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Title: Viaje a America, Tomo 2 de 2 Author: Valls, Rafael Puig y Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Viaje a America, Tomo 2 de 2" *** (This file was produced from images generously made NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas como MAYÚSCULAS. * Se ha respetado la ortografía original, homogeneizándola a la grafía de mayor frecuencia. * Se ha respetado también el uso inconsistente de los separadores de millares en las cifras. * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Algunas ilustraciones han sido desplazadas ligeramente para no interrumpir ningún párrafo. VIAJE Á AMÉRICA VIAJE Á AMÉRICA _Estados Unidos, Exposición Universal de Chicago, México, Cuba y Puerto Rico_ POR Rafael Puig y Valls [Ilustración] TOMO II BARCELONA TIPOLITOGRAFÍA DE LUIS TASSO Arco del Teatro, 21 y 23 1894 ES PROPIEDAD DEL AUTOR Washington [Ilustración]Mi querido lector: Si estás cansado de oir cantar las alabanzas de la Exposición de Chicago; si te repugna leer los detalles de la muerte de un hombre que pensó dar gloriosa tumba á la gran feria del mundo, y halla la suya abierta por la mano odiosa de un asesino horas antes del 30 de octubre; si te adolora contemplar como se enlazan y confunden en la Babel de las grandes ciudades americanas, la estruendosa fiesta que ilumina la ciencia con todos sus esplendores y la industria con todas sus riquezas, con el horror de trenes que chocan cada día produciendo víctimas sin cuento, de incendios que devoran edificios á centenares, de asesinatos aleves que buscan víctimas rodeadas de todos los prestigios: ven conmigo á tierras más tranquilas, donde el humo de las fábricas no emponzoña el aire que se respira, donde la agitación loca y febril del dollar no enloquece á los hombres, donde el sol brilla, y la atmósfera es transparente, el aire sano y la gente culta; ven conmigo á Washington, donde verás una ciudad que levanta monumentos á los mejores patriotas; el Capitolio, á la gloria más pura de la gran república norteamericana; modesto albergue, en la Casa-Blanca, al representante del pueblo, y á orillas del Potómac la tumba del Cincinato de la historia contemporánea, que abatió la soberbia británica y fundó con su alta sabiduría el edificio colosal, el Código de las libertades americanas que ha fecundado todas las energías desplegadas durante los últimos cien años, procurando, en tan corto espacio de tiempo, el desenvolvimiento más rápido y poderoso de una nacionalidad que registra la historia humana. Washington, más que ciudad, es panteón colosal que glorifica á los dioses de la democracia americana; la estatua de Washington, sentado en silla curul, tronando como un dios pagano sobre las alturas del Capitolio, sintetiza en tres leyendas puestas en el zócalo del monumento, con sencillez espartana, toda su historia y toda su vida: «El primero en la paz», «El primero en la guerra», «El primero en el corazón de sus conciudadanos». El que supo hallar nota tan justa, digno fué de sentir tanta grandeza. Y como guardianes del Capitolio, altivos y arrogantes, los ungidos por el pueblo en el pórtico del gran monumento, las estatuas de Colón y las de Washington, Garfield... que han ocupado unos tras otros los puestos de honor como _leaders_, por no decir señores, de las muchedumbres americanas. Pero no quiero, lector querido, que me sigas al través de las grandes avenidas de Washington, de sus hermosos parques cuajados de estatuas y monumentos, ni quiero que formes concepto conmigo, de las bellezas y los defectos del Capitolio, que tantos recuerdos de España y aun de Barcelona ostenta, del gran monumento que imita las agujas monolíticas de Egipto, de todo lo que encierra la Casa-Blanca, porque todo esto está ya descrito hasta la saciedad, y siendo probable que no daría con la nota justa, más vale que consultes autores de mayor y más justificado predicamento, contentándote con venir, en piadosa peregrinación, á la casa que habitó en Mount Vernon el fundador de la República, y á la tumba que dista pocos pasos del que fué, al parecer, dichoso hogar de la familia Washington. Yo bien quisiera hacer este viaje entre pocos y aun silenciosos amigos; no se va, ni se puede ir á Mount Vernon, sin meditar, sin retrotraer á la vida toda la historia, todas las dotes de mando de un hombre que llenó de gloria las tierras americanas. Pero, no soy rico para fletar un vapor por mi cuenta, y he de contentarme con pagar cincuenta centavos para que _The Maid of the Mist_, la doncella de la niebla, me conduzca entre _gentlemen_ y _ladies_ de todas clases y categorías, á la Meca de la República de los Estados Unidos. La mañana está fría y destemplada; el Potómac arrastra el limo de aguas torrenciales, producto de fuertes lluvias; los horizontes están cerrados y los pasajeros arrebujados en la toldilla, contemplan silenciosos las frondosas orillas del río. A las diez el vapor señala la salida, abandona la dársena y emprende la marcha, camino de Mount Vernon. El marinero de guardia va anunciando á los pasajeros los puertos de parada, Alexandría, Port Foote, Fort Washington, Mount Vernon. La gente sale, se precipita á la pasarela, y el vapor retrocede y nos deja en la entrada del parque que rodea la casa que habitó Washington, después de haber renunciado todas sus grandezas para que vinieran hombres nuevos á continuar la historia de los Estados Unidos. La niebla que nos persigue toda la mañana da á lo que nos rodea un aire de tristeza que convida á meditar. El parque se extiende en terreno suavemente ondulado, formando una colina que domina el silencioso Potómac, que, al deslizarse blandamente, parece respetar el sueño inmortal del héroe de la independencia norteamericana. Árboles forestales plantados por la mano de Washington, pinos, robles, encinas, cipreses piramidales, árboles todos de hoja perenne, dan al conjunto la fisonomía triste de un cementerio. A pocos pasos del río, una estrechísima senda que sigue la cañada de un vallecito, elevándose rápidamente, guía á una pequeña meseta, donde se halla la modesta tumba de Washington y su mujer Martha. El que pretenda hallar allí mármoles y bronces, leyendas fantásticas ó epitafios altisonantes, pierde lastimosamente el tiempo; una especie de capilla, que cubre una bóveda de cañón seguido, construída con toscos ladrillos recubiertos con lechada de cal y vermellón, dos tumbas de mármol blanco que los rigores del clima han manchado de tonos grises, el nombre del que descansa allí, esperando, según dice un versículo de la Biblia apuntado en el paramento que cierra el fondo de la capilla, que no morirán nunca los que creen, y una verja de hierro toscamente labrada, cuyas llaves fueron lanzadas al fondo del río, es cuanto constituye el monumento funerario de un hombre que sus contemporáneos creyeron que no cabría, tanta fué su gloria en la paz y en la guerra, bajo la bóveda portentosa del Capitolio de la capital de la república. Fuera, y como satélites del gran astro, yacen los parientes de Washington, orgullosos aun en sus tumbas de pertenecer á la familia del gran ciudadano norteamericano. Y cuando la turba que me acompaña silenciosa se cansa de contemplar aquellas tumbas modestas, llevando cada cual en su pensamiento, unos toda la historia de un pueblo, otros la sencilla visión de una grandeza extinguida, los más la idea de lo que no se comprende, algo así como música que recoge el viento, que acaricia nuestros sentidos sin dejarnos la huella de un pensamiento claramente definido, yo me quedo allí pensando si aquel hombre que había nacido para jefe de un pueblo, si aquella inteligencia poderosa que temía que los hijos de los ricos se corrompieran en Europa y adquirieran, entre cortesanos, sentimientos adversos á la república que él había fundado con sencillez espartana, se asustaría hoy del vuelo que alcanza aquí la corrupción, tan grande, tan cínica y tan consentida, que ostenta desvergonzada todas sus llagas, sin que haya siquiera una mano piadosa que cubra sus lacras con manto de misericordia. Aquel hombre que dejaba en su testamento una manda piadosa para fundar una Universidad donde la juventud aprendiera á amar una república austera hallaría hoy una sociedad que ama desenfrenadamente una sola cosa: el dollar, que alienta todas las pasiones y satisface todas las concupiscencias. Y Washington, que creyó ofrecer su modestia á América como un legado de paz y caridad, si resucitara creería que habían falseado su obra, permitiendo que entre ricos y pobres se levante la barrera infranqueable que trata de derribar la dinamita y que la corrupción cortesana había penetrado por todos los ámbitos de la república, contemplando un pueblo ávido de medallas, cintas y condecoraciones ridículas que parecen indicar tendencias marcadísimas á nacientes y aun mal definidas aristocracias. Y es que no hay obra humana que no sea efímera, ni previsión que baste para fecundar las iniciativas y los desenvolvimientos de un pueblo, en sus evoluciones al través de las edades y los tiempos. Se deja con pesar aquella tumba que enseña tantas cosas á los que la interrogan con buen sentido; y subiendo por suave cuesta, á pocos pasos se halla la casa de Washington, restaurada con _amore_ por manos piadosas que han respetado con empeño su tradición, los recuerdos y las reliquias acumuladas, el color local de cuanto vivificó el genio poderoso del héroe de la independencia americana. El estilo de aquella mansión, la decoración de las salas de fumar, conversación y música, donde apenas caben una docena de personas, el clavicordio la flauta, todo lo que constituía lo íntimo del hogar representa, en lujo y riqueza, lo que puede gastar en cualquier parte una fortuna modestísima. El cuarto donde murió Washington, la cama donde soñaría el héroe tantas grandezas para la patria, el sillón donde reclinó tantas veces su noble cabeza, se conservan como ejemplo de modestia y objeto de veneración. Las paredes, museo vivo de las glorias americanas, los anaqueles, los libros de predilección, los cuadros de historia, los autógrafos en que llama amigos á sus subordinados, ofreciéndose como su humilde servidor, los recuerdos de Lafayette, de los compañeros de armas que bajo su mando tutelar alcanzaron tanta gloria, todo está allí reunido para que las generaciones del presente y del porvenir desfilen con la cabeza inclinada ante uno de los prestigios más puros, más desinteresados y nobles de la historia del mundo. Y al volver al vapor para regresar á Washington, el ánimo parece sentir la influencia y el aliento poderoso de tan altos ejemplos, que allí se aprende á amar la patria con desinterés, y sin más objetivo que el bien común. [Ilustración: EL TEMPLO DE LOS MORMONES] Salt Lake City He visitado la ciudad del Lago salado movido por la curiosidad, y sin tener la pretensión de estudiar las costumbres de los mormones. He permanecido en ella cuarenta y ocho horas que parecerán á toda persona sensata espacio demasiado breve para intentar siquiera un estudio que requiere, aún siendo un movimiento social de limitado alcance, tiempo, calma, ocasión y juicio atento y seguro para poderlo apreciar debidamente. Pero como la doctrina de Brigham Young ha producido algo más que un movimiento de opinión, algo que se traduce en trabajo útil á la humanidad, me pareció curioso visitar un pueblo, que cual cuña metida en un cuerpo extraño agita á la sociedad americana, barrena sus principios, impone sus leyes, establece su gobierno y predica una moral reñida con cuanto constituye la esencia de la nación sobre que vive como parásito adherido á las entrañas de su extenso territorio, con tendencia manifiesta, él que es tan poca cosa, á devorar al monstruo, imponiéndole su doctrina y sus creencias religiosas. Sería curioso ciertamente averiguar que magia pudo convertir á la mujer libre y civilizada en esclava y envilecida; sería una obra meritoria estudiar la del patriarca mormón, que duerme en los altos de la ciudad el sueño profundo de la muerte, él que como Cristo dijo que resucitaría entre los muertos para que sus apóstoles predicaran la buena nueva por el mundo; pero no tengo sabiduría ni fuerzas para tanto, bastándome contemplar, desde Prospect Hill, la ciudad que ha creado el genio mormón, y la llanura que se extiende á sus pies, estepa árida y fría ayer, campo fecundo y rico hoy, fertilizado por la mano de una secta que extiende ya sus dominios por importantes territorios, que cuenta más de 200,000 adeptos, y que envía sus misioneros á Europa no sé si convencidos ó guiados por móviles menos nobles y loables que la convicción. La capital de Utah es una población de factura norteamericana bien marcada; sus calles rectas y anchas, sus tranvías eléctricos, sus discos de alarma, sus policías con casco y club en la cintura, sus tiendas abigarradas, hoteles inmensos, edificios públicos estrafalarios, la luz eléctrica en todas partes, son notas repetidas en la ciudad de los mormones, como lo son en todas las grandes poblaciones de la Unión americana. No es eso, pues, lo que interesa en la ciudad del Lago salado; y el extranjero, el gentil para el mormón, que no puede entrar en la mansión donde la poligamia esconde sus delitos cometidos contra la ley soberana de los Estados Unidos, ni escudriñar sus prácticas religiosas, ni las leyes que regulan los vínculos de aquellas familias patriarcales, busca ansioso las manifestaciones externas, los monumentos, las obras de arte, las inspiraciones del genio popular calcadas sobre las creencias y las aspiraciones de su espíritu. Y en un recinto que cierra alto muro de adobe, situado al pie de una colina, como centro de la ciudad santa, escondidos entre la arboleda, como temerosos de que los profanen las miradas de los gentiles, la fe de los mormones ha levantado tres grandes edificios: el templo, el tabernáculo, y la asamblea. [Ilustración: EL TABERNÁCULO DE LOS MORMONES] El templo no puede verse más que exteriormente, su arquitectura y su forma no explican el uso á que está destinado, ya que sus cuerpos avanzados y las aberturas de sus diferentes pisos no parecen indicar la construcción de un espacio cubierto, semejante al de nuestras catedrales, donde se congregue el pueblo mormón en sus prácticas religiosas; y como es inútil preguntar al guardián para que sirve aquel inmenso edificio, especie de castillo feudal rematado por altas pirámides, feo, desproporcionado, revelando únicamente la potencia financiera de un pueblo que puede permitirse el lujo de gastar cuatro millones de dollars en fabricar un palacio, destinado probablemente á oficinas y á las ceremonias de carácter civil del mormonismo, no tengo más remedio que buscar, dando un largo rodeo, la entrada de un edificio extraño, parecido á un elipsoide de tres ejes, llamado _el tabernáculo_, rematado por una bóveda rebajada que cubre una planta, casi elíptica, de aspecto teatral sobre que se levanta ancha gradería que domina una platea espaciosa, en cuyo fondo está la tarima presidencial y un órgano potente, especie de altar, por cuyos tubos cilíndricos se elevan al cielo las plegarias del pueblo mormón. Unas cuantas lámparas de arco voltaico, simétricamente repartidas por la sala; completan, con los bancos, sillones y graderías el ajuar de un recinto que, sin cambiar un solo detalle, podría servir para espectáculos teatrales, como sirve ahora para las grandes solemnidades religiosas de los mormones. [Ilustración: INTERIOR DEL TABERNÁCULO] La bóveda fría, desnuda, inmensa, cubierta con una lechada de cal, sin una sola abertura por donde pueda entrar aire y luz en un recinto confinado, está sabiamente dispuesta para convertir la sala en una sonorísima caja de música, tan sensible y delicada que un alfiler caído sobre el suelo, el rozamiento de una mano con otra se oye perfectamente de todos los ámbitos de aquella inmensa sala que ofrece 8 mil asientos al pueblo mormón, en sus grandes fiestas, y espacio suficiente para doce mil personas. Las prácticas religiosas consisten en lecturas y sermones, conciertos y plegarias escuchadas por un pueblo, al parecer, profundamente convencido, por más que la mala semilla, la tolerancia impuesta por la ley, envíe á Utah legiones de gentiles que acabarán probablemente con lo que parece ser una chifladura de los profetas del mormonismo. El Assembly Hall, recuerda la arquitectura empleada en las iglesias de las sectas protestantes tan comunes en los pueblos anglo-sajones; su espacio, relativamente reducido, sus paramentos adornados con frescos que historian la leyenda mormona, sus elementos decorativos, pobres y fríos, no revelan entusiasmos, ni la fe profunda que levantó en los tiempos medioevales las asombrosas catedrales españolas, italianas y belgas, como si los pueblos nuevos, _parvenus_ de raza, afición y convicciones proclamaran constantemente que lo único admirable y digno de loa, en el mundo, es la agrupación de la unidad seguida de ceros, acompañada del estúpido signo del dollar con que se envanecen, despreciando la manifestación artística, que no estiman ni comprenden. Los Estados Unidos, que tienen establecida la ley del divorcio, en la tierra americana donde hay mujeres que tienen apuntados en su cartera tres ó cuatro maridos, y hombres que han paseado tranquilamente otras tantas esposas, viviendo todos alegremente entre hijos que deben ser ya de difícil clasificación, se asustan hipócritamente de la poligamia, y las Cámaras del país indignadas han prohibido terminantemente la más grande de las abominaciones terrenales. Pero en Utah, como en todas partes, las leyes se acatan, pero no se cumplen, y el pacífico pueblo mormón continúa discretamente su obra, practicando el conocido precepto bíblico, en sentido tan amplio, que ha dado ya al Lago salado lo que llaman _our best crop_, _nuestra mejor cosecha_, y que con cierta cranerie tenían expuesta en la Gran Feria del mundo, representada por una gran fotografía poblada de cabecitas rubias, sonrientes, llorosas, bonitas, feas, pero colección inmensa de chiquillos, que si no son manifestaciones externas de costumbres puras, lo parecen de una gran fecundidad y de gran fe en los principios fundamentales de la iglesia mormona. Y allí, en los altos de la ciudad, lejos del mundanal bullicio, donde no llega el ruido del tráfico, en modesto _cottage_, ó alegre y lujoso hotel, la familia mormona esconde sus amores y se ríe de la ley patria, y crece y se multiplica, reconfortado en la fe de aquel que duerme bajo lauda inmensa en el cementerio, sin nombre, ni símbolo religioso, rodeada de una verja de hierro, que separa su tumba de la de sus esposas que ostentan en sus piedras tumulares sus nombres y apellidos para que sean conocidas en la tierra, las que tuvieron tanta fe en la doctrina que envilece á la mujer redimida por Jesucristo. [Ilustración: TUMBA DE BRIGHAM YOUNG] Y si el espíritu de Brigham Young puede contemplar el desenvolvimiento del pueblo mormón, contento ha de estar al ver como una árida llanura, desalada y saneada, cruzada de caminos y zanjas de desagüe, alimenta miles y miles de cabezas de ganado que enriquecen á un pueblo que, formando hace 43 años extensa caravana, desterrado, expulsado por las leyes americanas, buscó en el desierto, donde la yerba no crecía, tierra maldita sembrada de sal, poblada de razas indias enemigas, refugio y paz para las creencias de su espíritu. No he de decir aquí, ni apuntar siquiera lo que pienso acerca del mormonismo, pero sí han de tener presente los que arrancan la fe del pueblo, que los mormones, con sus creencias falsas y absurdas, pero fundadas en el amor, han fecundado el desierto y poblado la tierra más ingrata del globo, enriqueciendo á los que partieron pobres y desolados de las tierras americanas ricas y fecundas; y que con el odio en el corazón y muerta la fe en el espíritu, los campos fecundos se convierten ya en tierras malditas, donde sólo puede levantarse fatídico catafalco, negación impura de toda civilización y toda raza honrada y laboriosa. Y con ser tanta la labor mormona, y tanto lo que queda aún por hacer en aquellas tristes llanuras, observo que aun siendo raza de poderoso aliento, más que proteccionista, juzgan necesaria para su ulterior desarrollo la prohibición absoluta, como lo prueba el principio que copio y recomiendo á los economistas españoles, copiado de una leyenda puesta en los coches tranvías de la ciudad _When you spend a dollar for foreign goods you are making Utah 1'00 $ poorer, cuando usted gasta un dollar en géneros extranjeros está usted haciendo á Utah más pobre de un dollar._ Y en el corto recorrido de diez y ocho millas en ferrocarril que separan la ciudad del lago salado, observo aún extensas tierras cubiertas de sal que sanearan y desalaran por el conocido y antiguo procedimiento de zanjas y riegos, y al llegar á Garfield beach completo mi visita al país de Utah, contemplando un ostentoso natatorio, formado de dos largos pabellones, que une un salón central rematado por ostentoso cimborio, donde acude la gente en verano á oir los conciertos, y á solazarse en aquel mar muerto, de aguas casi tan densas como las de aquel otro mar de la desolación que en las tierras de Asia guarda tantos recuerdos y leyendas cristianas. Mi excursión, pues, á la ciudad mormona, había terminado, con algún desencanto ciertamente, pero, contento con la satisfacción de haber visto y tocado el fenómeno social del mormonismo, y contemplado la obra de un fanático que prueba una vez más la potencia de la fe, como veo tristemente al llegar á mi querida España los horrores del descreimiento, y la negación del amor que convierte al hombre en fiera y la civilización en barbarie. San Francisco de California [Ilustración]El que va de la ciudad de los mormones á San Francisco, y sale á las once y media de la mañana de Salt Lake City, llega á la capital de California á las diez de la noche del día siguiente. Bordea la línea férrea el lago salado y hasta llegar á Ogden no halla el viajero el oasis que descansa su vista, fatigada de mirar aguas palidísimas que no alegran orillas arboladas, ni casas de recreo vistosas, ni jardines llenos de pájaros y flores, viéndose sólo la desolación de la estepa en todas partes, y en todos los horizontes del gran lago de Utah. Y el tren sigue corriendo y el viajero anhelando que el desierto americano, inmenso, inacabable, ponga término á la desesperante monotonía de un viaje que no responde á lo que la imaginación pintóle con todos los colores del deseo. Sólo las estaciones ofrecen alguna distracción; la mezcla de razas, el negro, el chino, el indio sioux, que vende sus baratijas, mirando con desdén al yankee que le humilla y embrutece, cuando no le persigue y mata; el indio mexicano, el criollo, el sajón, el inglés de pura raza, son notas que en el _Far-West_ van acentuándose, mostrando, á medida que el tren se aparta del Atlántico, pueblos cada vez más nuevos, y sociedades menos cultas, mezcla confusa, aluvión monstruoso, impurezas sociales que el hombre va arrojando, empujándolas al interior de las tierras americanas, sin que nadie alcance á sospechar siquiera qué civilización va á surgir de aquella masa caótica, espuma de todos los pueblos y todas las razas de la tierra. Los pueblos van sucediéndose, sin cambios en su color y su factura; la columna del verandah, la puerta, la jamba, el arco, el alero, todo igual ó parecido, recordando la eterna máquina, moviéndose día y noche, que entrega al mercado las mismas piezas, de molde único, monótono, capaz de matar todo sentimiento artístico en el sér mejor dotado, que embrutece al obrero perpetuamente sometido al castigo de máquinas que cepillan y regruesan, que empalman y tornean, sin descansar jamás, sin variar una línea en su movimiento, sin cambiar un perfil en su forma; expresión de puntos, líneas y curvas de un esquema que trazó el ingeniero, con la vista fija en el negocio, en el _business_, eterno tormento, doloroso torcedor de la raza norteamericana. Y cuando voy pensando en todas estas cosas, cansado de mirar, sin ver, ni hallar la impresión alegre de mis ansias, de repente, al llegar á la cumbre de la Sierra Nevada, el tren se pára ante el panorama espléndido de las montañas de California. En aquel momento, el aire templado del Pacífico, pareció que despertaba en mi ser todos los recuerdos mal dormidos de la patria ausente: muchachos de rostro atezado, mal vestidos, con cestas llenas de flores, uvas y naranjas, movimiento inusitado en la estación, recuerdos de otros climas y otras razas, gentes que gritan y alborotan, el sol que cambia repentinamente de color, la tierra de vestidura y el aire de olores, no me permitieron expresar más que un solo sentimiento, dirigiéndome á un muchacho cargado con una cesta de flores, «chico, ¿hablas español?» que español parecía aquel cielo puro y clima clemente, españolas parecían aquellas montañas llenas de perfumes, pobladas de árboles semitropicales, vigorizados por las oleadas de aire que les envían las aguas tibias del Pacífico; aquellas casas de campo de factura catalana, recuerdo quizá perpetuado por los primeros pobladores, frailes humildes de las Baleares que han dejado en California la misión Dolores, y con ella, cuanto recuerda nuestra religión, nuestros cultivos y nuestras costumbres, plantando los primeros viñedos, y los frutos más preciados de la península ibérica. ¡Deleitoso camino! después de tantos días de estepa y desierto, sólo manchados por pueblos ennegrecidos por el humo de las fábricas, ó el _cottage_ del colono americano, el ánimo halla esparcimiento al bajar rápidamente por curvas sabiamente dispuestas, por pendientes quizá excesivas, entre lindísimas casas de recreo, arboledas de variadísimos matices, pinares de vigorosos crecimientos, y jardines de hermosura incomparable, accidentes naturales que responden ciertamente á la belleza con que la imaginación adorna las montañas de California, más ricas por la perpetua fertilidad de su suelo que por sus placeres de oro ya casi agotados, más hermosas para el que sólo aspira á contemplar su flora rica y fecunda que para el que escruta sus entrañas buscando en sus ocultos senos el metal, por cuya posesión ahoga el hombre los placeres más puros del alma. La vista no puede saciarse de contemplar la intrincada orografía de aquellas espléndidas montañas, y cuando el sol se pone, escondiéndose en los horizontes del Pacífico, el tren llega á Sacramento, ciudad sentada á orillas del río del mismo nombre, por cuyas aguas caudalosas surcan barcos y vapores que cargan los frutos de las tierras de California, al pie mismo de los valles de Sierra Nevada. Tres horas más tarde el tren llega á Oakland; los viajeros se apean al pie del _ferryboat_, barco ó pontón, de manga anchísima que atraviesa la bahía de San Francisco hasta llegar al pie de la calle central, llamada _Market-street_, que atraviesa en toda su longitud la ciudad, y en media hora, surca el espacio comprendido entre ambas poblaciones, mientras contemplan las estrellas que brillan fulgurantes en el cielo y el centelleo de las luces que iluminan el puerto y la ciudad de San Francisco. San Francisco, ¿qué mano podrá narrar su belleza y sus pintorescos contornos? ¿qué pluma será capaz de describir la fisonomía especialísima de sus calles y paseos, de su factura, yankee ciertamente, pero discrepante y con notoria ventaja, en su arquitectura, en su color, en su raza, en su movimiento?... ¿qué imaginación pudo jamás concebir un parque como el «Golden Gate Park», de vegetación tropical espléndida, de trazado amplio y suntuoso, de líneas que no pudo concebir ciertamente, como no sea por inconcebible excepción, y Dios me perdone el agravio si me equivoco, ningún yankee de pura raza, porque situado en lo alto de la ciudad, rodeado de dunas arboladas, cruzado por anchas vías, adornado con fastuosos palacios, umbráculos y monumentos, dedicados á Garfield, Starr King, Scott Key, autor del himno _Starspangled Banner_, con grandes recintos cerrados, donde los animales silvestres amansados parece que viven en libertad, tan grande es el espacio destinado á su vida y esparcimiento, los árboles, las orquídeas, las lianas, viviendo al aire libre en aquel clima semitropical y á los 37 grados de latitud, acariciados por las brisas del Pacífico, cuyo mar rodea á San Francisco habiendo dibujado con su inconstante oleaje los senos, las calas y los puertos naturales que la abrazan y estrechan, convertida en península de tan atormentada topografía, que sus calles, de urbanización dificilísima, más que calles son planos inclinados de más de 20 por 100 de pendiente, cruzadas constantemente por tranvías de cable, que parecen destinados á grandes explotaciones mineras más bien que al tráfico de pasajeros, tan imposible parece ser que haya seres humanos que confíen su existencia á tan peligroso medio de locomoción. En los sitios más alejados del centro y en aquellas pendientes enormes, la población rica ha adornado la ciudad con un sinnúmero de hoteles, de madera casi todos, caprichosos, de arquitectura enrevesada, proyectos estrafalarios de quien desdeña la tradición y los antiguos moldes, pero adornados espléndidamente por una flora de primavera eterna, árboles de verdes tan intensos, flores de colores tan soberbios, formas de hojas, ramas y troncos tan caprichosos y brillantes, que me fué forzoso hacer un esfuerzo para creer que toda aquella potencia creadora era obra del mes de noviembre, cuando, en este clima benigno, apenas quedan hojas en los árboles y flores en los sitios más abrigados de nuestros jardines. La ciudad, en sus edificios públicos, no ofrece al viajero grandes perspectivas; iglesias pocas y pequeñas, la de los jesuitas grande y aparatosa, la misión Dolores, construída de adobe en 1778 por los misioneros españoles, es una reliquia veneranda, recuerdo de los primeros pobladores de California. La arquitectura de las iglesias de la montaña alta catalana, cubiertas con bóveda de cañón seguido, parece haberla inspirado; atirantados los paramentos por miedo á la acción de los terremotos, cubierto el adobe con una lechada de cal, con altares vetustos, levantados á santos de mirada torva, obra de escultores poco aventajados, todo rococó y de mal gusto, frío, desnudo, pobre, con una fachada que termina un campanil extraño y achatado, parece todo antiquísimo, cuando apenas cuenta un siglo de existencia. A lo largo de _Market-street_ y en sus alrededores, la Bolsa, la casa de correos, los Bancos, el mercado, los edificios de los principales diarios, la biblioteca mercantil, las oficinas de Minas, las escuelas, las Casas Consistoriales, merecen ciertamente una mirada, pero no incitan á tomar un apunte, ni anotar una originalidad genial. Todo nuevo, brillante, bonito en suma, como obra que en su conjunto no cuenta aún cincuenta años de existencia; pero falto de originalidad y con tendencias marcadas á modificar la factura yankee, y á someterse á las reglas arquitectónicas del clasicismo europeo. El movimiento comercial responde al espíritu y á las necesidades de un Estado agrícola por excelencia; las aceras y las calles llenas de envases que contienen naranjas, uvas, peras y manzanas, fresas, vinos, licores, suponen un acarreo importantísimo que desemboca en los puertos y las dársenas para rellenar las bodegas de los barcos y vapores que hacen la travesía de San Francisco á Alaska y á la baja California y también á los puertos del Japón y de la China. A ciento cincuenta millones de dollars asciende el importe de las exportaciones é importaciones que se efectúan anualmente por el puerto de San Francisco, contándose entre las primeras materias más importantes de exportación el oro, la plata, el vino, las frutas, la lana y entre las importadas el carbón, las maderas de construcción, el arroz, el azúcar, el té y el café. En 1890 el negocio de hierro, harina, seda, pañería, caña, cueros, licores, construcción de buques, azúcar, cristalería, tasajo, cordelería, etc., etcétera, importó unos 134.000,000 de dollars. Así, pues, la fisonomía característica de San Francisco es la de un pueblo dedicado al comercio, en que se notan aficiones artísticas y aun científicas relacionadas con la crianza de los vinos y el cultivo de las tierras que hacen de dicha ciudad un centro civilizador, que se refleja en la hospitalidad franca y cortés de sus habitantes, y en la suavidad de sus formas, tan desconocida en las ciudades del centro de la América del Norte que he visitado. La población de San Francisco, en lo que tiene de europea y americana, muestra el carácter que he intentado esbozar en este artículo; la población china, en cambio, conserva su fisonomía propia y merece capítulo aparte y detenida narración. El barrio chino es un pedazo de tierra asiática soldado á la costa californiana del Pacífico, y pocas cosas ofrecerán al viajero europeo mayores atractivos, y más deleitosas observaciones, que el estudio de las costumbres de la colonia china de San Francisco, al visitar los Estados de la gran república norteamericana. Chinatown [Ilustración]Tiene la civilización china pocos secretos para los habitantes de San Francisco. La raza amarilla, tan amante de sus costumbres, sus dioses y sus leyes, cuando se ve obligada, tanto la abruma la pobreza, á buscar trabajo en países extraños, se entrega atada de pies y manos al vencedor, y le enseña impúdica todas sus lacras y miserias, sin protesta, sin manifestación de agravios, que esconde cuidadosamente en el fondo de su alma. El extranjero puede ver en San Francisco el cuadro completo de las costumbres chinas, el templo con todos sus fanatismos, el bazar con sus extrañas manifestaciones artísticas, el mercado con sus variadas mercancías, la casa de juego y su natural secuela la casa de empeños, la botica, que parece antro de conjuros, el teatro, el lupanar, los cafés donde se fuma el opio y se embrutece toda una raza... no falta allí más que ambiente propio, porque de prestado vive en América aquella mísera gente que, avezada á frugalidades inconcebibles para los voraces anglo-sajones, acude á los mercados de California, acepta todos los oficios y escupe todas las miserias, recoge agradecida las migajas que desdeña el indígena, y se apodera de la labor del campo, la faena doméstica y los provechos de las pequeñas industrias, dando al cuerpo lo estrictamente indispensable para la vida; y donde el yankee muere de inanición y miseria, el chino halla aún el recurso de las economías, que suma y multiplica, pensando en la hora feliz de la repatriación y del olvido de las playas en donde fué escarnecido y humillado. Son las ocho de la noche del día 3 de noviembre último, y mientras el guía hace gala de hablar un francés que sólo se hizo para su uso particular, observo cuidadosamente cuanto me rodea, escena extraña, mezcla de dos civilizaciones que no pueden comprenderse, ni compenetrarse, como no sea en la forma externa, en la casa de construcción americana que adorna el farol chino y los caracteres de un idioma bárbaro; en la iluminación eléctrica y las luces que enciende la piedad á dioses y estatuas de formas peregrinas y actitudes singulares; en el coche del tranvía funicular que contrasta con trajes y colores de indumentaria carnavalesca que parece pedir á gritos el uso en aquellas calles, del palanquín chino ó del _push push_ del Tonquín; en el policeman gigante, sanguíneo, orgulloso, que parece el vencedor de una raza caduca, embrutecida y que arranca sagaz y paciente del suelo americano el puñado de oro que le negó el continente asiático, que vislumbra al través de los vapores del opio, allá, lejos, muy lejos, en el fondo del Pacífico, donde está la tierra de sus ambiciones y esperanzas. Por la noche, cuando el americano se recoge y digiere tranquilo, en familia, copa tras copa, la copiosa cena que remata dignamente la serie de comidas que es uno de los más bellos ornamentos de la civilización yankee, el chino llena las calles de Chinatown, acude solícito al teatro, al café, á las casas de juego, llenas siempre de bote en bote, al lupanar, y se acuesta tarde, solicitado por todas las seducciones de sus vicios favoritos: el opio y el juego. El juego es el escollo donde choca la codicia de la raza china; hay en Chinatown calles enteras donde se juega, á pesar de la policía, que persigue tenazmente á cuantos van á dejar sus economías en los tugurios de San Francisco. Hay en cada boca calle un vigilante que, al ver una persona extraña, sea ó no policía, avisa á los jugadores que apaguen inmediatamente todas las luces de las casas de juego. El extranjero observa como van apagándose las luces rápidamente, quedando todo en silencio y en el más absoluto recogimiento. La policía persigue de la misma manera á los fumadores de opio, pero no basta su vigilancia para evitar el vicio clandestino y perseguir al que, echado sobre tablas mal cubiertas de estera, en miserable recinto donde no se renueva el aire ni penetra jamás un rayo de sol, carga concupiscente su pipa de ancha boca, desenrosca el tubo larguísimo cuya boquilla apoya en los descoloridos labios y aspira el veneno de una droga que despierta en el cerebro visiones encantadoras, sueños extraños, deleitosos, de intensidad tanta que embrutecen y matan. Nada más triste que la habitación china, ni que revele, con su espantosa promiscuidad, mayor rebajamiento moral. Nótase á primera vista la ausencia de mujeres en el barrio, ausencia que revela por sí sola la lacra más espantosa que se achaca á la raza amarilla. Recuerdo como una pesadilla los fosos del teatro chino; cansado de ver tiendas extrañas, bazares llenos de baratijas, barberos rapando las cejas y las pestañas de los chinos, farmacias de anaquelería llena de botes que contienen drogas desconocidas, pieles de serpiente, esqueletos de sabandijas, telarañas de arácnidos colosales, algo así que recuerda á las brujas medioevales en sus antros, con sus filtros y encantamientos... Entramos por una puerta excusada en el foso del escenario y en las habitaciones de los actores. Difícil es formarse idea por una rápida ojeada de todos los recursos de la familia china, condensados en una habitación que desdeñaría en Europa el ser más pobre y envilecido. No hay cárcel en nuestro continente que, en la comparación, no resulte mansión espléndida, porque los tableros-camas superpuestos, como las literas en un camarote, la indumentaria extraña, todas las necesidades de la vida celebrándose en un recinto único, agrupados y confundidos todos los sexos, durmiendo acurrucadas dos y tres personas donde no hay espacio para una sola; seres que pasan años sin salir de aquellos camaranchones inmundos, más terribles para el olfato que para la vista, son tristezas espantosas que apenas concibe un sér civilizado. Y si á todas estas miserias de la vida física se añade la fiscalización, por pura curiosidad, de seres más venturosos que vamos allí á sorprender el genio chino, sin aportar más que la impertinencia de nuestros estudios ó nuestras flaquezas, merecida tenemos la especie de rubor que sentí al abrogarme el derecho, al amparo de la bandera americana, de sorprender, sin el consentimiento de los agraviados, todas las flaquezas y miserias del pueblo chino. Y en aquellos corredores, donde se ven nichos extraños que alumbran cirios de colores y dioses en su fondo de fealdad espantosa, y ya por entre rejas de malla apretadísima, actores que se embadurnan y acicalan con vestidos de seda brillantísimos, encerrados en habitaciones tan pequeñas, que no se concibe siquiera haya aire suficiente para respirar y escaleras que conducen á una intrincada red de corredores y cuartos destinados á familias de actores que allí viven, aman y mueren, atentos sólo á funciones teatrales inacabables que duran semanas enteras, sin que el público se canse de contemplar un escenario desnudo, sin más mueble ni adorno que el indispensable para el desenvolvimiento de la acción teatral, en cuyo fondo toca una orquesta, compuesta de seis ó siete músicos que tocan piezas de ritmo monótono vulgarísimo, y tañen instrumentos de timbre chillón, menos, sin embargo, que la voz de los actores, hombres todos pintados los que desempeñan papeles de mujer con tendencias tan deplorables para tipos varoniles, que ellas solas bastarían para inspirar aversión á las funciones del teatro chino, si hubiera oído medianamente educado capaz de resistir con paciencia, el ritmo y la monotonía de los actores. La afición de los chinos á las funciones teatrales es evidente; no sé por qué extraña prerrogativa, la del más fuerte quizá, puede subir el extranjero al escenario y sentarse á la vista del público y en las partes laterales del mismo, dominando á los espectadores de la platea, que siguen con ansia, y formando haz apretadísima, las peripecias de la acción teatral; pero lo cierto es que esa prerrogativa produce una ilusión completa al ver en un gran recinto centenares de chinos agrupados junto al escenario, vestidos con los trajes propios de su nacionalidad, atentos, con la mirada fija y excitada, riendo estrepitosamente, sin fijar siquiera por un momento la atención, tanta será ya la costumbre, en el viajero, que se figura estar sólo y aislado en el corazón del gran imperio asiático. Salí en el momento de un cambio de escena, y pasando por la sala de espera ó _foyer_ vi reunidos los principales actores, vestidos con trajes vistosísimos, esperando ser llamados, y sin mostrar la menor curiosidad al ver un blanco entre tantos amarillos. La salida me produjo una impresión agradable al respirar el aire puro del Pacífico. Atravesé algunas calles, trazadas todas en ángulo recto y llegué al templo principal, que no sé cómo llamarle porque la entrada tiene más bien apariencia de casa de baile ó casino que de sitio dedicado á la oración y al recogimiento, siendo el primer piso el lugar donde se han levantado los altares que adoran los hijos del celeste imperio. La primera impresión es la de una decoración teatral; hay allí tantos objetos extraños, de un culto desconocido, figuras tan singulares, dragones, esfinges, culebras, un dios que de la forma humana sólo tiene lo exagerado y ridículo, adornos de coloración intensísima, dominando el encarnado y el verde, sedas hermosísimas, bordados preciosos, marfiles que representan deidades de teogonía para mí desconocida, fanales de alambre donde arden los papeles que recoge cuidadosamente el chino en todas partes como si quisiera ofrecer en holocausto á sus dioses patrios, los secretos y las ideas de la humanidad, luces que arden perpetuamente, nichos que besa el chino, sitios de preferencia donde ora llorando y pidiendo al cielo clemencia y protección, son notas que recoge allí rápidamente el viajero que paga su tributo, comprando unos sacos llenos de perfumes que derrama el chino en los altares de sus deidades favoritas. Salí de aquel templo con ideas de justicias vengadoras, de monstruos que devoran, de dioses que exigen sacrificios, de vanidades humanas vencidas y humilladas, sin haber visto un solo símbolo que sirva de consuelo y esperanza en las tribulaciones de la vida. La noche, ya avanzada, no se traducía en letargo en las calles, llenas de celestes; la casa de empeños, repleta de mil objetos, esperaba aún al desdichado que había dejado su último centavo en la casa de juego; la silueta de la mujer embadurnada, espantosamente fea, sentada tras estrecha celosía, ejercitaba las seducciones de sirena, el policeman continuaba siendo una nota rara en aquel cuadro de costumbres, y los que estábamos ya cansados de ver cosas tan extrañas y vicios tan horribles, volvimos al hotel creyendo que habíamos realizado en América el grato sueño de un viaje al corazón de la China. El reporterismo y la hospitalidad en California [Ilustración]Al llegar á San Francisco á las diez de la noche, se me proporcionó, media hora después, el placer de dar un _shake-hands_ cordial á dos reporters del _Chronicle_ y el _Sun_ que me eran completamente desconocidos. «Buenas noches, venimos á preguntarle quién es usted y á qué viene á San Francisco»; «pues miren ustedes, yo, vamos al decir, no soy nadie; hasta hace pocos días he sido Comisario de Industria de España en la Exposición de Chicago; ahora soy un caballero particular que viene por su cuenta y riesgo á estudiar la importancia y el desarrollo de la vinicultura en California. Ustedes comprenderán, si á esta distancia llegan, los clamores de los productores de mi país, que habiendo alcanzado la viticultura en España un desarrollo anormal, la competencia que ustedes», me refería mentalmente á los vinateros, «pueden hacernos en América tiene para nosotros un interés de primer orden, interés que mis compatriotas no han sabido ver, si es cierto, como se dice, que soy el primer español que ha venido á California con las expresadas miras.» «Nuestras bodegas están llenas, nuestros caldos por los suelos, necesitamos exportar los vinos á todo trance, y como sospecho _¡valiente sospecha y sin fundamento!_ que los vinos de ustedes han de mezclarse con los europeos para ser potables, vengo á estudiar los medios de facilitar la importación de aquéllos á este país con ventaja de ambas naciones.» «Ustedes entienden claramente lo que digo ¿verdad? porque mi inglés no va muy allá, y sentiría ser mal comprendido.» «Oh, _yes_», y en efecto, prescindiendo del cambio fundamental del _importer_ por el _exporter_, la fraseología resultó exacta en la relación publicada textualmente al día siguiente en el _Chronicle_ de San Francisco. Se despidieron y me acosté. A la mañana siguiente, al volver á casa, hallé un buen número de tarjetas de personas que deseaban visitarme y transmitirme sus opiniones acerca de la cuestión vinatera. La mayor parte me pareció gente de poco fuste; entre ellos, sin embargo, llamóme la atención el químico Mr. Hugh Frazier y el propietario de Napa Valley Mr. Shram, que mostraron deseos de acompañarme y hacerme ver lo más interesante de lo que puede estudiarse en vinicultura californiana. Esperábame el día siguiente en el embarcadero el químico Mr. Hugh y fuimos juntos á Santa Helena, capital del condado de Napa. Atravesamos la bahía de San Francisco, llegamos á Oakland á las ocho de la mañana, tomamos el tren en seguida y á las diez y media nos apeamos en la estación más inmediata á Santa Helena, llamada Rutherford. El aspecto del valle no puede ser más risueño: extensos viñedos que pueblan llanos y montes en terrenos de grandísima fertilidad, teñidos fuertemente por el óxido de hierro y en donde pueden observarse, en los rodales de plantas desmedradas y sarmientos cortos, los efectos destructores de la filoxera, que alternan con tierras destinadas al cultivo del maíz, y caseríos alegres levantados á la sombra de árboles semitropicales corpulentos, que gozan de la temperatura constante de aquella latitud propia de una perpetua primavera. Llegamos á la quinta del Capitán Gustave Niebaum y el químico ofrecióme en primer término las primicias de su trabajo, sintetizado en extensos encasillados de sus ensayos cualitativos y cuantitativos de los mostos, con el objeto de averiguar la época, deducida naturalmente de términos medios, de la maduración de la uva en las diferentes tierras y exposiciones de los viñedos de la finca. Enseñóme más tarde la finca entera, las bodegas repletas de vino y los lagares llenos de mosto en fermentación; visité el laboratorio, el mecanismo para separar el hollejo y las pepitas del mosto, los planos inclinados para el transporte de la pulpa, las cubas con los nombres de los vinos, la botillería, revelando todo una limpieza exquisita y una atención preferente á los fenómenos complicadísimos de una buena vinificación. Y me decía modestamente: «cuanto se refiere al cultivo de la vid y de los vinos es un problema para nosotros; no sabemos nada, cultivamos á tientas, y á pesar de cuanto hemos aprendido y adelantado en poco tiempo, no sabemos sacar partido de los recursos de la vid en relación con nuestro suelo y nuestro clima.» «Tenemos aquí diferentes suelos y exposiciones variadísimas que son un rompecabezas; en este valle, cada propietario vendimia en época diferente y saca vinos esencialmente distintos, aun siendo igual la especie cultivada. Esta tarde iremos á ver las bodegas de Mr. Parrott, probará sus vinos y verá qué diferencias se hallan entre los de esta finca y los suyos, estando las propiedades contiguas, siendo iguales los cultivos y variando sólo la exposición.» Fuimos á comer á Santa Helena y nos dirigimos después á la quinta de Mr. Parrott. Díjome Mr. Hugh: «Creo que Mr. Parrott habla español, y seguro estoy que hallará usted en su casa una hospitalidad franca y agradable.» Pasamos un puente al dejar un mal camino de travesía, y entramos en la finca por una senda adornada de árboles y arbustos floridos. Llegamos á una plazoleta sombreada por árboles frondosísimos y nos apeamos al pie de una suntuosa morada. Nos recibió una china, pulcramente vestida, y nos anunció á Mr. Parrott. Al saber que era español, me dijo con acento que envidiaría un castellano de la meseta central de España: «Usted desea marchar hoy mismo y esto no es posible; no tendría usted tiempo para ver lo que viene á estudiar»; «sí, pero...» «no admito excusas; no le faltará á usted cama, mesa y hospitalidad cordial; soy más español que usted y tengo interés en hacerle conocer nuestro valle». «No tengo medios», contestéle, «para sentarme en su mesa, no digo yo de etiqueta, sino limpio y decentemente; pensaba regresar hoy á San Francisco y...» «los _yankees_ hacemos poco caso de estas cosas... no admito escusas, y vamos á la bodega». Con el amor que siente un padre por sus hijos predilectos, mostróme el señor Parrott la serie de vinos blancos, claretes y cognacs que fabrica con una maestría envidiable. Larga fué la lista de los vinos probados que escalonamos razonadamente, para que el paladar pudiera juzgarlos y apreciarlos en su justo valor. Pasamos allí horas enteras; al anochecer, probados los vinos de Inglehook-vineyard y de la Villa de Parrott, tenía ya el convencimiento de que en California se producen vinos que pueden competir ventajosamente con los sauternes y los claretes del mediodía de Francia. Los claretes no tienen, para mí, más defecto que el ser un poco ásperos, como si fueran hijos de uva cuyo hollejo, cargado de tanino y materias colorantes, diera al vino un sabor astringente en demasía y difícil de tragar. Pero los sauternes, con un poco más de _bouquet_, se venderían en Francia como si fueran criados en los mejores viñedos de su propio país. Después de probar 30 ó 40 vinos, y preguntar si los mezclaban con caldos europeos, me convencí de que los vinos de California tienen los defectos de los nuestros, son excesivamente ricos en color y en alcohol y que sólo los vinos franceses, por su escasa graduación, pueden importarse á América para hacer el _coupage_ con alguna ventaja. Mi sueño, pues, de exportación de vinos españoles á California quedaba desvanecido. Regresamos á la quinta Parrott cuando anochecía; entramos en el drawing-room, donde hallé á Mrs. Parrott, su sobrina miss Theresa Shrieves y á unas cuantas señoras de las propiedades vecinas, lujosamente ataviadas, á que fuí presentado. Difícil es hallar en el campo un salón alhajado con más _confort_, ni que responda mejor al bello desorden, mezcla de cosas bonitas que la moda actual pregona como la última palabra del buen gusto. Mesas y sillas primorosas, anaqueles llenos de _bibelots_ y retratos, cuadros, panoplias, candelabros, todo rico y harmónico, aun en su desorden, búcaros llenos de crisantemas de riquísimos colores, cristales de color por donde penetra la luz tamizada del exterior entre el variado follaje de las orquídeas, los palmitos arborescentes y los almeces gigantescos, y en medio de la conversación sostenida en español, inglés y francés, la señora de la casa tocó «La Paloma» como obsequio al forastero español, y recuerdo de los tiempos juveniles pasados en Bilbao por el señor Parrott, que no se cansaba de preguntar con amor de hijo adoptivo por cuanto se relaciona con nuestra patria. Otra señorita silbó, cantó y tocó con admirable perfección durante la velada, hasta que, llegada la hora de cenar, me invitaron á pasar á un comedor digno de cuanto hay en aquella morada rica y fastuosa. Sirven la mesa un chino raquítico y feo y una chinita de labios prominentes que lleva unos aretes azules, que hace resaltar sobre su piel amarilla, la vivísima luz de los candelabros. Su traje limpio y blanco, su pelo arrebujado como el de nuestras campesinas, su voz estridente al contestar las preguntas que le hacía con bondad suma la señora de la casa, que parece tratarla como niña mimada, su risa á carcajadas cuando la miro con la curiosidad propia de mi ignorancia en la ciencia étnica, sus movimientos ligeros, impropios de toda china respetable, son detalles que avaloran aquella cena opípara, en mesa hospitalaria, donde las señoras tienen para mí tantas deferencias y los demás comensales tantas bondades, sin más merecimiento que el de ser un extranjero que llamó á su puerta pidiendo sólo noticias sueltas de sus trabajos, que halló sazonadas con mesa espléndida, cama y habitación dignas de un palacio, y conversación cordial y deleitosa. A las doce de la noche, tras mucho hablar de España y recordar en el piano nuestros tangos, jotas y boleros, nos fuimos á la cama; y al despertar, entrando un sol espléndido por las ventanas, sol y ambiente que me recordaban, tras tan largo período en Chicago de cielos grises y pálidos tonos en el aire, el vívido color de la atmósfera patria, me faltó tiempo para gozar aquellas brisas y aquellos campos, plantados de vides y olivos, plantas europeas, alternando con las tropicales, arbustos aquí, árboles colosales en California, vivificados por aquel sol, por aquel clima, más suave y más dulce que el de las costas catalanas y andaluzas. Al poco rato, y después de haber recorrido el jardín lleno de rosas, claveles, crisantemas y geranios, Mr. Parrott me invitó á visitar la quinta de Mr. Shram, situada ya en el fondo de Napa Valley. En una carretela tirada por un hermoso tronco y guiada por un cochero aragonés, van las señoras de la casa, que han llenado el coche de flores. Mr. Parrott va al vidrio y yo subo al pescante para gozar mejor las preciosas vistas del valle. Pasamos Santa Helena, seguimos una carretera polvorienta y mal trazada que me recuerda los caminos españoles de otros tiempos, contemplo ansioso la campiña llena de luz, de ambiente y color, y al entrar en un bosque frondoso donde apenas penetra el sol, en el fondo y dominando el valle aparece la pintoresca quinta de Mr. Shram, orgulloso con justo título de sus vinos, de sus bodegas, que contienen más de 200,000 galones de vino, y que me ofrece un almuerzo espléndido, que sazona la más amable y cariñosa hospitalidad. Llega la hora de partir y regresar á San Francisco. Mientras monto al carruaje, el _verandah_ se llena de señoras y caballeros, todos agitan los pañuelos, todos me desean, con un _good bye_ expresivo, feliz viaje, y mientras anoto en mi corazón esos ricos testimonios de la hospitalidad californiana, apunto también en el haber de mi vida dos de los más hermosos días de mi existencia. Los vinos de California [Ilustración]Me ha llevado á California el amor que tengo á mi país y el convencimiento de que el estudio de la viti-vinicultura americana tiene para nosotros una importancia de primer orden. Los datos copiosos recogidos en aquella hermosa región americana, voy á condensarlos aquí, confiando en que serán leídos atentamente por las personas que sólo conocen de oídas el desarrollo de la vinicultura en las costas del Pacífico, y que confían aún en que América, y sobre todo la América del Norte, podría ser un mercado dilatadísimo para los vinos españoles. Cuando escribí el artículo referente á la sección española de vinos en la Exposición de Chicago, indiqué, con algún recelo por más que la persona que me había dado la noticia me merecía confianza, que en California arrancaban ya las viñas por exceso de producción; hoy puedo asegurar cosas que en mi concepto han de causar asombro á mis lectores, y entre ellas son, que en California se arrancan las viñas, porque la filoxera las mata, porque tiene un exceso de producción y porque, alcanzando los vinos un precio _fabulosamente_ barato, la mayor parte de los viticultores tienen hipotecados los viñedos y sólo confían en que el cambio de cultivo ha de facilitarles la mejora económica de tan triste situación. Y es que este asombro es legítimo para los que saben que la tarifa de cincuenta centavos por galón, aplicada á todos los vinos, sea cualquiera su fuerza alcohólica, resulta prohibitiva y que una población de sesenta y cuatro millones de habitantes ha de ser elemento sobrado para consumir todos los vinos de California y los que producen los Estados de New-York, Ohio, Illinois y Missouri. Pues este razonamiento, que parece tan sólido y tan irrebatible, va á desvanecerse leyendo los siguientes datos estadísticos. Promedio anual de las sustancias alcohólicas consumidas por los habitantes de los Estados Unidos: GALONES -------------- Cerveza 1.000.000,000 Bebidas espirituosas: aguardientes, cognacs, etc. 20.000,000 Vino. 30.000,000 Correspondiendo sólo una mitad del vino consumido al Estado de California, y el resto á los Estados del Este, mencionados anteriormente. Y para los que se asusten, con razón, del enorme desnivel que existe entre el consumo anual de mil millones de galones de cerveza y cincuenta millones de espíritus y vinos que acusan los datos estadísticos _oficiales_ que me ha suministrado el «Board of State Viticultural Commisioners», voy á dar algunas noticias respecto á la relación existente entre el galón y el litro, entre la hectárea y el acre, á fin de que sea rigurosamente entendido en lo que voy á decir, y se forme así concepto claro de la viticultura y vinicultura norteamericanas. El galón americano es más pequeño que el inglés, y equivale á unos cuatro litros; ó sea un poco más de cinco botellas bordelesas; á su vez, una hectárea contiene dos acres y cuarenta y siete centavos de acre. Estudiadas esas relaciones, he de empezar por hacer presente que la producción máxima de vino de California ha sido de veinte millones de galones, siendo algunos años de doce y el promedio de quince á diez y seis millones. Tomando este término medio y multiplicándolo por cuatro, resulta una producción anual de 64.000,000 de litros, ó sean 640,000 hectólitros de vino, que con otro tanto producido por los Estados del Este, New-York, Ohio, etc., dan un total aproximado de un millón doscientos mil hectólitros de vino, término medio anual aceptable de producción y consumo de vino en todo el territorio de los Estados Unidos de América. Ahora, el que se fije en los términos que voy á poner á la vista de mis lectores, verá que la conclusión que voy á deducir es rigurosamente lógica: Producción de vino en Francia en 1893: 40.000,000 de hectólitros.—Población, 36.000,000 de habitantes. Producción de vino en los Estados Unidos de América en 1893: 1.000,000 de hectólitros.—Población, 64.000,000 de habitantes. No quiero fiar á la memoria la producción de España, que no creo baje de 26.000,000 de hectólitros por 18.000,000 de habitantes, y me limito á razonar un poco los números antes expresados, cuyo simple enunciado prueba: ó que se importan á los Estados Unidos cantidades inmensas de vino ó que en dicho país no se bebe; no gusta el vino. Que no se importan vinos lo dicen dos cifras elocuentísimas: los 50 centavos de derechos aplicados á cada galón de vino extranjero, sea la que quiera su graduación, y los mil millones de cerveza que consume anualmente el pueblo de la Unión Americana. Y no importándose vinos, no hay más remedio que llegar á la siguiente conclusión: los americanos del norte prefieren los espíritus y la cerveza al vino: los americanos no beben vino, ni europeo ni americano. Y si todo esto no bastara, tengo aún, en apoyo de mi modesta opinión, dos argumentos de grandísima importancia: el de los cosecheros arruinados, aquellos que tienen sus viñas hipotecadas, y las arrancan y cambian rápidamente de cultivo porque no pueden vender su vino, y vino bueno, á _doce_ centavos el galón, _á dos reales y medio de moneda española las cinco botellas bordelesas_, cuando pagan á dollar y medio y dos dollars el jornal de diez horas á un bracero de mediana capacidad y más mediana labor; y el de las bodegas llenas, en donde se crían de 30,000 á 200,000 galones de vino, sin hallar comprador que, por piedad, ponga precio á una mercancía olvidada y tan fuertemente protegida por las leyes del país. Una de las ventas que ha llamado poderosamente la atención en California ha sido la de 12,000 galones de vino clarete hace poco efectuada por Mr. Parrott, uno de los criadores más inteligentes en vinos de Napa Valley que ha conseguido un precio de 75 centavos por galón, cuando el mismo vino se habría vendido en Europa á tres francos la botella bordelesa sin inconveniente alguno. Y al llegar á estas conclusiones, para muchos quizá huelgue cuanto voy á decir, porque lo natural y lógico es suponer que donde no hay gusto en comprar determinada mercancía, donde no hay mercado, aun dándose á vil precio el producto, todo intento de importación ha de fracasar; pero, no he ido á California, ni he gastado cinco días en viaje y á gran velocidad al través de los desiertos americanos para ahondar tan poco en asunto tan serio, y así, síganme los que quieran ver claro en la producción de vinos de California para que se convenzan conmigo de que de los vinos españoles, con derechos y tarifas ó sin ellos, sólo en marcas especiales, en vinos de lujo, en Jerez, manzanilla, etc., podemos esperar un mediano consumo. Los que hemos aprendido nociones de viticultura americana en los libros, nos figuramos que la zona californiana plantada de viña es muy extensa; ¡qué error! vean y mediten las cifras que van á continuación y verán lo equivocados que están: ACRES -------- Viñas dedicadas á producción de vino. 90,000 Idem dedicadas á uva de mesa. 10,000 Idem dedicadas á pasas. 100,000 -------- Total acres. 200,000 Dividido este total por 2'47, resulta en hectáreas una cifra escasísima en relación con los viñedos de Europa, que cuenta los viñedos por millones de hectáreas, y una producción grandísima de vino por hectárea que admira más al que ve la distancia que existe entre las cepas plantadas en los campos de California é ignora que hay viñas tan fructíferas que han dado de 60 á 80 libras por pie. Y como también se estudian en California estas cuestiones, vean mis lectores las contestaciones categóricas dadas á varias preguntas mías que juzgo de interés para los vinateros españoles. ¿Sería fácil introducir en California vinos de España para hacer el _coupage_? —No; los vinos de California tienen los mismos defectos que los vinos españoles, demasiado alcohol y mucho color, para esto y aun en cantidades muy pequeñas, preferimos los vinos franceses á los de España. ¿Por qué razón el pueblo americano prefiere la cerveza y el aguardiente al vino? ¿Cómo es que disponiendo California de una prensa que tiene tanto ascendiente en la opinión, y teniendo el productor yankee tanta iniciativa, no consigue probar que el vino es mejor, más higiénico y más agradable que aquellos líquidos? —Pues, porque el pueblo americano, compuesto de razas del norte, avezadas á líquidos fuertes, halla en el vino escaso aliciente, el vino le resulta desabrido y poco excitante, y por otra parte, siendo tan poderosa la industria cervecera y tan rica la de espíritus, en cuanto entabláramos la lucha en la prensa, seríamos irremediablemente vencidos los que estamos ya arruinados por la falta de consumo. Pero, con el tiempo, y mediante la mejora de los vinos, la educación del pueblo y la propaganda racional, el vino alcanzará el premio que merece; y es más, á mi se me figura que la propaganda de los vinos americanos será beneficiosa á los vinos de España, porque el gusto se irá afinando, y los aficionados al vino, sabrán apreciar mejor que ahora el aroma, el cuerpo y la finura de los vinos españoles. Sí, algo hemos de conseguir, á largo ó larguísimo plazo; pero no olviden los españoles, y eso me lo decían como _mot de la fin_, dos cosas esencialísimas: que los criadores de vinos americanos han hecho en diez años progresos enormes; que entre los vinos limpios, de buen color y bouquet ya muy pronunciado, vinos que envejecen ya en la cepa y en los toneles y que vendemos hoy, y el _zinfandel_ de hace 20 años, hay un abismo, y que California tiene una zona vitícola tan extensa como no la tienen España y Portugal juntos. De San Francisco á El Paso [Ilustración]Intento razonable ha de parecer que durante mi estancia en los Estados Unidos haya procurado estudiar con cuidado la idiosincrasia del pueblo americano, estudio que completé al salir de San Francisco el día 4 de noviembre último, al tener la desdichada suerte de presenciar uno de los espectáculos más tristes que puede ver un hombre y que bastara él solo para marcar y esculpir en mi cerebro uno de los rasgos fisionómicos y más característicos del pueblo yankee, si pudiera aun caber la duda en mis apreciaciones, tantas veces expuestas en las columnas de _La Vanguardia_, acerca del modo de ser y sentir de aquella raza. En Oakland hallé preparado el tren que debía conducirme á El Paso, estación fronteriza de México, al norte de aquella república, busqué el número de mi asiento-cama en el Pullman-car y esperé impaciente el momento que debía marcar mi salida definitiva de los Estados Unidos de la América del Norte. Acostumbrado ya á la marcha silenciosa de los trenes y á su falta de puntualidad, mi impaciencia no podía justificarla más que el afán de ver llegar la hora de mi repatriación, aunque fuera siguiendo un camino larguísimo, colmado de peligros. El tren se puso al fin en movimiento, el número de pasajeros era escasísimo, y en aquel vagón inmenso llamado pomposamente vagón palacio, que había de ser mi vivienda durante tres días, ocurriéronme en mi soledad las narraciones repetidas en los diarios durante los últimos meses de 1893, de trenes asaltados por hombres enmascarados y armados de rifles Winchester, de asesinatos seguidos de linchamientos, de robos inauditos, con todo el variado repertorio de escenas salvajes representadas de noche en las inmensas estepas de los desiertos americanos. Tocábame recorrer los estados de Arizona, New-México y Texas, reputadísimos por sus bandoleros, y no me pareció situación muy halagüeña la de un hombre sólo, desarmado y dotado de escasas fuerzas físicas. Esas ideas no respondían ciertamente al ambiente que respiraba al atravesar los valles de la baja California en un día lleno de sol y brisa suave y fresca que daba á mi temperamento nervioso un bienestar indefinible. Marchando el tren á gran velocidad y gozando el bienestar del que cae en la meditación sugerida por lo que le rodea, desvanecido el terror de un momento de desfallecimiento de espíritu, no sé yo cuánto tiempo había pasado, aunque no debía ser mucho, cuando el maquinista dió la señal de alarma y parada de tren, que se efectuó con una celeridad pasmosa. El motivo no podía ser más triste, el tren acababa de arrollar á dos hombres, lanzarlos de la vía y matarlos instantáneamente. Había en una curva una cuadrilla de trabajadores, ocupados en el asiento del material fijo, curva en desmonte que formaba en su centro una verdadera celada, en que entraron á la vez, por desgracia, dos trenes. Con el ruido y quizá el aturdimiento, dos trabajadores vieron al tren que iba á San Francisco, se colocaron sobre la vía que creyeron libre, y descuidando el convoy que llevaba dirección contraria fueron arrollados sin misericordia. Paróse el tren, atravesaron mi vagón dos caballeros, y al regresar, estando ya el tren en marcha, dijeron tristemente «dos hombres muertos». Me levanté, acerquéme á la ventanilla y vi sobre la hierba dos hombres jóvenes, palpitantes aun y desangrándose, con la cabeza destrozada. Este espectáculo, más que triste, me pareció desastroso, porque más inhumano que la muerte es considerar que bastaron escasamente siete minutos para que el tren matara á aquellos hombres, tomara, no sé quién, nota de lo ocurrido, y volviera el convoy á emprender su camino, mientras los muertos yacían solos y abandonados por sus compañeros, que continuaban su labor, fríos, indiferentes, como si aquellos cadáveres fueran despojos de un naufragio, escupidos por el mar en días de tormenta sobre playas desiertas é inhospitalarias. Más desastroso aun, sí, que no hay tormenta en el mar, ni ciclón en el cielo que pueda compararse, en estos días de prueba, al odio y á la indiferencia que parece haberse apoderado, como desoladora epidemia, del corazón humano. Así empezó mi viaje de regreso; señalado en su primera etapa por la noticia abrumadora, al llegar á la capital de México, el día 9 de noviembre á las siete de la mañana, de la explosión de una bomba, con todas sus traidoras y viles consecuencias, en el Liceo de Barcelona. Y, sin embargo, entre los dos términos de esa escala de indiferencias y crueldades, entre el odio de un malvado y el frío irritante de los que no tuvieron para los vencidos por fiera desgracia ni una lágrima, ni una mirada compasiva, hallo más cercano al amor el odio de una fiera que la indiferencia que considera al sér humano como una bestia más de la escala zoológica. Y aunque sea alargar algo más de lo conveniente ese orden de consideraciones que viene á completar, en mi concepto, el juicio que he formado de la civilización americana, permítame el paciente lector que le presente, en episódico contraste, la nota comparativa de dos razas, la nota que pinta como siente nuestro pueblo, extraviado por las doctrinas subversivas, la miseria y el hambre, pero bueno en el fondo, compasivo, capaz aun de arranques generosos, ya que ha visto como sabe sufrir y penar el pueblo americano. El trasatlántico «Alfonso XII» salía de Cádiz el 18 de diciembre último, con mar llana y ligera brisa; el piloto del puerto dirigía ya la maniobra, arriadas las escaleras y moviéndose el barco lentamente en busca del mar libre de obstáculos, camino de este puerto. De repente y desde la toldilla observó que se había quedado á bordo un muchacho de diez y seis á diez y siete años, y con tono brusco y señalándole el cable que pendía de estribor y á cuya extremidad había una lancha, le dijo: «largo, inmediatamente bajas por la cuerda y te vas... largo»; el chico quedóse pálido como un muerto, no sabía si llorar ó protestar, mudo de espanto dudaba entre sufrir las iras del piloto ó exponerse á bajar por la cuerda y deslizarse con peligro de caer al agua. El piloto insistía con ánimo resuelto, y como el muchacho opusiera á la ira del marino la resistencia pasiva del que teme jugarse la vida en la contienda, intervino en ella un marinero del «Alfonso XII» con ánimo resuelto y decidido: «Pero hombre, no ve usted que el chico tiene miedo, que no ha bajado nunca por una cuerda y está temblando... pues no faltaba más»; y amparando al cuitado, salta la banda, coge el cable y al muchacho por la cintura, lo sujeta vigorosamente, le da rápida instrucción para que le deje sueltas las manos y en menos tiempo del que cuesta relatarlo, como si fuera un padre amoroso, dejó al chico en la lancha, subiendo rápidamente á bordo sin esperar, probablemente, las gracias del agradecido mancebo. Compárese la indiferencia de los obreros de California con el arranque generoso del marinero del «Alfonso XII», y después escójase entre aquella civilización, orgullosa de sus máquinas, fría y repulsiva como toda vanidad, y ésta que tiene por base la familia con todas sus derivaciones, costumbres humanas y sentimientos piadosos que dan al prójimo el dictado de hermano y amigo. Los campos de California van repoblándose á medida que se avanza en dirección al sur con las plantas que son el orgullo de nuestras provincias de levante. Arrancadas las viñas en muchas partes, los árboles frutales, naranjos, limoneros, melocotoneros, cerezos, correctamente alineados, dominados en el fondo de la plantación por la quinta, la masía ó el _cottage_, constituyen la fisonomía especial de la baja California. Camino del Estado de Arizona ya no se cruzan grandes ríos, viéndose sólo en lontananza la altiva cordillera de Sierra Nevada; los pueblos guardan su fisonomía especial, las casas, casi todas de madera, no están ya rematadas por cubiertas de 40 ó 45 grados, el frío no cuenta ya en las fértiles llanuras, besadas por las brisas del Pacífico, y cruzando paralelos cada vez más cercanos al trópico de Cáncer, las plantas tropicales asoman ya por todas partes, el indio se transforma, no es tan robusto, ni tiene facciones tan angulosas, y al amanecer del domingo, cuando el sol doraba el hermoso valle de Los Ángeles, donde se producen los vinos americanos tan parecidos á los vinos andaluces y portugueses, después de haber atravesado el valle de San Joaquín, granero de California, y las estaciones llamadas y escritas en español, Merced, Madera, Fresno, que recuerdan nuestro paso por aquellos valles, llegué á las ocho de la mañana á La Puebla de la Reina de los Ángeles, fundada por los españoles en 1781, anexionada en 1846 á los Estados Unidos y formando hoy una agrupación de más de 50.000 habitantes, que se considera la segunda población de California en riqueza é importancia comercial. A medida que el tren se aleja de Los Ángeles camino de San Diego, las plantaciones son cada vez más raras, hasta que ya antes de mediodía y de llegar á Yuma, se atraviesa el desierto de Colorado, en que sólo se ven yucas y cactus, extensos arenales matizados de sal, caldeados por un sol ardiente que en verano ofrece al viajero vistosos espejismos, desierto que en algunos puntos está por debajo del nivel del mar, solución de continuidad hoy del golfo de California, que quizá vuelva á invadir algún día si un movimiento del litoral americano sumerge otra vez las tierras que un levantamiento lento, fenómeno del volcanismo, ha puesto al descubierto en la época moderna del globo terráqueo. Y ya poco queda por ver que llame la atención en la larga travesía de San Francisco á El Paso, como no sean pueblos que el viajero pregunta de qué viven, dónde se halla la riqueza que explotan y aprovechan, cómo crecen y se desarrollan en aquellas inmensidades donde no hay bosques ni plantaciones, teniendo siempre á la vista aquella Sierra Madre de México, que esconderá aún tantas riquezas en sus entrañas, y aquellos desiertos que las aguas del mar han escupido como hueso estéril, ensanchando prodigiosamente el continente americano del que se cuentan tantos prodigios, y en donde amontona el monopolio tantas riquezas, poseídas por manos que han cruzado el territorio de caminos de hierro, puesto los jalones de nacientes poblados y quizá gérmenes de nuevas nacionalidades, pero puntos perdidos hoy en los inmensos campos de California y Arizona, de Texas y New-México, más grandes que España y Portugal, Francia é Inglaterra, Italia y Austria juntas, donde la vida nómada se ejercita con todas las manifestaciones del salvajismo, que la civilización pasa sólo allí entre los rieles de los caminos de hierro rápida y fugaz, desvaneciéndose á la vista del que suspira en aquellas landas desiertas, como el humo de la locomotora y el vapor de la caldera en los espacios infinitos del cielo. Cansado de meditar sin comprender los misterios de los vastos desiertos americanos, recojo una nota artística en la estación de Yuma, que colora aquel desierto y aquella rígida nota de la línea recta en todo: una compañía nómada que pasea por aquellos desiertos leones enjaulados, panteras, tigres y hienas en grandes carromatos, indios que montan caballos enjaezados á la mexicana, elefantes que guía un muchacho cuarterón, monos que saltan y brincan, mujeres que visten trajes imposibles, chillones, llamativos, de raza difícil de clasificar, y en un gran carro, terminado por ancha plataforma, una murga de indios más ó menos auténticos, que toca una marcha discordante, ensordecedora, proyectándose todo en el cielo tropical, que ensucia de tonos grises la ola de aire caliente que levanta el sol en las caldeadas arenas del desierto. Pasa aquella mascarada por delante del tren lenta y majestuosamente; es el reclamo americano que no tiene bastante campo en las ciudades y que necesita las inmensas soledades del desierto para proclamar que él solo es el rey del mundo. Y la locomotora mueve otra vez sus bielas y ruedas y el tren sigue y sigue cruzando estepas y pueblos, ríos y lagunas, acercándose cada vez más á Río Grande, muy chico donde lo cruzamos, poco antes de llegar á la frontera mexicana, y á la estación de El Paso, en territorio aun de los Estados Unidos de la América del Norte. De El Paso á México [Ilustración]A las dos de la tarde del día 6 de noviembre último llegué á la estación de El Paso, en territorio de Texas de los Estados Unidos de la América del Norte. Para ir á la estación mexicana es menester atravesar la población, de fisonomía yankee, en el conjunto y los detalles. Lo característico allí es el cambio de tipo, la aparición de nuestra raza, del mestizo y del indio mexicano, esencialmente distinto del sioux criado en el Far-West y en los desiertos de Arizona, New-México y Texas. El indio mexicano tiene en su piel y en sus rasgos fisionómicos algo que recuerda al chino, y sin embargo, cuando se comparan en los restaurants de las estaciones donde concurren, al chino puro, activo, inteligente, observador, con el indígena de México indolente, resignado, gozando la molicie del reposo, la única semejanza que aparece en los dos tipos es la inmovilidad fatal de su fisonomía, la tristeza de raza, tan honda y constante que parece haber desterrado la risa de aquellas esfinges humanas. «Señor, ¿quiere usted algo?» me dijo un mestizo de ojos negros, rasgados, soñolientos. «Sí, necesito cambiar dinero; ¿podrá usted con todo esto?»—«y cómo no», contesta el mozo echando una rápida mirada á mi equipaje de mano, y con un acento tan dulce y con tan suaves inflexiones en la voz, que cantaba más que hablaba, y al decirme que le siguiera, guióme por aquellas calles polvorientas y las sendas más trilladas, llegando al poco rato, en tarde de noviembre tan calurosa como una de septiembre en Barcelona, al Banco de la ciudad, donde me dieron por cada cien dollars ciento setenta y dos pesos mexicanos. Al ver tanto dinero en mi mano, tentado estuve de creer que soñaba, porque si la vida en México había de resultar proporcionada á lo que cuestan las cosas aquí, tomando por unidad el duro, iba á darse el caso extraño de que el viaje á Nueva España no me costara nada ó casi nada. Regresé á la estación y me tocó esperar hasta las cinco de la tarde; los trenes en México no llevan prisa; hay de El Paso á México unas mil doscientas treinta millas, y para su recorrido necesité andar, sin descanso, desde el lunes á las cinco de la tarde á las siete de la mañana del jueves siguiente. Media hora antes de la partida, el expendedor de _boletos_ abrió la taquilla y al pedirle pasaje para la capital de México, aunque el idioma del país es el castellano, observé que no me entendía, que domina aun en los caminos de hierro de Nueva España el idioma de la gran república norteamericana. Me figuré, pues, que estaba aún en los Estados Unidos y hube de reiterar la petición en inglés. «Aquí, contestóme, no damos pasaje más que hasta Ciudad de Juárez, en donde está la estación principal y la Aduana».—«All right»; dí diez centavos, me entregó un _boleto_ y esperé la hora de partida. A las cinco llegó el tren compuesto de vagones de primera, segunda, tercera y Pullman-cars, rotulados en inglés, y el consabido negro, con su uniforme azul y botones dorados, el revisor que chapurreaba el español, con el séquito y la factura indiscutible que caracteriza el servicio de las compañías norteamericanas. Esos trenes me hicieron el efecto de avanzadas de los ejércitos de la gran república ansiosa de ir tachonando, de estrellas nuevas, las barras blancas y azules del pabellón americano. Partió el tren y los aduaneros empezaron á ejecutar sus funciones; el bagaje de mano quedó revisado en pocos instantes, poniendo en todos ellos un rotulillo que decía: «Revisado por el resguardo de la Aduana fronteriza de la Ciudad de Juárez». Anochecía ya al llegar á Ciudad de Juárez y allí revisaron mi equipaje, cené y tomé pasaje para la capital de los Estados Unidos mexicanos. En el restaurant estaba en funciones una partida de chinos que ha arrendado la mayor parte de los servicios culinarios de las estaciones carrileras. La comida me pareció aceptable y calcada en la cocina norteamericana: muchas carnes asadas, pocas salsas, agua helada á pasto, y la eterna banana en compota, frita, al natural, perfumando con su empalagosa esencia todos los platos. Y al dejar arreglados mis cachivaches en el Pullman, observé en el andén de la estación el movimiento de hombres de distintas razas y colores, de muchachos y niñas que vendían chucherías y frutas, movimiento inusitado, extraño, fantasmagórico entre sombras y penumbras difuminadas, algo que recuerda nuestras estaciones de la costa catalana, en las primeras horas veraniegas de la noche, cuando la gente ansía ver el espectáculo, siempre igual y siempre variado, del tren que llega y del tren que parte, espejo fiel y triste de todos los acontecimientos de la vida, esperados con ansia como una alegría, vistos desaparecer con el dejo amargo del desengaño. Dejé á Ciudad de Juárez recordando á aquel hombre de raza azteca que defendió, palmo á palmo, el territorio mexicano, y que, acorralado en el confín de la república, sentó allí las bases de su gobierno, organizó sus huestes, derrotó á sus contrarios, los lanzó del país y entró triunfante en la capital, dando á su patria uno de los períodos más largos de reposo desde que se emancipó de la metrópoli. Bien merecido tenía que la ciudad que le acogió en la desgracia, conserve el nombre del que defendió la independencia de la nación. Ciudad de Juárez, iluminada apenas por el centelleo de las estrellas, se escondía cada vez más tras la arboleda, desaparecía rápida de la vista del viajero, y mientras el negro prepara las literas del Pullman, doy una ojeada á un guía que canta las maravillas de México, llamándole «Wonderland», y me dispongo para gozar, desde el día siguiente, la serie de espectáculos anticipados por relaciones pintorescas, dignas de una imaginación meridional. Al despertar, á primera hora, apenas amanecía; recostado en la litera con el visillo levantado, observé ansioso la salida del sol. El que no ha estado en las altas mesetas mexicanas no sabe, no tiene idea de cómo se dibuja en el cielo la línea divisoria de las montañas, pura, limpia, cortada con precisión matemática que se proyecta en el horizonte como un trazo que separa la montaña, de tonos violados, del fondo azul del cielo. No puede haber en ningún clima atmósfera más transparente, ni tonos más calientes en el aire, ni dorado más intenso en los rayos del sol, ni líneas más finas en el cirrus que parece encaje de filigrana suspendido en el espacio, y allí donde el sol se proyecta intensamente, donde la tierra abrasada recibe amorosa aquel beso ardiente de un sol que no mitiga, con sus alientos suaves, el agua reducida á vapor, parece que se levanta intensa hoguera que abrasa aquellas inmensas llanuras. Pero cuando el sol va subiendo hacia el zénit y el aire se hace menos transparente, y se observa atento el llano inculto, la choza misérrima de adobe que ampara al indio azteca, el pueblo sin fisonomía, que no la tienen aquellas casas de arcilla, paralelepípedos de color terroso, sin enlucido, que no se necesita en aquel clima seco para conservar su cohesión, con una abertura que hace oficio de puerta y otra muy chica de ventana, alternando con barracas cónicas de tierra y caña, y desaparecen los espejismos en el cielo, la realidad se descubre por todas partes, mostrando una miseria tan espantosa y una despoblación tan grande, que ellas solas bastan para explicar los continuados alzamientos y sublevaciones de aquel pueblo vencido y humillado. A las nueve de la mañana llegué á Chihuahua, capital del Estado del mismo nombre. Situada la ciudad á bastante distancia de la estación, el agrupamiento de las casas, su fisonomía, la iglesia principal con sus torres dominantes, me recordaron las ciudades españolas de la meseta central castellana. [Ilustración] Y en la estación se ven ya los hombres con _zarape_ y las mujeres con _rebozo_, prendas de la indumentaria mexicana, remedo de nuestras mantas y pañolones castellanos, que cubren cuerpos sin camisa y pelos desgreñados, manifestación tristísima de la más terrible miseria. El indio, envuelto en su zarape, sentado en cuclillas, triste, macilento, mira como pasa el tren, satisfecho hoy porque tiene aún algunos centavos ganados no recuerda cuándo ni de qué manera, que ya trabajará mañana, cuando sea pobre y no tenga dinero para comprar _pulque, tortillas_ y un puñado de judías. ¿Qué le importa al indio el mundo, del que nada espera? Cuando tiene hambre coge el fusil que le da la ambición del primer caudillo que se presenta y mata y muere para llenar su vientre, que es la única política que domina su corazón, su entendimiento y sus entrañas. Y al verle acurrucado, tomando el sol, enteco, arrugado, indiferente, nadie adivinaría en aquel sér envilecido un héroe que sabe batirse con singular bizarría, sin preguntar á nadie el color de la bandera, ni el derecho que defiende, ni la justicia de la causa que puso en sus manos el arma homicida. Y al poco rato, después de tomar el _breakfast_ en el restaurant chino, aquella masa desaparece lentamente, mientras el tren va cruzando campiñas abandonadas, desiertos inmensos que tienen por marco altísimas montañas, atravesando de tarde en tarde alguna _hacienda_, como dicen las gentes del país, que tienen sesenta y ochenta mil hectáreas de extensión, verdaderos falansterios indios donde éstos hallan choza que les cobije, trabajo que alivie su miseria é iglesia que consuele sus pesares. Necesarios son esos recursos en un país donde las sequías lo matan todo, donde los ganados mueren en los caminos, hambrientos y engañados por traidores espejismos, y las sequías duran años y años en los Estados del norte de México, teniendo que abrir las fronteras á los granos de Norte América para no morir de hambre, produciendo esto una sangría tan espantosa en el numerario de la Hacienda mexicana, que la balanza comercial acusa una pérdida enorme, una corriente de millones que empobrece á aquella nación con una rapidez aterradora. Esto me cuentan mis compañeros de viaje, mostrándome en todas partes campos agostados, arenales salitrosos, tierras yermas y abandonadas, chozas misérrimas, indios cubiertos con sombrero, modificación de nuestro calañés, protector de la cabeza contra el sol y la lluvia torrencial de los climas tropicales, mientras van pasando las estaciones de La Cruz, Santa Rosalía, Jiménez, Torreón, empalme de la línea de Durango, Jimulco... y el día pasa esperando aquellas maravillas que no vienen y aquellas tierras tropicales que he soñado tantas veces, pobladas de palmeras, helechos arborescentes y lianas trepadoras con todo el cortejo de una flora y fauna poderosas. El sol se pone, y el cielo vuelve á reproducir el espectáculo sublime de un incendio que dora, al esconderse en el horizonte, las cimas de las montañas y las profundidades del cielo. El indio, que ve cada día las fiestas sublimes de la atmósfera y compara aquella luz y aquellos colores con las tristezas de sus campos desolados, ¿cómo no ha de sentir la nostalgia de otra vida, allá, en el fondo de aquel cielo tan hermoso, tan puro y transparente, que parece ser una promesa y una esperanza? Al día siguiente, poco después de las diez de la mañana, uno de los compañeros de viaje, compadecido de mi desencanto, me coge de la mano y me conduce á la plataforma posterior del vagón para presenciar un cambio completo de decoración, y me dice: «Estamos atravesando una de las comarcas más ricas de México, en el distrito de Zacatecas, región argentífera por excelencia; fíjese usted en aquellas piedras blancas que marcan cotos mineros y en las bocas de las minas, en cuyas galerías hay, ó mejor dicho, había unos 15,000 trabajadores extrayendo mineral argentífero del subsuelo. Por desgracia, el monometalismo y la abolición de la ley Sherman en las Cámaras de Washington acaban de asestar á esta riqueza una herida mortal. Los propietarios de las minas están despidiendo á muchos trabajadores y el laboreo de las minas va disminuyendo con una velocidad aterradora.» «Observe usted ahora el paisaje: los tonos rojos y calientes de estas montañas, sus formas suaves y onduladas, sus valles risueños, embellecido todo por ese sol y ese clima primaveral», y al salir de una curva, como si se levantara repentinamente un telón de boca, mostróme en el fondo de un valle la ciudad de Zacatecas, escalonada, con sus casas blancas, bajas, rematadas por azoteas, recordando las ciudades orientales, hasta tal punto, que los que no hemos tenido la suerte de visitarlas, si nos hubieran transportado con los ojos cerrados á aquel centro minero, con la visión de las fotografías de Oriente en la memoria, no habría habido uno solo que se creyera en América; tanta semejanza existe entre Zacatecas y las ciudades en que se desarrollaron los portentos que conmemora la religión cristiana. La explotación de las minas se remonta al 1516 y se supone que ha rendido ya más de 800 millones de dollars; la ciudad está sentada sobre filones de plata y en ella misma se abren los pozos para la extracción del precioso mineral. Las iglesias se parecen, desde lejos, á las que se veían en Chihuahua; los edificios principales, los únicos que tienen alguna grandiosidad, son obra de nuestros antepasados, y por eso me decía mi compañero de viaje: «cuando vea usted, en México, un edificio de importancia, una iglesia de buen tipo arquitectónico, un palacio majestuoso, un cuartel, un ministerio, lo mismo en la capital que en los Estados, no vacile usted un instante en creer que todo es obra de España y del tiempo de la conquista.» Poco tiempo me quedó para contemplar aquel oasis llamado Zacatecas en medio de tantos desiertos; los pasajeros ocuparon el tranvía que debía conducirles á la población, y el tren emprendió la marcha por la gran pendiente que guía á Guadalupe, y á pesar de haber pasado ya, á primeras horas de la mañana, el trópico de Cáncer y estar en los climas cálidos de la zona tórrida, las yucas, las palmas y los nopales eran las únicas plantas que me recordaban el país tropical de los bosques gigantes y las selvas encantadoras, descritas tan magistralmente por Humboldt. [Ilustración: YUCA] A la una llegamos á Aguas Calientes, almorcé en un restaurant del país á instigación de mis compañeros de viaje, y, aunque descontento de mi condescendencia, tuve la curiosidad de probar las celebradas _tortillas_, pasta repugnante hecha de harina de maíz y no sé qué más; el _pulque_, brebaje procedente de la savia fermentada del agave americano, muy parecido y perteneciente al mismo género de los agaves que se crían en la costa mediterránea, y una serie de platos de origen español mal condimentados y suciamente ofrecidos, que me hicieron formar una pobrísima idea del arte culinario de los Estados Unidos mexicanos. Por fin, al día siguiente, á las siete de la mañana, vislumbré ya los célebres lagos del gran valle de México, sus cordilleras famosas, sus volcanes apagados, sus cimas más altas que los picos más elevados de los Alpes, y después de cinco días y otras tantas noches de ferrocarril, capaces de fatigar al más robusto, bien merecido tenía llegar al cerebro del país de las maravillas, á la ciudad de Motezuma y Hernán Cortés, de las leyendas heroicas, la noche triste y cuanto se relaciona con los hechos más gloriosos de la historia colonial de España. La ciudad de México [Ilustración]Temo que muchos extranjeros, al visitar la capital de la república mexicana, no le hallarán grandes atractivos. Lo moderno vale poca cosa, lo antiguo, lo que construyó el Virreynato de España durante tres siglos, sólo interesará á un reducido número de personas, amantes de la historia del mundo y de las proezas humanas. Si el que visita México está imbuído en ideas de secta, en todas partes hallará las huellas de los quemaderos de la inquisición, del martirio de los jefes indios humillados y vencidos por los conquistadores, más afanosos de tesoros escondidos que de glorias guerreras, y considerará justo que los mexicanos no tengan para Hernán Cortés ni un recuerdo, ni una alabanza. Quien estudie imparcialmente la historia de la conquista de México, y observe cómo crece y se civiliza su raza indígena, mientras en el territorio de los Estados Unidos se extingue, siendo más guerrera y más viril, atosigada por procedimientos inhumanos, perseguida á sangre y fuego, y acorralada en su propia casa, quizá hallará que la obra de la conquista dejó en los campos regados por tanta sangre española, algo más que fanatismos y codicias, crueldades y martirios, que no son ciertamente los que tienen en sus manos los destinos mexicanos quienes puedan hacer alardes de clemencia, y de ahorrar la sangre indígena que derraman á raudales en nombre de ideales políticos menos excusables que los derechos de conquista. Si levantaran la cabeza Iturbide y Maximiliano, los dos emperadores mexicanos fusilados en nombre de la revolución triunfante, ellos, que no atentaron á la independencia del país y procuraron enaltecerlo y honrarlo, qué dirían de una raza que reniega de su sangre y halla vilipendio en la conquista que les hizo hombres civilizados, cristianos y dignos de alternar con los pueblos cultos, cuando los indios, que son los más, más de la mitad de la población, no han hecho otra cosa que cambiar de señores, conquistados hoy por nuestros hermanos como lo fueron hace cuatrocientos años por nuestros abuelos, y lanzados á continuas luchas fratricidas para levantar sobre el pavés, al más osado ó al más fuerte. Difícil ha de ser al español ilustrado sustraerse á esas consideraciones, si de la estación va á parar al hotel Iturbide, mansión durante cortísimo tiempo del infortunado emperador Agustín I, ungido en la catedral de México, á los treinta años de edad, cuando acababa de libertar el territorio del dominio de España, trescientos años después de aquella epopeya escrita con sangre española por un puñado de hombres mandados por Hernán Cortés en los campos y montañas mexicanas, epopeya que no necesita mármoles ni bronces que la perpetúen, que mientras el mundo exista, mientras exista México, no habrá ciudad ni aldea, montaña ni llanura que no guarde, desde las más hondas raíces de aquella nacionalidad hasta las cimas más elevadas de sus cordilleras, el recuerdo del paso de aquellos guerreros que fundaron un imperio, dejando en él el sello imperecedero de su sangre y su genial valor. El palacio convertido en hotel, el patio rodeado de columnas, rematadas por arcos de medio punto en su parte baja, por arcos rebajados en el principal y adintelados en el segundo, como si representaran aquellos accidentes arquitectónicos épocas distintas en su construcción, el patio desnudo, que si lo rematara un velarium recordaría los patios andaluces, todas las crujías modificadas para las atenciones del café, billares, salas de lectura y restaurant, todo lo banal y pobre de un hotel de segundo orden, ha venido á rematar las glorias de un imperio sellado con la sangre de un hombre que olvidó sus juramentos para libertar á su patria del llamado ominoso yugo extranjero. Conquistada la independencia en los campos de Querétaro y Puebla, Iturbide entró triunfante en la capital en septiembre de 1821; en 19 de mayo de 1822 el Libertador fué elegido emperador por 67 votos, y en 21 de julio del mismo año, Iturbide y su esposa fueron coronados en la catedral de México, para reinar sólo poco más de un año, derrocados en marzo de 1823 por el general Santana. Desterrado y maldecido, se le concedieron 25,000 duros anuales de limosna para que viviera en suelo extranjero, y él, que había dado á sus compatriotas un territorio inmenso, quince ó diez y seis veces más grande que la metrópoli, no podía pisar, sin ser llamado traidor, ni un palmo de tierra mexicana. Al año de la expulsión, la nostalgia, el rencor ó ambas cosas á la vez, le hicieron volver á México; é Iturbide el Libertador, el ungido en la catedral, el ídolo del pueblo, fué declarado traidor, preso y fusilado en 19 de julio de 1824. Los vencedores no aventaron sus cenizas, ni arrojaron sus huesos á la voracidad de las alimañas; la piedad recogió el cadáver de Iturbide, que bien pudo cederle para tumba unos cuantos palmos de terreno á perpetuidad en la catedral, en cambio de un territorio independiente, afianzado por la mano poderosa del Libertador mexicano. Fuerza es desvanecer esa impresión dolorosa que siente todo español de raza al pisar la ciudad de México. Son tan recientes las fechas, tan heterogéneos y extraños los pensamientos que levanta el amor á España y la idea de justicia ante la tumba de un hombre que olvidó sus juramentos y fué ingrato con la metrópoli que le hizo general antes de los 30 años de edad, y le confió su honra, sus ejércitos y sus intereses, que yo, español, no me atrevo á llamar traidor á Iturbide, no me atrevo á infamarle como lo hicieron aquellos que le debían la libertad y la independencia, obcecados y vencidos por la ambición y las ansias terribles del poder. Necesito orear mi frente y salir á la calle animadísima de San Francisco, una de las arterias principales de la capital, para desvanecer tan tristes pensamientos. La fisonomía de sus casas bajas, pues pocas tienen más de dos pisos, sus tiendas de aire puro español, los chicos que pregonan las mercancías y ofrecen los diarios del día, los carruajes de lujo y alquiler que cruzan el arroyo, la urbanización bastante bien entendida, todo tiene aire europeo, todo recuerda á Madrid, y al llegar á la plaza llamada «El Zócalo» ó «Plaza mayor de la Constitución», en cuyo centro hay actualmente una especie de circo con un jardín interior que la afea, hallé más pronunciada esta fisonomía en los puestos de venta de flores, en los portales llenos de buhoneros y baratijas, rodeada por edificios públicos inmensos, la catedral, el antiguo palacio de los Virreyes, convertido ahora en Ministerios, la casa de la ciudad, jardincillos y bosquetes, estatuas y monumentos en el centro, parada de tramways en las partes laterales, y todo ello iluminado por un sol tropical que no enturbia á 2,400 metros de altitud el vapor de agua, con los indios envueltos en sus zarapes y rebozos de colores vivos y estrafalarios, cubierta la cabeza con el típico sombrero mexicano, alternando con gentes de sociedad más culta, traje más atildado y apariencia más decente. El edificio más notable por su arquitectura es la catedral. Empezada en 1573, terminóse en 1667, siendo más reciente la fecha de la terminación de las torres que lleva la de 1791. Dicen las gentes que la catedral costó 2.200,000 duros, pero á mí se me figura que si en esta cantidad no se cuentan joyas y obras artísticas de valor intrínseco que no están al alcance del vulgo, hay que estar prevenido contra esta cifra que parece calcada en las exageraciones yankees, y las cuentas galanas que convierten á América en el país de las Mil y una noches. La fachada de la catedral, achatada en el conjunto y los detalles, empotrada en dos grandes cubos que sostienen dos pesadísimos campanarios y un anexo en la parte Este, churrigueresco y enrevesado que aumenta la traza del edificio en perjuicio de su alzado, no mantiene, ni un segundo, la atención del viajero. El interior frío, desnudo, con el coro en el centro que corta sus ejes con menoscabo de su grandiosidad, tampoco puede compararse con los templos españoles de arquitectura más sentida. Tiene la catedral mexicana cinco naves espaciosas y un crucero, rematado por una cúpula decorada por artistas afamados. Descuella en el extremo de la cruz latina el altar mayor, ampuloso, reluciente, rococó, contraste inarmónico con el desmantelado de columnas frías y altares escasos, pobremente decorados. Hay, sin embargo, algunos detalles suntuarios bien entendidos; los púlpitos y la pila bautismal de ónice, algunas verjas riquísimas de oro, plata y cobre, el altar de los reyes, artístico y suntuoso, la tumba de Iturbide, la de los Virreyes y la de los ajusticiados en Chihuahua, rebeldes á la metrópoli, Hidalgo, Aldama, Allende y Jiménez, que levantaron el pendón de independencia, sirviendo como de enseña de combate la efigie de la virgen de Guadalupe, patrona de México. Al Este de la plaza se levanta el antiguo palacio de los Virreyes, construído sobre las ruinas del palacio de Motezuma, último emperador azteca. No hay en el mundo edificio más grandioso ni más banal que el antiguo palacio de los Virreyes españoles, convertido ahora en ministerio de Estado, Hacienda, Tesorería y no sé cuántas dependencias más, con aire de cuartel, montada la guardia en las puertas, y llenos los patios interiores de soldados, sin un detalle que merezca mirarse ni apuntarse en la cartera. Doce patios interiores, ocho acres equivalentes á unas cuatro hectáreas de superficie cubierta; dos fachadas larguísimas adornadas con ventanas en los bajos y una serie de balcones en el principal, rematados con guardapolvos vulgarísimos que no recuerdan ciertamente los buenos tiempos de la arquitectura española, ni la intervención de una inteligencia artística en la fábrica de tan grandioso edificio. Al Sur de la plaza se halla el palacio municipal, albergue del gobernador del Estado, con portales de piedra de sillería y una fachada lindísima, pero de interior pobre y de mal gusto, tanto en la sala de sesiones, como en el salón del alcalde y escalera principal. Adornan las paredes del municipio los retratos de los presidentes de la República y los personajes más célebres de México, desde Hidalgo hasta nuestros días, que la historia de aquel país desde Motezuma hasta el último Virrey español no cuenta para los republicanos de este siglo. Hidalgo, si he de juzgar por los monumentos que le ha levantado el patriotismo mexicano, es el nombre más querido y respetado de la República. La primera herida causada al corazón de España lo fué por un humilde párroco de Dolores, lugar cercano á Guanajato, en 15 de septiembre de 1810. Las intenciones de Hidalgo fueron conocidas por el Virrey; Hidalgo conspiraba, y alentado por sus parciales, pero sin escuchar las voces de la prudencia y sin la preparación necesaria, cogió el fusil, mandó tocar á arrebato, reunió á los indios en la plaza, y proclamó la independencia. Luchó con varia fortuna, pero al fin derrotado por las tropas españolas, acorralado y vendido por los suyos, fué arrestado y ajusticiado con los principales cabecillas Jiménez, Allende y Aldama, que descansan con Hidalgo, en el altar de los reyes de la catedral de México. Once años más tarde, el cura Morelos continuó la obra de Hidalgo, terminada en 1821 por el general Iturbide. La ingratitud del pueblo afrentó más tarde al general con la tacha de traidor, y fusilóle, como España fusiló á los que atentaron á la posesión de su más preciada colonia. Volvamos á la calle de San Francisco para ir á buscar la avenida Juárez, ancha, hermosa, soberbia, que termina junto al sepulcro levantado en Chapultepec á los cadetes que murieron defendiendo el territorio contra los ejércitos de los Estados Unidos, y que recuerda otra época sangrienta, si no fatal, de la historia mexicana. Esta gran avenida, llamada sarcásticamente Avenida Juárez, es una mejora debida á la emperatriz Carlota, á aquella mujer desdichada que perdió la razón cuando no pudo hallar en el mundo el amor que se hundió con su corona en los campos sangrientos de Querétaro. En esa célebre avenida, llena de monumentos, no hay más que recuerdos ominosos que deprimen el corazón. Dos príncipes aztecas, modelados en bronce, de nombre enrevesado, Ahuitzolt y Axayácatl, de indumentaria extraña, parece que guardan airados la entrada del cielo indio, donde sólo pueden penetrar sin peligro los hombres de su raza. En la primera glorieta se halla el monumento dedicado á Colón, único europeo que ha hallado misericordia en el corazón de los mexicanos; en la segunda, el dedicado á Cuauhtemoctzin, último héroe del imperio azteca; la tercera se guarda para Hidalgo, el enemigo más terrible de España; la cuarta á Juárez, el presidente indio, que guardó siempre en su corazón todos los rencores de su raza. En el monumento dedicado al héroe azteca hay dos bajos relieves y dos leyendas. El primero representa á Cuauhtemoctzin preso ante Hernán Cortés; el segundo, la tortura del mismo príncipe y de Tetlepanpuetzal sometidos al tormento para hacerles descubrir el escondrijo de sus tesoros. Las leyendas confían al bronce los nombres de cuatro héroes aztecas. Yo no sé qué hace allí Colón, entre tantos indios y tantos enemigos de nuestra raza; si el Gran Almirante despertara y viera tan empequeñecida la figura legendaria de Hernán Cortés, sentiría amargamente haber descubierto un mundo cuyos habitantes, después de ochenta años de dominar el territorio que reivindicaron en nombre de la civilización y el progreso, no han sabido hacer por la raza indígena otra cosa que levantar tres monumentos que perpetúan el odio contra los que la convirtieron al cristianismo, arrancando de sus pedestales á los dioses paganos, y como si temieran los entusiasmos y hervores de su propia sangre, calumnian las figuras legendarias de los héroes españoles, sin cuyo paso por la tierra mexicana no serían otra cosa que míseros indios esclavos de su cerebro atrofiado, y de una sangre empobrecida y degenerada. Si consignara aquí que en México no se ha borrado el recuerdo de las antiguas tradiciones españolas, y que el acuerdo tácito, colmado de desdenes, con que los hijos del país muestran olvidar los tiempos de la conquista y las hazañas portentosas de Hernán Cortés y Alvarado, no es más que una ficción con que se engañan á sí mismos, parecería un axioma que huelga en un trabajo dedicado á un público culto é ilustrado, conocedor de la historia contemporánea española, y de los altos hechos de nuestros afamados conquistadores. Todos los pueblos conquistados conservan monumentos dejados por sus dueños y señores, páginas de piedra que recuerdan una civilización extinguida y un período histórico; pero en parte alguna se confunden y compenetran como en México, nuestro espíritu y nuestra sangre con la raza indígena, batida en los primeros tiempos de la conquista, sometida más tarde con el apoyo, después de la noche triste, de los tlascaltecas, confundidos ya en la comunión del amor de pueblo á pueblo durante el largo mando de los Virreyes, en que se levantaron las iglesias y los conventos, los palacios y los monumentos, los canales y las conducciones de aguas que hemos dejado en todo el territorio, como huella poderosa de nuestras ciencias y de nuestras artes animadas por el espíritu divino de nuestra religión y nuestras creencias. No se ha hecho aún en México la paz en los espíritus, la paz fecunda que está en el corazón y no en los labios, porque las generaciones actuales guardan en la memoria el recuerdo vivo de nuestra historia, y no han tenido tiempo de borrar las huellas de nuestra superioridad de raza y de entendimiento, superioridad que representa para los leaders del país un yugo más doloroso que el mando político y la mano opresora del fisco. El día que puedan levantar una catedral más alta que la construída por nosotros, el día que hallen la forma precisa y exacta para modificar el palacio de los Virreyes, el momento histórico en que se levante al calor de su potencia tropical una arquitectura más elevada y una literatura más noble y más pura que la nuestra, cuando purificado el medio ambiente de las ambiciones políticas, nuestra sangre, que circula por la nación mexicana, nada deba envidiar, ni pueda codiciar á su madre España, la reconciliación resultará espontáneamente hecha, con evidente ventaja de las dos naciones hermanas. Pero hoy, no habría un sólo mexicano que se atreviera á levantar una estatua á Hernán Cortés, y sin embargo, no puede darse un paso en la capital sin hallar las huellas de aquella epopeya que convierte á México en una de las ciudades históricas más importantes del mundo. Los mexicanos imitan á los enamorados que rasgan las fotografías y los recuerdos de la mujer amada, y no pueden arrancarla del corazón, donde crece y se agiganta, con los esfuerzos hechos para lanzarla del sitio en que reina como dueña y señora. ¡Inútil porfía! recórrase la ciudad en la dirección más caprichosa, y en todas partes hallaré el recuerdo del héroe y el árbol de la historia hispana trasplantado al suelo mexicano. Y para probarlo, voy á tomar la catedral como punto de partida, y en dirección á San Cosme siguiendo la calzada, hoy avenida de hombres ilustres, por donde huyó Cortés y sus soldados durante la _noche triste_. Circundaba la ciudad en aquella época un ancho canal; los aztecas, dueños de la comarca, se rebelaron contra los españoles y los acuchillaron cruelmente. Rechazados en aquella calzada, al llegar huídos al canal, cayeron al agua y murieron en gran número, cegando la corriente, tan grande fué el número de los que perdieron allí la vida en la refriega. El capitán Alvarado, héroe de aquella tragedia, saltó la corriente y pudo escapar yendo á retaguardia, animando con su valor y abnegación á los tercios españoles. Cortés llegó á Tacuba, se sentó bajo un árbol y dicen que allí lloró por sus soldados, árbol que vive aún y se conoce con el nombre de «El Árbol de la noche triste». Cortés rehizo su maltratada gente, hizo una alianza con los tlascaltecas, arrancó azufre de los volcanes para fabricar pólvora, pidió refuerzos á Cuba, construyó una escuadrilla en el lago Texcoco, y en poco más de un año reconquistó la capital, tomada en 13 de agosto de 1521, levantando una capilla, llamada hoy de San Hipólito, en conmemoración del día del santo en que Cortés pudo vengar la carnicería que los aztecas hicieron en las tropas españolas. Hace muy poco tiempo que la piedad católica ha restaurado aquel templo, pero de tal manera que los manes del arte deberían poner en el portal de aquella iglesia la célebre frase dantesca: _Guarda e passa_. Echemos, pues, una mirada sobre la lápida que dice así y pasemos. «En este sitio y noche de 1.º de julio de 1520, llamada la noche triste, fué tan grande la carnicería de españoles por los aztecas, que al tomar otra vez la ciudad un año más tarde los conquistadores acordaron construir en este sitio un edificio conmemorativo, llamado capilla de los mártires y dedicarla á San Hipólito para recordar que en día del santo fué reconquistada la ciudad.» México es la ciudad de las iglesias y los conventos; el más grande ó uno de los más grandes del mundo era el convento de San Francisco, que derribó la revolución triunfante. En su recinto había once iglesias y capillas, un hospital, un refectorio para quinientos monjes, un dilatadísimo jardín y un vasto cementerio. La desamortización convirtió el monasterio en calles y solares; el hotel del Jardín ocupa el sitio que fué hospital y aprovecha parte del jardín que fué conventual, la calle de la Independencia atraviesa el área del monasterio que empezó Hernán Cortés, á cuya iglesia iba á misa y donde estuvo enterrado 65 años, hasta 1794. En aquel sitio construyeron los frailes la primera escuela destinada á la instrucción de los indios, levantándose la iglesia con los despojos de un templo azteca. Aquel inmenso edificio, cuna de nuestra dominación y de la evangelización de los indios, fué confiscado por el Presidente Comonfort, y vendido por Juárez; empezando así la ruina de los recuerdos de España en aquel vasto imperio colonial. Al rededor del hotel Iturbide, situado en la calle de San Francisco, se ve una bonita iglesia, Santa Brígida; al nordeste La Profesa, y al sudeste San Agustín, dedicada hoy á biblioteca nacional. Adornan las bases de las pilastras, estatuas de los hombres de Estado mexicanos y ocupan las capillas y los paramentos laterales lujosos armarios llenos de libros y documentos importantes. Siguiendo la calle de San Francisco en sentido contrario á la Catedral se halla la Alameda, poblada de árboles cuya antigüedad indica claramente la mano que los ha sembrado ó plantado, y al terminar la calle se desemboca en una plaza, cuyo centro ocupa la estatua ecuestre que recuerda á primera vista la de alguno de los reyes que hay en las plazas de Madrid. La sorpresa que causa esa estatua en la capital de México sólo puede compararse á la causada por una excepción que no parece deber admitir un principio claramente definido. ¿Qué hace allí la estatua ecuestre de Carlos IV, del odiado rey que con el recuerdo de sus debilidades armó la mano de Hidalgo y más tarde la de Morelos é Iturbide? ¿quién conserva aquel monumento levantado en medio de la plaza Mayor ó de la Constitución por los Virreyes, en 1803, siete años antes de la primera intentona de independencia? Forzoso es averiguar ese enigma: ese monumento, proyectado por el célebre Tolsa, fué derribado en 1824, retirado al patio de la Universidad hasta 1852, en cuya fecha pasó al sitio que ocupa hoy, consignándose, empero, que se conserva como obra de arte de gran merecimiento, no como recuerdo de un Rey español. Y ciertamente, la estatua fundida de una sola pieza es una obra soberbia: tiene 16 pies de alzado, pesa treinta toneladas y está primorosamente modelada y fundida. El zócalo es sencillísimo, de altura casi igual á la estatua, sin leyendas pomposas en sus paramentos: consígnase sólo el nombre de Tolsa, á cuya memoria se debe la conservación de una obra artística que puso en gran peligro el _chauvinisme_ ridículo de los políticos mexicanos. Si vamos siguiendo el mismo camino, en dirección á Chapultepec, á la izquierda del camino veremos un largo acueducto compuesto de 900 arcos, concluído en 1607, para abastecer la capital; al otro lado se ve otra conducción construída por el Virrey Bucareli, cuyos huesos descansan en el santuario de Guadalupe. ¿Qué más? 10,112 iglesias y capillas católicas existen en el territorio mexicano y, casi todas, si todas no, han sido levantadas por la piedad española. Doce millones de almas cuenta México y, de éstas, sólo unas 25,000 profesan religión distinta de la nuestra. Juárez quiso reformar el antiguo estado de cosas; separó la Iglesia del Estado, y desde 1874 la estadística no acusa más cambios que los siguientes: Presbiterianos, 90 iglesias y 4,000 fieles; metodistas, 15 y 4,000; baptistas, 16 y 1,000; menguado resultado en país tan propicio á las exageraciones, y donde el indio puede ser fácilmente seducido y engañado. Juárez, el hombre de las grandes reformas, el que venció á los franceses y acabó con el imperio de Maximiliano, descansa con sus émulos y sus mártires en el panteón erigido por el patriotismo mexicano en la pequeña plaza de San Fernando. El mausoleo parece un templo pagano, donde truena como dios máximo la estatua yacente de Juárez. A la vista tengo la fototipia que me recuerda aquel monumento de mármol, abierto en su centro, sostenido por 16 robustas columnas dóricas, estriadas, macizas, que sostienen una bóveda plana que cobija á la estatua de la república sentada en la extremidad de la losa funeraria, y sobre cuyo regazo descansa la cabeza de la estatua yacente de Juárez. [Ilustración] Los demás sepulcros no cuentan apenas, al lado del héroe indio que la patriotería mexicana tiene la debilidad de comparar al austero, al honrado, al gran repúblico Washington. Leo los nombres de Guerrero, Zaragoza y Comonfort, y casi á los pies de Juárez los nombres de Mexía y Miramón. ¡Ah! todo lo iguala la muerte, en su seno no se odian víctimas y verdugos; la política no habla hipócrita en nombre de la patria y no rebaja ni engrandece; los dramas de la vida parecen espejismos ante la serenidad augusta de la muerte; pero los vivos, los que alentamos llevando sobre nuestros espíritus todas las miserias mundanales, con dificultad comprendemos la promiscuidad horrorosa de hacer tronar aun después de muerto al que mató en nombre de la ley sobre los que también creyeron cumplir su deber en aras de la misma patria y quizá amándola honda y tiernamente. Pero quien sabe si los que tal hicieran, comprendían que la reconciliación al pie de la tumba era una idea santa y justa, y pensaron, tal vez con razón, que el triunfo no siempre justifica las causas, y que la patria debe reconocimiento igual á todos los que la amaron. Y al llegar aquí justo es consignar que debo á la exquisita cortesía de mi buen amigo, el señor subsecretario del ministerio de Fomento, don Gilberto Crespo Martínez, que me presentó y recomendó á los conservadores del Museo de Antigüedades de México, el haber visto con alguna detención las preciosas colecciones de Historia natural, de Arqueología y de Historia que, con gran competencia y verdadero cariño, se guardan en la antigua Casa de la Moneda de aquella capital. No ofrece la fachada del Museo grandes atractivos: una puerta que adornan columnas corintias, un vestíbulo desnudo, un patio central donde se cultivan plantas tropicales muy hermosas, un señor, alto funcionario de la casa á quien me presenta el señor Crespo y me colma de atenciones, es cuanto llama mi atención al entrar en un edificio que contiene las reliquias más preciadas de la historia mexicana. Abren la puerta del fondo del patio y entro en un salón, acompañado del señor secretario del Museo á cuya inteligente solicitud debo las pocas noticias recogidas y que voy á trasladar al papel como puede hacerlo un ignorante como yo, en materias que exigen estudio constante, profundo y detenido. Hay en aquel salón páginas brillantísimas de la historia azteca, de aquel pueblo indio que tuvo su teogonía, su política, sus emperadores y sus guerreros, que dominó grandes comarcas y tuvo dinastías fundadoras de civilizaciones extrañas, cuyo centro de radiación estuvo en la ciudad que habitaba Motezuma en tiempo de la conquista. Lo primero que llama la atención del viajero es el estado de conservación en que se hallan las estatuas de los dioses paganos, las piedras de los sacrificios, el calendario azteca... objetos todos hallados en las excavaciones hechas, en su mayor parte en la capital, conservación debida al clima de las grandes mesetas mexicanas de los Estados del Norte, donde apenas llueve, donde hiela raramente, recordando los desiertos de Egipto en que todo se conserva y tiene vida histórica, representación de pueblos que han envejecido sin perder el amor á sus antiguas tradiciones, que enterraron con sus momias y las dinastías de sus reyes en el fondo de tumbas abiertas en la roca imperecedera de las tierras tropicales. Quisiera seguir con mi amable cicerone la historia de cada estatua, la significación de cada piedra; quisiera contar aquí los dolores del desdichado que ofreció á sus dioses vida, honores, gloria, amor, cuantas cosas puede ver el sabio en aquellos monumentos, mudos para mí, elocuentes para el que sabe leer en los trazos esculpidos en la piedra, en la figura de un dios de fisonomía estrafalaria, en las formas que revelan aplicaciones extrañas borradas de la conciencia humana, relacionado todo con una civilización muerta que tuvo sus días de gloria y sus esperanzas de inmortalidad. El tiempo, lo que no existe en el infinito, lo que no empieza ni acaba en el espacio, todos los pueblos necesitan medirlo, que sin él los acontecimientos humanos no contarían en el mundo. Así no me admira ver en el fondo de la sala, y en sitio preferente, el calendario azteca, cuya facsímil había fijado ya mi atención en el Smithsonian Institution de Washington, y que aun teniéndolo á la vista, en una fototipia que me recuerda sus rasgos característicos, no sé cómo describir. Es una gran piedra porfídica, en donde se han grabado, entre los anillos de circunferencias concéntricas, símbolos extraños que tienen por centros la cara de un hombre, representación probable de un astro que servía á los aztecas para fijar el régimen de las estaciones anuales. ¿Cómo se contaban en aquel artificioso enigma los acontecimientos de la vida azteca? ¿quién es capaz de averiguarlo? que aun los más sabios, en tan difícil materia se pierden en conjeturas al tratar de adivinar en los inflexibles trazos de aquella piedra, las ideas que las dictaron y esculpieron. Recorro la sala y me salen al paso ídolos deformes: el dios del fuego, llamado Chac-Mool, el dios principal del antiguo México; guerreros en número crecido; el indio triste; las piedras de los sacrificios, por cuyos agujeros debió correr la sangre de las víctimas; figuras grabadas, extrañísimas; símbolos portentosos de bestias enroscadas, airadas, de fisonomías terribles; estatuas grandiosas que ocupan los centros de la sala, esperando la vuelta de aquellas razas cuyos descendientes las miran sin comprenderlas; que murieron ya en el corazón de los indios, y para siempre, las teogonías de los crueles dioses paganos. Salgo de aquel salón sin explicarme nada de lo que he visto; son para mí aquellas figuras palabras sueltas que no forman ideas en mi cerebro, y como si despertara de repente á la realidad de la vida, al atravesar el patio y entrar en reducida habitación, veo la carroza de gala de los últimos emperadores mexicanos, la carroza que usaron Maximiliano y su esposa al ser ungidos en la catedral de México. Contraste terrible entre dioses airados que exigían el holocausto de sangre humana, y civilizaciones modernas que coronan las víctimas y las llenan de incienso y perfumes antes de fusilarlas en los campos de Querétaro. No hay, pues, entre ambas civilizaciones, más que diferencias de procedimiento; pero el fondo no revela, en ambas, otra cosa que asquerosos fanatismos y crueldades terribles. Subo al primer piso y me enseñan un hermoso museo de Historia natural; México, país de recursos mineralógicos espléndidos, de fauna y flora tropical prodigiosa, sin grande esfuerzo puede montar colecciones de gran precio y ofrecer á sus hijos páginas llenas de datos, noticias y ejemplares para el estudio de su gea y la vida que sustenta. Falta ya sólo una sala para terminar la visita al precioso museo mexicano, sala que contiene para los españoles reliquias de inestimable valor. En aquella sala podríamos aprender mucho, si fuéramos capaces de retrotraer, condensándolo en un pensamiento sintético, toda la historia colonial de España, tan gloriosa, tan triste y tan rica en enseñanzas, experiencias y contrastes. Hidalgo, el párroco que trocó el cayado de pastor por arma homicida, tiene allí su estandarte, su bastón y su fusil, y junto á estas prendas mexicanas el estandarte de damasco rojo que llevaba Hernán Cortés en los días de la conquista. Bien están juntas esta gloria y aquellas enseñanzas, que en ambas cosas aprenderán los hombres como se conquistan las colonias y como se pierden, lo que pueden la fuerza inteligente, y los desaciertos impulsados por la codicia y el desgobierno. Hay allí también el escudo de Motezuma y el servicio de mesa de Maximiliano, reliquias de dos emperadores para quienes los campos de México estuvieron sembrados sólo de abrojos y espinas. Otro edificio notable y que vale la pena de ser visto detenidamente es el palacio de la Minería, obra moderna de principios de este siglo, la última quizá debida á los Virreyes españoles. Ocupa actualmente su vastísima área el ministerio de Fomento y la escuela de Ingenieros de minas. Para construirlo, la explotación de los minerales recargóse con el pago de un cánon que se destinó á obra digna de albergar la realeza. Los que conocen la historia íntima del país creen que, desterrado don Fernando y en entredicho la corona de España, á principios de siglo, el elemento español mexicano pensó ofrecer al Rey Fernando aquel albergue suntuoso, de escalera magnífica, de patios espaciosos y espléndidos, de fachadas artísticas, de conjunto superior á cuanto se hizo en aquella capital por nuestros Virreyes en los primeros siglos de la conquista. En el vestíbulo principal hay grandes aerolitos caídos en territorio mexicano, y en las salas principales, hermosas colecciones de minerales y fósiles, dignas de la riqueza minera del subsuelo de Nueva España. Ya anocheciendo, al salir del Museo, atravieso el Zócalo, la calle de San Francisco, cruzada de carruajes cuyos cocheros, aun llevando vistosas libreas, sólo excepcionalmente dejan el sombrero mexicano; las aceras concurridísimas, y en una plaza junto á la Alameda Juárez, un señor que me acompaña fija mi atención en una dama, cuya silueta alcanzo sólo á descubrir en un balcón y que resulta ser la de la señora viuda de Miramón, de aquel general que murió con el emperador Maximiliano en los campos de Querétaro. Allí mismo, los muchachos pregonan la terminación de una algarada, de una nueva sublevación que durante un mes ha tenido en jaque á las tropas de la república. El jefe se había rendido imponiendo condiciones como si fuera beligerante reconocido. Y es que en México el fermento de la guerra civil subsiste siempre en aquella sociedad, convertido en elemento de resistencia con el que cuentan todos los partidos, que nadie está seguro de lo que pasará el día siguiente, y de si la víctima de la víspera se convertirá en dueño y señor de aquellas corrompidas democracias. Y mientras veo pasar luces sin cuento de carruajes que cruzan la Alameda, escucho admirado los detalles curiosos de historietas, en que figuran los personajes más conspícuos de las repúblicas americanas, nombres que no quiero recordar convencido como estoy de que el escándalo es el peor de los pecados, y que quizá no están los tiempos para derribar reputaciones cuando tanta falta hace sumar voluntades en la gobernación de los pueblos. Y casi distraído oigo que dicen: «El gobernador del Estado X... preparó una emboscada al jefe del Gobierno; el plan no podía ser más sencillo; en una cacería bien organizada debía guiar la mano experta de un bandido la voluntad decidida de dejar una vacante en la poltrona presidencial. El jefe del Gobierno averiguó el caso, y cuando se presentó el Gobernador á convidarle, aceptó al parecer gustoso, rogándole sólo que regresara á su Estado y aguardara allí el día en que las funciones de su cargo le permitieran acudir á la fiesta.» »El Gobernador regresó á su casa aquella misma noche, y en el vagón que lo conducía subieron dos desconocidos que tomaron asiento junto al jefe aludido. Cuando el tren cruzaba uno de los territorios más desiertos de aquel país, uno de los desconocidos apretó el timbre de alarma para que el maquinista parara el tren, que supuso estar en peligro. Mientras tanto el otro desconocido enseñaba al Gobernador la orden de arresto, expedida, en forma, por quien tenía atribuciones para hacerlo.» No sé si protestó el interesado, pero sí cuentan malas lenguas, que el arrestado bajó del vagón, se arrodilló junto á la vía y murió fusilado. Y decía otro: «los españoles son ustedes deliciosos; su sentimentalismo resulta ridículo y contraproducente. En América entendemos las cosas de Gobierno de manera muy distinta. Iba yo hace poco en un tren, camino del norte, con varias señoras; cuando más distraídos estábamos, una agresión salvaje puso en peligro la vida de una de las damas, que se salvó milagrosamente. Junto á la línea, unos indios hicieron fuego, y las balas penetraron en el vagón. Paróse el tren, perseguimos á aquellos bandidos, y allí mismo, sin más contemplación ni causa criminal, los fusilamos.» »¿Cree usted que con este procedimiento habría motivo de vanagloria en los que atentan á la vida del prójimo?» No sé lo que contesté, porque ya otro señor proseguía: «¿Recuerdan ustedes la historia de aquel general que entró en un café y mató á fulano é hirió á zutano...? pues ya está en la calle, y tan campante.» La verdad es que todo aquello no daba grande idea de los gobiernos democráticos, y pensándolo un poco y agrandando el cuadro, quizá hallaríamos que las repúblicas americanas están en manos de dictadores y que la democracia estará en las leyes y en los organismos de aquellos Estados, pero no en el entendimiento y el corazón de los que rigen aquellos pueblos, manadas de hombres que cambiaron de señores para ser tan esclavos como lo han sido, son y serán siempre los que por deficiencias de raza, por pobreza de inteligencia y falta de dotes de gobierno, no tienen aptitud para mandar, ni pueden conocer más elemento de orden que el sable y la opresión. Los que quieran afianzar sus principios de gobierno en las ideas democráticas, no deben ir á América y mucho menos á las repúblicas de raza española, si han de guardar un resto de ilusión y de esperanza en la panacea que á fines del siglo pasado se impuso al mundo con tanta sangre y tantas lágrimas, panacea redentora que después de un siglo de ensayos no ha podido arraigar en el corazón de las gentes civilizadas del mundo. Chapultepec y Guadalupe [Ilustración]Joyas del suelo mexicano deben ser, cuando son tan renombradas y para verlas salgo temprano del hotel Iturbide, aprovechando una mañana deliciosa y un sol espléndido con brisas de primavera que envían á las altas mesetas mexicanas los picachos que tienen alturas de 17,000 pies en que durante muchos siglos lucharon con varia fortuna la lava encendida de los volcanes y las nieves eternas de las grandes altitudes. Paso rápidamente por frente de la Alameda, saludo, admirado, la soberbia estatua ecuestre de Tolsa, miro sin enojo los monumentos que levantó el patriotismo mexicano, respetable aun en sus ingratitudes, y gozo la vida espléndida de aquella Avenida Juárez que al alejarse de la ciudad crece en hermosura, sombreada por árboles majestuosos, exhuberantes, agitados por las vibraciones de aquella luz que sacude sus complejos organismos con energías propias de los climas tropicales. Recorro en hora escasa la distancia comprendida entre la ciudad y Chapultepec, y lo que parecía, visto desde lejos, accidente insignificante de la llanura, surge lentamente en el ocular del grande anteojo que forman las ramas al cruzarse y se levanta y crece á mis ojos, dibujándose ya en mi retina la colina con los accidentes caprichosos de la masa porfídica, en cuya cumbre se levanta el palacio que ha albergado ya á los representantes de todas las formas de gobierno conocidas: Virreyes, Presidentes y Emperadores; pasajeros todos veleidosos, encarnación viva y espejos fieles de las muchedumbres y las democracias mexicanas. Dejo á mi izquierda el acueducto de 900 arcos que lleva las aguas á la capital, llego á la verja y á los muros que dibujan el contorno de lo que es hoy mansión presidencial, y sin que entorpezca mi entrada la guardia de honor puesta en cada una de las puertas del recinto, hállome de repente en un jardín de los trópicos, en uno de aquellos paraísos encantados que sueña el botánico ó el paleontólogo cuando lee ó clasifica los ejemplares de la flora de los países cálidos, donde viven ó vivieron los gigantes del reino vegetal, sin letargos ni crecimientos estacionales, saturados durante siglos de savia ardiente, poderosa, suma de energías capaz de vencer las inclemencias de los tiempos y las vicisitudes que siegan despiadadas las generaciones humanas en su paso por la tierra. Aquellos árboles inmensos que necesitan varios hombres, formando cadena, para ser medidos, tan enormes son las circunferencias de sus troncos, parecen pertenecer á la familia botánica de las _cupresineas_, siendo llamado _ahuehete_ por los indios. Sus ramas péndolas llenas de musgo, entrelazadas con festones de orquídeas, parece que están adornadas para dar sombra á fiestas espléndidas en que la naturaleza ostenta sus mejores galas. Y entre aquellas frescas sombras y penumbras que rasgan rayos de sol ardiente, un recuerdo triste surge de entre la maleza y las flores de un parque escondido entre peñascos de pórfido, un monumento, una página de aquella historia que no deberían olvidar nunca los mexicanos, dedicado á los cadetes que en 1847 defendieron la independencia contra los ejércitos de la gran república norteamericana, y perdieron la vida sin poder evitar que el coloso les arrebatara con ella un pedazo de territorio inmenso que no sé yo si bastará para saciar el hambre devoradora de un pueblo que se figura que América es, y debe ser, sólo la patria de la gran familia yankee. Cada año los cadetes dedican un día á conmemorar la desdichada suerte de sus compañeros, y el presidente de la república coloca una corona fúnebre sobre las cenizas de los mártires. Al pie mismo del monumento hallo un camino de travesía que en pocos minutos me conduce á la cumbre de la colina donde se asienta Chapultepec, el palacio del actual presidente de la república, Porfirio Díaz. La puerta de hierro que da acceso al jardín que precede al palacio, está guarnecida de tropa numerosa: á la vista de un extranjero, el guardia llama al sargento, que me niega la entrada, no recuerdo ya con qué pretexto, y con no poco disgusto me limito á echar una ojeada á la parte exterior del edificio, que no ofrece signo alguno que revele, en el autor del proyecto, la idea de levantar un palacio digno de un jefe de Estado. Me limito, pues, á buscar un punto de mira y á orientarme, con ayuda de un guía, tomando como origen un edificio conocido. Lo consigo fácilmente sabiendo que la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe está al nordeste de Chapultepec, siendo aquel edificio uno de los primeros que se conoce al llegar á México. Al pie de la colina veo los dos acueductos mencionados en el capítulo anterior; al Norte, Atzcapatzalio y Tlalnepantla, sitios reales de pasados siglos; más allá, Tacuba, donde descansaron, rotos y vencidos, los tercios españoles, en aquella noche infausta, llamada _la noche triste_; al Sud, y al pie de unas colinas, Tacubaya, que es sitio de recreo donde las clases altas mexicanas han levantado suntuosas moradas de recreo, y al Oeste, el Panteón Dolores, cementerio inmenso, con su rotonda de Hombres ilustres, donde descansan, entre otros, los restos de Arista y Lerdo, presidentes que fueron de la República mexicana. Volviendo los ojos al Este, desde un punto apropiado, veo la ciudad de aspecto algo parecido á Zacatecas, de algo que recuerda los pueblos del Asia menor, con sus azoteas y sus monumentos achatados, su aspecto blanquecino que no amortigua la nota pálida de los alrededores, porque prescindiendo de algunas huertas, muy pocas, que se ven junto á un pueblo que se llama San Ángel, de los árboles que adornan las calzadas de la Verónica y Chapultepec, la Alameda y el sitio en que estoy colocado, oasis delicioso de verdura y vegetación espléndida, lo demás tiene aire de desierto que va acentuándose camino de la Esperanza, entre México y Veracruz. No percibo desde este punto más que algunas manchas verdes que se ven en dirección á los volcanes; pero todo induce á creer que son campos de agave que se crían para recoger la savia que, fermentada, da el _pulque_, delicia de los indios y aun de personas acomodadas del país. [Ilustración] El gran valle de México desde Chapultepec tiene para mí una fisonomía tristísima, y digo para mí, porque hay quien lo halla muy hermoso y tiene una verdadera pasión por aquella alta meseta mexicana. Cuando se lee en la geografía que los picachos volcánicos de Popocatepetl é Ixtaccihuatl están respectivamente á una altitud de 17,777 y 17,071 pies, equivalentes á 5,420 y 5,204 ms., la imaginación pinta en el cerebro gigantes prodigiosos que luego resultan tan pequeños, vistos desde México, que la ilusión se desvanece, recordando otras montañas menos elevadas, y que producen un efecto mucho más sorprendente. El secreto de este desengaño estriba en que la ciudad de México se halla situada á 2,400 metros sobre el nivel del mar, y como dista 50 millas, ó sean 80 kilómetros de los volcanes, á tan enorme distancia, el ángulo que se forma en la retina es pequeñísimo, viéndose tan altas cimas á escasa altura sobre el valle principal de la meseta mexicana. El volcán, por otra parte, duerme desde 1802, y los humos sulfurosos no pueden verse á tan larga distancia. Aquellos picachos, cuando las nieblas no los esconden, presentan sus formas cónicas esbeltas, cubiertas de nieve desde los 14,000 pies de altura, siendo, según dicen, de fácil acceso, y bastando dos días para llegar á la boca del volcán, si se pernocta en el rancho de Tlamacas. Dejo con pena el recinto de Chapultepec, tomo el tranvía y un buen almuerzo por un peso mexicano en el restaurant que hay enfrente del hotel Iturbide, y salgo inmediatamente para visitar el santuario de Guadalupe, patrona de México y dueña y señora de los pobres indios. En el Zócalo hallo preparado el tranvía, lleno ya de indios envueltos en sus zarapes y rebozos, abrigados como si estuviera helando, que salió al poco rato lentamente, camino del santuario. Aquella concurrencia indígena brilla por su recogimiento; no se oye ni una palabra ni se nota un gesto, nada que denote la manifestación de una idea revelada en aquellas caras tristes y macilentas. A la media hora de haber salido de la ciudad y al revolver una calle, el coche entra en una plazoleta donde hay un modestísimo monumento dedicado al párroco de Dolores, á Hidalgo, el primer insurrecto en 1810 y hoy el primer mexicano. No tiene aquel monumento gran cosa que admirar, y aun figuróseme ver tantas telarañas en el bronce y tanta suciedad en el zócalo que parecióme debía ser tratado con más decoro el que dió la vida por la independencia de su patria. Entrar en el recinto del santuario y notar la fisonomía propia de nuestra tierra, es la primera revelación; después sustituya la fantasía á nuestras vendedoras de rosquillas, buñuelos, confites y frutas, por indios acurrucados que venden fríjoles, tortillas de maíz y quesadillas; procure cambiar nuestra vegetación algo raquítica por bananas y palmeras lozanas de verde intenso, y esto basta, porque en lo demás, en la arquitectura, en el corte del santuario y sus anexos, en el modo de construir, en el color local de sitios polvorientos, sucios, llenos de mendigos, no hay nada que variar, ni tilde, ni coma que poner, todo está allí en su punto; la vieja España ha calcado en Guadalupe sus viejos moldes y sus rancias costumbres. Lo primero que me ocurre es visitar una capillita que hay en la parte lateral del santuario, compuesto éste de dos iglesias y un jardín con un pórtico; junto á éste es donde están los que venden chucherías y recuerdos de Guadalupe. Y me voy á aquella capilla porque me parece un edificio arrancado de nuestras montañas, toscamente construído, con sus puertas reviejas, con una especie de surtidor en el vestíbulo, rodeado de una verja, y con un vaso de metal sujeto por una cadenita de hierro que usan los indios para beber el agua del manantial. En el santuario llaman á ese edificio la Capilla del pocito, que pozo de aguas ascendentes debe ser, donde van los indios á confortar su fe, creyendo que la virgen de Guadalupe, al aparecer al indio Juan Diego, hizo surgir del suelo el milagroso manantial. La aparición de esta virgen en el suelo mexicano recuerda la de Lourdes en Francia. Juan Diego era un pobre indio convertido; un día, mejor dicho, un sábado, yendo á misa y atravesando la colina oyó que los ángeles cantaban, y presentósele una hermosa señora que le encargó fuera á ver al obispo y le dijera que la virgen quería tener un templo en el sitio en que se encontraba. Juan Diego cumplió el encargo, pero el obispo necesitó mayores garantías, y tras mucho ir y venir, la dama volvió á presentarse, dando al pobre indio un manojo de flores que puso en su tilma, flores que, al enseñarlas al obispo, desaparecieron para convertirse la tilma en cuadro, donde estaba pintada la virgen de Guadalupe que se venera hoy en el templo y santuario del mismo nombre. Excusado es decir que el obispo no opuso nuevos reparos, y que la iglesia se construyó hasta alcanzar los esplendores que ostenta actualmente. Al salir de la capilla del pocito, hallé enfrente la senda que conduce á otra capilla llamada del cerrito, y que ocupa el sitio en donde la virgen dió al indio Juan Diego las flores que pintaron la tilma que se venera en el templo principal. Antes de llegar á la cumbre, unas indias me ofrecieron la _tierrita_,—todo se pone allí en diminutivo,—que comen los fieles con veneración, tierra amasada con el agua del pocito y que me daban con la perspectiva de que comprara sus celebradas tortillas, producción nacional que dudo alcance la categoría de género de exportación. La capilla del cerro no ofrece nada que merezca contarse: un altar mayor barroco, un púlpito pobrísimo, las paredes enlucidas con lechada de cal, los altares con santos de fisonomía indígena, y el suelo con losas funerarias, pintorescas muchas de ellas: «ella duerme», «desde que tú descansas nosotros padecemos», con nombres que recuerdan que España ha dejado allí, con sus creencias, su sangre y sus huesos, polvo fecundo que hará brotar allí, algún día, por ley de atavismo, los viejos amores á la metrópoli ausente. Al exterior, la vista de la ciudad, desteñida por el sol de la tarde que da á todo la fisonomía deslucida de una atmósfera llena de detritus humano; al Este el lago Textoco, de aguas blanquecinas, que recuerdan las del mar salado de las tierras mormonas, y al pie del santuario, que se reconstruye ó mejora, que no lo sé á ciencia cierta, que no tienen los mexicanos buena mano para dedicarla á restauraciones. Y no es que falte dinero para intentar allí, en el terreno religioso, grandes empresas. Un día, y en la capilla del cerrito, un cura dijo con sentido acento, con el acento dulce y florido de las lenguas tropicales, que la virgen no tenía corona digna de su excelsitud, y dirigiéndose á los indios les dijo que no les pedía nada, despojos sólo de lo que ya no les servía, sortijas de plata, hebillas, cadenas gastadas por el uso, migajas nada más de la vida corriente, y con aquellas migajas se recogieron 600,000 pesos mexicanos, arrancados á la piedad de los indios para enaltecer las gracias de la Virgen de Guadalupe. Y esa piedad se manifiesta de manera tan sentida, hay en aquellas caras tanta unción que, macilentas y compungidas, parecen arrancadas de los cuadros de Juan de Juanes y del Greco. Sentado en la iglesia provisional donde se venera actualmente la patrona de México, observé largo tiempo un grupo compuesto de tres indios, padre, madre é hijo, al parecer, con un cirio encendido en la mano, puestos de rodillas, la mujer en medio de los otros dos, rezando en voz baja, el padre ya viejo con los ojos en blanco, el rostro demacrado, la tez amarillenta de pergamino, la madre con el rosario en la mano y la cabeza inclinada sobre el pecho, el hijo mirando fijamente la cara de la Virgen y quizás los reflejos dorados y plateados de aquel marco precioso que rodea la tilma de Juan Diego, convertida en imagen milagrosa; y cada vez que terminaba la plegaria, los tres pobres pecadores se arrastraban sobre sus rodillas avanzando camino del altar de la Virgen, mirando sin ver, atentos á aquella oración que Dios sabe hacia qué ideal se elevaría; y á aquel grupo seguían otros desdichados, inclinados, besando el suelo, con actitudes y semblantes sólo soñados por Ribera, al pintar aquellas carnes apocalípticas, maceradas por la penitencia, el ayuno y el remordimiento que se admiran en los principales museos del mundo. Salí de aquella iglesia tristemente impresionado. La raza india convertida al cristianismo no ha comprendido aún todo el alcance de su conversión. El indio admira al Dios justiciero, rígido, severo, inflexible, inhumano quizá, que aun queda en su corazón algo de aquellos dioses paganos, crueles, airados, vengativos, cuyos sacerdotes sacrificaban seres humanos para domeñar sus iras, y no al Dios misericordioso, al Dios de amor de los cristianos, que perdona al arrepentido con un solo acto de contrición. Y las clases directoras mantienen á los indios en estado de menor edad, embrutecidos por el pulque que beben con glotonería infantil, sin renovar aquella sangre empobrecida, temiendo quizá el despertar de aquella raza que hoy sirve paciente á sus señores, como carne de cañón ó bestia de carga, raza que debía ser la dueña del territorio como descendiente de aquellos aztecas y tlascaltecas vencidos primero por Hernán Cortés y Alvarado, vencidos también ahora por hombres que reniegan de la sangre indígena, y que se avergüenzan de ella si la ven escrita en sus uñas, en su piel y en su fisonomía. Dicen que desde hace algún tiempo las escuelas de la república se llenan de indios, que el gobierno procura levantar el espíritu del pueblo, que algo se hace para infundir nueva savia y vigor á aquella raza que sólo así será laboriosa y rica, y sólo así podrá ser valla infranqueable á las tormentas que pueden levantarse en los Estados de la América del Norte é invadir los campos y las tierras casi vírgenes de la república mexicana. [Ilustración] Querétaro El que quiera recordar conmigo uno de los acontecimientos más tristes de la historia contemporánea, será necesario que retroceda, camino del Norte, tomando un boleto en la estación del Central mexicano para ir hasta Querétaro, situado á 53 millas de la capital de Nueva-España. Este trayecto, que hice de noche yendo de El Paso á la ciudad de México, no merece los honores de una larga descripción; todos los pueblos de las altas mesetas mexicanas, todas las chozas de los indios, con las haciendas famosas de miles y miles de hectáreas, con sus campos de magüey (agave americana) palmeras y palmitos arborescentes, alternando con vastísimas llanuras desiertas, sedientas, monótonas, se repiten en sus rasgos fisionómicos con escasas variantes, en el largo recorrido que sigue el ferrocarril central desde el Estado norteamericano de Texas hasta la capital de la República de México. Querétaro, situado en valle frondoso, regado por aguas laboriosamente captadas en tiempo de los Virreyes y por iniciativa de nuestro compatriota el marqués del Villar del Águila, lo primero que ofrece á la vista del viajero es el magnífico acueducto construído desde 1726 á 1738 por aquel ilustre español que, con la conducción de aguas á Querétaro, fertilizó el valle, saneó la población, aseguró su porvenir y la convirtió en una de las ciudades más alegres de la República mexicana. Por debajo de uno de los arcos del acueducto pasa el tren, para llegar, muy en breve, á la ciudad que tantos templos levantó durante la dominación española, y que se distingue especialmente por sus torres y campanarios, por sus tradiciones y sus recuerdos, por su sitio famoso que acabó con la rendición de las tropas imperiales mandadas por Maximiliano, y vendidas por López, y por la tragedia que en «El Cerro de las Campanas», al Oeste de la ciudad, desarrollóse inclemente el día 19 de junio de 1867, escribiéndose allí, sobre aquella tierra sonriente, en aquel valle tropical, una de las páginas más tristes de la historia mexicana. El recuerdo de aquel drama es tan reciente, su mecanismo tan ruin, la intervención de los hombres de Estado tan menguada, y la imposición de los que aparecen como agentes tan cruel, que no hay ni puede haber para un espíritu reflexivo, en la visita á Querétaro, más que una idea capaz de subyugarle: la de examinar atentamente la pequeñez de los hombres de este siglo, y las consecuencias terribles que ha tenido el egoísmo feroz de que dieron pruebas las naciones europeas al consentir que se fusilara en Querétaro al representante de nuestra civilización en América. En el «Cerro de las Campanas» no se fusiló al usurpador, triste y calumnioso dictado con que quiso Juárez justificar su conducta, que allí cayó, quizá para siempre, nuestra influencia, nuestra superioridad de raza, de entendimiento y de corazón. Y al subir al «Cerro de las Campanas», sin querer, sin poder determinar qué enlace pueden tener dos ideas tan distintas, recordé, con singular viveza, la peregrinación á Mount-Vernon, á las tumbas de Washington y Martha, su esposa, que dejaron en mi espíritu la idea del amor á hombres que enaltecieron nuestra especie y fundaron una república joven, robusta, llena de fe y ardimiento, resultando enaltecida la figura de su héroe; recordé que aquella historia no levantó en mi espíritu una sola protesta, que los que murieron en las batallas de la independencia no dejaron con su sangre el vaho inmundo del odio y del rencor, y que vencedores y vencidos resultaban en mi cerebro glorificados en nombre del más santo y más puro de los amores: el amor á la patria respectiva. En cambio, en el «Cerro de las Campanas», no hallé más que odios de raza, recuerdos de la política pequeña y miserable que engañó á Maximiliano, llamado emperador por los que mandaban y usurpador por los vencidos; de López, que vendió primero á la república y al imperio más tarde, siempre vil para la patria; de Escobedo, el triunfador, que al dar cuenta de la ejecución de Maximiliano, Miramón y Mexía, puso al pie del oficio: «Lo que tengo el _placer_ de comunicar á usted», placer que produce náuseas á la humanidad entera; de Juárez, que pudo ser magnánimo y generoso y no resultó más que ambicioso, cruel y vengativo; de Europa, que debió portarse enérgica y dignamente, y no supo ser más que mujerzuela débil y enfermiza; de la civilización cristiana, que debió imponerse en nombre de lo que debe ser patrimonio de la humanidad entera, y no hizo más que abdicar vergonzosamente ante la osadía y el odio de un indio victorioso. [Ilustración] ¡Ah! poco espacio media entre la tumba donde descansa el héroe de la independencia de los Estados Unidos y el lugar donde la tierra empapóse de la sangre de Maximiliano, al caer rendido por fiera venganza; sin embargo, aquellos puntos insignificantes en el ancho espacio del mundo, tan próximos entre sí, determinan dos civilizaciones distintas: fecunda la primera, basada en el amor, en los sentimientos cristianos de un hombre que, con sus alientos poderosos, infundió al Nuevo-Mundo la savia ardiente de la libertad, sólo peligrosa cuando se exagera y se funde en moldes que no labró con sus manos, y vivificó con su espíritu, la noble figura de Washington; incierta y vacilante la segunda, hostigada siempre por el mal ejemplo, por la ambición que derrama sangre inútilmente, sangre que no exige el honor y la independencia de la patria, y que cae y caerá siempre como una maldición sobre el pueblo que lo consiente, por odio ó cobardía, que sólo es santo, fecundo y bueno lo que ejecuta la mano guiada por la serenidad augusta de la justicia. Y mientras tengo la vista fija en el reducido espacio que ocupa el lugar donde cayeron Maximiliano, Miramón y Mexía, lugar rodeado por una verja de hierro, en las tres piedras tumulares que no dan sombra ya á las cenizas de los mártires, viene á mi memoria la historia de aquellos días funestos en que se derrumbaba un imperio, mientras se celebraban en París las fiestas con que Napoleón III solemnizaba el fausto acontecimiento de la visita del Czar de Rusia á la Exposición Universal, preludio de otra caída más terrible, la de todo un pueblo, vencido por las garras de las águilas prusianas, y la de seculares dinastías en España é Italia; como si fuera todo ello castigo de faltas cometidas en nombre de principios egoístas que dejaron abandonado al que fió la conquista moral de México á su bondad, y al deseo de hacer la felicidad de un pueblo libre. La naturaleza, sin embargo, no se cuida de entristecer aquella página dolorosa de la historia mexicana; el sol de los trópicos la esmalta con todos sus colores, las inflexiones suaves de la orografía del valle, la frescura de su vegetación, la ciudad, en el fondo, con los tonos blancos y pardos de su caserío, sus iglesias y campanarios, el cielo purísimo de tonos azules, intensos, convidaban á olvidar, á gozar de la vida, á confiar en tiempos mejores, en razas más humanas y en civilizaciones más puras, que aquellos quejidos de dolor, aquella exclamación de última hora, cuando Maximiliano se acuerda de la esposa amante y dice al caer ¡pobre Carlota! al recogerlos el viento en el espacio como nota al parecer perdida, sumóse á tantas otras allá, en el cielo, donde se recogen los dolores humanos, se analizan y pasan por el crisol de cuyo seno brota la felicidad, la emancipación, la redención, en fin, de todos los que amamos y padecemos en este mundo de miserias. Y fuerza es bajar y volver á la ciudad, yendo en peregrinación al convento de capuchinos que sirvió de cárcel á Maximiliano hasta su hora postrera. Hoy ya no es edificio público; la desamortización pasó por allí como ha pasado por otros países, que en México deben sobrar brazos, que no ocupaban los que tenían acaparada la propiedad con el nombre de manos muertas. ¡Sueños de sectarios! lo que falta en Nueva España es fuerza viva que no se improvisa, que no brota de la tierra como los hongos en el bosque, y que sólo podrá conseguirse con la paz y la seguridad, con la instrucción y la mezcla de sangre que avive las energías dormidas de aquella raza inerte y sedentaria. Allí, en la tristísima mansión, pueden verse aún la mesa en que el tribunal militar firmó en 14 de junio de 1867 la sentencia de muerte de Maximiliano y sus generales; los taburetes que ocuparon Miramón y Mexía mientras duró la vista del proceso, la caja en que se transportó el cuerpo inerte del último emperador mexicano, y el mísero ajuar puesto á su servicio durante el mes de cautiverio que medió entre el día de la rendición de Querétaro y el del fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mexía. El emperador murió como mueren los bravos, mirando al enemigo; sus generales no merecieron la compasión del vencedor, y cayeron heridos por la espalda. Pocos días después, las pocas poblaciones defendidas por las tropas imperiales fueron rindiéndose una tras otra, y Juárez entró en la capital de la república, fusilando sin compasión á cuantos generales pudo considerar como á rivales temibles, presuntos sucesores á la presidencia del Estado. Así terminó en Norte América el ensayo ya intentado por Iturbide de establecer un imperio en Nueva España, acabada también sin gloria la invasión francesa que no tuvo un solo día de fortuna en los campos mexicanos. Al principiar la invasión en el camino de Veracruz, en las tierras bajas del golfo de México, los soldados españoles, franceses é ingleses no tuvieron más enemigo que la fiebre, enemigo terrible que dejó las cercanías de Córdoba llenas de cadáveres insepultos, y que habría acabado allí con aquel ejército, si el buen criterio del general Prim no hubiera recabado, mientras se estipulaba el tratado de paz, tierras y climas más clementes para los ejércitos europeos. Los españoles y los ingleses se embarcaron otra vez; los franceses reclamaron su libertad de acción, y luchando con varia fortuna llegaron á dominar el país que entregaron á Maximiliano más tarde, sin fuerza y sin prestigio. Los Estados Unidos no vieron jamás con buenos ojos la intervención europea, y aun menos la creación de un imperio que consideraron perturbador de su política democrática. Juárez aprovechó ese descontento, y perdonó al enemigo que en 1847 se apoderó sin escrúpulos de una gran parte del territorio mexicano, pactando secretos auxilios con los enemigos más fieros de su raza. Maximiliano, con su hidalga condición, no pudo hacer frente jamás á la guerra de insidias y dolos, de traiciones y sorpresas de sus enemigos, más dolorosa y difícil de vencer que la lucha entablada franca y lealmente en los campos de batalla. Carlota, la esposa mártir, fué á Europa á pedir auxilios que no supo hallar en parte alguna, perdiendo cuanto puede perder en una hora la dama de más alta alcurnia, el amor de un esposo, la corona de emperatriz y la razón, esencia purísima del espíritu. En México ya no quedan más que reliquias de aquella tragedia: Juárez llegó al término de su carrera colmado de honores, vencedor de cuantos enemigos halló en el camino de su accidentada existencia; Miramón y Mexía, los leales al emperador, ocupan puesto de honor en el panteón de hombres ilustres; Maximiliano sólo dejó en México los tristes despojos de su cautiverio y los más tristes aun de una soberanía colmada de zozobras y peligros... y Carlota, la desdichada esposa, aun busca, en sus horas de extravío, lo que sólo vive en su corazón, hasta donde no puede llegar con sus odios, para enredarla en la tupida malla de sus raíces, la planta maldita de la política. Cansado de seguir el calvario de una historia que los años convertirán en leyenda, y de ver iglesias y catedrales, plazas y calles estrechas, monótonas y descoloridas en las ciudades mexicanas, ansío volver á la capital, arreglar mi equipaje y abandonar las altas mesetas de Nueva España, para ver pronto las tierras doradas de los trópicos, con sus bosques famosos, sus chozas, sus pájaros y sus flores, tierras pródigas en sirenas encantadoras que esconden en su seno fecundo la fiebre terrible, compañera inseparable de la muerte. De México á Veracruz [Ilustración]Ordeno mis ideas, concentro mi pensamiento y rasgo cuartilla tras cuartilla sin hallar la nota justa que exprese aquí con la vehemencia requerida el placer, el goce intensísimo experimentado en la travesía de la capital mexicana á la ciudad llamada por Cortés Santa Vera Cruz. Requiere esta narración el empleo de colores que no hallo en mi pobre paleta; exige esta impresión, que vivirá perpetuamente en mi memoria, talento que no tengo, estilo sobrio, que no necesita forma galana la expresión exacta de aquel espectáculo grandioso, corrección de líneas que den al cuadro, aire, luz y perspectiva, conjunto deleitoso que veo, con los ojos entornados, ávidos aun de aquel placer tan hondamente sentido que ha dejado en mi cerebro la sensación intensa de una belleza que no hay pluma ni pincel que pueda abarcarla en su conjunto, que quien fuera capaz de expresarla haría obra digna de un dios. La imaginación que sobreexcita una narración brillante es el enemigo mayor del que viaja; porque acontece con frecuencia que todo lo pensado con líneas holgadas resulta pobre, lo de tonos vivos, descolorido; donde creyó hallarse una sacudida nerviosa el espíritu no despierta ni concibe, resultando empobrecido, para la imaginación ardiente, lo que fantaseó la descripción colorista de un escritor de raza. Sólo en casos excepcionales, la realidad va más allá de lo pintado y sugerido; que la naturaleza al vestirse con todas sus galas, muéstrase genio inimitable, que no ha nacido aún el hombre que ha de hallar en su paleta los innumerables tonos y los brillantes colores con que la luz matiza las tierras, las plantas y los animales de los climas tropicales. Salgo á las siete y media de la mañana de la capital de la república; vuelvo á saludar á la Virgen de Guadalupe, patrona de México; echo una rápida ojeada á las aguas descoloridas del lago Texcoco, y á medida que me voy acercando á la Esperanza, estación situada en la divisoria de la alta meseta mexicana, los campos de agave van multiplicándose, el arenal va invadiendo las tierras, arenal que parece formado de polvo diorítico finísimo, levantado por la velocidad del tren y que llena los vagones formando nube, donde apenas puede respirarse, como si la duna se moviera á impulsos del huracán y amenazara sepultar bajo su oleaje estéril, aquella manifestación de una civilización nueva que pretende dominar el desierto, él que no respetó jamás á la caravana en días de tempestad, abrasándola con sus arenas ardientes, y sepultándola con sus fuerzas de gigante. Y dominando aquel cuadro, se levanta el Orizaba y el Malintzi con sus nieves eternas, enorme cono, el primero, centinela del Atlántico, que contempla ansioso el navegante en el proceloso golfo de México, buscando en su silueta, oscurecida por la niebla, ó limpia y pura proyectándose en el cielo, la predicción del tiempo, que de aquellas altitudes inmensas baja airado el viento Norte que levanta olas de tempestad, pone en grave peligro las embarcaciones ancladas en el puerto de Veracruz, hace inabordables las costas de la península de Yucatán, y corriendo los barcos la borrasca en alta mar, moviéndose entre bajos, estrechos y playas, se estrellan muchas veces en la costa, impotentes ante la fuerza colosal del Norte, de aquel gradiente barométrico, salto inmenso que va de los altos neveros del Orizaba á las tierras bajas y ardientes del golfo mexicano. El viajero, cansado de ver campos de magüey y de respirar un aire que se masca, sediento, cubierto el traje de arena, con los ojos secos é irritados, llega por fin á la estación de Esperanza, confiando también en que ha puesto término á la parte menos interesante de la travesía, y que en el restaurant hallará medio de refrescar sus ojos y su garganta, y reparar las fuerzas perdidas, en hora ya apropiada para hacer un almuerzo copioso. Las mesas se llenan de viajeros; la comida, servida por gente del país, sin ser un modelo del arte culinario, se acepta sin repugnancia, y dispuestos ya á saborear las delicias del paisaje, en cuanto arranca el tren agrúpanse los viajeros en la parte derecha del vagón porque el gran espectáculo, la bajada hasta Córdoba y Orizaba, en plena zona tropical, empieza inmediatamente con gran contentamiento de los ojos, ávidos de contemplar aquella serie de cuadros que se transforma en cada revuelta del camino, sin que sea posible pararse cuando se pide á gritos calma para saborear aquel paraíso lleno de aire purísimo y de luz intensa como no habrá visto jamás el que sólo ha vivido en los campos y los bosques de los climas templados, donde la primavera es tan fugaz como la dicha humana, mientras allí, y en las altitudes medias, las brisas de primavera mantienen la juventud de la vida en todos los seres, remozándose en aquellos campos perpetuamente regados, bañados en aquel sol y aquel aire que llena de flores y pájaros las selvas y los bosques, dando á las plantas tonos de color tan brillante y tan intenso, tan variado y tan hermoso, que no se concibe ya que pueda haberlos más hermosos, ni aun en los mundos siderales, que la imaginación ¡pobre imaginación humana! se pierde en la contemplación de aquel paisaje que soñó tantas veces al leer la descripción de los bosques tropicales. Al dejar la estación de Esperanza la transformación es tan rápida como el cambio de una decoración teatral. A las tierras y los arenales de las altas mesetas mexicanas, al trazado monótono de la línea férrea sentada sobre borrosa llanura, al campo plantado de magüey, á la choza india de paralelepípedos de adobe de color de tierra sucio, al aire transparente y suave de las grandes altitudes, suceden tierras fuertes y mantillosas, sobre las que parecen haber pasado, dejando allí sus despojos, las llamaradas de un incendio, la vía que dibuja con sus sutiles contornos una obra de ingeniería portentosa, el bosque con sus pinares propios aun de climas templados en las partes altas y sus plantas de la tierra caliente en las medias y bajas de la cordillera; la choza prismática, primitiva, cubierta de bambú, sentada con arcilla, albergue de las razas indias descendientes de las que descubrieron los primeros pobladores, y las oleadas de nubes y nieblas que suben del Atlántico, lamiendo aquellas tierras calcinadas y regando aquellas flores y plantas atosigadas por sed insaciable. Y en aquel inmenso escenario, la vista se pierde, sin saber qué partido tomar, si dedicar la atención á un trazado de ferrocarril, único en el mundo, en que los trenes parecen despeñarse, atravesando túneles y puentes, muy superior á cuanto he visto en el paso de los Alleghenies, Rocky Mountains, Sierra Nevada y en muchas comarcas europeas, ó si fijarla únicamente en aquellos paisajes donde crecen confundidos el plátano y la piña, los nopales y las palmeras, los naranjos y los limoneros, la caña de azúcar y el café, formando bosques tupidos llenos de flores de colores vivísimos, con festones de orquídeas, con chozas escondidas á la sombra de árboles colosales, regado todo por aguas abundantes, derretidas en los flancos del pico de Orizaba, mientras el tren desciende rápidamente formando zig-zag con curvas de corto radio, apoyándose constantemente en la caja abierta en la roca de acantiladas vertientes. [Ilustración] Desde grande altura se ve ya la estación de Maltrata, situada en el fondo del valle alto, sobre pequeña planicie que debió ser, en otras edades, fondo de un lago, y más tarde se atraviesa el valle llamado La Joya hasta entrar en la estación de Orizaba, en pleno país tropical. La estación presenta á la llegada del tren un verdadero cuadro de costumbres. Los negros, casi desnudos, ofrecen á los viajeros flores y frutas, abundando las naranjas, los plátanos y las chirimoyas, llamadas en el país la fruta de los ángeles; los indios, con sus trajes de colores vivísimos; los mestizos, con su piel de color cetrino y sus ojazos soñadores; la estación, rodeada de árboles frondosísimos y arbustos de flores grandes y hermosas; la población, dominada por la iglesia, recordando los pueblecitos escondidos en las hondonadas de las sierras andaluzas, y todo ello animado por la vibración nerviosa de la raza de los trópicos, gritando, sacudiendo á los que vienen y van con la cordialidad sentida de sangre de raza latina, inoculada por los conquistadores en las venas de la raza indiana. El tren sale, y la gente grita aún, y agita los pañuelos, mientras el extranjero vuelve á gozar con ansia de aquel espectáculo que no llega á saciarle, y pasan las estaciones, y se cruzan arroyos rumorosos, mientras la tarde va cayendo y las nieblas arrastrándose por los picachos, bajan por las vertientes dando sombras de melancolía á aquellos espléndidos paisajes que recuerdan los tiempos bíblicos, paraísos encantados, poblados por los primeros hombres de que nos hablan los libros santos y las santas escrituras. Y ya á últimas horas de la tarde, cuando se inicia el crepúsculo que anticipa la niebla que corona las alturas, el espectáculo colorista de la estación de Orizaba se reproduce en la de Córdoba, con la mezcla de razas y la orgía de colores, de frutos y flores, de zarapes y rebozos, de hombres blancos, negros y amarillos, como si aquella tierra fecunda fuera capaz, ella sola, de vaciar en sus moldes, al calor del sol tropical, la concreción pasmosa de todos los reinos de la naturaleza, formados allí como centro vital para esparcirse luego por todo el haz de la tierra. Salgo de Córdoba y el crepúsculo va amortiguando lentamente la tensión de mi espíritu, sostenida largo tiempo por una excitación nerviosa de goces intensísimos; y como fin de fiesta, al entrar el convoy en una garganta estrechísima, de vertientes arboladas, de tonos obscuros que acrecientan turbonadas de niebla de colores blancos y pardos que rasgan las sombras del monte, aparecen de repente como cuadro final la cascada de Atoyac, formando vistosas caídas y estrepitosos remolinos que animan aquel paisaje solitario, lamiendo los pies de frondosos bosques tropicales. Desde allí, recorrido el Paso del Macho, el país de los portentos con sus bosques y sus arroyos, sus pueblos y sus razas, se desvanece como un sueño; el tren atraviesa rápido la llanura de Veracruz, árida y triste, tan triste como el pensar del viajero que, dejando á la espalda un paraíso, teme hallar traidora muerte en las calles de la ciudad que se considera patria y cuna de la desoladora fiebre amarilla. Anochecido ya, los compañeros de viaje resumen sus impresiones, y antes de llegar á la estación se calcula la mejor manera de pasar la noche en la temida ciudad de Veracruz. En el vagón que me ha tocado en suerte va un fraile italiano, una familia mexicana y dos muchachos de Córdoba que van á pasar unos días de asueto en la Habana. El fraile italiano me incita á embarcarme en seguida, si el viento norte, tan temible en el puerto de Veracruz, lo permite; acepto su consejo, y después de cenar en un hotel de la ciudad, nos vamos al puerto, poco menos que á tientas, y sin saber dónde vamos, ni quién nos dirige. El miedo á la fiebre nos hace cometer una verdadera calaverada, fiándonos de un botero que no sabemos quien es, cerrada la noche, sin más luz que el fulgor de las estrellas, ni más conocimiento de nuestro destino que el nombre del trasatlántico español que ha de zarpar del puerto al día siguiente, con rumbo á la Habana. Mi buen fraile y yo, nos fiamos de nuestro acompañante, que nos hace atravesar un portal de la ciudad, nos lleva á la escollera, silba para que atraquen una barca, y entre el acompañante y el botero me bajan al fondo de la lancha, temiendo ya si el miedo á la fiebre me había hecho escoger un peligro real, embarcándome en un puerto abierto, soplando el norte en noche obscura, y á distancia del trasatlántico anclado junto al fuerte de San Juan de Ulúa. El fraile no estaba muy tranquilo, ni yo tampoco: el botero empezó á remar, el barco á moverse más de lo que convenía á la estabilidad del vehículo, y el trasatlántico «Reina Cristina» á mostrarnos sus cámaras y salones iluminados espléndidamente con luces eléctricas, proyectándose su inmenso casco y silueta oscura en el fondo del cielo. Al avanzar, el gigante iba creciendo, mi miedo á lo desconocido aminorándose, y tras una recapitulación de tan variadas emociones experimentadas en un solo día, al subir la escalera de á bordo y entregar mi pasaje al camarero, parecióme que mi pecho se dilataba y que había ganado y merecido el descanso entre los míos, amparado en el golfo mexicano por la bandera augusta de la patria. De Veracruz á la Habana [Ilustración]A mediados de noviembre, no podía resistirse el calor en los camarotes del «María Cristina». Las aguas del golfo mexicano me parecieron aquella noche tan tibias, como si las hubiera calentado el fuego central de la tierra. Recuerdo haber pasado una noche angustiosa, una noche de verano en un camarote caldeado todo el día por el sol de los trópicos, y el aire abrasador de la zona tórrida. El primer rayo de luz que filtró por la porta, avivó mis deseos de dar el último adiós á las tierras mexicanas, y me levanté rápidamente para ver la silueta de la ciudad apestada, la traza del puerto, y los muros artillados del castillo de San Juan de Ulúa. El capitán del «María Cristina» no parecía tranquilo; el barómetro bajaba y oscilaba sometido á cambios bruscos de presión; el mar aparecía manchado en su superficie, inquieto, como si en su seno se agitaran fuerzas de resultantes infinitas; la montaña estaba cubierta de niebla, mostrándose ceñuda é irritada; el norte crecía al bajar por riscos y malezas, despeñándose sobre las llanuras en busca del equilibrio que no hallaba en las capas calientes y bajas de la atmósfera, y el vapor que salía á chorros de las calderas del trasatlántico, al chocar contra las placas vibrantes del silbato, parecía responder á la impaciencia del capitán para acabar pronto y cambiar el peligroso puerto de Veracruz por el mar libre, cruel á veces, pero jamás traidor, donde la fiereza de las olas y la pericia del que manda una nave, pueden luchar noblemente, oponiendo á la fuerza de las aguas, la fuerza del ingenio y del saber. Mis compañeros de viaje iban embarcándose y tomando posesión de sus camarotes; los botes, llenos de equipajes y mercancías, rodeaban el buque con deseos de acabar pronto, y al terminar la maniobra y recogerse la balija del correo, contemplo por última vez la ciudad de Veracruz extendida sobre playa bajísima, rodeada de dunas, donde crecen ejemplares aislados de palmera real; ciudad levantada con edificios de fisonomía española, de poca altura, rematados por azoteas, pintados con colores chillones, ostentando grandes rótulos de fondas, que de lejos recuerdan los paradores de nuestras diligencias, con un puerto apenas esbozado, abierto á su principal enemigo, el norte, que entra en aguas de Veracruz como dueño y señor de vidas y haciendas, sin que haya buques con anclas bastante robustas, ni cables bastante fuertes para contrarrestar las furias de aquel coloso que convierte el puerto de Veracruz en uno de los puertos más peligrosos del mundo. Mientras el «María Cristina» arría sus escaleras y cierra sus escotillas, doy la última mirada al San Juan de Ulúa, tan desmantelado y pobre como otros castillos que todos conocemos, retrotrayendo á mi memoria los recuerdos que guarda en su recinto; y el buque empieza á mover su hélice poderosa y á luchar con la mar de proa al principio y de costado más tarde, que ha de mantenerse constantemente en su travesía de Veracruz á la Habana. El trasatlántico español se mantiene gallardamente sobre el mar embravecido; al cuarto de hora de navegar, el pasaje recobra su tranquilidad al ver cómo lucha el coloso contra el mar con ventaja, y cómo, á pesar del viento y el oleaje, el «María Cristina» anda con bastante rapidez y sin que los balanceos fatiguen excesivamente á los atribulados pasajeros. La travesía no fué afortunada; fatigónos el norte constantemente y el pasaje se mareó hasta el estrecho de la Florida. En tres días se atraviesa el golfo de México y puede llegarse sin dificultad desde Veracruz á la Habana con tres singladuras. Nosotros pusimos cuatro, y no pudimos decir que perdiéramos el tiempo. No estuvo, pues, agradable la travesía, ni puedo contar este viaje entre los llamados de recreo. Cinco personas acudíamos sólo á la mesa de primera, y aun no todos los días pudimos resistir hasta el fin los balanceos del «María Cristina». De los cinco, uno era un fraile italiano que iba á Bilbao, para partir, á los pocos días de llegar á España, en dirección á Chile; otro, era un mexicano que acompañaba á dos hermanas suyas á la Habana; los tres restantes, dos mexicanos de Córdoba y yo, íbamos á la capital de Cuba por recreo y curiosidad. Cito estas personas, que recuerdo como si las estuviera viendo, porque están relacionadas con un acontecimiento que me causó en la Habana una impresión dolorosísima. El fraile italiano tenía un miedo terrible al vómito y su mayor pena consistía en tener que pasar cuatro días en la Habana, esperando la salida del vapor; el mexicano que acompañaba á sus hermanas, tenía la constante preocupación del mismo mal, y sólo los dos chicos de Córdoba, que no tenían más allá de 25 años cada uno, contaban, con placer, las horas que faltaban para llegar á Cuba, donde confiaban pasar unas cuantas semanas de recreo en la Chorrera y los sitios más reputados de la isla por sus placeres y atractivos. No teníamos á bordo noticias ciertas del estado sanitario de la grande Antilla; se sabía que el año había sido rudo y que la fiebre había atacado fuertemente en la Florida, en las costas del Pacífico y el Atlántico de México, en Cuba y Puerto Rico, lo mismo á los extranjeros que á los hijos del país; pero, estando ya avanzada la estación, á mediados de noviembre, los más recelosos creían que el peligro en Cuba debía ser remoto y que era probable librar bien del contagio. Los compañeros de Córdoba, acostumbrados á vivir en la zona rayana á la fiebre, no parecían preocuparse ni parar mientes en lo que decíamos; llegamos á la Habana, cada cual tomó su camino y aquellos muchachos, guiados por algunos compatriotas suyos que viven en Cuba, empezaron la vida regalada que imaginaron, contentos y alegres, en los sonrientes campos del valle de Orizaba. A los ocho días de estar en la Habana y cuando ya me convencí de que había cometido una imprudencia, leyendo un periódico de la localidad supe que uno de los dos muchachos de Córdoba acababa de morir de un ataque fulminante de fiebre amarilla. En el mismo diario leí en seguida: «la fiebre ha tenido este mes un aumento de consideración», no ignorando allí nadie que habían muerto algunos pasajeros que acababan de llegar á la Habana en el «Alfonso XII», procedentes de la península, y produciendo entre los novatos una alarma que no sabíamos disimular. Después de cuatro días de navegación, la isla de Cuba empezó á dibujarse en el horizonte. Uno de los objetos de mis ansias estaba ya á la vista; pude dar la vuelta al mundo, y preferí visitar nuestras Antillas y estudiar sobre aquella tierra candente las múltiples cuestiones que la agitan y devoran. Los montes de la isla fueron creciendo á mi vista, como si salieran lentamente del fondo de los mares, y á las nueve de la mañana, en día de luz intensa, dorando el sol aquellas tierras y caseríos, centelleando en las aguas tranquilas los rayos de luz ardiente, el «María Cristina» atravesó la boca de la bahía, entre el castillo del Morro y el castillo de la Punta, mientras un corneta tocaba la marcha real española con ansias, sin duda, de saludar el pabellón de la patria, arbolado en los mástiles del trasatlántico. Los pasajeros del «María Cristina» contemplaban ávidamente el puerto de la Habana, de cuyo tráfico se cuentan maravillas; y vimos aparecer, en primer término, los buques de la escuadrilla española; en el fondo y amarrados á los muelles algunos vapores nacionales y extranjeros; y cruzar la bahía los _ferryboats_ á la americana, con sus máquinas de balancín, moviéndose lentamente, para transportar pasajeros y mercancías á Puerto Real, camino de Guanabacoa y Matanzas. Los muelles se desarrollan siguiendo las inflexiones de tierra firme, y á lo largo de los mismos vense acumuladas las mercancías, azúcar, café, ron, frutas, en tinglados de escasa cabida y corte anticuado, que no responden á la riqueza y fama del comercio de un puerto de primera clase, y de la ciudad más rica y famosa del archipiélago antillano. No sé si la impresión que me causó la bahía de la Habana corresponde á la realidad de las cosas; parecióme, en primer término, escasamente concurrida; ni el número ni la calidad de los buques anclados en el puerto respondían á la idea que me había formado del tráfico de la Habana, y digo que no ha de ser justa la impresión recibida, porque llegué á la isla en plena crisis, pocos meses después de la suspensión de pagos del Banco Español de la Habana, y cuando el stock de azúcar en almacén era tan formidable que bastaba él solo para explicar la paralización de todas las fuerzas vivas de la isla. El desembarco efectuóse rápidamente; multitud de barcos, tripulados por negros, en su mayor parte, ofrecía á los pasajeros cómodo vehículo para saltar á tierra. Los botes de la bahía, cubiertos con toldo de lona que preserva á los viajeros de los rayos solares, llevan los bultos á la Aduana, donde se molesta muy poco á los que declaran estar exentos del pago de derechos, siendo todo el mundo tratado allí por los funcionarios del ramo con exquisita cortesía. Un coche de plaza, que no ofrece cosa alguna que merezca contarse, cruzando plazas y calles, condújome por la de O’Reilly al Parque, donde está emplazado mi albergue llamado Hotel de Inglaterra. Acostumbrado á los hoteles de la América del Norte, me avengo con dificultad á la indumentaria de mi habitación, situada en un patio central, sin luz directa, pobremente amueblada, mal oliente y... muy cara, tan cara como pudiera serlo un cuarto de primer orden en un hotel de primera clase. Recapitulo, pues, mis impresiones habaneras, mientras hago un _bout de toilette_, y no resultan lisonjeras. Sospecho que, al ir del puerto á la fonda, he atravesado una buena parte de la ciudad, la más nueva quizá, y la policía municipal resulta estar tan atrasada que es difícil ver una ciudad más sucia, más pobre y más toscamente empedrada que la Habana. Calles estrechas, estrechísimas, por cuyas aceras no puede pasar más de una persona, si ha de quedar arroyo bastante holgado para que crucen por él dos carruajes sin peligro; casas bajas, tan bajas que en su mayoría no tienen más de un piso; toldos horizontales ó ligeramente inclinados, con otros verticales y divisorios en las calles, que tamizan la luz y dan al interior de las tiendas una entonación triste y pobre; almacenes grandes en general, pero poco adornados y vistosos, por más que hay en ellos cuanto puede necesitar la dama de gusto más refinado y exquisito; arroyos llenos de baches, descuidados, mal barridos, aun aquellos que corresponden á calles principales y de más escogida y numerosa concurrencia. Listo ya para salir á la calle, desde el saloncito de conversación del hotel de Inglaterra, fijo mi atención en el Parque, sitio céntrico de la ciudad y de reunión durante la noche, cuando una música militar solicita el favor del público, y observo en el centro una dilatada plataforma en medio de la cual está emplazada, sobre zócalo sencillísimo, una estatua en mármol de doña Isabel II, obra de un escultor cuyo nombre no me interesa, y á los costados del monumento, macizos de flores que alternan con árboles desmedrados, candelabros de gas y asientos de madera. Rodean la plaza ó Parque los teatros más notables de la Habana: Tacón, Pairet y Albisu, pero ninguno de ellos presenta fachadas monumentales que fijen la atención del viajero y merezcan una descripción detallada. Llama la atención en aquella plaza la falta de criterio con que se determinó su traza, pues siendo porticada en algunas partes, presenta soluciones de continuidad inexplicables, en otras, con evidente desventaja para la buena visualidad del conjunto. Hay en la misma el Centro de bomberos del comercio, instituto digno de merecidas alabanzas; algunos edificios particulares vistosos, uno de ellos paralizado hace bastantes años; cafés bastante lujosos y de holgadas formas, y uno de los casinos más famosos del mundo, conocido con el nombre de «Centro Asturiano.» Mas todo esto y lo que me queda por reseñar, que no es poco, nada significa al lado de lo que compone la estructura íntima de un centro donde se agita todo el trabajo fecundo de la isla, se acumulan enormes riquezas, se acrecientan grandes ambiciones y se alimentan esperanzas pavorosas para el porvenir del poderío y la riqueza de España. Algo he de decir de todo eso, que su estudio interesa á todos los que aman la patria, su integridad, sus prestigios y su gloria. [Ilustración: EL PARQUE] En la Habana Quisiera rectificar mi primer juicio respecto á las condiciones de la capital de Cuba; pero, cuanto más conozco su vialidad é higiene, sus calles y paseos, sus edificios públicos y particulares, me afirmo más en el concepto que formé al apreciarla, en su conjunto, desde la bahía, y al recorrer algunas plazas y calles, yendo de la Aduana al hotel de Inglaterra. Nótase, en primer término, durante el día falta de animación, lo mismo en el centro que en los barrios apartados de la ciudad, las calles del Obispo y O’Reilly, el Parque, el Prado, sitios un tanto apartados de los muelles, lo mismo que la Plaza de Armas en donde está la Capitanía general, y los alrededores de la misma, centros comerciales de importancia, la Universidad, las agencias de vapores, la Aduana, etc., etc., no consiguen mayor animación; las señoras salen muy poco y en carruaje, los hombres de negocios usan constantemente coches de alquiler, durante las horas de sol, y sólo en los mercados se nota movimiento durante las primeras horas de la mañana en la abigarrada multitud de razas, negros, mulatos, chinos, que van invadiendo la isla desde que los Estados Unidos pusieron cortapisas y reparos á la afluencia de celestes en las costas de California, criollos y blancos, gritando y empujándose en el continuo tráfico menudo necesario á la vida de una población extensísima que goza de confort y lujo, y se abastece de buenas carnes, excelente pesca y frutas sabrosísimas de perfume delicado y exquisito. Es un espectáculo original para los peninsulares, ver los puestos de frutas, en los mercados, producto de una Flora completamente distinta de la nuestra, con un perfume tan intenso que embriaga, dominando el olor del plátano, fruto que, en grandes racimos, de tamaños variados, forma manojos que recubren los bastidores de las mesas, los pies derechos de las cubiertas, colgando de todas partes como si fuera, y lo es realmente, artículo de consumo ilimitado; los cocos verdes cubiertos aún con su cáscara carnosa, recién cortados de los cocoteros para dar á beber la leche vegetal que contienen, refrescante, fresca, higiénica y deleitosa; las chirimoyas de pulpa de color de sangre, con su cáscara negruzca y forma elipsoidal, menos dulce que la generalidad de las frutas tropicales, pero de esencia delicadísima, pasta que se deshace en la boca y que da al paladar, sin fatigarle, un gusto exquisito é incomparable; la piña verde, cubierta con sus hojas florales, de tonos amarillos, con la acidez deleitosa que rellena su carne jugosa, tierna y llena de perfumes; los mangos que no he podido probar y que dicen ser excelentes, la... pero, ¿á qué continuar la lista interminable de aquella Flora espléndida, si no hay pluma que pueda describirla sin quitarle los perfumes de sus esencias y los colores brillantes con que se engalana, robando á la luz los matices y las gamas de sus innumerables tintas y delicados tonos? Y al salir de los mercados, las calles porticadas de los alrededores mantienen aún la fisonomía de casas de venta, que tienen sus horas de vida agitada, prolongación de aquellos centros donde no penetra el sol, y apenas la luz, como si el aire libre hubiera de llevarse los colores brillantes de las flores, los perfumes de los frutos, los jugos de las carnes y la substancia toda del vientre de la Habana, que necesita reponer las fuerzas perdidas en un clima enervante, traidor, que fatiga y liquida la sangre, que ni fuerza tiene para teñir las pálidas mejillas de la raza criolla. Por las noches, el Parque se llena de gente; la animación crece hasta las diez; los negritos que vocean los periódicos del día, los buhoneros con sus baratijas, los concurrentes á Tacón, Payret y Albisu que salen á respirar el aire fresco en la calle, los cafés Central y Tacón llenos de luz y consumidores, la banda militar animando el cuadro y tocando lo mejor de su repertorio, dan al centro de la Habana, durante las primeras horas de la noche, una animación extraordinaria. Alguna gente circula por el Prado, centro aristocrático, iluminado con luz eléctrica que va del Parque al castillo de la Punta, sitio agradable, de buen caserío, donde se disfruta la brisa del Atlántico y la tranquilidad de sitio poco frecuentado por carruajes y gentes dedicadas al comercio al por menor. De más tránsito y lucida concurrencia disfrutan, durante el anochecer, las calles de Empedrado, O’Reilly, Obispo y Teniente de Rey, casi paralelas entre sí y de ejes normales á la bahía, con sus tiendas profusamente iluminadas y aparadores bien surtidos, que pierden el aire de tristeza que tienen durante el día y les da la luz filtrada al través de toldos y cortinas de malla tupida, tendidos sobre calles estrechísimas que se defienden de los rayos caloríficos del sol y de su luz intensa y devoradora. Más concurridas están aún las calles transversales á las mencionadas en el párrafo anterior, llenas de tabernas y de gente bulliciosa que busca el placer venal, ofrecido á manos llenas, tras balcones y ventanas enrejadas, por celestinas y mujeres de todas las castas y de todos los colores; desde el negro azabache al blanco del sajón, pasando por el tipo mulato que es la tentación y el peligro más grande de los hogares antillanos, según opinión de los que conocen á fondo las costumbres y las pasiones de nuestros hermanos de Cuba y Puerto Rico. La alegría, en aquellos barrios, muéstrase al exterior ruidosa y desvergonzada; vívese allí, poco menos que en la calle, y los escritores realistas hallarían con poco esfuerzo y poco gasto, materia sobrada, aunque poco decente, al correr de la pluma. Dicen las gentes del país que no se recorren aquellas calles sin peligro, que el vino y el amor son pendencieros, que es vario el humor de razas que junta sólo el placer breves instantes, y que la curiosidad tiene allí, algunas veces, castigo muy superior al pecado venial cometido, yendo tras el conocimiento de costumbres que sólo se distinguen en las diferentes latitudes del mundo por el escenario y la forma con que las decora la idiosincrasia especial de cada pueblo. Y si de aquellos antros, donde se mueven figuras tan extrañas y tipos tan distintos, iluminados, en salas desmanteladas de mueblaje sucio y raído, por candilejas y velones, donde alternan la india mexicana de cara aplastada, ojos velados y tristes que recuerdan los rasgos fisionómicos de la raza amarilla y especialmente del pueblo chino, con negras de labios carnosos y caídos, mulatas de ojos avispados y labios rojos y concupiscentes, cuarteronas y blancas solicitando favores con las ansias de la miseria y el vicio, se pasa al teatro Tacón en días de beneficio, numerosísimos allí, que todos los motivos son buenos para ejercer actos de caridad ó filantropía en la sociedad culta y humanitaria de la capital de Cuba, nótase la sacudida de una transformación tan radical que el ánimo parece recrearse en aquella atmósfera tibia y perfumada, en aquella sala llena de luz y mujeres hermosas, lujosamente ataviadas, luciendo escotes soberbios, de aquellos que desafían á la maledicencia cuando duda si los esconde el pudor ó la fealdad. Desde un palco platea á que me invita la cordial y ostentosa hospitalidad de un amigo, recreo la vista mirando la finísima traza de la platea, cómoda, holgada y elegante, los palcos quizá un tanto pequeños, especialmente los proscenios con relación á la capacidad del teatro, el adorno sobrio y bien entendido, la iluminación espléndida y bien repartida, el aire entrando por las aberturas cerradas sólo con persianas, pero, aun así, habiendo en la sala intenso calor, el teatro lleno, las partes altas con gente de color, mulatos especialmente, que aplauden de manera estruendosa un drama titulado «La mulata», en cuya trama romántica figura como heroína una mujer de color, víctima de blancos viciosos y criminales; en los palcos y platea señoras irreprochablemente vestidas, dominando las morenas, de ojos grandes, encantadores, y cabellos negros, tan negros como los tienen únicamente aquí los que usan ó abusan de la química, y caballeros con frac ó smoking, elegantes y atentos con las damas, á las cuales obsequian con dulces y flores. A última hora y á la salida de los teatros, la buena sociedad cubana cena en los restaurants del Parque y calles anejas, cuyo servicio es esmerado, ó toma helados y chocolates en los cafés y cervecerías, hasta que los tranvías del Cerro y el Vedado y los carruajes de particulares, en hora avanzada de la noche, van desapareciendo del Parque, que recobra la tranquilidad perdida durante las últimas horas de la tarde y primeras de la noche. [Ilustración] Y ya que he citado el Cerro y el Vedado, centros de veraneo de los habaneros, algo he de apuntar aquí, aunque no tenga, especialmente el Cerro, fisonomía propia que lo distinga de otras calles excéntricas de la capital de Cuba, como no sea por su caserío más suntuoso y sus jardines tropicales, donde reside ó mejor residía la sociedad más selecta de aquella ciudad, y se daban fiestas brillantísimas, cuando el dinero abundaba y decía la gente que la Habana era una de las ciudades más ricas del mundo. Quizá la fisonomía borrosa de hoy, en calle no muy ancha, polvorienta y llena de baches, cuyo eje sigue un tranvía de coches reviejos y descoloridos, lanzando los vehículos que la cruzan oleadas de polvo que dan á las fachadas, ya descascarilladas, apariencias de pobreza y suciedad, presentaba entonces signos de mayor grandeza, grandeza que hoy se oculta en el fondo de las quintas y en los jardines verdaderamente espléndidos, en que la palmera real y el cocotero alzan sus troncos y sus palmas por encima de las azoteas, como muestra de la fecundidad asombrosa del suelo y el clima de la grande antilla española. Una visita hecha á una familia habanera distinguidísima que habita en el Cerro, me permitió echar una rápida ojeada al interior de aquellas casas. Tiene la fachada fisonomía italiana, algo que recuerda las casas de Pompeya reconstruídas; breve pórtico facilita el paso á un vestíbulo grande, limpio, que sirve de entrada á las habitaciones y de cochera, que alineados están allí tres carruajes, cubiertos y enfundados. El criado, que va en mangas de camisa, me guía á una de las habitaciones que da al jardín, y como la señora no me espera ni me conoce, me da tiempo para escudriñar la estructura de la casa, de habitaciones espléndidas por su holgura y limpieza; techos elevadísimos que enseñan sin reparo sus cabrios desnudos de madera finísima, con sus bovedillas enlucidas como las paredes, blanco todo y reluciente, contrastando con el verde intenso de las persianas que cubren todas las aberturas, dejando al aire del jardín ancho espacio para circular por las habitaciones amuebladas con sillas y sillones de rejilla, cómodos, ligeros, apropiados al clima, adornadas las paredes con grandes cuadros de afamados pintores, abundando los muebles de maderas ricas, patrimonio de los bosques cubanos; cómodas, armarios, anaqueles, marcos ostentosos de espejos biselados, pero pegado todo á las paredes, sin consentir que el aire halle en las habitaciones obstáculos para circular libremente, y dando al conjunto una fisonomía un tanto fría para los que estamos acostumbrados á ver salones alfombrados, cuajados de muebles, con sillas y sillones tapizados, abundando los contornos suaves, redondos, blandos, que constituyen una base de _confort_ completamente distinta de la indumentaria propia de los climas tropicales. Terminada la visita, echo una rápida ojeada al barrio, y mientras espero el tranvía que me ha de conducir al hotel, por casualidad topo con una pareja de negros, un Tenorio y una Menegilda que sin preocuparse de mi venida, entablan el más interesante coloquio. Es difícil dar con un negro más asqueroso: bajo, rechoncho, con la cara pustulosa; ella, fea también, sucia, mal vestida, con la cara sebosa y reluciente que adornan labios carnosos, violáceos y profundamente agrietados. La chica se dolía de que se atreviera á pararla un hombre que no conocía; el negrito no parecía preocuparse de los lamentos de la joven y bastaron pocos segundos para desarrollar, con frase brevísima, su atrevido pensamiento. Ella no se dejaba convencer, la faltaba la presentación previa: «pero hombre, si yo no le conozco á usted... ¡usted qué se figura! ¿acaso me detengo yo con el primero que pase por la calle?... vaya usted á trabajar, hombre, vaya usted á trabajar...»; y él, apurado ya, respondió: «pero, mujer, ¿cómo es posible que no sienta usted lo que siento yo por usted, si me estoy muriendo por usted?» y los ojos del negrito relucían como carbones encendidos, sin poderse convencer de que las ansias que sentía no lograran vencer los rigores de aquella Venus que había inspirado pasión tan honda al atrevido mancebo. La negrita, contrariada, aguantaba á pie firme la rociada amorosa; el Tenorio no parecía haber agotado sus argumentos, y como el tranvía no había de esperar la terminación de aquella escena idílica para continuar su carrera, allí quedó mi pareja amartelada, terminando el prólogo de la comedia ó drama amoroso. Tampoco deben buscarse, en la capital de Cuba, edificios arquitectónicos suntuosos, catedrales de traza holgada, iglesias ricamente decoradas, edificios públicos elegantes, jardines grandes y bien dispuestos, porque se perdería lastimosamente el tiempo. La Habana no tiene la pretensión de ser una ciudad monumental; todo lo que hay en ella notable se ha de estudiar en su historia y en su trabajo, historia que es la de la patria española, como suyo es el desenvolvimiento de su riqueza que hemos arrancado con nuestros brazos y nuestra inteligencia del suelo cubano. Pero hay en el recinto de la ciudad páginas tan hermosas de nuestra historia, que sería desdén criminal pasar por la Habana sin leerlas. Descansan en su catedral las cenizas del hombre que escribió la página más gloriosa y más pura de la historia de la humanidad. En modestísima plaza porticada, cuyo nombre no recuerdo, mirando á la calle de Empedrado, levántase, sobre breve escalinata, la catedral de la Habana. Su fachada gótico-latina de piedra sillar ennegrecida, en cuyos paramentos y entre columnas pareadas hanse abierto desnudas hornacinas; flanqueada por dos torres de escasa altura, con ancha y holgada puerta central y dos laterales más pequeñas y simétricas, dan al conjunto un aire de pobreza que recuerda las iglesias de los antiguos conventos españoles. No presentan mayor grandeza las naves en su traza y sus alzados; las líneas correctas de sus arcos y columnas resultan frías, los altares pobres, nada hay allí que distraiga la atención de un modesto mausoleo que lleva al pie esta leyenda: «¡Oh restos é imagen del grande Colón! Mil siglos durad guardados en la urna, Y en la remembranza de nuestra Nación.» mirando al altar mayor y á la izquierda del presbiterio, un retrato orlado sostenido por una especie de zócalo en que están esculpidos anclas, cables, y un reloj de arena en que se apoya la leyenda, es cuanto recuerda al viajero que allí, según dicen, descansan las cenizas del gran Almirante, cuya grandeza no cabe en el mundo. [Ilustración] Allí estuve largo tiempo contemplando aquella urna funeraria que guarda los despojos de nuestra gloria más pura, recordando nuestra larga historia colonial, nuestras conquistas, nuestros héroes, sombras y penumbras del pasado, manchas de un sol que no se apagará mientras el mundo exista, dejando en el espacio la estela luminosa de las leyendas españolas. Y ante aquellas cenizas venerandas, mi frente inclinóse reverente, que después de Cristo, no ha cabido á ningún sér humano más alto destino, ni misión más santa, que Colón trajo al mundo, en su cerebro, la semilla de nuevas civilizaciones cuyo desenvolvimiento vasto y fecundo no es capaz de abarcarlo, en su conjunto, el entendimiento humano. Y al ver allí una corona, que una augusta dama española dejó al pie de aquel mausoleo, y las banderas y estandartes de la flotilla de carabelas que vista de lejanos mundos debía parecer fantástico espejismo que reproducía, al cabo de cuatro siglos, aquella epopeya gloriosa de Colón y los Pinzones flotando aún sus imágenes imborrables sobre las olas del mar, yo no puedo pensar, sin desfallecimiento de espíritu, qué pecados de raza se cometieron en México, en Chile, en el Perú, en las Indias del Oeste para que nuestro dominio de aquellas inmensas tierras se convirtiera en causa primera de nuestra decadencia, mientras triunfan y prosperan pueblos que han aportado al Nuevo Mundo ideas de exterminio, de usurpación, que fusilan sin compasión al indígena, al que embrutecen primero, para herirlo con mano más segura después, persiguiéndolo á muerte hasta las praderas y los arenales más remotos de los desiertos americanos. La ley de Indias que amparaba con cristiano anhelo al indígena, que respetaba sus tierras, sus mujeres y sus hijos, contra las demasías, las soberbias y las ambiciones del colono, no logró respetos de naciones que deberían inclinar su cabeza ante nuestra raza humana y colonizadora. Y cuando vi tanta gloria iluminada sólo por la luz filtrada por mezquino ventanal, y vino á mi memoria el Capitolio majestuoso de Washington, con sus cúpulas soberbias, y la tumba de Juárez, la catedral, y los palacios de México, y recordé las fiestas colombinas en que España, la patria del gran descubridor, hizo modestísimo papel, mi espíritu no supo hallar la razón de tantas tristezas, y mi corazón y mi sangre se rebelaron contra las injusticias de los hombres y las crueldades del destino. De aquel vasto imperio colonial en América, no nos queda ya más que Cuba y Puerto-Rico, dos joyas valiosísimas de aquella corona ceñida durante tres siglos por los Reyes de España, y que no la tendrá ya igual ningún potentado de la tierra; y si por ley fatal de la suerte hemos de perderlas también, si no hemos de aprender jamás, ya que sabemos conquistarlas y civilizarlas, como se administran las colonias, no consintamos siquiera que los restos de Colón, si están allí realmente, se pierdan también para España, mostrando así al mundo que podemos perderlo todo menos el amor á la tradición y á las glorias de la patria. Salí de la catedral con la pesadumbre de las grandezas extinguidas, de algo que vibra en el cerebro ardiente y poderoso, y se apaga inclemente en el frío del medio en que se habita cuando nada responde á los entusiasmos de la vida. Y al ir camino de la Plaza de Armas, al terminar la calle del Obispo, doy con un alegre square, lleno de flores, plantas y palmeras tropicales, rodeando una estatua de Fernando VII que distrae mi atención, harto entretenida con tristes recuerdos, y en él hallo el palacio del Gobernador general, vasto edificio de arquitectura moderna, con bajos porticados y arcos de medio punto, cuyos machones, adornados con pilastras rematadas con sencillísimos capiteles que sostienen larguísimo balcón que vuela sobre la plaza, y á su vez sirve de base á modestas columnas sobre las que va un friso sencillo rematado por un reloj de torre. Frente al palacio un templete histórico atrae la vista del viajero, templete erigido á la memoria de Colón por ser el sitio donde se celebró por vez primera en la isla de Cuba el santo sacrificio de la misa. [Ilustración] En 1519 una ceiba arrogante ocupaba el sitio del templete, y á su sombra erigióse el primer altar á Dios, invocado por Colón al tomar posesión del continente americano. Su arquitectura nada recuerda. El autor de la obra no supo dar al monumento el sabor de la época y de la localidad; quizá más que un edificio mezquino habría sido natural perpetuar la ceiba, continuar la tradición, buscar algo en la arquitectura mexicana, en la choza india, ¿qué sé yo? algo que no fuera un edificio banal y pobre arrancado al arte europeo. Me limito, pues, á recordar el bronce que perpetúa fechas y crónicas de la historia del descubrimiento, cuya leyenda dice así: «Reinando el Señor Don Fernando VII, siendo Presidente y Gobernador don Francisco Dionisio Vives. La fidelísima Habana, religiosa y pacífica, erigió este sencillo monumento decorando el sitio donde el año 1519 se celebró la primera misa y cabildo; el Obispo don Juan José Díaz de Espada solemnizó el mismo Augusto Sacrificio el día 9 de marzo de 1598.» Y al acabar de leer lo que acabo de apuntar, sin querer, me pregunto qué hacen allí los nombres del Rey don Fernando y del Gobernador don Francisco Dionisio Vives, personas muy respetables ciertamente, pero que quitan carácter de época al recuerdo y que nada tienen que ver con el descubrimiento de América, siendo verdaderamente sensible que haya personas que busquen notoriedad á la sombra augusta de la historia y que, las generaciones que las suceden, consientan este tormento á los que vamos á visitar lugares sagrados, llevando en el corazón el piadoso recuerdo de los azares, las luchas, las alegrías y las tristezas de la patria. Y como el día no fué afortunado, hallando en todas partes motivos de tristeza, apunto aquí, para que todo responda á mi humor endiablado, recordando aquel bronce que da á la Habana el dictado de _pacífica_, los siguientes datos que me comunica un amigo, conocedor de las condiciones de la ciudad bajo el punto de vista de su seguridad y defensa. Rodean la Habana una serie de fuertes, unos que protegen la entrada de la bahía, y son el castillo del Morro y el castillo de la Punta, que cruzan sus fuegos y hacen sumamente peligroso el paso de la boca del puerto á una flota enemiga. Defiende también la bahía el fuerte de La Cabaña, que puede estar guarnecido por cuatro mil hombres. Las baterías de La Cabaña y La Pastora, con su batería de los Doce Apóstoles, están armadas con 245 cañones, emplazados á flor de tierra y con arreglo á las necesidades de la táctica moderna. Al Este de la ciudad y á una milla de la misma está el fuerte núm. 4, y al sudoeste la Torre de Cogimar. Bastan, según opinión de los inteligentes, los 650 cañones emplazados en varios fuertes y especialmente en el del Morro, La Cabaña y los fuertes del Príncipe y de Santo Domingo de Atarés para arrasar la ciudad en muy pocas horas, mientras las baterías de la Pastora y la de los Doce Apóstoles mantendrían en respeto los fuegos de una flota enemiga. Los fuertes de San Nazario, de la Plaza, Santa Clara, La Chorrera y la Torre de Banes completan un circuito de hierro, que no responde á la idea de aquella lápida, y que recuerda, en cambio, revueltas pasadas, guerras civiles, odios de raza, ambiciones mal refrenadas, futuras complicaciones internacionales, un mundo de problemas que deberían madurar, con su estudio y resolución, nuestros hombres de Estado, infundiendo á nuestro pueblo ideales nuevos, conceptos claros del estado social y político en que vivimos, algo de la realidad obscurecida tras falaces políticas y derechos engañosos, enseñándole, á la vez que los derechos, el deber de ser justos, fuertes, sobrios y respetables. Si así lo hiciéramos, los cañones del castillo del Morro y La Cabaña serían sólo signos de soberanía, que la integridad de la patria estaría sólidamente asegurada con el amor á la Metrópoli de nuestros hermanos de Cuba. Los edificios públicos de la Habana [Ilustración]Ingrato sería si olvidara la hospitalidad cubana. Hallé en la Habana tanta consideración y tanto afecto, amistad tan cariñosa y cuidado tan exquisito, tanta solicitud para que no enfermara y tan buen consejo para evitar posibles contagios, que parecíame vivir en familia, entre hermanos queridos, ansiosos de mostrarme su consideración y su afecto. Y no se crea que se pecara allí de exageración que empalaga y de timidez del que ignora, que no hubo escondrijo que se me ocultara, ni aun los de carácter macabre, en hospitales y escuelas, en cementerios y morgue que no cabía en las distinguidas personas que me acompañaban, catedráticos de la Universidad de la Habana y de la Escuela de medicina, doctores de fama y médicos del hospital de Nuestra Señora de las Mercedes, miedos irreflexivos; atentos sólo á mostrar al forastero como se cultiva la ciencia en la Habana y se procura ensalzar el nombre de España en las colonias. La visita á la Universidad procuróme la honra de ser presentado al señor Rector y á los señores Decanos de las facultades allí establecidas, quejosos de la falta de un buen edificio y de museos y colecciones dignos de la capital de Cuba. Yo no sé si aquel caserón fué convento, pero lo que sí se ve, á primera vista, es la falta de condiciones que tiene para servir de centro docente, en la ciudad más importante y rica del archipiélago antillano. Y lo peor es que cuantos esfuerzos y gastos se hagan para mejorar aquel edificio goteroso, presentando al aire libre sus cuchillos de armadura de formas enrevesadas antiquísimas, sus aulas pequeñas y obscuras, sus museos pobres y mal acondicionados, será dinero tirado, sino se empieza por derribar todo lo existente, y levantar, con recursos copiosos, lo que ha de ser la mejor gala del elemento inteligente é ilustrado de la Habana. No puedo recordar sin terror el anejo de la cátedra ó sala de autopsias de la Escuela de Medicina; ancha mesa de mármol rodeada de extensa gradería de madera, cubierto todo por una armadura de tirantes, pendolones, y riostras de viejos moldes, entrando por ella luz vivísima, en aquel lugar de tristezas, donde la ciencia busca los secretos de la vida en la obra obscura y miserable de la muerte, constituyen la sala donde se aprende como funcionan las vísceras del cuerpo humano, vencidas en la lucha por la existencia, traidora y tristemente. Y al salir de allí, en estrecha alacena de madera blanca, formando doble anaquel, tendidos, con los miembros entumecidos, los cuerpos rapados, la cabeza afeitada, obra de navaja tosca, que profana sin escrúpulo ni misericordia, dos cadáveres desnudos yacían en aquel antro, el de un negro y el de un blanco, esperando la acción irreverente del bisturí que diseca, de la ciencia que analiza, de la mano inhábil que aprende en carne muerta las palpitaciones, el funcionamiento, y el equilibrio de la vida. Fácil sería pintar aquí, disecar también con la pluma lo que vi y tengo aún grabado en la memoria, como si aquellos cuerpos rígidos, aquellas muecas horribles, aquellos coágulos de sangre, hubieran dejado en mi cerebro la fotografía imborrable, con todas sus manchas y colores, de la espantosa obra de la muerte. Aquella terrible visión necesitaba un momento de descanso, y aunque parezca extraño, halléle consolador y efectivo en el hospital de Nuestra Señora de las Mercedes. Situado en los extremos de la ciudad, en sitio elevado, hermoso, que domina el campo y el poblado, aquella mansión, más que lugar de dolor parece quinta de inválidos donde hallan refugio y amor los ancianos y los desvalidos. El catalán halla en aquella santa casa el espíritu de la patria pequeña informando todo el servicio del hospital. Las hermanas son catalanas y como tales dignas hijas de la patria del trabajo y del amor al prójimo. No he visto en parte alguna hospital más limpio y más hermoso, formado de pabellones independientes, con grandes aberturas, por donde entra el aire aromatizado de los jardines y patios, vasto arsenal de aire puro, constantemente renovado, que oxida todas las impurezas sin dejar rastro en parte alguna de mal olor y suciedad. La botica es un local lujoso, vasto y limpio; la iglesia sencilla y elegante; la cocina grande, repleta de comestibles de primera calidad, capaz para un servicio intensivo; los jardines están llenos de árboles, arbustos y flores hábilmente distribuídos, la luz entra en todas partes alegrando aquella mansión de tristezas, y el personal, orgulloso de contribuir á obra tan santa, cuida á los enfermos con cariño fraternal. También pasó por allí la ciencia médica con todos sus refinamientos: el enfermo deja en la puerta su ropa inficionada, que pasa á la estufa, adquiere ropa limpia y propia de un enfermo, y al salir vuelve á hallar su traje limpio y aseado en el compartimiento correspondiente, después de haber tomado baños y duchas, si los ha menester, en local apropiado y provisto de los aparatos hidroterápicos pregonados por la higiene y adoptados por la ciencia. El que visita aquel hospital no puede impresionarse: sus corredores anchos y ventilados, su aire puro, la luz dando á todas las habitaciones tonos de alegría, los árboles y las flores que saludan al enfermo desde los patios acariciados por la brisa del Atlántico, no dejan al espíritu tiempo ni vagar para que ahonde en las tristezas de aquellos seres que estoy viendo aún; y entre ellos: mísero convaleciente de fiebre amarilla arrancado á la muerte en hora de crisis tremenda, triste maníaco de luenga barba, cabeza de estudio de viejo que lleva en su cráneo esculpidas huellas de hondas desdichas; mujer que la fiebre atosiga y sueña quizá con vida próspera y dichosa; tísico que muere lentamente entre flores que ilumina el sol ardiente de los trópicos... ¿qué sé yo? seres que la caridad ampara, la ciencia estudia y la religión consuela, qué habrá difícilmente para aquellos desgraciados mayor lenitivo y alegría que el que proporciona al enfermo y al desvalido el hospital modelo de la Habana. Del hospital al cementerio el tránsito no ha de parecer estrafalario, y sin cuidarnos de dar largo rodeo por camino de travesía, en pocos minutos me guían mis buenos amigos al cementerio nuevo de la Habana. El sol ya declina cuando llegamos al pórtico ostentoso que da acceso á aquella ciudad de los muertos, llena de monumentos, de estatuas, de cruces, de epitafios... recuerdos de familias, de catástrofes, de odios políticos, de la gran masa anónima que sólo ampara la cruz augusta extendiendo sus brazos amorosos sobre blancos y negros, sobre pecadores y justos, ricos y pobres, iguales todos en el seno de la muerte. El cementerio de la Habana contiene páginas tristísimas de nuestra historia colonial; una sola, la más cruenta, borra de mi memoria el recuerdo de los bomberos que murieron heroicamente en un incendio horroroso perpetuado en un mausoleo digno del patriotismo y la piedad del pueblo cubano, y me fijo únicamente en el monumento que los estudiantes habaneros dedicaron á los niños fusilados, en hora inclemente, por haber profanado la tumba de un español, el periodista Castañón, asesinado alevosamente en New-York por un insurrecto cubano. Si fuera posible arrancar del libro que narra las luchas de la guerra civil en Cuba la página de aquellas horas de frenesí patriótico, si aquellas piedras que conmemoran un hecho que llorarán siempre amargamente españoles y cubanos, pudieran transformarse en monumento de perdón en que cupieran los nombres de vencedores y vencidos, glorificados todos por el valor ostentado y el sacrificio de la sangre derramada en ambos campos, la humanidad entera podría regocijarse de un olvido que cuadra bien al temperamento cristiano y caballeroso de españoles y cubanos. Yo de mí sé decir que salí de aquel cementerio hondamente afligido, hallando en mi corazón igual acogida víctimas y matadores; y rogando á Dios que ilumine á los pueblos y les preserve de los arrebatos de las pasiones que dejan en el corazón y la conciencia huellas amargas, que sólo suaviza el cumplimiento del deber patrio hondamente sentido y con justicia realizado. Al salir del cementerio, el crepúsculo vespertino da al campo cubano un verde intenso, obscuro, radiando oleadas de aire caliente, de olores extraños que no logran distraer mi atención entristecida. A los pocos minutos atravesamos el paseo de Jesús del Monte, lleno de tranvías y carruajes, pasamos por delante de la Pila de la India, que domina un hermoso boulevard, y entramos ya en el Parque, en hora regocijada, cuando la población sale á respirar la brisa del mar, y se confunden en el jardín todas las razas y todos los colores, dominando, tronando con sus atractivos, la criolla y la mulata, frutos hermosos de la grande Antilla española. En el Parque, punto céntrico de la ciudad, y junto al hotel de Inglaterra, tiene el comercio de la Habana establecida la central de bomberos. Montan constantemente la guardia, en la puerta principal, dos caballos tordos, de raza percherona, robustos, relucientes, rellenos del tejido adiposo que cría una alimentación sana y una vida tranquila y sosegada, colocados simétricamente al eje de la bomba de vapor, dispuesta siempre á acudir con rapidez al punto incendiado. La bomba de vapor, de tonos encarnados, con su chimenea metálica de líneas elegantes, su hogar cargado y dispuesto para aumentar la tensión del vapor en la caldera, siempre calentada por medio de una manga que pone en comunicación la caldera de la central con la de la bomba, los collares suspendidos y colocados á ambos lados de la lanza del carro, los caballos ya enjaezados y dispuestos, la vigilancia incesante y exquisita, todo revela el cuidado y la previsión con que se atiende en la Habana el servicio de incendios terribles como en parte alguna, por la condición de los edificios, la naturaleza de las mercancías de fácil combustión y gran riqueza almacenadas en los muelles y depósitos comerciales, y la frecuencia de vientos huracanados que en días de incendio podrían causar la ruina de la Habana. El servicio de señales, las bombas de vapor y de mano, las herramientas y los utensilios, las camillas y los botiquines, imitación, ó mejor, reproducción del material empleado en los Estados Unidos, no puede ser más perfecto, siendo para los jefes y encargados de las maniobras motivo de singular complacencia, el enseñar á los forasteros una de las joyas más preciadas del servicio público habanero. Acompañóme á la central el médico de los bomberos, don Antonio de Gordón, hallando allí una acogida tan simpática y cortés que no es para olvidada. En pocos segundos púsose la central en movimiento, simulóse la señal de incendio, agitáronse los caballos de guardia, soltáronse automáticamente los ronzales, colocáronse los caballos, amaestrados en esta maniobra y sin instigación alguna, al pie de la lanza, cayeron los collares suspendidos sobre aquellos animales y cogió el cochero las bridas; bastando trece segundos para salir la bomba con todo el material y personal necesario y acudir al sitio en que estallara el incendio simulado. Con el aturdimiento que produce la agitación y el desplazamiento de los caballos, la sonería en vibración, el personal ocupando sus puestos, aquel desorden, ordenado en tan pocos segundos, produce el efecto de la instantaneidad, pareciendo imposible que pueda evitarse el atropello de los muchachos que contemplan embobados una maniobra tan repetida en la puerta de la central, y que produce el efecto deslumbrador de todo lo aparatoso y adornado con colores vivos y brillantes. Enseñóseme el material prolijamente, la división de la ciudad en cuarteles, los empalmes eléctricos con los centros de alarma, el esquema de señales y una multitud de cosas, vistas con ojos de profano, pero curiosas, nimias, interesantes, como todo lo que guía directamente á la perfección de un servicio humanitario que entusiasma á tantas gentes hasta sacrificar la vida por la existencia de un desconocido, por la hacienda que no rinde beneficio, en nombre todo de un deber voluntariamente contraído y de la caridad noblemente ejercitada. En estos tiempos de egoísmos feroces y bajas pasiones, es un consuelo hallar en el camino de la vida y en lejanas tierras, ejércitos guiados únicamente por el deber, ejércitos que buscan al que está en peligro y le socorren con exposición propia, que salvan la hacienda ajena sin ánimo de compartirla, obrando con abnegación y desinterés. ¡Dichosos los que ejercitan virtudes tan santas! ¡Dichosos los que nos enseñan con su ejemplo cómo se ama al prójimo y se cumplen heroicamente los mandamientos de la ley de Dios! Acepten, pues, los bomberos de la Habana, mi respeto y admiración, que consigno gustoso en estas páginas, debidos á sus relevantes servicios y heroico comportamiento. A pocos pasos de la central de bomberos se halla el Centro Asturiano. Dominan en la isla de Cuba tres elementos peninsulares: el asturiano, el gallego y el catalán, pero hay que confesar que las grandes iniciativas, el _leader_ de la isla, el que impone su criterio, bulle y se agita, es el asturiano. No sé á punto fijo el número de colonos que tiene Asturias en Cuba; lo que si puede asegurarse es que las pequeñas industrias y los comercios más ricos están en manos de los hijos del Cantábrico, que, siendo en gran número, España puede contar con su patriotismo, que los que iniciaron la Reconquista en los altos montes de Covadonga no han de perder en Cuba la reputación de valientes, tenaces y sufridos que conquistaron en la península y que escribieron con tinta indeleble en la historia de España. Forman los asturianos en la Habana una legión nutrida y compacta. Pobres y ricos mantienen el tacto de codos que da fuerza al individuo y á la comunidad, y levantaron la casa _pairal_ en el mejor sitio de la Habana, con una ostentación y riqueza capaces de atestiguar, de decir en síntesis expresiva: _somos aquí los primeros y los mejores_. Ni en los Estados Unidos, ni en parte alguna, he visto un Club montado con mayor riqueza, que maneje más cuantiosos ingresos y que haya sabido organizar con mayor tino un establecimiento que proporciona solaz á los ricos, educación é instrucción á los niños y amparo y protección á los pobres. No puede ambicionar, quien no sea un magnate, salones más espléndidos y mejor decorados; no puede pedir el aficionado á la instrucción clases mejor montadas, donde se enseña en lenguas y matemáticas cuanto necesitan las clases dedicadas al comercio, ni el que quiere divertirse, sin olvidar á los que padecen, mejor pan, medicina y consejo que el que da el Centro Asturiano á los hijos del Cantábrico que no han sabido hallar en los campos de Cuba vida independiente y hogar libre de las tristezas del que sufre los rigores de la miseria. Fuimos al Centro asturiano unos cuantos catalanes de los que nos reuníamos todos los días en el hotel de Inglaterra, acompañados por don Rosendo Fernández, comisario en Chicago, representante de la isla de Cuba y vocal activo é inteligente de la Junta del Centro. Acogidos en aquella casa como amigos, iluminados y engalados los salones para que pudiéramos apreciar todas sus bellezas, examinadas detenidamente las obras de arte que adornan la biblioteca, la sala de Juntas y el salón de baile, centro de primores y buen gusto, tanto en su hermosa columnata como en los espejos, muebles, lucernas y luces de paramento, realzado todo por los colores del solado de mármol y los tonos delicados de las paredes, sobria y artísticamente pintadas, siendo sólo de sentir que aquel salón inmenso esté cortado en ángulo recto, siguiendo las líneas de la manzana, con un teatro en el vértice en forma de chaflán, recargado de ornamentación en su boca de escenario, desentonando algo, pareciendo nota chillona en aquel concierto de harmonía que existe entre todos los elementos que constituyen el salón principal del Centro asturiano de la Habana. Siento no recordar los nombres de las personas que obsequiaron aquella noche á la pequeña colonia de Barcelona, para enviarles, en nombre de todos los favorecidos, un recuerdo de gratitud. Aquí, con ser Barcelona una ciudad que no se asusta de una cifra más ó menos pomposa, cuando sepa que el Centro asturiano tiene un presupuesto anual de más de 100,000 duros para atender á su casa, á sus niños y á sus pobres, fuerza será confesar que no ha llegado la capital de Cataluña á poseer un elemento de distracción cuyo _confort_ no tiene aquí igual, ni parecido, hermanado con un pensamiento piadoso y patriótico, que donde halla el pobre protección y amparo, la patria encuentra siempre brazos que la defiendan y labios que la bendigan. Cuatro casas de salud, «La Benéfica», «Garcini», «Quinta del Rey» é «Integridad Nacional», con un presupuesto anual de 40,000 duros, están mantenidas por el Centro asturiano; casas en donde hallan albergue y salud ó consuelo y piadosa sepultura unos cien enfermos á manutención diaria. No basta aún esto: la sociedad ampara también á los pobres vergonzantes, á los que repugnan la promiscuidad tristísima del hospital, y les da asistencia médica y medicinas gratis en las farmacias más importantes de la ciudad. Ahora piensa aquel Centro construir una gran casa de salud, un gran «sanatorium» para los pobres y los desvalidos, testimonio del ferviente amor que las clases ricas de Asturias sienten por sus hermanos de Cuba. Y ya en camino para conocer los centros de instrucción con que cuenta la isla, acompañado galantemente por don Francisco Vidal, catedrático de paleontología de la Universidad de la Habana, visité el Real Colegio de Belén, dirigido por los Padres de la Compañía de Jesús que allí, como en todas partes, prestan á la causa de Dios y de la sociedad el concurso de su saber y su inteligencia. Tenía para mí aquella casa singular atractivo que no podía olvidar, como no olvidan cuantos dedican su atención al desenvolvimiento de las ciencias, el concurso que presta el observatorio de la Habana á la meteorología endógena y exógena del mundo, desde que lo dirigió el padre Viñes, el incansable meteorólogo, el que pedía limosna en nombre de la ciencia á los comerciantes de la Habana para publicar sus hojas y sus cartas, sus folletos y sus libros, comprar instrumentos, montar los aparatos de sismografía y sismometría, ponerlos en estación y pagar al mundo sabio, tan desdeñado en España, la contribución honrosa de su concurso, enalteciendo así el nombre de la patria, el de la Compañía de Jesús y el de sus generosos protectores. Yo siento no poder insertar en estas páginas los nombres de los comerciantes habaneros que han ayudado al Padre Viñes en su obra; que aunque el hombre de negocios viera en la obra del ilustre jesuita, tras la idea fecunda la utilidad recabada, no pidiendo á los hombres más de lo que puede dar la naturaleza humana, aun así y como ejemplo, citaría gustoso aquellos nombres, para que Barcelona viera que en otras partes y en territorio patrio, se realiza holgadamente lo que aquí sólo ha podido esbozarse, en la Real Academia de Ciencias y Artes, gracias á la munificencia, nunca bastante agradecida, de nuestras corporaciones populares. También he pedido yo limosna aquí en nombre de la ciencia, pero con éxito escaso ó nulo, mas no importa el resultado á quien está dispuesto á igual prueba cuantas veces sean menester, guardando sólo en su corazón este desengaño con el dolor que no afecta á su humilde condición, si no á la creencia de que estamos aún muy lejos de los entusiasmos que levantan el espíritu público y preparan los hombres y las multitudes á grandes empresas dignas de España. Vi en el colegio de los jesuitas cuanto revela la tradición de personas avezadas á montar, organizar y desenvolver el difícil servicio de la enseñanza; museos copiosos y bien clasificados, colecciones bien entendidas, gabinetes ricamente dotados; pero, en los altos del edificio, en el observatorio, falta ya el espíritu vivificador del Padre Viñes, falta el entusiasmo del que convierte el servicio en un culto, del que ve á Dios en todas partes y cree hallarse más cerca de Él cuando busca é interpreta sus leyes augustas, cuando siente palpitar la tierra en el sismómetro, cuando sigue la nube é investiga donde se halla el vórtice del ciclón, cuando combina elementos directos ó comunicados para la predicción del tiempo del día siguiente, cuando acumula paciente los elementos estáticos y dinámicos de la atmósfera para descubrir la síntesis hermosa y espléndida de las leyes de los meteoros, pensando siempre en el fin, que escapa hoy á la inteligencia humana y que habrá hallado el Padre Viñes, sin duda alguna, en un mundo mejor, premio de sus virtudes, su ciencia y su abnegación. Continúe pagando el observatorio de los Padres Jesuitas de la Habana la contribución debida á la ciencia, que honrará así la memoria del que fué gloria purísima de la meteorología española. Al día siguiente salí temprano del hotel, en día cubierto del mes de noviembre, atravieso el Parque y por la calle del Obispo me dirijo al muelle de Luz en busca del Ferryboat, que atraviesa la bahía en pocos minutos, atraca junto á la estación de Regla, subo en el Pullman correspondiente y bajo poco tiempo después en Guanabacoa, casi suburbio de la Habana, para visitar el colegio de los Padres Escolapios, dirigido por el P. Muntadas. La calidad de catalán es una credencial que abre todas las puertas de la casa; el P. Muntadas, que estaba enfermo, tuvo la galantería de recibirme, de hablarme de una porción de cosas que embellecía su palabra fácil y sencilla, y de expresarme su pena por haberle impedido el mal estado de su salud visitarme en la Habana, como deseaba. Agradecí, como pude, tanta bondad, y guiado por dos Padres hijos de Cataluña, recorrí detenidamente el colegio de Guanabacoa. No tiene aquella casa apariencias de edificio moderno; su claustro central cuyo patio adornan plantas tropicales, sus paredes desnudas y enjalbegadas, su ornamentación modesta y anticuada dan al conjunto del edificio aire de convento levantado en tiempos medioevales. Pero en cuanto se recorren las salas de museos, laboratorios y gabinetes de enseñanza, y se fija la atención en los aparatos é instrumentos del gabinete de física y en el laboratorio de experiencias químicas, en las colecciones de animales y plantas disecados, en los elementos petrográficos, minerales, rocas y fósiles, se ve fácilmente que el espíritu científico moderno ha entrado por aquellas puertas, para mantener en su punto el crédito de la enseñanza que han enaltecido siempre los hijos de San José de Calasanz. Los dormitorios, espaciosos y bien dispuestos; el comedor limpio y ventilado; el gimnasio, la piscina, el patio de recreo, elementos que se han ido creando á medida del crecimiento de la casa y el favor del público: la capilla, el salón de actos académicos, en cuyo fondo hay un teatro destinado al recreo y á la educación de los colegiales, forman un conjunto harmónico que revela la manera de desenvolverse la enseñanza en aquel centro de educación científica, moral y religiosa. Las celdas de los Padres se hallan en la parte alta del edificio. Desde ellas, y estando las puertas abiertas, con vistas al patio central, se abarca el conjunto de una galería de arcos adintelados, sostenidos por pies derechos de madera y una barandilla sencillísima que los enlaza, que recuerda las casas de campo catalanas, estando esa ilusión sostenida entonces por cuanto me rodeaba, y especialmente por la lengua empleada, y que me parecía dulcísima, en lejanas tierras, esa lengua catalana que tantas veces he juzgado, con perdón sea dicho de los catalanistas, ruda, áspera y concisa en demasía. Los Padres, casi unos muchachos, que hacía poco tiempo habían salido de Barcelona, apenas aclimatados, sufriendo los rigores de aquel clima inclemente, recordaban con las ansias de la nostalgia á la patria ausente. Uno de ellos criaba en su celda no sé cuantos pájaros, consolándose quizá con el canto de aquellos alados prisioneros más felices que él, digno esclavo del deber y de cristiana resignación. Me despidieron en la puerta con afectuosos apretones de mano y ojos encendidos por el llanto, que pensaron enviar sin duda á la tierra, con sus votos de un viaje venturoso, algo de su sér, de sus recuerdos, que me llevaba con sus ansias á la patria catalana. Volví á la Habana y dediqué la tarde y parte de la noche á visitar una fábrica de hilados de yute y henequen y la planta eléctrica, fusionada á la fábrica del gas, que funcionan con gran prosperidad. La fábrica de yute y henequen que trabaja bajo la razón social Heydrich Raffloer y C.ª, empezó muy modestamente; hasta ahora se ha dedicado á la fabricación de jarcia, pero intenta ya mayores empresas y trata de tejer sacos de yute, en grande escala, para facilitar envases á la industria antillana del azúcar, café y cacao. Posible es que se esté montando ya la maquinaria norte americana que estaba encargada hacía tiempo en los Estados Unidos, y que cuente ya la Habana con un elemento más de riqueza, instigador y ejemplo vivo de otras empresas de mayor alcance, que vayan á aumentar la riqueza y los recursos poderosos de la perla de las Antillas. En barrio apartado y junto al mar, en edificio de pobre apariencia, ha levantado la industria la planta eléctrica de la Habana. No corresponde el interior á lo que, visto desde fuera, parece cuadra abandonada de un edificio industrial de pocos medros. En cuanto se entra en la sala de dinamos, recuérdase enseguida la limpieza, el orden, la pulcritud, la habilidad característica de la raza yankee. Todo brilla allí, atestiguando la prosperidad y un servicio bien organizado, las máquinas de vapor de no sé cuantas expansiones, con su marcha silenciosa y acompasada, las dinamos con sus pasmosas rotaciones y sus corrientes nacidas misteriosamente en aquella ordenada masa de hilos metálicos, sugestionada por la acción de un poderoso imán que van á encender los carbones filiformes de lámparas incandescentes, situadas á largas distancias, donde se acumula el calor, por miles de grados, ante la resistencia que les opone una frágil y apenas perceptible línea de substancia carbonizada, ó los carbones cónicos de arco voltaico separados por tenue capa de aire que resulta para la corriente resistencia enorme, vencida acumulando en reducido espacio un foco portentoso de calor que adornan todos los colores de una luz que se descompone en mil matices, y que deslumbra como si fuera un pedazo de materia arrancado del sol. ¡Misterios de la ciencia que, sabiendo tanto, no ha logrado aun arrojar de su seno el empirismo, como no ha logrado el sol limpiar sus manchas, ni ha conseguido el hombre desarraigar de su mente el misterio, que nos sale al paso á cada instante, proclamando nuestra ignorancia y nuestra mísera condición! La visita hecha á la planta eléctrica fué sumamente entretenida; un subjefe norte americano, encargado de la maniobra diaria, mostró grande empeño en que viera, con todos sus detalles, el montaje, la disposición, el reparto de las dinamos con relación á los barrios de la ciudad, el desarrollo que ha ido teniendo el alumbrado eléctrico en la Habana, y una porción de detalles muy ingeniosos que no serían una novedad para los iniciados en estos estudios, y que resultarían enojosos para los profanos. No insisto, pues, en esta descripción como no sea para decir que la electricidad tiene en la Habana fervientes admiradores, y que es posible alcance, en breve, gran desarrollo en la vialidad y en la pequeña industria, como lo ha alcanzado ya como elemento de iluminación en las calles, las casas y los edificios públicos más notables de la ciudad. Y antes de describir lo más interesante, sin duda alguna, de la industria habanera, por su riqueza, su trascendencia y su colorido local: «la fábrica de tabacos», permítame el lector, aunque sea desviando por completo el curso de sus ideas, y dando un salto en el orden de los asuntos tratados, pero ajustándome á lo contingente de la vida, que, en su curso diario, pasa incesante de lo serio á lo jovial, y de lo trascendente á lo fútil, como corre un río en las horas del día tan pronto sobre lecho blando y de suave pendiente, como sobre accidentado asiento que transforma el agua pura y cristalina en espumas y airadas corrientes, en cataratas que rugen y rompientes que amenazan, así he de pasar ahora de lo serio y hondo de la enseñanza que es agua fecunda, y de la electricidad que es luz, calor y fuerza que espanta, á una escena pintoresca, de color tan singular, que ya querría verla en un cuadro de pintor colorista, capaz de sentir en su cerebro todas las vibraciones de la luz ardiente y poderosa de los trópicos para trasladarla, con el aliento del genio, á la tela que admite el tono, el color, la perspectiva, el movimiento, el aire, todas las condensaciones de la realidad arrancadas al arte del dibujo y la pintura por el artista de raza. Escena que aún contemplo gozoso con los ojos entornados, y que tropiezo con ella después de ver los portentos de la ciencia en la planta eléctrica, y los adelantos de la industria en la fábrica de yute y henequen, cuando las calles, iluminadas artificialmente, cerrado ya el crepúsculo y engalanadas con guirnaldas de flores y cadenas de papel están llenas de bote en bote, esperando una procesión de negros, devotos del arcángel San Rafael que llevan en andas, con alegría infantil, formando un conjunto abigarrado de hombres, mujeres y niños, con sus trajes de días de fiesta, multicolores, brillantes, limpios, más brillantes y limpios cuando se proyectan sobre aquellas caras sebosas, relucientes, de fisonomía variadísima, que no me canso de mirar, llevando cirios encendidos y ramos de flores, pero sin que nadie consiga poner orden en aquella masa que reza, canta y ríe, contenta de ser admirada y lucir sus mejores preseas; cuando estallan de repente las luces de bengala que abrillantan el cuadro con sus colores rojos y verdes, encendiendo todas aquellas fisonomías con tonos indescriptibles y formas apocalípticas, extrañas é inconcebibles. Y aquel arcángel que sonríe, con su cara afeminada, con su tez blanca y sonrosada, cubierto el busto de flores y joyas, sostenido por aquellas manos negras de piel rugosa y la atención de ojos que centellean en el fondo de órbitas horrendas, los pobres negros que murmuran oraciones dirigidas á aquel sér de raza distinta que les mira compasivo, forman, en realidad, un contraste que me domina, y sigo aquella procesión sin cansarme de admirar aquel extraño y abigarrado conjunto, creyendo que me hallo en el continente negro, en aquella Abisinia cristiana, á miles de millas de la realidad, donde esos espectáculos han de ser frecuentes y revestir formas tan raras como las que me proporcionó la Habana negra aquella noche, mostrándome una escena que ha quedado grabada en mi imaginación con caracteres tan hondos y tan brillantes, que los juzgo imborrables é imperecederos en mi memoria. Los fabricantes de azúcar tienen montados sus artefactos en los campos de Cuba; los que tuercen tabaco tienen sus manufacturas en la ciudad de la Habana. No me interesaba gran cosa el cultivo de la caña y la fabricación de azúcar, que puede estudiarse en muchos ingenios de la península y especialmente en los alrededores de Málaga, donde tuve ocasión, hace ya muchos años, de examinar tan interesante industria; por otra parte, en los ingenios, la máquina y la química dominan, en absoluto, el procedimiento; en las manufacturas del tabaco, la inteligencia y la habilidad del obrero constituyen la esencia de una de las industrias más ricas del mundo. Y como estaba ya tan fatigado de ver en los Estados Unidos la supremacía de la máquina sobre la inteligencia y la habilidad del obrero, como la máquina resulta ya invasora hasta llegar al embrutecimiento de los encargados, no de dirigirla, sino de manejarla y auxiliarla, convirtiéndose el obrero en obediente y sumiso servidor de la materia inerte, al entrar en las cuadras de las manufacturas de tabacos, en donde el obrero pone toda su inteligencia y la habilidad de sus manos á beneficio de un poderoso instrumento de trabajo, que en vez de atrofiar el cerebro y los brazos aguza el entendimiento y afina la voluntad, parece que el espíritu halla allí más dilatados horizontes, algo que encarna mejor en la naturaleza humana, que la máquina pone frente á frente dos terribles desigualdades, tan hondas como invencibles: la del ingeniero, que ha llegado á vencer tantas resistencias y acumular tantas combinaciones que pasman, presentando al mundo una obra digna del cerebro humano, obra de la reflexión y del estudio, y la del obrero, incapaz de comprender el fundamento ideal, la fórmula sintética, el esquema de líneas matemáticas, la serie de coeficientes cuya intervención habilísima ha producido el mecanismo, y que, no siendo capaz de comprenderlo, vese reducido á la triste condición de esclavo de aquella inteligencia tan grande que impone al ignorante, sin quererlo, la triste esclavitud del trabajo inconsciente. En las manufacturas de tabaco, el asombro toma una dirección más humana y consoladora; veo en una mesa una cantidad enorme de hoja curada y dispuesta para su clasificación, y un obrero inteligentísimo, formado al calor de un aprendizaje largo y fecundo, que las va amontonando, pero con tanta precisión, rapidez y cuidado, con mira á una clasificación tan larga y enrevesada, con objetos tan múltiples, teniendo siempre á la vista la serie de tabacos de clases, formas y condiciones variadísimas, que ha de satisfacer las exigencias de mercados, de gustos y necesidades distintas, que la separación de tan gran número de hojas, que apenas logra distinguir el profano, supone dos cosas que no podrá conseguir jamás la máquina, que aquella selección tan fina habrá de ser siempre obra de la inteligencia humana y su labor objeto que asegure á la mano de obra el porvenir, casi siempre incierto, para el proletariado que dedica hoy sus brazos á la industria. Pero no he de adelantar ideas, si no he de introducir confusión en cuanto voy á decir, respecto á la industria tabacalera. Importa ante todo formar concepto de la preparación de la hoja que llega á la Habana, formando paquetes de un octavo de metro cúbico aproximadamente, que entran en almacén, y se amontonan en un recinto, sin ventilación alguna, mediante una clasificación previa, en que la procedencia tiene un interés de primer orden. Para los que no estamos acostumbrados á la atmósfera que se forma en un almacén de tabaco en rama, la respiración es tan difícil que la primera impresión es de asfixia, de algo que se agarra á la garganta, irrita la tráquea y comprime los bronquios, poco dispuestos á sufrir aquellas emanaciones acres en que parece dominar un alcaloide. Pasada la primera alarma, los pulmones van tranquilizándose, y la circulación se restablece, aunque esté poco satisfecha, respirando aquel aire que dicen ser antiséptico, y enemigo resuelto del cólera y la fiebre. En los paquetes que van arrollados á la corteza de la palma real ó cocotero, que no estoy seguro de este detalle, se ha cuidado ya de que la hoja forme manojos, dispuestos de manera que no pierda la homogeneidad, textura y humedad necesaria para conservar su finura, sólo comparable á la piel de cabritilla más suave y delicada. Antes de que la hoja pase del almacén á la mesa del operario ha de entrar en la cámara de fermentación, encerrándola á granel en toneles de madera, abiertos por sus extremos, donde humedeciéndola con un poco de agua salitrosa se calienta lentamente, sufriendo una fermentación que parece tener por objeto principal neutralizar, algún tanto, la acción de la nicotina, veneno activísimo que estraga y embota el paladar, poco apto entonces para apreciar los aromas delicados, y los principios esenciales del tabaco de buena hoja. La hoja, una vez fermentada, sufre una verdadera fiscalización, en la mesa de aquel operador de que hice mención en anteriores párrafos, haciendo ante todo una gran división que consiste en separar la hoja de tripa de la hoja de capa, la que resulta picada, manchada ó excesivamente nerviosa, de la que no tiene tara alguna, mancha ó agujero, que resulta suavísima á la mano, que se pliega con facilidad como si fuera y es realmente untuosa al tacto, variando sólo en el color que ha de resultar, sin embargo, homogéneo, y evitar que _lagartee_, ó lo que es lo mismo, que expuesto el tabaco á la luz se decolore en unas partes para formar veteados extraños, que el comprador desecha, convencido de que aquel cambio de tonos es resultado de una modificación intrínseca, que resulta en menoscabo de la calidad del producto. Hecha la clasificación por calidades y dimensiones, procede el reparto, entregándose á los operarios, llamados _torcedores_, la cantidad de hoja de tripa y capa que necesitan para elaborar el tabaco, de clase única, que se confía á su habilidad. Téngase en cuenta, por lo que al tabaco habano se refiere, que tanto la tripa como la capa proceden de hoja cultivada en Cuba, teniendo los fabricantes de aquella Antilla el buen sentido de no consentir, en este concepto, ni en otro alguno que ataña á la buena calidad del producto, la menor adulteración. Los dueños de las fábricas vigilan constantemente la primera materia y la mano de obra, dando así un ejemplo que no deberían perder de vista los que saben cómo se ha perdido el crédito de nuestros vinos en los mercados del centro y del sur de América, y qué daño inmenso se ocasiona al país cuando la codicia nos ciega y la inmoralidad nos ahoga. Los torcedores ocupan unas mesitas bajas, colocadas en fila, que recuerdan las mesas de los niños en las escuelas de primera enseñanza. La separación de mesas, en cuadras de regulares dimensiones, es la que prescribe el movimiento holgado del obrero, y la superficie de la tabla de las mismas, la que exige el montón de tripa colocado en la parte izquierda, el manojo de hoja de capa en la derecha, y la cuchilla afilada y limpia, al alcance siempre de la mano del obrero, en el centro. El torcedor, sentado en una silla, no muy alta, y con los tres elementos citados en el párrafo anterior, sobre la mesa que tiene enfrente, empieza por extender la hoja de capa sobre una superficie lisa, valiéndose del canto de la cuchilla; en seguida, con su parte afilada, corta los rebordes inferiores de la hoja y toda la parte que sobresale de los nervios, de modo que el limbo se acerque lo más posible á un plano, á una hoja de papel finísimo, sin granos, nervios, ni solución de continuidad y, una vez conseguido, suelta el torcedor la cuchilla, coge un pedazo de tripa, hoja de buena calidad, pero que no tiene el color, la homogeneidad, la finura y sobre todo la continuidad de tejido, que agujerea muchas veces algún insecto y requiere la buena hoja de capa y lo coloca encima de ésta, lo comprime con las dos manos, formando aproximadamente un cilindro y luego con un golpe de mano habilísimo arrolla la capa á la tripa, quedando ésta completamente cubierta y de modo tal que los dos extremos del tabaco, uno se afila con los dedos y se sujeta la parte de hoja suelta con un poco de saliva, y el otro, se corta con la cuchilla, formando un plano normal al eje del tabaco. La operación es tan corta y rápida, tan hábil y segura, dando al tabaco una forma tan regular, que supone en la mano que la ejecuta una flexibilidad inteligente, ya que con un solo golpe se consigue dar, al conjunto, forma abultada en el centro, cilíndrica en el extremo y afilada ó cónica en el opuesto. Los dueños de las fábricas se complacen en enseñar esta operación á los forasteros que adivinan la _difícil facilidad_ de ejecutarla bien y holgadamente, en mucho menos tiempo del que he necesitado para describirla. Los torcedores trabajan en silencio y escuchan con suma atención á un lector que ocupa el centro de la cuadra encima de un entarimado que domina la altura media de las mesas. No recuerdo quién paga al lector, si el dueño de la fábrica ó los torcedores, que distraen algún tanto la monotonía de su trabajo, puramente manual, con las descripciones románticas ó realistas de los novelistas favoritos. Lo que sí se ve claramente es que los obreros aceptan con gusto esta intervención de la literatura en sus faenas diarias. El lector, á juzgar por los que he oído, no se distingue por su fácil y prosódica expresión, y si ha hecho profesión de tal, ó el oficio es difícil ó el estudio resulta deficiente. Habla despacio y claro, levanta mucho la voz, pero las narraciones resultan descoloridas y las acentuaciones y los incisos mal apuntados. La verdad es que, á juzgar por el papel que representa, más que lector resulta pararrayos, que en tiempo de la guerra separatista, y aun posteriormente, en aquellas cuadras donde el elemento peninsular se codea con el mestizo, y el español de pura raza con el insurrecto presunto, se acumulaba tanta electricidad y se fraguaban tan pavorosas tormentas, que el silencio, interrumpido sólo por el lector, pareció á tirios y troyanos, á patronos y obreros un procedimiento apropiado para templar opiniones que pasaban fácilmente de los labios á las manos, de los argumentos á la cuchilla, convirtiéndose el fecundo campo del trabajo en semillero de odios en que germinaba potente la guerra civil. El lector, con sus descripciones, distrae la atención del obrero, evita discusiones, mantiene amistades, alcanzándose con poco dinero, si no la paz que exige del espíritu mayores estímulos, siquiera tregua y descanso. En la fábrica «La Corona», que es la que mejor he visto en la Habana, hay instalada la confección de cigarrillos con una serie de máquinas sumamente ingeniosas que con rapidez, perfección y economía, preparan, al día, una cantidad fabulosa de cajetillas. No tuve tiempo para estudiar detenidamente esta industria; una rápida ojeada no basta para ahondar en lo que es algo difícil y complicado, y para no exponerme á decir cosas vagas é inciertas, vale más añadir, como término de este artículo, algunas notas estadísticas que darán idea de la importancia que tiene en el mundo la industria tabacalera de Cuba. En la Habana se cuentan unos cien fabricantes de tabaco, y, entre ellos, hay quince casas reputadas como las primeras entre las mejores. La hoja superior, única, la que da al tabaco cubano su reputación es la de Vuelta de Abajo, cuya cuenca tiene una extensión calculada de 240 leguas cuadradas. Esta hermosa y riquísima región produce unos 750 kilogramos de hoja fina por hectárea, mientras producen sólo unos 400 kilos por hectárea las otras comarcas, lo que supone un rendimiento de un 10 por 100 sobrepujado grandemente en Vuelta de Abajo. El suelo de Cuba, ligeramente arenoso, suelto, fresco y muy rico, y su clima, se prestan admirablemente al cultivo de las mejores especies de tabaco. El valle de Güines da el mejor rapé, la cuenca del río San Sebastián la hoja mejor para cigarrillos, y en Consolación, San Cristóbal, Guanajay y Holguín hojas de varias clases, que suelen mezclarse para disminuir su fuerza excesiva. La Habana produce anualmente unos 200 millones de cigarros, y la isla consume, con ayuda de los torcedores, que tienen una afición grandísima al producto que elaboran, por valor de 25 millones de pesetas. En tabacos y cigarrillos, en un país en que fuman los hombres, las mujeres y los niños, ¿quién es capaz de calcular la cantidad de hoja consumida? ¡Bendito país, que tiene campos y tierras tan fecundos, productos tan valiosos y manufacturas tan ricas! España, mientras cuente con su imperio colonial, nunca será tan pobre como se dice, pues posee las islas más ricas, más hermosas y más fecundas de la tierra. Impresiones acerca de la política cubana [Ilustración]Todo lo que he visto en la Habana, lector querido, he procurado traducirlo fielmente en cuanto va expuesto en las páginas de este libro y, en este instante, cuando hago examen de conciencia, y repaso rápidamente la impresión de conjunto, agrupando en fotografía de perspectiva general, fotografía que Lippmann no sabría arrancar de mi memoria con todos sus colores, detalles y siluetas, á pesar de su genial inteligencia, observo que el esbozo de tan hermoso cuadro, por desgracia mía, no responde á lo que veo cuando cierro los ojos y se forma en la cámara obscura de mi cerebro aquel cuadro tan lleno de luz y de perspectivas, que durante diez y siete días, embargó todas las potencias de mi espíritu, y dominóle con el influjo soberano de su espléndida belleza. Pero si analizo y cotejo la impresión sentida con la expresión manifestada, prescindiendo de formas y estilo que mi pobre inteligencia no ha sabido adornar, contento estoy de haber expuesto mis pensamientos sin haber alterado, por pasión ó ruindad, lo que creo haber visto en la ciudad de la Habana. A pesar de ello, ¿quién es capaz de asegurar que lo visto está bien observado y lo observado bien traducido? Que en el lógico encadenamiento de impresiones y juicios juega importante papel el temperamento, la idiosincrasia individual, lado flaco de toda expresión en que juegue importante papel la apreciación de la belleza. Y si temo haber errado en la descripción de lo que he visto y tocado, ¿cómo evitar temores más hondos cuando intento formar concepto del estado político-social de Cuba, valiéndome de las opiniones consultadas, sacando provechos de la diversidad de juicios escuchados con profunda atención, y sin perder de vista el temperamento, la opinión política profesada, el medio social en que se vive y multitud de circunstancias cuya apreciación exige un tacto, un conocimiento del corazón humano, y hasta una cierta intuición sólo otorgada á inteligencias privilegiadas, capaces de formar un juicio rapidísimo, exacto, salvador, en horas críticas de la vida social? Y si resulta de la investigación practicada y de la observación atenta, una serie de discrepancias capaces de perturbar el ánimo más templado y más sereno ¿cómo evitar el temor quien entienda que en todo ha de ser el que escribe justo, severo, desapasionado é independiente, de que la voluntad no halle en las demás potencias del alma ayuda en las flaquezas del entendimiento? Seguir á los optimistas, sería cerrar los ojos á la luz; atender sólo la opinión pesimista, entregarse á la desesperación. «Nunca fué la isla de Cuba tan rica como ahora», dicen los primeros; «¡qué sueño! si estamos á dos dedos de la ruina», replican los segundos. «La tranquilidad está asegurada. España dominará la isla porque los separatistas saben muy bien que Cuba no sería, abandonada de la metrópoli, otra cosa que la república negra de Haiti»; «¡bah! ¿y los Estados Unidos? ¿y la riqueza mestiza? ¿y la inteligencia del cubano?», contestan los amigos de la autonomía de la isla. Y entre tan discordes opiniones ¿dónde está la verdad? ¡Ah! la verdad está quizá en otra parte, y el verdadero peligro más que en el Reformismo y la Autonomía, más que en las luchas de la Unión constitucional con el Reformismo que sueña con la Diputación única, como panacea de los males que padece Cuba, se halla en las singulares condiciones en que se desarrolla el trabajo en la isla y en tener sus principales mercados en los Estados Unidos. Cómo dudar de la buena fe y del sincero españolismo de muchos hombres que militan en las filas del reformismo, que durante la guerra separatista han dado á la patria española su sangre y sus riquezas, que contribuyen con su trabajo y su inteligencia al enaltecimiento de España en Cuba y que, sin embargo, intentan recabar de la Metrópoli, y lo intentan con una energía y un entusiasmo que da mucho que pensar, el establecimiento de la Diputación provincial única que habría de parecerse á una Cámara, sin facultades legislativas, ciertamente, pero establecida en la Habana, centralizadora, bajo el punto de vista de la isla, pero con atribuciones descentralizadoras, con respecto á la Metrópoli; Cámara que dominada, algún día, por los separatistas, podría ser una verdadera Convención de donde surgiría con la elocuencia propia de la raza tropical, el incendio pavoroso de nueva guerra civil, convirtiéndose rápidamente en legisladora, en Poder ejecutivo, en dueña y señora de la isla, como representante del sufragio popular, y ejecutora de sus decretos y resoluciones. Y como no he de creer que ese peligro lo desconozcan los españoles que patrocinan de buena fe el pensamiento, al adoptarlo en un período de tiempo realmente pavoroso para la isla, cuando el Banco Español suspendió los pagos, el azúcar estaba depreciado y la mano de obra envilecida por las tarifas del bill Mac-Kinley, que protegían la importación de tabaco en rama á los Estados Unidos é imponían crecidísimos derechos al tabaco torcido; claro es que la idea dominante, la preocupación obsesiva fué la de mejorar la situación económica de Cuba, buscando medios efectivos y prácticos de ponerse en buenas relaciones con el mejor mercado de la isla, el que consume el 90 por 100 de su stock de azúcar, el que compra frutas tropicales por valor de cinco millones anuales de dollars, el que importa millones y millones de hoja de tabaco en rama para convertirlo en tabaco torcido, aprovechando su Virginia, Kentucky, etc., para tripa y la hoja cubana para capa; mercado inmenso, de 64 millones de habitantes que se llama Estados Unidos. Y como las colonias no hallan en la Metrópoli mercado bueno y seguro, como algunas veces resultan sacrificadas á los intereses peninsulares, la Diputación única, formando un núcleo vigoroso, y, hablando claramente, imponiéndose, si llegara el caso, en las cuestiones económicas, procuraría lentamente alcanzar la autonomía económica, precursora, mal que les pese á los patrocinadores del reformismo, de la autonomía política y social. A este estado de cosas nos ha conducido el malestar económico de la isla de Cuba, á este estado, peligrosísimo por las simpatías que despierta, los lazos que ata y las relaciones que estrecha con los Estados Unidos, poco decididos, hoy por hoy, á salvar el estrecho de la Florida con ansias de conquista, que bastante faena tienen hoy en su casa, para ocuparse en la ajena; á este estado hemos llegado, lleno de peligros más ó menos remotos que no consiguen despertar la atención de nuestros hombres de Estado, para que se convenzan de que los vínculos de la sangre no son bastante fuertes para asegurar el amor de los pueblos, cuando falta el pan de cada día y la ruina resulta ser la triste compensación de sacrificios hechos recientemente en sangre, inteligencia y dinero en nombre de la patria. Los _ñañigos_ y los bandoleros de los campos de Cuba no son más que signos de los tiempos; si el ñañiguismo retoña y el bandolerismo crece, es que el trabajo no cunde, la plantación no rinde, la zafra no produce, y estos sumandos tienen para los españoles de Cuba una traducción pavorosa: la de que la Metrópoli no sabe amparar los intereses de sus hijos, en cuyos corazones se debilita el amor que sienten, porque no los protege ni consuela. Mientras el ejército tiene fe en la pericia de los generales que han de guiarle en el combate, la victoria es casi segura; si esta fe que salva y alienta se pierde, el enemigo tiene la mitad del camino andado para vencer al que, desmoralizado, entra ya rendido en la contienda. Pues bien, y aunque sea doloroso decirlo, los españoles de Cuba han perdido la fe en los hombres que nos gobiernan, y temen que no han de saber hallar jamás,—por falta de estudio y conocimiento de los intereses coloniales, por creerlos, en varias ocasiones, en pugna con los de la Península ó por causas que no menciono, que de sobra están tantas tristezas en la conciencia pública,—el procedimiento salvador de una política sabia, patriótica y sobre todo que dé paz á los espíritus y prosperidad al comercio y á la industria cubana. Y ante esta incertidumbre, los que tienen en la isla su patrimonio y su familia, los que se ven cada día amenazados por el elemento díscolo, perturbador, ambicioso que tiene puesto ojo avizor en las desdichas de la Metrópoli que alienta la idea separatista, juzgan quizá meritorio aflojar los vínculos que les unen á la patria común, por temor de que nuestros desaciertos los rompan traidora y bruscamente, pensando que ya ha llegado la hora de que busquen protección en sus propias fuerzas y recursos, si los gobiernos de España nada han de hacer en su provecho y pretenden ignorar eternamente lo que ellos tienen aprendido de memoria, aunque no sea más que para dar la razón á los que opinan que sabe más el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, y que, si la ruina cundiera en los campos de Cuba, sin la ayuda del elemento insular, todos los tesoros y toda la sangre de España no bastarían para sostener nuestra soberanía en el mar de las Antillas. ¿Tienen razón en este modo de pensar los reformistas? En realidad, la nueva fórmula política revela, en mi concepto, desesperación y cansancio; es la fórmula hallada para reunir los descontentos de varios partidos que aportarán masas al nuevo, pero que no matarán aspiración alguna. La fórmula resulta tan vaga, que puede acoger bajo su ancha bandera todas las hipocresías, y el autonomista y separatista cabrán en el reformismo como cabe el áspid en el pecho generoso que le da calor y abrigo. Muy difícil es averiguar el término de lo que es protesta viva del elemento español contra la inmoralidad y los desaciertos de la Metrópoli, protesta que aviva la crisis padecida y no curada, el bandolerismo, el ñañiguismo, la cuestión monetaria virilmente sostenida, y el deseo de recobrar la tranquilidad perdida, haciendo fructíferas las conquistas del trabajo y de la paz. Y como todo se enlaza en este período de desventuras, Cuba, que no espera casi nada de nuestro mercado, lo espera casi todo de los Estados Unidos, que por la vía de Tampa importa sus más valiosas frutas, y con sus grandes vapores, y en cinco días, transporta á New-York sus azúcares, su café y su tabaco, pendientes hoy y en entredicho de la solución salvadora de la rebaja de tarifas, acordada ya ó casi acordada en las Cámaras de Washington, sugestionadas virilmente por la política personal, personalísima, mal que les pese á nuestros republicanos, del Presidente Cleveland, que impone su veto con una frecuencia que valdría la pena de ser meditada por los soberanos constitucionales de Europa. Y como creo dejar consignados aquí los verdaderos peligros que amenazan hoy nuestra integridad, yo que no soy hombre de Estado, pero sí vehemente patriota, al dar la voz de alarma, sólo me resta pedir á Dios que nos ilumine y salve la integridad de la patria. [Ilustración] MATANZAS La Cueva de Bellamar y el valle de Yumurí Te convido hoy, lector, á una excursión deliciosa. Es necesario madrugar un poco, atravesar la bahía cuando el sol pinta de color escarlata los cirrus suspendidos en las altas regiones atmosféricas, y coger el primer tren que sale de la estación de Regla á las seis y media de la mañana, deja el ramal de Guanabacoa y se desvía al Este, camino de Matanzas y Cienfuegos. Parte el tren, y en breve domino una gran extensión de la campiña cubana. El cielo clemente me depara un día fresco, cubierto, que mitiga los tonos vivísimos de la luz tropical. La orografía ligeramente ondulada en la región que atraviesa el tren, los campos cubiertos de caña dulce, casi ya sazonada, los bohios y ranchos de la raza negra, puestos al abrigo de palmeras reales, cocoteros y ceibas gigantescos, algunos pueblos que desfilan y van difuminándose lentamente en el horizonte, como espejismos que se desvanecen en el desierto, tierras rojas teñidas por óxidos de hierro que dan tonos calientes al paisaje, mitigados por el verde intenso de las plantas y el blanco plateado de los troncos de la palmera real, el ingenio escondido mostrando su chimenea achatada entre árboles y flores, la labor del campo, en fin, mostrando toda la savia de un elemento que abre su seno fecundo al colono, dándole espléndidas cosechas, es cuanto observo mientras el tren recorre el espacio de 85 millas, comprendido entre la capital de Cuba y la ciudad de Matanzas. Unas cuantas calles, sin fisonomía especial, la carretera polvorienta, paralela casi al ancho cauce de un río que en su lecho, lleno de guijarros, obra de informe acarreo, muestra tener veleidades y arrogancias de torrente, un puente y un cauce estrecho en cuyo fondo se ve la bahía con sus aguas tranquilas que dora el sol marchando al zénit, y luego calles anchas, limpias, tranquilas, de casas bajas que dan á la ciudad un aspecto seductor, un porte conocido, arrancado, con todos sus detalles, de los pueblos de la costa catalana, constituyen el fugaz panorama de la ciudad puesto á la vista del viajero. Matanzas, si fué erigida allá en lejanos tiempos, cuando la conquista sacrificaba al indio bravo para someterle y rendirle, los que fomentaron su población, roturaron sus campos y abrieron su puerto al comercio del mundo, debieron ser catalanes, que no puede mentir tan descaradamente la fisonomía especial de aquella ciudad, que tiene en la cumbre que la domina la capilla de Montserrat, y en sus calles nombres de paisanos nuestros que aun viven, y han tenido su cuarto de hora de popularidad en no lejanos tiempos. No recuerdo, si la fonda, junto á la plaza de Armas y frente á la iglesia de San Carlos, se llama de Francia, lo que sí sé es que encanta la limpieza, la frescura y la disposición de sus habitaciones, amuebladas con gusto y en condiciones que no es fácil hallar en ciudades españolas muy conocidas, y de importancia muy superior á la de Matanzas. Un ligero desayuno de carne buena y pescado sabroso, con vinos de buena calidad, agua helada á pasto y frutas frescas y jugosas, predispone el ánimo á visitar la Cueva de Bellamar, prodigio de la naturaleza, que dista unas tres millas de Matanzas. En la puerta de la fonda hallo preparado un carruaje, de nombre conocidísimo y que veo por primera vez en mi vida, la volanta, coche que la moda va desterrando de la isla, sin que logren ampararlo sus condiciones especiales y por las que merecería más cariño del que muestran tener por ella los moradores de Cuba. [Ilustración] La volanta es nuestra calesa, perfeccionada con arte tal, que la suavidad de sus movimientos y la seguridad del transporte no son más que obra del mecanismo, estudiado con perfecto conocimiento de su estabilidad, en relación con las necesidades que ha de servir. La volanta, que es un carruaje de dos ruedas, sólidamente construído, pasa sin volcar por sitios donde un coche de cuatro ruedas comprometería la vida de los viajeros. Una brevísima definición dará idea de la volanta, que no es otra cosa que una calesa de limonera muy larga y de ruedas muy altas, separadas por un eje muy ancho, colocadas inmediatamente detrás de la caja del vehículo. La limonera larga da al carruaje un movimiento de balance tan suave, que no hay resorte, por fino que sea, que pueda comparársele, y la anchura del eje, el grueso de llanta y la altura y la robustez de las ruedas, movimientos suaves, por ser comparativamente de larga duración el desplazamiento del vehículo y tener una base de sustentación tan ancha y tan favorecido el centro de gravedad que es casi imposible volcar. La volanta, á pesar de tener limonera, engancha dos caballos, y en realidad no necesita cochero, sino postillón que monta el caballo exterior, teniendo constantemente cogidas las riendas del caballo de la limonera para guiarle por los más escabrosos caminos. Montaba aquel caballo como postillón un negro, de barba blanca, con el látigo en bandolera, que esperaba impaciente en la puerta de la fonda. Con la capota arrollada y asiento hondo y blando de chagrín pardo en el fondo de la volanta, la toma de posesión del vehículo parecióme feliz augurio de cómodo viaje. A pesar de ello, una rápida y distraída mirada no basta para formar concepto de las cualidades de la volanta; pero cuando el negro sacude el látigo y aquellos caballos escuálidos y macilentos arrancan el vehículo por aquellas calles al trote largo, y se observa que sin muelles, ni resortes, al apoyarse toda la caja del coche en el eje por un lado y sobre el collar del caballo por el otro por el intermedio de la larguísima palanca de la limonera, que da al conjunto el rítmico movimiento de un palanquín, y que en la travesía de un camino de rodadas inverosímiles, saltando sobre cantos en arista, ni la sacudida molesta, ni el desequilibrio espanta, el viajero, sin darse cuenta de ello, ha de estudiar un mecanismo que tales condiciones ostenta, bendiciendo al autor de un carruaje indispensable, por lo cómodo y seguro, en los caminos que atraviesan la manigua, y por lo suave y elegante en sus líneas amplias y fastuosas, en las calles y los paseos de las ciudades cubanas. Con tan buena disposición de ánimo, rendido el caballo de la limonera, que al pararse cayó como herido por un rayo, llegué al _cottage_ que cubre la boca de la Cueva de Bellamar. El chino que está encargado del papel de _cicerone_, espera sin duda más importante comitiva y no tiene prisa; al poco rato llega otra volanta, y el guía se decide á encender su farol, creyendo que ya tiene cuenta abrir la puerta de la cueva. Mis compañeros de excursión, más prácticos ó mejor informados que yo, se aligeraron de ropa, se proveyeron de abanicos y á una señal del chino, que no brilla por su elocuencia, la comitiva se puso en movimiento. Una cueva que no tiene su puerta ó boca al exterior, pierde su fisonomía especial; meterse por escotillón en una cueva, cubierta por un edificio, hágase lo que se quiera, su entrada parecerá siempre la de un sótano ó subterráneo artificial. La grandiosidad de la cueva de Artá, sin su pórtico inmenso mirando al Mediterráneo, perdería la mitad de su importancia y el mejor de sus encantos. La cueva de Bellamar, sin embargo, cuando se ha vencido esta contrariedad y se han bajado, por anchas y cómodas escaleras, sus tramos principales, el espectáculo que ofrece al viajero resulta encantador. La naturaleza ha tenido en Bellamar de Matanzas la coquetería de formar una cueva de cristal purísimo, en cuyas facetas se descompone la luz, arrebolándolas con todos los colores del arco iris. No busque el viajero en Bellamar la grandiosidad de la cueva de Artá y del Mammoth-Cave de los Estados-Unidos, pero tiene indecibles encantos en sus columnas calizas, sus estalactitas y estalagmitas, sus formas elegantes en algunas partes y caprichosas en todas, formadas por aguas bicarbonatadas, que no tenían en disolución ningún óxido que las tiñera; en sus cámaras de nombres caprichosos, el Manto de Colón, El Templo, El Guardián de los Espíritus... en aquellas agujas inmensas que parecen desprenderse de las bóvedas sostenidas por arrogantes columnas, y que las bengalas llenan de luces rojas, verdes y blancas, sobre cuya masa cristalina los rayos se refractan y reflejan, choques que producen luces y sombras cuyos efectos cautivan la fantasía más ardiente. Los pasadizos estrechos, cuya atmósfera enrarecida ahoga; las salas inmensas de aire viciado que no se renueva, de bengalas cuyo vaho no se ha pegado aun en las paredes, de respiraciones humanas que flotan aún en el espacio, aire pegajoso, húmedo, que pesa como plomo sobre el pecho y da angustias que llenan la piel de gotas de sudor; el agua cristalina que gotea por todas partes y filtra por las rendijas, como trabajadora que completa su obra, sin cansancio, obra de los siglos bordada por ese elemento que parece el espíritu vivificador de la naturaleza, tan majestuoso cuando brama en la catarata y en el mar embravecido, como seductor en Cueva de Bellamar, convertido en hada que edifica lentamente, sin martillo, ni cincel, sin aparatosos andamios, sin ruido y sin apremios, valiéndose sólo de las substancias que lleva en disolución, que arroja de su seno como espíritu que se purifica con la acción santa del trabajo. La excursión dura una hora escasa, si el visitante no tiene empeño en recorrer toda la parte de la Cueva recientemente descubierta, y al volver á la luz y respirar aire más puro, agitados aún los nervios por tan variadas impresiones, siéntese un bienestar indefinible que crece con las caricias de la brisa del mar, sacudida por la rápida carrera de la volanta que baja por aquellos riscos, teniendo la bahía de Matanzas á la vista, la ciudad recostada al pie de hermosas colinas, hasta llegar á la carretera bordeada de hotelitos primorosos, adornados con todos los colores y perfumes de la Flora tropical. La volanta cruza otra vez la ciudad, deja las calzadas buenas por arroyos de calles malísimamente adoquinadas, salta el vehículo y rechinan las llantas de sus ruedas sobre cantos y piedras de cortes afilados, y al chocar las herraduras de los caballos sobre cuerpos tan duros, se produce un ruido infernal que atrae á la población negra de Matanzas, ávida siempre de ver pasar la volanta, con su indumentaria especial que estima ya sólo el forastero. Un cuarto de hora más y la colina donde está la capilla de Montserrat queda dominada, entrando ufano el vehículo en la verde meseta donde la piedad ha levantado modesto albergue á la Patrona de Cataluña. Y al llegar allí el espíritu se recrea, dominando la bahía y ciudad de Matanzas, el valle de Yumurí, el río San Juan y toda la comarca que se extiende al pie de la ciudad, camino de la Habana. El valle de Yumurí, en cuya vaguada corre el río del mismo nombre, es un accidente orográfico tan hermoso, que renuncio, por falta de fuerzas, á describirlo. Abárcase desde la capilla de Montserrat, en su conjunto; ancho, de laderas poco sinuosas y muy tendidas, en el fondo, donde las aguas han labrado el abra por donde entran las aguas en el mar, cubierto de naranjales, palmeras, cocoteros y bohios; más lejos, y en las vertientes, la palmera real y la ceiba que parecen guardianes altaneros de los cañamerales y cafetales que crecen en aquellas tierras pródigas y fecundas, la entonación general del suelo de color rojo, vario en sus matices como debe serlo en su fertilidad; el conjunto, algo así, en que el artista perdería sus pinceles, incapaces de traducir tanta belleza. Y cansado ya de mirar con tanta avidez y de sentir tantos placeres en día tan aprovechado, después de saludar á la Reina soberana de las montañas catalanas, en un rincón de pradera, bajo unos árboles frondosos, hallo grato fin de fiesta en un grupo de negros que aprovecha el domingo en gira de campo, bailando al són de un tamboril y de extraños instrumentos, algo que recuerda la danza del baile del segundo acto de «Aida», con los dedos levantados, doblegando el cuerpo con balanceo rítmico y movimiento lascivo, cubierto el cuerpo de las mujeres con sayas de colores vivísimos, dominando el rojo y el blanco, menos rojo y menos blanco, sin embargo, que los labios y los dientes de las negras, sonrientes, alegres, bullidoras, con ojos avispados, mostrando en todo la alegría propia de niños grandes, que gozan de la vida en medio de la espléndida naturaleza de los campos de Cuba. Cuando regresé á Matanzas anochecía; y como la ciudad estaba de fiesta y preparándose para asistir á la función que se daba en el teatro por aficionados con el fin de allegar recursos para el ejército de África, las calles se llenaron de gente, los voluntarios lucieron una vez más su típico uniforme, notándose desusado movimiento en los alrededores del teatro, animado por los curiosos y los que, solicitados por generoso impulso, iban á dejar en manos de la Comisión gestora unos cuantos pesos para aliviar la suerte de los pobres soldados españoles que en los campos de Melilla no pudieron hallar, ni aun pagándolo, con la vida, provechos y gloria para la patria. El teatro fué llenándose de gente; teatro poco holgado, pero limpio, bonito, preparado para mitigar los rigores de un clima caluroso y húmedo, copia en escala reducida de los coliseos de la Habana, que albergó aquella noche á todo el elemento español de Matanzas. La obra de desempeño escogida por los aficionados matanceros fué «Marina», interpretada discretamente con ayuda de una muchacha que se dedica al teatro y que al dar sus primeros pasos en la escena demuestra tener relevantes cualidades para alcanzar, en breve, provechoso aplauso. La función terminó á hora avanzadísima de la madrugada, sin incidente alguno que merezca la pena de contarse; se recogieron unos centenares de pesos para nuestro ejército, y la ciudad de Matanzas, á pesar de la crisis y la quiebra reciente de la casa comercial más importante de la isla, pagó á la patria el tributo de su amor y conmiseración, recordando las angustias del soldado, que quiso aliviar, enviándole, como madre cariñosa, el ahorro que guarda en los días de prueba para sus mejores hijos. [Ilustración] Dediqué la mañana siguiente á recorrer la ciudad; su aspecto simpático de los días festivos, no lo altera movimiento inusitado de tráfico, ni en el centro, ni en la periferia; el centro, la Plaza de Armas, en donde está emplazado el palacio del Gobernador, adornado con melancólico jardín de los trópicos en que domina la palmera real, con sus formas airosas, rodeado por una hilera de árboles frondosos, pero muerto todo, sin movimiento, como si el sol que vivifica aquella espléndida vegetación, diera á la naturaleza entera ansias de sueño irresistible; el palacio del Gobernador, con su pórtico de arcos de medio punto, de extensa fachada, de tres cuerpos que remata un reloj de torre; los edificios de la plaza, muy bajos, casi todos reducidos á tiendas grandes, ventiladas y limpias, con algunos edificios de aire moderno, en uno de los que está instalado el Casino Español, lujosamente amueblado, con su teatrito, salón de lectura espacioso y sala de baile en que se han prodigado las arañas que recuerdan el _salamó_ antiguo de los entoldados, es cuanto constituye la fisonomía especial del centro de Matanzas. La ciudad está cruzada por dos ríos, el San Juan y el Yumurí, que dividen la población en tres partes, conocidas: la norte, con el nombre de Versalles; la central, situada entre los cauces de aquellos ríos, por la ciudad vieja, y la sud, por Pueblo nuevo. La parte llana está embellecida con calles anchas, bien urbanizadas, tanto en las aceras como en los arroyos; las calles en pendiente, como la tienen muy rápida, quizá por temor á fuertes erosiones, están desigual y viciosamente empedradas. En una tienda vi establecido un pequeño observatorio meteorológico, montado con auto-registradores que me dió alguna envidia, pues siendo Matanzas población de reducido vecindario, tiene en su seno un signo de progreso que no ha alcanzado, que yo sepa, al menos, la segunda capital de España. Cansado de recorrer una ciudad que no ofrecía ya nuevos puntos de vista, preparé mi regreso á la Habana. La bahía, las iglesias, los edificios públicos y la silueta general, abarcada desde la cúspide de la colina en que está situada la capilla de Montserrat; los ríos, el San Juan, que inunda á veces la llanura y la parte baja de la ciudad; el Yumurí, que cansado de surcar un hermoso valle, abre brecha estrecha y profunda al pie de Matanzas y se precipita al mar, abandonando su detritus en el fondo de aguas tranquilas que no conmueven, cuando son profundas, ni los vientos ni las tempestades, elementos son de un cuadro de una perspectiva general encantadora, de fisonomía accidentada, capaz de grabarse en la memoria, que sólo aparece difuminado en el cerebro lo que se ofrece á la vista con líneas borrosas, descoloridas, monótonas como las de llanura interminable que se pierde en el horizonte visible. Y al regresar por la tarde á la Habana, cuando el sol declina y la tierra secada por el aire abrasador del trópico ha perdido sus tonos brillantes y la vegetación sus energías, cansada de una exhalación que agota sus fuerzas y de un trabajo molecular prodigioso que tiene por motor los rayos luminosos del sol, la naturaleza entera parece postrada y poseída de ansias de reposo, cayendo también las brisas que levantan durante el día oleadas de polvo, detritus de variados fermentos, restos condensados de cuanto respira sobre la tierra, lanzando á la atmósfera las impurezas de la realidad, ponzoña viva, que flota hasta perderse en las horas tranquilas de la noche sobre la tierra que la purifica y con ayuda de los gases atmosféricos y fermentaciones complicadas la transforma en gérmenes de vida que el sol despierta por la mañana, hallando dispuesta la tierra para trabajar, producir y marchar... camino de las grandes incógnitas de la ciencia humana. Y en ese fenómeno singular, la apreciación de los hechos, los acontecimientos, los paisajes cambian de color y el espíritu se entristece con el crepúsculo vespertino, abatido, cansado, esperando el día que levanta con el sol ilusiones y esperanzas nuevas en el corazón humano. Por esto, el campo de Cuba no me pareció tan hermoso al regresar de Matanzas á la Habana; por esto quizás, y aun descontando la parte subjetiva en la apreciación de la belleza, necesité descanso para apreciar, en su justo valor, las singulares gracias con que Dios ha dotado los campos y los montes de la grande Antilla española. Se acercaba ya la hora de partir y apenas me quedaba tiempo para echar una rápida ojeada á la Quinta de Palatinos, á la de los Molinos, residencia de verano del Capitán general de Cuba; á los hospitales de San Felipe y Santiago que forman parte de la cárcel y que sólo vi exteriormente; al Hospital Paula, destinado á mujeres; el de San Lázaro, á leprosos, y el de San Ambrosio, á militares; á la Real Casa de Beneficencia, asilo de huérfanos; al Asilo de Mendigos, y San José, escuela de reforma para muchachos díscolos, y á la Casa de Recogidas, hogar de mujeres desgraciadas que necesitan y hallan allí el consuelo de la religión y la tranquilidad perdida en las borrascas de la vida. El río Almendares, en noches de luna, la Chorrera, como sitio de recreo, el Vedado, donde la amistad ofrecióme una velada encantadora, un pueblecito de los alrededores, cuyo nombre he olvidado, donde visité una fábrica de cerveza y otra de hielo, pertenecientes al mismo dueño y montadas con arreglo á los últimos adelantos, visto todo de prisa y corriendo, constituyen la visión fugaz de mis últimas horas en Cuba. Llegó el 30 de noviembre y el trasatlántico «Alfonso XII» mostraba su gallarda silueta en la bahía de la Habana, esperando la hora de salida fijada para las cinco de la tarde. Mis buenos amigos me esperaban ya para acompañarme á bordo; en el puerto, una comisión de la Cámara de Comercio me tenía preparada una falúa de vapor, que surca rápidamente las aguas y me lleva al «Alfonso XII», recordándome y agradeciéndome servicios que dicen presté á Cuba en Chicago, cuando yo fuí el honrado con tanta confianza y debía ser grato deber para mí, como funcionario público y como español, merecer algo de Cuba, que es el pedazo más hermoso de la corona de España y el orgullo más legítimo de la historia patria. Más tarde llegaron los catedráticos de la Universidad que me habían acompañado en mis excursiones, los barceloneses, contertulios en el Hotel de Inglaterra, amigos todos que me recomendaron al Capitán, al Sobrecargo, al Médico, con tan afectuoso interés que no sé cómo mostrar mi gratitud, consignada aquí como testimonio de afecto y consideración. El cañonazo de despedida, cuando el sol se ha puesto ya, mientras la hélice del trasatlántico remueve las tranquilas aguas de la bahía, me invita á dar una rápida ojeada al puerto y á la ciudad cubierta por las sombras pálidas del crepúsculo, á los fuertes erizados de cañones, á los curiosos que agitan los pañuelos, y mientras unos gritan «¡Viva España!» y otros «¡Buen viaje!», el corneta de una de las fortalezas toca la marcha real, pareciéndome que todo se condensa en una aspiración sola, suma de las nostalgias de los que envidian á los que regresan á la patria, oculta á sus inquietas miradas tras las brumas por donde sale el sol. El «Alfonso XII» atraviesa la boca de la bahía, la mar llana nos promete venturoso viaje, y los pasajeros, mudos ante el panorama, con la vista fija en la ciudad que enciende lentamente los faroles de sus calles y plazas, _squares_ y jardines, va desapareciendo, hundiéndose en el horizonte, como desaparecen todas las realidades de la vida, que el pasado parece sueño, fantasma que se desvanece tras el horizonte creado por nuestra fantasía, espléndido en la aurora de la juventud, triste y limitado en la vejez, como realidades sin encanto y esperanzas inciertas y dudosas. El trasatlántico enciende sus luces eléctricas; el salón de conversación, el comedor, los pasillos y escaleras que lucen aún los adornos de sus días de fiesta, brillan como ascua de oro; los pasajeros van acudiendo á la mesa, primera comida de una serie llena de incertidumbres y peligros, que en veinte días de travesía caben muchas sorpresas; y durante los tres días que dura el viaje de la Habana á Puerto Rico, veo pasar, como vistas en kaleidoscopio, la silueta de Cuba, después las Inaguas, posesión inglesa, de tierras bajas, sobre las que se levanta un faro de bastidor metálico, con sus grandes cruces de San Andrés, que harán vibrar los vientos en días de tormenta; más tarde aún, la isla de Santo Domingo, con sus montañas imponentes, la isla veleidosa que se acuerda en días de prosperidad de la metrópoli, se entrega sin reservas como hija arrepentida y la paga con desvío luego, no dejando á los ejércitos españoles más territorio que el pisado con las armas en la mano; recuerdos de nuestra historia antillana que tanto enseña y tan poco se aprende, recuerdos que se desvanecen ante la realidad de la llegada á Puerto Rico, á las siete de la mañana del día 4 de diciembre, anclando en medio de la bahía, rodeada por tierras tan hermosas que la vista sorprendida parece gozar por vez primera de todos los encantos y bellezas de las tierras tropicales. De Puerto Rico á España [Ilustración]A las siete de la mañana llegué á Puerto Rico. Cuando la tierra está empapada de rocío, los árboles remozados por el descanso de la noche, el ambiente purificado por el sosiego de las capas de aire que sedimenta, por acción mecánica, cuanto flota en la atmósfera sacudido por el viento; cuando la naturaleza entera parece presentarse al que madruga con su _toilette_ matinal hecha con esmero, para renovar sus prodigios y presentarse á la vista del hombre con sus prestigios de coqueta refinada, parece escogida de intento para que el viajero pueda contemplar la bahía de San Juan de Puerto Rico, adornada con todas las pompas y galas de la espléndida vegetación tropical. No tiene aquella isla la grandeza de líneas de Cuba, ni presenta la bahía de San Juan el encanto de una gran ciudad, como la Habana con su puerto y sus dársenas, edificios públicos, iglesias y campanarios, cuarteles y fortificaciones; pero el campo, cubierto de cafetales y pueblecitos escondidos en los repliegues de valles encantadores, la montaña caprichosamente proyectada en el cielo, cubierta de frondosos bosques de cocoteros, y la ciudad escalonada en rápida pendiente, mostrándose, toda ella, á la vista del viajero, con sus tonos vivísimos de color, sus persianas pintadas de verde, su jardinito á la orilla del mar, sus edificios públicos que asoman por todas partes, capitanía general, cuarteles, iglesias, con ansias de contemplar la bahía, y el movimiento marítimo con sus botes tripulados por negros, los trasatlánticos con su porte majestuoso, las lanchas de vapor y los cañoneros de la marina de guerra española, las aguas de la bahía que parecen las de un lago, las de fuera de puntas, en la otra parte del Morro, que saltan y echan espumas, mostrándose airadas contra los obstáculos de las escolleras, espectáculo es curioso que no pierde su prestigio con el tiempo, que á los diez y nueve grados de latitud norte, los cambios bruscos de la atmósfera, la nube que cruza el espacio y riega los campos derramando copiosa lluvia sobre la tierra sedienta, el viento que agita las aguas y levanta olas espantosas en el mar de las Antillas, las brisas que acarician y besan aquella vegetación espléndida, refrescando su follaje fatigado y rendido, el aire que cambia constantemente de densidad y de color, sin perder el brillo intenso que conserva á la luz del sol toda su fuerza y sus colores, matices son de un cuadro inmenso, siempre el mismo y siempre variado, que tiene por marco el mar, tallista prodigioso que ha dibujado la silueta de la isla de Puerto Rico con primores y perfiles de consumado artista. Y cuando cesa el movimiento al rededor del «Alfonso XII» y los pasajeros se deciden á visitar la ciudad, multitud de barqueros me ofrecen su lancha, que en pocos minutos me deja al pie del desembarcadero para recorrer la capital de la isla, que á juzgar por su perspectiva, no ha de exigir mucho tiempo á la atención del viajero. El microscópico jardín que está junto á la escalinata del muelle, no merece más que una rápida ojeada, empezando á los pocos pasos la rampa de una calle que sigue la máxima pendiente de la colina en que está edificado San Juan de Puerto Rico. Los ejes de las calles transversales, siguiendo aproximadamente las trazas de líneas de nivel, son casi horizontales, desarrollándose en ellas las edificaciones más bellas, los edificios públicos más notables, la iglesia más ostentosa, la plaza en que se halla la Casa Consistorial, y, en el extremo, casi en las afueras, otra plaza, en donde se abrían las fundaciones de un monumento dedicado á Colón, proyectado por un artista italiano que hizo conmigo la travesía de la Habana á Puerto Rico, y se estaba remozando un teatrito muy bonito, demasiado chico, quizás, para una población de 30,000 almas, y junto á las murallas que van á derribarse á petición del vecindario, que se ahoga ya dentro de un recinto amurallado que los técnicos juzgan ya inútil para la defensa de la plaza, y los higienistas cinturón que oprime con sus ligaduras los pulmones y la fuerza expansiva de una ciudad que crece y se desarrolla á impulsos de su riqueza y su trabajo. En parte opuesta del barrio descrito y sobre la misma curva de nivel se halla la Capitanía general, edificio típico y con cierto aire de grandiosidad; en sus cercanías, un cuartel espacioso con un patio central donde puede formar un regimiento, y cuadras ventiladas y espaciosas, cuartel que costó tanto dinero, que doña Isabel II preguntó si se construía de plata; junto á ellos también, otro caserón inmenso, no sé si hospital ó casa de Maternidad, formando un grupo de edificación de carácter público que revela los desvelos de la metrópoli por la preciosa isla que tiene una densidad de población superior á la de todas las islas del Archipiélago antillano, que tiene en sus costas poblaciones importantísimas y más lindas, según el decir de las gentes, que la capital; que cultiva todas las tierras y los montes, aun los más fragosos y alejados de los centros de población, donde se cría riquísimo café, cacao, caña dulce, tabaco que exporta profusamente con provechos cada día más importantes, que va desarrollando, aunque con excesiva lentitud, los ferrocarriles del litoral, que tiene buenas carreteras y un buen servicio de obras públicas, y que sin la invasión de la plata mexicana, pesadilla allí, como en muchas partes, de un porvenir tenebroso ante el problema de la cuestión monetaria, cuya solución es tormento de gobiernos y sabios, no creo opinión optimista asegurar que la isla de Puerto Rico goza de envidiable prosperidad y que es una de las colonias que han dado y dan prestigios más justificados al colono y al comercio español. Por la tarde, la excursión á Santurce y Río Piedras completó la breve visita hecha á la isla de Puerto Rico, de la que guardo tan grato recuerdo y tan pintorescas perspectivas. Para ir á la estación del tranvía de vapor, desde el cuartel, forzoso será desandar el camino recorrido y volver á la parte baja de la ciudad, al pie de la plaza que debe ostentar ya á estas horas la estatua de Colón. Un modestísimo cobertizo de madera, un pequeño andén donde para un tren de una locomotora y dos vagones á la americana, que hacen la _navette_, como dicen los franceses, en vía estrecha, no sé si de un metro ó de setenta y cinco centímetros de anchura, constituyen el vehículo que recorre, en la longitud de unos cinco kilómetros, el espacio comprendido entre la capital y Río Piedras, población de escaso vecindario, que se halla casi en el centro de la curva que cierra la bahía de San Juan de Puerto Rico. El que visita la isla y descuida por ignorancia ó indolencia el recorrido de aquella línea, bien puede tener entendido que ha perdido una de las perspectivas más deliciosas de la tierra. No se crea que hay en aquel cuadro de la naturaleza embellecido por el arte, grandiosidad, ni el espectáculo hondo de extensos horizontes colmados de accidentes, no, lo que se ve en aquel valle lo abarca la vista en conjunto y sin esfuerzo; lo que se admira es la compenetración de las obras de una naturaleza ardiente y poderosa, con el arte de construir y combinar; es el hotelito primoroso que sombrean árboles deleitosos y flores de sin igual hermosura; es la cabaña y el bohío, escondidos en un rodal que parece arrancado del fondo de la manigua y trasplantado en el seno mismo de un pueblo culto y enamorado de las artes; es la mezcla de las razas codeándose sobre el pretil del verandah, donde se ven juntas la belleza mestiza y la negra de azabache, la rubia de ojos que sueñan y la mulata de mirar que fascina; es la continuada sucesión de hotelitos y jardines, de masas de cocoteros y palmeras, de árboles forestales gigantescos y plantaciones variadas, síntesis de la fecundidad prodigiosa de los trópicos, utilizada, con gusto exquisito, por los dichosos habitantes de la isla. Al llegar á Río Piedras, la ilusión se desvanece; á la derecha, charcas pantanosas y tierras bajas; á la izquierda, el pueblo, de fisonomía vulgar, en cuyas cercanías vi la quinta de verano del capitán general con su jardín, donde crecen cafetales, cocoteros y plátanos en abundancia, y un edificio, como puede tenerlo cualquier burgués acomodado; á lo lejos, la manigua que atraviesa polvorosa carretera que se pierde en el horizonte... después, ansia de regresar para deleitarme otra vez en lo que no volveré á ver probablemente jamás. Al día siguiente, el «Alfonso XII», después de cargar sendos sacos de café y azúcar, regalo ostentoso de Puerto Rico al ejército de África, levó anclas, disparó el cañonazo de despedida, atravesó la boca de la bahía, y como si despertara á la realidad, después de tener la vista fija en aquellas tierras de portentosa fertilidad y en aquella ciudad aseada, limpia, bonita, con la brusca sacudida de la mar libre, embravecida, saltando las olas en las rompientes, como catarata que se despeña de alturas inaccesibles, siento que la preocupación se apodera de mi espíritu, que las ansias de volver á mi casa, de abrazar á los míos, de estrechar la mano amiga que auguróme buen viaje, levantan en mi corazón el dejo amargo de la duda, y mientras la isla se hunde en el horizonte y el mar nos rodea por todas partes, mar airado, ceñudo, lleno de espumas que azotan los flancos del coloso... y pasan días y días, sin descanso, oyendo como la hélice gira con estrépito en el aire, produciendo un ruido aterrador, como se rompe la vajilla y crujen las cuadernas del buque, como si no pudiera resistir las embestidas de aquel oleaje furioso, con mar de proa que modera la velocidad, con marejada gruesa que produce balanceo espantoso, pienso con ansiedad en la hora de llegada, en el día afortunado en que volveré á ver las costas de mi patria. Llegó, por fin, la hora suspirada; el tiempo apiadóse al fin de los pobres viajeros del «Alfonso XII», y á las 2 de la tarde del día 16 de diciembre de 1893, con la vista fija en el horizonte y con algo en mi sér que levantaba oleadas de alegría que anudaban mi garganta, volví á contemplar las tierras patrias, las costas españolas del Atlántico, en cuyo fondo se divisaba la ciudad culta, la hermosa Cádiz, y mientras tomaban cuerpo y realidad en mi cerebro aquellas brumas difuminadas en el horizonte, no se me ocurrió cosa más digna de aquel suceso venturoso, que dar gracias fervorosas á Dios, que me había colmado de dichas en mi camino y que me permitía volver sano y salvo al lado de los que siempre me amaron, para vivir y morir entre los míos, en el seno augusto de la patria española. La conclusión de un libro [Ilustración]Jamás podré pagarte, lector querido, la gratitud que te debo por haber leído estas páginas dictadas al calor de una convicción profunda, intuitiva ayer, resultado hoy de paciente observación y continuado estudio. Y al hacer examen de conciencia, para resumir, en poquísimo espacio, el trabajo de nueve meses pasados en América acopiando datos, noticias, discursos, hechos, cuanto contribuye á labrar en el entendimiento el concepto claro de los hombres y las cosas, aun siendo corto el tiempo empleado y mi saber escaso, oblígame á decir lo que siento y pienso, á condensar en un punto concreto el objetivo de mi labor, si he de justificar, de alguna manera, la osadía de haber escrito tantas páginas que si no por su calidad, por su número, arrojan material suficiente para sumarse en las de un libro. Los Estados Unidos vistos al través de sus invenciones y riquezas parecen un cuento de hadas; cuando se tocan de cerca, la ilusión se desvanece, quedando en el espíritu el sombrío presentimiento de una civilización movediza, que no lleva rumbo fijo y que puede encontrar, en su camino, insuperables escollos. Han creado un Estado sin familia, han desligado á las gentes de los vínculos que ata el corazón, y la idea de patria resulta una cosa tan vaga que ha de ser para los yankees un anacronismo propio de sociedades caducas vislumbradas desde allí al través de las brumas del Atlántico, vegetando sobre las tierras cansadas de la vieja Europa. La libertad individual absoluta, la autoridad paternal desconocida, la emancipación de los niños, aceptada apenas trasponen los umbrales de la pubertad; la madre que olvida con el divorcio á los hijos; el padre que contrae, solicitado por el instinto, nuevos vínculos que desatan las tormentas conyugales; hermanos germanos que apenas se conocen; hermanos consanguíneos que ni pueden odiarse; hogares que forma el placer y borra el dolor, no pueden ser raíces que ahonden en el suelo de la patria para constituir tronco fuerte y robusto, capaz de mantenerse erguido en las luchas sociales. Búsquese el término de comparación en España y se verá que aquí la santidad del hogar es una necesidad sentida por todos: el hombre peor dotado, el que esconde sus delitos en cárceles y presidios, necesita creer en la santidad de su madre, en un hogar honrado donde pasó las horas más tranquilas y más hermosas de la vida, donde se desarrollaron el amor á la patria pequeña, los entusiasmos por la grande, el interés por el terruño y la casa, llena de recuerdos, de ilusiones y esperanzas, compenetrándose de tal manera esos afectos, el amor á la familia y á la patria, que forman en el corazón primero y en la inteligencia después una sola idea, como los sumandos de una adición cuando son homogéneos forman un total, un todo expresivo de una cantidad clara, precisa é indiscutible. En los Estados Unidos, todo eso es puro romanticismo; los padres imitan á los pájaros, viendo con gusto que los hijos se emancipan cuando tienen alas para volar, el niño solicitado por el afán de acumular dinero, ansia torcedora de toda la familia yankee; la niña arrullada por la idea, aceptada por todos, de su inteligencia precoz, educada é instruída fácilmente con destinos sólo esbozados en aquellas sociedades, pero, con inclinaciones claramente manifestadas, encuentran el hogar menguado para sus iniciativas, y se lanzan al espacio, sin cuidarse nadie de averiguar si la frágil máquina de su temprana inteligencia resultará globo dirigido por mano experta ó alas de cera que derretirá la primera ráfaga de pasión hallada en el proceloso océano de la vida. La familia, afirmada con elementos tan deleznables, no arraiga en el corazón de nadie; los padres creen haber cumplido sus deberes, si han cuidado de que no faltara á sus hijos el pan de cada día; los hijos emancipados en edad temprana, olvidan fácilmente beneficios que no han echado raíces en el corazón, y tras largas ausencias, el hogar se borra de la inteligencia, desapareciendo con él cuanto estimula los puros afectos del alma. Los que nos hemos acostumbrado á ver que la familia, sólidamente establecida, es la unidad sobre que descansa toda la organización de un Estado, con dificultad entenderemos que sea posible mantener un cuerpo social robusto, con elementos entecos, con unidades que por su índole y contextura no tienen aptitud alguna para contribuir á la solidez del edificio, que si falta el interés real que reside en el amor, todo lo demás resulta tan contingente como las mudanzas de los tiempos y las opiniones de los hombres. Y si ese argumento no tuviera la importancia capital que asigno á las condiciones en que se desenvuelve la civilización norteamericana; si la fortaleza de que dió pruebas convincentes durante la guerra de Secesión pareciera signo evidente de que las unidades, aun reducidas al individuo, cuando saben agruparse y manejarse, resultan capaces de producir organismos poderosos; si la prosperidad en que ha vivido durante los últimos años, desarrollando la riqueza de una manera verdaderamente portentosa, legendaria, de que apenas podemos formarnos aquí una idea clara, dijera que en los Estados Unidos si la familia no sabe formar grupos unitarios enlazados por el interés sagrado del hogar, se agrupan, en cambio, los elementos afines de otra manera para que los organismos económicos crezcan y se desarrollen dando al Estado grandes energías y al individuo enormes riquezas; aun así, aun admitido todo esto, hallo al individuo desarmado ante el infortunio, ante el dolor, ante la enfermedad, hallo en todas partes el desamparo más profundo en el enfermo que va al hospital ó á la casa de salud, porque en su casa, si la tiene, no hay quien pueda cuidarle; en el que busca el calor de la familia, que no se reúne para comer, como no sea á primera hora en el breakfast, rápido y silencioso, precursor de los cuidados de una jornada agobiadora; la mujer que come casi siempre en el _bar_ ó el restaurant, los hijos que gozan ya de su independencia y que van ó no á compartir las alegrías y las tristezas del hogar, costumbres son de un pueblo que ha montado una civilización que entristece, quitando á todas las manifestaciones de la vida lo único que tiene encantos, la sola cosa que nos ata á la tierra, el amor de la familia, formando agrupación sólida, permanente, escudo poderoso contra el mal, la desgracia, la enfermedad y la miseria. En esas condiciones, el norteamericano trabaja para satisfacer sus ideales, sus egoísmos, sus ambiciones, sus ansias de poder... el español tiene la vista fija en los suyos, en el arraigo del hogar que perpetuarán los hijos, los hermanos, los sobrinos, que serán su continuación en la familia, creada con el sudor de su frente, y ennoblecida con su trabajo honrado y fecundo. Surgen de aquí, como es natural, organismos completamente distintos en el modo de ser de aquellas sociedades comparadas con las nuestras, pero tan complicadas y tan inmorales, que cuanto se diga ha de parecer exageración de principio, y mucho más en España, en donde tantas gentes pregonan nuestra decadencia, nuestro mal gobierno, la ignorancia de nuestros hombres de Estado, lo enrevesado y difícil de nuestra Administración en todas sus ramas y poderes, sin ocurrirles cosa más halagüeña que la de compararnos cada día, y con una insistencia digna de mejor causa, á los riffeños, modelos en que se mira al parecer mucha gente, si he de juzgar las cosas por el uso de ellas, siendo triste que abusen del procedimiento nuestras eminencias políticas y literarias, más amantes de hacer frases que nos deshonran, que de respetar á los que viven cristiana y honradamente trabajando, sufriendo y pagando culpas ajenas, culpas de unos cuantos, los menos, que arman una gritería infernal, dejando sin opinión á los más que sólo piden orden, paz, tranquilidad y respetos para la patria. Larga sería mi tarea si tuviera que hacer un trabajo comparativo entre los organismos de carácter público norteamericanos y los nuestros; nuestra inmoralidad, con ser mucha, no puede compararse, ni en política, ni en administración con aquélla; como mecanismo político resulta aquello tan enrevesado como esto, y en el concepto del respeto debido á las leyes, desde el policía que emplea procedimientos que en España levantarían cada día una tormenta, hasta los linchamientos realizados por las masas blancas poco menos que á diario, con un refinamiento de crueldad que hiela la sangre, habría tela cortada para probar que si España es una continuación del Riff, esta comarca se extiende hasta los confines del Nuevo Mundo, floreciendo el procedimiento africano, pujante y vigoroso en las tierras vírgenes de la América del Norte. No he de ahondar en eso, que para ello forzoso sería escribir un nuevo libro; y como mi objeto está ya alcanzado, bueno es que sepan cuantos han creído de buena fe, como yo, que somos el pueblo más degradado del mundo porque nos lo han repetido muchas gentes, olvidando los respetos debidos á las personas honradas que abundan aquí, como en todas partes, que el país de los espejismos, de las grandes riquezas, de las ciudades llenas de prodigios, de los hombres políticos más eminentes de la tierra, de los grandes patriotas, resultan, vistos de cerca, hombres hechos del barro deleznable con que se forman también aquí los nuestros, que allí, como aquí, están las masas plagadas de miserias físicas, morales é intelectuales, dignas de redención... faltándonos sólo aquí lo que abunda ó abundaba hace poco en todas partes menos en España: un poco más de respeto, amor y consideración á la tierra donde hemos nacido, en donde tenemos y guardamos el patrimonio de las afecciones, que sólo enalteciendo el amor de patria conseguiremos la consideración de los extraños y la satisfacción de un alto deber cumplido. FIN ÍNDICE PÁGS. Washington. 5 Salt Lake City. 13 San Francisco de California. 23 Chinatown. 33 El reporterismo y la hospitalidad en California. 43 Los vinos de California. 53 De San Francisco á El Paso. 61 De El Paso á México. 71 La ciudad de México. 85 Chapultepec y Guadalupe. 115 Querétaro. 129 De México á Veracruz. 139 De Veracruz á la Habana. 151 En la Habana. 161 Los edificios públicos de la Habana. 181 Impresiones acerca de la política cubana. 215 MATANZAS: La Cueva de Bellamar y el valle de Yumurí. 225 De Puerto Rico á España. 245 La conclusión de un libro. 255 *** End of this LibraryBlog Digital Book "Viaje a America, Tomo 2 de 2" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.