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Title: Gloria (primera parte) Author: Pérez Galdós, Benito Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Gloria (primera parte)" *** (This file was produced from images generously made NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas como MAYÚSCULAS. * Se ha respetado la ortografía original, homogeneizándola a la grafía de mayor frecuencia. * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Un anuncio editorial ha sido desplazado al final del libro, tras el Índice. GLORIA Es propiedad. Serán furtivos todos los ejemplares de esta obra que no lleven el sello del periódico _La Guirnalda_. NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS POR B. PÉREZ GALDÓS GLORIA PRIMERA PARTE SÉPTIMA EDICIÓN MADRID Imprenta de LA GUIRNALDA _calle de las Pozas, núm. 12._ 1890 GLORIA PRIMERA PARTE I Arriba el telón. Allá lejos, sobre verde colina á quien bañan por el Norte el Océano y por Levante una tortuosa ría, está Ficóbriga, villa que no ha de buscarse en la geografía, sino en el mapa moral de España, donde yo la he visto. Marchemos hacia ella, que el claro día y la pureza del amoroso ambiente convidan al viaje. Estamos en Junio, mes encantador en esta comarca costera cuando la deja de sus terribles manos destructoras el huracán. Hasta el mar, el disciplente y sañudo Cantábrico, está hoy tranquilo: permite á las naves correr sin miedo por su quieta superficie, se arroja adormecido sobre las playas, y en lo profundo de las grutas, en las ensenadas, en los acantilados y en los arrecifes, sus mil lenguas de espuma modulan palabras de paz. Las suaves colinas verdes van ascendiendo desde el mar hasta las montañas, subiéndose unas sobre otras, cual si apostaran á quién llega primero arriba. En toda la extensión del paisaje se ven casitas rústicas de peregrina forma esparcidas por el suelo; mas en un punto los desparramados edificios se convocan, se reunen, se abrigan unos contra otros, formando el nobilísimo conjunto urbano que los siglos llamaron Ficóbriga. Elévase en el centro la torre no acabada, semejante á una cabeza sin sombrero; pero tiene en su campanario dos ojos vigilantes, y allí dentro tres lenguas de metal que llaman á misa por la mañana y rezan al anochecer. En torno al pueblo (pues estamos cerca y podemos verlo), lozanas mieses y praderas muy lindas anuncian cierto esmero agrícola. Silvestres zarzas cercan una y otra heredad, y madreselvas llenas de aromáticas manos blancas, árgomas espinosas, enormes pandillas de helechos que se abaniquean á sí mismos, algunos pinos de verde copa y multitud de higueras, á quienes sin duda debe su nombre Ficóbriga. ¡Hermoso espectáculo ofrecen desde aquí las montañas, inmensa escalera que conduce á los cielos! Las más lejanas confunden sus vagas tintas con las nubes; en las más próximas se ven manchas rojas, semejantes á sangrientas heridas, y lo son realmente, hechas por el escalpelo minero que uno y otro día destroza la musculatura de aquellos gigantes. Atropellándose suben hacia Poniente, y la luz simula en las remotas cumbres extrañas cresterías, protuberancias, torres, grietas, excrecencias, lobanillos, hasta que las nubes envuelven en vaporosos velos la deforme arquitectura. Después de atravesar un puente de madera, que sumerge en el fango salobre sus podridos pilotes, subimos una cuesta (casi estamos ya en Ficóbriga), desde la cual se ve la ría, dando vueltas como si no supiera á dónde dirigirse, ni dónde está el mar que la espera, metiéndose en todos los charcos de las marismas, cuando hay marea, y huyendo de ellas á prisa desde que empieza la baja. Escaso número de buques navega en sus pobres aguas, y sabe Dios el trabajo que les cuesta dar dos pasos dentro de aquella angosta callejuela, cuando se duerme el viento y la corriente empuja hacia la peligrosa barra. Las primeras casas (por fin llegamos, señores), son miserables; las segundas también. Es Ficóbriga una villa de marineros y labradores pobres. Algunos indianos ricos duermen sobre sus lauros comerciales en media docena de viviendas pulcras y cómodas. ¡Qué calles, santo Dios! Las humildes casas estrechas y sucias no se caen al suelo por no dar qué decir, y de sus indescriptibles balconajes penden redes, vestidos azules, húmedos capotes y mil suertes de descoloridos harapos, así como de sus caducos aleros cuelgan panojas en racimos, pulpos puestos á secar y rosarios de cebollas. Pasamos por delante del Consistorio, sito en el fondo de la plaza, enfáticamente convencido de que es digno de ser visto; pasamos cerca de la Abadía, huraña vieja que se esconde entre casuchas tan viejas como ella, formando el más deplorable corrillo arquitectónico, y después de dar vuelta á la villa, volvemos al extremo de ella sobre la ría, por donde entramos. En dicho sitio hay una plazoleta, sombreada por dos acacias y un álamo verrugoso. En la plazoleta (miradla bien porque ahora comienza nuestra historia) hay una casa; mejor sería llamarla palacio, porque su aspecto en medio de tan ruín pueblo es verdaderamente magnífico. Compónese en realidad de dos edificios, el uno viejo y decorado con hiperbólicas piezas heráldicas; nuevo y bonito y casi artístico el otro, no menos elegante que las llamadas _villas_ ó _cottages_ en el lenguaje á la moda. Adórnalo por sus partes de Mediodía y Levante hermosísimo jardín de pinos de Alepo, floridas acacias, plátanos, magnolias, coníferas de varias clases, por entre cuyas ramas se ven las cinco ventanas del piso principal. Variada muchedumbre de arbustos, entre cuya frescura descuellan camelias como árboles, recortados mirtos, tamarindos, rosales y un pueblo inmenso de pensamientos, geranios, imperiales y otra gente menuda, se ve por los huecos de la verja de hierro, allí donde no lo impiden las oficiosas enredaderas, tan cuidadosas siempre de que el transeunte no se entere de lo que pasa en el jardín. Esta mansión encantadora está situada en punto desde el cual se domina el mar por el Norte, la extensión toda de la accidentada costa y la ría con su puente por el Este, Ficóbriga por Poniente, y por Mediodía el campo y las montañas. Rodéala vegetación umbrosa y florida, y la bañan benéficos aires. Es vivienda hecha para el amor egoísta, ó para las meditaciones del estudio. ¡Qué dicha para el alma tocada de amor ó de las anhelantes curiosidades de la ciencia encerrarse en tan deliciosa prisión, buscando al modo de aparente muerte para el mundo y vida inmensa para ella sola! La casa es de esas que detienen al viajero y le dicen: «¿á que no aciertas quién vive en mí?» Silencio: ábrese una de las persianas verdes que dan al jardín por el lado de las montañas. Hermosa mano rápidamente la empuja; se mueve la cortina, dejando ver una cara de mujer. Sus ojos negros exploran durante un rato todo el paisaje, y si la luz va lejos, ellos van más. Su rostro indica con rasgos infalibles la ansiedad del que espera y las penosas inquietudes de un pensamiento ocupado por entero con la imagen de la persona que no quiere venir. Miramos nosotros también hacia los montes y no vemos más que montes. La graciosa joven desaparece, y al poco rato torna á presentarse y á mirar, más impaciente cuanto más tiempo pasa. Diríase que sus audaces ojos quieren ver lo que hay detrás de las montañas... Pero en los remotos caminos no aparece aún cosa alguna con forma de hombre ni de bruto, y ella se inquieta primero, se fastidia después. No sólo está impaciente, sino enojada, y del enojo pasa á la cólera, y de la cólera á la desesperación. Esta linda casa, que tiene el inmenso interés de toda vivienda á cuya ventana se asoma un semblante hermoso; esta mujer graciosa, estos ojitos negros que buscan y no hallan, se enfurecen y echan rayos insolentes contra una parte de la creación... ¡Oh! por aquí anda el amor. ¡Adentro! II Gloria y su papá. Estaban los dos en una sala del Mediodía, con ventana al jardín, por la cual éste prestaba gratísima vista y olores al sentido. Parecía despacho más que otra cosa la tal pieza, por la regular balumba de libros y papeles que en diversos lugares de ella había; y las paredes se vestían con mapas, láminas de santos, el busto del Sumo Pontífice y un gran cuadro que contenía el retrato al óleo de un obispo, representado con pluma en la mano. Sentado en ancho sillón estaba allí don Juan de Lantigua, hombre que iba ya mucho más allá de los cincuenta, serio, muy simpático á la vista y de fisonomía harto inteligente. Su frente y perfil no carecían de majestad, sin ofrecer bellezas académicas; pero lo dominante en todas las partes de su rostro era la expresión patente de una tenacidad acerada, como debió de ser aquella que hizo los héroes cuando había héroes y los mártires cuando había mártires. Así es que si pasó su vida sin ser ni una cosa ni otra, no consistió en él. Parecía la naturaleza corporal de aquel hombre quebrantada ó por estudios ó por penas. Podía también observarse en su semblante una tristeza serena, muy distinta de la teatral misantropía de los escépticos. Cuando le conozcamos mejor, veremos que aquel melancólico sentimiento, que tan claramente salía de lo hondo á la superficie de su persona, era más que descontento y hastío de sí mismo, una como lástima profundísima de los demás. Contemplando á su hija, que por centésima vez se asomaba á la ventana, le dijo con afable tono: —Gloria, por más que te muevas y mires, y esperes y tornes á mirar, nuestro querido viajero no viene todavía. Ten calma, que ya llegará. Gloria volvió al lado de su padre. Andaba en los dieciochos años y era de buena estatura, graciosa, esbelta, vivísima, muy inquieta. Su rostro, por lo común descolorido en las mejillas, revelaba un desasosiego constante, como de quien no está donde cree deber estar, y sus ojos no podían satisfacer con nada su insaciable afán de observación. Allí dentro había un espíritu de enérgica vitalidad que necesitaba emplearse constantemente. ¡Encantadora joven! A todo atendía, cual si nada ocurriese en la creación que no fuese importantísimo; atendía á la hoja desprendida del árbol, á la mosca que pasaba zumbando, á cualquier ruído del viento ó bullanga de los chicos en el camino. Su fisonomía, parlante y expresiva como ninguna, no carecía de defectos; mas eran de esos que no sólo se perdonan, sino que se admiran. Era su boca un poquito grande y su naríz casi más pequeña de lo regular: pero el conjunto no podía ser más hechicero. Sus labios encendidos eran la más hermosa y dulce fruta que puede ofrecerse en el árbol de la belleza á los hambrientos antojos del amor. Contrastaba con la frescura de esta golosina la exaltación, la flamígera viveza de sus ojos negros, que tan pronto resplandecían con súbito rayo, tan pronto se abatían con lánguida pereza. Sobre estos dos astros aleteaban sus grandes pestañas. Mirando como miraba, ponía en sus ojos el reflejo de una conciencia pura. Aquella profunda sensibilidad, dispuesta á desarrollarse á tiempo, y que, no encendida todavía con verdadero fuego, á todas horas echaba chispas; aquel claro afán de sentir fuerte estaba tan lleno de honestidad, como el de algunas que por este medio han llegado á la canonización. El que no lo quiera creer que no lo crea. Vestía la preciosa criatura á la moda, con elegancia no afectada. Todo participaba en ella de la gracia de su persona, y ningún pormenor de su peinado y de su ropa podía estar de otra manera que como estaba. En el instante en que la vemos, la inquietud de Gloria era tan grande, que no existía rasgo alguno en su semblante en el cual no se mostrara la impaciencia. Cuando se apartaba de la ventana, recorría la estancia de un punto á otro, tomando un objeto de este sitio para ponerlo en aquél, moviendo las sillas sin motivo alguno que justificase las ventajas del cambio de colocación, observando los cuadros que había visto mil veces en su vida. Podía decirse de ella lo del poeta: «Hasta cuando el pájaro anda, se le conoce que tiene alas.» III Gloria no espera un novio, sino un obispo. —Son ya las diez, papá—dijo la señorita con impaciencia.—Desde la estación de Villamojada aquí no se tardan más de dos horas. —Sí; pero sabe Dios á que hora habrá llegado el tren—repuso el padre.—Esta fórmula abreviada de la civilización se toma unas libertades... No hay que impacientarse. Desde que llegue el coche al ventorrillo de Tres casas nos lo avisará el tío Gregorio disparando un buen puñado de cohetes que alegrarán con sus estallidos la comarca. Caifás está en la torre aguardando el primer chispazo para echar á vuelo las campanas. Descuida, que no podrá darnos una sorpresa; habrá demasiado ruído. Gloria se asomó de nuevo para mirar á la torre de la Abadía que por encima de los tejados alzaba su caduco campanario, y dijo con alborozo: —Sí; allí está Caifás con todos sus chiquillos, esperando para repicar á que reviente en los aires el primer cohete... Bien, muchachos, bien Paco, bien Sildo y Celinina: tocad fuerte, muy fuerte para que se oiga en toda la provincia. El padre sonrió con dulzura, demostrando el apacible contento de su alma en aquel instante. —Papá—añadió Gloria poniéndosele delante con resolución:—¿apostamos á que Francisca no ha espumado las cuatro gallinas, ni puesto en el horno la dorada, ni arreglado los platos de leche?... Francisca es así: dos horas para mover cada brazo y otras dos para pensarlo... y nada, llegarán los viajeros y estarán todo el santo día esperando la comida. Luégo que esto dijo marchó á la carrera hacia la puerta. —Gloria, Gloria—indicó el padre obligándola á detenerse.—Ven acá; no salgas de aquí. Siéntate... —¡Ay! no puedo, no puedo ver que en un día de tanto apuro se les pasee el alma por el cuerpo—exclamó la joven sentándose.—Yo me abraso la sangre. Llegarán y no habrá nada preparado. —Mira, hija—dijo el buen señor riendo:—es preciso que aprendas á no ser tan vehemente, á no tomar tan á pechos cosas nimias y de escaso interés para el cuerpo y para el alma. ¿Cuándo te enseñaré la serenidad y el aplomo que debe tener la persona en presencia de los actos comunes de la vida? Díme, si pones esa exaltación y esa fuerza inusitada de la atención en negocios triviales, ¿qué piensas hacer cuando te encuentres en alguno de los mil graves lances que ofrece la vida? Reflexiona en esto, hija mía, y modera tu arrebatado temperamento. Mira, la pobre Francisca á quien tú acusas, te podrá dar buenas lecciones. Observa con qué admirable método y previsión y reposado estudio hace las cosas de la casa. Parece que tarda, y sin embargo, todo lo hace con prontitud, porque todo lo hace bien. En cambio, tú con tu impaciencia y ligereza te equivocas á menudo y ó no concluyes nada, ó si concluyes algo, es preciso volverlo á empezar. Yo he visto muchachas atolondradas, ligeras como el aire, y vivas y deslumbrantes como la luz; pero tú, hija mía, á todas les das palmetazo. Agradece á Dios que te hizo buena, piadosa, honesta, que te dió natural honrado y generoso, que puso en tu alma las maravillas de la fe, todos los sentimientos puros y nobles y el don de la gracia inefable, dejando las agitaciones para la superficie. —Si Dios me dió tantas cosas buenas—dijo Gloria con la convicción de un Padre de la Iglesia,—también es El quien me ha dado este genio vivo, esta impaciencia porque pase pronto la vida, y este afán de llegar á mañana. —Vamos á ver. ¿Qué motivo hay para que la próxima llegada de mi hermano te haya puesto en ese sobresalto calenturiento? —Como que hace tres noches que no duermo—repuso ella.—A fe que hay poco que hacer... ¿A un señor obispo se le puede recibir como á cualquier persona? Mi tío traerá consigo á su secretario el doctor Sedeño, y quizás quizás á dos de sus pajes, ó cuando menos á uno; ¿y no se han de disponer las cosas para tantos y tan dignos huéspedes? Si me fiara de Francisca, ya había que tener paciencia hasta el año que viene. ¿Cree usted que hay poco que hacer? Pues nada: todo el piso bajo de la casa es poco para la gente que viene. Y no se les va á poner en la mesa pan, vino y aceitunas. Tres viajes ha dado Roque para traer lo necesario. ¿Pues y la capilla? —Vamos á ver, ¿qué tiene la capilla? —Nada; que Su Ilustrísima querrá decir misa en ella como la otra vez. ¡En bonito estado se hallaba la capilla! Ha sido preciso dar tres jabonaduras al Cristo, en cuyo santo cuerpo las moscas habían hecho más desperfectos que los judíos. El manto de la Virgen, perdido: he tenido que quemarlo y hacer otro nuevo con el terciopelo que compré para mí. Yo creí que no saldrían con toda la tiza que hay en la casa las manchas de los candeleros. Afortunadamente Caifás y yo fregoteamos bien, y todo ha quedado como un oro... Pero ¡ay! ¡si supiera usted que los ratones se habían empezado á comer los piés de San Juan!... —¡Pícaros animalejos!—exclamó D. Juan riendo. —¡No sé qué les haría! Gracias á que Caifás, que es tan habilidoso, le puso al santo en las heridas de los piés no sé qué pastas y rellenos, con lo cual y una mano de pintura, ha quedado muy bien... Ya no harán más picardías estos tunantes que nada respetan. En tres días que van de armada la ratonera han caído once, todos como lobos... ¿Todavía le parece á usted poco trabajo el mío? —Me parece demasiado. —¿Pues y las camisas que he tenido que hacer á los hijos de Caifás para que puedan salir á recibir decorosamente á mi tío? ¡Y se asombra usted de que entre y salga y suba sin cesar! Yo soy así, papá querido. —Tú eres así... lo sé. Dios te bendiga. —Adoro á mi tío, que es un santo, y me siento tan felíz al considerar que va á vivir bajo el mismo techo que yo; me parece tan poco lo que tenemos para obsequiarle, que quisiera traer aquí las maravillas de los palacios de un rey, y no teniéndolas, me doy á inventar mil agasajos para albergar dignamente á quien tanto se parece á Dios... No vivo, no puedo tener calma, me desvelo y me consumo... Paso las noches sin dormir pensando en la pachorra de Francisca, en la capilla, en el pobrecito San Juan roído, en los candelabros manchados, en los ratones, en la pequeñez de la casa para tales huéspedes... —¿Has creído—dijo con bondad cariñosa el padre,—que mi hermano necesita palacios y lujo y ostentación? No, hija mía. Mi hermano, como discípulo de Jesucristo, es humilde. Si esta casa fuera una choza, no sería menos digna de albergarle. Ofrezcámosle corazones puros, ardiente fe y admiración profunda de sus virtudes; regocijémonos al calor de su compañía para ver de imitarle; apropiémonos parte de los inmensos tesoros de su corazón, lleno de Dios, y no nos cuidemos de lo demás... —Eso es lo primero; pero también... —Pobre ó resplandeciente de riqueza, la capilla será siempre un recinto sagrado, pues mi hermano ha celebrado y volverá á celebrar en ella cuando los albañiles compongan el techo que se ha caído. Si los ratones se atrevieron con los piés de San Juan, fué porque esos infelices, también criados por Dios, no encontraron bocado más exquisito con que regalarse. Ni la estátua dejará por eso de ser imagen de un bienaventurado, ni éste dejará de interceder por nosotros, aunque no llamemos al industrioso Caifás para que remiende el retrato. Hija mía: que tu alma no atienda tanto á la superficie de las cosas; elévese á las alturas de lo que no ven los sentidos; no se inquiete tanto de los asuntos que la encadenarán demasiado á lo terrestre. Y sobre todo, ese ardor tuyo por cualquier insignificante suceso de un día, no me hace gracia. Apenas pronunciada la última palabra de este discursillo, oyóse un estallido lejano en los aires, luégo otro y otro, como si los ángeles estuvieran cascando nueces en el cielo. —¡Ya... ya!...—gritó Gloria poniendo toda su alma en los ojos. —Ya está ahí mi hermano—dijo Lantigua con calma, acercándose á la ventana.—Bien venido sea. IV El Sr. de Lantigua.—Sus ideas. Don Juan Crisóstomo de Lantigua nació de padres honrados en la misma villa donde le hemos conocido, ya gastado por la edad y consumido por los trabajos. La riqueza que desde 1860 poseía, así como la moderna casa y el bienestar tranquilo que disfrutaba, provenían de un tío suyo que volvió de Matzalán (Méjico) con regular carga de pesos duros, la cual al poco tiempo soltó de sus hombros, juntamente con la de la vida, muriendo casi en el primer día de descanso. Su fortuna, que era de las más bonitas, pasó á los cuatro sobrinos, D. Angel, á la sazón capellán de Reyes Nuevos; D. Juan, abogado de mucha fama, y los más jóvenes D. Buenaventura y Serafinita Lantigua. No entrando por ahora en nuestros fines estos dos últimos, les dejamos á un lado, concretándonos á los dos primeros, y por ahora exclusivamente á D. Juan de Lantigua. Había recibido éste de Dios naturaleza apasionada y ardiente; imaginación despierta, que se inclinaba á las cosas contemplativas; inteligencia elevada, si bien un tanto paradójica; sentimientos enérgicos, que impulsaban su alma al exclusivismo, lo mismo en los afectos que en las ideas. Sus primeros trabajos en la abogacía fueron de no poco provecho y brillo, y más tarde, cuando la herencia del tío le aseguró cómodo bienestar, no abandonó completamente el foro. Renunciar á las controversias, hubiera sido en él renunciar á la vida. Devorado por insaciable afán de estudio, mezcló con la jurisprudencia la teología y la historia y la ciencia política. Dedicóse con predilección á entresacar de los escritores místicos y políticos del siglo de oro en España cuanto pudiera hallar de eternamente verdadero, y por consiguiente, aplicable á la gobernación de los pueblos en todos los tiempos. Pero su entendimiento, acalorado por entusiasmos juveniles y por prejuicios formados no se sabe cómo, se aferraba tercamente á ciertas ideas; así es que no pudo, aun intentándolo de buena fe, juzgar con imparcial serenidad ni la historia ni las obras de los que por tantos siglos han disputado sobre los medios de hacer á la humanidad menos desgraciada. Su inclinación contemplativa le llevó á considerar la fe religiosa, no sólo como gobernadora y maestra del individuo en su conciencia, sino como un instrumento oficial y reglamentado que debía dirigir externamente todas las cosas humanas. Dió todo á la autoridad y nada ó muy poco á la libertad. Pocos años después de haberse metido en el golfo de estas lecturas y en el torbellino de estos pensamientos, D. Juan de Lantigua salió fuerte en erudición y en silogismos; desafió con indomable orgullo la turba de frívolos y descreídos; brindóle la política con una tribuna, y subido en ella, la nube que había condensado tanta pasión y tanto saber tronó y relampagueó contra el siglo. La elocuencia del nuevo Isaías arrebataba. Sus enemigos (pues ya se comprende que los tuvo encarnizadísimos) decían: «Lantigua es el abogado de los curas y de los obispos; hace su agosto con las causas de espolios, de capellanías colativas, de disciplina eclesiástica. Justo es que adule y sirva á los que le mantienen.» Estas groserías, comunes en la época presente, hacían sonreir al Sr. D. Juan. Nunca se cuidó de defenderse de este cargo, porque, según afirmaba, es preciso _no quitar á los tontos el derecho de decir tonterías_. Como hombre de convicciones inquebrantables y profundas, honradísimo caballero en su trato social y de intachables costumbres, le estimaban todos. En la vida práctica, Lantigua transigía benignamente con los hombres de ideas más contrarias á las suyas, y aun se le conocieron amigos íntimos á los cuales amó mucho, pero sin poderles convencer nunca. En la vida de las ideas era donde campeaba su intransigencia y aquella estabilidad de roca jamás conmovida de su asiento por nada ni por nadie. Las tempestades de la revolución del 48, de la república romana, de la formación de la unidad de Italia, de la caída del imperio austriaco, de la humillación del francés, de la destrucción del poder temporal del Papa, de la formación de Alemania, Minerva parida por el cerebro de Bismark, y otras menos trascendentales y que, localizadas en nuestra patria, sólo fueron lloviznas menudas en el cielo de Europa, no produjeron en el ánimo de aquel varón insigne otro efecto que el de cimentar más y más su creencia de que la humanidad pervertida y desapoderada merece un camisón de fuerza. Estos hechos y otras recientes desgracias ocurridas en el suelo patrio, llevaron á Lantigua á un estado de irritación lamentable que dió á sus escritos y á sus discursos lúgubre y displicente tono. Profetizó el vilipendio del próximo siglo, la confusión de las lenguas y tras la confusión la dispersión y tras la dispersión la esclavitud, hasta que una nueva florescencia de la fe católica en los corazones fecundados por la desgracia reorganizase á los pueblos, congregándolos bajo el manto tutelar de la Iglesia. Según él, las decantadas leyes del humano progreso conducen á Nabucodonosor. Antes muriera Lantigua que ceder en esto. Y en realidad ¿cómo había de ceder? Los que han reducido todas sus ideas á esta fórmula abrumadora _ó Barrabás ó Jesús_, necesitan dejarse llevar hasta los últimos extremos, porque la menor flaqueza equivale en ellos á pasarse á Barrabás. V Cómo educó á su hija. Don Juan de Lantigua no había presidido personalmente á la educación de su única hija. Además de que sus ocupaciones en el foro y en la tribuna le dejaban poco vagar para consagrarse á ello, creía que con encerrar á su hija en un colegio bastaba. Lo importante era que en el colegio reinasen buenos principios. Advirtamos que D. Juan enviudó á los catorce años de casado. Su digna esposa le dejó á Gloria, de doce años, y á dos pequeñitos que volaron al cielo, desde Ficóbriga, cuando apenas habían aprendido á andar por la tierra. Gloria, después de residir algunos años en un colegio, á que daba nombre una de las advocaciones más piadosas de la Virgen María, volvió á su casa en completa posesión del catecismo, dueña de la historia sagrada y de parte de la profana, con muchas, aunque confusas nociones de geografía, astronomía y física, mascullando el francés sin saber el español, y con medianas conquistas en los dominios del arte de la aguja. Se sabía de memoria, sin omitir letra, los _deberes del hombre_, y era regular maestra en tocar el piano, hallándose capáz de poner las manos en cualquiera de esas horribles _fantasías_ que son encanto de las niñas tocadoras, terror de los oídos y baldón del arte musical. Lantigua la oyó recitar trozos de historia sagrada, y no pareció satisfecho. —En estos colegios del día—afirmó,—preparan el entendimiento de los niños para las ideas como los dedos para las teclas. El pensar es tocar, reproduciendo con el órgano de la palabra la música del padre Astete. Un día, como Gloria, viéndole sumergido en hondos comentarios sobre la unidad religiosa impuesta á los Estados después de la unidad política, se permitiese decirle que en su sentir los reyes de España habían hecho mal en arrojar del país á los judíos y á los moros, Lantigua abrió mucho los ojos, y después de contemplarla en silencio, mientras duró el breve paroxismo de su asombro, le dijo: —Eso es saber más de la cuenta. ¿Qué entiendes tú de eso? Vete á tocar el piano. Gloria corrió como un pájaro alegre que siente en su alma el ansia de trinar, y posándose en la banqueta y dejando correr sus manos por el teclado se puso á tocar algo que sonaba á zarzuela. Lantigua no entendía una palabra de música. Había oído hablar de Mozart y de Offembach, y para él todos eran lo mismo, es decir, unos holgazanes. Pero su espíritu elevado y su sensibilidad exquisita le hacían encontrar instintivamente diferencias profundas entre las varias clases de música que había oído. En general, todo cuanto tocaba Gloria le parecía horrible. —No sé qué diera, hija mía—le decía,—por oirte tocar otra cosa que ese sonsonete de organillo de las calles. No me digas que así es toda la música, porque yo he oído en alguna parte, no sé si en la Iglesia ó en el teatro, composiciones graves y patéticas, que penetrando más allá de los sentidos, conmueven el ánimo y nos sumergen en dulce meditación. ¿No sabes algo de eso? Gloria repasaba todo su repertorio de _fantasías, nocturnos, flores de salón_ y _auroras del pianista_, sin poder encontrar lo grave y patético que el alto espíritu de su padre pedía. En honor de la verdad, que es antes que todo, aun antes que el prestigio y las gracias de la linda niña, debo decir que Gloria aporreaba el piano de un modo lamentable, cual si las teclas, convictas y confesas de algún espantable crimen, merecieran ser azotadas todos los días por espacio de tres horas. —Basta ya de monserga, hijita—le decía D. Juan;—coge un libro y ponte á leer. Gloria volaba á la biblioteca de su padre, miraba á todos lados, hojeaba un libro y con desdén lo volvía á poner en su sitio. Cogía otro, leía algunas páginas; mas pronto se cansaba. —¿Qué buscas?... ¿novelas?—decía D. Juan entrando tras ella y sorprendiéndola en el escrutinio.—Algo de eso tengo también... Espérate. —_Ivanhoe_—decía Gloria, leyendo un rótulo. —Esa es buena, pero déjala por ahora... Aquí han entrado pocas novelas. De la basura que diariamente han producido en cuarenta años Francia y España, no hallarás una sola página... De lo bueno hay algo, poco... Me parece que en algún rincón encontraremos á Chateaubriand, á Swift, á Bernardino de Saint Pierre, y antes que á ninguno, á mi idolatrado Manzoni. Pero al poco tiempo D. Juan prohibió á su hija la lectura de novelas, porque aun siendo buenas, decía, enardecen la imaginación, encienden deseos y afanes en el limpio corazón de las muchachas, extravían su juicio y les hacen ver cosas y personas con falso y peligroso color poético. En cambio, si Gloria no leía para sí, leía para su padre. D. Juan, con la mucha fatiga del estudio, con el contínuo hervir de su cerebro y las largas vigilias y aquel afán constante en que su viva pasión política le tenía, iba perdiendo la vista. Llegó á no poder leer de noche; mas como á todo trance necesitase tener á mano textos de Quevedo, Navarrete y Saavedra Fajardo para ilustrar la obra que á la sazón escribía, instituyó á su hija en lectora. D. Juan se ocupó algún tiempo en comentar los discursos ascéticos y filosóficos de Quevedo, porque aquel genio colosal de las burlas descansaba de su gigantesco reir con seriedades taciturnas. Gloria leyó en voz alta la _Vida de San Pablo Apóstol, La Cuna y la sepultura_ y _Las Cuatro pestes del mundo_. Después se engolfó en la _Política de Dios y Gobierno de Cristo_, y como el sabio colector tuvo el buen acuerdo de poner en el mismo tomo en que se halla el mencionado escrito, la incomparable historia del _Buscón_, Gloria, cuando su padre mandaba suspender la lectura para escribir, doblaba bonitamente algunos centenares de hojas, y tapándose la boca para que no estallase la risa que á borbotones pugnaba por salir, se deleitaba con las travesuras del gran Pablos. En otras ocasiones, como D. Juan no pusiese reparos á los libros clásicos españoles del gran siglo, Gloria se apoderó de varios tomos, y leyó la _Virtud al uso y mística á la moda_, de D. Fulgencio Afán de Ribera. Casi casi estuvo á punto de engolfarse en la _Pícara Justina_; pero Lantigua al fin puso mano en ello, permitiéndole sólo _Guzmán de Alfarache_. Desgraciadamente en el mismo tomo estaba _La Celestina_. VI Cómo se explicaba la niña. Sin más norte que su buen juicio y libre de preocupaciones, Gloria conversando un día con su padre sobre el viejo asunto de las novelas cuya lectura debe permitirse ó vedarse á la juventud, dijo que la literatura picaresca de que tanto se envanece España por sus riquezas de estilo, le parecía una literatura deplorable, inmoral, irreverente y en suma anti-religiosa, porque en ella se hace la apología de las malas costumbres, de la holgazanería ingeniosa y truhanesca, de todas las malas artes y travesuras groseras que degradan á un pueblo. Concluyó por afirmar con una osadía verdaderamente escandalosa, que las gracias de aquellos perdidos, héroes de tales novelas, si al principio le causaron agrado, bien pronto le dieron repugnancia, y tedio; y que tales gracias, comúnmente obscenas y sin delicadeza, habían encanallado la lengua. Si hemos de creer á testigos presenciales cuya veracidad no debe ponerse en duda, Gloria, _mutatis mutandi_, dijo también que al penetrar con ánimo valeroso en el laberinto de desvergüenzas, engaños, groserías y envilecimiento que con tanto chiste pinta la literatura picaresca, no podía menos de considerar á la sociedad del siglo XVII como una sociedad artista en la imaginación, pero caduca en la conciencia; y que comprendía el decaimiento de la raza española, que á la sazón no conservaba más virtud que un heroísmo ciego, virtud no suficiente á suplir la falta de un sentido moral puro y de una religiosidad sencilla y desnuda de superstición. Cuentan que D. Juan de Lantigua, cuando esto oyó, estuvo largo rato perplejo y confuso, no tanto por lo peregrino de tales conceptos, sino por el desenfado con que su hija los manifestaba. Luégo sucedió á la confusión cierto terror ocasionado por la precocísima aptitud que mostraba Gloria para el sofisma y la paradoja; mas notando en ella un entendimiento de mucho brío aunque extraviado, consideró lo mejor llevarlo dulcemente por el buen camino. Con tales ideas y propósitos, ordenó á su hija que se diese una buena hartada de comedias de Calderón, acompañándola con lecturas diarias de los místicos, poetas y prosadores religiosos, para que variasen sus ideas radicalmente respecto á la sociedad española del glorioso siglo. En efecto, hizo la señorita todo lo que su padre le mandaba, y á vuelta de algunas semanas le manifestó que en efecto sus ideas habían cambiado un poco, aunque no radicalmente. Usando términos comunes que me veo obligado á variar para expresarlo con más viveza, aseguró que en la sociedad de aquellos tiempos encontraba además de lo indicado antes, una inclinación demasiado ardiente al idealismo, la cual si bien producía maravillosos efectos en la poesía y en las artes, era tal que sacaba á la sociedad fuera de su asiento. Le repugnaban los perdidos, los rufianes, las busconas, los estudiantes, los militares, los escribanos, los oidores, los médicos, las terceras, los maridos zanguangos y las mujeres livianas de las novelas picarescas; pero todos estos tipos tenían innegable sello de verdad. Como una protesta contra tal linaje de gentuza, los galanes y damas, los caballerosos padres y los hidalgos campesinos de los dramas querían establecer, con sus nobles ideas y estupendas acciones, el imperio de lo bueno y de lo justo; pero á juicio de Gloria, había en el hermosísimo semblante de aquellas figuras sin par la expresión melancólica de quien ha estado durante cien años empeñado en un objeto sin conseguirlo. Como Lantigua se riese de tan evidente despropósito, Gloria afirmó (empleando por supuesto frases comunes), que aquel ideal del honor y del amor no era la mejor ni más sólida piedra para asentar el edificio moral de una sociedad. Luégo se ocupó de los místicos, reconociendo en ellos falta de equiponderación entre la fantasía y el discernimiento, y afirmando que su literatura, en ocasiones muy bella, no podría servir nunca de guía al común de las gentes, por ser de pocos comprendida. Resumió sus ideas sobre este punto diciendo que no podía tolerar que se tratase de religión sin sencilléz suma, por lo cual ponía por encima de todos los tratados y disertaciones místicas el Catecismo de las escuelas, que, hablando como Jesucristo, lo decía todo. Parece que al llegar á este punto D. Juan de Lantigua hizo, no sin burlarse de su hija, algunas observaciones sobre la profunda filosofía y estudio de la divinidad y del hombre que en tales obras se encierra, y viérais aquí á la pícara Gloria sosteniendo que la sociedad modelo, según las ideas de su padre, había alambicado y desvirtuado un poco la idea religiosa, dejándose seducir demasiado por los símbolos que la misma idea religiosa emplea como órganos eficaces y al mismo tiempo como culto tributado por la verdad á la belleza eterna. —Esas novelas de truhanes y desalmados—dijo Gloria para terminar,—esas comedias de caballeros enamorados y discretos, aunque no siempre intachables bajo el punto de vista de la moral cristiana, esas disertaciones donde mi espíritu se pierde sin poder seguir el hilo sutilísimo del enrevesado discurso, bastan á darme idea de la gente para quien tales cosas, por lo común admirables, se escribían. Veo las conciencias muy anchas y gran tolerancia para mucha parte de los vicios que degradan al hombre en todas las épocas. No dudo que existiesen caracteres generosos, los cuales creyeran cumplir su misión y dar vuelo á los nobles impulsos de su alma, elevando por encima de la general torpeza, como enseñas sagradas, el ideal del honor y la fe religiosa. Pero el pueblo, á quien no habían enseñado á discernir y que vegetaba comido de vicios, incapáz para el trabajo y soñando con guerras que traían el pillaje, ó conquistas que dieran fácil fortuna, no tenía más que sentidos. No ponía atención á nada, ni aun al sublime misterio de la Eucaristía, si no se lo presentaban en forma de comedia. »Por un lado se me presenta una realidad baja y común compuesta de epidémica miseria, en cuyo seno haraposo y vacío se agitaba la gran masa de la Nación pidiendo destinos al rey, á los nobles las sobras de sus mesas, á los frailes el bodrio, y á la política nuevas tierras que expoliar. Por otro no veo más que hombres bien alimentados, á quienes deslumbra un ideal de gloria y una dominación del mundo, que cual sombra vana se desvanece al fin, dejándoles con la mano puesta en las mechas de sus arcabuces para matar pájaros. En el arte, veo también dos términos: los poetas que cantan el amor y el honor, y los místicos y poetas de cláustro, que pasan sus días buscando fórmulas nuevas para hacer comprender al pueblo los dogmas sagrados. De estas dos musas, una sublima el amor humano y otra el divino, pero empleando iguales formas poéticas, iguales símiles, hasta iguales versos, sin duda porque lenguas de la tierra han sido hechas para lo humano y humanamente lo dicen todo. »Los poetas, los grandes guerreros, los frailes, los teólogos, los hombres de inteligencia cultivada entreven una sociedad mejor, vislumbran un mundo moral superior á aquel en que viven y se agitan los pedigüeños y desnudos, los holgazanes, pícaros y demás gente menuda. Luchan unos con otros. La cosa no va bien; pero no se sabe cómo puede enmendarse. Los unos piden pan, destinos, bienestar material, y no hallando quien se lo dé, roban lo que pueden; los otros piden gloria, amor exaltado, profunda fe, religiosidad, caballerosidad, justicia perfecta, belleza perfecta, y jamás pueden entenderse. De estas dos voluntades que aparecen una frente á otra en aquella sociedad calenturienta, se apodera Cervantes y escribe el libro más admirable que ha producido España y los siglos todos. Basta leer este libro para comprender que la sociedad que lo inspiró no podía llegar nunca á encontrar una base firme en que asentar su edificio moral y político. ¿Por qué? Porque D. Quijote y Sancho Panza no llegaron á reconciliarse nunca. Parece indudable por los datos confusos que han llegado á mis noticias, que cuando Gloria expuso á su manera las ideas del párrafo anterior, estaban en compañía de su padre obra de cuatro ó seis personajes graves, que no podían con la fama de sabios, tales eran el peso y grandor de ella. Alabando el agudo ingenio paradójico de la muchacha, se rieron mucho de sus donaires, y celebraron las originales ocurrencias, mezclando hábilmente á veces la crítica con la galantería; y como alguno, más curioso que los demás, manifestase deseos de conocer en qué consistía la reconciliación entre D. Quijote y Sancho Panza, Gloria, un poco confusa por el dudoso éxito de su osada tesis, se expresó así: —Ustedes que son tan sabios no habrán dejado de observar que si D. Quijote hubiera aprendido con Sancho á ver las cosas con su verdadera figura y color natural, quizás habría podido realizar parte de los pensamientos sublimes que llenaban su grande espíritu; así como si el escudero... pero no digo más porque se ríen ustedes de mí. Ya sé que esto que hablo es algo extraño, quizás disparatado y hasta ridículo, por lo muy contrario á la verdad, que sólo ustedes pueden conocer; pero si es así, ténganlo por no dicho ó por pura broma mía. Más tarde, cuando los sabios privaron á la casa de su presencia majestuosa, D. Juan de Lantigua, á quien las desatinadas opiniones de su hija habían puesto algo malhumorado, encerróse con ella y la reprendió afablemente, ordenándole que en lo sucesivo interpretase con más rectitud la historia y la literatura. Afirmó que el entendimiento de una mujer era incapáz de apreciar asunto tan grande, para cuyo conocimiento no bastaban laboriosas lecturas, ni aun en hombres juiciosos y amaestrados en la crítica. Díjole también que cuanto se ha escrito por varones insignes sobre diversos puntos de religión, de política y de historia, forma como un código respetable ante el cual es preciso bajar la cabeza, y concluyó con una repetición burlesca de los disparates y abominaciones que Gloria había dicho, y que evidentemente la conducirían, no poniendo freno en ello, al extravío de la razón, á la herejía y tal vez al pecado. Retiróse Gloria muy confusa á su alcoba, pues era hora de dormir, y á solas meditó largo rato, llegando por fin ¡tal era el ascendiente de su padre sobre ella! á un convencimiento profundísimo de que había pensado mil tonterías, despropósitos y barbaridades abominables. Pero deseosa de absolverse, echó toda la culpa á los libros, é hizo voto de no volver á leer cosa alguna escrita ó impresa, como no fuera el libro de misa, las cuentas de la casa y las cartas de sus tíos. Arrodillándose para orar, según su piadosa costumbre, dijo: —¡Gracias, Dios mío, por haberme revelado á tiempo que soy tonta! Acostándose discurrió que le iba á ser muy difícil dejar de pensar toda suerte de extrañas y endemoniadas cosas, porque aquella facultad suya de discernir era una monstruosidad fecunda que llevaba dentro de sí y que á todas horas estaba procreando ideas. Pronto pudo observar que si bien los libros estimulaban en ella aquel surgir constante de pensamientos varios y jamás ideados de otro alguno, el fenómeno no cesaba por completo renunciando á las lecturas. Esto la puso en cuidado. —Pues si no puedo menos de pensar—se dijo,—al menos callaré. Pero la verdad es que, aun sin manifestarse por medio del discurso, sus facultades estaban siempre en febril ejercicio, y á su observación no escapaba cosa alguna. Durante largo tiempo, su padre no cambió con ella una sola palabra relativa á ningún alto asunto. Asistía la joven al culto religioso con devoción minuciosa y con regocijo, y en lo demás mostraba afición á las cosas nimias, detallando hasta un extremo pueril todos los actos de la vida. Tenía cortadas las alas. Así la hemos hallado. Pero en sus horas de soledad y meditación, en los crepúsculos que preceden ó siguen al sueño y en los cuales la percepción interna suele ser más viva, Gloria sentía hondas voces dentro de sí, como si un demonio se metiese en su cerebro y gritase: —Tu entendimiento es superior... los ojos de tu alma abarcan todo. Abrelos y mira... levántate y piensa. Cuando leía, cuando daba su opinión sobre los pícaros y sobre la sociedad del gran siglo, Gloria tenía dieciseis años. VII Los amores de Gloria. Pero en los días en que esta historia empieza tenía ya dieciocho. Aún no se le habían conocido amores, ni noviazgos, ni inclinación á ningún mozalvete, ni señales de que hubiese entregado parte mínima de su corazón á hombre nacido. Don Juan no la tenía sometida á inquisitorial vigilancia, ni le prohibía que fuese al teatro, al paseo y á las tertulias en compañía de sus primas. Pero si la juventud masculina que Gloria conocía no despertaba en ella ni aun mediano interés, no por eso su corazón dormía. Perdió á su madre á los doce años de edad. Quedáronle dos hermanitos, el uno de tres años, y el otro de quince meses, con los cuales hizo el papel de madre, hasta que ambos murieron, con intervalo de pocos días. Ella misma, después de cuidarles en su enfermedad con extremado celo, les había cerrado los ojos, les había vestido y puesto flores en las sienes y en las manos, y al fin había cerrado la caja, cuando Caifás se los llevó al camposanto de Ficóbriga. Las dos inocentes criaturas ocuparon siempre lugar muy grande en el corazón de su hermana, y ésta no pasaba sin derramar lágrimas por el rústico cementerio de la villa, donde aquéllos habían dejado su mortal vestidura. Además, el corazón de Gloria estaba lleno de un amor inefable y celestial inspirado por su tío D. Angel, obispo de ***. Le consideraba como un santo bajado de los altares, ó mejor dicho, del cielo, para departir con ella, darle buenos consejos y vivir bajo su mismo techo y comer de su mismo pan. Gobernaba aquel santo varón una diócesis de Andalucía, y muy rara vez venía á Madrid; pero últimamente sus achaques le obligaron á buscar alivio en el país natal, y solía pasar algunos meses de verano en Ficóbriga en compañía de su hermano y sobrina. No era su primer visita aquella reciente en que le hemos visto llegar, anunciado por los cohetes. Dos años antes había estado también. La afición pura y entrañable de Gloria al hermano de su padre pertenecía al orden de sentimientos que consigna en su primer artículo el Decálogo. Le amaba como á una representación de Dios en la tierra. Recordaba que en una grave enfermedad que ella padeciera en la niñéz, su tío había venido de la diócesis para verla; recordaba haber sentido ante él alegría tan viva, que cuerpo y alma se reanimaron con ardor desconocido. Figurósele que una mano celestial la sacaba del negro abismo en que iba sumergiéndose. Ya convaleciente, se le permitía jugar en el cuarto, mas nunca salir de él. El obispo, dejando á un lado su breviario, tomaba asiento junto á la mesa donde Gloria tenía un completo ajuar diminuto de casa, con preciosos mueblecitos, vajillas de comedor y cocina, y dos docenas de damas y señoritas de alta categoría, de las cuales unas estaban en visita y otras recibían. Su Ilustrísima discutía largamente con Gloria sobre la colocación que debía darse á las sillas y sofás, y ambos se pasaban las horas muertas con las imaginarias visitas y los cumplidos y saludos de las mudas personas de cartón. Llegada la hora de la comida para los habitantes de encima de la mesa, el patriarca por un lado y la chiquilla por otro parecían la gente más atareada del mundo, limpiando cacerolas del tamaño de dedales, espumando cazuelas en cuyo seno unos pedacitos de pan hacían las veces de pavos y gallinas, y soplando hornillos sin lumbre. «Que ponga usted bien esos manteles, tío...» «Allá voy, hijita, y no seas tan viva de genio...» «¿Qué tal? ¿Está ya frita la merluza?...» «Divinamente; como que me están dando ganas de comérmela...» «Vaya, lave usted esos platos, mientras yo limpio los cuchillos, pronto...» «Pues manos á la obra...» «Todo está preparado: que entren las señoras...» «Pues allá van las señoras...» «Música, tío, música...» «Pues allá va la música... Ton, torontón...» Al coloquio de las dos voces igualmente infantiles, aunque de distinto tono, sucedía entonces musical murmullo, al modo de himno de Riego ó marcha real, acompañada de golpecitos sobre la mesa, dados con las patitas de palo de una muñeca. En aquellos solitarios diálogos dentro de una estancia donde ningún extraño podía penetrar, no se oía nada teológico; pero á veces caían boca arriba las figurillas; olvidábase todo, cacerolas, visitas, cocina, sofás, ceremonias; Gloria fijaba sus ojos en el placentero semblante de su tío; preguntábale cómo era el Cielo, y entonces el ángel y el santo empezaban á hablar de ello con tanto fervor como los desterrados hablan de la patria. Más tarde, años adelante, cuando Gloria, disputando con su padre, comenzaba á dar las muestras de precocidad que hemos expuesto, D. Angel se reía de tan buena gana, que era cosa de seguir disparatando para gozar en su alegría. El obispo se cercioraba frecuentemente (y esto con la mayor seriedad) de la ortodoxia de su sobrina, y en punto tan delicado jamás tuvo ocasión de censura, antes al contrario, de grandes alabanzas y de que el inmenso amor que le tenía se aumentase. Aquí punto. VIII Un pretendiente. Estalló, como he dicho, el cohete en los aires, y casi en el mismo instante resonaron las campanas de la Abadía, mezclándose el agudo son de la esquila con la hueca salmodia del fabordón, para anunciar á los habitantes de Ficóbriga el felíz suceso. Salieron todos á la calle; abandonaron la playa marineros y calafates; de los campos acudieron labriegos y pastores; afluyó de una y otra parte enjambre de chiquillos; todos los funcionarios municipales aparecieron de gran etiqueta, y ninguna persona quedó en su casa. La cariñosa manifestación provenía de que los Lantiguas eran muy queridos en la localidad, especialmente el D. Angel. De todas las personas importantes que salieron al encuentro de su Ilustrísima, el más apresurado fué D. Silvestre Romero, cura de la villa. Siguióle correteando, según se lo permitían sus piernecitas, el llamado D. Juan Amarillo, varón pálido y rico, que no llevaba tal apellido, por ser, como era, el usurero de la comarca, sino porque lo heredó de sus dignos padres. Fué también el boticario, industrial ingeniosísimo que iba en camino de ser rico, y no se quedó atrás, sino que fué de los primeros en correr al camino, abrochándose el recién puesto y de antiguo raído pantalón. D. Bartolomé Barrabás, el liberalote del país, exdómine con puntas de filósofo, ogaño maestro de escuela, con pespuntes de hombre político, y aun de orador y también de periodista. Siguiéronle varios indianos, paso á paso, marchando con gravedad y compostura, porque hombres que habían pasado toda su vida trabajando no podían igualarse á los chicos de las calles ni á los holgazanes, como D. Bartolomé Barrabás. Iban acompañados de sus sombreros de pelo, para tan alta ocasión sacados de las sombrereras, y también de sus paraguas, que desafiaban á las nubes. Cuando D. Angel llegó á las primeras casas del pueblo, se bajó del coche para abrazar á su hermano y sobrina. Exclamación inmensa, como el bramido del mar irritado, le saludó. De entre aquel tumulto de entusiasmo saltaron al aire gorras y sombreros. Los paraguas de los indianos, cual aves majestuosas, desplegaron sus alas negras para recibir unas cuantas gotas que á la sazón caían. Abalanzóse el gentío hacia Su Ilustrísima para besarle el anillo, y muy difícil le fué á D. Angel llegar á la Abadía para orar breve rato. De la Abadía á la casa continuaron las apreturas, y fué preciso que la autoridad municipal, siempre vigilante en lo que al buen orden de los pueblos se refiere, interviniese para apartar á un lado y otro á la pegajosa muchedumbre. Cuando el prelado entró en la casa, quiso orar también un rato en la capillita de ésta; pero le advirtió su hermano que estaba fuera de uso por hallarse en reparación. En la sala baja, el prelado conversó un rato con las eminencias ficobrigenses que habían salido á recibirle. En la casa había gran movimiento de personas que iban de aquí para allí, y subían y bajaban. Gloria se dirigía precipitadamente á la escalera para subir á dar ciertas órdenes, cuando encaró con un joven. Ambos sonrieron; ella con sorpresa, él con alegría. El señor obispo había traído consigo á tres personas, dos del orden sacerdotal y un láico. El láico era un joven como de treinta años muy cumplidos, delgado y rubio, de ojos obscuros acompañados de sutilísimas gafas de oro, cejas muy arqueadas como curva de puente antiguo, barba abundante y azafranada, fisonomía inteligente y porte caballeroso y hasta cierto punto elegante. Eran fáciles sus maneras y su habla un poco campanuda, como de quien gusta de oirse y se ha oído mucho en estrados, en las Cortes ó en las varias academias de mancebos aprovechados que hay en Madrid. Nada había en su persona de asacristanado ó frailuno, como pudiera creerse al verle venir en compañía de clérigos. Este personaje fué el que encaró con Gloria en el primer peldaño de la escalera, inmutándose un poco al verla. —¡Cómo! ¿usted por aquí, Rafael? ¿Ha venido usted con mi tío?—le preguntó la señorita, después del primer saludo. —He venido con Su Ilustrísima; pero me quedé un poco atrás, porque nuestro coche se detuvo en la cuesta—repuso el mancebo estrechando la mano á la joven.—Ya sé que todos están buenos. El Sr. D. Juan hecho un mozalvete. Usted siempre tan linda... —Yo creí que usted no saldría de Madrid. Como ahora están las cosas tan enredadas por allá... —Por allá y por aquí y por todos lados... No sé á dónde irá á parar el mundo. Yo he venido á Ficóbriga para cierto asunto de elecciones y también para uno mío... Ya se lo dirá á usted D. Juan. He venido en el mismo tren que Su Ilustrísima, que después me ofreció su coche y hospitalidad en su casa. No la he aceptado por no molestar. Además tengo compromiso con mi íntimo amigo el señor cura para vivir con él unos días. —¿Estará usted mucho tiempo por aquí? —Me estaría toda la vida—dijo el joven con evidentes señales de debilidad amorosa en su grave semblante, y arqueando las cejas de un modo excesivo, hasta ponerlas en mitad de la frente.—El mes pasado la ví á usted por última vez en casa de su tía... ¡Qué pícara! ¡Dejarnos en tal soledad...! ¿Se acuerda usted de lo que hablamos allí la última noche de tertulia? Gloria se echó á reir. —Dos días después fuí á casa de mi amiga. El pájaro había volado. Ficóbriga y siempre Ficóbriga. Aborrezco á este pueblo. —¡Aborrece á este pueblo! —No, ahora no—respondió con viveza el de las gafas.—Es un paraíso este lugar. Por desgracia el asunto de las elecciones me entretendrá poco más de dos semanas... ¡Qué dulce es vivir aquí, tan cerca de usted, Gloria!... Parece un sueño, y sin embargo, es verdad... ¡Verla á usted todos los días, á todas horas...! —El honor es para nosotros, Sr. del Horro. Pero dispénseme usted... Voy á mandar que bajen los azucarillos... ¡Francisca, pero Francisca!... IX Recepción, discurso, presentación. El joven entró en la casa. Estaban allí además de los dos hermanos Lantigua, el doctor López Sedeño, secretario de Su Ilustrísima, el paje del mismo, D. Juan Amarillo, el cura y el alcalde de Ficóbriga, los tres indianos y D. Bartolomé Barrabás, que á pesar de la firmeza de sus ideas republicanas, no vacilaba en tributar respetuoso homenaje á la principal gloria de Ficóbriga, aunque tal gloria estuviese representada en un príncipe de la Iglesia. El cura de Ficóbriga, D. Silvestre Romero, que era un hombre proceroso, fornido, de fisonomía dura y sensual como la de un emperador romano, pero muy simpático y francote, dió comienzo, no sin turbación, á un discurso que preparado llevaba, y del cual la historia, muy negligente en esto, apenas conserva algunos párrafos. —Todos los habitantes de esta humilde villa—dijo,—sienten la más viva alegría al ver á Usía Ilustrísima en el seno de esta humilde villa, y esperan que la presencia de Usía Ilustrísima en esta humilde y honrada villa sea anuncio felicísimo de paz, origen de concordia, y señal de bienes sin cuento... Y más adelante, cuando se serenó un poco, y pudo con desembarazo echar fuera los pensamientos que traía almacenados en su mente, agregó esto: —¡Benditos nosotros que vivimos ausentes de los escándalos que pasan allá donde la corrupción y la irregularidad tienen su asiento! Lo que llega á nuestros oídos nos hace estremecer. El Sr. D. Juan profetizó en aquel su célebre discurso los fuegos de Nínive, y los fuegos de Nínive que ya cayeron sobre Francia, caerán también sobre la católica España y la abrasarán y podrá decirse de ella: «Pereció su memoria con el sonido» _periit memoria ejus cum sonitu_. Y después: —Antes se había entibiado la religiosidad; pero ahora se ha perdido por completo en la mayor parte de las personas, y las que aún saben dirigir sus almas al cielo, se ven perseguidas, amenazadas por la caterva brutal de filósofos y revolucionarios. Los hombres que gobiernan al país predican públicamente el ateísmo, se burlan de los Santos Misterios, insultan á la Virgen María, denigran á Jesucristo, llaman bobos á los Santos, y mandan demoler las Iglesias y profanar los altares. Los ministros del Señor hállanse hoy en la condición más precaria: se les trata peor que á los ladrones y asesinos: el culto sin decoro ni magnificencia, á causa de la general pobreza de la Iglesia, entristece el ánimo. Los hombres no piensan más que en reunir dinero, en reñir los unos con los otros y en disputarse el gobierno de las naciones, que al dejar de ser guiadas por la política cristiana y único gobierno posible, que es el de Cristo, marchan con paso ligero á su disolución y total ruína. Don Silvestre no quitaba los ojos, mientras hablaba, de D. Juan de Lantigua, como preguntándole: «¿Qué tal lo hago?» Pero el insigne jurisconsulto fué la única persona que no se mostró entusiasmada con el discurso del cura, sin duda por no creerlo ni nuevo ni oportuno; que todas las ocasiones no son propias para decir verdades. El doctor Sedeño, que era un poco enfático, dijo también algo coruscante sobre la ruindad de los tiempos; pero á pesar de su mérito no ha llegado el texto á nuestras manos. —Malos son los tiempos—dijo Su Ilustrísima, dirigiéndose principalmente al cura y á Barrabás, que muy azorado no decía palabra;—pero Dios no abandonará á los suyos en medio de la tempestad que se acerca, ni faltará un arca para los que viven en él. Oremos sinceramente, señores; la oración es antídoto celeste contra la epidemia del pecado que por todas partes nos rodea; oremos por nosotros, y por los que cierran sus oídos á la voz de Dios y sus ojos á la luz de la verdad. Fervor y piedad constantes en los que creen pueden atraer sobre la tierra especiales favores del cielo. _Te, domine, custodies nos a generatione hac in æternum._ «Tú, Señor, nos salvarás y nos guardarás de esta generación para siempre.» Al llegar aquí, el prelado fijó sus ojos con expresión de gran benevolencia en el joven seglar que había traído consigo y presentándole á sus amigos, habló así: —Aquí está nuestro heróico joven, nuestro valiente soldado. Señores y amigos míos, saluden ustedes al benemérito campeón de los buenos principios, de las creencias religiosas, de la Iglesia católica, y al perseguidor del filosofismo, del ateísmo, de las irreverencias revolucionarias. ¡Gloria á la juventud creyente, fervorosa, llena de fe y de amor al catolicismo! Don Rafael del Horro, inclinándose con modestia, balbució algunas palabras en protesta de aquellos elogios. —Cuando la juventud—añadió el prelado,—se entrega á los vicios de la inteligencia y se corrompe con perniciosas lecturas, este joven aspira al honroso nombre de soldado de Cristo. La Iglesia pelea allí donde la provocan al combate. ¡Ah, señores! No es vana cortesanía lo que sale de mis labios, sino admiración por su valiente espíritu, por su animosa decisión en pro de la combatida Iglesia, por la constancia con que persigue, acosa y anonada la pícara fracmasonería y el materialismo, por su elocuencia y su enérgico estilo literario, prendas todas que han sido armas poderosas de la causa de Dios en el período que acaba de pasar... —¡Ah!—exclamó D. Juan Amarillo, haciendo un saludo pomposo,—ya sabemos que el señor es un gran orador y un gran periodista. Don Silvestre Romero abrazó con efusión á Rafael del Horro. Eran antiguos amigotes, y en cierta ocasión, como el joven orador y publicista necesitase un buen corresponsal en Ficóbriga, brindóse á desempeñar este cargo el cura, enviando unas cartas muy saladas que no dejaban nada que desear. Mientras duraron las felicitaciones, don Bartolomé Barrabás, que era el demagogo de la localidad, no se atrevió á decir una palabra en pro de sus perversas doctrinas, y aunque el cura y Amarillo dejaron caer alguna punzante cuchufleta sobre la persona del filósofo de aldea, este no creyó prudente empuñar las bien afiladas armas de su dialéctica en aquella ocasión. El respeto á D. Angel ponía una mordaza en sus labios. Y tan bien pagó el noble prelado esta prudencia, que como D. Silvestre aludiera claramente al demagogo, diciendo que también Ficóbriga estaba tocada de pestilencia, habló de esta manera: —No me toquen á D. Bartolomé, que espero convertirle, puesto que su corazón es bueno, y estos desvaríos no perderán su alma, si llegamos á tiempo. Barrabás se inclinó dando las gracias. Por decir algo, dijo: —Y según la prensa, el Sr. D. Rafael del Horro viene á trabajar en las elecciones. —Viene á trabajar y á triunfar—repuso con desenfado el cura,—no pasará como la otra vez, cuando por nuestra negligencia y descuido se nos pusieron éstos encima. Y luégo, amenazando á Barrabás con la derecha mano, añadió: —Ahora se dirá: _Exurgat Deus et dissipentur inimici ejus, et fugiant... Sicut fluit cera á facie ignis, sic periant pecatores á facie Dei._ «Levántese Dios y sean dispersos sus enemigos, y huyan... Como se derrite la cera delante del fuego, así perezcan los pecadores delante de Dios.» Repitiendo el gesto de amenaza, D. Bartolomé dijo riendo: —Iremos á votar. El demagogo no estaba en la lista de los convidados de aquel día; pero D. Angel le rogó que se quedase, lo que en extremo agradeció Barrabás. Al mismo tiempo D. Juan de Lantigua gritaba desde la puerta: —Gloria, Gloria, hija mía; ¿pero no se come hoy en esta casa? X D. Angel de Lantigua, obispo de ***. El obispo parecía un niño grande. Su cara redonda, sonrosada y siempre risueña, se destacaba entre la ampulosa envoltura episcopal y bajo el sombrero verde, respirando profundo gozo de espíritu, benevolencia, paz completa con la conciencia y relaciones perfectas con Dios. Era hombre que por natural impulso de su sano corazón se inclinaba á suponer lo bueno en todo. Sus estudios, su experiencia, su confesonario le enseñaban que hay malvados en el mundo; pero siempre que hablaba con alguien, decía para sí: «¡Qué buena persona, qué excelente sujeto!» Como una luz alumbra cuanto la rodea, así su corazón proyectaba las claridades de la bondad sobre los que se le acercaban. Era incapáz de tener un mal pensamiento acerca de individuos conocidos, y cuando oía hablar de las picardías de alguien, no omitía decir cualquier palabra en su defensa. Su inteligencia era quizás inferior á la de su egregio hermano don Juan, pero le ganaba en verdadera piedad y en dulzura de sentimientos; y aunque tocante á materias dogmáticas profesaba la doctrina de la intolerancia en el verdadero sentido teológico no en el vulgar de esta manoseada palabra, la viva compasión que sentía hacia los errores de nuestros contemporáneos parecía atenuar el rigor de sus ideas. Se ignora lo que D. Angel habría hecho si hubiera tenido en el hueco de la mano á la pecadora sociedad presente. En cuanto á D. Juan, es seguro que la habría echado al fuego, quedándose después con la conciencia, no sólo tranquila, sino satisfecha de haber realizado el bien. En las prácticas religiosas era D. Angel intachable. No se le podía tildar ni de flaqueza ni de exceso de celo. Jamás desmayó en sus deberes de prelado: jamás extremó la letra á expensas del espíritu. En sus ratos de vagar, recreaba el ánimo con piadosas lecturas, y aborrecía los periódicos de cualquier partido que fuesen. En Ficóbriga, como los médicos le ordenasen una vida tranquila y que huyese de lecturas taciturnas y mentales trabajos, gustaba de pasear por el jardín, contemplando las muchas y bellas flores, y oyendo las explicaciones de su sobrina acerca del tiempo y condiciones en que cada una se criaba. Gustaba también de pasear por el pueblo hacia la mar, bajando casi siempre á la playa y al muelle, y deteniéndose infaliblemente á ver llegar las lanchas pescadoras, cuya vuelta al abrigo le producía inefable sensación de placer y asombro de la bondad infinita de Dios. Sus ojos las buscaban en el horizonte, las seguían por la superficie del mar, y cuando atracaban, tenía gozo especial en ver desembarcar la sardina, la merluza y el besugo. Siempre le causaba admiración que trajesen tantos peces, y decía á los marineros: «Creí que no quedaba más, después de lo que trajísteis ayer. ¡Bendito sea Dios que no deja morir á los pobres!» Le agradaba la música, cualquiera que fuese, sin distinción de escuelas. No entendía de buena ó mala música. Para él toda era buena, y siempre que su sobrina tocaba el piano, oíala con placer, y aun con cierto respeto, porque aquel precipitado correr de los dedos sobre las teclas, le parecía el colmo de las habilidades humanas. Pegábansele al oído aquellos ritmos, y por las mañanas, cuando bajaba al jardín, después de decir misa en la Abadía ó en la capilla, solía tararear entre dientes algún cantorrio sin principio ni fin. Pero su principal gusto consistía en departir con su sobrina sobre cualquier materia sagrada ó profana. Autorizábala benévolamente para decir cuanto se le antojara: le preguntaba mil cosas frívolas que de ningún modo podían interesarle, y hacía comentarios sobre los diversos sucesos que ocurrían en Ficóbriga, pues también allí había sucesos. Tenía en tanto aprecio á su secretario el doctor López Sedeño, que en ninguna cosa grave ponía mano sin consultarle, por ser Sedeño teólogo eminente y gran sabedor de cánones; pero de algún tiempo acá se había dado el secretario con exceso á los negocios políticos, y leía con afán los periódicos y aun escribía algo en ellos. Si al principio desagradó esto á D. Angel, pronto se fué acostumbrando, y acabó por alabarlo, considerando que los tiempos exigían tomar las armas. No faltaron maliciosos que en las antesalas del palacio episcopal de *** murmuraron de la excesiva preponderancia del doctor Sedeño en los consejos de Su Ilustrísima, y hubo quien, por mote, llamó al leal servidor y amigo _le petit Antonelli_. Pero de estos detalles, que quizás fueran malignidades, no nos ocuparemos aquí. Otros decían que Sedeño era muy soberbio y aspiraba al episcopado de ***, cuando fuese trasladado D. Angel, como se anunciaba, á la metropolitana de S, y recibiera el capelo. Nosotros lo ignoramos y cerramos los oídos á los chismes capitulares. Sólo sabemos que D. Angel era amado con delirio por sus diocesanos, lo mismo que por sus compatriotas los de Ficóbriga; que su corazón estaba limpio de ambiciones; que si tomaba con mucho calor la perversidad de los tiempos, era sólo atendiendo á lo espiritual. Gran cariño tenía á Rafael del Horro, joven espada de la Iglesia, diputado, una especie de apóstol láico, defensor enérgico del catolicismo y de los derechos eclesiásticos. Sin embargo, cuando por el tren le habló el ardiente joven del negocio de la elección, Su Ilustrísima le dijo: —Creo que mis paisanos le votarán á usted, porque son buenos católicos, y darán fuerza á los defensores de la Iglesia; pero no me pida usted que les hable de este negocio. Allá se las entienda con su amigo D. Silvestre, que es, según dicen, un águila para esto de elecciones, pues las que él ha dirigido dejaron fama en todo el país. Este fué un punto en que ni el mismo doctor Sedeño, con ser _le petit Antonelli_, pudo hacer variar la inquebrantable resolución del prelado. Tampoco quiso éste intervenir en otro asuntillo que traía á Ficóbriga Rafael del Horro, y lo encomendó por entero al cuidado de su hermano D. Juan, como se verá en el capítulo siguiente. XI Un asunto grave. Rafael del Horro vivía en casa del cura, y todos los días, bien al almuerzo, bien á la comida, se personaba en casa de Lantigua, llevado del afán de hablar con Gloria. Una mañana, antes de que el aguerrido campeón de Jesucristo pareciese por la casa, D. Angel, que acababa de llegar con Gloria de la Abadía, donde había celebrado la misa, dijo á ésta: —Tu padre está en el jardín y quiere hablarte; ve. Gloria corrió al jardín, donde estaba don Juan en pié, con las manos á la espalda, inspeccionando los materiales que habían traído para componer la capilla. Fueron ambos á sentarse en un apartado y umbroso sitio que abrigaban corpulentas magnolias y otros árboles. Un sol tibio calentaba el jardín, convocando en el espeso verdor de éste á toda la república de pájaros vecinos que entraban y salían por diversas partes jugando y charlando. D. Juan miró con afectuosos ojos á su hija, y le habló así: —Por lo mucho que te quiero, voy á enterarte de un asunto que interesa mucho á tu porvenir y á tu felicidad. Si se tratara de una jovenzuela de esas que no poseen tu buen juicio ni tu rectitud, seguramente el camino que debía seguirse sería distinto; pero tú no eres como las demás, y yo tomo la senda más breve. Creo, hija mía, que ha llegado la ocasión de que te cases. Gloria se quedó absorta; quiso hablar, y no se le ocurrió nada digno de ser dicho en tan crítica ocasión y ante la majestad imponente de D. Juan, en quien veía entonces juntas las dos personas de su padre y de su tío. —Sí—prosiguió Lantigua.—Lo que en otra clase de personas es cuestión difícil, aquí es problema facilísimo, y puede resolverse con honra y contento de todos. Una joven que no ha entretenido su edad florida en noviazgos indecentes, ni con necios amoríos de balcón ó de tertulia, es el tesoro más preciado de una honesta familia. Esa joven eres tú. Tu carácter bondadoso, dócil, tu educación cristiana y hábitos humildes, tus pensamientos, que si alguna vez han sido soberbios, después se han sometido al yugo de la autoridad, me mueven á hablarte de este modo, seguro de que tus ideas se acordarán con las mías y tu sentir con mi sentir. La señorita quiso de nuevo hablar algo, aunque fuera para dar su asentimiento; pero nada de lo que vino á su mente le pareció digno de la gravedad del caso, por cuya razón hubo de callarse. —¡Qué seria te has puesto!—dijo el padre;—y también pálida. Así me gusta. Una muchacha casquivana y ligera habría sonreído y soltado por la boca mil palabras torpes ó fútiles; pero tú comprendes que el asunto de que trato es una piadosa unión por toda la vida, un Sacramento instituído por Dios, el paso más difícil y más delicado de la existencia, y sólo la idea de avanzar el pié para darlo debe suspender el ánimo de la mujer cristiana. Después de sonreir, prosiguió así: —Sin duda sospechas quién es el hombre á quien tengo por el más á propósito para ser tu esposo. Hay un joven cuyo carácter, talentos no comunes y costumbres cristianas son una excepción entre todos los de su clase y de su edad, como lo eres tú entre las niñas de estos tiempos. Ese mozo, ¿necesito nombrarle?, es D. Rafael del Horro... En verdad que si no descollase por sus virtudes tanto como por su talento, se habría dirigido á tí y te habría mareado la cabeza con boberías de novela, contrarias á la moral cristiana y que, aun cuando los fines sean buenos, dejan siempre germen de vicio y concupiscencia en el alma. Cuerdo, sensato, honesto, respetuoso contigo y con nosotros, se ha abstenido de demostraciones apasionadas. En Madrid, y aquí mismo, me ha confesado que siente hacia tí una afición purísima y santa, y que se considerará felíz si le das el nombre de esposo. Gloria, más incapáz entonces que nunca de pronunciar una palabra, trazaba con la punta de la sombrilla rayas horizontales sobre el piso de arena. —Si fuese preciso enumerarte los méritos de Rafael, hija mía—agregó D. Juan,—te diría que, entre todas las personas que conozco, no hay ninguna que más me cautive por la valentía de sus convicciones, por el entusiasmo con que ha consagrado su juventud á la defensa de una causa perseguida por los malos, por su honradéz, laboriosidad y formalidad, prendas todas que no suelen ser adorno de los jóvenes, sino de hombres sesudos y maduros, ya templados y hechos á la vida por el trabajar de los años. Gloria, después que trazó sobre la arena regular número de líneas horizontales paralelas, empezó á trazar otras perpendiculares, que formaban enrejado con las primeras. —En este último período, Rafael ha conquistado la admiración y la gratitud de todos los que vivimos perseguidos. Su talento y su valor para luchar solo contra los verdugos de la Iglesia me han recordado al gran Judas Macabeo; sólo que aquél trabajaba con la espada y éste con la lengua y la pluma. Admirables triunfos le debe la Iglesia en sus relaciones temporales, gratitud eterna los pobres eclesiásticos perseguidos, que no pueden ir á defenderse á los antros de herejía ni subir á la cátedra de las blasfemias. Pero como la verdad necesita órganos en todas las esferas, en la de estas mundanales luchas tiene la Iglesia buen número de piadosos seglares que la defienden, la amparan y son un valladar firme contra las amenazas de los impíos. —¡Una caterva de pícaros!—dijo Gloria, que encontrando al fin coyuntura á propósito para decir algo, no quiso dejarla pasar. —Tal vez en su conciencia no sean tan malos como dicen—indicó D. Juan;—pero ello es que Rafael sabe entenderles... ¡Pobre joven! Cuando me reveló, respetuosamente por supuesto, la casta afición que le has inspirado, sentí mucho gozo. «Puesto que mi hija no ha de ser monja, dije, ya le encontramos el compañero de su vida...» No he querido contestarle nada hasta saber lo que piensas acerca de esto. Gloria empezó á trazar rayas diagonales en el enrejado. —Mis ideas en esto son, hija, que al matrimonio debe preceder una elección libre del corazón, previo el consejo de las personas mayores. Pero si admito el consejo y á veces la oposición á inconvenientes afectos de las niñas, rechazo la violencia y la imposición para realizar el gusto, á veces equivocado, de los padres. Esto suele ser causa de matrimonios desgraciados y pecadores. Si á pesar de las prendas rarísimas de Rafael, no sientes inclinación á darle tu mano, nada de hipocresías, nada de violencias. Si le has tratado poco y te es indiferente, como creo, un trato decoroso te revelará los tesoros de su corazón bueno y recto. No confundas los arrebatos de un día con el afecto tranquilo y que ha de durar toda la vida, reflejo del amor puro y reposado que tenemos á Dios. Gloria se ocupó en trazar en los cuatro costados del enrejado unos picos á manera de fleco. Después apartó de su complicada obra geométrica los ojos y fijándolos en su padre, dijo: —Bien, papá, yo haré siempre lo que usted me mande. —Si yo no te mando nada—declaró Lantigua con viveza.—Veo que no estás dispuesta á dar una contestación terminante y categórica. Eso es prueba de sensatéz. Estas cosas deben pensarse... —¡Eso es; pensarse!—exclamó Gloria asiéndose á la idea del pensar, como el náufrago á una tabla. —Bien—dijo D. Juan levantándose.—Tómate todo el tiempo que quieras, y piensa, hija mía. Tienes entendimiento, corazón, piedad y fe cristiana suficientes para encontrar la mejor solución. ¿Quedamos en eso? —Quedamos. —Pero desearía que tu contestación no se retardase mucho. —Contestaré pronto—afirmó Gloria. —Te doy tres días; vamos, cuatro. Eso me prueba, como he dicho antes, que no ha habido noviazgo. ¿Rafael te ha hablado de esto? —Un poco... pero así como broma. Yo siempre lo tomé como broma... —Ya ves que es muy serio. Con que, hijita, prepárate á responderme. Medítalo bien. Ni tu consentimiento ni tu negativa disminuirán el cariño que tu padre te tiene... Vaya, adiós. Me voy á trabajar. Te encargo que cuides de que no me hagan ruído. —Descuide usted, papá. Don Juan de Lantigua se metió en su cuarto, y como el buzo se arroja al mar, él sumergióse en el océano de sus libros. Hasta la hora de comer, nadie tendría noticia de su existencia. XII El otro. Lo propuesto por D. Juan dejó á Gloria en la mayor confusión. Aquel asunto realmente grave no podía presentarse á su espíritu sin ocuparlo al punto vivamente, y durante largo rato su meditación fué tan profunda, que el tiempo transcurría sin que ella lo advirtiese. Al fin, dando un suspiro, y alzando la cabeza, como que volvió en su acuerdo, advirtiendo gran soledad en el jardín, bastante caldeado por el sol que á mucha altura estaba ya. Cerradas todas las persianas de la casa, ningún ruído venía de ella; hasta los pájaros se habían callado, y sólo dos ó tres cuchicheaban algún secreto ó refunfuñaban alguna disputa en las últimas ramas de los plátanos. Gloria se levantó, pues el ardiente vibrar de sus nervios la impulsaba á pensar marchando. Complacida del silencio y soledad en que estaba, dejóse ir hacia un escondido y ameno bosquecillo. Al ver el apresuramiento de su marcha y el afán con que, marchando hacia el obscuro sitio, miró á sus espesuras, cualquiera habría creído que alguna persona la aguardaba allí; pero no había nadie. El bosquecillo estaba enteramente solo. Después acercóse á la verja, y por entre los huecos que dejaba á trechos el follaje de la madreselva, miró hacia el camino con los ojos fijos y el semblante pálido: sus grandes pestañas aleteaban como mariposas negras jugando en la luz. ¡Ah! Cualquiera que en tal actitud la hubiese visto y observase con cuánto interés exploraban sus ojos el camino, ya en dirección á la playa, ya en dirección á las montañas, habría creído que esperaba á una persona. Sin embargo, podemos jurarlo y lo juramos: por allí no pasó jamás nadie que interesase á su corazón. Luégo subió á su cuarto y se puso á trabajar en una obra de aguja. Seguía meditando; pero los sonidos más insignificantes la hacían volver súbitamente la cabeza. A veces el caer de una hoja, las pisadas del jardinero sobre la arena, el ruído de las huecas regaderas de latón al ser puestas vacías en el suelo, el surtidor que caía en la pila llena de agua con pececillos encarnados, el arrullo de las palomas en lo alto del granero de la casa vieja, el silbar lejano de un vapor zarpando de la ría impresionaban su oído tan enérgicamente, cual si voces amadas la llamaran y la nombraran en distintos puntos del espacio infinito. Y, no obstante, será preciso repetirlo, nadie la llamaba desde el jardín ni desde los altos aires vacíos, ni desde los mares profundos, como no fuera una voz sólo por ella oída. Su corazón latía con fuerza y vivo compás. Sobre él se sentían pasos. Intentaremos describir la situación de espíritu de la señorita de Lantigua. La razón no le decía nada en contra del proyecto de su padre, y reconocía fácilmente en Rafael todas las cualidades de un joven maduro, de un carácter honrado y bondadoso, de un atleta del catolicismo, de un trabajador incansable, de un apóstol seglar. Reconociendo esto, hacía esfuerzos para despertar en su pecho inclinación vehemente hacia aquel joven; pero aquí empezaba la dificultad, porque se interponía siempre entre ella y él una sombra intrusa, viniendo no sabemos de dónde. Esto debiera conducirnos á la afirmación categórica de que la señorita de Lantigua había encontrado ya el elegido de su corazón; pero una serie de indagaciones hechas con ayuda de las personas más curiosas de Ficóbriga, demuestran lo contrario. Teresita la Monja, esposa de D. Juan Amarillo, en cuya casa hay un ventanuco desde el cual se atisban con buen ojo el jardín, los patios y corredores de la casa de Lantigua, asegura que si Gloria tuviese algún novio del tamaño de una lenteja, ó recibiese cartas, ó hablara por el balcón, á ella no se le hubiera escapado. Lo mismo dicen las dos hijas de D. Bartolomé Barrabás, ambas muy instruídas en todas las historias del pueblo, amigas íntimas de Francisca Pedrezuela, criada principal de nuestros héroes. Y sin embargo, _el otro_ existía. ¿Dónde? ¿Quién era? La señorita de Lantigua descendió al jardín después de la comida. Entonces, sin mover los labios, hablaba. Oigámosla: —Es una locura—decía,—esto que tengo: es una locura pensar en lo que no existe, y desvanecerme y afanarme por una persona imaginaria... Fuera, fuera tonterías, ilusiones vagas, diálogos mudos. Aquí hay algo de enfermedad sin duda, y mi cabeza no puede estar buena. Vivo en grande error, sueño lo imposible, lo que no existe ni puede existir sobre la tierra. ¿En qué consiste, pues, que entre todos los hombres que he visto y oído y conocido, ninguno se parece á éste? Si mi padre y mi tío le conocieran, no harían tantos elogios de Rafael. »¿Pero cómo le han de conocer si no existe, si no está en ninguna parte, si no tiene cuerpo, ni vida, ni realidad?... ¡Loca, mil veces loca soy!... Déjame, _tú_, y no vuelvas más... Calla, _tú_, y no digas una palabra más, pues no te escucho. Eres una mentira, menos que una sombra, menos que un fantasma, menos que un rayo de sol; eres un pensamiento nada más. No sólo no existes, sino que no puedes existir, porque serías la perfección. Sal, pues, del jardín y no vuelvas más, ni me hables, ni me llames en el silencio de la noche, ni pases haciendo sonar con tus pisadas las hojas arrugadas y secas del otoño... Adiós, _tú_; has sido conmigo cortés, fino, generoso, delicado, leal, apasionado sin impureza y cariñoso con un respeto sagrado hacia mí; pero te despido, porque mi padre me manda que quiera á ese D. Rafael; buena persona, apreciable joven, como él dice. Sin duda no puede haberlos mejores sobre la tierra, y el creer en tí, el pensar en tí es un disparate, como alzar la mano para coger una estrella. »Cada cosa en su lugar. El cielo tiene estrellas y soles, la tierra hombres y gusanos... Vivimos abajo y no arriba. Mi padre me ha dicho varias veces que si no corto las alas al pensamiento voy á ser muy desgraciada... Vengan, pues, las tijeras. O se tiene voluntad ó no se tiene... ó se vive en la realidad ó en el sueño. Señor y padre querido, tienes razón en llevarme por este camino; guiada por tan fiel mano, entraré gozosa en él y me casaré con tu soldado de Cristo. Luégo siguió pensando que era necedad propia de colegialas, castigadas á pan y agua por no saber la lección, el divagar á solas fijando el entendimiento en imaginarios galanes, el representarse escenas platónicas y apasionadas entrevistas y mil otras aventuras dramáticas, embellecidas al mismo tiempo por la fantasía y la inocencia. Afirmó además que tales desvaríos eran indignos de una persona de sólidas calidades y principios como ella, y aunque su conciencia diáfana, clara y limpia como los cielos no le mostraba la nube de ninguna impureza, juzgó que en aquel perpétuo y descarriado imaginar suyo había no poco de pecado ó al menos de germen pecaminoso. Después se rió un poco de sí misma, y dejando ir el pensamiento hacia su padre, encontró en él tanta bondad, tanta previsión, tal rectitud de miras, que sintió aumentarse la admiración y el cariño que hacia él sentía. Por la concatenación natural de las ideas, su pensamiento, después de revolotear locamente, fué á posarse sobre la persona de Rafael. —¡Qué excelente joven es ese Rafael!—dijo andando hacia la casa.—He sido una tonta en no comprender antes su mérito. Se le tomaría por un viejo... ¡Y luégo ese talentazo que le ha dado Dios!... Ahí es nada traer mareados á los pícaros revolucionarios y herejes, y volverles tarumbas con sus discursos y despedazarles con sus artículos... ¡y qué discursazos! Bien me acuerdo de aquel que decía: «¡Estáis conculcando todas las leyes divinas y humanas; estáis insultando á Dios...!» Luego es piadoso, es creyente; no tiene la despreocupación infame de los muchachos del día... ¡Ay!... allí viene; me escaparé. Y azorada huyó por un lado, mientras el modelo de jóvenes entraba por otro. XIII Llueve. Tales pensamientos duraron poco en la mente de Gloria. Como mudan las corrientes en la esfera del mundo, volviéndose del Norte al Sur, así las ideas de ella marcharon con rumbo distinto, se dijo: —No, yo no puedo querer á ese hombre. Hay en él algo que me repugna, sin poderme explicar lo que es. Aquella tarde, que era la del 23 de Junio, víspera de San Juan, fueron todos á la Abadía. D. Angel la recorrió toda para ver las composturas hechas en algunos altares, los nuevos vestidos con que había sido obsequiada la imagen de la Virgen, y los ornamentos de plata Meneses recién comprados por suscripción entre los fieles de Ficóbriga. Examinólo bien el obispo, y sobre cada pieza dió su dictamen con mucho acierto. Después de orar un rato, salieron para dar un paseo. En el atrio, Su Ilustrísima dijo: —Daremos un paseo por la playa si les parece á ustedes. Don Juan, el doctor Sedeño, Rafael y el cura accedieron muy gustosos. —Veremos llegar las lanchas—indicó el cura, poniéndose la mano á guisa de pantalla ante los ojos para mirar el mar.—Hoy vendrá buena sardina... Hola, está picada la mar. —¿Tendremos temporal?—preguntó don Angel. El cura miró al cielo y al horizonte. Parecía que olfateaba las vías aéreas, inquiriendo el rastro de las tempestades. —Tendremos vendaval esta tarde—afirmó, echándose atrás el manteo, prenda para él de grandísimo estorbo, pero que no podía menos de usar mientras acompañase al prelado. —Hombre de Dios—dijo éste con festivo disgusto;—¿se empeñará usted en aguarnos el paseo? —Don Silvestre—manifestó el padre de Gloria,—se deja atrás á los mejores barómetros conocidos. Romero extendió la mano hacia el Noroeste, señalando un cerro aplanado cuya falda tocaba el mar y que tenía por nombre la Cotera de Fronilde. —Infalible—dijo.—Hay celaje allí, y no puede fallar la sentencia que dice: _Fronilde nublada, Ficóbriga mojada_. —Pues pica el sol—indicó el obispo. —Otra señal de próxima lluvia, Ilustrísimo Señor... —En fin, ¿bajamos ó no á la playa? —¡Quién dijo miedo!... ¿Vienes tú, Gloria? Esta, durante las observaciones meteorológicas se había visto precisada á contestar á varias preguntas del joven de Horro, y á escuchar estudiadas frases que bajo frivolidad aparente escondían la intención amorosa. —¿Vienes, Gloria?—repitió D. Juan. —No—replicó ella vivamente,—tengo que rezar, y me vuelvo adentro. El semblante de Rafael se nubló como la Cotera de Fronilde. —Se le exime á usted de la obligación por esta tarde—dijo afablemente y con cierto tonillo de galantería Sedeño. —No, no; que rece, que rece—dijo D. Angel.—Sr. D. Rafael, déme usted el brazo. Gloria volvió á entrar en la Abadía, y los demás emprendieron su paseo por una vereda pedregosa, que empezaba detrás de la Iglesia y terminaba en la playa. Delante iba D. Angel, apoyado en el joven orador y periodista, imagen de la Iglesia sostenida por la entusiasta juventud batalladora. Desde aquel rústico sendero se veía el mar en extensión considerable. Dos ó tres lanchas corrían tendiendo las blancas olas hacia la barra, y allá lejos, muy lejos, en el punto en que se confundían cielo y tierra, una mancha negra ensuciaba el azul del firmamento. —Un vapor—dijo Su Ilustrísima. —Pasa de largo—indicó Romero. En el mismo instante, el sol dejó de iluminar el grupo de paseantes. —Parece que el señor párroco se va á salir con la suya—apuntó D. Angel.—Nos quedamos sin sol, aunque más allá sigue descubierto. Esto pasará. —Tenemos agua—manifestó el barómetro. Don Angel miró al cielo, y al mirar le cayó una gota de agua en la punta de la naríz. Don Juan extendió la mano, diciendo: —Caen gotas. —Ya que estamos aquí—propuso D. Angel alargando también la mano,—más vale que sigamos y demos la vuelta por el Resguardo para salir á casa. Casi se tarda lo mismo. —Pues adelante—dijo D. Silvestre, abriendo su paraguas rojo y dándolo á Rafael para que cubriese al señor obispo. Don Juan abrió también el suyo. Las gotas menudeaban. De pronto una racha de Noroeste sopló con fuerza, levantando remolinos de polvo, pues la tierra apenas se había mojado, y azotando con violencia suma á los paseantes, obligóles á detenerse un momento. Las ropas talares del obispo, del cura y del secretario se arremolinaron silbando en torno de los cuerpos, como si el viento quisiera arrancárselas para ponérselas él. —¡Dios mío! ¿qué es esto?—exclamó don Angel. En poco tiempo la nube parda se extendió por todo el cielo, cubriéndole. Los viejos álamos de tronco leproso y de sonoras hojas se encorvaban gimiendo, y sacudían sus ramas con movimientos de desesperación. El viento, después de barrer furioso los tejados, arrancando todas las tejas que no estaban seguras, caía con furia loca sobre el mar, y embistiendo las olas las ahuecaba, silbando en los cóncavos cilindros de ellas y esparciendo su espuma. Había desaparecido el horizonte, y cielo y tierra eran una inmensidad blanquecina, toda agua, toda bruma. De repente, velóz culebra de fuego violáceo cruzó el espacio, vibrando fugazmente en él como el pensamiento dentro de nuestro cerebro, y después sonó allá arriba hondo estrépito de mil montañas que parecían rodar, chocando unas con otras. La lluvia empezó á caer fuerte, punzante, espesa, torrencial. Calado en un instante hasta los huesos, D. Angel se volvió á sus amigos, y con voz dolorida y semblante de compasión profunda, exclamó: —¡Pobres marineros, pobres navegantes! XIV El otro está cerca. Gloria penetró en la Iglesia, gozosa de encontrarse sola y en sitio á propósito para soltar el freno á su imaginación. En el sagrado recinto no había ya sino cinco ó seis personas, entre ellas Teresita la Monja, que era la última que salía, y dos marinos ancianos que iban todas las tardes. Dirigióse á la capilla de su familia y sentóse en un rincón de ella, mirando al altar. La tranquila atmósfera del templo, la media luz, el silencio, eran como un espejo donde el alma posaba blandamente sus ojos y se veía. Buena ocasión también para rezar, para mirar á Dios cara á cara, como si dijéramos, y subir hasta El con el pensamiento, dejando acá todo lo que puede dejarse. Así lo pensó Gloria. En la Iglesia de Ficóbriga hay sillas muy bajas y de alto respaldo, las cuales sirven de reclinatorio. Gloria tomó una de las de su casa, y arrodillándose en ella apoyó su frente en el respaldo, sosteniéndola con ambas manos. Un momento después pensaba así: —¿Que no pueda yo arrojar esto de mí? ¿En qué consiste, Señor, que lo que no es nada, lo que no existe, lo que no puede existir, ocupa mi pensamiento noche y día para mortificarme, para condenarme tal vez? Rezaré, rezaré con toda mi alma. Empezó á rezar con la boca. Pero su pensamiento no iba á donde la tiránica voluntad lo mandaba, y así como la brújula mira siempre al Norte, él miraba constantemente á su idea. No había fuerza humana que le apartase de aquella dirección. —Esto es locura, locura...—afirmó Gloria alzando la cabeza. Volvió á cerrar los ojos y á hundir la frente, y una voz decía dentro de su cerebro: —¡Ya voy, ya estoy cerca, ya te toco! La señorita de Lantigua experimentó una sensación de anhelo ó expectativa que la llenaba de indecibles congojas. Sentía su corazón ensancharse y contraerse. Allá dentro, en lo íntimo de su sér, había como un anuncio misterioso, que no tenía explicación fácil. El alma sentía pasos, que es como decir que su facultad de adivinación anunciaba la proximidad de algo profundamente interesante para ella. Era un resplandor que en la dulce obscuridad del sér iba poco á poco despuntando como una aurora, y que anunciaba otra luz mayor. Dentro de Gloria, misteriosos sones murmuraban:—«¡Oh, alma; pronto en tí será de día!» Alzando de repente los ojos, tuvo miedo. Miró á las bóvedas del templo y viólas obscuras, á pesar de ser las cinco de la tarde. La arquitectura de la vetusta Iglesia, obra románica del undécimo siglo, estaba toda cubierta profanamente por una capa de yeso, bajo la cual las emblemáticas figurillas de los capiteles y de las archivoltas apenas tenían forma. Parecían tiritar de frío arrebujadas en gruesos mantos blancos. Muchos arcos ogivos ó peraltados habían perdido, con el peso de tantos años, su original curva; muchas ventanas desquiciadas hacían muecas; muchas columnas habían dejado de ser verticales; paredes había que se inclinaban con ceremoniosa reverencia. El conjunto estético de tal fábrica era triste. Gloria, sobrecogida por secreto espanto, se levantó. En el mismo instante un fragor horrísono retumbó allá arriba, sobre el techo, y la Abadía gimió en los atléticos brazos del suelo. Por las abiertas ogivas entraron ráfagas violentas que recorrieron las bóvedas cantando con atronadores bramidos, y dieron vuelta á toda la Iglesia, rozando los bancos, difundiendo el polvo de los altares, agitando los huecos vestidos de las imágenes. Derribaron una lámpara, que rompió al caer la urna ó sepulcro de cristal en que estaba el Señor difunto. Azotaron con un ramo de flores de trapo el rostro de San José, y le arrancaron la espada de la mano á San Miguel, arrojándola dentro de un confesonario. Dieron vueltas alrededor del órgano, haciendo murmurar á los tubos, y volvieron las hojas del libro de coro, como si febril mano de un lector invisible las repasara. Besaron la frente de Gloria, y escaparon después por las puertas, cerrándolas con tal violencia, que éstas perdieron la mitad de sus podridas tablas. La señorita de Lantigua tuvo miedo; vió la Iglesia casi á obscuras y sin alma viviente. Al salir de su capilla, creyó sentir pasos, corrió, y alguien corría tras ella. Indudablemente oía pisadas y una voz diciendo:—«Espera, soy yo, soy yo que he llegado.» Su terror aumentó, y con su terror el afán de huir. Pasaba de una capilla á otra... Casi estuvo á punto de pedir auxilio. Creyó ver los altares corriendo también, y oir á los santos gritar: ¡socorro!... Detúvose al fin; trató de serenarse, mirando hacia atrás y á todos lados con observación atrevida que disipase las absurdas aprensiones. Pero no pudo tranquilizarse por completo, y su corazón se contraía recogiéndose, como la sensitiva cuando la tocan. Creíase tocada por una mano invisible. —¡Qué nerviosa estoy!—dijo tratando de sacudir el miedo. De pronto sintió una alegre voz de muchacho. Por la sacristía apareció corriendo uno de los hijos del sacristán. —Sildo, Sildo—gritó Gloria,—ven acá. —¡Ah!... la señorita Gloria—dijo el muchacho acudiendo á ella. —Ven acá: dame la mano. —Voy á cerrar las puertas; se ha metido un aire, que... ya, ya. ¿Quiere usted salir? —No, parece que llueve mucho. Esperaré. Poco después, Sildo la guiaba á la sacristía. XV Va á llegar. —¿Está tu padre? —Sí, señorita. Está poniendo una tabla al ataud de pobres. Pasó Gloria á la sacristía, que era lóbrega y húmeda; de allí á un patiecillo estrecho cubierto de hierba, y del patio á una habitación destartalada, que tenía el techo en tres planos distintos, y en las paredes un resto de arco bizantino destrozado y cubierto de yeso; vivienda construída sobre las ruínas del palacio abacial, y que servía de asilo al sacristán de la parroquia. Dicha pieza estaba llena de objetos distintos en revuelto montón: era almacén, carpintería, taller y dormitorio de Caifás y sus hijos. Hacheros de madera plateada, horriblemente manchados con gotas de amarilla cera, aparecían patas arriba junto al túmulo negro que servía para los funerales. Un San Pedro sin manos, y por consiguiente sin llaves, mostraba su calva, coronada con el nimbo de oro, por encima de un rimero de astillas y tablas rotas. Lienzos pintados, como telones de teatro, ó más bien como pedazos de monumento de Semana Santa, aparecían dispuestos verticalmente para servir de biombo ó abrigo á la cama en que dormían los tres hijos de Caifás, y la armazón de una vieja manga cruz sin forro, tenía dentro ollas rotas, vasos desportillados, una calavera de palo y un libro de palo también, atributos de alguna imagen de anacoreta. Ninguna silla ni otro mueble destinado á sentarse había allí, como no sirviese para esto un banco de carpintero. Cuando Gloria entró, Caifás martillaba en las necias tablas del ataud de pobres, echándole una pieza en el fondo. A cada golpe, el horrible cajón despedía un gemido. —¡Qué espantoso temporal!—exclamó Gloria entrando en el taller de Caifás. —Señorita—dijo el sacristán riendo cariñosamente,—¡cómo la ha cogido el agua en la Iglesia! Iré á casa del señor cura por un paraguas. —No, esperaré á que pase el chaparrón. De casa vendrán por mí—repuso Gloria, buscando con los ojos un sitio donde sentarse. —¡Ay, niña de mi corazón! Esto es una Babel. No hay sillas para sentarse las personas decentes. Pero acomódese usted en esta tarima de la Virgen. A bien que no está mal en ella quien podría ser puesta en los altares sin que Dios se enfadase por ello. Gloria se sentó, Caifás, dando el último martillazo, dió por terminada su obra. —Vamos, ya he concluído—dijo.—Ahora no les entrará aire á los pobrecitos que van á la tierra. La caja estaba desfondada, y anteayer cuando llevaron al cementerio el cuerpo del tío Fulastre, se le salió fuera un brazo por la tabla rota. Como el brazo saliera al pasar por frente á la casa de D. Juan Amarillo, y se movía á modo de insulto, la gente dijo que el tío Fulastre aplazaba á D. Juan Amarillo para el día del Juicio. Gloria no estaba serena. El desorden de aquella estancia y la vista de la triste caja no eran espectáculo propio para volver el sosiego á un espíritu sobresaltado. —¡Qué terrible tempestad!—dijo mirando el torvo cielo que por la ventana se veía.—¡Cuántos barquitos habrán perecido hoy! —El Señor no manda más que calamidades—afirmó Caifás dando un suspiro.—No sé cómo hay quien quiera vivir. ¡Bonito oficio es este de la vida!... Verdad es que como no nos lo dieron á escoger... —Ten paciencia—le dijo Gloria,—que otros hay más desgraciados que tú. Caifás, que estaba en el suelo, elevó sus ojos hacia la hermosa doncella sentada en la tarima. No era posible mayor semejanza con los cuadros en que el arte ha puesto una figura mundana orando de rodillas al pié de la Virgen María. Sólo los trajes podían quitar la ilusión. Entre los ojos de topo, la faz angulosa, el estevado cuerpo, la color amarilla de José Mundideo (á quien todos en Ficóbriga conocían por el mote de Caifás), y la seductora hermosura de Gloria, había tanta distancia como de la miseria del mundo á la majestad de los cielos. El sacristán infló el pecho para echar fuera un suspiro tan grande como la Abadía, y acurrucándose en el suelo, dijo: —¡Paciencia yo!... Pues qué, ¿queda todavía algo de paciencia en el mundo? Creí que yo me la había cogido toda... En verdad que si no fuera por las almas caritativas como la señorita Gloria, ¡qué sería de mí y de mis pobres hijos! Los tres chicos de Mundideo parecían confirmar esta aseveración del padre, contemplando á la señorita de Lantigua con miradas fervorosas. Eran dos varones y una hembra pequeñuela. Esta, poseída de profunda admiración hacia la señorita, se acercaba tímidamente, y con sus deditos sucios, como hojas de rosa que han caído en el fango, tocaba los guantes de Gloria y los bordes de su sobrefalda, y hubiera tocado algo más, si el respeto no la contuviera. El mayor, Sildo, limpiaba el polvo de la tarima y de todo cuanto á Gloria rodeaba, mientras el segundo, Paco, cuidaba de poner en el mayor orden los hilos de la borla del quitasol que estaban cada uno por su lado. Gloria sacó su portamonedas, diciendo: —Esta semana no te he dado nada. Toma. —¡Bendita sea la mano de Dios!...—exclamó José tomando seis moneditas de plata.—Ya veis, hijos, cómo Dios no nos abandona... ¡Ah! señor cura, señor cura, no todos tienen corazón de hierro como usted. —¿Qué dices del cura? —Señorita Gloria—repuso Caifás enjugando una lágrima con la manga de la camisa,—desde el primero de mes ya no comeré el amargo pan de la parroquia. El señor cura me despide. —¿Te despide? —Sí, dice que por mis escándalos... porque tengo muchas deudas y no las puedo pagar, porque soy un tramposo, un miserable, un desdichado... Y tiene razón. Yo no debo estar más en estos lugares sagrados. Soy un tramposo, estoy comido de deudas; tengo empeñada hasta la camisa en casa de la Cárcaba y debo á D. Juan Amarillo más de lo que peso... Iré pronto á la cárcel y después á presidio y después á la horca, que es lo que merezco. —Por Dios, José, me estás asustando—dijo Gloria, acariciando á los chicos, que se habían echado á llorar, viendo llorar al padre.—Si es verdad lo que dices, eres un hombre de muy mala conducta. —Yo no soy más que Caifás el estúpido, Caifás el feo, Caifás el idiota, como me llaman en Ficóbriga, y Caifás el desgraciado, como me llamo yo. —Francisca me dijo que el domingo estabas borracho como una cuba en el prado de la Pesqueruela. —¡Oh! sí, señorita Gloria; es verdad. Me emborraché... ¿cómo lo diré? Estuve dudando si echarme al mar ó emborracharme para dormir algunas horas, para olvidarme de que soy Caifás el horrible. El vino alegra ó adormece... ¡Sueño y alegría! ¡Qué cosas tan divinas para quien no las conoce nunca! —No, no vengas con disculpas—dijo Gloria en tono de amable amonestación.—Tú no eres bueno; yo no creo que seas tan malo como dicen; pero ello es que tú no eres bueno. Verdad es que estás mal casado y que tu mujer es capáz de hacer pecar á un santo. —¡Oh Dios mío, oh Virgen mía, oh señorita Gloria!—exclamó Caifás, demostrando en lo lastimero de su tono que la herida de su corazón había sido tocada.—¿Cómo ha de haber virtud al lado de esa mujer? ¡Si usted la viera cuando entra aquí de noche, con el carpancho tan sucio como su cara, y su cara tan dura como el carpancho, pintada toda con la almagre del mineral, que no parece sino que la han echado de sus cavernas los infiernos!... Como en el embarcadero beben que es un primor, siempre viene alegre, me pega, me quita el dinero, azota á los chicos, da gritos, y echa unos cantorrios que escandalizan al señor cura y á todos los vecinos. Ella, señorita Gloria, es la causa de que yo tenga mi casa por los suelos, de que todas mis ropas y alhajas y colchones hayan ido á parar á casa de la Cárcaba, de que jamás tenga un real, de que esté á punto de ser llevado á juicio por don Juan Amarillo, y echado de la sacristía por el señor cura... ¡Esta es mi situación, esta es la situación de Caifás, el dejado de la mano de Dios!... ¡de Caifás, el que se irá al Infierno por culpas ajenas!... —Eres un majadero—dijo Gloria con enfado,—¿por qué te dejas dominar por esa harpía? —Yo no me dejo dominar por ella. Anoche reñimos y le pegué. Pero, aunque quiera, ya no puedo salir del infierno en que me he metido. Como no puedo pagar mis trampas, me echan de la sacristía, y como me quedo sin pan, pediré limosna, iré á la cárcel... No, señorita Gloria, yo creo que Caifás el feo no puede seguir viviendo... Me dan unas ganas de echarme al mar... ¡Qué bien se debe estar allá en el fondo, en el fondo!... —¡Infelíz!—exclamó Gloria conmovida.—Ya se te amparará. No desconfíes de Dios, José; no pienses en el suicidio, que es el mayor de los pecados. —Cuando usted me dice que tenga confianza, casi la tengo; cuando la veo á usted, parece que me sale de dentro un no sé qué... me siento más fuerte contra la desgracia... Dios debe de ser muy poderoso, cuando la ha hecho á usted, señorita Gloria... Mi vida es negra y obscura como este ataud. Usted pasa, me mira y parece que de esta caja salen flores. Sí, señorita mía, delante de usted yo soy otro... Adoro á la doncella celestial que me ha socorrido tantas, tantísimas veces, á la que me sacó de la enfermedad que tuve el año pasado, á la que no ha permitido que mis hijos anden desnudos, á la que se ha dignado consolarme, honrando mi humilde morada, á la única persona que me ha dicho: «Caifás, tú no eres tan malo como dicen. Confía en Dios y espera.» —Eres tonto. ¿Eso qué significa? —Significa que usted es un ángel... ¡Ay! si se me presentara ocasión de mostrarle mi agradecimiento... ¿Pero yo qué puedo si soy como un guijarro de las calles, á quien todo el mundo da con el pié? —Vamos, no te acuerdes de mis beneficios, que no valen nada—dijo Gloria con impaciencia, mirando al cielo á ver si había concluído de llover. —¿Que no me acuerde? ¿Que no me acuerde de quien me da el pan de cada día? No la aparto á usted del pensamiento á ninguna hora, y creo que antes que olvidar á mi ángel tutelar, me olvidaré de mí mismo y de la salvación de mi alma. Me parece que veo en todas partes á mi Divina Pastora. Anoche, señorita Gloria, soñé con usted. —¿Conmigo?—dijo Gloria sonriendo.—¿Qué soñaste? —Una cosa triste, pero muy triste. —¿Que me moría? —No: que me había olvidado usted á mí y á mis pobres hijos y ya no nos hacía caso. —Es particular. ¿Y por qué os olvidaba yo? —Porque estaba usted enamorada. Gloria se sonrojó, poniéndose seria. —Sí: soñé que había venido un hombre. —¡Un hombre! —Es claro. ¿Pues á quién podía querer usted sino á un hombre?... Yo le veía, y me parece que le estoy viendo. —¿Cómo era?—preguntó Gloria sonriendo. —Era... ¿cómo decirlo?... un hombre horrible, espantoso... —¡Jesús! —No, entendámonos... no era horrible de cara, sino al contrario, tan hermoso, que no hay otro semblante que pueda comparársele sino el de Nuestro Señor Jesucristo. —Entonces, ¿por qué te espantaba?—preguntó Gloria prestando á aquella trivialidad más atención de la que merecía. —Porque se la llevaba á usted lejos, muy lejos—dijo Caifás con el énfasis de un artista muy poseído de su asunto. —Caifás, no me marees con esos novios horribles y guapos y que llevan muy lejos. —Yo soñé que había venido volando por los aires, y que caía del cielo como un rayo. —Vamos, calla. Me voy á destemplar otra vez. Esta tarde he estado muy nerviosa en la Iglesia; José, tuve mucho miedo. Gloria se levantó. —¿Sabes—dijo después de mirar al cielo,—que la tempestad no cesa? Extraño mucho que de mi casa no me hayan mandado á buscar. —Es particular—indicó Caifás,—¿quiere la señorita que avise? —No, ya vendrán. Papá querrá mandarme el coche, y estarán enganchándolo... Pero ahora me acuerdo de que una de las mulas se ha puesto mala ayer... Al menos ha podido venir Roque con un paraguas. —Yo tengo uno que está roto—dijo Mundideo;—pero algo tapa. ¿Quiérelo la señorita? —No, esperaré. Han de venir. Como pasase algún tiempo, Gloria se impacientó mucho. —Pues estoy con gran cuidado. Anochece, y nadie viene á buscarme. ¿Habrá pasado algo en mi casa? —¿Quiere la señorita marcharse? Vamos allá. Parece que ahora llueve menos. —Sí, el temporal cede. Vámonos. Aprovechemos este claro. ¡Cómo estarán esas calles! —La distancia es corta. Caifás sacó de detrás de San Pedro un paraguas rojo, y lo abrió dentro de la casa para enterarse de su estado. No era pieza, en verdad, de consolador aspecto para un día de temporal. La tela huía de las puntas de las varillas, dejándolas descubiertas, y los descosidos paños se recogían hacia dentro, plegándose como las hojas de una flor marchita. XVI Ya llegó. —Está bueno—dijo animosamente Gloria.—Vamos. Después de dar á los chicos todos los cuartos que llevaba, la señorita y el sacristán salieron. Gloria se recogía el vestido, Caifás ponía cuidadosamente el paraguas de modo que su Divina Pastora se mojase lo menos posible, y le indicaba los charcos del camino y las piedras salientes donde debía poner el pié. —Estoy con cuidado—repitió Gloria.—¿Qué sucederá en mi casa? Cerca de la Abadía y á mayor altura que ella, contenido por grueso muro de mampostería sobre la calle de la Poterna, estaba el cementerio de Ficóbriga. Gloria nunca pasaba por allí sin sentir religiosa emoción. —¡Qué mala noche para mis pobres hermanitos, Caifás!—dijo. —Ellos no tendrán frío como nosotros—repuso el sacristán. —Es verdad; pero somos tan materiales, estamos tan apegados á la tierra, que no podemos pensar nada del alma si no lo referimos al cuerpo. Sopló de súbito otra racha del Noroeste tan fuerte, que los dos viajeros tuvieron que detenerse. A Caifás se le volvió el paraguas del revés, y tuvo que hacer grandes esfuerzos para defenderlo del viento que quería arrancárselo de las manos. Una rama arrastrada por el huracán pasó rozando el rostro de Gloria. Después la lluvia les azotó á entrambos con furia. —¡Jesús, Dios nos favorezca!—exclamó. Lívida claridad iluminó á Ficóbriga, y Gloria vió una cinta de fuego bajar culebreando hasta los techos de la villa, á punto que el trueno retumbaba en los altos cielos llenos de agua. —¡Un rayo!—gritó con angustia.—Caifás... ¿no te parece que ha caído en mi casa? Detúvose espantada y sin aliento mirando hacia Oriente; mas en la negrura de la noche no se distinguían con precisión los edificios. —Por allá parece que cayó... pero mucho más lejos. No tenga la señorita cuidado; ha caído en la ría. —Corramos, Caifás; me he quedado muerta. ¡Dios mío, qué nerviosa estoy esta noche! Juraría que el rayo cayó sobre mi casa. —Es el hombre que ha bajado del cielo—dijo Mundideo riendo;—el hombre con quien yo soñé. —Tú estás borracho... Por Dios, José, ¿querrás callar?... Mira que estoy muy excitada esta noche. Me haces daño. —Pues callo. —Aprieta el paso... Vaya, al fin estamos cerca. Veo luz en la ventana del cuarto de papá. Parece que todo está tranquilo. La noche era obscurísima; mas no tanto que no se viese perfectamente la superficie de un gran charco que las aguas habían formado en la plazoleta frente á la casa de Lantigua. —Bonito está esto, Caifás. Si es un lago la plaza... —Yo pasaré á la señorita en brazos—dijo Caifás disponiéndose á hacer lo que decía. —No, no es preciso. Por aquí, por el callejón se puede pasar á la casa vieja. Me parece que está abierta la portalada. Ya hemos dicho que el palacio de Lantigua lo componían dos casas, la vieja morada solariega de los primeros Lantiguas y la moderna que fabricó el indiano y que fué heredada por D. Juan. Ambos edificios estaban unidos exterior é interiormente, pero la vieja no tenía sino un par de piezas habitables. Lo demás destinóse á granero y almacén. En la planta baja había un hermoso establo y las cocheras. Por la portalada de la casa antigua entró Gloria, después de dar las gracias á Mundideo por su compañía. Subió rápidamente la escalera vieja, atravesó el largo corredor desierto y entró en una vasta pieza que servía para conservar frutas en cuelga, y contenía sacos vacíos, arcas y otros objetos. De allí se pasaba á otra pieza amueblada que servía de comunicación con la casa nueva. Gloria empujó la puerta y al pronto sorprendióse mucho de ver luz allí donde no habitaba nadie. Entró y miró á todos lados, quedándose atónita y sin habla por breves momentos. Allí había un hombre. Estaba tendido en la cama y cubierto con gruesas mantas, á excepción de la cabeza. Sobre la cercana mesa había una luz. La señorita dió algunos pasos hacia el lecho, y vió un rostro lívido y dolorido, con algunas manchas amoratadas como de golpes, entreabierta la boca, cerrados los ojos, ligeramente fruncido el ceño, húmedo el pelo. El perfil de aquella cara era perfecto, la frente hermosísima, entre obscuros cabellos desordenados. De las cejas rectas ligeramente arqueadas hacia la sién, partía la naríz aguileña, fina, intachable, como cortada por diestro cincel. Bigote castaño y barba del mismo color, un poco puntiaguda y ligeramente bifurcada en su extremidad, remataban dignamente un rostro que era de los más acabados que pueden imaginarse. Gloria, en aquel breve instante de observación, hizo un paralelo rápido entre la cabeza que tenía delante y la del Señor que estaba en la Abadía, dentro de la urna de cristal y cubierto con blanquísimas sábanas de la más fina holanda. Pero no había tenido tiempo de hacer deducción alguna cuando se abrió la puerta que comunicaba con la casa nueva, y aparecieron D. Angel y D. Juan. Andaban con cuidado para no hacer ruído. —¡Oh! ¿Ya estás aquí?—dijo D. Juan.—¿Por dónde has entrado? —Por la portalada. —Hija, no mandé á buscarte porque no hemos tenido un punto de reposo. Ya ves. Don Juan señalaba al hombre. —Nos hemos llevado un rato, hija...—dijo el obispo con orgullo.—Pero por bien empleado. Hemos realizado un acto heróico. Gloria preguntaba con la mirada. —Ahí lo tienes, ahí tienes á un desgraciado joven á quien acabamos de salvar del furor de las olas. ¡Qué satisfacción tan pura! —Pero no hagamos ruído—murmuró don Juan.—El médico ha dicho que no hay ya cuidado; pero que se le deje descansar. —¿Y quién es?—preguntó Gloria. —Es... el prójimo. ¿Qué nos importa? ¡Bendito sea Dios que nos ha permitido hacer esta obra de caridad! —Si no es por D. Silvestre... —¿Don Silvestre le sacó? —De en medio de las olas, hijita. Todavía estoy conmovido. ¡Qué tarde hemos pasado! Pero triunfamos de los elementos, y todos se salvaron. Los pobres náufragos están repartidos por las casas de Ficóbriga, y á nosotros nos ha tocado éste... Pero estás hecha una sopa, hija. Ve á mudarte de vestido. El hombre se movió entonces, y dijo algunas palabras en lengua que ninguno de los presentes entendió. XVII El vapor «Plantagenet.» Retrocedamos unas cuantas horas. Después que Su Ilustrísima, bajando de paseo á la playa, dijo aquellas palabras: «¡pobres marineros, pobres navegantes!» siguieron andando á toda prisa para guarecerse en la casilla del resguardo. Todos deploraban el chasco, y aunque D. Angel reía para animar á los demás, antes se oían quejas que felicitaciones en el grupo. El grave doctor López Sedeño tuvo la mala suerte de meter su pié derecho en barro hasta la pantorrilla, con lo que todos recibieron gran disgusto. Por fin llegaron á la casilla del resguardo, que fué como tocar la tierra después de un largo viaje por entre escollos y tormentas. —Es cosa de cantar un _Te Deum_—dijo Romero sacudiéndose la ropa. Don Angel, tomando asiento en un barril vacío que le presentaron, repitió: —¡Pobres marineros! En el mismo instante oyóse un cañonazo. Era un buque que pedía auxilio. Miraron todos, y entre la bruma del mar vieron un fantasma que elevaba sus brazos al cielo con desesperación, vomitando humo. —¡Un vapor, un vapor!—gritaron todos. En el embarcadero, reuniéronse al punto muchos marinos y pescadores. —¡Se estrella contra Los Camellos! A la izquierda de la boca de la ría había una serie de rocas que se mostraban completamente en marea baja, y en la pleamar eran indicadas por movibles espumarajos del agua. Uno de los peñascos tenía forma parecida á un camello, y de aquí vino el nombre dado á todo el arrecife. —¡Jesucristo les ampare! ¡Pobres marinos!—exclamó el obispo, asomándose también á la puerta. ¿Conocen ustedes ese barco? —Es inglés—indicó un marinero. —Ya; es el _Plantagenet_—dijo un forastero de los que á la sazón se guarecían allí.—Le he visto la semana pasada atracado en los muelles de Manzanedo descargando carriles. —¿Y se perderá, se perderá?—preguntaron con ansiedad D. Juan, D. Angel y los demás de la partida. —Debe de haber perdido el timón, y no puede gobernar—dijo un robusto y hermoso marinero, que vestía grueso camisón de lona, pantalones recogidos dejando ver toda la pierna desnuda, y cubría su varonil cabeza de Neptuno con un _sueste_ de hule que por todos sus bordes despedía el agua. —¡Pero se ahogará esa pobre gente!—exclamó con terror el Sr. de Lantigua.—Germán, es preciso hacer un esfuerzo. —Señor, es ir á buscar la muerte, señor—repuso Germán llevando la mano á la delantera del _sueste_. El _Plantagenet_, mientras de este modo se discutía sobre su suerte, se acercaba más á Los Camellos. Arrojaba el vapor silbando con verdadera rabia, como lanza su grito el animal herido que presiente la muerte. Era un buque pesado y sin elegancia, como nave de carga. Su casco parecía un almacén negro, y su arboladura sin garbo ni esbeltéz consistía en tres palos con escaso cordaje. Tenía dos vergas en el palo de trinquete, y en el de mesana, que era pequeñísimo, flotaba un girón rojo, ennegrecido por el humo, en cuyas aspas podían reconocerse las insignias de la Gran Bretaña. La proa vertical se alzaba desmesuradamente, mostrando hasta el último número de las medidas de flotación y las planchas rojas de hierro mal pintado. Daba grandes tumbos á babor y estribor, mostrando ora la horrible panza, ora la cubierta en desorden, negra y húmeda, las escotillas, el mamparo de la máquina, el puente y la chimenea negra, con dos anillos blancos y una T, emblema de la casa _Taylor and Co_, de Swansea, poseedora de treinta y dos buques de carga y pasaje. El pobre barco inspiraba esa compasión hondamente patética que acompaña al espectáculo de los grandes peligros. Se le veía forcejear con las olas tratando de gobernarse con la hélice para huir de los escollos, y su figura tomaba la especial fisonomía que adquiere todo lo que interesa, personificándose á los ojos de los que están en salvo. No era un buque, sino un hombre, un pobre nadador que luchaba con la resaca; se le veía romper las olas con la dura cabeza, y sacarla fuera para respirar por los dos agujeros llamados _escobenes_, abiertos á manera de narices. La hélice trabajaba con frenesí, tornillando el agua y sacando hirvientes virutas de espuma. Tragaba el casco inmensos sorbos de agua y al tumbarse los arrojaba en catarata por los portalones, sin cesar de dirigir al cielo su espantosa imprecación en forma de humo densísimo y de rugiente vapor blanco y rabioso como el chorro de la ballena herida. —A los condenados ingleses—observó Germán,—les pasa esto por borrachos. Sabe Dios los cuartillos de aguardiente que tendrá á estas horas en el buche el capitán. —No digáis desatinos, hijos míos—manifestó con angustia el señor obispo,—y ved si podéis salvar á esos desgraciados. Germán puso un gesto que daba miedo. —Ese buque venía á nuestro puerto—dijo el prelado, buscando todos los medios para interesar á los rudos marineros ficobrigenses,—con el fin de traernos riquezas, mercancías, dinero, trabajo. —Perdone Su Ilustrísima—gruñó uno de los presentes.—El _Plantagenet_ no puede entrar en esta ría. No es sino que pasaba para Levante, se sintió con averías y quiso guarecerse en el abra de Ficóbriga, aguantándose á máquina. Pero se le rompió el timón, y ya ve Su Ilustrísima... Dentro de dos horas no quedará nada. —Sí, ya veo que el buque no puede salvarse; pero la tripulación, la tripulación... En aquel momento el pobre _Plantagenet_ volvió la proa á Noroeste y hundió toda la popa en el agua. Había caído en la trampa. Los agudos escollos, como tenazas de hierro, trincaron la quilla de popa y la hélice: la presa no debía ser soltada ya. Alzaba el buque moribundo la proa, dejando en descubierto toda la roda y á ratos parte de la quilla. Ya no se movió más; y en su convulsión postrera temblaban las rotas jarcias; y el palo de trinquete con la doble cruz formada por las vergas se doblaba como un báculo roto. Entonces las olas avanzaron triunfantes sobre el cadáver de la nave que ya era un cuerpo inmóvil, y se posesionaron de él, ébrias de feróz gozo. Una entraba frenética y se metía hasta las bodegas; otra pasaba por encima de la cubierta arrollando cuanto hallaba al paso; ésta subía, salpicando por las escalas de las jarcias, hasta tocar las cofas; aquélla se estrellaba contra la convexa armadura negra; y otra, la más fatua de todas, daba un salto hasta la chimenea y entraba por la boca para inundar las máquinas. —¡Hijos míos!—exclamó el obispo en tono grandioso, alzando la mano bendecidora de los pueblos.—No sois cristianos, no sois españoles, si dejáis perecer á esa pobre gente. Los marineros gruñeron. Se miraron unos á otros, buscando entre ellos al más valiente. Pero el más valiente no parecía. —No se puede, Ilustrísimo Señor—dijo al fin Germán, encogiéndose de hombros. —Parece que se aplacan las olas—manifestó D. Juan, que trataba de convencer á dos marineros amigos suyos. —¡Animo, muchachos! —En nombre de Nuestro Señor Jesucristo—dijo Su Ilustrísima con exaltación evangélica,—os suplico que salvéis á esos pobres náufragos. ¡En nombre de Nuestro Señor!... Profundo silencio. Alguno se rascaba la oreja. Alguno se escabulló bonitamente, subiendo á Ficóbriga. —Señor, que nos vamos á ahogar todos—exclamó Germán.—¿No ve usía esas mares como montañas? —Fuera de aquí, cobardes—gritó una voz enérgica, terrible, única voz digna de alzarse entre la espantosa música de los mares. Era la voz del cura. —¿Qué, se atreverá el señor cura?... —¿Pues no me he de atrever?—vociferó don Silvestre arrojando manteo, canaleja, paraguas, inútil carga de fastidiosos dengues. Su impetuosa naturaleza, su indómito valor, hecho á los combates con la Naturaleza, mostróse en sublime cuadro. —¡Bien, bien por el soldado de Cristo! ¡Bien por el sacerdote!... ¡Aprended, hombres sin fe!—exclamó el obispo derramando lágrimas de piedad y admiración. Don Silvestre se arremangó los brazos, mostrando las musculosas manos de oso, aquellas manos que lo mismo tomaban la hostia que el remo. Quitada también la sotana, se encajó una camisuela de lana. —¡Venga la _trainera_[A], un cable, dos!... A ver quiénes son los guapos que me van á acompañar. [A] Embarcación del país. —Yo, yo, yo... Y todos querían ir. —Tú, tú, tú, tú...—dijo rápidamente el cura, escogiendo su escuadrón. XVIII El cura de Ficóbriga. Ha llegado la ocasión. A su hazaña debe preceder su retrato. Era D. Silvestre joven, sanguíneo, fuerte, grandullón de cuerpo, animoso hasta la temeridad, ambicioso de aplausos y ganoso de estar siempre en primera línea; grande amigo de sus amigos, y al propio tiempo muy alegre, muy rumboso, vivísimo de genio, generoso y de trato galán y campechano con grandes y pequeños. En la Iglesia, las hembras le querían mucho, porque predicaba con alta entonación y dramático y pintoresco estilo; los varones también, porque despachaba la misa en un momento. Así es que cuando decía misa el padre Poquito, que era de mucha pesadéz, todos aquellos fieles, abrumados de ocupaciones, se quedaban charlando en la plaza. —Para una misa corta no hay otro como D. Silvestre—decían.—Bien comprende que no somos holgazanes, que van á desperezarse y á dormir en la Iglesia. Hace todas las ceremonias y dice los latines con una presteza que enamora. Don Silvestre era hombre rico. Además de que poseía regular hacienda heredada, se había dado mañas para adquirir algunas mieses, prados, y por último, una hermosa finca de bienes nacionales. Vivía con comodidad, y no era tacaño ni apuraba á los pobres caseros para que le pagasen, sin descuidar por esto la administración de sus bienes. Socorría á los menesterosos, se preciaba de hacer muchas limosnas, y por esto, así como por su carácter franco y bondadoso, estaba muy en paz con sus feligreses. —Don Silvestre no es un santo—decían allí;—pero sí un caballero. El párroco tenía además una salud de hierro, fortalecida con el frecuente ejercicio de la caza y la pesca, diversiones que ocupaban gran parte de su existencia. Su casa era, pues, un arsenal venatorio y piscatorio, cual no se veía en aquellos contornos. Escopetas, carabinas, cuchillos, trampas, mil artificios ingeniosos, ora aprendidos, ora inventados por su propio genial cacumen, y que tenían por objeto apoderarse de la mitad del reino volátil, ocupaban una regular pieza. En la otra no faltaba ninguna abominable máquina de las que arrancan del seno de las aguas todo lo nadante. Cañas, liñas, aparejos, diversos linajes de anzuelos, garabatos, pinchos y agujas, los unos para la merluza, los otros para el calamar; moscas artificiales para las pobres truchas de los regatos, garfios para los salmones de los ríos, guadañetas para los calamares, y además redes, chinchorros, tramayos, medio-mundos, palangres; todo lo guardaba aquel Nemrod de la tierra y los mares. Había nacido Romero en aquella región montaráz que llaman Picos de Europa, donde parece que el hombre retrocede á las primeras edades venatorias, y ha de vivir disputando á las bestias el suelo, que aún no se sabe si pertenecerá á la fuerza ó la destreza. Agil, valiente, emprendedor, atrevido, había desafiado los temibles osos, en compañía de otros jóvenes del país. Se familiarizó con el terreno abrupto, quebrado, con los precipicios, las cascadas, las deformidades de un suelo que parece no ha concluído aún de tomar, después del cataclismo, su forma definitiva, y vivía contento en su salvaje y libre estado. Mas como la voz paterna sonara un día en sus orejas, haciéndole ver la conveniencia de no dejar perder ciertas capellanías, Silvestre se atiborró de latín y se hizo cura. No le fué mal. Olvidó muchas cosas, pero no la ingénita afición á la caza. —Es un vicio—decía,—pero un vicio de reyes. Don Silvestre era hombre vehemente y algo testarudo. En el desempeño de cuanto tomaba á su cargo ponía siempre mucho ardor. En cierta ocasión le dió por revocar y componer la Iglesia, y se hizo pintor, albañil y arquitecto. Cuando le escribieron para que trabajase en las elecciones, realizó estupendas maravillas. Su regular hacienda, el prestigio de que gozaba en el pueblo, su carácter jovial y caballeroso le hacían á propósito para acaudillar hueste de electores y mangonear eficazmente en la comarca. Ponía con tanto ahinco su voluntad y su influencia al servicio de la causa política, que durante los azarosos días en que los ficobrigenses ejercitaban el más importante de sus derechos, el buen don Silvestre no paraba en el bosque, ni en la playa, ni en la sacristía, ni en su casa, sino que, cual poseído del Demonio ó enamorado, corría de una parte á otra sin descanso. Viéraisle allí emplear doctamente ora la astucia, ora la amenaza, con éste la ruda coacción, con aquél el malicioso soborno, y de este modo someterles á todos á su arbitrio. Con tales experiencias adquirió Romero acabada maestría en el arte de elegir, que nunca ha sido fácil, que á muchos empequeñece, pero que al cura de Ficóbriga, por su mucho ingenio y sutileza, le ponía en los cuernos de la luna. Montar á caballo, andar seis ó siete leguas con frío y nieve en busca de Fulano para comprometerlo; tomar la delantera á los contrarios acumulando recursos sin aumentar por eso de un modo escandaloso la tarifa de gastos electorales; realizar el portento de la multiplicación de los panes y de los peces aplicado á las cédulas de votar, eran otros tantos arbitrios que aumentaban la valía de D. Silvestre. Como prueba de su enérgica voluntad avasalladora, óigase lo que la misma Ficóbriga refería poco há. Estaba muy reñida y á punto de perderse la elección. Entre los votantes de última hora había un pastor de aquellos andurriales, hombre zafio y torpe que apenas sabía hablar. Cansado del plantón en las puertas del edificio donde funcionaban los comicios, y maldiciendo las obligaciones políticas que le habían llevado tan fuera de su rústico elemento, volvió la espalda y se marchó. Había junto á la urna electoral un río, por más arriba vadeable, por allí muy hondo. Mi hombre tomó por el vado las de Villadiego. Aquel voto de menos podía comprometer seriamente la elección. Advirtiólo D. Silvestre, y bramando de furor llamó al campesino, que en salvo ya en la otra orilla y frente por frente de los comicios, con el río de por medio, hacía con ambos brazos gestos de burla y provocación. Exasperado D. Silvestre contra aquel salvaje, que no sólo se escabullía en el momento de votar, sino que con los signos de los dos movibles brazos le insultaba delante de la Nación en el momento de ejercer ésta su soberanía, no reparó en nada, y con presteza suma se arrojó al agua. Como era gran nadador y se había despojado del levitón que le ceñía, bien pronto puso el pié en la otra margen del río. Corrió hacia el fugitivo, le agarró por el cuello, y arrastrándole con hercúlea fuerza, se metió con él nuevamente en el agua, y asido por los cabellos le trajo á la orilla de acá y le entró en la casucha y le puso, chorreando agua, delante de la urna. Este acto de energía, atemorizando á los que se mostraban indecisos, aseguró la elección. Otras muchas anécdotas podría contar para mayor realce de la valentía de este varón insigne; pero no quiero alargar las dimensiones de su retrato. A fin de que sea, aunque breve, completo, diré que D. Silvestre despuntaba en los juegos de tresillo y ajedréz. El y D. Juan de Lantigua se batían sobre el tablero casi todas las tardes. Como poseía dos ó tres lanchas de pesca, salía á la mar muchas tardes y era más conocedor del terrible elemento que los mejores prácticos de Ficóbriga. También nadaba como un pez, siendo el asombro de todos cuando se ponía á luchar con las olas, y si se ofrecía empuñar el timón ó el remo y dirigir la _ciaboga_ mientras la embarcación pasaba la barra, los marineros más forzudos no le igualaran. Muchos aseguraban que el mar le tenía miedo, y bien se podía decir con el Libro Santo: _Draco iste quem formasti ad illudendum ei_; «este dragón á quien hiciste para burlarle.» Cuando le hemos conocido, la ocupación favorita y el sueño dorado de D. Silvestre eran cuidar una huerta primorosa que había formado en un sitio llamado el Soto de Briján, frente á Ficóbriga, á la otra orilla de la ría, pasando el puente de Judas. Allí estaba la mayor parte del tiempo, sin descuidar sus deberes parroquiales (dicho sea en honor suyo). Aunque vivía de ordinario en Ficóbriga, tenía en el Soto hermosa casa, los mejores frutales del país y un amplio corral y establo llenos de _animalia pusilla cum magnis_, de cuanto Dios crió. Pavos, gansos, gallinas de diversos linajes, vacas de leche, conejos, cerdos gordísimos, á quienes D. Silvestre solía rascar con la punta del bastón, pájaros, cabras exóticas; en suma, nada de cuanto puede hacer placentera la vida del campo faltaba allí. En los días de nuestra historia no atendía mucho D. Silvestre á su granja, porque le distraían los negocios electorales de su buen amigo Rafael del Horro. Habíase estrechado esta amistad por relaciones periodísticas, y por la virtud de ciertas cartas que D. Silvestre escribió desde Ficóbriga á un periódico de Madrid, firmadas con el pseudónimo de _El pastor de la montaña_. Rafael del Horro vivía en casa del cura y todas las horas las pasaban en grata conferencia sobre los elementos de que podían disponer y las probabilidades de triunfo. Habían concertado plantarse ambos en el terreno de la lucha y no abandonarlo hasta alcanzar completa victoria sobre los impíos. Este era el hombre extraordinario y valeroso que dijo: «Yo salvaré á los náufragos.» Momentos después saltaba á la trainera. Impávido se lanzó á las olas. D. Silvestre tenía fe en su poderoso brazo, en su pericia de marino y de pescador. La trainera embistió las olas. Subía por la empinada pendiente, desapareciendo después entre revueltos torbellinos de espuma. A veces creeríase que los montes de agua se la tragaban de un sorbo, á veces que la escupían entre salivazos de rabia. Pero avanzaba, débil y valerosa, como la fe en Dios, por entre los embates del mundo. Don Angel se había quitado el sombrero que era ya una esponja, y arrodillándose en el fango, rezaba en voz alta. D. Juan, Rafael, Sedeño, sentían las vivísimas emociones del sentimiento cristiano en su mayor pureza. —Llegarán, llegarán y les salvarán—dijo D. Angel con la inefable convicción del creyente.—Dios oirá nuestros ruegos. Y los atrevidos salvadores lograron acercarse á los costados del buque, recogieron el grueso cable que de éste les fué arrojado, y en menos de una hora toda la tripulación estuvo en tierra. ¡Admirable efecto de la misericordia de Dios! Cuando la trainera volvió á tierra, las olas se aplacaron, como si el mismo Océano, que jamás perdona, se sintiera enternecido. Cuando los infelices tripulantes (eran ocho) pusieron el pié en tierra, D. Angel les abrazó á todos, mezclando sus lágrimas con el agua salada que les empapaba. Habían acudido á la playa el alcalde, el secretario, el alguacil y muchas personas, entre las cuales se contaba D. Juan Amarillo, que era vicecónsul de Francia. En un instante se decidió dar á los desgraciados náufragos el auxilio que necesitaban, conviniéndose en repartirlos en las casas de más viso. Al Sr. de Lantigua le tocó uno con graves contusiones y que había perdido el conocimiento. XIX El náufrago. Le asistieron con grande solicitud; le acostaron; vino D. Nicomedes, médico titular de Ficóbriga... —Golpes en la cabeza, que no parecen tener gravedad—dijo,—y además un poco de asfixia. Ordenó algunos remedios caseros y que le dejasen reposar después. Hízose todo con presteza, y el enfermo, después de pronunciar algunas palabras á media voz, reposó al parecer tranquilo. Salieron de la pieza un instante y cuando volvieron á entrar, el caballero (pues indudablemente lo era) sacado de las aguas abrió los ojos, mirando á todos lados con curiosidad. —Tranquilícese usted—dijo D. Juan.—Está usted entre amigos, bien asistido, y no carecerá de nada. El lance ha sido terrible; pero gracias á Dios, usted y sus dignos compañeros están en salvo. El náufrago dijo algunas palabras en inglés. Miraba á un lado y otro, abriendo con gozo á la luz sus ojos azules, y examinando uno por uno los semblantes de Gloria, D. Juan y D. Angel. Los que resucitan no miran de otro modo. —Estoy en...—murmuró en español. —En España, en Ficóbriga, humildísimo puerto de mar, que si tuvo la desgracia de presenciar la pérdida del _Plantagenet_, también ha tenido la dicha de arrancar ocho hombres á la muerte. Con acento patético y solemne dijo el náufrago: —¡Señor, Señor nuestro! ¡cuán maravilloso es tu nombre en toda la tierra! Y el obispo repitió el salmo en latín: —_¡Domine, Domine noster, quam admirabile est nomen tuum in universa terra!_ Hubo un instante de grave silencio, en que todos los presentes sintieron su corazón palpitar con fuerza. —¿Y qué tal se encuentra usted? —Bien, bien—respondió el extranjero con seguro tono, poniendo la mano sobre su corazón.—Gracias. —Aunque habla usted nuestra lengua, se me figura que es usted inglés. —No señor; yo soy de Altona. —¿Altona?—dijo Su Ilustrísima, poco fuerte en geografía moderna.—¿Dónde es eso? Y al instante se acercó á un viejo mapa que de la pared colgaba. —Es sobre el Elba, cerca de Hamburgo—manifestó D. Juan. —Soy hamburgués de nacimiento—dijo con entera voz el enfermo,—pero mi familia es de Inglaterra. He vivido seis meses en Sevilla y Córdoba hace tres años, y ahora... —¿Iba usted para Inglaterra? —No le conviene mucha conversación por ahora—dijo solícitamente Su Ilustrísima.—Dejémosle descansar. —Gracias, señores. Puedo hablar. Sí, yo iba á Inglaterra. Dios no ha querido... Su semblante expresó viva pesadumbre. —Tranquilidad, amigo—añadió D. Juan.—No hay que apurarse. Irá usted á su casa. ¿Tiene usted familia? —Padres, hermanos... —Cuide usted de reponerse. En mi casa no le faltará nada. Mi nombre es Juan de Lantigua; este es mi hermano Angel, obispo de ***, y esta señorita es mi hija Gloria. Le cuidaremos á usted lindamente. Dios nos manda consolar al triste, amparar al desvalido. Todos los días no se presenta ocasión de practicar las obras de misericordia. El náufrago miró sucesivamente á D. Angel y á Gloria, conforme el Sr. de Lantigua se los presentaba, y después, tomando la mano de éste, la oprimió contra su pecho. —_El que sigue la misericordia_—dijo,—_hallará vida, justicia y gloria_. Don Angel repitió también en latín esta sentencia de Salomón. —Ahora—dijo el Sr. de Lantigua,—descanse usted, señor... ¿Cómo es el nombre de usted? —Daniel. —¿Y su apellido? —Morton. Al decir su nombre, el extranjero añadió las más ardientes y cariñosas expresiones de gratitud. Les devoraba á todos gozosamente con los ojos, como si fueran apariciones celestiales que sucedían al horror y á las tinieblas de la muerte. —Esto que hemos hecho—dijo D. Juan,—no merece ni alabanza ni agradecimiento. Es lo más sencillo y fácil que nos ha mandado Jesucristo... Pero usted tomará algo. Gloria, haz preparar una buena colación para este caballero. Ya comprenderás que no debe tomar cosas pesadas. XX El santo proyecto de Su Ilustrísima. El sol apareció seis veces por encima del gallardo pico de Monteluz, junto al mar; seis veces se hundió tras de la Cotera de Fronilde, vistiendo de púrpura las montañas, y en la casa de Lantigua no ocurría nada digno de ser contado. Unicamente ocuparon los ociosos ratos fervientes elogios de la acción heróica de D. Silvestre, comentándola quier por el lado humano, quier por el divino, y poniéndola todos en las mismas nubes como en realidad merecía; resultado portentoso, al decir de D. Angel, de la fe cristiana y de la hercúlea constitución física que debía el gran Romero á la bondad de Dios. La noticia corrió por toda la provincia, que tiene el honor sumo de sustentar en su risueño suelo á la excelsa Ficóbriga, y llegó hasta Madrid, llevando camino de pasar después á Londres, como en efecto pasó. Orgullosísimo estaba D. Silvestre, y aquellos días tenía una cara como el sol resplandeciente, y sin cesar repetían sus labios el trance sublime, pintando en términos tan vivos la furia del borrascoso mar, que los oyentes creían verlo. Daniel Morton gustaba más que ninguno de oir contar al Sr. Romero la historia toda del naufragio y salvamento milagroso, y no sabía de qué manera mostrarle su agradecimiento, pues no bastaban las manifestaciones de una amistad profunda que debía durar tanto como la vida. El extranjero sacado de en medio de las aguas no había podido aún dejar el cuarto que le fué destinado, pero recibía frecuentes visitas de todos los habitantes de la casa, que le trataban con muchísimo agasajo y cariño. El por su parte merecía bien tantas atenciones, porque era de lo que no hay en punto á caballerosidad y cortesía. Bien pronto conoció D. Juan que había dado albergue á una persona bien nacida, de trato muy afable, de carácter noble y recto, delicadísima y adornada con instrucción tan vasta, que en casa de Lantigua todos estaban atónitos. —¡Cómo se conoce que es un cumplido caballero!—manifestó D. Juan á su hermano cuando los dos, juntamente con el doctor Sedeño, tomaban chocolate, después de volver de la Abadía, donde el prelado decía misa diariamente. —Es verdad. Me agrada en extremo—dijo el obispo.—¡Lástima que sea protestante! —¿Y lo será? —Debe de serlo—afirmó Sedeño.—Siempre que hablamos de asuntos religiosos parece deseoso de esquivar la conversación. —¿Pero ha dicho algo ofensivo á nuestra Santa Iglesia? —Ni una palabra. Se muestra muy deferente con el catolicismo, y no le he oído jamás vocablo ni reticencia que puedan tomarse á vituperio... —¡Qué ocasión, hermano mío—indicó don Angel con devoto celo,—para hacer una gran conquista, para traer una oveja al rebaño de Jesucristo! —Es difícil—murmuró Lantigua.—Será hombre de convicciones. —Pero de convicciones perniciosas. Mira tú, hermano; pues yo lo he de intentar... —Cuidado, que estos herejes, cuando les tocan á su herejía, son como el puerco espín. —Nada se pierde con intentarlo, hombre. El estará todavía algún tiempo en tu casa, porque no es justo que le dejemos marchar antes de que se reponga por completo. —Seguramente. —Bien, ¿pues qué se pierde? Yo le diré algo que le llegue al alma. Sembraré, hijo. Si la simiente cae en pedregales, no es culpa mía. Habré cumplido con mi deber. —Caerá en pedregales—afirmó D. Juan con la sequedad del hombre acostumbrado á ver las malicias del mundo, y cansado de arrojar simiente sobre él sin que naciera jamás. —Pero figúrate que Dios le toca el corazón, figúrate que un rayo de luz... Nada, no me quedaré sin intentarlo. —Perderás el tiempo, querido hermano. —O no... Ese caballero me ha demostrado no ser un alma vulgar. Al contrario, posee un entendimiento privilegiado. —¡Oh, eso sí! ¡qué lástima!... —Y un gran corazón. —También. —Tenemos lo principal, el terreno. —¿Y las preocupaciones, y la costumbre, y las ideas adquiridas ya, es decir, la mala hierba que ha echado raíces y todo lo invade? —Hombre, por Dios. ¡La hierba!... me río yo de la hierba. Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó el modo de arrancarla y echarla al fuego. Yo no desconfío hasta no probarlo... ¿Me permites que le proponga quedarse unos cuantos días más? —Como quieras. Veremos qué tal lo toma... Pero no vayamos á perder su buena amistad, y hasta el agradecimiento que nos tiene... —Pues mira tú, por eso del agradecimiento le voy á meter el diente; esa es la hendidura de su coraza, y por ahí, por ahí... Don Juan se echó á reir. Después llamó á su hija. Gloria se había desayunado á la hora en que los pájaros saludan el día, porque en aquél tenía muchas ocupaciones la señorita de Lantigua y era preciso empezar pronto. Cuando por el comedor pasó apresurada como persona que trae muchos negocios entre manos, su padre le dijo: —¿Te has olvidado del café para ese caballero? —No señor. Se lo han subido ahora mismo. —¡Qué mal gusto tienen estos extranjeros en no gustar del chocolate!—dijo el reverendo D. Angel, arramblando lo que en el fondo del cangilón quedaba.—Gloria, sobrina mía, acompáñame á dar una vuelta por el jardín. Sedeño tomó un periódico que había llegado la noche anterior, y dirigió á él los vidrios de sus anteojos, poniendo cara de gran importancia. —Vea usted á dónde conduce la irreligiosidad, Sr. D. Juan—dijo, dando un golpe con la siniestra mano en la hoja impresa.—Oiga usted este caso. Y leyó. D. Juan, apartando el jicarón, ahuecó la palma de la mano y la puso en el oído al modo de trompeta. Era un poco teniente, es decir, sordo de la oreja derecha, sobre todo cuando había variaciones atmosféricas. En tanto, D. Angel salió murmurando una cancioncilla y acompañado de su sobrina. —Picarona—le dijo,—gracias á Dios que te echo la zarpa. Tu padre quiere hablarte. Gloria sintió cierta pena, porque recordó que cuando días antes le dijo su tío «tu padre quiere hablarte,» fué para el enojoso asunto de Rafael. Al pasar al jardín cogió en la puerta una flor de madreselva y se la puso en la boca para mascullarle el palo. —Juan se queja—indicó el obispo,—de que no le has contestado aún á una pregunta que te hizo. —¡Ah! ya sé...—dijo Gloria, sintiendo que las palabras de su tío se le clavaban en el corazón como espinas. —Pero yo no me mezclo en tales asuntos—añadió Su Ilustrísima.—Allá te entiendas con tu padre. No es sino que como hoy se marcha ese joven... Pero hazme el favor de no andar tan á prisa, que mis piernas, hijita, no están para fiestas. Desde el día de la gran mojada... —Cuando salvaron al Sr. Morton... —Por bien empleado doy el chapuzón, eso sí. Gran conquista hicimos. Díme una cosa respecto á ese caballero... Gloria, arrojando la madreselva, oyó con toda su alma. —¿Has observado—preguntó Su Ilustrísima deteniendo el paso,—si ese caballero...? —¿El Sr. Morton? —Justamente: si ha pronunciado alguna palabra referente á nuestra santa religión. —Le he oído hablar de Dios, de... Aguarde usted. —No es eso, tonta, de Dios hablan todos. ¡Cuán pocos le conocen! ¿Le has oído pronunciar alguna frase depresiva para nuestra santa religión? —No, tío... —Porque, verás; mi hermano y yo, lo mismo que Sedeño, hemos comprendido que ese hombre es protestante. —¡Protestante! Gloria se quedó atónita. —Es decir, que se condenará—dijo Gloria vivísimamente.—Es lástima que teniendo tan buen corazón... —Sí que es una lástima... Te confieso que estoy verdaderamente afligido, afligidísimo. —Si da ganas de correr hacia él y gritarle: «¡Caballero, por Dios, sálvese usted, á dónde va usted...! Véngase usted con nosotros.» —Justo, como cuando miramos á un ciego que, por no ver el camino, se va á caer en un pozo. Has interpretado á maravilla mi pensamiento. Yo estoy desasosegado desde que ese joven está en nuestra casa, y el día en que le vea marchar tendré un disgusto... quiero decir, si se marcha como ha entrado, ciego. —Protestante. —Cabal. Y me parece que soy indigno apóstol de Cristo si no consigo... —¿Convertirle?—preguntó la señorita con incredulidad. —¿Te parece difícil? Otras cosas más difíciles se han visto realizadas. Es imposible que Dios haya creado un ejemplar tan hermoso de la persona humana para dejarle perder. ¡Quién sabe si su sabiduría infinita encaminó á este hombre á nuestras playas abriéndole con el naufragio el camino de su salvación! —¡Oh, quién sabe!—exclamó Gloria, elevando sus ojos al cielo como para preguntarle si era verdad la suposición de su tío.—¡Dios dispone tan admirablemente las cosas! —El es la verdad, la vida, el camino. Nada, estoy decidido á dirigirme á ese caballero, á encararme atrevidamente con él, como ministro que soy de Jesucristo, y decirle: «Morton, tú debes ser católico.» —Muy bien, tío—exclamó Gloria, aplaudiendo con entusiasmo. Sus ojos se humedecieron ligeramente. —Estoy decidido—continuó Su Ilustrísima, sintiendo en sí la inspiración evangélica, que le hacía tan admirable en el púlpito,—á decirle como Jesús á Lázaro: «¡Morton, despierta; Morton, levántate! Tú no has nacido para vivir en la región de las tinieblas. Arroja esa sacrílega venda y mira esta luz que tengo en la mano, esta luz divina que el Señor se ha dignado confiarme para que te guíe, para que te ilumine. Ven y reposa sobre mi corazón, hijo mío; ven á aumentar el reinado de Jesucristo con tu preciosa inteligencia, con tu sensibilidad exquisita, con tu noble aunque extraviado espíritu.» ¡Oh! y si viene, ese día será el más glorioso de mi vida, porque habré arrancado de las manos de Satanás una víctima; habré rescatado un miserable cautivo de las regiones infernales; habré conquistado una oveja al rebaño de Cristo y aumentado los celestes dominios de la Iglesia; y cuando Dios me llame á juicio, podré decirle: «¡Señor, he ganado una batalla al enemigo!» —¡Oh, tío, tío de mi alma!—exclamó Gloria, besando con frenesí las manos del prelado, trémulas aún por la oración oratoria.—¡Usted es un santo! —Santo, no; pero al considerar este caso de que ahora hablamos, no se aparta de mi mente el recuerdo de aquel gentil llamado Saulo, que después fué gloriosísimo apóstol. Yo sería felíz desempeñando el papel de Ananías, que por mandato de Dios corrió en busca del perseguidor de la Iglesia, y le dijo: «Saulo hermano, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo.» Y al instante cayeron de sus ojos unas como escamas, y recobró la vista, y levantándose, fué bautizado. —San Pablo. —Una de las más gloriosas conquistas de la fe cristiana, sí. Aquel hombre era tan despejado, que Nuestro Señor quiso traerle á su servicio y le trajo. Hace dos ó tres días que no pienso más que en esto, y cuanto más trato á ese joven, y oigo sus palabras, y mido la altura de su discernimiento, más vivos son mis deseos de decirle: _Saulo hermano, Jesucristo me ha enviado á devolverte la vista_. En las empresas heróicas, más energía y bravura desplega el alma, cuanto más señalado es el mérito de la plaza que se quiere conquistar y más grandes la fama y destreza del enemigo. —Y como Daniel parece... —No parece, sino que es una de las más acabadas hechuras de Dios. Cuando veo aquel admirable y soberbio vuelo de su entendimiento, digo: «¡qué lástima, Señor, qué lástima!» ¿Recuerdas qué bellísima explicación hizo de las fuerzas de la Naturaleza, relacionándolas con la previsión divina? —Sí, sí, lo recuerdo. —¿Y aquella sencilla y patética figura que trazó de las costumbres de su anciana abuela? —¡Oh! Sí, sí, lo recuerdo. —¿Y las consideraciones que hizo sobre la muerte de sus dos hermanas doncellas, contagiadas de la peste por asistir á los enfermos? —Sí, tío, sí... lo recuerdo bien. —¡Y qué bien manifestó sus aficiones sencillas, patriarcales, exentas de vicios, su admiración á las obras de Dios! —También, también lo tengo presente. —¿Y el cariño que tiene á nuestro pobre país tan desgraciado?... —Sí, sí, tío, todo lo recuerdo. —Y yo al oirle y al verle, digo: «¡qué lástima, Señor, qué lástima!» —¡Qué lástima!—repitió Gloria cruzando las manos y elevándolas hasta apoyar en ellas la barba. —Hoy mismo, hoy mismo pienso dar principio á mi gran empresa—afirmó el obispo con noble decisión.—Al fin haremos algo grande en nuestra pobre vida. —¿Hoy mismo?... pero si se marcha pronto—dijo Gloria afectando naturalidad. —No, porque tu padre y yo hemos convenido en rogarle que se quede en Ficóbriga y en nuestra casa quince días más ó un mes. —Entonces, entonces, tío—dijo la sobrinita disimulando mal su alegría,—triunfará usted, triunfará la Iglesia de Jesucristo... ¡Oh! ¡qué excelente idea han tenido papá y usted! —Ahora subiré á decírselo. Aceptará, porque no se halla bien de salud y el sosiego de este país le repondrá. Hoy le hablo de religión y... no me faltarán argumentos. Donde hay un buen corazón, estamos á la mitad del camino... ¿Sabes si se ha levantado? —Roque nos lo dirá. El criado pasaba por el jardín. —¿Se ha levantado el Sr. Morton? —Sí señor. Voy con un encargo suyo—dijo mostrando un paquete. —¿Qué es eso? —Toda la ropa que el Sr. D. Daniel tenía en los baules mojados. La llevo al señor cura para que la reparta á los pobres. —Apuesto—manifestó Gloria con pena,—á que D. Silvestre no da ninguna pieza á Caifás. —Voy al instante arriba—dijo el obispo. Gloria le acompañó hasta la escalera. Después corrió á la cocina. Su alma revoloteaba en el seno del éter más puro, en plena luz celestial, como los ángeles que agitan sus alas junto al Trono del Señor de todas las cosas. XXI Sepulcro blanqueado. Y era en verdad contraste singular que mientras su alma, como dice el salmista, _escapaba al monte cual ave_, estuviese su cuerpo en lugar tan rastrero como una cocina, y arremangándose los lindos brazos y poniéndose un delantal blanco, empezara á batir con ligera mano muchedumbre de claras y yemas de huevo, que en honda cacerola espumarajeaban formando bolas de fragilísimo cristal. La cuchara, que por la rauda agitación apenas se veía, levantaba amarilla nube; hervían las albuminosas claras, simulando graciosas excrecencias de ámbar y mil y mil engarzos de topacios, en cuyas facetas temblaba la luz. Después pasó aquel menjurge de una cacerola á otra, quitó á un limón toda la cáscara, picóla en menudos trocitos, revolvió con harina los huevos, sacó de un cajón unas viejecillas arrugadas y dulcísimas que en su juventud se llamaron uvas, acaparó bizcochos, apoderóse por último de un molde de hoja de lata, todo con gran presteza y pulcritud, hasta que Francisca, no pudiendo tolerar tal invasión en sus dominios, le dijo de muy mal talante: —¿Qué haces ahí, tonta? ¿Qué comistrajo es ese? —Tú sí que eres tonta—repuso Gloria riendo.—¡Qué entiendes tú de cocina fina, ni de pudines! —¿Y eso para quién es?—prosiguió la respetable criada con ironía.—¿Para el perro? Niña, por Dios, que te vas á echar á perder las manos. Vete arriba, que aquí no hacen falta espantajos. La antigua cocinera trataba á Gloria con la familiaridad de los criados que han visto nacer á todos los niños de una casa. Gloria, después de agitarse mucho, dió por terminada su tarea y abandonó la cocina, subiendo á su cuarto, donde se ocupó en arreglarse y ponerse guapa, porque la hora del almuerzo se acercaba. Atentos á ella, entraron en la casa D. Rafael del Horro y el cura, que aquel día andaban muy entretenidos con el negocio de su viaje electoral. Subieron á saludar á D. Juan en su despacho; pero como hallaran á éste muy atareado con las cartas que escribía para varios personajes influyentes de la provincia y que nuestros dos expedicionarios habían de llevar; como además vieran al doctor Sedeño abstraído en la lectura de los periódicos políticos, tornaron al jardín. Gloria, después de pasar revista al comedor y ver qué tal ponía la mesa Robustiana, salió al jardín. Había en éste, por la parte próxima al camino, un bosquecillo formado de altas magnolias, algunos espesos pinos y dos ó tres plátanos, los cuales sobrepujaban á toda la familia vegetal del repuesto jardín, extendiendo sus grandes ramas en tan grande espacio, que por un lado salían sobre la verja hasta fraternizar con los olmos del camino, y por otro acariciaban las ventanas de la casa. En el centro del bosquecillo había una glorieta, á la que rodeaban espesos matorrales hechos de evónymus, retamas olorosas, tamarindos, verónicas, adelfas y otros arbustos, combinados con primoroso arte. Por detrás corría un estrecho camino semicircular, obscuro, húmedo, en el cual solían verse menudos hilos de telaraña tendidos entre las ramas y en los troncos de los árboles grandes. Gloria entró por este camino. Al poco rato oyó voces y se detuvo. Su primera intención fué no hacer caso y seguir adelante. Pero oyó pronunciar su nombre, reconociendo la voz de Rafael. Este y el cura hablaban en la glorieta. No pudiendo refrenar la curiosidad, escuchó: —Gloria es perfecta, como usted dice—hablaba el cura,—y además de perfecta es hija única de un hombre rico. Mi opinión es, amigo D. Rafael, que todo no debe ser sentimental y _te amo_ y _te adoro_, sino que debe mirarse mucho al bienestar de ambos cónyuges. La pintura que usted me ha hecho de lo cara que se ha puesto la vida en esa endiablada Corte, me horripila. Dígame usted, ¿qué tal pinta la abogacía? —Mal—repuso el joven con hastío,—después que Lantigua entregó su bufete á los pasantes, éstos han acaparado todos los negocios eclesiásticos... Sin embargo, algo se hace. —¿Y el periodismo? —Eso no se nombre como profesión lucrativa. Es un excelente medio para hacerse lugar en la política, única carrera de provecho para la juventud. —Y usted la ha hecho buena—dijo hiperbólicamente el cura.—A los treinta y cuatro años... Este nene va á tragarse el mundo. —Pero usted no sabe, amigo mío, qué compromisos, qué cargas tan atroces trae este maldito oficio en su primera época. La posición que se adquiere impone... —¡Ajajá! Ya lo sé. Gastos atroces, ¿no es verdad? ¿Pues qué? ¿Quería usted pescar truchas á bragas enjutas? —No... ya sé cómo se pescan. —Por eso dicen que en Inglaterra sólo se dedican á la política los ricos—dijo el cura.—Este sistema me parece excelente. —En España, por el contrario, es la carrera de los pobres. Y es un mal, lo conozco, pero ¡qué se va á hacer! Los pleitos no dan, amigo mío, sino á los que han empollado el bufete con el calor que les dejó en el cuerpo la silla ministerial. Los negocios exigen capital; el comercio menudo es indigno de quien ha estudiado una carrera científica; no quedan, pues, más que las armas y la política, y á mí no me gustan las armas. —Las armas de la palabra, de la pluma, amigo mío—dijo el cura con entusiasmo.—¿Sabe usted que si alguna cosa envidio en este mundo es la gloria de usted? —Pues tiene poco de envidiable—replicó Rafael con cierto tonillo de despreocupación que contrastaba con su habitual prosopopeya.—Yo me río á veces de mí mismo, y cuando estoy á solas en mi despacho, me digo: «parece mentira que seas tú mismo ese que pronuncia tales discursos terroríficos y escribe los artículos furiosos que entusiasman al partido.» Yo, que no soy capáz de matar una pulga ni gusto de que se moleste á nadie, predico la ruína de la sociedad actual; yo, que tengo como cada hijo de vecino mis dudillas acerca de muchas cosas que nos enseña el catecismo, aunque no de las principales, parece, según la vehemencia con que lo digo, que me quiero tragar á los que creen poco. —¡Ah! ¡ah!—exclamó el cura riendo,—ese es mal común á toda la gente de hoy, blancos y negros. Nadie tiene fe. Hace poco hablaba yo con un señor que pasa la vida escribiendo contra los incrédulos y llevando y trayendo recados al Papa. En confianza me decía: «Sr. D. Silvestre, no hay quien me haga creer en el Infierno.» Yo me reía mucho con sus rarezas, y jamás disputábamos, porque aborrezco las disputas. Ibamos á cazar juntos. Yo le enseñaba el cartapacio de mis sermones para que les echara un vistazo... Ya se ve... Es persona de muy buen gusto y estilo, una especie de fray Luis de Granada sin hábitos y sin fe, y por lo demás sujeto apreciabilísimo, persona excelente. Usted también es de los que hablan mucho y creen poco. —Entendámonos, señor cura. Yo creo que sin religión no hay sociedad posible. ¿A dónde llegaría el frenesí de las masas estúpidas é ignorantes, si el lazo de la religión no enfrenara sus malas pasiones? A lo cual el cura, riendo, contestó: —Pero en esto de creer hay algo más que un freno para contener á los ignorantes. Los ilustrados y los sabios deben acrisolar su fe con el estudio. —Así debiera ser—dijo Rafael.—Conviene que todos contribuyamos á conservar sólida y firme esta base del edificio social. Si la religión desapareciera, los demagogos y petroleros nos declararían una guerra á muerte. Es cosa que espanta. —Tremendo, sí. —Por eso yo soy de opinión de que sigan las misas, los sermones, las novenas, las procesiones, las colectas y todos los demás usos y ritos que se han creado para coadyuvar á la gran obra del Estado, y rodear de garantías y seguridades á las clases pudientes é ilustradas. —Según usted—observó el cura dando rienda suelta á su jovialidad,—las prácticas religiosas no son otra cosa que una especie de instrumento correccional contra los pillos. Pero Sr. D. Rafael de mi alma, desarrollando su sistema de usted debiéramos decir: «suprímase la religión y auméntense los presidios.» —¡Oh! no bromee usted y tenga presente que aquí hablamos en confianza y que esto no sale de los dos. ¡Bueno andaría el mundo sin religión! ¡Benditas sean mil veces las creencias que nos legaron nuestros padres y la fe en que fuímos criados! ¡Qué dulce es la religión!... ¡Las mujeres tienen en ella tales consuelos...! Se muere una persona de la familia, madre, hermano, niño, y ellas creen que la verán después y que el difunto se está paseando por encima de las nubes, y si es niño, correteando y enredando de estrella en estrella. La religión debe existir siempre, siempre, y existirá. Además hay en ella muchas cosas que consuelan y algunas que son verdades irrecusables. —Todas; que no algunas, como usted dice, lo son—dijo el cura afectando cierta gravedad.—Si yo tuviera á mano mis libros ó recordara fácilmente lo mucho y bueno que en ellos he leído, le probaría á usted que todo, todo lo que la religión sostiene es verdad, y todo sirve de gran consuelo al ignorante y al sabio, al pobre y al rico. Pero tengo una memoria perversa, y con mis ocupaciones de cada día no me acuerdo de nada. —¡Oh! yo he leído bastante, y por mi parte no puedo acusarme de haber hecho daño alguno á la Iglesia ni á las personas eclesiásticas. Por el contrario, en mis discursos, en las conversaciones privadas con mis amigos políticos, siempre he dicho: «Señores, la religión antes que todo. No quitemos al pueblo ese freno moral... Conviene, pues, que la Iglesia esté de nuestra parte. Es el gran auxiliar del Estado, y hay que tenerla contenta. ¿Pide seis? pues darle ocho...» Aborrezco á esos que se llaman filósofos y libre pensadores y que se ponen á gritar en las asambleas y en los clubs, haciendo ver que la Iglesia es esto y lo otro. Yo les digo: Señores, en el fondo casi estamos conformes. ¿Cómo puede negarse que muchas de las cosas que nos quieren hacer creer, no andan muy acordes con el sentido común? Pero ¿hay necesidad de subirse encima de una silla y decirlo á todo el mundo? El pueblo ignorante no lo entiende, y al oir á ustedes, cree que le están permitidos el robo y el asesinato. Hay que mirarse bien antes de propagar ciertas doctrinas... Por esto soy enemigo de esos charlatanes, y en mi humilde esfera defiendo con la palabra y con la pluma las creencias religiosas, la doctrina toda de la Iglesia católica, el culto y el clero, venerandas instituciones sobre las cuales descansa el orden social; defiendo la fe de nuestros padres, las prácticas sencillas, las oraciones que nos enseñó nuestra madre en la cuna, todo eso, en fin, tan fácil de aprender y tan bonito... porque la religión es bonita. Yo he estado en Roma, he visto muchas ceremonias en San Pedro. ¡Ah, Sr. D. Silvestre! Es cosa que entusiasma... ¿Pues y las procesiones de Sevilla?... Todo esto debe conservarse. —Todo esto debe conservarse; pero lo que importa principalmente es la fe, y si ésta no se conserva... —Sí, también, también. Todos debemos trabajar para que crean los demás, para difundir los dones del Espíritu Santo, para que se mantenga incólume la fe de nuestros padres... ¡Oh, la fe de nuestros padres! —Usted, Rafael, pertenece á la escuela de los que defienden la religión por egoísmo, es decir, porque les cuida sus intereses. Ven en ella una especie de guardería rural, y dicen: «La religión es muy buena: debe creerse: verdad es que yo no creo; pero crean los demás para que tengan miedo á Dios y no me hagan daño.» En tanto no se cuidan de los altos fines religiosos ni de la vida eterna. —¡La vida eterna!—dijo D. Rafael del Horro.—Aquí está la gran cuestión. ¡Admirable idea para que la sociedad no se desborde! —¿No cree usted en ella? —Sí; forzosamente ha de haber alguna otra cosa después del morir... porque no debe acabarse uno sin más ni más... Pero digo yo: si después que expiremos resulta que no hay nada de lo dicho, y caemos en profundísimo sueño, ¡que chasco, amigo Romero! Y la verdad es que por mucho que uno piense, no puede limpiarse de dudas. Francamente, eso de que lo que no es ni sombra, ni aliento, ni rayo, en suma, lo que no es nada, siga viviendo después del hoyo, y nos manden al Cielo ó al Infierno... ¡Ah! lo que es esto... No hay quien me haga creer en el Infierno. ¿Es posible que usted me sostenga que hay un pozo lleno de fuego donde caen los que han hecho picardías? Vamos, yo creo que la misma Iglesia ha de tener que transigir al fin diciendo que eso del Infierno es... cualquier cosa, nada entre dos platos... ¿Pues y la vida eterna y el paraíso? En fin, se aturde uno al pensar en ello, y más vale dejarlo á un lado. —Vive Dios—exclamó con vehemencia don Silvestre Romero dándose fuerte porrazo en la rodilla con la palma de su mano de oso,—que si yo recordara lo que he leído en mis libros, le contestaría á usted punto por punto á todas esas cuestiones, dejándole tan convencido de que hay alma, de que hay Infierno, de que hay Cielo, como de que ahora es día; pero tengo una memoria infame; leo hoy una cosa y mañana se me olvida. Luégo mis ocupaciones... figúrese usted que este ir y venir al Soto y á la playa há tiempo que no me permite abrir un libro. ¡Vaya con el don Rafael, qué ideas tiene! Cáspita, no se ha de decir esto á los electores, porque entonces... Al contrario, todo ha de ser religión y más religión. A este son les hemos tocado siempre, y á este son bailan que es una maravilla. —Bailarán también ahora—dijo del Horro sonriendo;—por cierto, Sr. D. Silvestre, que si no nos vamos hoy, me parece que llegaremos tarde. —Tenemos tiempo de sobra. Esta noche llegamos á Villamojada, vemos á los amigos; pasado mañana á Medio-Valle, vemos á los amigos... Todo se reduce á pasar de pueblo en pueblo y á ver amigos. Fíese usted de mí, hombre. En todo lo que sea de los Madriles y de la política gorda, puede discurrir y quebrarse la cabeza; pero en esta tierra y en elecciones, déjeme usted á mí y cállese y estése quieto. Cada uno en su elemento. —No me falta confianza, señor cura Caraculiambro—dijo Rafael dando una gran palmada en el hombro del gigante clérigo.—¡Oh! si todos los negocios que he traído á este Ficóbriga de mil demonios fueran tan bien como el de mi elección... —¡Ah! ¿Lo dice usted por la señorita de Lantigua? ¡Qué bocado de ángeles!... Usted tiene la culpa de que este pez no haya picado... —¡Si Gloria no me quiere, ni parece inclinarse á quererme nunca...! —Ya; después de casada ya la enderezaría yo—afirmó el cura.—Ello es que usted ha puesto su asunto en manos de D. Juan, y éste con las finuras y tiquis-miquis que usa lo habrá echado á perder. Si yo fuera D. Juan, saldría del paso diciendo: «Niña; á casarse, y chitón.» —A mí nadie me quita de la cabeza que Gloria tiene algún novio en Ficóbriga—dijo Rafael pensativo. —Lo que es eso... Yo sostengo que esta niña, á pesar de su viveza y de sus ojos que echan lumbre, es un hielo. —Qué sé yo, qué sé yo...—indicó el joven campeón de Cristo mirando fijamente al suelo y pronunciando con mucha lentitud palabra tras palabra;—le digo á usted que esa niña me tiene ya hasta la corona. Gloria no quiso oir más y se retiró. XXII La respuesta de Gloria. Entró en el despacho de D. Juan al mismo tiempo que el señor obispo, el cual tenía gozoso semblante y se acariciaba una mano con la otra, señal de regocijo que se advierte en todos los que acaban de hacer una cosa buena. —Querido hermano—dijo Su Ilustrísima,—me parece que no he tocado á la puerta de una casa vacía: alguien responde. —¿De veras?—exclamó D. Juan metiendo en el sobre la última carta. —Ha empezado por mostrarse muy agradecido á tus nuevas bondades. Acepta la hospitalidad que le concedes por quince días ó un mes. —¿Has hablado con él de religión?—preguntó Lantigua pasando por su lengua la parte engomada del sobre. —Sí; mas él, con habilidad suma, ha eludido entrar en las cosas hondas de doctrina. No habla más que de generalidades, de la Creación, de la bondad de Dios, del perdón de las injurias... nada concreto. —Teme descubrirse. Esa reserva me agrada, porque no me gusta ver á los herejes hacer alarde de su impiedad y provocarnos con argumentos comunes de los que usan los periódicos. —No le he oído ni una sola vulgaridad. Mas nada puedo sacar en claro respecto á lo concreto de sus creencias—dijo Su Ilustrísima con lástima.—Lo que sí puedo asegurarte con toda verdad es que... Don Angel acercó su silla á la silla de su hermano. —Que es un alma profundamente religiosa, llena de fe... —Falta saber qué especie de fe... —Tienes razón—dijo el obispo rectificándose con presteza.—Llámalo predisposición á la fe, íntimo anuncio de la verdadera fe que ha de venir. Al estado de ese noble espíritu le comparo yo á una lámpara perfectamente preparada, llena de aceite hasta los bordes y con su mecha en toda regla. No falta más que encenderla. —¡Y es nada! —Basta un fósforo, que es un soplo, una ráfaga, el momento convertido en luz. Lo que no conseguirás por todos los medios del mundo es dar lumbre á una lámpara vacía. —Seguramente. —Nuestro Sr. Morton—añadió D. Angel,—podrá estar á obscuras de la verdadera luz, pero bien se conoce que no es por falta de ojos. ¡Cuán distinto es de muchos jóvenes de por acá, que diciéndose cristianos católicos y habiendo aprendido la verdadera doctrina, nos muestran en su frivolidad y corrupción moral, almas vacías, almas obscuras, almas sin fe, los _sepulcros blanqueados_ de que nos habló el Señor! Gloria se acercó á su padre. —¡Buena se ha armado en la Asamblea de Francia!—exclamó de súbito el doctor Sedeño, que leía un diario.—Esto es la dispersión de gentes. ¡Oh! ¡Francia, Francia, bien merecido lo tienes! Oiga Usía Ilustrísima y formará idea de cómo se acaba un país por abandonar las vías del catolicismo. Don Angel miró á su secretario y al periódico que leía. Gloria puso la mano sobre el hombro de su padre. —¿Qué quieres, hija mía?—le dijo éste cariñosamente tomando aquella mano.—¡Ah! picarona, ya que estás aquí no te marcharás sin llevar un buen sermón. —¿Por qué? —Porque no tienes formalidad. Hace días te hablé de un asunto; me prometiste contestar pronto, y esta es la hora... —Pues bien, papá—indicó Gloria inclinándose.—Voy á contestar. Don Juan dejó la pluma. —Y contesto que no—dijo la señorita sonriendo y reforzando su frase negativa con un vivo movimiento de cabeza. —¿Rehusas? —Rehuso... pero de todo corazón. —¿Lo has pensado bien? —Lo he pensado bien, y no puedo, no puedo de ningún modo querer... —¿Podrías darme alguna razón?—dijo don Juan, mostrando un sentimiento extraño que sólo podría llamarse severidad benévola. —Una no, mil—replicó Gloria con su natural propensión á la hipérbole. —Con una me contento. ¿Has considerado bien las prendas de ese joven? —Sí, y he visto que es un _sepulcro blanqueado_. —Mira bien lo que dices. —¡Ah! usted mismo no tardará en reconocerlo. No es oro todo lo que reluce. Verdad es que para mí nunca ha brillado el D. Rafaelito sino como hojalata. —¡Qué manera de juzgar!—observó don Juan.—¿Acaso tú, una chiquilla, puedes juzgar...? Pero silencio, que viene aquí. Don Silvestre y Rafael entraron, dirigiéndose ambos á besar el anillo al obispo y preguntarle por su salud. Por un instante no se habló más que del proyectado viaje. —¡Oh! aquí tenemos un documento importantísimo—dijo el doctor Sedeño señalando otro periódico.—Es una carta de Ficóbriga en que se da cuenta de la portentosa y nunca vista hazaña de D. Silvestre Romero, al sacar á salvo de en medio de las olas á los tripulantes del _Plantagenet_. —¿A ver, á ver?—dijo el cura lleno de emoción y con los ojos chispeantes de vanidad. —Le ponen á usted en las nubes... aquí; lea usted—indicó Sedeño dando el periódico al tonsurado atleta. Romero leyó en voz alta el articulejo en que se narraba con prolijos detalles el suceso del 23 de Junio, y dijo al concluir: —No está mal, no está mal. —El señor cura—agregó Su Ilustrísima con bondad,—se vanagloria demasiado de su acción benéfica y le da publicidad excesiva, presentándola de un modo dramático y teatral, con lo que aquélla pierde un tantico de su gran mérito y espontaneidad evangélica. Don Silvestre, algo turbado, se inclinó con respeto. Si esto dijo el obispo al ver la complacencia con que Romero leía las alabanzas de su proeza, ¡cómo le reprendería si hubiera sabido que estaban hechas por él mismo! —Los amigos—dijo éste reponiéndose,—se empeñan en que todo el mundo ha de saber mi hombrada. Yo no me he vuelto á acordar de lo que hice. —Y así debe ser, amigo mío—manifestó Su Ilustrísima, estrechándole la mano.—El recuerdo de la limosna incumbe al que la recibe. Oiga usted al Sr. Morton. ¡Qué bien caen en su boca los elogios de la valentía de usted! —¿Y al fin el Sr. D. Daniel se nos marcha?—preguntó Romero. —No—repuso el obispo.—Con permiso de mi hermano, acabo de invitarle para que esté aquí quince días más ó un mes. Don Juan, que meditaba al lado de su hija, alzó la cabeza y dijo: —¿No te parece que bastará con ocho días? —Como quieras; pero ya le he dicho que quince días... —Como quieras tú—indicó D. Juan.—Lo que ahora nos importa más es comer. Gloria, esa comida, por amor de Dios. Mira que estos dos señores tienen que marcharse pronto. —Ya pueden ustedes bajar—repuso ella con semblante animadísimo, derramando claridad y alegría por sus negros ojos.—Tío, señor doctor, señor cura, Rafael... Al suave anuncio del comer, Sedeño dejó en paz la prensa periódica. —¿Baja hoy el Sr. Morton? —Sí, hoy baja por primera vez—dijo Su Ilustrísima.—Aquí está. Una sombra se interpuso en la puerta. Era Morton, todo vestido de negro, pálido, hermoso y demacrado, semejante á un mártir de los primeros siglos que, resucitando, se pusiera levita. —Bien, amigo, bien por ese valor—gritó el cura saliendo al encuentro del extranjero. El señor obispo salió apoyándose en su bastón. Ofrecióle Daniel el brazo y bajaron ambos delante. Siguiéronle los demás. Gloria se quedó la última. XXIII Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo. Daniel Morton no salvó sino una parte muy pequeña de su equipaje, que era considerable; pero sí los fondos que traía en la caja de á bordo á cargo del capitán. Este fué á visitarle el día en que partieron todos los náufragos, y entrególe lo que de él había recibido, descontando una cantidad que Daniel destinó á auxiliar á la tripulación. Púsose luégo éste en relaciones con el cónsul inglés de la capital de la provincia (situada á diez y seis kilómetros de Ficóbriga por camino real), y recibió dos grandes baules con efectos. Al día siguiente de su primera salida de la casa, Morton tuvo la abnegación de confiar su persona á un descuadernado cajoncillo, que usurpando aleve el nombre de coche, iba todos los días á la capital de la provincia, moliendo gente so pretexto de llevarla y traerla. Por la noche Daniel volvió caballero en un gallardo potro negro. —Fuí con intención de comprar un caballo, aunque sin esperanza de encontrarlo—dijo al llegar junto á la verja de la casa, donde se habían detenido los tres Lantiguas después de su paseo vespertino;—pero he podido conseguir este animal, que no es un prototipo de belleza, pero que anda. —A mí me parece arrogantísimo y digno de Santiago, si fuera blanco—dijo D. Angel. —Pues no creí yo que allá encontrara usted tan buena pieza—indicó D. Juan examinando el corcel.—Es de lo poco bueno que se suele encontrar por estas tierras. Gloria no dijo nada. Morton, después de dejar su caballo, subió diciendo: —Ya tengo caballo. No me falta más que escudero. Y aquella misma noche cerró el trato con Roque, criado de la casa, para que un hijo de éste, nombrado Gasparuco y que parecía bueno, le sirviese de criado. —Por lo visto se despierta en usted la afición á nuestro país—dijo el Sr. de Lantigua.—¿Y le tendremos á usted mucho tiempo por aquí? —Es posible que sí—repuso Morton. En pocos días el caballero hamburgués visitó y conoció prolijamente toda Ficóbriga, en especialidad la Abadía, curiosísima obra del undécimo siglo, que no por estar tan dejada de la mano de los hombres, toda destruída y afeada, carecía de encantos para el artista. También vió el castillo desmantelado, el torreón ó cubo señorial que se alza más arriba de la huerta abacial, ogaño cementerio, y las casas infanzonas de la villa, algunas de las cuales llaman con justicia la atención de los forasteros. Los habitantes de ésta miraron con simpatía al extranjero, si bien le inundaron de comentarios. Varias personas, como D. Juan Amarillo y dos de los indianos, hicieron amistades con él. En casa de Lantigua había ganado Morton las simpatías de los dos hermanos, por su trato afabilísimo, y la amenidad de su conversación. Demostraba un entendimiento privilegiado sin pedantería, sensibilidad exquisita sin afectación y acabado conocimiento de todas las reglas sociales. No se le cocía el pan á D. Angel hasta plantear de lleno la empresa que pensaba acometer, apretándole á ello su tesón de apóstol cristiano y el natural afecto que el extranjero le inspiraba. Un día enunció el tema resueltamente. Por desgracia para nuestra fe sacratísima, las santas aspiraciones del prelado no tuvieron éxito. Pasaban horas discutiendo sin que Morton revelase deseos de abrazar el catolicismo, y para que la pena del reverendo pastor de almas fuese más honda, ni aun pudo conocer de un modo claro las creencias religiosas del extranjero, que hablaba siempre en términos generales y eludiendo su personalidad. Maravilló ciertamente á D. Angel en estas disputas, estériles por desgracia para el aumento de la grey católica, el conocimiento que Daniel mostraba de todos los libros santos, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. No ignoraba lo más selecto de los Santos Padres, y conocía perfectamente toda la polémica religiosa del presente siglo y de los tiempos más cercanos, con las disposiciones del Santo Padre, el último Concilio y los triunfos y persecuciones recientes de la Iglesia de Cristo. Mas de tanta erudición, hija de formales estudios y afición á las cosas divinas, nada de provecho sacaba el buen pastor, lo que le causaba amarguísima pena. Ultimamente había pensado desistir de su empeño, considerando que Dios elegiría, sin duda, otros caminos y ocasión distinta para llevar la luz al espíritu de aquel hereje. En cuanto á D. Juan de Lantigua, si al principio asistió con interés vivo á los diálogos religiosos, pronto se apartó de ellos, por no permitirle perder ningún tiempo los trabajos que entre manos traía. Devorado por una ansia fervorosa, entregábase sin descanso á las lecturas y á la composición literaria, bebiendo en libros y derramando su pensar en cuartillas. Estaba su espíritu tan por entero dado á aquel afán, que no había fuerzas humanas que le arrancaran del despacho durante cuatro horas por la mañana y otras tantas por la noche. Su hermano le reprendía cariñosamente por esta tarea ardorosa y febril, que gastaba sus peregrinas facultades y le iba irritando el cerebro y enflaqueciendo las fuerzas físicas, en términos que D. Juan se desmejoraba más cada día. Pero no hacía caso él de los sermones episcopales, y seguía erre que erre sobre los libros, sacándoles el redaño para escribir después. ¡Admirable aplicación que debía dar por resultado una de las más hermosas obras de la época presente! Una mañana era tanta su fatiga, que don Juan, sintiendo su cabeza más pesada que el plomo, salió á ver si se le despejaba conversando con Morton. Cuando llegó al gabinete de éste, extrañó que no estuviese allí de visita D. Angel, por ser costumbre tratar las polémicas en aquella hora. —Vamos—dijo,—veo que mi buen hermano se ha visto obligado á levantar el sitio. —El señor obispo—dijo Morton,—es tan bueno y tan sabio, que sin duda ganará muchas plazas en el mundo. Las que él no tome sin duda son inexpugnables. Tomando pié de esto, D. Juan le preguntó si había firmeza en sus creencias, cualesquiera que fuesen. No vaciló en contestarle Daniel que sus creencias no eran superficiales, rutinarias y endebles, como las de la mayor parte de los católicos españoles, sino profundas y fijas; á lo cual contestó D. Juan que más le gustaba ver el tesón y la consecuencia en los sectarios de las falsas religiones, que la tibieza y despreocupación en los que tenían la dicha de haber nacido en la verdadera. Añadió que efectivamente se había debilitado mucho la fe en nuestro católico suelo, pero que este mal, ocasionado por los excesos revolucionarios y la influencia de extranjeros envidiosos de la Nación más religiosa del mundo, tendría fácil remedio en la propaganda, en las oraciones y en los trabajos de la Iglesia, si acertaba á encontrar un Gobierno piadoso que le ayudara. Morton no pareció muy conforme con esta opinión. Sin embargo, deferente con su generoso amigo, dijo que confiaba en la regeneración religiosa de este país, si abundaban en él pastores tan virtuosos y tan ilustrados como D. Angel de Lantigua, y seglares como D. Juan. —Yo conozco regularmente el Mediodía y la capital de España—añadió.—Ignoro si el Norte será lo mismo; pero allá, querido señor mío, he visto el sentimiento religioso tan amortiguado, que los españoles inspiran lástima. No se ofenda usted si hablo con franqueza. En ningún país del mundo hay menos creencias, siendo de notar que en ninguno existen tantas pretensiones de poseerlas. No sólo los católicos belgas y franceses, sino los protestantes de todas las confesiones, los judíos y aun los mahometanos practican su doctrina con más ardor que los españoles. Yo he visto lo que pasa aquí en las grandes ciudades, las cuales parece han de ser reguladoras de todo el sentir de la Nación, y me ha causado sorpresa la irreligiosidad de la mayoría de las personas ilustradas. Toda la clase media, con raras excepciones, es indiferente. Se practica el culto, pero más bien como un hábito rutinario, por respeto al público, á las familias y á la tradición que por verdadera fe. Las mujeres se entregan á devociones exageradas, pero los hombres huyen de la Iglesia todo lo posible, y la gran mayoría de ellos deja de practicar los preceptos más elementales del dogma católico. No negaré que muchos acuden á la misa, siempre que sea corta, se entiende, y no falten muchachas bonitas que ver á la salida; pero eso es fácil, amigo mío; ¿no comprende usted que esto no basta para decir: «somos los hombres más religiosos de la tierra?» —Efectivamente no basta, no—dijo don Juan con voz triste, mirando al suelo. —Usted conoce muchas, muchísimas personas ilustradas, buenas, leales, que no pueden menos de considerarse virtuosas; personas á quienes usted, que es tan buen católico, no negará su amistad; personas de quienes nadie se aparta con horror, personas amables... —Ya, ya sé lo que usted me va á decir—indicó D. Juan melancólicamente. —Pues bien, de esas personas... (y supongo que conocerá usted más de mil) de esas personas, ¿cuántas cree usted que cumplen el precepto fundamental del catolicismo, la penitencia? —¡Oh! tiene usted razón, tiene usted razón—dijo Lantigua con verdadera angustia.—De cada cien, noventa y cinco no se han confesado en veinte años. —Con la particularidad—añadió Morton,—de que la Iglesia manda confesar _una vez al año á lo menos_. Los grandes é intachables católicos, los que se pueden llamar vasos de elección (me refiero á los varones, querido D. Juan), gracias que cumplan esa _vez al año_, olvidando que la Iglesia aconseja _una vez al mes_ y asegura que los que no lo hacen _viven una vida relajada y están en peligro de perderse_. Si tienen ustedes conciencia no deben suponerse en peligro, sino completamente perdidos. —El precepto, el precepto, Sr. Morton—dijo D. Juan con sequedad,—no manda más que una vez al año. —Hay otro síntoma—prosiguió Daniel,—que he observado muchas veces. Cuando en una casa rezan el rosario, los hombres se echan fuera, sin que por esto se alarme la familia femenina. He oído á algunos niños inocentes hacer esta pregunta: «Díme, mamá, ¿por qué papá no reza?» Muchas veces no se sabe qué contestar; pero en ocasiones se les dice: «Papá reza en su cuarto.» Pero donde reza papá es en el casino ó en el café. Las mujeres aquí, por lo general, creen que siendo ellas rezonas, no importa que sus maridos sean blasfemos. Debo añadir, y no creo que usted se ofenda por esto, que España es el país, no diré más blasfemo del mundo, sino el país blasfemo y sacrílego por excelencia. —En eso tiene usted razón—afirmó Lantigua con pesadumbre.—También reconozco la irreligiosidad; pero usted parece indicar que las causas de este grave mal están en otra parte que en la filosofía y en las libertades modernas. —No puedo creer que estas dos cosas hayan arrebatado al pueblo español sus creencias. En otros países hay más, muchísima más filosofía que aquí, más, muchísimas más libertades, y sin embargo, la fe religiosa no muere. ¡Hablan de revoluciones! Si en España no ha habido nada que merezca tal nombre, amigo mío. Si en España todos los trastornos políticos han sido tempestades en un vaso de agua. Por Dios, ¿qué idea hemos de formar del espíritu religioso de un país si es tal que lo echan por tierra esos quince ó veinte movimientos políticos que se han sucedido desde 1812? Comprendo que los grandes edificios caigan en el sacudimiento de un terremoto; pero ¿cómo han de caer con la trepidación que producen las patadas de un regimiento de caballería? Admitiendo, como no puede menos de admitirse, que ustedes no han tenido grandes cataclismos, es preciso deducir que los edificios caídos no pueden haber sido muy grandes. Fuéronlo, sí, en otros tiempos; pero al entrar este siglo todo estaba ya carcomido. España, como la mujer rencillosa de que habla el Eclesiastés, es ahora un tejado con muchas goteras. —No admito eso de que no hayamos tenido revoluciones—dijo D. Juan.—Las hemos tenido superficiales y profundas en el orden político; pero ¿y la irrupción de libros, y la transformación social, esas oleadas de soberbia, de amor al lujo, de concupiscencia, de materialismo que nos vienen de fuera? —Veo que muchas cosas que en otras partes hacen poco daño, aquí envenenan. Sin duda el organismo moral de España es tan endeble como el de aquellos séres enfermizos y nerviosos, que se emponzoñan sólo con el olor del veneno. —¿Con el olor...? —Sí; porque de los inmensos progresos industriales, del lujo, del colosal aumento de las riquezas, del refinamiento material, ustedes no tienen más que el olor. España, por lo que veo, no puede vivir sino metiéndose dentro del fanal de su catolicismo para que nada la toque ni contamine, para que ni átomos siquiera de lo exterior lleguen hasta ella. —¿Y qué le recetaría usted? —El aire libre—dijo Morton con energía,—el aire libre, el andar sin tregua entre toda clase de vientos, arriba y abajo, dejarse llevar y arrastrar por todas las fuerzas que la solicitan; romper su capa de mendigo ó mortaja de difunto y exponerse á la saludable intemperie del siglo. España se parece al enfermo de aprensión, todo lleno de emplastos, vendajes, parches, abrigos mil y precauciones necias. Fuera todo eso, y el cuerpo enfermo recobrará su vigor. Habían llegado á un punto de la discusión en que D. Juan, creyendo á su huésped totalmente descarriado, le tenía lástima. —Hace usted un uso poco razonable de la fantasía—le dijo bondadosamente y en tono de maestro.—De esa manera nunca me probará usted que España es el país menos religioso del mundo. ¿Por ventura, amigo Morton, no ha visto usted en él algo que le pruebe lo contrario? —No significan nada para mí—continuó Daniel,—las manifestaciones teatrales de devoción, que son más bien políticas que religiosas. Yo me río de la piedad de un pueblo que, como Madrid, habla mucho de religión, y sin embargo, jamás supo levantar un solo templo digno, no digo yo de Dios, pero ni aun de los hombres que entran en él. En Madrid, pueblo rico, vemos más teatros que en Londres, una plaza de toros que es un monumento, cafés soberbios, tiendas, paseos y distracciones donde se conciertan el lujo y las artes; pero no hay una sola Iglesia que no sea una pocilga. —¡Por Dios, Sr. Morton!—dijo Lantigua,—eso es demasiado duro. —Un poco duro—repuso el extranjero riendo,—pero la idea es exacta. Y lo que pasa en Madrid pasa en toda España. El sentimiento católico, que en este siglo no ha levantado un solo edificio religioso de mediano valor, es tan tibio, que no se manifiesta en cosa alguna de gran valía y lucimiento. El país más piadoso ha venido á ser el más incrédulo. El país más religioso, y que tuvo tiempos en que la piedad se asociaba á todas las grandezas de la vida, al heroísmo, á las artes, á la opulencia, á la guerra misma, ha concluído por formar de la piedad cosa aparte; separada de lo demás. Un hombre devoto que se persigna al pasar por la Iglesia, que confiesa y comulga semanalmente, es en la mayor parte de los círculos un hombre ridículo. —¡Por Dios, amigo Morton!... —Señor de Lantigua, por Dios, dispénseme usted; pero es fuerza decirlo. Hábleme usted con su franqueza de hombre honrado y de católico sincero. Dígame usted si hay en España mujer alguna capáz de dar su corazón y su mano á un hombre que pase tres ó cuatro horas todos los días dentro de la Iglesia, que se rompa el pecho á golpes, que tenga su casa llena de agua bendita, y que entone una oración al realizar los actos más insignificantes de la vida, cuales son salir á la calle, entrar en ella, estornudar, etc... Un devoto, tal como lo conciben las congregaciones piadosas del día, es un ente irrisorio: confiéselo usted. Hasta los mismos que defienden á pié firme la religión y se llaman soldados avanzados de las filas de Cristo cuidan mucho, en sociedad, de disimular todo lo posible su ortodoxia, ó mejor dicho de olvidarla, so pena de perder gran parte de las simpatías y de las amistades que por sus prendas, su figura ó sus virtudes hayan logrado alcanzar. —Algo hay de eso; pero no tanto, amigo mío. —Quizás los de casa no vean esto tan claramente como los extraños—dijo Morton.—Quizás yo me equivoque; pero he manifestado mi opinión con lealtad. Creo á España el país más irreligioso de la tierra. Y un país como éste, donde tantos estragos ha hecho la incredulidad, un país que tanto tiene que aprender, que tantos esfuerzos debe hacer para nutrirse, para llenar de sangre vigorosa sus venas por donde corre un humor tibio y descolorido, no está en disposición, no, de convertir á nadie. Breve rato estuvo D. Juan de Lantigua sin dar contestación; pero al fin, con cierta sequedad, muy propia de su carácter, habló así: —No aseguro yo que mi país sea hoy el más piadoso del mundo. Por desgracia no le falta á usted razón en parte de lo que ha dicho, pero creo que si siguiéramos discutiendo, hallaríamos iguales ó quizás peores señales de descomposición en otras tierras que usted me presentará como modelo. Hay aquí hombres perversos, hay hombres indiferentes en grandísimo número; pero tenemos intacto el tesoro de nuestra doctrina, conservamos la semilla, y un período de protección del cielo puede hacerla fructificar. En medio de la torpeza y frivolidad que por todas partes se ve, existe pura y entera la fe, no dañada ni podrida por los errores, y la fe ha de triunfar, la fe ha de dar resultados de virtud, si no hoy, mañana. »Deploro los desórdenes de mi patria: pero no los creo irremediables como la muerte, como la podredumbre que constituyen el fondo de otros países bajo engañosa cubierta de prosperidad, de orden, de brillo artístico, industrial, social. Cada raza tiene su organismo propio. No sé si Dios me dejará ver el día de la regeneración total del mundo, pero esta regeneración, no la busque usted, no la busque usted fuera de los principios inmutables de la moral católica. De entre las ruínas no renacerá sino aquello que haya conservado el germen de esa moral, y ese germen, Sr. Morton, lo tenemos nosotros, nosotros, sí, aunque usted no lo vea. »Quíteme usted las revoluciones chicas ó grandes, las ideas subversivas que vienen de fuera, y que en otros países tienen aplicación transitoria; quíteme usted la propaganda de doctrinas contrarias á nuestra naturaleza social, y entonces podrá ver usted que esta nación, resucitada y puesta en pié después de tantos años de aparente muerte, se hallará de nuevo en disposición de convertir á todas las gentes en uno y otro mundo, de convertirlas, sí, señor, porque la posesión de la verdad, le da derecho á decirlo y á ejecutarlo resueltamente. Iba á contestar Daniel, cuando se oyeron voces en el jardín de la casa, y con las voces lamentos y lloro de chiquillos. —¿Qué es esto?—preguntó Lantigua desde la ventana.—Gloria, Gloria... Morton se asomó también. —No es nada—dijo Lantigua retirándose. —Son los hijos de Caifás que vienen pidiendo auxilio en nombre de su padre, un perdido, un borracho, á quien estoy cansado de socorrer. Su Ilustrísima, desde el jardín, llamaba á D. Juan. —Vamos—dijo éste.—Mi hermano se ha enternecido y quiere que yo tome bajo mi amparo á ese mal hombre. Es un miserable; pero la caridad cristiana, amigo Daniel, nos manda perdonar y compadecer. XXIV Una obra de caridad. Ambos bajaron. En el jardín estaba don Angel, y frente á él un lastimoso terceto de muchachos llorones, los puños en los ojos, los sucios rostros llenos de babas y de tierra, que con las lágrimas se amasaba. —Vamos á ver, ¿qué es eso?—preguntó don Juan, tirando suavemente de la oreja á la pequeñuela. La aflicción no les dejaba contestar. —Que el teniente cura ha despedido á Caifás por orden de D. Silvestre—dijo Su Ilustrísima.—Pero, hijos míos, si vuestro padre es malo, ¿cómo queréis que esté en la Iglesia? —¡Buena pieza es el tal Mundideo!—exclamó Lantigua.—¿Y qué más le pasa? ¿Que ha perdido toda la ropa por no haber podido pagar á la Cárcaba? —Sí, se... se... se... ñor—gimió Sildo. —¿Y que D. Juan Amarillo le ha echado de la casa de Arriba, y le va á llevar á la justicia? —Sí, se... se... ñor. —¿Y que os habéis quedado sin casa? —Sí, se... se... ñor. —Estos pobres niños están desnudos—dijo D. Angel.—Es preciso darles algo de ropa. —De eso se encargará mi hija. ¿En dónde está Gloria? —Ha salido al camino á hablar con Caifás, que no ha querido entrar porque le da vergüenza. —Y con razón. No pienso hacer nada por él. Estoy cansado de favorecerle. Le daré para comer y ropa para estos niños; pero nada más. Gloria apareció entonces por la puerta del jardín. Sus ojos encendidos anunciaban la aflicción de su alma. —Papá—dijo, secando sus lágrimas,—ahí está Caifás. Dice que quiere hablarte, y que te contará lo que le pasa si no te enfadas. —¡Pobre hombre!—dijo Lantigua mirando á Morton.—Mira, Gloria, prefiero que tú me cuentes lo que le pasa á ese tunante. —Pues le han echado de la sacristía. —Bien merecido. —Y D. Juan Amarillo le ha embargado lo único que le quedaba ya, las herramientas de carpintero. —Ya se ve. No parece sino que D. Juan Amarillo tiene el dinero para que Caifás lo gaste en beber. —Y él y sus hijos han andado desde ayer pidiendo limosna por los caminos. —Basta—dijo D. Juan gravemente.—Aquí entra la caridad. Dales hoy de comer. Puedes decirle que mande á los chicos todos los días. —Vendrán—dijo Gloria con alegría. —No, lo que es él no tiene que poner los piés en casa. —Pero, papá... —Es un vicioso. Que vengan los chicos. —Y los vestirás por mi cuenta, Gloria—dijo Su Ilustrísima.—Algo podré darle también á Caifás. —Pero él quisiera... —¿Aún pide más? —Para los desgraciados—indicó D. Angel,—se escribió aquello de _pedid y se os dará_. —Darle dinero es fomentar sus vicios—afirmó Lantigua.—¿No lo cree usted así, señor Morton? —Seguramente. —Vamos, vamos—murmuró D. Juan, sonriendo con bondad.—Me figuro lo que queréis. —Sí, papá. La casa de la Cortiguera será, aunque no tiene más que medio techo, un palacio para el pobre Caifás. —¡Un verdadero palacio!—dijo Su Ilustrísima.—¿Sabe usted dónde es, Sr. Morton? Allí detrás de aquella loma, por donde están los cinco viejísimos castaños que llaman en el país los _Cinco Mandamientos_. Morton miraba, y D. Angel hacía indicaciones con el palo. —Bueno, pues que se meta en la casa. —Bien, Juan, bien determinado. Vaya, niños, ahora os podéis marchar. La señorita Gloria os dará para cubrir esas carnes. Gloria salió corriendo á dar la noticia al pobre Mundideo. Los chicos fueron detrás. Cuando la señorita volvió, D. Angel se había unido al doctor Sedeño, que le mostraba las cartas recién llegadas, y D. Juan se acercó á los albañiles que habían venido para componer la capilla. En el jardín tan sólo estaba Morton. Gloria, al verse sola junto á él se turbó ligeramente. Dudó si seguir ó detenerse, y cuando el extranjero se dirigió á ella en ademán de hablarle, tembló como tiembla el reflejo de la luz en el agua cuando ésta se mueve. —Gloria—dijo Morton,—¡qué felices son los pobres de Ficóbriga! —¿Por qué?—preguntó la señorita. —Porque usted se ocupa de ellos. —¡Este pobre Caifás es un infelíz!... Tiene fama de vicioso y de malvado, pero es un alma de Dios. Yo no puedo menos de favorecerle. ¡El me quiere tanto!... Se dejaría matar por mí. —Eso lo comprendo. ¡Morir por usted!... ¡Ah! Gloria, yo haría lo mismo. —¿Qué?...—dijo la señorita con turbación. —¡Morir por usted! Es lo único posible después de haberla amado. —¡Daniel, por Dios! —¡Gloria!... ¿De qué manera lo diré para ser creído? El expresivo rostro del extranjero revelaba una emoción grave y honrada. —Me voy—dijo Gloria de súbito. Veía claramente la emoción que brillaba con luz singular en los azules ojos del hamburgués. Medía también la inmensidad de la suya, que le alzaba turbulento oleaje en el fondo del alma, y de ambas tuvo miedo. —¿Se va usted?—dijo Daniel dando un paso hacia ella. —Sí. —No sin oir una cosa. —¿Una cosa? —Que la adoro á usted. Ya se lo había dicho Morton dos veces; pero no con las mismas palabras ni con la vehemencia de entonces. XXV Otra. A los dos días de esta escena y después de almorzar, Gloria estaba en su cuarto muy atareada. Había salido por la mañana á comprar algunas telas y luégo revolvía sus roperos buscando todo aquello con que pudiera vestir la desnudéz de los hijos de Caifás. El señor obispo entró á la sazón, y le dijo mostrándole un envoltorio de papel: —Mira, sobrinita, esto es todo lo que poseo. Los tiempos revolucionarios nos tienen á los pobres obispos á la cuarta pregunta. —¡Oh! ¡tío, qué bueno es usted!... ¿á ver?—dijo Gloria sacando las monedas del papelejo que las aprisionaba.—Esto es un caudal: con esto y con lo que yo tengo le desempeñaremos á Caifás los colchones, parte de la ropa, y las herramientas para que trabaje y sea hombre de bien. —Has pensado admirablemente. Yo siento no tener más. He rebañado, hija mía, he rebañado mi erario sin poder reunir ni un ochavo más. ¿Pero no ves que estamos sin renta? Este invierno las pobres monjas de *** me han limpiado las arcas. ¡Infelices! yo quisiera tener millones para dárselos. —¡Bendito sea usted mil veces!—exclamó la joven con piadoso entusiasmo. —Yo no opino como tu padre—dijo Su Ilustrísima,—que debamos privar en absoluto de dinero á ese desgraciado Mundideo. El dinero es necesario para todo, y si como tú dices y yo lo creo, no es un perverso sino más bien un pobre de espíritu, justo es que le ayudemos á salir de su miserable estado. Convéncele de la necesidad de que sea económico, bien arreglado, precavido. —Su infame mujer tiene la culpa de todo. —«¡Infame!...» no des tales epítetos á ningún nacido de madre, sin estar bien segura de que lo merece—dijo el reverendísimo en tono de afable amonestación. —Es verdad, tío; pero ello es que la Caifasa no es buena. Todo el mundo dice que no es buena. —¿Vas á mandar esos trapos y ese dinero al pobre desterrado de la Cortiguera? —Se los llevaré yo misma. —De buena gana te acompañaría. Una sola felicidad hay en el mundo, hija, y es la que proporcionamos á los demás. —Venga usted. —¡Oh! no: tengo que hacer. Primero rezar, luégo despachar el correo para la diócesis. Vete á la dulcísima faena de tus caridades, que yo me quedo aquí. Un rato después, Gloria tomó su sombrilla y salió. Atravesando la plazoleta y una calleja rodeada de higueras y zarzas, pasó á un grande y hermoso prado que frente á la casa se extendía, y al cual cruzaban dos ó tres veredas. Iba con la vista fija en el suelo, despacio, deteniéndose á ratos, como si los pensamientos que seguramente ocupaban su mente se le pusieran delante para no dejarla pasar. Otras veces alzaba la vista al cielo y miraba cruzar las bandadas de pájaros, volviendo los ojos conforme ellos torcían el raudo vuelo, y siguiéndoles hasta que sólo eran puntos temblorosos que se borraban sobre la inmensidad azul. Pasó por el sitio en que estaban los cinco castaños llamados _Mandamientos_, antiguos ejemplares llenos de cicatrices, ya mil veces podados, pero que devolvían las injurias del hacha con bendiciones, es á saber, con castañas. Luégo atravesó una mies, donde los frescos plantones de maíz sostenían en sus primeros pasos á las tiernas alubias, viendo correr por entre sus piés á las holgazanas y rastreras calabazas. En seguida tuvo que descender por una pendiente, desde la cual no se veía ya la casa de Lantigua, ni ningún edificio de Ficóbriga, á excepción de la torre. Allí había tres vacas, que mientras pasó, se quedaron mirándola sin pestañear. Pasando después por un pequeño hueco abierto entre las zarzas, árgomas y helechos de una cerca, Gloria penetró en los dominios de Caifás. Al acercarse sintió la voz de éste que cantaba. La señorita dijo para sí: —Muy contento está Mundideo. Los tres chicos corrieron á su encuentro gritando: —¡La señorita Gloria, la señorita Gloria! Caifás salió á la puerta de su casa, que más bien era choza, y al ver que era verdad lo que sus pequeños decían, soltó el martillo de la mano, y de la fiera boca, como espuerta, una carcajada de alegría. —Señorita Gloria, Divina Pastora, ángel del cielo, bien venida sea usted á mi casa... ¡bien venida! —Alegre estás. Mundideo, no creyendo que las risas expresaban bien su gozo, dió un brinco en el aire. —Esas risotadas y esas cabriolas—dijo Gloria sentándose en una piedra que junto á la casa había,—no sientan bien en la persona de un desgraciado que acaba de sufrir tan terribles golpes. —Si yo no soy desgraciado, si no he recibido golpes, si llueven sobre mí felicidades. —Vamos, tú has perdido el juicio—dijo la señorita mostrándole el lío de ropa que traía.—Si me prometes ser hombre de bien, ser arreglado y económico, te auxiliaré con un poco de... Gloria mostró el papel que contenía el dinero. —¡Dinero!—exclamó Caifás.—Si no necesito nada, si soy rico... —¡Rico tú!—exclamó la de Lantigua con enojo.—No te burles de mí. —¿Burlarme yo de mi ángel divino? Es verdad lo que digo, señorita—manifestó Caifás tomando aire de persona formal.—¿Usted creerá que mi ropa y mis colchones están en casa de la Cárcaba? Patraña: ya están aquí. ¿Usted creerá que mis herramientas están embargadas? Patraña: aquí las tengo todas. ¿Usted creerá que yo debo algún dinero á don Juan Amarillo? Patraña: aquí tengo los recibos que me devolvió. —¿Le has pagado?—preguntó Gloria. —Cuatrocientos treinta y dos pesos. A esto ascendía mi deuda, que empezó por mil reales, y con los pícaros intereses ha ido subiendo, subiendo como el humo del incienso que no para hasta el techo y llena toda la Iglesia. —Tú deliras. —Creí delirar ayer, cuando... —¿Te has desempeñado, has arreglado tus asuntos?...—dijo Gloria llena de confusión.—Explícame ese milagro. —¡Ahí está la palabra, señorita de mi alma!—exclamó José con acento de predicador entusiasmado.—Milagro. Yo creía en los milagros; pero tenía cierta comezoncilla por ver alguno, y decía: ¿por qué ahora no hay milagros? Pues bien, señorita de mi alma, ayer he visto un milagro. —Vamos, te has encontrado un tesoro—dijo Gloria riendo. —No es eso. El tesoro ha venido en busca mía. Dios... —¡Dios! No llames Dios á la lotería. ¿Te ha tocado el premio gordo? —Nunca jugué. —Entonces... —¡Dios!...—repitió Mundideo. —¡Dios!... Dios no da dinero así á lo _bóbilis bóbilis_. —Eso mismo creía yo. No me negará usted que Dios da á todos el pan de cada día. —No lo niego. —Pues á mí me ha dado de un golpe el pan de un año, el pan de toda mi vida. Yo me puse de rodillas en esa tierra y exclamé: «Señor, tú dijiste: _pedid y se os dará_, pues bien, Señor: ¿cómo es que yo te pido y te vuelvo á pedir y nunca me das nada?» No habían pasado diez minutos desde que lo dije, cuando... ¡milagro, milagro! —Me estás engañando. Enséñame tus pagarés devueltos por D. Juan Amarillo. José penetró corriendo en la casa. Sildo y Paquillo se habían alejado. Gloria se quedó sola con Celinina, cuyo nombre era abreviatura y diminutivo de Marcelina. —¿Quién ha estado ayer aquí? —Un _babero_—repuso la niña. Gloria, conocedora ya del idioma especial de Celinina, sabía que un _babero_ quería decir un caballero. —¿Y cómo era ese _babero_? —_Ito._ Gloria tradujo _bonito_. —¿Y cómo venía? —_Balo._ —A caballo, ¿no es eso? ¿Y de dónde venía? Celinina elevó su manecita, y con expresión religiosa y acento y pronunciación clarísima, dijo: —Del Cielo. Mundideo presentó los pagarés á Gloria. —En resumidas cuentas, José, tú has tenido un protector; una buena alma que te ha socorrido. —Hay algo más, señorita; esto es un milagro. —Ya no hay milagros; ha sido una persona, una persona—repuso Gloria.—Ahora has de decirme qué persona es esa que te ha hecho tan gran caridad. El sacristán miró fijamente á Gloria, y su semblante expresaba contrariedad y pesadumbre. —¿Pero estás lelo? Habla. —No puedo. —¿Por qué? —Porque me lo han prohibido. Sentiré que usted se enfade; pero... yo no puedo decir lo que usted quiere que le diga. Gloria meditó breve rato. —Ya comprendo. Jesucristo ha dicho: «Tu mano izquierda... —No debe ver lo que hace tu mano derecha.» No son todos como el señor cura, que cuando da dos duros á los pobres, ó les reparte el pescado podrido, ó saca á algún mal nadador de la ría, manda un relato retumbante de ello á todos los papeles de Madrid. —¿Quién, quién ha sido?—preguntó Gloria con verdadera ansiedad. Oprimió el lío de ropa contra su pecho, cual si sintiese insaciable y vivísimo anhelo de abrazar á alguien. —No lo puedo decir—repitió Mundideo bajando los ojos. —Y si yo dijese quién es y acertase, ¿me dirías que sí? —Entonces... —Pues ha sido el Sr. Morton. —¡Ah, señorita Gloria! ¿Por qué lo ha adivinado usted?... El extranjero, el del vapor... Yo no sé su nombre; pero es el que se parece á nuestro Divino Redentor. —Ningún hombre se parece á nuestro Divino Redentor—objetó la de Lantigua.—No blasfemes. —Se le parece en la cara. En las acciones le obedece, ¿no es verdad?... ¡Ay! señorita de mi alma, yo he cometido una falta. Me hizo jurar que no lo revelaría á nadie... pero usted no es nadie, señorita Gloria, quiero decir que usted no está comprendida en eso de... _nadie_, porque usted es la Divina Pastora, un ángel del Cielo. —Yo no revelaré el secreto—dijo la de Lantigua dominando su emoción, la cual era tan grande, que apenas la dejaba respirar.—Pero díme cómo vino, cuándo, qué habló contigo. —Hablamos poco. El estaba ya enterado de mi situación. Preguntóme cuánto debía... ¡Ay! yo había cantado muchas veces en el coro: «Alzad, oh príncipes, vuestras cabezas, y alzáos vosotras, puertas eternas y entrará el Rey de gloria...» mas Caifás el feo, Caifás el malo, no había visto que se abrieran las puertas ni que entrara para él ningún Rey de gloria... pero ayer ví eso, ví como se suele decir, abierto de par en par el Cielo, cuando ese hombre me dijo: _toma_, y me dió de un golpe todo lo que necesitaba. —Es muy rico—dijo Gloria. —Más rico debe de ser D. Juan Amarillo, y sin embargo... Cuando mi favorecedor, mi enviado de Dios, alargó su mano y me puso el dinero aquí y cerró el puño con sus propios dedos, yo le miraba creyendo soñar. Me volví tonto: ni siquiera supe darle las gracias. Después me eché de rodillas, y llorando le besé los piés. El me levantó; y abrazándome... ¡porque me abrazó, señorita!... abrazándome, díjome que su acción no tenía nada de particular. —¿Y no te reprendió tus faltas, no te dijo que fueses bueno? —Me dijo: «Tú no eres perverso, sino desgraciado. Sé siempre hombre de bien,» y nada más. Yo estaba aturdido. Creí que Dios había entrado en mi casa, y cuando el caballero del vapor partía en su caballo, me volví á poner de rodillas. —¿Y no te dijo nada más? ¿No te habló?... Gloria se detuvo, como si no acertara con la palabra más adecuada para expresar su idea. —¿De que? —¿No te habló de ninguna otra persona?... Porque podía suceder... Recuerda bien: ¿no te dijo nada de...? —¿De qué? —¿No te dijo nada de... de mí? Esforzábase la señorita en afectar completa naturalidad. —Tengo todas sus palabras tan presentes como si las estuviera oyendo á todas horas, y nada, nada me dijo de usted. Gloria se levantó. —Aunque no lo necesitas—dijo,—yo traje esto para tí, y aquí te lo dejo. —Aunque no lo necesito, lo tomo por ser de esas divinas manos, y con la condición de darlo á otros pobres más pobres que yo... ¡Ah! ¡Qué felíz soy, señorita mía! Si fuera malo me volvería bueno ahora. Trabajo sin cesar, y el Sr. D. Juan no se arrepentirá de haberme dado esta choza, porque se la estoy componiendo. Gloria no miró las grandes obras de carpintería que traía entre manos Mundideo. —Adiós—dijo.—Abrázame. —¡Señorita Gloria, por Dios!—exclamó Mundideo retrocediendo. —¿No te abrazó el del vapor? Y antes que Caifás pudiese impedirlo, Gloria le estrechó entre sus brazos. —Ahora tienes que ser hombre de bien—gritó alejándose á buen paso de la choza. Andando hacia su casa, no vió las vacas que al pasar la miraban, ni el verde maizal, ni los cinco castaños mutilados y generosos que se cargaban de fruto en su vejéz, como los patriarcas bíblicos cargados de hijos; ni vió la torre de Ficóbriga, ni los pájaros que volvían del horizonte en vagabundo grupo. No vió nada más que un sol poderoso que había salido há tiempo en su alma, y que subiendo por la inmensa bóveda de ésta, había llegado ya al zénit y la inundaba de esplendorosa luz. XXVI El ángel rebelde. Por las noches, después de la cena que _recrea y enamora_, se rezaba el rosario en el comedor, con la puerta del jardín abierta si el tiempo era bueno. Durante este acto piadoso, Morton salía fuera, pero permanecía sentado en el jardín con la cabeza descubierta. Tras la cena venía un poco de grata tertulia, y luégo cada cual iba á su cuarto. Gloria subía la última. Poco después, todo era silencio, y envuelta en sombras de sosiego, la casa dormía, tranquila y callada como el justo. Pero en la habitación de la esquina velaba el pensamiento y seguían abiertos, fijos en la obscuridad, los ojos de Gloria. El ruído de una cercana fuente, el canto de los sapos y á veces el amoroso silbo del viento, formaban en torno al cerebro de la joven despierta un ritmo extraño que favorecía la actividad de su imaginación. De su brazo derecho hacía una aureola, dentro de la cual metía la cabeza, escondiendo el rostro como lo esconde el pájaro bajo el ala; y sola allí, sin más testigo que Dios, abría de par en par las puertas de su corazón para que á borbotones saliese la llama que en él ardía; soltaba los diques al pensamiento para que sin detenerse corriese fuera. Así pasaba largas horas de la noche, primero inmóvil, inquieta después á causa del febril insomnio, hasta que la vencía el sueño ya cercano el amanecer, y sobre el lecho tranquilo, flotaba su respiración. Una de aquellas noches, cuando mató la luz y se escondió entre sus alas, hablaba así: —Hoy me dijo: «Yo he nacido con mala estrella, Gloria, y preveo desgracias. El corazón me anuncia que no llegaremos al complemento de nuestro destino. ¿Tienes tú confianza?...» Yo le respondí: «Confío en Dios...» Y él dijo tristemente: «Muchas veces se le llama y no responde, y otras muchas permite que los conflictos del corazón sean resueltos por las maldades de los hombres...» ¿Qué quiso decir? ¡Dios mío, yo dudo; soy felíz y estoy llena de zozobras, espero y temo! No ceso de pensar en las florecillas de los prados, tan bonitas y tan felices, pero que, según me parece á mí, han de estar siempre medrosas y temblando, no sea que las pise la planta del buey que ven acercarse... Yo tiemblo, yo veo llegar el pesado pié del buey... »Hoy, cuando salió á pasear á caballo, ¡tardaba tanto!... yo creí que no volvería más, y una nube negra se asentó sobre mi corazón, oprimiéndolo. Cuando le ví aparecer, cuando sentí las herraduras del animal sobre las piedras del patio viejo, me parece que todo se iluminaba. Yo no sé lo que es esto. ¡Qué cosa tan extraña! Recuerdo que cuando he tenido épocas de estar muy triste, por ejemplo, cuando murieron mis hermanitos, todo se revestía de mi pena. Los árboles y las casas y el cielo, Francisca, mi padre, mi cuarto, mi vestido, el jardín, la escalera, la vajilla del comedor, la jaula del pájaro, las magnolias, el camino, los palos del telégrafo, el reloj de la Abadía, las nubes, los barcos, Germán, Caifás, el cura, mi dedal, la esfera, los prados, las teclas del piano, todo, todo estaba vestido de mi tristeza. Ahora todo está vestido de él. »Hace diez días me dijo lo que ya presagiaba mi corazón... Hace seis que me exigió una respuesta. Bien claro debía conocer, al dirigirme la palabra, que el alma se me estaba saliendo por los ojos. Muchos días hemos estado diciendo discreteos que en mí eran verdaderas simplezas. Al fin no hemos podido disimular más, y las palabras, lo mismo que entra la luz por una puerta cuando la abren, se me han arrojado fuera de la boca, y le he dicho que le quiero con toda mi vida. No me avergüenzo de ello, y mi conciencia sigue tranquila. Dios está conmigo, lo siento, lo conozco. Veo la mano inmensa que traza en mi interior la cruz, bendiciéndome. »Gloria, me ha dicho, maldito sea yo, malditos mi padre y mi madre, si no te adoro. Mi corazón te adivinaba hace tiempo. Cuando te ví no me pareció verte sino hallarte.» ¡Ay! Mi corazón le aguardaba también como al hermano que se ha ido para volver. »Ni una sola palabra ha salido de sus labios que no sea de mi agrado. Ni un solo movimiento he visto en él que no me enamore más. Su persona es perfecta, su corazón lleno de bondades que nunca se agotan, su entendimiento como el sol que todo lo alumbra, su genio suave y dulce que jamás ofende, sus palabras delicadas. Me adora y le adoro... Pues bien, yo pregunto al cielo y á la tierra, á los hombres y á Dios: «¿Por qué este hombre no ha de ser mi marido? ¿Por qué no ha de estar unido á mí, siendo los dos uno solo en la vida usual, como somos uno en la del espíritu, y lo seremos siempre, sin que nada ni nadie lo pueda impedir?... A ver, ¿por qué? respóndanme, ¿por qué?» Como nadie le respondía, Gloria se daba á sí misma la contestación diciendo, cual si no estuviera sola: «Mi esposo serás.» Pero otra noche se expresaba en tono distinto, diciendo: —Aquello que sólo existe para el bien, aquello que viene de Dios, aquello que es la necesidad primera y la luz del alma, la religión, es hoy para mí fuente de amargura. Entre los dos cae el filo de una espada terrible. Nadie puede resolver esto, nadie puede hacer polvo esta muralla que se nos pone en medio, y en la cual se hieren desgarrados nuestros brazos cuando queremos juntarnos para siempre. »Conozco á mi padre. Es una roca. Malditos sean Martín Lutero, la Reforma, Felipe II, Guillermo de Orange, el Elector de no sé dónde, la paz de Westfalia, la revolución de no sé cuántos, el Syllabus, todo eso de que ha hablado papá esta noche... Hé aquí que ataja nuestros pasos y corta el hilo de vida que nos une, no Dios, autor de los corazones, de la virtud y el amor, sino los hombres que con sus disputas, sus rencores, sus envidias, sus ambiciones, han dividido las creencias, destruyendo la obra de Jesús, que á todos quiso reunirlos. No sé cómo hay alma honrada que lea un libro de historia, laguna de pestilencia llena de fango, sangre, lágrimas. Quisiera que todo se olvidase, que todos esos libros de caballerías fuesen arrojados al fuego, para que lo pasado no gobernara lo presente, y murieran para siempre diferencias de forma y de palabras. »Yo pregunto: ¿No es él bueno, no practica la ley de Dios? ¿Le querría yo si así no fuera? ¿No tiene un alma privilegiada? ¿Qué le diferencia de mí? Nada, un nombre vano, una palabrota inventada por los malvados para encubrir sus rencores. ¡Ay! Los que se aman son de una misma religión. Los que se aman no pueden tener religión distinta, y si la tienen, su amor les bautiza en un mismo Jordán. Quédense las sectas distintas para los que se aborrecen. Mirándolo bien, veo dos religiones, la de los buenos y la de los malos. ¡Concebir yo que Daniel no está con Jesús, concebir yo que Daniel no es de la religión de los buenos... eso no puede ser! »Pero si digo esto mañana á la luz del día se reirán de mí. ¡Oh! ¡Dios poderoso, yo lo veo tan claro como la luz, como tu existencia, como la mía, y no puedo decirlo sin pasar por tonta á los ojos de tanto sabio!» Y cuando esto pensaba, aquella voz secreta de su alma que otras veces le daba consejos de orgullo, decíale ahora: «Levántate, no temas. Tu entendimiento es grande y poderoso. Abandona esa sumisión embrutecedora, abandona la pusilanimidad que te ha oprimido, y haz cara á las preocupaciones, á los errores, á las ideas falsas donde quiera que se hallen. Tú puedes mucho. Eres grande; no te empeñes en ser chica. Tú puedes volar hasta los astros; no te arrastres por la tierra.» Gloria, oyendo esto, decía: —Sí, sí. Yo sé más que mi padre, yo sé más que mi tío. Les oigo hablar, hablar mucho con el sabio lenguaje de los libros, y en mis adentros digo: «Con una frase sola echaría abajo toda esa balumba de palabras.» Ellos son buenos, están llenos de rectitud; pero no sienten el amor, que es el que ata y desata. Se fijan en la superficie; pero no ven el fondo. Yo, iluminada, lo veo y lo toco. No puedo equivocarme, porque una luz divina me acompaña, porque amo, porque las sombras que á ellos les obscurecen la vista, caen delante de mí. ¡Ay, si me atreviera!... Yo he sido hipócrita; yo me dejé cortar las alas y cuando me han vuelto á crecer he hecho como si no las tuviera... He afectado someter mi pensamiento al pensamiento ajeno, y reducir mi alma, encerrándola dentro de una esfera mezquina. Pero no: ¡el cielo no es del tamaño del vidrio con que se mira! Es muy grande. Yo saldré fuera de este capullo en que estoy metida, porque ha sonado la hora de que salga, y Dios me dice: «Sal, porque yo te hice para tener luz propia como el sol y no para reflejar la ajena como un charco de agua.» Gloria vertía lágrimas ardientes, su cerebro relampagueaba, y en sus sienes vibraban las arterias como los bordones de una arpa heridos por vigorosa mano. Todo en ella gritaba: —¡Rebélate, rebélate!... ¡Ay de tí si no te rebelas! Y no pudiendo permanecer en molesta quietud, arrojóse del lecho para ir tentando en el vacío y adivinando con su febril mano los objetos, envueltos en profunda obscuridad. —¿Dónde estás, Señor y Dios mío?—dijo. Al fin puso la mano sobre el Cristo de marfil que presidía en su cuarto. —Señor—murmuró.—¿Es posible que consientas eso? ¿Para esto valía la pena de que expiraras en esa afrentosa cruz? ¿Se ha cumplido tu ley? Después inclinó la cabeza sobre el pecho, exhalando un gemido, y puesta la mano ante los ojos, lloró al sentir la amargura del cáliz. No tenía más que dos caminos: resignarse ó rebelarse. Las primeras luces de la mañana, entrando por las rendijas que en las maderas de la ventana había, resbalaron sobre el hermoso cuerpo medio vestido de la enamorada doncella. A un tiempo mismo afectáronla el frío y el pudor, y se acostó temblando. Durmióse al fin. XXVII Se va. Una mañana D. Juan de Lantigua dijo á su hermano: —Veintiséis días hace que el extranjero está en nuestra casa. Ya oiste lo que dijo anoche. —Sí; aunque nos tiene buena amistad, su delicadeza le ha impulsado á pedirnos la venia para marcharse. Bien se le conoce que no tiene ganas; pero no quiere abusar de nuestra hospitalidad. —Aunque le dije anoche que se quedara algunos días más, no pienso instarle mucho. Conviene que se marche. ¿Qué te parece? —Me parece bien. —¿Y qué tal?—dijo D. Juan con cierta ironía.—¿Estás satisfecho de tu conquista? Estos protestantes, querido hermano, mientras más discretos son, más apegados viven á su herejía. Hay que dejarles. —No creo lo mismo—objetó Su Ilustrísima.—Debe intentarse atraer al rebaño la oveja extraviada; llamarla, correr tras ella. Si á pesar de eso no quiere venir... —Ya ves cómo tus esfuerzos no han tenido éxito. —¿Qué sabes tú? Yo no pierdo la esperanza. He hablado. El me ha oído. Derramé la palabra divina. ¿Puedes tú asegurar que no fructifique algún día? Don Juan movió la cabeza indicando duda. —Por de pronto—dijo,—bueno es que se marche. No es nada conveniente que ese hombre esté más tiempo en mi casa. Nos privamos de una excelente compañía; pero es preciso que salga de aquí. No carece de atractivos superficiales. Hay en todo él cierto brillo que fascina y encanta. Tengo una hija bastante impresionable... —¿Pero qué, temes que Gloria?... —No, no temo nada... ¿Cómo puedo imaginar que mi hija...? Hay aquí un abismo insuperable, la religión, y ante ese obstáculo creo que, no ya el buen juicio, sino la fantasía misma y la sensibilidad de una muchacha educada en el catolicismo deben detenerse. No puede ser de otro modo... Pero con todo, aunque es grande mi confianza en ella, bueno es alejar hasta la más remota probabilidad. —Me parece que has hablado cuerdamente—dijo D. Angel.—Por mi parte nunca sospeché que pudiera suceder lo que tú temes. No concibo que, existiendo el obstáculo religioso, pudiera nacer el amor en una mujer de verdadera piedad. —Querido Angel, no debe olvidarse que el amor es puramente humano. —Y la religión divina, sí; pero... Don Angel se confundía. —Nada que sea humano es imposible—afirmó D. Juan.—Por consiguiente, alejemos las ocasiones. —Dices bien; nada se pierde en ello. Después de este breve coloquio, D. Juan se dió la encerrona de costumbre, calentándose la cabeza con lecturas y el contínuo escribir. Por la tarde dijo á su niña: —Ya sabes que se va el Sr. Morton. Acaba de entregarme una cantidad considerable para los pobres de Ficóbriga. Entre tú, Angel y yo la repartiremos. Gloria no respondió nada; mas á pesar de sus esfuerzos por aparecer serena, D. Juan creyó ver alguna nube en aquel puro cielo del espíritu de su hija. —¿Qué tienes?—le preguntó sorprendido y receloso. —Nada—respondió.—Pensaba que no va á haber pobres para tanto dinero. —¡Oh! Sí habrá. Ve buscando. También ha dado para las pobres monjas de ***. Ya se ve. El dinero es para este hombre como para nosotros la arena de la playa. —Pero no es él como el rico avariento. —Eso no lo sabemos. —¿Cree usted que no se salvará? —Pregúntaselo á tu tío—dijo D. Juan riendo, á punto que D. Angel entraba en el despacho.—Oye, Angel, el problema que plantea esta chica. Me pregunta si Morton podrá salvarse. ¿Cuál es su religión? Se me figura que no tiene ninguna. —¡Salvarse, salvarse!...—indicó el obispo frunciendo el ceño.—Ni siquiera sabemos á punto fijo cuáles son sus creencias. ¡Salvarse! ¿Piensas que esa cuestión puede resolverse con una palabra? Según y conforme se encuentre su alma. ¡Quién sabe las vicisitudes de ésta en el momento de la muerte!... Pero aquí sale el Sr. Morton dispuesto á abandonarnos. Morton se inclinó respetuosamente para besar el anillo á Su Ilustrísima. Después dió la mano á D. Juan y á Gloria. Estaba ligeramente conmovido, lo cual á los dos hermanos no causó extrañeza, porque también ellos no veían con indiferencia la partida del náufrago. Su caballo le aguardaba en la plazoleta. Dos horas antes había mandado todo su equipaje con Gasparuco. —¿Vendrá usted por estos barrios alguna vez?...—le dijo Lantigua apretándole de nuevo la mano. —Sí señor. No pienso partir para Inglaterra hasta el mes que viene. —¡Tendremos mucho gusto en verle!—dijo D. Angel con voz patética.—¡Cuánto siento no ver en usted más que un amigo! —Yo veo en usted algo más—repuso Morton con cariño,—veo un buen consejero, un admirable pastor de almas y una hermosa imagen de Dios. —Mal pastor he sido con usted—manifestó el obispo con sentimiento.—Al ver que tan valiosa res se me escapa, debería romper mi cayado y decir: «Señor, mi inteligencia es limitada, y no sirve para acrecentar tus dominios.» —El límite de los dominios de El, ¿quién lo sabe?—dijo Morton. —Es verdad, mucha verdad. Por eso yo espero... yo espero siempre... ¿por qué no decirlo claramente?—repuso D. Angel con enfado de sí mismo.—Yo espero que algún día será usted católico. —Dios quiera que sea siempre bueno—replicó Daniel bajando los ojos. Despidióse otra vez, no olvidando al doctor Sedeño, y después partió á caballo. XXVIII Vuelve. Al Oeste de Ficóbriga, hay un pinar solitario y abandonado, vecino á la mar, expuesto á todos los vientos, en tal disposición que siempre, por leves que éstos sean, suenan con murmurante música las ramas. Espesísimo en el centro, se clarea en sus extremos formando anchas calles, y algunos pinos se separan del grupo corriendo hacia el arenal ó hacia la montaña, cual si hubieran reñido con sus compañeros. Corre por medio una cerca de rústica arquitectura, donde piedras y hierbas se confunden, formando al parecer una sola familia. Al pié de los pinos crecen mil encantadoras florecillas azules de rara especie, que no son conocidas en los jardines, y parecen que brillan entre los helechos como pedacitos de cielo que las tempestades arrancan de la gran bóveda del mundo, esparciéndolos por la tierra. La Naturaleza está allí sola, atenta á sí misma, regocijándose en su paz nemorosa, y los caminantes creen oir una vibración de aquella música callada de que habló el poeta, y que en tal sitio les dice: «no me turbéis.» Una tarde de Julio la alfombra de helechos fué hollada por un caballo, y Daniel Morton que lo montaba echó pié á tierra junto á la cerca. No tenía que esperar, porque á dos pasos de allí, fiel y puntual como las horas, estaba Gloria. Toda la hermosura de la tarde templada y serena se había concentrado en su persona, según la veían los ojos del cariñoso amante, y ella era el cielo azul, la mar profunda y llena de armonías patéticas, el suelo fresco y salpicado de sonrisas, la dulce umbría del bosque con su balsámico ambiente, la luz que á trechos entraba por los claros, semejantes á las ventanas de una catedral. Gloria miró á todos los lados. —No hay nadie—murmuró Morton. —Siempre me parece que alguien nos ve—dijo Gloria.—Anteayer, cuando volvía, encontré á Teresita la Monja, la mujer de don Juan Amarillo. El insecto que aleteaba sobre las flores, la araña que se descolgaba por una cuerda casi ideal, una vela en el horizonte, un escollo, que con el movimiento del agua se tapaba y se descubría como el que acecha, asomando á intervalos la cabeza... estos eran los únicos testigos. —No hay nadie—repitió Morton. —Pero algún día habrá alguien—dijo la señorita de Lantigua con tristeza,—y seremos expulsados de aquí como lo fuímos de mi casa, y no habrá playa ni bosque que nos amparen. En las siete veces que hemos venido aquí hemos tenido suerte; pero ¿sucederá otra vez lo mismo? Todo está lleno de ojos suspicaces que miran, Daniel. —¿Por qué siendo buenos los dos, vivimos como criminales? No hemos faltado á ninguna ley de Dios, y sin embargo, huímos como el incendiario que ha pegado fuego al techo del rico. ¿Por qué es esto? —Eso pregunto yo, ¿por qué? Dios mío, ¿es posible que Tú hagas esto? —El no lo hace—dijo Daniel con melancolía.—Estamos tocando la obra de estas sociedades perfeccionadas, que juzgándose dueñas de la verdad absoluta, conservan las leyes de casta como en tiempo de los filisteos. —Yo he pensado anoche que lo que los hombres han hecho los hombres pueden deshacerlo—repuso Gloria, regocijándose en contemplar el semblante de Morton, cuya hermosa mirada parecía descender de lo alto de la cruz.—No es tan difícil. Estudiemos un medio... ¡Pero es particular que siempre, por más que nos propongamos lo contrario, hemos de hablar de cosas tristes! —¿No ves que hablamos de religión? Y la religión es hermosa cuando une; horrible y cruel cuando separa. Morton acercó su rostro, fijando la vista en los ojos de la señorita de Lantigua. —¿Qué miras?—preguntó ésta retrocediendo un poco. —En tus pupilas negras—dijo Daniel riendo,—estoy viendo el mar y el cielo. Es admirable lo bien que se reproduce en esa pequeña convexidad todo el paisaje. Cuando pestañeas se borra y luégo vuelve á aparecer. —No atiendas á tonterías y piensa en lo que te he dicho...—replicó Gloria.—Mira, tienes una cosa en la barba... —¿Qué?... ¿aquí?—dijo Morton echando mano á la barba. —No, más hacia la boca. Es un gusanito muy chico que ha caído de las ramas de un pino. —¿Aquí? —No tanto... Más hacia la boca. Aquí. Diciéndolo, arrancó Gloria con los dedos, de la barba de su amado, el extraño objeto y le tiró lo más lejos que pudo. Como se caza una mariposa al vuelo, Daniel le cazó la mano y se la besó con afán, diciendo: —Gloria, ¿de qué quieres que hablemos? Si nada podemos decir que no sea triste como los pensamientos del condenado á muerte... —Nosotros también somos condenados á muerte—dijo la señorita retirando su mano.—Y lo que es peor, condenados inocentes... —Como del presidio los presidiarios—dijo el hamburgués;—nosotros sacamos de nuestras cunas una marca en la frente. Nadie en el mundo nos la puede quitar. —¿Nadie? No tanto—observó Gloria.—Pidamos fuerza á Dios, y El nos abrirá camino. —Pero se necesita valor, un valor muy grande, vida mía. —¡Un valor muy grande! Por Dios—exclamó la doncella con pena,—no aumentes las dificultades en vez de allanarlas. Si eres valiente, lo seré yo también. —¿Por qué me respondes así?... Querido amor mío, cuando llegan los conflictos supremos, los grandes sacrificios están cerca. —Sí, es preciso hacer un gran sacrificio, Daniel; pero ese sacrificio lo debe hacer uno de los dos. ¿A cuál le tocará, á tí ó á mí? Morton, cayendo en profunda tristeza, fijó los ojos en el suelo. —A los dos, querida mía. —¿Los dos?—repitió Gloria algo confusa.—No te entiendo entonces. La cuestión es muy sencilla. Daniel, no la compliques. Somos dos... nos queremos; pero ¡ay! si nuestras almas adoran á Dios, vivimos cada cual en Iglesia distinta: aquí sobra una religión, hijo. —Es verdad, sobra una religión, y es preciso eliminarla—afirmó Daniel sombríamente. —Es preciso pagar ese tributo á la sociedad. ¿Tú qué piensas de esto? —Que la sociedad es terriblemente feróz, y con mucha dificultad se aplaca. —Eso quiere decir—manifestó Gloria con enojo,—que no hay solución posible. Yo abro las puertas y tú las cierras. Morton suspiró, mirando al cielo, señal evidente de que no veía puertas abiertas ni cerradas en ninguna parte. —¿Por qué suspiras así? ¿qué tienes?—preguntó la joven con el impaciente desasosiego de una alma alborotada. —Nada... pensaba en mi desgracia, que es más grande, infinitamente más grande que la tuya. —No... no—dijo Gloria, rompiendo á llorar.—Me voy convenciendo de una cosa, de una cosa muy triste... ¡Ah! Daniel, tú no me quieres á mí como yo á tí. —¡Gloria, vida mía, Gloria! Por Dios—exclamó el extranjero, besando las manos de su amiga,—no me mates con tus quejas... Si supieras cuánto padezco; yo que he estado á punto de despreciarlo todo, nombre, familia, el amor de mis ancianos padres, de perderlo todo por tí... yo que aun en este momento vacilo y tiemblo, igualmente aterrado por la idea de poseerte y por lo terrible del sacrificio que quieres imponerme. Claramente lo has dicho: es preciso quitar de en medio una de las dos religiones. —Sí. —Y como si echáramos suertes, le toca á la mía, ¿no es eso lo que piensas? —Tú eres hombre. El hombre debe sacrificarse por la mujer. —En este asunto, la sentencia debe caer sobre el que tenga creencias menos firmes. ¿Cuáles son las tuyas? —Creo en Dios uno, Señor del cielo y de la tierra—declaró Gloria, la mano puesta en el pecho y elevando al cielo los ojos llenos de lágrimas y de la luz divina;—creo en Jesucristo, que murió en la cruz por redimir al género humano; creo en el perdón de los pecados y en la resurrección de la carne, en la vida perdurable... Te desafío á que seas tan explícito como yo. Nunca me has dicho de un modo claro cuáles son tus creencias. —Gloria, tu fe es tibia en muchas cosas ordenadas por la Iglesia... Me lo has confesado. —Es firme y ardiente en lo principal. —Todo es principal. Pregúntalo á tu tío. —No tengo necesidad de declararme contraria á ciertas cosas. —Entonces no eres buena católica. Es preciso creerlo todo absolutamente. Ya ves que... —¿Qué he de ver? —Que yo soy más religioso que tú, porque creo todo, absolutamente todo lo que mi religión me enseña. —Eso quiere decir—afirmó Gloria, ahogada por la pena,—que el sacrificio debo hacerlo yo. Morton no contestaba. —Esto quiere decir—manifestó al fin,—que moriremos, Gloria, que moriremos, y que Dios hará con nosotros en el otro mundo lo que es imposible alcanzar en éste, porque este mundo, amiga de mi corazón, no es para nosotros. Gloria se levantó, y con la inspiración sublime de quien pone el pié en la puerta que conduce al martirio, exclamó: —¡Adiós! Morton, asiéndole las puntas de los dedos de ambas manos, tiró de ella. La joven cayó de nuevo en su asiento de piedra. —No hará el sacrificio uno de los dos, sino los dos á un tiempo—afirmó Daniel. —Jesucristo, que murió en la cruz—dijo ella.—Jesucristo, á quien adoro, me ha enseñado el modo de hacerlos yo sola, si es preciso: pero si me da fuerzas para aceptar el de la vida, no me las da para aceptar el cáliz de un escandaloso cambio de religión, por casarme á disgusto de mi familia. ¡Oh, Dios mío, dichosas las tierras donde la religión está en las conciencias y no en los labios, donde la religión no es una impía ley de razas! Andamos por aquí como las reses marcadas con hierro en su carne. Concluyendo su ardiente protesta, la señorita de Lantigua se levantó de nuevo repitiendo: —Adiós, adiós para siempre. —Has pronunciado la palabra terrible—dijo Morton con amargura;—la palabra que ha venido á ser nuestra única solución. ¡Adiós! No hay otra fórmula, Gloria. Yo sentía en mi alma esta palabra; pero no podía ni debía decirla. Tu la has dicho. —Porque tú acabas de arrancarme toda esperanza. —Porque no hallo solución alguna á nuestro conflicto, porque es imposible, porque no hay remedio, porque no puede ser de otra manera. —Sea, pues—dijo Gloria, cayendo en triste abatimiento. —Dios lo quiere así. —Nos separaremos para siempre. —Mañana. —No, hoy mismo, ahora mismo—afirmó la señorita con viveza. —¡Oh, grandeza del sacrificio! No, no es tanto lo que yo pedía—manifestó Morton con energía.—Noble y hermosa es tu alma, Gloria. Si como dices, nos separamos para siempre, déjame que te vea algún tiempo más. Piensa en mi soledad, que va á ser como la de los mares, siempre revueltos en sí mismos, en su lejana inmensidad sin testigo. Gloria, vida mía, sol de mi vida: óyeme, no me dejes así. Si cuando desaparezcas de mis ojos quedo con recelo de haberte ofendido, padeceré mucho... Gloria se levantó. —Todavía no, aguarda—dijo él deteniéndola.—Grande es mi fe en quien hizo los cielos y la tierra, en quien á tí te hizo. Poniéndole por testigo, juro que te adoro, que de mi boca no salió expresión que no fuese verdad, que jamás, mientras respire, ningún otro amor más que el tuyo entrará en mi pecho, ni en mi memoria otro recuerdo que el recuerdo de tí. La infelíz joven sentía temblar las manos de Morton que le oprimía sus manos, y en su rostro sentía el aliento de él y la reverberación de sus ardientes miradas. La doncella se agitó gimiendo, como la espiga devorada por la llama. Su corazón se deshacía. —Gloria—añadió él con el acento de quien llama al que no ha de responder;—Gloria, yo arrastraré toda mi vida un remordimiento muy pesado, si no te confieso ahora que soy un malvado, porque no debí amarte y te amé, porque no debí mirarte y te miré. Tus ojos, tu gracia, tu hermosura, tu bondad y tu alma toda me cautivaron... Olvidándome de las leyes terribles que nos separan, me acerqué á tí. Reconozco que mi deber entonces era huir, huir antes que el mal fuese irremediable; pero fuí débil, conocí que me amabas, y tu espíritu encadenó al mío. Se necesita ser Dios para no caer en este lazo. Ya viste mi conducta. En vez de abandonar á tiempo tu casa, quedéme en ella. Después creí que un favor especial del Cielo allanaría los obstáculos; pero ha pasado el tiempo, y los obstáculos subsisten más terribles é imponentes cada día. Ha llegado la hora del envilecimiento ó de la retirada, y tú me das el ejemplo. Tú eres grande; sabes hacer lo que yo, miserable, no supe. ¡Maldito sea yo, que ví la felicidad y no la pude poseer! Te devuelvo á tu casa, á tu religión, y te devuelvo pura, inmaculada... Por Dios, ¿no ves, no ves clara y patente la honradéz de mi alma? —Sí—respondió Gloria entre angustiosos sollozos. —¿Conservas alguna sombra de recelo con respecto á mí? —No. —¿Me creerías digno de tí, si una fatalidad de nacimiento no lo impidiera? —Sí. —Pues ahora—dijo resueltamente el extranjero levantándose,—separémonos. —Para siempre—añadió Gloria levantándose también. Pálida y grandiosa en su dolor, semejaba el ángel de la muerte cuando viene á llevarse un alma. Daniel la abrazó. La señorita de Lantigua ocultó la frente en el pecho de su amigo, regándolo con lágrimas breve rato. —Dame un recuerdo tuyo—dijo Morton. —La memoria fiel no necesita recuerdos materiales. —Es verdad: yo no los necesitaré; pero si te vas, no te vayas toda. Dame aunque sea un cabello. Gloria se llevó la mano á la cabeza y separó de ella una mata de pelo. Sonriendo en medio de su pena, con esas terribles palpitaciones ó vagidos humorísticos que tiene el dolor, dijo: —No hay tijeras. —No importa—dijo Morton.—Lo cortaré yo... Y con los dientes, en medio minuto, cortó el pelo. —Es casi de noche. —Para mí ya todo es noche—murmuró el extranjero. Se separaron algunos pasos; pero volvieron á juntarse. Eran como la playa y la ola, que siempre parece que huyen la una de la otra, y siempre se están abrazando. Por fin, cuando la noche avanzó más, por los cerros lejanos, tierra adentro, se veía un ginete que marchaba despacio, inclinada la cabeza sobre el pecho. Su figura negra no era favorable á la armonía del risueño paisaje, y parecía que después que él pasaba todo volvía á estar alegre. Hacia Ficóbriga caminaba Gloria arrastrando la pesadumbre de su dolor, como el imitador de Cristo á quien éste ha dicho: «toma tu cruz y sígueme.» Todo en derredor suyo respiraba paz y el dulce reposo de los campos. Volvían los bueyes de las praderas y del trabajo, lentos, paso á paso, cabeceando con las pesadas testas y sus nobles semblantes llenos de gravedad. Las mujeres de la aldea iban en opuesto sentido, llevando sobre la cabeza largos panes de más de media vara, y los pescadores ponían á secar sobre el altozano de la Abadía las húmedas redes, en cuyas mallas brillaban aún como limaduras de plata las escamas de las sardinas. Todo esto lo vió Gloria, y todo se vestía de aquel fúnebre luto de su alma. XXIX Se fué. Al día siguiente muy de mañana, las persianas del cuarto de Gloria se abrieron de par en par, y la luz penetró á punto que ella se asomaba. La doncella esparció su vista por el campo y la villa, y deteniéndola en los árboles del cementerio, pensó así: —Ahora, hermanitos míos, vosotros sois mis únicos amores. No lejos de la ventana, corría el camino real, y por él los hilos del telégrafo, que plantaba á lo largo sus escuetos postes á distancias iguales que parecían pasos. En los alambres venían á posarse todas las mañanas algunos pájaros, que habían encontrado muy bueno aquel casi invisible punto de descanso en medio de los aires, y desde allí contemplaban la casa y la ventana abierta, donde la señorita de Lantigua aparecía temprano á saludar el día y bendecir á Dios. Esta no creía que aquellos graciosos séres fueran las almas de sus hermanos, acompañadas de las de otros niños, porque no podía creer tal cosa; pero en su mente se asociaba aquel espectáculo con el recuerdo de las dos personitas á quienes Caifás había llevado al cementerio en azules cajas. Ello es que uno y otro día solía mirar con amor á los pájaros del alambre, sintiendo no verlos cuando les alejaba la lluvia. A tan rara ilusión contribuía la circunstancia de haber sobre el cementerio de Ficóbriga una gran arboleda, que era el cuartel general de aquellos vagabundos. Gloria les veía salir de allí en bandadas y volver á la caída de la tarde, haciendo gran ruído, hasta que vencidos del sueño, callaban dentro del espeso ramaje, y el cementerio se quedaba sin música. Pero aquella mañana Gloria proyectaba su tristeza á todo lo creado. Si pudiera existir luz negra, ella sería el sol de ella. El contrasentido de las palabras no está en las ideas, porque el mundo parecíale alumbrado con el negror de su alma. En vez de sonreir ante las avecillas que en el alambre la esperaban como siempre, creyó ver la figura de sus dos hermanos muertos, que se le acercaron tal como estaban en las cajas azules el día del entierro, amarillos como cera los rostros, tan frescas aún las flores de sus coronas como secas las de sus mejillas, cubiertos de blancas vestiduras rizadas y encintadas. Pero venían con los ojos abiertos, dando la mano el mayor al más pequeño y moviendo los piececillos por el aire. Señalando la tierra le decían: «Sólo aquí se está bien.» Mirando luégo á la torre de la Iglesia, experimentó viva sensación de miedo y antipatía. La torre era una idea, y el espíritu de la joven chocó, rebotando con dolor, en aquella idea, como el ave ciega que tropieza en un muro. De pronto una voz gritó desde el jardín: —Niña, ¿no bajas? Te espero hace un rato para ir á la Iglesia. Era D. Angel, que salía para decir su misa en la Abadía. Gloria le acompañaba siempre con gozo; mas en aquel día sintió frío en el corazón y un extraño ímpetu rebelde. Unióse, sin embargo, con sumisión y cariño al bendito prelado; mas al entrar en el templo, renovóse en su alma el terror, porque aquellas piedras bárbaramente blanqueadas no la dejaban respirar, oprimiéndola con su peso. Cuando D. Angel salió al altar, Gloria evocó todas las fuerzas de su alma, su piedad y su fe, y no en vano, porque siendo D. Angel un santo, la impiedad no era posible en su presencia. La turbada doncella luchaba con las dolorosas repugnancias que surgían en su espíritu, débiles aún, pero que crecían enroscándose, como las culebras al salir del nido; y cuando vió que los dedos del anciano alzaban la hostia, en su pecho se elevó una á manera de ola que fué creciendo, creciendo, hasta caer como catarata, y entonces Gloria se deshizo en lágrimas y dijo: —Señor, Señor, yo también sabré padecer y morir. Don Juan de Lantigua, que observaba bien cuando quería observar, y por aquellos días había dado un poco de la mano á sus tareas literarias, notó que en su hija ocurría algo. Meditó en ello, y como la sospecha es hermana de la cavilación, dióse á hacer juicios más ó menos temerarios, pero sin pensar nada contrario á la honestidad de la joven, porque esto, dicho sea en honor de ambos, no le cabía en la cabeza. Sus sospechas y recelo versaban sobre otro orden de cosas. —Gloria—decía D. Juan á su hermano una mañana en el cuarto de éste,—no está tranquila. Algo pasa en su espíritu. Le he oído frases y reticencias que indican gran trastorno en sus ideas religiosas. Su imaginación es viva, y su entendimiento, inclinado á remontarse sin guía, es susceptible de caer en grandes errores. Además, temo mucho á su sensibilidad. Gloria entró. —Hija mía—dijo su padre.—Otros años has recibido á Dios el día de Santiago. ¿Hace mucho que no cumples el precepto? —Desde Pascua—repuso ella, palideciendo. —¡Oh! es mucho, mucho tiempo—dijo Su Ilustrísima con bondad, dejando caer ambas manos sobre los brazos del sillón en que estaba sentado. —¿Por qué no confiesas hoy ó mañana—manifestó D. Juan afectando indiferencia,—para que puedas comulgar el día de Santiago? Mira: se me ocurre que yo debo hacer lo mismo, y esta tarde confesaré. Juntos recibiremos á Su Divina Majestad. —Mi confesor, el padre Poquito, no está ahora en Ficóbriga—dijo Gloria. —¿Eso qué importa, tonta? Antes confesabas con tu tío. —Sí, cuando era niña. —¿Y ahora, por qué no? —Ven acá, mansa ovejuela—dijo D. Angel sonriendo.—¿Tienes vergüenza? Ya se ve... con esos pecadazos tan tremendos... —Pues me retiro—dijo D. Juan, á tiempo que su hermano extendía amorosamente el brazo derecho para agasajar con paternal cariño á la penitente. Gloria no pudo decir una palabra. Desfallecía. Cayó de rodillas, y D. Angel le rodeó el cuello con su brazo, diciendo: —Vamos á ver, hija mía. Silencio: la confesión de un alma ha empezado. Ante acto tan solemne, el más hermoso que existe en religión alguna, el narrador calla. Nadie tiene derecho á inmiscuir su atención irreverente en este diálogo del alma con Dios. Lector, cierra el libro y espera. XXX Pecadora y hereje. Lo confesó todo, absolutamente todo; rebañó en su conciencia, sacando de ella hasta las últimas heces, y á medida que iba sacando, respiraba con más desahogo, porque verdaderamente su carga era grande. Durante la confesión, un indiscreto que se acercase habría oído suspiros y sollozos, y alguna palabra suelta del buen pastor de Cristo. Cuando concluyó, D. Angel no estaba sereno. Su bondadoso rostro, que según la expresión de un entusiasta amigo suyo, era un pedazo de Paraíso, tenía cierta movilidad que no puede definirse; desconsuelo semejante al de los que presencian la desaparición instantánea de una cosa muy bella, sin poderlo evitar ni tampoco enojarse. Se quedó D. Angel como Tobías cuando vió desaparecer para siempre el ángel que le acompañara tanto tiempo. Después de rezar brevemente, ordenando á su sobrina que hiciese lo mismo, le dijo con voz muy triste: —Hija mía, no te puedo absolver. Gloria inclinó la cabeza con sumisión. —Por ahora—añadió el prelado,—procura serenarte... descansa. Salgamos un momento al jardín ó á paseo, y hablaremos despacio. La pecadora corrió á tomar el sombrero y el bastón de su tío. —Por cierto—dijo éste,—que no me gusta que tu padre ignore estas cosas. Yo no le puedo decir una palabra, si no me autorizas para ello, del mismo modo que si no te hubiera oído en confesión. —Quiero que lo sepa—dijo Gloria;—yo me confieso á los dos. —Muy bien, me parece muy bien... No te sofoques. Vamos á dar una vuelta. Saliendo ambos de paseo hacia la Pesqueruela, el prelado se expresó así: —Te dije que no podía absolverte. Ahora sabrás por qué. No es la causa de mi rigor que hayas amado. Eres muchacha y la ley natural, en esta tu edad florida, despierta inclinación hacia otro sér, la cual, si es honesta y va bien dirigida por el discernimiento, puede producir bienes, conduciendo al servicio de Dios. Bien es verdad que hallo en ese afecto tuyo demasiado ardor, y es de tal suerte, que más parece desasosiego de un alma _llagada y enferma, miserablemente ansiosa_, como dice San Agustín. »También es muy vituperable que hayas guardado secreto. Esas entrevistas ocultas son muy impropias de una doncella pudorosa y bien educada. Lo que se esconde no puede ser bueno. Sin embargo, este pecado, con ser tan grande y tal que jamás lo creyera en tí... A Su Ilustrísima se le turbó un poco la voz por la emoción; mas dominándose, prosiguió: —Con ser tan grande tu pecado, no es imperdonable, mayormente sí estás dispuesta, como has dicho, á arrojar de tí esa insensata llama, sofocándola con una aspiración firme hacia el único soberano amor, que es el de Dios. »Para que veas cuán grande es mi tolerancia, te perdono también el que hicieras objeto de tu pasión á un hombre que vive fuera de nuestra santa fe, porque en verdad debiste cerrar prontamente tu herida, negándole al alma toda comunicación y roce con el alma de un hereje. Y reconociendo yo la seducción aparente de las prendas morales de ese joven, á quien estimé mucho, extraño que tú pudieras hallar verdadero encanto amoroso en quien carece de la principal y más valiosa hermosura, que es la de la fe católica... Pero me has manifestado tu firme propósito de renunciar á la inquietud tenebrosa de ese amor, lo que es verdaderamente un mérito en tu flaca edad, y esto basta para obtener mi indulgencia. Hasta aquí vamos bien, hija mía; pero la desconformidad empieza ahora, y voy á manifestártela claramente. Gloria atendía con toda su alma. —Pues bien, hija mía—continuó el venerable señor;—la causa de mi enojo contigo es que, según me has confesado, han nacido en tu espíritu y lo han anublado, de la misma manera que los vapores cenagosos obscurecen la claridad y limpieza del sol, ciertas ideas erróneas contrarias de todo en todo á la doctrina cristiana y á las decisiones de la Iglesia. El mal no está precisamente en que te hayas contaminado de esos errores, pues el enemigo, que vigilante acecha el estado de flaqueza para verter en la oreja del hombre la ponzoña, pudo sorprender tu alma é inficionarte de la pestilencia. A estos percances están sujetos todos los hombres, aun los más fuertes; pero viene de improviso la saludable reacción del alma, se aclara el sentido, entra poderosamente la gracia, y el error huye como los demonios arrojados del cuerpo, entre alaridos. Tú no has gozado de este beneficio de la limpieza de tu entendimiento, sino que conservas tus errores, estás encariñada con ellos, según me has dicho, los tienes enclavados en tu espíritu como el rótulo de ignominia que los judíos pusieron en la cruz, y en vez de arrancártelos y arrojarlos al fuego, los acaricias. ¿No es esto lo que me has querido decir? —Sí señor—repuso la penitente con respeto, pero también con seguridad. —Pues bien, estás infestada de una pestilencia muy común en nuestros días, y que es la más peligrosa, porque tomando cierto tinte de generosidad, á muchos cautiva. Es lo que llamamos _latitudinarismo_. Tú dices: «Los hombres pueden encontrar el camino de la eterna salvación y conseguir la gloria eterna en el culto de cualquier religión...» Pues bien, esa proposición está condenada por el Soberano Pontífice en las Encíclicas _Qui Pluribus_ y _Singulari quadam_, y en la alocución _Ubi primum_. Tú dices: «Todo hombre tiene libertad para abrazar y profesar aquella religión que, guiado por la luz de la razón, creyera verdadera...» Pues bien, esta proposición está condenada en las Letras Apostólicas _Multiplices inter_, y en la Alocución _Maxima quidem_... ¿Qué te parece? Su Ilustrísima se detuvo, mirando cara á cara á la señorita de Lantigua. —Ya te explicaré con toda calma esos delicados puntos—prosiguió el reverendo.—Hablaremos largo, porque no dormiré tranquilo mientras no te saque hasta las últimas heces de ese veneno. Pero díme ahora, loquilla de mi corazón, ¿cómo pudiste dar calor en tu entendimiento á esas malditas víboras? Sin duda el hombre, á quien has tenido la desdicha de amar, te inculcó esos principios del _latitudinarismo_, desgraciadamente esparcidos por el mundo en razón de la aparente benevolencia y generosidad que encierran. —No ha sido él—dijo con viveza la pecadora,—quien me ha inculcado esas ideas. Daniel sin dejar de entrever á punto fijo cuáles son sus creencias, se ha mostrado siempre poco inficionado de eso que llama usted... —Latitudinarismo, hija. —Latitudinarismo... Pues en ese hombre, las creencias parecen muy firmes y hasta intolerantes, señor. Además, siempre ha tenido la delicadeza de no decirme nada que quebrantara en mi alma la religión de mis padres. Hemos hablado de la religión como lazo social y nada más. —Entonces, tú... Mira, estoy algo cansado, y bueno será que nos sentemos en esta piedra. —Yo, yo sola—dijo Gloria sentándose también,—soy la culpable. Hace tiempo, desde que le conocí, díme á cavilar en estas cosas noche y día. No podía apartarlas de mi pensamiento y, según mi entender, discurría acertadamente sobre ellas. Me parecía que mis argumentos no tenían réplica, y me vanagloriaba de ellos, pronunciándolos en mis diálogos obscuros conmigo misma. —Has dicho, «desde que le conocí,» luégo él en cierto modo es responsable... —No, no, querido tío, yo, yo sola. Si he de hablar á usted con entera lealtad, mostrándole mi alma hasta lo más hondo, aun antes de conocerle pensaba yo en estas tristes cosas, si bien no daba forma clara á mis pensamientos. El trato de Daniel parece que encendió en mi espíritu mil luces, y á su claridad empecé á ver diferentes temas de religión y de las disputas de los hombres sobre ella, así como de la grandeza y lejanos linderos del reino de Jesucristo, á quien yo veía Señor de todas las gentes, de todos los buenos, de todos los limpios de corazón. Don Angel frunció el ceño. —Veo—dijo con cierta severidad,—que tu llaga crece, crece que es un primor. ¡Oh! ¡cuando tu padre sepa esto!... ¡él que sobresale por sus estudios ortodoxos y la claridad con que ha sabido deslindar la verdad del error en las abominables luchas de la época presente!... —Mi padre y usted me convencerán de seguro—dijo Gloria, inclinando con humildad la frente. —¡Te convenceremos!... y lo dices como si fuera tarea larga... ¿De modo que te encastillas en tu error, y te cercas de la muralla de una terquedad y reincidencia más abominables que el error mismo?... Gloria, Gloria, hija mía, por Dios, vuelve en tí. Mira que no puedo absolverte si no desechas esos pensamientos, si no los arrojas con espanto de tí, como arrojarías un animal inmundo que te mordiese. —No hay mayor tormento para mí—declaró la señorita de Lantigua,—que estar separada de usted y de mi padre por cosa tan pequeña, tan vana como es un pensamiento que á cualquier hora puede mudarse. Pero si ahora le dijese á usted: «tío, ya he desechado el mónstruo asqueroso, ya estoy limpia de errores,» hablaría con la boca y no con el corazón, porque esas ideas que he dicho no se van de mi cabeza con sólo decirles _vete_. Están tan arraigadas, que no puedo echarlas fuera. Invoco mi fe en Jesucristo á quien adoro, y mi fe en Jesucristo no me dice nada contra ellas. —¡Chiquilla, por Dios, por la Virgen María!... —¿No sería peor que el error mismo, negarlo con los labios, careciendo de fuerza interior contra él? —Eso sí. ¿Pero estás loca? ¿Has perdido acaso la gracia divina y los preciosos dones del Espíritu Santo? —No sé, tío de mi corazón, lo que he perdido. Sólo sé que me será muy difícil convencerme de que no son verdaderas las ideas que usted desaprueba. No quiero mentir, no quiero ser hipócrita. Aquí está mi alma abierta hasta lo más recóndito, para que usted mire dentro de ella. No puedo hacer más; no puedo violentar mi conciencia. —De modo que para tí nada vale la autoridad... ¡Veo que marchas de herejía en herejía!—exclamó D. Angel con verdadero espanto. —Pues si estoy en error, si estoy tocada de herejía—dijo Gloria,—declaro que deseo no estarlo; que haré todo lo posible para limpiarme de ella, pero entretanto, ¡oh, buen pastor mío!, huyo de la mentira, huyo de confesarme creyente en ciertos puntos que no creo, porque no es capricho lo que me obliga á pensar lo que pienso, sino una fuerza poderosa, una llama tan viva como perdurable que hay en mi entendimiento. —De modo que te rebelas... ¡Gloria, por amor de Dios, considera bien lo que dices!—exclamó Su Ilustrísima lleno de tribulación. —Tío, tío mío, si pierdo el amor de usted—dijo Gloria derramando lágrimas,—me parecerá que estoy ya condenada. —Y lo perderás, lo perderás, lo perderás todo—afirmó D. Angel cada vez más severo.—Esto no puede quedar así. ¿Me autorizas para hablar á tu padre? —Ya he dicho que sí. —Pues vamos á casa—dijo el prelado levantándose. No hablaron más. Por el camino, D. Angel pensó que los ejercicios de piedad, combinados con un saludable sistema de paciencia y de exhortaciones delicadas, cual convenían á la delicadísima alma de Gloria; cierta reclusión y un comercio muy frecuente con las cosas santas, curarían aquella lepra que había tocado el privilegiado espíritu de su sobrina. Esta, andando hacia la casa, absorta, pensativa, triste, oía zumbar en su oído la funesta voz que há tiempo, en sus desvelos y en sus meditaciones, le decía: —Rebélate, rebélate. Tu inteligencia es superior. Levántate; alza la frente, limpia tus ojos de ese polvo que los cubre, y mira cara á cara el sol de la verdad. XXXI Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza. Por desgracia ó por ventura suya (que esto no lo hemos de dilucidar ahora), Gloria movía con más vigor á cada hora las funestas alas de su latitudinarismo, que debían conducirla Dios sabe á qué regiones de espanto. Después de meditarlo mucho, D. Angel resolvió no revelar á su hermano la funesta pasión de Gloria. Aquello era ya cosa pasada y resuelta, y mientras más pronto se olvidase mejor. Pero al mismo tiempo juzgó prudente advertirle de los errores de su hija, porque si se les dejaba, tomarían gran crecimiento, como la mala hierba. No es preciso decir que D. Juan sintió viva pesadumbre al conocer las descarriadas pendientes por donde iba dando tumbos el despeñado pensamiento de su hija. Recordando entonces las atrevidas ideas de Gloria dos años antes, comprendió que el mal era antiguo y que sólo variaba de forma. Amargósele la vida en aquel día, y todo en él era discurrir paliativos, imaginar tratamientos morales que volviesen á su adorada niña al primitivo sér católico que antes tenía. No pudo adivinar Lantigua lo que había pasado con Morton; pero allá en el fondo de su alma rebullía una sospecha vaga. Sin creer que su hija amara al extranjero, consideraba que el brillo exterior de éste no habían dejado de influir en los desvaríos heterodoxos de la interesante muchacha. Por esta razón deploraba entonces más que nunca el lastimoso naufragio del _Plantagenet_. Los dos hermanos emprendieron sin pérdida de tiempo un verdadero asedio de consejos y amonestaciones. Con suavidad el obispo, y el seglar con enojo y rigor trataban de volverla al camino de la salvación; pero estas embestidas no produjeron resultado alguno positivo, ó mejor dicho, diéronlo contrario á las bonísimas intenciones de ambos Lantiguas y al esplendor de la Iglesia. En aquel mismo día de la confesión, Gloria, de una proposición herética pasó á otra, y en su cabeza iban entrando atropelladamente demonio tras demonio. Del latitudinarismo pasó al racionalismo y á otras execrables pestilencias. Llegó, sin embargo, un punto en que las relaciones cariñosísimas entre ella y su padre y tío empezaron á quebrantarse, y aquí la sensibilidad de la infelíz muchacha se sobrepuso á todo. Perder el amor de ellos era desgracia irreparable, y resolvió echar en olvido sus errores, ya que no podía estirparlos. Al día siguiente, cuando D. Angel la amonestaba delante de su padre, dijo: —¡Ay! ¿Quién puede resistir á la autoridad y á la bondad de usted? Me declaro conquistada. Creo todo lo que la Santa Madre Iglesia me manda creer. Sometióse, sí; pero, allá en el fondo de su espíritu, las proposiciones latitudinarias, aquello que mil veces llamó pestífero la autoridad visible, continuaban vivas en su mente, como raíz que de un año para otro guarda el germen de nueva flor. Gloria hizo lo que hacen las nueve décimas partes de los católicos, es decir, guardarse sus heterodoxias para no lastimar á los viejos. De aquí resultó que era, como la muchedumbre, creyente para los demás y _latitudinaria_ para sí. Don Juan de Lantigua volvió entonces con nuevo ardor á sus trabajos, y el prelado tornó lentamente á la paz de su espíritu, satisfecho en extremo de haber salvado de espantosa catástrofe la hermosísima alma de su sobrina. El amor que sentía por Gloria no disminuyó con los desvaríos de ella, antes se mezclaba de cierta compasión cariñosa. Aquel varón insigne, que todo quería resolverlo con su bondad angelical, dejábalo todo, no obstante, sin resolución; ejemplo que muy á menudo se repite en el mundo. Quiso convertir un hereje, y su santo empeño no dió fruto. Intentó también desviar el noble espíritu de Gloria de un vulgar error, y su victoria no fué más que aparente. La bondad, la buena voluntad del prelado derramaban su luz; pero la herejía y el error iban sin inmutarse derechos á realizar el fin que una ley inflexible les había marcado. Cuando los hechos toman una dirección determinada, es inútil querer desviarlos de ella. Así, en esta ocasión, nos hallamos con que á pesar de la aparente serenidad que han tomado las cosas, la tempestad está sólo contenida, mas no aplacada, y la corriente oculta bajo el hielo saldrá fuera y marchará por donde tenía trazado su camino. Ved de qué singular manera se anudan los sucesos, cómo los pequeños incidentes traen los grandes y de qué suerte se establece la natural consecuencia y la lógica de las cosas. El conflicto de Ficóbriga no estaba más que suspendido; había tomado un respiro para estallar con más fuerza, al modo que el colérico detiene la voz y el brazo antes de descargar el golpe. Aquella pausa enteramente ilusoria era, bien puede decirse así, como el intervalo aparente entre el relámpago y el trueno (á causa de la diversa rapidéz del sonido y la luz), siendo en realidad simultáneos. Hemos visto ya el relámpago. Pues irremisiblemente sonará el trueno. Dijimos que los acontecimientos traían marcado su curso fatal. ¿Llamaremos á esto fatalidad ó lógica? Ello es difícil de decidir. Corría, pues, la lógica sin que la bondad de los buenos ni la perversidad de los perversos pudieran detenerla. XXXII Los cazadores de votos. Llegó la víspera de Santiago, y no eran las nueve de la mañana cuando oyóse gran vocerío en la casa de Lantigua. Echóse fuera de su despacho D. Juan, creyendo que había estallado un motín en su vivienda; mas se tranquilizó viendo que toda aquella algazara la hacía D. Silvestre Romero. —¡Ganamos las elecciones! ¡Ganamos las elecciones! Aquella vigorosa y sensual cara de emperador romano despedía fulgores de triunfo y alegría. Juntamente con Romero venía su amigo Rafael del Horro, candidato triunfante, á quien también le rebosaba el júbilo por los ojos. No les había abrazado aún D. Juan, cuando empezaron á contarle los graciosísimos lances de la lucha, que salpimentados con mil donosas ocurrencias del cura, hacían morir de risa. —Si no fuera porque es caro, inmoral y pernicioso—decía del Horro desprendiéndose de su abrigo de viaje,—esto que llaman _juego parlamentario_ debiera conservarse. A poco llegó el doctor Sedeño, que venía de oir misa, y allí fueron las congratulaciones y los plácemes. En un punto Sedeño les enteró de cuanto había eruptado la prensa periódica durante la larga ausencia de los dos amigos, y ellos hicieron un pasmoso recuento de votos y relación de varias protestas, palos, cohechos, bofetadas, etc... Don Angel no tardó en presentarse. —Mucho tiempo ha estado usted ausente de sus ovejas, distraído pastor—dijo bondadosamente al cura. —También se cuida el ganado, Ilustrísimo Señor, persiguiendo á los lobos ó trabajando por confundir á esos pícaros ladrones de ovejas. —También, también—dijo el obispo.—Si no riño... Pero á nosotros no nos han hecho cazadores, sino pastores. Pase por una vez... ya sé que es preciso, absolutamente preciso. En tales apreturas nos vemos los pastores que, mal de nuestro grado, hemos de coger la honda. —Y el palo y el cuchillo y cuanto hay que coger. ¡Ó ellos ó nosotros!—vociferó D. Silvestre. —Justo es—dijo D. Juan mirando á su hermano,—que tomemos las mismas armas que ellos usan contra nosotros. Si sólo se tratara de nuestras vidas, moriríamos; pero la Iglesia está en nuestras manos y no podemos abandonarla. El abogado, el seglar, se expresaba así, con el tono de la autoridad irrecusable, mientras el sacerdote, el pastor callaba, aceptando su papel de pasiva bondad. El uno tenía la idea, el otro el prestigio exterior; el uno la iniciativa, el otro las bendiciones. Durante largo rato, el despacho de D. Juan fué un hervidero de planes, de noticias, de amenazas, de religiosidades mezcladas con mundanos ímpetus. Al fin, D. Angel y Rafael pasaron á la sala, donde Gloria recibió á éste. El distinguido joven se empeñó con cierta fatuidad en llevar la conversación al punto para él interesantísimo de su reciente triunfo; pero Gloria, que derramaba su resplandor en las cumbres del espíritu, estaba demasiado alta para deslumbrarse con la débil luz de un fósforo. Oyéndoles, D. Angel sentía en su alma profunda pena, sabedor, como era, de dos sucesos igualmente deplorables: el desaire que había hecho la pícara á las gracias y perfecciones del soldado de Cristo, y su detestable afecto á un extranjero impío; pero respetando los designios de Dios, bajaba sus párpados orando para sí, y enlazaba los dedos de ambas manos; rozando una con otra la yema de los pulgares. —Dios lo ha dispuesto así—pensó. Romero bajó también á saludar á la señorita de la casa. —Una queja tengo de usted, señor cura—le dijo Gloria, después que le oyó alabarse de sus recientes hazañas. —¿Cuál, querida niña? ¿Una queja de mí? —Que mandara usted arrojar de la sacristía al pobre Caifás. ¿No es un dolor...? —¡Ah, tunante, borracho! Pero no debe quejarse; pues según me han dicho, está hecho un potentado. —¡Ah, sí!...—murmuró Gloria turbándose. —Al entrar en Ficóbriga, supe que Mundideo ha pagado todas sus deudas y desempeñado toda su ropa... Vamos, que está rico. —Mi sobrina y yo—dijo Su Ilustrísima sonriendo,—le dimos algún socorro, pero no era para tanto. Si no se ha repetido el milagro de la multiplicación de los panes... —Para milagros estamos—añadió el cura.—Aquí no ha habido sino latrocinio. ¡Oh! es mucho pájaro aquel Caifás. —¡Señor cura, por Dios!—exclamó Gloria con indignación. —Qué, ¿me equivoco? ¿Pues de dónde saca Caifás tanto dinero? —Se lo habrá dado alguien. —¡Oh, sí!... eso dice él. ¿Pues no tiene la poca vergüenza de decir que Daniel Morton se lo dió? —Y será verdad. —Yo no lo creo. D. Juan Amarillo, que entiende mucho de estas cosas, me ha dicho que está alarmadísimo... Ha contado su dinero; está seguro de que no le falta nada... sin embargo, no puede desechar cierto recelo... —Sí—dijo D. Juan, que á la sazón entró.—En todo Ficóbriga no se habla más que de las riquezas de Caifás. Parece que me está componiendo la casa. Vamos, yo no salgo mal. —Mi opinión—afirmó el cura,—es que no debe levantarse mano hasta averiguar lo que hay en esto. Ya el Juzgado está decidido á intervenir. —¿Por qué? es una iniquidad—afirmó Gloria con ardor.—Esto no debe consentirse... y no lo consentiremos. —Ya está mi hija en su elemento—repuso Lantigua,—es decir, ocupándose excesivamente y con gran furor de una frívola cosa, que nada le interesa. —Me ocupo de salvar de la calumnia á un inocente. —¿Y cómo sabes tú que es inocente? Vamos á ver... Lo mejor es no hacerte caso y dejarte con tu tema... Con que, señores, vámonos á comer. Hoy es día de alegría. El cura les detuvo antes de pasar al comedor, y solemnemente habló así: —Señores, señores... —¿Tenemos discurso?—preguntó D. Juan viendo que, después del vocativo, el buen párroco alzaba el brazo derecho en la actitud más ciceroniana. —Señores: espero que mañana todos los presentes, empezando por Su Ilustrísima el reverendo obispo de *** y acabando por nuestro insigne y valeroso diputado Sr. del Horro, me honrarán aceptando mi mesa y una hidalga reunión en mi finca del Soto de Briján. De esta manera sencilla, y por medio de una frugal comida, pienso que celebremos nuestra victoria, sin ruído, sin mundano estrépito, sin pompa, sin jactancia, como se reunían los primitivos cristianos en aquellos piadosos banquetes... Don Juan vió que el cura iba tomando un tonillo de sermón harto enojoso en hora de grande apetito, y dijo así: —Aceptado, aceptado. Mas por ahora, vamos á lo que está más cerca. A la mesa, señores. Bien pronto estuvieron todos reunidos en la mesa de D. Juan, que era suculenta á pesar de ser de vigilia por marcar el Almanaque el 24 de Julio. —¿Con que aceptan ustedes?—preguntó Romero. —¡Comilonas!—dijo Su Ilustrísima.—Por mi parte, doy las gracias al señor cura. —Si Usía Ilustrísima no gusta de este festejo—dijo Romero con sumisión,—renunciamos á él. —No, hijos míos, ¿por qué? Celébrese el banquete, que ya supongo ha de ser frugal y decoroso. Pero no asistiré; primero, porque no gusto de festines; segundo, porque celebran ustedes con él un acto político, y yo huyo de los actos políticos. —Siento en el alma que Su Ilustrísima no nos acompañe—dijo el cura.—¿Acaso vamos á celebrar una orgía? El salmista ha dicho: «Banqueteen los justos.» _Et justi epulentur._ —_Et justi epulentur et exultent in conspectu Dei_—añadió vivamente el prelado.—«Y regocíjense en la presencia de Dios.» No violentemos los sagrados textos, señor cura, ni sostengamos que el inspirado David nos recomienda la glotonería. —¡Oh! Ilustrísimo Señor—exclamó el párroco,—lo que Usía diga esa será mi ley. —Pues digo que celebren ustedes su banquete profano; pero que no me inviten á él, porque no voy. Por lo tanto, luégo que hayan ustedes comido, alargaré mi paseo hasta allá. No es muy lejos. —No hay más que bajar á la ría, pasar el puente de Judas, subir los prados de D. Juan Amarillo, y en seguida se llega al Soto. —Ya, ya sé el camino. Entró un criado con una carta para don Juan. Este la abrió, y después de recorrerla con la vista, dijo: —Es de Daniel Morton. Me escribe anunciando que se embarca mañana por la mañana, y se despide de todos. Don Angel miró con disimulo á su sobrina. Fuerte, animosa, heróica, Gloria recibió el golpe sin dar á conocer las grandes sacudidas de su alma angustiada. Sólo D. Angel, sabedor del caso, creyó distinguir una extraña neblina en el rostro de la joven. D. Juan la miró también. Quizás se hubiera entablado conversación sobre Daniel Morton; pero entró el Sr. de Amarillo, y que quieras que no, tuvo que sentarse á la mesa y tomar un bocado, aunque con prisa, porque el juez le estaba esperando para ver qué resolución se tomaba en el negocio de Caifás. D. Juan de Lantigua, á quien consultó, dijo de este modo su opinión: —No veo razón alguna para molestar á Mundideo, mientras que no se le pruebe que ese dinero ha sido mal adquirido. —Es que se le probará. —¿Le falta á usted algo en su caja? —No, señor; pero el dinero no sale de la tierra como la hierba. Caifás ha robado á alguien. Propongo que todos los vecinos de Ficóbriga recuenten sus fondos, y mientras tanto que José Mundideo sea puesto á la sombra. —Pero la ley... —¿Qué ley, ni ley?... —Sr. D. Juan—dijo el cura,—¿quiere usted venir á comer mañana á mi casa del Soto? —Ya sé que han ganado ustedes las elecciones. ¡Bien por el ejército de Cristo!—exclamó Amarillo con entusiasmo. Y levantándose al instante con una copa de vino en la mano, añadió: —Propongo un bríndis, señores. Brindo por Su Ilustrísima D. Angel de Lantigua, el glorioso hijo de Ficóbriga, el apóstol más ferviente del apostolado español, el modelo de virtudes, de quien todos debemos tomar ejemplo, el varón piadoso, el justo... —Por Dios, por Dios—dijo Su Ilustrísima tapándose los oídos y todo confundido y turbado.—Basta de incienso, D. Juan, basta, basta. El mejor bríndis que usted puede dirigirme y el único que le agradeceré, es no molestar al pobre Caifás. Todos los presentes besaron el anillo al prelado, y cuando éste se retiró, tomaron café. XXXIII Agape. El día de Santiago había feria en Ficóbriga, es decir, venta de ganado en la pradera, un novillo corrido en la plaza, diversos puestos de frutas y pastas, vino y licores, algo de teatros, bailes del país, y por la noche gran función de fuegos artificiales. Pero el principal festejo del día debía de ser el banquete con que D. Silvestre Romero, espléndido en todas sus cosas, obsequiaba á sus amigos en el Soto de Briján. Desde muy temprano, innumerables servidores no daban paz á las manos ni á los piés, apercibiéndolo todo con arreglo á las instrucciones del buen párroco, tan perito en estas materias. Llegaban las provisiones en repletos carros del país, cuyas ruedas sin engrasar gemían al subir la cuesta en cuyo alto término estaba la finca. Era admirable la diligencia que ponía en tan grande faena la señora Saturnina, á quien podremos llamar archiama, por ser como gobernante de las dos ó tres amas y demás servidumbre del opulento cura. Puede decirse que la excelente mujer no durmió en la noche del 24, porque toda ella se la pasó de claro en claro, ora batiendo huevos, que por centenares fueron vaciados en un desaforado artesón; ora desplumando aves, que al anochecer perecieron en horrorosa hecatombe. Pero la gran bataola fué por la mañana, cuando, encendida la cocina, dió principio el fuego á su gran obra, y las cacerolas empezaron á murmurar, y el humo y los espesos vapores olorosos, llenando parte de la casa, salían al campo como nuncios benditos de la gran hartazga que se preparaba. Doña Saturnina y cuantas le ayudaban no tenían manos para tomar quién los papelillos de las especias, quién la nuez moscada ó el limón ó la canela; y espumando guisados, ó albardando fritos, ó batiendo ensaladas, ó templando sopas, parecían traer en sus manos el sustento de un ejército. A hora conveniente, dos jayanes pusieron sobre la mesa del comedor un mediano monte de pan, mientras no lejos de allí se preparaban la vajilla y la mantelería. Cestas ventrudas parían dulces á montones, obra de hábiles monjas; y de un barrigudísimo tonel iban sacando el rico vino añejo de Rioja, el cual, después de hacer buches y remolinos en un embudo de latón amoratado por el uso, se colaba dentro de las botellas, sonándolas como bocinas. Doña Saturnina no olvidaba ninguna de las operaciones, poniendo sus ojos en todo para que nada se retrasase, y hasta dispuso ella misma los ramos de flores que se habían de colocar en la mesa, los palillos, el aguamanil y otras menudencias y accesorios de una buena comida. Medio día era por filo cuando los convidados salieron de Ficóbriga, con un sol que aun en aquellas frescas tierras abrasaba. Delante venían en el coche de Lantigua, D. Juan, el cura y Rafael. Seguían luégo en otro coche D. Juan Amarillo con el teniente cura y dos beneficiados de las cercanías, y después, en un _breck_, los demás convidados, que eran amigos venidos para tal solemnidad de la capital de la provincia. Total: once bocas. Sentados los comensales, bendijo D. Silvestre la comida, y comenzó el _stridor dentum_. Había tenido doña Saturnina la felíz idea de poner la mesa fuera de la casa, en medio de la frondosa huerta, y á la sombra de dos ó tres álamos, que con sus ramas la cubrían toda, dejando tan sólo penetrar algunos rayos de sol que caían aquí y acullá, como si hubieran sido salpimentados con luz los manteles. Aquí brillaba un melocotón, allí el cuello de una botella, más allá un salero, más lejos la calva de D. Juan Amarillo. En cuanto á la parte principal del banquete, que era la comida, todos los elogios que de ella se hagan serán pálidos ante la realidad de su abundancia y el exquisito sabor de toda ella, si bien era más rica que fina, algo á la pata la llana, demasiado suculenta, comida española de esa que más parece hecha para atarugar rústicos cuerpos que para deleitar delicados paladares. Viérais allí la sopa de arróz calduda, que bastaba por sí sola á dejar ahito al más hambriento, y después los pollos con tomate, precediendo á las magras, también entomatadas, para hacer lugar á los finísimos pescados cantábricos en picantes escabeches ó nadando en ricas salsas. Entre ellos venían las bermejas langostas, mostrando la carne como nieve dentro de la destrozada armadura roja, y los sabrosos percebes, como patas de cabra; y luégo volvía el imperio de la carne representado en piezas adobadas del animal que mira al suelo, siguiendo á esto chuletas con forro de fritura y otras viandas riquísimas y olorosas, acompañadas por delante y por detrás de aceitunas, pepinillos, rajas de queso flamenco ó del país, anchoas y demás aperitivos, sin que faltaran unos calabacines rellenos, en los cuales no se sabía qué admirar más, si el especioso sabor del alma ó la dulzura del cuerpo, y también gran copia de colorados pimientos, que como llamas de fuego iban de boca en boca. ¿Y qué diremos de los vinos, algunos de ellos de las mejores estirpes andaluzas? ¿qué de los dulces y platos de leche, que bastarían para hartar á todos los golosos de la cristiandad? Por último, el generoso olor del tabaco habano se dejó sentir, y una azulada nube flotó sobre la mesa, envolviendo el grupo de convidados en sensual atmósfera. El anfitrión D. Silvestre Romero (la moda nos obliga á darle aquel nombre) había comido bien; D. Juan no había hecho más que probar los platos, Rafael del Horro estuvo muy parco y D. Juan Amarillo devoraba. Los demás no desairaron á D. Silvestre. Este se desvivía porque todos comieran mucho, y no tenía consuelo al ver que no se atracaban como él, y á cada instante les excitaba echándoles en cara su desgana y presentándoles los platos para que repitiesen. Fué digno de notarse un incidente de la comida, por la semejanza que ofrecía con casi todos los banquetes políticos que se celebran en Madrid. Rafael del Horro propuso que el ramillete puesto en el centro de la mesa se enviase á la señorita de Lantigua. Cuando fumaban, D. Silvestre creyó que debía tomar la palabra, y lo peor fué que la tomó. —Queridos hermanos y amigos míos—dijo:—nos ha reunido aquí la celebración de un triunfo. Porque ha sido un triunfo grande, inmenso, que nos ha de conducir á una victoria aún mayor, á la victoria de la verdad sobre el error, de la virtud sobre el vicio, de Dios sobre Satanás. —Muy bien—repuso D. Juan Amarillo abriendo los diminutos ojos que había cerrado poco después de la última copa. —Hemos combatido como buenos—añadió el cura, que gustaba de emplear, hasta en los sermones, símiles guerreros,—y seguiremos combatiendo. En los libros santos se ha dicho: «Y tú Jehová, Dios de los ejércitos, no hayas misericordia de los que se rebelan con iniquidad... Acábalos con furor, acábalos y no sean; y sepan que Dios domina en Jacob hasta los confines de la tierra.» Y en otro pasaje: «Fuego irá delante de él y abrasará en redor sus enemigos.» Nuestra obligación es, pues, combatir, ya que las cosas han llegado al extremo de tener que emplear sus infames armas. ¡Oh! señores, si yo tuviera la elocuencia y la erudición de mi ilustre amigo el gran católico D. Juan de Lantigua, os diría á qué extremos llegan la impiedad y osadía de los revolucionarios, y el aprieto en que quieren poner á los hombres religiosos y píos; si yo tuviera, repito... Don Silvestre se atragantó ligeramente. Todos le oían con serenidad; en los labios de D. Juan vagaba una sonrisilla que parecía decir: —Más vale que te calles, pedazo de alcornoque. —Pero, en fin, no las tengo—añadió el cura atleta,—no tengo ni esa erudición pasmosa, ni esa elocuencia arrebatadora; y así es bien que le ceda la palabra... —¡Oh! si el Sr. D. Juan nos concediera oir su palabra...—dijo Amarillo cabeceando. Lantigua se puso la mano en el pecho y tosió. —Señores, no puedo—dijo con humildad.—Rafael, hable usted, que lo hará mejor que yo. Del Horro se excusó con frases de modestia; pero al fin, no pudiendo resistir á la sugestión de todos los convidados, que á un tiempo le apretaban para que hablase, se levantó, limpió las gafas, se las puso, y arqueando las cejas, habló de este modo: —Señores, ninguna voz más desautorizada que la mía para dirigiros la palabra. Joven, sin experiencia, sin conocimientos, me falta autoridad. Válganme por las prendas de que carezco, mi acendrada fe, mi sincero amor al catolicismo, los esfuerzos que he hecho en mi limitada esfera para conseguir el triunfo práctico de la Iglesia, de esa amorosísima madre nuestra, por quien vivimos, por quien alentamos, por quien respiramos. Dios ha querido que el más indigno de sus soldados, el más pequeño de sus servidores alcance hoy un triunfo material en las contiendas que han establecido los inícuos. El me dé fortaleza para defenderle, El dé fuerza á mi labio, energía á mi corazón, vigor á mi espíritu. _Estote ergo fortes in bello._ «Sed fuertes en la guerra.» »Inmensa, asquerosa, pestilente lepra cubre el cuerpo social. El llamado _espíritu moderno_, dragón de cien deformes cabezas, lucha por derribar el estandarte de la cruz. ¿Lo permitiremos? De ninguna manera. ¿Qué valen algunos centenares de inícuos depravados contra la mayoría de una Nación católica? Porque no sólo somos los mejores, sino que somos los más. Alcemos en esta Cruzada el glorioso estandarte, y digamos: «Atrás, impíos, malvados sectarios de Satanás, que contra el reino de Nuestro Señor Jesucristo no prevalecerán las puertas del Infierno.» Y luégo, volviendo mi humilde rostro hacia el Oriente, distingo una venerable y hermosa figura. Al verla llénase mi corazón de intensísima congoja y las lágrimas acuden á mis ojos, considerando el aflictivo estado en que los perversos tienen al que es antorcha esplendorosísima que ilumina el mundo. Lleno de admiración y respeto, exclamo: «Grande eres, ¡oh Pedro! no sólo por tus bondades, sino por tus martirios. También de tí se puede decir que rasgaron tus vestiduras y sobre ellas echaron suertes. ¡Ay de los impíos que después de despojarte te han encarcelado! Ya les arreglarán los demonios en el Infierno. En tanto, ¡oh Pastor Santo! yo te saludo con lágrimas en los ojos, yo canto un _hosanna_ amorosísimo en tu presencia, y te pido la bendición para que se redoblen mis fuerzas, se enardezca mi espíritu y no desmaye en la gran contienda que se prepara.» Terminado el discurso del valeroso joven, recibió apretados abrazos de todos los concurrentes, y entonces D. Juan de Lantigua, sin dejar su asiento, y con gran atención y religioso silencio de todos, dijo lo siguiente: —¿Me atreveré, queridos amigos y hermanos míos, á haceros presente que para esta lucha á que la impiedad y malvada desvergüenza de los revolucionarios nos llama, no bastan, no, la finura y temple de las armas, ni el denuedo de los brazos varoniles? La mejor arma es la oración y el más terrible baluarte las virtudes y el buen ejemplo. Seamos buenos, píos, caritativos, fervientes católicos, y tendremos asegurada la mitad del triunfo. Tengo el sentimiento de declarar, porque así lo reconozco, que el espíritu religioso está muy enflaquecido entre nosotros. Se habla mucho de batallar y poco del amor de Dios. _Inter vos dormiunt multi_, «entre vosotros duermen muchos.» Es preciso que todos despierten, porque la tempestad está encima; es preciso que despierte, no sólo la carne, sino el espíritu. ¿No habéis conocido que entre nosotros cunde desparramada la herejía? ¿No véis que hasta los más fuertes han caído? ¿No véis que el racionalismo y el ateísmo han robado muchas almas al seno de Dios? ¿No véis que disminuye cada día el número de los fervorosos católicos y aumenta el de los indiferentes? Hé aquí un mal demasiado grave para conjurarlo fácilmente. Yo os digo: no sólo es preciso batallar, sino predicar; no sólo ha llegado la hora de la pelea, sino del ejemplo santo. Abnegación, paciencia, martirio. Hé aquí tres palabras mágicas que superan en eficacia á los más cortantes aceros. —Muy bien, muy bien. ¡Viva el Sr. Lantigua!—exclamó D. Juan Amarillo sin poderse contener. —Aborrezco las exclamaciones y detesto las apoteosis de hombres. No se debe enaltecer más que á Dios; no se debe glorificar sino á Aquel que _era_, como dice David, _antes que nacieran los montes y desde el siglo y hasta el siglo_. Continuando, pues, mis observaciones, diré que los males que he indicado y esta general corrupción y ponzoña provienen de los maleficios extranjeros que han dañado nuestro cuerpo. Gozaba España desde edades remotas el inestimable beneficio de poseer la única fe verdadera, sin mezcla de otra creencia alguna ni de sectas bastardas. Pero los tiempos y la maldad de los hombres han traído un poder civil que, por obedecer á los malvados de fuera, ha dejado sin amparo á la Iglesia, cuando el deber de la potestad civil, como dijo San Félix, es _dejar á la Iglesia católica que haga uso de sus leyes, no permitiendo que nadie se oponga á su libertad_. »¿Qué sucede, pues? Que el error ha fundado mil cátedras en nuestro suelo. Espantáos, católicos: según los enemigos de Dios, la preciosísima unidad de nuestra fe es un mal, y para remediarlo, piden que se abra la puerta á los cultos idólatras, á los errores de la Reforma, á los desvaríos del racionalismo, semejantes á despropósitos de hombres borrachos. Ved aquí por qué corren las más asquerosas doctrinas, como arroyos de inmundicia, cuando, desatadas las cataratas del cielo, rompen las aguas el dique de los muladares, y el fango de los campos es arrastrado entre materias putrefactas y miserables cuerpos muertos. »No, y mil veces no. O España dejará de ser España, ó su suelo se ha de limpiar de esta podredumbre, y en su claro cielo volverá á brillar único y esplendoroso el sol de la fe católica. Yo de mí sé decir que esta idea puede en mi espíritu más que todas las ideas, más que todas las afecciones, más que la vida y que cuanto existe. Por ver realizada esta idea y extirpado el cáncer que empieza á devorarnos, diera mil veces cuanto poseo, la paz de mi familia, mi familia misma, mi persona miserable. Tengo el ardor de los verdaderos creyentes, señores, y mi fe no está en los labios, sino en lo profundo del alma. »Si no lucháis por tan grandioso fin, más vale que no luchéis; si no trabajáis con todas las fuerzas del espíritu, con la oración, con el ejemplo, con la caridad, más vale que os arrinconéis, cual mujeres, dejando á otra generación más varonil la santa empresa.» No dijo más porque estaba fatigado, y en verdad había dicho bastante. Todas sus palabras fueron de oro, según la expresión de don Juan Amarillo. Las felicitaciones no podían ser más delirantes. Reinaba gran entusiasmo en la reunión, y quizás, quizás se hubiera atrevido á tomar la palabra el cura, si Rafael, mirando al camino, no viese á Su Ilustrísima D. Angel de Lantigua, que lentamente se acercaba. Entonces dijo con lengua y expresión místicas: —Hé aquí que se acerca el que viene en nombre del Señor. Y todos salieron á recibirle. XXXIV En el puente de Judas. Mientras una docena de láicos arreglaban así, después de comer bien, los asuntos de la Iglesia católica, D. Angel de Lantigua, separándose de su sobrina, á quien dejó rezando en la Abadía, marchaba por el camino real en dirección al puente de Judas, con objeto de visitar á los comensales del Soto. Acompañábanle á un lado y otro su secretario y el paje, y seguíanle varios cojos, tullidos y toda la pobretería del camino, anhelantes de que les echase bendiciones, pues algunos las estimaban en más que las limosnas que recibían. El santo varón, con el alma gozosa como de costumbre, iba departiendo afablemente con sus dos adláteres, cuando al entrar en el puente de Judas (cuya fábrica de palo era en extremo frágil) notó que éste se estremecía bajo sus piés. Mas no tardó en hallar la razón de la sacudida, porque por la otra cabeza del puente acababa de entrar un hombre á caballo. Galopaba. —¡Eh! caballero—le gritó el guarda.—Está mandado que por aquí se vaya al paso. El ginete era Daniel Morton. Luégo que vió á Su Ilustrísima, observando al mismo tiempo la estrechura del puente, semejante en esto al que tienen los mahometanos para entrar en el paraíso, detúvose y echó pié á tierra. —¡Ah! ¡Sr. Morton!...—exclamó D. Angel con estupor, sintiendo que de improviso se desvanecía el gozo de su alma. Daniel besó el anillo con gran respeto, y descubriéndose, dijo: —¿No esperaba Su Ilustrísima verme otra vez en Ficóbriga? —No, seguramente. Ayer recibió mi hermano una carta en que usted le anunciaba su viaje. —Pues Dios no ha querido que me vaya hoy. —Cuidado: no hay que echar la culpa de todo á Dios—dijo el prelado gravemente.—Dios lo habrá permitido; pero no lo habrá querido. —Con perdón de Usía Ilustrísima—afirmó Morton,—pienso que lo ha querido. Yo estaba en el muelle de X... junto á mi equipaje, esperando el bote que me había de conducir á bordo del vapor, cuando sentí que una mano muy pesada me tocaba al hombro; volvíme y ví á Caifás, Sr. D. Angel, con el semblante más angustiado que puede imaginarse. —Ya, ya voy comprendiendo. —Caifás se puso de rodillas delante de mí y me dijo: «Señor, en Ficóbriga aseguran que he robado, en Ficóbriga dicen que el dinero que tengo no es mío. El juez me amenaza y todos piden que Caifás el feo, Caifás el malo, Caifás el idiota vaya á la cárcel. Yo, quebrantando mi palabra, he dicho que usted me sacó de la miseria; pero nadie cree al humilde, y D. Juan Amarillo, soberbio entre los soberbios, clama contra mí...» En resumen, señor obispo, he tenido que detener mi viaje para sacar á ese hombre de tan mal paso, pues si así no lo hiciera, la limosna que le dí y que nada vale en verdad, se trocaría en vilipendio suyo, sumergiéndolo en la miseria. —¡Buen pensamiento y excelente acción!—dijo el prelado seriamente.—Ella es tal, que se le puede permitir á usted el paso de este puente, que de otro modo le estaría vedado. Adelante, pues, y no se me detenga usted en Ficóbriga. Despidióle bondadosamente, aunque con sequedad, y Morton siguió su camino hacia Ficóbriga, mientras D. Angel no paraba en el del Soto; pero á cada diez pasos volvía la cabeza para ver qué dirección tomaba el hamburgués. Vióle marchar hacia la Cortiguera, donde vivía Caifás, y con esto Lantigua sintió calmarse la zozobra que empezó á alborotar su espíritu. Cuando el obispo estuvo cerca del Soto, toda la servidumbre y deudos del cura, con las amas á la cabeza y doña Saturnina al frente de éstas, á la manera de tambor mayor, salieron á recibirle y besarle el anillo, de lo que resultó no poca confusión. Y al mismo tiempo le aclamaban con gritos y decían: «Viva la gloria de Ficóbriga.» Hasta que el venerable no atravesó la portalada de la huerta, no cesaron las importunidades de la plebe. —Aún están aquí los restos del festín—dijo el prelado viendo la desordenada mesa.—Ha sido buena idea ponerla al aire, porque hace un calor sofocante. —Pues me parece que no pasará la tarde sin llover, señores—dijo el cura husmeando el horizonte.—¿No quiere Su Ilustrísima tomar el chocolate? Al punto trajeron los cangilones, y don Angel se sentó en un banquillo rústico. Rodeáronle todos, menos Sedeño y Rafael del Horro, que se apartaron para leer un suelto de periódico. —Sr. D. Silvestre—dijo el prelado cuando empezó á tomar chocolate.—¿Lloverá esta tarde? —Me temo que sí. Está la atmósfera muy cargada. Tendremos vendabal, y fuerte. Así se puso el tiempo el día que naufragó el _Plantagenet_. ¡Qué día, señores, qué día! —Fué tremendo—dijo Su Ilustrísima.—¿A quién creen ustedes que acabo de encontrar ahora al pasar el puente de Judas?... ¿No lo adivinan ustedes? Pues al mismo D. Daniel Morton en persona. —¿Iba á Ficóbriga?—preguntó con mucho interés D. Juan Amarillo. —Allá iba... Parece que él fué quien le dió á Caifás... —Quien no te conoce que te compre—dijo el usurero ficobrigense, guiñando el ojo.—No creo en tales limosnas, aunque ese extranjero debe de ser hombre muy adinerado... —Entonces bien podía hacer una limosna... —Precisamente lo que no creo es la limosna; lo que no creo es una generosidad de esa especie. Aquí no somos bobos, Sr. Morton; aquí en España no nos mamamos el dedo y sabemos conocer á los pillos. —Amigo D. Juan—manifestó Su Ilustrísima devolviendo el pocillo de chocolate,—Jesucristo dijo: «No juzguéis para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados...» Y variando de tono y de asunto, añadió: —Es una gloria esta huerta de D. Silvestre. Aquí todo prospera, y el trabajo y esmero del cultivo son frutos de bendición. ¡Ojalá sucediera lo mismo en toda nuestra España, y tras de cada siembra de sanos consejos y exhortaciones viniese una cosecha de buena conducta! ¡Qué manzanos, qué perales, qué melocotoneros! Don Silvestre vió llegado el momento de saborear uno de los más dulces placeres de su regalona vida, enseñar su huerta. Levantóse el prelado, y Romero fué delante mostrando las hermosas castas de perales alineados en espaldera los unos, sustentados otros por alambres gordos, y todos ellos frondosísimos y cuajados de peras. Las había bergamotas, duquesas, amantecadas, pardas de invierno y de otros muchos linajes exóticos. El cura hacía fijar la atención en los ramilletes de frutas verdes aún, y las tomaba en la mano para mostrarlas, diciendo:—¿Pero ven ustedes qué peras? En toda la provincia no hay nada que se les pueda comparar. Mientras esto sucedía, D. Juan Amarillo había llevado aparte á don Juan de Lantigua para hablarle de un negocio importante. —No nos alejemos mucho—le dijo el literato y jurisconsulto,—porque me parece que va á llover esta tarde. XXXV Los juicios de Dios, abismo grande. Morton detuvo su caballo en la Cortiguera y Sildo le dijo: —Padre vendrá en seguida. Ha ido á rezar á la Iglesia. No tardó en aparecer Caifás. —Aquí me tienes—le dijo Morton.—Llévame á donde quieras; pero despacha pronto, porque he de volverme á X... antes de anochecer. ¿Dónde está ese juez que no cree que los hombres tengan dinero si no es robándolo? —Si vuecencia me quisiera acompañar á casa del escribano D. Gil Barrabás, hermano de D. Bartolomé Barrabás, y firmarme un papel diciendo que me hace donación de los diez y ocho mil reales... —Anda delante y guía á casa de Barrabás. —¡Oh, señor, cómo podré pagarle á vuecencia tantas bondades!... —Que Sildo me tenga el caballo y lo cuide aquí mientras volvemos. Esto no durará mucho. Media hora después Morton volvió con Caifás á la Cortiguera; pero uno y otro miraron á todos lados. ¡Oh sorpresa de las sorpresas! Ni Sildo ni el caballo estaban allí. Y sucedió que Sildo, al tener las riendas del generoso animal, sintió en su alma un vivísimo impulso de caballero, es decir, que deseó montarle. En los doce años de su edad, el pobre chico no había oprimido los lomos de ningún caballo. —¡Si yo me montara en él—dijo,—y diera dos pasos de aquí á los Cinco Mandamientos, cómo se reirían mis hermanos! La vanidad se amparó de su alma. La serpiente dijo en su oído palabras tentadoras y Sildo oyó claramente: «Sube en el caballo del bien y del mal, y montarás como el Sr. Morton, y como él serás gallardo y hermoso.» Es difícil detenerse en la pendiente de los goces. Sildo fué de los Cinco Mandamientos á la ladera del Rebenque, y del Rebenque atravesó todo el prado de la Pesqueruela, y después un poco más allá y siempre más allá. Cuando quiso detener el caballo no pudo, y éste emprendió á correr, no pareciendo dispuesto á parar en media provincia. Celinina y Paco indicaron que Sildo había corrido hacia la Pesqueruela. Marcharon allá á toda prisa Morton y Caifás; pero no vieron nada. Bajaron á la playa por el pinar; mas el ginete no parecía por ninguna parte, y las noticias que adquirían de los transeuntes eran contradictorias. Desesperado estaba Daniel por aquel accidente, y más desde que le pareció ver en el cielo síntomas de mal tiempo. Caifás se encomendaba á todos los Santos y rezaba Padre-Nuestros á San Antonio. Por último, discurrieron buscar cada uno por un lado y reunirse en la Cortiguera. Separáronse, pues, en el pinar. Pero Morton, cansado al fin de buscar en vano su caballo, decidió volverse á pié. Por no atravesar el centro de Ficóbriga, dió un gran rodeo, pasando por detrás de la Abadía. Al llegar al callejón que da entrada por Oriente al atrio de ella, sintió gemir los viejos goznes de la puerta. Miró y vió salir á la señorita de Lantigua. En presencia de una visión sobrenatural, Daniel no hubiera experimentado tan vivo sacudimiento en todo su sér. El primer impulso fué correr tras ella; pero se contuvo y en uno de los huecos del carcomido muro se incrustó como estátua. Gloria tomaba el camino de su casa. Pasó como los pensamientos placenteros que al modo de relámpagos cruzan la mente en horas de tristeza. Morton la vió desaparecer en la revuelta de una calle é instintivamente salió de su escondite para correr tras ella. —¡Que esté condenado á no verla más!...—pensó.—¡Ni una vez siquiera!... La siguió á mucha distancia, deteniéndose cuando estaba demasiado cerca, adelantándose cuando se quedaba muy lejos. Por fin, cuando Gloria entró en el jardín de su casa, Morton dijo para sí: —Todo acabó. Ahora me marcharé. Pero antes de decidirse á partir estuvo media hora sentado sobre una piedra en cierta calleja que por un lado salía á la plazoleta, y por otro á las pendientes que bajaban al mar. Pesada y tibia gota de agua, cayendo sobre su mano, le sacó de su abstracción. Mirando al cielo, vió una nube amarilla con intensos cambiantes grises, y pudo observar el aire sofocante. Sopló formidable viento que hizo remolinos de polvo, y empezaron á caer gruesas gotas que manchaban el suelo con redondeles negros, como si llovieran piezas de dos cuartos. Buscando donde guarecerse, salió Daniel de la calleja, penetró en otra, y al fin pudo hallar una gran teja vana, bajo la cual se abrigó perfectamente. Entonces descargó una lluvia tremenda, espantosa, diluvio que parecía inundar la tierra y desleír á Ficóbriga. —Así llovía sobre el pobre _Plantagenet_ el día del naufragio—pensó Morton.—¡Pobre de mí! Las tempestades me trajeron y las tempestades me llevan. ¿Quién puede penetrar los designios del Señor? Después, mirando al cielo que se descuajaba en rayos y se vaciaba en chorros de agua, dijo así: —«Viéronte las aguas, ¡oh Dios! viéronte las aguas, y temieron y temblaron los abismos... Las nubes echaron inundaciones de agua, tronaron los cielos y discurrieron tus rayos... Anduvo en derredor el sonido de tus truenos, los relámpagos alumbraron el mundo, estremecióse y tembló la tierra... En la mar fué tu camino, y tus sendas en las muchas aguas, y tus pisadas no fueron conocidas[B].» [B] Salmo LXXXI, 17, 18, 19, 20. La tempestad acabó de obscurecer la tarde que ya tocaba á su fin. Morton miró á la casa de Lantigua, que frente á él estaba por el costado de Oeste, y vió luz en las habitaciones altas. —Ya están ahí todos los de la casa—pensó.—Gloria, con sus encantos que la igualan á los ángeles, alegra las horas de los dos ancianos... ¡Oh, Dios mío, qué felices son! Pasó algún tiempo más. Las calles eran ríos. Los tejados vaciaban agua, cual si sobre ellos se rompiesen las compuertas de un estanque; la lluvia azotaba con sus mil látigos las paredes; corría la gente despavorida. Por fin, después de media hora de diluvio, pareció que se había concluído el agua de los cielos. Adelgazaron los chorros. La nube de verano pasaba, y la Naturaleza tendía á serenarse con la rapidéz del que se ha encolerizado por broma. —Me parece que podré seguir—pensó Morton.—Pero ¡cómo habrán quedado esos caminos!... Está escrito que no naufrague yo una vez sola en Ficóbriga. Esto pensaba, cuando sintió gritos y voces en la plazoleta y también dentro del jardín de Lantigua. Mucha gente se reunía allí. Daniel acudió tranquilamente primero, y á toda prisa cuando sintió entre las distintas voces de alarma la voz de Gloria. —¿Qué ocurre?—preguntó al primero que encontró en la plazoleta. —Que con la mucha agua, el puente de Judas se ha roto, y la señorita Gloria está asustada porque el Sr. D. Juan y el señor obispo no han vuelto todavía del Soto. Morton halló abierta la puerta de la verja y entró. Lo primero que vieron sus ojos fué á Gloria, que atravesaba el jardín, envuelta en un mantón encarnado. En su cara y en sus pestañas brillaban algunas gotas de la escasa lluvia que aún caía. El frío y el espanto la hacían temblar, cubriendo de palidéz su hermoso rostro. —¡Daniel!—exclamó sobrecogida,—¿qué buscas aquí?... Y corrió hacia la casa. Morton la siguió. —¡Jesús crucificado!—añadió Gloria:—¿no sabes... no sabe usted lo que pasa? La lluvia ha destruído el puente de Judas. Mi padre y mi tío deben de haber salido ya del Soto... Yo no puedo vivir en esta incertidumbre... Corro allá. Volvió á salir. —Si no se puede pasar—dijo uno. —Se puede pasar—afirmó otro.—Francisquín, el del cura, acaba de venir del Soto. Hay un tramo medio roto; pero agarrándose bien, se puede pasar. —¿Decís que ha venido Francisquín?—preguntó Gloria con viva ansiedad. —Sí, señorita: ahí está con un recado del señor. —¡Francisquín, Francisquín!—gritó Gloria desde la verja. Un muchacho pequeño y colorado, húmedo todo desde la cabeza hasta los piés, como una deidad de los ríos, penetró en el jardín. —¿Y mi padre, y mi tío?—preguntó la señorita. —No tienen novedad; pero no pueden pasar para acá en coche, y á pié con mucho trabajo. La crecida es grande. —¿Te dieron algún recado para mí? —Sí, señorita; que esté usted sin cuidado, que todos los señores se quedarán en el Soto esta noche y vendrán mañana, subiendo hasta Villamojada para coger el puente de San Mateo, aunque yo creo que mejor se podrá pasar en lanchas. —¡Gracias á Dios!—dijo Gloria.—Ya estoy tranquila. Entonces fijó los ojos en Daniel Morton. Desvanecidos sus temores, su espíritu se ocupó por entero de aquella aparición. —Adiós—dijo el extranjero.—Puesto que de nada sirvo aquí... Gloria se detuvo un instante turbada y confusa. —Adiós—repitió.—¿No estabas ya en camino de Inglaterra? ¿Ha naufragado otra vez el vapor? ¡Jesús! ¡Vienes siempre con las tempestades!... ¿Por qué estás aquí?... ¿Cómo estás otra vez aquí?... Daniel, por Dios, ¿qué es esto? Curiosidad muy viva se marcó en su semblante, juntamente con claras señales del amor que la dominaba y que no se había extinguido. —Hazme el favor de darme la mano—dijo el extranjero. Los criados que estaban presentes se alejaron uno tras otro. —Pero yo quiero saber por qué estás aquí y no en camino de Inglaterra. No pensé verte más... ¿Por qué has vuelto?... Pero no quiero saberlo... no quiero saber nada. —Dios ha querido que te vea esta noche. Dame la mano. —Tómala, y adiós. Morton le besó ardientemente la mano. —Pero adiós de veras. —De veras—repitió Daniel. —¿Dónde está tu caballo?—dijo Gloria. —Lo he perdido... —¡Perdido! Entonces... —Me voy á pié. —¿Por dónde, si no hay puente? Morton pensó con profunda seriedad en aquella singular ruptura del puente. —Hay mucha distancia...—dijo la señorita sondeando con sus ojos el alma de su amigo. —Me quedaré en la posada de Ficóbriga. —Es verdad. Adiós. Morton parecía clavado en el suelo. —Adiós. ¿Pero te retiras ya? ¡Ay! ¡Esto es espantoso! ¡Esto es inícuo! Gloria estaba también clavada en el suelo. —Sí, es preciso...—dijo con voz dolorida.—Este encuentro inesperado parece una cosa infernal. Amigo, vete. —¡Me expulsas!... Eso sí que es infernal y horrible. Maldígame Dios si te obedezco—dijo Morton dando un paso hacia la casa. —Pues yo te echo de mi casa, porque es preciso, porque Dios lo quiere así—dijo Gloria, tratando en vano de echar tierra sobre su pasión. —¡Mentira! ¡mentira!—exclamó éste con febril ardor.—Tú no me amas, tú has hecho burla de mí, del pobre extranjero arrojado aquí por los mares y que quiere huir y no puede. —Tú no eres ya juicioso y bueno, como la última vez que nos vimos. Amigo, si me estimas, si me amas, vete. Te lo suplico. La pobre joven casi se ahogaba. —¡No verte más!... Si cuando huyo, Dios me trae otra vez aquí. ¡No verte más!... ¡Me arrancaré los ojos antes que obedecerte! —Se ve mejor con el pensamiento que con los ojos. Tú me aconsejaste que hiciéramos ambos un sacrificio, ¿por qué te opones ahora? —Porque mi Dios me impulsa hacia tí, y me dice: «Anda y tómala, que es tuya y lo será por los siglos de los siglos.» —¿Quién es tu Dios? —El tuyo. No hay más que uno. Gloria sintió que á borbotones manaba de su alma la sensibilidad. No pudo contenerla. —Morton, amigo de mi alma—dijo con pasión,—te suplico que te vayas. Vete, si quieres quedarte en mi corazón. —¡No quiero, no quiero! Lo dijo con tanta fuerza, que causaba miedo. Gloria sintió circular en derredor de sus sienes un remolino ardiente que cegaba las claras facultades de su espíritu, como el vértice de caliginosos vapores que obscurecen la luz del sol. —Amigo, si quieres que te quiera más que á mi vida—dijo medio trastornada,—vete, y déjame en paz... ¿No crees lo que te digo? Ausente, ausente es como te quiero más. —¡Falsedad, falsedad, falsedad! —¡Oh, qué pequeño eres!—exclamó la joven apelando desesperada á la razón.—Esto es indigno de tí. No eres como yo creía, Daniel. —Soy... como soy—murmuró Morton,—y no de otra manera. —Te aborreceré. —Aborréceme. Lo prefiero... es mil veces preferible. —Todos los lazos están rotos—agregó con viva agitación la señorita de Lantigua.—¿Por qué no huyes de mí? —Huí ya... pero el destino, Dios, ó no sé quién, me ha traído otra vez á tu lado. —¡Dios, Dios!—exclamó ella con desesperación. —No creo en la casualidad. —Yo creo en Satanás. Furioso viento se levantó entonces, como para secar la tierra inundada. Apenas se oyeron estas palabras de Morton. —¡Oh, por el Dios que hizo el Cielo y la tierra! Gloria, Gloria de mi vida, ven, huye conmigo, sígueme. —¡Jesús!—gritó la señorita de Lantigua horrorizada. —Tú no entiendes las misteriosas voces del destino, de Dios. El Cielo y la tierra, todo me está diciendo: «es tuya...» —Adiós, adiós—exclamó Gloria llevándose las manos á la cabeza, y huyendo hacia la casa. —Aguarda—dijo Daniel, corriendo tras ella. Gloria entró y quiso cerrar la puerta; pero Morton, impidiendo con enérgica mano su movimiento, entró también. XXXVI ¡Qué horrible tiempo! —¡Qué horrible tiempo!—refunfuñó Francisca.—¡Si parece que se va á acabar el mundo!... ¡Jesús! el viento ha apagado la luz de la escalera... ¡Cómo golpean las puertas! Roque, Roque. A la voz de la venerable criada, que avanzaba por el fondo del pasillo bajo, Roque apareció soñoliento. —Hombre, muévete—dijo Francisca andando casi á tientas hacia la escalera.—Jesús, María y José... ¡qué miedo! Si me parece que he visto una sombra, un bulto escurriéndose por la escalera arriba... —Usted ve visiones, señora Francisca. —Con verte á tí tengo bastante, mónstruo. —Cierra la puerta del jardín. Puesto que los señores no vienen... ¡Qué horrible ventisca! Vaya, que Santiago se porta. Después de la tormenta, fuelle. Si parece que los demonios levantan en peso la casa y se la llevan por los aires... Díme, zopenco, ¿has visto subir á la señorita? —Sí, señora, hace mucho rato. —¡Qué has de ver tú, si dormías! ¿Estará en el comedor? No, todo á obscuras... Anda, cierra la puerta, enciende el farolillo y vamos á registrar la casa. —¿A registrar? —Sí; no estoy tranquila. Me pareció que ví... ¡San Antonio bendito!... —Algún alma del otro mundo. —Ea, cierra, sube y calla. Callados subieron ambos después de cerrar. —¡Ah!—dijo la dueña al llegar al pasillo alto,—la señorita está ya encerrada en su cuarto. Veo claridad por la ventanilla alta. Y acercándose á la puerta del cuarto de Gloria, gritó: —Buenas noches, señorita. En seguida dieron un paseo por la casa, pero no hallaron á nadie. El viento seguía, daba vueltas alrededor de la casa, estrechándola en vorágine horrible, como si la arrancase de sus poderosos cimientos para llevársela en un vuelo. Creeríase que toda Ficóbriga, con su Abadía en medio y su torre como un mástil, corría llevada por el huracán, del mismo modo que corre un mísero barco sin timón. Los árboles del jardín flotaban cual desmelenadas cabelleras, sacudiéndose, y las rachas de lluvia rasguñaban los cristales como uñas. Cuando el viento calmaba su furia loca, seguía llorando en el techo con lastimero y penetrante gemido que se apagaba y avivaba, recorriendo toda la escala, cual un monólogo de aflicción, con imprecaciones y suspiros. Después volvía á soplar con rabia; las ramas, en su rozar vertiginoso, se azotaban unas á otras, y parecía que entre aquel torbellino difundido por la inmensidad de los cielos, se estaba oyendo el rumor de las destrozadas alas de un ángel que caía arrojado del Paraíso. XXXVII Al fin se supo. Gloria sintió frío en el cuerpo y en el alma. Volvía lentamente á la normalidad de su espíritu. Cuando dirigió la primer mirada á su conciencia, se horrorizó. Todo era negro y espantoso. Cuando trajo á la memoria su familia, su nombre, creyóse abandonada de Dios y de los hombres. —¡Daniel, Daniel! ¿Dónde estás?—exclamó cerrando los ojos y alargando la mano como si pidiera socorro. Morton la estrechó en sus brazos. —Aquí—dijo,—á tu lado, del cual no me separaré jamás. —¡Qué locuras dices! Debes huir; pero por Dios, no me dejes ahora. Yo muero. —Ahora—afirmó Daniel con energía,—nadie, nadie me arrancará de tu lado. —Mi padre...—murmuró ella. —No me importa. —Mi religión... El extranjero calló, hundiendo la cabeza sobre el pecho. —¡Daniel, Daniel!—clamó la joven llena de congoja.—¿Qué tienes? Morton no contestaba. Gloria puso su mano en la barba de él, tratando de obligarle á alzar la cabeza. —Has pronunciado la palabra terrible; ya no me acordaba de ella—murmuró el extranjero.—Has helado la sangre en mis venas, has hecho saltar mi corazón como si hubieras dado sobre él un latigazo. —¿Por qué te espantas así?—dijo la de Lantigua espantándose también.—Daniel, amigo de mi alma, no aumentes el abismo que nos separa; al contrario, tratemos de llenarlo. —¿Cómo? —Hagamos un esfuerzo: reunamos nuestras creencias en una sola; reconciliemos nuestras conciencias. ¿No han concordado ya en el pecado? Pues hagámoslas una en el bien, en la verdad. Daniel, examinemos bien lo que nos separa, y se verá que la distancia entre los dos no puede ser grande. —Ante el que hizo los cielos y la tierra, no; pero ante los hombres es inmensa... —¡Dios mío!—exclamó Gloria bañado el rostro en lágrimas.—¿No habrá para nosotros misericordia? —Querido amor mío, esposa—dijo Morton abrazándola con efusión;—ha llegado el momento de que todo sea verdad entre nosotros. —Y de que miremos cara á cara este problema cruel. —Sí, sí. —Nuestro remordimiento sale terrible y amenazador del fondo de nuestra alma—dijo Gloria,—y nos grita: «Ya estáis unidos para siempre.» —Para siempre—murmuró él. —La separación es imposible. —¡Imposible!... Pero la hora de la verdad ha llegado. —¡Oh! Daniel, Daniel—exclamó la de Lantigua, sintiendo en su alma violentísima irrupción de sentimiento religioso;—amigo de mi vida, compañero de mi alma, esposo mío, arrodillémonos delante de esa imagen de Nuestro Señor Jesucristo y hagamos voto solemne de disponer esta noche misma nuestra reconciliación religiosa, haciendo todos los sacrificios posibles, tanto tú como yo. Hijos somos ambos de Jesucristo: volvamos á El los ojos... Daniel, Daniel, ¿por qué huyes de mí? Gloria, arrodillándose delante de la imagen, tiró del brazo de Morton para que hiciera lo mismo. Daniel dejó caer la cabeza sobre el pecho. Nunca su rostro había estado más hermoso ni más patético. Pálido y grave, sus ojos azules se abatían con sombría tristeza, y vistas de perfil la elegante línea de su naríz y de su frente, y la graciosa barba puntiaguda, su semejanza con el semblante mortal del Salvador del mundo era perfecta. —¿Por qué no me miras?—preguntó Gloria llena de desconsuelo. —No puedo más—gritó Morton con súbito arranque.—Gloria, yo no soy cristiano. —¿Qué dices? ¡Daniel, por Dios y la Virgen! —Es preciso decírtelo al fin—añadió el extranjero con voz trémula,—y te lo diré. Gloria: yo no soy cristiano; soy judío. —¡Jesús! ¡Padre y Redentor mío! Estas palabras las pronunció Gloria con el espanto del que muere cosido á puñaladas, del que ve abrirse bajo sus piés la tierra y salir las llamas del Infierno. Diciéndolas, cayó sin sentido. Morton acudió en su auxilio; arrodillándose tomóla en brazos, procuró reanimarla con amorosas palabras; pero cuando ella abrió los ojos y pudo ver junto á sí el característico rostro semítico que tanto contribuyera al cautiverio de su corazón, le rechazó severamente, diciendo: —¡Impostor!... ¡Judas!... ¡me has engañado! —Te oculté mi religión—dijo Morton sombríamente.—Esa es mi culpa. —¿Por qué has ocultado tu religión?—dijo Gloria incorporándose con viveza. Sus negros ojos echaban llamas. —Por egoísmo, por temor á que no me amases—repuso Daniel con timidéz y sumisión.—Yo no mentí; no hice más que callar; pero reconozco que callar fué gran falta. —¡Infamia, infamia! No; es mentira...—dijo Gloria con desesperación.—Tú no puedes tener fe en esa doctrina. —¡Quizás más que tú en la tuya!—repuso Morton. —Mentira, mentira—exclamó la joven de rodillas en el suelo y retorciéndose los brazos.—Si fueses tú israelita, es imposible que yo te hubiese querido. ¡Ah! parece que la lengua se me quema al decir esa palabra... Si el nombre sólo de tu religión es una blasfemia... ¿Es posible, dí, que no creas en Jesucristo, que no le ames?... Si esto es verdad, ¡qué horrible engaño, qué vida tan espantosa, qué muerte de las muertes! ¡Creer yo en tí de este modo, amarte, adorarte, y cuando pensaba vivir unida á tí para siempre, descubrir, Dios mío, descubrirme tú mismo este horrendo secreto!... ¿Por qué no escribiste en la frente tu infame creencia? ¿Por qué cuando me viste correr hacia tí no me dijiste: «apártate, que estoy maldito de Dios y de los hombres?» —¡A qué delirio te lleva tu fanatismo!—dijo Daniel, contemplándola con expresión compasiva.—Acúsame por haberte ocultado la verdad; pero no injuries á mi desgraciada raza, ni participes de un odio vulgar, indigno de tí. —Si es verdad lo que me has dicho, ¿por qué no tuviste mala apariencia, como tienes mala religión? ¿Por qué no fueron horribles tus acciones, tus palabras y tu persona como lo es tu creencia? ¡Impostor, cien veces impostor! —Gloria, Gloria, amiga de mi vida, no hables así. Tus injurias me matan. —¿Por qué me has engañado, por qué consentiste que te quisiera, sabiendo que debíamos estar eternamente separados?—interrogó ella con el desvarío de quien va á perder la razón.—Díme, ¿por qué consentiste que te amara? —Porque te amaba yo. Es verdad que procedí mal; pero también conocí mi falta, y viendo venir imponente y amenazador el conflicto religioso, de mí partió la idea de separarnos y te lo propuse. Mi pensamiento no podía ser más honrado. —Sí; pero después volviste. —Volví—repuso Morton confuso como el criminal.—Es verdad; no sé quién me trajo. Todo se ordenó de modo que yo volviese. Me trajo una especie de ola infernal, ó quizá hálito divino. El hombre es juguete de las fuerzas de Dios, que gobiernan el mundo. —¡Dios! No tomes en tu boca ese nombre... Tú no eres tú; no puedo decir fijamente si te amo ó te aborrezco, y si cupiera esto en la mente humana, diría que al mismo tiempo te aborrezco y te amo. Ocultando el rostro entre las manos, rompió á llorar sin consuelo. —¡Y todo por un nombre, por una palabra! ¡Oh, qué iniquidad!—murmuró Morton con angustia.—Las palabras gobiernan al mundo, no las ideas. Díme, cuando me amaste, ¿por qué me amaste? —Te amé, porque me parecía que Dios te había puesto delante de mí; te amé por tu lenguaje, por tus acciones, por tu persona, por una dulce concordancia de tu alma con la mía... ¿qué sé yo por qué?... Pero no... tú me estás engañando ahora... tú no puedes ser lo que dijiste, Daniel, porque tú has practicado la caridad. —Nuestra ley nos dice: «Bienaventurado el que piensa en el pobre. En el día malo lo librará Jehová.» —Tú no puedes pertenecer á esa secta abominable—añadió Gloria asiéndose á su incredulidad como á un clavo ardiendo.—Aunque mil veces me lo jures, mil veces me negare á creerlo... Si lo eres, ¡qué horrible disimulo el tuyo! —He disimulado, sí. Esta es nuestra costumbre cuando viajamos por un país intolerante como el tuyo. Pero á tí debí decirte la verdad, lo conozco, lo confieso, declaro ante tí mi culpa, esperando perdón. —Esto no puede perdonarse, no, de ningún modo—dijo Gloria con airada resolución. —Tu Maestro—afirmó Morton,—te ha dicho: «Perdona á tus enemigos, ama á tu prójimo como á tí mismo.» ¿Es posible que tú participes del tradicional encono contra nosotros, y de esa vulgar antipatía con que apacienta su rudeza y sus malas pasiones la plebe cristiana? Gloria, por el que hizo el Cielo y la tierra, no puedo creer que degrades así tu preciosa inteligencia... —Dentro de Jesús lo admito todo; fuera de El nada. No llames preocupación al horror que me inspiras. —Horror que desaparece callando un nombre. ¿Por ventura esto no te dice nada? ¡Me amaste sin conocerme! Dí: ¿no parece esto una burla de tu misma fe? O yo estoy loco, ó esto es la voz de la humanidad que á gritos reclama sus derechos. —¡Ay! ¡Yo no sé lo que es esto!...—exclamó Gloria con arrebato.—¿Por qué siendo lo que eres, todo en tí es amable? Sin duda tu alma es buena, y se conserva pura en ese cieno donde has nacido. Un esfuerzo, amigo de mi alma, un esfuerzo y sacudirás de tí esa podredumbre. Tu espíritu está preparado para la redención: basta un movimiento ligero, una mirada dentro de tí mismo. Daniel, Daniel—añadió abrazándole con pasión,—por el amor que me tienes, por el que yo te tengo y que ahora ó se extinguirá para siempre ó se aumentará, te pido que seas cristiano... Daniel, Daniel, abandona tu falsa creencia y entra conmigo en el seno amoroso de Nuestro Señor Jesucristo. Morton la estrechó contra su pecho. Después, rechazándola suavemente, dijo con voz tétrica. —¡Abandonar yo la religión de mis padres!... ¡Jamás, jamás! Gloria, saltando lejos de él, le miró con espanto, como se mira una visión del infierno, más terrible cuanto más hermosa, más espantable cuanto más se viste de risueña forma. —¿Qué has dicho? —Que yo también tengo familia, padres, nombre, fama, y aunque sin patria común, nos la formamos en nuestros honrados hogares y en la santa ley en que nacemos y morimos. Desde mis remotos abuelos, que eran de Córdoba y fueron expulsados de España por una ley inícua, hasta el presente y en todas estas sucesivas generaciones de honrados israelitas que constituyen mi familia, ni uno solo ha abjurado la ley. —¡Ni uno solo!—dijo Gloria con amargo desconsuelo.—¿Y crees que gozan de Dios?... —Los que fueron buenos, como lo es mi padre, gozará de El por los siglos de los siglos—afirmó Daniel con el acento de una convicción profunda.—No, no llenaréis con nosotros vuestro horrible infierno cristiano. —Siempre me he resistido á creer en el infierno—dijo Gloria con el espanto pintado en sus ojos;—mas ahora se me figura que va á existir sólo para mí esa caverna llena de llamas. ¡Oh, qué horrible confusión en mis ideas! Si no hay infierno, para nosotros dos, para tí y para mí solos creará Dios uno, Daniel... Pero no, yo me salvaré y te salvaré. Merezco arder en el eterno fuego si no te salvo... Daniel, Daniel, abre tus ojos, ven á mí. —Del modo que tú quieres que vaya es imposible—afirmó el extranjero con sombría resolución. —Entonces... dí, ¿qué palabras hay para vituperarte?... ¿Cuál es mi suerte ahora?... Veo que en tu religión no hay conciencia. —Puedes leer en la mía como en un libro. —No hay la admirable virtud del arrepentimiento. —Si este es el dolor y la vergüenza que causa el pecado, yo puedo decir: «Señor, estoy encorvado, estoy humillado en gran manera... mi dolor está delante de mí contínuamente.» —No hay abnegación, no hay la confesión de los pecados. —Sí, porque yo digo: «Mis iniquidades han pasado mi cabeza: como carga pesada se han agravado sobre mí. Por tanto, denunciaré mi maldad, congojaréme con mi pecado.» —¿Dices que lea en tu conciencia?—repitió Gloria.—No, no puedo leer nada en ella. Todo lo veo obscuro como la noche, como mi infamia, como estas tinieblas en que he caído para siempre. Arrodíllate delante de ese Cristo, y creeré cuanto me digas. —No delante de ese profeta crucificado, en quien no creo, sino delante de tí, á quien adoro, me humillaré—dijo Morton arrodillándose y besando las manos de Gloria.—¡Que mi padre me maldiga y me arroje de mi casa si no te muestro ahora mi conciencia toda, tal como es, y si te oculto mínima parte de la verdad! Yo te ví, y desde que te ví te amé. Creí desde luégo que mi naufragio era providencial y que Dios te destinaba á ser mía. ¿Quién sabe sus designios? ¿Quién lee en su libro? Mi creencia en El es grande y fuerte; en todo le veo, y cuando falto á su ley, más terrible pero más claro se me aparece... Hice para tí un misterio de mi religión y procedí con egoísmo, porque conociendo el horror que inspiramos á los católicos, no quería destruir con una palabra la felicidad de que inundabas mi alma. Sabía que no me podías amar conociendo mi religión, y callé... Cuando quise hablar, ya no era tiempo, te quería demasiado, estaba cogido en las redes de un insensato amor; parece que mi vida toda dependía de tí en el alma y en el cuerpo, y descubrirme equivalía al suicidio... Entonces pensé en los medios para conseguir una unión perpétua contigo; pero el problema religioso me espantaba, me volvía loco, me aturdía más que los mil truenos del Sinaí y que todas las venganzas de Jehová... Al fin comprendí que no había solución. Nuestro amor era una contradicción horrible entre Dios y la Humanidad, un absurdo espantoso, la idea absoluta de la irreconciliación; y al entenderlo así, retrocedí y saqué fuerzas de mi espíritu para la separación que te aconsejé. Huímos el uno del otro, porque no teníamos más remedio que separarnos, como la noche y el día... Hasta aquí no es tan grande mi maldad. —Pero después... —Después... Yo no había pensado quebrantar mi resolución. Con el alma destrozada me disponía á abandonar para siempre este suelo, cuando los incidentes producidos por una obra de caridad, que carece de importancia y mérito, me obligaron á volver. Yo no sé cómo vine á tu casa; pero no creo en la fatalidad, y según mis ideas, nada pasa sin la voluntad expresa del que con sus dedos hizo el mundo y formó los astros y las almas. He sido juguete de misteriosas fuerzas. Dios me envió, sin duda, para probarme y conocer el temple de mi espíritu. Caí; no tuve rectitud; caí, como cayó David; he sido un malvado, ¿qué quieres? pero te amo, te amo, y esto me disculpa ante Dios y debe disculparme ante tí. Mi pasión ha sido más fuerte que yo... Confieso mi crimen... Yo no protesto. Pero quita de en medio la funesta disparidad de nuestras creencias, y verás cuán gran parte quitas á mi iniquidad. —¡Oh, no mezcles el nombre de Dios á esto... no lo mezcles! —Yo digo: «¡Tu justicia, como los montes; tus juicios, abismo grande, oh Jehová!...» Obra de Dios es este conflicto supremo. El amor vivísimo que á entrambos nos inflama obra suya es. Maldigamos... pero ¿á quién hemos de maldecir? A Dios no es posible; á nuestro amor tampoco... Maldigamos á las edades de quienes esto es obra perversa. —Maldice á tu raza que, sacrificando á Jesús, se imposibilitó en conjunto para la redención...—dijo Gloria con brío.—No creo en tu confesión, porque tu alma está á obscuras. Huye de mí. El mismo amor que te tengo, y que no puedo vencer, aumenta mi horror. —¡Oh, Gloria, Gloria!—exclamó lleno de dolor el hebreo,—no consientas en ser inferior á mí, porque yo aborrezco el catolicismo, y á tí te venero; porque sé distinguir entre tu falsa creencia, que desprecio, y tú misma, á quien pongo sobre todas las cosas de la tierra. Entre los ángeles de la luz has sido escogida. Me glorío en tí, y si fueras mi esposa, ninguna mujer existiría en la tierra, ni más venerada, ni más amada. —¡Yo tu esposa, tu esposa yo...! ¿qué dices?—gimió Gloria.—¡Yo también soñaba eso, Dios poderoso, y lo soñaba creyéndolo posible! ¡Cómo había de sospechar este horrible conflicto! Dios me ha desamparado, Dios me ha abandonado para siempre. —Si el tuyo te deja—dijo Morton corriendo hacia ella,—el mío te recoge. «¡Tus juicios, oh, Jehová, abismo grande!» —Déjame—gritó Gloria huyendo de él.—No me toques. Pero no pudo impedir que Morton la estrechara entre sus brazos. Trémula y sobrecogida, Gloria se arrodilló, y abrazándole los piés, gritó con voz dolorida: —¡Daniel, Daniel, mírame de rodillas ante tí; mírame deshonrada, perdida para Dios y para el mundo! Por el amor que te tengo, por el honor que perdí, por el respeto á Dios y el instinto del bien que hay en tu alma, te suplico que me saques de este infierno. Hazte cristiano; lava tu alma, y con tu alma mi deshonra. Has hecho una ruína espantosa; repárala. Quizá sea esto un aviso del cielo. Un gran pecado ha abierto á muchos los ojos... Conviértete, si me amas, sé cristiano, adora esa cruz, y verás cómo sientes sublimado tu espíritu, verás cuán pronto se llena del verdadero Dios. —Hagamos un pacto—dijo Morton levantándola del suelo. —¿Cuál? —Sígueme. —¿Yo... á dónde? —A mi casa... —¡Oh, tú has perdido el juicio! —Sígueme. —Pues bien—dijo Gloria con entusiasmo.—Recibe el agua del bautismo; cree en Jesucristo y te sigo, te seguiré abandonándolo todo, cualquiera que sea la voluntad de mi familia; te seguiré aceptando mi deshonra. ¿Puede darse mayor sacrificio? Pero ganar un alma para el reino de Jesucristo, bien lo merece. —Mi pacto es otro—prosiguió Morton con febril impaciencia.—Cada cual trata de convertir al otro á su religión. Si tú vences seré católico, si yo venzo serás judía. Gloria volvió el rostro con horror. —Eso no puede ser—declaró;—la idea de no ser cristiana me espanta más que la de la condenación eterna. —Y yo no puedo ser cristiano, no puedo. —Daniel—murmuró Gloria desfalleciendo de dolor,—¿por qué no me matas? Busca un arma. —Gloria, vida mía, ¿por qué no me matas tú á mí? Yo soy el que debe morir, tú no. El criminal he sido yo, no tú. —Ha llegado la ocasión de morir. Dios nos abandona. —No hay solución en la tierra—dijo Daniel sombríamente. —Ni en el cielo—añadió la joven con desesperación, dejando caer sus brazos sin aliento y cerrando los ojos, porque las fuerzas todas de su espíritu se habían agotado. Cayó de rodillas, y apoyando la frente en el lecho, oró en silencio. Morton, sentado en un sillón, se oprimía la abrasada frente entre las manos. De improviso los dos se estremecieron y se miraron, porque habían sentido pasos. XXXVIII Job. Dejamos al bueno de D. Silvestre mostrando lleno de orgullo las peras de su huerta, mientras D. Juan Amarillo se apoderaba, cual ave de rapiña, del Sr. de Lantigua, llevándole aparte para hablarle de un grave asunto. Digamos algo de este hombre, cuyo apellido es de los que más admirablemente se conforman con la persona. Pasaba Amarillo de los sesenta años, y era un hombre despacioso, metódico hasta lo sumo, muy casero, gran rezador de rosarios, blando en su conversación, atravesado en su mirar, de cabeza generalmente inclinada hacia un lado como breva madura, naríz de pico, cabeza calva, ojos negros sombreados de largas pestañas ásperas, barba fuerte, pero afeitada, y todo el rostro amarillísimo y reluciente como pergamino. Su ocupación era prestar con usura. Era el banquero de Ficóbriga y á todos sacaba de apuros, previo un interés que jamás pasó de cuarenta por ciento. Como se ve, no debía de ser de los peores en el arte. Con el dote que le llevó su esposa Teresita la Monja, y con su buen manejo y economía (pues fué económico en todo hasta en tener hijos), en cuatro lustros se hizo muy rico. Tenía bastante amistad con D. Juan de Lantigua, una de las pocas personas de Ficóbriga á quienes jamás prestó nada, como no fuera atención. Gozaba fama de ser hombre muy religioso, lo mismo que su mujer, gran atisbadora de vidas ajenas, y tan fuerte en la vida y milagros de todo el mundo, que solían llamarla _el confesonario de Ficóbriga_. Amarillo tomó del brazo á D. Juan, y llevándole por bajo un emparrado en sitio muy solitario, le dijo: —Hace días, mi querido D. Juan, que deseaba hablar á usted de un asunto, y no quiero dejar pasar más tiempo. —¿Qué es ello?—preguntó Lantigua algo alarmado por el tono misterioso que el otro D. Juan tomaba. —Un asunto grave. ¿Qué opinión ha formado usted de mí como hombre veráz? —Opinión muy favorable. —¿Me cree usted capáz de mentir? —No señor, ni por pienso. —¿De embrollar, de calumniar, de levantar catálogos? —Nada de eso. —Pues oiga usted la advertencia de un hombre honrado que le estima, que se interesa por la honra de su casa. —¡Por la honra de mi casa! D. Juan—exclamó Lantigua con enojo,—¿qué quiere usted decir? —Sólo los ojos de marido no son ciegos. Sónlo también los de los padres bondadosos y confiados. —No comprendo... —Pues acabaré de una vez. Debe usted vigilar mucho, pero mucho á su hija. —¡A Gloria!—exclamó D. Juan lanzando un grito. —A la señorita Gloria—afirmó el judío cristiano. Ella es buena, no lo dudo; pero está en la edad de las pasiones... No encuentro yo vituperable que las muchachas tengan novio, es muy natural; pero al menos que le escojan católico. —Don Juan, ¿qué farsa es esa?—dijo Lantigua poniéndose tan amarillo como su interlocutor. —¿Me cree usted capáz de decir una cosa por otra, de faltar á la verdad y de mortificar inútilmente á un amigo? Cuando me atrevo á hablar á usted, Sr. de Lantigua, es porque el hecho es cierto, ciertísimo. Gloria ha tenido entrevistas con Daniel Morton. —¿Dónde... cuándo?—preguntó Lantigua, cambiando del amarillo enfermizo al rojo sanguíneo. —En los pinos... hace pocos días... Con decir á usted que mi esposa lo advirtió primero, y que después lo ví yo con mis propios ojos... Como se dijo que Morton partía, yo me callé; pero al oir al señor obispo que le había visto entrar en Ficóbriga, me alarmé y dije: «Pues no pasa de esta tarde sin contarle todo al amigo D. Juan.» —¡Por vida de!...—exclamó Lantigua, cerrando los puños y apretando los dientes,—que si no fuera verdad lo que usted me cuenta... ¿Quién lo ha visto, quién? —Mi esposa y otras personas de la villa. Morton venía á caballo de la capital de la provincia, y dando un rodeo por los prados de la Pesqueruela para no entrar en Ficóbriga, iba á los pinos, donde le aguardaba... Después del primer arrebato, vacilante entre la incredulidad y la alarma, Lantigua cayó en estupor profundo. Sintió un dolor agudísimo en el corazón, y no pudo decir palabra. Parecía que le habían arrancado de repente la ilusión de toda su vida, y quedóse como el santo árabe Job, cuando llegando un criado le dijo: «Tus hijos y tus hijas estaban bebiendo en casa del primogénito. Y hé aquí un gran viento que vino del lado desierto, é hirió las cuatro esquinas de la casa, y cayó sobre los mozos y murieron, y solamente escapé yo para traerte las nuevas.» Pero D. Juan no rasgó su levita, ni trasquiló su cabeza, ni cayó en tierra; antes bien, reponiéndose algo de la sorpresa, si bien no de la pena, decía luégo para sí:—Es mentira, es mentira. —Pero haremos bien en guarecernos dentro de la casa, porque llueve, amigo Lantigua—indicó Amarillo. En efecto, llovía. Todos se metieron dentro huyendo del agua, y los criados de D. Silvestre retiraban á toda prisa mesa y vajilla expuestas á la intemperie. —Esto pasará pronto—dijo el padre de Gloria mirando al cielo. —Yo creo—manifestó Romero—que tendremos una segunda edición de aquel famoso día, cuando sacamos á los náufragos de á bordo del _Plantagenet_. ¡Qué día, señores! Aquello sí que era llover, aquellas sí eran olas... Yo, lo confieso, tuve miedo... —Vámonos—dijo de improviso el señor de Lantigua, indicando en su rostro una gran impaciencia. —¿Lloviendo?... Por Dios, D. Juan, ¿qué prisa hay? —Yo me quiero marchar. Peor será esperar á que llueva más y á que se haga enteramente de noche. —Como tú quieras—dijo D. Angel. Don Silvestre mandó enganchar el coche de Lantigua. Cuando el coche estuvo preparado en el Soto de Briján, arreció de tal modo la lluvia, que fué opinión general esperar á que pasase la turbonada. Los caminos estaban intransitables, y el cochero de Lantigua, así como el del _breck_, aseguraron que sería milagro llegar á Ficóbriga sin que se rompiese alguna ballesta. —No importa—manifestó D. Juan.—Vámonos. Pero en el mismo instante se dijo: —El puente de Judas se ha quebrantado y no puede pasar ningún coche. —Hoy es día de desgracia—gruñó D. Juan hiriendo el suelo con el pié.—¡El puente quebrantado! Vean ustedes lo que son nuestros ingenieros... ¡Qué Gobierno! Con el dinero que se gastó en ese puente de palo, se podrían haber hecho dos de sólida piedra. —No hay más remedio que tener paciencia—dijo Su Ilustrísima con tranquilidad. —No hay más remedio que marcharnos á pié—añadió D. Juan.—Es calamidad... Ni siquiera tenemos paraguas. —¿Pero tú estás loco? ¿A dónde vas?—manifestó D. Angel deteniendo á su hermano. —¡Por Dios! D. Juan... no parece sino que arde la casa. El camino en realidad estaba intransitable, y espumosos arroyos de fango y agua descendían por las laderas. Don Silvestre dispuso que un criado suyo, llamado Francisquín, bajase á reconocer todo el camino hasta Ficóbriga. Al poco rato volvió diciendo que estaba medianillo, y que el puente se podía pasar, andando por él con mucho cuidado. —¡Qué cobardes somos!—exclamó Lantigua dirigiéndose á la puerta. Por segunda vez le detuvieron; y hé aquí que el cura dijo: —Más vale que pasen ustedes aquí la noche. Tengo buenas camas. La crecida de la ría es espantosa, y no vale la pena de que nos expongamos á perecer. Si subimos hasta Villamojada para pasar el puente de San Mateo, tardaremos cinco horas lo menos, porque el acarreo de mineral ha puesto la carretera como ustedes saben. Mucho costó persuadir á D. Juan á que se quedase; pero al fin lo consiguieron, y se mandó á su casa el recado de que ya tenemos noticia. Y hé aquí que al volver Francisquín, dijo: —La señorita Gloria esperaba muy alarmada; pero ya está tranquila. —¿Quién estaba allí?—preguntó D. Juan con viva ansiedad. —Roque, D. Amancio el de la botica, José el cartero, el maestro Rubio, Germán... —¿Y nadie más? —Y el Sr. D. Daniel. Por el abrasado pensamiento de D. Juan de Lantigua pasaron aquellas palabras del libro de Job: «Fuego de Dios cayó del cielo, que quemó las ovejas y los mozos y los consumió; solamente escapé yo solo para traerte las nuevas.» —¿Qué es eso, D. Juan, le ha hecho á usted daño la comida?—preguntó D. Silvestre á su amigo. —¿Estás malo?—le dijo el obispo observándole cariñosamente. Don Juan se había puesto verde. —A ver ese pulso—indicó D. Silvestre, que también se la echaba de médico. —Por fin—dijo uno de los compinches del cura, que había venido de la capital de la provincia,—cierto amigo que encontré en Villamojada y que acaba de llegar de Madrid, me ha informado de la religión de ese señor Morton, á quien D. Juan ha nombrado. Es nada menos que judío. Una exclamación de sorpresa y espanto sonó en toda la sala. —¿Es eso verdad?—preguntó Lantigua echando fuego por los ojos. —¡Tan verdad!... Daniel Morton es hijo de un riquísimo israelita de Hamburgo, rabí de la secta, ó como si dijéramos, el sumo sacerdote ó el papa de los judíos. —A pesar de eso, no me pesa haberle salvado la vida—dijo con petulancia D. Silvestre,—porque está escrito: _Bendecid á los que os maldicen y haced bien á los que os aborrecen_... ¡Qué día aquel! —Muy bien—afirmó el prelado estrechando la mano del cura.—Así me gusta. Después se quedó tan pensativo, que parecía una estátua. —Mi opinión—dijo D. Juan Amarillo gravemente,—es que no se debe consentir en Ficóbriga la presencia de ese hombre. —No se debe consentir—añadieron dos ó tres de los presentes. Entonces Su Ilustrísima habló así: —Mientras el impío exista, existirá la esperanza de traerle al buen camino. Dios no revela á nadie los caminos de su justicia. San Agustín, amigos míos, nos enseña que el impío está sobre la tierra _ut corrigatur, ut per illum bonum exerceatur_, es decir, _para que se corrija, para que el bien, por razón de él, sea hecho_. Don Juan de Lantigua se levantó, diciendo con firmeza: —Yo me voy. Su tono indicaba una resolución tan firme que nadie se atrevió á contradecirle. El obispo, empezando á participar de la inquietud de su hermano, añadió: —Pues yo me voy también. —Iremos por Villamojada—indicó D. Juan. —¡Qué temeridad!—dijo D. Silvestre en voz baja al joven del Horro.—Cuando á este D. Juan se le mete una cosa en la cabeza... Y no está nada bueno. ¿No ve usted qué color se le ha puesto? Tiene calentura. XXXIX El rayo. Gloria y Daniel Morton, habiendo sentido pasos, temblaron. Ni uno ni otro se atrevieron á moverse. Ninguno de los dos pudo articular una sílaba. Contenían el aliento. Ambos deseaban ser aire impalpable é invisible para desaparecer. De repente la puerta abrióse y apareció D. Juan de Lantigua. Gloria lanzó un grito terrible. No se sentirá mayor espanto cuando se oigan las trompetas del juicio, y aparezca entre inflamadas nubes el que ha de venir á juzgar á los vivos y á los muertos. Don Juan avanzó hacia su hija con el brazo levantado; pero como si faltara la tierra á sus piés, cayó violentamente al suelo, exhalando un gemido. Su venerable cabeza cana rebotó contra el suelo. Don Angel que venía detrás, Sedeño, Gloria y Morton se abalanzaron sobre el cuerpo del infelíz padre. Le examinaron: parecía muerto. Diéronse voces de socorro y acudieron atropelladamente los criados. Cuando levantaban á D. Juan, el prelado separó con vigorosa mano á Daniel Morton, diciéndole: —¡Deicida, sal de aquí! Por primera vez en su vida se había visto la ira en el semblante del glorioso hijo de Ficóbriga. El hebreo salió como un muerto que anda. En tanto vino el médico, y dijo que don Juan de Lantigua había sido atacado de una apoplegía fulminante y que duraría pocas horas. Sin embargo, se aplicaron con actividad febril todos los remedios indicados para arrancar su presa á la muerte. Perdió por completo el conocimiento y sólo el pulso anunciaba los últimos congojosos esfuerzos de la desesperada vida. Gloria tenía en su remordimiento y en su dolor un peso tan grande, que cuando la retiraron del lado del enfermo, llevándola á su cuarto, no pudo salir de él, ni aun moverse. De rodillas, atónita, con los espantados ojos fijos en el suelo, parecía estátua de mármol esculpida para conmemorar un gran desastre ó representar la idea de la condenación eterna. En su paroxismo de dolor oyó los lúgubres pasos de los sacerdotes que subían trayendo el Oleo Santo; les sintió después bajar á punto que entraba por las ventanas la luz de una aurora más triste que la lóbrega y fría noche. Al fin vió aparecer á D. Angel que le dijo: —Tu padre ha muerto. El santo hombre llevó ambos puños á sus ojos, y rompió á llorar como un niño. Madrid.—Diciembre de 1876 FIN DE LA PRIMERA PARTE INDICE _Págs._ I.—Arriba el telón. 5 II.—Gloria y su papá. 11 III.—Gloria no espera un novio, sino un obispo. 14 IV.—El Sr. de Lantigua.—Sus ideas. 20 V.—Cómo educó á su hija. 24 VI.—Cómo se explicaba la niña. 29 VII.—Los amores de Gloria. 38 VIII.—Un pretendiente. 42 IX.—Recepción, discurso, presentación. 46 X.—D. Angel de Lantigua, obispo de ***. 52 XI.—Un asunto grave. 56 XII.—El otro. 62 XIII.—Llueve. 68 XIV.—El otro está cerca. 73 XV.—Va á llegar. 77 XVI.—Ya llegó. 86 XVII.—El vapor _Plantagenet_. 91 XVIII.—El cura de Ficóbriga. 97 XIX.—El náufrago. 105 XX.—El santo proyecto de Su Ilustrísima. 109 XXI.—Sepulcro blanqueado. 119 XXII.—La respuesta de Gloria. 130 XXIII.—Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo. 136 XXIV.—Una obra de caridad. 150 XXV.—Otra. 154 XXVI.—El ángel rebelde. 164 XXVII.—Se va. 171 XXVIII.—Vuelve. 175 XXIX.—Se fué. 186 XXX.—Pecadora y hereje. 191 XXXI.—Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza. 200 XXXII.—Los cazadores de votos. 204 XXXIII.—Agape. 212 XXXIV.—En el puente de Judas. 223 XXXV.—Los juicios de Dios, abismo grande. 228 XXXVI.—¡Qué horrible tiempo! 238 XXXVII.—Al fin se supo. 240 XXXVIII.—Job. 254 XXXIX.—El rayo. 262 OBRAS DE B. PÉREZ GALDÓS EPISODIOS NACIONALES EDICION ECONÓMICA: TOMOS EN 8.º Á DOS PESETAS TRAFALGAR.—LA CORTE DE CARLOS IV.—EL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO.—BAILÉN.—NAPOLEON EN CHAMARTIN.—ZARAGOZA.—GERONA.—CADIZ.—JUAN MARTIN EL EMPECINADO.—LA BATALLA DE LOS ARAPILES.—EL EQUIPAJE DEL REY JOSÉ.—MEMORIAS DE UN CORTESANO DE 1815.—LA SEGUNDA CASACA.—EL GRANDE ORIENTE.—7 DE JULIO.—LOS CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS.—EL TERROR DE 1824.—UN VOLUNTARIO REALISTA.—LOS APOSTÓLICOS.—UN FACCIOSO MÁS Y ALGUNOS FRAILES MENOS. Tomando en la Administración los 20 tomos, 35 pesetas. GRAN EDICION ILUSTRADA Diez hermosos volúmenes, conteniendo cada uno dos _Episodios_, con más de 1.200 grabados. Precio encuadernados en rústica 133 pesetas: 168 en tela. Al contado en la Administración 125 y 155. Idem á plazos 140 y 170. Por suscripción: cuadernos de cuatro entregas á peseta cada uno. NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS DOÑA PERFECTA—Tomo en 8.º 2 pesetas. GLORIA—Dos tomos en 8.º 4 pesetas. MARIANELA—Tomo en 8.º 2 pesetas. LA FAMILIA DE LEON ROCH—Tres tomos en 8.º 6 pts. EL AMIGO MANSO—Tomo en 8.º 3 pesetas. EL DOCTOR CENTENO—Dos tomos en 8.º 6 pesetas. TORMENTO—Tomo en 8.º 3 pesetas. LA DE BRINGAS—Tomo en 8.º 3 pesetas. LO PROHIBIDO—Dos tomos en 8.º 6 pesetas. FORTUNATA Y JACINTA—Cuatro tomos en 8.º 12 ptas. MIAU—Tomo en 8.º 3 pesetas. LA INCOGNITA—Tomo en 8.º 3 pesetas. REALIDAD—Tomo en 8.º 3 pesetas. LA DESHEREDADA—Tomo en 4.º 8 pesetas. LA FONTANA DE ORO (1820 1821.)—Tomo en 8.º 2 pesetas. EL AUDAZ, _historia de un radical de antaño_, (1804.)—Tomo en 8.º 2 pesetas. TORQUEMADA EN LA HOGUERA, _El artículo de fondo_, _La mula y el buey_, _La pluma en el viento_, _La conjuración de las palabras_, _Un tribunal literario_, _La princesa y el granuja_, _Junio_—Tomo en 8.º 3 pesetas. La colección de estas 17 novelas, que valen 71 pesetas, se dará en la Administración por 58 pesetas. Los pedidos de ejemplares se dirigirán á la Administración de _La Guirnalda_ y _Episodios Nacionales_, calle de Fuencarral, 53, 2.º derecha, Madrid y principales librerías. *** End of this LibraryBlog Digital Book "Gloria (primera parte)" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.