño, organismo
contagiado en el mismo vientre de su madre y que venía al mundo con el
único destino de luchar algunos años contra una dolencia que, al fin,
había de acabar con él.

Zarzoso seguía mentalmente la historia y el desarrollo de este contagio,
transmitiéndose de unos organismos a otros, e inconscientemente, sin
reparar en la presencia de María, murmuró, mirando la hinchada cabeza
del niño:

--No hay duda, ahí se halla el terrible monstruo microscópico que tantas
vidas acaba. ¡Oh! No ha sido muy escrupuloso en sus conquistas. La
familia está completa.

María se alarmó al oír hablar de este modo a Zarzoso, y éste,
apercibiéndose de su imprudencia, quiso remediarla, dando a la madre
algunas esperanzas.

Se le había avisado muy tarde, pero aun así, tal vez se podría salvar al
pequeño enfermo.

Preguntó después sobre los remedios que se habían dado al niño, y supo,
con sorpresa, que el médico de la casa era un amigo, un protegido del
padre Tomás, que parecía no dar importancia a la enfermedad, por lo
cual, la madre, desesperada y olvidando todo lo pasado, se había
decidido a llamar al notable especialista de los niños.

Zarzoso experimentó gran sorpresa al ver que también en aquel asunto se
mezclaban los jesuítas, de los cuales tan fatal memoria conservaba,
desde que Judith le hizo aquellas revelaciones la misma noche en que la
despidió.

El joven doctor, pasando a la habitación que servía a Ordóñez de
despacho, extendió una receta, mientras que María, de pie a espaldas de
él, le contemplaba fijamente.

La pobre madre, tranquilizada por las esperanzas que la daba el doctor,
había recobrado la calma y ya no le tuteaba, volviendo a hablarle con la
frialdad del primer momento.

--Tome usted, señora--dijo el doctor ceremoniosamente, entregando la
receta a su antigua novia--. Que vayan en seguida con esto a la botica.

--¿Cuándo volverá usted, doctor?--preguntó con ansiedad María, pues la
presencia de aquel hombre parecía devolverle la calma.

--Antes de tres horas estaré aquí y le aseguro que no me retiraré hasta
que por el momento hayamos vencido la enfermedad.

Zarzoso volvió al hotel tal como lo había prometido y pasó toda la noche
a la cabecera del enfermito, poniendo en juego cuantos recursos le
proporcionaba su ciencia y batallando con la terrible meningitis, que
parecía empeñada en arrojar al niño en brazos de la muerte.

María y el doctor pasaron la noche a ambos lados de la cama sin que se
cruzaran entre ellos más palabras que las que arrancaban las diversas
alternativas por que pasaba el enfermo.

De vez en cuando, en los momentos en que el niño parecía entrar en el
período de favorable reacción, sus miradas se encontraban sin darse
cuenta de ello y Zarzoso veía desaparecer poco a poco, en los ojos de su
antigua novia, la fría hostilidad con que le había recibido aquella
mañana.

Al amanecer, Zarzoso, mirando al niño, lanzó un suspiro de satisfacción.
Estaba ya seguro del éxito; y la madre, adivinando en el rostro del
médico tan grata noticia, volvió a llorar, pero esta vez fué de alegría.

La fiebre descendía rápidamente, el delirio había desaparecido ya, y el
pobre niño, extenuado por tantas horas de atroz calentura y con cierta
expresión de imbecilidad que aún hacía más conmovedora su mirada, fijaba
los ojos en la pobre madre, que, enloquecida por la alegría, se
inclinaba sobre el lecho abrazando a su hijo convulsamente.

Zarzoso se retiró a descansar, asegurando que volvería aquella misma
tarde a las dos, y salió del hotel acompañándole Pedro hasta su casa,
muy satisfecho de que la enfermedad del niño hubiese servido para que se
formara cierta débil amistad entre dos seres que antes se habían amado
tanto.

Aquella misma mañana, a las diez, entraba en el hotel el padre Tomás y
se detenía a hablar con el portero, un guipuzcoano que él había
introducido en la servidumbre de la casa, con el objeto de que le diera
exacta cuenta de todas las visitas y al mismo tiempo le enterara de los
secretos de la familia.

El poderoso jesuíta había sabido, casualmente en la misma mañana, el
estado desesperado del niño Paquito Ordóñez y acudía presuroso a
enterarse por sí mismo de lo que ocurría.

Aquel niño era el ser que tal vez le interesaba más en todo Madrid y su
nacimiento le había producido un verdadero acceso de furor. ¿Quién
diablos iba a figurarse que un hombre corrompido como Ordóñez llegara a
tener hijos? Aquel nacimiento había sido un obstáculo inesperado, un
accidente con el que no había contado el padre Tomás al forjar su plan y
que venía a impedir la realización de todas las esperanzas que el
jesuíta se forjaba acerca de la colosal fortuna de María. Por fortuna
para él el niño era digno de su padre, y el médico de la casa, que
estaba por completo a merced de la Compañía, aseguraba que no viviría
mucho tiempo el triste retoño de un árbol podrido.

Estas seguridades eran lo único que alentaba al poderoso jesuíta, el
cual no perdía la confianza de que muriera de un momento a otro aquel
niño a quien la Medicina clasificaba con el título de "candidato a la
tuberculosis" y cuyo organismo estaba predispuesto a adquirir las más
terribles enfermedades.

Por esto, cuando en aquella mañana le dijeron el grave estado del niño,
acudió presuroso al hotel con la infame esperanza de encontrar un
cadáver.

--¡Qué! ¿Ha muerto ya?--preguntó ansiosamente al portero.

--No, reverendo padre. El señorito está mejor desde esta madrugada y se
da por seguro su restablecimiento. La señora condesa ha pasado toda la
noche en vela en compañía de Pedro, viendo las cosas extraordinarias
que hacía para salvar al niño ese médico tan famoso que vive en la
Carrera de San Jerónimo y que cura gratis a los pobres.

--¿Qué médico es ése? ¿Es que no han llamado al de la casa?

--¡Quiá! La señora condesa dice que para curar a los niños no hay nadie
como el doctor Zarzoso.

El padre Tomás retrocedió un paso y se quedó mirando con asombro al
portero, como si dudase de sus palabras.

--¿Dices que el doctor Zarzoso ha estado aquí?

--Sí, reverendo padre; aquí ha estado hasta esta madrugada y él es quien
ha sacado al señorito de las garras de la muerte. Le he visto yo mismo:
es un joven delgado, con gafas, muy serio y muy afable y simpático.

El jesuíta quedó reflexionando por algunos minutos, y dijo después:

--¿Ha quedado en volver por aquí?

--Sí, reverendo padre; vendrá esta tarde a las dos.

--Pues bien--dijo el jesuíta con acento imperioso, después de una
pequeña vacilación--; cuando venga, lo haces entrar en el salón del piso
bajo, diciéndole que espere un momento hasta que la señora se prepare
para recibirle; yo estaré allí.

--Está bien, padre Tomás.

--Hasta luego, hijo mío; ahora tengo que despachar algunos asuntos.

Y el jesuíta se alejó del hotel sin que María se apercibiera de su
llegada, pues la pobre madre, a pesar del sueño y del cansancio, no
quería separarse un solo instante de la cama de su hijo.



III

La bofetada.


El corpulento portero se inclinó al paso del doctor Zarzoso, diciéndole
con expresión respetuosa:

--La señora condesa no está visible en este momento, y me ha encargado
ruegue a usted que tenga la bondad de esperar algunos minutos.

Y diciendo esto, el criado introdujo al doctor a un elegante salón del
piso bajo, y después de volver a saludarle con la misma ceremonia, se
retiró.

Zarzoso, al verse solo, púsose a examinar aquella pieza, amueblada con
exquisito gusto, ocupación que le era muy grata, pues, a pesar de sus
austeridades de hombre de ciencia, gustábanle mucho los esplendores del
lujo y los objetos elegantes que tenían cierto aspecto artístico.

Pasó algunos minutos en apreciar los originales dibujos de los
cortinajes, la forma de los muebles y el mérito de las acuarelas y
estatuillas que adornaban el salón, y cuando más ocupado estaba en
admirar un gracioso barro de Benlliure, sintió a sus espaldas un ruido
producido por el roce de una persona que pisaba cautelosamente la
alfombra.

Volvió rápidamente la cabeza creyendo encontrarse con María, y vió un
sacerdote con el sombrero en la mano, que, después de saludarle con
exagerada finura, fué a sentarse en un sillón a corta distancia de donde
se hallaba Zarzoso.

Púsose de espaldas a la luz, que entraba por las dos ventanas del salón;
pero el doctor tuvo tiempo para apreciar aquel rostro anguloso y picudo
que recordaba el hambriento perfil de las aves de rapiña.

No conocía personalmente al padre Tomás Ferrari, del que había oído
hablar mucho: pero, instintivamente, sin poder explicarse la verdadera
causa, pensó que aquel cura debía ser el famoso padre de la Compañía.

El jesuíta sonreía bondadosamente fijando su mirada sencilla en el
joven, y después de algunas tosecitas, como si quisiera entrar en
conversación sin saber cómo, dijo al médico, que interiormente se sentía
alarmado, aunque procuraba permanecer impasible:

--La señora condesa debe estar descansando, ya que nos hace esperar.
¡Pobrecita! ¡Cuán angustiosa es su situación! Sólo una madre puede
resistir tantas fatigas sin decaer un solo instante.

Zarzoso se limitó a hacer un signo afirmativo, evadiendo la conversación
que el sacerdote quería entablar.

--Ha sido muy notable el que Paquito se haya salvado tan rápidamente y
que ahora se encuentre fuera del peligro. Ese doctor Zarzoso que le cura
ha demostrado que es digno de la gran fama que goza en Madrid.

El médico a pesar de su convencimiento de que el padre Tomás buscaba
entablar conversación con él, creyó del caso corresponder a estas
últimas palabras inclinándose, al mismo tiempo que decía:

--Muchas gracias, señor.

--¡Ah! ¿Es usted el doctor Zarzoso? No tenía el honor de conocerle,
aunque hace tiempo que le admiraba por los grandes servicios que presta
a los desgraciados.

--Cumplo con mi deber y nada más.

--Tenía verdaderos deseos de conocer a usted y de ser su amigo, aunque
en verdad, un hombre como usted no debe tener en mucho el afecto de uno
de mi clase.

--¿Por qué, señor?

--Porque para nadie son un misterio las ideas que usted profesa.
¡Lástima que un hombre tan caritativo tenga ideas tan contrarias a los
dogmas religiosos!

--¡Bah! Yo soy amigo de todos, sin fijarme en sus ideas religiosas. Me
basta que los hombres sean honrados y probos.

Estas palabras las dijo Zarzoso con una intención que no pasó
desapercibida para el jesuíta y que le dió a entender que el médico le
había reconocido.

--Usted me dispensará, señor Zarzoso, si me tomo ciertas libertades;
pero, francamente, me apena ver a un hombre del criterio de usted,
alejado del gremio de la Iglesia, y desvaneciendo con su impiedad esos
grandes méritos que contrae a los ojos del Señor, sacrificándose por la
gente desheredada y miserable. ¡Ah, señor Zarzoso! Usted sería un santo,
usted iría al cielo, si creyese algo más en Dios.

--No hago el bien con la esperanza de una recompensa futura. Para estar
satisfecho de mis trabajos, me basta el agradecimiento de toda esa pobre
gente cuyas enfermedades curo. La gratitud de las madres vale más, para
mí, que todas las recompensas que pudiera encontrar más allá de la
tumba, si es que realmente después de la muerte hay algo.

El médico dijo estas palabras con sencillez y convicción, por lo que el
padre Tomás, que no quería entablar una discusión que le alejase de su
objeto, hizo caso omiso de las afirmaciones antirreligiosas del joven, y
dijo, variando repentinamente el tema de la conversación:

--La señora condesa debe estar muy agradecida a usted por el grande
servicio que la ha prestado salvando a su hijo. Fué una resolución
acertada la suya, al mandarle llamar.

Zarzoso callaba, no sabiendo adónde iría a parar el jesuíta.

--Lo que extraño--continuó el padre Tomás--es que la señora condesa haya
prescindido del médico de la casa, del cual no creo que tenga queja
alguna. ¿No le parece a usted así?

Zarzoso hizo un gesto de irritación e impaciencia, y contestó de mal
talante:

--Nada me importa eso que usted dice.

El jesuíta calló durante algunos minutos, y por fin, dijo con
resolución, afectando una franqueza ruda:

--Señor Zarzoso, me ha dado usted a conocer, hace poco, su nombre, y
justo es que corresponda a tal franqueza. Yo soy el padre Tomás Ferrari,
de la Compañía de Jesús.

--Le conozco a usted--dijo intencionadamente el médico.

--No es extraño. Aunque Dios no me ha favorecido con grandes cualidades,
trabajo en su favor cuanto puedo, y mis servicios al Altísimo me han
dado cierto renombre. Conozco el concepto en que ustedes, los enemigos
de la Iglesia, nos tienen a los hijos de San Ignacio. En su concepto
somos avariciosos, falsarios, maquiavélicos y hasta asesinos; pero esto
no hace decaer nuestro ánimo, ni nos quita nuestra cristiana fe. También
calumniaron al dulcísimo Jesús, y cuando el hijo de Dios sufrió
pacientemente las injurias, bien podemos aguantarlas nosotros que somos
representantes indignos del Altísimo.

Zarzoso encogió los hombros con visibles muestras de impaciencia y como
dando a entender que nada le importaba aquello, y el jesuíta continuó:

--Yo soy un antiguo amigo de esta casa. La familia Baselga ha sido
siempre muy afecta a la Compañía de Jesús, y en cuanto a Ordóñez, el
marido de la condesa, soy para él como un segundo padre. No extrañe,
pues, que me interese mucho por los asuntos de esta casa y que procure
el velar en ella por la tranquilidad y la virtud que debe existir
siempre en el seno de toda familia cristiana.

El padre Tomás, al hablar así miraba fijamente a Zarzoso, y éste,
impacientado ya, no pudiendo sufrir más tiempo aquellas manifestaciones,
cuyo sentido no comprendía, pero en las que adivinaba cierta intención
de molestarle, le interrumpió diciendo con expresión hostil:

--¡Bien! ¡Y qué! ¿Qué me importa a mí todo eso que usted me dice
mirándome fijamente como si debiera darme por aludido? ¿Tengo yo algo
que ver con las cuestiones internas de esta familia a la que visité ayer
por primera vez? Yo me limito a ser médico y a prestar mis servicios
cuando me llaman, dejando a usted la misión de arreglar las familias, o,
lo que es más probable, de desarreglarlas.

Zarzoso estaba irritado, y como no creía necesario el fingirse amable
con aquel inesperado visitante, le miraba con franca hostilidad.

--Hace usted mal en irritarse--dijo el jesuíta cada vez con mayor calma,
conforme se enfurecía el joven.--Me he tomado la libertad de decirle las
anteriores palabras, justamente, porque estoy convencido de que de
usted depende la futura tranquilidad de esta casa; solamente que muchas
veces hacemos el mal sin saberlo, y cuando se nos reprende por ello, no
podemos menos de extrañarnos.

Esto, que equivalía a una acusación, acabó de indignar a Zarzoso, quien,
sin embargo, procuró contenerse, y dijo con frialdad amenazadora:

--Explíquese usted, caballero.

El padre Tomás parecía gozar viendo la creciente indignación del joven,
y después de una breve pausa se expresó así:

--Lo que usted ha hecho acudiendo a esta casa donde un pobre niño
necesitaba los auxilios de su ciencia, es muy santo y muy bueno; pero no
lo será tanto si usted sigue viniendo por aquí, ahora que el enfermito
está fuera de peligro. ¿No le parece a usted que la gente podrá hacer
comentarios muy desfavorables al ver que usted viene con mucha
frecuencia a esta casa?

--¡Caballero!, o usted no tiene muy firme la razón--dijo Zarzoso con voz
temblona por la ira--, o quiere divertirse conmigo, cosa que no le
permitiré. ¡Es donosa la ocurrencia! ¿Puede acaso llamar la atención de
nadie el que un médico visite la casa de un enfermo? Entonces la
calumnia se cebaría continuamente en nosotros los médicos, pues en un
mismo día entramos en diferentes casas, para cumplir nuestra sagrada
misión.

El padre Tomás, sonriéndose, acercó su sillón al asiento del joven y le
dijo confidencialmente:

--Eso que dice usted, es verdad; pero aquí, en la presente ocasión,
aunque usted se resista a creerlo, sus visitas pueden originar
comentarios muy desfavorables. El pasado no es para todos un secreto.

--¿Qué quiere decir usted con eso?

--Que hay quien sabe que no es ésta la primera vez que la condesa de
Baselga y el doctor Zarzoso se encuentran, y como usted comprenderá,
esto puede dar lugar a comentarios muy desfavorables. ¿Se altera usted,
doctor? ¿Se ofende acaso por mis palabras?... Conozco que no es muy
grato cuanto le digo; pero mi carácter de antiguo amigo de la casa, me
obliga a ser franco hasta la rudeza. Aún estamos a tiempo de evitar el
mal; aún podemos lograr que la gente no murmure. Si usted siente algún
interés por la condesa, si en algo estima su prestigio de mujer honrada,
debe agradecerme lo que yo hago en estos momentos y ayudarme a evitar
murmuraciones escandalosas. Señor Zarzoso, créame usted; debe alejarse
usted de esta casa bien convencido de que con ello presta un gran
servicio a la condesa.

--¿Le ha encargado a usted ella misma que me dijera tales
palabras?--preguntó con amargura el joven.

--No. La condesa ignora que en estos momentos los dos nos hallamos aquí.
Esta resolución, que usted juzgará como crea conveniente, es mía
absolutamente y está inspirada en el santo deseo de conservar la paz en
una familia cristiana. Estoy plenamente convencido de que usted, señor
Zarzoso, a pesar de sus ideas antirreligiosas, es un hombre honrado;
pero no puedo permitir que algún malicioso, conocedor del pasado, en
vista de las frecuentes visitas de usted a esta casa, ponga en duda el
honor de María.

Y el jesuíta se expresaba con tanta sencillez y con tal aire de hombre
honrado, que el doctor iba perdiendo terreno y hasta se convencía de que
algo había de cierto y prudente en los temores que manifestaba. Sin
embargo, sintió la necesidad de sondear a aquel hombre terrible para
saber hasta dónde llegaban sus designios.

--Algo hay de cierto en cuanto usted supone y prometo dejar de visitar
esta casa apenas el niño entre francamente en la convalecencia; pero...
¿qué es eso del pasado que usted nombra?, ¿qué sabe usted de mi vida,
para afirmar que mis visitas a la condesa pueden dar lugar a
comentarios?

--Señor Zarzoso, lo que en este mundo se hace nunca queda en el
misterio. Yo sé que usted y María se amaron hace algunos años, y por
esto me temo que la antigua pasión vuelva a renacer con el continuo
trato.

Zarzoso, a pesar de que estaba en guardia contra la astucia del jesuíta,
no esperaba que éste tuviese conocimiento de sus antiguos amores, así es
que quedó muy sorprendido al oír las últimas palabras del padre Tomás.

--¿Pero cómo sabe usted eso?--preguntó el médico con extrañeza.

--¡Oh, señor Zarzoso! Nosotros, por razón del cargo de que estamos
investidos, sabemos muchas cosas que los interesados creen guardadas por
el más absoluto secreto. Yo conozco toda la historia de los amores entre
usted y María, y, por lo mismo, puedo apreciar con imparcialidad el
carácter de ambos y tener el convencimiento de que es conveniente que
ustedes no se vean con frecuencia. Se han amado demasiado en otros
tiempos para que puedan ahora tratarse con esa tranquilidad de ánimo que
es la fiel compañera de la virtud.

Y el jesuíta sonreía con expresión triunfante al ver desconcertado y
confuso al médico por la inesperada revelación.

Zarzoso, con la frente inclinada y muy extrañado de que el padre Tomás
se atreviera a hacer tales manifestaciones, reflexionaba intentando
adivinar la verdadera intención del jesuíta al decir tales palabras.

--Es muy extraño--dijo Zarzoso con irónico acento--que usted, por su
afecto a esta familia, se tome tanto interés en averiguar el pasado.
Oyéndole es como he comprendido hace pocos momentos ciertas cosas que en
mi época de enamorado no podía explicarme. Yo he sido muy combatido por
enemigos desconocidos que se ocultaban en la sombra; yo he tenido que
luchar con terribles maquinaciones cuya procedencia ignoraba, pero que
ahora veo claramente. Padre Tomás Ferrari, ya que usted se ha
descubierto voluntariamente, yo voy a ser también muy franco. Ya no
somos aquí el sacerdote y el médico; somos dos seres iguales, dos
hombres que únicamente estamos separados por una diferencia que consiste
en que el uno hace todo el bien que puede, y ese soy yo; y el otro se ha
pasado la vida produciendo el mal, y ese es usted. Vamos a hablar con
entera franqueza. ¿Tenía usted conocimiento de mis amores cuando yo aún
era dueño del corazón de María?

--No acostumbro nunca a negar mis actos, y por esto no vacilo en decirle
que, antes de que usted marchara a París, ya sabía yo sus relaciones con
María.

Zarzoso iba contrayendo su rostro con un gesto de hostilidad, que aún
resultaba más terrible en un joven que siempre se mostraba frío y
correcto. La franqueza del padre Tomás le irritaba más que si hubiese
mentido, pues creía ver en aquélla como un reto a su indignación y un
desprecio a su persona.

--¿Y fué usted--preguntó con voz temblona por la ira--quien hizo
terminar aquellos amores?

El jesuíta sonrió con expresión de mansedumbre, como despreciando las
furibundas miradas que le dirigía el joven, y contestó con calma:

--Sí; yo fuí.

Zarzoso, nervioso y conmovido, saltó de su asiento, abalanzándose sobre
el jesuíta; pero la calma de éste le desconcertaba, a pesar suyo, y en
vez de golpearle, como era su primer deseo, se limitó a exclamar con
asombro:

--¡Y tiene usted el valor de confesarlo!

--Señor Zarzoso, el hombre debe siempre decir la verdad, y si confiesa
sus malas acciones, ¿con cuánta más razón debe hacer alarde de sus
buenos actos? Usted no tendrá por acción meritoria el hacer que
terminasen aquellos amores; esto es simplemente cuestión de apreciación,
pues yo, en cambio, creo que presté un servicio inmenso rompiendo las
relaciones que existían entre usted y María. La condesa es cristiana,
pertenece a una familia que siempre se ha distinguido por su puro
catolicismo y su amor a las sanas doctrinas, y yo, como servidor fiel de
los intereses de Dios no podía consentir que una joven así se uniera
eternamente con un impío, que podrá ser muy honrado, no lo dudo, pero
que es enemigo de Dios; que escandaliza a la sociedad con sus infernales
doctrinas, y sobre el cual, más o menos pronto, caerá la cólera del
Altísimo. Como usted comprenderá, yo que tanto amo a María, no podía
permanecer tranquilo al verla marchar rectamente a su perdición.

--No está mal, jesuíta--contestó el joven con acento sarcástico--. No
está mal hilvanada esa excusa. No quiso usted permitir que María se
uniese a un hombre que no es católico, porque esto podía traerla la
desgracia, y, en cambio, la casó usted con un pillete a quien conoce
todo Madrid, con un aventurero de la peor especie, a quien ninguna
persona honrada puede dar la mano sin sentir rubor.

El jesuíta afectaba escandalizarse por estas enérgicas palabras.

--Señor Zarzoso, piense usted bien eso que dice contra Ordóñez, pues
sentiría que esta conversación fuese causa de un incidente desagradable.
Ordóñez no es ningún pícaro. Ha tenido sus cosillas propias de un joven
atolondrado y rico, pero no ha traspasado los límites de la honradez, y
se ha portado siempre con la decencia propia de un joven que ha sido
discípulo mío. Además, está usted en su casa, y no creo muy correcto eso
de insultar al dueño que se halla ausente.

Zarzoso estaba demasiado irritado para hacer caso de las indicaciones
del jesuíta. Las insolentes declaraciones de éste habían enfurecido al
joven, y bien sabido es cuán terribles son los hombres fríos y
tranquilos cuando llegan a encolerizarse.

--Yo diré cuanto quiera--rugió Zarzoso--, y no será usted quien me lo
impida. ¿Cree usted acaso que me atemoriza la idea de que Ordóñez me
pida cuenta de mis palabras? Yo soy un hombre que no busco las reyertas,
pero que tampoco las rehuso cuando llega la ocasión, y experimentaría un
placer sin límites si algún día me viera frente a frente de ese antiguo
aventurero, a quien odio. Lo digo y no me retractaré nunca, pues estoy
bien convencido de ello. Ordóñez es un canalla aristocrático que ha
buscado una mujer inocente y sencilla para explotarla, y usted un
miserable calumniador, que no vaciló en atacar mi dicha por los más
infames medios, indudablemente con la intención de apoderarse de la
colosal fortuna de María. Conozco mucho a los jesuítas y sé cuál es la
principal norma de todos sus actos.

El médico se detuvo mirando fijamente al padre Tomás, para apreciar el
efecto que le causaban sus palabras; pero su indignación fué en aumento
al ver que el jesuíta permanecía callado, afectando la santa resignación
del justo que se ve calumniado.

Zarzoso, a pesar de la rabia que le producían aquellas declaraciones del
jesuíta, quiso saber toda la verdad y siguió preguntando.

--¿Usted, indudablemente, me seguiría también con su astuta mirada hasta
París, buscando una ocasión para desconceptuarme a los ojos de María?
¿No es eso, padre Ferrari?

--Señor Zarzoso, ¿a qué seguir hablando, si esto no ha de producirle a
usted más que indignación ahora y reyertas después? Somos dos caracteres
distintos, dos hombres de diversas ideas que no podremos llegar nunca a
comprendernos, y por más que yo me esfuerce, nunca sabrá usted apreciar
en lo que vale la bondad de esa conducta que le parece infame. Si usted
amaba a María, yo la quiero como a una hija, y no podía permitir que
perdiera su alma por toda una eternidad, uniéndose a un impío que la
contaminaría con sus ideas infernales. Inútil es que usted me pregunte
más. Bástele saber que he hecho cuanto he sabido y podido para romper
las relaciones de usted y María, y que la muerte de su amor debe
atribuirla exclusivamente a mí. Después de esto, y en pago de mi
franqueza, sólo le pido que se retire cuanto antes de esta casa, donde
su presencia resulta fatal.

--¡Me iré, sí, me iré!--dijo Zarzoso con furor--. No quiero permanecer
en una casa donde es fácil codearse con canallas como Ordóñez y su
maestro y protector el padre Tomás. ¡Pobre María! ¡De qué gente estás
rodeada! Pero antes de marcharme, quiero conocer en toda su extensión la
vil trama de que fuí objeto. Padre jesuíta, conteste usted con claridad.
Tenga usted el valor de los grandes bandidos que se envanecen de
confesar sus fechorías. ¿Fué usted quien hizo que allá en París una
mujer fatal se apoderara de mí, con el único objeto de proporcionarse un
recuerdo de mi amor con María, que sirviera para enemistarme con ella?

--Sí, yo fuí--contestó con cínica audacia el jesuíta--. De seguro que
usted considerará el acto como poco correcto; pero todos los medios son
buenos cuando con ellos se trata de salvar un alma. El Señor escoge
muchas veces los caminos más apartados para hacer el bien, y por esto
aquella mujerzuela de París sirvió para librar a María de la perdición
eterna.

Zarzoso, que estaba en pie y a corta distancia del jesuíta, habló,
gesticulando como un loco, al escuchar estas últimas palabras:

--¡Ah, miserable hipócrita! ¡Reptil con sotana! ¿Con que tantos males ha
hecho usted con el único objeto de salvar el alma de María? Lo que la
Compañía ha buscado siempre, al vivir tan unida a la familia de Baselga,
ha sido apoderarse de sus millones, casando a las mujeres de esa familia
con hombres miserables y sin conciencia, que sirvieran al jesuitismo de
instrumento. Por eso la Compañía ha perseguido a todos los que por amor
han intentado unirse a las hembras de la estirpe de los Baselgas; por
eso fué acosado hasta morir en extranjero suelo aquel infeliz mártir que
se llamaba don Esteban Alvarez, y por eso yo también he sido víctima de
traidoras maquinaciones. ¡Ah, infames! Conozco la significación que en
los labios de un jesuíta tiene esa frase de salvar un alma. Vosotros
sólo salváis almas que tengan millones.

El padre Tomás no se inmutaba ante aquella indignación creciente del
joven, que hacía que las manos de éste se agitasen cerca del rostro del
jesuíta, y aun en su cínica audacia tuvo valor para decir:

--Según lo enterado que usted se muestra de la gran fortuna que posee
María, no parece sino que su indignación reconozca por causa el haber
perdido la ocasión de un matrimonio que le hubiera hecho dueño de tantos
millones. Siento, en verdad, haberle estorbado tan bonito negocio.

Este insulto causó tal efecto en el joven, que el jesuíta se arrepintió
inmediatamente de haberlo pronunciado, y se levantó con rapidez de su
asiento. Pero Zarzoso, que estaba ciego por el furor y temblaba de ira,
cayó sobre el padre Tomás antes que éste llegara a enderezarse, y dió al
jesuíta una terrible bofetada.

Recibió éste el golpe, y en sus ojos brilló una iracunda expresión de
furor reconcentrado, propia para infundir miedo al que supiera de lo que
era capaz aquel hombre; pero inmediatamente se repuso, y apoyando en un
hombro la mejilla enrojecida por la bofetada, presentó la otra al joven,
diciendo con evangélica resignación:

--Siga usted pegando. Mayores humillaciones sufrió Dios por hacer el
bien. Pegue usted, joven, que yo le perdono.

--¡Ah, hipócrita! ¡Hipócrita!--rugió Zarzoso con la mano todavía
levantada.

Pero el aspecto de aquel hombre, que afectando humildad y resignación
aguardaba el golpe sin conmoverse, le desarmó en seguida, haciéndole
bajar la mano. El no podía seguir desahogando su justo furor, a pesar
de que estaba convencido de que aquella resignación era pura farsa.

Irritado porque el enemigo, a quien odiaba, no era tan audaz en sus
actos como en sus palabras, y comprendiendo que de seguir allí cometería
la infamia de ensañarse con un hombre que no quería defenderse, se
apresuró a salir de la casa.

No quería ver más a María, y maldecía en aquel momento la hora en que a
ésta se le había ocurrido llamarle, sacándole de la plácida tranquilidad
en que vivía.

Marchó de espaldas hacia la puerta, lanzando iracundas miradas al
jesuíta, que seguía con la cabeza baja, afectando humildad; y cuando
llegó a la puerta, dijo con resolución:

--Se cumplirán los deseos de usted; no volveré más por aquí; pero conste
que el niño que está arriba se halla ya fuera de peligro, y si es que
hay malvados que le hacen sufrir una mortal recaída, aquí estoy yo que
sabré exigir responsabilidad a los culpables. Adiós, jesuíta. Estamos en
paz; mucho daño me has hecho, grandes dolores me has obligado a sufrir;
pero, al menos, acabas de proporcionarme la satisfacción de que abofeteé
ese rostro, inmunda máscara tras la cual se oculta la doblez y la
mentira.

Salió el médico de la habitación, y al quedarse solo el jesuíta,
permaneció algunos minutos inmóvil y ensimismado.

Después rascóse la mejilla, enrojecida por la bofetada, y dijo con
calma, sonriendo con expresión diabólica:

--¡Ah, doctorzuelo! ¡Caro te ha de costar este desahogo!

Inmediatamente salió del hotel, sin que la desconsolada condesa, siempre
al lado de la cama de su hijo, llegase a apercibirse de lo que había
ocurrido en el piso bajo, y media hora después el jesuíta estaba en su
despacho escribiendo un papel, que luego entregó a uno de sus
secretarios, encargando que inmediatamente lo llevase a su destino.

Era un telegrama:

"Londres.--Fleet Street, 5. Hotel Hig-Liffe.--Francisco Ordóñez.

"Ven inmediatamente, asunto de honor urgentísimo. Te necesito.--_Tomás
Ferrari._"



IV

La mansedumbre del padre Tomás.


Cuatro días después estaba ya en Madrid el elegante Ordóñez.

Había sido muy oportuno para él el telegrama del padre Tomás.

Las grandes corridas de caballos de la ciudad de Londres habían sido muy
funestas para Ordóñez, pues perdió todas las apuestas que hizo, y éstas
eran tan considerables, que no sólo se quedó sin dinero, sino que tuvo
que recurrir a pedir prestados algunos centenares de libras esterlinas a
los amigos que tenía en la alta sociedad londinense.

El telegrama del jesuíta sirvió a Ordóñez de pretexto para huir, antes
de que terminasen las carreras, sin que sus amigos pudieran achacar este
acto al temor de seguir perdiendo; e inmediatamente salió para Madrid,
pensando de dónde sacaría los seis o siete mil duros que debía entregar
sin pérdida de tiempo a sus aristocráticos acreedores.

Ordóñez, que nunca se había preocupado por las deudas, sentía ahora la
impaciencia de pagar cuanto antes, para no sufrir menoscabo alguno en su
fama de hombre opulento, pues sus amigos de Londres le creían dueño
absoluto de la presente fortuna que pertenecía a su mujer.

Ordóñez tenía puestos sus ojos en el padre Tomás, proponiéndose que
fuese éste quien se encargara de satisfacer la presente deuda, como ya
lo había hecho con otras.

¿No le llamaba con gran urgencia diciendo que necesitaba de él? Pues
bien; ya que con tanto imperio le mandaba, al menos que pagase la exacta
obediencia, encargándose de extraer, del peculio de María, la cantidad
que el esposo necesitaba para pagar sus deudas.

Deseoso Ordóñez de arreglar cuanto antes aquel asuntillo y de mostrarse
obediente y respetuoso con el padre Tomás, fué a buscar a éste en su
despacho el mismo día de su llegada.

El jesuíta le recibió con la misma cordialidad fría y calmosa que si le
hubiese visto el día anterior.

--¡Hola, perdido!--le dijo con benevolencia--. Por fin te has decidido a
venir, abandonando ese maldito _sport_, que ha de ser tu ruina. ¿No has
sabido la peligrosa enfermedad de tu hijo?

--Sí; un día antes de recibir el telegrama de usted, me telegrafió
María, y yo me disponía ya a venir, cuando recibí la orden de vuestra
paternidad, que sirvió para acelerar aún más mi marcha.

Ordóñez mentía, pues la enfermedad de su hijo, aunque le causó cierta
impresión, no le había decidido a regresar rápidamente a Madrid. Al
recibir el telegrama de María le quedaba todavía algún dinero, y
confiaba desquitarse en las carreras que aún habían de verificarse.

--¡Bah!--se dijo el amable vividor, al recibir el aviso de su desolada
esposa--. Porque yo vaya allá, Paquito no se pondrá mejor; además, las
madres exageran siempre mucho. Esto no pasará de ser una enfermedad
propia de la niñez y que todos hemos sufrido; el sarampión, por ejemplo.
La semana que viene me iré.

Y Ordóñez se olvidó por completo de su hijo, lo que no impedía que
ahora, en presencia de su terrible protector, se esforzase en demostrar
que le había herido en el alma la noticia de la enfermedad del niño, y
que experimentó una alegría inmensa a su llegada, al saber que Paquito
estaba ya fuera de peligro.

--Vaya, no te esfuerces tanto en demostrarme lo que no sientes--dijo el
jesuíta, que conocía bien a su discípulo--. No niego que querrás a tu
hijo, pero estoy convencido de que entre él y el _Gladiateur_, el
_Vincitor_ o cualquier otro caballejo de esos que corren en las
carreras, te vas con los últimos.

--¡Oh, padre Tomás! ¡Qué bromas tiene usted!

--Vamos a ver. ¿Cómo te ha ido en las carreras?

Ordóñez se animó con esta pregunta. Antes de entrar en aquel despacho
estaba muy preocupado buscando el medio de abordar al jesuíta para
suplicarle que le librase de tan afrentosas deudas; y ahora, he aquí que
era el mismo padre Tomás quien, inesperadamente, le ponía en camino de
hacer la petición.

El aristocrático calavera adoptó un gesto de compunción y murmuró:

--Mal, muy mal, reverendo padre. He sido muy desgraciado, y la fortuna
se ha burlado de mí todo lo que ha querido. No sólo perdí cuanto dinero
llevaba, sino que, además, he contraído algunas deudas con mis amigos
del Gentleman-Club, de Londres. Esto es terrible; deudas que no pueden
ser más sagradas y que hay que pagar apenas llega uno a su casa, así
tenga que vender hasta su última camisa.

Ordóñez se detuvo, pues como era costumbre siempre que le iba con tales
demandas al jesuíta, éste ponía la cara fosca, preparándose a anonadarle
con un terrible sermón; pero, con gran sorpresa del calavera, el padre
Tomás no sólo permaneció impasible, sino que hasta le pareció a él que
por sus labios vagaba una tenue sonrisa.

Buen signo era aquel. Ordóñez sintió renacer su ánimo, y su osadía aún
fué en aumento, cuando el jesuíta, sin hacer comentario alguno, le
preguntó sencillamente:

--¿Y cuánto es lo que debes?

--Veinte mil duros--contestó sin vacilar Ordóñez y sin importarle mentir
otra vez.

Veía tan bien dispuesto al padre Tomás y tan animado por una inesperada
benevolencia, que juzgó muy prudente el aprovecharse de la ocasión para
adquirir dinero. El jesuíta, al conocer la cantidad, hizo un gesto de
desagrado, y Ordóñez creyó que, en vez de pagar sus deudas, lo que iba a
hacer el jesuíta era dirigirle uno de sus terribles sermones; pero
pronto se tranquilizó al oírle hablar.

--Mucho dinero es ése, y de seguro que, a seguir en tu desordenada vida,
pronto serán insuficientes para tus gastos las cuantiosas rentas de tu
mujer.

Pero el padre Tomás pareció arrepentirse del tono con que hablaba a
Ordóñez, y añadió después benévolamente:

--Pero, en fin, hijo mío, ya que has contraído tales deudas, preciso es
pagarlas, y no seré yo quien me oponga a ello. Al hacer aquel trato que
tú recordarás, te prometí mi consentimiento para que gastases cuanto
quisieras de las rentas de tu esposa, y no he de faltar a mi palabra, a
pesar de que noto que abusas demasiado de mi permiso. Mañana mismo
hablaré con el administrador de tu esposa, y aunque creo que no anda muy
sobrado de fondos, arreglaremos el asunto para que tengas cuanto antes
los veinte mil duros.

Ordóñez estaba encantado por la servicial benevolencia del padre Tomás.

Ni aun influído por el mayor optimismo podía él imaginarse que iba a
serle tan fácil el adquirir la exagerada cantidad en que había fijado
sus deudas.

El elegante manifestó su agradecimiento con las más expresivas palabras
que encontró; pero se detuvo de pronto, y afectando gravedad, dijo a su
protector:

--Perdone usted mi aturdimiento, padre Tomás. Ocupado en mis asuntos, he
olvidado que usted me necesita, y por esto me envió el telegrama a
Londres. ¿En qué puedo yo servirle? Mande, que inmediatamente obedeceré.

El padre Tomás puso también un gesto de gravedad y entró de lleno en el
asunto que a él le resultaba más importante.

--Es verdad que hablando de tus deudas hemos olvidado el asunto
principal. Te he mandado a llamar porque en tu pronta venida consistía
que tu honor quedase a salvo.

--¡Mi honor!--exclamó Ordóñez, que, como perfecto aventurero de la clase
elevada, era capaz de cometer las mayores estafas, sin que por esto
dejase de palidecer apenas se ponía en duda lo que él llamaba su honor.

--Sí, tu honor, hijo mío--continuó el padre Tomás, con la expresión del
que hace revelaciones importantísimas--. Durante tu ausencia han
ocurrido en tu casa algunas cosas que hacían necesaria tu pronta llegada
aquí.

--Hable usted, padre Tomás. Espero con impaciencia esas revelaciones
importantes.

--¿Recuerdas que María, antes de concederte su mano se mostraba
preocupada y desdeñosa, hasta el punto de que tú creías que tenía
ciertos amores en secreto?

Ordóñez contestó con un signo afirmativo.

--Pues bien: lo que tú sospechabas era la verdad. María amaba con
delirio a un joven médico que estaba haciendo sus estudios en París, y
que ahora es un doctor célebre a quien conoce todo Madrid.

--¿Cuál es su nombre?--preguntó con impaciencia Ordóñez.

--El doctor don Juan Zarzoso. Es especialista en enfermedades de niños y
tiene gran fama por sus asombrosas curaciones. ¿Le conoces?

--No le he visto nunca; pero he leído muchas veces su nombre en los
periódicos.

--Pues bien; ese hombre fué novio de María, y sus amores no eran una
niñada para pasar el tiempo, pues te puedo asegurar que María le amó
como una loca y tal vez hoy la imagen de Zarzoso aún ocupa en su corazón
un lugar preferente. Si la que es hoy tu mujer accedió a darte la mano,
fué porque en aquel momento estaba irritadísima por una infidelidad, más
o menos cierta, del hombre amado. Sé que María, por educación y por su
carácter excesivamente pundonoroso, es incapaz de faltar a sus deberes
conyugales; pero tengo la certeza de que en el fondo ama más a su
antiguo novio que a su marido.

Ordóñez se había preocupado pocas veces del amor de su esposa. Seguía,
como antes, entreteniendo bailarinas y disputando la posesión de las
mundanas más famosas a sus compañeros en calaveradas; pero, a pesar de
la indiferencia con que siempre había mirado a su esposa, no pudo evitar
un movimiento de despecho al oír tales revelaciones. Aquello no eran
celos, sino una irritación del amor propio herido.

Con una mirada hostil, dió a entender al jesuíta el efecto que le
causaban sus revelaciones, y éste continuó, bastante satisfecho del
resultado de sus palabras:

--Pues bien, hijo mío; ese hombre, que en realidad es el dueño del
corazón de tu esposa, ha entrado estos días en tu casa y ha permanecido
allí una noche entera.

--¡Eh! ¿Qué es lo que usted dice, padre Tomás?--exclamó furioso y
alarmado Ordóñez por aquellas palabras dichas con tan marcado deseo de
molestarle.

--¡Calma, hijo mío, calma! No hagas todavía suposiciones y espera que
acabe de hablarte. María te es fiel, no ha faltado a sus deberes, pues
Zarzoso entró en tu hotel llamado como médico y no como antiguo amante.
Tu hijo estaba gravemente enfermo de un ataque de meningitis aguda, y
María, no sabemos si aturdida o con otra intención, en vez de llamarme a
mí y al médico de la casa, solicitó el auxilio de Zarzoso, el cual,
justo es confesarlo, salvó al pobre Paquito después de pasar una noche
entera a la cabecera de su cama luchando con la terrible enfermedad.

Ordóñez se había tranquilizado al ver el giro que tomaba la revelación,
y dijo sonriendo:

--Según esto, no veo que la cosa sea tan grave. Es verdad que María ha
obrado ligeramente al llamar a casa a su antiguo novio, pero una madre
no repara en nada cuanto se trata de salvar a su hijo que está en
peligro.

--Es verdad--dijo el jesuíta, contrariado por la benevolencia que
mostraba Ordóñez--que hasta aquí la cosa nada tiene de grave; pero ahora
verás cómo cambia de aspecto. Yo fuí a tu casa apenas supe el estado de
tu hijo; allí me encontré casualmente con el doctor Zarzoso, y supe con
asombro que él era quien curaba al niño y que por esto pasaba gran parte
del día en el hotel. Ya puedes imaginarte lo que pensaría yo en
presencia de aquel hombre, cuyos antiguos amores sabía. Comprendí que de
conocer alguien que no fuera yo la historia de los pasados amores, no
tardarían en surgir desfavorables comentarios en vista de la asiduidad
con que Zarzoso entraba en tu casa, y, por otra parte, me asustó la
natural idea de que rozándose dos seres que se habían adorado tanto, no
tardaría en despertar el adormecido amor, y entonces María sería capaz
de olvidar sus deberes y serte infiel. ¿Pensaba bien o no? ¿Qué te
parece, hijo mío?

Ordóñez contestó afirmativamente, y dió a entender al jesuíta que
esperaba con impaciencia el resto de sus revelaciones.

--Movido por el deseo de impedir ese peligro que veía tan próximo, hablé
a Zarzoso rogándole en nombre del cielo que no volviese más por aquella
casa, con lo cual dejaría tranquila una familia y se portaría como un
caballero. ¿Y cuál crees tú que fué su contestación?

El jesuíta se detuvo como gozándose en la perplejidad y la impaciencia
de su protegido, y añadió después:

--Debo advertirte que el tal Zarzoso es un impío, un ateo, un defensor
de doctrinas infernales, que tal vez hace todos esos actos de caridad
que tanto prestigio le dan, con el único objeto de engañar y seducir a
la gente sencilla. ¡Qué diferencia entre ese joven y los que, como tú,
habéis sido educados por la Santa Compañía en los sanos principios
religiosos! En vez de respetar mis años y estos sagrados hábitos que
llevo, contestó a mis cariñosas palabras, a mis mansas exhortaciones,
con insultos y amenazas, acabando por darme una bofetada.

--¡Le abofeteó a usted!... ¡Y en mi casa!--exclamó Ordóñez con asombro.

--Sí, me golpeó villanamente en esta mejilla, y como si esto no le
bastara para desahogar su rabia, te insultó a ti, que estabas ausente,
diciendo que deseaba matarte, porque, en su concepto, eres un canalla
que le has robado a la mujer amada, añadiendo que te conocía muy bien,
que eres un estafador y qué sé yo cuantas cosas más.

Ordóñez se había levantado de su asiento, pálido, tembloroso y con el
bigotillo erizado por un gesto de ira.

Revivía en él el antiguo espadachín, que valido de su superioridad en
las armas, quería siempre tener razón, y a los que le acusaban por sus
estafas o por sus fullerías en el juego, les contestaba con estocadas.

El jesuíta, aunque permanecía exteriormente impasible, debía sentir en
su interior gran satisfacción, al ver el coraje que tales palabras
producían en su discípulo.

--Yo no siento la bofetada--dijo con expresión de mansedumbre--.
Sacerdote soy del Hijo de Dios, que recibía con la más sublime paciencia
las más terribles injurias, y tengo la obligación santa de perdonar a
los que me maltraten. Pero yo, hijo mío, permanecería impasible y aun
daría gracias a Dios, porque así pone a prueba mi paciencia, si el que
me abofeteó fuese uno de los nuestros, un buen católico que en un rapto
de furor hubiese cometido tal atentado; a ese le perdonaría; pero no
puedo transigir con el hecho de haber sido abofeteado por un impío, por
un ateo, a quien inspira el diablo. Esto es para mí intolerable, pues
tengo la convicción de que ese desgraciado obró así con el afán de
humillar a nuestras divinas creencias, y que al golpearme a mí, no pensó
en insultar al sacerdote, sino a la Iglesia entera.

Se detuvo el jesuíta para apreciar el efecto de sus palabras, y viendo a
Ordóñez cada vez más conmovido por una sorda irritación, continuó:

--¡Abofetear a la Iglesia!... ¿Crees tú, hijo mío, que tal atentado
puede quedar impune? Yo, como campeón de Dios, no puedo transigir con la
idea de que triunfe el Infierno y la Iglesia quede humillada, cosa que
sucederá si ese hombre terrible no sufre un castigo digno de él. ¡Ah!
¡Si yo no vistiese estos hábitos!... ¡Si no fuese tan viejo! Mi
situación es igual a la del anciano padre del Cid, después de recibir la
bofetada del conde Lozano; pero en vano busco a mi alrededor quien ha de
vengarme, pues no encuentro un Rodrigo dispuesto a desenvainar su espada
por mí.

Ordóñez le interrumpió, como ya lo esperaba el jesuíta:

--Yo seré ese vengador que vuestra reverencia necesita. Odio a ese
joven, tanto por el atentado de que le ha hecho a usted víctima, como
por sus antiguas relaciones con María. Además, los insultos que, según
usted afirma, me dirigió, y el haber ocurrido en mi casa la violenta
escena, me autorizan para retar a ese caballero y para matarle después;
pues ya sabe usted que hay pocos tan hábiles como yo en el manejo de las
armas.

El padre Tomás afectaba estar conmovido por aquel rasgo que calificaba
de sublime y decía con expresión de júbilo:

--Acepto tu generoso ofrecimiento, y tengo la seguridad de que Dios te
premiará este servicio que vas a prestar a su causa. Admito tu
ofrecimiento, principalmente, porque estoy convencido de que saldrás
victorioso. Tienes gran fama de tirador.

--¿Y ese médico no es experto en el uso de armas?--preguntó con cierta
inquietud el elegante.

--No creo que sepa manejar otro acero que el del bisturí. Toda su vida
la ha empleado en aprender infamias científicas, para negar a Dios y a
la religión.

--Esta tarde misma le enviaré mis padrinos. Voy a ir, sin pérdida de
tiempo, en busca de dos amigos de confianza. Les pillaré en casa antes
de que salgan.

--Espero, hijo mío, que para nada figurará mi nombre en este asunto.

--Pierda usted cuidado, padre Tomás. Conozco de sobra lo que son estas
cosas. Mi reto está fundado en el disgusto producido por ciertas
violencias que Zarzoso se ha permitido en mi casa y por los insultos que
me dirigió estando yo ausente.

--¡Bravo! Eso es. Que no se mencione para nada la bofetada que me dió.

--Así se hará: tanto más cuanto que él, como persona inteligente, podrá
adivinar de dónde viene el golpe y cuál es la verdadera causa del reto.

Aún hablaron durante algunos minutos el padre Tomás y aquel protegido, a
quien él llamaba pomposamente el campeón de Dios, a causa de la venganza
de que se había encargado.

El reloj del despacho dió las once, y Ordóñez se apresuró a marcharse.

--Buena hora--dijo alegremente--para pillar a mis dos amigos en la cama.
De seguro que ninguno de los dos se ha levantado todavía. Hasta mañana,
padre Tomás. Antes de veinticuatro horas ese mocito habrá llevado su
merecido.

Estaba Ordóñez junto a la puerta cuando le llamó el jesuíta, diciéndole
con acento bondadoso:

--Escucha, atolondrado. El que nos ocupemos de mis asuntos no es motivo
para que olvidemos los tuyos. Hablaré esta tarde al administrador de la
condesa para que te entregue lo que necesitas y puedas pagar tus deudas.
Y mira: he pensado que, en tu situación, esos veinte mil duros no te
sacan de penas, pues como son para pagar deudas, te quedarás
inmediatamente sin un céntimo. Lo he pensado bien, y creo que será mejor
hacer un empréstito para ti de veinticinco mil duros; medio millón de
reales, así la cuenta resulta más redonda.

--¡Oh, reverendo padre! Tantas bondades me confunden y no sé cómo
agradecerlas. Gracias, muchas gracias; se necesita ser un impío dejado
de la mano de Dios para abofetear a un hombre tan bondadoso y tan bueno.

Y Ordóñez, besando la mano de su protector, salió del despacho con aire
de satisfacción y alegría.

El padre Tomás, al quedar sólo, agitó su mano con expresión amenazante,
como si se dirigiera a algún ser invisible que estuviese en la
habitación, y murmuró:

--¡Ah, doctorcillo! Me parece que de ésta ya no darás más bofetadas.

Mientras tanto, Ordóñez bajaba la escalera de aquella antigua casa,
diciéndose interiormente:

--La verdad es que el servicio no puede estar mejor pagado y que la
proposición ha sido hecha del modo más correcto y diplomático, sin que
pueda considerarse herida mi susceptibilidad. Veinticinco mil duros si
matas a ese caballerete que me ha abofeteado; esto es en el fondo la
proposición con toda su crudeza. No se puede negar que el padre Tomás se
porta como hombre espléndido cuando trata de librarse de un enemigo...
Pero, ¡qué demonio!, si ese dinero que me va a dar es mío, puesto que
pertenece a mi esposa... Reconozco en este golpe a los jesuítas. Siempre
se muestran generosos y pródigos cuando disponen del bolsillo ajeno.



V

Asesinato legal.


Cuando el doctor Zarzoso recibió la visita de los padrinos de Ordóñez no
experimentó gran extrañeza.

Al disiparse la ira que le había dominado durante su violenta
conferencia con el padre Tomás, pensó fríamente su situación, adivinando
que un hombre tan terrible y maligno como era aquel jesuíta no tardaría
en tomar venganza. En su concepto, abofetear al jefe del jesuitismo en
España, era exponerse a mil iras vengadoras ocultas en la sombra, y por
esto se extrañaba al ver que transcurrían unos cuantos días sin notar la
persecución del ofendido padre Tomás.

Los padrinos de Ordóñez eran un coronel más conocido por sus jugadas en
el Casino que por sus campañas, y un marqués que tenía reputación de ser
el primer tirador de armas de España, y cuya intervención resultaba
imprescindible en todos los duelos que se concertaban en Madrid.

Llegaron a casa del doctor a las dos de la tarde, cuando éste acababa de
terminar su diaria consulta para los pobres, y después de enseñarle una
carta de Ordóñez en que les facultaba para representarle en el lance,
diéronle otra del mismo individuo, la cual produjo en el doctor terrible
efecto.

Ordóñez exigíale una satisfacción por lo ocurrido en su casa; pero el
estilo de la carta era tan despreciativo y abundaban tanto en ella las
palabras irónicas y mortificantes, que Zarzoso, pálido por la ira,
arrojó el papel con visibles muestras de desprecio.

--Señores--dijo a aquellos dos espadachines elegantes--, soy un hombre
de ciencia, y como ocupado en el estudio no he tenido tiempo para
enterarme de ciertas cosas, ignoro lo que se hace en casos como el
presente. Dispensen ustedes mi ignorancia; pero si yo me niego a dar
esas manifestaciones humillantes que pide ese señor, ¿qué ocurrirá
entonces?

--Tendrá usted que batirse con nuestro apadrinado--contestó el coronel.

Y el marqués añadió con entonación campanuda, como si hablase de una
cosa santa:

--Así lo exige el Código del honor.

--Perfectamente--dijo con ironía Zarzoso--. ¿Y qué más ceremonias exige
ese sagrado Código?

--Debe usted nombrar dos padrinos para que se entiendan con nosotros y
concertar entre los cuatro las condiciones del combate. Esto se
sobreentiende que será si usted se niega a dar explicaciones.

--Me niego; sí, señor. No conozco a ese caballero a quien ustedes
representan, pero no sé por qué me halaga la idea de romperme la cabeza
con él. Voy a presentarles a ustedes mis padrinos.

Y el joven doctor se dirigió a su gabinete de operaciones, donde aún
estaban los ayudantes esperando las órdenes del maestro antes de
retirarse hasta el día siguiente.

Escogió dos de los que le inspiraban más confianza y los presentó a los
padrinos de Ordóñez, quienes los saludaron con una ceremonia grave y
casi fúnebre, invitándoles a reunirse de allí a media hora en el
domicilio del marqués, para concertar el duelo.

Cuando Zarzoso quedó sólo en su salón, reflexionando sobre aquel suceso,
vió entrar a su tío, el viejo doctor, con una expresión ceñuda y
volviéndose a todos lados como si quisiera husmear algo extraño en la
atmósfera.

Paseando por el salón, miraba de vez en cuando a su sobrino y gruñía
sordamente, hasta que, por fin, se plantó ante el joven y le dijo con
expresión de juez que interroga:

--Oye: hace un momento he visto salir de aquí a dos caballeros a quienes
conozco. Les llamo caballeros, porque esto no significa nada; pero en
realidad son dos perdidos, dos tahures espadachines de esos que pululan
en la alta sociedad y que sólo sirven para hacer daño a las personas
honradas. ¿Qué querían esos individuos? De seguro que no venían a
buscarte como médico.

El joven permaneció indeciso por algunos momentos, no sabiendo qué
contestar; pero, al fin, se decidió a decir la verdad, y habló a su tío
del lance que tenía próximo, aunque procurando ocultar su verdadera
causa y diciendo que consistía en ciertas palabras que se le habían
escapado hablando con algunos amigos sobre un hombre muy conocido en la
alta sociedad y cuyo nombre no quería revelar.

--¿Y qué es lo que dijiste de él?

--Dije que era un canalla, un estafador y un tahur que había apelado
siempre a los más reprobables medios para ganar dinero en el juego.

--¿Y es esto verdad? ¿Tienes pruebas de ello?

--¡Bah! ¡Si esto lo sabe todo Madrid! El tal sujeto, cuyo nombre no
quiero revelar, tiene la fama tan bien sentada, que no hay persona
alguna que no le considere como un pillete.

El buen sentido del viejo doctor, su lógica de hombre rudo, pero recto,
sublevábase al oír estas palabras.

--¿Y vas a batirte con un hombre así? Te digo que no comprendo estas
cosas, y que me parece que el mundo no es ya más que una vasta jaula de
locos. Comprendo que un hombre quiera matar a otro cuando éste le
insulta, atribuyéndole cosas que no ha hecho; pero hablar del honor, de
la dignidad y de satisfacciones, por haber sido llamado tal como se
merece uno, me resulta la mayor de las demencias. El pillete siempre
será pillete, aunque lleve en el bolsillo un código del honor y sepa
tirar a todas las armas para asesinar a los que le llaman con el nombre
que merece, y el hombre honrado será un jumento, si por respeto a estas
farsas, que se llaman conveniencias sociales, accede a exponer su vida
riñendo con aquel a quien ha insultado dándole los calificativos que
merece por su infame conducta. La cosa es clara. Si esos espadachines
aristocráticos que viven en sociedad como en país conquistado, no
quieren verse ofendidos a cada punto en lo que ellos llaman su honor,
que lleven mejor vida y sean más virtuosos y dignos, pues así se
evitarán que el hombre honrado les diga la verdad. Tú le has dicho
canalla a ese individuo cuyo nombre no quieres revelarme; ahora, lo que
a él le toca, a los ojos de la sana razón, es demostrar que no merece
tal calificativo y hacer, enseñándote pruebas, que tú lo confieses así.
Con que ya lo sabes; te prohibo que te batas. Me avergonzaría de tener
en mi familia un imbécil, que por lo que podrán decir cuatro
desocupados, fuese a matarse con un hombre que no merece ni su
estimación ni su respeto, a causa de su falta de vergüenza.

Zarzoso oía a su tío sin que sus palabras le produjeran efecto alguno.
Había ya adoptado una resolución y se batiría con Ordóñez, pues odiaba a
este hombre. El viejo doctor debió adivinar en la mirada de su sobrino
algo de lo que éste pensaba, y para disuadirle de su tenaz propósito, se
apresuró a añadir:

--Además es una solemne barbaridad, una locura inconcebible, el batirse
con un hombre acostumbrado al manejo de las armas. Eso equivale a un
suicidio, a dejarse asesinar voluntariamente. ¿Eres tú acaso espadachín?
¿Has perdido mucho tiempo ejercitándote en el uso del sable y de la
pistola? No; tú eres un hombre de ciencia, te has dedicado a saber curar
las heridas y no a abrirlas, y entre ser aprendiz de sabio o aprendiz de
asesino, has preferido lo primero. En cambio, ese caballerete que te
reta debe ser un consumado espadachín, pues así lo da a entender la
calidad de los amigos que te ha enviado. Si es que tiene interés en
librarse de ti, para que no le censures más tiempo diciéndole lo que se
merece, te ensartará como a un pajarillo o te meterá una bala en la
cabeza. Y, ¿crees tú que tiene sentido común el marchar a la muerte
voluntariamente y por un mal entendido amor propio? ¿Qué dirías tú de un
hombre que débil y desarmado se metiera voluntariamente en una calle
donde supiera que le aguardaba emboscado un asesino para matarle? Si ese
enemigo tuyo fuese un hombre de ciencia que, como tú, se hubiese pasado
la vida entregado al estudio, sin conocer el manejo de arma alguna,
entonces se podría transigir con el lance, pues al menos existiría entre
los dos cierta igualdad; pero ir a ponerse enfrente de uno de esos
perdidos aristocráticos que apenas saben leer y que cifran todos sus
conocimientos en bailar bien y tirar a las armas, es una locura que yo
no puedo consentir a un sobrino mío.

Se detuvo el doctor para apreciar el efecto que causaba en el joven todo
cuanto iba diciendo, y como conforme hablaba, entusiasmábase el viejo
con el desarrollo de aquel tema, se apresuró a añadir:

--Tú bien sabes que la mayor de las inconsecuencias en que puede caer un
hombre sabio es arrebatarle la vida a un semejante. Tú que eres médico
contesta. ¿No te parece que bastantes auxiliares tiene la muerte con
esas innumerables y terribles dolencias que la Naturaleza descarga sobre
la Humanidad? ¿No se desangra bastante la especie humana con esas
guerras que provocan los reyes y que muchas veces tienen por fundamento
una ridícula cuestión de cortesía? Yo bien sé que los hombres tenemos
algo de fiera y que muchas veces, alterándose nuestro sistema nervioso,
se oscurece la razón y apelamos a los puños como supremo argumento. Eso
está muy bien, ¡qué demonio!, y no seré yo quien pretenda corregir la
plana a la Naturaleza. ¿Se insultan dos hombres? ¿Se odian por motivos
particulares? Pues bien; comprendo que al encontrarse desahoguen su
furor dándose unos cuantos puñetazos y hasta me parece lógico que en un
arranque de su brutalidad excitada lleguen hasta matarse. Pero lo que no
comprendo, lo que no concibo cómo la ley no lo castiga con las más
terribles penas, es que dos hombres, algunos días después de haberse
insultado, vayan con la mayor sangre fría, casi sin odio, a matarse en
el campo que llaman del honor, rodeando el crimen de un aparato
ceremonioso y ridículo, propio de costumbres bárbaras, que,
afortunadamente, pasaron para no volver. Me tiene sin cuidado que esos
tontos de la aristocracia y una turba de imbéciles que quieren imitarles
cometan estas sangrientas estupideces; pero no puedo consentir que un
sobrino mío, que además es sabio, caiga en un ridículo tan deshonroso.

Calló el viejo doctor y dió algunos pasos por la habitación hasta que
poco después volvió a detenerse ante el joven, e irguiendo su corpachón,
dijo con cierto orgullo:

--Aquí tienes a tu tío que nunca ha llegado a caer en tales ridiculeces,
y, sin embargo, me tengo por más valiente que todos esos señores que
palidecen de ira a la menor palabra que hablan de acudir inmediatamente
al campo de honor. A ellos, que son tan valientes, les hubiera querido
ver yo bregando con los locos y quitándoles muchas veces las armas de
las manos. Pues bien; yo, que no sé lo que es miedo, nunca he admitido
esos ridículos desafíos, en los que se escuda, las más de las veces, la
gente que no tiene razón. Una vez, cierto doctor que tenía reputación de
espadachín, ofendido por algunas expresiones que se me escaparon en el
calor de una discusión científica, me envió sus padrinos, diciendo que
no podía vivir tranquilo mientras que yo no le diese una reparación en
el terreno de las armas. Despedí a los padrinos con cajas destempladas,
diciendo que si mi enemigo no podía vivir sin vengarse de mí, que
viniera a buscarme sólo, pues tenía un buen garrote para darle la
contestación, y esta es la hora en que todavía no le he visto. Otra vez
un cliente me dió su tarjeta en señal de reto y yo le contesté con unos
cuantos mojicones, y por esto ha transcurrido el tiempo sin que nadie se
atreviera a irle con más farsas de estas al doctor Zarzoso. Créeme,
Juanito; eso de los desafíos es un procedimiento inventado por ciertas
gentes que no sirven para nada, con el fin de conservar por el terror su
supremacía en la sociedad. Si todos tuviesen sentido común e hiciesen lo
que yo, despreciando tan ridículas preocupaciones, ten por seguro que
pronto terminaría esa ridícula costumbre apadrinada por la fatuidad
francesa y que hace revivir la Edad Media en pleno siglo XIX. Con que
contesta, muchacho. ¿Estás dispuesto a obrar como cualquiera de esos
cabezas de chorlito que pululan en la sociedad, imponiéndola sus
ridículas costumbres?

Zarzoso, mientras hablaba su tío, habíase formado su plan. Sabía que el
viejo doctor no era capaz de transigir con el duelo y le impediría por
todos los medios el que llegara a batirse.

El joven comprendía también la verdad que encerraban las palabras de su
tío, pero aquella carta de Ordóñez que él veía blanquear en el rincón a
donde la había arrojado, conmovíale y le hacía pensar con fruición en la
delicia que experimentaría al verse frente al marido de la condesa con
un arma en la mano. Estaba decidido a no retroceder, encontrándose como
se encontraban tan adelantados los preparativos del duelo. Adivinaba la
inmensa ventaja que llevaría Ordóñez sobre un hombre que no conocía el
manejo de las armas, pero al mismo tiempo pensaba que era más preferible
morir, que dar lugar a que aquel hombre tan odiado se jactase ante María
de haber inspirado miedo a su antiguo novio.

Esto era lo que más decidía a Zarzoso a dejar que la aventura siguiese
su curso. Estaba decidido: antes morir que dar pretexto para que María
le tuviese por un cobarde.

El joven, deseoso de librarse de su tío, dió a éste toda clase de
seguridades. No se batiría, ya que así lo mandaba él, y prometió al
mismo tiempo tenerle al corriente de cuanto ocurriera en aquel asunto.

El viejo doctor, a quien nunca había engañado su sobrino, se tranquilizó
con tales promesas, y poco después le dejó sólo para ir a dar un paseo
con otros dos profesores jubilados, que eran sus únicos amigos, por lo
mismo que en genio rudo y en opiniones intransigentes casi llegaban a su
misma altura. Los diarios paseos de aquellos tres sabios, con sus
incesantes discusiones, equivalían a una continua tempestad científica.

El joven doctor permaneció en el salón reflexionando sobre la aventura
de que iba a ser protagonista, y ensimismado en sus ideas pasó para él
tan velozmente el tiempo, que habían transcurrido ya dos horas y
comenzaba a anochecer cuando él creía que sólo habían pasado algunos
minutos.

Al volver los dos ayudantes designados por él como padrinos,
encontráronlo tendido en un diván, con la mirada fija en el techo y la
expresión del que sueña despierto.

Los dos jóvenes le enteraron de las condiciones concertadas con los
otros padrinos.

La discusión había versado principalmente sobre la gran desigualdad que
existiría entre los combatientes, a causa de que el doctor era inhábil
en el manejo de toda clase de armas. La pistola había resultado
inadmisible, a causa de que Ordóñez pasaba por uno de los mejores
tiradores de Madrid, y, al fin, como se había de optar por alguna arma,
los cuatro padrinos decidiéronse por el sable, aunque en su manejo
también se distinguía el marido de la condesa.

A Zarzoso le pareció todo muy bien, y cuando uno de sus ayudantes le
propuso ir al salón de armas del "Zuavo", a que éste le diese algunas
lecciones, el joven doctor contestó con un gesto de indiferencia.

¿Para qué? Estaba convencido de que una lección de unas cuantas horas
sólo serviría para fatigarle, sin proporcionarle ninguna superioridad
sobre el enemigo. Además, sus ayudantes le decían que en las luchas a
sable lo más principal era tener coraje, abrumando a golpes al enemigo,
y él pensaba que si le mataba Ordóñez no perdía gran cosa, pues estaba
cansado de la vida y ésta no tenía para él atractivo alguno desde que
María resultaba imposible para él.

Tan indiferente le era la existencia a Zarzoso, que durmió aquella noche
con bastante tranquilidad y únicamente se preocupó de que su tío no se
apercibiera de que el lance iba a verificarse a la mañana siguiente.

Habían convenido los padrinos que el encuentro fuese en una posesión que
el marqués, amigo de Ordóñez, tenía en las inmediaciones de Madrid, y
allá fué donde Zarzoso, a las seis de la mañana, se dirigió en un
carruaje, acompañado de sus dos ayudantes.

En una enarenada plazoleta del jardín, que se extendía a espaldas de la
villa del marqués, fué donde se encontraron aquellos dos hombres que no
se conocían, y, sin embargo, se buscaban con el propósito de matarse.

Zarzoso sólo había visto algunas veces a Ordóñez de lejos en las calles
de Madrid, y el marido de la condesa contempló por primera vez al hombre
a quien aborrecía y cuya muerte le había sido pagada con tanta
generosidad por el jesuíta.

Los cuatro padrinos prepararon la lucha con toda la ceremoniosa liturgia
propia de tales casos, y sobre la arena pusieron los sables con que
aquellos hombres debían herirse.

Ordóñez y sus padrinos, aunque afectando seriedad, mostraban estar
acostumbrados a actos como aquél. Zarzoso permanecía indiferente, y en
cuanto a sus dos ayudantes, parecían asombrados de que con tanta
frialdad se preparase la muerte de un hombre.

Después de los saludos, de señalar el puesto de los combatientes y de
dejar ultimados todos los preparativos, Zarzoso y Ordóñez despojáronse
de la levita y el chaleco, arremangáronse el brazo derecho y cogieron
sus sables.

El joven doctor estaba decidido a no dejarse matar y a causar a su
enemigo todo el daño que pudiera; pero cuando los padrinos dieron la voz
de ¡en guardia!, él notó en los labios de Ordóñez una sonrisa desdeñosa
y en el rostro de sus padrinos un gesto de asombro.

--Esto va a resultar un crimen--murmuraba el coronel, padrino de
Ordóñez--. Ese muchacho no sabe lo que tiene en la mano y se va a dejar
mechar inmediatamente.

Así era, pues Zarzoso, con el sable en la mano, hacía la figura más
ridícula, demostrando desconocer hasta las más rudimentarias reglas de
la esgrima.

El sol de la mañana, filtrándose a través de las vecinas arboledas,
iluminaba, aquella plazoleta, bañando en luz el sombrío grupo de los
padrinos y haciendo centellear las hojas de los sables.

Reinaba un fúnebre silencio, únicamente interrumpido por los rumores de
los árboles, y en aquella augusta y silenciosa majestad de la
Naturaleza, iban a exponer su vida dos hombres: el uno por el _qué
dirán_ de la sociedad, que hace cometer las mayores tonterías, y el otro
obedeciendo a la sugestión de un superior y obrando como un asesino
pagado.

Apenas comenzó el combate, Zarzoso avanzó sobre Ordóñez dirigiéndole
golpes a diestro y siniestro, sin regla ni concierto alguno.

El joven doctor tenía buen brazo, estaba excitado por el coraje que
sentía, y Ordóñez, a pesar de ser un experto tirador, hubo de retroceder
en el primer instante algunos pasos para librarse de aquella lluvia de
cuchilladas.

Esta impetuosidad en el ataque y tan hostil desorden en la agresión,
hubiesen servido de mucho a Zarzoso tratándose de un enemigo tan
inexperto como él; pero Ordóñez no tardó en reponerse, y notando que su
contrario siempre le dirigía los golpes a la cabeza, limitóse a ponerse
a la defensiva, sonriendo con desdén.

El coronel seguía murmurando, a pesar de que su compañero el marqués le
tocaba con el codo para que callase:

--Ese muchacho tiene bríos. ¡Lástima que no sepa absolutamente nada de
esgrima! Ordóñez está divirtiéndose con él y así que quiera lo
despachará a su gusto. El mismo será el encargado de matarse.

Aún duró el combate unos cinco minutos.

Zarzoso, jadeante e irritado, se movía de un lado a otro, saltaba,
buscando atacar a su enemigo por todos lados; pero siempre le salía al
encuentro el sable de Ordóñez, parando con exactitud sus más furibundas
cuchilladas.

Aquella defensa pasiva y desdeñosa irritaba aún más a Zarzoso, quien,
ciego de furor, deseaba que su enemigo tomase la ofensiva y lo rematara
de un golpe, pues así al menos no le serviría de objeto de diversión.

Tuvo un momento de descuido Ordóñez, en que el sable del doctor silbó
cerca de una de sus orejas, y entonces el rostro del elegante perdió su
desdeñoso gesto para tomar un aire de ferocidad.

Los padrinos adivinaron que llegaba ya el momento supremo.

Zarzoso, más confiado y ensoberbecido por aquella cuchillada que tan
cerca había pasado de su enemigo, levantó el sable y audazmente, a
cuerpo descubierto, avanzó un paso; pero en el mismo instante, rápido
como un relámpago, extendió Ordóñez su brazo, con el sable horizontal y
rígido, y al acercarse impetuosamente el doctor, se lo clavó él mismo en
el pecho.

Zarzoso, pálido y con la mirada extraviada, cayó de rodillas, al mismo
tiempo que un grueso chorro de sangre manchaba su blanca camisa y caía
goteando en la arena de la plazoleta.

Los dos ayudantes que se abalanzaron a sostenerle en sus brazos, al ver
el sitio donde estaba la herida y la gran cantidad de sangre que manaba,
cambiaron entre sí una mirada de horrible desconsuelo.

Buena mano tenía el tal Ordóñez. No era necesario que ellos abriesen su
botiquín para hacer la cura. La punta del sable le había atravesado el
corazón y aquellas convulsiones del infeliz médico eran el estertor de
la agonía.

Cuando una hora después los dos ayudantes, auxiliados por el portero,
subían el cadáver todavía caliente de Zarzoso por la lujosa escalera de
su casa, la primera persona que encontraron al llegar al rellano del
segundo piso fué al viejo doctor. Estaba muy desfigurado y su rostro,
rudo y siempre cejijunto, parecía el de un león con fiebre.

Al levantarse aquella mañana y no encontrar a su sobrino, había
adivinado toda la verdad, y furioso contra Juanito por haberle engañado,
ocultándole lo que ocurría, iba de un punto a otro de la casa, rugiendo,
insultando a su ausente sobrino por lo que él llamaba su doblez y
desahogando su cólera dando patadas a los muebles y a cuantos criados
encontraba al paso.

Cuando vió el cadáver de su sobrino no experimentó gran emoción
aparentemente. Hacía ya rato que esperaba aquello.

--¡Ah, imbécil!--exclamó dirigiéndose al inanimado cuerpo--. Al fin, te
has salido con la tuya. Era preciso que cuatro estúpidos que ni te
conocían ni te apreciaban, no pudieran decir que el doctor don Juan
Zarzoso no era hombre de honor, y para esto nada más sencillo que
dejarse matar por un cualquiera, sin importarte gran cosa que después tu
tío reviente de pena. ¡Ah, pillete! ¡Ah, gran infame! Ya estarás
satisfecho: a ti te han muerto y yo no tardaré en seguirte. Puedes estar
contento de tu hazaña. Dejándote asesinar has salido del mundo con
muchísimo honor, como un completo caballero a los ojos de la estupidez
y como un bestia para mí.

Y el pobre viejo hablaba con voz ronca, gesticulando y braceando como un
loco.

Los ayudantes y el portero permanecían inmóviles, sosteniendo el
cadáver, ante aquel hombre imponente en su dolor, que parecía cerrarles
el paso; y como uno de ellos, en su aturdimiento, soltase la cabeza del
muerto, que cayó pesadamente hacia atrás, el viejo exclamó con ira:

--¡Tened más cuidado, animales! ¿No veis que le estáis haciendo daño?
Esperad, que allá voy yo.

Y al sostener entre sus manos la helada cabeza del joven, toda su ira
desapareció, e inclinándose sobre ella estampó un beso en aquella boca
lívida, a la que asomaba una espuma sanguinolenta.

--¡Pobrecito! ¡Chiquitín mío!--gritó con una voz que parecía un aullido
doloroso y que causó escalofríos de terror a los hombres que estaban
presentes--. ¿Por qué me has engañado? ¿Por qué fuiste a morir sin
acordarte de mí, que soy tu padre? ¡Ay! ¿Qué haré yo ahora, sólo en el
mundo, sin este muchacho que era toda mi familia?

Miró con ojos de idiota a aquellos tres hombres, como si no los
reconociera, y les dijo:

--Ustedes no saben quién era mi Juanito. ¡Qué han de saber ustedes hasta
dónde llegaba esta cabeza que tengo entre mis manos! De estudiante,
asombraba a los profesores de San Carlos por su aplicación y su
portentosa inteligencia; yo estaba tan orgulloso que hasta me hacía la
ilusión de que lo había parido; después, en París, se mostró como un
portento, y si quisiera les enseñaría a ustedes cartas de Charcot y de
otros sabios, en que hablan de mi niño como de un compañero, y luego
aquí ha hecho curas tan grandes, que yo mismo me consideraba a su lado
como un discípulo ignorante. Además..., ¡tan bueno!, ¡tan sencillo!,
siendo el consuelo de los enfermos pobres y el salvador de todos esos
chicuelos haraposos que vienen aquí por las mañanas... Respondan
ustedes: ¿Había alguien mejor que él? ¡Nadie! no hay en todo Madrid
quién pudiera descalzarle. ¡Vaya un suceso divertido! ¡Y luego aún hay
imbéciles que se empeñan en hacernos creer que existe Dios, la
Providencia Divina y todas esas zarandajas, buenas para engañar a los
tontos!...

El viejo miró arriba, y rechinando los dientes, rugió:

--¡Baja, bandido!..., ¡baja si te atreves, y me explicarás el por qué de
esa inmensa sabiduría, que mientras consiente la muerte de un hombre
benéfico y virtuoso, deja en pie a un canalla, y hiere mortalmente a un
pobre anciano!

El doctor seguía a aquellos hombres que iban empujando el cadáver dentro
de la habitación. No soltaba la cabeza de su sobrino, y cuando al
atravesar uno de los salones de espera la luz del balcón dió de lleno en
aquel rostro de lívida palidez, el viejo, con un rugido, hizo detener a
los conductores:

--Mirad, mirad bien esa cara: es la misma de mi pobre hermano. Esto es
intolerable, esto es inhumano; parece imposible que en una nación que se
llama civilizada, los pobres viejos tengan que pasar por tan terribles
agonías. Críe usted hijos, haga usted de ellos unos sabios,
enorgullézcase con sus triunfos, que la ley del honor ya se encargará de
enviarle un espadachín que a la primera cuchillada derrumbe todas sus
ilusiones al suelo... ¡Oh, Juanito! ¡Hijo mío!

Y el viejo pudo, por fin, dar libre expansión a aquel dolor comprimido
en su pecho, y derramando abundantes lágrimas, cayó de rodillas,
descansando su blanca cabeza sobre la lívida faz del muerto.



VI

El porvenir de la familia Ordóñez.


La trágica muerte del doctor Zarzoso produjo gran impresión en Madrid.

Los periódicos se ocuparon del suceso, aprovechando la ocasión para
declamar contra la bárbara costumbre del duelo, y al entierro del doctor
acudió toda la aristocracia de la ciencia en unión de aquella clientela
pobre que adoraba a Zarzoso como un ser casi sobrenatural, a causa de
sus bondades sin límites.

Durante algunos días la muerte del doctor fué el tema de todas las
conversaciones en Madrid; pero al domingo siguiente, "Frascuelo" tuvo
una cogida, y el público novelero no tardó en olvidarse del trágico
desafío para ocuparse únicamente de la salud del diestro.

Dos semanas después, eran ya muy pocos los que se acordaban de la triste
suerte del doctor Zarzoso; la excitación pública devanecióse, y así no
resultó difícil que Ordóñez fuese condenado únicamente a dos años de
destierro, juntando con este castigo la esperanza de que el Gobierno le
indultaría de la pena así que, transcurridos algunos meses, se hubiese
olvidado por completo el trágico suceso.

Ordóñez acogió con satisfacción aquella sentencia que le daba un
pretexto para satisfacer su afición a vivir en el extranjero, y salió
inmediatamente para Londres, después que el padre Tomás, muy satisfecho
de su comportamiento, le prometió interponer su valiosa influencia para
que el administrador de la condesa atendiese a todas sus necesidades con
frecuentes envíos de dinero.

Quedó, pues, María completamente sola en su hotel, al cuidado de su
enfermo hijo, pues su tía, la baronesa, había olvidado por completo las
costumbres de mujer elegante que observaba antes del matrimonio de su
sobrina y en los primeros tiempos de éste, y había vuelto a sus
aficiones devotas, pasando la mayor parte del año fuera de Madrid,
visitando conventos y tomando parte en ejercicios religiosos y romerías
que organizaban los jesuítas para levantar el espíritu católico, que
según ellos estaba muy decaído. La viuda de López ya no ejercía de
confidente de la baronesa y de María. Doña Fernanda había perdido toda
su confianza en la intrigante viuda, y ésta, por su parte, cansada de
servir a sus aristocráticas amigas, y habiendo ganado con sus
complacencias lo que creía necesario para el resto de su vida, habíase
retirado a Andalucía, dedicándose a negocios con sus ahorros en Sevilla,
donde prestaba al 30 por 100 a las gentes más necesitadas.

Fué para María una época muy triste los dos años que permaneció sola en
su hotel, sin otra distracción que el cuidado de su enfermizo hijo, ni
otras visitas que las del padre Tomás y el médico de la casa.

Algunas veces, doña Fernanda, fatigada por las correrías religiosas que
la hacían viajar por todas las provincias de España, permanecía algunas
semanas en el hotel; pero aquella quietud en una casa que tenía algo de
hospital y cuyo ambiente apestaba con el acre olor de las medicinas, no
agradaba a una mujer que era inquieta y movediza, por el instinto de la
propaganda y la organización, e inmediatamente, la vieja paloma mística
levantaba el vuelo para continuar aquella obra que tan grata les era a
los padres de la Compañía.

Mientras la baronesa permanecía en Madrid. María abandonaba su pasiva
existencia de mujer resignada y triste, y obedeciendo a su tía, la
acompañaba a la iglesia o a las reuniones piadosas, mostrándose entonces
a los ojos de las gentes de su clase, que la creían enferma al no verla
en los demás puntos de reunión donde se codeaban las clases
privilegiadas.

La joven condesa de Baselga, por más que transcurría el tiempo, no
lograba reponerse de la dolorosa sorpresa, del inmenso pesar que la
produjo la noticia del triste fin del doctor Zarzoso.

Adivinaba que ella había intervenido indirectamente en aquella espantosa
tragedia, en la cual su marido había desempeñado el papel más odioso,
quedando su antiguo adorador con el prestigio sublime del hombre de
corazón que se deja matar por haber amado mucho.

Antes de aquel duelo, miraba con indiferencia a Ordóñez, pero ahora le
odiaba, viendo en él al asesino de Zarzoso, y se sentía satisfecha por
vivir alejada de su marido, pues hubiese sido un tormento horrible el
tener que estar a todas horas junto al hombre que aborrecía.

El recuerdo de aquel trágico suceso producíale una melancolía incurable,
y prefería permanecer encerrada en el fondo de su hotel a tomar parte en
las diversiones de la vida elegante o a mostrarse simplemente en
público.

Por otra parte, la continua e interminable dolencia que debilitaba a su
hijo, obligábala a permanecer siempre encerrada, adivinando muchas veces
que no era Paquito el único enfermo, pues ella sentía la falta de salud,
y en su rostro marcábanse cada vez más aquellos signos que alarmaron a
Zarzoso la primera vez que entró en el hotel y que le hicieron sospechar
que la tuberculosis del padre había contagiado a toda la familia.

Cada vez que ella se quejaba de su falta de salud, presintiendo que
existía en su organismo un principio de terrible enfermedad, el médico
de la casa y el padre Tomás bromeaban sobre lo que ellos llamaban
escrúpulos y manías de la condesa.

En concepto de dicho médico, lo que sentía María era el cansancio
producido por las muchas noches en vela y la angustia que le causaba el
estado de su hijo, al cual prometía él curar en plazo muy breve, a pesar
de cuyas promesas la enfermedad de Paquito no dejaba de ir en aumento
rápidamente.

El terrible hidrocéfalo no podía ser más visible. La cabeza del niño
había ido desarrollando exageradamente su volumen de un modo lento y
progresivo. La frente se había extendido elevándose y avanzando hacia
los ojos, de un modo que éstos estaban dirigidos hacia abajo y
recubiertos por el párpado inferior hasta el centro de la pupila. La
cabeza tomaba la forma de una pirámide con la base hacia arriba; la cara
se achicaba haciéndose pálida y huesuda; el cuero cabelludo sólo estaba
cubierto por muy escasos y finos cabellos, y las venas subcutáneas de
las sienes y de la frente, hinchábanse, destacándose bajo la piel con
marcado relieve.

A pesar de unos signos tan característicos, el doctor, protegido por el
padre Tomás, negaba siempre que aquello pudiera ser el hidrocéfalo y
atribuía tales síntomas a todas las enfermedades, antes que a una
tuberculosis encefálica.

El padre Tomás, al hablar de la enfermedad de Paquito, atribuíala
siempre al exagerado cuidado de su madre y a la anormal temperatura de
Madrid, asegurando que el niño se curaría así que estuviera en
condiciones para entrar en cualquiera de los colegios de educación que
la Compañía tenía establecidos en provincias y en el cual, con un clima
saludable y un régimen reglamentario e higiénico, no tardaría en
desaparecer la hinchazón del cráneo que tanto alarmaba a María.

Transcurridos los dos años de destierro a que habían condenado a
Ordóñez, éste volvió a Madrid con el único fin de avistarse con sus
amigos, pues le gustaba más la vida de París o de Londres que la de
Madrid. En cuanto a su mujer y a su hijo, apenas si se acordaba de
ellos, pues sólo de tarde en tarde había enviado a María una breve carta
por pura cortesía, preguntando con marcada negligencia por la salud de
Paquito.

Cuando la condesa vió de vuelta a su marido, experimentó un gran
disgusto. Le era muy grato vivir sola en su hotel, sin otra compañía que
la de su hijo, pues así su imaginación excitada se hacía la ilusión de
que era una viuda y que su esposo había sido aquel infeliz doctor, al
cual amaba ahora sin sombra alguna del antiguo despecho, desde que lo
había visto morir a causa del amor que la había profesado.

Ordóñez, como si adivinara cuáles eran los sentimientos de su esposa, no
intentó con ella la menor intimidad. Además, el aventurero sin corazón
que explotaba de tal modo a su esposa, como había estado tanto tiempo
ausente, notó al primer golpe de vista lo envejecida que se hallaba por
las penas, y la interna destrucción que en su organismo iba operando la
enfermedad, y esto era más que suficiente para que aquel hombre
corrompido y sin sentimiento, que en punto a amor no había ido más allá
de una carnívora brutalidad, rehuyese todo contacto con la esposa
honrada, que, por ser madre, había perdido una gran parte de su frescura
y de su belleza.

La fría indiferencia entre los dos cónyuges era visible para todos
cuantos entraban en la casa, y apenas si al sentarse a la mesa, los
pocos días en que Ordóñez comía en casa, dirigía éste algunas palabras a
su esposa, la cual, por su parte, tampoco tenía gran interés en tratarse
con un hombre a quien odiaba.

Un día Ordóñez se mostró con su esposa más insinuante y cariñoso que de
costumbre.

Después del almuerzo, en vez de salir apresuradamente como hacía
siempre, para acudir a las mil citas de amigos y amigas que le asediaban
desde que había llegado a Madrid, Ordóñez permaneció sentado, mostrando
deseos de entablar conversación con María, a la cual inquietaba algo tan
inesperada solicitud.

Hablaron primeramente del estado de su hijo que en aquellos días parecía
experimentar cierta mejoría y correteaba por la casa sin pesadez y sin
mostrar esa manifiesta imbecilidad que produce el hidrocéfalo en los
niños.

--Tú verás--decía Ordóñez a su esposa--cómo al fin no resulta nada la
enfermedad de nuestro hijo. Son dolencias esas que cuando niños todos
hemos pasado y que desaparecen al robustecerse el cuerpo y salir de la
infancia. Como esa enfermedad se hará más grave, será si tú te empeñas
en tener siempre a Paquito cosido a tus faldas y rodeado de los más
nimios y escrupulosos cuidados. Esto sólo servirá para que su dolencia
se agrave y tú te pongas más enferma, porque, ¡mira, hija mía!, voy a
serte franco; tú no estás muy bien y de seguro que si te empeñas en
sacrificarte tanto por cuidar a tu hijo, no tardarás en morirte. Me
parece muy bien que una madre cuide a su hijo sin reparar en fatigas; lo
mismo hacía la mía; pero esto no impide que uno se cuide a sí mismo. Yo
también estoy muy delicado y, sin embargo, me hago la cuenta de vivir
muchos años, porque me preocupo mucho de lo que puede hacer daño a mi
salud y procuro cambiar de aires con frecuencia, pues esto siempre es
bueno. Dirás que soy muy egoísta; conforme, no lo discuto; pero con
egoísmo se vive, y si yo muriera, nadie de este mundo se encargaría de
resucitarme. Los muchachos, ¡qué demonio!, deben acostumbrarse a vivir
libres de cuidados; esto los robustece y a Paquito lo que le conviene es
estar una buena temporada lejos de tí, rodeado de otros chicos que le
animen y sometido a un régimen sin contemplaciones que excite su
energía.

María se asustó al oír estas palabras y adivinó ya lo que su esposo iba
a decirle.

--Yo he hablado del asunto con el padre Tomás y éste que, como ya sabes,
es persona de mucha ciencia, cree lo mismo que yo y aconseja que
enviemos a Paquito a uno de los colegios que la Compañía tiene en
provincias; al de Valencia, por ejemplo, asegurando que allí sabrán
robustecerlo y librarlo de toda enfermedad, hasta el punto de que antes
de un año estará rollizo y sonrosado como un tudesco. Yo también pasé
los primeros años en un colegio de jesuítas, y te aseguro que allí no
nos iba mal, pues me crié perfectamente, y al mismo tiempo que me
fortalecí supe muchas cosas que jamás hubiese aprendido metido entre las
faldas de mi señora madre. Con que ya lo sabes, María; como quiero mucho
a mi hijo, por más que tú creas lo contrario, deseo que ingrese pronto
en un colegio, donde aprenderá a ser hombre.

Desde aquel día el porvenir de Paquito fué el motivo de todas las
conversaciones que se entablaban entre los dos esposos.

María resistíase con energía a acceder a aquella separación; pero la
asediaban continuamente con sus palabras, a más de su esposo, el padre
Tomás y el médico de la casa, el cual hablaba de los grandes peligros
del clima de Madrid, que amenazaba continuamente con una pulmonía al
organismo débil y delicado del niño.

Un nuevo refuerzo tuvieron los que atacaban la resistencia de su
sobrina, y llevada de la indignación que le produjo, que vino a
descansar un mes de sus tareas de propaganda y a saludar a Ordóñez, su
"tunante sobrino", a quien seguía profesando gran simpatía, porque sus
calaveradas le hacían mucha gracia.

Doña Fernanda, después de escuchar reverentemente la autorizada voz del
padre Tomás, mostróse decidida partidaria de que el niño fuese al
colegio.

Con su carácter dominante e irascible, atacó la resistencia de su
sobrina, que llevada de la indignación que le producía tanta tenacidad,
llegó a decir con imponente voz:

--Si se muere el niño, tú serás la culpable, pues te empeñas en
retenerlo aquí con gran peligro de su vida, y no quieres enviarlo donde
indudablemente adquirirá la robustez que le falta. Amas mucho a tu
hijo; pero esto no impide que seas una mala madre.

Esta acusación fué lo que hizo a María rendirse.

Llegó la infeliz a imaginarse que podían ser ciertas tales palabras, y
con el deseo de no causar el más leve mal a su hijo, accedió a consentir
tal separación, aunque estaba segura de que esto le produciría un
disgusto sin límites.

Quedó acordado que el niño iría a educarse al colegio de los jesuítas de
Valencia, por ser el clima templado de esta ciudad el que más convenía
al enfermizo niño.

María, deseosa de separarse de su hijo lo más tarde posible, se encargó
de ser ella quien lo condujese a Valencia, y la baronesa, que cada vez
estaba más dominada por su manía de viajar, prestóse a acompañarla.

La joven condesa llegó hasta proyectar el traslado de su domicilio a
Valencia, para vivir de este modo más cerca de su hijo; pero tuvo que
desistir de tal idea ante la rotunda negativa de su esposo.

El antiguo calavera, que, según decía, comenzaba a sentirse viejo y se
hallaba algo cansado de ser simplemente en sociedad un aturdido, quería
adquirir el prestigio de hombre serio y distinguido, y pensaba,
aprovechando la ausencia de su hijo, en arrastrar a María a las fiestas
del gran mundo y presentarse en bailes y recepciones, grave y estirado,
con su esposa del brazo, cual convenía a un hombre que aspiraba a
solicitar en la primera ocasión oportuna una embajada en cualquier
nación de segundo orden.

La misma noche en que María, ante su familia y sus amigos, se decidió a
permitir que la separasen de su hijo, llevando éste al colegio de
Valencia, el padre Tomás y el médico de la casa, al salir del hotel y
subir al carruaje que les esperaba, entablaron inmediatamente
conversación sobre la salud del hijo de la condesa de Baselga.

--¿Cree usted, doctor, que ese niño puede gozar larga vida?

--Lo que me extraña, reverendo padre, es que no haya muerto ya. La
tuberculosis del padre, contaminando a la madre, ha producido en el hijo
ese hidrocéfalo tan marcado, que seguramente llevará el niño a la tumba.

--¿Y tardará mucho en morir?

--No puedo asegurarlo; pero un tuberculoso es un campo abonado para toda
clase de enfermedades. Bastaría que en el colegio sufriese un ligero
enfriamiento, que se expusiera a una corriente de aire después de la
agitación propia de la hora de recreo en que juegan los alumnos, para
que inmediatamente se declarase en él una pulmonía, que en pocas horas
le produciría la muerte.

El padre Tomás sonrió en la oscuridad que envolvía el interior del
carruaje.

--¿Y la condesa?--preguntó el jesuíta--. ¿Cree usted que será muy larga
su vida?

--También está amenazada de muerte, pues la tuberculosis hace en ella
rápidos estragos. Tal vez no tarde mucho en declararse en ella la tisis.

--Pues entonces tampoco a Ordóñez le quedan muchos años de divertirse,
ya que él ha sido el foco de la enfermedad que ha contaminado a toda la
familia.

--¡Oh! Tal vez viva ese más años que nosotros. La tuberculosis se
presenta en él en forma muy benigna. Esto le parecerá extraño a vuestra
reverencia, pero las enfermedades tienen sus rarezas, lo mismo que los
seres humanos. Hay quien esparce la muerte en derredor suyo y, sin
embargo, vive muchos años gozando una relativa salud.

Callaron los dos hombres y permanecieron inmóviles en la oscuridad del
carruaje, hasta que por fin sonó la voz melosa e hipócrita del jesuíta:

--¡Oh, Dios mío! ¡Cuán triste es el porvenir de esa familia! Crea usted,
doctor, que siento haberla conocido, y que si hubiese llegado a adivinar
que Ordóñez no era hombre de completa salud, me hubiese opuesto a su
casamiento con la condesa.



VII

Un telegrama.


Aquella mañana el padre Tomás esperaba en su despacho la visita de uno
de sus subordinados, pertenecientes a la casa-residencia de Sevilla y el
cual había sido llamado a Madrid por orden de su superior.

El jesuíta italiano, llevado siempre de su idea de hacer las cosas por
sí mismo, cuando estaba disgustado de alguno de sus subordinados, no
quería valerse de intermediarios para formular sus repulsas y les hacía
presentarse en Madrid, donde podía vigilarlos de cerca.

El jesuíta que había incurrido en su desagrado y a quien él esperaba
aquella mañana para desahogar en su persona su mal humor, era un jesuíta
andaluz, el padre Palomo, que gozaba de cierto renombre, a causa de sus
aficiones literarias y de los artículos y novelas que publicaba en todos
los periodiquillos y revistas, más o menos subvencionados por la
Compañía de Jesús.

Poco después de las once entró su criado de confianza a anunciarle la
llegada del padre Palomo y pasados algunos segundos presentóse en el
despacho el jesuíta andaluz, al que examinó el padre Tomás con una
rápida mirada.

Era un hombre de mediana estatura, de aspecto enfermizo y de frente
espaciosa y pronunciada, bajo la cual brillaban unos ojos que, aunque
fijos en el suelo, con la tenacidad de la costumbre, chispeaban de vez
en cuando con la llamarada propia del hombre observador y de
inteligencia despierta.

El padre Tomás, al notar en la figura del recién llegado cierta
delicadeza de modales y un asomo de indolencia aristocrática, recordaba
con su prodigiosa memoria la historia de aquel padre de la Compañía.

Su juventud había transcurrido en los salones, siendo un hombre de moda,
disputado por las damas y a quien el amor había reservado grandes
triunfos. Su existencia alegre y aventurera le hizo arrostrar grandes
peligros, y al verse en cierta ocasión próximo a la muerte y salvar
inesperadamente la vida, su imaginación de poeta excitada por el riesgo
que había corrido, vió en aquella aventura la milagrosa protección de
Dios y abandonó el mundo, ingresando en la Compañía de Jesús, poseído de
la mayor fe.

Los jesuítas fomentaron sus aficiones literarias comprendiendo que
podían proporcionar algún honor a la Compañía que siempre muestra empeño
en presentar como eminencias a aquellos de sus individuos que no pasan
de ser medianías, y consiguió el padre Palomo ser en breve un escritor a
quien todos los afectos a la Orden consideraban como un portento
literario.

El padre Tomás tenía motivos para estar quejoso de aquel jesuíta que,
aunque proporcionaba cierto honor a la Compañía, hacíase objeto de
censuras por la altivez con que acogía las órdenes de sus superiores, y
el orgullo que parecía poseerle desde que la Orden había hecho de él una
eminencia.

Al entrar el padre Palomo en aquel despacho y verse en presencia del
hombre poderoso que dirigía los negocios de la Orden en toda España,
bajó sus ojos con la humilde expresión del esclavo, y arrodillándose a
los pies del padre Tomás, le besó reverentemente la mano.

El italiano mostró entonces en su rostro impasible una expresión de
superioridad y con severo acento comenzó a hablar al padre Palomo, que
había vuelto a ponerse en pie:

--¿Sabe usted por qué he mandado llamarle?

--No, reverendo padre.

--El superior de nuestra residencia en Sevilla me ha dado sus quejas por
la conducta de usted. El demonio del orgullo le domina a usted,
reverendo padre, desde que se ve aplaudido por esa gente estólida que
lee novelas; y porque sus libros han tenido alguna aceptación, que es
debida principalmente a nuestros reclamos, se cree usted ya con
suficiente mérito para despreciar a sus superiores naturales, a los que
debe exacta obediencia. ¿Cree usted que los éxitos que en el mundo
alcanza un jesuíta corresponden a él únicamente?

--No, reverendo padre.

--Celebro que así lo reconozca usted. La gloria de un jesuíta es la
gloria de la Compañía entera, y si usted ha alcanzado éxito en sus
libros, ese éxito es de la Compañía. El autor no es más que un simple
instrumento que produce, para que todos sus hermanos gocen por igual de
la gloria.

El padre Palomo, con su sagacidad y su silencio, daba a entender que
nada tenía que objetar contra aquella teoría puramente jesuítica que
anulaba lo más notable y digno de cada individuo.

--Ha sido usted muy culpable, padre Palomo--continuó el jesuíta con
creciente severidad--. Merece usted un cruel y saludable castigo que le
libre de ese orgullo que parece dominarle, y no sé como me detengo y
dejo de ordenarle que vaya unos cuantos años a Filipinas a vivir entre
los igorrotes, para olvidar de este modo esas aficiones literarias que
han despertado su fatuidad.

El jesuíta escritor permaneció inmóvil ante tal amenaza; pero con su
aspecto resignado demostraba que estaba dispuesto a sufrir cuantos
castigos le impusiera su superior.

--Aquí--continuó éste con visible irritación--no hacemos las
reputaciones de los individuos de la Compañía para que éstos se
enorgullezcan, y queremos que por encima de todas las satisfacciones que
a un jesuíta puedan producirle los aplausos del mundo, exista el respeto
y la sumisión a todo aquel que sea superior en rango. Aquí me tiene
usted a mí--continuó con creciente exaltación--que soy el superior de
la Orden en toda España y que tengo en mi vida militante hechos
suficientes para mostrarme orgulloso y satisfecho de mí mismo; pues
bien, si ahora entrase por esa puerta el general de la Compañía, me
vería usted inmediatamente postrarme de hinojos a sus pies, y si me
ordenaba él arrojarme por ese balcón, no tardaría un segundo en tirarme
de cabeza. Solo con una obediencia ciega e inflexible, es como podemos
realizar nuestra grande obra: la conquista del mundo para Dios.

Al padre Palomo le impresionaba algo la inquebrantable fe que demostraba
su superior, y le parecía sublime en un hombre tan poderoso aquella
obediencia ciega y aquella confianza tan absoluta en todo superior.

El italiano comprendió el efecto que sus palabras producían en el
literato, y como tenía sus miras acerca de éste se apresuró a terminar
la parte severa y dura de tal conferencia, para entrar después en otra
más agradable y útil.

--Vamos a ver, padre Palomo; yo no tengo gusto en castigar a un
individuo de la Compañía, y cuando tomo severas disposiciones con
alguno, sufro tanto como el mismo interesado. ¿Está usted arrepentido de
sus faltas de respeto y sus altiveces con el padre superior de Sevilla?

--Sí, reverendo padre.

--Pues bien, yo le perdono su falta, aunque con la condición de que
nunca ha de volver a incurrir en desobediencia. De rodillas, padre
Palomo, y solicite usted su perdón.

El escritor estaba demasiado acostumbrado a las prácticas humillantes e
infantiles del jesuitismo para intentar la menor resistencia; así es que
se apresuró a ponerse de rodillas, y vióse entonces al mismo hombre de
quien la crítica literaria hacía grandes elogios y que gozaba del favor
del público, decir humildemente, arrodillado y con los brazos en cruz:

--Pido a Dios y a mi superior, el reverendo padre Tomás Ferrari, que me
perdone mi soberbia, mi orgullo y mi desobediencia.

Con estas prácticas degradantes, que matan en el hombre el sentimiento
de la dignidad convirtiéndole en un autómata inconsciente, es como el
jesuitismo sostiene la ruda y perfecta disciplina de sus huestes.

--Levántese usted, padre Palomo. Dios le perdona; pero para que acabe de
ser vencido ese demonio del orgullo que tanto le ha dominado, es preciso
que durante siete días, a la hora de comer, se arrodille usted en el
refectorio de la casa-residencia y repita esas mismas palabras ante los
demás padres. Es una santa humillación que conseguirá alejar del todo al
espíritu malo.

El escritor elevó sus ojos con expresión de santa mansedumbre, y dijo
con místico acento:

--Así lo haré, reverendo padre. No me duele esa humillación, porque me
la ordenan mis superiores y es beneficiosa para mi alma.

--Ahora que ya hemos hablado de asuntos particulares--dijo el padre
Tomás con entonación más amable, aunque sin perder su gesto de
superior--, conviene que hablemos de otros asuntos que serán
beneficiosos para la Compañía. Ante todo advierto a usted, padre Palomo,
que va a quedarse en Madrid.

--Haré lo que mis superiores me manden.

--Seguirá usted dedicado a sus tareas literarias, pues conviene a la
Compañía, en las presentes circunstancias, el emplear las facultades que
Dios le ha dado a usted, aunque advirtiéndole que no por esto debe
volver a caer en su antiguo orgullo.

--Seré humilde como un buen soldado de Jesús.

--Soldado; esa es la palabra. Va a ser usted combatiente en favor de
nuestra gran causa. Hasta ahora sólo ha escrito usted novelas de puro
entretenimiento, ¿no es esto?

--Sí; pero todas ellas tienen su fin: el de demostrar que la Compañía de
Jesús es la institución más santa, y que todos deben ponerse bajo su
dirección.

--Sí; lo sé. He leído algunas de esas obras, pero no basta eso. La
Compañía necesita un libro de batalla que mueva ruido y que escandalice.
¿Antes de entrar en la Orden no pertenecía usted a esa juventud elegante
que penetra hasta en lo más recóndito de las alcobas de las grandes
damas, y conoce todas las miserias de la alta sociedad?

--Sí, reverendo padre. Vi el gran mundo de cerca, aprecié todas sus
miserias y por esto mismo desengañado de la existencia terrenal, entré
en la Compañía.

--Pues bien, aproveche usted todos sus recuerdos, sus antiguas
observaciones, para escribir un libro que sea como una sátira sangrienta
contra la aristocracia. Nada de escrúpulos ni vacilaciones. Palo seco
con todos, y mucha verdad en la descripción, sin temor a incurrir en una
crudeza impropia de un sacerdote: ahora está en moda el naturalismo.

Calló el padre Tomás, pero como su subordinado daba a entender con su
silencio que no había comprendido del todo lo que deseaba su superior,
éste añadió:

--Para que usted se capacite de lo que tal obra debe ser, le explicaré
el objeto que la Compañía se propone. Hoy la aristocracia, a fuerza de
imitar la elegancia francesa, se ha contaminado de cierto volterianismo,
y no viene ya a buscarnos como en otros tiempos, solicitando nuestra
dirección. Piense usted, Padre Palomo, lo que sería de nuestra Compañía
si la gente de dinero nos fuera infiel separándose para siempre de
nosotros. Yo, después de varias tentativas, me he convencido de que es
imposible atraer a esa aristocracia veleidosa e ingrata por medio de la
persuasión y la dulzura, y no nos queda más recurso para encadenarla a
nuestra dirección que apelar al terror, atemorizándola con un soberbio
varapalo. Para eso quiero el libro de usted. Este es el objeto que ha de
llenar. Pondremos a la aristocracia en ridículo, describiendo todos sus
vicios y miserias, y esto, al mismo tiempo que hará volver al redil a
los ingratos, nos proporcionará la adhesión de la clase media, que odia
a la gente privilegiada, y tal vez hará que por espíritu de partido nos
miren con menos hostilidad los hombres que son nuestros irreconciliables
enemigos. ¿Ha comprendido usted ya la tendencia del libro en cuestión?

El padre Palomo había ido entusiasmándose conforme su superior le
exponía el espíritu de la obra, y en sus facciones coloreadas por la
animación, notábase el satisfecho gesto del escritor que encuentra un
tema de su gusto.

--¡Muy bien! ¡Eso es!--decía el jesuíta andaluz, despojándose de su
actitud humilde y encogida--. La idea es magnífica y digna de vuestra
paternidad. Fustigaremos a la aristocracia, que es la clase que mejor
conozco, y yo le aseguro a vuestra reverencia que con las anécdotas que
recuerdo y los escándalos que he presenciado en mi época de hombre de
mundo, hay más que suficiente para formar una novela que mueva ruido. La
titularemos "Miserias", si a vuestra paternidad le parece bien.

--Me gusta el título. ¿Cuándo va usted a ponerse a trabajar?

--Mañana mismo; así que descanse de las fatigas del viaje comenzaré a
hacer mis apuntes y a clasificar mis recuerdos.

--Está bien. Vivirá usted en nuestra casa-residencia, y yo daré orden de
que nadie le incomode en sus trabajos.

Hablaron aún los dos jesuítas un buen rato sobre la futura obra, oyendo
el escritor con gran respeto las indicaciones del padre Tomás, y cuando
el padre Palomo salía del despacho, satisfecho del resultado de una
conferencia que tanto había temido, entró uno de los secretarios del
italiano, mudo e impasible como una estatua, según era costumbre en
todos los que trabajaban en la casa, y le entregó un telegrama que
acababa de llegar.

El padre Tomás rasgó la cubierta, y al leerle, una ligera sonrisa de
satisfacción vagó por sus labios.

Era el padre director del colegio de Valencia quien le telegrafiaba,
manifestándole que el niño Paquito Ordóñez estaba gravemente enfermo, a
consecuencia de una pulmonía.

No había resultado deficiente la gestión del padre Tomás desde Madrid, y
la enfermedad llegaba con tanta precisión como él la había previsto.

Por fin, el heredero que tantos cuidados inspiraba, ya no estorbaría más
los planes de la Compañía.

--Es preciso--se dijo el jesuíta--avisar a los padres este triste
suceso. No sé si Ordóñez estará en Madrid. El otro día me dijo que
pronto iba a salir con algunos amigos a cazar en un coto de Extremadura.
Vamos allá: siempre encontraré a María, y ésta es la única a quien podrá
impresionar la noticia; conozco bien a toda aquella gente.

Así fué. María prorrumpió en alaridos al saber que su pobre hijo estaba
enfermo de gravedad.

Medio año hacía que Paquito estaba en el colegio de Valencia, y a pesar
de que el director del establecimiento le escribía frecuentemente dando
noticias de su salud, la pobre madre no podía contener su impaciencia, y
dos veces había tomado el tren, sufriendo las fatigas del viaje tan sólo
para estar en Valencia algunas horas al lado de su hijo, y regresar
inmediatamente a Madrid.

La segunda de aquellas entrevistas la había proporcionado un inmenso
placer, pues vió a su hijo con aspecto menos enfermizo, notando también
que había disminuido algo el volumen de su cabeza. Esto le hizo creer en
la bondad de aquellos consejeros del padre Tomás, y en que realmente
sería beneficiosa para Paquito la estancia en el colegio, y cuando más
ilusionada estaba, venía una noticia tan fatal y urgente a sumirla en la
desesperación.

La pobre madre releía sin cesar aquel telegrama como si en su conciso
lenguaje pudiera encontrarse la certeza del porvenir del niño, y por más
esfuerzos que hacía el padre Tomás para convencerla de que el niño podía
salvarse, como ya había ocurrido cuando dos años antes tuvo el ataque
de meningitis, María no se tranquilizaba, y aturdida por el dolor, sólo
contestaba con gemidos y frases incoherentes.

No lograría tranquilizarla el reverendo padre. La decía el corazón que
su niño estaba enfermo, muy enfermo, y aun podía ser que a aquellas
horas hubiese muerto ya.

La pobre madre desesperábase por no tener alas para volar hasta donde
agonizaba su hijo, y pensaba con terror que aún habían de transcurrir
algunas horas hasta el anochecer, que era cuando salía el tren correo de
Valencia.

Aquella ciudad, en la que había pasado su infancia soñando tanto, y
teniendo en ella sus primeros amores, y en la que ahora agonizaba el
pedazo de sus entrañas, era el lugar que llenaba en tales instantes su
imaginación, y por encontrarse en él hubiera dado en dicho momento su
fortuna y hasta su vida.

Estaba resuelta a salir en el correo de aquella noche, y el padre Tomás,
por una complacencia instintiva o por un refinamiento de artista que
desea ver su obra acabada para convencerse de su perfección, se prestó a
acompañarla.

Como la baronesa estaba ausente, María, al abandonar su casa, dió sus
instrucciones al criado Pedro, que era quien merecía toda su confianza.

A las siete de la tarde la condesa y el anciano jesuíta subían a un
reservado de primera clase en el tren que iba a salir de la estación del
Mediodía.

La joven madre cubría con un velo aquel rostro antes tan fresco y
hermoso y que ahora estaba consumido por la enfermedad y desencajado por
el dolor.

De vez en cuando una tosecilla seca y violenta agitaba el extremo del
velillo.

--Hasta las once de la mañana no llegaremos a Valencia. ¿No es eso,
padre Tomás?

--Sí, hija mía.

--¡Oh, Dios misericordioso! ¡Qué noche me espera! La impaciencia de
llegar es más terrible que mi dolor. Cada minuto es un siglo y
únicamente me sostiene el deseo de ver a mi Paquito, a mi hijo, que tal
vez esté muriendo en este mismo momento.

La pobre madre, asustada por sus propias palabras, rompió a llorar,
dejando caer su cabeza sobre los grises almohadones que manchaba con sus
lágrimas.

Al otro extremo del departamento iba, inmóvil e impasible, el padre
Tomás, que movía sus labios como si rezase y miraba fijamente la luz del
farol que oscilaba con la trepidación del tren en marcha.



VIII

La muerte del niño.


A través de las vidrieras que cerraban herméticamente las ventanas de la
enfermería, entraban en ésta los alegres rayos del sol, después de
juguetear entre el ramaje del inmediato jardín, donde un tropel de
pájaros piaba en las alturas, y más de un centenar de muchachos
correteaban abajo, por las enarenadas avenidas, divirtiéndose con juegos
ruidosos que producían explosiones de risas y de gritos.

La animación y el ruido del jardín contrastaban con la soledad y el
silencio de aquella habitación con cuatro ventanas, que servía de
enfermería.

Doce pequeñas camas de hierro con ropas de deslumbrante blancura
alineábanse a lo largo de la pared, enfrente de las ventanas, y todas
ellas estaban vacías, a excepción de la primera, sobre cuya almohada
destacábase una cabeza que por lo abultada parecía pertenecer a otro
cuerpo que a aquel pequeño tronco raquítico y menguado, que apenas si se
destacaba con las convulsiones de una respiración jadeante, bajo los
pliegues de la cubierta.

Era el hijo de la condesa de Baselga el único enfermo que ocupaba aquel
departamento del colegio.

Acababa de ausentarse el hermano lego, encargado de la enfermería,
mocetón de anchas mandíbulas y aspecto de imbécil, que manifestaba gran
cariño a los niños y entretenía al enfermito con cuentos milagrosos.

El niño sentíase abrumado por la espantosa soledad en que vivía.

La tuberculosis, que paralizaba en parte su cerebro, no había logrado
borrar la precocidad de pensamiento que distinguía a Paquito y que
parecía agrandarse conforme avanzaba el curso de su enfermedad.

Más que su dolencia, más que aquella terrible opresión en el pecho, que
le hacía respirar penosamente, conmovía al niño la soledad en que vivía
y el cariño frío y mercenario que le rodeaba.

Al pasear su debilitada vista por aquella vasta pieza silenciosa y fría,
el niño se acordaba con dolor y envidia de la casa paterna, donde él
reinaba en absoluto; de aquel elegante y confortable hotel, donde vivía
entre plumas y abrigos, rodeado de cuantas comodidades puede
proporcionar una gigantesca fortuna y un solícito cariño.

Pero más aún que el lujo y el bienestar, lo que el pobre enfermito
echaba de menos en su actual situación era su madre, aquella hermosa
señora, con los ojos siempre empañados por las lágrimas, que cuando él
despertaba veía siempre a la cabecera de la cama, triste y llorosa como
las Vírgenes que tantas veces había contemplado en la semiobscuridad de
las capillas.

No podía quejarse de la solicitud de que era objeto en el colegio; pero
el niño, con su pasmosa precocidad, adivinaba lo mercenario de aquel
cariño, que cuidaba por obligación y trataba a cada uno según su riqueza
y rango social.

Bien le cuidaba el mozo de la enfermería, pero sus manos rudas no podían
ser comparadas con aquellas finas y suaves, que allá en Madrid le
manejaban con tanta delicadeza, como si su cuerpo fuese un copo de
algodón. Todos los padres profesores del colegio entraban diariamente en
la estancia a preguntar al niño por el estado de su salud, pero en sus
frías palabras y en sus impasibles rostros no se notaba el menor asomo
de aquel cariño vehemente, de aquel doloroso anhelo, que la pobre madre
llevaba impreso en todo su ser.

Aquel abandono moral en que le tenían, aquella frialdad que le rodeaba,
era lo que entristecía al pobre niño y le hacía sumirse en un
decaimiento absoluto, que favorecía el progreso de la enfermedad.

El, que pertenecía a una poderosa familia; que no había ni aun
sospechado la verdadera significación de la palabra miseria; que había
vivido rodeado siempre de la riqueza, el fasto y la comodidad, y que al
experimentar el menor dolor había visto inmediatamente en torno de su
lecho a un gran número de solícitos sirvientes, pensaba ahora, con
envidia, en los hijos del conserje de su hotel, en aquellos pobrecillos,
tímidos y mal abrigados, que subían algunas veces a su cuarto para
entretenerle con sus juegos.

¡Cuán felices eran aquellos miserables! ¡Cómo les envidiaba su suerte!
Ellos, al menos, si caían enfermos tendrían a su lado una madre que los
cuidase, con ese cariño infatigable y heroico del que únicamente es
susceptible el corazón de la mujer; y no había miedo de que se viesen
como él, que por ser rico e hijo de una gran familia se encontraba ahora
en un lugar extraño, en una pobre cama, y sin ver otros seres que el
rudo criado, el médico de la casa y media docena de hombres negros, cuyo
rostro impasible parecía de bronce, y que a sus terribles dolores sólo
sabían contestar con frías palabras, en las que no se notaba el menor
asomo de afecto.

Paquito lloraba silenciosamente y sus lágrimas iban a caer sobre el
embozo de su cama, que movía con vaivén de oleaje la respiración
jadeante de sus congestionados pulmones.

Un pensamiento cruel obsesionaba el cerebro del niño. ¿Es que sus padres
no le amaban ya y por esto habían mostrado tanta prisa en alejarlo de su
presencia? El pobre niño no podía creer que dejase de amarle aquella
mujer que tanto cariño le había demostrado allá en Madrid, y que por dos
veces, llorando de emoción, había venido a verle en el colegio; pero al
mismo tiempo pensaba con amargura que los padres que quieren a sus hijos
hacían como el conserje de su hotel y otras gentes humildes que él había
conocido y que por todo el oro del mundo no consentían en separarse un
sólo día de los que eran pedazos de sus entrañas.

El infeliz ignoraba la existencia de inhumanas costumbres que la
sociedad ha establecido con el carácter de suprema distinción y que
hacen que los padres abandonen a sus hijos en la infancia para
entregarlos a manos extrañas, justamente en la época en que más
necesitan de los cuidados del verdadero cariño.

No era que el niño pudiera quejarse de haber sufrido violencias ni
desprecios en aquel colegio, especie de convento de la infancia a que
sus padres le habían enviado. La servidumbre le trataba con más cariño
que a los otros alumnos; algunos de éstos, malignos e insolentes, que se
burlaron de su timidez y de su abultada cabeza, fueron castigados
rigurosamente por el director; los padres maestros le trataban siempre
con las mayores consideraciones; pero, a pesar de tantas atenciones, el
niño, criado al calor de una maternidad cuidadosa y solícita, no podía
avenirse con la fría reglamentación de aquella casa y con los cuidados
mercenarios de que era objeto y en los que se notaba más el impulso de
la obligación que el del afecto.

No; por más que hicieran aquellos hombres para serle agradables, no
podían llenar en su corazón el vacío que había dejado la ausencia de la
madre.

Paquito notaba en el cariño de todos ellos algo que para él era digno de
censura, por más que se fundara en la reglamentación del elogio y en la
necesidad de considerar iguales a todos los alumnos.

¿Por qué en la sala de estudios habían destinado para él aquel pupitre
cercano a la puerta, donde llegaban frías corrientes de aire cada vez
que alguien abría la mampara de cristales y levantaba el cortinaje? ¿Por
qué en el dormitorio, con el pretexto de que era el último alumno que
había ingresado, ocupaba la cama más inmediata al corredor, lo que le
hacía pasar las noches con el cuerpo entumecido y tosiendo
dolorosamente? De seguro que a estar allí su madre, no hubiese vivido él
tan desprovisto de cuidados y la enfermedad no hubiera hecho de su
cuerpo una víctima, oprimiendo con mano de hierro sus débiles pulmones.

Y mientras el niño pensaba con dolor en su desgracia al ser conducido a
aquel establecimiento, escuchaba con marcada expresión de envidia el
rumor que producían sus compañeros jugando en el inmediato jardín, en
aquella hermosa arboleda, que era la única parte del colegio a la que
profesaba algún cariño.

Su madre era el recuerdo que ocupaba por completo su memoria, y pensaba
en ella con la desesperación del desgraciado que ha perdido el protector
en quien cifra todas sus esperanzas.

¡Oh, si ella llegase! ¡Si ella apareciese de repente en la enfermería,
extendiéndole sus brazos con loco arrebato de pasión y gritando "¡hijo
mío!", con esa voz que sale del alma!...

Dos días hacía que el pobre niño se hallaba enfermo en aquel lecho, y
cada vez que pensaba en la posibilidad de que su madre apareciese en
aquel lugar, la esperanza le reanimaba, dándole nuevas fuerzas, y hasta
le parecía que, de realizarse tal milagro, no tardaría en desvanecerse
la temible opresión que agobiaba sus pulmones.

Paquito creía en la posibilidad de que su madre viniese a verle y
confiaba en que, antes de morir, podría contemplar aquel dulce rostro
que tantas vedes había distinguido al borde de su cuna, como si fuera la
buena hada de sus sueños. ¿No había ido a visitarle cuando gozaba de
relativa salud? ¿Por qué había de abandonar ahora a su pobre hijo que se
sentía morir?

Para el niño era Valencia una ciudad que le recordaba su madre. Cuando
le acompañó desde Madrid para que ingresara en el establecimiento de los
jesuítas, la condesa, con la emoción del que recuerda los mejores años
de su vida, había mostrado a su hijo la fachada del colegio de Nuestra
Señora de la Saletta, en cuya terraza había experimentado las más gratas
emociones de su existencia.

La idea de que su madre había respirado aquel mismo ambiente de
perfumes, teniendo casi la misma edad que él, y que sobre el mismo suelo
había estado sometida a una existencia reglamentada como la suya,
producíale al niño una placentera emoción y afirmábale en su confianza
de que en un país que tales recuerdos guardaba, no podía menos de surgir
por arte mágico la dulce figura de la condesa.

El anhelo por ver a su madre y la incertidumbre que le acometía después
de permanecer algunos instantes con esta esperanza, fatigaban al pobre
niño, y en su enfermizo cuerpo sólo quedaba ya vigor para pensar.

Poco a poco su cerebro fué debilitándose; una soñolencia abrumadora se
apoderó de él y se cerraron aquellos ojos macilentos, que hasta entonces
con tanta codicia habían contemplado los rayos del sol que se filtraban
por las ventanas.

Según el testimonio del encargado de la enfermería, que entró varias
veces a verle, el niño deliraba llamando a su madre y pidiéndola con voz
quejumbrosa que lo sacara de allí.

Así transcurrieron más de tres horas y, por fin, cedió un tanto el
delirio y se abrieron los ojos del enfermito, justamente en el instante
en que sonaba un tropel de pasos en el inmediato corredor.

Abrióse la entornada puerta, y lo primero que vió el pobre niño fué al
administrador del establecimiento y a un sacerdote viejo, de elevada
estatura, cuyo rostro impasible y austero creyó reconocer, aunque no
pudo darse exacta cuenta de quién era. Tras de ellos entraban el
encargado de la enfermería, con su azul delantal, y otro criado que le
servía de ayudante; y en el centro del grupo marchaba una mujer, de la
cual, por su baja estatura, sólo se veía el plumaje de la capota.

El anciano jesuíta, extendiendo su brazo hacia atrás, parecía contener a
aquella señora.

--Calma, condesa, mucha calma--decía con su fría voz--: una impresión
demasiado fuerte podría hacerle daño.

Pero la mujer, con un violento empujón, salió del grupo y se abalanzó a
la cama, arrojando atrás el velillo de su sombrero.

El pobre niño exhaló un grito ante tan súbita aparición. ¡Ya se había
realizado el milagro! ¡Ya estaba allí su buena hada, con el rostro
dulce, lloroso y conmovido de virgen dolorosa!

--¡Mamá! ¡Mamá mía!--gritó el pobre enfermito, con su voz débil, pero de
expresión indefinible.

Y no pudo decir más, pues ahogó su pobre voz aquel rostro que,
derramando lágrimas, se pegó a sus demacradas facciones, cubriéndolas de
besos.

La madre y el hijo parecieron formar una sola masa que exhalaba tristes
gemidos, mientras que el grupo de hombres que estaba en la puerta
permanecía impasible, como gente que al entrar en la asociación
jesuítica había renunciado a los afectos de la familia y no podía
conmoverse ante tales escenas. El padre Tomás miraba con sus ojos fríos
de acero a la madre y al hijo, y mientras pensaba, sin duda, en que
pronto iba a verse libre de aquellos dos estorbos, cruzaba las manos
sobre su vientre y hacía juguetear distraídamente a sus pulgares.

Aquella emoción producida por la llegada de la madre, aceleró el triste
desenlace que el médico del colegio había anunciado ocurriría fatalmente
en aquella misma mañana.

Sólo dos horas vivió el infeliz niño.

Su agonía fué terrible, y el padre Tomás, ayudado por otros jesuítas,
tuvo que arrancar a viva fuerza a la enloquecida madre, que, con la
cabeza de su hijo entre sus manos y su boca pegada a la del enfermo,
parecía aspirar con delicia el hálito de la agonía.

La condesa, dando alaridos de dolor, fué conducida a las habitaciones de
la dirección, cuando ya el niño se agitaba en las últimas convulsiones,
buscando un aire vivificante que se negaba a entrar en su pecho.

El padre Tomás conservó su presencia de ánimo, y cuando el cuerpo de
Paquito era ya un cadáver, comenzó a dictar todas las disposiciones
propias del caso, y ordenó el entierro, que había de ser digno, por su
aparato, de la familia a que pertenecía el finado y del establecimiento
en que había muerto.

No se separó un sólo instante de la cama en que tan larga agonía había
sufrido el infeliz niño, y hubo un momento en que quedó completamente
sólo en la vasta habitación. Dos criados habían salido buscando el
uniforme de Paquito para amortajarle.

El terrible jesuíta, puesto en pie junto al lecho mortuorio, estuvo
contemplando fijamente la deforme cabeza de aquel niño, que aún parecía
más horrible con el tinte violáceo de la muerte.

--Dios te tenga en su santa gloria--murmuró el padre Tomás--. La verdad
es que para ser hijo de un padre tan corrompido, has sabido resistir
bravamente a la muerte. Te ha costado el caer.

Después se separó del lecho, comenzando a pasearse por la enfermería,
con cierto aire de satisfacción.

Llegaban hasta allí, amortiguados por la distancia, estridentes alaridos
de dolor que no parecían salir de una garganta humana.

Era la infeliz madre, que abajo, en el despacho del director,
entregábase a transportes de pena, rodeada de casi toda la servidumbre
del colegio, que la sujetaba temiendo que se causase algún daño en una
de aquellas convulsiones de loco dolor.

El padre Tomás escuchó durante algunos instantes, sin que en su
impasible rostro se notara la menor emoción, y lentamente se dirigió a
la puerta. Pero antes de salir, lanzó una postrera mirada al cadáver y
murmuró con voz casi imperceptible:

--¡Adiós, heredero!... Ya hemos enmendado el único error que tenía mi
plan.



PARTE TERCERA

DONDE ACABA DE CUMPLIRSE EL PLAN DEL PADRE TOMAS



I

Señora y criado.


Reinaba una calma dulce e inalterable en aquel lujoso y elegante
gabinete, de alfombras mullidas y paredes acolchadas de raso azul,
adornado con todos los objetos supérfluos y hermosos que produce la
moda.

Sillones de curvo perfil que parecían convidar al sueño, sillas doradas
con bordados asientos, taburetes de rameado terciopelo con rapacejos que
arrastraban por la alfombra, y almohadones de deslumbrantes colores,
estaban esparcidos con aparente y artístico desorden, por aquella
aristocrática habitación, cuyos ángulos estaban ocupados por vistosas
plantas artificiales en macetas gigantescas de chinesca porcelana, y
aparadores de ébano poblados de todo un mundo de "bibelots", estatuillas
de "biscuit" en las más graciosas posiciones y jarrones vetustos que
demostraban la superioridad de la antigua cerámica.

En un extremo, ocupando uno de los ángulos del gabinete, había un lecho
sencillo, que entre aquellos esplendores de un lujo soberbio parecía
simbolizar la imagen de la modestia.

Tan elegante estancia producía en los ojos como una embriaguez de
colores escalonados armoniosamente; pero existía algo en la atmósfera
que destruía inmediatamente el efecto del brillante golpe de vista.
Entre tanto esplendor, algo había que olía a enfermo.

No era olor puramente de medicinas lo que allí se notaba, sino ese
ambiente indefinible que parece existir doquiera se encuentra una
persona debilitada por esas enfermedades terribles que son lentas y
mortales.

La tenue claridad de la tarde se filtraba a través de las cortinas de
blonda que dejaban en parte al descubierto los abullonados cortinajes
de terciopelo, conservando la habitación en una agradable penumbra,
propia de una persona que, hallándose enferma, temía la caricia
demasiado fuerte del sol de la tarde.

Sentada en un gran sillón de forma antigua y elevado respaldo, estaba
junto a una de las semiveladas ventanas la dueña de aquel elegante
gabinete, la enferma que parecía empapar el ambiente de la habitación
con el hálito de su dolor.

Vuelta de espaldas a la puerta de entrada, el respaldo del alto sillón
sólo dejaba al descubierto el remate de una linda cofia de encajes que
se agitaba de vez en cuando movida por una tosecilla seca y
significativa que hubiera hecho fruncir el ceño al médico menos experto.

Era María, la condesa de Baselga, que pasaba casi todo el día sentada en
aquel sillón, dominada por una inercia que se iba apoderando rápidamente
de su organismo, y sin otra diversión que contemplar con ojos
distraídos, a través de los resquicios que dejaban las corridas
cortinas, los vistosos trenes de lujo y los grupos elegantes que pasaban
ante su hotel por el espacioso paseo de la Castellana.

Desde que murió su hijo, cinco meses antes, que la salud de la condesa
había empeorado visiblemente, tomando un carácter más alarmante aquella
tosecilla seca, cuyos progresos seguía con mirada atenta el padre Tomás.

El médico de la casa y la misma baronesa de Carrillo, manifestaban gran
confianza acerca de la suerte de la joven. Doña Fernanda se mostraba
optimista en extremo. Ya desaparecería aquel malestar que, en su
concepto, sólo era el resultado del disgusto terrible que había
producido en su sobrina la muerte del niño.

Ordóñez también se mostraba igualmente confiado, y mientras tanto la
enfermedad hacía rápidos progresos, y como si dentro del delicado cuerpo
de la condesa existiese una voraz hoguera que consumía sus músculos y
tejidos, iba demacrándose rápidamente todo su organismo, hasta el punto
de que su rostro, antes tan hermoso, presentase ahora el aspecto de un
cráneo pelado, cubierto por una piel terrosa que se pegaba a todas sus
sinuosidades; y de que por entre las mangas de su peinador de blonda,
asomasen unas manos enjutas y afiladas, que parecían un manojo de
látigos al extremo de un brazo blanco y descarnado como un hueso.

La pobre enferma vivía en el mayor abandono, pues su tía y su esposo,
amparándose siempre en la consabida frase de que aquello no era nada,
seguían entregados a sus gustos y aficiones, sin preocuparse de la
infeliz María ni atender a su curación. La baronesa seguía dedicada a
sus asuntos devotos, que ocupaban todo su tiempo, y en cuanto a Ordóñez,
éste continuaba su vida elegante, con el mismo abandono que si fuese un
soltero, y cuando le preguntaban en los salones por su esposa, entonces
se acordaba de que era casado, y solía responder con expresión
indolente:

--No es cosa grave lo que tiene María: la emoción que le ha producido a
la pobre la muerte de nuestro hijo. Así que olvide un poco el triste
suceso, de seguro que se pondra tan sana y robusta como antes.

Y así seguía viviendo la infeliz María, en medio del mayor abandono y
siempre con el pensamiento en su hijo.

La persona que más la visitaba era el padre Tomás, que intentaba
animarla con frases hechas sobre la bondad de Dios y la posibilidad de
que cuanto antes recobrase su salud, si es que el Altísimo así lo
disponía; pero a la enferma gustábanle poco estas visitas, pues con ese
instinto especial de las mujeres, adivinaba algo funesto y terrible en
aquel poderoso jesuíta que tanto había intervenido en su vida.

La fría mirada del padre Tomás tropezaba siempre, al entrar allí, con
los grandes ojos de María, que la enfermedad había hecho más vivos y
brillantes, y que mirándole fijamente parecían interrogarle, buscando
una coyuntura para penetrar en lo más hondo de aquel tétrico personaje,
cuyas intenciones eran un misterio.

De todas cuantas personas rodeaban a María, sólo una le inspiraba
simpatía y confianza, por el franco cariño y los cuidados que la
prodigaba, sin afectación ni deseo de hacerse agradable. Era el criado
Pedro, aquel doméstico callado, atento e inteligente, que parecía
adivinar sus deseos y que acudía inmediatamente a todos sus
llamamientos, sin demostrar la menor contrariedad ante los caprichos y
las nerviosidades propias de una enferma.

Desde que María quedó como abandonada en el fondo de su lujoso hotel,
sin recibir otras visitas que las del padre Tomás por la mañana y las de
Ordóñez y la baronesa antes de acostarse, el fiel criado se había
constituído en su perfecto auxilio, y cuando no estaba dentro de aquel
gabinete-dormitorio, rondaba por cerca de la puerta, para acudir al
primer llamamiento.

Parecía adivinar los menores deseos de su señora, y ésta muchas veces,
al volver rápidamente la cabeza, sorprendía en él una mirada de intensa
ternura.

Era que el antiguo asistente de Alvarez se reprochaba el haber creído un
monstruo de orgullo y altivez a aquella infeliz joven, víctima de oculta
fatalidad, que abandonada villanamente por los suyos, sabía sostener su
desgracia con tanta mansedumbre y dulzura.

Por las tardes nadie visitaba a María, pues ésta, reconociéndose sin
fuerzas para recibir a las numerosas personas de la alta sociedad, que
por pura cortesía y sin afecto alguno entraban en el hotel a preguntar
por su salud, había dado orden de que no estaba visible para nadie, y
las gentes aristocráticas, muy satisfechas de esta disposición, que las
libraba de ver a un enfermo, retirábanse después de dejar sus tarjetas
al conserje.

Las horas de la tarde eran, pues, las que pasaba María en la más
absoluta soledad y toda su ocupación consistía en contemplar un gran
retrato de su hijo muerto, que tenía en lugar preferente del gabinete, o
en besar, llorando, un medallón que contenía los cabellos de Paquito.

Estos desahogos de fúnebre cariño, que le costaban raudales de lágrimas,
agravaban terriblemente su enfermedad, y aun después de haberse
serenado, su tos era más seca y dolorosa, como si a cada uno de sus
accesos se desgarraran sus pulmones.

Algunas veces, cuando mirando el retrato de su hijo asaltábanle aquellos
pensamientos que la enloquecían, temía entregarse a su fúnebre dolor, y
entonces era cuando llamaba a su criado Pedro, haciéndole sentar en su
presencia y entablando conversación con él, pues parecía que la
presencia y las palabras de aquel hombre a quien la domesticidad no
había quitado cierta altivez franca y simpática, disipaban
momentáneamente su dolor y la hacían olvidar su triste situación.

Esto mismo ocurría en la tarde en que María, sentada cerca de una
ventana, miraba por entre las cortinas la gente que paseaba ante su
hotel.

La vista de algunos niños que sus madres, con expresión de gozo,
llevaban cogidos de la mano, evocó en la condesa el recuerdo de su hijo,
y tan triste se sintió, que hubo de acudir inmediatamente a su recurso
extremo, cual era buscar compañía que la distrajese.

Tocó un timbre que estaba en una mesilla inmediata, y aun sonaban en el
espacio las últimas vibraciones cuando se presentó en la puerta el
criado Pedro, vistiendo el uniforme flamante y de vivos colores que
Ordóñez había puesto a toda su servidumbre masculina.

--¿Manda algo la señora?--dijo el criado cuadrándose con su antiguo aire
de militar.

--Entre usted, Pedro. Me siento muy triste y le ruego que haga el favor
de acompañarme por algún rato. Me distrae mucho su conversación y le
pido por favor que me dispense las molestias que le causo.

Cada vez que la aristocrática señora le hablaba con tanta dulzura y
sencillez, el criado enrojecía de satisfacción y no sabía cómo contestar
a tanta amabilidad.

Avanzó tímidamente entre aquellos muebles esparcidos por el gabinete y,
al fin, se detuvo indeciso ante una silla, colocada a pocos pasos de la
condesa.

--Siéntese usted, Pedro--insistió María--. Deseche usted esa cortedad:
estoy tan sola y me manifiesta usted tanto cariño y respetuosa
solicitud, que no es posible que yo le trate como a un criado
cualquiera. Hablemos como amigos.

Pedro se sentó ruborizado por la satisfacción que le causaba el oír que
la condesa le llamaba amigo, y descansando en el borde de la silla en
actitud respetuosa y pronto a ponerse en pie a la menor orden, esperó
que hablase su señora.

--Vamos a ver, Pedro. Cuénteme usted algo que me distraiga; es una obra
de caridad entretener a los pobres enfermos, para que olviden sus
dolores. Usted debe saber cosas muy interesantes, porque ha corrido algo
el mundo y ha vivido mucho tiempo en Francia. Además, el otro día creo
que usted me dijo que había sido soldado. ¿No es eso?

--Sí, señora condesa--dijo el criado con cierta satisfacción--. He sido
soldado y me he batido en la campaña de Africa.

--¿Y qué motivo le llevó a usted a París, donde vivió tantos años?
Varias veces he pensado en esto, y como no puedo evitar el ser curiosa
con las personas que me interesan, tenía grandes deseos de
preguntárselo.

--Señora, he estado emigrado por cuestiones políticas.

--¡Ah!--exclamó María con extrañeza--. ¡Se ha mezclado usted en
política! ¿Es que era usted carlista?

--No, señora; estuve emigrado por republicano.

La condesa hizo un mohín de disgusto, por lo que el criado se apresuró a
añadir:

--Yo, señora, aunque odio la tiranía, realmente no me he metido por mi
voluntad en los asuntos políticos. Como hombre de pocos alcances, no
entiendo mucho de estas cosas; pero servía a un comandante del que había
sido asistente, y como éste era un temible revolucionario, le acompañé a
la emigración y a su lado estuve hasta que murió. Le quería como si
fuese mi padre, y no me remuerde la conciencia el haberle sido infiel en
ninguna ocasión.

--¿Y no ha servido usted a otras personas?

--No, señora condesa--dijo Pedro con intencionada expresión--. En toda
mi vida sólo he tenido un amo, y muerto él sólo podía servir a usted.

--¿A mí?--exclamó con extrañeza la condesa no comprendiendo aquellas
palabras--. ¿Y por qué no a otras personas?

--Es verdad, señora; no he sabido explicarme bien--contestó el criado
comprendiendo que había estado próximo a descubrirse y queriendo
enmendar su descuido--. Quería decir que después de estar acostumbrado a
un amo, a quien servía más por cariño que por obligación, sólo podía
prestar mis servicios a una persona tan digna de ser amada como la
señora condesa.

Por el pálido y enjuto rostro de aquella infeliz enferma vagó una triste
sonrisa al escuchar el alarde de cortesía del criado.

Durante algunos minutos el silencio fué absoluto, hasta que María,
deseosa de reanudar la conversación, preguntó:

--¿Y era buena persona ese comandante?

--Un ángel, señora condesa. Muchos hombres he tratado en esta vida y,
sin embargo, no he encontrado uno sólo que pudiera ser comparado con él.
Era muy bueno, noble y valiente, al mismo tiempo que sencillo y crédulo,
y por esto fué muy infeliz en esta vida y murió, sin duda, abrumado por
antiguos disgustos.

Calló Pedro y en su frente contraída adivinábase el esfuerzo mental que
estaba haciendo para encontrar palabras y comparaciones, que retratasen
fielmente lo que en la vida había sido su antiguo amo.

--¿La señora condesa ha leído "Los Tres Mosqueteros"?

Hay que advertir que la célebre novela de Dumas era para el antiguo
asistente la mejor de las obras conocidas, la producción maestra de la
inteligencia humana, pues experimentaba goces infinitos enterándose de
las intrigas y contando las estocadas y estupendas pendencias de que se
componía el libro.

Por esto, cuando la condesa contestó afirmativamente a su pregunta, se
apresuró a añadir con satisfacción:

--Pues bien, señora condesa; mi amo era una exacta copia de aquel
caballero Athos que aparece en dicho libro. Era valiente, noble y sabio
como él y quería a su asistente con delirio; pues yo, más que un criado
era un respetuoso amigo, un fiel acompañante en toda clase de aventuras.
Nos queríamos mucho, señora condesa; como tal vez nunca en la vida se
hayan querido dos hombres.

Detúvose Pedro, y después de lanzar una rápida mirada a su señora,
añadió bajando los ojos:

--Tengo la seguridad de que si la señora condesa hubiese llegado a
conocerlo también le hubiese concedido su amistad. ¡Qué hombre
aquél!--continuó el criado en un rapto de entusiasmo y animándose su voz
y sus gestos--. ¡Cómo exponía su vida para salvar a un amigo!... ¡Aún
recuerdo como si acabase de suceder, lo que nos ocurrió en Africa!

--¿Y qué fué ello?--preguntó María, que, ansiosa por distraerse, deseaba
que su criado le contase algo que despertara su curiosidad.

--No fué ningún asunto de verdadero interés que pueda entretener
agradablemente a la señora condesa. Nada..., un lance de los muchos que
tiene la guerra. ¿Se empeña la señora condesa en que lo cuente?... Pues
fué que yendo con mi amo, en la compañía de guías que se había formado
por orden del general Prim, una mañana marchamos a la descubierta,
delante de la vanguardia del ejército. Componíase la compañía de gente
muy distinguida: licenciados de presidio, aventureros de mala especie,
gente, en fin, de pelo en pecho, de cuyo mando se había encargado mi
amo, ganoso siempre de estar en el puesto de mayor peligro, donde se
conquistara la gloria a fuerza de balazos y cuchilladas. Como gente
valiente, y por tanto confiada, nos adelantamos demasiado a la
vanguardia, el ejército nos perdió de vista, y en esta disposición,
abandonados de todos, sin más auxilio que el de Dios, cincuenta hombres
que éramos, caímos en una emboscada, y de repente resonó una infernal
gritería y nos vimos rodeados por un centenar de moros harapientos, feos
como demonios. No había salvación para nosotros.

La pobre enferma atendía con una expresión propia del interés
poderosamente excitado, y al ver que el criado se detenía como para
coordinar mejor sus recuerdos, preguntó con impaciencia:

--¿Y qué ocurrió después?

--A la primera descarga que hicieron los moros yo caí al suelo. Una bala
perdida, después de chocar contra una piedra, vino a darme aquí, en la
sien, donde todavía tengo una cicatriz, y me derribó, aunque sin hacerme
perder el sentido. Al ver que tenía la cabeza manchada de sangre,
creyéronme muerto, además de que la situación no era la más propia para
atender a los que caían. La compañía, formando un apretado pelotón,
comenzó a retirarse, haciendo un fuego horroroso, que no lograba tener a
raya a aquel enjambre de moros. Yo, como ya he dicho, no había perdido
el conocimiento y me daba cuenta exacta de mi situación. Tendido en el
suelo, y con todo el aspecto de un muerto, pues aquella bala parecía
haberme anonadado con su golpe, vi cómo retrocedían mis compañeros, y al
mismo tiempo, cómo algunos moros al avanzar iban rematando con sus
gumías a los que habíamos caído. ¡Aún me horrorizo cuando recuerdo
aquello! Un negrote que parecía un gigante se acercó a mí con su yatagán
desenvainado, para cortarme a cabeza, como ya lo había hecho con otros,
pero en el mismo instante que su cuchilla brillaba sobre mis ojos, le vi
caer exhalando un rugido de muerte, e inmediatamente me sentí cogido por
los sobacos y levantado en alto. Era mi amo, que al verme próximo a
perecer, había abandonado el pelotón que mandaba, y despreciando las
balas y riñendo cuerpo a cuerpo con los más audaces enemigos, había
llegado donde yo estaba, matando al negrazo de un tiro de revolver.
Sosteniéndome con uno de sus hercúleos brazos, mientras con el otro se
defendía jugando magistralmente su sable, intentó llegar donde estaban
nuestros compañeros, cada vez más abrumados por la superioridad del
número; pero le fué imposible, pues un grupo de moros nos cerró el paso.
Mi amo apoyó sus espaldas en una roca, y esperó valientemente, con la
desesperación del que va a morir.

--¿Y cómo se salvaron los dos?--interrumpió la interesada condesa.

--Yo no sé cómo fué aquello; pero apenas mi amo, echando mano al
revolver, disparó contra los que nos cercaban sus dos últimos tiros y
cuando sus espingardas y sus yataganes se dirigían a nuestros pechos,
les vimos huir perseguidos por un tropel de jinetes que pasaron a galope
tendido, con las lanzas en ristre y gritando ¡viva España! Eran dos
escuadrones de lanceros que Prim había enviado para salvarnos.

--¡Ah!... ¡Por fin!--exclamó María con la expresión del que se libra de
un pensamiento angustioso.

--Sí, no salvamos en tan difícil situación; pero yo, antes de que
llegase nuestra Caballería a sacarnos de tan apurado trance, cuando la
muerte nos acechaba a pocos pasos, pronta a caer sobre nosotros,
experimenté la más grata satisfacción que he sentido en mi vida. Miraba
aquellas armas enemigas prontas a destrozarnos, y, sin embargo, me
sentía feliz.

--¿Cómo pudo ser eso?

--Cuando mi amo se consideró perdido, viendo el círculo de enemigos que
nos estrechaba, dispúsose a morir, pero antes..., ¡ah, señora condesa!,
¡todavía me conmuevo al recordar tal escena! El capitán me sostenía con
su brazo izquierdo, y antes de defenderse a sablazos de los ataques de
la morisma, me miró con unos ojos que aún parece estoy viendo; me
contemplaba como mi pobre padre, cuando yo era niño, y él, que era todo
un caballero, un grande hombre, un portento de valor y de sabiduría, me
dió un beso en la ensangrentada frente, diciéndome con un acento que me
llegó al alma: "¡Adiós, Perico! ¡Hermano mío! ¡Hasta que nos veamos en
la Eternidad!" Yo no contesté, pues el golpe de la bala me había privado
de mis facultades; pero aquella voz aún parece que la tengo en los
oídos.

El criado quedó silencioso y meditabundo un buen rato, abismado en sus
conmovedores recuerdos.

--Ya ve usted, señora condesa--continuó--que actos como los de mí pobre
amo no se olvidan con facilidad.

--Sí que era un hombre notable el señor a quien usted servía. ¿Y murió
en París?

--Sí, señora. Murió allí cansado de la vida, hastiado del mundo y
abrumado por los desengaños y pesadumbres que habían llovido sobre él
sin compasión alguna. Aquí en Madrid había desempeñado muy altos cargos
cuando mandaba la República: en el Ministerio de la Guerra fué el dueño
absoluto durante mucho tiempo, y, sin embargo, murió pobre: y él y yo,
señora condesa, no siento rubor al confesarlo, hemos sufrido mucha
hambre en París.

--¿No tenía familia ese señor?

--La tenía, pero nunca quiso ésta reconocerle. Yo fuí para él toda su
familia y quien se encargó de cerrarle los ojos, después de ser su fiel
compañero durante treinta años.

--¿Y cómo era que los suyos no le reconocían?

--¡Ah, señora condesa! Es una historia muy triste la de mi pobre amo:
una relación que parece propiamente una novela. Ante todo, mi amo,
siendo capitán, y poco después de llegar de Africa, cometió la tontería
de enamorarse locamente de una mujer perteneciente a una clase muy
superior a la suya.

--¿Era noble y rica?

--Era la hija de un conde millonario: una señorita muy hermosa que
parecía corresponder al amor de mi amo; pero que al fin se portó con él
con la mayor ingratitud.

--¿Le abandonó?

--Sí. Mi pobre amo, estando en la emigración por primera vez, triste y
en la miseria, supo que la mujer amada, aquella en la que él tenía una
absoluta confianza, había dado su mano a otro hombre que por sus
antecedentes y por su carácter era indigno de merecer tal honor.

--¿Y qué hizo entonces el amo de usted?

--Mi señor debía haber olvidado a la mujer ingrata; pero no lo hizo así,
porque la amaba mucho, y por algo dicen que el amor es ciego. Además
aquellos amores sostenidos en secreto habían dado su fruto, y mi señor
tenía una hija, una niña encantadora que constituyó en adelante su
eterno pensamiento, su constante ilusión.

--¿Y qué fué de esa hermosa condesa? ¿Vive todavía?

--No, señora. Murió hace ya muchos años.

--¿Y la hija?

--La hija vive y es una de las más elevadas damas de Madrid.

--¿Y conoció a su padre?--preguntó la condesa, que se iba interesando
rápidamente por aquella historia, en la que adivinaba algo muy
importante.

--Señora condesa--contestó Pedro, que temía decir demasiado pronto la
verdad--; mi amo no sólo fué desgraciado como amante, sino que como
padre sufrió las mayores amarguras. Fué una historia muy triste la de
sus relaciones con su hija, y francamente, como la señora condesa ha
sido tan buena madre, y aún está conmovida por el recuerdo de su hijo,
temo entristecerla con la relación de los sufrimientos de un padre
infeliz.

--No, Pedro; hable usted sin cuidado. Me interesa mucho esa historia.

--Pues bien, señora condesa; mi amo ha muerto antes de conseguir que su
hija le reconociera como a padre. Había nacido cuando su madre estaba
unida a otro hombre y ella creía y sigue aún creyendo de buena fe, que
éste último, de quien lleva el apellido, es su verdadero padre.

--¿Y no consiguió nunca ese pobre señor acercarse a su hija, revelándole
de viva voz el secreto de su nacimiento?

--Sí que lo intentó, pero sus gestiones resultaron siempre
infructuosas. Hay que advertir, señora condesa, que sobre la familia de
aquella otra condesa parecía pesar una terrible fatalidad. Un jesuíta
ambicioso dirigía los asuntos de la familia para llevar poco a poco a
todos sus individuos a la perdición, y éste fué el que hizo una cruda
guerra a mi amo, comprendiendo que podía estorbarle sus planes. Tenía
ciertas miras sobre la niña, una de las cuales era, sin duda, el
arrebatarle su colosal fortuna, y por esto le interesaba que la hija no
llegase nunca a conocer a su padre y que siguiese sola y abandonada,
sometida a las órdenes que él quisiera dar y a la vigilancia de
parientes fanáticos.

María se estremeció mirando fijamente el respetuoso rostro de su criado,
para ver si adivinaba en él alguna intención determinada al decir tales
palabras. Llamábale la atención el sorprendente parecido que comenzaba a
encontrar entre aquella historia y la suya propia.

--¿Y murió ese señor sin haber logrado que su hija le reconociera y sin
que en el último instante de su vida recibiera de ella una frase de
consuelo?

--Nada de esto. Mi infeliz amo murió en la más espantosa soledad, como
antes he dicho, y puedo añadir que la ingratitud, que el desvío de su
hija, fueron la principal causa de su muerte. Mi pobre viejo se
imaginaba que el silencio de su hija obedecía al orgullo y al desprecio,
y yo creo ahora que aquel silencio sólo era debido a que la hija
desconocía la existencia de su verdadero padre. El comandante tenía,
sobre todo, clavado en el alma un recuerdo cruel que acibaraba su
existencia. Esa gente diabólica que por su interés tenía moralmente
secuestrada a la pobre señorita, no se contentó con impedir que el padre
llegase a ser reconocido por su hija, sino que hizo crecer a ésta que
aquel hombre a quien debía la vida sin que ella lo supiera era un ser
horrible, una especie de bandido monstruoso, que por un odio tradicional
era el perseguidor de la familia, de generación en generación.

--¡Ah!--exclamó la condesa con asombro al encontrar una circunstancia
que aún hacía mayor la identidad entre aquella historia y la suya
propia.

--¿Y qué escena fué esa de que usted hablaba?--preguntó después la
condesa con ansiedad que era ya visible.

El criado calló, mostrando una expresión indecisa, como si no se
atreviera a decir a su señora las últimas palabras, que serían la
solución decisiva del misterio, la revelación de toda la verdad; pero,
al fin, se determinó a hablar con un violento esfuerzo de su voluntad.

--Señora, esa escena fué terrible, según la relataba mi pobre amo. Al
caer la República no quiso marchar a la emigración sin antes ver a su
hija, y se dirigió a Valencia para visitar a la niña, que estaba en un
colegio dirigido por monjas. Aquel hombre, tan dulce como enérgico,
después de algunos años de continua agitación, en que había expuesto
cien veces su vida y derrochado la fuerza de su inteligencia, quería,
antes de sumirse en la calma y la miseria de la emigración, dar un beso
a su hija, oír de sus labios una palabra cariñosa, y con esto se
conceptuaba ya con fuerzas suficientes para arrostrar todas las
contrariedades y las tristezas del proscripto.

--¿Y qué colegio era ese adonde se dirigió su antiguo amo? ¿Cuál era su
título?

--Creo que se llamaba de Nuestra Señora de la Saletta. El pobre
comandante fué allá; preguntó por su hija y no quisieron reconocerle, y
cuando, a fuerza de ruegos y amenazas, consiguió que se la mostraran,
entonces no sé cómo su corazón no se rompió en pedazos. La niña no sólo
no quiso reconocerle, sino que al oír su nombre se estremeció de horror,
pues como antes he dicho, los enemigos que querían monopolizar su suerte
le habían hecho creer que mi amo era un bandido, un perseguidor tenaz y
sanguinario que acosaba a su familia. Yo creo que desde aquel día mi
pobre señor adquirió la enfermedad que le llevó a la tumba.

La condesa, a pesar de que su rostro estaba siempre pálido por la
enfermedad, aún perdió algo de color al oír estas palabras, y se agitó
nerviosamente en su asiento. ¡Gran Dios! No cabía ya la duda: aquella
historia era la suya propia.

--Pero..., ¿qué nombre era el de ese señor?--preguntó con ansiedad--.
¿Cuál era su nombre?

--Se llamaba don Esteban Alvarez.

María, a pesar de sus años y de su posición, sentía aún tan latentes los
recuerdos de su niñez que no pudo menos de estremecerse de horror al oír
el nombre que tanto miedo le había causado cuando niña.

Pedro la contemplaba con mirada fija, y al ver en su señora tan marcada
expresión de terror, dijo con acento triste:

--Veo que aún duran en el ánimo de la señora condesa las huellas de las
infames calumnias con que la engañaron cuando era niña. La señora puede
odiar todo cuanto quiera el recuerdo de aquel pobre mártir, pero tenga
la seguridad de que no ha existido en el mundo mujer alguna a quien haya
amado su padre con más vehemente cariño.

La condesa estaba asombrada y aturdida ante el tono sincero con que el
criado decía sus palabras.

Reinó un largo silencio, durante el cual la señora y el criado parecían
reflexionar, y, por fin, Pedro continuó:

--¿Quiere la señora condesa que le diga cuáles fueron las últimas
palabras que me dirigió al morir ese monstruo terrible, ese perseguidor
horripilante? Pues bien, ese hombre, a pesar de la ingratitud y
olvidando antiguos pesares, sólo tuvo fuerzas para recomendarme y
hacerme jurar por mi honor que nunca abandonaría a su hija y que
buscaría el medio de vivir junto a ella, velando por su vida,
obedeciendo todos sus mandatos y haciendo por ella cuantos sacrificios
fuesen necesarios. La señora condesa--añadió el criado con
sencillez--puede decir si yo he cumplido mi juramento.

Por fin conocía María la verdadera causa del cariño que le demostraba su
criado y de aquellas miradas de paternal afecto que había sorprendido
muchas veces en sus ojos.

--¿De modo, que usted--preguntó María asombrada por tanta abnegación--ha
entrado aquí con el único objeto?...

--Señora--le interrumpió el criado con sencillez, no exenta de noble
altanería--. He servido durante treinta años a un hombre demasiado
grande para que yo pudiera conformarme ahora a recibir las órdenes de
ningún otro. Soy soldado y no criado, y si he llegado a vestir este
traje, ha sido por cumplir el sagrado juramento que le hice a un pobre
moribundo, a quien quería como a mi padre. Puede pensar la señora
condesa lo que aquel hombre la amaría, cuando en la hora de la muerte,
su último pensamiento era para ella, y me obligaba a dedicar toda la
existencia al cuidado de su hija. Señora, tal vez resulte insolente y
atrevido, pero en este momento, puesto ya a decirlo todo, creo que me
ahogaría si llegase a callar alguna verdad. Mucho ha querido la señora
condesa a su pobre hijo, pero su amor no puede ser comparado ni
remotamente con el que el pobre don Esteban le profesaba a su hija, a
pesar de que la creía ingrata y orgullosa.

La pobre enferma estaba aturdida y asombrada por aquella revelación que
la sorprendía casi a las puertas de la muerte y que tan radicalmente
venía a trastornar su pasado.

Parecíale extraña y novelesca la historia. Pero al mismo tiempo abonaba
su veracidad el aspecto sencillo y franco del criado y aquel cariño
inexplicable que le había demostrado en todas ocasiones.

Además, ¿qué interés podía tener aquel hombre en suponerla hija de un
pobre señor que ya había muerto?

Aparte de esto, ella recordaba la escena ocurrida en su niñez allá en
el colegio de Valencia y que siempre le había parecido muy extraña,
recordando todavía que don Esteban Alvarez la había llamado "¡hija mía"!
varias veces, con una expresión tan dulce y melancólica, que a ella le
había impresionado a pesar de que le decían que aquel hombre era un
monstruo.

Ahora comenzaba a comprender algo de aquella expresión misteriosa y
solapada, que había creído adivinar en el padre Tomás, cuyos actos le
inspiraban ya mucha desconfianza.

--¡Pero, Dios mío!--dijo al criado que la contemplaba atentamente para
apreciar el efecto que la habían producido sus revelaciones--. ¡Yo
pierdo la cabeza al pensar en estas cosas tan extrañas! ¿Qué misterios
son estos? ¿Cómo puede usted explicarme que ese señor me creyera su
hija, cuando mi padre fué don Joaquín Quirós, al que yo no conocí, pues
murió siendo yo muy niña, pero de quien hablaba muchas veces mi tía?

El criado vió llegado el instante de relatar toda la verdad para acabar
de conquistar la confianza de aquella mujer, y volviendo a sentarse
respetuosamente, comenzó la relación de la vida de Alvarez, de sus
amores con Enriqueta, de aquella fuga de la casa paterna que acabó en
noche de bodas, de la emigración forzosa que sobrevino inmediatamente, y
terminó haciendo una pintura exacta del carácter y la moral de Quirós.

El criado guardóse de decir quién era el que había disparado el tiro
desde la barricada de la plaza de Antón Martín, pero tan hábilmente supo
describir al hombre que en apariencia era el padre de María, que ésta se
lo imaginó inmediatamente como un sujeto igual a su marido, y sintió una
profunda compasión por su pobre madre, que había sido tan desgraciada
como ella con Ordóñez.

Pedro contó a la condesa cuanto sabía del que era su verdadero padre y
que tanto había sufrido por ella, y al hablar de su vida obscura y
penosa en París, deslizó hábilmente en la conversación el nombre del
doctor don Juan Zarzoso.

María se incorporó en su asiento con las mejillas coloreadas por un
fugaz rubor.

--¡Ah!--exclamó sorprendida--. ¿También ha conocido usted a ese señor?

--Vivía con nosotros en París, y el pobre don Esteban le amaba como un
hijo, al saber que era el hombre que poseía el cariño de su hija.

La condesa mostraba deseos de hacer nuevas preguntas sobre aquel
hombre, cuyo recuerdo compartía en su memoria en lugar preferente con el
del infeliz niño Paquito; pero el criado deseaba que toda la
conversación versara sobre su amo, y por esto se apresuró a añadir.

--Ya hablaremos después del señor Zarzoso y se convencerá la señora de
que no era tan malo como ella creía en cierta época. Pero ahora hablemos
de mi pobre amo; hablemos del padre de la señora condesa.

Y Pedro continuó la apasionada y conmovedora descripción de los
sufrimientos de aquel pobre padre, que sin más familia ni seres queridos
que su hija, veíase desconocido por ella.

--Aquel hombre fué muy desgraciado. La señora condesa, que hoy se halla
enferma y llora continuamente recordando a su hijo que murió, es un ser
feliz, comparada con aquel desgraciado que no tenía ni aun un retrato de
su hija para contemplarlo.

María hizo un movimiento de extrañeza y asombro al oír hablar de su
felicidad.

--Sí, señora condesa; me afirmo en lo que digo. Si la señora llora hoy
la muerte del señorito, al menos tuvo una época feliz en que se
estremecía de placer al sentir su cabecita apoyada en sus rodillas, y en
que gozaba una satisfacción sin límites convirtiéndose en su enfermera y
pasando las noches en vela a la cabecera de su cama. Podía besar a su
hijo, oír su encantador y balbuciente lenguaje, y esto es siempre una
felicidad, un recuerdo que llena el alma de dulce melancolía, aunque
después venga la muerte a amargar tanta dicha. ¿Pero y mi pobre amo? ¿Y
aquel desgraciado don Esteban, que por ser hombre tenía que avergonzarse
del llanto y muchas veces se tragaba las ardientes lágrimas que le
quemaban los ojos? El estaba convencido de que tenía una hija, y sin
embargo, murió abandonado de ella, soñando siempre en una felicidad que
nunca llegaba, y que para él consistía en que una voz pura y argentina,
que yo he oído mil veces, le llamase "¡padre mío"! Esa situación sí que
es horrible; es, como él decía, el suplicio de Tántalo; ¡tener casi a la
vista una hija querida, un ser que hasta en su rostro llevaba algo del
que le dió la vida, y sin embargo no poder acercarse a ella, no poder
abrazarla derramando sobre su frente lágrimas de dulce emoción!

La condesa se había cubierto el rostro con las manos y lloraba
silenciosamente, sin que Pedro pudiese asegurarse de si aquellas
lágrimas procedían del recuerdo de su hijo o de la emoción que le
causaban las penalidades de aquel pobre padre, al que reconocía por fin.

El criado quiso excitar más aún aquella emoción.

--Hay para espantarse al considerar la desgracia de aquel padre,
sostenida con heroico valor por espacio de más de veinte años. La señora
condesa, que es madre, podrá apreciar mejor que yo hasta dónde llegó el
infortunio del pobre don Esteban. ¿Qué hubiese hecho la señora, que
tanto amaba a su hijo, si éste no la hubiese querido nunca reconocer
como madre? ¡Cuán inmenso dolor hubiese experimentado, si cuando iba a
verle al colegio de Valencia, el señorito, en vez de recibirla con los
brazos abiertos, hubiese huído de su madre como si fuese un monstruo!
¿No es verdad que la señora hubiese muerto entonces de pena? ¿No se
hubiera roto su corazón en mil pedazos? Pues bien; el pobre don Esteban
sufrió todas esas pruebas terribles y sin embargo aun quedó en pie
durante muchos años para vivir agonizando. Juzgue la señora condesa si
la vida de su padre no fué un verdadero infierno.

María seguía llorando, pero sus suspiros eran ya cada vez más ruidosos,
y con acento entrecortado murmuraba cariñosas exclamaciones.

--¡Oh, padre! ¡Padre mío!

El criado, apenas le pareció oír estas palabras, dichas con voz casi
imperceptible, buscó apresuradamente algo en los bolsillos de su casaca.

Mientras tanto, María, convencida por sentimiento de que aquel Alvarez
que tanto la había horrorizado era su padre, y recordando algunas
palabras sin sentido que había sorprendido a su tía y al padre Tomás y
que ahora se explicaba perfectamente, lloraba conmovida por el recuerdo
de aquel pobre mártir que tanto la había adorado.

La voz de Pedro le hizo apartar las manos de los ojos y levantar su
cabeza.

--¡Aquí está! ¡Contemple la señora condesa!

Era que el criado le mostraba un sencillo marquito de latón, a través de
cuyo cristal se veía una fotografía iluminada, que representaba, de
medio cuerpo, a don Esteban Alvarez cuando todavía era capitán y acababa
de regresar de Africa.

El fiel asistente, como si aquel recuerdo de su amo fuese un poderoso
talismán, lo llevaba siempre consigo.

María contempló con fruición aquella cabeza vigorosa, de enérgica
hermosura, y en la que se veía retratada la fiera altivez y la mirada
pensadora de un hombre nacido para la guerra al mismo tiempo que para el
estudio. Sustituyendo el poncho del uniforme por una gola de hierro y un
coleto de ante, aquella cabeza podía confundirse con la de los ínclitos
soldados del siglo XVI, que sojuzgaban Flandes o conquistaban imperios
como Méjico o el Perú.

La condesa, con el escuálido rostro animado por el rubor de la emoción,
examinó atentamente aquel retrato, encontrando inmediatamente su
parecido con ella, en la época que aun era hermosa y la enfermedad no
había consumido su organismo.

Todavía en sus ojos quedaba algo de aquella mirada brillante y
avasalladora que en los momentos de indignación llegaba a imponer.

María no dudó más sobre la verdad de cuanto la había dicho su criado. No
raciocinó, pues en tales momentos de emoción, la razón se anula dejando
su puesto al sentimiento.

La condesa se dejó llevar de su instinto; de un impulso vehementísimo e
irresistible que la empujaba, y llevándose el retrato a sus labios, al
mismo tiempo que volvía a derramar lágrimas, murmuró con un acento que
equivalía a un reproche a sí misma por su indiferencia.

--¡Oh, padre! ¡Padre mío! Si me oyes perdóname.



II

La última advertencia


Cuatro días después de aquella tarde en que Pedro hizo su revelación a
la condesa, en el momento en que los relojes del hotel daban las ocho de
la noche, bajaban la pequeña escalinata del edificio el elegante Ordóñez
y el padre Tomás, conversando amigablemente.

El jesuíta tenía el mismo aspecto de siempre, y en cuanto al marido de
la condesa, un sombrero de "clac" y el gabán abrochado para ocultar el
traje de etiqueta, daban a entender que pensaba pasar la noche en alguna
fiesta del gran mundo.

Los dos hombres siguieron la ancha avenida que, partiendo el jardín del
hotel, conducía a la verja, fuera de la cual esperaban dos carruajes, y
al llegar a un espacio donde no alcanzaban las luces de las dos farolas
que adornaban la puerta del edificio, el jesuíta se detuvo, cogiendo
suavemente a su protegido por un brazo.

--Mira, Paco--le dijo con entonación de consejero bondadoso--; harías
muy bien en no salir esta noche de casa o al menos en volver cuanto
antes. No sé por qué, me parece que esta noche va a ocurrir lo que tanto
tememos y que tu esposa no verá el sol de mañana. Ya ves que, al menos
por el buen parecer y para que no murmure la gente, conviene que tú
permanezcas esta noche al lado de María cumpliendo tu deber de buen
esposo.

--Pero, padre, ¡si María no morirá esta noche! Hace usted mal en
alarmarse tanto. Los enfermos de tisis son como esas luces que se apagan
lentamente, y cuando uno cree que ya están extinguidas, vuelve a surgir
la llama y aún alumbra trémula y vacilante por mucho rato.

--¿Qué ha dicho el médico esta tarde?

--La verdad es que la ha dado ya por muerta y ha dicho que de un momento
a otro sobrevendrá el fin.

--¿Ves como debes quedarte?

--Sí, pero tengo la confianza de que María ha de llegar a mañana, aunque
sólo sea para desmentir al médico. La tisis tiene sus bromas.

--Pues ten la seguridad de que esas bromas las reserva para ti, que tan
convencido pareces de que tu esposa llegará a mañana. Créeme, Paco:
quédate esta noche en casa, o si es que tienes verdadera precisión de
salir, regresa pronto, para que la gente murmuradora no pueda decir nada
contra ti.

--Volveré a las dos de la mañana; antes me es imposible. Tengo precisión
de asistir esta noche al baile de la Embajada francesa.

--¡Desgraciado! ¿Teniendo a tu esposa tan grave te atreves a ir a un
baile? ¿No comprendes que la sociedad murmurará con sobrada razón y que
tú perderás con ello el escaso prestigio que te queda?

--¡Bah! La gente está ya acostumbrada a verme en todas partes teniendo a
mi mujer enferma y no se fijará esta noche en mí, pues todos ignoran que
María se halle tan grave. En las enfermedades lentas la gente se cansa
de preguntar y acaba por olvidarse del paciente. Además, reverendo
padre, es un compromiso de honor el que yo acuda esta noche a ese baile.

--Lo sé, desgraciado; lo sé todo. No creas que ignoro que en la
actualidad haces el amor a la esposa de uno de los empleados de la
Embajada; una francesa que te sorberá el poco seso que te queda.

Ordóñez, a pesar de su ligereza fría y aristocrática, que se cifraba
especialmente en no asombrarse de nada, no pudo evitar un gesto de
extrañeza al oír tales palabras.

--¿Cómo sabe usted eso, padre Tomás?

--¡Bah! No te creía capaz de asombrarte por tan poco. Yo sé todo lo que
hacen mis amigos. Ya sabes que mi despacho es como un fonógrafo, que me
repite todas las palabras y hasta los actos de cuantos amigos tengo
esparcidos por el mundo. Hay pocas cosas que yo no sepa.

Los dos hombres quedaron silenciosos y avanzaron algunos pasos con
dirección a la verja.

Ordóñez se detuvo al ver que el jesuíta se plantaba mirándole con sus
ojos fríos e interrogadores que parecían llegar al alma.

--Mira, muchacho--dijo con severa superioridad--. No sólo conozco a
fondo la vida de mis amigos, sino que leo en su pensamiento y adivino
todo cuanto se proponen hacer en contra mía. Ha llegado el momento de
que hablemos claro: ninguna ocasión mejor que esta.

--Diga usted, reverendo padre--murmuró Ordóñez, algo alarmado al notar
el giro que tomaba la conversación.

--Pues bien, te hablaré claro. Tu esposa va a morir y ha llegado el
momento de que se cumpla el pacto que hicimos antes de que te casases.

--¡El pacto!... ¿Qué pacto es ése, padre Tomás?--dijo Ordóñez con
expresión distraída, como si fuese en busca de un recuerdo que se le
escapaba.

--Eso es; hazte el olvidadizo. ¿No te acuerdas ya, angelito?--contestó
el jesuíta con sarcástica ironía--. Veo que eres muy desmemoriado; pero,
afortunadamente, yo, como te decía, leo en el pensamiento de los amigos
y te ayudaré a recordar, diciéndote que a la hora en que me dé la gana,
a pesar de tu lujo, de tus brillantes relaciones y de tu fama de hombre
elegante y calavera, puedo enviarte a presidio. ¿Te acuerdas ahora?

--Vuestra paternidad tiene un modo terrible de recordar las cosas.

--Es porque tu memoria resulta como uno de esos caballos maliciosos que
remolonamente se niegan a andar. Conviene darle algún latigazo para que
se avive.

--Bien, padre Tomás; me acuerdo del pacto; ¿qué quiere usted de mí?

--Sabes que con arreglo al último Código civil, tus derechos de marido
te hacen heredero en usufructo de la mitad de la fortuna de tu mujer.

--Ya sé, reverendo padre; ¿qué es lo que usted quiere advertirme?

--Conforme al trato que hicimos los dos, antes de que tú te casases con
María, debías limitarte a gastar sus rentas, y te quedaba prohibido
inducir a tu esposa a que enajenase la más mínima parte de su capital.

--Así lo he hecho, reverendo padre. No tendrá usted queja de mí en este
punto y creo estará satisfecho.

--No del todo, pues en ciertas ocasiones has gastado algo más que las
rentas, embrollando con esto la administración de tu casa; pero no me
quejo de estos pequeños excesos. Al fin, así y todo, te has portado con
bastante prudencia si se tienen en cuenta tus antecedentes de hombre
desordenado.

--¿Y qué es lo que quiere usted ahora?

--Que se cumpla lo convenido en nuestro pacto, renunciando tú a la parte
que te corresponde en la herencia de tu mujer.

Ordóñez se atusó el erizado bigotillo con marcado aire de indignación.

--Padre Tomás, eso es muy duro. No resulta razonable tal exigencia.

--Pues así ha de ser.

--Fíjese vuestra reverencia en que sólo se trata de un usufructo. El día
menos prensado me ataca una pulmonía o me dan una estocada en un
desafío, y entonces esa parte de la fortuna de mi mujer irá a parar,
sana y sin detrimento alguno, a manos de quien corresponda.

--La baronesa de Carrillo es vieja, y, además, no está para esperar a
que tú mueras.

--¡Ah! ¿Conque es doña Fernanda la que ha de heredar toda la fortuna de
mi mujer?--preguntó el elegante, con una expresión de incredulidad que
no procuró disimular.

--Sí, la baronesa heredará a su sobrina, y ya que pareces dudar de mis
palabras, para que no creas que aquí se encierra algún misterio o alguna
negociación censurable, te diré toda la verdad. La virtud no necesita
recatarse de nadie. La baronesa herederá a tu mujer e inmediatamente
traspasará la fortuna a manos de nuestra santa Compañía, para que ésta
la emplee en obras de caridad y en hacer propaganda para "la mayor
gloria de Dios". Es una promesa que doña Fernanda ha hecho al Altísimo.
Ya comprenderás que en un asunto tan sagrado y que directamente interesa
a Dios, tu, pobre criatura humana, no debes oponer tu mezquina voluntad.

Ordóñez, a pesar de que hacía esfuerzos por conservar su exterior
indiferente y desdeñoso de hombre elegante y despreocupado, que tantos
triunfos le valía en la alta sociedad, sentía hervir en su anterior el
fuego de la ira.

--Pero eso es robarme mis derechos de marido--dijo, no pudiendo
contenerse.

--¿Robar?--contestó el padre Tomás con su imperturbable frialdad--. Dura
es la palabreja, pero ya que la has dicho, la acepto y contesto que
antes has robado tú a otros con escrituras falsas y firmas falsificadas.
Por esto mismo puedo enviarte a presidio a la hora que quiera, y esta
hora llegará inmediatamente, si te niegas a obedecer mis órdenes.

Ordóñez conocía perfectamente a su protector, y sabía que era imposible
que éste retrocediese así que adoptaba una resolución. Además, el
elegante, viviendo con lo que le proporcionaban las rentas de su esposa,
había perdido su ductilidad de aventurero y no era capaz de humillarse
pidiendo misericordia a aquel hombre terrible, que se mostraba sordo a
los ruegos que le contrariaban.

El aristócrata resistió su desgracia con dignidad, y únicamente se dignó
hablar de su porvenir.

--Y si yo renuncio a mis derechos, ¿qué sería de mí, padre Tomás?

--Permanece tranquilo, que renunciando a la herencia sirves a la
Compañía y ésta jamás olvida a los que le son fieles. Aquí estoy para
protegerte. No vivirás con el mismo esplendor que ahora, pero te
sostendré en una posición que corresponda a tu rango, y ¿quién sabe si
encontraré para ti otra mujer con algunos millones de dote?

Estas palabras no parecían tranquilizar mucho a Ordóñez, y por esto el
jesuíta se apresuró a añadir:

--No puedes quejarte de mi protección. Antes de casarte vivías
entrampado, sin tranquilidad alguna y próximo a caer en la deshonra. Te
tendí la mano, te libré del precipicio, has vivido algunos años
derrochando como un potentado, y ahora, al morir tu mujer quedarás en la
misma situación de antes, aunque con la ventaja de no tener deudas y de
contar con mi protección, que será más eficaz y segura. ¿De qué te
quejas, pues?, ¿has hecho acaso un mal negocio?... Cree que me irrita tu
ingratitud.

El jesuíta dijo estas últimas palabras con expresión de disgusto, y
durante largo rato permanecieron silenciosos el protector y el
protegido.

--Vamos a ver--dijo el padre Tomás, cansado por aquel silencio--.
Decidámonos pronto. ¿Renuncias a la herencia? ¿Cumples la palabra que me
diste?

Ordóñez hizo un gesto de desesperación en la sombra. ¡Siempre cogido!,
¡siempre a merced de aquel hombre, a pesar de la fama de listo que a él
le concedían en la alta sociedad!

Había que conformarse forzosamente, y Ordóñez tendió su mano al jesuíta
en muestra de aprobación, y murmuró:

--De usted es toda la fortuna de María.

--Conforme. Quedo agradecido a tu desprendimiento, y te prometo no
abandonarte nunca. Ahora vámonos, pues se hace tarde y los dos tenemos
ocupaciones apremiantes. Procura volver pronto a casa, pues esta noche
ocurrirá el suceso que esperamos.

Los dos hombres atravesaron la verja, y después de estrecharse la mano,
subieron a sus respectivos carruajes, el uno para dar un vistazo al
Casino, antes de ir al baile, y el otro para volver a trabajar en aquel
despacho, que era como el centro del horrible embudo formado por la
telaraña jesuítica que envolvía a toda la península.

Ninguno de los dos miserables que con tanta frialdad habían estado
hablando sobre la próxima muerte de María volvió la cabeza para lanzar
una mirada de compasión a aquella ventana, que sobre la oscura fachada
del hotel destacábase débilmente, bañada en una luz pálida, velada e
indecisa. Los millones de la agonizante era lo único que ocupaba su
pensamiento.

Los dos carruajes se alejaron en distintas direcciones, separando a
aquellos dos compadres de crimen que se aborrecían mutuamente.

--¡Vive Dios!--decía Ordóñez en voz alta y rugiente, que tal vez era
oída por sus cocheros--. Ese tío es un ladrón que me tiene cogido por
las orejas. Si algún día se me presenta ocasión, le había de meter un
palmo de acero en el vientre.

Mientras tanto el padre Tomás murmuraba en el interior de su berlina,
con acento de hipócrita escandalizado:

--Abandona a su mujer para ir a hacerle la corte a otra, y tal vez la
pobre condesa haya entrado ya en el período de agonía. Siempre le he
tenido por un canalla; pero no me imaginaba que su cinismo fuese tanto.



III

La muerte de María.


La condesa moría lentamente en aquel gabinete elegante, donde había
pasado toda su enfermedad.

Se veía casi abandonada de los suyos, mas no por esto se consideraba
sola, pues la rodeaban hermosos recuerdos que parecían endulzar sus
últimos instantes.

Las sombras de su hijo, de don Esteban Alvarez y del infortunado
Zarzoso, aquellos tres seres queridos a los que pensaba encontrar más
allá de los umbrales de la muerte, parecían rodear su lecho y animarla
con invisibles sonrisas en tan supremo trance.

María sabía ya toda la verdad sobre su pasado.

El fiel Pedro, no sólo había relatado la historia de su padre, sino que
justificó a Zarzoso, haciéndola saber la repugnante maquinación que
contra él se había urdido allá en París, para lograr que María le
aborreciese por su infidelidad manifiesta, que era más obra de las
circunstancias y de pérfidas intrigas que de su propia voluntad.

La condesa, gracias a las revelaciones de su criado, conocía ya la
terrible participación que los jesuítas, y en especial el padre Tomás,
habían tomado en los asuntos de su familia, y por esto miraba con franco
horror al reverendo padre y no ocultó la repugnancia que sentía cuando
éste se aproximaba a su lecho.

La pobre joven, extenuada por la terrible enfermedad, cansada de un
mundo que sólo le había proporcionado dolores y tristezas, y deseosa de
sumirse cuanto antes en la sombra eterna, con esperanza de encontrar
allí a su padre y a su antiguo adorador, con los cuales había sido
injusta aunque sin voluntad para ello, caía impasible y sumisa, sin el
menor intento de rebelión y limitándose a compadecer a aquellos hombres
negros, que tanto daño la habían causado.

--¡Les perdono!--murmuraba la pobre mártir--. Perdono a todos, a pesar
de mis desgracias. Ellos también han de morir; ellos también se verán en
el mismo trance que yo, y entonces de seguro que no experimentarán esta
santa tranquilidad que ahora siento.

Y la infeliz perdonaba también mentalmente a aquel esposo ligero e
infame, que era el autor de su infortunio, que había envenenado su
sangre pura con los gérmenes de una terrible enfermedad adquirida en el
vicio, y que en el momento supremo, no se cuidaba ni aun de fingir un
dolor propio de las circunstancias y la abandonaba para ir a una fiesta
donde indudablemente haría, el amor a otra mujer.

Sí, ella perdonaba a Ordóñez, a pesar de todas sus infamias, y no le
causaba impresión alguna la cínica serenidad de aquel hombre sin
conciencia, pues su pensamiento, su corazón estaba puesto en aquellos
tres seres queridos, cuyas sombras parecíale ver vagar en torno de su
lecho, para ayudarla a bien morir, y escoltar después su espíritu por
las infinitas regiones de lo desconocido.

La condesa perdonaba también a su tía, aquella mujer irascible, fanática
e hipócrita, que la había martirizado cuando niña, y que después,
obedeciendo automaticamente órdenes superiores, la había entregado en
brazos de un hombre corrompido, cuyos besos resultaban contagiosos y
mortales.

Aquella misma baronesa, que estaba muy lejos de recelar lo que pensaba
su sobrina, se hallaba en tales momentos cerca de su cama, sentada junto
a una mesa sobre la que se erguía un hermoso crucifijo entre un par de
cirios.

Doña Fernanda, arrastrada por sus preocupaciones devotas, no había
tenido inconveniente alguno en amargar los últimos momentos de la
enferma, aterrándola con todo el imponente aparato que el fanatismo
guarda para tales casos.

María, que al fin había conocido quiénes eran los sacerdotes que la
habían rodeado desde la niñez, aunque sin abandonar por esto las
creencias religiosas en que la habían educado, se negó en absoluto a
confesarse con el padre Tomás, desobedeciendo con ello las
recomendaciones de la baronesa.

Esta se hallaba escandalizada por la tenaz negativa de su sobrina, y
deseosa de que la próxima conquista de la muerte no careciese del
refrendo de la religión, había montado un altar sobre una de las mesitas
del gabinete, y sentada al lado de él, leía en voz baja un grueso libro
de oraciones, mirando de vez en cuando a la enferma, que inmóvil y
respirando penosamente, fijaba sus ojos en el techo como absorta en sus
pensamientos.

A pesar de que, con esa falsa esperanza que nunca abandona a los
tísicos, María aún creía que su fin estaba lejano, no quería mirar todo
aquel aparato religioso montado por su tía, pues la horrorizaba, al par
que le producía cierto despecho, la falta de consideración que mostraba
la baronesa.

El silencio era absoluto en aquella habitación: una lámpara velada y las
llamas de los dos cirios alumbraban el gabinete, formando en su centro
un círculo de luz, más allá del cual todo quedaba en una densa penumbra.

Junto a la puerta, erguido e inmóvil cual una estatua, estaba el fiel
Pedro esperando órdenes. La oscuridad que le envolvía no permitía a la
baronesa el ver el gesto extraño, mezcla de compasión y de ira, que
contraía el rostro del criado al contemplar a la pobre enferma.

Pedro se sentía con deseos de estrangular a aquella vieja bruja, como él
llamaba a la baronesa, la cual, después de desatender a su sobrina en la
época en que su enfermedad todavía era susceptible de curación,
permanecía ahora a su lado para amargar sus últimos instantes con
terroríficas muestras de devoción, impidiendo al paso que pudiera
acercarse a la enferma, él, que era el único ser de aquella casa que
sentía por la desgraciada algún interés.

La condesa pareció salir de su profunda meditación cuando uno de los
relojes de la casa dió las diez.

--¡Pedro!--dijo la enferma con voz débil.

Y al acercarse el criado, dióle a entender con un gesto lo que deseaba.

Aquél le trajo una rica capa forrada de pieles y la puso sobre los
hombros de la condesa, que se había incorporado.

Después la enferma, mostrando sus extremidades devoradas por la
consunción y que parecían los huesos de un esqueleto, bajó de la cama
ayudada por los robustos brazos del criado, y apoyándose en él, llegó
penosamente hasta un gran sillón que estaba colocado de espaldas al
Cristo y a las dos luces de la baronesa.

María experimentaba la necesidad, que todos los tísicos sienten, de
morir erguidos y fuera de la cama, que parece causarles horror.

Pedro, sin abandonar su actitud respetuosa, miraba fijamente a su ama y
no podía ocultar la impresión de desconsuelo que le producía aquel
rostro terroso, enjuto y consumido por la enfermedad. Veíanse en él los
signos de una próxima muerte y sobre sus facciones parecía extenderse un
denso velo que las ennegrecía.

Pedro recordaba lo que aquella tarde había dicho el médico sobre el
próximo fin de la enferma y se afirmaba en la creencia de que la condesa
moriría aquella misma noche. Extinguíase la vida en el interior de aquel
organismo anonadado, y ya no quedaba en él más que un débil soplo vital
que la permitía hablar, aunque con voz tan tenue que sólo podía oírse en
aquel absoluto silencio.

--Pero tía--dijo débilmente dirigiéndose a la baronesa que estaba a sus
espaldas--, ¿es que tiene usted deseos de que yo muera pronto y por eso
me aturde con esas oraciones que murmura?

Este reproche, dicho de un modo dulce, hizo que la baronesa levantase su
cabeza, en la que se marcaba un gesto de indignación.

--Mira, María--contestó con una severidad impropia de las
circunstancias--. No quiero que una persona de mi familia vaya al
infierno, y como tú te niegas a ponerte bien con Dios, yo me encargo de
subsanar esta falta y le ruego al Señor que te reciba en su santa
gloria, si no por tus méritos, al menos por los de otras personas de tu
familia.

La enferma estuvo callada durante algunos minutos y después dijo con
dulzura:

--Yo no necesito confesarme. He sido muy desgraciada en este mundo y no
recuerdo haber hecho daño a nadie. He obedecido siempre a las personas
que me han rodeado, creyendo firmemente cuanto me decían.

Calló la enferma breves instantes y añadió después con marcada
intención, volviendo la cabeza y buscando con la mirada a su tía:

--¡Ojalá no hubiese sido tan crédula y obediente! No hubiese sido tan
desgraciada, y tal vez ahora me vería en diferente situación.

La baronesa no contestó, pues adivinaba un gran cambio en el carácter y
las ideas de su sobrina, y no quería exponerse a que ésta, con la
franqueza del que va a abandonar la vida, le dijese algunas verdades que
forzosamente habían de resultarle amargas.

Volvió doña Fernanda a abismarse en la lectura de sus oraciones,
afirmando los lentes de oro sobre su picuda nariz, y mientras tanto, la
enferma, después de lanzar una mirada de gratitud a aquel criado, modelo
de fidelidad y de abnegación, que parecía consternado al contemplar a su
señora, volvió sus ojos al rincón más oscuro de su gabinete, y así
permaneció impasible e inmóvil.

Transcurría el tiempo en aquella inercia silenciosa, que sólo turbaba el
murmullo de los rezos de la baronesa y las llamas crepitantes de los
cirios.

Los relojes del hotel daban sus campanadas para marcar el paso del
tiempo, y a aquellas tres personas les parecía cosa de milagro la
rapidez con que se sucedían las horas, pues absortas en sus
pensamientos, creían que las horas se confundían unas con otras, según
la frecuencia con que las escuchaban.

Pasaba el tiempo velozmente, y era ya más de media noche cuando la
enferma pareció volver en sí de sus tristes reflexiones, y dirigió la
palabra a su fiel criado, que seguía de pie, sin que la fatiga
consiguiera rendirle.

En el rostro de la condesa veíase una expresión más animada que parecía
presagiar el principió de un restablecimiento. Su cutis, antes tan
pálido, estaba ligeramente coloreado, y su voz había adquirido nueva
potencia.

La baronesa miraba a su sobrina con cierto asombro, no pudiendo
explicarse cómo aquel cuerpo tan débil todavía tenía fuerzas para
resistir la enfermedad; pero el criado se entristeció al notar aquella
mejoría.

Sabía bien lo que significaba. El médico le había dicho que momentos
antes de morir los que estaban enfermos de la misma dolencia que la
condesa, experimentaban una rápida y fugaz mejoría.

Pedro, pues, veía próxima la muerte de su señora: muerte dulce y casi
insensible, como la de todos los tísicos, y cual convenía a aquella
pobre mártir que tanto había sufrido en vida.

Acababa de dar el reloj del gabinete la una de la madrugada cuando María
se incorporó sobre los almohadones que Pedro había colocado en su
sillón, y tendió sus brazos al fiel criado, agarrándose a sus hombros
con la intención de levantarse y respirar mejor puesta en pie.

La capa se deslizó a lo largo del escuálido cuerpo y la enferma quedó en
ropas menores, mostrando sus brazos enjutos y consumidos, capaces de
inspirar lástima al más indiferente.

La condesa sosteníase agarrada a su criado, sin dar ninguna orden ni
atreverse a andar. Su cuerpo se agitaba con un débil estremecimiento, y
sus ojos, desmesuradamente abiertos y con expresión de angustia, miraban
a aquel rincón oscuro, como si en él viera impalpables imágenes que en
aquellos instantes atraían toda su atención.

--¡Ah! ¿Estáis ahí?--murmuró con voz tan queda y débil como un
suspiro--. ¡Hijo mío! ¡Juanito! ¡Papá! Allá voy.

Y sus manos soltaron los hombros del criado, mientras su cuerpo caía
inerte en el sillón.

La baronesa se levantó de un salto, y el criado, tosca pero
cariñosamente, agarró entre sus manos aquella cabeza que caía inerte
sobre uno de los enflaquecidos y angulosos hombros.

No era posible dudar: la condesa había muerto.

Pedro contempló aquellos ojos desmesuradamente abiertos, vidriosos y
empañados, que miraban todavía al oscuro rincón: la nariz, que adquiría
un tinte negruzco, y aquella boca entreabierta y todavía contraída por
una sonrisa sobrehumana, como si hubiese sido provocada por una visión
hermosa, por la vista de la felicidad existente más allá de la tumba.

El aspecto horrible de aquel cadáver, miserable manojo de huesos y de
piel, al que faltaba ya la misteriosa esencia que le hacía atractivo y
aquel calor vital que rápidamente se iba desvaneciendo dejando al cuerpo
cada vez más frío, trajeron a la realidad al pobre criado, que rugiendo
de dolor, para desahogar su oprimido pecho, se arrojó a los pies del
sillón y comenzó a besar con la furia de un loco una de las manos
amarillentas y descarnadas.

--¡Señorita!... ¡señorita!--gritaba el pobre hombre, conmovido por aquel
suceso, a pesar de que lo esperaba hacía ya mucho tiempo; y trastornado
por su desesperación, echábase en cara el no haber salvado a la infeliz
hija de su antiguo amo, el no haber velado por su vida tal como lo
prometió en París, cual si el desdichado tuviera poder para combatir a
la más terrible de las enfermedades.

Permaneció así postrado el infeliz Pedro, mientras tuvo fuerzas para
llorar, y por fin, extenuado, debilitado y recordando que su deber le
exigía algo más que entregarse al llanto, se levantó, abandonando
aquella fría mano que cayó inerte sobre el brazo del sillón.

Cuando Pedro, puesto en pie, miró con extrañeza a su alrededor, vió
agrupados en la puerta a la baronesa y a Ordóñez, mirando con espanto
casi supersticioso aquel cadáver hundido en el sillón, que parecía aún
más repugnante por las desnudeces descarnadas y angulosas que dejaba al
descubierto.

El marido de la condesa conservaba todavía su traje de etiqueta, pues
acababa de llegar del baile.

Había vuelto una hora antes de lo que había prometido. No se diría que
era un esposo incorrecto y desatento con su mujer. Aún había llegado a
tiempo para ver el cadáver de su esposa.... ¡Dios mío!, ¡cuán fea era la
muerta! Ver aquellos hombros que con sus rígidas puntas parecían romper
la piel, cuando aún los ojos guardaban el recuerdo de los hermosos
escotes contemplados en el baile, resultaba un contraste extraño, una
visión dolorosa que él sufría como buen marido, aunque convencido de que
nadie le agradecería tan terrible sacrificio.

En cuanto a la baronesa, estaba también conmovida por la fealdad de la
muerte. Era ya vieja, su fin estaba próximo, y aunque por sus aficiones
devotas estaba en relación amistosa con Dios y los bienaventurados,
contando como seguro su ingreso en la corte celestial, no por esto
dejaba de producirle una impresión anonadadora el espectáculo de la
muerte.

Además, sus gustos y sus delicadezas de persona distinguida sublevábanse
a la vista de un cadáver, y comenzaba a encontrar que en aquel gabinete
existía un olor especial que hería e irritaba su aristocrático olfato.

El rudo y fiel criado a quien la reciente desgracia había hecho olvidar
lo que era y representaba en aquella casa, lanzó una mirada altiva e
interrogadora a la baronesa y a Ordóñez, esperando que éstos se
acercasen al cadáver; pero al ver que permanecían inmóviles, levantó los
hombros con expresión desdeñosa y de desprecio, y agarró el inanimado
cuerpo para conducirlo a la cama.

Anduvo algunos pasos cargado con aquel cadáver que pesaba menos que un
niño, oprimiéndolo contra su pecho con expresión cariñosa y paternal y
procurando que la inanimada cabeza descansase sobre su hombro. Los
caídos brazos golpeaban suavemente sus rodillas, como si la muerta
acariciase cariñosamente al único ser que había hermoseado los últimos
días de su existencia con un poco de amor y abnegación.

Al llegar cerca de la cama, el criado volvió la cabeza, con instintivo
impulso, y al ver a los que estaban en la puerta no pudo ahogar una
exclamación de sorpresa.

La baronesa de Carrillo aspiraba con codicia el contenido de un bote de
perfume, mientras que en honor a las circunstancias hacía esfuerzos
porque asomasen algunas lágrimas a sus ojos; y el lindo Ordóñez se
tapaba la cara con las manos para llorar, pero lo que agitaba su cuello
no era el estertor del llanto, sino el escalofrío de la repugnancia y de
la náusea.

El honrado Pedro sintió que en su interior despertaba una indignación
feroz y que, a no tener sus brazos ocupados en el cadáver, le hubiese
arrastrado al homicidio. Pensó en el pasado, en que aquella vieja
aristocrática y aquel aventurero distinguido eran los principales
causantes de la muerte de María, de aquella joven infortunada nacida
bajo el peso de una fatalidad y que había atravesado la vida pagando
cada minuto feliz con interminables años de dolor; y olvidando su
condición de criado, pensando únicamente en que en tal momento
representaba al pobre padre muerto allá en París y a todos los Baselgas
caídos, uno tras otro, en la inmensa red de la negra araña jesuítica,
fijó sus ojos centelleantes en la tía y el sobrino, y con voz ruda,
atronadora, como si saliese de la boca de un dios vengador, les
apostrofó diciendo:

--¡Canallas! ¡Tienen asco!



EPILOGO


Eran las cinco de la tarde y la calle de Alcalá presentaba el brillante
aspecto propio de la principal arteria de una gran ciudad, a la hora en
que la aristocracia comienza su día y tumbada en el fondo de sus
carruajes se deja conducir con el suave balanceo de los muelles al
paseo, donde se saludan y se dirigen sonrisas las gentes que se ven
diariamente en todos los puntos de diversión y esparcimiento.

La tarde era espléndida. El sol de la primavera campeaba en un cielo
azul matizado por jirones de blancos vapores, y la hermosura de la tarde
parecía comunicarse al alma de las gentes que discurrían por las aceras
con cierta expresión satisfecha mirando los carruajes que pasaban
veloces por el centro de la calle.

Era el primer día que el antiguo asistente de don Esteban Alvarez se
sentía un tanto alegre después de la muerte de la condesa de Baselga,
ocurrida ocho meses antes.

Esta desgracia le había sumido en una melancolía horrible, y cuando
volvió del cementerio, después que el féretro fué sepultado en el
panteón de los Baselgas, aquel pobre hombre se juzgó ya solo en el
mundo y sin un ser que le conociese.

El cuidado de la infeliz enferma fué su última ocupación grata; después
de esto, su corazón quedaba muerto, y cayendo en una espantosa
misantropía, el infeliz se creyó en un desierto, donde era imposible que
encontrase más seres que excitasen su cariño y que no correspondieran a
su afecto con una terrible indiferencia.

La indignación que había mostrado junto al cadáver todavía caliente de
María, y las sordas amenazas que profirió contra la baronesa y Ordóñez,
hicieron que el mismo día del entierro fuese despedido de la casa.

El pobre Pedro vivió miserablemente con sus escasos ahorros durante un
par de meses, y al fin pudo encontrar una colocación modesta, que apenas
si le daba para comer.

Aquel hombre sencillo y leal, al considerarse tan completamente solo en
el mundo, acogía la vida como una carga pesada que había de sobrellevar
forzosamente.

No podía acostumbrarse a vivir en tan completa soledad, pues hacía ya
muchos años que su existencia se deslizaba siempre al lado de un ser
querido. Primero tenía a don Esteban Alvarez, que era el objeto de todas
sus atenciones; después le habían ocupado los cuidados que debía dedicar
a aquella infeliz joven, cuyo organismo estaba minado por la tisis; y
ahora, al contemplarse sólo, sin otra ocupación que la de ganarse el
pan, y arrojado en el seno de una sociedad indiferente, el desgraciado
Pedro, a pesar de que gozaba de absoluta libertad, se creía aún en la
época de su juventud, en que, por salvar a su amo, fué herido, hecho
prisionero y conducido a Ceuta, donde se vió en absoluto aislamiento.

El antiguo asistente tuvo noticia de cuanto ocurrió en la familia a
quien servía después de la muerte de la condesa.

La baronesa de Carrillo, que heredó toda la fortuna de su sobrina,
habíala cedido a los padres jesuítas, quienes se apresuraron a vender el
hotel del paseo de la Castellana y los demás inmuebles de que constaba
la herencia, y a realizar los títulos que representaban el resto de
aquel respetable capital.

Doña Fernanda, limitada a la pequeña fortuna que había heredado de su
madre, la intrigante Pepita Carrillo, y que era suficiente para sus
modestas necesidades, dedicábase ahora con más entusiasmo que nunca a
su propaganda devota, y pasaba la mayor parte del año fuera de Madrid,
visitando conventos y organizando en provincias cofradías de damas
aristocráticas.

En cuanto a Ordóñez, sin otro auxilio ya que la protección del padre
Tomás, hacía su vida de soltero y ocupaba un lindo entresuelo, gastando
con la prodigalidad de siempre el producto de lo que había podido
sustraer a la voracidad de los jesuítas, así como lo que le
proporcionaba su antiguo crédito, pues no había perdido la costumbre de
contraer deudas.

Pensando en la rapidez con que se había deshecho tan grande fortuna
entre las manos de los jesuítas, subía Pedro la calle de Alcalá, con
paso lento, pues aún le quedaba tiempo para acudir a su cita.

Dos días antes había experimentado una inmensa alegría, que rompió la
abrumante soledad que le rodeaba, demostrándole que aún quedaban en el
mundo seres que le reconocían y que le daban el título de amigo. A la
puerta de un café le detuvo un caballero joven, echándole los brazos al
cuello y celebrando con ruidosas carcajadas el inesperado encuentro.

Era Agramunt, el revolucionario Agramunt, que había regresado a España
en virtud de una ley de amnistía que acababa de dar el Gobierno, y que
antes de volver a Barcelona deteníase en Madrid algunos días para
cumplir ciertos encargos políticos.

Aquellos antiguos amigos, que tantas cosas tenían que contarse, pasaron
horas muy felices recordando el pasado, y apenas terminaban sus
ocupaciones iban a buscarse inmediatamente para pasar la noche juntos,
hablando de Zarzoso, de Alvarez, de su desgraciada hija, y de todas
cuantas personas conocían, aunque sólo fuera de oídas, por haber
intervenido ellas en tan triste historia.

Como Agramunt tenía dinero, convidaba generosamente a su antiguo amigo,
y aquella tarde Pedro iba en su busca para dar un paseo juntos, antes de
ir a comer a Fornos.

En la esquina del Suizo se encontraron los dos amigos, y cogiéndose
familiarmente del brazo, emprendieron la marcha hacia el Retiro.

A los pocos pasos llamóles la atención un hombre de aspecto elegante,
que pasó galopando sobre un hermoso caballo inglés, y mirando a todas
partes con expresión de superioridad insolente y desdeñosa.

--Mire usted, Agramunt--dijo Pedro tocando con el codo a su amigo--. ¿No
quería usted conocer a Ordóñez? Pues, ése es.

--¡Ah, bandido!--exclamó el joven escritor con amargura--. Ahí va
orgulloso como un rey, saludando a las gentes, que se apresuran a
contestarle, y, sin embargo, muchos asesinos mueren en el patíbulo con
menos causa que él. ¡Qué sociedad ésta!

Los dos amigos, al llegar frente a la iglesia de San José, se
detuvieron, pues Pedro, que tenía muy buena vista, señalaba con un gesto
a una señora vestida de negro, que, bajando de una modesta berlina, se
disponía a entrar en el templo.

--Aquélla es la baronesa. Es tan mala como ese Ordóñez; pero, al menos,
por pudor, sabe fingir y aún lleva luto por la muerte de su sobrina. No
es como el botarate del marido, que un mes después de fallecer la
condesa, ya se presentaba en público, divirtiéndose sin escrúpulo alguno
y haciendo el amor a cuantas mujeres le gustaban. A pesar de esto, si me
diesen a escoger entre la baronesa y el sobrino...

--No te quedarías con ninguno--interrumpió Agramunt--; y comprendo que
tal hicieras, pues la vieja debe ser más terrible que el botarate de
Ordóñez, porque, según tengo entendido, ella es la mejor agente que
tienen los jesuítas.

Los dos amigos estaban de espaldas a la acera, y al volverse
rápidamente, tropezaron con un anciano que, con el sombrero de copa
hundido hasta las cejas, la cabeza baja, moviendo el bastón de un modo
extravagante y murmurando incoherentes palabras, marchaba con lento
paso.

El viejo contestó con un gruñido feroz y una mirada irritada al empujón
de aquellos dos hombres, y siguió su camino lentamente, mientras que
Pedro se estremecía diciendo al oído de su amigo con voz ansiosa:

--Mírele usted bien. ¿Le conoce?, ¿le conoce?

--¿Quién es?--contestó con extrañeza Agramunt.

--El viejo doctor Zarzoso; el tío de nuestro desgraciado amigo don Juan.

--Hablémosle. Tal vez se alegre ese pobre viejo de conocer a quien fué
tan amigo de su sobrino.

--No--contestó Pedro con acento triste--. Tal vez nos arrepentiríamos de
revivir en el anciano penosos recuerdos. El pobre doctor, desde aquella
mañana en que le llevaron a su casa el cuerpo de su sobrino asesinado
por Ordóñez, perdió casi por completo la razón, y si en la actualidad no
le tienen encerrado en el mismo manicomio que él fundó, es porque su
locura es pacífica y no da a nadie el menor motivo de queja. Va por
todas partes lo mismo que usted lo ve ahora, y si alguien le habla, él
contesta incoherentemente; su manía es que las leyes deben reformarse y
que es un absurdo que la sociedad, mientras castiga al hombre de blusa
que ebrio y rabioso mata a la puerta de una taberna, tiende su mano
protectora sobre el hombre distinguido que ante cuatro amigos atraviesa
de una estocada a un semejante.

--Pues no discurre mal el viejo doctor--dijo Agramunt--. Me parece que
él es cuerdo, y que los locos son los que se burlan de sus palabras.

--Ha perdido por completo la memoria--continuó Pedro--. Cuando le hablan
de su sobrino escucha con gran extrañeza, y en vez de contestar ríe de
un modo que causa miedo. ¡Ay, amigo Agramunt! ¡Si usted viera qué pena
causa en todos los que tratan al doctor ese estado de imbecilidad en que
ha caído, un hombre tan sabio e ilustre!...

Los dos amigos permanecieron inmóviles durante mucho rato, siguiendo con
la vista al pobre loco que se alejaba lentamente, y cuando éste se
confundió con los demás transeúntes, ellos volvieron a emprender la
marcha, cabizbajos y visiblemente emocionados por aquel doloroso
encuentro.

Agramunt pensaba en las crueldades de la fatalidad que ocasiona a los
humanos tan terribles tristezas.

Estaban ya frente al ministerio de la Guerra y junto al palacio del
Banco de España, todavía en construcción, cuando les hizo detener el
paso un grupo de curiosos, en el centro del cual se movían los kepis de
los guardias de Orden público.

--¿Qué es eso?--preguntó Agramunt a su compañero, que se había
adelantado para enterarse de lo que ocurría.

--Poca cosa. Han prendido a un ladrón que intentaba robarle el reloj a
un caballero; ahora lo están atando... ¡Ya se lo llevan!

Y abriéndose el curioso grupo, apareció un hombre mal vestido, pálido,
con el pelo pegado a la frente por el sudor, y con todas las señales de
haberse resistido fieramente antes de entregarse en manos de la Policía.
Llevaba los brazos atados por detrás, y los guardias, enfurecidos sin
duda por la anterior resistencia, le empujaban rudamente.

Aquella escena vino a aumentar aun la triste impresión que
experimentaban los dos amigos, y doblando la esquina entraron en el
Prado, al mismo tiempo que, viniendo en dirección contraria, se cruzaban
con ellos dos sacerdotes: uno joven y de rostro insignificante que
miraba humildemente al suelo, y otro que iba a su derecha, viejo,
erguido y fijando en todos los transeúntes sus ojos curiosos e
investigadores.

--¡Vive Dios!--exclamó Pedro--. Esta tarde abundan los encuentros. Ahí
tiene usted al padre Tomás Ferrari.

Agramunt contempló con curiosidad no exenta de ira al viejo jesuíta, que
se alejaba majestuosamente, convencido de su inmenso poder, y
contestando con sonrisas protectoras a los saludos respetuosos que le
dirigían algunos transeúntes.

Agramunt sonreía con amargura, avanzando con su amigo por el centro del
Prado.

--Ahí tienes lo que es el mundo, amigo Pedro. La sociedad acosa como a
una fiera al ladrón que roba un reloj, tal vez por hambre, y en cambio
saluda y presta homenaje a otro ladrón, que ha estado preparando un robo
de millones durante muchos años, y que para realizar su plan no ha
vacilado en premeditar asesinatos y en realizarlos con irritante
alevosía.

El joven dió algunos pasos, sumido en el silencio propio de un hombre
que reflexiona, y añadió después:

--Verdaderamente resultan admirables, por lo grandes, esos bandidos
negros. ¡Qué sublimidad para el mal tiene el jesuitismo! Para los
obreros de la sagrada Compañía la palabra imposible carece de sentido.
El desaliento es cosa desconocida entre ellos, y con tal de realizar sus
planes a la sordina y sin escándalo, disponen de los años y de los
siglos con la misma indiferencia que nosotros disponemos de los minutos.
Su fuerza es siempre igual, y si cae uno en sus filas, no tarda en
ocupar otro su puesto. El mundo está en peligro: la libertad y el
progreso serán palabras vanas que representarán cosas inestable mientras
siga en pie esa sombría institución que dispone de los primeros tesoros
del mundo, aumentándolos cada vez más, y de hombres sumisos e
inconscientes que se mueven como máquinas y marchan rectamente a su
fin, seguros de que a la corta o la larga han de lograr su objeto. La
tiranía imperante los protege; no contentos con disponer de las clases
privilegiadas, intentan hoy seducir al pueblo, y si esto continúa por
algunos años, llegará el momento en que la libertad caerá anonadada, y
cual otro Juliano "el Apóstata", dirá con desaliento al hombre que en la
historia simboliza la reacción: "¡Venciste, Loyola!"

Calló el escritor, y agarrando de un brazo a su amigo, detúvose sin
darse cuenta exacta de lo que hacía.

Sus ojos, con cierta expresión propia de un inspirado, miraron al
horizonte cubierto de vapores, que adquirían un tinto rojo, bañados por
los últimos rayos del sol.

Aquel resplandor de incendio de que parecía empapado el horizonte,
entusiasmó al revolucionario.

--Mira, Pedro, mira bien. Ese incendio del cielo es la imagen del
porvenir. El fuego todo lo purifica, y en la actualidad resulta el único
remedio. Sé muy bien que Torquemada sentía estas ideas y las aplicaba en
favor de la reacción. Pues bien, el mundo necesita hoy un Torquemada en
sentido inverso, que queme al presente, no en nombre del pasado, sino en
el del porvenir. Mira bien, ¡qué alegre resplandor! Un fuego que todo lo
devore, una inquisición que respete a las personas, pero que convierta
en cenizas todas las instituciones del presente... ¡he ahí el más bello
porvenir para la Humanidad!

Y el joven revolucionario, como si le asaltase la idea de que aún estaba
lejos aquella solución anhelada y esto despertase su ira, cerró los
puños convulsivamente y miró otra vez al cielo, murmurando con voz
anhelante, como si hablase con un ser invisible:

--Pero ¿cuándo te decidirás a barrer tanta podredumbre? ¿Cuándo darás el
gran escobazo?

FIN DE "LA ARAÑA NEGRA"

       *       *       *       *       *

Los errores corregidos por el transcriptor:

geso=> gesto {pg 79}

su labios=> sus labios {pg 19}

lujuría=> lujuria {pg 40}

discución=> discusión {pg 60}

si su repeto=> ni su repeto {pg 79}

obligabála=> obligábala {pg 89}

produllo=> produjo {pg 92}

tánto=> tanto {pg 101}

píaba=> piaba {pg 102}





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