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Title: Figuras americanas - Galería de hombres illustres Author: Pérez, Miguel A. Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Figuras americanas - Galería de hombres illustres" *** Nota del Transcriptor: Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original. Errores obvios de imprenta han sido corregidos. Páginas en blanco han sido eliminadas. Letras itálicas son denotadas con _líneas_. Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas) han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal. FIGURAS AMERICANAS PARÍS.--TIP. GARNIER HERMANOS, 6, RUE DES SAINTS-PÈRES, 6. BIBLIOTECA SELECTA PARA LA JUVENTUD FIGURAS AMERICANAS GALERÍA DE HOMBRES ILUSTRES POR MIGUEL A. PÉREZ [Ilustración] PARÍS GARNIER HERMANOS, LIBREROS-EDITORES 6, RUE DES SAINTS-PÈRES, 6 1891 PRÓLOGO El nuevo volumen con que aumentamos hoy nuestra biblioteca juvenil, viene á llenar un hueco y tenemos la esperanza de que será bien recibido. Nada más interesante que esta _Galería de americanos ilustres_, en la cual incluímos personajes de uno y otro sexo, no todos tan conocidos como por sus talentos ó por sus actos merecen. Todos los jóvenes americanos, y aun los europeos, conocen los hechos, ó cuando menos los nombres, de las grandes figuras históricas ó científicas de América; nadie desconoce los nombres de Wáshington y Bolívar, ninguna persona medianamente ilustrada ignora descubrimientos ó los inventos de Maury, de Edison, de Morse; á pocas gentes no habrá llegado el eco gloriosísimo de nombres tan preclaros como los de Sucre y San Martín; nosotros mismos hemos alcanzado los tiempos de Juárez y de Lincoln, nombres no menos ilustres, que para nadie son desconocidos. Pero existen además, ó han existido, otros muchos hombres menos populares, apenas conocidos, tal vez enteramente ignorados, que son acreedores al respeto, á la estimación, algunos de ellos al cariño de la posteridad. No todos ciñen sus frentes con los nimbos de la gloria, pero muchos hicieron por su patria ó por la humanidad sacrificios ó esfuerzos dignos de ser imitados. Los unos combatiendo con las armas en la mano; los otros enseñando en las escuelas, y muchos divulgando por medio de sus libros el amor al ideal ó el sentimiento patrio, han conquistado un puesto digno y envidiable entre las figuras de su tiempo. Hubo también ignorantes, malvados y traidores, cuyos hechos pueden servir de utilísima enseñanza, cuyos nombres no merecen desdeñoso olvido. El que ayuda á los enemigos de su patria, el que tiraniza á sus conciudadanos, el que comete errores fecundos en funestas consecuencias, podrá ser justamente aborrecido, mas no será siempre con igual justicia condenado al menosprecio. Deberá menospreciarse, pues odiándole se le honraría, al que en sus crímenes ó en sus errores haya sido bajo, rastrero, mísero, cobarde; no al que en sus actos haya tenido grandeza--pues la hay hasta en el crimen;--no al que se haya equivocado con sana intención ó cumplida buena fe. De todos modos, conviene presentar á las generaciones sucesivas los nombres y los hechos ejemplares, todos los ejemplos saludables ó perniciosos que la fértil historia suministra, que si los unos alientan, conmueven, estimulan ó entusiasman los otros son todavía más útiles, pues apartan á la juventud de las sendas peligrosas en que zozobraron los que las siguieron. Alternadas con los hombres, figurarán en esta _Galería_ bastantes mujeres célebres, que no han faltado en América ni antes ni después de la emancipación damas que honren á su sexo y á la humanidad. Lo que sentimos es no disponer de suficiente espacio para incluírlas á todas. No hemos seguido un orden cronológico por creerlo innecesario. Alternando las figuras como lo hemos hecho, sin tener en cuenta los tiempos ni los países, creemos haber dado más amena variedad al libro que hoy ofrecemos y recomendamos á la juventud. FIGURAS AMERICANAS DON JUAN RUIZ DE ALARCÓN Y MENDOZA Este ilustre americano floreció en la época de la dominación española. Por eso España lo cuenta como suyo, y también por la influencia que su talento ejerció en la literatura castellana. El teatro de Alarcón es digno de la patria de Calderón y Tirso de Molina. Hasta hoy no ha producido América un dramaturgo del genio y el alcance de Alarcón. Nació este inmortal poeta en el virreinato mejicano, si bien se ignora en qué pueblo y en qué día. Alguien ha dicho que Tasco era el pueblo de su naturaleza; pretenden otros que vió la primera luz en la hermosa capital de Méjico. Sea como quiera, lo seguro es que nació antes del año de 1590, pues consta que en 1606 recibió en Méjico el grado de doctor. No bien terminada su carrera, se embarcó nuestro joven para España, donde estuvo empleado en el Consejo de Indias. Era ya relator de este Consejo en 1624. Las áridas tareas de su importante destino, el trato cortesano que frecuentó asiduamente, las murmuraciones y las críticas de los que no podían creer en la inspiración de un corcovado, hubieran bastado para que otro cualquiera cortara de raíz su comercio con las musas; pero Alarcón era poeta de veras y no se desalentó por ningún género de burlas ni sarcasmos. Así, pues, enriqueció la dramática española con multitud de piezas que, si por el número dan testimonio de la labor y fecundidad del poeta, por la calidad le ponen al nivel de las grandes figuras literarias. Las comedias más conocidas de Alarcón son las siguientes: _Los engaños de un engaño._ _La hechicera._ _Antes que te cases mira lo que haces._ _La culpa busca la pena y el agravio la venganza._ _Dejar dicha por más dicha._ _El tejedor de Segovia._ _Don Domingo de Blas._ _Dar con la misma flor._ _Ganar perdiendo._ _Los dos locos amantes._ _Lo que mucho vale poco cuesta._ _No hay mal que por bien no venga._ _Nunca mucho costó poco._ _Por mejoría._ _Quién engaña más á quién._ _Quien mal anda mal acaba._ _Quien priva aconseje bien._ _Siempre ayuda la verdad._ _La suerte y la industria._ _También las paredes oyen._ Por último, la obra maestra y capital de Alarcón (á juicio de algunos críticos de reconocida autoridad) que es _La verdad sospechosa_. Uno de los más notables biógrafos de Alarcón, poeta dramático también y literato eminente[1], escribe lo que copiamos á continuación: [1] Don Juan Eugenio Hartzenbusch. «Corneille, que tradujo en parte y en parte imitó _La verdad sospechosa_, solía decir que daría dos de sus mejores composiciones por haber inventado el original, que era lo que más le agradaba de cuanto había leído en español. Molière confesaba que _La verdad sospechosa_, imitada por Corneille, era la obra donde había conocido la verdadera comedia. Voltaire principia el prólogo que puso al _Menteur_ de Corneille, diciendo que los franceses nos deben la primera comedia lo mismo que la primera tragedia que ilustró á Francia. Puibusque llamaba inapreciable tesoro á lo que halló Corneille en la obra de nuestro americano. Adolfo Federico de Schack, á quien debe Alemania dos volúmenes de piezas del Teatro español traducidas, y después una apreciabilísima historia de nuestra literatura dramática, sostiene, después de hacer grandes elogios de Alarcón, que no tiene comedia que no se distinga con ventaja. El autor de _Edipo_ y el de la _Oda á la beneficencia_, el _Curioso Parlante_ y el cantor de _Guzmán el Bueno_, han hecho de Alarcón grandes elogios. Los caracteres del maldiciente y el mentiroso, el del cortesano y benévolo Juan de Mendoza, en quien tal vez Alarcón se retrató á sí propio, con su nombre, apellido y fealdad; la Inés en _El examen de maridos_; _El tejedor de Segovia_; los protagonistas de _Ganar amigos_; _Los favores del mundo_ y _El dueño de las estrellas_; algunas de sus damas, como la Leonor de _Mudarse por mejorarse_; alguna criada, como la Celia de _Las paredes oyen_; muchos criados, como el Tello de _Todo es ventura_, que es realmente el héroe; aquel Domingo de Blas, por cuyo bienhechor egoísmo se podría dar toda la virtud humanitaria de muchos; éstos y otros personajes de Alarcón tienen en sus comedias fisonomía propia, varia y bella; ni se parecen entre sí ni pueden equivocarse con figuras creadas por otros autores. Feliz en la pintura de los caracteres cómicos para castigar en ellos el vicio, como en la invención y desarrollo de los caracteres heroicos para hacer la virtud adorable; rápido en la acción, sobrio en los ornatos poéticos, inferior á Lope en la ternura respecto á los papeles de mujer, á Moreto en viveza cómica, á Tirso en travesura, á Calderón en grandeza y en habilidad para los efectos teatrales, aventaja sin excepción á todos en la variedad y perfección de las figuras, en el tino para manejarlas, en la igualdad del estilo, en el esmero de la versificación, en lo correcto del lenguaje.» Como se ve, no puede ser más lisonjero el juicio de persona tan autorizada como el ínclito autor de _Los amantes de Teruel_. Con más cariño si cabe y con más sentida admiración le juzga Roque Barcia en su _Diccionario etimológico_. Muchos escritores y críticos de Méjico y de España le han consagrado artículos y libros, conviniendo todos en el mérito de su teatro. Luis Eguílaz ha escrito un drama intitulado _Alarcón_, uno de los mejores que él ha escrito, en el cual figura como protagonista nuestro insigne poeta mejicano. Pudo Alarcón, sin duda, quejarse de la injusticia de sus contemporáneos; pero la posteridad le ha concedido un desagravio completo. No fué popular en vida, pero pocos lo han sido tanto ni por tanto tiempo cuando ya no existen. Los palaciegos que se mofaban indignamente de sus deformidades meramente físicas, han desaparecido con todas sus bellezas, con todas sus gallardías, con todas sus elegancias, no dejando ni sus nombres, y sí solo el recuerdo de sus deformidades morales. En cambio han dejado de existir y nadie ve las jorobas del contrahecho y mal formado autor de tantas comedias admirables, pero quedan los frutos de su ingenio, se conservan las bellezas de su noble alma, fielmente reproducidas en los hermosos versos que han hecho imperecedero su preclaro nombre. Las obras de Alarcón han sido coleccionadas por Hartzenbusch para la _Biblioteca de Autores españoles_ de Rivadeneira, y publicadas en el tomo XX de la misma. El coleccionador y el editor han merecido bien de la literatura castellana. Sólo falta una estatua que todavía no tiene el autor de _La verdad sospechosa_, que es de justicia y que se la deben los mejicanos ó los españoles. FRANKLIN Fué uno de los hombres más notables de su siglo. Era hijo de un fabricante de velas y nació cerca de Boston en 1706. Á la edad de doce años fué colocado como aprendiz en una imprenta de Boston. Aprendiendo el oficio, no descuidaba el estudio; cuantos libros ó manuscritos pasaban por sus manos, los leía con la mayor avidez. Por las noches, en las horas debidas al descanso, devoraba cuantas obras conseguía sin reparar el género. Desde muy joven compuso poesías, y en 1720 colaboraba en un periódico fundado por un hermano suyo de más edad que él. Era el menor de seis hermanos. El joven Benjamín se trasladó á Filadelfia en 1722. Su objeto era fundar una imprenta, para lo cual hizo un viaje á Londres en 1723, á fin de adquirir el material necesario. Habiendo fracasado sus proyectos, regresó de Londres á Filadelfia en 1726. En Filadelfia tuvo una existencia de las más penosas, trabajando como cajista, siendo tenedor de libros en alguna casa y no dejando por eso de estudiar con ahinco las letras y las ciencias. Pero no tardó en encontrar amigos generosos que le facilitaran los recursos precisos para adquirir una imprenta, conseguido lo cual se dió á conocer como escritor político. Sus artículos eran leídos con gusto y sus negocios marchaban perfectamente. Se dedicaba al comercio de papel, vendía objetos de escritorio y no dejaba por eso de escribir. Su popularidad y consideración aumentaban cada día, pues todos veían en él un modelo de ciudadano, y un hombre verdaderamente útil. Publicaba á la vez un diario y un almanaque, siendo este último la obra más nueva, más original y acaso la más célebre que se publicó en América en su siglo. Encierra el almanaque de Franklin preciosas lecciones de moral social y de economía doméstica, máximas provechosas y sentencias que no ha olvidado, por fortuna suya, el gran pueblo de los Estados Unidos. Los pensamientos de Franklin, traducidos á todos los idiomas y conocidos en todo el universo, están tomados del almanaque antedicho. Algún crítico asegura que los _Proverbios del viejo Enrique ó ciencia del buen Ricardo_ (Filadelfia, 1757), es por su forma y su fondo la obra maestra de los libros populares. Es indudable que las obras de Franklin ejercieron poderoso influjo en sus compatriotas y en su época; se puede decir que él formó una generación laboriosa y varonil, la que conquistó y consolidó la independencia y la libertad de América. Los enciclopedistas franceses están considerados como precursores de la Revolución; Franklin fué también enciclopedista y precursor, no sólo de la revolución francesa, sino de la americana. Los derechos del hombre fueron reconocidos y practicados en la América libre antes que se escribieran en Francia. Ocupábase Franklin preferentemente en el estudio de la física, descifrando los misterios de la atmósfera. Él inventó el volantín eléctrico y el pararrayos, hizo estudios muy serios sobre el calórico y resolvió problemas difíciles de hidrodinámica. La física experimental le debe ensayos útiles que Franklin hizo antes que nadie. Era un hombre de ciencia, pero al mismo tiempo era hombre práctico, dos cosas que rara vez se ven juntas. Franklin organizó en Filadelfia, en 1738, la primera compañía de seguros contra incendios. Lo más admirable que hay en los ensayos físicos y en los experimentos mecánicos de Franklin, es que los hacía con aparatos imperfectos; carecía de instrumentos _ad hoc_, no tenía péndulo para medir el tiempo y se valía para esto de una vara que movía cantando como los músicos. Comunicó sus trabajos y descubrimientos sobre la electricidad á un amigo de Londres (Cóllinson), el cual amigo á su vez lo puso todo en conocimiento de los sabios de Europa. El nombre de Franklin fué desde entonces conocido en ambos hemisferios. No hubo informe científico ni memoria académica donde no se le citara, ya para discutir sus grandes descubrimientos, ya para invocar su nombre como una autoridad. La universidad de Oxford le confería en 1762 el título de doctor en derecho. El gobierno de la metrópoli, por su parte, le nombraba director general de correos de las colonias angloamericanas. Las distinciones del gobierno inglés no le hicieron olvidar que había nacido americano; jamás echó en olvido lo que debía á sus compatriotas; por eso, cuando la Cámara de los Comunes abrió una información parlamentaria con motivo de las quejas que formulaban las colonias, Franklin hizo un viaje á Londres como delegado de Pensilvania y expuso francamente la situación de las cosas. En 1775, habiendo expirado su mandato, regresó á América. Nada había conseguido en favor de su querida patria, ni en obsequio de la justicia que es ante todo. Los ingleses persistían en su política tirante, pretendiendo que la actitud rebelde de los americanos dificultaban toda concesión; los americanos hablaban ya de romper con la metrópoli separándose completamente de la madre patria, fundándose en la obstinación de los ingleses: era un verdadero círculo vicioso. La culpa, entre tanto, no era de unos ni de otros, sino del tiempo. No en balde marchan y se suceden los siglos; no en vano progresan las sociedades; no impunemente se trata á un pueblo viril como á colonia primitiva ó sociedad naciente. En la sociedad humana como en la naturaleza todo se modifica y se transforma; lo que no se renueva se petrifica, lo que no adelanta retrocede, lo que no se agita sucumbe. No hay sociedades en el quietismo, no hay entidades en la inercia, todo marcha en el mundo, desde el universo que tiene movimientos regulares y exactamente medidos por el cosmógrafo, hasta el pensamiento incalculable que abraza la eternidad y abarca lo infinito. El movimiento separatista se había propagado en las colonias de América, y Franklin al regresar de Europa se asoció con toda su voluntad al incontrastable movimiento. Había visto por sus propios ojos la estrechez de miras de los poderes británicos, y sabía perfectamente que lo que no progresa regresa, que para su patria no había salvación sin libertad y que la libertad es incompatible con toda dependencia. Una confederación de las colonias con la madre patria, moviéndose ésta y aquéllas con entera libertad en la esfera de sus intereses y en el círculo de sus funciones propias ó de sus atribuciones esenciales, habría sido una buena y digna solución del conflicto colonial. Pero Inglaterra no quería ceder en mengua de su autoridad ó en menoscabo de su prestigio, y por no conceder algo lo perdió todo. Las colonias británicas se hicieron independientes. Franklin fué uno de los que coadyuvaron á la obra magna de la emancipación, figurando desde entonces como hombre público tanto como sabio. En 1775 llegó á París como embajador de las colonias inglesas y fué admitido en Versalles como tal embajador. La reina que compartía con Luis XVI el tálamo real, muchos príncipes y cortesanos que como ella habían de perecer más tarde en la guillotina, se burlaron de Franklin y de sus maneras, pues el ilustre sabio no conocía las reglas de la etiqueta y mucho menos los procedimientos de la cortesana adulación; pero el ilustre plebeyo, el cajista americano desdeñó la pequeñez de seres tan inútiles y tan mezquinos y acabó por hacerse respetar de todos. Su permanencia en París se prolongó diez años, hasta el de 1785. Durante ellos consiguió más de lo que esperaba, acaso más de lo que se proponía, pues no sólo obtuvo recursos materiales y apoyo efectivo para la causa de América y el reconocimiento por parte de Francia de la independencia de los Estados Unidos, sino que los mismos ingleses trataron con él en París los preliminares de la paz. El 20 de enero de 1782 firmó Franklin un tratado con Inglaterra, mediante el cual la metrópoli reconocía de hecho la independencia norte-americana. Á su vuelta á la patria recibió mil testimonios del cariño y respeto de sus conciudadanos y fué nombrado presidente del congreso de Pensilvania reunido en Filadelfia. Era casi octogenario; con todo, ni su edad ni sus deberes políticos le impidieron continuar trabajando en el campo de la ciencia. La agricultura, señaladamente, le debió nuevos progresos en los últimos años de su aprovechada y laboriosa vida. Franklin murió el 17 de abril de 1790 á la edad de ochenticuatro años. El Congreso Federal acordó que los Estados Unidos llevaran luto por la muerte del ciudadano insigne, que representaba á Pensilvania en el Congreso y á la América entera en el mundo científico y filosófico. El luto oficial duró dos meses; el particular de cada ciudadano fué más largo todavía. La Asamblea nacional de Francia tributó su homenaje á la memoria de Franklin, llevando tres días de luto por acuerdo unánime de aquella ilustre Asamblea, que fué la Asamblea de la Revolución. El viejo Franklin moría; su obra no perecerá. Fué uno de los hombres más ilustres de su siglo, con ser el siglo más grande de la historia; fué, sobre todo, un hombre bueno, título más noble, más raro, más apetecible que el de grande. En las luchas de la pasión y en las tempestades de la vida conservó siempre su ingénita bondad; su envidiable grandeza fué la grandeza de los bienhechores. [Ilustración] RIVADAVIA Este gran ciudadano á quien tanto debe la República Argentina, quizá no merezca el pomposo título de grande hombre; pero nadie le negará otro título más envidiable y digno, cual es el de hombre útil. No son tan convenientes para las repúblicas los gigantes y los genios, á quienes ciega ó deslumbra en ocasiones la propia grandeza ó la estrella afortunada, como esos otros que unen la aplicación á la honradez, la constancia en su labor á la energía moral, una modestia digna á las virtudes cívicas de los buenos ciudadanos. Bernardino Rivadavia fué incansable, activo, laborioso; no cejaba ante las dificultades cuando acometía cualquiera empresa; no vacilaba nunca entre su conciencia y las conveniencias fugitivas de un momento ó de una personalidad, aunque se tratara de la suya propia. Como todos los hombres radicales, progresistas y reformadores, tuvo por enemigos á cuantos creyeron que su programa político amenazaba intereses, costumbres ó aficiones sancionados por el tiempo, la preocupación ó la rutina; pero hoy se le hace justicia por amigos y adversarios, por federales y unitarios, por nacionales y extranjeros. Todo el mundo reconoce que se le deben grandes beneficios y que él abrió la senda seguida más tarde por los argentinos con rumbo al progreso y á la perfección. Nacido en el último cuarto del siglo XVIII, no era ciertamente un liberal como son en el día los de las escuelas avanzadas; pero su liberalismo no era menos sólido ni las circunstancias más difíciles lo entibiaron ni lo desmintieron. Fué educado por un sacerdote, el doctor Marcos Salcedo, y después en el colegio porteño de San Carlos. Joven todavía, fué nombrado teniente de una de las compañías de milicianos que organizó Liniers después del primer ataque frustrado de los ingleses á Buenos Aires. En el segundo ataque se batió con sus _gallegos_, contribuyendo á rechazar la invasión[2]. [2] Uno de los cuerpos de milicias se denominaba de _Gallegos_. Tomó parte en los disturbios que precedieron á la revolución, luchando en favor del general Liniers que era combatido por Alzaga. Sin embargo, su papel fué secundario hasta 1811, época en la cual empezó á tener intervención visible en los sucesos. Nombrado por entonces ministro de Gobernación, Hacienda y Guerra, desempeñó conjuntamente cargos tan difíciles y pudo salir airoso, aunque combatido simultáneamente por las facciones políticas y por los no domados españoles que abiertamente conspiraban. En aquella época agitada empezó á demostrar el joven Rivadavia sus dotes de estadista: fundó la libertad comercial, introdujo considerables mejoras en la administración, prohibió la trata de negros y al mismo tiempo deshizo más de un complot contra la seguridad del Estado y la paz pública. Fué derribado, empero, en 1812 por un movimiento que dirigió el doctor Medrano, personaje más conocido como poeta que como político. En 1814 pasó Rivadavia á Europa, donde prestó servicios á la causa de la independencia y atesoró conocimientos que más tarde le fueron de suma utilidad. En 1820, de vuelta en Buenos Aires, fué nombrado ministro de Gobierno y supo granjearse las mayores simpatías. Rivadavia estableció el sistema representativo, allí donde solo existía una dictadura revolucionaria; emprendió mejoras materiales, sin descuidar las morales que son la base del bienestar de los pueblos; creó el registro oficial, archivo, policía, casa de expósitos; fundó escuelas, bibliotecas, premios á los estudiantes, sociedades de beneficiencia presididas por señoras; popularizó la enseñanza pública y erigió, por último, la Universidad, decretada por el rey de España en el siglo precedente sin que el decreto hubiera tenido ejecución. Buenos Aires le debió también dos cosas tan interesantes como el cementerio y la recova. La Universidad de Buenos Aires, agradecida á su verdadero fundador, concedió á Rivadavia el título de doctor en uso de facultades que tenía para conferir los grados que estimara justos, sin necesidad de pruebas, «á los hombres ilustrados y eminentes»[3]. Esta concesión se hizo algún tiempo más tarde, siendo Rivadavia presidente de la República. [3] Artículo 13 del decreto de 21 de junio de 1827. Antes de ocupar tan elevado puesto, hizo otro viaje á Europa con una misión diplomática cerca del gobierno inglés. Al regresar fué elegido presidente (1826). El período de su presidencia fué notable, como se esperaba. No desmintió el presidente las lisonjeras esperanzas que había hecho concebir. La instrucción progresó considerablemente; se protegió y fomentó la cría de ganados, que tan útil y productiva es para la República Argentina; fundáronse pesquerías como la de Patagones; se buscó en Europa maestros de capacidad que secundaran la benéfica iniciativa del presidente; en los campos se fabricaron iglesias y se fundaron colonias; en fin, se hizo la independencia de Montevideo, á pesar del Brasil. Fué un período fecundo el del doctor Rivadavia. Si después ha adelantado tanto la República Argentina, política, industrial y comercialmente, si ha crecido la población, si han acudido inmigrantes de todas procedencias, si se ha extendido los límites de la República, sometiendo á los salvajes y explorando los desiertos, bien pueden decir los argentinos como en la célebre fábula: ¡Gracias al que nos trajo las gallinas! Y el que llevó las gallinas fué sin duda Rivadavia, no negando con lo que decimos la gloria que les quepa á sus continuadores. Á pesar de todo, Rivadavia fué muy combatido y se vió obligado á renunciar el poder. En 1829 le encontramos en Europa. En 1834, gobernando sus mayores enemigos, tuvo el atrevimiento de volver á Buenos Aires para responder ante los tribunales de ciertas acusaciones que le dirigían. No quisieron juzgarle, pero se le desterró. Después de residir algún tiempo en Mercedes y más tarde en el Brasil, buscó refugio en España. Al cabo de tres años de residencia en Cádiz, falleció en 1845. Fué Rivadavia un ciudadano virtuoso, un político bien intencionado y un patriota exclarecido. Se equivocó tal vez en sus apreciaciones, pero nadie es profeta en este mundo. Sus mismos adversarios han hecho justicia á su rectitud de proceder, reconocen sus talentos y su ilustración, celebran su indomable voluntad, agradecen y aplauden sus servicios... ¿Qué más puede esperar un nombre político de sus conciudadanos que imparcialidad, aplauso y reconocimiento? ¿Qué más puede pedir á la posteridad, si ésta le hace justicia? [Ilustración] PÁEZ El general venezolano José Antonio Páez contribuyó principalísimamente á la independencia de su patria. Ningún otro caudillo de las guerras de América fué más afortunado, pero tampoco lo hubo más esforzado que él. No era un general á la moderna, sino un héroe forjado en moldes antiguos. No conocía la ciencia ni el arte de la guerra, no había estudiado estrategia ni fortificación, no entendía de castrametación ni de balística ni siquiera de táctica; pero tenía la pujanza de Murat, la bravura de Diego León, una astucia insuperable, una fuerza hercúlea y una serenidad á toda prueba. Nació en la provincia de Barinas en 1790 y dedicó su infancia á los trabajos por demás penosos de la agricultura y la ganadería. Luchando con la corriente del rápido Apuré, con los caimanes del río y con las fieras del monte, con el sol de los llanos y con los rigores de la suerte, no sólo templó su alma para todas las pruebas y todos los sacrificios, sino que se hizo excelente nadador, inmejorable jinete, gran cazador, invencible machetero. Un hombre formado en semejante escuela no podía permanecer impasible, como hicieron tantos, cuando sonó la hora de la revolución y de la guerra. Páez debía tomar parte por unos ó por otros en la contienda que iba á decidir de los destinos de América. Fué buscado y aun halagado por los españoles; pero optó sin vacilar por la causa de la independencia. En 1810 se alistó voluntario en un escuadrón patriota, distinguiéndose mucho por su arrojo en la primera campaña, en la cual ascendió hasta sargento primero. En la segunda campaña le vemos de capitán, sorprendiendo y derrotando una columna enemiga en el punto llamado Matas Guerrereñas. Poco después, derrotado por los españoles y abandonado por los suyos que se desbandaron, fué hecho prisionero y sentenciado á morir. Puesto en capilla para ser ejecutado, debió su indulto á la generosidad del enemigo. Cayó segunda vez prisionero, y de seguro que entonces lo hubiera pasado mal si por su propio esfuerzo no se hubiera libertado. Los 511 prisioneros que con él estaban, dirigidos por él, desarmaron la fuerza encargada de su custodia y se salvaron. Páez y los suyos se incorporaron á las fuerzas patriotas que mandaba García Sena. Este jefe confió á Páez el mando de su caballería, con la que realizó las más inauditas y portentosas hazañas. No había empresa temeraria que no se le confiara ni enemigo que le detuviera. Jamás contó el número de sus soldados ni el de sus enemigos. Avistarlos y embestirlos eran siempre dos cosas simultáneas. En 1814 era Páez coronel de la caballería venezolana, combatiendo con sus 1.000 caballos en la acción de Chire á las inmediatas órdenes del general Ricaurte. En Mata de la Miel contribuyó eficazmente al desastre de los españoles. En las expediciones á través de los Andes, como en las persecuciones sufridas muchas veces hasta los llanos de Casanare y las selvas más remotas, era Páez el encargado siempre de las exploraciones, de los reconocimientos, de cubrir la retaguardia ó de contener al enemigo. En la campaña del Apuré (1816) tomó Páez una ofensiva enérgica y vigorosa contra la división mandada por el general Latorre; la valentía de Páez no se desmintió en aquellas circunstancias, pero los resultados fueron negativos. Los españoles contaban por entonces con los refuerzos de España llevados á Venezuela por el general Morillo. Eran tropas aguerridas que en su mayor parte habían combatido contra los ejércitos de Napoleón. Y además tenían el auxilio poderoso de los terribles llaneros, que combatían por España á las órdenes del siniestro Boves. Mal se ponían las cosas para los independientes. Los realistas se habían apoderado de la isla Margarita, de La Guaira, de todos los puertos de Costa Firme, incluso Cartagena. Entraron en Santa Fe, hoy Bogotá; Valencia capituló; fué preciso levantar el sitio de Puerto-Cabello. Al parecer estaba dominada la revolución. Para otros no había esperanza; pero Páez, tan familiarizado con los reveses como con los triunfos, no se desalentó jamás ni perdió nunca la fe. En las más adversas circunstancias y escuchando á todas horas los más siniestros y fatídicos augurios, organizó una fuerza de caballería con los dispersos que iba recogiendo y con nuevos voluntarios. Formó también con desertores de las filas realistas el batallón _Páez_, que se distinguió más tarde por su disciplina y su bravura. Poco después se unieron Páez y Bolívar, que recíprocamente se admiraban y se estimaban antes de conocerse. Cuando se conocieron, creció singularmente la mutua estimación de ambos caudillos, que habían nacido para completarse. Era Bolívar la inspiración, el genio, el alma de la revolución; Páez era el brazo que ejecutaba las inspiraciones del Libertador, y el único capaz de llevar á término los planes gigantescos del hijo de Caracas. Una vez reunidos ambos jefes, ansiaba fervientemente el general Bolívar dar comienzo á sus operaciones; pero no encontraba medio de salvar un caudaloso río por falta de elementos adecuados. Los españoles tenían ocupados los pasos más importantes ó más fáciles con sus embarcaciones, que eran lanchas artilladas y pertrechadas convenientemente. Solo Páez hubiera sido capaz de arrollar el obstáculo, y en efecto lo arrolló. Las lanchas realistas fueron atacadas y tomadas por la caballería, cargando á su cabeza el mismo Páez que tomó al abordaje catorce embarcaciones. En 1819 llegó á su apogeo la gloria militar de los republicanos. El general Morillo, que había sido inexorable con los _insurgentes_, se decidió después de la batalla de las Queseras del Medio á conferenciar con los jefes de la insurrección, ofreciendo tratarlos como beligerantes regulares y no como rebeldes. Accedió Bolívar á los deseos del general español, y la entrevista se verificó en Santa Ana. La conducta de ambos caudillos fué caballeresca. El general Morillo confesó más tarde que en la época de la conferencia estaba ya decidido á regresar á España, pero que no quería abandonar la América sin conocer á Bolívar y abrazarlo, puesto que juntos habían de figurar en la historia; este deseo del general Morillo fué, sin duda, la causa principal de aquella fecunda conferencia. En ella se acordó civilizar la guerra, humanizarla, empezando por una suspensión de hostilidades que ambas partes beligerantes consideraban útil. Terminada la tregua se dió principio á nuevas operaciones, las cuales aseguraron la independencia del país con la gran victoria de Bolívar en los campos de Carabobo. El general Páez tomó gloriosa parte en jornada tan insigne. De la intervención del héroe en las contiendas civiles posteriores á la independencia, no queremos decir ni una palabra. Si en esas luchas hubo laureles y glorias para Páez, ciertamente no los había menester para vivir en el corazón de sus conciudadanos. Como ha dicho un compatriota suyo, «los siglos apagarán los volcanes y secarán los torrentes, pero serán impotentes para borrar su memoria». Al fraccionarse Colombia después de la muerte de Bolívar, fué Páez elegido presidente de una de las tres repúblicas que se formaron: de la de Venezuela. Dos veces desempeñó tan alta magistratura, lo que no le impidió morir en tierra extranjera devorando en silencio la ingratitud de su patria. Uno de los errores del general Páez, justamente en el período más brillante de su vida, fué aconsejar á Bolívar que fundara el _imperio de los Andes_ y se hiciera emperador. Afortunadamente el gran Bolívar tuvo fe en la democracia; su patriotismo, su perspicacia y su sentido político, le dictaron la respuesta á Páez que va á continuación: «Usted no ha juzgado imparcialmente de las cosas y de los hombres. Ni Colombia es Francia ni yo soy Napoleón. No lo soy ni quiero serlo. Tampoco pretendo imitar á César; menos á Iturbide. Tales ejemplos me parecen indignos de mi gloria. El título de Libertador es superior á cuantos el orgullo humano ha recibido.» Vamos á terminar, copiando lo que dice de Páez el escritor argentino señor Decoud en su libro _La Atlántida_: «...Tenía el instinto sagaz, realzado ante sus compañeros por una fuerza prodigiosa. En la pelea, el león desesperado no se avalanzaba con más furia... Sus soldados le respetaban y le temían, porque el insubordinado tenía por castigo someterse á una lucha personal con su jefe, en la cual estaba seguro de ser herido; y las cicatrices que dejaban las armas de Páez jamás se borraban... »No tenía exigencias, no pretendía vestuarios, ni armas, ni raciones, ni sueldos. La carne sin sal le saciaba, no le afligía la intemperie, no le molestaba la lluvia. Había un río: lo pasaba. Había un pantano: lo salvaba. Había un llano prolongado como un desierto: lo cruzaba silencioso al paso monótono del animal... Su estrategia consistía en la traslación rápida de un punto á otro, su táctica en la sorpresa y su ataque en la impetuosidad irresistible de la carga. Peleaba sinceramente, por convicción, sin vanidad. Sólo sabía que todo hombre debe morir por su patria y que á esa patria subyugada es menester libertarla...» En efecto, así era Páez. MARIANO EDUARDO RIVERO Tal es el nombre de una de las mayores celebridades científicas de América. He dicho de las mayores, aunque en realidad sólo debiera decir de las mejor fundadas y de las más legítimas; pues si bien su fama ha sido tan grande como justificada y merecida, hoy se va desvaneciendo y las nuevas generaciones parecen olvidarla. Nació Rivero á fines del siglo XVIII en una de las ciudades más bellas é importantes del Perú: en Arequipa. Su padre, coronel de milicias y persona inteligente, procuró darle toda la enseñanza que entonces era posible en una ciudad del interior del Perú, lo cual quiere decir que el niño aprendió primeras letras y un poco de latín. Pero sus disposiciones, claramente reveladas en la primera enseñanza, y el afán que tenía por aprender, decidieron á su padre á enviarle á Europa cuando contaba apenas doce años. Recibió, pues, la segunda enseñanza en un colegio de Londres, dedicándose á la vez al estudio de las lenguas vivas. El director del colegio era un distinguido matemático, el doctor Dowling, quien pronto echó de ver la afición de Rivero á las ciencias físicas y matemáticas, otorgándole por consecuencia su predilección y su cariño. El joven Rivero correspondió al afecto que se le demostraba, redoblando su aplicación y trabajando con celo y con provecho. Así llegó á ser el alumno más notable del establecimiento, el discípulo más aventajado, encargándole su director y maestros del arreglo de un observatorio y asociándolo después á las observaciones y tareas que se llevaban á cabo. Al mismo tiempo se dedicaba Rivero con perseverancia al estudio de la química, asistiendo con puntualidad á los cursos que entonces explicaban sir Humphry Davis y otros sabios ingleses. Cinco años estuvo nuestro joven estudiando en Inglaterra, de donde pasó á continuar sus estudios en la capital de Francia. En París acudía puntualmente, como él acostumbraba, á oír las lecciones de los profesores más ilustres, especialmente las de Gay-Lussac, Thenard, Arago y Dulong. Comprendiendo la utilidad que podría reportar algún día á su patria si adquiría vastos conocimientos metalúrgicos, trató de ingresar en la Escuela real de minas, empresa harto difícil entonces para un extranjero. Muchas fueron las dificultades que se le oponían, logrando al fin vencerlas, gracias á la decidida protección del embajador de España. Como ya tenía considerables conocimientos químicos, hizo con facilidad progresos muy notables que apreció debidamente el sabio profesor Berthier, jefe del laboratorio. Distinguióle igualmente el profesor Brochante de Villiers, que enseñaba con lucimiento geología y mineralogía. Terminados sus estudios en la Escuela de minas, pasó á Alemania, deteniéndose en Sajonia para estudiar el importante distrito metalúrgico de Freiberga y su escuela especial, muy célebre y concurrida entonces. Los trabajos de Rivero en distintas regiones alemanas, fueron mencionados en los informes dirigidos en 1821 á la Academia de ciencias del Instituto de Francia por Brogniard y Vauquelin. Estos hombres de ciencia hablaban de una sustancia descubierta en Alemania por el joven Rivero y bautizada por él con el nombre de _humboltina_, en honor de Humboldt. Uno de los primeros trabajos de Rivero, después de su viaje científico á Alemania, fué una Memoria sobre la explotación del mineral de plata que se publicó mas tarde en el Perú. Rivero dió á conocer en Europa el salitre de Tarapacá. Sus trabajos mineralógicos y sus análisis en la Escuela de minas de París, le valieron una distinción honrosa de los profesores de la Escuela, de los del Jardín de Plantas y de los de la Universidad. Su reputación de sabio estaba hecha. Por aquel tiempo hizo un viaje científico á la patria de sus progenitores; visitó en España las famosas minas de azogue de Almadén y fué de los primeros que hicieron en España estudios serios de geología. Él fué quien descubrió la magnesia silicílica de Vallecas, á dos leguas de Madrid. Á los diez años de residencia en Europa regresó Rivero al Nuevo Mundo; pero no á su país, donde todavía mandaban los españoles, sino á Colombia la Grande, regida á la sazón por el general Bolívar. La República independiente, la gran Colombia gobernada por Bolívar, comprendía en aquella época las naciones, separadas hoy, de Nueva Granada, Ecuador y Venezuela. Llegó, pues, á Bogotá nuestro sabio arequipeño, siendo bien recibido y agasajado por el Libertador. Iba recomendado por el ministro Zea, que era el representante de Colombia en París. Le acompañaba una comisión de jóvenes ilustres, condiscípulos en su mayor parte y amigos de Rivero, en la que figuraban los célebres sabios Roulin y Boussingault. Esta comisión hizo estudios de la mayor importancia bajo la dirección de Rivero, siguiendo las huellas de Bonpland y Humboldt. Todavía se recuerdan y se citan con elogio las numerosas observaciones meteorológicas y astronómicas, los estudios barométricos, geológicos y químicos de los insignes viajeros. Las aguas calientes de la cordillera de los Andes fueron analizadas por Rivero, que además asistió á Boussingault en sus operaciones barométricas hechas en la Guaira. También se dedicó la comisión á estudios interesantes sobre la botánica y la zoología, especialmente en las orillas del Meta y del Orinoco. Deseando ver á su familia, deseo muy justo después de catorce años de separación, dejó su puesto de jefe de la comisión á su colega y amigo Boussingault, que con tanto lucimiento había colaborado en la común empresa. El viaje de Bogotá á Lima fué largo y aprovechado, pues Rivero no había de recorrer aquellas comarcas prodigiosas y mal reconocidas, sin explorarlas con ojo inteligente y escudriñador. Subió las laderas escabrosas de la andina cordillera, trepó á los volcanes Chimborazo y Pichincha, siguió las huellas de don Antonio Ulloa, de Humboldt, de la Condamine, y llegó al fin á su patria adonde le había precedido su bien ganado renombre. Rivero fué nombrado director general de Instrucción pública y minas del Perú, cargo que desempeñó con singular acierto y utilidad general. Fundó muchas escuelas y visitó los departamentos de Arequipa, Junín, Puno, etc., deteniéndose en el estudio del lago Titicaca. Publicó en Lima el _Memorial de ciencias naturales_, obra que todavía se consulta y en la que colaboró don Nicolás de Piérola. En su colección se hallan las nivelaciones barométricas de Rivero, así como sus memorias sobre los minerales de Pasco, Puno y Lampa, sobre las aguas sulfurosas, ferruginosas y saladas de Jura, Tingo y otras muchas más, sobre el Guano de Pájaros, etc. Como tantos otros, el sabio Rivero se vió perseguido por la saña de las facciones que en aquellos tiempos devoraban el Perú. Las alternativas de la guerra civil le hicieron emigrar, dejando de desempeñar unas funciones en las que era tan útil á su patria. Refugiado en Chile, se dedicó á sus tareas habituales con más ahinco y más afán que nunca. La naturaleza de Chile no la había estudiado nadie como lo hizo él desde 1829 hasta 1831, así como en viajes que hizo posteriormente cuando ya se encontraba de nuevo en el Perú. De vuelta en su patria en 1832, fué encargado de la dirección del Museo de Historia natural y antigüedades, establecimiento de nueva fundación. También por entonces fué elegido diputado. La política no le era familiar ni estaba en su centro en una asamblea deliberante. Así figuró poco y brilló menos en las tareas legislativas, pospuestas siempre por él á los estudios científicos y á las faenas de la agricultura. Sin embargo, desempeñó cargos administrativos de importancia, como la prefectura del departamento de Junín, y el general Vivanco lo propuso para ministro de Hacienda, cargo que él no aceptó. Se deben á Rivero diversas publicaciones concernientes á la agricultura y á la ganadería, así como el descubrimiento de varias minas de carbón, cuya existencia se ignoraba por completo en el Perú. En 1851 aceptó Rivero el consulado general de la república peruana en Bélgica, donde se ocupó en la publicación de su importante libro _Antigüedades peruanas_, contando con la cooperación del sabio Tchudi, naturalista y filólogo de Viena. En estos años, que fueron los últimos de su laboriosa vida, hizo algún viaje al Perú, coleccionó sus trabajos científicos de largos años y consagró su tiempo á la educación de cuatro hijos. Murió Rivero en París á fines de 1857. Era miembro activo ó correspondiente de un gran número de corporaciones y sociedades científicas, entre ellas la Sociedad filomática y la Sociedad de ciencias naturales de París; de la de anticuarios de Dinamarca; las de geología de París, Londres y Estados Unidos; las de agricultura de Chile, Bélgica y Francia. Poseía varias condecoraciones, pero tuvo el buen gusto de no usarlas. Don Mariano Eduardo de Rivero fué uno de los americanos más ilustres de su siglo; pocos de entre sus contemporáneos tienen tantos ni mejores títulos al respeto de la posteridad; es, en fin, una verdadera gloria del Perú. SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ Esta notable mujer vió la luz en Méjico en 1614 y murió en la misma ciudad en 1695. Durante su vida tuvo gran notoriedad; el tiempo transcurrido desde su muerte no ha sido bastante para que su justa celebridad se extinga ni se borre, pues se funda en su saber y su talento del que dejó gallardas muestras cultivando la literatura. _Décima musa_ la llamaban los mejicanos y todos los españoles de su tiempo; mas conocida por _la monja de Méjico_, figura con este nombre en las crónicas y los anales del siglo XVII. Dos tercios de siglo tuvo excitada la atención de los que en ella admiraron sucesivamente: primero la gentileza y gracia de su juventud, después la inspiración de la verdadera poetisa, por último la discreción, la caridad y las virtudes de una ancianidad respetable y respetada. Su consejo era tenido en mucho, y hasta los virreyes la consultaban en los casos arduos ó dudosos. Educada por un sacerdote que era tío suyo, aprendió latín, estudió la retórica y la filosofía, cursó la teología y fué muy cursada en las letras humanas y divinas. Santa Teresa de Ávila fué en parte su modelo, sin que esto sea decir que no tuviere originalidad. Al contrario, su personalidad literaria es tan distinta de cualquiera otra, que no se asemeja en la forma ni en el fondo á los mismos modelos que imitaba. Dejó sonetos de bellísima estructura y composiciones poéticas inmejorables en los diversos géneros que cultivó. Su naturalidad inimitable, su facilidad espontánea, su lógica irrebatible, se ve y se admira en sus versos que pueden saborearse hoy con tanto deleite como cuando los produjo. Son de los que no envejecen, pues planteaba y resolvía problemas que no son de un pueblo ni de un siglo, sino de todos los países y de todas las generaciones. En prueba de ello, vamos á copiar algunas de sus _Redondillas contra las injusticias de los hombres al hablar de las mujeres_: Hombres necios que acusáis Á la mujer sin razón, ¿No veis que sois la ocasión De lo mismo que culpáis? Si con ansia sin igual Solicitáis su desdén, ¿Por qué queréis que obren bien Si las incitáis al mal? * * * * * ¿Qué humor puede ser más raro Que el que, falto de consejo, Empaña él mismo el espejo Y siente que no esté claro? * * * * * Opinión ninguna gana Pues la que más se recata, Si no os admite es ingrata, Y si os admite es tirana. * * * * * ¿Cuál mayor culpa ha tenido En una pasión errada? ¿La que cae de rogada O el que ruega de caído? ¿O cuál es más de culpar, Aunque cualquiera mal haga, La que peca por la paga O el que paga por pecar? * * * * * Dejad de solicitar, Y después con más razón Acusaréis la afición De la que os fuere á rogar. La joven poetisa tuvo la desgracia de perder su novio, muerto poco antes de la fecha fijada para el casamiento; murieron también sus padres y su tío, y entonces distribuyó su fortuna entre los pobres de Méjico y se hizo monja. En el convento de San Jerónimo, donde tomó el velo y profesó, fué querida y respetada por sus modestas virtudes y por su gran saber. La fama de sus méritos y de su sabiduría llegó á ser universal. Desde la pobre india hasta el altivo virrey; desde el arzobispo de la diócesis hasta el personaje más desconocido, se acercaban á ella para consultarla sobre casos graves particulares ó públicos. No obstante su apego al estudio y á la soledad, bajaba muchas veces al locutorio á fin de conferenciar con los que querían hablar con ella. Dos veces fué nombrada abadesa y ambas veces renunció. Sus compañeras la elegían por unanimidad; con todo, no admitía. Su renuncia no se fundaba en lo espinoso del cargo, pues más lo hubiera sido para cualquiera otra, sino en su modestia y en su sencillez. Falleció en su convento el día 22 de enero de 1695. Sus obras se publicaron en un tomo, con el título de _Poesías de la madre Juana Inés de la Cruz_ (Madrid, 1670); figuran también en la _Biblioteca de autores españoles_, editada por Rivadeneira, tomo XLII (Madrid, 1853). Ugalde y Parra, en su _Origen del teatro español_, cita á sor Juana como autora de comedias. La cierto es que sobresalió bastante en la poesía lírica, habiendo cultivado todos ó casi todos los géneros. Compuso magníficos sonetos, sextillas primorosas y redondillas tan acabadas como las citadas más arriba; pero pecó de gongorismo (fruta del tiempo) en algunas ocasiones. Méjico, país tan fecundo en poetas admirables, no ha producido hasta hoy una poetisa tan notable como la célebre monja. HÁMILTON Repetiremos aquí lo que hemos dicho en el prólogo: en esta _Galería de americanos ilustres_ no necesitamos incluír á Wáshington, que llena el universo con su nombre; ni á Bolívar, que fundó la libertad en la América española; ni á Lincoln, redentor de los esclavos; ni á Benito Juárez, salvador de Méjico. Esas grandes figuras son conocidas y celebradas en América y en todo el mundo y no tienen necesidad de biógrafos, de historiadores ni de panegiristas. Lo que nos proponemos es dar á conocer la vida de otros hombres igualmente insignes, pero menos brillantes; figuras que la juventud americana debe conocer y respetar, estudiando sus ejemplos y no olvidando sus nombres. Una de esas figuras es la del ilustre Hámilton, modelo de ciudadanos, ejemplo de patriotas y dechado de virtudes cívicas. Alejandro Hámilton nació en 1757. Su padre era un escocés establecido en las colonias inglesas y casado allí con una antillana de origen francés. La colonia inglesa donde nació el que tanto había de contribuir á emancipar colonias, sigue sometida al yugo inglés. Porque Hámilton vino á la vida en una de las Antillas menores, en la de Nevis, donde vivió hasta la temprana muerte de su madre. Á los once años de edad fué enviado el niño Hámilton á la isla de Santa Cruz, para ser colocado como último dependiente en un establecimiento mercantil. Compartía sus ásperas faenas con el estudio, distinguiéndose por su aplicación y por su afán de saber. Sus cualidades llamaron la atención, y sus parientes le llevaron á un colegio de Nueva York cuando tenía quince años. Antes de su salida del colegio empezó á mezclarse, como toda la juventud de entonces, en la agitación precursora de la independencia americana. El primer Congreso de la revolución, celebrado en 1771, dió ocasión á multitud de hojas, folletos y otros escritos anónimos, entre todos los cuales llamó la atención pública uno que las gentes atribuyeron á Jay, que era un jefe de partido. Su autor, sin embargo, no era otro que Hámilton, joven desconocido, político ignorado, pero pensador discreto aunque sólo tenía dieciséis años. De gallarda manera hacía sus primeras armas como escritor público nuestro joven revolucionario el colegial isleño. En 1775 recibía la causa de la Independencia su bautismo de sangre, y entonces fué cuando nuestro hombre, por no decir nuestro niño, organizó una compañía de colegiales con el nombre de _Corazones de roble_. «Libertad ó muerte», fué el lema que los Corazones de roble tomaron por divisa. De improvisado jefe de escolares ascendió á capitán efectivo en 1776. Mandando una compañía provincial llamó la atención de generales como Wáshington y Lafayette. Traduzcamos aquí lo que ha dicho uno de sus biógrafos: «Habiéndose distinguido en la retirada de Long-Island, en Trenton y en Princeton, Wáshington le tomó como ayudante de campo con el grado de coronel, no tardando en ser el confidente del gran hombre de los Estados Unidos, de quien recibió siempre las más afectuosas muestras de aprecio. »Sirvió, pues, brillantemente en la guerra de la Independencia, siendo el lazo de unión entre el improvisado ejército del país y el ejército francés, gracias á que poseía los idiomas de ambos y la confianza de Lafayette y Wáshington. »Cuatro años después de proclamada la Independencia de los Estados Unidos, habiendo tenido un pequeño disgusto Wáshington y Hámilton, este último abandonó las armas para abrazar la carrera de abogado en Nueva-York, pues aunque casado con la hija del general Schuyler, veíase obligado á buscar nuevo modo de ganar la subsistencia. »Tenemos ya al hombre en la plenitud de la vida, cambiado de carrera, enérgico como siempre, y siempre deseoso de ser útil á su patria y á la libertad. Á los dos años de residir en Nueva-York y de adquirir gran reputación se le mandó al Congreso. »Los Estados Unidos pasaban entonces por una situación difícil. El ejército, durante la campaña de la Independencia, no recibió sus pagas; los oficiales estaban empeñados; la paz no estaba aún consolidada, y era de temer por todas estas causas una guerra civil. »Hámilton en el Congreso defendió á sus antiguos compañeros de armas, y para que no se le creyera interesado, declaró antes que renunciaba todo cuanto á él correspondiera, pidiendo que fueran reconocidos los derechos de los oficiales. El Congreso, estando exhausta de fondos la Hacienda, desoyó á Hámilton, y sólo cuando el conflicto se hubo presentado decidióse á ser justo. »Pero entonces presentó la cuestión otro cariz. Se reconocía la deuda que la nación tenía con los militares, mas no había modo de satisfacerla. La República estaba en vísperas de una bancarrota. El Congreso carecía de medios y datos para resolver la situación, pero en su seno contaba un Hámilton que, así como supo conquistar un puesto en el ejército y luego se improvisó abogado, improvisóse también hacendista. Con asombrosa facilidad dominó al punto la cuestión, ilustrando al Congreso y proponiéndole consolidar todas los deudas, tomando á cargo de la Confederación la deuda militar y las deudas de los Estados, creando la unidad financiera. Propuso, además, el establecimiento de aduanas en la costas de Norte-América, medida que se tomó con carácter de provisional, pero que ha subsistido. »Fué Hámilton el verdadero iniciador, con Mádison, de la célebre Convención de Annapolis, que produjo tantos beneficios. Redactó el dictamen de dicha convención, dirigido al pueblo norte-americano, aconsejando que se reuniera otra Convención en Filadelfia para corregir los defectos y llenar las deficiencias de la Confederación. Proponía que la Constitución, después de redactada, fuera sometida á discusión popular. »La Constitución se hizo en Filadelfia, mas no satisfacía por completo á sus autores. Sin embargo, todos reconocían la necesidad de adoptarla. Aquellos hombres tuvieron la abnegación de sacrificar una parte de sus convicciones, en aras del interés común, pero Hámilton descolló sobremanera. Tomó á su cargo hacer aceptar aquella Constitución á trece diversos Estados, que la discutieron trece veces, aprobándola, siendo preciso para llegar á tal resultado aunar intereses opuestos, acallar celos y rivalidades, para lo cual valióse siempre de armas de buena ley. »No había bastante con esto, y Hámilton se unió á Mádison y á Jay, que representaban los distintos matices políticos, pero que estaban convencidos de que la Constitución aquella significaba la salvación del país. Los tres decidieron la publicación de una serie de artículos sobre la Constitución, cuyo trabajo se considera aun hoy día como sus mejores comentarios, y se hallan reunidos en abultado volumen bajo el título de _The Federalist_. Ochenta y cinco números aparecieron de esta serie, de los cuales redactó Hámilton cincuenta y uno, pero yendo todos firmados bajo el pseudónimo _Publius_. »El interés que despertó la publicación de _El Federalista_ y la campaña de propaganda emprendida por Hámilton determinaron en favor de la Constitución á todos los Estados y á todos los ciudadanos. _El Federalista_, no en balde calificado de «Manual de la libertad», es una de las epopeyas más simpáticas llevadas á término en favor de una causa. Apareció el número 1.º ó introducción el 27 de octubre de 1787 y el último ó la conclusión, el 15 agosto de 1788, redactados uno y otro por Hámilton. »Cuando Wáshington ocupó la presidencia de los Estados Unidos en 1789, llamó para formar gabinete á Jéfferson, jefe del partido democrático, que juzgaba escasa la independencia concedida á los Estados, y á Hámilton, que encontraba limitadas las concesiones hechas al poder central, y asoció á ambos los generales Knox y Jay. »Hámilton desempeñó la cartera de Hacienda, donde por falta de dinero y sobra de deudas residía el gran problema de la naciente Confederación. En este caso el gran ciudadano pudo realizar sus proyectos; salvó á su país de la crítica situación financiera, levantando el crédito á gran altura, á pesar de todos los rutinarios, y aun hoy Hámilton continúa siendo el más importante entre todos los ministros de Hacienda que han conocido los Estados Unidos. »Pidió retirarse del gabinete en 1795, contando 38 años, después de haber fundado el sistema financiero de su país. Un historiador dice al llegar á este punto: «Ministro de Hacienda y liquidador de una enorme deuda, había restablecido la fortuna del Norte América; pero se había olvidado de hacer la suya.» «Volvió al seno de su familia y á ejercer la profesión de abogado, cuando ya el país no tenía necesidad de sus servicios; pero en 1796, con motivo de una discordia entre Francia y los Estados Unidos, originada en una torpeza del Directorio, la Confederación creyó necesario estar dispuesta para la guerra, á cuyo efecto el presidente Adams ofreció su mando á Wáshington, quien declaró que no aceptaría sino á condición de que Hámilton fuese nombrado inspector general, como así fué, siendo él quien organizó aquel ejército, de cuyo mando se encargó á la muerte de Wáshington, pero no habiendo pasado á vías de hecho las enemistades de Francia con los Estados Unidos, Hámilton volvió á la vida privada en 1801, de la que no volvió á salir. »Sin embargo continuaba interesándose por la cosa pública, y como hubiera expresado el concepto de «hombre peligroso» que le merecía el vice presidente de los Estados Unidos, coronel Aaron Burr, que se presentaba candidato para ser gobernador del Estado de New-York, éste ofendido, le retó. »Teniendo Hámilton justo criterio sobre el desafío, no hubiera aceptado si no temiera la pérdida de toda su influencia. Recordaba que tenía esposa, hijos y deudos; que necesitaba vivir para los demás, pero como estaba decidido y no temía el duelo, aceptó declarando ante sus amigos que dejaría tirar dos veces á su adversario y que si le llegaba el turno él no tiraría. »El 11 de julio de 1804 realizóse el duelo en Nueva-Jersey y habiendo tirado Burr el primero, hirió á Hámilton en el costado derecho, pasando la bala á través de las vértebras. Él mismo reconoció al momento que la herida era mortal. »El día siguiente á las dos moría después de haberse despedido de su esposa é hijos; cuando se los llevaron cerró los ojos para no verles partir. »Tales son los principales rasgos de la vida del gran hombre que tanto contribuyó á la obra de la Independencia del Norte América y á la consolidación de tal empresa.» Si la muerte innecesaria de un hombre es siempre dolorosa, ¡cuánto más sensible es la de un ser útil, grande, bueno como Hámilton! Por no herir á su adversario, iba dispuesto á dejarse matar. Y su adversario no era más que un ente repugnante, que procuró después á su país terrible é inútiles complicaciones, como se verá en el siguiente capítulo. AARON BURR Este militar americano se improvisó como otros muchos en la guerra de la Independencia. Su primera profesión fué la de abogado; pero á poco de terminar sus estudios ingresó en el ejército revolucionario que se formaba entonces para combatir á los ingleses. Era popular en el ejército, no sólo por su bravura, sino también por el fogoso entusiasmo que le inspiraba la causa de la emancipación. Sus servicios militares, debidamente apreciados por sus jefes, le valieron ascensos repetidos. En 1778 era ya teniente coronel; pero poco después abandonó el servicio militar sin que se conozca la verdadera causa. Sus biógrafos dicen que se había quebrantado gravemente su salud y que no podía soportar las fatigas de la guerra; pero en su tiempo se decía otra cosa: que estaba descontento por no haber obtenido un puesto que ambicionaba. Esta hipótesis es verosímil, pues Burr era ambicioso, díscolo, descontentadizo é insubordinado. Creemos, pues, que algún desaire sufrido, alguna pretensión no satisfecha ó algún deseo burlado, le impulsaron á romper su espada y abandonar las filas. Se estableció Burr en Albany, dedicándose otra vez á ejercer la abogacía; pero se agitaba mucho como político ambicioso y hombre audaz que era, gustando más de perorar en público y de gritar en los clubs que de defender á sus clientes en los tribunales de justicia. Tal vez por eso mismo fué nombrado senador, distinguiéndose en el Senado por su actividad é inteligencia. Antes de tomar asiento en el Senado de los Estados Unidos, fué una temporada procurador general de Nueva York. Los dos partidos, republicano y demócrata, luchaban entonces como ahora y se combatían con saña. Burr era uno de los jefes más visibles del partido republicano, y como tal figuró en 1800 en la lucha presidencial. Los dos candidatos más favorecidos fueron Burr y Jéfferson, que obtuvieron igual número de votos. El empate debía ser resuelto por el Congreso y éste designó á Jéfferson para presidente de los Estados Unidos, á Burr para vicepresidente. Siendo vicepresidente de la República fué presentada su candidatura para gobernador de Nueva York, cargo que anhelaba el ex coronel Burr, que siempre ambicionaba alguna cosa y no tenía bastante con ninguna. Muy combatida fué la candidatura del vicepresidente para gobernador, y uno de los que más la combatieron fué el célebre Hámilton, político severo y ciudadano virtuoso. La elección no fué favorable á Burr, quien despechado por su derrota y juzgándose ofendido por uno de los escritos de Hámilton, le mandó sus testigos. Alejandro Hámilton no pudo ó no quiso negar á su adversario la reparación que le pedía y se batió con él. En Nueva Jersey tuvo lugar el encuentro, que fué á pistola, y allí cayó mortalmente herido el valeroso Hámilton, en el mismo sitio donde su hijo mayor había perecido en otro lance no hacía muchos meses. La muerte de Hámilton fué desastrosa para Burr, que perdió las simpatías de sus mismos partidarios y no fué reelegido. Burr se despidió del Senado con un discurso elocuente; pero su actividad no le consentía permanecer ocioso y emprendió un largo viaje á las despobladas regiones del Oeste. Conocidos como eran su ambición y su carácter, el viaje de Burr dió pasto abundante á la murmuración. Pero la verdad es que entonces fué calumniado por los que supusieron que intentaba separar los Estados del Oeste, y por lo que llegaron á insultarle llamándole emperador ó rey del Misisipí. Lo que Burr se proponía era conquistar el virreinato de Méjico, expulsar de allí á los españoles y agregar nuevos Estados á la Confederación. Y puede ser que eso mismo no lo pensara seriamente, pues dado su talento no podía desconocer que la empresa era difícil. Creemos que sus planes de conquista eran totalmente simulados y sin más objeto que recobrar la popularidad que había perdido. Porque, en efecto, una parte del pueblo de los Estados Unidos tiene la manía del engrandecimiento, sueña constantemente en anexiones y aspira á la posesión de todo el continente americano. Cada nuevo Estado que se crea ó que ingresa en la Federación, supone una estrella más en la bandera de los Estados Unidos. Trece eran las estrellas del pabellón americano á raíz de la independencia y son ya más de cuarenta. Los partidarios de la conquista ó de la anexión de toda América dicen que su pabellón irá aumentando el número de estrellitas, hasta que anexado todo el Nuevo Mundo luzca el pabellón americano la estrella salvadora, única, grande, que llaman ellos «estrella americana» ó «estrella del destino». Estas ilusiones son hijas de una interpretación aventurada y falsa de la llamada «doctrina de Monroe». La idea de Burr era popular en los Estados Unidos, que ya hoy poseen una parte muy considerable de lo que fué en otro tiempo territorio mejicano. Pero no es fácil destruír una República tan valerosa como la de Méjico; no se destruye una gloriosa nacionalidad que tiene historia ilustre y vida propia; no ha de conquistar toda la América, desde el círculo polar al cabo de Hornos, ese coloso que con todas sus grandezas aún no ha vencido á los apaches. Pero volvamos á Burr. Sus manejos en la frontera de Méjico le valieron una acusación: la de atentar á la seguridad y los derechos de un país amigo. Las reclamaciones del gobierno de España dieron lugar á un proceso contra Burr, que fué reducido á prisión en 1807. Burr se defendió á sí mismo con mucha habilidad, logrando convencer al tribunal de que no había organizado expedición alguna. Fué declarado inocente, se le puso en libertad y volvió á ejercer su profesión de abogado. Este hombre que tanto había figurado murió en la obscuridad en 1836. Había nacido en Newark en 1757. [Ilustración] O'HIGGINS Nació este chileno ilustre en el pueblo de Chillán el 26 de agosto de 1776. Era hijo de un militar español de origen irlandés y de una ilustre dama de Chillán, doña Isabel Riquelme. En la época de su nacimiento era su padre teniente coronel; más tarde fué capitán general de Chile y virrey de Perú. Se comprende que el joven don Bernardo O'Higgins había de recibir una educación muy esmerada, y así sucedió en efecto. Aprendió las primeras letras en Chillán, la segunda enseñanza en Santiago y en Lima, y completó sus estudios en Europa. Al regresar á Chile era ya partidario de la independencia, habiendo contraído compromisos con algunos compatriotas que vivían en Cádiz preparando el movimiento que se presentía. La juventud ilustrada de aquel tiempo, no sólo en América, sino en la misma España, creía cercana la emancipación y trabajaba por ella. No es extraño, pues, que O'Higgins tomara parte desde que llegó en el movimiento separatista que se había iniciado. Como coronel de las milicias de Laja se batió con bravura al ser atacado Chile por el general Pareja; fué herido en la acción del Roble; reemplazó más tarde al general Carrera en el mando del ejército patriota. Sus rápidos ascensos despertaron celos y rivalidades y le valieron la ojeriza del general Carrera; mas éste reconoció, como todos sus compañeros de armas, que el general O'Higgins era acreedor á todas las distinciones que se le concedían, pues las justificaba con su valor y con su intrepidez. Cuando el general Osorio con 5,000 soldados marchaba sobre Santiago, donde residía la Junta, O'Higgins se defendió en Rancagua con la vanguardia chilena sosteniendo una lucha de treinta y seis horas y deteniendo la marcha de los españoles en una villa abierta. El día 1.º de octubre 1814, los defensores de Rancagua mandados por O'Higgins se abrieron paso cargando á la bayoneta, salvando sus banderas y evitando una rendición que parecía inevitable. Después de Rancagua, dispersas y diezmadas las fuerzas de los patriotas, emigraron muchos de éstos buscando un refugio al otro lado de los Andes. O'Higgins se refugió también en la vecina República, donde era considerado como jefe de la emigración. Con tal título se asoció á la empresa del general San Martín. Los chilenos mandados por O'Higgins formaron parte de la expedición que pasó á Chile en 1817. Aquella marcha de un ejército bisoño á través de la cordillera andina, aquella invasión de Chile ideada por San Martín y ejecutada con éxito, constituye una de las páginas más gloriosas de la independencia y uno de los hechos más admirables de la historia militar del mundo. Los invasores de Chile batieron en Chacabuco al ejército español, contribuyendo eficazmente á la victoria una carga briosa del general O'Higgins. Tomada poco después la capital de Chile, fué elegido el general chileno, Director supremo del Estado. San Martín se dirigió al Perú, quedando O'Higgins en Santiago. La dirección de O'Higgins duró desde febrero de 1817 hasta enero de 1823. La escuadra chilena fué creada en tiempo del general O'Higgins; habiendo comprendido el Director supremo que Chile necesitaba una escuadra poderosa, para conquistar su independencia primero, para defenderla más tarde, para salvaguardia de sus costas, de sus intereses y de su pabellón en todos los sucesos y en las épocas todas de su vida, organizó las primeras fuerzas navales que tuvo la América española después de emanciparse. La escuadra chilena se cubrió de gloria en las aguas del Pacífico, haciendo sus primeras armas contra fuerzas navales superiores y recibiendo el bautismo de sangre ante las fortalezas del Callao, defendidas por los españoles con poderosa y brava artillería. Al hablar de artillería potente y de naves poderosas, las consideramos con relación á su tiempo. No entendemos confundir las escuadrillas de vela ni los cañones lisos que se usaban entonces, con los acorazados que hoy existen ni con sus bocas de fuego. Desde entonces ha progresado la marina chilena, al compás de las de otros países y al nivel de los más adelantados. Sus vasos náuticos, si no todavía tan numerosos como lo exigen las necesidades de una nación marítima, son buenos en general, bien artillados, bien tripulados y bien gobernados siempre. Los marinos chilenos han conservado su reputación de inteligentes y bravos, mereciendo que su país eleve un monumento en honra suya. Aunque la patria chilena no debiera más al general O'Higgins, la creación de la escuadra sería para él un título de gloria. Terminó el gobierno del general O'Higgins, por renuncia que pronunció bajo la presión del pueblo; no cedió por debilidad, sino por convencimiento. Había pasado el tiempo de las direcciones incondicionales y de la dictaduras indiscutibles, y el jefe del Estado renunció su poder personal en manos de una Junta revolucionaria. La enconada oposición que en Santiago y otras poblaciones hacían los patriotas al general O'Higgins durante los últimos meses de su mando, se dirigía al director supremo, al político poco afortunado, al estadista que parecía no estar á la altura de la situación; de ningún modo ni por un momento se le perdió el respeto debido al héroe de Rancagua ni se olvidó la consideración que el hombre merecía por sus servicios y por sus virtudes. No bien se desprendió del poder, cuando fué vitoreado por las mismas turbas populares que le habían exigido su renuncia. Contraste que honra tanto al general O'Higgins como al pueblo que le derribaba sin ingratitud y sin rencor. Con la caída de O'Higgins terminó el período de gobierno militar, abriéndose nueva era para la joven República. Esta ha navegado por el derrotero de la Libertad y con rumbo al puerto de la Democracia, con más lentitud que otras, pero con más firmeza. No importa marchar despacio si se anda con paso firme, y Chile se ha desprendido ya ó se va desprendiendo poco á poco de las trabas rutinarias, de las usanzas pueriles, de las prácticas añejas de un fanatismo rancio, de las preocupaciones aristocráticas más ó menos peligrosas, que no han sido sino herencias de la época colonial, de la España del absolutismo y de la Inquisición. O'Higgins comprendió que su presencia en Chile, después de haber ejercido tanto tiempo la suprema autoridad, podría ser motivo de disturbios si se tomaba su nombre por bandera de partido. Por eso emigró al Perú, á fin de no dar pretexto á las facciones para servirse de su presencia en perjuicio de la concordia y de la paz. Murió en el mes de octubre de 1842; pero sus cenizas fueron trasladadas á Santiago de Chile, desde Lima donde reposaban, algunos años después de su fallecimiento. Más tarde se le ha erigido por sus compatriotas un bello monumento conmemorativo: la estatua ecuestre del héroe de Rancagua. MÁDISON En la constelación de hombres ilustres, dignos de Plutarco, que apareció en los Estados Unidos con motivo de la guerra de la independencia; entre los varones más preclaros que contribuyeron á fundar la federación modelo; entre las figuras que honran á América y á la especie humana, se cuenta Mádison, compatriota de Wáshington, pues nació como él en un rincón de Virginia (1751.) Era Jacobo Mádison de constitución tan débil y enfermiza, que sus padres no pudieron dedicarle como hubieran deseado á las faenas de la agricultura. Le enviaron á un colegio muy acreditado de Nueva Jersey, donde pronto se distinguió por su aplicación y su capacidad. En 1772 se graduó de abogado y regresó á Virginia. En 1776 fué elegido por sus conciudadanos para formar parte de la Convención de Virginia, y en 1780 fué enviado al Congreso continental siendo en él uno de los más distinguidos diputados. En todas las legislaturas subsiguientes figuró en el partido democrático y pronunció discursos elocuentes. Se le debe la «Declaración de la libertad religiosa», documento que defendió con singular talento y le valió una inmensa popularidad. Desde aquella fecha no hay religión oficial en los Estados Unidos, siendo allí una realidad la libertad de cultos. El Estado de Virginia le eligió su representante en la Convención extraordinaria encargada de proponer una Constitución y fundar un gobierno nacional. Hombre de opiniones avanzadas, á Mádison se debe en gran parte el espíritu eminentemente democrático que informa algunos artículos de aquel Código inmortal. Á él se deben también las detalladas reseñas de las sesiones de aquella asamblea, trabajo acabadísimo que el Congreso de la Unión compró después de su muerte por 30,000 duros. Promulgada la Constitución, Mádison fué uno de sus más decididos defensores. Sus notables artículos de _El Federalista_, periódico que publicaba en unión de Hámilton y de Juan Fay, y sus elocuentes discursos en la legislatura de Virginia, contribuyeron en alto grado á la sanción favorable que mereció de todos los Estados de Unión el pacto fundamental de su prosperidad é independencia. Constituído el nuevo gobierno, Mádison tomó asiento en el Congreso de 1789, donde por su facilidad en el decir, y por la fuerza de su lógica, alcanzó gran ascendiente en todas las discusiones. En 1801, Jéfferson fué elegido presidente y nombró secretario de Estado á Mádison, cargo el más importante de la administración de aquella República, y que desempeñó por espacio de ocho años. Durante aquel período se suscitaron graves y difíciles cuestiones, así interiores como internacionales, y en ninguna de ellas dejó el secretario de Estado de presentar á las Cámaras informes notables por su claridad y fuerza de argumentación. Partidario decidido de la política de neutralidad iniciada por Wáshington, dedicó todo su talento y energía á evitar la guerra con Inglaterra, guerra que estalló más tarde muy á su pesar, gracias á la desatentada conducta que con su antigua colonia observaba aquella arrogante nación marítima. Terminada la presidencia de Jéfferson, que duró ocho años, fué elegido Mádison para sustituírle en 1809. En circunstancias críticas se hizo cargo del poder. Inglaterra, so pretexto del bloqueo continental establecido por su rival el emperador Napoleón, apresaba los buques americanos, embargaba sus cargamentos y hacía prisioneros á sus tripulantes á quienes consideraba por el derecho de la fuerza como á súbditos ingleses; y las tribus indias que poblaban las fronteras del Oeste, impulsadas por agentes británicos, invadían y asolaban continuamente los Estados de la Unión limítrofes á aquellos territorios. Esto produjo una serie de notas y reclamaciones, de las que ningún caso hizo la orgullosa dominadora de los mares. El hecho inaudito de haber sido contestada á cañonazos por una fragata inglesa la petición de auxilio de un buque americano durante la noche, exasperó de tal manera los ánimos, que el mismo Mádison, tan enemigo de la guerra, se vió precisado á pedir al Congreso la adopción de medidas de represión, y éste, el Senado y el Gobierno, votaron la guerra por una gran mayoría. No estaban los Estados Unidos en situación muy favorable para tal empresa; su ejército y su marina eran reducidísimos, y su tesoro estaba casi exhausto. No obstante, Mádison comunicó la mayor actividad á todos los departamentos militares, y logró poner en pie de defensa el vasto territorio de aquella República, gracias á la actividad de su ministro ó secretario de guerra, general Monroe, á quien dedicaremos un capítulo. Dos años duraron las hostilidades por mar y tierra sin resultado decisivo por una y otra parte, hasta que el almirante inglés Cockburn, que había ya amenazado atacar á Wáshington, después de haber sembrado la devastación y la ruina en varios puntos, se presentó de improviso delante de la ciudad amenazada, derrotó las tropas americanas que acampaban en sus inmediaciones y entró triunfante en ella, acompañado del incendio y del más rapaz saqueo. El Capitolio, la biblioteca del Congreso, la Casa Blanca, las oficinas del Estado, y un sinnúmero de edificios particulares fueron reducidos á cenizas, y grandes, y valiosos obras de arte fueron completamente destruidas. Las pérdidas que sufrió la ciudad se elevaron á algunos millones de pesos. La indignación que produjo este acontecimiento inflamó de tal manera el amor patrio de los americanos, que acudieron presurosos á atajar en su marcha triunfal al audaz invasor. Las milicias populares alcanzaron algunos muy señalados triunfos, y Mádison los aprovechó para lograr de Inglaterra el más ventajoso tratado de paz, que se firmó en la ciudad de Gante el 24 de diciembre de 1814. Después de la guerra, la administración de Mádison continuó tranquila, sosegada y próspera. El presidente dedicó todo su empeño á restañar las heridas de la patria y reparar los desastres causados por la guerra. Reelegido presidente, se retiró á la vida privada en 1817 sin terminar el tiempo legal de su magistratura. Se estableció en su hacienda de Virginia y en ella murió en 1836, á la edad de 85 años. En los últimos años de su vida fué rector de la Universidad de Virginia, y tomó parte en las deliberaciones para reformar la Constitución del mismo Estado. La memoria de Mádison es muy respetada en los Estados Unidos. HEREDIA En Santiago de Cuba y en 1803 nació el más grande, el más inspirado y uno de los mas célebres poetas de la América latina. Los ha habido más fecundos, los hubo también más fáciles, más correctos y más originales; pero ninguno le ha aventajado ni le aventaja hoy en espontáneo lirismo, en natural grandiosidad ni en sentida inspiración. Sobresale especialmente en el género descriptivo, que tan fácil parece y es en realidad el más difícil de todos. Nos referimos á José María de Heredia. Á la temprana edad de diez años, ¡tanta precocidad apenas se concibe! escribió unos ensayos poéticos, de los que nada decimos por cuenta propia, pues no los hemos leído; pero en un _Estudio sobre la literatura hispano-americana_, publicado en 1854 por don Antonio Cánovas del Castillo en la _Revista Española de Ambos Mundos_, descubre el citado crítico en el infantil autor «el poder de su entendimiento, maravillosamente formado para edad tan temprana, inclinado al filosofismo tanto como á la poesía.» Nuestro poeta conspiró por la independencia de su patria, viéndose obligado á emigrar de su adorada Cuba y á refugiarse en los Estados Unidos. Allí escribió sus más primorosos versos. Más tarde pasó á Méjico donde pidió y obtuvo la nacionalidad. En Méjico se casó, fué nombrado Senador y luego magistrado de la Suprema Corte de Justicia. La primera edición de sus obras apareció en Toluca en 1825, la segunda en Méjico, la tercera en Barcelona (España). Después se han hecho otras muchas en Barcelona, Madrid, París, Nueva York, etc., como también numerosos juicios críticos en diversidad de lenguas. El célebre Villemain[4], hablando del poeta José María de Heredia y de sus poesías, escribe lo siguiente: [4] _Essais sur le génie de Pindare et sur la poésie lyrique dans ses rapports avec l'élévation morale et religieuse des peuples_, par M. Villemain, membre de l'Institut.--1859. «El niño que debía ilustrar el nombre de Heredia, era endeble y enfermizo; pero el vigor y la energía de su alma se imponen á su cuerpo. Estudiando las lenguas griega y latina, y los filósofos franceses, Homero y Raynal, bien pronto se siente poeta. Conducido á Caracas, donde su padre fué nombrado presidente de la Audiencia Real, respirando el aire de la primera república proclamada en Venezuela, no sueña más que volar al combate y empuñar la trompa de Tirteo. Con esta esperanza vuelve á Cuba en 1824, y trata inútilmente de conjurar á sus compatriotas: y perseguido por el Gobierno español, se ve precisado á marchar á la América del Norte, donde encuentra triunfante toda la libertad que había soñado.» Hasta aquí Heredia no había hablado en sus cantos más que de los sufrimientos morales de su vida sin gloria y sin amor. Visita la catarata del Niágara y entonces muestra todo el poder de su genio y exclama: Templad mi lira, dádmela, que siento En mi alma estremecida y agitada Arder la inspiración. ¡Oh! ¡Cuánto tiempo En tinieblas pasó, sin que mi frente Brillase con su luz!... Niágara undoso, Tu sublime terror sólo podría Tornarme el don divino, que ensañada Me robó del dolor la mano impía. Torrente prodigioso, calma, acalla, Tu trueno aterrador: disipa un tanto Las tinieblas que en torno te circundan, Déjame contemplar tu faz serena Y de entusiasmo ardiente mi alma llena. Yo digno soy de contemplarte: siempre Lo común y mezquino desdeñando, Ansié por lo terrífico y sublime. Al estallar el huracán furioso, Al retumbar sobre mi frente el rayo Palpitando gocé: vi el Oceano. Azotado por austro proceloso Combatir mi bajel, y ante mis plantas Vórtice hirviente abrir, y amé el peligro, Y sus iras amé; mas su fiereza En mi alma no produjo La profunda impresión de tu grandeza. Sereno corres, majestuoso, y luego En áspero peñasco quebrantado, Te abalanzas violento, arrebatado, Como el destino irresistible y ciego. ¿Qué voz humana describir podría De la sirte rugiente La aterradora faz? El alma mía En vagos pensamientos se confunde, Al mirar esa férvida corriente, Que en vano quiere la turbada vista En su vuelo seguir al borde oscuro Del precipicio altísimo; mil olas Cual pensamiento rápidas pasando, Chocan y se enfurecen, Y otras mil y otras mil ya las alcanzan, Y entre espuma y fragor desaparecen. ¡Ved! ¡llegan, saltan! El abismo horrendo Devora los torrentes despeñados; Crúzanse en él mil iris, y asordados Vuelven los bosques el fragor tremendo. Al golpe violentísimo en las peñas Rómpese el agua; vaporosa nube Llena el abismo en torbellino, sube, Gira en torno y al éter Luminosa pirámide levanta, Y por sobre los montes que la cercan Al solitario cazador espanta. ¿Mas qué en ti busca mi anhelante vista Con inútil afán? ¿Por qué no miro Al rededor de tu caverna inmensa Las palmas, ¡ay! las palmas deliciosas, Que en las llanuras de mi ardiente patria Nacen del sol á la sonrisa y crecen, Y al soplo de las brisas del Océano Bajo un cielo purísimo se mecen? Este recuerdo á mi pesar me viene... Nada, ¡oh Niágara! falta á tu destino Ni otra corona que el agreste pino Á tu terrible majestad conviene. La palma y mirto y delicadas rosas, Muelle placer inspiran y ocio blando En frívolo jardín; á tí la suerte Guardó más digno objeto, más sublime. El alma libre, generosa y fuerte, Viene, le ve, se asombra Y al mezquino deleite menosprecia Y aun se siente elevar cuando te nombra. ¡Omnipotente Dios! En otros climas Vi monstruos execrables Blasfemando tu nombre sacrosanto Sembrar error y fanatismo impío, Los campos inundar en sangre y llanto, De hermanos encender la infanda guerra Y desolar frenéticos la tierra. Vilos, y el pecho se inflamó á su vista En grave indignación. Por otra parte Vi mentidos filósofos que osaban Escrutar tus misterios, ultrajarte, Y de impiedad al lamentable abismo Á los miseros hombres arrastraban. Por eso siempre te buscó mi mente En la sublime soledad; ahora Entera se abre á ti; tu mano siente En esta inmensidad que me circunda, Y tu profunda voz hiere mi seno De este raudal en el eterno trueno. ¡Asombroso torrente! ¡Cómo tu vista el ánimo enajena Y de terror y admiración me llena! ¿Do tu origen está? ¿Quién fertiliza Por tantos siglos tu inexhausta fuente? ¿Qué poderosa mano Hace que al recibirte No rebose en la tierra el Oceano? Abrió el Señor su mano omnipotente; Cubrió tu faz de nubes agitadas, Dió su voz á tus aguas despeñadas, Y ornó con su arco tu terrible frente. Ciego, profundo, infatigable corres, Como el torrente oscuro de los siglos En insondable eternidad!... Del hombre Huyen así las ilusiones gratas, Los florecientes días, Y despierta al dolor... ¡Ay! agostada Yace mi juventud, mi faz marchita, Y á la profunda pena que me agita Ruge mi frente de dolor nublada. Nunca tanto sentí como este día Mi soledad y mísero abandono Y lamentable desamor... ¿Podría En edad borrascosa Sin amar ser feliz? ¡Oh! si una hermosa Mi cariño fijase, Y de este abismo al borde turbulento Mi vago pensamiento Y ardiente admiración acompañase! ¡Cómo gozara viéndola cubrirse De leve palidez y ser más bella En su dulce terror, y sonreírse Al sostenerla en mis amantes brazos!... ¡Delirios de virtud! ¡Ay! desterrado Sin patria, sin amores, ¡Sólo miro ante mí llanto y dolores! ¡Niágara poderoso! ¡Adiós! ¡adiós! dentro de pocos años Ya devorado habrá la tumba fría Á tu débil cantor, ¡Duren mis versos Cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso Al contemplar tu faz algún viajero, Dar un suspiro á la memoria mía! ¡Y al sepultarse Febo en Occidente Feliz yo vuele do el Señor me llama, Y al escuchar los ecos de mi fama Alce en las nubes la radiosa frente! Un crítico español, D. Emilio Martín, escribe: «Cierto es que en esta poesía no hay, como dice Villemain, la belleza severa del gran lírico de la antigüedad. En presencia del Etna y en la descripción de los fenómenos del mar de Sicilia, Píndaro, no se acuerda de sí, no mezcla á los terrores de la naturaleza su personalidad ni se queja de su vida sin amor y sin gloria. Heredia, por el contrario, ve la catarata, se asombra, la mide con las fuerzas de su espíritu, y, creyéndose digno de ella, canta su belleza, describe su grandor, encuentra semejanza entre el torrente que se desborda y los siglos que se atropellan; lamenta su juventud y se acuerda de su patria; llora su triste abandono y piensa en Dios, fuente de todo lo bello. ¿Qué más puede pedírsele á un poeta? Nosotros hallamos en esta composición de Heredia una discreta distribución de partes y una lógica de sentimientos que nos encanta. La naturaleza, su juventud, la patria, la inmortalidad y Dios. He aquí su pensamiento.» Copiemos ahora un fragmento de su poesía _La Tempestad_: Huracán, huracán, venir te siento Y en tu soplo abrasado Respiro entusiasmado. Del Señor de los aires el aliento... ¿Al toro no miráis? El suelo escarban De insoportable ardor sus pies heridos; La armada frente al cielo levantando, Y en la hinchada nariz fuego aspirando ¡Llama la tempestad con sus bramidos!... Los pajarillos callan y se esconden Al acercarse el huracán bramando, Y en los lejanos bosques retumbando Le oyen los bosques y á su voz responden. Llega ya, ¿no le veis? ¡Cuál desenvuelve Su manto aterrador y majestuoso... Gigante de los aires te saludo!... En fiera confusión el viento agita Las orlas de su parda vestidura... ¡Ved!... ¡en el horizonte Los brazos rapidísimos enarca, Y con ellos abarca Cuanto alcanzo á mirar de monte á monte! ¡Oscuridad universal! Su soplo Levanta en torbellino El polvo de los campos agitado; En las nubes retumba despeñado El carro del Señor y de sus ruedas Brota el rayo veloz, se precipita, Hiere y aterra el delincuente suelo Y su lívida luz inunda el cielo... ¡Sublime tempestad! ¡Cómo en tu seno, De tu solemne inspiración henchido Al mundo vil y miserable olvido Y alzo la frente de delicias lleno! ¿Do está el alma cobarde Que teme tu rigor?... Á los diez y siete años de edad, estando en Choluca, escribió una composición descriptiva que bien puede contarse entre las mejores. ¡Oh, cuán bella es la tierra que habitaban Los aztecas valientes!... Sus campos Cubren á par de las doradas mieses Las cañas deliciosas. El naranjo Y la piña y el plátano sonante, Hijos del suelo equinoccial se mezclan Á la frondosa vid, al pino agreste, Y de Minerva al árbol majestuoso. * * * * * Era la tarde. La ligera brisa Sus alas en silencio ya plegaba, Y entre la hierba y árboles dormía, Mientras el ancho sol su disco hundía Detrás de Iztacihual. La nieve eterna Cual disuelta en mar de oro, semejaba Temblar en torno de él un arco inmenso Que del empíreo en el cenit finaba... En su epístola á _Emilia_, pensando en la libertad de Cuba, escribe: Pluguiera al cielo, desdichada Cuba, Que tu suelo tan sólo produjera Hierro y soldados... La codicia ibera No tentáramos, no... ¡patria adorada! De tus bosques el aura embalsamada Es al valor y á la virtud funesta. En su aspiración de independencia, no veía que en su época era Cuba una isla aún despoblada. Por eso escribe: «Que no en vano entre Cuba y España Tiende inmenso sus olas el mar.» Hizo Heredia bastantes traducciones, algunas muy notables. He aquí un fragmento de la del canto á Napoleón, de Delavigne: Vanamente en las lides ya te fuera La España generosa De gloria y de peligros compañera, Esclava la anhelaste... Mas no, sus sacerdotes, sus guerreros Á la lid mutuamente se excitaron Supersticiosos, fieros, Los pueblos al clamor se levantaron... Los hijos nobles de Pelayo fuerte. Heredia murió en Toluca el 7 de mayo de 1839. En su sepulcro se lee esta inscripción: «Su cuerpo envuelve del sepulcro el velo: Pero le hacen la ciencia, la poesía, Y la pura virtud que en su alma ardía Inmortal en la tierra y en el cielo.» [Ilustración] ARTIGAS La crítica histórica no ha dicho aún su última palabra acerca de este hombre, que ha tenido y tiene tantos detractores como panegiristas. Sea como quiera, nadie le puede negar que es una de las figuras más notables y curiosas de la América meridional. José Artigas nació en Montevideo á mediados del siglo XVIII. En su juventud prestó servicios á las autoridades coloniales, que lo dedicaron á la persecución de vagos y malhechores. De esa manera adquirió un gran conocimiento del terreno, circunstancia que le fué muy útil en su agitada vida. La topografía del Uruguay le era tan familiar, que ni las cuchillas, ni los valles, ni los ríos, ni las selvas tenían secreto alguno para él. En su obscura posición y al servicio de los españoles le sorprendió el movimiento de 1810; se adhirió sin vacilar y reconoció el gobierno constituído en Buenos Aires. Su alma, empero, abrigaba una doble aspiración: quería la independencia de América, una América libre de todo extranjero yugo, pero anhelaba igualmente la autonomía de la patria uruguaya. Artigas deseaba que se reconociera la personalidad política de la Banda Oriental, como entonces se decía, la cual no había de ser una provincia dependiente de Buenos Aires, sino un Estado aparte. Sostenía la conveniencia de una Federación, pero si ésta no se establecía optaba en absoluto por la independencia. Figuró Artigas en el primer asedio de Montevideo (1811), durante el cual se le acusó de díscolo, ambicioso y turbulento por sus continuas querellas y reyertas con sus compañeros de armas. El gobierno constituído en Buenos Aires cerraba pacientemente los ojos á las arbitrariedades del caudillo, pues la situación de aquél era asaz delicada y la influencia de Artigas demasiada útil para prescindir de ella. La revolución no estaba en el caso todavía de enajenarse fuerzas ni siquiera voluntades. Montevideo capituló el 20 de junio de 1810 y Artigas fué ascendido á general. Proclamado por sus secuaces «patriarca de la Federación», exigió y obtuvo de Posadas la evacuación inmediata por los vencedores de lo que él llamaba la patria Oriental. Retiráronse los argentinos, quedándose él con sus patriotas. Pero si él había sido elevado de simple guerrillero á general, sus fuerzas no habían pasado de guerrillas á tropas regulares con organización y disciplina. Seguían, pues, siendo unas partidas irregulares y cometiendo desmanes que les enajenaban muchas simpatías. Y no se convirtieron en temibles hordas, por la autoridad que en ellas ejercía el jefe que las mandaba. La influencia de Artigas en su gente cada vez era mayor. Uno de los biógrafos de tan discutido personaje, escribe: «Á principios de 1815, derrotó Artigas á una división en el Guayabo (cerros de Asurunguá), quedando dueño de la posición y árbitro del país. Las atrocidades cometidas entonces por sus corifeos estremecen á la humanidad; todavía se recuerdan con horror los nombres de Blasito, Gai, Otorques y alguno más. Baste decir que el terror subió á tal punto con el espectáculo de las víctimas _enchalecadas_ ó desolladas vivas, que creció la hierba en las ventanas de la capital; familias enteras vivían aisladas, incomunicadas en sus habitaciones, sin abrir de miedo las puertas ni las ventanas. »Con todo, José Artigas continuaba siendo el ídolo de las multitudes y su prestigio era cada día mayor. La plebe le aclamaba, la muchedumbre le aplaudía; solamente desde lejos se atrevían algunos á censurar sus actos. Jamás se ha visto en Montevideo una popularidad tan grande como la suya. »Sin embargo, siendo ya intolerables sus desafueros, el cabildo de Buenos Aires le declaró fuera de la ley; pero la proclama del cabildo que contenía tal declaración fué quemada á los dos meses por mano del verdugo, al mismo tiempo que se declaraba á Artigas patriota benemérito. »Ensoberbecido el gaucho oriental con las caricias de la mudable fortuna, creyó que él era árbitro del destino y que podía oprimir el suelo patrio como los lomos de su caballo de guerra; pero la fortuna es tornadiza, por no desmentir su sexo, y pronto volvió la espalda al que había sido su amado más favorecido. »Habiendo atacado Artigas, de improviso, á la división portuguesa que estaba de observación en la frontera del Brasil, dió motivo á una invasión formidable que acabó en breve tiempo con la influencia y fuerza del caudillo. Artigas fué derrotado en 1817, aprendiendo entonces cuán poco duraderas son las simpatías, cuán poco firmes las devociones, cuán míseras las adhesiones de los que rinden culto al hombre y no á la idea, al éxito y no al hombre. »Derrotado Artigas y desconocido en la hora del infortunio por sus mismos partidarios, por sus propias criaturas, por sus más fervientes colaboradores, abandonó para siempre el suelo ensangrentado por sus caprichos, refugiándose en el Paraguay. »El doctor Francia, aquel sombrío tirano que es otro enigma de la Historia, sabía de sobra con quién tenía que habérselas. Desconfiando de Artigas, no le negó un refugio en la tierra paraguaya, pero puso condiciones á la hospitalidad que se le concedía: le señaló por residencia un lugar remoto, Cumquatí, donde Artigas estuvo confinado y sin poder salir de la demarcación. »En Cumquatí vivió más de veinticinco años, dedicado exclusivamente á la labranza é ignorando por completo lo que sucedía en su patria, pues sólo de tarde en tarde llegaban hasta él los apagados ecos, los rumores vagos de las luchas y de los sucesos que se desarrollaban del ancho Plata en una y otra orilla. »Muerto Francia, el dictador López (padre) que le sucedió en el gobierno y en el despotismo, permitió que Artigas se acercara á la Asunción; en efecto, en 1845 vivía á una legua de la capital, en la _chacra_ de Ibiraí. Allí feneció en 1850, á los noventa años de edad y treintitrés de ostracismo, olvidado ya de todo el mundo y en la mayor pobreza.» Debemos añadir que algunos años más tarde se trató en Motevideo de rehabilitar la memoria del célebre caudillo; el gobierno mismo le decretó honores póstumos, declarando que Artigas había merecido bien de la patria y que tenía derecho á que su fama fuese entregado á la piedad de la Historia. Con tal motivo se han dado á luz en Buenos Aires, en Gualeguaichú y en Montevideo mismo, numerosos libros, folletos, opúsculos y hojas destinados á denigrar la memoria del singular Artigas. Los autores han demostrado sin duda notables dotes de críticos y de literatos, mucha erudición, horror al crimen... Pero no han destruído la creciente popularidad que acompaña á la memoria del héroe. En el Uruguay no se olvidará el nombre de Artigas. Cuando un hombre rudo é ignorante, que cometió faltas graves, que persistió en sus errores, que tuvo debilidades y llegó hasta tolerar el crimen, deja un nombre popular y muchos admiradores, es que indudablemente prestó grandes y señalados servicios. La posteridad pronunciará su juicio definitivo acerca de tal hombre, que se halla todavía demasiado cerca de nosotros para permitirnos la fría imparcialidad. Las crueldades y los asesinatos merecen agria censura; mas los servicios pueden ser tan grandes que la figura descuelle y sobreviva cuando se desvanezcan en la sombra de los siglos todas las impurezas de la realidad. Un pueblo tan grande, civilizado y culto como el pueblo francés, parece haber perdonado á Thiers sus carnicerías humanas porque cree que con ellas fundó la República y aseguró la paz. Las víctimas de Artigas y de sus hordas, aumentadas con las de Rivas y todos los tiranos de América, no sumarán la horrible cifra de 40,000 personas sacrificadas en Francia la _semana terrible_. Dejamos, pues, á la posteridad la sentencia definitiva, el juicio final sobre Artigas y su tiempo. FREIRE Esta figura chilena bien merecería más extensión de la que aquí podemos consagrarle. Soldado, corsario, hombre político, es uno de los héroes de la independencia y uno de los caudillos del partido liberal que más han figurado en las contiendas de Chile. Nació en Santiago en los últimos años del siglo XVIII, pasó la niñez en Concepción y tomó las armas en clase de cadete en 1811. En la épica lucha de Rancagua era capitán de los dragones chilenos. Después de aquel desastre, en el cual pudieron decir los combatientes de la libertad como Francisco I en los campos de Pavía, que «todo lo habían perdido menos el honor», emigró á la Argentina como la mayoría de sus camaradas. Pero su ardimiento no le permitía esperar con calma la llegada de mejores tiempos. Si otros compañeros suyos permanecieron emigrados desde 1814 hasta 1817, él no tuvo paciencia para aguardar tranquilo á que San Martín organizara su célebre expedición. Mientras llegaba la hora de disputar á los realistas el dominio de la tierra, creyó que podía con más fortuna disputarles la posesión del mar. Al efecto se alistó como simple corsario á las órdenes de un marino tan acreditado como Brown, y éste le confirió el mando de las fuerzas de desembarco que llevaba en sus expediciones. Esta campaña marítima fué gloriosa para Freire, que supo ganar laureles en algunos desembarcos. En 1816, cuando supo que San Martín organizaba en Cuyo la expedición destinada á libertar á Chile, se presentó al general argentino pidiéndole un fusil para combatir como soldado. San Martín, que conocía por su fama al oficial chileno, le confió la misión de penetrar en su país por la cordillera de Talca, empresa que realizó con tanta fortuna como valentía. Con cien hombres tomó posesión de Talca derrotando al destacamento que la guarnecía. Las fuerzas expedicionarias que salvando la cordillera andina cayeron como un torrente sobre los chilenos valles, venciendo á los españoles en Chacabuco y Maipú, tuvieron en el esforzado Freire uno de los más activos auxiliares. No solo distrajo la atención de los realistas por la parte de Talca, sino que más tarde batió completamente al feroz guerrillero Benavides á las puertas de Concepción. Esta victoria le valió una inmensa popularidad y la subida al poder cuando cayó para siempre el general O'Higgins, de quien era adversario. Los españoles, entre tanto, si vencidos en el continente, mantenían enhiesto su pabellón en Chiloé. Freire los atacó en sus últimos baluartes, dando término á la obra de la independencia con una victoria más. En toda América se mostraron los españoles dignos de su raza: vencidos, abandonados por la metrópoli, sin esperanza de socorro alguno, lucharon con los vestigios de sus hambrientos ejércitos hasta quemar el último cartucho. Las guarniciones de Veracruz, del Callao y de Chiloé dejaron bien puesto el glorioso nombre de su patria, legando á sus descendientes en las nuevas naciones republicanas y libres, el ejemplo de su abnegación al sacrificarse en aras del deber. El valeroso Freire tomó parte muy activa en las guerras civiles que siguieron á la emancipación. Esta parte de su vida nos daría tema fecundo y materia abundante para completar este capítulo. Pero más que escribir por nuestra cuenta y riesgo, nos conviene extractar lo que dice un compatriota suyo: «Ramón Freire, después de servir á la patria con decisión y esfuerzo contra sus enemigos, la perturbó grandemente en su constitución y desarrollo. Se mezcló en las revueltas políticas que agitaron á Chile después de la independencia; el ejército que acaudillaba fué vencido en Lircay por las fuerzas que mandaba el caudillo conservador, general Prieto. Á la derrota siguió la proscripción del jefe liberal, que vivió emigrado en el Perú hasta 1842. «Su estancia en Lima le valió el ser acusado en Chile de prestarse torpemente á servir de instrumento á los políticos peruanos. Esta acusación tenía su origen en la circunstancia de haber encabezado alguna expedición de aventureros chilenos, sin más objeto que disputar el poder á los que lo detentaban. Fueron vanos todos sus esfuerzos; el partido liberal, haciendo justicia á sus rectas intenciones, le otorgó sus mayores simpatías, mas no secundó sus planes.» Gobernaba en Chile un hombre como Portales, que tenía condiciones de verdadero estadista y era la gran figura del partido conservador chileno. Los esfuerzos de los conspiradores se estrellaron en la decisión, la entereza, la previsión de aquel hombre de Estado, que al fin murió asesinado cobarde y villanamente, pero sin que Freire tuviese parte ninguna en la conjuración que le arrebató la vida. En esta parte se hizo completa justicia el caudillo emigrado, que trabajaba ciertamente contra la paz pública y ambicionaba el poder, no para sí propio sino para su partido, pero no se mezcló nunca en planes homicidas ni en conjuraciones tenebrosas. Portales, víctima sacrificada á las disensiones intestinas, puso los cimientos de la prosperidad, los sólidos fundamentos del bienestar nacional, con su honradez y economía en la gestión financiera. Se esmeró además en respetar las leyes; se le tuvo por autoritario, solamente por su afán de tener á raya á los conspiradores y por su celo en mantener constante el orden público. Su único error fué no aceptar el sistema federativo defendido por Infante, que era de fijo tan conservador como él, pero tenía un conocimiento más exacto de la ciencia política, de los peligros de la centralización y de la conveniencia de imitar á los Estados Unidos más bien que al Paraguay, á los hombres de Wáshington y no á los jacobinos. Hemos citado á Portales, por la influencia que tuvo en la vida del general Freire. Éste no pudo hacer nada ni logró la realización de sus intentos, porque se medía con un adversario políticamente superior. Freire vivió tranquilamente en el seno de su patria desde 1842 hasta su fallecimiento, ocurrido en diciembre de 1851. Murió de sesenta y cuatro años. Algún tiempo después se abrió una suscripción para elevarle una estatua; la suscripción se llevó á cabo con resultado lisonjero, y la figura en bronce del denodado Freire figura hace tiempo en un paseo de Santiago. [Ilustración] BELLO He aquí el nombre de un publicista eminente. La América española no ha producido hasta hoy ninguno que le aventaje. Su fama es tan merecida que nadie la discute ni la niega. Andrés Bello nació en la ciudad de Caracas en 1780; se educó en un convento de frailes mercenarios, donde se daba una enseñanza incompleta ó mal distribuida; no cursó ninguna carrera con regularidad ni la terminó completamente. Es curiosa la circunstancia de que no obtuviera nunca el título de abogado un jurisperito como Bello, autor del notable Código civil de Chile. La situación casi precaria de la familia Bello, obligó á éste á interrumpir sus estudios regulares para desempeñar un destino muy modesto. Bello no lo obtuvo por favor, sino por concurso. El capitán general de Venezuela dispuso que todos y cada uno de los aspirantes redactasen una memoria sobre cierto asunto concreto y determinado; la de Bello fué la mejor de todas y el empleo disputado le fué justamente concedido. Los antepasados de Bello procedían de las islas Canarias, y nuestro joven poseía las cualidades que suelen distinguir á los isleños: asiduidad constante en el trabajo, incansable celo en su labor y energía moral superior á todos los desfallecimientos. No heredó las fuerzas físicas de los canarios, pero sí la fuerza de voluntad y la constancia. Por eso trabajó toda su vida, como los de su raza, no en las rudas faenas de la mar ó de la agricultura, que son las habituales de los insulares en América, sino en las propias de su entendimiento y de su constitución. Tan débil era ésta, que Alejandro Humboldt aconsejó á su familia, interesándose por la salud del joven, que no le dejaran estudiar con aplicación tan desmedida. Estudió, no obstante, con ahinco, estudió siempre, y bien puede asegurarse que consagró su vida entera al estudio. En su juventud, sin desatender sus labores de empleado, aprendió las lenguas vivas sin maestro alguno y sin otra base que el latín aprendido en el convento, aprendió la lógica del lenguaje, aprendió sólo cuanto por entonces constituía la ciencia filológica, ciencia que estaba en su infancia y que él supo cultivar con aprovechamiento. Por necesidades de su empleo, tanto quizá como por afición, hizo un estudio prolijo de la administración hispano colonial y de las leyes de Indias. Al mismo tiempo devoraba las publicaciones filosóficas y las novedades literarias de su tiempo, siéndole familiares todas las obras de los enciclopedistas. Y con todo, le quedaba tiempo y lo utilizaba con general provecho dando lecciones de gramática, retórica y filosofía. De los jóvenes que fueron sus discípulos hubo algunos que después brillaron en su patria y viven en la historia, entre ellos Simón Bolívar. Además era poeta; y como no se daba instante de reposo ni momento de vagar, componía versos magníficos para solaz ajeno y placer propio; sus versos eran leídos con general aplauso en todas las tertulias caraqueñas. Sus poesías de aquella época no se imprimieron jamás y se han perdido muchas. Al empezar la guerra de la independencia, su espíritu estaba entero con sus compatriotas; pero el insigne Bello no era hombre de lucha y no tomó en la guerra parte activa. Le ataban además lazos de familia y de agradecimiento, que originaron calumnias groseras é infundadas. El tiempo y las pruebas materiales han desvanecido las calumnias; la memoria de Bello es la de un patriota puro y convencido; pero aquellas acusaciones injuriosas debieron mortificar hondamente el alma del patriota, cuando le obligaron á abandonar su país. Bello emigró de Venezuela, estableciéndose en Chile; pero antes viajó por otros varios países de América y de Europa. En Londres cultivó la amistad de los sabios más sobresalientes, registró los archivos, consultó las bibliotecas y aprendió mucho. Allí estudió la lengua griega, que le era indispensable, dada la especialidad de sus estudios; aprendió el limosín, que le había de ser tan útil en sus investigaciones literarias sobre la Edad media; perfeccionó sus conocimientos de la lengua patria, del portugués, del francés, del italiano y sobre todo, del inglés, lengua que hablaba y escribía con rara perfección. Desde 1829 hasta su muerte, ocurrida en 1865, vivió nuestro Bello en la capital de Chile donde fué querido y venerado. Allí escribió ó revisó sus obras más importantes, ejerciendo una influencia que dura todavía en la política, las letras y la enseñanza. Fué senador, fué rector perpetuo de la Universidad y unió su nombre al _Código chileno_. Las obras de Bello son tan numerosas é importantes, que su simple reseña exigiría un volumen. La literatura castellana le debe ricos tesoros, tan apreciados en España por los eruditos como en América por todos los hombres estudiosos. Los trabajos de Bello sobre el poema del _Cid_, sobre la gramática española, sobre la ortología y métrica de la lengua castellana, son verdaderos monumentos del habla de Castilla. Con justicia fué nombrado Bello miembro honorario de la Academia Española. Escribió el gran publicista sobre derecho internacional, hizo traducciones directas de los poetas clásicos y dejó manuscrita en lengua inglesa una obra referente á la crónica fabulosa de Turpin, obra que no podemos juzgar. La literatura amena le debe también las poesías más perfectas y más acabadas; sus himnos patrióticos, su poema descriptivo de la zona tórrida, su traducción del _Orlando_, son otros tantos modelos. Como prueba de su correctísima versificación, vamos á dar algunas muestras. FRAGMENTOS DE LA ORACIÓN POR TODOS I Ve á rezar, hija mía. Ya es la hora De la conciencia y del pensar profundo. Cesó el trabajo afanador, y al mundo La sombra va á colgar su pabellón. Sacude el polvo el árbol del camino Al soplo de la noche; y en el suelto Manto de la sutil neblina envuelto Se ve temblar el viejo torreón. ¡Mira! su ruedo de cambiante nácar El occidente más y más angosta Y enciende sobre el cerro de la costa El astro de la tarde su fanal. Para la pobre cena aderezado Brilla el albergue rústico, y la tarda Vuelta del labrador la esposa aguarda Con su tierna familia en el umbral. Brota del seno de la azul esfera Uno tras otro fúlgido diamante; Y ya apenas de un carro vacilante Se oye á distancia el desigual rumor. Todo se hunde en la sombra: el monte, el valle. Y la iglesia, y la choza, y la alquería; Y á los destellos últimos del día Se orienta en el desierto el viajador. Naturaleza toda gime; el viento En la arboleda, el pájaro en el nido, Y la oveja en su trémulo balido, Y el arroyuelo en su correr fugaz. El día es para el mal y los afanes: ¡He aquí la noche plácida y serena! El hombre tras la cuita y la faena Quiere descanso y oración y paz. Sonó en la torre la señal: los niños Conversan con espíritus alados; Y los ojos al cielo levantados, Invocan de rodillas al Señor. Las manos juntas, y los pies desnudos, Fe en el pecho, alegría en el semblante, Con una misma voz, á un mismo instante, Al padre Universal piden amor. Y luego dormirán; y en leda tropa Sobre su cama volarán ensueños, Ensueños de oro, diáfanos, risueños, Visiones que imitar no osó el pincel. Y ya sobre la tersa frente posan, Ya beben el aliento á las bermejas Bocas, como lo chupa las abejas Á la fresca azucena y al clavel. Como para dormirse, bajo el ala Esconde su cabeza la avecilla, Ya la niñez en su oración sencilla Adormece su mente virginal. ¡Oh dulce devoción, que reza y ríe! ¡De natural piedad primer aviso! ¡Fragancia de la flor del paraíso! ¡Preludio del concierto celestial! II Ve á rezar, hija. Y ante todo Ruega á Dios por tu madre; por aquella Que te dió el ser, y la mitad más bella De su existencia ha vinculado en él. Que en su seno hospedó tu joven alma, De una llama celeste desprendida; Y haciendo dos porciones de la vida, Tomó el acíbar y te dió la miel. Ruega después por mí. Más que tu madre Lo necesito yo... Sencilla, buena, Modesta como tú, sufre la pena, Y devora en silencio su dolor. Á muchos compasión, á nadie envidia, La vi tener en mi fortuna escasa: Como sobre el cristal la sombra, pasa Sobre su alma el ejemplo corruptor. No le son conocidos... ¡ni lo sean Á tí jamás!... los frívolos azares De la vana fortuna, los pesares Ceñudos que anticipan la vejez; De oculto oprobio el torcedor, la espina Que punza á la conciencia delincuente, La honda fiebre del alma, que la frente Tiñe con enfermiza palidez. Mas yo la vida por mi mal conozco, Conozco al mundo, y sé su alevosía; Y tal vez de mi boca oirás un día Lo que valen las dichas que nos da. Y sabrás lo que guarda á los que rifan Riquezas y poder, la urna aleatoria, Y que tal vez la senda que á la gloria Guiar parece, á la miseria va. Viviendo, su pureza empaña el alma, Y cada instante alguna culpa nueva Arrastra en la corriente que la lleva Con rápido descenso al ataúd. La tentación seduce; el juicio engaña; En los zarzales del camino deja Alguna cosa cada cual: la oveja Su blanca lana, el hombre su virtud. Ve, hija mía, á rezar por mí, y al cielo Pocas palabras dirigir te baste; «¡Piedad, Señor, al hombre que criaste; Eres Grandeza; eres Bondad; perdón!» Y Dios te oirá; que cual del ara santa Sube el humo á la cúpula eminente, Sube del pecho cándido, inocente, Al trono del Eterno la oración. Todo tiende á su fin: á la luz pura Del sol la planta; el cervatillo atado, Á la libre montaña; el desterrado, Al caro suelo que le vió nacer. Y la abejilla en el frondoso valle, De los nuevos tomillos al aroma; Y la oración en alas de paloma Á la morada del Supremo Ser. Cuando por mi se eleva á Dios tu ruego, Soy como el fatigado peregrino, Que su carga á la orilla del camino Deposita y se sienta á respirar. Porque de tu plegaria el dulce canto Alivia el peso á mi existencia amarga Y quita de mis hombros esta carga, Que me agobia, de culpa y de pesar. Ruega por mí, y alcánzame que vea En esta noche de pavor, el vuelo De un ángel compasivo, que del cielo Traiga á mis ojos la perdida luz. Y pura finalmente, como el mármol Que se lava en el templo cada día, Arda en sagrado fuego el alma mía, Como arde el incensario ante la Cruz. III Ruega, hija, por tus hermanos, Los que contigo crecieron Y un mismo seno exprimieron, Y un mismo techo abrigó. Ni por los que te amen solo El favor del cielo implores: Por justos y pecadores Cristo en la Cruz expiró. Ruega por el orgulloso Que ufano se pavonea, Y en su dorada librea Funda insensata altivez. Y por el mendigo humilde Que sufre el ceño mezquino De los que beban el vino Porque les dejen la hez. Por el que de torpes vicios Sumido en profundo cieno, Hace aullar el canto obsceno De nocturno bacanal. Y por la velada virgen Que en su solitario lecho, Con la mano hiriendo el pecho, Reza el himno sepulcral. Por el hombre sin entrañas, En cuyo pecho no vibra Una simpática fibra Al pesar y á la aflicción, Que no da sustento al hambre, Ni á la desnudez vestido, Ni da la mano al caído, Ni da á la injuria perdón. Por el que en mirar se goza Su puñal de sangre rojo, Buscando el rico despojo O la venganza cruel. Y por el que en vil libelo Destroza una fama pura, Y en la leve mordedura Escupe asquerosa hiel. Por el que surca animoso La mar, de peligros llena; Por el que arrastra cadena, Y por su duro señor. Por la razón que leyendo En el gran libro, vigila; Por la razón que vacila; Por la que abraza el error. Acuérdate, en fin, de todos Los que penan y trabajan; Y de todos los que viajan Por esta vida mortal. Acuérdate aún del malvado Que á Dios blasfemando irrita. La oración es infinita: Nada agota su caudal. IV ¡Hija! reza también por los que cubre La soporosa piedra de la tumba, Profunda sima adonde se derrumba La turba de los hombres mil á mil: Abismo en que se mezcla polvo á polvo, Y pueblo á pueblo; cual se ve á la hoja De que al añoso bosque abril despoja Mezclar la suya otro y otro abril. Arrodilla, arrodíllate en la tierra Donde segada en flor yace mi Lola, Coronada de angélica aureola; Do helado duerme cuanto fué mortal; Donde cautivas almas piden preces Que las restauren á su ser primero, Y purguen las reliquias del grosero Vaso, que las contuvo, terrenal. ¡Hija! cuando tú duermes, te sonríes, Y cien apariciones peregrinas, Sacuden retozando tus cortinas; Travieso enjambre, alegre, volador. Y otra vez á la luz abres los ojos, Al mismo tiempo que la aurora hermosa Abre también sus párpados de rosa, Y da á la tierra el deseado albor. ¡Pero esas pobres almas!... ¡si supieras Qué sueño duermen!... su almohada es fría: Duro su lecho; angélica armonía No regocija nunca su prisión. No es reposo el sopor que las abruma; Para su noche no hay albor temprano; Y la conciencia, velador gusano, Les roe inexorable el corazón. Una plegaria, un solo acento tuyo, Harán que gocen pasajero alivio, Y que de luz celeste un rayo tibio, Logre á su obscura estancia penetrar; Que el atormentador remordimiento Una tregua á sus víctimas conceda, Y del aire, y el agua, y la arboleda, Oigan el apacible susurrar. FRAGMENTO DE LA ZONA TÓRRIDA Tú das la caña hermosa De do la miel se acendra, Por quien desdeña el mundo los panales: Tú en urnas de coral cuajas la almendra Que en la espumante jícara rebosa; Bulle carmín viviente en sus nopales Que afrenta fuera al múrice de Tiro; Y de su añil la tinta generosa Émula es de la lumbre del zafiro. El vino es tuyo que la herida agave Para los hijos vierte Del Anáhuac feliz; y la hoja es tuya Que cuando de suave Humo en espiras vagorosas huya Solazará el fastidio al ocio inerte. Tu vistes de jazmines El arbusto sabeo Y el perfume le das que en los festines La fiebre insana templará á Lieo. Para tus hijos la procera palma Su vano feudo cría, Y la piña sazona su ambrosía: Su blanco pan la yuca, Sus rubias pomas la patata educa, Y el algodón despliega el aura leve Las rosas de oro y el vellón de nieve. El entierro del gran poeta, del eminente filólogo, del distinguido hombre público, fué una solemnidad que dejó memoria en la capital de Chile. El pueblo entero acompañó á su tumba los restos del anciano venerable. Bello cerró sus ojos á la luz á la edad de 85 años. MONROE En el firmamento americano brillan astros de todas magnitudes. Wáshington y Bolívar son imperecederos, eternamente visibles como soles que no se apagan, como luminares sin noche y sin eclipse. Otros despiden fulgores menos intensos, ya que no menos puros. No deslumbran, no ciegan, pero guían al caminante por las obscuras sendas de la Historia. Por lo mismo que son menos gloriosos y no tan refulgentes, puede juzgárseles con imparcialidad y sin pasión. Las manchas del sol no se distinguen; pero se verían, si por acaso existieran, las de esos astros sin luz deslumbradora. Una de las estrellas de primera magnitud en el cielo americano, es Jacobo Monroe, soldado entusiasta de la independencia, notable estadista, virtuoso ciudadano, que figura y aun descuella entre los insignes presidentes de los Estados Unidos. Nació el 2 de abril de 1759 en el condado de Westmoreland (Virginia). Sus padres le destinaban al foro y, en efecto, principió á cursar la carrera de derecho; pero á los 16 años abandonó sus estudios para alistarse en el ejército de Wáshington y concurrir á la defensa de la ciudad de Nueva York, amenazada por un ejército inglés. Corrió el joven soldado las vicisitudes todas de la guerra. En la acción de Trenton fué herido de gravedad. Monroe se mostró toda su vida orgulloso de la extensa y honda cicatriz que señalaba su frente, verdadera condecoración que daba testimonio de sus riesgos, de sus campañas y de sus servicios. Esas son las únicas y gloriosas condecoraciones que se usan en América, donde no se adornan los pechos valerosos con dijes femeniles y con relumbrones cortesanos de los que se prodigan en Europa. El joven militar que hacía su aprendizaje de tan ruda manera, sin que se amenguara su entusiasmo patrio, ascendió á capitán en recompensa de su gloriosa herida. En 1777 fué nombrado ayudante del general Sterling: á sus órdenes se distinguió en los campos de batalla. El mismo Wáshington premió su comportamiento con su promoción á coronel. Terminada la guerra acabó su carrera de abogado y se estableció en Virginia. Afiliado al partido demócrata, fué varias veces elegido representante del pueblo. De 1790 á 1794 fué senador por Virginia, sentándose constantemente en los escaños de la oposición. Jorge Wáshington, para dar una prueba de deferencia al partido demócrata y estrechar las relaciones de los Estados Unidos con la República francesa, nombró á Monroe ministro representante en París. Mucho contribuyeron el tacto y las ideas de Monroe á la buena armonía de ambas repúblicas; mas su entusiasmo y simpatía por la Francia, en lucha entonces con Inglaterra, no se avenía muy bien con la política de neutralidad que sostenía Wáshington, y vióse éste precisado á llamarle en 1796. El partido democrático se resintió grandemente de esa medida de la presidencia, y el mismo Monroe manifestó también su disgusto en un notable folleto en el que, sin combatir á Wáshington, á quien tenía en gran consideración y estima, justificaba su misión cerca del gobierno francés. En 1799 fué nombrado gobernador del Estado de Virginia, funciones que desempeñó á satisfacción de todos hasta que el presidente Jéfferson, que sucedió á Wáshington, le mandó en calidad de embajador extraordinario á Francia á fin de concertar la cesión de Nueva-Orleáns, propósito que realizó: pasando después á Inglaterra en calidad de representante de la Unión y de allí á España, á fin de negociar la cesión de otros Estados á la gran república. En 1811 fué nombrado de nuevo gobernador de Virginia y al poco tiempo el presidente Mádison le llevó á la secretaría de Estado. Por aquel tiempo estalló la guerra con Inglaterra, y Monroe, que después de la toma de Wáshington y de otros reveses que experimentaron las armas americanas, fué nombrado ministro de la Guerra, dió pruebas inequívocas de una notable energía y un carácter entero y valeroso. Á pesar de hallarse exhausto el tesoro, casi perdido el crédito, y con la oposición que á la guerra hacían los adictos á la política pacífica que iniciara el primer presidente, el ministro de la Guerra, que continuaba ejerciendo la secretaría de Estado, preparó la defensa, creó ejércitos, infundió al soldado americano la decisión y el valor de que carecía, improvisó medios y recursos empeñando hasta sus propios bienes, y en una palabra, Monroe, que era el alma de aquella lucha, obtuvo la victoria. La gran derrota que experimentaron los ingleses que amenazaban la ciudad de Nueva-Orleáns determinó la paz, que lo fué honrosísima y ventajosa para los Estados-Unidos (1815). Á tan gran altura se elevó la reputación de Monroe, y tal fué la popularidad que alcanzara con su ejemplar conducta, que el partido democrático le designó por unanimidad en las elecciones de 1816 candidato á la presidencia de la Unión; elección que sancionaron con sus votos favorables todos los demás electores. Jacobo Monroe fué nombrado por unanimidad quinto presidente de los Estados-Unidos. El día 4 de marzo de 1817, en el Capitolio de Wáshington, ante los jueces del Supremo Tribunal de Justicia, los ministros extranjeros y otros altos dignatarios, el nuevo presidente prometía velar por los intereses y prosperidad de su patria, y fidelidad á sus republicanas leyes. Notabilísimo fué su discurso inaugural, en el que hacía votos por el bienestar y progreso del pueblo americano. Durante su primera administración, y fiel á su lema de _América para los americanos_, trabajó con ahinco para la adquisición de la Florida, que pertenecía al gobierno español, del que logró la cesión. Así, pues, á Monroe como ministro de Estado primero, y después como presidente, deben los Estados Unidos las dos adquisiciones más importantes del Sur, la Luisiana y las Floridas (1803 y 1820). Débense también á Monroe la fijación muy ventajosa para la República, de los límites del Canadá y un tratado con Inglaterra por el que se permitía á los ciudadanos norte-americanos compartir con los ingleses las pesquerías de Terranova, que hasta entonces habían monopolizado éstos últimos. En 1818 expidió un decreto por el que se pensionaba á los oficiales y soldados de la revolución de la independencia y á las viudas y huérfanos de los mismos, decreto que contribuyó grandemente á la popularidad de Monroe. Fué reelegido presidente, desempeñando con acierto tan alta magistratura hasta 1825. Después se retiró á Virginia, donde ejerció las modestas funciones de juez de paz y más tarde las de rector de la Universidad de su Estado. ¡Cosas de los Estados Unidos! exclaman los europeos. Sí, cosas que sólo se ven en las verdaderas democracias, en los pueblos grandes, en las naciones libres, en las instituciones federales. El gran Monroe murió rodeado de sus hijos, en Nueva York, el 4 de julio (día de la fiesta nacional) del año 1831. Sus restos fueron trasladados á Richmond en 1859. El hecho culminante de la vida de Monroe fué el haber derrotado á los ingleses que invadieron la República en 1812 con el propósito de reconquistarla. Incendiaron los invasores el capitolio de la capital; pero tuvieron que reembarcarse vencidos. BELGRANO Este apellido figura entre los más conocidos y respetables de América, no ciertamente á la altura de los San Martín y los Bolívar, nunca al nivel de los Wáshington, los Hámilton, los Juárez ó los Bello, pero de todos modos á elevación bastante para ser visto de todos y servir de ejemplo á la posteridad. El prócer argentino don Manuel Belgrano, general de la Revolución, vino al mundo en Buenos Aires hacia el año 1770. Pasó casi niño á España, cursando jurisprudencia en Valladolid y graduándose en Madrid. Era, pues, doctor en derecho cuando volvió á su patria; pero sus estudios favoritos eran los concernientes á la economía política y á lo que hoy llamaríamos ciencia social. En 1806, hallándose España en guerra con Inglaterra, fué invadido el río de la Plata por una escuadra inglesa, que atacó á Buenos Aires. Las tropas inglesas de desembarco se posesionaron de la capital, pero no pudieron sostenerse ante la resistencia valerosa de las escasas tropas y de las milicias populares. Por dos veces fué vencida Inglaterra en Buenos Aires, siendo los héroes de la resistencia el coronel Liniérs y el alcalde de la ciudad Martín Alzaga. Belgrano tomó parte, como simple capitán de las milicias urbanas en 1806, como sargento mayor del cuerpo de Patricios en 1807. Sonó la hora de la Independencia en 1810, y constituído un gobierno en Buenos Aires, fué llamado al poder el insigne Belgrano con otros varios patriotas argentinos. Los españoles no opusieron en la región del Plata, por falta de recursos, la tenaz resistencia que hicieron en Méjico, Venezuela y el Perú. No fué la lucha tan larga ni tan sangrienta; pero de todas maneras fué necesario reñir algunas batallas con los elementos españoles, muchas con los descontentos, varias con las provincias que querían su propia independencia al mismo tiempo que la de Buenos Aires. Las divergencias y las discrepancias, las notas y los matices eran tantos como pueblos, casi tantas como hombres. Cada ciudadano concebía una forma de gobierno, prefería una solución ó ponía su confianza en una persona diferente. Las dificultades eran grandes, tal vez mayores que en los países donde los españoles combatían con tesón y con bravura, pues su sola presencia constituía una amenaza y aunaba los esfuerzos y las aspiraciones de los independientes. El Paraguay se negaba á someterse al gobierno constituído en Buenos Aires, y Belgrano, con 700 hombres, recibió la misión de someterlo. Una campaña heroica, pero desgraciada, terminada por un armisticio, obligó á retroceder al general Belgrano con su titulado ejército. Belgrano perdió las batallas de Paraguarí, Tacuarí y alguna otra, sin que padeciera su prestigio de soldado: había luchado con fuerzas inferiores, en la proporción de 1 á 16, no cediendo la victoria sino á la superioridad numérica del enemigo. Pero si mantenía su buen nombre de soldado y su acreditada fama de valiente, en cambio carecía de esa reputación de inteligencia militar sin la cual no hay caudillo prestigioso. La pericia de un general se demuestra lo mismo en los reveses que en las victorias; mas los pueblos no la ven jamás sino en la gloria del triunfo. En la campaña de 1812 fué Belgrano mucho más feliz, pues ganó la acción de Tucumán, como también la de Salta en 1813. Estas victorias, que restablecieron su prestigio, aseguraron el éxito de la revolución. La Asamblea, y en nombre suyo el gobierno, premió á Belgrano con un sable de honor que contenía la inscripción siguiente: LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE AL BENEMÉRITO GENERAL BELGRANO La guarnición del sable era de oro. Además se le regalaron sobre 40,000 pesos en fincas del Estado. El cabildo de la capital le remitió un bastón de mando y un par de magníficas pistolas. Belgrano aceptó los obsequios con que se le honraba, excepto el de las fincas. Sobre éste dijo en una respetuosa comunicación: «Nada hay más despreciable para el hombre de bien, para el patriota verdadero que goza de la confianza de sus conciudadanos, que las riquezas. Éstas son el escollo de la virtud, y adjudicadas en premio, no sólo son capaces de excitar la avaricia en los demás, sino que parecen dirigidas á lisonjear una pasión abominable en el agraciado. He creído digno de mi honor y de los deseos que me inflaman por la prosperidad de mi patria, el destinar esa suma de 40,000 pesos á la dotación de cuatro escuelas en las ciudades de Tarija, Jujuy, Santiago y Tucumán.» En octubre de 1813 fué batido Belgrano en las altillanuras de Bolivia, teniendo que retirarse á Jujuy. Después de entregar sus fuerzas al general San Martín, regresó á Buenos Aires. Enviado á Europa en comisión, tornó á su patria en 1815. Entonces fué nombrado por segunda vez general del ejército que operaba en el Perú[5]. Cuatro años se mantuvo lidiando en las cordilleras, y contrajo allí la enfermedad que poco después le arrebató la vida. En aquella guerra de fatigas y de privaciones sin gloria ni lucimiento, acreditó sus dotes militares, sus virtudes y su patriotismo. Es necesario conocer la guerra de montañas y lo escabroso que es el que fué teatro de sus operaciones, para apreciar todo el mérito de su abnegación y sus servicios. [5] Alto Perú, hoy Bolivia. Llegó moribundo á Buenos Aires en el mes de marzo de 1820, falleciendo en el inmediato mes de junio. Sus funerales se celebraron con inusitada pompa. Su memoria se conserva con veneración en todos los pechos argentinos. Cerca de Buenos Aires se ha fundado un pueblo con su nombre. Por último, su ciudad natal le ha dedicado una estatua ecuestre con estas cuatro inscripciones: MANUEL BELGRANO _Nació en Buenos Aires el 3 de junio de 1770_ AL INICIADOR DE LA REVOLUCIÓN DE 1810 _Campaña del Paraguay, 1811.--Victoria de Tucumán, 1812_ Á BELGRANO LA PATRIA AGRADECIDA _Victoria de Salta 1813_ _Fundó las primeras escuelas en cuatro provincias_ _Campaña del Alto Perú_ GENERAL BELGRANO _Murió en Buenos Aires el 20 de junio de 1820._ BILBAO Como todos los hombres apasionados y entusiastas, Francisco Bilbao tuvo en su tiempo y en su patria más detractores que amigos. Los unos le reprochaban la temeridad de sus empresas, los otros la osadía de sus concepciones; quién le consideraba un sectario exclusivista, quién un terrible demagogo. Ha sido necesario que la muerte le oculte á los ojos de los vivos, para que éstos hagan completa justicia á su talento y á sus intenciones. Hemos dicho que tuvo corto número de amigos, lo cual no quiere decir que no fuese popular; contaba en absoluto con las masas. Hemos querido decir que no le daban apoyo ni le hacían justicia los hombres ilustrados, los que guían y encauzan la opinión, los escritores y los periodistas, pues éstos en general veían con malos ojos sus ideas revolucionarias y sus planes políticos. Sin embargo, sus planes eran prácticos. Lo que parecía demagógico á muchos hombres públicos, se ha realizado en parte; lo que se juzgaba peligroso en las naciones de América, lo considerarían insuficiente, reaccionario ó tímido en Europa, á la fecha en que escribimos, no los nihilistas y socialistas revolucionarios, sino los simples liberales belgas, ingleses, franceses ó españoles. He aquí un extracto de su biografía: «Francisco Bilbao nació en Santiago de Chile en 1823 y murió en Buenos Aires en 1865. Su vida fué una constante peregrinación; perseguido casi siempre, calumniado á menudo, desdeñado á veces, no halló casi nunca justicia ni reposo ni consiguió morir en el seno de su patria. Á la edad de veinte años hizo pública su profesión de fe; el librepensamiento, que él defendía, contaba entonces muy pocos partidarios, y Bilbao fué sometido á un proceso, lo que le obligó á emigrar. Cinco años pasó en Europa, no como suelen hacerlo tantos jóvenes americanos que sólo se dedican á gozar de los placeres que ofrecen las corrompidas ciudades del antiguo mundo, sino estudiando con verdadero afán, con ansia de saber, con infatigable aplicación. Tuvo por maestros á Lamennais, Edgard Quinet y Michelet, de quienes conservó toda la vida recuerdo cariñoso. De tales maestros no podía salir un mal discípulo, sobre todo cuando aquéllos sembraban en campo tan abonado para su semilla. Las revoluciones de febrero y junio de 1848, que presenció en París, le enseñaron prácticamente dos cosas: primera, la imposibilidad de perpetuar errores é injusticias en pueblos que tienen el sentimiento de su dignidad; segunda, la manera de combatir á los tiranos y á las oligarquías, valiéndose del plomo, del hierro, de las barricadas y del corazón. Aprendió más en aquel año fecundo y que tantas huellas ha dejado en la política europea: la solidaridad de los pueblos, esto es, la unidad de la democracia para la cual no hay distancias ni fronteras, pues la revolución de febrero tuvo un eco en todas las naciones, repercutió en los pueblos que parecían menos aptos para la República, produjo barricadas y sangrientas luchas en la heroica Milán, en la vetusta Roma, en España, en Alemania, en Irlanda. El año de 1848 fué la aurora de la redención, fué el programa que había de realizarse en la segunda mitad del siglo XIX. En la brecha de Roma, heroicamente defendida por Garibaldi, fué aclamado el librepensamiento; en las calles de Milán, atestadas de cañones austriacos y de soldados tudescos, vitoreó Mazzini la independencia de Italia; en Hungría y en Alemania se luchó con denuedo por la libertad; en las calles de Sevilla y por dos veces en las de Madrid, cayeron cien patriotas al grito de ¡viva la República! Francisco Bilbao aprendió más todavía en las dos revoluciones parisienses de 1848: que los vencedores son siempre unos héroes y unos santos; los vencidos unos miserables cobardes y traidores. Los mismos que en febrero derribaron á Luis Felipe, rey constitucional de Francia, y se proclamaron á sí mismos salvadores de la patria, ametrallaron despiadadamente á los obreros que en junio intentaron conquistar, con una bravura digna de mejor éxito, el sufragio universal y los derechos del hombre. Sí, los derechos del hombre. Estaban escritos desde 1789; pero la burguesía francesa los interpretaba con un criterio mezquino. El hombre tiene derecho á vivir, á trabajar y á saber; los obreros de París reclamaban con razón un aumento de salario, una organización del trabajo nacional que no hiciera depender el suyo de la voluntad de los patrones, y una amplitud racional en la enseñanza pública, en la instrucción de sus hijos, á quienes debe la sociedad una educación extensa, laica y gratuita. La dignidad por medio de la libertad, el pan por medio del trabajo, la instrucción por el Estado, eso era todo lo que pedían los revolucionarios parisienses, y eso fué lo que Francisco Bilbao quería para la plebe. Quería, principalmente, como base de sus futuras conquistas, la libertad de conciencia y la proscripción del fanatismo. Bilbao tornó á su patria en 1849 y pronto se hizo el ídolo de las masas. Fundó la «Sociedad de la Igualdad», en cuyo seno educaba á _los rotos_, y á muchos que no eran rotos, imbuyéndoles ideas de igualdad y de fraternidad. Aquella sociedad llegó á contar seis mil socios. La revolución del 20 de abril de 1851 tuvo por jefe á Bilbao, que con su gente se batió seis horas. Fué vencido, y tuvo que emigrar una segunda vez; segunda y última, pues no volvió á su patria. Refugiado en el Perú, continuó con ahinco su propaganda en la prensa, combatiendo sobre todo la corrupción política. Su campaña periodística le valió en breve ser desterrado del Perú. Entonces fué al Ecuador, pero no tardó en volver á Lima, donde combatió en las calles el día 5 de abril de 1854. Derribado el gobierno que le había desterrado por su campaña contra la corrupción, emprendió nueva campaña contra el ultramontanismo. Nuevas persecuciones, cárcel, destierro, fueron las consecuencias inmediatas para el viril escritor. Pasó entonces á Francia donde estuvo poco tiempo, regresando á América para vivir al lado de sus padres. Hallábanse establecidos éstos en la ciudad de Buenos-Aires, muy agitada á la sazón, y Bilbao no pudo permanecer indiferente, ni mantenerse alejado de la lucha, ni considerarse extraño en las cuestiones de interés humano y universal que exaltaban los ánimos de toda la República Argentina. Escribió de nuevo contra el clericalismo, huyó de Buenos-Aires para evitar sañudas persecuciones y anduvo errante algún tiempo á la espectativa de algún cambio. Apaciguadas un tanto las pasiones políticas, entró nuevamente en Buenos-Aires, donde vivió consagrado al estudio de complicados problemas sociológicos. Dejó algunos escritos, en los que aparece tan intransigente en sus ideas como lo fué en sus costumbres. Radical exaltado y convencido librepensador, no fué sin embargo materialista ni ateo. Muchas veces la calumnia, queriendo hallarle su flaco, le llamó díscolo, insensato y ambicioso; nunca sus más enconados detractores se atrevieron á negarle acrisolada honradez y pureza de costumbres. Se puede decir que fué el iniciador del racionalismo en las antiguas colonias españolas, educadas por la inquisición y el jesuitismo. La figura de Bilbao parecerá más grande á medida que transcurra el tiempo. Murió cuando todavía estaba en condiciones de ser útil á la humanidad; tenía 42 años.» MUÑOZ GAMERO Este chileno ilustre, hoy casi olvidado por sus mismos compatriotas, merece figurar en este galería como uno de los hombres que honran á su raza. Era oficial de la marina chilena desde 1836, y prestó buenos servicios en las campañas navales que sostuvo Chile por entonces. En 1838, desempeñaba ya el mando interino de la corbeta _Janequeo_. No hemos podido averiguar la fecha en que nació ni el lugar preciso de su nacimiento; solo sabemos con referencia á personas que le conocieron y nos merecen crédito absoluto, que Benjamín Gamero--así se le llamaba--era todavía muy joven hacia el año 1840; pero estudioso, formal y de gallarda presencia, distinguiéndose por su afición al estudio de las lenguas vivas. En 1842 fué ascendido Gamero á teniente de primera clase, y en el mismo año se le comisionó por su gobierno para navegar y practicar estudios en la marina británica. Embarcó primero en la corbeta de guerra _Carysfort_, como oficial agregado, y luego se le confió el mando de la goleta _Victoria_, distinción que los ingleses no suelen otorgar á oficiales extranjeros. Al cabo de dos años se incorporó á la marina chilena, mereciendo que el oficial inglés comandante de la _Carysfort_ lo recomendara con encomio certificando que «el teniente Benjamín Muñoz Gamero, por su celo y su pericia náutica, se hallaba á la altura de los oficiales ingleses más acreditados». En 1844 obtuvo el mando del _Magallanes_, desempeñándolo con acierto. En 1845 ascendió á capitán de corbeta, pasando á mandar la _Janequeo_ que ya había mandado anteriormente por interinidad. Pero estas alternativas, las vicisitudes de su carrera en los primeros años, los servicios comunes y corrientes que prestó en la naciente armada de su país, no merecerían ni recordación si él no se hubiera distinguido en otros servicios más distinguidos y en comisiones extraordinarias, que desempeñó con singular pericia hasta su trágica muerte. El gobierno de Chile, que conocía las sobresalientes condiciones y la capacidad del capitán Gamero, le comisionó para explorar con algunos auxiliares la región austral de la República. En efecto, reconoció prolijamente los ríos y lagos de aquella importantísima región, entonces mal conocida, especialmente el Llanquihue y el Coyuhué. Estos trabajos hidrográficos eran de una dificultad inmensa por la falta de recursos, pues aquellas comarcas estaban enteramente desiertas y necesitaban los exploradores abrirse paso á machete, llevarlo todo consigo, trazar sendas practicables talando ó chapeando ellos mismos, sin hablar de las innumerables privaciones y sus naturales consecuencias. De todos modos, la ciencia debe mucho á aquellos exploradores capitaneados por Gamero, que llenaron su misión venciendo todas las dificultades. _El Diario_ de la expedición contiene interesantes noticias y preciosos datos geográficos, topográficos, físicos y geológicos. Ascendido Gamero á capitán de fragata en 1850, fué nombrado gobernador de la colonia de Magallanes. No bien hubo tomado posesión de su destino, se dedicó al estudio de la lengua indígena y empezó á formar un diccionario patagónico. Desgraciadamente no pudo concluírlo, pues al frente de la colonia le sorprendió el desenlace de su laboriosa y útil existencia. El 21 de noviembre de 1851 fué reducido á prisión por las fuerzas que estaban á sus órdenes, las cuales se sublevaron incitadas por el teniente de artillería Cambiaso que se puso al frente de la sublevación. El gobernador Gamero fué bien tratado al principio; pero habiéndose escapado con el capellán Acuña, tuvieron ambos que soportar mil riesgos y privaciones. Arrastrados por un temporal á una isla de la Tierra del Fuego, tuvieron que batirse con los insulares; hasta que que viéndose hostilizados por un gran número de salvajes fueguinos, se vieron obligados á tornar al continente. Desembarcaron en una pequeña caleta que se llama Agua Fresca, donde no tardaron en ser descubiertos por los emisarios, agentes y espías del traidor Cambiaso. Tardaron muchos días en ser cogidos, porque se internaron en los montes; pero algunos hombres armados que desde Punta-Arenas habían salido en su persecución, lograron darles alcance y capturarlos sin resistencia cuando hacía una semana que los infelices prófugos no se alimentaban más que con mariscos y hierbas. Aquella misma noche fueron pasados por las armas Gamero y el padre Acuña; sus cadáveres fueron quemados.--El asesino Cambiaso fué fusilado á su vez, en Valparaíso, en 1852. _El Diccionario náutico_, obra de Gamero, es una prueba de la aplicación de este benemérito y malogrado marino, mártir del deber. GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA Esta inolvidable poetisa nació en la isla de Cuba en 1816. Puerto Príncipe, su ciudad natal, que ha tenido fama y la tiene todavía y es probable que no la pierda nunca, por el corazón y la hermosura de sus incomparables y bellísimas mujeres, las habrá sin duda producido más guapas, más varoniles, más patriotas ó tanto como Gertrudis, pero ninguna tan grande ni tan célebre. No solo descuella la camagüeyana Tula entre todas las mujeres de Cuba y de su siglo, sino entre todas las que en todo tiempo han cultivado con éxito la literatura castellana. Es el más brillante ingenio que su sexo ha producido. No sin razón decía don Manuel Bretón de los Herreros oyendo la lectura de sus poesías: ¡Es mucho hombre esta mujer!... Y don Juan Nicasio Gallego escribía á su vez estas palabras: «Nadie le puede negar la primacía entre cuantas personas de su sexo han pulsado la lira castellana, así en éste como en los pasados siglos.» El epitafio que escribió don Nicomedes Pastor Díaz para la tumba de la Avellaneda, no es menos elocuente que los juicios anteriores: «Fué uno de los más ilustres poetas de su nación y de su siglo; fué la más grande entre las poetisas de todos los tiempos.» Murió la Avellaneda en España á principios de 1873. Desde muy joven había venido á España, donde supo conquistarse un puesto prominente en la fecunda y rica república de las letras españolas. Casada varias veces, volvió más de una vez á su patria que se enorgullecía con hija tan ilustre. Sus últimos versos fueron escritos en Cárdenas. Sus poesías líricas hubieran bastado para crearle un envidiable renombre: sus novelas no son menos notables; sus producciones dramáticas la elevaron á una inmensa altura. Los dramas de Gertrudis más aplaudidos en España, fueron _Alfonso Munio_, _Baltasar_ y _La hija de las Flores_. Uno de ellos, _Baltasar_, ha sido transformado en ópera por el maestro Villate, compatriota de la poetisa. La ópera también fué celebrada al estrenarse en Madrid. Pero veamos á la poetisa retratada por sí propia: «Había cumplido diez y ocho años--dice la Avellaneda en sus memorias--y excepto leer y escribir, y representar tragedias, nada sabía. Todos los desvelos de mi madre por hacerme progresar en la música y el dibujo, no habían podido llevarme más lejos que á tocar de memoria algún vals, á cantar algunas arias de Rossini, con más expresión que arte, y á pintar mal algunas flores. Mi maestro de aritmética me había declarado incapaz de conocer los números; mi profesor de gramática me decía que era imposible hacerme comprender una sola regla; en fin, cuantos se habían encargado de mi educación parecían convencidos de mi ineptitud para todo; y, sin embargo, yo escribía y hablaba con más corrección de la que es común en mi país, y, no obstante mi natural desidia para aprender, tenía sed ardiente de saber y leía mucho y pensaba mucho.» Y pensando, y leyendo, se transformó la poetisa cubana, que llegada á Madrid en un período de animación y renacimiento literario, logró lo que á muy pocos les es dado conseguir: una reputación unánime de poetisa inspirada y de escritora correcta. Su desidia y su pereza, no eran más que aparentes; eran manifestaciones de un espíritu inquieto y soñador que no podía sujetarse al estudio metódico de materias áridas, que prefería los vuelos de su imaginación y los goces de una fantasía potente y creadora. ¡Quién sabe los dramas, las tragedias, las imágenes, las elegías que bulleron en la cabeza de Tula, cuando se mostraba tan rebelde á la gramática! He aquí dos de sus sonetos: ¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente! ¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo La noche cubre con su opaco velo Como cubre el dolor mi triste frente. ¡Voy á partir!... La chusma diligente, Para arrancarme del nativo suelo, Las velas iza, y pronta á su desvelo La brisa acude de su zona ardiente. ¡Adiós, patria feliz, edén querido! Do quier que el hado en su furor me lleve ¡Tu dulce nombre halagará mi oído! ¡Adiós!... Ya cruge la turgente vela... El ancla se alza... el buque, estremecido, Las olas corta y silenciosa vuela! * * * * * En vano ansiosa tu amistad procura Adivinar el mal que me atormenta; En vano amigo, conmovido intenta Revelarlo mi voz á tu ternura. Puede explicarse el ansia, la locura, Con que el amor sus fuegos alimenta... Puede el dolor, la saña más violenta Exhalar por el labio su amargura. Mas de decir mi malestar profundo, No halla mi voz, mi pensamiento medio, Y al indagar su origen me confundo; Pero es un mal terrible, sin remedio, Que hace odiosa la vida, odioso el mundo, Que seca el corazón... En fin, ¡es tedio! [Ilustración] HIDALGO El célebre cura de Dolores (Méjico) nació en el Estado de Guanajuato en 1753, dedicándose desde muy joven á la carrera eclesiástica. El 16 de septiembre de 1810 inició Hidalgo la lucha que había de destruír el sistema virreinal, lucha que duró 14 años, no viendo su fin casi ninguno de los iniciadores. Con 300 indios desarmados empezó Hidalgo la guerra contra los dominadores; guerra sangrienta y larga, tan sangrienta y larga como heroica, en la cual sólo tomaron parte en los primeros tiempos algunos sacerdotes, masas de indios y pobres desheredados. Los mejicanos ricos, ilustrados ó influyentes, salvo muy contadas excepciones, permanecieron impasibles ó defendieron la causa de los tiranos que era la causa de sus privilegios. Cuando al fin se decidieron por la revolución, su peso inclinó la balanza del lado de la Independencia; si se hubieran decidido antes, no se hubiera vertido tanta sangre, no se hubieran levantado tantos patíbulos, no contaría tantos horrores la historia mejicana. Por eso los mejicanos, haciendo justicia á los verdaderos fundadores de su gloriosa nacionalidad, conservan el culto de Hidalgo, Morelos y Matamoros, festejan el 16 de septiembre, se enorgullecen con las glorias de los que combatieron en la que pudiéramos llamar época heroica de la Independencia mejicana, sin acordarse apenas de los que consumaron la obra con sus arrojos tardíos, en época de victorias fáciles, de triunfos lisonjeros y de evoluciones útiles. Miguel Hidalgo y Costilla, que así se llamaba el héroe, tuvo que refrenar excesos y desórdenes de gentes allegadizas, necesitando ordenarlas y disciplinarlas al mismo tiempo que hacía su propio aprendizaje de la guerra. Combatir contra un poder constituído, tradicional y fuerte, aprender lo que ignoraba, instruír al mismo tiempo á los suyos, es una triple tarea llena de dificultades que excusan los desaciertos, las faltas militares, los errores políticos del cura de Dolores. No por fanatismo personal, sino por acomodarse al fanatismo ajeno, levantó por enseña revolucionaria la imagen de la Virgen. La devoción de los indios á la virgen de Guadalupe, hábilmente explotada por Hidalgo, le dió un gran contingente de soldados y el apoyo de la raza indígena. Hasta un regimiento colonial formado como todos por soldados indios (el de la Reina, si mal no recordamos) se unió á las fuerzas de Hidalgo en los primeros tiempos. El 28 de septiembre, doce días después de haberse iniciado la revolución, se titulaba el cura «teniente general» y mandaba un ejército de 56,000 hombres, con el cual tomó posesión de Guanajuato pasando á cuchillo á toda la guarnición y al intendente Riaño (que se hizo fuerte en la Alhóndiga y se defendió como era su deber.) Hidalgo se valió del fanatismo de los naturales como medio de arrastrarlos al combate por la independencia. Los españoles se sirvieron de las mismas armas para combatirlo, creyendo desautorizarlo con excomuniones de la Iglesia. Por eso fué Hidalgo excomulgado como hereje, sacrílego y perjuro, excomuniones que habían de hacerle poca impresión á él mismo, pues siendo cura estaba en el secreto de su inutilidad, pero podían determinar deserciones en su ejército. Supo contenerlas con habilidad, y no sólo conservó sus fuerzas, sino que las aumentó, dotándolas de buena artillería de la fundición por él establecida en Guanajuato. Entró en Valladolid el 10 de octubre de 1810 y fué nombrado generalísimo con facultades para legislar y tratamiento de Alteza serenísima. Poco después, en Monte de las Cruces, derrotó las fuerzas de Torcuato Trujillo, quedándole abierto el camino de la capital. En pocas jornadas hubiera podido llegar triunfante á Méjico, pero no se atrevió; y contramarchando con rumbo hacia Querétaro, se encontró con el famoso Calleja que le derrotó poco menos que sin combatir. Hidalgo, sin embargo, tenía en aquel encuentro unos 40,000 hombres y 12 piezas de artillería. Pero sus soldados eran todavía bisoños y sus oficiales inexpertos, como improvisados y sin instrucción, lo cual explica de sobra su inferioridad. Después de esta derrota se retiró á Valladolid, donde reorganizó sus huestes lo mejor que pudo. Se trasladó en noviembre con 7,000 hombres, casi todos de caballería, á Guadalajara, ciudad que había caído en poder de la revolución. Allí se constituyó un gobierno presidido por Hidalgo, cometiéndose muchas crueldades con los españoles y degollándose con ensañamiento á personas inocentes y aun inofensivas. Los mismos historiadores mejicanos juzgan con dureza los actos de Hidalgo, de alguno de sus tenientes y de muchos de sus hombres. Las guerras justas no deben ser inhumanas; los jefes de un ejército deben reprimir los instintos sanguinarios que pueda haber en la tropa; los crímenes de Guadalajara, como los ejecutados antes en Valladolid, son tanto más sensibles por que eran innecesarios. Allende, compañero de Hidalgo, se opuso con su influencia á la perpetración de tales crímenes: todo fué inútil. Grandes tiranías, duras represiones y sangrientas represalias hicieron los españoles en la guerra de la independencia; en toda América sacrificaron víctimas, atropellaron inocentes y cometieron crímenes dignos de la reprobación, de la execración universal. Pero es fuerza convenir en que el cura Hidalgo les marcó tan mala senda. Las represalias no se justifican nunca, pero se explican á veces por la dura necesidad de la defensa propia. Los primeros crímenes de la guerra americana son imputables, desgraciadamente, al cura de Dolores. La posteridad le agradece el heroísmo de que dió pruebas iniciando en Méjico la revolución; le perdona sus faltas, en gracia del sacrificio de su existencia que hizo en aras de la independencia mejicana; pero no le considera á la altura de los grandes héroes, valientes al mismo tiempo que humanos, como Bolívar, San Martín, Wáshington, Sucre, Allende y tantos otros. El 17 de enero de 1811 fueron batidos Hidalgo, Allende y Abasolo con 80,000 infantes, 20,000 jinetes y 96 bocas de fuego, por 5,000 hombres de tropas regulares que acaudillaba Calleja. El combate fué reñido; pero al fin tuvo que ceder el número ante la disciplina y buena dirección de las fuerzas virreinales. Hidalgo dejó en poder del enemigo crecido número de prisioneros, toda su artillería y las banderas con la imagen de la virgen milagrosa. Buscando refugio en los Estados Unidos, fué Hidalgo detenido antes de llegar á la frontera. Se le fusiló el 1.º de agosto de 1811. El historiador de Méjico, mejicano él mismo, don Lucas Alamán, trata con harta dureza al cura Hidalgo. Sus errores, ciertamente, fueron numerosos y perjudiciales para la causa que con ardor defendía; pero no es justo acusarle de hombre sin plan, sin principios, sin ideas, como hace el mencionado historiador, pues demostró lo contrario en circunstancias adversas. En cuanto á los errores, los pagó con su vida y murió con el valor de los héroes. Cubra sus faltas el piadoso manto del olvido; pero viva su nombre en la memoria de los americanos. MORELOS José Morelos y Pavón nació en Valladolid (Méjico) en 1765. En la misma ciudad, pero algún tiempo más tarde, nació Agustín Iturbide. Ambos vallisoletanos sirvieron á la causa de la Independencia; pero el uno, Morelos, fué vencido y ejecutado; el otro, Iturbide, se hizo proclamar emperador, lo cual no le eximió de morir igualmente fusilado como mueren en Méjico los emperadores. Morelos se batió por la Independencia mejicana desde que empezó la guerra, tropezando con las dificultades consiguientes y con las fuerzas de los españoles. Iturbide, oficial del ejército real, combatió primero contra sus paisanos y se adhirió después al movimiento cuando su triunfo parecía indudable. El mérito, pues, de ambos caudillos no tiene los mismos grados; por eso los mejicanos, que más tarde fusilaron á Iturbide, hubieran resucitado á Morelos si hubieren tenido medios para hacer ese milagro. La gratitud nacional pone á Morelos mucho más alto que á Iturbide. La ciudad en que nacieron ambos ha cambiado su nombre castellano de Valladolid por el actual de Morelia, sin que el honor que de este modo se ha concedido á Morelos se le haya ocurrido á nadie otorgárselo á Iturbide. Los pueblos se equivocan pocas veces; y aunque los hombres suelen ser injustos cuando se trata de juzgar sucesos ó personajes contemporáneos, el juicio de la posteridad repara casi siempre los errores y las injusticias. Pasadas las pasiones del momento, los intereses que ofuscan y las impresiones personales, queda la historia imparcial, la crítica serena, la razón fría que juzga sin pasión. Por eso los mejicanos enaltecen la memoria del patriota Morelos, y casi olvidan al brillante militar que solo sirvió á la patria en la medida de sus conveniencias y de sus ambiciones. Hijo Morelos de un artesano humilde y huérfano desde la infancia, debió á la protección de un pariente la entrada en un colegio regido por Hidalgo, otro futuro mártir de la Independencia. Se distinguió en sus estudios y siguió la carrera eclesiástica no sin lucimiento. No bien hubo recibido las órdenes sagradas, desempeñó varios curatos sucesivamente. Sublevado contra el rey el célebre cura Hidalgo, á quien Morelos tanto conocía, presentósele éste pidiéndole un puesto en la revolución. Hidalgo le improvisó coronel encargándole que extendiera y propagara el movimiento separatista por la región del sur. La primera campaña de Morelos fué tan brillante como afortunada, consiguiendo más de una vez sorprender al enemigo con su tropa irregular de indios y con sus escasos elementos. En 1810 y 1811, las victorias debidas á su audacia le proporcionaron á Morelos muchos recursos de que carecía: cañones, fusiles, armas blancas. El 16 de agosto del último año citado entró vencedor en Tixtla. Á principios de 1812 fué destinado el general Calleja á la persecución del esforzado Morelos, que se encontraba á la sazón en Cuautla. Morelos pudo retirarse á tiempo, evitando un encuentro con fuerzas superiores; no lo hizo, prefiriendo resistir en las posiciones que ocupaba. Calleja atacó resueltamente, preparando el asalto con los fuegos de su artillería. Cuando juzgó bastante quebrantadas las tropas de Morelos, dió la señal del asalto. La embestida fué tan cruenta como inútil, perdiendo los realistas 400 hombres sin lograr su objeto. Las siguientes acometidas fueron tan infructuosas como la primera, siendo necesario formalizar un verdadero sitio. Dos meses duró la resistencia de Cuautla, que afirmó la fama de Morelos así como la gloria de sus indios. Á principios de mayo evacuó Morelos con su gente la plaza que defendía; poco después entraba en Oajaca á viva fuerza, tomaba el castillo de Acapulco y desconcertaba á los oficiales españoles con su movilidad que era el secreto de su fuerza. El 13 de septiembre de 1813 instaló Morelos en Chilpacingo el primer Congreso mejicano, Congreso que declaró la Independencia de Méjico adoptando la forma de República. Un acto político tan importante daba prestigio y fuerzas á la revolución; mas era necesario que el Congreso ya constituído se trasladara á una población más importante y que su ejército no se limitara á correrías estériles ó excéntricas, sino que tomara vigorosamente la ofensiva. Para ello contaba el cura Morelos con un ejército de 20,000 hombres, aguerridos ya, con 47 cañones y con bastante dinero. Su estrella, sin embargo, se eclipsó cuando más deslumbraba con su brillo. Marchando con el grueso de sus fuerzas sobre Valladolid, encontró en su camino á las tropas de Iturbide que lo derrotaron. No obstante la inferioridad numérica de la columna española, desbandáronse los indios de Morelos haciendo inútiles todos los rasgos de heroísmo del caudillo y de sus oficiales. Pero el gran Morelos no se amilanó; los desastres no desalentaban su alma fuerte. Recogió cuantos dispersos pudo, y desoyendo los consejos de Matamoros, Bravo, Galiana y otros oficiales insurgentes, presentó batalla á los realistas en la hacienda de Puruarán con solos 3,000 hombres y 20 piezas que le quedaban de su artillería. Destrozado nuevamente por Llano é Iturbide, quedaron deshechas las mejores tropas revolucionarias. Allí quedó prisionero el bravo Matamoros, uno de los héroes más brillantes de la guerra de la Independencia, que fué fusilado en Valladolid. Morelos mismo cayó poco después en poder de sus perseguidores. Un mejicano de Tepecuacuilco, llamado Carranque (según otros Carranco) le entregó á los españoles. Los biógrafos de Morelos cuentan un episodio que es sin duda trivial, pero que pinta el carácter del caudillo. Estando prisionero el héroe de Cuautla fué á verle un coronel español, el cual le preguntó: --¿Si fuera usted el vencedor y yo el prisionero, qué haría usted conmigo, señor cura? --Fusilarle, contestó Morelos sin titubear. El cura Morelos fué pasado por las armas, previa la degradación, el 22 de diciembre de 1815. Pero vive en la historia y en todos los corazones mejicanos. [Ilustración] ITURBIDE En 1783 nació en Valladolid, hoy Morelia, un niño que fué bautizado con el nombre de Agustín. Los padres de la tierna criatura se hubieran horrorizado si hubiesen leído su horóscopo. Nació con mala estrella; presidió su destino la negra fatalidad. El que pudo ser libertador de un pueblo, fundador de una República, hijo predilecto de su patria, sólo tiene en la historia dos páginas tristes y apenas vive en la memoria del pueblo. Sus actos más notorios, los hechos culminantes de su vida, no responden en manera alguna á la conciencia nacional, no se ajustan al noble ideal americano, están fuera de la realidad histórica de Méjico. Agustín Iturbide nació predestinado á las dos más afrentosas desdichas: á ser emperador y á morir á manos de los suyos; á convertirse en tirano de sus compatriotas y á que éstos le arrancaran violentamente la vida. Cuando él se decidió, demasiado tarde para su prestigio, por la causa de la Independencia, ésta se convirtió rápidamente en hecho consumado. Su concurso no pudo ser más eficaz y sus partidarios le llamaron «el Libertador». Pero el pueblo, que penetra con sagaz instinto en las intenciones de los hombres públicos, descifró el pensamiento de Iturbide y no creyó nunca en su sinceridad. Las desconfianzas del pueblo se vieron confirmadas. Iturbide se movía por impulsos de interés, no por móviles patrióticos ni liberales. Haremos, sin embargo, una breve reseña de su vida y un conciso relato de su muerte, para que sirvan de enseñanza al mundo y de escarmiento á caudillos ambiciosos. Ingresó Iturbide en el ejército de la colonia ó del virreinato mejicano, como subteniente, cuando sólo contaba quince años. Fué favorecido en su carrera por la protección de sus deudos y de sus amigos, y ya era teniente del ejército español cuando el cura Hidalgo dió el grito de Independencia. En la acción de las Cruces recibió el bautismo militar, el bautismo de sangre, pues allí se batió por la primera vez entrando en fuego con las tropas de Trujillo. Se portó bizarramente, mereciendo plácemes de sus compañeros los jefes y oficiales españoles. Su comportamiento le valió el ascenso á capitán. Desde entonces no cesó de batirse por el rey, obteniendo grados y condecoraciones en los campos de batalla. Al poco tiempo fué nombrado coronel, pasando previamente por todos los grados inferiores. Sus mismos compañeros aplaudían los ascensos que se le otorgaban, reconociendo que los merecía por su serenidad en los combates y por la tenacidad con que perseguía á sus compatriotas _insurgentes_. Solamente el obispo Abad y Queipo censuraba los ascensos y los elogios que se prodigaban á Iturbide, anunciando que sería traidor. Las ejecuciones sucesivas de Hidalgo, Morelos, Matamoros, Mina y otros muchos, no consiguieron domar la insurrección. Por todas partes brotaban guerrilleros, y la lucha continuaba entre mejicanos y españoles sin que le pusieran término los fusilamientos, los cadalsos, las victorias de Calleja ni las de Iturbide. Éste fué quien capturó al indómito republicano Albino García, que no le daba tratamiento ni al mismo Hidalgo, porque él «no reconocía más alteza que la de los cerros». Así llegó el año de 1820. Se supo en Méjico la revolución de España contra el malvado, pérfido, ingrato Fernando VII, ese monstruo de tiranía, de corrupción y de perversidad. Riego, al frente de sus tropas (que debían embarcarse para América) dió el grito de libertad y acabó por el momento con el absolutismo. Ciertos mejicanos, sometidos hasta entonces al poder absoluto de los reyes, empezaron á considerar que el triunfo de Riego y de la libertad en la Península era una amenaza para sus títulos, propiedades, fueros, pragmáticas y preeminencias. Temían que los gobiernos liberales, entrando por la vía de las reformas, acabaran con sus privilegios y con otras injusticias. «Para _conservar_, decían, los _derechos_ de la religión, de la aristocracia y de las leyes, es necesario romper con el liberalismo.» Y en efecto, conspiraron por la Independencia los mismos que habían aplaudido las ejecuciones y persecuciones contra los independientes. Sedujeron á Iturbide haciéndole entrever una corona. Acordaron separarse de la metrópoli, constituyendo aparte una monarquía absoluta, católica y militar. En lo que no se hallaban todos de acuerdo era en la persona del monarca, pues unos pensaban seriamente en Iturbide y otros querían que fuese un príncipe de sangre real. Pensaron algunos hasta en Fernando VII para hacerlo emperador. Iturbide no dudó; sus ideas realistas y su ambición personal le inclinaron á ceder á las sugestiones de sus deudos y de sus amigos, ofreciendo hacer él mismo la revolución. Pero antes consideraba preciso acabar con los republicanos, con _los insurgentes_, como él los llamaba todavía. El caudillo más importante que continuaba en pie sosteniendo en el sur la bandera de la revolución, era sin duda Guerrero. Iturbide consiguió que el virrey le confiara las fuerzas necesarias para combatirlo, prometiéndose acabar con él y sublevarse á su vez en ocasión oportuna. Sus bastardas miras no pudieron realizarse enteramente á su gusto, pues Guerrero no se dejó batir con tanta facilidad. Entonces Iturbide prefirió entenderse con el caudillo revolucionario, proponiéndole tres bases para un acuerdo: unión, religión, independencia. Guerrero aceptó las bases, y con gran desprendimiento se puso á las órdenes de Iturbide. Éste proclamó públicamente el famoso _plan de Iguala_ ó de las tres garantías, que era el programa de los conservadores. El 24 de febrero de 1821 comunicó Iturbide desde Iguala su famoso plan, no solamente á sus amigos, sino á todos los jefes militares y al virrey. Contaba Iturbide con unos 6,000 soldados y se le agregaron otros muchos. No pocos de sus compañeros de armas secundaron el pronunciamiento. La campaña de Iturbide no fué otra cosa que un paseo militar: guarniciones enteras se rendían sin un mal simulacro de defensa y apenas si se batió con denuedo algún destacamento poco numeroso. Al frente de 16,000 hombres hizo Iturbide su entrada en la capital de Méjico el 27 de septiembre de 1821. Los españoles no conservaban más que el castillo de San Juan de Ulúa, situado en un islote del puerto de Veracruz, donde se resistieron con tenacidad. ¡Era el último baluarte de su dominación! Iturbide permitió que un motín militar le hiciera emperador; el sargento Pío Marcha le puso una corona, que debió causarle una impresión penosa como el frío de la muerte. Aceptó el manto imperial, que había de ser su mortaja, y celebró con salvas su propia coronación. Todo esto pasaba en la fatídica fecha del 18 de mayo de 1822. El emperador incorporó la República de Guatemala á su imperio no reconocido, enviando allí un ejército mandado por Filisola. Creó cuatro capitanías generales, fundó la orden de Guadalupe y repartió condecoraciones militares y civiles á los individuos de uno y otro sexo de su Corte imperial. En desacuerdo bien pronto con el Congreso nacional, lo disolvió. El usurpador de la soberanía marchaba directamente al absolutismo degradante. Pero el 8.º regimiento de infantería de línea que tenía por coronel á Santa Ana (el mismo que fué más tarde, presidente de la República), se sublevó contra el imperio, que no pasaba de ser una mascarada, una caricatura de las ridículas cortes asiáticas y europeas. Guerrero también se sublevó en el sur en compañía de Bravo. La insurrección se propagó por todos los ámbitos de Méjico; Iturbide se vió obligado á renunciar la corona; el Congreso declaró que tal renuncia no era necesaria, pues su elección era nula. En efecto, el mal aconsejado Iturbide no había sido más que emperador _de hecho_, vulgar usurpador. Fué desterrado Iturbide, señalándosele un sueldo anual de 25,000 pesos con la expresa condición de residir en Italia. Pero después de una corta permanencia regresó de Europa, desembarcando en Soto la Marina con algunos compañeros. Un sargento mejicano le reconoció; fué preso inmediatamente, juzgado por el Congreso constituído en tribunal y fusilado en Padilla á fines del mes de julio de 1824. Murió con tranquilidad, después de arengar á los soldados que habían de hacerle fuego y de repartirles algunas onzas de oro. [Ilustración] ENRIQUETA STOWE La célebre novelista americana Enriqueta Beecher de Stowe nació en Litchfield (Connecticut) el día 15 de junio del año 1814. Era hija del doctor Beecher, pastor presbiteriano de Boston. Su padre la quería dedicar á institutriz y le dió al efecto una sólida instrucción. Á la edad de quince años sucedió á su hermana Catalina en la dirección de una escuela; después regentó otra escuela en Cincinatti. Se casó Enriqueta con el doctor Calvino Stowe, uno de los teólogos más notables del protestantismo, de quien había sido discípula aprovechada. El doctor Stowe fué profesor del seminario de Cincinatti desde 1832 hasta 1850, fecha en la cual se vió perseguido por abolicionista y se refugió en el Estado del Maine. Su mujer le acompañó. Poco después desempeñaba el marido una cátedra de literatura bíblica, mientras ella se ocupaba en escribir novelas. Su fama literaria fué creciendo por grados y con lentitud; primero estuvo circunscrita á la localidad donde vivía y al círculo de sus relaciones; después se extendió por los Estados Unidos; más tarde llegó á Inglaterra, donde la novelista se hizo eminentemente popular. Todo el mundo leía las obras de Enriqueta. Sin mencionar sus artículos, cuentos y ensayos de la juventud, escribió Enriqueta una serie de estudios que se publicaron en _The National Era_, notable periódico abolicionista que se daba á luz en Wáshington. Esos mismos estudios son los que llamaron tanto la atención y cimentaron el renombre de la novelista, cuando aparecieron coleccionados en dos volúmenes con el título de _La choza de Thom_ (Boston, 1852). El libro adquirió las proporciones de un acontecimiento. Á su indisputable mérito literario reunía un interés de actualidad, pues la lucha teórica entre esclavistas y abolicionistas se hallaba en toda su fuerza. Las polémicas sostenidas con singular pasión por las partes contendientes, no eran sino el preludio de la lucha armada. Por consiguiente, _La choza de Thom_ era una buena acción á más de ser un buen libro. La escritora intervenía con las armas de su entendimiento y su sensibilidad en favor de los esclavos negros. Servía juntamente, quizá no sospechando ella misma el alcance de su obra, en favor de las letras, en honra de la patria americana y en obsequio de la humanidad escarnecida. El libro circuló con profusión, no solamente en los Estados Unidos, sino en el mundo entero; fué traducido á casi todas las lenguas y en todas partes se hicieron numerosas ediciones. Los ingleses arrebataban la obra de los estantes de las librerías, no quedando un inglés medianamente ilustrado ni una inglesa pasablemente instruída que no la comprara y la leyera. Fué un éxito delirante. Sólo en un año se imprimieron 300,000 ejemplares nada más que en los Estados Unidos. Pasado el entusiasmo de los primeros días empezaron á circular en América las críticas de la obra, algunas muy acerbas. No faltaba ciertamente motivo en qué fundarlas, pues el libro de Enriqueta no carecía de defectos y de imperfecciones; pero no fué la crítica literaria, sino la saña esclavista quien se cebó en la escritora despiadadamente. Ella no había pensado ni pretendido nunca hacer un monumento literario ni soñaba en un éxito tan extraordinario como tuvo, pues había escrito con el corazón, en lenguaje tal vez desaliñado, tratando de conmover y despertando la indignación y la ira de los bárbaros negreros y de los odiosos esclavistas que á toda costa querían sostener en una democracia la gangrena de la esclavitud. Se intentó procesar á la noble novelista en nombre de las leyes, puesto que las leyes autorizaban la existencia de esclavos en la gran República. Sin embargo, no se llevó adelante la persecución. Los tribunales hubieran absuelto á la que denunciaba tantos abusos y crímenes cometidos á la sombra de leyes inhumanos. Poco después se publicó en los Estados Unidos un comentario de la obra de Enriqueta, con el título de _Clave de la choza de Thom_. Esta producción demostraba plenamente que el libro no era parto de una sensibilidad exagerada ni de una imaginación enardecida, sino copia fidelísima de la negra realidad. En 1853 hizo Enriqueta un viaje con su marido, recibiendo en Inglaterra una acogida entusiasta y cariñosa. Al volver á América publicó sus _Memorias felices de tierras extranjeras_, libro en que cuenta sus impresiones de viaje. Posteriormente escribió algún otro libro continuando su campaña contra la esclavitud, como _Dred_ (última producción de la celebrada novelista) que vió la luz en Boston y Londres en 1856. _Dred_ es una sátira contra la esclavitud, impregnada de cristianismo filantrópico, de caridad evangélica, de comunicativa sensibilidad como _La Choza de Thom_. La influencia ejercida en América por _La Choza de Thom_ es indudable. Su libro hizo llorar á una generación; excitó el celo de los abolicionistas, despertó la dormida caridad de los indiferentes y estremeció á los tiranos de la raza oprimida. Los héroes que doce años más tarde rompieron en cien batallas las cadenas de la esclavitud, recordarían en el fragor del combate las lágrimas que habían escaldado sus mejillas al leer _La Choza de Thom_. ¿Qué americano existía que no hubiera leído, y leyéndolas, llorado, las desventuras del negro maltratado y perseguido? Enriqueta Stowe deja un envidiable nombre literario y una memoria digna de respeto. Su obra capital será leída siempre con verdadera emoción, y hará ruborizar á los descendientes de los esclavistas, no hasta la cuarta, sino hasta las últimas generaciones. La raza de color debe una estatua á Enriqueta; y con estatua ó sin ella, le debe una inmensa gratitud. CASTILLA El general peruano Ramón Castilla nació en la provincia de Tarapacá por los años 1796 ó 1797. En su juventud perteneció al ejército español en clase de oficial, como otros jóvenes americanos que adquirieron en las filas realistas los conocimientos militares que luego aprovecharon en servicio de la Independencia. Los ejércitos de España en sus colonias de América se nutrían generalmente de reclutas indios, sobre todo en épocas normales; había también soldados españoles, pero éstos en escasa minoría. Los oficiales eran de raza española, tanto criollos como peninsulares, unos y otros sirvieron lealmente á España, subsistiendo aun hoy en la península jefes retirados, generales distinguidos y hombres públicos, nacidos en el Perú ó en Méjico, en Nueva Granada ó en el Plata, en Chile ó Venezuela, en Guatemala ó las Antillas. Muchos de ellos han desaparecido, en España, ocupando los más altos puestos en la gobernación y en la milicia, en las letras y en la Iglesia. No es posible que los citemos á todos ni eso responde á nuestros objeto; sólo diremos que los generales don Manuel de la Concha (marqués del Duero), don José de la Concha (marqués de la Habana), don Antonio Ros de Olano (marqués de Guadeljelú), don Luis y don Fernando Fernández de Córdova (marqueses de Mendigorría), don Juan Zavala (marqués de Sierra Bullones), don Juan de la Pezuela (conde de Cheste), el célebre general Narciso López ajusticiado en Cuba, el almirante Topete, el cardenal Moreno, el poeta Ventura de la Vega y otros mil, habían nacido en las colonias de América. Todos estos personajes eran niños cuando empezó la guerra de la Independencia americana; pero otros americanos que habían nacido en el siglo precedente, que se batieron por España y que en España han muerto, ocuparon también brillantes posiciones en la madre patria, distinguiéndose con especialidad en las letras, las armas ó la política desde 1824 hasta que el tiempo los ha ido acabando poco á poco. Pero hemos dicho que algunos, entre ellos el general Castilla, optaron en la hora crítica por la causa americana. Su amor á la Patria y á la libertad fué más poderoso que sus compromisos con la metrópoli, que su afecto á la tradición, que su fidelidad á un rey malvado y perjuro como Fernando VII. El rey, que era entonces el símbolo de la unidad nacional, fué traidor á lo que él mismo personificaba; los hombres dignos estaban relevados para con él de todo compromiso. Los militares que, siendo americanos, se decidieron sin vacilaciones por la causa de la Independencia, fueron sin duda los más cuerdos y los más patriotas. Castilla era capitán cuando abrazó la causa de la Independencia, á la que le arrastraban de consumo el sentimiento patrio, los principios liberales y su dignidad de hombre. Pudiendo ser ciudadano ¿cómo había de ser vasallo? El 9 de diciembre de 1824, á las órdenes de Sucre, tomó parte en la gloriosa batalla de Ayacucho que puso fin á la dominación de España en el Perú y en América. En el ejército peruano ascendió luego á mayor, comandante y coronel, figurando activamente en la política de su país desde 1831. En la guerra civil de 1834 ascendió á general de brigada. Después de las batallas de Yanacocha y Socabaya, perdidas por él en 1835, emigró á la República chilena. En 1839 se encontró en la batalla de Jungaí como general de división de las tropas de Gamarra, contribuyendo mucho á la victoria. El general Castilla fué ministro de Hacienda. Más tarde, en 1845, fué elegido presidente del Perú. En tan elevado puesto mereció bien de su patria y de la humanidad, aboliendo la esclavitud de los negros. Devolver su libertad á 30,000 esclavos: he aquí el timbre de gloria del general Castilla. Hizo más: suprimió el injustísimo tributo que dos millones de indios pagaban todavía á los que, en plena república, seguían siendo sus señores. Castilla supo mantener el orden, aumentó la marina peruana dotándola de vapores y organizó la Hacienda fundando el crédito nacional, que antes de su mando no existía. Suprimió la pena capital por delitos políticos, y aunque subsistió para crímenes comunes, jamás quiso firmar una sentencia de muerte. En la época de su mando se mejoraron las costumbres públicas, pues, él daba ejemplo de respeto á las leyes, de sinceridad electoral y de amor á todas las libertades. Firmó tratados con otras repúblicas de América, extendió la influencia del Perú en el exterior, impulsó los progresos industriales en el interior y mejoró la organización del ejército peruano. Los primeros ferrocarriles peruanos se deben á la iniciativa inteligente del general Castilla, que para construírlos se asoció á un capitalista chileno muy acaudalado y muy amigo suyo[6]. [6] Don Pedro González de Candamo. En 1858 fué elegido nuevamente para la magistratura suprema del Estado, habiendo sido presidente de la República por espacio de catorce años en el transcurso de su larga y provechosa vida política, una de las más gloriosas del Perú. En 1867, á la edad de 70 años cumplidos, se puso al frente de una rebelión. El acto ha sido juzgado con dureza. Á nosotros sólo nos toca decir que lo pagó muy caro, pues le costó la vida: sucumbió en el campo de batalla. LAMAR El general José Lamar nació en Guayaquil en 1778. Era, pues, ecuatoriano; mas en aquel tiempo el Ecuador no existía como nacionalidad particular, sino como parte integrante del Perú. En su niñez fué Lamar á Madrid en compañía de su pariente el doctor Cortázar, que había de ser más adelante oidor en la audiencia de Bogotá y regente de Quito. En España ingresó Lamar en el ejército desde su primera juventud, habiendo ido con su regimiento al Rosellón con motivo de la guerra declarada por todas las monarquías de Europa á la primera República francesa. Los ejércitos de la República se cubrieron de gloria en todas las fronteras y las ensancharon con sus triunfos; pero en el Rosellón encontraron un adversario digno de medirse con los caudillos revolucionarios, en el ilustre general Ricardós, gaditano célebre y militar instruído con quien aprendió Lamar el arte de la guerra. Al terminar la campaña del Rosellón, era Lamar capitán del regimiento de Saboya que aun existe en España. Tomó parte después el joven ecuatoriano en la guerra de la independencia sostenida por los españoles contra los ejércitos imperiales de Napoleón I, habiéndose encontrado en el memorable sitio de la inmortal Zaragoza, donde fué herido de mucha gravedad. Restablecido más tarde y ascendido á coronel, sirvió á las órdenes del general Blake en la campaña poco feliz que sostuvo éste en la región valenciana. Lamar se distinguió mandando una columna de 4,000 combatientes; pero comprendido en la capitulación del 9 enero de 1812, tuvo que rendirse al general Suchet y fué llevado prisionero á Francia. Destinado al depósito de prisioneros establecido en Dijón, se negó á empeñar su palabra de permanecer en la ciudad, lo que obligó á los franceses á encerrarle en un castillo. Un realista francés, enemigo de Bonaparte y de la Revolución, le proporcionó los medios de fugarse y pudo Lamar al cabo de algún tiempo ganar la frontera suiza. Después atravesó toda Italia, embarcándose en Nápoles con rumbo á la península en un barco inglés de guerra. Desembarcó Lamar en la ciudad de Cádiz cuando ya los franceses habían evacuado el territorio español. Se dirigió á Madrid, donde Fernando VII recompensó sus servicios ascendiéndole al generalato y destinándole á Lima, como él solicitaba. Lamar llego á Lima con el propósito de conciliar las tendencias separatistas de los americanos y los llamados derechos de la metrópoli. Amaba la libertad, la independencia, el derecho y la justicia; pero sentía gran respeto á España y no quería una ruptura completa; sus aspiraciones eran ya irrealizables, pues dada la situación de las cosas, el estado de los ánimos y la sangre vertida por unos y por otros, aflojar los lazos entre España y América era lo mismo que acelerar el momento de la emancipación. Lo que pretendía Lamar hubiera sido bueno, político, oportuno, sesenta años antes; en 1815 era imposible y absurdo. Así lo comprendió por fin el ilustre ecuatoriano, decidiéndose con resolución por la libertad de América. El soldado de la independencia española, también lo fué de la independencia peruana. Tardó mucho en decidirse, pero su concurso fué precioso. El Perú independiente quiso premiar los servicios de Lamar, que bien lo merecían; al efecto le hizo donación de una riquísima hacienda, que había sido embargada á un español; pero Lamar sólo aceptó el donativo para devolver la hacienda al dueño despojado. Era éste adversario suyo, enemigo de la Independencia, persona poco estimada en el país; pero Lamar tenía un corazón generoso y dió muestras de un desprendimiento digno de alabanza. Lamar se mezcló posteriormente en sucesos políticos de los que agitaron el Perú, viéndose obligado á emigrar y emigrando para no volver. Murió en San José de Costa-Rica en 1830. Pero los despojos del gran mariscal Lamar no podían perderse lejos del Perú. En 1834 autorizó la Convención nacional al Poder ejecutivo para trasladarlos con decoro desde la América central al cementerio de Lima, y se operó la traslación en 1845, siendo jefe del Estado peruano el benemérito general Castilla. [Ilustración] SUCRE Declaramos sinceramente que hemos vacilado antes de resolvernos á incluír á Sucre en esta galería. Figuran en ella las celebridades americanas de segundo orden, los personajes célebres cuya nombradía no siempre sale de los límites de una nación, los que pueden ser olvidados y aun desconocidos. ¿Pero quién no conoce al héroe legendario de Ayacucho? Si hemos omitido los grandes hombres como Wáshington, Bolívar, San Martín, Lincoln y Juárez, personajes históricos de fama imperecedera, ¿no debiéramos hacerlo mismo con el gran mariscal Sucre? Todas las figuras que hemos bosquejado son justamente célebres; pero no todas en el mismo grado. La celebridad de un Hámilton, que es grande en los Estados Unidos, se desvanece y pierde antes de llegar al Ecuador; la de Lamar, que es grande en el Ecuador, Bolivia y el Perú, apenas alcanza á Méjico; la de Bilbao, tan considerable en Chile y aun en la Argentina, quizá no llegue á Colombia, Honduras y Guatemala. ¿Pero dónde no resplandece con destellos vívidos la gloria inmortal de Sucre? ¿Dónde está el americano que desconozca al héroe? ¿Cuándo habrá una generación tan ingrata que le olvide? Por eso hemos vacilado antes de resolvernos á dedicarle un capítulo, decidiéndonos al fin una consideración: la de que nunca serán bastantes los aplausos que se le tributen ni las maldiciones que se lancen contra sus cobardes asesinos. Sucre nació en Cumaná (Venezuela) en 1793. Se alistó en 1810 en las filas patriotas y se batió á las órdenes del general Miranda. Vencido éste por los españoles, combatió al lado de Nariño. En 1813 era Sucre teniente coronel y peleaba á las órdenes del inmortal Bolívar. Los futuros vencedores de Ayacucho y de Junín se estimaron desde el punto que se conocieron. Tal vez adivinaron que habían de vivir juntos en la historia, como inseparables colaboradores en la obra magna de la independencia. La amistad de los héroes no se quebrantó jamás. Los hechos de armas de Sucre, sus esfuerzos por organizar los mejores ejércitos que América tuvo entonces (y nunca los ha tenido después superiores ni aun iguales), sus privaciones, peligros, contratiempos en una guerra feroz de catorce años, todos los sacrificios; todos los reveses, todos los triunfos que logró en sucesivas campañas, son hechos que pueden ser detallados por sus biógrafos, pero no caben en este ligero apunte. Sólo diremos que sus victorias como sus derrotas, sus acciones de guerra como sus planes de organización y de campaña, sus servicios militares y sus méritos cívicos, todo ello aparece oscurecido y en segundo término ante el resplandor que despiden las espléndidas victorias de Pichincha y Ayacucho, en las cuales se cubrió el general Sucre de inmarcesibles coronas de laurel. En Pichincha mostró Sucre todo el valor de su genio militar. En Ayacucho puso feliz remate á la dominación de España en el Nuevo Mundo. La primera de estas dos batallas fué decisiva por lo que influyó en la suerte de la guerra. La segunda tiene una importancia histórica por nadie desconocida. Desde el punto de vista militar, Pichincha vale más ó tanto como Ayacucho; pero considerada desde el punto de vista político é histórico, la de Ayacucho es la victoria más trascendental del siglo XIX. De todas maneras, los militares europeos (á la verdad no muchos) que se dedican á estudiar las guerras americanas, de lo que se asombran no es de las batallas y de las victorias que han inmortalizado á los caudillos de América, sino de sus marchas increíbles, de aquellas penosas é inverosímiles jornadas por cordilleras abruptas, desiertos sin caminos, sabanas sin recursos y selvas seculares. Bolívar, Sucre y San Martín, con más motivo que Napoleón el Grande, pudieron felicitarse y enorgullecerse de tener soldados «que pasaban ríos sin puentes, marchaban sin zapatos, vivaqueaban sin raciones y sin aguardiente, combatían con los elementos y con los enemigos». Los generales de la independencia americana hicieron más en los Andes y en las pampas de la América del Sur, y con más éxito, que Aníbal en los Alpes ó Napoleón en las estepas rusas, llanuras heladas que fueron la tumba de su ejército. El 24 de diciembre de 1824, en los campos de Ayacucho, se rindió á Sucre el general La Serna, último virrey del Perú, quedando prisioneros con el virrey los generales Canterac, Valdés, Carratalá, Monet y Villalobos, gran número de jefes y oficiales y más de 2,000 soldados. Estos últimos, casi todos indios, ingresaron en el ejército libertador; los generales, jefes y oficiales, así los peruanos como los peninsulares, después de estar algún tiempo en diferentes pontones fueron enviados á la Península con todo el respeto y consideración debido á la desgracia. El general Rodil con un puñado de hombres se sostuvo todavía algún tiempo en la plaza del Callao, no con esperanza de éxito ni con ilusiones imposibles, sino por el honor de las armas y el lustre de la bandera. El Alto Perú, que á Sucre debía su libertad, se constituyó en República adoptando el nombre de «Bolivia» que todavía conserva. Sucre fué elegido presidente. En 1828 renunció tan alto puesto, que solamente le había producido sinsabores, y regresó á su patria. En ella no fué tampoco feliz: el héroe de Ayacucho, el gran mariscal, el hombre que había cosechado más puros y legítimos laureles, murió villanamente asesinado en la provincia de Pasto el día 4 de junio de 1830. ¡Que caiga la maldición de la historia sobre los aleves mercenarios que atentaron á su preciosa vida, pero más duramente sobre los infames á quienes servían de vergonzoso instrumento! La memoria de Sucre no puede perecer: es doblemente sagrada para los hijos de América, pues fué mártir después de haber sido héroe; fué bueno después de haber sido grande; fué generoso con los vencidos, justo con los redimidos y magnánimo con los rebeldes. ¡Gloria á Sucre! WALKER Este americano célebre de nuestros días forma un contraste violento con el anterior. Sucre, que le precede en nuestra galería, fué un defensor de la justicia, un soldado de la libertad, un héroe de la patria. Walker no es otra cosa que un osado aventurero sin más ideal que la codicia. Para él no había gloria si no había utilidades, prefiriendo en todo caso la rapiña á los laureles. Si vamos á bosquejar su figura, no es para tributarle aplausos que no merece ni para honrar su memoria que es bien poco ejemplar, sino para marcarlo con afrentoso estigma por perturbador de pueblos y victimario de hombres. Las glorias militares, los nombres de los guerreros, las batallas históricas y trascendentales deslumbran á los pueblos y resplandecen en las páginas de la universal historia; pero es con la condición de ser glorias legítimas, de ser nombres honrados, de ser batallas libradas por causas dignas y justas. Las guerras promovidas por el interés ó la ambición de reyes ó de pueblos, no son legítimas nunca; las que tienen por fundamento la ruindad ó la audacia de un caudillo, no pueden ser gloriosas; no hay más guerras gloriosas que las guerras justas, y únicamente son justas las que sostienen los pueblos en defensa de su libertad, de su independencia y de su honor. Las guerras de conquista pueden ser en algún caso gloriosas, no por las hazañas de los conquistadores, sino por los beneficios que produzcan á la civilización, al progreso y á la humanidad. En muchas ocasiones son los conquistados los más favorecidos. La humanidad tiene derecho á poseer el mundo, á estirpar la barbarie donde exista y á destruír las barreras que oponga la ignorancia á la fraternidad. Pero Walker no intentó abrir ninguna puerta al comercio, ni destruír valladares que se opusieran á la civilización, ni romper cadenas de esclavos que no existían, ni librar á Centro-América de tiranos y déspotas odiosos. No fué más que un atrevido y audaz filibustero, con ideales mezquinos si es que los suyos merecen el nombre de ideales. Guillermo Walker nació en los Estados Unidos (Tennessee) en 1824. Se educó en Alemania, donde no se distinguió por sus talentos aunque sí por sus puños. Cuentan que descalabró á muchos estudiantes alemanes. Su carácter inquieto le impulsó á viajar, sin que los años le hicieran menos turbulento ni modificaran su genio díscolo y emprendedor. Intentó conquistar el departamento mejicano de Sonora, mas fué vencido por los mejicanos. Después alistó 10,000 filibusteros, con los cuales fingió que se proponía conquistar la Isla de Cuba; pero el nublado cayó en el continente, en la América Central. Nicaragua fué la víctima de la osadía de Walker, pues desembarcó en las costas de esa pacífica República en 1855. Walker y su gente cometieron sin pudor todo género de tropelías, sembrando el terror y la desolación en campos y ciudades. Hombres sin fe y sin vergüenza, no respetaban las leyes ni las costumbres ni la religión de Nicaragua. ¿Cómo habían de respetar la conciencia de los habitantes si ellos no la tenían? La empresa filibustera de Walker no fué única, pues habiéndole salido bien la de 1855, organizó una segunda aprovechando la ocasión de una ruptura entre Nicaragua y Costa Rica. Intervino entonces el gobierno de los Estados Unidos, siendo Walker detenido en Punta Arenas por el comodoro norte americano _Paulding_. Conducido á su patria en calidad de preso, fué puesto en libertad por el gobierno y aun agasajado por sus amigos y sus admiradores. No dándose por vencido ni cejando en su empresa, organizó una tercera expedición para su soñada y quimérica conquista. Desembarcó en Trujillo el 6 de agosto de 1860, y emprendió una campaña que fué la más penosa de las suyas, demostrando en las adversidades y los riesgos un temple digno de más justa causa. Arrostró toda suerte de penalidades, fué herido en una pierna y en la cara en uno de los encuentros, se vió perseguido como una fiera por selvas, desiertos y pantanos, y al fin se rindió al general hondureño don Mariano Álvarez, que le hizo fusilar á principios de septiembre. Así terminó su vida el filibustero Walker. Este hombre sin creencias se había convertido antes al catolicismo, creyendo que de este modo le sería más fácil obtener la elección de presidente en una república centroamericana. FRANCIA El célebre dictador del Paraguay José Gaspar de Francia es uno de los tipos más notables que ha presentado América. Su figura es una de las más siniestras; pero bajo cierto aspecto ha sido poco estudiada. No somos los llamados á hacer ese estudio histórico-crítico que se echa de menos sobre el doctor Francia, pues semejante tarea nos haría rebasar los límites que aquí nos hemos trazado. Sólo diremos que, sean cualesquiera los juicios que en adelante se emitan acerca de tan singularísimo hombre, éste no se rehabilitará ni dejará de tener una página sombría en la historia americana. Como dice un escritor, «la figura sangrienta de este personaje aparece ennegrecida por hechos de crueldad semejantes á los de Tiberio». Su dictadura sólo acabó con su vida, pues gobernó hasta su muerte la República del Paraguay en la que fué un verdadero monarca, un rey absoluto, indiscutible, punto menos que sagrado. Educado el pueblo paraguayo por misioneros jesuítas, se hallaba en tal situación de inferioridad y atraso que la dictadura podía ser necesaria á raíz de la independencia; pero una dictadura moderada, benevolente, civilizadora, ejercida con ilustración y con templanza, no con sanguinario despotismo como el que hizo de Francia un esbirro y un inquisidor, un tirano y un verdugo. ¿Qué beneficios produjo su larga y terrible dictadura? La de convertir al Paraguay en un silencioso cementerio y en un borrón para la América libre. Á la muerte de Francia, la República no había dado un paso por la vía del progreso; y el valiente pueblo paraguayo, desangrado, fanatizado, anémico, envilecido, ni tenía conciencia de su ser ni aspiraciones á mejor destino, carecía de fuerza y de influencia, no poseía, más bienestar que el del _orden_... ¡el orden y la paz de los sepulcros! Francia recibió la vida en Yaguarón, pueblo de indios, en 1756. Su padre servía de mayordomo en una hacienda. Sus abuelos habían sido un paulista y una criolla de Asunción. Desde niño estuvo en un colegio dirigido por sacerdotes, donde aprendió latín y teología, doblez é hipocresía, vicios y oraciones. Salió del colegio á la edad de veinte años ansiando los placeres de la juventud y engolfándose en los goces de la sensualidad. Sus desórdenes obligaron á su padre á hacerle salir del Paraguay, enviándole á Córdoba donde estuvo encerrado en un convento. Era doctor en teología cuando volvió á su patria, donde entró de catedrático en el Seminario; no tardó en ser despedido, tal vez por su conducta que era de mal ejemplo, tal vez por sus ideas antipapistas. Francia no reconocía más autoridad ni más papado que el papado y la dictadura vislumbrados por él para sí mismo en sus noches de insomnio, en sus delirios de teólogo y en sus ambiciones desmedidas. Aborreció á su padre y al género humano todo entero. Á su padre le negó un abrazo cuando estaba en la agonía. Á los hombres los odiaba; sólo amaba á las mujeres como instrumentos pasivos de sus goces, no con el sentimiento puro del amor humano, reflejo del divino. Era un misántropo de la peor especie. La revolución americana despertó en su pecho, no los sentimientos de un corazón patriota ni los ideales de un pensamiento libre, sino vagas aspiraciones de poder absoluto, de un poder sin trabas, sin cortapisas y sin leyes ni responsabilidades, poder con el cual pudiera satisfacer sus odios y saciar sus innobles apetitos. El Paraguay se declaró independiente; el poder cayó en manos de tres hombres, de los cuales era Francia el más inteligente ó más astuto. No tardó en deshacerse de sus colegas y colaboradores, estableciendo su dictadura personal. Como era consiguiente, no faltó quien se quejara, no faltaron murmuradores y hasta circularon graciosas caricaturas; mas no se repitieron ni las caricaturas, ni las murmuraciones, ni las quejas. Los que proferían éstas y los autores de aquéllas fueron ahorcados inmediatamente sin formación de sumaria, sin defensa, sin contemplaciones. Este sistema subsistió mientras hubo á quien ahorcar. Todo hombre que pensaba, que discurría, que conservaba un asomo de esa dignidad incompatible con el despotismo de una dictadura teológica y salvaje, emigró del Paraguay para no ser ejecutado en la horca. La Iglesia católica no podía ver con buenos ojos el poder absoluto de un hombre que anulaba la histórica influencia de los clérigos en el Paraguay. Allí donde poco antes el cura lo era todo, ya nadie era nada: el doctor Francia no consentía rivales ni competidores. Él era el señor, el amo, el dictador; él era rey y papa. Nada tenía que envidiarle al autócrata de Rusia ni á los sultanes de Oriente. Por eso la Iglesia conspiró contra el despotismo del doctor Francia; pero éste se declaró patrono de la Iglesia, obligó á los curas á casarse y disolvió el cabildo. Sacerdotes y seglares, hombres y mujeres, niños y ancianos, pagaron con la prisión y el tormento el descuido de no haberse detenido para saludar al dictador cuando éste se presentaba en público. En 1819 hizo fusilar á Yegros y á cuarenta más, sólo por la denuncia de un clérigo que dijo haber sabido por medio de la confesión que aquellos patriotas conspiraban. Las cárceles se llenaron de sospechosos y á todos se les aplicó el tormento. Las víctimas recibían doscientos azotes diarios, en presencia del doctor, hasta que confesaban ó morían. Montiel murió sin hablar; Caballero se suicidó; los más soportaron el suplicio por espacio de 18 meses. En 1821 fueron fusilados 68 infelices. La ejecución se hizo al pie de un naranjo secular, frente al palacio de Francia, que presenció el exterminio de tantos inocentes sin conmoverse ni inmutarse. Según dice Machain en sus _Cartas sobre el Paraguay_, el dictador Francia fusiló doce españoles por delaciones falsas, ó por no tener recursos para pagar las contribuciones arbitrarias que se les imponían. Los extranjeros no podían testar, pues el Estado se declaró su heredero. Á los españoles, además, se les inhabilitó para servir de testigos, para ser padrinos en los casamientos y para comerciar. Se les prohibió también que montaran á caballo. Al principio obligaba el dictador á todos los habitantes á pararse y descubrirse cuando pasaba él; pero más tarde ordenó que cuando él salía de su palacio estuvieran las calles enteramente desiertas. Los transeúntes eran obligados á retroceder y acuchillados si no se escondían pronto. El sabio francés Bonpland, amigo de Arago y compañero de Humboldt, que pretendió hacer estudios en el Chaco, estuvo preso ocho años por el singular delito de analizar plantas y clasificarlas. El doctor Francia no transigía con la ciencia. Francia no se casó nunca; desterró al cura que casó á su hermano; fusiló á un hombre ¡á su propio cuñado! por haberse casado con una hermana suya. ¡Tal era su aversión al matrimonio! Según él, solamente los eclesiásticos debían tomar esposa. Por delitos supuestos ó contravenciones insignificantes, hubo personas y familias que estuvieron presas 17 años y más. Francia no tenía más sociedad que la de su barbero, la de su médico y la de un negrito que le servía de bufón, de espía y no sabemos si de alguna cosa más. Por cierto que el tal negrito, llamado Pilar, fué fusilado por haber cometido una equivocación. También acompañaba siempre al dictador su perro, que se bebía la sangre derramada al pie de los patíbulos. Á Sultán, que así se llamaba el perro, no le faltó sangre que beber mientras vivió su amo. Es imposible saber el número de víctimas sacrificadas por el dictador. Unas veces mandaba fusilar á su escribiente por haber hecho un gesto involuntario; otras veces, acordándose de un preso á quien tenía con grillos hacía veinticinco años, le mandaba sacar para darle cuatro tiros. Estos repugnantes crímenes se repetían con frecuencia, particularmente cuando reinaba el nordeste cargado de humedad, que exasperaba la neurosis del déspota inverosímil. El terror de los paraguayos no tenía límites, ni precedente en la historia universal. Los vecinos de la Asunción, al despertar por las mañanas (si es que dormían por las noches) se asombraban al encontrarse vivos. ¡Y esto duró muy cerca de treinta años! El doctor Francia murió el 20 de septiembre de 1840, á la edad de 84 años. _Su muerte fué sentida_, escribe el señor Decoud en su libro _La Atlántida_; sentimiento que prueba la gratitud de los supervivientes, convencidos como debían de estar en su degradación de que eran deudores de la vida al que hubiera podido arrancárselas á todos con un solo gesto y sin ninguna responsabilidad. Los funerales del dictador fueron pomposos; el pueblo asistió en masa, llorando como si hubiera perdido un bienhechor; muchas personas dudaban que hubiera muerto, esperando á lo menos que resucitara. ¿No había sido un verdadero Dios? El sacerdote encargado de su panegírico tuvo la avilantez de decir estas palabras: «No podía suceder nada más triste que lo que nos reúne en este templo. Desde los primeros días de su enfermedad, entró el pueblo en grandísimos temores, viéndose amenazado de la pérdida de tan grande bien. Por fin, el clamor de la campana que anunciaba la fatal noticia, pareció una voz articulada, pues las gentes corrieron á la casa de gobierno, y el llanto universal... * * * * * »Estoy en la firme inteligencia de que, si las prisiones hubieran sido suficientes para la seguridad del Estado, no hubiera tomado el partido de pasar por las armas á tantos y tantos reos... * * * * * »Julio César y Octavio Augusto no fueron más dignos de la memoria de los romanos que nuestro Dictador de la de los paraguayos...» etc. El doctor Francia ha dejado una memoria aborrecible; sus crímenes son odiosos, y las maldiciones de sus víctimas no son bastante castigo á su perversidad: necesario es que reciba la maldición eterna de la historia, figurando en la picota sangrienta por los siglos de los siglos. LOS DOS LÓPEZ Si no hubiera existido el doctor Francia, los dos López que fueron más tarde presidentes del Paraguay figurarían en la historia como dos tiranos. Sin embargo, á los habitantes del país debió parecerles benigna é ilustrada la dictadura de estos hombres, si la compararon con la del monstruo que les había precedido. Carlos Antonio López había nacido en 1801 y era joven todavía cuando ascendió al poder. Impulsó las mejoras materiales, como caminos, puertos, edificios escolares, etc., no descuidando tampoco la creación de un ejército y la de una escuadrilla nacional. Construyó varias obras de defensa, como si previera la invasión, aunque el Paraguay es casi inaccesible. Contribuyó al desenvolvimiento de la ganadería en particular, de la agricultura en general, y del comercio. Continuó la política del doctor Francia en sus relaciones con los extranjeros, aunque sin sus crímenes odiosos, y fué reelegido presidente mientras duró su vida. Era, pues, un dictador vitalicio, y aun debió de creer que sus poderes políticos y administrativos eran hereditarios como los de los reyes, pues transmitió la presidencia ó jefatura del Estado á su hijo Francisco Solano López en un testamento original, místico, absurdo, por medio del cual fundaba al parecer la dinastía de los López. No obstante lo que hemos dicho, el presidente López celebró algún tratado de comercio con las naciones extranjeras, aunque no con muchas. Como doctor, comprendía la conveniencia de hacer entrar al país en relaciones con los otros pueblos; como paraguayo, influido aún por las máximas perniciosas del doctor Francia, temía el contacto disolvente de otros pueblos más adelantados, y más adelantados eran los pueblos vecinos. El doctor en cánones y en jurisprudencia Carlos Antonio López, dictador del Paraguay, dejó de existir en 1862, sucediéndole en su alta magistratura su hijo Francisco, hombre que ha dejado memoria imperecedera. Francisco Solano López había nacido en la Asunción en 1827. Se había educado en París, de donde regresó muy joven aún al Paraguay. Al lado de su padre tomó parte desde luego en los negocios públicos y tuvo que hacer un viaje á Europa (1853) para ratificar los tratados de comercio coucluídos por el Paraguay con Inglaterra, Francia y Cerdeña. Á su vuelta al Paraguay le nombró su padre ministro de Guerra y Marina. En 1862 murió su padre, nombrándole heredero de su alta magistratura. Entonces fué proclamado presidente por la mayoría del Congreso, que así ratificó la extravagancia del presidente difunto. Sus relaciones con los gobiernos vecinos fueron desde el principio algo tirantes, dando por resultado en 1865 una declaración de guerra al Paraguay que firmaron colectivamente el Brasil, la República Argentina y la del Uruguay. Estas naciones manifestaban que no hacían la guerra al pueblo paraguayo, sino al tirano López. Sin embargo, el ejército y el pueblo se identificaron con el dictador y sostuvieron la guerra con singular bravura. Los combates fluviales y terrestres, generalmente mortíferos, pusieron muy alta la fama de heroísmo de los paraguayos. Ni sus lanchas cañoneras retrocedían una braza ante los acorazados brasileños, ni sus batallones cedían el campo á fuerzas superiores mientras tenían cartuchos. Victorias y derrotas fueron igualmente honrosas para los héroes paraguayos. Quizá no se haya visto desde los tiempos homéricos una lucha más porfiada y tenaz. López estuvo á la altura de las circunstancias, batiéndose en todas partes y todos los días y siempre con un arrojo verdaderamente inconcebible. Juró morir por la patria y supo cumplir su juramento: perdió la vida en uno de los últimos combates (1870). El pueblo se mostró digno de aquella heroica epopeya. El Paraguay en masa lidió con heroísmo. Hombres y niños, ancianos y mujeres tomaron parte en la lucha. En sus postrimerías había coroneles de 20 años y capitanes de 15 y aun soldados indios de 70, que se dejaban matar antes que entregarse prisioneros, diciendo estas palabras que todos tenían siempre en los labios y las cumplían: «Un paraguayo no se rinde.» Frase que pudiera ser el lema del escudo paraguayo, una vez que está justificada por hechos repetidos y notorios. Al fin triunfaron los ejércitos de la triple alianza, pero fué después de una de las guerras más porfiadas y rudas de la historia. El Paraguay quedó vencido, cuando ya no tenía soldados ni hombres útiles; su población se redujo á una quinta parte de la que existía antes de la guerra, esto es, á 300,000 personas entre mujeres, niños, viejos é inválidos. La ruina, por otra parte, fué completa. Cara pagó el país su adhesión á los déspotas y su incalificable sumisión al poder personal de Francia y de los López. El último de éstos, sin embargo, será citado siempre como acabado modelo de tesón y de energía. Fué un tirano sin duda, pero también un hombre. Su personalidad tiene rasgos y perfiles propios que la harán sobresalir en la historia americana. Si se pierde á veces la memoria de un gobernante sabio y justo, solo por no haber sido grande, no se pierde jamás la de un carácter, sea cualquiera su obra, quizá porque no abundan los grandes caracteres. Con la muerte de López y las influencias extranjeras entró por fin la República en el régimen constitucional, marchando con lentitud, pero con paso firme, por la senda del progreso. CALDAS El sabio colombiano Francisco José de Caldas nació en 1770 en Popayán, capital hoy del Estado del Cauca, uno de los de Colombia. Fué botánico, físico, geógrafo y astrónomo. Le distinguían con su amistad los sabios europeos y escribió un prefacio para la _Geografía de las plantas_ del barón de Humboldt. Entre las obras de Caldas, bien conocidas y apreciadas por los amigos de la ciencia, figura la Memoria publicada en 1807 con el título de _Estado de la geografía del virreinato de Santa Fe de Bogotá, con relación á la economía y al Comercio_, trabajo que supone dotes nada comunes de aplicación, de saber, de constancia y de carácter. Mucho tesón y excesiva laboriosidad necesitó poseer el que terminó con éxito aquel trabajo difícil, que todavía se consulta con provecho. Caldas fundó y dirigió el _Semanario de Nueva Granada_, periódico tan original como acaso no lo haya sido ninguna publicación redactada en nuestra lengua. Escribió una obra titulada _Fotografía del Ecuador_, que se ha perdido para siempre. La temprana muerte del autor y la desaparición del manuscrito, son dos desgracias que nunca habrán llorado bastante los amigos de la ciencia. El malogrado Caldas murió fusilado en Bogotá el 29 de octubre de 1816. Cuando le notificaron la sentencia, pidió un plazo que necesitaba para rectificar ó comprobar ciertos importantes cálculos científicos. El plazo se le negó, y fué ejecutada aquella sentencia inicua. Hablando de Caldas, dice un escritor contemparáneo suyo: «Sabio como Arquímedes, justo como Arístides, abnegado como Foción, severo como Platón cuando soñaba en su utopía, nos ha dejado su ejemplo como lección, su sangre como ofrenda en el altar de la patria, su muerte como _inri_, si no para España, para los tenientes á quien la metrópoli tuvo el desacierto de confiar su honra.» Murió cuando tenía 46 años, cuando era todavía una esperanza al mismo tiempo que una realidad. Otro americano ha escrito sobre Caldas lo que copiamos á continuación: «... La época más dichosa de la vida de Caldas fueron los años en que gozó de la plena y pacífica posesión del Observatorio de Bogotá. Digno sacerdote de la divinidad tutelar de aquel santuario elegante, consagrado fervorosamente á su culto, pasaba allí la mayor parte del día con sus libros, con sus instrumentos, ó con la pluma en la mano, en las diversas tareas científicas á que se había dedicado: pasaba allí también parte de la noche si el estado del cielo era favorable para las observaciones astronómicas; y allí le amanecía, tras de pocos ratos de inquieto sueño en su catre de camino, cuando así lo demandaba la circunstancia grave de algún notable fenómeno celeste. Un pariente inmediato y dos ó tres amigos íntimos, incapaces de abusar de su confianza, y algún jovencito que recibía de él lecciones de matemáticas, eran las únicas personas á quienes franqueaba sin disgusto la entrada de aquella su habitual residencia, en que el espíritu de orden todo lo regulaba y el menor acto de perturbación era un crimen...» ¿Y un hombre así fué fusilado por perturbador? Los perturbadores de la paz pública son los tiranos. Con sus tiranías hacen imposible todo bienestar. Los que hicieron de un obrero de la ciencia un mártir de la Revolución, los que saciaron su saña sacrificando al sabio ilustre que sin duda era inocente, los que no perdonaron ni el saber ni la virtud, sólo consiguieron precipitar su ruina, deshonrarse ante el mundo y ser condenados á su vez á oprobio eterno por el tribunal inapelable y justo de la Historia. CÓRDOBA El general colombiano José María de Córdoba, uno de los héroes más simpáticos de la guerra de la Independencia, nació el último año del siglo XVIII, esto es, en 1800. Desde niño se alistó en las fuerzas de la patria, como oficial de una expedición organizada en Haití. La batalla de Boyacá le valió los galones de teniente coronel; contaba entonces 19 años. Operando con sus tropas independientemente, es decir, lejos del mando y de la vigilancia de Bolívar, llevó á cabo repetidos hechos de bravura que le conquistaron buen renombre y merecida popularidad. Los laureles parecen más brillantes en frentes juveniles, y no había colombiano partidario de la independencia que no se complaciera enalteciendo á Córdoba, refiriendo sus hazañas y ponderando sus méritos. Después de las gloriosas campañas de Colombia que despertaron la admiración y el entusiasmo públicos, fué destinado Córdoba á la expedición del Ecuador. Militando á las órdenes de Sucre, en 1821 y 1822, fué el primero que plantó la bandera colombiana en la plaza de Quito, hazaña que le valió el ascenso á general de brigada. Bolívar le encomendó poco después la dirección de la campaña de Pasto, donde cosechó nuevos laureles poniendo el último sello á su reputación de soldado valeroso y general perito. No es necesario, ni siquiera posible, hacer la biografía detallada ni insertar íntegra la hoja de servicios del bravo militar que nos ocupa. Sólo diremos que se batió constantemente, desde edad temprana, hasta el triunfo definitivo de las armas de Colombia. En la batalla de Ayacucho mandaba una división, cuando aún no tenía 25 años. Se puede asegurar que la división de Córdoba, apoyada por la caballería, decidió el éxito de la histórica batalla. Aquel día pronunció el valiente y entusiasta Córdoba una frase que es célebre en América: al recibir del general Sucre la orden de atacar, se volvió á sus columnas y dió estas voces de mando: «¡Batallones... de frente... armas á discreción...; _paso de vencedores!_» Los soldados prorrumpieron en entusiastas vivas á su general, tomando las posiciones á la bayoneta. Cuando entró Bolívar en el Cuzco y esta ciudad le regaló una preciosa corona de oro y pedrería, Bolívar contestó que la aceptaba para el general Córdoba... Y en efecto, se la entregó al héroe de Ayacucho... Y éste á su vez la destinó á su ciudad natal, una ciudad de Colombia que se llama Río Negro, situada á orillas de un río del mismo nombre que va á desaguar al Magdelena. Terminada la guerra del Perú volvió Córdoba á su patria, no figurando en la política hasta 1828. En esta fecha le nombró Bolívar general de un ejército destinado á reprimir la revolución de Popayán. Córdoba aceptó el encargo, pero Bolívar cambió de parecer y le relevó del mando, cediendo á malévolas insinuaciones. Resentido Córdoba por el desaire, cometió el error de justificar con su conducta la desconfianza del Libertador. En efecto, se unió á los sublevados; pero fué batido en un encuentro, cayó prisionero de los bolivaristas y pereció miserablemente asesinado por un inglés llamado Ruperto Hand. Triste fin de una existencia gloriosa. Lástima grande que la política de pandillaje, el pesimismo, el despecho, lanzaran por peligrosas vías al hombre que era ya una gloria legítima de América antes de cumplir sus 30 años. MORAZÁN En las cinco repúblicas centro americanas se conserva fresca la memoria de este hombre público, de este mártir de la Federación, de esta simpática figura de la América central. Pocos lucharon tanto como él por la unión federal de Centro América, esa idea salvadora que ha de convertir á las naciones centro americanas en una espléndida Federación. Guatemala, Salvador, Honduras, Costa Rica y Nicaragua, tienen poca importancia cada una de por sí; carecen de influencia en los destinos del mundo; pesan poco en el equilibrio americano. Pero unidas las cinco repúblicas bajo una sola bandera, enlazadas políticamente por un pacto federal, sumadas sus fuerzas que todas juntas son considerables, resultaría la más bella de la federaciones américo-latinas. Los Estados Unidos Centroamericanos distarían de tener la población de Méjico; pero la tendrían mayor que Colombia ó Venezuela, casi igual á la que cuenta hoy la República Argentina. De los pueblos unitarios, ninguno igualaría á la Unión de Centro América. Ésta poseería (además de sus grandes riquezas naturales, de su ventajosa posición entre dos mares y tocando al Istmo, de sus recursos verdaderamente inagotables) todos los beneficios del sistema federal, que es la última palabra en la ciencia política moderna. «República federal es miel sobre hojuelas», como dijo Emilio Castelar en sus buenos tiempos de propagandista. No han faltado tentativas, como la de Barrios, para restablecer la unión de Centro América; pero han sido infructuosas, porque han tenido carácter de imposición y violencia; la federación de varios pueblos no debe hacerse con la espada, sino con la razón. Es indispensable que no haya supremacías, que cada pueblo mantenga su autonomía y su personalidad, que cada cual conserve la gerencia íntegra de los asuntos propios, determinándose por la ley suprema las atribuciones de la Federación. Morazán personifica la idea federal en Centro América, la aspiración más querida de los patriotas centroamericanos, la unión que jamás se hubiera roto ó que ya se hubiera restablecido, sin las suspicacias mezquinas, los celos infundados, las rivalidades pueriles que desgarraron la patria. Nació Morazán en 1799; como hondureño y como liberal, veía con malos ojos la hegemonía de Guatemala; quería la unión verdadera de pueblos autónomos y libres, no la absorción ni el dominio ni la confusión; no la preponderancia de un Estado en detrimento y menascabo de otros. Ejerció una influencia decisiva y gozó de popularidad, especialmente en Honduras; se distinguió por sus dotes militares en las infaustas guerras civiles de Centro América, habiendo sido uno de los generales que supieron mostrar su bizarría en todas las ocasiones; fué gobernante justo, aunque no siempre acertado. Pero con todo, se vió precisado á huír del suelo movedizo de su patria, más agitado entonces por las convulsiones de la política y por las sacudidas de la guerra, que por los huracanes y los terremotos de aquella tierra volcánica. Emigró á la América del Sur, de donde volvió con escasos elementos ansioso de restaurar las leyes desconocidas y la unión de la patria centro americana; mas no habiendo sido secundado, fracasó la empresa del caudillo. Morazán fué fusilado en San José de Costa Rica el día 15 de septiembre de 1842; tenía 43 años. ROSAS El tirano de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas nació en la capital de la nación argentina, en 1793. Descendía de una familia española rica en pretensiones, á la cual perteneció también el capitán general y presidente de Chile Ortiz de Rosas, conde de Poblaciones. Esta familia existe aún en España. El abuelo del tirano Rosas murió en la Pampa, en una expedición contra los indios. Casi todos sus parientes fueron partidarios de los españoles y regresaron á España cuando se emanciparon las colonias de América. El futuro déspota fué el único de los Rosas que se quedó en el Plata. Dedicado desde niño á las faenas del campo, adquirió la brusquedad de maneras que suele distinguir á los rurales. Sus hábitos eran duros y sus instintos salvajes, como formados en las haciendas rústicas del interior y en una lucha constante con los indios. Puede decirse que en su juventud no cultivó más trato que el de los gauchos ni fué amigo sino de los caballos. Á su trabajo, á su constancia y á su economía, debió la adquisición de una modesta fortuna. Esta fortuna, sus antecedentes de familia y su carácter enérgico, le valieron la confianza de los gobiernos argentinos empezando por el de Rivadavia. Obtuvo por eso el mando de las milicias rurales, y en tiempo del coronel Dorrego se le nombró comandante general de las pampas argentinas. Escaso de instrucción, no es probable que fuera un federal convencido; pero estaba agradecido á Dorrego, que era jefe del partido federal, y supo demostrarle su agradecimiento. Cuando Dorrego fué vencido por la insurrección militar del 1.º de diciembre de 1827 y fusilado por el general Lavalle, que era el campeón unitario, Rosas protestó en el acto poniéndose á la cabeza de sus milicias y proclamando la restauración de las leyes, la autoridad legítima y la rehabilitación de la memoria de Dorrego. Sostuvo la guerra contra el general Lavalle hasta que le derrocó, siendo entonces elegido gobernador de Buenos Aires. Rosas gobernó tres años la provincia, y después que fué sustituído conservó el mando general de las milicias del campo, destinadas á operar contra los indios ó á defender las haciendas de sus incursiones. Entre tanto proseguía la lucha de los federales con los unitarios y continuaban también los motines, asonadas y revoluciones. La provincia de Buenos Aires, entregada á la anarquía, volvió á confiar su gobierno al general Rosas. Éste creyó que la anarquía se refrenaba con el despotismo, se hizo investir con los poderes de una dictadura y llegó á ser un verdadero tirano. Cada vez que expiraban sus poderes resignaba el mando; pero siempre lo reelegían para supremo jefe y dictador. Cuentan las crónicas que si algún representante, creyendo de buena fe en la renuncia de Rosas, daba su voto para gobernante á otro que no fuera él, amanecía á la mañana siguiente asesinado. Diez y siete años seguidos duró la farsa de sus reelecciones, desde 1835. Esa época es la más triste en la agitada historia de Buenos Aires, pues Rosas y los suyos no perdonaban medio de perseguir á los unitarios, siendo incalculable el número de los que fueron ahorcados, fusilados ó pasados á cuchillo por los sicarios viles del tirano. Su misma casa era un centro de odiosa tiranía, donde no había más voluntad que la suya y donde se castigaba rigurosamente la más mínima infracción. Las personas decentes, los hombres dignos, los patriotas desinteresados tuvieron que emigrar á Montevideo, al Brasil, á Europa, á Chile, al Perú, ¡y dichosos los que lo lograron! Los mismos federales no podían soportar el espectáculo de un pueblo fanatizado por el dictador y gritando continuamente: «¡Viva el restaurador de las leyes don Juan Manuel de Rosas!... ¡Mueran los inmundos unitarios!» Lo peor no era el grito casi oficial de _muera_, sino que la muerte á mano airada, con ventaja, con alevosía, con ensañamiento y con impunidad, seguía de cerca á las voces y á las amenazas. Una revolución, triunfante en Monte Caceros, derribó por fin á Rosas en el mes de febrero de 1852. El dictador tuvo que refugiarse á bordo de un barco inglés, que le condujo á Southampton. La constitucional Inglaterra, que tanto había clamando contra la vituperable y antisocial política del déspota platense, no le negó el albergue que ha ofrecido siempre generosa á los vencidos que se acogen á su hospitalidad. Rosas no se movió de Southampton hasta su muerte, ocurrida en estos últimos años. Jamás conspiró por recobrar el poder ni escribió una palabra en su defensa; pero no le han faltado leales y desinteresados defensores. CARO En 1817 vino al mundo en Ocaña (Estado de Santander) el notable poeta José Eusebio Caro, uno de los más ilustres hijos de Colombia. Se distinguió desde su juventud como periodista laborioso, como escritor correcto, como poeta inspirado. Fué político serio y funcionario digno, amigo consecuente y rígido patriota. Sus mismos adversarios le han hecho cabal justicia. La vicisitudes que sufrió Colombia le obligaron á emigrar, morando algún tiempo en Nueva York. La ausencia de su familia le atormentaba mucho en su destierro, la nostalgia le consumía, el afán de ver su cielo estrellado de Colombia amargaba sus noches y acibaraba sus días. En 1853 saludó por fin las playas colombianas; pero sucumbió al desembarcar en Santa Marta, ó pocos días después, víctima de una fiebre perniciosa. Como filósofo no pasó de ser una medianía; refutó doctrinas que no había comprendido ni apenas estudiado, y mostró mejor deseo que sagacidad de juicio al tratar cuestiones sociológicas. Pero como poeta ocupa buen lugar en el notable Parnaso colombiano, dejando gallardas muestras de su ingenio poético y de su talento literario. En 1873 se publicó en Bogotá un volumen de versos con el título de _Obras escogidas de José Eusebio Caro_, libro que tuvo simpática aceptación. Para que se juzgue del mérito poético de Caro insertamos á continuación una de sus poesías. EL BAUTISMO Á MI SEGUNDO HIJO RECIÉN NACIDO I Ven, y en las vivas fuentes del bautismo Recibe, oh niño, de cristiano el nombre; Nombre de amor, de ciencia, de heroísmo, Que hace en la tierra un semidiós del hombre. Los hombres que esas aguas recibieron Con su espíritu y brazo subyugaron La inmensa mar que audaces recorrieron, Los mundos que tras ella adivinaron. Potentes más que el genitor de Palas, Al rayo señalaron su camino; Y á los vientos alzándose sin alas, Siguieron sin temblar su torbellino. Ellos al Leviatán entre cadenas Sacan de los abismos con su mano, Y pisan con sus plantas las arenas Del fondo de coral del Oceano. Cristianos son los que esas formas bellas Con que el Criador engalanó á Natura, Obligan á vaciar sus blandas huellas En instantánea nítida pintura. De un hilo con la curva retorcida Los cabos juntan de un inerte leño... Y el secreto perturban de la vida, ¡Y agitan al cadáver en su sueño! Y tú también, también eras cristiano, Tú que dijiste contemplando el cielo: «Ya mis ojos no alcanzan, pobre anciano; Yo rasgaré del firmamento el velo». Y en el aire elevando dos cristales, Vuelta á Venus la faz, puesto de hinojos, Los ojos que te hiciste fueron tales Que envidiaron las águilas tus ojos. Y era cristiano aquel que meditando En el retiro de modesta estanza, Sin afán, sin error, pesó jugando Los planetas y el sol en su balanza. II Oh prenda de mi amor, dulce hijo mío Cuando en edad y para el bien crecieres (Y en el gran Padre Universal confío Vivirás para el bien lo que vivieres:) Serio entonces quizá, meditabundo, De ardor de ciencia y juventud llevado, Quieras curioso visitando el mundo Juzgar lo que los hombres han fundado. Conocerás entonces por ti mismo, Verán tus ojos, palparán tus manos, Lo que puede el milagro del bautismo En los que el nombre llevan de cristianos. ¡Sí! do naciones prósperas hallares Sujetas sólo á moderadas leyes Que formaron senados populares Y que obligan á súbditos y reyes: Do al hombre vieres respetar al hombre Y á la mujer como su igual tratada, Modesta y libre, sin que al pueblo asombre Viva fiel sin vivir esclavizada: Do vieres generosos misioneros, Sin temor de peligros ni de ultrajes, Abandonar la patria placenteros Para llevar la luz á los salvajes: Do vislumbrares púdicas doncellas De oscuro hospicio entre las sombras vagas, Curando activas con sus manos bellas De los leprosos las hediondas llagas: Do puedas admirar instituciones Que abrigan al inválido, al desnudo, Que amansan al demente sin prisiones, Que hacen al ciego ver, y hablar al mundo: Do vieres protegido al inocente, Castigado al perverso con cariño, Respetado el anciano inteligente, Asegurado el porvenir del niño: Allí do hallares libertad y ciencia, Misericordia, caridad, justicia, Dominando del pueblo la conciencia, De la industria calmando la codicia: Allí do respetándose á si mismo Vieres al hombre amar á sus hermanos Podrás clamar: «¡Honor al Cristianismo, Que éstos no pueden ser sino cristianos!» [Ilustración] COOPER Este eminente novelista americano tuvo su cuna en Burlington (Nueva Jersey), donde nació el 15 de septiembre de 1789. Era hijo de un colono, y sirvió en la marina de guerra de la gran República durante cinco años (de 1805 á 1810). Á la permanencia de Cooper en la marina militar de los Estados-Unidos, así como á su espíritu de observación, debe la literatura universal un gran número de verdaderas joyas. La mar, la navegación, los episodios de viaje, los misterios y las costumbres de abordo, el tecnicismo naval y el pintoresco lenguaje de los marineros, son otros tantos inagotables recursos para el novelista, arsenal fecundo para artistas y poetas. Pero, en general, los literatos suelen entender muy poco de cosas de marina; y los marinos escritores no siempre son aptos para la literatura. De donde resulta que las novelas marítimas, y las descripciones que al mar ó á los barcos se refieren, adolecen de una deficiencia lamentable. Es muy difícil emplear con propiedad los términos especiales de cada profesión, no habiéndose amamantado en ella. Y cuando faltan la propiedad, la precisión, la exactitud y el colorido que cada cosa requiere, resulta mediana la obra mejor concebida. No es lo mismo sentir la belleza de un cuadro ó de un episodio que producirlo con inteligencia. Hay poetas piadosos que incurren en heregías y aun en blasfemias cuando creen hacer un canto religioso; hay repetidos ejemplos en todos los tribunales de justicia, de abogados que han dicho con elocuencia desatinos y monstruosidades en ciertos casos difíciles de medicina legal, y en otros muchos; los publicistas más eminentes, al tratar de milicia, escriben en paisano; y en materia náutica sucede tres cuartos de lo mismo. Son excepcionales, pues, los autores de novelas marítimas que han sabido hacerlas. Eugenio Sue en Francia, Fenimore Cooper en América, son quizá los dos que han cultivado el género con más gusto, acierto y propiedad. Pero el maestro en la novela marítima, durante el fecundo siglo XIX, ha sido sin disputa el célebre escritor americano. Esto no quiere decir que cultivara solo el género marítimo, pues también alcanzó fama, por cierto merecida, en la descripción de usos y costumbres de su patria. Muchas de las obras de Fenimore Cooper han sido traducidas al francés, al español y á otras lenguas. En Inglaterra han sido tan populares, y más que en los Estados-Unidos. Entre las obras más estimadas de Cooper figuran las siguientes: _The Two admirals._ _The Crater._ _The Pilot._ _Lionel Lincoln._ _Last of the Mohicans._ _The Prairie._ _The Spy._ _The Pioneers._ _Wing and Wing._ _Mercedes of Castile._ _The Bravo._ _Red Rover._ _The Sea Lions._ _Jack Tier._ _Stories of the Sea._ _Homeward Bound._ Etc., etc., etc. Como se ve por los títulos de las obras celebradas, muchas de ellas son marítimas. Precisamente es el género en que sobresalió. No estuvo jamás á tanta altura en las que escribió inspirándose en las antiguas crónicas de Europa, tales como _El bravo_, _Mercedes de Castilla_, _El verdugo de Berna_, _El Campamento de los paganos_ y otras. En el género descriptivo, con relación á América, estuvo casi á la altura de Wálter Scott describiendo costumbres y paisajes escoceses. Las más conocidas de las obras de Cooper son: _El corsario rojo_, _Dos almirantes_, _El Espía_, _Los puritanos de América_ y _El último de los mohicanos_, todas ó casi todas citadas más arriba. Fenimore Cooper escribió la mayoría de sus obras en la casa paterna, después de haber dejado el servicio militar. Pero además viajó por el antiguo mundo desde 1826 á 1832, habiendo sido cónsul de los Estados-Unidos en Lyón desde 1826 á 1829. Murió Cooper el 14 de septiembre de 1851. [Ilustración] LONGFELOW Este gran poeta norte-americano vió la luz de la vida en 1807; su pueblo era Portland. Fué catedrático en la universidad americana de Cambridge, en la cual sustituyó á un hombre tan eminente como Ticknor. Compartía con su predecesor la afición á las letras castellanas, conocía muy bien el español y tradujo las coplas de Jorge Manrique. La musa de Longfelow era religiosa, mística, creyente; pero aun así tuvo acentos verdaderamente humanos, conceptos dignos de recordación, notas que vivirán mientras haya poetas en el mundo. En la América latina, lo mismo que en España, son bastante conocidas las obras del poeta. Sus versos y su prosa han tenido traductores más ó menos felices, entre los cuales figuran Andrade, Mitre, Morla Vicuña, Suárez Capalleja, Baquero Almansa, Llorente, Arana, Izaguirre, Gutiérrez (Don Miguel) y muchos otros que nos sería difícil recordar. Longfelow cultivó distintos géneros; no brilló en la dramática, pero es digno de plácemes en la novela. Sin embargo, sus grandes y duraderos triunfos los debe á la poesía lírica, en la cual dejó verdaderas joyas literarias. He aquí los títulos de sus principales obras: _Ultramar ó Peregrinación allende el Océano_ (1835), recuerdo de sus viajes por Francia, Italia y España. _Hyperion_ (1839). _Voces de la noche_ (1840). _Baladas y poemas_ (1841). _El estudiante español_, drama (1842). _Poema sobre la esclavitud_ (1843). _Poetas de Europa_ (1845). _La torre de Brujas_ (1847). _Evangelina_ y _Kavanagh_, dos novelas (1848). _La orilla del mar y el amor de la lumbre_ (1850). _La leyenda dorada_, drama fantástico (1851). Publicó además varios dramas históricos de escaso mérito, vertió al inglés con soltura las _Coplas_ de Jorge Manrique ya citadas, y asimismo tradujo la _Campana_ de Schiller, el _Caballero Negro_ de Uhland, el _Purgatorio_ del Dante, muchas baladas escandinavas, diversas odas de Muller, etc., etc. Viajó por diferentes países, particularmente por España, Italia, Escocia y las márgenes del Rhin. Prefería las comarcas más poéticas, las más románticas, las más fecundas en leyendas, cantares y tradiciones. Murió en 1883, siendo sentida su muerte lo mismo en Europa que en los Estados Unidos, en el Norte como en el Sur de América. Para dar una muestra de su genio lírico, vamos á reproducir algunos fragmentos de varias traducciones de sus poesías. No me digas en versos melancólicos «Sueño inútil no más es nuestra vida, Porque el alma dormita casi muerta Y las cosas del mundo son mentira». No: la vida es real; las almas sienten, No es oscura prisión la tumba fría: El «tú eres polvo y volverás al polvo», Palabras son que el alma no fatigan. * * * * * En este Rudo vivac, batalla de la vida, No imites á la oveja que cobarde Arrastran á la atroz carnicería; Sé un héroe en el combate, y no confíes En el mañana que placeres brinda; Deja á los muertos enterrar sus muertos Y en el presente lucha, él es la vida, Siempre el valor en tu esforzado pecho Y siempre Dios sobre tu frente altiva. * * * * * El día está muriendo, La noche descendiendo, Helado está el pantano, Helado el río también. Tras de la nube parda El sol sus rayos darda; Las casas de la aldea Rojas brillar se ven. De nuevo otra nevada La oculta palizada, La senda en la llanura Dejó de señalar; Y en tanto por el prado Cual sombra temerosa, Deslízase pausado Cortejo funeral. Dobla la esquila, y siento Que cada pensamiento Dentro de mí responde Al sordo triste son: Sombra tras sombra gira, Mi corazón suspira, Tañendo íntimamente Cual fúnebre esquilón. * * * * * ¡El arsenal! Del suelo á la techumbre Elévanse las armas Con un órgano inmenso presentando Horrible semejanza. Ahora ninguna antífona resuena En sus tubos que callan; Mas, ¡qué salvaje y lúgubre armonía Brotará de sus cajas Luego que el ángel de la muerte toque En sus claves extrañas! ¡Qué lamentos! ¡Qué horrible miserere Mezclado á sus sonatas! Oír creo ese coro inmensurable de agonía y de ansias, ¡Cruel gemido que cruza las edades Y hasta la nuestra alcanza! Bajo del casco y el arnés resuena El martillo sajón, Y por los bosques címbricos escucho Del normando la voz; Y aun más estrepitoso, destacándose Del inmenso clamor, De lejanos desiertos en el fondo Al tártaro feroz. Con siniestro badajo, desde lo alto De torre palacial, Escucho la campana florentina Al combate llamar, Y veo á los aztecas sacerdotes En sagrado portal Sus tambores de pieles de serpientes Sanguinarios tocar. * * * * * Oigo mugir los bronces, de sus quicios Las puertas estallar; El fuego del fusil, de los aceros El rápido _chis-chas_ Al cruzarse enconados, y sobre esta Armonía infernal El trueno de la ronca artillería Escucho retumbar. ¡Y con esa ¡oh mortal! estrepitosa Maldita confusión De la madre natura ahogas la dulce Y benévola voz! ¡Y con esos malditos instrumentos De destemplado son, Impío turbas el concierto plácido Del divino cantor! * * * * * (_En el Arsenal de Wolwich_). * * * * * Todos nuestros libros, Luchas y embelesos, ¿Qué son do se escuchan Infantiles juegos? Donde suenan, niños, Vuestros dulces juegos Todas las baladas Son vanos lamentos. Vivientes poemas Sois de dicha llenos: ¡Lo demás es triste, Desolado, muerto! * * * * * Y es la infinita sed que abrasa el alma, Es el inmenso afán que nada calma Y corre en pos del ignorado bien; Es la ambición humana no vencida Que aun pugna por coger la prohibida Manzana del Edén. * * * * * ¡La muerte!... ¿Y qué es la muerte? Una palabra hueca. Un tránsito es tan sólo Lo que esa voz expresa. ¿Qué es más que un pobre barrio, Nuestra vida terrena, De la ciudad elísea De quien la tumba es puerta? * * * * * Para terminar, copiaremos la bellísima composición que se titula _Excélsior_ y que, según la expresión de un crítico asturiano, «es el acento de un dios caído que se acuerda de los cielos». Negra desciende la noche Y entre nieblas y entre hielos Pobre aldea de los Alpes Cruza gallardo mancebo. Enarbola una bandera; La bandera dice: _¡Excélsior!_ Arde en su pálida frente La llama del pensamiento; Brillan sus tristes miradas Como el filo del acero, Y en lengua desconocida Dicen sus labios: _¡Excélsior!_ Allí, en moradas felices Ve luz, y el alegre fuego Del hogar, chisporroteando; Y arriba... los ventisqueros. Pero adelanta, y su lengua Sigue murmurando: _¡Excélsior!_ «Detén tu marcha, insensato-- Grítale temblando un viejo-- Amenaza la tormenta Y es escabroso el sendero». El mozo sin escucharle Aun va murmurando: _¡Excélsior!_ «Tente--le dice una hermosa-- La sien reclina en mi seno»; Y deja caer una lágrima De sus ojos hechiceros. Mas el doncel sin mirarla Avanza y repite: _¡Excélsior!_ «Guárdate bien de las ramas Que tronchó el rayo, al abeto; Guárdate--dice el anciano-- De los aludes siniestros», Mas ya en la cima lejana Oye resonar: _¡Excélsior!_ Al rayar la tarda aurora, Cuando en pausado concierto Á Dios elevan sus preces Los monjes del monasterio, Suena una voz desgarrada que á lo lejos grita: _¡Excélsior!_ Corre el fiel can presuroso, Y en tumba de nieve envuelto Halla al audaz caminante Que con sus crispados dedos Tiene la bandera asida; La bandera aun dice: _¡Excélsior!_ Helado, inmóvil, sin vida, Pero siempre noble y bello, Yace el animoso joven; Y del alto firmamento Desciende una voz divina _¡Excélsior!_ clamando _¡Excélsior!_ ZARAGOZA Este nombre, que es el de una ciudad aragonesa heroica entre las heroicas, lo ha llevado dignamente un soldado mejicano. El general Ignacio Zaragoza, de origen indio por parte de su madre, fué el primer vencedor de los franceses en la época de su apogeo militar. Lo que después hicieron el feld-mariscal Moltke, el emperador Guillermo, el príncipe Federico Carlos y el entonces heredero de la corona de Prusia, lo hizo ocho años antes el invicto Zaragoza. Los héroes de Argel, los triunfadores de Crimea, los vencedores de Solferino, tuvieron que ceder la victoria en las cercanías de Puebla á escasísimas é inexpertas tropas mejicanas. El imperio francés era considerado entonces invencible. Napoleón III casi era el árbitro de Europa. La poderosa Inglaterra solicitaba su alianza y todas las potencias, si no lo respetaban, lo temían. Pero sucedió lo que ha sucedido siempre á las naciones que han dominado en el mundo por el prestigio de sus armas y de sus victorias. Las naciones militares ven declinar su influencia á la primera derrota. Cuando los turcos eran el azote de la cristiandad y extendían por toda Europa sus ejércitos incontrastables, nadie creía que su poder había de ser arrollado como lo fué en Lepanto por los venecianos y los españoles, como lo fué más tarde en Viena y Buda por los polacos, los húngaros y los suecos. De aquellas derrotas data la decadencia de Turquía, agonizante hoy, sin influencia en el mundo, sin esperanza de regeneración. Cuando los españoles eran el terror del mundo entero, dominando en media Europa, haciendo aceptar su influjo en la otra media; cuando amenazaban á Inglaterra con sus naves, á Francia con sus ejércitos, á Roma con sus lanzas y con sus caballos; cuando se imponían en los Países Bajos con sus bayonetas, con sus cañones en el Mediterráneo y en todos los mares conocidos, ¿quién había de pensar que estaba cerca la ruina de un imperio tan grande, tan colosal, tan poderoso y temido? Pues bastó la derrota de Rocroy para iniciar una rápida, incesante decadencia. En Rocroy empezó la verdadera preponderancia militar de Francia, aumentada luego por las gloriosas guerras de la Revolución y por las brillantes victorias del imperio. Mas también para Francia hubo un Lepanto, un Viena y un Rocroy, no en Waterloo como se ha dicho, no en Sedán como suponen algunos, sino en los campos de Puebla, primera etapa del imperio militar francés en la sangrienta carrera de sus inmensos desastres. Cuando se escriba la historia del siglo XIX, habrá que concederles al general Zaragoza y á sus soldados indios una influencia grande y decisiva en los destinos de Europa. Sin Puebla no hubiese habido Sedán. Pero si la influencia de la gran victoria mejicana se ha sentido en el antiguo mundo, ¡cuánto mayor no habrá sido en el mundo americano! El triunfo de Zaragoza ha librado á los príncipes de soñar en coronas que son imposibles en América, ha evitado para siempre las veleidades realistas ó imperialistas de caudillos ambiciosos y de aventureros insensatos, ha curado á los traidores de toda ilusión liberticida. El mundo todo sabe ya cómo defienden su independencia y su honor los pueblos americanos y cómo se bate Méjico por la libertad y la República. Zaragoza era un general modesto, que no daba importancia á su victoria. Había cumplido con su deber y suponía que por ello no había contraído ningún mérito especial. En su abnegación patriótica, virtudes cívicas y severidad republicana, encontraba tan sencillo ganar una batalla como perderla. El parte oficial que dió de la batalla, parece más bien el parte de un revés que el de una grande y trascendental victoria. Dijo que había sido atacado, que sus soldados se habían portado bien, que el enemigo se había retirado á tal hora, en tal dirección, dejando tantos ó cuantos muertos y algunos prisioneros, y que él había perdido tantos hombres. Nada de hipérboles ni de metáforas, nada de imágenes bélicas ni de consideraciones rimbombantes, nada acerca de sí mismo ni nada injurioso para sus adversarios, en quienes sólo veía soldados como él que se batían por su patria y por el honor de sus banderas. No siempre imitan al vencedor de Puebla los caudillos victoriosos. El general Zaragoza había nacido en Tejas (bahía del Espíritu Santo) en 1829. Hijo de militar abrazó la carrera de su padre cuando ya era hombre. Su hoja de servicios no contiene hecho alguno extraordinario hasta la invasión francesa. Nombrado general en jefe del ejército republicano, defendió las cumbres de Acultzingo, más para aguerrir á sus reclutas y acostumbrarlos al fuego que para disputar seriamente el paso al ejército enemigo. El 5 de mayo de 1862 ganó la batalla de Puebla, forzando á los franceses á emprender su retirada con dirección á la costa. Una enfermedad traidora cortó la vida del héroe, que falleció pocos meses después de inmortalizarse como soldado, como general y como buen patriota. Su nombre se inscribió con letras de oro en el salón de sesiones del Congreso mejicano; se le declaró benemérito de la patria en grado heroico; se le dió su nombre á la ciudad de Puebla, que antes era _Puebla de los Ángeles_ y hoy se enorgullece con el título de PUEBLA DE ZARAGOZA. La memoria de este general es con justicia respetada en todos los ámbitos de América. CANDELARIA PÉREZ Forzoso es confesarlo. Aunque parece increíble, han sobresalido más mujeres en las armas que en las letras. Sin duda son bastante más numerosas las que han cultivado las letras y las ciencias que las dedicadas al penoso ejercicio de las armas; pero éstas han sobresalido más que aquéllas. No tenemos noticia de escritoras que hayan sido nombradas académicas; pero sí de muchas damas que han ganado y lucido una charretera ó dos. Sin hablar de las legendarias amazonas, de las heroínas de la antigüedad, ni de las combatientes de la Edad Media; sin acordarnos de Judit, vencedora de Holofernes, de Juana de Arc, defensora de su patria, ni de las valerosas guerreras araucanas que sucumbieron luchando por la independencia, tenemos ejemplos en épocas más próximas de mujeres esforzadas y realmente varoniles. María Pita defendiendo La Coruña que atacaban los ingleses, Agustina de Aragón convertida en artillera de las baterías de Zaragoza, Mariana Pineda subiendo al patíbulo en Granada, son otros tantos ejemplos de lo que decimos. Y en la joven América no podían faltar ejemplos de mujeres heroicas, dotadas de vocación ó instinto militar. Si en España hubo una Agustina de Aragón que terminó su vida de _capitán retirado_, en América hubo una _monja alférez_ no menos famosa. Y _sargento chileno_ fué también la heroína americana objeto de estas líneas. Candelaria Pérez sirvió á su patria, Chile, con singular abnegación, denodado esfuerzo, pasmosa valentía. Sensible fué que lo hiciera en la lucha sostenida por la nación chilena con un país, más que vecino, hermano; pero ella no fué culpable de vivir en aquel tiempo. Lo mismo hubiera hecho en otras circunstancias con cualesquiera enemigos. Copiemos aquí lo que dice un biógrafo de Candelaria Pérez: «Candelaria, de apellido Pérez, más conocida por Candelaria Contreras, nació en Santiago de Chile en 1812. Era hija de un artesano y carecía de instrucción. Dedicada desde muy joven al servicio doméstico, pasó al Perú acompañando en clase de criada á una familia chilena, en 1832. Poco después dejó el servicio doméstico, estableciéndose por cuenta propia en el Callao donde tenía un café conocido por el nombre de «Fonda Chilena», al que concurrían los marineros chilenos y otros de diversas nacionalidades. »En aquel tiempo declaró Chile la guerra al Perú y Bolivia, destinando una escuadrilla á bloquear el puerto del Callao. Las autoridades peruanas prohibieron toda comunicación con la escuadrilla chilena que mandaba el contralmirante Simpson; pero Candelaria encontró medio de burlar con ingenio las disposiciones de las autoridades. No contentándose con una especie de telégrafo óptico por medio de banderolas y de servilletas, se disfrazaba á menudo vistiéndose de hombre y se embarcaba en algún bote extranjero que diariamente la llevaba á conferenciar con los oficiales de la escuadrilla. Todos los días la esperaba algún bote chileno, á cuya banda pasaba el que llevaba á la heroína, bastándole un minuto para informar á los marinos chilenos de lo que pasaba en el Callao y en Lima, así como de las noticias que se recibían del interior. »Como era natural que sucediera, al fin se descubrió todo el manejo de la activa Candelaria. Se dice que la delató una criada suya; lo cierto es que, reducida á prisión, fué encerrada en unas bóvedas en las que sufrió toda clase de miserias y penalidades. Pero todo lo sufría la valiente Candelaria con el entusiasmo que alienta á los patriotas. Resignada á los padecimientos, á las privaciones y al martirio, sólo sentía que su prisión la había inutilizado para servir á la patria chilena. »Candelaria Pérez fué puesta en libertad por el general chileno vencedor en Guias. No bien salió nuestra heroína de su horrible prisión de Casamatas, se incorporó al ejército chileno sitiador de la plaza del Callao; conociendo á palmos el terreno prestó grandes servicios á los sitiadores, servicios que fueron bien apreciados y recompensados dignamente. Además servía de cantinera, condimentaba los ranchos, cuidaba de los heridos, ocupaciones múltiples que no la impedían batirse como un soldado. No hubo encuentro, escaramuza ni lance en que no tomara parte activa con un valor y un coraje á toda prueba. Los veteranos celebraban de noche en el vivac las hazañas _del cabo Candelaria_, pues ellos mismos la habían ascendido á cabo juzgándola acreedora y considerándola superior á los simples soldados, á los soldados rasos entre quienes combatía. »El ascenso que le fué otorgado por la opinión pública, por los soldados chilenos, tardó poco tiempo en ser reconocido y sancionado por los jefes. Candelaria recibió su nombramiento de cabo, se puso en la manga sus galones y los bautizó en un nuevo combate en el que ganó con general aplauso el empleo de sargento. »Cuando el ejército chileno volvió vencedor á Chile, Candelaria hizo su entrada en Santiago con su uniforme de reglamento y su fusil sobre el hombro con una marcialidad que llamó la atención y despertó el entusiasmo del pueblo. No hubo más coronas para el general en jefe que para Candelaria. Fué delirante la ovación que se le hizo; ovación merecida según el testimonio de sus compañeros de armas. »El gobierno la ascendió á alférez de infantería, con una pensión que ha cobrado hasta su muerte ocurrida hace muy pocos años.» Tales fueron los rasgos más salientes de la vida de esta militar. [Ilustración] GRANT El presidente Grant nació en el Ohio por el mes de abril de 1822, Á la edad de 17 años entró en la Academia de West-Point, la famosa escuela militar que ha dado siempre tan buenos oficiales al ejército de los Estados Unidos. En la escuela no se distinguió por sus talentos, pero sí mostró su inmensa perseverancia. Estudiaba con aplicación, y cuando tropezaba con un problema difícil, no dejaba el libro ni la pluma hasta encontrar la solución del problema. Exactamente como hacía más tarde al asediar una plaza ó posición enemiga: no levantaba el asedio, no retrocedía, hasta hacerse dueño de la posición. Sitiaba una vez una plaza defendida por los confederados; éstos le hicieron saber que tenían municiones, víveres, toda clase de recursos para quince meses, y él contestó que tendría paciencia para esperar treinta años. Era un hombre tenaz, seguro de sí mismo y dotado de una gran firmeza. En 1844 salió de la Academia, siendo destinado como teniente segundo al 4.º regimiento de infantería. Tomó parte en la campaña de Méjico (1846), donde obtuvo el empleo de capitán sobre el campo de batalla. Terminada aquella guerra fué destinado con su compañía á un destacamento situado por el gobierno en las soledades del Oregón; allí se cansó de la vida militar, pidiendo su retiro en 1854. Dedicado completamente á la vida civil, desempeñó destinos particulares y modestísimos empleos en diferentes Estados de la Unión. Pero llegó la hora aciaga de la guerra civil; entonces Grant se acordó de sus conocimientos militares, abandonó su empleo y se aprestó á defender la causa de la Ley, de la Patria y de la Humanidad. Elegido coronel de un regimiento de voluntarios, salió con él á campaña y sostuvo con el enemigo muchos encuentros victoriosos. Empezó por foguear su gente en escaramuzas insignificantes, haciendo conocer á los oficiales inferiores las ventajas que proporciona el conocimiento del terreno y el medio de estudiarlo. Muchos de sus subalternos llegaron á distinguirse y obtuvieron mandos importantes cuando la guerra se formalizó. Entre tanto el ejército federal era batido repetidas veces por los confederados. Éstos defendían dos malas causas: la del separatismo y la de la esclavitud. Pero tenían soldados entusiastas y mejores oficiales. Casi todos los precedentes de West-Point eran hijos de los Estados del Sur (pues en los del Norte hay menos afición á la carrera de las armas), y se unieron á sus compatriotas organizando magníficos ejércitos. La situación era grave, crítica, poco menos que desesperada cuando el gobierno se fijó en las condiciones que poseía el bravo coronel Ulises Grant, no sólo por sus méritos profesionales sino por el ascendiente y la popularidad que había adquirido. Entonces le nombró general en jefe del ejército, y él llevó á cabo la pacificación con lentitud, pero sin retrocesos, con una calma olímpica, pero sin vacilaciones. Lejos de ser un genio militar, fué sólo un militar de buen sentido; nada de concepciones atrevidas ni de empresas temerarias, pero sí mucho cálculo, mucha perseverancia y un valor á toda prueba. Sus hechos militares son tan numerosos que no caben en este breve apunte; de victoria en victoria llegó á la capitulación del inteligente Lee en Appomatox, á la rendición de Richmond y á la paz. La primera elección presidencial designó á Grant para la presidencia. Más tarde fué reelegido. En el doble período de su mando se redujo en muchísimos millones la enorme deuda de los Estados Unidos, deuda contraída para los inmensos gastos de la guerra. Terminada su misión hizo un viaje de recreo alrededor del mundo, recibiendo muchas demostraciones de admiración y simpatía en los países que visitó, especialmente en Europa y en Australia. Á su vuelta á los Estados Unidos fué víctima de un desastre financiero que le dejó arruinado. Pero pobre y enfermo supo crear una fortuna para su esposa y sus hijos, escribiendo sus Memorias. Las _Memorias del general Grant_, publicadas al otro día de su muerte, se han vendido en América y en Inglaterra en cantidad suficiente para hacer la fortuna de los herederos después de haber hecho la del editor. Ulises Grant murió de un cáncer en 1883. Sus funerales han sido los más suntuosos de que hay memoria en los Estados Unidos. La nación entera se ha asociado al duelo de la familia y á las manifestaciones oficiales. Sus antiguos adversarios le dedicaron coronas, como los combatientes de su mismo bando. La raza de color estuvo representada en el entierro, dando testimonio de su gratitud al que rompió con su vencedora espada las cadenas de la esclavitud. Ulises Grant es algo más que una gloria americana: es una gloria universal. Su nombre unido al de Lincoln sobrevivirá á los tiempos, y á través de mil generaciones llegará á las remotas edades. Sirva su nombre de ejemplo, así á los militares como á los paisanos. Grant fué soldado leal, servidor fiel de la Democracia y de la Constitución, prefiriendo el título de ciudadano al de dictador ó protector ó rey. Cuando el presidente Lincoln fué villanamente asesinado y estaba perturbada la República, Grant disponía de un formidable ejército, de un prestigio sin igual, de una ocasión propicia para satisfacer sus ambiciones si las hubiera tenido. No tuvo más que la ambición legítima y honrada de entregar su espada vencedora á la nación de quien la había recibido, la de disolver su ejército reduciéndolo á sus proporciones de épocas normales y la de confundirse como todos sus soldados en el seno de la Democracia consagrada á las fecundas labores de la paz, de la libertad y del progreso. Desempeñó las primeras funciones de Estado, en obediencia á la voluntad del Pueblo y en cumplimiento de la Constitución; pero no soñó siquiera en imponerse á la voluntad de la Nación, como lo hubiera hecho cualquier caudillo vulgar. El invicto Grant es el más perfecto tipo del soldado de la Democracia. Es el soldado pacificador. ARTURO PRAT En las razas decadentes, en los pueblos sensuales y en las almas viles, sólo hay aplausos para el éxito, sólo hay vítores para el vencedor, sólo se ambiciona el triunfo y sólo se admira la riqueza. Pero la nación chilena se ha mostrado digna, en honra propia, de su glorioso y preferido héroe: de Arturo Prat. Era la víspera un obscuro, un desconocido oficial de la marina chilena; al día siguiente de su heroico sacrificio había conquistado lugar, y predilecto, en el corazón de sus paisanos y un puesto envidiable en los anales de Chile. No solamente sus agradecidos compatriotas, sino todos los marinos de todas las naciones europeas y americanas, todos los hombres que admiran la intrepidez, aplauden la bravura y sienten en sus pechos el fuego del entusiasmo, colocan á Arturo Prat en el altar de los héroes. Perpetúan su memoria monumentos é inscripciones que le ha dedicado su patria agradecida; lleva su nombre una magnífica nave de combate; no hay familia chilena qué no tenga su retrato, cubierto de laureles y coronas, en lugar preferente del hogar. Porque los chilenos rinden culto á sus héroes y no olvidan nunca las glorias de su patria. Que es la manera de fortalecer la patria y dar vida á nuevos héroes. Pocas palabras diremos del ilustre varón á quien dedicamos estas líneas. Murió demasiado joven, y su historia es breve: sólo tiene una página. Pero esa página única de la historia del insigne Prat no se perderá jamás en la sombra del olvido; será tan duradera como Chile, como el Océano, como la Humanidad. Mientras haya hombres de corazón y artistas de sentimiento, y sociedades que no se prostituyan en el culto del becerro de oro, no faltarán patriotas que lo imiten ni poetas que lo canten ni admiradores de una raza que en ambos mundos engendra tales hombres. No queremos hablar de la guerra entre Chile y el Perú; está fresca todavía la sangre derramada, es demasiado reciente, fué sobrado desastrosa. Pero sí hablaremos del combate naval, tan glorioso para Chile, donde Prat conquistó con la muerte la inmortalidad. Fué el 21 de Mayo de 1879. La escuadra chilena bloqueaba el puerto de Iquique, sin que la peruana se opusiera. Mas llegó un día en que las fuerzas del bloqueo se vieron reducidas á dos viejos barcos de madera, la corbeta _Esmeralda_ y la goleta _Covadonga_; aprovechando la ocasión los marinos peruanos, se presentaron repentinamente con el potente acorazado _Huáscar_ y la bien artillada fragata _Independencia_. El capitán Prat, que mandaba la _Esmeralda_, hubiera podido retirarse con honor dada la inferioridad de los dos barcos chilenos; pero siendo de más andar los dos barcos enemigos, comprendió que con la retirada no se evitaba la lucha porque el enemigo le hubiera dado alcance. Obligado, pues, á combatir, consideró preferible hacerlo en aquellas aguas. Así presenciarían desde la costa el heroísmo chileno. Á los primeros disparos de cañón que hizo el _Huáscar_ sobre la _Esmeralda_, contestó la tripulación chilena con un entusiasta ¡viva Chile! El capitán Prat, sereno sobre el puente, arengó más de una vez á los suyos; su débil artillería contestó á la poderosa del _Huáscar_, aunque sus proyectiles no hacían más que lamer la resistente coraza del poderoso enemigo. En tanto los chilenos eran destrozados por los cañones disparados sobre ellos á tiro de pistola, como también por la fusilería que los hostilizaba desde tierra. Destrozada la _Esmeralda_ y diezmada su tripulación, el comandante del _Huáscar_ asombrado al ver tanto heroísmo gritó á Prat desde su torre: «Capitán, ríndase; ha hecho usted más de lo que exige el honor; queremos salvar la vida de esos valientes.» El valeroso Prat respondió inmediatamente: «Los chilenos no se rinden». La _Esmeralda_, acribillada, enrojecida de sangre y llena de averías, apenas se sostenía sobre el agua. El contralmirante don Miguel Grau, perdida toda esperanza de que Prat se rindiera, quiso acabar de una vez echando á pique la vieja nave chilena con el espolón del _Huáscar_. Al chocar ambos buques, saltó Prat desde el suyo al puente del peruano, siguiéndole un bizarro marinero. Allí perecieron ambos lidiando como leones. Da el monitor un segundo espolonazo, y al choque lo abordan (tan heroicamente como antes lo hizo Prat) el teniente Serrano y algunos marineros. Todos sucumbieron peleando sobre el buque enemigo. Fué un abordaje heroico. Al mismo tiempo se hundía la vieja _Esmeralda_ en los hondos abismos del Océano, llevándose consigo los cuerpos mutilados de muchos combatientes, el respeto de sus enemigos y la admiración de todo el mundo. Ya estaba anegado el buque y la pólvora mojada, cuando el teniente Riquelme disparó el último cañonazo de aquel memorable día. Último saludo á su bandera, último adiós á la patria, coreado por las voces de los marineros que ya sumergidos en las olas alzaban sus cabezas gritando en su último aliento: ¡viva Chile! La bandera fué lo último que desapareció de la _Esmeralda_. Algunos marinos de la _Esmeralda_ que sobrevivieron al combate, fueron recogidos por el _Huáscar_ antes que fueran tragados por las olas; pero muchos de aquellos tripulantes se ahogaron sin que los vencedores lograran socorrerlos. El caballeresco vencedor, contralmirante Grau, se mostró digno de su victoria honrando á los vencidos. Don Miguel Grau y don Arturo Prat eran dos héroes de la misma talla y dignos uno de otro. El azar del nacimiento les dió distintas patrias, pero no desiguales sentimientos. Animábalos el mismo espíritu, pertenecían á la misma raza, combatieron el uno contra el otro en las aguas del Pacífico, y en el Pacífico tuvieron ambos gloriosa sepultura. [Ilustración] MIGUEL GRAU Á este noble marino peruano, vencedor en Iquique del chileno, le cupo la suerte de ser vencido á su vez cuando le tocó luchar contra fuerzas superiores. Con su monitor, el _Huáscar_, había logrado echar á pique la _Esmeralda_, viejo barco de madera; había sostenido otros combates más ó menos ventajosos con otros barcos chilenos; había esquivado con notable pericia, secundando las órdenes de su gobierno, todo combate de éxito dudoso. Y, en suma, había prestado servicios eminentes al Perú, su patria. Pero llegó un día, el 8 de octubre de 1879, en que se vió forzado á combatir contra fuerzas bastante superiores y naves más potentes. Copiamos de un historiador chileno[7]: [7] Barros Arana, _Historia de la Guerra del Pacífico_. «... La lucha se iba á empeñar entre dos naves revestidas por una espeza coraza de fierro. »El _Huáscar_ rompió sus fuegos en retirada á las nueve y cuarto de la mañana. El _Cochrane_ (acorazado chileno) siguió avanzando, y sólo cuando hubo acortado considerablemente la distancia hizo sus primeros disparos sobre la nave enemiga. Jamás fueron más certeros los disparos de la artillería. Los cañonazos del _Cochrane_ destrozaron la torre blindada del _Huáscar_, destrozando también al comandante Grau. Dos oficiales que tomaron el mando sucesivamente, cayeron uno en pos de otro en el puesto de honor. »La derrota del monitor peruano parecía inevitable. Sin embargo, el combate se sostuvo con toda energía cerca de una hora más con nutrido fuego de cañón y de las ametralladoras que el _Huáscar_ tenía en sus cofas... »Mientras tanto la fragata _Blanco Encalada_ (chilena), forzando su máquina, se acercaba al sitio del combate, rompía sus fuegos sobre el monitor peruano y seguía avanzando como para espolonearlo. Se estrechaba la lucha más y más, y la espesa humareda de los cañones, de las ametralladoras y de los rifles ocultaba á cada instante la verdadera posición de cada nave. El comandante Latorre (chileno), por medio de un movimiento bien ejecutado, colocó al fin al _Huáscar_ entre dos fuegos obligándole á rendirse.» El _Huáscar_ se rindió cuando ya no existía el benemérito Grau; cuando ya habían muerto los dos bravos marinos que le sustituyeron en el mando; cuando se contaban 61 muertos abordo y era casi imposible toda resistencia. De los 200 hombres que componían la tripulación del monitor peruano, sólo 140 quedaron en poder del enemigo (y heridos muchos de ellos). Tal fué el sangriento combate de Angamos, donde los chilenos tomaron su revancha del de Iquique. El comandante Riberos (chileno), en su parte oficial de la captura del _Huáscar_, se expresaba así: «La muerte del contralmirante peruano don Miguel Grau ha sido muy sentida en esta escuadra, cuyos jefes y oficiales hacían amplia justicia al patriotismo y al valor de aquel notable marino». No todos en Chile han sido tan justicieros con el benemérito patriota peruano. Tampoco en el Perú han hecho todos justicia á don Arturo Prat. Es que la pasión obscurece el raciocinio. Pero estamos bien seguros de que ha de llegar un día en que todos tributen los aplausos más sinceros al adversario vencido, que los combatientes se degradan deprimiendo al enemigo, vencido ó vencedor. Por nuestra parte, no haremos comparaciones entre el combate de Angamos y el de Iquique, ni entre el comandante Grau y el joven capitán Prat. El valor del último es sin duda más épico; el del primero es más sereno y más solemne. Los dos combates son igualmente gloriosos para las dos marinas chilena y peruana. La memoria de Grau es imperecedera. En el Perú causó la noticia de su muerte, y la de la pérdida del _Huáscar_, una emoción profunda. Y el tiempo no ha desvanecido la impresión. Todavía en 1890 se escribe en Lima con lágrimas como á raíz de aquel infausto suceso. APÉNDICE FIGURAS EMINENTES WÁSHINGTON--BOLÍVAR--SAN MARTÍN--JUÁREZ--LINCOLN. Hemos dicho que, en esta galería, no considerábamos ni necesario ni útil dar cabida á las figuras más eminentes y gloriosas de la historia americana. De todos modos, algo hemos de decir de los personajes cuyos nombres van al frente de estas líneas. Lo que no haremos es biografiarlos como á otros, con detalles archiconocidos. Tratándose de figuras que tienen tanto relieve, poco importa consignar ó no la fecha el día, el lugar del nacimiento, con otros datos de menor cuantía. Sus altos hechos dejan en la sombra los detalles que en otras figuras tienen importancia manifiesta. Pero diremos, siquiera á grandes rasgos, lo que constituye la gloria y es el fundamento de la fama de tan insignes varones. I JORGE WÁSHINGTON es el tipo más acabado y más perfecto del republicano y del patriota. Como ninguno de sus contemporáneos, él personifica la independencia de las colonias. Sin él, se hubiera hecho lo mismo la independencia de los Estados de la América inglesa, que no hay hombres necesarios. Pero sin duda hubiera sido difícil encontrar otro caudillo tan pundonoroso, tan leal y tan desinteresado. Por amor á la patria y á la independencia, rompió con tradiciones de familia, se sobrepuso á preocupaciones de raza, olvidó hábitos de educación y de carrera, todo lo sacrificó al servicio de su patria. Fué militar afortunado, pero sumiso á las leyes de la naciente república; fué político sagaz, pero sin ambiciones; fué patriota benemérito, y sólo creyó haber cumplido con los deberes que la patria le imponía. Tuvo otra eminente cualidad: sus discursos en el Parlamento fueron siempre desapasionados y lacónicos; jamás pronunció una arenga que durara diez minutos. Para apreciar el mérito de su laconismo, hijo de su espíritu práctico y de su modestia, es conveniente recordar que las democracias pecan por los extremos contrarios, es decir, por la multitud de oradores y de charlatanes, por las dimensiones de los discursos políticos y por los derroches de mal empleada elocuencia. Hablaba Wáshington á la razón, no á las pasiones; su escudo era la verdad; su fuerza el buen sentido. No hizo jamás inmoderado uso de hipérboles ni de metáforas; no las necesitó para hacerse aplaudir ni para hacerse admirar; no le fueron necesarias las imágenes de relumbrón ni los artificios de una pueril retórica, para fundar una República inmortal, potente, rica y gloriosa, que ha llegado á ser el modelo de las naciones libres. Se ha comparado á Wáshington con Napoleón; los que lo han hecho injurian al caudillo americano. Entre ambos héroes no hay comparación posible. Napoleón era un genio militar, al servicio de sus personales ambiciones. Wáshington, soldado más modesto, peleaba por la patria y por la libertad. Se le ha comparado con Bolívar. Tampoco es justa la comparación. Bolívar luchó más, porque tuvo enemigos más tenaces y dificultades más tremendas. Pero Wáshington fué más liberal, más consecuente y más modesto. Bolívar lidiaba como un león; era un torrente en la montaña, un huracán en las llanuras. Wáshington descollaba por la perseverancia y la firmeza; resistía como un roble el torrente de las contrariedades, como un baluarte el huracán de la guerra. Bolívar es el soldado de la Revolución. Wáshington es el patriarca de la Libertad, de la Federación, de la República y de la Independencia. Nació Jorge Wáshington en un lugar de Virginia en 1732, de una familia inglesa que se hallaba en el país desde mediados del siglo XVII. Aunque de padres ricos y de origen noble, adquirió desde la juventud los hábitos de formalidad y de trabajo que le distinguían. Se hizo cazador por afición y placer, agrimensor para tener una ocupación más útil. En 1851 fué elegido comandante de la milicia local, y poco después tomó parte en la guerra contra los franceses, en la que se distinguió. En esta campaña, y á las órdenes de oficiales ingleses muy acreditados por su valor y pericia, hizo Wáshington el aprendizaje de la guerra. Firmada la paz entre Inglaterra y Francia, tomó parte el futuro caudillo de la independencia en la agitación que se manifestaba contra la metrópoli. Ya en la asamblea de Virginia se declaró contrario á las pretensiones del gobierno inglés, como lo hizo más tarde en el Congreso de Filadelfia, adonde fué como representante de Virginia en 1774. Todos los americanos deseaban las reformas, pero estaban divididos en cuanto al procedimiento que se había de emplear para lograrlas; unos querían emplear la persuasión para obtenerlas de la corona británica; otros decían que el único recurso era la fuerza. Wáshington fué de estos últimos. Rotas las hostilidades, el Congreso por unanimidad eligió á Wáshington para mandar las tropas (1775). Desde entonces empezó á figurar en primer término, como general inteligente y soldado valeroso. Ni los mayores reveses doblegaban su esforzado espíritu, luchando á la vez contra los ejércitos británicos, la penuria del Tesoro y la falta de recursos. Á fuerza de perseverancia tomó la ciudad de Boston en 1776, victoria que permitió al Congreso proclamar la independencia el 4 de julio de aquel año. Los ingleses, mandados por Howe, se apoderaron de Long-Island después de un recio combate, y Wáshington hubo de abandonar Nueva York, para proseguir la guerra con un ejército de 5 á 6,000 hombres en las márgenes del Delaware. Tomando después y repentinamente la ofensiva, cuando nadie lo esperaba de un ejército desmoralizado por las derrotas y mermado por las deserciones, levantó el espíritu de las tropas y del pueblo con sus brillantes victorias de Trenton y Princeton. La insurrección de las colonias inglesas produjo mucho entusiasmo en Europa, sobre todo en Francia, donde ya se agitaba el espíritu de la Revolución. Acudieron al teatro de la lucha numerosos voluntarios, entre ellos el joven marqués de Lafayette que peleó por la libertad de América y se hizo amigo de Wáshington. Por entonces, 1777, se ganó la batalla de Saratoga en la que Wáshington no tomó parte; pero á sus acertadas maniobras se debió el éxito de la batalla. El rey de Francia se declaró abiertamente en favor de los Estados Unidos, y envió algunas, aunque escasas tropas, que pelearan por la independencia. En aquella escuela se formaron algunos oficiales de los que dieron más tarde tanta gloria á la República francesa, cuando tuvo ésta que combatir contra todos los ejércitos de Europa. Wáshington, sereno en los combates, sufrido en las privaciones y buen patriota siempre, dió además repetidas pruebas de severidad cuando se trataba de mantener la disciplina en sus tropas. Á los desertores, á los insubordinados y á los espías, los fusilaba ó los mandaba ahorcar sin debilidades ni contemplaciones. Y sólo así pudo salvar la disciplina del ejército; así fundó la patria. No obstante su saludable rigor, no obstante las intrigas que contra él fraguaban sus émulos y envidiosos, era el ídolo de los soldados y la admiración del mundo. Por eso es más grande, por eso es más singular su abnegación renunciando á aprovecharse de su popularidad y de sus triunfos, y deponiendo su espada y sus laureles en el altar de la patria. La capitulación de Yorktown, el 19 de octubre de 1781, fué el hecho decisivo de la guerra. Allí quedó prisionero el ejército inglés mandado por Cornwallis. Continuaron algún tiempo las hostilidades, pero Inglaterra estaba ya vencida. En 1783 quedó firmada la paz. Wáshington hubiera podido hacerse aclamar emperador ó rey ó dictador, como se lo proponían muchos de sus oficiales. Desechó la propuesta con indignación, desdeñó las críticas de unos y los halagos de otros, y se retiró á su casa de Mount-Vernon para vivir con honra como ciudadano de un gran pueblo. Pero este pueblo, que le debía su existencia como nación independiente y libre, le sacó de su retiro en 1788 para elevarle á la presidencia de la República. Reelegido presidente en 1793, desempeñó lealmente la primera magistratura del Estado hasta 1797. Se quiso entonces reelegirle por otros cuatro años; pero él se negó resueltamente, dando así un buen ejemplo, que en las democracias no debe haber reelecciones. En 1798 se dió á Wáshington el título honorífico de _generalísimo de los ejércitos americanos_, título que debía conservar mientras viviera. Mas vivió poco, pues murió el 14 de diciembre de 1799. El Congreso decidió que todos los ciudadanos de los Estados Unidos vistieran luto durante un mes, y que se erigiera un monumento al gran caudillo en la ciudad Federal, que tomó el nombre de _Wáshington_. Su memoria vive en el corazón de todo patriota americano, y es venerada por todos los federales de todos los continentes. II BOLÍVAR es el tipo del caudillo revolucionario. No del revolucionario levantisco, ciego instrumento de la demagogia, sino del que se siente subyugado ó atraído por un hermoso ideal y no pierde jamás la fe en el triunfo. Para Bolívar no existían obstáculos; si los encontraba los vencía; y le enamoraban más si parecían insuperables, porque así era mayor el esfuerzo. Bolívar era soldado y poeta; no poeta como el que escribe silbas para que sean silbadas ó sonetos para leerlos él solo, sino poeta de veras en sus pensamientos, en sus hechos y en su sensibilidad. Genio soñador, había soñado en la independencia y en sus luchas desde la primera infancia. No le impulsaban móviles mezquinos, odios, despechos ni ambiciones: sólo tenía la ambición de gloria; sólo anhelaba morir por la libertad y la independencia de su patria. Don Simón Bolívar y Ponte, de familia española, nació en Caracas en 1783 y murió en 1830. En el breve espacio de su corta vida realizó maravillosas empresas, dejando un nombre inmortal, un rastro de gloria envidiable é imperecedera. El nombre de Bolívar llegará á las remotas edades, pues está escrito en la Historia con letras de granito; su memoria no será olvidada mientras existan los Andes, el Amazonas y los dos Océanos que bañan los extensos litorales de la América del Sur. Lo que hay de grande, de extraordinario, de épico en la obra de Bolívar, lo siente cualquier patriota; pero sólo puede comprenderlo el que sea verdadero militar. Improvisar ejércitos, disciplinarlos, instruirlos, aun en medio de inmensas dificultades, no es cosa extraordinaria ni nueva; batir á tropas regulares, bien mandadas por excelentes jefes, numerosas y aguerridas, tampoco es una empresa excepcional. Pero Bolívar hizo todo eso y mucho más que eso: conservar la disciplina después de la derrota, vencer decisivamente después de ser vencido, utilizar todos los elementos propios y aprovechar con acierto las aptitudes especiales de sus soldados y de sus tenientes; por último, inflamar de entusiasmo los corazones, electrizar á sus soldados y conquistar el afecto de sus propios enemigos. Según la primera de las máximas de Napoleón, «los mayores obstáculos que se oponen á la marcha de un ejército son los grandes ríos, las cadenas de montañas y los desiertos». Pues bien, Bolívar hizo marchas de _mil leguas_ á través de regiones sin caminos, salvando cordilleras, atravesando desiertos, y sin detenerse ante esos ríos verdaderamente grandes que en Europa no existen, ni Napoleón había visto, ni nadie cruzó nunca sin los medios necesarios. Á tal punto es admirable y gigantesca la obra realizada por Bolívar en sus gloriosas campañas, que las batallas ganadas son pequeños episodios comparadas con las victorias que logró su genio sobre la naturaleza y el destino. Y lo decimos con plena conciencia, poseídos de admiración y maravillados de su esfuerzo, pues sus marchas y sus retiradas, sus movimientos y recursos, no se conciben sin una audacia, una fortaleza y un genio sobrehumanos. Los infinitos encuentros, acciones de guerra, escaramuzas, combates y batallas en que tomó parte activa ó dirigió personalmente, quedan como obscurecidos ante la empresa casi inconcebible de su movilidad, atravesando ríos sin barcos y sin puentes, desiertos sin raciones, montañas sin caminos y bosques impenetrables. Y sin embargo, sus victorias sobre el enemigo fueron tan gloriosas como las de Boyacá, La Guaira, Pichincha, Junín y tantas otras. Bolívar contó con el concurso de oficiales tan valientes como Sucre, Páez y muchos otros; contó con soldados tan infatigables como sus llaneros; contó, sobre todo, con la simpatía y el apoyo de los pueblos que su espada redimía. Pero el factor más importante de la redención de América fué el genio de Bolívar. De las repúblicas existentes hoy en la América del Sur, no diremos que todas le deban la libertad; pero sí que llegó á todas el influjo de su genio, que sus victorias las alentaron á todas y las decidieron á luchar. De todos modos, le son acreedoras de su independencia cinco de aquellas repúblicas: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia. La última lleva su nombre; el Perú le debe su gloriosa fecha de Junín; de las tres primeras formó Bolívar una gran República, la gran Colombia, desmembrada después por rivalidades intestinas. Como guerrero fué Bolívar mucho más afortunado, más osado, más intrépido que Wáshington; como fundador de nacionalidades no fué tan feliz. Apenas vencidos los dominadores seculares, quedó Bolívar á merced de las pasiones de sus compatriotas redimidos, y aun de las suyas propias. No supo ser un ciudadano modesto como el caudillo norte-americano, ó tal vez no tuvo fe bastante en el porvenir de su obra. Lo cierto es que murió desengañado, perdidas sus ilusiones y desalentado por lo porvenir. Pero le han calumniado los que suponen que tuvo aspiraciones bastardas pretendiendo ceñirse una corona. El hombre que había cosechado tan legítimos laureles, el vencedor de Junín, el héroe legendario de Pichincha, que había combatido contra los tiranos sobre las laderas de los volcanes andinos, y en pantanos insalubres, y en la nieve de las cumbres nunca holladas por el pie del hombre, es imposible que soñara en titularse rey ni en hacer la desdicha y la vergüenza de sus conciudadanos. Éstos le han hecho justicia, dándole el título honroso y gloriosísimo con que figura en la Historia: _Libertador de América_. ¿Pudo ganar un título más hermoso? ¿Qué corona más envidiable ni más digna que la otorgada á su genio por la posteridad? Bolívar fué digno de su raza por lo heroico; fué digno de su patria por la ofrenda de sus sacrificios. Tócale ahora á su raza enaltecer al héroe, como le toca á su patria hacerse cada vez más digna de la independencia y de la libertad, venerando el nombre del caudillo que las conquistó en larga y cruenta lucha, y olvidando sus yerros si acaso los cometió. III SAN MARTÍN es una de las figuras más respetables de América. Hemos dicho que Wáshington es un patriarca, un verdadero tipo de ciudadano y patriota; dejamos dicho también que el gran Bolívar es un caudillo revolucionario; digamos ahora que San Martín es el tipo militar de la Revolución, no del caudillo osado y genial y un tanto aventurero á lo Bolívar, sino del soldado regular, que ha hecho el aprendizaje de la profesión y conoce la milicia por reglas aprendidas y por la propia experiencia. Don Juan San Martín nació en 1780, creemos que en Buenos-Aires. Ingresó muy joven todavía en el ejército español, y tomó parte en la guerra que sostuvo España contra las ejércitos de Napoleón. Entre los hechos de armas en que tomó parte activa como oficial subalterno, figura la batalla de Bailén ganada por los españoles el 19 de julio de 1808. En tan brillante escuela se formó el futuro general de las tropas argentinas. Ya lo hemos dicho en otra parte: «San Martín es una de las grandes figuras de la independencia americana; si no ciñen su frente, como la de Bolívar, los resplandores del genio, tampoco tenía soberbia ni ambición. Era un patriota modesto, un héroe desinteresado y un capitán ilustre.» Realizada la independencia argentina, concibió San Martín el proyecto le libertar á Chile de la dominación española. Para este fin organizó un ejército, con el cual venció las dificultades que los Andes le oponían, mayores ciertamente que los opuestos por los abruptos Alpes á Aníbal y á Napoleón. Grandes cosas hicieron en la América del Sur los generales de la independencia; muchas proezas realizaron también los soldados españoles; pero desde el punto de vista militar, nada hicieron los partidarios de la metrópoli ni los defensores de la independencia que supere ni aún iguale á lo hecho por San Martín. Á continuación copiamos lo que escribe acerca de su marcha un oficial español[8]. [8] Don Juan Chacón, _Guerras irregulares_, tomo II, pág. 191 y siguientes. «El general San Martín fué encargado por el gobierno de Buenos Aires del mando de los territorios que confinaban con Chile. Nuestro ejército (el español) tomó posiciones en la cordillera de los Andes para impedir que el general enemigo entrara en Chile; pero adoptando un sistema peligroso para la causa que se defendía, nuestras fuerzas se dividieron en ocho grupos que se escalonaron desde Concepción hasta Aconcagua, es decir, ocupando una línea tan extensa que resultaba débil en todos sus puntos. San Martín con escasos recursos y con un ejército de 4,000 hombres, compuesto en parte de desertores del ejército español y de emigrados chilenos, no se atrevió á presentar batalla y acudió á los movimientos, á las combinaciones estratégicas, para engañar nuestra atención y penetrar en Chile. Trató secretamente con los indios puelches, que simpatizaban con nuestra causa, para obtener de ellos el libre paso por su país, con la idea de que dichos indios pusieran en conocimiento de los españoles su pretensión, lo que sucedió efectivamente; al mismo tiempo hizo saber á las tropas establecidas en Mendoza, que intentaba marchar directamente á Santiago por el desfiladero de los Patos, el más inaccesible de toda la cordillera, pensando con razón que los españoles considerarían la noticia falsa y propalada únicamente para atraer á dicho punto la mayor parte de las fuerzas. »Después de esta preparación diplomática, por decirlo así, dirigió un destacamento de sus tropas sobre Coquimbo, otro sobre Talca, y otros dos encargados de hacer demostraciones sobre Turicú y sobre Santiago, por el desfiladero de Uspallata, marchando él con el grueso de su fuerza por el desfiladero de los Patos, que en razón de sus dificultades naturales suponía guardado muy débilmente. Y así sucedió: su pequeño ejército franqueó las altísimas montañas sin la menor resistencia, pues si bien sostuvo terribles luchas con la naturaleza y hubo necesidad de emplear gran energía y hacer cuantiosos sacrificios para transportar la artillería y los bagajes, llegó San Martín al cabo á los valles fértiles de Chile dejándose en el desfiladero 4,980 mulos y 3,400 caballos. »Los patriotas facilitaron recursos al tan destrozado como exiguo ejército, y éste cayó sobre Santiago. Inútil es decir que nuestro ejército no pudo ya contener el torrente impetuoso de la opinión, apoyada por tropas que mandaba un general inteligente, activo y victorioso.» San Martín derrotó á los españoles en Chacabuco y Maipo, siendo el verdadero libertador de Chile. Mas no se contentó con su campaña chilena, pues corrió la costa del Pacífico hasta Guayaquil, donde tuvo una conferencia con Bolívar. En Lima, donde ejerció la dictadura con la honradez y templanza que suele echarse de menos en los dictadores, obtuvo el título de Protector después de proclamar solemnemente la independencia del Perú. Había realizado grandes cosas con escasos elementos, y bien hubiera podido tener ambiciones personales; mas no las tuvo. Emigró definitivamente á Europa, renunciando para siempre á la vida política, y murió en Francia en 1852. Desde 1880 reposan sus cenizas en la catedral de Buenos Aires. IV La historia de Méjico es abundante en ínclitos varones; pero el que más descuella, el que más ha de crecer con las edades elevándose cada vez á más encumbrada altura es JUÁREZ, ya que fué tal vez el único en su generación que no dudó un instante del porvenir de Méjico. Inquebrantable en su fe, venció y deshizo la coalición europea con su noble y patriótica constancia. Nació don Benito Juárez en las cercanías de Oajaca en 1809, siendo hijo de padres indios de humilde posición. Protegido en su niñez por un fraile franciscano, pudo seguir la carrera de Derecho. No tomó parte en la política hasta 1856, fecha en que fué elegido gobernador de Oajaca. Desde entonces figuró bastante en las contiendas civiles, pero no con la notoriedad y el lucimiento que le reservaba el porvenir. En 1861 fué elegido por sus conciudadanos presidente de la República. Las luchas de los partidos y la penuria del Erario, dando ocasión á reclamaciones repetidas de varias potencias extranjeras, motivaron una intervención armada de España, Francia é Inglaterra. Comprendiendo Juárez el peligro que corrían la libertad y la patria si permitía la permanencia de los intervencionistas; conociendo además la justicia de algunas de las reclamaciones, firmó el convenio de la Soledad comprometiéndose al total pago de las reclamaciones por perjuicios inferidos á los extranjeros. El general Prim se dió por satisfecho; y sólo aguardaba órdenes de su gobierno para retirarse con sus tropas españolas, cuando supo que los franceses exigían además garantías de orden político para lo venidero. ¡Y qué garantías! Pensaban nada menos que destruír la República, establecer el imperio é imponer á Méjico un emperador austriaco. Entonces Prim se reembarcó bajo su responsabilidad, haciendo otro tanto los ingleses, y denunciando al mundo la doblez y la perfidia de Napoleón III. Los gabinetes de Madrid y Londres aprobaron después la conducta de los generales. Los franceses, una vez solos, rompieron el tratado de la Soledad y manifestaron su propósito de derrocar la República. Tan preconcebido era su plan, que ya tenían dispuesto el príncipe extranjero que había de ser elevado el trono de Motezuma: era Maximiliano de Austria, hermano segundo del emperador Francisco José. El nuevo imperio había de establecerse bajo la inmediata protección de Francia. Méjico se encontraba á la sazón con su tesoro exhausto, con los enemigos en su suelo y con la desconfianza en los espíritus. Hijos espúreos de la patria se unían á los franceses invasores, no vacilando en sacrificar la independencia con tal de destruír las reformas democráticas y las instituciones liberales. Tal era la postración del país, que sólo podía salvarlo una política enérgica, una política heroica. Juárez no se sintió desalentado ante una situación tan angustiosa. Elevándose á la altura de unas circunstancias tan excepcionales y tan críticas, hizo un llamamiento á los Estados que acudieron con fuerzas y recursos. Los franceses, para impedir que los mejicanos organizaron su improvisado ejército, se internaron con las escasas fuerzas de que disponían. El 5 de mayo de 1862 fueron batidos por los mejicanos en las llanuras de Puebla, viéndose obligados á retirarse con grandes pérdidas á Veracruz. Allí esperaron refuerzos, y cuando los recibieron en suficiente número marcharon otra vez al interior, ocupando Puebla un año después de su primera derrota. Desde entonces la resistencia se hizo difícil. Juárez, no obstante, al frente del gobierno nacional, disputó el terreno palmo á palmo al emperador intruso, á los traidores que le secundaban y á los mercenarios extranjeros. Hubo momentos en que la causa de Méjico se creyó perdida. Las tropas de Juárez, mermadas por la deserción y por la muerte, no se apartaban ya de la frontera norte americana. Pero el ínclito Juárez no abandonaba la bandera que le había confiado la nación, y todos los patriotas de América y del mundo tenían fijos en él los ojos y la esperanza. Aquel hombre esforzado, sin tropas, sin dinero, sin auxilios de ninguna clase, continuó siendo el alma de la resistencia. Inútil es relatar las peripecias militares y políticas de una campaña tan larga y tan gloriosa; pero sí diremos que á la perseverancia de don Benito Juárez se debió principalísimamente la victoria final y decisiva. El emperador Maximiliano fué fusilado en Querétaro en 1867, quedando entonces restablecida de hecho la República. Juárez fué confirmado en la presidencia, no pudiendo llevar á término todas las grandes reformas que meditaba, porque murió en 1872 con gran sentimiento del país. Ocupa Juárez un lugar eminente en la historia de la Humanidad. Patriota ilustre, poseyó acrisolada honradez, talento superior y verdadero carácter. Si no fué un genio político, tuvo en cambio dotes apreciables, sin las cuales el genio le habría servido de poco. Su tesón es legendario; su fe sin límites salvó la independencia de Méjico en los trances más críticos, en la hora más terrible de su movida historia. Se le llama con justicia _Libertador de Méjico_. El mejor elogio que puede hacerse de este patricio ilustre, es decir que habiendo gobernado mucho tiempo murió pobre. Y ya que hemos anatematizado á los traidores que pelearon al servicio de los extranjeros, no terminaremos sin tributar un aplauso á todos los valientes que combatieron por Méjico y secundaron en su noble empresa á don Benito Juárez. V ¿Quién no conoce y venera el nombre de ABRAHAM LINCOLN? ¿Quién no sabe que este hombre justo, que este político sagaz y consecuente, acabó con la esclavitud que deshonraba á los Estados Unidos? Parece mentira que en la más libre de las naciones y en la segunda mitad del siglo XIX, vivieran en la esclavitud cuatro millones de personas. Lincoln rompió sus cadenas. Hombre ejemplar en su vida y en su muerte, salvó la Unión americana que atravesó durante su presidencia la crisis más tremenda de su historia. Lincoln redimió á toda una raza de la más humillante servidumbre, y murió asesinado como suelen morir los redentores. Había nacido el 12 de febrero de 1809 en una cabaña miserable del Estado de Kentucky. Sus padres, de oficio carboneros ó leñadores, pertenecían á la religión ó secta de los cuákeros. Como su padre, el joven Abraham fué leñador. El futuro presidente, el hombre que había nacido para la inmortalidad, manejó el hacha hasta los 21 años sin descuidar por eso la instrucción. Desde niño había aprendido á leer. Después de haber pasado la primera juventud en Kentucky y en Indiana, á la muerte de sus padres se estableció en las riberas del Misisipí, donde se consagró al cultivo de la tierra. Más tarde se hizo molinero. El molino, puesto bajo su dirección, no le pertenecía; era propiedad de un comerciante de Salem. En aquella gerencia industrial y comercial demostró Lincoln su honradez y buenas cualidades, ganando la confianza de sus convecinos. Sus virtudes, su laboriosidad y la parte activa que tomó (siendo capitán de voluntarios), en una compaña contra los indios que mandaba el _Halcón negro_, le valieron figurar en la Asamblea del Estado. Casi la totalidad de los vecinos de Nueva Salem apoyaron y votaron su candidatura. Tenía Lincoln por entonces 25 años, y se dedicó al estudio de las lenguas y de las matemáticas. Como Wáshington, se hizo agrimensor. En 1834 empezó á cursar la carrera de Derecho, recibiendo en 1837 el título de abogado. En 1840 formó parte de la Cámara del Illinois, retirándose poco después de la política para vivir consagrado al ejercicio de su profesión. Como abogado, mereció fama de íntegro, activo é inteligente. En 1845 tornó á la política militante, emprendiendo una activa propaganda en favor de la candidatura antiesclavista de Clay para la presidencia de la Unión. Clay fué vencido en la elección presidencial; pero Lincoln siguió su propaganda antiesclavista, llegando á ser considerado por todos como uno de los primeros adalides de la abolición. La convención del distrito de Springfield (Illinois) le nombró por unanimidad para el Congreso Federal, donde tomó asiento como diputado en 1847. En el congreso combatió con energía la declaración de guerra á Méjico, sosteniendo que los americanos jamás deben pelear por una cuestión de límites. Fué también el defensor de cuantas peticiones llegaban al Congreso en pro de la abolición de la esclavitud. Sus esfuerzos eran vanos, que no había llegado la hora de la justicia. El crimen horrendo de la esclavitud lo soportaban pacientes los amigos de la libertad, por miedo de causar una ruptura entre los Estados esclavistas y los antiesclavistas. Á Lincoln, y á todos los que con él querían la abolición inmediata, se les tenía por hombres peligrosos. En 1858 sostuvo Lincoln una campaña memorable, de esas que tanto enaltecen á los pueblos libres. El esclavista Douglas, aspirante á la senaduría, recorrió diferentes Estados de la Unión defendiendo la esclavitud; y entonces Lincoln se impuso la tarea de seguir por todas partes al orador esclavista, levantando su voz donde quiera que Douglas se atrevía á levantarla. En todos los _meetings_ en que hablaba Douglas, también hablaba Lincoln. El público de los Estados Unidos se interesaba extraordinariamente en la singular campaña, leyéndose en todas partes los discursos de ambos oradores. Lincoln se acreditó de polemista hábil. En 1860, la Convención nacional de Chicago propuso á Lincoln para la presidencia. Y el día 6 de noviembre, los electores de los Estados por considerable mayoría eligen al humilde leñador, al batelero, al hombre honrado, para presidente de los Estados Unidos. Los ánimos exaltados de los esclavistas no pudieron contenerse más. Sin provocación de ningún género, proclamaron la segregación. La Carolina del Sur retiró sus representantes del Senado y del Congreso, declarando que se separaba de la Unión. Siguieron su ejemplo Georgia, Alabama, Florida, Luisiana, etc. El gobierno federal se limitó á censurar la conducta de la Carolina (donde se habían cometido excesos y usurpaciones), y la Carolina contestó atacando el fuerte Sumpter guarnecido solamente por 70 hombres mandados por el mayor Anderson, que se rindieron después de una resistencia heroica. Una asamblea esclavista reunida en Mongomery votaba el 8 de febrero de 1861 la Constitución de los Estados confederados del Sur; Jéfferson Davis fué elegido presidente. No es nuestro ánimo relatar aquí las peripecias de la titánica lucha. Sólo diremos que los siglos no han presenciado ninguna semejante. Batallas interminables, combates navales que eran espanto del mundo, victorias inverosímiles, desastres estupendos, inventos maravillosos, y todo grande, todo colosal. Pero Lincoln había jurado en pleno Capitolio cumplir con su deber, el cual consistía en proteger y defender y mantener la Constitución de los Estados Unidos. Y cumplió con su deber. Al principio de la guerra, la suerte fué contraria á los Estados de Norte. Pero Lincoln hizo milagros, la federación hizo prodigios, la Constitución fué mantenida y vencidos los rebeldes. Más de dos millones de ciudadanos combatieron en defensa de la Constitución; por su parte los separatistas armaron cerca de un millón de hombres. Federales y confederados se batieron con denuedo por espacio de cuatro años seguidos. En las filas federales se alistaron muchos negros, de los que se dijo que ennegrecían con sus rostros las filas del ejército. Hoy blanquean sus huesos los campos de batalla. En 1864--en plena guerra--hubo elección presidencial. Lincoln fué reelegido con una mayoría de 400,000 votos. El 30 enero de 1865, la Cámara de Wáshington declaró abolida la esclavitud por 119 votos contra 56. Entre tanto la guerra continuaba, pero ya nadie dudaba del éxito. El general Lee, después de haber hecho inútiles prodigios de valor, se rindió al general Grant el 9 de abril de 1865. Poco antes entraba Lincoln en Richmond, capital de los rebeldes, entre las aclamaciones del ejército victorioso, de los negros libertos y de todos los amigos de la libertad. El día 14 del mismo mes y año fué asesinado Lincoln de un pistoletazo en la cabeza, hallándose en un palco del teatro Ford. Juan Wilkes Booth se llamaba el asesino. Hiciéronse á Lincoln suntuosos funerales, y su cadáver fué conducido á Sprinfield cubierto de coronas y de flores. Centenares de negros, rotas ya sus cadenas, le acompañaron dándole guardia de honor. ¡Digna apoteosis del grandioso drama! ÍNDICE Páginas PRÓLOGO Don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza (Mejicano) 1 Franklin (Norteamericano) 5 Rivadavia (Argentino) 10 Páez (Venezolano) 14 Mariano Eduardo Rivero (Peruano) 19 Sor Juana Inés de la Cruz (Mejicana) 24 Hámilton (Norteamericano) 27 Aaron Burr (Norteamericano) 33 O'Higgins (Chileno) 36 Mádison (Norteamericano) 40 Heredia (Cubano) 44 Artigas (Oriental) 52 Freire (Chileno) 57 Bello (Venezolano) 61 Monroe (Norteamericano) 71 Belgrano (Argentino) 75 Bilbao (Chileno) 79 Muñoz Gamero (Chileno) 83 Gertrudis Gómez de Avellaneda (Cubana) 86 Hidalgo (Mejicano) 89 Morelos (Mejicano) 93 Iturbide (Mejicano) 96 Enriqueta Stowe (Norteamericana) 101 Castilla (Peruano) 105 Lamar (Ecuatoriano) 108 Sucre (Venezolano) 111 Walker (Norteamericano) 115 Francia (Paraguayo) 118 Los dos López (Paraguayos) 123 Caldas (Colombiano) 126 Córdoba (Colombiano) 128 Morazán (Hondureño) 130 Rosas (Argentino) 132 Caro (Colombiano) 135 Jaime Fenimore Cooper (Norteamericano) 139 Longfelow (Norteamericano) 142 Zaragoza (Mejicano) 149 Candelaria Pérez (Chilena) 152 Ulises Grant (Norteamericano) 155 Arturo Prat (Chileno) 159 Miguel Grau (Peruano) 162 APÉNDICE 165 Wáshington 165 Bolívar 169 San Martín 171 Juárez 174 Lincoln 176 *** End of this LibraryBlog Digital Book "Figuras americanas - Galería de hombres illustres" *** Copyright 2023 LibraryBlog. 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