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Title: Páginas escogidas Author: Machado, Antonio Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Páginas escogidas" *** (This file was produced from images generously made PÁGINAS ESCOGIDAS [Ilustración: Antonio Machado] ANTONIO MACHADO PÁGINAS ESCOGIDAS [Ilustración] MCMXVII CASA EDITORIAL CALLEJA FUNDADA EN 1876 MADRID PROPIEDAD DERECHOS RESERVADOS Copyright 1917, by CASA EDITORIAL CALLEJA Imprenta de Bernardo Rodríguez.—Barquillo, 8.—Madrid. _PRÓLOGO_ _Mi costumbre de no volver nunca sobre lo hecho y de no leer nada de cuanto escribo, una vez dado a la imprenta, ha sido causa en esta ocasión de no poco embarazo para mí. El presentar un tomo de PÁGINAS ESCOGIDAS me obligó, no sólo a releer, sino a elegir, lo que supone juzgar. ¡Triste labor! Porque un poeta, aunque desbarre, mientras produce sus rimas, está siempre de acuerdo consigo mismo; pero, pasados los años, el hombre que juzga su propia obra dista mucho del que la produjo. Y puede ser injusto para consigo mismo: si, por amor de padre, con exceso indulgente, también a veces ingrato por olvido, pues la página escrita nunca recuerda todo lo que se ha intentado, sino lo poco que se ha conseguido._ _Si un libro nuestro fuera una sombra de nosotros mismos, sería bastante; porque frecuentemente es mucho menos: la ceniza de un fuego que se ha apagado y que tal vez no ha de encenderse más. Y en el caso mejor, cuando nuestro libro nos evoca nuestra alma de ayer con la viveza de algunos sueños que actualizan lo pasado, echamos de ver que, entonces, llevábamos a la espalda un copioso haz de flechas que no recordamos haber disparado y que han debido caérsenos por el camino. La tristeza de volver sobre nuestra obra no proviene de la conciencia de lo poco logrado, sino de lo mucho que renunciamos a acometer. Nuestra incapacidad para fallar con justicia en causa propia estriba también en la merma de simpatía por nuestra obra, y en la enorme distancia que media entre el momento creador y el crítico. En el primero coincidíamos con la corriente de la vida, cargada de realidades virtuales que acaso no llegan nunca a actualizarse, pero que sentimos como infinitamente posibles; en el segundo estamos fuera de esta misma corriente, y aun fuera de nosotros, obligados a juzgar, a encerrar y distribuir las vivas aguas en los rígidos cangilones de las ideas ómnibus, a evaluar en moneda corriente lo más ajeno a toda mercadería. Es muy frecuente—casi la regla—que el poeta eche a perder su obra al corregirla. La explicación es fácil: se crea por intuiciones; se corrige por juicios, por relaciones entre conceptos. Los conceptos son de todos y se nos imponen desde fuera en el lenguaje aprendido; las intuiciones son siempre nuestras. Juzgarnos o corregirnos, supone aplicar la medida ajena al paño propio. Y al par que entramos en razón y nos ponemos de acuerdo con los demás, nos apartamos de nosotros mismos; cuantas líneas enmendamos para fuera, son otras tantas deformaciones de lo íntimo, de lo original, de lo que brotó espontáneo en nosotros._ _El poeta debe escuchar con respeto la crítica ajena, porque el libro lanzado a la publicidad ya no le pertenece. Él lo entregó al juicio de los hombres, sin que nadie le obligase a ello. Asístele, sin embargo, el derecho de no ser demasiado dócil a admoniciones y consejos, y le conviene, sobre todo, desconfiar aun de sus propias definiciones. No se define en arte, sino en matemática—allí donde lo definido y la definición son una misma cosa.—Ante la crítica dogmática y doctrinera, aun la propia inepcia puede sonreír desdeñosa._ _Cabe, no obstante, pedir al hombre de un libro un juicio valorativo de su obra, un precio de su propia labor; cabe preguntarle: “¿En cuánto estima usted esto que nos ofrece en demanda de nuestra simpatía y de nuestro aplauso?” Responderé brevemente. Como valor absoluto, bien poco tendrá mi obra, si alguno tiene; pero creo—y en esto estriba su valor relativo—haber contribuído con ella, y al par de otros poetas de mi promoción, a la poda de ramas superfluas en el árbol de la lírica española, y haber trabajado con sincero amor para futuras y más robustas primaveras._ ANTONIO MACHADO. _Baeza, 20 de abril de 1917._ NOTA BIOGRÁFICA Nací en Sevilla una noche de Julio de 1875, en el célebre palacio de las Dueñas, sito en la calle del mismo nombre. Mis recuerdos de la ciudad natal son todos infantiles, porque a los ocho años pasé a Madrid, donde mis padres se trasladaron, y me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza. A sus maestros guardo vivo afecto y profunda gratitud. Mi adolescencia y mi juventud son madrileñas. He viajado algo por Francia y por España. En 1907 obtuve cátedra de Lengua francesa, que profesé durante cinco años en Soria. Allí me casé; allí murió mi esposa, cuyo recuerdo me acompaña siempre. Me trasladé a Baeza, donde hoy resido. Mis aficiones son pasear y leer. SOLEDADES 1903 SOLEDADES, GALERÍAS Y OTROS POEMAS 1907 _PRÓLOGO_ _Las composiciones de este primer libro, publicado en Enero de 1903, fueron escritas entre 1899 y 1902. Por aquellos años, Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría. Yo también admiraba al autor de_ Prosas profanas, _el maestro incomparable de la forma y de la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en_ Cantos de vida y esperanza. _Pero yo pretendí—y reparad en que no me jacto de éxitos, sino de propósitos—seguir camino bien distinto. Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo. Y aun pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes; que puede también, mirando hacia dentro, vislumbrar las ideas cordiales, los universales del sentimiento. No fué mi libro la realización sistemática de este propósito; mas tal era mi estética de entonces._ _Esta obra fué refundida en 1907, con adición de nuevas composiciones que no añadían nada substancial a las primeras, en_ Soledades, galerías y otros poemas. _Ambos volúmenes constituyen en realidad un solo libro._ I EL VIAJERO Está en la sala familiar, sombría, y entre nosotros, el querido hermano que en el sueño infantil de un claro día vimos partir hacia un país lejano. Hoy tiene ya las sienes plateadas, un gris mechón sobre la angosta frente, y la fría inquietud de sus miradas revela un alma casi toda ausente. Deshójanse las copas otoñales del parque mustio y viejo. La tarde tras los húmedos cristales se pinta, y en el fondo del espejo. El rostro del hermano se ilumina suavemente. ¿Floridos desengaños dorados por la tarde que declina? ¿Ansias de vida nueva en nuevos años? ¿Lamentará la juventud perdida? Lejos quedó—la pobre loba—muerta. ¿La blanca juventud nunca vivida teme que ha de cantar ante su puerta? ¿Sonríe al sol de oro de la tierra de un sueño no encontrada, y ve su nave hender el mar sonoro, de viento y luz la blanca vela hinchada? Él ha visto las hojas otoñales amarillas rodar, las olorosas ramas del eucaliptus, los rosales, que enseñan otra vez sus blancas rosas... Y este dolor que añora o desconfía el temblor de una lágrima reprime, y un resto de viril hipocresía en el semblante pálido se imprime. Serio retrato en la pared clarea todavía. Nosotros divagamos. En la tristeza del hogar golpea el tic-tac del reloj. Todos callamos. II La plaza y los naranjos encendidos, con sus frutas redondas y risueñas. Tumulto de pequeños colegiales que al salir en desorden de la escuela, llenan el aire de la plaza en sombra con la algazara de sus voces nuevas. ¡Alegría infantil, en los rincones de las ciudades muertas!... ¡Y algo nuestro de ayer, que todavía vemos vagar por estas calles viejas! III EN EL ENTIERRO DE UN AMIGO Tierra le dieron una tarde horrible del mes de Julio, bajo el sol de fuego. A un paso de la abierta sepultura, había rosas de podridos pétalos, entre geranios de áspera fragancia y roja flor. El cielo puro y azul. Corría un aire fuerte y seco. De los gruesos cordeles suspendido, pesadamente, descender hicieron el ataúd, al fondo de la fosa, los dos sepultureros... Y al reposar sonó con recio golpe, solemne, en el silencio. Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio. Sobre la negra caja se rompían los pesados terrones polvorientos... El aire se llevaba de la honda fosa el blanquecino aliento. Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa; larga paz a tus huesos... Definitivamente, duerme un sueño tranquilo y verdadero. IV RECUERDO INFANTIL Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de la lluvia en los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una mancha carmín. Con timbre sonoro y hueco, truena el maestro, un anciano mal vestido, enjuto y seco, que lleva un libro en la mano. Y todo un coro infantil va cantando la lección: “Mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón.” Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de la lluvia en los cristales. V Yo voy soñando caminos de la tarde. ¡Las colinas doradas, los verdes pinos, las polvorientas encinas!... ¿Adónde el camino irá? Yo voy cantando, viajero a lo largo del sendero... —La tarde cayendo está.— “En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día: ya no siento el corazón.” Y todo el campo un momento se queda, mudo y sombrío, meditando. Suena el viento en los álamos del río. La tarde más se obscurece, y el camino, que serpea y débilmente blanquea, se enturbia y desaparece. Mi cantar vuelve a plañir: “Aguda espina dorada, ¡quién te pudiera sentir en el corazón clavada!” VI Hacia un ocaso radiante caminaba el Sol de estío, y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante, tras de los álamos verdes de las márgenes del río. Dentro de un olmo sonaba la sempiterna tijera de la cigarra cantora, el monorritmo jovial, entre metal y madera, que es la canción estival. En una huerta sombría, giraban los cangilones de la noria soñolienta. Bajo las ramas obscuras el son del agua se oía. Era una tarde de Julio luminosa y polvorienta. Yo iba haciendo mi camino, absorto en el solitario crepúsculo campesino. Y pensaba: “¡Hermosa tarde, nota de la lira inmensa, toda desdén y armonía; hermosa tarde, tú curas la pobre melancolía de este rincón vanidoso, obscuro rincón que piensa!” Pasaba el agua rizada bajo los ojos del puente. Lejos, la ciudad dormía como cubierta de un mago fanal de oro transparente. Bajo los arcos de piedra, el agua clara corría. Los últimos arreboles coronaban las colinas, manchadas de olivos grises y de negruzcas encinas. Yo caminaba cansado, sintiendo la vieja angustia que hace el corazón pesado. El agua en sombra pasaba tan melancólicamente bajo los arcos del puente, como si al pasar dijera: “Apenas desamarrada la pobre barca, viajero, del árbol de la ribera, se canta: no somos nada. Donde acaba el pobre río, la inmensa mar nos espera.” Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría. (Yo pensaba: ¡el alma mía!) Y me detuve un momento, en la tarde a meditar... ¿Qué es esta gota en el viento que grita al mar: Soy el mar? Vibraba el aire, asordado por los élitros cantores que hacen el campo sonoro, cual si estuviera sembrado de campanitas de oro. En el azul fulguraba un lucero diamantino. Cálido viento soplaba, alborotando el camino. Yo, en la tarde polvorienta, hacia la ciudad volvía. Sonaban los cangilones de la noria soñolienta. Bajo las ramas obscuras, caer el agua se oía. VII CANTE HONDO Yo meditaba absorto, devanando los hilos del hastío y la tristeza, cuando llegó a mi oído, por la ventana de mi estancia, abierta a una caliente noche de verano, el plañir de una copla soñolienta, quebrada por los trémolos sombríos de las músicas magas de mi tierra. ... Y era el Amor, como una roja llama... —Nerviosa mano en la vibrante cuerda ponía un largo suspirar de oro que se trocaba en surtidor de estrellas.— ... Y era la Muerte, al hombro la cuchilla, el paso largo, torva y esquelética. —Tal cuando yo era niño la soñaba.— Y en la guitarra, resonante y trémula, la brusca mano, al golpear, fingía el reposar de un ataúd en tierra. Y era un plañido solitario el soplo que el polvo barre y la ceniza aventa. VIII La calle en sombra. Ocultan los altos caserones al Sol que muere; hay ecos de luz en los balcones. ¿No ves, en el encanto del mirador florido, el óvalo rosado de un rostro conocido? La imagen, tras el vidrio de equívoco reflejo, surge o se apaga como daguerreotipo viejo. Suena en la calle sólo el ruido de tu paso; se extinguen lentamente los ecos del ocaso. ¡Oh angustia! Pesa y duele el corazón. ¿Es ella? No puede ser... Camina... En el azul la estrella. IX EL POETA (En el libro _Epifanías_, de Martínez Sierra.) Maldiciendo su destino, como Glauco, el dios marino, mira, turbia la pupila de llanto, el mar que le debe su blanca virgen Scyla. Él sabe que un Dios más fuerte con la substancia inmortal está jugando a la muerte, cual niño bárbaro. Él piensa que ha de caer como rama que sobre las aguas flota, antes de perderse, gota de mar, en la mar inmensa. En sueños oyó el acento de una palabra divina; en sueños se le ha mostrado la cruda ley diamantina sin odio ni amor, y el frío soplo del olvido sabe sobre un arenal de hastío. Bajo las palmeras del oäsis, el agua buena miró brotar de la arena; y se abrevó entre las dulces gacelas y entre los fieros animales carniceros... Y supo cuánto es la vida hecha de sed y dolor; y fué compasivo para el ciervo y el cazador, para el ladrón y el robado, para el pájaro azorado, para el sanguinario azor. Con el Eclesiastes dijo: “Vanidad de vanidades, todo es negra vanidad”; y oyó otra voz que clamaba, alma de sus soledades: “Sólo eres tú, luz que fulges en el corazón, verdad.” Y viendo cómo lucían miles de blancas estrellas, pensaba que todas ellas en su corazón ardían. ¡Noche de amor!... Y otra noche sintió la mala tristeza que enturbia la pura llama, y un corazón que bosteza, y un histrïón que declama. Y dijo: “Las galerías del alma que espera están desiertas, mudas, vacías; las blancas sombras se van.” Y el demonio de los sueños abrió el jardín encantado del ayer. ¡Cuán bello era! ¡Qué hermosamente el pasado fingía la primavera, cuando del árbol de otoño estaba el fruto colgado, mísero fruto podrido, que en el hueco acibarado guarda el gusano escondido! ¡Alma, que en vano quisiste ser más joven cada día, arranca tu flor, la humilde flor de la melancolía! X ¡Verdes jardinillos, claras plazoletas, fuente verdinosa donde el agua sueña, donde el agua muda resbala en la piedra!... Las hojas de un verde mustio, casi negras, de la acacia, el viento de Septiembre besa, y se lleva algunas amarillas, secas, jugando, entre el polvo blanco de la sierra. Linda doncellita que el cántaro llenas de agua transparente, tú, al verme, no llevas a los negros bucles de tu cabellera, distraídamente, la mano morena, ni, luego, en el limpio cristal te contemplas... Tú miras al aire de la tarde bella, mientras de agua clara el cántaro llenas. DEL CAMINO I Daba el reloj las doce..., y eran doce golpes de azada en tierra... ... ¡Mi hora!...—grité. El silencio me respondió:—No temas; tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla. Dormirás muchas horas todavía sobre la orilla vieja, y encontrarás una mañana pura amarrada tu barca a otra ribera. II En la desnuda tierra del camino, la hora florida brota, espino solitario, del valle humilde en la revuelta umbrosa. El salmo verdadero de tenue voz hoy torna al corazón y al labio, la palabra quebrada y temblorosa. Mis viejos mares duermen; se apagaron sus espumas sonoras sobre la playa estéril. La tormenta camina lejos en la nube torva. Vuelve la paz al cielo; la brisa tutelar esparce aromas otra vez sobre el campo, y aparece en la bendita soledad tu sombra. III ¡Tenue rumor de túnicas que pasan sobre la infértil tierra!... ¡Y lágrimas sonoras de las campanas viejas! Las ascuas mortecinas del horizonte humean... Blancos fantasmas lares van encendiendo estrellas. —Abre el balcón. La hora de una ilusión se acerca... La tarde se ha dormido y las campanas sueñan. IV Algunos lienzos del recuerdo tienen luz de jardín y soledad de campo; la placidez del sueño en el paisaje familiar soñado. Otros guardan las fiestas de días aún lejanos; figuritas sutiles que pone un titerero en su retablo... . . . . . . . . . . . Ante el balcón florido está la cita de un amor amargo. Brilla la tarde en el resol bermejo... La hiedra efunde de los muros blancos... A la revuelta de una calle en sombra, un fantasma irrisorio besa un nardo. V Las ascuas de un crepúsculo morado detrás el negro cipresal humean... En la glorieta en sombra está la fuente con su alado y desnudo Amor de piedra, que sueña mudo. En la marmórea taza reposa el agua muerta. GALERÍAS INTRODUCCIÓN Leyendo un claro día mis bien amados versos, he visto en el profundo espejo de mis sueños que una verdad divina temblando está de miedo, y es una flor que quiere echar su aroma al viento. El alma del poeta se orienta hacia el misterio. Sólo el poeta puede mirar lo que está lejos, dentro del alma en turbio y mago sol envuelto. En esas galerías, sin fondo del recuerdo, donde las pobres gentes colgaron cual trofeo el traje de una fiesta apolillado y viejo, allí el poeta sabe el laborar eterno mirar de las doradas abejas de los sueños. Poëtas, con el alma atenta al hondo cielo, en la crüel batalla o en el tranquilo huerto, la nueva miel labramos de los dolores viejos, la veste blanca y pura pacientemente hacemos, y bajo el Sol bruñimos el fuerte arnés de hierro. El alma que no sueña, el enemigo espejo, proyecta nuestra imagen con un perfil grotesco. Sentimos una ola de sangre en nuestro pecho que pasa..., y sonreímos, y a laborar volvemos. I Desgarrada la nube; el arco iris brillando ya en el cielo; y en un fanal de lluvia y sol el campo envuelto. Desperté. ¿Quién enturbia los mágicos cristales de mi sueño? Mi corazón latía atónito y disperso. ... ¡El limonar florido, el cipresal del huerto, el prado verde, el Sol, el agua, el iris!... ¡El agua en tus cabellos!... Y todo en la memoria se rompía, tal una pompa de jabón al viento. II Y era el demonio de mi sueño, el ángel más hermoso. Brillaban como aceros los ojos victoriosos, y las sangrientas llamas de su antorcha alumbraron la honda cripta del alma. —¿Vendrás conmigo?—No, jamás; las tumbas y los muertos me espantan.— Pero la férrea mano mi diestra atenazaba. —Vendrás conmigo...—Y avancé en mi sueño, cegado por la roja luminaria. Y en la cripta sentí sonar cadenas y rebullir de fieras enjauladas. III Desde el umbral de un sueño me llamaron... Era la buena voz, la voz querida. —Dime: ¿vendrás conmigo a ver el alma?... Llegó a mi corazón una caricia. —Contigo siempre... Y avancé en mi sueño por una larga, escueta galería, sintiendo el roce de la veste pura y el palpitar süave de la mano amiga. IV SUEÑO INFANTIL Una clara noche de fiesta y de luna, noche de mis sueños, noche de alegría —era luz mi alma, que hoy es bruma toda, no eran mis cabellos negros todavía,— el hada más joven me llevó en sus brazos a la alegre fiesta que en la plaza ardía. So el chisporroteo de las luminarias, Amor sus madejas de danzas tejía. Y en aquella noche de fiesta y de luna, noche de mis sueños, noche de alegría, el hada más joven besaba mi frente..., con su linda mano su adiós me decía... Todos los rosales daban sus aromas, todos los amores Amor entreabría. V Si yo fuera un poeta galante, cantaría a vuestros ojos un cantar tan puro como en el mármol blanco el agua limpia. Y en una estrofa de agua todo el cantar sería: “Ya sé que no responden a mis ojos, que ven y no preguntan cuando miran, los vuestros claros; vuestros ojos tienen la buena luz tranquila, la buena luz del mundo en flor, que he visto desde los brazos de mi madre un día.” VI Llamó a mi corazón un claro día, con un perfume de jazmín, el viento. —A cambio de este aroma, todo el aroma de tus rosas quiero. —No tengo rosas; flores en mi jardín no hay ya: todas han muerto. —Me llevaré los llantos de las fuentes, las hojas amarillas y los mustios pétalos. Y el viento huyó... Mi corazón sangraba... Alma, ¿qué has hecho de tu pobre huerto? VII Hoy buscarás en vano a tu dolor consuelo. Lleváronse tus hadas el lino de tus sueños. Está la fuente muda, y está marchito el huerto. Hoy sólo quedan lágrimas para llorar. No hay que llorar, ¡silencio! VIII Y nada importa ya que el vino de oro rebose de tu copa cristalina, o el agrio zumo enturbie el puro vaso... Tú sabes las secretas galerías del alma, los caminos de los sueños y la tarde tranquila donde van a morir... Allí te aguardan las hadas silenciosas de la vida, y hacia un jardín de eterna primavera te llevarán un día. IX ¡Tocados de otros días, mustios encajes y marchitas sedas; salterios arrumbados, rincones de las salas polvorientas; daguerreotipos turbios, cartas que amarillean; libracos no leídos que guardan grises florecitas secas: romanticismos muertos, cursilerías viejas, cosas de ayer que sois mi alma, y cantos y cuentos de la abuela!... X La casa tan querida donde habitaba ella, sobre un montón de escombros arruinada o derruída, enseña el negro y carcomido maltrabado esqueleto de madera. La Luna está vertiendo su clara luz en sueños, que platea en las ventanas. Mal vestido y triste, voy caminando por la calle vieja. XI Ante el pálido lienzo de la tarde, la iglesia con sus torres afiladas y el ancho campanario, en cuyos huecos voltean suavemente las campanas, alta y sombría, surge. La estrella es una lágrima en el azul celeste. Bajo la estrella clara, flota, vellón disperso, una nube quimérica de plata. XII Tarde tranquila, casi con placidez de alma, para ser joven, para haberlo sido cuando Dios quiso, para tener algunas alegrías... lejos, y poder dulcemente recordarlas. XIII Yo, como Anacreonte, quiero cantar, reír y echar al viento las sabias amarguras y los graves consejos; y quiero, sobre todo, emborracharme; ya lo sabéis... ¡Grotesco! Pura fe en el morir, pobre alegría y macabro danzar antes de tiempo. XIV ¡Oh tarde luminosa! El aire está encantado. La blanca cigüeña dormita volando, y las golondrinas se cruzan, tendidas las alas agudas al viento dorado, y en la tarde risueña se alejan volando, soñando... Y hay una que torna como la saeta, las alas agudas tendidas al aire sombrío, buscando su negro rincón del tejado. La blanca cigüeña, como un garabato, tranquila y disforme, ¡tan disparatada!, sobre el campanario. XV Es una tarde cenicienta y mustia, destartalada, como el alma mía; y es esta vieja angustia que habita mi usual hipocondría. La causa de esta angustia no consigo ni vagamente comprender siquiera; pero recuerdo y, recordando, digo: —Sí; yo era niño, y tú mi compañera. XVI Y no es verdad, dolor, yo te conozco; tú eres nostalgia de la vida buena y soledad de corazón sombrío, de barco sin naufragio y sin estrella. Como perro olvidado, que no tiene huella ni olfato y yerra por los caminos, sin camino; como el niño que la noche de una fiesta se pierde entre el gentío y el aire polvoriento y las candelas chispeantes, atónito, y asombra su corazón de música y de pena; así voy yo, borracho melancólico, guitarrista lunático, poeta, y pobre hombre en sueños, siempre buscando a Dios entre la niebla. XVII ¿Y ha de morir contigo el mundo mago donde guarda el recuerdo los hálitos más puros de la vida; la blanca sombra del amor primero, la voz que fué a tu corazón, la mano que tú querías retener en sueños, y todos los amores que llegaron al alma, al hondo cielo? ¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, la vieja vida en orden tuyo y nuevo? ¿Los yunques y crisoles de tu alma trabajan para el polvo y para el viento? XVIII Desnuda está la tierra, y el alma aúlla al horizonte pálido como loba famélica. ¿Qué buscas, poeta, en el ocaso? ¡Amargo caminar, porque el camino pesa en el corazón! ¡El viento helado, y la noche que llega, y la amargura de la distancia!... En el camino blanco algunos yertos árboles negrean; en los montes lejanos hay oro y sangre... El Sol murió... ¿Qué buscas, poeta, en el ocaso? XIX CAMPO La tarde está muriendo, como un hogar humilde que se apaga. Allá, sobre los montes, quedan algunas brasas. Y ese árbol roto en el camino blanco hace llorar de lástima. ¡Dos ramas en el tronco herido, y una hoja marchita y negra en cada rama! ¿Lloras?... Entre los álamos de oro, lejos, la sombra del amor te aguarda. XX LOS SUEÑOS El hada más hermosa ha sonreído al ver la lumbre de una estrella pálida que en hilo suave, blanco y silencioso se enrosca al huso de su rubia hermana. Y vuelve a sonreír, porque en su rueca el hilo de los campos se enmaraña. Tras la tenue cortina de la alcoba está el jardín envuelto en luz dorada. La cuna casi en sombra. El niño duerme. Dos hadas laboriosas lo acompañan, hilando de los sueños los sutiles copos en ruecas de marfil y plata. XXI RENACIMIENTO Galerías del alma... ¡El alma niña! Su clara luz risueña; y la pequeña historia y la alegría de la vida nueva... ¡Ah, volver a nacer, y andar camino, ya recobrada la perdida senda! Y volver a sentir en nuestra mano aquel latido de la mano buena de nuestra madre... Y caminar en sueños, por amor de la mano que nos lleva. XXII Tal vez la mano, en sueños, del sembrador de estrellas, hizo sonar la música olvidada como una nota de la lira inmensa, y la ola humilde a nuestros labios vino de unas pocas palabras verdaderas. XXIII Y podrás conocerte recordando del pasado soñar los turbios lienzos, en este día triste en que caminas con los ojos abiertos. De toda la memoria, sólo vale el don preclaro de evocar los sueños. CANCIONES [Ilustración] HUMORADAS I Abril florecía frente a mi ventana. Entre los jazmines y las rosas blancas de un balcón florido, vi las dos hermanas. La menor cosía, la mayor hilaba... Entre los jazmines y las rosas blancas, la más pequeñita, risueña y rosada, su aguja en el aire, miró a mi ventana. La mayor seguía, silenciosa y pálida, el huso en su rueca, que el lino enroscaba. Abril florecía frente a mi ventana. Una clara tarde la mayor lloraba, entre los jazmines y las rosas blancas, y ante el blanco lino que en su rueca hilaba. —¿Qué tienes?—le dije.— Silenciosa y pálida, señaló el vestido que empezó la hermana: en la negra túnica la aguja brillaba; sobre el blanco velo, el dedal de plata. Señaló a la tarde de Abril que soñaba, mientras que se oía tañer las campanas. Y en la clara tarde me enseñó sus lágrimas... Abril florecía frente a mi ventana. Fué otro Abril alegre y otra tarde plácida. El balcón florido solitario estaba... Ni la pequeñita, risueña y rosada, ni la hermana triste, silenciosa y pálida, ni la negra túnica, ni la toca blanca... Tan sólo en el huso el lino giraba por mano invisible; y en la obscura sala la luna del limpio espejo brillaba... Entre los jazmines y las rosas blancas del balcón florido, me miré en la clara luna del espejo que lejos soñaba... Abril florecía frente a mi ventana. DE LA VIDA (_COPLAS ELEGÍACAS_) ¡Ay del que llega sediento a ver el agua correr y dice: La sed que siento no me la calma el beber! ¡Ay de quien bebe y, saciada la sed, desprecia la vida: moneda al tahur prestada que sea al azar rendida! ¡Del iluso que suspira bajo el orden soberano, y del que sueña la lira pitagórica en su mano! ¡Ay del noble peregrino que se para a meditar, después de largo camino, en el horror de llegar! ¡Ay de la melancolía que llorando se consuela, y de la melomanía de un corazón de zarzuela! ¡Ay de nuestro ruiseñor, si en una noche serena se cura del mal de amor que llora y canta sin pena! ¡De los jardines secretos, de los pensiles soñados, y de los sueños poblados de propósitos discretos! ¡Ay del galán sin fortuna que ronda a la Luna bella; de cuantos caen de la Luna, de cuantos se marchan a ella! ¡De quien el fruto prendido en la rama no alcanzó; de quien el fruto ha mordido, y el gusto amargo probó! ¡Y de nuestro amor primero, y de su fe mal pagada, y, también, del verdadero amante de nuestra amada! LA NORIA La tarde caía triste y polvorienta. El agua cantaba su copla plebeya en los cangilones de la noria lenta. Soñaba la mula, ¡pobre mula vieja!, al compás de sombra que en el agua suena. La tarde caía triste y polvorienta. II Yo no sé qué noble, divino poeta, unió a la amargura de la eterna rueda la dulce armonía del agua que sueña, y vendó tus ojos, ¡pobre mula vieja!... Mas sé que fué un noble, divino poeta, corazón maduro de sombra y de ciencia. EL CADALSO La aurora asomaba lejana y siniestra. El lienzo de Oriente sangraba tragedias pintarrajeadas con nubes grotescas. . . . . . . . . . . . En la vieja plaza de una vieja aldea, erguía su horrible pavura esquelética el tosco patíbulo de fresca madera... La aurora asomaba lejana y siniestra. LAS MOSCAS Vosotras las familiares, inevitables golosas, vosotras, moscas vulgares, me evocáis todas las cosas. ¡Oh viejas moscas voraces como abejas en Abril, viejas moscas pertinaces sobre mi calva infantil! ¡Moscas del primer hastío en el salón familiar, las claras tardes de estío en que yo empecé a soñar! Y en la aborrecida escuela raudas moscas divertidas, perseguidas por amor de lo que vuela, que todo es volar... sonoras rebotando en los cristales, en los días otoñales... Moscas de todas las horas, de infancia y adolescencia, de mi juventud dorada; de esta segunda inocencia, que da en no creer en nada, de siempre... Moscas vulgares, que de puro familiares no tendréis digno cantor, yo sé que os habéis posado sobre el juguete encantado, sobre el librote cerrado, sobre la carta de amor, sobre los párpados yertos de los muertos... Inevitables golosas, que ni labráis como abejas, ni brilláis cual mariposas; pequeñitas, revoltosas, vosotras, amigas viejas, me evocáis todas las cosas. ELEGÍA DE UN MADRIGAL Recuerdo que una tarde de soledad y hastío, ¡oh tarde como tantas!, el alma mía era, bajo el azul monótono, un ancho y terso río que ni tenía un pobre juncal en su ribera. ¡Oh, el mundo sin encanto, sentimental inopia que borra el misterioso azogue del cristal! ¡Oh, el alma sin amores, que el Universo copia con un irremediable bostezo universal! * * * Quiso el poeta recordar, a solas, las ondas bien amadas, la luz de los cabellos, que él llamaba en sus rimas rubias olas. Leyó... La letra mata: no se acordaba de ellos... Y un día—como tantos,—al aspirar un día aromas de una rosa que en el rosal se abría, brotó como una llama la luz de los cabellos, que él en sus madrigales llamaba rubias olas; brotó, porque un aroma igual tuvieron ellos... Y se alejó en silencio para llorar a solas. ACASO... Como atento no más a mi quimera, no reparaba en torno mío, un día me sorprendió la fértil primavera, que en todo el ancho campo sonreía. Brotaban verdes hojas de las hinchadas yemas del ramaje, y flores amarillas, blancas, rojas, bariolaban la mancha del paisaje. Y era una lluvia de saetas de oro el sol sobre las frondas juveniles; del amplio río en el caudal sonoro se miraban los álamos gentiles. —Tras de tanto camino, es la primera vez que miro brotar la primavera, dije; y después, declamatoriamente: —¡Cuán tarde ya para la dicha mía!— Y luego, al caminar, como quien siente alas de otra ilusión: Y todavía ¡yo alcanzaré mi juventud un día! JARDÍN Lejos de tu jardín quema la tarde inciensos de oro en purpurinas llamas, tras el bosque de cobre y de ceniza. En tu jardín hay dalias. ¡Malhaya tu jardín!... Hoy me parece la obra de un peluquero, con esa pobre palmerilla enana, y ese cuadro de mirtos recortados..., y el naranjito en su tonel... El agua de la fuente de piedra no cesa de reír sobre la concha blanca. A UN NARANJO Y A UN LIMONERO VISTOS EN UNA TIENDA DE PLANTAS Y FLORES Naranjo en maceta, ¡qué triste es tu suerte! Medrosas tiritan tus hojas menguadas. Naranjo en la corte, ¡qué pena da verte con tus naranjitas secas y arrugadas! Pobre limonero de fruto amarillo cual pomo pulido de pálida cera, ¡qué pena mirarte, mísero arbolillo criado en el verde tonel de madera! De los claros bosques de la Andalucía, ¿quién os trajo a esta castellana tierra, que barren los vientos de la adusta sierra, hijos de los campos de la tierra mía? ¡Gloria de los huertos, árbol limonero, que enciendes los frutos de pálido oro, y alumbras del negro cipresal austero las quietas plegarias erguidas en coro; y fresco naranjo del patio querido, del campo risueño y el huerto soñado, siempre en mi recuerdo maduro o florido, de fronda y aromas y frutos cargado! HASTÍO Sonaba el reloj la una dentro de mi cuarto. Era triste la noche. La Luna, reluciente calavera, ya del cenit declinando, iba del ciprés del huerto fríamente iluminando el alto ramaje yerto. Por la entreabierta ventana, llegaban a mis oídos metálicos alaridos de una música lejana. Una música tristona, una mazurca olvidada, entre inocente y burlona, mal tañida y mal soplada. Y yo sentí el estupor del alma, cuando bosteza el corazón, la cabeza, y... morirse es lo mejor. NEVERMORE La primavera besaba suavemente la arboleda, y el verde nuevo brotaba como una verde humareda. Las nubes iban pasando sobre el campo juvenil... Yo vi en las hojas temblando las frescas lluvias de Abril. Bajo ese almendro florido, todo cargado de flor —recordé,—yo he maldecido mi juventud sin amor. Hoy, en mitad de la vida, me he parado a meditar... ¡Juventud nunca vivida, quién te volviera a soñar! II Húmedo está, bajo el laurel, el banco de verdinosa piedra; lavó la lluvia, sobre el muro blanco, las empolvadas hojas de la hiedra. Del viento del otoño el tibio aliento los céspedes undula, y la alameda conversa con el viento... ¡El viento de la tarde en la arboleda! Mientras el Sol, en el ocaso, esplende, que los racimos de la vid orea, y el buen burgués, en su balcón, enciende la estoica pipa en que el tabaco humea, voy recordando versos juveniles... ¿Qué fué de aquel mi corazón sonoro? ¿Será cierto que os vais, sombras gentiles, huyendo entre los árboles de oro? DE LA VIDA (_COPLAS MUNDANAS_) Poeta ayer, hoy triste y pobre filósofo trasnochado, tengo en monedas de cobre el oro de ayer cambiado. Sin placer y sin fortuna, pasó como una quimera mi juventud, la primera..., la sola, no hay más que una: la de dentro es la de fuera. Pasó como un torbellino, bohemia y aborrascada, harta de coplas y vino, mi juventud bienamada. Y hoy miro a las galerías del recuerdo, para hacer aleluyas de elegías desconsoladas de ayer. ¡Adiós, lágrimas cantoras, lágrimas que alegremente brotabais, como en la fuente las limpias aguas sonoras! ¡Buenas lágrimas vertidas por un amor juvenil, cual frescas lluvias caídas sobre los campos de Abril! “No canta ya el ruiseñor de cierta noche serena; sanamos del mal de amor, que sabe llorar sin pena.” Poeta ayer, hoy triste y pobre filósofo trasnochado, tengo en monedas de cobre el oro de ayer cambiado. SOL DE INVIERNO Es mediodía. Un parque. Invierno. Blancas sendas. Simétricos montículos y ramas esqueléticas. Bajo el invernadero, naranjos en maceta, y en su tonel, pintado de verde, la palmera. Un viejecillo dice para su capa vieja: “¡El sol, esta hermosura de sol!...” Los niños juegan. El agua de la fuente resbala, corre y sueña, lamiendo, casi muda, la verdinosa piedra. A UN VIEJO Y DISTINGUIDO SEÑOR Te he visto, por el parque ceniciento que los poetas aman para llorar, como una noble sombra vagar envuelto en tu levita larga. El talante cortés, ha tantos años compuesto de una fiesta en la antesala, ¡qué bien tus pobres huesos ceremoniosos guardan! Yo te he visto aspirando distraído, con el aliento que la tierra exhala —hoy, tibia tarde en que las mustias hojas húmedo viento arranca,— del eucalipto verde el frescor de las hojas perfumadas. Y te he visto llevar la seca mano a la perla que brilla en tu corbata. CAMPOS DE CASTILLA 1912 _PRÓLOGO_ _En un tercer volumen, publiqué mi segundo libro,_ Campos de Castilla (1912). _Cinco años en la tierra de Soria, hoy para mí sagrada—allí me casé; allí perdí a mi esposa, a quien adoraba,—orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano. Ya era, además, muy otra mi ideología. Somos víctimas—pensaba yo—de un doble espejismo. Si miramos afuera y procuramos penetrar en las cosas, nuestro mundo externo pierde en solidez, y acaba por disipársenos cuando llegamos a creer que no existe por sí, sino por nosotros. Pero si, convencidos de la íntima realidad, miramos adentro, entonces todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que se desvanece. ¿Qué hacer, entonces? Tejer el hilo que nos dan, soñar nuestro sueño, vivir; sólo así podremos obrar el milagro de la generación. Un hombre atento a sí mismo y procurando auscultarse, ahoga la única voz que podría escuchar: la suya; pero le aturden los ruidos extraños. ¿Seremos, pues, meros espectadores del mundo? Pero nuestros ojos están cargados de razón, y la razón analiza y disuelve. Pronto veremos el teatro en ruinas, y, al cabo, nuestra sola sombra proyectada en la escena. Y pensé que la misión del poeta era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía, y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito responde_ La tierra de Alvargonzález. _Muy lejos estaba yo de pretender resucitar el género en su sentido tradicional. La confección de nuevos romances viejos—caballerescos o moriscos—no fué nunca de mi agrado, y toda simulación de arcaísmo me parece ridícula. Cierto que yo aprendí a leer en el Romancero general que compiló mi buen tío D. Agustín Durán; pero mis romances no emanan de las heroicas gestas, sino del pueblo que las compuso y de la tierra donde se cantaron; mis romances miran a lo elemental humano, al campo de Castilla y al Libro Primero de Moisés, llamado Génesis._ _Muchas composiciones encontraréis ajenas a estos propósitos que os declaro. A una preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras, al simple amor de la Naturaleza, que en mí supera infinitamente al del Arte. Por último, algunas rimas revelan las muchas horas de mi vida gastadas—alguien dirá: perdidas—en meditar sobre los enigmas del hombre y del mundo._ A ORILLAS DEL DUERO Mediaba el mes de Julio. Era un hermoso día. Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía, buscando los recodos de sombra, lentamente. A trechos me paraba para enjugar mi frente y dar algún respiro al pecho jadeante; o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante, y hacia la mano diestra vencido y apoyado en un bastón, a guisa de pastoril cayado, trepaba por los cerros que habitan las rapaces aves de altura, hollando las hierbas montaraces de fuerte olor—romero, tomillo, salvia, espliego.— Sobre los agrios campos caía un sol de fuego. Un buitre de anchas alas, con majestuoso vuelo, cruzaba solitario el puro azul del cielo. Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo, y una redonda loma cual recamado escudo, y cárdenos alcores sobre la parda tierra —harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra;— las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero para formar la corva ballesta de un arquero en torno a Soria.—Soria es una barbacana hacia Aragón que tiene la torre castellana.— Veía el horizonte cerrado por colinas obscuras, coronadas de robles y de encinas; desnudos peñascales; algún humilde prado donde el merino pace y el toro arrodillado sobre la hierba rumia; las márgenes del río lucir sus verdes álamos al claro sol de estío; y, silenciosamente, lejanos pasajeros, ¡tan diminutos!—carros, jinetes y arrieros,— cruzar el largo puente, y bajo las arcadas de piedra ensombrecerse las aguas plateadas del Duero. El Duero cruza el corazón de roble de Iberia y de Castilla. ¡Oh tierra triste y noble, la de los altos llanos y yermos y roquedas, de campos sin arados, regatos ni arboledas; decrépitas ciudades, caminos sin mesones, y atónitos palurdos sin danzas ni canciones, que aún van, abandonando el mortecino hogar, como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar! Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora. ¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada? Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira; cambian la mar y el monte y el ojo que los mira. ¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra. La madre en otro tiempo fecunda en capitanes, madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes. Castilla no es aquella tan generosa un día, cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía, ufano de su nueva fortuna y su opulencia, a regalar a Alfonso los huertos de Valencia; o que, tras la aventura que acreditó sus bríos, pedía la conquista de los inmensos ríos indianos a la corte; la madre de soldados, guerreros y adalides que han de tornar cargados de plata y oro a España en regios galeones, para la presa cuervos, para la lid leones. Filósofos nutridos de sopa de convento contemplan impasibles el amplio firmamento; y si les llega en sueños, como un rumor distante, clamor de mercaderes de muelles de Levante, no acudirán siquiera a preguntar: “¿Qué pasa?” Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa. Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora. El Sol va declinando. De la ciudad lejana me llega un armonioso tañido de campana. —Ya irán a su rosario las enlutadas viejas.— De entre las peñas salen dos lindas comadrejas; me miran, y se alejan huyendo, y aparecen de nuevo ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen. Hacia el camino blanco, está el mesón abierto al campo ensombrecido y al pedregal desierto. POR TIERRAS DE ESPAÑA El hombre de estos campos, que incendia los pinares y su despojo aguarda como botín de guerra, antaño hubo raído los negros encinares, talado los robustos robledos de la sierra. Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares; la tempestad llevarse los limos de la tierra por los sagrados ríos hacia los anchos mares; y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra. Es hijo de una estirpe de rudos caminantes, pastores que conducen sus hordas de merinos a Extremadura fértil, rebaños trashumantes que mancha el polvo y dora el sol de los caminos. Pequeño, ágil, sufrido; los ojos de hombre astuto, hundidos, recelosos, movibles; y trazadas cual arco de ballesta, en el semblante enjuto de pómulos salientes, las cejas muy pobladas. Abunda el hombre malo del campo y de la aldea, capaz de insanos vicios y crímenes bestiales, que bajo el pardo sayo esconde un alma fea, esclava de los siete pecados capitales. Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza, guarda su presa y llora la que el vecino alcanza; ni pára su infortunio, ni goza su riqueza; le hieren y acongojan fortuna y malandanza. El numen de estos campos es sanguinario y fiero; al declinar la tarde, sobre el remoto alcor, veréis agigantarse la forma de un arquero, la forma de un inmenso centauro flechador. Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta —no fué por estos campos el bíblico jardín:— son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín. EL HOSPICIO Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano, el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas en donde los vencejos anidan en verano, y graznan en las noches de invierno las cornejas. Con su frontón al Norte, entre los dos torreones de antigua fortaleza, el sórdido edificio de grieteados muros y sucios paredones es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio! Mientras el Sol de Enero su débil luz envía, su triste luz velada, sobre los campos yermos, a un ventanuco asoman, al declinar el día, algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos, a contemplar los montes azules de la sierra; o, de los cielos blancos, como sobre una fosa, caer la blanca nieve sobre la fría tierra, sobre la tierra fría la nieve silenciosa... AMANECER DE OTOÑO Una larga carretera entre grises peñascales, y alguna humilde pradera donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales. Está la tierra mojada por las gotas del rocío, y la alameda dorada, hacia la curva del río. Tras los montes de violeta quebrado el primer albor. A la espalda la escopeta, entre sus galgos agudos, caminando un cazador. NOCHE DE VERANO Es una hermosa noche de verano. Tienen las altas casas abiertos los balcones del viejo pueblo a la anchurosa plaza. En el amplio rectángulo desierto, bancos de piedra, evónimos y acacias, simétricos dibujan sus negras sombras en la arena blanca. En el cenit, la Luna; y en la torre, la esfera del reloj iluminada. Yo en este viejo pueblo paseando solo como un fantasma. PASCUA DE RESURRECCIÓN Mirad: el arco de la vida traza el iris, sobre el campo que verdea. Buscad vuestros amores, doncellitas, donde brota la fuente de la piedra. En donde el agua ríe y sueña y pasa, allí el romance del amor se cuenta. ¿No han de mirar un día, en vuestros brazos, atónitos, el Sol de primavera, ojos que vienen a la luz cerrados, y que, al partirse de la vida, ciegan? ¿No beberán un día en vuestros senos los que mañana labrarán la tierra? ¡Oh; celebrad este domingo claro, madrecitas en flor, vuestras entrañas nuevas! Gozad esta sonrisa de vuestra ruda madre. Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas, y escriben en las torres sus blancos garabatos. Como esmeraldas lucen los musgos de las peñas. Entre los robles muerden los negros toros la menuda hierba, y el pastor que apacienta los merinos su pardo sayo en la montaña deja. CAMPOS DE SORIA I Es la tierra de Soria árida y fría. Por las colinas y las sierras calvas, verdes pradillos, cerros cenicientos, la primavera pasa, dejando entre las hierbas olorosas sus diminutas margaritas blancas. La tierra no revive; el campo sueña. Al empezar Abril está nevada la espalda del Moncayo; el caminante lleva en su bufanda envueltos cuello y boca, y los pastores pasan cubiertos con sus luengas capas. II Las tierras labrantías, como retazos de estameñas pardas, el huertecillo, el abejar, los trozos de verde obscuro en que el merino pasta, entre plomizos peñascales, siembran el sueño alegre de infantil Arcadia. En los chopos lejanos del camino parecen humear las yertas ramas como un glauco vapor—las nuevas hojas,— y en las quiebras de valles y barrancas blanquean los zarzales florecidos y brotan las vïolas perfumadas. III Es el campo undulado, y los caminos, ya ocultan los viajeros que cabalgan en pardos borriquillos, ya al fondo de la tarde arrebolada elevan las plebeyas figurillas que el lienzo de oro del ocaso manchan. Mas si trepáis a un cerro y veis el campo desde los picos donde habita el águila, son tornasoles de carmín y acero, llanos plomizos, lomas plateadas, circuídos por montes de violeta, con las cumbres de nieve sonrosada. IV ¡Las figuras del campo sobre el cielo! Dos lentos bueyes aran en un alcor, cuando el otoño empieza, y entre las negras testas, doblegadas bajo el pesado yugo, pende un cesto de juncos y retama, que es la cuna de un niño; y tras la yunta marcha un hombre que se inclina hacia la tierra, y una mujer que en las abiertas zanjas arroja la semilla. Bajo una nube de carmín y llama, en el oro fluído y verdinoso del Poniente las formas se agigantan. V La nieve. En el mesón al campo abierto se ve el hogar donde la leña humea, y la olla al hervir borbollonea. El cierzo corre por el campo yerto, alborotando en blancos torbellinos la nieve silenciosa. La nieve sobre el campo y los caminos cayendo está como sobre una fosa. Un viejo acurrucado tiembla y tose cerca del fuego; su mechón de lana la vieja hila, y una niña cose verde ribete a su estameña grana. Padres los viejos son de un arriero que caminó sobre la blanca tierra, y una noche perdió ruta y sendero, y se enterró en las nieves de la sierra. En torno al fuego hay un lugar vacío, y en la frente del viejo de hosco ceño, como un tachón sombrío —tal el golpe de un hacha sobre un leño.— La vieja mira al campo, cual si oyera pasos sobre la nieve. Nadie pasa. Desierta la vecina carretera, desierto el campo en torno de la casa. La niña piensa que en los verdes prados ha de correr con otras doncellitas en los días azules y dorados, cuando crecen las blancas margaritas. VI ¡Soria fría, _Soria pura, cabeza de Extremadura_, con su castillo guerrero arruinado, sobre el Duero; con sus murallas roídas y sus casas denegridas! ¡Muerta ciudad de señores soldados o cazadores; de portales con escudos de cien linajes hidalgos, y de famélicos galgos, de galgos flacos y agudos, que pululan por las sórdidas callejas, y a la media noche ululan, cuando graznan las cornejas! ¡Soria fría! La campana de la Audiencia da la una. Soria, ciudad castellana, ¡tan bella! bajo la Luna. VII ¡Colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria; obscuros encinares, ariscos pedregales, calvas sierras, caminos blancos y álamos del río; tardes de Soria, mística y guerrera; hoy siento por vosotros, en el fondo del corazón, tristeza, tristeza que es amor! ¡Campos de Soria, donde parece que las rocas sueñan; conmigo vais!... ¡Colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas! VIII He vuelto a ver los álamos dorados, álamos del camino, en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio, tras las murallas viejas de Soria—barbacana hacia Aragón, en castellana tierra.— Estos chopos del río, que acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua cuando el viento sopla, tienen en sus cortezas grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fechas. ¡Álamos del amor, que ayer tuvisteis de ruiseñores vuestras ramas llenas; álamos que seréis mañana liras del viento perfumado en primavera; álamos del amor cerca del agua, que corre y pasa y sueña; álamos de las márgenes del Duero, conmigo vais, mi corazón os lleva! IX ¡Oh!, sí, conmigo vais, campos de Soria, tardes tranquilas, montes de violeta, alamedas del río, verde sueño del suelo gris y de la parda tierra, agria melancolía de la ciudad decrépita. ¿Me habéis llegado al alma, o acaso estabais en el fondo de ella? ¡Gentes del alto llano numantino, que a Dios guardáis como cristianas viejas; que el sol de España os llene de alegría, de luz y de riqueza! A UN OLMO SECO Al olmo seco, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de Abril y el sol de Mayo algunas hojas verdes le han salido. ¡El olmo centenario, en la colina que lame el Duero! Un musgo amarillento le mancha la corteza blanquecina al tronco carcomido y polvoriento. No será, cual los álamos cantores que guardan el camino y la ribera, habitado de pardos ruiseñores. Ejército de hormigas en hilera van subiendo por él, y en sus entrañas urden sus telas grises las arañas. Antes que te derribe, olmo del Duero, con su hacha el leñador, o el carpintero te convierta en melena de campana, lanza de carro o yugo de carreta; antes que rojo en el hogar, mañana, ardas, de alguna misera caseta, al borde de un camino; antes que te descuaje el torbellino y tronche el soplo de las sierras blancas; antes que el río hacia la mar te empuje por valles y barrancas, olmo, quiero anotar en mi cartera la gracia de tu rama verdecida. Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera. LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ Al poeta Juan R. Jiménez. [LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ] I Siendo mozo Alvargonzález, dueño de mediana hacienda, que en otras tierras se dice bienestar, y aquí opulencia, en la feria de Berlanga prendóse de una doncella, y la tomó por mujer al año de conocerla. Muy ricas las bodas fueron, y quien las vió las recuerda; sonadas las tornabodas que hizo Alvar en su aldea: hubo gaitas, tamboriles, flauta, bandurria y vihuela, fuegos a la valenciana y danza a la aragonesa. II Feliz vivió Alvargonzález en el amor de su tierra. Naciéronle tres varones, que en el campo son riqueza, y, ya crecidos, los puso, uno a cultivar la huerta, otro a cuidar los merinos, y dió el menor a la Iglesia. III Mucha sangre de Caín tiene la gente labriega, y en el hogar campesino armó la envidia pelea. Casáronse los mayores; tuvo Alvargonzález nueras, que le trujeron cizaña antes que nietos le dieran. La codicia de los campos ve tras la muerte la herencia; no goza de lo que tiene, por ansia de lo que espera. El menor, que a los latines prefería las doncellas hermosas, y no gustaba de vestir por la cabeza, colgó la sotana un día y partió a lejanas tierras. La madre lloró, y el padre dióle bendición y herencia. IV Alvargonzález ya tiene la adusta frente arrugada; por la barba le platea el bozo azul de la cara. Una mañana de otoño salió solo de su casa; no llevaba sus lebreles, agudos canes de caza. Iba triste y pensativo por la alameda dorada; anduvo largo camino, y llegó a una fuente clara. Echóse en la tierra; puso sobre una piedra la manta, y a la vera de la fuente durmió al arrullo del agua. EL SUEÑO I Y Alvargonzález veía, como Jacob, una escala que iba de la tierra al cielo, y oyó una voz que le hablaba. Mas las hadas hilanderas, entre las guedijas blancas y vellones de oro, han puesto un mechón de negra lana. II Tres niños están jugando a la puerta de su casa; entre los mayores brinca un cuervo de negras alas. La mujer vigila, cose, y a ratos sonríe y canta. —Hijos, ¿qué hacéis?—les pregunta. Ellos se miran y callan. —Subid al monte, hijos míos, y antes que la noche caiga, con un brazado de estepas hacedme una buena llama. III Sobre el lar de Alvargonzález está la leña apilada; el mayor quiere encenderla, pero no brota la llama. —Padre, la hoguera no prende; está la estepa mojada. Su hermano viene a ayudarle, y arroja astillas y ramas sobre los troncos de roble; pero el rescoldo se apaga. Acude el menor, y enciende bajo la negra campana de la cocina, una hoguera que alumbra toda la casa. IV Alvargonzález levanta en brazos al más pequeño, y en sus rodillas lo sienta. —Tus manos hacen el fuego... Aunque el último naciste, tú eres en mi amor primero. Los dos mayores se alejan por los rincones del sueño. Entre los dos fugitivos reluce un hacha de hierro. AQUELLA TARDE... I Sobre los campos desnudos, la Luna llena, manchada de un arrebol purpurino, enorme globo, asomaba. Los hijos de Alvargonzález silenciosos caminaban, y han visto al padre dormido junto de la fuente clara. II Tiene el padre entre las cejas un ceño que le aborrasca el rostro, un tachón sombrío como la huella de un hacha. Soñando está con sus hijos, que sus hijos lo apuñalan; y cuando despierta, mira que es cierto lo que soñaba. III A la vera de la fuente quedó Alvargonzález muerto. Tiene cuatro puñaladas entre el costado y el pecho, por donde la sangre brota, más un hachazo en el cuello. Cuenta la hazaña del campo el agua clara corriendo, mientras los dos asesinos huyen hacia los hayedos. Hasta la Laguna Negra, bajo las fuentes del Duero, llevan el muerto, dejando detrás un rastro sangriento; y en la laguna sin fondo, que guarda bien los secretos, con una piedra amarrada a los pies, tumba le dieron. IV Se encontró junto a la fuente la manta de Alvargonzález, y camino del hayedo se vió un reguero de sangre. Nadie de la aldea ha osado a la laguna acercarse, y el sondarla inútil fuera, que es la laguna insondable. Un buhonero que cruzaba aquellas tierras errante, fué en Dauria acusado, preso, y muerto en garrote infame. V Pasados algunos meses, la madre murió de pena. Los que muerta la encontraron, dicen que las manos yertas sobre su rostro tenía, oculto el rostro con ellas. VI Los hijos de Alvargonzález ya tienen majada y huerta, campos de trigo y centeno y prados de fina hierba; en el olmo viejo, hendido por el rayo, la colmena, dos yuntas para el arado, un mastín y cien ovejas. OTROS DÍAS I Ya están las zarzas floridas, y los ciruelos blanquean; ya las abejas doradas liban para sus colmenas, y en los nidos, que coronan las torres de las iglesias, asoman los garabatos ganchudos de las cigüeñas. Ya los olmos del camino y chopos de las riberas de los arroyos que buscan al padre Duero, verdean. El cielo está azul; los montes sin nieve son de violeta. La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza; muerto está quien la ha labrado, mas no le cubre la tierra. II La hermosa tierra de España, adusta, fina y guerrera, Castilla de largos ríos, tiene un puñado de sierras entre Soria y Burgos como reductos de fortaleza, como yelmos crestonados, y Urbión es una cimera. III Los hijos de Alvargonzález, por una empinada senda, para tomar el camino de Salduero a Covaleda, cabalgan en pardas mulas, bajo el pinar de Vinuesa. Van en busca de ganado con que volver a su aldea, y por tierra de pinares larga jornada comienzan. Van Duero arriba, dejando atrás los arcos de piedra del puente y el caserío de la ociosa y opulenta villa de indianos. El río, al fondo del valle, suena, y de las cabalgaduras los cascos baten las piedras. A la otra orilla del Duero canta una voz lastimera: “La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza, y el que la tierra ha labrado no duerme bajo la tierra.” IV Llegados son a un paraje en donde el pinar se espesa, y el mayor, que abre la marcha, su parda mula espolea, diciendo:—Démonos prisa, porque son más de dos leguas de pinar, y hay que apurarlas antes que la noche venga. Dos hijos del campo, hechos a quebradas y asperezas, porque recuerdan un día, la tarde en el monte tiemblan. Allá en lo espeso del bosque otra vez la copla suena: “La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza, y el que la tierra ha labrado no duerme bajo la tierra.” V Desde Salduero el camino va al hilo de la ribera; a ambas márgenes del río el pinar crece y se eleva, y las rocas se aborrascan, al par que el valle se estrecha. Los fuertes pinos del bosque, con sus copas gigantescas y sus desnudas raíces amarradas a las piedras; los de troncos plateados, cuyas frondas azulean, pinos jóvenes; los viejos, cubiertos de blanca lepra, musgos y líquenes canos, que el grueso tronco rodean, colman el valle y se pierden rebasando ambas laderas. Juan, el mayor, dice:—Hermano, si Blas Antonio apacienta cerca de Urbión su vacada, largo camino nos queda. —Cuanto hacia Urbión alarguemos, se puede acortar de vuelta tomando por el atajo, hacia la Laguna Negra, y bajando por el puerto de Santa Inés a Vinuesa. —Mala tierra y peor camino. Te juro que no quisiera verlos otra vez. Cerremos los tratos en Covaleda, hagamos noche, y, al alba, volvámonos a la aldea por este valle: que, a veces, quien piensa atajar, rodea. Cerca del río cabalgan los hermanos, y contemplan cómo el bosque centenario, al par que avanzan, aumenta, y los peñascos del monte el horizonte les cierran. El agua, que va saltando, parece que canta o cuenta: “La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza, y el que la tierra ha labrado no duerme bajo la tierra.” CASTIGO I Aunque la codicia tiene redil que encierre la oveja, trojes que guardan el trigo, bolsas para la moneda, y garras, no tiene manos que sepan labrar la tierra. Así a un año de abundancia siguió un año de pobreza. II En los sembrados crecieron las amapolas sangrientas; pudrió el tizón las espigas de trigales y de avenas; hielos tardíos mataron en flor la fruta en la huerta, y una mala hechicería hizo enfermar las ovejas. A los dos Alvargonzález maldijo Dios en sus tierras, y al año pobre siguieron luengos años de miseria. III Es una noche de invierno. Cae la nieve en remolinos. Los Alvargonzález velan un fuego casi extinguido. El pensamiento amarrado tienen a un recuerdo mismo, y en las ascuas mortecinas del hogar los ojos fijos. No tienen leña ni sueño. Larga es la noche, y el frío mucho. Un candilejo humea en el muro ennegrecido. El aire agita la llama, que pone un fulgor rojizo sobre entrambas pensativas testas de los asesinos. El mayor de Alvargonzález, lanzando un ronco suspiro, rompe el silencio, exclamando: —Hermano, ¡qué mal hicimos! El viento la puerta bate, hace temblar el postigo, y suena en la chimenea con hueco y largo bramido. Después el silencio vuelve, y a intervalos el pabilo del candil chisporrotea en el aire aterecido. El segundón dijo:—¡Hermano, demos lo viejo al olvido! EL VIAJERO I Es una noche de invierno. Azota el viento las ramas de los álamos. La nieve ha puesto la tierra blanca. Bajo la nevada, un hombre por el camino cabalga; va cubierto hasta los ojos, embozado en luenga capa. Entrado en la aldea, busca de Alvargonzález la casa, y ante su puerta llegado, sin echar pie a tierra, llama. II Los dos hermanos oyeron una aldabada a la puerta, y de una cabalgadura los cascos sobre las piedras. Ambos los ojos alzaron, llenos de espanto y sorpresa. —¿Quién es? ¡Responda!—gritaron. —¡Miguel!—respondieron fuera. Era la voz del viajero que partió a lejanas tierras. III Abierto el portón, entróse a caballo el caballero y echó pie a tierra. Venía todo de nieve cubierto. En brazos de sus hermanos lloró algún rato en silencio. Después, dió el caballo al uno, al otro capa y sombrero, y en la estancia campesina buscó el arrimo del fuego. IV El menor de los hermanos, que, niño y aventurero, fué más allá de los mares y hoy torna indiano opulento, vestía con negro traje de peludo terciopelo, ajustado a la cintura por ancho cinto de cuero. Gruesa cadena formaba un bucle de oro en su pecho. Era un hombre alto y robusto, con ojos grandes y negros llenos de melancolía; la tez de color moreno, y sobre la frente comba enmarañados cabellos. El hijo que saca porte señor de padre labriego, y a quien fortuna le debe amor, poder y dinero. De los tres Alvargonzález era Miguel el más bello; porque al mayor afeaba el muy poblado entrecejo bajo la frente mezquina, y al segundo, los inquietos ojos, que mirar no saben de frente, torvos y fieros. V Los tres hermanos contemplan el triste hogar en silencio, y con la noche cerrada arrecia el frío y el viento. —Hermanos, ¿no tenéis leña?— dice Miguel. —No tenemos— responde el mayor. Un hombre milagrosamente ha abierto la gruesa puerta, cerrada con doble barra de hierro. El hombre que ha entrado tiene el rostro del padre muerto. Un halo de luz dorada orla sus blancos cabellos. Lleva un haz de leña al hombro y empuña un hacha de hierro. EL INDIANO I De aquellos campos malditos, Miguel a sus dos hermanos compró una parte: que mucho caudal de América trajo, y aun en tierra mala, el oro luce mejor que enterrado, y más en mano de pobres que oculto en orza de barro. Dióse a trabajar la tierra con fe y tesón el indiano, y a laborar los mayores sus pegujales tornaron. Ya con macizas espigas, preñadas de rubios granos, a los campos de Miguel tornó el fecundo verano; y ya de aldea en aldea se cuenta como milagro que los asesinos tienen la maldición en sus campos. Ya el pueblo canta una copla que narra el crimen pasado: “A la orilla de la fuente lo asesinaron. ¡Qué mala muerte le dieron los hijos malos! En la laguna sin fondo al padre muerto arrojaron. No duerme bajo la tierra el que la tierra ha labrado.” II Miguel, con sus dos lebreles y armado de su escopeta, hacia el azul de los montes, en una tarde serena, caminaba entre los verdes chopos de la carretera, y oyó una voz que cantaba: “No tiene tumba en la tierra. Entre los pinos del valle del Revinuesa, al padre muerto llevaron hasta la Laguna Negra.” LA CASA I La casa de Alvargonzález era una casona vieja con cuatro estrechas ventanas, separada de la aldea cien pasos, y entre dos olmos que, gigantes centinelas, sombra le dan en verano, y en el otoño, hojas secas. Es casa de labradores, gente, aunque rica, plebeya, donde el hogar humeante, con sus escaños de piedra, se ve sin entrar, si tiene abierta al campo la puerta. Al arrimo del rescoldo del hogar borbollonean dos pucherillos de barro que a dos familias sustentan. A diestra mano la cuadra y el corral, a la siniestra huerto y abejar, y al fondo una gastada escalera que va a las habitaciones, partidas en dos viviendas. Los Alvargonzález moran con sus mujeres en ellas. A ambas parejas, que hubieron, sin que lograrse pudieran, dos hijos, sobrado espacio les da la casa paterna. En una estancia que tiene luz al huerto, hay una mesa con gruesa tabla de roble, dos sillones de vaqueta, colgado en el muro un negro ábaco de enormes cuentas, y unas espuelas mohosas sobre un arcón de madera. Era una estancia olvidada, donde hoy Miguel se aposenta. Y era allí donde los padres veían en primavera el huerto en flor, y en el cielo de Mayo, azul, la cigüeña —cuando las rosas se abren y los zarzales blanquean,— que enseñaba a sus hijuelos a usar de las alas lentas. Y en las noches del verano, cuando la calor desvela, desde la ventana, al dulce ruiseñor cantar oyeran. Fué allí donde Alvargonzález, del orgullo de su huerta y del amor de los suyos, sacó sueños de grandeza. Cuando en brazos de la madre vió la figura risueña del primer hijo, bruñida de rubio sol la cabeza, del niño que levantaba las codiciosas, pequeñas manos a las rojas guindas y a las moradas ciruelas, aquella tarde de otoño, dorada, plácida y buena, él pensó que ser podría feliz el hombre en la Tierra. Hoy canta el pueblo una copla que va de aldea en aldea: “¡Oh casa de Alvargonzález, qué malos días te esperan! ¡Casa de los asesinos, que nadie llame a tu puerta!” II Es una tarde de otoño. En la alameda dorada no quedan ya ruiseñores; enmudeció la cigarra. Las últimas golondrinas, que no emprendieron la marcha, morirán, y las cigüeñas, de sus nidos de retamas, de torres y campanarios, huyeron. Sobre la casa de Alvargonzález, los olmos sus hojas, que el viento arranca, van dejando. Todavía las tres redondas acacias, frente al atrio de la iglesia, conservan verdes sus ramas, y las castañas de Indias a intervalos se desgajan cubiertas de sus erizos; tiene el rosal rosas grana otra vez, y en las praderas brilla la alegre otoñada. En laderas y en alcores, en ribazos y cañadas, el verde nuevo y la hierba aún del estío quemada alternan; los serrijones pelados, las lomas calvas, se coronan de plomizas nubes apelotonadas; y bajo el pinar gigante, entre las marchitas zarzas y amarillentos helechos, corren las crecidas aguas a engrosar el padre río por canchales y barrancas. Abunda en la tierra un gris de plomo y azul de plata, con manchas de roja herrumbre, todo envuelto en luz violada. ¡Oh tierras de Alvargonzález, en el corazón de España; tierras pobres, tierras tristes, tan tristes que tienen alma! Páramos que cruza el lobo aullando, a la luna clara, de bosque a bosque; baldíos llenos de peñas rodadas, donde, roída de buitres, brilla una osamenta blanca; pobres campos solitarios, sin caminos ni posadas; ¡oh pobres campos malditos, pobres campos de mi patria! LA TIERRA I Una mañana de otoño, cuando la tierra se labra, Juan y el indiano aparejan las dos yuntas de la casa. Martín se quedó en el huerto arrancando hierbas malas. II Una mañana de otoño, cuando los campos se aran, sobre un otero, que tiene el cielo de la mañana por fondo, la parda yunta de Juan lentamente avanza. Cardos, lampazos y abrojos, avena loca y cizaña llenan la tierra maldita, tenaz a pico y escarda. Del corvo arado de roble la hundida reja trabaja con vano esfuerzo; parece que al par que hiende la entraña del campo y hace camino, se cierra otra vez la zanja. “Cuando el asesino labre, será su labor pesada; antes que un surco en la tierra, tendrá una arruga en su cara.” III Martín, que estaba en la huerta cavando, sobre su azada quedó apoyado un momento; frío sudor le bañaba el rostro. Por el Oriente la Luna llena, manchada de un arrebol purpurino, lucía tras de la tapia del huerto. Miguel tenía la sangre de horror helada. La azada que hundió en la tierra, teñida de sangre estaba. IV En la tierra en que ha nacido supo afincar el indiano; por mujer a una doncella rica y hermosa ha tomado. La hacienda de Alvargonzález ya es suya, que sus hermanos todo le vendieron: casa, huerto, colmenar y campo. LOS ASESINOS I Juan y Martín, los mayores de Alvargonzález, un día pesada marcha emprendieron, con el alba, Duero arriba. La estrella de la mañana en el alto azul ardía. Se iba tiñendo de rosa la espesa y blanca neblina de los valles y barrancos, y algunas nubes plomizas a Urbión, donde el Duero nace, como un turbante ponían. Se acercaban a la fuente. El agua clara corría sonando cual si contara una vieja historia dicha mil veces, y que tuviera mil veces que repetirla. Agua que corre en el campo dice en su monotonía: “Yo sé el crimen. ¿No es un crimen, cerca del agua, la vida?” Al pasar los dos hermanos relataba el agua limpia: “A la vera de la fuente Alvargonzález dormía.” II —Anoche, cuando volvía a casa—Juan a su hermano dijo—, a la luz de la Luna, era la huerta un milagro. Lejos, entre los rosales, divisé un hombre inclinado hacia la tierra; brillaba la hoz de plata en su mano. Después irguióse y, volviendo el rostro, dió algunos pasos por el huerto, sin mirarme, y a poco lo vi encorvado otra vez sobre la tierra. Tenía el cabello blanco. La Luna llena brillaba, y era la huerta un milagro. III Pasado habían el puerto de Santa Inés, ya mediada la tarde, una tarde triste de Noviembre, fría y parda. Hacia la Laguna Negra silenciosos caminaban. IV Cuando la tarde caía, entre las vetustas hayas y los pinos centenarios, un rojo sol se filtraba. Era un paraje de bosque y peñas aborrascadas; aquí bocas que bostezan o monstruos de fieras garras; allí una informe joroba, allá una grotesca panza; torvos hocicos de fieras y dentaduras melladas; rocas y rocas, y troncos y troncos, ramas y ramas. En el hondón del barranco la noche, el miedo y el agua. V Un lobo surgió; sus ojos lucían como dos ascuas. Era la noche, una noche húmeda, obscura y cerrada. Los dos hermanos quisieron volver. La selva ululaba. Cien ojos fieros ardían en la selva, a sus espaldas. VI Llegaron los asesinos hasta la Laguna Negra; agua transparente y muda, que enorme muro de piedra, donde los buitres anidan y el eco duerme, rodea; agua clara donde beben las águilas de la sierra, donde el jabalí del monte y el ciervo y el corzo abrevan; agua pura y silenciosa, que copia cosas eternas; agua impasible, que guarda en su seno las estrellas. —¡Padre!—gritaron; al fondo de la laguna serena cayeron, y el eco, “¡Padre!” repitió de peña en peña. PROVERBIOS Y CANTARES [PROVERBIOS Y CANTARES] I ¿Para qué llamar caminos a los surcos del azar?... Todo el que camina, anda como Jesús sobre el mar. II A quien nos justifica nuestra desconfianza llamamos enemigo, ladrón de una esperanza. Jamás perdona el necio si ve la nuez vacía que dió a cascar al diente de la sabiduría. III ¡Ojos que a la luz se abrieron un día, para, después, ciegos tornar a la tierra, hartos de mirar sin ver! IV Es el mejor de los buenos quien sabe que en esta vida todo es cuestión de medida: un poco más, algo menos... V Ayer soñé que veía a Dios y que a Dios hablaba; y soñé que Dios me oía... Después soñé que soñaba. VI Luz del alma, luz divina, faro, antorcha, estrella, sol... Un hombre a tientas camina; lleva a la espalda un farol. VII Todo hombre tiene dos batallas que pelear: en sueños lucha con Dios, y despierto, con el mar. VIII Moneda que está en la mano quizás se deba guardar; pero lo que está en el alma, se pierde si no se da. IX ¿Dices que nada se pierde? Si esta copa de cristal se me rompe, nunca en ella beberé, nunca jamás. X Dices que nada se pierde, y acaso dices verdad; pero todo lo perdemos, y todo nos perderá. XI Todo pasa y todo queda; pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. XII Anoche soñé que oía a Dios gritándome: “¡Alerta!” Luego era Dios quien dormía, y yo gritaba: “¡Despierta!” XIII Dios no es el mar, está en el mar; riela como luna en el agua, o aparece como una blanca vela; en el mar se despierta o se adormece. Creó la mar, y nace de la mar cual la nube y la tormenta; es el Creador, y la criatura lo hace; su aliento es alma, y por el alma alienta. Yo he de hacerte, mi Dios, cual tú me hiciste, y para darte el alma que me diste, en mí te he de crear. Que el puro río de caridad que fluye eternamente, fluya en mi corazón. ¡Seca, Dios mío, de una fe sin amor la turbia fuente! XIV El demonio de mis sueños ríe con sus labios rojos, sus negros y vivos ojos, sus dientes finos, pequeños. Y, jovial y picaresco, se lanza a un baile grotesco, luciendo el cuerpo deforme y su enorme joroba. Es feo y barbudo y chiquitín y panzudo. Yo no sé por qué razón, de mi tragedia, bufón, te ríes... Mas tú eres vivo por tu danzar sin motivo. VIAJE A D. Julio Cejador. Ya en los campos de Jaén, amanece. Corre el tren por sus brillantes rieles, devorando matorrales, alcaceles, terraplenes, pedregales, olivares, caseríos, praderas y cardizales, montes y valles sombríos. Tras la turbia ventanilla, pasa la devanadera del campo de primavera. La luz en el techo brilla de mi vagón de tercera. Entre nubarrones blancos, oro y grana, la niebla de la mañana va huyendo por los barrancos. ¡Este insomne sueño mío! ¡Este frío de un amanecer en vela!... Resonante, jadeante, marcha el tren. El campo vuela. Enfrente de mí, un señor sobre su manta dormido; un fraile y un cazador, el perro a sus pies tendido. Yo contemplo mi equipaje, mi viejo saco de cuero, y recuerdo otro viaje hacia las tierras del Duero. Otro viaje de ayer por la tierra castellana... ¡Pinos del amanecer, entre Almazán y Quintana!... ¡Y alegría de un viajar en compañía! ¡Y la unión que ha roto la muerte un día! ¡Mano fría que aprietas mi corazón! Tren, camina, silba, humea; acarrea tu ejército de vagones; ajetrea maletas y corazones. Soledad, sequedad. Tan pobre me estoy quedando, que ya ni siquiera estoy conmigo, ni sé si voy conmigo a solas viajando. MARIPOSA DE LA SIERRA ¿No eres tú, mariposa, el alma de estas sierras solitarias, de sus barrancos hondos y de sus cumbres bravas? Para que tú nacieras, con su varita mágica a las tormentas de la piedra un día mandó callar un hada, y encadenó los montes para que tú volaras. ¡Anaranjada y negra, morenita y dorada, mariposa montés, sobre el romero plegadas las alillas, o, voltarias, jugando con el sol, o sobre un rayo de sol crucificadas!... ¡Mariposa montés y campesina, mariposa serrana, nadie ha pintado tu color; tú vives, tu color y tus alas, en el aire, en el sol, sobre el romero, tan libre, tan salada!... Que Juan Ramón Jiménez pulse por ti su lira franciscana. Sierra de Cazorla, Mayo de 1915. LAS ENCINAS A los señores de Masriera, en recuerdo de una expedición al Pardo. Encinares castellanos en alcores y altozanos, serrijones y colinas llenos de obscura maleza; encinas, pardas encinas —humildad y fortaleza,— mientras que llenándoos va el hacha de calvijares, ¿nadie cantaros sabrá, encinares? El roble es la guerra; el roble dice el valor y el coraje, rabia inmoble, con su torcido ramaje; y es más rudo que la encina y más nervudo; el alto roble parece que recalca y ennudece su robustez como atleta que, erguido, afinca en el suelo. El pino es el mar y el cielo y la montaña: el planeta. La palmera es el desierto, el sol y la lejanía: la sed, una fuente fría soñada en el campo muerto. Las hayas son la leyenda. Alguien en las viejas hayas leía una historia horrenda de crímenes y batallas. ¿Quién ha visto, sin temblar, un hayedo en un pinar? Los chopos son la ribera; liras de la primavera, cerca del agua que fluye, pasa y huye viva o lenta, que se emboca, turbulenta, o en remanso se dilata; en su eterno escalofrío copian el agua del río, que fluye en ondas de plata. De los parques las olmedas son las buenas arboledas que nos han visto jugar cuando eran nuestros cabellos rubios, y con nieve en ellos nos han de ver meditar. Tiene el manzano el rubor de su poma; el eucalipto el aroma de sus hojas; de su flor el naranjo la fragancia; y es del huerto la elegancia el ciprés obscuro y yerto. ¿Qué tienes tú, negra encina campesina, con tus ramas sin color en el campo sin verdor, con tu tronco ceniciento sin esbeltez ni altiveza, con tu vigor sin tormento y tu humildad, que es firmeza? En tu copa ancha y redonda nada brilla: ni tu verde obscura fronda, ni tu flor verdiamarilla. Nada es lindo ni arrogante en tu porte, ni guerrero, nada fiero que aderece su talante. Brotas derecha o torcida, con esa bondad que cede sólo a la ley de la vida, que es vivir como se puede. El campo mismo se hizo árbol en ti, parda encina. Ya contra el hielo invernizo, o bajo el sol que calcina, y el bochorno y la borrasca, el Agosto y el Enero, los copos de la nevasca, los hilos del aguacero, siempre firme, siempre igual, dócil, impasible y buena, ¡oh tú, robusta y serena, oh casta encina rural! ¡Oh los negros encinares de la raya aragonesa y las crestas militares de la tierra pamplonesa! ¡Encinas de Extremadura, de Castilla, que hizo a España; encinas de la llanura, del cerro y de la montaña; encinas del alto llano que el joven Duero rodea, y del Tajo, que serpea por el suelo toledano! ¡Encinas de junto al mar, en Santander; encinar que pones tu nota arisca, como un castellano ceño, en Córdoba la morisca; y tú, encinar madrileño, tan hermoso y tan sombrío, bajo el Guadarrama frío, con tu adustez castellana corrigiendo la vanidad y el atuendo y la hetiquez cortesana!... Ya sé, encinas campesinas, que os pintaron, con lebreles elegantes y corceles, los más egregios pinceles; que os cantaron los poetas augustales; que os asordan escopetas de cazadores reäles; mas sois el campo y el lar y la sombra tutelar de los buenos aldeanos que visten parda estameña y que cortan vuestra leña con sus manos. RETRATO Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido —ya conocéis mi torpe aliño indumentario;— mas recibí la flecha que me asignó Cupido, y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario. Hay en mis venas gotas de sangre jacobina; pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Adoro la hermosura, y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; mas no amo los afeites de la actual cosmética, ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar. Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la Luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una. ¿Soy clásico, o romántico? No sé. Dejar quisiera mi verso como deja el capitán su espada, famosa por la mano viril que la blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada. Converso con el hombre que siempre va conmigo —quien habla solo, espera hablar a Dios un día;— mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía. Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. A mi trabajo acudo; con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. Y cuando llegue el día del último vïaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar. A DON MIGUEL DE UNAMUNO (POR SU LIBRO “VIDA DE DON QUIJOTE Y SANCHO”) Este donquijotesco Don Miguel de Unamuno, fuerte vasco, lleva el arnés grotesco y el irrisorio casco del buen manchego. Don Miguel camina jinete de quimérica montura, metiendo espuela de oro a su locura, sin miedo de la lengua que malsina. A un pueblo de arrieros, lechuzos y tahures y logreros dicta lecciones de Caballería. El alma desalmada de su raza, que bajo el golpe de su férrea maza aún duerme, puede que despierte un día. Quiere enseñar el ceño de la duda, antes de que cabalgue, al caballero; cual nuevo Hamlet, a mirar desnuda cerca del corazón la hoja de acero. Tiene el aliento de una estirpe fuerte que soñó más allá de sus hogares, y que el oro buscó tras de los mares. Él señala la gloria tras la muerte. Quiere ser fundador, y dice: “Creo; Dios, y adelante el ánima española...” Y es tan bueno y mejor que fué Loyola: sabe a Jesús y escupe al fariseo. 1905 A DON FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS Como se fué el maestro, la luz de esta mañana me dijo:—Van tres días que mi hermano Francisco no trabaja. ¿Murió?—Sólo sabemos que se nos fué por una senda clara diciéndonos: “Hacedme un duelo de labores y esperanzas. Sed buenos y no más; sed lo que he sido entre vosotros: alma. Vivid; la vida sigue; los muertos mueren y las sombras pasan. Lleva quien deja y vive el que ha vivido. Yunques, sonad; enmudeced, campanas.” Y hacia otra luz más pura partió el hermano de la luz del alba, el sol de los talleres, el viejo alegre de la vida santa. ¡Oh, sí; llevad, amigos, su cuerpo a la montaña, a los azules montes del ancho Guadarrama! Allí hay barrancos hondos de pinos verdes donde el viento canta. Su corazón repose bajo una encina casta, en tierra de tomillos, donde juegan mariposas doradas. Allí el maestro, un día, soñaba un nuevo florecer de España. ÍNDICE _Págs._ PRÓLOGO 7 SOLEDADES SOLEDADES, GALERÍAS Y OTROS POEMAS Prólogo 15 El viajero 17 La plaza y los naranjos encendidos 21 En el entierro de un amigo 23 Recuerdo infantil 25 Yo voy soñando caminos 27 Hacia un ocaso radiante 29 Cante hondo 33 La calle en sombra 35 El poeta 37 Verdes jardinillos 41 Del camino 43 Galerías 55 Introducción 57 Sueño infantil 67 Campo 97 Los sueños 99 Renacimiento 101 CANCIONES.—HUMORADAS Abril florecía 109 De la vida 113 La noria 117 El cadalso 121 Las moscas 123 Elegía de un madrigal 127 Acaso... 129 Jardín 131 A un naranjo y a un limonero vistos en una tienda de plantas y flores 133 Hastío 135 Nevermore 137 De la vida 141 Sol de invierno 143 A un viejo y distinguido señor 145 CAMPOS DE CASTILLA Prólogo 149 A orillas del Duero 153 Por tierras de España 157 El hospicio 159 Amanecer de otoño 161 Noche de verano 163 Pascua de Resurrección 165 Campos de Soria 167 A un olmo seco 185 LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ Siendo mozo Alvargonzález 189 Feliz vivió Alvargonzález 191 Mucha sangre de Caín 193 Alvargonzález ya tiene 195 El sueño 197 Aquella tarde... 207 Otros días 221 Castigo 235 El viajero 243 El indiano 255 La casa 261 La tierra 271 Los asesinos 281 PROVERBIOS Y CANTARES 295 Viaje 303 Mariposa de la sierra 307 Las encinas 309 Retrato 315 A Don Miguel de Unamuno 319 A Don Francisco Giner de los Ríos 321 NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas como MAYÚSCULAS. * Se ha respetado la ortografía original, normalizándola a la grafía de mayor frecuencia. * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Para preservar la coherencia con el Índice, se sustituye por “Prólogo” el encabezado de las introducciones a “Soledades” y “Campos de Castilla”. * Se han añadido encabezados entre corchetes para no dejar lugares vacíos en la jerarquía de títulos. *** End of this LibraryBlog Digital Book "Páginas escogidas" *** Copyright 2023 LibraryBlog. 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