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Title: Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 1 de 3) - Novela
Author: Le Sage, Alain René
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 1 de 3) - Novela" ***


                        NOTA DEL TRANSCRIPTOR:

—Los errores obvios de impresión y puntuación han sido corregidos.

—Se ha mantenido la acentuación del libro original, que difiere
notablemente de la utilizada en español moderno.

—Las palabras negrillas han sido representadas como =negrillas=.



                                Le Sage

                  HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA
                                TOMO I


                                MCMXXII



         Papel expresamente fabricado por LA PAPELERA ESPAÑOLA



                                LE SAGE


                               Historia

                                  de

                        Gil Blas de Santillana

                                NOVELA

                                TOMO I

                        Traducción del P. Isla

[Illustration: LOGO]


                             MADRID, 1922



                Talleres “Calpe”, Larra, 6 y 8.—MADRID



_La famosísima novela de Le Sage_ GIL BLAS DE SANTILLANA _fué traducida
superiormente por el padre Isla, el autor de_ Fray Gerundio. _Esta
traducción es la que publicamos. Hízola el padre Isla con la intención
de mostrar patente el origen español de la inspiración que animara
a Le Sage. ¿Consiguió lo que pretendía? En parte sí, pues leído el_
GIL BLAS _en la traducción española de Isla parece enteramente una
novela picaresca de las muchas que ha producido nuestra literatura.
Pero si miramos con mayor atención la novela, veremos en ella un gran
número de rasgos que esencialmente la clasifican entre las obras de
ingenio e inspiración típicamente franceses. Prepondera la descripción
de caracteres, la fina sátira moral, la intención psicológica sobre
la mera narración de aventuras. Le Sage no inventa intrigas por el
solo placer de la acción, sino para engarzar en ellas tipos, vicios,
defectos morales, ridiculeces de la especie humana. Así adquiere su
obra un sentido filosófico, moral; más que novela de aventuras es
novela de costumbres y de caracteres._

_Le Sage, que nació en la Bretaña y se hizo abogado en París, fué uno
de los primeros escritores que vivieron exclusivamente de su pluma.
Publicó en 1715 los dos primeros tomos de_ GIL BLAS, _que llegaban
hasta el punto en que Gil Blas es nombrado intendente general de D.
Alfonso de Leyva. En vista del formidable éxito que obtuvo, escribió
una continuación, publicada en 1724, que comprende la estancia de Gil
Blas en Granada y su traslado a Madrid, con la historia de su privanza
con el duque de Lerma. El éxito de esta continuación superó al de los
dos primeros tomos, y en 1735 publicó Le Sage el final de la obra, con
la narración del ministerio y muerte del Conde Duque y el retiro de Gil
Blas a Liria._



GIL BLAS DE SANTILLANA



DECLARACIÓN DE LE SAGE


Como hay personas que no saben leer un libro sin aplicar los caracteres
viciosos o ridículos que en él se censuran a personas determinadas,
declaro a estos maliciosos lectores que harán mal y se engañarán mucho
en hacer la aplicación a ningún individuo en particular de los retratos
que encontrarán en esta obra. Protesto al público que solamente me he
propuesto representar la vida del común de los hombres tal cual es, y
no permita Dios que jamás sea mi ánimo señalar a ninguno con el dedo.
Si hubiere alguno que crea se ha dicho por él lo que puede convenir
a tantos otros, le aconsejo que calle y no se queje, porque de otra
manera él mismo se dará a conocer fuera de tiempo. _Stultè nudabit
animi conscientiam_, dice Fedro.

No menos en Francia que en España se hallan médicos cuyo método de
curar no es otro que sangrar sobradamente a sus enfermos. Los vicios
y los originales ridículos son de todas las naciones. Confieso que no
siempre describí exactamente las costumbres españolas. Por ejemplo:
los que saben cómo viven en Madrid los comediantes, quizá me notarán de
haberlos pintado con colores demasiadamente mitigados; pero creí deber
hacerlo así por que fuesen algo más parecidos a los nuestros.



UNA PALABRITA AL LECTOR


Antes de leer la historia de mi vida, escucha, lector amigo, un cuento
que te voy a contar.

Caminaban juntos y a pie dos estudiantes desde Peñafiel a Salamanca.
Sintiéndose cansados y sedientos, se sentaron junto a una fuente que
estaba en el camino. Después que descansaron y mitigaron la sed,
observaron por casualidad una como lápida sepulcral que a flor de la
tierra se descubría cerca de ellos, y sobre la lápida unas letras medio
borradas por el tiempo y por las pisadas del ganado que venía a beber
a la fuente. Picóles la curiosidad, y lavando la piedra con agua,
pudieron leer estas palabras castellanas: _Aquí está enterrada el alma
del licenciado Pedro García_.

El más mozo de los estudiantes, que era vivaracho y un si es no es
atolondrado, apenas leyó la inscripción cuando exclamó, riéndose a
carcajada tendida: «¡Gracioso disparate! ¡Aquí está enterrada el alma!
Pues qué, ¿un alma puede enterrarse? ¡Quién me diera a conocer el
ignorantísimo autor de tan ridículo epitafio!» Y diciendo esto, se
levantó para irse. Su compañero, que era algo más juicioso y reflexivo,
dijo para consigo: «Aquí hay misterio, y no me he de apartar de este
sitio hasta averiguarlo.» Dejó partir al otro, y, sin perder tiempo,
sacó un cuchillo y comenzó a socavar la tierra alrededor de la lápida,
hasta que logró levantarla. Encontró debajo de ella un bolsillo;
abrióle, y halló en él cien ducados, con estas palabras en latín:
_Declárote por heredero mío a ti, cualquiera que seas, que has tenido
ingenio para entender el verdadero sentido de la inscripción; pero
te encargo que uses de este dinero mejor que yo usé de él_. Alegre
el estudiante con este descubrimiento, volvió a poner la lápida como
antes estaba y prosiguió su camino a Salamanca, llevándose el alma del
licenciado.

Tú, amigo lector, seas quien fueres, necesariamente te has de parecer a
uno de estos dos estudiantes. Si lees mis aventuras sin hacer reflexión
a las instrucciones morales que encierran, ningún fruto sacarás de esta
lectura; pero si las leyeres con atención, encontrarás en ellas, según
el precepto de Horacio, _lo útil mezclado con lo agradable_.



LIBRO PRIMERO



CAPÍTULO PRIMERO

Nacimiento de Gil Blas, y su educación.


Blas de Santillana, mi padre, después de haber servido muchos años en
los ejércitos de la Monarquía española, se retiró al lugar donde había
nacido. Casóse con una aldeana, y yo nací al mundo diez meses después
que se habían casado. Pasáronse a vivir a Oviedo, donde mi madre se
acomodó por ama de gobierno y mi padre por escudero. Como no tenían más
bienes que su salario, corría gran peligro mi educación de no haber
sido la mejor si Dios no me hubiera deparado un tío que era canónigo de
aquella iglesia. Llamábase Gil Pérez, era hermano mayor de mi madre y
había sido mi padrino. Figúrate, allá en tu imaginación, lector mío, un
hombre pequeño, de tres pies y medio de estatura, extraordinariamente
gordo, con la cabeza zambullida entre los hombros, y he aquí la _vera
efigies_ de mi tío. Por lo demás, era un eclesiástico que sólo pensaba
en darse buena vida; quiero decir en comer y en tratarse bien, para lo
cual le suministraba suficientemente la renta de su prebenda.

Llevóme a su casa cuando yo era niño y se encargó de mi educación.
Parecíle desde luego tan despejado, que resolvió cultivar mi talento.
Compróme una cartilla y quiso él mismo ser mi maestro de leer. También
hubiera querido enseñarme por sí mismo la lengua latina, porque ese
dinero ahorraría; pero el pobre Gil Pérez se vió precisado a ponerme
bajo la férula de un preceptor, y me envió al doctor Godínez, que
pasaba por ser el más hábil pedante que había en Oviedo. Aproveché
tanto en esta escuela, que al cabo de cinco o seis años entendía un
poco de los autores griegos y suficientemente los poetas latinos.
Apliquéme después a la Lógica, que me enseñó a discurrir y argumentar
sin término. Gustábanme mucho las disputas, y detenía a los que
encontraba, conocidos o no conocidos, para proponerles cuestiones y
argumentos. Topábame a veces con algunos manteístas que no apetecían
otra cosa, y entonces era el oírnos disputar. ¡Qué voces! ¡Qué patadas!
¡Qué gestos! ¡Qué contorsiones! ¡Qué espumarajos en las bocas! Más
parecíamos energúmenos que filósofos.

De esta manera logré gran fama de sabio en toda la ciudad. A mi tío
se le caía la baba, y se lisonjeaba infinito con la esperanza de
que, en virtud de mi reputación, presto dejaría de tenerme sobre sus
costillas. Díjome un día: «¡Hola, Gil Blas! Ya no eres niño; tienes
diez y siete años, y Dios te ha dado habilidad. Hemos menester pensar
en ayudarte. Estoy resuelto a enviarte a la Universidad de Salamanca,
donde con tu ingenio y con tu talento no dejarás de colocarte en un
buen puesto. Para tu viaje te daré algún dinero y la mula, que vale de
diez a doce doblones, la que podrás vender en Salamanca, y mantenerte
después con el dinero hasta que logres algún empleo que te dé de comer
honradamente.»

No podía mi tío proponerme cosa más de mi gusto, porque reventaba por
ver mundo; sin embargo, supe vencerme y disimular mi alegría. Cuando
llegó la hora de marchar, sólo me mostré afligido del sentimiento de
separarme de un tío a quien debía tantas obligaciones; enternecióse el
buen señor, de manera que me dió más dinero del que me daría si hubiera
leído o penetrado lo que pasaba en lo íntimo de mi corazón. Antes de
montar quise ir a dar un abrazo a mi padre y a mi madre, los cuales no
anduvieron escasos en materia de consejos. Exhortáronme a que todos
los días encomendase a Dios a mi tío, a vivir cristianamente, a no
mezclarme nunca en negocios peligrosos y, sobre todo, a no desear, y
mucho menos a tomar, lo ajeno contra la voluntad de su dueño. Después
de haberme arengado largamente, me regalaron con su bendición, la única
cosa que podía esperar de ellos. Inmediatamente monté en mi mula y salí
de la ciudad.



CAPÍTULO II

De los sustos que tuvo Gil Blas en el camino de Peñaflor, lo que hizo
cuando llegó allí y lo que le sucedió con un hombre que cenó con él.


Héteme aquí ya fuera de Oviedo, camino de Peñaflor, en medio de los
campos, dueño de mi persona, de una mala mula y de cuarenta buenos
ducados, sin contar algunos reales más que había hurtado a mi bonísimo
tío. La primera cosa que hice fué dejar la mula a discreción, esto
es, que anduviese al paso que quisiese. Echéla el freno sobre el
pescuezo, y sacando de la faltriquera mis ducados los comencé a contar
y recontar dentro del sombrero. No podía contener mi alegría; jamás me
había visto con tanto dinero junto; no me hartaba de verle, tocarle
y retocarle. Estábale recontando quizá por la vigésima vez, cuando
la mula alzó de repente la cabeza en aire de espantadiza, aguzó las
orejas y se paró en medio del camino. Juzgué desde luego que la había
espantado alguna cosa, y examiné lo que podía ser. Vi en medio del
camino un sombrero, con un rosario de cuentas gordas en su copa, y al
mismo tiempo oí una voz lastimosa que pronunció estas palabras: «¡Señor
pasajero, tenga usted piedad de un pobre soldado estropeado y sírvase
de echar algunos reales en ese sombrero, que Dios se lo pagará en el
otro mundo!» Volví los ojos hacia donde venía la voz, y vi al pie de
un matorral, a veinte o treinta pasos de mí, una especie de soldado,
que sobre dos palos cruzados apoyaba la boca de una escopeta, que me
pareció más larga que una lanza, con la cual me apuntaba a la cabeza.
Sobresaltéme extrañamente, miré como perdidos mis ducados y empecé a
temblar como un azogado. Recogí lo mejor que pude mi dinero; metíle
disimulada y bonitamente en la faltriquera, y quedándome en las manos
con algunos reales los fuí echando poco a poco y uno a uno en el
sombrero destinado para recibir la limosna de los cristianos cobardes y
atemorizados, a fin de que conociese el soldado que yo me portaba noble
y generosamente. Quedó satisfecho de mi generosidad y dióme tantas
gracias como yo espolazos a la mula para que cuanto antes me alejase de
él; pero la maldita bestia, burlándose de mi impaciencia, no por eso
caminaba más a prisa. La vieja costumbre de caminar paso a paso bajo el
gobierno de mi tío la había hecho olvidarse de lo que era el galope.

No me pareció esta aventura el mejor agüero para el resto del viaje.
Veía que aun no estaba en Salamanca y que me podían suceder otras
peores. Parecióme que mi tío había andado poco prudente en no haberme
entregado a algún arriero. Esto era, sin duda, lo que debiera haber
hecho; pero le parecía que dándome su mula gastaría menos en el viaje,
lo cual le hizo más fuerza que la consideración de los peligros a
que me exponía. Para reparar esta falta determiné vender mi mula en
Peñaflor, si tenía la dicha de llegar a aquel lugar. y ajustarme con
un arriero hasta Astorga, haciendo lo mismo con otro desde Astorga a
Salamanca. Aunque nunca había salido de Oviedo, sabía los nombres de
todos los lugares por donde había de pasar, habiéndome informado de
ellos antes de ponerme en camino.

Llegué felizmente a Peñaflor y me paré a la puerta de un mesón que
tenía bella apariencia. Apenas eché pie a tierra cuando el mesonero
me salió a recibir con mucha cortesía. El mismo desató mi maleta y
mis alforjas, cargó con ellas y me condujo a un cuarto, mientras sus
criados llevaban la mula a la caballeriza. Era el tal mesonero el
mayor hablador de todo Asturias, tan fácil en contar sin necesidad
todas sus cosas como curioso en informarse de las ajenas. Díjome que
se llamaba Andrés Corzuelo y que había servido al rey muchos años de
sargento, y se había retirado quince meses hacía por casarse con una
moza de Castropol, que era buen bocado, aunque algo morena. Y después
me refirió otra infinidad de cosas que tanto importaba saberlas como
ignorarlas. Hecha esta confianza, juzgándose ya acreedor a que yo le
correspondiese con la misma, me preguntó quién era, de dónde venía y
a dónde caminaba. A todo lo cual me consideré obligado a responder
artículo por artículo, puesto que cada pregunta la acompañaba con una
profunda reverencia, suplicándome muy respetuosamente que perdonase su
curiosidad. Esto me empeñó insensiblemente en una larga conversación
con él, en la cual ocurrió hablar del motivo y fin que tenía en desear
deshacerme de mi mula y proseguir el viaje con algún arriero. Todo me
lo aprobó mucho, y no cierto sucintamente, porque me representó todos
los accidentes que me podían suceder y me embocó mil funestas historias
de los caminantes. Pensé que nunca acabase; pero al fin acabó,
diciéndome que si quería vender la mula él conocía un muletero, hombre
muy de bien, que acaso la compraría. Respondíle me daría gusto en
enviarle a llamar, y él mismo en persona partió al punto a noticiarle
mi deseo.

Volvió en breve acompañado del chalán, y me le presentó ponderando
mucho su honradez. Entramos en el corral, donde habían sacado mi mula.
Paseáronla y repaseáronla delante del muletero, que con grande atención
la examinó de pies a cabeza. Púsole mil tachas, hablando de ella muy
mal. Confieso que tampoco podía decir de ella mucho bien; pero lo mismo
diría aunque fuera la mula del Papa. Protestaba que tenía cuantos
defectos podía tener el animal, apelando al juicio del mesonero,
que sin duda tenía sus razones para conformarse con el suyo. «Ahora
bien—me preguntó fríamente el chalán—: ¿cuánto pide usted por su
mula?» Yo, que la daría de balde después del elogio que había hecho de
ella, y sobre todo de la atestación del señor Corzuelo, que me parecía
hombre honrado, inteligente y sincero, le respondí remitiéndome en todo
a lo que la apreciase su hombría de bien y su conciencia, protestando
que me conformaría con ello. Replicóme, picándose de hombre de bien
y timorato, que habiendo interesado su conciencia le tocaba en lo más
vivo y en lo que más le dolía, porque al fin éste era su lado flaco; y
efectivamente no era el más fuerte, porque en lugar de los diez o doce
doblones en que mi tío la había valuado no tuvo vergüenza de tasarla en
tres ducados, que me entregó, y yo recibí tan alegre como si hubiera
ganado mucho en aquel trato.

Después de haberme deshecho tan ventajosamente de mi mula, el mesonero
me condujo a casa de un arriero que al día siguiente había de partir
a Astorga. Díjome éste que pensaba salir antes de amanecer y que él
tendría cuidado de despertarme. Quedamos de acuerdo en lo que le había
de dar por comida y macho, y yo me volví al mesón en compañía de
Corzuelo, el cual en el camino me comenzó a contar toda la historia
del arriero. Encajóme cuanto se decía de él en la villa, y aun llevaba
traza de continuar aturdiéndome con sus impertinentes habladurías,
cuando, por fortuna, le interrumpió un hombre de buen aspecto, que
se acercó a él y le saludó con mucha urbanidad. Dejélos a los dos y
proseguí mi camino, sin pasarme por el pensamiento que pudiese yo tener
parte alguna en su conversación.

Luego que llegué al mesón, pedí de cenar. Era día de viernes y me
contenté con huevos. Mientras los disponían, trabé conversación con
la mesonera, que hasta entonces no se había dejado ver. Parecióme
bastantemente linda, de modales muy desembarazados y vivos. Cuando
me avisaron que ya estaba hecha la tortilla, me senté a la mesa solo.
No bien había comido el primer bocado, he aquí que entra el mesonero
en compañía de aquel hombre con quien se había parado a hablar en
el camino. El tal caballero, que podía tener treinta años, traía al
lado un largo chafarote. Acercándose a mí con cierto aire alegre y
apresurado, «Señor licenciado—me dijo—, acabo de saber que usted
es el señor Gil Blas de Santillana, la honra de Oviedo y la antorcha
de la Filosofía. ¿Es posible que sea usted aquel joven sapientísimo,
aquel ingenio sublime cuya reputación es tan grande en todo este país?
¡Vosotros no sabéis—volviéndose al mesonero y a la mesonera—qué
hombre tenéis en casa! ¡Tenéis en ella un tesoro! ¡En este mozo estáis
viendo la octava maravilla del mundo!» Volviéndose después hacia mí, y
echándome los brazos al cuello, «Excuse usted—me dijo—mis arrebatos;
no soy dueño de mí mismo ni puedo contener la alegría que me causa su
presencia.»

No pude responderle de pronto, porque me tenía tan estrechamente
abrazado que apenas me dejaba libre la respiración; pero luego que
desembaracé un poco la cabeza, le dije: «Nunca creí que mi nombre fuese
conocido en Peñaflor.» «¿Qué llama conocido?—me repuso en el mismo
tono—. Nosotros tenemos registro de todos los grandes personajes
que nacen a veinte leguas en contorno. Usted está reputado por un
prodigio, y no dudo que algún día dará a España tanta gloria el haberle
producido como a la Grecia el ser madre de sus siete sabios. A estas
palabras se siguió un nuevo abrazo, que hube de aguantar aun a peligro
de que me sucediese la desgracia de Anteo. Por poca experiencia del
mundo que yo hubiera tenido, no me dejaría ser el dominguillo de sus
demostraciones ni de sus hipérboles. Sus inmoderadas adulaciones y
excesivas alabanzas me harían conocer desde luego que era uno de
aquellos truhanes pegotes y petardistas que se hallan en todas partes
y se introducen con todo forastero para llenar la barriga a costa
suya; pero mis pocos años y mi vanidad me hicieron formar un juicio
muy distinto. Mi panegirista y mi admirador me pareció un hombre muy
de bien y muy real, y así, le convidé a cenar conmigo. ¡Con mucho
gusto!—me respondió prontamente—. Estoy muy agradecido a mi buena
estrella por haberme dado a conocer al ilustre señor Gil Blas y no
quiero malograr la fortuna de estar en su compañía y disfrutar sus
favores lo más que me sea posible. A la verdad—prosiguió—, no tengo
gran apetito, y me sentaré a la mesa sólo por hacer compañía a usted,
comiendo algunos bocados meramente por complacerle y por mostrar cuánto
aprecio sus finezas.»

Sentóse enfrente de mí el señor mi panegirista. Trajéronle un cubierto,
y se arrojó a la tortilla con tanta ansia y con tanta precipitación
como si hubiera estado tres días sin comer. Por el gusto con que
la comía conocí que presto daría cuenta de ella. Mandé se hiciese
otra, lo que se ejecutó al instante; pusiéronla en la mesa cuando
acabábamos, o, por mejor decir, cuando mi huésped acababa de engullirse
la primera. Sin embargo, comía siempre con igual presteza, y sin
perder bocado añadía sin cesar alabanzas sobre alabanzas, las cuales
me sonaban bien y me hacían estar muy contento de mi personilla.
Bebía frecuentemente, brindando unas veces a mi salud y otras a la de
mi padre y de mi madre, no hartándose de celebrar su fortuna en ser
padres de tal hijo. Al mismo tiempo echaba vino en mi vaso, incitándome
a que le correspondiese. Con efecto, no correspondía yo mal a sus
repetidos brindis; con lo cual y con sus adulaciones me sentí de tan
buen humor que, viendo ya medio comida la segunda tortilla, pregunté al
mesonero si tenía algún pescado. El señor Corzuelo, que, según todas
las apariencias, se entendía con el petardista, respondió: «Tengo una
excelente trucha; pero costará cara a los que la coman y es bocado
demasiadamente delicado para usted.» «¿Qué llama usted _demasiadamente
delicado_?—replicó mi adulador—. ¡Traiga usted la trucha y descuide
de lo demás! ¡Ningún bocado, por regalado que sea, es demasiado bueno
para el señor Gil Blas de Santillana, que merece ser tratado como un
príncipe!»

Tuve particular gusto de que hubiese retrucado con tanto aire
las últimas palabras del mesonero, en lo cual no hizo mas que
anticipárseme. Dime por ofendido y dije con enfado al mesonero: «¡Venga
la trucha y otra vez piense más en lo que dice!» El mesonero, que no
deseaba otra cosa, hizo cocer luego la trucha y presentóla en la mesa.
A vista del nuevo plato brillaron de alegría los ojos del taimado,
que dió mayores pruebas del deseo que tenía de complacerme; es decir,
que se abalanzó al pez del mismo modo que se había arrojado a las
tortillas. No obstante, se vió precisado a rendirse, temiendo algún
accidente, porque se había hartado hasta el gollete. En fin, después de
haber comido y bebido hasta más no poder, quiso poner fin a la comedia.
«¡Oh señor Gil Blas!—me dijo alzándose de la mesa—. Estoy tan
contento de lo bien que usted me ha tratado, que no le puedo dejar sin
darle un importante consejo, del que me parece tiene no poca necesidad.
Desconfíe por lo común de todo hombre a quien no conozca, y esté
siempre muy sobre sí para no dejarse engañar de las alabanzas. Podrá
usted encontrar con otros que quieran, como yo, divertirse a costa de
su credulidad, y puede suceder que las cosas pasen más adelante. No sea
usted su hazmerreír y no crea sobre su palabra que le tengan por la
octava maravilla del mundo.» Diciendo esto, rióse de mí en mis bigotes
y volvióme las espaldas.

Sentí tanto esta burla como cualquiera de las mayores desgracias
que me sucedieron después. No hallaba consuelo viéndome burlado tan
groseramente, o, por mejor decir, viendo mi orgullo tan humillado. «¡Es
posible—me decía yo—que aquel traidor se hubiese burlado de mí! Pues
qué, ¿solamente buscó al mesonero para sonsacarle, o estaban ya de
inteligencia los dos? ¡Ah pobre Gil Blas; muérete de vergüenza, porque
diste a estos bribones justo motivo para que te hagan ridículo! Sin
duda que compondrán una buena historia de esta burla, la cual podrá
muy bien llegar a Oviedo, y en verdad que te hará grandísimo honor.
Tus padres se arrepentirán de haber arengado tanto a un mentecato.
¡En vez de exhortarme a que no engañase a nadie, debieran haberme
encomendado que de ninguno me dejase engañar!» Agitado de estos amargos
pensamientos, y encendido en cólera, me encerré en mi cuarto y me
metí en la cama; pero no pude dormir, y apenas había cerrado los ojos
cuando el arriero vino a despertarme y a decirme que sólo esperaba
por mí para ponerse en camino. Levantéme prontamente, y mientras me
estaba vistiendo vino Corzuelo con la cuenta del gasto, en la cual no
se olvidaba la trucha; y no solamente hube de pasar por todo lo que
él cargaba, sino que, mientras le pagaba el dinero, tuve el dolor de
conocer que se estaba relamiendo en la memoria del pasado chasco de
la noche precedente. Después de haber pagado bien una cena que había
digerido tan mal, partí con mi maleta a casa del arriero, dando a todos
los diablos al petardista, al mesonero y al mesón.



CAPÍTULO III

De la tentación que tuvo el arriero en el camino, en qué paró, y cómo
Gil Blas se estrelló contra Caribdis queriendo evitar a Scila.


No era yo solo el que había de caminar con el arriero. Habíanse
ajustado con el mismo dos hijos de familia de Peñaflor; un muchacho o
niño de coro de Mondoñedo, que iba a correr mundo; un caballerete de
Astorga y una joven del Bierzo, con quien acababa de casarse. En muy
poco tiempo nos hicimos amigos, y cada uno contó a dónde iba y de dónde
venía. Aunque la novia estaba en lo mejor de su edad, era tan morena
y de tan poca gracia que no me daba mucho gusto el mirarla; con todo
eso, sus pocos años y su robustez inclinaron hacia ella al arriero;
tanto, que resolvió hacer una tentativa para lograr sus favores. Pasó
la jornada en meditar el modo y dilató la ejecución hasta la última
posada. Esta fué en Cacabelos. Hízonos apear en un mesón que está a
la entrada del lugar, esto es, un poco fuera de él, cuyo mesonero
sabía él muy bien que era hombre callado y amigo de complacer. Dispuso
que nos condujese a un cuarto muy retirado, donde nos dejó cenar
tranquilamente; pero al fin de la cena vimos entrar al arriero furioso
como un demonio, votando, jurando y blasfemando; y mirándonos a todos
con ojos centelleantes, «¡Por vida de quien soy—dijo—que me han
hurtado cien doblones que traía en una bolsa de cuero, y por fuerza han
de parecer! ¡Ahora ahora me voy derecho al juez, para que dé tormento
a todos hasta que se descubra el ladrón y me restituya mi dinero!»
Diciendo esto con un aire muy natural, nos volvió apresuradamente y con
enfado las espaldas, dejándonos atónitos, mirándonos los unos a los
otros.

A ninguno le ocurrió que podía ser aquello una ficción, porque todavía
no nos podíamos conocer bien; antes sí sospeché yo que el ladrón sería
el muchacho de coro, así como él quizá sospecharía lo mismo de mí.
Fuera de eso, todos éramos unos pobres simples, que no sabíamos las
formalidades que preceden en semejantes casos a la prueba del tormento,
y desde luego creímos que se había de comenzar por aquí. Poseídos,
pues, de esta aprensión, precipitadamente nos salimos del cuarto,
escapando unos a la calle y otros al huerto, para salvarse cada cual
como pudiese; y el novio de Astorga, turbado con la idea del tormento,
se salvó como otro Eneas, olvidado enteramente de su mujer. Entonces
el arriero, según supe con el tiempo, más incontinente que sus machos,
y muy alegre porque su estratagema había producido el efecto que
pretendía, entró en el cuarto donde estaba la novia, haciendo alarde
de su invención, y procuró aprovecharse de la ocasión; pero aquella
Lucrecia asturiana, a quien daba mayores fuerzas la mala traza del
arriero, hizo una vigorosa resistencia, dando descompasados gritos.
La patrulla, que por casualidad se hallaba cerca de una posada que
sabía ser muy digna de su atención, entró en ella, y preguntó quién
daba y cuál era el motivo de aquellos gritos. El mesonero estaba
cantando en la cocina y fingiendo que nada había oído; no obstante, se
vió precisado a conducir al comandante y a la patrulla al cuarto de
la persona que gritaba. Conoció luego el alférez el negocio de que se
trataba, y, como era hombre grosero y brutal, regaló provisionalmente
al enamorado arriero con cinco o seis buenos palos con el mango de la
alabarda, y le arengó con unas voces tan ofensivas al pudor como la
acción que daba motivo a la arenga. No se contentó con esto: echó mano
del delincuente y le condujo a la presencia del juez, juntamente con
la agraviada delatora, que con toda resolución quiso ir en persona a
quejarse de él, no obstante el desorden en que se hallaba. Oyóla el
juez, y habiéndola observado atentamente, halló que el acusado no tenía
excusa alguna y que era indigno de perdón. Mandó al punto le despojasen
y que en su presencia le diesen doscientos azotes, y ordenó después
que, si al día siguiente no parecía el marido de aquella mujer, dos
soldados la llevasen con toda decencia a Astorga a costa del arriero.

Por lo que toca a mí, atemorizado quizá más que los otros, salí
prontamente al campo, y atravesando terrenos, penetrando matorrales
y saltando los fosos que hallaba en el camino, llegué por fin a un
lóbrego y espeso bosque. Iba a entrar en él y a esconderme en el más
erizado matorral cuando me vi de repente con dos hombres a caballo,
que se pararon delante de mí. «¿Quién va allá?», dijeron; y, como el
miedo y la sorpresa no me dejaron hablar, acercándose más, cada uno
me puso al pecho una pistola, intimándome, pena de la vida, que les
dijese quién era, de dónde venía y qué iba yo a hacer en aquel bosque.
A esta manera de preguntar, que me pareció un _quid pro quo_ del
tormento con que se había burlado de nosotros el arriero, respondí que
era un pobre estudiante de Oviedo, que iba a continuar mis estudios en
Salamanca, refiriéndoles lo que nos acababa de suceder y confesando
sencillamente que el miedo del tormento me había hecho huir sin saber
dónde esconderme. Dieron una grande carcajada cuando oyeron un discurso
que tanto mostraba mi sencillez, y uno de ellos me dijo: «No tengas
miedo, querido; vente con nosotros y no temas, que te pondremos en toda
seguridad.» Diciendo esto, me hizo montar en la grupa de su caballo, y
volviendo las riendas nos envainamos todos tres en lo más intrincado y
más espeso del bosque.

No sabía yo qué pensar de tal encuentro; mas, no obstante, no
pronosticaba cosa mala. «Si estos hombres fueran ladrones—me decía
yo a mí mismo—ya me hubieran robado y quizá asesinado también. Acaso
serán algunos buenos hidalgos de esta tierra, que viéndome atemorizado
se han compadecido de mí y por caridad me llevan a su casa.» No me
duró mucho la duda. Después de algunas vueltas y revueltas, con
grandísimo silencio llegamos por fin al pie de una colina, donde nos
apeamos. «Aquí hemos de dormir», dijo uno de los caballeros. Por más
que yo volví los ojos a todas partes, no veía casa, choza o cabaña,
ni la más mínima señal de habitación; cuando vi que aquellos dos
hombres alzaron una gran trampa de madera, cubierta de tierra y de
enramada, que ocultaba una larga entrada subterránea muy pendiente,
por donde los caballos por sí mismos se dejaron resbalar como quienes
ya estaban acostumbrados. Los caballeros me hicieron entrar con ellos
y dejaron caer la trampa con unas cuerdas que para este efecto estaban
fuertemente atadas a ella. Y he aquí al digno sobrino de mi tío el
canónigo Gil Pérez metido como ratón en una ratonera.



CAPÍTULO IV

Descripción de la cueva subterránea y de lo que vió en ella Gil Blas.


Entonces conocí entre qué especie de gentes me hallaba, y fácilmente
se puede adivinar que este conocimiento me quitaría el primer temor;
pero otro mucho mayor se apoderó luego de mí. Di por supuesto que iba
a perder la vida con mis pobres ducados; y mirándome como una víctima
que era conducida al sacrificio, caminaba más muerto que vivo entre
mis conductores, cuando, advirtiendo ellos mismos que iba temblando,
me exhortaron con la mayor dulzura, pero inútilmente, a que depusiese
todo temor. Habríamos caminado como unos doscientos pasos, cuando
entramos en una especie de caballeriza, a que daban luz dos grandes
candiles que pendían de la bóveda. Había en ella una buena provisión
de paja y muchos sacos atestados de cebada. Podían caber en ella
hasta veinte caballos, pero a la sazón solamente había los dos que
acababan de llegar. Salimos de la caballeriza y llegamos a la cocina,
donde una vieja estaba disponiendo la cena. No faltaba en la cocina
utensilio alguno. La cocinera era una mujer de más de sesenta años. Sus
blancos cabellos conservaban algunas manchas, residuos del color rubio
subido que tuvieran; su barba era puntiaguda, y la nariz tan larga y
encorvada que casi llegaba a besar la boca con la punta, y sus ojos tan
encarnados que parecían dos tomates maduros.

«Señora Leonarda—dijo uno de los caballeros, presentándome a aquel
bello ángel de tinieblas—, mire este mocito que le traemos.» Y
volviéndose después a mí, y viéndome pálido y consumido, me dijo:
«Vuelve, querido, en ti, y no tengas miedo, pues no te queremos hacer
mal. Nos hacía falta un mozo que aliviase en algo a nuestra pobre
cocinera; te encontramos, y ésta ha sido tu fortuna. Ocuparás la
plaza de un mozo que murió quince días ha, porque era de delicada
complexión. La tuya parece más robusta y no morirás tan presto.
A la verdad, no volverás ya a ver el sol; pero, en recompensa,
comerás bien y tendrás siempre buena lumbre. Pasarás la vida con
Leonarda, que es una criatura muy amable y humana. Tendrás cuantas
conveniencias quisieres, y ahora conocerás que no has venido a vivir
entre pordioseros y despilfarrados.» Al mismo tiempo tomó una luz y me
mandó que le siguiese. Llevóme a una bodega, donde vi una infinidad de
botellas y grandes vasijas de barro bien tapadas, llenas todas de vinos
exquisitos. Hízome pasar después por muchos cuartos, unos atestados
de piezas de lienzo y otros de ricos paños y telas de lana y seda. En
otro vi plata y oro y mucha vajilla marcada con diferentes escudos de
armas. Seguíle después a una gran sala, que alumbraban tres grandes
arañas de metal y conducía a otros cuartos que se comunicaban con ella.
Aquí me hizo nuevas preguntas, es a saber: cómo me llamaba y por qué
había salido de Oviedo. Después que satisfice su curiosidad, «Ahora
bien, Gil Blas—me dijo con mucho agrado—: puesto que sólo saliste
de tu patria para lograr algún acomodo, parece que naciste de pie,
pues se te proporciona vivir entre nosotros. Ya te lo he dicho: aquí
vivirás en medio de la abundancia; nadarás en oro y plata y estarás con
toda seguridad. Tal es este subterráneo, que aunque venga cien veces a
este bosque la Santa Hermandad, nunca dará con él: la entrada sólo la
conocemos yo y mis camaradas. Acaso me preguntarás cómo hemos podido
nosotros fabricar este subterráneo sin que lo supiesen los paisanos
de los lugares vecinos; pero has de saber, amigo mío, que ésta no ha
sido obra nuestra, sino de muchos siglos. Después que los moros se
apoderaron de Granada, de Aragón y de casi toda España, los cristianos
que no se quisieron sujetar al yugo de los infieles huyeron y se
ocultaron en este país, en Vizcaya y Asturias, adonde se retiró también
el valiente don Pelayo. Los fugitivos y dispersos vivían por familias
en los bosques y en las más ásperas montañas; unos, escondidos en
cavernas, y otros, en subterráneos que ellos mismos fabricaron, y éste
es uno de tantos. Después que, afortunadamente, arrojaron de España a
sus enemigos se volvieron a sus ciudades, villas y lugares, y desde
entonces los subterráneos sirvieron de asilos a las gentes de nuestra
profesión. Es cierto que la Santa Hermandad ha descubierto y destruido
algunos, pero todavía han quedado muchos; y yo, gracias al Cielo,
quince años hace que habito impunemente en éste. Llámome el capitán
Rolando, soy el jefe de la compañía, y el otro que viste conmigo es uno
de mis camaradas.»



CAPÍTULO V

De la llegada de otros ladrones al subterráneo y de la conversación que
tuvieron entre sí.


No bien había dicho estas palabras el capitán, cuando aparecieron en
la sala seis caras nuevas, que eran su teniente y otros cinco de la
gavilla. Venían cargados de presa. Traían dos grandes zurrones llenos
de azúcar, canela, almendras y pasas. El teniente, dirigiéndose al
capitán, le dijo que había despojado a un especiero de Benavente de
aquellos zurrones, como también del macho que los llevaba; y después de
haber dado cuenta de su expedición en la pieza que servía de despacho,
se entregó en la repostería la hacienda del especiero. Hecho esto, se
trató de cenar y de alegrarse. Prepararon en la sala una gran mesa, y a
mí me enviaron a la cocina para que la tía Leonarda me instruyese en lo
que debía hacer. Cedí a la necesidad, ya que mi mala suerte lo quería
así, y disimulando mi sentimiento, me dispuse a servir a una gente tan
honrada.

Di principio por el aparador, cubriéndole de vasos y salvillas de
plata, flanqueadas de botellas llenas de excelente vino, que el señor
Rolando me había ponderado. Puse en la mesa dos géneros de sopa, a
cuya vista todos ocuparon sus asientos. Comenzaron a comer con mucho
apetito, manteniéndome yo tras de ellos en pie para servirles el vino.
El capitán les contó en pocas palabras mi historia de Cacabelos, con
la cual se divirtieron mucho. Aseguróles después que yo era un mozo
de mérito; pero como estaba ya tan escarmentado de las alabanzas,
pude oír mis elogios sin peligro. Convinieron todos en que parecía yo
como nacido para ser copero suyo, y que valía cien veces más que mi
predecesor. Como después de su muerte la señora Leonarda era la que
había servido el néctar a aquellos dioses infernales, le privaron de
este glorioso empleo, para revestirme a mí de él. De esta manera me
hallé convertido en un nuevo Ganimedes, sucesor de aquella maldita Hebe.

Después de la sopa se presentó un gran plato de asado para acabar de
saciar a los señores ladrones, los cuales bebían tanto como comían, y
en breve tiempo se pusieron todos de buen humor y comenzaron a meter
mucha bulla. Hablaban todos a un mismo tiempo: uno comenzaba una
historia, otro le interrumpía con un chiste o con una frialdad, éste
gritaba, aquél cantaba, y, en fin, ya no se entendían unos a otros.
Fatigado Rolando de una escena en que él ponía mucho de su parte, pero
todo inútilmente, levantó la voz en un tono que impuso silencio a la
compañía. «¡Señores—les dijo—, atención a lo que voy a proponeros! En
vez de aturdirnos unos a otros hablando todos a un tiempo, ¿no sería
mejor divertirnos y hablar como hombres de juicio y de razón? Ahora me
ocurre un pensamiento. Desde que vivimos juntos, nunca hemos tenido la
curiosidad de informarnos recíprocamente de qué familia o casa somos,
ni de la serie de aventuras por donde vinimos a abrazar esta profesión.
Con todo, me parece ésta una cosa muy digna de saberse. Hagámonos,
pues, esta confianza, que podrá servir no menos para nuestra diversión
que para nuestro gobierno.» El teniente y los demás, como si tuvieran
alguna cosa buena que contar, aceptaron con grandes demostraciones de
alegría la proposición del capitán, el cual comenzó a hablar en estos
términos:

«Ya saben ustedes, señores, que yo soy hijo único de un rico vecino de
Madrid. Celebróse mi nacimiento en la familia con grandes regocijos. Mi
padre, que ya era viejo, sintió suma alegría al verse con un heredero,
y mi madre no quiso que otra mas que ella me diese de mamar. Vivía
entonces mi abuelo materno. Era mi hombre que sólo sabía rezar su
rosario y contar sus proezas militares, porque había servido al rey
muchos años, y no se ocupaba ya en más. Insensiblemente vine yo a ser
el ídolo de estas tres personas. Continuamente me tenían en brazos. Por
miedo de que el estudio no me fatigase en mis primeros años, me los
dejaron pasar en los divertimientos más pueriles.» «No conviene—decía
mi padre—que los niños se apliquen a cosas serias hasta que el
tiempo haya madurado un poco su razón.» Esperando a esta madurez,
no aprendía a leer y escribir; mas no por eso perdía el tiempo. Mi
padre me enseñaba mil géneros de juegos; conocía yo perfectamente los
naipes, jugaba a los dados, y mi abuelo me contaba mil novelas sobre
las expediciones militares en que se había hallado. Cantábame siempre
unas mismas coplas acerca de dichas expediciones; cuando en espacio
de tres meses había aprendido bien diez o doce versos, los repetía
sin errar un punto delante de mis padres, los cuales se admiraban de
mi prodigiosa memoria. No celebraban menos mi agudo ingenio cuando,
valiéndome de la libertad que tenía para decir cuanto me viniese a la
boca, interrumpía sus conversaciones para decir a tuerto o derecho
todo lo que me ocurría. Entonces mi madre me sofocaba a caricias y mi
buen abuelo lloraba de puro gozo. No les iba en zaga mi padre; siempre
que me oía algún despropósito o alguna bachillería, mirándome con gran
ternura exclamaba: «¡Oh qué gracioso eres y qué lindo!» Con estas alas,
no reparaba en hacer impunemente en su presencia las más indecentes
acciones. Todo me lo perdonaban y todos me adoraban. Había entrado ya
en doce años y aun no tenía ningún maestro. Buscáronme finalmente uno;
pero mandándole expresamente que me enseñase, mas sin facultad para
darme el menor castigo. A lo sumo le permitieron que alguna vez me
amenazase sólo para intimidarme. Sirvió de poco este permiso, porque me
burlaba de las amenazas de mi preceptor, o bien, con las lágrimas en
los ojos, iba a quejarme a mi madre o a mi abuelo, diciéndoles que el
ayo me había maltratado. En vano acudía el pobre diablo a desmentirme:
teníanle por un hombre brutal, y siempre me creían a mí más que a él.
Un día me arañé yo mismo y me fuí a quejar del maestro porque me había
desollado; inmediatamente le despidió de casa mi madre, sin querer
darle oídos, por más que protestaba al cielo y a la tierra que ni
siquiera me había tocado.

»De este mismo modo me fuí desembarazando de mis preceptores, hasta
que me presentaron uno como le deseaba y me convenía para acabarme de
perder. Era un bachiller de Alcalá. ¡Excelente maestro para un hijo
de familia! Era inclinado a mujeres, al juego y a la taberna. No me
podían haber puesto en mejores manos. Desde luego se dedicó a ganarme
por el amor y por la dulzura. Consiguiólo, y por este medio logró que
también le amasen mis padres, los cuales me entregaron enteramente a
su gobierno. No tuvieron de qué arrepentirse, porque en breve tiempo
y desde luego me perfeccionó en la ciencia del mundo. A fuerza de
llevarme consigo a todos los parajes donde tenía su diversión me
inspiró de tal manera la afición a ello que, a excepción del latín,
en lo demás era yo un muchacho universal. Cuando vió que ya no tenía
necesidad de sus preceptos, fué a enseñarlos a otra parte.

»Si en mi infancia había vivido tan libremente a vista de mis padres,
cuando comencé a ser dueño de mis acciones tuve sin duda mayor
libertad. En el seno de mi familia fué donde di las primeras pruebas
del aprovechamiento de mi educación. Burlábame de ellos a las claras
y en todo momento. Reíanse de mis intrepideces, y tanto más las
celebraban cuanto eran más vivas y más intolerables. Mientras tanto
cometía todo género de desórdenes con otros muchachos de mi edad y de
mi humor. Como nuestros padres no nos daban todo el dinero que habíamos
menester para proseguir en una vida tan deliciosa, cada uno robaba en
su casa cuanto podía, y cuando esto no alcanzaba, nos dimos a robar
de noche, y siempre con fruto. Por desgracia, llegó algún rumor de
esto a los oídos del corregidor. Quiso mandarnos prender; pero fuimos
avisados con tiempo de su mala intención. Recurrimos a la fuga, y
dímonos a ejercitar el mismo oficio en los caminos públicos. Desde
entonces acá he tenido la dicha de haber envejecido en la profesión, a
pesar de los peligros que son anejos a ella.»

Cuando el capitán acabó de hablar, el teniente tomó la palabra, y
dijo así: «Señores, una educación enteramente contraria a la del
señor Rolando produjo en mí el mismo efecto que en él. Mi padre fué
carnicero en Toledo y el hombre más feroz que había en toda la ciudad;
mi madre no era de condición más suave que su marido. Desde mi niñez
me comenzaron a azotar a cual más podía y como a competencia uno de
otro. Cada día recibía mil azotes. La más mínima falta que cometiese
era castigada con el mayor rigor. En vano les pedía perdón con las
lágrimas en los ojos, prometiendo la enmienda; no había misericordia
para mí, y las más veces me castigaban sin razón. Cuando mi padre me
sacudía, siempre mi madre se ponía de su parte en lugar de interceder
por mí. Estos malos tratamientos me inspiraron tanta aversión a la
casa paterna que antes de cumplir los catorce años me escapé de
ella. Tomé el camino de Aragón y llegué a Zaragoza pidiendo limosna.
Enhebréme allí con unos pordioseros que pasaban una vida bastante feliz
y acomodada. Enseñáronme a contrahacer el ciego, el estropeado y a
figurar en las piernas unas llagas postizas. Todas las mañanas, a la
manera de los comediantes que se ensayan para representar sus papeles,
nos ensayábamos nosotros para representar los nuestros, y después cada
uno iba a ocupar su puesto. Por la noche nos juntábamos y nos reíamos
de los que se habían compadecido de nosotros por el día. Canséme presto
de vivir entre aquellos miserables, y queriendo juntarme con otra
gente más honrada, me asocié con unos _caballeros de la industria_.
Enseñáronme a hacer bellos juegos de manos; pero nos vimos precisados a
salir presto de Zaragoza, porque nos descompusimos con cierto ministro
de justicia que siempre nos había protegido. Cada uno tomó su partido.
Yo, que me sentía dispuesto a emprender grandes hechos, me acomodé en
una tropa de hombres valerosos que hacían contribuir a los pasajeros
y caminantes, agradándome tanto su modo de vivir, que desde entonces
acá no he querido buscar otro. Si me hubieran dado otra educación más
suave, probablemente no sería ahora mas que un pobre carnicero, cuando
me hallo hoy con el honor y con el grado de vuestro teniente.»

«Señores—dijo entonces un ladrón que estaba sentado entre el teniente
y el capitán—, las historias que acabamos de oír no son tan variadas
ni tan curiosas como la mía. Debo mi nacimiento a una aldeana o
labradora de las cercanías de Sevilla. Tres semanas después que me dió
a luz, como era todavía moza, bien parecida, aseada y muy robusta, la
buscaron para que criase un niño, hijo de padres distinguidos, que
acababa de nacer en dicha ciudad. Aceptó con gusto la propuesta, y
fué a Sevilla para traerse el niño a casa. Entregáronsele, y apenas
se vió con él en su aldea cuando observó que él y yo éramos algo
parecidos, y esta observación le excitó el pensamiento de trocarnos,
con la esperanza de que con el tiempo le agradecería yo el buen oficio.
Mi padre, que no era más escrupuloso que su honrada mujer, aprobó la
superchería. De suerte que, habiéndonos mudado de pañales, el hijo de
don Rodrigo de Herrera fué enviado con mi nombre a otra ama para que le
criase, y a mí me crió mi madre bajo el nombre del otro.

»Digan lo que quisieren sobre el instinto y fuerza de la sangre, los
padres del caballerito fácilmente se dejaron engañar. No tuvieron la
más mínima sospecha de la pieza que les habían jugado, y hasta los
siete años me tuvieron siempre en sus brazos; y siendo su intención
hacerme un caballero completo, me buscaron todo género de maestros.
Pero los más hábiles suelen hallar discípulos que les hacen poco honor;
yo fuí uno de éstos. Tenía poca disposición para los ejercicios que me
enseñaban y mucha menos inclinación a las ciencias en que me querían
instruir. Gustaba más de jugar con los criados de casa, yéndolos a
buscar a la caballeriza y a la cocina. Pero el juego no fué mucho
tiempo mi pasión dominante. Aficionéme al vino, y me emborrachaba
todos los días. Retozaba con las criadas; pero particularmente me
dediqué a cortejar a una moza rolliza de cocina, cuyo desembarazo y
buen color me gustaban mucho, pareciéndome que merecía mis primeras
atenciones. Enamorábala con tan poca cautela, que hasta el mismo don
Rodrigo lo conoció. Reprendióme agriamente, afeándome la bajeza de
mis inclinaciones, y por temor de que la presencia del objeto hiciese
inútiles sus reprimendas, despidió de casa a mi Dulcinea.

»Irritóme mucho este proceder, y resolví vengarme. Robé sus pedrerías
a la mujer de don Rodrigo; corrí en busca de mi bella Elena, que vivía
en casa de una lavandera amiga suya; saquéla de ella a la mitad del
día para que ninguno lo supiese, y aun pasé más adelante. Llevéla a su
tierra, donde nos casamos solemnemente, así por dar este despique más a
los Herreras como por dejar a los hijos de familia un ejemplo tan bueno
que imitar. Tres meses después de mi arrebatado matrimonio supe que don
Rodrigo había muerto. No dejé de sentir su muerte. Partí prontamente
a Sevilla a pedir su herencia; pero hallé las cosas muy mudadas. Mi
madre había ya fallecido, y antes de su muerte tuvo la indiscreción de
declarar lo que había hecho, en presencia del cura y de otros buenos
testigos. El hijo de don Rodrigo ocupaba ya mi lugar, o por mejor
decir, el suyo, y acababa de ser reconocido por tal, con tanto mayor
aplauso y alegría cuanto era menor la satisfacción que yo les causaba.
De manera que, no teniendo nada que esperar en Sevilla y fastidiado
ya de mi mujer, me agregué a ciertos caballeros de fortuna, bajo cuya
disciplina di principio a mis caravanas.»

Acabó su historia aquel ladrón, y comenzó otro la suya, diciendo que
él era hijo de un mercader de Burgos y que en su mocedad, llevado de
una indiscreta devoción, había tomado el hábito de cierta religión
muy austera, de la cual había apostatado algunos años después. En
fin, todos los ocho ladrones hablaron por su turno; y cuando los
hube a todos oído, no me admiré de verlos juntos. Mudaron luego de
conversación, y propusieron varios proyectos para la próxima campaña,
sobre los cuales tomaron su resolución, y se fueron a la cama.
Encendieron bujías y cada uno se retiró a su cuarto. Yo seguí al
capitán Rolando al suyo, y mientras le ayudaba a desnudar, «Ahora bien,
Gil Blas—me dijo—, ya ves nuestro modo de vivir. Siempre estamos
alegres. Entre nosotros no se da lugar al tedio ni a la envidia. Jamás
se oye aquí discordia ni disensión; estamos más unidos que frailes. Tú
comienzas ahora, hijo mío, a gozar una vida muy agradable, pues no te
tengo por tan tonto que te dé pena el vivir entre ladrones.»



CAPÍTULO VI

Del intento de escaparse Gil Blas, y éxito de su tentativa.


Después que el capitán de bandoleros hizo esta apología de su honrada
profesión, se metió en la cama; yo quité la mesa y puse todas las cosas
en su lugar. Fuíme después a la cocina, donde Domingo—así se llamaba
el negro—y la tía Leonarda me esperaban cenando. Aunque no tenía
hambre, me puse a la mesa. No podía atravesar bocado, y viéndome tan
triste como era regular estarlo, procuraban consolarme aquellas dos
análogas figuras; pero sus consuelos contribuían más a mi desesperación
que a mi alivio. «¿De qué te afliges, hijo?—me preguntó la vieja—.
Antes bien, debieras alegrarte de verte entre nosotros. Eres mozo y
pareces dócil, con que presto te perderías en el mundo, donde hallarías
libertinos que te meterían en todo género de disoluciones, cuando aquí
está tan segura tu inocencia.» «Tiene razón la señora Leonarda—dijo
el viejo negro con una voz muy grave—; y se puede añadir a lo que ha
dicho que en el mundo no se encuentran mas que trabajos. Da muchas
gracias a Dios, amigo mío, porque de una vez para siempre te ha librado
de los peligros, disgustos y aflicciones de la vida.»

Sufrí con paciencia estos discursos, porque de nada me serviría el
inquietarme. En fin, Domingo, después de haber comido y bebido bien, se
fué a su caballeriza. Leonarda cogió una linterna y me condujo a una
covacha que servía de cementerio a los ladrones que morían de muerte
natural, donde vi un lecho que más parecía tumba que cama. «Este es tu
cuarto—me dijo la vieja, pasándome la mano por la cara—. El mozo cuya
plaza tienes el honor de ocupar durmió en esa cama el tiempo que vivió
con nosotros, y sus huesos reposan debajo de ella; él se dejó morir
en la flor de su edad: no seas tú tan simple que imites su ejemplo.»
Diciendo esto, entregóme la linterna y volvióse a su cocina. Puse
la luz en el suelo y me arrojé sobre aquel miserable lecho, no tanto
para reposar cuanto para entregarme a mis tristes reflexiones. «¡Oh
cielos!—exclamé—. ¿Habrá situación más infeliz que la mía? ¡Quieren
que renuncie para siempre el consuelo de ver la cara del sol; y como si
no bastara hallarme enterrado vivo a los diez y ocho años de mi edad,
me veo reducido a servir a unos ladrones, a pasar el día entre malvados
y la noche con los muertos!» Estos pensamientos, que me parecían muy
dolorosos, y con efecto lo eran, me hacían llorar amargamente y sin
consuelo. Maldecía mil veces la gana que le había dado a mi tío de
enviarme a Salamanca. Arrepentíame de haber tenido tanto miedo a la
justicia de Cacabelos y quisiera haber padecido el tormento antes que
verme donde me hallaba. Pero considerando que me consumía inútilmente
en vanos lamentos, comencé a discurrir en los medios de librarme. «Pues
qué—me decía yo a mí mismo—, ¿será por ventura imposible encontrar
modo de escaparme de aquí? Los ladrones duermen profundamente, la
cocinera y el negro harán lo mismo dentro de poco tiempo; mientras
todos estén dormidos, ¿no podré yo, a favor de esta linterna, hallar el
camino por donde bajé a este calabozo infernal? A la verdad, no sé si
tendré bastante fuerza para levantar la trampa que cubre la entrada;
pero probaremos; no quiero omitir nada de cuanto pueda hacer. La
desesperación me prestará fuerzas, y puede ser que me salga con ello.»

Tomada esta gran resolución, me levanté cuando me pareció que Leonarda
y Domingo podían estar ya dormidos. Cogí la linterna, salí de mi
covacha y me encomendé a todos los santos del cielo. No dejó de
costarme alguna dificultad el acertar con las vueltas y revueltas de
aquel laberinto. Llegué en fin, a la puerta de la caballeriza, y me
hallé en el camino que buscaba. Fuí andando y acercándome a la trampa
con cierta alegría mezclada de temor; mas, ¡ay!, en medio del camino
me encontré con una maldita reja de hierro bien cerrada y cuyas barras
estaban tan juntas que apenas podía pasar la mano por entre ellas. Vime
cortado y perdido con aquel nuevo impedimento, que al entrar no había
advertido por estar abierta la reja. Con todo, no dejé de probar si
podía abrir el candado. Examiné la cerradura, haciendo todo lo que pude
por forzarla, cuando de repente me aplicaron en las espaldas cinco o
seis fuertes latigazos con un buen vergajo de buey. Di un grito, que
resonó en toda la caverna, y mirando atrás, vi al maldito negro, en
camisa, con una linterna sorda en una mano y con el azote en la otra.
«¡Hola, bribonzuelo!—me dijo—. ¿Querías escaparte? ¡No, amiguito,
no esperes sorprenderme! ¿Creíste que estaría abierta la reja? Pues
sábete que siempre la encontrarás cerrada. Cuando atrapamos a alguno,
le guardamos aquí mal que le pese, y si logra escaparse ha de ser más
ladino que tú.»

Mientras tanto, al grito que yo había dado despertaron tres ladrones,
los cuales se levantaron y vistieron a toda prisa, creyendo que la
Santa Hermandad venía a echarse sobre ellos. Llamaron a los demás,
que en un instante se pusieron en pie. Toman las espadas y carabinas,
y medio desnudos acuden a donde estábamos Domingo y yo. Pero luego
que se informaron o entendieron el origen del rumor que habían oído,
su inquietud se convirtió en grandes carcajadas. «¿Cómo así, Gil
Blas?—me dijo el ladrón apóstata—. ¿No ha más que seis horas que
estás con nosotros y ya querías apostatar? ¡Bien se conoce tu aversión
al silencio y al retiro! ¿Qué harías si fueses cartujo? ¡Anda, vete a
la cama, que por esta vez bastan por castigo los vergajazos con que te
regaló Domingo; pero si otra vez vuelves a intentar escaparte, por San
Bartolomé que te hemos de desollar vivo!» Diciendo esto, se retiró. Los
demás ladrones se volvieron a sus cuartos; el viejo negro, muy ufano de
su hazaña, se recogió a su caballeriza, y yo me volví a zambullir en mi
cementerio, pasando lo restante de la noche en suspirar y llorar.



CAPÍTULO VII

De lo que hizo Gil Blas, no pudiendo hacer otra cosa.


Los primeros días pensé morirme, rindiendo la vida a la melancolía que
me consumía; pero al fin mi genio me inspiró que sufriese y disimulase.
Esforcéme a mostrarme menos triste. Comencé a cantar y a reír, aunque
sin gana. En una palabra, supe disfrazarme tan bien que Leonarda y
Domingo cayeron en la red y creyeron buenamente que ya el pájaro
se había acostumbrado a la jaula. Lo mismo juzgaron los ladrones.
Manifestábame muy alegre cuando les echaba de beber, y de cuando en
cuando los divertía también con alguna chocarrería o bufonada. Esta
libertad que me tomaba les daba mucho gusto en vez de enfadarlos.
«Gil Blas—me dijo el capitán en cierta ocasión en que yo hacía el
gracioso—, has hecho bien en desterrar la melancolía. Me gusta mucho
tu espíritu y tu buen humor. No se conoce a la gente al principio; yo
no te tenía por tan agudo y tan jovial.»

También los demás me honraron con mil alabanzas, exhortándome a estar
siempre de buen humor. Parecióme que todos estaban muy contentos
conmigo, y aprovechándome de tan buena ocasión, «Señores—les dije—,
permítanme ustedes que les descubra mi pecho. Desde que estoy en
su compañía no me conozco a mí mismo; paréceme que no soy el que
era. Ustedes han desvanecido las preocupaciones de mi educación.
Insensiblemente se me ha pegado su espíritu y he tomado el gusto a su
honrada profesión. Me muero por merecer el honor de ser uno de sus
compañeros y de tener parte en los peligros de sus gloriosas proezas.»
Todos aplaudieron este discurso y alabaron mi buena voluntad; pero
unánimemente convinieron en que me dejarían servir por algún tiempo
para probar mi vocación, y que después correría mis caravanas, y al
cabo se me conferiría la honorífica plaza a que aspiraba.

Hube de conformarme por fuerza y continuar en vencerme y en ejercer mi
oficio de copero. A la verdad, quedé muy sentido, porque sólo pretendía
ser ladrón por tener libertad de salir con los demás, esperando que
en alguna de sus correrías se me presentaría ocasión de escaparme de
ellos. Esta única esperanza era lo que me mantenía vivo. Sin embargo,
el tiempo de la aprobación me parecía largo, y más de una vez intenté
sorprender la vigilancia de Domingo, pero inútilmente. Siempre estaba
muy alerta; tanto, que no bastarían cien Orfeos para encantar a aquel
Cerbero. Es verdad que por no hacerme sospechoso no emprendía todo lo
que podía hacer para engañarle. Veíame precisado a vivir con la mayor
cautela, porque el negro era ladino y observaba mucho todos mis pasos,
palabras y movimientos. Así, pues, apelé a la paciencia, remitiéndome
al tiempo que los ladrones me habían prescrito para recibirme en su
congregación, día que esperaba con tanta ansia como si hubiera de
entrar en una compañía de honrados comerciantes.

En fin, gracias al Cielo, llegó al cabo de seis meses este dichoso
día. El señor Rolando dijo a sus camaradas: «Caballeros, es preciso
cumplir la palabra que dimos al pobre Gil Blas. A mí me parece bien
este muchacho y espero que tendremos en él un hombre de provecho. Soy
de sentir que mañana le llevemos con nosotros, para que dé principio a
coger laureles en los caminos reales. Nosotros mismos le hemos de poner
en el que guía a la gloria.»

Todos se conformaron con el parecer de su capitán, y para hacerme
ver que ya me miraban como a uno de ellos, desde aquel momento me
dispensaron de servirlos. Restituyeron a la señora Leonarda en el
empleo que antes tenía, y de que la habían exonerado para honrarme a mí
con él. Hiciéronme arrimar el vestido que llevaba encima, que consistía
en una simple jaquetilla muy usada, y me acomodaron todos los despojos
de un caballero que acababan de robar, después de lo cual me dispuse a
hacer mi primera campaña.



CAPÍTULO VIII

Acompaña Gil Blas a los ladrones; qué empresa acomete en los caminos
reales.


Hacia el fin de una noche de septiembre salí del subterráneo con los
ladrones. Iba armado, como todos, con carabina, pistolas, espada y una
bayoneta, y montaba un buen caballo que habían quitado al caballero
cuyos vestidos me habían tocado en suerte. Como había estado tanto
tiempo en la obscuridad, cuando amaneció no podía sufrir la luz; pero
poco a poco se fueron acostumbrando mis ojos a tolerarla.

Pasamos por cerca de Ponferrada y nos metimos en un bosquecillo a
orilla del camino de León. Allí estuvimos esperando a que la fortuna
nos ofreciese algún buen lance, cuando descubrimos un religioso de la
Orden de Santo Domingo, montado, contra la costumbre de estos buenos
padres, en una muy mala mula. «¡Bendito sea Dios!—exclamó sonriéndose
el capitán—. ¡He aquí el gran ensayo de Gil Blas! Es preciso que vaya
a registrar el bolsillo de aquel fraile; veremos cómo se porta.» Todos
los camaradas convinieron efectivamente en que aquella comisión era la
que me correspondía, exhortándome a que saliese de ella con lucimiento.
«Espero, señores—dije—, que quedaréis contentos. Voy a despojar
aquel padre, a dejarle tan desnudo como la palma de la mano y traer
aquí su mula.» «¡Eso no—dijo Rolando—; no merece la pena. Alíviale
solamente del bolsillo y tráelo; no te pedimos más.» En esto salí del
bosque y me encaminé al religioso, pidiendo al Cielo me perdonase la
acción que iba a ejecutar con tanta repugnancia. Bien hubiera querido
poder escaparme en aquel mismo punto; pero todos mis compañeros estaban
mejor montados que yo, y si me vieran huir correrían tras mí y presto
me atraparían, o me espolearían por las espaldas con una descarga de
sus carabinas, con la que me hubiera ido muy mal; y así, no me atreví
a exponerme a una acción tan poco segura. Llegué, pues, al padre y
pedíle la bolsa, poniéndole al pecho una pistola. Paróse un poco a
mirarme, y sin mostrarse muy sobresaltado. «Muy mozo eres, hijo mío—me
dijo—, y muy temprano te has puesto a tan vil oficio.» «Padre mío—le
respondí—, sea vil o no lo sea, me alegrara haberle empezado más
presto.» «¡Ah, querido!—me replicó el buen religioso, que no podía
comprender el sentido de mis palabras—. ¿Qué es lo que dices? ¡Oh qué
ceguedad! Escúchame, y te haré presente el infeliz estado en que te
hallas.» «¡Oh padre mío—le interrumpí con precipitación—, no se tome
vuesa reverencia ese trabajo y déjese de moralizar, que no vengo a los
caminos públicos a que me prediquen! Quiero dinero y no sermones.»
¿Dinero?—me dijo muy maravillado—. ¡Mal conoces la caridad de los
españoles si crees que las personas de mi profesión y de mi carácter
lo necesitan para viajar! En todas partes nos reciben y hospedan con
agrado, nos tratan muy bien, y cuando partimos sólo nos piden nuestras
oraciones; en fin, nosotros no llevamos dinero para caminar y nos
ponemos enteramente en manos de la Providencia.» «Pero al fin, padre
mío, concluyamos; mis compañeros me están esperando en aquel bosque.
Eche prontamente la bolsa en tierra, o si no, le mato.»

A estas palabras, que pronuncié colérico y amenazándole, el buen
religioso mostró verse quitar la vida. «¡Espera!—me dijo—. Voy a
satisfacerte, ya que absolutamente no puede ser otra cosa; veo que con
vosotros es ociosa toda figura retórica.» Diciendo esto, sacó de debajo
del hábito una gran bolsa de cuero y la dejó caer en el suelo. Díjele
entonces que podía continuar su camino, y él lo hizo sin esperar a que
tuviese el trabajo de repetírselo. Dió cuatro espolazos a la mula, que
desmintió la mala opinión en que yo la tenía de ser tan buena maula
como la de mi tío; y la bestia, dándose por entendida del caritativo
aviso, comenzó desde luego a andar a buen paso. Apenas el fraile se
alejó de mí, cuando me apeé, recogí el bolsón, que pesaba mucho, y
volví a meterme en el bosque, donde los camaradas me esperaban con
impaciencia para darme mil parabienes por mi gloriosa victoria, como
si me hubiera costado mucho. Apenas me dieron lugar de apearme según
se apresuraban a abrazarme. «¡Animo, Gil Blas!—me dijo Rolando—.
¡Has hecho maravillas! Durante tu expedición no apartamos los ojos de
ti. Observó tu firmeza, tu resolución y todos tus movimientos, y desde
luego te pronostico que con el tiempo serás un heroico ladrón y el
terror de los caminos reales.» El teniente y los demás aplaudieron la
predicción, asegurando que no podía dejar de verificarse algún día.
Di a todos las gracias por el buen concepto que habían formado de mí,
prometiendo hacer todos los esfuerzos posibles para mantenerlo.

Después que alabaron, tanto más cuanto menos lo merecía, la villana
acción que había hecho, les entró la curiosidad de examinar la
presa. «Veamos—dijeron—qué contiene la bolsa del religioso.» «Sin
duda—añadió uno de ellos—que estará bien provista, porque estos
padres no viajan como peregrinos.» Desatóla el capitán, abrióla y sacó
dos o tres puñados de medallitas de cobre, mezcladas con _Agnus Dei_ y
algunos escapularios. Al ver el hurto de una moneda tan nueva, todos
prorrumpieron en tan descompasadas carcajadas que pensaron reventar de
risa. «A la verdad—exclamó el teniente—, que todos debemos estar muy
agradecidos al señor Gil Blas: el primer ensayo que ha hecho puede ser
muy saludable a la compañía.» A esta bufonada siguieron otras de los
demás. Aquellos malvados, y sobre todos el apóstata, se divirtieron
con mil impías truhanerías sobre la materia, profiriendo dichos que
mostraban bien la corrupción de sus costumbres. Sólo yo no tenía
gana de reír. Verdad es que me la quitaban los bufones que tanto se
alegraban a mi costa. Cada uno me flechaba alguna pulla, y hasta el
capitán me dijo: «Aconséjote, amigo Blas, que en adelante no te vuelvas
a meter con frailes, porque son más agudos y chuscos que tú.»



CAPÍTULO IX

Del serio lance que siguió a la aventura del fraile.


Estuvimos en el bosque la mayor parte de aquel día, sin haber visto
pasajero alguno que enmendase el chasco que nos había dado el
religioso. Salimos, en fin, para restituirnos a nuestro subterráneo,
persuadidos de que las expediciones del día se habían acabado con el
risible suceso que todavía daba materia a la conversación y a las
chufletas, cuando descubrimos a lo lejos un coche tirado de cuatro
mulas. Acercábase a nosotros a gran paso y le acompañaban tres hombres
a caballo, que parecían venir bien armados. Rolando nos mandó hacer
alto para tratar de lo que se había de hacer, y la resolución fué que
se los atacase. Pusímonos todos en orden, según la disposición del
capitán, y marchamos en orden de batalla acercándonos al coche. No
obstante los aplausos que había recibido en el bosque, se apoderó de mí
un temblor universal, y sentí bañado todo el cuerpo de un sudor frío,
que no me presagiaba cosa buena. Por mayor fortuna mía, me hallaba al
frente del cuerpo de batalla, en medio del capitán y del teniente,
que de propósito me pusieron entre los dos para que me hiciese al
fuego desde luego. Reparó Rolando lo mucho que la naturaleza estaba
padeciendo en mí; me miró con ojos torvos, y con voz bronca me dijo:
«¡Oye, Gil Blas: trata de hacer tu deber, porque te advierto que si te
acobardas te levanto de un pistoletazo la tapa de los sesos!» Estaba
persuadido de que lo haría mejor que lo decía, para no aprovecharme del
dulce y fraternal aviso, y así, sólo pensé en recomendar mi alma a Dios.

Entre tanto el coche y los caballeros se nos venían acercando. Desde
luego conocieron la casta de pájaros que éramos, y adivinando nuestro
intento por la ordenanza y postura en que nos veían, se pararon a tiro
de fusil. Todos traían armas, y mientras se preparaban a recibirnos,
salió del coche un hombre de buen parecer y ricamente vestido. Montó
en un caballo de mano que uno de los montados tenía de la brida, y se
puso al frente de los demás. Aunque eran sólo cuatro contra nueve, se
arrojaron a nosotros con un brío que aumentó mi temor. No por eso dejé
de prevenirme para disparar mi carabina, aunque temblaban todos los
miembros de mi cuerpo como si estuviera azogado; mas, por contar las
cosas como pasaron, cuando llegó el caso de dispararla, cerré los ojos
y volví la cabeza a otra parte: de manera que aquel tiro nunca puede
ser a cargo de mi conciencia.

No me detendré en referir las circunstancias de la acción, pues aunque
me hallaba presente, nada veía; porque, turbada con el terror la
imaginación, me ocultaba el horror de un espectáculo que verdaderamente
me sacó fuera de mí. Lo único que puedo decir es que, después de un
gran ruido de mosquetazos y carabinazos, oí gritar a mis camaradas:
«¡Victoria! ¡Victoria!» Al oír esta aclamación se disipó el miedo que
se había apoderado de mis sentidos, y vi tendidos en el campo los
cadáveres de los cuatro que venían a caballo. De nuestra parte sólo
murió el apóstata, que en esta ocasión recibió lo que merecía por su
apostasía y sus malas chanzas sobre los escapularios y medallas. El
teniente fué herido en un brazo, pero muy levemente, pues el tiro
apenas hizo más que rozarle un poco el pellejo.

Corrió luego el señor Rolando a la portezuela del coche, y vió dentro
una dama de veinticuatro a veinticinco años, que le pareció hermosa
aun en el triste estado en que se hallaba. Habíase desmayado durante
la refriega y aun no había vuelto en sí. Mientras él se ocupaba en
mirarla, nosotros atendimos a la presa. Lo primero que hicimos fué
apoderarnos de los caballos que habían servido a los muertos, y que
espantados con los tiros se habían descarriado después de quedar sin
guías. Las mulas del coche permanecieron quietas, aunque durante la
acción se había apeado el cochero para ponerse en salvo. Echamos pie
a tierra para quitarles los tirantes, y las cargamos con los cofres
que venían en la zaga y delantera del coche. Hecho esto, se sacó de
él a la señora por orden del capitán, la cual aun no había recobrado
los sentidos, y se la puso a caballo con uno de los ladrones mejor
montados, dejando en el camino el coche y a los muertos despojados
de sus vestidos, y llevándonos la señora, las mulas, los caballos y
preseas.



CAPÍTULO X

De qué modo se portaron los bandoleros con la señora desmayada. Gran
proyecto de Gil Blas, y sus resultas.


Llegamos a la cueva una hora después de anochecido. Lo primero que
hicimos fué meter las mulas en la caballeriza, atarlas al pesebre y
cuidar de ellas; porque el viejo negro hacía tres días que estaba en
cama, rendido a crueles dolores de gota y a un reumatismo que apenas
le dejaba libre mas que la lengua para emplearla en mostrarnos su
impaciencia, prorrumpiendo en las más horribles blasfemias. Dejamos a
aquel miserable jurar y blasfemar y fuimos a la cocina a cuidar de la
señora, que estaba sobrecogida de un paroxismo mortal. Nos dimos tan
buena maña, que logramos volviese del desmayo; mas cuando recobró los
sentidos y se vió entre unos hombres que no conocía, sintió todo el
peso de su desgracia y comenzó a desesperarse. Todo lo más horroroso
que el sentimiento y el dolor pueden representar a la imaginación,
otro tanto se veía pintado en sus ojos, que levantaba al cielo como
para quejarse de las indignidades que la amenazaban. Cediendo entonces
a imágenes tan espantosas, volvió de repente a desmayarse, cerró
sus bellos ojos, y los ladrones temieron que iban a perder aquella
preciosa presa. El capitán, pareciéndole mejor abandonarla a sí misma
que atormentarla con nuevos socorros, mandó la llevasen a la cama de
Leonarda, dejándola sola y encomendada a su buena suerte.

Pasamos nosotros a la sala, y uno de los ladrones, que había sido
cirujano, reconoció el brazo del teniente y le aplicó bálsamo. Hecha
esta operación, se pasó a ver lo que había en los cofres. Halláronse
algunos llenos de telas y encajes, otros de vestidos, y el último
que se reconoció contenía algunos talegos de doblones, cuya vista
regocijó mucho a los interesados. Concluído este registro, la cocinera
puso la mesa y sirvió la cena. Desde luego se movió la conversación
sobre nuestra gran victoria, y Rolando, volviéndose a mí, me dijo:
«Confiesa, Gil Blas, que has pasado un gran susto.» «No lo puedo
negar—respondí yo—; antes bien, lo confieso de buena fe; pero déjenme
ustedes hacer dos o tres campañas, y entonces se verá si sé pelear como
un Cid.» Toda la compañía se puso de mi parte, diciendo: «Se le debe
perdonar, porque la acción fué muy empeñada, y para un mozo que jamás
había visto tirar un tiro no lo ha hecho mal.»

Hablóse luego de las mulas y caballos que habíamos traído, y resolvióse
que al día siguiente iríamos todos a venderlos a Mansilla, donde
verosímilmente no habría llegado todavía la noticia de nuestra hazaña.
Resuelto esto, acabamos de cenar y nos fuimos a la cocina a ver a la
pobre señora. Hallámosla en el mismo estado. Con todo eso, y aunque
apenas se percibía en ella un leve aliento de vida, algunos ladrones
no dejaban de mirarla con ojos profanos; y hubieran satisfecho sus
brutales deseos a no haberlos contenido el capitán representándoles que
a lo menos debían de esperar a que se recobrase de aquel abatimiento
de tristeza que la tenía casi sin sentido. El respeto con que miraban
al capitán refrenó su incontinencia; sin esto, ninguna cosa hubiera
salvado a la señora, y aun después de su muerte no habría estado seguro
su honor.

Dejamos en tan triste situación a aquella infeliz señora, contentándose
Rolando con encargar a Leonarda que la cuidase, y nos retiramos
cada cual a nuestro cuarto. Por lo que a mí toca, apenas me acosté
cuando, en vez de entregarme al sueño, sólo me ocupé en considerar la
infelicidad de aquella pobre señora. No dudaba que fuese persona de
distinción, y por lo mismo me parecía ser más deplorable su suerte.
No podía pensar sin estremecerme en los horrores que la esperaban, y
me sentía tan fuertemente conmovido como si la sangre o el amor me
hubieran unido a ella. En fin, después de haberme compadecido de su
destino, sólo pensé en los medios de preservar su honor del peligro
que corría y en fugarme yo mismo de la maldita cueva. Acordéme de que
el negro no se podía mover a causa de sus dolores y la cocinera tenía
la llave de la reja. Este pensamiento me acaloró la imaginación y me
inspiró un proyecto que medité muy bien y a cuya ejecución di principio
de la manera siguiente:

Fingí que me había asaltado un dolor cólico. Prorrumpí desde luego en
ayes y quejidos, y después empecé a dar gritos y alaridos lastimosos.
Despertaron al ruido los compañeros, acudieron todos a mi cuarto y me
preguntaron qué tenía. Respondíles que estaba padeciendo un horrible
cólico; y para que lo creyesen mejor, apretaba los dientes, hacía
gestos y espantosas contorsiones, revolviéndome a todas partes y
agitándome extrañamente. Hecho esto, de repente me quedé muy tranquilo
y sosegado, como si me hubieran dado algunas treguas los dolores. Un
momento después comencé a revolcarme en la cama y a morderme las
manos. En una palabra, representé con tal primor mi papel, que los
ladrones, no obstante ser tan sutiles y tan astutos, se dejaron engañar
y creyeron que efectivamente padecía violentísimos dolores. Así,
pues, todos se dieron la mayor prisa a socorrerme. Uno me traía una
botella de aguardiente y me hacía beber la mitad; otro, a pesar mío,
me administraba una lavativa de aceite de almendras dulces; otro iba a
calentar paños, y casi abrasandome los ponía en la boca del estómago.
En vano pedía misericordia; ellos atribuían mis clamores a la fuerza
del cólico y me hacían pasar dolores verdaderos queriéndome aliviar de
los que no tenía. En fin, no pudiendo ya sufrir más, me vi obligado a
decir que ya no sentía retortijones y que no necesitaba de remedios.
Cesaron de mortificarme con ellos, y yo me guardé bien de quejarme por
que no volviesen a aplicármelos.

Duró esta escena casi tres horas, y juzgando los ladrones que ya no
podía tardar en venir el día, partieron todos a Mansilla. Manifesté
gran deseo de acompañarlos, y me quise levantar para que lo creyesen;
pero no lo permitieron. «¡No, no, Gil Blas!—me dijo Rolando—.
Quédate aquí, hijo mío, porque te podría repetir el cólico; otra vez
vendrás con nosotros, que por hoy no estás en estado de hacerlo.»
Mostréme muy sentido de no ser de la partida, y lo fingí con tanta
naturalidad que ninguno tuvo la menor sospecha de lo que yo meditaba.
Luego que partieron, lo que yo deseaba tanto que se me hacían siglos
los instantes, entré en cuentas conmigo y me dije a mí mismo: «¡Ea,
Gil Blas, ahora sí que necesitas gran ánimo! ¡Armate de valor para
acabar con lo que tan felizmente has comenzado! Domingo no está en
situación de oponerse a tu gloriosa empresa ni Leonarda puede impedir
su ejecución. Si no te aprovechas de esta oportunidad para escaparte,
quizá no encontrarás jamás otra tan favorable.» Estas reflexiones
me infundieron aliento y confianza. Levantéme al punto de la cama,
vestíme, tomé la espada y las pistolas, y fuíme derecho a la cocina;
pero antes de entrar en ella, habiendo oído hablar a Leonarda, me
detuve y apliqué el oído para escuchar lo que hablaba. Discurría con la
señora desconocida, que, habiendo vuelto en sí de su segundo desmayo
y comprendiendo entonces todo su infortunio, lloraba amargamente,
faltándole poco para desesperarse. «Llora, hija mía—le decía ella—,
y llora todo cuanto quieras; no reprimas los suspiros y da libertad a
los sollozos: con eso te desahogarás. Es cierto que parecía peligroso
el accidente; pero ya que rompistes en llorar, no hay que temer. Así
que se te haya mitigado el pesar, que poco a poco se desvanecerá, te
acostumbrarás a vivir con estos señores, que todos son gente honrada
y hombres muy de bien. Te tratarán mejor que a una princesa; todos a
porfía se esmerarán en complacerte, y cada día te mostrarán más amor.
¡Oh y cuántas mujeres envidiarían tu fortuna si la supieran!»

No le di tiempo a que dijese más. Entréme en la cocina, con intrepidez
y púsele una pistola a los pechos, amenazándola de quitarle en aquel
momento la vida si no me entregaba prontamente y sin réplica la
llave de la reja. Turbóse a vista de mi acción; y aunque era ya de
edad avanzada, todavía tenía tanto apego a la vida que no la quiso
perder por tan poca cosa como era entregarme o no entregarme una
llave. Alargómela prontísimamente, y luego que la tuve en la mano,
volviéndome a la bella dolorida, le dije: «Señora, el Cielo os ha
enviado un libertador; levantaos para seguirme, que yo os conduciré
y pondré con toda seguridad donde me lo mandéis.» No se hizo sorda a
mi voz; mis palabras hicieron tanta impresión en su espíritu, que,
recobrando todas las fuerzas que le quedaban, se levantó, arrojóse a
mis pies, y solamente me suplicó que conservase su honor. Alcéla del
suelo, asegurándole que por mi parte nada temiese y que confiase en
mi honradez. Cogí después unos cordeles que había en la cocina, y,
ayudándome la misma señora, amarré con ellos a Leonarda a los pies
de una gran mesa, amenazándola con que le quitaría la vida al menor
grito que diese. Encendí luego una vela, y, acompañado de la señora
desconocida, pasé al cuarto donde estaban las monedas y alhajas de
plata y oro; llené los bolsillos de cuantos doblones pudieron caber en
ellos, y para obligar a la señora a que hiciese otro tanto le dije que
en ello no hacía mas que recobrar lo que era suyo. Después de haber
hecho una buena provisión marchamos a la caballeriza, donde entré yo
solo con las pistolas amartilladas. Daba por supuesto que el viejo
negro no me dejaría ensillar y aparejar tranquilamente mi caballo, y
estaba resuelto a curarle de una vez de todos sus males si no quería
ser bueno; pero, por mi buena suerte, se hallaba a la sazón tan
agravado de los dolores que había pasado, y que le atormentaban aún,
que saqué el caballo sin que diese la menor señal de haberlo conocido.
La señora me esperaba a la puerta. Cogimos prontamente el camino que
guiaba a la salida de la cueva, abrimos la reja y llegamos a la trampa
que cubría la entrada. Costónos gran trabajo el levantarla, o, por
mejor decir, para lograrlo hubimos menester nuevas fuerzas, que nos
prestó el deseo de salvarnos.

Comenzaba a rayar el día cuando nos vimos fuera de aquel abismo, y de
lo que nos cuidamos entonces fué de alejarnos cuanto antes de él. Yo
monté a caballo, puse a la señora a la grupa, y siguiendo a galope la
primera senda que se nos presentó, tardamos poco en salir del bosque
y entrar en una llanura, donde nos encontramos con varios caminos.
Seguimos uno a la ventura, teniendo yo grandísimo miedo de que fuese
quizá el que guiaba a Mansilla y nos hallásemos con Rolando y sus
camaradas, que sería fatal encuentro. Pero fué vano mi temor, porque
entramos felizmente en Astorga a cosa de las dos de la tarde. Observé
que muchos nos miraban con particular atención, como si fuera para
ellos un espectáculo nunca visto el de una mujer a caballo tras de un
hombre. Apeámonos en el primer mesón, y ordené al punto que guisasen
una liebre y asasen una perdiz. Mientras esto se disponía, conduje a la
señora a un cuarto, donde comenzamos a discurrir, lo cual no habíamos
podido hacer en el camino por la prisa con que viajamos. Mostróse muy
agradecida al gran servicio que le había hecho, diciéndome que, a
vista de una acción tan generosa, no se podía persuadir que yo fuese
compañero de los infames de cuyo poder la había libertado. Contéle
entonces mi historia, para confirmarla en el buen concepto en que me
tenía. Con esto la empeñé a que me favoreciese con su confianza y me
refiriese sus desastres, como lo hizo, de la manera que se dirá en el
capítulo siguiente.



CAPÍTULO XI

Historia de doña Mencía de Mosquera.


«Nací en Valladolid y mi nombre es doña Mencía de Mosquera. Mi padre,
don Martín, coronel de un regimiento, fué muerto en Portugal, después
de haber consumido su patrimonio en el servicio del rey. Dejóme pocos
bienes, y consiguientemente, aunque hija única, no era un gran partido
para ser buscada en casamiento. Mas, a pesar de mi escasa fortuna, no
me faltaban pretendientes. Muchos caballeros de los más principales
de España solicitaron mi mano; pero el que se llevó mi atención fué
don Alvaro de Mello. A la verdad, era el más galán y airoso de todos,
y reunía además otras prendas recomendables, que me decidieron a su
favor. Era prudente, entendido y valiente, acompañando a esto ser
muy comedido, atento, pundonoroso y el hombre más bien portado del
mundo. En las corridas de toros, ninguno se mostraba más arriesgado,
más brioso ni más diestro; y en las justas era la admiración de
todos su despejo, habilidad y valentía. Finalmente, le preferí a sus
competidores y le di mi mano.

»Pocos días después de nuestro matrimonio se encontró en un sitio
retirado con don Andrés de Baeza, que había sido uno de sus
competidores en pretenderme. Picáronse los dos, sacaron las espadas
y costó la vida a don Andrés. Era éste sobrino del corregidor de
Valladolid, hombre de genio violento y enemigo mortal de la casa de
Mello, y, por consiguiente, juzgó don Alvaro que le importaba infinito
no retardar un punto su fuga. Volvióse inmediatamente a casa, contóme
lo sucedido y me dijo: «Querida Mencía, es indispensable separarnos;
ya conoces al corregidor; me perseguirá encarnizadamente. No ignoras
lo mucho que puede en España, y así, no estoy seguro en el reino.» No
le permitió decir más su dolor. Hícele que tomase dinero y algunas
joyas. Dióme después los brazos, estrechóme en ellos y estuvimos así un
gran rato, sin poder uno ni otro hablar palabra, mezclándose nuestras
lágrimas, suspiros y sollozos. Vino un criado a decir que estaba pronto
el caballo; desasióse de mí, partió y dejóme en un estado que no sabré
pintar. ¡Dichosa yo si lo agudo del dolor me hubiera quitado la vida!
¡Qué de penas y tormentos me hubiera ahorrado! Pocas horas después de
partido don Alvaro supo su fuga el corregidor. Hizo que le siguiesen,
y no perdonó diligencia alguna para haberle a las manos. Frustrólas
todas mi esposo y púsose en salvo. Viéndose el juez reducido a no poder
tomar otra venganza que la satisfacción de quitar todos sus bienes a un
hombre cuya sangre hubiera querido beber, confiscó cuanto pertenecía a
don Alvaro.

»Halléme con esto en tan miserable situación, que apenas tenía lo
preciso para vivir. Comencé a retirarme de todos, quedándome con una
sola criada. Pasaba los días llorando amargamente, no ya mi necesidad,
que llevaba con paciencia, sino la ausencia de un adorado esposo, de
quien no tenía noticia alguna, sin embargo de haberme prometido en
nuestra dolorosa despedida que de cualquier parte del mundo donde
se hallase procuraría informarme de su suerte. No obstante, se
pasaron siete años sin saber nada de él. Causábame profunda tristeza
la incertidumbre de su paradero. Supe al fin que, combatiendo por
las armas de Portugal en el reino de Fez, había perdido la vida en
una batalla. Así me lo refirió un hombre recién venido de Africa,
asegurándome que conocía muy bien a don Alvaro de Mello, con quien
había servido en el ejército portugués, y que él mismo le había visto
perecer en lo más recio de la pelea. A esto añadió otras circunstancias
que me acabaron de persuadir de que ya no vivía mi esposo.

»Vino en este tiempo a Valladolid don Ambrosio Mesía Carrillo, marqués
de la Guardia. Era uno de aquellos señores entrados en edad que por
sus atentos y cortesanísimos modales hacen olvidar sus años y logran
aprecio entre los demás. Casualmente le refirieron la historia de don
Alvaro, y con este motivo oyó hablar de mí en términos que tuvo gran
deseo de verme. Para satisfacer su curiosidad se valió de una parienta
mía, en cuya casa me encontró. Vióme, y quedó prendado de mí, a pesar
de la impresión de dolor que reparó en mi semblante. Pero ¿qué digo _a
pesar_? Quizá lo que más le movió fué el mismo aire triste, melancólico
y marchito en que me veía, hablándole esto en favor de mi fidelidad.
Mi melancolía pudo ser causa de su amor. Por eso me dijo más de una
vez que me miraba como un prodigio de constancia y que envidiaba la
suerte de mi marido, por desgraciada que fuese. En una palabra, quedó
tan pagado de mí que no necesitó verme segunda vez para tomar la
determinación de casarse conmigo.

»Valióse de la misma parienta mía para pedir mi consentimiento. Vino
ésta a mi casa y me manifestó que, habiendo mi esposo terminado sus
días en el reino de Fez, no era razón que estuviese enterrada por más
tiempo, que había ya llorado sobradamente a un hombre cuya compañía
había gozado por solos pocos momentos, que debía no malograr la ocasión
que se me presentaba y que sería la mujer más feliz y más contenta
del mundo. Aquí ponderó la nobleza del marqués, sus grandes bienes
y amabilísimo carácter. Pero por más que empleaba su elocuencia en
hacerme palpables las ventajas que hallaría yo en aquel enlace, no me
pudo persuadir, no ya porque dudase de la muerte de don Alvaro ni por
el recelo de volverle a ver cuando menos lo pensase; lo único que mi
parienta tenía que vencer era mi poca inclinación, o, por mejor decir,
mi repugnancia a un segundo matrimonio después de las desgracias que
había experimentado en el primero. No por eso desconfió ni se acobardó;
antes bien, interesada ya por don Ambrosio, redobló sus instancias.
Empeñó a toda mi parentela en la pretensión del marqués. Comenzaron
mis parientes a estrecharme y apurarme sobre que aceptase un partido
tan ventajoso. Veíame sitiada siempre de ellos, importunándome y
atormentándome con la continua cantilena de que no perdiese tan
favorable proporción. Por otra parte, mi miseria era mayor cada día, y
no fué esto lo que menos contribuyó a dejar vencer mi repugnancia.

»No pudiendo, pues, resistir más tiempo, cedí al fin a tan repetidas
porfías y caséme con el marqués de la Guardia, el cual, el día después
de la boda, me condujo a una bellísima hacienda que tenía cerca de
Burgos, entre Tardajos y Revilla. Desde luego se poseyó de un amor
vehemente hacia mí; observaba yo en todas sus acciones un vivísimo
deseo de agradarme; estudiaba en proporcionarme todo cuanto yo
podía apetecer. Ningún esposo estimó nunca más a su mujer ni jamás
amante alguno empleó mayor esmero en complacer a su dama. Sin duda
que yo hubiera amado apasionadamente a don Ambrosio, a pesar de la
desproporción de nuestras edades, si hubiera sido capaz de amar a
otro que a don Alvaro; pero los corazones constantes no aciertan a
dar entrada a una segunda pasión. La memoria de mi primer esposo
inutilizaba todos los esfuerzos del segundo para hacerse querer de mí;
no podía corresponder a sus ternuras sino con afectos y expresiones de
gratitud y de respeto.

»Hallábame en esta disposición, cuando un día, asomándome a una
ventana de mi cuarto, vi en el jardín un aldeano que me miraba con
particular atención. Túvele por criado del jardinero, y por entonces
no hice caso de él; pero al día siguiente, habiéndole visto en el
mismo sitio, me pareció que estaba aún más atento a mirarme. Esto me
conmovió. Observéle también yo por mi parte con algún cuidado, y se me
figuró descubrir en él la fisonomía del desgraciado don Alvaro. Esta
semejanza excitó en todos mis sentidos una turbación inexplicable, y di
un gran grito sin poderme contener. Por fortuna, estaba sola entonces
con Inés, la criada de mi mayor confianza. Descubríle la sospecha que
me agitaba, y ella no hizo mas que reír, creyendo que alguna ligera
semejanza me había alucinado. «Serenaos, señora—me dijo—, y no creáis
haber visto a vuestro primer esposo. No es verosímil que se presentase
aquí con el disfraz de aldeano, ni se hace creíble que aún viva. Yo
misma—añadió—voy ahora al jardín a ver a ese hombre, a informarme de
quién es, y volveré al momento a desengañaros.» Marchó al jardín, y un
instante después la veo entrar en mi cuarto muy alterada. «Señora—me
dijo—, vuestra sospecha fué por cierto bien fundada. El hombre que
visteis en el jardín es verdaderamente el mismo don Alvaro; luego se me
descubrió, y desea hablaros a solas.»

»Podía recibirle entonces, porque el marqués había partido a Burgos,
y así, dije a Inés que le condujese a mi cuarto por una escalera
secreta. Ya se deja conocer la agitación en que yo me hallaría. No pude
sufrir la vista de un hombre que tenía derecho para decirme cuanto le
viniese a la boca, y al parecer con razón. Caí desmayada luego que
le vi en mi presencia, como si hubiera sido su sombra. Así él como
Inés me socorrieron prontamente, y después que volví del desmayo,
«Tranquilizaos, señora—me dijo don Alvaro—, y no sea mi presencia un
suplicio para vos. No es mi ánimo causaros la más mínima amargura. No
vengo como marido furioso a pediros cuenta de la fe que me jurasteis
ni a calificar de delito el segundo enlace que contrajisteis. Sé
muy bien que todo fué movido por vuestra parentela, y no ignoro las
persecuciones que habéis padecido. Por otra parte, estoy informado
de la voz de mi muerte esparcida en todo Valladolid, y tanto más
justamente creída de vos cuanto que ninguna carta mía os podía asegurar
de lo contrario. Finalmente, sé de qué modo habéis vivido desde nuestra
fatal separación y que la necesidad, más que el amor, os obligó a
entregaros en los brazos de...» «¡Ah don Alvaro!—le interrumpí yo
anegada en lágrimas—. ¿Por qué razón queréis disculpar a vuestra
esposa? ¡No tiene disculpa, puesto que vivís! ¡Desdichada de mí! ¡Ojalá
me viera ahora en la miserable situación en que me hallaba antes de
desposarme con don Ambrosio! ¡Funesto casamiento! ¡Ah! ¡En aquella
miseria, tendría a lo menos el consuelo de veros sin avergonzarme!»

«Amada Mencía—replicó don Alvaro en tono que mostraba bien cuánto le
habían enternecido mis lágrimas—, yo no me quejo de ti; antes bien,
lejos de censurar la brillantez en que te veo, juro que doy al Cielo
mil gracias. Desde el triste día en que partí de Valladolid, tuve
siempre contraria la fortuna; mi vida fué un tejido de desdichas,
y, para su colmo, nunca me fué posible darte noticias de mí. Seguro
siempre de tu amor, se me representaba continuamente la situación
a que mi fatal cariño te había conducido. Consideraba a mi adorada
Mencía bañada en lágrimas, y esta consideración era mi mayor tormento.
Confieso que algunas veces tenía por delito la dicha de haberte
agradado. Deseaba que te hubieses inclinado a cualquier otro de mis
competidores, cuando reflexionaba en lo mucho que te costaba la
preferencia con que me habías honrado. Por fin, después de siete años
de penas, más enamorado de ti que nunca, he querido volver a verte. No
he podido resistir a este deseo, y, habiéndomelo permitido satisfacer
el término de una larga esclavitud, he vuelto a Valladolid disfrazado
en este traje, a riesgo de ser conocido y descubierto. Allí lo he
sabido todo, y he venido en seguida a esta posesión, donde he hallado
modo de introducirme con el jardinero para ayudarle a cultivar estos
jardines. Tal es el arbitrio que he tomado para lograr hablarte en
secreto. Mas no te imagines que con mi presencia vengo aquí a turbar
la ventura que gozas. Amote más que a mí mismo, respeto tu reposo y,
acabada esta conversación, parto lejos de ti a terminar mis tristes
días, que sacrifico a tu amor.»

«¡No, don Alvaro, no!—exclamé al oír estas palabras—. El Cielo no
te ha traído aquí en balde, y no permitiré que segunda vez te apartes
de mí. Quiero ir contigo, y solamente la muerte nos podrá separar en
adelante.» «Créeme a mí, Mencía—me replicó—: vive con don Ambrosio,
y no quieras ser compañera de mis desdichas; deja que cargue yo solo
con todo el peso de ellas.» Añadió a éstas otras razones semejantes;
pero cuanto más empeñado parecía en querer sacrificarse a mi felicidad,
menos dispuesta me hallaba yo a consentirlo. Luego que me vió tan
resuelta a seguirle, mudó de repente de tono, y con semblante más
alegre me dijo: «Mencía, pues todavía amas tanto a don Alvaro que
quieres preferir su miseria a la abundancia en que te hallas, vámonos
a vivir a Betanzos, ciudad del reino de Galicia, donde hallaremos
un seguro retiro. Si mis desgracias me quitaron todos mis bienes,
no me hicieron perder todos mis amigos. Aun me quedan algunos tan
verdaderos, que me han facilitado medios de poder sacarte de esta casa.
Con su auxilio compré en Zamora coche, mulas y caballos, y traigo
por compañeros a tres amigos gallegos, resueltos y valerosos. Todos
están armados de carabinas y pistolas, y todos esperan mi aviso en
el lugar de Revilla. Aprovechémonos de la ausencia de don Ambrosio.
Voy a dar orden de que traigan el carruaje a la puerta de esta casa,
y al momento partiremos.» A todo accedí. Fué volando don Alvaro a
Revilla, y en breve tiempo volvió con sus tres compañeros montados.
Sacáronme de en medio de mis criadas, que, no sabiendo qué pensar de
este acontecimiento, huyeron despavoridas. Sólo Inés era sabedora de
todo; pero no quiso unir su suerte con la mía porque estaba enamorada
de un paje de don Ambrosio: lo que demuestra que el afecto de los más
fieles criados no resiste a la prueba del amor. Entré en el coche con
don Alvaro, no llevando conmigo sino alguna ropa y ciertas joyas que
tenía antes del segundo matrimonio, porque nada quise tomar de lo que
me había regalado el marqués cuando su casamiento. Seguimos el camino
de Galicia sin saber si tendríamos la fortuna de llegar allá. Temíamos,
con razón, que al volver de Burgos don Ambrosio viniese en seguimiento
nuestro, acompañado de mucha gente, y que nos alcanzase; pero caminamos
dos días sin que nadie nos siguiese. Esperábamos que sucediera lo mismo
en la tercera jornada, y ya caminábamos tranquilamente. Contábame don
Alvaro la triste aventura que había dado motivo a la voz esparcida de
su muerte y el modo de haber recobrado su libertad después de cinco
años de cautiverio, cuando encontramos en el camino a los ladrones en
cuya compañía estabais vos. El que mataron con todos sus acompañados es
el mismo y el que me hace derramar el torrente de lágrimas que ahora
cae de mis ojos.»



CAPÍTULO XII

Del modo poco gustoso con que fué interrumpida la conversación de la
señora y de Gil Blas.


Con efecto, se deshacía en lágrimas doña Mencía al acabar de hacerme
su relación. Dejéla dar entera libertad a los suspiros, y lloraba yo
también: tan natural es interesarse en el dolor de los infelices,
y muy particularmente en el de una mujer hermosa y afligida. Iba a
preguntarle qué partido quería tomar en la coyuntura en que se hallaba,
y quizá ella misma iba también a consultarme lo propio si no hubiera
sido interrumpida nuestra conversación. Oímos en el mesón un gran
rumor que llamó nuestra atención. Causábale la venida el corregidor,
que, acompañado de dos alguaciles y muchos ministriles, se entró
en el cuarto donde estábamos. El primero que se acercó a mí fué un
caballerito que venía en compañía del corregidor. Paróse a mirar muy
despacio y muy de cerca mi vestido, y después de alguna suspensión
exclamó diciendo: «¡Vive el Cielo que ésta es mi mismísima ropilla! ¡La
conozco tan bien como he conocido mi caballo! ¡Sobre mi palabra que
podéis prender a este hombre honrado! ¡Sin duda es uno de los ladrones
que tienen no sé qué oculta madriguera en este país!»

Al oír aquellas palabras me persuadí de que sin duda me había tocado,
por desgracia mía, el despojo de aquel caballero, y, por consiguiente,
me quedé sorprendido e inmutado. El corregidor, que por su oficio
debía juzgar antes mal que bien de la turbación en que me veía, hizo
juicio de que la acusación no era mal fundada, y sospechando que
la señora podía también ser cómplice, nos hizo prender a los dos y
poner en cuartos separados. No era este juez de aquellos de rostro
grave y ceñudo; antes bien, mostraba un semblante apacible y risueño,
acompañado de un modo de hablar dulce y cariñoso; pero sabe Dios si era
mejor que los primeros. Luego que estuve en la prisión, vino a ella con
sus dos precursores, esto es, sus dos alguaciles, los cuales, según su
buena costumbre, empezaron por registrarme bien las faltriqueras. ¡Qué
día para aquella honrada gente! Acaso en todos los de su vida no habían
tenido otro semejante. A cada puñado de doblones que me sacaban, estaba
viendo que rebosaban sus ojos de alegría. Hasta el mismo corregidor
parecía que estaba fuera de sí. «Hijo—me decía en un tono lleno de
miel y dulzura—, no extrañes ni tengas recelo de lo que ejecutamos,
que en esto no hacemos mas que nuestro oficio. Si estás inocente, nada
te perjudicará.» Mientras tanto fueron poco a poco aliviando del peso
mis bolsillos, quitándome aun lo que habían respetado los ladrones:
quiero decir los cuarenta ducados de mi tío. Escudriñáronme de pies a
cabeza sus codiciosas e infatigables manos, haciéndome volver a todos
lados y despojándome de todos los vestidos para ver si tenía guardado
algún dinero entre el pellejo y la camisa. Después que cumplieron tan
exactamente con aquella su importante obligación, el corregidor me hizo
sus preguntas. Satisfícelas presto, refiriéndole ingenuamente todo
lo sucedido. Hizo escribir mi declaración y partió con su gente y mi
dinero, dejándome desnudo sobre la paja.

«¡Oh vida humana—exclamé cuando me vi solo en aquel miserable
estado—, qué llena estás de contratiempos y de caprichosas aventuras!
Desde que salí de Oviedo no he experimentado mas que desgracias.
Apenas salgo de un peligro cuando caigo en otro. Al llegar a esta
ciudad estaba muy lejos de pensar que en tan poco tiempo había de
conocer a su corregidor.» Haciendo estas reflexiones inútiles me vestí
la maldita ropilla y lo restante de la ropa que me había puesto en
aquel estado; y después, hablándome y alentándome a mí mismo, «¡Animo,
Gil Blas—me dije—; valor y constancia! ¡Vamos claros! ¡Piensa que
después de este tiempo vendrá quizá otro más dichoso! ¿Será bueno
desesperarte porque te ves en una prisión ordinaria después de haber
hecho tan penoso ensayo de tu paciencia en la tenebrosa cueva? Mas,
¡ay—añadí tristemente—, yo me alucino y me lisonjeo! ¿Cómo será
posible que salga de esta cárcel, cuando acaban de quitarme los medios
de conseguirlo? Un pobre encarcelado sin dinero es un pájaro a quien
cortan las alas.»

En lugar de la liebre y de la perdiz que había mandado componer me
trajeron un pedazo de pan negro y un jarro de agua, dejándome tascar
el freno en mi calabozo. En él estuve quince días enteros, sin ver en
todos ellos otra persona que el alcaide, que venía todas las mañanas
a registrar y renovar las prisiones. Cuando le veía, intentaba querer
entablar conversación con él para desahogarme algún tanto; pero aquel
hombre nada respondía a cuanto le preguntaba. Jamás me fué posible
sacarle ni una sola palabra. Entraba y salía muchas veces sin dignarse
siquiera de mirarme. Al décimosexto día se dejó ver el corregidor, y me
dijo: «Ya puedes alegrarte, porque te traigo una buena nueva. Hice que
fuese conducida a Burgos la señora que venía contigo, examinéla sobre
quién eras, y tu conducta y sus respuestas te justificaron. Hoy mismo
saldrás de la cárcel, con tal que el arriero en cuya compañía viniste
desde Peñaflor a Cacabelos, según has dicho, confirme tu declaración.
Está en Astorga; ya le he enviado a llamar, y le estoy esperando.
Si conviene su declaración con la tuya, inmediatamente te pongo en
libertad.»

Consoláronme mucho estas palabras, y desde aquel momento me consideré
fuera de todo enredo. Di gracias al juez por la buena y pronta justicia
que me quería hacer; y apenas había acabado mi cumplido, cuando llegó
el arriero entre dos alguaciles. Conocíle inmediatamente; pero el
bribón, que sin duda había vendido mi maleta con todo lo que había
dentro, temiendo le obligasen a restituir el dinero que había recibido
si confesaba que me conocía, dijo descaradamente que no sabía quién yo
era y que jamás me había visto. «¡Ah traidor!—exclamé yo—. ¡Confiesa
que has vendido mi ropa y respeta la verdad! ¡Mírame bien! Yo soy uno
de aquellos mozos a quienes amenazaste con el tormento en Cacabelos,
llenando a todos de miedo.» El taimado respondió muy fríamente que le
hablaba una jerigonza que él no entendía; y como ratificó y mantuvo
hasta el fin aquel solemnísimo embuste, mi libertad se difirió hasta
mejor ocasión. «Hijo—me dijo el corregidor—, bien ves que el arriero
no concuerda con lo que declaraste; y así, no puedo soltarte, por
más que lo deseo.» Convínome, pues, armarme nuevamente de paciencia
y resolverme a estar todavía a pan y agua y sufrir al silencioso
carcelero. Cuando pensaba en que no podía salir de entre las garras
de la justicia, siendo así que no había cometido delito alguno, me
desesperaba con este triste pensamiento, y echaba de menos el lóbrego
subterráneo. «Bien reflexionado—me decía yo a mí mismo—, allí me
hallaba menos mal que en este calabozo. Por lo menos en aquél comía y
bebía alegremente con los ladrones, divertíame con ellos y me consolaba
la dulce esperanza de poderme escapar algún día; pero seré quizá muy
feliz si sólo puedo salir de aquí para ir a galeras, a pesar de mi
inocencia.»



CAPÍTULO XIII

Por qué casualidad sale Gil Blas de la cárcel, y a dónde se encaminó
después.


Mientras yo pasaba los días y las noches en desvariar entregado a
mis tristes reflexiones, se divulgaron por la ciudad mis aventuras,
ni más ni menos que yo las había dictado en mi declaración. Muchas
personas me quisieron ver por curiosidad. Venían unas en pos de otras,
y se asomaban a una ventanilla que daba luz a mi prisión, y después
de haberme mirado algún tiempo se retiraban silenciosas. Sorprendióme
aquella novedad. Desde mi entrada en la cárcel nunca había visto alma
viviente asomarse a la tal ventanilla, que caía a un patio donde
habitaban el silencio y el horror. Me hizo creer que yo había llamado
la atención de la ciudad; pero no acertaba a pronosticar si sería para
mal o para bien.

Uno de los primeros que vi fué el muchacho o niño de coro de Mondoñedo
que en Cacabelos se escapó, como yo, de miedo del tormento. Conocíle
luego, y él no fingió desconocerme, como lo había fingido el arriero.
Saludámonos uno y otro, y entablamos una larga conversación, en la
cual me vi precisado a hacerle una nueva relación de mis aventuras, lo
que produjo dos efectos diferentes en el ánimo de los circunstantes,
pues que los hice reír y me atraje su compasión. El, por su parte, me
contó lo que había pasado en el mesón de Cacabelos entre el arriero y
la mujer después que un terror pánico nos había separado de ella. En
una palabra, contóme todo lo que dejo ya dicho. Despidióse después de
mí, prometiéndome que sin perder tiempo iba a hacer todo lo posible
para que me dieran libertad. Desde entonces todas las personas que como
él habían venido a verme por mera curiosidad me aseguraron que mis
desgracias las movían a compasión, ofreciéndome al mismo tiempo unirse
con aquel mozo para solicitar que me librasen de la cárcel.

Cumplieron efectivamente su palabra. Hablaron en favor mío al
corregidor, quien, no dudando ya de mi inocencia, particularmente desde
que el niño de coro le contó todo lo que sabía, tres semanas después
vino a la prisión y me dijo: «Gil Blas, aunque si fuese yo un juez
severo podría detenerte aquí, no quiero dilatar más tu causa. Vete; ya
estás libre y puedes salir cuando quisieres. Pero dime—prosiguió—:
si te llevaran al bosque donde estaba el subterráneo, ¿no le podrías
descubrir?» «No, señor—le respondí—, porque como entré en él de
noche y salí antes del día, no me sería posible dar con él.» Con eso
se retiró el juez, diciendo que iba a dar orden al carcelero que me
franquease la puerta. Con efecto, un momento después vino el alcaide
con sus satélites, que traían un lío de ropa, los cuales, con mucha
gravedad y sin decir una sola palabra, me despojaron de la casaca y
de los calzones, que eran de paño fino y casi nuevo, me metieron por
la cabeza una especie de chamarreta muy vieja y muy raída a manera de
escapulario, y concluída esta ceremonia me pusieron a la puerta de la
cárcel, echándome a empellones fuera de ella.

La vergüenza que padecí al verme en tan mala ropa moderó mucho la
alegría que comúnmente tienen los presos cuando han recobrado su
libertad. Tuve impulso de salirme inmediatamente de la ciudad, por
huir de la vista del pueblo, que no podía sufrir sin rubor; pero pudo
más mi agradecimiento. Fuí a dar las gracias al cantorcillo, a quien
debía tanta obligación. No pudo dejar de reír luego que me vió. «A lo
que advierto—dijo—, parece que la justicia ha hecho contigo todas
sus habilidades.» «No me quejo de la justicia—le respondí—: ella
en sí es muy justa; solamente desearía yo que todos sus oficiales
fueran hombres de bien y de conciencia. A lo menos, me pudieran
haber dejado el vestido, pues me parece que no le había pagado mal.»
«Convengo en eso—me replicó—; pero dirán que ésas son formalidades
que indispensablemente se deben observar. Y si no, dime: ¿crees, por
ventura, que el caballo en que viniste se ha restituído a su primer
dueño? No lo creas, porque el tal caballo está actualmente en la
caballeriza del escribano, donde se depositó como una prueba del
delito, y yo estoy persuadido de que su amo verdadero nunca volverá
a ver ni siquiera la grupera. Pero mudemos de conversación—continuó
el cantorcillo—. ¿Qué ánimo tienes y qué piensas hacer ahora?» «Mi
ánimo es—le respondí—irme derecho a Burgos a buscar a la señora a
quien liberté de los ladrones. Naturalmente, me dará algún dinerillo,
con el cual compraré unos hábitos nuevos y partiré a Salamanca, donde
procuraré aprovecharme de mi latín. Mi mayor apuro es que aun no estoy
en Burgos y es menester vivir en el camino.» «¡Ya te entiendo!—me
replicó—. Aquí tienes mi bolsa. Está un poco vacía, a la verdad; mas
ya sabes que un pobre cantor no es un obispo.» Al mismo tiempo la sacó,
y me la puso en las manos con tan buena voluntad que no pude menos de
aceptarla. Agradecíselo tanto como si me hubiera hecho dueño de todo
el oro del mundo, y le pagué con mil protestas de servirle, cosa que
nunca tuvo efecto. Después de esto nos despedimos, y yo salí de aquel
pueblo sin ver a ninguna de las otras personas que habían contribuído a
librarme de la prisión, contentándome con darles dentro de mi corazón
mil y mil bendiciones.

El cantorcillo tuvo mucha razón en no hacer ostentación de su bolsa,
porque en realidad encontré en ella poco dinero, y todo en calderilla.
Por fortuna, había dos meses que estaba acostumbrado a una vida muy
frugal, y todavía me restaban algunos reales cuando llegué al lugar de
Puentedura, poco distante de Burgos. Detúveme en él para saber de doña
Mencía. Entré en un mesón, cuya huéspeda era una mujer muy pequeña, muy
enjuta, vivaracha y de mala condición. Luego conocí, por la mala cara
que me puso, que no le había gustado mi chamarreta, lo que fácilmente
le perdoné. Sentéme a una asquerosa mesa, donde comí un pedazo de pan
con un cuarterón de queso y bebí algunos tragos de un detestable vino
que me trajeron. Durante la comida, que era muy correspondiente a mi
equipaje, quise entablar conversación con la huéspeda, que me dió a
entender con un gesto desdeñoso que tenía a menos hablar conmigo.
Supliquéle que me dijese si conocía al marqués de la Guardia, si estaba
lejos su casa de campo y, particularmente, si se sabía en qué había
parado la marquesa su mujer. «¡Muchas cosas me preguntáis!»—respondió
muy desdeñosa. Sin embargo, me contestó en abreviatura y con muy mal
talante, diciendo que la casa de campo de don Ambrosio distaba una
legua corta de Puentedura.

Después que acabé de beber y de cenar, como era ya de noche, mostré
que deseaba recogerme, y pedí un cuarto. «¡Un cuarto para él!—me dijo
la mesonera, mirándome de hito en hito con altivez y con desprecio—.
¡Un cuarto para él! ¡Los cuartos de mi casa los reservo yo para gentes
que no cenan pan y queso! Todas mis camas están ocupadas, porque estoy
esperando a ciertos caballeros de importancia que vienen a hacer noche
aquí; lo más que te puedo ofrecer es el pajar, porque creo no será la
primera vez que hayas dormido sobre paja.» En esto decía más verdad de
lo que ella misma pensaba. No le repliqué palabra. Abracé prudentemente
el partido que me proponía; fuime al pajar y dormí con tranquilidad,
como hombre que ya estaba hecho a trabajos.



CAPÍTULO XIV

Recibimiento que le hizo en Burgos doña Mencía.


No fuí perezoso en levantarme al día siguiente. Fuí a ajustar la cuenta
con la huéspeda, que ya estaba levantada, y me pareció de mejor humor
que el día antecedente. Atribuílo a la presencia de tres honrados
cuadrilleros de la Santa Hermandad que con mucha familiaridad hablaban
con ella, y serían sin duda los caballeros de importancia para quienes
estaban destinadas todas las camas. Informéme en el lugar del camino
que guiaba a la casa de campo a donde yo quería ir, y se lo pregunté
a un paisano que me deparó la suerte, del mismo carácter que mi
antiguo mesonero de Peñaflor. No contento con responderme a lo que le
preguntaba, añadió que don Ambrosio había muerto tres semanas hacía,
y que la marquesa, su mujer, se había retirado a un convento de la
ciudad, que me nombró. Al punto me encaminé en derechura a Burgos, y,
sin pensar ya en la casa de campo, fuí volando al monasterio donde me
dijeron que se hallaba doña Mencía. Supliqué a la tornera se sirviese
decir a aquella señora que deseaba hablarle un mozo recién salido de
la cárcel de Astorga. Inmediatamente fué a darle el recado la tornera.
Volvió ésta, y me hizo entrar en un locutorio, adonde dentro de poco vi
llegar, muy enlutada, a doña Mencía.

«Bien venido seas, Gil Blas—me dijo aquella viuda con modo muy
afable—. Cuatro días ha que escribí a un conocido mío de Astorga
suplicándole te fuese a ver y que de mi parte te rogase vinieses a
visitarme inmediatamente que salieses de la prisión. Nunca dudé que
pronto te darían libertad. Bastaban para esto las cosas que yo dije
al corregidor en descargo tuyo. Respondiéronme que ya, con efecto,
estabas libre, pero que no se sabía tu paradero. Temí no volverte a
ver ni tener el gusto de darte alguna prueba de mi agradecimiento, lo
que hubiera sentido extremadamente. Consuélate—añadió, conociendo que
estaba avergonzado de presentarme a ella en tan miserable estado—;
no te dé pena alguna el hallarte en el infeliz ropaje en que te veo.
Después del gran servicio que me hiciste, sería yo la mujer más ingrata
de las mujeres si no hiciera nada por ti. Mi ánimo es sacarte del
mal estado en que te hallas; debo y puedo hacerlo, pues tengo bienes
suficientes para poder corresponderte sin que me sea gravoso.

»Los lances—continuó—que me sucedieron hasta el día en que nos
separaron para meternos presos ya los sabes como yo; ahora voy a
contarte lo que me aconteció desde entonces. Luego que el corregidor de
Astorga dispuso que me condujesen a Burgos, después de haberme oído la
relación puntual de mis sucesos, me dirigí a la casa de don Ambrosio.
Causó mi llegada general y extremada sorpresa; pero me dijeron que ya
llegaba tarde, porque el marqués, profundamente afligido por mi fuga,
había caído gravemente enfermo, y tanto, que los médicos desesperaban
de su vida. Esta triste noticia fué un motivo más sobre los muchos
que ya tenía para llorar el rigor de mi fatal destino. Con todo eso,
quise que le avisasen mi llegada; entré después en su cuarto y corrí a
arrojarme de rodillas a la cabecera de su cama, anegado en lágrimas el
semblante y el corazón traspasado del más agudo dolor. «¿Quién te ha
traído aquí?—me dijo luego que me vió—. ¿Vienes a complacerte en la
obra de tus manos? ¿No te basta haberme quitado la vida? ¿Era menester,
para mayor satisfacción tuya, que tus mismos ojos fuesen testigos de mi
muerte?» «Señor—le respondí—, ya os habrá informado Inés de que huí
con mi legítimo esposo, y a no ser el funesto accidente que me privó
de él, nunca más me hubierais vuelto a ver.» Referíle al mismo tiempo
cómo don Alvaro había muerto a manos de unos ladrones y cómo me habían
conducido al subterráneo, con todo lo demás que me había sucedido hasta
entonces. Apenas acabé de hablar, cuando, alargándome cariñosamente la
mano, me dijo con ternura: «¡Basta, hija; ya no me quejo de ti! Pues
qué, ¿debo por ventura culpar un proceder tan justo y tan honrado?
Hallástete de repente con tu legítimo esposo, a quien adorabas, y
me abandonaste por irte con él. ¿Podré nunca condenar con razón una
conducta dictada por la conciencia y la justicia? No por cierto;
ninguna razón tendría para quejarme. Por eso no permití que ninguno te
siguiese. Respetaba en aquella fuga el sagrado derecho que la hacía
lícita, y aun necesaria, como también el debido amor que profesabas a
tu querido y verdadero esposo. En fin, te hago justicia, y protesto
que con haberte restituído a mi casa has recobrado toda mi ternura.
Sí, querida Mencía, tu presencia me colma de gozo y de consuelo. Mas
¡ay, cuán poco me durará uno y otro! Conozco que mi última hora se va
acercando. Apenas la suerte me volvió a juntar contigo, cuando me será
necesario arrancarme de ti con el último adiós.» Redoblóse mi llanto
al oír palabras tan amorosas, las que excitaron en mí una aflicción
extremada. Aunque adoré a don Alvaro, no lloré tanto por él. Murió
don Ambrosio al día siguiente, y yo quedé dueña de la rica dote que
me había señalado en las capitulaciones. No es mi ánimo emplearla
mal. Aunque soy todavía moza, ninguno me verá pasar a terceras
nupcias. Esto, a mi parecer, sólo es propio de mujeres sin pudor y sin
delicadeza. Antes bien, te digo que ya no tengo inclinación al mundo y
que quiero acabar mis días en este convento y ser su bienhechora.»

Tal fué el discurso de doña Mencía; acabado el cual, sacó de la
faltriquera un bolsillo y me lo tiró por la reja del locutorio a donde
le pudiese alcanzar, diciendo: «Toma, Gil Blas, esos cien ducados,
únicamente para que te vistas, y después vuélveme a ver, porque no
quiero que se limite a cosa tan corta mi agradecimiento.» Dile mil
gracias y le juré que no partiría de Burgos sin volver a despedirme de
ella. Hecho este juramento—que estaba bien resuelto a no quebrantar—,
me fuí a buscar algún mesón. Entré en el primero que encontré, pedí
un cuarto, y para precaver el mal concepto que por el traje se podía
formar de mí dije al mesonero que, aunque me veía en aquellos pobres
trapos, tenía con qué pagar el gasto. Al oír estas palabras, el
mesonero, que se llamaba Majuelo y era naturalmente grandísimo bufón,
mirándome y examinándome atentamente de pies a cabeza, me dijo con
cierto aire malicioso y chufletero que no necesitaba de mi aseveración
para conocer que sin duda haría yo en su casa mucho gasto, porque entre
los remiendos de aquellos malos trapos se divisaba en mi persona un
no sé qué de nobleza que le obligaba a creer que yo era un caballero
de grandes conveniencias. No dejé de conocer que el bellaco se estaba
burlando de mí, y para cortar de repente sus bufonescas frialdades
saqué el bolsillo y a su vista conté sobre una mesa mis ducados, los
que le obligaron a formar un juicio más favorable de mí. Roguéle
que me hiciese buscar algún sastre, a lo cual me replicó que sería
mejor llamar a algún prendero, el cual traería diferentes vestidos de
todas clases, para quedar pronto vestido del todo. Armóme el consejo
y determiné seguirle; pero como se acercaba ya la noche, dilaté este
negocio hasta el día siguiente, y sólo pensé en cenar bien para
resarcir lo mal que había comido desde que salí del subterráneo.



CAPÍTULO XV

De qué modo se vistió Gil Blas, del nuevo regalo que le hizo la señora
y del equipaje en que salió de Burgos.


Sirviéronme un copioso plato de manos de carnero fritas y le comí
casi todo; bebí a proporción y después fuíme a la cama. Era ésta
muy decente, y esperaba que luego se apoderaría de mis sentidos un
profundo sueño; pero engañéme, porque apenas pude cerrar los ojos,
ocupada la imaginación en qué género de vestido había de escoger. «¿Qué
haré?—decía—. ¿Seguiré mi primer intento de comprar unos hábitos
largos para ir a ser dómine en Salamanca? Pero ¿a qué fin vestirme de
estudiante? ¿Tengo deseos de consagrarme al estado eclesiástico? ¿Acaso
me inclina a ello mi propensión? ¡Nada de eso! Mis inclinaciones son
muy contrarias a la santidad que pide: quiero ceñir espada y ver de
hacer fortuna en el mundo.» Y a esto me decidí.

Resolví, pues, vestirme de caballero, bien persuadido de que esto
bastaría para alcanzar un empleo de importancia. Con tan lisonjeros
proyectos, estuve esperando el día con grandísima impaciencia, y
apenas rayó en mis ojos su primera luz cuando salté de la cama.
Hice tanto ruido en el mesón, que despertaron todos. Llamé a los
criados, que estaban todavía en la cama, y me respondieron echándome
mil maldiciones. Al fin se vieron obligados a levantarse, y les di
orden de que fuesen a buscar al prendero. No tardó en llegar éste
con dos mozos cargados, cada uno con un gran envoltorio. Saludóme
con grandes cumplimientos y me dijo: «Caballero, ha tenido usted
fortuna en dirigirse a mí más bien que a otro. No quiero desacreditar
a mis compañeros, ni permita Dios que haga el menor agravio a su
reputación; mas, aquí para entre los dos, ninguno de ellos sabe qué
cosa es conciencia. Todos son más duros que judíos; yo soy el único de
mi oficio que la tiene; me limito a una ganancia justa y razonable,
contentándome con un real por cada cuarto. Equivoquéme: quise decir con
un cuarto por real.»

Después de este preámbulo, que yo creí tontamente al pie de la letra,
mandó a los mozos que desatasen los envoltorios. Enseñáronme vestidos
de todos géneros y colores, muchos de ellos de paños enteramente lisos.
Deseché éstos con desprecio por demasiado humildes. Presentáronme
después otro que parecía haberse cortado expresamente para mí, el
cual me deslumbró, sin embargo de que estaba un poco usado. Se
componía de una ropilla, unos calzones y una capa; la ropilla, con
mangas acuchilladas, y todo él de terciopelo azul bordado de oro.
Escogí éste y pregunté el precio. El prendero, que conoció cuánto
me agradaba, me dijo: «En verdad que es usted un señor de gusto muy
delicado, y se ve bien que lo entiende. Sepa usted que este vestido
se hizo para uno de los primeros sujetos del reino, que no se le puso
tres veces. Observe bien la calidad del terciopelo y hallará que es
del mejor. Pues ¿qué diré del bordado? No parece cabe mayor delicadeza
ni primor.» «Y bien—le pregunté—, ¿cuánto pedís por él?» «Señor—me
respondió—, ayer no le quise dar por sesenta ducados; y si esto no es
cierto, no sea yo hombre de bien.» A la verdad, la contestación era
convincente. Yo le ofrecí cuarenta y cinco, aunque acaso no valía la
mitad. «Caballero—replicó él fríamente—, yo no soy hombre que pido
más de lo justo ni rebajo un ochavo de lo que digo la primera vez. Tome
usted este otro vestido—continuó, presentándome el primero, que yo
había desechado—, que se lo daré más barato.» Todo esto sólo servía
para aumentar en mí la gana que tenía del otro, y como me imaginé
que no rebajaría ni un maravedí de lo que había pedido, le entregué
sus sesenta ducados. Cuando vió la facilidad con que se los había
dado, juzgo que, no obstante la delicadeza de su rígida conciencia,
se arrepintió mucho de no haberme pedido más. Pero al fin, contento
con haber ganado a real por cuarto, se despidió con sus mozos, a los
cuales tampoco dejé de agasajar dándoles para beber.

Viéndome ya con un vestido tan señor, comencé a pensar en lo restante
para presentarme en la calle con toda autoridad y decencia, lo que me
entretuvo toda la mañana. Compré pañuelo, sombrero, medias de seda,
zapatos y una espada. Vestíme inmediatamente; pero ¡qué gozo fué el
mío cuando me vi tan bien equipado! No me cansaba de mirarme. Ningún
pavo real se recreó nunca tanto en mirar y remirar el dorado plumaje de
su cola. Aquel mismo día pasé a visitar segunda vez a doña Mencía, la
cual me volvió a recibir con la mayor urbanidad y agasajo. Dióme nuevas
gracias por el servicio que le había hecho, a que siguió una salva de
recíprocos cumplidos. Después, deseándome en todo la mayor prosperidad,
se despidió de mí, y se retiró, regalándome sólo una sortija de treinta
doblones y suplicándome la conservase siempre por memoria.

Quedéme frío cuando me vi con la tal sortija, porque había contado
con regalo de mucho más precio. En esta suposición, malcontento de la
generosidad de la señora, volví al mesón haciendo mil calendarios;
pero apenas había llegado cuando entró en él un hombre que venía tras
de mí, el cual, desembozando la capa, mostró un talego bastante largo
que traía debajo del brazo. Así que vi el talego, que parecía lleno
de dinero, abrí tanto ojo, y lo mismo hicieron algunas personas que
estaban presentes; y me pareció oír la voz de un serafín cuando aquel
hombre me dijo, poniendo el talego sobre una mesa: «Señor Gil Blas,
mi señora la marquesa suplica a usted se sirva admitir esta cortedad
en prueba de su agradecimiento.» Hice mil cortesías al portador,
acompañadas de otros tantos cumplimientos, y luego que salió del mesón
me arrojó sobre el talego como un gavilán sobre su presa y llevémele
a mi cuarto. Desatéle sin perder tiempo, vaciéle sobre una mesa y
me encontré con mil ducados que contenía. Acababa de contarlos al
tiempo que el mesonero, que había oído las palabras del portador,
entró para saber lo que iba en el talego. Asombróle la vista de tanta
plata y exclamó admirado: «¡Fuego de Dios, y cuánto dinero! ¡Sin duda
sabéis—añadió con malicia—sacar buen partido de las damas! ¡Apenas ha
veinticuatro horas que estáis en Burgos y ya hacéis contribuir a las
marquesas!»

No me desagradó esta sospecha y estuve tentado a dejar a Majuelo en
su error, por lo que lisonjeaba mi vanidad. No me admiro de que los
mozos se alegren de ser tenidos por afortunados con las mujeres; pero
pudo más en mí la inocencia de mis costumbres que la vanagloria.
Desengañé al mesonero y le conté toda la historia de doña Mencía. Oyóla
con singular atención, y después le confié el estado de mis asuntos,
suplicándole, pues se mostraba tan interesado en servirme, me ayudase
con sus consejos. Quedóse como pensativo algún tiempo, y tomando
luego un aire serio, me dijo: «Señor Gil Blas, confieso que desde que
vi a usted le cobró particular inclinación; y ya que le merezco la
confianza de que me hable con tanta franqueza, debo corresponder a
ella diciéndole sin lisonja lo que siento. A mí me parece que usted
es un hombre nacido para la corte, y así, le aconsejo se vaya a ella
y procure introducirse con algún gran señor, viendo de mezclarse en
sus negocios, y sobre todo en los de sus pasatiempos y devaneos, sin
lo cual perderá usted el tiempo y nada adelantará con él. Conozco bien
a los grandes: ningún aprecio hacen del celo y de la lealtad de un
hombre de bien, y sólo estiman a las personas que les son necesarias
para sus fines. Además de éste, tiene usted otro recurso: es mozo,
bien dispuesto, galán; y esto, aun cuando fuera un hombre sin talento,
bastaba y aun sobraba para encaprichar a su favor a alguna viuda
poderosa o alguna hermosa dama malcasada. Si el amor empobrece a muchos
ricos, tal vez sabe también enriquecer a los que eran pobres. Soy,
pues, de parecer que vaya usted a Madrid; pero conviene se presente
con ostentación, pues allí, como en todas partes, se juzga de las
personas no por lo que son, sino por lo que aparentan ser, y usted
solamente será atendido a proporción de la figura que hiciere. Quiero
proporcionarle un criado mozo, fiel, cuerdo y prudente; en fin, un
hombre de mi mano. Compre usted dos mulas, una para sí y otra para él,
y sin perder tiempo póngase en camino lo más pronto que le sea posible.»

No podía menos de abrazar un consejo que era tan de mi gusto. Al día
siguiente compré dos mulas y recibí el criado que Majuelo me propuso.
Era un hombre de treinta años y de un aspecto humilde y devoto. Díjome
ser rayano de Galicia y llamarse Ambrosio Lamela. Lo que más admiré
en él fué que, siendo los demás criados por lo común muy interesados,
éste no se paraba en pedir gran salario. Díjome que en este asunto se
contentaría con lo que quisiese darle. Compré unos botines y una maleta
para llevar mi ropa y mis ducados, ajusté la cuenta con el mesonero, y
al amanecer salí de Burgos camino de Madrid.



CAPÍTULO XVI

Donde se ve que ninguno debe fiarse mucho de la prosperidad.


Dormimos en Dueñas la primera jornada, y el día siguiente entramos
en Valladolid a las cuatro de la tarde. Apeámonos en un mesón que me
pareció sería el mejor de la ciudad. Mi criado se fué a cuidar de las
mulas y yo mandé a una moza de la posada llevase la maleta al cuarto
que me dieron. Llegué tan fatigado, que sin quitarme los botines me
eché en la cama, donde insensiblemente me quedé dormido. Era ya casi
noche cuando desperté. Llamé a Ambrosio. No estaba en el mesón, pero
tardó poco en parecer. Preguntéle de dónde venía, y me respondió,
devoto y compungido, que de una iglesia de dar gracias al Señor por
habernos librado de toda desgracia en el camino. Alabéle su devoción y
le mandé que encargase me dispusiesen algo que cenar.

Al mismo tiempo que le hablaba entró en mi cuarto el mesonero con
un hacha encendida en la mano, alumbrando a una señora ricamente
vestida, la cual me pareció más hermosa que joven. Dábale el brazo
un escudero, y un morito la seguía llevándole la cola del vestido.
Quedé no poco sorprendido cuando la señora, después de hacerme una
profunda reverencia, me preguntó si por ventura sería yo el señor Gil
Blas de Santillana. Apenas le respondí que sí cuando, desasiéndose
del escudero, vino apresuradamente a darme un abrazo con tal alborozo
y alegría, que añadió muchos grados a mi admiración. «¡Sea mil veces
bendito el Cielo—exclamó—por tan dichoso encuentro! ¡A usted, señor
caballero, a usted venía yo buscando!» Al oír esto se me vino a la
memoria el petardista taimado de Peñaflor, y ya iba a sospechar que
aquella señora era una solemne embustera o una descarada aventurera;
pero lo que añadió me obligó a formar de ella un juicio más favorable.
«Yo soy—me dijo—prima hermana de doña Mencía de Mosquera, que debe
a usted tantas obligaciones. He recibido hoy mismo una carta suya, en
que me participa el viaje de usted a la corte y me encarga le trate
bien y le obsequie si transitare por esta ciudad. Dos horas ha que la
ando corriendo toda, yendo de mesón en mesón a saber qué forasteros se
han apeado en ellos, y por las señas que me dió de usted el mesonero
conocí que podía ser el libertador de mi prima. Ya que he tenido la
dicha de encontrarle, quiero manifestarle lo mucho que me intereso
en los beneficios que se hacen a mi familia, y particularmente a
mi querida Mencía. Me hará usted el favor de venir ahora mismo a
hospedarse en mi casa, donde estará menos mal que en un mesón.» Quise
excusarme, haciéndole presente que no podía admitir su fineza sin
incomodarla; pero fué preciso rendirme a sus eficaces instancias. Había
a la puerta del mesón un coche que nos estaba esperando. Ella misma
tuvo gran cuidado de hacer poner dentro de él la maleta y todo mi
equipaje, «porque en Valladolid—dijo—hay muchos bribones», lo cual
era demasiadamente cierto. En fin, entramos en el coche ella y yo con
su vejete escudero y me dejé sacar del mesón de esta manera, con gran
pesar del mesonero, porque así se veía privado del gasto que él suponía
que yo había de hacer en su posada con la señora, el escudero y el
morito.

Después de haber rodado bastante, paró en fin el coche a la puerta de
una casa grande, a donde subimos a una sala bien adornada e iluminada
con veinte o treinta bujías. Había en ella también muchos criados, a
quienes preguntó la señora si había venido don Rafael. Respondiéronle
que no, y ella me dijo, volviéndose a mí: «Señor Gil Blas, estoy
esperando a mi hermano, que ha de volver esta noche de una quinta que
tenemos a dos leguas de aquí. ¡Cuán agradable será su sorpresa cuando
se encuentre en su casa con un huésped a quien tanto debe toda nuestra
familia!» Al mismo punto que acabó de decir estas palabras oímos ruido
y supimos le causaba la llegada de don Rafael. Dejóse presto ver este
caballero, que era un joven de bello talle y muy airoso. «Hermano—le
dijo la señora—, no sabes cuánto me alegra tu vuelta. Tú me ayudarás
a obsequiar como se merece al señor Gil Blas de Santillana. Nunca
podremos pagar lo que ha hecho por nuestra parienta doña Mencía. Toma
esta carta—añadió—y lee lo que en ella me escribe.» Abrióla don
Rafael y leyó en alta voz lo siguiente:

«Mi querida Camila: El señor Gil Blas de Santillana, que me ha salvado
el honor y la vida, acaba de salir para la corte y sin duda pasará por
Valladolid. Te ruego encarecidamente por el vínculo del parentesco,
y aun más por la amistad que nos une, le agasajes y obsequies cuanto
puedas, obligándole a que descanse algunos días en tu casa. Espero no
me negarás este gusto y que mi libertador recibirá de ti y del primo
don Rafael todo género de atenciones. Burgos, etc. Tu prima que te
ama,—_Doña Mencía_.»

«¿Cómo así?—exclamó don Rafael luego que leyó la carta—. ¿Es posible
sea éste el caballero a quien debe no menos que el honor y la vida mi
parienta? Doy gracias al Cielo por este dichoso encuentro.» Diciendo
esto se acercó a mí, y abrazándome estrechamente, dijo: «¡Oh qué
gusto y qué fortuna la mía en tener en mi casa al señor Gil Blas de
Santillana! No era menester que mi prima la marquesa le recomendase:
bastaba avisarnos que pasaba por aquí. Sabemos muy bien mi hermana y yo
cómo debemos tratar a un hombre que hizo el mayor servicio del mundo a
la persona a quien más amamos de toda nuestra parentela.» Correspondí
lo mejor que pude a todas aquellas expresiones y a otras muchas
semejantes, acompañadas de mil caricias. Advirtiendo después don Rafael
que todavía tenía yo puestos los botines, mandó a sus criados me los
quitasen.

Pasamos después al cuarto donde estaba esperándonos la cena. Sentámonos
a la mesa, colocándome a mí en medio de los dos hermanos, quienes
mientras cenábamos me dijeron mil expresiones cariñosas; celebraban
todas mis palabras como otros tantos rasgos de gracia y de discreción,
y era de ver el cuidado con que me hacían plato, sirviéndome de cuanto
había en la mesa. Don Rafael brindaba frecuentemente a la salud de doña
Mencía y yo correspondía del mismo modo. Doña Camila no se descuidaba
en imitarnos, y a veces me parecía que me miraba como a hurtadillas de
una manera que podía significar mucho, y aun llegué a creer que para
hacerlo buscaba ocasión, como quien temía que su hermano lo advirtiese.
Bastó esto para persuadirme que ya me había hecho dueño de la voluntad
de aquella señora y para resolver aprovecharme de este descubrimiento
por poco que me detuviese en Valladolid. Con esta esperanza me rendí
fácilmente a la cortesana súplica que me hicieron de que me detuviese
en su compañía algunos días. Agradecieron mucho mi condescendencia, y
la particular alegría que mostró doña Camila me confirmó en la opinión
de que había hallado en mí un hombre muy de su gusto.

Viéndome determinado don Rafael a detenerme algún tiempo, me propuso
un viaje a su quinta, de la que me hizo una magnífica descripción,
como también de las diversiones que quería proporcionarme en ella.
«Unas veces—decía—nos divertiremos en la caza, otras en la pesca;
y si usted gusta de pasearse, encontrará bosques sombríos y jardines
deliciosos. Además de esto no nos faltará buena compañía, y creo que no
echará usted de menos la ciudad.» Acepté la oferta, y quedamos en que
al día siguiente iríamos a la tal divertidísima quinta. Levantámonos
de la mesa con esta resolución, y don Rafael, lleno de alegría, me dió
un estrechísimo abrazo, diciéndome: «Señor Gil Blas, ahí le dejo a
usted con mi hermana; voy a dar las órdenes necesarias para el viaje
y para que se avise a las personas que nos han de acompañar.» Dicho
esto se salió del cuarto, y yo quedé a solas con la señora, dándole
conversación, en la que no desmintió lo que yo había juzgado de las
tiernas miradas de la cena. Tomóme la mano, y mirando con atención la
sortija, dijo: «Parece muy lindo este diamante, pero es pequeñito.
¿Entiende usted de pedrería?» Respondíle que no. «Lo siento—me
replicó—; porque si lo entendiera, me diría cuánto vale esta
piedra—mostrándome un grueso rubí que tenía en el dedo; y mientras
yo lo miraba, añadió—: Regalómelo un tío mío, que fué gobernador de
Filipinas, y los joyeros de Valladolid lo aprecian en trescientos
doblones.» «Lo creo—repliqué—, porque me parece primoroso.» «Pues
ya que a usted le gusta—repuso ella—, quiero hagamos un trueque.»
Diciendo y haciendo, me cogió mi sortija y metióme la suya en mi dedo.
Después de este cambio, que yo tuve por un regalo hecho con gracia
y novedad, Camila me apretó la mano y me miró con ternura; luego,
cortando de repente la conversación, me dió las buenas noches y se
retiró enteramente confusa y como avergonzada de haberme manifestado
demasiado sus sentimientos.

Aunque era yo entonces uno de los cortesanos más novicios, no dejé por
eso de penetrar lo mucho y bueno que significaba aquella precipitada
fuga, y desde luego consentí en que no pasaría mal el tiempo en la
quinta. Poseído de esta lisonjera idea y del brillante estado de mis
negocios, me encerré en el cuarto donde había de dormir y previne a mi
criado me despertase temprano el día siguiente. En lugar de pensar en
acostarme, me entregué enteramente a los alegres pensamientos que me
inspiraba mi maleta, que estaba sobre una mesa, y mi rubí. «¡Gracias a
Dios—decía—que si antes fuí miserable, ya no lo soy! Mil ducados por
una parte y una sortija de trescientos doblones por otra es un decente
caudal para bandearme algún tiempo. Ahora veo que Majuelo no me
engañó. Sin duda que en Madrid encenderé en amor a mil mujeres cuando
tan fácilmente he agradado a Camila.» Veníanseme a la imaginación todas
las palabras y acciones de aquella señora, y gozaba anticipadamente de
todos los pasatiempos que don Rafael me había ponderado de su quinta.
Con todo eso, a pesar de unas ideas tan halagüeñas, no dejó el sueño de
hacer su oficio; y así, sintiéndome adormecido, me desnudé y me metí en
la cama.

Al despertar el día siguiente conocí que era tarde. Admiréme de que
Ambrosio no me hubiese despertado habiéndoselo mandado; pero dije entre
mí: «Ambrosio, mi fiel Ambrosio, estará en alguna iglesia o le habrá
hoy cogido la pereza.» Mas tardé poco en perder el buen concepto que
había hecho de él para dar lugar a otro menos favorable, aunque más
justo y verdadero, pues habiéndome levantado y no hallando mi maleta
en todo el cuarto, sospeché que me la había robado por la noche. Para
aclarar mis sospechas abrí la puerta y comencé a llamar al hipócrita
repetidas veces y con voz muy esforzada. A mis gritos acudió un viejo
y me dijo: «¿Qué quiere usted, señor? Todos sus criados han salido
de mi casa antes de amanecer.» «¿Qué es eso de mi casa?—le repliqué
yo—. Pues qué, ¿no es ésta la de don Rafael?» «Yo no sé quién es
ese caballero—respondió el viejo—; sólo sé que ésta es una casa de
huéspedes, que yo soy su dueño y que, una hora antes que usted llegase,
aquella señora con quien cenó anoche vino a pedirme un cuarto para un
caballero principal, que ella dijo viajaba de incógnito. Yo le di
éste, habiéndomelo pagado adelantado.»

Caí entonces en la cuenta: conocí lo que debía pensar de doña Camila
y de don Rafael y comprendí que mi criado, instruído a fondo de todos
mis negocios, me había vendido a aquellos dos grandísimos bribones. En
vez de echarme a mí solo la culpa de tan pesaroso suceso y de conocer
que no me hubiera acaecido a no haber tenido la ligereza e indiscreción
de descubrirme a Majuelo sin la menor necesidad, me volví contra la
inocente fortuna y maldije mil veces mi suerte. El posadero, a quien
conté mi aventura—de la cual quizá el bellaco estaría mejor informado
que yo—, mostró acompañarme en mi sentimiento. Compadecióse de mí y
protestó lo mucho que sentía que este lance hubiese sucedido en su
casa; pero yo creo, a pesar de todas sus protestas, que él tuvo tanta
parte en esta picardía como el mesonero de Burgos, a quien siempre
atribuí el honor de la invención.



CAPÍTULO XVII

Partido que tomó Gil Blas de resultas del triste suceso de la casa de
posada.


Después de haber llorado bien, pero en vano, mi desgracia, comencé
a hacer reflexiones, y saqué de ellas que en lugar de rendirme a la
desesperación y desaliento debía animarme a luchar contra mi mala
suerte. Volví, pues, a despertar mi valor, y me decía a mí mismo
mientras me estaba vistiendo: «Aun doy gracias a mi fortuna de que
aquellos malvados no se llevasen también mis vestidos y algunos ducados
que tengo en las faltriqueras.» Y les agradecía el haber andado tan
comedidos, pues habían tenido también la generosidad de dejarme los
botines, los cuales di al posadero por la tercera parte de lo que me
habían costado. En fin, salí de la posada sin tener necesidad, gracias
a Dios, de quien me llevase el hatillo. Lo primero que hice fué ir al
mesón donde me había apeado el día antecedente, a ver si mis mulas
se habían librado de la borrasca, aunque, a la verdad, juzgaba que
Ambrosio no las habría olvidado; y ojalá que siempre hubiera juzgado de
él con tanto acierto, pues supe que aquella misma noche había tenido
buen cuidado de sacarlas. Conque, dando por supuesto que yo no las
volvería a ver, como tampoco mi maleta, caminaba triste y sin destino
por las calles, pensando en el rumbo que había de tomar. Ofrecióseme
la idea de volver a Burgos para recurrir segunda vez a doña Mencía;
pero considerando que esto sería abusar de su bondad y que además me
tendría por un simple, deseché este pensamiento. Juré, sí, guardarme
bien en adelante de mujeres, y por entonces no me fiaría ni aun de la
casta Susana. De cuando en cuando ponía los ojos en mi sortija; mas,
acordándome que había sido regalo de Camila, suspiraba de rabia y de
dolor. «¡Ah!—decía entre mí—. ¡Nada entiendo de rubíes; pero bien
entiendo y conozco a la gentecilla que hace estos cambios! ¡No me
parece preciso ir a un joyero para conocer que soy un pobre mentecato!»

Con todo, no quise dejar de ir a saber lo que valía la sortija, que
reconocida por un lapidario la tasó en tres ducados. Al oír semejante
tasa, aunque no me causó sorpresa, di a todos los diablos la sobrina
del gobernador de Filipinas, o, por mejor decir, sólo les renové el don
que mil veces les había hecho de ella. Al salir de casa del lapidario
encontré un mozo que se paró a mirarme. No pude caer al pronto en quién
era, aunque en otro tiempo le había conocido muy bien. «¿Cómo qué, Gil
Blas?—me dijo—. ¿Finges acaso no conocerme? ¿Es posible que en dos
años me haya mudado tanto que no conozcas al hijo del barbero Núñez?
¡Acuérdate de Fabricio, tu paisano y tu condiscípulo de Lógica, y de
cuántas veces argüimos los dos en casa del doctor Godínez sobre los
universales y grados metafísicos!»

Antes que acabase de hablar había yo venido en conocimiento de quién
era. Abrazámonos estrechamente con mil demostraciones de admiración y
de alegría. «¡Ah querido amigo—prosiguió Fabricio—, y qué encuentro
tan feliz y cuánto me alegro de volverte a ver! Pero ¿en qué equipaje
te veo? ¡A la verdad, que estás vestido como un príncipe! ¡Bella
espada, medias de seda, calzón y vestido de terciopelo con bordado de
plata! ¡Fuego! ¡Esto me huele a un fortunón deshecho! ¡Apuesto a que
alguna vieja liberal te hizo dueño de su bolsillo!» «Te engañas—le
respondí—; mi fortuna no ha sido tan feliz como imaginas.» «¡A otro
perro con ese hueso!—replicó él—. Tú quieres hacer el reservado,
¡pero a mí que las vendo! Díme por vida tuya: ese bellísimo rubí que
tanto brilla en ese dedo, ¿de quién le hubiste?» «De una grandísima
bribona—le respondí—. ¡Fabricio, mi querido Fabricio, sabe que en vez
de ser el Adonis de las mujeres de Valladolid, he sido su dominguillo!»

Pronuncié estas palabras en tono tan lastimoso, que Fabricio conoció
muy bien que me habían jugado alguna burla. Apuróme para que le dijese
por qué razón estaba tan quejoso del bello sexo. Tuve poco que hacer en
resolverme a satisfacer su curiosidad; pero como la relación era algo
larga y no queríamos separarnos tan presto, entramos en un figón para
discurrir con más comodidad y sosiego. Allí nos desayunamos. Y mientras
tanto le hice menuda relación de cuanto me había sucedido desde mi
salida de Oviedo. Convino en que mis aventuras eran muy extrañas, y
después de asegurarme lo mucho que sentía verme en el estado en que
me hallaba, añadió: «Amigo, es menester consolarnos y animarnos en
todas las desgracias de la vida. Eso es lo que distingue un pecho
generoso de un corazón apocado. ¿Vese un hombre de entendimiento
reducido a la miseria? Espera con valor y paciencia otro tiempo más
feliz. ¡Nunca—dice Cicerón—, nunca debe un hombre abatirse tanto
que llegue a olvidarse que es hombre! Yo por mí soy de este carácter.
Las desventuras no me acobardan; sé superarlas y sé resistir a los
golpes de la mala fortuna. Por ejemplo: amaba en Oviedo a la hija de
un vecino honrado y ella me amaba a mí; pedíla a su padre, y negómela,
como era regular. Otro cualquiera se hubiera muerto de pesadumbre;
pero yo, ¡admira la fuerza de mi talento!, de acuerdo con la misma
muchacha, la robé de casa de sus padres. Era viva, atolondrada y alegre
sobremanera; por consiguiente, pudo más con ella el placer que la
obligación. Anduvimos seis meses paseándonos por Galicia, y llegó a
tal punto su deseo de viajar que quiso ir a Portugal; pero tomó otro
compañero de viaje y me dejó plantado. Si no fuera el que soy, me
hubiera desesperado y abatido con el peso de esta nueva desgracia; mas
no cometí tal disparate. Más prudente y sufrido que Menelao, en lugar
de armarme contra el Paris que me había robado mi Elena, me alegró
mucho de verme libre de ella. No queriendo después volver a Asturias
por evitar contiendas con la justicia, me interné en el reino de León,
donde anduve de lugar en lugar, gastando el dinero que me había quedado
del rapto de mi ninfa, pues en aquella ocasión ambos nos proveímos
suficientemente de dinero y ropa. Al fin me hallé al llegar a Palencia
con un solo ducado, con el cual tuve que comprar un par de zapatos, y
el resto duró pocos días. Vime perplejo en aquella situación. Comenzaba
ya a guardar dieta y era indispensable tomar algún partido. Resolví,
pues, ponerme a servir. Acomodéme desde luego con un rico mercader de
paños que tenía un hijo dado a todos los vicios. En su casa encontré
un seguro asilo contra la abstinencia, pero igualmente un grandísimo
obstáculo. Mandóme el padre que espiase al hijo y suplicóme el hijo le
ayudase a engañar al padre. Era preciso optar: preferí la súplica al
precepto, y esta preferencia me costó el ser despedido. Pasé después
a servir a un pintor, ya hombre viejo, el cual quería enseñarme por
caridad los principios de su arte; pero al mismo tiempo me dejaba
morir de hambre, y esto me disgustó de la pintura y de la mansión en
Palencia. Víneme a Valladolid, donde por la mayor fortuna del mundo me
acomodé con un administrador del hospital. Con él estoy todavía, y cada
instante más contento. El señor Manuel Ordóñez, mi amo, es el hombre
más virtuoso del mundo, pues siempre va con los ojos bajos y un rosario
de cuentas gordas en la mano. Dicen que desde mozo sólo tuvo puesta su
atención en el bien de los pobres, y le mira con mucho amor, empleando
a este fin un celo infatigable. Esto no se ha quedado sin recompensa:
todo ha prosperado en sus manos. ¡Qué bendición del Cielo! El se ha
hecho rico cuidando de la hacienda de los pobres.»

Luego que acabó Fabricio su discurso, le dije: «Por cierto me alegro
de verte tan contento con tu suerte; pero, hablando en confianza,
paréceme que podías hacer un papel más brillante en el mundo que el
de criado. Un mozo de tu talento debía pensar más alto.» «Te engañas
mucho, Gil Blas—me respondió—: has de saber que para un hombre
de mi humor no puede haber mejor situación que la mía. Confieso que
el oficio de criado es penoso para un mentecato; mas para un mozo
despejado tiene grandes atractivos. Un ingenio superior que se pone
a servir no sirve materialmente como un pobre bobo: entra menos a
servir que a mandar en la casa. Su primer cuidado es estudiar bien el
genio y las inclinaciones del amo. Halaga sus defectos, lisonjea sus
pasiones, sírvele en ellas, se granjea su confianza, y hétele que ya
le tiene agarrado por la nariz. De esta manera me he gobernado con mi
administrador. Desde luego conocí de qué pie cojeaba. Advertí que todo
su deseo era que le tuviesen por santo. Fingí creerlo, porque esto nada
cuesta; y aun hice más: procuré imitarle representando en su presencia
el mismo papel que él representaba delante de los demás: engañé al
engañador, y poco a poco vine a ser su todo y como su primer ministro.
Bajo sus auspicios y en su escuela espero que algún día estarán a mi
cargo los asuntos de los pobres, porque me intereso tanto por su bien
como mi amo. ¿Y quién sabe si por este camino llegaré también a hacer
igual o mayor fortuna?»

«¡Bellas y alegres esperanzas, querido Fabricio!—le repliqué—.
Doite mil parabienes por ellas. Mas, por lo que a mí toca, vuélvome a
mis primeros pensamientos. Voy a trocar mi vestido bordado por unas
bayetas, iréme a Salamanca, matricularéme en la Universidad y me
pondré a preceptor.» «¡Gran proyecto!—repuso Fabricio—. ¡Graciosa
idea! ¿Puede haber mayor locura que meterte a pedante en lo mejor de
tu vida? ¿Sabes bien, pobrete, en lo que te empeñas abrazando ese
partido? Luego que halles conveniencia, te observará toda la casa.
Examinarán escrupulosamente tus más mínimas acciones. Será preciso que
estés fingiendo y venciéndote continuamente, que afectes un exterior
hipócrita y que parezcas un hombre adornado de todas las virtudes.
No tendrás un instante por tuyo para divertirte. Censor eterno de tu
discípulo, todo el día se te irá en enseñarle el latín y en reprenderle
y corregirle cuando diga o haga alguna cosa contra la buena crianza.
Y al cabo de tanto trabajo y sujeción, ¿qué premio te espera? Si el
señorito sale travieso y mal inclinado, a ti te echarán la culpa,
diciendo que le criaste mal, y sus padres te despedirán sin recompensa
y aun quizá sin pagarte. Así, pues, no me hables del tal oficio de
preceptor, porque es un beneficio con cargo de almas. Háblame del
empleo de criado, que es beneficio simple que a nada obliga. ¿Está
el amo lleno de vicios? Pues el talento superior del criado los sabe
lisonjear, convirtiéndolos a veces en propia utilidad. Un criado
de este jaez vive con mucha paz en una buena casa. Come y bebe a
su gusto, por la noche se va a la cama y, como un hijo de familia,
duerme tranquilamente, sin tener que pensar en el carnicero ni en el
panadero. Amigo Gil Blas—prosiguió Fabricio—, nunca acabaría si
te hubiera de contar todas las ventajas que se encuentran en la no
muy lucida, pero muy provechosa carrera de criado. Créeme: desecha
para siempre el pensamiento de ser preceptor y sigue mi ejemplo.»
«Sea así, Fabricio—le respondí—; pero no todos los días se hallan
administradores como el que tú has hallado, y si yo me determinara a
servir, quisiera a lo menos encontrar con un buen amo.» «¡Oh!—repuso
él—. En eso tienes razón. Yo tomo por mi cuenta el buscártele, y lo
haré aunque no sea mas que por contribuir a que no se vayan a enterrar
en una Universidad los talentos de un hombre como tú.»

La próxima miseria que me amenazaba, la resolución y seguridad con que
Fabricio me habló, aun más que sus razones, me persuadieron finalmente
a que me pusiese a servir. Tomada esta determinación, salimos del
figón, y Fabricio me dijo: «Ahora mismo quiero conducirte en derechura
a casa de un hombre a quien recurre la mayor parte de los que buscan
amo. Tiene emisarios que le informan de cuanto pasa en todas las
familias, sabe las que necesitan criados, y en un registro muy exacto
lleva razón no sólo de las plazas vacantes, sino también de las buenas
o malas cualidades de los amos: en fin, él fué quien me acomodó con el
administrador.»

Fuimos hablando de esta especie de despacho y oficina pública tan
singular, hasta que llegamos a una callejuela, y en un rincón de ella,
a una casa baja, donde el hijo del barbero Núñez me hizo entrar. Nos
encontramos con un hombre de cincuenta años que estaba escribiendo.
Saludámosle cortesana y aun respetuosamente; pero fuese por ser
de genio naturalmente soberbio y grosero, o bien porque estando
acostumbrado a no tratar sino con lacayos y cocheros lo estaba también
a recibir las visitas asaz descortésmente, no se levantó, ni aun casi
se dignó mirarnos, contentándose con hacer una ligera inclinación de
cabeza. Con todo, poco después me miró con atención. Conocí muy bien
se admiraba de que un mozo con un vestido bordado quisiera ponerse
a servir de criado, cuando podía pensar que iba yo a buscar uno.
Duróle poco esta duda, porque Fabricio le dijo al punto: «Señor Arias
de Londoña, aquí le presento a usted el mayor amigo mío. Es un hijo
de buena familia, y sus desgracias le han reducido a la necesidad
de servir. Proporciónele usted una buena conveniencia, contando
seguramente con su correspondiente agradecimiento.» «Señores—respondió
fríamente Arias—, ésa es la cantilena general de todos ustedes: antes
de acomodarse prometen mucho; pero después de bien acomodados, tú que
le viste, y de todo se olvidan.» «¿Cómo? ¿Qué?—replicó Fabricio—.
¿Está usted quejoso de mí? ¿No me he portado bien?» «Mejor pudieras
haberte portado. Tu conveniencia equivale a la de primer oficial de
cualquiera oficina, y has correspondido como si te hubiese acomodado
con un autorcillo.» Tomé yo entonces la palabra, y para que conociese
el señor Arias que no servía a un ingrato, quise que el agradecimiento
precediese al favor. Púsele en la mano dos ducados, prometiéndole que
no se limitaría a tan poca cosa mi reconocimiento como me colocase en
una buena casa.

Mostróse contento de mi proceder, diciendo: «¡Así gusto yo de que se
trate conmigo! Hay vacantes excelentes puestos: leerélos, y usted
escogerá el que mejor le pareciere.» Al decir esto calóse los anteojos,
tomó su registro, abrióle, revolvió algunas hojas y comenzó así:
«Necesita lacayo el capitán Torbellino, hombre colérico, brutal y
fantástico; gruñe sin cesar, blasfema, da de golpes y muy a menudo
estropea a los criados.» «¡Pase usted adelante!—dije yo prontamente—.
¡No me gusta el señor capitán!» Rióse Arias de mi viveza y prosiguió
leyendo: «Doña Manuela de Sandoval, viuda y entrada en edad,
impertinente y caprichosa, se halla sin criado. Por lo común no tiene
más que uno, y ése apenas la puede aguantar un día entero. Diez años ha
que sólo hay en su casa una librea, y sirve para todos los criados que
recibe, sean flacos o gordos, grandes o pequeños. Se puede decir que no
hacen mas que probársela, y así todavía está nueva, aunque se la han
puesto dos mil. Falta un criado al doctor Alvaro Fáñez, médico químico.
Trata bien a sus criados, dales bien de comer y un gran salario; pero
hace en ellos la experiencia de sus remedios y se observa que en casa
de este químico hay siempre vacantes plazas de criados.»

«¡No lo dudo!—interrumpió Fabricio dando una carcajada—. Pero vamos
claros, que nos va usted proponiendo admirables conveniencias.» «Ten
un poco de paciencia—replicó Arias de Londoña—; todavía no las he
leído todas y puede haber alguna que te contente.» Diciendo esto,
prosiguió su lectura de esta manera: «Tres semanas ha que está sin
criado doña Alfonsa de Solís; es una señora anciana y devota, que pasa
en la iglesia las tres partes del día y quiere tener siempre junto
a sí al criado. Otro: ayer despidió al suyo el licenciado Cedillo,
hombre ya viejo y canónigo de este Cabildo.» «¡Alto ahí, señor Arias
de Londoña!—interrumpió Fabricio—. ¡A ese puesto nos atenemos! El
canónigo Cedillo es grande amigo de mi amo y yo le conozco mucho; sé
que gobierna su casa en clase de ama una vieja beata, que se llama
la señora Jacinta, y es la que todo lo manda. Es una de las mejores
casas de Valladolid, porque en ella se vive con gran paz y se come
grandemente. Fuera de eso, el canónigo es un señor enfermizo, gotoso
inveterado, que tardará poco en hacer testamento y se puede esperar
algún legadillo. ¡Gran esperanza para un criado! Gil Blas—continuó
Fabricio volviéndose hacia mí—, no perdamos tiempo. Vámonos derechos
a casa del licenciado; yo mismo te quiero presentar y salir por fiador
tuyo.» Habiendo dicho esto, por no malograr la ocasión, nos despedimos
aceleradamente del señor Arias, quien me ofreció, por mi dinero, que si
no lograba aquella conveniencia me proporcionaría otra tan buena y aun
quizá mejor.



LIBRO SEGUNDO



CAPÍTULO PRIMERO

Entra Gil Blas por criado del licenciado Cedillo; estado en que éste se
hallaba y retrato de su ama.


Por miedo de no llegar tarde, nos pusimos de un brinco en casa del
licenciado. Estaba cerrada la puerta; llamamos y bajó a abrir una
niña como de diez años, a quien el ama llamaba sobrina, aunque malas
lenguas suponían entre las dos parentesco más estrecho. Le estábamos
preguntando si se podría hablar al señor canónigo, cuando se dejó ver
la señora Jacinta. Era una mujer entrada ya en la edad de discreción,
pero todavía de buen parecer y, sobre todo, de un color fresco y
hermoso. Venía vestida con una especie de bata de paño ordinario, que
ceñía con una ancha correa de cuero, de la cual pendía por un lado
un manojo de llaves y por otro un gran rosario de cuentas gordas.
Saludámosla con mucho respeto y ella nos correspondió con igual
cortesanía, pero con un aire devoto y los ojos bajos.

«He sabido—le dijo mi camarada—que el señor licenciado Cedillo
necesita un mozo honrado que le sirva y vengo a presentarle éste,
que espero le dará gusto.» Alzó entonces la vista el ama, miróme
atentamente, y no acertando a conciliar mi vestido bordado con el
discurso de Fabricio, preguntó si era yo el que pretendía entrar a
servir. «Sí, señora—respondió el hijo de Núñez—, él mismo es; porque,
tal como usted le ve, le han sucedido desgracias que le precisan a
ello. Consolárase en sus infortunios si tiene la dicha de colocarse
en esta casa y vivir en compañía de la virtuosa señora Jacinta, la
cual es digna de ser ama de un patriarca de las Indias.» Al oír esto,
la buena de la beata apartó los ojos de mí por volverlos al que le
hablaba con tanta gracia, y quedó como sorprendida al ver un rostro
que no le parecía desconocido. «Tengo alguna idea—le dijo—de haber
visto ya esa cara, y estimaría que usted ayudase a mi memoria.» «Casta
señora Jacinta—le respondió Fabricio—, es y ha sido grande honor
mío haber merecido la atención de usted. Dos veces he venido a esta
casa acompañando a mi amo, el señor Manuel Ordóñez, administrador del
hospital.» «¡Justamente!—replicó entonces el ama—. ¡Acuérdome muy
bien! ¡Ya caigo en la cuenta! Basta decir que está en casa del señor
Manuel Ordóñez para saber que será usted un hombre muy de bien. Su
empleo es su mayor elogio y no era fácil que este mozo encontrase mejor
fiador. Venga usted conmigo y hablará al señor Cedillo, que sin duda
tendrá gran gusto en recibir un criado venido por tal mano.»

Seguimos al ama del canónigo, el cual vivía en un cuarto bajo
compuesto de cinco piezas a un mismo piso, todas muy decentes. Díjonos
esperásemos un instante en la primera mientras iba a avisar al señor
canónigo, que estaba en la segunda. Después de haberse detenido
algún tiempo, sin duda para informarle y prevenirle de todo, volvió
a nosotros y nos dijo que podíamos entrar. Vimos al viejo gotoso
sepultado en una silla poltrona, con una almohada detrás de la cabeza,
descansando los brazos en unas almohadillas y apoyando las piernas en
un almohadón de pluma. Acercámonos a él, sin escasear las cortesías;
y tomando Fabricio la palabra, no se contentó con repetirle lo que ya
había dicho de mí a la señora Jacinta, sino que se puso a hacer un
panegírico de mi mérito, extendiéndose principalmente sobre el grande
honor que me había granjeado bajo el magisterio del doctor Godínez en
las disputas de Filosofía, como si fuera necesario ser gran filósofo
para servir a un canónigo. Sin embargo, no dejó de alucinarle el bello
elogio que hizo Fabricio de mí, y conociendo, por otra parte, que yo no
desagradaba a la señora Jacinta, «Amigo—respondió a mi fiador—, desde
luego recibo a este mozo: basta que tú me lo presentes. No me disgusta
su traza, y juzgo bien de sus costumbres, supuesto que me lo propone un
criado del señor Manuel Ordóñez.»

Luego que Fabricio me vió admitido, hizo una gran cortesía al canónigo,
otra más profunda a la señora Jacinta y se despidió muy alegre,
diciéndome al oído que me quedase allí y que ya nos veríamos. Apenas
había salido de la sala, cuando el licenciado me preguntó cómo me
llamaba y por qué había salido de mi tierra, obligándome con sus
preguntas a contarle toda la historia de mi vida, en presencia de la
señora Jacinta. Divertílos a entrambos, sobre todo con la relación
de mi última aventura. Doña Camila y D. Rafael les hicieron reír tan
fuertemente que le hubo de costar la vida al pobre gotoso, pues la risa
le excitó una tos tan violenta que temí fuese llegada su hora. Aun no
había hecho testamento: considérese cuánto se turbaría la buena ama.
Vila toda trémula y azorada correr de aquí para allí por socorrer al
buen viejo, haciendo con él lo que se hace con los niños cuando tosen
con violencia, estregarle la frente y darle palmaditas en las espaldas;
pero al fin todo fué un puro miedo. Cesó de toser el licenciado y el
ama de atormentarle. Quise entonces proseguir mi relación, mas no me
lo permitió la señora Jacinta, temerosa de que le repitiese la tos al
amo. Llevóme al guardarropa, donde, entre otros vestidos, estaba el de
mi predecesor. Hízomele poner y guardó el mío, lo que no me disgustó,
porque deseaba conservarle, con esperanza de que todavía podría
servirme. Desde el guardarropa pasamos los dos a disponer la comida.

No me mostré novicio en el oficio de cocinero. Había hecho mi
aprendizaje bajo la disciplina de la señora Leonarda, que podía pasar
por buena maestra de cocina, bien que no comparable con la señora
Jacinta, la cual merecía ser cocinera de un arzobispo. Sobresalía en
todo género de guisos y platos. Sazonaba delicadamente un jigote, la
chanfaina y, en general, toda especie de picadillo, de manera que
eran sumamente gratos al paladar. Cuando estuvo dispuesta la comida,
volvimos al cuarto del canónigo, donde, mientras yo ponía los manteles
en una mesilla inmediata a su silla poltrona, el ama le ponía la
servilleta, prendiéndosela por detrás con alfileres. Se le sirvió una
sopa que se podía presentar a un corregidor de Madrid, y una fritada
que podía avivar el apetito de un virrey, si el ama, de propósito, no
hubiera escaseado las especias, por no irritar la gota del canónigo.
A vista de tan delicados manjares, mi buen viejo, que yo creía estaba
baldado de todos sus miembros, dió pruebas de que aun no había perdido
del todo el uso de los brazos. Sirvióse de ellos para ayudar a que
le desembarazasen de la almohada y demás impedimentos, disponiéndose
a comer alegremente. Las manos tampoco se negaron a servirle; aunque
trémulas, iban y venían con bastante ligereza a donde era menester,
bien que derramando en la servilleta y en los manteles la mitad de lo
que llevaba a la boca. Cuando vi que ya no quería más de frito, le puse
delante una perdiz rodeada de dos codornices asadas, que la señora
Jacinta le trinchó con el mayor aseo y pulidez. De cuando en cuando le
hacía beber grandes tragos de vino mezclados con un poco de agua en una
taza de plata bastante ancha y profunda, aplicándosela ella misma a la
boca y teniéndola con las manos, como si fuera un niño de quince meses.
Se comió las pechugas y las piernas, sin dejar los alones. Siguiéronse
los postres, y cuando acabó de comer, el ama le quitó la servilleta,
volvióle a poner la almohada, y, dejándole dormir tranquilamente la
siesta, nos retiramos nosotros a comer.

Era ésta la comida diaria de nuestro canónigo, acaso el mayor tragón
de todo el Cabildo; pero la cena era más parca. Contentábase con un
pollo o con un conejo y con algún cubilete de fruta. En su casa, por
lo que toca a la comida, estaba yo bien y lo pasaba alegremente; sólo
tenía un trabajo, no poco pesado para mí. Era preciso estar despierto
una gran parte de la noche velando al amo. Padecía éste una retención
de orina que le obligaba a pedir el orinal diez veces cada hora. Además
sudaba mucho, y era menester mudarle de camisa con frecuencia. «Gil
Blas—me dijo la segunda noche—, tú eres mañoso y diligente y veo que
me acomodará mucho tu modo de servir. Solamente te encargo que des
también gusto a la señora Jacinta, complaciéndola y obedeciéndola en
todo como si yo lo mandase, y guardes con ella la mayor armonía. Quince
años ha que me sirve con un celo y amor particular. Tiene tanto cuidado
de mí que no sé cómo pagárselo, y confiésote que por esto la estimo más
que a toda mi familia. Por ella despedí de mi casa a un sobrino carnal,
hijo de mi propia hermana, e hice bien. No podía ver a esta pobre mujer
y, lejos de agradecerle lo que hacía conmigo, continuamente la estaba
insultando, burlándose de su virtud y tratándola de embustera, porque
a la gente moza de hoy todo lo que suena a recogimiento y devoción
le parece hipocresía; pero ya me libré de tan buena alhaja, porque
soy hombre que prefiero a todos los respetos de la sangre el amor que
me tienen y el bien que me hacen.» «Usted, señor, tiene muchísima
razón—le respondí—: el agradecimiento debe siempre poder más que las
leyes de la naturaleza.» «Sin duda—replicó él—; y en mi testamento
haré ver el poco caso que hago de mis parientes. El ama tendrá buena
parte en él, y no me olvidaré de ti como prosigas sirviéndome según
has comenzado. El criado que despedí ayer perdió una buena manda por
su mal modo. Si no me hubiera visto precisado a despedirle, porque
ya no le podía aguantar, yo solo le habría hecho rico; pero era un
soberbio que no tenía el más leve respeto a la señora Jacinta, y
era muy holgazán. No le gustaba acompañarme de noche y se le hacía
intolerable el estar despierto para asistirme en lo que podía ocurrir.»
«¡Qué bribón!—exclamé yo, como si el espíritu de Fabricio se hubiera
pasado al mío—. ¡No merecía, por cierto, estar al lado de un amo tan
bueno como su merced! El que logra esta fortuna debe ser de un celo
infatigable, ha de complacerse en su trabajo y ha de creer que nada
hace aun cuando sude sangre por servirle.»

Conocí que le habían gustado mucho al canónigo estas últimas palabras,
y no le gustó menos la que le di de estar siempre pronto y obediente a
las órdenes de la señora Jacinta. Queriendo, pues, pasar por un criado
que no temía trabajo ni fatiga, procuré servir en un todo con el mayor
celo y el mejor modo que me era posible. El ama—a la cual debo hacer
esta justicia—cuidaba mucho de mí, lo que debo atribuir al esmero con
que procuraba yo granjearme su voluntad con todo género de modales
atentos y respetuosos. Cuando comíamos juntos ella y su sobrina, que se
llamaba Inesilla, estaba yo pronto a mudarles de platos, a servirles
de beber y, en fin, a hacer con ellas lo que haría el más fiel y leal
criado. Por estos medios llegué a conseguir su amistad. Un día que la
señora Jacinta había salido a hacer no sé qué compras, hallándome solo
con Inesilla, comencé a darle conversación, y le pregunté si vivían
todavía sus padres. «¡Oh, no!—me respondió la niña—. Mucho tiempo ha
que murieron, según me lo ha dicho mi tía, porque yo nunca los conocí.»
Creíla piadosamente, aunque su respuesta no fué muy categórica, y la
fuí poniendo en tanta gana de parlar que poco a poco me dijo más de
lo que yo quería saber. Descubrióme, o, por mejor decir, descubrí yo
por su sencillez que la señora tía tenía un amigo que estaba en casa
de un antiguo canónigo en calidad de mayordomo y que tenían ajustado
entre los dos aprovecharse de la herencia de sus amos y gozarla en paz
por medio de un casamiento cuyos privilegios disfrutaban de antemano.
Ya dejo dicho que la señora Jacinta, aunque algo entrada en años, se
mantenía de muy buen parecer. Es verdad que ningún medio perdonaba
para conservarse bien. Por otra parte, dormía con sosiego, mientras yo
estaba en pie velando al amo. Pero, sobre todo, lo que más contribuía
a mantener en ella aquel color vivo y fresco era—según me dijo
Inesilla—una fuente que tenía en cada pierna.



CAPÍTULO II

Qué remedios suministraron al canónigo habiendo empeorado en su
enfermedad; lo que resultó, y qué dejó a Gil Blas en su testamento.


Serví tres meses al señor licenciado Cedillo, sin quejarme de las
malas noches que me daba. Cayó malo al cabo de este tiempo; entróle
calentura y con ella se le irritó la gota. Recurrió a los médicos,
siendo la primera vez que lo hacía en toda su vida, aunque había sido
larga. Llamó determinadamente al doctor Sangredo, a quien tenían en
Valladolid por otro Hipócrates. La señora Jacinta hubiera querido más
que el canónigo, ante todas cosas, comenzase por hacer testamento;
pero además de que no le parecía a él que estaba de tanto peligro,
en ciertas materias era un poco caprichoso y testarudo. Fuí, pues, a
buscar al doctor Sangredo, y condújele a casa. Era un hombre alto,
seco y macilento, que por espacio de cuarenta años a lo menos tenía
continuamente empleada la tijera de las Parcas. Su exterior era grave,
serio, con un si es no es de desdeñoso; su voz, gutural, sonora y
ahuecada; pronunciaba las palabras con un tantico de recalcamiento,
lo que a su parecer daba mayor nobleza a las expresiones. Parecía que
medía sus discursos geométricamente, y era singular en sus opiniones.

Después de haber observado al enfermo, comenzó a hablar así en tono
magistral: «Trátase aquí de suplir el defecto de la transpiración
escasa, dificultosa y detenida. Otros médicos ordenarían, sin duda,
en este caso remedios salinos, urinosos y volátiles, que por la mayor
parte tienen algo de azufre y mercurio; pero los purgantes y los
sudoríficos son drogas perniciosas inventadas por curanderos. Todas
las preparaciones químicas me parecen invenciones para arruinar la
naturaleza; yo echo mano de medicamentos más simples y seguros. ¿Qué
es lo que usted acostumbra comer?», preguntó al enfermo. «Comúnmente,
cubiletes y manjares jugosos», respondió el canónigo. «¡Cubiletes y
manjares jugosos!—exclamó suspenso y admirado el doctor—. ¡Ya no
me maravillo de que usted haya enfermado! Los manjares deliciosos
son gustos emponzoñados, lazos que la sensualidad arma a los hombres
para destruirlos con mayor seguridad. Es preciso que usted renuncie a
todo alimento de buen gusto: los más desabridos son los más propios
para la salud. Como la sangre es insípida, está pidiendo alimentos
análogos a su naturaleza. ¿Y bebe usted vino?», le volvió a preguntar.
«Sí, señor, pero aguado», respondió el enfermo. «¡Qué dice usted
aguado!—exclamó el doctor—. ¡Qué desorden! ¡Qué espantoso desarreglo!
¡Debía usted haberse muerto cien años ha! ¿Y qué edad es la de
usted?» «Voy a entrar en sesenta y nueve años», repuso el licenciado.
«Justamente—continuó el médico—, la vejez anticipada siempre es fruto
de la intemperancia. Si usted hubiera bebido sólo agua clara toda su
vida y usado de alimentos simples, como manzanas cocidas, por ejemplo,
y guisantes o judías, no se vería ahora atormentado de la gota, y todos
sus miembros ejercerían todavía fácilmente sus respectivas funciones.
Con todo, no desconfío de restablecerle, como se entregue ciegamente
a cuanto yo ordenare.» El canónigo, aunque gustaba de buenos bocados,
ofreció obedecerle en todo y por todo.

Entonces Sangredo me dijo fuese prontamente a llamar a un sangrador
que él mismo me nombró, y le hizo sacar a mi amo seis tazas completas
de sangre para empezar a suplir la falta de transpiración. Después
dijo al sangrador: «Maese Martín Oñez: dentro de tres horas volved a
sacarle otras seis, y mañana repetiréis lo mismo. Es error creer que
la sangre sea necesaria para la conservación de la vida: por mucha que
se le saque a un enfermo, nunca será demasiada. Como en tal estado
apenas tiene que hacer movimiento ni ejercicio, sino el preciso para no
morirse, no necesita más sangre para vivir que la que ha menester un
hombre dormido. En uno y otro la vida sólo consiste en el pulso y en
la respiración.» No creyendo mi buen amo que un tan gran médico pudiese
hacer falsos silogismos, convino en dejarse sangrar. Después que el
doctor ordenó frecuentes y copiosas sangrías, añadió que era también
preciso dar de beber al enfermo agua caliente a cada paso, asegurando
que el agua en abundancia era el mayor específico contra todas las
enfermedades. Con esto concluyó su visita y se fué, diciéndonos a la
señora Jacinta y a mí que él salía por fiador de la salud del señor
canónigo con tal que se observase a la letra todo lo que acababa de
prescribir. El ama, que quizá juzgaba todo lo contrario de lo que él se
prometía de su método, le dió palabra de que se observaría con la más
escrupulosa exactitud. Con efecto, inmediatamente pusimos a calentar
agua, y como el doctor nos había encargado tanto que fuésemos liberales
de ella, luego le hicimos beber cinco o seis cuartillos; una hora
después repetimos lo mismo, y de tiempo en tiempo volvíamos a ello, de
manera que en el espacio de pocas horas le metimos un río de agua en
la barriga. Ayudándonos por otra parte el sangrador con la cantidad de
sangre que le sacaba, en menos de dos días pusimos al pobre canónigo a
las puertas de la muerte.

Ya no podía más el buen eclesiástico, y presentándole yo un gran vaso
del soberano específico para que le bebiese, «¡Quita allá, amigo Gil
Blas!—me dijo con voz desmayada—. ¡Ya no puedo beber más! Conozco
que me es preciso morir a pesar de la gran virtud del agua y que no
me siento mejor aunque apenas me ha quedado en el cuerpo una gota
de sangre: prueba clara de que el médico más hábil y más sabio del
mundo no es capaz de prolongarnos un instante la vida cuando llegó el
término fatal. Es ya necesario disponerme para partir al otro mundo.
Anda, pues, y tráeme aquí un escribano, que quiero hacer testamento.»
Cuando oí estas palabras, que ciertamente no me desagradaron,
fingí entristecerme muchísimo, y disimulando la gana que tenía de
ejecutar cuanto antes el encargo que me acababa de dar, como hace
en tales casos todo heredero, «¡Oh, señor!—le respondí, dando un
profundo suspiro—. ¡No está su merced tan malo, por la misericordia
de Dios, que todavía no pueda esperar levantarse!» «¡No, no, hijo
mío!—repuso—. ¡Esto ya se acabó! Estoy viendo que sube la gota y que
la muerte se va acercando. Vé, pues, y haz cuanto antes lo que te he
mandado.» Conocí, efectivamente, que se le mudaba el semblante y que
iba perdiendo terreno por momentos, por lo cual, persuadido de que el
asunto estrechaba, marché volando a ejecutar lo que me había ordenado,
dejando con el enfermo a la señora Jacinta, la cual temía aún más que
yo que nuestro canónigo se nos muriese sin testar. Entréme en casa del
primer escribano que encontré. «Señor—le dije—, mi amo, el licenciado
Cedillo, está acabando; quiere hacer su última disposición y no hay
que perder tiempo.» Era el escribano un hombre rechoncho y pequeñito,
de genio alegre y amigo de bufonearse. «¿Qué médico le asiste?»,
me preguntó. «El doctor Sangredo», le respondí. «¡Pues vamos, vamos
aprisa—repuso él, cogiendo apresuradamente la capa y el sombrero—,
porque ese doctor es tan expeditivo que no da lugar a los enfermos para
llamar a los escribanos! ¡Es un hombre que me ha hecho perder muchos
testamentos!»

Diciendo esto, salimos juntos, andando aceleradamente para llegar
antes que el enfermo entrase en la agonía; y yo dije en el camino al
escribano: «Ya sabe usted que a un pobre testador cuando está enfermo
suele faltarle la memoria, por lo cual suplico a usted que, si es
menester, le haga algún recuerdo de mi lealtad y de mi celo.» «Yo te
lo prometo—me respondió—, y fíate de mi palabra, pues es justo que
un amo recompense a un criado que le ha servido bien; y así, por poco
que le vea inclinado a pagar tus servicios, le exhortaré a que te
deje alguna buena manda.» Cuando llegamos a casa, hallamos todavía al
enfermo despejado y con todos sus sentidos. Estaba junto a él la señora
Jacinta, bañado el rostro en lágrimas. Acababa de hacer bien su papel,
disponiendo al canónigo a que le dejase lo mejor que tenía. Quedó
el escribano solo con el amo, y los dos nos salimos a la antesala,
donde encontramos al sangrador, que venía a hacerle otra sangría.
«¡Deténgase, maese Martín!—le dijo el ama—. Ahora no puede entrar,
porque está su merced haciendo testamento. Le sangraréis a vuestro
placer luego que acabe.»

Estábamos con gran temor la beata y yo de que muriese en el mismo
acto de testar; pero, por fortuna, se formalizó el instrumento
que nos ocasionaba aquella inquietud. Vimos salir al escribano,
que encontrándome al paso, dándome una palmadita en el hombro y
sonriéndose, me dijo: «¡No has sido echado en olvido, Gil Blas!»,
palabras que me llenaron de alborozo. Y agradecí tanto la memoria que
mi amo había hecho de mí, que ofrecí encomendarle muy de veras a Dios
después de su muerte, la que tardó poco en suceder, porque habiéndole
sangrado otra vez el sangrador, el pobre viejo, que ya estaba casi
exangüe, expiró en el mismo momento. Apenas acababa de exhalar el
último suspiro, cuando entró el médico, que se quedó cortado y mudo,
no obstante de estar tan acostumbrado a despachar cuanto antes a sus
enfermos. Con todo eso, lejos de atribuir su muerte a tanta agua y
a tantas sangrías, volvió las espaldas, diciendo con frialdad que
había muerto porque le habían sangrado poco y no dádole bastante agua
caliente. El ejecutor de la medicina, quiero decir el sangrador, viendo
que ya no era necesario su ministerio, se marchó también, siguiendo al
doctor Sangredo, diciendo uno y otro que desde el primer día habían
desahuciado al licenciado. Y, en efecto, casi nunca se engañaban cuando
pronunciaban semejante fallo.

Luego que vimos muerto a nuestro amo, la señora Jacinta, Inesilla y yo
comenzamos un concierto de fúnebres alaridos, y tales que se oyeron en
toda la vecindad. La beata, sobre todo, que tenía mayor motivo para
estar alegre, levantaba el grito con lamentos tan funestos que parecía
la mujer más afligida del mundo. En un instante se llenó la casa de
gente, atraída más de curiosidad que de compasión. Los parientes del
difunto se presentaron también muy pronto, y hallaron tan desconsolada
a la beata que se persuadieron que el canónigo había muerto _ab
intestato_. Pero tardó poco en abrirse a presencia de todos el
testamento, dispuesto con las formalidades necesarias; y cuando vieron
que el testador dejaba las mejores alhajas a la señora Jacinta y a la
niña, pronunciaron una oración fúnebre del canónigo poco decorosa a su
memoria, motejando al mismo tiempo a la beata, sin olvidarme a mí, que
verdaderamente lo merecía. El licenciado—¡en paz sea su alma!—, para
obligarme a que no me olvidase de él en toda mi vida, se explicaba así
en el artículo del testamento que hablaba conmigo: «Item, por cuanto
Gil Blas es un mozo que tiene algún baño de literatura, para que acabe
de perfeccionarse y se haga hombre sabio, le dejo mi librería con todos
los libros y manuscritos, sin exceptuar ninguno.»

No sabía yo dónde podía estar la tal soñada librería, porque en
ninguna parte de la casa la había visto jamás. Sólo había sobre una
tabla en el cuarto del canónigo cinco o seis libros con algún legajo
de papeles, y los tales libros no podían servirme para nada. Uno se
titulaba _El cocinero perfecto_; otro trataba de la indigestión y del
modo de curarla; los demás eran las cuatro partes del _Breviario_,
medio roídas de la polilla. En cuanto a los manuscritos, el más curioso
era todos los autos de un pleito que había seguido el canónigo para
conseguir la prebenda. Después que examiné mi legado con mayor atención
de la que él se merecía, se lo cedí a los parientes del difunto, que
tanto me lo habían envidiado. Entreguéles también el vestido que tenía
a cuestas y volví a tomar el mío, contentándome con que me pagasen
mi salario, y fuíme a buscar otra conveniencia. Por lo que toca a
la señora Jacinta, además del dinero y alhajas que el canónigo le
había dejado, se levantó con otras muchas cosas que ocultamente había
depositado en su buen amigo durante la enfermedad del difunto.



CAPÍTULO III

Entra Gil Blas a servir al doctor Sangredo y se hace famoso médico.


Resolví ir a buscar al señor Arias de Londoña para escoger en su
registro otra casa donde servir; pero cuando estaba muy cerca del
rincón donde vivía, me encontré con el doctor Sangredo, a quien no
había visto desde la muerte de mi amo, y me atreví a saludarle.
Conocióme inmediatamente, aunque estaba en otro traje, y mostrando
particular gusto de verme, «Hijo mío—me dijo—, ahora mismo iba
pensando en ti. He menester un criado y tú eres el que me conviene, con
tal que sepas leer y escribir.» «Como usted—dije—no pida más, délo
todo por hecho.» «Pues siendo así—replicó—, vente conmigo, porque
tú eres el hombre que yo busco. En mi casa lo pasarás alegremente; te
trataré con distinción; no te señalaré salario, pero nada te faltará.
Cuidaré de vestirte con decencia, te enseñaré el gran secreto de curar
todo género de enfermedades y, en una palabra, más serás discípulo mío
que criado.»

Acepté la proposición del doctor, con la esperanza de salir un célebre
médico bajo la dirección de tan gran maestro. Llevóme luego a su casa
para instruirme en el ministerio a que me destinaba. Reducíase éste a
escribir el nombre, la calle y casa donde vivían los enfermos que le
llamaban mientras él visitaba a otros parroquianos. Para este fin tenía
un libro en que asentaba todo lo dicho una criada vieja, a la cual se
reducía toda su familia; pero, sobre no saber palabra de ortografía,
escribía tan mal que, por lo común, no se podía comprender lo escrito.
Encargóme, pues, a mí este registro, que se podía intitular con razón
_Registro mortuorio o libro de difuntos_, porque morían casi todos
aquellos cuyos nombres se apuntaban en él. Escribía, por decirlo así,
los nombres de los que querían partir de este mundo, ni más ni menos
que en las casas de posta se apuntan los nombres de los que piden
carruaje o caballos. Estaba casi siempre con la pluma en la mano,
porque en aquel tiempo el doctor Sangredo era el médico más acreditado
de todo Valladolid, debiendo su reputación a una locuela especiosa
sostenida de cierto aire grave, y al mismo tiempo apacible, junto con
algunas afortunadas curas que fueron celebradas más de lo que merecían.

Practicaba mucho la Facultad y, por consiguiente, le fructificaba bien.
No por eso el trato de su casa era el mejor. En ella se vivía muy
frugalmente. Garbanzos, habas y manzanas cocidas o queso era nuestra
comida ordinaria. Decía que estos alimentos eran los más convenientes
al estómago por ser más dóciles a la trituración. Con todo eso, aunque
los consideraba muy fáciles de digerir, no quería que nos hartásemos
de ellos, en lo que tenía mucha razón; pero si a la criada y a mí
nos prohibía comer mucho, en recompensa nos permitía beber agua sin
tasa. Lejos de andar en esto con escasez, nos decía muchas veces:
«¡Bebed, hijos míos! La salud consiste en que todas las partes de
nuestra máquina se conserven flexibles, ágiles y húmedas. Bebed agua
en abundancia, porque es el disolvente universal que precipita todas
las sales. ¿Está acaso detenido y lento el curso de la sangre? Ella le
acelera. ¿Está rápido y precipitado? Le detiene.» Estaba el buen doctor
tan persuadido de esto, que aun él mismo no bebía mas que agua, sin
embargo de hallarse ya en edad muy avanzada. Definía la vejez diciendo
que era una tisis natural que nos deseca y consume. Fundado en esta
definición, lamentaba la ignorancia de los que llaman al vino la _leche
de los viejos_. Sostenía que antes bien los desgasta y los destruye,
diciendo muy elegantemente que este licor, así para los viejos como
para todos los demás, era un amigo traidor y un gusto muy engañoso.

A pesar de tan bellos raciocinios, a los ocho días que estuve en
aquella casa padecí una diarrea acompañada de crueles dolores de
estómago, lo que tuve la temeridad de atribuir al _disolvente
universal_ y a la mala calidad de los alimentos que comía. Quejéme
de esto al nuevo amo, esperando que al cabo vendría a condescender y
a darme algún poco de vino en las comidas; pero era muy enemigo de
este licor para tener semejante condescendencia. «Cuando te hayas
acostumbrado a beber agua—me dijo—, conocerás sus virtudes. Por lo
demás, si te disgusta mucho el agua pura, hay mil arbitrios inocentes
para corregir el desabrimiento de las bebidas acuosas. La salvia y la
betónica les comunica un gusto delicioso, y si quieres que lo sea mucho
más, mezcla un poco de flor de romero, de clavel o de amapola.»

Por más que ponderase las excelencias del agua y por más que me
enseñase el modo de componer bebidas exquisitas sin que para nada fuese
necesario el vino, la bebía yo con tanta moderación que, advirtiéndolo
él, me dijo un día: «Ya no me admiro, Gil Blas, de que no goces una
perfecta salud, porque no bebes bastante, amigo mío. El agua bebida en
poca cantidad sólo sirve para remover la porción de la bilis y darle
mayor vigor y actividad, cuando es necesario anegarla en un diluyente
copioso. No temas, hijo, que la abundancia del agua te debilite ni
enfríe demasiado el estómago. Lejos de ti ese terror pánico con que
miras la frecuencia de tan saludable bebida. Yo salgo por fiador de su
buen efecto; y si no te satisface mi fianza, el divino Celso saldrá
a abonarla. Este oráculo latino hace un admirable elogio del agua, y
añade en términos expresos que los que por beber vino se excusan con la
debilidad del estómago levantan un falso testimonio a esta entraña para
encubrir su sensualidad.»

Como hubiera sido cosa fea dar pruebas de indócil cuando daba principio
a la carrera de la Medicina, mostré que me hacía fuerza la razón y aun
confieso que efectivamente la creí. Proseguí, pues, en beber agua,
bajo la fe de Celso, o, por mejor decir, comencé a anegar la bilis
bebiendo en gran copia aquel licor; y aunque cada día me sentía más
desazonado, pudo más la preocupación que experiencia. Tenía, como se
ve, una admirable disposición para ser médico. Sin embargo, no pudiendo
resistir más a la violencia de los males que me atormentaban, tomé la
resolución de dejar la casa del doctor Sangredo; pero éste me honró
con nuevo empleo, el cual me hizo mudar de parecer. «Mira, hijo—me
dijo un día—, yo no soy de aquellos amos ingratos y duros que dejan
envejecer a los criados sin pasarles por el pensamiento el recompensar
sus servicios. Estoy contento contigo, te quiero y, sin aguardar a que
me hayas servido más tiempo, es mi ánimo hacerte dichoso. Ahora mismo
te voy a descubrir lo más sutil del saludable arte que profeso tantos
años ha. Los demás médicos piensan que consiste en el estudio penoso
de mil ciencias tan inútiles como dificultosas; yo intento abreviar
un camino tan largo y ahorrarte el trabajo de estudiar la Física, la
Farmacia, la Botánica y la Anatomía. Sábete, amigo, que para curar todo
género de males no es menester más que sangrar y beber agua caliente.
Este es el gran secreto para curar todas las enfermedades del mundo.
Sí; este maravilloso secreto que yo te comunico, y la Naturaleza
no ha podido ocultar a mis profundas observaciones, manteniéndose
impenetrable a mis hermanos y compañeros, se reduce a solos dos puntos:
sangrías y agua caliente, uno y otro en abundancia. No tengo más que
enseñarte. Ya sabes de raíz toda la Medicina; y si te aprovechas de
mis largas experiencias, serás tan gran médico como yo. Al presente
me puedes aliviar mucho. Por las mañanas te estarás en casa a tener
cuenta del registro y por las tardes irás a visitar a mis enfermos. Yo
asistiré a la nobleza y al clero; tú visitarás a los del estado general
que me llamaren, y después de haber ejercido algún tiempo, haré que
te incorporen en nuestro gremio. He aquí, Gil Blas, que ya eres sabio
sin ser médico, cuando otros por muchos años, y la mayor parte toda la
vida, son médicos antes de ser sabios.»

Di gracias al doctor por haberme puesto en tan poco tiempo en estado de
ser substituto suyo, y, en señal de mi agradecimiento, le ofrecí que
toda la vida seguiría a ciegas sus opiniones, aunque fuesen contrarias
a las del mismo Hipócrates. Pero esta palabra no era del todo sincera,
porque no podía conformarme con su opinión acerca del agua, y en mi
corazón determiné beber vino siempre que fuese a visitar mis enfermos.
Segunda vez me desnudé de mi vestido y tomé otro de mi amo para
presentarme en traje de médico. Hecho esto, me dispuse a practicar la
Medicina a costa de los pobres que cayesen en mis manos. Tocóme dar
principio por un alguacil que adolecía de un dolor de costado. Dispuse
le sangrasen sin piedad y que no se negasen a darle de beber agua
caliente con abundancia. Entré después en casa de un pastelero a quien
la gota le hacía poner los gritos en el cielo. No tuve más compasión de
su sangre que de la del alguacil y fuí muy liberal en mandarle dar agua
caliente. Valiéronme doce reales las dos visitas, y quedé tan contento
con el nuevo ejercicio que sólo deseaba cosecha de enfermos y achacosos.

Al salir de casa del pastelero me encontré con Fabricio, a quien no
había visto desde la muerte del licenciado Cedillo. Miróme atento y
atónito por algún tiempo, y después dió una carcajada tan grande que
parecía iba a reventar de risa. No dejaba de tener razón: llevaba
yo una capa tan larga que me llegaba a los talones; la chupa y el
calzón eran tan anchos que sobraban mucho para dos cuerpos como el
mío. En fin, mi figura podía pasar por original y grotesca. Dejéle
desahogarse, y aun yo mismo le hubiera acompañado si no me contuviera
el decoro de la calle y la representación de médico, que no es un
animal risible. Si mi ridículo traje había movido a risa a Fabricio,
mi seriedad se la aumentó, y después que se rió cuanto quiso, «¡Por
cierto, Gil Blas—exclamó—, que estás estrafalariamente puesto!
¿Quién diablos te ha disfrazado así?» «¡Poco a poco, Fabricio, poco a
poco y trata con todo respeto a un nuevo Hipócrates! Sábete que soy
substituto del doctor Sangredo, médico el más famoso de Valladolid.
Tres semanas ha que estoy en su casa, y en este breve tiempo me ha
enseñado radicalmente la Medicina; de manera que, como él no puede
visitar a todos los enfermos que le llaman, visito yo una parte de
ellos para aliviarle. El asiste a la gente principal y yo a la plebe.»
«¡Bellamente!—replicó Fabricio—. Eso, en buen romance, quiere decir
que te ha cedido la sangre plebeya y él se ha guardado la ilustre.
Doite el parabién de la parte que te ha tocado, que en mi concepto
es la mejor, porque a un médico le conviene más ejercer su Facultad
con la gente pobre que con la opulenta. ¡Vivan los médicos de aldea y
de arrabal! Sus yerros son menos sabidos y no meten tanta bulla sus
asesinatos. Sí, amigo, tu suerte me parece la más envidiable, y por
hablar a manera de Alejandro, si yo no fuera Fabricio querría ser Gil
Blas.»

Para que el hijo del barbero Núñez conociese que no exageraba ni mentía
en alabar tanto mi presente condición, le mostré los doce reales del
alguacil y del pastelero, y después nos entramos los dos en una taberna
para beber a costa de ellos. Presentáronnos un vino bueno, el cual
me pareció mucho mejor de lo que era por la gran gana que tenía de
beberle. Echéme al cuerpo valientes tragos y, con licencia del oráculo
latino, al paso que iba bebiendo conocí que el estómago no se quejaba
de las injusticias que le había hecho. Detuvímonos bastante tiempo
Fabricio y yo en la taberna y nos burlamos largamente de nuestros amos,
como es uso y costumbre entre todos los criados. Viendo que se acercaba
la noche, nos retiramos, quedando apalabrados de volvernos a ver la
tarde siguiente en el mismo paraje.



CAPÍTULO IV

Prosigue Gil Blas ejerciendo la Medicina con tanto acierto como
capacidad. Aventura de la sortija recobrada.


No bien había yo entrado en casa, cuando también volvió a ella el
doctor Sangredo. Informéle de los enfermos que había visitado y le puse
en la mano ocho reales que restaron de los doce que me habían valido
mis recetas. «Ocho reales—me dijo—por dos visitas son poca cosa; pero
al fin es preciso recibir lo que nos dieren.» Tomólos, y, embolsándose
los seis, me dió sólo dos. «Toma, Gil Blas—prosiguió—; ahí te doy
para que empieces a juntar un capital, pues desde luego te cedo la
cuarta parte de lo que me toca. Presto serás rico, amigo mío, porque
este año, queriendo Dios, habrá muchas enfermedades.»

Contentéme, y con razón, pues habiendo resuelto quedarme con la
cuarta parte de lo que recibía y cediéndome el doctor la otra cuarta
parte de lo que yo le entregaba, venía a tocarme, si no me engaña
mi aritmética, la mitad de lo que realmente percibía. Esto me dió
nuevo aliento para aplicarme a la Medicina. Al día siguiente, luego
que comí, volví a echarme a cuestas el hábito de substituto y salí a
campaña. Visité muchos enfermos de los que yo mismo había sentado en
el libro y a todos les receté los mismos medicamentos, aunque padecían
diferentes enfermedades. Hasta aquí las cosas iban viento en popa y
ninguno, gracias al Cielo, se había alborotado contra mis recetas.
Pero nunca faltan censores del método de un médico, por excelente que
sea. Entré en casa de un droguero que tenía un hijo hidrópico, y me
encontré con cierto mediquillo, de color amulatado, que se llamaba
el doctor Cuchillo, llevado allí por un pariente del mercader. Hice
profundas cortesías a todos los circunstantes, pero particularmente al
tal figurilla, que me persuadí había sido llamado para consultar sobre
la enfermedad que teníamos entre manos. Saludóme con mucha gravedad,
y después de haberme mirado atentamente, «Señor doctor—me dijo—, yo
conozco a todos los médicos de Valladolid, hermanos y compañeros míos,
pero confieso que la fisonomía de usted es para mí enteramente nueva,
por lo que es preciso que usted haya venido a establecerse a esta
ciudad de muy poco tiempo a esta parte.» «Yo, señor—le respondí—,
soy un joven pasante que ejerzo a la sombra y bajo los auspicios del
doctor Sangredo, tan conocido en este pueblo y en toda la comarca.»
«Doy a usted la enhorabuena—me replicó cortésmente—de que haya
adoptado el método de un hombre tan grande. No dudo que será usted
habilísimo, aunque tan mozo todavía.» Dijo esto con tanta naturalidad
que no pude discernir si hablaba de veras o si se burlaba de mí. Estaba
pensando en lo que había de replicar, cuando el droguero tomó la
palabra y nos dijo: «Señores, tengo por cierto que ustedes saben uno y
otro perfectamente la Medicina, y así, les suplico que, si gustan, se
sirvan consultar entre los dos qué es lo que debo hacer para lograr el
consuelo de ver bueno a mi hijo.»

Oyendo esto el doctorcillo, comenzó a observar al enfermo, y habiéndome
hecho notar todos los síntomas que descubrían la naturaleza de
la enfermedad, me preguntó de qué manera pensaba yo curarla. «Mi
parecer es—le respondí—que se le sangre todos los días y que se le
dé a beber agua caliente en abundancia.» Al oír esto el mediquín,
preguntó sonriéndose con aire socarrón: «¿Y cree usted que con esos
excelentes remedios se le salvará la vida al enfermo?» «¡Y cómo que
lo creo!—respondí animoso—. Sin duda se conseguirá ese efecto, pues
son unos específicos contra todo género de males; y si no, que lo diga
el doctor Sangredo.» «Según eso—replicó el doctor Cuchillo—, se
engaña mucho Celso, y escribió un gran disparate asegurando que para
facilitar la curación de un hidrópico es conveniente dejarle padecer
hambre y sed.» «¡Oh!—le respondí—. Yo no tengo a Celso por oráculo.
Engañóse, como se engañaron otros, y algunas veces me complazco en ir
contra sus opiniones.» «Conozco por la explicación de usted—repuso
Cuchillo—la práctica segura y buena que el doctor Sangredo quiere
inspirar a todos los profesores jóvenes. La sangría y la bebida es
su medicamento universal, por lo que no me admiro ya de que tantos
hombres honrados perezcan en sus manos.» «Dejémonos de invectivas—le
interrumpí yo con sequedad—; no está bien en un hombre de la profesión
de usted tocar esta tecla. Sin sacar sangre y sin dejarles beber se han
enviado muchos hombres a la sepultura, y quizá usted habrá despachado
a ella más que otros. Si usted tiene algo contra el señor Sangredo,
escriba impugnándole, que no dejará, ciertamente, de responder, y
entonces veremos quién es el que queda vencido.» «¡Por San Pedro y
San Pablo—prorrumpió lleno de cólera el doctorcillo—, que usted no
conoce al doctor Cuchillo! ¡Sepa, pues, amigo mío, que tengo garras
y colmillos y que de ningún modo me causa miedo Sangredo, el cual,
mal que le pese a su vanidad y presunción, en suma no es mas que un
original sin copia!» La figura del mediquillo me hizo despreciar su
cólera. Respondíle con enfado; correspondióme con el mismo, y en breve
vinimos a las manos. Dímonos algunas puñadas y nos arrancamos uno a
otro porción de pelos antes que el droguero y su parienta nos pudiesen
separar. Luego que lo hubieron conseguido, pagáronme la visita e
hicieron quedar a mi antagonista, que verosímilmente les pareció más
hábil que yo.

Después de esta aventura falté poco para que me sucediese otra. Fuí
a visitar a cierto sochantre que estaba con calentura. Apenas me oyó
hablar de agua caliente, cuando se mostró tan rebelde a este remedio
que comenzó a dar votos. Díjome mil desvergüenzas y aun me amenazó de
que me echaría por la ventana. Salí de aquella casa más de prisa de lo
que había entrado. No quise visitar más enfermos aquel día y me fuí
derecho a la taberna de lo caro, donde la víspera habíamos quedado
apalabrados Fabricio y yo. Como ambos teníamos buenas ganas de beber,
lo hicimos perfectamente, y después nos retiramos cada uno a su casa,
en buen estado ambos; quiero decir, moros van, moros vienen. No conoció
el doctor Sangredo el achaque de que yo adolecía, porque le conté con
tanta energía lo que me había sucedido con el doctorcillo que atribuyó
mis descompasadas acciones y mis palabras mal articuladas al enojo y
cólera que me había causado el lance que le refería. Fuera de eso,
como él era interesado en el hecho, se alteró algo contra el doctor
Cuchillo; y así, me dijo: «Hiciste muy bien, Gil Blas, en volver por
el honor de nuestros remedios contra aquel aborto, o, por mejor decir,
embrión de nuestra Facultad. Pues qué, ¿piensa el grandísimo ignorante
que no se deben administrar a los hidrópicos bebidas acuosas? ¡Pobre
mentecato! Pues yo defenderé delante de todo el mundo que con el agua
se puede curar todo género de hidropesías y que es un específico
igualmente adaptado para éstas como para los reumatismos y opilaciones.
Es también muy propia para aquel género de calenturas que por una parte
abrasan al enfermo y por otra le hielan, y es maravilloso remedio para
todas aquellas enfermedades que se atribuyen a humores fríos, serosos,
flemáticos y pituitosos. Esta opinión sólo parece extraña a los
principiantes, cual es Cuchillo, incapaces de discurrir como filósofos;
pero es muy probable en buena Medicina; y si ellos fueran capaces de
penetrar la razón en que se funda, en vez de desacreditarme llegarían a
ser mis mayores apasionados.»

Tanta era su cólera, que ni aun le pasó siquiera por el pensamiento
que yo hubiese bebido, pues, por irritarle más, adredemente había yo
añadido algunas circunstancias de mi pegujal o de mi fecunda inventiva.
Con todo eso, aunque estaba tan ocupado en lo que le acababa de contar,
no dejó de advertir que aquella noche había yo bebido más agua de lo
que acostumbraba, porque, con efecto, el vino me había dado muchísima
sed. Otro que no fuese el doctor Sangredo habría maliciado un poco
de aquella grande sed que me aquejaba y de los sendos vasos de agua
que bebía; pero él creyó buenamente que yo iba aficionándome a las
bebidas acuosas, y así, me dijo sonriéndose: «Amigo Gil, a lo que
veo, ya parece que no tienes tanta enemistad con el agua. ¡Por vida
mía, que la bebes como pudieras el más delicioso néctar! No me admiro
de eso, porque ya sabía yo que con el tiempo te acostumbrarías a este
soberano licor.» «Señor—le respondí—, bien dice aquel refrán: _Cada
cosa a su tiempo y los nabos en adviento_. Lo que es ahora, crea su
merced que daría yo una cuba entera de vino por una sola azumbre de
agua.» Quedó tan encantado el doctor con esta respuesta, que tomó de
ella ocasión para ponderar las excelencias de aquella bebida. Hizo
nuevamente su panegírico, no ya como panegirista frío, sino como un
orador entusiasmado. «Mil y aun mil millones de veces—exclamó—eran
más estimables y más inocentes que las tabernas de nuestros tiempos
las termópilas de los siglos pasados, donde no se iba a malgastar
vergonzosamente la hacienda y la vida anegándose en el vino, sino
que concurrían allí a divertirse honestamente y a beber sin riesgo
agua caliente en abundancia. Nunca se admirará bastantemente la
sabia previsión de los antiguos gobernadores de la vida civil, que
instituyeron lugares públicos donde cada uno pudiese libremente acudir
a beber agua a su satisfacción, haciendo encerrar el vino en las
cuevas de los boticarios, con severa prohibición de que ninguno le
pudiese beber si no le recetaba el médico. ¡Oh qué rasgo de prudencia!
Sin duda—añadió—que por una reliquia de la antigua frugalidad,
digna del siglo de oro, se conservan aún el día de hoy algunas pocas
personas que, como tú y como yo, solamente beben agua, persuadidas de
que evitarán o curarán todos los males bebiendo agua caliente que no
haya hervido, porque tengo observado que la hervida es más pesada y
no la abraza tan bien el estómago como la que sin hervir llega sólo
a calentarse.» Más de una vez temí reventar de risa mientras mi amo
discurría en el asunto con tanta elocuencia. Con todo eso, me mantuve
serio, y aun hice más, pues mostré ser del mismo sentir que el doctor
Sangredo: abominé del uso del vino y me compadecí de los hombres que
tenían la desgracia de pagarse de una bebida tan perniciosa. Después de
esto, como todavía me sentía con sobrada sed, llené de agua caliente
una gran taza y de una asentada me la eché toda al cuerpo. «¡Vamos,
señor—dije a mi amo—, hartémonos de este benéfico licor y resucitemos
en esta casa aquellas antiguas termópilas, de cuya falta tanto se
lamenta usted!» Celebró mucho estas palabras, y por más de una hora
entera me estuvo exhortando a que bebiese siempre agua. Prometíle que
la bebería toda la vida, y para cumplir mejor mi palabra me acosté con
firme propósito de ir todos los días a la taberna.

El lance pesado que había tenido en casa del droguero no me quitó
el gusto de ir a recetar el día siguiente sangrías y agua caliente.
Al salir de la casa de un poeta que estaba frenético me encontré
con una vieja, la cual se llegó a mí y me preguntó si era médico.
Respondíle que sí, y ella me suplicó con mucha humildad me sirviese
acompañarla a su casa, donde estaba indispuesta su sobrina, que se
sentía mala desde el día anterior, ignorando cuál fuese su enfermedad.
Seguíla, y guiándome a su casa, me hizo entrar en un cuarto adornado
de muebles muy decentes, donde vi una mujer en cama. Acerquéme a ella
para observarla. Desde luego me llamó la atención su fisonomía, y
después de haberla mirado por algunos momentos reconocí, sin quedarme
género de duda, que era aquella misma aventurera que había hecho tan
perfectamente el papel de Camila. Por lo que a ella toca, me pareció
que no me había conocido, ya fuese por tenerla abatida el mal o ya
por el traje de médico en que me veía. Toméle el pulso y vi que tenía
puesta mi sortija. Sentí una terrible conmoción al reconocer una
alhaja a la cual tenía yo tanto derecho, y estuve fuertemente tentado
a quitársela por fuerza; pero sabiendo que las mujeres luego comienzan
a gritar, y temiendo acudiese a su defensa el dichoso don Rafael o
algún otro de tantos protectores como tiene siempre el bello sexo
para acudir a sus gritos, resistí a la tentación. Parecióme que sería
mejor disimular por entonces, hasta consultar el caso con Fabricio.
Abracé, pues, este último partido. Mientras tanto, la vieja me apuraba
para que declarase el mal de que adolecía su postiza o su verdadera
sobrina. No fuí tan mentecato que quisiese confesar que no le conocía;
antes bien, haciendo de hombre sabio e imitando a mi maestro, dije con
mucha gravedad que todo dependía de falta de transpiración, y, por
consiguiente, que era menester sangrarla inmediatamente y humedecerla
bien haciéndole beber agua caliente en cantidad, para curarla según el
debido método.

Abrevié la visita cuanto pude y fuíme derecho a buscar al hijo de
Núñez, a quien tardé poco en encontrar, porque iba a cierta diligencia
de su amo. Contéle mi nueva aventura y le pregunté si le parecía
conveniente me valiese de algunos alguaciles para recobrar mi alhaja,
prendiendo a Camila. «¡No, por cierto!—me respondió—. ¡No pienses
en tal disparate! Ese sería el medio más seguro para que nunca
vieses en tu mano la sortija. Esa gente no es muy inclinada a hacer
restituciones; y si no, acuérdate de lo que te sucedió en Astorga: tu
caballo, tu dinero, y hasta tu propio vestido, todo quedó en sus uñas.
Es necesario, pues, apelar a nuestra industria, si quieres recobrar tu
desgraciado diamante. Déjamelo pensar a mí mientras voy a dar un recado
de mi amo al proveedor del hospital; espérame en la taberna de que
somos parroquianos, y ten un poco de paciencia, que presto nos veremos.»

Más de tres horas hacía que le estaba esperando, cuando al cabo
pareció. Al principio no le conocí, porque había mudado de traje; traía
el pelo trenzado y unos bigotes postizos que le tapaban la mitad de la
cara; del cinto le colgaba una espada larga, cuya cazoleta tenía por
lo menos tres pies de circunferencia, y marchaba al frente de cinco
hombres, todos con aire tan resuelto y determinado como él, llevando
igualmente sus grandes bigotes y espadas largas. «¡Servidor, señor
Gil Blas!—me dijo acercándose a mí con resolución y despejo—. Aquí
tiene usted un alguacil de nuevo cuño, y en esta honrada gente que me
acompaña unos corchetes del mismo temple. Sólo queda a cargo de usted
el guiarnos a casa de la mujer que le robó el diamante, y le empeño mi
palabra de que le recobrará.» Abracé a Fabricio luego que le oí estas
palabras, conociendo por ellas la estratagema que había inventado para
favorecerme, aprobando mucho semejante arbitrio. Saludé también a los
fingidos ministriles, los cuales eran tres criados y dos mancebos de
barbero, todos amigos suyos, a quienes había metido en que hiciesen
aquel papel. Mandé trajesen vino para que refrescase la ronda, y a la
entrada de la noche nos encaminamos a casa de Camila. Llamamos a la
puerta, que ya encontramos cerrada. Vino a abrirla la vieja; y creyendo
que eran ministros de justicia los que venían conmigo y que no iban a
su casa sin algún mal fin, se llenó la pobre de miedo. «No se turbe,
madre—le dijo Fabricio—, que no venimos por mal, sino a un negocio
de poca importancia que presto se evacuará.» Diciendo esto, nos fuimos
introduciendo hasta el cuarto de la enferma, guiándonos la vieja, que
iba delante alumbrando con una vela en un candelero de plata. Tomé el
candelero, y acercándome a la cama de Camila, aplicando la luz a mi
cara para que me viese mejor, «¡Infame!—le dije—. ¿Conoces ahora
a aquel crédulo de Gil Blas a quien tan villanamente engañaste? ¡En
fin, ya te encontré, bribonaza! El corregidor dió oídos a mi querella
y orden a estos señores de arrestarte y encerrarte en un calabozo.
¡Ea, pues, señor alguacil—dije a Fabricio—, cumpla con lo que le han
mandado y haga lo que le toca!» «¡No necesito—respondió con voz bronca
y desabrida—que ninguno me acuerde mi obligación! ¡Ya tengo noticia
de esta buena alhaja, pues tiempo ha que está escrita y registrada en
mi libro de memoria! ¡Levántese, reina mía, y vístase pronto, que yo
tendré la fortuna de irla sirviendo de escudero, si lo lleva a bien,
hasta la cárcel pública de esta ciudad!»

Al oír esto Camila, aunque parecía tan postrada, advirtiendo que dos
ministriles se disponían a sacarla por fuerza de la cama, se sentó en
ella, y juntas las manos, en tono suplicante, mirándome con ojos en
que se veía pintado el desconsuelo y el terror, «¡Señor Gil Blas—me
dijo—, apiádese usted de mí! ¡Esto se lo pido por aquella su casta
madre, que le dió a luz después de haberle tenido nueve meses en
sus maternales entrañas! Aunque confieso mi culpa, todavía fuí más
desgraciada que delincuente. ¡Voy a restituirle su diamante, y por amor
de Dios no me pierda!» Diciendo esto se sacó la sortija y me la puso en
la mano. Pero yo le respondí que no me contentaba con sólo el diamante,
sino que también quería se me restituyesen los mil ducados que se me
habían robado en la posada. ¡Señor—replicó ella—, los mil ducados no
me los pida usted a mí; pídaselos al traidor de don Rafael, a quien no
he visto desde entonces acá, que aquella misma noche se los llevó.»
«¡Ah buena maula!—interrumpió Fabricio—. Pues qué, ¿no hay más que
decir que no tuviste arte ni parte en ello para darte por legítimamente
disculpada? Basta que hayas sido cómplice del don Rafael para que se
te pida estrecha cuenta de toda tu vida pasada. ¡Sin duda que tendrás
archivadas en la conciencia bellas cosas! ¡Ven, ven a la cárcel, donde
harás una buena confesión general! También quiero llevar en tu compañía
a esta buena vieja, a quien juzgo impuesta en una infinidad de lances
curiosos, que al señor corregidor no le pesará saber.»

Al oír esto las dos mujeres, no omitieron medio alguno para movernos
a piedad. Alborotaron la casa a gritos, llantos y lamentos. Mientras
la vieja, puesta de hinojos, ya delante del alguacil, ya delante de
los ministriles, procuraba excitar su compasión, Camila, del modo más
tierno y patético del mundo, me suplicaba y conjuraba la librase de
manos de la justicia. Era éste un espectáculo digno de verse. Fingí
ablandarme y dije al hijo de Núñez: «Señor alguacil, puesto que ya he
recobrado mi diamante, se me da poco de lo demás. No deseo se aflija a
esta pobre mujer, porque no quiero la muerte del pecador.» «¡Bueno por
cierto!—me respondió—. ¡Usted es muy compasivo y no valía un pepino
para alguacil! Yo no puedo menos de cumplir con mi obligación, y el
señor corregidor expresamente me mandó prendiese a estas princesas,
porque quiere su señoría hacer con ellas un ejemplar que sirva de
escarmiento.» «Hágame usted el favor—le repliqué—de hacer por mí
alguna cosa y suavizar un tantico el rigor de la orden en favor del
regalo que estas damas le quieren hacer en corta demostración de su
agradecimiento.» «¡Oh señor doctor!—repuso Fabricio—. ¡Ese es otro
cantar! ¡No puedo resistir a esa figura retórica usada tan a tiempo!
¡Ea, pues; veamos lo que me quieren regalar!» «Daréle a usted—dijo
Camila—un collar de perlas y unos pendientes de piedras que valen buen
dinero.» «¡Sí—respondió Fabricio taimadamente—, con tal que no sean
de las que te envió tu tío el gobernador de Filipinas, porque esas
no las quiero!» «Os aseguro que son finas», dijo Camila. Y al mismo
tiempo mandó a la vieja trajese una cajita donde estaban el collar
y los pendientes, que ella misma puso en manos del señor alguacil;
y aunque era tan diestro lapidario como yo, no dejó de conocer, sin
quedarle ninguna duda, que eran finas así las piedras de los pendientes
como las perlas del collar. «Estas alhajas—dijo después de haberlas
mirado atentamente—me parecen de buena ley; y si se añade a ellas el
candelero de plata que el señor Gil Blas tiene en la mano, no respondo
ya de mi obediencia al señor corregidor.» «No creo—dije entonces a
Camila—que por semejante friolera quiera usted deshacer un convenio
que le tiene tanta cuenta.» Diciendo y haciendo, quité la vela del
candelero, se la entregué a la vieja y alargué éste a Fabricio, que,
contentándose con ello, quizá porque no vió en la sala ninguna otra
cosa de precio que se pudiese llevar fácilmente, dijo a las dos
mujeres: «¡Adiós, reinas mías! Y pierdan cuidado, que voy a hablar al
señor corregidor y a dejarlas más puras y más blancas que la misma
nieve. Nosotros le sabemos pintar las cosas como queremos, y nunca
le hacemos relación que no sea verdadera sino cuando tenemos algún
poderoso motivo que nos obligue a desfigurar un poco la verdad.»



CAPÍTULO V

Prosigue la aventura de la sortija; deja Gil Blas la Medicina y se
ausenta de Valladolid.


Ejecutado tan felizmente el admirable proyecto de Fabricio, salimos de
casa de Camila alabándonos de un suceso que había superado nuestras
esperanzas, porque sólo habíamos ido a recobrar una sortija y nos
llevamos lo demás sin ceremonia ni el menor remordimiento. Lejos
de hacer escrúpulos de haber robado a dos mujeres del partido,
creíamos haber hecho un acto meritorio. «Señores—dijo Fabricio luego
que estuvimos en la calle—, soy de parecer que para coronar esta
bella hazaña vayamos a nuestra taberna de lo caro, donde pasaremos
alegremente la noche. Mañana venderemos el collar, los pendientes y
el candelero, haremos nuestras cuentas y repartiremos el dinero como
hermanos. Hecho esto, cada uno se irá a su casa y discurrirá lo que
mejor le pareciere para excusarse de haber pasado la noche fuera de
ella.» Tuvimos por muy prudente y juicioso el pensamiento del señor
alguacil. Volvimos, pues, todos a nuestra taberna, pareciéndoles a unos
que fácilmente encontrarían algún buen pretexto para disculpar el haber
dormido fuera y no dándoseles a otros un pito que los despidiesen sus
amos.

Dióse orden de que se nos dispusiese una buena cena, y nos sentamos
a la mesa con tanto apetito como alegría. Durante ella se suscitaron
especies muy graciosas, sobre todo Fabricio, que era fecundísimo y
hombre de gran talento para mantener siempre viva la conversación y
divertir a toda la compañía. Ocurriéronle mil dichos llenos de sal
española, que nada debe a la sal ática; pero estando en lo mejor de la
diversión y de la risa, turbó nuestra alegría un lance inesperado y
sumamente desagradable. Entró en el cuarto donde estábamos un hombre
bastante bien plantado, a quien acompañaban otros dos de muy mala
catadura. Tras éstos entraron otros tres, y, en fin, de tres en tres
fueron entrando hasta doce, todos con espadas, carabinas y bayonetas.
Conocimos que eran ministros verdaderos de justicia y fácilmente
penetramos su intención. Al principio pensamos en defendernos; pero en
un instante nos rodearon y nos contuvieron, así por su mayor número
como por el respeto que tuvimos a las armas de fuego. «Señores—nos
dijo el comandante con cierto airecillo burlón—, tengo noticia de la
ingeniosa invención con que ustedes han recobrado de mano de cierta
aventurera no sé qué preciosa sortija. La estratagema fué ingeniosa y
excelente; tanto, que merece ser públicamente premiada, recompensa que
no se les puede a ustedes negar. La justicia, que tiene destinado a
ustedes digno alojamiento en su misma casa, no dejará, ciertamente, de
premiar un esfuerzo tan raro de ingenio.» Turbáronse a estas palabras
todas las personas a quienes se dirigían y mudamos todos de tono y
de semblante, llegándonos la vez de experimentar el mismo terror que
habíamos causado en casa de Camila. Sin embargo, Fabricio, aunque
pálido y casi muerto, intentó disculparnos. «Señor—dijo trémulo—,
nuestra intención fué sin duda buena, y en gracia de ella se nos
puede perdonar aquella inocente superchería.» «¡Qué diablos!—replicó
el comandante con viveza—. ¿A eso llamas tú superchería inocente?
¿Ignoras por ventura que huele a cáñamo o, cuando menos, a baqueta
esa inocente superchería? Fuera de que a ninguno le es lícito hacerse
justicia a sí mismo por su propia mano, os llevasteis, además de la
sortija, un collar de perlas, un candelero de plata y unos pendientes
de diamantes. Lo peor de todo es que para hacer este robo os fingisteis
ministros de justicia. ¡Unos hombres miserables suponerse gente honrada
para hacer tal villanía y cometer semejante maldad! ¿Os parece ésta una
culpa venial que se lava con agua bendita? ¡Seréis muy dichosos si sólo
se echa mano de la penca para borrarla y castigarla!» Cuando llegamos
a comprender que la cosa era más seria de lo que nosotros habíamos
imaginado, nos echamos todos a sus pies y le suplicamos con lágrimas
que se apiadase de nosotros y de nuestra inconsiderada juventud; pero
todos nuestros clamores fueron inútiles. Despreció con indignación la
propuesta que le hicimos de cederle el collar, los pendientes y el
candelero. Tampoco quiso admitir la sortija, que verdaderamente era
mía, quizá porque se la ofrecía a presencia de tantos testigos. En
fin, estuvo inexorable. Hizo desarmar a mis compañeros y nos llevó a
todos a la cárcel. En el camino me contó uno de los alguaciles que,
habiendo sospechado la vieja que vivía con Camila que no éramos gente
de justicia, nos había seguido a lo lejos hasta la taberna, y que,
teniendo modo de ocultarse y confirmar sus sospechas, dió prontamente
parte de todo a una ronda para vengarse de nosotros.

En la cárcel nos registraron a todos hasta la camisa. Quitáronnos
el collar, los pendientes y el candelero, como también a mí aquella
sortija de rubíes de las Filipinas, que, por desgracia, había metido
en un bolsillo, sin dejarme siquiera los pocos reales que aquel día
me habían valido mis recetas, por donde conocí que los ministriles
de Valladolid sabían tan bien su oficio como los de Astorga y que
toda aquella gentecilla tenía unos mismísimos modales. Mientras nos
despojaban de dichas alhajas y de lo demás que encontraron, el cabo
de ronda refería nuestra aventura a los ejecutores del expolio.
Parecióles el negocio de tanta gravedad, que algunos nos pronosticaban
iríamos a la horca sin remedio, y otros, menos severos, decían que
la cosa se podría componer con doscientos azotes y algunos años de
servicio en las galeras. Mientras resolvía sobre esto el corregidor,
nos encerraron en un obscuro calabozo, donde dormimos sobre paja
extendida ni más ni menos que se extiende para que duerman los
caballos. Hubiera quizá durado esto largo tiempo y no habríamos salido
de allí sino para ir a galeras si al siguiente día, habiendo oído el
señor Manuel Ordóñez lo que había sucedido, no hubiese tomado a su
cargo hacer todo lo posible por sacar a Fabricio de la cárcel, lo que
no podía ser sin que a todos nos diesen libertad. Era un hombre que
estaba muy bienquisto en todo Valladolid, e hizo tantos empeños y
revolvió tanto que al cabo de tres días nos vimos todos libres, bien
que no salimos de la prisión como habíamos entrado. El collar, los
pendientes, y hasta mi pobre rubí, todo se quedó allá. Esto me trajo a
la memoria aquello de Virgilio: _Sic vos non vobis_, etc.

Luego que nos vimos fuera de la cárcel, nos fuimos todos a buscar a
nuestros amos. Recibióme muy bien el doctor Sangredo y me dijo: «Mi
Gil Blas, no supe tu desgracia hasta esta mañana, y estaba pensando en
empeñarme fuertemente por ti. Es menester, amigo, no desconsolarse ni
acobardarse por este accidente; antes bien, ahora más que nunca te has
de aplicar a la Medicina.» Respondíle que éste era mi ánimo; y, con
efecto, me apliqué enteramente a ella. Lejos de faltarme que trabajar,
nunca hubo más enfermos, como lo había pronosticado mi amo. Acometieron
fiebres epidémicas en la ciudad y arrabales. Teníamos que visitar cada
uno todos los días ocho o diez enfermos, por lo que se deja conocer
que se bebería mucha agua y que se derramaría gran porción de sangre.
Mas yo no sé cómo era esto: todos se nos morían, o porque nosotros
los curábamos mal—lo cual claro está que no podía ser—o porque eran
incurables las enfermedades. A raro enfermo hacíamos tercera visita,
porque a la segunda nos venían a decir que ya le habían enterrado
o, a lo menos, que estaba agonizando. Como todavía era yo un médico
nuevo, poco acostumbrado a los homicidios, me afligía mucho de los
sucesos funestos que me podían imputar. «Señor—dije un día al doctor
Sangredo—, protesto al cielo y a la tierra que observo exactamente
el método de usted; pero con todo, mis enfermos se van al otro mundo.
Parece que ellos mismos adredemente se quieren morir, no más que por
tener el gusto de desacreditar nuestros remedios. Hoy mismo encontré
dos que llevaban a enterrar.» «Hijo mío—me respondió—, poco más poco
menos, lo propio me sucede a mí. Pocas veces logro la satisfacción de
que sanen los enfermos que caen en mis manos; y si no estuviera tan
seguro de los principios que sigo, creería que mis medicamentos eran
enteramente contrarios a las enfermedades.» «Señor—le repliqué—, si
usted quisiera creerme, sería yo de sentir que mudásemos de método.
Probemos, por curiosidad, el usar en nuestras recetas de preparaciones
químicas; ensayemos el quermes; lo peor que podrá suceder será lo
mismo que experimentamos con nuestra agua y con nuestras sangrías.»
«De buena gana—me respondió—haría yo esa prueba si no fuera por un
inconveniente. Acabo de publicar un libro en que ensalzo hasta las
nubes el frecuente uso de la sangría y del agua. ¿Y ahora quieres tú
que yo mismo desacredite mi obra?» «¡Oh!—repuse yo—. Siendo así,
no es razón conceder ese triunfo a sus enemigos. Dirían que usted se
había desengañado y le quitarían el crédito. ¡Perezca antes el pueblo,
nobleza y clero, y llevemos nosotros adelante nuestro tema! Al cabo,
nuestros compañeros, a pesar de lo mal que están con la lanceta, no veo
que hagan más milagros que nosotros, y creo que sus drogas valen tanto
como nuestros específicos.»

Fuimos, pues, continuando con nuestro método favorito, y en pocas
semanas dejamos más viudas y huérfanos que el famoso sitio de Troya.
Parecía que había entrado la peste en Valladolid: tantos eran los
entierros que se veían. Todos los días se presentaba en nuestra casa un
padre que nos pedía un hijo a quien habíamos echado a la sepultura o un
tío que se quejaba de que hubiésemos muerto a su sobrino; pero nunca
veíamos a ningún sobrino o hijo que viniese a darnos las gracias porque
con nuestros remedios habíamos dado la salud a su padre o a su tío.
Por lo que toca a los maridos, también eran prudentes, pues ninguno
vino a lamentarse de nosotros porque hubiese perdido a su mujer. Con
todo eso, algunas personas verdaderamente afligidas venían tal vez a
desahogar con nosotros su pena. Tratábannos de ignorantes, de asesinos,
de verdugos, sin perdonar los términos y voces más descompuestas, más
rústicas y más ignominiosas. Irritábanme sus epítetos groseros; pero
mi maestro, que estaba muy acostumbrado a ellos, los oía con la mayor
frescura y serenidad de ánimo. Acaso me hubiera yo también hecho con el
tiempo a oírlos con igual serenidad si el Cielo, quizá por librar de
este azote más a los enfermos de Valladolid, no hubiera suscitado un
accidente que desterró en mí la inclinación a la Medicina, que ejercía
con tan infeliz éxito, y el cual describiré fielmente, aunque el lector
se ría a mi costa.

Había cerca de mi casa un juego de pelota, adonde concurría diariamente
toda la gente ociosa del pueblo, entre ella uno de aquellos valentones
y perdonavidas de profesión que se erigen en maestros y deciden
definitivamente todas las dudas que ocurren en semejantes parajes. Era
vizcaíno y hacía que le llamasen don Rodrigo de Mondragón. Parecía
como de treinta años, hombre de estatura ordinaria, seco y nervudo.
Sus ojos eran pequeños y centelleantes, que parecía daban vueltas en
las órbitas y que amenazaban a todos los que le miraban; una nariz muy
chata le caía sobre unos bigotes retorcidos, que en forma de media
luna le subían hasta las sienes. Su voz era tan áspera y desabrida
que bastaba oírla para cobrar terror. Este guapo se levantó con el
mando del juego de pelota. Resolvía soberana y decisivamente todas las
disputas que ocurrían entre los jugadores. No admitía más apelación
de sus sentencias que la espada o la pistola; el que no se conformaba
con ellas, tenía seguro al día siguiente un desafío. Este señor don
Rodrigo, tal cual le acabo de pintar, y sin que el don que siempre
iba delante de su nombre le quitase el ser plebeyo, hizo una tierna
impresión en el corazón de la dueña del juego. Tenía ésta cuarenta
años; era rica, bastante bien parecida, y había quince meses que estaba
viuda. No sé qué diablos la pudo enamorar de aquel hombre. Seguramente
que no se enamoró de él por su hermosura. Sería sin duda por aquel _no
sé qué_ de que todos hablan y ninguno sabe explicar. Como quiera que
sea, el hecho es que ella se enamoró de aquella rara figura y determinó
darle su mano. Cuando estaba ya para concluirse el tratado, cayó
gravemente enferma y, por su desgracia, me tocó a mí el ser su médico.
Aunque su enfermedad no hubiera sido de suyo tan maligna, bastarían
mis remedios para hacerla peligrosa. Al cabo de cuatro días llené de
luto el juego de pelota, porque envié a la dueña del juego a donde
enviaba a mis enfermos, y sus parientes se apoderaron de cuanto dejó.
Don Rodrigo, desesperado de haber perdido su novia, o, por mejor decir,
la esperanza de un matrimonio tan ventajoso, no satisfecho con vomitar
fuego y llamas contra mí, juró que me atravesaría de parte a parte con
la espada la primera vez que me viese. Dióme noticia de este juramento
un vecino mío caritativo y me aconsejó no saliese de casa para no
encontrarme con aquel diablo de hombre. Este aviso, que me pareció
no era de despreciar, me llenó de miedo y turbación. Continuamente
me imaginaba que veía entrar en casa al furioso vizcaíno, y este
pensamiento no me dejaba sosegar. Obligóme, en fin, a dejar la Medicina
y a buscar modo de librarme de semejante sobresalto. Volví a coger mi
vestido bordado, despedíme de mi amo, que por más que hizo no me pudo
contener, y al amanecer del día siguiente salí de la ciudad, temiendo
siempre encontrar a don Rodrigo de Mondragón en el camino.



CAPÍTULO VI

A dónde se encaminó Gil Blas después que salió de Valladolid y qué
especie de hombre se incorporó con él.


Caminaba muy aprisa, y de cuando en cuando volvía a mirar atrás por
ver si me seguía el formidable vizcaíno. Teníale tan presente en la
imaginación, que cada bulto y cada árbol me parecían que era él, y
continuamente me estaba dando saltos el corazón; pero después que
anduve una buena legua me sosegué y proseguí mi viaje con mayor
quietud, dirigiéndome a Madrid, adonde había hecho ánimo de ir. No
sentí dejar a Valladolid, y sólo, sí, el haberme separado de Fabricio,
mi amado Pílades, sin haber podido despedirme de él. No me pesaba
el haber abandonado la Medicina; antes bien, pedía perdón a Dios de
haberla ejercido. Con todo, no dejé de contar el dinero que llevaba,
aunque era el salario de mis homicidios y de mis asesinatos, semejante
a las mujeres públicas, que después de arrepentidas de su mala vida
no por eso dejan de contar con gusto el dinero que les ha valido.
Halléme con unos cinco ducados, lo que me pareció bastante para llegar
a Madrid, donde creía hacer fortuna. Además, tenía gran gana de ver
aquella corte, que me habían pintado como el compendio de todas las
maravillas del mundo.

Mientras iba pensando en lo que había oído decir de ella y recreándome
anticipadamente en las diversiones y gustos que me imaginaba había
de gozar, oí la voz de un hombre que venía cantando tras de mí a
gaznate tendido. Traía a cuestas una maleta, en la mano una guitarra
y al lado una larguísima espada. Caminaba con tanto brío que muy
presto me alcanzó. Era uno de aquellos dos aprendices de barbero que
habían estado presos conmigo por la aventura de la sortija. Desde
luego nos conocimos los dos, y aunque uno y otro estábamos en tan
diferente traje, quedamos igualmente admirados de vernos juntos en
aquel sitio. Contéle brevemente la causa de haber dejado a Valladolid
y él me correspondió diciéndome que había tenido una pelotera con su
maestro, de cuya resulta uno y otro se habían despedido para siempre.
«Si hubiera querido mantenerme aún en Valladolid—añadió—, habría
encontrado diez tiendas por una, porque, sin vanidad, me atreveré a
decir que acaso no se encontrará en toda España quien sepa rasurar
mejor a pelo y contrapelo ni levantar mejor unos bigotes; pero no pude
resistir a la vehemente gana de volver a ver mi patria, de la que ha
diez años que falto. Quiero respirar algún tiempo el aire nativo y
saber cómo están mis parientes. Pasado mañana espero verme entre ellos,
porque residen en Olmedo, villa muy conocida, más allá de Segovia.»

Me determiné a ir en compañía del barbero hasta su lugar y desde allí
pasar a Segovia, con esperanza de encontrar alguna mayor comodidad
para llegar a Madrid. Comenzamos a hablar de cosas indiferentes para
divertir la molestia del camino. Era el mozuelo de buen humor y de muy
grata conversación. Al cabo de una hora me preguntó si tenía apetito.
«En llegando al mesón lo veremos», le respondí. «¿Pero no se puede
tomar antes alguna parva?—me replicó—. Yo traigo en la alforja algo
que almorzar; cuando camino, siempre tengo cuidado de llevar para la
bucólica, y no gusto de cargar con vestidos, ropa blanca ni otros
trapos inútiles, metiendo sólo en la alforja municiones de boca, mis
navajas y un poco de jabón, y colgando la bacía del cinto.» Alabé su
previsión y convine en que tomásemos el refrigerio que me proponía.
Desviámonos un poco del camino para sentarnos en un prado, donde sacó
su provisión el barberillo, que todo consistía en media docena de
cebollas, algunos mendrugos de pan y unos bocados de queso; pero lo que
presentó como lo mejor y más precioso de la alforja fué una bota llena
de vino, que aseguró ser muy exquisito y sabroso. Aunque los manjares
no eran los más delicados, como a los dos nos apretaba el hambre,
nos supieron muy bien y no los desairamos. Vaciamos también toda la
bota, que hacía dos azumbres, de un vino que a mi parecer no merecía
que el barberillo lo hubiese alabado tanto. Concluída nuestra frugal
refacción, nos volvimos a poner en camino y a continuar nuestro viaje
con más vigor y con mayor alegría. El barberillo, a quien Fabricio
había dicho que mi vida estaba llena de aventuras muy singulares, me
suplicó se las contase, para poder decir que las había oído de mi
propia boca. Pareciéndome que nada podía negar a un hombre que acababa
de regalarme con tan espléndido almuerzo, le di el gusto que deseaba,
y, en correspondencia, le dije era menester me refiriese también él su
vida. «Por lo que toca a mi historia—contestó—, no merece, cierto,
ser contada, porque toda ella se reduce a hechos sencillos; pero, sin
embargo—añadió—, ya que no tenemos cosa mejor en qué entretenernos,
se la referiré a usted tal cual ella ha sido.» Y diciendo y haciendo,
comenzó a contarla, poco más o menos en los términos siguientes.



CAPÍTULO VII

Historia del mancebillo barbero.


«Fernando Pérez de la Fuente, mi abuelo—porque me gusta tomar las
cosas muy de atrás—, después de haber seguido el oficio de barbero en
la noble villa de Olmedo por espacio de cincuenta años, murió dejando
cuatro hijos. El primogénito, por nombre Nicolás, heredó la tienda y
siguió la misma profesión. Beltrán, que fué el segundo, se le metió
en la cabeza el ser mercader y trató en mercería. El tercero, llamado
Tomás, se dedicó a maestro de escuela. El cuarto, que se llamaba Pedro,
sintiéndose inclinado a estudiar, vendió su legítima y se fué a Madrid,
donde esperaba darse con el tiempo a conocer por su erudición y su
ingenio. Los otros tres hermanos nunca se separaron, manteniéndose
en Olmedo, y allí se casaron todos tres con hijas de labradores, que
trajeron en matrimonio poca dote, pero en recompensa de ella una gran
fecundidad, pues parece habían apostado a cuál había de parir más. Mi
madre, que era la mujer del barbero, parió seis en los cinco primeros
años de casada, siendo yo uno de ellos. Mi padre, luego que tuve
fuerzas, me puso a su oficio, y apenas cumplí quince años cuando un día
me echó a cuestas la alforja que veis, y ciñéndome esta misma espada,
«¡Ea, Diego—me dijo—, ya puedes ganar la vida! ¡Vete a correr mundo!
Estás algo basto y te conviene viajar para limarte, como también
para perfeccionarte en tu oficio. Vete, pues, y no vuelvas a Olmedo
hasta haber andado toda España; no quiero oír hablar de ti hasta que
hayas hecho todo esto.» Dióme un paternal abrazo, cogióme de la mano y
bonitamente me condujo hasta ponerme de patitas en la calle.

»Esta fué la tierna despedida de mi padre; pero mi madre, que era de
genio menos áspero, se mostró más sentida de mi marcha. Echó algunas
lágrimas y aun me metió a escondidas en la mano un ducado. Salí, pues,
de Olmedo en esta conformidad, y tomé el camino de Segovia. No bien
había andado doscientos pasos, cuando examiné la alforja, picándome la
curiosidad de saber lo que llevaba. Encontréme un estuche hendido y
abierto por todas partes, dentro del cual había dos navajas de afeitar,
tan mohosas, gastadas y mugrientas que parecían haber servido a diez
generaciones, con una tira de cuero para suavizarlas y un pedazo de
jabón. Además de eso hallé una camisa nueva de cáñamo, un par de
zapatos viejos de mi padre, y lo que sobre todo me alegró fueron unos
veinte reales que encontré envueltos en un trapo. A esto se reducía
todo mi haber. Por aquí podrá usted conocer lo mucho que fiaba mi
padre en mi habilidad, cuando me echó de su casa con tan poco ajuar.
Sin embargo, la posesión de un ducado y veinte reales más no dejó de
deslumbrar a un muchacho que en toda su vida había visto tanto dinero
junto. Consideréme con un caudal inagotable, y lleno de alegría
proseguí mi camino, mirando de cuando en cuando el puño de mi tizona,
cuya hoja se me enredaba entre las piernas, me molestaba e impedía
caminar.

»Hacia el anochecer llegué al reducido lugar de Ataquines, con un
hambre que ya no podía sufrir. Entré en el mesón y, como si me sobrase
mucho para el gasto, mandé en voz alta que me trajesen de cenar. El
mesonero me estuvo mirando con atención algún tiempo, y conociendo lo
que podía ser yo, «Sí—me dijo con mucha dulzura—, sí, caballerito
mío; usted será servido como un príncipe.» Condújome a una pieza
pequeña, y un cuarto de hora después me sirvió un encebollado de
gato, que comí con tanto apetito como si fuera de liebre o de conejo.
Acompañó este exquisito guisado con un vino que, según él decía, el rey
no le bebía mejor. Y aunque conocí muy bien que ya era un vino embrión
de vinagre, sin embargo, le hice tanto honor como había hecho al gato.
Después era menester, para ser tratado en todo como un príncipe, que
me dispusiese una cama más propia para despertar a una piedra que para
dormir. Figúrese usted una tarima tan corta que, aun siendo yo pequeño,
no podía extender las piernas sin que saliesen fuera la mitad. Fuera
de eso, el colchón de pluma se reducía a una especie de jergón hético
y estrujado, cubierto de una sábana doblada que, después de su última
lavadura, habría servido quizá a cien pasajeros. Con todo eso, en la
cama que fielmente acabo de pintar, con la barriga llena de gato y de
aquel precioso vino que antes describí, gracias a mis pocos años y a mi
natural robustez dormí profundamente y pasé la noche sin la más leve
indigestión.

»Al día siguiente, luego que hube almorzado y pagado bien la comida
que me habían servido, me planté de una tirada en Segovia. Así que
llegué tuve la fortuna de que me recibiesen en una tienda, dándome sólo
de comer y vestir; pero no paré allí más que seis meses, porque otro
mancebo barbero con quien había trabado amistad y quería ir a Madrid
me levantó de cascos, y me marché con él a esta villa. Acomodéme luego
fácilmente, sobre el mismo pie que en Segovia, en una tienda de las
más concurridas, pues su vecindad al corral del Príncipe atraía a ella
tanta multitud de parroquianos que el maestro, dos mancebos y yo no
bastábamos a dar abasto a todos. Allí iban personas de todas clases,
y entre ellas comediantes y autores. Una vez se juntaron dos sujetos
de esta clase; pusiéronse a hablar de los poetas y las poesías del
tiempo, y les oí pronunciar el nombre de mi tío. Entonces me apliqué
a oírlos con mayor atención. «Don Juan de Zabaleta—dijo uno—es un
autor de quien me parece que el público no debe estar muy satisfecho.
Es un hombre frío, sin fuego y sin inventiva. La última comedia suya le
desacreditó excesivamente.» «Y Luis Vélez de Guevara—dijo el otro—,
¿no acaba de regalarnos con una bellísima obra? ¿Puede haber cosa más
miserable?» Nombraron no sé a cuántos otros poetas cuyos nombres no
tengo presentes; pero me acuerdo bien de que hablaron de ellos muy
mal. De mi tío hicieron ambos más honorífica mención. «Sí—dijo uno de
ellos—, don Pedro de la Fuente es un gran autor; sus escritos están
llenos de una gracia y de una erudición que al mismo tiempo instruyen
y deleitan por su delicada sal. No me admiro de que sea estimado de
la corte y del pueblo ni de que muchos señores le hayan señalado
pensiones. Ha muchos años que goza una gruesa renta, y el duque de
Medinaceli le da casa y mesa, por lo que nada gasta, y así, es preciso
que esté muy bien y tenga dinero.»

»No perdí palabra de todo lo que dijeron de mi tío aquellos poetas. Ya
sabíamos en la familia que hacía mucho ruido en Madrid con motivo de
sus obras. Algunas personas, al pasar por Olmedo, nos habían informado
de lo bien admitido que estaba; pero como nunca nos había escrito y
parecía haberse extrañado mucho de nosotros, oíamos todas aquellas
noticias con la mayor indiferencia. No obstante, como la buena sangre
no puede mentir, luego que oí decir que lo pasaba tan bien y me informé
de las señas de su casa, tuve tentación de ir a verle y darme a conocer
con él. Sólo me detenía el haber oído a los cómicos llamarle don
Pedro. Aquel _don_ me hacía titubear, recelando fuese otro del mismo
nombre y apellido de mi tío. Con todo eso, vencí al cabo este temor,
pareciéndome que así como había sabido hacerse sabio podía también
haber sabido hacerse noble y caballero; y así, resolví presentarme a
él. Para esto, al día siguiente, con licencia de mi maestro, me vestí
lo más decentemente que pude y salí a la calle, no poco vanaglorioso y
cuellierguido de verme sobrino de un hombre cuyo ingenio metía en la
corte tanta bulla. Sabido es que los barberos no son la gente del mundo
menos sujeta a la vanidad. Comencé, pues, a tenerme en gran opinión,
y caminando con orgullosa gravedad, pregunté por la casa del duque de
Medinaceli. Enseñáronmela, y entrando en ella, supliqué al portero me
dijese cuál era el cuarto del señor don Pedro de la Fuente. «Suba usted
por aquella escalerilla—me dijo, mostrándome una que estaba al fin de
un patio—y llame a la primera puerta que encuentre a mano derecha.»
Hícelo así; llamé a la puerta, y salió a abrir un mocito, a quien
pregunté si vivía allí el señor don Pedro de la Fuente. «Sí, señor—me
respondió—, pero ahora no se le puede entrar recado.» «Lo siento
mucho—repliqué—, pues verdaderamente le quisiera hablar, porque
le traigo noticias de su familia.» «Aunque se las trajera del Padre
Santo de Roma no le haría yo a usted entrar en este momento, pues está
actualmente componiendo, y mientras trabaja no quiere que ninguno entre
a interrumpirle y distraerle. De nadie se deja ver hasta mediodía; y
así, puede usted ir a dar una vuelta y volver entonces.»

»Salíme, pues, y me fuí a pasear por Madrid toda la mañana, pensando
siempre en el modo con que mi tío me recibiría. «Sin duda—decía yo
para mí—que tendrá grandísimo gusto de verme y conocerme», porque
medía su corazón por el mío; así, contaba con que sería muy tierno el
acto de vernos y reconocernos. Al fin volví con toda diligencia a la
hora señalada. «Viene usted muy a tiempo—me dijo el paje—; presto
saldrá mi amo. Espere usted aquí, que voy a avisarle.» Volvió dentro
de un instante y me hizo entrar donde estaba mi tío, cuya vista me
llenó de gozo, porque luego observé en su cara el aire de nuestra
familia. Era tan parecido a mi tío Tomás, que le hubiera tenido por él
mismo a no haberle visto en aquel traje y en aquel estado. Saludéle
con profundo respeto y le dije que era hijo de maese Nicolás de la
Fuente, el barbero de Olmedo y hermano de su señoría y que hacía tres
semanas que estaba en Madrid, siguiendo el mismo oficio de mi padre, en
calidad de mancebo, con ánimo de andar la España para perfeccionarme
en la Facultad. Mientras le estaba hablando, advertí que mi tío estaba
distraído y pensativo, dudando, a la cuenta, si me conocería o no por
sobrino o discurriendo algún arbitrio para eximirse de mí con arte
y con destreza. Tomó este segundo partido, y afectando cierto aire
jovial y risueño, me dijo: «Y bien, amigo, ¿cómo están de salud tu
padre y tus tíos? ¿En qué estado se hallan las cosas de la familia?»
Comencé a informarle de su fecunda propagación; fuíle nombrando uno por
uno todos los hijos, varones y hembras, comprendiendo en la relación
hasta los nombres de sus padrinos y madrinas. Parecióme que no se
interesaba demasiado en tan menuda explicación, y queriendo conseguir
su intención, «Ahora bien, querido Diego—me dijo—: apruebo mucho el
que pienses correr mundo para perfeccionarte en tu oficio y te aconsejo
no te detengas mucho tiempo en Madrid. Este es un lugar muy pernicioso
para la juventud y tú te perderías en él. Mucho mejor harás en recorrer
otras ciudades del reino donde no están tan estragadas las costumbres.
Vete, pues, y cuando vayas a marchar vuelve a verme, que te daré un
doblón para ayuda del viaje.» Diciendo esto, me fué llevando poco a
poco hacia la puerta de la sala y me despidió con buenas palabras.

»No conocí, por mi poca malicia, que sólo buscaba pretextos para
alejarme de sí. Volví a la tienda y di cuenta a mi amo de la visita
que acababa de hacer. El buen hombre, que no penetró más que yo la
verdadera intención del señor don Pedro, me dijo: «Yo no soy del
parecer de tu tío. En lugar de exhortarte a correr mundo, me parece
debía aconsejarte que permanecieses en Madrid. El trata con tantas
personas de distinción que fácilmente puede colocarte en una casa
grande, donde en breve tiempo podrías hacer gran fortuna.» Pagado de
estas palabras, que excitaron en mi imaginación grandiosas esperanzas,
dentro de dos días volví a casa de mi señor tío y le propuse que
podía emplear su valimiento para acomodarme con algún personaje de
la corte. Disgustóle mucho la proposición. A un hombre vano, que
entraba francamente en casa de los grandes y se sentaba con ellos
a la mesa, no le agradaba mucho que un sobrino suyo comiese con los
criados mientras él estuviese comiendo con los amos, pues en tal caso
el Dieguillo llenaría de vergüenza al señor don Pedro. Este, pues, se
irritó furiosamente, y, lleno de cólera, me dijo: «¡Cómo, bribonzuelo!
¿Quieres abandonar tu oficio? ¡Anda, vete, que yo te dejo en manos
de los que te dan malos consejos! ¡Sal de mi cuarto, repito, y no
vuelvas a poner los pies en él si no quieres que te haga castigar como
mereces!» Quedé aturdido al oír estas palabras, y mucho más me espantó
la bronca y destemplada voz con que las pronunció. Retiréme llorando
y muy apesadumbrado de la aspereza con que me había tratado mi tío.
Con todo eso, como siempre he sido de natural vivo y altivo, presto
se me enjugó el llanto; pasé, por la contraria, del sentimiento a la
indignación, y resolví no hacer caso de un mal pariente sin el cual
había vivido hasta allí y esperaba vivir sin necesitarle para nada.

»No pensé entonces mas que en cultivar mi talento y en aplicarme al
trabajo. Afeitaba todo el día, y por la noche, para recrear un poco el
ánimo, aprendía a tocar la guitarra, siendo mi maestro un hombre de
edad a quien yo afeitaba. Llamábase Marcos de Obregón, y me enseñaba
la música, que sabía perfectamente, porque había sido cantor en una
iglesia. Era hombre cuerdo, de tanta capacidad como experiencia, y
me quería como si fuera hijo suyo. Servía de escudero a la mujer de
un médico que vivía a treinta pasos de nuestra casa. Ibale yo a ver
todos los días al anochecer, cuando no había que hacer en la tienda, y
sentados los dos en el umbral de la puerta tocábamos algunas sonatas
que no desagradaban a la vecindad. Nuestras voces no eran muy gratas;
pero dando a la guitarra y cantando cada uno metódicamente la parte
que le tocaba, gustábamos a las gentes que nos oían. Divertíase
particularmente con nuestra música doña Marcelina, que así se llamaba
la mujer del médico. Bajaba algunas veces a oírnos al portal y nos
hacía repetir las tonadillas que más le agradaban. Su marido no le
impedía esta diversión, pues, aunque español y viejo, no era celoso.
Por otra parte, su profesión le tenía empleado todo el día, y cuando se
retiraba a casa por la noche iba tan cansado de visitar enfermos que
se acostaba muy temprano, y ninguna aprensión le causaba el gusto que
su mujer tenía de oír nuestras músicas, quizá por juzgar que no eran
capaces de excitar en ella perniciosas impresiones. A esto se añadía
que, aunque su mujer era a la verdad joven y linda, no le daba motivo
alguno para el más mínimo recelo, siendo de una virtud tan adusta que
no podía sufrir que los hombres ni aun siquiera la mirasen; y así, no
llevaba a mal que tuviese aquel honesto e inocente pasatiempo, y nos
dejaba cantar todo cuanto queríamos.

»Una noche que fuí a la puerta del médico para divertirme, como
acostumbraba, encontré al viejo escudero, que me estaba esperando.
Tomóme por la mano y me dijo que quería nos fuésemos los dos a pasear
un poco antes de principiar la música. Así que nos vimos en una calle
excusada y solitaria, a donde me fué llevando y donde conoció que
me podía hablar con libertad, «Querido Diego—me dijo con semblante
triste—, tengo que comunicarte reservadamente una cosa. Temo mucho,
hijo mío, que uno y otro nos hemos de arrepentir de esta música que
damos a la puerta de mi amo. No puedes dudar lo mucho que te quiero
y he tenido gran gusto en enseñarte a tocar la guitarra y a cantar,
pero si hubiera previsto la desgracia que nos amenaza, te aseguro
de veras que hubiera escogido otro sitio para darte las lecciones.»
Sobresaltóme esta relación y supliqué al escudero que se explicase más
claro, diciéndome francamente qué era lo que podíamos temer, porque
yo no era hombre que quisiese hacer frente al peligro y que todavía
no había dado la vuelta por España. «Voy—me respondió—a decirte lo
que debes saber para conocer el riesgo en que nos hallamos. Cuando
un año ha entré a servir al médico, me llevó una mañana al cuarto de
su mujer, y presentándome a ella, me dijo: «Marcos, esta señora es
tu ama y siempre la has de acompañar a cualquier parte que vaya.»
Quedé admirado al ver a doña Marcelina. Encontréme con una dama joven
y en extremo hermosa, gustándome sobre todo lo airoso de su talle y
lo apacible de su semblante. «Señor amo—respondí al amo—, me tengo
por muy dichoso en servir a una señora tan amable.» Desagradó tanto
a doña Marcelina mi respuesta, que, con semblante airado, me dijo:
«¡Oiga el impertinente, el atrevido! ¿Quién le ha enseñado a tomarse
esas libertades? ¡Sepa desde luego que no gusto de lisonjas ni aguanto
requiebros!» Sorprendiéronme extrañamente unas palabras tan ásperas,
pronunciadas por aquella boca tan agraciada y tan ajenas de lo que
prometía su apacible rostro. No acertaba yo a conciliar aquel modo de
hablar, grosero y desabrido, con todo lo demás que observaba en una
mujer de presencia tan grata. El marido, acostumbrado ya a ello, lejos
de enfadarse, se tenía por muy afortunado en que le hubiese tocado
una mujer de aquel extraño carácter; tanto, que me dijo: «Marcos, mi
mujer es un prodigio de virtud»; y viendo que se ponía el manto para
ir a misa, me mandó que la fuese acompañando a la iglesia. Apenas
salimos a la calle cuando encontramos dos mozalbetes que, admirados
del aire y garbo de doña Marcelina, le dijeron al paso algunas cosas
muy lisonjeras; pero ella les respondió con tal despego y les dijo
tantas necedades que los pobres quedaron corridos y suspensos, sin
poder comprender cómo podía haber en el mundo una mujer que llevase a
mal el ser alabada y aplaudida. «Señora—le dije—, haga usted que no
oye y pase sin contestar a lo que le dicen; menos malo es callar que
responder con desabrimiento.» «Eso no—replicó ella—: quiero enseñar a
esos insolentes que yo no soy mujer que sufro me pierdan el respeto.»
En fin, profirió tantos desatinos que no pude menos de decirle mi
sentir, aunque fuese a peligro de disgustarla. Le hice presente
del mejor modo que me fué posible que hacía injuria a la naturaleza
echando a perder con su carácter adusto mil bellas prendas de que la
había dotado; que una mujer de genio afable y de modales atentos podía
hacerse amar sin el auxilio de la hermosura, cuando, por el contrario,
la más hermosa, si no es afable y agasajadora, se hace un objeto de
desprecio. A estas razones añadí otras dirigidas a la corrección de sus
ásperos modales. Después de haberla aconsejado a mi satisfacción, temí
me costase caro mi celo y fidelidad, excitando su cólera y produciendo
algún efecto que me fuese de poco gusto. Mas no sucedió así: no se
enfadó de mis insinuaciones, contentándose con no seguirlas; y el
mismo efecto produjeron las que tuve la tontería de hacerle los días
siguientes.

»Canséme de advertirle en vano sus defectos y abandonéla a la aspereza
de su genio. Pero ¡quién lo creyera! Este natural tan agreste, esta
mujer tan orgullosa, de dos meses a esta parte ha mudado enteramente
de condición. Hoy es atenta con todos y a todos trata con modales muy
cariñosos. Ya no es aquella Marcelina que no respondía sino necedades
a los hombres que la elogiaban; ya oye con agrado sus lisonjas. Gusta
que le digan que es hermosa y que ningún hombre la puede mirar sin
cobrarle afición. Son muy de su gusto los requiebros, y, en suma, ya
es otra muy diferente mujer. Esta mudanza apenas es comprensible;
pero lo que más te ha de admirar es el saber que tú mismo has obrado
este gran milagro. Sí, mi querido Diego, tú has sido el autor de una
transformación tan extraña; tú quien has convertido aquel tigre feroz
en una mansísima cordera. En una palabra, tú has merecido su atención,
como lo he observado más de una vez; y o yo conozco mal a las mujeres
o mi ama se abrasa por ti en un vehementísimo amor. Esta es, hijo
mío, la triste noticia que tenía que darte, y ésta es la desgraciada
situación en que los dos nos hallamos.» «Yo no veo—respondí al
viejo—gran motivo de afligirnos en todo lo que usted me ha dicho, ni
mucho menos que sea desgracia mía el que me ame una mujer hermosa.»
«¡Ah Diego!—me replicó—. ¡Bien se conoce que discurres como mozo!
Sólo miras al cebo y no temes al anzuelo. Te paras sólo en el placer;
pero yo, como viejo y experimentado, preveo los disgustos que causa
después, porque no hay cosa que tarde o temprano no se descubra. Si
prosigues en venir a cantar a nuestra puerta, con tu vista se encenderá
cada día más la pasión de doña Marcelina, y olvidada tal vez de todo
recato, llegará a conocerlo el doctor Oloroso, su marido, el cual se
ha mostrado tan condescendiente hasta aquí porque no tiene el más
leve motivo para tener celos; pero después se pondrá furioso, se
vengará de su mujer y podrá hacernos a ti y a mí un flaco servicio.»
«Pues bien, señor Marcos—le repliqué—, cedo a vuestras razones y me
entrego a vuestros consejos. Dígame usted qué debo hacer y cómo me he
de portar para evitar todo siniestro accidente.» «Dejando los dos
nuestras músicas—me respondió—y no volviendo tú a parecer delante de
mi señora. Una vez que no te vea, poco a poco se le irá entibiando la
pasión y recobrará su tranquilidad. Espérame en casa del maestro, que
yo te iré a buscar, y allá tocaremos y cantaremos sin inconveniente.»
Ofrecílo así, y, con efecto, hice propósito de no ir más a la puerta
del médico y estarme encerrado en mi tienda, pues que yo era un mozo
que no podía ser visto sin peligro.

»Sin embargo, el buen Marcos, a pesar de su prudencia, experimentó
dentro de pocos días que el medio discurrido y aconsejado por él no
sirvió para templar el fuego de doña Marcelina; antes bien, produjo
un efecto enteramente contrario. Esta señora, a la segunda noche que
no nos oyó cantar, le preguntó por qué razón habíamos suspendido
nuestra música y cuál era la causa de que yo me hubiese retirado.
Respondióle que tenía tantas ocupaciones que no me dejaban un instante
para divertirme. Mostróse satisfecha de esta excusa, y por tres días
sufrió mi ausencia con bastante firmeza; mas al cabo de este tiempo
perdió la paciencia y le dijo a su escudero: «Marcos, tú me engañas.
Diego no ha dejado de venir aquí sin motivo, y esto encierra algún
misterio que quiero descubrir. Habla y no me ocultes nada, que así te
lo mando.» «Señora—respondió él, pagándole con otra mentira—, ya
que usted quiere saber las cosas como son, sepa que al pobre Diego
le ha sucedido muchas veces volverse a su casa después de nuestras
músicas y encontrarse sin cena, y ya no se atreve a exponerse a ir
a la cama sin cenar.» «¿Cómo sin cenar?—exclamó ella lastimada—.
¿Por qué no me lo has dicho antes? ¡Pobre mozo! ¡Anda al instante y
tráemelo contigo, asegurándole que nunca volverá a su casa sin cenar,
porque yo daré orden que se le guarde aquí siempre algún plato. «¡Qué
es lo que oigo!—exclamó el escudero, admirado de oírla hablar de
aquella suerte—. ¡Qué mudanza, cielos! ¿Sois vos, señora, la que me
habláis en esos términos? ¿Pues de cuándo acá os habéis hecho tan
compasiva y sensible?» «Desde que tú viniste a esta casa—me respondió
prontamente—; o, por mejor decir, desde que reprendiste mis modales
desdeñosos y te empeñaste en suavizar la aspereza de mis costumbres.
Mas, ¡ay de mí—prosiguió ella enternecida—, que he pasado de un
extremo a otro! De altiva e insensible que era, me he vuelto sobrado
mansa y cariñosa. Amo a tu amigo Diego sin poderlo remediar, y su
ausencia, muy lejos de templar mi amor, le inflama más y más.» «¿Es
posible, señora—replicó el viejo—, que un mozo que nada tiene de
hermoso ni gallardo haya excitado en vos una pasión tan vehemente?
Yo disculparía vuestra inclinación si os la hubiera inspirado algún
caballero de gran mérito...» «¡Ah Marcos!—interrumpió Marcelina—.
¡O yo no me parezco en nada a las otras mujeres, o tú, no obstante tu
larga experiencia, todavía no las conoces bien si te persuades que el
mérito es quien las mueve para elegir a un sujeto! Si he de juzgarlo
por mí misma, nunca reflexionan para enamorarse. El amor es un desorden
de la razón que a pesar nuestro nos arrastra tras de un objeto y nos
sujeta a él. Es una enfermedad que nace en nosotras y nos atormenta
como la rabia a los animales. No te canses, pues, en persuadirme de
que Diego no es digno de mi cariño; basta que le ame, para figurarme
en él mil prendas que no descubres tú y que quizá tampoco él tendrá.
En vano te empeñas en hacerme creer que ni sus facciones ni su figura
tienen cosa que pueda llamarme la atención; a mí me parece hechicero
y más hermoso que el sol; fuera de que tiene en su voz una suavidad
que me encanta y se me figura que toca la guitarra con una gracia y
primor particular.» «¡Pero, señora!—replicó Marcos—. ¿Habéis pensado
bien lo que es el tal Diego, su baja y humilde condición?...» «Yo no
soy mejor que él—me interrumpió—; pero aun cuando fuera una mujer de
distinción, nunca repararía en eso.»

»El resultado de esta conferencia fué que, desesperanzado el viejo
escudero de adelantar cosa alguna con su ama en este punto, la dejó
en su capricho y se retiró, como un diestro piloto cede a la tormenta
que le desvía del puerto a donde se ha propuesto desembarcar. Aun
hizo más: por dar gusto a su ama, me vino a buscar, me llamó aparte,
y después de haberme contado todo lo sucedido entre ella y él, «Bien
ves, Diego—me dijo—, que no podemos excusarnos de continuar nuestras
músicas a la puerta de Marcelina. Es indispensable, amigo mío, que
esta señora te vuelva a ver, porque de otra manera nos exponemos a que
haga alguna locura que perjudique más que nada a su reputación.» No me
hice de rogar, y respondíle que iría a su casa con mi guitarra así que
anocheciese, y podía llevar a su ama esta agradable noticia. Hízolo así
y dió a la apasionada amante la más alegre y gustosa nueva que podía
desear, con la esperanza de verme y oírme aquella noche.

»Pero faltó poco para que un lance pesado le hubiese frustrado esta
esperanza. No pude salir de casa hasta después de muy anochecido, y,
por mis pecados, era la noche muy obscura. Caminaba a tientas por
la calle, y quizá llevaba andado ya la mitad del camino, cuando de
una ventana me regalaron de pies a cabeza con cierto «¡Agua va!» que
lisonjeaba poco el sentido del olfato. Viéndome en tal estado, no
sabía qué partido tomar. Volverme a casa era exponerme a las pesadas
zumbas de los otros mancebos compañeros míos; ir a la de Marcelina en
aquel magnífico equipaje no me lo permitía la vergüenza. Resolvíme,
no obstante, a ir a casa del médico, persuadido de que encontraría a
Marcos a la puerta y que todo se remediaría antes de presentarme en
aquel estado a Marcelina. Con efecto, fué así; encontréle esperándome
a la puerta, y luego que me vió, me dijo que el doctor Oloroso acababa
de recogerse y que aquella noche nos podíamos divertir a nuestro sabor.
Respondíle que ante todas cosas era menester limpiarme el vestido,
y le conté lo que me había pasado. Mostróse muy condolido de ello
y me hizo entrar en donde me estaba esperando su ama. Apenas oyó
esta señora mi sucia aventura y me vió en el triste estado en que me
hallaba, prorrumpió en expresiones del mayor dolor, como si me hubieran
sucedido las más funestas desgracias; y después, como si hablase con
la puerca que me había puesto de aquella manera, se desfogó echándole
mil maldiciones. «Señora—le dijo Marcos—, moderad esos impulsos;
considerad que el lance fué puro efecto de casualidad y no conviene
mostrar tan fuerte enojo.» «¿Cómo quieres—respondió ella—que no
sienta vivamente la ofensa que se ha hecho a este inocente cordero, a
esta paloma sin hiel, que ni aun se queja del ultraje que ha recibido?
¡Ojalá fuera yo hombre en esta ocasión para vengarle!»

»Otras mil cosas dijo, pruebas todas de su ciego amor, que igualmente
acreditó con las acciones, porque mientras Marcos me estaba limpiando
con la toalla, Marcelina fué corriendo a su cuarto; trajo una cajita
llena de todo género de perfumes, quemó cantidad de ellos, sahumó
todos mis vestidos y los roció con espíritus olorosos en abundancia.
Concluído el sahumerio y aspersorio, la caritativa señora fué en
persona a la cocina y me trajo pan, vino y algunos pedazos de carnero
asado que tenía guardados para mí. Obligóme a comer, y teniendo gusto
en servirme ella misma, ya me hacía plato y ya me echaba de beber,
a pesar de cuanto Marcos y yo podíamos hacer y decir para que no se
humillase a semejantes demostraciones. Acabada la cena, templamos
prontamente los instrumentos y arreglamos las voces para dar principio
a nuestro concierto. Marcelina quedó embelesada de oírnos; bien es
verdad que escogimos de propósito ciertos cantares y letrillas amorosas
que halagaban su amor; y debo confesar que mientras cantábamos yo
lanzaba de cuando en cuando hacia ella unas ojeadas tiernas que pegaban
fuego a las estopas, porque el juego me iba ya gustando. No me cansaba
el concierto, aunque ya hacía mucho que duraba. Por lo que toca a la
señora, las horas le parecían instantes, y de buena gana hubiera estado
oyéndonos toda la noche si su escudero, a quien los instantes se le
hacían horas, no le hubiera avisado que era ya tarde. Dióle el trabajo
de decírselo más de diez veces; pero daba con un hombre infatigable en
este punto, que no la dejó sosegar hasta que yo me ausenté. Como era
cuerdo y prudente y veía a su ama tan locamente apasionada, temía nos
sucediese algún desastre. El tiempo verificó lo fundado de su temor,
porque el médico, ya fuese porque comenzó a entrar en sospecha y a
dudar de algún enredo secreto, o ya porque el diablillo de los celos,
que hasta entonces le había respetado, quiso inquietarle, comenzó
a reprender nuestras músicas, y aun hizo más, prohibiéndonoslas en
tono de amo que quería ser obedecido, y sin dar razón alguna de lo
que mandaba, declaró que no aguantaría más se admitiese en su casa a
ninguno de fuera. Notificóme Marcos esta resolución, que hablaba tan
particularmente conmigo, y no puedo negar que por entonces me desazonó
muchísimo, porque sentía perder las esperanzas que había concebido.
Con todo eso, por no faltar a la obligación de fiel historiador, debo
confesar que a corta reflexión me costó poco el conformarme y llevar
en paciencia aquel revés de la fortuna. No así Marcelina, cuya afición
cobró mayor fuerza. «Querido Marcos—dijo al escudero—, de ti solo
espero algún consuelo: ruégote que hagas todo lo posible para que
tenga el gusto de ver secretamente a Diego.» «¿Qué es lo que usted me
pide, señora?—le respondió colérico—. ¡Demasiada contemplación he
tenido con usted! ¡No, no quiera Dios que por fomentar una loca pasión
contribuya yo a deshonrar a mi amo, a la pérdida de vuestra reputación
y a mancharme a mí mismo con el borrón de tal infamia, después de
haber pasado toda la vida por hombre muy de bien, por criado fiel y
de una conducta irreprensible! ¡Antes dejaré la casa que servir en
ella de un modo tan vergonzoso!» «¡Ah Marcos!—replicó la señora,
asustada de estas últimas palabras—. ¡Me atraviesas de parte a parte
el corazón cuando hablas de marcharte! Pues qué, ¿piensas, cruel,
dejarme, después que me has reducido al lastimoso estado en que me veo?
¡Restitúyeme primero aquel orgullo y aquella tranquila altivez que tú
mismo me quitaste! ¡Oh, y quién tuviera ahora aquellos felicísimos
defectos! Gozaría de gran paz mi corazón en lugar del tumulto que le
agita gracias a tus imprudentes reconvenciones. ¡Tú, tú fuiste quien
estragaste mis costumbres cuando quisiste enmendarlas! ¡Pero qué es lo
que digo!—continuó ella, llorando—. ¡Desdichada de mí! ¿A qué fin
darte en cara con tan injustas quejas? ¡No, amado padre, no fuiste
tú el autor de mi infortunio! ¡Mi mala suerte fué la única que me
preparó mi desgracia! ¡No hagas caso, te pido, de las necias palabras
que profiero! Mi pasión me ha trastornado el juicio. ¡Compadécete de
mi flaqueza! ¡Tú eres mi único consuelo, y si aprecias mi vida, no me
niegues tu asistencia!»

»Al decir estas palabras creció su llanto de manera que no pudo
continuar. Sacó el pañuelo, cubrióse con él el rostro y se dejó caer
en una silla, como una persona que se rinde al peso de su aflicción.
El buen Marcos, que era de la mejor pasta de escuderos que jamás se ha
visto, no pudo resistir a un espectáculo tan lastimoso, que le conmovió
vivamente, y mezcló sus compasivas lágrimas con las de su afligida
ama, diciéndole, lleno de ternura: «¡Ah señora, y qué atractivo es el
vuestro! No tengo fuerzas para combatir vuestra pena, que acaba de
rendir mi virtud, y prometo auxiliaros. ¡Ya no me admiro de que el
amor haya tenido poder para haceros olvidar de vuestro deber, cuando
la compasión sola lo ha tenido para no acordarme yo del mío!» De
manera que el pobre escudero, a pesar de su irreprensible conducta,
se sacrificó muy servicialmente a la pasión de Marcelina. A la mañana
siguiente vino a contarme todo lo sucedido, y me dijo que tenía ya
pensado el modo de proporcionarme una conversación secreta con su ama.
Con esto animó mi esperanza; pero dos horas después llegó a mis oídos
una noticia tan triste como no esperada. El mancebo de una botica que
había en el barrio, y era uno de nuestros parroquianos, vino a hacerse
la barba. Mientras me disponía a rasurarle, me dijo: «Señor Diego,
¿cómo le va a usted con su amigo el viejo escudero Marcos de Obregón?
Ya sabrá usted que está para marcharse de casa del doctor Oloroso.»
«No, por cierto», le respondí. «Pues sépalo usted—me replicó—, y no
dude que la cosa es cierta. Hoy sin falta le despedirán. Su amo y el
mío acaban de tener ahora una conversación, a que me hallé presente, en
la cual dijo el primero al segundo: «Señor boticario, tengo que hacer
a usted una súplica. No estoy contento con un viejo escudero que tengo
en casa, y en su lugar quisiera una dueña fiel, severa y vigilante
que guardase a mi mujer.» «¡Ya entiendo!—respondió mi amo—. Usted
necesitaría de la señora Melancia, que fué la que custodió a mi difunta
esposa, que aunque ha seis semanas que enviudé todavía la mantengo en
casa. A la verdad, me sería muy útil para gobernarla; pero se la cedo
a usted gustoso, por lo mucho que me intereso en su honor. Bien puede
descuidar con ella en punto a la seguridad de su honra, porque es la
perla de las dueñas y un verdadero dragón para guardar la castidad
del sexo frágil. En doce años que estuvo al lado de mi mujer, que
como usted sabe era moza y linda, no vi en mi casa ni aun la sombra
de un galán. ¡Sí por cierto! ¡Bonita era la dueña para sufrirlo!
Sobre este punto no aguantaba chanzas. Aun diré más: mi mujer, a los
principios, gustaba mucho de pasatiempos y galanteos; pero la señora
Melancia supo fundirla tan de nuevo que la inclinó enteramente a la
virtud. En fin, es un tesoro para vuestra seguridad.» Quedó el señor
doctor muy satisfecho de unos informes tan a medida de su deseo, y
ambos convinieron en que hoy mismo iría la dueña a ocupar el lugar del
escudero.»

»Esta noticia, que tuve por cierta, como en efecto lo era, desconcertó
las ideas de todos los buenos ratos que yo esperaba lograr; y Marcos,
que vino después de comer, acabó de desvanecérmelas confirmando todo
lo que me había dicho el mancebo. «Amigo Diego—me dijo el buen
escudero—, estoy contentísimo con que el doctor Oloroso me haya
despedido, porque me ha librado de molestísimos disgustos y cuidados.
Además de haberme echado a cuestas, muy contra mi inclinación, un
villanísimo empleo, necesitaba andar continuamente ideando trazas y
urdiendo enredos para que pudieses hablar secretamente a Marcelina.
¡Qué embrollo! Gracias al Cielo, me veo ya fuera de estos cuidados
y, sobre todo, de los peligros que los acompañan. Por lo que a ti
toca, hijo mío, también debes alegrarte de haber perdido algunos
ratos de un placer momentáneo, a trueque de haberte librado de tantas
pesadumbres, sustos y riesgos.» Agradóme mucho la moral de Marcos,
porque me pareció que ya nada podía esperar, y sin hacerme gran
violencia determinó abandonar el campo. No era yo, lo confieso, de
aquellos amantes porfiados que hacen vanidad de luchar contra todos
los obstáculos; pero aun cuando lo fuera, la señora Melancia dejaría
bien burlado mi empeño y tenacidad. El genio riguroso que atribuían a
aquella mujer era capaz de desesperar a los amantes más pertinaces y
atrevidos. Sin embargo de los colores con que me la habían pintado, no
dejé de entender dos o tres días después que la señora médica había
adormecido a aquel Argos y corrompido su fidelidad. Salía yo una mañana
de casa a afeitar a un vecino nuestro, cuando una buena vieja se llegó
a mí y me preguntó si era yo Diego de la Fuente. Respondíle que sí, y
ella me replicó: «Pues a usted venía yo buscando. Vaya su merced esta
noche a la puerta de doña Marcelina, haga alguna señal, y luego le será
abierta.» «Muy bien—le repliqué yo—; pero es preciso que quedemos de
acuerdo sobre qué señal ha de ser. Yo sé remedar maravillosamente el
maullido del gato, y maullaré dos o tres veces.» «Basta eso—repuso
la mensajera de amor—; voy a dar parte de su respuesta a la señora.
Servidora de usted, señor Diego; el Cielo le conserve. ¡Qué galán sois!
¡A fe que si yo fuera una niña de quince años no le buscaría para
otra!» Diciendo esto, se desvió de mí aquella oficiosa vieja.

»Agitóme terriblemente este mensaje, y toda la moral de Marcos se la
llevó el aire. Esperé con impaciencia la noche, y cuando me pareció
que ya estaría durmiendo el doctor Oloroso, me encaminé hacia su
puerta. Allí di principio a mis maullidos, que debían oírse de lejos y
hacían mucho honor al maestro que me había enseñado tan bello idioma.
Un momento después bajó la misma Marcelina a abrir con mucho tiento
la puerta, y volvió a cerrarla luego que yo hube entrado. Subimos a
la sala en donde habíamos tenido nuestro último concierto, la cual
estaba débilmente alumbrada por una luz que ardía sobre la chimenea.
Nos sentamos juntos para dar principio a nuestra conversación,
alterados ambos, aunque con la diferencia de que el placer sólo causaba
la conmoción de Marcelina y la mía estaba mezclada con un poco de
sobresalto. En vano me aseguraba mi dama que nada teníamos que temer
por parte de su marido, pues se había apoderado de mí un temblor que
turbaba mi alegría. Sin embargo, le pregunté: «Señora, ¿cómo habéis
podido engañar la vigilancia de vuestra aya? Por lo que oí decir de
Melancia, no creía que os fuese posible hallar medios de darme noticias
vuestras y mucho menos de vernos a solas.» Sonriéndose entonces
Marcelina de mi pregunta, me contestó: «Dejarás de sorprenderte de la
secreta entrevista que tenemos esta noche juntos luego que te haya
contado lo que pasó entre las dos. Cuando entró en esta casa, mi marido
le hizo mil caricias y me dijo: «Marcelina, te entrego a la dirección
de esta discreta señora, que es un compendio de todas las virtudes
y un espejo en que debes mirarte de continuo para instruirte en la
modestia. Esta admirable persona dirigió por espacio de doce años a la
mujer de un boticario amigo mío; pero dirigió... de lo que hay poco: en
términos que hizo de ella casi una santa.»

»Estas alabanzas, que el aspecto grave de Melancia no desmentían, me
costaron muchas lágrimas y me pusieron desesperada. Me figuré las
lecciones que tendría que escuchar desde la mañana hasta la noche y
las reprensiones que me sería forzoso aguantar todos los días. En
fin, consentí en llegar a ser la mujer más desgraciada del mundo, y
olvidando toda consideración en medio de una esperanza tan cruel, le
dije con mucha sequedad al aya luego que me vi sola con ella: «Sin duda
os dispondréis para hacerme padecer mucho; pero debo advertiros que soy
poco sufrida y que no dejaré por mi parte de daros cuantos desaires
pueda. Os declaro que mi corazón está dominado de una pasión que no
serán capaces de arrancar de él vuestras reconvenciones. Sobre esto
podéis tomar vuestras medidas. Redoblad vuestra vigilancia, porque os
prometo no omitir nada para engañarla.» Al oír estas palabras, la dueña
adusta, que bien creí iba a ensartarme un sermón por primera entrada,
se puso risueña, y me dijo con un tono afable: «Mucho me agrada vuestro
carácter. Vuestra franqueza provoca la mía, pues veo que nacimos la
una para la otra. ¡Ah bella Marcelina, qué mal me conocéis si formáis
juicio de mí por el elogio de vuestro esposo o por la severidad de mi
exterior! No me tengáis por enemiga de los placeres, porque no me hago
agenta de los celos de los maridos sino para ser útil a las mujeres
hermosas. Hace mucho tiempo que poseo el grande arte de disfrazarme,
y puedo decir que soy doblemente feliz, porque disfruto a un mismo
tiempo de la comodidad del vicio y de la reputación que da la virtud.
Para entre nosotras, el mundo no es virtuoso sino de este modo: cuesta
demasiado adquirir el fondo de las virtudes, y por eso en el día todos
se contentan con tener sus apariencias. Dejaos guiar por mí—continuó
el aya—, y veréis cómo se la pegamos tan bien al viejo doctor Oloroso,
que os aseguro tendrá la misma suerte que el señor farmacéutico,
porque no me parece más respetable la frente de un médico que la de
un boticario. ¡Pobre señor! ¡Cuántas piezas le jugamos su mujer y yo!
¡Qué amable era aquella señora y de qué bello carácter! ¡Su alma goce
de Dios! Os aseguro que ha pasado bien su juventud; ha tenido qué sé
yo cuántos amantes, a quienes introduje en su casa sin que su marido
lo advirtiese jamás. Así, señora, miradme con ojos más favorables, y
estad convencida de que por más talento que tuviese el escudero que os
servía, nada perderéis en el trueque, y aun tal vez os seré más útil
que él.»

»Figúrate ahora, Diego—continuó Marcelina—, si habré agradecido a la
dueña el habérseme descubierto con tanta franqueza, cuando la creía de
una virtud austera. ¡Ve ahí cómo se juzga mal de las mujeres! Melancia
se granjeó desde luego mi afecto por este carácter de sinceridad y la
abracé con un gozo extremado, que le manifestó con anticipación cuánto
me alegraba de tenerla por aya. Haciéndola en seguida enteramente
confidenta de mis sentimientos, le pedí que me proporcionase cuanto
antes una conversación a solas contigo, lo que efectivamente cumplió,
valiéndose esta mañana de la vieja que te habló y que es una mensajera
que le sirvió muchas veces para la mujer del boticario. Pero lo que
hay de más gracioso en esta aventura—añadió Marcelina riéndose—es
que Melancia, por la relación que le hice de la costumbre que tiene mi
esposo de pasar la noche sosegadamente, se acostó junto a él y ocupa
mi lugar en este momento.» «Lo siento mucho, señora—dije entonces
a Marcelina—, y de ningún modo apruebo vuestra invención. Vuestro
marido puede muy bien despertarse y echar de ver el engaño.» «¡Oh, eso
no!—replicó ella con precipitación—. No tengas el menor cuidado por
eso y no hagas que un vano temor acibare el placer que debes tener en
hallarte con una mujer que te quiere.»

»La esposa del doctor, observando que este discurso no desvanecía mis
temores, no omitió nada de cuanto creyó a propósito para serenarme,
y por fin hizo tanto, que llegó a conseguirlo. Desde este momento ya
no pensé mas que en aprovecharme de la ocasión; pero al tiempo en que
Cupido, acompañado de las risas y de los juegos, se disponía a labrar
mi felicidad, oímos dar unas fuertes aldabadas a la puerta de la calle.
Al instante, el Amor y su comitiva volaron a manera de unos pajarillos
tímidos, espantados repentinamente por un gran ruido. Marcelina me
ocultó debajo de una mesa que había en la sala, apagó la luz, y como lo
había concertado con su aya, en caso que este contratiempo sucediese,
se fué a la puerta de la alcoba en que dormía su marido. Entre tanto,
los golpes que atronaban la casa continuaban con tanta repetición que,
despertando el doctor, se sentó en la cama, dando voces a Melancia.
Arrojóse ésta de la cama, aunque el viejo, que creía era su mujer,
le decía que no se levantase; reunióse con su ama que, sintiéndola a
su lado, la llamaba a gritos, para que fuese a ver quién estaba a la
puerta. «Ya estoy aquí, señora—le respondió el aya—; volveos a la
cama si queréis, que yo voy a ver lo que es.» Durante esto tiempo,
habiéndose desnudado Marcelina, se acostó con el doctor, que no tuvo
la menor sospecha de que le engañasen. Bien es verdad que esta escena
acababa de representarse en la obscuridad por dos actrices, de las
cuales una era incomparable y la otra tenía mucha disposición para
serlo.

»El aya no tardó en presentarse, en bata de dormir y con una luz en
la mano, diciendo a su amo: «Señor doctor, tenga usted la bondad de
levantarse aprisa, porque el librero Fernández Buendía, vecino nuestro,
le acometió una apoplejía, y os llaman de su parte para que voléis a su
socorro.» El médico, vistiéndose lo más pronto que pudo, partió a casa
del enfermo, y su mujer, en bata de noche, vino con el aya a la sala en
donde yo estaba y me sacaron de debajo de la mesa más muerto que vivo.
«Nada tienes que temer, Diego—me dijo Marcelina—, serénate.» Al mismo
tiempo, diciéndome en dos palabras de qué modo se había arreglado la
cosa, quiso en seguida volver a tomar el hilo de la conversación que
tenía conmigo y había sido interrumpida; pero se opuso a esto el aya.
«Señora—le dijo—, vuestro marido acaso puede hallar muerto al librero
y volverse inmediatamente; además de que—añadió, viéndome traspasado
de miedo—¿qué haríais con ese pobre mozo, no hallándose en estado de
continuar la conversación? Más vale ponerle en la calle y dejar el
negocio para mañana.» Doña Marcelina convino en ello, aunque a pesar
suyo: tan amiga era de lo presente; y creo que sintió bastante no haber
podido hacer poner al doctor el nuevo bonete que le tenía destinado.

»En cuanto a mí, menos afligido de haber malogrado los más preciosos
favores del amor que gozoso de verme libre del peligro, me fuí a casa
del maestro, en donde pasé el resto de la noche en reflexionar sobre
mi aventura. Estuve algún tiempo indeciso si acudiría a la cita de la
noche siguiente, porque no formaba juicio de salir más bien librado en
esta segunda calaverada que en la primera; pero el diablo, que siempre
nos cerca, o, por mejor decir, se apodera de nosotros en semejantes
lances, me hizo creer que pasaría por un mentecato si me quedaba a
la mitad de un camino tan bueno; y aun representó a mi imaginación a
Marcelina con nuevos atractivos y ponderó el precio de los placeres
que me esperaban. Resolví, pues, continuar mi entremés, y muy resuelto
a tener más firmeza, con tan bellas disposiciones, me fuí al día
siguiente a la puerta del doctor entre once y doce de la noche y en
medio de una obscuridad tan grande que no se veía brillar ni una sola
estrella en el cielo. Maullé dos o tres veces para avisar que estaba en
la calle. Pero como nadie bajaba a abrirme, no me contentó con empezar
de nuevo, sino que que puse a remedar todos los diferentes gritos del
gato, que un pastor de Olmedo me había enseñado; y lo hice tan al
natural, que un vecino que volvía a su casa, teniéndome por uno de
estos animales cuyos maullidos imitaba, cogió un guijarro que tropezó
con los pies y me lo arrojó con toda su fuerza, diciendo: «¡Maldito
sea el gato!» Recibí tan fuerte golpe en la cabeza que quedé aturdido
por el pronto, y me faltó poco para que cayese a tierra atolondrado.
Esto bastó para que diese al diablo el galanteo, y perdiendo el amor
juntamente con la sangre, me volví a casa, donde desperté e hice
levantar a todos. El maestro reconoció la herida, que le pareció
peligrosa; pero no tuvo malas resultas y se cerró al cabo de tres
semanas. En todo este tiempo no oí hablar de Marcelina. Es natural que
Melancia, para desprenderla de mí, le buscase algún otro conocimiento,
de lo que no me informé porque nada me importaba, pues salí de Madrid
para andar la España luego que me vi perfectamente curado.»



CAPÍTULO VIII

Encuentro de Gil Blas y su compañero con un hombre que estaba mojando
mendrugos de pan en una fuente y conversación que con él tuvieron.


Contóme el amigo Diego de la Fuente otras aventuras que le sucedieron
en adelante; pero todas de tan poca importancia que no merecen la pena
de referirse. Sin embargo, me vi precisado a oírselas, y en verdad
que no fué breve la relación, pues duró hasta que llegamos a Puente
de Duero, donde nos detuvimos lo restante de aquel día. Hicimos en el
mesón que nos dispusiesen una buena sopa y asasen una liebre, después
de cerciorarnos de que era verdaderamente tal. Al amanecer del día
siguiente proseguimos nuestro camino, habiendo antes llenado la bota
de un vino mediano y metido en las mochilas algunos pedazos de pan,
juntamente con la mitad de la liebre, que nos había sobrado de la cena.

Después de haber caminado cerca de dos leguas, nos sentimos con gran
gana de almorzar; y habiendo visto como a doscientos pasos del camino
un grupo de árboles que hacían sombra deliciosísima, escogimos aquel
sitio e hicimos alto en él. Allí encontramos a un hombre como de
veintisiete a veintiocho años, que estaba mojando en una fuente algunos
zoquetes de pan. Tenía a su lado sobre la hierba una espada larga y
una mochila. Pareciónos mal vestido; mas, por otra parte, buen rostro
y bien plantado. Saludámosle cortésmente y él nos correspondió con
igual cortesanía. Presentónos luego sus mendrugos mojados, y con cierto
aire risueño y despejado nos dijo si éramos servidos. Admitimos el
convite en el mismo tono, mas con la condición de que había de tener
a bien que juntásemos los almuerzos para que fuesen más abundantes.
Vino en ello con mucho gusto, y nosotros sacamos nuestras provisiones,
lo que ciertamente no lo desagradó. «¡Oh, señores!—exclamó enajenado
de alegría—. Verdaderamente que ustedes vienen bien provistos de
municiones de boca, y se conoce que son hombres prevenidos y que miran
a lo venidero. Yo me fío demasiado en la fortuna. Sin embargo, a pesar
del miserable estado en que ustedes me ven, les puedo asegurar que
alguna vez hago un papel muy brillante. Sepan ustedes que no pocas
me tratan de príncipe y estoy rodeado de guardias.» «Según eso—dijo
Diego—, será usted comediante.» «Adivinólo usted—respondió el
desconocido—; por lo menos ha quince años que no tengo otro oficio.
Siendo niño representaba ya ciertos papeles cortos, esto es, que
tuviesen poco que aprender.» «Hablemos francamente—replicó el barbero
meneando ladinamente la cabeza—. Tengo dificultad en creerlo, porque
conozco bien a los comediantes y sé que estos señores no acostumbran
caminar a pie ni hacer almuerzos a lo San Antón; y me temo, me
temo que si usted ha hecho algún papel no habrá sido otro que el
de encender y apagar las lamparillas.» «Piense usted de mí lo que
quisiere—respondió el histrión—, lo cierto es que hago los primeros
papeles y comúnmente me hacen representar el de primer galán.» «Siendo
así—repuso mi camarada—, doy a usted la enhorabuena, y celebro mucho
que el señor Gil Blas y yo hayamos tenido la honra de desayunarnos en
compañía de tan gran personaje.»

Comenzamos entonces a roer nuestros rebojos y las preciosas reliquias
de la liebre, alternando con tan frecuentes topetadas a la bota que
en poco tiempo la dejamos enteramente pez con pez, sin que en todo
este tiempo desplegase los labios ninguno de los tres. Al cabo rompió
el silencio el barberillo, diciendo al comediante: «Estoy admirado de
ver a usted en estado tan lastimoso. No se puede dudar que es mucha
pobreza para un héroe de teatro, y perdone usted si le hablo con esta
claridad.» «Por cierto—replicó el actor—que se conoce no ha oído
usted hablar del famoso comediante Melchor Zapata, porque ha de saber
usted que, por la misericordia de Dios, no soy de genio delicado. Me
da usted mucho gusto en hablarme con tanta franqueza, porque también
gusto yo de hablar con ella. Confieso de buena fe que no soy rico;
y si no, miren ustedes esta ropilla.» Diciendo esto, nos mostró el
forro de ella, que era todo de los carteles de comedia que se fijan
en las esquinas. «Esta es la tela que comúnmente me sirve de forro;
y si todavía tienen curiosidad de ver lo que hay en mi guardarropa,
contentaré a ustedes. Helo aquí—y al mismo tiempo sacó de la mochila
un vestido entero, guarnecido de esterilla vieja de plata falsa, una
gorra muy raída, con un penacho de viejísimas plumas, unas medias de
seda con más agujeros que un cribo o una salvadera y unos zapatos
muy usados de badanilla encarnada—. Ya ven ustedes ahora que soy
medianamente infeliz.» «Eso es lo que me admira—le replicó Diego—.
Pues qué, ¿no tiene usted mujer ni hija?» «Sí, señor—respondió
Zapata—, pero vea usted la desgracia de mi estrella: tengo mujer moza,
mas no por eso estoy más adelantado. Caséme con una linda comedianta,
esperando que no me dejaría morir de hambre; pero, por mi poca fortuna,
di con una mujer de juicio y de un recato incorruptible. ¡Quién diablos
no se engañaría como yo! ¡Una mujer virtuosa, que era del número de los
cómicos de la legua, me había forzosamente de tocar a mí en suerte!»
«Seguramente, es desgracia—dijo el barbero—; pero ¿por qué no se
casó usted con alguna bonita comedianta de las compañías de Madrid?
¡Entonces sí que lograría su intento!» «Convengo en ello—respondió
el farsante—; pero a un pobre comediante de la legua no le es lícito
elevar sus pensamientos a tan encumbradas heroínas. Eso solamente lo
podrá hacer alguno de la compañía del corral del Príncipe, y aun en
ella se ven muchos precisados a casarse con otras mujeres que no son de
la profesión, y, por fortuna suya, Madrid es bueno y se suele encontrar
en él algunas que se las pueden apostar a las princesas del teatro.»

«Pero qué—le replicó mi compañero—, ¿nunca pensó usted entrar en
alguna de las compañías de la corte? ¿Acaso se necesita un mérito
consumado para lograrlo?» «¡Bravo!—respondió Melchor—. ¡Usted se
burla con su mérito consumado! Veinte actores hay en cada compañía.
Pregunte usted al público lo que siente de ellos y oirá cosas
bellísimas. Más de la mitad, por lo menos, merecían ir cargados como
yo con la mochila, y, en medio de eso, no es tan fácil como se piensa
ser recibido entre ellos, pues se necesita dinero o grandes empeños que
suplan por la habilidad. Ninguno puede saberlo mejor que yo, porque
ahora mismo acabo de representar en Madrid, y salgo más aturdido de
palmadas y silbidos que todos los diablos, sin embargo de que me
prometía ser muy aplaudido, porque representaba gritando, manoteando,
descoyuntándome y torciendo el cuerpo hacia todas partes, con mil
gesticulaciones y posturas cien leguas distantes de todo lo natural,
hasta llegar una vez casi a dar en la cara una puñada a mi dama
mientras yo estaba declamando. En una palabra, representaba imitando la
escuela que el vulgo celebra en los grandes actores; y en medio de eso,
lo que aplaudía tanto en otros no lo podía sufrir en mí. ¡Vea usted
cuánto puede la preocupación! En vista de ello, no acertando a dar
gusto y no teniendo medios para ser admitido en la compañía a pesar de
todos los silbidos de la mosquetería, dejé a Madrid, y me vuelvo a mi
Zamora, donde están mi mujer y mis compañeros, que no hacen allí gran
fortuna. ¡Y quiera Dios no nos veamos precisados a pedir limosna para
poder pasar a otra ciudad, como más de una vez nos ha sucedido!»

Diciendo esto, nuestro príncipe dramático se levantó, echóse a
cuestas la mochila, ciñóse la espada, y despidiéndose de nosotros,
«¡Adiós!—nos dijo con mucha gravedad—. ¡Quieran los dioses inmortales
derramar sobre ustedes a manos llenas sus favores!» «¡Y quieran los
mismos—le respondió Diego en el propio tono—que halle usted en Zamora
a su mujer mudada y mejor establecida!» Luego que el señor Zapata nos
volvió la espalda, comenzó a gesticular y a representar caminando, y
nosotros le comenzamos a silbar para que no se le olvidasen tan presto
los silbidos de Madrid. Con efecto, creyó que todavía le sonaban en
los oídos, y volviendo la cara y viendo que nosotros nos divertíamos
a su costa, lejos de darse por ofendido, él mismo ayudó a la zumba, y
prosiguió su viaje dando grandísimas carcajadas. Correspondímosle por
nuestra parte con grande algazara, y cogiendo otra vez el camino real,
seguimos nuestra marcha.



CAPÍTULO IX

Estado en que encontró Diego a sus parientes, y cómo Gil Blas se separó
de él después de haber participado de ciertas diversiones.


Fuimos aquel día a dormir entre Mojados y Valdestillas, a un lugarcillo
cuyo nombre se me ha olvidado, y al siguiente, a las once de la
mañana, entramos en la llanada de Olmedo. «Señor Gil Blas—me dijo mi
camarada—, aquél es el lugar de mi nacimiento. No le puedo volver a
ver sin llenarme de júbilo: tan natural es en todos el amar su patria.»
«Señor Diego—le respondí—, un hombre como usted, que tanto amor tiene
a su tierra, parece debía haber hablado de ella con mayor estimación.
Usted me la pintó como si fuera un lugarcillo o una aldea y a mí se
me presenta como una ciudad. Era razón que, por lo menos, la tratase
usted de villa grande.» «Yo le pido perdón—respondió el barbero—,
pero diré que después de haber visto a Madrid, Toledo, Zaragoza y
otras principales ciudades de España en la vuelta que he dado por
ella, todo me parece aldea.» Conforme íbamos adelantando en la llanura
y acercándonos a Olmedo, nos pareció ver junto al pueblo multitud
de gente, y cuando nos hallamos a distancia de poder discernir los
objetos, tuvimos mucho en qué divertir la vista.

Vimos tres pabellones o tiendas de campaña, poco distante una de otra,
y alrededor de ellas muchedumbre de cocineros y ayudantes de cocina
que estaban disponiendo una gran comida. Unos ponían unas mesas largas
dentro de las tiendas, otros echaban vino en grandes vasijas de barro,
éstos atendían a que cociesen las ollas y aquéllos daban vueltas a
luengos asadores en que estaban espetadas viandas de todo género. Pero
a mí nada me llevó tanto la atención como un espacioso teatro que
observé, bastante elevado, que estaba adornado con algunos bastidores
de cartón pintado de diferentes colores y lleno de inscripciones
griegas y latinas. Luego que el barbero vió tanto griego y tanto latín,
dijo: «¡Esto me huele terriblemente a mi tío Tomás! ¡Apuesto algo a que
ha andado aquí su mano, porque sabe de memoria una infinidad de libros
de aula! Lo que me enfada es que en las conversaciones encaja sin
cesar pasajes enteros de los tales libros, cosa que no a todos agrada.
Fuera de eso, ha traducido varios poetas griegos y latinos y está
instruído en la antigüedad, lo que se conoce por las notas con que los
ha enriquecido, como, v. gr., aquello de que _en Atenas lloraban los
niños cuando los azotaban_, cosa que si no fuera por su vasta y selecta
erudición nosotros no la sabríamos.»

Después de haber visto mi camarada y yo todas las cosas que acabo
de decir, nos dió gana de preguntar por qué y para qué se hacían
todas aquellas prevenciones. Al tiempo que nos íbamos a informar, se
encontró Diego con un hombre que conoció ser su tío, el señor Tomás
de la Fuente, y que al parecer mostraba ser el director de la fiesta.
Fuímonos a él apresuradamente; mas este maestro de primeras letras
tardó algo en conocer a su sobrino: tanta mudanza había hecho en
aquel pobre mozo la ausencia de diez años. Conocido al fin, le abrazó
estrechísimamente y le dijo: «¡Oh querido sobrino Diego! ¿Conque al
cabo has vuelto a ver a tus dioses penates y el Cielo te ha restituído
sano y salvo a tu familia? ¡Oh día tres y cuatro veces beato! _Albo
dies notanda lapillo!_ Muchas novedades encontrarás en la parentela.
Tu tío Pedro, aquel gran talento, ya es víctima de Plutón: tres meses
ha que murió. ¡Hombre avariento, que toda su vida estuvo temiendo
le habían de faltar siete pies de tierra para enterrarse! _Argenti
pallebat amore._ Tenía muchas pensiones de los grandes y no gastaba
diez doblones al año en comida y vestido. No daba de comer al único
criado que le servía. Más insensato que aquel griego Aristipo, el
cual, caminando por los desiertos de Libia, hizo a sus esclavos que
dejasen en ellos todas las grandes riquezas que llevaban, alegando que
aquella carga les incomodaba en la marcha, amontonaba toda la plata y
todo el oro que podía haber a las manos. Mas ¿para qué? Para que lo
gozasen sus herederos, a quienes no podía sufrir. Dejó a su muerte
treinta mil ducados, que se repartieron entre tu padre, tu tío Beltrán
y yo. Todos nos hallamos en estado de pasarlo bien. Mi hermano Nicolás
colocó ya a su hija Teresa, que acaba de casarse con el hijo de uno de
nuestros alcaldes: _connubio junxit stabili, propriamque dicavit_. Este
himeneo, concluído bajo los más felices auspicios, es el que estamos
celebrando hace ya dos días con el aparato que ves. Hicimos levantar
estas tiendas de campaña en esta llanura. Los tres herederos de Pedro
tienen cada uno la suya y, por su turno, costean la fiesta de un día.
Habría celebrado mucho que hubieses llegado antes para que gozases de
todas. Anteayer, día en que se celebró la boda, corrió tu padre con
el gasto, y dió una soberbia comida, y después hubo parejas, y se
corrió sortija. Tu tío el mercader tomó de su cuenta el día de ayer
y nos divirtió con una bellísima fiesta pastoril. Vistió de pastores
a los diez muchachos más lindos y agraciados del lugar y de pastoras
a las diez muchachas más pulidas y aseadas que había en todo Olmedo,
empleando en engalanarlas las cintas más ricas y los más preciosos
dijes que se hallaron en su tienda. Toda aquella lucida juventud armó
mil graciosísimas danzas, cantando después otras tantas letrillas muy
chuscas, tiernas y amorosas. Y aunque no parecía posible cosa más
divertida, con todo eso no dió gran golpe, sin duda porque en Castilla
la Vieja hemos perdido el gusto a las diversiones pastoriles. Hoy me
toca a mí, y pienso divertir a los vecinos de Olmedo con un espectáculo
todo de mi invención: _finis coronabit opus_. Mandé alzar un teatro,
en el cual, con la ayuda de Dios, haré representar por mis discípulos
una de mis tragedias, intitulada _Los pasatiempos de Muley-Bugentuf,
rey de Marruecos_. Se ejecutará con el mayor primor, porque entre los
muchachos los hay que declaman como los más célebres comediantes de
Madrid. Son todos hijos de honradas familias de Peñafiel y Segovia, y
los tengo en mi casa a pupilaje. ¡Excelentes representantes! ¡Verdad es
que les he enseñado yo! Su declamación parecerá acuñada en el cuño del
maestro: _ut ita dicam_. En cuanto a la tragedia, no te quiero hablar
de ella, puesto que la has de oír, por no privarte del placer de la
sorpresa, y sólo diré sencillamente que dejará extáticos a todos los
espectadores. Es uno de aquellos asuntos trágicos que ponen toda el
alma en conmoción, por las terribles imágenes de la muerte que ofrecen
a la fantasía. Yo siempre he sido de la opinión de Aristóteles: que es
necesario excitar el terror. ¡Ah, si yo me hubiera dedicado al teatro,
nunca saldrían a él sino héroes sanguinarios y príncipes asesinos, y
me bañaría siempre en sangre! ¡En mis tragedias se vería morir no sólo
a los primeros personajes, sino hasta las mismas guardias! ¿Qué digo
_hasta las mismas guardias_? ¡Haría también degollar al apuntador! En
fin, sólo me agrada lo terrible; éste es todo mi gusto. De esta manera,
los poemas de esa especie se levantan con el aplauso de la muchedumbre,
mantienen el lujo de los comediantes y hacen célebre el nombre de los
autores.»

Acababa de pronunciar estas palabras, cuando vimos salir del pueblo y
entrar en la llanura un gran gentío de uno y otro sexo. Eran los dos
esposos, acompañados de sus amigos y parientes, e iban precedidos de
diez a doce tocadores de instrumentos, que tañían todos a un tiempo,
haciendo un concierto muy ruidoso. Salióles al encuentro Diego y
dióse a conocer. Inmediatamente resonaron por el campo los gritos de
alegría con que fué recibido del acompañamiento, corriendo todos a
abrazarle y procurando cada uno ser el primero. No tuvo poco que hacer
en corresponder a todas las demostraciones de amor y cumplimientos que
le hicieron. Sofocábanle a abrazos todos los de la familia y cuantos
se hallaban presentes, y luego que se aquietó un poco aquel primer
turbión, le dijo su padre: «Seas bien venido, hijo Diego. En verdad que
durante tu ausencia han adelantado mucho tus parientes, ¿no es así? Por
ahora no te digo más; a su tiempo lo sabrás muy por menor.» Mientras
tanto, el gentío se fué adelantando hacia la llanura, llegó a ella,
entróse en las tiendas y fuése sentando a las mesas, que ya estaban
preparadas. Yo no dejé a mi compañero; sentéme junto a él y entrambos
comimos con los dos novios, que me parecieron corresponder bien uno
a otro. Duró mucho tiempo la comida, porque el preceptor o maestro
tuvo la vanidad de querer que tres veces se cubriese la mesa, por
aventajar a sus hermanos, que no habían dispuesto las cosas con tanta
magnificencia.

Después del banquete, todos los convidados mostraron grande
impaciencia por ver la representación de la obra del señor Tomás,
no dudando—decían—que una producción de ingenio tan superior
sería dignísima de oírse. Acercámonos, pues, al teatro, donde todos
los músicos ocupaban ya el lugar de la orquesta para tocar en los
intermedios. Esperaban todos con el mayor silencio a que diese
principio a la tragedia. Dejáronse ver los actores en la escena, y
el autor, con su obra en la mano, estaba tras las cortinas, en sitio
donde pudiese apuntar y ser oído de los que representaban. Con mucha
razón nos había prevenido que era trágico su drama, porque en el primer
acto el rey de Marruecos mató por vía de diversión cien esclavos a
flechazos; en el segundo hizo degollar treinta oficiales portugueses
que uno de sus capitanes había hecho prisioneros; finalmente, en
el tercero, aquel monarca, cansado de sus mujeres, pegó él mismo
por su mano fuego a un palacio aislado donde estaban encerradas y,
juntamente con él, las redujo todas a ceniza. Los esclavos moros y
los oficiales portugueses estaban representados por unas figuras de
mimbre, y el palacio, que era de cartón, se aparentaba abrasado por
un fuego artificial. Este incendio, acompañado de lastimosos gritos
que parecían salir de en medio de las llamas, dió fin a la tragedia y
cerró el teatro de una manera patética y divertida. Resonaron en toda
la llanura los _vivas_ y los aplausos con que fué celebrado un drama de
tan ingeniosa invención, lo que acreditó el buen gusto del poeta y su
singular acierto en la elección y oportunidad de los asuntos.

Creía yo que ya nada había que ver después de _Los pasatiempos de
Muley-Bugentuf_, pero engañéme. Anunciáronnos un nuevo espectáculo
los timbales y trompetas. Era éste la distribución de los premios,
porque Tomás de la Fuente, para mayor solemnidad de la fiesta, a todos
sus discípulos, así pupilos como los que no lo eran, les había hecho
trabajar varias composiciones, y en aquel día se habían de repartir
los premios a los más sobresalientes, consistiendo aquéllos en ciertos
libros que el mismo preceptor, a costa suya, había ido a comprar a
Segovia. De repente, pues, se dejaron ver en el teatro dos bancos
largos de escuela y un armario o estante lleno de libros pequeños
encuadernados con aseo. Entonces todos los actores se presentaron en
la escena y formaron un semicírculo delante del señor Tomás, el cual
se dejaba ver con tanta gravedad y autoridad como pudiera un prefecto
de colegio. Tenía en la mano la lista de los nombres de los que debían
ser premiados. Entregósela al rey de Marruecos, quien se puso a leerla
en alta voz, llamando uno por uno a los nombrados para recibir el
premio. Cada cual iba con respeto a recibir un libro de la mano del
pedante, inclinándose profundamente al ir y volver cuando pasaban
delante del monarca marroquí. Juntamente con el libro, se los coronaba
a todos con una guirnalda de laurel, y después se iban sentando en uno
de los dos bancos, para que fuesen vistos, aplaudidos y admirados de
todos, pero particularmente de sus madres, amigos y parientes. Por más
cuidado que puso el preceptor en que todos quedasen contentos, no lo
pudo conseguir, porque, observándose que la mayor parte de los premios
habían tocado a los pupilos, como regularmente se acostumbra, las
madres de los otros discípulos lo llevaron muy a mal, se alborotaron
y acusaron al maestro de parcialidad; y tanto, que una fiesta tan
gloriosa y tan alegre hasta aquel punto faltó poco para que se acabase
tan desgraciadamente como el banquete de los Lapitas.



LIBRO TERCERO



CAPÍTULO PRIMERO

Llegada de Gil Blas a Madrid, y primer amo a quien sirvió allí.


Detúveme algunos días en casa del barbero y juntéme después con un
mercader de Segovia que pasó por Olmedo. Había ido a Valladolid con
cuatro mulas cargadas con varios géneros y se volvía a su casa con
todas ellas de vacío. Hízome montar en una, y tomamos tanta amistad en
el camino, que cuando llegamos a Segovia se empeñó en que me hospedase
en su casa. Dos días descansé en ella, y cuando me vió resuelto a
marchar a Madrid con el arriero, me dió una carta, encargándome mucho
que la entregase yo mismo en mano propia, sin decirme que era una
carta de recomendación. Hícelo así, poniéndola yo mismo en manos del
señor Mateo Meléndez, mercader de paños, que vivía en la puerta del
Sol, esquina de la calle del Cofre. Apenas abrió el pliego y leyó su
contenido, cuando me dijo con un modo muy agradable: «Señor Gil Blas,
mi corresponsal, Pedro Palacios, me recomienda la persona de usted con
tan vivas expresiones que no puedo dejar de ofrecerle un cuarto en
mi casa. Además de esto me suplica le busque una buena conveniencia,
cosa de que me encargo con gusto y con esperanza de que no me será muy
difícil colocar a usted ventajosamente.»

Acepté la generosa oferta de Meléndez, con tanto mayor gusto cuanto
veía que mi dinero se iba por instantes acabando; pero no le fuí
gravoso largo tiempo. Pasados ocho días, me dijo que acababa de
proponerme a un caballero amigo suyo que necesitaba un ayuda de cámara,
y que, según todas las señas, no se me escaparía esta conveniencia.
Con efecto, habiéndose dejado ver el tal caballero en aquel mismo
momento, «Señor—le dijo Meléndez mostrándome a él—, éste es el
mozo de quien hablamos poco ha, de cuyo proceder me constituyo por
fiador como pudiera del mío mismo.» Miróme atentamente el caballero, y
respondió que le gustaba mi fisonomía y que desde luego me recibía en
su servicio. «Sígame—añadió—, que yo le instruiré en lo que deberá
hacer.» Diciendo esto, se despidió del mercader y me llevó consigo a la
calle Mayor, frente por frente de San Felipe el Real. Entramos en una
casa muy buena, donde él ocupaba un cuarto, subimos unos cinco o seis
escalones y me introdujo en un aposento cerrado con dos buenas puertas,
en la primera de las cuales había una rejilla de hierro para ver a los
que llamaban. Pasamos después a otra pieza, donde tenía su cama, con
otros varios muebles más aseados que preciosos.

Si mi nuevo amo me había mirado bien en casa de Meléndez, también
yo le examiné a él después con particular atención. Era un hombre
de unos cincuenta años, de aspecto frío y serio. Parecióme de buena
índole y no formé mal concepto de él. Hízome muchas preguntas acerca
de mi familia, y satisfecho de mis respuestas, «Gil Blas—me dijo—,
yo contemplo que eres un mozo de gran juicio y me alegro mucho de que
me sirvas; y por tu parte espero que estarás contento con tu acomodo.
Te daré seis reales al día para que comas y te vistas, sin perjuicio
de algunos provechos que podrás tener conmigo. Yo no soy hombre que
dé mucha molestia a los criados; nunca como en casa, sino siempre con
mis amigos. Por la mañana no tienes que hacer mas que limpiarme bien
los vestidos; lo restante del día te queda libre y puedes hacer lo
que quieras; basta que por la noche te retires a casa temprano y me
esperes a la puerta de mi cuarto. Esto es todo lo que exijo de ti.»
Después de haberme dado esta instrucción sacó seis reales del bolsillo
y me los entregó, para empezar a cumplir nuestro ajuste. Salimos los
dos juntos, cerró él mismo las puertas, llevóse consigo la llave y me
dijo: «No tienes que seguirme y puedes irte adonde te diere la gana;
pero ¡cuidado que te encuentre en la escalera cuando vuelva a casa por
la noche!» Diciendo esto se marchó y me dejó que dispusiese de mí como
mejor se me antojase.

«Vamos claros, Gil Blas—me dije entonces a mí mismo—, que no te era
posible encontrar amo mejor. Tú sirves a un hombre que por limpiar
los vestidos, hacerle la cama y barrer su cuarto por la mañana te da
seis reales cada día y libertad de hacer después lo que quisieres, ni
más ni menos que un estudiante en tiempo de vacaciones. ¡A fe que no
será fácil hallar otra conveniencia igual! Ya no me admiro del hipo que
tenía por venir a Madrid; sin duda era presagio de la fortuna que me
esperaba.» Pasé todo el día en andar de calle en calle, viendo muchas
cosas que me cogían de nuevo y que no me daban poca ocupación. Por la
noche cené en una hostería poco distante de nuestra casa, y prontamente
me retiré al sitio donde el amo me había mandado le esperase. Llegó
tres cuartos de hora después y se mostró contento de mi puntualidad.
«¡Muy bien!—me dijo—. ¡Eso me gusta! Yo quiero criados que sean
exactos en hacer lo que les mando.» Dicho esto abrió las puertas del
cuarto, cerrólas, y como nos hallábamos a obscuras, echó yescas y
encendió una vela. Ayúdele después a desnudar, y luego que se metió en
la cama encendí por su mandato una lamparilla que había en la chimenea,
cogí la vela y llevéla a la antesala, donde me acosté en un catre. Al
día siguiente se levantó entre nueve y diez de la mañana, cepillé sus
vestidos, dióme mis seis reales y despidióme hasta la noche. Salió
fuera de casa, sin descuidarse de cerrar bien las puertas, y hétele
aquí que uno y otro nos separamos para el resto del día.

Tal era nuestra vida, que a mí me parecía muy dulce y acomodada. Lo
más gracioso de todo era que yo no sabía aún cómo se llamaba mi amo y
Meléndez lo ignoraba también. Sólo conocía al tal caballero por uno
de tantos como concurrían a su lonja a comprar géneros; y los vecinos
tampoco pudieron satisfacer mi curiosidad. Aseguráronme todos que no
sabían qué clase de hombre era mi amo, aunque hacía dos años que vivía
en aquel barrio. Dijéronme que no trataba con ninguno de los vecinos,
y algunos, acostumbrados a juzgar temerariamente mal de todo, inferían
de aquí que era un hombre de quien no se podía formar juicio alguno
bueno. Con el tiempo se adelantó más: sospechóse que fuese un espía
del rey de Portugal, y me aconsejaron caritativamente que tomase mis
medidas acerca del particular. El aviso me puso en sumo cuidado, porque
desde luego formé juicio de que si era verdad lo que decían corría
yo gran peligro de visitar los calabozos de Madrid. Mi inocencia no
me podía asegurar y mis pasadas desgracias me obligaban a temer a la
justicia. Había experimentado ya dos veces que, si no quita la vida
a los inocentes, a lo menos guarda tan mal con ellos las leyes de la
hospitalidad, que siempre es una desgracia hospedarse en su casa,
aunque sea por poco tiempo.

Consulté con Meléndez lo que debía hacer en tan críticas
circunstancias; pero no supo qué consejo darme. No podía creer que
mi amo fuese espía; mas tampoco tenía razón fuerte y positiva para
negarlo. Tomé, pues, el partido medio de observar bien todos sus
pasos, y si descubría que verdaderamente era un enemigo del Estado,
abandonarle enteramente; pero al mismo tiempo me pareció que la
prudencia y lo bien hallado que estaba con él pedían que caminase
con el mayor tiento y circunspección en poner por obra lo que había
determinado, sin asegurarme antes de la verdad. Comencé, pues, a
examinar todas sus acciones y movimientos, y para sondearlos mejor,
«Señor—le dije una noche mientras le estaba desnudando—, no sabe
un hombre cómo ha de vivir para librarse de malas lenguas. El mundo
está perdido y nosotros tenemos unos vecinos que no valen un demonio.
¡Malditas bestias! No creerá su merced cómo hablan de nosotros.» «Y
bien, Gil Blas—me respondió—, ¿qué es lo que pueden decir?» «¡Ah,
señor—repliqué—, a la murmuración nunca le falta asunto! Encuéntralos
o los sueña hasta en la misma virtud. ¿No es bueno que nuestros vecinos
tienen aliento para decir que nosotros somos gente peligrosa y que
la Corte debe vigilar nuestra conducta? En una palabra: dicen que su
merced es espía del rey de Portugal.» Entonces alcé los ojos y le miré
con cuidado, como Alejandro a su médico, para notar el efecto que
producía lo que acababa de decirle. Parecióme que se turbaba algún
tanto, lo cual confirmaba poderosamente las conjeturas de la vecindad.
Noté que poco después se quedó pensativo y cabizbajo, y esto tampoco
lo interpreté muy favorablemente. Así estuvo por un breve rato; pero
luego, como quien vuelve en sí, me dijo en un tono y con rostro muy
tranquilo: «Gil Blas, dejemos a los vecinos que digan lo que quieran;
nuestra quietud no ha de depender de sus malignas expresiones. No
hagamos caso de lo que dicen los hombres mientras no demos motivo a que
lo digan.»

Acostóse después con mucho sosiego y yo hice lo mismo, sin saber
qué pensar. Al día siguiente, cuando íbamos a salir de casa, oímos
llamar recio a la puerta de la escalera. Acudió con prontitud el amo,
y mirando por la rejilla vió a un hombre bien vestido, que le dijo:
«Señor caballero, yo soy alguacil y vengo de parte del señor corregidor
a decir a usted que su señoría desea hablarle dos palabras.» ¿Qué
me quiere el señor corregidor?», respondió mi amo. «Eso es lo que
no sé—replicó el alguacil—; pero vaya usted a su casa y presto lo
sabrá.» «Yo le beso las manos al señor corregidor—repuso su merced—;
yo no tengo nada que ver con su señoría.» Diciendo estas palabras cerró
enfadado la segunda puerta, y comenzándose a pasear por el cuarto
en ademán de un hombre, según lo que a mí me parecía, a quien había
dado mucho que discurrir el recado del alguacil, me puso en la mano
mis seis reales y me dijo: «Amigo Gil Blas, tú puedes irte a pasear a
donde quieras, que yo no te he menester.» Persuadíme al oír esto que
tenía miedo de que le prendiesen y que por eso no quería salir. Dejéle,
pues, y para ver si me engañaba en mi sospecha, me escondí en paraje
desde donde podía observar si salía o no. Habría tenido paciencia para
mantenerme allí toda la mañana si él mismo no me hubiese aliviado de
este trabajo, pues al cabo de una hora le vi salir y presentarse en la
calle con un desembarazo y un aire de confianza que dejó confundida
mi penetración. Sin embargo, no me deslumbraron estas apariencias;
antes bien me hicieron entrar en mayor desconfianza. Parecióme que
todo aquello podía muy bien ser con estudio, y aun casi llegué a creer
que se había detenido en casa aquel tiempo para recoger sus joyas y
dinero, y que probablemente iba a ponerse en salvo huyendo. Perdí la
esperanza de verle más, y aun estuve perplejo en si iría aquella noche
a esperarle en la puerta de la escalera: tan persuadido estaba de que
saldría aquel día de Madrid para librarse del peligro que le amenazaba.
Sin embargo, no dejé de ir a esperarle, y quedé admirado de verle
volver como acostumbraba. Acostóse sin la menor muestra de cuidado ni
inquietud, y por la mañana se levantó y vistió con la mayor serenidad.

No bien acabó de vestirse, cuando llamaron de repente a la puerta. Fué
él mismo a mirar por la rejilla quién llamaba. Vió que era el alguacil
del día anterior; preguntóle qué se le ofrecía, y el alguacil respondió
que abriese al señor corregidor. Al oír este nombre temible se me heló
toda la sangre. Había ya cobrado un endiablado miedo, y más que pánico
terror, a toda esta casta de pájaros desde que tuve la desgracia de
caer en sus manos, y en aquel momento hubiera querido hallarme cien
leguas distante de Madrid; pero mi amo, que no era tan espantadizo ni
tan medroso como yo, abrió la puerta con sosiego y recibió al señor
corregidor con respeto. «Ya ve usted—dijo a mi amo—que no vengo a
su casa con grande acompañamiento, porque nunca he gustado de hacer
las cosas con estruendo. Sin hacer caso de los rumores poco favorables
a usted que corren por el pueblo, me ha parecido que su persona era
acreedora a que se la tratase con miramiento. Sírvase usted decirme
cómo se llama, quién es y qué hace en Madrid.» «Señor—le respondió
mi amo—, mi nombre es don Bernardo de Castelblanco, familia conocida
en Castilla la Nueva. Mi ocupación en Madrid se reduce a pasearme,
frecuentar los teatros y divertirme con algunos pocos amigos, gente
toda muy honrada y de honesta y grata conversación.» «Sin duda—dijo el
juez—, tendrá usted una gran renta.» «No, señor—repuso mi amo—; no
tengo rentas, ni tierras y ni aun casa.» «¿Pues de qué vive usted?»,
le replicó el corregidor. «De lo que voy a enseñar a vuestra señoría»,
respondió don Bernardo; y al mismo tiempo alzó un tapiz y abrió una
puerta que estaba tras de él, sin que yo la hubiese observado, y
luego otra que estaba después de aquélla, e hizo entrar al juez en un
cuartito, donde había un gran cofre todo lleno de oro, que quiso viese
con sus mismos ojos. «Ya sabe vuestra señoría—le dijo entonces—que
nosotros los españoles somos por lo general poco amigos del trabajo;
mas por grande que sea la aversión con que otros le miran, puedo
asegurar que ninguna se iguala con la mía. Soy naturalmente tan
perezoso y holgazán, que no valgo para ningún empleo ni ocupación. Si
quisiera canonizar mis vicios, dándoles el nombre de virtudes, diría
que mi pereza era una indolencia filosófica, un rasgo del entendimiento
desengañado de lo que el mundo solicita y busca con tanto ardor; pero
debo confesar de buena fe que soy haragán y perezoso de nacimiento;
tanto, que si me viera precisado a trabajar para comer, creo que me
dejaría morir de hambre. En este supuesto, a fin de pasar una vida
que se acomodase con mi humor, por no tener la molestia de cuidar de
mi hacienda, y mucho más por no haber de lidiar con administradores
ni mayordomos, convertí en dinero contante todo mi patrimonio, que
consistía en muchas posesiones considerables. Cincuenta mil ducados
en oro hay en este cofre, lo que basta y aun sobra para lo que puedo
vivir, aunque pase de un siglo, pues no llegan a mil los que gasto cada
año y cuento ya diez lustros de edad. No me da cuidado lo venidero,
porque, gracias al Cielo, no adolezco de alguno de aquellos tres vicios
que comúnmente arruinan a los hombres: soy poco inclinado a comilonas y
meriendas, juego poco, por mera diversión, y estoy ya muy desengañado
de las mujeres. No temo que en mi vejez me cuenten en el número de
aquellos viejos lascivos a quienes las mozuelas venden sus mentidos e
interesados favores a precio de oro.»

«¡Oh y qué dichoso es usted!—exclamó el corregidor—. Teníanle,
contra toda razón, por un espía, personaje que de ningún modo podía
convenir a un hombre de su carácter. Prosiga usted, don Bernardo, en
vivir como ha vivido hasta aquí. Tan lejos estaré de turbar sus días
tranquilos y serenos, que desde luego los envidio y me declaro por su
defensor. Pídele a usted su amistad y yo le ofrezco la mía.» «¡Ah,
señor!—exclamó mi amo, penetrado de tan atentas como apreciables
palabras—. Admito el precioso don que vuestra señoría me ofrece. Su
amistad es complemento de mi felicidad.» Después de esta conversación,
que el alguacil y yo oímos desde fuera, el corregidor se despidió de mi
amo, que no hallaba expresiones con que manifestarle su agradecimiento.
Yo de mi parte, por imitar a mi amo y ayudarle a hacer los honores
de la casa, harté al alguacil de profundas cortesías, aunque en el
corazón le miraba con aquel tedio con que todo hombre de bien mira a un
corchete.



CAPÍTULO II

De la admiración que causó a Gil Blas el encuentro con el capitán
Rolando y de las cosas curiosas que le contó aquel bandolero.


Luego que don Bernardo de Castelblanco hubo despedido al corregidor,
acompañándole hasta la calle, volvió prontamente a cerrar el cofre y
todas las puertas que le resguardaban. Hecha esta diligencia, salió de
casa, muy placentero por haberse granjeado tan importante amistad,
y yo no menos alegre por ver asegurados ya mis seis reales. La gana
que tenía de contar esta aventura a Meléndez me obligó a encaminarme
a su casa; pero al estar ya cerca de ella me encontré con el capitán
Rolando. No puedo explicar lo sorprendido que me quedé con este
encuentro ni pude menos de estremecerme y temblar a su vista. El
también me conoció. Llegóse a mí gravemente, y conservando todavía su
aire de superioridad me mandó que le siguiese. Obedecíle temblando, y
en el camino iba diciendo entre mí mismo: «¡Pobre de mí! ¡Ahora querrá
que le pague todo lo que le debo! ¿Adónde me llevará? Puede que tenga
en esta villa alguna cueva obscura. ¡Diablo! ¡Si tal creyera, en este
mismo momento le haría ver que no tengo gota en los pies!» Con estos
pensamientos iba andando tras de él, muy atento a observar el sitio
donde pararía, con intento de huir de él a carrera tendida por poco
sospechoso que me pareciese.

Presto me sacó Rolando de este cuidado y desvaneció todo mi temor.
Entróse en una famosa taberna; seguíle; mandó traer del mejor vino y
dispuso se hiciese comida para los dos. Mientras tanto, nos metimos en
un cuarto, y así que el capitán se vió solo conmigo, me habló de esta
suerte: «Sin duda, Gil Blas, que estarás muy admirado de verte aquí
con tu antiguo comandante; pero más te admirarás cuando hayas oído
lo que te voy a contar. El día que te dejé en la cueva y marché con
mis compañeros a Mansilla a vender las mulas y caballos que habíamos
robado la noche anterior, encontramos al hijo del corregidor de León,
acompañado de cuatro hombres a caballo, todos bien armados, que seguían
su coche. Acometímoslos; dimos muerte a dos de ellos y los otros dos
huyeron. Temiendo el buen cochero que hiciésemos lo mismo con su amo,
nos suplicó con lágrimas que, por amor de Dios, no quitásemos la vida
al hijo único del señor corregidor de León. Estas palabras, en vez
de enternecer a mis compañeros, los enardecieron más. «Señores—dijo
uno—, no dejemos escapar al hijo del enemigo más mortal de los de
nuestra profesión. ¿A cuántos de éstos no ha hecho ajusticiar su padre?
¡Venguémoslos y sacrifiquemos esta víctima a sus cenizas!» Todos los
demás aplaudieron tan inhumano consejo, y hasta mi teniente iba ya
a ser el gran sacerdote de aquel sangriento sacrificio si yo no le
hubiera detenido el brazo. «¡Aguarda!—le dije—. ¿A qué fin derramar
sangre sin necesidad? Contentémonos con el bolsillo de este pobre mozo,
y pues no hace resistencia sería una barbaridad matarle; fuera de que
él no es responsable de las acciones de su padre, ni aun el padre en
condenarnos a muerte hace mas que cumplir con la obligación de su
oficio, así como nosotros cumplimos con la del nuestro en robar a los
caminantes.»

»Intercedí, pues, por el hijo del corregidor, y no fué inútil mi
intercesión. Sólo le cogimos todo el dinero que llevaba, y juntamente
nos apoderamos de los caballos de los hombres que habían muerto en
la refriega y vendímoslos en Mansilla con los demás que conducíamos.
Volvímonos después a nuestro subterráneo, adonde llegamos el día
siguiente poco antes de amanecer. No quedamos poco atónitos de ver
levantada la trampa, y mucho más de encontrar a Leonarda amarrada
fuertemente en la cocina. Contónos en dos palabras todo lo acaecido
y nos admiramos mucho de que hubieses podido engañarnos; nunca te
hubiéramos creído capaz de jugarnos semejante petardo y te perdonamos
el chasco en gracia de la invención. Luego que desatamos a la cocinera
le di orden de que nos compusiese bien de comer. Entre tanto fuimos a
la caballeriza a cuidar de los caballos, y encontramos casi expirando
al viejo negro, que en veinticuatro horas no había probado bocado ni
visto persona alguna que le socorriese. Deseábamos darle algún alivio;
pero había perdido ya del todo el conocimiento, y nos pareció un caso
tan desesperado el suyo, que, a pesar de nuestra buena voluntad,
desamparamos a aquel miserable, que estaba entre la vida y la muerte.
No por eso dejamos de sentarnos a la mesa, y después de haber almorzado
grandemente, nos retiramos a nuestros cuartos, donde estuvimos
durmiendo o descansando todo el día. Cuando despertamos, nos dijo
Leonarda que ya había muerto Domingo. Llevamos el cadáver a la covacha
donde te acordarás que dormías, y allí le hicimos el funeral como si
hubiera tenido el honor de ser uno de nuestros compañeros.

»Al cabo de cinco o seis días sucedió que, habiendo hecho una salida,
encontramos muy de mañana, a la entrada del bosque, tres cuadrillas
de la Santa Hermandad, que al parecer nos estaban esperando para dar
sobre nosotros. Al pronto no descubrimos mas que una. No la temimos, y
aunque superior en número a nuestra tropa, la atacamos; pero al tiempo
que estábamos peleando con ella, las otras dos, que habían hallado
modo de mantenerse emboscadas, se echaron de repente sobre nosotros y
nos rodearon de manera que de nada nos sirvió nuestro valor. Fuénos
necesario ceder al número de los enemigos. Nuestro teniente y dos de
nuestros camaradas murieron en la función. Los otros dos y yo, cercados
por todas partes, nos vimos precisados a rendirnos; y mientras las
dos cuadrillas nos llevaban presos a León, la tercera fué a cegar y
destruir la cueva, que fué descubierta del modo siguiente: atravesando
el bosque un labrador del lugar de Luyego, volviendo a su casa, vió por
casualidad alzada la trampa de la cueva, que dejaste abierta el mismo
día que te escapaste con la señora, y sospechó que aquélla era nuestra
habitación, y no teniendo valor para entrar en ella, se contentó
con observar bien sus contornos; y para acertar mejor con el sitio,
descortezó ligeramente algunos árboles vecinos y otros más, de trecho
en trecho, hasta estar fuera del bosque. Pasó después a León, dió parte
de aquel descubrimiento al corregidor, cuyo gozo fué mucho mayor por
cuanto estaba informado de que su hijo había sido robado por nuestra
compañía. El corregidor hizo juntar tres cuadrillas para prendernos, y
les dió por guía al labrador que había descubierto el subterráneo.

»Mi llegada a la ciudad de León fué un grande espectáculo para todos
sus vecinos. Aunque yo hubiera sido un general portugués hecho
prisionero de guerra, no habría sido mayor la curiosidad con que todos
corrían y se atropellaban por verme. «¡Aquél es—decían—, aquél es el
capitán y el terror de toda esta tierra! ¡Merecía ser atenaceado, y
no menos sus dos compañeros!» Presentáronnos al corregidor, que desde
luego comenzó a insultarme. «¡Ya lo ves, malvado—me dijo—: el Cielo,
cansado de tus delitos, te ha entregado a mi justicia!» «Señor—le
respondí—, es cierto que he cometido muchos; pero a lo menos no tengo
que acusarme de haber quitado la vida al hijo de vuestra señoría. Si
vive, a mí me lo debe, y me parece que este servicio es acreedor a
algún reconocimiento.» «¡Ah, infame!—replicó—. ¡Sin duda que estaría
bien empleado un proceder generoso con hombres de tu carácter! Y aun
cuando yo te quisiera perdonar, ¿me lo permitiría, por ventura, la
obligación de mi empleo?» Dicho esto, nos mandó meter en un calabozo,
donde no dejó pudrir a mis compañeros. Salieron de él al cabo de tres
días, para representar un papel un poco trágico en la plaza Mayor. Por
lo que toca a mí, estuve tres semanas enteras en la cárcel. Tuve por
cierto que se dilataba mi suplicio para que fuese más terrible, y, en
fin, cada día estaba esperando un nuevo género de muerte, cuando al
cabo mandó el corregidor que me llevasen a su presencia, y estando en
ella me dijo: «Oye tu sentencia. Quedas libre. Si no fuera por ti, mi
hijo hubiera sido asesinado en medio de un camino. Como padre, deseaba
agradecerte este gran beneficio; pero no pudiendo absolverte como juez,
escribí a la Corte en tu favor. Pedí al rey el perdón de tus delitos y
lo conseguí. Vete a donde quieras; pero, créeme—añadió—, aprovéchate
de tan feliz como no esperado suceso. Vuelve en ti y abandona para
siempre esa desastrosa vida.»

«Atravesado el corazón con estas últimas palabras, tomé el camino de
Madrid, con propósito de vivir con sosiego en esta villa. Encontró
ya muertos a mis padres y su herencia en manos de un viejo pariente
nuestro, que me dió aquella cuenta fiel que acostumbran los tutores.
Sólo pude lograr tres mil ducados, que acaso no componían la cuarta
parte de lo que debía heredar. Pero ¿qué había de hacer? Nada
adelantaría con ponerle pleito, sino tener de menos todo lo que gastase
en él. Por huir la ociosidad, compré una vara de alguacil, y, según
cumplo con mi empleo, parece que no he tenido otro en toda mi vida.
Mis nuevos compañeros, por decoro, se habrían opuesto a mi admisión
si hubieran sabido mi historia; pero, por fortuna mía, la ignoraban,
o—lo que viene a ser lo mismo—afectaron ignorarla, porque en este
honrado cuerpo todos tienen interés en que no se sepan sus hechos,
sus virtudes y milagros. Con todo eso, amigo mío—continuó Rolando—,
yo quiero descubrirte mi corazón. No me gusta el oficio que he tomado.
Pide una conducta demasiadamente delicada y misteriosa, que sólo da
lugar a sutilezas y raposerías. ¡Oh y cuánto echo de menos mi antigua
y noble profesión! Confieso que es más segura la nueva, pero es más
gustosa y divertida la otra, y yo soy amante de la alegría y de la
libertad. Voy viendo que tengo traza de exonerarme de este empleo y
desaparecer el día menos pensado, para retirarme a las montañas que
están en el nacimiento del Tajo. Sé que hay allí cierta madriguera,
habitada por una valerosa tropa llena de catalanes determinados cuyo
nombre solo es su mayor elogio. Si me quieres seguir, iremos a aumentar
el número de aquellos grandes hombres. Me brindan con el empleo de
segundo capitán de tan ilustre compañía, y haré que te reciban en
ella, asegurándoles que diez veces te he visto combatir a mi lado,
y ensalzaré hasta las nubes tu valor. Hablaré mejor de ti que un
general de un oficial cuando le quiere adelantar; pero me guardaré
bien de tomar en boca la pieza que nos jugaste, porque esto te haría
sospechoso, y así, no diré palabra de la aventura consabida. Ahora
bien—añadió—: ¿estás pronto a seguirme? Espero tu respuesta.»

«Cada uno tiene sus inclinaciones—respondí a Rolando—; usted es
inclinado a las empresas arduas y peligrosas y yo a una vida tranquila
y sosegada.» «¡Ya te entiendo!—me interrumpió—. Aquella señora cuyo
amor te hizo hacer lo que emprendiste la tienes todavía muy dentro del
corazón, y sin duda que en su amable compañía gozas de aquella vida
cómoda y gustosa a que te llama tu inclinación. Confiesa con sinceridad
que, después de haberle restituído sus muebles, estáis comiendo juntos
los doblones que recogisteis y robasteis de la cueva.» Respondíle que
estaba muy equivocado, y para desengañarle, en pocas palabras le conté
toda la historia de la señora, con todo lo demás que me había sucedido
desde que me escapé de su compañía. Al fin de la comida me volvió a
hablar de los señores catalanes y me confesó que estaba resuelto a ir
a juntarse con ellos, volviéndome a dar otro tiento para persuadirme a
que abrazase aquel partido. Pero viendo que no lo podía conseguir, me
miró con un aire fiero y me dijo con cierta seriedad feroz: «¡Ya que
tienes un corazón tan vil y bajo que prefieres tu servil condición al
honor de entrar en la compañía de unos hombres valerosos, te abandono
a la villanía de tus ruines inclinaciones! ¡Olvida enteramente que me
volviste a encontrar hoy, y jamás me tomes en boca con persona viviente
de este mundo, porque si llego a saber que alguna vez has hablado de
mí...! ¡Ya me conoces, y no te digo más!» Al decir esto, llamó al
tabernero, pagó la comida y nos levantamos de la mesa para ir cada cual
por su camino.



CAPÍTULO III

Deja Gil Blas a don Bernardo de Castelblanco y entra a servir a un
elegante.


Salimos de la taberna, y cuando nos estábamos despidiendo uno y otro
pasaba mi amo por la calle. Vióme, y observé que más de una vez
se volvió a mirar con cuidado al capitán. Parecióme que le había
sorprendido verme en compañía de semejante sujeto. A la verdad, la
traza de Rolando no excitaba ideas muy favorables de sus costumbres.
Era un hombre muy alto, carilargo, de nariz aguileña, y aunque no de
desgraciada figura, tenía no sé qué trazas de un grandísimo bribón.

No me engañé en mi sospecha. Cuando don Bernardo se retiró a casa por
la noche, le hallé muy prevenido contra la catadura del capitán y
propenso a creer todas las proezas que yo le pudiera contar de él si me
hubiera atrevido a referírselas. «Gil Blas—me dijo—, ¿quién era aquel
pajarraco con quien te vi poco ha?» Respondíle que era un alguacil y
me imaginé que quedaría satisfecho con esta respuesta. Pero me hizo
otras muchas preguntas; y como me viese perplejo en las respuestas,
porque me acordaba de las amenazas de Rolando, cortó de repente la
conversación y metióse en la cama. La mañana siguiente, luego que acabé
de hacer las haciendas ordinarias, me entregó seis ducados en lugar
de seis reales y me dijo: «Toma, amigo, estos ducados por lo que
me has servido hasta aquí y vete a servir a otra casa, que yo no me
puedo acomodar con un criado que cultiva tan honradas amistades.» De
pronto no me ocurrió otra cosa que decirle sino que había conocido en
Valladolid a aquel alguacil con motivo de haberle asistido en cierta
enfermedad cuando ejercía yo la Medicina. «¡Bellamente! ¡No se puede
negar que es ingeniosa la salida! Mas ¿por qué no me respondiste anoche
lo mismo en vez de turbarte?» «Señor—le dije—, no me atreví a decirlo
por prudencia, y ésta es la verdad.» «Ciertamente—me replicó, dándome
cariñosas palmaditas en el hombro—que eso es ser prudente hasta lo
sumo, y en verdad que yo no te tenía por tanto. ¡Anda, hijo mío, vete
en paz y date por despedido!»

Partíme inmediatamente y fuíme en derechura a dar esta mala noticia a
mi protector Meléndez, el cual me dijo, por consolarme, que pensaba
hacer diligencias para acomodarme en otra casa mejor. Con efecto, pocos
días después me dijo: «Amigo Gil Blas, muy lejos estarás tú de pensar
en la fortuna que ahora voy a anunciarte. Tendrás el mejor puesto
del mundo. Sábete que te he acomodado con don Matías de Silva. Es un
sujeto de la primera distinción y uno de aquellos señoritos mozos que
se llaman _elegantes_. Tengo la honra de ser su mercader. Acude a mi
tienda por todo cuanto se le ofrece; es verdad que todo va al fiado,
pero nada se va a perder nunca con estos señores. Comúnmente se casan
con herederas ricas, que pagan todas sus deudas; y cuando esto no,
se les cargan los géneros a tan subido precio, que aunque no se cobre
más que la cuarta parte de las partidas siempre queda ganancioso el
mercader que sabe su oficio. El mayordomo de don Matías es amigo mío;
vamos a buscarle, que él es quien te ha de presentar a su amo, y puedes
estar seguro de que, por respeto mío, hará de ti particular estimación.»

Mientras íbamos caminando a casa de don Matías, me dijo el mercader:
«Paréceme muy conveniente que estés informado del carácter del
mayordomo. Llámase Gregorio Rodríguez y, aquí para entre los dos, es un
hombre nacido del polvo de la tierra, y sintiéndose con talento para el
manejo económico, siguió su inclinación y se ha enriquecido arruinando
dos casas cuyas rentas manejó. Te prevengo que es hombre muy vano y
gusta mucho de que los demás criados se le humillen. A él han de acudir
todos los que pretendan alguna gracia del amo. Si alguno consigue algo
sin su participación, siempre tiene prontos mil artificios para hacer
que se revoque la gracia o que le sea enteramente inútil. Ten esto
presente para tu gobierno. Haz tu corte al señor Rodríguez aun más
que a tu mismo amo y no perdones diligencia alguna para conservarte
siempre en su favor. Su amistad te será de gran provecho; te pagará
puntualmente tu salario, y si logras merecer su confianza no se
contentará con esto, porque tiene muchos arbitrios para dar en qué
ganar. Don Matías es un mozo que sólo piensa en divertirse y nada cuida
de los inteceses de su casa. Mira ahora si puede haberla mejor para
tal mayordomo.»

Luego que llegamos a la casa, preguntamos si podíamos hablar al señor
Rodríguez; respondiéronnos que sí y que le encontraríamos en su cuarto.
Efectivamente, le hallamos en él, y estaba con un labrador que tenía
en la mano un talego de terliz lleno, a lo que parecía, de dinero.
El mayordomo, que me pareció más pálido y amarillo que una doncella
cansada de su estado, se levantó apresurado y corrió con los brazos
abiertos a recibir a Meléndez. El mercader abrió también los suyos y se
abrazaron estrechísimamente, en cuyas demostraciones de amor había por
lo menos tanto artificio como verdad. Después de esto se trató de mí.
Rodríguez me examinó de pies a cabeza y me dijo con mucha afabilidad
que yo era el mismísimo que convenía a don Matías y que él tomaba a
su cargo presentarme a este señor. Le significó el mercader lo mucho
que se interesaba por mí y suplicó al mayordomo que me tomase bajo su
protección, y dejándome con él, se retiró, despidiéndose con muchos
cumplimientos. Luego que salió, me dijo Rodríguez: «Yo te presentaré
al amo después que haya despachado a este pobre labrador.» Acercóse
al paisano, y tomándole el talego, le dijo: «Veamos si están aquí los
quinientos doblones.» Contólos por su mano, y hallándolos justos dió
su recibo al labrador y le despidió. Guardó luego los doblones en el
talego y, vuelto a mí, «Ahora podemos ir—me dijo—a ver al amo, que se
estará vistiendo, porque no se levanta hasta mediodía y ya es cerca de
la una.»

Con efecto, acababa entonces de levantarse don Matías. Estaba en bata,
repantigado en una silla poltrona, con una pierna sobre un brazo de
la silla, y era su ocupación estar picando un cigarro. Hablaba con un
lacayo que hacía oficio de ayuda de cámara interinamente. «Señor—le
dijo el mayordomo—, aquí está este mocito, que tengo el gusto de
presentar a vuestra señoría para reemplazar al criado que se sirvió
despedir anteayer. Su fiador es Meléndez, el mercader de vuestra
señoría. Asegura que es un mozo de mérito, y yo creo que vuestra
señoría estará contento con él y se dará por bien servido.» «Basta
que tú me lo presentes—respondió su señoría—para que le reciba; yo
le declaro desde luego mi ayuda de cámara y queda ya evacuado este
negocio. Rodríguez, hablemos de otra cosa, pues has venido cuando
iba a mandar que te llamasen. Te voy a dar una mala nueva, mi amado
Rodríguez. Anoche estuve muy desgraciado en el juego; perdí cien
doblones que llevaba en el bolsillo y otros doscientos sobre mi
palabra. Ya sabes lo necesario que es a personas de mi condición pagar
cuanto antes este género de deudas. Estas son propiamente las que
el honor nos obliga a satisfacer con puntualidad; las otras, basta
que se paguen cuando se pueda. Es preciso, pues, que me busques en
el día doscientos doblones y se los envíes a la condesa de Pedrosa.»
«Señor—respondió el mayordomo—, más fácil es decirlo que ejecutarlo.
¿Dónde quiere vuestra señoría que encuentre yo tanto dinero? No puedo
cobrar un maravedí de sus arrendadores por más amenazas que les hago;
me es indispensable mantener la casa y la familia con toda la decencia
que conviene; me cuesta sudores de sangre el hallar modo para soportar
tanto gasto. Es verdad que hasta aquí, por la misericordia de Dios, le
he podido sobrellevar; pero no sé ya a qué santo encomendarme y me veo
reducido al último apuro.» «Cuanto estás hablando es inútil—respondió
don Matías—, y todas esas noticias sólo sirven de enfadarme.
Rodríguez, no tienes que esperar que yo mude de conducta ni que quiera
tomar a mi cargo el gobierno de mi hacienda. ¡Por cierto que sería
muy buena diversión para un hombre como yo!» «¡Paciencia!—replicó
el mayordomo—. En tal caso, estoy persuadido de que presto se verá
vuestra señoría libre para siempre de ese cuidado.» «¡Ya me cansas y me
matas con tanta bachillería!—repuso enfadado el señorito—. ¡Déjame
arruinar sin que me lo recuerdes! Es menester, te digo, que busques
esos doscientos doblones; vuelvo a decir que es menester y quiero
precisamente que los busques y los halles.» «Pues, según eso—dijo
Rodríguez—, voy a ver si los quiere dar aquel buen viejo que otras
veces ha prestado dinero a vuestra señoría, aunque a crecida usura.»
«¡Vé y recurre aunque sea al mismo diablo!—respondió don Matías—.
¡Como yo tenga los doscientos doblones, todo lo demás no me importa un
bledo!»

No bien acababa de decir estas palabras, colérico y enojado, cuando,
al irse el mayordomo, entró en su cuarto otro señorito mozo, llamado
don Antonio Centelles. «¿Qué tienes, amigo?—preguntó éste a mi amo—.
Parece que estás de mal humor; veo en tu semblante un cierto no sé
qué que me lo hace sospechar. ¡Sin duda que te ha puesto así el bruto
que acaba de salir de aquí!» «Es cierto—respondió don Matías—. Es
mi mayordomo, y siempre que viene a mi cuarto me da un mal rato. No
sabe hablar sino de mis negocios, y repite mil veces que me como
mis rentas y me engullo el capital. ¡Gran bestia! ¡Como si fuera él
quien lo perdiese!» «Amigo—respondió don Antonio—, en el mismo caso
me hallo yo. Mi mayordomo no es más mirado que el tuyo. Cuando el
grandísimo ganapán, en fuerza de mis repetidas órdenes, me trae algún
dinero, no parece sino que me da lo que es suyo; me dice que me pierdo
y que todas mis rentas están embargadas. Véome precisado a tomar la
palabra para cortar la conversación.» «Pero lo peor de todo es—dijo
don Matías—que no podemos vivir sin estas gentes y que para nosotros
es éste un mal necesario.» «Convengo en eso—respondió Centelles—.
¡Pero aguarda un poco—prosiguió, reventando de risa—, que ahora me
ocurre un pensamiento muy gracioso y nunca imaginado! Podemos hacer
cómicas las escenas serias que cada día representamos con estos hombres
y que nos sirva de diversión lo mismo que nos apesadumbra. Hagámoslo
de este modo: yo pediré a tu mayordomo el dinero que hayas menester y
tú pedirás al mío el que yo necesite. Dejarémosles decir todo lo que
quieran y nosotros les oiremos con oídos de mercader. Al cabo del año,
tu mayordomo me presentará sus cuentas y el mío te dará las suyas. De
esta manera, yo sólo oiré hablar de tus gastos, tú sólo tendrás noticia
de los míos y verás cómo nos divertimos.»

A esta ingeniosa invención se siguieron mil chistosas agudezas que
alegraron a los dos señoritos, y uno y otro las llevaron adelante con
mucho alborozo. Interrumpió Gregorio Rodríguez su alegre conversación
entrando en la sala acompañado de un vejete, tan calvo que apenas
se le descubría un cabello. Quiso despedirse don Antonio, y dijo:
«¡Adiós, don Matías, que presto nos volveremos a ver! Quiero dejarte
con estos señores, con quienes quizá tendrás que tratar negocios
importantes.» «¡No, no!—respondió mi amo—. ¡Estáte aquí, que tú en
nada nos estorbas! Este buen viejo que ves es un hombre muy de bien,
que me presta dinero a un veinte por ciento.» «¿Cómo _a un veinte
por ciento_?—replicó Centelles como admirado—. ¡A fe que has sido
afortunado en caer en tan buenas manos! Yo compro el dinero a peso de
oro, porque ninguno me lo quiere prestar menos de a treinta y tres
por ciento.» «¡Qué usura!—exclamó entonces el usurerísimo viejo—.
¿Tienen alma esos bribones? ¿Creen, por ventura, que no hay otro mundo?
¡Ya no extraño que se declame tanto contra las personas que prestan
a interés! El exorbitante precio a que venden sus empréstitos es lo
que nos desacredita a todos, quitándonos la honra y la reputación;
yo, a lo menos, sólo presto puramente por servir a los que se valen
de mí, y si todos mis compañeros siguieran mi ejemplo, no estaríamos
tan desacreditados. ¡Ah, si los tiempos presentes fueran tan felices
como los pasados, tendría yo el mayor gusto en abrir mi bolsa y
ofrecérsela a vuestra señoría sin el más mínimo interés, pues, aun en
medio de mi pobreza, casi tengo escrúpulo de prestar mi dinero a un
miserable veinte por ciento! Mas, ¡oh Dios!, parece que el dinero se
ha vuelto a enterrar en las entrañas de la tierra; ya no se encuentra
un ochavo, y su escasez me obliga a ensanchar un poco las estrechas
reglas de mi moralidad. ¿Cuánto dinero ha menester vuestra señoría?»,
preguntó volviéndose hacia mi amo. «Doscientos doblones», respondió
éste. «Cuatrocientos traigo en un talego—dijo el usurero—; contaré
la mitad y se la entregaré a vuestra señoría.» Al mismo tiempo sacó de
debajo de la capa un talego de terliz, que me pareció ser el mismo que
aquel labrador acababa de dejar con quinientos doblones en el cuarto de
Rodríguez. Luego me ocurrió lo que debía pensar de aquella maniobra, y
vi por experiencia la mucha razón con que Meléndez me había ponderado
lo diestro que era el mayordomo en hacer su negocio. El viejo abrió
el talego, vació los doblones sobre una mesa y púsose a contarlos. La
vista de toda aquella cantidad encendió la codicia de mi amo. «Señor
Dimas—dijo al usurero—, ahora mismo me ocurre una reflexión que me
parece cuerda. Verdaderamente, yo era un pobre mentecato cuando sólo
pedí a usted el dinero que precisamente había menester para desempeñar
mi honor y mi palabra, no acordándome de que me quedaba sin un ochavo
para el gasto preciso de mi casa y que mañana me vería precisado a
recurrir a usted. Tomaré, pues, esos cuatrocientos doblones sobre el
mismo pie, para excusarle el trabajo de hacer otro viaje a mi casa.»
«Señor—respondió el viejo—, es cierto que tenía destinada una parte
de este dinero para un buen licenciado, heredero de grandes posesiones,
que emplea cuanto tiene en retirar del mundo a muchas pobres jóvenes
que peligraban en él, manteniéndolas después en su retiro; mas una vez
que vuestra señoría necesita de esta cantidad, ahí la tiene toda a
su disposición. Basta que vuestra señoría se digne señalar hipotecas
suficientes y libres para asegurar el capital y los réditos.» «¡Oh! Por
lo que toca a la seguridad—interrumpió Rodríguez sacando del bolsillo
un papel—, la tendrá usted aún mayor de lo que pudiera desear,
sólo con que el señor don Matías se digne echar su firma en esta
letra de cambio. En virtud de ella, libra a vuestro favor quinientos
doblones contra Talegón, arrendador de los estados de Mondéjar.» «Me
conformo—replicó el usurero—, porque no soy hombre que me haga de
rogar.» Entonces el mayordomo presentó una pluma a mi amo, que, sin
leer la letra, firmó su nombre tarareando.

Concluído este negocio, se despidió el viejo de don Matías, y éste le
dió un estrecho abrazo, diciéndole: «¡Hasta la vista, señor Dimas; soy
todo de usted! No sé cierto por qué son tenidos por bribones todos
los de su oficio. Yo por mí juzgo que son unos entes muy necesarios
al Estado, el consuelo de mil hijos de familia y el recurso de todos
los señores que gastan más de lo que permiten sus rentas.» «Tienes
razón—dijo entonces Centelles—; los usureros son unos hombres de bien
que merecen ser muy estimados y honrados; y yo quiero abrazar también
a éste, que se contenta con un veinte por ciento.» Diciendo esto, se
acercó al viejo para abrazarle, y los dos elegantes, para divertirse,
se lo enviaban recíprocamente uno al otro como si fuera una pelota.
Después de haberle bien zarandeado le dejaron ir con el mayordomo, que
merecía mejor aquellos zarandeos y aun alguna cosa más.

Luego que salió Rodríguez con el testaferro de sus maldades, envió don
Matías a la condesa de Pedrosa la mitad de aquel dinero, por mano de un
lacayo que estaba conmigo en la antesala, y la otra mitad la metió en
un bolsillo de seda y oro que llevaba ordinariamente en la faltriquera.
Contentísimo de verse con tanto dinero, dijo muy alegre a don Antonio:
«Y bien, ¿en qué hemos de pasar el día de hoy? Pensémoslo un poco y
tengamos entre los dos consejo privado.» «¡Que me place—respondió
Centelles—, que eso es ser hombre de juicio! Conferenciemos, pues.»
Cuando iban a tratar de lo que habían de hacer, entraron otros dos
señoritos, poco más o menos de la misma edad de mi amo, esto es, de
veintiocho a treinta años, uno de los cuales se llamaba don Alejo
Seguier y el otro don Fernando de Gamboa. Luego que se vieron juntos,
los cuatro comenzaron a darse tantos abrazos como si en diez años
no se hubieran visto. Después de esta ceremonia, don Fernando, que
era de genio muy alegre, dirigiendo la palabra a don Matías y a don
Antonio, «Y bien, señores—les dijo—, ¿dónde pensáis comer hoy? Si no
estáis convidados, os quiero llevar a una casita de los cielos, donde
beberéis un vinito de los dioses. Anoche cené en ella y no salí hasta
las cinco o seis de la mañana.» «¡Ojalá hubiese yo tenido la misma
prudencia—exclamó mi amo—, pues así no hubiera perdido mi dinero!»

«Yo—dijo Centelles—quise tener anoche una nueva diversión, porque la
variedad es madre del gusto. Llevóme un amigo a casa de uno de aquellos
ricotes que hacen su negocio manejando los del Estado: un asentista.
En el adorno de la casa se veía magnificencia y elección de muebles
exquisitos; la mesa, bien cubierta y servida; pero descubrí en los amos
de la casa cierta ridiculez que me divirtió extremadamente. El dueño,
aunque de nacimiento bajo y de educación grosera, afectaba modales a lo
grande. Su mujer, aunque era fea de gana, creía ser una Venus, y además
decía mil necedades, sazonadas con un acento vizcaíno que les daba un
gran realce. Fuera de eso, estaban sentados a la mesa cuatro o cinco
niños con su ayo. Considerad ahora cuánto me divertiría aquella cena
casera.»

«Pues yo, señores—dijo don Alejo Seguier—, cené con una comedianta:
con Arsenia. Eramos seis de mesa: Arsenia, Florimunda, una niña amiga
suya, maja de profesión, el marqués de Zenete, don Juan de Moncada y
vuestro servidor. Pasamos la noche en beber y en decir galanterías.
Pero ¡qué noche! Es verdad que Arsenia y Florimunda no son de las más
discretas; pero ¿qué importa? Su desembarazo suple la falta de talento.
Son unas criaturas tan alegres, vivarachas y divertidas, que las
prefiero a las mujeres juiciosas.»



CAPÍTULO IV

Hace amistad Gil Blas con los criados de los elegantes; secreto
admirable que éstos le enseñaron para lograr a poca costa la fama de
hombre agudo, y singular juramento que a instancia de ellos hizo en una
cena.


Prosiguieron aquellos señoritos charlando de esta manera hasta que
don Matías, a quien yo entre tanto ayudaba a vestir, se halló en
disposición de poder salir de casa. Díjome entonces que le siguiese, y
todos los cuatro elegantes tomaron juntos el camino de la casa a donde
había ofrecido llevarlos don Fernando de Gamboa. Comencé, pues, a
marchar detrás de ellos, juntamente con los otros tres criados, porque
cada uno de los caballeritos llevaba el suyo. Observé con admiración
que los tales criados procuraban remedar en todo a sus amos, imitando
su aire y movimientos. Saludélos a todos como un nuevo camarada
suyo, correspondiéronme de la misma manera, y uno de ellos, después
de haberme mirado atentamente por un breve rato, me dijo: «Hermano,
conozco por toda tu traza que nunca has servido a ningún caballerito de
esta especie.» «Es verdad—le respondí—, porque ha muy poco tiempo que
llegué a Madrid.» «Así me lo parece a mí también—replicó él—. Todavía
hueles a lugar, porque te veo tímido, atado, y observo en tu modo de
manejarte un no sé qué de aldeanismo, rusticidad y encogimiento. Pero
no importa; yo te prometo sobre mi palabra que presto te desbastaremos
y te puliremos.» «Eso es lisonja», le repliqué. «¡Nada de eso!—me
respondió—. Está cierto de que no hay hombre, por tosco que sea, a
quien no sepamos cepillar y pulir.»

No necesitó decirme más para que yo conociese que tenía por compañeros
unos lindos perillanes y que no podía caer en mejores manos para llegar
a ser un mozo de provecho. Cuando llegamos a la tal casa, hallamos
ya preparada la mesa y dispuesta la comida, que don Fernando había
tenido cuidado de encargar desde por la mañana. Sentáronse a la mesa
nuestros amos y nosotros nos dispusimos a servirlos. Comenzaron a comer
y a charlar con mucha alegría, y era para mí grandísima diversión el
verlos y oírles. Su carácter, sus pensamientos y sus expresiones me
divertían completamente. ¡Qué viveza! ¡Qué chistes! ¡Qué agudezas! Me
parecían unos hombres de diferente especie. Cuando se sirvieron los
postres, les pusimos muchas botellas de los mejores vinos de España, y
levantados los manteles, nos retiramos los criados a otro cuarto, donde
había mesa para nosotros.

Tardé poco en conocer que los caballeros criados de mi cuadrilla eran
hombres de mucho mayor mérito de lo que yo me había imaginado. No se
contentaban con imitar los modales de sus amos; afectaban hablar el
mismo lenguaje, y los bellacos lo hacían tan a la perfección, que,
a reserva de un cierto airecillo de nobleza que no sabían remedar,
en todo lo demás parecían los mismos. Admirábame su desenvoltura y
desembarazo, pero mucho más me admiraba su prontitud y la agudeza
de sus dichos; tanto, que absolutamente desesperé llegar nunca a
parecerme a ellos. El criado de don Fernando, en vista de que su amo
era el que regalaba a los nuestros, hacía los honores del banquete,
y llamando al dueño de la casa, le dijo: «Patrón, tráiganos acá diez
botellas del vino más generoso que tenga, y, según usted acostumbra,
cárguelo en la partida del que bebieron nuestros amos.» «Con mucho
gusto—respondió él—; pero, señor Gaspar, ya sabe usted que el señor
don Fernando me está debiendo muchas comidas. Si por medio de usted
pudiera cobrar algún dinerillo...» «¡Oh!—respondió el criado—.
¡No paséis cuidado por lo que se os debe! Yo salgo fiador de que
las deudas de mi amo son como plata quebrada. Es verdad que algunos
acreedores han hecho embargar nuestras rentas; pero mañana haremos
que se levante el secuestro y seréis pagado de todo el importe de la
cuenta, sin examinarla.» Trájonos el vino, no embargante el secuestro,
y bebimos poderosamente mientras llegaba el día de que éste se alzase.
Eran de ver los brindis que continuamente nos hacíamos unos a otros,
llamándonos recíprocamente por los nombres de nuestros amos. El criado
de don Antonio llamaba _Gamboa_ al de don Fernando, y el de don
Fernando llamaba _Centelles_ al de don Antonio, y a mí me llamaban
_Silva_. Poco a poco nos fuimos todos emborrachando bajo estos nombres
postizos, ni más ni menos como lo habían hecho nuestros señores amos
bajo los suyos propios.

Aunque en la realidad no brillaba yo tanto como mis camaradas, sin
embargo, no dejaron de mostrarse bastante contentos conmigo. «Amigo
Silva—me dijo uno de los menos tartamudos—, espero que haremos de ti
algo bueno. Veo que tienes fondo e ingenio, pero no sabes aprovecharte
de él. El miedo de hablar mal te acobarda; no te atreves a hacerlo por
temor de decir algún despropósito. Con todo eso, ¿cuántos pasan hoy
en el mundo por hombres agudos e ingeniosos sólo porque se arriesgan
a decir cuanto se les viene a la boca, aunque digan tal vez cien
disparates? Calificaráse de una doble viveza de espíritu tu mismo
atolondramiento. Aunque digas mil desatinos, como entre ellos se te
escape algún dicho agudo, se olvidarán las otras necedades y sólo se
tendrá presente y se celebrará la tal agudeza, haciéndose concepto
superior de tu singular mérito. Esto y no más hacen nuestros amos,
y esto y no más debe hacer todo aquel que aspire a la reputación de
hombre de ingenio y chistoso.»

Sobre que yo no aspiraba a otra cosa, el medio que me enseñaban para
conseguirlo me pareció tan fácil y practicable, que juzgué no debía
despreciarle. Comencé a probarle inmediatamente, y no ayudó poco el
vino que había bebido para que no me saliese mal aquella primera
prueba. Quiero decir que desde luego comencé a hablar a diestro y
siniestro, y tuve la fortuna de mezclar entre mil extravagancias
algunas agudezas que me granjearon grandes aplausos. Llenóme de gran
confianza este primer ensayo. Aumenté con tragos la charlatanería para
que me ocurriese algún conceptillo, y quiso la casualidad que no se
malograsen mis esfuerzos.

«Ahora bien—me dijo el que me había dado la importantísima lección—:
¿no conoces tú mismo que ya empiezas a civilizarte? Aun no ha dos horas
que estás en nuestra compañía y ya eres un hombre muy diferente del que
eras; cada día irás mejorando. Ya estás viendo y palpando qué cosa es
esto de servir a caballeros y personas de distinción. Insensiblemente
eleva y ennoblece el ánimo; efecto que no se experimenta sirviendo
a clase baja ni aun a la de mediana condición.» «Sin duda—le
respondí—; y, por tanto, de hoy en adelante quiero consagrar mis
servicios a la nobleza.» «¡Bravo! ¡Bravo!—exclamó el criado de don
Fernando, que estaba ya alumbrado—. ¡No es dado a la gente baja el
tener pensamientos altos ni talentos superiores como nosotros! ¡Ea,
señores—añadió—, alto todos, y hagamos juramento, por la laguna
Estigia, de nunca servir a esa gentecilla de media braga!» Reímonos
mucho del pensamiento de Gaspar; celebrámosle, y con la botella en una
mano y el vaso en la otra hicimos todos aquel bufonesco juramento.

Mantuvímonos sentados a la mesa hasta que plugo a nuestros amos
retirarse, que fué a media noche, lo que a mis camaradas pareció un
exceso de sobriedad. Verdad es que si los tales señoritos salieron de
allí tan temprano fué por ir a ver a una elegante mala cabeza que vivía
en el barrio de Palacio y tenía su casa abierta día y noche a toda la
gente del bronce. Era una mujer de treinta y cinco a cuarenta años,
linda en extremo, todavía de singular atractivo, y tan diestra en el
arte de agradar que, según decía, vendía más caros los rebuscos de su
belleza que había vendido las primicias. Vivían en la misma casa otras
dos o tres damas de la misma laya, que no contribuían poco al concurso
de señores que en ella se veían. Poníanse a jugar después de comer,
cenaban allí y pasaban la noche en beber y divertirse. Nuestros amos
se detuvieron en la tal casa hasta el amanecer, y mientras ellos se
divertían con las damas de buen humor, nosotros nos holgábamos con las
criadas, que no eran menos joviales que sus amas. En fin, nos separamos
todos luego que se mostró la aurora, y cada uno se retiró a descansar.

Mi amo se levantó a mediodía, como acostumbraba. Vistióse, salió,
seguíle y entramos en casa de don Antonio Centelles, donde encontramos
a un tal don Alvaro de Acuña. Era un hombre ya entrado en años y
disoluto de profesión. Todos los mozuelos que querían ser elegantes
se ponían en sus manos y acudían a su escuela. Formábalos a su gusto,
enseñándolos a lucir en el gran mundo y a malgastar sus caudales. Don
Antonio no necesitaba de esta lección, porque ya se había comido el
suyo. Luego que se abrazaron los tres, dijo Centelles a mi amo: «A fe,
don Matías, que no podías haber llegado a mejor tiempo. Don Alvaro ha
venido para llevarme a casa de un particular que ha convidado hoy a
comer al marqués de Zenete y a don Juan de Moncada, y yo quiero que
tú seas del convite.» «Pero ¿cómo se llama ese tal?», preguntó don
Matías. «Se llama Gregorio Noriega—respondió don Alvaro—, y en dos
palabras te diré lo que es este mozo. Es hijo de un joyero rico que ha
ido a negociar en pedrería a los países extranjeros, y al partir le ha
dejado el goce de una gran renta. Gregorio es un pobre tonto, propenso
a comer y gastar todo su dinero haciendo el elegante y que revienta por
parecer hombre ingenioso y agudo, a pesar de la naturaleza, que no le
ha concedido esta gracia. Púsose en mis manos para que le dirigiese;
yo lo hago a mi modo, y en verdad que le llevo en buen estado, pues
el fondo de su caudal está ya medio consumido.» «Eso es lo que yo no
dudo—interrumpió Centelles—, y espero verle presto en el hospital.
¡Vamos, don Matías, conozcamos a ese hombre y ayudémosle a que acabe
de arruinarse!» «Vengo en ello—dijo mi amo—, porque tengo gran
gusto en dar en tierra con la fortuna de esos señoritos plebeyos que
quieren hombrearse y confundirse con nosotros. Como, por ejemplo, nada
he celebrado tanto como la ruina del hijo de aquel asentista a quien
el juego y la vanidad de querer figurar con los grandes obligaron a
vender su misma casa.» «¡Oh!—replicó don Antonio—. Ese tal no merece
le tengan lástima, porque no es menos necio ni menos presumido en su
miseria que lo era en su prosperidad.»

Partieron, pues, mi amo, Centelles y don Alvaro a casa de Gregorio
Noriega. Mojicón, criado de Centelles, y yo fuimos también tras de
ellos, muy persuadidos los dos de que nos esperaba una gran bucólica
y ambos también muy contentos de cooperar por nuestra parte a la
destrucción de aquel pobre mentecato. Al entrar en su casa vimos mucha
gente ocupada en disponer la comida, y nos dió en las narices un olor
de cocina que anunciaba al olfato el recreo que tendría luego el
paladar. Acababan de llegar el marqués de Zenete y don Juan de Moncada.
Dejóse ver después el dueño de la casa, que desde luego me pareció un
solemnísimo majadero. Afectaba inútilmente el aire y modales de los
elegantes; pero era una feísima copia de aquellos hermosos originales,
o, por mejor decir, un atolondrado que se esforzaba por ostentar
despejo y desembarazo. Figurémonos un hombre de este carácter entre
cinco bufones de profesión empeñados únicamente en burlarse de él y en
hacerle gastar cuanto tenía. «Señores—dijo don Alvaro después de los
primeros cumplimientos—, éste es el señor Gregorio Noriega, que, sobre
mi palabra, presento a ustedes como uno de los más cabales y perfectos
caballeros. Posee mil bellas prendas y es un joven muy culto. Escojan
ustedes lo que quisieren: es igualmente hábil en todas las facultades,
desde la lógica más alta y sutil hasta la más pura y delicada
ortografía.» «¡Oh, señor, eso ya es demasiado!—interrumpió Gregorio,
sonriéndose sin ninguna gracia—. Yo sí, señor don Alvaro, que podía
decírselo a usted, porque usted sí que es aquello que se llama _un pozo
de ciencia_.» «Por cierto—replicó don Alvaro—, que mi ánimo no fué
buscarme una alabanza tan aguda y discreta; pero en verdad, señores,
que el nombre del señor Gregorio hará un gran ruido en el mundo.»
«Yo—dijo don Antonio—lo que admiro en él, aun más que su ortografía,
es el acierto en la elección de las personas con quienes trata. En
lugar de buscar comerciantes, sólo gusta de tratar con caballeros, sin
dársele nada de lo mucho que esta comunicación le ha de costar. Tiene
unos pensamientos tan nobles y elevados, que me admiran. Esto es lo
que se llama gastar con buen gusto y gran discernimiento.»

A estos irónicos discursos se siguieron otros muchos en todo
semejantes. Burláronse completamente del pobre Gregorio, y de cuando en
cuando, en tono de elogios, le lanzaban ciertas pullas que no conocía
el pobre bobo; antes bien, todo lo convertía en substancia, tomando al
pie de la letra cuanto le decían, y se mostraba muy satisfecho de sus
taimados huéspedes, creyendo que le hacían mucho favor, siendo así que
se mofaban de él. En fin, fué el hazmerreír mientras la comida, y aun
todo el resto del día y de la noche, porque toda la pasaron los señores
míos en aquella diversión. Nosotros bebimos a discreción, ni más ni
menos que nuestros amos, y todos estábamos bien compuestos cuando
salimos de casa del señor Gregorio.



CAPÍTULO V

Vese Gil Blas de repente en lances de amor con una hermosa desconocida.


Después de haber dormido algunas horas, me levanté de buen humor, y
acordándome del consejo que me había dado Meléndez, fuí, mientras
despertaba el amo, a hacer la corte al mayordomo, a cuya vanidad me
pareció halagar el cuidado que yo ponía en rendirle mis obsequios.
Recibióme con mucho agrado y me preguntó si me acomodaba bien la vida
que hacían los señores. Respondíle que, aunque era nueva para mí, no
desconfiaba de hacerme a ella con el tiempo.

Efectivamente fué así, porque tardé muy poco en acostumbrarme. De
reposado y juicioso que antes era, pasé de repente a ser vivaracho,
atolondrado y zumbón. Dióme la enhorabuena de mi transformación el
criado de don Antonio y me dijo que para ser hombre ilustre no me
faltaba mas que tener lances amorosos. Representóme que esta era una
cosa absolutamente necesaria para formar un joven completo, que todos
nuestros camaradas eran amados de alguna persona linda y que él tenía
la fortuna de que le mirasen con buenos ojos dos señoras de distinción.
Creí que mentía aquel bellaco, y le dije: «Amigo Mojicón, no se puede
negar que eres buen mozo y agudo; pero no alcanzo cómo han podido
prendarse de un hombre de tu condición dos señoras distinguidas en cuya
casa no estás.» «¡Gran dificultad, por cierto!—respondió Mojicón—.
Ellas ni aun siquiera saben quién yo soy. Estas conquistas las he
hecho usando de los vestidos de mi amo, y la cosa pasó de esta suerte:
Vestíme de señor, imité bien los modales de tal y fuíme al paseo. Hice
gestos y cortesías a todas las que encontraba, hasta que tropecé con
una que correspondió a mis expresivas muecas. Seguíla y logró también
hablarle. Tomé el nombre de don Antonio Centelles, pedí una cita, hice
algunos esguinces, insté, convino al fin en ello, etcétera. Hijo mío,
así me he gobernado yo para lograr tales fortunas; y si tú las quieres
tener, sigue mi ejemplo.»

Era mucha la gana que yo tenía de hacerme hombre ilustre para que
dejase de poner en práctica este consejo, y más cuando tampoco sentía
en mí gran repugnancia en tentar alguna empresa de amor. Resolví, pues,
disfrazarme de señor para buscar amorosas aventuras. No quise vestirme
en nuestra casa porque no se advirtiese; pero escogí en el guardarropa
el mejor vestido de mi amo, hice un paquete y llevéle a casa de cierto
barberillo amigo mío, donde podía disfrazarme libremente. Vestíme allí
lo mejor que pude, ayudándome el barbero; y cuando nos pareció que ya
no cabía más, me encaminé hacia el prado de San Jerónimo, de donde
estaba bien persuadido a que no volvería sin haber encontrado alguna
fortuna; pero no tuve necesidad de ir tan lejos para hallar una de las
más brillantes.

Al atravesar una calle excusada, vi salir de una casa pequeña y entrar
en un coche que estaba a la puerta una señora ricamente vestida y muy
hermosa. Paréme a mirarla y la saludé de manera que pudo bien conocer
que no me había disgustado, y ella por sí me hizo ver que merecía mi
atención más de lo que yo pensaba, porque levantó disimuladamente el
velo y descubrió un momento la cara más linda y graciosa del mundo.
Fuése en esto el coche y yo quedé en la calle sorprendido de aquella
aparición. «¡Oh qué hermosura!—me decía yo a mí mismo—. ¡Cáspita!
¡No me faltaba otra cosa para acabar de trastornarme! ¡Si las dos
señoras que aman a Mojicón son tan hermosas como ésta, digo que es el
ganapán más dichoso de todos los ganapanes! Estaría yo loco con mi
suerte si mereciese servir a una dama como ésta.» Mientras hacía estas
reflexiones, volví casualmente los ojos hacia la casa de donde había
visto salir a aquella linda persona, y vi asomada a la reja de un
cuarto bajo a una vieja que me hizo señas de que entrase.

Fuí volando a la casa, y en una sala muy decentemente amueblada
encontré a la venerable y disimulada vieja, que, teniéndome cuando
menos por algún marqués, me saludó con mucho respeto y me dijo: «Sin
duda, señor, que vuestra señoría habrá formado mal juicio de una
mujer que, sin tener el honor de conocerle, le ha hecho señal para
que entrase en su casa; pero juzgará más favorablemente de mí cuando
sepa que no lo hago así con todos y que vuestra señoría me parece
algún señor de la corte.» «No se engaña usted, amiga—le interrumpí,
avanzando la pierna derecha y ladeando un poco el cuerpo sobre el
costado izquierdo—. Soy, sin vanidad, de una de las mejores casas de
España.» «Bien se conoce—prosiguió la vieja—, y a cien leguas se
echa de ver. Yo, señor, tengo gran gusto, lo confieso, en servir de
algo a las personas de circunstancias, y éste es mi flaco. Habiendo
observado desde mi reja que vuestra señoría miraba con mucha atención
a aquella señora que acababa de salir de aquí, me atrevo a suplicarle
me diga con toda confianza si le ha gustado.» «Me ha gustado tanto—le
respondí—, que a fe de caballero os aseguro no he visto en mi vida
criatura más salada. Así, pues, madre mía, haced que ella y yo nos
veamos a solas, y contad con mi agradecimiento. Este es uno de aquellos
servicios que nosotros los grandes señores nunca pagamos mal.»

«Ya he dicho a vuestra señoría—replicó la vieja—que toda yo estoy
dedicada a servir a personas de distinción y que mi mayor gusto es
poderles ser útil en alguna cosa. Por ejemplo, yo recibo en mi casa
ciertas mujeres a quienes el concepto en que están de honestas y
virtuosas no les permite admitir en la suya cortejantes y les ofrezco
la mía para que puedan conciliar en ella su inclinación con la decencia
exterior.» «¡Bellamente!—le respondí—. Y es muy verosímil que usted
acabe de hacer este servicio a esa dama de quien estamos hablando.» «No
por cierto—repuso ella—; ésa es una señora viuda y moza que desea
tener un amante; pero es de un gusto tan delicado en este particular,
que no sé si encontrará en vuestra señoría lo que busca, aunque sea
un señor, a lo que parece, de gran mérito. Tres caballeros le he
presentado, todos tres a cual más galán y airoso, y, sin embargo,
ninguno le ha contentado, despidiéndolos a todos con desdén.» «¡Oh,
madre!—exclamé yo con cierto aire de confianza—. ¡Eso a mí no me
acobarda! ¡Disponed que yo le hable y os doy mi palabra que presto
os daré buena cuenta de ella! Tengo deseo de verme a solas con una
hermosura esquiva, porque hasta ahora ninguna he tropezado de esa
especie.» «Pues bien—repuso la vieja—, venga vuestra señoría mañana
a esta misma hora y satisfará ese deseo.» «No faltaré—respondí—, y
veremos si un caballero mozo y gallardo pierde esa conquista.»

Volví a casa del barberillo, sin empeñarme en buscar otras aventuras
hasta ver el éxito de la presente. El siguiente día, después de haberme
vestido a lo señor, fuí a casa de la vieja una hora antes de la que
ella me había señalado. «Señor—me dijo—, vuestra señoría ha venido
muy puntual, a lo que le estoy verdaderamente agradecida, aunque es
verdad que el motivo lo merece bien. He visto a nuestra viudica, y
las dos hemos hablado mucho de vuestra señoría. Encargóme que nada le
dijese de esto; pero he cobrado tanto amor a vuestra señoría, que no
puedo menos de decirle que ha quedado muy prendada de su persona y que
será un señor afortunado. Hablando aquí entre los dos, la tal viudita
es un bocado muy apetitoso. Su marido vivió poco tiempo con ella; fué
un relámpago su matrimonio y se puede decir que casi tiene el mérito de
una doncella.» Sin duda que la buena vieja quería hablar de aquellas
doncellas putativas que saben vivir en el celibato sin echar nada de
menos.

Tardó poco nuestra heroína en llegar a casa de la vieja, en coche
de alquiler como el día anterior, pero vestida con ricas galas.
Luego que se dejó ver en la sala salí al encuentro, dando principio
a mi papel por cinco o seis profundas cortesías a lo elegante,
acompañadas de garbosas contorsiones. Acercándome después a ella con
mucha familiaridad, le dije: «Reina mía, aquí tiene usted a sus pies,
en este caballerito mozo, una de las más difíciles conquistas; pero
desde que tuve ayer la dicha de ver esos bellos ojos, astros del más
hermoso cielo, ni un solo instante se ha borrado de mi imaginación el
vivo retrato de tan perfecto original, de modo que enteramente ofuscó
el de cierta duquesa que ya comenzaba a poseer mi corazón.» «Sin
duda—respondió ella quitándose el velo—que el triunfo es muy glorioso
para mí; mas ni por eso es muy pura mi alegría, porque un señorito de
vuestra edad es naturalmente inclinado a la variedad y a la mudanza,
siendo tan dificultoso de fijar como el azogue o el espíritu volátil.»
«Reina mía—le repliqué—, si a usted le place, dejemos a un lado lo
futuro y pensemos sólo en lo presente. Usted es bella; yo la amo.
Embarquémonos sin reflexión como lo hacen los marineros; no miremos
a los peligros de la navegación; pongamos solamente los ojos en los
placeres que la acompañan.»

Diciendo esto, me arrojé precipitadamente a los pies de mi ninfa y,
para imitar mejor a los elegantes, le supliqué y aun importuné de un
modo urgente que me hiciese feliz. Parecióme algún tanto conmovida
con mis instancias; pero juzgando sin duda que aun no era tiempo de
acceder a ellas, me alejó de sí con cierto cariñoso enojo, diciéndome:
«Deténgase vuestra señoría, que me parece un poco atrevido y me temo
que sea aún más libertino.» «¡Qué, señorita!—exclamé yo—. ¿Será
posible que usted aborrezca a un hombre a quien aman las mujeres de
la primera tijera? ¡Solamente a las vulgares y aldeanas parecen mal
esas tachas!» «¡Eso ya es demasiado!—repuso ella—. ¡Ya no puedo más,
y así, me rindo a razón tan poderosa! Veo que con los señores son
inútiles los espantos y reparos; es preciso que una pobre mujer ande
la mitad del camino. ¡Vuestra es ya la victoria!—añadió, aparentando
una especie de vergüenza, como si padeciera mucho su pudor en aquella
confesión—. Vos, señor, me habéis inspirado afectos que jamás he
sentido por nadie. Sólo me falta saber quién es vuestra señoría
para determinarme a escogerle por amante. Téngole por un señor, y
por un señor de nobles y honrados pensamientos. Con todo eso, no
estoy muy segura, y aunque me confieso inclinada a su persona, no
acabo de resolverme a hacer único dueño de mi amor y mi ternura a un
desconocido.»

Acordéme entonces del ingenioso modo con que el criado de don Antonio
había salido de otro apuro semejante, y queriendo yo, a ejemplo
suyo, ser tenido por mi amo, dije a mi viuda: «No tengo reparo de
manifestaros mi nombre y apellido, pues no es tan obscuro que me
avergüence de confesarlo. ¿Habéis oído hablar alguna vez de don Matías
de Silva?» «Sí, señor—respondió ella—, y aun diré también que en
cierta ocasión le vi en casa de una amiga mía.» Turbóme un poco, a
pesar de mi descaro, esta inesperada respuesta; pero serenándome al
punto y cobrando aliento para salir bien de aquel barranco, proseguí
diciendo: «Me alegro, ángel mío, de que conozcáis a un caballero... a
quien... también conozco yo; pues sabed, ya que me es preciso decirlo,
que los dos somos de una misma casa. Su abuelo se casó con la cuñada
de un tío de mi padre, y así, somos, como veis, parientes bastante
cercanos. Yo me llamo don César y soy hijo único del ilustre don
Fernando de Ribera, que murió quince años ha en una batalla que se dió
en la raya de Portugal. Fué una acción endiabladamente viva, y os haría
una exacta y menuda relación de ella; pero sería malograr los momentos
preciosos que el amor quiere que yo emplee en cosas de mayor gusto.»

Después de esta conversación, me mostré más vivamente encendido y
apasionado; pero al fin todo vino a parar en nada. Los favores que mi
apasionada deidad me concedió sólo sirvieron para hacerme suspirar
por los que me negó. La cruel volvió a meterse en su coche, que la
estaba esperando a la puerta. Yo, con todo eso, no dejé de retirarme
muy satisfecho de mi buena fortuna, aunque todavía no fuese completa
mi ventura. «Si no he podido hasta ahora lograr—me decía yo a mí
mismo—mas que favores a medias, sin duda es porque, siendo mi princesa
una dama tan distinguida, le pareció que no podía ni debía rendirse
al primer ataque. La altivez de su nacimiento retardó mi dicha; pero
ésta sólo se diferirá por algunos días.» Verdad es que, por otra parte,
se me ofrecía también que quizá podía ser una de las chuscas más
ladinas y refinadas. Con todo eso, me inclinaba más a mirar la cosa
por la mejor parte que por la peor, y así, me mantuve firme en el buen
concepto que había formado de la dama. Habíamos quedado de acuerdo,
cuando nos despedimos, en que nos volveríamos a ver el día siguiente;
y con la esperanza de estar tan vecino al colmo de mis deseos, me
recreaba yo en pensar que era infalible su logro.

Ocupado de tan risueños pensamientos llegué a casa del barbero. Mudé de
vestido y fuí en busca de mi amo, que sabía estaba en cierta casa de
juego. Halléle, con efecto, jugando, y conocí que ganaba, porque no era
de aquellos jugadores serenos que se enriquecen o arruinan sin mudar
de semblante. Mi amo era burlón, y aun insolente, cuando le daba bien;
pero si perdía no había quien le aguantase. Levantóse muy alegre del
juego y se dirigió al corral de la calle del Príncipe. Seguíle hasta
la puerta del teatro, y allí me puso en la mano un ducado, diciéndome:
«Toma, Gil Blas, que quiero que entres a la parte en mi ganancia.
Vete a divertir con tus amigos, y a media noche irás a buscarme a
casa de Arsenia, donde he de cenar en compañía de don Alejo Seguier.»
Diciendo esto, entróse en el teatro, y yo me quedé discurriendo en
qué gastar mi ducado según la intención del donador; pero tardé poco
en resolverme. Presentóse en aquel punto Clarín, criado de don Alejo,
y llevéle conmigo a la primera taberna, donde estuvimos bebiendo y
divirtiéndonos hasta media noche. Desde allí nos fuimos a casa de
Arsenia, donde Clarín debía también hallarse, habiéndosele dado la
misma orden que a mí. Abriónos la puerta un lacayuelo y nos hizo entrar
en una sala baja, donde estaban dos criadas, la una de Arsenia y la
otra de Florimunda, riéndose ambas a carcajada tendida, mientras sus
dos amas se estaban divirtiendo en el cuarto principal con nuestros
amos.

La llegada de dos mozos de buen humor que salían de cenar bien no podía
desagradar a aquellas damiselas, que acababan también de acomodarse
con las sobras de una cena, y cena de comediantas. ¡Pero cuál fué mi
admiración cuando en una de aquellas criadas reconocí a mi viudita, a
mi adorable viuda, que yo había tenido por una marquesa o condesa! Ella
también me pareció no menos sorprendida de ver a su querido don César
de Ribera convertido de elegante en lacayo. Sin embargo, nos miramos
uno a otro sin turbarnos, y aun nos dió a entrambos tal tentación de
risa, que no pudimos reprimirla; después de lo cual, Laura—que éste
era el nombre de mi princesa—, retirándome aparte mientras Clarín
hablaba con la compañera, me alargó con gracia la mano, diciéndome en
voz baja: «¡Tóquela usted, señor don César! Dejémonos de quejas y, en
vez de ellas, hagámonos amistosos cumplimientos. Usted hizo su papel
a las mil maravillas y yo no representé desgraciadamente el mío. ¿Qué
le parece del lance? ¡Vaya, confiese usted que me tuvo por una de
aquellas damas que a veces se divierten en imitar a las que hacen por
oficio lo que ellas por burla!» «Es verdad—le respondí—; pero, reina
mía, seas lo que fueres, sábete que, aunque he mudado de forma, no he
mudado de parecer. Admite benignamente mi cariño y permite que acabe el
ayuda de cámara de don Matías lo que tan felizmente comenzó don César
de Ribera.» «¡Quita allá!—repuso ella—. Ten por cierto que te amo
más en tu propio original que en el retrato de otro. Tú eres entre los
hombres lo mismo que yo entre las mujeres; ésta es la mayor alabanza
que puedo darte. Desde este mismo punto te recibo en el número de mis
apasionados. No necesitamos ya de la vieja para nada; puedes venir
aquí con libertad, porque nosotras, las damas de teatro, vivimos sin
sujeción, mezcladas con los hombres. Convengo en que esto no a todos
parece bien; pero el público se ríe, y nuestro oficio, como tú sabes,
es sólo divertirle.»

No pasó la conversación más adelante porque no estábamos solos. Hízose
general; fué viva, alegre, festiva y llena de agudezas y de equívocos
nada difíciles de entender. La criada de Arsenia, mi adorada Laura,
superó a todos, mostrando más ingenio y más agudeza que virtud.
Por otra parte, nuestros amos y las comediantas reían arriba tan
descompuestamente, que se conocía no ser su conversación más seria
ni más circunspecta que la nuestra. Si se hubieran escrito todas las
bellas cosas que se dijeron aquella noche en casa de Arsenia, creo
que se habría compuesto un libro muy instructivo para la juventud.
Mientras tanto, llegó la hora de retirarse cada uno a su casa; quiero
decir que ya había amanecido, y fué preciso separarnos. Clarín siguió a
don Alejo y yo me retiré con don Matías.



CAPÍTULO VI

De la conversación de algunos señores sobre los comediantes de la
compañía del teatro del Príncipe.


Al mismo tiempo que se levantaba mi amo de la cama, recibió un
billete de don Alejo Seguier, en que decía le quedaba esperando en
su casa. Pasamos a ella y encontramos allí al marqués de Zenete y a
otro caballerito de buena traza, a quien yo nunca había visto. «Don
Matías—dijo Seguier a mi amo presentándole el tal caballerito—, este
caballero es don Pompeyo de Castro, mi pariente. Reside en la corte de
Portugal casi desde su infancia. Ayer noche llegó a Madrid y mañana se
restituye a Lisboa. No nos concede mas que este día para gozar de su
compañía y conversación. Yo quiero aprovechar un tiempo tan precioso,
y para hacerle más grato y divertido, necesito de ti y del marqués de
Zenete.» Al oír esto mi amo dió un estrechísimo abrazo al pariente de
don Alejo, y recíprocamente se hicieron grandes cumplidos. A mí me
agradó mucho todo lo que decía don Pompeyo, y desde luego hice juicio
de que era hombre de entendimiento sólido y de discernimiento delicado.

Comieron todos en casa de Seguier, y después de comer se pusieron a
jugar, para divertir el tiempo hasta la hora de la comedia. Entonces
fueron todos al teatro del Príncipe, donde se representaba la nueva
tragedia intitulada _La reina de Cartago_. Acabada la representación,
volvieron juntos a cenar donde habían comido, y toda la conversación
se la llevó la tragedia que acababan de oír y los actores que la
representaron. «En cuanto al drama—dijo don Matías—, hago poco
aprecio de él, porque encuentro a Eneas más frío e insulso que en la
_Eneida_; pero es preciso confesar que se representó divinamente.
Veamos lo que nos dice el señor don Pompeyo, porque sospecho que
no se ha de conformar con mi sentir.» «Señores—respondió aquel
caballero sonriéndose—, veo a ustedes tan pagados de sus actores y
tan hechizados particularmente de sus actrices, que no me atrevo a
confesar que en este punto no concuerdan nuestras opiniones.» «¡Bien
dicho—interrumpió burlándose don Alejo—, porque aquí sería mal
recibida la vuestra! Haces bien en respetar las actrices a presencia de
los panegiristas de su reputación. Nosotros vivimos y bebemos todos los
días con ellas, somos defensores del primor con que representan, y si
fuere menester daremos testimonio de ello.» «No lo dudo—interrumpió el
pariente—, y también pudieran ustedes darlo de su vida y costumbres,
según la familiaridad con que me parece las tratan.» «¡Sin duda
que serán mejores vuestras comediantas de Lisboa!», dijo entonces
zumbándose el marqués de Zenete. «Sí, ciertamente—respondió don
Pompeyo—, valen algo más que las de Madrid; por lo menos hay algunas
en quienes no se nota el más mínimo defecto.» «Esas tales—replicó el
marqués—pueden contar con vuestras certificaciones.» «Yo—repuso don
Pompeyo—no tengo trato alguno con ellas ni concurro a sus reuniones,
y así puedo juzgar de su mérito sin preocupación ni parcialidad.
Pero, de buena fe—prosiguió—, ¿estáis verdaderamente persuadidos
de que en vuestro teatro tenéis una compañía excelente?» «¡No,
pardiez!—respondió el marqués—. Yo solamente defiendo un número muy
corto de los actores y echo a un lado a todos los demás. Pero no me
negaréis que es admirable la primera dama que representa el papel de
Dido. ¿No lo representa con toda la nobleza, con toda la majestad y
con todo el agrado que nos figuramos en aquella desgraciada reina?
¿Y no habéis admirado el arte con que interesa al espectador en sus
afectos, haciéndole sentir aquellos mismos movimientos diversos que
excitan en ella las diferentes pasiones? Parece que se arroba o que se
exhala cuando llega a lo más delicado y patético de la declamación.»
«Convengo—respondió don Pompeyo—en que sabe conmover y enternecer;
esto quiere decir que representa bien, pero no que carezca de defectos.
Dos o tres cosas me chocaron en ella. Por ejemplo: si quiere expresar
un afecto de admiración o de sorpresa, vuelve y revuelve aquellos ojos
de un modo tan violento y tan fuera de lo natural, que verdaderamente
dice muy mal en la majestuosa gravedad de una princesa. Añádase a
esto que con engrosar la voz, que tiene naturalmente dulce y delicada,
forma un sonido bronco bastante desapacible. Fuera de eso, en más de
un lugar de la tragedia hacía ciertas pausas que alteraban u ofuscaban
el sentido, dando motivo para sospechar que no comprendía bien aquello
mismo que decía. Sin embargo, quiero más bien suponer que estaba
distraída que acusarla de falta de inteligencia.» «A lo que veo—dijo
don Matías al censor—, vos no os atreveríais a componer versos
en alabanza de nuestras cómicas.» «¡No digáis eso!—respondió don
Pompeyo—. Antes bien, descubro en ellas un gran talento a través de
sus defectos, y aun diré que me encantó la que hizo papel de criada en
el entremés. ¡Qué naturalidad la suya! ¡Con qué gracia se presentó en
las tablas! Cuando tiene que decir algún chiste, le sazona con cierta
risita taimada llena de mil gracias, que le añaden infinita sal. Podrá
quizá notársele de que alguna vez se deja llevar algo de su viveza y
que pasa los límites de un desembarazo comedido; pero no hemos de ser
tan rigurosos. Yo sólo quisiera que se corrigiese de una mala costumbre
que ha tomado. Muchas veces, en medio de una escena y en pasaje serio,
interrumpe de improviso la acción por dejarse llevar de una loca gana
de reír que le da. Diráseme, acaso, que entonces es precisamente cuando
más la aplauden los del patio. ¡Grande aprobación, por cierto!» «¿Y qué
nos dice usted de los comediantes?—interrumpió el marqués—. Sin duda
que contra éstos disparará toda su artillería, cuando no ha perdonado
a las comediantas.» «No es así—respondió don Pompeyo—. Vi algunos
actores jóvenes que prometen mucho; sobre todo me gustó bastante aquel
comediante gordo que hizo el papel de primer ministro de Dido. Recita
muy naturalmente, y así se recita en Portugal.» «Si ésos le contentaron
a usted tanto—dijo Seguier—, habrá quedado hechizado del que hizo el
papel de Eneas. ¿No le pareció a usted un gran comediante, un actor
original?» «Y aun demasiado original—respondió el censor—, porque
tiene tonos que son privativos suyos. Por señas, que son bien agudos y
bien descompasados; tanto, que casi todos salen fuera de lo natural.
Precipita las palabras donde se encierra el sentido y se detiene en
las otras que no contienen alguno. Tal vez hace también gran esfuerzo
en las puras conjunciones. Divirtióme mucho, con especialidad en aquel
pasaje en que explica a su confidente la violencia que le cuesta la
necesidad de abandonar a su princesa. No es fácil expresar un dolor
más cómicamente.» «¡Poco a poco, primo!—replicó don Alejo—. ¡Al paso
que vas, nos harás creer que aun no se ha introducido el mejor gusto
en la corte de Portugal! ¿Sabes que el actor de que se trata es un
hombre singular? ¿No oíste las palmadas y los vivas con que todos le
aplaudieron? Todo eso prueba que no es tan malo como le pintas.» «Nada
prueban—replicó don Pompeyo—esas palmadas ni esos vivas. Dejemos,
señores, si les place, esos aplausos del vulgo. Frecuentemente los da
muy fuera de tiempo y contra toda razón, y por lo común aplaude menos
el verdadero mérito que el falso, como nos lo enseña Fedro por medio
de una fábula ingeniosa. Permitidme que os la cuente: Juntóse en una
gran plaza de cierta ciudad todo el pueblo para ver las habilidades
que hacían unos charlatanes titiriteros. Entre ellos había uno que
se llevaba los aplausos de todos. Este bufón, al acabar otros varios
juegos de manos, quiso cerrar la función dando al pueblo un espectáculo
nuevo. Dejóse ver solo en el tablado; cubrióse la cabeza con la capa;
agachóse, y comenzó a remedar el gruñido de un cochinillo, con tanta
propiedad, que todos creyeron que verdaderamente tenía escondido debajo
de la capa algún marranito verdadero. Comenzaron todos a gritar que
se quitase la capa; hízolo así, y viendo que no tenía cosa alguna
debajo de ella, se renovaron los aplausos y la grande algazara del
populacho. Un lugareño que estaba en el auditorio, chocándole mucho
aquellas importunas expresiones de necia admiración, gritó pidiendo
silencio, y dijo: «Señores, sin razón se admiran ustedes de lo que hace
ese bufón. No ha hecho el papel del marranito con tanta perfección
como a ustedes les parece. Yo lo sé hacer mucho mejor que él; y si
alguno lo duda, no tiene mas que concurrir a este sitio mañana a la
misma hora.» El pueblo, preocupado ya en favor del charlatán, se
juntó al día siguiente, aún en mucho mayor número que el anterior,
más para silbar al paisano que por divertirse en ver lo que había
prometido. Dejáronse ver en el teatro los dos competidores. Comenzó el
bufón y fué más aplaudido que lo había sido nunca. Siguióse después
el labrador; agachóse cubierto con su capa, tiró de la oreja a un
marranito que llevaba escondido debajo del brazo, y el animalito empezó
a dar unos gruñidos muy agudos. Sin embargo, el auditorio declaró la
victoria por el pantomimo y atolondró al paisano con silbidos. No por
eso se turbó ni corrió el buen lugareño; antes bien, mostrando el
lechoncillo al auditorio, «¡Señores—dijo con mucha socarronería—,
ustedes no me han silbado a mí, sino al marrano! ¡Miren ahora qué
buenos jueces son!» «Primo—dijo don Alejo—, en verdad que tu fábula
pica que rabia. Con todo eso, a pesar de tu lechoncillo, nosotros nos
mantenemos en lo dicho. Mudemos de asunto—prosiguió—, porque éste
ya me empalaga. ¿Conque tú estás resuelto a marchar mañana, sin hacer
caso del gran gusto que tendría yo en disfrutar por más tiempo de tu
amable compañía?» «También quisiera yo—respondió su pariente—gozar
más despacio de la tuya, pero no puedo. Ya te dije que vine a la corte
a cierto negocio de Estado. Ayer hablé al primer ministro, mañana
tengo que volver a verle y un momento después me es preciso partir
en posta para restituirme a Lisboa.» «Cátate un portugués hecho y
derecho—replicó Seguier—; y según todas las señas, nunca vendrás a
establecerte en Madrid.» «Creo que no—respondió don Pompeyo—. Tengo
la fortuna de que me quiere el rey de Portugal y estoy bien hallado
en su Corte. Pero ¿creerás tú que, no obstante la bondad con que me
distingue, faltó poco para que saliese desterrado para siempre de sus
dominios?» «¿Cómo así?—le replicó don Alejo—. ¡Cuéntanoslo, por tu
vida!» «Con mucho gusto—respondió don Pompeyo—; y al mismo tiempo os
contaré también la historia de mis sucesos.»



CAPÍTULO VII

Historia de don Pompeyo de Castro.


«Ya sabe don Alejo—prosiguió don Pompeyo—que desde mis más tiernos
años me incliné a las armas; y como en España gozábamos una paz
octaviana, tomé el partido de ir a Portugal. De allí pasé a Africa
con el duque de Braganza, que me empleó en su ejército. Era yo un
segundo de los menos ricos de España, lo que me puso en precisión de
distinguirme con hazañas que mereciesen la atención del general. Hice
mi deber, de modo que el duque me adelantó y me puso en paraje de
continuar en el servicio con honor. Después de una larga guerra, cuyo
fin no ignoran ustedes, me dediqué a seguir la Corte, y Su Majestad,
por los buenos informes que dieron de mí los generales, me gratificó
con una pensión considerable. Agradecido a la generosidad del monarca,
no perdí ocasión de manifestar mi reconocimiento. Poníame en su
presencia a aquellas horas en que era permitido verle y hacerle la
corte. Por esta conducta me granjeé insensiblemente su estimación y
recibí nuevos beneficios de su benignidad.

»Un día que me distinguí en una carrera de sortija y en una corrida
de toros que precedió a ella, toda la Corte aplaudió mi valor y mi
destreza, y cuando volví a casa, colmado de aclamaciones, me hallé
con un billete en que se me decía que cierta dama, cuya conquista me
debía lisonjear más que toda la gloria granjeada en aquel día, deseaba
hablarme, y que para esto, a la entrada de la noche, concurriese a
cierto sitio que se me señalaba. Dióme más gusto este papel que todas
las alabanzas que había recibido, no dudando que fuese una dama de la
primera distinción la que me escribía. Fácilmente creerán ustedes que
no me descuidé y que apenas anocheció fuí volando al paraje que se me
había indicado. Esperábame en él una vieja para servirme de guía, y
me introdujo por una portezuela en el jardín de una gran casa, donde
me condujo a un rico gabinete, en que me dejó encerrado, diciéndome:
«Sírvase vuestra señoría de esperar aquí mientras aviso a mi ama.» Vi
mil cosas preciosísimas en aquel gabinete, que estaba iluminado con
gran número de bujías, magnificencia que me confirmó en el concepto
que yo había formado de la nobleza de aquella dama. Y si todo lo que
estaba mirando contribuía a ratificarme en que no podía menos de ser
aquélla una persona de la más alta calidad, mucho más me confirmé en
mi opinión cuando ella se dejó ver, con un aire verdaderamente noble y
majestuoso. Sin embargo, no era lo que yo había pensado.

«Caballero—me dijo—a vista del paso que acabo de dar en vuestro
favor, sería inútil querer ocultaros los tiernos afectos que habéis
excitado en mi corazón. No penséis que éstos me los inspiró el gran
mérito que habéis mostrado hoy a vista de toda la Corte, no por
cierto; este mérito no hizo mas que precipitar su manifestación. Os
he visto más de una vez, me he informado de quién sois y el elogio
que me han hecho me ha determinado a seguir mi inclinación. Pero no
os lisonjeéis—prosiguió ella—creyendo que habéis hecho la conquista
de alguna duquesa. Yo no soy mas que la viuda de un simple oficial de
guardias del rey; lo único que puede hacer gloriosa vuestra victoria es
la preferencia que os doy sobre uno de los mayores señores del reino.
El duque de Almeida me ama y hace cuanto puede para ser correspondido,
pero no lo consigue y sólo admito sus obsequios por vanidad.

»Aunque estas palabras me dieron a entender que trataba con una chusca
amiga de aventuras amorosas, no dejé de mostrarme agradecido a mi
estrella por este encuentro. Doña Hortensia—que así se llamaba—estaba
en la flor de su juventud y su extremada hermosura me encantaba.
Fuera de esto, me ofrecía ser dueño de un corazón que se negaba a las
pretensiones de un duque. ¡Gran triunfo para un caballero español!
Arrojéme a los pies de Hortensia para rendirle gracias por sus
favores. Díjele cuanto podía decirle un hombre apasionado, y creo que
quedó muy satisfecha de las vivas expresiones con que le aseguré de mi
fidelidad y gratitud. Separámonos, quedando ambos los mayores amigos
del mundo, después de haber convenido en vernos todas las noches que no
pudiese venir a su casa el duque, tomando ella a su cargo avisarme muy
puntualmente. Así lo hizo, y yo vine a ser el Adonis de aquella nueva
Venus.

»Pero los placeres de esta vida duran poco. A pesar de las precauciones
que tomó Hortensia para que nuestra amistad no llegase a noticia
de mi competidor, no dejó de saber éste todo lo que nos importaba
tanto que ignorase. Enteróle de ello una criada descontenta, y aquel
señor, naturalmente generoso, pero altivo, celoso y arrebatado, se
indignó sobremanera de mi audacia. La ira y los celos le turbaron la
razón, y, siguiendo sólo lo que le dictaba su enojo, determinó tomar
venganza de mí de un modo infame. Una noche que estaba yo en casa
de Hortensia me esperó a la puerta falsa del jardín, en compañía de
sus criados, armados todos de garrotes. Luego que salí hizo que se
arrojasen a mí aquellos canallas y les mandó que me matasen a palos.
«¡Dadle fuerte!—les decía—. ¡Muera a garrotazos ese temerario, que
con esta infamia quiero castigar su insolencia.» Apenas dijo estas
palabras, cuando todos me asaltaron, y me dieron tantos palos, que
me dejaron tendido en tierra, sin sentido. Retiráronse después con
su amo, para quien aquella cruel escena había sido el más divertido
espectáculo. Permanecí el resto de la noche en el estado en que me
dejaron, hasta que al romper el día pasaron junto a mí algunas personas
que, observando que todavía respiraba, tuvieron la caridad de llevarme
a casa de un cirujano. Por fortuna, se advirtió que no eran mortales
los golpes, y tuve también la de caer en manos de un hombre hábil que
me curó perfectamente en dos meses. Al cabo de este tiempo volví a
presentarme en la Corte, donde proseguí en el mismo método que antes,
pero sin volver a entrar en casa de Hortensia, la cual tampoco hizo por
su parte diligencia alguna para que nos viésemos, porque a este solo
precio le había perdonado el duque su infidelidad.

»Como todos sabían mi aventura y ninguno me tenía por cobarde se
admiraban de verme tan sereno como si no hubiera recibido la menor
afrenta, sin saber qué discurrir de mi aparente indiferencia. Unos
creían que, a pesar de mi valor, la calidad del agresor me contenía
y me obligaba a tragarme el ultraje; y otros, con mayor fundamento,
no se fiaban en mi silencio y miraban como una calma engañosa la
sosegada situación que aparentaba. El rey pensó, como éstos, que yo
no era hombre que olvidase un agravio sin tomar satisfacción de él
y que no dejaría de vengarme cuando encontrase oportunidad. Para
averiguar si había adivinado mi pensamiento, me hizo entrar un día en
su gabinete y me dijo: «Don Pompeyo, ya sé el lance que te sucedió, y
confieso que estoy admirado de ver tu tranquilidad. Tú ciertamente
maquinas y disimulas.» «Señor—le respondí—, ignoro quién pudo ser
mi ofensor, porque me acometieron de noche unos desconocidos; fué una
desgracia de la que es forzoso consolarme.» «¡No, no!—replicó el
rey—. ¡No pienses alucinarme con esa respuesta poco sincera! Estoy
informado de todo: el duque de Almeida fué el que mortalmente te
ofendió. Tú eres noble y español, y sé muy bien a lo que te empeñan
esas dos circunstancias. Sin duda has hecho ánimo de vengarte, y quiero
decisivamente que me confieses la determinación que has tomado, y no
temas que llegue jamás el caso de arrepentirte de haberme confiado
tu secreto.» «Pues ya que vuestra majestad lo manda—respondí—, no
puedo menos de manifestarle con toda verdad mi pensamiento. Sí, señor,
sólo pienso en vengar la afrenta que he recibido. Todo hombre que ha
nacido como yo es responsable de su honor a su linaje y a su mismo
nacimiento. Vuestra majestad sabe muy bien la injuria que se me ha
hecho, y yo he resuelto asesinar al duque de un modo que corresponda
a la ofensa. Le sepultaré un puñal en el pecho o le levantaré la tapa
de los sesos de un pistoletazo, y me refugiaré en España si pudiere.
Tal es, señor, mi intención.» «A la verdad—repuso el rey—, me parece
violenta; pero no por eso me atreveré a condenarla, considerada la
cruel afrenta que te hizo el duque. Conozco que merece el castigo que
le tienes dispuesto; pero suspéndelo por un poco; no lo pongas en
ejecución tan presto; dame tiempo para pensar y encontrar algún medio
que os esté bien a los dos.» «¡Ah, señor!—exclamé yo, no sin alguna
conmoción—. ¿Pues a qué fin me obligó vuestra majestad a descubrirle
mi secreto? ¿Qué medio puede jamás...?» «Si no encuentro alguno que te
deje satisfecho—interrumpió el rey—, podrás ejecutar entonces lo que
tienes pensado. No pretendo abusar de la confianza que me has hecho; no
sacrificaré tu honor, y en esta conformidad puedes vivir muy tranquilo.»

»Andaba yo discurriendo qué medios podía buscar el rey para componer
amigablemente este negocio, y he aquí cómo lo dispuso. Habló a solas a
mi enemigo y le dijo: «Duque, tú has ofendido a don Pompeyo de Castro
y no ignoras que es un caballero ilustre a quien yo estimo y que me ha
servido bien. Es preciso que le des satisfacción.» «Señor—respondió
el duque—, no se la negaré. Si está quejoso de mi proceder, pronto
estoy a darle satisfacción con las armas.» «Es muy diferente la que
debes dar—replicó el rey—. Un español noble conoce muy bien las
leyes del pundonor para querer medir su espada noblemente con un
cobarde asesino. No puedo darte otro nombre, ni tú podrás borrar la
bajeza de una acción tan villana sino presentando tú mismo un palo a
tu enemigo y ofreciéndote a que él te apalee por su mano.» «¡Santo
cielo!—exclamó mi enemigo—. Pues qué, señor, ¿quiere vuestra majestad
que un hombre de mi clase se degrade y humille delante de un caballero
particular hasta llevar con paciencia algunos palos?» «No llegará ese
caso—respondió el rey—. Yo obligaré a don Pompeyo a darme palabra
de que no te tocará; sólo exijo que le pidas perdón de tu violencia,
presentándole el palo.» «Señor—replicó el duque—, eso es pedirme
demasiado y prefiero el quedar expuesto a las ocultas asechanzas de
su enojo.» «Aprecio tu vida—repuso el monarca—, y quisiera que este
asunto no tuviera funestas resultas. Para terminarlo con menos disgusto
tuyo, seré yo solo testigo de dicha satisfacción, que te mando des al
español.»

»Necesitó el rey de todo su poder para conseguir que el duque se
sujetase a un paso tan humillante, pero al fin lo logró. Envióme
después a llamar y contóme la conversación que había tenido con mi
enemigo, preguntándome al mismo tiempo si me contentaría yo con la
satisfacción en que ambos habían convenido. Respondíle que sí y di
palabra de que, lejos de ofenderle, ni aun siquiera tomaría en la mano
el palo que me presentase. Dispuestas así las cosas, concurrimos el
duque y yo al cuarto del rey cierto día y a cierta hora, y su majestad
se cerró con nosotros en su gabinete. «¡Ea—dijo al primero—, conoced
vuestra falta y mereced el perdón!» Dióme entonces sus disculpas mi
contrario y presentóme el bastón que tenía en la mano. «Tomad, don
Pompeyo, ese bastón—me dijo el rey—y no os detenga mi presencia para
tomar venganza de vuestro honor ultrajado. Yo os levanto la palabra
que disteis de no maltratar al duque.» «No, señor—respondí—; basta
que se haya sujetado a ser apaleado por mí. Un español ofendido no
pide mayor satisfacción.» «Pues bien—repuso el rey—, ya que los dos
os dais por satisfechos, podréis ahora tomar libremente el partido
que se acostumbra entre caballeros, según el proceder regular. Medid
vuestras espadas para terminar el duelo.» «¡Eso es lo que yo deseo
vivamente—dijo el duque con voz alterada y descompuesta—, porque sólo
eso es capaz de consolarme del vergonzoso paso que acabo de dar!»

»Dichas estas palabras, se retiró, colérico y abochornado, y dos horas
después me envió a decir que me esperaba en cierto sitio retirado.
Acudí allá y le encontré dispuesto a reñir en forma. Tenía unos
cuarenta y cinco años y no le faltaba destreza ni valor, pudiéndose
decir con verdad que era igual el partido. «Venid, don Pompeyo—me
dijo—, y terminemos de una vez nuestras contiendas. Uno y otro
debemos estar airados; vos, por el modo con que os traté, y yo por
haberos pedido perdón.» Diciendo esto, echó precipitadamente mano a
la espada, y tanto, que no me dió tiempo para responderle. Tiróme
dos o tres estocadas con la mayor presteza, pero tuve la fortuna de
parar los golpes. Acometíle después y conocí que reñía con un hombre
tan diestro en defenderse como en acometer; y no sé lo que hubiera
sido de mí a no haber tropezado él y caído de espaldas cuando se
defendía retirándose. Detúveme así que le vi en tierra y le dije se
levantase. «¿Por qué razón me perdonáis?—me preguntó—. Me ofende
mucho esa piadosa generosidad.» «También quedaría muy obscurecida mi
gloria—le respondí yo—si quisiera aprovecharme de vuestra desgracia.
Levantaos, vuelvo a decir, y prosigamos nuestro duelo.» «¡No, don
Pompeyo!—me dijo mientras se iba levantando—. ¡A vista de un rasgo
tan noble, no me permite mi honor empuñar la espada contra vos! ¿Qué
diría el mundo de mí si tuviera la fatalidad de pasaros el pecho?
¡Tendríame por un ruin cobarde si quitaba la vida a quien pudo darme
la muerte! No puedo, pues, armarme contra vuestra vida; antes bien,
mi gratitud ha convertido en dulces y amorosos afectos los furiosos
movimientos que agitaban mi corazón. Don Pompeyo—continuó—, cesemos
ya de aborrecernos. ¡Poco dije! ¡Seamos amigos!» «¡Ah, señor—exclamó
yo—, y con qué placer acepto una propuesta tan gustosa! Desde este
instante os juro una sincerísima amistad, y para daros desde luego
la prueba más positiva de ella, os prometo no poner más los pies en
casa de doña Hortensia, aun cuando ella lo deseara.» «No admito la
promesa—dijo él—; antes bien, quiero cederos esta señora. Es más
razón que yo os la deje, puesto que su inclinación a vos es natural
en ella.» «¡No, no!—le interrumpí—. Vos la amáis, y los favores
que me hiciese podrían inquietaros; y así, quiero sacrificarla a
vuestra paz y quietud.» «¡Oh, insigne español, lleno todo de nobleza
y generosidad!—exclamó arrebatado el duque—. Me encanta vuestro
modo de pensar. ¡Oh, y qué remordimientos siento al oírlo! ¡Con qué
dolor y con cuánta vergüenza se me presenta a la memoria el ultraje
que os hice! Paréceme ahora muy ligera la satisfacción que os di en
el gabinete del rey. Quiero repararla de un modo más público, y para
borrar enteramente la infamia, os ofrezco una sobrina mía, de cuya mano
puedo disponer; es una heredera rica, que aun no ha cumplido quince
años, y todavía más hermosa que joven.»

»Di al duque todas aquellas gracias que me podía inspirar el honor de
enlazarme con su familia, y pocos días después me casé con su sobrina.
Toda la Corte se congratuló con aquel personaje por haber labrado la
fortuna de un caballero a quien había cubierto de ignominia. Desde
entonces acá, señores míos, vivo con el mayor gusto en Lisboa. Mi
esposa me ama y yo la amo. Su tío me da cada día nuevas pruebas de
amistad y puedo preciarme de que merezco un buen concepto al rey; y
prueba de su estimación es la importancia del negocio que de su orden
me ha traído a Madrid.»



CAPÍTULO VIII

Por qué accidente se ve precisado Gil Blas a buscar nuevo acomodo.


Esta fué la historia que contó don Pompeyo y que oímos el criado de
don Alejo y yo, aunque nos mandaron que nos retirásemos antes que la
principiase. Hicímoslo así, pero nos quedamos a la puerta de la sala,
que de propósito dejamos entornada, y pudimos oír todo lo que dijo, sin
perder una sola palabra. Prosiguieron después bebiendo aquellos señores
y se separaron antes del día, porque como don Pompeyo había de hablar
por la mañana al ministro, era razón que le diesen tiempo de reposar
algún tanto. El marqués de Zenete y mi amo se despidieron de aquel
caballero, abrazándole y dejándole con su pariente.

Nosotros, por esta vez, nos acostamos al amanecer, y al día siguiente
mi amo me honró dándome otro nuevo empleo. «Gil Blas—me dijo—,
toma papel, tinta y pluma para escribir dos o tres cartas que quiero
dictarte, pues te hago mi secretario.» «¡Bravo!—dije entre mí—.
¡Esto se llama acrecentamiento de encargos! ¡Lacayo para ir detrás
de mi amo a todas partes, ayuda de cámara para ayudarle a vestir y
secretario para escribirle las cartas, dictándome su señoría! ¡El
Cielo sea loado por todo! ¡Voy, como la triforme Hécate, a representar
tres muy distintos personajes!» «Tú no sabes—prosiguió mi amo—qué
fin llevo en escribir estas cartas. Voy a decírtelo; pero sé callado,
porque te va la vida en ello. A cada paso tropiezo con gentes que me
apestan alabándose de sus felices galanteos, y yo quiero sobrepujar a
su vanidad, para lo que he pensado llevar siempre en el bolsillo varios
billetes fingidos de diferentes damas y leérselos cuando ellos hagan
necio alarde de sus triunfos. Esto me divertirá un rato y seré más
dichoso que todos mis compañeros, porque ellos solicitan esas fortunas
sólo por tener el gusto de publicarlas, y yo tendré el gusto de
referirlas sin los malos ratos que trae consigo el pretenderlas. Pero
tú—añadió—procura desfigurar tu letra, mudando la forma de manera que
los papeles no parezcan escritos de una misma mano.»

Tomé, pues, pluma, tinta y papel para obedecer a don Matías, quien me
dictó un billete en los términos siguientes: «Anoche faltaste a tu
palabra y no te dejaste ver en el sitio concertado. ¡Ah don Matías, no
sé qué podrás decir para disculparte! Grande ha sido mi error, pero
bien has castigado mi vanidad y la ligereza con que creía yo que todas
las diversiones, y aun todos los negocios del mundo, debían ceder
al gusto de ver a _Doña Clara de Mendoza_.» Después de este billete
me hizo escribir otro como de una dama que posponía a un gran señor
por amor a su persona; y otro, en fin, en el cual otra dama le decía
que, si estuviera segura de su discreción, harían juntos el viaje
de Citerea. No contentándose con hacerme escribir unos billetes tan
bellos, me obligaba a que los firmase con el nombre de varias señoras
muy distinguidas. No pude menos de decirle que la cosa me parecía
demasiadamente delicada, pero me respondió secamente que nunca me
metiese en darle consejos mientras no me los pidiera. Vime precisado
a callar y obedecerle. Acabóse de vestir, ayudándole yo; metió los
billetes en el bolsillo y salió de casa. Seguíle y fuimos a la de
don Juan de Moncada, que tenía convidados aquel día a cinco o seis
caballeros amigos suyos.

Hubo una gran comida y reinó en toda ella la alegría, que es la salsa
mejor de los banquetes. Todos los convidados contribuyeron a mantener
divertida la conversación, unos con chistes y otros contando aventuras
que ellos decían haberles sucedido. No malogró mi amo tan favorable
ocasión de hacer lucir los papeles amorosos que me había hecho
escribir. Leyólos en alta voz y en tono tan natural, que, a excepción
de su secretario, todos los demás pudieron tenerlos por muy verdaderos.
Entre los caballeros que se hallaban presentes a tan descarada lectura
había uno que se llamaba don Lope de Velasco, hombre grave y de juicio,
el cual, en vez de celebrar como los demás las imaginarias fortunas,
preguntó fríamente a mi amo si le había costado mucho hacerse dueño de
la voluntad de doña Clara. «Menos que nada—le respondió don Matías—,
pues ella fué la que dió los primeros pasos. Vióme en el paseo,
prendóse de mí, mandó que me siguiesen, supo quién era yo, escribióme
y citóme para su casa a la una de la noche, cuando todos estaban
durmiendo. Fuí allá, introdujéronme en su cuarto... Lo demás no permite
mi prudencia que lo diga.»

Cuando don Lope de Velasco oyó aquella lacónica relación, se turbó
tanto que todos se lo conocieron, y no era dificultoso adivinar
lo mucho que se interesaba en el honor de aquella dama. «Todos
esos billetes—dijo a mi amo mirándole con semblante airado—son
enteramente falsos, en particular el de doña Clara de Mendoza, de
que tanta ostentación hacéis. No hay en España señorita más recatada
y honesta que ella. Dos años ha que la obsequia un caballero que no
os cede en nacimiento ni en prendas personales y apenas ha podido
conseguir de ella los más inocentes favores, siendo así que se puede
lisonjear de que, si fuera capaz de conceder alguno, a ningún otro sino
a él se los dispensaría.» «¿Y quién os dice lo contrario?—replicó
mi amo en un tono burlón—. Yo no me aparto de que es una señorita
muy honesta. Yo también soy muy honesto caballerito. Conque debéis
creer que nada pasaría que no fuese honestísimo.» «¡Oh, eso ya pasa
de raya!—interrumpió don Lope—. Dejémonos de chanzas. Vos sois
un impostor y jamás doña Clara os dió cita para de noche. No puedo
tolerar que manchéis su reputación. Tampoco a mí me permite ahora
la prudencia deciros lo demás.» Y diciendo estas palabras miró con
arrogancia a los concurrentes y se retiró con un aire que anunciaba
las malas consecuencias que podría tener aquel negocio. Mi amo, que
tenía bastante valor para un señor de su carácter, hizo poco caso de
las amenazas de don Lope. «¡Gran tonto!—exclamó dando una carcajada—.
¡Los caballeros andantes sólo defendían la _sin par hermosura_ de sus
damas; pero éste quiere defender la _sin par honestidad_ de la suya, lo
que me parece empeño todavía más extravagante!»

La retirada de Velasco, a la que en vano quiso oponerse Moncada, no
descompuso la fiesta. Los caballeros, sin parar la atención en ello,
prosiguieron alegrándose y no se separaron hasta el amanecer. Mi amo
y yo nos acostamos a las cinco de la mañana. El sueño ya me rendía
y había hecho ánimo de dormir bien, pero echaba la cuenta sin la
huéspeda, o, por mejor decir, sin nuestro portero, el que una hora
después me vino a despertar y a decirme que estaba a la puerta de la
calle un mozo que preguntaba por mí. «¡Ah, maldito portero!—dije
bostezando, entre enfadado y dormido—. ¿No consideras que sólo ha
una hora que me acosté? Di a ese hombre que estoy durmiendo y que
vuelva más tarde.» «Dice—respondió el portero—que tiene precisión
de hablarte luego luego, porque es cosa urgente.» Levantéme a estas
palabras, poniéndome solamente los calzones y una almilla, y echando
mil pestes fuí a ver lo que me quería el mozo que me buscaba.
«Amigo—le dije—, ¿qué negocio tan urgente es el que me proporciona
la honra de verte tan de mañana?» «Una carta—respondió—que tengo que
entregar en mano propia al señor don Matías y es preciso la lea cuanto
antes. Su contenido es de la mayor importancia, y así, te ruego que
me lleves a su cuarto.» Persuadido de que debía de ser alguna cosa de
grande consecuencia, me tomé la licencia de ir a despertar a mi amo.
«Perdone vuestra señoría—le dije—si le vengo a interrumpir el sueño;
pero la importancia...» «¿Qué diantres me quieres?», dijo enfadado.
«Señor—dijo entonces el mozo que me acompañaba—, es una carta de
don Lope de Velasco que debo entregar a usía.» Incorporóse don Matías,
tomó el billete, leyóle y dijo con mucho sosiego al criado de don Lope:
«Hijo, yo nunca me levanto hasta mediodía aunque me conviden para la
mejor diversión del mundo. ¡Mira ahora si me levantaré a las seis de
la mañana para ir a reñir! Díle a tu amo que, como me espere hasta las
doce y media en el sitio que me dice, seguramente nos veremos en él;
dale esta respuesta.» Y diciendo esto volvióse a echar y tardó muy poco
en quedarse de nuevo dormido.

A las once y media se levantó y vistió con grandísima pachorra. Salió
de casa, diciéndome que por aquella vez me dispensaba de seguirle;
pero yo no pude resistir a la curiosidad de ver en lo que paraba aquel
negocio. Fuime tras de él a lo largo hasta el prado de San Jerónimo,
donde vi a lo lejos a don Lope de Velasco, que le estaba esperando.
Escondíme donde sin ser visto pudiese observar a los dos, y vi que se
juntaron y que un momento después comenzaron a reñir. Duró mucho la
pendencia, peleando uno y otro con mucha destreza y con igual valor;
pero al fin se declaró la victoria por don Lope, quien de una estocada
pasó de parte a parte a mi amo, dejándole tendido en tierra y huyendo
muy satisfecho de haberse vengado. Corrí acelerado a don Matías;
halléle sin sentido y casi muerto, espectáculo que me enterneció tanto,
que no pude menos de echar a llorar por ver una muerte para la cual,
sin pensarlo, había yo servido de instrumento. En medio de esto y de
mi justo sentimiento no dejé de pensar en hacer lo que me importaba.
Volvíme al punto a casa sin hablar palabra a nadie. Hice mi hatillo, en
el que, por inadvertencia, metí también algunas cosillas de mi amo, y
luego que lo llevó a casa del barbero, donde tenía guardado el vestido
que usaba en mis aventuras, esparcí la voz de la desgracia que había
sucedido, siendo yo testigo de ella. Contéla a quien me la quiso oír,
pero sobre todo fuí a contársela a Rodríguez. Este, menos afligido que
solícito en tomar las providencias oportunas, juntó a todos los criados
de don Matías, mandóles que le siguiesen y fuimos todos al lugar de
la pelea. Levantamos a don Matías, que aun respiraba; llevámosle a
casa, y al cabo de tres horas murió. Tal fué el trágico fin del señor
don Matías de Silva, mi amo, por el imprudente gusto de leer papeles
amorosos fingidos por él.



CAPÍTULO IX

Del amo a quien Gil Blas fué a servir después de la muerte de don
Matías de Silva.


Hecho el entierro de don Matías, fueron, pasados unos días, pagados
y despedidos todos sus criados. Yo establecí mi morada en casa del
barberillo, con quien empezaba a contraer estrechísima amistad.
Prometíame estar allí con más gusto y mayor libertad que en casa de
Meléndez. Como me hallaba con algún dinerillo, no me di prisa a buscar
nueva conveniencia; por otra parte, me había hecho muy delicado sobre
este particular. Ya no gustaba de servir a gente común y plebeya, y aun
entre la noble quería examinar bien antes el empleo que me querían dar.
Aun el mejor no me parecía sobrado para mí, persuadido de que todo era
poco para quien había servido a un caballero rico, mozo y elegante.

Esperando a que la fortuna me ofreciese una casa cual yo me imaginaba
merecer, juzgué no podía emplear mejor mi ociosidad que en dedicarme
a obsequiar a la bella Laura, a quien no había visto desde el día en
que nos desengañamos los dos tan graciosamente. No me pasó por el
pensamiento volver a vestirme a lo don César de Ribera. Sería una
grande extravagancia disfrazarme ya con aquel traje, y más cuando mi
propio vestido era bastante decente, pudiendo pasar por un término
medio entre don César y Gil Blas, sobre todo hallándome bien calzado,
peinado y afeitado con ayuda de mi amigo el barbero. En este estado fuí
a casa de Arsenia, y encontré a Laura sola en la misma sala donde en
otra ocasión le había hablado. Exclamó luego que me vió: «¿Qué milagro
es éste? ¿Eres tú? ¡Paréceme que sueño, porque te creí muerto o que
te habías perdido! Hace siete u ocho días que te dije podías venir a
verme; mas, a lo que veo, no abusas de la libertad que te conceden las
damas.»

Disculpéme con la muerte de mi amo y con las ocupaciones a que dió
lugar, añadiendo muy cortesanamente que aun en medio de ellas tenía
siempre muy presente en el corazón y en la memoria a mi amada Laura.
«Siendo así—me dijo ella—, se acabaron ya las quejas, y te confesaré
que también te he tenido yo muy presente. Luego que supe la desgracia
de don Matías, me ocurrió un pensamiento, que acaso no te desagradará.
Días ha que oí decir a mi ama que se alegraría de encontrar un mozo
que supiese de cuentas y gobierno de una casa, para ser su mayordomo
y llevase razón del dinero que se le entregara para el gasto de ésta.
Inmediatamente puse los ojos en tu señoría, pareciéndome que serías el
más a propósito para este empleo.» «También me parece a mí—respondí
yo—que le desempeñaría a las mil maravillas. He leído las _Economías
de Aristóteles_, y, por lo que toca a llevar una cuenta, ése ha sido
siempre mi fuerte. Pero, hija mía—añadí—, una sola dificultad me
impide entrar a servir a Arsenia.» «¿Qué dificultad?», replicó Laura.
«He jurado—repuse—no servir jamás a gente común, y lo peor es que lo
juré por la laguna Estigia. Si el mismo Júpiter no se atrevió a violar
este juramento, mira tú cuánto deberá respetarle un pobre criado.»
«¿A quién llamas tú gente común?—replicó Laura con mucho despego—.
¿Por quiénes tienes tú a las comediantas? ¿Parécete que son por ahí
algunas abogadillas o algunas procuradoras? ¡Sábete, amigo mío, que las
comediantas son nobles y archinobles por los enlaces que contraen con
los primeros personajes de la Corte!» «Siendo así—le dije—, cuenta
conmigo, hija mía, para ese empleo que me destinas; pero con tal que
no me degrade ni me haga valer menos de lo que soy.» «¡No tengas miedo
de eso!—repuso Laura—. Pasar de la casa de un elegante a la de una
heroína de teatro es hacer el mismo papel en el gran mundo. Nosotras
estamos en una misma línea con las personas de la primera distinción;
el mismo aparato de cuarto, la misma mesa, y, en realidad, es menester
que se nos confunda con ellos en la vida civil. Con efecto—añadió—,
si se consideran bien un marqués y un comediante, en el discurso de
un día vienen casi a ser una misma cosa. Si el marqués, en las tres
cuartas partes del día, es superior al comediante, el comediante, en
la otra cuarta parte, supera mucho más al marqués, porque representa
el papel de emperador o de rey. Esta, a mi ver, es una compensación de
nobleza y de grandeza que nos iguala con las personas de la Corte.»
«Así es, por cierto—respondí—; sin duda que estáis a nivel unos con
otros. Los comediantes no son ya gentuza, como pensaba yo hasta aquí,
y me has metido en gana de servir a un gremio tan distinguido y tan
honrado.» «Me alegro—repuso ella—, y no tienes mas que volver de
aquí a dos días. Me tomo este tiempo para ir preparando a mi ama a fin
de que te reciba. Le hablaré en tu favor; puedo algo con ella y me
persuado que lograré que entres en casa.»

Di las gracias a Laura por su buena voluntad, asegurándole quedaba
sumamente reconocido a sus finezas, con expresiones tales que no podía
dudar de mi agradecimiento. Siguió después una larga conversación
entre los dos, la que interrumpió un lacayo que vino a decir a mi
princesa que Arsenia la llamaba. Separámonos, y yo salí con grandes
esperanzas de que presto tendría la fortuna de pasarlo a pedir de boca.
No dejé de volver al plazo señalado. «Ya te estaba esperando—me dijo
Laura—, para darte la alegre noticia de que eres de los nuestros. Ven
conmigo, que quiero presentarte a mi señora.» Diciendo esto, me llevó a
una habitación compuesta de cinco o seis piezas a cual más rica y más
soberbiamente alhajada.

¡Qué lujo! ¡Qué magnificencia! Parecióme que entraba en casa de alguna
virreina, o, por mejor decir, creí estar viendo todas las riquezas del
mundo juntas en aquélla. Lo cierto es que había en ella lo más rico de
todas las naciones; tanto, que se podía definir a aquella habitación,
con mucha propiedad, «el templo de una diosa a cuyas aras ofrecía
todo caminante lo más raro y precioso de su país». Vi a la deidad
majestuosamente sentada en un almohadón de brocado carmesí con franjas
de oro. Era bella y corpulenta, porque había engordado con el humo de
los sacrificios. Estaba en un gracioso desaliño y ocupaba sus lindas
manos en componer un primoroso tocado nuevo para lucirlo aquella noche
en el teatro. «Señora—le dijo la criada—, éste es el mayordomo de que
tengo hablado, y puedo asegurar a usted sería difícil encontrar otro
que fuese más a propósito.» Miróme Arsenia con particular atención y
tuve la dicha de gustarle. «¿Cómo así, Laura?—exclamó ella—. ¿Quién
te dió noticia de tan bello mozo? ¡Ya estoy viendo que me irá muy bien
con él!» Y volviéndose a mí: «Querido—me dijo—, tú eres el que yo
buscaba y el que verdaderamente me acomoda. Sólo tengo que decirte una
palabra: estarás contento conmigo si me sirves bien.» Respondíle que
haría cuanto estuviese de mi parte para agradarla en todo. Viendo que
estábamos acordes, me despedí prontamente para ir a buscar mi hatillo y
volver a tomar posesión de la nueva casa.



CAPÍTULO X

Entra Gil Blas a servir de mayordomo en casa de Arsenia; informes que
le da Laura de los comediantes.


Era poco más o menos la hora de la comedia cuando mi nueva ama me dijo
la siguiese al teatro en compañía de Laura. Entramos en el vestuario,
y allí, quitándose el vestido que llevaba, se puso otro magnífico
para presentarse en la escena. Así que empezó la representación, me
llevó Laura a un sitio desde donde podíamos oír y ver perfectamente.
Desagradóme la mayor parte de los representantes, sin duda porque ya
estaba predispuesto contra ellos en virtud de lo que le había oído a
don Pompeyo. Con todo eso, fueron muy aplaudidos, aunque algunos me
hicieron acordar de la fábula del lechoncillo.

Tenía Laura gran cuidado de irme diciendo el nombre de los comediantes
y comediantas conforme iban saliendo al teatro; y no contenta con
nombrarlos, hacía un retrato satírico de cada uno. «Este—decía—es
un atolondrado; aquél, un insolente; aquella melindrosa que ves,
cuyo aire es más descarado que gracioso, se llama Rosarda y fué muy
mala adquisición para la compañía. ¡Más valdría que se marchara con
la que se está formando de orden del virrey de Nueva España y va a
salir inmediatamente para América! Mira bien aquel astro luminoso que
acaba de presentarse, aquel bello sol que va caminando a su ocaso:
llámase Casilda, y si cada uno de los amantes que ha tenido la hubiera
contribuído con una piedra labrada para fabricar una pirámide, como
dicen que en otro tiempo lo hizo cierta reina de Egipto, podría haber
erigido una que llegase al tercer cielo.» En fin, a cada cual fué
pegando Laura su parchecito. ¡Qué mala lengua! ¡Ni aun a su misma ama
perdonó!

Sin embargo de esto—confieso mi flaqueza—, estaba yo apasionado de
ella, aunque su carácter, moralmente hablando, nada tenía de bueno.
De todos decía mal, con tanta gracia, que me gustaba hasta su misma
malignidad. En los intermedios se levantaba para ir a ver si Arsenia
necesitaba algo, y en vez de volver prontamente, se entretenía tras del
teatro a recoger los requiebros y lisonjas que le decían los hombres.
Una vez la seguí para observarla y vi que tenía muchos conocidos. Noté
que tres comediantes, uno en pos de otro, la detuvieron para hablarle,
y observé que gastaban demasiada familiaridad. No me agradó esto mucho,
y por la primera vez de mi vida comencé a experimentar lo que eran
los celos. Volvíme a mi sitio tan pensativo y melancólico que Laura
lo echó de ver luego que volvió. «¿Qué tienes, Gil Blas?—me preguntó
admirada—. ¿Qué negro humor se apoderó de ti desde que te dejé?
Muestras un semblante triste y sombrío que no sé a qué atribuirlo.»
«Y lo peor es, reina mía, que es con sobrada razón—le respondí—. Me
parece que andas algo suelta, y esto me da que pensar a mí más que a
ti mi sentimiento. Yo mismo acabo de verte muy alegre y divertida con
los comediantes...» Al oír esto, dijo ella, soltando una grandísima
carcajada: «¡Vamos claros, que es gracioso el motivo de tu pesadumbre!
Pues qué, ¿de tan poco te espantas? ¡Eso es una friolera! Y si estás
algún tiempo con nosotros verás otras mil lindezas. Es menester, hijo
mío, que te vayas haciendo a nuestras mañas. Entre nosotros no se
gastan hazañerías ni mucho menos se usan celos. En la nación cómica,
los celosos se llaman ridículos, y así, apenas se encuentra uno.
Padres, maridos, hermanos, tíos, primos, todos son la gente más bien
avenida del mundo, y muchas veces ellos mismos son los que establecen
sus familias.»

Después de haberme exhortado a no sospechar mal de ninguno y a no
inquietarme por nada de cuanto viese, me declaró que yo era el feliz
mortal que había encontrado el camino de su corazón, y me aseguró que
me amaría siempre y a nadie más. Después de una seguridad como ésta,
de la cual podía yo bien dudar sin temor de que me tuviese por muy
desconfiado, le ofrecí no espantarme de nada; y, con efecto, cumplí mi
palabra. Aquella misma noche la vi hablar a solas, reír y divertirse
con varios, sin dárseme un bledo. Acabada la comedia, volvimos a casa
con nuestra ama, y poco después llegó Florimunda con tres señores
viejos y un comediante, que venían a cenar en compañía de las dos.
Además de Laura y yo, había en casa una cocinera, un mozo de cocina y
un lacayuelo. Juntámonos todos para disponer la cena. La cocinera, que
era tan hábil como la señora Jacinta, dispuso las viandas, ayudándola
el marmitón. La doncella y el lacayuelo pusieron la mesa y yo cuidé de
cubrir el aparador con la más bella vajilla de plata y algunos vasos
de oro, votos ofrecidos a la deidad de aquel templo. Adornéle también
con diferentes botellas de vinos exquisitos, haciendo de copero, para
que viese mi ama que era yo hombre para todo. Admiréme de ver el porte
y aire de las comediantas durante la cena, aparentando ser damas de
importancia y figurándose ellas mismas que eran señoras de la primera
distinción. Lejos de dar a los señores el tratamiento de _excelencia_,
no les daban ni aun el de _señoría_, contentándose con llamarlos
por sus apellidos. Es verdad que ellos se tenían la culpa, porque
se familiarizaban demasiado con ellas. El comediante por su parte,
como acostumbrado a hacer el papel de héroe, los trataba también sin
cumplimiento, brindaba a su salud y hacía los honores de la mesa.
«¡A fe—dije entre mí—que cuando Laura me dijo que un marqués y un
comediante eran iguales parte del día, pudo añadir que aun lo eran
mucho más por la noche, pues la pasan bebiendo juntos toda ella!»

Arsenia y Florimunda eran naturalmente alegres. Ocurriéronles mil
dichos chistosos, y algo más, mezclados con favorcillos y monerías muy
celebradas por aquellos rancios pecadores. Mientras mi ama conversaba
inocentemente con uno, su amiga, que se hallaba entre los dos, no
hacía ciertamente el papel de Susana con ellos. Yo estaba considerando
atentamente aquel retablo—que, a la verdad, tenía muchos atractivos
para un mozo de mi edad—cuando se sirvieron los postres. Entonces
puse en la mesa botellas de licores con sus copas correspondientes y
me retiré a cenar con Laura, que me estaba esperando. «Y bien, Gil
Blas—me dijo—, ¿qué te parece de esos señores que has visto?» «Sin
duda—le respondí—, son los cortejos de Arsenia y de Florimunda.» «Te
engañas—replicó ella—; son unos viejos voluptuosos que galantean a
todas sin fijarse en ninguna. Se contentan sólo con un poco de agrado,
y son tan generosos que pagan bien los leves favores que se les
conceden. Florimunda y mi ama están ahora sin amantes, a Dios gracias;
hablo de aquellos amantes que quieren alzarse con la autoridad de
maridos y que sean para sí solos todos los gustos de la casa, porque
hacen el gasto de ella. Yo soy de opinión que una mujer de juicio debe
huir de todo lo que huele a empeño particular. ¿A qué fin sujetarse
a ninguno que la domine? Más vale ganar poco a poco alhajas, que
comprarlas de una vez a costa de tan impertinente sujeción.»

Cuando Laura estaba de humor de parlar, lo que le acontecía casi de
continuo, nada le costaban las palabras: tanta era la soltura de
su lengua. Los señores y los comediantes se retiraron al fin con
Florimunda, acompañándola hasta su casa.

Luego que salieron, me dió diez doblones mi ama, diciéndome: «Toma,
Gil Blas, ese dinero para el gasto. Mañana vienen a comer cinco
o seis de mis compañeros y compañeras; procura regalarnos bien.»
«Señora—le respondí—, con diez doblones me atrevo a dar una
suntuosa comida aunque sea a toda la cuadrilla cómica.» «¿Qué es eso
de cuadrilla?—repuso ella—. ¡Mira cómo hablas! No se debe llamar
cuadrilla, sino compañía. Se dice muy bien una cuadrilla de bandidos
o de holgazanes; puede decirse una cuadrilla de autores o de poetas,
¡pero guárdate de volver a decir cuadrilla de comediantes! La nuestra
es compañía, y, sobre, todo, los actores de Madrid merecen bien que
a su cuerpo se le dé este nombre.» Pedí perdón a mi ama de haber
usado de una expresión tan poco respetuosa, suplicándole disculpase
mi ignorancia y protestando que siempre que hablase de los señores
representantes de Madrid colectivamente diría compañía y jamás
cuadrilla.



CAPÍTULO XI

Del modo como vivían entre sí los comediantes y cómo trataban a los
autores de comedias.


Al día siguiente, muy de mañana, salí a campaña, para dar principio
a mi empleo de mayordomo. Era vigilia, y por orden de mi ama compré
buenos pollos, conejos, perdices y otras frioleras de semejante
especie. Como los señores cómicos no están contentos de los ritos de
la Iglesia, con respecto a ellos no observan con mucha puntualidad sus
mandamientos. Llevé a casa más comida de la que bastaría para alimentar
a doce personas honradas los tres días de Carnestolendas. La cocinera
tuvo bien en qué divertirse toda la mañana. Mientras ella cuidaba
de aderezar la comida, se levantó Arsenia de la cama y se sentó al
tocador, donde estuvo hasta mediodía. Llegaron entonces los señores
comediantes Ricardo y Casimiro. A éstos se siguieron dos comediantas,
Constanza y Leonor; un momento después se dejó ver Florimunda,
acompañada de un hombre que tenía toda la traza de un caballero majo:
el cabello peinado a la última moda, un sombrero con un ala levantada
y su penacho de plumas en figura de ramillete, calzones ajustados,
ropilla bordada con flores de oro y medio desabrochada, por donde se
descubría una finísima camisa guarnecida de ricos encajes, guantes y
pañuelo de Cambray delicadísimo, metidos en la guarnición o cazoleta
de la espada, capa larga terciada sobre el hombro con mucho garbo y
bizarría.

Con todo eso, aunque de tan buena traza y hombre verdaderamente bien
plantado, todavía me pareció descubrir en él un no sé qué de extraño
que me chocaba. «Es imposible—decía yo entre mí—que no sea un hombre
raro este sujeto.» No me engañé en mi concepto, porque era un ente
singular. Luego que entró en el cuarto de Arsenia, fué precipitadamente
a abrazar a todas las comediantas y comediantes con mayor intrepidez
y algazara que el mozalbete más atronado. Comenzó a hablar y me
confirmé en mi opinión. Se recalcaba sobre cada sílaba y pronunciaba
las palabras con cierto modo enfático, pomposo y gutural, accionando,
gesticulando y haciendo con los ojos aquellos movimientos que a su
parecer estaba pidiendo el asunto. Tuve la curiosidad de preguntar a
Laura quién era aquel caballero. «Disculpo tu curiosidad—me respondió
prontamente—. Es imposible no tenerla al ver por la primera vez al
señor Carlos Alfonso de la Ventolería. Voy a pintártele al natural.
Primeramente fué en otro tiempo comediante; dejó el teatro por antojo
y se arrepintió después mirándolo con juicio. ¿Has reparado en su
cabello negro? Pues sábete que es teñido, ni más ni menos que sus
cejas y bigotes. Es más viejo que Saturno. Sin embargo, como sus
padres cuando nació se olvidaron de hacer asentar su nombre en el
libro de bautizados, él se aprovecha de este descuido para quitarse
veinte años por lo menos. Fuera de eso, es el hombre más pagado de sí
mismo que quizá se encontrará en toda España. Pasó los ocho primeros
lustros de su vida en una completa ignorancia, y para hacerse sabio
encontró después un cierto preceptor que le enseñó a deletrear en
griego y en latín. Aprendió de memoria una multitud de cuentos y
chistes, que a fuerza de repetirlos se ha llegado a persuadir de que
son suyos efectivamente. Hácelos venir a la conversación aunque sea
arrastrándolos por los cabellos, y se puede decir de él que luce su
entendimiento a costa de su memoria. Finalmente, se dice que es un
gran actor, y lo creo piadosamente; pero te confieso que nunca me ha
gustado. Algunas veces le oigo declamar aquí, y, entre otros defectos,
es muy visible el de una pronunciación tan afectada y con una voz tan
trémula, que da cierto aire antiguo y ridículo a su declamación.»

Tal fué el retrato que la señora Laura me hizo de aquel histrión
honorario, de quien puedo decir con verdad que no he visto mortal
de un aspecto más orgulloso en todos los días de mi vida. Quería
hacer también el chistoso y discreto, sacando de su mollera dos o
tres cuentos que nos encajó en tono grave y bien estudiado. Por otra
parte, las comediantas y comediantes, que ciertamente no habían
venido a callar, tampoco estuvieron mudos. Comenzaron a hablar de
sus camaradas ausentes a la verdad de un modo poco caritativo; pero
esto es menester perdonárselo tanto a los comediantes como a los
autores. Acaloróse un poco la conversación a expensas del prójimo.
«¿Habéis sabido, amigas—dijo Casimiro—, el nuevo pasaje de nuestro
compañero Cesarino? Compró esta mañana un par de medias de seda,
cintas y encajes, haciendo después que un paje se los llevase al
ensayo como de parte de cierta condesa.» «¡Qué bribonada!—exclamó el
señor Ventolería con cierta risita vana y mofadora—. En mi tiempo se
usaba más realidad. Ninguno pensaba en semejantes ficciones. Es verdad
que aun las damas de mayor distinción nos ahorraban la ruindad y el
trabajo de inventarlas, pues tenían el capricho de ir ellas mismas en
persona a comprar lo que nos regalaban.» «¡Pardiez—repuso Ricardo en
el mismo tono—, que ese capricho aun no se les ha pasado! Y si fuera
lícito decir todo lo que uno sabe en este punto... Pero es fuerza
callar ciertos lances, particularmente cuando tocan a personas de su
posición.» «Señores—interrumpió Florimunda—, suplico a ustedes dejen
a un lado esos lances y buenas fortunas, puesto que todo el mundo las
sabe, y hablemos algo de nuestra Ismenia. He oído que se le ha escapado
aquel señor que gastaba tanto con ella.» «Es muy cierto—respondió
Constanza—; y aun diré más: también acaba de perder un rico mayordomo,
a quien sin remedio hubiera dejado sin camisa. Lo sé originalmente.
Su mensajero hizo un _quid pro quo_, llevando al señor un billete que
era para el mayordomo y al mayordomo una carta que escribía al señor.»
«Dos grandes pérdidas», añadió Florimunda. «¡Oh!—replicó prontamente
Constanza—. Por lo que toca a la del señor, es poco importante, pues
ya había consumido casi toda su hacienda; pero el mayordomo ahora
comenzaba su carrera. No ha pasado aún por la aduana de las coquetas, y
así, es una pérdida muy digna de llorarse.»

A esto, poco más o menos, se redujo la conversación antes de comer,
y sobre el mismo asunto continuó durante la comida. Y como nunca
acabaría yo si hubiese de referir cuantas especies se tocaron, todas de
murmuración o de fatuidad, el lector llevará a bien que las suprima,
para contarle el modo con que fué recibido un pobre diablo de autor que
llegó a casa de Arsenia hacia el fin de la comida.

Entró nuestro lacayuelo donde estaban comiendo, y en voz alta dijo a
mi ama: «Señora, ahí está un hombre con la camisa sucia y lleno de
cazcarrias hasta el cogote, que, con perdón de ustedes, tiene traza
de poeta, y dice que desea hablar a usted.» «Hazle subir—respondió
Arsenia—. ¡Nada de cumplimientos, señores—añadió—, que es un autor!»
Efectivamente, era uno que había compuesto cierta tragedia admitida por
la compañía y traía el papel que había de representar mi ama. Llamábase
Pedro de Moya. Al entrar, hizo cinco o seis profundas cortesías a los
concurrentes, sin que ninguno de ellos se levantase ni siquiera le
saludase. Solamente Arsenia le correspondió con una simple inclinación
de cabeza. Fuése acercando, pero siempre temblando y confuso;
cayéronsele los guantes y el sombrero; levantólos y se acercó a mi ama,
y presentándole un papel, más respetuosamente que un litigante presenta
a su juez un memorial, «Dignaos, señora—le dijo—, de aceptar el papel
que tengo la honra de ofrecer a vuestros pies.» Recibióle ella con la
mayor frialdad y con cierto aire de desprecio, sin dignarse ni aun de
responder una sola palabra a su cumplimiento.

No por esto se acobardó nuestro autor, el cual, aprovechando aquella
ocasión para distribuir otros papeles, dió uno a Casimiro y otro a
Florimunda, quienes los tomaron sin más cortesías ni ceremonias que
las que había usado Arsenia; antes por el contrario, el comediante,
naturalmente muy cortés, como lo son casi todos estos señores, le
insultó con chanzas picantes; pero el buen Pedro de Moya las llevó
con paciencia y no se atrevió a volverle las nueces al cántaro porque
no lo pagase después su trágica composición. Retiróse sin decir
palabra, pero, a mi parecer, vivamente picado del recibimiento que le
habían hecho. Tengo por cierto que allá en su interior no dejaría de
decir mil pestes de los comediantes, como merecían; y éstos, después
que él salió, comenzaron a hablar de los autores con mucho respeto.
«Paréceme—dijo Florimunda—que el señor Pedro de Moya no ha ido muy
satisfecho de nosotros.» «Y bien, señora—interrumpió Casimiro—, ¿qué
cuidado se os da? ¿Por ventura son dignos de nuestra atención los
autores? Si los igualáramos a nosotros, ése sería el mejor medio para
echarlos a perder. Tengo bien conocidos a esos pobres diablos y por
eso mismo sé que si los tratáramos de otra manera presto se olvidarían
de lo que son y nos perderían el respeto. Tratémoslos, pues, como
esclavos, y no temamos que les apuremos la paciencia. Si, enfadados,
se retiraren de nosotros algún tiempo, no durará mucho; la manía de
escribir les hará presto volver a buscarnos, y darán gracias a Dios
si nos dignamos de representar sus obras.» «Tienes mucha razón—dijo
entonces Arsenia—; solamente perdemos aquellos autores cuya fortuna
labramos con nuestra habilidad, pues luego que los hemos acreditado y
puesto en paraje de que tengan que comer se dan a la ociosidad y ya
no quieren trabajar; pero al fin la compañía se consuela y el público
tiene menos que padecer.»

Aplaudieron todos este parecer y quedaron en que los autores, a pesar
de lo mal que los trataban los comediantes, siempre les estaban muy
obligados, porque les eran deudores de todo lo que tenían. Así los
abatían los histriones, haciéndolos inferiores a ellos y ciertamente no
podían despreciarlos más.



CAPÍTULO XII

Toma Gil Blas inclinación al teatro, entrégase enteramente a los
pasatiempos de la vida cómica y dentro de poco se disgusta de ella.


Los convidados se quedaron hablando sobremesa hasta que llegó la
hora de ir al teatro, y entonces marcharon todos a él. Seguílos y vi
también la comedia que se representó aquel día, la que me gustó de
manera que hice ánimo de no perder ninguna. Así me fuí insensiblemente
acostumbrando a los actores: a tanto llega la fuerza de la costumbre.
Llevábanme particularmente la atención aquellos que hacían más gestos y
daban más gritos en las tablas, y no era yo el único de este gusto.

No me causaba menos agrado la discreción de las piezas que el modo
de representarlas. Algunas verdaderamente me embelesaban; sobre todo
aquellas en que se dejaban ver a un mismo tiempo en el teatro todos los
cardenales o los doce pares de Francia. Sabía de memoria muchos pasos
de aquellos incomparables poemas. Acuérdome de que en dos días aprendí
toda entera una comedia famosa, intitulada _La reina de las flores_. La
rosa era la reina, que tenía por confidenta a la violeta y por escudero
al jazmín. No había para mí obras mejores que las parecidas a éstas,
persuadido de que daban mucho honor a nuestra nación.

No me contentaba con adornar mi memoria con los trozos más selectos
de estas bellas producciones dramáticas, sino que también me apliqué a
perfeccionar el gusto, y para conseguirlo con acierto, escuchaba con la
mayor atención el parecer de los comediantes. Si alababan una pieza,
yo la estimaba, y despreciaba todas aquellas de que les oía hablar
mal. Parecíame que eran tan inteligentes en piezas teatrales como los
diamantistas en piedras preciosas. Sin embargo, observé que la tragedia
de Pedro de Moya fué muy aplaudida, aunque ellos habían pronosticado
que todos la silbarían. Pero no bastó esta experiencia para que su
crítica se me hiciese sospechosa, y antes quise creer que el público
carecía de gusto y discernimiento que dudar de la infalibilidad de la
compañía. No obstante, me aseguraban todos que ordinariamente eran
recibidas con aplauso aquellas comedias nuevas de que los actores
formaban mal concepto y, por el contrario, silbadas casi todas las
que ellos más celebraban. Decíanme que era regla general suya hablar
siempre mal de las obras, y me citaban mil ejemplares de algunas que
habían desmentido sus decisiones. Todo esto fué menester para que al
cabo me desengañase.

No se me olvidará jamás lo que sucedió un día en que se representó una
comedia nueva. Habíales parecido a los comediantes fría y fastidiosa,
adelantándose a pronosticar que el auditorio no la vería concluir. Con
esta preocupación representaron la primera jornada, que mereció grandes
aplausos. Admirólos mucho esto. Representaron la segunda, la cual fué
aún más aplaudida que la primera. Y he aquí a todos mis pobres actores
atónitos. «¡Cómo diablos es esto!—exclamaba Casimiro—. ¡Esta comedia
adquiere fama!» Representaron la tercera, que fué sin comparación más
celebrada que las otras dos. «¡Yo no lo entiendo!—dijo Ricardo—.
¡Cuando creíamos que esta pieza no lograría aceptación, todos la
aplauden!» «Señores—dijo entonces un cómico ingenuamente—, la causa
es porque hay en ella mil gracias y rasgos ingeniosos que nosotros no
habíamos comprendido.»

Desde entonces dejé de tener a los comediantes por buenos jueces y
me hice justo apreciador de su mérito. Ellos mismos acreditaban con
cuánta razón la gente les afeaba varias ridiculeces. Veía yo claramente
que los aplausos, nada merecidos, tenían echados a perder tanto a los
cómicos como a las cómicas, los cuales, considerándose como personas de
suma importancia y objetos dignos de admiración, estaban persuadidos de
que hacían gran favor al público en divertirle. Dábanme muy en rostro
sus defectos; mas, por mi desgracia, su modo de vivir llegó a gustarme
demasiado, y así, me vi metido de pies a cabeza en el desenfreno y en
la disolución. Ni podía ser otra cosa. Todas sus conversaciones eran
perniciosas a la juventud y nada veía en ellos que no contribuyese a
estragarme. Aun cuando no supiera yo todo lo que pasaba en las casas
de Constanza, Casilda y las demás comediantas, bastaba para perderme
lo que estaba viendo en la de Arsenia. Además de aquellos señores
ya viejos de que hablé antes, concurrían a ella varios elegantes y
no pocos hijos de familia, que encontraban en los usureros todo el
dinero que habían menester para arruinarse. Alguna vez recibían también
a ciertos agentes de quienes se servían, los cuales, en vez de ser
pagados por su trabajo, les pagaban a ellas por que se dejaran servir.

Florimunda vivía pared por medio de Arsenia, y todos los días comían y
cenaban juntas. Estaban las dos tan unidas, que causaba admiración a
las gentes ver tanta armonía entre cortesanas y se creía que tarde o
temprano se rompería su amistad por algún obsequiante; pero conocían
mal a tan perfectas amigas, porque era muy íntima su unión; en lugar
de ser celosas, como las demás mujeres, hacían vida común. Gustaban
más de repartir entre sí los despojos de los hombres que de disputarse
neciamente sus amorosos suspiros.

Laura, a ejemplo de estas dos ilustres compañeras, aprovechaba también
el tiempo, no dejando malograr lo más florido de sus años. Habíame
ella dicho que vería mil lindezas y no me engañó. Con todo eso, yo
no hacía el celoso, por haberle prometido que procuraría adoptar el
espíritu de la compañía. Disimulé por algún tiempo, contentándome
con preguntarle el nombre de los sujetos con quienes la veía a solas
en conversación; pero siempre me respondía que era un tío o un primo
carnal suyo. ¡Oh y cuánta multitud de parientes tenía! Su familia
debía de ser más numerosa que la del rey Príamo. Mas no era negocio de
atenerse únicamente a su infinita parentela: hacía también sus salidas
fuera del árbol genealógico y no se olvidaba de ir de cuando en cuando
a representar el papel de señora viuda en casa de la vieja de antaño.
En fin, Laura—por dar al lector una idea cabal de su persona—era tan
joven, tan linda y tan alegre como su ama, excepto que ésta divertía
al pueblo públicamente y la criada sólo lo hacía en secreto. Yo cedí
al torrente, y por espacio de tres semanas me entregué a todo género
de placeres y pasatiempos; pero debo decir que en medio de ellos me
sentía atormentado de crueles remordimientos, efecto de mi educación,
que llenaban de amargura todas mis delicias. No triunfó la disolución
de tan saludables remordimientos; al contrario, eran mayores cuanto más
me abandonaba a mis desórdenes. Comenzaron éstos a causarme horror,
gracias a mi natural complexión. «¡Ah, desventurado!—me decía yo a
mí mismo—. ¿Es esto lo que esperaba de ti tu familia? ¿No te bastaba
haberla engañado tomando otra carrera que la de preceptor? El verte
precisado a servir, ¿te dispensa de cumplir con las leyes de hombre
de bien? ¿Parécete que te puede servir de algún provecho vivir entre
gente tan viciosa? En unos reina la envidia, la ira y la avaricia; el
pudor y la vergüenza están desterrados de otros; éstos se entregan a la
intemperancia y a la pereza; aquéllos, al orgullo y a la insolencia.
¡Esto se acabó! ¡No quiero vivir más con los siete pecados capitales!»


                         FIN DEL TOMO PRIMERO



                        INDICE DEL TOMO PRIMERO


                                                                 Páginas

  DECLARACIÓN DE LE SAGE                                               7
  UNA PALABRITA AL LECTOR                                              9


  LIBRO PRIMERO

  CAPÍTULO I.—Nacimiento de Gil Blas, y su educación.                 11

  CAPÍTULO II.—De los sustos que tuvo Gil Blas en el camino de
  Peñaflor, lo que hizo cuando llegó allí y lo que le sucedió con
  un hombre que cenó con él.                                          14

  CAPÍTULO III.—De la tentación que tuvo el arriero en el camino,
  en qué paró y cómo Gil Blas se estrelló contra Caribdis queriendo
  evitar a Scila.                                                     24

  CAPÍTULO IV.—Descripción de la cueva subterránea y de lo que vió
  en ella Gil Blas.                                                   28

  CAPÍTULO V.—De la llegada de otros ladrones al subterráneo y de
  la conversación que tuvieron entre sí.                              31

  CAPÍTULO VI.—Del intento de escaparse Gil Blas y éxito de su
  tentativa.                                                          41

  CAPÍTULO VII.—De lo que hizo Gil Blas, no pudiendo hacer otra
  cosa.                                                               45

  CAPÍTULO VIII.—Acompaña Gil Blas a los ladrones; qué empresa
  acomete en los caminos reales.                                      48

  CAPÍTULO IX.—Del serio lance que siguió a la aventura del fraile.   52

  CAPÍTULO X.—De qué modo se portaron los bandoleros con la señora
  desmayada. Gran proyecto de Gil Blas, y sus resultas.               55

  CAPÍTULO XI.—Historia de doña Mencía de Mosquera.                   63

  CAPÍTULO XII.—Del modo poco gustoso con que fué interrumpida la
  conversación de la señora y de Gil Blas.                            73

  CAPÍTULO XIII.—Por qué casualidad sale Gil Blas de la cárcel y a
  dónde se encaminó después.                                          78

  CAPÍTULO XIV.—Recibimiento que le hizo en Burgos doña Mencía.       83

  CAPÍTULO XV.—De qué modo se vistió Gil Blas, del nuevo regalo que
  le hizo la señora y del equipaje en que salió de Burgos.            88

  CAPÍTULO XVI.—Donde se ve que ninguno debe fiarse mucho de la
  prosperidad.                                                        94

  CAPÍTULO XVII.—Partido que tomó Gil Blas de resultas del triste
  suceso de la casa de posada. 102


  LIBRO SEGUNDO

  CAPÍTULO I.—Entra Gil Blas por criado del licenciado Cedillo;
  estado en que éste se hallaba y retrato de su ama.                 115

  CAPÍTULO II.—Qué remedios suministraron al canónigo habiendo
  empeorado en su enfermedad; lo que resultó y qué dejó a Gil Blas
  en su testamento.                                                  123

  CAPÍTULO III.—Entra Gil Blas a servir al doctor Sangredo y se
  hace famoso médico.                                                131

  CAPÍTULO IV.—Prosigue Gil Blas ejerciendo la Medicina con tanto
  acierto como capacidad. Aventura de la sortija recobrada.          139

  CAPÍTULO V.—Prosigue la aventura de la sortija; deja Gil Blas la
  Medicina y se ausenta de Valladolid.                               153

  CAPÍTULO VI.—A dónde se encaminó Gil Blas después que salió de
  Valladolid y qué especie de hombre se incorporó con él.            162

  CAPÍTULO VII.—Historia del mancebillo barbero.                     166

  CAPÍTULO VIII.—Encuentro de Gil Blas y su compañero con un hombre
  que estaba mojando mendrugos de pan en una fuente y conversación
  que con él tuvieron.                                               198

  CAPÍTULO IX.—Estado en que encontró Diego a sus parientes y cómo
  Gil Blas se separó de él después de haber participado de ciertas
  diversiones.                                                       203


  LIBRO TERCERO

  CAPÍTULO I.—Llegada de Gil Blas a Madrid, y primer amo a quien
  sirvió allí.                                                       213

  CAPÍTULO II.—De la admiración que causó a Gil Blas el encuentro
  con el capitán Rolando y de las cosas curiosas que le contó aquel
  bandolero.                                                         223

  CAPÍTULO III.—Deja Gil Blas a don Bernardo de Castelblanco y
  entra a servir a un elegante.                                      232

  CAPÍTULO IV.—Hace Gil Blas amistad con los criados de los
  elegantes; secreto admirable que éstos le enseñaron para lograr
  a poca costa la fama de hombre agudo y singular juramento que a
  instancia de ellos hizo en una cena.                               244

  CAPÍTULO V.—Vese Gil Blas de repente en lances de amor con una
  hermosa desconocida.                                               253

  CAPÍTULO VI.—De la conversación de algunos señores sobre los
  comediantes de la compañía del teatro del Príncipe.                265

  CAPÍTULO VII.—Historia de don Pompeyo de Castro.                   272

  CAPÍTULO VIII.—Por qué accidente se ve precisado Gil Blas a
  buscar nuevo acomodo.                                              282

  CAPÍTULO IX.—Del amo a quien Gil Blas fué a servir después de la
  muerte de don Matías de Silva. 289

  CAPÍTULO X.—Entra Gil Blas a servir de mayordomo en casa de
  Arsenia; informes que le da Laura de los comediantes.              294

  CAPÍTULO XI.—Del modo como vivían entre sí los comediantes y cómo
  trataban a los autores de comedias.                                300

  CAPÍTULO XII.—Toma Gil Blas inclinación al teatro, entrégase
  enteramente a los pasatiempos de la vida cómica y dentro de poco
  se disgusta de ella.                                               307



LOS HUMORISTAS


TITULOS PUBLICADOS POR “CALPE”

 Julio Camba.—=La rana viajera.=—Cuatro pesetas.

 Arnold Bennet.—=Enterrado en vida.=—Trad. del inglés por Vicente
 Vera. Cuatro pesetas.

 —— =El «matador» de Cinco-Villas.=—Trad. del inglés por C. Rivas
 Cherif. Cuatro pesetas.

 —— =La viuda del balcón, y Otros cuentos de
 Cinco-Villas.=—Traducido del inglés por C. Rivas Cherif. Cuatro
 pesetas.

 René Benjamín.—=Gaspar.=—Trad. del francés por Manuel Azaña. Cuatro
 pesetas.

 Jorge Courteline.—=Los señores chupatintas.=—Trad. del francés por
 Nicolás González Ruiz. Cuatro pesetas.

 —— =Boubouroche.=—Trad. del francés por Nicolás González Ruiz. Tres
 pesetas.

 H. S. Harrison.—=Queed, el doctorcillo.=—Trad. del inglés por Juan
 de Castro.—Dos tomos. Cada uno tres pesetas cincuenta céntimos.

 Eugenio Heltai.—«=Family Hotel=» =y Mi segunda mujer.=—Traducido del
 húngaro por Andrés Révész. Cuatro pesetas.

 —— =Manuel VII y su época.=—Trad. del húngaro por Andrés Révész.
 Tres pesetas cincuenta céntimos.

 Gómez de la Serna.—=Disparates.=—Cuatro pesetas.

 Pedro Veber.—=Los cursos.=—Trad. del francés por José A. Luengo.
 Tres pesetas.

 Antón Chejov.—=Historia de una anguila, y otras historias.=—Trad.
 del ruso por Saturnino Ximénez. Tres pesetas cincuenta céntimos.

 Esteban Szomahazy.—=El dramaturgo misterioso.=—Trad. del húngaro por
 Andrés Révész. Tres pesetas.


PRÓXIMAMENTE

 =Humoristas húngaros (Antología de).=—Trad. del húngaro por Andrés
 Révész.

 Kálmán de Mikszáth.—=Gente de rumbo, y El caftán del sultán.=—Trad.
 del húngaro por Andrés Révész.

 Eugenio Heltai.—=Los siete años de hambre, y Cuentos.=—Traducido del
 húngaro por Andrés Révész.

 Gómez de la Serna.—=El Incongruente.=



LIBROS DE LA NATURALEZA

 _El contenido de las obras que forman esta serie de libros editados
 por_ CALPE _es rigurosamente científico y está al corriente de los
 últimos progresos de las ciencias naturales. Garantía de ello son los
 autores de esas obras, todos los cuales figuran entre los naturalistas
 de mayor autoridad en nuestro país._


VAN PUBLICADOS

 =Los animales familiares=, por _Angel Cabrera_, profesor en el Museo
 Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 42 dibujos y
 6 láminas fuera de texto, con 13 fotograbados en papel estucado.

 =La vida de la Tierra=, por _J. Dantín Cereceda_, profesor en el
 Instituto de San Isidro de Madrid. Un volumen de 96 páginas, 21
 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 10 fotograbados en papel
 estucado.

 =El mundo alado=, por _Angel Cabrera_, profesor en el Museo Nacional
 de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 27 dibujos y 6
 láminas fuera de texto, con 11 fotograbados en papel estucado.

 =El mundo de los minerales=, por _Lucas Fernández Navarro_, profesor
 en la Universidad de Madrid y en el Museo Nacional de Ciencias
 Naturales. Un volumen de 96 páginas, 43 dibujos y 6 láminas fuera de
 texto, con 10 fotograbados en papel estucado.

 =El mundo de los insectos=, por _Antonio de Zulueta_, profesor en
 el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas,
 41 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 12 fotograbados en papel
 estucado.

 =Los animales salvajes=, por _Angel Cabrera_, profesor en el Museo
 Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 24 dibujos y
 6 láminas fuera de texto, con 10 fotograbados en papel estucado.

 =Peces de mar y de agua dulce=, por _Angel Cabrera_, profesor en el
 Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 40
 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 11 fotograbados en papel
 estucado.

 =La vida de las plantas=, por _J. Dantín Cereceda_, profesor en el
 Instituto de San Isidro de Madrid. Un volumen de 96 páginas, 31
 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 11 fotograbados en papel
 estucado.

 =Los animales microscópicos=, por _Angel Cabrera_, profesor en el
 Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 42
 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 10 fotograbados en papel
 estucado.

 =La vida de las flores=, por _J. Dantín Cereceda_, profesor en el
 Instituto de San Isidro de Madrid. Un volumen de 96 páginas, 31
 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 11 fotograbados en papel
 estucado.

Todas las obras de esta colección se venden al precio de =1,75 pesetas
cada libro= y llevan artísticas cubiertas del gran dibujante Bagaría
impresas a cinco tintas.



LIBROS DE AVENTURAS

de los mejores autores clásicos y modernos.

COLECCIÓN DE OBRAS DE ALTO VALOR LITERARIO Y EDUCATIVO PARA LOS
MUCHACHOS, EDITADAS POR Calpe y TRADUCIDAS CUIDADOSAMENTE DEL IDIOMA
ORIGINAL


VOLÚMENES PUBLICADOS

 =Los tramperos del Arkansas=, por Gustavo Aimard.—Un tomo. Cuatro
 pesetas.

 =Aventuras del capitán Corcorán=, por Alfredo Assollant.—Un tomo.
 Cuatro pesetas cincuenta céntimos.

 =El cazador de ciervos=, por Fenimore Cooper—Dos tomos. Cada uno
 cuatro pesetas.

 =Los tiradores de rifle=, por Mayne Reid.—Un tomo. Cuatro pesetas.

 _La isla del tesoro_, por Roberto L. Stevenson.—Un tomo. Cuatro
 pesetas.

 =De la Tierra a la Luna=, por Julio Verne.—Un tomo. Tres pesetas
 cincuenta céntimos.

 =Los mercaderes de pieles=, por Ballantyne.—Un tomo. Cinco pesetas.

 =Salvado del mar=, por Kingston.—Un tomo. Cuatro pesetas.

 =La marina mercante=, por Marryat.—Un tomo. Cinco pesetas.

 =El jinete sin cabeza=, por Mayne Reid.—Dos tomos. Cada uno cinco
 pesetas.

 =Dos años al pie del mástil=, por Dana.—Un tomo. Tres pesetas.

 =El último mohicano=, por Fenimore Cooper.—Dos tomos. Cada uno tres
 pesetas.

 =Alrededor de la Luna=, por Julio Verne.—Un tomo. Tres pesetas.

 =La isla de coral=, por Ballantyne.—Un tomo. Tres pesetas cincuenta
 céntimos.

 =Robinsón Crusoe=, por Defoe.—Dos tomos. Cada uno tres pesetas.

 =Aventuras de Román Kalbris=, por Malot.—Un tomo. Tres pesetas.

 =Propiedad del Rey=, por Marryat.—Dos tomos. Cada uno tres pesetas.

 =A lo largo del Amazonas=, por Kingston.—Dos tomos. Cada uno tres
 pesetas.

 =El Robinsón suizo=, por Wyss.—Un tomo. Cuatro pesetas.

 =Viajes de Gulliver=, por Swift.—Un tomo. Tres pesetas.

 =El matador de leones=, por Gérard.—Un tomo. Tres pesetas.

 =David Balfour=, por Stevenson.—Un tomo. Tres pesetas.





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