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Title: La enferma
Author: Zamacois, Eduardo
Language: Spanish
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                              LA ENFERMA



                          OBRAS COMPLETAS DE

                           EDUARDO ZAMACOIS

                      NOVELAS DE LA PRIMERA EPOCA

LA ENFERMA.--PUNTO-NEGRO.--INCESTO.--TIK-NAY, _El payaso
inimitable._--EL SEDUCTOR.--DUELO A MUERTE.--MEMORIAS
DE UNA CORTESANA.--SOBRE EL ABISMO.

                      NOVELAS DE LA SEGUNDA EPOCA

EL OTRO.--EUROPA SE VA...--LA OPINIÓN AJENA.--EL MISTERIO
DE UN HOMBRE PEQUEÑITO.--MEMORIAS DE UN VAGÓN
DE FERROCARRIL.--UNA VIDA EXTRAORDINARIA.--TRAICIÓN POR
TRAICIÓN.--LAS RAÍCES.--LOS VIVOS MUERTOS.

                            NOVELAS CORTAS

PARA TI... (_Libro I._)--Rick.--El collar.--La cita.--El secreto.--El
paralítico.--Una mujer espiritual.

PARA TI... (_Libro II._)--La caída.--La virtud se paga.--El
hijo.--Historia de artistas.--Los ojos fríos.--Una buena
acción.

PARA TI... (_Libro III._)--Odios salvajes.--El maleficio amarillo.--Historia
de un drama que no gustó.--Astucias de mujer.--Sobre
el mar.--El emigrante.

EL GUIÑOL DEL DIABLO.--Obra de amor, obra de arte.--El
hotel vacío.--Don Paco “El Temerario”.--Lo horrible.--El
amo del mundo.

                             AUTOBIOGRAFIA

CONFESIONES DE “UN NIÑO DECENTE”.--AÑOS DE MISERIA
Y DE RISA.

                                TEATRO

NOCHEBUENA.--EL PASADO VUELVE.--FRÍO.--LOS REYES PASAN.--PRESENTIMIENTO.

                                VIAJES

LA ALEGRÍA DE ANDAR (_Crónicas de un viaje por tierras de
Puerto Rico y Cuba, Centro-América y América del Sur_).--DE
CÓRDOBA A ALCAZARQUIVIR.

                                CRITICA

IMPRESIONES DE ARTE.--DESDE MI BUTACA (_Apuntes para
una psicología del teatro_).--EL TEATRO POR DENTRO.

                                CUENTOS

La Risa, la Carne y la Muerte.

                            EN PREPARACION

EL DELITO DE TODOS (_novela_).



                           EDUARDO ZAMACOIS

                            OBRAS COMPLETAS

                              LA ENFERMA

                                NOVELA

                 UNICA EDICIÓN REFUNDIDA POR EL AUTOR

                 [Illustration: colofón: RENACIMIENTO]

           COMPAÑÍA IBERO-AMERICANA DE PUBLICACIONES (S. A.)

                             RENACIMIENTO

         Puerta del Sol, 15 Ronda Universidad, 1 Florida, 251

                     MADRID BARCELONA BUENOS AIRES

           Compañía General de Artes Gráficas (S. A.)-Madrid



ADVERTENCIA


Este libro, publicado en 1896, es mi primera novela: afortunadamente, la
prensa apenas habló de ella, la edición fué corta y mi esfuerzo pasó
inadvertido. Aunque ogaño la presento muy corregida, el lector
sorprenderá en sus páginas candores y balbuceos de principiante,
descripciones borrosas, retratos que mi mano bisoña no supo dejar
rotunda y gallardamente concluídos, momentos psicológicos que el temor
de parecer machacón y difuso, dejó mal alumbrados. Conste así en
desagravio de la labor que luego he hecho.

E. Z.

Madrid, Junio 1903.



I


Consuelito Mendoza despertó presa de un ligero acceso de fiebre: toda la
noche estuvo viendo danzar ante ella varios personajes cubiertos de
sangre y con heridas horribles por las cuales asomaban entrañas
palpitantes. Las primeras claridades matutinas causáronla inmenso bien,
al ahuyentar aquel mundo fantástico y rojo; mas la penosa impresión de
la pesadilla y la falta de reposo, la dejaron rendida. Aún permaneció
largo rato echada, sin atreverse a mover pie ni mano, bostezando
nerviosamente, tiritando a pesar de la agradable temperatura de la
habitación y sintiendo en sus oídos un raro y sostenido murmujeo. Estaba
silenciosa, acurrucada en un ángulo de su gran cama matrimonial,
paseando miradas indiferentes de un sitio a otro: primero sus ojos
repararon en el abrigo de pieles que había dejado la víspera sobre una
silla. ¡Pícara camarera, no acordarse de llevarlo a su sitio!...
Aplicóse a examinarlo fijamente, por hacer algo y distraerse, batallando
por buscarle semejanza con otro objeto, pero sin conseguirlo; siempre
le parecía lo que era: un abrigo de pieles. Mas luego la endiablada
imaginación empezó a triunfar de los sentidos, y lo que los ojos no
pudieron ver lo vió el alma descomponiendo la realidad a través de los
misteriosos cristales imaginativos: una arruga se la antojó un sombrero
de copa antiguo, ancho de arriba y estrecho de abajo: aquello ya era
algo, pero no todo: el sombrero, sí, era perfecto; mas, ¿dónde estaba la
cabeza? Continuó mirando... y, nada; la realidad se obstinaba en no
doblegarse al capricho.

--Pues yo he de conseguirlo--murmuró la joven esbozando un mohín
picaresco.

Frunció los ojos y miró con uno de ellos a través de su mano derecha
medio cerrada a guisa de telescopio: así quedóse inmóvil, embelesada,
observando siempre: la autosugestión continuó y pronto la visión
rebuscada surgió de golpe, con claridad indudable. Bajo el gran sombrero
de copa, negro y peludo, había una cara redonda, mofletuda y riente;
aquel rostro tenía un ojo hinchado y la nariz torcida; una nariz
ciranesca, insolente y sensual. Consuelo se echó a reír recordando a
Gelasio, el cochero de una amiga suya, cuando iba en el pescante bajo su
pelerina de pieles, con el sombrero encajado hasta las orejas y los
carrillos amoratados por el frío. Siguió mirando y la imagen tornó a
descomponerse: el sombrero de copa se prolongaba convirtiéndose en
hocico; la cara, formada por un trozo de piel blanca, parecía el
terrible pechazo de un animal, las patas se bosquejaron en la sombra.
Consuelo quiso reconocer al cochero y ya no pudo: Gelasio se había
trocado en un oso negro, enorme, que por momentos adquiría mayores visos
de objetividad. La joven lanzó un grito; la fiera no se movió; entonces
ella encogióse más aún, presa de un temblor nervioso que estremecía el
lecho moviendo hasta los cortinajes de muselina: al fin, sacando bríos
de su propio terror y flaqueza, y con desatinados aspavientos, apoderóse
de un zapatito que la víspera quedó olvidado sobre la mesilla de noche y
lo arrojó violentamente contra la quimera: el fantasma del oso se
deshizo y el zapatito cayó al suelo, reapareciendo el abrigo de pieles.

Pero Consuelo estaba tan nerviosa que no podía sosegar, y quiso
distraerse examinando las figuritas de porcelana que exornaban su
tocador, y estudiando la razón de que se reflejasen en el techo del
gabinete las sombras de las personas que ambulaban por la calle. No
podía distinguir si eran hombres o mujeres, mas sí la dirección que
llevaban, lo que bastó a entretenerla algunos momentos. Cuando aquel
juego ya la aburría quiso cambiar de actitud, mas la cama estaba tan
fría que no supo moverse. Volvióse boca arriba y empezó a bostezar,
desperezándose lentamente, con esa lasciva parsimonia de los gatos: sus
blancos brazos extendiéronse hacia arriba, luego se abrieron en cruz y
acabaron desplomándose pesadamente sobre el embozo de las colchas.

--Cuando venga Alfonso--murmuró cerrando los ojos--le diré: “Señor
Sandoval, ¿cómo me tiene usted tan abandonada? ¿No me quiere usted
ya?... Y le daré muchos besos, muchos... y un abrazo muy apretado”.

Tornó a bostezar y sus párpados se llenaron de agua; mareada por sus
propios antojos y por aquel interminable desfile de sombras que
recorrían el techo con sempiterno vaivén, apoyó un timbre; un prolongado
repiqueteo metálico vibró en los aposentos interiores de la casa.
Después resonaron pasos cautelosos.

Cuando Alfonso penetró en la alcoba, Consuelito Mendoza parecía dormir.

--¿Qué quiere mi dueña?--preguntó él socarronamente, acercándose.

Ella no contestó, pero al sentirse abrazar hizo un violento esfuerzo
para desasirse y escondió la cabeza bajo las almohadas. Alfonso, a quien
ya no sorprendían aquellos humorismos de su mujer, intentó
reconquistarla con lagoterías y discretas razones de amante ducho. Ella
mantúvose inexorable. ¡No, aquella vez no le perdonaba aunque se pusiera
de rodillas y en cruz!... Vaya, irse y dejarla sola, sabiéndola enferma;
¿cuándo se vió entre buenos enamorados nada igual?... Alfonso sonreía;
ella, por fin, abrió los ojos, con los labios y las cejas fruncidas y
la expresión agria del muchacho revoltoso que se ha enfadado.

--Ande usted, bicho indómito--exclamó él bromeando y alargando una
mano--; bese usted aquí.

--¿Qué hora es?

--No sé; bese usted humildemente aquí y se le contestará.

--He preguntado qué hora es--gritó Consuelo muy irritada--. ¡Jesús,
hijo!... ¿Estás sordo?

Alfonso la dió un cachetito en la mejilla y ella se echó a reír: hasta
entonces no comprendió que se había irritado un poco sin querer.
Sandoval abrió completamente las hojas de madera del balcón, y descorrió
las cortinas; la claridad gris de la mañana invadió el dormitorio. Eran
las diez.

--No debes levantarte--aconsejó--; llueve y el aire húmedo podría
perjudicarte.

Mas ella quiso llevarle la contraria: sí, señor; se levantaría a todo
trance, aunque en ello se jugase la vida.

--Es un capricho que merecías pagar caro; tienes los labios fríos, la
frente ardiendo...

Consuelo rompió a llorar.

--¡Qué desgraciada soy, qué desgraciada!--repetía--; ¡tampoco quieren
dejarme andar tranquila por mi cuarto!...

Preciso fué complacerla: Alfonso cogió una bata y con mil trabajos
consiguió que la enferma metiese los brazos por las mangas.

--Corre, muchacha--repetía--; si andas con esa cachaza atraparás un
enfriamiento.

--No importa; cuando quise, tú no quisiste; ahora que quieres, no quiero
yo. ¡Ea, chúpate ésa; para que aprendas!

Quedóse sentada al borde del lecho, con las ropas medio subidas y las
piernas colgando, y una encantadora carita de mal humor. Sandoval
acomodóse en el suelo, sobre la alfombra pintarrajeada de negro y
amarillo, apercibido a calzarle a su mujer los zapatos: antes de hacerlo
la besó los pies, esbozando al mismo tiempo, para obligarla a reír,
extravagantes pamplinerías y visajes; después la tomó en brazos y la
puso de pie, echándola, para mayor abrigo, un pañuelo de seda por la
cabeza y un mantón peludo sobre los hombros. Consuelito Mendoza se
acercó a un espejo.

--¡Mala jeta tengo!--exclamó--; me parece que el Día del Juicio no he de
tenerla peor. Sí, queridito; voy a morirme muy pronto.

Pasados algunos segundos de autoinspección y religioso recogimiento,
acercóse a la ventana con el semblante descompuesto por la fiebre. Del
cielo plomizo atravesado por los hilos de una red telefónica, semejante
a un pentagrama gigantesco, caía una lluvia fina y compacta; la calle
Arenal y parte de la Puerta del Sol, estaban casi desiertas: bajo el
balcón, los caballos de los coches de alquiler formados a lo largo de la
acera, sacudían sus arreos moviendo resignadamente la cabeza para
quitarse el agua que les corría orejas adentro; mientras, los cocheros,
envueltos en sus viejos capotones de pardo paño, cabeceaban soñolientos
bajo sus paraguas de algodón. Consuelo seguía ensimismada, mirando hacia
afuera, los ojos medio cerrados, como meciendo su alma en brazos del
ensueño: luego sus labios se agitaron y palideció intensamente. Sandoval
corrió a ella.

--¿Te sientes peor?--inquirió solícito--. ¿Quieres acostarte?

Hizo ella un signo afirmativo, y él, cogiéndola entre sus brazos
robustos, la volvió al lecho sin esfuerzo, ensabanándola después con
cariño y compasión maternales. Transcurrieron quince o veinte minutos.
El calorcillo reparador de los cobertores fué disipando el malestar de
la mimada y su semblante picaresco tornó a sonreír sobre el embozo.

--¡Hola, mosquita--exclamó Alfonso--, parece que vuelves a la vida!...
¿Reconoces ya cómo tu empeño de levantarte era un disparate?

--Pero ya estoy tan famosa.

--Gracias a mí.

--Y a mí, que soy de buena madera.

--El refrán lo dijo: bicho malo...

--Bien podías--repuso ella--contarme un cuento.

--¡Un cuento!... ¡lindo compromiso!...

Sabía muchos, pues era gran aficionado a leer, y cuando no recordaba
ninguno los inventaba sobre la marcha, poquito a poco, según hablaba,
de suerte que en una inmensa mayoría de casos estaba tan ignorante del
desenlace de la narración como su auditorio. Esto hacía que los cuentos
fuesen unas veces cortos y otras excesivamente largos, según el ingenio
y la vena del narrador. En aquella ocasión, teniendo la memoria vacía de
argumentos, empezó a inventar uno. Reducíase éste a la prolija
enumeración de las aventuras, malandanzas y pesadumbres sufridas por
tres soldados ingleses a quienes apresaron los salvajes habitantes de un
país que, desde luego, suponíase clavado en el corazón del africano
continente. Las primeras peripecias ocurrían a orillas de un lago
rodeado de selvas vírgenes impenetrables, a la puesta del sol, hora
precisa en que los elefantes, hipopótamos, cocodrilos y demás
respetables huéspedes del bosque, iban a refocilarse remojando sus
cuerpos en las verdosas aguas del pantano, y en que las manadas de
leones hambrientos acechaban en los claros del bosque la llegada de las
tímidas jirafas.

Estas relaciones infantiles, soporíferas de puro inverosímiles,
transportaban a Consuelito Mendoza a un mundo de aventuras y desatinos
del cual no quería volver; siendo lo más chistoso que si no la petaba el
hilo del cuento ella misma se erigía en autora y lo modificaba: este
episodio no estaba bien y convenía suprimirlo, o buscar otro, pues de lo
contrario se negaba a seguir escuchando: también los personajes habían
de llevar nombres simpáticos...

Aquella vez Sandoval, a costa de esfuerzos mentales inimaginables,
consiguió urdir una fábula de bastante interés, bautizó bien sus héroes,
supo elegir episodios y arribó con toda felicidad y gallardía al término
de su relato después de hablar sin interrupción más de una hora; él
mismo quedó admirado de su locuacidad y fértil ingenio de cuentista, y
Consuelo Mendoza, que compartía su sorpresa, permaneció silenciosa,
saboreando las escenas oídas. Cuando llegó la hora de almorzar la joven
obligó a Alfonso a comer allí, pues no quería quedarse sola: él accedió.
El resto de la tarde lo pasaron sin salir del cuarto, refiriendo cuentos
y tarareando aires populares y trozos de ópera al compás de una guitarra
que Alfonso solía pulsar medianamente. Habían dado órdenes terminantes a
las criadas de no recibir a nadie, y siempre que sonaba el timbre de la
escalera, Consuelo se incorporaba, procurando conocer por la voz a la
persona que llegaba. Después, al oír que el importuno se iba, dejábase
caer en el lecho retorciéndose de risa.

--¡Qué cara llevará!--decía--; el muy tontísimo vendría aterido y calado
hasta los calzoncillos pensando rejuvenecerse al amor de la chimenea, de
los pasteles y de las copitas de Jerez. ¡Pues, hijo, límpiate por
hoy!... Así te caigas al salir de aquí y llegues a tu casa embarrado y
hecho un adefesio, y los porteros no quieran dejarte pasar... Y, ¿qué
más diré?... Que encuentres la sopa fría, y tu mujer te arañe...

Ensartaba disparates, sin poder contenerse, como obedeciendo a un
impulso irrefrenable, hasta que Sandoval, aturdido, acordaba cerrarla
los labios a besos.

A media tarde Alfonso, cansado de no hacer nada entretenido, rindióse al
sueño. Despertó ya de noche; la luz de los faroles callejeros bañaba
gran parte de la habitación, y otra vez danzaban por el techo las
sombras de los transeúntes que iban o venían: levantóse perezosamente,
corrió las cortinas y encendió el quinqué de la chimenea. Al volver a la
alcoba, sus pies tropezaron una silla: el ruido despertó a Consuelo.

--¡Ay!--exclamó ésta lanzando un suspiro de liberación--.
¡Afortunadamente es mentira! ¡Oye!... Una pesadilla horrible... Soñaba
que un hombre... cuya cara no recuerdo... extendía los brazos para
cogerme; yo huía y aquellos brazos se alargaban detrás de mí; eran
negros... parecían dos cuerdas llenas de nudos...

Su cuerpo tiritaba de espanto ante la presencia imaginaria de aquel
fantasma que pretendía abrazarla. Tenía la frente ardiendo, las mejillas
arreboladas, la mirada brillante, el pulso insólito.

--¡Diablo!--murmuró Sandoval contrariado--; nunca te vi tan sobresaltada
como esta noche.

Sentóse a los pies de la cama y quedó pensativo, maldiciendo en su
interior la tardanza de Gabriel, a quien esperaba desde el mediodía.
Consuelo le observaba con ojos febriles, paladeando mucho, cual si su
seca garganta no pudiese deglutir la saliva. Pasó otra media hora; el
timbre de la escalera volvió a sonar; Consuelo, que se había quedado
traspuesta, abrió los ojos.

--Han llamado--dijo.

Alfonso se levantó; la voz de la doncella preguntaba desde el pasillo:

--Señorito, ¿puede pasar el doctor?

Sandoval miró a su mujer, inquieto.

--Diríase--murmuró--que le presentiste en tu pesadilla...

Gabriel Montánchez abrió la puerta y allí se detuvo, esperando a que su
amigo saliera a recibirle.

--Adelante, querido--dijo Alfonso--, y ve a Consuelo; no sé qué tiene.

--¿Jaqueca?

--Jaqueca y mimo, de todo un poco.

--¡Bah! El mimo y los celos, achaques son de recién casadas.

Consuelo hizo un gesto de mal humor y escondió los brazos bajo las
sábanas. Gabriel Montánchez era alto, representaba cuarenta años y sus
ademanes y actitudes tenían naturalidad y sencillez encantadoras; era
hermoso, con esa arrogancia y satisfecha osadía de los retratos
antiguos: la frente desembarazada, pobladas las cejas, la nariz
correcta, los labios finos, las mejillas siempre pálidas, sin barbas ni
bigote. Pero lo más notable de su fisonomía eran los ojos; ojos pardos
muy obscuros, que miraban fijamente, con expresión punzante, cual si
fuesen capaces de leer a través de los cuerpos opacos; su fascinadora
atracción llegaba a ser insoportable; era la mirada del hombre de genio
que todo lo sabe, y también la del aventurero audaz que a todo se
atreve.

--Hay algo de fiebre--afirmó Montánchez pasados algunos momentos de
silenciosa observación--, ¿qué siente usted?

--Nada--repuso Consuelo--, sino son muchas ganas de comer golosinas.
Pero, sí... me duele bastante la cabeza y hasta parece que la habitación
gira en torno mío.

--Yo creo--interrumpió Alfonso viendo que su mujer no acertaba a
explicarse--que a ese cuerpo le falta algún resorte esencialísimo, y de
ahí que los demás órganos funcionen mal. A ratos y sin motivo, sufre
fríos horribles, contra los cuales fracasan cuantos medios de
calefacción se empleen, y que sólo yo puedo curar contando cuentos o
discurriendo tonterías extravagantes: ¿qué te parece? Y otras, un calor
extraño que la sofoca hasta bañarla en sudor. A veces la atormentan
ridículos terrores, o se vuelve irritable y antojadiza... En fin, que la
niña es un manojito de estrafalarios caprichos y de rarezas.

Montánchez encendió un fósforo y aproximándolo al rostro de la joven:

--Míreme usted--dijo--de frente, sin pestañear.

Consuelo sostuvo aquel examen cinco o seis segundos y empezó a
parpadear.

--Estése usted quietecita--exclamó Gabriel sonriendo--; así no puedo
observarla los ojos.

--Ni falta--repuso ella con su habitual mohín de desdén y atropellando
todo género de miramientos--; no quiero que me mire usted; me hace usted
daño.

--¿Dónde?

--Concho, en todo el cuerpo...

Montánchez la examinó el interior de los párpados y las encías.

--¿Tiene usted palpitaciones?--inquirió.

--No sé tampoco; a ratos me duele el corazón.

--¿Mucho?

--Mucho: es decir, regular... No sé...

--¿En qué quedamos?

--¡Ea, ya lo dije!... en que no sé.

El médico continuó preguntando lentamente, interrumpiéndola a cada
momento para reflexionar.

--¿Siente usted, de cuando en cuando, un cuerpo extraño, a guisa de
bola, que sube del estómago y se detiene en la garganta cual si no
pudiera pasar de allí?

--Psch... ¡no recuerdo!

--¿Y no experimenta usted vahídos al levantarse después de haber
permanecido mucho tiempo sentada?

--Tampoco--replicó Consuelito Mendoza con aquella vaguedad que ponía en
todas sus respuestas--: es decir, vahídos, sí... muchas veces, cada
lunes y cada martes...

--¿Se la hinchan los pies?

--Nunca, ¡concho, qué miedo!...

A cada nueva contestación Gabriel Montánchez, perplejo, enarcaba las
cejas. Concluyó marchándose sin recetar.

Entonces Consuelito Mendoza se enfureció; estaban ofendiéndola y su
marido lo permitía. Hola, ¿conque todos menospreciaban sus dolores? Pues
ella sabría de qué modo comportarse en lo sucesivo: desde aquel momento
quedaba libre para hacer cuanto se la ocurriese, comería lo que
quisiera, iría al teatro sin permiso de nadie, y, sobre todo, no
consentiría que volviesen a hablarla de aquel médico cazurro y
antipático...

Sandoval, que había salido a despedir a Montánchez, le interrogó acerca
de la enfermedad de Consuelo.

--Por ahora--repuso el médico--, el daño es insignificante, pero puede
ser germen de perturbaciones gravísimas. Al principio, creí habérmelas
con un desarreglo cardíaco, pero no, el corazón funciona perfectamente.
Aquí todo el mal radica en el cerebro, o por decir mejor, en la médula
espinal: los nervios son los causantes de esos vahídos y palpitaciones
que sufre, y los conturbadores únicos de su carácter. Consuelo es
extraordinariamente impresionable, parece una sensitiva o una balanza de
precisión, y el menor disgusto, el accidente más nimio, la alteran: el
color de sus cabellos, la expresión de su mirada, la palidez y suavidad
de la piel, todo acusa un desarrollo neurológico excesivo; y los
desmanes de esos nervios es lo que importa corregir. Para ello debes
evitarla todo clase de emociones; las emociones son un veneno para los
enfermos del corazón o del cerebro. Prohíbela el uso de perfumes, no la
lleves al teatro cuando representen dramas demasiado vehementes, ni a la
ópera, porque la música, según Goncourt, es el haschisch de las mujeres
y las vuelve locas; no la contradigas nunca abiertamente, para que la
contradicción no la excite irritándola, y distráela cuanto puedas: los
nervios son a modo de sutilísimos hilos telegráficos que siempre están
vibrando, y ya que no se les puede reducir al reposo absoluto,
procuremos, al menos, que vibren agradablemente. Por ahora, nada de
medicamentos. El agua de azahar sólo la procuraría alivios pasajeros, y
el bromuro es un calmante demasiado enérgico. Más adelante, si la
enfermedad se mostrase rebelde, recurriremos a las duchas o al
hipnotismo, único sistema que puede emplearse con éxito en la curación
de los padecimientos nerviosos.

Con esto se fue Montánchez, y Alfonso regresó al dormitorio donde su
mujer continuaba llorando, muy pesarosa de que nadie creyera en la
gravedad de su estado.

En días sucesivos la joven experimentó alguna mejoría.

Por las mañanas su refugio predilecto era el despacho; un cuarto grande
y bien empapelado, con dos ventanas a un patio espacioso. A un lado de
la habitación había un retrato de Víctor Hugo, ya viejo, con sus dulces
ojos azules y su melena blanca; debajo estaba la mesa de escribir
adornada por un tintero de plata que Sandoval conservaba como recuerdo
de familia: los demás testeros los decoraba una rica estantería de caoba
repleta de libros cuidadosamente colocados; los grandes a un lado, los
chicos a otro, los encuadernados ocupaban sitios preferentes, los en
rústica los lugares menos visibles. Sobre aquellos estantes varios
bustos de hombres célebres levantaban sus escorzos inmóviles: Cervantes
y Calderón, junto a Demóstenes y a Esquilo; Byron y Shakespeare, frente
a Confucio y a Marco Aurelio; así, todos revueltos, como celebrando
desde lo alto de los armarios un congreso misterioso a despecho de los
siglos y de la muerte.

Allí era donde Consuelito Mendoza pasaba las mañanas, cosiendo junto a
la ventana hasta la hora de almorzar; a ratos apoyaba la frente sobre el
cristal para sentir una impresión de frialdad que aliviaba los ardores
de su cerebro, y permanecía embelesada, mirando las paredes del patio
renegridas a trechos por grandes manchas de humedad, y oyendo las voces
de los vecinos o el adormecedor murmullo de la lluvia. Entonces su
espíritu parecía desligarse del cuerpo; éste yacía inmóvil, conservando
la actitud que adoptó al sentarse, mientras el otro se disipaba en lo
infinito o era absorbido por ese “no ser” que en las horas de reflexión
y recogimiento flota sobre nuestras cabezas: sus ojos abiertos, apenas
veían el objeto reflejado en la retina, el tímpano vibraba transmitiendo
al cerebro ecos indefinidos...

El alma, como el mundo, tiene sus desiertos, infinitamente más grandes
que los terrestres; arenales inmensos, piélagos sin playas por las
cuales vuela el pensamiento sin hallar una idea seductora. Cuando
Consuelo Mendoza, harta de mirar hacia abajo, levantaba los ojos para
complacerse viendo caer la nieve, apreciaba la velocidad con que
descendían los copos a pesar de su extraordinaria rapidez, y entonces
seguía mirando con nuevo ahinco, hasta que aquella multiplicación
interminable de puntitos blancos empezaba a trastornarla: sucedíala con
ellos lo que a los viajeros de un tren, para quienes los árboles, los
postes telegráficos y los pueblos enteros corren hacia atrás, cuando son
ellos los que caminan hacia adelante. Viéndolos caer, Consuelo pensaba
subir. Esta ascensión comenzaba poco a poco, luego su rapidez aumentaba
y al fin convertíase en carrera furiosa, trasportándose a través del
abismo cual si fuese una pluma; y si no se estrellaba la cabeza contra
el techo, era porque su casa y todas las adyacentes ascendían también
con el mismo anhelo y premura con que los copos de nieve bajaban. Cuando
la joven podía reconocer oportunamente su alucinación, apartaba los ojos
del objeto que tan fuertemente la atraía; pero si el embeleso cobraba
apariencias de realidad no podía substraerse a él, y muchas veces la
hallaron junto a la ventana, la cabeza caída hacia atrás, jadeante,
mirando al cielo con ojos alocados, cual si un hipnotizador sobrehumano
la sugestionara desde la inmensidad del vacío.

Otras mañanas, hallándose con verdaderos deseos de trabajar, se
entretenía repasando la ropa de su marido, examinando cada prenda una
por una, y cuando muy a despecho suyo reconocía que todo estaba bien,
arrancaba los botones de un chaleco para procurarse el gusto de
ponérselos otra vez; o bien deshacía una camisa y luego empezaba a
recoserla, poniendo todo su empeño en concluir aquella labor antes de
que Alfonso volviese: lo importante, pues, era estar haciendo algo que
aludiese a su marido, en quien no dejaba de pensar.

El origen de aquel desarreglo nervioso, que el tiempo y los azares y
tropezones de la vida fueron desarrollando, nadie lo supo.

Consuelo era hija única de don Felipe Mendoza y Sorero, anciano militar
que lidió en la primera guerra civil y se reintegró al tranquilo hogar
cuando el reuma y las heridas le inutilizaron: su mujer murió de
sobreparto y Consuelo quedó al cuidado de una tía solterona que la
amparó desde muy pequeña y veló por ella con solicitud maternal.

Su niñez deslizóse plácidamente en una casita del barrio Pozas, que
tenía ventanas a un vasto solar donde las vecinas iban por las tardes a
tender ropa. Consuelito salía a las cinco y media de un colegio situado
en la calle Don Evaristo, junto a la de Ferraz, y con dos o tres
amiguitas de su edad íbase a rondar el solar, atisbando por entre las
tablas mal unidas que lo circuían, la ocasión propicia de penetrar en
él.

En aquel espacio cubierto de hierba lozana, que servía de pasto a las
vacas de las lecherías inmediatas, había una casuca con techumbre de
teja y chimenea de ladrillo, y agrandada en sus fachadas anterior y
posterior por dos viejísimos soportales de madera. En aquella choza
reinaba como omnipotente y única soberana la señora Daniela, viejecilla
pequeña y canija como las brujas de Teniers. Vivía con su marido, que
siempre estaba borracho, y por tanto impotente para nada útil, y con una
hija, ya moza; pero ésta tampoco la ayudaba en sus quehaceres porque
tenía un señorito que la compraba pendientes finos de oropel, y
vestidos y zapatos de charol y camisas de treinta pesetas... Todo, menos
mantenerla y casarse con ella.

Daniela, por tanto, era la administradora única de aquellos dominios:
ella fué quien impuso a las vecinas que llevaban su ropa a secar allí,
cinco céntimos de contribución, y diez o veinte, según las
circunstancias y la abundancia de pastos, a los dueños de las vacas y
burras de leche; la que regaba el solar con agua sacada de un pozo,
hacía calceta por las noches, y barría y repasaba lo más apremiante de
lo roto que tenían las ropas de su marido y las suyas; ella, finalmente,
era propietaria de un copioso enjambre de pollitos culones y vivarachos,
hechizo de Consuelo y de sus amigas.

Desde la ventana de su cuarto, Consuelito Mendoza los veía correr por el
solar, moviendo las inteligentes cabecitas y riñendo sobre los montones
de estiércol: todos eran hermanos, y cuando a la caída del sol su madre
los llamaba, acudían en tropel a guarecerse bajo el soportal trasero de
la casa. Poseer uno de aquellos pollitos, dormir con él y comérselo a
besos, constituía la mayor ilusión de Consuelo.

Resuelta a dar satisfacción a este deseo, espió pacientemente la
oportunidad de allanar los dominios de la señora Daniela: pasaron más de
quince días sin que la anhelada coyuntura se presentase; ¡qué mala
suerte!... los pollitos serían, cuando ella los cogiese, casi unos
gallos. Pensando así la pobre niña lloró mucho, perdió el apetito y fué
necesario llamar al médico. Cuando los tan codiciados animalitos
crecieron, aquel antojo quedó repentinamente olvidado. Esta volubilidad
de carácter presidió la psicología, toda la psicología, de Consuelo
Mendoza.

A los diez y siete años, la joven sufrió un accidente que puso en riesgo
su vida.

Una tarde, yendo con su padre, varios granujillas intentaron prenderla
en el abrigo una obscena figura de papel: don Felipe, justamente
irritado contra el atrevimiento de los chicuelos, quiso aplicarles una
buena mano de azotes que, sin romperles hueso, les escociese, cuando se
vió detenido por un hombre que, luego de insultarle groseramente por lo
que llamó “cobardía y barbaridad”, intentó agredirle con un cuchillo.
Afortunadamente, varias de las personas allí reunidas mediaron en la
cuestión, evitando que ésta tuviese mal desenlace; pero Consuelo, que
desde los primeros momentos comenzó a sentirse muy excitada, al ver
brillar el arma dió un grito espantoso y cayó al suelo sin conocimiento.
Este accidente, complicándose con las manifestaciones primeras de la
pubertad, provocó una violentísima fiebre que la hizo delirar varias
noches consecutivas y de la cual tardó mucho tiempo en reponerse.

Desde entonces su naturaleza quedó resentida: adelgazó, perdió el
color, sus ojos se agrandaron, su mirada fué más profunda y brillante, y
su carácter adquirió una irritabilidad morbosa. Todo llamaba su atención
y de todo se aburría; sus cuadernos de dibujo estaban llenos de esbozos
y figuras a medio terminar, y al piano farfullaba seguidamente los
trozos musicales más opuestos, sin acabar ninguno: sus labores
inconcluídas, la pluralidad de libros que empezó a leer y que rodaban de
una silla a otra con las hojas a medio cortar, el desorden de sus
conversaciones y propósitos, todo descubría un carácter inconstante,
sujeto a crisis nerviosas y a inmotivados accesos de ternura. Pero, como
el ataque primitivo no volvió a repetirse, los médicos opinaron
neciamente que todo ello desaparecería con los años y el matrimonio, y
dejaron que la enfermedad, al parecer dormida, siguiese echando mejores
y más profundas raíces.

Dos años después conoció a Sandoval, un muchacho de muy buena familia
que acababa de salir de la Universidad, y que, falto de obligaciones y
no necesitando de su carrera para vivir, divertía agradablemente el
tiempo en viajes o riendo con amigos y pecadoras de buen humor. Aquel
noviazgo formó una pareja perfecta: ella de regular estatura, cabello
negro y ondeado, ojos soñadores, un poco fruncidos, como los del árabe
que explora el desierto; las curvas abultadas, breve la cintura, las
manos y los pies aniñados; él, alto, vigoroso, alegre, con el
ilusionado corazón siempre propicio a enamorarse de todo lo noble y
digno de aplauso. Las relaciones fueron cortas, y tras un viaje de
novios más empalagoso que un idilio de Mosco, los nuevos cónyuges se
establecieron en un cuartito entresuelo de la calle Arenal. Poco después
murió el padre de Consuelo, y la pérdida de aquel ser querido reforzó
los lazos que ya la unían apretadamente a su esposo. El idilio de la
niñez había terminado y empezaba la novela de la juventud.



II


Jorge Sand dijo que “una mujer no puede amar al hombre a quien considere
inferior a ella, porque el amor sin veneración y sin entusiasmo sólo es
amistad”. Con este idolátrico, ciego y bienhechor frenesí, quería
Consuelito Mendoza a Sandoval: más fuerte que ella, dominándola por la
amplitud y serenidad de su pensamiento y la entereza de su resolución.
Alfonso era condescendiente, benévolo, fácil siempre a la súplica y al
perdón; pero a ratos, en los asuntos de riesgo y trascendencia, sabía
desenvolver su voluntad inexorable, probando cuán recta y dura eran su
orientación y su temple.

A despecho de tales rozaduras, acaso por este mismo antagonismo de
caracteres, ambos se amaban locamente. Consuelo reconocía ciertamente
que Alfonso Sandoval era muy celoso, pues no la permitía salir sola a
ninguna parte, y hasta dió a entender a sus amigos que las puertas de su
casa no se abrían con gusto para ninguno de ellos, creyendo fundadamente
que, si bien hay mujeres en quienes puede tenerse absoluta seguridad
por lo que a ellas atañe y concierne, de los hombres, aun de los más
fieles y allegados, debe siempre desconfiarse: mas aquel exceso de
pasión halagaba el amor propio de la joven, y como no quería nada fuera
de su hogar, no sintió el peso de tales prohibiciones. Vivía consagrada
a su marido, con exclusión rotunda de todo otro afecto; y, sin
procurarlo, imitó su manera de hablar, sus gestos, sus frases favoritas:
le adivinaba en el modo de pisar, de toser, de subir la escalera; y a
obscuras, sólo por el olor, reconocía sus ropas, aun cuando estuviesen
recién lavadas, en algo simpático que sólo ella percibía. Hallándose
sola, esperándole, solía suceder que su corazón, de pronto, latiese con
más violencia.

--¡Ahí viene!--exclamaba corriendo a la ventana.

Y ¡cosa rara! su agudo instinto de mujer enamorada jamás la engañó:
había necesariamente entre ellos un flúido que les ponía en relación
constante, permitiendo que se buscaran sin verse, por la misma ley
magnética que mueve a la aguja imantada a señalar al norte. En lo que
Alfonso Sandoval mostrábase absolutamente intransigente era en cuanto a
la salud de su mujer concernía: a verla sana y fuerte, aspiraban sus
empeños.

--Acerca de esto procederé según mi criterio y mi conciencia me
aconsejen--decía--; Montánchez, que, como médico y como amigo, está
interesado en curarte, me aconseja evitarte toda clase de malas
impresiones, que no te deje llorar ni reír con exceso... y yo, que
cumplo fielmente estas cuerdas prescripciones, inmolando muchas veces mi
voluntad y mis deseos a tu bien, ¿consentiré que nadie, sea quien fuere,
llegue con su imbecilidad a destruir mi obra?

A pesar de tan prolijos cuidados, la flaca salud de Consuelito Mendoza
no mejoraba; el diablillo inapresable de la neurosis mordía sus nervios;
sus risas y sus lágrimas sucedíanse caprichosa e inesperadamente, como
las grupadas en los días vernales o de otoño.

Una tarde, después de almorzar, el matrimonio pasó al gabinete a tomar
el café. Era aquella una habitación cuadrangular, ricamente alfombrada.
Sandoval arrimó su butaca a la chimenea, cruzó una pierna sobre otra y
encendió un tabaco.

--Acércame el café, niña, ya que estás ahí--dijo con su tono cariñoso
habitual.

Ella apresuróse a obedecerle trayendo un velador con dos tazas. Alfonso
cogió la suya y bebió un sorbo.

--¡Uy, qué rico está!--dijo.

Aquel era uno de sus mayores caprichos; el de fumar y beber café al amor
de la lumbre, sin discurrir nada serio, abandonándose a una pereza
enervante. Entonces reconocíase completamente feliz; el adormecedor
aroma del tabaco, el humo que caracoleaba alrededor de sus dedos y
luego subía en líneas sinuosas girando sobre sí mismo en caprichosas
espirales por el ambiente tibio, el sonsonete continuo de la lluvia y el
cálido chisporroteo de la madera quemada inspirábanle un placer
tranquilo, soporífero, paradisíaco.

Consuelo, sentada delante de él sobre el brazo de una butaca, le
contemplaba silenciosa, cubriéndole bajo una mirada de amor: tenía el
pelo graciosamente recogido, un pañuelo rojo de seda ceñía su cuello
mórbido y blanco; el vestido negro realzaba los contornos ondulantes,
exquisitamente pomposos, de su cuerpo; cuerpo juvenil, de carnes frías y
apretadas. Su frente pequeña, sus ojos grandes, la afilada nariz y el
tinte pálido del semblante y de los labios, daban a su fisonomía la
expresión dulce de esos retratos de mujeres hebreas que publican las
revistas ilustradas...

De pronto Sandoval miró su reloj; eran las tres, la hora de ir al Casino
para desentumecerse haciendo gimnasia o tirando al florete.

--¿Te vas?--preguntó Consuelo.

Alfonso repuso indeciso:

--Psch... ¿Llueve mucho?

Ella corrió al balcón y levantando los visillos:

--¡Qué atrocidad--dijo--, no se ve a cuatro metros! ¡Qué modo de caer
agua!... En toda la Puerta del Sol hay dos personas. Pero, chico, si los
tranvías parecen submarinos y los pobrecitos caballos tienen un canalón
en cada oreja...

Dejó caer la sutil cortinilla y fué a sentarse sobre las rodillas de
Sandoval.

--¿Conque, vas a salir?

--¡Diantre... no sé!...

Consuelo sintió uno de aquellos vehementes arrebatos mimosos que la
transfiguraban en otra mujer.

--Bien mío, no salgas, complace esta vez a tu mujercita. El tiempo es
malo, llegas al Casino mojado de pies a cabeza, manchado de barro,
tiritando de frío... ¿y para qué? Para ganar o perder una partida de
tresillo: mientras que aquí estás abrigadito, con los pies calientes y,
sobre todo, junto a mí, que te adoro. Verás: jugaremos al tute, al
ajedrez, me contarás cuentos... ¿verdad que sí? ¡Concho, hijo, cuánto
tardas en responder!... Di, ¿te quedas?... ¿Eh?... ¿Te quedas?...

Realmente Sandoval ya estaba decidido a quedarse, pero no quiso rendirse
tan pronto.

--Acceder a esto--dijo--no es cuestión de cariño, porque las pequeñeces
no merecen tenerse en cuenta. Lo que te quiero lo sabrás algún día, si
llega el caso. Yo me quedaría, ¡pero eso de no ir al Casino, ni un
ratito siquiera, es horrible!... La vida de Círculo llega a ser para
ciertos hombres, para mí, verbigracia, una segunda naturaleza.

Consuelo hizo un gesto impaciente.

--¡Qué Casino ni qué concho! Siempre estás mortificándome; es lo
primero que te pido y luego...

--Digo esto--agregó él complaciéndose en verla apurada--, porque
prescindir del Casino equivale a renunciar a la tertulia de mis amigos,
al riquísimo café que allí se bebe, a la sonrisa del criado que está en
el guardarropa y me ayuda a quitarme el gabán, a los asaltos que riñen
los aficionados en la sala de armas... y a otra multitud de atractivos;
¡celebraría que las mujeres tuvieran también sus círculos para que
apreciases cuánto vale todo esto!... Pero el hombre es débil, y
Hércules, hilando a los pies de Onfala, es el ejemplo que mejor
demuestra cuán grandes son el imperio y poderío que las faldas tienen
sobre los pantalones; por eso yo, que te quiero tanto o más que Hércules
a Onfala, también me rindo a tus súplicas, bribonzuela, y con tal de
verte alegre renuncio a todo y... ¡me quedo!

Ella, enajenada de gozo y no sabiendo cómo demostrar su regocijo,
acomodóse en el suelo entre las piernas de él, los brazos apoyados sobre
sus rodillas, besándole las manos. Alfonso sonreía satisfecho,
acariciando aquella frente preciosa cubierta de abundantes cabellos
negros que ponían a su cara un marco de azabache. Luego estuvieron
contemplándose, dictando con sus miradas un idilio mudo.

--¿Me quieres mucho?--preguntó Consuelo.

--Más que el primer día de casados, y nunca he sido tan feliz como hoy:
creo que ni en el paraíso cristiano, con sus santos repletos de teología
y sus once mil vírgenes insulsas y rezadoras, ni en el edén musulmán
poblado de huríes ardientes, puede estarse mejor que aquí: esto es un
ensueño de opio y hasta me creo un sultán vestido a la europea, y tú una
sultana más hermosa y discreta que _Schéhérazade_.

--¿Se te quitará el mal humor? ¿Serás bueno y tolerante para mí? ¿No
volverás a reñirme?...

--Tonta; defendiendo tu bienestar soy para los demás una fiera; para ti,
siempre seré un niño.

Consuelito, aburrida de permanecer en el suelo, quiso cambiar de
posición, mas no acertaba a colocar cómodamente las piernas.

--¡Concho, siempre me lastimo!

Harta de removerse inútilmente, acabó por estirarlas, dejando al
descubierto sus pantorrillas: tenía medias negras.

--¡Qué vergüenza!--exclamó Alfonso tapándose los ojos--; ¿le parece a
usted eso decente?

--¿El qué, concho?

--Esas dos cosas negras que te asoman por debajo de las faldas.

--Y, ¿qué importa?

--¿Cómo?... ¿No es un delito tenerme siempre el ánimo en pecado mortal?

Ella, bruscamente, se levantó.

--¡Ah, está bien--dijo--, te disgustan!... Pues no volverás a verlas en
toda tu vida, lo juro. Eso ya no es para nadie.

Parecía enfadada y corrió a echarse en el sofá, al otro extremo del
gabinete. Después, sin saber por qué, comenzó a ponerse seria, muy
seria; sus cejas se fruncieron; plegó los labios gravemente.

El crepúsculo fué breve y la noche cerró en seguida; la luz de los
faroles atravesaba los cristales del balcón dejando en el techo ligeros
resplandores que se movían en indeciso aquelarre.

Como la joven no depusiese su actitud esquiva, Sandoval la llamó.

--Acércate, quiero descubrirte un secreto al oído...

La requerida continuó impasible; él agregó incomodándose:

--¿Para eso me retuviste con tus ruegos? ¿Para luego ponerte a ensayar
mojigangas?

--Pues... ¿por qué no quieres verme las piernas?

--Vaya, basta de tonterías, chiquilla mal criada.

--No haberlo dicho.

--Tonta.

--Mejor que mejor.

--Si quieres reconciliarte conmigo, ven aquí.

--¡No, ven tú!

--¡Eres más empalagosa que un tarro de almíbar! ¿Qué? ¿Haces lo que
mando o me marcho y no vuelvo hasta la madrugada?

Consuelo reanudó su llanto, lanzando a cortos intervalos largos y
entrecortados suspiros. Alfonso, compadecido, acercóse a ella; seguía
tendida con abandono delicioso; bajo su traje negro, sencillo como el de
una colegiala, se bocetaban las formas lujuriantes del cuerpo, y estaba
tentadora, con esa seducción irresistible que tienen las mujeres bonitas
cuando lloran de amor.

--Niña, no te excites, procura serenarte--dijo Sandoval--; levanta la
cabeza; ya me tienes aquí. Ea, ¿qué?... ¿te pasó el mal humor?

--No. ¿Por qué me llamaste empalagosa? Hijo, yo debo de darte náuseas;
las cosas muy dulces repugnan.

Decía esto abriendo mucho los ojos y arqueando las cejas con adorable
expresión inocente: Alfonso la abrazó conmovido, murmurando:

--¡Pobre enfermita!

--No estoy enferma; ésas son calumnias que el mundo inventa para
atormentarme. Lloro porque me tratas muy mal, porque no me quieres,
porque te aburre en mí todo lo que antes te divertía, porque soy para ti
menos que una esclava... Menos, sí; pues yo he oído contar que muchos
hombres quieren a sus esclavas como a sus propias mujeres...

--¡Loca... locuela... loquilla!...

--Eso querría yo, eso... porque prefiero morir loca a que me abandones.
Desgraciadamente no será así. Me lo aseguran tu manera de comportarte
conmigo, tus miradas, tus atenciones, que más parecen dictadas por el
deber que por el cariño; tu conversación...

Sandoval estaba perplejo, no sabiendo si entristecerse y tomar la
cuestión por su lado serio, o si reír.

--¡Ay, maridito mío!--exclamó de repente Consuelo--: yo tengo muchas
ganas de llorar.

--¡Cómo, tontuela! ¿qué motivo tienes?

--No sé, quizá ninguno, pero siento sobre el pecho un peso muy grande
que me impide respirar, y estoy cierta de quitármelo llorando.

--Pues llora.

--Es que no puedo...

Volvió a reclinarse en el sofá, prorrumpiendo en sollozos fingidos;
luego se sentó, oprimiéndose el pecho; pero las lágrimas no corrían, y
tal fué su desesperación que llegó a pegarse un vigoroso cachete en la
cara. El dolor permitió que los ojos se humedecieran momentáneamente,
pero en seguida volvieron a secarse.

--¡Virgen, qué nerviosa estoy!... Alfonso, dime algo, hazme algo, para
que llore...

Se retorcía los brazos como un reo en la tortura.

Sandoval la llevó al lecho, pero Consuelito Mendoza, insensible a sus
halagos, dejóse caer en la cama, sollozando furiosamente, pugnando por
derramar aquellas lágrimas rebeldes que se obstinaban en no correr. Su
excitación nerviosa fué aumentando, empezó a revolcarse y llegó a
tirarse del pelo.

--¡No seas imbécil!--gritó Alfonso realmente irritado--; vas a
lastimarte.

--Eso quiero.

--Pues cuida de que no te haga llorar de veras aplicándote unos buenos
azotes.

El semblante de Consuelo expresó alegría inmensa.

--¡Sí, por Dios, sí... dámelos!

--No instes, porque cumplo lo ofrecido.

--Bueno, pues, sí; anda pronto...

--Que van a escocerte...

--Lo que quieras, tirano mío; pégame cuanto gustes, tuyos son mi
espíritu y mi cuerpo, pero no dejes de amarme. Mírame a merced tuya,
sumisa, gozando ya con el castigo... ¡Pégame, Alfonso, pégame!...

Ella misma se tendió boca abajo, la cara sobre la almohada, esperando
impaciente. Toda aquella flagelación envolvía una voluptuosidad extraña.
Sandoval, sin otros ambages, sofaldó a la joven y cogiendo una chinela
levantó el brazo sobre aquellas carnes turgentes que parecían vibrar de
placer bajo la fina tela de la camisa. Consuelo permanecía inmóvil,
suspirando dulcemente, esperando el castigo, deleitándose con él: al fin
recibió el primer golpe y su cuerpo tembló más de sensualidad que de
dolor; luego recibió otro y seguidamente cinco o seis más, muy
fuertes... Después Sandoval, condolido, acarició la parte azotada.
Consuelito le abrazó diciendo:

--¡Esposo mío, piedad para mí, no me pegues más, basta, por Dios!...

Tenía los ojos colorados y las lágrimas corrían abundantes por sus
mejillas. Pero Alfonso, comprendiendo la refinada voluptuosidad de aquel
capricho, quiso extremarlo, y desasiéndose de la joven continuó
macerando sañudamente aquellas carnes blancas y duras; ella sollozaba;
después, juzgándola bastante castigada, se acostó a su lado para
consolarla. Consuelo se dejaba acariciar besándole y riendo y llorando
al mismo tiempo, complaciéndose en rendirse a su propio verdugo; y
cuando estuvo completamente tranquila acabó por confesarle, y aun lo
juró por su padre muerto, que desde aquel momento le quería más y que
los azotes mejores fueron los últimos.

Aquella noche, acobardados los dos por el frío, se acostaron temprano:
Consuelo tenía miedo; ese miedo a lo indeterminado y remoto que sólo
conocen los nerviosos: la seguridad de sufrir el asalto de alguna
pesadilla horrible, oprimía su ánimo.

--¿Qué tienes?--inquiría Alfonso sintiéndola temblar.

--¡Ay, no sé, pero... no me sueltes... se me antoja que van a
llevarme!...

Al fin, tras muchos esfuerzos, logró dormirse; el temido ensueño,
efectivamente, no tardó en llegar disfrazado bajo sus vagarosas
hopalandas negras y grises...

...Era una tarde de invierno; ella vivía en aquella misma casa, pues
todas las estancias guardaban entre sí idéntica disposición, pero las
habitaciones eran inmensas, las paredes de color plomizo se balanceaban
alejándose o acercándose cual si tramoyistas invisibles las pusieran en
movimiento por medio de mágicos resortes...

Consuelo andaba por allí calladamente, sorprendida de que sus pasos no
tuvieran eco y de la prolongada ausencia de Alfonso: también
maravillábase de la pequeñez de los muebles y de la gran altura a que
fueron colocados los cuadros: la cama no llegaba a sus rodillas, la
mesita de noche apenas levantaba dos palmos del suelo. Alarmada por
tanto silencio salióse al pasillo y llamó a la camarera; a sus voces
sólo contestó un eco lejano, un quejido moribundo semejante al del
viento penetrando por una abertura estrecha. Entonces recorrió el
corredor, las alcobas, la cocina; todo estaba desierto: en la despensa,
encaramado sobre un queso de bola, había un ratoncillo gris, de largos y
blancos bigotes. Siguió adelante y se detuvo frente a la puerta del
despacho; aplicó el oído a la cerradura y no oyó nada; llamó ligeramente
con la yema de los dedos... y nadie respondió. Animándose a entrar
empujó la puerta, y al comprender lo que en la habitación sucedía, quiso
huir; una fuerza invencible se lo impidió. Delante de la chimenea y
alrededor de un hombrecillo de pelo rojo, se hallaban repantigadas en
sendos butacones de cuero claveteado, varias personas: el hombrecillo
era un gnomo; los demás, las estatuas del despacho que habían dejado sus
pedestales: todas tenían sus hermosas cabezas de yeso asentadas sobre
pequeños cuerpos vestidos con jubones acuchillados, gregüescos y gola, y
sus voces resonaban temerosamente como si saliesen de una caverna o del
fondo de una tinaja vacía.

Consuelo colocóse sin ruido tras una cortina para no llamar la atención
de los misteriosos personajes. La conversación de éstos llenóla de
espanto; hablaban de ella, querían buscarla, prenderla, llevarla
maniatada a un paraje lejano, a un mundo chiquitín que brillaba en medio
del espacio... Quien entonces usaba de la palabra era Cervantes, y le
respondían Quevedo y Marco Aurelio. Byron callaba, mirándoles con sus
ojos sin luz. Todos ellos, y éste fue un detalle que no sorprendió a
Consuelo, se expresaban fácilmente en correcto castellano. Entonces
estuvo a punto de salir de su escondrijo diciendo a gritos:

--Concho, ¿qué es eso?... ¡Fuera de aquí, espíritus y desatinos mágicos!
¡Zape! ¡Cada mochuelo a su olivo!...

Mas se contuvo, sobrecogida de curiosidad y de miedo. El gnomo hechicero
acababa de levantarse; iba vestido de encarnado, como el Mefistófeles
de Fausto, y después de dar una cabriola en el aire, empezó a describir
con su mano izquierda movimientos cabalísticos y a pronunciar palabras
en un idioma desconocido. Obedeciendo a su irresistible llamamiento,
penetraron por la ventana muchos espíritus revestidos de formas extrañas
y tan pequeños, que el más grande, que tenía cabeza de elefante y cuerpo
de pescado, no era mayor que una sopera.

Aquellos diablejos trabaron entre sí reñida batalla: un sapo que volaba
por la habitación montado en un plumero, atravesó con su espadín a otro
espíritu con trazas de zorro; dos escarabajos horripilantes trepaban
cachazudamente por las flacas y torcidas piernas del gnomo, quien subido
sobre un tambor, continuaba dirigiendo con los movimientos de su mano
zurda la espantosa bataola; las estatuas dejaron los butacones para
volver a sus sitiales respectivos. Consuelo las veía trepar por
inseguras escalerillas de cuerda, pendientes del techo, apreciando las
violentas contracciones musculares de sus brazos y de sus piernecillas
negras, impotentes para soportar el peso abrumador de sus cabezotas; y
por entre aquel perpetuo flujo y reflujo de figurillas disparatadas, de
ratonzuelos que corrían por el suelo empujando quesos de bola, de machos
cabríos, de lagartos verdes que se arrastraban por las paredes cazando
tortugas con alas de murciélago, los ilustres padres del habla
castellana, del romanticismo moderno y de la grave filosofía estoica,
continuaban trepando en busca de sus pedestales vacíos. La joven les
observaba atentamente, deseando verles arribar sanos y sin magulladuras
al término de sus afanes. Cervantes llegó el primero; luego Calderón; al
recobrar su puesto sus cuerpecillos desaparecían y tornaban a ser las
pacíficas estatuas que ella misma compró por doce o quince pesetas a un
mercader italiano.

Pero Marco Aurelio fué menos afortunado que los otros: al llegar a la
cornisa del estante, un condenado diablillo que andaba por el suelo
jugando al trompo, quiso subir por la escalerilla en que, desde hacía
diez minutos, realizaba prodigios de agilidad el desgraciado emperador y
filósofo romano, y aquélla empezó a oscilar. Consuelo hubiera deseado
ahuyentar al maligno espíritu, mas como no podía moverse, tuvo que
resignarse a permanecer inactiva. No obstante las importunas sacudidas
del demoncejo revoltoso, el autor de “Los doce libros” estaba a punto de
salvarse: ya había afianzado su pie izquierdo en la cornisa y
reconcentraba todas sus energías para separarse con un último esfuerzo
de la escala fatal, cuando una lagartija que huía de un repugnante sapo
armado de adarga y lanza, tropezó con tal violencia al desventurado
filósofo, que le arrebató el equilibrio. Consuelo le vió vacilar,
inclinarse hacia atrás, dar una vuelta de campana y caer pesadamente al
suelo, saltando en añicos. Al quedar la venerable cabezota de Marco
Aurelio reducida a un montón de pedacitos de yeso, la joven lanzó un
grito. Entonces desaparecieron por ensalmo los detalles de aquel
aquelarre y la joven permaneció inmóvil, creyendo que la llamaban: luego
aquella audición fue más clara; parecía la voz de Alfonso.

--¿Qué es eso?--murmuró.

--Despierta, mujer; tienes una pesadilla.

--Es que el pobrecito Aurelio se ha roto la cabeza...

Sus ideas tornaban a confundirse y calló.

--¿Qué dices, loca?... Vuelve en ti; no sueñes.

Era otra vez la voz de Alfonso. Consuelito Mendoza oyó que la hablaban
casi al oído, un aliento tibio rozó su cara, manos vigorosas la
sacudieron. Despertó sobresaltada, frotándose los ojos.

--Alfonso--balbuceó.

--¿Qué?

--¿Pasó ya?

--Sí; era una pesadilla; como te empeñas en acostarte del lado
izquierdo... Ahora duerme y déjame en paz; tengo mucho sueño.

--¡Hijo... qué miedo tan grande!... ¡Si vieras!

Dió media vuelta, abrazándose al cuello de Sandoval.

--¿Qué hora es?--preguntó.

No dijo más y volvió a dormirse. Transcurridos algunos minutos, la
pesadilla se reanudó.

Estaba con su marido en un palco del teatro Real, viendo una ópera cuyo
argumento desconocía. De pronto tuvo frío y se levantó para vestirse el
abrigo que había dejado en el antepalco: éste era una alcoba, su
dormitorio de la calle Arenal, con su otomana, su mesa de noche y su
cama matrimonial vestida de blanco. Sentóse en el lecho a reposar; tenía
jaqueca; las notas llegaban a sus oídos debilitadas, tenues, remedando
suspiros.

De pronto reapareció el gnomo con su luenga barba gris, su caperucita
roja y una linterna en la mano. Corría de un lado a otro callado y sin
ruido, como buscando algún pequeño objeto extraviado. Consuelo no tuvo
ganas de seguir mirándole.

--Este hombre--pensó--es un pillo. ¿A qué vendrá esta noche aquí?
Seguramente entró por el cristal roto de alguna ventana, como hacen las
brujas, o por la puerta, bajo las faldas de alguna señora: como es tan
chiquitín... Pero, ¿a qué habrá venido, a qué?... Yo antes lo sabía y la
idea está aquí; se va... se me escapa, no consigo agarrarla bien. ¡Ah,
sí... ya sé... ahora recuerdo!... Lo que pretende es organizar una
reunión de diablos para que bailen un poquito al son de la música.

Reapareció el gnomo: sin fijarse en ella atravesó el cuarto y procuró
ocultarse bajo la otomana: después de tenderse de pecho al suelo
comenzó a estirarse alargando los miembros, doblegándose de diferentes
modos con una suavidad de movimientos semejante a la de los gatos cuando
quieren meterse por debajo de una puerta. Consuelo le observaba
fijamente: el misterioso espíritu pasó primero la cabeza, luego la mitad
del busto, en seguida la otra mitad, las piernecillas también fueron
entrando poco a poco hasta desaparecer enteramente: y entonces sólo vió
el reflejo de la linterna que continuaba luciendo bajo la otomana,
iluminando su vientre, convirtiéndola en un gigantesco gusano de luz.

De pronto las miradas de Consuelo repararon en una puertecilla que
acababan de abrir y por la cual entró un hombre muy pálido, sin pelo de
barba, con las mejillas arreboladas, las orejas grandes y separadas del
cráneo, los labios descoloridos, el pelo áspero y cortado a rape, la
mirada inmóvil y sin expresión, las manos exangües como las de un
muerto, el cuerpo vestido con un burdo traje de tafetán verde; aquel
extraño antojo avanzaba lentamente, sin mover los brazos ni las piernas,
como patinando... La joven comenzó a tiritar de miedo: no podía huir, ni
gritar, ni defenderse; la espeluznante aparición ejercía sobre ella una
atracción fascinante. Entretanto, la sombra fatídica se acercaba sin
ruido, sin movimientos, sin voz, extendiendo hacia su víctima sus brazos
y sus labios. Consuelo sintió que aquellos brazos la enlazaban con un
anillo de hielo. El fantasma maldito tenía la fuerza de una realidad
espantable: la boca del horrible engendro oprimió la suya con un beso
mortal, mientras una mano, fría como el mármol, la palpaba bajo las
faldas. Estaba tendida en el suelo, sin poder desasirse, jadeante, a
punto de ser vencida... Entonces la expresión del hombrecillo del traje
de tafetán empezó a cambiar: sus apagados ojuelos fueron transformándose
en otros grandes, expresivos, penetrantes, de color pardo o verde muy
obscuro, sombreados por largas pestañas negras. Consuelo, que había
visto aquellos ojos en otra parte, miró mejor... El muñeco había
desaparecido y en su lugar estaba Montánchez. La vergüenza y su dignidad
de esposa sublevaron el valor de Consuelo, que empezó a defenderse.

--¿Qué hace usted?--exclamó.

--Nada, no se apure usted--repuso él con su acostumbrada finura--; vamos
a representar la última escena de la ópera.

--No, no... puede venir Alfonso y enfadarse conmigo. Espere usted a que
yo se lo diga; vuelvo pronto... Hombre, ¿usted no dice que deben
evitarme las impresiones fuertes?... ¡No me irrite usted!

--Señora--insistía Montánchez sin soltarla--, tenga usted paciencia;
concluímos en seguida.

--Suélteme usted, se lo ruego, porque si Alfonso nos ve aquí solos y
abrazados, es capaz de matarnos. ¡Oh!... Si él supiera que un hombre me
ha tenido entre sus brazos, me daba un tiro... Suélteme usted... oigo
pasos... ¡es él... es él!...

Ya no percibía la música del teatro, ni los rumores de la sala, ni las
voces de los cantantes: la decoración había cambiado.

En aquel momento apareció Sandoval. Consuelo le vió dar un paso atrás,
ponerse horriblemente pálido y coger un cuchillo, una faca enorme, cuya
hoja brillaba a la luz siniestramente; la faca, tal vez, con que
quisieron matar a don Felipe: luego caminó hacia ellos... Montánchez no
se movió: hubiérase creído que esperaba resignado el golpe, o que poseía
algún medio oculto y sobrenatural para conjurar el peligro y detener el
brazo agresor. Mas Consuelo no pudo contenerse y lanzó un grito.

--¡Yo no quería!--exclamó--; ¡es... él!...

Iba subiendo la voz. Luego oyó la de Sandoval, y el trágico caramillo se
disipó.

--Es Montánchez--repetía la joven.

Abrió los ojos y vió que ya amanecía. Alfonso la riñó duramente; no le
había dejado dormir en toda la noche.

--¡No te enfades, hijito!--repuso ella--. ¿Ves?... yo no soy responsable
de mis males. Es que he tenido pesadillas horribles. Creí que un muñeco
de estuco, vestido de verde, me abrazaba, y después aquel monigote se
convirtió en Gabriel Montánchez, que quería representar conmigo la
última escena de una ópera...

Y volvió a temblar, recordando aquellas quimeras.

Poco a poco, sin embargo, tornó a quedarse dormida. Tenía el semblante
pálido, sus ojos cerrados temblaban ligeramente, los labios se movían
balbuceando palabras que no llegaban a ser inteligibles...

Al día siguiente, y sin otro contratiempo o motivo, Consuelito Mendoza
amaneció tiritando otra vez bajo las garras de la calentura.



III


Gabriel Montánchez vivía en un piso tercero de la calle Hortaleza, sin
otra familia que una vieja sirvienta y un hermoso perrazo negro que
agonizaba de viejo y de gordo.

La primera juventud de Montánchez fué borrascosa. Cuando cursaba el
cuarto año de Medicina se enamoró de una modista vecina suya, y fué
correspondido; su familia, sabiendo que el joven pagaba largamente las
mercedes de la muchacha y que la pasión amorosa le quitaba la del
estudio, intentó romper el idilio. La escena entre el padre y el hijo
fué violentísima y se separaron sin avenirse.

Al día siguiente Gabriel corrió al Monte de Piedad a empeñar su reloj,
sus sortijas y cuantas alhajas tenía, malbarató sus libros y algunos
trajes, pidió dinero a varios amigos de posición holgada, aguzó el
ingenio hasta conseguir que un prestamista conocido le facilitase dos
mil reales, y con más de cuatrocientos duros en la bolsa, y en compañía
de la moza que le había vuelto el juicio, emigró a París: fué un viaje
relámpago, salpicado de peripecias interesantes, de escenas imprevistas.

Los primeros meses pasados en la ciudad del Sena no fueron malos.

Embriagados Montánchez y su coima de amor y de libertad, no miraron al
porvenir hasta que su caja de caudales estuvo casi vacía. Entonces
recordaron que ninguno de ellos era hijo de millonarios, y alarmados por
tan razonable observación procuraron contener a la miseria con su
trabajo: ella buscó quehacer en un obrador; él pidió dinero prestado a
un viejo corredor de vinos con quien hubo de intimar en sus días de
prosperidad y bonanza, y con aquel dinero y el que pudo allegar dando
lecciones de español, pudo continuar evitando la bancarrota definitiva
algunos meses más.

La situación, no obstante, fué agravándose: la patrona, sospechando que
nunca vendría de España aquella letra de dos mil pesetas con que sus
huéspedes parecían pretender engatusarla eternamente, empezó a
desconfiar; púsoles mala cara y acabó negándose a mantenerles si no
satisfacían su deuda.

Ante esta dificultad que las circunstancias hacían insuperable, Gabriel
Montánchez procedió con el acierto y resolución que siempre fueron los
rasgos sobresalientes de su carácter; obligó a su querida a ponerse unos
sobre otros sus vestidos; él hizo lo mismo; y una mañana escaparon
dejando a la patrona, por todo recuerdo, una maletilla vieja llena de
piedras cuidadosamente envueltas en papeles para que no sonasen unas
contra otras.

Esta aventura fué como la introducción o prólogo que el Destino maleante
quiso poner a los muchísimos enredos en que más tarde el aventurero
había de verse preso y trabado. Gabriel y su amiga descendieron los
últimos peldaños del moral rebajamiento: la miseria corrompió sus
costumbres y su amor; ella llegó a vivir de la prostitución; él, cuando
la veía regresar a su boardilla despeinada y oliendo a vino, se encogía
de hombros despreciativamente, feliz de que nunca le faltase tabaco con
que llenar su pipa.

Una noche la pobre mujer no volvió: al día siguiente Montánchez supo,
por los periódicos, que la habían asesinado en una taberna de los
arrabales.

No tardó Montánchez en consolarse de aquel descalabro, y al fin, libre
de la malhadada pasión que en un momento de fiebre le robó a su familia
y a su patria, decidió regresar a Madrid, lo que hubiera hecho si el
Destino no hubiese dispuesto el curso de los acontecimientos de muy
distinta manera.

La esposa de un alemán de quien Montánchez era íntimo amigo, tuvo el
imperdonable antojo de enamorarse del joven español a los cuarenta años
cumplidos: fué una pasión tardía, pero abnegada y generosa, que
proporcionó al antiguo estudiante ganancias pingües.

Más tarde la mujer de un sueco, recién venido a París de agregado a la
embajada de su país, cautivó el corazón del arriscado mozo,
arrastrándole a nuevos azares.

En este tercer enredo Montánchez fué menos afortunado. El marido,
sospechando la verdad, le desafió, y Gabriel recibió una estocada que
puso en gravísimo riesgo su vida.

Cuando salió del hospital, como París le inspirase repugnancia
invencible, resolvió emigrar sentando plaza en un batallón de zuavos que
salía para la guerra de Argel. Al año siguiente, cansado de la vida del
campamento y comprendiendo que ni su carácter ni sus antiguas
disipaciones le permitían resistir aquellos trabajos, desertó, y merced
a un pasaporte falso pudo embarcarse con rumbo a Sicilia. Luego pasó a
Italia y en Roma vivió dos años, endulzando con su amor las soledades de
una rica viuda genovesa. Más tarde marchó a Grecia, recorrió el Asia
Menor y, finalmente, volvió a París, donde conoció a Sandoval, de quien
no tardó en ser muy camarada.

Aquélla fué para Montánchez una era de paz. Se colocó de traductor en
una casa editorial, y los ratos que sus ocupaciones y sus devaneos le
dejaban libres, los consagró al estudio de la Medicina. Por aquel
entonces las teorías criminalistas de Lombroso y el hipnotismo
empezaban a estar en boga; diariamente hablaban los periódicos y las
revistas profesionales de los descubrimientos hechos en un sentido o en
otro, y Montánchez, cediendo a ese impulso innato que arrastra a la
juventud hacia lo desconocido, aceptó inmediatamente las teorías
defendidas por la flamante escuela. Los misterios de la ciencia
hipocrática y los nuevos vastísimos horizontes extendidos ante sus ojos,
le sedujeron: los trabajos de Charcot, relativos al origen y desarrollo
de los padecimientos mentales, le aficionaron al estudio de la
psicología fisiológica; leyó a Wund y a Lotze, oyó las explicaciones de
Cullerre y de Luys, concurrió asiduamente a la escuela de Medicina y a
los hospitales, y bien pronto figuró entre los alumnos más aventajados:
su espíritu, hasta entonces adormecido por los placeres, despertó
súbitamente, adquiriendo en pocos meses un copioso caudal de
conocimientos.

Aquel otoño Sandoval y su amigo regresaron a Madrid, donde Gabriel
Montánchez tuvo la desgracia de saber muchas y muy amargas novedades: su
padre había muerto poco después de su fuga, y su madre, aniquilada por
tantos disgustos, vivía en una calle de las afueras, consagrada a sus
recuerdos y a la educación de una sobrina.

La reconciliación entre la anciana y el hijo pródigo fué completa y
dulcísima; pero Montánchez, para no tener nada que coartase su fanático
amor a la libertad, quiso vivir solo, y no sosegó hasta hallar un cuarto
al cual se fué a vivir con una antigua sirvienta de su familia.

Una vez establecido, tomó posesión de la parte que le correspondía de la
herencia de su padre, que era considerable, y tres años después se
graduaba doctor en Medicina; hecho lo cual compró aparatos de física y
química, retortas, alambiques, dialisadores, balanzas de precisión,
cajas de reactivos, pilas de Bunsen, una máquina eléctrica de Ramsden y
una soberbia biblioteca que importó más de cinco mil duros y en la cual
reunió lo más notable que en aquellos últimos años se había publicado
relativo a la ciencia de curar.

En aquella casa pasaba Gabriel casi todo el día y gran parte de la noche
estudiando a sus autores favoritos, sacando notas, escribiendo Memorias,
entregado a una labor incesante que ocupaba todas sus horas, y
disfrutando una vida anómala, más propia de un monomaníaco que de un
hombre cuyos tornillos razonadores estuviesen bien apretados.

Asustado de sus antiguas calaveradas y de los años perdidos en torpes
aventuras, odiaba al tiempo con todas las fuerzas de su alma, y a tener
forma corporal se hubiera batido con él.

--Es el único enemigo que me ha hecho temblar--decía.

Y le odiaba porque le temía, seguro de que contra la eterna sucesión de
las cosas no se puede luchar.

Cuando el amor al estudio transformó a Gabriel Montánchez en otro
hombre, el antiguo aventurero, parapetado en su gabinete sin más
entretenimientos que sus autores y sus recuerdos, echó una ojeada a su
alrededor considerando lo que fué, lo que era, lo que podía ser... Nueve
años eran pasados desde que una mujer le robó con el amor de sus padres
el aprecio de sí mismo; aquellos años huyeron veloces y sus deleites
podían compendiarse en estas palabras: amar y maldecir del objeto amado
para volver a enamorarse de otros ídolos tan falsos como el caído y
renegar de ellos también. Evocó aquella dichosa juventud que se cubría
bajo un cendal de poéticos encantos según se alejaba, recordó su
presente lleno de hastío y las nieves que coronarían los años venideros,
y quedó horrorizado ante los progresos del tiempo, ese monstruo que los
días hermosos se presenta con cara de risa y los nublados con ceño de
demonio, pero a quien siempre recibimos con gusto porque trae cabalgando
sobre cada amanecer una nueva esperanza.

Gabriel Montánchez, no queriendo envejecer ni morir, soñó con ser
inmortal. Para lograrlo propúsose descubrir un elixir, que mantuviese la
juventud perpetuamente, de modo que los cabellos no blanqueasen, ni los
ojos perdieran su brillo, ni las carnes su tersura, ni el cuerpo se
encorvara, ni el corazón dejase de alentar los divinos entusiasmos de
la edad primera; quería, en fin, llegar a los treinta o treinta y cinco
años, edad en que el desarrollo ha terminado definitivamente, y no pasar
de allí. Y este propósito de substraerse a la muerte, de vivir en el
mundo contrariando la más inquebrantable de sus leyes al conservar para
sí la vida que la Naturaleza exige a todo lo que nace, era la ambición
más grande, el desvarío más original y prodigioso, que ningún espíritu
cultivado pudo concebir.

Gabriel Montánchez trabajó en su empresa cuanto supo; revolvió libros,
consultó autores, practicó experimentos en animales vivos y compuso
multitud de combinaciones químicas sin hallar la bebida que, reuniendo
todos los elementos constitutivos de los tejidos orgánicos, tuviese la
facultad de eliminar las substancias calizas que los años acumulan sobre
los órganos.

Al fin se convenció de que el tiempo era más fuerte que él, y ya no
pensó más en disputarle aquella vida miserable que se escapaba.

Pero el deseo de inmortalidad había logrado preocuparle tan hondamente,
que aun después de reconocerse vencido no quiso saber la duración de su
suplicio, y para conseguirlo apeló a un procedimiento original. Cerró
cuidadosamente las ventanas de sus habitaciones, tapando con burletes y
argamasa cuantos intersticios pudieran servir de paso a la luz exterior;
extendió, para mayor seguridad de no ser nunca sorprendido en su
refugio por un rayo de sol, grandes cortinajes de damasco sobre las
ventanas y encendió magníficas lámparas en todos los cuartos; de este
modo, permaneciendo sumido en una noche perpetua, ignoraba la sucesión
de los días. Para realizar más cumplidamente su alejamiento del mundo,
vendió todos los relojes, esos chismes fatales que amarran la humana
existencia al rítmico girar de sus manecillas; los almanaques, que
cuentan los días, los meses y los años, y cada una de cuyas hojas, al
caer, deposita sobre el corazón una gotita de hielo; los termómetros,
que al marcar la temperatura recuerdan indirectamente el nombre de la
estación; los periódicos, que cada veinticuatro horas compendian en sus
páginas los ecos todos de la opinión y de la vida, y los espejos, que al
reflejar nuestra imagen nos obligan a comparar involuntariamente lo que
fuimos y lo que somos... Y para estar más libre aún, su ama de llaves
quedó encargada de recibir al casero y a cuantos importunos pudiesen
recordarle que estaba en el mundo y que era esclavo de sus
impertinencias.

Al principio este nuevo plan de vida no dió los resultados apetecidos,
porque el hambre, el sueño y los ruidos que subían de la calle, le
recordaban vagamente las horas; mas poco a poco la realidad mundana fué
borrándose, la casa pareció un retiro encantado, los quinqués siempre
estaban encendidos, el silencio era casi completo, sobre las
habitaciones pesaba una noche eterna. Montánchez vivió así tres meses
consecutivos, pasados los cuales vió con satisfacción que no recordaba
fijamente ni la hora, ni el día, ni el mes en que vivía. Después empezó
a salir a la calle y se hizo socio del casino a que concurría Sandoval,
pero procurando siempre mantenerse alejado del movimiento de la vida. Si
al salir de su casa encontraba la luz del sol o la de los faroles, o
veía casualmente algún reloj, como no sabía ni el día ni el mes en que
estaba, aquellas impresiones no le causaban efecto ninguno: cuando tenía
que hacer alguna visita, su ama de llaves cuidaba de avisarle de un modo
especial, previamente convenido, y de ventilarle bien las habitaciones
durante sus ausencias, cerrándolas antes de que él volviese, para que
las encontrase según las dejó, y de servirle las comidas a horas
estrafalarias y desordenadamente. Merced a estas sapientísimas
precauciones, el encanto duraba.

La última fecha conservada en la memoria del médico era la del cinco de
diciembre, día en que se parapetó en su casa con el propósito firme de
renunciar al mundo: a partir de allí, la realidad y la ficción se
fundían en inextricable laberinto y, como sus paseos eran poco
frecuentes, la ilusión persistió. La única persona que de tarde en tarde
le visitaba, era Alfonso Sandoval, su amigo íntimo. Éste procuró
arrancarle de la cabeza aquel inútil “odio al tiempo”, hablándole de su
próximo enlace con Consuelo Mendoza, recordándole las bellezas del
mundo y la posibilidad de matrimoniar con una joven guapa y rica, que le
colmase de comodidades y de muchachos.

--Hay que cumplir los preceptos divinos--decía Sandoval--, y ya que no
estamos en edad de crecer, debemos multiplicarnos para dejar a Dios
contento.

Montánchez, indiferente, alzábase de hombros.

--El mundo--decía--me hizo mucho daño; no quiero saber de él.

Así vivía, retraído, a solas con sus autores y sus ensueños de sabio,
luchando, ya que no por la inmortalidad del cuerpo, sí por la del
hombre, en aquella mansión fantástica, remedo exacto de la eternidad,
rodeado de libros y de objetos inmutables.

Este cambio radical de costumbres modeló notablemente los principales
rasgos fisonómicos del médico.

Tenía los labios finos, la nariz aguileña, la cara cuidadosamente
afeitada, conservando aún la fresca gallardía y desenvoltura de sus
buenos tiempos de galán, pero sin olvidar la sangre fría y el aplomo
propios del hombre de mundo.

Pero donde los efectos del trabajo mental se revelaron más
poderosamente, fué en su mirada enérgica, fascinante, dotada de una
fuerza magnética irresistible: había en ella algo sobrenatural y
misterioso que infundía miedo, horizontes inmensos, relampagueos
deslumbrantes de genio y de luz. Todas las actividades de su cuerpo
estaban concentradas en los ojos: el fuego y las pasiones de la juventud
dieron a su mirada la expresión de la audacia y del desprecio; la
ciencia y el estudio, la mansedumbre y la profundidad; era una mirada
fría y dura, dotada de fijeza mortificante, que acariciaba sondeando.
Aquellos ojos eran el terror de Consuelito Mendoza; eran los ojos que
tenía el muñeco vestido de tafetán verde de su pesadilla, y los que
algunas veces vió en sus horas de ensueño. A su juicio, el poseedor de
tales ojos no podía ser bueno.

Aquella mañana, Sandoval salió de su casa en busca de Montánchez: caía
una lluvia menudita, que el viento pulverizaba.

Al cruzar la Puerta del Sol miró el reloj del ministerio de la
Gobernación; eran las ocho. Cambió el paraguas a la mano izquierda y
llevóse la derecha a la boca para alentar sobre ella e infundirla calor;
después la guardó en el bolsillo del pantalón apretando mucho los dedos
unos contra otros. Al entrar en la calle Montera oyó una voz estentórea
que pregonaba: “¡Café caliente!...” Y vió un grupo de vendedores de
periódicos, colilleros, barrenderos y agentes de orden público, reunidos
alrededor de un hombrecillo regordete que sacaba un brevaje obscuro y
humeante de una no muy limpia cantimplora de hojalata, colocada sobre un
braserillo. Aquel cuadro de costumbres madrileñas trajo a Sandoval
recuerdos de otros tiempos.

Iba caminando maquinalmente hacia la calle de Hortaleza y abarcando los
detalles del cuadro. A su lado pasaban algunos obreros de prisa, con la
gorra sobre las cejas, la nariz amoratada por el frío, la americanilla
abrochada, los brazos cruzados sobre el pecho y las manos bajo los
sobacos, para calentárselas con el calor del propio cuerpo; criadas
madrugadoras que iban a la plaza envueltas en densos mantones a cuadros,
y grupos de barrenderos que quitaban la nieve de la noche anterior con
las mangas de riego y las escobas. Las puertas de los comercios se
abrían con estrépito y a ellas salían los horteras, con sus redondas
cabezas y sus semblantes inexpresivos, el centímetro alrededor del
cuello y las tijeras en el bolsillo; parados con las piernas abiertas y
frotándose sin cesar sus manos cuajadas de sabañones, miraban ufanos a
las mujeres transeúntes. Las porteras barrían sus zaguanes, quitando el
barro y sacudiendo las paredes, y los visillos de algunas ventanas se
corrían descubriendo caras macilentas que aún conservaban en las
mejillas las señales de la almohada.

Sandoval, agradablemente sorprendido por un espectáculo que, por
perezoso y dormilón, veía pocas veces, ambulaba recomponiendo un mundo
de memorias.

Recordó los años en que su padre le obligaba a ir todas las mañanas a
un colegio de primera enseñanza situado en la calle del Pez, esquina a
la de Pozas, y donde tenían que habérselas, él y sus condiscípulos, con
un cura que les abofeteaba y vejaba sin motivo. A las siete en punto la
criada iba a despertarle: ¡horrible iniquidad!... Él procuraba eludir la
orden todo lo posible, seducido por el calor del lecho, la
semiobscuridad encantadora de la habitación y el ruido de la lluvia;
pero a las siete y cuarto volvían a llamarle y luego a las siete y
media... A las ocho no había salvación; su padre en persona iba a
visitarle armado con un jarro lleno de agua recién sacada de la fuente,
amenazándole con echársela por la espalda si no se levantaba en seguida.
Después, tras un buen chapuzón, le vestían su trajecito marinero, le
daban un pocillo de chocolate y una ensaimada, le ponían su boina, le
terciaban a la espalda la cartera de los libros y le echaban a la calle.

Y recordó también las noches que aprovechaba estudiando las lecciones de
Gramática, de Historia o de Aritmética, del siguiente día; el repaso que
les daba camino del colegio, los cinco céntimos de castañas asadas que
siempre compraba al salir de su casa, no sólo por el gusto de comerlas,
sino para calentarse con ellas las manos; el invariable mal humor del
presbítero pedagogo, los insultos, los pescozones recibidos, muchas
veces injustamente; y luego las correrías hechas con otros chicos por
las orillas del Manzanares, las riñas con las lavanderas, las peleas con
los granujillas del barrio de Pozas y de la Moncloa, y la ovación que le
tributaron sus compañeros de hazañas una tarde en que luchó y venció a
dos pilletes en la Fuente de la Teja.

De estas excursiones clandestinas regresaba entre seis y siete de la
tarde, y a esa hora se iba por las calles de Fuencarral y Montera muy
despacito, parándose embelesado ante los escaparates de las tiendas, con
la gorrilla encasquetada, las manos en los bolsillos del pantalón y la
bufanda muy levantada alrededor del cuello.

Los comercios que más le cautivaban eran los de juguetes y los de
cuadros, sobre todo si éstos representaban batallas o cacerías; y luego,
dentro de esos mismos establecimientos, se aficionó a determinados
objetos. Había, por ejemplo, en la calle Caballero de Gracia, un cuadro
representando una carga de coraceros franceses, que le gustaba
apasionadamente; la cara de los jinetes, la actitud de un oficial
herido, la posición de los caballos, los accidentes del terreno, el
color del cielo, de todos los detalles se acordaba: este grabado y un
teatro de fantoches expuestos en la vidriera de Medel, fueron los dos
mayores caprichos de su niñez. Habló de ellos en su casa, y como cuantas
diligencias hizo por adquirirlos resultaron inútiles, hubo de resignarse
a ver sus dos codiciados juguetes a distancia y a través de un cristal.

La tarde en que uno y otro, teatro y cuadro, desaparecieron, fue para él
tristísima; perdió el apetito, la alegría y el color, se le marcaron las
ojeras, recibió una azotaina paternal y hubo de tomar una purga.

En este detalle, aunque con variantes leves, la niñez de Consuelito
Mendoza y de Alfonso, se parecían.

Cuando Sandoval llegó a casa del médico, supo que éste se había acostado
pocas horas antes, y entonces pasó al despacho a esperar que fuese más
tarde.

El estudio del médico era un vasto salón con dos balcones a la calle
Hortaleza, decorado con magníficos muebles de felpa, color verde musgo.

Todos los detalles indicaban que la noche anterior el trabajo se
prolongó hasta muy tarde: sobre la mesa había un manojo de cuartillas
escritas y varios libros abiertos y con las márgenes plagadas de
anotaciones; el tintero estaba destapado, las plumas diseminadas aquí y
allá, el depósito del quinqué casi vacío; en todo el cuarto se percibía
un fuerte olor a petróleo y al carbón quemado en la chimenea.

Sandoval empezó a revolver cuartillas y vió que Gabriel se ocupaba en
componer una Memoria acerca del medio mejor y más seguro de provocar el
sueño hipnótico, y los peligros a que la ineptitud del operador expone
a las personas sugestionadas. Los otros manuscritos también trataban
asuntos puramente científicos.

Entonces cogió un número de la revista “Ambos Mundos” y fué a sentarse
junto a la chimenea; sobre ésta vió una gran cabeza de cartón que
explicaba el sistema frenológico de Gall, y el cráneo de un mono metido
en una urna. Aparte de un magnífico cuadro al óleo que representaba a
Cleopatra probando el poder de sus venenos en sus esclavas, las paredes
estaban adornadas por cuadros anatómicos: uno de ellos figuraba un
esqueleto en actitud de correr; otro, los lóbulos del cerebro; los demás
un hombre de espaldas y sin epidermis, enseñando el complicado mecanismo
de los músculos dorsales; y otro de frente, con el pecho y el abdomen
abiertos, y mostrando los órganos interiores; bronquios, pulmones,
diafragma, estómago, intestinos; aquella figura, que presentaba la
cabeza vuelta hacia un lado para descubrir mejor las venas y tendones
del cuello, parecía exhalar un olor nauseabundo y tenía una expresión
tan grande de dolor, que inspiraba asco y miedo. En un ángulo había un
esqueleto verdadero y un armario abastado de órganos de cartón; brazos,
piernas y caderas que parecían manar sangre, y multitud de caras
contraídas por muecas horribles.

Cansado de estar solo, Alfonso decidió despertar a su amigo, y allanó el
gabinete que Montánchez había convertido en laboratorio; allí estaban
las pilas de Volta, la máquina de Ramsden, metida en su funda de tela
gris, un sillón-cama para operaciones y reconocimientos obstétricos, y
buen número de vasijas de vidrio, frascos y tubos de reactivos colocados
en hilera a lo largo de la pared; una marmita de Papín, dos alambiques,
varias retortas, barómetros, higrómetros y un estantito lleno de
minerales, cada uno en su cajita de cartón y con su etiqueta
correspondiente.

Sandoval, sin fijarse en aquellos objetos, asomó la cabeza bajo los
cortinajes. Al fondo, tendido sobre una amplia cama de hierro, dormía
Montánchez: su rostro, habitualmente pálido, aparecía más delgado y
largo que de costumbre, y las arrugas de las mejillas daban a su
fisonomía la cansada expresión de los Cristos yacentes.

Alfonso se acercó al lecho y exclamó alegremente cogiéndole la mano que
tenía al descubierto:

--¡Despierta, hombre ilustre, que la ciencia y la amistad te reclaman!

Montánchez se estremeció ligeramente y entreabrió sus ojos serenos y
tranquilos.

--¡Cuánto he trabajado!--murmuró.

Sentado al borde de la cama, Sandoval expuso compendiosamente y sin
preámbulos el objeto de su visita: Consuelo estaba peor, de día en día
sus males se agravaban, a ratos sus nervios se exacerbaban de tal modo,
que había serios motivos para temer por la salud de su razón.

Gabriel se había quedado muy serio y oía atentamente.

--¿Ha sufrido en estos últimos meses alguna crisis violenta?--preguntó.

Sandoval comenzó a referir cuantos detalles recordaba que podían
contribuir a esclarecer la índole de la enfermedad. Describió la niñez
de Consuelo, el susto a que aquellos padecimientos parecían referirse,
las ocupaciones a que se entregaba, su afición a la lectura y al teatro,
sus ensueños y sus extravagantes supersticiones. Cuando refirió el
ahinco que la joven puso en ser azotada, Montánchez no pudo abstenerse
de sonreír.

--Todo eso--comentó--es muy serio y muy interesante, y acusa los
gérmenes de un grave desarreglo mental cuyos progresos debemos corregir
antes que echen nuevas y más robustas raíces. La gran dificultad que
ofrecen estas enfermedades es que ninguna de ellas presenta rasgos
característicos constantes, sino que en su misma naturaleza va envuelta
la vaguedad y multiplicidad de formas; lo inestable, lo anómalo, lo que
está fuera del curso natural de las cosas, es lo único que hay en ellas
de permanente. En estos casos los pobres médicos caminamos sin luz,
expuestos a caer a cada paso, de misterio en misterio, y es evidente que
el diagnóstico de la enfermedad no puede hacerse en tanto no haya una
base segura de dónde partir.

Sandoval agregó nuevos pormenores.

--Todos son datos que merecen tenerse en cuenta--dijo Montánchez--, pues
aun cuando considerados aisladamente valgan poco, su conjunto constituye
la historia de una enfermedad. Consuelo es una desequilibrada; su
cerebro nació defectuoso o ha sufrido una alteración por efecto del
susto de que antes hablabas, y los síntomas de ese desequilibrio son los
que necesito conocer para remontarme por derechos caminos al origen o
matriz de la enfermedad.

Alfonso continuó narrando minuciosamente la vida íntima de su hogar, no
omitiendo ninguna particularidad, ni aun las más secretas y calladas,
con la confianza ciega del que habla delante del médico y del amigo.

Montánchez le escuchaba, murmurando como si dialogase consigo mismo:

--¡Es extraño todo eso!...

Y añadió:

--¿Sabes si tiene alguna manía constante?

--Manías tiene muchísimas, pero permanente creo que ninguna.

--¿No sorprendiste en ella alguno de esos extravismos del gusto que
impulsan a ciertos enfermos a comer pedacitos de barro o granos de
café?... ¿O si muestra deseo o aversión inmotivada hacia determinados
objetos o personas?

Sandoval vaciló.

--Hasta hoy nada he notado, pero en lo sucesivo me fijaré... Aunque
ahora se me ocurre una idea que confiaré sin rebozo, porque a ti poco
debe importarte. Consuelo no te quiere.

--¿No me quiere?... ¿Cómo lo sabes?

--Ella misma me lo ha dicho; no sólo no te quiere, sino que te aborrece
con ese ardor salvaje que pone en sus menores afectos.

--Pues no lo entiendo.

--Y lo entenderás menos sabiendo que ella me confesó muchas veces que
eres guapo y que tienes buen trato y mucho talento; pues a pesar de
comprender tus excelencias, sigue odiándote.

--He ahí un mal precedente para que yo pueda curarla con fortuna--dijo
Gabriel--, porque empezará a mostrarse rebelde a mis tratamientos, y el
enfermo que aborrece a su médico es como el chico que detesta a su
maestro, que no aprenderá nunca lo que éste pretenda enseñarle. Tu
revelación me contraría mucho; no por mí, sino por ella, pues tratándose
de enfermedades nerviosas en las cuales las impresiones lo pueden todo,
los peligros de la antipatía se multiplican en un cincuenta por ciento.

--No importa--repuso Sandoval levantándose--, quiero que la veas antes
que ningún otro médico; ahora te dejo para volver a casa, donde te
espero a las...

--Calla--interrumpió Montánchez--, ya sabes que los relojes y yo no nos
entendemos; explícaselo a mi ama de llaves y ella cuidará de llamarme.

--¿Seguramente?

--Seguramente.

Alfonso salió, corriendo los cortinones que separaban la alcoba del
gabinete; y Montánchez quedó sumido en esa semiobscuridad aliada
poderosa del sueño; luego encendió un cigarrillo y se puso a fumar
sosegadamente mirando al techo. El humo producía en su cerebro, según
las circunstancias, dos efectos contrarios; unas veces le excitaba,
otras le adormecía; pero entonces el silencio y aquella atmósfera
cargada de olor a tabaco, consiguieron emborracharle, las ideas
perdieron su lucidez y la realidad desapareció lentamente bajo gasas
impalpables.

Montánchez tiró el cigarro a medio apurar.

--¿Por qué me odiará esa mujer?...--dijo.

Y se quedó profundamente dormido.

Cuando Sandoval llegó a su casa encontró a Consuelo desayunándose.

--Hola, flor de la maravilla--exclamó--, ¿ya te levantaste a dar guerra?

--¿Dónde has ido?

--A la calle.

--Necesito saber a qué sitio.

--Aquí estamos perfectamente--dijo Alfonso acercando una butaca a la
chimenea recién encendida--; fuera hace un frío inaguantable.

--¡Concho!... ¿Quieres responder a lo que pregunto?... Estoy hablándote.

--¿Me convidas a chocolate?

--Vaya usted a paseo.

--Dame, una sopita siquiera, tragaldabas.

--Hasta que no digas lo que has hecho, no te miro a la cara, eso
mismo... ni te dejo catar el chocolate.

--¡Ah! pues, tienes razón... ¡Pícara cabeza la mía!... He visto a
Gabriel.

--¿A ese albéitar indecoroso?

--Al mismo; y no ponga usted esa carita porque no hay motivos para
tanto.

--¡Lástima de albarda!

--Sí, señora doña Consuelito Mendoza; fuí a eso; a decirle que te riña y
te meta en cintura.

--¡Pues que se ande con tiento!

--¿Qué ibas a hacerle?

--¡Reventarle, concho!... Mira... si entrase ahora, le tiraba el pocillo
a la cabeza. Yo no quiero ver más a ese tío, eso es; porque ese hombre
es un tío y quiera Dios que alguna vez no andes a trastazos con ese
amigote de los infiernos.

--Ya no hay remedio, princesa; Montánchez vendrá dentro de algunas horas
a tomarte el pulso y a mirarte la lengua; le he referido nuestra vida
íntima sin omitir un detalle, ¿entiendes? ni uno solo... y el muy pillo
se ha reído bastante.

--¡Asqueroso!

Alfonso se acercó a ella y quiso darle un beso; ella se defendió; al
fin, las dulces paces quedaron hechas.

Entonces Consuelo se levantó muy solícita, le trajo una zapatillas para
que se quitara el calzado húmedo y se abrigase bien los pies, y obligóle
a vestirse una dulleta con cuello y bocamanga de pieles; luego, por
tenerle más cerca, le hizo sentar a su lado, en una banqueta.

--Ponte aquí--dijo.

Él obedeció, quedándose con las piernas extendidas casi horizontalmente,
el cuerpo entre las rodillas de la joven y la cabeza caída sobre sus
faldas. Viéndole en tal posición, Consuelo, presa de un violento acceso
de ternura, empezó a despeinarle suavemente, besándole.

--¡Qué guapo eres!--decía--. ¡Qué bien estás así!... No hay quien tenga
tus cejas, ni tus ojos, ni tus pestañas, ni una nariz como la tuya...
Ese Apolo de que hablan los libros no valía lo que este mechón que
tienes sobre la frente. ¡Concho, si la señora Venus te hubiese cogido
por su vereda, buenos ratos hubiera pasado contigo, diosa y todo!... Así
te quiero yo, por supuesto, que estoy lela en cuanto te veo y no vivo si
no es pensando en ti. ¿Y tú, también me quieres mucho, verdad?... ¿Y
andarás siempre conmigo y no te juntarás con nadie, eh?... ¿Verdad que
no?... Bueno, ¡concho, contesta pronto, ya me había asustado!... Parece
que fué ayer cuando nos casamos. Entonces te quería mucho, muchísimo,
¡ya lo creo! como que pasaba las noches leyendo tus cartas a hurtadillas
de mi padre; pero ahora te amo más y con mayor tranquilidad, porque eres
mío, mío sólo. ¡Uy!... esto de poder llamarte Alfonso mío, maridito mío,
delante de todo el mundo, me llena la boca y el corazón. ¡Quia! tú no
sabes lo que te quiero; vosotros, los hombres, por muy apasionados que
seáis, siempre tenéis en el pecho un pedacito de corcho.

Y añadió:

--¡Quién te quiere a ti!

Sandoval, que ya sabía la forma de este interrogatorio, repuso:

--Mi burra.

--¿Tu burra chiquinina?...

--Ella solita.

--¿Y tú, a quién quieres?

--A ti y a dos niñas que tengo en los ojos y son tan guapas y tan
monísimas como tú.

--Pues yo a ti y a los Alfonsitos de mis pupilas. Dios mío, ¿por qué no
tendré muchas bocas para besarte al mismo tiempo en muchos sitios? Y
esta pasión que por ti siento es contagiosa, pues la extiendo a los
objetos de tu propiedad; y así quiero más a tus trajes viejos que a los
recién traídos de la sastrería, con los cuales aún no tengo confianza.
¡Esto sí que es querer!... Tengo celos de tu camisa, de tu chaleco, de
tu corbata, de todo, concho, lo que llevas encima; ninguno de esos
chismes se separa de ti, te acompañan a todas partes, corretean las
calles contigo, van al casino... ¡Quién fuera petaca o botón de camisa
para custodiarte y fisgarlo todo!... Hay el inconveniente de que cuando
una elástica se rompe se tira, pero no importa... Yo cambiaría treinta
años de vida por cinco, con tal de pasar éstos pegadita a tu cuerpo como
una pieza de punto...

Volvió a besarle los ojos y la boca.

--¡No hay en el mundo nadie como tú; nadie, nadie!...

Sandoval se dejaba mimar, sonriendo y sin devolver aquel diluvio de
caricias.

--Oye, Alfonsito--dijo de pronto la joven--, ¿quieres referirme un
cuento?

--¡Un cuento!--exclamó él aterrado--. ¡Para romances tengo la cabeza!...

--¿Entonces, lo cuento yo? Y eso que, según vosotros, la mía está medio
descompuesta.

--¡Bravo, me parece muy requetebién! ¡Desembucha!

--Te advierto que es largo.

--No importa; aunque tenga más rabo que el diablo, lo oiré con gusto.

--Bueno, verás qué bonito es... pero no vayas a reírte, porque entonces
no lo concluyo y te dejo con las ganas de saber el desenlace.

--Espera a que encienda este cigarrillo.

Sandoval se acordaba en tales momentos de la vida en Persia y Arabia,
porque, a pesar de la estación y de la capa de nieve que cubría las
calles, había en aquel cuadro algo orientalesco, que hacía soñar con
las solitarias palmeras del desierto y los harenes musulmanes.

--Pues, señor--empezó Consuelo--, una mañana supo el gallo Pinto que su
amigo Periquito se casaba y quiso ir a la boda: para ello se lavó de
patas a cresta, se arregló las plumas y salió al campo; en la misma
puerta del corral encontró un cajón muy grande, lleno de trigo.

--Concho--pensó el gallo--; si como trigo se me ensuciará el pico y los
que me vean comprenderán que soy un tragón y se reirán de mí. Pero pudo
más el hambre que sus escrúpulos, y picotazo va, picotazo viene, dejó la
caja sin un solo granito, pensando que ya tendría ocasión favorable de
limpiarse el pico por el camino. Conque siguió andando, hasta que vió
una malva y dijo:

--Malva, limpia el pico del gallo Pinto para ir a la boda de Periquito.
Y la malva no quiso. Entonces continuó caminando muy triste, y a poco
rato encontró un borrego y le dijo:

--Borrego, cómete la malva que no quiso limpiar el pico del gallo Pinto
para ir a la boda de Periquito. Y tampoco quiso. Prosiguió su camino, y
al ver un lobo le dijo:

--Lobo, muerde al borrego que se negó a comer la malva que no quiso
limpiar el pico del gallo Pinto para ir a la boda de Periquito. Y
tampoco quiso...

Y por este estilo continuó hilvanando una retahila de nombres:
sucesivamente el gallo, héroe de tan conmovedora narración, fué
encontrando un perro, un palo, un haz de leña ardiendo, un río y un
burro, y a cada nuevo tropiezo volvía a repetir todo el rosario de
palabras que precedían, lo cual causaba efectos soporíferos decisivos.

Era una historia infantil que aprendió siendo niña, cuando iba al
colegio, y que frecuentemente se complacía en recordar para distraer a
su marido.

Alfonso cerró los ojos, dando muestras evidentes de cuán poco le
importaba saber lo que le acaeció al gallo del cuento en su accidentada
peregrinación.

Cuando Consuelo acabó de hablar, él parecía dormir; ella contemplóle en
silencio, después le rodeó la cabeza con sus brazos y empezó a
apretársela contra el pecho, mientras le prodigaba cariñosos epítetos;
pasado este segundo arrebato de ternura, abrió los brazos separándose
para mejor ver al amado, que continuaba con los ojos herméticos: la
joven lanzó un grito y Sandoval se incorporó sobresaltado.

--¿Qué sucede, mujer?--dijo--. Me has dejado sin sangre en el cuerpo.

--¡Jesús, concho--repuso ella lloriqueando--, qué susto tan grande! Como
te di un abrazo tan largo y tan fuerte... Pensé haberte ahogado.

La miró sonriendo, pero se convenció de que hablaba formalmente, porque
estaba pálida y con las manos frías.

Por la tarde, a la hora de costumbre, Sandoval cogió el gabán y el
sombrero para salir, y ella, contra lo que en semejantes ocasiones
sucedía, no opuso la menor resistencia: acompañóle hasta la puerta de la
escalera, puso la frente para recibir el beso de despedida, y retiróse
al gabinete después de dar orden a su doncella de no recibir a nadie.

Aquellas horas de soledad y recogimiento eran su delicia, pues podía
discutir consigo misma los mil proyectos que bullían en su cabeza, y
fantasear a su antojo. Allí nadie la forzaba a seguir ésta o la otra
conversación, podía discurrir libremente, sin aguardar a que su
interlocutor hablase para responder ella, ni que observar cierto
comedimiento en las palabras: allí no había estorbos; estaba sola,
entregada a su albedrío, con un mundo de quimeras por delante.

La soñadora se fastidiaba porque ni sabía seguir con paciencia el lento
curso de los acontecimientos naturales, ni podía doblegar el mundo a sus
caprichos. Sabiendo que esta imposibilidad duraría lo que su vida, hizo
lo que los filósofos idealistas: fabricar un mundo arbitrario para
refugiarse dentro de él cuando lo estimara conveniente y vivir feliz.

Consuelito Mendoza quedó largo rato sin pensamientos, perdido el magín
en un vacío infinito, la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos
cerrados: después levantó la frente y sus miradas se fijaron en el
espejo situado sobre la chimenea, fronterizo al sofá. Allí, dentro de la
luna, había otra muchacha, otra Consuelo envuelta, como ella, en un
mantón negro, y como ella peinada con los cabellos sobre la frente.

--Ésa soy yo--dijo la joven--; porque es indudable que lo que ahí veo es
mi propia imagen.

Agitó un brazo en el aire cerciorándose de que su sombra lo haría
también, y pareció quedar más tranquila.

--Estas cosas tan raras que me suceden--murmuró--, no sé si atribuirlas
a que estoy medio chiflada, como dice Alfonso, o a que tengo mucho
talento. A ratos creo que no vivo y que cuanto siento y pienso es pura
invención mía, como le pasaba al famoso personaje de Calderón. Voy por
la calle y me pregunto: ¿Andaré yo como las demás personas, vestiré lo
mismo, no habrá sobre mi cuerpo nada estrafalario que haga volver la
cabeza?... ¡Quién se viera por detrás!... Si pudiese hacer lo que San
Cristóbal, que cogió su propia cabeza después de cortada... Si yo me
encontrase a mí misma en la calle, ¿me reconocería?... Seguramente,
porque cuando me observo en un espejo sé que la figura aquella es otra
yo. A veces pienso que mis palabras carecen de significado, que nadie me
entiende y hasta que mis labios se mueven sin formular ningún sonido
comprensible. ¿Qué es una sílaba, qué es una palabra, qué es un
idioma?... No acabo de entender por qué todos los hombres se mueven de
la misma manera, aplican a cada objeto un nombre particular y argumentan
de idéntico modo. Necesariamente esto se debe a algún convenio que
celebraron nuestros abuelos, los cuales acordaron llamar sombrero a la
prenda de vestir que se pone en la cabeza, y zapato a la destinada a
abrigar los pies, y hombres... a los hombres, vamos... y mujeres, a
nosotras. Tampoco comprendo por qué los franceses hablan de diferente
modo que los rusos, y los españoles que los chinos. A mí me enseñan una
carta geográfica y me dicen: este pedacito pintado de amarillo, es
España; y este otro muy largo y del mismo color, que parece una bota de
montar, Italia; el encarnado, Francia y el verdoso, Dinamarca. ¡Concho!
Pues yo pregunto: ¿Por qué los de aquí no hablarán como los de allá, y
éstos tienen su bandera y aquéllos la suya, y los unos se llaman
austriacos y los otros ingleses?... Todo en el mundo es convencional;
por eso a ratos dudo de mí y creo que la suerte me hizo diferente de los
demás, y que parezco a los ojos de los que me rodean un bicho raro. Y el
carácter... ¿qué será eso?... Siempre que se habla de una persona dicen
que es de este modo o del otro, que tiene bueno o mal carácter... De
modo que el carácter es el humor o genio de cada quisque; esto es claro.
Pero, ¿qué carácter es el mío? ¿En qué grupo debo clasificarlo?...
¡Concho, qué pena tan grande... si creo que no tengo ninguno!... Yo
desearía ser algo, poseer algo exclusivamente mío: hay mujeres frías,
chismosas, indiferentes, alegres, apasionadas... y yo no siento ninguna
de estas tendencias; no tengo amor patrio, ni fe religiosa, ni
entusiasmo por nada; lo podré aparentar, pero, en el fondo, no es
cierto, lo sé perfectamente. Es decir, según y cómo; apasionada sí soy,
¡qué concho!... no me lo vaya a quitar todo ahora, porque lo que es a
Alfonsito le quiero con delirio; pero en cuanto a sentir entusiasmo por
mis semejantes... que no puede ser, vaya...

Quedó silenciosa, contemplándose en el espejo con religioso
arrobamiento, examinando su fisonomía con el prolijo cuidado del
naturalista que escudriña los órganos de un insecto a través de los
cristales de un microscopio.

Primero reparó en su frente, un poco pequeña, orlada de cabellos
ondulantes; luego en sus grandes ojos adormecidos entonces por la
pereza; en su boca de labios finos, en sus mejillas un poco pálidas, en
la parte superior de su busto redondo y esbelto...

--Soy guapa--dijo--; lo reconozco aunque tengo el buen juicio de
juzgarme sin apasionamiento: además, lo que dicen por ahí y los delirios
que le inspiro a mi maridito, lo confirman. ¡Lástima que no tenga la
boca un poco más chica, concho!... ¿En qué estarían pensando mi madre y
padre?... Así, en esta posición, estaré el día en que me muera. No...
así mejor, con la cabeza caída sobre el hombro y las manos cruzadas...
¡Uy, si ahora me quedase muerta, valiente susto iban a pasar los que
fuesen entrando! ¿Qué haría Alfonso?... Probablemente echaría unas
cuantas lágrimas de cocodrilo o de viudo joven, que es lo mismo; muy
pocas, las indispensables para parecer bien... y luego se consolaría con
otra. ¡Concho, si eso fuese verdad, resucitaba, y después de reventarle
me volvería a morir tranquila!...

Tendióse en el sofá y cerró los ojos, quedando con las manos cruzadas
sobre el pecho. Insensiblemente experimentó en todo el cuerpo una
extraña sensación de flojedad, una laxitud invencible y creciente, cual
si algún mecánico desconocido fuese aflojándola uno tras otro los
resortes y tornillos de su ser; los órganos se independizaban poco a
poco de la voluntad, los nervios se negaban a transmitir impresiones y
la actividad cerebral decrecía paulatinamente según aquel agotamiento
psíquico iba invadiendo las celdillas donde el pensamiento elabora sus
maravillosas pulsaciones.

Consuelo sentía que su yo se desdoblaba en dos personalidades o
entidades distintas; una material, de carne y hueso, que permanecía
tendida en el sofá; y otra aérea, vaporosa como un jirón de neblina,
que flotaba en el aire yendo de un lado a otro cual si quisiera escapar
por algún intersticio de las paredes o del techo, y que sólo se hallaba
unida a la primera por un hilo sutilísimo.

--Estoy medio muerta--pensó la joven--; concho, lo que siento es haberlo
procurado tan bien, porque voy a morirme de verdad... y eso,
francamente, me haría poquísima gracia. Me parece que dentro de mi
cuerpo se ha roto algo y que por el agujerillo se escapa el alma sin
pedirme consejo... ¡Eh, señora!... ¿Dónde se camina tan diligente?...
Ahora la veo flotar; sí... es ella; concho, ¡qué delgadita y qué blanca
es!... y está prendida a mí por un rabo fino y muy largo... como esas
tenias que exhiben los boticarios, metidas en tubos de cristal. ¡Qué
lástima! Si tuviese aquí una de esas redecillas con que los naturalistas
salen al campo a cazar mariposas, la atrapaba. ¡Ay, Virgen de la
Soledad, Cristo de la Misericordia, qué miedo tengo!... Si esa lombriz
se rompe, mi alma se escapa y quedo más muerta que mi abuela... Cuidado
si soy burra; ¿quién me mandaría abrir la boca para que el espíritu se
escapara?... Vamos, eso de morirse sin motivo no tiene sentido común.
Bien; ahora la cuestión se arregla, y el alma, comprendiendo que fuera
hace demasiado frío, vuelve a refugiarse dentro de mí: perfectamente,
porque así, estando yo cierta de no correr ningún peligro, representaré
mejor y con más tranquilidad mi papel de difunta... Ya me han metido en
el ataúd; el maldito, por lo duro, parece de piedra: ¡bien se conoce que
los colchones de muelles no se hacen para los muertos! Tengo las manos y
los pies helados, circunstancia que ayuda mucho a encubrir mi
superchería; ¡qué frío! Por ahí debe de haber alguna puerta abierta...
Ya siento ruido de gente que se acerca y oigo voces, pero no puedo
conocer quiénes son. Están dándome tentaciones de abrir un ojo un
poquitín para ver lo que sucede; estoy segura de que todos los
asistentes vienen vestidos de negro, con unas caras muy compungidas y
hasta pálidos, porque hay personas que tienen, como los camaleones, la
capacidad de cambiar de color; pero por dentro están perfectamente,
deseando salir a la calle para charlar y reír a sus anchas... ¡Qué
diablo! Voy a mirar; para eso me he muerto, para enterarme de lo que
harán conmigo el día en que la cuestión vaya de veras. Ea, vamos allá;
¡uf, cuánta gente y qué serios están todos!... Allí está Alfonso; ¡oh,
granuja! ¿Pues no está fumando y riéndose con aquel tipo de patillas
rubias como si nada grave le hubiera sucedido? ¿Y quién será ese
mamarracho? Me revienta; los rubios no deben asistir a los entierros. En
ese grupo de hombres y mujeres sólo trato a dos o tres... y ellas no son
feas... y miran a mi marido de una manera... Lo que me molesta mucho a
los ojos es la luz de los cirios... y éste que tengo junto a mi cabeza
está derritiéndose, y como me caiga una gota de cera en la cara voy a
freírme. Esa maldita puertecita que dejaron abierta tiene la culpa; si
me quemo no podré contenerme y daré un grito. ¡Puf!... ¿No lo dije? ya
está aquí, en la frente ha sido; menos mal que no he chillado. ¡Concho,
aquí están los de la funeraria! ¡Qué pantorrillas tan delgadas
tienen!... Y me bajan sin acordarse de cerrar la caja... me agarraré,
porque, si no, estos bárbaros me matan sin remisión. Me llevan por unos
pasillos muy anchos atestados de gente que mira con estúpida curiosidad;
no conozco a nadie: atravieso la antesala, en pies ajenos, se entiende,
y empiezo a bajar la escalera. Lo dicho; esta bromita me cuesta un
riñón; en un recodo he visto una anciana llorando, conmovida;
¡pobrecita, si supiera que todo esto es una farsa!... Eh, ¿qué es
eso?... Siento un ruido extraño de pasos que se acercan; los de la
funeraria no se mueven y mi ataúd ha quedado en el suelo; tengo mucho
frío y mucho miedo, y no me atrevo a abrir los ojos... Dios mío, ¿qué
ocurrirá?... ¡Ay! Pretendo incorporarme y no puedo; siento una opresión
en el pecho que no me deja respirar y me duele el corazón. ¡Aaa...
aaa!... este nudo que tengo en la garganta me ahoga... No puedo desunir
las manos... las manos cruzadas y... ¡aaa... aaa!... Un hombre se acerca
muy de prisa, oigo sus pisadas, ya está aquí; me toca, me sacude por un
brazo, me acaricia... ¡No puedo moverme ni gritar!... Me toca el cuerpo
con sus manos ardientes, ¡qué horror, va a besarme!... Tiene su boca
junto a la mía, su aliento roza mi cara... ¿Quién es?... No sé, no lo
veo... pero le presiento, le adivino y me infunde mucho miedo... Ya le
reconozco; esa mirada... esos ojos me aterrorizan y me atraviesan de
parte a parte como cuchillos; son los de Montánchez, es él... ¡Soo...
socoo... rrooó!... Sí... si ya le dije a usted las otras noches en el
palco que no podía ser... que no po... po... día...

La joven perdió la conciencia de su ensueño y empezó a luchar
defendiéndose de aquella agresión imaginaria, hasta que su mano derecha
tropezó violentamente contra la pared: el dolor físico la despertó.

Era ya tarde: incorporóse en el sofá, y al tenue reflejo de los faroles
de la calle vió su imagen dibujarse confusamente sobre el cristal del
espejo como una mancha negra.

En el silencio, el timbre de la puerta de la calle vibró largamente.



IV


Eran Sandoval y Gabriel Montánchez. La joven murmuró:

--Os había presentido.

--¿Estabas soñando?--preguntó Alfonso.

--Sí.

Luego agregó, mirando al médico de soslayo y torvamente:

--Esto parece una maldición. Le encuentro a usted en todas mis
pesadillas...

El quinqué que Sandoval acababa de encender esparcía por la habitación
una suave luz verdosa que realzaba las diversas expresiones de aquellos
tres semblantes.

Sentada entre los dos hombres, Consuelo miraba al médico con ojos muy
abiertos y una expresión parecida a la de esos muchachos revoltosos que,
para persuadir al maestro de que se fijan mucho en la explicación, le
miran sin pestañeos. Sandoval la contemplaba ansiosamente, queriendo
adivinar sus palabras antes de oírlas; y Montánchez permanecía frío,
siempre encerrado en sí mismo, midiendo el alcance de sus preguntas y
aquilatando el valor de las respuestas, con los codos apoyados en los
brazos del sillón y las manos cruzadas sobre el pecho, atento a las
últimas particularidades.

--¿Cómo se encuentra usted ahora?--dijo.

Consuelito Mendoza se palpó el cuerpo como si se tratara de algún dolor
físico.

--Ahora, bien--repuso.

--¿No sufre nada?

--Nada, no, señor, absolutamente nada; y es raro... pues hace un momento
me quedé dormida aquí y desperté con mucho dolor de cabeza y mal sabor
de boca.

Montánchez inició un hábil interrogatorio. Iba enumerando uno a uno los
síntomas de la enfermedad que, según su criterio, padecía la joven, y
después la preguntaba minuciosamente acerca de ellos. Su trabajo fué
prolijo como el del juez que procura poner al reo en contradicción
consigo mismo: hablaba repetidamente y de diverso modo de los mismos
temas, unas veces preguntando y otras afirmando rotundamente, y en tanto
que sus palabras y sus argumentos de médico experto obtenían confesiones
de la enferma, sus ojos sagaces escudriñaban el semblante de Consuelo
con tenacidad infatigable.

La empresa, sin embargo, era difícil: las respuestas de la joven
carecían de fijeza.

--¿Suele usted sufrir mareos al levantarse de la cama o de la mesa?

--No, señor.

--Repase bien su memoria: probablemente los ha experimentado usted más
de una vez y más de dos; ¿qué digo?... lo aseguro, estoy persuadido de
ello; no lo niegue, porque es un síntoma muy característico.

Consuelo tardó bastante en contestar; quería complacer al médico
demostrando que meditaba sus respuestas, pero en aquellos momentos la
indócil imaginación vagaba muy lejos de allí. A pesar suyo no podía
fijarse en nada: la distraían los semblantes de Sandoval y de su amigo,
las arrugas de los cortinajes de la alcoba, la forma puntiaguda de la
llama del quinqué, el sempiterno tic-tac del reloj...

Aquellas nimiedades ejercían sobre su espíritu atracción invencible; no
podía desecharlas, ni mirar a otro sitio, ni proponerse otro asunto; era
una manía, una obsesión de loca; y cuando respondía procuraba hacerlo,
no con arreglo a su criterio, pues en circunstancias tales carecía de
voluntad y de pensamientos, sino del modo que más satisficiese a
Montánchez.

Éste llegó a comprenderlo.

--Es imposible entenderse con usted--dijo severo--; siempre contesta
usted lo primero que se la ocurre y esa falta de sindéresis reporta dos
males gravísimos: el de confundirme y el de engañarse a sí propia. Diga
usted lo que sienta y no lo que yo quiero oírla decir, pues yo no quiero
nada: vine a que usted me esclarezca respecto de un asunto para mí
desconocido, y si por pereza, indiferencia o volubilidad de carácter, me
lo oculta o desfigura, las consecuencias podrían ser fatales para usted.

El semblante de Consuelito Mendoza reflejó vergüenza y arrepentimiento,
y el esfuerzo brioso que sobre sí misma hacía para gobernar su atención.
Pero su buena voluntad no tardó en decaer y sus ideas empezaron de nuevo
a confundirse: el mundo de lo soñado volvió a surgir ante sus ojos; su
imaginación, harta de seguir paso a paso aquel interrogatorio odioso,
atropelló todas las conveniencias.

Miraba al médico sin verle, o sin poder apreciar, cuando menos, los
rasgos de su cara; le oía sin comprender claramente sus palabras y
replicaba con la vaguedad del alumno que responde sin conciencia de lo
que dice y movida sólo por la idea de complacer a su marido y a
Montánchez, y de que la dejasen sola.

En tal ocasión experimentaba con redoblada fuerza el indefinible
malestar que sufría siempre que la examinaban con fijeza, pues los ojos
del médico la sugestionaban. Al principio de la entrevista pudo mirarle
con timidez, luego empezó a desconcertarse y una profunda turbación
invadió su espíritu; sus ideas se nublaron y acabó por no atreverse a
levantar la vista del suelo; a continuación sintió miedo y ese frío
íntimo y penetrante de la calentura; los ojos del médico la hormigueaban
en las entrañas. De pronto, rompiendo aquel exótico embrollo de
impresiones y de recuerdos, surgió una idea que murió casi al mismo
tiempo de nacer, iluminando el obscuro abismo de la conciencia con una
luz tenuísima de fuego fatuo; pero aquella imagen reapareció más tarde,
y entonces sus contornos fueron mejor definidos. Era algo soñado que
pretendía armonizarse con la realidad; un recuerdo, una figura
misteriosa, un jirón de gasa o de niebla cuyos vagos perfiles iban
acentuándose. En aquella forma incorpórea, Consuelo veía los rasgos de
una persona que en otra ocasión la impresionara fuertemente, pero que
entonces no recordaba bien...

--¿Sueña usted mucho?--inquirió Montánchez.

--Sí; casi todas las noches.

--¿Y se refieren sus pesadillas a asuntos determinados?...

--No, señor... es decir, no recuerdo...

--Insisto en ello--advirtió el médico--, porque el estudio de los sueños
es interesantísimo, no desde el punto de vista profético, como afirmaban
los antiguos y como aparentan creer las gitanas, sino por hallarse
ligados a muchas enfermedades nerviosas; y tan cierto es esto, que
algunas afecciones cardíacas o espinales, van siempre unidas a
determinados ensueños.

--Pues mis pesadillas varían mucho--contestó Consuelo--, pero
generalmente se refieren a lo que me ha impresionado durante el día.

--¿Y en ellas no vió usted nunca unos objetos muy grandes y otros muy
pequeños?

--No, señor, aunque... espere usted... ¡Ah, sí!... he tenido un delirio
horrible, que no puedo olvidar...

--Uno de los fantasmas que más activamente intervienen en las dislocadas
imaginaciones de mi mujercita--observó Sandoval--, eres tú.

--¡Yo!--repuso el médico sorprendido.

--Sí; noches atrás, cuando la desperté, me dijo que querías representar
con ella no sé qué ópera o qué belenes...

Estas palabras fueron para Consuelo una revelación; se acordó de las
quimeras que tanto la atormentaban, de aquellos brazos inconmensurables,
largos y negros como alambres quemados, que una tarde soñó se extendían
tras ella para sujetarla; de la reunión de espíritus celebrada por un
gnomo en un antepalco del teatro Real, y de aquel horripilante monigote
de estuco vestido con traje de tafetán verde, que al abrazarla se
convirtió repentinamente en Gabriel Montánchez...

Al recomponer este último detalle de su pesadilla, la imagen incolora
que momentos antes surgiera en su cerebro, reapareció en toda su fuerza,
y la vida ficticia de sus noches y la realidad se dieron la mano. El
hombre que tenía delante era el mismo con quien tantas veces soñó en sus
horas nocturnas de fiebre; era el original de aquel fantasma que
pretendió abrazarla so pretexto de representar una ópera desconocida;
aquellos ojos eran los mismos ojos verdes y penetrantes que en su
pesadilla de la última siesta la observaban cuando ella iba hacia el
Campo Santo en hombros de cuatro sepultureros imaginarios; la mirada
diabólica que registraba sus pensamientos más íntimos y gravitaba sobre
ella como una maldición. Ante aquel hombre tan temido, su valor flaqueó,
y tapándose la cara con un pañuelo rompió a llorar. Montánchez se
levantó.

--¿Qué es ello?--dijo--. ¿Se siente usted mal?

La joven no repuso y siguió llorando, dejando correr a lo largo de sus
dedos gruesos lagrimones.

El médico quiso pulsarla, mas ella le rechazó violentamente.

--¡No, por Dios... suélteme usted!...

--Consuelo--exclamó Sandoval procurando obligarla a levantar la
cabeza--: no te pongas así, ¿qué tienes?...

--¡Déjeme usted tranquila: no me toque usted!

--Pero si soy yo quien te habla... ¿no me conoces?...

Ella le miró: estaba hermosa, con las mejillas encendidas y cubiertas de
lágrimas y los ojos brillantes. Una sonrisa imperceptible alegró sus
labios; pero al ver a Montánchez que se había quedado un poco detrás,
sus facciones volvieron a contraerse penosamente. Alfonso insistió:

--¿Qué tienes?

--Nada, déjame en paz.

--Consuelo, está aquí Gabriel, que se enfadará contigo y con razón.

--¡No guardo contemplaciones a nadie!--gritó la joven furiosa--; eso es
lo que quiero, que se enfade, que se vaya... que no vuelva más... Ea, ya
lo dije bien clarito para que todos me entiendan; ¿lo ha oído usted?...
pues me alegro mucho de que lo sepa. No le quiero; sin saber la causa me
pongo nerviosa en cuanto le siento... No me es usted antipático,
precisamente, pero le tengo miedo, muchísimo miedo...

Sandoval se había levantado y miraba estupefacto a su amigo; mientras
Montánchez, de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho, según su
costumbre, sonreía con sonrisa burlona imperceptible.

--¿Pero quieres callar, imprudente?--gritó Alfonso exasperado.

--No, no... quiero que se vaya...

Continuaba echada sobre el diván, tapándose los ojos con ambas manos.
Gabriel, sin despedirse, dirigíase de puntillas hacia la puerta. Alfonso
le siguió. Cuando llegaron al recibimiento, Sandoval preguntó:

--¿Qué piensas de todo esto?

--Es un caso muy extraño--repuso el médico gravemente.

--Es que te odia.

--Sí, me odia y me teme: quizá la inspiro más miedo que aborrecimiento.

--¿Y qué opinas de su mal?

--No he conocido ningún temperamento tan original como el suyo: es un
carácter incomprensible que tan pronto está de un modo como de otro; o
más exactamente: son diez o doce caracteres diferentes arracimados en un
solo espíritu. Desde que me hablaste de ella hasta ahora, he pensado
mucho en su enfermedad, y con lo que me dijiste y lo que acabo de
presenciar, creo conocerla bien. Consuelo tiene un temperamento
extraordinariamente sensible; el menor accidente la contraría, el
obstáculo más insignificante la asusta; a solas se atreve a todo, en el
terreno de los hechos no es capaz de nada; su voluntad, por tanto, es
una actividad puramente subjetiva, que no trasciende al exterior, que no
sale fuera de su propio ser y se limita a elaborar ideas que, por no
tener cimiento sólido, son siempre descabelladas, y a voliciones que
ceden y se desvanecen al primer asomo de peligro. Consuelo es una
persona doble, o lo que es lo mismo: entre sus muchas manías, cada una
de las cuales constituye un carácter distinto, hay dos determinadas y
permanentes. En el seno del hogar, contigo o con otra persona que la
inspire confianza, debe de ser alegre, decidora, resuelta y hasta un
tantico amiga de imponer su voluntad; en cambio, cuando se halla entre
extraños, parece cohibida y acobardada. Al principio de la consulta me
miraba familiarmente; luego advertí en ella señales de turbación que
fueron aumentando hasta provocar el desenlace que hemos visto y del cual
la pobrecilla no es responsable: y es que se turba; que en su cerebro
debilitado desde aquel susto que me referiste, las ideas se confunden y
la falta de aplomo en los pensamientos origina esas vacilaciones y esos
terrores pueriles cuyo origen desconoce ella tanto como nosotros. Su
falta de carácter lo atestigua su modo de mirar; Consuelo no puede
sostener la mirada porque carece de voluntad.

--¿Y será fácil su curación?

--Creo que sí, y debemos intentarla en seguida, antes que el daño
crezca.

Hablaron del plan curativo.

--Yo emplearía el hipnotismo--dijo Montánchez--; es mi panacea para toda
clase de males. Además, el magnetismo no deja en el cuerpo, como el
mercurio, señales de su paso: el imán, cual la luz, obra sin manchar. El
hipnotismo es la gran terapéutica del espíritu: impón a Consuelo tu
voluntad, domínala, enséñala a tener firmeza en sus deseos y conciencia
de sus actos, tonifica mediante esa gimnasia espiritual los resortes de
su carácter relajado, y verás cómo esas veleidades ridículas
desaparecen.

--Pues, en ese caso--contestó Sandoval estrechando la mano de su amigo,
que ya se marchaba--, quedas en libertad de obrar según te acomode; ven
cuando gustes y procederemos al primer ensayo.

Despidióse Montánchez, y Alfonso volvió al gabinete donde Consuelo le
esperaba arreglándose los cabellos. Al verle entrar, la joven corrió a
echarse en sus brazos.

--Concho, ¿de qué habéis hablado tanto?... Hijo, desde aquí no oía más
que el “muu” de la conversación; parecíais dos moscones.

--Contento me tienes--repuso Alfonso sentándose y afectando gran
seriedad--; ¿es disculpable lo que has hecho esta tarde?... ¿Qué dirá
ese hombre de nosotros? Vamos a ver, ¿qué dirá? Pues dirá que eres una
niña incorregible que no debió salir nunca de la escuela y que mejor
estaría en un convento estudiando el abecé, que casada; y yo, un marido
bonachón, un ablandahigos sin medio adarme de sentido común para
distinguir lo bueno de lo malo, y sin fuerza de voluntad para hacerme
respetar ni aun de las muñecas como tú. Ahí tienes, eso es lo que dirá,
¿te parece bonito...

Consuelo sonreía comprendiendo que Alfonso no hablaba formalmente; esto
la tranquilizó.

--Pero, hijo mío, si no lo pude remediar; ese amigote de los demonios es
muy antipático.

--Pues, niña, bien guapo es.

--¡Lo cual no impide que sea muy antipático, concho!

--Haces mal en odiar a Gabriel--dijo Alfonso--, cuando no hay razón para
ello; pues, como enseña un antiguo proverbio, necesitamos comer una
fanega de sal con un hombre antes de conocerle.

--No, señor; yo le conozco muy bien, como si nos hubiésemos criado
juntos; y sé que es un infame, un bandido de mala ley... ¡ya ves si le
conozco mejor que tú!...

--No hay hombre que no tenga sus ribetes de bellaco.

--¡Y además, tiene cara de bruto!

Sandoval se echó a reír.

--No rías, que es la verdad; de bruto... y luego con aquellos bigotazos
que parecen... no sé qué...

--¿Bigotes Montánchez? ¿Gabriel con bigotes?--exclamó Alfonso--;
muchacha, ¿has perdido la chaveta?

--¿Que no tiene bigote?...

--¡Qué ha de tener, si siempre anda afeitado como un inglés!... ¿Pero
tú, cómo miras a las personas que después no las recuerdas?... Apuesto a
que si me vieras en la calle no ibas a conocerme tampoco.

--Pues, no sé--dijo--, no me acuerdo...

Y así era.

A la semana siguiente verificóse la primera prueba de hipnotismo que,
como era de suponer, no dió ningún resultado.

Practicóse el experimento en casa de Sandoval, una tarde.

Acomodóse Consuelo en un sillón, de espaldas a la luz y con la cabeza
echada hacia atrás; delante de ella se puso Montánchez, y a un lado, y
de modo que ella no podía verle, Alfonso.

--El sueño hipnótico vendrá en seguida--dijo Gabriel disponiéndose a la
operación--, porque este cuarto reúne inmejorables condiciones; poca luz
y mucho silencio. Usted procure no distraerse y cortarle los vuelos a la
picara imaginación: de no hacerlo así, dificultaría usted mucho mi
trabajo y nos cansaríamos todos inútilmente. Piense en lo que vamos a
hacer; esto es: en que se halla enferma, y que yo, para curarla, quiero
dormirla; que Alfonso también desea oírla roncar como una
bienaventurada, y que usted procura dormir porque está rendida y tiene
mucho sueño. Conque, veamos, ¿lo hará usted así?... Ponga sus manos
sobre las mías y míreme fijamente a los ojos, tratando de pestañear lo
menos posible.

Pero Consuelo, a quien la sola presencia de aquel hombre bastaba otras
veces para ponerla de mal humor, no podía reprimir la risa; una risa
inmotivada y tonta que llenaba de lágrimas sus bellos ojos.

--Ya sé lo que debo hacer--decía--; pero no consigo mirarle seriamente:
pone usted un semblante tan estrafalario que me río con toda el alma;
pero no de usted, concho, no sea que “papá” Sandoval lo oiga y luego
haya sermón: es del hip... no... tizador, ¿no se dice así?... Hip, hip,
hip... parece que acaba una de comer, que no hizo bien la digestión y
que está hip... hipando.

Montánchez no respondió, esperando a que pasase aquel acceso de
hilaridad. Cuando la comprendió más tranquila, volvió a cogerla de las
manos.

--Procedamos con formalidad--dijo--; quizá de esto, que parece un juego
de estudiantes, dependa su curación.

--¡Pero si no estoy mala!... ¡qué hombres éstos... empeñarse en decir a
todo el mundo que estoy enferma y que ellos van a curarme!... Vamos, ¿se
apuesta usted algo a que de los tres que estamos aquí quien primero se
muere es usted, y que una de las mujeres que irán al entierro seré
yo?... Ea, ¿se apuesta usted algo?...

Fue preciso desistir de la empresa, pues cuando Consuelo se hartó de
reír, se levantó diciendo que no quería más mojigangas.

A la tarde siguiente hubo otra sesión hipnótica.

Esta vez Montánchez, para evitar los perturbadores efectos de la risa,
acudió a otro procedimiento. En las garras del buitre disecado que
colgaba del techo, ató un hilito del cual pendía un esferita de metal
brillante. El hilo tenía la longitud necesaria para que la bolita
metálica estuviese suspendida a media pulgada sobre el entrecejo de
Consuelo, quien, como el día anterior, hallábase sentada en un sillón de
espaldas a la luz.

--Mire usted a esa esfera--dijo Montánchez--, y si se arma de paciencia,
antes de cinco minutos dormirá como un lirón.

La joven quiso obedecer.

--¡Concho--exclamó pasados algunos segundos--, yo no sigo mirando!

--¿Por qué?

--Porque me duelen mucho los ojos.

--Tenga usted calma, mujer, que ese desasosiego visual es el primer
síntoma del sueño.

Consuelo volvió a inclinarse hacia atrás mientras Alfonso y su amigo
permanecían inmóviles, conteniendo la respiración. Durante algunos
instantes sólo se percibió la tranquila respiración de la joven, el
tic-tac del reloj, el sordo rumor de los coches rodando sobre el
entarugado de la calle...

Sandoval miró al médico preguntándole con un gesto si la paciente
dormía; Montánchez se encogió de hombros, pero viendo que habían pasado
cinco minutos, aproximóse a ella de puntillas. Consuelito Mendoza tenía
las manos caídas sobre la falda, la boca entreabierta, los ojos
cerrados y el aspecto de una persona dormida.

--¿Duerme?--preguntó Alfonso.

--Ahora veremos.

--Mejor será dejar que el sueño sea más profundo.

--Sí... mejor es.

Entonces ella abrió sus grandes ojazos y lanzó sobre el médico una
mirada burlona como una carcajada.

--¡Yo no estoy dormida!

--¿Y por qué tenía usted los ojos cerrados, diablillo indómito?

--¡Concho, porque me dolían mucho! Y, además, porque para mirar esa bola
debo ponerme bizca y no tengo ganas de quedarme hecha un adefesio para
toda la vida... Entonces ya podía echarle un galgo corredor a mi
maridito, que se iría por esos mundos a buscar mujeres que le mirasen
con buenos ojos.

Sandoval quiso reñirla por su falta de respeto y de juicio.

--Vaya--exclamó Consuelo insinuando un mohín como si fuese a llorar--,
te aseguro que por hoy no puede ser; no te encalabrines, hombre, mañana
será otro día; ahora estoy muy distraída y os será imposible sacar
partido de mí. ¿Sabes de lo que estaba acordándome hace un rato?... Pues
de aquella fábula que habla de un labrador que, estando sentado a la
sombra de un guindo, se lamentaba de que las guindas no fuesen tan
grandes como los melones; y cuando ya empezaba a sentir humos de teólogo
campestre y a decir que el mundo no estaba bien arreglado y que Dios no
sabía un pitoche de eso de fabricar planetas, ¡pum! le cayó una guinda
en la punta de la nariz; lo cual le hizo comprender que bien están los
melones cerquita del suelo. Y por eso yo pensaba: si conforme esta bola
es una esferita que no pesa, fuese como un melón o un pepino, cualquiera
me hacía estar debajo de ella...

--Pues mírese usted las narices--dijo Montánchez--, a mí, me es igual...

--Como a mí--interrumpió ella riendo--, que se mire usted las suyas, o
que se las suene.

--Lo digo porque los resultados son idénticos; ese procedimiento y el de
mirarse el ombligo eran los usados por los frailes medioevales.

--¡Hoy no me parece nada bien; mañana, mañana!...--gritó Consuelo.

Montánchez se convenció de que la misma impresionabilidad de la joven,
que al principio juzgó circunstancia favorable para emplear el
hipnotismo como plan curativo, era el primer obstáculo que entorpecía
sus planes.

Consuelo Mendoza era una desequilibrada animada por un espíritu de
protesta que la incitaba a rebelarse continuamente. Cuando comprendía
que se trataba de un asunto serio sentía deseos de jugar, porque su
alegría y su risa se excitaban ante la gravedad ajena; y, por el
contrario, si veía a los demás contentos, experimentaba súbitos accesos
de tristeza. El único modo de dominarla era sorprenderla con lo
desconocido, con lo que ella no pudiese prever ni esperar; a traición
exclusivamente se vencerían las asperezas de aquel carácter que sólo era
consecuente en sus propias inconsecuencias.

--Estoy seguro de subyugarla--decía Montánchez a su amigo--; si bien
necesitamos aprovechar la ocasión propicia. Siempre el primer
experimento es el más difícil, porque aún el organismo no está
predispuesto a recibir las influencias del sueño hipnótico, pero en los
sucesivos se camina como por país conquistado.

Aquella ocasión tardó mucho en presentarse.

Aunque Alfonso dejó de ir al casino con tal de que Montánchez fuese a
visitarle por las tardes, casi nunca Consuelo les acompañaba: se metía
en sus habitaciones y ellos quedaban en el comedor, con los pies
colocados sobre los morillos de la chimenea, las piernas envueltas en
mantas, fumando y bebiendo café, adormecidos en la tibieza de la
atmósfera. A veces Consuelo, cansada de estar sola, venía a
acompañarles: ellos entonces sacudían su pereza oriental y hablaban de
los asuntos del día, para distraerla: Sandoval refería chascarrillos o
el escándalo de la última semana: Montánchez le escuchaba atentamente,
porque aquéllos eran los ecos de un mundo que él desconocía.

Las conversaciones de su amigo despertaban en su memoria gratos
recuerdos de otros tiempos y de otros lugares, y su borrascosa juventud
desfilaba ante sus ojos medio cerrados: él también había amado y reñido
con maridos celosos, y recibido heridas por mujeres que no le
importaban, y peleado, como Byron, por una patria que no era la suya, y
sufrido miserias por el gusto de triunfar de todas y poder referirlas
después Y entonces recordaba los años que fueron y le acometían súbitos
deseos de desenterrar, charlando, detalles de su historia que sus amigos
ignoraban; y cuando Alfonso agotaba el tema de las comidillas
callejeras, Gabriel hablaba de París, de Argel, de un carnaval pasado en
Venecia, de la noche en que hirió, a la entrada de Atenas, a un marinero
corso por una mora a quien había visto sólo un ojo y con la cual huyó
después a Menidi; de las noches pasadas al pie de las palmeras en los
oasis, contemplando el fantástico espectáculo de la luna iluminando la
arenosa inmensidad del desierto; y de las orgías nocturnas celebradas en
góndolas al pie del Vesubio, con napolitanas complacientes...

A Consuelo la divertían aquellos episodios que, por lo inverosímiles,
parecían capítulos sacados de un folletín.

Montánchez gozaba refiriéndolos, y como los recuerdos, cuando son muy
vivos, caldean el cerebro, aquellas viejas memorias adquirían a sus ojos
toda la fuerza de la realidad: entonces parecía que su alma misteriosa,
deponiendo su habitual reserva, se desdoblaba para mostrarse mejor, y
Consuelo le escuchaba embelesada, algunas veces con curiosidad, otras
con grima, siempre con interés.

Gabriel Montánchez, que vivió mucho en poco tiempo, era más viejo de lo
que parecía y tenía una historia más larga de lo que sus amigos
imaginaban. Aquel hombre cuyos ojos encerraban, como el mar, abismos
insondables; el médico que vivía encerrado en su estudio,
emborrachándose con tinta, según la expresión de Flaubert, y
arrancándole secretos al cuerpo humano con el microscopio y el bisturí;
aquel viejo de cuarenta años, tan frío y dueño de sí mismo, era en sus
ratos de expansión, otro individuo. A pesar del empeño que siempre
mostraba en no revelarse, la naturaleza o el temperamento vencían su
voluntad, y el alma surgía. Su conversación era sencilla, su lenguaje
claro, sus pensamientos ingeniosos o mordaces: todo lo refería
llanamente, con un candor de niño grande que cautivaba, aun cuando
tratase asuntos difíciles: los mayores delitos los refería claramente,
sin rebuscar palabras que dulcificaran las durezas de la acción ni
disculparse de las infamias cometidas.

Aquellas confesiones provocaban las de Sandoval, reverdecía sus amores
de estudiante, las graves deudas que contrajo y de las cuales hubo de
librarle su padre, su viaje por Europa, en compañía de algunas pecadoras
que se encargaron de embellecerle su estancia en Basilea, Munich y
París, y otros pormenores de su antigua vida de soltero: Montánchez
refería una historieta y él otra, y a veces contaban entre los dos una
travesura en que ambos intervinieron.

Consuelo les oía silenciosa, sin acordarse de su costura, pensando que
su inocencia debía de ser muy grande cuando no tenía nada que referir:
quería conocer bien los secretos del hombre a quien estaba unida por los
vínculos del amor, de la religión y de la ley, y de aquel otro
fantástico personaje que el Destino atravesaba en su camino. Pero en
Alfonso jamás sorprendió nada aborrecible; siempre fué el mismo calavera
de buen tono, franco y valiente, que ella conoció; mozo sin dobleces ni
hipocresías, poeta por temperamento y artista de corazón, que necesitaba
de la alegría y del amor, como del aire, para poder vivir.

En Montánchez su fino instinto procuró ver la luz, y, no hallándola,
retrocedió espantada ante las tinieblas pavorosas que rodeaban su
espíritu gigante: aquel hombre, a pesar de su amabilidad y de la miel
que destilaban sus labios, tenía una historia lúgubre, que se traslucía
en las sencillas narraciones de su vida pasada. Lo más novelesco, los
cuadros más interesantes y dramáticos, aquéllos donde existía un
destello de pasión para disculpar los errores del hombre, eran los que
Montánchez contaba; pero tras estos episodios había otros cuidadosamente
velados, lagunas enormes que el narrador no quiso o no supo llenar,
contradicciones que envolvían misterios, viajes sin objeto, ciudades y
personas cuyos nombres no pudo saber.

A Sandoval le parecía su amigo un calavera afortunado y de talento, que,
cansado de correr mundo, se retiró a la vida tranquila cuando su cerebro
conservaba aún muchas energías para el estudio y su corazón mucho
entusiasmo por la gloria; para Consuelito Mendoza, Gabriel Montánchez
era algo peor que un aventurero; era un criminal; y su imaginación,
predispuesta siempre a ver las cosas abultadas y por su lado pésimo,
creyó adivinar en el misterioso pasado de aquel truhán muchas páginas
rojas. Su marido decía que Gabriel fué un loco de buena índole, porque
él era bueno y no podía juzgar mal a nadie; pero ella no pensaba así:
Montánchez no trabajaba “por amor al estudio”, mentira; quien tal cosa
dijese, era un embustero o un tonto: estudiaba por distracción, por
espantar algún remordimiento ineluctable: el trabajo era para él lo que
el aguardiente para los borrachos o el opio para los chinos; un medio de
olvidar...

Gabriel Montánchez era alto, fornido, con un pechazo de atleta y un
cuello de león. Cuando aquel cerebro privilegiado funcionó estimulado
por la abrasadora sangre de la juventud, y a sus nervios, semejantes a
hilos telegráficos, los contrajo la pasión, sus energías serían
portentosas. Era, pues, un coloso que, si entonces se mostraba grande en
sus libros y en sus rarezas, también lo fué antes en sus amores y en sus
crímenes. Un amor desgraciado y un crimen horrendo: tal era, según
Consuelo, el nudo más interesante de la historia del terrible médico.

Prescindiendo de estas particularidades físicas, lo que más aterrorizaba
a Consuelo era la aureola sobrenatural que, según ella, envolvía el
nacimiento y la historia del arriscado desertor de las tropas argelinas.
Montánchez era médico, conocía el mecanismo de los músculos y de los
huesos, los secretos de la química y de la botánica, y dormir con los
ojos e imponer su voluntad a la persona dormida, convirtiéndola en
instrumento inconsciente y dócil de sus caprichos; y además de este
saber peligroso que adquiriera en las bibliotecas, había viajado mucho
por Oriente, donde aprendió, quizá por boca de algún endiablado brujo,
el secreto de componer venenos, decir sortilegios y preparar filtros
mágicos. En suma: Montánchez era un bandido que, cual otro Judío
Errante, recorrió el mundo bajo la nefasta influencia de su sino; un
corsario del siglo XV vestido a la moderna, un brujo rezagado de la
última “misa negra” que se celebró antes del descubrimiento del gas; un
nigromante que, a usar bigote, hubiera tenido tres pelos del diablo en
cada una de sus guías; una mala persona de la que era prudente recatarse
como de los espíritus infernales...

--Adviértele a Gabriel--dijo Consuelo a su marido una noche después que
el médico se hubo marchado--, que no vuelva a contar más aventuras; de
oírle me pongo nerviosa; es un hombre que da miedo, porque, si es malo
lo que cuenta, peor es lo que calla.

--¿Así que tú crees que Montánchez es uno de los pocos demonios que se
libraron de las parrillas inquisitoriales?

--Poco menos.

--Entonces, ¿un Borgia con su correspondiente redomita de venenos en el
pomo de la espada?... Pues aún le haces favor...

--Búrlate cuanto quieras--exclamó la joven--, pero ¡ojalá que ese tío no
sea nuestro ángel malo!

Alfonso sonrió.

--¡Ay, cabecita, cabecita mía!--dijo--, ¿cuándo te acostumbrarás a ver
las cosas como son?...

Aquellas tardes de invierno pasadas con sus amigos y al amor de la
lumbre, fueron una resurrección para el misantrópico carácter de
Montánchez.

Insensiblemente su espíritu despertaba, sus expansiones eran más
francas, sus pensamientos más explícitos, y aunque seguía fiel a su
antigua costumbre de vivir retraído, esquivando las impresiones con el
mismo cuidado que ponía en impedir que ciertos elementos químicos
quedasen expuestos a la luz, aquel cuartito bien alfombrado y
confortable de la calle Arenal, fue para él un oasis delicioso en su
desierto de estudios y vigilias. En casa de Alfonso encontró
comodidades, una chimenea siempre encendida, tabacos, café, un amigo con
quien evocar libremente los recuerdos de los años pretéritos en la
seguridad de ser escuchado con interés, ya que sus vidas corrieron
juntas muchas veces, y una mujer que halagaba su vanidad con la atención
que prestaba al relato de sus aventuras.

En el seno de aquella intimidad, donde la presencia de Consuelo
reforzaba el afecto de los dos amigos, pasó el invierno y llegó el mes
de mayo con sus alegres alboradas.

--Estoy quebrantando mis votos--solía exclamar el médico--, y jugándome
la tranquilidad; y como aún soy joven y remolco muchos vicios sobre la
conciencia, temo que el mundo consiga engatusarme otra vez.

Sandoval procuraba retenerle alegando, entre otras razones, la necesidad
de velar por la salud de su mujer.

--No seas maniático--decía--; aquí vives perfectamente, tan libre del
mundo y del tiempo como en tu misma casa; puedes con más facilidad
estudiar el temperamento y los achaques de mi enfermita y, sobre todo,
ganar poco a poco su confianza y su aprecio, circunstancias que te
permitirán entenderte con ella y someterla a tus procedimientos
sugestivos.

--Eso sí--replicaba Gabriel--, en cuanto yo pueda allanar el misterioso
santuario donde las personas nerviosas encierran sus afectos, y Consuelo
se acostumbre a verme sin temblar, su curación está asegurada.

La vida de Montánchez había cambiado notablemente. Al principio sus
visitas eran raras, parecía que le llevaban a remolque, y siempre
pretextaba, para no ir, su amor a la soledad o la urgencia con que había
de terminar algunos trabajos: después sus visitas menudearon y pocos
meses después eran casi diarias: hubiérase dicho que su espíritu
empezaba a disfrutar de una segunda primavera y que bajo el sol de la
amistad retoñaban los pocos gérmenes que no tronchó el sufrimiento.

--El mundo y la juventud vencen mi voluntad--decía Gabriel cuando vió
que el fastidio también le perseguía en su cuarto de estudio--; la
soledad me aburre, mi dolor de tantos años se desploma, el contento
vuelve a uncirme a su dorado carro de cascabeles...

Pero Consuelo creía con terror que quien le arrastraba era un diablo, y
que ese diablo le empujaba hacia ella...

La joven seguía empeorando; cada vez su temperamento era más irritable,
más irregular; lloraba y reía por todo, y su carácter cambiaba como las
piedras de un kaleidoscopio sin que en ella se revelase ninguna idea
matriz que sirviese de norma a sus pensamientos. Pocas eran los noches
en que no sufría algún ataque de jaqueca: entonces se ponía
insoportable; todo la molestaba: la luz, el ruido de los platos que la
doncella fregaba a cencerros tapados al otro extremo de la casa, el
ruido de la péndola del reloj, las voces de los vecinos, el rodar de los
coches. Al fin se quedaba dormida boca abajo, con la cabeza entre las
manos para no oír, sufriendo descargas nerviosas que la hacían brincar
cual si de improviso la pusieran en comunicación con una pila eléctrica.

Algunos médicos que la examinaron dijeron que aquello no revestía
gravedad, que todo ello desaparecería con los primeros síntomas de
embarazo, y que era inútil y hasta peligroso emprender ningún plan
curativo, ya que se trataba de una enfermedad que no ofrecía caracteres
determinados. Montánchez también se mostró partidario de la espera.

--Aguardemos--decía--a que llegue el verano; el frío ejerce influencia
funesta sobre los organismos delicados, pues contrae los nervios
sometiéndolos a dolores cruelísimos; con los primeros calores se
disiparán esos amagos de histerismo y entonces emplearemos con ella un
tratamiento más bien higiénico que terapéutico.

A despecho de tantas opiniones tranquilizadoras, un accidente imprevisto
demostró que no se trataba de ningún desarreglo vulgar, y que el mal de
Consuelo adquiría proporciones alarmantes.

Una tarde, después que Montánchez se marchó, la joven fué a sentarse
sobre las rodillas de su marido, rogándole con porfiada insistencia que
contase algún cuento para distraerla; todo el día estuvo alegre y
parlanchina, y muy entusiasmada con la idea de ir por la noche a ver
unos acróbatas chinos que despertaban en el público, según decía el
cartel, “gran atracción”.

--¿Te sientes bien?--preguntó Alfonso.

--Sí, muy bien.

--Tienes amarillentos los ojos y las encías muy pálidas--agregó él
examinándola--; pronto empezarás a beber agua de hierro y en cuanto
llegue el buen tiempo saldremos a pasear todas las mañanas, para que
aspires los aires vivificadores del campo; y este verano, al mar, a
bañarnos y a correr por la playa. Dos meses de vida salvaje nos harán
infinito bien a los dos: este Madrid es una cloaca blasonada donde
estamos pudriéndonos poco a poco.

--Conformes, ¿me cuentas eso?...

--No creas--continuó Sandoval distraído--, yo también deseo verme
vestido de campesino y tener una escopeta y un perro, ¡me aburren tanto
esas alamedas del Retiro, con sus arbolitos recortaditos y afeitados por
la mano del jardinero!...

--¿Me complaces en lo que pido--interrumpió Consuelito impaciente--, sí
o no?

--Sí, niña; ¿qué es ello?

--Un cuento.

--¿Cómo lo quieres?

--¡Como te dé la gana, con tal que dure hasta la hora de cenar!

Y su cara, hasta entonces sonriente, se puso seria, expresando en pocos
segundos sorpresa, furor y angustia.

Había visto en el alfiler de corbata de Alfonso un hilo de toquilla, que
recordaba la presencia de otra mujer.

--¿Qué tienes aquí?--preguntó levantándose y cogiendo entre sus dedos
convulsos aquella prueba de adulterio.

--¿Dónde?--preguntó Sandoval estupefacto.

--Aquí, ¿no ves? ¿Dónde has estado, de dónde vienes, a qué mujer has
abrazado? Alfonso, dímelo por Dios, por tu madre... mira que prefiero
saber la verdad, toda la verdad, por tus labios. ¿No ves? Habla,
cuéntamelo todo, yo te perdono antes de saberlo... pero dime a quién has
abrazado, dime su nombre, ¡su nombre! para que yo pueda maldecirlo...

--¡Consuelo, por lo que padeció Cristo en la cruz!

--Porque tú has abrazado a otra mujer--afirmó ella--; éste es un hilo de
toquilla, de una toquilla azul y yo no tengo ninguna de ese color...

--Cálmate y déjame hablar--dijo Alfonso poniéndose muy serio--, y
procura no aturdirme con papeles trágicos; estás preguntándome cosas a
las cuales no puedo responder porque las ignoro tanto como tú...

--¡Mentira!

--Repito que no puedo satisfacer tu curiosidad más que con suposiciones:
yo no he estado en ningún sitio donde no pueda entrar contigo, y con
esto digo bastante: ni he hablado con mujeres. Ese hilo maldito habrá
caído de algún balcón y se enredaría ahí... ¿qué sé yo?...

--¡Mentira!--gritó la joven con vehemencia--, conozco que mientes en tu
manera tibia de negar; porque si fueras inocente y te doliesen mis
dudas, protestarías fogosamente, como todo el que tiene su conciencia
limpia.

Y continuó mesándose los cabellos:

--¡Con otra, Virgen santa, con otra, dejarme a mí por otra, a mí, que le
quiero tanto!... ¡Eres un criminal que va matándome poco a poco!... Y es
que ya no me quieres... estás harto de mí y con mi enfermedad, Dios mío,
te aburro más aún... y me castigas así, dejándome, como si yo tuviese la
culpa de los dolores que sufro...

--¿Quieres escucharme una observación?

--No, este desengaño me mata... no podré resistirlo... ¡Con otra, padre
mío, con otra!...

Aquel ataque de celos fue tan violento, que su delicado organismo no
pudo soportarlo. Calló repentinamente, permaneciendo de pie, con la
cabeza un poco inclinada hacia adelante y los brazos inertes a lo largo
del cuerpo; parecía la imagen del abatimiento: después, perdiendo el
equilibrio, lanzó un grito ronco y hubiese caído al suelo si Alfonso no
la coge del talle.

Inmediatamente una criada fué en busca de Montánchez, que no tardó en
acudir: cuando llegó, la joven seguía tendida en la cama sin recobrar el
conocimiento: tenía los ojos un poco abiertos y entre los párpados dos
gruesos lagrimones que parecían congelados; el semblante conservaba su
color habitual, pero el pulso era casi imperceptible y la respiración
fatigosa. Gabriel la llamó por su nombre y no obtuvo contestación.

--Está insensible--dijo--; todo lo que ahora hiciésemos por despertarla
a la vida sería inútil; esperemos a que decline la crisis.

--¿Te parece--observó Alfonso--que le echemos agua fría por la cara?...
Acaso reaccione.

--No consigues nada, pues no hay reacción donde la sensibilidad falta;
es preferible aguardar a que vuelva en sí, y probablemente no tardará
mucho, pues ya la naturaleza estará luchando y poniendo en juego sus
resortes para triunfar del mal.

Alfonso, lleno de impaciencia, comenzó a pasear por el gabinete,
mientras Montánchez permanecía de pie junto a la cama, mirando a la
enferma: estaba un poco pálido y en su semblante impasible vagaba una
ligera expresión de tristeza y ansiedad. En aquel momento Consuelo
sonrió y sus facciones denotaron bienestar infinito.

--Consuelo--exclamó Alfonso cogiéndola una mano--, ¿te sientes mejor?

Montánchez le hizo seña de que era inútil hablar, pues la enferma no
oía.

--¿Que no me oye... y está riendo?

--Ríe... ¡vaya al diablo a saber de qué! Esta muchacha es histérica y
casi todos los ataques de histerismo se presentan así.

--Nunca la he visto igual.

--Es porque el mal sigue creciendo.

--¡No quiero café, concho!... ¿No sabes que me pone nerviosa?--gritó de
repente la joven.

Los dos hombres se miraron.

--De eso hablamos hoy a la hora de almorzar--dijo Alfonso--. ¿Pero será
posible que no me oiga?... ¡Consuelo, Consuelo!...

--Alfonsete, ¡qué rico!...--exclamó ella--, las consecuencias serán de
oro, ya verás... si no te quedas ciego... ¿Sabes que me duele el
corazón?

--¡Si parece loca!--murmuró Sandoval consternado--; ¿es posible que se
discurra así sin haber perdido la razón?...

--Lo que presenciamos no es extraordinario; cuando recobre el
conocimiento estará como de costumbre y sin acordarse de nada.

Consuelo se había quedado seria y su semblante expresó ira, cansancio,
después miedo.

--¿Y si muriera en un ataque de esos?...--preguntó Alfonso.

--Imposible, en el caso presente, por lo menos.

Sandoval empezó de nuevo a pasear con los brazos cruzados a la espalda,
mientras el médico continuaba en la alcoba mirando a la joven con
insistente fijeza. Entonces Consuelo sonreía con sonrisita semejante a
un iris de paz, cual si sus oídos gozasen los acordes de una música
deliciosa.

Alfonso, que se había detenido delante del lecho, exclamó:

--¿Es hermosa, verdad?

--¡Oh... es preciosa!--repuso Montánchez cerrando los ojos, distraído y
como en éxtasis.

Sandoval le miró un instante y dijo:

--No puedo estar tranquilo mientras la vea tendida ahí, como una muerta;
¿quieres que probemos a despertarla dándole a oler amoníaco?

--Probemos.

Alfonso salió del gabinete trayendo a poco un frasquito destapado que
puso bajo las narices de la enferma; ésta, al principio, no demostró
sentir nada; luego ladeó la cara con un gesto de repugnancia, se
colorearon sus mejillas y empezó a toser.

--Hola--murmuró Sandoval alegre--, ya parece volver a la vida.

Pero Montánchez le obligó a retirar el brazo, diciendo:

--No lo creas; esa tos proviene, no de que su olfato perciba el olor,
sino de la irritación que el amoníaco produce en la membrana pituitaria;
tengamos paciencia, pues, para ser espectadores.

Transcurrieron algunos minutos y Consuelo comenzó a inquietarse; la
sonrisa huyó de sus labios y su entrecejo se contrajo; parecía ahogarse;
luego balbuceó palabras incoherentes...

--A... aa.. ven, ven... siento que suben... la escalera, qué miedo, qué
frío... es un hombre, un hombre alto... ¡¡Alfonso!!

Dió un grito fortísimo, y como si los músculos del cuello hubieran
perdido instantáneamente el vigor, su hermosa cabeza rodó sobre la
almohada, y su boca se llenó de espumarajos que en vano pretendía
escupir; después llevóse las manos al corazón y su respiración fué
difícil, agitóse violentamente presa de movimientos espasmódicos y
volvió a quedar tranquila. Luego bostezó profundamente y abrió los ojos;
sus miradas, que parecían por lo inmóviles las de una idiota, se fijaron
alternativamente en su marido y en Montánchez.

--¡Uy, qué miedo!--murmuró.

--¿Quieres agua?--dijo Alfonso acercándola un vaso a los labios.

--Agua... agua--repitió ella como un eco.

Bebió algunos sorbos y volvió a tenderse diciendo que tenía mucho sueño.

El acceso histérico había pasado.

Aquellas crisis se repitieron. Ocurrían sin pretexto justificativo, a
veces por la menor contrariedad, y se anunciaban por un malestar general
y una laxitud indefinible que obligaban a la paciente a adoptar
distintas posturas sin que en ninguna de ellas acertara a estar bien:
entonces sentía frío y calor, contento y tristeza, miedo y ganas de
llorar; era una modorra suprema que la hacía maldecir de sí misma.

Con los primeros amagos de sueño experimentaba deseos de estirarse y de
suspirar: extendía los brazos y las piernas, arqueaba la columna
vertebral con la voluptuosidad de los gatos que se desperezan al sol, y
su boca se abría bajo la acción de grandes bostezos que hacían crujir
sus mandíbulas y llenaban sus ojos de lágrimas. Después quedaba inmóvil,
los párpados temblaban un momento antes de cerrarse, la cabeza perdía su
posición, y sus miembros, atacados de súbito desmadejamiento, adoptaban
la actitud más conforme con las leyes de la gravedad: en seguida
sobrevenía el desvanecimiento y la insensibilidad era completa.

Aquello era una muerte que sólo conservaba de la vida el aliento y un
poco de calor: perdido el oído, la vista y el olfato, el mundo exterior
desaparecía completamente.

En ciertas ocasiones el ataque era pasivo y Consuelito Mendoza
conservaba durante muchas horas la misma posición, sin parpadear ni
moverse: otras su espíritu rebrincaba furioso en su cárcel de células,
víctima de pesadillas intraducibles, y entonces refería escenas que
había presenciado o lo que pensaba hacer, y todo con perfecta hilación y
notable claridad y lógica, como si estuviera despierta.

Cuando las crisis eran habladoras, Alfonso y su amigo escuchaban con
vivísimo interés aquellas confesiones inconscientes en que la enferma
refería todos sus pensamientos con la prolijidad y franqueza del que
charla sin saber que le oyen; y tan íntimas fueron en más de una ocasión
sus confidencias, que Sandoval hubo de taparle la boca.

Todo cuanto se hacía para arrancarla de aquel estado, era inútil; no
había medio de conmoverla; los nervios estaban rotos o embotados y era
imposible hacerlos vibrar.

Lo más sorprendente de aquellas crisis eran los presentimientos, las
corazonadas. Consuelo, que no veía la luz encendida delante de sus ojos,
ni oía las voces dadas cerca de ella para despertarla, experimentaba
pequeñas sensaciones inapreciables para otro cualquiera.

--En toda mi carrera de médico, y a pesar de lo mucho que he estudiado
las afecciones mentales--decía Montánchez--, he visto nada semejante: a
veces creo habérmelas con una de aquellas adivinas que el fanatismo de
la Edad Media asesinó en las hogueras inquisitoriales; a una posesa que
mantiene relaciones sobrehumanas con ese mundo fantástico que no vemos y
dicen está habitado por millones de almas de personas que ya murieron y
de otras que no han nacido aún. Porque en esos momentos, aunque Consuelo
no disfrute una vida semejante a la nuestra, tiene otra enteramente
suya, en la cual discurre con perfecta lógica; un retablo poblado de
imágenes y de escenas que ella misma dispone y al cual raras veces
llegan las luces y rumores del mundo.

Y esto era cierto, pues la joven, que parecía ajena a toda sensación
física, contraía súbitamente los ojos, como herida por una luz vivísima.

--¡Oh, qué miedo!--murmuraba--, ¿has visto, Alfonso?... Por ahí ha
pasado una sombra; será la de algún bandido; sal al balcón y llama a los
guardias, di que quieren robarte... pero no, no vayas, porque teniéndote
junto a mí estoy más tranquila. Ven, acércate, ¿dónde te escondes?...
¿Es que no quieres estar conmigo?... ¿No quieres?

Extendía las manos y sus dedos se agitaban en el aire buscando un
fantasma, un vapor impalpable, y luego cerraba los brazos apretando
entre ellos aquel ser misterioso que su imaginación la ofrecía, en tanto
su bello semblante expresaba placer y sosiego subidísimos.

Pero la sombra de que hablaba no era un antojo; Sandoval y Montánchez la
habían visto también: fué la de un coche que se dibujó fugazmente en el
techo del gabinete, o un reflejo ligerísimo que entró por la ventana,
casi nada... y, sin embargo, Consuelo la vió, puesto que sus párpados
temblaron en el preciso instante de cruzar la sombra y hasta explicó su
aparición diciendo que era la de un hombre que huía... Otras veces sus
cejas se arqueaban y permanecía inmóvil, conteniendo el aliento y
abriendo la boca para oír mejor; después se incorporaba en el lecho,
apoyándose sobre un codo y estirando el cuello, como escuchando la
revelación de algún espíritu a través del espacio infinito...

--Algo debe de impresionarla--decía Montánchez--; todos sus gestos lo
indican.

--¡Consuelo, Consuelo!--gritaba Alfonso--, ¿me oyes?

Pero la joven le rechazaba, imponiéndole silencio con el ademán,
mientras escuchaba aquellos ruidos que sólo ella percibía.

--¡Ah, sí, es él... le conozco perfectamente por el modo de andar!...
¡Qué oportunamente llega! Cuando sepa que ha entrado aquí un ladrón y
que estuve sola con él, se pondrá furioso... Sí; ya ha entrado en el
zaguán; ya empieza a subir la escalera...

En efecto, se oía ruido de pisadas.

--¡Ya viene, ya va a tocar!--exclamaba Consuelo alegremente--; voy a
abrirle.

Y como hiciese ademán de levantarse y Alfonso se lo impidiera:

--Dejadme, concho--decía--; quiero abrirle la puerta; es mi marido...

Y sus misteriosos ensueños la daban, efectivamente, la facultad de
presentir y de ver a despecho de la distancia y de los cuerpos opacos,
pues mientras decía aquello el timbre de la escalera sonaba. Las agudas
vibraciones del metal disipaban instantáneamente su ilusión; Consuelo se
entristecía, echaba la cabeza hacia atrás y volvía a tenderse en la cama
suspirando profundamente.

--¡No es él, no es él!--murmuraba--. ¡Dios mío! ¿dónde andará?... ¿Por
qué no viene?...

Transcurrido algún tiempo, la crisis disminuía y su desaparición se
indicaba por caracteres semejantes a los que fueron heraldo de su
llegada.

Empezaba a desperezarse y a bostezar, paladeaba mucho, chasqueando la
lengua como si tuviese mal sabor de boca o se la hubiera atravesado
algún cabello en la garganta, se pasaba las manos por la frente y abría
los ojos.

Al volver en sí no recordaba nada y permanecía atontada largo rato,
sorprendida de oír los detalles que su marido y el médico referían de su
accidente. No tenía conciencia de lo pasado y su memoria no hallaba
solución de continuidad entre lo último que dijo o hizo antes de perder
el conocimiento y el instante en que lo recobró, aun cuando el acceso
hubiese durado varias horas.

La buena alimentación, los largos paseos por el campo, los vasos de
leche recién ordeñada bebidos en el Retiro o en la Moncloa, y las
distracciones de que Sandoval procuró rodear a la joven, no modificaron
su salud, que, aparte de su histerismo y de sus ratos de negra
pesadumbre, era excelente.

Los primeros días de junio fueron de distracción para Consuelo; el
cumpleaños de su marido se acercaba y era preciso celebrarlo según
costumbre.

“El día grande”, como ella lo llamaba, estuvo atareadísima. Aquella
mañana fué a la joyería de Ansorena a recoger una preciosa sortija de
oro, con esmalte verde, que había encargado; luego, a una tienda de
bisutería de la calle del Príncipe; después a casa de Tournié en busca
de dulces y fiambres. Por la tarde no quiso salir de la cocina, empeñada
en preparar por sí misma los flanes y las fuentes de natillas que debían
de servirse a los postres; aquel desusado trajín y el calor de la
lumbre la rindieron, y tuvo que sentarse junto a la ventana, fatigada,
sudorosa, aventándose con el delantal.

La hora de la cena deslizóse agradablemente; el único invitado a ella
fué Montánchez. Se habló de literatura; el médico, contra lo que de un
empirista acérrimo podía esperarse, sostuvo la preeminencia de la forma
sobre el fondo.

--Si hubiera caído la caja de Pandora entre mis manos--dijo--, no la
hubiese abierto.

Después, ponderando la magnitud de sus pesadumbres, agregó:

--Aseguraba Ernesto Renán, que para leer todo lo que se ha escrito, para
amar y para escribir, se necesitan tres vidas; figuraos yo, que he
escrito bastante y leído mucho y amado mucho también, si habré sufrido
condensando las amarguras de esas tres existencias en una sola.

Después de tomar el café, y cuando los tres se disponían a prolongar en
la sala la reunión, dijo el médico:

--Sandoval es un Nabab que me ha tratado espléndidamente, pero esto no
pasa de ser una comida europea. Yo, a mi vez, deseo invitaros a una
fiesta oriental, si es que os dignáis aceptar el modesto ofrecimiento de
un persa con levita: mi festín se reducirá a algunos exquisitos licores
que yo mismo compongo, porque aquí son desconocidos; a frutas de entre
trópicos y a media docena de pipas cargadas de opio: ahí es donde
escondo los deleites de mi orgía.

--Opio he tomado una vez--repuso Sandoval--, y creí volverme loco;
después de aquel ensayo anduve atontado varios días, y prometí
contentarme con los sueños que tuviera cuando me acostase del lado
izquierdo.

--Pero yo lo sé administrar y respondo de que no sufrirás la menor
molestia.

--¡Tú no tomarás eso!--gritó Consuelo acercándose a Alfonso y
sacudiéndole por un brazo--; no lo tomarás porque es un veneno, y no
hagas caso de lo que ese hombre te diga...

--No te apures--repuso Sandoval rechazándola suavemente--; aún no ha
sucedido nada.

--Pero sucederá...

--No, mujer.

--Lo que Gabriel te brinda no es opio, es ponzoña... lo sé... me lo ha
revelado ahora mismo una voz misteriosa...

Y agregó con excitación creciente:

--¡Júramelo!... Júrame que no tomarás nada de su mano... Júrame que no
te separarás de mí ni el negro de una uña... ¡Júramelo!

Palideció.

--¡Consuelo, Consuelo!

Ella no contestó: sus labios balbucearon algunas palabras, arreboláronse
sus mejillas, se llevó las manos al corazón y empezó a vacilar.

--¡Agua, agua en seguida!...--pidió Sandoval.

Entonces Montánchez se acercó a la enferma y, cogiéndola por un brazo,
la miró fijamente a los ojos: ella exhaló un pequeño grito y quedó
inmóvil, sosteniendo la mirada del médico.

Fué una escena relámpago que apenas duró tres segundos.

--Vamos--exclamó Gabriel con aire triunfal--, al fin se presentó la
ocasión que tanto hemos buscado y pude aprovecharla. Ya está
hipnotizada.



V


Las experiencias que siguieron a esta primera sugestión se realizaron
fácilmente.

Todas las tardes iba Gabriel Montánchez a casa de Alfonso, y era tan
grande la presión que ejercía sobre el ánimo de la joven, que no
necesitaba recurrir al procedimiento de la bolita metálica, ni a ninguno
de los medios que provocan la hipnotización por fatiga: le bastaba
mirarla repentinamente a los ojos para ponerla en estado cataléptico.

Una vez dormida, Gabriel imponía su voluntad de un modo absoluto, con
sólo tocar a la enferma, obedeciendo ésta los mandatos del médico con la
pasividad de una máquina.

--Como su desarreglo nervioso--explicaba Montánchez--procede
indudablemente de atonía cerebral o medular, podemos someterla a duchas
artificiales; esto es, a duchas imaginarias o nerviosas que, sobre ser
más intensas que las naturales, ofrecen la ventaja de aumentar o
disminuir en intensidad frigorífica a mi capricho. Ya verás qué remedio
tan raro, es un baño que puede tomar el paciente sin desnudarse ni
mojarse las puntas de los pies, y de cuya dolorosa impresión no se
acuerda en cuanto recobra el dominio de sí mismo.

Durante estas sesiones Alfonso se colocaba en un ángulo del aposento,
sin hablar y comunicándose con el médico por señas, mientras Consuelo,
en los momentos de descanso, permanecía de pie en medio de la
habitación.

Gabriel se acercaba a ella y, poniéndola una mano sobre el hombro o en
la frente, decía con acento enérgico:

--¡Hace un frío horrible, estás tiritando!...

Consuelito Mendoza dudaba un momento, luego empezaba a temblar y sus
dientes castañeteaban, corría de un lado a otro, acercándose a los
muebles, buscando algún calor que mitigase el frío que penetraba sus
huesos; poco a poco la alucinación adquiría mayor fuerza y los efectos
producidos por la voluntad del operador eran conmovedores. La joven se
arrodillaba, se encogía, doblegándose y enroscándose como un gato para
calentar unas con otras las partes de su cuerpo, lanzaba quejidos
angustiosos, se azotaba los sobacos con las manos, se alentaba las
puntas de los dedos e iba encogiéndose hasta quedar tendida sobre la
alfombra hecha un ovillo, casi sin conocimiento, acometida por tiritones
intermitentes, como una mendiga que hubiese caído medio helada bajo
nieve.

Entonces palidecía hasta la lividez, sus labios perdían el color, su
nariz se amorataba y los efectos de aquel frío imaginario eran tan
reales y valederos, que casi paralizaban los movimientos respiratorios y
las palpitaciones cardíacas; y era que sus nervios, sometidos en
absoluto a la voluntad del médico, vibraban al unísono coadyuvando a
producir la misma alucinación de frío.

--En estos momentos no hay para Consuelo más mundo que el que yo quiera
poner delante de sus ojos--decía Gabriel--: y reirá hasta morir o
llorará hasta que sus ojos queden secos, si ése fuere mi gusto: es un
cuerpo que, durante la operación, no tiene más inteligencia, ni otros
sentidos, ni más voluntad, ni más conciencia que mi capricho: y mira
cómo el hipnotismo ha proclamado, en este siglo de libertades, la
esclavitud del espíritu.

Luego, cuando calculaba que aquella sensación no debía prolongarse más,
ponía una mano sobre el cuerpo de la joven, diciendo con el mismo tono
autoritario de antes:

--¡Hace un calor insoportable; estás ahogándote!...

Instantáneamente Consuelo dejaba de tiritar y se ponía de pie; el
semblante readquiría su color natural; comenzaba a pasearse con la boca
abierta, cual si la faltase aire respirable; quería abrir los balcones
y era preciso sujetarla para que no se desnudase. En menos de dos
minutos aparecían los primeros síntomas de la asfixia, y se dejaba caer
sobre una silla o en el suelo, la faz congestionada, la frente inundada
en sudor copiosísimo, la mirada inmóvil, los ojos inyectados...

Estos “baños nerviosos” sólo duraban cinco o seis minutos, pues aunque
Consuelo, al recobrar su personalidad, no se acordaba de lo hecho y
hasta se resistía a creer lo que su marido y el médico contaban, solía
quedar tan rendida que era necesario llevarla al lecho.

Una tarde Gabriel Montánchez tuvo una curiosidad.

--Alfonso--dijo--, ¿quieres que examinemos a esta criatura por dentro?

--No entiendo--repuso Sandoval.

--Propongo sondear su conciencia, lo que piensa, lo que siente, bañando
en luz cuanto lleva oculto en el corazón y detrás de la frente.

--¿Y lo dirá todo?

--Todo. Recuerdo que hace algunos años, estando en el Cairo de paso para
Grecia, conocí a Emanuele Cannezotti, un médico italiano con quien me
ligaba una amistad bastante estrecha. El hombre era partidario de las
antiguas teorías de Mésmer y de Teste, y a pesar de su poca ciencia
hipnotizaba fácilmente y disfrutaba en el Cairo de popularidad y
clientela envidiables. Me presentó a sus enfermas, porque debo
advertirte que el bigardo sólo curaba mujeres, diciendo que yo era su
primer ayudante, y desde entonces tuve derecho a acompañarle. Una vez me
propuso lo que ahora acabo de proponerte, y fingiéndose amigo íntimo de
las sugestionadas, empezó a sonsacarlas. De las confesiones resultó que
casi todas le querían, porque el dichoso italiano era guapo mozo; pero,
chico... al ayudante le querían más. Excuso decirte que no desaproveché
estas revelaciones, y aunque mi amigo lo supo, probablemente nos
hubiéramos separado bien, de haber yo respetado a su favorita: mi
traición le puso fuera de sí, y con energía y coraje propios de un
italiano, me pidió explicaciones una tarde que paseábamos por las
afueras de la ciudad: yo no quise dárselas, reñimos y le arrojé al Nilo;
un chapuzón nada más... Ahora la cuestión es muy diferente, pero siempre
gusta violar el alma de una mujer.

--Probemos--exclamó Sandoval--, aunque me parece que Consuelo no tiene
un pensamiento que yo desconozca.

--Sin embargo--dijo Montánchez cambiando súbitamente de tono--, si se
tratase de otra persona diría que todos estamos más o menos podridos por
dentro, y que las sentinas no deben revolverse porque huelen mal; pero
siendo Consuelo un espíritu puro, me limito a aconsejarte que no la
analices; no por ti... ¡dichoso tú, que puedes confiar en la persona a
quien amas!... Sino por mí, que podría descubrir, sin procurarlo, algún
secreto íntimo.

--No tengas escrúpulos; si Consuelo revela alguna intimidad, ni tú ni yo
hemos de asustarnos; por tanto...

--Pues descendamos al fondo de su alma: verás qué pronto sabemos lo que
guarda su conciencia.

Cogió a la joven por una mano y exclamó con tono imperativo:

--Di lo que piensas de tu marido; si le quieres mucho, si le amas ahora
más que el día en que te casaste con él; y di también lo que te parece
Gabriel Montánchez.

Como si las ideas estuviesen guardadas en vasijas y el médico hubiera
abierto al mismo tiempo las llaves de todas ellas, así empezaron a manar
de labios de Consuelo torrentes de palabras, de ideas y de confesiones
encantadoras.

Los dos hombres, sentados delante de ella, escuchaban silenciosos.

--Es la primera vez, y quizá la última--advirtió Montánchez--, que una
persona, mayor de veinte años, dice cuanto piensa y siente con entera
franqueza; aprovechemos, pues, tan feliz actualidad, porque es un
milagro de muy difícil repetición.

Consuelo hablaba dirigiéndose a aquel ser impersonal que la
sugestionaba.

A su marido le quería ciegamente, con frenesí, como ninguna mujer amó a
su esposo; por él daría su vida, su felicidad futura, toda la sangre de
su venas; era el hombre más simpático, el más elegante, el más
ilustrado, el más valiente de cuantos había conocido; era imposible
concebir un tipo que sobrepujase en belleza física y en cualidades
morales a su Alfonso, al Alfonsito de su alma...

Sandoval reía con la íntima satisfacción de un bienaventurado, arrullado
por aquellos borbotones de palabras que le acariciaban como manos
enguantadas.

--¿Qué te parece esto?--dijo.

--Me parece un sueño--repuso Montánchez.

Consuelo seguía hablando, desvariando como una loca de amor.

Por el semblante del médico pasó una nube de tristeza. Para disimular
los sentimientos que le agitaban, preguntó bruscamente:

--¿Qué piensas de mí?...

--Tú... tú...

--Sí, yo.

--Apuesto a que le pareces muy mal--dijo Alfonso en voz baja.

--¿Y quién eres tú--preguntó la joven.

--¿Y tú, quién crees que soy?

--No lo sé.

--Mírame bien.

--No sé... no veo nada.

--¿No ves?

--No.

--Fíjate; esta frente...

--¡Ah! sí... esa frente...

--Estos ojos...

--Sí, sí... esos ojos... esos ojos...

Su voz tenía la languidez y el misterio vago de los ecos...

--Soy Montánchez; ¿qué te parezco?

--¡Ah, sí!... Veo una sombra, un bulto... parece un hombre; sí, es
pequeñito, tiene la cara afeitada y los mofletes muy encendidos... ¿será
el espectro de tafetán verde?... ¡Qué daño me hace ese color!...

--No es el muñeco de tafetán, no...

--¡Dice que no es el muñeco de tafetán!--repuso la joven perpleja.

--Soy Montánchez.

Consuelo retrocedió cubriéndose el rostro con un pañuelo.

--¡Qué miedo!--dijo--; ¡oh, yo no sabía quién era usted!... Pero sí, esa
es su voz... sí, ya veo su cara y sus manos... ya le veo... Me da usted
mucho miedo, no puedo remediarlo... lo siento mucho, y, sin embargo, hay
en mí algo que me incita a huir de usted... Por eso le ruego que no me
haga daño nunca, ni a mi marido tampoco; Alfonso le quiere a usted
mucho...

Mientras hablaba fué retrocediendo hasta tropezar con la pared, y allí
permaneció extendiendo las manos hacia adelante como para rechazar una
agresión.

--Usted es el hombre de los brazos negros que quiso sujetarme una noche
y me besó estando ensayando conmigo una ópera... una ópera, sí... ahora
recuerdo... una ópera que no sé cómo se llama...

Alfonso miró a Montánchez.

--¡Es singular!--murmuró.

--Y tanto...--repuso Gabriel cual saliendo de un sueño.

--¡No le quiero, no puedo verle, suélteme usted, me ahogo!... ¡¡Alfonso,
Alfonso!!...--gritó Consuelo luchando por desasirse de un abrazo
invisible.

Cuando el sueño magnético desapareció y Consuelo supo lo que acababan de
hacer con ella, se fué a la cama llorando y diciendo que tenía el cuerpo
molido.

Bien pronto se redujeron aquellos tratamientos sugestivos a dos curas
semanales, pues la enferma pareció hallar desde las primeras curas
notable mejoría, y Montánchez no quiso abusar del hipnotismo por no
desvirtuar su acción.

El carácter de la joven se regularizó levemente y fué más sostenido,
uniforme y consecuente, ofreciendo alegrías motivadas y lágrimas
razonables; era, pues, seguro que la enfermedad retrocedía.

Una tarde Consuelito Mendoza, hallándose en el comedor, recibió la
visita de Montánchez.

--Sandoval ha salido hace un momento--dijo la joven--, pero si desea
verle puede buscarle en el casino.

El médico pareció muy contrariado.

--Siento no encontrarle aquí--repuso--, porque ir al casino es exponerme
a soportar el insípido saludo de personas a quienes apenas conozco, y a
las cuales mi salud no interesa...

Consuelo se encogió de hombros tímidamente, no teniendo nada que agregar
a lo ya dicho.

--¿Quiere usted que vayan a buscarle?--preguntó súbitamente.

--¡Oh, no... no merece la pena!

--Sí, sí... eso es lo mejor, irán en seguida...

--No, de ningún modo, no se moleste usted; iré yo a buscarle.

Consuelo volvió a sentarse, recogió su labor, que había caído al suelo,
y cruzó las manos sobre la falda; parecía inquieta, como si ya sintiera
el influjo de un flúido extraño y molesto. Hubo algunos minutos de
silencio durante los cuales el médico examinaba atentamente a su
interlocutora, y ésta, sin atreverse a levantar la vista del suelo, se
rebullía desasosegada en su asiento. Luego recordó que tenía que ordenar
a la criada algo importante...

Quiso incorporarse, y al levantar la cabeza sus ojos vieron los de
Montánchez que la miraban con frialdad y sañuda dureza.

No tuvo valor ni alientos para moverse y volvió a sentarse, acongojada.

--¡Ay--balbuceó entre dientes--; no puedo!...

Después empezó a temblar.

--¿Qué tiene usted?--preguntó Gabriel.

--Nada... mucho frío.

--Señora, veo con dolor que está usted tiritando de miedo; si soy causa
de ese malestar la ruego me lo diga para retirarme inmediatamente, pues
todo pretendo menos incomodarla; si no soy responsable de ese daño,
dígamelo también para mi sosiego.

--No, señor; es que me atortolo sin motivo; ya sabe usted, los
nervios...

--Pero, suponiendo que esto carezca de importancia, ¿no abusaré de su
bondad rogándola me otorgue un rato de conversación?

--No, señor... de ningún modo...

Pronunció estas palabras desmayadamente, maldiciendo de sus piernas que
se negaban a sostenerla.

--Yo vine esta tarde--continuó Montánchez--creyendo hallar a Alfonso y
con el único objeto de divertir un rato agradablemente. ¡Estaba tan solo
en mi casa, tan triste, tan aburrido con mis libros y mis retortas!...
que todo, hasta mi máquina de electricidad, lo hubiera dado por tener un
amigo verdadero con quien hablar. En busca de ese rato de plática
sabrosa, de confianza y abandono, he venido; mi mala estrella quiere que
no encuentre a Alfonso, pero como hace tiempo que nos conocemos me he
atrevido a quedarme. ¿Hice mal?... responda usted francamente.

--No, señor... ¿por qué?...

--Consuelo--prosiguió el médico acercando su silla a la joven--, ¿usted
y yo somos amigos?

--¡Oh, amigos!...

--Sí, amigos; ¿usted cree que es amiga mía?

--Sí... ¿por qué no?

--¡Es extraño su modo de responderme! Siempre acaba usted lo que dice
con una interrogación que desvirtúa lo que afirma o niega al principio.
Yo pregunto si somos o no amigos, y usted contesta: “¿por qué no hemos
de serlo?”... Pues, eso digo yo: ¿por qué no lo somos?

--No le entiendo... no comprendo bien...

--Consuelo--agregó Gabriel con acento insinuante--, hace tiempo que me
examino y no me reconozco, pues en menos de un año parece que una mano
invisible y bienhechora fué quitándome de encima los siete años que más
pesan sobre mi conciencia. Cuando huí de Madrid para abandonarme al
mundo de los lances imprevistos, era como usted: noble, leal, ingenuo,
sin malos pensamientos ni pasiones bastardas, todo corazón y buena fe...
La lucha por la vida, que según el parecer de los sabios selecciona el
cuerpo, sólo sirve para endurecer el espíritu, y el mío perdió cuantos
gérmenes bondadosos puso en él mi madre. Pero he sufrido mucho, he
recibido grandes traiciones, me han apuñalado cobardemente por la
espalda, me han engañado muchas veces, y eso me disculpa... Pues aunque
a Cristo le dictase otras máximas su divina bondad, todos, cuando somos
escarnecidos por los mismos infames que nos ofendieron, sentimos la
necesidad de devolverles afrenta por afrenta... y aun derramar la sangre
de los hijos cuando no podernos verter la de los padres... Hastiado de
la vida huí del mundo, y en la ciencia y el estudio busqué tranquilidad
para mi alma. Usted, mejor que nadie, sabe que vivo, solo, como un
faisán; para el vulgo imbécil soy un sabio que no morirá sin descubrir
la cuadratura del círculo, la dirección de los globos o el movimiento
continuo; para los escritores, uno de tantos amantes de la gloria que
moriría feliz sabiendo que en la casa mortuoria habían de poner después
la lápida conmemorativa de su nombre; para mi portera, que conoce
algunas particularidades de mi vida íntima, un monomaníaco; para muchos,
un criminal cargado de remordimientos, que vive solo para que nadie le
oiga delirar por las noches... ¡entre los últimos está usted!...

Consuelo lanzó un quejido.

--¿Pero qué pretende usted de mí?--dijo--; yo sólo sé que le temo; que
ese miedo me lo infundió desde la primera vez que le vi, y que luego
esta aprensión o esta locura mía fue aumentando inmotivadamente.

--¿La ofendí alguna vez? ¿La he molestado en algo?...

--No, no, señor--repuso Consuelo con súbita energía--; pero comprendo
que tiene usted una voluntad de acero y que esa voluntad podría ahogarme
si usted quisiera... Yo sólo presiento la proximidad de mi marido y la
de usted; a Alfonso le adivino porque deseos extraños de cantar y de
reír me anuncian su llegada; y a usted... por un malestar, una opresión
misteriosa, asfixiante, que me obliga a bajar los ojos...

Y agregó vivamente y sonriendo:

--Es usted simpático y guapo, a mi marido se lo dije muchas veces...
pero tiene usted la hermosura del león o del tigre, y como además posee
usted talento, le creo doblemente peligroso...

Calló y se puso otra vez seria, temiendo haber hablado más de lo justo,
y sin atreverse a dar por terminada la entrevista.

--Usted lo dice--exclamó Montánchez--; parezco un criminal, una fiera...
y, claro, huye usted de mí... Esas apariencias que no adivino de dónde
nacieron son las que pretendo destruir. Hace una semana, estando
dormida, confesó usted que me odiaba, que no podía verme sosegadamente,
que yo era un malvado...

--¡Oh, si eso es cierto, crea usted que hablé sin conciencia de lo que
decía--interrumpió Consuelo juntando las manos suplicante--, y sin
deseo de ofenderle!...

--Haré lo posible por complacerla--respondió Gabriel fríamente.

Los ojos de Consuelito Mendoza se llenaron de lágrimas. El médico
continuó:

--Pero esas son impertinencias de enfermo en las cuales no me fijo; no
pienso recriminarla por la antipatía que me tiene; sí solicitar su
perdón y su amistad. ¿Puedo esperar ambos favores?

--Sí--repuso ella con la angustia de quien está en el tormento.

--¿No me engaña usted?

--No, no le engaño.

--¡Ay!... ¡Sería tan feliz si usted me quisiera un poco!...

--Le dije que soy su amiga, ¿qué más pretende usted?...

--Que esas palabras las dicte su corazón, no su miedo.

--No sé... no estoy para distingos ni argucias; parece que el comedor da
vueltas en torno mío...

--Usted me teme porque sólo ve mi lado malo; usted cree que soy un
criminal que ha recorrido el mundo huyendo de la justicia y de sus
remordimientos, o un hechicero como aquel famoso José Bálsamo, que
reveló a la reina María Antonieta su trágico fin mostrándoselo en el
fondo de una botella.

--¡Yo no sé... no sé!...

--¿Está usted mala?

--Estoy en un potro, mientras esté usted aquí.

--Bien, me voy; pero, su amistad, ¿podré obtenerla algún día?...

Entonces sonó el timbre de la escalera y Consuelo dió un grito.
Montánchez se levantó.

--No se atortole usted--dijo tranquilo--; será alguna visita.

--No, debe de ser Alfonso.

Era la modista; Consuelo lanzó un largo suspiro de liberación y
contento; el médico se despidió inclinándose gravemente.

--Señora...

--Adiós, don Gabriel.

--Beso a usted los pies.

A mediados de julio, Alfonso Sandoval y su mujer marcháronse a una
playa, de la que regresaron a fines de septiembre más gordos y con los
semblantes curtidos por el sol y los aires costeros.

Los buenos alimentos, el cambio de clima, las distracciones del viaje, y
el placer de reintegrarse a su cuartito de la calle Arenal, tan lleno de
sabrosos recuerdos, fueron circunstancias que influyeron eficazmente en
el humor y en la salud de Consuelo.

Los baños la beneficiaron perfectamente: vino más gruesa, con mejor
color, con más sangre en los labios y más alegría en los ojos; no sentía
palpitaciones cardíacas ni calofríos, ni dolores de cabeza, ni aquellos
súbitos desvanecimientos de la temporada anterior. Alfonso, creyéndola
definitivamente curada, visitó a Montánchez para hablarle del asunto. El
médico mostróse desconfiado. Dijo que el mal era muy antiguo y de raíces
harto profundas para que unos cuantos baños de placer hubiesen bastado a
extirparlo, que sin duda Consuelo estaba en mejores condiciones que
antes para someterse a un tratamiento higiénico y terapéutico regular,
pues su organismo tenía más sangre y más vida, pero que aún faltaba lo
más delicado y lo que más paciencia requería por parte de todos.

--Es indispensable--concluyó--que tu mujer vuelva a someterse al
hipnotismo: con este poderoso agente, el frío del invierno, que ya se
nos echa encima, y las diversiones que diariamente la proporciones,
podemos triunfar del mal antes de un año. Conviene, sobre todo, que la
distraigas mucho, para allanarme el camino. Consuelo te quiere
demasiado; su amor a ti constituye un capricho que la acosa diariamente
y la persigue hasta en sueños, como el recuerdo de un crimen, barrenando
su cabecita enferma: por eso las diversiones contribuirán eficazmente a
contrarrestar los destructores efectos de esa idea fija. Las ideas fijas
son los clavos del cerebro, las espadas invisibles que lo atraviesan
destruyendo la excelsa arquitectura de sus ruedas. He pensado
insistentemente en el temperamento de nuestra querida enferma, y
confieso que no vi nada tan digno de estudio. Consuelo, aunque
correspondas santamente a su cariño, sufre de amor; y así como hay
organismos animales y vegetales parasitarios que sólo pueden vivir
adheridos al cuerpo de otros animales mayores, así el espíritu de
Consuelo es un espíritu parásito que vive en el tuyo y por el tuyo. Te
tiene junto a sí y desearía sentirte más cerca, sobre sus rodillas,
entre sus brazos, para guardarte todo entero dentro de sí misma; estáis
separados y se divierte contando los golpecitos que da el segundero del
reloj, comprendiendo que cada uno de ellos acerca en un instante el de
tu regreso, y te presiente como si tu voluntad obrase a distancia sobre
la suya. Consuelo, y no lo digo para que te engrías, sino para que
procures remediar ese daño que inconscientemente produces, vive en ti y
para ti, como Santa Teresa de Jesús creía vivir en Dios: vive en ti,
porque sólo en ti piensa, y por ti, porque tú eres la voluntad que la
sostiene, el objeto de su amor, el elegido de su alma; eres la luz que
alumbra el mundo puesto ante sus ojos, la cabeza con que discurre, la
única voz que conmueve sus entrañas, la sangre que la nutre, su
presente, su porvenir, su vida entera, ahogándose en tu amor como el
duque de Clarens en su barril de malvasía. ¿Y crees que puede vivir bien
aquél cuya alma habita en otro cuerpo que el suyo? ¿Crees que Consuelo
tendrá alguna vez carácter, por más esfuerzos que yo haga para
infundírselo, mientras tú sigas viviendo y queriendo y pensando por
ella?... Imposible: aquí se trata de restituirla lo que ella sin querer
te dió y lo que tú, sin darte cuenta, aceptaste; es decir, su carácter,
su modo de ser, su idiosincrasia moral; o lo que es lo mismo: urge que
Consuelo tenga un alma que viva, obre y discurra libremente.

--¿Y para eso, qué debemos hacer?--preguntó Sandoval.

--Para eso necesitamos que, al mismo tiempo que la diviertes, dejes
sentir tu influencia lo menos posible, para que insensiblemente vaya
enajenándose de esa tutela psíquica que sobre ella ejerces. Sé que la
labor es escabrosa y que Consuelo será el primer obstáculo que estorbe
su emancipación; pero si tienes fe en mis consejos apóyalos en la
seguridad de que mis planes no han de fallar.

--Comprendo tu pensamiento: quieres que divierta a Consuelo, que la
lleve al teatro, a las reuniones de sus amigas, y que, según la entre el
mundo de la alegría y de los placeres por los ojos, me anule retirándome
discretamente por el foro, para que ella, viéndose sola y fuera de su
casita, se acostumbre a regirse por sí misma, ¿no es eso?...

--Exactamente.

--Tu proyecto no está mal urdido, pero... ese papel de simple tramoyista
es difícil para un hombre tan enamorado y celoso de su mujer como yo.
Tiene enjundia decir al entrar en un baile y aunque sólo sea
mentalmente: “Vaya, caballeros, aquí tienen ustedes a mi mujercita que
se ha enfermado de quererme; como ven, es joven y hermosa; tengan
ustedes la bondad de agasajarla y distraérmela a fin de que se
acostumbre a vuestras monadas y a quererme un poco menos”...

--Búrlate cuanto quieras--repuso Montánchez--; pero si examinas el
asunto comprenderás que mis consejos son los únicos que pueden conducir
a un feliz resultado, pues mientras debilitas el influjo que tu voluntad
ejerce sobre su espíritu, el roce del mundo, la costumbre de discurrir y
de moverse por sí misma y el hipnotismo tonificarán su espíritu. La vida
es un cambio continuo de sugestiones; estudia lo que sucede cuando dos
personas viven juntas: siempre una de ellas, la más inteligente, la más
enérgica o la más graciosa, es quien actúa sobre la otra; influjo del
cual suelen no darse cuenta ninguna de las dos, pero cuyos efectos son
innegables, porque lo que al principio fué simple imitación, se
convierte luego en identidad moral y hasta en cierto parecido físico. Tu
matrimonio es un ejemplo de esto, pues la idiosincrasia de Consuelo y la
tuya armonizan perfectamente: ella es dócil y sumisa, aun cuando tratada
superficialmente parezca lo contrario; impresionable y cariñosa, de
inteligencia despierta, pero de voluntad débil y deseos tranquilos; y tú
eres apasionado, enérgico, arrebatado, dominador; naciste para vivir
libremente y ser cabeza en donde estuvieres; tu mujer nació para querer
mucho y obedecer ciegamente al objeto amado: cualquier hombre la hubiese
subyugado fácilmente, pero tú la esclavizaste en absoluto: padece un
“mimetismo” psíquico completo, y ahora, aunque quieras levantarla del
suelo donde se prosternó voluntariamente para adorarte y devolverla su
carácter y su libertad moral, no lo conseguirás sin grandes trabajos. Su
conciencia es para ti lo que Dios para Lutero: un cuadro en blanco sin
otras inscripciones que las que quieras poner. Tú eres la voz, Consuelo
el eco; tú eres el cuerpo, ella el espejo reflector; tú, en fin,
bribonazo, posees lo que tendrán muy pocos hombres: una boca que sólo se
abre para reír tus gracias y asentir a cuanto la tuya diga; unos ojos
que ven por los tuyos y que cegarían de tanto llorar si no los mirases;
un cerebro y un corazón que son eco de tus pensamientos y de tus
pasiones; una mujer que siente contigo, que llora o ríe cuando te ve
llorar o reír, y que si alguna vez se acuerda del mundo es porque vives
en él... Declaro, por tanto, que Consuelo ha lanzado un “mentís”
incontestable sobre mis teorías acerca del amor y de la duración de los
humanos afectos; pues ni he visto querer así, ni creí nunca que en
corazones femeninos cupiesen pasiones tan grandes.

--¿Y qué haré para principiar mi tarea?

--No ser celoso. Su salud lo exige. Debes dejarla en libertad, que salga
sola...

--¿Y si la enamoran por ahí?

--No es probable.

--Pero, ¿y si sucediera?

--Te aguantas y la vigilas desde lejos; de no comprometerte a hacerlo
así, no cuentes conmigo.

De vuelta a su casa, Alfonso se apresuró a comunicar a Consuelo lo que
Gabriel le había prescrito.

--Quiero que te diviertas, que vayas al teatro, que salgas de paseo, que
cultives la amistad de tus amiguitas predilectas y asistas a sus
reuniones... Cuando yo no pueda acompañarte--agregó Sandoval preparando
el terreno para acometer más tarde la magna obra de la emancipación
moral de su esposa--, saldrás con la muchacha y luego yo iré a buscarte:
deseo, en fin, que te muevas con libertad, ¡qué diantre!... no conviene
que estando tan delicadita de salud pierdas la juventud aquí, entre
cuatro paredes.

La joven, que al principio le oyó con mucha complacencia creyendo
hablaba de fiestas que había de compartir, al comprender que trataban de
transportarla sola a otro mundo de agitación, emociones y libertad, para
ella desconocido, se enfureció.

--¿Y eres tú quien propone eso?

--Naturalmente.

--¿Tú?...

--Claro, mujer--repuso Alfonso con aire inocente.

--¡Eres un embustero!

--Cómo, ¿hay en mi deseo algo extraordinario? ¿Te he pedido permiso para
vestir de moro, obligar a las personas que nos visiten a quitarse los
zapatos como si esto fuese una mezquita, o establecer la poligamia en mi
casa?... Pues, entonces, ¿de qué te asustas?

Pero Consuelo, irritada por el fingido candor de su esposo, prorrumpió
en un chaparrón de sollozos y pucheritos.

--No me quieres ni me has querido nunca--decía--, pues si me quisieras
un poco no te atreverías a proponerme esa infamia. ¡Si no te conozco, si
pareces otro hombre, si estoy por creer que eres un cualquiera, un don
nadie, el vecino de enfrente, que se ha puesto una cara igual a la tuya
para engañarme!...

--Muchacha--respondió Sandoval desconcertado--, mi proposición es
inofensiva, pero tienes un geniecillo tan arrebatado, que ves un
bombardeo donde sólo hay un tiro de pichón.

Ella continuó:

--¿Qué hiciste de tus celos, de tu empeño en no dejar que nadie me viese
ni se acercara a mí, y de cuantos cuidados me rodearon hasta ahora?...
Te veo y no te conozco, y te oigo y me figuro que los oídos me engañan
también. ¿Quién te dijo que para curarme necesito andar sola de Ceca en
Meca, como una de esas vendedoras de específicos que ya están subidas
sobre una silla bajo los portales de la Plaza Mayor, como en el pescante
de un coche de alquiler en medio de la Glorieta de Bilbao?... Y, sobre
todo, si esa vida ambulante me es provechosa, ¿por qué no has de
soportarla también tú?...

--No me comprendiste, niña--repuso Alfonso disponiéndose a desarrollar
la teoría de cómo se influencian las personas que viven juntas--, y voy
a darte las razones que me asisten...

--Sí lo sé todo--replicó ella haciendo un mohín despreciativo--; no
tienes que molestarte; conozco la fuente, la cabeza, de donde ha brotado
esa idea tan huérfana de sentido común... Eso te lo dijo Montánchez, ese
tío infame, ese bandido con traje de persona decente, que será tu
perdición y la mía; sí, lo que oyes, soy medio bruja, voy a morirme
pronto y tengo la facultad de conocer lo futuro, como les sucede a
muchos moribundos. Y ahora sí te juro que no lo hago; aunque me muera,
no lo hago... ¡y yo sé por qué!... Montánchez es un miserable, un
criminal con más veneno que sangre en el cuerpo... Si no, el tiempo ha
de decirlo y entonces exclamarás, si tienes la desgracia de verlo:
“¡Pero con cuánta razón hablaba aquella pobrecita loca... que decía las
verdades!”

--Y suponiendo que Montánchez sea el autor de ese proyecto--interrumpió
Alfonso--, ¿por qué te parece mal?

--Porque... ¡no sé por qué!... pero él pone siempre, en cuanto dice,
segunda intención, y esa intención es perversa.

--¡Deliras con los ojos abiertos!

--Alfonso--gritó Consuelo muy excitada--, ¡no me hagas hablar!

--¿Tienes algún secreto?

--¡Quién sabe!

--No, no te tiro de la lengua... sé que no tienes nada que decir.

--¿No crees en la virtud profética de ciertos sueños?... ¿No recuerdas
aquél, tan espantoso, que tuve una noche?...

--¿Cuál?

--Aquél en que un monigote verde me abrazaba: pues ese antojo era
Gabriel, le vi perfectamente y recuerdo la escena como si ahora
sucediese... y el demonio que anda metido en esto hará que mi pesadilla
se realice...

--Hazme el obsequio de no seguir disparatando porque tus visiones me
lastiman.

--La verdad siempre cura con dolor.

Sandoval concluyó por irritarse formalmente; pero, a pesar de su
autoridad, no pudo vencer la obstinación de Consuelo.

--Ahora querría yo ver a Montánchez--decía Alfonso--, a él, que hace
unos momentos me aseguraba que tu enfermedad principal consistía en no
tener voluntad...

--Pues no quiero hacerlo--repetía ella triunfante--, no lo hago aunque
me descuarticen; no quiero hacer nada que venga por conducto o
iniciación suya, porque ese hombre sólo puede aconsejar maldades.

--¿Y si te mueres?

--Si me muero, mejor, en paz, así descansaremos todos; tú te distraes
con otra... ¡y tal día hizo un año!...

En semanas sucesivas Consuelito Mendoza continuó mostrándose insensible
a los ruegos de Sandoval y acabó por declararse francamente en rebeldía.
Ella tenía sus razones para obrar así.

Recordaba el cambio de costumbre que Montánchez introdujo en su manera
de vivir, sus frecuentes visitas, sus miradas de fuego, sus
conversaciones y la tarde en que estuvo departiendo con ella a solas.
Hasta entonces le temió sin motivo ninguno, pero después sintió hacia él
terror razonado y repugnancia invencibles.

Gabriel Montánchez era el hombre misterioso que fue infiltrándose poco a
poco en el seno de su hogar, antes tan tranquilo: Montánchez era el
espectro de todas sus pesadillas, el monigote de bayeta verde que quiso
besarla en un palco y la acariciaba con sus manos de nieve; el que
procuró abrazarla otra noche en que ella se murió por satisfacer el
capricho de saber lo que sucedería en su entierro; la sombra del crimen
y del adulterio que la acosaba desde hacía muchos meses; el fantasma que
antes sólo la persiguió en sueños y que ahora pretendía tejer con ella
en la realidad un idilio horrible.

Consuelo Mendoza reconocía la belleza física del médico, su talento, su
educación esmerada, su elegancia y su valor; pero creía que aquella
hermosa apariencia era la máscara de una íntima y repugnante
podredumbre. Su amabilidad era fingimiento; su misantropía, la del
hombre hastiado que no se divierte porque está ahito de placeres y ya no
le quedan fuerzas para seguir pecando; su valor, la crueldad del bandido
avezado al crimen; su talento y su hermosura, las del ángel caído. Y
aquel hombre era quien, invocando sus tristezas y soledades de soltero,
fué a pedirla un poco de amistad; ¿para qué?... ¿Qué necesidad tenía de
que ella fuese amiga suya? ¿No vivieron separados hasta entonces?... Y
si esto era cierto, ¿cómo explicar aquellas debilidades y aquellos
arranques de ternura en un hombre tan esquivo y dueño de sí mismo?...

Consuelo discurrió largamente a solas acerca de los incidentes de su
conversación con el médico, recordando sus palabras, sus preguntas
llenas de miel, sus frases saturadas de fuego de amor.

Gabriel estaba enamorado de ella; el hielo se había derretido; el
corazón, embotado por los desengaños y los abusos, renacía a la vida
del placer; el hombre sesudo de ahora se transformaba por ensalmo en el
fogoso aventurero de antaño; aquel volcán dormido bajo su capa de nieve,
despertaba. Las figuras del escritor y del sabio se obscurecían ante la
del calavera desertor de las tropas argelinas. Y aquel hombre, poderoso
y atrayente como un héroe legendario, la había declarado su amor con los
ojos, con sus ademanes, casi con los labios, la tarde en que estuvo
mendigando de ella un poco de amistad: y la fascinaba como al pajarillo
la serpiente cazadora, y la aturdía con su conversación apasionada y la
dormía mirándola...

Pero lo que más sorprendió a Consuelo fué no haber sospechado antes la
existencia de una pasión que indudablemente era ya antigua, puesto que
Gabriel no podía disimularla más tiempo, y empezaba a insinuarse a
despecho de todas las conveniencias, y el apoyo que inconscientemente
prestaba Alfonso a las torpes cábalas de su enemigo.

Meditó mucho acerca de aquel período de su vida que parecía llamado a
formar el nudo de una novela, en su enfermedad, en sus ataques de
histerismo, en su carácter caprichoso merced al cual nadie apreciaba
seriamente sus deseos; en la estrecha amistad que unía a su marido con
el médico, en la prodigiosa facilidad con que éste la dormía, en sus
primeras insinuaciones, y, finalmente, en aquella vida mundana a que
querían acostumbrarla, y en favor de la cual Alfonso abogaba
continuamente. En toda esta serie de pequeñas circunstancias que
parecían dispuestas por un genio infernal, creía entrever Consuelo la
mano oculta del Destino que la separaba de sus deberes para entregarla
indefensa al individuo que tanto temía.

Con los primeros fríos otoñales readquirió Madrid su fisonomía habitual;
las calles y los cafés se llenaron de gente, enmudecieron los Jardines
del Buen Retiro, se cerraron los circos, y los teatros de invierno
abrieron de nuevo sus puertas.

Entonces Alfonso Sandoval procuró nuevamente convencer a Consuelo de que
“en la emancipación moral radicaba el secreto de sus padecimientos y de
su curación, y que para libertarse moralmente no había medio más eficaz
ni divertido que el de andar sola, acostumbrándose a discurrir con su
cabeza y a moverse por sí misma...”

Mas ella se mantuvo inflexible: iría, sí, de paseo, al teatro, a
cualquier parte, pero siempre que fuese con su marido; sola, nunca.

--Bueno--dijo al fin Sandoval, creyendo que por la vía diplomática
adelantaría más--; estoy conforme contigo; nos divertiremos juntos, pero
concédeme permiso para que Montánchez empiece a curarte como antes.

--¡Tampoco, tampoco--gritó Consuelo--, no quiero nada que venga de manos
de ese hombre, ni saber siquiera que vive en este mundo! Además, cuando
yo me niego a complacerte, mis razones tendré.

--¿Qué razones, ni qué pájaros fritos?...

--Está bien.

--Tú no tienes razones, sólo tienes caprichos.

--Eso es lo que ignoras... y haces mal en tratarme así, pero muy mal...
cuando sabes que mi único defecto es quererte más que a las niñas de mis
ojos...

--No importa, te trato con dureza porque va en ello tu salud.

--Pues, si me muero, mejor; ea, ya lo he dicho otras veces; me entierras
o me tiras en mitad del regajo, que no faltará quien cuide de recogerme
cuando empiece a oler mal... Y, ¡tal día hizo un año que aquella mártir
empezó a mascar tierra!...

Sandoval se empeñó en averiguar el origen de la aversión que Consuelo
sentía hacia Montánchez, pero la joven se negó a responder
explícitamente.

--No me atormentes con más preguntas--agregó--, porque ni puedo ni sé
decirte más de lo dicho; Gabriel es fino, elegante, tiene talento y
gracia innegables; es hasta bueno... Pero, chico, me revienta, no puedo
soportarle, parece que cuando viene a visitarnos se me sienta en la boca
del estómago y ahí permanece hasta marcharse.

--Como sigas dando rienda suelta a esas humoradas--dijo Sandoval--,
cualquiera mañana despiertas convencida de que ya no puedes aguantarme
y me dices sencillamente: “Querido, en esta casa sobra uno, y eres tú;
conque coge el sombrero y vete, que la puerta no está cerrada con
llave”.

--Y cualquiera mañanita lo hago.

--Ya digo que no me cogería de susto.

--Lo que debíamos hacer--repuso Consuelo conciliadora--era salir de
Madrid, emprender un viaje largo por España o por Europa, recorrer
muchas tierras y enterarnos de cómo está el mundo. ¡Eso sí que me
gustaría a mí, viajar!... ¡Tengo tantos deseos de ver Granada!... ¿No
dices que necesito mucha distracción?... pues, mira: nada mejor que
amanecer hoy aquí y acostarme sesenta leguas más allá. ¡Visitar Roma,
Nápoles, Venecia, París... especialmente París!...

--¡Eche usted tierras!

--Mas, en fin: me es indiferente ir a un sitio o a otro, llegar a
Londres o no pasar del Escorial; lo único que deseo ardientemente es
salir de Madrid, a ver si durante nuestra ausencia me curo, o la
sociedad que ahora conocemos, cambia. Nos vamos a cualquiera parte, a
Málaga, a Valencia... o a uno de esos villorrios que, por sobradamente
pequeños, no aparecen consignados en ninguna carta geográfica: lo
importante es que nadie sepa de nosotros, que nos crean viajando por el
extranjero... Di, ¿te parece bien mi idea?... ¿No te agradaría vivir
fuera de Madrid un par de añitos?... Me es indiferente el nombre y
situación del retiro que elijamos, por aquello de que quien se ahoga no
mira el agua que bebe, y porque, teniéndote a mi lado y estando
persuadida de que ningún mal nos amenazaba, todos me parecerían
igualmente seductores. Habla: ¿me complacerás? Ese viaje me haría
infinito bien, los desarreglos de esta cabecita y de este corazón se
curarían y ¡quién sabe!...--añadió poniéndose un poco colorada--, si se
realizarían nuestros deseos de tener un hijo...

Alfonso sonrió.

--Eres una tunantuela con mucho jarabe en el pico: tú quieres salir de
Madrid no para ver mundo, sino para estar lejos de Montánchez...

--Precisamente.

--¿Y por huir de un hombre que hasta ahora no nos ha hecho ningún daño,
y que se guardaría de hacerlo, porque para eso vivo yo, vamos a salir de
aquí punto menos que huídos y renunciando al bienestar de que ahora
disfrutamos?

--Sí, Alfonso, ¿qué quieres?... ese hombre me asusta... Todas las leguas
que pongamos entre él y yo, son necesarias.

Alfonso Sandoval tardó poco en decidirse a emprender aquel largo éxodo:
a él también le agradaba dar otro paseíto por Europa, ya que ni la
juventud, ni el buen humor, ni el dinero le faltaban. Resolvieron, por
tanto, que pasado el invierno saldrían de Madrid para Italia, pasarían
un mes en Roma, invertirían otros dos recorriendo Nápoles y Venecia, y
al empezar la estación veraniega irían a instalarse en los alrededores
de París, allí donde pudiesen gozar simultáneamente de la tranquilidad y
comodidades del campo y del bullicio de la gran ciudad. Entretanto su
cuartito de la calle Arenal seguiría como hasta entonces: dejarían los
armarios bien perfumados con alcanfor para que la polilla no hiciese de
las suyas en las ropas; cerrarían las persianas de los balcones para que
la luz no deteriorase el color de las alfombras, y con estas
precauciones y las limpiezas que de vez en cuando hiciese la cocinera,
que sería la persona encargada de quedarse con la llave del cuarto, todo
estaba arreglado.

Los fríos y las humedades de octubre influyeron perjudicialmente en la
salud de Consuelo Mendoza: los días lluviosos la inspiraban tristeza
mortal; sus ojos se llenaban de lágrimas, no podía respirar, el corazón
la dolía como si se lo apretasen con un nudo corredizo y sufría accesos
de fiebre y dolores neurálgicos.

--Parece--decía explicando su enfermedad--, que están metiéndome una
barrena de sien a sien, y siento un objeto muy duro y muy frío que gira
en mi cabeza como queriendo rompérmela en dos pedazos.

Una tarde de tormenta produjo en ella un violentísimo ataque histérico;
era el primero que sufría después de los baños.

Las sacudidas nerviosas fueron terribles, y Sandoval, que estaba solo
con ella, tuvo que apelar a todo su brío y coraje para sujetarla y
evitar que se destrozase la cabeza contra los pilares de la cama. Como
siempre, la enferma fué insensible a las exhortaciones de su marido, y
el ruido de la lluvia que chocaba contra los cristales del mirador y los
silbidos del viento tampoco la impresionaron. Pero los fenómenos
eléctricos de la tormenta la produjeron angustias mortales; la vívida
luz de los relámpagos, a pesar de ser casi imperceptible dentro de la
alcoba, la hacía parpadear fuertemente. Entonces lanzaba un grito, un
grito horrible, como si el rayo la hubiese herido en la frente, y al
pavoroso fragor del trueno respondía con salvajes alaridos: su boca se
llenaba de grandes espumarajos pegajosos que no podía escupir, y en su
semblante, tan pronto contraído por el gesto del miedo como por el de la
ira, empezaban a manifestarse síntomas de asfixia. Dejaba de alentar,
sus mejillas se coloreaban de sangre, sus pupilas se dilataban bajo sus
párpados cerrados, hinchábanse las venas de su cuello, inclinaba la
cabeza sobre el pecho apretándose furiosamente la garganta con la
mandíbula inferior, y de su pecho salía un ruido ronco, inarticulado,
como el último estertor de los moribundos. Los efectos de la asfixia
aumentaban rápidamente y su cuerpo se doblaba como el arco de un violín;
hincaba la nuca sobre la almohada y los talones en el colchón, e iba
arqueándose poco a poco hacia arriba, formando con el cuerpo un puente,
mientras sus brazos permanecían fuertemente unidos a los costados;
después, cuando la contracción histérica alcanzaba su mayor intensidad,
daba un grito formidable seguido de grandes silbidos causados por el
aire al penetrar violentamente en los pulmones, y caía desmadejada sobre
el lecho, como si careciese de coyunturas y sus brazos y piernas
pudieran doblegarse lo mismo en un sentido que en otro. Luego suspiraba
profundamente, entreabría los párpados, bebía algunos sorbos de agua y
quedaba tranquila.

Aquel ataque fué seguido de otros muchos: rara era la semana en que
Alfonso no tenía que deplorar algún nuevo accidente: un cambio de
temperatura, una escena desagradable o la opresión del corsé, ponían a
Consuelo repentinamente enferma; otras veces, sin causa ninguna
justificativa, empezaba a sentirse muy triste, muy acongojada por una
pena sin nombre, y, como no podía llorar y desahogarse, sobrevenía la
crisis inmediatamente. Sandoval recurrió una vez más a Montánchez,
solicitando de su experiencia nuevos consejos.

--No puedo añadir nada a lo que ya sabes--dijo Gabriel--, es necesario
dominar a Consuelo, rendirla, esclavizarla...

--Pero, si no puedo, si te odia con sus cinco sentidos, con toda su
alma, con todos sus nervios...

--¡Me odia!...--repuso Gabriel fríamente--, ¡ya lo sé!... y por algo te
dije que ese odio dificultaría mi gestión. Ese odio me abruma, soy
impotente para luchar con él, no sé cómo vencerlo... y, sin embargo, hay
que dominarlo, es indispensable, absolutamente indispensable...

--Pues, chico, no quiere.

--¡Pues, aunque no quiera!--exclamó Montánchez con arrebato--, en uno de
esos ataques puede sobrevenir la ruptura de la aorta y morirse... Ya
ves, estamos jugándonos su vida, que es preciosa, y debemos disputársela
a la muerte con energía y por cuantos medios sean oportunos; yo estoy
resuelto a todo; ahora, quien tiene que decidirse eres tú...



VI


Gabriel Montánchez acompañó a su amigo hasta el recibimiento y luego
volvió a su laboratorio a continuar un experimento que la inesperada
visita de Sandoval había interrumpido.

Montánchez vestía su ropa de trabajo: una dulleta con el cuello y las
bocamangas de piel, y un gorro colorado adornado por una larga borla de
seda negra.

Las hojas de madera de los balcones estaban cerradas, según costumbre, y
las cortinas corridas; sobre la mesa de escribir lucía un gran quinqué
con depósito de cristal y pantalla verde, que sólo iluminaba la parte
inferior de la habitación, dejando la mitad superior de los armarios, el
cuadro de Cleopatra y las sangrientas figuras de los atlas anatómicos,
envueltos en sombras.

A pocos pasos delante de Montánchez había una mesita pequeña, con piedra
de mármol, y sobre ella un gato, víctima inocente sacrificada por la
ciencia en aras del progreso.

El animalito se hallaba tendido boca arriba, sujeto a la mesa por una
correa que le pasaba por mitad del cuerpo y con las manos y las patas
hábilmente atadas por fuertes ligaduras, que le impedían todo
movimiento, excepto los respiratorios.

Montánchez quería comprobar la posibilidad de contener la vida psíquica
en una cabeza separada del tronco. Muchas veces lo había intentado y
jamás sus investigaciones le satisficieron. El primer gato que utilizó
para esto murió medio minuto después de la decapitación, sin darle
tiempo a someterlo a la circulación artificial; la segunda víctima
sacrificada fué un conejo, que también sucumbió a los dolores
prematuramente, y las sucesivas experiencias tampoco dieron mejores
resultados.

La operación era difícil y exigía una habilidad de manos y un golpe de
vista perfectos para aprovechar los segundos y establecer la circulación
mecánica antes de que la muerte sobreviniese. Junto a la mesita de
operaciones estaba un aparatito semejante al usado por Schiff en sus
curiosos experimentos, y al cual Gabriel Montánchez agregó ciertos
detalles que omitió su inventor, y que él estimaba esenciales.

Era un aparato de aspecto irregular, formado por dos depósitos: uno
grande, cuya mitad inferior era de metal y estaba destinado a recibir el
calor de un reverbero, y otro más pequeño de cristal, puesto en
comunicación con el primero por un tubito casi capilar de vidrio. En el
receptáculo mayor se ponía la sangre ya desfibrinada, para que no se
solidificara al contacto del aire e imposibilitase la operación; la
sangre, sometida a la presión de un émbolo de “caoutchouc” que el
operador podía elevar o deprimir según estimase oportuno, ascendía por
el tubito capilar a la otra esfera y desde allí pasaba a cuatro
conductos muy delgados destinados a enchufarse en las yugulares y
arterias carótidas y vertebrales de la cabeza, y mantener en ésta la
circulación.

Montánchez encendió el reverbero, y esperó a que un termómetro colocado
dentro de la vasija mayor, y cuyo depósito de mercurio estaba sumergido
en la sangre, marcase cierta temperatura, y en seguida, valiéndose de un
bisturí muy cortante, cercenó con dos golpes la cabeza del animal,
procediendo inmediatamente con singular destreza y sangre fría a atar
con hilo encerado las venas, que no podían relacionarse con los tubos
del aparato, para evitar por ellas la hemorragia, y luego de poner éstos
en comunicación con las yugulares, vertebrales y carótidas, colocó bajo
la mesita un vaso de porcelana destinado a recibir la sangre, que en
abundancia manaba del cuello cortado, apoyó una mano sobre el émbolo y
empezó a imprimirle un movimiento acompasado y lento, procurando que
fuesen idénticos en intensidad y rapidez a las palpitaciones del
corazón.

La cabeza del gato, fuertemente sujeta a la mesa por una correa y
comunicando solamente con el resto del cuerpo por los nervios y
ligamentos espinales, después de algunas contorsiones agónicas que
sucedieron a la decapitación, cerró los ojos y quedó insensible, cual si
la muerte se hubiese apoderado de ella. Pero así que los movimientos del
aparato ingirieron parte de la sangre desfibrinada restableciendo la
circulación craneal, la vida reapareció en todos los órganos: abrió la
boca y agitó varias veces la lengua, queriendo expresar con mayidos los
dolores del suplicio; pero los pulmones faltaban y la laringe no pudo
articular sonido ninguno; también abrió los ojos y sus pupilas rodaron
en todos sentidos quedando fijas en el médico, y mirándole permanecieron
inmóviles.

Montánchez, satisfecho del sesgo que adquiría la operación, se recostó
en el sillón y, extendiendo la mano, hizo girar un sistema de dos
cristales de aumento colocados encima de la mesa sobre un soporte
metálico.

La luz del quinqué atravesó la primer lente, y el rayo luminoso, ya
reforzado por la potencia concentrativa del cristal, atravesó el
segundo, yendo a proyectarse sobre los ojos del animal decapitado. Aquél
era el objeto único del difícil experimento, pues había de demostrar la
existencia o ausencia de la vida psíquica en la cabeza amputada.

Montánchez se inclinó hacia delante anhelando ver comprobadas sus
teorías acerca de las fuentes de las vidas orgánicas y pensantes. Al
caer el haz de rayos luminosos sobre los ojos del gato, los párpados,
hasta entonces inmóviles, se contrajeron violentamente, y el médico, que
antes de hacer girar los lentes reflectores palideció de ansiedad, tornó
a palidecer de alegría; aquello era lo que él buscaba, lo que tantas
veces afirmó antes de poder comprobarlo por sí mismo.

La vida intelectual, como la física, depende exclusivamente de la
circulación sanguínea, tanto, que el órgano donde ésta se mantuviese con
perfecta regularidad, podría vivir y desarrollarse separado del cuerpo.

El movimiento producido por el rayo de luz en los ojos del gato,
pertenecía al orden de los movimientos llamados reflejos, pues implicaba
acción y reacción nerviosa: acción directa o sea transmisión de la
impresión visual por los nervios centrípetos a los tálamos ópticos, y
reacción instintiva o voluntaria a lo largo de los nervios centrífugos
desde los tálamos ópticos a los músculos constrictores del ojo, que eran
los que inmediatamente determinaron la contracción de los párpados. Se
trataba, por tanto, de un fenómeno nervioso perfecto.

La sensación de dolor causada en la retina por la luz del quinqué,
determinó un movimiento puramente físico que hirió al nervio óptico y se
transmitió al cerebro; y luego esta conmoción física engendró otra de
un orden reflejo o psíquico, que partía del centro a la periferia
implicando la existencia de un entendimiento que comprende dónde están
el peligro y el dolor, y de una voluntad ordenadora que cierra los
párpados para impedir que la luz mortifique la retina.

Gabriel Montánchez apartó dos o tres veces el haz luminoso de los ojos
del animal para volver a dirigirlo sobre ellos, y siempre obtuvo el
mismo feliz resultado.

--¡Ya está, ya conseguí lo que deseaba, ya llegué adonde me propuse
llegar!--exclamó en voz alta--. Lo sé todo: sé cómo nace el pensamiento,
cómo vibran los nervios, cómo se engendra el deleite en la médula
espinal... Los hombres son cadáveres galvanizados que van pudriéndose
poco a poco: somos una cloaca en que diariamente se disgrega lo que
ingerimos en ella por la boca; cuando la bala de un revólver o la hoja
de un cuchillo rompe las paredes de esa gran retorta, llena de
substancias putrefactas, todo ha concluído, y la última idea, la última
aspiración de la materia, sucumben con la última contracción nerviosa.
No hay alma, no hay espíritu, no hay en nosotros nada que recuerde lo
eterno. ¡Horrible verdad!... Saber que sólo tenemos huesos, carne,
nervios y cartílagos, materia frágil que se pudre sin cesar... Y, sin
embargo, fuerza es resignarse a tan espantoso suplicio y dejar que el
tiempo vaya abatiendo las energías de esta pobre armazón de barro que
apenas puede resistir, sin estallar, las furiosas acometidas de sus
propias pasiones.

Cogió de encima de una silla una larga pipa de ámbar amarillo y empezó a
cargarla lentamente de tabaco; sacaba la picadura de una tabaquerita de
plata y la metía en el depósito de la pipa, apretándola con los dedos;
luego, mezcló al tabaco algunos granos de opio y se puso a fumar.

En aquella posición, con el gorro tunecino echado sobre las cejas, la
pipa entre los dientes, la mirada inmóvil y más bien encogido que
sentado en su butaca, parecía un mercader judío tomando el sol a la
entrada de una sinagoga.

El médico había caído en una especie de sopor que confundía sus ensueños
y pasiones de hombre y de sabio; ya no recordaba su experimento, ni las
cuartillas que tenía preparadas para anotar las observaciones que
resultasen del ensayo, ni siquiera el sitio donde estaba; su imaginación
iba de un punto a otro, acariciando ideas que rechazaba en seguida, sin
detenerse en ninguna, cual soñando con los ojos abiertos.

En la casa reinaba silencio absoluto, semejante al que debe haber en el
interior de las tumbas cuando los gusanos acabaron de devorar el cadáver
y se retiran arrastrándose por las hendiduras de la tierra en busca de
otros festines; la luz del quinqué esparcía por la habitación reflejos
indecisos que aumentaban la hediondez y repulsivo aspecto de las
figuras anatómicas pendientes de la pared; el único sitio bien iluminado
por las lentes reflectoras era la mesilla, con piedra de mármol, sobre
la cual yacía aquella cabeza ensangrentada cuyas grandes pupilas, de un
color amarillento leonado, expresaban una angustia suprema. Los pelos de
la cola estaban erizados, el cuerpo temblaba bajo sus ligaduras, del
cuello medio cercenado salía un reguero de sangre que se solidificó al
caer de la mesa a la vasija y parecía un hilito de lacre obscuro...
Montánchez, absorto en sus pensamientos, miraba indiferente el
silencioso y trágico suplicio...

Poco a poco la sangre contenida en el receptáculo del aparato inhalador
fué enfriándose, el émbolo quedó inmóvil, la circulación sanguínea se
paralizó en los tubitos de goma, cesó la respiración artificial y la
muerte se extendió instantáneamente sobre aquel despojo que la ciencia
defendió algunos segundos. Los pelos de la cabeza se erizaron, la lengua
escapóse de la boca, como si el animal muriese por estrangulación, y sus
ojos sanguinolentos, tras una contracción espantosa, quedaron inmóviles,
turbios, mirando al médico iluminados por aquel frío rayo de luz que los
cubría bajo su brillante efluvio como en un sudario de puntos luminosos.

Gabriel Montánchez continuaba impasible, la pipa entre los dientes,
contemplando el cadáver.

--¡Ya ha muerto!--exclamó al fin--, ya acabó todo... Así acaban los
hombres y los pueblos. Hace media hora ese animal gozaba una vida
semejante a la mía, pero la suya era mejor porque sentía y pensaba
menos, y en las sensaciones siempre hay más dolor que placer; y ahora
nada; un pedazo de materia que dentro de algunas horas apestará y que
pasado mañana albergará muchos gusanos... “Acuérdate, hombre, de que
polvo eres y que en polvo te convertirás”, dice la Iglesia. No, no hay
cielo; desgraciadamente todo acaba aquí, todos morimos aquí como el sapo
que expira entre las tembladeras del pantano y parece no desempeñar
ningún papel en el concierto universal... El gran secreto de la vida
está en la sangre: cuando ésta deja de correr llega nuestro último
cuarto de hora, y la sangre corre mientras late nuestro corazón, y a
éste sólo le paraliza el tiempo, el implacable enemigo de la vida: todo
le está sometido, todo envejece por igual y corre hacia el no ser con la
misma velocidad; y yo, que no tengo relojes que me cuenten las horas, ni
almanaques que recuerden el curso de los días y de los meses, ni espejos
donde mirarme, también camino a la muerte con perseverancia aterradora,
pues, aunque en cierto modo viva separado del mundo, ¿dejaré por eso de
envejecer con él?...

Se puso de pie y colocó la mano sobre el cadáver del gato, que
continuaba mirándole con sus ojos vidriosos: estaba frío y rígido.
Entonces zafó las ligaduras que le sujetaban a la mesa y lo arrojó con
repugnancia sobre el trozo de cinc extendido delante de la chimenea: el
cuerpo produjo al chocar contra el suelo un ruido sordo y quedó
extendido con la cara hacia abajo y las patas abiertas.

--¡Imposible!--prosiguió diciendo el médico--, no puede adormecerme; me
sucede con el opio lo que a Mitrídates con los venenos, y lo siento,
porque me hace mucha falta descansar... ¡Oh! Tengo un amor funesto, una
pasión insensata que está cavando nuevos abismos a mis pies... Y la idea
de morir sin satisfacer este último capricho me llena de angustia... Amo
a Consuelo... Eso no me lo puedo negar, a mí, que me conozco
perfectamente; ¡casi no puedo ocultárselo tampoco a los demás!... No sé
cómo ni cuándo nació tan peligroso deseo, pero comprendo que me devora y
que soy impotente para dominarlo o cobarde para combatirlo. ¿Dónde me
arrastrará este postrer delirio? No lo sé; pero soy capaz de llegar por
él a donde sólo van los locos de amor. ¡Y todo por una mujer!... ¿Qué
misterioso encanto tiene esa criatura que no poseen las demás? No temo
las consecuencias de esta pasión por ella, sino por mí; sí, por mí, que
pierdo la tranquilidad, el único placer positivo de la tierra... Porque
Sandoval no me importa... Creo que me quiere bastante; en muchas
ocasiones dió prueba de ello; es lo que en el lenguaje vulgar se llama
“un buen amigo”; pero su cariño es finito como todos los afectos
humanos. Alfonso prefiere su bienestar al ajeno y no vacilaría en
sacrificar mi felicidad a la suya; me quiere lo suficiente para darme
todo el dinero que yo le pidiese y exponer su vida por mí; mas si yo le
dijera: no deseo dinero porque me sobran corazón y brazos para
adquirirlo, ni que arriesgues tu vida, porque me basto solo para
defenderme, pero sí pretendo que me des algo que vale más que la vida y
el dinero; deseo esa mujer en quien depositaste tu ternura y tu honor,
la dueña de tu corazón y de tu hogar, la compañera de toda tu vida, la
que te adormece con sus caricias y calma tus afanes con sus besos, la
que cerrará tus párpados el día de tu muerte... dámela o concédeme
permiso para conquistarla, porque esa mujer también forma mi encanto y
sin ella la existencia me es imposible... estoy cierto de que Alfonso se
echaría a reír...

Volvióse hacia la chimenea, quedando inmóvil, el ceño arrugado,
contemplando con ensimismamiento las lenguas de fuego que corrían sobre
los carbones encendidos.

--Eso no sucederá--agregó--, porque eso no se pide; se toma, se adquiere
de cualquier modo... con habilidad o por la fuerza... Somos dos hombres
para una mujer: él es bastante egoísta para cedérmela de buen grado, y
demasiado valiente para no defenderla, y a mí me sobran coraje y audacia
para renunciar mansamente a poseerla; él o yo, tal es el dilema; pero
si yo tengo más fuerza, más valor o más fortuna, el sacrificado será él.
Y ella... ella me odia, me detesta, como su marido me ha dicho, con toda
su alma y todos sus nervios; mas no importa, yo sabré enamorarla y
predisponerla en mi favor, y pues me abraso de amor, es muy justo que
ella se queme también. Todo esto parecerá monstruoso, pero ya que la
naturaleza nos puso el corazón a un lado, ¿por qué no darle de lado
algunas veces?...

Presa de una agitación febril que le hacía temblar, Montánchez tornó a
sentarse.

--Vivo entregado a la ciencia--dijo--. ¡Ja, ja, ja! ¿Y qué es eso?

Removió un poco la lumbre con la badila, puso los pies sobre los
morillos para calentárselos mejor, encendió de nuevo su pipa y esperó...

Las azuladas espirales de humo desprendidas del tabaco y del opio
quemados, ascendían lentamente girando alrededor de su cabeza y
produciéndole enervamiento invencible. Sus pensamientos se obscurecían
difundiéndose en aquella especie de vaporosa neblina que bajaba del
mundo de lo inconsciente, quitando precisión a sus conceptos, lo mismo
que la neblina borra los contornos de los cuerpos: la conciencia se
sumergía en un delicioso no ser saturado de pereza y de suprema
tranquilidad, las nociones de la vida real fueron borrándose una tras
otra, olvidó el sitio donde estaba, la luz del quinqué palideció y su
luz tornóse más diáfana; un velo gris cubría los estantes y los muebles,
y al fin el opio consiguió apoderarse de su cerebro produciéndole
alucinaciones exquisitas.

La luz que irradiaban los carbones de la chimenea fué disminuyendo hasta
extinguirse, y sus ojos sólo vieron aún el cadáver del gato tendido
sobre la plancha de cinc, con las patas abiertas; pero el sangriento
despojo también acabó de borrarse y el médico se quedó soñando, sumido
en una atmósfera de humo.

La amorosa pasión de Gabriel tardó mucho tiempo en manifestarse, pero
una vez declarada se desató furiosa, arrollándolo todo: amistad,
afectos, conveniencias sociales. Aquel tardío rasgo de su vida afectiva
fué el más violento de todos los que hasta entonces experimentó: fué una
pasión salvaje, una inexplicable explosión de ternuras y de juventud en
un corazón de cuarenta años. Era la primera vez que Gabriel avanzaba
contrariando realmente el curso natural de las cosas, pues mientras el
mundo envejecía, él, en menos de un año, había logrado quitarse de
encima cerca de dos lustros.

No le importaban su pasado vituperable, ni el cansancio que las batallas
reñidas al Destino dejaron en su alma, ni las ilusiones malogradas, ni
aquella lozana juventud perdida: un mundo nuevo y alegre, una vida
seductora, un horizonte vastísimo iluminado con los mágicos
resplandores de una aurora primaveral, extendía ante sus ojos la
ilusión.

La vez primera que Gabriel Montánchez vió a Consuelo no sintió la menor
emoción: sólo recordaba que su amigo Alfonso se la presentó en el teatro
después de un estreno... y era una mujer como las demás... acaso más
guapa que otras... Luego, la obsequiosa amistad de Alfonso, los lazos
que a él le unían, la enfermedad de la joven y las tardes pasadas en la
intimidad de aquel hogar, contribuyeron a revestir de interés la figura
de Consuelito Mendoza.

Cuando Montánchez hizo votos de romper con el mundo y cayó en aquella
misantropía que le obligaba a vivir en una noche perpetua, ignorante de
la sucesión de los días, sin espejos, relojes, almanaques, termómetros,
ni nada que recordase el movimiento decadente de las cosas, creyó que en
aquel nido de anacoreta cortesano podría envejecer tranquilo entregado a
sus estudios y a sus libros: los mundanales deleites ya no constituían
para él un misterio, los conocía perfectamente; todos los fué apurando
uno tras otro y le eran familiares. Pasaron los años y de pronto su
viejo corazón despertó; y aquel despertar fué dulcísimo, pues su pasión,
como todas las pasiones grandes, empezó a desarrollarse lentamente. El
color blanco pálido de la joven, sus grandes ojos hebraicos que miraban
con tristeza y abandono orientales, su boquita entreabierta, sus
actitudes llenas de languidez y de gracia, todo concurrió a reavivar con
maravillosos artificios los recuerdos de la juventud pasada. El médico
creyó que se trataba de un afecto amistoso, limpio de todo pensamiento
carnal, y cuando aquel fugitivo destello de amistad se había convertido
en amor, casi se alegró, como hombre que no acostumbra a preocuparse
mucho de los acontecimientos que embarazan el porvenir.

--Vivimos--dijo--en este mundo para amar y ser amados, para reír y
gozar, y lo que tienda a fortalecer nuestra felicidad, es bueno y santo.
No soporto imposiciones morales que son al espíritu lo que las esposas
para las muñecas del preso; me gusta la amistad en tanto mis amigos no
me molestan; y el mundo, siempre que no quiera volver a ponerme sobre la
cabeza su gorro de plomo; y la ética, siempre que esté de acuerdo con
mis deseos; y hasta me agrada respetar, como al que más, la mujer del
prójimo, cuando comprendo que ese prójimo la quiere con toda su alma...
y que ella no me gusta mucho. Pero renunciar a una pasión que me hace
enteramente feliz, por temor al escándalo o por no lastimar a un amigo,
es imbecilidad indiscutible: seré un monstruo de egoísmo, pero el mundo
me enseñó a discurrir así; son muy contadas las personas que quieren a
un amigo tanto como a sus muelas, a sus brazos o a sus piernas, y, sin
embargo, cuando aquéllas duelen más de lo justo corren a casa del
dentista, y si los otros se enferman, el cirujano se encarga de
amputarlos; ¿con cuánta más razón podremos amputarlos del corazón un
afecto que nos amarga la vida en vez de embellecerla?...

Firme en este criterio, entregóse a su nueva pasión con el frenesí del
jugador que aventura a una carta su última peseta; y como Gabriel
Montánchez creía, con todos los que han corrido mucho, que el verdadero
placer reside más en el deseo que en el goce, así como los secretos más
deliciosos de la mujer son los que tiene mejor guardados, no se dió
prisa en conquistar lo que por un medio u otro estaba seguro de obtener.

El carácter impetuoso y uraño de Consuelo, sus murrias, sus histerismos,
la profunda aversión que le tenía y las dificultades de tiempo y de
lugar con que continuamente tropezaba, le desconcertaron bastante, y
entonces apeló a otro sistema, quizá más lento, pero indudablemente más
seguro. Durante aquellas tardes de invierno que Alfonso Sandoval y él
distraían contando cuentos, Montánchez sorprendió muchas veces el efecto
que sus palabras, sus narraciones y hasta sus gestos, ejercían sobre el
ánimo de Consuelo; y aunque estaba cierto de que un odio infundado, pero
invencible, le separaba de ella, sabía que esta repulsión era ineficaz
porque la joven vivía subyugada y fascinada en absoluto por él, que a su
lado no tenía pensamientos, ni voluntad, ni conciencia de sus actos, y
que la sugestión magnética la convertía en una muñequita dócil a cuanto
se la quisiera imponer; sabía también que Consuelo le adivinaba
obedeciendo a esas misteriosas relaciones merced a las cuales los
animales presienten la aproximación de una tempestad, y que su presencia
la atortolaba como a una perdiz los ladridos del perro que se acerca, y
reconociendo que el terror le hacía déspota único de aquella alma niña,
esperó, con la cachaza del cocodrilo que acecha una presa mientras toma
el sol, la ocasión propicia de rendir el cuerpo. Para asegurar la
victoria probó en Consuelo el sueño hipnótico, deseando saber de
antemano la facilidad con que podría rendirla, y aconsejó a Alfonso que
se apartase de la joven para favorecer su emancipación moral. La primera
parte del plan salió según su deseo; la mujer, convertida en máquina,
estaba dispuesta a entregarse; sólo faltaba la ocasión, el eterno
“cuarto de hora” que, afortunadamente para Consuelito Mendoza, aún no
había llegado.

Mientras Gabriel Montánchez urdía y maduraba sus endiablados proyectos
fumando sendas pipas morunas cargadas de opio y de sándalo en su estudio
de la calle Hortaleza, Consuelo esperaba ansiosamente el fin del
invierno para realizar aquel delicioso “viaje de novios” que tenía
proyectado. No era por satisfacer una curiosidad, pues nunca sintió
grandes deseos de ver mundo, ni por el gusto tonto de deslumbrar a sus
amigas refiriendo las mil y una maravillas que pensaba ver en su
excursión, porque las pocas personas que conocía habían viajado más que
ella y la importaban tanto las montañas suizas o las nieblas del Rhin,
como las nubes de antaño; ni tampoco el deseo de escribir sus
impresiones, pues nunca tuvo pujos de escritora, y las contadas veces
que cogió la pluma en su vida fué para escribir a Sandoval cartas en las
cuales la pasión y la ortografía andaban en razón inversa. La pobre niña
sólo quería huir de Madrid, adivinando que Gabriel Montánchez constituía
un peligro para ella y para Alfonso.

Cuando le conoció no supo formar idea ninguna de él; sí recordaba que le
había saludado con bastante encogimiento y que hasta dudó en alargarle
la mano; pero, como aquello la sucedió con otras personas, no dió
importancia a su vacilación. Más tarde, la noche en que Gabriel estuvo
examinándola, pudo reconocer mejor los rasgos más salientes de aquella
extraña fisonomía: su palidez marmórea, sus labios delgados, su ancha
frente que las tempestades del alma surcaron de arrugas indelebles, sus
ojos grandes, indescifrables y traidores; entonces sintió gravitar sobre
ella todo el peso de aquella mirada penetrante que registraba sus
pensamientos, y quedó sobrecogida de pavor; fué una descarga eléctrica
que la dejó sin movimientos y sin fuerzas.

Quién había comunicado a Montánchez aquel ascendiente sobre ella, fué
lo que Consuelo no se explicaba; mas no por eso dejó de padecer los
efectos del fenómeno con menor intensidad: sentía que el médico le
robaba las ideas, los movimientos, la voluntad; junto a él no tenía
fuerzas, porque él se las quitaba con sólo mirarla, le imitaba
inconscientemente y hasta de gustos propios carecía; siempre estaba
conforme con sus opiniones, y su docilidad era tan absoluta, que antes
de que hablase ya daba ella con la cabeza señales de asentimiento. De
esta pasividad moral Consuelo se daba exacta cuenta, y la idea de estar
incapacitada para defenderse de un “algo” misterioso, y criminal que
presentía en Montánchez, la infundió hacia él repulsión espantosa.

Sus accidentes y la influencia hipnótica de Gabriel acabaron de
aterrarla: creyó que Montánchez era un encantador, un mago de buena
sociedad que se perfumaba todas las mañanas para no oler a azufre y al
que no se podía espantar con cuentas de azabache ni matas de ruda, y se
consideró perdida: por eso le dijo cuantos descomedimientos la vinieron
a la boca, e hizo cuanto pudo por que Alfonso riñese con él; y cuando se
convenció de que la cizaña moral no existiría si todas las personas
fuesen tan torpes como ella para sembrarla, concibió el proyecto de
viajar mucho, medio fácil de poner entre ella y el odiado médico
centenares de leguas. Esta idea significó para Consuelo un rayo de
felicidad, y tan bienhechores fueron sus efectos que hasta los ataques
de histerismo disminuyeron.

Nunca se levantaba antes de las once: tomaba el chocolate en la cama, y
mientras apuraba lentamente el contenido de la jícara y partía los
bizcochos y casi lloraba porque un pedacito que “le era simpático” se
cayó al suelo, su mano, un poco torpe, equivocaba frecuentemente el
camino que conducía a la boca, y el bizcocho, mojado en chocolate, solía
marcar sobre la nariz una manchita obscura; entonces, la joven se dejaba
caer hacia atrás riendo a carcajadas, con el cuello y los pechos
descubiertos, la boquirrita y los ojos contraídos por la risa.

--¡Concho, qué bien debo de estar así--decía--; pareceré un clown!...

Y cuando ya estaba más serena:

--Alfonsito--continuaba--, ¿quieres una sopa de chocolate? Está muy
rico; anda, concho, cernícalo, si no te pinto... ¡pero, qué mal pensado
eres!... Si a mí me hubiesen dicho que querían hacer contigo, es decir,
que querían que tú hicieras conmigo... ¿entiendes?...

--Ahora entiendo menos.

--Que si tú quisieras hacer conmigo lo que yo he procurado hacer
contigo... ¿está bien así? ¡Vaya, ya salió!... te hubiera dicho en
seguida que sí, porque nunca pienso que puedas engañarme, y eso que el
nene, concho, es de oro... Conque, ¿quieres?... Anda, sosón...

Con sus ardides y marrullerías entretenía a Sandoval hasta las doce o la
una; entonces se levantaba, y luego de bien lavoteada y peripuesta iba
al comedor.

Después de la comida, y mientras llegaba la hora de que Alfonso se fuese
al casino, hablaban del pesado sueño que tenían por las mañanas, de lo
que ella le dijo para obligarle a abrir los ojos y de la grandísima
picardía que él contestó; de teatros, del último estreno, del “crimen de
ayer” referido con prolijidad enojosa por los periódicos de la mañana,
de si saldrían o no por la noche, de modas y del viaje; ¡sobre todo, del
viaje!

Esta conversación era inagotable para Consuelo: por docenas podían
contarse las veces que habló de cada detalle, invirtiendo horas en
discutir la clase en que debían viajar, el sitio que ocuparían en el
vagón y hasta el color de los vestidos, que serían grises por ser los
más sufridos...

Cuando Alfonso se marchaba, Consuelito Mendoza se encerraba en su
gabinete o en el despacho, y allí se ponía a coser. Por las noches el
matrimonio cenaba un bocadillo ligero antes de ir al teatro.

Aquel invierno también picó en lluvioso y frío, pero Consuelo, a
despecho de la estación y de la falta de medicinas, pues se había negado
rotundamente a tomar ninguna, temiendo que estuviesen prescritas por
Montánchez, estaba mejor de salud.

La soledad de sus tardes la entretenía con los preparativos del viaje.
Aunque propensa a la vida holgazana y contemplativa, desplegó una
actividad ejemplar. Le parecía que entre todos los relojes de Madrid
estaba verificándose la apuesta de cuál de ellos daría más vueltas en
menos tiempo, lo que hacía que las horas, por su brevedad, pareciesen
minutos; que las hojas de los calendarios se cayesen solas, que los
meses huyeran como golondrinas y que el momento de la partida iba a
sorprenderla sin tener arreglados sus trapitos.

--¿Cuánta ropa llevaremos?--le preguntó a Sandoval.

--La que calcules que podamos necesitar en un viaje de ocho o nueve
meses.

La respuesta era algo vaga, y Consuelo no supo a qué atenerse; y después
de contar las semanas que tiene cada mes y las veces que ella mudaba sus
ropas interiores a la semana, más las prendas que se pierden y las que
se rompen, creyó necesario llevar, por lo menos, cuatro docenas de cada
artículo.

Preparar cuarenta y ocho camisas suyas y otras tantas de Alfonso, más
otro número igual de calzoncillos, pantalones de señora, calcetines,
sábanas, etc... era un trabajo enorme para cuyo desempeño tuvo que
desplegar todo su celo.

Las festividades de Pascua pasaron para ella casi inadvertidas, pues los
preparativos del viaje absorbían de tal modo su atención, que hasta las
ganas de dormir le quitaban. En todo este tiempo su salud fué
inmejorable; se puso más gruesa y de mejor color, con más alegría en los
ojos y menos electricidad en los nervios. Sandoval estaba encantado: era
indudable que la robustez de la joven triunfaba de todo, y que por
aquella vez quedarían chasqueadas la ciencia y las profecías de
Montánchez.

Hasta muy vencida la segunda quincena de enero no creyó Consuelito
Mendoza que el equipaje estaba terminado y que podía enseñarle a Alfonso
su obra de tantos meses; y éste, aunque la había visto andar muy afanosa
de un lado a otro saqueando roperos, y notó los vacíos que dejaron en
los estantes los libros secuestrados, se quedó estupefacto ante el
convoy que su mujercita tenía preparado.

--Pero, muchacha--dijo--, ¿tú sabes lo que eso pesa y el dineral que
cuesta su traslado?

Consuelo, avergonzada, no se atrevía a hablar.

--Veamos--dijo Alfonso--, ¿cuántos baúles destinas a la ropa blanca?

--¿Yo?--repuso ella con el aplomo de la persona que sabe bien lo que ha
dispuesto--, pues... siete.

--¡Siete baúles, es decir, siete mundos, pues apostaría la cabeza a que
los elegiste así!--exclamó Sandoval encogiéndose cómicamente de hombros
como temiendo que aquel sistema planetario, repleto de ropa blanca, se
desplomara sobre él.

--¿Qué, te parecen muchos?

--Ay, niña; no me asustan esos siete, si no los que irán saliendo,
porque para tus trajes y los míos, ¿qué menos vamos a necesitar que
otros tres?

--Cinco calculé yo, y no son muchos.

--¿Cinco dijiste?... Más a mi favor. ¿Ves cómo hice bien no asustándome
de los siete primeros?... Y miren cómo mi mujercita me ha convertido en
una especie de Dios chico, que se permite el lujo de andar rodando por
ahí con sus mundos, maravillando a los carabineros y empleados de
ferrocarriles que sólo están acostumbrados a tratar con esos pobres
diablos que no tienen más que un baúl... quiero pensar en lo que,
gracias a ti, voy a reírme en el viaje cuando se hable de astronomía y
mi interlocutor me pregunte con acento inglés:

“--¿El Sol marcha, verdad?

“--Sí, señor--le responderé yo--; el Sol marcha; Eugenio Pelletán fue un
descortés que sólo se acordó de la Tierra; pero el Sol también le da a
las tabas lindamente a pesar de sus muchos años.

“--Y la Tierra, ¿hacia dónde camina?

“--La Tierra camina conmigo.

“--¿Cómo, con usted?--dirá mi inglés, un tío muy largo, como si le
viera, con grandes patillas rubias, un monóculo, una guía debajo del
brazo y un sombrero más chiquito que la cabeza--, ¿usted está loco?

“--No, señor; el mundo va conmigo, adonde yo quiera llevarlo, como otros
treinta o cuarenta que vienen ahí detrás; es todo un sistema planetario:
Flammarión no se ha enterado aún de esta francachela cósmica que vamos
corriendo, pero puede usted creerme bajo mi palabra”.

Consuelito Mendoza, aunque desconcertada y corrida, declaró que, a su
juicio, se necesitaban diez y ocho baúles de los grandes.

Sandoval se echó a reír.

--Todo nuestro equipaje--dijo--ha de caber en un baúl. ¿Oyes?... No
admito ni una sombrerera más.

--Pero, hombre, ¡qué cosas tienes! ¿Y dónde meto el contenido de los
diez y siete mundos restantes?

--En ninguna parte, lo dejas aquí.

--¿Y tus libros?

--Mis libros se quedan en su sitio; ¿qué necesidad tienen los pobretes
de exponerse a perder un canto por esos andurriales?

--¿Y cuando quieras leer?

--Compro uno.

--¿Y qué haremos de los libros comprados?

--Si encuentro alguno bueno lo guardaré; pero lo bueno escasea tanto que
probablemente me cabrán todos en un bolsillo del chaleco; los malos, los
tiro o los quemo, o los cambio en las estaciones del tránsito por vasos
de agua o por naranjas...

Estaban a mediados de febrero y la gente moza y alegre de Madrid,
animada por la festividad del día y por un hermoso sol primaveral,
bajaba al Prado y a Recoletos en bulliciosa manifestación.

Era domingo de Carnaval.

Las máscaras ejercían sobre Consuelo atracción irresistible, aunque
ignoraba, con el candor de una niña, los placeres de que las mujeres
disfrutan llevando el semblante bajo un antifaz.

El Carnaval se asociaba en su memoria a recuerdos infantiles que la
transportaban quince años atrás, cuando era una rapaza que pasaba las
noches pensando en los pollitos culones de la señora Daniela; eran
recuerdos inocentes, que todos los años se renovaban produciéndola la
misma dulce y poética complacencia.

Siendo niña se asomaba a la ventana a ver las máscaras mientras oía con
suave ensimismamiento “El carnaval de Venecia” de Schulhoff, tocado al
piano por una vecinita suya; y mezclando las notas populares que
sirvieron de tema al profesor alemán para componer su célebre obra, con
la idea que ella tenía formada de Venecia, llena de góndolas, y los
monigotes embadurnados de amarillo y de verde que desfilaban ante sus
ojos, con otras muchas tonterías aposentadas en su cerebro de muchacha,
formaba un carnaval extraño, fantástico, con músicas y tipos
enteramente suyos. Esta borrosa visión infantil duró muchos años, y
siempre recordaba con plácida melancolía aquel carnaval veneciano
escuchado por ella tras los cristales de su gabinete.

Alfonso y su mujer bajaban la calle Alcalá en un coche abierto. La
animación era inmensa. Al llegar a la fuente Cibeles la multitud se
bifurcaba, y mientras unos seguían por el Salón del Prado, hacia
Neptuno, otros caminaban hacia la plaza de Colón.

Los coches descubiertos formaban mayoría, y en ellos lucían sus
atractivos algunas jóvenes disfrazadas de pasiegas, de andaluzas o de
gitanas; también había muchos niños vestidos a la antigua, con pelucas
empolvadas, medias de seda, zapatos de charol con hebillas de plata,
pantalón ceñido y largos casacones bordados que les azotaban las corvas;
parecían comparsas de teatro, y sus perillas y bigotes postizos, de un
negro betún, daban a sus tersas caritas una expresión de seriedad y
vejez contrahecha que inspiraba risa. Entre ellos también mostraban sus
atractivos las Pompadour de tres pies de estatura, semejantes a
figuritas arrancadas de un abanico estilo Watteau.

Por entre las dos filas de coches, una de las cuales iba con la misma
lentitud con que la otra venía, como los costados paralelos de una
correa sin fin, pululaban bandadas de máscaras vocingleras: mujeres con
disfraces varoniles cuyas piernas apenas podían moverse dentro de los
pantalones en que un capricho de su dueña las aprisionó; hombres que
cambiaban su traje por una enagua y un corpiño, comparsas de frailes
rezadores que leían en un libro y echaban bendiciones; “bebés”,
astrólogos, escoceses, locuras, moros, caballeros del siglo XVI,
estudiantes, osos, enanos, lechuzas y otros mil abigarrados figurones y
disparates.

Por las aceras discurría el público de a pie, y entre los trajes
obscuros de los espectadores pacíficos, bullían grupos de máscaras
retozonas que perseguían a sus conocidos para darles un confite y una
broma: todo ello bajo un cielo azul que se deshacía en torrentes de luz.

En aquellas fiestas, consagradas al placer de los sentidos, Alfonso
recordaba sus travesuras de soltero, y aunque ni su edad ni su posición
de hombre casado le permitían ciertas distracciones, gustaba de hacer un
extraordinario echando, como vulgarmente se dice, una cana al aire.

El extraordinario fué bien insignificante y se redujo aquel año a comer
fuera de su casa, en una de esas fondas donde se sirven comidas desde
diez reales en adelante: porque Alfonso, lo mismo que Consuelo, gustaban
de sentarse de cuando en cuando junto a una mesa de pino, a la luz de un
mechero de gas, aspirando el fuerte olor a guisos escapado de las
cocinas y oyendo las voces de la plebe.

Aquella noche cenaron bien; cuando salieron a la calle, aún no eran las
nueve: entraron en el Oriental a tomar café y luego se fueron a la
Comedia. Ambos iban muy contentos.

--Es preciso--decía ella--hacer algo gordo, que suene, concho... para
que salgamos en los papeles.

--¿Te atreves a ir a la Zarzuela?--propuso Alfonso, olvidándose de lo
mal que están los casados en un baile público.

Consuelito Mendoza acogió la idea con regocijo.

--Sí, sí--dijo palmoteando--, eso es lo que yo quería, concho, sólo que
no me acordaba.

--¿Entonces, no vamos al teatro?

--¡Quiá, qué disparate!

--¡Pues, ale!... Corriendo a casa, que no hay momento que perder.

Al cruzar de nuevo la Puerta del Sol, vieron a Montánchez.

--Si quieres pasar la noche conmigo--dijo Sandoval estrechándole la mano
y sin detenerse--, ve a la Zarzuela; allí estaré yo.

El médico saludó quitándose el sombrero y repuso:

--No iré.

--¿Para qué le has hablado a ese gaznápiro?--exclamó Consuelo con el
semblante contraído como si fuese a llorar--; ¿cómo te empeñas en
hacerle partícipe de nuestras alegrías sabiendo que le odio y que donde
él esté no puede haber sosiego para mí?

Alfonso, que comprendió su yerro, acudió a componerlo recurriendo al
repertorio de sus ternezas, y como el enfado de la joven no era muy
sincero no le costó trabajo tranquilizarla. A la una de la madrugada
llegaron a la Zarzuela.

Consuelo vestía un capuchón azul con adornos negros, zapatitos de raso
blanco y antifaz encarnado. Todos los palcos estaban ya vendidos y
tuvieron que comprar dos entradas. Las luces, el calor y el ruido
causados por la aglomeración de personas, produjeron en Consuelo un
sobrecogimiento que la hizo aferrarse estrechamente al brazo de su
marido; aquel espectáculo, tan nuevo para ella, la atraía y asustaba a
la vez.

Entonces la orquesta no tocaba y los bailarines descansaban dando
vueltas al salón: en el centro de aquella movible cinta de carne humana
había muchos hombres que, no teniendo pareja, esperaban ansiosamente la
llegada de nuevas mujeres. En los palcos se comían fiambres y se
vaciaban botellas de Jerez, y en uno de ellos, ocupado por camareras y
jóvenes de buena sociedad, un adolescente, en el colmo de la embriaguez,
vertía el vino en el interior de su sombrero de copa, aplicaba los
labios a las alas y bebía. En el escenario algunos bailarines
disfrazados se habían rendido ya a las fatigas del baile y a los
vapores de la bebida, y dormían profundamente tendidos boca arriba, con
los brazos abiertos, los semblantes desfigurados por las pinturas, el
sudor y el polvo, y teniendo aún en una mano la última botella vacía;
mientras otros, que hicieron con su rabo de diablo una especie de cojín
para sentarse y estar más cómodos, cenaban tranquilamente recostados
contra la pared.

De repente, y cayendo sobre aquel polífino desconcierto producido por
tantas voces que destempló la agitación y la borrachera, resonaron
nuevamente los acordes de la orquesta, y aquella masa de carne empezó a
ondular siguiendo el ritmo musical.

Consuelo, aunque sufriendo ya el malestar causado por el calor y la
mucha gente, se dejó llevar por Alfonso a través de aquella multitud
ebria de vino y de vicioso júbilo.

--¿Te sientes mal?--preguntó él inquieto.

--No--repuso la joven mirándole cariñosamente por las aberturas del
antifaz--, estoy muy contenta.

Terminado el baile, Sandoval dejó a Consuelo un momento para saludar a
varios amigos que le habían llamado: en tal momento un numeroso grupo de
máscaras empujó a la joven hacia un extremo del salón.

Ella, toda medrosita y atortolada, sin fuerzas para resistir la
avalancha, ni estatura para orientarse en aquel mar de cabezas, empezó
a gritar llamando a Alfonso. Algunos desocupados, notando su turbación,
se complacieron en aumentarla con sus voces y requiebros, y siguieron
acosándola hasta acorralarla contra un ángulo del escenario. En esto la
orquesta volvió a tocar y muchos quisieron bailar con ella: Consuelo, al
principio pudo defenderse, pero después el miedo paralizó su lengua; un
hombre medio borracho y disfrazado de diablo se arrodilló ante ella para
verle el rostro por debajo de la sotabarba, y mientras con lengua
estropajosa iba diciendo cuantas sandeces se le ocurrían, extendió la
mano y la pellizcó una pierna; Consuelo dió un grito y retrocedió
algunos pasos sin poder desembarazarse de otros importunos que,
excitados por su cándido aspecto, abusaban de su turbación para
manosearle los brazos y los pechos. Y ya empezaban a acongojarla, cuando
rompiendo violentamente el grupo de hombres que en torno de ella se
había formado, la forzó a bailar, cogiéndola por el talle, una máscara
disfrazada de astrólogo.

La súbita presentación y el aire autoritario de aquella extraña figura,
vestida con un rico manto de terciopelo azul cuajado de estrellas
argentinas, sorprendió a todos, incluso a la misma Consuelo, que se dejó
arrebatar.

El máscara bailaba sin decir palabra: al llegar al comedio del salón
pasó Sandoval y la joven corrió hacia él dando un grito. Alfonso se
volvió repentinamente, y viendo que el astrólogo procuraba retenerla
por un extremo del capuchón quiso agredirle, pero algunos bastoneros le
contuvieron y la cuestión no siguió adelante.

Cuando regresaron a su casa, Consuelito Mendoza, extenuada por las
fuertes emociones de aquella noche de aventuras, no pudo resistir más y
se desmayó.



VII


Las amistosas relaciones entre Gabriel Montánchez y Sandoval parecían
haberse enfriado un poco: sólo de tarde en tarde se veían, y cuando
Alfonso reprochaba a su amigo su tibieza, el médico se disculpaba
alegando sus muchas ocupaciones.

Consuelo Mendoza celebró aquel retraimiento, pero a pesar de tan
tranquilizadoras apariencias siempre recordaba con miedo la tarde en que
Montánchez estuvo hablándola de amistad, quejándose de sus soledades y
explicando su necesidad de ser querido por alguien; y sus palabras, sus
gestos, el fuego que puso en su conversación y la extraña expresión de
su mirada. En su lenguaje apasionado, la joven adivinó un amor criminal;
y aunque Montánchez, o por prudencia o por miedo, no se declaró más
francamente y todo ello parecía olvidado, Consuelo recelaba las
consecuencias de esas tempestades que se forman poco a poco y sin ruido,
y en un momento dado estallan con violencia aterradora.

Consuelo sentía cernirse sobre su cabeza aquel ciclón “pasional”; empezó
por un puntito negro apenas perceptible y ya ocupaba el horizonte. Como
a sus cándidos ojos de niña crédula Gabriel Montánchez se había ofrecido
como un genio superior relacionado y hasta emparantado con los espíritus
maléficos más poderosos del otro mundo, temía que el endiablado médico
pusiera en juego para rendirla algún procedimiento sobrenatural, algún
filtro o conjuro, alguna hierba milagrosa de ésas que, según afirman las
viejas zurcidoras de voluntades, poseen la virtud de volver los
corazones hacia determinados afectos. Y esto era precisamente lo que más
miedo y repugnancia le causaba: la idea de que Montánchez poseyese el
secreto de hacerse querer de ella, hasta estrecharla entre sus brazos
alguna vez...

Cuando Sandoval cogía un periódico y leía la descripción de uno de esos
sangrientos dramas de amor y de celos tan frecuentes en nuestro pueblo,
Consuelo se echaba a temblar como si su conciencia la acusase de algo.

--¡Calla, por Dios--decía--; la relación de ese crimen me crispa los
nervios! ¿Te parece bien que siempre, las pobrecitas mujeres, paguen el
pato?

--Como que sois las únicas causantes de nuestras malandanzas y
desventuras.

--Sí, ¿eh?

--Claro, ¿quién os manda ser tan guapas?

--Y a vosotros, ¿quién os obliga a ser tan viciosos?

--¡Toma... misterios del querer!...

--¡Ay, amigo, eso no está bien!... ¿De modo que el amante, el Tenorio
callejero, que allana una casa sin pedir permiso y no vacila en hacer
desgraciada a una familia por satisfacer un necio antojo, no merece
castigo?

--Ése, también; el hombre por buscar... la mujer por dejar que la
encuentren.

--¿Así que tú--agregó Consuelo riendo--eres uno de esos maridos
matasietes que no perdonan a nadie?

--A nadie--repuso Sandoval distraído.

--¿Y matarías a tu contrario, Alfonsito?

--Como a un perro.

--¿De un tirito?

--O de dos; de todos los que hicieran falta.

--Naturalmente, porque si con el primero no tenía bastante...

--Repetía la dosis.

--¡Concho, qué miedo!... ¿Y a mí también me matarías?

--También; con otros dos o tres tiritos, según tuviera el pulso.

--¡Qué burro!... ¿Y después?...

--Después--contestó Sandoval que continuaba leyendo--, me pegaba otro
tiro, o dos... ya digo que eso dependería de cómo tuviese el pulso.

--Necesitarías antes volver a cargar, porque las cápsulas se te habrían
acabado ya.

--Naturalmente.

--Conque, ¿se habrían acabado, naturalmente?

--Muchacha, ¿quieres dejarme leer?

--Oye, Alfonsito--prosiguió ella bromeando y por agotar la conversación
y la paciencia de su marido--, y después que todos estuviésemos bien
muertos, ¿qué harían con nosotros?...

--Pero, ¿es que estás tomando informes para que nada te coja de
susto?--preguntó Sandoval amostazado--; pues no sé lo que harían con
nosotros; probablemente nos enterrarían de cara al sol... no sé...
¡Déjame en paz, tabardillo!

Estas conversaciones en que siempre descubría Alfonso los sanguinarios
instintos de su celoso temperamento, preocupaban mucho a Consuelo; sin
querer echábase a fantasear acerca del cúmulo inagotable de calamidades
que caerían sobre ella si el Destino consintiese que sus tristes
presentimientos se cumplieran y Montánchez la violentara o rindiera con
sus hechicerías; pensaba en la horrible tragedia que entonces se
desarrollaría entre aquellos hombres, y se veía sola, indefensa,
arrodillada en el suelo llorando, sin fuerzas para separar a los dos
rivales; y después calculaba las consecuencias de su caída...

Éstas dependían del resultado de la lucha. ¡Oh, no! ella no quería que
Sandoval riñese con Gabriel Montánchez, porque el médico no era un
hombre como los demás, sino un demonio que le vencería. ¿Pero, y si
Alfonso quedaba triunfante?... Entonces ella también podía darse por
muerta, porque Sandoval, en su exaltación, la aplastaría con el pie como
quien mata una araña. ¡Qué miedo, morir así o estrangulada... y quedarse
luego muy fea, con los ojos desencajados y la roja lengüecilla fuera de
la boca!...

Si, por el contrario, Sandoval sucumbía a manos de Montánchez, ¡qué
horror!... verle muerto y quedar entregada a las caricias de aquel otro
tipo tan disimulado y tan hipócrita que tarde o temprano la mataría
también...

A fuerza de discurrir en el mismo tema, esta idea llegó a dominar su
espíritu; creía que el desastre iba a suceder de un día a otro y hasta
extrañaba que nada serio hubiese ocurrido aún; era una pesadilla
ineluctable, un espectro con la cara y las manos manchadas de sangre que
la perseguía en el lecho, en la mesa, en el teatro.

El viaje se había fijado para el día quince de marzo.

La víspera de la partida Consuelo comenzó a sufrir ese vago sentimiento
de temor que infunde lo desconocido. Como todas las mujeres de corazón
sensible, nunca había fijado dique a sus afectos y amaba cuanto veía a
su alrededor; y a colocar ordenadamente sus afecciones, se hubiera visto
que la primera, la más grande, era la de Alfonso Sandoval, aun cuando
este amor relegaba el de Dios a un impío segundo término; y después y
en línea descendente, figuraban otro sin fin de amorcillos que no por su
pequeñez eran menos reales ni dignos de ser apreciados; tales como el
cariño que sentía por la cocinera, por el niño ciego que algunas tardes
tocaba un violín implorando la caridad pública al pie de sus balcones,
por el jilguero que alegraba la casa con sus trinos, por una sillita de
cuero donde se sentaba a coser, por un dedalito de plata que la
regalaron siendo niña, y por cuantos muebles y fruslerías estaban en
contacto con ella. Separarse de todo aquello, aunque sólo fuese por un
tiempo relativamente corto, era una necesidad que la afligía hasta el
llanto, pues no sólo pensaba en sus penas, sino en las que por idéntico
motivo sufrirían sus queridos chirimbolos, a los que, desde luego,
suponía capaces de sentir pesadumbres de amor.

Aquella mañana la joven madrugó más que de costumbre y se asomó al
balcón: el tiempo había cambiado, y un fuerte viento Sur empujaba
rápidamente las nubes unas sobre otras: se padecía ese bochorno que
precede a las tempestades; el cielo estaba nublado y de los nubarrones
más bajos caían gruesas gotas que manchaban la calle de enormes viruelas
negras.

Consuelo seguía en el cierre de cristales, mirando distraídamente las
columnas de polvo que el viento levantaba, como esgrimiendo un escobón
invisible; las puertas y ventanas se cerraban o abrían con estrépito,
sacudidas por el ciclón; algunos cristales cayeron a la calle hechos
pedazos y por la Puerta del Sol eran muchos los transeúntes que corrían
detrás de sus sombreros.

Recordando su próximo viaje Consuelito tuvo miedo.

--¡Dios mío!--meditó--, ¿no quieres que me vaya?...

El resto de la mañana lo invirtió arreglando de nuevo su bagaje.

Debían de salir a la noche siguiente para Barcelona, donde embarcarían
en el primer buque que navegase con rumbo a Italia.

--¿Y nos iremos de aquí aunque llueva?--preguntó Consuelo, que a un
mismo tiempo temía y deseaba marcharse.

--¿Pues quién nos lo impide?...--repuso Sandoval--; el agua no molesta
cuando se viaja en ferrocarril.

Después de almorzar, Alfonso salió a hacer efectivos algunos cheques, y
como Consuelo no quiso acompañarle, acobardada por el mal cariz del
tiempo, la cocinera y la camarera fueron las encargadas de comprar una
maleta destinada a guardar los enseres de tocador.

--Oye--gritó Consuelo desde el gabinete a su doncella, que ya se iba--,
cuando vuelvas llama con los nudillos para que yo te reconozca, o si
no... llévate el llavín; mejor es, porque quizá tenga luego gana de
echarme a dormir un rato...

Las mujeres salieron y la joven se puso a coser cerca del balcón.

El horizonte se había obscurecido completamente y la luz que penetraba
por los visillos era escasa. Consuelo empezó a sentir miedo, miedo de
saberse sola en aquella casa tan grande que parecía dormir bajo sus
tapices y cortinajes, y recordando las cabezotas de yeso del despacho y
aquel ensueño en que las vió animadas, volvió a temblar; a cada instante
creía que caminaban por el pasillo los bustos de Cervantes o de Quevedo,
asentados sobre dos piernas muy largas y negras como patas de langosta,
y tan grande fué su aprensión, que hubo de levantarse y cerrar la
puerta.

El viento silbaba en la calle produciendo, al quebrarse en las esquinas,
lamentos lúgubres semejantes a suspiros. Consuelo dejó su costura y se
asomó a la ventana: del cielo caían gruesos goterones que, por lo
pesados, parecían de plomo, y causaban un ruido fastidioso al chocar
contra el cinc del mirador; luego aquellos amagos de lluvia fueron
aumentando hasta convertirse en espantoso aguacero.

La lluvia caía tan compacta que parecía un inmenso velo de gasa: los
transeúntes, acobardados por el agua, se guarecían en los portales a
esperar cachazudamente que disminuyese la fuerza del chaparrón, y sólo
los muy impacientes seguían con el inútil paraguas abierto, el cuello de
la americana levantado y los pantalones doblados sobre los tobillos.

Consuelo se retiró del balcón un poco mareada por aquel continuo llover,
y al ir a sentarse repercutió el timbre de la puerta de entrada. La
joven quedó inmóvil, con la quieta rigidez de las estatuas.

--¿Quién será?--pensó--; aún es muy temprano para que Alfonso vuelva...
Es extraño, no adivino quién pueda ser...

De pronto sus facciones se contrajeron y llevóse ambas manos a la boca
sofocando un grito de terror; se había acordado de Montánchez.

El timbre volvió a vibrar, y Consuelo salió al pasillo, dirigiéndose al
recibimiento.

--¿Quién?--preguntó con voz trémula.

--Yo--repuso una voz de hombre que la joven no reconoció.

Acercóse a la mirilla de la puerta, mas no pudo distinguir nada porque
el visitante estaba cerca de la pared.

--¿Y... quién es usted?--inquirió Consuelo, cuyas piernas flaqueaban.

--Gabriel, señora.

--¡Ay... no le había conocido!

--¿Puede usted recibirme?

--Alfonso no está...

--No lo sabía... pero eso no empece...

--Estoy sola.

--Vuelvo a repetir que su soledad no es un inconveniente.

--Pero...

--Deseo hacerles a ustedes un encargo, es asunto para mí de mucha
cuantía; sé que se van mañana y no quiero desperdiciar la ocasión...

--No puedo...

--Haga usted un poder, se lo ruego...

Su voz era imperiosa. La requerida, aunque jadeante de emoción, aún
quiso resistir.

--¡Vaya... que no puedo!

--¡Señora, tenga usted la bondad de abrir!

Los desfallecimientos físico y moral de Consuelo Mendoza fueron tan
grandes, que casi perdió la conciencia de sí misma y no supo oponerse al
mandato del médico; estaba acostumbrada a obedecerle: como un autómata
abrió la puerta y entró Gabriel.

--¿No hay nadie?--preguntó.

--No, señor--repuso ella haciendo esfuerzos sobrehumanos por cobrar
aplomo--, pero Alfonso no tardará en venir...

Este fué el único embuste que se la ocurrió, pues estaba segura de que
Sandoval no regresaría antes de la noche. Se habían sentado en el sofá
del gabinete, el uno al lado del otro: Montánchez estaba limpio, sin
ninguna manchita de barro en el pantalón, como si acabase de salir de su
cuarto.

--¿Vino usted en coche?--preguntó ella por decir algo.

--Sí, señora... He visto salir a Sandoval y a las criadas, sabía que
tardarían en volver y que estaba usted sola... por eso he subido...

A pesar de su aplomo, el médico estaba un poco inquieto.

--¿Cuándo es el viaje?--agregó.

--Mañana.

--¿Y de quién partió esa idea sorprendente de ir a correr mundo?

--De mí--repuso Consuelo mirando a su interlocutor audazmente.

--¡De usted, ya lo sabía!... Porque eso más parece una fuga que un
viaje.

La joven sintió que su valor declinaba y bajó los ojos.

--Sí--continuó Montánchez--, es una fuga; usted sale de Madrid huyendo
de una persona que, sin querer, la mortifica mucho y a quien odia usted
con toda el alma, ¿no es cierto?

Consuelo no respondió.

--En estas cuestiones no me engaño nunca: ¿qué más? sé el nombre del ser
odiado... ¡soy yo!... No haga usted signos negativos que no me
convencerán: usted me odia, me detesta, me aborrece con un sentimiento
inextinguible de repulsión, y eso, si el testimonio de mis sentidos no
bastase a revelármelo, lo sé por Sandoval, por usted misma... Desconozco
el origen de esa repugnancia, quizá usted la ignore como yo, mas no por
ello es menos cierta. También usted produjo una revolución en mí, pero
de bien distinto carácter: usted me atraía, a su lado me encontraba
bien, y al poco tiempo mi amistad hacia usted era más grande y más firme
que la que profesaba a Alfonso, con ser ésta muy antigua.

--Pero, caballero--interrumpió Consuelo--, ¿a qué viene usted aquí?...
¿A acusarme?

--No, señora.

--Entonces... ¿a qué?

--A decir que la amo, que la quiero con toda mi alma--repuso Gabriel
aplomadamente.

--¿A mí?...--exclamó Consuelo poniéndose de pie--; ¿pero usted sabe lo
que dice?

--Sí, señora, porque lo siento aquí dentro, en este pobre corazón que se
me rompe.

--¡Ay, por la Virgen del Carmen!--gritó Consuelo llorando--, váyase
usted... sí, yo le odio y le temo al mismo tiempo, por eso huyo de
Madrid... acertó usted; quiero hallarme lejos, muy lejos, donde no pueda
usted hacerme daño...

--Consuelo--dijo Gabriel--, siento asustarla hablándola así, pero el
tiempo apremia y no quiero separarme de usted sin confesar toda mi
pasión. Hace algunos meses yo la hubiese podido querer a usted
castamente, como a una amiga; más todavía: como a una hermana... Pero
después este cariño estalló como un volcán y hoy me devora el pecho; ya
no tengo paciencia ni fuerzas para contenerme, ni para resignarme a
soportar un día y otro los furiosos embates de esta borrachera amorosa
que no da treguas y va abrasándome las entrañas. No, mentira, yo nunca
he sido amigo suyo, porque aquel sentimiento amistoso duró un instante y
el amor lo substituyó en seguida; yo no puedo cortejarla a usted
lentamente, porque ni mi edad ni mi temperamento lo consienten, y sé
cuán ridículo es el hombre que mendiga lo que por su esfuerzo puede
obtener. Eso es vulgar, y yo, señora, seré un malvado, un criminal... lo
que usted quiera; nunca una vulgaridad.

La ventana de una de las habitaciones interiores, impulsada por el
viento, se cerró con estrépito, saltando en pedazos sus cristales, y la
lívida luz de un relámpago bañó el gabinete con su lívido y fugitivo
reflejo.

Consuelo lanzó un grito de terror y se persignó; y cuando, pasados
algunos segundos, resonó la lejana voz campanuda del trueno, que gruñía
como un mastín malhumorado, la joven se encogió en el diván sollozando,
tapándose los oídos.

--¡Por Dios, Gabriel, por el recuerdo de la mujer que más haya
querido!--exclamó suplicante--, váyase usted, se lo ruego... siento que
las fuerzas me faltan, que mi vista se nubla... voy a ponerme mala.

--Sí, me iré--repuso el médico con apasionamiento--, y para conseguirlo
no necesita usted implorar la intercesión de un Dios, en quien no creo,
ni tampoco la de ninguna mujer querida, pues mi primera pasión está
muerta y enterrada, y la única que luego reverdeció mi corazón es la que
ahora siento por usted. Por eso me iré, por complacerla, pero antes
quiero que sepa usted todo lo que siento, todo lo que sufro... hoy aún
es tiempo; mañana ya sería tarde... Consuelo--prosiguió Montánchez,
cogiendo una de las manos de la joven, que estaba inmóvil y helada--,
repare usted en lo grande que será mi pasión cuando obliga a un hombre,
tan altivo y bien curado de calenturas amorosas como yo, a dar este
paso. Yo, desengañado del mundo, renuncié a él; cansado de una vida en
que sólo pesares y miserias coseché, me escondí en mi estudio resuelto a
morir lejos de aquella sociedad que mi juventud amó tanto; usted, mejor
que nadie, sabe cómo vivo... y vivía feliz, porque vivía tranquilo, con
esa felicidad helada de los que no sienten; y tan dichoso era en mi
nuevo estado y tal miedo me inspiraban los combates del mundo, que ni la
virtud de Penélope ni la hermosura de Safo, me hubiesen hecho renacer a
mi pasada vida aventurera. Usted, sin embargo, tuvo habilidad para
transformarme antes de que yo mismo preveyera lo que iba a ocurrir...
Ahora la deseo a usted con frenesí, con un arrebato que da vértigos, con
la ceguedad que deben de poner en sus pasiones los salvajes o los
dementes. Mucho quiero a Sandoval, pero antes que su felicidad está la
mía; y como mi dicha es usted y usted es también la suya, estoy
dispuesto a disputársela palmo a palmo, cara a cara, riñendo
noblemente...

--¡Oh, no!--interrumpió Consuelo--, usted no hará nada en contra de mi
marido... entonces le odiaría más y hasta sería capaz de asesinarle.

--No sé aún qué haré--repuso Montánchez levantándose--, pero confieso
que algunas veces me ciega una nube de sangre... La noche en que fué
usted al baile de la Zarzuela, yo era la máscara disfrazada de astrólogo
que la obligó a bailar... ¡Estaba usted tan hermosa... miraba usted a
Sandoval con tanto cariño, resultaba tan horrible mi soledad comparada
con su alegría!... que enloquecí de celos y tentado anduve de reñir con
él para desafiarle y matarle después.

--Es usted un miserable--gritó la joven con violencia y acercándose al
balcón--; váyase usted, salga usted de aquí, porque si Alfonso viene y
le encuentra se lo cuento todo.

--No me importa.

--¡Váyase usted!

--No puedo.

--Pediré socorro.

--No podrá usted; tengo yo más fuerza y se lo impediré.

--Me da usted miedo--murmuró Consuelo levantándose--; parece usted un
demonio.

--¡Y lo soy!--gritó impetuosamente Montánchez atrayéndola hacia sí--;
soy un ángel rebelde que sólo tiembla ante sus propias pasiones; no me
preocupa la muerte, pues cien veces luché cuerpo a cuerpo con ella sin
inmutarme; ni el mundo, porque le desprecio profundamente; ni temo a los
hombres, porque al más fuerte de ellos estoy cierto de aplastarle bajo
mis pies... Lo único que me seduce es usted, por quien vivo...

Un segundo relámpago, seguido inmediatamente de un trueno horrísono,
iluminó la habitación; su luz cárdena resbaló sobre los muebles.

La luz fué tan vivísima que Consuelo cayó temblando sobre el sofá.

El médico la cogió las manos: en aquel momento estaba muy lejos de
representar una comedia.

--Consuelo--dijo modificando el tratamiento para imprimir mayor dulzura
a sus palabras--, no te aflijas ni asustes de ese modo, porque estando a
mi lado nada debes temer. No vengo a proponerte un adulterio vulgar que
repugnaría a tu virtud y que a mí también me sería odioso, mas no por
eso renuncio a la esperanza de obtenerte. Yo te robaría de aquí, iríamos
a vivir a otro país donde nadie nos conociese y en que no tuvieras que
avergonzarte de nada, y allí disfrutaríamos de esta pasión gigante que
me consume y de la que no tardarías en participar... Yo quise atraerte
poco a poco y disminuir la influencia que Alfonso tiene sobre ti, pero
el odio que te inspiro y las circunstancias inutilizaron mis planes;
ahora te quiero más, mucho más que antes... y la misma violencia de mi
amor, aniquila mi paciencia y no me deja suplicar... Consuelo, cariño de
mi alma, esperanza mía, quiéreme... te lo pido de rodillas como esclavo
sumiso, te lo mando, si es necesario, como un rey absoluto... pero calma
mi sed y pon remedio a mis dolores...

Ella, que había permanecido indiferente, con la cabeza caída sobre el
pecho, se irguió altanera.

--¡Gabriel, váyase usted!--gritó iracunda, desasiéndose del médico que
la retenía por las muñecas.

--Consuelo--repuso Montánchez levantándose y sonriendo fríamente--, yo
estoy loco y a los locos no se les razona; se les pega; de lo contrario
el loquero está perdido.

--¿Y qué quiere usted decir con esto?

--Que, con palabras, nada consigues de mí.

--¡Ay sí... es verdad, es usted demasiado cruel para enternecerse!

--A ser cruel me enseñó el mundo; ¿no lo eres tú también conmigo?

--Pues me defenderé cuanto pueda; pediré socorro.

--Tampoco conseguirás nada; yo soy el más fuerte.

Montánchez miró su reloj, vió que aún podía disponer de una hora y
procuró conquistar mañosamente lo que, por la violencia de sus manos y
el imperio de su voluntad, hubiera obtenido al momento.

--Consuelo--repitió acercándose al mirador en que la joven se había
refugiado--, acércate, aquí dentro no estarás tan expuesta al flúido
eléctrico de la tempestad.

--No, no, antes me muero--repuso ella mirándole con ojos de loca--,
prefiero sucumbir abrasada por un rayo a estar junto a usted.

Entonces Montánchez sintió que su calma y su prudencia se agotaban y que
las oleadas de ira le invadían el corazón.

--Pero, insensata--rugió asiendo fuertemente a la joven por el talle y
atrayéndola hacia sí--, ¿no ves que tu resistencia es inútil y que si ya
no apelé a la fuerza es porque te quiero demasiado para lastimarte antes
de agotar todos mis recursos y toda mi paciencia?

--¡Piedad!...

--Tú eres mía, mía en cuanto yo quiera... Estás sola, indefensa,
entregada a mi pasión... ¿No comprendes que eres mi esclava porque mis
ojos te fascinan y no resistes mi mirada?...

--Déjeme usted, suélteme--murmuró la joven pugnando por desasirse.

--No, eso nunca, mañana te vas y el Destino te habrá separado de mí para
siempre.

--Va usted a perderme, a envilecerme...

--¿Qué importa? Aquí tiene que haber una víctima... y esa víctima serás
tú, pues si yo llevase mi abnegación al extremo de inmolarme por ti, mi
sacrificio sería una de esas heroicidades anónimas que nadie agradece y
que pronto se olvidan. Tú o yo, es el dilema; pero como me disputas la
felicidad me incitas a seguir tu ejemplo, y el triunfo, por tanto, será
del que más pueda; ven...

--Piedad, Gabriel, piedad para mí...

--Y de mí, ¿quién tendrá piedad?

--Dios, que lo ve todo.

--No creo en su justicia.

--Por Alfonso, Gabriel.

--Tampoco. Alfonso, en mi caso, sería traidor como yo.

--¡Ay!... ¿Cómo es usted tan insensible?

--¿No lo sabes?--repuso el médico devorándola con los ojos--; porque
eres muy hermosa y tu cuerpo es de ésos que los hombres no perdonan.
Ven...

Consuelo echó a correr y, pasando por detrás de los sillones colocados
delante de la chimenea, se refugió en la alcoba.

Montánchez la siguió.

La tempestad había acortado la duración del crepúsculo, y las sombras
nocturnas aumentaban el pavoroso rumor de la lluvia contra los
cristales.

--Salga usted de aquí--exclamó Consuelo imperiosamente--; éste es el
dormitorio de una mujer honrada en el cual ningún hombre, que no sea su
marido, puede entrar; salga usted, repito: fuera, lo que usted quiera;
aquí, nada.

Su voz vibraba bajo el influjo de sus nervios crispados.

--Consuelo--repuso el médico, calculando que la cama era demasiado ancha
para salvarla de un salto y que la joven se disponía a correr
sirviéndose de ella como de un burladero--, acércate.

--¡Salga usted de aquí!--contestó ella.

Montánchez quiso atajarla por un lado, pero comprendió que si se
separaba de la puerta su víctima encontraría el paso libre para huir.

--Váyase usted--repitió la joven--, es muy tarde y Alfonso puede llegar.

--Vengo dispuesto a todo y le mataré; pero, antes, acércate.

--Nunca.

--¡Acércate!

--No, no.

--¡Consuelo--gritó Gabriel clavando en la joven su poderosa mirada--,
ven aquí!

El flúido magnético empezó a obrar.

--¿No oyes?

Ella lanzó un alarido desgarrador y se tapó la cara con las manos para
substraerse al poder de aquellos ojos devoradores.

--¡Ven aquí!--repitió Montánchez--, ¡ven aquí; yo te lo mando!

Después, adivinando que la infeliz, falta de voluntad, no podría
moverse, se acercó a ella a pasos lentos y mirándola siempre.

En aquel momento la angustia de Consuelo fué infinita: sabía que su
verdugo la sugestionaba desde lejos, que su pobre albedrío era esclavo
del suyo y que estaba perdida; Gabriel la envolvía con una red invisible
que paralizaba todos sus movimientos y hasta del uso de la palabra la
privaba; le vió acercarse y su piernas rígidas se negaron a andar; y
cuando sintió la vigorosa mano de Montánchez posarse sobre su hombro fué
tan grande la atonía que instantáneamente invadió sus miembros, que hubo
de apoyarse sobre el pecho del médico para no caer.

Mas aquel desmayo duró segundos, y otra vez su dignidad ofendida
protestó contra las vergonzosas debilidades de los nervios.

--¡Piedad, piedad para mí!--murmuró.

Y con un esfuerzo se zafó de Montánchez y corrió al gabinete: allí se
detuvo junto a la ventana, pálida, los cabellos en desorden, la
respiración anhelante, perdido el color, mirando a todas partes con una
siniestra expresión de idiota asustada.

Pero Gabriel Montánchez, que corría tras ella borracho de lujuria, la
asió brutalmente y la arrojó sobre el sofá.

Entonces se trabó entre ambos una lucha desesperada en que la joven, no
pudiendo desembarazarse de aquellas manos que la oprimían como dos
anillos de hierro, se revolcaba desesperadamente, retorciéndose como un
trozo de pergamino sobre el fuego.

--¡No quiero, no quiero!...--repetía.

Mientras, el médico, a quien su pasión fatigaba más que los esfuerzos
que hacía para sujetar a su presa, alentaba penosamente como un caballo
cargado después de subir una larga cuesta. Luego apoyó una rodilla sobre
una de las piernas de la joven, inclinóse hacia adelante y sus labios se
acercaron.

La viva luz de un relámpago iluminó el cuadro con resplandores de
incendio, y ella lanzó un grito estridente: acababa de ver al médico
junto a sí, devorándola con sus ojos inyectados, y sentido su aliento
mezclarse al suyo y el primer beso, beso frenético que debió de hacerla
sangre en las encías. Aquella era la realización de sus horribles
pesadillas de calenturienta; por fin estaba a punto de consumarse el
crimen que tanto temió; aquél era el hombre siniestro, encarnación viva
de todos los fantasmas que en otras épocas la persiguieron; era el mismo
semblante afeitado, pálido y frío, del fatídico monigote vestido de
bayeta verde...

Hizo otro esfuerzo supremo para librarse, pero no lo consiguió: no podía
respirar ni defenderse; tenía una pierna colgando fuera del sofá y la
otra rígida, inmóvil, bajo una rodilla de Gabriel que, ebrio de pasión,
la sofocaba besándola los ojos, la boca, detrás de las orejas; ella
sentía repugnancia y desmadejamiento invencibles y unas manos que la
acariciaban bajo las faldas, causándola un sentimiento de asco que
helaba su corazón. Después resonó un trueno, y Consuelo, como si acabase
de recibir una descarga eléctrica, dió un bote tan violento que
Montánchez perdió el equilibrio y los dos cayeron al suelo. Pero la
víctima, privada de conocimiento, ya no se defendía y únicamente se
agitaba presa de una crisis nerviosa que la hacía prorrumpir en
exclamaciones y frases incoherentes, en tanto Montánchez la mordía,
estrujándola entre sus brazos...

Luego se levantó, colocando a Consuelo sobre el sofá, a su lado: también
a él le faltaban fuerzas para respirar y lanzó un suspiro profundo,
aspirando con regocijo el aire de aquella habitación, tan pura hasta
entonces, y que ya parecía oler a adulterio y a cuerpo de mujer gozada:
sentía en sus profundos un pequeño escozor, algo así como un
remordimiento, por haber vencido a una infeliz desmayada, y al mismo
tiempo un sentimiento de orgullo satisfecho que le esponjaba.

Y como Consuelo siguiera gritando y retorciéndose bajo el influjo del
ataque histérico que sufría:

--Calla, pobrecita--dijo sujetándola las manos para evitar que se
lastimase--, soy malo, es cierto, soy criminal... pero este crimen no
quedará así, pues pienso unir para siempre mi vida a la tuya... y con
el tiempo conquistaré tu cariño y serás mía en cuerpo y alma...

Las luces de los faroles de la calle iluminaban el cuarto con claridad
incierta.

Entonces fué cuando Montánchez reparó en el gran espejo puesto sobre la
chimenea, y en que sobre su luna, débilmente alumbrada y preñada de
sombras se percibía la cabeza de un hombre; aquella cabeza era la suya.
Levantóse lleno de curiosidad para examinarse mejor; hacía más de tres
años que no se veía y la súbita aparición de su imagen le cautivó. Era
el mismo de siempre, con aquélla su hermosura varonil de atleta romano;
comparóse mentalmente a su último retrato y vió que no había cambiado
notablemente; quizá su frente fuese algo más espaciosa que antes, y las
arrugas de su entrecejo, largas horas contraído por la meditación, se
hubiesen acentuado; pero la nariz, los ojos, la expresión de la mirada,
todo seguía igual, como insensible a los años, a las vigilias y a los
sufrimientos.

Montánchez permaneció algunos minutos delante del espejo, inmóvil y
preocupado, pensando en la misteriosa relación que tal vez mediase entre
su última hazaña y la súbita aparición de su imagen que volvía a ponerse
delante de sus ojos, mostrándole tal como fué siempre.

--Ese soy yo--dijo--, el Gabriel de hace quince años... pero desde
Amalia a Consuelo, cuántos nombres de mujer, cuántas aventuras, cuántos
acontecimientos han pasado... ¿Por qué la memoria seguirá inmutable en
medio de las transformaciones de la materia?... ¿Habrá en el hombre algo
más que huesos que se rompen, tendones que se relajan y carne que se
pudre?...

De pronto recordó que era muy tarde y salió precipitadamente de la
habitación; Consuelo quedaba desmayada y expuesta a romperse la cabeza
contra el suelo, pero era preciso huir antes de que la llegada de
Alfonso agravase la situación. Al llegar al recibimiento sintió que
abrían la puerta de la escalera y apenas tuvo tiempo para esconderse
tras la cortina que cubría la entrada del despacho.

En aquel momento entró Sandoval, y Consuelito Mendoza, cual si hubiese
adivinado su llegada, dió un grito desgarrador, llamándole; Alfonso
lanzó otro de sorpresa y corrió hacia el cuarto de su mujer sin
acordarse, en su atolondramiento, de cerrar la puerta, circunstancia que
aprovechó Montánchez para salir de la casa sin ruido.

Consuelo se revolcaba por la alfombra dando gritos horribles,
golpeándose la hermosa cabeza contra los muebles, con el pelo suelto y
las ropas jironadas.

Alfonso se arrojó sobre ella para impedir que se destrozase, y
trabajosamente consiguió levantarla en brazos y llevarla al lecho. Allí
la lucha continuó; ella lanzaba gemidos de angustia, barbotaba frases
incoherentes que no podía terminar porque su boca se llenaba de
espumarajos blancos, y se retorcía de un lado a otro agitando los brazos
como si rechazase las furiosas acometidas de un enemigo invisible.

Pocos momentos después llegaron las criadas. Sandoval las interrogó
acerca de cómo había comenzado aquel ataque, pero ellas no supieron qué
responder: cuando salieron, la señorita quedó en el gabinete cosiendo;
no sabían nada más.

Las convulsiones de la joven eran tan violentas que fué necesario atarla
los brazos al cuerpo y los pies a los pilares de la cama, mientras
Alfonso agotaba los recursos de su menguada ciencia casera poniéndola un
pañuelo empapado en amoníaco debajo de la nariz, friccionando sus
muñecas con alcohol, apretándola fuertemente entre sus manos el dedo que
llaman “del corazón” y rociándola con agua los ojos y la frente. Después
de forzarla a tomar un baño de pies, casi hirviendo, disminuyó la
intensidad de la crisis y pasados algunos instantes la enferma abrió los
ojos.

--¡Pobre niñita mía!--exclamó con júbilo Sandoval acariciando las
mejillas ardientes de Consuelo y desatando sus ligaduras--, no te
apures; la tempestad ha pasado; los truenos te asustaron, ¿verdad,
nena?... ¡Pícaros truenos! ¡Asustar a mi niña, a la mujercita de mi
alma!... ¡Como tope por ahí alguno voy a hacer con él un escarmiento!
Pero no los encontraré, porque son unos cobardones que sólo saben meter
ruido!...

Consuelito Mendoza estaba inmóvil, insensible a aquellas frases cuyo
cariñoso significado no comprendía; sus ojos abiertos no parpadeaban.

--Consuelo--dijo Sandoval, poniéndose en la línea que seguían las
miradas de la enferma para obligarla a fijarse en él--, ¿no me
conoces?...

--Yo...--repuso ella moviendo la lengua con suma dificultad--, yo... yo
no le conozco a usted.

--¿Que no me conoces?

--No, señor.

--¡Muchacha; mírame bien!

Consuelo se alzó de hombros.

--Vaya, cuando digo que no sé quién es usted... Sí, quizá le he visto
alguna vez, pero ahora no recuerdo... Lo que tengo es mucho sueño;
déjeme dormir...

Y entornó los ojos tranquilamente.

--¡Pero, fíjate bien--insistió Sandoval--, soy yo, tu maridito...
Alfonso!...

--Alfonso...--repitió la joven coordinando las ideas rebeldes que se
obstinaban en escapar--; sí, recuerdo... ¡pero hace de eso tanto
tiempo!... Además... Alfonso ha muerto; ha muerto, sí--añadió
suspirando--, le mataron, yo quise defenderle y no pude... le dió una
puñalada ese amigo suyo... a quien él quería mucho... ¡hombre, usted
debe de conocerle! Concho, ¿qué hace usted ahí callado, que no lo
dice?...

--Pues yo soy ese Alfonso de que hablas.

--¿Usted?... ¡Ca, ya quisiera! No nacerá otro hombre como aquél; usted
se le parece, pero no es el mismo.

--¿Y quién le mató?--dijo Sandoval emocionado por aquellas extrañas
confesiones.

--No sé...

--¿Era Gabriel?

Un súbito presentimiento le animaba.

--Era--repuso ella contrayendo los ojos para reunir mejor sus
recuerdos--, era... ¡concho, qué rabia, lo tengo aquí, en la punta de la
lengua y no sé decirlo!...

Su semblante se entristeció repentinamente y por sus mejillas resbalaron
dos lágrimas.

--Lo cierto es--murmuró con angustia--, que mi Alfonsito ha muerto o que
ya no se acuerda de mí, pues nunca viene a verme. Me trajeron a este
manicomio pretextando que estoy loca, cuando en realidad no estoy
enferma de aquí arriba, sino de aquí--dijo señalando el corazón--; éste
es el que me duele, porque ha querido mucho... sí, mucho... a ese
Sandoval, precisamente, de quien usted hablaba...

Alfonso, conmovido por aquellas lágrimas de amor, tan puras y tan
tristes, estrechó a Consuelo entre sus brazos; ella no hizo ningún
movimiento y volvió a quedar tendida sobre el lecho con los brazos
abiertos y los ojos cerrados. Sandoval aprovechó este período de calma
para desnudarla: la operación fué larga, el desmazalado cuerpo de la
joven cedía a la fuerza de la gravedad tan absolutamente, que cada uno
de sus miembros pesaba doble que en su estado normal, cual si estuviesen
rellenos de plomo. Alfonso, jadeante, se aceleraba cuanto podía,
recelando una nueva crisis; no pudo desembarazarla de sus pantalones y
tuvo que rasgarlos, y como el corsé también se obstinaba en no ceder,
cogió unas tijeras y cortó las cintas. Al quitarla el corpiño sus
miradas advirtieron un profundo arañazo en el cuello: sin duda se lo
hizo ella durante su delirio, como también algunas uñetadas en la
frente. Pero examinándola mejor, retrocedió con la estupefacción pintada
en el semblante: acababa de ver cinco manchas negras en cada brazo de la
enferma, cinco cardenales producidos por los dedos de una mano vigorosa:
las señales eran tan claras, tan evidentes, que era imposible dudar, y
Alfonso presintió que aquella crisis encerraba un misterio, acaso un
atropello abominable.

Consuelo seguía inerte, en medio de aquel lecho tan grande.

Volvió a estudiar Sandoval las manchas cárdenas de los brazos, y se
convenció de que sólo las manos de un hombre robusto pudieron causarlas.
Entonces sintió que la sangre afluía a sus sienes y con agitación febril
empezó a examinar el cuerpo de Consuelo: necesitaba pruebas que
corroborasen el lúgubre pensamiento que crecía por instantes en su
cerebro; la reconoció los brazos, el pecho, el vientre, la puso de
costado, boca abajo, volteándola en un sentido y en otro, como el tigre
que juega con una presa. En la parte anterior interna del muslo derecho
vió una manchita negra causada por un golpe o por una fuerte presión, y
en el lado posterior de la misma pierna, un arañazo: aquella última
señal por sí sola, era inocente, pues Consuelo pudo hacérsela con las
uñas, pero unida a las otras constituía una prueba más. Allí había un
problema, una incógnita que urgía despejar.

Alfonso Sandoval permanecía de pie, los brazos cruzados, absorto,
mirando con insistencia a un ángulo obscuro de la alcoba, como si allí
estuviese oculta la clave del misterio. Había en su cabeza tal confusión
de pensamientos que no podía meditar en ninguno sin que otros cien
vinieran a distraerlo. De pronto tapó a Consuelo que empezaba a tiritar
de frío, y apoyó un timbre. La doncella y la cocinera acudieron.

--¿A qué hora--preguntó Alfonso--he salido hoy de aquí?

--Pues... a las dos.

--¿Y vosotras?

--A las tres y media... o poco más.

--¿Había empezado a llover?

--No, señor.

--Cuando os marchasteis, ¿qué hacía la señora?

--La señorita estaba cosiendo aquí, junto a la ventana... aguarde usted,
me parece que era una camisa de usted lo que cosía...

--¿Y parecía alegre?

--Sí que lo parecía; “lo cual” que yo la dije que por qué no se echaba a
descansar un poquito...

--¿Y después de salir yo, vino alguien?

--No, señor; por lo menos, mientras nosotras estuvimos aquí.

--¿Nadie, nadie?--insistió Sandoval con un acento colérico que hizo
temblar a las dos mujeres.

--Le juro a usted que nadie--repuso la doncella--; ya ve usted, ¿qué
interés íbamos a tener en negar?...

--¡Basta! podéis acostaros; no ceno esta noche ni estoy para nadie.

Cuando se quedó solo cerró la puerta del aposento con llave y cogiendo
el quinqué se puso a escudriñar todos los rincones, buscando las pruebas
de aquella espantosa tragedia que creía aspirar en el aire.

Buscó sobre el sofá; debajo de las sillas; junto a la chimenea; sólo
halló una horquilla y era un dato tan mezquino, que apenas merecía
contarse. Entonces se sentó en una butaca y con los codos sobre las
rodillas y la cara entre las manos, abismóse en un mar de cavilaciones
inconexas.

Desde allí veía la cabeza de Consuelo iluminada por la luz del quinqué
colocado a la cabecera del lecho, sobre la mesilla de noche, y su
silueta seductora aumentaba sus dudas y sus celos. Porque Alfonso tenía
celos...

--Sí--exclamó a media voz--, aquí ha entrado un hombre, no puedo
dudarlo... y ese hombre no vino por mi dinero... sino por ella... Y
logró su intento: el miserable consiguió su objeto, porque una pobre
mujer enferma como ésta no tiene ni valor, ni energías, ni astucia para
defenderse... Pero, no--añadió levantándose--, estoy loco; ¿quién se
atrevería a tanto? ¿Quién pudo saber que ella estaba sola? Y, sin
embargo, esos cardenales que afean sus brazos no tienen explicación
posible; los arañazos y aun la mancha del muslo no encierran gravedad,
pero, ¿y las señales de los brazos?...

Sandoval se acercó otra vez a la desmayada como queriendo leer a través
de sus párpados cerrados la pureza de su alma, o arrancar a su ensueño
alguna confesión, algún nombre, que aclarase sus dudas. Las campanadas
de un reloj vecino, a pesar de lo amortiguadas que llegaron a la alcoba,
produjeron en la enferma el mismo efecto que todos los ruidos lejanos:
Consuelo se estremeció, cual si una corriente de aire frío la hubiese
azotado, bostezó profundamente y abrió los ojos. La brillantez de su
mirada revelaba que el ataque pasó y que la conciencia readquiría su
acostumbrado imperio.

--Consuelo, ¿qué tienes?--fueron las primeras palabras de Alfonso.

La joven le miró y sus hermosos ojos reflejaron un espanto indecible;
hizo ademán de arrojarse del lecho para huir, y como él se lo impidiera,
se echó en sus brazos dominada por una angustia suprema. Pronto aquel
paroxismo doloroso empezó a deshacerse en un abundante raudal de
lágrimas y suspiros.

--¡Ay, Dios mío, Dios de mi alma... Alfonso de mi vida, si tú supieras,
si tú supieras!

--¿El qué, hermosa; qué te ha sucedido?

Pero ella continuó llorando y sin contestar.

Después el exceso del dolor determinó un nuevo accidente, perdió el
conocimiento y su espíritu sepultóse en aquel mundo caótico donde de
nada le servía a Alfonso la sonda de su buen juicio para guiarse y
llegar a la posesión de la verdad. Luego prorrumpió en gritos y frases
cuya misteriosa hilación era inapreciable, pues el cerebro funcionaba
como el cilindro de una caja de música al que le faltan muchas púas y,
por efecto de esta mutilación, produce acordes incompletos.

Así fueron resbalando las horas; eran las dos de la madrugada, la lluvia
y el viento habían cesado y en el silencio sólo resonaban las tenues
pisadas de los trasnochadores; el ruido de sus pasos se acercaba, se les
sentía pasar bajo los balcones y luego aquel rumoreo sordo decrecía
lentamente, hasta extinguirse con la sombra del transeúnte; y
entretanto, resonaban en la quietud de la casa los gritos de Consuelo;
gritos estridentes, espantosos, que erizaban el vello de la piel.

El éter y el agua de azahar fueron impotentes para contrarrestar los
efectos del ataque, y la crisis duró hasta el amanecer. Entonces la
enferma, dominada por la fatiga, cayó en un sopor profundo que fué
relajando sus tendones y quitando a los músculos energía: quedó tendida
sobre el lado derecho, la boca entreabierta, las mejillas demacradas,
los brazos sobre el embozo, la cabeza caída hacia atrás, sin fuerzas ni
aun para cerrar las manos...

Sandoval, que se había sentado junto a la cama, siguió largo rato sumido
en sus tenebrosas meditaciones: estaba frente al misterio y no podía
resignarse a no resolverlo.

El quinqué, falto de petróleo, se apagó y Alfonso quedó a obscuras, el
ceño fruncido, persiguiendo entre las sombras el semblante de aquel
hombre que desde hacía algunas horas procuraba inútilmente reconocer:
parecía Harpócrates velando la cuna de un niño. Pero el fresquecillo de
la mañana y el cansancio de aquella terrible noche rindieron su
voluntad, y acabó quedándose adormilado, la frente apoyada sobre el
lecho.



VIII


Estos violentos ataques de histerismo determinaron nuevos desarreglos en
la salud de Consuelo. La desdichada, presa de fuerte calentura, pasaba
las noches y casi todas las horas del día delirando o sumida en un sopor
del que despertaba temblando de miedo.

En los tres días consecutivos al primer ataque, el mal adquirió ventajas
decisivas; los desvanecimientos eran tan prolongados, los delirios tan
intensos, había tal confusión en las ideas de la paciente y tal
expresión de insensibilidad en su mirada, que Alfonso llegó a temer que
Consuelo perdiese la razón.

Alarmado por este pensamiento, encargó a las criadas el cuidado de la
joven y corrió a casa de Montánchez.

El médico estaba en su despacho escribiendo, cuando Sandoval llegó.

Alfonso refirió abreviadamente el objeto de su visita.

--¡Diablo!--exclamó Gabriel soltando la pluma--, ¿qué advertiste en
ella para alarmarte de ese modo?

--No acierto a decirlo concretamente--repuso Sandoval, a quien un íntimo
sentimiento de pudor contenía--; pero desde anteayer está desconocida.
Parece que la última tormenta le causó efectos horribles; el ruido de
los truenos o la electricidad de la atmósfera rompieron algún resorte
capital de su cerebro y la máquina está desorganizada: quiero que la
veas, que la examines bien, pero con interés, con verdadera pasión, como
si fuera cosa tuya. Me mata la inquietud; necesito conocer el estado de
Consuelo, pero pronto, aunque tu diagnóstico me sea fatal... soy de los
hombres que prefieren luchar con los obstáculos frente a frente, por
grandes que sean, a caminar entre sombras...

--Pues no puedo complacerte.

--¿Cómo?

--Porque no debo ir a tu casa.

--Y ¿por qué?

--Mi presencia perjudicaría a Consuelo; ¿no sabes que me detesta?

Alfonso miró a su amigo de un modo extraño.

--¡Y eso qué importa!... otras veces no te has preocupado de ello: tú
vas, la examinas, me prescribes lo que debo hacer y asunto terminado.

--No puedo--repuso Gabriel con entereza--, y no achaques esta negativa a
terquedad mía; no puedo, no debo ir, ¿entiendes?...

--¿Me obligas, pues, a buscar otro médico?

--Sí, es preferible; otro cualquiera podrá dirigir a Consuelo con más
facilidad que yo, pues no tendrá que habérselas con la antipatía que
ella siente por mí. ¿Y delira?

--Constantemente; es una verbosidad inagotable.

Un ligero estremecimiento contrajo las facciones de Montánchez; sus
mejillas palidecieron.

--¿Cuál es ahora su tema favorito?

Alfonso repuso, temiendo que el médico descubriera su secreto:

--Ninguno, o mejor dicho, lo ignoro, porque habla con dificultad suma y
apenas la entiendo.

Con esto se fué Sandoval y Montánchez se quedó examinando su situación y
los acontecimientos que se precipitaban unos en pos de otros como los
eslabones de una cadena; estaba indeciso, fluctuando entre la idea de
esperar en su casa el trágico desenlace de aquel enredo, o luchar sobre
el campo empleando toda su audacia y todo su ingenio en ocultar su
crimen: al fin resolvió dejar transcurrir algunos días.

Por su parte, Alfonso no sabía qué hacer: el consejo de llamar a otro
médico y de inmiscuirle en sus secretos de alcoba le repugnaba, y
consecuente con el procedimiento favorito de los irresolutos, prefirió
quedarse en expectativa aguardando la llegada de algo que resolviese
aquella situación anómala.

Entretanto el espíritu de Consuelo experimentaba una revolución radical;
durante los primeros días la joven estuvo sepultada en un marasmo
preñado de siluetas de las que apenas se acordaba. La escena con Gabriel
Montánchez fué tan fuerte y concurrieron en ella tantas circunstancias
contrarias, que su razón cayó anonadada, cual si hubiese recibido el
choque de un rayo en la frente.

Pasado aquel momento en que su miedo y su amor propio la incitaron a
defenderse briosamente de su violador, su alma quedó sumida en un mundo
inconsciente, tenebroso, velado de sombras; era un vacío inmenso, sin
luz ni ruidos, sin sensaciones, poblado de fantasmas negros.

En aquel estado presentía débilmente la existencia del mundo real donde
hasta entonces había vivido, pero sus ecos eran tan tenues que no
bastaban a sacarla de su letargo: los percibía, sí, pero entre sueños,
vagamente, sin que su razón coordinase aquellas impresiones lejanas; era
una somnolencia extraña, semejante a un éxtasis, con la diferencia de
que el suyo era un éxtasis pasivo, sin alucinaciones visuales ni voces
proféticas, como si su alma durmiese con un sueño tan profundo que el
cuerpo, a pesar, de las vibraciones de sus nervios, no tuviera fuerzas
para despertarla.

A ratos aquel mundo sombrío se iluminaba con destellos fugitivos de
razón, y Consuelo entonces readquiría por breves momentos la conciencia
y el dominio de sí misma; pero la realidad era tan cruel que no tenía
valor para mirarla frente a frente, y tornaba a desvanecerse.

En aquella situación Consuelo se manifestaba exteriormente de dos
maneras distintas. Unas veces, particularmente de noche, caía en un
estado de idiotez y desmadejamiento completos, y otras su excitación
nerviosa era tan grande, que se convulsionaba, lanzando gritos y
retorciéndose los brazos como una endemoniada.

Cuando la hiperestesia de aquel primer período fué decreciendo, la
enferma presentó una nueva fase: iba recobrando la conciencia de un modo
lento, por grados casi insensibles, mientras sus facultades volvían poco
a poco al mundo de la luz y de la realidad.

Entonces, y sin procurarlo, se examinó, y advirtióse tan cambiada, tan
diferente de sí misma, que tardó mucho en reconocerse, como el borracho
a quien aplican un frasco de amoníaco a las narices y vuelve en sí, que
hallándose aún medio adormilado por los vapores del alcohol se palpa y
duda, a despecho de lo que sus sentidos le dicen, de si aquél es su
cuerpo y aquéllas sus manos. Así Consuelo se sentía desfallecida,
aplanada por un supremo cansancio moral.

Luego esta impresión indefinible y mortificante se precisó más,
trocándose en una tristeza muy grande, muda, taciturna, que no se
traducía en lágrimas ni en quejidos; algo así como un remordimiento.
Cuando Sandoval procuraba distraerla con sus burletas y sus cuentos, la
pobre enfermita permanecía silenciosa, sin comprender bien a su marido.

Éste hablaba de teatros, del viaje que emprenderían en cuanto ella se
restableciese un poco, y de las mil preciosas chucherías que pensaba
comprarle en los bazares de París: y como ella moviese la cabeza en
señal de duda:

--Sí, niña--se apresuraba a decir Alfonso--, lo que tú tienes es una
debilidad que desaparecerá no bien aspires los aires del campo; te he
examinado y sé que tus órganos están intactos: el corazón y la cabeza,
que son los dos centros motores más importantes, funcionan
perfectamente, y cuando logres sobreponerte a ese decaimiento que dejó
en ti la fiebre, te quedarás mejor que al principio de la enfermedad.
¡Ya verás--proseguía dominando el sombrío curso de sus pensamientos para
distraer a la joven y apartarla de los suyos--, en cuanto lleguemos a
unos de esos villorrios que blanquean entre las peñas del mar, vamos a
ponernos desconocidos; tú más gorda que una sultana favorita, y yo más
negro que un moro; porque en eso consiste la mitad de la diversión; en
volver bien bronceados por el sol y los aires costeros. Por las mañanas
nos levantaremos temprano y en casa de cualquier vaquero vecino
ordenaremos nos sirvan dos vasos muy grandes de leche: luego me terciaré
una escopeta al hombro y nos iremos al bosque a cazar, cogidos de la
mano como dos chicos. Tú llevarás el morral y serás la encargada de
coger los pajaritos muertos, o las liebres, que de todo hay en el campo,
y tan bien puedo andar de puntería que acaso mate algo; y si quisieras
acostumbrarte a los tiros, yo me echaría el fusil a la cara, tú
apretarías el gatillo, y así los estragos que causásemos los llevaríamos
a medias sobre la conciencia. Cuando el calor apretase mucho nos
refugiaríamos al pie de los árboles frondosos, hechos dos filósofos
peripatéticos de aquéllos que antiguamente se sentaban, con un libro en
las rodillas a arrancarle secretos a la ciencia, al pie de un alcornoque
o de un ciruelo. Yo me acostaría tripa arriba, con la cabeza sobre el
morral o sobre un canto, y me metería unos taponcillos de hilas en los
oídos, para impedir que las hormigas, compañeras inseparables de los que
comen en el campo, cayesen en la tentación de amenizarnos la siesta
tocándome las trompas de Eustaquio; tú, como eres más delicadita, te
acostarías con la cabeza apoyada en mi pecho, y así nos quedaríamos
haciendo con nuestros cuerpos la señal de la cruz para ahuyentar al
diablo que podía andar por allí y tener la tentación de cargar la
carabina para darnos luego un susto. Aunque mejor sería no asustarle
para que nos espantase las moscas con el rabo... ¿Qué te parece?

Consuelo casi nunca respondía; cuando más articulaba un monosílabo o
hacía un gesto; esto era todo: su atención era tan débil que cuando su
marido acababa de hablar no recordaba lo que había dicho, y tanto se
acentuó su pasividad intelectual, que Alfonso se convenció de que su
mujer había sufrido un golpe que iba privándola de razón y
convirtiéndola en una idiota.

No obstante, las ideas de Consuelo fueron precisándose, y comprendía
mejor las diferencias de tiempo y de espacio; y la distancia que
separaba al ayer del presente, y al hoy del mañana.

Sabía que estaba enferma, y que lo estuvo mucho más, y que sufrió
fiebres y delirios espantosos, porque su marido y las criadas se lo
dijeron; pero esto no era todo.

Había en su historia de la anterior semana un punto obscuro del cual no
recordaba por más empeño que ponía en ello; contraía las cejas, se
golpeaba la frente llamando al recuerdo fugitivo y nada, su memoria no
conseguía despejar las sombras; y, sin embargo, Consuelo presentía que
aquel punto obscuro encerraba un secreto de donde provenía el origen de
su enfermedad y de su tristeza.

Cuando su mejoría se acentuó un poco más y pudo hablar, interrogó a su
marido acerca de aquella incógnita que tanto la preocupaba; Alfonso,
temiendo provocar alguna nueva crisis, rehuía la conversación, aplazando
la ocasión de hablar.

--¿Desde cuándo estoy mala?--preguntaba la joven.

--Desde la semana anterior.

--¿Qué día de la semana?

--El viernes.

--¡El viernes!--repetía ella que revelaba por las contracciones de su
semblante sus esfuerzos mentales--, no sé qué hice ese día ni a qué hora
me acosté, ¿fuimos al teatro aquella noche?

--No.

--Y por la tarde, ¿qué hicimos?

--Lo de costumbre; yo me marché al casino y tú te quedaste cosiendo; ¿no
recuerdas que al día siguiente debíamos irnos de viaje?...

--¿Qué viaje?

--¡Por Europa, chiquilla!... Pues apenas si tenías entonces ganas de ver
mundo...

--Por Europa... Europa... ¡Es raro! No establezco bien la conexión que
hay entre los objetos y las palabras... En cuanto me separo un poquitín
de lo visible, mi cerebro empieza a dar vueltas y todas mis ideas
desaparecen en una nube de humo... Europa... Tengo de ello una noción
que no concreto bien.

--¿Y del viaje?...

--¡Psch!... eso del viaje me parece un sueño, un proyecto que tuvimos
hace mucho tiempo.

--Pues no es un sueño, querida mía, porque ahí está nuestro equipaje.

Consuelo no sabía qué responder; sus pensamientos perdían su hilación
al llegar a aquel lugar obscuro que dividía su existencia en dos
mitades, y todos sus esfuerzos imaginativos para pasar de allí eran
inútiles.

Los días se sucedían sin que en la salud de la enferma se iniciase
ningún progreso notable: su sueño siempre intranquilo, interrumpido por
pesadillas que a cada momento la despertaban, y los días los pasaba
inmóvil, mirando un objeto cualquiera con la fijeza de un hipnotizado;
por las tardes era preciso arroparla mucho porque la fiebre la hacía
tiritar; en cuanto comía empezaba a quejarse del corazón y se mantenía
con ponches y tazas de caldo que Alfonso cuidaba de administrarla de
hora en hora.

Conforme su organismo iba reconstituyéndose con los buenos alimentos y
el descanso, sus ideas se fortalecían y el campo de los recuerdos se
agrandaba.

Cierta tarde Consuelo mostróse algo más comunicativa que de ordinario, y
hasta se extralimitó a pedir unas rodajitas de pan frito para acompañar
el chocolate. Sandoval, maravillado de tan evidente mejoría, procuró
animarla a levantarse un ratito, mas ella dijo que la dejasen tranquila
pues quería dormir. Pero, mientras su cuerpo permaneció indolentemente
inclinado como si realmente disfrutase de un sueño reparador, el
espíritu continuaba trabajando, inquiriendo, analizando, zurciendo
ideas, evocando impresiones y desmenuzando recuerdos allá en las
microscópicas retortas de su invisible laboratorio. Ello fué que la
conciencia avanzó un poco más que otras veces, logrando asir un concepto
que hasta entonces anduvo huído; aquél trajo otro y éste otro, que a su
vez arrastró tras sí algunos más, pues los recuerdos son como las
cerezas, y la luz, la terrible luz tanto tiempo buscada, brotó al fin.

Por primera vez vió Consuelo iluminarse aquel punto tan negro hasta
entonces; su conversación con Montánchez, la tempestad, la lucha, la
caída... todo desfiló ante sus ojos como las figuras de una terrible
linterna mágica.

La impresión causada por este doloroso recuerdo fué tan viva, que la
joven dió un salto sobre la cama exhalando un grito angustioso.

Sandoval se levantó precipitadamente.

--¡Consuelo, Consuelo!...

Pero la infeliz ya no le oía.

Cuando, pasado aquel ataque que duró varias horas, recobró Consuelo la
conciencia de sí misma, su tristeza hasta entonces muda y sin nombre,
sacudió la embotada sensibilidad de sus nervios deshaciéndose en
torrentes de lágrimas.

¡Al fin lo recordaba “todo”, estremeciéndose ante el secreto encerrado
en aquella palabra!...

Como por arte mágico desfilaron por su imaginación los recuerdos de
aquellos dos últimos años y la historia de la insensata pasión de
Gabriel: la noche en que Sandoval le presentó a su amigo, la
desagradable emoción que experimentó al sondear con una mirada el
semblante del médico, las circunstancias innúmeras que más tarde
concurrieron a aumentar el antagonismo que involuntariamente sentía por
él, la repugnancia a someterse a sus planes curativos, sus ensueños que
parecían profetizar lo que luego sucedió, sus congojas cuando estaba
junto a aquel hombre misterioso que, a despecho de su amabilidad, la
infundía miedo; los perversos planes ideados por Montánchez para
alejarla de su marido y disminuir la bienhechora influencia de Sandoval;
y, finalmente, sus proyectos de viaje o, más bien, de fuga, único medio
de evitar las fatales consecuencias del amor que bien a pesar suyo había
encendido.

La pasión creció poco a poco en Gabriel hasta dominarle por completo;
era un fuego tardío que volvía a caldear las cenizas aún tibias que le
dejaron otros amores, pero que por lo mismo de ser el postrero brotaba
con ardor y pujanza juveniles; que así como los crepúsculos matutino y
vespertino se parecen, de igual modo las pasiones que marcan la
primavera y el otoño del corazón se asemejan también.

Consuelo adivinó la tempestad que en aquella alma iba formándose, la
sintió crecer y rugir, y tembló por ella y por Sandoval. Cohibida por
las circunstancias, sin energía para tomar una resolución decisiva y
temiendo provocar un conflicto grave entre Montánchez y Alfonso, cuyo
genio arrebatado no necesitaba excitaciones para desbocarse, prefirió
esperar creyendo que manifestando repugnancia hacia el médico
conseguiría separar a Alfonso de su amigo y disuadir a éste de su amor.
Pero la enfermedad era muy grande y un remedio tan débil no dió
resultado.

Gabriel no se preocupó de aquel odio de paloma, seguro de conquistar
tarde o temprano los favores que Consuelo no quisiera otorgarle de buena
voluntad, y Alfonso se rió de las antipatías de su mujer como de un
capricho infantil. ¡La pobre no consideró que estando enferma nadie
tomaría en serio sus deseos, y la tratarían como a una loca mansa y
bonita a la que era necesario dispensar todo!

Quiso protestar y no pudo; le faltaban palabras, conceptos propios y una
voluntad enérgica que la sostuviese; si alguna vez procuró hablar con su
marido de aquel asunto, Alfonso la embromaba llamándola monigote mimado,
la besaba, la daba azotitos, la hacía cosquillas... y ella entonces
también reía y olvidaba sus negros presentimientos: así fueron
sucediéndose los meses a los días, y cuando Consuelo, quebrantando su
letargo, comprendió que era preciso huir, el Destino torció un instante
la buena marcha de las cosas, despeñándola al abismo cuando iba tocando
con sus manos las puertas de la salvación.

El recuerdo de aquella caída obscura y sin placer, la causaba infinita
angustia. ¡Ay!... nadie lo sabía, a nadie se lo dijo, el horrible
misterio moriría con ella, pero adivinaba que ya no era la misma, que la
Consuelo de ahora era semejante pero no idéntica a la Consuelo de antes,
y que sobre su cuerpo, hasta entonces tan fiel, había caído una mancha
imborrable, que Alfonso no la perdonaría nunca. Recordaba las
conversaciones de su marido acerca de la fidelidad conyugal, la idea
elevadisísima que tenía éste formada de la mujer, y lo que dijo una
noche en que, siendo novios aún, ella le reprochó llorando sus
relaciones con una cantante de zarzuela.

--Ése es un pecadillo que debes perdonarme--había contestado Alfonso--,
pues los hombres que como yo están acostumbrados a la vida alegre, no
pueden prescindir de ciertas distracciones; pero eso acabará hoy mismo,
y si alguna vez mis ojos y mi cuerpo te han sido infieles, mi corazón y
mis pensamientos siempre fueron tuyos; la materia podrá caer arrastrada
por la tentación, pero el alma te pertenece.

--Esos distingos no me convencen--repuso ella--; ¿te gustaría que yo
hiciese otro tanto? ¿O eres tú de los caballeretes que defienden la ley
del embudo?...

Entonces Sandoval se extendió en una larga disertación acerca de la
citada ley, diciendo que pues las primitivos legisladores no disfrutaron
de sueldo, no es raro procuraran recompensarse su trabajo concediendo a
los hombres libertades especiales.

--El amor--sostenía Alfonso--es una pasión única, inmensa, universal,
sin épocas ni fronteras; es el único destello que Dios puso en nosotros:
el sentimiento que nos hace discurrir, trabajar y caminar hacia
adelante; y si estudiásemos minuciosamente la historia, veríamos cuántos
adelantos ha realizado el amor en la humanidad. Esta pasión tiene dos
fases, dos aspectos diferentes; las mujeres lo consideran de un modo,
los hombres de otro. El amor lo ocupa todo en la vida de una mujer,
mientras en el hombre sólo llena una parte; la mujer cifra su felicidad
en querer hasta el delirio y ser amada de igual modo, y está dispuesta a
los mayores sacrificios aun cuando el hombre a quien entregó su albedrío
no corresponda cumplidamente a su pasión; y no le pregunta por su
pasado, ni le importa que haya tenido queridas; sólo ansía amor, amor
eterno; así quieren las mujeres de corazón, así me quieres tú... El
hombre no siente el amor así, pues su sexo, su educación y su
temperamento, se lo impiden. Yo, verbigracia, hago de mi mujer mi ángel
tutelar: tú eres mi amor, mi ilusión más querida, mi esperanza más
risueña, mi tesoro más preciado; en ti deposito mi felicidad y mi honor,
te doy mi juventud, mi existencia, mi fortuna, el vigor de mis caricias,
todo lo que poseo, hasta mi nombre... Nuestros destinos no pueden
separarse; tu sangre es mía; tu carne es mi carne, lo que a ti te
molesta a mí me ofende también; no tenemos más que una cabeza y un
corazón, un entendimiento y una sola voluntad, y, claro es, Consuelo
mía, que poniendo en ti toda mi alma, he de quererte más que a mí, pues
al amor que te profeso agrego el que tú me inspiras como mujer buena y
hermosa. Por mi persona no paso cuidados; soy fuerte y me sobran brazos
y corazón para defenderme de cualquier enemigo; pero en cambio tú, niña
de mi alma, que eres débil y tímida, me preocupas constantemente. Yo,
que conozco los lazos que el vicio enlaza a los pies de las mujeres,
¿cómo he de consentir que ande libremente por el arroyo la joya que yo
desearía guardar en un fanal para que el aire no la tocase?... Eso
equivaldría a poner una perla en el regajo, al alcance de la codicia
pública. No, Consuelo; yo te deseo con toda mi alma y todo mi cuerpo, y
por eso quiero que tu cuerpo y tu alma estén enteramente puros, que no
hayas querido a nadie, que no hayas besado a nadie, que yo sea el único
hombre que estreche tu brazo y llegue a tu corazón. Conozco tu historia;
tu buen padre, al echarte en mis brazos limpia de toda mancha, cumplió
su misión; ahora he de cumplir yo la mía. No tengo celos de ti, pero
debo tenerlos de todos los hombres, porque mi buen sentido me dice que
ellos te desean como yo te deseo, porque tu hermosura halaga su
sensualidad y despierta sus pasiones, y si no te enamoran es porque no
se atreven. Y no digas que soy mal pensado, porque eso mismo hice yo
antes de enamorarme de ti con todas las hembras hermosas que he visto, y
no soy más pecador que otro cualquiera... Pues bien; si alguno de ellos,
abusando de tu debilidad o de mi confianza, llegase a ti, manchando la
castidad de tu cuerpo, creería que el mundo me aplastaba. ¡Ay,
Consuelo!... Nada ha sucedido y, sin embargo, cuando pienso que esa
catástrofe entra en el número de las cosas posibles, siento vértigos de
ira. No hallaría ningún tormento para castigar al villano que nos
hubiera perdido, pues aunque sorprendiese a su mujer y a sus hijas y
devolviera en ellas la afrenta que en ti me hizo, aunque le cosiera a
puñaladas, su sangre no bastaría a lavar su crimen, porque las cosas que
sucedieron son irremediables. Tú eres luz que me guía, aire que dilata
mis pulmones, espejo donde mi honor se refleja... y antes que ese espejo
se rompa o se empañe, antes que esa luz se extinga o ese aire me falte,
prefiero morir.

De estas apasionadas conversaciones se acordaba Consuelo y cada frase
punzaba su corazón: Alfonso había sido un buen profeta, sus temores se
cumplieron.

--Ya no soy la misma mujer--murmuraba en sus amargos soliloquios--que
hace dos años llevó al altar; ya no soy su ángel custodio, porque el
demonio me cortó las alas... Sí, quiero morir para descansar, para no
acordarme; las caricias de Gabriel me dan frío; sus besos, asco...
algunas veces creo que se me conocen en la cara... Deseo morir, es el
único medio de que este secreto permanezca oculto; muerta yo, Alfonso
nada sabrá y seguirá amándome: soy buena, la conciencia no me reprocha
nada; merezco, pues, en cierto modo, que él siga amándome... y la idea
de que mi memoria le arranque lágrimas y de que irá a poner flores sobre
mi tumba, es lo único que me hace feliz... No quiero vengarme de ese
canalla; la persona a quien podía encomendar mi venganza es Alfonso, y
aunque el desgraciado le matara, se moriría después de dolor; ¡él mismo
me lo ha dicho muchas veces!...

Estos monólogos eran silenciosos, los discurría sin llegar a
pronunciarlos, y dando vueltas al mismo tema pasaba los días, mientras
Alfonso, sentado junto a ella, miraba sus labios, acechando alguna frase
que le pusiera en la pista del hecho que su corazón presentía. Cuando la
intensidad de aquel marasmo intelectual disminuía, Sandoval procuraba
distraerla refiriendo cuentos; ella le escuchaba atentamente, pero de
pronto, y cuando él estaba más satisfecho de la virtud terapéutica de su
conversación, el rostro de la joven se cubría de palidez cadavérica, sus
ojos se llenaban de lágrimas y se arrojaba llorando en brazos de su
marido.

--¡Ay, Alfonso, encanto de mi vida--decía entre sollozos--, qué
desgraciada soy!... ¡Qué pena, Dios mío, qué pena tan grande llevo en el
corazón!... Yo me siento morir, porque esto no me deja respirar, no
puedo vivir así... tengo metida en el pecho una serpiente que va
devorándome las entrañas poco a poco... ¡No, tú no sabes cuánto sufro...
es una espina, un veneno, un demonio... deseo morir o que me mates!...

Y en el paroxismo del dolor, con la voz enronquecida por la angustia y
como si quisiera descargar su conciencia:

--¡Ay, Alfonso--decía--, si tú supieras, si tú supieras!...

Al fin, caía rendida sobre el lecho, y Sandoval quedaba absorto,
devorando sus dudas, estudiando aquellas palabras misteriosas que el
dolor arrancaba a la prudencia de la enferma.

Cuando salía de su abstracción, ya Consuelo estaba desmayada y era
inútil preguntarla; entonces la sacudía desesperado, cogiéndola de un
brazo.

--¿Qué no sé yo? di... ¿qué es lo que ocultas?...

Después su excitación disminuía y tornaba a sentarse, con las piernas
extendidas y los brazos cruzados.

Había transcurrido un mes desde que Consuelo cayó enferma: los ataques
histéricos eran menos frecuentes, pero su salud quedó muy resentida.
Tenía los ojos más hundidos, el semblante enflaquecido, los labios sin
color, el cuerpo desmazalado; comía poco, dormía mal y la fatiga
avasallaba su espíritu.

Alfonso Sandoval decidió que los médicos la reconociesen, pues
Montánchez se había negado a ello rotundamente, y por la alcoba de
Consuelo pasaron varias celebridades científicas. Unos creyeron que se
trataba de una afección cardíaca, otros de un padecimiento cerebral,
quién de un desarreglo en las funciones del aparato generador, y quién
imputó al hígado la culpa de todo. Alfonso escuchaba sus pareceres y les
hacía recetar, y cuando hubo desfilado el último, reunió un montón de
prescripciones tan extensas, que entre todas hubiesen agotado los
medicamentos de una botica bien surtida: duchas, fricciones, pomadas,
cataplasmas, sanguijuelas, agua de azahar, éter, cloroformo, valeriana,
acónito, bromuro... de todo había allí.

El último médico que vió a Consuelito Mendoza fué un antiguo amigo de
Sandoval.

El anciano profesor la pulsó, la examinó los ojos, auscultó los latidos
cardíacos, reconoció detenidamente el vientre y los costados, y después
de repetir las mismas operaciones varias veces, sorprendido de no hallar
nada se encogió de hombros.

--El corazón--declaró--está sano, pero anda mal; sufre palpitaciones y
contracciones violentísimas que me inducen a creer que la enferma ha
experimentado una impresión muy grande.

--No sospecho qué pueda ser--repuso Alfonso.

--¡Es extraño!... yo juraría que algo grave la ha sobrecogido.

--Y usted no podría precisar...

--Imposible; si usted, que vive con ella, lo ignora, ¿cómo voy a saberlo
yo, que desconozco su historia y su vida?...

El médico se fué sin recetar y Alfonso volvió al cuarto de Consuelo
devorado por sus presentimientos.

La joven, que no se había enterado de nada, parecía dormir.

--En este misterio hay un hombre--murmuró Alfonso--; no sé quién es,
pero el corazón me dice que hay un traidor, cuyo nombre necesito
conocer; ¡si ella hablase, si pronunciase una palabra, una sola!...

Y se quedó mirando a Consuelo como quien contempla a una esfinge.

La vida de Consuelo iba extinguiéndose paulatinamente, como lámpara
falta de aceite. El cerebro perdía vigor y las nociones del mundo real
se borraban mezclándose unas a otras; los nervios, relajados por las
descargas eléctricas que habían sufrido, no vibraban y yacían
insensibles y lacios como las cuerdas de un instrumento musical roto; y
como consecuencia inmediata de aquel agotamiento intelectual, el cuerpo
también se hallaba rendido.

Consuelo empezó a enflaquecer de un modo alarmante: su repugnancia a
ingerir alimentos y su dolor silencioso y continuo, eran dos poderosos
agentes de destrucción a los cuales su delicada juventud no podía
sobreponerse. En su pálido semblante se acentuaban las dos arrugas
laterales que cava el desencanto desde las ventanas de la nariz a las
comisuras labiales, los ojos perdieron su brillo, el cuerpo su esbeltez,
el cuello su gracia. Una consunción terrible minaba su organismo
arrebatando lentamente la vitalidad a la sangre, la energía a los
músculos, su frescura a la carne.

Consuelito Mendoza se moría, pero rápidamente, por momentos, con una
velocidad tal, que casi podía apreciarse a simple vista: Sandoval lo
reconoció y su angustia fué mayor sabiendo que la joven moría de
tristeza, de anemia, de histerismo, del corazón, de una enfermedad, en
fin, sin nombre, vaga, misteriosa como la producida por aquellos
infernales venenos que componían los italianos del siglo XVI.

Hasta entonces se limitó a ver y callar, y cuando hablaba con ella lo
hacía de asuntos indiferentes, temiendo mortificarla con sus preguntas.
Entretanto, se devanaba los sesos discurriendo siempre acerca de la
misma cuestión. ¿Cómo enfermó tan repentinamente? ¿Quién la cubrió los
brazos de cardenales?... Un hombre, sin duda; y ese hombre, ¿quién era,
cómo se llamaba, dónde vivía?...

Muchas veces pensó en Gabriel Montánchez; el médico era su amigo, casi
su hermano, y aunque no hubiese renunciado por cansancio y desde hacía
mucho tiempo a su antigua vida libertina, el entrañable cariño que ambos
se profesaban imposibilitaba una traición: desconfiar de Montánchez
equivalía a dudar de la virtud de Consuelo o de sí mismo, presunciones
ambas inadmisibles.

Alfonso renunció, pues, a esta primera hipótesis y echóse a discurrir y
a fabricar castillos en el aire. Un enamorado desconocido no podía ser,
porque Consuelo jamás salía sola a la calle y nadie enloquece de amores
por una mujer a quien no ha tratado; el hombre que entró en su casa
tampoco fué un ladrón, pues nada faltaba; era, por tanto, lógico suponer
que habían ido por su honra y no por su dinero.

El silencio de la joven corroboraba sus conjeturas; era innegable que
ella, contra su costumbre, disimulaba algo. ¿Por qué no hablaba del
viaje con el interés que hasta entonces? ¿A qué causa atribuir su
tristeza y su enfermedad?... ¿Era admisible que una tronada de primavera
fuese origen de aquella gravísima perturbación nerviosa?... Y,
finalmente, ¿cómo Consuelo no le reveló el motivo de los arañazos y
verdugones que tenía en las piernas, en los brazos y en la cara?...
Allí había un secreto, tanto mayor cuanto más inexplicable era el
silencio de la enferma, y era necesario despejarlo en seguida porque le
iba en ello su tranquilidad y tal vez la vida de la joven.

Alfonso Sandoval dejó de salir; permanecía día y noche sentado en un
sillón junto al lecho, cuidando a Consuelo, tapándola cuando se
desnudaba, inventando farsas para distraerla en sus ratos de juicio,
procurándola bocados substanciosos y exquisitos al paladar, y acechando
el momento de arrancar a sus delirios alguna revelación. Esta esperanza
era la que le sostenía impidiendo que la fatiga cerrase sus párpados; no
tenía sueño, ni ganas de comer, ni de salir: era también un estado
patológico de sus nervios, acuciados siempre por una idea fija.

De noche se embozaba con su capa para no sentir frío, y mientras
apuraba, una tras otra, varias tacitas de café, vigilaba a Consuelo con
atención y paciencia incansables; cuando ella balbuceaba alguna frase,
Alfonso se inclinaba sobre el pecho de la enferma procurando entender lo
que decía por el movimiento de las labios; mas aquellos sonidos mal
articulados eran tan débiles que nunca podía entenderlos, y tornaba a
sentarse desesperado, bregando siempre con el mismo tema.

Y otra vez desfilaron por su cabeza aquel ladrón desconocido y las
figuras de sus compañeros de casino, aun las de aquéllos que menos
trataba, y la de Montánchez; y después de examinarlas minuciosamente
volvía a empezar con la primera de la serie, obligándolas a girar en
torno suyo como los caballejos de un tío vivo.

De pronto sus ojos se iluminaron y cuatro palabras que envolvían una
duda espantosa surgieron ante él entre dos signos de interrogación.

--¿Y si fuese Montánchez?--preguntó la voz reveladora.

--¿Y si fuese Montánchez?--murmuraron como un eco los labios de
Sandoval.

Pero, no, eso era imposible; ya se lo había preguntado antes y rechazó
tal pensamiento como absurdo... ¿Y por qué lo rechazó?... Ah, sí, por
varias razones que eran de gran peso. Sin embargo, no estaba
tranquilo.--¿Y si fuese, y si fuese?...--repetía en sus profundos la voz
misteriosa.

--Gabriel--agregó--siempre fué un calavera, un perdido con talento y
buena fortuna, pero también un vicioso con el alma manchada de cieno. Un
hombre que no cree en el honor, ni en sí mismo, ¿no es capaz de todo?...
¡Horror!... Hacerme él traición... no, no lo creo; yo, tratándose de un
amigo íntimo, tampoco sería capaz de cometer villanía semejante...
Además, Gabriel me quiere bien, tengo recibidas de su cariño pruebas
inconcusas, y aunque sea un pillo es también un valiente que, antes de
traicionarme, me diría sus intenciones claramente. ¡Además!... él está
muy hastiado de placeres y el cansancio es la moral que más santos ha
hecho. Por otra parte, Consuelo le odia con toda su alma... ¡No, cuando
digo que eso es imposible!...

Sandoval se pasó la mano por la frente horrorizado de la ofensa que
mentalmente infiriera a la honradez y fidelidad del médico, y nuevamente
comenzó a girar el fantástico tío vivo de sus amistades.

Pero la figura de Gabriel Montánchez volvió a presentarse una vez y otra
con tal insistencia, que llegó a dominarle. Recordó las palabras que
había oído a Consuelo en diferentes ocasiones, la inexplicable aversión
que sintió siempre hacia su amigo, el malestar que experimentaba en su
presencia y la facilidad que Gabriel adquirió para dormirla...

--¡Y si el miserable, abusando de ese poder, hubiera llegado hasta el
punto...!

El concepto embozado en aquella frase despertó en él una ira salvaje y,
sin saber lo que hacía, dió tal patada en el suelo, que las paredes
retemblaron y Consuelo abrió los ojos; mas el ruido se extinguió y sus
párpados volvieron a cerrarse con la tranquilidad del caminante que,
tras una jornada de muchas leguas, se abandona al sueño sobre un colchón
de plumas.

Aquellas primeras cavilaciones arrastraron en pos de sí otras memorias y
Sandoval fué acordándose del empeño que mostró Gabriel en curar el
histerismo de Consuelo por la sugestión; sus consejos acerca de la
conveniencia de conceder a la joven más libertad y permitir que
anduviese sola y por donde quisiera, so color de fortalecer su voluntad
y acostumbrarla a discurrir por sí misma; su empeño en referir en sus
reuniones íntimas del invierno, lances maravillosos que cautivaban la
imaginación de Consuelo y le ofrecían como a un personaje novelesco
rodeado de esa aureola fantástica que envuelve a los protagonistas de
los cuentos orientales; y, sobre todo, recordó un detalle... una frase
que entonces creyó insignificante, pero que ahora era para él la
expresión indubitable de un pensamiento criminal.

En cierta ocasión, estando Consuelo desmayada, él, subyugado por la
hermosura de la joven, le preguntó a Gabriel sin poder dominar su
pensamiento:

--¿Es hermosa, verdad?

Y Montánchez repuso:

--¡Oh, es perfecta!...

Sandoval recordó bien los pormenores de aquella escena: su amigo estaba
de pie, mirando a la enferma con un arrobamiento que le alejaba del
mundo; al oír su pregunta se estremeció, y como quien despierta de un
sueño lanzó aquella exclamación; exclamación leal, que le salía de muy
hondo, porque Montánchez la dijo con el acento del hombre que, creyendo
estar solo, habla consigo mismo. Era, pues, indudable, que en tal
momento el médico también admiraba la belleza de Consuelo, y este
pensamiento envolvía un deseo, un principio de amor, que pudo ir muy
lejos.

Sí, era innegable que Montánchez le había traicionado con el
pensamiento, y el que las imagina las hace, no bien la ocasión se
presenta; ¡y si aquella ocasión fatal hubiese llegado!...

Sandoval quedó estupefacto ante su descubrimiento, pues ya imaginaba que
el criminal estaba descubierto y que sólo faltaba castigarle. Levantóse
cautelosamente del sillón y, apartando la sábana y las mantas, examinó
nuevamente los brazos de Consuelo a la luz del quinqué: las señales
moradas habían disminuído mucho, pero aún se distinguían perfectamente;
y tan grande, tan íntima era ya la convicción de Alfonso, que creyó
reconocer en ellas las manos y los dedos de Montánchez.

--Sí, es él--exclamó a media voz--; ¿por qué buscar sofismas que le
disculpen? Aquí ha ocurrido una escena horrible; en ausencia mía la ha
fascinado, arrojándome a la cara un estigma que nadie puede borrar...

El crimen adquiría a los ojos de Sandoval proporciones tan gigantescas,
que la magnitud de su venganza no le cabía en la frente. Levantóse
desesperado y abrió con estrépito las hojas de la ventana; eran cerca de
las siete de la mañana y la rojiza luz del quinqué palideció bajo la
claridad diurna. El tiempo era hermoso, por la calle discurrían algunos
barrenderos con sus escobas al hombro, en la Puerta del Sol había un
grupo de desarrapados junto a un puesto de café.

--Pero necesito una prueba--murmuró Sandoval--, una sola, porque de lo
contrario no sabré acusarle... Cuando venga le recibiré secamente, como
nunca; a él le sorprenderá mi conducta, y como a los criminales los
dedos les parecen agentes de policía, dirá: “Éste ya sabe algo”. Y como
es de los templados, se pondrá fosco.--¿Por qué estás así?--Porque eres
un canalla, Gabriel.--¿Yo?--Tú, sí; abusaste de Consuelo y voy a
arrancarte las entrañas... no lo niegues, ten agallas para confesar tu
crimen, cobarde ladrón... Atrévete, tú que has realizado tantas proezas,
que has hecho correr a tantos... ven a mí, quiero reñir contigo en un
cuarto cerrado, como pelean los hombres de verdad, no los fantoches de
novela... Y él se encrespará furioso y se arrojará sobre mí, y
entonces... ¡me le como a mordidas, le despedazo!... Le saco los riñones
y se los pateo; le trituro, le reduzco los huesos a polvo, me baño en su
sangre... ¡Toma, charrán, miserable, villano, bandido, toma!...

Comenzó a dar puntapiés, presa de terrible cólera; los muebles caían al
suelo.

--¿Qué habías creído, bellacón--prosiguió--, que yo no era capaz de
vengar tamaño agravio?... Toma, en las tripas, ¡pum! en la cabeza...
¡así! ven acá, levántate, ya te dejo, acércate, acércate más... Parece
que mi cabeza va a dar un estallido... ¡Qué martilleo, estoy
atontado!... ¿Y si fuera inocente, o tan hipócrita que negase a pies
juntillas el mal que ha hecho? ¿Cómo la emprendo a bofetadas con quien
jura ser mi mejor amigo?... ¿Y si con sus razones consigue calmarme y
mientras yo me sosiego el indecente se ríe por dentro de mi
credulidad?... ¿Qué hago yo entonces?... Por eso necesito una prueba de
esas que se ven y se tocan... que son irrecusables... y con un testigo
así ya no dudaré aunque él me aseverase lo contrario de rodillas. Señor,
¿por qué no habla Consuelo, por qué ese espejo no conserva la imagen de
lo que aquí sucedió aquella tarde maldita?...

Acercóse a la chimenea y oprimió un timbre; la doncella se presentó.

--Ten--dijo Alfonso entregándola una tarjeta en donde había escrito
algunas palabras--, ve corriendo a casa del señor Montánchez y entrégale
esto. Vuelve pronto.

Cuando la muchacha llegó al domicilio del médico, éste se disponía a
meterse en la cama.

Montánchez cogió la tarjeta y leyó:

“Gabriel: Necesito verte en seguida; ven”.

Montánchez estrujó el cartoncillo entre sus dedos y empezó a pasear por
su despacho con la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos echados
atrás, sin acordarse de que la mujer que tenía delante esperaba una
contestación.

--¿Qué hora es?--preguntó.

--Las siete y media.

--¿De la mañana o de la noche?

--¡De la mañana!--replicó la doncella estupefacta.

Hubo una pausa.

--Bueno; dile a don Alfonso que iré después de la una...

En el transcurso de aquel mes Gabriel Montánchez había tenido tiempo
suficiente para examinar su situación y el curso probable de los
acontecimientos. Al principio creyó que todo estaba irremisiblemente
perdido, pues lo más fácil era que Consuelo, en un momento de locura o
de debilidad, se lo dijese todo a Sandoval, y resolvió permanecer
alejado del teatro de los sucesos, esperando el desenlace de aquel drama
cuyas últimas páginas iban necesariamente a mancharse de sangre; pero
cuando vió que todo continuaba tranquilo y que Consuelo Mendoza se moría
poco a poco y sin hablar, recobró su aplomo.

Montánchez se había engañado respecto de sí mismo una vez más, pues
tomando por verdadera pasión lo que sólo fué un arrebato de su
sensualidad, creyó que el amor hacia Consuelo era el mayor cariño de su
vida; pero cuando satisfizo aquel deseo, la indiferencia consiguiente a
la posesión le demostró que su corazón estaba frío y que la cabeza era
demasiado dueña de sí para consentirle nuevas locuras, y lo único que
deploró fué haberse expuesto tanto por lo que le interesaba tan de
soslayo.

--Si Consuelo muere--pensó Montánchez disponiéndose a dormir--, el
conflicto queda resuelto, pues los difuntos no hablan; si vive,
procuraré estar a su lado todo el tiempo posible para sujetar su lengua.

A la hora indicada llegó el médico a casa de Sandoval. Éste le recibió
en el gabinete; estaba un poco pálido por las cavilaciones y las noches
de insomnio.

Gabriel se sentó en una butaca junto a la chimenea.

--¿Y Consuelo?--preguntó.

--Peor que nunca--repuso Alfonso secamente--; ninguno de los médicos que
la han reconocido sabe decirme qué tiene; parece hechizada.

--Pues yo no pensaba venir--dijo Gabriel poniendo indolentemente una
pierna sobre otra y apoyando sus manos cruzadas sobre la rodilla
cabalgadora--, pero me has enviado un mensaje tan despótico que más bien
parece un cartel de desafío, y en la duda he venido, ignorando
ciertamente si me quieres para pedirme consejo o para reñir.

Sandoval miró a su interlocutor de hito en hito, y Montánchez sostuvo la
mirada con perfecta tranquilidad, sonriente, como si no comprendiera que
los ojos de su amigo querían leer su pensamiento.

--Te he llamado--dijo Alfonso--para ambas cosas; para pedirte
consejos... y para reñir contigo si te negabas a dármelos.

--Pero, ¿a muerte?

--A muerte; como riñen los hombres.

--Veo que la enfermedad de Consuelo--repuso Montánchez burlesco--te ha
avinagrado el carácter y haces mal en ponerte así, porque la dolencia de
tu mujer no es grave; si enviudaras serías un viudo intratable, un
traidor de melodrama.

--Gabriel--interrumpió Sandoval levantándose--, no te llamé para pasar
un rato riendo, sino para discutir seriamente: quiero que cures a
Consuelo; lo quiero y la curarás... porque eres el único hombre que
puede curarla.

--Gracias.

--¿La curarás?

--Haré lo posible--repuso Montánchez fríamente--; vamos a verla.

Entraron en la alcoba.

--Ahí la tienes--dijo Alfonso señalando a la joven que parecía dormir--;
así está desde hace un mes, desde la tarde del ciclón... ¿recuerdas
aquella tarde?

--Perfectamente.

--¿Cuánto tiempo hará?

--Eso que has dicho; un mes.

--¿Nos vimos aquella tarde en el casino?

--No.

--¿Dónde estuviste?

--¿Te importa saberlo?

Sandoval miró al médico fijamente, no sabiendo si atribuir la ingenuidad
de sus respuestas a su inocencia o a su descaro; pero la escasa luz que
atravesaba los visillos de la ventana le impidió ver la expresión
impasible de Gabriel.

--Pues bien, cúrala tú, que sabes el origen de su enfermedad.

--Lo supongo, pero puedo equivocarme.

--No, Gabriel; tú no lo supones, tú lo sabes...

--Te engañas.

--¡Mentira! Tú lo sabes... por consiguiente no caminas a ciegas.

Montánchez no respondió y se acercó a la enferma. Inmediatamente los
ojos de Consuelo, cual si hubiesen adivinado la mirada del médico,
empezaron a parpadear y después todo su cuerpo vibró con un temblor
nervioso: entonces Montánchez la cogió una mano y ella, como si acabase
de recibir la descarga de una máquina eléctrica, despertó súbitamente
lanzando un grito. Al fijarse en el médico sus ojos, expresaron un
terror supremo; abrió la boca y sin poder articular palabra ninguna se
desvaneció.

Cuando la intensidad del ataque hubo pasado, Gabriel se levantó para
marcharse.

--La enfermedad--dijo--reviste los caracteres de costumbre, y por tanto
no desconfío de poder curarla: todos los días vendré y lucharé hasta el
fin; en el poder de la sugestión fundo mis esperanzas.

Montánchez tenía demasiado mundo para no comprender lo que en el ánimo
de su amigo sucedía: el lenguaje lacónico y duro empleado por Sandoval
para llamarle, la sequedad de su recibimiento y el marcado retintín con
que pronunció ciertas palabras, le revelaron que sospechaba la traición
de que había sido víctima.

Otras razones no menos poderosas concurrieron a corroborar su
pensamiento; al acercarse al lecho de Consuelo para pulsarla, vió que
los brazos de la joven estaban señalados en ciertos sitios por dos
manojitos de manchas negras, y supuso cuerdamente que aquellas señales
pusieron a Sandoval sobre la pista del crimen: lo que Alfonso ignoraba
era el nombre del criminal y esta ignorancia fué la que Montánchez quiso
prolongar indefinidamente, aun cuando la empresa durase años.

Después que pasó el ataque nervioso motivado por la visita del médico,
Consuelo se incorporó en la cama y con un aplomo que sorprendió a
Sandoval:

--Alfonso--dijo posando sobre su marido una mirada llena de dolor--,
¿Montánchez va a volver?

--Sí, hermosa, le he llamado para que te cure, porque los otros médicos
son unos burros que no ven más allá de sus narices.

--¡Ah!... ¿Tú le llamaste?

--Sí, porque él no quería venir, temiendo que su presencia te
impresionase desagradablemente.

La miró procurando sorprender el efecto que en ella causaban estas
palabras; pero Consuelo, que parecía sumida en graves cavilaciones, se
pasó la mano por la frente y repuso con la impasibilidad de un
sonámbulo:

--¡Qué fatalidad!... ¡Tú, siempre tú!

--¿Por qué dices eso?

--Porque yo no quería verle; ya sabes que siempre me fué antipático,
pero hoy me es más repulsivo que nunca... ahora, por tanto, necesito,
más que nunca, vivir lejos de él... Si yo estuviese buena o
convaleciente, te instigaría a que me sacases de Madrid, mas no hablemos
de esto porque sé que de esta cama no he de levantarme. Estoy enferma,
Alfonso mío, muy enferma... y mi mal es incurable: lo tengo metido en mi
corazón, en mi sangre, tan hondo, tan hondo, que es imposible llegar a
él con ninguna medicina... Deja que concluya--agregó, viendo que Alfonso
quería hablar--, me quedan pocas fuerzas y temo se agoten antes de decir
todo lo que pienso. Comprendo que siempre fuí una niña mimosa y
lunática, cuyos juicios raras veces has tomado en cuenta. Yo, que puedo
ahora examinarme bien, porque he dejado de parecerme a la Consuelo de
antes, no te recrimino por ello; tenías razón... siempre he sido una
cabeza de chorlito, sin más virtud que la de amarte con toda mi alma...
Óyeme con atención y ten fe en mis palabras, que los locos y los
moribundos dicen las verdades, y a mí poca vida me queda. Pues bien,
como iba diciendo... he tenido poco juicio, pero en cambio tuve una
penetración extraña, una doble vista que me permitía adivinar lo que mi
pobre entendimiento no razonaba: no acierto a explicarte de dónde
procede esta voz sobrenatural que habla en mí, pero la siento resonar
clara y distintamente en mi interior y sé que nunca me engañó... Esa voz
siempre me ha prevenido contra Montánchez y hecho sentir hacia él
aversión invencible; parece lo más natural, lo más lógico, puesto que yo
le odiaba, que ese hombre hubiese vivido fuera de mi intimidad más que
otro cualquiera, y, sin embargo, el Destino, por conducto tuyo, me le
puso constantemente delante de los ojos... Tú, desde antes de casarnos,
me hablabas de él; tú me lo presentaste en el teatro; tú, venciendo mi
repugnancia y su retraimiento, le aficionaste a frecuentar nuestra
amistad; por ti empezó a curarme, finalmente...

--¿Pero me acusas de haber provocado alguna desgracia?--preguntó Alfonso
sin poder contenerse--; ¿te ha ofendido ese hombre?... Habla, Consuelo,
por Dios; no es amigo mío quien te ofenda... si él te ultrajó, aún vivo
yo para arrancarle las entrañas... ¿Por qué te detienes?... ¿A dónde vas
a parar?...

--No te enfades, porque me asustas--dijo ella hablando con dificultad--,
y ya sabes que las impresiones me son funestas. Lo que iba a decir era
que, pues hasta aquí me has contradicho forzándome a aceptar su amistad,
no sigas violentándome en lo sucesivo. Alfonso, sé cariñoso como siempre
lo fuiste para mí y cede una vez más; éste es uno de los postreros
favores que te pido... ¡y es tan pequeño!... No quiero ver a tu amigo,
deseo morir tranquila junto a ti, sin ver a nadie, y si él se presentara
moriría rabiando... Quiero estar sola contigo, entregada a ti, ya que
soy completamente tuya... Háblame... ¡tengo tanta necesidad de oír tu
voz y de recibir tus besos!...

La enferma calló sofocada por los suspiros que subían a su garganta y
rompió a llorar.

--Consuelo--exclamó Sandoval--, tú sufres alguna desgracia, tú has sido
víctima de una asechanza inicua; me lo dicen mi amor y mis celos, que no
se engañan: tú me quieres, lo sé, pero disimulas en esta ocasión por no
disgustarme, y haces mal... quiero saberlo todo, ¡todo!... aunque la
rabia me ahogue después de oírte... ¡Habla; te lo ruego por caridad,
como un esclavo... te lo exijo como marido... habla!...

--No oculto nada--repuso ella con acento desmayado--, no hables así, me
infundes miedo.

--Y entonces, esas señales que tienes aquí, ¿de qué provienen?

Fuera de sí, no podía contenerse más tiempo.

--¿Cuáles?--exclamó Consuelo abriendo mucho los ojos y mirando espantada
a su alrededor.

--Éstas que tienes aquí, en los brazos... no lo niegues, porque hasta
ahora creí que sólo había un infame y si te obstinas en fingir,
Consuelo... creeré que hay dos.

La joven miró hacia el sitio indicado y no pudo responder; su impresión
fué tan grande que perdió el conocimiento y empezó a delirar en voz alta
y perfectamente inteligible.

--No, no puedo más, ¡qué dolor, si parece que están partiéndome los
brazos con tenazas de hierro!... Sobre todo éste, el derecho... so...
so... corro... Y esa tempestad, esos rayos malditos, esos truenos que me
aturden... Alfonso, ven, que ya no puedo más... ¡ay, ay!...

Su voz se ahogó y sus labios barbotaron algunas palabras que Sandoval no
pudo entender.

--No--prosiguió Consuelo esforzándose en sonreír--, si no lloro, ¡qué
tontería!... estoy muy bien, muy alegre... tengo los ojos llenos de
lágrimas porque he estado picando cebollas... Nadie tiene derecho a
averiguar mi historia, nadie... y menos usted, que es una vecina a quien
apenas conozco; pero, en fin, para que no crea usted que oculto algo se
lo diré todo, sí, señora... como si fuese usted mi confesor. Esta niñita
tan mona, tan gordita, con esos ojos tan grandes, es mía, mía sola...
¿que no puede ser?... Ya lo creo, ¿quién lo sabrá mejor que yo, que soy
su madre, quien la ha parido?... Ea, es usted tan cabezona que no hay
más remedio que ceder... Pues sí... es hija de Alfonso... por eso la
tengo vestida siempre con trajecitos azules adornados de encajes
blancos, porque esos eran los colores que más le gustaban... Pero luego
me dejó... hace ya tres o cuatro años... ¡ay!... ¿Dónde andará?... Me
dejó porque me volví muy mala, muy mala; una tía completa. No, él era
bueno; no ha nacido ningún hombre más hermoso ni más caballero que él...
y no tuerza usted el gesto porque reñimos... Él me dejó porque yo era
una perdida, por eso no me quejo... ¡pero si él supiera que yo no tuve
la culpa de nada!... Le aseguro a usted que esta niña es de Alfonso; lo
juro, vaya... si fuese de otro cualquiera, lo mismo lo diría...

Calló, suspirando honda y largamente.

--¡Ah, sí!--continuó--, esas manchas no sé de qué serán... ¡Cuidado si
eres fastidioso!... ¿Cómo he de decir que no me acuerdo?... Serán de
tinta o de betún...

Lanzó una carcajada corta y estridente, y luego se puso muy seria;
frunció las cejas y levantó un poco la cabeza, procurando percibir un
ruido lejano.

Entonces se oyeron el repiqueteo de un timbre y los pasos de la doncella
que salió a abrir: después entró en el gabinete Gabriel Montánchez.

--¿Duerme?--dijo.

--No--repuso Sandoval--, delira.

Montánchez se acercó al lecho, y Consuelo, cual si hubiese tenido
conciencia de su llegada, se cubrió la cara y fué encogiéndose hasta
quedar hecha un ovillo, como los chicos cuando se suben las mantas a la
cabeza para librarse del coco.

--¡Qué miedo... ya está ahí... se acerca... me callaré, schiii,
silencio!...

El médico la miraba con todo el poder fascinador de sus ojos.

--Estoy temblando... que no me sienta...

No dijo más y quedó inmóvil, rendida por un sueño magnético.

Los ataques que sobrevinieron en los días sucesivos tuvieron un
desenlace idéntico: en cuanto el médico la miraba, la infeliz histérica
enmudecía como amordazada, y ya no volvía a desplegar los labios ni a
moverse en muchas horas.

Gabriel Montánchez seguía un plan maravilloso.

Estaba seguro de que Consuelo no viviría más de un mes; la ciencia se lo
dijo y la ciencia en ciertos casos no se engaña. La joven se hallaba
herida de muerte; tenía una anemia crónica que por sí sola hubiese
bastado a destruir su vida; y como si aquel padecimiento obrase con
demasiada lentitud, sufría una inflamación en uno de los lóbulos del
cerebro que podía causar de un momento a otro la muerte por congestión,
y un principio de aneurisma en el cayado de la aorta: la infeliz, por
tanto, estaba sentenciada de modo irrevocable, y todo el trabajo del
médico, durante aquellas semanas de agonía, se reducía a velar a
Consuelo constantemente, para impedir que hablase, resultado que
conseguía fácilmente merced a su influencia sugestiva.

Para esto, y amparado por la amistad de Alfonso, pasaba todo el día y
gran parte de la noche velando a la enferma y espiando sus palabras con
el mismo interés que Sandoval, y, en cuanto el delirio la impulsaba a
hablar, torcía instantáneamente con una mirada el curso de sus ideas y
sellaba su boca.

Abusando de estos sopores magnéticos, el infame conseguía dos objetos:
impedir que revelara inconscientemente su caída y acortar su existencia,
pues como los ataques se sucedían casi sin interrupción, apenas tenía
tiempo de tomar alimentos entre acceso y acceso, lo cual acrecía
enormemente los destructores efectos de la debilidad.

Los resultados de tan infernales maquinaciones se apreciaban ya a simple
vista: la postración de Consuelo era espantosa, su cuerpo y su espíritu
iban sumergiéndose en el no ser, rápidamente, y la nostalgia y la anemia
se daban la mano para completar el aniquilamiento del organismo; sus
largos desmayos la dejaban postrada, y cuando volvía en sí, la
conciencia de su triste estado la precipitaba otra vez en nuevos
delirios.

Más que para Montánchez, las noches se hacían insoportables para
Sandoval, que comprendía cuán equívoca y terrible era su situación. A
las ocho de la noche la doncella iba a decirles que la cena estaba
servida, y entonces los dos salían del dormitorio de la enferma para
pasar al comedor. Las comidas eran tristes; se sentaban el uno frente al
otro y permanecían silenciosos, comiendo maquinalmente, preocupados con
sus pensamientos.

Después de tomar el café, Montánchez se sentaba en un sillón, cargaba
una pipa de sándalo y fumaba tranquilamente, adormeciéndose con las
voluptuosas emanaciones de aquel humo perfumado; Sandoval quedábase
inmóvil, los codos sobre la mesa y la cara entre las manos, mirando
detenidamente su taza, ya vacía, llena de cenizas de cigarro. Así
estaban una hora, dos... hasta que la campana del reloj o algún grito de
Consuelo les sacaba de su éxtasis; entonces se levantaban cual si sólo
hubiesen estado aguardando aquella señal para ponerse en movimiento y
volvían al cuarto de la joven. Allí se instalaban, cada cual en su
butaca, y dejaban transcurrir el tiempo entretenidos, al parecer, en
mirarse la bigotera de sus botas o los dibujos de la alfombra.

A pesar de esta calma aparente, empezaba a surgir entre ambos un
disgusto, un antagonismo, una tirantez magnética que acrecía por
momentos; eran amigos o, por lo menos, lo fueron hasta allí, y la
amistad y la consecuencia que creían deber guardar a su antiguo cariño,
era lo que les impedía abofetearse. Aquella animosidad radicaba
principalmente en Alfonso: su instinto suspicaz había convertido sus
recelos en certidumbres y un odio mortal iba invadiendo su corazón; y si
no estalló de una vez fué porque algo misterioso le retenía, poniéndole
ese pelo que se enreda al frenillo de la lengua, aun en las
circunstancias más críticas, y que rara vez deja hablar a tiempo.

Su exasperación provenía de su situación harto equívoca; sabía que su
honor fué pisoteado, que sus ensueños de felicidad estaban muertos y que
el único autor de aquella catástrofe era un hombre, quizá el mismo que
tenía delante, y a quien, por falta de pruebas, no podía estrangular. La
idea de representar un papel ridículo y de que alguien estuviera
riéndose en silencio de su ceguedad le ponían fuera de sí: hubiera
preferido habérselas con un demonio de cien cabezas, a reprimirse y
sufrir por no hablar fuera de razón: su actitud era agresiva, pero aún
no estaba bien determinada y padecía ese raro furor que acomete a los
perros de presa cuando oyen el gruñido provocador de un rival invisible.

La posición de Gabriel Montánchez era bien distinta: conocía
perfectamente qué circunstancias le favorecían y cuáles le perjudicaban,
y la única persona de quien debía guardarse, caso de que el enredo se
descubriese. Estaba, por tanto, a la defensiva, pero tranquilo,
confiando a la ciencia el éxito lisonjero de su empresa, y en último
caso, y cuando toda compostura fuese imposible, encomendándose a su
valor.

Así iban filando las horas para ambos, inquiriendo el uno y esperando el
otro, los dos silenciosos, velando atentamente el sueño de aquella pobre
mujer que se moría.

Pasaron más días, todos monótonos y tristes como las vibraciones de la
campana que anuncia en los cementerios la llegada de los difuntos, y el
trágico desenlace de la enfermedad previsto por Montánchez tampoco era
un misterio para Alfonso: Consuelo se moría, era preciso ser ciego para
no verlo.

Cuando Gabriel se lo advirtió, Sandoval no dijo nada, no se le ocurrió
nada, apenas experimentó una pequeña sensación, como si fuere una
noticia insignificante que ya supiera desde hacía mucho tiempo: era una
insensibilidad absurda, de loco o de imbécil; sus preocupaciones
invadían su espíritu desquiciándolo; no aquilataba los hechos que a su
alrededor ocurrían, ni que Consuelo, la mujer amada, su encanto, su
esperanza, su espíritu bienhechor, su ángel guardián, iba a morir.
¡Morir!... aquella palabra lúgubre llenaba su cerebro produciéndole una
noción vaga cuya importancia desconocía.

Una noche se levantaron de la mesa peor humorados que nunca; sabían que
el desenlace de la tragedia se acercaba y que sólo algunas horas
bastarían para romper aquella situación. Alfonso asomó la cabeza por
entre las cortinas que separaban el gabinete de la alcoba; la joven
estaba tendida de lado, la cabeza sobre el antebrazo izquierdo,
descansando toda ella con el lánguido abandono de una persona
profundamente dormida.

Entonces se retiró de puntillas y fué a sentarse en un sillón, después
de cubrir con un papel la parte inferior del quinqué colocado sobre la
chimenea, para que su luz no le molestase. Montánchez se había tendido
en el sofá. Alfonso empezó a contemplarle a su sabor aprovechando la
circunstancia de tener el médico los ojos cerrados. Hasta entonces nunca
pudo fijarse bien en su amigo, y quiso corregir aquel descuido de su
atención; examinó su ancha frente surcada de arrugas, sus cejas bien
arqueadas, su nariz recta, sus mejillas hundidas y la blancura marmórea
de aquel semblante que parecía más pálido de lo que era en realidad,
visto a los reflejos del quinqué: después, aquellos rasgos fueron
borrándose y concluyó viendo en el sitio ocupado por la cabeza una
sombra blanca. Vencido por el sueño, inclinó la cabeza sobre el pecho...

A pesar de los recelos que hasta allí le sostuvieron en perpetua
vigilia, su cuerpo y su espíritu, extenuados, reclamaban imperiosamente
el derecho que tiene todo lo que vive al reposo; la materia estaba
aniquilada, las piernas no querían moverse, los oídos eran dos órganos
inservibles, sordos a toda impresión; sus ojos, abiertos por un
esfuerzo supremo de voluntad, no veían; los nervios estaban embotados,
el cerebro dormido; la naturaleza exigía descanso y fué preciso
rendirse.

Largo rato hacía que los dos hombres disfrutaban el más reparador de los
sueños, cuando Consuelo, que se revolvía en la cama articulando
palabras, lanzó un grito tan penetrante que les despertó.

--¡Socorro, socorro, suélteme usted!--decía.

Ellos se levantaron, pero Alfonso había entendido las palabras
pronunciadas por la enferma y aquello fué para él un rayo de luz.

--No te muevas--dijo con tono imperioso y sujetando por un brazo a
Montánchez que se dirigía a la alcoba.

--¿Por...?

--Porque quiero oír lo que dice.

--¡Valiente antojo!... Dirá mil simplezas, como siempre; suelta,
conviene cortar el ataque para impedir que aumente...

--¡Socorro, que me ahogan, no puedo respirar!...--gritó Consuelo.

--No te muevas--dijo Sandoval poniéndose de un salto delante de la
alcoba--, a esa mujer la ha sucedido algo muy grave cuando grita de ese
modo, y necesito saber qué es.

--Quieres una tontería; dejándola entregada a sí misma, la crisis puede
matarla.

--No importa; he de arrancarla ese secreto que me oculta... y por
saberlo diera su vida; ¡ya ves si deseo conocerlo!... Parece que no
quieres que hable, que te da miedo oírla, que tratas de amordazarla con
tu magnetismo...

--¡Basta, Alfonso!--replicó Gabriel haciendo un gesto despreciativo--;
mi corazón no conoce el miedo; no temo a nadie y menos a una mujer
histérica, y si no creyese que discurres así porque la fiebre nubla tu
razón, me iba de aquí para no volver, pues hay ofensas que la amistad
más estrecha no disculpa...

Diciendo esto sentóse en el sofá con toda la indolencia del que se
dispone a dormir, y Alfonso permaneció de pie, escuchando la voz amada.

Consuelo hablaba tranquilamente.

--No sé cómo arreglármelas para meter mi equipaje en estos baúles; ¡y
cuidado que son grandes los malditos!... ¿Pero en qué pensaría Alfonso?
Debió de comprar muchos, muchos, veinticinco o treinta, aunque fuesen
pequeñitos... Y ahora no puedo cerrarlos, no tengo fuerzas... ¡Ay!...
qué triste estoy; el día se presenta malo, ¡cómo llueve!... Voy a
helarme en el tren... si me parece que estoy metida en el coche y que
junto a mí va un señor muy gordo, con unas narices muy coloradas,
durmiéndose sobre una maleta... Pero no, aún no he salido de mi casita,
ni saldría nunca si en mí consistiera; Alfonso cree que deseo viajar,
correr mundo... como si me importase algo verle los bigotes al emperador
de los chinos o patinar por el Sena; lo que necesito es huir, poner
muchas leguas por medio... ¡Uy, ahora que se han ido ésas empiezo a
sentir miedo!... Me aterroriza pensar que estoy solita en esta casa tan
grande y tan obscura; parece que las estatuas del despacho se descuelgan
a lo largo de los armarios para visitarme... Sí, cerraré la puerta para
que no entren. ¡Cómo llueve! Lo que más temo son los relámpagos y los
truenos... Y Alfonso sin venir...

Calló haciendo sonar su lengua contra el paladar, como saboreando algo.
Sandoval continuaba inmóvil, con el oído pegado a la cortina de la
alcoba, poseído de ansiedad creciente; tenía el presentimiento de que
iba a saber el misterio con que luchaba desde hacía tanto tiempo, y que
Consuelo sería la pitonisa reveladora. Montánchez seguía en el sofá,
pálido y frío.

--Y han llamado--continuó diciendo la joven--, juraría que es el timbre
de la escalera... Dios santo, vuelven a llamar, ¿quién será?...

Las ideas que sucesivamente se ofrecían a su espíritu eran de tal
naturaleza, que comenzó a temblar violentamente.

--¡Es él, y yo aquí sola!... voy a morirme de espanto. No, señor; pero
mi marido volverá de un momento a otro... quizá no tarde ni diez
minutos... si quiere usted hacerle algún encargo yo se lo diré; sí, eso
es lo mejor; ¿para qué va usted a molestarse en esperar?... ¡Y estoy
sola!... Este hombre y el diablo se dan la mano para perderme.

Hubo otra pausa; Alfonso y Montánchez se miraron fijamente.

--No, no, señor--prosiguió Consuelo--, eso, de ninguna manera; o usted
ha perdido el juicio, o me toma por una tía del arroyo... Lo que usted
oye; sí, señor, eso mismo, no tengo nada que añadir, mis fallos son
irrevocables como los de las leyes absolutas. Por la violencia menos...
se lo juro a usted, antes muerta: yo tendré menos fuerza, pero a corazón
nadie me gana y el mío es de un hombre que quiero con toda mi alma; se
lo di enterito hace mucho tiempo... ya sabe usted demasiado a quién me
refiero; pues sí, él se lo llevó y aquí no me ha quedado ni una
piltrafa... ignoro la razón de mi cariño; es bueno y es guapo... ¡ya ve
usted si le quiero, que por él perdí hasta las ganas de besar a mi
padre!... Pero aunque así no fuera, a usted no puedo amarle nunca, le
odio demasiado para mirarle alguna vez con buenos ojos... me ha sido
usted siempre repulsivo; desde la primera vez que le vi... usted es malo
y las personas malas me infunden repugnancia y miedo.

--¿Pero con quién hablará esa mujer?--exclamó Sandoval--, ¿con quién?...

Montánchez no se movió.

--¡Uy, qué asco!--dijo Consuelo desvariando y echando poco a poco hacia
fuera la saliva que tenía en la boca--, ¡qué sabor tan repugnante tiene
esta agua de tila!... ¡Puf! me he tragado un cuerpecillo sólido, quizá
una pajilla o un pedacito de azúcar... pero no, es un sabor amargo, tal
vez habría en el fondo una araña muerta... ¡Qué asco, un bicho negro y
con tantas patas!...

Prorrumpió en arcadas como si fuese a vomitar; aquella alucinación
gustal aumentó la fuerza del ataque histérico y su cuerpo empezó a
crisparse.

Entonces Sandoval, temiendo que se lastimara, cogió el quinqué y penetró
en la alcoba; Gabriel, que a pesar de su aparente tranquilidad no había
perdido un solo detalle de la escena, se apresuró a seguirle,
comprendiendo que el momento decisivo llegaba.

Alfonso se sentó en la cama procurando dominar las sacudidas nerviosas
de la joven sujetándola por las muñecas, mientras Montánchez, no
queriendo que su solicitud despertase la ya alarmada suspicacia de su
amigo, permaneció al otro lado de la cama, con los brazos cruzados y la
impasibilidad del exorcista ante los calambres de una posesa a quien
está sacando con conjuros los demonios del cuerpo.

Consuelo procuraba desasirse de las manos de Alfonso, empleando para
conseguirlo un vigor sobrehumano. Tenía el semblante congestionado, el
pelo suelto y extendido sobre las revueltas almohadas, los ojos
apretados convulsivamente, las narices dilatadas, los labios
descoloridos, la boca llena de espumarajos, las venas del cuello
pletóricas de sangre, el cuerpo arqueado, los brazos rígidos. Conforme
la intensidad del ataque arreciaba, la curvatura del cuerpo aumentaba
también; hubo momento en que las nalgas estuvieron separadas del colchón
cerca de medio metro, y Sandoval creyó que la columna vertebral iría
doblándose hasta permitir que la cabeza se juntase con los pies: en
aquel instante la cara de Consuelo ofrecía un aspecto horrible; el pecho
contraído por un espasmo violentísimo no podía alentar y la falta de
respiración determinó un aumento considerable de sangre venosa; el
cuello y el semblante fueron obscureciéndose hasta renegrirse; sus ojos
se abrieron; los tenía inyectados como los de las personas que mueren
por asfixia, y entre las babas que salían de su boca entreabierta,
apareció un hilito de sangre. Pero el espasmo había llegado a su mayor
grado de intensidad sin conseguir romper ninguna fibra vital, y Consuelo
lanzó un grito y cayó sobre la cama: el aire penetró silbando por las
fosas nasales, el pecho alentó con placer y la cara recobró su color;
pasados algunos minutos, el delirio histérico empujaba los nervios hacia
otras sensaciones y la joven palideció como la persona que sucumbe
víctima de una sangría suelta. Después empezó a hablar.

--Esto es espantoso, váyase usted, se lo ruego de rodillas; mi marido
puede llegar... ¡Ay! no me apriete usted de ese modo, parece que se
parten mis brazos, yo desfallezco... ¡Alfonso de mi alma, ven aquí, ven
a favorecerme, que ya no puedo más!...

Se agitaba luchando con aquel enemigo que su imaginación la ponía
delante.

--¿Dónde estará Alfonso, que no viene?... No, la muerte antes... si yo
pudiera valerme de mis brazos o morder...

Aún se defendió un poco y al fin tendióse a discreción, destrozada de
tanto pelear. Hubo un largo silencio.

--Sí, maridito mío--agregó--, yo no quería contarte las causas de estas
señales, pero ahora he resuelto decírtelo todo; sí, todo; ya ves que me
pongo muy seria... Te lo explicaré todo, ¿entiendes? aunque el
recordarlo me hace mucho daño; pero promete que no te enfadarás conmigo
ni con nadie...

Entonces Gabriel se acercó a la cama.

--¡Déjala, no la mires!--gritó Sandoval de un modo siniestro--; déjala
que hable, mi vida depende de sus labios.

--Por esas incomprensibles temeridades tuyas, puede sobrevenir otra
crisis como la que ha sufrido hace un momento y de la que libró
milagrosamente.

--Montánchez--exclamó Alfonso con el acento del hombre resuelto a
todo--, te aconsejo que no la mires; sé que no quieres que hable y
tratas de callarla con los ojos, y haces mal en mantener tal empeño; no
me importa que muera, el corazón me dice que aquí habrá más de un
cadáver.

Pero la poderosa mirada del médico ya había producido su efecto y
Consuelo empezó a tartamudear:

--¡Qué miedo, ese hombre, ese... qué cara tiene tan seria!...

Y se cubrió los ojos con las manos.

Alfonso conoció la perfidia encerrada en la conducta de su amigo y
anhelando contrarrestar su influjo, asió violentamente una de las
muñecas de Consuelo.

--¡Habla--dijo en tono imperativo--, yo te lo mando!

El semblante de la joven expresó sorpresa, después alegría.

--¡Es él!--murmuró.

--¡Habla, habla!--repitió Alfonso colérico.

--Sí, sí... es él, ¡ay! pero no me atrevo, está ahí el otro, no le
veo... pero le siento cerca...

En efecto, Montánchez la miraba con toda la fuerza de sus ojos.

Sandoval nunca había puesto a prueba el poder magnético de su mirada, ni
sabía el estado psicológico en que debe colocarse el operador para
producir más fácilmente la sugestión; pero si le faltaban la ciencia y
la costumbre, en cambio poseía ese vigor extraordinario que desarrolla
en los espíritus el amor y los celos; y como el cerebro de Consuelo
tenía la sensibilidad de las agujas imantadas, no pudo substraerse a
aquella nueva y simpática corriente sugestiva que la libertaba de la
odiosa fascinación del médico.

--No puedo, no me atrevo--balbuceó aún.

--Sí, sí puedes, te lo mando yo, yo que estoy aquí para
defenderte--gritó Alfonso con toda la energía de que fué capaz, temiendo
que su voluntad no prevaleciese.

La corriente simpática triunfó.

--Creo que se ha ido--prosiguió Consuelo--, no sé por dónde, pero no le
siento... Verás, yo estaba sola en el gabinete...

--¿Cuándo?

--Me quedé sola cosiendo... y llamaron a la puerta... un repiqueteo muy
largo y luego otro... ¡hijo, cuánto me duele el corazón, apenas puedo
respirar!... Parece que me ponen una piedra muy grande sobre el pecho...
y entró; desfallecí al verle, y para que comprendas que el diablo anda
metido en esto, yo misma abrí la puerta y dejé entrar al lobo.

En aquel momento el semblante de Montánchez adquirió una expresión
feroz, y sus ojos relampaguearon con ira salvaje.

Consuelo calló y sus manos temblaron.

--Sigue--dijo Sandoval, que por la posición en que estaba no pudo ver
los gestos que desfiguraban la fisonomía del médico--, te lo mando yo,
¿no entiendes?... ¡Sigue!

Indudablemente los pensamientos de la joven continuaron desarrollándose
mientras permaneció silenciosa, porque súbitamente su alucinación fué
terrorífica.

--¡Ay, suélteme usted!... yo quererle, ¡qué locura!... yo, que no puedo
verle ni pintado... No, señor, a mí no me toca nadie más que mi marido,
y a mí no tiene usted que tutearme... ¡Ay! me aprieta entre sus
brazos... Bueno, me escaparé, no puedo, me echa sobre el sofá... no
puedo moverme... ¡favor, socorro... so... ay... no me deja gritar, me
tapa la boca con la suya!

Incorporóse con un movimiento rápido y empeñó con Sandoval una lucha
desesperada, procurando morderle, babeando de coraje y deshaciéndose en
denuestos que la ira entrecortaba.

--¡Mentira, perro, mentira--repetía--, de mi marido sola, de usted
nunca: me tendría usted que matar antes!...

--Pero, ¿con quién hablas, con qué demonio del infierno?--gritó Alfonso,
ciego de ira, sacudiéndola por los brazos como si quisiera
arrancárselos.

--Déjala--exclamó Montánchez--, estás maltratándola bárbaramente.

--Gabriel, aquí hay un hombre engañado, un hombre del que otro se ríe, y
ese hombre soy yo... Pues bien, el misterio ha de quedar resuelto en
seguida, y de aquí no sales sin que yo esté persuadido de que no eres un
criminal.

Consuelo le interrumpió.

--Sí, marido mío, esa es la verdad, la horrible verdad... ¿quién había
de pensarlo?... Créeme, no estoy borracha, no... ¿Cómo, y el miserable
dice que no... me desmiente, se atreve a negarlo?... ¡Cobarde,
canalla!... Usted es, usted sólo, tenga usted siquiera el valor de
confesarlo... ¿No siente usted vergüenza de su conducta?... ¡Sí,
Alfonso, ése es el infame que me ha perdido, el que se ha mofado de tu
honor y del mío, ése!...

--Pero, ¿quién es ése?--gritó Sandoval, por cuya frente corrían gruesas
gotas de sudor--, ¿quién es, no tiene nombre?...

El médico, silencioso, se mordía los labios.

--¿Que quién es?--balbuceó ella queriendo despertar.

--Sí, ¿quién es?

--Es... no puedo decirlo... es tu amigo.

--¿Mi amigo, dices... mi amigo Montánchez?

Ella vaciló.

--¡Acaba!

--Sí, sí, ése mismo...

--¿Montánchez?

--Sí, ése... Montánchez...

Sandoval ya lo sabía; uno de esos presentimientos que nunca engañan se
lo dijo y, sin embargo, la confesión que acababa de sorprender a
Consuelo le anonadó. Se puso pálido, luego lívido, abrió la boca y se
pasó las manos por la frente; después retrocedió buscando un punto de
apoyo, porque sus piernas empezaron a temblar y creyó que las paredes de
la habitación giraban en torno suyo y que el piso se hundía bajo sus
pies; pero súbitamente la voluntad reaccionó sobre sí misma devolviendo
a los músculos su entereza.

--¡Consuelo!--gritó cogiéndola por los brazos y obligándola a sentarse
en el lecho--, piensa lo que has dicho; Consuelo, por tu padre, por el
amor que me tienes... habla: si Gabriel te arrastró al adulterio, le
mato; pero si es inocente, dímelo, dímelo pronto para descansar...
Consuelo, vuelve en ti, ¿quién es el hombre que te ha perdido?... Acaba,
miserable, despierta, recobra el seso, porque si no harás que yo lo
pierda también... Dilo, antes de que te ahogue...

Y la sacudía, la abofeteaba, ciego de coraje.

--Di, ¿quién fue?... ¿Es Montánchez, es Montánchez?...

La voz de Sandoval tenía un poder extraordinario, que daba frío;
Consuelo se estremeció y sus párpados se entreabrieron.

Entonces exclamó Alfonso, señalando al médico:

--Me lo acabas de confesar, ¿es ése?... ¿Es ése?...

Las pupilas de la joven se dilataron y un terror infinito desfiguró su
semblante: con esa lucidez de los moribundos, comprendió la situación,
la sima que acababa de abrirse a sus pies y la horrible tragedia que
seguiría a su muerte; el crimen estaba descubierto y ella perdida.

--Pero, habla, ¿es ése?... ¿Es ése?--repitió Sandoval.

Consuelo Mendoza hizo un gesto de suprema angustia y se desplomó sobre
el lecho murmurando:

--¡Sí, ése es!...

Cayó boca arriba, los brazos abiertos y la cabeza colgando fuera de la
cama; muerta...

Alfonso miró al médico, y con una voz que el dolor tremolaba:

--Gabriel--dijo--, ¿es cierto lo que ella ha dicho?...

--Completamente cierto--repuso Montánchez sin inmutarse--, y si no
hubiese hablado, yo lo hubiera dicho, pues ya me repugnaba prolongar
tanto tiempo una mentira.

--¿Y fué tuya?

--Sí.

--¿La violentaste?

--Sí; fué una caída de la que la infeliz no es responsable: luchamos, yo
era más fuerte y vencí.

--¿Y los cardenales de los brazos se los hiciste tú?

--Yo mismo.

--Eso ocurrió...

--La tarde de la tempestad.

--¿Y quién lo sabe?

--Nadie, más que tú y yo.

Hubo un silencio.

--¿Qué hiciste, Gabriel?--exclamó Alfonso con un acento que revelaba las
angustias de su alma--, ¿qué hiciste de nosotros?...

Y le miraba fijamente, pensando en lo que acababa de oír y examinándole
los brazos, los ojos, la boca, las manos... ¡las manos, sobre todo!...
Aquellas manos habían mancillado el cuerpo de Consuelo, aquellos labios
la besaron, aquellos ojos la vieron desnuda...

Los dos hombres se contemplaron con furor: Sandoval estaba a un lado del
lecho, Montánchez a otro, como separados por la muerta.

--¡Suya, suya!--murmuró Alfonso abrumado--; ¿es posible?

Luego agregó:

--Gabriel, uno de nosotros morirá.

--Sí, es preciso--repuso el médico con arrebato--; yo lo quiero también:
no creas que soy como aquel parricida que trató de conmover a sus jueces
recordándoles su orfandad. Cuando me decidí a traicionarte sabía que en
este lance me jugaba la vida; él o yo, dije entonces; y ahora que ha
llegado el momento de resolver aquel dilema quiero agregar al crimen de
Consuelo el tuyo, o morir a tus manos.

Montánchez parecía tranquilo y su voz resonaba con ese aplomo que, aun
en las circunstancias difíciles, conservan los caracteres bien
templados. Y había una grandeza imponente y trágica en aquellos dos
hombres que iban a destrozarse en una habitación cerrada.

--No eres despreciable del todo--murmuró Alfonso--, me debes tu sangre y
me la traes.

--Sí, te la debo y te la traigo; pero para cobrarte has de venir por
ella; yo no te la doy.

Sandoval no le oyó: un destello de razón había iluminado su cerebro y
vió su pasado, su amor, su juventud, su deshonra, su porvenir lleno de
oprobio, el cuerpo ultrajado de Consuelo pidiéndole venganza y la
alevosía de aquel amigo a quien tanto quiso: una ola de fuego le
abrasaba el rostro, una nube de sangre se extendía ante sus ojos.

--¡Suya, suya!--murmuraba.

Corrió al gabinete para cerrar la puerta y volvió en seguida al
dormitorio palpándose los bolsillos.

--No tengo armas--dijo.

--Yo tampoco--repuso Gabriel--, pero eso no importa; así la agonía del
que sucumba será mayor y podrán saciarse más cumplidamente los deseos
vengativos del matador.

Y extendiendo el brazo como para contener aún a su enemigo.

--¡Alfonso!--gritó--, dos hombres como nosotros si riñen es a muerte.

--¡A muerte!--repitió Sandoval con alegría feroz--; tú has matado a
Consuelo y por su vida, la tuya.

--Sea, pues.

Los dos rivales se acometieron.

La lucha prometía ser horrible: eran dos atletas; vigorosos de cuerpo,
enteros de alma, llenos de agilidad, de audacia y de ira; pronto sus
caras y manos estuvieron cubiertas de sangre, que se limpiaban con el
antebrazo o que escupían cuando se les entraba por la boca. El dolor de
los golpes centuplicó su coraje, y deseando abreviar la pelea lucharon a
brazo partido: Montánchez era más alto que Alfonso y más membrudo, pero,
en cambio, éste tenía más elasticidad en los músculos, más rapidez en
los movimientos, más nervios, más ira.

Entonces el combate alcanzó proporciones épicas. Los rivales,
anhelantes, frenéticos, se oprimían, se estrujaban, se separaban un poco
para volver a embestirse con nuevo encono, procurando sorprender una
debilidad, un descuido, una pisada en falso de su contrario, para cargar
sobre él y derribarle; jadeantes y ensangrentados peleaban con la
desesperación del que sabe que no puede rehuir el peligro.

Las sillas quedaron derribadas y la mesilla de noche cayó al suelo
saltando en pedazos su tapa de mármol. Oyéronse pasos precipitados; eran
las criadas que, sobrecogidas de terror al sentir el estrépito,
procuraban enterarse de lo que ocurría; al convencerse de que en la
alcoba reñían trataron de abrir la puerta, pero como ésta estaba cerrada
y no cedió, prorrumpieron en alaridos de espanto y en voces desaforadas
pidiendo ¡socorro, socorro!...

Entretanto, los combatientes continuaban su cruel porfía, sintiendo que
su sed de venganza aumentaba con el cansancio.

Hubo un momento en que Montánchez, ágil como un tigre, descargó un
vigoroso puntapié en el vientre de su enemigo; era ésta una estratagema
decisiva que había aprendido de los boxeadores ingleses: Sandoval ladeó
el cuerpo, mas no pudo evitar del todo el golpe y fué a recostarse sobre
la pared arrojando sangre por la boca; estaba pálido, desencajado por la
fatiga, porque su boca y su nariz no bastaban a aspirar todo el aire que
necesitaban sus pulmones.

Gabriel también se hallaba rendido, pero calculando que su viveza en los
ataques podrían darle la victoria arremetió a Sandoval y cogióle por
debajo de los brazos; Alfonso lanzó un grito frenético, viéndose perdido
si su agilidad no le sugería algún nuevo medio de defensa. En aquella
falsa posición no podía revolverse, sus pies apenas tocaban el suelo, y
mientras sus brazos se agitaban en el vacío los del médico le oprimían
en un círculo de acero; en tal actitud estaba a merced de su enemigo que
podía, haciendo un esfuerzo, levantarle completamente en el aire y
estrellarle el cráneo contra el suelo.

--¡Ya eres mío!--rugió Montánchez.

Y le alzó para voltearle; mas no pudo y Sandoval cayó de pie.

--Todavía no--murmuró éste.

--¡Pero lo serás!... ¡lo serás!...

La idea de su impotencia y de que aquel infame jugaba con su vida como
antes jugó con su honor, redoblaron las fuerzas de Alfonso.

Con rapidez felina apoyó sus manos sobre el pecho de Montánchez, y en
cuanto pudo ensanchar un poco el círculo donde se ahogaba y afirmarse en
el suelo, se precipitó sobre el médico asiéndole por el cuello con los
dientes: Gabriel hizo un violento esfuerzo para desasirse, pero no lo
consiguió; las mandíbulas de Sandoval se apretaban en una especie de
crisis epiléptica; Montánchez sintió que el pecho se le empapaba de
sangre y Alfonso que su boca se llenaba de un líquido caliente,
nauseabundo, acre, que enardecía su rabia.

Fuera resonaban los gritos de las criadas, pidiendo auxilio.

En los vaivenes de la pelea Gabriel tropezó y, perdiendo el equilibrio,
cayó al suelo arrastrando a Sandoval tras sí: entonces arreció el empeño
de la lucha y con él los esfuerzos de los combatientes, que rodaban el
uno sobre el otro sin poder desasirse; un instante consiguieron ponerse
de rodillas, pero pronto les faltó el equilibrio y forcejeando volvieron
a caer. Esta vez Sandoval quedó debajo, medio ahogado: la sangre del
médico inundaba su boca y en su angustia tenía que tragársela; y
mientras procuraba degollar a su enemigo con los dientes, Gabriel
Montánchez gemía sobre él de rabia y de dolor.

La cabeza de Consuelo pendía fuera del lecho, el quinqué, falto de
petróleo, parpadeaba como la rojiza pupila de un borracho, y entre los
muebles destrozados y sobre un charco de sangre, aquellos dos hombres
seguían ahogándose en un postrer abrazo...

       *       *       *       *       *

Días después los periódicos publicaron la siguiente noticia:

“Anoche, en el “rápido” Irún-París, se suicidó, disparándose un tiro, el
señor A. S., muy conocido de la buena sociedad madrileña. Su muerte se
relaciona con el trágico crimen de la calle Arenal, del que dimos
oportuna cuenta a nuestros lectores. La gravedad de este drama es de tal
naturaleza, que nos impide, por hoy, ser más explícitos”.

Madrid, mayo 1896.

                                  FIN





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