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Title: Letras - Obras Completas Vol. VIII
Author: Darío, Rubén
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Letras - Obras Completas Vol. VIII" ***


                                LETRAS


                                LETRAS

                                  POR

                              RUBÉN DARÍO

                             ILUSTRACIONES

                                  DE

                             ENRIQUE OCHOA

                 Volumen VIII de las obras completas.
                       Administración: Editorial
                             MUNDO LATINO

                                MADRID



LA CASA DE LAS IDEAS


I

Esta frase de Elisée Reclus: «La ciudad de los libros» despierta en mí
este pensar: «las casas de las ideas».

En efecto; si _la palabra es un ser viviente_, es a causa del espíritu
que la anima: la idea.

Así, pues, las ideas, con sus carnes de palabras, vivientes, activas, se
congregan, hacen sus ciudades, tienen sus casas. La ciudad es la
biblioteca, la casa es el libro.

Helas allí como los humanos seres; hay ideas reales, augustas, medianas,
bajas, viles, abyectas, miserables. Visten también realmente,
medianamente, miserablemente. Tienen corona de oro, tiara, yelmo, manto
o harapos. Imperiosas o humilladas, se alzan o caen, cantan o lloran.
Evocadas por el hombre, dejan sus habitáculos, abandonan sus alvéolos,
resuenan en el aire, o, silenciosas, penetran en las almas por los ojos.
Luego vuelven a sus casas, después de hacer el bien o el mal.


II

Tenéis aquí una vieja catedral: es un misal antiguo. Muestra sus
ferradas y pesadas puertas; sus muros, sus esculturas, sus vidrios
coloreados, sus rotondas, sus flechas, sus agujas, sus campanarios. En
los nichos de las mayúsculas viven los santos, las vírgenes, los
mártires. A su rededor clama un pueblo de ideas santas, canta como a son
de órgano o al vago vibrar de tiorbas celestes. Las ideas angélicas,
encarnadas en palabras castas y blancas, dicen en coro rezos, himnos,
glorias, _hosannas_. Las martirizadas pasan purpúreas, cerca de los
azules y oros que pulieron los monjes. Unas llevan los ramos de lirios
en las manos, otras clavos, coronas de espinas o palmas. ¡Palmas! Cuando
el triunfo de Nuestro Señor Jesucristo llena las vastas naves, el pueblo
de ideas fieles se congrega. Es el ambiente de los profetas, el mundo de
los doctores, la atmósfera de los beatos. Un incienso de fe perfuma el
aire. Los altares, bellos de oro y de cirios, presentan la magnificencia
mística de sus arquitecturas. Por las cornisas, por los tallados de las
puertas, por los calados de las piedras, piruetean los demonios bufos
con los frailes obscenos; un cabrón que termina en largo y crespo
follaje vegetal, quiere ascender hasta la soberbia expansión de los
maravillosos e historiados rosetones.

Esa vieja historia es un castillo feudal. Ois el cuerno del enano,
entráis por el puente levadizo. Encontraréis dentro al castellano, a la
castellana, a los pajes, a las dueñas. Las ideas están vestidas a la
usanza de entonces; todo es hierro, lorigas, caparazones; en los cintos
las espadas, en los blancos cuellos las golas; en los puños gerifaltes.
Y suena el rumor de las mesnadas de ideas. Ellas claman, vitorean, dicen
decires, cantan cantos, tienen sus fiestas, sus cacerías; pelean bravas,
juran y se signan, saben de respeto y de honor, de Dios y de los
caballeros. De noche, al calor del buen hogar, cuentan cuentos.

En esa _Ilíada_ pasa, truena un mundo de ideas gigantescas; viven en
palabras desmesuradas, altas, vibrantes, sonoras, primitivas, divinas.
Hay ideas que pasan desnudas como Venus; otras que ululan como Hécuba;
otras heroicas y veloces como Aquiles. En esa portentosa ciudad griega
por donde quiera os halaga la maravilla del ritmo, reina la música en su
sentido original; al mandato de una lógica imperiosa, todo se mueve
obedeciendo al número; al paso escucháis cómo hacen vibrar el bosque de
aritmética las cigarras del verso.

En ese usado _Ars Amandi_ os sonríen variadas y graciosas ideas
femeninas. Provocan, llaman a la batalla del amor; así como ese ojeado
Aretino, propiedad quizá de alguna refinada marquesa del tiempo pasado,
es un curioso prostíbulo.

En las bibliotecas existe el «inferi», como en ciertos museos los
gabinetes secretos, y en los estereoscopios las vistas reservadas. ¿En
dónde había de estar sino en el infierno la _Faustina_ del divino
Marqués?


III

Los impresores y los encuadernadores son los arquitectos de las ideas
congregadas. Ellos les levantan sus palacios, o las alojan en casas
burguesas; las adornan de formas elegantes, caprichosas, modernas,
graves, cómicas; las ilustran, las refinan o las ponen en aislados
ghetos; las colocan, las recaman de oro como si fuesen personas
imperiales; tapizan sus casas con las pieles de los animales, con
costosos pergaminos, telas ricas, sedas y galones. Muchas, fastuosas y
vulgares, moran en palacetes opulentos de keapsake; otras, hermosísimas,
puras, nobles, llevan pobremente en ediciones modestas su perfecta
gracia gentilicia.

Las primeras son semejantes a ricas herederas, feas y estúpidas; las
otras a princesas olvidadas, hijas de reyes caídos, virginales,
supremas, avasalladoras por la sola virtud de su potencia nativa. Hay
unas heroicas, yámbicas, masculinas. Hay las soldados, espadachines,
verdugos, perros furiosos. ¡No toquéis a los que manejan ideas!

Allí viven las ideas en sus casas, en sus ciudades e imperios, las
bibliotecas; tienen sus Parises, sus Londres, sus aldehuelas, sus
villas. En las puertas de sus mansiones se ven nombres anunciadores de
sus jerarquías, desde la _Biblia_ hasta _Bertoldo_, desde Hugo hasta el
Sr. X. Pues todo en ellas sucede como en los hombres, y así, son unas
porfirogénitas, otras plebeyas. Y como el hombre también, unas mueren y
caen en el olvido; otras ascienden a la inmortalidad, por la suma gloria
del genio.



PARÍS Y LOS ESCRITORES EXTRANJEROS


El influjo y el encanto de París son los mismos para todos; mas cada
cual los recibe conforme con su temperamento y su manera de encarar la
vida. París es embriagante como un alcohol; hay personas refractarias a
todas las alcohólicas intoxicaciones. Hay quienes hacen de París su
vicio. Hablo del París que produce la parisina, del París en que la
existencia es un arte y un placer. Tal París embriaga de lejos. El
chino, el japonés, el negro, el ruso, el yanqui, el criollo, sufren su
atracción de la misma manera. El paraíso, un verdadero paraíso
artificial, se reconoce a la llegada. El hechizo está en el ambiente, en
las costumbres, en las disposiciones monumentales, y sobre todo, en la
mujer. La parisiense sólo existe en París, afirmarían nuestros queridos
maestros M. de la Palice y Pero Grullo. Mas el efecto de París se
aminora o se agranda según la edad, los elementos de vida, los
caracteres y las aspiraciones. No se trata de razas ni de países.
Conozco por ejemplo dos vascos, Miguel de Unamuno y Ramiro de Maeztu, en
quienes el influjo parisiense es nulo; en cambio hay innumerables vascos
que gastan su dinero y dan placer a sus sentidos y a su imaginación en
París, de la manera más meridional del mundo. En los escritores, en los
artistas, se nota la diferencia de comprensión y de impresiones. La
inoculación de parisina en unos es activa, en otros de mediana fuerza,
en otros inocua. De los metecos, son los rumanos y levantinos los más
accesibles a la parisinación completa. Los españoles resisten
fuertemente, en tanto que los originarios de la América latina cuentan
entre los que más se asimilan al medio y entre los refractarios. Véanse
algunos ejemplos.

El marqués de Rojas vivía en París hace larguísimos años. Antiguo
diplomático, ha conocido buen número de testas coronadas y ha
permanecido en casi todas las cortes de Europa. Sus estudios preferidos
han sido investigaciones históricas, la literatura, y sobre todo, los
asuntos financieros, disciplina en que sobresale. Sus gustos, sus
hábitos eran los de un gran señor; y la vida de París le sentaba tan
bien, que ostentaba, no sin un justo orgullo, una florida y animada
senectud. Mas una vez que se le conocía y se le trataba, se veía que el
venezolano persistía, a pesar del tiempo, del medio y de las
frecuentaciones. Y en sus libros se revela poderoso el espíritu
hispanoamericano. Lo propio puede decirse de un cubano eminente, D.
Enrique Piñeyro. Crítico de alto valer, pensador ponderado, muy erudito
en literaturas extranjeras y en la española, sobre todo, guarda en su
espíritu la savia cubana, el aliento del terruño. Antiguo compañero de
colegio, amigo de la infancia, amigo hasta los últimos días, de José
María de Heredia, el poeta francés, ha publicado, después de varios
libros sobre asuntos literarios diversos, una monografía sobre José
María de Heredia. ¿El cubano francés? No, el cubano del todo, el autor
de la oda al Niágara. En ese trabajo, dice un periódico, «discurre el
señor Piñeyro con su acostumbrada sobriedad acerca de la vida breve y
agitada del cantor del Niágara, y a través de su prosa clara como las
ondas de un río, se destaca con calor y vida la figura del gran poeta;
se le ve muy joven estudiando a Homero y leyendo la Biblia en la ciudad
oriental; más tarde le vemos investirse de abogado ante la Audiencia de
Camagüey y ejercer la carrera al lado de su tío Ignacio en la poética
Matanzas.

En esta ciudad se le ve esconderse y huir fugitivo para desembarcar
luego tiritando de frío en Boston, peregrinar en varias ciudades
americanas enseñando el español, sin saber aún el inglés, hasta que
apoyado con la influencia poderosa de Roca Fuerte, surge en Méjico como
uno de los consejeros de Guadalupe Victoria, el primer presidente
constitucional de aquella república. Allí trabaja tranquilo, crea
familia, y como obedeciendo a un sino incontrastable, le vemos pronto
envuelto en los tormentosos acontecimientos políticos que señalaron el
paso por el Gobierno mejicano del general Santa Ana. Mientras tanto aquí
en Cuba se le había condenado a muerte, y cuando, decepcionada el alma y
desfallecido el cuerpo, pidió y obtuvo regresar a la patria para abrazar
a su madre, no encontró nave que le trajera a tiempo, pues antes la
muerte, que le venía acechando, le arrebató la vida a los treinta y seis
años escasos de haberla padecido. Y ni aun sus restos han podido
recogerse, pues cerrado el cementerio en donde fué enterrado, se
mezclaron las osamentas para conducirlas al azar a otra parte.»

Tal es la vida del egregio poeta cubano; tal es la gran figura literaria
cuya biografía traza con mano firme y límpida el señor Piñeyro. Si en el
renombrado crítico hubiese prendido bien la parisina, la monografía
hubiera sido escrita sobre el famoso sonetista, miembro de la Academia
francesa. La hubiera escrito en francés o la habría hecho traducir, para
que fuera gustada, ante todo, por el público parisiense; habría hablado
muy poco de la época de los primeros estudios en la Habana, y habría
sido minucioso en recuerdos respecto a la intimidad de Heredia con Hugo,
con Gautier y con todos los parnasianos; habría hablado de su salón
literario, de su biblioteca, de sus obras de arte, y el escritor no
habría revelado su origen de ninguna manera. Para el parisiense no
existe otro lugar habitable más que París, y nada tiene razón de ser
fuera de París. Se explica así la antigua y tradicional ignorancia de
todo lo extranjero y el asombro curioso ante cualquier manifestación de
superioridad extranjera. Ante un artista, ante un sabio, ante un talento
extranjero, parecen preguntar: ¿Cómo, este hombre es extranjero y sin
embargo tiene talento? Y el meteco que se parisianiza llega al mismo
grado de exclusivismo que el legítimo parisiense de París.

El poeta cubano Augusto de Armas llegó a la gran ciudad ya poseído de la
locura de París.

Escribió versos franceses admirables, se llenó del espíritu luteciano,
fué en el barrio latino como cualquier joven poeta francés de ensueños y
melena--y se lo comió París. No existía entonces el arribismo. El pobre
criollo vivía en su ilusión de gloria, dedicó poesías a todos los
mamamuchis de entonces, y fuera de Banville, que le escribió una carta
amable, nadie le hizo caso.

Muchos de los que hemos venido a habitar en París hemos traído esa misma
ilusión. Mas hemos tomado rumbos diferentes. Yo he sido más apasionado y
he escrito cosas más «parisienses» antes de venir a París que durante el
tiempo que he permanecido en París. Y jamás pude encontrarme sino
extranjero entre estas gentes; y ¿en dónde están los cuentecitos de
antaño...? Gómez Carrillo es un caso único. Nunca ha habido un escritor
extranjero compenetrado del alma de París como Gómez Carrillo. No digo
esto para elogiarle. Ni para censurarle. Señalo el caso. El es quien
dijo, yo no recuerdo dónde, que el secreto de París no le comprendían
sino los parisienses. Los parisienses ¡y él! Si no ha llegado a escribir
sus libros en francés, es porque no se dedicó a ello con tesón. Mas en
su estilo, en su psicología, en sus matices, en su ironía, en todo,
¿quién más parisiense que él? Muerto Jean Lorrain, no hay entre los
mismos franceses un escritor más impregnado de París que Gómez Carrillo.

Revolviendo nombres y categorías puede observarse: Tourguenieff estuvo
siempre en la estepa, Heine en el Walhalla, Wolff y Max Nordau en el
ghetto, Eusebio Blasco en Fornos, Moreas en la Morea, la señorita
Vacaresco en Rumania, Cantilo y Daireaux en la Argentina, Marinetti en
Milán, Bonafoux en España... Carrillo es el meteco más parisiense de
París. ¡Pues bien! El mismo Carrillo comienza a reconocer que más de una
vez se ha sentido desarraigado en la babilónica metrópoli. Y él no puede
quejarse de París, que bien se lo pudo tragar como se tragó a Augusto de
Armas y a tantos otros. París le dió su gracia verbal, su versatilidad
femenina, su sonrisa y el gusto por el refinamiento de sus placeres.
Carrillo vino muy joven. Habitó en el barrio latino en un tiempo en que
aún existía la bohemia y se amaba la poesía y el amor buenamente. Apenas
si comenzaban a causar su efecto los venenos baudelaireano y
verlaineano. Carrillo alcanzó las veladas de «La Plume». Tuvo buenos
compañeros. Le halagaron desde entonces; le publicaron en aquella
revista su retrato--un Carrillo adolescente y muy medalla romana--y
logró una, dos y no sé cuántas Mimís, en la edad más hermosa, con cuerpo
y alma de estreno. Con el tiempo evolucionó, con las ventajas y
desventajas del medio... No creo que pudiera nunca separarse de París,
aunque haya llegado a reconocer más de una de las falsías y engaños de
la adorable cortesana que lo hechizó.

       *       *       *       *       *

Acabo de leer un pequeño libro del escritor dominicano Tulio M. Cestero.
En estas páginas hay una sensación de París, expresada en un diálogo de
transparente fondo psicológico. El autor expresa el encanto, el
embrujamiento parisiense en el espíritu hispanoamericano, y el peligro
del torbellino que atrae. No sé que haya permanecido largo tiempo en la
ciudad luminosa. Lo que sí sé es que ha peleado ruda y bravamente en las
revoluciones de su país, que es, entre los de la América revolucionaria,
el país de las revoluciones. «Hemos hecho la guerra, dice, desde los
días del descubrimiento. En el alma nacional lidian la tristeza del
indio, el dolor del negro esclavo y la nostalgia del español aventurero,
terrible herencia de odios que nos ha hecho un pueblo triste y
levantisco.» Ha descrito, en prosa orgullosa y gallarda, escenas de las
luchas arduas en que ha tomado parte. Deja ver ingenuidades de roca
nativa, y en ellas el más puro oro cordial y diamantes generosos. Aun
perfumada el alma del soplo de las patrias selvas, llega a Lutecia. Está
en el bulevar. Párrafos del diálogo que he citado nos darán la impresión
que buscamos:

«_Marcelo._--El bulevar... ¿Has leído la reciente novela del corrosivo
ironista La Jeunesse? Cuántos pensamientos en nuestras tierras de
América se orientan hacia esta congestionada arteria donde el placer y
el dolor forman una ola impetuosa. Venir a París, trotar por el bulevar,
es la aspiración tenazmente perseguida de los intelectuales, políticos,
mercaderes y mundanos de nuestras tierras calientes. Y casi tienen
razón. Es única esta vía que encierra un mundo en algunos metros; ni
Picadilly, de Londres, ni Unter den Linden, de Berlín, ni Broadway, de
Nueva York, producen esta impresión de onda que acaricia y flagela al
mismo tiempo; es una corriente que arrastra. Sí, pero es un río formado
por los apetitos, las ambiciones, los dolores, las alegrías en delirio
que bajan rugientes de Montmartre, de Batignolles, del barrio latino, de
más lejos aún, de los cuatro puntos cardinales del globo, y en
confluencia forman esta corriente que parece mansa y es pérfida,
poderosa, cuyos remansos son las terrazas de los cafés. ¡Qué gloria
enfrenarla y domarla; pero qué energías formidables se necesitan!
Sondear su fondo me marea, y las bascas amargan mis labios.

_Andrés._--Por el contrario, yo siento una sensación de fuerzas nuevas,
alegres, un vehemente anhelo de conquistar el aplauso de esos hombres y
el amor de esas mujeres; de erigirme un pedestal con las cabezas
erguidas bajo las plumas o las sedas de los sombreros caros, y me digo
cada vez: «París, tú serás mío».

_Marcelo._--Ilusión.

_Andrés._--París es inconquistable, indomable; olvida en la noche sus
amores del alba. Es inútil empeño querer aprisionar el agua en el puño.
Es en las tierras de América, que nuestros padres han regado con sangre,
donde hemos de realizar la acción de nuestros sueños. A París viene todo
el oro de nuestras minas, en monedas y en pensamientos; y a los que
llegan fuertes, jóvenes, sanos, con la primavera en el alma, París los
devuelve enfermos, viejos, rotos. Café de la Paix, Americain, Maxim’s,
cocotas, sombreros, sonrisas, grupas. Marcelo ha de sentir el influjo,
la atracción, y después de una noche blanca, después de una borrachera,
ha de exclamar al ir en el frío de una madrugada parisiense: «Me
envuelve la ola, me desarraiga, me arrastra, en el torrente, voy aguas
abajo... Este cielo es un trapo sucio y no hay sol, no hay sol... el
sol». Ciertamente, en París no sólo hay grupas y sonrisas de venta, y
cafés alegres. Mas, entre todos los que vienen, nadie prefiere Madame
Curie a Mademoiselle Liane de Pougy. Y París, sobre todo, es mujer. Es
la hembra. Y Cestero se va al Congreso de La Haya y luego partirá para
Santo Domingo, a pelear quizá con los revolucionarios. Pero donde, por
dentro y por fuera, tendrá el sol. Su sol.



VIDA DE LAS ABEJAS


Después de haber publicado Maurice Maeterlinck su «Vida de las abejas»,
vió que su libro era bueno. El público y el editor fueron de su misma
opinión. Así el autor prosigue en sus incursiones de poeta y de filósofo
en el reino de la naturaleza. El libro sobre las flores, como el
conocido sobre las abejas, está libre de toda pedantería científica. El
autor declara al comenzar: «Quiero simplemente recordar aquí algunos
hechos conocidos de todos los botanistas. No he hecho ningún
descubrimiento, y mi modesta contribución se reduce a algunas
observaciones elementales. Claro está que no tengo la intención de pasar
en revista todas las pruebas de inteligencia que nos dan las plantas.
Esas pruebas son innumerables, continuas, sobre todo entre las flores,
en las cuales se concentra el esfuerzo de la vida vegetal hacia la luz y
hacia el espíritu.» En todo naturalista diríase que hay algo de poeta. Y
todo poeta encuentra motivos de meditación y de emoción en las mil
formas en que se manifiesta la voluntad de vida sobre la tierra. Dos
autores que fueron de los primeros en la dirección del movimiento
simbolista en Francia, dos antiguos idealistas, son los que hoy producen
estas obras de un género nuevo en que se junta la observación científica
y la literatura: Maeterlinck y Remy de Gourmont. Con la diferencia de
que el primero ha permanecido fiel al misterio, al más allá, y el
segundo ha evolucionado hacia una concepción absolutamente materialista
del universo. Pero ambos son escritores de su tiempo, y la «Física del
amor» debe complacer a quien escribió la monografía sobre las abejas, y
estas páginas excelentes sobre las flores.

Ignoro si tuvo ocasión antes de morir, el lamentado André Theuriet, de
conocer el volumen en que me ocupo. Tan sincero y apasionado «forestier»
habría gozado de todo corazón con ver tratada tan sutil y delicadamente
lo que llamaríamos el alma de esas cosas tan amables y tan encantadoras
que representan como la gracia femenina en el mundo de las plantas. Las
flores aman, las flores tienen designios, las flores luchan y vencen en
contra de las disposiciones del destino. Uno rememora las concepciones
de Ovidio; y se llega a imaginar que algo que se relaciona con lo
humano obra en la planta después de misteriosas y extraordinarias
metamorfosis.

En el poema latino Dafne se transforma en laurel, Siringa en caña,
Narciso en flor de su nombre, Driope en loto, Jacinto en flor, Mirra en
árbol, Adonis en anémona, las Ménades en árboles, Ayax en jacinto, Apolo
en olivo. ¿Quién no ha visto, con la ayuda del pensamiento y de la
imaginación, gestos y ademanes en los árboles, coquetería, o modestia, o
lujuria, o voluptuosidad, u orgullo en el imperio floral? El buen
sentido de las naciones ha hecho muy justas denominaciones simbólicas, y
el sencillo y antiguo «Lenguaje de las flores» contiene una crecida
cantidad de correspondencias, como diría un swedenborguiano. Es el mismo
Swedenborg quien dice esto: «El hombre se asemeja a los animales por las
afecciones y los apetitos de su natural; se abandona a los impulsos de
ese apetito y se acerca a los animales con que tiene más correspondencia
y relación. De allí viene que en uso ordinario se le compare con ellos.
Si es de un carácter dulce, pacífico, se dice: es un cordero. Si es
duro, implacable, cruel, se le califica de oso, tigre; si es voraz, de
lobo; si es glotón, de cerdo; si es engañador, de zorro, y así de tantas
otras maneras de decir, fundadas en las correspondencias entre el hombre
y los animales; correspondencias o relaciones conocidas, pero sobre las
cuales no se reflexiona lo bastante para darnos cuenta de mil cosas,
tanto naturales como espirituales, que el hombre ignora. Esta
correspondencia existe también con el reino vegetal.» Esta última frase
la subraya Robert de Montesquiou a propósito de las «Flores animadas» de
Grandville. Un delicioso poeta mejicano, ya desaparecido, Manuel
Gutiérrez Nájera, animó líricamente también a esas lindas criaturas, en
sus versos sobre «La misa de las flores», inspirados por unos de Víctor
Hugo en las «Chansons des rues et des bois».

      J’errais. Que de charmantes choses!
    Il avait plu; j’étais crotté;
    Mais puisque j’ai vu tant de roses,
    Je dois dire la vérité.
      J’arrivais tout près d’une église,
    De la verte église du bon Dieu,
    Où qui voyage sans valise
    Ecoute chanter l’oiseau bleu,
      C’était l’église en fleurs...

Y en otra poesía también se animan las flores, en la que él titula
«Celebración del 14 de Julio en la floresta»; y en otra aún, «La santa
capilla», que acaba:

      La bouche de la primavère
    S’ouvre et reçoit le saint rayon;
    Je regarde la rose faire
    Sa première communion.

Maeterlinck, por su parte, observa la íntima volición de las vegetales
familias, sujetas a la tierra, mas sin embargo, conmovidas por la
universal ley de fecundación y de vida. Él no trae nada nuevo, como lo
ha advertido; mas de hechos conocidos en botánica él saca consecuencias
que hacen meditar, une con una suerte común el alma de las flores con el
alma de los hombres... Saint Pierre, el dulce e ingenuo Saint Pierre,
aplicaba a tales asuntos sus inofensivas filosofías. Mas ya hay
distancia entre el seráfico abuelo y el creador enigmático de
Tintangiles, de Maleine, explorador sombrío de lo desconocido, de la
muerte, del ensueño, de la previsión, del azar, del destino.

Es después del descenso repetido a la más obscura y temerosa de las
minas del cerebro, que viene el místico moderno, a inclinarse en
observación sobre el cáliz de una rosa, sobre la blancura de un lirio. Y
a vislumbrar en el fondo de todos esos deliciosos aparatos, una luz de
probabilidad consoladora, en el perpetuo enigma en que se agita la
humanidad desde lo recóndito del tiempo.



LUIS BONAFOUX «BOMBOS Y PALOS»


Las apariencias: Luis Bonafoux, hombre terrible... La realidad: Luis
Bonafoux, hombre suave y cordial... Quien dice el hombre, dice el
escritor. Porque convenceos de que la frase de Bouffon--que generalmente
se cita mal,--se debe entender al revés: el hombre es el estilo. Por lo
general, en lo físico, se observa que las personas robustas, los
colosos, los hércules, los fuertes, son de carácter dulce y más
propensos a la alegría que al humor agrio y melancólico. En lo moral
sucede lo mismo: guardaos de las almas flacas, de las almas pálidas.
Luis Bonafoux es un amante de la justicia, y su pasión lo ha llevado a
veces hasta la crueldad. Y ese vociferador, ese combatiente, ese
perseguidor, ese «maître aux injures» que aparecerá a veces como un
espíritu tendente al odio y a las más ásperas venganzas, tiene en el
fondo desmayos hacia la caridad, aflicciones de altruísmo,
consagraciones de sacrificios, ímpetus de ternura que parecerían
increíbles. Cuando le oigo en ocasiones, o cuando leo algunas de sus
ácidas páginas que terminan generalmente en un suspiro, en una sonrisa o
en una lágrima, recuerdo aquella admirable figura de abuelo gruñón y tan
sensible que encarnó Hugo en el M. Guillenormand de _Los Miserables_. O,
en lo contemporáneo y de carne y hueso, evoco la memoria de una Luisa
Michel o el aspecto de un Rochefort, de un Malatesta, o de un León Bloy,
plumas furiosas por exceso de amor, cada cual en su ambiente de ideas, o
en su ráfaga de aspiraciones.

       *       *       *       *       *

La obra de Bonafoux demuestra lo vano de la diferencia que ha querido
hacerse entre escritores y periodistas. No existe después de todo sino
esto: hay periodistas que saben escribir y periodistas que no saben
escribir; hay quienes tienen ideas y quienes no tienen ideas. Y, como
decía una vez el sesudo y acre Paul Groussac, más o menos: hay quienes
no escriben ni bien ni mal; ¡no escriben! Mas hay artículos de
periodista que valen, por fondo y forma, lo que un buen libro.
Desconfiad de la fecundidad, de la cantidad. De Magnard díjose que
escribía sonetos políticos. Las crónicas de Bonafoux serían así
sonetos, rondeles, letrillas, sin rimas: aladas, picantes, ligeras,
_pesadas_, con su poco de miel, con su poco de amargura, tal como
hubieran podido complacer a cierto ruiseñor alemán que anidó en la
peluca de Voltaire según confesión propia, y a quien también se puede
colocar entre los «periodistas». ¿No es un periodista ya aquel Séneca
antiguo que nos ha dejado tan singulares «crónicas» _avant la lettre_?

Para buscar antecesores a Bonafoux no hay necesidad de ir a extranjeras
tierras. Sus abuelos mentales están en España. Se ha hablado de Heine.
Pero ¿no es Cervantes uno de los espíritus que más influencia tuvieron
en el atormentado y maravilloso teutón? Estaba yo releyendo en estos
días el «Centón epistolario» del bachiller Fernand Gómez de Cibdareal,
cuando recibí la reciente obra «Bombos y Palos»; y leyendo el libro
nuevo observé que a través de largos siglos, había más de una relación
ancestral con el libro viejo. He allí otro periodista, aquel bachiller
que escribía, antes de Barrionuevo, sus cuartillas a las personas, como
hoy se escriben a los diarios. Mas la vida moderna y la lucha del vivir,
y los años que dejan ver lo amargo de las cosas humanas, han puesto en
mi amigo Bonafoux una acritud que no desea disimularse, y que aparece
casi siempre en su producción.

¡Por Dios! Encontramos gentes que de todo sonríen, o ríen, satisfechos,
y que todo lo encuentran excelente en el mejor de los mundos posibles.
No está mal que ante la fácil «candidez» surjan de tanto en tanto los
protestantes contra las inevitables miserias en las tragedias y sainetes
de la hostil existencia cotidiana. Y luego, a desfacer entuertos. He
allí la parte del eterno Quijote, en el defensor de los débiles, sin
curarse de si una vez los galeotes libertados, no se volverán contra él
y le lapidarán, como es muy de razón que así sea. ¡Y el amor de la
verdad, el peligroso amor de la verdad! Decir la verdad, gritar la
verdad, a riesgo de las naturales consecuencias, y prestar para ello su
vocabulario al argot, a los clásicos, a Quevedo sobre todo, y, sin temor
a lo escatológico, ¡al mismo general Cambronne! Y en seguida gemir por
un niño mártir, por un dolor ajeno, por una tristeza que necesita
consuelo... Bonafoux el Feroz se convierte en San Luís Bonafoux.

       *       *       *       *       *

Al recorrer este último libro, no puedo menos que pensar: ¡Si Bonafoux
escribiese sus memorias! Pues hay aquí las más sabrosas páginas sobre
españoles e hispanoamericanos en París. Artistas, escritores,
diplomáticos, hombres de bien y pillos están tratados conforme con sus
merecimientos. Y desenfadadamente, para unos maneja el sonoro
instrumento en que por lo general se percute la piel de los asnos; para
otros, también desenfadadamente, emplea un nudoso garrote. Sobre todo,
no caben en él disimulo y engaño. _Mentiri nescio._ Mas, en medio de
esas tareas, no descuida el ir una que otra vez a dar una vuelta por su
jardín. Y allí están, cultivadas casi con pudor, casi a escondidas,
bellas rosas de arte, frescos lirios de sentimiento, frías y pomposas
hortensias de fantasía. Lo cual no obsta para que, en cuanto sale de
nuevo a la diaria faena, no deje de gritar por ejemplo: ¡Vaya cardo! y
lo dé por espuertas a los que de ello han menester.

En Asnières, lugar florido, lejos de los ruidos de París, tiene hace
tiempo su casa de trabajo y de reposo, al amor de su familia, pues es
varón de orden y de hogar. Cuando viene a París, casi siempre está
acompañado. La persona que con él podéis ver, puede ser un príncipe
destronado, un periodista, un hombre de negocios, un anarquista. Unos le
buscan por asuntos de bombos y otros por asuntos de bombas... Tal su
ministerio.

Tiene larga fama. Hay quienes en Río Janeiro, o en Tánger, leen tales o
cuales diarios por el artículo de Bonafoux. Y lleva la carga de su
talento, con talento. Y la cinta de la Legión de Honor, con honor.



EN EL PAÍS DE BOHEMIA


He visto varias veces el «Glatigny» de Catule Mendès. Es un bello
espectáculo. Bello como el ensueño y triste como la vida. Glatigny,
príncipe y fauno de un cuento improbable, es un personaje de ayer no
más, de carne y hueso; poca carne, huesos largos, pálido y soñador,
nefelíbato y lascivo, que murió tísico por una equivocación. Un bohemio.
Muchos amigos suyos existen aun, entre ellos el mismo Mendès. Vive
también un su hermano, en provincias. Y Camille Pelletan, el que fué
ministro de Marina, también fué de sus compañeros y acaba de hacer de él
este amable retrato: «Sí, dice, he conocido a Glatigny y su figura era
de las que uno no olvida. Pocas he visto tan extrañas y tan potentes.
Este pagano furioso parecía descender por cierto lado del Sátiro de
Víctor Hugo, suelto en los bosques llenos de ninfas y de náyades, ebria
el alma de las florestas; y es sin duda por un recuerdo de familia que
ha escrito un día:

    Et je danse dans l’herbe avec des pieds fourchus.

Pero por otro lado de su genealogía, la sangre que corría en sus venas
era bien gala: descendía de Rabelais por Panurgo. Tenía de él la risa
estallante, el don de las bromas enormes, la pasión de las aventuras y
la alegre imprevisión. Debo agregar que no era todo lo que esa
naturaleza valiente y leal había tomado al compañero bastante cobarde y
bastante perverso de Pantagruel, de Epistemón y de frère Jean des
Entommeures. Cómo, con ese doble origen, nació hijo de gendarme en su
muy prosáico _cheflieu_ de cantón de l’Eure, es lo que sería difícil de
explicar. Sabéis que, como el mundo contemporáneo no tiene lugar para
los seres fantásticos de antes, él se encontró arrojado en la existencia
azarosa de los personajes de la novela cómica de Scarron: cómico errante
como Destin o La Rancune; yendo de escena de provincia a escena de
provincia; tan detestable actor por otra parte (no lo ocultaba él mismo)
como excelente poeta».

Hugólatra, discípulo de Banville, compañero de Baudelaire, de Mendès, de
los jóvenes poetas que hoy peinan canas o duermen en la tumba, Glatigny
vivió en un tiempo de entusiasmo que hoy nos parece tan lejano, y
exprimió el jugo de sus «viñas locas» y lanzó, lleno de un fuego
apolíneo, sus «flechas de oro». No pensó nunca en el mañana. Le
persiguió naturalmente la miseria; le abrumó la vida de café; le
engañaron los colegas, las mujeres, el éxito, las máscaras: la Gloria,
ella no, no le olvidó.

Glatigny es uno de tantos Don Quijotes como vagan por el mundo.
Solamente, en el drama funambulesco de Mendès muere sin recobrar la
cordura. Su Dulcinea, sus visiones, hechas de fantasía y deseo, le
acompañan en la agonía, y, seguramente, aunque sin confesión y sin buen
sentido, se va a la mortal sombra misteriosa, más feliz. Se va para
siempre en su postrer «salida».

       *       *       *       *       *

He aquí el drama: En un pequeño pueblo normando vive Glatigny, con su
padre, un simple gendarme. El poeta, que como ya sabéis, si tiene en el
alma una estrella, esa estrella está encerrada en el cuerpo de un
sátiro, que danza sobre la hierba con sus pies hendidos, el poeta está
en vagos amoríos con la empleada del correo, Emma, pobre mujer que está
ciertamente enamorada del fantástico joven, y que, mayor que él, le
quiere casi maternalmente. Una compañía de cómicos de la legua pasa por
el pueblo. Están sin un cuarto y quieren irse sin pagar el hospedaje.
Así, de noche, comienzan a poner en práctica la fuga. Entre ellos hay
una guapa mocetona, Lizane, querida de uno de los cómicos, Fassin--pues
hay allí tres de los que figuran en las Odas funambulescas de Banville:
Neraut, Fassin y Grédelu. En momentos en que Lizane ha saltado por una
ventana a la calle, medio vestida, Glatigny sale de casa de Emma; al
ruido se esconde Lizane en un boscaje próximo. Glatigny la divisa y
corre hacia ella. El sátiro y la ninfa. Palabras, audacias, versos
lindos. Glatigny se enamora y, con anuencia de Lizane, que le ha contado
la vida de los poetas de París que ella conoce, allá en el café--¡sueños
de Glatigny!--se va con los de la farándula a la capital, no sin antes
pagar, con dinero que le ha dado la misma Lizane, la cuenta del
hotelero; y halagado por la canción que es como la Marsellesa de sus
ensueños:

      Avec nous l’on chante et l’on aime!
    Nous sommes frères des oiseaux.
    Croissez, grands lys! chantez, ruisseaux!
    Et vive la sainte Bohème!

Y en el pueblecito queda la triste Emma, que ha hecho todo lo posible
con sus súplicas para que la voluptuosa cómica errante le deje a su
amado.

En el acto segundo Glatigny está ya en París, y en casa de Émile de
Girardin que está para ser nombrado ministro, y cuya secretaría va a
solicitar el bohemio. Mal vestido, pero ya con cierta fama y con un tupé
colosal, comienza en la antesala del periodista famoso y rico por
comerse los bizcochos y beberse el oporto de los visitantes.

Entra en esto Mme. d’Elfe, una embajadora--la célebre princesa de
Meternich, que aún vive en Viena--llena de elegancia y de gracias. Viene
a politiquear, intrigante y buena amiga de Napoleón III, con Girardin.
Diálogo lleno de curiosas cosas, entre poeta y embajadora. Ella queda
sorprendida y contenta de las ocurrencias y galanterías del flaco y
lírico tipo, que le confía su calidad de poeta y de actor y que
incontinenti le hace unos versos, que escribe en un precioso carnet de
la princesa. Ésta arranca la hoja escrita, y ofrece el carnet a
Glatigny, que rehusa el regalo. El carnet está cubierto de piedras
preciosas. En cambio pide la rosa roja que adorna el tocado de la alta
dama; la cual accede, pero viendo que el galante hombre va a besar la
flor, le dice orgullosamente:

...Pourtant quelque jour de peine plus étrange
    Et moins fière, s’il vous plaisait de faire l’echange,
    N’hésitez pas. N’importe quand, et n’importe où,
    Renvoyez moi la fleur, vous aurez le bijou.
...Je ne crois pas vous la rendre jamais!

exclama Glatigny. Y envuelve la rosa en un autógrafo de Banville que él
guarda preciosamente. La conversación sigue hasta la llegada de
Girardin, al cual pide la princesa que modifique un artículo que está ya
en prensa. El diarista accede, manda suspender la tirada y busca a su
secretario, que ha partido; la princesa le recomienda a Glatigny, que
empieza al instante sus funciones... que abandonará pronto por voluntad
propia. Sale Girardin. Y entra Lizane, que había quedado fuera esperando
al poeta. Conversación agitada. Lizane manifiesta que, una vez más,
quiere dejarle, e ir a probar fortuna en calidad de cocota.

--¿Ah? ríe Glatigny.

...Oui, j’ai fait emplette,
    D’un nom ducal, chez la marchande de toilettes
    Hermine de Bréda.

Está bien. Y se despiden. No sin que antes le aconseje Lizane al
abandonado que se junte con la hija de un músico de cervecería, la
adolescente Cigalón, no bonita, pero que está profundamente enamorada de
él. El acto acaba con la salida de Glatigny de su famosa secretaría y
con el horror de Girardin y la risa de los que llegan y acaban de leer
el diario recién aparecido. ¡El loco había escrito en verso el artículo
dictado!

Tercer acto. La cervecería des Martyrs, que M. Audebrand acaba de
desenterrar en uno de sus últimos libros. Centro de la bohemia, lugar en
que se encuentran todos los comedores de azur y bebedores de toda clase
de cosas, pintores, músicos, poetas melenudos, batalladores, templo
tumultuoso en que se lanzan las más raras paradojas, se ríe, se combate,
se besa a las muchachas y se imaginan todas las filosofías y locuras. El
icono de ese lugar es el de Mürger. Allí aparecen personajes como
Olivier Metra y Courbet, tipos como el del fracasado Morvieux, que son
de todos los tiempos, y el coro de buscadores, de seguidores, de
acólitos, de bohemios. Glatigny está desesperado por la separación de
Lizane, y no comprende o no hace caso de la pasión ingenua de la pobre
hija del músico de Cigalón, que procura darle algún consuelo. Ella sabe
por qué sufre el poeta y le dice sus más suaves palabras y le anuncia
que la otra ha de volver, que no sufra, que pronto ha de verla. Y Lizane
vuelve, porque su amante, el cómico Tassin, está preso, porque no
solamente vive de ella sino que ha robado. Y engaña de nuevo a Glatigny,
que cree ciertas sus promesas de amor, sus frases que le enloquecen. La
desventurada Cigalón ve el gozo del que ama por el retorno de Lizane, y
llena de pena, al verlos partir juntos, va a llevarse a su padre, al
músico _raté_, comedor de haschis, que vive su miseria en paraísos
artificiales; y cuando quiere levantarle de la mesa en que está
inclinado, le encuentra muerto.

En el acto cuarto Glatigny está unido a Emma y ambos trabajan en la
Alhambra, ella en su repertorio cantaridado, él como improvisador. El
público ve, al mismo tiempo, el escenario de la Alhambra, el cuarto de
vestirse de Lizane y el de las demás artistas. Lizane, en una escena se
muestra triste y de mal talante; y como Glatigny la pregunta el motivo,
ella le hace ver que necesita dinero, bastante dinero, para vivir sólo
para él, una vida de amor... El desastrado soñador se desespera... y
por fin promete a la pérfida el dinero. Tiene allí cabalmente la rosa ya
seca de la princesa d’Elfe; y en una salida que hace Lizane a escena, él
envía a la princesa, que casualmente está en un palco, la rosa. Y en
seguida recibe el carnet, que pasa a manos de Lizane. A esto ha venido a
buscarla Tassin, que ha cumplido el tiempo de su prisión, y ella se va
con él, mientras Glatigny improvisa ante el público, acompañado por el
violín de Cigalón... La desesperación de Glatigny es inmensa, y mayor la
de Cigalón, que ha de echarse al Sena en breve.

El último acto. El poeta, el amante pródigo, ha vuelto a su pueblo
natal, ya tísico; y vive unido a Emma, que le recibió con los brazos y
el corazón abiertos. Él guarda el recuerdo de sus pasados días. En su
gastado cuerpo no han muerto ni el soñador ni el sátiro. Pero la
enfermedad ha ganado ya mucho terreno, todo el terreno. Y cuando llega
la noche y Emma le acuesta, después de un acceso, él finge quedarse
tranquilo, dormir. La buena mujer se va confiada a su reposo. Y el
lunático, el Quijote de la rima y de la carne, se levanta, como en un
delirio. Le ha vuelto más viva que nunca su locura; busca su maleta
vieja, sus papeles viejos, y sale a proseguir sus aventuras, sale a la
calle, y al campo, sobre la nieve... Y muere en su sueño, con el beso de
la esperanza en los labios:

    Bah! je leur reviendrai chargé d’or et de gloire!

Ahí le encuentran por la mañana, helado de muerte y de nieve.

--«Pauvre petit!»--suspira la pobre Emma.

       *       *       *       *       *

De uno de los pasados dramas en verso de Mendès decía Jules Lemaître que
parecía escrito por Víctor Hugo. Este parece escrito por Rostand, siendo
asimismo y por lo tanto huguesco, de un Hugo modernizado. Hay en
Glatigny bastante de Cyrano. ¿No son ambos hermanos por la luna y por el
quijotismo? Al uno le amortaja el otoño, al otro el invierno... A ambos
hieren amor e imposible. Mendès ha hecho todo lo que ha querido, con su
talento tan fuerte, tan bello y tan flexible. Ha hecho cosas como Hugo,
como Leconte de Lisle, como Banville, como Baudelaire, como Verlaine,
como los parnasianos, como los simbolistas, como los decadentes. Y
además, como Mendès. Tiene una obra enorme y varia, y un espíritu
siempre fresco y vivaz. Es, indudablemente, un gran virtuoso; pero es
también, indudablemente, un grande y magnífico poeta.



EL MILAGRO DE LA VOLUNTAD


Al acabar de leer un reciente libro de León Daudet, _La lutte_, he
sentido un gran bienestar. He pasado una colina para ir a ver el Océano.
Venía sobre las olas un viento sano. El día estaba un tanto ardiente,
mas soplaba frescor la inmensidad marina. Y pensé: la vida es hermosa;
la naturaleza es la concreción de la vida. El hombre debe encontrar en
la aflicción de su pensamiento su propia esperanza. Aprovechemos el lado
sonriente del misterio. Seamos los perseguidores de la alegría. Más de
la mitad de la alegría, si no toda la alegría, está en la salud. Seamos
los perseguidores de la salud. Dediquémonos a ella hasta conseguirla lo
más completa posible. Mantengamos los órganos de nuestro cuerpo lo mejor
que podamos. Más hace por nuestras penas morales nuestro hígado que
nuestras penas morales mismas.

El amor completo, el sabor de la gloria, el impulso generoso, la
concepción luminosa, necesitan del buen estado de nuestras vísceras. La
ciencia de las ciencias se llama Higiene.

Mientras nuestra alma permanece en su casa de carne, nuestra alma es
fisiológica... Ordenémosle bien su casa. Con nuestro principal poder,
con nuestra principal riqueza: la voluntad... De pronto observo: ¿este
optimismo no será sospechoso? Arthur Symons ha escrito: «La mayor parte
de los que han escrito de una manera seductora sobre el aire libre de lo
que llamamos las cosas naturales y florecientes, han sido enfermos:
Thoreau, Richard Jeffries, Stevenson. El hombre fuerte tiene tiempo de
ocuparse en otra cosa, puede abandonarse a pensamientos abstractos sin
tener un lanzamiento al cerebro, puede perseguir objetivamente las
consecuencias morales de la acción, no está condenado a los solos
elementos de la existencia. Y en su tranquila aceptación de los
privilegios de la salud ordinaria, no encuentra ningún lugar para ese
éxtasis lírico de las acciones de gracias que un día claro o una noche
tranquila despierta en el enfermo.» ¿Y si para la exaltación del arte el
hombre «sano» no existe, por lo menos en lo que toca al aparato
nervioso? Tanto mayor razón entonces de fortalecernos y mantener en el
mejor estado posible el mecanismo de la máquina animal. Y en tal caso,
evitar ante todo cualquiera de las puertas señaladas con un peligroso
signo mágico, por las cuales se entra en los paraísos artificiales.
Epicuro, Anacreonte, se quedan a la entrada. Omar Kayam, Poe, Musset,
Quincey, Verlaine, penetran, y cuando retornan vienen pálidos de haber
visto el infierno de los infiernos.

       *       *       *       *       *

El personaje principal de la novela de León Daudet es un joven médico
que en lo mejor del goce de su fresca juventud se siente presa de la
tuberculosis. Para calmar sus males, o por el terror de su dolencia
irremediable, se entrega a la morfina. Entre las más horribles
agitaciones de su vicio, cuando el remedio ha resultado peor que la
enfermedad, una resolución firme, ayudada por la constancia de buenos
espíritus, por un noble amor, y a la verdad, por los medios que puede
procurar una fortuna, triunfa de todo el daño. La voluntad ha vencido a
la tuberculosis y a la morfinomanía. Esa es toda la novela. Los
incidentes son variados y curiosos. El estilo es el que el autor ha
hecho admirar por su vigor y concentración en obras anteriores.

Pierre Guisanne, el héroe, a pesar de su dedicación a la medicina,
«n’est pas un savant, c’est un artiste», como pensaban sus camaradas; y
al sentirse tuberculoso ha de haber recordado quizás ciertas palabras de
Thomas de Quincey, en las que se refiere a que «bien podría ser (el
opio), y lo pienso según un hecho absolutamente convincente para mí, el
único remedio que haya, no para curar cuando ya ha estallado, sino para
detener, cuando se halla en estado latente, la tisis pulmonar, ese azote
tan temible en Inglaterra.» Guisanne se deja poseer del espanto de la
muerte inevitable. El opio, o su alcaloide, le libra de la fatal idea
fija, le crea un estado de alma nuevo, le mata el miedo. Ante la
perspectiva del anonadamiento en la tumba, se acelera su deseo de vivir.
Se impone el soplo de la vida ardiente. Él va en un querer frenético al
placer y a la embriaguez que le hace aprovechar la eternidad de los
instantes. La furia del gozo por la inminencia del aniquilamiento.
Recuérdense las admirables páginas de Renan en la _Abadesa de Jouarres_.
Es un «parisiense», una «persona muy parisiense», ese joven deseoso de
todos los goces y que lleva la existencia de París como la más agradable
de las cargas. Su viejo padre vive en provincia, es un sabio discreto.
Él cumple con el programa del buen vividor en la capital de las
capitales: amigos diversos, también «muy parisienses», queridas,
diversiones, elegancias, citas, adulterios, ventajas de soltero. Hay
tipos perfectamente delineados y copiados, seguramente, de lo vivo, de
los conocimientos de M. Daudet; gentes de letras, ridículos y malos,
exquisita canalla; mujercitas, «snobinettes», como dicen en París,
impregnadas de vicio y de vicios; donjuanes vaudevillescos, y, demás
está decirlo, cocotas de fama y clubmen; y también generosas almas,
excelentes corazones, varones de bondad y experiencia, y un lirio de
mujer, la novia salvadora. Cuando de repente, brota la primera sangre
por la boca y el gozador contempla en su imaginación el fantasma de la
tuberculosis, todas las ilusiones se vienen abajo. Alguien turba la
fiesta... El se hace ver por uno de sus profesores, Contrat, hombre de
seso y con conocimiento del mundo. «La voluntad, le dice, es lo
contrario de la preocupación. Ella es un esfuerzo momentáneo, pero
serio, en tanto que la preocupación es una vana y constante «revêrie»...
¿Sois creyente? Guisanne le contesta que es casi indiferente en materia
religiosa. Que ha nacido en la religión católica, que tiene simpatía por
las ideas de libertad que hay en ella y que son un feliz contrapeso al
fanatismo materialista; pero no practica desde la edad de doce años,
desde que perdió a su madre. «Je vous avoue que n’ai pas prié...»--¡Ah,
tanto peor!, dice Contrat. «Contrat se había levantado y venía hacia mí
lentamente, como si hablase a sí mismo en una semimeditación.--«Sí, he
notado que los creyentes resisten más, en ese caso, que los otros. Es
una escalera que hay que volver a subir... y ellos tienen una rampa;
¿comprendéis? Os parecerá divertido que el viejo maestro os hable de
este modo. Ciertamente, yo he sido un famoso escéptico. Pero estoy en
vía de evolucionar. Mi sobrina Blanca es tal vez la causa..., o la
experiencia..., o el trabajo de los abuelos en mí... En todo caso
vuestra sensibilidad ha permanecido cristiana. Sin duda. Y bien, mi
querido hijo, poneos en la actitud moral que corresponde a la esperanza
del milagro lo más a menudo que podáis. Quiero decir, implorad de
vuestra voluntad, de las fuerzas desconocidas, de lo que gustéis, la
curación súbita y radical... Hay un estado de receptividad moral para el
bien como para el mal; eso es lo que es verdad, y los tejidos no son
insensibles a eso. El escepticismo predispone a la ruina.»

Esto constituye la base principal de la fabulación, que hay que
considerar como tomada de algún ejemplo viviente, ya que no relacionada
con el más útil, digno y generoso de los casos autobiográficos. Así,
pues, Guisanne, con todo, y su respeto por el profesor, se deja vencer
por el terror inmediato, y antes que recurrir a la fuerza voluntaria o a
la fe religiosa, se intoxica.

Un compañero médico le dice: «Yo no me atrevo a aconsejarte el opio
porque es contrario a todas las doctrinas corrientes... y luego es el
diablo para librarse de él...» El enfermo vacila, pero después cae en la
tentación. El opio le engaña, le hace vivir en sus delicias ficticias, y
le aleja la idea de la muerte. Al recurrir al opio en su situación--lo
he dicho,--Guisanne ha debido recordar a Thomas de Quincey. El caso es
casi el mismo, hay demasiada similitud. Y tanto más si se recuerda que
el autor inglés pudo vencer también en absoluto su vicio, nada menos que
después de más de cincuenta años de ser dominado por él. La voluntad
fué seguramente más poderosa al luchar con triple fuerza de hábito y
triple terreno ganado. Es verdad que de Quincey confiesa que la primera
vez empleó el opio para calmar una fuerte e invencible neuralgia dental,
y otra vez, más tarde, por una molestísima dolencia del estómago. Mas en
una parte de las _Confessions of an opium eater_, dice claramente: «Al
principio de mi carrera como comedor de opio, había sido señalado como
una futura víctima de la tisis pulmonar, y me lo habían dicho más de una
vez. Bien que las conveniencias humanas hubiesen hecho acompañar esa
sentencia sobre mi suerte de palabras alentadoras; que se me haya dicho,
por ejemplo, que los temperamentos varían a lo infinito, que nadie podía
fijar límites a los recursos de la medicina o a defecto de los remedios
a las fuerzas curativas de la sola naturaleza, no era menos preciso un
milagro para quitarme la convincción de que era un caso condenado. Tal
era el resultado definitivo de esas comunicaciones agradables; era
bastante alarmante y llegaba a hacer más aun por tres motivos. Primero,
esta opinión era formulada por las autoridades más fidedignas del mundo
cristiano, conviene a saber los médicos de Clifton y de las fuentes
termales de Bristol, que ven más enfermedades pulmonares en un año que
todos sus colegas de Europa en un siglo; esta afección, como he dicho,
era un azote muy propio de la Gran Bretaña, pues depende de los
accidentes locales, del clima y de las variaciones continuas que sufre.
No era, pues, sino en Inglaterra donde podía estudiarse; para
profundizar ese estudio era preciso visitar los alrededores de Bristol,
etc.»

Y en otra parte:

«El lector sabe que cuando llegamos a los cuarenta años, todos somos
locos o médicos, según el proverbio de nuestros abuelos («fool or
physicien»)... Presumo que ese proverbio significaba esto: que a esa
edad se puede exigir de un hombre que acepte la responsabilidad de su
propia salud. Es, pues, de mi deber ser, en ese sentido, un médico, de
garantizar, en cuanto la previsión humana puede garantizar algo, mi
propia salud corporal. En cuanto a eso, lo he logrado, según testimonios
prácticos y ordinarios. Y agrego solemnemente, que sin el opio no
hubiera logrado eso. ¡Hace treinta y cinco años, sin duda ninguna, que
estaría enterrado!»

A Guisanne también le sirvió de mucho el opio o la morfina.

Mas, como a Quincey, el exceso le trajo un sinnúmero de penalidades, de
sufrimientos que constituían otra y más terrible enfermedad. «No hay
enfermedad peor que el alcohol», decía Poe. Que la morfina, dicen los
morfinómanos. Y al describir los temerosos efectos del abuso, León
Daudet parece que pone las impresiones de su propio individuo. Así
Santiago Rusiñol, otro victorioso, ha escrito una página alucinante
sobre esos mismos terroríficos efectos.

El héroe de esta novela de Daudet, después de una inaudita brega consigo
mismo, ayudado de buenos consejeros, se resuelve a ir a un sanatorio
alemán, donde un especialista ha de librarle de su fardo infernal de
pesadillas. Allí la ciencia hace lo que puede lograr; mas es el
ejercicio de la voluntad el que, en resumen, realiza el verdadero
milagro. Un alma nueva nace, o más bien, el alma ligada y prisionera
rompe sus hierros y cuerdas.

En todo esto hay escenas incidentales de un positivo interés y descritas
de modo magistral. En ciertas partes, no se puede menos que recordar que
el autor tiene una íntima herencia del creador de _Jack_ y de _Petit
Chose_. El hermoso optimismo fundamental no hace sino realzar y dorar
del más bello oro espiritual esta obra bienhechora.

El fondo religioso y consolador es tanto más de admirar, cuanto que
viene de un trabajador vigoroso de ideas y de sensaciones, de un hombre
nutrido de ciencia, y de un criterio no por cierto empapado en aguas de
azúcar sentimentales. No es una pluma afeminada y dulce la que ha
escrito cerca de veinte volúmenes, todos masculinos y combativos, o
nutridos de ideas medulares o reveladores de músculo y garra, como
_L’Astre Noir_, _Les Morticoles_, _Le Kamtchatka_ o _Le Voyage de
Shakespeare_.

Y no es sino harto conocida su potencia de pugil en los encuentros
periodísticos y entre las apacherías de la política. Su libro reciente
es un libro de bien. Más de un enfermo de la voluntad encontrará alivio
y tal vez curación en esas páginas saludables.



EL BRASIL INTELECTUAL


Alguna vez he hablado de mis impresiones respecto a la intelectualidad
de la República del Brasil. Nunca olvidaré mis días de Río Janeiro,
donde tuve ocasión de conocer un núcleo de escritores y poetas que
despertaron en mí una cordial simpatía y una alta estimación mental. El
gran Machado de Asís, en su vivaz y alerta vejez, respetado y querido
por todos como glorioso patriarca de la patria literatura; José
Verissimo, el maestro cuya crítica es admirada y señalada entre las
labores de valor superior; un perito de ideas que en cualquier centro
europeo estaría en puesto de autoridad considerable; Graça Aranha, el
novelista que ha adquirido por potencia y riqueza ideal y por verbo
admirable una de las más puras glorias en las letras portuguesas en
general, y que, según opiniones como la del célebre conde Prozor, ha
escrito la mejor novela de estos últimos tiempos, su _Canaan_, cuya
versión castellana es obra de Roberto Payró; Olavo Bilac, el poeta, uno
de nuestros más gentiles poetas latinos, cuya prosa es de los más
elevados quilates y cuyo don oratorio cautivó a los que oyeron su
musical y fecunda palabra en la Argentina, y tantos otros que forman en
la capital fluminense una agrupación de activos y productores cerebros
que son la mejor corona de su patria, cuya tradición de cultura, que
viene desde los primeros tiempos imperiales, ha formado, al lado de la
preeminencia social, una aristocracia de la inteligencia, que en su
cohesión y en su intensidad de producción--a pesar de las propias
quejas--lleva la primacía en todo el continente.

En el elemento joven pude apreciar más de un vigoroso y lozano talento.
Entre ellos llamó mi atención Elysio de Carvalho, de quien conocía las
primeras obras y el plausible entusiasmo y la pasión artística siempre
sincera.

En los últimos movimientos de ideas que se han desarrollado y han
triunfado en el mundo literario, ha habido entre los luchadores quienes
han sido intermediarios entre los grupos pensantes, iniciadores de
relaciones, propagadores, vinculadores, anunciadores, introductores de
espíritus hermanos o de obras afines. De éstos, unos se han envuelto en
la luz de su propia emanación; otros, modestos, pero eficaces, han
laborado por el triunfo de su ideal secundando el ajeno impulso, dando
su contribución de ideas o ayudando a la definitiva victoria de los
maestros y al mantenimiento de la fe y de la perseverancia en los
compañeros de campaña.

Y mérito innegable y siempre digno de reconocimiento será el de los que,
a más de la realización de sus personales ambiciones, han contribuído a
esa especie de confraternidad espiritual internacional que ha sido uno
de los distintivos especiales de la evolución que se inició en Francia
con el nombre de simbolismo y que, alcanzando hasta nosotros después de
otros «ismos», dió por resultado un nuevo triunfo para el arte humano y
el definitivo reconocimiento del poder de la libertad y de la
individualidad.

Entre esos propagadores e intermediarios entre las «élites» más o menos
numerosas, no podrá nunca olvidarse a Elysio de Carvalho, en el Brasil;
a Pedro Emilio Coll y Pedro César Dominici, en Venezuela; a Urueta,
Valenzuela, José Juan Tablada y el grupo de la _Revista Azul_ y de la
_Revista Moderna_, en Méjico; a Luis Berisso, Jaimes Freyre y Díaz
Romero, en la Argentina; a Rodó y Pérez Petit, en el Uruguay; a Santiago
Argüello, Mayorga, Turcios, Troyo, Acosta y Ambrogi, en Centro América;
a González y Contreras, en Chile; a Clemente Palma, Román, Albujar y
otros, en el Perú; a Silva, Valencia y Darío Herrera, en Colombia; a dos
o tres buenos poetas en el Ecuador; a Iraizos y Mortajo, en Bolivia; al
culto y noble Gondra, en el Paraguay.

Carvalho fué el paladín de la revolución intelectual en la juventud
brasilera. En relación con los _leaders_ de Europa, llevó su entusiasmo
hasta a afiliarse a pequeñas agrupaciones que en el mismo París tuvieron
una efímera vida; tal el mentado naturismo, que no tuvo más razón de ser
en pleno afianzamiento simbolista que el talento impaciente de unos
cuantos. En el Brasil, la aparición de un joven combatiente como
Carvalho llamó la atención de todos, provisto como iba, según el decir
de José Verissimo, «de una rica si bien desordenada y no menos
interesante actividad mental... Todo en él revestía un bello entusiasmo
juvenil, sincero y vigoroso, servido por un talento que aparecía real en
medio de la extravagancia de su precoz literatura, de la anarquía de sus
ideas y de la multiplicidad de sus propagandas estéticas. ¡Curioso! Este
mozo exuberante, franco hasta la prodigalidad, ávido, sin duda, de
surgir, mas con derecho a ello, al cabo ingenuo y bueno, fué, por sus
mismos compañeros de juventud y literatura nueva, discutido, negado,
calumniado.» Bien ha estado al recordar esos comienzos de la labor de
Elysio de Carvalho, ahora que, como comprueba el mismo Verissimo, la
personalidad del autor de «As modernas correntes esthéticas na
literatura brazileira» queda situada definitiva y dignamente en las
letras de su país.

       *       *       *       *       *

La producción de Elysio de Carvalho se relaciona, como he dicho, con las
últimas manifestaciones mentales que han conmovido el Arte y la
Filosofía en el mundo europeo y cuyas repercusiones han influído en los
espíritus estudiosos y entusiásticos de todas las naciones.

Aparte de sus expansiones de alma, de la revelación de sus íntimos
sueños e ideologías, en versos y prosas de audacia y de elegancia, de
altivez y de ansia moral, como sus «Horas de Febre», su «Alma antiga»,
tradujo admirablemente a su idioma la célebre Balada carcelaria de Osear
Wilde y los «Poemas» de este mismo poeta. Narró el proceso de su
educación filosófica y artística en su «Historia de um cerebro»; se
afilió--más o menos pasajeramente--a lo que aquí se llamó naturismo, en
su «Delenda Carthago». Nietzsche tuvo en él un admirador; Stirner un
apasionado propagandista, comentador y biógrafo. Toda nueva idea, todo
nuevo impulso en el pensamiento contemporáneo halló en él un apoyo y un
entusiasmo. Razones claras me impiden ocuparme de una de sus últimas
producciones: «Rubén Darío», estudio crítico (1906). Mas he de decir que
tal trabajo figura hermosamente entre el magistral aunque fragmentario
estudio sobre el mismo autor, de Rodó y los de González Blanco,
Henríquez Ureña, Pardo Bazán, Martínez Sierra, Alberto Ghiraldo, Ricardo
Rojas y Díaz Romero.

El amor de la novedad y de la combatividad, naturalmente despertaron en
unos ya el asombro, ya la voluntad hostil; más también tuvo Carvalho su
cosecha de simpatías y sus conquistas justas. Su puro fervor de Belleza
y su anhelo de verdad, le han colocado entre los excelentes. Pertenece a
esa aristocracia inconfundible de la idea, que no se compadece con la
mediocridad ni con la chatura.

Naturalmente, con el tiempo, los primeros fuegos juveniles se han
aminorado, y a la incondicional determinación ha sucedido una manera
reflexiva y serena que no por eso deja de conservar la fuerza y la
sinceridad de antaño.

Y es que jamás consideró este hombre de cultura y este artista íntegro,
la facultad de pensar y el don de escribir, sino con toda la seriedad y
la profundidad que requiere tal condición que innegablemente coloca al
ser humano en superior jerarquía. Abominados sean los histriones del
pensamiento y los apaches de la pluma, que prostituyeron la singular
virtud que pudo servirles para propia elevación y bien de almas
hermanas.

Los defectos de Carvalho en sus primigenias producciones han sido los
del árbol demasiado copioso de savia y de follaje, defectos de los años
en que, poseídos del brío primaveral, los espíritus tienen asimismo
exuberancia de savia y de follaje. «Una visión extraordinaria y que
engrandezca las cosas vistas, también es un defecto», dice José
Verissimo con su habitual exactitud de juzgar. Elysio de Carvalho, y
como él muchos de los que en la América latina han seguido y proclamado
las nuevas ideas, se señaló por su exageración en el sostenimiento de
sus principios; mas esa exageración ha sido, si se quiere, benéfica y
precisa en los iniciales momentos de la proclamación de los flamantes
credos; y luego, una vez pasadas las agitaciones y violencias de la
lucha, una vez abierto el camino por donde los intelectos habían de
comenzar su viaje al ideal, vino la tranquilidad, la calma de
raciocinio, la posible mesura en la elocuencia--que en determinados
caracteres y medios es a veces difícil de conseguir--y la elevación
serena de criterio que, con gran complacencia de todos los intelectuales
brasileños, sin distinción de escuelas o de preferencias estéticas, se
ha manifestado en «As modernas correntes esthéticas na literatura
brazileira», la reciente obra que motiva estas líneas.



LETRAS DOMINICANAS


Existe una literatura en los momentos actuales, que presenta un carácter
inconfundible en su variedad: la literatura en que expresan su alma, sus
voliciones y sus ensueños, la Joven España y la Joven América española.
Las nuevas ideas han unido en una misma senda a los distintos buscadores
de belleza, mas en tal unión no pierde nada el impulso del individuo ni
la influencia de la tierra, sin contar, por supuesto, en este caso, a
los natos desarraigados en el espacio y en el tiempo. Una de las
ventajas que han tenido nuestras dos últimas generaciones, es la de la
comunicación y mutuo conocimiento. Si aun algo queda que desear, ya no
sucede como antaño, que se ignoren, de nación a nación, los seguidores
de una misma orientación filosófica o estética, los correligionarios de
un mismo culto de arte.

Entre toda la producción argentina, pongo por caso, de hace unos
veintitantos años, tan solamente los nombres de Andrade, Guido Spano, y
luego Obligado y Oyuela, se impusieron a la atención de las repúblicas
hermanas. Hoy la obra de un Lugones adquiere proporciones continentales;
mas no se ignoran, en el Sur ni en el Centro de América, ni en las
Antillas, los esfuerzos o la obra realizada de otros artistas de la
palabra, de otros hombres de pensamiento, ni la constante virtud de
entusiasmo que anima a los consagrados de la juventud. Hay mayor
intercambio de ideas. Se comunican los propósitos y las aspiraciones. Se
cambian los estímulos. Hay muchas simpatías trocadas y muchas cartas.
Los imbéciles no evitan el afirmar: sociedad de elogios mutuos. No se
hace caso a los imbéciles. Los libros y las cartas se siguen trocando.
No otra cosa se hacía en latín, entre los sabios humanistas del
Renacimiento.

Entre los escritores que desde hace algún tiempo se han dado a conocer
está Tulio M. Cestero, originario de la República dominicana. Es joven;
cursa la vida intensa y la gracia del arte. Su florecimiento en Santo
Domingo no es sino propio de un país que ha dado a las bellas letras
hispanoamericanas, desde pasadas épocas, figuras de gran valer. Por
Menéndez Pelayo conocemos algo del período colonial, en que se ufana
gentilmente aquel popular Meso Mónica, de tan fino y autóctono ingenio.
La cesión a Francia, por el Tratado de Basilea, y la ocupación por los
haitinianos, durante veintidós años, de la parte española de la isla,
produjeron la emigración a Venezuela y Cuba de gran número de familias
principales, gloriosas en los líricos y literarios anales; de ahí los
Rojas venezolanos, los Heredia, a que pertenecieron los dos José María,
y cuya casa solariega existía, según tengo entendido, en la capital
dominicana, hasta hace algunos años, frente al cuartel edificado en el
reinado de Carlos III; y los Delmonte, de Cuba. Después de la
proclamación de la república en 1844, las personalidades eminentes, en
las letras, no han sido pocas. Allá en la época romántica hay un Félix
Delmonte, no privado del don de armonía, como su amiga y preferida la
alondra. Apartándose un tanto de la influencia europea, Nicolás Ureña
ameniza el paisaje y las costumbres. Un varón de alma compleja y de
vigor verbal, Meriño, es a un mismo tiempo jefe del estado y de la
iglesia. Luego surge Emiliano Tejera, escritor, investigador, que
escribió su célebre folleto aclarando la verdad sobre los restos de
Colón y sosteniendo que son los que están en Santo Domingo. Aparecen el
historiador García, el polemista Mariano Cestero; y el que es
considerado como el primero en su patria, el novelista Galván. Una musa
es justamente famosa, Salomé Ureña, vigorosa y pindárica, sin perder la
gracia y el encanto de su alma femenina. Pérez, modernizado en los
últimos años, cantó castizamente las leyendas y sufrimientos de los
indios quisqueyanos. Billini, presidente, no desdeña ni los dones
apolíneos ni los atractivos de la novela. Por todos los géneros espiga
el talento de un Henríquez y Carvajal. Penzón vuelve la vista al pasado
y busca la tradición y el tema legendario. Más recientemente aparecen
Gastón Deligne, poeta, que hoy se siente atraído por nuestro movimiento
reformador; Rafael Deligne, poeta, crítico y dramaturgo; Pellerano, que
se distingue por amante del color y de la vida locales; Fabio Fiallo,
espíritu nobilísimo y elevado, que en su «Primavera sentimental»,
celebrada por Díaz Rodríguez, inició sus delicadezas ideológicas y su
culto de la hermosura exquisita. Un hombre potente, de rasgos geniales,
combativo y dominador del verbo, Deschamps. Américo Lugo, docto y
elegante, perito en cosas y leyes de amor y galantería; el poeta Aibar;
los hermanos Henríquez Ureña, de los cuales Max ha escrito páginas de
crítica que yo prefiero y guardo con alto aprecio. Osvaldo Bazil,
gallardo y generoso, en lo florido de su juventud, hoy en Cuba, bajo la
advocación divina de la Lira. Ya véis que hay sus motivos para que Tulio
Cestero haya nacido en esa isla fecunda y solar que fué deleite de los
ojos del iluminado y profético Navegante.

Cestero es un espíritu inquieto ante la vida, nacido para los esfuerzos
y las bregas. Este lírico de la prosa, cuya cultura es completamente
europea, ha tenido que desarrollar sus energías de carácter y de
intelecto en un medio hostil a las dedicaciones al puro arte. Él sabe,
por propia experiencia, lo que son revoluciones, pronunciamientos. Ha
andado con su fusil, o su sable, por los montes patrios, entre fieras,
víboras, guerreando por su caudillo o por su presidente. Conoce las
excursiones por los bosques y los movimientos de las guerrillas. Alma
gentil, escribe su «Jardín de los sueños», mas tiene un admirable y
práctico sentido de la realidad. Si se le ocurre, escribirá lindamente a
una mujer: «Bella, sé piadosa, y convierte tus ojos milagrosos al
alma-océano de aguas muertas y profundas--del amante prosternado que
arrancará a las entrañas de la tierra avara el oro virgen para el anillo
de tus bodas». Y, si se le ocurre, mandará fusilar en las maniguas al
coronel criollo sublevado. Soles y vientos de aquellas latitudes le han
amacizado el cuerpo y el alma. Ello no es un inconveniente para que haya
labrado finas páginas en libros suaves. El poema en prosa después de la
acción, la lírica después de la estrategia, o antes. El bregador que
existe en él ha publicado también páginas de campaña en que el estilo se
revela apto también a ejercicios de músculo y a maneras de fortaleza. Yo
le veo vagar por la montaña. Si encuentra flores, formará un ramo para
la primera gallarda moza que le cautive. Si no, desgajará un árbol para
encender fuego y hacer su barbacoa con el primer venado que alcance su
carabina. Algo de Gastibelza, si gustáis, de un Gastibelza de tierra
ardiente, a quien si su doña Sabina y el aire de la montaña le vuelven
loco, le hacen decir bellos decires de amor y de combate.

Hace tiempo leí sus «Notas y escorzos», capítulos de crítica literaria;
sus impresiones de viaje «Por el Cibao», de las que casi nada recuerdo.
Su «Del Amor», es obra de despertamiento, de pasión exuberante, de
juventud y de savia temprana. Mas su folleto político «Una campaña»,
publicado en 1903, llamó grandemente mi atención por el modo robusto de
narrar, amena y bizarramente, sucesos que no han tenido en la América
nuestra sino señaladas plumas de valor que los traten. Hemos sido
célebres por nuestras revoluciones, y Europa no conoce aún el libro que
bellamente e intensamente diga tanta cosa extraordinaria, terrible y
pintoresca, porque ese libro no se ha escrito todavía.

En «El jardín de los sueños» este autor está seducido por el
esteticismo, y muestra una viva preocupación del estilo. Hay sutileza,
escritura «artista», prosa galante, paisajes al «claire de lune»,
relentes románticos e influencias simbolistas. Se advierte el amor de
las gracias plásticas, de ritmo, de la concreción de la expresión noble.
Sus lecturas son de la más reciente literatura; y cuando creéis
encontrar una reminiscencia de Laforgue, pasa el soplo d’annunziano. Hay
ideas, plasticidad y música «avant toute chose». Al madrigalizar, eleva
los asuntos, poetiza el medio, se transporta a otras épocas más bellas,
o dora, con el oro de la ilusión o de la fantasía, el tema inmediato.
Veo sobre todo a un poeta, al parecer, en ocasiones, sentimental, y en
ocasiones impasible en la labor de orfebrería que prefiere. Después
viaja. Los viajes son bienhechores y precisos para los poetas. «Navegar
es necesario; vivir no es necesario». Navega, pues, para venir a esta
Europa que todos ansiamos conocer. La moderna literatura nuestra está
llena de viajeros. Casi no hay poeta o escritor nuestro que no haya
escrito, en prosa o verso, sus impresiones de peregrino o de turista. Se
pasa, como Robert de Montesquiou, «del ensueño al recuerdo.» Como todo
está dicho, en lo que se refiere a lo contenido en ciudades y museos, no
queda sino la sensación personal, que siempre es nueva, con tal de
apartar la obsesión de autores preferidos y la imposición de páginas
magistrales que triunfan en la memoria. Es esto difícil, antes de que la
tranquilidad de la vida reflexiva llegue. Cestero, en sus narraciones de
viaje, se aparta dichosamente de los escollos del bedekerismo y de los
peligros de la obra recordada. Esto no quita que no le acompañen el
recuerdo de espíritus amados en sus periplos. Mas noto que los viajes en
él, las frecuentaciones diplomáticas y los contactos de París, han
marchitado un tanto la frescura franca de las floraciones de antaño.
Parece que el entusiasmo, sal del arte, no está en él con la abundancia
de los pasados días.

Yo no le pido una fe señalada, pero sí una fe. En verdad, el paulatino
conocimiento de las asperezas del mundo crea los peores escepticismos;
para librarse de esto sirve tan solamente la voluntad, la elevación de
la conciencia, la virtud de un ideal. Si ha de poner Europa sobre esa
amable psique el peso de un materialismo que le impida el vuelo, quédese
el artista y el combatiente haciendo sabrosas prosas y nuevas
revoluciones en el país dominicano. Y si ha de perder, Dios no lo
quiera, su original nobleza de espíritu, su respeto y adoración por la
sinceridad, su pasión por lo sagrado del arte, si ha de aprovechar los
dones divinos en el daño y en la mentira, si ha de mirar el misterio
demiúrgico de la palabra como arma de malhechor o como útil de
saltimbanqui, si ha de abandonar lo que, privilegio singular, trajo
desde el materno vientre por la volición suprema, la pureza y la
dignidad mentales, la única razón moral de existir--que en la primera
revuelta en que lo tome el general contrario, sin formación de causa, le
fusile. Mas si no, suya será la gloria.



UN POETA PORTUGUÉS EN LA INDIA


Agradezco muy de veras a Alberto Osorio de Castro el envío de su volumen
de poesías _A cinza dos Mirtos_, porque en el volumen hay lindos versos
y porque esos versos vienen desde Nova Goa, en la India portuguesa. Me
complace tener un lírico amigo y un comprendedor en aquellas tierras
fabulosas. Ya en otra ocasión he dicho lo que un poeta gana, a mi
entender, con emular a Simbad; y lo que, ante mi gusto, ganó, pongo por
caso, el autor de _El alma japonesa_ con haber ido al Japón. Mas, yo iré
mañana al Japón o a la India, si _La Nación_ me envía, o si deseos me
vienen de entenderme con la agencia Cook. El asunto es vivir en uno de
tantos países exóticos la vida de esos países, y penetrar en sus almas,
y entender sus palabras y sus ritos, para luego contar o cantar cosas
bizarras, extrañas, peregrinas, como Lafcadio Hearn, Paúl Claudel o
Alberto Osorio de Castro.

Aunque este último ha amado y soñado en Portugal, en donde florecieron
sus mirtos, y aunque en su vergel antiguo fué encendida la pasional
hoguera, es en Oriente en donde clama a la mujer amada:

    Volta a cinza que guarda outro fogo de amor.

Allá en las regiones lejanas en donde habita recordará las nieves de
antaño. Recordará que «en Coimbra, en el Jardín, una dulce mañana de fin
de invierno fino y claro, Ella y su Hermana, pasaban para la misa ideal
de las Ursulinas.

    Um arco iris desmaiava em Santa Clara,
    Um mais roseo perfume espargiam as rosas,
    Uma fonte cantava, as rôlas ja cantavam,
    E logo presenti que a primavera entrava
    Com as roseas Irmãs eguaes e harmoniosas,
    Rosas roseas a face, alvor de rosa as saias,
    A deixarem um rastro em flor no ar e o chão...
    Todo o sangue subiu aos ramos nas olaias.
    Todo meu sangue me floriu no coração.

Yo me imagino que en su existencia en los exóticos reinos de antiguas
leyendas y teogonías, pasará el poeta horas prosaicas a causa de las
invasiones civilizadoras. Las caravanas de las agencias turísticas le
perturbarán en sus recogimientos, y quizá algún cargo administrativo
aplane en cotidianas tareas idealizadas colinas de encantamiento. Mas
todo esto, por la virtud voluntaria, puede ponerse como una subvida «a
côté», dado que la única vida es aquella que nuestra voluntad declara y
que nuestro espíritu reconoce, contra todas las dificultades de la
circunstancia. Y en todo poeta hay un terrible o dulce filósofo.

Las citas y los epígrafes indican las lecturas y las predilecciones de
Osorio de Castro. Es un «moderno» y un aristócrata. Considera con
justeza que la facultad de pensar humanamente es el sumo poder del ser
humano,--humanamente y divinamente; y que por algo el cerebro corona el
edificio, bajo la redondez de su cúpula.

Mas penetremos en la hermosa colonia de poesía.

       *       *       *       *       *

Al eco de la música d’annunziana--«Nel plenilunio di calendimaggio»--se
comunica con el mundo de las hadas.

      Mab, a Rainha Fada côr de jade,
    Dá beija-mão a sua côrte em festa.
    Veem Fadas dos Montes, da Floresta,
    Veem das Grutas de oiro e claridade.

Por los labios de Mab se expresan la Ilusión, el Amor, la Esperanza. Y
la mujer surge en su gracia y omnipotencia carnal. Después exóticas
figuras pasan, como la amorosa chiquinha cuya faz de encanto japonés se
entrevé. Chiquinha, que tiene «la gracia de la mujer de nuestra sangre y
la gracia de la exótica sangre». En las tristezas de la tarde es un
desvanecimiento de íntimas «saudades». Se esfuma la ronda de las horas.
Suena la canción del agua:

      Aguas serenas e ligeiras
    Passae de leve para o mar.
    Aguas novinhas e palreiras
    Ponde-vos todas a cantar.

¿Hay en el rimador un creyente? ¿Su paganismo termina en un anhelo de
mortalidad cristiana? Más bien se ve un lejano resplandor de fe en los
comienzos de la juventud. «¡Viña de inmortalidad, dame tu vino de luz
eterna! ¡Ah, que «saudade» de la dulce creencia en Jesús, en mi infancia
de sueño! Era para mí el mundo misterioso jardín. Y no el abismo
horrible que veo ante mí ahora. Viña de inmortalidad, dame el fruto de
la verdad y el vino de la eterna aurora». Anatole France le seduce con
su Thaïs de Alejandría. Uno como sentimiento barresiano, basado en un
decir de la antología griega, le hace preguntar a los muertos el secreto
de las agitaciones de la vida. En un sueño de delicias amorosas,
momentos de pasión: «Claro día de aquella primavera extinta, y por
siempre refloreciendo en el sueño de lo pasado... Aguamarina de sus
ojos, lindo reir de luz que enamoraba y era un vino hechizado!» Hay una
linda balada que tiene un perfume de jardines lejanos:

      Pallidas rosas de Chimbel,
    Coitadas d’ellas, a murchar,
    Sem que a sua alma o aroma e o mel
    As abelhas vão procurar.

      E’ uma agonia bem cruel
    Longe do sol desabrochar.
    Pallidas rosas de Chimbel,
    Coitadas d’ellas a murchar.

      Lá fóra o sol sobre o vergel
    Põe toda em flor a terra e o ar
    E ellas a beira do marnel
    Estão ás grades a scismar
    Pallidas rosas de Chimbel.

Él ha frecuentado todos los vergeles de poesía que han deleitado al
mundo. En todo el imperio de la mujer se define y provoca lo que antaño
se llamaba la inspiración. Para la musicalización verbal de su sueño, o
de sus fantasías, de sus idealizaciones o de sus ímpetus cordiales, el
poeta emplea las clásicas maneras, o se deja seducir por las sabias
libertades que han invadido las métricas de todas las lenguas. Hay
composiciones absolutamente normales, las hay de un aire parnasiano, las
hay modernísimas. Mas el tono general obedece sin duda alguna a las
influencias del pasado movimiento simbolista. ¿Qué poeta de estos
últimos tiempos no ha sentido en todas partes esas influencias?

La obra de Osorio de Castro, cuando se complica de exotismo, de ese
exotismo vivido de quien como él habita ha largo tiempo aquel continente
misterioso, adquiere singular personalidad.

Cantó Camoens sus endechas para una bárbara esclava, y aquí encontramos
renovado aquel son de lira. Es en loor siempre de la hembra ardiente y
amorosa que concentra en sí la llama de su sol y de su cielo, e íntimas
y misteriosas llamas.

      Rosto singular
    Olhos socegados,
    Preos e cansado
    Mas não de matar.

Tal dice el antiguo. El lírico actual nos habla de la misma encarnación
que adquiere una fuerza simbólica:

      O Sita, castisima Esposa
    Kali sangrenta e tenebrosa
    Irmã de tigre e capellos
    Energia da nossa Raça,
    Todas quebram a tua graça
    Teus manilhados tornozellos.

La atracción de las cosas, el enigma de la naturaleza ha de despertar
ansias que se expresarán en rimadas armonías, o correspondencias que se
exteriorizarán en trozos musicales. Y en medio del ambiente asiático os
sorprenderá escuchar tal reminiscencia de Vigny, tal eco de arieta de
Verlaine, o de melodía poemal. El amador canta a la mujer y a las
mujeres. Estas pasan en un amable desfile. Yo veo las inglesas viajeras,
amantes de la literatura y de excursiones; francesas de paso, buscadoras
de las bellas aventuras de _là-bas_; portuguesas intelectuales, nobles y
finas, amigas de la naturaleza y de los viajes aéreos en compañía de los
poetas. Las inglesas suelen decirles lindas verdades que complacen el
sentido shakespeareano. Por ejemplo, esta verdad gentil, expresada bajo
el cielo de Aden: «It is better to have loved and lost than never to
have loved at all». A esa hija de Albión que tales cosas emite,
aplaudiría sin duda alguna nuestra Teresa de Jesús.

       *       *       *       *       *

Ved rosas de sangre y de piedad. Deteneos en ese «beautiful Bombay»;
escuchad, a la orilla del mar, cantares de melancólicas insinuaciones.
Vuelve un eco de los pasados madrigales, de las primeras delicias
juveniles, de los primeros despertamientos del deseo.

Con una gracia de virtuoso os narrará el portalira un idilio sajónico.
Se celebrará el prestigio de antiguas proezas de familiares caballeros.
Habrá una variada confusión de rememoraciones y de sensaciones, y junto
a un paisaje de Goa se encenderá en su dulce fuego azul la bahía de
Nápoles; y después de una evocación mortuoria, se tornará a la eterna
tentación femenina. He ahí la sonatina de las hojas caídas y el cuento
del rey de Brocelianda, de la más feliz y sonora elegancia. He ahí a
Sisina:

    Sisina, a Rosea e Flava, a graça do Velabro.

He ahí un cuento de monjas, a propósito de las cuales sabemos que, como
reza en la Historia de la Fundación del convento de Santa Mónica de Goa,
«las sutilezas con que el común adversario procura impedir las obras del
servicio de Dios, son todas como suyas; mas cuando este Señor quiere que
ellas aparezcan a la luz, importan poco sus sutilezas y sus ardides.
Halla el poeta asuntos en bellos hechos pasados, y así recuerda las
leyendas de la India, de Gaspar Correa, o la Historia trágico-marítima
del naufragio del gran galeón San Juan en la costa del Natal, el año
1552. O canta el sitio de San Francisco de Goa, arcaicamente:

    Gritos de morte, pragas de furor,
    E as labaredas tresdobrando o horror...

ó la dramática muerte de don Juan de Eça.

Mas nada es tan de mi placer como los cantos en que surge la poesía
índica, con sus perfumes, sus notas, su extraña melancolía, y «surumba»
y «oh Dunga»... Y como en el libro viene la notación musical, he hecho
que lindos labios de Europa me den la ilusión de las voces de la tierra
brahamánica.

_Sati_, es un poema que me deleita en su rareza de tema y de decoración;
y bien me gustaría departir de tan mágicos asuntos, en aquellas regiones
ensoñadas, con Osorio de Castro y su amigo «el fino Lírico de
Guserathe», Ardeshir Framji Khabardar. «¿Cómo se puede ser persa?», dice
la frase célebre francesa... Yo encuentro tan natural el ser hindú, o
persa, o japonés!...

En verdad os digo que este poeta me ha hecho un precioso regalo. Por él
he pasado instantes especiales en un reino de hechizo. Por él he
escuchado el launim de la canción de la bayadera que ha compuesto
Djaiégri Maneken Shirodcârine. Por él sé que «allá lejos» se llaman las
bayaderas: Zaiu, Sazerên, Tará, Gangá, Priaga, Anahany, Calhiâne, Mogrên
Vigei, Baigy, Surata, Nanum, Baghèn, Gultchábou, Camenên, Mâinâ, Nonan,
Mothu, Sarassepâti, Manequên...

Y todo eso es, para mí, excelente.



EUGENIA DE GUÉRIN


Fervor, veneración casi religiosa, devoción que casi va a la plegaria;
he ahí lo que profesa a la dulce hermana de Mauricio de Guérin el
piadoso y patriota conde de Colleville. Para él, Eugenia es una santa
que a la diestra de Dios está en el Paraíso entre los santos.

No sin razón asegura que en Inglaterra tiene aquella lilial mujer muchos
admiradores; Mauricio espera que ha de canonizarse a Eugenia, pues es de
aquellas que el Soberano Pontífice honra profundamente. ¿Se quieren
milagros? ¿Qué milagros mayores que la conversión de su hermano Mauricio
y la de Barbey d’Aurevilly? El conde católico está en su razón. Por lo
que respecta al nombre, será lindo en el santoral: Santa Eugenia de
Guérin, virgen. ¿Y por qué no mártir? ¿No sufrió lo inexpresable en su
vida de penar, por sí, por su hermano, por los tristes y los pobres
todos? La obra que le ha consagrado el conde de Colleville pudiera
decirse que pertenece a la hagiografía. Con justicia Coppée cree
percibir, por las flores recogidas en el jardín de la doncella, un olor
de santidad. El personaje no puede ser para Coppée más simpático.

Ha tenido desde sus primeros años una hermana que le consagró su vida,
que ha sido todo para él... «ce qui m’émeut plus que tout, ayant vécu
auprè d’une excellente sœur qui ne me quitta jamais...» Pues el amor
de Eugenia para Mauricio era todo el amor, ternuras de madre, suavidades
de esposa, cuidados sacerdotales, todo en un ambiente de Leyenda Dorada,
impregnado de perfume bíblico, y más que bíblico, cristiano. Eugenia era
un espíritu. Creyérase que la fisiología no tenía que ver con ella. Nada
manifiesta del niño enfermo y doce veces impuro... Tanto alejamiento de
lo terreno explica la adoración que por ella sienten sus devotos. Sobre
todo si se la compara con la alta dama de hoy, en quien las principales
preocupaciones son principalmente mundanas y sportivas. M. de Colleville
no deja de señalar a este respecto las respetables excepciones: Madame
de Mac-Mahon, Mme. de Cureville, la baronesa de Puille, Mme. de Saint
Laurent, Mme. de Brigde, Mme. de Boury, «todas las que batallan por Dios
y por la patria». Eugenia, es verdad, tenía poco de combativa. Era una
monja sin hábito. Dios la llamó. Con tanta más razón que no era bonita.
Como no tuvo devaneos ni pasiones amorosas, toda su femenina facultad se
concentró en su hermano, y ese ardor sororal fué al propio tiempo la
delicia y la amargura de su existencia. Colleville la define: «el
perfecto modelo de la _fille de race_, absolutamente virtuosa y
cristiana, ella es a la vez de una distinción acabada, de una educación
exquisita, habla una lengua divina, y esta artista maravillosa hace ella
misma su cocina, hila en su rueca, socorre a los enfermos, visita a los
moribundos. Es leyendo a Platón, Fenelón, Bossuet, Corneille, cuando
ella descansa de las tareas del hogar, es enseñando el Catecismo a los
pobrecitos, hablando de Dios a los vagabundos, cuando ella emplea la
lengua más noble y más sencilla del siglo XVII».

Tal arcaismo de expresión da en efecto a los escritos de Eugenia de
Guérin un aire _suranné_, que le sienta a maravilla y le da el aspecto
de otra edad, de tiempos más puros o menos contaminados que el siglo XIX
en que escribiera.

Los Guérin son de origen veneciano. Guarini. La suntuosa Venecia de la
más bella de las épocas reaparecerá en el paganismo íntimo del autor del
_Centauro_, que debe haber amado como artista la Anadiómena de las
ciudades. Mauricio y Eugenia, bajo el amparo de Dios, formaron la pareja
perfumada de virtud casi angélica, que con los soplos del diablo y en
los antiguos existires venecianos se habría transformado en una de
aquellas locas llamaradas de incestos patricios que enrojecen las
crónicas del tiempo. La noble ascendencia llega hasta ella diluída en fe
religiosa y en caridad columbina. He dicho que no era linda; mas sus
biógrafos hacen resaltar su distinción innata y su sencillez de casta
flor. Paréceme en su cultura discreta y exquisita, nutrida de vidas de
santos y de filósofos dulces. Cuando tenía catorce años, al despertar de
la juventud, momento crítico en las niñas, ella «era entonces primitiva
y casi ignorante, pero dotada de una bondad suma, como Francisco de
Asís; amaba las bestias y conversaba con los pájaros». Es muy otra que
Jacqueline Pascal. No ha nacido para las humanidades. Creo que no sabe
griego ni latín; mas podría conversar con su hermana la alondra y su
hermano el ruiseñor. Su fina lengua sabe, como muy pocas, alabar a Dios.
Diríase que en ella no existe sexo. Y la facultad maternal que pudo
tener se deriva toda en la pasión de su hermano, a quien trata como a un
hijo, como a un esposo, como a un amigo.

Encanta esa vida gentil. La jovencita aprende a leer en la _Imitación de
Jesucristo_ y en San Francisco de Sales. Y ella enseña a su hermano
menor, a su predilecto fraternal, a leer y a rezar, y a sentir la
hermosura de la naturaleza, todo con una tendencia divina. Es matinal
como las aves del bosque. Se complace en cultivar su inteligencia, pero
se dedica asimismo a los trabajos de la casa. Dice sus oraciones, se
pasea por el campo, visita a los enfermos.

En el dominio familiar del Cayla lleva una vida de «año cristiano». Un
día escribirá a Mauricio estas palabras: «Sacarme de aquí es como sacar
a Paula de su gruta; es preciso que sea por ti que yo pueda dejar mi
desierto, por ti por quien Dios sabe que iría al extremo del mundo.
¡Adiós al claro de luna, al canto de los grillos, al glú glú del arroyo!
Antes tenía también al ruiseñor; mas siempre algún encanto falta a
nuestros encantos. Ahora nada, sino mi plegaria a Dios y el sueño.»

La prosa de la mujer amable y predestinada se desliza a modo de un agua
de fuente. Es transparente, cristalina. Bajan a ella--se pensaría--a
beber los corderos del amor divino, los corzos blancos de la caridad.
Mauricio, que empieza la vida al claror de esa alba, no ha de olvidar
nunca tanta candidez celestial, a pesar de las tempestades de París y de
las tempestades de su propia alma de artista, en que palpitan violentos
los jugos de la tierra.

Deseaba la hermana estar siempre al lado del hermano, y asistía a sus
clases, hasta a la de latín; «cela m’aidera à comprendre mes offices»,
decía ella: ¡Cuan lejos del cotillón y del bridge! Por su parte,
Mauricio, se manifestaba castamente enamorado de Eugenia.

    Hélas! le monde entier sans toi
    N’a rien qui m’atache à la vie.

«El sentimiento que inspiraba a Pablo estas palabras para Virginia, no
era más sincero que el mío.» En efecto, son dos almas que se aman de
amor, excluyendo toda sombra de malicia o pecado. Ella se aplica hasta a
tareas de lavandera, evocando para el caso a Nausica, Santa Catalina de
Sena y a las princesas de la Biblia. A los veinte años, sin belleza, es,
sin embargo, atrayente. Lamartine ha dejado de ella un agradable retrato
en que hace notar «el contorno armonioso del rostro» y «el talle esbelto
y flexible que hace resaltar las formas del cuerpo». Toda ella se
consagra a la devoción y a las prácticas religiosas. A la devoción, a
las prácticas religiosas y a su hermano. Escribe versos inocentemente
románticos. Y cuando la tristeza la invade, tiene el remedio de la
oración. Los tempranos desencantos de Mauricio la hacen sufrir, y no
cesa de darle, por lo tanto, buenos consejos. Él, soñador, como todos
los de su tiempo, está enfermo de lo que se llama en estos momentos «el
mal del siglo». Ella desearía verle dedicado a la carrera religiosa,
confesarse con él, como la madre de San Francisco de Sales se confesaba
con su hijo. Y luego, él tiene que ir a París. ¡París! ¡El pecado, la
corrupción, el campo del demonio! Y deja Mauricio el Cayla y parte a la
gran ciudad a continuar sus estudios. Comienza a escribir en los
periódicos, se une a su maestro Lamennais, y cuando Lamennais se insurge
contra la autoridad papal, Mauricio comparte sus opiniones, cosa que
desola a Eugenia. Esta, entretanto, escribe sus admirables cartas y su
_Diario_. Este libro es tenido como uno de los más bellos producidos
por un cerebro femenino. Es un breviario ideal para las ascensiones
espirituales. «Jamás su prosa deja ver el esfuerzo, dice Colleville;
escribe con una naturalidad y una facilidad maravillosa, canta como el
pájaro, naturalmente, así su pensamiento, se impone victoriosamente, nos
seduce y nos penetra de esa religión que lo vivifica.»

La publicación de esa obra excelente se debe a Barbey d’Aurevilly y a
Tributien. «No sé por qué, dice ella, en mí el escribir es como en la
fuente correr.» La vida de su hermano en París la inquieta. Sobre todo,
sus decaimientos de fe. Comenzaba a aparecer en Mauricio el
despertamiento pagano. Pan se le había revelado y su oído oía en la
sonora tierra el galope del antiguo centauro. Piensa su hermana en
casarlo. Él se enamora de Mlle. de Bayne, pero le rehusan la mano de tal
señorita. Enfermo, retorna al Cayla, en donde se repone.

Vuelto a París, un nuevo amor le consuela, y logra casarse con una joven
originaria de Batavia, que le adora. Pero la tisis ha hecho presa ya de
él.

Así regresa al dominio paterno. Eugenia, estoicamente cristiana, viendo
perdido el cuerpo, se dedica más que nunca a la cura del espíritu. Logra
su objeto y muere Mauricio en la absoluta fe católica. Ella continuará
hablando con el ausente, con quien espera juntarse por siempre en la
inmortalidad. «Del Calvario al cielo el camino no es largo. La vida es
corta, y ¿qué haríamos de la eternidad sobre la tierra?»

Su pensamiento no se separará nunca de su hermano. «Él y yo eramos los
dos ojos de una misma frente.» No cesará de rezar por él, de
encomendarlo a Dios. «Bueno es llorar, pero no sin la plegaria. La
plegaria es el rocío del purgatorio.» Luego, continuará su misión de
dulcificadora de almas, con Barbey d’Aurevilly, íntimo amigo de
Mauricio. Del dandy byroniano y un tanto satánico que era entonces el
Condestable, hizo ella el paladín católico, el caballero de la Iglesia.
«Es, pues, dice Colleville, un hecho, que el novelista, el crítico, el
pensador, ha sido después de su conversión el servidor más decidido y
más convencido de la Iglesia romana, y que es ciertamente a Eugenia a
quien se debe esa milagrosa conversión.»

El dolor que le causó la pérdida de su hermano hízola hasta pensar
entrar en religión; mas su deber de hija le impidió realizar esos
propósitos. Y así bien queda la frase del crítico inglés en que la llama
la Antígona cristiana. «Sin mi padre yo iría tal vez a juntarme con las
hermanas de San José a Argel. Al menos, mi vida sería útil. ¿Qué hacer
ahora? Mi vida la había entregado a ti, mi pobre hermano. Tú me decías
que no te dejara nunca. En efecto, he permanecido cerca de ti hasta
verte morir. ¿Qué voy a buscar ahora en las criaturas? Reposar en un
pecho humano, ¡ay! Yo he visto cómo nos lo quita la muerte. Mejor
apoyarme, Jesús, sobre vuestra corona de espinas. ¡Cuántas veces he
soñado ser hermana de caridad para encontrarme cerca de los moribundos
que no tienen ni hermana ni familia! Hacer veces de todo lo que les
falta de amoroso, cuidar sus sufrimientos y hacerlos volver el alma a
Dios. ¡Oh, bella vocación de mujer, que a menudo he envidiado! Pero ni
esa ni otra: todas están cortadas.»

Y en otra parte:

«No comprendo cómo las mujeres que no tienen piedad no mueren todas
locas. ¿Qué llegar a ser bajo tantas impresiones destructoras? Todo nos
es hierro y fuego, nos rasga o nos quema, pobres mujeres que somos.»

En verdad, es una santa. El _tota in utero_ se convierte toda en
espíritu. Para ella no existieron los goces de la carne. A su hermano
tocaron las tempestades de la duda, las negruras de la incertidumbre y
la furia misteriosa de los sentidos, la savia pánica. «Yo he anudado mis
brazos alrededor del busto del centauro y del cuerpo del héroe y del
tronco de las encinas. Mis manos han tocado las rocas, las aguas, las
plantas innumerables y las más sutiles impresiones del aire.» Sobre la
floresta sonora en que Mauricio se compenetra con el monstruo divino,
como la paloma blanca de las leyendas sagradas, el alma de Eugenia voló
al cielo.



ARTHUR SYMONS «RETRATOS INGLESES»


Para el público nuestro habré de decir que Arthur Symons es un poeta y
escritor inglés. Su obra es ya considerable. Comienza a ser conocido en
Francia gracias a recientes traducciones, no obstante el haber sido
desde los buenos tiempos del simbolismo amigo y propagador de Verlaine,
de Mallarmé, de Verhaeren, de los iniciadores de aquel movimiento. Él
hizo pasar el Canal de la Mancha al Pauvre Lelian, para dar conferencias
que le valieron algunas libras. Verlaine no olvidó nunca a su amigo
inglés, y, ya en sus últimos años, recuerdo que escribió un estudio
sobre un volumen de poesías en que Symons rima cosas de Francia.

Para mí, Symons es atrayente desde que, hace años, me entusiasmaron sus
esfuerzos por la Belleza en su inolvidable _Savoy_, el magazin
intelectual tan refinado que él dirigía, acompañado por aquel prodigioso
artista que se llevó la muerte demasiado temprano, y que tuvo por nombre
Aubrey Beardsley. En esa publicación leí por primera vez prosas y versos
de Symons, el cual llevó a colaborar en su revista a lo más brillante de
la juventud literaria del momento. El mismo Aubrey Beardsley publicó
allí los capítulos de su inconcluso y deleitosamente alucinante _Under
the hill_; y sus dibujos allí aparecidos junto con los del _Yellow
Book_, están entre los mejores de toda su producción. Esas revistas
excepcionales, para un público restricto, no podían tener larga vida.
Hoy se las disputan los coleccionistas.

La traducción que acaba de hacerse en francés de los _Portraits_ de
Symons, pone de actualidad esa simpática figura de aristócrata del
arte,--aunque estas dos palabras parezcan una redundancia, una vez que
el arte es excelencia y por lo tanto aristocracia. ¿Se ha de llamar
crítica a las opiniones y maneras de ver de un poeta? Pasa la palabra
porque no hay otra para la comprensión de la generalidad. Los «Retratos
Ingleses» están hechos con una intensidad que llama a la admiración, y
que no recuerdan otras maneras e interpretaciones anteriores. Es que
Symons, por la virtud de su genio poético, se compenetra con el alma de
los modelos, y va a buscarles, él sabe en qué rincón de sus florestas
mentales, cuervo, paloma, unicornio o león.

Fuera de los retratos, hay en el volumen algunas apreciaciones estéticas
aparte, como las páginas en que trata «del hecho en literatura» y sobre
«lo que es la poesía». No dejarán de sentirse contrariados por lo que
posiblemente llamarían arranques paradógicos, los acostumbrados a los
juicios ya hechos y a canónicos modos de ver. Paradoja se dirá cuando se
lea por ejemplo: «La invención de la imprenta ha contribuído a la ruina
de la literatura». O bien: «El diario es el flagelo, la peste negra del
mundo moderno.» Mas mirad bien los desarrollos de las postulaciones. La
paradoja ha sido en todos los tiempos propia de alados espíritus. Fijaos
hoy mismo en España: dos, tres, cuatro, de sus principales hombres de
letras diríase que no escriben sino paradojas. Mirad bien en Symons los
desarrollos de las postulaciones: «La invención de la imprenta ha
contribuído a la ruina de la literatura». ¿Por qué? los trabajos de los
copistas y la memoria de los hombres, no fatigada todavía con un relleno
excesivo, preservaron toda la literatura que lo merecía. Las obras que
era preciso saber de memoria, o que eran copiadas por mano lenta y
cuidadosa, no se prodigaban a las gentes que no las querían; quedaban en
manos de los hombres de gusto. El primer libro abrió la vía al primer
periódico, y un periódico es algo destinado al olvido y aun a la
destrucción. Con la destrucción querida de la obra impresa, el respeto
por la literatura se desvaneció, y se acabó por emplear un mismo
término para designar un poema y las «noticias del día». Del mismo modo,
lo que antes hubiera sido un arte para algunos, llega a ser un oficio
para una multitud; y mientras que en la pintura, la escultura, la
música, el simple hecho de producir significa generalmente un ensayo de
producción artística, el empleo de las palabras impresas y escritas ha
llegado necesariamente a no tener más importancia que lo que, según el
decir de un poeta español, es «el cacareo del animal humano» (?). Tales
razonamientos explican lo cortante de las afirmaciones, y dan a entender
que se trata de un criterio que abomina la casilla y la peluca. Muy
justamente ha dicho de Symons Andrés Ruyters que «tiene en el movimiento
intelectual inglés un lugar considerable, menos a causa de la influencia
que bien quiere ejercer, que porque posee en el más alto grado ese don
de animación que hace de la crítica, no una fría policía literaria, sino
una viva y ardiente interpretación». En efecto, no veo entre todos los
críticos conocidos ninguno que más libremente se coloque en el ambiente
del arte puro. Queda aparte la mecánica literaria y aun la
contraposición de ideas que darían a entender un sectarismo cualquiera.
A través de la arquitectura de la obra, va directamente a la psique
productora, y define su tipo y la atmósfera mental en que se produce.

Los «portraits» no están recargados por el detalle documentario; la
vitalidad interior de la figura es completa. He ahí que se presentará a
Thomas de Quincey, conocido tan solamente en Europa después de la
publicación de los _Paraísos artificiales_, de Baudelaire, y cuyas
_Confesiones_, de lo más interesante que para el estudio de la anomalía
cerebral puede encontrarse. Symons nos explica el motivo intelectual de
su fatigoso procedimiento narrativo, y da el buen consejo de leerlo «con
paciencia, raramente y por fragmentos». Para quien haya leído las
páginas autobiográficas del famoso comedor de opio, no serán sino de un
valor concentrativo incomparable las siguientes palabras del
psicólogo-poeta: «Escribe ciertamente por el placer de escribir, y
también para desembarazarse de todas las telarañas que obscurecen su
cerebro. Su espíritu es fino, pero sin dirección; sus nervios vibran de
sensaciones mórbidas y ellos hablan en todas sus obras. Es un hombre de
ciencia fuera del mundo, un hombre que se interesa a su espíritu en sí
mismo, y no porque es el suyo; tiene el ideal del sabio, de un estilo
separado de lo que expresa. «Tal la personalidad pensante y escribiente
de quien tenía como la única miseria sin descanso... «el fardo de lo
incomunicable.»

Del yanqui Hawthorne expresa el sentido casuístico, y colócale de par
con Tolstoï, como el único novelista del alma: «Obsedido por lo que es
obscuro, peligroso, en los confines del bien y del mal, por lo que es
realmente anormal, si debemos aceptar la humana naturaleza como una cosa
establecida entre los límites de la responsabilidad y de la conciencia
de las relaciones sociales.» No hay poco de parentesco íntimo con Poe
en el autor de _Twice-Told Tales_, sin tener las alas arcangélicas y el
profundo y transcendente sentido matemático. Mas Baudelaire, por el lado
del pecado, habría simpatizado también con él. Así Barbey. De tal manera
he pensado siempre en Hawthorne al ver, por ejemplo, aquella aguafuerte
de Rops para _Las Diabólicas_, que hay en _Le bonheur dans le crime_.
Evocación del vínculo que en la obra hawthorniana une a Miriam y
Donatello, a Hester y a Arthur Dimmesdale.

Otro retrato es el de William Morris, el poeta y poetizador de la vida.
«Era el tipo perfecto del artista, y no contento con trabajar en su
propio oficio, la poesía, extendió los principios del arte a una
muchedumbre de técnicas secundarias, la tapicería, la decoración de
muros, la imprenta, que él aprendió, como los artistas del Renacimiento
aprendieron todas las artes y todos los oficios.» Mas también, como
aquellos artistas, llevó a la vida cotidiana las cosas del arte y de las
artes, haciendo de tal guisa de la existencia una obra artística,--hasta
los límites posibles. Tal su pasión social tan concentrada, no fué sino
una caridad de aristócrata que por la belleza quería ayudar y levantar
el espíritu de la muchedumbre de abajo. Feliz vivir el de aquel práctico
lírico que vivía contento, como dice en uno de sus versos, de pasar sus
días

...Haciendo bellas rimas viejas
    En loor de las muertas castellanas y de los amables caballeros.

Otro retrato es el de Wálter Pater, que también fué un prodigioso
retratista de retratos imaginarios... En dos rasgos véis surgir aquel
admirable y poderoso intelecto: «Wálter Pater era un hombre en el cual
la fineza y la sutileza de emoción se unían a una exacta y profunda
erudición; en el cual una personalidad singularmente llena de encanto
encontraba para expresarse un estilo absolutamente propio y
absolutamente nuevo, que era el más preciosamente y el más curiosamente
bello de todos los estilos ingleses.» Entusiasta por toda la producción
del maestro, mira y admira, no solamente al crítico, sino al autor de
obras originales que cuentan entre lo más definitivo y valioso de toda
la lectura victoriana. De la misma manera nos presenta a George
Meredith, esa alta alma orgullosa de su ideación y de su singular poder
verbal, que tantos puntos de contacto tiene con el francés Stéphane
Mallarmé. Meredith, que escribe el inglés «como una lengua sabia», y que
tanto en prosa como en verso llega a una casi perfección que se creería
inaccesible. ¡Un decadente! Sea. La palabra decadente, dice Symons, ha
sido en Francia y en Inglaterra--en todas partes, hay que
decir--empequeñecida hasta no ser más que una estampilla para una
escuela particular de recientísimos escritores. Lo que _decadencia_
significa en literatura realmente, es esa sabia corrupción de lenguaje
por la cual el estilo deja de ser orgánico y llega a ser, persiguiendo
tal medio de expresión, o tal belleza nueva, deliberadamente anormal.
Esto ya más o menos lo había expresado en página memorable Théophile
Gautier, a propósito de Baudelaire.

De Rober Lois Stevenson sabemos que era un artista desdeñoso, enamorado
del estilo, y, para decirlo así, de una manera apasionada; y sin
embargo, era popular. A propósito de él hace ver Symons el error de los
críticos que suelen hacer elogios aun fuera de razón, sin dar a
comprender a la muchedumbre leyente el verdadero valor de un escritor o
de un poeta.

Otro retrato es el de John A. Symons, cuya autobiografía es una obra
maestra, y que era un «carácter» intelectual; otro es el de Rober
Buchanan, que escribió bellas prosas y bellos versos, y que sin embargo
no era sino un combatiente, un irreductible polemista, especie de León
Bloy, poeta, que se proclamara ante todo un hombre entre los hombres.
Otro retrato es el de Wilde, hecho con comprensión y serenidad, escrito
con nobleza. Y siguen otros como los de Hubert Crackantorpe, el artista
tan personal e independiente; Rober Criages, el puro lírico; el
«patético» Austin Dobson. Y es poeta y nada más que poeta; Stephen
Phillips, que se me antoja el Rostand de Inglaterra; el pobre alcohólico
y bohemio admirable de poesía que fué Ernest Dowson, que murió joven,
gastado, por lo que no había nunca sido la vida para él, dejando algunos
versos que tienen lo patético de las cosas demasiado jóvenes y demasiado
frágiles aún para envejecer. Y todos esos retratos afirman la seguridad
de la mano, la fina y potente mirada interior, la transparencia del
juicio, la auténtica virtualidad incontaminada del ánimo, la obra de un
maestro. Y no hay sino aplaudir a Arthur Herbert, que imprime a la
inglesa tan bellos libros ingleses en lengua francesa.



SAINT-POL-ROUX


Porque hay una familia del Río de la Plata que ha venido a buscar aire
fresco a tierra bretona, he oído en la mañana de cristal vidalitas junto
a menhires. Gratamente habrían sorprendido al padre del poeta, que
habita en el manoir del Boultous, pues recordarán sus oídos de viajero
antiguas noches de Buenos Aires, tardes de las costas uruguayas.

A un lado del camino vemos de cuando en cuando cuadros pastoriles o
agrícolas. La tierra es pobre de árboles. Sobre las colinas nos hacen
pensar en nuestro Don Quijote los molinos de viento. Pegado a los filos
de la tierra se ve el _ajonc_ con sus pompones de oro. En los cuadrados
de hortalizas, la patata, modesta, pero dignamente, luce cerca de la
madre col sus flores claras. Encontramos muchachas robustas,
campesinos, soldados. De pronto, al acabar de subir una cuesta, se
presenta a nuestra vista el panorama de Camaret. Las casitas grises
pegadas a la costa, las barcas de pesca en la bahía, la espuela de roca
que se interna en el mar y en cuya roseta se aloja la iglesita de
Notre-Dame-de-Roch-Amadour y el famoso y vetusto castillo de Vauban. Al
frente, sobre lo alto, se destaca el semáforo, y se miran como en un
cuento de caballero las torres del _manoir_ en que sueña y piensa
Saint-Pol-Roux, no lejos del chalet de Antoine, el histrión ilustre.

Bajo un árbol estamos, ya cerca de la puerta en donde nos reciben
amables el perro gris y la criada rubia. En el salón hay panoplias de
armas, el piano, los retratos de los hijos y las dos insignias
pirográficas que Gauguin tenía en su casa de arte allá en Tahiti, donde
pintó con sol extraño, metiendo su alma por los ojos entre almas
primitivas y descubriendo las partes secretas de la Belleza. Y cuelgan,
secas ya, las ramas rituales que vinieron de la iglesia donde se
repartieron en el día del triunfo de Jesús.

Estamos luego en un saloncito blanco y oro.

Sobre el marco del espejo hay pintada una fantasía marina. En la mesa
libros de poetas, en cuyas páginas dicen las sendas dedicatorias los más
admirativos conceptos. Y he aquí al dueño de casa. Viste el traje en que
recorre a pie todos estos contornos. Terciopelo castaño, polainas de
cuero, zapatos sólidos. La melena de antaño está un tanto recortada. El
rostro es dulce, la mirada del más bello oriente, el gesto acogedor, la
voz con blandura e inflexiones de bondad. Ya ha hablado fraternalmente;
ya no nos deja partir sin que almorcemos con él; ya habla de América
como de un país de encanto, y aunque confunde a Buenos Aires con el
Brasil, a pesar de los periplos paternales, no importa. Este gran
despertador de valores del verbo es un sencillo. Este «raro» es un
familiar. Suele inclinarse de tanto en tanto cuando habla, habituado
como está a portar su carga de pensamiento. Una formidable conciencia de
su valer le aisla indiferente a los vanos esfuerzos de los adoradores
del momento.

Su espíritu ha descifrado lo hondo de la inscripción del Templo délfico.
Y al oído le han repetido: Platón, lo Bello es el esplendor de lo
Verdadero; Platino, lo Bello es la idea de lo Verdadero; Gœthe, hay
diosas augustas que reinan en la soledad; alrededor de ellas no hay ni
lugar ni tiempo; se turban cuando se habla de ellas. La Bruyère, aquel
que no considera al escribir sino el gusto de su siglo, piensa más en su
persona que en sus escritos; hay siempre que tender a la perfección, y
entonces, esta justicia, que nos es a veces negada por nuestros
contemporáneos, la posteridad sabe otorgárnosla.--Con tales ensalmos
bien aprendidos se abren innumerables sésamos invisibles.

El meridional que ha cantado tan bellamente a la sonora Marsella, ha
extraído de los silencios de Bretaña ricos diamantes de concentración.
Asombra la joyería metafórica y el prodigio de combinaciones ideícas; es
el dominio del iris y la sujeción de todas las gamas; y el volcar de la
aladínica mina íntima un inacabable tesoro.

Emperador de las Imágenes, rey de las Analogías, es para mí un gran
placer la comunicación fraternal con tal creador de nuevas existencias y
conceptos, y mirar, por el don amistoso, como la del argentino Lugones,
como la del griego Moreas, transparente su alma. Tales tratos inmunizan
contra la mirada de los basiliscos y las ponzoñas de los escorpiones.

    Être admiré n’est rien, l’affaire est d’être aimé,

dijo un lírico de sufrimiento. Saint-Pol-Roux ha logrado ambas cosas.

Se presentó, toda ella un bouquet de gracia, Mme. Saint-Pol-Roux. Es
parisiense de París, y a pesar de sus largos años de Bretaña hay en su
acento un grato acento montmartrés. Nos sentamos a la mesa. Y aparecen
también Cœcilien, tan celebrado por su prosa gallarda como por buen
nadador y mozo de corazón, y Loredán, en la flor de los catorce años, y
Divine, la diminuta y gentil madrina de la antigua _chaumière_ de
Roscanvel. Y así todo, desde el pescado hasta el champaña entablamos la
más sabrosa de las charlas. Descubro a Ricardo Rojas, ojos de fauno,
cuando al decir sus años aplaudimos tanta juventud. Y nos vamos luego,
con un gran cariño y una admiración grande, frescos aun los labios de la
espuma del montebello.

Y ya de vuelta, al descender las colinas en la tarde de ámbar, pienso en
la obra vasta de ese solitario que ha huído de la ciudad dorada y
martirizadora, y que va descendiendo su existencia apoyado en su bastón
de cordura. El fué con los del alba simbolista, de los que comenzaron a
practicar la libertad mental sin dejar por eso de amar a sus maestros
«como a dioses», siendo los dos maestros, el uno un pobre profesor de
inglés, el otro un bohemio desventurado, ebrio de alcoholes y de
dolores. Es el poeta de sus _Anciennetés_, en que canta en «el tiempo
abstracto de lo solo» el orgullo humano hecho una llama, a su manera, la
arcilla ideal de Hugo, de la reina primitiva, de la «rosa maligna»; la
vuelta de Odises; el chivo emisario en el mundo judío, la divina
Magdalena,

    La femme au cœur plus grand qu’un lever de soleil

Lázaro y el Gólgota, en versos que hubieran sido de un Leconte de L’Isle
flexible y trascendente.

Aquellos pasados «reposorios» que aparecían en el primer _Mercure_, y
hoy coleccionados en series que forman una sucesión de, como dice el
poeta, «temas filosóficos, símbolos de alma, notaciones de estaciones,
pinturas de horas, magias de fenómenos», constituyen una de las obras
más hondas y más puramente artísticas de la última época intelectual.
Son de esas criaturas cerebrales que suelen resucitar a través de los
siglos.

Concentraré. Aún me deleita, como la primera vez, aquella inicial
significación de las alondras. «Les coups de ciseaux gravissent l’air.»
Es el poemal comienzo de la vida en la sucesión cotidiana. Son el clarín
del gallo, «la diana» y la salida del sol. De poner los ojos en una rata
nace una música de ideas, y aun de ver la ropa lavada que tiende la
madre en la aldea. Cada paso en la existencia da nacimiento a una lírica
expansión. Interpreta el tiempo, el número, el espacio. Siempre está en
él el pensamiento. Las apariencias se expresan, se entrelazan las
alegorías. ¿Es prosa, es verso? El ritmo impera. Y hay verso y prosa, o
solo verso, según el entender mallarmeano.

Yo he respirado los perfumes de la Rosa y me he herido en las Espinas
del camino... Del sol me he abrevado con el que nació en el Mediodía y
no he perdido nunca su don apolíneo; y con brazos de fuego he penetrado
la floresta del misterio, clamando, por donde Mæterlinck habla en voz
baja...

Largas páginas tendría que escribir para hacer un estudio de esta
producción de psíquicas piedras preciosas. Desde el primero hasta el
reciente tomo de los _Reposorios_, la maestría se ha querido demostrar,
lográndolo, poseída de don infuso, extraordinario. ¿Quién le llamó
pastor? ¿Quién le llamó loco? Pastor de ideas, loco de poesía, con más
filosofía que las bibliotecas y ardiendo en amor humano. ¡Ser pastor,
Dios mío, ser pastor como Apolo, como Jesucristo! estado, por
consiguiente divino.

Rara vez habréis leído en ningún autor tal maravilla de transposiciones
conceptuales en un discurso prestigioso casi todo constituído de
alusión. Y la manera es por extremo singular de armonía y de libre
voluntad. El poeta dice en cortos períodos sonoros las voliciones
íntimas de las cosas, los secretos del vínculo, las correspondencias de
las plantas y de los animales, Gaspard Hauser en el arca de Noé, Orfeo
que ha habitado en París. ¿Quién aseguraba que tan solamente en el Norte
florecía bajo las nieblas el árbol del misterio? De misterio vivía
envuelto en sol Raimundo Lulio, en un día hecho de pedrerías; de
misterio arden aún las mágicas _Mil y una Noches_, y por Saint-Pol-Roux
del misterio vienen, de una selva encantada de misterio, su blanca
Paloma, su negro Cuervo, su Pavo real.

«Por mínimo que fuese, yo he sido, tal vez por momentos, el protagonista
del gran Pan», dice alguna vez.

Es la reducción del Universo al servicio del poeta, en cuya alma, por
divina virtud, se juntan todo el tiempo y todo el espacio. ¿A quién se
parece Saint-Pol-Roux? Primeramente, «a sí mismo», y luego, a la Poesía.
Mas no por ser tal flor de propio carácter dejará de tener tales
relaciones. Hay en la obra de Saint-Pol-Roux esencias que creéis
distinguir en el ramo singular. Esencia de Píndaro y esencia de
Ezequiel, esencia de Rabelais y esencia de Virgilio, esencia de Góngora
y esencia de Hugo, esencia de Gœthe y esencia de Mallarmé... Mas,
sobre todo, esencia del día y esencia de la noche, esencia del cielo y
esencia de la tierra, esencia de la Vida y esencia de la Muerte. ¡La
Muerte! Desde Orcagna, desde la danza Macabra, nadie ha podido como él
traer por el poder del Arte ante nuestros ojos, personalizada y vestida
de símbolos, a la siniestra Flaca, a la Dama de la Hoz. Una vez lograda
esa caza de prodigio, volvió a los reinos vitales.

Y así continúa, coleccionando en el receptáculo de los libros la riqueza
que extrae de sus hondos senos propios. Y para andar entre las gentes
preciso le es el hablar el idioma de todos los días, vivir la diaria
vida. Sus pescadores, sus vecinos sencillos, le aman. Cuando pasa por
las calles del pueblo todo el mundo le señala con afecto.

Con las rocas habita, en una altura, en frente del mar. Abajo tiene
arena blanda; sedas de espuma. Y en el invierno, el viento hace temblar
el manoir. Se levanta matinal. Trabaja fumando su pipa. La luz de su
lámpara sirve de faro a las barcas de pesca que vuelven por la
madrugada.



EL PUEBLO DEL POLO


El progreso moderno es enemigo del ensueño y del misterio, en cuanto a
que se ha circunscrito a la idea de utilidad. Mas, no habiéndose todavía
dado un solo paso en lo que se refiere al origen de la vida y a nuestra
desaparición en la inevitable muerte, el ensueño y el misterio
permanecen con su eterna atracción. Lo desconocido en la naturaleza
surge de repente en formas tales, que llegan a realizar lo imaginado. El
radium es un milagro. Todavía no se sabe lo que es la electricidad. A
este propósito, en un libro reciente, dice M. Lucien Poincaré: «Los
espíritus, aun los más cultivados, tienen una tendencia tan natural como
engañadora a creer que han comprendido la causa de un fenómeno cuando se
ha dado una explicación que junta ese fenómeno a otro anteriormente
conocido, y al cual se está acostumbrado desde hace tiempo. Reflexiónese
un poco y se advertirá que el embarazo en que se encuentra el sabio
sería igualmente grande si fuera preciso dar una explicación completa de
no importa qué otro fenómeno físico, aun tomado entre los más
familiares. Si ante una de las aplicaciones más sencillas y más vulgares
de la corriente eléctrica, en frente, supongamos, de una modesta
campanilla eléctrica, el físico se encuentra un tanto molesto cuando se
le pregunta cómo la energía de la pila se transporta a lo largo de un
hilo, y a qué modificaciones en el hierro corresponde la imantación del
electroimán, estaría en el derecho de hacer notar que sabría, además,
satisfacer plenamente la curiosidad de quien quisiera darse una cuenta
enteramente exacta de las razones profundas por las cuales la vieja y
respetable campanilla antaño usada hace oir un sonido cuando se tira del
cordón.» Así en todo. La ciencia de hoy corrige a la de ayer; mas poco a
poco y de tiempo en tiempo se descubre o se entrevé un nuevo enigma del
universo, que hace más profundo y formidable el enigma total. Muchos
creen que la astronomía y la química son las sucesoras de la astrología
y de la alquimia. ¡De ninguna manera! protesta un estudioso como M.
Jacques Brieu. Preguntad a Paúl Flamblart, Selva, Fomalhaut, Barlet y
algunos otros, de los cuales tres o cuatro, por lo menos, son antiguos
alumnos de la Politécnica, si se debe confundir la astrología con la
astronomía. Esta difiere de aquélla tanto como la anatomía de la
fisiología y de la psicología. En cuanto a la química, _comienza apenas
ahora a entrar en los dominios de la alquimia_.--Dijérase que el
ejercicio de la inteligencia nunca como hoy ha contado con más
investigadores de absoluto. En otras épocas, la concentración de la
labor mental, en solitarios gabinetes y en silenciosas celdas de
conventos, se tendía por el esfuerzo teológico a la rebusca y
comprensión de Dios. Hoy la unida labor intelectual se dirige a la
exploración de la materia y de la fuerza, de lo arcano inmediato, de lo
que nos rodea; y está en nosotros mismos.

Pero, tanto en lo lejano de los astros apenas vislumbrados con el aún
impotente telescopio, como en lo recóndito de la vida atómica, hay un
infinito ignorado. La geografía ha avanzado mucho. Mas ¿está todo el
globo ya en nuestros nutridos inventarios? Hay todavía rincones
inviolados. Y está el Polo, guardado aún por la enorme y blanca esfinge
que surge en una de las más maravillosas creaciones o supervisiones de
Poe.

       *       *       *       *       *

Tales temas tientan hoy a más de un escritor de imaginación. Wells, el
inglés, ha sido el conquistador de la celebridad inmediata por sus
novelas extraordinarias. Hay antecesores ilustres, y con razón se ha
citado a este respecto los nombres de Poe, de Villiers de l’Isle Adam,
y aun el del venerable y pueril Julio Verne.

Otros pueden agregarse, en cierto sentido, como Lytton Bullver o Rider
Hagard. En Francia, y tratándose únicamente de la sorpresa intelectual
producida por la obra de Wells, no habían aparecido aún seguidores del
autor británico. M. Charles Derennes, cuya reciente obra _El pueblo del
Polo_ acabo de leer, me parece que inicia la serie de los imitadores, y
a pesar de lo que en su contra tiene toda imitación, el libro de que
trato logra el propósito, y podría pasar por «du Wells», si no
apareciese en medio de los más interesantes momentos de la acción el
inevitable «esprit», que echa a perder la intensidad de lo que nos
conmueve y hace pensar.

La fabulación es sencilla; y el procedimiento conocido: prólogo
explicativo, manuscrito encontrado. El autor cuenta que en Septiembre
del año de 1906 se encontraba en Saint-Margarit Bay, pueblo del condado
Real, en la costa del Paso de Calais, a seis millas de Dover. Allí se
junta con un su amigo, Luis Valentón, profesor del Colegio de Francia,
miembro del Instituto, que ha hecho grandes exploraciones en Siberia, y
que ha descubierto muchas cosas; entre ellas un esqueleto de animal
desconocido que habría regocijado al sabio Ameghino y que él califica de
antroposauro. Este animal, explica Valentón, es contemporáneo de los
primeros hombres, y la inteligencia humana y la inteligencia...
antroposauria han debido, en una época, existir juntamente...

Hay una comparación que me parece explicar bien la manera con que las
especies evolucionan, se transforman y salen las unas de las otras.
Imaginada familia que posee una casa en un país fértil. Los campos la
nutren, nutren a los primeros hijos y aun, quizás, a los hijos de esos
hijos; pero la raza se multiplica, el terreno no basta ya, y pronto
tienen las nuevas generaciones que ir a buscar fortuna a otra parte.
Esos hombres llegan a ser lo que la naturaleza de su patria de adopción
quiere que sean; si el país es, por ejemplo, cubierto de bosques y
poblado de animales, serán cazadores y no agricultores como sus hermanos
y primos que han quedado en la tierra original de la raza.

Así, abandonando los pantanos primitivos donde vivían los monstruosos
saurios de las viejas edades, ciertas especies han, poco a poco, ganado
la tierra firme, se han cubierto de pelo, y de ellas han salido las
razas mamíferas. Pero las especies fraternas que habían permanecido en
los pantanos no dejaron de transformarse menos en el sentido del
progreso, y entonces, ¿qué de extraño hay en que una o varias de ellas
hayan llegado, como la especie humana, hasta la posesión de un cerebro
dotado de razón y de inteligencia, punto culminante del progreso que nos
es permitido concebir para un ser viviente?

En resumen; queda casi afirmada la existencia del antroposaurio, rival
único del primate triunfante, del rey de la creación. Mas ¿dónde existe
el antroposaurio? «_Quelque part il y a quelque chose_», dice el miembro
del Instituto. Y entrega al autor un manuscrito, encontrado cerca de los
hielos polares entre una lata de gasolina--, como el de un cuento de Poe
fué encontrado en una botella.

       *       *       *       *       *

En el manuscrito cuenta un tal Vénasque las más raras aventuras. Después
de una introducción sobre los antecedentes familiares y su modo de ver y
de pensar, presenta a un su amigo llamado Ceintra, ingeniero, preocupado
del problema de la navegación aérea. Ambos se proponen construir un
dirigible con el cual pueden ir nada menos que a descubrir el Polo--,
anticipándose así a los proyectos de la expedición Wellmann, de que
tanto se ha hablado últimamente. Se ensayó un primer globo cerca de
París. Para el segundo se pensó en un lugar cercano a las regiones
árticas, «a fin de que las condiciones climatéricas durante las
experiencias y durante el viaje fuesen las mismas». Escogieron Kabarowa,
aldea samoyeda, al Sur del estrecho de Yugor, a la entrada del mar de
Mara, último lugar habitado que vió Nansen antes de internarse entre las
nieves polares.

Para abreviar detalles: el dirigible dió buen resultado y ambos amigos
se embarcaron con rumbo a lo desconocido. Después de pasada una vasta
región glacial, se encuentran conque la temperatura desciende. Y,
primera sorpresa extraordinaria, entran en la verdadera parte polar de
la tierra, en donde el día, según lo advierten, es de color violeta.
Descubren aspectos extraños, vegetaciones distintas a las conocidas. El
paisaje no tenía verdaderamente nada de terrestre. Y fué mucho peor
cuando, de pronto, el manto de bruma que cubría el horizonte se desgarró
y el sol del Polo apareció en el extremo de la llanura, inmenso y
semejante a un escudo de metal empañado; el poder del dueño de la Tierra
parecía aquí aniquilado por el de la singular fuerza luminosa que había
invadido el cielo; ningún rayo emanaba de él, y se veía en la claridad
violeta como una luciérnaga bajo el brillo de una lámpara de arco. A esa
luz misteriosa perciben el vuelo de no conocidos pájaros. La influencia
de un gran peso de ondas eléctricas se reconoce en el ambiente. Quieren
huir, pero no pueden mover el globo, a pesar de funcionar bien el motor;
y la barquilla, que tiene gran parte acerada, es atraída por un enorme
imán, como el del cuento de Simbad. Por de pronto, los viajeros viven de
sus provisiones, y tienen de ellas copioso depósito. Se convencen, con
todo, de que son prisioneros de seres inteligentes que les rodean sin
dejarse vencer por ellos.

En la tierra encuentran huellas de un animal ignorado. La arcilla suave
y flexible había netamente guardado la huella del paso de un animal...
Un paso aquí, otro allá... tiene el aspecto de una huella de bípedo, o,
mejor, de un animal que utiliza únicamente para caminar sus miembros
posteriores y su cola: algo como un kanguro... ¿Se trata del
iguanodon...? Quizá hay rebaños de iguanodones, de iguanodones
domesticados... Como el lector comprende, el antroposaurio va a
aparecer. Han encontrado, en ciertas rocas, o en la tierra, puertas
metálicas. Han oído ruidos subterráneos. Y luego, se dan cuenta de que
les han robado varias piezas del motor. Advierten que la luz especial
que allí forma el día es producida a voluntad. Por fin, un ser, el «ser»
de esos lugares, se deja ver. «Desde que hube observado ese cráneo
extremadamente desarrollado, hipertrofiado en partes, y como hinchado de
un exceso de cerebro; desde que, sobre todo, los grandes ojos iluminados
de un reflejo interior, se fijaron en los míos, comprendí
definitivamente que esa criatura estaba dotada de razón.

»Pero el aspecto del monstruo no recordaba en nada el del hombre. Estaba
acurrucado sobre sus miembros posteriores, y debía andar apoyándose en
su fuerte cola; sus brazos grotescos y cortos, en lugar de caer en el
reposo, a lo largo de los costados, parecían restos de manos, sino dedos
unidos directamente a los puños, dedos desunidos y larguísimos, más
largos que los brazos, al parecer, y semejantes a tentáculos. Sobre, la
cara, nada de pelos; una piel descolorida y pálida que me hacía pensar
en una cabeza de ternero pelada. Los ojos redondos, ligeramente
salientes y metidos, sin párpados visibles en las órbitas prominentes.
En lugar de nariz, dos hoyos profundos de donde salía vapor; abajo, la
raja desmesurada de una boca de reptil provista de muchos dientes agudos
que no llegaban a cubrir los labios delgados y córneos. En las comisuras
de los labios, que se juntaban casi a las orejas movibles y minúsculas,
salía un poco de saliva. El mentón no existía, o desaparecía bajo los
lisos repliegues de pellejo blando que había sobre el cuello y la parte
superior del tronco. Después, por dos veces, los párpados se agitaron, y
velaron un instante los ojos, blancos, tenues, casi diáfanos, como los
de las serpientes o de los pájaros».

Poco a poco, Vénasque llega a hacerse vagamente comprender por señas de
algunos de los monstruos. Mas el ingeniero Ceintras se vuelve loco, y,
una vez que han podido penetrar en el imperio subterráneo de los
habitantes del Polo, si Vénasque tiene tiempo para observar un sistema
de gobierno, una ciencia y una vida social singulares, su compañero,
armado de una carabina, asesina una cantidad increíble de
antroposaurios; el paso de los dos humanos ha sido una catástrofe en ese
mundo recóndito. El loco se pierde entre los hielos, una vez salido de
las entrañas de la tierra; y Vénasque puede aún escribir su relación
antes de la inevitable desaparición. Ese es el resumen de la obra.

       *       *       *       *       *

Desde luego, como he dicho, el libro interesa. Desgraciadamente, en lo
mejor de la narración, un diálogo que se quiere hacer espiritual, la
cosa parisiense, la «blague» bulevardera, descompone la tensión curiosa
del que lee. Algunas descripciones del novelista hacen pensar en otros
autores. La luz producida por una fuerza especial que maneja un sabio
tan solamente dedicado a eso, recuerda el «vril» de la también
subterránea «raza futura» de lord Lytton. La labor de los polares y
hasta su superdesarrollado cerebro, tienen más de un punto de semejanza
con los selenitas y con los marcianos de dos novelas de Wells muy
conocidas. A pesar de todo, me ha complacido le lectura de este volumen,
que no tiene nada que ver con el adulterio y el apachismo ambientes, y
cuyo autor busca en problemas científicos atrayentes como las más bien
urdidas fábulas, un tema que hace pensar y mantiene la atención viva.



HÉRCULES Y DON QUIJOTE


Un notable escritor y poeta, que por cierto es de la familia de
Castelar--me refiero a don Mariano Miguel de Val, dice lo siguiente:

«Es un libro que está por hacerse, a pesar de lo agotado que parecía el
tema: Hércules y Sileno, precursores del valeroso hidalgo Don Quijote y
de su escudero Sancho. Hércules, libertador de los oprimidos, amparo de
los débiles, castigo de los tiranos y espanto de los monstruos, tiene
tales analogías con el ingenioso hidalgo de la Mancha, que hasta la
protección de Palas Atenea, diosa de la sabiduría, parece sentar el
principio de que también al hijo adulterino de Júpiter le sorbieron el
seso los libros, más o menos de caballerías.»

La comparación de Don Quijote con Hércules me parece nueva e ingeniosa.
La de Sancho y Sileno la había hecho ya el gran Hugo en un capítulo de
su _William Shakespeare_.

«En Cervantes--dice--, un recién llegado entrevisto en Rabelais, hace
decididamente su entrada: es el buen sentido. Se le ha percibido en
Panurgo, se le ve de lleno en Sancho. Llega como el Sileno de Plauto, y
él también puede decir: Soy el Dios montado sobre un asno.»

El señor de Val busca los puntos de semejanza en los dos héroes.
Hércules, en su destierro, condenado por Anfitrión, rey de Tebas,
haciendo vida pastoril, y don Quijote, enamorado y poeta, en Sierra
Morena. En las «salidas» hubo indudablemente muchos «trabajos»; las
aventuras de los molinos de viento, en la venta, lo del yelmo de
Mambrino, la liberación de los presos, el caballero del bosque, los
leones, a los cuales se pueden agregar el descenso a la cueva de
Montesinos, los batanes, los cuadrilleros, el barco encantado y tantos
otros momentos de la vida heroica del caballero de los caballeros.

Todo esto, desde cierto punto de vista, es comparable con las hazañas
del esposo de Deyanira. Mas, a mi entender, la psicología, digamos así,
de los dos personajes, es absolutamente distinta. Además, Don Quijote es
inseparable de Rocinante. Es el «caballero». Diríase que sin su
caballería está incompleto. Cuando no va en Rocinante hacia el heroísmo,
va en Clavileño hacia el ensueño. Hércules no cabalga. La única vez que
usa de corceles es cuando ya consumido su cuerpo por las llamas en la
cumbre del Œta, en soberbia apoteosis, y bajo su olímpico aspecto de
inmortal, asciende, por orden de Júpiter, hasta los astros, en un carro
tirado por una cuadriga:

    Quem pater omnipotens inter cava nubila raptum
    Quadrijugo curru radiantibus intulit astris.

Podríase comparar don Quijote, a ese respecto, con Belerofonte, con
Perseo, ambos jinetes de Pegaso y sublimes caballeros andantes.
Cervantes cita poco a Hércules. En la primera parte del _Quijote_,
cuando habla de las lecturas del héroe, dice:

«Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había
muerto a Roldán el encantado valiéndose de la industria de Hércules,
cuando ahogó a Anteón, el hijo de la Tierra, entre los brazos.»

Hércules es el prototipo de la fuerza bruta, aunque, según las palabras
de Muller, «lo heroico-ideal está expresado con la mayor fuerza en
Hércules, quien fué preeminentemente un héroe nacional helénico. Su
semejante bíblico es Sansón. Don Quijote es el Espíritu cabalgante, el
Ideal caballero. Otros hay que pudiéranse nombrar a su respecto: el ya
dicho Perseo, San Jorge, Santiago, Astolfo--y todo Poeta que monta en
Pegaso.

Don Quijote es casto. Hércules es tan lascivo como Pan. En el canto en
que Deyanira se dirige a su esposo en las _Nereidas_, de Ovidio, ella
enumera alguna de las eróticas fazañas del formidable _marcheur_. Le
habla de sus amoríos errantes y variados. «Cualquier mujer, le dice,
puede ser madre por obra tuya.» Le recuerda la violación de Angea y el
«pueblo de mujeres», nietas de Teutra, de las cuales gozó, y la tremenda
Onfalia, que afemina al beluario, y le hace hilar a sus pies como a una
esclava. Don Quijote no encuentra siquiera a Dulcinea y n se deja tentar
por la carne, siempre con el alma de hinojos ante la figura soñada.
Hércules, por fin, es el semidiós medio bandido, y don Quijote, aunque
él asegure, al compararse con don San Jorge y don San Diego y otros
caballeros canonizados, que ellos pelearon a lo divino y él a lo humano,
es un paladín medio santo.

¿Y Sancho y Sileno? Ya hemos visto cómo Hugo hace la comparación en su
libro sobre Shakespeare. Sancho es también inseparable de su asno.
Recordaré el párrafo del admirable capítulo:

«Llega como el Sileno de Plauto y él también puede decir: Soy el Dios
montado sobre un asno. La cordura en seguida, la razón muy tarda; es la
historia extrema del espíritu humano. ¿Qué de más cuerdo que todas las
religiones? ¿Qué de menos razonable? Morales verdaderas, dogmas falsos.
La cordura está en Homero y en Job; la razón, tal como debe ser para
vencer los prejuicios, es decir, completa y armada en guerra, no estará
sino en Voltaire.

El buen sentido no es la cordura y no es la razón. Es un poco de lo uno
y un poco de lo otro, con un matiz de egoísmo. Cervantes lo pone a
caballo sobre la ignorancia, y al mismo tiempo, acabando su irrisión
profunda, da por caballería al heroísmo la fatiga. Así muestra, en uno
después del otro, el uno con el otro, los dos perfiles del hombre y las
parodias, sin más piedad para lo sublime que para lo grotesco. El
hipógrifo llega a ser Rocinante. Detrás del personaje ecuestre,
Cervantes crea y pone en marcha el personaje asnal. Entusiasmo entra en
campaña. Ironía sigue al paso. Los altos hechos de Don Quijote, sus
espolazos, su gran lanza enderezada, son juzgados por el asno; perito en
molinos. La invención de Cervantes es magistral, hasta el punto que hay
entre el hombre tipo y el cuadrúpedo complemento, adherencia estatuaria,
el razonador como el aventurero hace un solo cuerpo con la bestia, que
le es propia, y no se puede desmontar ni a Don Quijote ni a Sancho
Panza.»

El asno de Sancho es silencioso y paciente, el asno de Sileno de Plauto
está dotado del don de la palabra, como el de Balaan, como el que
dialoga en Turmeda, como el que habla largamente al filósofo Kant en el
poema de Víctor Hugo. El asno ha tenido insignes cantores desde Grecia y
Roma, hasta Daniel Heinsius, hasta Hugo, hasta nuestro buen Lugones.
Cierto es que, el dulce animal de las largas orejas, además de conducir
a Sancho y a Sileno, sirvió de caballería triunfal al Señor de Amor en
su entrada a Jerusalén.



UN RECUERDO A CASTELAR


Hace poco tiempo, el señor don Adolfo Calzado, publicó un volumen que
contiene muchas cartas de Castelar, dirigidas a él--desde el año de 1868
hasta el 98--, y otras escritas a Castelar por Víctor Hugo, Renán,
Dumas, Duque de la Victoria, Mazzini, Thiers, Garibaldi y otros famosos
y gloriosos hombres de diferentes naciones.

El señor Calzado fué el amigo más íntimo de Castelar, y quien, sin
alardes de humillante mecenismo, ayudó pecuniariamente al gran orador,
en ocasiones en que éste necesitaba de su apoyo. Calzado, rico banquero
muy conocido en París, y al propio tiempo persona de superior cultura,
ha escogido, entre las muchas cartas que recibiera, las principales.

¿De qué manera--dice en el prólogo--he procedido al ordenar estas
cartas? Desde luego he hecho poco uso de aquellas cortas circulares que
me enviaba Castelar periódicamente, al mismo tiempo que a otros cuatro
amigos, las cuales dictaba a su secretario para que sacase copias de
ellas. Doy preferencia a las íntimas, porque reflejan idénticos
pensamientos con mayor espontaneidad y abandono, bien que ofrezcan el
peligro de hacerme parecer inmodesto, aceptando elogios inmerecidos y
expansiones que el lector, con su buen criterio, achacará indudablemente
a la parcialidad del amigo. Después he eliminado lo agresivo, lo que,
dicho en la intimidad y con el calor y la vehemencia de la lucha,
pudiera ofender a muchos que fueron amigos suyos y son sus primeros
admiradores. Por el deleznable fin de sazonarle a la curiosidad pública
manjares, con la sal y pimienta del escándalo, hubiera faltado a deberes
elementales. Tampoco he querido suavizar aquellas frases de ingenio tan
peculiares en él, verdaderos zarpazos de león, para convertirlos en
vulgares arañazos de gato. Suprimiéndolas sencillamente, si no doy gusto
a los aficionados al escándalo, dejo en pie la idea, el concepto, que
por faltar un adjetivo o un donaire no pierden su razón y su
virtualidad.»

El compilador, respecto a las necesidades de aquel grande hombre que
cumplió con el deber estético de darse la mejor vida posible, agrega:

«No me he creído con derecho a suprimir lo relativo a sus apuros
económicos, porque ponen en relieve su laboriosísima existencia, su
trabajo diario de diez horas, y cómo el hombre que ocupó los primeros
puestos en la nación murió tan pobre que cuatro amigos tuvieron que
pagarle el entierro. ¡Y no fué un entierro nacional, si fueron
nacionales el duelo y el quebranto!»

Al leer la correspondencia de Castelar se ve ante todo la facilidad de
fuente que había en aquel surtidor de ideas y de cláusulas armoniosas.
Castelar en sus cartas, como en sus novelas, como en sus artículos, es
el Castelar de los discursos, es siempre el orador. Hace su frase, busca
la cadencia y el efecto, redondea su hipérbaton. Así era también en su
conversación. Y, a propósito, fué Castelar quien me presentó a su amigo
Calzado, una vez que almorzamos en su casa de la calle de Serrano. Otra
cosa que se advierte en seguida es la vehemencia meridional en todo, y
una facultad de dar en todo, un soplo de lirismo.

Claro que lo que principalmente preocupa al escritor se ve que es la
política, y de política tratan la mayor parte de las epístolas. Tanto
como la política española dijérase que le interesa la francesa; y se
sienten sus protestas, sus enojos, sus críticas, llenas de fogosidad. No
queda muy bien Gambetta ante sus juicios. Y cuando Castelar se exalta,
no se para en señalar hasta el defecto de ser tuerto.

También resalta el ingenuo y natural orgullo de quien sabía lo que era y
lo que valía. Esa águila tiene mucho de pavo real. Y la verdad es que
los oros y colores de su estilo brillan lindamente al sol. Hugo tenía
también ese conocimiento de lo desmesurado de su genio, y asimismo
mostraba su soberanía con sencillez, simplemente, como un león. Y hay
que ver el cambio de cumplimientos olímpicos entre el gran francés y el
gran español.

Y todo eso estaba perfectamente. Castelar no iba a dirigir sus pomposos
elogios a M. Tartampion, ni Víctor Hugo sus inciensos pontificios a Juan
de las Viñas.

Otra cosa que advertiréis es el trabajo formidable de aquel cerebro
excepcional. Aunque la política le quitase mucho tiempo, él se arreglaba
de modo que, mientras había libros suyos en prensa, iban sus larguísimas
y profusas correspondencias a Buenos Aires, a Montevideo, a Venezuela,
México, a Nueva York, fuera de su colaboración en diarios y revistas
europeas. Ganaba mucho dinero, es verdad; puede decirse que nadie aquí
ha sacado tanto oro de sus tinteros. Pero gastaba mucho; su vida de gran
señor y de hombre de buen gusto le costaba un dineral, y ya habéis visto
cómo Calzado cuenta que cuatro amigos tuvieron que pagar su entierro.

Hay en esas cartas opiniones sobre hechos y sobre gentes, sobre arte,
vida pública; paisajes rápidos, soñaciones e intenciones de poeta.
Escribe en una parte, desde Étretat:

«Tengo el valor de predicar a un poeta prusiano, muy amigo de Bismark,
su agente en Roma, que Alemania debe reconciliarse con Francia, como se
ha reconciliado con Italia, volviéndole Milán y Venecia. Por
consiguiente, debe volver a Francia, Metz y Estraburgo.»

Una tablita:

«Querido Adolfo: Aquí me tienes en la soledad más completa. Frente de
mis balcones se extiende el Mediterráneo, que me envía sus frescas y a
veces tempestuosas brisas; en torno de la casa una multitud de colinas
sombreadas por pinos de Italia, y en cuyas cañadas crecen las higueras,
los naranjales y las palmas.»

Política europea:

«Estoy indignado con ese bárbaro zar moscovita. Después de haber echado
los pobres servios al campo, todavía los insulta. Después de haber
convertido el ejército servio en ejército ruso, todavía escupe por el
colmillo. Ayer comí en casa de Layard con tres diputados conservadores
del Parlamento inglés. Me dijeron que Alejandro ladra, pero no muerde.»

Un buen párrafo para Gambetta, en Noviembre del 76:

«La campaña de Gambetta me admira más cada día. Es el verdadero talento
político que hay en la democracia francesa. Por él, y sólo por él,
vivirá la República. Si hoy tengo tiempo te incluiré una carta en
español para que se la traduzcas de viva voz al francés, felicitándole y
felicitándome por sus triunfos, que son también triunfos de la
democracia europea.»

Y en Agosto del 77, refiriéndose a un discurso pronunciado por Gambetta:

«Aunque he dicho a América que me había gustado el discurso de Lila, te
digo a ti que no me ha gustado nada. Cada día encuentro a ese mozo más
gárrulo y más vacío. Luego, a su altura, no se comprometen los hombres
públicos en procesos de imprenta como cualquier pelafustán de baja
talla.»

Después, aún hay cosas peores contra Gambetta. Un sabroso párrafo
culinario:

«Las últimas chucherías salen de provincias y llegarán antes de dos
días. Haced un almuerzo español. Freid las morcillas, asad las
longanizas, hervid las batatas de Málaga, coced los blancos de Elda,
desgranad las granadas; reunid a todo esto el turrón y luego preguntad
dónde se quedan Chevet y Compañía.»

Pues Castelar amaba como pocos los placeres de la mesa. Y ya he hablado
en uno de mis libros de ciertas perdices, regalo de la duquesa de
Medinaceli, que me hizo saborear aquel hombre glorioso de alma infantil.



JEAN ORTH Y EUGENIO GARZÓN


Jean Orth es sabido que es el archiduque austriaco, de la imperial
familia atrida, que, enamorado como un antiguo estudiante romántico, se
embarcó un día con la mujer amada en un navío de ignorada suerte. Con
rumbo a la buscada Felicidad, se esfumó en el Misterio. Y Eugenio Garzón
es el Gaucho Dandy del _Fígaro_ de París, que llegado a Lutecia de su
Uruguay nativo, tiró las boleadoras a la Fama, y la llevó de las alas a
la _garçonnière_ de la rue de Courcelles, para lanzarla a todas partes,
dando buenas nuevas propias y curiosas noticias del archiduque Juan de
Habsburgo.

¿El archiduque naufragó? ¿El archiduque ha sido encontrado en el Río de
la Plata? ¿El archiduque está en el Japón? Después de leer el buen
libro de Garzón sobre Jean Orth, no tenemos la certeza de nada de eso.
Quizás esto vale más, pues archiduque encontrado, leyenda acabada; y es
siempre mejor que Barbarroja esté en su ignorada gruta, haciendo
compañía probablemente a Enoch y a Elías. Y luego, yo creo que Garzón es
tan artista que ha dejado escaparse al príncipe hacia su sueño de
soledad--, quedándose con el pretexto, es natural, de escribir un bello
volumen.

Este tuvo el consiguiente éxito cuando apareció en castellano. A pesar
de estar escrito en nuestra lengua, tan poco leída en Europa, se habló
bastante de él en Italia, en Alemania y en Austria. La versión francesa
lo hará conocer mayormente. La crítica española le ha sido favorable, y
sus colegas y amigos de América han tenido para el autor gentiles
opiniones. Manuel Bueno proclama su «mérito indiscutible»; Emilio Mitre
reconoce el interés y la agradable literatura del libro; Eduardo Wilde
encuentra «páginas encantadoras»; Daniel Muñoz aplaude esta obra
«variada en su unidad»; García Ladevese asegura que «son los libros
escritos como _Jean Orth_ los que consuelan de la impotente literatura
de decadencia»; y Gómez Carrillo cuenta que se ha «olvidado de almorzar»
por leer _Jean Orth_. Esto que parece más bien un _prière d’insérer_, no
es sino un ramillete de justicias. Al cual yo agrego, gustoso, mis
cumplimientos.

       *       *       *       *       *

Hace algún tiempo, visitando la admirable mansión de Miramar que posee
en la isla de Mallorca el archiduque Luis Salvador, vi en una capilla
construída no lejos de la legendaria gruta de Raimundo Lulio, una
estatua de mármol, simulacro de nuestra católica Virgen. En el zócalo
una inscripción recuerda las dos visitas que a Miramar hiciera la
emperatriz que tan bellas páginas inspiró a Maurice Barrès, y que el
doctor Christomanos biografiara fervorosamente. Y en tal inscripción se
ponía bajo el amparo y la protección de la Maris Stella, a la
porfirogénita viajera que en Corfú descansa en su Achilleion, frente al
monumento que consagrara a su admirado Heine, de sus errantes fatigas.
La Estrella del Mar no pudo desviar, por ley de la superioridad divina,
el arma del anarquista que, a las orillas del lago de Ginebra, hirió a
la soberana y solitaria señora. Y al leer la inscripción votiva no pude
menos que recordar a Jean Orth que, como el holandés errante, se perdió
en lo incógnito del mar sobre su barco fantasma. Tiene Garzón una
hermosa página en que los datos fatídicos se amontonan como puñales en
el proceso histórico de esa familia predestinada. Quizá poseído del
terror de su sangre, el príncipe perdido abandonó la existencia palatina
de Viena y en compañía de la hembra elegida, vestido de su pseudónimo,
se fué en busca de paz, de acción, de horas tranquilas y amorosas.

Su caso queda entre los enigmas de la historia. Su vida es una novela
que justamente ha tentado la pluma de un escritor de fantasía y
entusiasmo, que ha hecho juntarse en el camino de la leyenda el Río de
la Plata y el bello Danubio azul. El hallazgo del príncipe hubiera sido
una victoria periodística destructora de ilusiones; el triunfo literario
en que me ocupo deja felizmente el campo libre a la suposición y a la
imaginación.

El temperamento caballeresco de Garzón se aviene a maravilla con la
aventura romántica del archiduque navegante, y su habilidad de escritor
sale ufana del intento de demostrarnos la posibilidad de que actualmente
existe en alguna parte el que casi todo el mundo ha creído muerto en el
mar.

       *       *       *       *       *

Contraste curioso ofrece el autor, entre estas páginas laboradas con una
firme preocupación y elegancia de estilo, y su diaria tarea de _Le
Fígaro_, en donde con períodos erizados de guarismos y de manera
concentrada y expositiva, hace la propaganda de las riquezas y de los
progresos de la América nuestra, sobre todo de la maravillosa República
Argentina. Gracias a esto, le perdonarán sus amigos de estancia y
automóvil sus apasionados devaneos con las bellas letras que no son de
cambio. El _Fígaro_ parisiense ha ganado mucho, es indudable, en nuestro
continente y en nuestro mundo hispanoparlante, con el trabajo asiduo de
su redactor platense. Y nuestras repúblicas, a su vez, han logrado por
fin tener en Europa un expositor útil y fidedigno y serio, de su
civilización y de sus elementos de riqueza y de cultura. Tanto más, que
a la propaganda simplemente comercial e industrial de la hoja cotidiana,
se agregará pronto la social y artística en _Le Figaro Illustré_.

Amigo de las elegancias y de las distinciones, alejado de los
murmuradores charlatanes y de los folicularios de países latinos que
abundan en las colonias de París, puede Garzón entretener sus vagares de
mundano, escribiendo con pluma fina libros como su _Jean Orth_ y como
_La entraña del bulevar_, que aparecerá en breve.

En el tiempo relativamente corto en que ha logrado ser el primer
hispanoamericano que ha entrado a formar parte de la redacción activa de
un gran diario, ha llegado a conocer la vida parisiense como muy pocos
extranjeros la conocen. Conversar con él es un placer. Y así, entre
anécdota y frase oportuna, os narrará cosas del mundo internacional de
la Metrópoli, como traerá a cuento sus días de juventud y de lucha, en
su amada tierra original. Trofeo forman, en su gabinete de trabajo, los
ponchos costosos de los gauchos, las espuelas, la guitarra del payador,
las boleadoras que han detenido carreras de avestruces y de potros en
las vastas pampas. Y bajo esos trofeos suelen verse lindas sonrisas
francesas, monóculos literarios; o tal o cual barba blanca de
personaje.

Aunque ya ha nevado sobre él, guarda con bizarra actitud sus bríos de
antaño, que recuerdan sus antiguos compañeros de periodismo en el Plata,
hoy casi todos diplomáticos y hombres de estado. Y es soltero. Garzón
para la _garçonnière_.

Este escritor y este periodista, ambos en el mejor sentido de la
palabra, es, como lo he dicho en otra ocasión y en este nuestro querido
_Fígaro_ habanero, un romántico modernizado. A pesar del continuo
contacto con esta inquietante ultracivilización, conserva viejas
virtudes castizas, que Dios le guarde siempre. Cree en la nobleza, en el
carácter, en la amistad, en el honor, en la cortesía. Y aunque ya todo
eso casi no está de moda, él lo sabe lucir de manera envidiable. Y es
que este dandy, que hubiera sido amigo de Barbey d’Aurevilly, tiene
también el dandismo «por dentro».



CATULLE MENDÈS


Cuando comencé a dar a mis ansias artísticas, hace ya cerca de
veinticinco años, los nuevos rumbos que habían de traerme en América y
en España tantos amigos y enemigos--«todo buena cosecha»,--uno de mis
maestros, uno de mis guías intelectuales, después del gran Hugo--el
pobre Verlaine vino después--fué el poeta que de modo tan horrible ha
muerto, tras de vivir tan hermosamente: Catulle Mendès. Su influencia
principal fué en la prosa de algunos cuentos de _Azul_; y en otros
muchos artículos no coleccionados y que aparecieron en diarios y
revistas de Centro América y de Chile, puede notarse la tendencia a la
manera mendeciana, del Mendès cuentista de cuentos encantadores e
innumerables, galante, finamente libertino, preciosamente erótico. Mi
admiración se exteriorizó en un soneto:

      Puede ajustarse al pecho coraza férrea y dura;
    Puede regir la lanza, la rienda del corcel;
    Sus músculos de atleta soportan la armadura...
    Pero él busca en las bocas rosadas leche y miel.

      Artista, hijo de Capua, que adora la hermosura,
    La carne femenina prefiere su pincel;
    Y en el recinto oculto de tibia alcoba obscura
    Agrega mirto y rosas a su triunfal laurel.

      Canta de los oarystis el delicioso instante,
    Los besos y el delirio de la mujer amante,
    Y en sus palabras tiene perfume, alma, color.

      Su ave es la venusina, la tímida paloma.
    Vencido hubiera en Grecia, vencido hubiera en Roma
    En todos los combates del arte o del amor.

Mi admiración fué siempre la misma, aun después de la nueva moda de
revisar valores. Siempre le tuve por un admirable artífice de la palabra
y por un espíritu alta y elegantemente romántico. Fué uno de los pajes
predilectos del emperador de la Leyenda de los Siglos. Cuando la muerte
de Gautier, cuya hija Judith fué la primera esposa de Mendès, Víctor
Hugo escribió a éste:

«Hautevill-Housse, 23 Octobre 1872. 5 heures du soir.--C’était prévu et
c’est affreux. Ce grand poète, ce grand artiste, cet admirable cœur,
le voilà donc parti! Des hommes de 1830 il ne reste plus que moi. C’est
maintenant mon tour. Cher poète, je vous serre dans mes bras. Mettez
aux pieds de Mme. Judith Mendès mes tendres et douloureux respects.»

Alma muy 1830, queda hasta su último día la de Mendès. Yo no le traté
personalmente, y vale más. Le ví muchas veces en París, y sobre todo en
su café preferido, el Napolitain, donde, alrededor de una mesa, a la
izquierda de la entrada, se reunen todas las tardes a conversar y tomar
aperitivos unos cuantos hombres de letras y periodistas. Allí reinaba
Mendès, teniendo a su lado a un gran amigo suyo, Courteline. Vi algunas
ocasiones a Moreas, entre otros comediógrafos, poetas y cronistas. Una
tarde vi también que llegó a buscar a su marido Madame Jane Catulle
Mendès, bella, elegante, muy «parisiense.» Su marido, apartando un poco
el guante, descubrió el rosado puño de su mujer y le dió gentilmente un
beso. Ella, poco tiempo después, recuerdo que publicó un lindo tomo de
poesías, en que en plausibles estrofas se manifestaba muy enamorada de
él. Los versos eran exquisitos. No pasó mucho sin que ocurriese la
separación de los cónyuges. Esto, en París, es muy sencillo.

Era ese poeta amable, de noble continente y gestos de hombre «nacido». Y
era israelita. Nació dotado de gran belleza. Se cuenta que cuando llegó
a París, muy joven, una noche, al presentarse en un palco, acompañado de
su madre, llamó la atención su rostro de príncipe de cuento.

Fué un bizarro conquistador de amores. Hizo poética su vida. Hasta sus
últimos años tenía, en un cuerpo ya cargado de edad, el alma fresca. Su
muerte ¿un suicidio? Imposible. Anacreonte muere de otra cosa. Si la
existencia no tuviese esos golpes violentos, debidos a una misteriosa
lógica absurda, Mendès debió morir académico. Aunque más peligrosa a la
blancura de los azahares, si su obra, allá en los primeros pasos, le
llevó a la cárcel, como a Richepin, no tiene la brutalidad del Turiano.
Y de seguro Mendès no hubiera escrito _Père et mère_... En cambio, Zo,
Lo y Jo, sus antiguas figuritas predilectas, antecesoras de todas las
Claudinas, hubieran concurrido a oir el discurso de recepción bajo la
Cúpula.

       *       *       *       *       *

Era el poeta. Su crítica, sus cuentos, sus dramas, sus novelas, eran de
poeta. A todo le daba valor armonioso. Puede decirse que no tenía
creencias religiosas o que las tenía todas bajo el imperio de la poesía.
Ese judío escribió páginas inefables, no sin el inseparable perfume
venusino, en el _Evangelio de la Santísima Virgen_ y en _Santa Teresa_.
Todas las teogonías tenían para él, como para todos los poetas, los
prestigios del misterio, del símbolo, del mito. Su inspiración vuela por
todas las latitudes. Ya comprende e interpreta, desde sus primeros
poemas, el encanto nórdico, explorando las brumas y las nieves del país
en donde suavemente y fantásticamente brilla el sol de media noche, y
hace dialogar a Snorr y Snorra; ya su pasión wagneriana, tan sólo
superada en él por su pasión hugueana, le hace escribir una exégesis
poemática de la obra del Thor musical, y novelas como aquella en que
narra a su manera la legendaria vida del Rey Virgen; ya con su
_Hesperus_ flota en el mundo de Swedenborg, o con _Panteleia_ crea una
música astral y deliciosa. Como su dios Hugo, él tenía toda la lira,
aunque más pequeña, y también sabía agregar la cuerda de bronce.

Tenía un admirable don de asimilación, y, voluntariamente, o por
sugestiones sucesivas, dejó en su obra numerosa algo que hubiera firmado
Hugo, algo que se confundiría con lo de Gautier, con lo de Leconte de
L’Isle, con lo de Banville, con lo de Heredia. Es cierto que él
perteneció, y se glorió siempre de ello, a la familia parnasiana, que se
desarrolló bajo el ramaje del patriarcal Roble romántico.

El fué bondadoso con los poetas que vinieron después de su generación.
No careció de enemigos, ésto conforme con su mérito. Mas da a quien lo
merece el justo elogio con sus crónicas, y en su voluminoso trabajo
sobre la poesía francesa en el siglo XIX, que escribió por encargo
oficial.

Lo que nunca pudo ver con buenos ojos ni oir con benévolas orejas fué el
verso libre. Que no le hablasen del verso libre. Y eso, siendo como era
un gran conocedor de secretos musicales, un wagnerista, y habiendo
escrito en prosa rítmica y rimada los más encantadores «lieds de
France». Es una joya ese librito, en el que a los lieds de Mendès viene
unida la música de ya no recuerdo cuál joven autor parisiense.

De todas las artes es la música la que más se compadece con la
mentalidad israelita, y este poeta tenía la facultad musical en el
verbo, que en el pentágrama tuvieron y tienen muchos artistas de su
raza.

Yo admiro el buen tino del padre de Mendès que supo comprender desde la
niñez de su hijo la verdadera vocación. ¿Qué digo tino? Debo decir don
de profecía, pues si le impulsó a las letras en lo fragante y primaveral
de su ensoñadora juventud, vió desde la cuna el laurel verde y así le
llamó con nombre de poeta. El padre de Chapelain fué menos avisado, y su
cosecha fué, como dicen los franceses, _plutôt maigre_.

Era el poeta. Un poeta pagano, alerta siempre, que sabía amar con
elegancia y lirismo las mujeres y el vino; por lo cual debe haberle
encantado el consejo luterano que leyera inscrito en letras góticas en
las cervecerías alemanas, cuando, en sus días de estudiante, cantara en
Heidelberg el _Gaudiamus igitur_ después de los _salamander_, en los
coros de escolares teutónicos. ¡Gentil epicúreo! Casi septuagenario, se
regalaba con primicias ofrecidas por la Fama y por la Voluptuosidad. Su
primera esposa era una musa; se separa de ella y se consuela con otra
musa adoradora de Wagner como él; en seguida, su esposa es musa también;
se separa de ella y se consuela con la amistad de una bella cortesana
de letras.

Es muy de París, como hubiera sido muy de Atenas. Con sus corbatas de
seda blanca y fina bajo su cuello doblado, con su _en bon point_, con
sus cabellos entre plata y oro, su cara de Cristo satisfecho, con su
indumentaria, si no de dandy nunca descuidada, me parecía más joven que
todos los que a su rededor se congregaban, más joven que el mismo
Moreas, tan lleno de juventud, y desde luego más joven que otros amigos
jóvenes, pero de espíritu y corazón matusalénicos.

Luego se batía por cosas de arte y de poesía, defendía a sus maestros y
daba la sangre por sus ideas estéticas. Un escritor y conferenciante, ya
difunto, le agujereó el vientre en una de esas bizarras cyranadas.

Sabía latín bien; debe haber sabido griego, pues hizo muy buenas
humanidades; el alemán debe haberle sido familiar, puesto que cursó en
Alemania estudios universitarios. En cuanto a su español, si nos
atenemos a las citas que alguna vez hiciera, y a los nombres
estrafalarios de ciertos personajes de su _Santa Teresa_, debe haberlo
conocido y hablado como un cisne francés...--No debe haber existido la
tradición sefardita en su familia paterna--desde luego su madre era
cristiana, según tengo entendido. Si no, ya hubiese parlado un sabroso
castellano viejo, como el que habla el doctor Nordau; y si no,
portugués.

Como crítico, siempre manifestaba para toda obra extranjera el _parti
pris_, el modo de ver francés. Sus funciones de crítico teatral en el
_Journal_ parisiense fueron arduas. El hijo del judío rico, en sus
últimos años, que debían haber sido de rentas y reposo relativo, tenía
que trabajar como un negro para llenar sus necesidades de gentleman y de
mundano. Porque era poeta con renombre de bohemio, el amigo de Glatigny
y su resurrector, y el cliente del Napolitaine lo era también de Ritz y
comía--como comió la noche de su muerte--en casa del banquero
Openheimer.

       *       *       *       *       *

Sobre el movimiento literario contemporáneo francés tuvo ciertas
expansiones, hace algún tiempo, con un escritor que fué a conversar con
él a ese respecto. Creo que Mendès vivía en ese tiempo en la calle
Boccador, frente a la Legación de Nicaragua. El visitante pinta su
gabinete de trabajo, lleno de libros, y en el que resalta, dignamente
enmarcado, un autógrafo de Hugo, «La siesta» de _El arte de ser abuelo_.
Y habla del poeta, que se presenta sonriente y casi joven:

«M. Mendès ha visto morir el romanticismo, desenvolverse los destinos
del Parnaso, nacer y morir el simbolismo; pero los años no le pasan,
sobrevive a todos los naufragios alerta y alegre.»

Y Mendès da su opinión sobre la literatura francesa contemporánea. Para
él no hay nada nuevo. Por otra parte, que se lea su «Rapport sur la
Poesie». Con justicia se sulfura contra las escuelas. ¿Acaso había antes
escuelas?, dice. «Hugo siempre negó haber fundado una escuela; en todos
sus prefacios se acordó de protestar. El Parnaso no es tampoco una
escuela. Era una agrupación de amigos que se estimaban y que trabajaban
juntos; pero nuestras tendencias eran tan poco comunes, que nada se
parece menos a la obra de Heredia que la de Coppée, a la de
Sully-Prudhomme que la mía...»

Y luego:

«Cada poeta hace su obra como puede, como lo entiende, lo menos mal
posible. Eso es todo. La escuela simbolista, la escuela romana, la
escuela naturista, grupos sistemáticos y artificiales, ¡qué tontería!
¡Vedlos! Pasan su vida redactando proclamas y olvidan hacer obras.--No
hay nada nuevo después de los prefacios de _Cronwell_ y de _Hernani_.
Todavía viven de eso todos; los comentan, los discuten, los niegan; pero
es alrededor de ellos que se baten.»

Y el poeta se expresa poco amable con las técnicas nuevas. Los poetas
jóvenes creen encontrar a cada paso un nuevo camino; pero siempre
siguiendo las huellas de sus antecesores.

«Hacen ahora tragedias clásicas. ¿Y por qué? Porque yo he hecho _Medea_.
Así se grita: ¡renacimiento clásico! Pero si yo tenía derecho de hacer
_Medea_ sin ver en ese asunto más que un motivo interesante de teatro.
Entonces, porque he escrito _El hijo de la Estrella_ se deberá clamar:
¡renacimiento bíblico! No. Cada poeta es libre de ir a extraer su
inspiración de donde bien le parezca, sin que se pueda interpretar ese
esfuerzo particular como una tendencia general. Corneille ha hecho
tragedias griegas y tragedias españolas. Todos los asuntos son buenos;
sólo el talento del poeta les da valor.»

Y cuenta que un día un amigo de Alejandro Dumas lo invitó a comer,
ofreciendo darle «un excelente asunto para una pieza». Dumas fué a la
comida, y preguntó a su amigo, que quizá sería el mismo Mendès:--¿Y ese
asunto?--Es éste: un joven y una joven quieren casarse; pero el padre no
quiere. En efecto, afirma el poeta, con eso hacéis _El Cid_, sólo que
depende del modo que esté tratado el asunto.

Tenía sus admiraciones especiales: Rostand, Madame de Noailles. Con todo
y no creer en los nuevos poetas, siempre estaba pronto a dar buenos
consejos y a alentar a los que a él se acercaban. M. Saint-George de
Bouhelier le debe mucho de su renombre.

Y con buenos lustros encima, era un formidable laborioso, pues teniendo
a su cargo la crítica teatral de un diario parisiense, y casi la
dirección literaria del mismo, tenía tiempo para hacer vida social y
escribir dramas, comedias, cuentos, novelas, todo lo imaginable. Su
pegaso estaba enyugado, como el de la poesía de Schiller y el del dibujo
de Retzsche. Pero, de pronto, quedaba libre, y de un solo lírico
impulso se elevaba al azul.

       *       *       *       *       *

Con motivo de su muerte se han repetido los ataques que la murmuración,
con razón o sin ella, propagaban en su contra. Hemos quedado en que
nadie es perfecto en la tierra. Los defectos que se le achacan, los
pecados que se le critican, los tienen en el mundo infinitos fulanos,
sólo que en él si existieron, como parece muy probable, resaltan más al
brillo de su talento, al resplandor de su obra, que si no durará ha
tenido su triunfo de belleza. Pero a veces la crítica aparta el
prestigio de los dones singulares y se empeña en medirlo todo con igual
rasero. Poco científico y poco justo. Cartouche no es Benvenuto Cellini,
y Soleilland no es César Borgia.



ANTONIO DE ZAYAS


He aquí el poeta más español de todos los que escriben versos en España.
De él decía hace algún tiempo: «Poeta diplomático. Es un señor. Continúa
la tradición propia; es de la familia de los viejos poetas hidalgos;
prendados de noblezas, de prestigios, de heroísmo, de ceremonia. Con
todo, su vocabulario, su elegancia decorativa, los saltos libres de su
pegaso, le ponen entre los innovadores. A veces, con pensamientos nuevos
hace versos antiguos, y con pensamientos antiguos hace versos nuevos. El
verso libre en España no ha llegado a la licencia de ciertos
versolibristas franceses, con todo y haber escrito Manuel Machado versos
libérrimos. Los de Antonio de Zayas son voluntariamente sujetos a un
ritmo general que no desentona ni se rompe nunca. En _Paisajes_, los
hay magistrales. Hay una oración por el alma de Felipe II, que en
cualquier literatura honraría a un poeta; pero que en este caso
concentra el alma española, la cristaliza en un diamante verbal
sorprendente. Sus sonetos se resienten de heredianos algunos: los
escritos en alejandrinos. Los otros siguen la influencia gallarda que
nos viene de los grandes sonetistas del siglo de oro: Quevedo y el
admirable Góngora.»

A esas afirmaciones, me complazco ahora en agregar otras.

Ese aristócrata--Antonio de Zayas pertenece a la nobleza--, ese hombre
de protocolo y ese hombre de mundo, tiene un respeto y una pasión
profunda por la dignidad del pensamiento y por la pureza del Arte. Sabe
que el ciego Homero tuvo templos como los semidioses y que la lira es un
instrumento sagrado aun en la época de los gramófonos y de las pianolas.
Con su dignidad gentilicia trata a las musas, y ellas le corresponden
con dones preciados y envidiables sonrisas. Tributario de la Diplomacia,
peregrino de la Carrera, ha vivido en países extranjeros, en climas
ásperos para el hijo de una tierra armoniosa y solar, y su noble pasión
por las bellas letras le ha consolado, con la juventud y el amor, en sus
horas frígidas y brumosas, pues, como Ovidio, ha podido escribir:

    Solus ad egressus missus septempticis Istri
    Parrhasiae gelido Virginis axe premor.

De esas oficiales peregrinaciones ha habido felices consecuencias
poéticas. Los paisajes distintos, las costumbres exóticas, las
evocaciones históricas y los espectáculos pintorescos han inspirado a
nuestro artista de la palabra preciosas preseas, entre las cuales
rítmicos «joyeles bizantinos». Él estuvo en ese Oriente europeo que ha
cambiado de pronto al influjo del tiempo nuevo; alcanzó a ver la vida de
la Turquía misteriosa y un poco miliunanochesca que han europeizado esos
niños y ancianos terribles que se llaman los Jóvenes Turcos. Su saber y
su gusto de poeta le hicieron aprovechar del lado bello y peregrino de
las cosas. Y en armoniosas y bien sonantes estrofas nos regaló con sus
impresiones y sensaciones orientales.

Él lleva consigo su luz y su sol nativos. Así os explicaréis cómo, según
nos ha narrado en cierta hermosa página, sus _Paisajes_, esos versos que
se dirían impregnados de llama andaluza y de calor castellano, fueron
acordados «en las inmediaciones del Círculo Polar Ártico, durante el
rigor del invierno, cuando, rodeado de nieve por todas partes y perdida
la mirada en los turbios cristales del Melar, contemplaba en lontananza
como único límite del horizonte, inmóviles ejércitos de abetos, solemnes
como obeliscos funerarios.»

De tal modo su espíritu hizo brotar ardientes rosas bajo toldos de
brumas en instantes cimerianos. Sus _Retratos antiguos_, sus _Noches
blancas_, su _Leyenda_, son la prueba del constante ingenio y la
maestría elegante de un artífice que, consciente y vigoroso, ha adornado
su juventud con frescos y bien ganados laureles. Su reciente traducción
de la obra poética de Heredia ha aumentado sus prestigios.

Se le ha querido absurdamente afiliar a esta o aquella tendencia
literaria; quiénes le hacen seguidor de los clásicos, quiénes le
declaran parnasiano, quiénes le bautizan con el absurdo epíteto de
modernista. Los primeros se fijan en algunas de sus poesías construídas
según los cánones de la poética ortodoxa castellana; los otros en la
voluntaria ausencia de todo subjetivismo emocional, en la impasibilidad
escultural de tales sonetos; los otros en sus novedades de expresión, en
su virtuosismo rítmico. Él es simplemente un poeta, un artista del
verbo; sincero, de conciencia, y como tal capaz de contradicciones en el
proceso de su evolución mental, y en lo que no ataña a las ideas
primordiales. Es un admirable evocador de figuras y escenarios del
pasado. Hay en él como la herencia de una visión ancestral. Su énfasis
es atávico, así como su buen gusto y sus aptitudes de aristócrata. Y no
es un refinado hasta el límite decadente como el francés
Montesquiou-Fesenzac, sino el descendiente de los viejos poetas
españoles que a un tiempo amaban la lira y las máscaras, el arcabuz y la
espada de Toledo.

Viajero y políglota, ha procurado siempre alejarse de toda heterodoxia
de lenguaje, de ser en todo y por todo de su tierra. Y su misma
simpatía por Heredia, tiene de seguro por razón el abolengo intelectual
y familiar del sonetista franco-cubano, que tuvo ascendientes
conquistadores como el bizarro don Pedro, fundador de Cartagena de
Indias.

No soy yo amigo de las traducciones en verso. Un poeta es intraducible.
Si el traductor es otro poeta, hará obra propia. El canto del poeta
extranjero no será comprendido sino por los que entienden su música
original. Con todo, alabo la traducción que Antonio de Zayas ha hecho de
la obra herediana, porque ha dado a España la poesía de un poeta que
tenía mucho en su espíritu de español; porque ha realizado su labor con
nobleza y mucho conocimiento, y porque parece en ocasiones que, al ser
refundida y troquelada con la alianza del metal castellano, vibrase más
sonora la medalla francesa.

Lleno de distinción, verboso--¡como que posee, signo de raza, el don
oratorio!--amable y rebosante de hidalguía, joven, unido a una gentil
dama de gran cultura que le ha acompañado en sus viajes y que es encanto
de su casa; con títulos de nobleza y ejecutorias de talento; feliz, en
lo relativo de este mundo; así vive su lozano vivir este mi buen amigo
que acabará sus días, _Deo volente_, embajador y académico entre los
hombres, y portalira glorioso premiado por los dioses.



EL CONDE DE LAS NAVAS


Bibliotecario Mayor de S. M. el rey don Alfonso XIII, es el
Excelentísimo Señor don Juan Gualberto López Valdemoro y de Quesada,
Conde de las Navas. Como otros caballeros de sangre azul, se dedicó a
los deportes el conde de las Navas, sin desdeñar los ejercicios de la
fuerza y elegancia, pues hasta está en la lista de los nobles que han
toreado; se consagró principalmente a la bibliografía, a la erudición, a
la literatura. A mí me parece extraño que, aunque relativamente joven,
no tenga ya su sillón en la Real Academia de la Lengua. Ha producido ya
buen número de libros que le hacen acreedor a tal merecimiento. Conoce
su idioma como muy pocos, es un escritor castizo y de tradición. Y por
su nombre, su papel social, su cultura y sus vinculaciones, debía estar
ya entre los eminentes fabricantes del Diccionario.

Yo le conozco desde hace ya algunos años. Solía encontrarle en la
célebre tertulia de D. Juan Valera y en casa de la condesa de Pardo
Bazán. Su conversación es tan amena como sus escritos. Su cultura es
sólida y su carácter no está agriado de pesimismos, a pesar de haberle
coartado su actividad física una penosa dolencia que ha hecho aún más
sedentaria su vida de religioso de los libros. Adora a su España, es
andaluz y se encanta con la región asturiana, que le ha hecho producir
páginas hermosas. «¡Ah! exclama, si yo no hubiese nacido bajo los verdes
nopales de Gibralfaro, rezado la primera vez ante el altar de la Virgen
de Araceli, y estudiado Derecho romano a la sombra de la torre de los
Siete Suelos; si no debiera, en parte, mis pocas felices
inspiraciones--si tuve alguna--al elixir del _Tío Pepe_, y si la Reina
del Guadalquivir, con su Giralda, que, destacándose sobre el cielo,
parece signo de admiración por tanta y tanta grandeza, no me hubiese
prohijado más tarde, renegaría de mi tierra para hacerme asturiano y
beber en el borde de la herrada el agua cristalina y fría en donde pesca
la _lóndriga_ la riquísima trucha, y para dormir la siesta a la sombra
«proyectada por el ancho alero del hórreo», siquiera me despertase
alguna vez la _fuina_ persiguiendo a los pichones en el palomar
cercano».

Mas es un purísimo hijo de Andalucía, y en su obra encontraréis
alternados, como pasa en la existencia de esa tierra solar, la alegría y
la tristeza andaluzas, ambas intensas y cordiales.

Yo no conozco todas las ya numerosas obras del conde de las Navas, pero
algunas que he leído me han procurado momentos de amable solaz, me han
conmovido o me han enseñado muchas cosas interesantes, raras, curiosas o
divertidas. No ha llegado a mis manos _La docena del fraile_, que se
publicó con un prólogo de Carlos Frontaura, jovial escritor cuyo nombre
hoy dice poco y es por muchos ignorado, pero que tuvo en su época fama
de ingenio fino y despierto. _¡Un infeliz!_ es una novela que se diría
romántica si no fuese el estudio observado de la realidad, el trasunto
de una vida, expuesta con procedimientos que poco se relacionan con lo
moderno y menos con lo que hoy se llama modernista, con sutileza
psicológica que nada tiene de bourgetiana, y con una gran penetración de
sentimiento en lo que puede haber de más humano y al mismo tiempo de más
español.

De más está decir que todavía, cuando publicó López Valdemoro ese libro,
no había aparecido aún por estas tierras peninsulares la influencia del
más loco y terrible de los filósofos anticristianos, y que, con todo y
su cultura universal y variada, es y permanece fiel al espíritu
tradicional de su patria y conserva su pensar absolutamente ortodoxo, a
pesar de que se siente el estremecimiento de su alma ante el eterno
misterio de la vida y de la muerte. _¡Un infeliz!_ el protagonista, es
el que, en medio de los humanos lobos, cree en el bien, en la dignidad,
en el honor, y, sobre todo, es capaz de amar de veras hasta el
sacrificio, hasta el heroísmo, hasta la soñada eternidad. El tipo no es
común, pero existe, y, sobre todo, ha existido, principalmente entre
estos hidalgos españoles.

En una edición de doscientos cincuenta ejemplares, en papel de hilo, hoy
agotada, publicó la primera serie, que no conozco, de sus interesantes
_Cosas de España_, la cual primera serie fué escrita en colaboración con
D. Manuel R. Zarco del Valle. Trátase en ese volumen, que se imprimió en
Sevilla, de varios asuntos: Máscara de los artífices de la platería de
México (1621); Entrevista de Carlos I y Francisco I (1538); La fuerza en
España; La destreza en España; Don Josef Daza y su arte del Toreo; Los
bufones en España y _El tropezón de la risa_. No han llegado a mi
conocimiento tampoco su _Chavala_, historia disfrazada de novela; ni _La
media docena_, cuentos y fábulas para niños, obra declarada de texto, ni
algunas otras de sus producciones. En la segunda serie de _Cosas de
España_, que poseo, hay monografías llenas de erudición sabrosa y
entretenida.

La que trata del Tabaco, aunque no muy extensa, está escrita con
verdadero _amore_ y será leída con agrado especial por los fumadores.
(En América hemos tenido, entre otros, dos grandes fumadores delante
del Eterno, ambos generales: en la del Norte, el general Grant, y en la
del Sur, el general Mitre). Hay muchos datos peregrinos y citas
bibliográficas sobre el origen del tabaco y el placer de fumar. Ignoro
si mi eminente amigo conoce un librito, o más bien folleto, del cual
encontré un ejemplar en uno de mis paseos por los puestos de libros de
viejo de los «quais» de París; me refiero al _Traité-Théorique et
practique-de-Culotage des pipes-œuvre posthume-de_ CULOT,
_librepenseur-Philosophe éphectique-Professeur honoraire de pipe à la
Société Œnofine-Membre-de plusieurs Sociétés buvantes-Avec les
lumières de M. P. R. fumeur émerite.--Paris.--Etienne Sausset, Libraire
Editeur.--Galeries de l’Odéon._ Si no ha leído el conde de las Navas ese
opúsculo, y llega a leerlo, su buen humor tendrá un nuevo momento de
expansión, pues el francés tiene el verbo ágil y picante y es un
ferviente adorador de la «nicotiana tabacum».

Los otros trabajos de la segunda serie de las _Cosas de España_, se
refieren a Juan de la Cosa y su Mapa-mundi; a la Noche Buena; a don
Fernando Colón--a propósito de las muchas discusiones que ha habido
sobre si ese hijo del Almirante fué natural o legítimo--; a las
Estatuas; a los Juegos de pelota, y al Robinsón español. En todas esas
páginas demuestra el escritor que van iguales su talento de expositor y
sus condiciones de «chercheur» y de «curieux».

No han llegado a mi poder los _Cuentos y chascarrillos andaluces_; pero
sí he admirado a _La niña Araceli_, y el escenario andaluz en que se
mueve su gracia y todo ese vivir de la famosa tierra que aún aman los
moros; como me satisfizo _El procurador Yerbabuena_, entre lo cómico y
lo amoroso, y _Retama_, el rústico, víctima de lo duro de la suerte, de
la universal fatalidad que no conoce lo bueno ni lo malo, lo justo ni lo
injusto. _La pelusa_ es una novelita, o, como dicen los franceses, una
«nouvelle», y, para seguir con ellos, una «tranche de vie». El argumento
se desarrolla en la Corte. Hay en la narración la misma perspicacia y la
misma desenvoltura ingeniosa con que el conde ha hecho vivir los
personajes y tipos de sus novelas andaluzas.

Otros libros: _La decena_, cuentos y chascarrillos, inventados o
recogidos de labios de amigos de buen humor. Literatura de buena
digestión y de buena conciencia. _De allende el Pajares_, paisajes y
cuentos trasladados e inspirados al amor del cielo y del suelo de
Asturias. Yo he pasado algunos veranos en esa región amable y me explico
el entusiasmo del autor por tierra tan llena de encantos y atractivos,
tierra sonriente en medio de una como natural melancolía y un como
flotante ensueño.

Mas una de las fases principales del espíritu del conde de las Navas, es
su faz de bibliófilo en el verdadero sentido de la palabra. Él tiene el
amor de los libros y frecuenta con asiduidad y cariño esas casas de las
ideas. No podría encontrar el rey Alfonso XIII ni sacerdote más
fervoroso, ni vigilante más celoso, a quien confiar el santuario
intelectual riquísimo que es su Biblioteca. Sabida es la gran
importancia de ella y las joyas bibliofílicas que contiene. El conde
tiene también su biblioteca particular que, según tengo entendido, es
muy digna de sus gustos y de su talento. El afecto a los libros
demuestra un alma plácida y un fondo bondadoso. La buena erudición aleja
los malos sentimientos. Erasmo, o M. Bergeret, tienen que sernos
simpáticos. Además, tened por entendido que un bibliófilo no morirá
nunca aplastado por un 40 HP, o despedido por un aeroplano. Pocos,
poquísimos dice López Valdemoro en una parte de su tratado _De libros_,
son los verdaderos bibliófilos que aman el libro en alma y cuerpo, por
lo que dice, por su rareza en el mercado y por la buena ropa con que
aparece vestido. Si a este propósito se preguntara a don Francisco
Rodríguez Marín: «Después de las de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, ¿con
qué gran pérdida nacional cree usted que se cerró la lista de nuestro
inmenso despojo?», me atrevo a asegurar que el ilustre escritor
sevillano respondería inmediatamente: «Con la venta de la magnífica
biblioteca del marqués de Xerez de los Caballeros». Al poner el conde de
las Navas tal respuesta en boca del señor Rodríguez Marín, deja ver que
él habría contestado en igual caso la misma cosa. Él ha escrito sobre
los amigos y enemigos del libro--hombres, mujeres e insectos...--; sobre
las erratas, de las cuales cita celebérrimas; sobre el tamaño del
libro; sobre los libros españoles de sastrería; sobre el plan de un
libro que se propone escribir respecto al vino; sobre la venta de libros
con dedicatorias autógrafas; sobre el arte de la encuadernación, y sobre
otras semejantes disciplinas.

Y en todo lo suyo encontraréis claridad, elegancia, nobleza, gracia
oportuna, documentado saber. Lo que él os diga, tened por sabido que no
lo encontraréis en las fáciles y usuales enciclopedias. ¡Por Dios! Ha
escrito sobre las gallinas, y para ello ha consultado ciento catorce
obras impresas y nueve manuscritos.

Recientemente hizo un viaje a Lourdes y publicó sus _Impresiones de un
incurable_. Esas impresiones son las de un cristiano sincero, las de un
católico prudente. Él ha leído todo lo que a Lourdes se refiere, desde
Lasserre hasta Zola, desde el abate Archelet hasta el doctor Baraduc,
desde el P. Camboné hasta Huysmans, Gourmont y tantos otros, creyentes o
ateos. Él cree en el poder de la fe y en la especialidad del milagro, y
_sabía_ que él, en su peregrinación, no alcanzaría la curación como
otros. Él no es fanático; mas escucha en veces a la ciencia misma, decir
por boca de sabios como Ramón y Cajal: «A despecho de los inmensos
progresos acumulados en el pasado siglo, la fisiología cerebral del
entendimiento y de la voluntad, continúan siendo el enigma de los
enigmas... por mucho que se descubra no se llegará a contemplar
objetivamente el pensamiento, ni se averiguará por qué un movimiento en
lo objetivo resulta una percepción en lo subjetivo».

Del conde de las Navas han dicho: Picón, «que tiene un estilo en que
andan mezcladas por partes iguales la corrección, la sencillez y la
gracia»; el finado P. Blanco García, «que Alarcón hubiera firmado sin
escrúpulo algunos cuentos de _La docena del fraile_»; la condesa de
Pardo Bazán, le hace notar «su gran riqueza de diccionario»; Le Quesnel,
afirma que es «un artiste ciseleur, ou mieux un artiste joaillier qui ne
cesse de sertir des perles»--; y de su obra sobre el espectáculo
nacional, dicen unos cuantos inmortales que es magistral y merecedora de
todo aplauso.

Pero entonces, vuelvo a asombrarme: ¿Por qué no ocupa el sillón que de
derecho le corresponde en la Real Academia Española, el Excelentísimo
señor don Juan Gualberto López Valdemoro, conde de las Navas y
Bibliotecario Mayor del Rey don Alfonso XIII?



JOSÉ NOGALES


Vea usted qué tarde más triste, qué tarde más gris--me dice el pintor
burgalés Santa María, tan gentil y talentoso;--el gris de las tumbas es
el mismo del cielo.

Así era. Salíamos del cementerio de Nuestra Señora de la Almudena;
acabábamos de dejar bajo la tierra al poeta y escritor José Nogales. Y
había una tristeza muy grande en el ambiente, en todas las cosas. Nada
más lleno de la ceniza del otoño y de la pena del otoño que esta tarde.
Yo no voy casi nunca a entierros. Padezco la fobia de la muerte y desde
mi niñez me emponzoñó el terror católico. Quizás en la antigua Grecia,
habría acompañado con cantos alegres y con flores, los despojos de un
amigo. Mas ya en mis primeros años me poseyó el espanto de la
Desnarigada.

Recuerdo que en la ciudad nicaragüense de León, cuando un vecino estaba
para expirar, tocaban en los campanarios de las viejas iglesias un son
lento y doloroso que infundía pavor, el toque de agonía. Al oirlo, en
todas las casas se rezaba, encomendando a Dios el alma del agonizante.
Eso ha desaparecido, felizmente. Pero en mi espíritu quedó la huella de
tanta temerosa impresión mediœval. Así siempre he procurado no
escribir ciertas palabras, no ocuparme en ciertos asuntos y no ir a los
entierros.

...A acompañar a Nogales si fuí. Yo no le vi nunca. No fuí amigo
personal suyo. Mas aparte de que era un compañero en _La Nación_, tenía
todas mis simpatías por lo noble de su espíritu, por lo caballeresco de
su manera, por lo castizo, por lo elegante y lo sensitivo. Luego, en
medio de la comedia literaria, era un sincero, decía con claridad y
franqueza su sentir y su pensar, y daba a cada cual lo suyo. Por eso
creo que a su entierro, si concurrieron algunos hombres de letras y
hombres de gloria, faltaron tales o cuales rozados por las firmes
verecundias de Nogales.

...La procesión iba triste y lentamente, precedida por el fúnebre carro
modesto, sin una sola corona. Vi en la concurrencia a Moret, a
Canalejas, a Galdós y a Blasco Ibáñez, a Moya y a Castrovido, a Querol y
a Benlliure. Yo iba en compañía de Valle-Inclán y de Antonio Palomero. Y
hablábamos de la triste vida de las letras, de la terrible vida del
periodismo, del _vicio_ de la publicidad. Una vez que se ha probado de
ella, ¡hasta el fin! Raros son los casos de liberación. He ahí un hombre
que vivía relativamente feliz en provincia y quien, si le hubiese
faltado un poco de talento, habría tenido algo más de existencia, exenta
de luchas y de afanes. Según sé, poseía algunas tierras, y cultivaba las
bellas letras en los periódicos de su región, gratamente. Pero ganó un
día un premio en el concurso de cuentos promovido por un diario de la
Corte, y a la Corte se vino lleno de ilusiones. ¿A qué? A afianzar su
renombre literario, a hacer labor de periodista, sin dejar de ser lo que
fué: un artista y un talento literario de primer orden. Esos artículos
que aquí, a la francesa, llaman crónicas, y que son vistos aun por
muchos que los escriben, como cosa de poca monta, como producción del
instante y para el olvido, tuvieron en él un buen obrero que dejó mucho
de valor antológico. Mas el cuento fué su trabajo preferido y aquel en
que mayormente se hicieron notar su imaginación bizarra y su don de buen
lenguaje y su culto de la tradición castiza. Su prosa era sana y fluida,
quizá oliente todavía al terruño provincial y nativo; y si atavismos
buscárais, habría que dar el gran salto hacia Grecia, de donde parecía
traer su pasión de luz y de prosa marmórea el que pudiera ser
considerado a través de tiempo y espacio un español homérida.

Dicen los que le trataron íntimamente que era de humor jovial y de
carácter íntegro y generoso. Aún en las penas de la enfermedad parece
que guardaba sus sonrisas. Y eso que, antes de la gravedad que le llevó
al cementerio, padeció la pérdida de la vista, y para cumplir sus
compromisos con los periódicos en donde trabajaba, se ponía a dictar
miltonianamente, a una bella y joven hija suya, sus juicios y sus
fabulaciones.

Si el sepulcro es la paz, paz tenga inacabable el compañero que ha
partido.



MARIANO DE CÁVIA


El Ayuntamiento de Zaragoza, «la heroica», ha acordado rendir un
homenaje de admiración a Mariano de Cávia, porque si no lo sabéis,
sabedlo: Mariano de Cávia es aragonés como la virgen del Pilar y como la
jota.

La noticia de ese homenaje ha tenido en toda España la mejor acogida y
se ha aplaudido con todo entusiasmo. Mariano es muy admirado y muy
querido. Se juntan en su caso las dos cosas del verso de Musset:

    Être admiré n’est rien: l’affaire est d’être aimé.

Es el caso rarísimo de un hombre de talento sin enemigos. A través de la
política, en su faena de periodista ha pasado sonriendo sin que le
hayan rasgado las carnes los garfios salientes de los zarzales de los
partidos. Siempre ha estado al alcance de su pensamiento una idea
generosa que su pluma ha servido con buen humor y con gallardía. Su
estilo ameno, ductil y elegante, es la transposición de su persona. Su
cultura es varia y su don de oportunidad incomparable.

«Es único--dice _El Imparcial_--. Humanista y culto, a la manera de
hombres insignes del siglo XVII y de muy contados de días posteriores,
trajo al periodismo español, en pleno fragor de luchas políticas, una
renovación de orientaciones y de ambiente. Su humorismo, castizamente
español, burlón sin encono, ridiculizador sin acritudes, no tiene en el
periodismo español más precedente ni semejante que el de _Fígaro_.»

Algunas veces se notará en su prosa cierta acidez, pero ella no es
dañosa ni aun para aquellos a quienes va destinada. Es una acidez de
manzana, de fruto sabroso. Tan castizos como él hay pocos, y, sin
embargo, aparece libre de la hiperlogia española, de la elocuencia. Su
discurrir es culto al propio tiempo que sencillo; en él va la alusión
para los refinados, la reminiscencia para el erudito y la frase llana
para el pueblo. Es el perfecto periodista.

       *       *       *       *       *

Ya he dicho en otra ocasión mi pensar respecto a eso del periodismo. Hoy
y siempre, un periodista y un escritor se han de confundir. La mayor
parte de los fragmentarios son periodistas. ¡Y tantos otros! Séneca es
un periodista. Montaigne y de Maistre son periodistas, en un amplio
sentido de la palabra. Todos los observadores y comentadores de la vida
han sido periodistas. Ahora, si os referís simplemente a la parte
mecánica del oficio moderno, quedaríamos en que tan sólo merecerían el
nombre de periodistas los reporters comerciales, los de los sucesos
diarios, y hasta éstos pueden ser muy bien escritores que hagan sobre un
asunto árido una página interesante, con su gracia de estilo y su buen
por qué de filosofía. Hay editoriales políticos escritos por hombres de
reflexión y de vuelo, que son verdaderos capítulos de obras
fundamentales--y eso pasa.

Hay crónicas, descripciones de fiestas o ceremoniales, escritas por
reporters que son artistas, las cuales aisladamente tendrían cabida en
libros antológicos, y eso pasa. El periodista que escribe con amor lo
que escribe no es sino un escritor como otro cualquiera. Solamente
merece la indiferencia y el olvido aquel que premeditadamente se propone
escribir para el instante palabras sin lastre e ideas sin sangre. Muy
hermosos y muy útiles y muy valiosos volúmenes podrían formarse con
entresacar de las colecciones de los periódicos la producción escogida y
selecta de muchos considerados como simples periodistas.

Cávia, de quien apenas si se ha publicado alguna que otra pequeña
selección de artículos, ha tratado en los suyos de _omnia re scibilli_,
de letras, de arte, de poesía, de ciencia y, sobre todo, de cosa
pública, dando a cada cual lo suyo, haciendo siempre justicia, una
justicia sonriente, un si es no es campechana, no sin mostrar cuando el
caso lo ha requerido, que sus abejas productoras de muy sabrosa miel
tienen un agudo y eficaz aguijón, que, como él diría, «hace pupa». Como
clásicas han quedado sus famosas revistas de toros. Nadie como él para
narrar las peripecias pintorescas de la lidia; nadie como él para
conocer la calidad de un torero.

Por largo tiempo fué el Homero alerta, y con un buen par de ojos, del
coso. Sin abusar del especial tecnicismo que convierte algunas páginas
de esos artículos en jergas erizadas para el no ducho, sabía contarlo y
calificarlo todo con insuperable gracejo; y en sus revistas aparecían
siempre, sin arrastrarlos, sin forzarlos, el asunto de actualidad, la
nota del día, el hecho culminante, en una aplicación que ni de intento.
Dejó la literatura torera y se aplicó a esas sus impresiones del día,
comento de sucedidos y magistrales improvisaciones. Aunque en él no haya
nada improvisado, a pesar de las exigencias del periódico, porque bien
nutrido como está, bien pertrechado en toda suerte de disciplinas,
siempre encuentra para toda circunstancia la anécdota aplicable, la cita
precisa, el recuerdo a propósito, el refrán irremplazable, el verso o la
frase en castellano o en cualquier idioma vivo o muerto. El inglés, el
francés, el italiano, el portugués, los conoce perfectamente. En cuanto
al latín no sé si le conoce, pero sí que, como Sarmiento, si no sabe
latín sabe latines.

¿Tiene una filosofía? Quizá la tenga guardada en alguna gaveta de su
mesa de trabajo. Sólo sé que en él no han hecho mella ninguna de las
importadas modas de pensar que han sido tan sonadas en estos últimos
tiempos. ¿Tiene una religión? También lo ignoro; pero sí sé que está en
excelentes relaciones con su paisana la Pilarica. Ateo, no es ni
escéptico ni pesimista. Jamás se ha burlado de un culto ni se ha
encarnizado contra ningún presbítero, ulema, pastor o rabino. Cree que
todavía no es de mal gusto amar a la patria y sentir entusiasmo por sus
glorias al soñar en su engrandecimiento. Es uno de los pocos que no
dejan decaer las esperanzas de Juan Español. Es un fiel discípulo de
nuestro Maestro Don Miguel de Cervantes y tiene afectos y ternuras para
nuestro Señor Don Quijote de la Mancha.

       *       *       *       *       *

Por su don de comprensión es menester alabarle. Los limitados, los
retraídos, aunque sean dotados de fortaleza, no gustan de los que en
todo tienen la facultad de discernir. Mariano lleva su alegre discreción
a todas partes y nada le es extraño, desde la teología hasta la
gramática. Tiene sus caprichos. Un día, para indicar ciertas reformas
urgentes, anuncia que el museo del Prado se ha quemado, y hasta después
de irlo a ver la gente no se fija en el doble sentido de la ocurrencia.
Otra ocasión, recientemente, se le antoja que debe rechazarse la palabra
inglesa _foot-boll_, ser sustituída por una de su composición,
«balompié». Y la gente, en su mayor parte, le hace caso a Mariano y
comienza a decir y a escribir «balompié».

Ha escrito versos en francés, bien hechos; no sé si en latín, pero
ciertamente en castellano como estos con que me obsequió en _El
Imparcial_, cuando la aparición de mis _Cantos de Vida y Esperanza_, en
tercetos monorrimos que compuso al modo litúrgico:

RAPSODIA

    Ven, oh, musa de Rubén,
    Ven a refrescar mi sien,
    O a encenderla en llamas cien.
    Que así eres aura sutil
    O tienes con rayos mil,
    Visión fiera o flor de abril.
    Ya de vida y esperanza,
    Ya de erótica añoranza,
    Ya de plácida bonanza
    Son tus cantos. Mas también
    Haces plañir a Rubén
    Trenos de Jerusalén.
    Cuando presagia el fatal
    Fin del América austral
    Presa del Nemrod boreal.
    No por el Mañana llores
    Mientras el Hoy te da amores,
    Risas, brisas, flores loores.
    Cantando al Cisne de Leda
    Con rima grácil y leda
    Contenta tu ánima queda,
    Musa andante de Rubén,
    Que el americano Edén
    Truecas por el parisién.
    Otrora algo de tu sol
    Buscas en el arrebol
    Del horizonte español.
    Rezas ante Don Quijote,
    Para que dé nuevo brote
    De vida al Reino del Zote,
    Y ante el recuerdo de Goya,
    En vez del «Aquí fué Troya»,
    Nos brindas fúlgida joya.
    Para lo bello y el Bien,
    ¡Vive, oh, Musa de Rubén,
    Por siempre jamás, amén!

No ha sido hostil como otros para los nuevos poetas; pero sí ha sido y
es implacable para los poetas malos; nuevos y viejos. Una cualidad habrá
que reconocerle entre todas, y es ella la distinción. Es algo de
abolengo. Su estilo, aun cuando emplee términos del pueblo y trate de
tópicos ultramodernos, siempre es de capa y espada. Quevedo en el
bulevar, como antes le llamara. Como todo el mundo, claro que ha
sufrido; pero con un supremo estoicismo: no ha mostrado nunca sus
quebrantos; y, a la japonesa, ha opuesto siempre al duelo su sonrisa.

Mariano ha creado unas «marionetas» que le sirven de intérprete de sus
opiniones y de sus críticas, de vez en cuando. Madame de la Pilongue,
una francesa importada que vale por tres; el profesor Humbugman, de la
Universidad de Pluncake; Don Vicente de la Recua, Barón de la Reata,
suelen representar sus oportunos papeles en el pasar de los cotidianos
acontecimientos. También ha resucitado por su influjo otro personaje,
creación de uno de los que él considera como precursores y maestros, el
perínclito don Patricio Buena Fe, que no deja de parecemos un poco fuera
de su centro y otro poco _Falot_, en esta época de autos, aviación y
demás cosas precursoras del Antecristo...

       *       *       *       *       *

Ahora se trata de cuál sea la forma más indicada para rendir el
homenaje. Hay un nombre célebre, una vida generosa y treinta y tantos
años de labor. Por de pronto, está muy bien la lápida en la casa donde
nació. Ahora estará muy bien pensar en darle la casa donde muera.
Mariano ha sido la cigarra del periodismo. Ha desdeñado la intriga y la
cábala, no ha querido ser más que un hombre de pluma y de libertad y no
ha solicitado los que para él hubieran sido fáciles honores y prebendas.
Ha sido un trabajador formidable en su temperamento acerado y hoy está
tan vigoroso de intelecto como antaño. Pero ¡qué diablos! Uno no es de
granito, y un día llega en que el cerebro necesita reposo, en que de las
batallas del espíritu se sale quebrantado, aunque uno las gane. Y para
los soldados del pensamiento no hay cuartel de inválidos. Dígalo el
Mariscal Zorrilla, cuya corona de platería anduvo, en la ancianidad del
glorioso, en una casa de empeño...

Pide la Prensa que Cávia entre a la Academia. La honra es merecida; pero
no es Mariano para ir a sentarse gravemente a su sillón en la terrible
tarea de cocinar el diccionario. A menos que haga lo que Anatole France
en la Academia Francesa: no ir nunca a las sesiones. No veo yo a Mariano
discutiendo un vocablo con el señor Cotarelo, o con el padre Mir. Mas si
ello ha de ser, preparémonos a saborear el que será exquisito discurso
de recepción del Benjamín de los inmortales españoles. Aunque ha hecho y
hace más por el idioma desde las columnas de su periódico que lo que
hacer podría entre los conservadores oficiales.

Y todo eso estará muy bien; pero estamos en el tiempo de ser prácticos.
Hay que ser como los ingleses. El esfuerzo y la gloria son un valor que
se cotiza. No a todos ha de tocar el premio Nobel; y los homenajes
positivos son los más preciados homenajes. Cierto es que _El Imparcial_
ha apoyado y apoya eficazmente a ese escritor que le ha dado lo mejor
del jugo de su cerebro; mas no se trata de algo que deba hacer _El
Imparcial_ solo, sino toda la prensa y los poderes que ella mueva.

Que se haga, pues, algo que valga la pena, algo fundamental y algo
contante y sonante. Y que se haga pronto, ahora que Mariano está todavía
joven. No pase como lo que cuentan de cierto militar español, que
cuando, ya viejo, le llevaban su sueldo de Capitán General, exclamaba:

--¿Y ahora para qué? ¡Si me hubiesen dado esto cuando yo era
teniente...!



MANUEL S. PICHARDO


Cuando se habla de la Isla de Cuba como país lírico, en Francia se
recuerda al «conquistador» José María de Heredia, y en España a aquella
exuberante y hermosa musa que se llamó Gertrudis Gómez de Avellaneda en
el tiempo apasionado y sonoro del romanticismo.

En mi primaveral adolescencia era ya Cuba para mí una tierra de poesía.
La «Perla de las Antillas» era en verdad una inmensa y maravillosa
perla, llena de mansiones ilusorias y de paisajes de encanto, como los
paisajes de las _Mil y una noches_ que el prestigioso verbo del Dr.
Mardrus nos ha hecho conocer. Yo he tenido el amor de las islas, y entre
todas Ceylán y Cuba me han atraído como dos soberbias mujeres; la una
perfumada de las más finas canelas, la otra olorosa a rosas y jazmines.
En pasados tiempos conocí a dos peregrinos que aumentaron mi entusiasmo.
Era el uno un poeta rubio, bizarro y caballeresco, que recorría nuestro
continente en una jira de leyenda, diciendo versos de amor y de patria,
conquistando simpatías para la causa de la libertad cubana y damas para
sus apetitos sentimentales y voluptuosos de don Juan errante. Se llamaba
José Joaquín Palma. Era quien había escrito ciertos versos que,
encontrados entre los papeles de Olegario Andrade, fueron publicados
como del autor de la _Atlántida_, rectificándose luego la equivocación.

El otro era un fogoso y armonioso orador, que en los intermedios de sus
bravas campañas patrióticas decía rimas de pasión y cuentos de ensueños
en los salones donde era su palabra un atractivo y un hechizo. Se
llamaba Antonio Zambrana. Ambos me hablaban de las dulzuras de su
tierra, de sus mujeres incomparables y de sus nidos de amor. Me llegaba
un aroma de bosques de la Isla de las Islas, un aroma de bosques entre
ruidos de mar. Soñaba con las maravillas de un suelo lleno de vida bajo
un cielo todo azul lleno de sol. Y era la visión de jardines
deliciosamente criollos, exacervantes de olores, sonoros de arrullos de
paloma, de cantos de pájaros, del revolar de las milanesianas
cimarronzuelas de rojos pies... Y, como en Oriente, calcadas en el
zafiro del celeste fondo, «las palmas ¡ay! las palmas deliciosas» que
hicieron suspirar a Heredia el castellano, nostálgico de ellas junto a
la catarata yanqui.

Soñaba yo con la Habana como con una capital de placer y de deleite. Una
decoración extraña y pintorescas fortalezas sobre las olas, playas
adornadas de árboles y flores del trópico; calesas en que iban marquesas
blancas de grandes ojeras; criados negros, terribles y fieles;
elegancias europeas en un ambiente tibio de pereza sensual, y, sobre
todo, una cálida gracia que embargaría los sentidos y haría ensoñar de
tal manera que se sentiría pasar la vida como una onda de miel y una
caricia de seda. Y mi adolescencia se estremecía ante tantas
imaginaciones.

Yo decía: Amar allá en Cuba debe ser amar. Decía: El gozo en Cuba debe
ser un multiplicado gozo. Y sentía como el sabor de un beso de rara
sulamita, con un algo de azúcares de níspero, de ámbar, y de la miel y
de la leche que regocijaron el paladar del querido colega, del perfecto
enamorado lírico que se llamaba Salomón.

Muchos años pasaron y pude por fin estar unas horas--las que el vapor me
permitía--en tierra cubana. No tuve tiempo de verificar mi ensueño
antiguo. Esas horas las pasé entre poetas y almas generosas que me
manifestaron su confraternidad y su cariño en un banquete inolvidable.
Entreví, sí, jardines, elegancias, ardientes poemas de carne, ojos
milagrosos. Y con los poetas, entre tanta vida, la única visita que pude
hacer fué a la Muerte. Ciertamente--el motivo no lo recuerdo--nos
dirigimos al cementerio, en aquel día un tanto opaco, con otros amigos,
Kostia el perspicuo, Hernández Miyares, cuya gentil arrogancia se
arregla muy bien con su amabilidad cordial; Raoul Cay, aquel _charmant_
Raoul en cuya casa bebimos un té digno de Confucio y nos vestimos de
mandarines chinos con espléndidos trajes auténticos, mientras en el
salón el General Lachambre hacía la corte a la soberbia María, hoy su
respetable viuda; Julián del Casal, atormentado y visionario como
Nerval, todo hecho un panal de dolor, un acerico de penas, ya con algo
de ultratumba en las extrañas pupilas, y que hoy reposa en la paz y en
la gloria que merecieron su corazón de niño desventurado y sus versos de
hondo y exquisito príncipe de melancolías; Pichardo, el que es hoy
laureado poeta de la Isla, y yo.

Tengo presente que íbamos conversadores y que retornamos menos locuaces
y con alguna vaga tristeza. ¿Es que comprendimos que la visita debía ser
pronto pagada?... Poco tiempo después llegó la Misteriosa, en su carro
negro, a casa de nuestro pobre Julián.

Y fué en esa tarde de la visita al cementerio, como en las horas del
ágape amistoso, cuando por primera vez comuniqué con el alma poética de
Manuel Serafín Pichardo--a quien su pueblo aclama entre los
primeros--pudiendo apreciarle entre los vinos y las rosas, y junto a los
cipreses. Desde esa época «ha pasado mucha agua bajo los puentes». El
destino nos ha llevado a unos a un punto, o otros a otro. Con el poeta
que acaba de ser moralmente coronado por su patria, nos hemos
encontrado, al azar de la vida, una noche, en un teatro de Madrid, creo
que en una representación de Réjane. Cambiamos unas palabras y no nos
hemos vuelto a ver. Hoy le escribo estas para su libro de versos. Lo
hago con sincero placer, a pesar de una preocupación que ya raya en mí
en supersticiosa: casi todo pórtico que he levantado a la fábrica
intelectual de un amigo, me ha caído encima...

Me encantan los versos de Pichardo, antes que todo, porque no veo en él
a un fanático de escuelas, o maniático de maneras. No se propone
enseñar, ni ponerse los hábitos apolillados de fray Luis de León, o los
casacones de Quintana, ni entablar ningún flirt con mis pasadas
princesas azules... Menos se propone componer el mundo; por lo cual le
felicito de todo corazón, no viendo la necesidad absoluta de que todos
nos dediquemos a la carrera de apóstol. Bellamente, noblemente,
gallardamente, expresa el poeta sus pensares y sentires en ritmos
varios, y en veces veréis en él reminiscencias clásicas, en veces, sobre
el modo moderno, escucharéis muy sutiles melodías, rapsodias elegantes y
tal cual sonata sentimental chopinizada a la luz de la bella luna de su
patria.

A este noble poeta no le pueden acusar de no cantar las cosas de su
tierra. Patriótico, familiar, o pintor de caracteres, almas y paisajes,
ha escrito poesías que son productos cubanos genuínos, autóctonos. Yo
no sé de versos más hermosamente gráficos que ese _Danzón_ que
exterioriza todo el picante de la molicie lujuriosa, al mismo tiempo que
transciende al perfume del corazón del terruño; relentes de Africa,
atavismos voluptuosos, ecos de legendarios ingenios, noches de libertad
jocunda, aguardiente fuerte y caña dulce y labios rojos.

El poeta va a España y allí sufre la tentación de todo artista. Allá ha
de producir cincelados sonetos castellanos _à l’instar_ de las labradas
orfebrerías de Gautier; ha de externar su espíritu de adorador de
hermosas visiones en poemas que se demuestran sentidos y brotados
espontáneamente, con el influjo de ese soplo arcano que ha producido en
el mundo tantas maravillas y que antes se llamaba «inspiración». Si el
calificativo se usase todavía, podría decirse de este autor que es un
lírico verdaderamente inspirado.

Tiene en su rica colección una parte fúnebre que podríamos llamar la
loggia de los duelos. Allí están los afectuosos cenotafios, los
«mármoles negros», las urnas votivas, las lápidas recordatorias, los
conceptos consagrados a seres admirados o amados que han desaparecido en
la eternidad. No puedo menos que señalar los versos que dedica a Julián
del Casal, al triste Julián del Casal, a quien yo también amé mucho,
pagando así la más pura de las admiraciones y el más sincero de los
afectos.

Hay en este volumen poemas de dolor, ecos de desgarraduras, crujidos de
fibras y de entrañas, lamentos lanzados al choque de la vida. Tal lo que
se contiene en «La copa amarga». Hay otros poemas de entusiasmo, de
impresiones literarias--algunas no muy de mi predilección, como los
afamados versos «A Rostand»--en que no dejan de manifestarse siempre la
bizarría, el bello gesto del esparcidor de flores o del portapalma que
se acerca a decorar el altar de su ídolo o el simulacro de su dios. En
ocasiones es escultórico, y más de una vez sus composiciones hacen
recordar la dignidad métrica de su semipaisano Heredia el francés.

La poesía doméstica que ha tentado a Pichardo es para mí cosa peregrina
y extraña. No porque la considere ingenua, _arrierée_ y a la papá, sino
porque juzgo poco a sus anchas a las nueve musas para danzar libremente
ante los lares... Y eso que el portentoso Hugo las hizo hacer las más
lindas evoluciones en _El Arte de ser abuelo_. Con todo, ¡los niños
tienen tan frescas sonrisas y tan claras miradas! ¡Y Pichardo las ha
interpretado tan hondamente!

Otra cosa es la canción galante que este poeta cultiva y prefiere y la
cual vuela libre y atrevida como una abeja. Abeja que en este caso tiene
mucho en donde revolar y en donde posarse en esa tierra de Cuba,
florecida de beldades, y en donde hay tanto

    Tipo oriental, nívea tez
    Y el endrino pelo en haz...

Insistiré: todas las mujeres bellas del mundo tienen sus encantos
especiales; mas el encanto de la mujer cubana es único por su algo de
Oriente, por una fascinación misteriosa, porque por pudorosa que sea hay
en ella como un incesante y secreto llamamiento. Ovidio lo diría mejor
que yo:

    Scilicet ut pudor est quamdam cœpine
    Sic alio gratum est incipienti pati.

Y esto lo digo de las pocas cubanas que en mis peregrinaciones por el
mundo he encontrado. ¡Cómo será la delicia en el paraíso ardiente de la
Isla!

Réstame referirme a las traducciones que de varios poetas ha hecho
Pichardo. No puedo aplaudirlas sino como originales, porque no creo en
la posibilidad de una traducción de poeta que satisfaga. Apenas en prosa
se puede dar a entrever el alma de una poesía extranjera. En verso el
intento es inútil, así sea el traductor otro poeta y sea hombre de arte
y de gusto, llámese Llorente, Díez-Canedo, Leopoldo Díaz, Valencia, o
Pichardo. Lo que el lector obtendrá será una poesía de Pichardo, de
Leopoldo Díaz, de Valencia o de Llorente, o de Díez-Canedo, no de
Verlaine, de Poe, de Mallarmé o de Gœthe. Don Miguel de Cervantes
sabía bien lo que se decía con lo del revés de los tapices.

Y he aquí lo más conocido, lo más reproducido, lo más gustado de mi
amigo Pichardo: las «Ofélidas». El nombre evoca en seguida a la pálida
enamorada shakespeareana, muerta bajo las flores; «¡flores sobre la
flor!» Y el triunfo de esas poesías cortas, intensas, comprensivas,
expresivas, sensitivas, consiste en su intimidad; en que dejan ver lo
interior del poeta, los caprichos, las amarguras, las heridas. Son
pequeños estuches que encierran joyas con secretos, alfileres con más o
menos ponzoña o con casi invisibles manchas sangrientas... Son
fragmentos de vida, he ahí la razón de su boga. Por eso casi todos los
grandes poetas que han escrito «ofélidas» han ido en seguida al corazón
de las gentes. Las de Heine se llaman «Intermezzo», las de Bécquer
«Rimas», las de Verlaine «Parallélement»... Allá lejos, Catulo habría
gustado de todas ellas.

Yo saludo a Pichardo, al gran poeta de Cuba, al aparecer su brillante
libro, en cuya cubierta la musa medio desnuda, destacándose en el fondo
de la sagrada selva, muestra sus blancos pechos erectos, cerca de los
cisnes, de los bienhechores, melodiosos y olímpicos cisnes.



MARINETTI Y EL FUTURISMO


Marinetti es un poeta italiano de lengua francesa. Es un buen poeta, un
notable poeta. La «élite» intelectual universal le conoce. Sé que
personalmente es un gentil mozo y es mundano. Publica en Milán una
revista políglota y lírica, lujosamente presentada, _Poesía_. Sus poemas
han sido alabados por los mejores poetas líricos de Francia. Su obra
principal hasta ahora: _Le roi Bombance_, rabelesiana, pomposamente
cómica, trágicamente burlesca, exuberante, obtuvo un éxito merecido, al
publicarse, y seguramente no lo obtendrá cuando se represente en
_L’Œuvre_ de París bajo la dirección del muy conocido actor
Lugne-Poe. Su libro contra D’Annunzio es tan bien hecho y tan mal
intencionado que el Imaginífico--¿la pluma en el sombrero,
Lugones?--debe estar satisfecho del satírico homenaje. A este propósito,
el conde Robert de Montesquiou le dice conceptos que yo hago míos:

«Le temps et le verve que vous lui donnerez sont des beaux éloges,
dénués de la fadeur des cassolettes et de l’écœurement des
encensoirs. La louange n’est pas _une_; et, surtout, _pas forcément
suave_: elle peut être acidulée; ce n’est pas la pire. Et le «toujours
Lui, Lui partout!» de votre brillante critique, représente une salve
d’applaudissements qui a bien son prix. La gentiane est amère, le pavot
empoisonné, la belladone, vénéneuse: elles n’en sont pas moins des
fleurs salutaires, belles, entre toutes, que plusieurs, non des moins
difficiles, preféreront au jasmin. Et leur gerbe, déposée au socle d’un
buste, l’honore autant que le ferait la flore étoilée.»

Los poemas de Marinetti son violentos, sonoros y desbridados. He ahí el
efecto de la fuga italiana en un órgano francés. Y es curioso observar,
que aquel que más se le parece es el flamenco Verhaeren. Pero el
hablaros ahora de Marinetti es con motivo de una encuesta que hoy hace,
a propósito de una nueva escuela literaria que ha fundado, o cuyos
principios ha proclamado con todos los clarines de su fuerte verbo. Esta
escuela se llama El Futurismo.

Solamente que el Futurismo estaba ya fundado por el gran mallorquín
Gabriel Alomar. Ya he hablado de esto en las _Dilucidaciones_, que
encabezan mi _Canto errante_.

¿Conocía Marinetti el folleto en catalán en que expresa sus pensares de
futurista Alomar? Creo que no, y que no se trata sino de una
coincidencia. En todo caso, hay que reconocer la prioridad de la
palabra, ya que no de toda la doctrina.

¿Cuál es ésta?

Vamos a verlo.

       *       *       *       *       *

1. «Queremos cantar el amor del peligro, el hábito de la energía y de la
temeridad». En la primera proposición paréceme que el futurismo se
convierte en pasadismo. ¿No está todo eso en Homero?

2. «Los elementos esenciales de nuestra poesía serán el valor, la
audacia y la rebeldía». ¿No está todo eso ya en todo el ciclo clásico?

3. «Habiendo hasta ahora magnificado la literatura la inmovilidad
pensativa, el éxtasis y el sueño, queremos exaltar el movimiento
agresivo, el insomnio febriciente, el paso gimnástico, el salto
peligroso, la bofetada y el puñetazo». Creo que muchas cosas de esas
están ya en el mismo Homero, y que Píndaro es un excelente poeta de los
deportes.

4. «Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una
belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carrera, con
su cofre adornado de gruesos tubos semejantes a serpientes de aliento
explosivo... un automóvil rugiente, que parece que corre sobre
metrallas, es más bello que la Victoria de Samotracia». No comprendo la
comparación. ¿Qué es más bello, una mujer desnuda o la tempestad? ¿Un
lirio o un cañonazo? ¿Habrá que releer, como decía Mendès, el prefacio
del _Cronwell_?

5. «Queremos cantar al hombre que tiene el volante, cuyo bello ideal
traspasa la Tierra lanzada ella misma sobre el circuito de su órbita».
Si no en la forma moderna de comprensión, siempre se podría volver a la
antigüedad en busca de Belerofontes o Mercurios.

6. «Es preciso que el poeta se gaste con calor, brillo y prodigalidad,
para aumentar el brillo entusiasta de los elementos primordiales».
Plausible. Desde luego es ello un impulso de juventud y de conciencia,
de vigor propio.

7. «No hay belleza sino en la lucha. No hay obra maestra sin un carácter
agresivo. La poesía debe ser un asalto violento contra las fuerzas
desconocidas, para imponerles la soberanía del hombre». ¿Apolo y Anfion
inferiores a Herakles? Las fuerzas desconocidas no se doman con la
violencia. Y, en todo caso, para el Poeta, no hay fuerzas desconocidas.

8. «Estamos sobre el promontorio extremo de los siglos... ¿Para qué
mirar detrás de nosotros, puesto que tenemos que descerrajar los
_vantaux_ de lo Imposible? El Tiempo y el Espacio han muerto ayer.
Vivimos ya en lo Absoluto, puesto que hemos ya creado la eterna rapidez
omnipotente». ¡Oh, Marinetti! El automóvil es un pobre escarabajo
soñado, ante la eterna Destrucción que se revela, por ejemplo, en el
reciente horror de Trinacria.

9. «Queremos glorificar la guerra--sola higiene del mundo,--el
militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las
bellas Ideas que matan, y el desprecio de la mujer». El poeta innovador
se revela oriental, nietszcheano, de violencia acrática y destructora.
¿Pero para ello artículos y reglamentos? En cuanto a que la Guerra sea
la única higiene del mundo, la Peste reclama.

10. «Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el
moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas utilitarias».

11. «Cantaremos las grandes muchedumbres agitadas por el trabajo, el
placer o la revuelta; las resacas multicoloras y polifónicas de las
revoluciones en las capitales modernas, la vibración nocturna de los
arsenales y los astilleros bajo sus violentas lunas eléctricas; las
estaciones glotonas y tragadoras de serpientes que humean, los puentes
de saltos de gimnasta lanzados sobre la cuchillería diabólica de los
ríos asoleados; los paquebots aventureros husmeando el horizonte; las
locomotoras de gran pecho, que piafan sobre los rieles, como enormes
caballos de acero embridados de largos tubos, y el vuelo deslizante de
los aeroplanos, cuya hélice tiene chasquidos de bandera y de muchedumbre
entusiasta.» Todo esto es hermosamente entusiástico y, más que todo,
hermosamente juvenil. Es una plataforma de plena juventud; por serlo,
tiene sus inherentes cualidades y sus indispensables puntos vulnerables.

       *       *       *       *       *

Dicen los futuristas, por boca de su principal _leader_, que lanzan en
Italia esa proclama--que está en francés, como todo manifiesto que se
respeta--porque quieren quitar a Italia su gangrena de profesores, de
arqueólogos, de ciceroni y de anticuarios. Dicen que Italia es preciso
que deje de ser el «grand marché des brocanteurs». No estamos desde
luego en pleno futurismo cuando son profesores italianos los que llaman
a ilustrar a sus pueblos respectivos un Teodoro Roosevelt y un Emilio
Mitre.

Es muy difícil la transformación de ideas generales, y la infiltración
en las colectividades humanas se hace por capas sucesivas. ¿Que los
museos son cementerios? No nos peladanicemos demasiado. Hay muertos de
mármol y de bronce en parques y paseos, y si es cierto que algunas ideas
estéticas se resienten de la aglomeración en esos edificios oficiales,
no se ha descubierto por lo pronto nada mejor con que sustituir tales
ordenadas y catalogadas exhibiciones. ¿Los Salones? Eso ya es otra cosa.

La principal idea de Marinetti es que todo está en lo que viene y casi
nada en lo pasado. En un cuadro antiguo no ve más que «la contorsión
penosa del artista que se esfuerza en romper las barreras
infranqueables a su deseo de expresar enteramente su ensueño.» Pero ¿es
que en lo moderno se ha conseguido esto? Si es un ramo de flores cada
año, a lo más, el que hay que llevar funeralmente a la «Gioconda», ¿qué
haremos con los pintores contemporáneos de golf y automóvil? Y
¡adelante! Pero ¿a dónde? Si ya no existen Tiempo y Espacio, ¿no será lo
mismo ir hacia Adelante que hacia Atrás?

Los más viejos de nosotros, dice Marinetti, tienen treinta años. He allí
todo. Se dan diez años para llenar su tarea, y en seguida se entregan
voluntariamente a los que vendrán después. «Ellos se levantarán--¡cuando
los futuristas tengan cuarenta años!--ellos se levantarán al rededor de
nosotros, angustiados y despechados, y todos exasperados por nuestro
orgulloso valor infatigable, se lanzarán para matarnos, con tanto mayor
odio cuanto que su corazón estará ebrio de amor y de admiración por
nosotros.»

¡Y en este tono la oda continúa con la misma velocidad e ímpetu!

¡Ah, maravillosa juventud! Yo siento cierta nostalgia de primavera
impulsiva al considerar que sería de los devorados, puesto que tengo más
de cuarenta años. Y, en su violencia, aplaudo la intención de Marinetti,
porque la veo por su lado de obra de poeta, de ansioso y valiente poeta
que desea conducir el sagrado caballo hacia nuevos horizontes.
Encontraréis en todas esas cosas mucho de excesivo; el son de guerra es
demasiado impetuoso; pero ¿quiénes sino los jóvenes, los que tienen la
primera fuerza y la constante esperanza, pueden manifestar los intentos
impetuosos y excesivos?

       *       *       *       *       *

Lo único que yo encuentro inútil es el manifiesto. Si Marinetti con sus
obras vehementes ha probado que tiene un admirable talento y que sabe
llenar su misión de Belleza, no creo que su manifiesto haga más que
animar a un buen número de imitadores a hacer «futurismo» a ultranza,
muchos, seguramente, como sucede siempre, sin tener el talento ni el
verbo del iniciador. En la buena época del simbolismo hubo también
manifiestos de jefes de escuela, desde Moreas hasta Ghil. ¿En qué quedó
todo eso? Los naturistas también «manifestaron» y la pasajera capilla
tuvo resonancia, como el positivismo, en el Brasil. Ha habido después
otras escuelas y otras proclamas estéticas. Los más viejos de todos esos
revolucionarios de la literatura no han tenido treinta años.

El calvo D’Annunzio no sé cuántos tiene ya, y fíjese Marinetti que el
glorioso italiano goza de buena salud después de la bella bomba con que
intentó demolerle. Los dioses se van y hacen bien. Si así no fuese no
habría cabida para todos en este pobre mundo. Ya se irá también
D’Annunzio. Y vendrán otros dioses que asimismo tendrán que irse cuando
les toque el turno, y así hasta que el cataclismo final haga pedazos la
bola en que rodamos todos hacia la eternidad, y con ella todas las
ilusiones, todas las esperanzas, todos los ímpetus y todos los sueños
del pasajero rey de la creación. Lo Futuro es el incesante turno de la
Vida y de la muerte. Es lo pasado al revés. Hay que aprovechar las
energías en el instante, unidos como estamos en el proceso de la
universal existencia. Y después dormiremos tranquilos y por siempre
jamás. Amén.



INDICE


                                                                    Págs.

La casa de las ideas                                                   5

París y los escritores extranjeros                                    11

Vida de las abejas                                                    21

Luis Bonafoux.--«Bombos y Palos»                                      27

En el país de la Bohemia                                              33

El milagro de la voluntad                                             43

El Brasil intelectual                                                 53

Letras dominicanas                                                    61

Un poeta portugués en la India                                        69

Eugenia de Guérin                                                     79

Arthur Symons.--«Retratos Ingleses»                                   89

Saint-Pol-Roux                                                        99

El pueblo del Polo                                                   107

Hércules y Don Quijote                                               117

Un recuerdo a Castelar                                               123

Jean Orth y Eugenio Garzón                                           129

Catulle Mendès                                                       135

Antonio de Zayas                                                     147

El conde de las Navas                                                153

José Nogales                                                         163

Mariano de Cávia                                                     167

Manuel S. Pichardo                                                   177

Marinetti y el Futurismo                                             187

                                ACABÓSE
                              DE IMPRIMIR
                             ESTE LIBRO EN
                             MADRID, EN LA
                           TIPOGRAFÍA YAGÜES
                              EL DÍA XXVI
                              DE FEBRERO
                                DEL AÑO
                               MCMXVIII

       *       *       *       *       *

                            OBRAS COMPLETAS

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                         FRANCISCO VILLAESPESA

                           TOMOS PUBLICADOS


     I.--INTIMIDADES.--FLORES DE ALMENDRO.

     II.--LUCHAS.--CONFIDENCIAS.

     III.--LA COPA DEL REY DE THULE.--LA MUSA ENFERMA.

     IV.--EL ALTO DE LOS BOHEMIOS.--RAPSODIAS.

     V.--LAS HORAS QUE PASAN.--VELADAS DE AMOR.

     VI.--LAS JOYAS DE MARGARITA: BREVIARIO DE AMOR.--LA TELA DE
     PENÉLOPE.--EL MILAGRO DEL VASO DE AGUA.

     VII.--DOÑA MARÍA DE PADILLA.--LA CENA DE LOS CARDENALES.

     VIII.--EL MILAGRO DE LAS ROSAS.--RESURRECCIÓN. AMIGAS VIEJAS.

     IX.--LAS GRANADAS DE RUBÍES.--LAS PUPILAS DE ALMOTADID.--LAS GARRAS
     DE LA PANTERA.--EL ÚLTIMO ABDERRAMÁN.

     X.--TRISTITIÆ RERUM.

     XI.--LA LEONA DE CASTILLA.--EN EL DESIERTO.

     XII.--EL REY GALAOR. EL TRIUNFO DEL AMOR.


                        EDITORIAL MUNDO LATINO

                 Barbieri, 1 duplicado.--Apartado 502

                            ---- MADRID----

Las librerías de España y América deberán dirigir sus pedidos a la

    =Sociedad General Española de Librería.
    Diarios, revistas y publicaciones (S. A.)=

    FERRAZ,        21 MADRID

       *       *       *       *       *

Los errores corrigdos:

ciuda griega=> ciudad griega {pg 7}

En estas paginas=> En estas páginas {pg 17}

los intectuales=> los intelectuales {pg 18}

Es el mismo Sweendenborg=> Es el mismo Swedenborg {pg 23}

Gentón epistolario=> Centón epistolario {pg 29}

ella en su rerepertorio=> ella en su repertorio {pg 39}

Confesions of an opium eater=> Confessions of an opium eater {pg 49}

quitarme la convinción=> quitarme la convincción {pg 49}

Lep Morticoles=> Les Morticoles {pg 51}

los últimos movientos=> los últimos movimientos {pg 54}

naturalmentedes pertaron=> naturalmente despertaron {pg 57}

Nel plenilunio di calendimaagio=> Nel plenilunio di calendimaggio {pg
71}

«It is better to have loved and los than never to have lovei at all»=>
«It is better to have loved and lost than never to have loved at all»
{pg 75}

Arthur Simons es un poeta y escritor inglés=> Arthur Symons es un poeta
y escritor inglés {pg 89}

casa de arte allá en Taliti=> casa de arte allá en Tahiti {pg 100}

más admirativos cenceptos=> más admirativos conceptos {pg 100}

Etre admire n’est rien, l’affaire est d’être aimé,=> Être admiré n’est
rien, l’affaire est d’être aimé, {pg 102}

como Lytton Bwllver=> como Lytton Bullver {pg 110}

los selanitas=> los selenitas {pg 116}

ya dicho Perso=> ya dicho Perseo {pg 119}

CATULLE MENDÉS=> CATULLE MENDÈS {pg 135}

mes tendres et donloureux=> mes tendres et douloureux {pg 137}

conocimiento tampoco=> conocimiento tammpoco {pg 156}

facultad de discenir=> facultad de discernir {pg 171}

alegre discrección=> alegre discreción {pg 171}

Es algo de abolego=> Es algo de abolengo {pg 173}

en a ancianidad=> en la ancianidad {pg 175}

que Cavia entre=> que Cávia entre {pg 175}

bebimos un te=> bebimos un té {pg 180}

l’ocœurement des encensoirs=> l’écœurement des encensoirs {pg 188}

Teodoro Rooselvet=> Teodoro Roosevelt {pg 192}

Saint-Poul-Roux=> Saint-Pol-Roux {pg 197--índice}





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