Home
  By Author [ A  B  C  D  E  F  G  H  I  J  K  L  M  N  O  P  Q  R  S  T  U  V  W  X  Y  Z |  Other Symbols ]
  By Title [ A  B  C  D  E  F  G  H  I  J  K  L  M  N  O  P  Q  R  S  T  U  V  W  X  Y  Z |  Other Symbols ]
  By Language
all Classics books content using ISYS

Download this book: [ ASCII | HTML | PDF ]

Look for this book on Amazon


We have new books nearly every day.
If you would like a news letter once a week or once a month
fill out this form and we will give you a summary of the books for that week or month by email.

Title: Antología portorriqueña: Prosa y verso
Author: Juncos, Manuel Fernández
Language: Spanish
As this book started as an ASCII text book there are no pictures available.


*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Antología portorriqueña: Prosa y verso" ***


(This file was produced from images generously made


  Nota del Transcriptor:


  Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

  Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

  Páginas en blanco han sido eliminadas.

  Letras itálicas son denotadas con _líneas_.

  Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas)
  han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal.

  La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público



  ANTOLOGÍA PORTORRIQUEÑA

  PROSA Y VERSO

  --PARA LECTURA ESCOLAR--


  POR

  MANUEL FERNÁNDEZ JUNCOS


  _NUEVA EDICIÓN AUMENTADA Y REVISADA
  POR EL AUTOR_


  HINDS, NOBLE & ELDREDGE
  EDITORES
  NEW YORK     FILADELFIA

  1913



"_Es propiedad del autor, el cual se reserva todos los derechos._"


  Copyright 1907, 1913, by
  HINDS, NOBLE & ELDREDGE



Á LOS NIÑOS.


Este libro fué compuesto expresamente para vosotros. Contiene noticias
acerca de la vida y méritos de escritores y poetas portorriqueños ya
difuntos, y muestras de sus trabajos científicos y literarios.

En general esos trabajos no fueron hechos para niños, y tratan sobre
ideas y sentimientos que no se comprenden bien á vuestra edad; pero así
y todo debéis leerlos y recordar con respeto los nombres de sus autores.
Ellos impulsaron el movimiento político y educativo de esta sociedad en
el siglo anterior, y á ellos debe Puerto Rico gran parte de la cultura
que actualmente disfruta.

Pensad en el esfuerzo que han tenido que hacer para llegar á la altura
de inteligencia y de sabiduría á que llegaron, en una sociedad menos
propicia que la de hoy para los estudios, y en lucha con las
instituciones nada expansivas del régimen colonial. No tuvieron como
vosotros la gran ventaja de la escuela moderna, ni había siquiera,
cuando ellos estudiaban, la cuarta parte de las escuelas que tiene hoy
Puerto Rico. Y á pesar de todas esas dificultades lograron ilustrar su
nombre y honrar á su país, realizando muchos de ellos este milagro con
el solo esfuerzo de un resorte oculto que poseen desde niños todos los
hombres. Este resorte, con el cual pueden obtenerse victorias admirables
y realizarse las más grandes acciones, es la voluntad. Los autores de
las obras contenidas en este libro, fueron ante todo hombres de estudio,
hombres de acción, hombres de voluntad.

Vosotros podéis llegar á donde llegaron ellos. Quizá podáis subir más
todavía; pero, aun cuando alcancéis esta gloria, admirad y respetad
siempre á los precursores, que para ser lo que fueron han luchado mucho
más que vosotros. Pregonad sus méritos antes de señalar sus
deficiencias.

Un sabio historiador ha dicho que las nuevas generaciones parecen más
grandes y lucidas, porque están sobre los hombros de las generaciones
anteriores. Con esto quiso dar á entender que la cultura social no es
obra única de la generación que la posee, sino producto de herencias y
de acumulaciones sucesivas.

Más felices vosotros que vuestros antecesores, os halláis en posesión de
una cultura adquirida por ellos con grandes dificultades. Éllos os han
allanado el camino para nuevas y más espléndidas jornadas, y ahora se
os ensancha el horizonte, como invitándoos á continuar en vuestro avance
victorioso.

Estudiad con atención los trabajos contenidos en este libro, y tenedlos
como señal ó punto de partida para medir los progresos que vayáis
realizando.

--"Hasta aquí llegaron nuestros abuelos--diréis;--veremos hasta donde,
con mejores medios, logramos llegar nosotros."

Y seguid, niños, seguid adelante, siempre adelante; de modo que cada
nuevo día que llegue halle en vosotros un nuevo progreso, una moral más
pura, una dirección más acertada y más firme de la voluntad.

                                       Manuel Fernández Juncos.



ÍNDICE


  ARTÍCULOS.                                                  PÁGINAS.

  _Á los niños_                                                    iii

  _Román Baldorioty de Castro_                                       1

  América                                                            4

  _Manuel A. Alonso_                                                19

  El sueño de mi compadre                                           20

  _José Julián Acosta_                                              30

  La carta de Víctor Hugo á los alemanes                            33

  La carta del Obispo de Orleans, Monseñor Dupanloup                41

  _Alejandro Tapia_                                                 48

  La flor de la caridad (verso)                                     50

  Trabajar es orar                                                  51

  _Santiago Vidarte_                                                56

  Insomnio (verso)                                                  57

  _José Pablo Morales_                                              61

  La enseñanza primaria obligatoria                                 63

  _José G. Padilla_                                                 72

  La flor silvestre (verso)                                         74

  EL maestro Rafael (verso)                                         76

  _Julián E. Blanco_                                                78

  La ley del embudo                                                 80

  _Alejandrina Benítez_                                             88

  Á Cuba, ante una estatua de Colón (verso)                         89

  _Julio L. de Vizcarrondo_                                         94

  El hombre velorio                                                 96

  _Federico Asenjo_                                                106

  La familia                                                       109

  _Ramón Marín_                                                    114

  En la portada de la Corona poética de Corchado (verso)           115

  _Eugenio María de Hostos_                                        117

  El barco de papel                                                120

  La moral y la escuela                                            126

  _Manuel Corchado_                                                132

  Una consulta (verso)                                             134

  La Justicia                                                      135

  _José R. Freyre_                                                 137

  El laúd (verso)                                                  139

  _José Mª. Monge_                                                 143

  Los Campos de mi Patria (verso)                                  144

  Carta de Justo Derecho al Caribe                                 148

  _Gabriel Ferrer Hernández_                                       156

  Á Emilio Castelar (verso)                                        157

  La Educación de la Mujer                                         158

  _José Gautier Benítez_                                           164

  ¡Puerto Rico! (verso)                                            166

  _Francisco Álvarez_                                              176

  Á América (verso)                                                178

  _Mario Braschi_                                                  184

  En el infinito!                                                  186

  _Manuel Elzaburu_                                                192

  El mar                                                           194

  Trozo Oratorio                                                   199

  _Abelardo Morales Ferrer_                                        204

  Idolatría (verso)                                                206

  Aníbal                                                           207

  _Manuel Padilla Dávila_                                          214

  La flor de la Esperanza (verso)                                  215

  Sursum corda (verso)                                             216

  _Francisco Gonzalo Marín_                                        219

  Mariposas (verso)                                                221

  El ruiseñor (verso)                                              222

  _José Mercado (Momo)_                                            224

  La lengua castellana (verso)                                     230

  _Salvador Brau_                                                  236

  ¡Patria! (verso)                                                 239

  _Francisco J. Amy_                                               255

  El viejo reloj (verso)                                           257

  _Manuel María Sama_                                              261

  Desde el mar (verso)                                             263

  _Antonio Cortón_                                                 268

  Sarasate                                                         271

  _Eduardo Neumann Gandía_                                         282

  Fray Iñigo Abbad                                                 283

  _Federico Degetau y González_                                    293

  Sueño de Oro                                                     298

  _Nota final_                                                     307



ANTOLOGÍA PORTORRIQUEÑA



ROMÁN BALDORIOTY DE CASTRO.


Entre el grupo de escritores y educadores portorriqueños que dieron
impulso y dirección al movimiento intelectual de Puerto Rico en la
segunda mitad del siglo XIX, se distinguió notablemente don Román
Baldorioty de Castro, por la extensión y solidez de sus conocimientos,
por la nobleza de su carácter, y por sus profundas convicciones de
liberal y reformador.

Nació el día 14 de Marzo de 1822, en al caserío de Guaynabo, que
perteneció después al distrito municipal de Bayamón. Aunque sus padres
no eran ricos, en vista de las buenas disposiciones mentales que el
muchacho había demostrado en la escuela primaria, decidieron enviarle á
San Juan, para que asistiera á las cátedras del Seminario, y aprovechase
á la vez unas lecciones de Química y Física, que daba gratuitamente el
Padre Rufo Manuel Fernández. Estudió Román con tan buen éxito, que llegó
á ser el discípulo predilecto del Padre Rufo; y cuando este ilustre
educador fué enviado á España con cuatro jóvenes portorriqueños, para
hacer de ellos cuatro Profesores de Ciencias, que se dedicaran luego á
la instrucción de la juventud, uno de los favorecidos fué Baldorioty de
Castro.

Estudió en Madrid con verdadero entusiasmo, hasta obtener en la
Universidad el título de Licenciado en Ciencias Físico-Matemáticas, y el
de Regente de 1ª clase, que equivalía entonces al Doctorado. Luego
ingresó en la Escuela Central de Artes y Manufacturas, de París, en
donde amplió y dió aplicación, más práctica á sus conocimientos.

Cuando volvió á Puerto Rico, ansioso de comunicar á sus jóvenes paisanos
los conocimientos que había adquirido, se encontró con la triste noticia
de que el Gobierno había decretado que no se estableciese el Colegio
Central, del que Baldorioty de Castro había de ser Profesor. Algunos
años más tarde desempeñó una cátedra de Náutica, sostenida por la Junta
de Comercio y Fomento, y muchos alumnos de ella fueron excelentes
pilotos. Algunos de los que todavía dirigen barcos de navegación
trasatlántica ó recorren el mar de las Antillas, cursaron sus estudios
técnicos en la cátedra de Baldorioty de Castro.

En 1867 fué nombrado Baldorioty por el gobierno de Puerto Rico, para que
le representara en la Exposición Universal de París, celebrada en aquel
mismo año, y la Memoria que aquél escribió acerca del magnífico Certamen
forma un interesante libro, al cual pertenece el artículo _América_,
inserto en esta Antología.

Elegido diputado por Puerto Rico á las Cortes Constituyentes españolas
de 1869, expuso allí con noble entereza las aspiraciones políticas de
sus paisanos; abogó briosamente por la abolición de la esclavitud, y
cuando se puso á votación la forma de gobierno y la elección del
príncipe Amadeo para rey de España, Baldorioty declaró que sus
principios políticos, y el convencimiento de que aquella monarquía
traería de nuevo la guerra civil, le impedían autorizarla con su voto.

La sinceridad y la energía de sus discursos en defensa de Puerto Rico,
llamaron la atención de aquel famoso Congreso, en donde culminaba la
elocuencia española. "Es innegable--decía--que Puerto Rico está en
plena paz, y que no hay razón para continuar confiscándole sus
derechos. Esta confiscación es contraria á la justicia, como lo son
siempre las confiscaciones arbitrarias, hechas en nombre de la fuerza.
¡Los pueblos exterminadores no son jamás menos desgraciados que los
pueblos exterminados!...

"Puerto Rico tiene hambre y sed de justicia, aunque se mantiene en paz,
y aquí reclaman sus representantes, dentro de la legalidad, los derechos
de aquel país. Andando el tiempo, si la suerte nos es adversa, si por
una fatalidad inconstrastable perdemos la esperanza y continuamos de
nuevo bajo la injusta reprobación de 1837, ¡ah! entonces, yo no creo en
las ventajas de un pugilato desigual é imposible, pero temo su
desgracia, porque los pueblos, como los individuos, cuando pierden el
último rayo de luz de la esperanza, ó se degradan ó se suicidan."

Terminada su labor en las Cortes Constituyentes, volvió Baldorioty á su
país, con ánimo de dedicarse á la enseñanza. Trató de fundar en Mayagüez
una _Escuela Filotécnica_, aprovechando la expansión que se había dado á
las leyes sobre enseñanza, durante el breve período de la República;
pero la reacción política que sobrevino en 1874 le impidió poner en
práctica su proyecto. Emigró entonces á Santo Domingo, y allí fundó el
Colegio Antillano y fué Profesor en el Central.

Algún tiempo después regresó Baldorioty de Castro á Puerto Rico, y aquí
se dedicó al periodismo, en defensa de las ideas liberales. Había
publicado antes con buen éxito un periódico titulado _El Derecho_,
dedicado á la propagación de la ciencia política, social y económica, y
en 1880 empezó una formidable campaña política en _La Crónica_, de
Ponce. Dos años después, como resultado de aquélla, formuló en dicha
ciudad las bases del partido autonomista portorriqueño, del cual fué
proclamado Presidente.

Fué varias veces perseguido por sus ideas políticas, y dió siempre
ejemplos de serenidad y entereza de espíritu en la desgracia. Era hombre
de carácter firme y franco, de gran honradez y generosidad, y muy
afectuoso y ameno en su trato. Poseía un talento clarísimo y una
elocuencia fluida y natural, sin grandes atavíos retóricos, pero con
acentos vigorosos y persuasivos. El estilo de su oratoria era más
enérgico y animado que el de sus escritos.

Ningún portorriqueño gozó en vida de más popularidad que don Román
Baldorioty de Castro, ni fué más cariñosamente recordado por sus
compatriotas después de muerto.

El siguiente artículo suyo pertenece al libro que escribió, para
informar al gobierno y al país acerca de la Exposición Universal de
París, en 1866. Al trazar en él la síntesis histórica del
desenvolvimiento político del Nuevo Mundo, se expresa con notable
lucidez y valentía, y tiene rasgos proféticos dignos de estudio. Nótese
que el autor escribía en una época de gran meticulosidad política, y que
imperaba entonces en todo su rigor la previa censura.


AMÉRICA.

Cuando se tiene un _Mapa del mundo_ ante los ojos, la vista recorre
vagamente su extensión, salva los mares procelosos, se desliza con
indiferencia por entre los escollos de los archipiélagos, y se reposa de
momento en momento sobre los continentes.

En esta peregrinación contemplativa, la historia de la humanidad, esta
Judía errante de todos los tiempos, pasa confusamente por el espíritu y
deja en el ánimo impresiones duraderas. En el Campo de Marte, donde no
hay ni océanos ni fronteras, donde todos los climas se confunden en un
solo clima, donde todos los hombres se tocan y se tropiezan como los
habitantes de un mismo hormiguero, donde todas las categorías se codean,
se empujan sin disculparse, se hablan, se preguntan y se responden sin
ceremonias, el mapa del mundo se estrecha, se anima al rumor confuso de
mil dialectos, y refleja la vida y el pensamiento de la sociedad humana,
varia y distinta en la forma, idéntica en el fondo de su naturaleza.
Diríase que en este gran espectáculo, en este concierto universal de los
hombres, hay como una revelación espontánea, como una muestra inequívoca
de la confederación necesaria de todos los pueblos: diríase que en la
superficie del revuelto mar de las pasiones y de los intereses locales,
ocultos en el fango del fondo, sobrenada al fin el espíritu regenerador
de la igualdad, de la fraternidad humana. ¡Brillante alucinación del
tiempo presente, realidad quizás de un futuro relativamente próximo!

Entre tanto el _África_ inexplorada, se nos presenta hasta hoy, tal vez
sin razón bastante, como una región adversa, inhospitalaria,
incivilizable, á pesar de los vivos resplandores que el Egipto lanzó en
otros tiempos sobre el mundo de los Hebreos, de los Griegos y de los
Romanos. En nuestros días la república negra de _Liberia_, nacida bajo
el amparo de la verdadera libertad, y animada por el soplo vivificador
de la verdadera caridad cristiana, sin pensamiento ulterior de
explotación, exenta de esa funesta protección que la codicia ha cubierto
hasta ahora con el cínico emblema del gobierno paternal, marcha por sí
misma en pos de un brillante destino: vendrá un día en que su
civilización sea la civilización de todo un continente. El _Asia_ por su
parte, pletórica de gente, gastada en lo físico y moralmente degradada,
parece pertenecer completamente al pasado. La _Europa_, dominadora del
presente, pero malamente equilibrada por sus propias ambiciones, acotada
como una heredad por una reglamentación mutiladora de las facultades del
hombre, llena de teorías, sin criterio fijo y sin fe viva, dará todavía
por mucho tiempo torrentes de luz al mundo; mas no tiene campo extenso
para una gran multiplicación de la especie humana, ni en general,
libertad bastante para realizar sus nuevos destinos. La _América_,
grande como la mitad de los otros continentes, bien situada entre los
dos grandes Océanos, con infinitos veneros de fortuna, con todos los
climas en una cualquiera de sus zonas, sin gente apenas, sin dinastías
celosas y contradictorias, y con instituciones amplias y generosas, que
echarán con el tiempo fuertes raíces; la América, que no limita las
aptitudes, ni fuerza el espíritu de los hombres en ninguna dirección
exclusiva, es al parecer la tierra de promisión para la humanidad de los
tiempos venideros. La _Australia_, á pesar de su distancia relativa,
espera con seguridad los mismos destinos.

Ciertamente los resabios de la época de las conquistas subsisten en los
gobiernos europeos; pero los pueblos que tan caramente han pagado
siempre este cruento sistema, no son al presente muy favorables á este
_modo_ sangriento y costoso de _adquirir_: por otra parte las últimas
tentativas que, bajo nombres diferentes, hemos visto, y que pueden
repetirse todavía, prueban que la América de hoy no será fácil presa de
estas cacerías. Si el _contrato_, acto moral iniciado por Guillermo
Penn, y practicado en grande escala por la Francia, por la España y en
nuestros días por la Dinamarca y por la Rusia, no estuviera destinado á
reemplazar las violencias de la conquista; la emigración espontánea,
cuyas proporciones crecen de día en día con los progresos de la
navegación, dará tarde ó temprano este resultado.

Las corrientes pacíficas de la emigración europea están, digamos así,
normalizadas hacia la América: las familias del norte, irlandesas y
alemanas, se dirigen en gran número con preferencia á los Estados
Unidos: la emigración meridional, franceses, españoles é italianos,
menos abundante, se encamina con más frecuencia á las repúblicas
hispanoamericanas. ¿No es probable que una y otra corriente tomen
mayores proporciones con el tiempo? Los pueblos de oriente, que empiezan
á ponerse en movimiento, ¿no llegarán también á fijar su atención en el
hermoso porvenir que á todos brinda el nuevo mundo?

Un fenómeno social digno de ser analizado nos presenta el vasto
continente en sus dos grandes secciones: el _poder de asimilación_, tan
fuerte en la una, tan débil en la otra, ¿qué causas reconoce? Al Norte
emigran las familias completas, al Sur no van de ordinario sino
individuos: las primeras descuajan los bosques, fundan la propiedad
agrícola, levantan ciudades, promueven la industria y fomentan la
instrucción pública: se radican, en fin, y al cabo de pocos años miran
esta patria adoptiva como la patria definitiva. Es un hecho que si
recuerdan el suelo natal es para invitar á sus deudos á seguir su
ejemplo, y con frecuencia, para proporcionarles los medios
indispensables para emigrar. Los segundos no aman en general el trabajo
de los campos: se diseminan por las ciudades y los pueblos, y sus
ocupaciones son por lo común la bodega, las novedades de París, la
lencería y algunas veces las artes y los oficios vulgares. La
agricultura, la industria, la inventiva, la enseñanza pública y el
aumento de la población estable les deben muy poco; es notable que, aun
cuando el matrimonio ó el curso de sus negocios los retengan en el país
hasta su muerte, su pensamiento fijo es, casi siempre, redondear una
fortuna, grande ó pequeña, para abandonarlo.

Atribuir á una virtud del clima este doble fenómeno, nos parece poco
acertado: ni los climas del Norte son más templados, ni sus terrenos son
más feraces que los del Sur: la estabilidad política pudiera explicarlo,
si ella no fuera parte del hecho mismo que se discute, y en cuanto á la
prosperidad económica, ella es evidentemente una consecuencia y no una
causa del fenómeno. Á nuestro juicio, la educación secular de una y otra
raza, este _clima moral_ mil veces más poderoso que los climas físicos,
encierra todo el secreto y la explicación completa de estos hechos. Hubo
un tiempo en que las razas del Norte, ignorantes, supersticiosas y
abandonadas, vivían tiranizadas por los vicios, y poco estimadas de sí
mismas y de los demás; las meridionales brillaban entonces por las
artes, por las ciencias y por las armas; ni el clima de éstos era en
aquellas épocas más frío, ni el de aquéllos más tibio que al presente.
Un gran concurso de circunstancias favorecía la educación de los unos y
los dotaba de perseverancia; mientras que para los otros todo era
adverso, y todo contribuía á mantenerlos en la oscuridad y el atraso.

Más tarde, cuando todos los pueblos del mediodía olvidaban sus
tradiciones y abdicaban en manos de la fuerza sus derechos, los pueblos
del Norte pugnaban por robustecer y afirmar sólidamente los suyos. Las
brillantes victorias que aquéllos alcanzaban, en los campos de batalla,
bajo el imperio de la _obediencia pasiva_, no eran más que las piras
siniestras que alumbran el principio de su decadencia, el oscurecimiento
de su razón, la caída de sus libertades; el trabajo sangriento de las
revoluciones del Norte, por el contrario, era la dolorosa gestación que
anuncia la fecundidad: era la elaboración del libre examen y de la libre
manifestación del pensamiento, con todas sus consecuencias. El trono y
el altar embargaban el cuerpo y el alma de los unos: "Dios y mi derecho"
era la convicción profunda y el resorte inquebrantable de los otros. Las
bellas artes y las buenas letras olvidaron al hombre y se lanzaron á las
regiones místicas, entre los primeros: la industria se despobló para
poblar los conventos: el comercio se redujo á compañías privilegiadas:
la navegación decaída plegó sus velas: la guerra misma perdió su vigor y
su brillo, y la prosperidad meridional, como la población, tocó en los
lindes de la bancarrota y de la miseria. Por el contrario, los hombres
del Norte, llenos de su personalidad, dueños de su pensamiento y de su
actividad, y responsables directamente de sus actos, fundaron su
gobierno dentro de una esfera limitada de acción, dieron más fuerza á la
ley que al funcionario, y se lanzaron con fe en la corriente de la
discusión y del trabajo. Mientras los unos pasaban la vida rezando en
las puertas de las iglesias y de los conventos, ó trabajando con la
lentitud propia de los reglamentos y de los gremios, los otros oraban en
espíritu y en verdad: exploraban atrevidamente, en el orden moral, el
mundo de las ideas, y en el orden material, el mundo de las riquezas.

Ambas razas poblaron la América, y ambas trajeron á ella los efectos de
su educación respectiva. La revolución moral de la primera estaba
consumada, y al trasplantarse al vasto campo de un nuevo mundo debía dar
todos sus frutos: seguridad personal completa; raíces profundas al
sentimiento religioso individual, y ancho campo á todas sus formas, es
decir, á todos los cultos: respeto ilimitado á la propiedad y por
consiguiente gobiernos electivos, contribuciones previstas y discutidas,
y gastos conocidos y eficaces para el bien de los gobernados: por
último, la libertad de reunirse, de pensar, de hablar y de escribir,
así como la libertad absoluta del trabajo en todas sus manifestaciones,
constituían la vida misma de estos hombres. Ellos la transmitieron
íntegra á las sociedades que fundaron en las comarcas de la América del
Norte, saliendo de ella todos los bienes, como en otro tiempo salieron
todos los males de la caja de Pandora, y dejando en el fondo el deseo
ardiente y la esperanza activa de un perfeccionamiento indefinido. ¿Qué
obstáculos serán bastante poderosos para torcer ó pervertir sus
brillantes destinos? Si la Madre Inglaterra, por una triste veleidad de
los tiempos, se empeña ciegamente en coartar sus libertades, sus hijos
engrandecidos por la virtud y por el talento, encontrarán aliados, le
harán una guerra digna y vigorosa, y victoriosos sabrán marchar con
entereza por la senda de las naciones. El parlamento libre de la
monarquía inglesa se convertirá fácilmente en la cámara republicana: el
gobierno supremo será más brillante y más puro en las manos de
Washington que en las manos de un Jorge. La libertad humana dará un paso
hacia adelante, sin vacilaciones y sin crímenes: el pueblo está educado,
y el triunfo de sus derechos no será un pretexto para abandonar el
trabajo, sino un grande estímulo para enaltecerlo y desarrollarlo.

Mas ¿cómo se había educado este pueblo? En las luchas dolorosas y
sangrientas de la revolución inglesa: en las persecuciones religiosas,
en las violencias de los partidos políticos, en los combates de la
libertad contra los poderes usurpadores: por el martirio en las plazas
públicas, por la abnegación en los campos de batalla, por la palabra en
las calles, y en las tribunas, por la virilidad y el sufrimiento en
todas partes y durante un siglo entero.

Cuando por estos medios llegaba él á la madurez del pensamiento
político, las razas meridionales, surmergidas en los abismos del
despotismo, ignorantes de sus derechos, supersticiosas, avezadas á las
violencias de la conquista, sin resorte en la conciencia y sin amor al
trabajo, comenzaban á despertar de su profundo letargo de tres siglos.
En el año de 1810 aspiraba Venezuela á la libertad en el nombre de la
Filosofía, Méjico en nombre de la religión, Chile á impulsos del
masonismo: Bolívar, Hidalgo y San Martin, eran, con sus escasos amigos,
el cerebro de toda la América de los meridionales: el pueblo seguía á
ciegas estos prestigios ó los combatía con furor sin comprenderlos. La
guerra civil debía devorar varias generaciones antes de que la antorcha
de la libertad alumbrara con sus resplandores los llanos y las pampas de
un mundo semisalvaje, y presenciamos en nuestros días los dolores de la
regeneración, con todas sus peripecias. Ellos no son, ni tantos, ni tan
grandes como los que sufrió esa misma raza del norte, antes de abandonar
la tierra de Europa, y cuyos progresos actuales, así en el uno como en
el otro continente, tanto nos admiran.

Cuando se estudian de cerca y sin pasión pueril los hechos, se reconoce
que no hay razón, que no hay justicia alguna en exigir de los Americanos
del Sur, lo que no han podido conseguir en igual tiempo sus propios
padres, en ninguno de los pueblos meridionales de la misma Europa. En
1789 comenzó la gran revolución francesa, y esta nación culta, fuerte y
populosa no ha llegado á constituirse todavía: ella ha amasado con su
propia sangre dos repúblicas efímeras, un imperio despótico y guerrero,
una restauración sin simpatías, una monarquía popular, y otro imperio
vacilante, sin gloria militar y sin libertad política.

¿Y ha llegado acaso para Francia el día de la seguridad, de la libertad
completa? ¿No está navegando en el proceloso mar de la revolución? Ciego
será el que confunda su estado político con la situación estable de la
raza inglesa: las costumbres públicas, esto es, la educación política de
ésta, está consumada; la de la otra está lejos aún de su término: la una
resuelve las cuestiones más graves por la ley, expresión fiel de la
opinión; la otra mantiene todavía el interés de los partidos por la
fuerza, la ley no tiene en ella otro apoyo. Aquel pueblo la acata y
marcha; ó la combate en las urnas, la reforma, y progresa: éste la
recibe, no la dicta: pugna contra ella, y la sufre ó la derrumba por la
violencia, no por la discusión y por el voto. El sufragio de la primera
es restringido, y sabe usar de él en su provecho: el sufragio de la
segunda, es universal, y no acierta á emplearlo como le conviene.

Los americanos del Sur no pueden haber adquirido en menos tiempo,
mejores costumbres que sus maestros. Ellos han resuelto en principio
todas las dificultades sociales y políticas de nuestro tiempo, y sus
gobiernos están basados en las máximas de la verdad y la justicia: les
falta práctica, y ésta se adquiere en el ejercicio de la libertad. Las
ambiciones turbulentas que agitan de tiempo en tiempo á estos hombres,
no son eternas: ellas pasarán en la América del Sur como pasarán en
Francia, como pasaron hace ya tiempo en Inglaterra. ¿Qué motivo racional
hay para que así no sea? Solamente los hombres que permanecen en la
servidumbre, son los que no llegarán jamás á ser libres.

Entre tanto no son sus trastornos, como suele pintarlos la pasión de los
extraños, ininterrumpidos: ha mucho tiempo que, fuera del campo de
batalla, no se derrama en esos pueblos sangre alguna por causas
políticas: depuestas las armas, los hombres contienen sus resentimientos
de partido, y se guardan entre sí las consideraciones de la amistad. El
trabajo, escaso antes de la revolución por las trabas sin cuento que lo
agobiaban, se ha desarrollado bajo el amparo de la libertad: lejos de
decaer las grandes ciudades, se mejoran y prosperan: los caminos de
hierro comienzan, y en algunas repúblicas, como en Chile, gozan ya de
cierta importancia.

Sus ríos caudalosos, de origen desconocido y de navegación peligrosa, se
exploran en todos sentidos: su suelo fecundo repone con prontitud los
males de sus guerrillas pasajeras, y su comercio, proporcional á su
población, aumenta con lentitud pero sin interrupción. Evidentemente,
todas sus rentas, bien ó mal distribuídas por los Estados, vuelven á la
circulación, y el trabajo se sostiene y aumenta.

La América del Sur posee escritores y poetas de primer orden, oradores
elocuentes y diplomáticos versados en el derecho de gentes, de una
habilidad y de una lucidez incontestables. La deuda de todas las
repúblicas juntas no es para imponer miedo á ningún hacendista, y todo
el mundo tiene la convicción, tanto en Europa como en América, de que
para enjugarla en pocos años, no tanto necesitan los sudamericanos de un
largo período de paz completa, como de costumbres morigeradas en todos
los ramos de la administración.

La ambición vulgar de mando, los compromisos de una política interior
bastarda, y el desorden consiguiente en el manejo y empleo de las
rentas, son las causas principales del descrédito, exagerado á veces por
el interés y por la pasión, que de vez en cuando se une al nombre de
algunas de estas repúblicas. Su escasa población relativamente á la
extensión de sus vastísimas comarcas, y la índole, los hábitos y la poca
instrucción en los ramos más útiles del trabajo, que caracterizan á la
gran mayoría de sus inmigrantes, agravan un tanto la situación. Mas,
todos estos inconvenientes carecen de raíces profundas. La gran crisis
de la libertad está consumada; las costumbres de la vida pública
penetran en el corazón del pueblo, los soldados indomables de la
independencia, abrumados por la edad, bajan al sepulcro ó abandonan con
las esperanzas de sus ambiciones las riendas del Gobierno. Las nuevas
generaciones, más ilustradas y menos avezadas á la vida de los
campamentos, buscarán nuevas soluciones á las dificultades de la
política, y asentarán el porvenir de la patria americana en la
instrucción de las masas, en la actividad del trabajo, en las luchas
viriles é inteligentes de la opinión, asegurando así la paz y la
prosperidad interior. Acaso á fines del presente siglo, los hechos
infecundos y dramáticos de sus guerras intestinas, pertenecerán á la
leyenda, como los hechos de su gran transformación se inscribirán
definitivamente en la historia. Á juzgar por la fuerza expansiva de la
democracia, y por la manera con que ya en nuestros días se entiende y se
practica la _Federación_ de los pueblos, no nos parece temeridad pensar
que para aquella época no haya en todo el vasto Continente más que una
sola, grande, libre y poderosa nación.



MANUEL A. ALONSO.


Nació en Caguas durante el año 1823.

Cursó la segunda enseñanza en el Seminario Conciliar de San Juan, y se
graduó de Doctor en Medicina en la Universidad de Barcelona, España.
Estudiaban también por aquel tiempo en la misma Universidad otros
portorriqueños inteligentes, y como Alonso, aficionados á la literatura,
entre los cuales figuraban don Juan Bautista y don Santiago Vidarte, don
Francisco Vasallo y don Pablo Sáez, y entre todos compusieron un libro
de prosa y verso, titulado _Álbum Puertorriqueño_, que fué una de las
primeras manifestaciones de la literatura del país.

Después que Alonso obtuvo el título de médico, vivió algún tiempo en
Galicia, de donde era oriundo su padre; algunos años más tarde se
trasladó á Madrid, en donde ejerció su profesión con buen éxito, y
colaboró en periódicos importantes de la corte. Era médico del general
Serrano en los albores de la revolución de 1868; le alcanzó la
persecución ejercida contra este ilustre personaje en los últimos días
del reinado de Da. Isabel, y fué desterrado á Lisboa. Más tarde volvió á
Madrid, en donde puso sus influencias y su pluma al servicio de las
reformas liberales de Puerto Rico.

Á la edad de cincuenta años, próximamente, regresó Alonso á su país
natal, y aquí se dedicó á la práctica de la Medicina y á los estudios de
costumbres, sin dejar de intervenir prudentemente en las luchas
políticas.

Escribía con sencillez y gracia, era ingenioso y agudo en el decir,
tenía una facundia admirable para improvisar y contar cuentos y
anécdotas, y nadie dió en su tiempo tan exacto colorido como él á la
pintura de costumbres campesinas portorriqueñas. Conocía perfectamente
el dialecto de nuestros jíbaros, mezcla del lenguaje popular andaluz y
del castellano viejo con algunas voces indígenas, y en ese dialecto
escribía romances muy amenos y graciosos. En un libro titulado _El
Jíbaro_, nos dejó el Dr. Alonso muestras muy estimables de estas
composiciones, así como de su crítica de costumbres portorriqueñas,
donosa y benigna.

Ejerció también el periodismo político, y fué director del periódico _El
Agente_, durante algún tiempo; pero su carácter apacible y regocijado no
era el más á propósito para las ardientes luchas de la prensa militante
en aquel tiempo.

En sus últimos años fué director del Asilo de Beneficencia, que ocupaba
el local en donde está hoy establecido el Manicomio de San Juan.

Era hombre muy cortés y afable, de carácter bondadoso, de instrucción
sólida y variada, y de excelente moralidad.

El artículo suyo que se inserta á continuación, fué copiado de _El
Jíbaro_, en su edición aumentada--1882.


EL SUEÑO DE MI COMPADRE.

Como no podía menos de suceder en la tierra clásica de los compadres,
tengo yo varios, y entre ellos uno que, con el necesario permiso,
presento á mis lectores. Llámase Don Cándido, y le cuadra perfectamente
el nombre: lo que no le cuadra es el apellido Delgado, porque pesa más
de doscientas libras.

Este mi compadre es un bonachón á carta cabal, servicial y consecuente
como pocos; pero fundido en el antiguo molde colonial. Para él el
Gobernador es todavía el Capitán General de otros tiempos, la Audiencia,
el ya olvidado Asesor de Gobierno, y los Alcaldes, los hace tiempo
difuntos Tenientes á Guerra (Q. D. G. G.). Siempre que se le habla de
gobierno, de administración de justicia ó de cualquier otro ramo,
siempre que oye la relación de un suceso que necesita correctivo,
siempre que alguien se queja de que le han hecho una injusticia,
contesta de un modo invariable. "¡Si yo fuera Capitán General!"

--¿Qué harías?--le he preguntado algunas veces. Entonces me ha
contestado sin vacilar, y según los casos: que separaría al Alcalde ó al
Juez, que pondría en el castillo del Morro al Intendente, que embarcaría
bajo partida de registro á toda la Audiencia, que desterraría al Obispo
y hasta fusilaría á la Diputación Provincial. El bueno de mi compadre no
se para en barras, y aunque incapaz de ver morir al pollo que han de
servirle en el almuerzo, sería--por supuesto, de palabras--una fiera
que acabaría con todos los empleados si, como él dice, fuera Capitán
General.

Hace pocos días y al siguiente de uno en que habíamos discutido muy
largo, no sobre la bondad de su sistema de gobierno, porque sobre este
punto mi compadre no admite discusión, sino sobre las dificultades que
habría que vencer al ponerlo en práctica, lo vi entrar en mi casa tan
alegre, que le pregunté si había sacado el premio grande de la lotería.

--No he sacado premio grande ni chico; pero he sido ya Capitán General,
y por cierto que no me ha gustado el oficio.

Quedéme parado al oir esto, porque se me ocurrió la idea de que el pobre
hombre se había vuelto loco.

--Vaya, me dijo al notar mi turbación. ¿No quiere vd. saber cómo ha
pasado cosa tan rara?

--Nada deseo tanto como saberlo.

--Pues allá va mi historia, me contestó, después de sentarse y de
encender un cigarro:

--Anoche me recogí á la hora de costumbre; media hora después mi mujer
me despertó, porque mis ronquidos no la dejaban dormir: me volví del
otro lado, y á poco empecé á soñar que ocupaba el palacio de la
Fortaleza como dueño de la casa. Mi ayudante de servicio estaba en su
puesto para anunciarme las personas que iban llegando, y yo, como si en
mi vida no hubiera hecho otra cosa, las recibía ó hacía esperar, según
su importancia ó la del asunto que había de tratar con ellas.

Yo estaba completamente transformado: mi natural encogimiento se había
convertido en soltura, mi timidez en arrogancia, y mi lenguaje torpe en
elegante facilidad. Me encontraba más instruído en todas las materias
que cuantos conmigo hablaban, y resolvía las cuestiones con un acierto
que jamás hubiera creído tener. Todo esto me admiraba; pero lo que menos
podía comprender era cómo había adquirido el don de leer en el interior
de cada uno lo que pensaba cuando me dirigía la palabra; de manera que
conmigo no había falsedad ni disimulo posibles.

El primero que se me presentó fué un señor, llegado de cierto pueblo de
la isla, vestido por un buen sastre, aunque llevaba la ropa como el que
á ella no está acostumbrado: lucía sobre el chaleco gruesa cadena y
pesados dijes de reloj, y en la camisa ricos botones de brillantes;
pisaba recio, hablaba alto, y en ciertos momentos ponía cara de traidor
de melodrama. Hablóme mucho de sus tierras, de sus cañas, de sus
ganados, y cuando hizo recaer la conversación sobre las personas más
notables de su pueblo, me aseguró que allí no había más hombres honrados
que él, dos amigos suyos y el Alcalde. Los demás, debían inspirarme muy
poca ó ninguna confianza, porque eran díscolos, intrigantes, y sobre
todo, enemigos del orden y del principio de autoridad. Por fortuna, y
gracias al don de penetrar en su pensamiento de que yo disfrutaba,
estaba oyendo que interiormente se decía:

"¡Si supiera este buen General que vendido todo lo que tengo, no
alcanzaría para pagar á mis acreedores, que algunos de ellos están en la
miseria, mientras yo nado en la abundancia, y que si recomiendo al
Alcalde y á los otros dos sujetos, es para que no vean el lazo que les
preparo, con el fin de acabar con ellos en la primera ocasión!..."

Tentaciones me dieron de echar aquel villano á puntapiés; pero me
contuve y le despedí, cuando entraba otro sujeto de buena figura, tan
cortés, tan elegante y de maneras y lenguaje tan respetuosos, que me
agradó sobremanera. Traía el encargo de presentarme una exposición de un
convecino suyo que, según me aseguró, era no sólo el más rico, sino
también el protector, el padre de todos los habitantes de su pueblo,
donde nada bueno se hacía sin su anuencia. Él socorría á los
necesitados, ponía en paz á los desavenidos, era, en una palabra, la
providencia que llevaba á todas partes la dicha y el contento.

También éste me engañaba, según leí en su interior. El padre, el
bienhechor, la providencia era el azote de aquel pobre pueblo: se había
hecho rico á fuerza de mil bajezas y crímenes, que habían quedado
impunes, y la pretensión que ahora tenía era la de que se le concediera
la explotación de un monopolio injusto y dañoso á sus convecinos.

Después de este agente de malos negocios se me presentó un maestro de
escuela, que venía á quejarse del Alcalde y del Ayuntamiento. Á este
infeliz cargado de familia le debían ocho meses de sueldo. Al principio
encontró quien le prestara dinero al tres por ciento de interés mensual;
pasado algún tiempo, otro sujeto se lo facilitó al de un real al mes por
cada peso, y últimamente á ningún precio se lo querían dar. Acosado por
el hambre fué á ver al Alcalde, y éste, que llevaba cobrados hasta el
día todos sus sueldos, le contestó, como otras veces: "No hay dinero:
veremos si se cobra algo."

--Lo que aquí no hay es justicia, y lo que se cobra es para pagar á
otros y no á mí; replicó desesperado el mísero profesor.

Por esta contestación le suspendieron de empleo y sueldo, y se le formó
causa por desacato á la Autoridad.

Esta vez, por más que escudriñaba en el interior de aquel hombre, nada
vi que no estuviera de acuerdo con sus palabras, y se quedaba corto al
hacer relación de las miserias y humillaciones que había sufrido. Debía
á la caridad de una buena alma la pequeña suma que necesitó para venir á
la Capital, y temía que, cuando me hablaba, estuviera espirando uno de
sus hijos pequeños, que había dejado enfermo. Desde que salió de mi
despacho el maestro no pude estar tranquilo, y no hacía más que
discurrir sobre el castigo que iba á aplicar al Alcalde.

Recibí después hombres importantes que todo lo enredaban: empresarios de
obras que pretendían hacer la felicidad del país enriqueciéndolo,
después de enriquecerse ellos: Abastecedores de carne que iban á
facilitar este artículo casi de balde á los pueblos, después de haber
comprado las reses á los criadores en un cincuenta por ciento menos de
su valor, y haber duplicado éste al vender la carne: Contratistas de
alumbrado que nunca alumbraba: defensores, sin peligro, de la Religión,
de la Justicia ó de la Caridad, con su correspondiente tanto por ciento
de ganancia: protectores de Alcaldes, de viudas honestas, de huérfanas
jóvenes y bonitas, de maestras completas é incompletas, de padres y
madres con hijos y sin ellos.

Tantos y tan variados tipos recibí, que no me es posible recordarlos, y
aburrido ya, iba á retirarme á descansar, cuando llegó la hora del
despacho.

--Gracias á Dios,--pensé. Ahora sí que voy á hacer algo provechoso.

El empleado que venía á la firma entró con una carga de mamotretos capaz
de asustar á cualquiera, y mucho más al que acababa de pasar una gran
parte del día de un modo tan poco divertido.

--Antes que otra cosa, le dije, deseo ver el expediente formado al
profesor de instrucción primaria del pueblo de.... F.

--Aquí está..

--¿Por qué se le encausa, y qué resulta?

--Ese maestro se presentó reclamando el importe de algunos sueldos que
le adeudan los fondos municipales. El Alcalde le contestó que no había
dinero en caja; que cuando se cobrara se repartiría, como otras veces,
entre unos cuantos (aludía á la Autoridad) la cantidad que ingresara en
los fondos, y amenazó al Alcalde con que se quejaría al Gobernador. Todo
esto pasó en presencia de testigos que son: el secretario, el
escribiente y el depositario de fondos municipales.

El informe del Alcalde presenta al sumariado como falto de respeto á la
Autoridad, díscolo y de mala conducta. Debo añadir también que el Señor
N. N., por cuyo conducto recibí esta mañana el expediente, confirma
cuanto dice el Alcalde.

--¡Basta! dije encolerizado, pegando fuertemente con la mano sobre la
mesa; basta de....

--Cándido: ¡por Dios! ¿te has vuelto loco?

Era mi pobre mujer, que gritaba asustada, porque había recibido en el
hombro el puñetazo que, soñando, creía yo haber dado en la mesa del
General. Con unos paños de árnica, y más aun con la risa que le produjo
la relación de mi sueño, se le pasó pronto el dolor; pero no las ganas
de reir, y rie á menudo y me pregunta si todavía deseo ser Capitán
General.

--Y vd. le dije, ¿qué responde á esa pregunta, y qué piensa de su sueño?

--Á la pregunta de mi mujer nada contesté. Nos reimos á duo, y pare vd.
de contar. En cuanto á lo demás, le confieso que me sucede lo mismo que
cuando sueño que se me ha muerto un hijo. Veo, cuando despierto, que
todo es falso, que mi hijo vive y está bueno; pero siento dolor al
recordar que le vi amortajado. Del mismo modo me aflige el recordar lo
que vi, por más que fuera soñando, y no me parece cosa tan fácil el
gobernar pueblos, mientras los gobernantes no tengan el don de leer en
el interior y saber de este modo lo que piensa cada uno.

--Tiene vd. razón, compadre: el gobernar debe de ser cosa muy difícil, é
imposible el hacerlo bien al que carece de ciertas condiciones. El don
de leer en el interior de los hombres se alcanza con el hábito de
manejar negocios, y sólo en sueños se adquiere de repente. La honradez,
la rectitud de miras, la ilustración suficiente, la firmeza, la
prudencia y la abnegación que libran del maléfico influjo de las
pasiones, son cualidades, naturales ó adquiridas, que necesita tener el
gobernante.

Eso es lo que yo pienso. No hay que envidiar al que manda, porque,
teniendo conciencia, debe sufrir mucho y á menudo. Es preferible á
gobernar y no hacerlo bien, ser el último de los gobernados.



JOSÉ JULIAN ACOSTA.


Entre los portorriqueños ilustres que impulsaron el movimiento
intelectual en esta isla durante la segunda mitad del siglo anterior,
ninguno ha contribuído tanto como don José Julián Acosta á propagar
entre sus paisanos el desarrollo de las ciencias. Dotado de una firme
vocación para la enseñanza, la ejerció con breves intermitencias y en
distintas formas por espacio de 37 años. Cuando no la ejercía
directamente en la cátedra, la realizaba en la tribuna pública, en la
Sociedad Económica de Amigos del País, y en el Ateneo más tarde; la
ejercía también en todos los actos solemnes, en los cuales pronunciaba
discursos llenos de enseñanzas útiles y de altas y fecundas ideas.

El mismo carácter docente que tienen sus últimas obras, se revelaba ya
en las excelentes notas con que en su mocedad ilustró la "Historia de
Puerto Rico" por el padre Iñigo Abbad, y que le valieron el título de
miembro Correspondiente de la Real Academia Española de la Historia.

Nació en la ciudad de San Juan, el 16 de Febrero de 1825, y por las
notables disposiciones que demostró en sus estudios primarios, obtuvo
una de las doce becas de merced que concedía el Seminario Conciliar de
esta ciudad á los escolares más aprovechados. Cursó con tan buen éxito
las asignaturas del bachillerato, que á los 18 años era ya profesor de
varias de ellas en algunos colegios particulares de San Juan.

Estas aptitudes del joven Acosta llamaron la atención de su profesor de
Química, el Padre Rufo Manuel Fernández, quien le incluyó en el grupo de
los estudiantes que habían de ir á Madrid para estudiar varias
facultades en la Universidad Central, con objeto de enseñarlas después á
la juventud estudiosa de Puerto Rico. En este grupo de jóvenes, que se
embarcó en el puerto de San Juan, en Abril de 1845, custodiado y
dirigido por su insigne maestro el P. Rufo, iba también don Román
Baldorioty Castro.

Después de una brillante serie de estudios, obtuvo Acosta el título de
Licenciado en Ciencias Físico Matemáticas, y la investidura de Regente
de 1ª Clase. Visitó después las Universidades de París y Londres,
asistió en Berlín á las lecciones del sabio Humboldt y á las clases de
Química del célebre Rammelsberg, y regresó á Puerto Rico en 1853. Un año
después desempeñaba ya aquí la cátedra de Agricultura, creada por la
Junta de Fomento. Ejerció más tarde la enseñanza en otras varias
instituciones, y por último obtuvo una cátedra en el Instituto civil de
Segunda Enseñanza, del cual fué luego Director.

Ejerció también el periodismo, y fué el redactor más juicioso y sabio de
_El Progreso_, que inició aquí las luchas políticas después de la
revolución nacional del 68, y que era el periódico de más autoridad
entre los que defendían las reformas liberales para Puerto Rico.
Desempeñó también Acosta durante algún tiempo la jefatura del partido
reformista.

Cuando el gobierno de Madrid, en 1866, solicitó el informe de algunos
representantes de Cuba y Puerto Rico, acerca de las reformas que debían
hacerse en el gobierno y la administración de ambas Antillas, Acosta fué
uno de los representantes elegidos, y en aquella memorable Junta
sostuvo con gran firmeza y valentía la petición de que fuese abolida
inmediatamente la esclavitud en Puerto Rico, con indemnización ó sin
ella. Algunos años después repitió estos mismos conceptos en un
brillante discurso que pronunció en la Sociedad Abolicionista Española,
de Madrid, y que contribuyó notablemente á la solución humanitaria dada
al problema social de Puerto Rico por las Cortes de la República.

Era don José Julián Acosta hombre de sólida instrucción, de carácter
firme y reposado; su elocuencia era majestuosa y solemne, su trato
cortés y caballeroso. Entre sus aficiones intelectuales sobresalían las
de educador de la juventud é investigador de asuntos históricos. Hombre
de pensamiento más que de acción, defendió las libertades de su país con
la palabra y con la pluma; pero nunca tomó parte en conspiraciones ni
revueltas.

Además de sus importantes _Notas á la Historia de Puerto Rico_, escribió
y publicó un _Tratado de Agricultura_, un extenso estudio sobre _El
derecho prohibitivo y la libertad de Comercio en América_, otro sobre
_El Padre Didón y los Alemanes_, una colección muy notable de artículos
sobre asuntos varios, y otra de Discursos y Conferencias, y dejó inédita
una obra histórica, á la que se dedicaba con gran amor en sus últimos
años, y que tenía por título _Jovellanos y su tiempo_.

Los dos artículos suyos que se insertan á continuación de estas líneas,
fueron escritos bajo la impresión de la lectura de dos famosos
documentos relativos al sitio de París, y publicados en _El
Progreso_--1870.


LA CARTA DE VÍCTOR HUGO.

Á LOS ALEMANES.

Pulsar las cuerdas de la lira y enviar al corazón ora piedad, ora
terror, como Shakespeare y Calderón, es arduo y glorioso.

Luchar con todo linaje de obstáculos, perseverar en la acción bajo la fe
de una idea, como Colón y Lincoln, es colocarse en el más alto punto de
la escala moral.

Vivir no sólo en las puras regiones del sentimiento, sino abandonar
también su atmósfera tranquila para mostrarse actor en los más graves
conflictos de la humanidad y en medio del desencadenamiento de las
pasiones más brutales, inspirándose siempre en la idea sublime del
_Derecho_, es á la par y de consumo arduo, glorioso y culminante.

Las raras dotes que esta asociación extraordinaria presupone, embargan
la mente.... Y sin embargo, nuestro siglo, inmensa masa en fusión,
palenque abierto á todo género de pensamientos y empresas audaces, nos
ha presentado muchos ejemplos de esta asociación extraordinaria. En sus
victorias y derrotas, en sus catástrofes políticas, en sus
descubrimientos maravillosos; resumiendo, en sus luchas continuadas con
lo pasado y con la materia, ¡cuántos grandes hombres no se destacan!
¡cuán absorta no ha quedado nuestra mente en su contemplación!

Victor Hugo, terminado apenas el largo ostracismo á que le condenó
primero la usurpación y en que le retuvo más tarde la conciencia de su
derecho, y en pie sobre los muros de París, sitiada por los alemanes,
dirigiéndoles su voz, ofrece un nuevo y magnífico ejemplo del genio en
harmonía con la acción.

Él, con su imaginación dantesca, tan fecunda en la creación de episodios
originales y dramáticos, no imaginó nunca ninguno tan original y
dramático como el en que acaba de ser actor principal. En los tiempos
futuros, cuando un nuevo Homero cante el sitio de esta nueva Ilion, la
figura del gran poeta y del elocuente defensor de la abolición de la
pena de muerte se elevará radiante en medio de la de sus émulos y
compañeros.

Al canto sublime de la poesía se unirá la elocuente expresión de la
escultura: se le erigirá una estatua, en que aparezca con su fisonomía
reflexiva y varonil, rotos á sus pies todos los instrumentos de muerte,
y con la copia de su carta inmortal en la diestra, mirando hacia el
nacimiento del Sol.

Esa carta es un llamamiento á la dulce paz, á la fraternidad entre
todos los hombres, es un sonido melodioso de un arpa celestial, un grito
arrancado de lo más profundo del alma.

Ante tantas bellezas reunidas, ante esta síntesis admirable de la
estética, ¡cómo analizarla! Nuestras fuerzas no bastan á tamaña empresa,
y dejándonos dominar por el sentimiento que despierta, nos entregamos
exclusivamente á darle culto en el fondo de nuestro corazón.

Nunca se elevó á tanta altura su prepotente genio. Con la admirable
flexibilidad que lo ha distinguido siempre, sabe tocar todas las cuerdas
y las fibras más delicadas de la sensibilidad moral. Así es como habla
al corazón y á la inteligencia del gran pueblo alemán.

Cual si no hubiesen pasado por encima de él los años, la proscripción y
las catástrofes domésticas, que tanto hieren á los corazones sensibles,
se nos presenta en esa carta con toda la exuberante fecundidad de su
juventud.

Vemos al profundo filósofo que analizó los misterios de la terrible
pasión de Claudio Frollo, y al suave pintor de las tiernas emociones que
despierta en el corazón de una madre la vista del zapatito del hijo que
yace en la tumba; vemos al autor de las escenas infernales de _El Rey se
divierte_, en que quedamos abatidos bajo el peso de tanto horror; y al
de la suave, dulce y melancólica "_Oración por todos_" que enseñamos á
nuestros hijos para hacerlos sensibles y humanos. Á la vez manso arroyo
é impetuoso torrente, sonido apacible y estridente trueno.

Así es como ha hablado y así es como debía hablar el genio galo al genio
germano.

Nada de alardes de fuerza, ni de intimidación; sino la fría voz del buen
sentido y la protesta estóica del que sabrá rechazar el ataque y morir
como los romanos de los antiguos tiempos, cumpliendo con su deber.

Y al lado de esto ¡con qué efusión no proclama las inmarcesibles glorias
de la Alemania en la obra de la civilización!

Todo espíritu reflexivo reconoce al punto cuánto de gratitud debe ésta á
la Francia y á la Alemania. La una precedió á la otra en la brillante
carrera, pero no tardó en ser alcanzada y aun superada en determinados
departamentos del saber humano. Por lo general, han marchado
paralelamente, completándose la una á la otra, conforme á la diversa
índole de sus aptitudes y genio nacional.

¡Cuán abundante mies no han segado ambas, que es hoy patrimonio de la
humanidad entera!

Si la Alemania dota al mundo de la imprenta, la Francia lanza una
legión de escritores que hacen más y más fructífera la admirable
invención.

Si la Alemania produce á Lutero, expresión viva del individualismo de
las razas sajonas, la Francia les da á Calvino, que define y formula
para una gran parte de esas mismas razas la nueva creencia.

Si la Alemania cuenta entre sus hijos más ilustres á Keplero, que con
una paciencia verdaderamente sajona calcula, sin logaritmos, un día y
otro día hasta descubrir las leyes de los orbes planetarios, exclamando:
"¡poco importa que yo no encuentre quien comprenda mi libro, cuando mi
Criador ha tardado siglos en encontrar un hombre que sepa leer en el
libro de la naturaleza!", la Francia se enorgullece con justa razón de
Laplace que, con un equilibrio admirable en sus facultades
intelectuales, descifró el enigma de las perturbaciones celestes, y
tranquilizó al hombre acerca de la estabilidad del sistema de que forma
parte la tierra que habita, destruyendo así un error del mismo Newton.

Si la una dió el ser á Gottlob Werner, creador de la geognosia, la otra
sirvió de cuna á Cuvier, que lo fué de la paleontología, y gracias á
entrambos ha podido escribirse la historia de nuestro globo. El mismo
Aristóteles quedaría absorto ante esos prodigiosos descubrimientos.

En todas las ramas del fecundo árbol de Minerva encontramos la misma
gloriosa asociación. En Química, Stahl y Lavoisier, Richter y Proust; en
Física, Otto de Guericke y Dionisio Papín, Arago y Humboldt; en
Mineralogía, Bergman y Hauy. No terminaríamos si hubiéramos de enumerar
la larga lista de sabios Alemanes y Franceses que nos ofrece en sus
páginas la Historia, ora haciendo á la vez un mismo descubrimiento, ora
rectificando los hechos y sus relaciones, para llegar á formular las
verdaderas leyes de la naturaleza.

Tampoco terminaríamos si nos propusiéramos entrar en el vastísimo
departamento de las bellas letras, de la Filosofía, la Lingüística y el
Exégesis. Al lado de Voltaire y de Goethe, de Lamartine y Schiller, de
Descartes y Kant, de Baur y Bournouff, hallaríamos otros y otros nombres
ilustres.

Pero imposible es, en esta ocasión solemne en que escribimos, dejar en
el silencio la estrecha amistad, el verdadero cariño fraternal que unió
constantemente, durante su fecunda existencia, á los dos representantes
más ilustres de la Alemania y la Francia modernas, Alejandro de Humboldt
y Francisco Arago. ¡Con qué emoción recordamos hoy estas sentidas frases
que el gran viajero escribió en la introducción que puso á la edición
póstuma de las obras del gran astrónomo y del gran ciudadano: "Me
enorgullezco al pensar que por mi tierna consagración y por la constante
admiración que le he expresado en todas mis obras, le he pertenecido
durante cuarenta y cuatro años, y que mi nombre será algunas veces
pronunciado al lado de su gran nombre."

Sí, lo es hoy y lo será mientras la humanidad conserve el sentimiento de
lo bello y de lo útil. ¡Ojalá viviesen los dos sabios ilustres, los dos
íntimos amigos, para conjurar el horrible conflicto! Ambos eran
patriotas, pero ambos amaban más la humanidad que la patria.

Y ahora aparece en toda su sublimidad el pensamiento de Victor Hugo y la
profunda emoción que le dominaba al escribir su carta: la destrucción de
París por los Alemanes sería un fratricidio, un suicidio para la
humanidad.

Si llegara á consumarse ésta, hoy y aun más en los tiempos futuros,
preguntaría el mundo á la Alemania inteligente y sabia: _¿qué has hecho
de tu hermano?_

Sería un fratricidio, porque ambos pueblos han marchado juntos á la
conquista de la civilización, prestándose mutuo y poderoso apoyo; sería
un suicidio, porque la humanidad necesita de París, como necesita de
Berlín, para su progreso en el vasto campo de las ciencias y las artes.
Extenso es el camino andado, pero el que queda por recorrer es aun
indefinido.

Las bombas y balas alemanas destruirían las bibliotecas y los archivos
que encierran todos los tesoros de la inteligencia humana; los
conservatorios, las escuelas de cirugía y medicina, las de todas las
ciencias y artes en fin, á donde van á instruirse ó á perfeccionarse,
con una liberalidad digna de ser imitada, como en la antigua Atenas, los
hombres estudiosos de todas las naciones y países, así los de las Indias
orientales y occidentales como los del Norte y Mediodía de la Europa y
del África, y los de la apartada Australia.

Destruirían incomparablemente mucho más que todo esto ¡horror da el
pensarlo! á los ilustres representantes del saber moderno. Bajo ellas
¡inconscientes! caerían los Nelatón, Bernal, Payen, Laboulaye, Remusat,
Broglie, sangre de Madama Staël, y tantos otros, columnas vivientes de
la civilización, hoy más que nunca necesarias....

Y en la catástrofe general sería envuelto el gran poeta, el publicista
eminente que acaba de levantar su elocuente voz, inspirado por los
sentimientos más nobles del corazón humano, para conjurarla.

¿Habrá sido escuchado como lo fué al suplicar gracia para Barbes?

--¿Habrá sido desatendido como cuando pidió fervoroso la preciosa vida
de John Brown?

Pronto sabremos si la humanidad tiene que vestirse de luto y registrar
en sus sangrientos anales una nueva caída, una gran ignominia.


LA CARTA DEL OBISPO DE ORLEANS,

   MONSEÑOR DUPANLOUP.

         _Væ victoribus._

Hace muy poco tiempo que consagramos nuestra atención al magnífico
espectáculo que ofrecía á la vista del mundo, Victor Hugo, de pie sobre
los muros de París, sitiada por los alemanes, dirigiendo á éstos su voz
elocuente y patética.

Pero en nuestros días los acontecimientos se precipitan con tan
asombrosa rapidez, y es tan conmovedora la situación inesperada por que
atraviesa la Francia, que el vapor no ha tardado en traernos los graves
acentos de otro de sus hijos más ilustres, de Monseñor Dupanloup, Obispo
de Orleans. Á la hora en que escribimos los habrá escuchado todo el
mundo civilizado, como escuchó en 1866 su oración pronunciada el Viernes
santo, sobre la redención del esclavo.

Las convicciones profundas merecen universal respeto, y el genio sabe
inspirar á todas sus producciones un sello indeleble de grandeza tal,
que los individuos que poseen las unas y están favorecidos por el otro,
caben todos fraternalmente en el templo de la gloria. Sólo la envidia,
ciega cuanto ruin, desconoce esta verdad.

Así, aunque separados hasta la crisis actual, la historia mostrará
íntimamente unidos en el cristiano propósito de poner término á la
efusión de sangre humana y de salvar la patria invadida por el
extranjero, los nombres ilustres de Hugo y Dupanloup. Nosotros nos
complacemos en esta asociación, y en contemplar como contribuye cada
uno, dados su distinto estado y educación, á la gran obra humanitaria.

Si la carta de Victor Hugo es un grito arrancado de lo más profundo del
alma, la de Mr. Dupanloup es una lección severa, más que una lección,
una admonición formulada en el _Væ victoribus_ ¡Ay de los vencedores!

El uno con la admirable flexibilidad de su talento, excita con su lira
en todos los tonos la sensibilidad moral, y se inspira principalmente en
consideraciones políticas y humanas; en tanto que el otro, imitador de
Cristo, apoyado y fortalecido por su profunda convicción en la justicia
de Dios, amenaza con ella al vencedor, si no en su propia cabeza, en la
de su posteridad.

Recomiéndase también la carta de Mr. Dupanloup por las reflexiones que
despierta en el espíritu de los que la leen. Podemos considerarla como
la síntesis de la filosofía de la historia.

Mr. Dupanloup ha dicho: "Si el vencedor no sabe mostrarse digno de su
fortuna, si permanece sordo á la voz universal que le grita--"basta de
sangre y de ruinas"--la _maldición_ de los pueblos civilizados caerá
sobre él. La experiencia demuestra que el _Væ victoribus_ de la
Providencia resalta hoy con más frecuencia en la historia que el Væ
victis de los bárbaros. "Si su edad no le permite alcanzarlo, _sus hijos
lo alcanzarán_".

Ante esta pavorosa profecía, los ánimos religiosos se sobrecogen y
recuerdan naturalmente el elocuente tema de Bossuet, en su oración
fúnebre por la Reina destronada, por la viuda de Carlos Estuardo, cuya
cabeza cayó en el palacio de White-Hall bajo el hacha del verdugo.
"Aprended, reyes: oid, los que juzgáis en la tierra."

Es verdad que Mr. Dupanloup con sus sentimientos cristianos ha buscado
también la manera más delicada á que podía recurrirse para enviar la
piedad al corazón del poderoso monarca, halagado hasta el momento en que
escribía por los favores de la victoria, y de quien depende la vida de
tantos hombres, trayendo á su memoria el recuerdo, siempre conmovedor
para un hijo, del infortunio de sus padres, y repitiendo el sabio
consejo de su ilustre madre: "El que no se modera y se deja cegar por la
fortuna, pierde el equilibrio y no obra según las leyes eternas."

Pero no obstante la evocación de estos recuerdos sagrados, subsiste la
tremenda afirmación, quedará siempre escrita con letras de diamante la
pavorosa profecía. "Si su edad no le permite alcanzar el _Væ victoribus_
de la Providencia, sus hijos lo alcanzarán."

Pero Mr. Dupanloup tenía que cumplir otros deberes y los ha cumplido,
aunque desgarrando de seguro su corazón francés. Él lo ha dicho: "La
patria es una asociación de las cosas divinas y humanas, es decir, el
hogar, el altar, la tumba de nuestros padres, la justicia, la propiedad,
el honor y la vida. Se ha dicho con verdad que la patria es una madre;
amémosla más que nunca en su amargo dolor; sea para nosotros más querida
á medida que es más desgraciada." Y sin embargo, en su alta
imparcialidad, no ha podido menos de dirigir á su patria, á su madre,
cargos austeros, y repetirle á su vez la inapelable sentencia de la
Reina Luisa de Prusia: "Dios poda el árbol dañado. Esto debía suceder."

Con esta alta imparcialidad habla siempre el verdadero patriotismo: así
es como debe hablarse á los pueblos. No los ama el que halaga la vanidad
nacional y estravía sus pasiones, sino el que combate la una y sabe dar
buena dirección á las otras. Acabamos de verlo en esa misma Francia tan
impresionable: la amaba más Mr. Thiers oponiéndose á la pasión por la
guerra, que los imperialistas que la fomentaban.

Con el recuerdo sin duda del espectáculo que ofreció el Cuerpo
legislativo en la sesión del 15 de Julio, en que declaró la guerra á la
Prusia, ha escrito Mr. Dupanloup estos pensamientos: "Los poderes de la
tierra tienen demasiada necesidad de conocer la verdad. Los soberanos
están condenados á que se les engañe, porque temen que se les ilumine.
Se les sirve según su deseo, y las complacencias culpables y las
lisonjas declamatorias usurpan el lugar de las advertencias leales y
valerosas."

Hemos dicho al principio que puede considerarse la elocuente carta del
Obispo de Orleans, como la síntesis de la filosofía de la historia. Y
con efecto, el _Væ victoribus_ no es más que la fórmula poética de este
principio, eterno como el mundo: "No hay acción sin reacción."

Principio consolador que así debe servir para que los poderosos no
abusen de su prepotencia, como para que los pueblos y los individuos no
se entreguen á la desesperación en la adversidad.

Abundan en el vasto campo de la Historia numerosos ejemplos que son
demostración elocuente de ese principio "No hay acción sin reacción."
Sin ir más lejos, la historia entera de la vecina isla de Santo Domingo
no es, á los ojos del filósofo, más que una serie sucesiva de
oscilaciones sujetas á esa ley. Sin ir más lejos, el entusiasta tributo
que paga Mr. Dupanloup al estandarte libertador de Juana de Arco, que se
conserva en la ciudad de Orleans, es otra demostración de ese principio:
la ilustre heroína condenada al fuego en Rouen por el Obispo de
Beauvais, que temía perder, si se mostraba justo, su favor para con los
ingleses dominadores de su Patria, obedeciendo así á los mismos
sentimientos que Pilatos, es hoy invocada por otro Obispo francés, como
el emblema de la abnegación, para lanzar del suelo sagrado de su patria
al invasor que lo profana.

¿Pero qué más, cuando la cruz, suplicio afrentoso del esclavo entre los
antiguos romanos, es hoy el símbolo de la redención del género humano?

La convicción profunda en la verdad de este principio es lo único que
puede explicarnos la serena tranquilidad con que Mr. Lincoln se consagró
al cumplimiento de su misión, al aceptar en 1860 la Presidencia de los
Estados Unidos de América. Estaba convencido de que Washington sería su
Jerusalén, y fué á Washington. Nos parece oirle cuando en una ocasión
solemne exclamó: "¡Ay de aquel por quien el escándalo venga! Así habrá
de decirse ahora, á fin de que los juicios del Señor sean al mismo
tiempo verdaderos y justos."

Mr. Dupanloup, aunque no tan grande como Lincoln, posee iguales
convicciones. Por eso nosotros, después de haber publicado su elocuente
carta en el número anterior de EL PROGRESO, le hemos consagrado estas
ligeras reflexiones, que sabemos no tienen otra especie de mérito que el
que pueda comunicarles el original, donde hemos procurado inspirarnos, á
fin de que nuestros lectores se fijen más en las sanas doctrinas que lo
recomiendan. Si la carta de Mr. Dupanloup es un nuevo esfuerzo intentado
por un hombre ilustre, para poner término á los horrores de la guerra
entre dos potencias cristianas, también es un código de los eternos
principios de justicia y de equidad que deben presidir la gobernación de
las naciones, y hasta las relaciones privadas de los ciudadanos de todo
pueblo civilizado.



ALEJANDRO TAPIA.


Nació en la ciudad de San Juan, en 1827.

Hizo sus primeros estudios en el Colegio del conde de Carpegna, en esta
Capital, y terminó en Madrid su educación literaria.

Tuvo desde niño una gran afición al cultivo de las letras, y en especial
á la poesía.

En las frecuentes visitas que Tapia hacía á las Bibliotecas de Madrid,
con objeto de ampliar sus conocimientos literarios, conoció al ilustrado
bibliófilo cubano, don Domingo del Monte, cuya amistad le fué muy útil,
y por indicación de éste y auxiliado por otros jóvenes portorriqueños
residentes en la capital de España, reunió Tapia documentos de mucho
interés histórico para Puerto Rico, y con ellos formó la colección que
dió á la estampa en 1854, con el título de _Biblioteca Histórica
Puertorriqueña_.

Vivió algún tiempo en la Habana, dedicado á trabajos de escritorio en
una famosa fábrica de cigarrillos, y en las horas destinadas al descanso
daba libre expansión á sus aficiones literarias. Con las obras en prosa
y verso que compuso durante su residencia en la Habana, formó el
abultado libro que publicó en 1862, con el título de _El Bardo de
Guamaní_. En él figuran los dramas _Roberto D'Evreux y Bernardo de
Palissy_, una leyenda veneciana en prosa con el título de _La antigua
sirena_, un buen estudio biográfico del pintor Campeche y varias
composiciones líricas. Volvió luego á Puerto Rico, y aquí compuso y dió
al teatro los dramas _Camóens_, _Vasco Nuñez de Balboa_, _La
Cuarterona_, _La parte del León_, y un monólogo trágico titulado _Hero y
Leandro_. También compuso y publicó las novelas tituladas _Cofresí_,
_Leyenda de los veinte años_, _Póstumo el transmigrado_, _Á orillas del
Rhin_ y _Enardo y Rosael_. Reunió además varios cuentos y estudios de
costumbres en un tomo con el título de _Misceláneas_, y publicó en otro
tomo una interesante colección de conferencias sobre _Estética y
Literatura_.

En sus obras dramáticas hay situaciones bien preparadas, lenguaje
apasionado y buenos estudios de caracteres.

Componía y escribía con gran rapidez, y la cantidad de su trabajo solía
perjudicar á veces á la calidad.

Un sólo libro suyo le mereció mucho detenimiento y cuidado en la
composición y revisión: el poema _La Sataniada_, que publicó en sus
últimos años. Es obra extensa, y toda ella escrita en octavas reales,
que representan un gran esfuerzo de versificación. Los episodios no
carecen de interés, pero en general la acción resulta poco sobria, á
fuerza de alusiones históricas y de conceptos metafísicos.

Dirigió y redactó también, durante algunos años, una revista de estudios
literarios y sociales, titulada _La Azucena_.

Fué Tapia el más asiduo de los escritores portorriqueños de su tiempo, y
el que conocía más extensa y profundamente la técnica del arte
literario. Hizo de la literatura un verdadero culto. Fuera de las
afecciones de la familia y de la amistad, en las que era fervoroso y
constante, sólo vivía para el cultivo y propaganda de las letras y las
artes. Ellas daban siempre asuntos predilectos á su conversación, y
ejerció con entusiasmo y fruto la enseñanza de estas materias en el
Museo de la Juventud y el Gabinete de Lectura de Ponce, y en el Ateneo
de San Juan.

Dotado de un temperamento nervioso demasiado inquieto, carecía de
paciencia bastante para corregir y perfeccionar sus obras. Aunque hay en
éllas pensamientos nobles y rasgos de belleza innegables, á veces su
prosa resulta desaliñada, y en algunos de sus versos domina el concepto
sobre la harmonía y la flexibilidad. Valían más que sus obras su propia
personalidad literaria, su ilustración extensa y su gran entusiasmo de
agitador de ideas generosas, de propagandista del gusto literario y
artístico y de factor de la cultura intelectual de su país.

Por eso en una antología de escritores portorriqueños no podrá en
justicia prescindirse de Tapia, que fué el más activo é inteligente
iniciador, el que abrió el surco y preparó la semilla que más tarde
había de fructificar.

Murió Tapia repentinamente, el 9 de Julio de 1882, en la sala de actos
del Ateneo Puertorriqueño, en medio de una Junta de la Sociedad
Protectora de la Inteligencia, de la cual era vocal é inspirador. ¡Le
mató un ataque cerebral, en los momentos mismos en que explicaba un plan
para la educación de niños pobres!


LA FLOR DE LA CARIDAD.

      Hay una flor en el cielo
    De los ángeles encanto,
    Cuyo perfume, que es santo,
    Del alma cura el dolor.

      Al ver al hombre sufriendo.
    Enviarla Dios quería
    Al mundo; mas ¿quién sería
    Mensajero de su amor?

      El Cristo quiere traerla,
    Y Dios le muestra el martirio
    Que del humano el delirio
    Debe darle en gratitud.

      Pero amor el Cristo es:
    Por dar al Padre consuelo,
    Por calmar del Hombre el duelo
    Aceptó la ingratitud.

      Y vino, y la flor celeste
    Entre rabia y maldiciones,
    Sembrada en los corazones
    Dejó con tierna piedad.

      Y aunque el odio reverdece
    Y el Hombre matando aterra,
    Va embelleciendo la tierra
    "La flor de la caridad."


TRABAJAR ES ORAR.

La tarde está para caer en brazos de la noche. El labrador se dispone á
terminar su tarea. El surco está dispuesto á recibir la semilla que
devolverá con creces. La tierra es siempre agradecida á los afanes del
labrador.

Si la tempestad se lleva el fruto, si la inundación lo arrastra, si el
insecto lo aniquila, ¿es culpa de la tierra? Si ésta es pobre en las
heladas zonas, al fin da lo que puede y de buena voluntad. Culpa es del
Sol que no la mira cariñoso sino breve tiempo. En cambio en el Ecuador
es opulenta, y sus rendimientos grandes: siempre da en proporción de sus
posibles. No suele acontecer lo propio entre los hombres: los que más
tienen, no son siempre los que más dan. La tierra agradece el trabajo
que se le consagra, porque ella es bendición del cielo para el hombre;
el sudor que la riega es culto para el cielo que la bendice, porque
_trabajar es orar_.

¡Oh! no desmayes, trabajador. ¿Quién es ése que pasa junto á tí? Un
opulento ocioso. Tú le miras con envidia, él á tí con desdén. Él olvida
que vive por tí y que tu sudor engendra su opulencia. Pero no te
desanimes: mira como se detiene un momento y reflexiona. El hastío de
los placeres, el deseo insaciable, el vicio voraz, la dolencia que mina
su seno, la esperanza burlada, la adulación que no logra engañarle....
¡Ah! no, que no reflexione, porque acaso envidie tu cansada frente y tus
manos toscas y maltratadas. Á tí te espera el descanso tranquilo, el
amor del hogar y la familia, no envenenado por las exigencias y
pasiones vanas del gran mundo. Cuando tú piensas, gozas; él para no
sufrir, necesita no pensar. Sí, reflexiona, y verás como el trabajo es
bien para tu alma, porque _trabajar es orar_.

Acaso piensas que al someterte á la ley del destino humano, llevas la
peor parte y la más ruda tarea. ¡Ah! ¡cuánto mejor no es trabajar que
sufrir, cuánto mejor no es suspirar de cansancio que de pesadumbre,
cuánto mejor no es sentir el cansancio del cuerpo que el del alma!

Esa que ves pasar por tu lado en carroza brillante, que te insulta con
sus joyas y te mira con soberbia, ¿puede humillarte acaso? Pregunta á su
corazón, si ha sentido nunca los tranquilos goces que encierra el beso
de una esposa pura, ó la caricia de los hijos amados. Mira su rostro,
cuya vergüenza trata de encubrir con los afeites. Su trabajo es más
penoso que el tuyo, su tarea es el continuo descaro. ¡Cuántos afanes por
luchar con el mundo, que la corona de rosas para despreciarla! Si
reflexiona, sufre también: su pensamiento es su verdugo, si es que puede
pensar un alma muerta. En tanto tú, consolado por la reflexión, tornas á
tus labores con más afán; tú la compadeces, á élla tan alta, desde la
humilde tierra en que se abisman tus pies y que remueven tus manos
lastimadas. Entonces comprendes que el trabajo es gran consuelo, que
_trabajar es orar_.

Mira á César que pasa engreído y soberbio. Cree poner el pie sobre tu
cuello, y sin embargo tiembla ante tí sobradas veces, aunque logre
disimularlo. Sus días son brillantes, pero sus noches tristes, áun en
medio de la orgía que busca afanoso para enloquecerse. Su sueño es
pesadilla, la vigilia es noche para su alma. También huye del
pensamiento, y sin embargo piensa en tí. No te envidiará seguramente en
medio de sus pompas; pero cuando se despoja de la púrpura, quizás
envidie tu sueño y tu conciencia. Acaso huya de los brazos de su esposa,
temeroso de ser vendido, acaso huya de sus propios hijos, receloso de
que le hereden antes de tiempo. Ya ves que su vida es afán continuo;
pero esa tarea penosa y llena de ansiedades, no es tan productiva como
la tuya, porque no le produce consuelo, sino agonía; porque ignora que
_trabajar es orar_.

Pero ¿quién es el hombre modesto, casi andrajoso, que se acerca á tí? De
cuantos te miran, es el único que te contempla con ternura. Su frente no
suda cual la tuya, está seca y abrasada por el pensamiento que arde tras
ella. Es un poeta, un filósofo, un pensador, un hombre que vive del
pensamiento, cuando los demás huyen de pensar por aturdirse. También
trabaja como tú, sólo que su tarea es muy penosa.

Tu faena es origen de salud para tu cuerpo; la suya es fuente de
dolencias, pero que sobrelleva gustoso, porque la índole de su trabajo
es encanto para su ser. Tal vez está resignado como tú á los andrajos y
á la guardilla, porque rara vez la inteligencia que no se vende alcanza
la riqueza. Él es obrero del pensamiento, como tú lo eres de la tierra;
él trabaja con la mente, como tú con las manos; él con el alma, como tú
con el cuerpo; por eso los dolores de su alma son como los de tus
brazos: dolores que consuelan. Su trabajo es también una oración:
_trabajar es orar_.

Pero ya los pajarillos que posan su nido en el árbol plantado por tí, te
anuncian la noche; te festejan con sus cantos agradecidos. Ellos te
recuerdan la voz grata del hogar y de tus hijuelos. Deja, pues, el
azadón, enjuga tu frente, y mira al cielo.

Paréceme que escucho tu plegaria: "Señor, al trabajar, he cumplido la
más necesaria y fecunda ley que diste á mi existencia; me hiciste
superior al bruto, por la facultad del trabajo. Consuela con él mi alma,
reálzala y elévala por él. Haz que mi sudor no sea infecundo; y si te
cuadra que la escarcha ó el huracán destruya mi obra, dame fuerzas para
empezar de nuevo; ya que trabajar es hacerme digno de tus beneficios, ya
que trabajar es celebrarte, ya que _trabajar es orar_.



SANTIAGO VIDARTE.


Con este nombre firmaba sus poesías, y con él le designaban sus amigos y
compañeros de estudio en la Universidad de Barcelona: con este nombre se
le recuerda también en Puerto Rico; pero uno de sus más diligentes
biógrafos asegura que no era ese su verdadero nombre de bautismo, y que
usaba el apellido Vidarte por un delicado sentimiento de gratitud hacia
don Rafael Vidarte, rico propietario de Humacao, que le había protegido
desde la infancia, y le había enviado y mantenía en Barcelona, con
objeto de que estudiase allí una carrera científica. Según este
biógrafo,[1] el verdadero nombre de aquél era José Santiago Rodríguez, y
había nacido en Yabucoa, el día 25 de Julio de 1828. Este joven gozó de
notable popularidad entre sus paisanos de aquel tiempo, y aun hoy se le
recuerda con cariño, porque en realidad fué el primer portorriqueño que
se dedicó al cultivo de la poesía, con brillantez y entusiasmo. Por
desgracia falleció cuando apenas había cumplido los veinte años; sus
facultades de poeta no alcanzaron su madurez y apogeo, y las poesías que
dejó escritas--si bien revelan inspiración y fantasía, y no carecen de
espontaneidad y gracia--no tienen aquella elevación y belleza de
pensamiento, ni las gallardías de lenguaje á que seguramente hubieran
llegado las producciones de Vidarte, si hubiera vivido algunos años más.

     [1] Don Eduardo Neumann.--"Benefactores y hombres notables de
     Puerto Rico."

Falleció en Barcelona, en 1848.

Su obra poética de mayor vuelo y más brillante es la titulada
_Insomnio_, escrita cuando se sentía ya enfermo, y en la cual expresa la
alegría con que soñaba con su regreso á la querida tierra natal. De esa
poesía son las estrofas siguiente:


INSOMNIO.

          Voguemos, voguemos
        Al són de los remos;
        La noche convida.
        ¡Qué bella es la vida
        Que corre en la mar!

          El aura ligera,
        Veloz, plancentera,
        Nos va susurrando,
        Meciendo, empujando
        La barca fugaz.

          ¡Qué plácida calma
        Gozando va el alma!
        La luna y estrellas
        ¡Qué luces tan bellas
        Derraman aquí!

          Voguemos, bien mío.
        Que en dulce desvío,
        Tranquilo, halagueño.
        Vendrá presto el sueño,
        Con ala sutíl.

          ¡No tengas recelo:
        Azul está el cielo,
        La noche es tan pura!
        ¡Oh! todo me augura
        Fortuna y placer.

          Mañana, hechicera
        La lumbre primera
        Del sol en oriente,
        Te hará ver riente
        Fantástico Edén.

          Voguemos, voguemos
        Al son de los remos.
        ¡Qué hermosa es la vida,
        La vida del mar!


      Se acerca la mañana: rompe el alba;
    Su luz de rosa por oriente brilla....
    Despierta, dulce bien, que pronto y salva
    Otro puerto verá nuestra barquilla.

      Auras de amor que pacíficas
    Del mar las olas besáis.
    Venid con livianas ráfagas
    Nuestra esperanza á arrullar!

      Venid, amorosos céfiros
    Que la flor enamoráis,
    Y con vuestras alas plácidas
    Nuestra piragua empujad!

              ¡Soplad!

      Despierta ya, alma mía, el tiempo avanza,
    Y al asomar su disco el sol dorado,
    Verás cual se dibuja en lontananza
    Verde gigante de metal preñado.

      Verás cabe su planta orgullecida
    De flores un fantástico pensíl,
    Donde rico de luz, amor y vida
    Ostenta sus primores el abril.

      Y verás más allá, cuando velera
    Se vaya nuestra barca aproximando,
    Una peña blancuzca y altanera
    Que está del mar en brazos dormitando.

      ¡Ah! qué placer allí disfrutaremos!
    Me mata el ansia; un siglo es cada hora....
    ¡Cuánto tarda ese sol! Mi bien, voguemos,
    Que ya la luz se extingue de la aurora.

      Voguemos, sí, ¡qué hermosa es la alborada!
    ¡Qué bello ¿no es verdad? el Oceano
    Con su límpido azul! ¡Canta inspirada
    Una canción al pueblo americano!

      Mas no, calla.... ¿columbras á lo lejos
    Una luz amarilla, un globo ardiente,
    Que brota de la mar en mil reflejo?....
    Pues.... es él, que se anuncia por Oriente.

      Él es, sí, sí: ya estamos, mi paloma:
    Es el sol, ¿No distingues con su brillo
    Aquel gigante que en el agua asoma?
    Pues se llama el gigante aquel, _Luquillo_.

      ¿Y ves allí cabe su planta umbría
    Fantástico el jardín de flores rico,
    Donde vive el abril, sirena mía?
    Pues el jardín se llama Puerto Rico.

       *       *       *       *       *

      Cerca está el puerto. ¿Ves la peña aquella
    Que está del mar en brazos reposando,
    Vestida de castillos, rica, bella....?
    Pues es... ¡Poder de Dios, si estoy soñando!

  _Barcelona, 1847._



JOSÉ PABLO MORALES.


Fué un periodista de combate contra los errores de su tiempo, y un
valiente defensor de la libertad.

Nació en Toa Alta, en el año 1828.

Al terminar su instrucción primaria, y cuando todavía no era más que un
adolescente, comprendió la grandeza moral de la Escuela y lo humanitario
y generoso de las funciones del maestro, y sin más auxilio y dirección
que su propio entusiasmo y sus estudios incesantes, se hizo maestro de
escuela, obteniendo luego una licencia oficial para el ejercicio de la
enseñanza. Más tarde se graduó de Notario, y con el ejercicio de esta
profesión pudo ya comprar algunos libros, ilustrar cada día más su
inteligencia, y estudiar los problemas políticos y sociales del país.

En 1866, y á propósito de una información promovida por el gobernador de
la isla, acerca de la reglamentación del trabajo, llamó el Sr. Morales
la atención pública con una serie de artículos suyos que publicó en _El
Fomento de Puerto Rico_, periódico del cual era asiduo colaborador.
Defendía en aquellos artículos, con gran amplitud de criterio, la
libertad del trabajo, y combatía la libreta--especie de registro
policíaco de información personal--que ponía á los jornaleros en
condiciones humillantes con respecto á sus patronos.

La libreta quedó abolida.

Desde entonces figuró Morales entre los periodistas más distinguidos
del país, descollando entre ellos como polemista y razonador. Fué el más
fecundo de todos los de su tiempo, y acaso el que trató á la vez sobre
más variados asuntos. Política, moral, religión, economía social,
costumbres, crítica literaria, educación, etc., todo lo tocaba su pluma
de periodista, y sobre todo escribía con discreción, aunque su
especialidad sobresaliente era la controversia política.

Fué redactor de los periódicos _El Fomento_, _El Progreso_, _La España
Radical_ y _El Agente_; colaboró en _Don Simplicio_ y en _El Buscapié_;
fundó un periódico titulado _El Economista_, y en los últimos días de su
vida organizaba la publicación de _El Eco del Toa_, que no llegó á
nacer.

Había adquirido Morales una instrucción variada y sólida, un hábito de
pensar y de escribir con rapidez extraordinaria, y una dialéctica
formidable para la discusión.

Era hombre de costumbres sencillas, de trato afectuoso y llano, muy
religioso y muy hombre de bien. Vivió siempre en el pequeño pueblo de
Toa Alta, en donde ejerció hasta la muerte sus funciones de Notario.

Sus hijos, y en especial el que lleva su mismo nombre, y que es uno de
los maestros que honran á la Escuela portorriqueña, reunieron los
artículos periodísticos más conocidos, del Sr. Morales, y los publicaron
en dos tomos, con el título de _Misceláneas_, salvando así del olvido
unos trabajos de verdadera utilidad para la historia de la cultura
portorriqueña.

El que insertamos á continuación fué tomado de _El Fomento de Puerto
Rico_, y es uno de los primeros que escribió su autor.


LA ENSEÑANZA PRIMARIA OBLIGATORIA.

Todo derecho se funda en un deber. Tenemos el deber de conservar
cuidadosamente la vida, como un depósito sagrado que nos ha confiado
nuestro divino Hacedor, y de este deber nace el derecho, que nos concede
la ley natural, de rechazar toda agresión injusta que tienda á privarnos
de tan precioso bien. Los cuerpos políticos tienen idénticos derechos y
deberes; pero como no puede ejercitarlos cada individuo de por sí, las
supremas potestades que los ejercen á nombre de la comunidad, al mismo
tiempo que están obligadas rigurosamente á mirar por la conservación y
adelanto del Estado, tienen el derecho indisputable de repeler todo lo
que se oponga al cumplimiento de estos altos fines, y de buscar con
eficacia cuanto á ellos convenga. De aquí el poder de dichas potestades
sobre las vidas y bienes de los vasallos; de aquí el derecho de hacer la
guerra, y como su consecuencia el de levantar ejércitos permanentes,
etc. Estos son principios muy sencillos del derecho natural y de gentes,
que están al alcance de una mediana inteligencia.

Examinadas las cosas á la luz de estos sanos principios, es
incuestionable que todo Gobierno tiene derecho, para conseguir la
seguridad exterior y el orden interior del Estado, de separar los
hombres de las dulzuras del hogar doméstico, privar á sus familias de
sus buenos oficios, á los pueblos de brazos para la agricultura y las
artes, en una palabra, hacerlos soldados, exponiéndolos en los campos de
batalla á mil peligros. Estos sacrificios individuales, por penosos que
sean, los consideramos insignificantes y como si no existieran, ante el
bien de la patria común, que los reclama imperiosamente. La obligación
en que están los súbditos en orden á la guerra es tan rigorosa, que si
bien pueden eximirse y en toda sociedad bien ordenada se eximen muchos
de los ejercicios militares, hablando de un modo absoluto, en caso de
necesidad no hay ciudadano que con justicia pueda excusarse de tomar las
armas.

Regla es de derecho, que á quien le es permitido lo más, le es permitido
lo menos. Si el Gobierno, que vela por el buen orden y conservación del
Estado, para fines tan importantes, puede arrancar de los brazos del
padre y de la madre ancianos al hijo fuerte y robusto, que es el
descanso y la gloria de su vejez, para enviarlo á regiones extrañas de
donde quizás no volverá nunca, ¿con cuánta más razón no podrá separar de
su regazo por breves horas cada día y durante un tiempo limitado al niño
inocente, para ilustrar su inteligencia y formar su corazón para la
virtud?

La ley que hace obligatoria la enseñanza primaria, se funda en los
principios eternos de la justicia universal. Así lo han comprendido
muchas naciones civilizadas. Sajonia, Austria, Rusia y varios Estados de
la América del Norte, han consignado en sus leyes esta obligación.
Nuestra España en la Constitución de 1812 ya buscó tan noble fin por
medios indirectos, estableciendo que desde el año 1830, nadie que no
supiese leer y escribir sería admitido á ejercer los derechos de
ciudadano. Pero en la ley de 9 de Septiembre de 1857 se declara
obligatorio el deber de los padres y tutores de proporcionar á sus hijos
y pupilos el grado de instrucción necesaria. Entre nosotros se declaró
la enseñanza primaria obligatoria, desde el año 1844, por el artículo 35
del Plan general de instrucción pública para las Islas de Cuba y de
Puerto Rico, pero esta disposición había sido una letra muerta, hasta
que el Excmo. Sr. Don Félix María de Messina la ha hecho una verdad, con
su reciente disposición, para bien del país y gloria suya.

Se nos podrá objetar, que si el derecho de la enseñanza primaria
obligatoria descansa en el deber de la conservación del cuerpo social,
cae por tierra nuestro argumento, apenas se demuestre que ningún
peligro corre el Estado porque se deje á los padres en una prudente
libertad para cuidar de la instrucción de sus hijos, habiendo naciones
cultas que viven sin admitir tal principio en su legislación.

Á esto contestaremos lo primero, que el no ejercitar un derecho no es
una prueba de que se carezca de él. El deber de mi propia conservación
me da el derecho de quitar la vida al injusto agresor que atente contra
la mía. Vivo en un país tranquilo y llego al fin de mis días sin
ejercitar tan tremendo derecho. Vivo en una sociedad entregada á la
anarquía y me veo en la tristísima necesidad de ejercitarlo con
frecuencia. ¿Tendré el mencionado derecho en el segundo caso propuesto
porque lo ejército, y estaré privado de él en el primero, porque no lo
uso? No: el derecho que me conceden las leyes naturales siempre es el
mismo, absoluto é independiente de los acontecimientos de mi vida. Hemos
visto á los Estados Unidos hasta ahora pocos años, con una sombra de
ejército: en la actualidad, valiéndonos de una frase vulgar, están
armados hasta los dientes; sin embargo, su derecho para levantar
ejércitos como potencia soberana era el mismo ayer como hoy.

Lo segundo, que nadie desconoce los grandísimos males de la ignorancia.
Las naciones más adelantadas de la presente edad no pueden
vanagloriarse de haber subido al pináculo de la civilización. Ninguna
puede citarse, en que dejada la instrucción primaria al cuidado de la
potestad paterna, haya conseguido una perfecta ilustración en las masas.
Que hay peligros reales en la ignorancia de éstas, nos lo demuestra la
historia de todos los países. Si vemos en el día conmoverse la sociedad
con revueltas desastrosas ¿á qué podemos mayormente atribuirlo si no á
la ignorancia de los pueblos sobre sus derechos y deberes? Desconociendo
sus verdaderos intereses se dejan guiar ciegamente por tribunos
apasionados que los empujan al precipicio. Si el mundo arde en guerras
fratricidas, si el principio de autoridad se encuentra desprestigiado,
si la irreligión y la inmoralidad rompen todos los lazos sociales, culpa
es de la ignorancia. No todos los peligros vienen del exterior. La
antigua Roma murió ahogada por los vicios que alimentaba en su propio
seno. Los pueblos mueren como murió la poderosa Roma, y no es por cierto
la conquista quien los mata, sino su ignorancia y sus vicios. Estos
males sociales no se curan con el sable del soldado. En una sociedad
corrompida la rebelión se abatirá mil veces y por millones reproducirá
su cabeza la espantosa hidra, mientras las masas no se ilustren con una
instrucción sólida y verdadera, basada en los principios del
cristianismo. No se diga, pues, que en el estado actual del mundo ha
bastado la autoridad paterna, por desgracia tan desprestigiada, para
difundir la instrucción en los pueblos, y que éstos tienen el máximun de
conocimientos necesarios para su felicidad, sin que sea necesario que
los Gobiernos tomen parte activa en ellos.

Lo tercero: aun suponiendo que no existiese un peligro inminente para el
Estado, siempre tendríamos sólidos fundamentos en que apoyar el
principio de la enseñanza obligatoria. En el derecho civil distinguimos
derechos perfectos y rigorosos, y derechos imperfectos y no rigorosos.
En el derecho natural no hay semejante distinción; todos los derechos y
deberes son perfectos y rigorosos. El derecho civil no puede tomar en
consideración todos los derechos y deberes; hace respetar los más
importantes, y deja los demás sometidos á la sanción de la justicia
divina. Pero de que las leyes civiles no se ocupen de los derechos y
deberes llamados imperfectos, no se sigue que éstos sean menos
obligatorios á los ojos de la recta razón. El derecho natural, por
ejemplo, no me obliga menos á dar limosnas que á respetar la propiedad
ajena. El deber que tiene todo padre de instruir á sus hijos en lo
necesario, es rigoroso como de derecho natural y divino. Era imperfecto
en el derecho civil, porque no había ley que á ello obligara. Pero no
hay ningún inconveniente en que un derecho ó deber imperfecto en el
orden civil, se convierta en rigoroso, cuando el bien de la sociedad lo
reclama. Si los padres olvidan el sagrado deber á que están obligados
por las leyes naturales de instruir á sus hijos, el Gobierno que á ello
los compele no hará otra cosa que darle la sanción de la ley humana á
una ley divina é inmutable. La conveniencia y utilidad de añadir esta
sanción humana á la divina, es lo único que se podrá disputar. No hay
duda que sería hasta ridículo que se dictaran leyes para castigar los
mentirosos, los avarientos, los desagradecidos, etc., los cuales todos
tendrán su castigo merecido de la divina justicia, sin que redunde
ningún bien ostensible á la sociedad; y sí gravísimos inconvenientes, de
hacer justiciables ante los tribunales estos defectos. ¿Pero quién
dudará de lo mucho que gana la causa de la civilización y el progreso,
disponiendo que el deber que tiene el padre de instruir al hijo se le
recuerde cuando lo olvide, y hasta se le compele á su cumplimiento por
una ley civil? Si la legítima que me ha de dejar mi padre, cuando muera,
que es un bien de un orden menos elevado, está bajo las garantías de las
leyes civiles, ¿por qué no ha de estarlo también el caudal de
instrucción que de justicia me debe, por haberme puesto en el mundo?
¿Conque es conveniente que haya leyes para compeler á los padres á la
obligación natural que tienen de dar el alimento del cuerpo á los hijos,
y no lo sería que las hubiese para que les den lo que es más necesario,
el sustento de su corazón y de su inteligencia?

Entre el poder despótico que le concedía la antigua Roma á los padres
sobre sus hijos, y la anulación absoluta de la patria potestad,
proclamada en Esparta y Creta, donde éstos pertenecían á la república,
hay un término medio que nos dan á conocer la razón y la justicia. El
padre cristiano tiene derechos sagrados sobre sus hijos, pero á estos
derechos son correspondientes deberes no menos imperiosos. Una sociedad
bien constituida garantiza unos y otros, dejándolos en su libre
ejercicio. Si un padre, imitando el despotismo romano mata la vida del
alma de su prole con la ignorancia, la ley pone el remedio con una
enseñanza gratuita y obligatoria. Para no dejar á los padres, respecto á
la instrucción de los hijos, en la nulidad de los griegos, sistema
encomiado por Rouseau y Helvecio, pero no por eso menos antisocial, la
misma ley les concede el derecho de enseñanza doméstica. Esta es la
verdadera libertad cristiana, que tanto se aparta de un individualismo
exagerado, como de los excesos del comunismo.

Desde cualquier punto de vista que se considere el principio de la
enseñanza primaria obligatoria, lo encontramos justo, benéfico y
fecundo. Tocaba á nuestro digno Gobernador Messina hacemos gozar de un
bien tan grande, que el magnánimo corazón de Isabel la Buena nos había
concedido hace veinte años.



JOSÉ G. PADILLA.


Fué un excelente médico, y hombre muy versado en las ciencias Físico
Naturales; pero brilló más aún como poeta de mucho ingenio, de
versificación magistral y de puro y castizo lenguaje castellano.

Nació en San Juan, el día 12 de Julio de 1829. Era todavía muy niño
cuando su familia se trasladó al pueblo de Añasco, en donde Padilla
adquirió la instrucción primaria. Sus padres le enviaron después á
Santiago de Galicia, y allí obtuvo el grado de Bachiller y estudió los
primeros años de la Facultad de Medicina. Por entonces tuvieron sus
padres algún atraso en sus intereses, y Padilla tomó la resolución
heróica de buscar él mismo recursos para seguir estudiando hasta
terminar su carrera. Trasladó su matrícula á la Universidad de
Barcelona, se colocó de redactor en un periódico de esta última ciudad,
y así pudo obtener los medios necesarios para llegar al término de sus
estudios en dicha Universidad.

Regresó á Puerto Rico en 1857, y ejerció su profesión científica en
Arecibo. Años después trasladó su residencia á Vega Baja, en donde
contrajo matrimonio, y allí vivió muchos años, dividiendo su actividad
entre su profesión de médico y sus faenas de agricultor.

Pero en los breves remansos que formaban acá y allá estas dos corrientes
de su vida, entregábase el Dr. Padilla con especial deleite al cultivo
de la poesía.

Las tareas del periodismo, á las que se había dedicado por necesidad
durante los últimos años de su vida estudiantil, despertaron en él
aficiones y aptitudes muy sobresalientes. Estudiaba con entusiasmo y
cariño los grandes poetas clásicos españoles, y adquirió con su trato
una dicción tan clara y armoniosa, y un estilo de tan puro sabor
clásico, que la crítica le califica justamente como uno de los mejores
hablistas que ha tenido hasta hoy en América la lengua castellana.

Cultivó la poesía lírica en casi todos los tonos, y deja modelos
excelentes en el satírico, en el apologético, en el elegíaco y en el
descriptivo. Su obra culminante hubiera sido el poema _Puerto Rico_, del
cual sólo dejó escritos la dedicatoria y la introducción, que son
admirables, y sesenta y cinco octavas reales del primer canto, de una
belleza y corrección dignas de grandes alabanzas. Debe leerse con
atención esa obra, para apreciar debidamente los méritos del Dr. Padilla
como hablista y versificador.

Le dió extraordinaria popularidad en Puerto Rico al Dr. Padilla una
polémica en verso que sostuvo, en defensa de sus paisanos, con el poeta
español Manuel del Palacio, y en la que lució aquél gallardamente su
vena satírica. Empleaba con frecuencia el pseudónimo de _El Caribe_ en
sus versos de combate, á los que debió principalmente su fama.

Era de arrogante figura, de carácter altivo, pero de noble corazón y de
trato exquisito, generoso y jovial.

En la primera de las dos composiciones que se insertan á continuación se
revelan algunos rasgos de la altivez de carácter del autor, dulcificados
por las finezas de la educación y la galantería. La segunda fué escrita
en elogio de un artesano humildísimo, que enseñaba gratis en su tiempo
las primeras letras á cuantos niños lograba llevar á su taller,
obedeciendo á impulsos de una generosa y humanitaria vocación.



LA FLOR SILVESTRE.

Á LA SEÑORA DE UN GOBERNADOR.


      Dadme, Señora, dadme una hoja
    Del áureo libro donde se ven
      El blanco lirio, la dalia roja,
      Que á vuestro paso galán arroja
    Pródigo el hijo de Borinquén.

      Dejad, os ruego, dejad que en ella
    Mi tosca mano grabe también
      Una amapola, que inculta y bella
      Sobre los campos carmín destella
    Y adorna el suelo de Borinquén.

      Á la lisonja mi humor esquivo,
    No brinda flores que aroma den:
      Yo en mis jardines no las cultivo;
      Que soy, Señora, franco y altivo,
    Como buen hijo de Borinquén.

      Yo al ofreceros la flor silvestre,
    Que el prado alegra con otras cien,
      Quiero que ufana su gala muestre,
      Quiero que brille la flor campestre
    Junto á esas otras de Borinquén.

      Quizá os aleje de estos lugares
    De la fortuna feliz vaivén:
      Quizá mañana crucéis los mares,
      Llevando en ramos á otros hogares
    Las cultas flores de Borinquén.

      Por eso quiero que si algún día
    Os hablan ellas de nuestro Edén,
      Si allá os lo pinta su lozanía,
      Miréis entonces esta flor mía,
    Imagen pura de Borinquén.

      Si en su corola no véis primores,
    Si su ancho seno no aroma bien,
      Podrá deciros con sus colores
      Cómo, Señora, cómo da flores
    El fértil campo de Borinquén.

      No por agreste, por inodora
    Sufra la pobre vuestro desdén:
      Muestra expresiva de inculta flora,
      Tomadla, os ruego, tomad, Señora,
    La flor silvestre de Borinquén.


EL MAESTRO RAFAEL.

    Pobre y humilde artesano
      De oscuro y modesto nombre,
      Hubo en Borinquen un hombre
    Caritativo y cristiano:
    Con la dádiva en la mano
      Y en el corazón la calma,
      Ciñó por única palma
    La pura y dulce alegría
    Con que sus dones hacía
      Para provecho del alma.

    Es una historia de ayer,
      Que está viva en la memoria;
      Aun recuerdan esa historia
    Los que nos dieron el ser:
    Ellos que pudieron ver
      Que el modesto menestral,
      En combate desigual
    Con el tiempo y la ignorancia,
    Á la pobre y tierna infancia
      Daba el pan intelectual.

    Sacerdote de la idea,
      De la ilustración obrero,
      Tuvo el noble tabaquero
    La fe que redime y crea:
    En la fecunda tarea
      Á que dió su vida fiel,
      Conquistó como laurel
    De la tumba que lo abriga,
    Que hoy el nombre se bendiga
      Del maestro Rafael.

    Y cuando el naciente sol,
      Que á iluminarnos empieza.
      Brille en toda su grandeza
    En el cenit español,
    Á su candente arrebol
      Otra edad verá lucir
      Con letras de oro y zafir
    Grabado en el mármol duro,
    Ese nombre, ayer oscuro,
      Glorioso en el porvenir.



JULIAN E. BLANCO.


Nació en San Juan, el día 14 de Agosto de 1830. Pasó su infancia en Vega
Baja, á donde fué su padre á ejercer la profesión de maestro de escuela.
Allí recibió la instrucción primaria, y--como tenía buena letra y era
listo--obtuvo pronto colocación, aunque modesta, en la oficina de un
procurador judicial, de San Juan.

Allí se reveló tan notablemente su vocación, que á los pocos años no
había en toda la ciudad un muchacho que igualase á "Juliancito Blanco"
en la tarea especial de ordenar papeles para la curia, enterar de ellos
á los abogados, llevar los expedientes al tribunal ó á las escribanías
de actuaciones, llevar al dedillo la cuenta de los emplazamientos y los
términos, y todo cuanto en el antiguo sistema judicial se designaba con
el nombre de _papeleo_.

Bien pronto llegó á saber de estas cosas de la curia más que los mismos
procuradores, y entonces fué un excelente auxiliar en las oficinas de
los abogados. Trabajó primero en la del Dr. Vázquez, letrado de fama,
que ejercía su profesión en San Juan á mediados del siglo XIX, y algunos
años después fué compañero, más bien que auxiliar, del inteligente
abogado portorriqueño don Gabriel Jiménez.

Nunca las bibliotecas particulares de los letrados de San Juan, ni la
del Colegio de Abogados establecida en la casa de la Audiencia, tuvieron
más asiduo lector que don Julián Blanco, desde los primeros años de su
juventud, y lo que no lograba encontrar en los libros de Derecho lo
encontraba en las mil combinaciones ingeniosas de la esgrima del papel
sellado. Llegó á ser verdaderamente famoso en estas materias, y no pocas
veces respetado y hasta temido por los mismo abogados de larga práctica.

Al iniciarse la lucha política en Puerto Rico tomó puesto en las filas
más avanzadas del partido reformista, y fué el más activo y enérgico de
los redactores de _El Progreso_, que dirigía el patriarca liberal don
José Julián Acosta, y sufrió persecuciones y destierros por causa de sus
ideas políticas.

En 1871 fué electo diputado á Cortes por el distrito de Caguas, y dejó
recuerdos importantes de su elocuencia y energía en aquellas sesiones
borrascosas que precedieron á la abdicación del rey Amadeo.

Después colaboró en periódicos importantes del país, fué varias veces
diputado provincial, y en el breve gobierno autonómico fué Secretario de
la Presidencia del Consejo, y Secretario de Hacienda. Poseía
conocimientos generales de administración y de ciencia económica, y fué
fundador y consejero del Banco Territorial y Agrícola de Puerto Rico.

Su oratoria era vehemente, pero sujeta siempre á la disciplina del
pensamiento; razonaba con método, exponía con claridad y peroraba con
energía, pero conservando siempre el dominio de su palabra. Fué en su
tiempo uno de los mejores oradores políticos de Puerto Rico.

Como escritor, su estilo no era literario ni elegante. Se cuidaba mucho
más de convencer, de herir ó de defender que de agradar. Sus hábitos de
curial influían en la forma de sus escritos, casi siempre vigorosos,
enérgicos, y con frecuencia apasionados. Propendía especialmente á la
polémica y la contradicción.

Recopiló algunos de sus trabajos periodísticos en un libro titulado
_Veinte y Cinco años antes_. Á él pertenece el artículo que insertamos á
continuación, publicado en _El Progreso_ hace 35 años.


LA LEY DEL EMBUDO.

Desde que _El Progreso_ vino al estadio de la prensa, no ha cesado de
hacer cuantos esfuerzos le ha permitido la pequeñez de sus medios para
difundir las ideas y los principios que forman el credo del partido
liberal reformista, creyendo, como cree firmemente que sólo la práctica
de esos principios y la realización de esas ideas pueden labrar la
felicidad de esta Isla, manteniendo en ella el orden y la paz, factores
indispensables del bienestar y la prosperidad de los pueblos, y
asegurando con vínculo fortísimo su unión estrecha y perdurable bajo el
glorioso pabellón de España, á las demás provincias de la Madre Patria.

Sin pecar de inmodestia, cree _El Progreso_ haber contribuído no poco,
en unión de sus colegas reformistas y de los ilustrados escritores que
se han dignado prestarle su valiosa colaboración, á la organización y la
fuerza que hoy tiene el partido radical de esta provincia, al que
pertenece la inmensa mayoría de sus habitantes, como lo ha demostrado
cuantas veces ha tenido posibilidad de hacerlo. Y sin embargo, por más
que le duela confesarlo, tiene que reconocer que, aun cuando más
hubiesen hecho en pró de la santa causa de las reformas, con tanta
solemnidad y repetición prometidas y con tanta justicia y necesidad
deseadas, ni _El Progreso_ ni sus demás compañeros de la prensa liberal
de esta Antilla habrán hecho nunca tanto en favor de dicha causa, como
los órganos reaccionarios de esa minoría refractaria á toda idea de
progreso y de justicia, que aquí se disfraza como el grajo de la fábula
con los variados y pomposos nombres de "los leales,, "los españoles sin
condiciones," y "el partido liberal conservador."

Sus exageraciones, sus intemperancias, sus amenazas, sus inconsecuencias
y sus contradicciones, han abierto los ojos á los hombres honrados y
sencillos que inconscientemente les seguían, más que todos los artículos
de la prensa reformista; y si aún hay algunos que por hábito, por temor
ó por la espesa venda que tres siglos y medio de régimen colonial han
puesto sobre su inteligencia, forman todavía á retaguardia de esa
agrupación, esos pocos rezagados no tardarán en desertar de su odiosa
bandera y venir á engrosar las filas del partido radical, dejando solos
á los que, según se deduce de sus mismas disolventes predicaciones, no
tienen otro principio que el de su conveniencia particular, á la que
están dispuestos á sacrificarlo todo.

Ni ¿cómo pudiera ser de otro modo? ¿qué hombre sensato y que de honrado
se precie puede hacer coro con ellos en el discordante concierto de
insultos y calumnias que uno y otro día arrojan á la faz de un país,
modelo de mansedumbre y de cordura, no sólo entre todos los pueblos de
la Nación sino entre todos los pueblos del mundo? ¿Qué hombre de juicio
y de conciencia querrá hacerse solidario de los energúmenos que, no
contentos con amenazar á sus adversarios con el cañón Krupp y el fusil
de aguja, y olvidando en su delirio la diversidad de tiempos y de
circunstancias, todavía nos recuerdan para aterrorizarnos el veneno de
Lucrecia Borgia y las matanzas de la noche de San Bartolomé? ¿Quién que
tenga un corazón noble y levantado puede hacer causa común con los que
no tienen otro principio ni otro lazo de unión que su interés mezquino y
egoísta?

Porque ésta es la verdad, y hay que decirla virilmente, sin ambages ni
rodeos. La fórmula de nuestros biliosos adversarios, "España somos
nosotros, y fuera de nosotros no hay más que separatistas," es sólo una
parodia ridícula de la de Luis XIV: "El Estado soy yo." En el fondo de
una y otra, sin embargo, hay el mismo pensamiento de negro y refinado
egoísmo. Todo para nosotros, para vosotros nada; para nosotros lo ancho,
la plenitud de los derechos, el privilegio de la explotación;--porque

    "nosotros solos somos los buenos,
    nosotros solos, ni más ni menos:"

para vosotros la pena de ser perseguidos y explotados hasta la
consumación de los siglos, porque no sois españoles, sino filibusteros,
mambises y separatistas.

Esa es la síntesis de todos los discursos y argumentaciones de los
flamantes liberales conservadores de esta Isla. Ese el pensamiento
profundo de sus modernos Maquiavellos, que al través de cuanto gritan
para ocultarlo, se descubre en todos sus escritos.

Vedlos si no, discurriendo sobre las omnímodas,[2] al sentirse heridos
por esa espada de Damócles, suspendida siempre sobre los habitantes de
esta Isla. Rugen de rabia más que de dolor; pero no piden que la espada
se rompa; no se unen á nosotros para pedir que cesen las omnímodas, que
en una provincia de la España democrática no tienen ya razón de ser; por
el contrario, aun sostienen la conveniencia de conservarlas, porque
según dicen tienen su lado bueno y su lado malo; son buenas cuando son
ellos los que las aplican en beneficio propio y daño de sus adversarios,
por más que éstos no dieran ni den pretexto alguno para su ejercicio;
son malas cuando recaen sobre ellos, por más que hayan hecho y hagan
todo lo posible para justificarlas ó excusarlas.

     [2] _Se les daba este nombre á las facultades ilimitadas que se
     concedían á los Gobernadores de Cuba y Puerto Rico, en la época
     colonial._

¿Se trata del principio de autoridad? Oidlos: "la Autoridad es sagrada:
la Autoridad es impecable," cuando son ellos los que la ejercen, aun
cuando abusen de sus facultades; la mera queja, por respetuosa que sea,
la censura más moderada y justa de sus actos son un crimen gravísimo é
imperdonable; pero si la Autoridad justa é imparcial no se presta á
servir sus intereses ni á ser ciego instrumento de sus planes, entonces
la escarnecen y arrastran por los suelos, por alta y respetable que sea,
y su audacia se llama valor cívico, y lo que es un crimen se convierte
en virtud.

¿Se trata de la prensa liberal? "No conviene, dicen, la libertad de
imprenta; ella es incompatible con el sostenimiento del orden público,"
por más que la templanza y la mesura con que esa prensa trata todas las
cuestiones de que le es lícito y permitido ocuparse, ofrezca ejemplos
dignos de imitar á sus injustos adversarios y detractores. Para el
periodismo liberal la previa censura, la recogida y los procesos; y
mientras tanto ellos usan y abusan de esa misma libertad, y aspiran á
gozar del privilegio de la impunidad aun cuando sus escritos
incendiarios lleven la alarma y el terror al seno de las familias, la
perturbación del orden á la sociedad, y la desconfianza y descrédito al
exterior.

¿Se trata del derecho de reunión? Pues ay de los liberales que lo
ejerciten en los períodos electorales en que únicamente es permitido
aquí: "si se reunen es para conspirar, aunque sus juntas se celebren á
la luz del día, con el permiso de la Autoridad y todos los requisitos
establecidos por la Ley, y aunque sus actos y sus acuerdos extrictamente
ajustados á ella tengan la mayor publicidad; ese derecho en manos de los
liberales es un arma peligrosísima que debe arrebatárseles"; pero entre
tanto ellos, los sedicentes conservadores, monopolizan ese derecho en
todas las épocas, abusando de él para todos los fines que su
conveniencia les sugiera, y que las más veces permanecen ocultos, y ese
monopolio, lo mismo que otros, es lo que aspiran á conservar
indefinidamente.

¿Se trata del Gobierno constituido, y de la sumisión y obediencia que
los pueblos le deben? Nadie más celoso defensor de ese principio que los
periódicos reaccionarios de esta isla, cuando son sus patrones los que
gobiernan, cuando son sus doctrinas las que privan, y sus aspiraciones
las atendidas en las altas regiones del poder. El mero hecho de no
pensar entonces de acuerdo con los que mandan es un crimen de alta
traición, y ¡ay de aquel contra quien recaiga la simple sospecha de
haber incurrido en ese desacuerdo, porque no se necesitan más pruebas
para condenarle sin apelación! Pero si el Gobierno no secunda sus planes
interesados y egoístas; si se opone con mano fuerte á sus abusos y
desafueros, entonces se rebelan contra el Gobierno, le hacen cruda
guerra por cuantos medios están á su alcance, sin reparar en ellos, y
esa conducta es santa y es patriótica, porque éllos se llaman los
leales, y su rebelión se apellida "La rebelión de la Lealtad."

Pero ¿á qué multiplicar los ejemplos, si en todos los artículos de la
prensa reaccionaria están de manifiesto? En todo y por todo quieren
siempre lo ancho para ellos, que son una insignificante minoría; lo
estrecho para los demás, que son la inmensa generalidad del país. Puerto
Rico los conoce ya y no puede seguirlos, porque quiere la igualdad para
todos sus moradores, porque tiene hambre y sed de justicia, que no puede
existir sin aquella igualdad; porque tiene ya la conciencia de su
dignidad y de sus derechos, y no puede consentir que se le arrebaten
por más tiempo en beneficio exclusivo de unos pocos privilegiados.

No: la ley del embudo, que es la única ley á que rinden culto nuestros
adversarios, no ejercerá más su imperio en esta Isla; y en vano se mecen
en la dulce ilusión de que volverán los días aciagos para ésta, en que
ellos la dominaban por completo. El tiempo pasado no vuelve, y el mundo
marcha adelante, como dice Pelletán. Las conquistas hechas para España
por la gloriosa revolución de Septiembre, no hay poder humano que pueda
destruirlas, y aquí participaremos de ellas indudablemente, pese á quien
pesare, porque somos España también.

Cuantos esfuerzos hagan para impedirlo nuestros adversarios son
inútiles; y si momentáneamente logran oscurecer el cielo de la Patria,
poco importaría. Los eclipses de la libertad son pasajeros, como ha
dicho Martos, mientras que las leyes inmutables y constantes del
progreso tienen que cumplirse fatalmente. El astro que con sus débiles y
temblorosos rayos animaba el moribundo régimen colonial, está ya en su
ocaso, y pronto se hundirá en los abismos del pasado para no volver á
levantarse jamás.



ALEJANDRINA BENÍTEZ.


Entre las mujeres portorriqueñas de la pasada generación que se han
distinguido en el cultivo de las letras, merece un sitio especial en
esta Antología doña Alejandrina Benítez, no sólo porque fué la de
inspiración más elevada entre las de su época, sino también por haber
sido la madre natural y poética de José Gautier Benítez, uno de los
poetas de más bella expresión, de más rica fantasía y de más delicado
sentimiento que ha producido este país. Élla, con sus amorosos instintos
de madre, y con las delicadezas exquisitas de su temperamento poético,
cultivó y perfeccionó aquellas cualidades que todos admiramos en el
dulce y apasionado cantor de Puerto Rico.

Nació Alejandrina Benítez, en Mayagüez, el día 26 de Febrero de 1819;
quedó huérfana en la infancia, y la crió y educó esmeradamente una tía
suya, doña Bibiana Benítez, aficionada también á la literatura y dotada
de buenas disposiciones para el cultivo de la poesía.

Floreció Alejandrina cuando se hallaba en su mayor apogeo el
romanticismo en la literatura castellana, y á la influencia de éste
debemos atribuir algunos resabios de exaltación lírica que se advierten
en sus obras.

Dedicada desde muy joven á los cuidados del hogar y de la familia,
componía sus versos con poca frecuencia; pero no por eso dejó de influir
notablemente en el movimiento literario de Puerto Rico.

Sus poesías más celebradas son; _Buscando á Dios_, _La Cabaña_, _El
cable submarino_, y el canto _Á Cuba_, que va inserto á continuación.


Á CUBA.

ANTE UNA ESTATUA DE COLÓN.

      La virgen tierra de radiente cielo,
    La de flores y aromas orientales,
    La que atesora en su fecundo suelo
    Cuanto Dios concediera á los mortales;

      La reina de los mares de Occidente,
    Del almo Sol la hermosa desposada,
    La de atmósfera azul, clara y riente,
    Y túnica de perlas esmaltada;

      La región sin igual, que pura y bella
    Del Gólgota ignoró la triste historia,
    La que sus pactos con el cielo sella
    Sin la mancha deicida en la memoria;

      ¡América! la tierra portentosa
    En que todo es hermoso, y rico, y grande.
    La que impulsa una fuerza misteriosa
    Á que el destino en el futuro mande;

      Radiente de entusiasmo y de ventura
    Aparece á mis ojos noble y fiera,
    De plumas adornada la cintura
    Y flotante la negra cabellera.

      El rayo de su límpida mirada
    El aire llena de esplendor divino,
    Mostrándome la estatua levantada
    Al inspirado, al inmortal marino.

      Al genio poderoso, que á la ciencia
    Arrebató su arcano tremebundo,
    Y copiando á la suma omnipotencia
    Surgir hizo del mar un nuevo mundo.

      Grande es el hombre, si de Dios hechura
    Superior á los ángeles se muestra,
    Cuando en las sombras de su suerte oscura
    Hace milagros con su débil diestra.

      Cuando en sublime impulso arrebatado
    Se lanza á la región del firmamento,
    Roba á la nube el aire condensado
    Y al rayo le señala pavimento.

      Cuando encierra al vapor que rebramando
    La altiva nave entre las ondas lanza;
    Y en contra al viento, al huracán burlando
    En su carrera imperturbable avanza.

      Cuando en alambre eléctrico conduce
    De un polo al otro la impalpable idea,
    Y en un instante raudo reproduce
    Cuanto la voz mortal ordena y crea.

      Cuando mide la esfera soberana
    Y al tiempo el curso por minutos cuenta,
    Cuando hace eterna la palabra humana
    Con la invención divina de la imprenta.

      Entonces se renueva la alianza
    Que une al Creador su hechura esclarecida;
    Entonces es que un himno de esperanza
    Levanta la creación estremecida.

      ¡Entonces crea el Hacedor divino
    Los genios que luchando se engrandecen:
    La primera Isabel y el gran marino
    Entonces en la tierra se aparecen!

      Les sigue en pos el mágico sistema
    De esos seres de paz, poder, y gloria,
    Á los que el mundo impone su anatema
    Y abre sus fastos la inmortal Historia.

      Allí están de laureles coronados
    Bebiendo la ambrosía en áurea copa,
    Washington y Bolívar, enlazados
    Á los héroes triunfantes de la Europa.

      Que de los siglos en la eterna orilla
    Crece egregia una palma, altiva y sola,
    Y el sol de la justicia excelso brilla
    Á los grandes ciñendo su aureöla.

      En esa palma el ínclito marino
    Grabó su nombre al descubrir un mundo,
    Y con diamantes escribió el Destino:
    "Fué Colón el primero, y no hay segundo."

       *       *       *       *       *

      Los años á los años se enlazaron,
    Los hombres á los hombres se siguieron
    La tierra de Colón la destrozaron,
    ¡Todos al semidios ingratos fueron!

      Luis catorce, Cromwell, y Carlos quinto,
    Y el héroe de Austerlitz, Arcola y Jena,
    Más amarga su gloria que el Absynto
    Al pueblo que arrastraba la cadena,

      Obtuvieron honores inmortales
    En que servil adulación ardía,
    Mientras que en sus desiertos virginales
    América tu nombre repetía,

      Y apenas su crisálida rasgando
    Bebió del sol el fúlgido destello,
    Por tu nombre su nombre fué olvidando
    En bautizo de gloria heróico y bello.

      Y hoy la reina del golfo americano,
    La sultana gentil de nuestros mares,
    Revocando del tiempo el fallo insano
    Alza tu estatua á proteger sus lares.

      La cubre con la cruz y noble enseña
    Que tremolaste en su preciosa orilla,
    Y tu sombra sagrada más la empeña
    Al egregio estandarte de Castilla.

      ¡Salve Cuba! tú rindes ovaciones
    Al audaz argonauta, reverentes,
    Y con ellas condenas las naciones
    Ante tanta grandeza indiferentes.

      Tú, la perla del mar de las Antillas,
    Le levantas durable monumento,
    Y en noble gratitud insigne brillas
    Como brillas en glorias y en talento.

      ¡Salve mil veces, tierra fortunada
    Que enamoras del sol la luz ardiente;
    Es tu timbre esa estatua levantada
    Al gran marino, genio prepotente,

      Que arrancara del mar á la onda fiera
    Un mundo de tesoros y hermosura:
    Tú has sido en acatarlo la primera....
    ¡Salve Cuba la bella, y rica, y pura!

      ¡Pueda cruzando los inmensos mares
    Cual los cruza la brisa perfumada,
    Llegar á tí la voz de mis cantares
    Y el amor de mi patria idolatrada!



JULIO L. DE VIZCARRONDO.


Nació en la ciudad de San Juan, el 9 de Diciembre de 1830. Procedía de
una familia distinguida y bien acomodada, y obtuvo desde joven la más
esmerada educación que podía darse aquí en aquel tiempo.

Se hizo notar bien pronto el joven Vizcarrondo por la generosidad de sus
sentimientos humanitarios: emprendió una campaña vigorosa contra los
malos tratos que solían recibir los negros esclavos en algunas haciendas
de la isla, y concluyó por hacer pública manifestación de sus ideas
abolicionistas. Por este motivo fué desterrado del país en 1850, cuando
apenas había cumplido veinte años de edad.

Vivió cuatro años en los Estados Unidos, y se saturó allí su espíritu de
las ideas liberales que se agitaban en aquel gran pueblo, mientras se
preparaba la famosa epopeya de la redención de los esclavos. Contrajo
entonces matrimonio con una joven americana de cultura exquisita y de
excelentes condiciones de carácter. Regresó Vizcarrondo á Puerto Rico en
1854; dió libertad á sus esclavos, para apoyar con hechos la eficacia de
su propaganda abolicionista; fundó el Asilo de San Ildefonso, para la
educación de niñas pobres, y escribió algunos libros para las escuelas
de instrucción primaria. Fundó más tarde un periódico titulado "El
Mercurio", y en él se dió á conocer como escritor ingenioso y ameno, y
como propagador de ideas políticas y sociales incompatibles con la
estrechez de miras del régimen colonial.

Por ellas volvió á molestarle el gobierno con advertencias y
persecuciones, y entonces Vizcarrondo buscó en la misma capital de
España un campo más espacioso y propicio para desarrollar sus ideas y
poner en práctica sus nobles propósitos.

Allí se dedicó á trabajos de política y de beneficencia con actividad,
inteligencia y eficacia verdaderamente admirables. Fué Secretario
General del Comité revolucionario que preparó en Madrid la Revolución
del 68; fundó la Sociedad Abolicionista Española, de glorioso recuerdo;
fundó La Sociedad Protectora de Niños y el Hospital del Niño Jesús, y
echó las bases del Hospital de Niños incurables, con la cooperación de
las duquesas de Santoña y Pastrana. Durante la invasión del cólera en
Madrid (1865) hizo verdaderas heroicidades, auxiliando á los pobres
atacados de aquel terrible mal. En medio de la consternación pública
fundó la sociedad de Amigos de los Pobres, que inició sus trabajos dando
abrigos, alimentos y asistencia á los coléricos indigentes.

Como publicista fundó en Madrid la _Revista Hispano Americana_, que tuvo
gran importancia en su tiempo; fué redactor de los diarios matritenses
_El Bien Público_, _La Discusión_ y _La Democracia_; fué corresponsal de
varios periódicos importantes de Londres, Nueva York y Lisboa, y
escribió correspondencias celebradísimas para _El Agente_, _El Clamor
del País_, _La Democracia_ y otros periódicos de Puerto Rico, haciendo
popular con ellas el pseudónimo de "César de Bazán".

Fué diputado á Cortes por el distrito de Ponce, prestó servicios de gran
importancia á Puerto Rico durante su vida, y figuró siempre entre los
directores del partido republicano de España.

Su estilo como escritor era sencillo, claro y discretamente sazonado con
ingenio y gracia. El artículo suyo que va á continuación contiene rasgos
pintorescos de la vida social portorriqueña de mediados del siglo
anterior, y describe un tipo muy curioso, del que aún quedan recuerdos
en algunas comarcas del país.


EL HOMBRE VELORIO.

Hubo en Puerto Rico una época en que verdaderamente se ataban los perros
con longanizas. Nos referimos á aquel buen tiempo en que era una verdad
decir que donde comían cuatro, comían cinco; y no podía ser de otro
modo, porque había mucho que comer, tal vez no tan de fantasía como lo
que hoy conocemos con los nombres de _pancée_, _souflée_, _troufée_,
etc., etc., pero de cierto que había comidas muy sabrosas, que saben
confeccionar algunos rebeldes á los efectos de esa civilización que se
entromete hasta en el lugar más sagrado de una casa, la cocina. Nos
referimos al haragán mofongo, la persuasiva sopa de casabe, la
melindrosa carne frita, etc., etc., que aún conservan sus prosélitos,
por supuesto, deponiendo el título de gente de buen tono. La época de
que hacemos mención, es aquella en que las calles estaban á oscuras, y
cada una de ellas tenía más tropiezos que una mujer tropezona de
nuestros tiempos; cuando las Miseña Josefa, y todas las otras Miseña
engordaban su puerquito, y todas comían chicharrones (hoy se dice: «el
que no mata puerco, no come chicharrón») y se hacían pasteles, hayacas y
butifarras, y se repartía todo entre todos en un santiamén, y de postre
se mandaban sendas fuentes de manjar blanco, ojaldres y suaves buñuelos,
y se veían las criadas cruzarse, llevando los repartimientos de una á
otra casa. Hoy la cosa se maneja de otro modo, por efecto de la
civilización; el que mata un puerquito tiene buen cuidado de apretarle
el hocico, no sea que chille y le oiga el vecino, y averigüe que hay
puerco muerto en la vecindad, y mande por el rabo. Pero volvamos á la
edad de oro. Otro de los rasgos característicos de aquella fecha, era el
pedirse prestado los morteros unos á otros, y un poquito de culantro, y
un dientecito de ajo, etc.; para resumir, entonces todo se daba, hoy no
se da nada, y hacemos bien, entre paréntesis.

En la época á que nos referimos, se hacía patrullas por los paisanos,
que es otra peculiaridad de aquel buen tiempo. Estas patrullas se
reducían á reunirse una media docena de amigos y salir de parranda por
la ciudad; uno llevaba pasteles, el otro pan, el criado de otro le
andaba detrás en sus rondas con la cazuela de escabeche, y el del otro
con la escandalosa y perfumada olla de mofongo, y la patrulla concluía
por ir al atrio de la iglesia ó á la plazuela de Santiago, sentarse
sobre el fresco suelo y tragarse el santo y seña bajo la forma dicha. Al
siguiente día los que pasaban por aquel lugar decían, sin más
antecedentes que las lustrosas envolturas de los pasteles: «aquí hizo
alto la patrulla de anoche».

Los jóvenes de aquella época se paseaban de noche llevando en vez de
varitas ó bastones, grandes espadones toledanos de siete cuartas, de
esos que pelean solos, y que eran los compañeros inseparables de la
juventud, después de las siete de la noche. Era golpe de gran hombre
llegar á casa de la novia con el chafarote bajo el brazo, y tirarlo con
desdén sobre una mesa.

En esa época, raro era el baile que no se acababa con algunos sablazos,
pues los bailes justamente eran las galleras de la juventud. Para
hacerse una pelea era suficiente motivo que D. Pepito, aprendiz de
bailarín, no pudiendo seguir la estratégica trama de una contradanza,
que el veterano D. Ramón ponía, con el nombre del _Pabellón francés_, ó
el _Canasto de flores_, ó los _Molinos_, en cuyas figuras había que
sudar á mares, y bracearse media hora, y pasar los hombres por debajo de
los brazos de las mujeres, y las mujeres por encima de los hombres, y en
que no faltaba un viejo experto que diese la voz de alarma: «ahora,
_doña_, para entrar á tiempo». Si como dejo dicho, el neófito don Pepito
no podía seguir el berengenal que plantaba don Ramón, y dejaba pasar una
figura entera ó media cadena, D. Ramón se consideraba, altamente
ofendido en lo más delicado de su honra, y era necesario que corriese la
sangre para lavar tanta afrenta.

Del mismo modo se consideraba un motivo de desafiar el colocarse un
hombre distraídamente en un puesto más arriba de lo que la rigorosa
ordenanza danzante le permitía, y también tenía uno que romperse el
juicio con un cualquiera, por sacar á bailar una joven que estaba
comprometida á acompañar en aquella misma contradanza á otro, sin que
sirviese de excusa el alegar que él ignoraba tal compromiso, y que la
culpa era de la dama: no había más remedio: V. hacía de hablativo ó
instrumento con que se hacía la cosa, y no cabía otro arreglo que, al
salir del baile, irse á la bajada del cementerio, y recibir una tanda de
planazos con el mismo compás de dos por cuatro, con que inocentemente
bailó V. su retozona contradanza. De ese tiempo es que dicen los viejos,
suspirando al recordarlo: «¡Ah, tiempo bueno!»

En aquella época la Isla aparecía como una sola familia compacta y
unida. Las riquezas, convenientemente distribuídas, ofrecían el
bienestar y la satisfacción, que se retrataba así en el rostro del rico
hacendado, como en el del honrado proletario. El lujo no se había
abierto camino en nuestra Isla, y alternaban gustosos en las modestas
reuniones junto con el opulento comerciante ó propietario, sus
dependientes ó servidores.

Pero vamos á nuestro _hombre velorio_, originario de la época á que
acabamos de referimos, y en la que se concurría á un velorio como á una
fiesta cualquiera; aquel hombre se diferencia muy poco del tipo de
nuestros días, diferencia que no ha podido menos de establecer la
civilización.

La primera diligencia del _hombre velorio_, al oscurecer, era informarse
de la salud de los enfermos en la población, fuesen ó no amigos suyos,
porque para el _hombre velorio_ importaba poco el grado de intimidad que
le uniese con el paciente: con llegar por la casa así como por
casualidad, de una manera que él sabía y que nosotros no podemos
explicar, ya tenía bastante. En tratándose de velorio, nuestro tipo no
tenía jurisdicción marcada. Una vez al corriente del estado de los
enfermos, iba á su casa y se ponía su traje de _velorio_, que consistía,
por lo regular, en camisa y pantalón «de andar de noche»; un redingot de
irlanda cruda, un par de chinelas, un sombrero de panamá en el cuarto
grado de consunción; y en vez del chafarote de marras, un bastoncito de
naranjo, cieniguillo ó _Juan caliente_; completando su ajuar un pañuelo
de bolsillo de grandes dimensiones y grandes flores.

Nuestro hombre llegaba al velorio y ponía la cara de conformidad con el
estado de gravedad del enfermo, ó cambiando en un todo el escenario de
la fisonomía, si era velorio de muerto grande, y presentando otra
decoración distinta, si era de muerto pequeño, que en este caso se
llamaba técnicamente _velorio de angelito_.

El _hombre velorio_ llegaba en puntillas de pie, haciendo señas con la
mano para que nadie se moviese. Colocaba el sombrero en un rincón, y
antes de hacerse cargo de la silla sobre que había de pasar la noche,
miraba á su rededor para reconocer el campo de sus operaciones. Su
primer diligencia era indagar si había comestibles, y á qué clase
pertenecían, y no se sentaba hasta que no lo averiguaba, para lo cual
daba dos ó tres paseos, siempre dirigiendo disimuladamente la vista por
todas partes, y no se acomodaba hasta saber el estado de las
provisiones, porque para poder velar bien, consideraba necesario que
hubiese algo que comer; á lo contrario se le llamaba profesionalmente
velorio á _palo seco_, y nuestro hombre no entraba por esa clase de
velorios: si descubría que había que correr el temporal á _palo seco_,
viraba de bordo y seguía otro rumbo. Una vez satisfecho de que había
algo, procuraba informarse de quiénes eran los compañeros de velorio,
porque había también _mujer velorio_ y tenía su reputación formada de
buena compañera de velorio, que era frase que oíamos á menudo.

Enterado ya de cuanto necesitaba saber, colocaba su silla en un lugar
conveniente, es decir, entre las mujeres, y al lado de la _mujer
velorio_, y ya estaba nuestro hombre en su elemento.

Antes de todo, y pocos momentos después de haberse sentado, vuelve á
levantarse y se dirige al depósito de los _pasatiempos_, mete la mano en
la bandeja de tabacos, y se apodera de más de los que necesita por el
momento, echa un traguito, come algunos bizcochos y vuelve á ocupar su
lugar. Ya está el tabaco prendido y puede darse principio á los
chascarrillos; el _hombre velorio_ es un manantial de anécdotas, y sabe
decirlas con graciosa seriedad y una voz propia de velorio, lanzando por
la boca una nube de humo á cada «pues señor». Mientras que el _hombre
velorio_ cuenta sus chascarrillos, las mujeres apoyan la barba sobre la
mano abierta, y fijos en él sus ojos mascan el cigarro que tienen en la
boca, haciendo creer que se limpian los dientes, y las viejas los
prenden y fuman como murciélagos, diciendo cada vez que el cuentecillo
se enrojece, al echar una nube de humo por la boca: "Jesús con Vd., don
José." Y don José aumenta el colorido del cuento, las muchachas se miran
unas á las otras, y algunas de ellas, de risibles propensiones, por no
romper la carcajada se tapan la boca con el pañuelo y se hacen mil
contorsiones en la silla. Es de rigor que haya un pollo en el velorio, y
que sea pollo enamorado, que va detrás de alguna hija de Eva en los
primeros albores de la juventud.

El _hombre velorio_ es el protector de esos amores por aquella noche,
aconseja y anima al pollo y le hace lugar, diciéndole de vez en cuando:
«ahora es tiempo, no seas tonto, aprovecha la ocasión». Así se pasa la
noche entera, la cual se ameniza muy á menudo con copitas de vino,
bizcochos, azucarillos y cigarros, de los cuales hace una provisión para
muchos días. Desde las tres de la mañana ya empieza nuestro tipo á
indicar que es hora de estar listo el pan caliente; se ofrece--por vía
de estirar las piernas--á ver si aquél está ya cocido, y él mismo va á
informarse á la próxima panadería.

Á las cuatro de la mañana ya las viejas están apestosas á _cabos de
tabacos_, y las muchachas de mal talante y peor color, y unas y otras
con el indispensable pañuelito atado á la cabeza.

Los muebles están en desorden, y allá y acullá por los rincones se ven
algunos de los _veladores_ dormidos sobre una silla, haciendo la figura
más triste, pues sus compañeros más fuertes, como uno de los recursos
de la diversión en el velorio, les han tiznado la cara con un corcho
carbonizado. Ya á esta hora han desaparecido todos los comestibles de la
noche, y el _hombre velorio_ anda por la cocina activando el café, y
disponiendo que se haga _cargadito_.

Ya vienen las tazas y se oye el ruido de las cucharas al caer en los
platillos: el caliente pan se anuncia con su peculiar olor al dividir en
dos la tostada libra que tiene el _hombre velorio_, quien al echar de
menos la mantequilla, dice como pudiera decir un químico al ver que en
lo más preciso de una operación le faltase el más indispensable
ingrediente: «¿Y la mantequilla, por Dios? ¿Y la mantequilla? ¿Quién
tiene la mantequilla? ¡Lo menos se han olvidado de la mantequilla!
¡Corran, por Dios, por esa mantequilla, ó se pierde todo esto!» Y vuelve
á cerrar el pan antes que se enfríe. Viene la mantequilla, vuelve á
abrir la olorosa libra de pan, se le unta la apetecible grasa, y el
cuchillo empieza su tarea de dividirla en rebanadas. Cada cual se
acerca, toma su taza de café y su apéndice de pan, y se retira á un
lado.

El _hombre velorio_ es el único que se queda al pie de la mesa, porque
primeramente le ha quedado el café muy dulce, y lo ha venido á notar
después de haberse bebido la mitad de la taza, la cual llena nuevamente
para que le dé sazón á su gusto. Luego le falta pan para concluír el
café que le queda en la taza, y toma otra rebanada, y como es natural le
sobra después el pan, y tiene que echar más café para concluír con él, á
fin de que ambos concluyan á un tiempo. De un fresco jarro lleno de agua
serenada, que está en una jarrera en el patio, toma agua, se lava las
manos y los relumbrosos labios, que limpia con su pañuelo de color.
Prende otro cigarro, no de los que han estado depositados en el bolsillo
toda la noche, sino del abastecedor azafate; se levanta el cuello del
redingot, y se lo abotona hasta el último botón, para no refriarse; se
cala el sombrero, y sale en puntillas de pie, diciendo al taparse la
boca con el pañuelo: «¡Hasta mañana!» Y de seguro que volverá mañana y
pasado, y todas las noches en que haya velorio.



FEDERICO ASENJO.


Así como hay hombres de inteligencia brillante, inquieta, bulliciosa y
expansiva, que se imponen poderosamente á la atención pública, y tienen
más viso y repercusión exterior que capacidad interna, los hay también
de inteligencia concentrada, de carácter apacible, asiduos en el estudio
y en el trabajo; de más talento que apariencia, modestos y enemigos de
ostentación. Á estos últimos pertenecía don Federico Asenjo.

Nació en Mayagüez, el día 26 de Abril de 1831. Su padre era un militar
español, natural de Castilla la Vieja, y su madre una dama venezolana,
descendiente también de una noble familia de castellanos. El servicio de
las armas obligó al Sr. Asenjo padre á trasladarse á San Juan cuando
Federico era todavía niño, y aquí adquirió éste la instrucción primaria,
y fué más tarde alumno distinguido del Seminario Conciliar.

Aprendió con perfección la lengua latina y la francesa, y gracias á
ellas y á su constante afán de estudiar, logró extender
considerablemente el círculo de sus conocimientos, ilustrar su mente y
llegar á ser uno de los portorriqueños más instruídos de su tiempo.

Rindió culto en su juventud á la literatura amena, colaborando en un
periódico que se publicaba en San Juan, con el título de _El Ramillete_,
y antes de los 22 años escribía notables artículos de economía política
y de ciencia administrativa en el _Boletín Mercantil_ y en _El
Mercurio_, compartiendo en este último las tareas de Redacción con don
Julio Vizcarrondo.

En 1863 fundó _El Fomento de Puerto Rico_, revista quincenal de
ciencias, que se transformó más tarde en diario, y que ejerció notable
influencia en el país.

La modestia de Asenjo llegaba hasta el punto de no poner su nombre en
muchos de los trabajos que publicaba, y así hay en nuestros archivos
muchos estudios, Memorias, reseñas de Exposiciones y de solemnidades
públicas, Informes oficiales y proyectos de instituciones, debidos á su
docta pluma, y sin ninguna indicación expresa de quién los escribió.

Después que la revolución española de 1868 desarrolló en Puerto Rico la
vida Municipal, Asenjo fundó y dirigió una revista titulada _El
Municipio_, y dedicada á propagar la teoría y la práctica de la
administración del pueblo por el pueblo.

En 1875 adquirió la propiedad de _El Agente_, periódico en el que hizo
esfuerzos meritísimos para propagar aquí la ciencia económica y social.
Por último fundó la _Revista de Agricultura_, _Industria_ y _Comercio_,
en la que propagó, por espacio de nueve años, excelentes ideas y un gran
caudal de ciencia favorable al fomento de esas fuentes principales de la
riqueza de los pueblos.

Entre los libros y folletos publicados que llevan su nombre merecen
especial mención los titulados _Elementos de orden social_, _Nociones de
agricultura_, _Páginas para los jornaleros de Puerto Rico_, _Un pequeño
libro de actualidad_ (estudios económicos) y _El Catastro de Puerto
Rico_. Con el pseudónimo de Claro Oscuro, publicó también un curioso
libro suyo de crítica humorística, titulado _Viaje al rededor de la
plaza principal_.

Prestó importantes servicios á su país en la Junta Superior de
Instrucción Pública; organizó la Escuela Profesional fundada en San Juan
en 1883, y fué proveedor de su material científico, y apenas se halla un
proyecto beneficioso para Puerto Rico en la segunda mitad del siglo XIX,
al cual no haya llevado Asenjo el concurso de su inteligencia y de su
actividad.

Por encargo de la Sociedad Económica de Amigos del País, se dedicó
Asenjo en sus últimos años á recopilar datos para la Historia general de
Puerto Rico, y dejó 31 volúmenes de estos apuntes en el archivo de
aquella memorable institución. Su vida fué una constante serie de
trabajos fecundos en provecho de la prosperidad y la cultura de su país,
por lo cual uno de sus biógrafos le califica muy acertadamente de
"ciudadano modelo."

Y todo esto lo hacía sin ningún alarde, sin ostentación alguna, callada
y modestamente, como quien encuentra en su misma conciencia los
estímulos y las recompensas de sus buenas obras. Rara vez se le veía en
público, á menos que no fuera para realizar algún acto obligatorio. Para
verle y hablar con él había que buscarle casi siempre en su oficina, en
su gabinete de estudio y de trabajo.

Su estilo como escritor guardaba gran analogía con su carácter: era
natural, llano, sin adornos ni rodeos retóricos, como de quien sólo
deseaba propagar verdades y nociones útiles, y ser comprendido con toda
claridad.

Tuvo varios hijos de su segundo matrimonio con doña María Luisa del
Valle, descendiente de una noble familia española, y de esta unión nació
la dama que es actualmente esposa del Hon. H. A. Reed, general del
Ejército Americano.

Falleció Asenjo en 30 de Agosto de 1893.


LA FAMILIA.

La institución de la familia es común al estado de aislamiento y al
estado social, porque se funda en el instinto de la conservación de la
especie, del que gozan hasta los animales irracionales; pero en el
aislamiento, la naturaleza y la duración de las relaciones que
constituyen la familia dependen enteramente de la duración y de la
intensidad de los afectos que la han fundado; mientras que en el estado
social, estas relaciones se convierten en deberes, los cuales son
obligatorios durante un término fijado de antemano para cada miembro de
la familia.

No he de tratar aquí de la influencia de esta institución en el
desarrollo moral de los individuos, porque la consideraré únicamente
como institución social, que puede obrar y obra en efecto en el
desarrollo material de la sociedad, formando una parte integrante de ese
orden social que me he propuesto hacer conocer.

En la palabra responsabilidad se resume todo lo que las leyes y las
costumbres del estado social añaden á la familia natural. El padre de
familia es responsable ante la opinión pública, y á veces ante los
tribunales, de la suerte y de la conducta de su esposa y de sus hijos; y
esta responsabilidad dura, con respecto á los últimos, por lo menos
hasta que llegan á la mayor edad; y en cuanto á la primera, en tanto que
no se disuelve el matrimonio.

De aquí es que brota propiamente el germen de todo lo que la familia
llega á ser bajo el régimen de la civilización. Esa responsabilidad es
la que hace tan vivos y duraderos los afectos domésticos, la que
mantiene aun después de la primera edad la autoridad de los padres y la
sumisión de los hijos; pero sobre todo, y ese es el punto de vista
capital que debe hacerse resaltar aquí, por esa responsabilidad es que,
encontrándose las necesidades del padre de familia aumentadas con las de
todos los miembros de ella, crece en la misma proporción la fuerza de
estímulo de esas necesidades.

El primer trabajador que sintió sobre sí el peso de semejante
responsabilidad, el primero al cual dijo la sociedad; «tú serás el único
encargado y por largo tiempo de proveer á las necesidades de tus hijos,
cualquiera que sea su número, y á las de tu esposa, cualesquiera que
sean los sentimientos que le profeses,» ése inventó ciertamente algún
nuevo medio de hacer productivo su trabajo, porque indudablemente debió
poner en tortura su inteligencia y su actividad por ese aumento de
necesidades, por esa fusión íntima de sus intereses comunes con los de
otros seres á los que se hallaba unido por un instinto benévolo.

Y cuando llega la edad del desarrollo intelectual, cuando el padre
siente un noble orgullo al pensar que dejará una posteridad que le
honrará después de su muerte y que elevará su nombre por encima de los
demás, ¡qué aumento tan prodigioso encuentran sus facultades
productoras! Ya no se trata solamente para él de satisfacer las
necesidades físicas de sus hijos, sino que es necesario darles los
alimentos del espíritu, proveer al desarrollo de su inteligencia,
cultivar su razón y su sentido moral. ¿Quién es capaz de decir las
riquezas y los progresos de todo género que las sociedades deben á la
acción poderosa de esos móviles, que sólo pueden impulsar el espíritu de
la familia y el sentimiento de la responsabilidad?

Sin la institución de la familia la de la propiedad hubiera sido casi
estéril, y apenas hubiera bastado para hacer atravesar á las sociedades
humanas esa primera etapa de la civilización, ese estado social tan
imperfecto, que se asemeja tanto á la barbarie, y en el que vegetan
todavía los pueblos del Oriente, en los que la poligamia no ha permitido
que desarrolle y ejerza la acción que le es propia el espíritu de
familia.

En la época presente han aparecido algunos soñadores que, en sus planes
quiméricos de organización social, han hecho abstracción de la familia,
como otros habían hecho antes abstracción de la propiedad: y los hay
como los discípulos de Fourier, los falansterianos, que libertando al
padre de toda responsabilidad por lo que toca á su esposa y á sus hijos,
y á éstos de toda dependencia de aquél, pretenden hacer á la sociedad la
única responsable de lo que hiciera y llegara á ser cada uno de sus
miembros desde el momento de nacer hasta la hora de su muerte.

Pretenden según dicen, si no estoy errado, no destruir la familia sino
desembarazarla de las obligaciones onerosas que tiene, conservándola
todas sus ventajas. En su falansterio, creen ellos que el libre impulso
de las pasiones naturales bastará para hacer nacer esas relaciones
mutuas de protección y dependencia, que han establecido las leyes y las
costumbres de las sociedades civilizadas; pero puede asegurarse que con
la realización de esta monstruosa utopia se destruiría más radicalmente
la familia, que pasando bruscamente á un completo estado de aislamiento.

Entre los salvajes, en efecto, como no existe la sociedad como ser
colectivo, y no puede por tanto encargarse de proveer á las necesidades
de las esposas y de los hijos, ni protegerlos de ningún modo, su
debilidad relativa los somete necesariamente á la dominación del padre
de familia, al mismo tiempo que los afectos instintivos de éste les
aseguran, por todo el tiempo que les es preciso, su asistencia y su
protección, tanto en las necesidades á que están sujetos, cuanto en los
peligros á que se hallan expuestos; por lo cual puede decirse que la
familia existe en el estado de aislamiento, si bien de una manera
imperfecta y precaria, pero con sus caracteres esenciales y aun con
cierta especie de responsabilidad, de hecho si no de derecho, para el
que es jefe de ella.

En el falansterio nada de esto existe. La sociedad ó la falange,
sustituyendo bajo todos los puntos de vista al padre de familia, no
dejaría nacer esas simpatías y esos hábitos que tiende á producir la
vida común, y que en el salvaje sustituyen al sentimiento del deber. No
sólo se vería de este modo alterada la familia en lo que constituye su
esencia, sino que sería imposible, y la humanidad descendería más abajo
de la línea en que se encuentran las razas que permanecen todavía
extrañas á la civilización.



RAMÓN MARÍN.


Nació en Arecibo, en el año 1832, y fué educado en el Colegio de San
Felipe, que en dicha villa dirigía el Padre Mariano Vidal.

Desde muy joven se dedicó Marín á dar lecciones de instrucción primaria
á domicilio, y á los 18 años de edad era director de una Escuela en Cabo
Rojo. Seis años después se graduó de Maestro de primera clase, y fué
solicitado por los padres de familia de Yabucoa, para que fundase allí
un Colegio.

En él se dió á conocer Marín como educador excelente; pero á medida que
ganaba crédito entre sus compatriotas y discípulos, iba inspirando
sospechas de hombre peligroso á los gobernantes de aquel tiempo, hasta
el punto de que uno de ellos, el general Messina, le desterró de
Yabucoa. Más tarde otro gobernador le repuso en la dirección de aquel
Colegio.

Estudió Marín con empeño durante su destierro; una vez repuesto en sus
funciones se graduó de Profesor Superior, y poco después ejercía
brillantemente su profesión en un Colegio de Ponce, titulado Museo de la
Juventud.

Ya por aquella época se iba ensanchando en Puerto Rico el horizonte de
la vida política, y Marín decidió dedicarse al periodismo, después de 25
años de magisterio escolar.

En 1874 publicó en Ponce _El Avisador_, y sucesivamente fundó y dirigió
en aquella misma ciudad _La Crónica_, _El Pueblo_, _El Popular_, y _El
Cronista_, periódicos que alcanzaron crédito y estimación en el país.

Publicó también un notable estudio acerca del desarrollo social y
económico de Ponce; dió á la escena algunos ensayos del género
dramático, y se ejercitó de vez en cuando en el cultivo de la poesía
lírica.

Era de carácter franco y expansivo, muy amante de su patria y muy
entusiasta agitador de las nobles ideas de redención por medio de la
Escuela, y de progreso por medio de la libertad y el trabajo. Fué gran
amigo de Don Román Baldorioty de Castro, compañero suyo en las luchas
del periodismo, y también su compañero de prisión, en 1887.

Fué nombrado Director del Asilo de Beneficencia, de San Juan, en 1897, y
en este cargo importante permaneció hasta algunos meses después de la
ocupación americana.

Falleció en el año 1902.


EN LA PORTADA.

DE LA CORONA POÉTICA EN HONOR DE CORCHADO.

      En estas blancas hojas que circundan
    Negros crespones que un dolor exaltan,
    Venid de Borinquén ilustres bardos,
    Un suspiro á exhalar de vuestras arpas.

    Verted aquí las lágrimas que surgen
    Por los que en aras de la patria mueren,
    Y el doliente clamor que el arpa vibre
    Hasta el egregio compatriota llegue.

      Que nunca, nunca enmudecido el plectro
    Rompiera el nudo que letal le embarga
    En más noble ocasión, con amor tanto,
    Que al ensalzar las glorias de la patria.

      Y él de allá, de los ámbitos etéreos
    Donde es al alma el sacrificio grato,
    Agradecido exclamará y gozoso:
    «Digna eres, Borinquén, de mi holocausto!»



EUGENIO MARÍA DE HOSTOS.


Fué hombre de gran talento, de estudios muy variados y copiosos, y de
gran energía de voluntad.

Nació en un barrio cercano á la ciudad de Mayagüez, el día 11 de Febrero
de 1839, y adquirió casi toda su instrucción primaria en un colegio
particular que dirigía en San Juan el Profesor don Jerónimo Gómez.
Estudió algunos cursos de la enseñanza secundaria en el Seminario
Conciliar de Puerto Rico, y obtuvo el grado de Bachiller, en Bilbao. Más
tarde se graduó de Abogado en la Universidad Central de Madrid.

Agitábanse á la sazón en España las ideas de libertad y de reforma
política que produjeron más tarde la Revolución del 68, y Hostos, sin
dejar de estudiar, tomaba parte en los trabajos periodísticos y orales
de mayor empeño, al lado de otros estudiantes amigos suyos, que se
llamaban Castelar, Salmerón, Labra y Giner, y que llegaron á ser más
tarde figuras eminentes de la tribuna y de la cátedra. Al terminar
Hostos su carrera trató de regresar á su país, con el propósito de
influir briosamente en su cultura y en su mejoramiento político y
social; pero se había distinguido tanto en la Metrópoli por el
radicalismo de sus ideas y por sus sueños generosos de libertad y
federación Antillanas, que su vuelta á Puerto Rico hubiera atraído sobre
él persecuciones y peligros. Se trasladó entonces á los Estados Unidos,
desde donde prestó servicios importantes á la revolución de Cuba; pasó
más tarde á la América del Sur en solicitud de recursos para sostener
aquella revolución; ejerció el periodismo en varias repúblicas
hispanoamericanas, siempre con propósitos de independencia para Cuba y
Puerto Rico, y en 1877 contrajo matrimonio con doña María Belinda de
Ayala, descendiente de una distinguida familia Cubana.

Ya por entonces había demostrado grandes aptitudes de educador, y
después de firmada la paz en Cuba aceptó proposiciones del gobierno de
la República Dominicana para dar impulso allí á la enseñanza pública.
Obtuvo en Santo Domingo un éxito admirable en la organización de las
Escuelas Normales y en la perfección de los métodos educativos. En nueve
años que dedicó á esta obra regeneradora, no sólo formó maestros
excelentes, sino que escribió libros de estudio para todas las
asignaturas de la primera y la segunda enseñanza. Muchos de estos libros
se conservan todavía como verdaderos modelos de su género.

En 1889 recibió encargo del Gobierno de Chile para reformar la enseñanza
en aquella importante República, en donde se conocían y se estimaban ya
las grandes aptitudes pedagógicas de Hostos. Mientras desempeñaba en la
Universidad de Santiago de Chile la cátedra de Derecho Constitucional,
escribió para uso de sus discípulos un tratado, que adquirió
extraordinaria resonancia por la novedad y excelencia de su doctrina, y
por el buen método de su exposición.

Cuando estalló de nuevo la guerra cubana pensó Hostos en las
complicaciones que podían alcanzar á Puerto Rico en el caso de que los
Estados Unidos se decidieran á intervenir, y tan pronto como terminó su
compromiso en Chile, trató de organizar en Puerto Rico una Liga de
Patriotas que trabajase en favor de la independencia de esta isla,
procurando que no llegase á ser teatro de luchas sangrientas. Pero los
sucesos se habían precipitado, el país aceptó voluntariamente la nueva
soberanía, y Hostos se fué á continuar en Santo Domingo su obra de
educador, después de haber fundado en Mayagüez el Instituto Municipal.

Á pesar de lo accidentado de su vida y de los trabajos políticos á los
cuales prestó siempre gran atención, escribió Hostos cerca de cincuenta
volúmenes, entre libros y folletos, todos interesantes y útiles, y
muchos de ellos merecedores de alto elogio y de gran estimación.

Analizando atentamente sus obras, y estudiando bien las circunstancias
de su vida entera, se adquiere el convencimiento de que Hostos estaba
dotado de un carácter noble y austero, de que poseía una cultura
extraordinaria, y de que tenía grandes condiciones de pensador y de
pedagogo.

En los dos trabajos suyos que se insertan á continuación de estas líneas
se reflejan dos aspectos distintos de su entidad moral: lo tierno y
delicado de su naturaleza afectiva, y la severidad y pureza de sus ideas
en punto á deberes humanos y de disciplina social.


EN BARCO DE PAPEL.

Á ÁNGELA ROSA SILVA,

EN PAGO DE UN ARTÍCULO SUYO QUE INADVERTIDAMENTE ROMPÍ.


I.

Al entrar en mi casa, á descansar de la brega cotidiana, oí con
negligente oído que me recomendaban la lectura de un artículo literario,
«muy bien escrito,» que expresamente me habían dejado sobre mi mesa de
lectura.

Á ella acababa de sentarme, cuando la víctima menor de mis extremos
paternales abrió la puerta de mi toma-café, se me sentó en la falda, me
sobornó con un beso, y me pidió un barco de papel.

Tendí el brazo, tomé el primer papel impreso que hube á mano, le
arranqué un pedazo, saqué las tijeras que, para ese y otros oficios de
padrazo, llevo siempre en un bolsillo, y recorté lo mejor que pude un
cuadradito. Lo doblé primero en un doblez rectilíneo; después, en
dobleces angulares; en seguida, en rebordes muy simétricos; luego, en
dirección de fondo á borde; acto continuo, en repliegues de adentro para
afuera, y tomándolo gloriosamente, y mostrándolo con aire victorioso á
la atentísima sobornadora:--¡Ea!--le dije--un beso, ó no hay barco! Me
dió el beso, le dí el barco.


II.

Y ¡qué barco...! Cuando lo echamos al mar en la jofaina llena de agua, y
promovíamos con los dedos un oleaje, era de ver cómo la leve embarcación
cabeceaba; orzaba, se iba de bolina; y ya con el viento en popa que
salía de nuestro aliento, ya con furioso mar de proa, que producíamos
agitando la jofaina, se balanceaba gallardamente, ó se estremecía de
proa á popa, ó amenazaba írsenos á pique.


III.

No bastándonos nosotros mismos para ser á la vez tantas cosas, vientos
de todos los cuadrantes, trepidaciones, oscilaciones, remos, velas,
capitán, timonel y tripulación, fuímos al airecillo del balcón, que á
ella se le ocurrió abrir de par en par, pusímonos á distancia para ver
desde lejos nuestra embarcación, realizando así el concierto de la
realidad y la idealidad, (que ¡las pobres...! viven desconcertadas en el
mundo...), siendo realidad el barco visto, siendo idealidad las tiernas
despedidas que dirigíamos á los imaginarios tripulantes.


IV.

Ya, sin saberlo, para el momento de las despedidas éramos muchos:
primero que todos, el inseparable compañero de diabluras; enlazadas,
detrás, en su contínuo abrazo la madre dilecta y la hija predilecta; más
atrás, empujando para ponerse por delante, los dos más endiablados
botafuegos que el sol de las Antillas ha ingerido en corazones y cabezas
de muchacho. Faltaba sólo uno: es uno que ya está camino del porvenir,
que es un camino muy áspero, muy cuesta arriba, muy sin horizonte, muy
sin luz, sobre todo, en la América del Sud. Y suspiramos.


V.

Y allá iba la nave por el mar de la jofaina al embate de los vientos del
balcón, desapareciendo ya sin duda en alta mar, porque apenas veíamos un
punto. Un punto fijo que se mira es un imán que se pone á la atención,
al sentimiento y al deseo. De tal modo pendíamos del punto, que
estábamos efectivamente presenciando el alejamiento de la nave.

--Y ¿para dónde irá?... hubo una voz.

--Y ¿cómo se llamará? hubo otra voz.

--Yo quiero que se llame lo que parece.

--¿Qué parece?

--Una gaviota.

--Pues yo quiero que se llame _Cuba Libre_.

--¡Silencio!... El nombre de la víctima no se pronuncia en casa de los
cómplices.

--¡Verdad! "Cuba libre", en la América del Sud, suena como "Creta" en la
Europa del Norte.

Ya estaba convenido: se llamaba _La Gaviota_, y navegaba con rumbo á
Cuba libre.

Entonces hubo una algarada de alegría que acabó en una algazara de
entusiasmo. Todos querían embarcarse para Cuba.

La verdad es que, así á la lejanía, y desde la oscura penumbra, cielo
cerrado, atmósfera de hielo, soledad de desierto, desde donde la
contemplábamos, la radiante nave, bañada á fondo por el sol, sostenida
en un mar libre, caminando hacia la luz, era una tentación.

       *       *       *       *       *

Ya estábamos en dirección á bordo, cuando un portazo dió al traste con
el mar, con el barco y con el propósito de embarque.

Una vez, caminando por una de esas costas, desde lejos habíamos visto
como un esqueleto negro abandonado á la orilla de la playa. Al
acercarnos, ¡qué triste! todos nos compungimos, era el esqueleto de un
barco, era el testimonio de un naufragio.

La aflicción al imaginar la agonía de los náufragos, no fué más íntima
que la sentida ahora al ver el naufragio del barco de papel.

El que primero llegó al lugar de la catástrofe, leyó en voz alta "La
Gaviota."

--¿Cómo es eso? ¿Tenía el nombre en la borda, como las goletas de
verdad?

--Creo que no, porque esto parece, por los dobleces, que era quilla....

--¡Deja ver...!

Y poniendo con precaución sobre la mesa el húmedo papel, la
interpeladora leyó, como leyendo para sí: "_La Gaviota_, de Fer...."

Y levantando inquieta la cabeza, interpeló á la chiquitina:

--¿Dé dónde tomaste ese papel?

Á lo cual, rehuyendo bulto y responsabilidad, contestó la amenazada:

--¡Fué papá!

Y yo, confuso y asustado con el susto de la pequeñuela, balbucí, una
excusa:

--Lo encontré ahí.

--¡Pues buena la hemos hecho!...

Y riéndose á risotada al ver mi facha de delincuente honrado:

--Pero papá, si éste era el artículo literario que yo le recomendaba....

  --"Et voila comme
      une femme abîme un homme,"

murmuré yo, acariciando la cabellera de mi sobornadora; acordándome de
una canción de boulevard, en los tiempos aquellos en que París me
sonreía.

--Y ¿qué vamos ahora á hacer?

--¡Qué hemos de hacer! continuar el viaje, dije yo con honrada
convicción, y defendiendo el derecho que mi cómplice tenía á proseguir
el juego.

--Pero si ya no hay goleta....

--Pero aquí hay papel....

¡Vaya si fué grito! No tuve más remedio que soltar el papel que había
cogido, al oir:

--¡No! ¡no! ¡que ese es el pedazo que queda del artículo de R....!

--Pues entonces....

Y me encontré cara á cara con el íntimo tonto que todos encontramos en
el primer repliegue de nuestra segunda circunvolución frontal, cada vez
que no sabemos lo que hemos de hacer.

Contra ese desorientado.... (¿qué es el hombre más que un íntimo tonto
que va desorientado por el mundo?)

Decía, que contra el sublime desorientado no hay como el único orientado
de este mundo, el niño, que siempre sabe lo que quiere hacer, y que,
entonces, queriendo nuevo barco, me miraba con chispas en los ojos....
(porque eran ella y él, los dos chiquitines). Á cien chispas por ojo,
eran cuatrocientas chispas eléctricas, que no digo á un desorientado, á
todo Oriente hubieran sido capaces de poner en movimiento.

Y cuando roto el papel, y hecho otro barco, y vaciado otro mar, volvimos
á navegar en la jofaina con la imaginación, y la amiga de la autora del
artículo descuartizado, me preguntaba:

--Y ¿qué le vamos á decir?

--Dile, le dijo, que así como no hay vuelta á la patria como la que se
hace en un buque imaginario, en barco de papel, en sueño de despiertos,
con las velas del deseo, con el vapor de la imaginación, con las
valvulaciones del corazón, por el mar de la esperanza, bajo el cielo de
la caridad, bajo el ala de la inocencia, así no hay artículo literario
ni composición poética ni obra de arte, que no valga más en la región de
lo impalpable, que en la mísera región de lo palpado.

    Chile, 1897.


LA MORAL Y LA ESCUELA.

Las profesiones espirituales, como podemos llamar á las que más
directamente se relacionan con el gobierno ó dirección espiritual de las
sociedades, son las peor desempeñadas. La razón es obvia: reclaman una
vocación más decidida y una noción y cumplimento del deber mucho más
austeros que cualesquiera otras funciones, y es claro que si la moral
condena el descarrío general de vocaciones que caracteriza el período
industrial de la civilización, cuanto mayor sea la transcendencia social
de la profesión, tanto mayor será su responsabilidad en el mal que se
condena.

Se comprende que el labriego no sepa que es una entidad social de primer
orden; se explica que el obrero ignore su importancia social; se concibe
la ignorancia en que viven de la transcendencia de sus funciones
sociales los mil agentes del trabajo industrial: la sociedad de hoy está
fundada sobre la sociedad de ayer, y la sociedad de ayer, ignorando la
igualdad natural de los servicios, ignoraba la igualdad social de los
méritos. Pero que el maestro no sepa á punto fijo el papel que
desempeña; que el cura de almas y el de cuerpos estén casi siempre por
debajo del alto deber de su función; que el sostenedor de la ley y el
que la aplica prefieran los gajes del oficio á la gloriosa
responsabilidad que los distingue y enaltece: que el periodista,
guardián de la civilización, haya reducido á industria comercial de
innoble especie su vasta representación de la razón y la conciencia
populares, ni se concibe ni se comprende ni se explica.

Y aquí no es la sociedad, aquí es el funcionario el primer responsable
del desnivel entre él y su función: también por estar basada la sociedad
contemporánea en la sociedad pasada, duran aún las preocupaciones en
favor de los sacerdocios liberales ó espirituales, y cuanto obsta en las
sociedades no completamente reformadas para la dignificación de los
funcionarios industriales, tanto consta la ayuda y favor de las
profesiones que se tienen por más dignas.

Entre las más, la primera por el orden de su transcendencia, es el
magisterio. Aún no han llegado las sociedades humanas hasta proporcionar
escrupulosamente los honores y la recompensa á la dignidad del
magisterio; pero no hay una sola, principalmente entre las esclarecidas
por la democracia, que no incluya prácticamente entre las primeras y más
dignas de respeto, á la función social que tiene por objeto la guia de
las generaciones.

En cambio no es tan general entre los encargados de esa función el
conocimiento de sus responsabilidades, de su grandeza y de su fin
social. Así, con excepción del corto número de sociedades que tienen de
la educación fundamental la exacta idea que practican los
norteamericanos, la escuela no es lo que debe, porque el maestro no sabe
ser lo que debe ser.

Antes que nada, el maestro debe ser educador de la conciencia infantil y
juvenil; más que nada, la escuela es un fundamento de moral. Si educa la
razón, ha de ser para que se desarrolle con arreglo á la ley de su
naturaleza y para que realice el objeto de su ser, que es exclusivamente
la investigación y el amor de la verdad; si educa los sentimientos, es
porque son el instrumento más universal del bien en cuanto son
instrumento de la atracción universal entre los hombres; si educa la
voluntad, ha de ser para enseñarla á conocer el bien como el único modo
en esencia y el mejor en práctica, de ejercitar la actividad; en suma,
si educa lo que debe y como debe, ha de ser con el supremo objeto de
educar la conciencia, de formar conciencias, de dar á cada patria los
patriotas de conciencia, y á toda la humanidad los hombres de conciencia
que hacen falta. Á ese fin, la Escuela tiene que satisfacer tres
condiciones: ha de ser fundamental, ha de ser no sectaria, ha de ser
edificante.

Fundamental, suministrará sin reservas de ninguna especie los
fundamentos coordinados de toda la verdad que se conozca: así educará la
razón, es decir, la guiará hacia su propio fin, y preparará hombres que
amen la verdad como se ama un bien necesario y conocido, y que detesten
el error con la fuerza viril con que se debe detestar el mal.

No sectaria, la Escuela deberá defender con vigor su independencia de
todo dogma religioso, de todo dogma político, de todo dogma económico,
de todo dogma científico, de todo dogma literario; en una palabra, de
todo dogma. Religión, moral, derecho, Estado, sociedad, literatura, todo
es progresivo, porque todo es expresión de una fatalidad biológica que
ha sujetado y sujeta á la ley de su propio desarrollo á todos los seres,
y triplemente progresivo el ser de razón, de conciencia y de
sociabilidad reflexiva.

Edificante, la Escuela ha de educar en vista y previsión contínua de su
propio objeto moral y del objeto que tiene en la vida y en la humanidad
el niño. El niño es la promesa del hombre, el hombre la esperanza de
alguna parte de la humanidad: la Escuela tiene por objeto moral la
preparación de conciencias. Así, por su objeto como por el del niño que
va á ser hombre, la Escuela ha de edificar en el espíritu del escolar,
sobre cimientos de verdad y sobre bases de bien, la columna de toda
sociedad, el individuo.

Si la sociedad, concibámosla como la concibamos, es de todos modos un
compuesto de individuos, y si experimentalmente se prueba que las
sociedades más sanas son las compuestas de individuos menos corrompidos;
y si la corrupción del individuo empieza por la ignorancia de la
realidad, sigue por el fanatismo de cualquiera orden de creencias y
acaba por el olvido sistemático de la propia conciencia y del deber que
la mejora, es lógico inducir que allí donde empieza el individuo social,
que es en la Escuela, empieza la tarea de moralizarlo socialmente, como
empieza en el hogar, su primer centro, la tarea de moralizarlo
individualmente.

Para que la Escuela moralice, se repite, será fundamental y suministrará
los fundamentos precisos de cuantos conocimientos positivos están
organizados en ciencia y son capaces de educar á la razón en el amor de
la verdad; será no sectaria y educará el sentimiento y la voluntad, no
en dogmas religiosos ó morales ó políticos, ó científicos ó literarios
que sean germen de fanatismo exclusivista, sino en el ejercicio de lo
bello bueno y del bien concreto, en la práctica de todas las tolerancias
y en los horizontes abiertos del sentir y del querer, que no son fuerzas
para puestas al servicio de sistemas deleznables, sino para manifestar
la eficacia de las leyes inconmovibles de la naturaleza; será edificante
la Escuela, y edificará hombres de conciencia y de deber, para la
familia, para la patria y para la humanidad. Los edificará para la
familia, que es la base moral de la patria; los edificará para la
patria, que es el fundamento moral del amor á la humanidad; los
edificará para la humanidad, que es el centro moral de atracción á que
convergen y sobre el cual gravitan todos los seres de razón consciente.



MANUEL CORCHADO.


Los portorriqueños de la nueva generación no pueden formarse una idea
cabal de las facultades extraordinarias de Corchado como orador. Los
pocos discursos suyos que se han conservado impresos son una pálida y
desmayada expresión de las ideas en que se inspiraba al pronunciarlos;
pero no queda casi nada en ellos de la exaltación magnífica de aquel
temperamento impresionable y nervioso, ni de las inesperadas gallardías
de la acción, espontánea y vehemente, con que acentuaba sus frases y
daba mayor viveza y colorido al caudal abundantísimo de su elocuencia.
Era imposible copiar sus palabras, y tampoco había entonces taquígrafos
que se atrevieran á intentarlo. Él mismo no podía reconstruir sus
discursos, ni recordar tampoco la estructura de sus principales
párrafos.

No escribía ni siquiera componía mentalmente sus discursos antes de
pronunciarlos. Estudiaba bien el asunto de su oración, acariciaba con el
pensamiento los puntos más interesantes de ella, y dejaba después libre
curso á su espontaneidad é inspiración.

Había nacido en Isabela, el día 12 de Septiembre de 1840. Cursó en
Barcelona la segunda enseñanza, y se graduó más tarde de Abogado en la
misma ciudad. Allí ejerció su profesión durante algunos años, y allí
adquirió también legítima fama en la tribuna y en la prensa.

Á los 22 años, cuando era todavía estudiante, fué laureado en un
certamen poético que celebró la Sociedad Económica de Amigos del País,
en elogio del pintor portorriqueño José Campeche. Cultivó
indistintamente, durante toda su vida, el verso y la prosa, y en uno y
otro género obtuvo merecidos triunfos; pero su inspiración ardorosa y
vehemente encontraba más adecuada y completa exteriorización en el
discurso oral, en la palabra que fluía raudamente de sus labios, sin las
cortapisas de la rima y la versificación.

Sus triunfos profesionales más celebrados fueron un admirable discurso
que pronunció en el Ateneo Catalán, combatiendo _La pena de muerte_; la
defensa que hizo de Ángel Ursúa, ante la Audiencia de Madrid, y la
magnífica conferencia que pronunció en Madrid, sobre _La prueba de
indicios_, en la época en que se hallaba en estudio el Código penal
español.

Durante la agitación que se produjo en España en favor de la abolición
de la esclavitud, compuso una preciosa _Biografía de Lincoln_. Publicó
también por aquel tiempo un canto lírico _Al Trabajo_, y un juicioso
estudio político y social titulado _Las Barricadas_.

Escribió asimismo algunas obras notables para el teatro, entre las que
descuella un drama trágico titulado _María Antonieta_.

En 1871 fué electo diputado á Cortes por el distrito de Mayagüez, y su
elocuente palabra resonó con frecuencia en el Congreso español, en
defensa de las reformas liberales de Puerto Rico. En 1879 regresó
Corchado á su país, y trabajó briosamente en el foro, en la tribuna y en
la prensa en favor de la justicia y de las libertades patrias. Ejerció
también con éxito brillante el cargo de Diputado Provincial.

Era de estatura baja, de temperamento nervioso; muy afable y servicial
en su trato, muy amante de la verdad y de la caridad, y muy sensible á
los afectos de la amistad y de la familia.

Fatigado por la constante labor del espíritu, y sintiendo su salud algo
quebrantada, se trasladó de nuevo á Madrid en 1884, y allí falleció, en
Noviembre del mismo año.

Esta prematura muerte privó á Puerto Rico de un valioso factor de su
cultura, y de un elocuentísimo defensor de sus derechos y de sus
libertades.


UNA CONSULTA.

      La faz entre el velo oculta,
    Entró en mi despacho ayer
    Temblorosa una mujer,
    Para hacerme esta consulta:

      --Busqué labor; no me dieron;
    Limosna, y no conseguí,
    Y cuando á casa volví,
    Mis hijos pan me pidieron.

      Presa de horror y de afán,
    Desde mi propia cocina
    Con un gancho, á una vecina
    Conseguí robarle un pan.

      Nada comimos ayer,
    Y hoy lo mismo aconteciera,
    Si al robo no recurriera.
    Pregunto: ¿lo debo hacer?

      La escuché petrificado;
    Pan y dinero le dí,
    Y por respuesta añadí:
    --Que conteste otro abogado.


LA JUSTICIA.

_Fragmento de un discurso de Corchado._

Contemplando Fidias, el gran artista griego, la inimitable labor de su
cincel, sintióse dominado por la ambición de gloria, sintió el anhelo de
inmortalidad, y concibió la idea de dejar su nombre escrito de un modo
imperecedero. Labró entonces su maravillosa estatua de Minerva, apoyada
majestuosamente en el escudo, y en medio de éste esculpió en visibles
caracteres el nombre de "Fidias."

¿Por qué lo esculpió en el escudo, y no en otro sitio más importante de
la famosísima escultura? Porque el escudo estaba tan íntimamente
adherido á la mano, la mano al brazo y el brazo al resto del cuerpo, que
no era posible arrancar el nombre sin arrancar el escudo; éste, sin
destruir la mano; la mano, sin romper el brazo; el brazo, sin arruinar
la obra en su totalidad. Así está, Señores, así está la Justicia
grabada en la conciencia del hombre y de los pueblos. ¿Queréis
arrebatarla de mi alma? Pues destruidme, pulverizadme, si queréis
conseguir vuestro propósito.... Pero he dicho mal; ni aún así llegaréis
á conseguirlo; no lo conseguiréis jamás. Mi alma, donde reside
necesariamente la idea de la justicia, no puede morir. Libre, por
vuestro atropello, de las ligaduras corporales, se remontará viva y
fulgente al trono del Eterno, arquetipo de lo justo, y allí,
alimentándose de su bondad sin límites, sentirá anhelo infinito de
imitarle, y habrá de ser justa con Dios que la ha creado; justa con las
otras almas que la solicitarán hacia el bien, y justa consigo misma....
¿No veis, no comprendéis ahora claramente que la justicia, siendo
ingénita en los seres humanos, tiene que ser al mismo tiempo eterna? ¿No
existe el alma? ¿No es inmortal? Sí; luego la razón, que es facultad del
alma, será eterna como ella, y conservará eternamente entre sus formas
la forma indestructible de la justicia.



JOSÉ R. FREYRE.


Las energías humanas de la vocación en lucha constante con las
dificultades del medio económico y social, ofrecen en la vida de don
José Ramón Freyre un ejemplo digno de estudio y de meditación.

Nació en Mayagüez, en el año 1840. Su padre (hijo del general Freyre, de
noble abolengo portugués y héroe de la famosa guerra española de la
Independencia contra las legiones de Napoleón I) ejercía en Mayagüez el
oficio de platero, con muy escasos recursos. Por esta causa no pudo
alcanzar José Ramón más enseñanza que la de primeras letras, y en las
horas que la escuela le dejaba libres ayudaba á su progenitor en los
trabajos de aquel oficio.

Desde muy temprana edad se fué desarrollando en él una gran afición á la
lectura y al estudio, y solicitaba con frecuencia la cooperación y el
consejo de los hombres doctos, especialmente la de su maestro y amigo
don José Ma. Serra, un dominicano inteligente, emigrado de su país por
causas políticas, que ejerció en Mayagüez, durante muchos años, la
enseñanza y el periodismo. Así se fué desarrollando y nutriendo la
inteligencia de Freyre hijo, sin menoscabo de su labor diaria en el
taller del padre.

Las primeras aficiones literarias que en José R. Freyre se despertaron,
iban preferentemente hacia la forma poética. El verso era su encanto, y
la colección de sus primeros ensayos forma un abultado tomo, que
conservan sus hijos con noble y legítima estimación. Pero como él
aspiraba á ser actor en la lucha que ya por entonces se iniciaba en
favor de las reformas del régimen colonial, trató de ejercitarse también
en la prosa, como instrumento más apto para la lucha diaria de las
ideas. Hizo su primera tentativa de escritor fundando un pequeño
periódico, que circulaba durante los entreactos en las funciones
teatrales. Se titulaba _Los Gemelos_, y se hizo notar bien pronto por lo
ingenioso y urbano de su crítica, y por la gracia y novedad de sus
observaciones.

En el año 1870, cuando se organizaba el partido reformista portorriqueño
al calor de las ideas democráticas de la Revolución española, los
reformistas de Mayagüez eligieron á Freyre para la dirección de un
periódico que propagara y defendiera en aquella ciudad las ideas y los
intereses de su partido; y en ese periódico, que tuvo por nombre _La
Razón_, se pusieron en evidencia las grandes dotes de escritor de aquel
inteligente joven.

Baldorioty de Castro, en su periódico _El Derecho_, calificaba á Freyre
de "concienzudo publista," y añadía que "ningún otro escritor del país
había sido más recto ni más firme en la defensa de la Justicia y la
Libertad."

Era, en efecto, un periodista excelente, que supo conservar en medio de
las más ardientes luchas un lenguaje digno, mesurado y cortés, un aplomo
completo y una dialéctica admirable. La abolición de la esclavitud tuvo
también en Freyre un esforzado y constante paladín. Llegaba hasta el
heroísmo en el cumplimiento de sus deberes políticos y en la defensa de
su dignidad personal; era muy agradable y ameno en su trato, y en el
seno de la familia era un constante modelo de ternura y amor.

Murió en 1873, en lo más florido de su juventud, y cuando la República
española había libertado ya los esclavos de Puerto Rico, y concedido
amplias libertades políticas á todos sus habitantes.

Es de lamentar que los trabajos periodísticos de este escritor no se
hayan coleccionado, pues si como expresión de ideas y manifestación de
luchas de otra edad carecen de aquel interés palpitante que tuvieron en
su origen, siempre hubieran servido como buenos modelos de discusión
política, de urbanidad literaria y de bien decir.

La siguiente composición poética fué escrita por Freyre en los primeros
años de su juventud.


EL LAÚD.

FANTASÍA.

      Al Supremo Hacedor de lo creado
    Dirigí fervoroso mis cantares,
    Pidiéndole calmara los pesares
    Que desgarraron ¡ay! mi juventud.

      Y el Sumo Ser oyóme con agrado
    Y conmovióle mi cristiano acento;
    Y mitigar queriendo mi tormento,
    Del Rey Profeta me cedió el laúd.


      Instrumento dulcísimo y sonoro,
    De madera del Líbano formado,
    Con dibujos magníficos grabado,
    Embutido de nácar y marfil;

      De sus cuerdas finísimas de oro
    Salen acordes de sonidos suaves,
    Semejantes al cantó de las aves
    Cuando alegres recorren el pensil.


      Ese laúd será mi compañero;
    Con él he de marchar en mi camino,
    Y doquiera me lleve mi destino
    Sus cuerdas armoniosas vibraré.

      Ora cruce resuelto erial sendero,
    O de verdura un valle delicioso;
    Ora esté en la mansión del poderoso,
    O del mendigo en el hogar esté.


      Pulsaré mi laúd con valentía,
    Que en ello cifro mi ventura sólo,
    Y como alumno del divino Apolo
    Él me dará su sacra inspiración.

      Y el mundo admirará mi fantasía
    Al comprender el fuego de mi mente,
    Y sin cesar esperará impaciente
    Que salga de mis labios la canción.


      Pero no esperará: porque fecundo
    Prodigaré los cantos á millares,
    Y armónicos los ecos, tras los mares
    Repetirán los sones del laúd,

      Y sumergido en éxtasis el mundo
    Al escuchar las voces del poeta,
    Como calmó á Saul el Rey Profeta
    Yo calmaré del mundo la inquietud.


      Cuando de fama me contemple rico,
    Yo buscaré á mis padres afanoso,
    Y obediente, sumiso y cariñoso
    El báculo seré de su vejez.

      Y á mi patria feliz, á Puerto Rico,
    Arrullaré cual cumple á mi deseo,
    Y de mis lauros el mejor trofeo
    La sien adornará de Mayagüez.


      Y al dirigirme á la mujer que adoro,
    Al ángel tutelar de mis amores,
    Envidia me tendrán los ruiseñores
    Que no podrán mis cantos igualar;

      Y los querubes del Castalio coro
    Atónitos oirán mi melodía.
    Cuando llame á esa hermosa prenda mía,
    Mi Dios, mi bien, mi cielo, mi ideal.


      Por la virtud sublime y bendecida,
    Por la amistad, que enlaza á los humanos,
    Siempre dispuestas estarán mis manos
    Para tañer las cuerdas del laúd.

      Y en recompensa, al acabar mi vida
    El Universo admirará mi gloria:
    Mi humilde nombre guardará la Historia,
    Y adornarán laureles mi ataúd.



JOSÉ Mª. MONGE.


Nació en Mayagüez, en el año 1840, y sin más instrucción escolar que la
primaria llegó á ser uno de los escritores más eruditos y cultos del
país. Por sus estudios personales, sin auxilio de maestro alguno,
aprendió el latín y pudo leer en sus textos originales á Horacio,
Virgilio, Juvenal y otros autores clásicos, de su devoción. Aprendió
también literariamente los idiomas inglés, francés y algo del italiano,
y llegó á ser un buen hablista de su propio idioma.

Escribió en prosa y en verso, cultivó con buen éxito el género satírico
en ambas formas, suscribiendo esta clase de producciones con el
pseudónimo de _Justo Derecho_; fué uno de los periodistas más ilustrados
é ingeniosos del país, y como poeta lírico deja verdaderos modelos de
versificación y galanura de estilo.

Y todos estos triunfos los alcanzaba en medio de los accidentes
fatigosos y á veces violentos de la lucha por la vida, á costa muchas
veces del necesario descanso, y por medio de grandes esfuerzos de la
voluntad.

Fué uno de los escritores antillanos que con más instrucción y acierto
ejercieron en el siglo anterior la crítica literaria, y fué también un
aventajado defensor de las ideas liberales en Puerto Rico.

Aunque no carecía de altas dotes poéticas, la preocupación retórica y el
afán incesante de la corrección y de la rima solían acortar á veces el
vuelo de su inspiración.

Joven aún, se unió en matrimonio á una bella mayagüezana, que fué su
Musa inspiradora de toda la vida, y supo honrar su memoria después de
muerto.

En un viaje que hizo á Italia en 1884, y acerca del cual escribió Monge
un precioso libro, contrajo una fiebre malaria, que fué minando poco á
poco su naturaleza y le ocasionó la muerte. Falleció en el mes de Marzo
de 1891.

La esposa de Monge recogió cuidadosamente las obras inéditas de su dulce
cantor, y las publicó en un bello libro, en 1897.

De ese libro fueron copiados los dos trabajos que se insertan á
continuación:


LOS CAMPOS DE MI PATRIA.

      Ya en el oriente la argentada lista
    Al mundo anuncia el reluciente coche
    Del poderoso rey, á cuya vista
    Recoge el manto la callada noche.

      De ópalo y grana, y oro y amatista,
    Se van las pardas nubes decorando:
    Murmura el manso río,
    Y en las húmedas hojas resbalando
    Las gotas de rocío,
    En mil cristales diminutos saltan,
    Que el valle alegre en su extensión esmaltan.

      Del monte oscuro en la poblada cumbre
    Destácanse mil árboles gigantes,
    En cuyas copas la apolínea lumbre
    Finge colores vívidos, brillantes.

      Los crujientes bambús y los helechos
    En sus dormidas aguas silenciosas
    El lago azul retrata,
    Y en recamados lechos
    Las fuentes bulliciosas
    Quiebran sus hilos de bruñida plata.

      Ya en el risueño prado
    Saltan los corderillos revoltosos,
    Sale el buey del cercado;
    El campesino la cabaña deja,
    Y estirando los miembros perezosos,
    La desgastada reja
    Apresta sin tardanza,
    Y removiendo fértil el terreno,
    Deposita en su seno
    Con la rica semilla, su esperanza.

      Y mientras de su frente
    Abundante sudor la tierra baña,
    Óyense en la cabaña,
    De su fiel compañera
    Los sencillos cantares
    Que entona, preparando los manjares,
    Con los que ufana á su amador espera.

      ¡Oh, quién habrá que ciego
    Á los encantos viva de Natura!
    ¡Quién que placer no sienta
    Al contemplar el plácido sosiego,
    La majestad sublime y la hermosura
    De los alegres campos, donde ostenta
    El Hacedor su inmenso poderío!

      Venid, los que en la orilla
    Del Támesis sombrio,
    El canto no escucháis del avecilla
    Que con presteza suma
    Los espacios cruzando diligente,
    En el cristal de solitaria fuente
    Viene á empapar la matizada pluma.

      Venid, los que del Sena
    En la poblada margen bulliciosa,
    Sólo miráis esplendidos placios
    Y cúpulas soberbias, que parecen
    Escalar de las nubes los espacios:
    Y los que en leños débiles se mecen
    Al compás de las aguas turbulentas
    Del histórico Rhin, en cuya orilla,
    Salvando de los tiempos el abismo,
    Las ya negruzcas torres nos recuerdan
    El pasado esplendor del feudalismo.

      Venid todos, venid: en esta Antilla
    Breve porción del mundo americano,
    Donde Natura desplegó sus galas
    En cielo, y mar, y cúspides y llano;
    Donde agitan sus alas
    El ruiseñor, la alondra y el jilguero;
    Donde crece el banano
    Y el rico limonero,
    De la ciudad ornato y de la granja;
    Donde brota el hicaco diminuto,
    Al oro imita la sin par naranja,
    Y el alto cocotero
    Mece en los aires su sabroso fruto;

      Aquí al rayo de lumbre matutina
    Que ofrece por doquier bellos celajes,
    Naturaleza ostenta mil paisajes
    Que envidia dan á la región alpina,
    Y á los fecundos valles
    Que el Ararat altísimo domina.

    ¡Oh, si á las obras de natura sabia
    También viese yo unidas
    Aquellas que pregonan
    La inteligencia y el esfuerzo humano!
    ¡Si desde las alturas que coronan
    Las lomas florecidas
    Y los extensos llanos
    Donde crecen la caña cimbradora,
    La palmera, y el mango, y el yagrumo,
    Viese cruzar con rapidez que impone,
    Entre penachos de humo,
    Veloz locomotora!
    ¡Si en los bosques espesos
    Que forman los cocales,
    Viese pasar la barca silenciosa
    Por los anchos canales
    Trazados por la ciencia, que orgullosa,
    Parte de su caudal quitando al río,
    En múltiples variadas direcciones
    Va llevando riqueza y poderío
    Á lejanas é incógnitas regiones....
    Entonces yo diría
    Lleno de orgullo y de emoción sincera,
    Que tú eras, patria mía,
    Entre todas las otras, la primera!


CARTA DE JUSTO DERECHO AL CARIBE.

Héme ya otra vez, Sr. Caribe, por estos mundos de Dios, con la pluma
detrás de la oreja y el biberón en los labios, dispuesto á seguir
ocupando las columnas del _Museo_, á pesar de los peligros que corrió mi
pobre persona al dar á luz mi último artículo, escrito lejos de aquí.

Al empezar el que hoy me ocupa, muéveme ante todo contestar la atenta
carta que me dirigió Ud. en 17 de Febrero último, sintiendo que mis
muchas ocupaciones no me hubiesen permitido hacerlo antes. Quizás le
causará extrañeza saber que un liberal reformista esté ocupado, pero esa
es la verdad, Sr. Caribe. Sin parientes ricos que me dejasen una
herencia, y sin apercibir sueldo del Estado, cuéstame para ganar la vida
trabajar sin descanso, hasta ver si reuno un capitalito, para perderlo
con las Reformas, las cuales, según los vaticinios de los modernos
Isaías, vendrán en forma de crecientes, inundándolo todo y dejando al
país en completa ruina.

Créame, Sr. Caribe; cuando pienso que las libertades se han de tragar el
fruto de nuestro trabajo, casi me dan tentaciones de pasarme al otro
partido, y á fe que si no lo hago es porque me acuerdo de los tiburones.

Pero dejando al tiempo que resuelva si hemos de hallar en las reformas
nuestra felicidad ó nuestra ruina, pasaré á tratar de su citada carta,
en la cual me invita Ud. á entablar una correspondencia, con el fin de
revelarnos mútuamente el resultado de las observaciones que hagamos en
nuestras respectivas localidades. Acepto gustoso, Sr. Caribe, semejante
proposición; pero no olvide que para lograr nuestro objeto tenemos que
preparar de antemano nuestros aparatos fotocríticos, á fin de obtener
copia exacta de innumerables tipos que nos rodean.

¡Si viera Ud. cuántas especies nuevas he encontrado á mi regreso á esta
Villa, y las transformaciones que han sufrido algunas de las que ya
conocía!

Los _hombres patos_, por ejemplo, que á mi salida frecuentaban los dos
partidos aquí existentes, parece que no han podido sostenerse por más
tiempo en la política anfibia, y han tenido que declararse. Unos,
convertidos en verdaderos zaramagullones, se han lanzado por completo á
la laguna conservadora; y otros, por temor del agua, han alzado el vuelo
y recorren ahora las campiñas liberales. Huya Ud., Sr. Caribe, de los
hombres patos, huya de una especie que, como ésta, es susceptible de
vivir y engordar en dos elementos tan opuestos.

Otra de las que más han llamado mi atención, es la de los _hombres
boyas_, individuos que sin conocimiento alguno de la geografía
hidrográfica, se han colocado por sí mismos en el mar de nuestras
reformas, para indicar á nuestro Gobierno los escollos que en él se
encuentran y los peligros que corre la nave del Estado que los cruza en
estos momentos.

Entre ellos, unos creen de buena fe en los peligros de la nación, y
merecen nuestro respeto; otros temen los de sus intereses, y hay que
dejar al tiempo que los desengañe; los menos, en fin, fervientes devotos
de San Hermenegildo, desean crearlos para medrar y obtener una posición
que por sus méritos no llegarían jamás á obtener.

Y ¿qué diría Ud., Sr. Caribe, si viese á los _hombres gusarapos_, esos
que presentándose rara vez en la superficie, se agitan constantemente en
el fondo, y allí sin ser vistos fomentan con sus maquinaciones los odios
que deberían esforzarse en aplacar?

Y ¿qué diría Ud. de los _hombres triquitraques_, que hacen muchísimo
ruido en todas partes, pero son incapaces de hacer daño? ¿De los
_hombres Janos_, de esos que tienen dos caras en un solo cuerpo, y
estrechan hoy vuestra mano y os llaman amigo, para injuriaros mañana,
sólo por saciar su vil mordacidad?

Si no fuera por temor de extenderme demasiado y de cansar su paciencia,
le iría presentando uno por uno los tipos de mi variada colección.

_Hombres actores_, que aparecen solos ante el público ocupando el
escenario, pero que en realidad representan el papel que les asigna la
comparsa que se agita tras de bastidores.

_Hombres caracoles_, que salen á insultar á los demás, lanzándoles
epítetos injuriosos, y que tan pronto se ven combatidos por la razón y
la justicia, corren á refugiarse en la concha de la nacionalidad.

En fin ¡son tantos y tan variados los personajes que van apareciendo
desde hace poco en el campo de los partidos! ¿Y para qué? ¿No sabemos
por experiencia que la política de nuestra isla es un organillo cuya
manigueta está en manos del Ministro de Ultramar, y el registro en las
del Gobierno, y que á merced de ambos está que el instrumento deje oir
las notas de la marcha Real ó del himno de Riego?

Y si nuestro porvenir depende del porvenir de la madre patria, ¿por qué
ese encarnizamiento entre nosotros? ¿Se necesita, por ventura, un juicio
despejado para comprender que si aquella continúa en la marcha de
regeneración y de progreso hemos de seguir los reformistas de acá
pegados al biberón, mal que les pese á los conservadores, y que si
viceversa el pueblo español retrocede, si vuelven los aciagos tiempos
borbónicos, hemos de continuar comiendo conserva, mal que nos pese á los
liberales? Si comprendemos todo esto; si unos y otros estamos como los
muchachos jugando al _catre_, ¿por qué no correr cada uno por su lado,
sin necesidad de insultarnos, hasta ver cuál llega primero?

Pero ¡ah! Sr. Caribe, para esto sería indispensable desterrar de la
política á los hombres intransigentes, y esto es imposible.

Á nosotros nos llaman el partido de Ponce de León, porque creemos que
las Reformas serán la fuente de Biminí que vendrá á rejuvenecer nuestra
vida política. Á ellos les llamamos el partido el Calipso, porque
acostumbrados á vivir en la gruta de las prerrogativas sin ser
molestados, empiezan á ver en el horizonte algo que no les conviene, y
porque á semejanza de aquella diosa, pasan su vida llorando á lágrima
viva, _ne pouvant se consoler du départ d'Ulysse_.

En esta dilatada lucha, Sr. Caribe, ¿cuál partido triunfará, el de Ponce
de León ó el de Calipso? El tiempo, cuya mano de hierro rasga el velo de
la incertidumbre, vendrá pronto á disipar nuestra duda. Mientras tanto,
luchemos llenos de fe y de confianza; pero luchemos con lealtad y con
nobleza, dejando que otros menos escrupulosos sigan esparciendo en todas
partes la semilla de la odiosidad.

Me he extendido, Sr. Caribe, más de lo que debiera, y á fe que si me
dejase guiar por la comezón que siento de escribir, áun llenaría muchos
pliegos de papel.

Siento no poder dar á mis lectores los atolitos liberales que les había
ofrecido; pero ¿cómo soltar el biberón cuando las Reformas no han
llegado aún todas?

Yo á veces, al ver la manera con que van llegando, me he figurado que
siendo el Sr. Ministro un tanto aficionado al arte dramático, quizás
haya concebido la idea de enviárnoslas en cuatro actos. Faltando
solamente el último, que es nada menos que el desenlace, pronto podremos
conocer el mérito de la obra.

Se me olvidaba decirle que los empleados de por acá, Sr. Caribe, están
de enhorabuena, pues se acabaron los sueldos mezquinos, y hoy el que
menos gana tres ó cuatro mil pesetas, y según va nuestro sistema
monetario, el año entrante nos metemos en reales de vellón, y al
siguiente, sin saber cómo ni cuando, nos encontramos con las papeletas.

¡Y luego nos quejaremos de que no se hacen reformas!

No terminaré mi artículo, Sr. Caribe, sin aconsejarle que cuando escriba
sus observaciones, tenga, como, yo, mucha sangre fría, y se prepare á
oir los injuriosos epítetos que nos lanzarán mezquinos contrarios. En
cuanto á mí, ya sabe Ud. que me llaman mamalón, aunque no acostumbro
vivir del prójimo ni pertenezco á la especie de _hombres Telémacos_, de
esos náufragos que se presentan en la isla de Calipso, para vivir allí
regaladamente, á costilla de la diosa, contando sus pasadas aventuras.
Ya sabe Ud. que me llaman injusto y torcido, aunque soy partidario de la
igualdad y á pesar de andar derecho, sin que mi cuerpo revele defectos
físicos.

Así, pues, con la cabeza erguida y á despecho de ciertas capacidades que
sólo deslumbran á unos pocos, continuaré impertérrito mi camino,
esperando que Ud., Sr. Caribe, haga lo mismo, pues de este modo nos
hemos de divertir mucho con las miserias de este mundo.



GABRIEL FERRER HERNÁNDEZ


Nació en San Juan, el día 5 de Octubre de 1847. Aunque hijo de padres
pobres, logró á fuerza de aplicación y constancia graduarse de Bachiller
en Artes en el Seminario Conciliar, y á los 21 años de edad ejercía en
Bayamón el cargo de maestro de instrucción primaria.

Aspiraba Ferrer á mayores triunfos intelectuales, y reunió algunos
recursos para trasladarse á Europa, con el propósito de estudiar
Medicina. Estudió con admirable empeño, se graduó en la Universidad de
Santiago de Galicia, y regresó luego á su país, en donde se hizo pronto
notable en la práctica de su profesión.

Prestó también importantes servicios políticos y administrativos como
Diputado provincial y miembro del Directorio del partido autonomista y
de la Cámara de Representantes; fué catedrático de Física y Química en
el Instituto civil, y de Anatomía en la Institución de Estudios
Superiores. Cooperó con verdadera eficacia á los progresos del Ateneo,
del que fué Vicepresidente; dió en él conferencias importantes; colaboró
en los principales periódicos del país y en algunos del extranjero, y
prestó ayuda entusiasta á casi todas las empresas de utilidad pública
que se iniciaron en el país desde 1875 hasta el día de su fallecimiento.

Era muy aficionado á los estudios literarios en prosa y verso; cultivó
también el género dramático, y de sus aficiones educativas nos quedan
como recuerdo un valioso estudio acerca de _La Mujer puertorriqueña_, y
la mejor Memoria que se ha escrito bajo la soberanía de España sobre
_La Instrucción pública en Puerto Rico_.

Publicó un poema titulado _Consecuencias_, y deja inédito un tomo de
poesías líricas.

Era hombre de arranques generosos, algo apasionado y vehemente, pero de
inteligencia muy clara y de noble corazón.


Á EMILIO CASTELAR.

      Sin tempestad que en los espacios brame
    Fuera menos querida la bonanza,
    Y la paz del espíritu se alcanza
    Cuando se vence á la pasión infame.

      Quien á las puertas de la gloria llame,
    Tome primero la guerrera lanza,
    Entre en la lucha con viril pujanza,
    Y antes la acción que la molicie ame.

      Así la patria que angustiada gime
    Bajo el pie de la odiosa tiranía,
    Con palabras de amor no se redime.

      Si el hambre fiera, demacrada y fría,
    Siempre en Egipto su segur no esgrime....
    ¡Es porque el Nilo se desborda un día!


LA EDUCACIÓN DE LA MUJER.

Decía Napoleón I, y la experiencia ha confirmado su dicho, que el
porvenir de un hijo es siempre la obra de su madre. Nosotros, parodiando
al invicto Emperador, consignamos que la felicidad del hombre será
siempre la resultante de una buena educación de su compañera. Pues qué,
¿no son patrimonio de la ignorancia y el escándalo las palabras mal
sonantes, la falta de prudencia, el olvido, en fin, de todas las
conveniencias sociales? El buen ejemplo de una madre, es el bello cuadro
en que deben recrearse constantemente los hijos. Y ¿cómo ha de servir de
modelo la que empieza por desconocerse á sí misma?

El hombre, siempre ávido de nuevas sensaciones, y con tendencia natural
á satisfacerlas con lo que mejor se aviene á su carácter; más culto, más
ilustrado, llega á cansarse de la conversación insulsa de la esposa. Sus
modales ásperos, su desenvoltura quizás, le repugnan; el no poderla
pedir consejo, le desespera; lo impertinente de sus exigencias le llena
de ira; y ¿qué sucede con semejantes defectos? El cariño se convierte en
indiferencia; los momentos de permanencia en la casa son como siglos que
no pasan nunca, y surgiendo el encono, naciendo la disidencia, tomando
forma el despecho, la dulce tranquilidad del hogar y la dicha que en él
reinaba desaparecen para no volver. Todo ha sufrido un horrible cambio;
escombros sólo quedan del magnífico edificio que el amor había
levantado, y los hijos ¡oh! los hijos, esos pedazos del alma que todo
esto debieran ignorar, recogen el fruto de tanta discordia;
connaturalizándose con lo que de sus padres aprendieron, tocando más
tarde en la vida práctica las tristes consecuencias del mal ejemplo,
llegan á maldecir, no lo dudéis, á los autores de tantos sufrimientos.

La educación, fuente inagotable de bondades, ha de ser la piscina
sagrada en donde, bebiendo la mujer el puro néctar de la ciencia,
regenere sus naturales inclinaciones, modere las tendencias de sus
caprichos.

"La mujer ilustrada, dice el Doctor Salustio, está exenta de las
supersticiones que degradan el alma, de la charlatanería y de la
murmuración.

"Con el cultivo de las ciencias y las artes, ejercitará su inteligencia,
enriquecerá su entendimiento y podrá comprender al hombre, colocándose á
su nivel.

"La mujer debe ser iniciada por su madre en los importantes deberes que
está llamada á cumplir en sociedad; debe ser hacendosa, casta, benéfica,
sincera y trabajadora; necesita conocer la economía doméstica, la
higiene, la fisiología, la botánica, la medicina doméstica, que la
cariñosa madre echa tanto de menos al velar junto á la cuna de su niño
enfermo, viéndolo sufrir, sin poder hacer nada para aliviarlo, en un
accidente repentino ó desgraciado.

"La madre debe saber además, que de la habitación que un niño ocupa, de
la apreciación bien ó mal hecha de tal ó cual predisposición hereditaria
ó adquirida, de los alimentos y de los ejercicios, pueden resultar la
salud ó la enfermedad y el estancamiento de su organización física; las
afecciones escrofulosas, raquíticas, etc., de la infancia, que según la
opinión unánime de todos los médicos son susceptibles de ser ahogadas en
sus gérmenes, no harían tantos estragos, si llamados aquellos
oportunamente por madres previsoras, opusiesen á su desarrollo los
medios que la ciencia aconseja."

Todos estos conocimientos, que tan sabiamente reconoce como necesarios
en la mujer el Doctor de referencia, y que indudablemente le son de
absoluta é indispensable necesidad, ni puede adquirirlos hoy en Puerto
Rico, ni en manera alguna son conocidos de la mayoría.[3]

     [3] Estos párrafos pertenecen á un estudio escrito en el año 1880.

Con el sistema de enseñanza tan deficiente en nuestra Isla, no diré ya
de las niñas, sino de los mismos jóvenes, imposible de todo punto se
hace el llenar la obligación que de educarlos tenemos, cuando ni
siquiera el número de las escuelas primarias es suficiente á cubrir las
más apremiantes necesidades.

Sin saber leer ni escribir, es imposible de todo punto dar un solo paso
en el camino de la ilustración; y como de aquella base han de arrancar
los conocimientos que en adelante puedan adquirirse, de aquí el que,
siendo preciso empezar por establecer esa base, haya necesidad de crear
número suficiente de escuelas, hasta llenar el defecto que hoy acusamos.

No nos cansaremos de manifestar una y mil veces, que para poner remedio
á tantos males se necesita centuplicar los centros de instrucción,
haciéndola de todo punto obligatoria, sin que tengamos por despotismo ni
tiranía, sino más bien como práctica digna de todo encomio, el que se
castigue severamente á los padres, tutores ó encargados que, teniendo un
deber de conciencia que cumplir, no aprovechan los medios que se hallan
á su alcance para llenar la noble misión que les está encomendada.

Dado este importante paso, echados los primeros cimientos del suntuoso
edificio de la regeneración de la mujer, vencidos los primeros
inconvenientes, las futuras generaciones, más ricas, más fecundas en
bienes, ofrecerán al hombre una digna y virtuosa compañera.

Pero no basta todavía que haya escuelas; es preciso ante todo, para que
el resultado corresponda á lo que deseamos, que las profesoras, educadas
expresamente para este objeto, reunan dotes indispensables para dirigir
á la juventud.

Creemos que las señoras ó señoritas encargadas de guiar á las niñas,
habiendo adquirido sus títulos en escuelas normales, deben unas dirigir
á la infancia amoldando su tierno corazón á los principios de la sana
moral, robusteciendo otras esa educación moral recibida, por medio de
los conocimientos superiores.

Pero como además de estos que pudiéramos llamar indispensables,
necesítanse otros que completen la educación femenina, las profesoras de
primera enseñanza, convenientemente preparado el terreno, pueden
ampliarlo con las labores propias del sexo, sin abandonar un solo
instante la educación moral, sobre la que debe cimentarse todo cuanto la
mujer aprenda, sea cualquiera el oficio, arte ó profesión á que cada una
piense dedicarse.

Los conocimientos llamados de adorno, y que tanto se avienen con su
carácter, no se les deben escasear en modo alguno; la música, depurando
los sentimientos más delicados del corazón; la pintura, despertando el
sentimiento de lo bello; la escultura enseñando á percibir las
imperfecciones del cuerpo, remedo de las del alma, además de la
actividad intelectual que desarrollan, facilitan la manera de matar el
ocio, causa muchas veces del olvido del deber.

Es preciso, por otra parte, tener muy en cuenta que no conviene exigir á
las niñas nada que no se avenga con su edad y naturales disposiciones.

El olvido de este consejo, altamente práctico, tiende positivamente á
sofocar las más envidiables dotes, facilitando la manera de contraer
enfermedades que consumen los más privilegiados organismos.

¿Cómo obligar á una niña á permanecer horas enteras guardando un
silencio mortificante á su edad? ¿Cómo exigir de su naciente
inteligencia progresos incompatibles con su desarrollo? No siempre el
que marcha más de prisa llega el primero al término deseado.

Entreténgase solamente á la niña en los primeros años, permítasele la
distracción y el juego; hágase que los mismos objetos de entretenimiento
sirvan de medios para irla disponiendo al estudio, y no se la obligue á
ejercitarse en labores inmediatamente, pues ni tiene fijeza para
observar lo que se le enseña, ni sus manecitas están todavía preparadas
para manejar la aguja, como equivocadamente se supone.

¿Por qué no poner en práctica, para la educación de las niñas menores de
siete años, el recomendado sistema de Froebel, sustituyendo la
demostración material con la enseñanza intuitiva á la tan difícil
abstracta y teórica?



JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ


Fué uno de los poetas portorriqueños de más exquisita sensibilidad, y el
que ha exteriorizado hasta ahora mayor intensidad de sentimiento en sus
composiciones.

Nació en Caguas, el año 1850, y fueron sus padres Don Rodulfo Gautier y
Doña Alejandrina Benítez, poetisa de notable inspiración y cultura.
Huérfano de padre en la adolescencia, quedó su educación y dirección
social á cargo de la inteligente madre, y ésta influyó de manera
decisiva en la vocación literaria y sentimental de su hijo.

No poseía muchos bienes de fortuna la familia Gautier Benítez, por lo
cual José, que era el único varón de ella, tuvo que pensar en ganarse la
vida, antes de dar cima á una carrera literaria, como eran sus
propósitos. Ingresó en una Academia Militar establecida en San Juan,
obtuvo el grado de cadete de infantería hacia el año 1867, y se trasladó
á Toledo (Castilla) en donde fué graduado subteniente.

Pero á pesar de la libre, bulliciosa y pintoresca vida de la oficialidad
militar en España, sentía Gautier Benítez una profunda nostalgia, un
anhelo vehementísimo, irremediable, de volver á su patria querida, de
hollar y besar el suelo siempre floreado de su Boriquén.

Se disculpaba entre sus compañeros de la abstracción y añoranza en que
vivía, en sentidísimas estrofas como ésta:

      Perdonadle al desterrado
    este dulce frenesí:
    pienso en mi mundo adorado,
    y yo estoy enamorado
    de la tierra en que nací.

No pudo permanecer mucho tiempo en esta tensión de espíritu, y el amor á
Puerto Rico venció bien pronto al amor á la carrera militar y aun á la
gloria de las armas. En 1872 renunció su nueva profesión, se embarcó
para su amada tierra, y al divisarla desde el horizonte improvisó una de
sus más tiernas y populares composiciones.

Formó parte de la Redacción de _El Progreso_, que dirigía entonces Don
José Julián Acosta; pero no era apto para la lucha política, á que se
reducían entonces casi todos los trabajos de la prensa. Escribió una
serie de sátiras en versos contra ciertos errores y malas costumbres
sociales, y luego desempeñó algunos cargos administrativos en los
centros oficiales de San Juan.

En el año 1878 fundó, en unión de Don Manuel Elzaburu, la _Revista
Puertorriqueña_, repertorio mensual de literatura y ciencias, que gozó
de gran estimación; pero que duró poco tiempo, á causa de la enfermedad
del pecho que ya minaba aquella naturaleza excepcionalmente delicada y
poética.

Recluído en su hogar, donde le acompañaban amorosamente su esposa é
hijos, escribió en sus últimos años, muy enfermo ya, las mejores poesías
que de él nos quedan, como el canto _Á Puerto Rico_, laureado en
certamen público, y que se inserta á continuación; _La Barca_,
_Insomnio_, _Apariencias_, y algunas estrofas amargas de su canto de
cisne, _Renacimiento_, del que sólo ha dejado algunos fragmentos
notabilísimos.

También escribió en los últimos días de su vida las siguientes estrofas
dirigidas _á sus amigos_:

      Cuando no reste ya ni un solo grano
    De mi existencia en el reloj de arena,
    Al conducir mi gélido cadáver,
    No olvidéis esta súplica postrera:

      No lo encerréis en los angostos nichos
    Que llenan la pared, formando hileras,
    Que en la lóbrega angosta galería
    Jamás el sol de mi país penetra.

      El campo recorred del cementerio
    Y en el suelo cavad mi pobre huesa;
    Que el sol la alumbre y la acaricie el aura
    Y que broten allí flores y hierbas;

      Que yo pueda sentir, si allí se siente,
    Á mi alredor, y sobre mí, muy cerca,
    El vivo rayo de mi sol de fuego
    Y esta adorada borinqueña tierra.

Falleció en 24 de enero del año 1880, y sus amigos, como los de Alfredo
de Musset, cumplieron al pie de la letra esta súplica del poeta
moribundo. En un sitio céntrico de la necrópolis de San Juan,
completamente bañado por el sol, y entre flores y hierbas de perpetua
lozanía, se alza un elegante túmulo coronado por un bien esculpido busto
del poeta, en mármol de Carrara, y allí, en contacto con la tierra que
tanto amó, yacen los restos del dulce cantor de Puerto Rico. En su
lápida principal están grabados los anteriores versos, como á manera de
epitafio.


¡PUERTO RICO!

      ¡Borinquen! nombre al pensamiento grato
    Como el recuerdo de un amor profundo,
    Bello jardín, de América el ornato,
    Siendo el jardín América del mundo.

      Perla que el mar de entre su concha arranca
    Al agitar sus ondas placenteras;
    Garza dormida entre la espuma blanca
    Del níveo cinturón de tus riberas.

      Tú, que das á la brisa de los mares
    Al recibir el beso de su aliento
    La garzota gentil de tus palmares;

      Que pareces en medio de la bruma
    Al que llega á tus playas peregrinas,
    Una ciudad fantástica de espumas
    Que formaron jugando las ondinas.

      Un jardín encantado
    Sobre las aguas de la mar que domas,
    Un búcaro de flores columpiado
    Entre espuma y coral, perlas y aromas.

      Tú que en las tardes sobre el mar derramas
    Con los colores que tu ocaso viste
    Otro oceano de flotantes llamas;

      Tú que me das el aire que respiro
    Y vida al canto que espontáneo brota,
    Cuando la inspiración en raudo giro
    Con sus alas flamígeras azota
    La frente del cantor; ¡oye mi acento!
    El santo amor que entre mi pecho guardo
    Te pintará su rústica harmonía;
    Por tí lo lanzo á la región del viento,
    Tu amor lo dicta al corazón del Bardo
    Y el Bardo en él su corazón te envía.

      ¡Óyelo, patria! El último sonido
    Será, tal vez, de mi laúd; muy pronto
    Partiré á las regiones del olvido.

      Mi juventud efímera se merma,
    Y ya en su cárcel habitar no quiere
    Un alma melancólica y enferma.

      Antes que llegue mi postrero día
    Y mi cantar se extinga con mi aliento,
    ¡Toma, patria, mi última poesía!
    ¡Ella es de mi amor el testamento!
    ¡Ella el Adiós que tu cantor te envía!


      Tres siglos ha, que el hombre
    Encerrado en el viejo continente,
    Ni en tí pensaba ni soñó tu nombre.

      Tu ser fué una bellísima quimera
    Á los que vían el confín del mundo
    De Thule en la fantástica ribera;

      Pero sonó una hora en el gigante
    Reloj que marca su existencia al orbe,
    Y abrió sus ondas el airado Atlante.

      El dedo del destino
    Tocó de un hombre en la ardecida frente,
    Y entre las ondas le mostró un camino.

      Él tan sólo quería,
    Cruzando las regiones de Occidente
    Volver al sitio donde nace el día;

      Al viento del azar tendió sus velas
    Desde el confín del túrbido oceano,
    Y la suerte llevó sus carabelas
    Á chocar con el mundo americano.

      De ese mundo, bellísimo fragmento
    Eres ¡oh patria! que en el mar lanzara
    Un cataclismo al estallar violento;

      Mas trajiste tan sólo su belleza,
    Sin copiar del inmenso continente
    La pompa y el horror de su grandeza;

      Ni el Tigre carnicero,
    Ni el León, ni el Jaguar en tu montaña
    Lanzan su grito aterrador y fiero;

      Ni el Boa se retuerce en la llanura.
    Ni entre las aguas de tu manso río
    Turbar el onda transparente y pura
    Se ve al Caimán indómito y bravío.

      Ni arrojas al Atlante
    De la playa pacífica, el inmenso
    Rey de los ríos, Marañón gigante.

      Ni tus montes con ruido subitáneo
    Estremecidos en su base crujen,
    Cuando con ronco respirar titáneo
    El Orizaba y Cotopaxi rugen.

      Y no estremece un Niágara tu suelo
    Al desplomar la inmensa catarata,
    En la que el Iris, el pintor del cielo,
    Une á las franjas de luciente plata,
    Oro, y carmín, y púrpura, y topacio,
    Mientras en los cristales se retrata
    Fiero el Condor, monarca del espacio.

      Tienes.... la caña en la feraz sabana,
    Lago de miel que con la brisa ondea,
    Mientras su espuma, la gentil guajana
    Como blanco plumón se balancea.

      Y la palma, que mece en el ambiente,
    Encerrada en el ánfora colgante,
    La linfa pura de su aérea fuente;

      Y de tus montes en el ancha falda
    Donde el Cedro y la Péndola dominan,
    Luce el Cafeto la gentil guirnalda
    Del combo ramo que á la tierra inclinan
    Las bayas de carmín y de esmeralda.

      Tú tienes, sí, tus noches voluptuosas
    Que amor feliz al corazón auguran,
    Y en un verjel de lirios y de rosas
    Manantiales de plata que murmuran.

      Tórtolas que se quejan en los montes
    Remedando suspiros lastimeros,
    Palomas y turpiales y sinsontes
    Que anidan en floridos limoneros.

      Todo es en tí voluptuoso y leve,
    Dulce, apacible, halagador y tierno,
    Y tu mundo moral su encanto debe
    Al dulce influjo de tu mundo externo.

      Por eso, en aquel día
    Que abordaron las naves castellanas
    Á tus bellas riberas, patria mía;

      Tus tribus aborígenes,
    Dominado el temor que las llevara
    Al seno oscuro de tus selvas vírgenes;

      Tranquilas contemplaron
    Regresando apacibles á tu orilla,
    Cómo los brazos de la Cruz se alzaron
    Bajo el rojo estandarte de Castilla.

      Pura amistad vehemente
    Unió los hombres que aportó el abismo,
    Del indio rudo en la tostada frente
    Cayó el onda sagrada del bautismo.

      Después ya roto del temor el dique
    La llama del amor lució esplendente,
    La dulce hermana del primer Cacique
    Llamó su esposo al paladín de Oriente.

      Y tú fuiste el joyel que traspasaba
    El casto beso de su amor primero.
    Del señorial cintillo de Agueynaba
    Á la corona del monarca ibero.


      Y después.... y después...., nunca mi canto
    Pinte el hondo luchar de las pasiones,
    Ni el exterminio, la crueldad, y el llanto,
    Mancha de los humanos corazones.

      Borremos del error las hondas huellas
    Que á la infeliz humanidad desdoran,
    Porque hombre soy.... y me avergüenzo de ellas.

      Llegó un día fatal de horror y duelo,
    Que en el del oro tras el torpe lucro
    La vil esclavitud manchó tu suelo;

      ¡Y el huracán del golfo americano
    Dejó las naves abordar tranquilas
    Á las riberas del jardín indiano!

      Y tú, ¡patria! la perla de Occidente,
    No te volviste al seno de los mares
    Para lavar la mancha de tu frente!

      Mas no en vano en Judea
    Corrió la sangre de Jesús, sellando
    El triunfo santo de su santa idea,

      Mas no en vano anhelante
    Camina el mundo por el ancha vía
    Del progreso, adelante;

      Brilló una aurora de feliz memoria
    En que cesaron lágrimas y duelos
    Borrándose una mancha de la historia,

      Y mil y mil acentos,
    Dieron tu nombre ¡Libertad sagrada!
    Á los montes, los valles, y los vientos.

      ¡Y ni una sola represalia impía!
    Ni una venganza profanó tu suelo!
    ¡Bendiciones y cantos, patria mía,
    Perdiéronse en las bóvedas del cielo!

      ¡Extraño cuadro! que en el ancha tierra
    Al vencer la opresión en lucha santa,
    De entre el lago purpúreo de la guerra
    La libertad sangrienta se levanta.

      Dios debió sonreír viendo á su hechura
    Hacer del paria hermano cariñoso,
    Y del ángel tomar la investidura
    Al realizar un acto tan hermoso.

      Y bendecirte conmovido y tierno,
    Porque sólo en tu suelo hospitalario,
    Al dulce influjo de tu mundo externo
    Se vió la Redención sin el Calvario.


      Otro paso adelante; sin que vibres
    El arma fratricida.
    En el concierto de los pueblos libres
    Se levanta tu voz; savia de vida
    Y juventud circula por tus venas,
    Cuando la noble España conmovida
    Quebranta del colono las cadenas.

      Ya no eres, patria, un átomo perdido
    Que al ver su propia pequeñez se aterra,
    Ni un jardín escondido
    En un pliegue del manto de la tierra.


      Eres el pueblo que su voz levanta
    Si la justicia y la razón le abona,
    Que las exequias del pasado canta
    Y el himno santo del progreso entona.

      Tú no serás la nave prepotente
    Que armada en guerra al huracán retando
    Conquista el puerto, impávida y valiente
    Las ondas y los hombres dominando;

      Pero serás la plácida barquilla
    Que al impulso de brisa perfumada
    Llegue al remanso de la blanca orilla;

      Que ése es, patria, tu sino,
    Libertad conquistar, ciencia y ventura,
    Sin dejar en las zarzas del camino
    Ni un jirón de tu blanca vestidura.

      Y, patria,.... Si me engaño.
    Si me reserva mi destino impío
    Llorar tu ruina y contemplar tu daño;

      Si he de escuchar tus ecos
    Devolverme entre lágrimas y horrores
    El ronco acento de los bronces huecos;

      Si fuera mi laúd el destinado
    Para cantar tu pena y tu agonía....
    ¡Ah! que le mire pronto destrozado
    ¡En mis trémulas manos, patria mía!

      Y antes que el mal en tu recinto nazca
    Y contemplarlo con espanto pueda....
    ¡Que disponga el Señor cuando le plazca
    De este resto de vida que me queda!

      Mas si Jehová le concedió al poeta,
    Al cantar á su patria y su destino,
    La doble vista del veraz profeta;

      Si ha de unirse mi nombre con tu historia
    Para ser el cantor de tu alegría,
    Para ser el heraldo de tu gloria;

      Dios me conceda al verte
    De venturas y triunfos coronarte,

      ¡Una vida sin fin para quererte!

      ¡Y una lira inmortal para cantarte!



FRANCISCO ÁLVAREZ


Si faltaran ejemplos para demostrar el maravilloso poder de la vocación
y los prodigios de la constancia y de la voluntad, muchos y excelentes
pudieran encontrarse en la vida y en las obras de este infortunado
poeta.

Nació en Manatí á mediados de Diciembre del año 1847. Sus padres, don
Manuel Álvarez y doña Carmen Marrero, eran pobres y no pudieron dar á su
hijo más que una instrucción elemental muy defectuosa é incompleta.

Murió el padre de Francisco Álvarez cuando éste llegaba apenas á los
trece años, y le quedó por herencia una enfermedad de la sangre, de
imposible curación, según el parecer de los médicos que le asistían.
Débil, enfermo y sin poderse valer á sí mismo, tuvo que acudir al
trabajo para vivir y auxiliar en algo á su madre achacosa y de escasas
energías.

Recurrió al trabajo personal como dependiente en una pequeña tienda del
campo, fundada para recolectar y preparar frutos para el mercado.
Trabajó con gran diligencia y honradez, y obtenía una retribución
insignificante; pero le alentaba la idea de ser útil á su madre, á la
que profesaba un gran cariño.

Pero bien pronto se vió atormentado por dos grandes inquietudes: su
enfermedad y su inspiración. Se agravaron sus males físicos, y en medio
de las fiebres que amenazaban aniquilar por grados aquella naturaleza
endeble, se sintió poeta.

No es fácil formar una idea exacta de las angustias de aquella alma
privilegiada que propendía á subir, á elevarse, á dominar las alturas,
aprisionada en un cuerpo mezquino, doliente, lacerado, que se movía con
dificultad y se inclinaba á la tierra, amenazado de muerte prematura.
Otro conflicto mental, derivado del anterior, le atormentaba también:
sentía bullir en su cerebro y palpitar en su corazón un mundo de ideas
generosas y de sentimientos poéticos, que no lograba exteriorizar por
falta de expresión adecuada, de vocabulario, de forma estética, de
cierta preparación literaria que le permitiera vestir decorosamente
aquellas ideas y aquellos sentimientos.

Así empezó á escribir sus primeros ensayos, que rasgaba y destruía
después, avergonzado del desequilibrio enorme que notaba entre lo que
concebía y lo que lograba expresar.

Renunció á su colocación mercantil, aprovechando la mejoría de salud de
su madre; pidió libros prestados, y pidió consejos á las personas de
alguna instrucción literaria, que iba conociendo; leyó con avidez,
compuso y destruyó muchos de sus ensayos poéticos, hízose agente y
corresponsal de algunos periódicos, y por último fundó y dirigió uno,
titulado "_La Voz Del Norte_," en el que publicó sus primeros ensayos
poéticos.

Eran éstos muy deficientes al principio, pero mejoraban notablemente
cada día, por efecto del estudio incesante y del ejercido metódico y
razonado del autor.

Una de estas composiciones, dirigida á un amigo suyo pidiéndole libros,
terminaba así:

    ¡Dadme libros, dadme libros
    que templen mis hondas penas,
    y esta sed que siente el alma
    de arte, luz, verdad y ciencia!

De este modo fué Francisco Álvarez enriqueciendo su mente y
perfeccionando su dicción, hasta llegar á escribir un libro de versos
muy estimables y un drama en dos actos, titulado _Dios en todas partes_,
que se representó en Manatí, el 19 de Febrero de 1881, tres semanas
antes de su muerte.

Hay en sus obras una gradación notable, que indica al observador los
progresos que iba realizando en lucha con tanta desgracia y con su
propia decadencia física, y que permite calcular hasta dónde hubiera
llegado en la perfección de sus producciones si hubiera vivido algún
tiempo más. Por desgracia falleció el día 4 de Marzo de 1881, á los
treinta y dos años de edad, en plena florescencia de su ingenio,
retardada por la enfermedad, y cuando iba logrando dar forma literaria á
sus pensamientos, á favor de esfuerzos admirables.

Sus poesías más celebradas son: _Á América_, _Meditación Nocturna_, _La
Primavera_ y _Últimos Cantos_.

El pueblo de Manatí ha honrado merecidamente la memoria de este poeta
mártir, que dejó en sus obras, aunque imperfectas, muestras muy valiosas
de su ingenio, de la bondad de su alma y de su cristiana resignación.


Á AMÉRICA

      ¡Cuántas veces, oh América, he templado
    Mi inacorde laúd para cantarte,
    Y cuántas ¡ay! mi plectro ha vacilado!...
    De admiración absorto al contemplarte,
    Por tan rara belleza fascinado,
    Nunca pudo mi acento consagrarte
    El himno de mi amor grande y profundo;
    Canto digno de tí, _virgen del mundo_.

      Y decía mi mente contristada:
    ¿Cómo, al concierto universal que brota
    De esa región espléndida, encantada,
    De mi plectro uniré la débil nota,
    Si yo, cual avecilla en la enramada
    Que aun es al valle su canción ignota,
    No tengo voz par elevar cantares
    Á esa ondina que flota entre dos mares?...

      Mas hoy resbala en el laúd mi mano,
    Y no me es dable contener mi acento;
    Y desde el mar de Atlante al Oceano
    Que apenas riza el aura con su aliento,
    Del Hudson hasta donde el araucano
    Libre habita, mi voz el raudo viento
    Lleve en sus ondas, cual la esencia pura
    De la humilde oración lleva á la altura.

      Y al ensalzar la mágica belleza
    De ese edénico mundo rico, ingente,
    Evoque mi memoria la grandeza
    Del genovés intrépido y sapiente,
    Que realizó la sin igual proeza
    De arrancar al abismo un continente;
    Y al nombre de Colón, que mi estro inspira
    Adune el de Isabel mi pobre lira.

      Y si tú, grave Musa, inspiradora
    De Herodoto, de Tácito y Mariana,
    Ocultas á la mente escrutadora,
    De la bella región americana
    El prístino existir, deja en buen hora
    Á mi entusiasta inspiración, que ufana
    Pida á la egregia Erato noble aliento,
    Que dé vida á mi pobre y rudo acento.

      Y escalando la andina, enhiesta cumbre
    Mi osada fantasía, el panorama
    De mi soñado edén ledo columbre....
    ¡Oh!... ya en lecho de flores, que recama
    Natura, y abrillanta fébea lumbre,
    Contemplo á la deidad, de quien es fama
    Que un tiempo fué cacica, ¡cuyo imperio
    Trocó el conquistador en cautiverio!

      Mas vedla: ya no es india desgraciada:
    Es la vestal ceñida de azahares
    Que en ropaje de flores recatada,
    Entre plátanos, cedros y palmares
    Se mira muellemente reclinada;
    Y extendiendo por brazos los dos mares,
    Brinda amorosa, en fraternal exceso,
    Próvido asilo al hombre y al progreso.

      ¡Salve, aurora del mundo bendecida,
    Que á los caducos pueblos del Oriente,
    Cual amante esperanza concebida,
    Te muestras en tu alcázar de Occidente;
    Y luces cual tu hermana, que ceñida
    De rosas, al Ofir brilla riente;
    Ella brindando luz á la mañana;
    Tú, albor de paz á la familia humana!

      Que tú, precioso búcaro esmaltado,
    Que del amor universal la esencia
    Ocultas en tu seno perfumado;
    Oasis, que creó la Providencia
    Para el pueblo infeliz, que fatigado
    Sufre tal vez, errante, la inclemencia
    De la bárbara guerra maldecida....
    ¡Tú eras la amada tierra prometida!

      Que allá, cuando del arte el férreo brazo
    Dome el ítsmico, ingente promontorio,
    Y Anfitrite y Neptuno en tierno abrazo
    Celebren en tu suelo el desposorio;
    Cuando de paz y libertad el lazo
    Una á tus hijos; tú, virgen emporio
    De belleza y de amor, el casto beso
    Recibirás del inmortal progreso.

      Y en ese fausto día en que las fiestas
    Celebren de tu dicha, alborozadas
    Las Driades en tus bosques y florestas,
    En tus ríos las Náyades sagradas,
    Y en tus valles las Ninfas más apuestas;
    Un coro se alzará de bellas Hadas,
    En Sorata[4] y en Sierra Verde altiva,
    Ceñidas de laurel, mirto y oliva.

      Será la excelsa pléyade que alienta
    Los más preclaros hechos de la Historia;
    Concurso de vestales que sustenta
    El sacro fuego de la patria gloria;
    Legión que en su estandarte al orbe ostenta,
    De universal progreso la victoria...
    Hosanna, ellas dirán en sus canciones,
    Proclamándote emporio de naciones.

      Sin savia entonces, juventud ni vida
    Los pueblos del Oriente, mi estro abona
    Que desde el viejo mundo, conmovida
    De maternal orgullo, una matrona
    Elevará su voz de gloria henchida;
    Será la ilustre España, que á tu zona
    Este acento enviará de amor profundo:
    "¡Yo fuí tu madre, emperatriz del mundo!"

      Yo entonces, en el lecho del olvido,
    En rincón apartado y silencioso,
    Moraré con las sombras confundido;
    Mas al oir el eco misterioso
    Por la brisa en mi tumba repetido,
    Se exaltará mi espíritu, orgulloso
    (Aun de la muerte en el oscuro arcano)
    De haber sido español y americano.

     [4] Nevado de Sorata.



MARIO BRASCHI


Aunque no dejó libro ninguno que dé á las nuevas generaciones idea clara
de su talento y de su estilo, no sería justo prescindir en esta
Antología de un luchador por la cultura y las libertades públicas tan
ardiente y asiduo como Mario Braschi.

Nació en Juana Díaz, el 19 de enero de 1840, y en ese mismo pueblo
recibió la instrucción primaria.

Su vocación por las tareas periodísticas le llevó en los primeros años
de su juventud á Ponce, y empezó á publicar crónicas y artículos varios
en los periódicos de aquella ciudad, con el transparente seudónimo de
_Riomar_, que después cambió por el más expresivo de _Cantaclaro_. Había
ya en estos trabajos cierta tendencia incisiva y mortificante para la
administración y el gobierno de la colonia, y el censor de imprenta
hacía con frecuencia destrozos en los artículos del novel escritor.

Vino luego con la Revolución española de 1868 mayor actividad en la
lucha política y más amplitud en la legislación de imprenta, y Mario
Braschi fundó y dirigió entonces en aquella misma ciudad, un semanario
satírico titulado _Don Severo Cantaclaro_, que hizo campañas vigorosas
en favor de la abolición de la esclavitud, contra el restrictivo régimen
colonial, y contra los excesos del clericalismo. En este semanario
colaboraba desde San Juan el poeta Gautier Benítez.

La reacción que siguió á la caída de la República española en 1874 mató
á este valiente periódico, y Mario Braschi ocupó, algunos años después,
una plaza de redactor en un periódico trisemanal titulado _El Pueblo_,
fundado y dirigido en Ponce por don Ramón Marín.

Fundó allí también Mario Braschi _El Heraldo del Trabajo_, en el que
agitó briosamente varias cuestiones sociales de importancia, y fué más
tarde redactor de la _Revista de Puerto Rico_, fundada por don Francisco
Cepeda, que produjo una gran agitación política en Ponce, á raíz de los
sucesos lamentables del año 1878. Fué también redactor principal de un
semanario titulado _La Juventud Liberal_, y director de una revista
masónica, titulada _El Delta_.

Por último fué llamado á Mayagüez para que dirigiera y redactara el
valiente periódico _La Razón_, que había fundado y dirigido el Sr.
Freyre, y después de realizar allí una buena campaña en favor del
régimen autonómico para su país, contrajo la enfermedad que le produjo
la muerte en 19 de diciembre de 1891.

Era un escritor muy activo y animoso, gran agitador de ideas liberales,
patriota decidido y leal, y amigo consecuente hasta la abnegación.

Periodista de batalla, no tuvo nunca tiempo ni paciencia para
perfeccionar su estilo ni para dar forma muy académica á sus trabajos.
Escribía con gran rapidez, y no revisaba lo escrito sino después de
haberlo dado á la imprenta.

Sus párrafos eran muy cortos, como los versículos hebreos y la prosa
rápida y enérgica de Victor Hugo, forma que se adapta mejor á la
estructura del idioma francés que á la flexibilidad y gallardía del
castellano.

De aquí la dificultad de elegir un trabajo suyo que pueda servir
literariamente de modelo á la juventud estudiosa. Todo en Mario Braschi
fué excelente y ejemplar, excepto su estilo de escritor.

Era en él instrumento de combate antes que ostentación decorativa.

El siguiente artículo suyo forma parte de la colección publicada con
motivo de la muerte de Gautier Benítez:


¡EN EL INFINITO!

Á LA MEMORIA DEL MALOGRADO POETA PORTORRIQUEÑO

D. JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ

     Los genios suelen descender de las alturas á la tierra, así como
     descienden los ígneos rayos del soberano de la luz: éstos, la
     calientan y fecundan; aquéllos abren á la humanidad senderos de fe,
     de esperanza y de amor. En su paso, son breves como la aurora.


I

Una tumba... y una lira...!

Una tumba...! es decir, la eternidad...!

Una lira...! es decir, el arte, la poesía, el genio. Lo misteriosamente
grande, lo bello, lo inmortal: he ahí lo que ahora contempla mi
espíritu.

En ese sublime consorcio de lo infinito y de lo imperecedero, está
envuelta una memoria para Puerto Rico; esta dulce patria de nuestros
amores.

Una memoria tan querida, como es querida una esperanza hermosa.

La memoria de uno de sus poetas que, con el corazón enfermo, así
enfermo, palpitaba por ella: era JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ.

Poeta de cuya alma brotaban raudales de sentimiento, como de los
espacios brota la luz.

Poeta de mente soñadora, de inspiración ardorosa, de fibras delicadas;
que se olvidaba de sus dolores, y cantaba.

Cantaba, como canta el ave en las enramadas del bosque donde está su
nido.

Puerto Rico era su bosque idolatrado, y referíale sus cuitas en
armoniosos trinos.

Alma modelada en el sufrir, su acento era, á veces, un quejido.

Alma centelleante de amor y de poesía, también derramaba ternuras y
bellezas al son de las cuerdas de su lira.

El sentía palpitar, dentro de su ser, las aspiraciones de los espíritus
elevados.

El amaba y perseguía, con afán febril, el ideal de los genios.

Vivía en la tierra y en el infinito.

Era hombre y era idea.

Sus cantos á Dios, son como el incienso de la fe más pura.

En ellos, su alma de poeta, sube hasta la esencia de lo _Absoluto_;
comprende toda su grandeza; la desvela de la sombra de los errores
terrenales, y la proclama, envuelta en mil resplandores.

Sus cantos á la patria, en los que pide á ese mismo Dios, para
celebrarla en sus glorias y alegrías, _una vida sin fin y una lira
inmortal_, son lo sublime en la inspiración y en el amor. En el amor de
lo bello y de lo grande.

Ellos son como una harmonía celestial, que resonará al través del
tiempo, infundiendo, en los pechos indiferentes, el calor del elevado
patriotismo.

El patriotismo de la fe en el progreso; de la fe en la ciencia; de la fe
en la libertad.

El los llamó su _testamento_; y más que un testamento, son la apoteosis
de su genio.

El "_Encargo á Mis Amigos_," brilla, sobre su sepultura, con esa
indefinible melancolía del último rayo de sol que se hunde en el
horizonte.

Es una melodía cantada por el poeta en instantes solemnes.

En los instantes lentos en que iba á dormir, no el sueño de la muerte,
sino á vivir en la inmortalidad.

¡Dejadle gozar de su nueva existencia!...


II

Mientras lejos de la patria su espíritu vaga por la región de las
eternas armonías; mientras se inunda de nueva luz, y de las alturas,
aun contempla su bella patria, virgen inocente; cubierta de guirnaldas;
besada por los céfiros; y embriagada siempre por la sonrisa de un cielo
azul, purísimo; llévele esa patria, doliente, coronas á su última
morada.

Los vates que á su lado dieron sus notas al viento, enviénle sus
recuerdos de amor al compañero _ausente en el infinito_.

Á todos los que en esta tierra amamos las letras; á todos los que en
esta tierra sentimos nobilísimo orgullo con el talento que brilla, la
memoria de JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ nos impone el gratísimo deber de
honrarla.

Sí; honrar el genio que, como la rápida exhalación que cruza el éter,
deja una estela luminosa en las regiones intelectuales, es practicar el
culto que más engrandece á los hombres y á los pueblos.

El culto del recuerdo, consagrado á los seres en cuya frente el
pensamiento lanzó rayos de luz.

¿No se ciñen coronas á las sienes del guerrero, se inmortalizan sus
hazañas y se cantan sus glorias?

Pues el poeta es también un guerrero, y el más egregio.

Un guerrero no cargado con el peso de las armas que dan la muerte, sino
con la irradiación de las ideas que dan la vida.

Luchar y vencer: tal es su destino.

En la lucha, hiere; pero, como el Dante, hiere al mal, al error, á las
pasiones.

Su victoria tiene un nombre: se llama _regeneración humana_.

Que no hubiese un solo poeta en la tierra, cuyo idealismo desentrañase
la belleza que se oculta en el fondo de su espíritu; que con sus
armonías no despertase el sentimiento que duerme; que con su lira, cual
divina paleta, no dibujase los sublimes cuadros que su fantasía
vislumbra en el infinito, y la tierra y la vida y el alma humana, se
agitarían en el aislamiento y en el vacío.

Faltaríales algo de lo que es esencial en su existencia.

¿Qué es el idealismo?

Es la tendencia del espíritu humano á buscar la verdad absoluta; la
belleza y el bien absolutos, sin poder realizar jamás su afán.

Si no existiese el amor, ha dicho Victor Hugo, se apagaría el sol.

Si no existiese el idealismo, digo yo, modestamente, no existiría el
progreso de la existencia.


III

JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ, vivía en la región del idealismo.

Bajo este concepto, él también contribuía á desarrollar el progreso.

Y, como todos los que se agitan en ese _otro mundo_ que el ser humano
lleva dentro de su alma, al descender á la realidad, sentía que los
abrojos le herían sin piedad.

Amar, pensar, buscar lo bello; recorrer la vida sin contaminarse con el
mal, nada de esto puede hacerse sin sufrir.

El no fué más que una estrella que apareció, iluminó breves instantes el
cielo de la patria, y luego fué á perderse, donde se pierde la luz: en
el insondable infinito.

¡Sí; allí; allí vive... allí está...!

Su tumba y su lira, legadas á la patria, señalan dos grandes verdades:
las transformaciones de la materia y de la vida en la creación, y la
inmortalidad del genio...

Para honrar su memoria, poco digno de cuanto ella merece, puedo ofrecer
sólo estas líneas; que si dan pobre idea de mi aun más pobre ingenio,
son testimonio fiel del cariño y la admiración que siempre le consagré.



MANUEL ELZABURU


Fué éste uno de los portorriqueños que con más diligencia y fortuna
trabajaron por la cultura de su país en el último tercio del siglo XIX.

Nació en 2 de enero del año 1851. Cursó la instrucción secundaria en el
Colegio de los Jesuitas, en San Juan, y la carrera de derecho en la
Universidad Central de Madrid. Fué discípulo de Castelar en su famosa
cátedra de Historia, y gran admirador de este insigne tribuno.

Vivía Elzaburu en casa de su tio don Julio Vizcarrondo, en Madrid, y en
ella formaban tertulia entonces muchos oradores, políticos y literatos
de la corte, con motivo de la agitación abolicionista y política de
aquella época. Con el ejemplo y la dirección de ellos, y con el ambiente
literario de las aulas universitarias, se despertaron las aficiones
literarias del joven portorriqueño, que empezó á escribir unos artículos
cortos en prosa elegante, casi lírica, especie de breves poemas en
prosa, por el estilo de los que solían publicar en aquel tiempo
Baudelaire y el ruso Ivan Tourgeneff. Los publicaba en revistas y
periódicos de aquel tiempo, suscritos con el seudónimo de _Fabian
Montes_. Los primeros que se publicaron en Puerto Rico llamaron la
atención por la novedad de la forma y la extraña condensación del
pensamiento, casi siempre transcendental.

La vuelta de Elzaburu á su país produjo un movimiento literario
favorable. Convirtió su bufete de abogado, en ciertas horas de la tarde
y de la noche, en una especie de cenáculo de poetas y de escritores, al
que daban el nombre de _Parnasillo_. De allí salió el proyecto de la
fundación del Ateneo Portorriqueño, en el que fué Manuel Elzaburu el
factor principal, actuando como Secretario en los primeros años, y
después como Presidente. Á él se debe la galería de retratos de
portorriqueños ilustres en el Ateneo. Fundó también la Institución de
Estudios Superiores, anexa á dicho establecimiento, y agregada á la
Universidad de la Habana, para el estudio de la Medicina, la Abogacía y
las facultades de Letras y Ciencias, y fué en la Diputación Provincial
uno de los campeones más decididos del Instituto Civil de segunda
enseñanza.

Era un activo cooperador de toda obra de cultura y de progreso que se
iniciara en el país.

Poseía con bastante propiedad el idioma francés; estudiaba con
entusiasmo las obras literarias y científicas de su tiempo, y había
adquirido una cultura sólida y extensa.

Tradujo en verso muy acertadamente varias composiciones poéticas de
Teófilo Gautier, demostrando que no le eran desconocidos los encantos de
la rima; pero no escribió nunca versos originales.

Era un orador fácil é instructivo.

El artículo _El Mar_, que se inserta á continuación es de los primeros
que escribió, hallándose de veraneo en la costa de Guipúzcoa, y el
fragmento oratorio es de uno de sus últimos discursos en el Ateneo.

Falleció repentinamente en San Juan, el día 12 de febrero de 1892,
cuando acababa de realizar un viaje de estudio y de recreo por la
capital de Francia.

El Ateneo dedicó una gran solemnidad literaria y una lápida de mármol en
honor de este su meritísimo fundador, é hizo colocar su retrato en la
galería pictórica de portorriqueños ilustres.


EL MAR

Si hay algo que se asemeje al cielo es el mar. Como él tiene furores
temibles y calmas dichosas; como él es azul, y como él, al parecer,
infinito.

Así es que, cuando yo lo he visto hoy, después de una ausencia de dos
años, venir á romperse en espumas contra las rocas, he pensado que no
hay nada más grande, más imponente ni majestuoso, que este rico manto
bordado en plata, que cubre gran parte de la tierra, y que se agita
altivo bajo la mirada del cielo, que muchas veces pretende rivalizar con
él en hermosura, engalanándose con su divino cendal de blancas, ideales
y vagorosas nubes.

Lo confieso, no puedo vivir sin el mar. Hijo yo de una isla que se mece
en las turbulentas y juguetonas aguas del Atlántico, acostumbrado á su
vista, á su vida y á su movimiento, cuando no le tengo ante mis ojos
padezco una especie de nostalgia en el alma, y cuando le miro tras larga
separación siento como llenarse un vacío de mi ser, como cumplirse una
necesidad de mi espíritu.

¡Oh, mar! Tu aspecto es como el aspecto de todo lo grande que sublima,
yo en los largos ratos que guardo para tí de extática contemplación,
noto que se espacía mi ánimo y se ensancha á toda la extensión del
maravilloso espectáculo, flotando con delicia en las ondulaciones de tus
aguas.

Tú satisfaces los sentidos á la vez que alimentas el alma; para la vista
eres el más sublime de los cuadros, ya reposes con la tranquilidad de un
lago, ya te agites con la vehemencia de las tempestades; para el oído
eres la más cadenciosa harmonía, ora gimas rabioso por el huracán
hostigado, ora la brisa te lleve en tranquilas ondas á morir sordamente
en la playa; tú, en fin, eres para el hombre torrente inagotable de
poesía, que le arrobas con los caprichos de tus bellezas, ó misteriosa
enseñanza que con la eternidad de tus movimientos le recuerdas la
eternidad de su supremo autor.

¡Inefable creación! En el horizonte es una línea que marca el nivel de
ese gigantesco vaso; luego toma un tinte nebuloso; más acá el azul
obscuro se quiebra con el continuo movimiento; más adelante se hincha y
crece hasta formar una montaña líquida, que el viento empuja, que se
salpica en su cúspide de blanco, que comienza á encresparse, que se
enrolla en sí misma, y que por último cae deshecha en una catarata de
espumas, que viene mansa á romper sus innumerables globos cristalinos
sobre las doradas arenas de la orilla.

No hay nada, al parecer, más monótono ni más pobre; no hay más que
agua, se dice: sin embargo, nada le supera en riqueza y variedad: en sus
profundos abismos guarda infinitos misterios bajo lechos de algas, entre
laberintos de sombras; en su movible fondo inagotables tesoros perdidos
entre arenas; en sus gotas saladas se revuelven milagros de
organizaciones animales, que todavía sorprenden á la ciencia y cautivan
al hombre; entre nacaradas conchas guarda las opacas perlas escondidas,
como amorosos secretos; en las piedras que erizan el lecho donde se
posa, se adhieren multitud de moluscos entre el musgo que las cubre como
aterciopelado manto; sobre yerbas que no se atreven á salir del seno de
las aguas, yacen caídos trozos de corales bellos de distintos colores,
como fragmentos de ricos palacios derruídos; mientras que, sobre las
cambiantes luces de aquella superficie que esconde tanto prodigio, se
desliza y vive el marino, ese héroe curtido por el sol y desposado con
la mar, que se agita contento en su diminuta isla flotante, y alegre
alienta en su buque, verdadero oasis en un desierto de agua.

Permitidme que admire un momento á ese hombre. Ninguna vida tan agitada
como la suya, ninguna tan llena de combates; hoy le arrulla el viento,
mañana le azotará; hoy le besa la ola, mañana quizás le sacuda y le
hiera; vida que tiene algo de sobrenatural y extramundana, siquiera
porque el hombre parece que abrevia el mundo y se aisla como en
monasterio errante, siquiera porque se aparta de la tierra, como para
perseguir esa línea fantástica donde se juntan y se besan el cielo y la
mar, en ese misterioso espejismo, que se aleja á cada ola que pasa ó á
cada minuto que cuenta el que lo persigue, en la celeridad del tiempo.

¡Bendito seas, Océano! ¡Bendito tú que murmuraste á mi oído tu contínuo
murmullo, cuando aun mis pupilas vírgenes no habían recogido el primer
rayo de esta luz tropical!! ¡Bendito tú que con tus ruidos has apagado
tantas veces las voces de mi inquietado espíritu, y con tus tormentas
acallado las tormentas de mi alma!!!

Yo quisiera pintarte tal cual eres, para que te viesen con los ojos del
alma los que leyeran estos repetidos alfabetos trabados en tan varias
combinaciones, pero no puedo; te he descrito diez veces ó más, y he roto
mi trabajo, ó he arrojado mi pluma, porque me encontraba impotente;
porque las palabras me parecían hielo; porque decía y no pintaba; porque
eras todo aquello escrito, pero eras mucho más; aquello aumentado mil
veces; un no sé qué magnífico, que sólo pudo hacerlo Dios, y sólo
comprenderlo quien lo mirara con los ojos del cuerpo y pudiera embeberse
ante el divino espectáculo de su colosal grandeza.

Inmensas extensiones azules que os salpicáis de fugitivas estrellas
blancas formadas por puntas de olas, apenas rotas en espumas por el
viento; tintas violáceas, que flotáis en las superficies de las aguas,
bajo cuyas transparencias vegetan multiplicadas plantas marinas; sombras
de lejanas tierras, veladas por las vaporosas gasas de la bruma;
guirnaldas plateadas, que circundáis á la altiva roca elevada en la
soledad del Océano, que amoroso la estrecha, rodea, abraza y acaricia;
puntos blancos que, divisados á lo lejos, reveláis otras tantas velas
que se redondean como el seno de las vírgenes con el aire que viene de
los cielos; profundidades cavernosas, donde entre verdes cristales se
miran serpear peces de infinitos colores; claras ondas, que os
complacéis en ver cómo el sol se goza quebrando en vosotras sus rayos;
aves que pasáis mojando las puntas de vuestras alas en el movible espejo
en que os miráis volar; olas, que arrebatadas por el viento os esparcís
en la atmósfera como irisadas lluvias, en cada una de cuyas gotas va
retratado el Universo; espumas blancas, que bordáis las orillas con
caprichosos dibujos renovados de momento en momento; amantes brisas, que
al tocar el reluciente líquido le imprimís sombrías manchas circulares,
rastros de vuestros besos; pequeños ondulados movimientos del agua,
donde centella la luz como en las facetas de un diamante; presentáos
todos; olas, brisas, sombras, rayos del sol, aves y espumas; presentáos
en conjunto clarísimo y harmónico á la mente, para que después digamos
si este cuadro, cubierto por el dosel de un cielo de zafiro, y
acompañado por la eterna nota sonora que se eleva incesante á las nubes,
como la plegaria eterna de la mar, no es la obra fantástica más grande
de los creadores éxtasis de Dios.

San Sebastián, España, (1873).


TROZO ORATORIO

(_Fragmento de un discurso pronunciado en el Ateneo Portorriqueño, sobre
"Relaciones de la Literatura con la Historia de los pueblos."_)

Hace ya más de un siglo que los métodos históricos se han ido
enriqueciendo poco á poco, con la idea de que una obra literaria "no era
un simple juego de imaginación, el capricho aislado de una cabeza
caliente, sino una copia de las costumbres que la rodearon, y como el
cuadro representativo de un estado del espíritu humano," á tal extremo,
que, para grandes pensadores modernos, un documento literario importante
podría servir, bien interpretado, para estudiar en él la psicología de
un alma, como en _Jocelyn_; generalmente la de un siglo, como en la
_Divina Comedia_; y á veces la de una raza, como en la _Iliada_ ó en los
poemas indios, el _Ramayana_ y el _Mahabharata_, llegando á concluír de
todo ello, que principalmente por el estudio de las literaturas es que
se podrá hacer la historia moral de los pueblos, y marchar hacia el
conocimiento de las leyes psicológicas de donde emanan los
acontecimientos, como expone victoriosamente Hipólito Taine, en su
_Historia de la literatura Inglesa_.

Tales ideas aplicadas á los procedimientos históricos, han sido parte á
que se obtuviesen los grandes resultados que se palpan en escritores
como Thierry y Michelet, como Sainte Beuve y el mismo Hipólito Taine,
los cuales ocupándose (como señalada y expresamente lo hace este último
en su notable estudio sobre los orígenes de la Francia contemporánea, y
en sus demás trabajos sobre Filosofía del arte en Grecia, en Italia, en
Inglaterra y en los Países Bajos) de la raza, el medio y el momento, es
decir, de la cuna ú origen en el personaje histórico de que se trata,
que puede ser un pueblo entero; del lugar y clima é instituciones donde
esa misma representación se mueve; y del momento en que acontece el
suceso que se comenta y estudia, llegan á conclusiones maravillosas, de
precisión y lógica, garantizadoras de toda verdad y prometedoras de
acierto.

Y no cabe duda.

Para conocer bien un pueblo, que no es mas que una individualidad
colectiva; para hacer el examen de su estado moral, en una determinada
época, ó en el trascurso de varias, eslabonadas unas con otras, hasta
llegar, si se quiere al completo de su existencia, no basta examinar los
acontecimientos aislados realizados en él, y contarlos sencillamente,
como si aun fuera la historia más que la narración escueta de los
hechos, sin complemento de explicaciones y sin ayuda de juicios y
meditaciones más hondas.

¡No! Ya eso no responde, ni siquiera á los tiempos en que Vico inmortal
echaba los cimientos de la ciencia nueva, y en que Montesquieu se
adelantaba á su época, penetrando en la observación al escribir sobre la
historia de la humanidad.

Hoy, como el naturalista acude á los principios ó leyes de la herencia y
de la adaptación al medio, para explicar un ejemplar cualquiera de la
especie; y como el criminalista moderno, acude, para el comentario del
delito, á la antropología y á la psicología humanas, la historia llama
en su auxilio á las literaturas, para que ayuden á hacer también la
psicología de los pueblos.

¿Y quién puede hacerla mejor? ¿Quién puede decir mejor cómo ha pensado y
cómo ha sentido un pueblo, si no sus mismos pensadores y sus mismos
poetas por cuyos labios han salido las manifestaciones vivas de su
alma, la sublimidad de sus pensamientos, el vuelo de sus trasportes ó la
voz triste y grave de sus desventuras?

Y si para hacer la historia verdadera es necesario, como dice Thierry,
abrigar un sentimiento vivo por ese mismo pueblo todo entero, por esa
masa de hombres así llamada, sin predilección alguna por personajes
históricos determinados, por ciertas existencias, ni por determinadas
clases tampoco, que quitan el tinte nacional á la narración, en la cual
no reconocemos después bien, el alma, el espíritu, el carácter
predominante en nuestros antepasados, sin distinción de clases, ni de
rango; si se necesita hacer de esa manera la historia de un pueblo ¿á
quién mejor preguntar que á él mismo, á su literatura que retrata su
vida, que copia su cielo, que respira su ambiente, y que está llena de
color y de verdad local?

He ahí el interés tan grande del tema á que aludimos.

Nosotros tenemos ya nuestra historia regional á la manera antigua en
Fray Iñigo Abad de la Sierra; la tenemos modernizada en los suplementos
de esa historia, ampliada por nuestro sabio maestro, modelo de patricios
y gran educador de buenos ciudadanos, el castizo y elegante escritor
académico Don José Julián de Acosta; pero á esa historia falta, en la
parte posible, el empeño que él no pudo acometer, ni se propuso por la
misma índole de su libro y que nosotros empezamos á intentar ahora, cual
es: la continuación de aquellos orígenes de nuestra sociedad actual,
estudiada en los hechos, pero ayudado este estudio por el examen de la
incipiente literatura nuestra, de tal manera que, en comentario mutuo,
los documentos literarios muestren los sentimientos y cultura de los
autores del suceso historiado, y el acontecimiento examinado en sus
relaciones de raza, medio y momento, razone elocuentemente á su vez los
documentos literarios.

Estudiada así la historia, llegaremos á conocemos mejor; y aquel será el
día de acabado ese estudio por nuestro ignorado historiador, que
tengamos el árbol de la genealogía psicológica de nuestras almas, el
cual contribuya á describirnos por medio de las leyes que hemos
apuntado, la transformación lógica y fatal del español de ayer, fundado
en este suelo, en sus descendientes de hoy que hemos nacido en este
rincón, el más genuinamente español del mundo americano.



ABELARDO MORALES FERRER


La muerte prematura de este joven privó quizás á Puerto Rico de una
gloria literaria y científica.

Había nacido en Caguas, el 31 mayo de 1864. Terminada su educación
primaria en dicha ciudad, vino á San Juan para estudiar las asignaturas
del bachillerato en el Instituto, que estaba entonces á cargo de los
Jesuitas; pero no pudo terminar con éstos la segunda enseñanza, por
incompatibilidad de ideas y de caracteres con sus maestros.

Se trasladó á Barcelona, y allí estudió con éxito admirable. En siete
años hizo los dos cursos que le faltaban para el bachillerato y obtuvo
su título de Médico en aquella Universidad, ampliándolo después hasta
obtener el doctorado en la Central de Madrid. En el curso de sus
estudios se encariñó con la literatura y produjo trabajos breves, aunque
muy notables, en prosa y en verso, que daba á conocer en algunos de los
periódicos del extranjero y del país.

Hacia el año 1889 publicó en Madrid un pequeño poema, de forma
campoamoriana, titulado _La religión del amor_, muy elogiado por la
crítica, al cual puso un bello prólogo Antonio Cortón.

Se trasladó luego á París con el propósito de practicar en los famosos
hospitales de aquella gran metrópoli; fué admitido poco después como
ayudante de clínica del insigne oculista polaco Galezowski, y en ella
adquirió habilidad y destreza admirables en la cirugía ocular.

Llegó á Puerto Rico á fines del año 1891, precedido de fama bien
merecida; pero lo que había ganado en ciencia fuera de su país, lo había
perdido en salud y en alegría.

Cuando se embarcó para Europa era uno de los jóvenes más expansivos,
alegres y bulliciosos de este país, y regresó triste, pálido, reflexivo,
sin entusiasmos y sin salud. Había contraído una tuberculosis, no se
sabe si por contagio, por exceso de estudio ó por otras causas
debilitantes. Conocía su enfermedad y medía sus consecuencias.

En su profesión de médico, y sobre todo en la de oculista, era una
notabilidad, y practicó aquí operaciones de gran mérito. Con aquella
mano fina y sedosa, que parecía mano de mujer, hacía en los ojos
operaciones admirables y casi insensibles para el enfermo.

En el ejercicio de la medicina en general, obtuvo también buenos éxitos.
Luchaba briosamente contra las enfermedades ajenas y contra la propia.
Se fué á vivir durante una larga temporada al pueblo de Aguas Buenas, en
la falda del Luquillo, una de las más altas montañas del país, y utilizó
también la influencia balsámica del mar en su costa del norte.

Ni su enfermedad ni los trabajos de su profesión le impedían cultivar
sus aficiones literarias. Era uno de los cuatro cronistas de _El
Buscapié_, semanario de gran popularidad, y publicaba con frecuencia
narraciones en prosa y poesías, en otros varios periódicos. Poseía ya
como prosista una dicción esmerada, gráfica y de mucha viveza y color.
Durante su permanencia en París se encariñó mucho con la obra de los
hermanos Goncourt, coloristas y buriladores de la palabra, y solía
imitarlos, principalmente en sus descripciones.

Entre las obras en prosa que produjo en aquella época, llamó la atención
una novela corta titulada _Idilio fúnebre_, en la que había mucho de
autobiografía y de triste presentimiento. Llevó poco después su
abnegación hasta el punto de renunciar á su casamiento con una bella
joven, de la que estaba muy enamorado, para no entristecer los
esponsales con su propia muerte y legar á seres bien queridos el
contagio y tal vez la herencia peligrosa de su enfermedad.

Pero esta enfermedad se iba agravando notablemente, y en 24 de abril
del año 1894 se embarcó para Europa con el propósito de estar durante la
primavera en París, consultar algunos especialistas famosos, y pasar un
verano en una de las deliciosas montañas de Suiza, absteniéndose de todo
trabajo mental y haciendo vida de campesino, respirando á pleno pulmón
el aire oxigenado de los bosques.

Y no volvió de allí....

En 9 de agosto del mismo año falleció en Lausanne, (Suiza), en
donde--por encargo cuidadoso de su familia--se conserva aún su sepultura
con la inscripción correspondiente.

La siguiente composición en verso fué escrita en los primeros años de su
juventud, y el fragmento en prosa pertenece á su última época:


IDOLATRÍA

      Su orgullo abate y su soberbia humilla
    De Alá en presencia el oriental creyente,
    Y doblando contrito su rodilla
    Hunde en el polvo la abatida frente.

      Ante el déspota cruel, sañudo y fiero
    Que el mundo todo á voluntad domina,
    El noble rinde el brillador acero
    Y á la tierra, servil, la frente inclina.

      Por el oro que en piñas resplandece
    Prestando luces á sus yertos ojos,
    El torpe avaro la existencia ofrece,
    Cayendo, ruin, ante su altar de hinojos.

      Ni avaro, ni oprimido, ni creyente
    Mi soberbia satánica se humilla,
    Ni hundo en el polvo la abatida frente,
    Ni ante un ídolo doblo la rodilla.

      Porque el dios, el monarca y el tesoro
    Á quienes rindo adoración cumplida,
    Es una virgen de cabellos de oro,
    Único encanto de mi triste vida.


ANÍBAL

(fragmento)

El aire fresco de la mañana serenó la frente de Aníbal. Aquella noche
sin descanso había impreso en su rostro las huellas de un malestar
indecible, comunicando al alma la languidez enfermiza de su cuerpo.
Sentíase ávido de respirar la brisa matutina, como si buscase en ella
algo que calmara la sed inextinguible de su anhelo.

Entornó suavemente la puerta de la entrada y se encontró en el arroyo.
Nadie transitaba aún por las calles de la ciudad dormida. Aquella
soledad augusta en plena alborada tuvo para él encantos seductores,
complaciéndose en mirar descaradamente el rostro soñoliento de las
casas, cuyas puertas aún cerradas parecían grandes párpados caídos bajo
la enorme pesadumbre de un buen sueño matutino.

Subió por la calle de la Tanca hasta la plazuela de San Francisco. Allí
se detuvo breves instantes mirando irresoluto la sucia fachada de la
Iglesia, que la tranquilidad exquisita de la hora semeja presentar en
toda la desnudez de su fea y pobre arquitectura.

En aquel fondo de color de rosa denegrido por la intemperie se abría una
ancha boca negra con trasuntos de puerta cochera. Aníbal en el afán de
hallar consuelo para su triste pecho, dudó un poco si entrar en la
iglesia, echarse ante el ara y buscar en el aniquilamiento de todo su
ser moral la fe, aquella fe hermosísima que ya empezaba á abandonarle,
dejándole expuesto, inerme y sin auxilio, á los fieros embates de la
duda.

Miró al cielo, y aquella diafanidad incomparable le sedujo por completo.
Determinó entonces no entrar en la iglesia y correr á la ventura,
sumergido en la luz blanquecina del crepúsculo. Su fe poderosa le
llevaba hacia Dios, pero á su corazón de artista repugnaba buscarle en
aquel templo sombrío, donde por todas partes se veía la mano del hombre,
sin que se transparentara en el más mínimo detalle la augusta majestad
del cielo. Sí, en el espacio sin límites, en aquellos hermosos
horizontes de una serenidad incomparable, él comprendería mejor la
grandeza divina. Entonces, y como temeroso de un arrepentimiento tardío,
echó á andar muy de prisa por la calle de San Francisco hasta la Plaza
de Armas, que solitaria parecía dormitar aún arrullada por los ecos de
la última retreta. Las cuatro dieron en el reloj del Municipio. Aníbal
siempre de prisa dobló por la calle de San José arriba. Sus pasos
resonaban sobre el macadán de la acera con golpes secos que retumbaban
como el de un martillo en la estrecha galería de un cementerio.

La catedral á la izquierda solicitó su espíritu, mas alzó de nuevo sus
ojos y aquella cúpula negra, de una negrura mate, y aquella torrecilla
recortada bruscamente como para impedir que llegase al cielo, le
hicieron una impresión terrible, determinándolo á seguir adelante.
Continuó, pues, hallándose luego en la esquina de la calle de San
Sebastián, en la que ya comenzaba á notarse un átomo de vida. Se detuvo
otra vez. Á la derecha el Mercado empezaba á animarse. Algunos caballos
cargados de frutas y legumbres se hallaban agrupados entre los dos
pabellones, frente á la puerta del centro. El arroyo aparecía sembrado
aquí y allá de hojas de hortaliza, frutos podridos y recortaduras
variadísimas.

Aníbal siguió andando hacia la izquierda, hallándose por último en la
Plazuela de San José cuyos árboles, retorcidos los unos, parecían
viejos decrépitos; estirados y flacos los otros, semejaban niños
enfermos. Bordeó la Audiencia y enfiló por la calle del Cristo,
encontrándose á poco en la cuesta del Cementerio, por la que empezó á
descender lentamente. Aquella rampa lisa é inclinada, de una tristeza
profunda, parecía llevarle á algo desconocido que tenía su comienzo un
poco más allá, en aquella bóveda obscura que se abría debajo del verdor
húmedo del césped, como para indicar al que por ella entraba el abandono
irremediable de toda esperanza. Tuvo que hacer sobre sí un poderoso
esfuerzo para no seguir descendiendo. El abismo le atraía con su quietud
misteriosa. Desvióse hacia la izquierda y empezó á caminar sobre el
menudo césped. El castillo del Morro pintado de blanco recortaba en la
limpidez del cielo las líneas rectas de sus troneras, la torre del
vigía, el faro con sus barandas de hierro y sus reflejos metálicos, y
por último el semáforo de náutico atalage.

Andando así, lentamente, sintiendo crugir bajo sus plantas la hierba
húmeda aún por el rocío de la mañana, llego Aníbal á la izquierda del
castillo, entrando en un pequeño reducto que--como un cenador--se
desprende de uno de los muros del foso y avanza hasta inclinarse sobre
la vegetación bravía de la playa. Una vez allí á solas consigo mismo,
frente á frente de aquel malestar indefinible, se sentó tristemente
sobre el parapeto, dando la espalda á la boca del Morro. Dolor agudísimo
le torturaba sin descanso. El hundimiento de sus plácidos amores había
venido á sorprenderle sin misericordia, dejando en el fondo de su alma
una amargura insoportable. Él vivía confiado, sin presentimiento alguno,
y hé aquí que de súbito se le presentaba, anonadándole bajo su gravedad
de plomo, aquel horrendo infortunio. Tendió su mirada y pudo descansar
un momento en la contemplación de aquel hermoso panorama. Frente por
frente y allá en último término, avanzando hasta sumergirse atrevidas en
las ondas del mar, las Cabezas de San Juan, cuyas verdes cabelleras se
destacaban, sobre el azul pálido del agua; un poco más acá y recortando
siempre la tierra, algo sin nombre que avanzaba también hasta formar con
las Cabezas un pequeño golfo á cuya entrada vió Aníbal el islote de los
Pájaros. Después hasta el cementerio la costa acantilada con sus enormes
rompientes y sus quejidos interminables. El Tiro al blanco sobresalía en
un ángulo de la muralla que, inconmovible y dura, ahoga la ciudad con su
dogal de piedra. El Castillo de San Cristóbal manchaba de rosa el tono
lúteo de las fortificaciones. Más abajo y bebiendo casi el agua salada
del mar, el Matadero; después, un gran claro de vegetación escasa y
raquítica, é intramuros la parte N. E. de la ciudad, dominada por el
Parque de Artillería, la iglesia de San José, el Cuartel Nuevo y la
Beneficencia, en primer término. Á la izquierda la inmensidad de las
aguas con su rumor eterno, y arriba el cielo, de una pureza inmaculada.

Cuando Aníbal se hubo dado cuenta de tanta hermosura, se levantó y
avanzando hasta el parapeto, inclinó el busto como si buscase en aquel
rincón del mundo nuevas bellezas que admirar. Entonces sus ojos
tropezaron con un ángulo del cementerio, que la ciudad de los vivos
parecía haber arrojado de su seno colocándole extramuros para después
anegarle en las profundidades del abismo. Á aquella hora nadie
transitaba aún por las tristes avenidas, pareciendo que los muertos,
como los vivos, encontraban cierta voluptuosidad exquisita en dormir
arrullados por las frescas brisas de la mañana. En el centro, la capilla
elevaba su cúpula obscura, pudiendo verse á la derecha la angosta
galería, y á la izquierda, entre la calle central y la habitación del
sacerdote, varias tumbas con sus estatuas de mármol en actitud doliente,
y sus verjas de hierro guarnecidas de flores marchitas. Calor tibio
parecía levantarse de aquel suelo en continuo trabajo de renovación,
sintiéndose ese olor indefinible, repulsivo, mezcla extraña de vapores
humanos, aromas insípidos de flores mustias y vahos fríos de tierra
humedecida. Aquel silencio de muerte volvió á despertar en su memoria la
cruel idea de su infortunio. Él se veía abandonado como aquellos seres
que allí dormían eternamente, pero con abandono más triste y despiadado.
Vivo, hallábase condenado á pasear sin rebeliones el cadáver de su alma.
¿Por qué no morir por completo como los otros, y acostarse allí y dormir
ese sueño perdurable llamado la muerte? Y suspiró profundamente,
anhelando la hora del eterno descanso...



MANUEL PADILLA DÁVILA


Fué el cantor de las cosas apacibles, de las ideas melancólicas, de los
afectos tiernos y de las purezas del alma. Sin ser un místico en la
acepción más propia de esta palabra, era el que mejor sentía y expresaba
las dulzuras de la fe entre todos los poetas de su tiempo.

Nació en Toa Baja, el año 1847. Niño aún, fué á vivir con su familia á
Vega Baja, donde cursó las asignaturas de la enseñanza elemental, y
estudió Matemáticas en las cátedras de esta ciencia que sostenía en San
Juan la Sociedad económica de amigos del país. Graduado de agrimensor,
volvió á su villa natal en donde se instruyó en el arte poético con el
trato frecuente de su ilustre tio el doctor Padilla.

Á la edad de 18 años escribía ya versos muy delicados y armoniosos á las
flores, á las mariposas, á las avecillas canoras y de gracioso plumaje,
al amanecer y á todo lo que producía gratas impresiones en su alma
seráfica y sencilla. Después, cuando le hirieron las espinas de la
realidad, lloró poéticamente, con ternura exquisita, mirando hacia el
cielo de donde lo esperaba todo.

Dotado de sensibilidad extraordinaria, se entristecía y se alegraba con
facilidad suma, según sus impresiones de momento. En sus penas y
desengaños solía sufrir rápidos eclipses de la esperanza, pero nunca de
la fe. Era un creyente sincero, y en sus composiciones de carácter
religioso alcanzaba con frecuencia mayor elevación poética que en las
mundanas.

Su estilo, por lo general, era sencillo, claro y candoroso; su
versificación esmerada, y sus pensamientos de una intachable pulcritud.
Sus versos eran especialmente leídos y estimados entre las damas.

Fué laureado en un certamen del Ateneo Portorriqueño, y obtuvo el primer
premio de _Fe_ en un brillante concurso de Juegos Florales, celebrado en
San Juan.

Falleció en 31 de Octubre de 1898 cuando el pleno desarrollo y madurez
de sus facultades hacía esperar de él otros brillantes triunfos.

Dejó manuscrito un libro que contiene sus poesías, y á él pertenecen las
que se insertan á continuación:


LA FLOR DE LA ESPERANZA

    --Mariposa gentil de la pradera,
         Linda ramilletera,
    Tu cestillo ¿qué flores atesora?

    --Las que ofrece la dulce Primavera,
         Y esmalta placentera
    Con sus líquidas perlas el Aurora.

    --¿Llevarás por ventura entre esas flores
         Una cuyos primores
    Ninguna flor á poseer alcanza?

    --Dadme de ella más claros pormenores.
         --Es símbolo de amores...
    Y se llama "La flor de la Esperanza."

    --¡Ay, señor! En el campo de mi vida
         Brotó esa flor querida
    Para encanto y placer de mi existencia;

    Mas un insecto en hora maldecida
         Con maldad fementida
    Le dió la muerte por libar la esencia.

    --Yo también, infeliz ramilletera,
         De distinta manera
    Perdí esa flor que lloro todavía,

    Y en vano al retomar la Primavera
         Busco por dondequiera
    La hermosa flor de la esperanza mía.


SURSUM CORDA

      Verdinegras montañas,
    Sierras azules,
      Donde agitan las nieblas
    Sus blancos tules;
      Colinas pintorescas,
    Undosas faldas,
      Donde la luz acopia
    Sus esmeraldas;
      Llanura que en las costas
    Del mar te pierdes,
      Al soplo de las brisas
    En ondas verdes,
      ¡Ah! cuando os veo,
    Santa fe me reanima
      Y en mi Dios creo.

      Fuente, donde la luna
    Sus rayos quiebra
      Y el aura sus amores
    Grata celebra;
      Sierpe de acero y plata
    Sonante río,
      Manantial que no corres,
    Lago sombrío;
      Mar donde el pensamiento
    Libre campea,
      Y el numen se agiganta
    Y el alma ojea,
      ¡Ah! cuando os miro
    Siempre de Dios me acuerdo
      Y á Dios admiro.

      Gruta, bóveda agreste
    Y hospitalaria,
      Donde tiende su manto
    La parietaria:
      Gruta, mansión un tiempo
    De algas marinas,
      Y hoy morada de abejas
    Y golondrinas,
      Tú eres el templo augusto
    Donde mi alma
      Al Eterno sus preces
    Eleva en calma,
      Tú el santo abrigo
    Donde ante Dios me postro
      Y á Dios bendigo.

      Sol, lámpara divina,
    Siempre brillando,
      Ilumina mi templo
    Que estoy orando;
      Pájaros de la selva,
    Vuestras canciones
      Armonicen y lleven
    Mis oraciones;
      Y tú, mar, impetuoso,
    Bravo elemento,
      El rumor de tus olas
    Une á mi acento,
      Y en tus mareas
    Dile á mi Dios conmigo:
      "¡Bendito seas!"



FRANCISCO GONZALO MARÍN


Fué un poeta malogrado, como Francisco Álvarez; ambos murieron casi á la
misma edad.

Marín nació en Arecibo, el día 9 de Marzo de 1863. Cuando apenas había
terminado su instrucción primaria, se lanzó á la lucha política del
periodismo, fundando un pequeño semanario, con el título de _El
Postillón_, que hubo de chocar pronto con la censura de imprenta y aún
con los tribunales de aquel tiempo. Emigró entonces Marín á Santo
Domingo, y allí se encontró con una situación más restrictiva y dura que
la de Puerto Rico. El Presidente _Lilí_ extremaba igualmente su tiranía
contra los dominicanos y los extranjeros que no se sometían á su
autoritaria voluntad. Desterrado de la República dominicana, dió en
Venezuela, de donde el general Andueza Palacio le desterró también, á
mediados del año 1890.

De allí volvió á Puerto Rico, se avecindó en Ponce, y reanudó sus tareas
de periodista en _El Postillón_ redivivo, que sucumbió el año siguiente,
á fuerza de multas, procesos y suspensiones.

Á fines del año 1891 se hallaba Marín en Nueva York, colaborando en el
periódico separatista _Gaceta de Puerto Rico_, dirigido por el Señor
Vélez Alvarado. Fué durante algún tiempo secretario del Club Borinquen,
establecido en aquella ciudad, y publicó entonces su primera colección
de versos con el título de _Romances_, á la cual pertenecen las
composiciones que se insertan al final de estas líneas.

Sus biógrafos suelen aplicarle el calificativo de bohemio, quizá por lo
que tenía de ambulante; pero su peregrinación no era voluntaria, sino
más bien consecuencia de su temperamento batallador y de su espíritu
revolucionario. Su inquietud tenía mucho de rebeldía. Las obras que
publicó revelan talento é inspiración poética. Sentía, pensaba y sabía
expresar sus ideas con cierta elegancia y energía, pero en él superó
siempre el hombre de acción al hombre de pensamiento, y manejaba mejor
el rifle y el machete que la pluma.

Su poesía es, sin embargo, espontánea, y se revela en ella sin esfuerzo
su corazón y su carácter.

Hallándose en la gran metrópoli comercial americana tuvo noticia de que
había muerto su hermano Wenceslao, teniente de caballería en el ejército
cubano en campaña, y quiso suplir á aquél, peleando por la libertad de
Cuba. Se agregó á la expedición del Dr. Rafael Cabrera, en Agosto de
1896, y en Octubre del mismo año figuraba como sargento en la escolta de
Máximo Gómez, desempeñando el cargo de Secretario auxiliar del Despacho.

La vida azarosa de los combates y lo insalubre de las lagunas y los
terrenos pantanosos que con frecuencia tenía que recorrer, le produjeron
unas fiebres rebeldes. Tres soldados fuertes recibieron el encargo de
conducirle á una zona libre de peligros, en donde pudiera curarse; pero
arreciaba la fiebre de Marín, no podían pasar la Trocha sino después de
un larguísimo rodeo, y decidieron dejarle provisionalmente en una
espesura del bosque, para volver luego con más fuerzas y medios de
seguridad para salvarle.

Parece que los accidentes imprevistos de la guerra alejaron á los
compañeros de Marín de aquel sitio más de lo que ellos habían pensado, y
la enfermedad aniquiló pronto al pobre guerrillero. Un mes más tarde,
cuando aquéllos lograron volver junto á la ciénega de Turiguanó, donde
había quedado Marín, sólo encontraron en la hamaca el esqueleto de
nuestro infeliz poeta, abrazado á un fusil....

Ocurría esto en Noviembre del año 1897.

Las dos siguientes composiciones suyas pueden dar idea de la
inspiración poética del autor, en los dos estados de ánimo que eran en
él más frecuentes:


MARIPOSAS


I

      La pléyade fugaz de alas de oro
    surgió de pronto en la callada alcoba,
    Y mi madre me dijo:
                            --No te asustes,
    son bellas, y se llaman mariposas.
    Donde hay amor, perfumes, alegría,
    besos, arrullos, esperanzas, notas...
    Donde tiene su trono la inocencia,
    altar el bien, la dicha sinagoga;
    donde hay _luz_, y cariños, y poesía;
    donde no existe un átomo de _sombra_,
    allí van á formar, amado mío,
    nido de luz las raudas mariposas.


II

      Cuando me encorve el peso de los años,
    cuando la senda del dolor recorra
    y, cansado viajero, sin un triunfo
    me tienda á descansar sobre una fosa,
    ¡quiera Dios que en la noche de mi cráneo,
    así como en el hueco de la alcoba,
    vengan á fabricar, madre del alma,
    nido de luz las bellas mariposas!


EL RUISEÑOR


I

      Yo aplaudo al ruiseñor cuando á la hora
    en que despierta perezosa el Alba,
    él vierte trinos, de alborozo llenos,
    como la aurora lágrimas.

      Yo aplaudo al ruiseñor al medio día
    porque, de árbol en árbol cuando salta,
    quema, creyente, en el altar de Febo
    no incienso, alas...

      Yo aplaudo al ruiseñor cuando á la Tarde
    --su novia--ofrece quejumbrosa cántiga,
    y le aplaudo también cuando á la Noche
    entona una plegaria...


II

      Mas si alevoso huésped, por codicia,
    del recinto selvático le arranca
    para dejarle prisionero alado
    dentro la odiosa jaula;

      El pobre ruiseñor cierra su pico,
    enfermo pliega las oscuras alas,
    y, romper no pudiendo sus cadenas,
    muere de rabia...

      Entonces ¡oh! no sólo del aplauso
    agito yo las palmas,
    sino que, noble, sin igual y altiva,
    doy forma á esta pregunta temeraria:
    ¿Por qué los pueblos que aherreojó el tirano
    también no aprenden á morir de rabia?



JOSÉ MERCADO

(Momo)


Nació en Caguas, el día 7 de Octubre del año 1863. Fué bautizado en
aquella parroquia con el nombre de José Ramón, y era hijo natural de
Ramona Mercado.

De su niñez se sabe solamente que fué poco tiempo á la escuela, y que á
los doce años servía como dependiente y mandadero en una tienda de
comestibles de don Eusebio Santa, en dicha población.

Con motivo de unas fiestas reales que allí se celebraron en aquel
tiempo, se convocó á los trovadores populares para que acudiesen á
improvisar décimas ante un jurado, ofreciendo un premio al vencedor. El
niño Mercado pidió permiso al dueño de la tienda para acudir á la justa
poética, llegó ante el jurado, cantó, y obtuvo el premio entre todos los
trovadores del concurso.

Vivió después en el pueblo de Cayey, dedicado probablemente á
ocupaciones análogas á las que solía desempeñar en Caguas, y cuando se
hallaba ya en plena juventud, vino á San Juan.

Lo más interesante de la vida de Mercado desde esta fecha lo relató hace
años en forma ligera el autor de las presentes líneas, en una especie de
semblanza que sirve de prólogo á la colección de poesías de aquél,
titulada _Virutas_, y dice así:

"En mi ya larga vida de tropezones literarios, no he tropezado hasta
ahora con un autor más original que el de este libro.

_Momo_ es la originalidad misma. No se parece á nadie física, moral ni
literariamente. No se sabe dónde, cuándo ni cómo aprendió á escribir
versos; tampoco se sabe cuándo, ni en donde los escribe, y á estas
horas, en que _Momo_ es ya una personalidad literaria hecha y derecha,
todavía son muy contadas las personas que aquí tienen noticias de cómo,
cuándo y de dónde vino Momo á esta ciudad. Yo mismo, que solía tener al
dedillo, en tiempos atrás, los antecedentes de mis compañeros de letras,
encuentro bien poca cosa que decir acerca del advenimiento, aprendizaje
y formación de este poeta singular.

Allá por los años de 1891 se publicaba aquí un periódico, del cual eran
redactores varios catedráticos del Instituto. Lo editaba el Sr. Anfosso,
y lo empaquetaba y rotulaba para los suscriptores un jovencito
pelirrojo, risueño, vivaracho, de fisonomía simpática é inteligente, y
de mirada interrogativa y sagaz.

Adolecía por lo general el periódico aquel de cierto dogmatismo
empalagoso, y el lenguaje de sus artículos era casi siempre almidonado y
tieso, con más atavíos de retórica que ingenio y originalidad. Pero
afortunadamente, los catedráticos se distraían con frecuencia, no
volvían á la Redacción después de almuerzo, y á la hora de terminar el
periódico no había originales suficientes. Corría entonces la noticia
por el taller, se producía un sordo rumor de colmena mezclado con tal
cual escape de risa, continuaba después el trabajo de los tipógrafos, y
el periódico salía completo, á su hora y sin dificultad.

Luego se fué notando que las ediciones del periódico en que ocurría lo
que acabo de relatar, eran las únicas en que había algo bueno y sabroso
que leer.

Y... lo que pasa. La gente que leía y saboreaba aquellos versos
epigramáticos y aquellas sabrosas noticias, quiso averiguar de quién
eran. Nada se puso en claro por de pronto, y esto avivó más y más el
deseo de la averiguación; pero de sospecha en sospecha, y de indicio en
indicio, llegó, por fin, á saberse que el autor de los epigramas
picantes y de las regocijadas gacetillas era... el mismísimo diablillo
rojo que rotulaba las fajas para el correo en la oficina del periódico.

La curiosidad frívola frecuentó con cierta asiduidad, en aquellos meses,
la Redacción y la Administración de _La Balanza,_ que éste era el nombre
del periódico indicado; pero sólo consiguió saber que el chico era de
carne y hueso, que había venido de Cayey, que tenía buen humor, que
fumaba puro y que sabía leer y escribir.

Más tarde, un repartidor de cédulas de vecindad llegó á saber que
nuestro incógnito se llamaba José Mercado.

¡Mercado! Este apellido sonaba mal en aquella época, en que se había
establecido ya la cotización de las conciencias políticas, y no se podía
pronunciar en alta voz sin que alguno se diese por aludido.

El chico lo conoció bien pronto, á fuer de avisado y perspicaz, y empezó
á desligarse del apellido, hasta que prescindió de él por completo.

--Este, más que apellido--dijo Mercado para sí--es un apóstrofe oblicuo,
que diría el catedrático de Retórica... Sacrifiquémoslo, para evitar
disgustos innecesarios.

Y tomó de ese apellido el principio y el fin, ó sea la primera y la
última letra, y repitiéndolas en una sola palabra formó el seudónimo por
el cual le conocemos desde entonces, y que es también el nombre del dios
mitológico de la Risa.

No tardó mucho en hacerse popular el seudónimo, y desde ese mismo
instante empezó _Momo_ á padecer.

En cuanto se supo que hacía versos fáciles y graciosos no hubo en la
ciudad sereno, cartero, alguacil, campanero, ó repartidor de periódicos
que no le encargase versos, para pedir el aguinaldo.

Y tras de éstas, llegaron otras peticiones, atraídas por la eficacia de
la propaganda.

--¿Quién te _sacó_ esos versos tan bonitos?

--_Momo._

--¿No te _quitó_ nada por sacarlos?

--No.

--Pues me tiene que sacar otros á mí.

Y allá fué medio mundo, á sacarle á _Momo_ los ojos, para que él le
sacara versos.

Las compañías de zarzuelas le encargaban todas las seguidillas,
peteneras y coplas alusivas y picantes de la temporada; no hubo ya
pedidor de aguinaldo que no le pidiera versos graciosos, ni álbum que no
llegara donde él en demanda de alguna chistosa redondilla.

También acudieron á _Momo_ las cofradías en busca de poesías místicas.
¿Tenía gracia el nuevo poeta? ¿Eran leídos con avidez sus versos? ¿se
reían las gentes con ellos, y por todas partes los repetían y los
saboreaban con deleite? Pues que le saque unas décimas á las cinco
llagas, que componga un villancico para los Santos Reyes, ó que haga un
soneto acróstico para el Ángel Gabriel.

Complaciente y bondadoso como Dios lo hizo, apechugaba _Momo_ con estos
encargos, y _sacaba_ versos de aquella enmarañada y varonil cabeza, como
quien saca agua de un pozo manantial.

Y ahora pregunto:

¿Deben atribuirse á esta tremenda gimnasia, los evidentes progresos de
_Momo_ en el arte de la versificación?

Yo, por lo menos, me inclino á creer que esto ha debido contribuir en
gran parte al desarrollo de sus excelentes disposiciones para el cultivo
de la poesía lírica. Lo cierto del caso es que _Momo_ versifica ahora
con admirable facilidad, que maneja bien la rima y que su dicción iguala
en espontaneidad y soltura á la del mejor de los poetas portorriqueños.

En los primeros años el instrumento poético de _Momo_ fué consecuente
con la significación mitológica de su seudónimo, y no sonaba en él más
que la cuerda festiva; pero el pasar de los años, las amarguras de la
experiencia y la penosa impresión que dejan siempre en las almas
sensibles las desgracias de la patria, fueron poniendo en tensión otras
cuerdas importantes, y ya le falta poco para poseer el registro
completo. Sus composiciones tituladas _La Lengua castellana_, _¡Á la
fiesta!_, _¡Sálvanos, madre!_, _Lázaro_, y _Redención_, demuestran hasta
qué punto el diablillo juguetón y despreocupado de _La Balanza_ ha
podido elevarse en la escala del sentimiento patrio, de la elegía bien
sentida y vibrante, y de un subjetivismo ingenuo y melancólico, que hace
recordar en cierto modo la doliente y amable sinceridad de Alfredo de
Musset.

En algunas de estas producciones aparece ya el poeta de alto sentido
social, que se sale de sí mismo, que se olvida de su risa y de su
humorismo propios, para sentir el dolor ambiente, la desgracia de los
que le rodean; é inspirándose entonces en los diversos estados del alma
popular, interpreta y expresa en sugestivas estrofas el pensamiento
colectivo, las esperanzas, las tristezas ó los anhelos de las
multitudes. Enmudece entonces en él la nota festiva y riente, y ora
prorrumpe en gritos de protesta contra lo que considera indigno, ora nos
canta, como Richepin, la canción melancólica de los desgraciados.

Posee, pues, en alto grado el don de la sensibilidad, sin el cual no hay
poeta posible; pero pasada en él la impresión aguda que crea esos
estados de ánimo capaces de producir el ardiente soplo de la inspiración
lírica, su espíritu, naturalmente regocijado y apacible vuelve á
producir notas alegres, como vuelve la palmera al movimiento dulce y
juguetón de sus graciosos abanicos, después de haberlos agitado con
violencia dolorosa á impulsos de una breve racha del vendaval.

¡Dios le conserve á _Momo_ esa cualidad, tan en harmonía con la gracia
de su ingenio y con la espontaneidad generosa de su carácter!

Lo árido de la profesión en que por necesidad se ejercita, su desdén por
el convencionalismo literario (todavía mayor que el que le inspira el
convencionalismo social) y su poca ó ninguna afición á las citas de las
historia y del arte, han sido causa de que algunos de sus admiradores le
supongan refractario al estudio, atribuyendo los méritos de sus
producciones á milagros de la ciencia infusa y á la fuerza poderosa de
la vocación.

Creo que se equivocan.

No hay progreso sin estudio, y son evidentes los progresos que se van
operando en la labor poética de _Momo_. Lo probable es que tenga muy
limitado el número de sus autores preferidos, y que áun de estos pocos
no se esclavice á ninguno. Diríase que su Musa es huraña de puro
independiente, y que su Pegaso no admite ancas; pero eso no es decir que
el poeta de _La Lengua Castellana_ desdeñe los buenos modelos, ni huya
de las verdaderas fuentes de inspiración.

Además, _Momo_ sabe leer y lee con frecuencia en el gran libro de la
realidad viviente, y de él suele sacar sin esfuerzo los mejores asuntos
para sus composiciones.

Si según vive en una ciudad relativamente populosa, en cuyas alegrías y
tristezas toma nuestro poeta inspiración para sus cantares, le hubiera
tocado en suerte vivir, con su cultura actual, en medio de la campiña
portorriqueña, de esa maravillosa orgía de luz y de colores donde la
vida brota, se renueva, se esparce y se desborda en profusión
incomparable de formas, tonos, perfumes y sonidos, quizás no
estuviéramos esperando todavía el cantor de tan soberanas bellezas, el
poeta que nos hiciese comprender y sentir el tesoro de tan amorosa,
dulce y delicada poesía.

La necesidad, la curiosidad, ó ambas fuerzas reunidas, le trajeron del
campo á la población, y en vez de Orfeo ha resultado _Momo_.

¡Séalo en hora buena!

Son ya tantos en el mundo los que nos hacen gemir, que aquél que logre
aportar al _acerbo_ común un poco de dulzura alegre y comunicativa, será
verdaderamente un bienhechor de la humanidad.


_Ecce Momo._"

Á fines de Septiembre del año 1905 se embarcó para la Habana, en donde
hizo vida de bohemio amable, bien querido de los hombres de letras y
bien recibido en las Redacciones de periódicos, pero constantemente
desprovisto de dinero.

Visitó varias poblaciones importantes de Cuba, publicó allá varios
trabajos en verso y en prosa, que no se han coleccionado, y falleció en
la Capital de aquella república en Marzo de 1911.

No obstante su vida azarosa y descuidada, fué un poeta de gran
espontaneidad, de noble pensamiento y de fácil vena cómica.

La siguiente composición es de las más celebradas que escribió:


LA LENGUA CASTELLANA


I

    _Á don Manuel Fernández Juncos,
                  mi amigo y maestro._


      Virgen de Nazareth, dulce María,
    al hijo de mi amor clemente ampara.

       *       *       *       *       *

      Así, con triste acento, que aun escucho
    vibrar en lo recóndito del alma,
    teniéndome en sus brazos prisionero,
    y mi rostro bañado con sus lágrimas,
    la mártir infeliz que me dió vida
    alzaba su oración. ¡Y su plegaria
    iba hasta el cielo, envuelta en el ropaje
    de la armoniosa lengua castellana!
                    * * *

      Para civilizar un nuevo mundo,
    su sangre y su cultura le dió España.

       *       *       *       *       *

      Así, con grave acento, que aun conmueve
    mi corazón, sonaron las palabras
    del noble anciano que prestó á mi cuna
    su decidida y cariñosa guarda,
    y del severo libro de la historia
    abrió ante mí las inmortales páginas.
    ¡Y aquella frase la expresó el anciano
    en la sonora lengua castellana!
                   * * *

      Colono: ese terruño en que has nacido
    y morirás tal vez, ése es tu patria.

       *       *       *       *       *

      Así, con duro acento, que aun resuena
    dentro de mí, donde jamás se apaga,
    me dijo un preceptor; y desde entonces,
    idolatro la islilla desgraciada,
    que un sol de fuego con su lumbre alegra,
    que el mar Caribe con sus ondas baña.
    ¡Y fué dicha la frase del maestro
    en la sonora lengua castellana!
                    * * *

      Rota ya la cadena del esclavo,
    reina en el mundo libertad sagrada.

       *       *       *       *       *

      Así, con voz enérgica, que aun vibra
    en el altar de la conciencia humana,
    dijeron unos hombres de mi tierra;
    y, desde entonces, la oprimida raza
    que fué despojo de la vil codicia,
    alzó la frente y redimida canta.
    ¡Y aquellos hombres justos, la sentencia
    proclamaron en lengua castellana!
                    * * *

      No es eterno el sufrir. La fe consuela,
    y es faro de la vida la esperanza.

       *       *       *       *       *

      Así, con dulce acento, que aun recuerdo,
    y conmueve mi ser, y llena el alma
    de indefinible gozo, así me dijo
    de mis sueños la hurí, la niña casta,
    que destellos de sol tiene en los ojos,
    y la bondad angélica en el alma.
    ¡Y brotó de sus labios la promesa
    en la divina lengua castellana!


II

      Lengua inmortal que hablaron mis abuelos,
    un bardo triste tu hermosura canta.

       *       *       *       *       *

      Tú me recuerdas el amante arrullo
    de una madre infeliz; tú de mi infancia
    evocas el recuerdo; tú revives
    de mi niñez sin sol vagos fantasmas,
    mis horas de placer, que fueron cortas,
    mis horas de dolor, que fueron largas,
    mi titánica lucha por la vida,
    mis triunfos breves, mis derrotas vastas.
                    * * *

      Lengua inmortal que hablaron mis mayores,
    tan bella como tú no hay lengua humana.

       *       *       *       *       *

      Por tus frases enérgicas obtuve
    el hermoso concepto de la patria,
    y sé por tí que Dios, bondad suprema,
    sobre los hombres su piedad derrama;
    y al abrir de la historia el libro inmenso,
    supe que fueron tuyas las palabras
    que pronunció Colón, mirando al cielo,
    al descubrir la tierra americana.
                    * * *

      Lengua inmortal, idioma de Cervantes,
    el colono de ayer tu gloria canta.

       *       *       *       *       *

      Eres raudo torrente. Te despeñas
    y caes en deslumbrante catarata,
    llenando de sonidos el espacio
    y de notas de fuego, que se apagan
    con ese ritmo vago y misterioso
    de un suspiro de amor. Sonora y clara,
    expresas la pasión, y el pensamiento
    por tí se viste con brillantes galas.
                    * * *

      ¡Lengua inmortal, tesoro de armonías,
    honor á tí, del mundo soberana!

       *       *       *       *       *

      Son tuyos el apóstrofe vibrante
    que hiere como el filo de la espada,
    y la frase de célica ternura
    con que forma la virgen su plegaria,
    y el acento melódico que tiene
    la dulce voz de la mujer amada,
    la que rayos de sol lleva en los ojos,
    nieve en la frente y en los labios grana.
                    * * *

      Lengua inmortal, á tu existencia unida
    por siempre esté mi tierra borincana.

       *       *       *       *       *

      Tronó el cañón, soldados extranjeros
    aquí pusieron su atrevida planta,
    y se cumplió una ley inexorable,
    y su gran infortunio lloró España
    con la misma amargura y la tristeza,
    llena de luto y de dolor el alma,
    que otro gran infortunio lloró un día
    el último rey moro de Granada....


III

      Ese lazo que ayer rompió la fuerza,
    átalo tú, mi lengua castellana.

       *       *       *       *       *

      Mensajera perenne de concordia,
    cruza el inmenso mar que nos separa
    y lleva de la América latina
    á la nación que puebla nuestra raza,
    con el pobre cantar del bardo triste,
    el beso fraternal de nuestras almas,
    ¡¡que se puede cambiar una bandera,
    pero los sentimientos no se cambian!!



SALVADOR BRAU


Este poeta, autor dramático, historiador y periodista eminente, nació en
el pueblo de Cabo Rojo el día 11 de Enero de 1842. Era su padre natural
de Cataluña, y su madre pertenecía á una familia venezolana, de las que
emigraron á Puerto Rico durante la guerra de la independencia de aquel
país.

Cursó en Cabo Rojo la instrucción primaria y tuvo la fortuna de que
fuera su maestro don Ramón Marín, educador inteligente, y entusiasta
publicista más tarde, que figura en la presente _Antología_. El talento
de Salvador fué despertándose con las acertadas lecciones del maestro, y
hacía ya versos y componía discursos á los 16 años.

No era muy holgada la situación económica de sus padres, y Salvador se
dedicó al comercio en calidad de dependiente y auxiliar del escritorio,
al terminar su instrucción elemental.

La lectura asidua en las horas de descanso y el estímulo de los pocos
que entonces triunfaban aquí en el arte literario, fueron influyendo en
la mente de Brau, y fomentando en él anhelos de triunfo. Poco más de
veinte años contaría cuando emprendió la composición de un drama basado
en la revolución de los Comuneros de Castilla, en tiempo del Emperador
Carlos V. Terminada esta obra, se hicieron de ella varias
representaciones en el teatro de Cabo Rojo, en el de Mayagüez y en
algunos otros de la isla, y el joven autor recibió entonces su primer
bautismo de aplausos. La obra estaba bien versificada, y estaban
escritas con vigor dramático las principales escenas. Si no era un
triunfo definitivo, era el indicio de que aquel joven podía dar días de
gloria á las letras de su país.

Dió después otras dos obras á la escena, desde Cabo Rojo, tituladas _De
la superficie al fondo_ y _La vuelta al hogar_, drama este último de
profunda emoción y de escenas vigorosas é interesantes; pero era ya muy
estrecho el círculo de aquel pequeño pueblo de la costa para la
creciente capacidad literaria de Salvador Brau, y varios amigos suyos le
indujeron á trasladarse á San Juan, facilitándole el camino.

Y aquí, en la capital de la isla, llegó á su plenitud el talento
literario y político del joven caborrojeño. Ingresó en el periodismo de
combate, fué redactor de _El Agente_, de _El Clamor del País_, y de _El
Asimilista_; colaboró en _El Buscapié_ y en la _Revista Puertorriqueña_,
y en todas estas publicaciones dejó impresa la garra de león de su
dialéctica formidable, y de su vigor mental de pensador y de polemista.
Luchó siempre en favor de las reformas liberales de su país, demostrando
su amor á España, á la que se sentía unido por los lazos de la sangre,
del idioma y de la tradición.

Publicó también algunos estudios sociales, libros y folletos, como _Las
clases jornaleras_, premiado en un certamen del Ateneo; _La campesina_,
_La herencia devota_, y un hermoso ensayo de novela rural, titulado _La
pecadora_.

Llevóle de nuevo al teatro su afición á la poesía dramática, y produjo
entonces su mejor obra de este género, _Los horrores del triunfo_, una
de las más bellas y valientes dramatizaciones de las sangrientas
_vísperas sicilianas_.

Dió luego una serie de conferencias sobre historia de Puerto Rico, en
las que demostró notable aptitud para los estudios de crítica histórica,
y que más tarde reunió en un volumen titulado _Puerto Rico y su
Historia_.

Hacia el año 1894 la Diputación Provincial de Puerto Rico, ganosa de
contribuir al acopio de materiales autorizados y verídicos para depurar
y continuar la historia de su país, comisionó á Salvador Brau para que
investigara con este objeto los archivos españoles llamados de Indias,
donde existe la riqueza mayor de datos históricos sobre Puerto Rico.
Dando cumplimiento á esta comisión permaneció Brau en la capital de
Andalucía cuatro años, escogiendo y copiando preciosos manuscritos,
hasta que las reformas autonómicas convirtieron la Diputación Provincial
en Cámara Insular Legislativa.

Esta permanencia de Brau en aquella rica fuente de historia americana y
en aquel fecundo ambiente literario, dióle á su talento una firme
orientación hacia la cual había demostrado ya frecuentes inclinaciones.
La investigación y la crítica histórica fueron desde entonces sus
ocupaciones preferentes.

En 1903, siendo administrador de la Aduana de San Juan, publicó una
_Historia de Puerto Rico_ para las escuelas que, compendiada y sencilla,
como para uso de niños, es todavía la mejor que hasta ahora se ha
escrito acerca de este país. Tres años después publicó la _Historia de
los cincuenta primeros años de la conquista y la colonización de Puerto
Rico_, patrocinada por el Casino Español de San Juan, y cuando se
hallaba ya muy enfermo y paralítico, publicó en un volumen sus poesías
líricas con el título de _Hojas Caídas_, en el que figuran sus hermosos
poemas _Patria_ y _Mi camposanto_, laureados y juzgados con gran elogio
por famosos literatos de España.

Las Cámaras Legislativas de Puerto Rico le nombraron Cronista oficial,
con una modesta asignación, que le sirvió para mantenerse, ya
valetudinario, en los últimos años de su vida, y falleció el día cinco
de Noviembre de 1912.

Su obra como periodista fué noble, magistral y valiente; como poeta
dramático figura á la cabeza de los que hasta hoy han cultivado este
género en el país; como poeta lírico era correcto, grave, de inspiración
robusta y enérgica, por lo que se dijo de él que era la _cuerda de
bronce_ de la lira portorriqueña, y como historiador fué justo, severo,
muy diligente y escrupuloso en la investigación de la verdad.

Dejó sin publicar una voluminosa compilación de documentos interesantes
para la historia de Puerto Rico.

Sus amigos y admiradores tratan de erigir un monumento que honre y
perpetúe la memoria de este ingenio meritísimo ante las generaciones
venideras.


¡PATRIA!

     Las leyes de las sociedades humanas sólo pueden establecerse
     ajustándolas á la Naturaleza.

     BERNARDINO DE SAINT-PIERRE.


      ¡Bien lo recuerdo, sí, que en mi memoria,
    cuanto agravio mayor la edad agrega
    más viva alienta mi infantil historia!

      Así como en la ruina solariega
    arraiga más tenaz la parietaria
    á medida que el muro se disgrega.

      Transida como débil procelaria,
    el alma busca puerto sosegado
    donde calmar la agitación voltaria,

      y del nido en el soto abandonado
    al respirar de nuevo la terneza,
    palpita el corazón vigorizado.

      Cuando á merced de lánguida tristeza,
    en labor incansable, el pensamiento,
    revive de aquel nido la belleza,
      del labio paternal el puro acento
    paréceme que vibra en mis oídos
    como los ayes hondos de un lamento.

      --"¡Patria!--escucho decir á esos gemidos--
    "Siento helarse la sangre de mis venas,
    "de tu sol sin los rayos bendecidos."

      "¡Patria, que el alma con tu nombre llenas,
    "dame que vuelva á tu región hermosa
    "á cavar mi sepulcro en tus arenas!"

      Y, á compás de esa queja dolorosa,
    el llanto resbalaba en su mejilla
    salpicando mi frente candorosa.

      Movido el sentimiento á maravilla,
    --¿Qué es Patria, padre, que llorar te hace?
    del labio inquiere la expresión sencilla:

      y un suspiro y un beso, en dulce enlace,
    aun siguen repitiendo en mi conciencia:
    --"¡Hijo, Patria es la tierra en que se nace--!"

       *       *       *       *       *

    La flor primaveral de mi inocencia
    estivo rayo marchitó inclemente,
    y me llamó al combate la existencia.

    Entusiasta ambición quema mi frente;
    la libertad mis sueños engalana;
    bríndame la razón su luz potente.

    Amor de Patria mi sentir afana.
    Patria reclamo; y una voz severa,
    mostrándome en ceñuda barbacana

    el oro y gules de triunfal señera,
    --"¿Patria buscas?--me dice--Es el derecho,
    y su símbolo guarda esa bandera."

    Al recuerdo filial deja maltrecho
    de la docente fórmula el mandato,
    y el áspid de la duda muerde el pecho.

    De la enseñanza la expresión acato;
    mas si es la Patria el pabellón glorioso,
    ¿por qué de la nostalgia el hielo ingrato,

    trayendo á la memoria el lar dichoso,
    al noble ser que me infundió la vida
    arrancaba un quejido fatigoso?

    ¿Por qué volver el ánima afligida
    al espejismo de nativa aldea,
    ya del regreso la ilusión perdida,

    si esa bandera que en el aire ondea
    todo el perfume de la Patria vierte,
    y es Patria igual la tierra que sombrea?

    ¿Á qué rendir, medroso, el pecho fuerte
    del anciano colono sin ventura,
    la visión espantable de la muerte

    que ofrece tierra extraña á su envoltura,
    si ha de amparar la Patria los despojos
    cubriendo el pabellón la sepultura?

    ¡Cuanto de luz más ávidos antojos
    agitan el cerebro en lucha interna,
    más crecen del problema los enojos!

    ¿Pudo acaso mentir la voz paterna...?
    ¿Patria es la tierra donde nace el hombre,
    ó el régimen no más que le gobierna...?

       *       *       *       *       *

    ¡Necio...! ¿No quieres que el error te asombre
    --murmura en el espacio nuevo acento--
    y así reduces la extensión de un nombre?

    ¿Por qué atar á una roca el pensamiento,
    si al dar vida el Creador á la criatura
    le trazó todo el orbe por asiento?

    ¡Sublime tradición...! No en noche obscura
    se ocultó su destello, revelado
    de materna piedad por la dulzura.

    ¡Padre...! ¡el soplo vital de lo creado!
    ¡Humana raza...! ¡fraternal familia!
    ¡Patria...! ¡el planeta con sudor regado!

    Mas si en esa trilogía se concilia
    del humano consorcio el mecanismo,
    ¿cómo el coraje sanguinoso auxilia

    la aspiración fatal del egoísmo,
    que en fragmentos la tierra subdivide
    y abre para arrojarlos hondo abismo?

    Si la extensión de Patria el globo mide,
    ¿por qué al estruendo del clarín de guerra
    que, en nombre del honor, ¡Venganza! pide,

    por el imperio de un girón de tierra
    odio y saña despliegan los humanos
    como los tigres que la Hircania encierra?

    ¡Derecho...! ¡Humanidad! Conceptos vanos
    no entrañan esos nombres luminosos,
    de la historia social en los arcanos.

    Multiplica sus frutos provechosos
    de la higuera de Adán la cepa erguida
    que halló en un tallo gérmenes copiosos;

    pero borrad las cuencas en que anida,
    quitad la tierra donde el tallo crece:
    si no arraiga la planta, ¿tendrá vida?

    Al hombre el Hacedor el globo ofrece,
    mas también dió al león la selva obscura,
    y su grito el Moncayo no estremece.

    Al ananás el trópico madura,
    en el mar la madrépora vegeta,
    tiñe el liquen los Alpes de verdura,

    y, en la vital corriente del planeta,
    cada zona su fuerza circunscribe
    á la cósmica ley que la sujeta.

    La humanidad el límite proscribe;
    mas, por mucho que extienda su ramaje,
    de un tronco el árbol médula recibe.

    Bajo albergue de rústico atalaje
    que el dulce rayo del amor caldea,
    se agrupa con sus hijos el salvaje.

    Cuanto el circuito del hogar rodea,
    el bruto, el vegetal, la dura roca,
    todo avasalla provechosa idea.

    El brazo empeño colosal provoca,
    ley augusta el combate santifica,
    la voluntad obstáculos sofoca,

    el dominio sus lindes amplifica,
    y con la actividad del señorío
    de tal modo el señor se identifica,

    que llama suyos el volcán bravío
    del mugidor torrente la cascada,
    el confuso rumor del bosque umbrío,

    ambiente, nube, flor embalsamada,
    lujosa esplendidez del firmamento,
    del sol la omnipotente llamarada,

    y con el trueno de huracán violento
    enlaza el beso plácido del hijo
    y el afán de su propio pensamiento.

    Así de Patria la noción, colijo
    que germinó del hombre en la conciencia
    á los embates de luchar prolijo.

    Esa es la Patria: terrenal esencia
    que infunde las primeras sensaciones
    al dar jugo inicial á la existencia.

    No de un predio la acotan los rincones,
    que su potencia misteriosa aduna,
    de raza con las viejas tradiciones,

    los fantásticos sueños de la cuna,
    y, á su nombre, en el ánimo encadena
    la ciega veleidad de la fortuna,

    ambición y poder, ventura y pena,
    del amor el purísimo embeleso,
    de la mente y el brazo la faena,

    necesidad, evolución, progreso,
    altar, familia, leyes, sepultura...
    ¡de la humana labor todo el proceso!

    ¡Así la Patria en la razón fulgura!
    Guardada en opulento relicario,
    culto recibe de filial ternura.

    Si al solemne reposo del santuario
    osa llegar, con mano arrasadora,
    de usurpación el ímpetu nefario,

    estalla el pecho en furia aterradora,
    y como fiera que en letal demencia,
    su prole por salvar, ruge y devora,

    se exalta del patriota la vehemencia,
    y oro y goces y sangre sacrifica
    ante el ara de augusta independencia.

    No el concepto preciado se duplica
    de profusa oblación en el incienso:
    con la tierra el derecho se complica,

    como del cosmos en el giro inmenso,
    el providente espíritu destella
    del organismo físico en lo intenso.

    Guarda el terruño el hierro que lo huella,
    alientan en la flor tinte y perfume,
    y es la atmósfera vida de la estrella.

       *       *       *       *       *

    ¿Qué escucho murmurar...? ¿Que no resume
    tierra y derecho, la excepción ingrata
    que al suelo patrio la colonia asume?

    Esa objeción que el círculo dilata,
    muéveme á recordar la herida artera
    que la nostalgia paternal desata.

    Por eso niega mi razón austera
    que de Patria el exacto simbolismo
    se encierre en el blasón de una bandera.

    Surca la nave proceloso abismo,
    en el mástil llevando el oriflama
    que fronteras señala al patriotismo:

    en convulsión sañuda el ponto brama,
    sacude el viento la gallarda entena,
    surca el espacio sulfurosa llama,

    y, al fin, halla el bajel tumba de arena.
    La tempestad que la bandera abate,
    el confín de la Patria no cercena;

    Mas si, de guerra al bárbaro acicate,
    del terruño un fragmento se desprende,
    botín ó represalia de combate,

    por más que, ileso el pabellón, extiende
    en derredor su sombra bendecida,
    rayos de indignación el pecho enciende,

    al ver la Patria desmembrada, herida,
    como raudo condor, que, el ala rota,
    se precipita en fúnebre caída.

    Puede el ardor febril que al hombre azota,
    esa insignia que en timbres resplandece
    triunfante desplegar en tierra ignota.

    Con la conquista la heredad acrece;
    pero al efluvio de la tierra extraña
    no el nativo abolengo palidece:

    del héroe vigoriza la campaña
    el beso de la Patria, perfumoso,
    que laurel inmortal guarda á su hazaña.

    Así ¡Patria!, en gemido doloroso,
    clamar pudo el colono sin ventura
    al amparo del lábaro glorioso.

    Así puede de Patria la estructura,
    que á la tierra natal une el derecho,
    quebrantarse al poder de la natura.

       *       *       *       *       *

    No el dardo suspicaz vibre en acecho.
    Nací colono; mas la sangre fiera
    á que brindan mis venas cauce estrecho

    la heredé con mi nombre y mi bandera.
    Esa triple divisa hereditaria
    herrumbre corrosiva no tolera.

    Yo quiero que en mi tumba solitaria
    la cruz, que al nombre maternal va unida,
    recoja de mis hijos la plegaria,

    formulada en la lengua esclarecida
    que, de cultura al verbo prodigioso,
    estremeció la América escondida.

    Yo espero que mi fúnebre reposo
    ampare con su sombra esa bandera
    que dió á mi cuna pabellón hermoso,

    y que, al soplo de brisa placentera,
    muestra ufana el ibérico linaje
    que el polvo de los siglos no vulnera.

    Tributo á esos emblemas vasallaje.
    Mas ¡Patria! he de llamar, en tanto viva,
    con el vehemente paternal lenguaje,

    á la encantada Boriquén nativa,
    que encendió con su sol mis ilusiones,
    que las cenizas de mi hogar cautiva,

    que entraña en su vigor mis afecciones,
    y con el jugo de mi carne muerta
    ha de nutrir sus ásperos terrones.

    Hijo del siglo, mi razón abierta
    ofrezco á la sanción cosmopolita
    que del progreso la virtud concierta.

    ¡Fraternidad universal! me grita
    la ciencia en sus arranques soberanos.
    ¡La aurora avanza de esa luz bendita!

    Pero mientras los ímpetus tiranos
    de expoliación y odio no concedan
    todo el globo por Patria á los humanos,

    á mis labios dejad que, libres, puedan
    Patria llamar á la región querida
    donde en goces de amor las horas ruedan;

    donde la paz fructífera se anida
    bajo el regio dosel de los palmares,
    en que repite el aura embebecida,

    como intensa oración de los hogares,
    del trabajo el exámetro estridente,
    perfumado por lirios y azahares,

    cortado por el ritmo persistente
    de un mar que copia en su cristal sereno
    el zafiro de un cielo trasparente.

       *       *       *       *       *

    ¡Esa es mi Patria! De verdura lleno,
    un risco que á la errátil golondrina
    abrigo, amor y pan brinda en su seno.

    ¡Esa es mi Patria! Concha peregrina
    que en su regazo recogió mi cuna
    al instable vaivén de onda marina.

    Enlazada mi suerte á su fortuna,
    fué su amargo sufrir mi sufrimiento,
    nuestra sed de justicia sólo una.

    En su amor se templó mi sentimiento,
    y al culto de su gloria y su grandeza
    erigió mi razón un monumento.

    Sí; yo anhelo que luzca su belleza:
    no cual inverecunda cortesana
    que arroja al lodazal su gentileza,

    ni así como odalisca, flor liviana
    de uno en otro serrallo trasmitida,
    gaje ó juguete de opresión villana.

    La quiero entre los pliegues guarecida
    de esa insignia que trajo á sus riberas
    el numen de cultura bendecida;

    mas no aherrojada en cárceles severas,
    ni herida por torpeza desdeñosa
    ni desangrada por pasiones fieras.

    La quiero ver, matrona vigorosa,
    mostrando en el festín de sus mayores
    de virtudes diadema primorosa;

    uniendo su dolor á los dolores
    que un ¡ay! arranquen al materno pecho;
    al honor nacional rindiendo honores;

    Libre, alzando su voz por su derecho,
    en el íntimo pacto de familia,
    de sus amantes hijos en provecho.

    ¡Así quiero á mi Patria! Así concilia
    su lealtad, su reposo y su grandeza
    la fe consoladora que me auxilia!

    Así de Boriquén cedo á la alteza
    toda la sangre que en mis venas corre,
    todo el fuego que exalta mi cabeza.

    Favor no busco ni ambición me acorre.
    Ni laurel de la Patria es necesario;
    que harta dicha obtendré, si me socorre

    un rayo de su sol como sudario,
    en su peña por tumba una hendidura,
    y por salmo piadoso, funerario,
    el himno redentor de su ventura.



FRANCISCO J. AMY


Entre los literatos y poetas portorriqueños del siglo XIX era Francisco
Javier Amy el más versado en idiomas extranjeros, y el que aportó mayor
caudal de otras literaturas á la del país.

Nació en Arroyo el 2 de agosto de 1837. Antes de haber cumplido 14 años
se trasladó á los Estados Unidos, en donde aprendió pronto el idioma
inglés, recibió su educación en la Episcopal Academy, Cheshire,
Connecticut. Á los 17 años ejercía ya la enseñanza de los idiomas inglés
y español, y escribía algunas producciones en prosa y verso para el
_Waverley Magazine_ y otras publicaciones de Nueva Inglaterra.

Volvió á Puerto Rico en 1858 para realizar algunas propiedades heredadas
de uno de sus tíos, y aceptó aquí algunas proposiciones que se le hacían
para el cargo de corresponsal extranjero de varias casas comerciales.
Pero habituado á la vida de la libertad en los Estados Unidos, no se
avenía bien con las prácticas restrictivas del régimen colonial que
imperaba en Puerto Rico, y no tardó en volverse para el Norte de
América, en donde se naturalizó como súbdito americano.

Regresó más tarde á Ponce, donde fundó, en unión del Dr. Zeno Gandía,
una revista literaria y científica titulada _El Estudio_, y publicó una
colección de poesías, unas originales y otras traducidas por él
concienzudamente. Este libro se titula _Ecos y Notas_.

En 1888 volvió á los Estados Unidos, en donde publicó un nuevo libro de
prosa y de verso, titulado _Letras de Molde_, y dió á la literatura
inglesa una preciosa traducción de _El Sombrero de Tres Picos_, de
Alarcón, con el título de _The Cocked Hat_ Publicó también, durante
algunos años, _La Gaceta Ilustrada_, de Nueva York, y escribía para
varios periódicos en inglés y en castellano.

Al efectuarse en Puerto Rico el cambio de soberanía después de la guerra
hispanoamericana, fué requerido Amy por el nuevo gobierno en calidad de
traductor oficial, cargo en el que prestó importantes servicios al
gobierno y al país.

Producto de su observación directa y de su honrada sinceridad al
apreciar procedimientos y opiniones de la política del país, fueron los
artículos que forman su libro _Predicar en Desierto_, no bien apreciados
en la época en que los dió á la publicidad.

Pero su obra culminante fué sin duda el libro titulado _Musa Bilingüe_,
colección de poesías escritas en idioma inglés y traducidas con gran
acierto al castellano por el mismo Amy y otros buenos poetas, y de
poesías castellanas, hispanoamericanas y portorriqueñas puestas en verso
inglés por insignes poetas de lengua inglesa ó por el mismo Sr. Amy. Hay
en todas sus traducciones una gran fidelidad y respeto al pensamiento y
áun al estilo del autor. Era realmente un traductor modelo, y elegía
bien los autores y las obras.

De los poetas angloamericanos tradujo poesías famosas de Bryant, de
Longfellow, de Whittier, de Whitman y de Stedman; de los británicos
tradujo poesías selectas de Moore, de Hood y de algunos más. Tradujo
también al inglés algunas joyas poéticas de Cuba y Puerto Rico.

La influencia de su labor en la poética de este país fué beneficiosa:
contribuyó á moderar el excesivo floreo retórico y la adjetivación más
abundante que apropiada, y puso algún freno á los alardes innecesarios
de la verbosidad y la fantasía, ampliando por otra parte los buenos
modelos y los horizontes de la inspiración.

Su estilo, como su carácter, era sobrio, preciso, austero á veces, pero
siempre decoroso y correcto.

Fué siempre admirable su laboriosidad, y actuó valientemente en su mesa
de trabajo hasta que le rindió su enfermedad mortal, cuando había él
cumplido más de 75 años de vida.

Falleció el día 30 de noviembre de 1912.

La siguiente traducción de una de las composiciones de Longfellow más
difíciles de reproducir en otro idioma, puede dar una idea de la
capacidad de Amy para esta clase de trabajos.


EL VIEJO RELOJ

    En un confín de la rústica aldea
      Alzase antigua mansión imponente,
    Cuyo portal, con sus lóbregas formas,
      Olmos añosos en sombra mantienen;
    Y en la antesala un reloj carcomido
      Va repitiendo, pausado y solemne:
         ¡Por siempre,--nunca!
         ¡Nunca,--por siempre!

    Allí en su rígida caja de roble,
      Con sus inquietas agujas, parece
    Un viejo monje en su negra capucha
      Que se persigna y murmura sus preces;
    Que con acento fatídico y grave
      Á cuantos llegan les dice entre dientes:
         ¡Por siempre,--nunca!
         ¡Nunca,--por siempre!

    Suaves sus golpes se escuchan de día,
      Mas de la noche en las horas silentes,
    Cual misteriosas pisadas, sus ecos
      Acompasados los tímpanos hieren;
    Y á cada puerta de aquella morada
      Llegan y dicen en tono doliente:
         ¡Por siempre,--nunca!
         ¡Nunca,--por siempre!

    Horas fugaces de gozo y de vida,
      Horas tremendas de luto y de muerte;
    Todas las raudas mudanzas del mundo
      Marca el reloj, sin que nada le altere;
    Sin que un instante su lengua ominosa
      El estribillo monótono deje:
         ¡Por siempre,--nunca!
         ¡Nunca,--por siempre!

    Franca acogida encontraba el extraño
      De esa mansión al cruzar los dinteles;
    Vivo chispeaba el hogar espacioso,
      Mientras bullía ruidoso el banquete:
    Mas, entre brindis y risas llegaba,
      Cual de un espectro, el augurio solemne:
         ¡Por siempre,--nunca!
         ¡Nunca,--por siempre!

    Allí los niños jugaban gozosos;
      Allí las cándidas almas ardientes
    Á sus ensueños de amor se entregaban...
      ¡Oh, rica edad que al fugarse no vuelve!
    Así contaba el reloj, cual avaro,
      Esos de dicha momentos tan breves:
         ¡Por siempre,--nunca!
         ¡Nunca,--por siempre!

    De aquella alcoba salió deslumbrante
      La desposada en su traje de nieve;
    En el salón silencioso y obscuro
      Vióse tendido el cadáver inerte;
    Y á cada pausa en los rezos, marcaba
      Lento el reloj su tic tac elocuente:
         ¡Por siempre,--nunca!
         ¡Nunca,--por siempre!

    Todos dispersos están los que un día
      Vida prestaron al tétrico albergue;
    Y al exclamar melancólico: "¡Cuándo,
      Cuándo otra vez se unirán los ausentes!"
    Como en los tiempos pasados, escucho
      Sólo del viejo reloj los vaivenes:
         ¡Por siempre,--nunca!
         ¡Nunca,--por siempre!

    ¡Nunca en el mundo falaz, engañoso!
      ¡Por siempre allá de la mística muerte
    En el tranquilo, amoroso regazo,
      Donde sin penas ni afanes se duerme!...
    Esto el vetusto reloj de los siglos
      Á todos dice en su lengua solemne:
         ¡Por siempre,--nunca!
         ¡Nunca,--por siempre!



MANUEL MARÍA SAMA


Nació en Mayagüez, el día 22 de Mayo de 1850, y allí recibió la
instrucción primaria.

Cuando Sama crecía, era Mayagüez una de las poblaciones más literarias
de Puerto Rico. Su proximidad á Santo Domingo, en donde había ya en
aquel tiempo propensión á las revueltas políticas, hacía que afluyeran
allí los personajes desterrados ó emigrados temporalmente de aquella
República, y entre ellos solían venir publicistas, poetas y profesores
de enseñanza, que contribuían á mantener y propagar entre los
mayagüezanos el amor á las letras.

Empezó á florecer allí hacia el año 65, cuando Sama tenía quince años,
una juventud literaria inteligente y no exenta de entusiasmo. Freyre,
Bonilla, José María Monge, Bonocio Tió, y algunos más, publicaban en un
periódico local artículos y poesías, y Brau empezaba á manifestar su
afición á las letras desde el cercano pueblo de Cabo Rojo.

Sama entró desde muy joven en el movimiento literario que le rodeaba.
Poseía un temperamento poético exquisito y una gran delicadeza de
sentimiento. Por la pureza de sus afectos y la elegancia y aliño de su
dicción, parecía un espíritu femenino en cuerpo varonil. No gustaba de
la sátira ni de riñas literarias, ni tampoco era aficionado á las luchas
políticas, aunque fué siempre un consecuente liberal. Agitaba solamente
las ideas generosas sin contradecir á nadie, y le entusiasmaban los
actos de cultura y las cosas bellas. Fué siempre un cooperador decidido
de las acciones nobles y benéficas.

En unión de su buen amigo Monge, publicó la notable colección de _Poetas
Puertorriqueños_; escribió un buen número de composiciones poéticas, muy
estimables por su dulzura y elegancia; escribió y publicó un drama
sentimental, titulado _Inocente y Culpable_, de escenas emocionantes y
de hermosos versos; una disquisición histórica sobre el viaje de
Cristóbal Colón á Puerto Rico, y una loa en verso relativa al
descubrimiento de América. Obra suya fué también una interesante
_Bibliografía Portorriqueña_, laureada en certamen público del Ateneo.

Fomentó una familia muy en harmonía con su propio carácter dulce y con
sus gustos delicados, y vivía en perpetuo idilio.

Hacia la edad de cincuenta años se sintió enfermo, y vivió una temporada
con su familia en las amenas alturas de Aibonito. Más tarde se trasladó
á San Juan, en donde fué electo presidente del Ateneo, cargo que
desempeñó con inteligencia, actividad y buen éxito.

Vivió siempre de su trabajo personal, fué muy estimado entre los hombres
de letras, y entre lo más culto y distinguido de la sociedad
portorriqueña.

Falleció en Miramar, San Juan, el día 5 de Abril del presente año.

La siguiente poesía suya es una de las más celebradas por su ternura y
sentimiento, y una de las que da más aproximada idea de su estilo y de
su complexión literaria:


DESDE EL MAR

Á mi madre

    ¡Madre! deidad tutelar
    De mi purísimo amor,
    Oye el humilde cantar
    Que da á las brisas del mar
    El errante trovador.

    Oye del dulce instrumento
    Las plácidas barcarolas
    Que, en alas del sentimiento,
    Mezcla á las notas del viento
    Y al murmullo de las olas.

    Para cantarte, lugar
    Digno me ofreció mi anhelo;
    Lejos de mi patrio hogar,
    Asunto me brinda el mar
    Y cubre mi frente el cielo.

    Aquí la mente adormida
    Despierta, y sube hasta Dios;
    Aquí el amor nos convida;
    Aquí, madre de mi vida,
    Debemos hablar los dos.

    Hoy que mi tierra adorada
    Se pierde en el horizonte,
    Y en vano ansiosa mirada
    Busca la cumbre elevada
    Del más elevado monte;

    Hoy que en brazos del dolor
    Miro el corazón deshecho,
    Y te llamo en derredor...
    Comprendo todo el amor
    Que guardo dentro del pecho.

    ¿Y cómo, madre, no amarte,
    Y eterno culto rendirte,
    Y templo en el alma alzarte,
    Y como á Dios adorarte,
    Y como á Dios bendecirte,

    Si eres tú el ángel divino
    Que cubre de hermosas flores
    Las zarzas de mi camino,
    Tú el astro de mi destino,
    Tú el amor de mis amores?

    ¡Ah! Si en mi pecho encendiste
    De la patria el fuego santo,
    Tú la inspiración me diste,
    Y amorosa recibiste
    De mi lira el primer canto.

    Tú el honor me hiciste amar,
    La caridad ejercer,
    Y la virtud respetar...
    Tu me enseñaste á rezar,
    ¡Tú me enseñaste á querer!

    ¡Mil y mil veces bendita
    Sea la madre dulce y tierna,
    Que deja en el alma escrita
    Una ventura infinita
    Con una esperanza eterna!

    ¡La que de moral herida
    Con besos el dolor calma,
    Y, gozosa y sonreída,
    Nos da mitad de su vida
    Y la mitad de su alma!

    ¡Bendita la que atesora
    Bienes de eterna belleza,
    Que luz de los cielos dora,
    Y que por nosotros llora,
    Y que por nosotros reza!

    ¡Ay madre! á nada, en mi anhelo.
    Puedo mi amor comparar;
    Miro el mar..., al éter vuelo,...
    Y es más inmenso que el cielo,
    Y más profundo que el mar.

    Amor, que luz deja en pos
    Como la noche rocío;
    Tan grande, que sólo dos
    Podemos guardarlo: Dios,
    Y un corazón como el mío.

    No importa que suerte impía
    De tus brazos seductores
    Me arrebate, madre mía;
    Siempre serás mi poesía
    Y el amor de mis amores.

    Siempre las plácidas brisas,
    Del hijo que adoras tanto
    Y que hoy ¡triste! no divisas,
    Te llevarán las sonrisas
    Y el perfume de su llanto.

    Y si la mar irritada,
    Rompiendo el alma en pedazos,
    Me ofrece tumba ignorada,
    Sin contemplar tu mirada,
    Sin reclinarme en tus brazos;

    No por el bien que yo adoro
    Abrigues, madre, temor;
    Enjuga el amargo lloro,
    Que yo salvaré el tesoro
    De mi purísimo amor.



ANTONIO CORTÓN


Era uno de los literatos más capaces y de más elegante y atildado estilo
de la América española.

Nació en San Juan de Puerto Rico, el día 29 de mayo de 1854, y fueron
sus padres don Francisco Javier Cortón, empleado de la administración
civil en el país, y doña Asunción del Toro.

Adquirió en esta ciudad la instrucción primaria, cursó las asignaturas
del Bachillerato en el Seminario Conciliar, y publicó su primeros
ensayos literarios y políticos en varios periódicos de esta ciudad.

En el año 1873 se trasladó á Madrid en compañía de su madre, ya viuda,
con el propósito de seguir la carrera de Derecho y estudiar Filosofía y
Letras en la Universidad Central; pero su pereza ingénita y su carácter
algo voluntarioso, que en vano trataba de modificar su cariñosa madre,
le apartaron de las aulas antes de haber alcanzado el triunfo completo
de sus estudios.

Dedicóse al periodismo, al que era desde jovenzuelo muy aficionado, y
para el cual poseía condiciones excepcionales. Hacia el año 1876 publicó
en _La Prensa_, de Mayagüez, una serie de artículos de ciencia política
y social, abogando por el establecimiento del matrimonio civil en Puerto
Rico, artículos que dieron ocasión á discusiones apasionadas y á
denuncias contra el citado periódico. Casi al mismo tiempo obtuvo plaza
de redactor en _El Globo_, importante diario que recibía inspiraciones
del ilustre Castelar, y que era su órgano más autorizado en la prensa.
Cortón publicó en ese diario madrileño muchos artículos notables, y
entre ellos dos biografías americanas de gran interés, una del general
Guzmán Blanco, y otra de Toussaint Louverture.

En el año 1881, asociado á varios jóvenes residentes en Madrid, entre
los que figuraban Díaz Valero, Ortiz de Pinedo, Gamir Soldado, Guerra y
Alarcón y el malogrado García Vao, fundó una sociedad llamada en un
principio "Juventud antiesclavista," y más tarde Círculo Nacional
de la Juventud, de la cual fué Cortón Secretario y Bibliotecario.
En este Círculo leyó una interesante _Memoria_ sobre _Patria y
Cosmopolitanismo_, que fué muy celebrada por la prensa española,
traducida al francés y publicada en _La Gironde_, de Burdeos. Fué
redactor literario del famoso _Correo de Ultramar_, que dirigía en París
don Julio Nombela, desempeñó durante más de dos lustros el cargo de
corresponsal de _El Buscapié_, de Puerto Rico, é ingresó en la Redacción
de _El Liberal_, de Madrid, considerado ya como uno de los mejores
diarios de España y aún de Europa. Dirigió durante muchos años la
edición barcelonesa de este gran _rotativo_, y llegó á ser uno de sus
primeros cronistas, allí donde cultivaban este difícil género
_Fernanflor_, Zozaya, Dicenta, Gómez Carrillo y otros celebradísimos
ingenios. Las crónicas de Cortón se distinguían casi siempre por la
importancia del asunto, la gracia y viveza de la dicción, la sagacidad
de las observaciones, el humorismo picante y lo certero del juicio,
cualidades características de este ameno y talentoso escritor.

Publicó en sus mocedades un estudio de costumbres literarias femeniles
titulado _La literata_, lleno de intención satírica, de donaire y de
sutileza de ingenio. Algunos años después dió á la estampa una deliciosa
colección de estudios literarios y de crítica y sátira con el título de
_Pandemonium_, que contribuyó poderosamente al acrecentamiento de su
fama de escritor de estilo primoroso y ameno. Más tarde publicó la casa
de Maucci, con el título de _El fantasma del separatismo_, una serie de
estudios políticos y sociales que había escrito Cortón en defensa de
las justas aspiraciones de las provincias catalanas á su autonomía
administrativa, estudios que llegaron á tener notable resonancia cuando
se publicaron en _El Liberal_.

Fué Cortón durante muchos años Secretario de la Sociedad de Escritores y
Artistas, de la que era Presidente el insigne poeta Núñez de Arce, que
le distinguió siempre con su amistad.

Su obra culminante entre las que llegó á publicar, y aparte del tesoro
de observación, de pensamiento y de gracia que deja desparramado en sus
crónicas no recopiladas, es la que publicó en 1911 con el título de
_Espronceda_. Se proponía continuar la serie, y anunciaba la próxima
publicación de otros estudios análogos acerca de Larra, Zorrilla y otras
figuras importantes de las letras españolas en el siglo XIX.

El libro _Espronceda_ es de lo más bello, juicioso y concienzudo que ha
producido la historia literaria y la crítica, en idioma castellano.

Al constituirse en Puerto Rico el Gobierno autonómico, en 1898, fué
electo Diputado á Cortes, cargo en el cual prestó servicios importantes
á su país.

Á fines del año 1913, cuando los amigos y admiradores de Cortón
empezaban á impacientarse por la tardanza del nuevo libro de la serie
comenzada, llegó de Madrid la noticia de haber fallecido allí, á los 58
años de edad, aquel esclarecido escritor portorriqueño.

Murió pobre, pero deja á su patria una viuda que le llora, un hijo
inteligente, menesteroso de recursos para continuar su educación, y un
nombre digno de figurar honrosamente en la Antología portorriqueña.

El gracioso artículo siguiente pertenece á su libro _Pandemonium_.


SARASATE

No tengo que reprocharme el haber dado nunca el nombre glorioso de
artista á cualquier rascatripas, por el mero hecho de gastar melenas ó
de exhibirse todas las noches en el Paraíso del teatro de la Opera. No
creo, por lo tanto--y en esto me opongo al parecer de algunos
maestros--que sea un timbre de gloria, digno de perpetuarse en los
anales de la provincia, el que uno de sus hijos, residente en la corte,
haya formado dignísima parte de la orquesta de uno de sus teatros
líricos. Porque, artista, en la verdadera acepción del vocablo, es el
compositor, el creador, no el ejecutante; no el que interpreta, con
mayor ó menor fidelidad, la obra ajena, sino el que extrae de su cerebro
la idea musical y le da forma en el pentágrama. No es posible calificar
con un mismo nombre ni comprender en una misma categoría á Stradella,
Cimarosa, Pergolese, Rossini, los grandes melodistas, á Palestrina,
Händel, Bach, Beethoven, los armonistas, y á la Patti, la Nilsson,
Gayarre, Sarasate y Monasterio, los grandes intérpretes. Y aun dentro de
la creación, de la composición artística, hay jerarquías diversas y
múltiples, que nacen de la mayor ó menor transcendencia de la obra de
cada uno; que no es lo mismo componer, verbi gracia, la sinfonía
pastoral de Beethoven y las romanzas de las zarzuelas del plagiario
Gaztambide, como no son lo mismo tampoco, en la esfera de la pintura, un
paisaje de Beruete y el maravilloso Cristo en la cruz, de Velázquez.

Al paso que vamos, todos los españoles, dentro de poco, seremos artistas
sin saberlo. Porque aquí llamamos artista al bailarín, al acróbata, al
torero, al fabricante de cerillas, al domador de fieras y al que hace
sonar las campanas en la torre de una catedral ó el organillo en
cualquier cosmorama de feria. Y no de otro modo que allá en mi aldea los
astrónomos dieron en llamar sol, estrella y hasta creo que vía láctea á
Canuta Pérez, sólo porque cantaba y gemía, con voz más dulce que el
_guarapo_, algunas piezas de Norma, aquí en Madrid, donde se murió casi
de hambre Narciso Serra, se reservan las ovaciones y con ellas las
monedas de cinco duros para el tenor Gayarre, en cuya garganta
prodigiosa parece que anida el pájaro azul que entona el himno de la
redención de la patria. Gayarre, esa celebridad europea, esa gloria
nacional, como sus amigos y devotos le llaman, es un antiguo herrero de
las provincias vascongadas, sin cultura, sin formas sociales, casi sin
entendimiento. Á pesar de esto, ¡con cuánta emoción le hemos oído
aquellas suaves notas de la inmortal salutación de Fausto á Margarita:
_Permettereste á me_....! ¡Qué eléctrica chispa de emoción cundía por
todo el Paraíso cuando murmuraba, en actitud de bailar un rigodón,
aquella frase: _Ja sorge il di_....! Pero no llevemos nuestro entusiasmo
hasta el punto de arrojarle al escenario coronas de laurel; las coronas
son para las cabezas y el cantante sólo trabaja con la garganta y con la
boca; tengamos, pues, para el cantante un collar de perlas ó una
dentadura de oro, para el torero un par de cuernos, para el acróbata una
bala de cañón, para la bailarina unas zapatillas, ó, si le pareciera
poco, unas botas de montar. Y no les pidamos gollerías... No pidamos,
por ejemplo, á Gayarre, hombre sin instrucción alguna, que sepa
interpretar, en el pentágrama de Gounod, el pensamiento filosófico del
viejo doctor alemán, rejuvenecido por la musa de Goethe, ni pretendamos
tampoco que, comprendiendo las metafísicas algún tanto locas de Wagner,
entienda que pueda conseguirse la expresión de tipos y de caracteres por
medio de trémolos sobre la cuerda del violín. Para comprender eso
necesitaría el cantante... poca cosa... ser artista.

No puede ocultarse que á las veces hay una obra personal en la
interpretación, y que el artista--si damos este nombre al cantante, al
cómico y al instrumentista--suele tener, de raro en raro, el derecho de
decir que él ha creado un papel puesto que se lo apropia, poniendo en él
su alma y su inteligencia é infundiéndole su propia sangre. Sin
elevarnos hasta Rachel, la Ristori, Talma, Romea, Rossi, Coquelin y la
divina Sara, puede asegurarse que al talento de Vico, nuestro insigne
actor, débese en gran parte el éxito de muchos dramas de Echegaray, más
feos que el no tener.

Lo que no ofrece sombra de dudas es que, si bien cualquier tenorcillo de
la legua puede interpretar, si á mano viene y casi con perfección
absoluta, el tipo de Guillermo Tell, un aldeano patriota, el de Otelo,
un africano celoso, y hasta, en caso de apuro, el de Don Juan, un
burlador impenitente, en cambio, no todos los tenores de primera línea
pueden salir airosos en la interpretación del carácter de Fausto, el
filósofo á lo Hegel, del tipo de Hamlet, el sombrío escéptico, del tipo
de Poliuto, el mártir de la fe religiosa. De mí sé decir que cuando
Berlioz, el potente colorista del sonido, me transporta, en su
fulgurante corcel, con fatigoso movimiento al abismo de la Damnation de
Faust, veo allí mejor el laboratorio obscuro del doctor alemán y oigo
allí después con más deleite la errante cantinela de la Pascua florida
que en la obra inmortal del maestro Gounod, porque la concepción del
poeta y la idea, las líneas melódicas del músico suelen ser casi siempre
mejor interpretadas por el violín y por la flauta que por la parlera
garganta de algún tenor coreográfico, maniquí con sombrero de plumas,
que no comprenderá nunca la razón de que Fausto se devanase los sesos
esclareciendo el oculto sentido de la primera frase del Génesis. Con
respecto á las cantantes hembras, soy algo más benévolo. Tengo mis
razones... Toda mujer, por muy tiple ó muy soprano que sea, lleva
siempre dentro de sí misma algo de la inocente Margarita, la pequeña Eva
alemana, Sibila del amor, eternamente feliz en su modesto jardincito,
con su oráculo de flores. Las mujeres que viven con aérea vida en el
mundo del arte y que surgieron vestidas de blanco del manantial del
llanto del poeta, ó bajaron desprendidas del astro piadoso que alumbró
las veladas febriles del músico para evaporizarse en el sonido y pasar
del pensamiento al ensueño, ora revoloteando en los labios, ora
permaneciendo aprisionadas en el mármol y el lienzo, y siempre envueltas
en la nube de una existencia ideal; las mujeres de la leyenda y del
arte, Ofelia, Desdémona, Julieta, Margarita, Elena, Aïda, Ifigenia,
Clarisa, Leonora, son, sobre todo, representaciones sinceras del _Eterno
femenino_, creaciones sencillas, cuya interpretación puede hallarse y se
halla, en efecto, al alcance de cualquier alumna del Conservatorio de
Madrid.

       *       *       *       *       *

He apuntado la idea y no la retiro; á pesar de poseer mayor suma de
recursos y medios el instrumento humano que se llama tenor ó barítono,
yo no he saboreado las verdaderas notas de Gounod, hasta que he oído la
otra noche las divinas notas del violín de Sarasate. ¡Sarasate!
Perdóneseme que no pueda escribir este nombre sin ver reaparecer bajo mi
pluma esa figura de un gran intérprete musical, el más completo que he
conocido. Actualmente recorre en las regiones andaluzas un camino
triunfal, después de haber sido aplaudido y festejado, con entusiasmo
frenético, en Madrid, donde se presentó por última vez al público en un
concierto celebrado á beneficio de la Asociación de escritores y
artistas. Ese concierto tiene una historia que hace honor al gran
violinista. Como España es tierra donde germina y se desarrolla esa
pasioncilla inmunda que se llama la envidia, no es extraño que un
español como Sarasate, que nació bajo el influjo de bienhechora estrella
y que ha llegado á ser en toda Europa el ídolo de un pueblo de almas,
despertase en la tierra donde nació rencores de esa gentecilla, que,
impotente para acercarse á la gloria, tiene un insensato placer en
amenguar la gloria ajena. Unos cuantos rascatripas y sopladores, de esos
que tocan el violín y la flauta en el café ó en el circo ecuestre,
armaron contra Sarasate terrible conjura; y no atreviéndose á decir que
Sarasate maneja mal el "stradivarius," le llamaron en obscuros artículos
anónimos, mal español, sosteniendo con error indiscutible, que había
renunciado á su nacionalidad; y le llamaron avariento, tacaño y
ambicioso, acusándole de cobrar el cincuenta por ciento de los productos
de los conciertos en que trabajaba. Sarasate respondió á esas
acusaciones ofreciéndose á trabajar de balde en un concierto á beneficio
de la Asociación de escritores y artistas.

Yo le había oído muchas veces pero nunca me ha entusiasmado tanto como
aquella noche. Los artistas italianos del Renacimiento, con el mal gusto
propio de la época, eran muy aficionados á pintar ángeles tocando el
violín. Yo me acordaba de aquellas figuras, aguzando el oído y cerrando
los ojos para no ver las melenas y los bigotes de guardia civil que
gasta Sarasate. Porque si existiera el cielo de Mahoma ó de Cristo, sólo
allí debería escucharse algo parecido al celestial gorjeo del violín de
Sarasate.

Diderot ha escrito: "Para que el artista me haga llorar, es preciso que
él no llore." Nada más exacto, pero también es preciso _que haya
llorado_. Su emoción individual debe convertirse en emoción artística y
la interpretación animarse con el eco de sentimientos experimentados y
desaparecidos. Las lágrimas no deben salir á los ojos del intérprete;
pero debe tener _lágrimas en el instrumento_. Gracias á esa
transformación, Sarasate ejerce sobre el público una acción magnética,
que repercute sobre sí mismo. "Si el público supiera--suele
decir--cuanto puede obtener de nosotros con sus aplausos, nos mataría."
¡Oh, bien lo ha probado el infeliz! En todos sus conciertos, apenas
termina la última pieza clásica del programa, ya está el público
pidiéndole á grito pelado, la indispensable propina de siempre, es
decir, los aires populares españoles, la jota aragonesa, _la muiñeira_,
_la petenera_, _el zorzico_, etc. Y aquí se comprueba la modificación
que hice á la frase de Diderot. El artista debe sentir siempre lo que
ejecuta. Si en el corazón de Sarasate no estuviese viva la llama del
sentimiento patriótico, ¿qué mérito tendría la jota aragonesa por él
ejecutada? Un violinista ruso ó teutón no podría herir acaso, con esas
notas, nuestro sentimiento artístico. Ese aire popular que tiene tantos
títulos de gloria como la _Marsellesa_ canturreado, con voz
aguardentosa, por un gañán, al conducir sus bueyes al establo, no es
fácil que despierte emoción estética alguna; pero, al rozar las cuerdas
del violín de Sarasate, ese aire popular, que unas veces gime y otras
ruge y siempre expresa el sentimiento de la patria, nos transporta en
alas de la fantasía á la falda del Moncayo y á la orilla del Ebro, ó
allá donde murieron de amor Isabel y Marsilla, y evoca en nosotros el
recuerdo del épico suicidio de Zaragoza, y nos hace asistir á las
sencillas fiestas de las aldeanas en honor de la más patriota de las
Vírgenes, la Virgen del Pilar.

Pues ¿y dónde dejamos la _muiñeira_? Yo no tengo el honor de ser
gallego. Pero, declaro sinceramente que la _muiñeira_ hubo de causarme
siempre una emoción profundísima. Yo se la he oído á Sarasate, no sólo
en Madrid, sino también en la misma Coruña, y puedo asegurar que nunca
he presenciado una ovación tan imponente.

Cuando algún tiempo después de haber oído la _muiñeira_ en Galicia, se
la volví á escuchar la otra noche á Sarasate, vino á mi memoria la
zagala rústica que sentada sobre la piedra del lar humilde ó cargando en
sus fornidos hombros el saco repleto de centeno y maíz, ó comprimiendo
con sus manos de color de arcilla las gruesas ubres de la vaca, ó
partiendo en el monte el espinoso tojo, no bien oye á lo lejos el gemido
agreste y melancólico de la gaita y el regocijado son del tamboril y del
pandero, suelta la hoz de la siega y loca de alegría, llama á sus
rapaces y se pone á bailar con ellos la tradicional _muiñeira_, pegando
sendos y descompasados brincos á la sombra del castañar hojoso....

Aquélla, aquélla es la misma _muiñeira_ de Pablo Sarasate, tocada por el
autor y acompañada al piano por su secretario _mein-herr_ Otto, un
alemán que le sigue en todas sus excursiones artísticas y que á fuerza
de escuchar el canto _saudoso_, ya dice como cualquier gallego vagabundo
á la orilla de extranjeros lagos:

    "Airiños, airiños, aires,
    airiños da miña terra,
    airiños, airiños, aires,
    ¡airiños, leváime á ela!"

       *       *       *       *       *

Si alguna vez, ¡oh gran violinista! me encuentras enfermo y pobre, solo
y triste y odiado de todos, en extraña tierra, tragando la hiel de la
nostalgia, llevando en mi rostro la marca patética de la fatalidad
irresistible; si algún día, lejos de la tierra donde se habla la lengua
en que me enseñaron á rezar, me encuentras bajo un cielo plomizo,
vagando por solitarios senderos y deshaciendo poco á poco el ovillo de
hilo de mis ardientes afanes, de mis frustrados ensueños, sin horizonte
delante, sin recuerdos detrás; si algún día, oh Sarasate, me encuentras
así, envuelto en la ceniza de todo lo que amé, fijos los ojos en la
naturaleza, esa gran madre, y en el ideal, esa paloma despeñada del
cielo sobre el Jordán de nuestras pasiones redimidas, saca entonces de
la caja tu "stradivarius," ejecuta los primeros compases de la
arrebatadora _muiñeira_, recuérdame la quejumbrosa gaita de las romerías
gallegas, la alegre pandereta de las zambras moriscas y de las _juergas_
andaluzas, y el tamboril fanfarrón de las fiestas vascongadas; y al
recibir yo en mi atormentado espíritu esa limosna de arte, así como la
Magdalena limpiaba con su cabellera el polvo de los pies del Cristo, tú
limpiarás mi alma de las impurezas del mundo miserable y volverán á
ella, con el eco de tu instrumento mágico, las remembranzas de la edad
florida, las canciones alegres y los sueños azules....



EDUARDO NEUMANN GANDÍA


Nació en la ciudad de Ponce, en el año 1851. Era su padre de origen
alemán, como lo indica el apellido, y su madre una dama portorriqueña,
descendiente de españoles.

Estudió con notable aplicación, y fué graduado de Maestro Superior de
instrucción primaria antes de los 22 años. Ejerció el profesorado
público durante los mejores años de su vida, y en las horas que le
dejaba libre esta penosa labor, dedicábase con especialidad á estudios
históricos y biográficos referentes á su país.

Carecía de imaginación brillante y creadora; pero tuvo siempre gran
afición á coleccionar, depurar y coordinar noticias de carácter
histórico. Publicó varios opúsculos interesantes acerca de la fundación
y progreso de Mayagüez, Aguadilla, Coamo y otras poblaciones de Puerto
Rico; fué redactor de algunos periódicos de Ponce, sitio principal de su
residencia, y colaboró en los fundados ó dirigidos por Baldorioty de
Castro, del cual era amigo y admirador.

Las obras históricas más notables de don Eduardo Neumann son las
tituladas _Benefactores y hombres notables de Puerto Rico_, editada en
dos volúmenes con grabados; una interesante reseña de sus viajes por los
Estados Unidos, y una _Historia de Ponce_, muy nutrida de datos para el
estudio y conocimiento de esta progresiva ciudad y su jurisdicción,
desde el punto de vista político, intelectual, social, económico,
mercantil, industrial, agrícola y geográfico, obra escrita con gran amor
durante los últimos años de su vida, como tributo á la patria de su
nacimiento y de sus amores.

Era muy aficionado al estudio, y amaba principalmente los libros serios
y jugosos. En sus últimos años cursaba con gran asiduidad las
asignaturas de la carrera de Derecho, y ya se había examinado
victoriosamente de algunas de ellas.

Era hombre de carácter y de firme voluntad, y á fuerza de lecturas y de
viajes metódicos había logrado adquirir un copioso caudal de
conocimientos.

Falleció en Cherburgo, Inglaterra, á mediados de septiembre de 1913.

El siguiente artículo pertenece á su colección de _Benefactores y
hombres notables de Puerto Rico_.


FRAY IÑIGO ABBAD Y LASIERRA

HISTORIÓGRAFO DE PUERTO RICO

Hemos buscado noticias inútilmente dentro del cuadro magnífico que trazó
el P. Félix Latassa, ó sea en sus Biblioteca Antigua y Nueva de
Escritores Aragoneses; y, en verdad, nos sorprende se tenga en
deplorable olvido el nombre de varón tan esclarecido como el de Fray
Iñigo Abbad y Lasierra; sin duda el prodigioso número de hombres
ilustres con que cuenta Aragón, pueblo rico en todo género de grandezas,
ha hecho que se acostumbre á contemplar el mérito sin asombro y á
considerarlo como cosa corriente; pero si el hermoso recuerdo de la vida
de Fr. Iñigo, saturada de simpático perfume, consagrada á los estudios
históricos y á los actos austeros se ha borrado de su país; si su
espíritu sano y cultivado, ocupado en las investigaciones del pasado, se
ha perdido para los aragoneses; su memoria vive y vivirá por siempre en
el corazón de los portorriqueños. No nos explicamos cómo un escritor de
tan bellas dotes y de un patriotismo tan acrisolado, sea casi
desconocido en su propia tierra. Así nos valemos, al ocupamos de este
personaje, de los datos que nuestra diligencia y la admiración que
siempre él nos ha inspirado, supieron proporcionarnos. Hasta ahora, que
sepamos, ningún libro especial se ha dado á los vientos de la publicidad
referente á la vida del ilustre benedictino; por lo que nos proponemos
transmitir su nombre á la posteridad, ya que supo hundir su mirada
escrutadora en las obscuridades del pasado y hacer revivir los hechos
más gloriosos de nuestra historia regional.

Escasas son las noticias, que aún en su misma provincia, se nos han
podido facilitar sobre la vida del benemérito monje.

Nació Fr. Iñigo el año 1737 en Barbastro-Huesca,--ciudad obispal desde
el siglo XII hasta mediados del presente; por cierto, uno de los que
estuvieron al frente de esta diócesis fué el célebre Ramiro el Monje,
rey de Aragón, figura inmortalizada por el pincel del eminente Casado
del Alisal, en su cuadro _La Campana del Rey Monje_. Barbastro es
también patria de los peregrinos ingenios Lupercio y Bartolomé
Argensola, tan conocidos en los fastos literarios.

En aquella ciudad estuvo en 1868 el inolvidable enaltecedor de nuestras
letras y entusiasta propagandista de la cultura intelectual en la Isla,
don Alejandro Tapia y Rivera, con el fin de hacer reproducir un retrato
de nuestro bien querido historiador, retrato del que es copia el que
adorna los salones de la Sociedad Económica de Amigos del País, en San
Juan, que á nuestro juicio no guarda parecido con la fotografía directa,
hecha tomar del que existe en la biblioteca pública de Barbastro. La
copia al óleo ya mencionada, ni por su parecido ni por la posición
sentada en que se encuentra el personaje guarda semejanza con el retrato
auténtico. Fr. Iñigo en el original aparece de pie y su fisonomía revela
mayor dulzura y benevolencia.

Descendía Fr. Iñigo de noble familia aragonesa, que procuró darle
esmerada educación, que aprovechó de un modo brillante desde sus
primeros años, y después fué monje benedictino en el monasterio de San
Juan de la Peña, en el que se dedicó al estudio de la historia y
antigüedades. Recordamos los nombres de dos hermanos suyos, que por sus
talentos y virtudes alcanzaron puestos distinguidos y altas dignidades
eclesiásticas. El uno, de mayor edad, se llamó don Manuel Abbad y
Lasierra, individuo correspondiente de la Academia de la Historia, Prior
de Meya, presentado por S. M. para Obispo de Ibiza y de Astorga,
Arzobispo de Selimbria in partibus infidelium y autor de obras
recomendables, Inquisidor general de España, al principio del reinado de
Carlos IV, el cual Abbad comisionó al canónigo don Juan Antonio
Llorente, el conocido autor de la _Historia Crítica de la Inquisición_,
para trazar un plan benigno de importantes modificaciones en el orden
interior y procedimientos del Santo Oficio, que le encaminase á
sustanciar sus procesos por el derecho civil, por lo cual, teniendo
presente el fin del odioso tribunal, equivalía á su abolición; empero la
intransigencia fanática, que había hecho fracasar con anterioridad los
filantrópicos proyectos del conde de Floridablanca en igual sentido,
hizo destituir al hermano de Fr. Iñigo y consiguió se le recluyera en el
monasterio de Sopetrán; plan que el insigne Jovellanos quiso luego
llevar á la práctica, y no pudo, por haber caído del ministerio. El otro
se nombraba don Augustín, quien después de ser catedrático de
Humanidades, llegó al episcopado y por sus ideas benévolas y
humanitarias fué encausado por el Santo Oficio. En nuestra admiración
por los miembros de esta ilustre familia, nos complacemos en consignar
que ninguno de ella brilló por su intransigencia y sí por sus méritos
indiscutibles, saliendo al fin ilesos de las redes inexplicables de la
autocracia romana y de las iras inquisitoriales.

Si Fr. Iñigo no tuvo la llama del genio; si no fué un Laurent ó un
Ranke, historiadores de la humanidad; si no fué un Jacolliot
describiendo la India; si no fué un Champollión descifrando los
geroglíficos egipcios; si no fué un Curtius, autor de la más famosa
Historia de Grecia en nuestros días, recomendable por el caudal de
preciosos datos que atesora y abrillantada por el vigor filosófico del
lenguaje; si no fué un Mommsen, el feliz restaurador alemán de la
prehistoria y grandezas romanas; si no fué un Bancroft que estudia con
bella erudición la génesis de los pueblos americanos; si no fué un
Macaulay en sus estudios sobre la revolución inglesa; si no fué un
Lamartine sublimando los girondinos; si no fué un Taine al pintar á los
jacobinos, ó á Napoleón Bonaparte; fué nuestro primer historiador, y
supo dar animación, vida, unidad á nuestros dispersos é ignorados anales
históricos en síntesis notables.

La esfinge misteriosa del pasado surge bella, ante la vista de los
lectores, al recorrer las páginas trazadas por la pluma de Fr. Iñigo; al
admirar la veracidad, la exactitud de sus apreciaciones, sobre todo, al
tratar del carácter y costumbres del pueblo portorriqueño en su época;
al deleitarnos con la mágica de su estilo claro, sencillo, espontáneo;
cual corresponde á la índole de su obra.

Revela nuestro historiador un amplio criterio para juzgar de hombres y
de acontecimientos, regulado por un espíritu justiciero, si bien su
Historia Geográfica, Civil y Política de la Isla de San Juan Bautista de
Puerto Rico, que fué lo más clásico que escribió, resulta, en el día,
deficiente, un cuadro muy apagado de nuestras primitivas crónicas y con
grandes lagunas en los sucesos acaecidos entre unos y otros siglos; sin
embargo de las anotaciones hechas por don José Julián Acosta y no
obstante los altísimos dones intelectuales de Fr. Iñigo. La obra fué
escrita en medio del torbellino del mundo, por encargo de don Francisco
Antonio Moñino, conde de Floridablanca, alto protector ó íntimo de la
familia Abbad, en la época de Carlos III, en el último tercio del siglo
pasado; el manuscrito fué presentado al Gobierno Metropolítico el 25 de
Agosto de 1782. Poseemos un precioso ejemplar de la primitiva edición
madrileña, que tiene capital importancia por su fecha--1788--edición
debida á la actividad de don Antonio Valladares de Sotomayor; ejemplar
que conservamos como curiosidad bibliográfica y como recuerdo de la
amistad que nos une á una de las ilustraciones del País, tan modesta
como verdadera, el doctor don Calixto Romero Cantero, que ejerce con
aplauso la medicina en Cayey, y que tan amante es de las investigaciones
prehistóricas.

       *       *       *       *       *

Vino Fr. Iñigo á Puerto-Rico en edad viril, á los treinta y cinco años,
en 1772, como confesor del Illmo. Sr. Obispo don Manuel Jiménez Pérez,
de feliz memoria; viajó por los pueblos y lugares más recónditos de
nuestra isla; consultó los archivos oficiales y recogió la tradición
oral de los descendientes inmediatos de los primitivos colonizadores
para escribir su obra citada; si bien su labor se resiente de muchos
errores tipográficos, que el editor confiesa en el prólogo, por haber
sido publicada en Madrid, en ausencia de nuestro primer historiador.

       *       *       *       *       *

Veamos ahora lo que motivó el viaje forzoso del P. Abbad á Europa.

Las relaciones entre el Gobernador de la Isla y el Prelado llegaron más
que á interrumpirse, á ser tirantes, con motivo de la intervención que
pretendió tener el primero en el expediente de divorcio promovido entre
don José de la Torre y su esposa doña Juana de Lara, que dió lugar á
graves escándalos, y hasta que descendiese una Real cédula sobre el
asunto, reprendiendo severamente á don Pedro Vicente de la Torre, padre
del anterior, que se permitió en pleno Palacio episcopal inferir graves
ofensas al señor Prelado Jiménez Pérez, envalentonado por el apoyo del
Gobernador don José Dufresne; he aquí, el secreto de la animosidad que
este señor cobró á Fr. Iñigo, confidente del Obispo y la persona de su
mayor estimación, que supo defender los prestigios y fueros de su
superior y poner de relieve la invasión de atribuciones que se
intentaba. Don José Julián Acosta nos dice, en sus anotaciones á la obra
del P. Abbad, que desconoce aquellas causas; pero no fué otro el origen
de la inquina que demostró el Gobernador con sus actos arbitrarios
mandando incoar un expediente á Fr. Iñigo sobre si había adquirido mal
un siervo de corta edad; y, del cual expediente resultó el viaje de
nuestro historiador á la Península, acto que llenó de gran indignación
al señor Jiménez Pérez, y por el que llegó á pedir se le trasladase á
otra diócesis; pero S. M. con consulta del Consejo de Indias, y teniendo
á la vista las nulidades y defectos cometidos en los trámites de los
autos y la falsedad de la denuncia hecha por Agustín Sánchez, declaró á
Fr. Iñigo limpio de toda culpa, reservándole sus derechos para que
pudiera ejercitarlos en la vía y forma correspondientes contra su
acusador por los delitos de calumnia y de ilícito comercio.

       *       *       *       *       *

Ya de nuevo en la Península debido á sus meritorias cualidades y á las
altas influencias con que contaba en la Corte, fué Fr. Iñigo presentado
por su S. M. para la mitra de su ciudad natal, donde murió en la segunda
década de este siglo XIX. En el ejercicio del episcopado fué muy
estimado por su magnánimo y generoso corazón. De cómo realizó tan bellos
sentimientos y cuan ímprobas tareas se impuso en aras de su loable
entusiasmo por la instrucción de su pueblo nativo, es prueba evidente la
fundación de una biblioteca pública que levantó con su peculio;
establecimiento donde á su muerte se colocó su retrato para perpetuar su
memoria, y al cual retrato nos hemos referido en párrafos anteriores.

Deseó sacar de la ignorancia en que yacían á sus feligreses en aquella
remota época, como queriendo repetirles aquellas palabras de una célebre
escritora: "Santificad vuestra alma con la lectura, si queréis que el
ángel de los nobles pensamientos se digne descender á ella."

Trazados los rasgos culminantes de la vida del P. Abbad, réstanos
presentarle como uno de los más dignos y verdaderos benefactores de la
sociedad portorriqueña, que supo con su hermosa inteligencia y la
antorcha de su talento, iluminar los hechos oscuros de nuestra vida
social, á través de los siglos. De todos modos, abrió nuevos horizontes
á la cultura intelectual del país, rompiendo aquella especie de muralla
de la China, que nos incomunicaba hasta con la misma Metrópoli; nos dió
á conocer al mundo civilizado y nos dignificó ante sus ojos, relatando
nuestros orígenes, las proezas de nuestros hombres extraordinarios y los
episodios que enaltecen nuestra lealtad y adhesión á la nacionalidad
española. Así pagó de modo espléndido la hospitalidad que le dieron los
portorriqueños, quienes por su parte le recuerdan con gratitud. Si su
obra tiene errores, disculpables son, dados el tiempo en que escribió,
las escasas fuentes de qué dispuso y los limitados documentos que la
informaron; lo cierto es que nunca los ardores de extraviado y mentido
patriotismo ni las exageraciones de la animadversión, mancharon la
pureza de su pluma; siempre la guiaron sentimientos justicieros y
cristianos.



FEDERICO DEGETAU Y GONZÁLEZ


Nació en la ciudad de Ponce, en el mes de diciembre de 1862, y quedó
huérfano de padre á los ocho meses. Era hijo único, y su buena madre
doña Consuelo González concentró en él todo el afecto de que era capaz
su gran corazón de esposa y de madre. Con una exaltación de cariño que
traspasaba los límites de lo humano, consagró su vida entera y todas las
potencias de su voluntad al cuidado, á la educación y al culto
idolátrico de Federico. No tuvo desde entonces otra aspiración ni otra
esperanza que la de formar con la esmeradísima educación que le
proporcionaba, con el propio ejemplo de sus virtudes y con la sublimidad
de su amor maternal, aquella inteligencia privilegiada y aquel corazón
admirable de bondad, de generosidad y de dulzura que dieron tan alto
relieve á la vida intelectual y moral de Federico Degetau.

Cursó en Ponce las primeras asignaturas de la instrucción primaria que
continuó después en Barcelona, (España), á donde se trasladó en compañía
de su madre, y allí obtuvo el título de Bachiller.

Á pesar de sus pocos años, Federico era ya entonces amigo de algunos
hombres ilustres que por aquella época residían en la Ciudad Condal,
como don Víctor Balaguer y el Doctor Letamendi, que admiraban el
entusiasmo del estudiante portorriqueño, su bondad de corazón y su
alteza de pensamiento.

Para ir conociendo varias regiones importantes de España, mientras
ensanchaba el círculo de sus conocimientos, se trasladó á Madrid, y
cursó en la Universidad Central las primeras asignaturas de la Facultad
de Derecho. Allí le siguió su madre amantísima, rodeándole de todos los
medios propios para estimularle en el estudio, fortalecer su salud y
aumentar en lo posible las bondades de su alma.

Al apreciar hoy la cultura exquisita, las grandes virtudes sociales, la
noble inteligencia y los méritos extraordinarios de don Federico
Degetau, no sería justo dejar en olvido el nombre de aquella madre
meritísima, que supo reunir y fomentar en él tan relevantes virtudes.

En Madrid contrajo Federico amistad con muchos hombres de ingenio y
ciencias, que le conservaron afecto y estimación durante toda su vida.

Además de sus estudios científicos cultivaba Degetau la literatura y la
música. Llegó á tocar el violín con notable perfección; su madre era más
que regular pianista, y organizaban en su casa unas veladas artísticas
muy frecuentadas por los hombres de letras y por la _élite_ social de la
villa y corte.

Siendo aún estudiante de Leyes, reunió Federico en ocho días autógrafos
y pensamientos de los más famosos personajes de la literatura, la
cátedra, la política y las bellas artes, añadió algunos trabajos suyos y
formó con ellos un interesante libro, con la venta del cual adquirió
dinero suficiente para redimir á un estudiante compañero suyo, que había
caído soldado y no tenía medios para pagar un sustituto. Este rasgo, que
fué muy celebrado por profesores y estudiantes, y del que hizo merecidos
elogios la prensa de Madrid, da una feliz idea de la nobleza de
sentimientos de su autor.

Sus primeros ensayos oratorios los hizo en Madrid durante una huelga
violentísima de estudiantes que allí se promovió. En los días en que la
manifestación estudiantil adquiría caracteres de mayor vehemencia,
llamaba la atención general un jovencito alto de cuerpo, aunque de
semblante aniñado y candoroso, de expresión simpática, de maneras
distinguidas y de palabra elocuente, invocando á gritos los fueros del
respeto público, los beneficios de la paz, y las ventajas de la razón
serena sobre los actos de una violencia irreflexiva. Era Federico
Degetau procurando calmar las demasías tumultarias de sus compañeros.

Poseía el don de gentes en alto grado, y gozaba de gran estimación entre
sus profesores y amigos. El insigne Maestro de maestros, don Francisco
Giner de los Ríos, le quería como á un buen hijo.

Antes de haber obtenido la Licenciatura de Derecho y cuando contaba
apenas 19 años de edad, fué nombrado Presidente de la sección de
ciencias morales y políticas de la Academia de Ciencias Antropológicas,
de Madrid, y con este motivo hizo un viaje á París, para tratar con
Victor Hugo acerca de la Liga internacional para la abolición de la pena
de muerte. Fué también admitido por entonces en la Academia Española de
Jurisprudencia y Legislación.

Estudió en la Universidad de Granada el tercer grado de Derecho (1885),
el cuarto y quinto en las Universidades de Salamanca y Valladolid,
respectivamente, y dos años después recibía la investidura de Abogado en
la Universidad Central.

Sus aficiones dominantes le llevaban al estudio de las cuestiones
morales: la instrucción pública, la educación moral y física, el
bienestar del pueblo, la organización de las clases obreras, la
protección del niño, la pureza de las costumbres, etc. El amor patrio le
llevaba también á la lucha política; pero en ella rehuía los
apasionamientos y los enconos. El odio no encontraba albergue en aquel
corazón, que sólo tenía latidos generosos.

Mostró desde muy joven sus aficiones al cuento literario, y á este
género pertenecen sus primeras producciones _El fondo del algibe_, _El
secreto de la domadora_, _¡Qué Quijote!_ y _Cuentos para el camino_.
Escribió después una novela de costumbres, titulada _Juventud_, y deja
inéditos dos libros más de cuentos para niños, á los cuales cuentos
pertenece el que se inserta á continuación de estos apuntes.

Se interesó siempre por los progresos escolares, fué el primer
propagador en España de los _dones_ y juegos instructivos de Froebel, el
famoso creador de los _Jardines de la Infancia_, y fué durante toda su
vida un amante decidido de los progresos escolares.

Amaba á los niños, se deleitaba contemplando sus distracciones y sus
juegos, intervenía en sus estudios y se interesaba vivamente por sus
progresos mentales. Gustaba de proteger á los huérfanos infantiles,
educándolos personalmente, y aplicando en esta labor sus especiales
métodos pedagógicos. Algunos de los protegidos y dirigidos por él han
llegado á ser hombres de ciencia y escritores de valer.

Poseía también en grado meritorio el amor á la patria portorriqueña, y
trabajaba en Madrid activamente para dotarla de reformas liberales,
valiéndose de la amistad que le profesaban hombres de gran influencia en
el gobierno de Madrid.

Figuró siempre en los partidos republicanos españoles.

En el año 1887, cuando la reacción conservadora produjo aquí los
lamentables sucesos á los que se dió el nombre de _compontes_, fundó y
sostuvo con su peculio propio en Madrid un periódico titulado _La isla
de Puerto Rico_, en el que hizo una vigorosa campaña contra el gobierno
del general Palacio, y en compañía de Labra, Cortón y otros defensores
de Puerto Rico, logró conjurar aquella lamentable crisis.

Al organizarse en Puerto Rico el gobierno autonómico, Federico Degetau
fué electo diputado á Cortes, y actuó como tal en el Congreso hasta que
ocurrió el cambio de soberanía de Puerto Rico. Entonces se trasladó
definitivamente á esta isla, resuelto á seguir la suerte de su patria.

En 1901 fué electo Representante de Puerto Rico ante el Congreso de los
Estados Unidos, cargo que desempeñó durante cuatro años y en el que
prestó servicios eminentes. Vuelto á su país, fué nombrado vocal de la
Junta de Síndicos de la Universidad de Puerto Rico en organización.
Encariñado con el proyecto de una Universidad Panamericana, hizo
esfuerzos de propaganda aquí y en Washington para dotar á Puerto Rico de
esta institución, y en un reciente viaje que hizo á Europa (1911 y
1912), adquirió unos 200 cuadros de pintores acreditados, antiguos y
modernos, destinados á la pinacoteca de la futura Universidad. En este
trabajo le auxilió un artista portorriqueño de mérito, don Adolfo Marín,
que habitualmente residía en San Juan de Luz.

Regresó Federico de su citado viaje en los últimos meses del año
1912--algo quebrantado de salud, y, de resultas de una operación
quirúrgica grave, falleció el día 20 de enero de 1914.

Era un hombre de gran bondad, de mucho talento, de trato agradabilísimo,
escritor delicado y ameno, orador elocuente, patriota, generoso y
sincero, legista competente, amigo cariñoso y leal, y un grande, noble y
generoso corazón.

Deja, al morir, legados importantes para obras de cultura y de caridad.


SUEÑO DE ORO

(Á mi muy querido amigo Don José Loredo.)

     Es hora de luchar contra el abandono físico y moral en nombre de
     sus víctimas inmediatas primero, y después en nombre de las
     generaciones, venideras, que tienen derecho á que les leguemos una
     herencia de salud, de robustez y de alegría y de buen humor, en vez
     de un amasijo de seres raquíticos, endebles y entecos de alma y
     cuerpo, última expresión de una raza que camina rápidamente á su
     degradación más completa.--_Sela._

¿Dices, mi encantadora amiga, que soy un soñador? ¡Tienes razón! ¿Qué
esto no me lo dices como un reproche? ¿Qué lejos de enojarte te agrada?
Ya lo sé, y porque lo sé, me complace tanto referirte estas cosas.
Escucha. Anoche he dormido poco, pero he soñado mucho. ¡He tenido un
sueño de oro!

He soñado que mis cosas marchaban muy bien, que tenía mucho dinero.
¡Tener mucho dinero! ¿Y qué? Aquí viene lo mejor.

Soñé que estábamos en nuestra casita de... ¿Para qué escribir el nombre
de aquel ideal pueblecillo situado junto al mar, engalanado por los
encantos de una naturaleza espléndida y provisto de todos los atractivos
y de todos los recursos de la civilización?

Soñé que había comprado el terreno del vecino, el solar donde se alzan
las tres barracas, soñé que había encargado á Pepe, (ese arquitecto á
quien yo quiero tanto y á quien cito siempre como un modelo de rectitud
y de bondad), la construcción de un edificio que había sido ya
terminado. Soñé que había llegado el momento de darte una sorpresa. ¡Y
qué sorpresa!

Pero oye antes cómo se originó en mí ese sueño. Anoche volvía del
Ateneo. Se había hablado allí acerca de la "educación física," se había
hablado de las "termas" de los romanos, de los gimnasios antiguos y
modernos, y de otra porción de cosas que no son del caso. Venían por la
misma acera que yo

    "Un hombre y una mujer
    que obreros mostraban ser
    por los trajes que vestían"

como dice Rafael en su comedia, y no entre ellos, como en la obra de mi
amigo sino delante, iba un niño que, al pasar junto á mí, tropezó y
cayó. Hice un movimiento para ayudarle á levantarse, pero el rapazuelo
se puso en pie de un salto antes de que tuviese tiempo de alcanzarlo, y
echando de ver mi solicitud, con un mohín de su carucha pálida y ojerosa
en la cual brillaban unos ojos tristones, me dijo:

--No ha _sío na_.

--¿Cuántos años tienes?--le pregunté.

--Doce,--me contestó.

Y haciendo un esfuerzo, como si se avergonzara de haberse caído, siguió
adelante perdiéndose con sus padres calle arriba, en tanto que yo tomé
por una travesía para llegar más pronto aquí.

Mi encuentro con ese niño me dejó una impresión penosa. Penosísima.

Doce años dijo que tenía y te aseguro que su cuerpo era el de un chico
de seis. ¡Qué raquitismo tan horrible! Me parece que cuento sus
costillas al través de la blusa. ¡Y qué torax! No había en él espacio
para que se dilataran sus pulmones, ni hueco para que la combustión de
la vida se realizara.

Y la idea de aquel niño me despertó la imagen de otro niño á quien tú y
yo queremos mucho, y estos dos niños me llevaron á pensar en todos esos
pobres pequeñuelos condenados á muerte por la escrófula, candidatos á la
tuberculosis, plantas nuevas cuyas raíces no hallan tierra en donde
arraigar en los adoquines y las losas que cubren el alcantarillado de
estas grandes ciudades. Pajarillos encerrados en un infecto y obscuro
rincón de sus altos edificios, sepultados allí cuando empiezan á vivir,
sin otra expansión que el juego en la estrecha y húmeda calle donde
arroja su hálito envenado la boca de la alcantarilla, sin tener nunca un
poco de aire puro ni un rayo de sol.

Y la angustia que experimenté me llevó con la imaginación... ya sabes
donde. Pensé en aquella atmósfera saturada de iodo y de bromo, que como
sueles decir penetra hasta lo más hondo de los pulmones; en aquel cielo
esplendoroso y radiante y con la rapidez misma con que me acudió la
idea, adquirí, como te decía, el terreno del vecino, eché por tierra sus
viejas barracas, construí el edificio, y mira tú ¡qué bien se ve cuando,
se sueña! Te veía á mi lado en la coquetona _charrette_ tirada por el
fogoso _Spark_, nuestro brioso _ponny_; vestías un traje azul de cielo,
como el que llevabas la tarde aquélla en que desde las obscuras rocas
del faro veíamos las olas encrespadas y rugientes rompiéndose á nuestros
pies en brillantes nubes de nítida espuma; te sentía á mi lado rozándome
casi con el hombro el ala de tu sombrero de paja, palpitante el seno, y
veía (con más claridad que ahora mismo que te estoy hablando) la mirada
curiosa que me dirigías á través del velo blanco, y más distinta y más
timbrada aún que ahora mismo oía tu voz de notas cristalinas, que
llegaba á mi oído una y otra vez, con las inflexiones dulces de una
súplica, trayéndome estas palabras:--¿Para qué es ese edificio? ¡Dímelo!
¿No me ofreciste revelármelo cuando se terminara? ¿No está ya concluído?

--Mañana lo sabrás,--te repetía yo, gozando ya con la sorpresa que iba á
proporcionarte al día siguiente.

¡Qué noche aquélla! La pasé en un segundo tal vez, y sin embargo, me
pareció interminable. Llegó por fin la mañana, y á las doce salí solo en
la _charrette_. En la playa me esperaban cinco ómnibus vacíos. ¡Y qué
emocionado y absorto iba yo! _Spark_ conocía bien el camino y él lo
hacía todo. Dos ó tres veces hubieron de advertirme que evitase los
coches que venían en dirección contraria.

Seguido de mis ómnibus llegué á la estación. Estaba seguro de que todo
había de resultar admirablemente organizado. Para conseguirlo me había
dirigido á los Doctores Tolosa y Salillas y á mis amigos del Museo
Pedagógico.

Hendió el aire el agudo silbido de la locomotora, y al aproximarse el
tren vi asomar por las ventanillas á los esperados huéspedes. Los Sres.
Cossío y Rubio dirigían la expedición y los pequeños veraneantes,
elegidos entre los niños pobres de las escuelas de Madrid, llenaban
media hora después el nuevo edificio, en el que iban á proveerse durante
una temporada, de aire y de luz, de salud y de vida.

Tu padre se reía para disimular su emoción que las lágrimas
traicionaban; tu hijo, al recibir aquella impresión que le revelaba un
mundo desconocido para él, con las energías de la realidad entrándole
por los ojos, estaba entre suspenso y emocionado, y tu corazón de madre
latía con fuerza cuando te presenté á mis amigos, y, rodeado por los
pequeños entramos en el nuevo edificio.

En el sencillo vestíbulo una Victoria griega escribía en su escudo de
mármol el nombre bendecido de M. Brion, iniciador de las colonias
escolares, y la fecha (13 y 14 de agosto de 1882) del Congreso
Internacional de Zurich, el primero á que acudieron hombres ilustres de
todos los pueblos cultos para ocuparse de los resultados físicos,
morales y pedagógicos que estas excursiones ofrecen y de otros temas,
referentes á las mismas y no menos interesantes ciertamente.

Después de almorzar fuímos todos al bosque de pinos, en uno de cuyos
claros se organizó el juego. Los chicos acostumbrados al martirio del
silencio en las escuelas y habituados á sentirse á cierta distancia del
maestro, al hallarse allí libres de esas impuestas trabas, dirigidos
pero no cohibidos, parecían polluelos que, atados uno y otro día por
fuertes ligaduras, se encontraran de pronto sueltos en medio de una
pradera verde y lozana. Al principio sus movimientos eran torpes, todo
les sorprendía, miraban con extrañeza á los maestros jugar con ellos y
apenas acertaban á coger la pala ó la pelota. Pronto, sin embargo, se
familiarizaron con aquella disciplina del espíritu que dejaba á sus
cuerpecitos en libertad de fortalecerse y desarrollarse excitando su
atención sobre el espectáculo hermoso de la naturaleza, la cual al
sentirlos en su seno coloreaba suavemente sus mejillas, y devolvía poco
á poco la vida y la animación á sus caruchas ajadas.

Al volver del bosque nos explicaba D. Manuel los tecnicismos de la _hoja
antropológica_, en la cual constaban la filiación, los datos anatómicos,
descriptivos y métricos, los datos fisiológicos y las anomalías de cada
uno de los niños. Esta interesantísima suma de datos nos permitiría
apreciar bien el resultado físico que aquel cambio de vida había de
producir en ellos.

Me parecía oirle con la misma claridad con que te oía á tí decirme al
separarnos.

--¡Qué clara, qué sencilla y qué hermosa es la ciencia!

¡Con cuánto interés seguimos al otro día la vida de los pequeños
colonos!

Se levantaron á las seis de la mañana; después de atender á su aseo
personal bajaron al comedor y se desayunaron cada uno con su copa de
leche y sus ciento setenta y cinco gramos de pan. De nueve á diez, cada
cual en su mesita escribía sus impresiones. ¡Qué relatos tan sencillos!
¡Qué espontaneidad tan simpática! No hablaban de memoria. Contaban lo
que habían visto, repitiendo las mismas palabras muchísimas veces.

Primero escribían la fecha, número de kilómetros, descripción del
camino, montañas principales, poblaciones importantes y edificios
notables que veían desde el tren, naturaleza de los terrenos recorridos
y otra porción de detalles en los cuales se adivinaba el índice
extendido del profesor.

Luego venía el relato de la llegada. Casi todos los chicos hablaban de
tí. El pequeñuelo de ojos azules, decía que eras "bonita como una muñeca
grande, que le habías dado un beso á él y otros besos á los otros
chicos; otro observó que llorabas al recibirlos "como madre cuando padre
volvió de América"; otro que tenías "la mano color de rosa como el
vestido y las uñas también color de rosa y redonditas y suaves."
Hablaban luego de los pinos y del mar.

Por aquí iba en mis sueños cuando me llamaron esta mañana. Pero aun me
parece tener delante todas aquellas imágenes frescas y rientes de los
niños de la Colonia escolar. Y al recuerdo de las horas dulcísimas que
mi sueño me ha proporcionado, siento una emoción tan honda y tan viva,
que no puedo menos de levantar los ojos á ese cielo nublado que se ve
por encima de las tejas de enfrente y pedirte que bendigas conmigo al
niño raquítico, con quien me encontré anoche al volver del Ateneo, cuya
imagen ha despertado en mi alma ese sueño de oro.

                                         F. DEGETAU Y GONZÁLEZ.

     Madrid, Junio 1892.



NOTA FINAL.


Contiene este libro noticias biográficas y muestras de trabajos
correspondientes á treinta y un autores portorriqueños, elegidos por
orden de antigüedad ó de fallecimiento, y que deben considerarse como
los iniciadores del movimiento literario en esta isla. Hubo en épocas
anteriores portorriqueños ilustrados, que se distinguieron en varias
manifestaciones de la cultura intelectual, como Ramón Power, marino y
orador político, que fué Vicepresidente de las famosas Cortes de Cádiz,
en 1812; educadores como Tadeo de Rivero, Fray Ángel de la Concepción
Vázquez, Rafael Cordero y el Maestro Huyke; oradores forenses como
Eleuterio Jiménez, Juan H. Arbizu, José Ma. Pascasio de Escoriaza, y
José Severo Quiñones; agitadores políticos y hombres de ciencia, como
Betances; abolicionistas como Francisco Mariano Quiñones, y algunos
oradores eclesiásticos que alcanzaron fama; pero la serie de autores
propiamente dichos para el caso presente, creo que debe empezar por
aquéllos que han escrito algún libro de mérito, ó dado á la estampa en
cualquiera forma, obras notables que hayan influído más ó menos en la
propagación permanente de ideas útiles ó en el desarrollo de la cultura
pública.

                                                           M. F. J.





*** End of this LibraryBlog Digital Book "Antología portorriqueña: Prosa y verso" ***

Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.



Home