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Title: Peregrinaciones - Obras Completas Vol. XII
Author: Darío, Rubén
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Peregrinaciones - Obras Completas Vol. XII" ***


                            PEREGRINACIONES

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                         [imagen: RUBÉN DARIO]



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                                 RUBÉN
                                 DARÍO

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                            PEREGRINACIONES]

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                             ES PROPIEDAD

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                            PEREGRINACIONES

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                            PEREGRINACIONES

                                  POR

                              RUBÉN DARÍO

                             ILUSTRACIONES

                                  DE

                             ENRIQUE OCHOA

                               [imagen]

                              VOLUMEN XII
                        DE LAS OBRAS COMPLETAS

                            ADMINISTRACIÓN:
                       EDITORIAL «MUNDO LATINO»

                                MADRID
                                   ]



                               EN PARIS

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EN PARÍS

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I

París, 20 de Abril de 1900.


En el momento en que escribo la vasta feria está ya abierta. Aun falta
la conclusión de ciertas instalaciones: aun dar una vuelta por el enorme
conjunto de palacios y pabellones es exponerse a salir lleno de polvo.
Pero ya la ola repetida de este mar humano ha invadido las calles de esa
ciudad fantástica que, florecida de torres, de cúpulas de oro, de
flechas, erige su hermosura dentro de la gran ciudad.

Hay parisienses de París que dicen que los parisienses se van lejos al
llegar esta invasión del mundo; yo sólo diré que las parisienses
permanecen, y entre los grupos de _english_, entre los blancos
albornoces árabes, entre los rostros amarillos del Extremo Oriente,
entre las faces bronceadas de las Américas latinas, entre la confusión
de razas que hoy se agitan en París, la fina y bella y fugaz silueta de
las mujeres más encantadoras de la tierra, pasa. Es el instante en que
empieza el inmenso movimiento. La obra está realizada y París _ve_ que
es buena. Quedará, por la vida, en la memoria de los innumerables
visitantes que afluyen de todos los lugares del globo, este conjunto de
cosas grandiosas y bellas en que cristaliza su potencia y su avance la
actual civilización humana.

Visto el magnífico espectáculo como lo vería un águila, es decir, desde
las alturas de la torre Eiffel, aparece la ciudad fabulosa de manera que
cuesta convencerse de que no se asiste a la realización de un ensueño.
La mirada se fatiga, pero aun más el espíritu ante la perspectiva
abrumadora, monumental. Es la confrontación con lo real de la impresión
hipnagógica de Quincey. Claro está que no para todo el mundo, pues no
faltará el turista a quien tan sólo le extraiga tamaña contemplación una
frase paralela al famoso: _Que d’eau!_ A la clara luz solar con que la
entrada de la primavera gratifica al cielo y suelo de París, os
deslumbra, desde la eminencia, el panorama.

Es la agrupación de todas las arquitecturas, la profusión de todos los
estilos, de la habitación y el movimiento humanos; es Bagdad, son las
cúpulas de los templos asiáticos; es la Giralda esbelta y ágil de
Sevilla; es lo gótico, lo románico, lo del renacimiento; son «el color y
la piedra» triunfando de consuno; y en una sucesión que rinde, es la
expresión por medio de fábricas que se han alzado como por capricho para
que desaparezcan en un instante de medio año, de cuanto puede el hombre
de hoy, por la fantasía, por la ciencia y por el trabajo.

Y el mundo vierte sobre París su vasta corriente como en la concavidad
maravillosa de una gigantesca copa de oro. Vierte su energía, su
entusiasmo, su aspiración, su ensueño, y París todo lo recibe y todo lo
embellece cual con el mágico influjo de un imperio secreto. Me
excusaréis que a la entrada haya hecho sonar los violines y trompetas de
mi lirismo; pero París ya sabéis que bien vale una misa, y yo he vuelto
a asistir a la misa de París, esta mañana, cuando la custodia de Hugo se
alzaba dorando aún más el dorado casco de los Inválidos, en la alegría
franca y vivificadora de la nueva estación.

Una de las mayores virtudes de este certamen, fuera de la apoteosis de
la labor formidable de cerebros y de brazos, fuera de la cita fraterna
de los pueblos todos, fuera de lo que dicen al pensamiento y al culto de
lo bello y de lo útil, el arte y la industria, es la exaltación del gozo
humano, la glorificación de la alegría, en el fin de un siglo que ha
traído consigo todas las tristezas, todas las desilusiones y
desesperanzas. Porque en esta fiesta el corazón de los pueblos se
siente, en una palpitación de orgullo, y el pensador y el trabajador ven
su obra, y el vidente adivina lo que está próximo, en días cuyos pasos
ya se oyen, en que ha de haber en las sociedades una nueva luz y en las
leyes un nuevo rumbo y en las almas la contemplación de una aurora
presentida. Pues esta celebración que vendrán a visitar los reyes, es la
más victoriosa prueba de lo que pueden la idea y el trabajo de los
pueblos. Los pabellones, las banderas, están juntos, como los
espíritus. Se alzan como estrofas de alados poemas las fábricas
pintorescas, majestuosas, severas o risueñas que han elevado, en cantos
plásticos de paz, las manos activas. Y todas las razas llegan aquí como
en otros días de siglos antiguos acudían a Atenas, a Alejandría, a Roma.
Llegan y sienten los sordos truenos de la industria, ruidos vencedores
que antes no oyeron las generaciones de los viejos tiempos; el gran
temblor de vida que en la ciudad augusta se percibe, y la dulce voz de
arte, el canto de armonía suprema que pasa sobre todo en la capital de
la cultura. Dicen que invaden los yanquis; que el influjo de los
bárbaros se hace sentir desde hace algún tiempo. Lo que los bárbaros
traen es, a pesar de todo, su homenaje a la belleza precipitado en
dólares. El ambiente de París, la luz de París, el espíritu de París,
son inconquistables, y la ambición del hombre amarillo, del hombre rojo
y del hombre negro, que vienen a París, es ser conquistados. En cuanto a
la mayoría que de los cuatro puntos cardinales se precipita hoy a la
atrayente feria, merece un capítulo de psicología aparte, que quizá
luego intente.

Más grande en extensión que todas las exposiciones anteriores, se
advierte desde luego en ésta la ventaja de lo pintoresco. En la del 89
prevalecía el hierro--que hizo escribir a Huysmans una de sus más
hermosas páginas--; en ésta la ingeniería ha estado más unida con el
arte; el color, en blancas arquitecturas, en los palacios grises, en los
pabellones de distintos aspectos, pone su nota, sus matices, y el
«cabochon» y los dorados, y la policromia que impera, dan por cierto, a
la luz del sol o al resplandor de las lámparas eléctricas, una repetida
y variada sensación miliunanochesca.

La vista desde la Explanada de los Inválidos es de una grandeza
soberbia; una vuelta en el camino que anda, es hacer un viaje a través
de un cuento, como un paseo por el agua en uno de los rápidos
vaporcitos.

No hay que imaginarse que en cada una de las construcciones surja una
nueva revelación artística, por otra parte. Notas originales hay pocas,
pero las hay, ante las grandes combinaciones de arquitectos que han
procurado «deslumbrar» a la muchedumbre. Los palacios de los Campos
Elíseos--el Petit Palais y el Grand Palais--son verdaderas inspiraciones
de la más elegante y atrayente masonería; la Puerta Monumental es un
hallazgo, de una nota desusada, aunque la afea a mi entender la figura
pintiparada de la parisiense, que parece concebida en su intento
simbólico para _reclame_ de un modisto, y cuyo «modernismo» tan atacado
por algunos críticos y tan defendido por otros, francamente, no
entiendo. La calle de las Naciones aglomera sus vistosas fábricas en la
orilla izquierda del Sena, y presenta, como sabéis, a los ojos, que se
cansan, la multiplicidad de los estilos y el contraste de los
caracteres. «Carácter», propiamente entre tanta obra, lo tienen pocas,
como lo iremos viendo paso a paso, lector, en las visitas en que has de
acompañarme; pues unos arquitectos han reproducido sencillamente
edificios antiguos, y otros han recurrido a profusas combinaciones y
mezclas que hacen de la fábrica el triunfo de lo híbrido.

El conjunto, en su unidad, contiene bien pensadas divisiones,
facilitando así el orden en la visita y observación. El lado del
Trocadero, el de los Campos Elíseos, el de la Explanada de los
Inválidos, el de la orilla izquierda del Sena, el de la orilla derecha y
el del Campo de Marte, son puntos diversos con sus particularidades
especiales y diferentes atractivos, y, vínculo principal entre orilla y
orilla del río, tiende su magnífico arco, custodiado por sus cuatro
pegasos de oro y adornado por sus carnales náyades de bronce, el puente
Alejandro III. La unión total, la mágica villa de muros de madera, tiene
treinta y seis entradas además de la puerta colosal de Binet, y las dos
que, llamadas de honor, se abren en el comienzo de la avenida Nicolás
II. Por todas partes hallan su gloria los ojos, con verdores de árboles,
gracia de líneas y de formas, brillo de metales, blancuras y oros de
estatuas, muros, domos, columnas, fino encanto de mosaicos, perspectivas
de jardines, y, circulando por Babel, toda ella una sonrisa, la flor
viviente de París.

He aquí la gran entrada por donde penetraremos, lector, la puerta
magnífica que rodeada de banderas y entre astas elegantes que sostienen
grandes lámparas eléctricas, es en su novedad arquitectural digna de ser
contemplada; admírese la vasta cúpula, la arcada soberbia, la labor de
calado, y la decoración, y evítese el pecado de Moreau-Vauthier, la
señorita peripuesta que hace equilibrio sobre su bola de billar. ¿Es que
este escultor ha querido lanzar a su manera el _ohé! les grecs, faudraît
voir!_ de George D’Esparbes? Pues ha fracasado lamentablemente.

Eso no es arte, ni símbolo, ni nada más que una figura de cera para
vitrina de confecciones. La maravillosa desnudez de las diosas, es la
única que, besada por el aire y bañada de luz, puede erguirse en la
coronación de un monumento de belleza. Sin llegar a la afirmación de
Goethe: «el arte empieza en donde acaba la vida», los que alaban esa
estatua por lo que tiene de realismo y de actualidad, deberían
comprender que la ciudad de París, no puede simbolizarse en una figura
igual a la de Yvette Guilbert o mademoiselle de Pougy.

¡Por Dios! La ciudad de París tiene una corona de torres, y tal
aditamento descompondría los tocados de las amables niñas locas de su
cuerpo.

La moda parisiense es encantadora: pero todavía lo mundano moderno no
puede sustituir en la gloria de la alegoría o del símbolo a lo
consagrado por Roma y Grecia...

Es hermoso y real lo hecho por Guillot en cambio. Ha puesto en el friso
del Trabajo, las figuras de los trabajadores; y su idea y su obra son
buenas y plausibles; así se da, aunque sea en pequeña parte, la suya, a
los albañiles, a los carpinteros, a los hombres de los oficios que con
sus manos han puesto fin al pensamiento y los cálculos de artistas e
ingenieros. Por la noche es una impresión fantasmagórica la que da la
blanca puerta con sus decoraciones de oro y rojo y negro y sus miles de
luces eléctricas que brotan de los vidrios de colores. Es la puerta de
entrada de un país de misterio y de poesía habitado por magos.
Ciertamente, en toda alma que contempla estas esplendorosas _féeries_ se
despierta una sensación de infancia. Bajo la cúpula se detienen los
visitantes; y el hindú pensará en míticas pagodas y el árabe soñará con
Camarazalmanes y Baduras; y todo el que tenga un grano de imaginación
creerá entrar en una inaudita Basora. Y allí está Isis sin velo. Es la
Electricidad, simbolizada en una hierática figura; aquí lo moderno de la
conquista científica se junta a la antigua iconoplastía sagrada, y la
diosa sobre sus bobinas, ceñida de joyas raras como de virtudes
talismánicas, con sus brazos en un gesto de misterio, es de una
concepción serena y fuerte. Hay en ella la representación de la
naturaleza, la elevación de la fuerza en tranquila actitud, y el arcano
de esa propia forma de fuerza que apareció lo mismo en las cumbres del
Sinaí mosaico que en las sorpresas de Edison o en las animaciones
luminosa de Lumière. ¡Admirable centinela de entrada! La gente pasa,
pasa, invade el recinto, se detiene bajo los tres arcos unidos
triangularmente, mientras en lo alto, hacia la plaza de la Concordia,
sobre el barco de la _Caput Galliæ_, el gallo simbólico lanza al
horizonte el más orgulloso cocoricó que puede enarcar su cuello.

La gente pasa, pasa. Se oye un rumoroso parlar babélico y un ir y venir
creciente. Allí va la familia provinciana que viene a la capital como a
cumplir un deber; van los parisienses, desdeñosos de todo lo que no sea
de su circunscripción; van el ruso gigantesco y el japones pequeño; y la
familia ineludible, _hélas!_, inglesa, guía y plano en mano; y el chino
que no sabe qué hacer con el sombrero de copa y el sobretodo que se ha
encasquetado en nombre de la civilización occidental; y los hombres de
Marruecos y de la India con sus trajes nacionales; y los notables de
Hispano-América y los negros de Haití que hablan su francés y gestean,
con la creencia de que París es tan suyo como Port-au-Prince. Todos
sienten la alegría del vivir y del tener francos para gozar de Francia.

Todos admiran y muestran un aire sonriente. Respiran en el ambiente más
grato de la tierra; al pasar la puerta enorme, se entregan a la
sugestión del hechizo. Desde sus lejanos países, los extranjeros habían
soñado en el instante presente. La predisposición general es el admirar.
¿A qué se ha venido, por qué se ha hecho tan largo viaje sino para
contemplar maravillas? En una exposición todo el mundo es algo _badaud_.
Se nota el deseo de ser sorprendido. Algo que aisladamente habría
producido un sencillo agrado, aquí arranca a los visitantes los más
estupendos _¡ah!_ Y en las corrientes de viandantes que se cruzan, los
inevitables y siempre algo cómicos encuentros: _¡Tú por aquí! ¡Mein
Herr! ¡Caríssimo Tomasso!_ Y cosas en ruso, en árabe, en kalmuko, en
malgacho, ¡y qué sé yo! Y entre todo, ¡oh, manes del señor de
Graindorge! una figurita se desliza, _fru, fru, fru_, hecha de seda y
de perfume; y el malgacho y el kalmuko, y el árabe, y el ruso, y el
inglés, y el italiano, y el español, y todo ciudadano de Cosmópolis,
vuelven inmediatamente la vista: un relámpago les pasa por los ojos, una
sonrisa les juega en los labios. Es la parisiense que pasa. Allá, muy
lejos, en su smalah, en su estancia, en su bosque, en su clima ardoroso
o frígido, el visitante había pensado largo tiempo en la Exposición,
pero también en la parisiense. Hay en todo forastero, en todo el que ha
llegado, la convicción de que ella es el complemento de la prestigiosa
fiesta. Y los manes del señor de Graindorge vagan por aquí complacidos.

La muchedumbre pasa, pasa. Deja el magnífico parasol de la cúpula, y
entra ya en la villa proteiforme y políglota. Es la primavera. Los
árboles comienzan a sentir su nuevo gozo, y, con ademanes de dicha
tienden a la luz sus hojas recién nacidas. Una onda de perfumes llega.
Es el palacio de las flores, son los jardines cercanos. Y pues es la
pascua de las flores, a las flores el principio. Después, a medida de lo
fortuito, sin preconcebido plan, iremos viendo, lector, la serie de
cosas bellas, enormes, grandiosas y curiosas.


II

Abril de 1900.


«On n’a jamais admiré une rose parce qu’elle ressemble á une femme; mais
on admire une femme parce qu’elle ressemble á une rose.» Esta admirable
frase de un maestro de estética ha venido a mi pensamiento al sentir en
el palacio de la Horticultura y de la Arboricultura el suave encanto
floral de tanta exquisita colaboración de la naturaleza y del hombre
como se expone en mazos, girándulas, ramilletes, cestos y plantíos. Y he
recordado también al loco admirable que se enamoró de una flor y
mantenía por ella la pasión que se concibe únicamente por una mujer. A
la entrada de la exposición por la puerta monumental, ya se impone la
habilidad y el gusto de los modernos La Quintinil, en la ordenada gracia
de las arboledas, en la avenida elegante y noblemente decorativa, los
«parterres» con sabiduría dispuestos, y los macizos de flores nuevas que
exteriorizan como el gozo y la sonrisa de la tierra. La caricia de la
recién llegada primavera lustra las hojas de los castaños, aterciopela
los céspedes, pone como un deseo de expansión amorosa en tanta corola
fina y fresca. Aquí se ha vertido el tesoro de las _serres_, la riqueza
florida de Longchamps, del Parc des Princes, de Auteuil, aumentando el
acervo de la capital; y en los soberbios jardines de los Campos Elíseos,
poetas de la jardinería han recurrido a sus clásicos, y con ellos y la
inventiva o inspiración propia, han llevado a cabo poemas que habrían
deleitado a Poe, quien, como sabéis, consideraba este oficio, de dulzura
y de paciente ejecución, como una de las Bellas Artes.

Árboles extranjeros, frondosas pawlonias, copudos árboles de Francia,
ofrecen sombra y meditación; y los soñadores chorros de agua--tan dulces
bajo la luna y en Verlaine--hacen sus juegos y cantan tenuemente versos
versalleses.

Mas en el palacio de las flores, que está a la orilla del río, se
entroniza la esplendidez de esas bellas y delicadas cosas, de modo que
no dejan que se aparte la mirada de su varia maravilla y de su tentadora
gracia. Los tres _serres_ en combinación triangular encierran la vasta
joyería perfumada. Llega el sol como a través de un velo de opaca
muselina, de manera que no ofenda tanta fragilidad de color, ni
disminuya el encanto de las medias tintas. En este pequeño imperio
creería verse un revuelo de pájaros y amores. Los amores pasan, al lado
de sombreros claros y de trajes que son labores artísticas; los
sombreros sobre cabezas que se armonizan divinamente con las flores: los
trajes, producto de las tijeras y agujas más pinpleas, revelando
exquisitas músicas de líneas y de formas. Y se me antoja pensar que la
frase ruskiniana traducida por Sizeranne, bien pudiera volverse del
revés: «On n’a jamais admiré une femme parce qu’elle ressemble à une
rose; mais on admire une rose parce qu’elle ressemble á une femme.»

Grato deliquio de los ojos, hay ya una explosión de rosas rojas, ya un
grupo exuberante de rosas blancas; un derrame de tintas violetas, o la
sutil sordina de las lilas, las paletas desfallecientes, la gradación
casi imperceptible de las suavísimas coloraciones. La preciosa _misa de
las flores_ de Gutiérrez Nájera y antes de Víctor Hugo, me canta en el
alma. Atraen las flores que se asemejan a niñas enfermizas, flores
delicadas, para vasos venecianos--ciertos vasos que según Mauclair son
seres vivientes--un casi desvanecido género de violetas casi blancas;
ciertas pálidas mimosas; lirios de una celeste anemia, o las anémonas
que sueñan, y tienen por obra del consonante, entre las flores amorosas,
su moro de Venecia.

Enormes, enormísimas rosas, de un rojo veroniano, instalan los anchos
vuelos de sus trajes purpúreos. Los lises se erigen en la _rêverie_ de
invisibles anunciaciones; y los tulipanes de color, y los tulipanes
cremas y blancos, tienen en los pétalos entreabiertos como una
sensualidad labial. Las flores triunfan, las flores expresan delicias
primitivas, a través de los tiempos y de «las avalanchas de oro del
viejo azul» que promulga el celeste verso de Mallarmé. Luego son las
flores extrañas, de jardineros simbolistas y decadentes, de señoritas
Boticelli, de poetas malignos y de mister Chamberlain. Entre la
orquestación de todos los perfumes, las orquídeas lanzan sus notas
enervadoras. Con sus nombres de venenos exhiben sus extraordinarias
formas, Aroideas, guarias, alocasias, el anthurium colombiano,
cipripedium, toda la flora propicia a Des Esseintes, semejantes a
objetos, a animales, aun a mujeres; lisas o vellosas y arrugadas,
caracolares o atirabuzonadas, metálicas o sedosas, casi hediondas, o de
perfume femenino, como bocas de víboras o como corsés, orgullosas,
pomposas, provocantes, obscenas, en la más inaudita polimorfia, en la
variedad extravagante extraída, se diría de los lugares secretos, de los
senos ocultos de la naturaleza vegetal. Detenerme más en análisis y
nomenclaturas sería repetir a Huysmans, o recurrir a los formidables
inventarios zolescos, caros a la literatura Roret. Pero he de recordar
una visión obsesionante, un iris casi marchito, cuya expresión
verdaderamente animada pugnaba por traducir a los ojos del artista, no
sé qué misterios de esos mundos herméticos en que las relaciones de
forma, y de color y de ademán tienen una clave en ocasiones casi
adivinada por el comprensivo y por el poeta. Era una flor con faz
_propia_, y cuyo retrato habría hecho a maravilla una de estas dos
inquietantes pintoras: madame Bonemin, o madame Louise Desborde, la
Rachilde del pincel. La onda de aromas pesa por fin entre tanta
exhalación distinta, a modo de llegar a causar opresión o mareo. Busco
una salida para ir a respirar el aire de afuera, y a contemplar la
orilla izquierda del Sena, que se divisa mágicamente por los vidrios; y
se presentan a mi imaginación, como en una galería pintada por un
pintor de ensueños, en

    La terre jeune encore et vierge de désastres,

las faces de flores mallarmeanas: la gladiola fiera, el rojo laurel, el
jacinto, y, «semejante a la carne de la mujer, la rosa cruel, Herodías
en flor del jardín claro regado por una sangre feroz y radiante»; y el
lirio «de blancura que solloza»...

    Hosannah sur le cistre et sur les encensoirs
    Notre Père. Hosannah du jardin de nos Limbes!
    Et finisse l’écho par les mystiques soirs,
    Extase des regards, scintillement des nimbes!

Mas en el gran departamento del fondo me llama otro espectáculo: y lo
primero, las patatas. En cestitos, o en grandes montones, las hay de
todas clases. La patatita _mignone_, flor de Parmentier, que me parece
más comparable a _l’orteil du séraphin_ que _le divin laurier_ del poeta
esotérico; la patata enorme, que una sola persona no podría concluir y
que el pre-naturista Bernardino habría creído hecha ex profeso por la
buena Divinidad para ser comida en familia; patatas doradas, pálidas,
rojizas, lisas o de cortezas ásperas, con lunares y hoyuelos o sin
ellos; patatas redondas, alargadas, aperadas o aovadas, toda suerte de
patatas, que me hacían pensar en los cucuruchos llenos de las fritas
sabrosísimas, que se venden en largos y blancos cucuruchos, y que
muerden y mascan con verdadera sensualidad las más lindas bocas de la
capital de Francia. Luego desfilo ante el grupo de los nabos y
zanahorias, de los espárragos como cetros, de los zapallos que obligan a
la veneración con sus inmensas panzas monacales; y una cantidad de las
más variadas legumbres, desde las majestuosas calabazas hasta las finas
arvejas, y habiendo cumplido en mi tarea con dar una parte a la idea del
ensueño y otra a la idea del puchero, salgo contento, en la creencia de
que he tenido un buen día.

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EL VIEJO PARÍS

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Viejo París, Abril 30 de 1900.


Estoy en el Viejo París, la curiosa reconstrucción de Robida. Aunque,
como todo, no está todavía completamente concluído, la impresión es
agradable. Desde el río, la vista de los antiguos edificios se asemeja a
una decoración teatral. Casas, torrecillas, techos, barrios enteros
evocados por el talento de un artista ingenioso y erudito halagan al
contemplador con su pintoresca perspectiva.

Al entrar, ya se ve uno que otro _travesti_, desde el arcabucero o el
lancero que se pasean ante los portales, hasta las vendedoras de
chucherías que tras los mostradores y las mesitas erigen en las
graciosas cabezas el alto gorro picudo, cuyo nombre en viejo francés se
me traspapela en la memoria. El sol se cuela por los armazones de
madera, se quiebra en las joyas y dorados de las ventas y en las
brigandinas de los soldados: y un aire de vida circula, el mismo que la
primavera sopla sobre la Exposición enorme y fastuosa, sobre el
glorioso París. Como la imaginación contribuye con la generosidad de su
poder, no puede uno menos que encontrar chocante en medio de tal
escenario, la aparición de una levita, de unos prosaicos pantalones
modernísimos y del odioso sombrero de copa, justicieramente bautizado
_galera_, que llegan a causar un grave desperfecto a la página de vieja
vida que uno se halla en el deseo de animar así sea por cortos
instantes. Si las cosas actuales anduvieran de otro modo, allí se
debería entrar con traje antiguo y hablando en francés arcaico.
Entretanto, conformémonos.

La puerta de Saint-Michel alza sus techos coronados de banderolas y abre
la ancha ojiva de su entrada hacia el Sena. La calle Vielles-Écoles
presenta su barriada pintoresca, sus fachadas angulares, balcones y
ventanales; por los pasajes anchos se oyen risas alegres de visitantes;
en una calle un émulo de Nostradamus, por unos cuantos céntimos dice el
horóscopo a quien lo solicita: y hay _badauds_ que se hacen decir el
horóscopo y dan los céntimos.

Creo que hace falta la figura de Sarrazin-el-de-las-aceitunas,
circulando por estos lugares, repartiendo como en Montmartre sus
anuncios rabelesianos y vendiendo su sabroso artículo.

Robida, el reconstructor es, como sabéis, hábil dibujante y escritor de
chispa. Su erudición artística y arqueológica se demuestra en esta
tentativa, como su talento picaresco y previsor ha podido, en amenos
rasgos, imaginar costumbres, arquitecturas y adelantos científicos de lo
porvenir. En esta obra que he visitado y que será de seguro uno de los
principales atractivos de la Exposición, quiso hacer algo variado,
aunque reducido. Hay edificio que se compone de varias construcciones, y
que restituye así, en una sola pieza, distintos motivos que recuerdan
tales o cuales tipos a los arqueólogos.

Las diversiones del Viejo París no están aún abiertas, con excepción de
un teatro en donde nos hemos llevado algunos un soberano chasco.
Imaginaos que no es poco venir a encontrar en el Viejo París, en vez de
recitaciones de trovadores o juegos de juglares, una zarzuela infantil
que está dando _La viejecita_ del maestro Caballero! Faltan aún los
lugares en donde se pueda comer platos antiguos en su correspondiente
vajilla, y las tabernas con sus mozas hermosas que sirvan la cerveza.
Falta el pasado París de las Escuelas, que hiciese ver un poco de la
vida que llevaban los clásicos _escholiers_, y que cuando vinieran sus
colegas de Salamanca o de Oviedo con sus bandurrias y sus guitarras, les
saludasen en latín y renovasen en cada cual un Juan Frollo de
_Notre-Dame de París_. Falta que no se mezclen en los puestos de
bisutería y bebidas, los disfraces medioevales con los tocados modernos;
pues ahora se suelen ver unos pasos anacrónicos que ponen
involuntariamente la sonrisa en los labios. Falta asimismo presentar la
sección de los oficios, y resucitar los _gritos de París_, con señalados
vendedores ambulantes. La animación falta al barrio de la Edad Media,
al barrio de los Mercados, en que ha de revivir el siglo XVII; las
instalaciones completas de la calle Foire-Saint-Laurent, Châtelet y
Pont-au-Change. Cuando todo esté abierto y dispuesto, el aspecto no
podrá menos que ser en extremo atrayente. Lo que no juzgo propio es la
concesión que se hará al progreso y a la comodidad, con sacrificio de la
propiedad. Por la noche en vez de multiplicar las linternas de la época,
se verán brillar en los renovados barrios, lámparas eléctricas.

Se anuncian para dentro de poco festivales, justas y torneos, y no sé si
Cortes de amor. Es una lástima que no se haya tenido todo lo preciso
preparado para que no saliese el visitante algo descontento después de
una vuelta por esta obra inconclusa. Entre lo que llama la atención
ahora, están las distintas enseñas de las tiendas y los puestos,
copiados de viejas colecciones. Al pasar se evocan nombres que
constituyen época: Villon, Flamel, Renaudot, Etienne Marcel. Quizá
dentro de pocos días se vean ya con un alma estas cosas; y al pasar por
la casa de Moliére creamos ver al gran cómico, y en otro lugar
sospechemos encontrarnos con el redactor de la _Gazette_; y al cruzar
frente a la iglesia de Saint-Julien-des-Ménétriers oigamos sones de
viola y gritos de saltimbanquis.

No me perdonaríais que pusiese cátedra de arquitectura y comenzase en
estas líneas una explicación y nomenclatura técnicas de edificios,
calles y barrios. Mas permitidme que os envíe la impresión del golpe de
vista, en una tarde apacible y dorada, en que he mirado deslizarse a mis
ojos el ameno y arcaico panorama.

Desde lejos, suavizados los colores de la vasta decoración, la visión es
deliciosa, sobre el puente de l’Alma y el palacio de los Ejércitos de
mar y tierra. Al paso que avanza el _bateau-mouche_, se reconoce, en el
oro del sol que se pone, la torre del Arzobispado, y las dos naves de la
Santa Capilla, la construcción pintoresca del Palais, con su Grande
Salle; el Molino, el Gran Chatelet, con su aguda torrecilla; la fonda
Cour de París y cerca el hotel de los Ursinos, el de Coligny;
la gran Chambre des Comptes de Louis XII; la iglesia de
Saint-Julien-des-Ménétriers, y buena cantidad de edificios más que os
habéis acostumbrado a ver en los grabados y a distinguir en los planos,
hasta la puerta de Saint-Michel y el portal de la Cartuja de Luxemburgo.

Y como el espíritu tiende a la amable regresión a lo pasado, aparecen en
la memoria las mil cosas de la historia y de la leyenda que se
relacionan con todos esos nombres y esos lugares. Asuntos de amor, actos
de guerra, belleza de tiempos en que la existencia no estaba aún
fatigada de prosa y de progreso prácticos cual hoy en día. Los layes y
villanelas, los decires y rondeles y baladas que los poetas componían a
las bellas y honestas damas que tenían por el amor y la poesía otra idea
que la actual, no eran apagados por el ruido de las industrias y de los
tráficos modernos.

Por las noches será ese un refugio grato para los amantes del ensueño.
Ignoro si los paseantes caros a Baedeker, los ingleses angulares y los
que de todas partes del globo vienen a divertirse en el sentido más
_swell_ de la palabra, gozarán con la renovación imaginaria de tantas
escenas y cuadros que el arte prefiere. En cuanto a los poetas, a los
artistas, estoy seguro de que hallarán allí campo libre para más de una
dulce _rêverie_. Tanto peor para los que, entre las agitaciones de la
vida turbulenta y aplastante, no pueden tener alguna vez siquiera el
consuelo de sacar de la propia mina el oro de una hermosa ilusión.

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EN EL GRAN PALACIO

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París, Mayo 1 de 1900.


Demostrando su majestad o su gracia en el espacio, reposados o ágiles,
se alzan, y atraen la mirada antes que otra cosa, los palacios. Es el
Gran Palacio, con la serenidad magnífica de sus columnas, coronado por
atrevida cuadriga; el Petit Palais, que instala su elegancia, también
lleno de columnas adornadas de capiteles jónicos, con sus bellas
rotondas en los ángulos, y cuya puerta principal guardan admirables
desnudeces de mármol; o el palacio de Minas y Metalurgia con sus largas
arcadas y su bizarra tiara central; el palacio de Industrias textiles e
hilados también con arcadas; o el de la Electricidad, que con el Chateau
d’eau, forma la decoración de un cuento de genios. Y en el Campo de
Marte, el de ingeniería civil y medios de transporte; y el de letras,
ciencias y artes, cerca de la aplastante torre Eiffiel, lleno de novedad
y de atrevimiento; y en la Explanada de los inválidos, con sus dos
cuerpos, el de las manufacturas nacionales, que se ha llamado con razón
un _grand rideau d’avant scène_, o el de las industrias diversas. Y en
las orillas del Sena el gran palacio de la ciudad de París, y el de la
Horticultura, con sus dos _serres_ y su jardín al aire libre; el palacio
de los Congresos y de Economía social, vistoso y soberbio; el de los
Ejércitos de tierra y mar, sobre el que se levantan torres y mástiles;
casa de la Fuerza; el de florestas, caza y pesca, cuya decoración es
apropiada a su objeto, y el de la navegación, y el pequeño palacio de la
Óptica en cuyo centro parece que un enorme pavo real abriese el
maravilloso naipe de su cola; y más, y más: os aseguro que años enteros
serían precisos para pintar y describir estas obras en que la piedra y
el hierro, el bronce y el staff, el mármol y las madera, forman tan
hermosas manifestaciones de talento, de audacia, de gusto. Ya os he
dicho que no voy a ocuparme de técnica, aunque tendría qué decir a causa
de la conversación que entre tanta obra he tenido un día entero con mi
amigo Albert Traschel, el admirable arquitecto del Ensueño, que tan bien
ha estudiado Stuart Merril. Hoy, me dedico al gran palacio de Bellas
Artes, en donde se han inaugurado las exposiciones Central y Decenal.
¡Cien años del arte de Francia! ¡Diez años! Aun para los diez, quien
quisiera ocuparse en cada una de las obras expuestas, buen tiempo
gastaría tan solamente en nombrarlas... La mayor parte de los críticos
hacen catálogos. Pienso que lo mejor es decir algo de aquellas obras y
de aquellos maestros que más impresión causan; y aun así, apenas unas
cuantas palabras será posible aplicar.

El gran palacio enfrente del pequeño, es la gravedad armoniosa enfrente
de la gracia risueña y noble. Hacia la avenida Nicolás II, muestra su
fachada romana. Las columnas múltiples que adornan el edificio son de
sabia ordenación y no en vano se señalan como «modelos del género», y
por las tres entradas del peristilo se diría que se espera como la
aparición continua de un ceremonial antiguo.

Las artes bellas están representadas por magníficas esculturas en que el
desnudo una vez más sella el poder de su encanto plástico. Y al lado de
la avenida de Antin, en arcaicos mosaicos la historia de las artes
aparece en frisos policromos. Al penetrar en el magno edificio
sorprenden la monumental escalera y la techumbre de vidrio. Allí dentro
está, como os he dicho, el arte francés de los últimos cien años, del
cual claro es que no he de haceros ni la historia ni el análisis; y la
exposición decenal, es decir, lo que el arte de esta potente Francia ha
creado desde 1889.

Hay maravillas, hay cuadros enormes de mérito relativo y oficial, y
pequeñas telas en que se reconcentra un mundo de meditación, de audacia,
de ensueño. Están representadas todas las tendencias que en estos
últimos tiempos han luchado, con excepción de ciertas obras sublimes a
que la crítica de los discernidores de medallas no ha puesto su pase
autoritario. Todo adorador de la belleza sugestiva y profunda lamentará
no encontrarse por ejemplo, con el sublime _Cristo de los Ultrajes_ del
formidable y apocalíptico Henri de Groux, que aunque nacido en Bélgica,
ha hecho más por el arte francés que señalados y enriquecidos miembros
del Instituto. Pues ha cambiado bastante la época en que el autor de
Graindorge escribía: «Le métier est dur. Des hommes de cinquante ans qui
ont un nom célébre, ne gagnent pas dix mille francs». Que le pregunten
sobre esto a Carolus-Durán, o al benemérito señor de Bouguereau.

Entre tanta obra producida por pinceles franceses, se ve que no siempre
existe lo que llama Ruskin el amor a «la espontánea o inviolada
naturaleza.» La rebusca ha sido perjudicial por un lado, y la ciega
sujeción al academismo por otro. Cuando libremente se han manifestado
los temperamentos y los caracteres artísticos, ha surgido en su
superioridad la obra maestra.

Atraen al gran público dos especies de trabajos: las _grandes machines_
de historia y sobre todo de batalla, y los desnudos. El alto vulgo no
dejará de detenerse ante los retratos de Bonnat, cuya seriedad fría es
dominadora en la vanidad oficial de ese mundo selecto. Benjamín Constant
se impone con cuadros como la _Entrada en Tolosa del Papa Urbano II_ y
un retrato de la reina Victoria. Entra el hábil orientalista ahora bajo
los auspicios de la iglesia, pues después del Papa Urbano ha de darnos
el Papa León; así, en estos momentos trabaja en Roma en perpetuar la
imagen del Sumo Pontífice.

Siento que una fuerte corriente simpática me atrae hacia Carrière,
cuyas varias telas representan en este certamen la noble y generosa
conciencia de un artista de verdad. Con su visión especial en que los
lineamientos se esfuman, en lo indeciso revelador, hace entrever el alma
de los personajes que reproduce, y concediendo a éstos como una
existencia distinta de la real, en la realidad misma, halla el medio de
expresar lo inexplicable, en una comunicación casi exclusivamente
espiritual. Ya es en _El sueño_ la poetización de una idea, o en el
_Cristo en la cruz_ la imposición visible de lo supernatural, o en el
retrato de ese otro crucificado, Paul Verlaine, la concreción de todas
las tristezas en la miseria y debilidad humanas, prodigiosamente
habitadas por el genio.

No por admirar a Carrière que es lo vago, he de dejar de acercarme a
Collin, que halaga con sus claros plenos aires y sus figuras en que una
sangre viviente circula, o a Cotlet, que vence dificultades en la
composición y en el colorido, faltando tan sólo que triunfe en las de
movimiento; o a Roll, que cultiva el vigor con tanta maestría, y cuya
_Fiesta del puente Alejandro III_ llama de continuo la curiosidad de los
visitantes. En la Centenal luce con su serena luz antigua la obra del
gran Puvis; en la Decenal no figura nada del ilustre maestro de las
nobles actitudes, de las figuras simples y grandiosas. El hijo de un
insigne profesor de belleza a quien con justicia se denominará el Platón
moderno, Ary Renan, deleita con diminutos paisajes en que se contiene la
visión y el sentimiento de la vasta naturaleza--así en un caracol se
contiene al ruido del océano--; y hay en esas pinturas que abarcan
escasos centímetros de tela, una religiosidad augusta que indica el paso
de la musa misteriosa que hace comprender y significar obras grandes,
según la palabra de Leonardo. Herencia. Quizás. De mí diré que no he
podido menos que recordar los prodigiosos espectáculos de armonía que en
una sencilla página sabía crear aquel levita mágico de la palabra. Con
la diferencia de que el padre obraba en la plena luz de un sol griego,
como el que dorase su frente de artista cuando pronunciara su oración
divina delante de la acrópolis sagrada; y el hijo suele internarse en
vagarosas indecisiones de ensueño a través de las cuales aparece la
eterna X de la vida, el problema misterioso de las cosas, entre brumas
de luz y de sombra. Hacen también el gozo de las almas meditativas los
trabajos de Harpignies, con sus melancolías crepusculares, de luces
desfallecientes, de tonos suaves y tamizados.

Entre los retratos, fuera de los admirables de Carrière, de los
protocolares de Bonnat, este pintor de cámara de los reyes burgueses,
están los de Benjamín Constant, entre los cuales sobresale el de la
Calvé, los ojos y la gracia de la picante Carmen. M. de la Gándara, que
ha impuesto tan vivos rasgos en sus retratos, sobre todo en los de las
mujeres, en que la felinidad femenina está asida de tan personal manera,
M. de la Gándara tiene aquí varias páginas fisonómicas comentadas con
una seguridad de toques y una aristocracia de factura, que explican sea
hoy, al mismo tiempo que uno de los preferidos de la aristocracia, uno
de los más queridos de los artistas.

Rodeado de un mar de colores y de formas, mi espíritu no encuentra
ciertamente en dónde poner atención con fijeza. Sucede que, cuando un
cuadro os llama por una razón directa, otro y cien más os gritan las
potencias de sus pinceladas o la melodía de sus tintas y matices. Y en
tal caso pensáis en la realización de muchos libros, en la meditación de
muchas páginas. Mil nebulosas de poemas flotan en el firmamento oculto
de vuestro cerebro; mil gérmenes se despiertan en vuestra voluntad y en
vuestra ansia artística; pero el útil del trabajador, vuestro oficio,
vuestra obligación para con el público del periódico, os llaman a la
realidad. Así apuntáis, informáis, vais de un punto a otro, cogéis aquí
una impresión como quien corta una flor, allá una idea, como quien
encuentra una perla; y a pocos, a pasos contados, hacéis vuestra tarea,
cumplís con el deber de hoy, para recomenzar al sol siguiente, en la
labor danaideana de quien ayuda a llenar el ánfora sin fondo de un
diario.

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LA CASA DE ITALIA

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París, Junio 7 de 1900.


Al comenzar la calle de las Naciones del lado del palacio de los
Inválidos, se destaca la fastuosa fábrica que ha elevado Italia en el
inmenso concurso. Semeja una catedral de piedra y oro, y al llamarla
«catedral» los obreros italianos, han expresado el verdadero estilo
arquitectónico de este fugaz y bello monumento. Un ave de oro abre las
alas, allá arriba, sobre el domo de oro. Juntos la madera y el hierro
sostienen la unidad compacta del atrayente edificio, que es una fiesta,
un regalo para los ojos. Allí se une la ojiva gótica a la manera y
decoraciones del Renacimiento. En la combinación surge a la memoria el
recuerdo soberbio de San Marcos. Los muros coloreados semejan ricos
mármoles. En mezcla pintoresca se juntan elementos cristianos y paganos.
Los amores tejen guirnaldas sobre los fondos rojizos: cabezas esculpidas
se presentan entre los festones y astrágalos. Airosas esculturas vigilan
las entradas laterales: y la luz del sol hace resaltar de manera
gloriosa el conjunto magnífico, quebrándose en los estucados y dorados y
concentrándose en el águila del coronamiento que se asemeja, encendida
por la luz solar, a una llama que vuela. En lo interior, en donde
presiden las efigies del rey y de la reina y de los príncipes herederos
de la corona--(¿por qué no está, en homenaje al valor y a la ciencia, el
del bizarro Duque de los Abbruzzos?)--la idea de encontrarse en una
basílica se acentúa. Los _vitraux_ con sus tamices de color, dejan pasar
la luz amortiguada. La ancha nave en su techumbre de oro ostenta
decoraciones, ligeros frescos, que embellecen la extensión; flores
hábilmente ordenadas forman sus graciosos dibujos; los _iris_ hablan de
paz al monarca de los grandes bigotes y las margaritas sonríen a la
reina.

Hago mi visita a este magnífico pabellón en compañía de un artista y
pensador, Hugues Rebell, el autor de la _Nichina_, de _la Camorra_, de
_l’Espionne de l’Empereur_ y demás obras llenas de pasión y de encanto
verbal. Es un amante de Italia, de todos los países latinos, y se
prepara para partir en seguida a España, a ver la exposición Goya, pues
tiene por propósito publicar un libro sobre aquel soberano maestro y su
obra. Como algunos diarios han atacado la sección italiana de la
exposición y, como para decir verdad, hay un ambiente poco simpático
para Italia, procuro sondear el alma de Rebell, a quien juzgo muy lejos
de sentirse influído por los afectos de la Tríplice. Sé que es un
admirador de _Arrigo Beyle_, _milanese_, y por algo sus mejores obras
tienen por escenario la bella tierra amada de los artistas.

--¿Mi opinión? me dice, con su voz de confesor, callada y aterciopelada.
Que amo a Italia grandemente, y que sobre esta exhibición momentánea, de
industriales hábiles o de artistas verdaderos, veo alzarse el enorme
árbol de gloria de aquel país singular. ¿No recordáis mis _Cantos de la
Lluvia y del Sol_? Cuando he visto Florencia y sus palacios, en donde
sueña todo un pasado de luchas y glorias, cuando he contemplado esas
obras maestras del arte que en todas las calles os llaman a un sueño de
belleza, mi ser se ha estremecido y ha querido clamar: «¡Soy toscano!
¡soy toscano!» Si he nacido en Francia, mi alma debió tomar su vuelo al
sol una mañana de estío, desde las alturas de Fiesole, sobre las bellas
sombras negras de los cipreses, sobre el valle del Arno, lleno del canto
de las cigarras.

A menos que no venga de esas llanuras donde tiemblan los sauces, donde
las viñas en guirnaldas se doblan bajo los racimos, de esas llanuras que
regocijaron la mirada del Sodoma, del Corregio, del gran Leonardo.
Quizás es hija de esa fértil Campania que Ceres y el dios del vino
protegen; tal vez nació a los murmullos del mar amoroso de Baia. Sé
solamente que formáis parte de un paisaje familiar visto en sueños, o
conocido otras veces, ¡oh tierras de luz, montes de azul en la mar azul,
campañas en donde el crepúsculo se eleva en grandes sombras majestuosas!
¡Italia, tierra santa para los que una tarde Virgilio vino a encantar
con su solemne tristeza, para los que vivieron en los siglos de acción
y de belleza, Italia, quisiera arrodillarme y besar tu suelo de
recuerdos! ¿Quién viéndote ahora dormir podrá creer que estás muerta?
¡Oh durmiente, cansada de obras maestras, entre los monumentos de gloria
que diste al mundo, agotada por tantos divinos partos, descansa, que
bien has ganado tu sueño! ¡Cómo, llegada la hora, te alzarás de tu
lecho, presta para nuevas labores y coronada de la diadema! ¡Oh
durmiente! ¿No has sido, aun en este siglo, una gran trabajadora, no
hemos visto unirse el Orgullo veneciano, la Risa de Nápoles, la
Actividad genovesa, la Gracia milanesa, el Espíritu de Florencia, y este
orgullo romano, pesado de las coronas que los siglos amontonaron sobre
su frente? Almas diversas de Italia, no sois ahora sino una alma, pues
tenéis todas un mismo amor: la Belleza. Pero, Italia, cuna de mis
sueños, tú no me has educado; mi madre y mi nodriza es Francia la dulce,
y no quiero ser ingrato con ella ni con mis maestros familiares:
Montaigne, el gran Montesquieu y La Fontaine, ese hijo de las malicias
sonrientes. Mi sueño de amor crece en medio de las lindas y voluptuosas
hijas de Fragonard, en los parques en que Watteau, bajo vastos boscajes,
hace avanzar, con reverencias, jóvenes de nucas rubias, de faldas
amplias y luminosas. Mi deseo y mi pensamiento es Francia quien me los
ha dado; sería incapaz de vivir si se me prohibiese vivir en francés.
Pueblo de fuerza, pueblo de gracia, cuya lengua es vaporosa como un
bello valle en la aurora, cuyas palabras huyen y se desvanecen como el
río entre los sauces, caro genio de sonrisas y de claros pensamientos,
cómo serían mi crimen y mi locura si osara negarte! Preciso es ser un
pesado bebedor de cerveza de ultra Rhin, discípulo de Marx, un pesado
socialista servidor del Vientre, para renegar de la patria. Todo hombre
que tiene una virilidad, todo pueblo que no es esclavo, siente un genio
de fuego palpitar en sí, que le impulsa a dominar. Todo hombre altivo,
todo pueblo noble tiene un orgullo que alimentar, y por él se bate y por
él quiere vencer. Es en esa lucha eterna que se encuentran la gloria y
el gozo de la humanidad, por tanto dinero vertido, tanta sangre regada.
La guerra da la fuerza, dispensa la vida. La guerra es la grande alcoba
de humillación y de orgullo en que un pueblo se baja, o un pueblo se
eleva. Que los alemanes deseen la gloria de Alemania, está bien; yo debo
querer la Francia victoriosa. Todos los pueblos, cada uno a su turno,
estarán a la cabeza del desfile...

La sonrisa de una parisiense, que al ver la cara episcopal de Rebell se
pudo imaginar que el poeta me recitaba una homilía, o me predicaba un
sermón, suspendió la tirada lírica. Estábamos en una de las más bellas
instalaciones del pabellón italiano, la de tejidos y encajes florentinos
y venecianos, que sugieren visiones de épocas novelescas y de escenas
suntuosas, de patricios y de príncipes, de caballeros de largos mantos y
gentiles dogaresas. La cerámica de Salviati nos atrae con sus deliciosas
formas y su delicadeza de líneas y colores, y los frágiles muranos
evocan interiores amorosos, fugaces vidas de flor, la escena
d’annunziana de la Foscarina, o el cuento sutil y simbólico de mi muy
querido Julio Piquet... Y hablan de las pasadas glorias romanas los
bronces, los alabados San Giorgi, y los que el poeta de la Alegoría del
Otoño celebrara en una de sus más admirables páginas, en honor del
fundidor que ha sabido encontrar los viejos procedimientos y, en sus
estatuas y demás trabajos modernos, transmitir la misma alma material
nacida del fuego y de la combinación metálica, que hace inmortales de
belleza las obras antiguas: _To make eternity_, que diría Carlyle. Las
porcelanas halagan la vista con sus colores, aunque entre mucha labor
fina se noten piezas que desmerecen, la censurable promiscuidad. Un
arte, el de la ferretería, que un tiempo tuvo en España su mayor
triunfo, se ve representado aquí por labores de bastante mérito. Mas no
compite lo hoy trabajado con lo que podemos admirar en las viejas rejas
de las iglesias, en maravillas que el martillo dejara para admiración de
las sucesivas generaciones. Los _vitraux_ que se exhiben no son
comparables con los que hoy se hacen en Francia, Alemania e Inglaterra;
pero hay una habitación de Florencia, en que bien se puede colocar el
más moderno y grato sueño de amor. Es un estuche de vida feliz. El
toscano arcaico de las decoraciones, la chimenea en piedra florentina,
el mobiliario que cubre un tejido riquísimo de punto de Hungría, la
tapicería lujosa y graciosa, hacen pensar en las horas incomparables que
una pareja amada de la suerte podría sentir deslizarse en tan exquisito
recinto. Se presentan también a la vista bien trabajados mosaicos; los
asuntos, reproducciones de cuadros religiosos célebres, hacen creer en
encargos parroquiales. En las paredes, al subir las escaleras que
conducen a las galerías superiores, se ven imitaciones hábiles de
antiguos manuscritos iluminados, y en el centro, un gran busto de
Humberto, que no pretende ser una obra maestra, preside. Allá arriba se
despliega la labor de las escuelas; desde las escuelas de artes y
oficios hasta los establecimientos en que las manos de las niñas hacen
sus bordados y labores. La muchedumbre lo invade todo. Quiénes van a
observar las instalaciones de los constructores de navíos; quiénes, un
dibujo; y los grupos de mujeres se detienen delante de las vitrinas en
que se expone un bello tejido de punto, o una miniatura, o un plano.

Allá por la Avenida de Suffren, está Venecia, una reducción para feria,
con imitaciones de las conocidas arquitecturas, góndolas y gondoleros; y
por la noche la iluminación da, en efecto, la sensación de horas
italianas en la ciudad divina, de arte y de amor, mientras se escuchan
músicas de bandolinas y canciones importadas de los canales. A Rebell no
le gustan estas falsificaciones. El autor de la _Nichina_ cree que para
gustar de Italia hay que ir a Italia, y que esta Venecia de guardarropía
es únicamente propia para divertir a los _snobs_ de París y del
extranjero que no han tenido la suerte de sentir cómo es bajo su propio
cielo, el beso de la luz y del aire venecianos, florentinos, milaneses,
napolitanos. Esta Venecia, sin embargo, ayuda a soñar. La imaginación no
necesita de mucho para transportarle a uno a donde quiere, y da idea de
la realidad, al reflejar el agua del Sena las linternas que van como
errantes flores de fuego, en la sombra nocturna, sobre las góndolas
negras. Como el elemento italiano frecuenta mucho este lado de la
Exposición, es frecuente oir sonar el _si_ en labios armoniosos de
hermosísimas italianas. Quiero decir, entiéndase bien, que el _si
suona_. Los franceses y las francesas que se hacen pasear por las
góndolas, no desperdician la oportunidad de chapurrear el italiano, y de
entonar a coro el _Funiculí-funiculá_, o la indestructible e inevitable
_Mandolinata_.

Pero donde Italia triunfa, a pesar de la hostilidad de buena parte de la
crítica, es en el gran palacio de Bellas Artes, con sus artistas
admirables. El desdén proverbial de cierto París se ha hecho manifiesto
ahora al tratarse de pintor tan eximio como Segantini, a quien se ha
dedicado una sala en la sección italiana. Digo de «cierto París», pues
el malogrado artista ha recibido en vida y en muerte el justo homenaje
de la crítica sin prejuicios, en este país difícil. No hay sino recordar
las páginas que a su obra dedicara revista de tanta autoridad como la
_Gazzette des Beaux Arts_. Mas me ha dado pena el leer juicios como el
del crítico de la _Revue Bleue_, en que se desconoce el altísimo mérito
de aquel maestro de luz cuya ideal vida armoniosa tiene pocos parangones
en su siglo. Segantini, el de los dulces y profundos paisajes, el
revelador de las alturas y de las nieves, el rey de los Alpes, ha sido
maltratado por la pluma de más de un revistero ocasional tocado de
_chauvinisme_.

Siento grandemente que mi deber de informador me reduzca a tomar nada
más que rápidas impresiones; si no, sería el momento en que con placer
dedicaría un estudio aislado al adorador de la Naturaleza que ha muerto
en Italia entre el duelo de los intelectuales y la admiración de todas
las gentes, a aquel artista cuyo genio comprendió el alma de las cosas,
el misterio de los animales, y que tenía la cara de Cristo.

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LOS ANGLOSAJONES

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París, Agosto 27 de 1900.


En Bradford sobre el Avon, Wiltshire, al noroeste de Salisbury, se alza
el castillo de Kinston House, de tiempos de Jacobo I. Es una de esas
construcciones severas y sencillas que placen al gusto inglés, y que el
arquitecto de Inglaterra en la Exposición, ha reproducido. La casa de la
Gran Bretaña, en la calle de las Naciones, es el _home_ antiguo, con
todas las comodidades modernas. Desde luego, el arte dice sus victorias
en un país que puede mostrar como gema de noble orgullo el nombre de un
John Ruskin. No podéis menos que sentiros, al entrar, complacidos con
los motivos de los tapices que se deben a Burne Jones, y que atestiguan
el triunfo del prerafaelismo, al halago de un arte de gracia y de
aristocracia. Entre tantas salas en que han puesto su más voluntario
esfuerzo decoradores y mueblistas, detienen con el encanto de su
atractivo, valiosísimas joyas de pinacotecas británicas, y sobre todas,
las que representan esas nobles y deliciosas figuras femeninas que
sonríen, piensan o cautivan bajo sus pintorescos sombreros, en las telas
de Gainsborough y de sir Joshua Reynolds. No habréis dejado de observar,
seguramente, que si la mujer inglesa no es por lo general bella, cuando
lo es, resulta de manera tan imperiosa, que hay que reconocer una
incomparable diadema sobre esas frentes puras y reales, que sostienen
cuellos únicos como formados de un marfil rosa increíble.

Muebles de todos los estilos--, descollante el _modern
style_--certifican la rebusca de la elegancia al par que el firme
sentimiento de la comodidad. En todo hallaréis el don geométrico y
fuerte de la raza y la preocupación del hogar. Es la muestra de todo lo
logrado en la industria doméstica, bajo el predominio de la preocupación
casera que heredaron y mantienen a su manera y a su vez, los yanquis que
cantan su _Sweet home_. Y no se puede sino pensar en que este país en
que se asienta la inmensa y taciturna Londres, este país de hombres
prácticos y de ávidos comerciantes, es un reino de poesía, una tierra de
meditación y de ensueño. Allá en el palacio de Bellas Artes, no está,
con todo lo que se ha enviado, no está representado el coro de sus
artistas que en esta centuria ha hecho florecer una primavera
inesperada, el amor de una pasión sincera y honda de la belleza, que,
como en lo antiguo, volvió a tener verdaderos sacerdotes, apóstoles y
predicadores. Las obras expuestas traen en seguida a la memoria los
tesoros de la National Gallery, el trabajo colectivo de los
prerafaelitas. Hay flores cogidas en todos los caminos artísticos. Desde
Turner a Franck Brangwyn, están representadas escuelas y modalidades,
tentativas comunes y personales esfuerzos. Allí os retiene la _Caza de
Cupido_. Delicado y arcaico, flotante en un mundo de visiones
legendarias, o en la dulce luz de un maravilloso paganismo, sir Edward,
desde su amable retiro de West Kensington, ha derramado en su áspera
época mucho ideal óleo sobre el alma del mundo. ¿Qué espíritu soñador no
ha sentido la íntima dominación, el imán insólito de sus mujeres
singularmente expresivas y fascinantes? «¡Las mujeres de
Burne-Jones!--dice con fervor un devoto, Gabriel Mouray--, su
ondulosidad capciosa, la especie de sensualidad dulcísima que encurva su
boca, sobre todo, el sentido tan profundo tan misterioso--o tan simple,
quien sabe, tan fácil de adivinar--de su mirada, bajo el ala de las
pestañas entrecerradas, ¿qué poeta sabría decirlos? ¿Qué perfecto mágico
de la palabra evocará su seducción voluptuosa, esta especie de
enlazamiento de alma que parecen prometer con sus frágiles manos, y sus
cabellos de delicias y a pesar de sus largos vestidos de pureza?»
Gozaréis del arte ante la _Caza de Cupido_ y ante el _Cuento de la
Priora_. Al lado de un clásico y rosado Alma Tadema, Millais os ofrece
su _Verónica_, y un admirable retrato. De Lord Leyton hay unos dibujos.
El actual director de la Royal Academy, sir Edward John Poynter, ha
remitido una reconstitución griega. Orcharson un retrato oficial;
retratos, también, Herkoner y Sargent. De Walter Crane, páginas
ornamentales para _vitraux_. ¿Por qué no habéis venido, admirable
mendigo del rey Cophetua, divina _Beata Beatrix_, niña bienaventurada;
celeste _Rosa Triplex_, gentil y suave _Mathilda_, sublime y amorosa
_Francesca_? ¿Y todos vosotros, caballeros de los poemas, armados como
arcángeles y hermosos como mujeres? Visitante, que te quedas absorto y
meditabundo, hay que ir a Inglaterra.

El orgullo británico no ha dejado de manifestar si no quejas, bastante
razonables observaciones. El «hombre de la paz», el hábil Stead, hace
notar que el _english speaking world_ no ocupa en la Exposición un
espacio relativo al área que cubre sobre la tierra. Sobre todo, en lo
referente a las secciones coloniales, Argelia, por ejemplo, que apenas
podría ser una provincia del Indostán, representa tanto como el imperio
de la India. La Exposición puede ser mirada, en un sentido, como un
gigantesco anuncio del hecho--que el mundo a veces olvida--de que
Francia es una de las más grandes potencias coloniales.

Sin embargo, la exposición de las colonias inglesas es hermosa y vasta.
En el Quai Debilly se eleva, imponente y lleno de carácter, el edificio
de las Indias. Es un compuesto arquitectural que evoca los palacios
hindus y las viejas pagodas. Y en lo interior, desconcierta la minucia y
la elegancia complicada de esos decoradores birmanos que esculpen la
madera con singular maestría, y han hecho de la gran escalera una
estupenda muestra de arte oriental. Más allá admiran también otros
trabajos semejantes, hechos por finas manos de Penjab, sutilezas de
labrado realizadas por cinceles maisuritas, de Madras y de Rajfontana.
Allí han enviado los mahrajhaes suntuosas vajillas, curiosas y raras
piezas de orfebrería, labores criselefantinas, armas y sedas y
paramentos femeninos de las Mil Noches y Una Noche, como diría el Dr.
Mardrus.

No lejos está Ceylan, caro a los poetas. Allí podéis tomar delicioso te
en el pabellón, te servido por singalesas de París y singaleses
auténticos. Lo que expone Ceylan daría los materiales preciosos para un
poema de Leconte o un soneto de Baudelaire. La canela está al lado del
te, de las hierbas aromáticas, del café; y luego, entre las vitrinas,
algo nos hace creer que estamos en casa de Aladino o en el obrador de un
divino Lalique. Son los rubíes de todos tonos y tamaños, los granates,
los zafiros, las turquesas, y, sobre todo, las perlas, perlas rosas,
perlas albas, perlas negras, perlas doradas, perlas de los más
peregrinos colores y matices, suficientes para encantar a diez princesas
caprichosas y para poner en delirio a la musa heráldica y enigmática del
singular poeta Roberto de Montesquiou. ¿Recordáis el mapa imponente del
sonoro libro de Demoulins? El color correspondiente a los anglosajones
ocupa casi toda la tierra. La reina Victoria es emperatriz de los mares.
Cuando su jubileo, súbditos de todas las razas le ofrecieron su
homenaje. Aquí están, en el palacio colonial, representados todos los
lugares en donde se canta fervorosamente--o a la fuerza _if you
please_--el _God save the queen_. El Transvaal todavía viene solo. En
grupo vienen desde la tierra negra de Fidji--hasta Gibraltar, colonias
de todas clases, con gobiernos representativos o sin ellos, la rica y
enorme Australia, el Canadá, Santa Elena, Jamaica, Nueva Guinea, y más,
y más, y más tierras. Traen todo lo que da su suelo y lo que produce su
industria, y sale uno de ver todas estas cosas convencido de que la
superioridad de los anglosajones es innegable, aunque no sepa a punto
fijo en lo que consiste... _¡Rule Britannia!_

_Rule Britannia..._ Sir John Lubbock lo repite a quien desee escucharlo,
para decir una galantería a Mariana: «Señores franceses, por todas
partes en donde haya un país en donde vosotros no colonicéis, el interés
de vuestra industria es que sea colonizado por nosotros.»

«El inglés contemporáneo, se dice, se estima como el tipo más perfecto
de humanidad.» ¿Por qué no? Por un lado el rost-beaf, el porter, el
whisky and soda, las regatas, el box, la gimnasia, el cultivo del
cuerpo; por otro la universidad, los museos, los viajes, el ejercicio de
la voluntad, el cultivo del alma. ¡Brava raza, bravos espíritus! Y esa
seguridad, esa convicción, esa firmeza, en el cumplimiento de toda
acción, desde lo sublime hasta lo vulgar, desde el parlamento hasta
Whitechapel, desde el príncipe, el poeta y el clown hasta el pastor, el
obrero y el mendigo, desde el heroísmo hasta la borrachera. Aquí hay
anglófobos, ya se sabe, y no es nueva la antipatía por la gran nación
de presa; pero no son raros los anglófilos y los que desean para Francia
una vía igual a la que sigue el poderoso país imperialista.

Lo cierto es que se habla mucho de la _cupidité_ y de la falta de
humanidad de los matadores de Boers; y este fin de siglo ha visto el
singular espectáculo de un Rudyard Kipling armando a las nueve musas y
al Apolo inglés de fusiles de precisión con balas dum-dum. Mas no hay
que olvidar que bajo ese mismo cielo hermoso han resonado las voces de
paz humana y de nobleza y elevación, de un Gladstone, de un Ruskin, de
un Mill. Pocas figuras de todos los siglos comparables al insigne y
victorioso artesano William Morris. ¿Inglaterra no ha sido el país en
donde, en este siglo, la belleza ha tenido sus más fervientes y sinceros
seguidores y levitas?

A esta exposición ha venido la Gran Bretaña con su ciencia, con su arte,
con sus máquinas pacíficas y sus poderosas máquinas militares. Los
telares hablan de la inmensa fuerza fabril de ultra-Mancha, y Maxim
indica con sus cañones, incontestables argumentos que, no obstante, en
el África del Sur rebatieron los soldados rústicos del tío Pablo.

Por las calles de París, por los rumorosos lugares de la Exposición,
pasan los caricaturales miembros de la Salvation Army. Se oyen cantos
con acordeón, en uno que otro recodo, cantos que oyen los _badauds_,
unos creyentes, otros burlones. Los lores llenan con sus fiestas los
salones de los hoteles y los restaurantes de la feria. Los _toast_
entre franceses e ingleses se multiplican, y los sabios, los artistas,
y sobre todo, los industriales y comerciantes de ambas naciones, se dan
los más francos _shakehands_, alternando el champaña y el whisky. Y dice
el sabio sir Avebury: «Estamos muy contentos de estar aquí. Saludamos y
amamos a la bella Francia. Hoy, sobre todo, nuestras simpatías se avivan
con el pensamiento de que, lejos de aquí, vuestros soldados y los
nuestros combaten lado a lado por la causa de la civilización y de la
justicia...» Y esto mucho más claro: «Nuestros intereses son los mismos
en el mundo. Todo nos obliga a ser amigos... La Francia es tan buena
cliente de la Inglaterra, que nosotros tenemos interés en que ella se
enriquezca. Inglaterra es tan buena cliente de Francia, que Francia no
puede menos que desearla muy próspera.»

Por otra parte, las relaciones entre París y Londres son absolutamente
necesarias. Porque si no, ¿adonde mandaría M. Prevost a planchar sus
camisas?


II

--Voy a ver, dije, en qué consiste la superioridad de los anglosajones.

Mi acompañante norteamericano me contestó:--era al entrar al pabellón de
los Estados Unidos en el _quai d’Orsay_:--El congreso de U. S. A., votó
un crédito de 7.500.000 francos.

¡Y todo está muy bien!, repliqué.

--_¡All righ!_ afirmó.

Sobre la cúpula presuntuosa, el águila yanqui abría sus vastas alas,
dorada como una moneda de 20 dólares, protectora como una compañía de
seguros.

--Ustedes, dije a mi amigo, que tienen buenos arquitectos y hasta la
vanidad de un estilo propio, ¿por qué han elevado un edificio romano en
vez de un edificio de Norte América?

--No hubiera quedado muy bien, contestóme--, una casa de 20 pisos; a no
ser que la colonia viniese a vivir en ella. En cuanto a lo romano, nos
sienta perfectamente.--Nosotros también podemos decir hoy: _Civis_, etc.

En el pabellón imponen el repetido motivo del Capitolio. En dimensiones,
_es el más alto de todos_. Sobre la base arquitectural cuadrangular, se
alza la vasta cúpula, en la que se posa el glorioso pájaro de rapiña.
Hay un arco al lado del Sena sobre el cual la Libertad en el carro del
Progreso, es llevada por una cuadriga; entre las columnas corintias del
arco, el general Washington está montado a caballo.

Entramos. Mister Woodward ha dicho: «En lo interior de ese monumento el
americano estará en su casa, con sus amigos, sus diarios, sus guías, sus
facilidades estenográficas, sus máquinas de escribir su oficina de
correos, su oficina de cambio, su _bureau_ de informes, y hasta su agua
helada.» Y mister Woodward tenía razón a fe mía.

Al penetrar en el gran hall, no encuentro sino compatriotas de Edison
que van y vienen, o leen periódicos, o consultan guías, o toman agua
helada, y oficinas por todas partes, en un ambiente de la Quinta
Avenida. Allí hay un salón de recepción de la comisaría; más allá, una
serie de buzones; más allá, telégrafo; más allá un banco.

--¿Quiere usted cambiar algunos geenbacks, o águilas americanas? me
pregunta mi yanqui. Le contesto con mi modestia latina, que propiamente
en ese instante, no tengo tales intenciones... Y agrego: «¡Las águilas
vuelan tan alto como las odas!...»

A los dos pisos superiores se sube en ascensor _made in United States_.

--Aquí, me dice mi sonrosado compañero--, primer premio de
_rowing_--aquí está únicamente nuestra casa, nuestro _home_. Nuestro
progreso, nuestras conquistas en agricultura, en ingeniería, en
electricidad, en instrucción pública, en artes, en ciencias, en todas
las labores y especulaciones humanas, están expuestas en los distintos
grupos de la Exposición, como ya lo habréis visto. Venimos con la
completa satisfacción de nuestras victorias. Somos un gran pueblo y
saludamos al mundo.

Le contesté con versos de Walt Whitman:

    O take my hand Walt Whitman!
    Such gliding wonders! such sights and sounds!
    Such join’d unended links each hook’d to the next,
    Each answering all, each sharing the earth with all,

Ese pueblo adolescente y colosal ha demostrado una vez más su plétora de
vitalidad. Como agricultores han ganado los norteamericanos justísimos
premios; como maquinistas e industriales han estado en el grupo de
primera fila; como cultivadores del cuerpo y de la gallardía humana un
Píndaro de ahora merecen sus atletas, discóbolos y saltadores; como
artistas, ante los latinos que les solemos negar facultad y el gusto de
las artes, han presentado pintores como Sargent y Whistler y unos
cuantos escultores de osados pulgares y valientes cinceles. En el
Palacio de Bellas Artes se han revelado nombres nuevos, como Platt, como
Winslow Homer, como John Lafargue, que aparece en la exposición con sus
temas samoanos como el R. L. Stevenson de la pintura. No, no están
desposeídos esos hombres fuertes del Norte, del don artístico. Tienen
también el pensamiento y el ensueño. Los hispano-americanos todavía no
podemos enseñar al mundo en nuestro cielo mental constelaciones en que
brillen los Poes, Whitmans y Emersons. Allá donde la mayoría se dedica
al culto del dolar, se desarrolla, ante el imperio plutocrático, una
minoría intelectual de innegable excelencia. Es tan vasto aquel océano,
que en su seno existen islas en que florecen raras flores de la más
exquisita flora espiritual. (¿En qué país de Europa se superan
publicaciones como el _Chap Book_?) Whistler ha contribuido con su
influencia a una de las corrientes en boga del arte francés
contemporáneo. En la poesía francesa modernísima dos nombres principales
son de dos norteamericanos: Villié-Griffin y Stuart Merrill. Los yanquis
tienen escuela propia en París, como tienen escuela propia en Atenas.
Entre esos millones de Calibanes nacen los más maravillosos Arieles. Su
lengua ha evolucionado rápida y vigorosamente, y los escritores yanquis
se parecen menos a los ingleses que los hispano-americanos a los
españoles. Tienen «carácter», tienen el valor de su energía, y como todo
lo basan en un cimiento de oro, consiguen todo lo que desean. No son
simpáticos como nación; sus enormes ciudades de cíclopes abruman, no es
fácil amarles, pero es imposible no admirarles. ¡Soberbios cultivadores
de la fuerza! Sus escultores parecen en este certamen sus intérpretes;
han enviado en bronce fuertes tigres, magníficos leones; Mac Monnier, el
ímpetu dionisíaco en una bacante y la libertad de la naturaleza en un
grupo de caballos; French, al bueno y fundamental Wáshington; St.
Gaudens, al bizarro Sherman, y a un puritano; una mujer, miss Herring,
su parte de poesía, simbolizada en _Eco_. Allá, en el palacio de la
decoración, mobiliario e industrias diversas, sus muestras dicen el
gusto conquistado, el _home_, que ama la comodidad y lo confortable, el
lujo, la novedad del estilo moderno, la persecución de lo elegante; sus
orfebres y plateros asientan la fama de tales labores en el país caro a
Tiffany; sus relojeros compiten con los finos franceses y los hábiles
suizos. En el palacio de la Electricidad, como en el anexo de Vincennes,
el país de Edison, conserva su prepotencia aunque la fuerte Alemania se
la disputa y en opinión de muchos se la gana. País que trabaja bien, se
nutre bien; así en el grupo de agricultura y alimentación esos
vigorosos trabajadores son ciertamente dominantes.

Han traído mucho y han traído bueno. Bajo los arcos de la soberbia
galería están _las Campanas de la Libertad_; y se exhibe la flor de lo
que produce la rica tierra del norte, de Chicago a Frisco, del Oregón a
Lusiana, de Nueva Orleáns a Nueva York. Están el trigo profuso que teme
hoy a su rival argentino; el arroz y las ricas legumbres, y sus
infinitos maíces, de los que una cocina agregada a la sección compone
platos sabrosísimos que distribuye a los visitantes: sopas de maíz,
guisos de maíz, postres de maíz. La gama de los azúcares atrae; las
carnes conservadas, los enormes jamones chicagüenses, el apretado
corned-beef evocan los innumerables rebaños, las vastas praderas del
cowboy, gaucho del yanqui, y esas exposiciones monstruos que de sus
ganados suelen hacer los norteamericanos, como aquella que una vez
celebró en _La Nación_, con su prosa lírica y pletórica, el pobre y
grande José Martí, en una correspondencia que se asemeja a un canto de
Homero. Traen vinos californianos, café, te y cervezas; y grandes
troncos de sus bosques y manzanas, cananeas, y granjas en miniatura, que
son juguetes, en donde los hombrecitos de zinc, guían caballitos de
cinc, que arrastran máquinas agrícolas sobre campos de _papier mâché_,
todo movido por mecanismo que instruye a los grandes y divierte a los
chicos. Allí hay nuevos arados, nuevas segadoras, y otros inventos que
perfeccionan y facilitan el cultivo de la tierra.

En el palacio de las Artes Liberales muestran el estado de su enseñanza,
vistas de sus escuelas primarias y secundarias, fotografías de sus
universidades, exposición de sus interesantes métodos, sus edificios
ricos y elegantes, sus jardines y parque, sus instrumentos de cirugía,
sus planos y mapas, y sus grupos de estudiantes, en sus ejercicios,
nutridos de ciencia y fuertes de sport, helenistas y remeros, y que van
con Aristóteles y Horacio a una partida de football. Y allá en
Vincennes, al lado el velódromo municipal, en una construcción propia,
una verdadera montaña de hierro y acero, en movimiento, propaga la
expansión fabril e industrial de la nueva república anglosajona, y la
potencia sorprendente de sus fraguas ciclópeas.

En la sección francesa de la exposición, en el palacio de bellas artes,
ante la _Salomé_ de Gustave Moreau, una mujer rubia, de fascinadora
elegancia, de una belleza fina y fuerte a la vez, se detiene. Largo rato
está, como poseída de la evocación, como penetrada del ambiente fabuloso
de la mágica realidad del poeta. Su mirada, su atención a la música
pictórica, su apasionado admirar, son de un espíritu muy sutil y culto.
Las gentes pasan, pasan, y se agrupan ante los militares de Detaille, o
ante las flores de la Sra. Lemaire. La rubia, cuyos ojos son divinamente
azules y cuyos labios son floralmente rojos, la bella intelectual que
esta magnetizada, clavada por la virtud del genio lleno de prestigios
que se revela en la obra del aristocrático pintor, como de esas raras y
sublimes estatuas de carne femenina, que habita por excepción un alma
de sensitiva y de soñadora: esa mujer exterioriza su alcurnia espiritual
y ante el artista es una princesa por derecho propio. Esa señorita es
una ciudadana de los Estados Unidos.

En un bar elegante. Mientras «esas damas» ríen y gallinean ante sus
botellas de champaña helado, y en sus sillas altas unos cuantos ingleses
conversan con el barman y apuran sendos vasos de whisky and soda, y en
las mesitas contiguas un mundo de alegres internacionales celebra los
placeres parisienses, entra un hombre rojo, robusto, muy robusto, con
una gran rosa en la solapa del frac, un gran brillante en un gran
anillo, y un gran habano en la gran boca. Saluda a dos conocidas y se
sienta a su lado. El barman le sonríe, el gerente le sonríe, el patrón
le sonríe, y «esas damas» le acaparan con los ojos. El fuerte varón,
gran bebedor delante del Eterno, y gran comedor, pide sandwiches, pide
porter, pide champaña y todo desaparece en su persona inmensa. Mira a
todo el mundo como sobre un pedestal. Su cara congestionada, de
gladiador que fuese cochero, refleja una suma convicción de soberanía.
Se habla de monedas y muestra luises, libras, águilas americanas. Se
habla de billetes, y compara un grueso paquete de azules del Banco de
Francia, con otro grueso paquete de espaldas verdes. Todos le observan.
Al rato, pide más champaña, se lo bebe en dos sorbos, paga, da una
respetable propina, se levanta, dos estupendas pecadoras se prenden a
sus brazos, y sale contento, augusto, brutal, colorado, gordo,
admirable! Ese es un ciudadano de los Estados Unidos.

En el concurso atlético. Los franceses han ganado la carrera de Maratón,
que en los juegos de Atenas fué lograda por un griego. Va a tirarse el
disco, va a lograrse el campeonato del mundo en ese _ludus_ antiguo, y
los griegos no encuentran rivales en el bando internacional, cuando se
presenta un joven, vivaz, hermoso, de hermosura clásica, casi
adolescente, de impecable anatomía apolónica, propio para ser trasladado
a un cuadro de gracia natural y primitiva por Puvis de Chavannes. En
cuanto los griegos le miraron tomar el disco, con el mismo ademán y la
misma planta que el discóbolo del Louvre, y con una agilidad y
elasticidad de miembros que maravillaban, se consideraron vencidos.
Triunfó en efecto el joven extranjero, triunfó serenamente y sin fatiga.
Ese joven pindárico, es un ciudadano de los Estados Unidos.

Después que Sada Yacco, la prodigiosa artista japonesa ha dado la
sensación de su extraña muerte, en _La Geisha y el daimío_, la sala del
pequeño teatro de la Rue de París, en la Exposición, queda en la
obscuridad, mientras una música discreta impregna de armonía el recinto.
Permitid que deje la palabra al recientemente malogrado Albert Samain,
pues sus versos franceses son un regalo exquisito:

    Dans la salle en rumeur un silence a passé...
    Pannyre aux talons d’or s’avance pour danser.
    Un voile aux mille plis la cache tout entière.
    D’un long trille d’argent la flûte la première
    L’invite, elle s’élance, entrecroise ses pas,
    Et, du lent mouvement imprimé par ses bras,
    Donne un rythme bizarre à l’étoffe nombreuse,
    Qui s’élargit, ondule et se gonfle et se creuse,
    Et se déploie enfin en large tourbillon...
    Et Pannyre devient fleur, flamme, papillon!
    Tous se taisent; les yeux la suivent en extase.
    Peu à peu la fureur de la danse l’embrae.
    Elle tourne toujours; vite! plus vite encore!
    La flamme éperdûment vacille aux flambeaux d’or!
    Puis, brusque, elle s’arrête au milieu de la salle;
    Et le voile qui tourne autour d’elle en spirale,
    Suspendu dans sa course, apaise ses longs plis.
    Et se collant aux seins aigus, aux flancs polis,
    Comme au travers d’une eau soyeuse et continue,
    Dans un divin éclair, montre Pannyre nue.

Panira de los talones de oro, esa figura deliciosa que el lírico
ceramista ha dejado magistralmente «en los flancos del vaso», Loïe
Fuller, en fin, es una ciudadana de los Estados Unidos.

En la nave del templo, sobre el aristocrático silencio, se alza en el
púlpito la figura severa de un orador, vibra su voz, en excelente
francés, regando frases bravas, frases generosas, palabras vibrantes,
oraciones de medula, razones, consejos cuerdos, doctrinas evangélicas
que enseñan una paz y una libertad ecuménicas. Las viejas marquesas del
faubourg Saint-Permain le oyen gustosas. Las elegantes damitas de los
cotillones se encantan con el sermón, con el discurso de ese prelado de
un país extranjero, cuyo nombre famoso va entre inciensos y rosas, por
los salones y por los Periódicos. El sacerdote dice a los franceses:
«Uníos, amad sobre todo a vuestra madre Francia; dejad vuestras luchas
interiores y consagraos a una saludable obra común.» Sus sentimientos se
propagan en entusiásticos períodos que los oyentes encuentran
admirables. El predicador es un orador, y un orador de primer orden. En
cierta ocasión, el discurso brota con mayor aliento, con gracias y
virtudes superiores; el gesto es magnífico, la voz conmueve y levanta a
la asamblea; y el lugar sagrado, el sacramento desde el altar lleno de
oro y de cirios, la solemnidad de las ceremonias anteriores, la dignidad
de los nobles asistentes, nada impide que en varios pasajes, la oración
sea aplaudida, como en un congreso, y al final, estalle con ruido la más
suelta ovación para monseñor Ireland. Ese obispo sonoro es un ciudadano
de los Estados Unidos.

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RODIN

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I

1.º de Julio de 1900.

Antes de visitar la exposición Rodin he leído todo lo que del gran
artista y su obra se ha publicado, desde los ditirambos de los que le
juzgan un dios, hasta los ataques en que se declara poco menos que un
imbécil. La bibliografía rodiniana es ya bastante considerable. Luego,
me propuse apartar de mi mente todas esas opiniones, ir sin prejuicio
ninguno, a entregarme a la influencia directa de la magia artística,
poniendo tan sólo de mi parte, el entusiasmo y el amor que guardo por
toda labor mental de sinceridad y conciencia, por todo osado trabajador,
por todo combatiente de bellos combates. Después de mi primera visita,
volví varias ocasiones. Una sola estatua me ocupaba a veces una hora
larga.

Quería oir la voz misteriosa de la plasmada materia, el canto de la
línea, la revelación del oculto sentido de las formas. Me atrevo a
decir--no sin cierto temor--, que comprendo a Mallarmé--en Madrid, me he
sublevado contra los que no entendían la música de Vincent D’Indy; he
leído a Rene Ghil, sacando algún provecho, cosa que parece bastante
difícil; soy apasionado de Odilón Redon, de Toroop, de Rops; he
publicado un ingenuo libro de admiración que se llama _Los Raros_...
Pues bien, al hacer mi suma de impresiones sobre la obra de este potente
escultor, indudablemente el primero de su tiempo, estoy desconcertado.
Los críticos de arte no me han servido para maldita la cosa, sino para
amontonar a los ojos de mi pensamiento innumerables contradicciones.
Ante ellos la obra rodiniana es como esos barriles de los
prestidigitadores, que por una sola espita dan el licor que place a cada
cual. Hay en ella lo que se le antoja a no importa quién. Es el caos y
es el cosmos. El uno habla de la filosofía; el otro se ase al generoso
símbolo; el otro encuentra su manía social; el otro su visión ocultista.
Yo expondré, con toda la transparencia de que me siento capaz, este
resumen: he hallado a dos Rodines: un Rodin maravilloso de fuerza y de
gracia artística, que domina a la inmediata, vencedor en la luz, maestro
plástico y prometeico encendedor de vida, y otro Rodin cultivador de la
fealdad, torturador del movimiento, incomprensible, excesivo,
ultraviolento, u obrando a veces _como entregado a esa cosa extraña que
se llama la casualidad_. Procuraré explicarme.

Al contemplar la mayor parte de esas esculturas, rudos esbozos, larvas
de estatuas, creaciones deliberadamente inconclusas, figuras que
solicitan un complemento de nuestro esfuerzo imaginativo me preguntaba:
¿dónde he visto algo semejante? Y era en las rocas de los campos, en los
árboles de los caminos, en el lienzo arrugado, en las manchas que la
humedad forma en los muros y en los cielos rasos, o en la gota de tinta
que aplastáis entre dos papeles. Esto último resultó súbitamente a mi
vista delante de algunos dibujos del maestro que han sido apuntes y
documentos para la realización de formas esculpidas y plasmadas.

Una página de Eugene Carrière vino en mi ayuda. «El arte de Rodin, dice
el gran pintor, sale de la tierra y a ella vuelve, semejante a los
bloques gigantes, rocas o dólmenes que afirman las soledades, y en cuyo
heroico engrandecimiento se ha reconocido el hombre. La transmisión del
pensamiento por el arte, como la transmisión de la vida, es obra de
pasión y de amor. La pasión, de que Rodin es el servidor obediente, le
hace descubrir las leyes que sirven para expresarla, es ella la que le
da el sentido de los volúmenes y de las proporciones, la elección del
relieve expresivo.

«Así la tierra proyecta sus formas aparentes, imágenes, estatuas que nos
penetran del sentido de su vida interior. Son esas formas terrestres las
que fueron iniciadoras verdaderas de Rodin.» Se trata, pues, desde
luego, de un gran espíritu libre, cuyo director es la naturaleza misma.
Al pasar la cordillera de los Andes, ¿no habéis visto los colosales
frailes de piedra que en la roca viva ha esculpido un cíclope y divino
escultor? Ese es el maestro de Rodin. Éste persigue conscientemente el
arte inconsciente de la naturaleza. Tal figura suya os trae a la
memoria el bifurcado tronco de un árbol; otra, el gesto extraño que las
aguas han labrado en una piedra, a la orilla del mar; otra, los
caprichos que chorrea en amontonadas estalactitas, la cerca de un cirio.
Lo que se manifiesta más imperiosamente es el don singular de poner en
esas formas, una suma de vida que al contemplador causa un insólito
pasmo. Mas confieso que hay muchas obras delante de las cuales el
pensamiento no encuentra vía. Algunas figuras en su preconcebida rudeza,
en obligadas posiciones y con el procedimiento rodiniano que descuida el
detalle, me despertaron la idea de no sé qué vaciados hechos en
desenterradas Pompeyas o Herculanos.

La prensa, las distintas interpretaciones de los críticos de arte, y las
exageraciones del snobismo, causaron a Rodin bastante daño. Se ha
querido y se ha conseguido que su obra excéntrica prive sobre su obra de
claridad vibrante, de vigor plástico indiscutible, que no entraña más
que la formidable omnipotencia de la belleza, sobre todos los
procedimientos y sobre todas las escuelas. Mirbeau ha tenido razón, los
señores de la crítica han dicho lo que se les ha antojado, menos que
Rodin es un artesano genial, que en su oficio, y en su consagración
realiza el milagro sin imponerse tareas sociales, mitos trascendentes,
fórmulas esotéricas. Claro es y es sencillo, que todo espíritu
investigador, y sobre todo, el imaginativo, puede sacar lo que quiera de
esa misteriosa e inextricable complicación de formas y de movimientos.
El milagro es la revelación subitánea de la vida, el encuentro en la
materia, de la voluntad humana, del designio del artista, con la
voluntad suelta y el designio de la naturaleza, que tiende a decir su
secreto, a formular su íntima esencia. Si Rodin no fuera Rodin, habría
franqueado el paso de lo sublime a lo ridículo. Felizmente para él, no
le invade la «literatura». Es un dedicado, un consagrado a su caza de
gestos, a su persecución de actitudes. Lo que no se puede poner en duda
es su sinceridad, su lealtad al arte. A lo más se podría suponer que la
influencia de sus intérpretes literarios y la humareda de la lucha
intelectual encendida alrededor del _Balzac_, le han afianzado en su
propósito de firmeza en el choque deliberado con el ambiente normal que
le rechaza. Él obliga a inclinarse ante su fuerza, ante su estupendo
gozo dionisiaco. Aplico la palabra en el sentido nietzschiano; pues si
Rodin demuestra una innegable tendencia a lo _feo_, ello vendrá de lo
que Nietzsche denomina _la necesidad de lo feo_--absolutamente
griega--«la sincera y áspera inclinación de los primeros helenos hacia
el pesimismo, hacia el mito trágico, hacia la representación de todo lo
que hay de terror, de crueldad, de misterio, de nada, de fatalidad, en
el fondo de las cosas de la vida». Espíritu aislado, como todos los
grandes, va solo. «Es de la raza de los que _marchan solos_», dice de él
un severo y apostólico artista, Jean Paul Laurens. Además, su armadura,
a los golpes de los que le atacan, resuena con hermoso resonar. Está
construída de lógica, a martillazos ciclópeos. Lo que constituye su
talón aquíleo es su tácita sujeción a la idea de los críticos
oraculares, el querer hacer símbolo e intelectualismo, cuando su fuente
propia está en el sentimiento, en un gran sentimiento, y en la pasión,
en una gran pasión. Es el divino escultor del _Beso_, el robusto creador
de los _Burgueses de Calais_.

Por la tanto, os perturban, os desconciertan, labores como ese _Genio
del Reposo eterno_, que encontráis frusto e incomprensible, sobre todo
cuando recordáis el Praxiteles del Louvre en idéntica interpretación.

Entre árboles que la primavera anima está la casa en que el maestro ha
juntado su producción: entre árboles, como un templo antiguo de Grecia.
Hay días de moda, los viernes: «--¡Oh, marquise!--¡Oh ma chère!» Entra
baste gente y los ingleses, como ya lo debéis suponer, abundan. Hay
quienes sonríen, desde la entrada, como si entraran a un lugar vedado, y
quienes tienen aire de decir a la humanidad toda: «¡Ah, imbéciles! entro
en mi casa».

Ya en el interior, comienza la lucha de sensaciones.

Al pasar, sentís cómo os asen las manos de la vida, cómo os penetran los
ojos, cómo os envuelve el aliento. Súbitamente, al entrar, _la Guerra_.
Se ha hablado al tratar de ella, de la victoria de Samotracia como único
parangón. Pero, ante todo, debo declarar que no concibo en Rodin un
representativo del espíritu griego; Rodin no tiene de Grecia más que el
concepto de la tragedia; es la máscara trágica la que le obsede. Vida,
sí; pero _humana_, mientras en el arte puro griego existe la imposición
de la vida _divina_. Ahí está la suprema particularidad de Rodin, en
haber buscado y encontrado la fórmula de todo lo que el cuerpo humano
tiene de extraño, en el movimiento, en el gesto, en la certificación de
la vida. Pero no hay en él la virtud olímpica de Fidias, de Proxíteles,
de los antiguos maestros helenos. Se comunica con los dioses inferiores.
Una náyade, un fauno, una sirena, son suyos; mas con Júpiter o Apolo, se
desequilibra. Cuando ha querido representar a Apolo, lo ha concebido
soberbiamente, sobre las hidras, esparciendo la luz, creando las ideas;
y la ejecución nos ha dado un muchacho agradable que no nos convence en
su excelente mímica, de ser la encarnación de tan estupendo símbolo. La
culpa es del predominio absolutamente humano y realista que existe en la
obra de Rodin. La _Guerra_ es de pequeñas dimensiones, y, como os he
dicho, está a la entrada. Cuesta, indudablemente, detenerse, y no pasar,
de modo sumario, a ver la gran masa blanca, el esfídgico volumen, la
piedra de escándalo, el _Balzac_, que advertís en el centro de la sala,
entronizado dominador. Y la _Guerra_, es de fuerte magnificencia. Esas
dos figuras, el genio clamoroso y el combatiente caído, son dignos
liminares de la exposición. Os certifican la influencia del genio, o si
queréis mejor, del estupendo _instinto_, las soberanas anatomías,
vibrantes de una idea simbólica y trascendente. Los brazos del genio
abarcan toda la furia humana. Hasta el detalle del ala doblada, expresa
el soplo de tempestad. El soldado musculoso que cae herido, dice la
muerte y el desastre. Luego, os detiene una muchedumbre de figuras y
figuritas como inacabadas, como proyectadas, y que sin embargo, se
expresan definitivas. Y os cuesta convenceros de que sea el autor de
esos caprichos minerales, de esas bizarras cristalizaciones, el mismo
que ha hecho la bellísima _Edad de bronce_ que erige su espléndida
desnudez en el jardín del Luxemburgo.

¿Qué se os incrusta, sobre todo, en el cerebro, en medio de la
contemplación? La obsesión de los elementos sexuales. Siendo el amor la
ley de lo inmortal, Rodin lo clama a cada paso, hijo de la tierra,
formulador de expresiones. Una cabeza de mujer, sugiere, en el mármol,
la supremacía del abrazo, el límite del gozo. La vaga sonrisa, la
revelación facial, son el poema. En _l’emprise_, es la victoria de la
fuerza masculina en la conquista amorosa; eso es rudo, primitivo,
elemental. Un fauno corre por el bosque--vosotros evocáis el bosque o
rememoráis el verso de mi muy querido amigo Moreas:

    Hier j’ai rencontré dans un sentier du bois
    Où j’aime de ma peine á rêver quelquefois...

un fauno corre por el bosque llevando a una ninfa; es todo el pillaje
selvático, la franca y alegre lujuria bajo el imperio de Dionisio. En
otro grupo es la mujer, presa de las potencias amorosas la que vence al
hombre. La osadía de las líneas canta la derrota del macho y al propio
tiempo su victoria. Otro fauno porta a otra mujer, en un impulso
glorioso. Y los motivos y los sujetos poemales se suceden. Venus y
Adonis moribundo; sirenas y un tritón, que hacen comparar esta poesía
escultórica de Rodin con uno de los más bellos y valientes cuadros de
Boeklin; y un sinnúmero de intenciones y documentos plasmados:
mujercitas de yeso con los pies para arriba, o acurrucadas, o en
posiciones imposibles; martirizados torsos, lazos inextricables de
brazos, de piernas; una faunesa que a primera vista os parece una rana;
sobre un gran libro una funámbula de Liliput. Y no halláis qué pensar.
Aquí decís: «este hombre es supremo»; y allá: «a este hombre le gusta el
_titeo_»; y más allá: «este hombre es un genio»; y más alla: «este
hombre está loco». Digo la verdad de mi impresión.

Y sátiros y más sátiros, y mujeres desnudas y más mujeres desnudas. Todo
sincero, leal, franco, sin maldad, sin perversidad.


II

Así como para comprender en toda su intensidad la obra musical de
ciertos autores, hay que escucharla varias veces y formar con ella una
especie de intimidad mental, una escultura de Rodin invita y obliga a
mirarla mucho y muchas veces. He pensado en una escultura «di camera»,
como se ha hablado de una literatura «di camera». Hay, pues, fuertes
razones para que Rodin no sea accesible a la muchedumbre y, por lo
tanto, que sus obras monumentales escollen. Los monumentos son hechos
para las muchedumbres. La muchedumbre gusta de los grandes conceptos
claros, de la retórica y de la oratoria. Un soneto de Mallarmé o un
cuento de Poe no son para recitados en público.

Así, la belleza de cierta parte de los trabajos rodinianos es para
iniciados. A primera impresión, un visitante que no tenga prejuicio
artístico y que se detenga delante de algunas estatuas, no verá nada. La
muchedumbre, por su parte, no comprendería, en absoluto. La simbólica de
los decoradores de la Edad Media era interpretada, en los muros de los
templos, en las tallas de las catedrales, en altares y puertas, por un
pueblo cuya alma sencilla tenía fe, tenía esperanza e ideales.

La muchedumbre, la _foule_ moderna no posee ese sentido de comprensión,
envenenada de democracia, de charlatanería libresca y trabajada por
todos los apetitos.

Surge ante mi vista el blanco menhir. Conozco la historia. Si algún
_parti pris_ tengo, es el de la admiración, el de la pasión intelectual.
Y lo que brota en mi mente, primero, es la idea de que estoy delante de
un _fantasma_.

Esto evoca las fotografías espiritas y las figuras de los malos sueños.
Y todos los artículos de revista y la decidida voluntad de admirar, no
impiden mi temorosa incomprensión, y el vago miedo de que estuviese
envainada mi personalidad en la piel de un filisteo. No, decididamente,
después de tomar por varios caminos, no entiendo del todo. Se trata de
la más plástica de las artes. ¿Para qué haber modelado de antemano con
loable tenacidad anatomía del autor de la _Comedia Humana_ para venir a
presentar esa cara deforme y esos grandes pies que se escapan de esa
salida de baño? Miro de frente, y un profundo respeto por el genial
artista no contiene la vaga sonrisa que se escurre a la violenta
imposición de un aspecto de foca. ¡Deliberadas faltas de ortografía del
Arte! _M’introduire en ton histoire..._ Miro detrás y la masa inclinada
clama por un puntal. Miro de lado y el dolmen elefantino se obstina en
no querer revelarme su secreto. Entonces, con resolución completa, no me
acepto a mí mismo, me increpo y me llamo en alemán _bildungphilister_,
para castigarme por el lado de Nietzsche. Persisto en creer en la
lealtad de Rodin. Sacerdote de la síntesis, nos habrá querido dar la
esfinge moderna o la fórmula de un arte futuro.

Sus amigos de exagerado entusiasmo han aumentado la bruma sibilina, por
sus distintas maneras de explicar, por sus contradicciones y por sus
feroces ataques al simple burgués y al artista o crítico que no piensa
como ellos. André Veidaux propone como lógica suprema, como medio de
convencimiento decisivo, los puñetazos. El dulce anarquista llama como
eufemismo, a tal sistema, «discurso atlético.» Confieso que no me
complace mucho el box como _última ratío_ artística.

Cuenta León Maillard que cuando se inauguró el monumento de Claude
Gelée, un senador exclamó: «Nosotros encontramos mala esta estatua, y
sin embargo, no somos bestias.» No suelen ser propiamente los senadores
jueces en asuntos intelectuales; pero el ser senador no excluye el tener
talento o buen gusto. Hugo lo fué; y un bibliotecario del senado hubo
aquí que se llamó Leconte de Lisie. La frase del senador de Maillard la
han repetido infinitos visitantes a la exposición Rodin...

Insistiré sobre la dificultad de que la estatuaria monumental rodiniana
llegue a tener éxito a los ojos de las ciudades. No me refiero a joyas
armoniosas que habría podido bañar con su luz el cielo griego, como la
_Edad de Bronce_, o el _San Juan Bautista_. El monumento a _Claude
Gelée_ es una maravilla de concepción, y sin embargo, costó mucho que
fuese aceptada por la ciudad de Nancy. Los _Burgueses de Calais_, poema
de poemas de fuerza, cuyo conjunto es la obra compuesta más conmovedora
que se pueda contemplar y cuyas figuras aisladas son otras tantas obras
maestras--entre todas el portallave, cuyas piernas se afirman en tierra
con viviente energía y en cuya faz se revela el sencillo heroísmo
doloroso--tuvo también grandes dificultades municipales. El primer
_Víctor Hugo_ no fué aceptado.

El segundo, soberbio de grandeza, ser hecatonquero, pensativo gigante
lírico que oye la voz de los elementos, creemos que será erigido
triunfantemente: excepción. El _Balzac_, ya conocéis el escándalo que
produjera cuando fué exhibido por primera vez. La _Patria vencida_, o
el genio de _La guerra_ no fué aceptada en el concurso a que se
presentó. Ignoro cómo en los Estados Unidos fué recibida la estatua del
general Lynch; pero en la _maquette_ que he visto, no encuentro ni el
genio raro del autor, ni la gracia elegante de un Carrier-Belleuve. Se
habla de un monumento a _Vicuña_, en Chile. No hay aquí de él ni
_maquette_, ni fotografía.

En cuanto al _Sarmiento_, que ha despertado en Buenos Aires las mismas
tempestades que aquí el _Balzac_, no me es posible deciros nada. Aquí se
exponen varias fotografías. Conozco las distintas opiniones de la prensa
argentina, los rudos mazazos del Sr. Groussac, los líricos y sutiles
comentos de Eduardo Schiaffino y la necesidad de vigilancia policial
para librar el monumento de la indignación iconoclasta. No me ha
ruborizado esto último; aquí se ha hablado de amenazas semejantes, así
sea por boca de humorista.

Los que han visto el _Sarmiento_, admiran la obra, sobre todo el
pedestal, el Apolo. André Veidaux dice de él en un reciente estudio
sobre el estatuario: «Pronto va a enviar al Sur de América el bronce del
presidente _Sarmiento_, cuyo pedestal, un altorelieve de Apolo, es una
cosa maravillosa de decoración, un prodigio desconcertante de gracia
olímpica y de brillante juventud. Espanta de arte este efebo bañado de
luz y de belleza...» Opinión francesa. Ved ahora una inglesa, de Arthur
Symons, el exquisito escritor y crítico de ultra Mancha: «Pero siempre,
en el mármol, en el menor boceto de barro, existe el éxtasis. A menudo
es un éxtasis perverso; a veces, como en la radiosa figura que abre de
par en par las puertas de las montañas, sobre el pedestal de la estatua
del general Sarmiento, es un puro gozo...»

Ernest Lajeneusse, a quien he pedido su juicio sobre el particular, me
dice: «No es extraño, querido compañero, lo que ha pasado en su ciudad,
Buenos Aires, con el Sarmiento, pues ya en la mía pasó hace ocho años
algo análogo, que sin duda habéis olvidado, y que quiero en dos palabras
recordaros: En 1892, Rodin ejecutó para una plaza de Nancy, una estatua
de Claude Lorrain. La estatua pareció muy mala, y el pedestal pareció
peor.

Las discusiones locales de la prensa envenenáronse poco a poco, y tanto
defensores como enemigos fueron poco hábiles, exaltando el sentimiento
popular hasta conseguir que las masas amenazaran destruir el monumento.
El pedestal, sobre todo, desconcertó a mis paisanos. Nadie sabía ver en
el carro romano tirado por una cuadriga y conducido por Febo, un símbolo
aplicable al genio de nuestro gran pintor de marinas.

Rodin quiso explicar su pensamiento diciendo que aquel carro era la
representación de la Luz triunfante. Ahora, ha querido aplicar el mismo
Febo, Apolo, a vuestro Sarmiento, quien, según me lo pintáis, fué un
gran educador y director de pueblos. Por mi parte, admiro a Rodin, como
Clémenceau admira la revolución francesa; _en bloc_. Admiro en él lo
claro y lo obscuro, lo definido y lo indefinido y también lo
atormentado y lo que apenas es un signo. No creo que haya otro modo de
admirarle.»

Y el poeta Jean Moreas: «Querido poeta, no me interesa mucho ese asunto
Rodin. Soy amigo del estatuario, pero no me pasmo de admiración ante su
obra. Rodin es un albañil (_maçon_) genial. Su talento es superior al de
todos los otros escultores. Buenos Aires, y cualquier ciudad, debe estar
contenta de poseer un monumento firmado por él. Vuestro.--_Jean
Moreas._»

Viendo el _Pensamiento_ de Rodin, he pensado que más que Apolo, vencedor
de las tinieblas, habría quedado como un hermoso símbolo, en el pedestal
de la estatua, aquella admirable obra maestra. La cabeza bella de vida
interior, que surge del bloque puro, en donde está aún aprisionado el
cuerpo que ha de surgir a plena luz, lleno de movimiento y listo para la
acción.

Recuerdo también algo que me refiriera en el taller de Víctor del Pol,
en Buenos Aires, el nieto del ilustre luchador, Augusto Belín Sarmiento.
El grande hombre alguna vez que se hablara de su estatua delante de
él--¡oh, él estaba seguro de ella!--exclamó: «¿El mejor monumento que se
me podría levantar? Ir a la Cordillera y arrancar un buen pedazo de
picacho andino, y traerlo a Buenos Aires y plantarlo en donde quisieran.
En la piedra bruta, en la roca viva, grabar _Sarmiento_; y nada más.»

Y a fe que el gran original tenía razón.



OOM PAUL

[imagen]

Noviembre 27 de 1900.


Quien ha presenciado estos espectáculos no los podrá nunca olvidar: la
llegada del varón provecto semiprimitivo a la tierra de la cultura, y la
capital ática loca de atar por el viejo boer boyero, cuya pesada alma
hugonota exprimida por la mano de París ha dado su jugo de lágrimas,
como la roca aceite en el rudo versículo bíblico. Yo fuí a Marsella a
ver arribar el Gelderland en triunfo, y vi a Marsella vibrante como una
cigarra, recibir al anciano capitán náufrago que viene a Europa a probar
la última esperanza mientras su barco se hunde. La nave de Guillermina
entrando al puerto entre barcos empavesados, las salvas del saludo, los
gritos y aclamaciones de una multitud en delirio, los vendedores de
periódicos, himnos y retratos, la alegría meridional frente al mar azul,
las damas en los muelles agitando sus pañuelos y los hombres sus
sombreros... todo para un vencido. Cuando apareció la figura del viejo
Krüger, noble rostro de león, que en nada se parece a esa cara de gorila
canoso que han multiplicado las ilustraciones, un trueno de voces
resonó en toda la costa. La sonora e hirviente Cannebière estaba animada
de manifestantes; las banderas republicanas se agitaban; Marsella clara
y griega, se abría al gozo y al entusiasmo, lírica granada como la de
los versos de Roumanille; los marselleses cantaban la Marsellesa; todo
era bullicio y ardor ante esa seca alma bátava, nutrida de savia
protestante, tan ajena a la gracia y al vuelo franceses, y que debe
haber estado más que conmovida, sorprendida ante la recepción de esta
gente ruidosa y solar.

Y era toda la Francia unida para saludar al que viene encarnando una
idea, un símbolo: la justicia. Después de la bienvenida de Marsella y la
voz del poeta Mistral que envió desde su Provenza palabras conmovidas:
«Con mi veneración, con mi admiración profunda saludo al presidente
Krüger en Marsella. De pie, a la entrada del nuevo siglo, ese patriarca
aldeano representa hoy, representa solo, la dignidad humana en su más
alto aspecto. Con los brazos alzados al cielo, él ha sostenido, como
Moisés, la esperanza y la fe de su pueblo, contra el invasor insolente.
Todos aquellos cuyo corazón palpita a la vieja palabra de justicia, a la
vieja palabra de patria, se inclinan delante de Krüger, conductor y
profeta del santo pueblo boer.» Felicísima la comparación con Moisés...
Díganlo la figura de vejez fuerte, el espíritu de la Biblia que precede
a esas tribus combatientes; las familias errantes con sus rebaños en un
éxodo desgraciado; pero, sobre todo, el Becerro de Oro que aparece,
causa y fin de toda la sangre vertida y de todo el dolor causado, el
ídolo de la Chartered, fundido por Cecil Rhodes y visto a través del
_monocle_ de Chamberlain.

Después de Marsella, saludó Avignón, luego Lyón, luego Dijón, luego
París. ¡Curioso contraste entre el pueblo y el presidente!

La entrevista con Loubet ha sido singular. Es algo como el saludo del
que va a morir: el triunfo, no obstante, de la fórmula, el apogeo del
protocolo, para resultar en suma de cuentas: «Siento mucho vuestras
desventuras, pero estáis condenados a perecer. El mundo civilizado os
admira, celebra vuestro valor y lamenta vuestras desgracias; pero no se
puede hacer más, y estáis ya entre las quijadas del león». Hay algo en
esas consolaciones de última hora y lisonjas en capilla, de los
discursos suntuosos al guillotinado por persuasión. «Que os lleve el
diablo; pero morís muy bien y el universo os aplaude». Serían de ver los
pensares ocultos de Tío Pablo cuando ha entrado al Elíseo entre el
brillo de las corazas que hacen los honores reglamentarios a los reyes,
las vistosas libreas palatinas, el lujo oficial que se emplea para el
cha, o para Jorge, o para Leopoldo, mientras él viene, rústico Néstor, a
demandar una limosna de justicia. Y cuando Loubet--_très pâle_ dice un
periódico--le dice sus consuelos platónicos, Krüger todavía le habla de
Dios, le habla de su fe, de su confianza en la justicia suprema, con
palabras simples que en su duro holandés de hierro muestran su espíritu
patriarcal alimentado de salmos.

Y el pueblo de París... El tiempo estaba lluvioso, el bulevar inundado
de gentes. Abriéndome paso en un bosque de paraguas llegué a colocarme
en buen puesto el día de la llegada del jefe transvaalense. La
muchedumbre se apretaba en los alrededores, los cafés no podían contener
a los parroquianos. Aquí, allá, cantores ambulantes cantaban versos al
_père_ Krüger con música de aires conocidos. Muchachas guapas pasaban
con los colores del Transvaal en los corpiños y los del amor de París,
en las mejillas. París loco, loco de atar, por el viejo boer boyero,
sacaba todos sus brillos a relucir y ponía todas sus cuerdas a vibrar. Y
no había sino una confusión de cosas; y todas las opiniones y todos las
partidos se juntaban para dar los buenos días de París al recién
llegado. Es la primera vez en que nacionalistas y dreyfusards se han
unido en idéntica comunión, mientras estaban ya listos los besos de la
princesa Matilde para los nietos del patriarca. Y cuando el clamor
inmenso y tempestuoso asordó el bulevar y llegó en el coche Oom Paul, la
ciudad histérica tuvo un verdadero espasmo. Se alzó el viejo Krüger;
pude verle mejor que en Marsella. No es colosal, como se le ha pintado,
pero de bueno y fornido cuerpo; amacizado de caza y labores rurales; es
el pastor tres veces, pastor de bestias y pastor de pueblos, y pastor
también evangélico, metido en su hopalanda negra, clergyman abuelo, que
cuando no masca su pipa masca a San Pablo, o al santo rey David. Hay un
retrato del Tío que le revela en absoluto leonino, león de África; león
quieto ya, que ha sabido saltar y desgarrar a tiempo, león de combate;
y al propio tiempo león viejo que sueña en vagos horizontes, león que
clava sus anchas pupilas fatigadas en las lejanías de las puestas de
sol. Es el retrato en que está a la puerta de su casa de Pretoria entre
dos regias fieras de mármol. Y las dos fieras de mármol parece que
fuesen copias y representaciones, no de leones libres, sino de animales
de Pezón, domados cuadrúpedos carniceros, fieras de feria que se
humillan al pistoletazo y al chasquear del látigo y tienen el cuello
como cuello de buey, para el yugo. Diez yuntas tenía la carreta que
condujera el mismo tío Pablo, diez yuntas de bueyes... A los leones,
mejor antes la muerte de un tiro que sufrir finalmente la supresión del
monte libre y la cadena impuesta. Venerable león que confía en Dios, Oom
Paul debería estar ya convencido de que los sarracenos cuando son más,
muelen a palos a los cristianos, y que, en nuestros tiempos por lo
menos, hasta ahora. Dios no tiene otra ocupación más interesante que
salvar a la reina.

París se ha estremecido, se ha conmovido y ha hecho ver su locura al
mundo una vez más. Es la locura noble de las razas generosas, de las
ciudades cordiales, de los pueblos gentiles y altivos. París sonríe al
pompón y al penacho, y a la flor de lis y al sombrero del Cabito, y al
caballo negro y al _toupet_ blanco; pero París sonríe sobre todo, como
Atenas, como Roma, a las altas ideas y a las acciones magnas. Darío,
será bien recibido en casa de Alejandro. Los pueblos caídos, los héroes
todos que combaten por la libertad, los Kosiusckos, los Garibaldis, los
rojos John Brown, los negros Maceos, los amarillos Aguinaldos, todos los
soldados de todas las naciones que vienen a la ciudad incomparable a
pedir ayuda, o simpatía, la encuentran, la han encontrado, copiosa,
ardorosa, a veces fanática. Los poetas (¡ah, si Hugo existiese, qué oda;
qué carta a la reina Victoria sobre el arbitraje, qué entrevista con
Krüger!) los poetas han hecho sus versos modernísimos como los de Stuart
Merrill, fofos como los del Coppée de hoy; los dibujantes han esbozado
simbólicas alegorías, retratos varios, figuras, paisajes, símbolos
aplicables al suceso famoso; los escaparates de los libreros se han
cuajado de obras geográficas, etnográficas e históricas referentes al
pueblo pastoril y medio bárbaro que ha tenido el valor de oponerse a la
conquista inglesa; en el libro de inscripciones simpáticas han dejado su
nombre aristócratas y obreros; y han ido a visitar al ídolo del momento
los mandarines de la política, los directores de la literatura,
militares y jueces, princesas y damitas apasionadas del Aguilucho de
Rostand o a quienes el orleanismo acaricia. Solamente los socialistas no
se han hecho notar. ¿Por qué?

No hay duda de que Tío Pablo es pintoresco, y que la novelería de la
capital, después de la exposición necesitaba algo fuerte para su
apetito, un aperitivo tal vez para cosas mayores que quizá están ya en
la puerta del siglo que comienza; y en que la innegable antipatía que
existe para el inglés, para el país del _Belerofonte_, para el odioso
vecino de enfrente, hallaría oportunidad de encender sus fuegos, sobre
todo después del contenido ímpetu de Fachoda. El Tío es pintoresco, no
hay duda, con sus anteojos, con su sabia ignorancia, con su Biblia, con
su sombrero legendario que ha sustituído con un «ocho-reflejos», y con
sus nietas rosadas y nietecitos. Para sus nietas, las mejores flores de
los jardines parisienses. Lo merecen estas bellas damas...

       *       *       *       *       *

En _La Nación_ he hablado varias veces de Jean Carrère, desde su famosa
aventura en los levantamientos barriolatinescos del 93. Este poeta, de
la familia de Mistral, todo entusiasmos y todo nobleza, que ha dejado
hace tiempo las rimas por el periodismo, y que ha resultado un
periodista de primer orden, fué enviado recientemente al Transvaal por
_Le Matin_ y ha contado en cartas chispeantes, pintorescas y líricas sus
impresiones sudafricanas. Él nos ha pintado, sobre todo, la rara bravura
de las mujeres boers, que explican la fiereza especial de esos cazadores
de ingleses, de cafres y de búfalos. Elogia sus palabras y sus actos, y
agrega con su tono meridional:--«Eh! eh! savez vous que ces Boers ont
tout simplement des cœurs et des formules de romains!» Las dos boeras
que ya he visto en París, confieso que me han causado gran sorpresa. Con
la general creencia pensaba que no había en la república heroica más que
espesas Cornelias, o gruesas parideras a la suiza, sólo maternidad. Y
rosa y lirio, la Sra. Gutmann me dió a entender con su dulce presencia,
que en Pretoria no huelgan los tesoros de madrigales. Allí en el hotel
Scribe se han dejado, ella y madama Eloff, admirar y _kodakear_ por la
curiosidad parisiense. Bellas como son, con sus ojos pasivos de amorosas
y cumplidas hembras, muestran un aspecto de energía que hace adivinar a
las esposas de los estancieros rebeldes que con su cartuchera terciada
se van en su caballo corredor, de caza o de guerra, a poner la bala
donde fijan el ojo, y saben matar y saben morir, hábiles y esforzados
jinetes como gauchos, resistentes y testarudos como paraguayos.

Para París el alma de Krüger es extranjera, y el pueblo boer no es sino
un pueblo bárbaro. El presidente pastoril no sabe más que lo que le ha
enseñado el libro santo de su religión restricta, y cuando llega a
Francia por la tercera vez, necesita todavía de intérprete. Se admira
como un simple cha del mecanismo de la torre Eiffel, y muestra ante la
civilización latina su instinto nórdico, silencioso y taimado. Es el
retoño africano y colonial del holandés espeso, ante este sutil y ligero
espíritu galo que recorta las ideas con la intención. Está más cerca de
los alemanes que de los franceses, es más bebedor de cerveza que de
vino. Y ese pueblo suyo es un pueblo de vaqueros, sin artes, sin
literatura, sin siquiera un Santos Vega entre sus campesinos, pues no
valen nada ante el natural soplo lírico de la pampa las canciones que ha
intentado improvisar en tarea periodística y aprovechando la
actualidad, más de un afecto al folk-lore; pueblo sin ideales, más que
el ordeñar, el cazar, el sembrar, el engendrar y el sacar riquezas de
las minas (¡lo cual quizá sea de una superior filosofía!...); pueblo de
gentes taciturnas y opacas. No puede en ningún caso--excepto el de la
representación de una idea transcendental y absolutamente humana y
universal--ser visto como un pueblo simpático y fraterno por este pueblo
que tiene sus antecesores en la Hélade y en países y bosques donde los
ruiseñores no sabían de coros luteranos.

Lo que se ve es sencillamente al anciano vencido. Si Lear viniera, el
rey Enrique le daría su ciudad de París, como en la canción que tanto
complacía a Alceste. Y luego, hay el enemigo probable, el enemigo que
mañana puede estar en frente; la amenaza de la isla de rapiña que
enjauló al vencedor del mundo, y que está allí, al otro lado del canal
de la Mancha. Y además, los partidos han aprovechado la venida del
anciano luchador, para tomar como una bandera su nombre, como un torreón
de victoria su figura, esa figura que han aprovechado tanto los
caricaturistas. Y los de la revancha por un lado, y los otros por otro,
han agitado sendas palmas al que llega en nombre de la justicia.

París ha recibido como debía a ese vencido. París sabe lo que es la
interjección de los idiomas bárbaros, París sabe lo que son botas.

¡Ah, ellos han sido fuertes, los boers, han sido invencibles, pequeños
en número, ratón contra gato, gato contra leopardo, azorado caballo
salvaje contra ferrados unicornios! Aun más, ellos han sido _los
superiores_. Porque, como dice el gran poeta inglés cuyo nombre no se
puede pronunciar: «Los ingleses son fuertes porque cada uno tiene una
Biblia; pero los boers son más fuertes porque cada uno tiene una Biblia
_y una escopeta_». Para Krüger la mejor palabra es la de ese admirable
shakespearista del lápiz, Olivier Merson; _Moriamur_. Una cabeza de
Cristo. Prepararse a morir, dejarse morir, ante la injusticia, ante la
fuerza, ante la soberanía de los piratas, ante los cañones mejor
fabricados y ante las codicias mejor dirigidas. Morir, es decir, dejarse
comer. El último filósofo es Niestzche; el último poeta Kipling.
Solamente que en este caso, a pesar de mis simpatías, no puedo dejar de
ver cambiarse la cabeza simbólica y sagrada de Merson, por una cabeza
encornada de diamantes, una dorada cabeza de ternero.

Ante la cual Krüger romperá su Biblia.

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“LA NUEVA JERUSALÉN”

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8 de Enero de 1901.


La primera nieve del año caía sobre París, y yo iba, al amor de su
blancura, a lo largo del bulevar du Port-Royal, camino del templo
neocristiano de Swedenborg, situado en la rue Thouin. Había visto en el
_New York Herald_ que el servicio era público y que se efectuaba el
primero y tercer domingo de cada mes. Luego, la casualidad en la forma
del pintor de Groux me había puesto en contacto con un singular
personaje; artista e iluminado, que pretende nada menos, y sus razones
ha de tener, revolucionar la música en el mundo. He nombrado a M. G.
Núñez, sobre el cual y su obra rara he de volver en ocasión próxima. M.
Núñez, iniciado desde hace largo tiempo en las doctrinas
swedenborguianas, que guían hacia lo que se llama la Nueva Jerusalén,
hombre culto y ferviente de fe, se ofreció a ser mi compañero en mis
místicas investigaciones.

Cuando llegamos a la iglesita no había en ella ninguna alma. El aspecto
del lugar me pareció el de una capilla protestante cualquiera. Sobre un
fondo azulado se destaca la cátedra. El recinto, apenas si dará cabida a
más de doscientas personas. Hay una galería alta, a graderías. En ella
está el armonium para cantar los himnos. A los lados de la cátedra, dos
ramas de pino, ignoro el por qué--en dos macetas.

Poco a poco fueron llegando los fieles. Tipos de viejas viudas, jóvenes
pálidas, un anciano de aspecto militar, y algunos gentlemen de
apariencias mundanas, quizá curiosos, o periodistas como yo. Por fin,
después de largo esperar, apareció el pastor, un hombre de cierta edad,
manera de empleado de gobierno o de profesor de lenguas, o antiguo
tenedor de libros; pero con ojos de visionario y rostro moldeado de fe.
Nos levantamos para rezar la oración del comienzo, el Padrenuestro, con
una frase agregada. Después de: «Mas líbranos, Señor, de todo mal», hay
que decir: «Porque tuyos son el reino, el poder y la gloria.»

El pastor abre una Biblia y comienza a comentar el _Génesis_.

Es una exégesis absolutamente voluntaria, como cierta doctrina
etimológica. Las palabras adquieren los sentidos más caprichosos, y es
una sorpresa el ver salir de donde menos pensáis una porción de cosas
que os producen irresistible estupefacción. Este es, por otra parte, el
sistema del maestro sueco cuya iniciación en los divinos misterios
empezó con estas palabras, un tanto confianzudas, que le dirigiera un
ángel: _¡No comas tanto!_

Concluído el comento de la Biblia, el pastor hace una seña, y el
armónium ataca un himno cristiano que los asistentes corean con más o
menos afinación. Yo dirijo la vista alrededor. ¡Somos muy pocos! y,
prudentemente, expongo a mi acompañante mis temores de un escaso éxito
neohierosolimitano. Pero él, bravo varón de fe, me contesta en español
que pudo ser oído de toda la asistencia. «¡No importa! Con menos gente
empezó su iglesia Nuestro Señor Jesucristo!» El pastor vuelve a hablar y
expone, en un largo discurso, doctrinas, propósitos y esperanzas. Dice
cosas curiosas y originales, entre ellas la exposición de lo siguiente;
«La primera iglesia de Cristo ha concluído. Empieza la nueva. Aquí no
triunfaremos. Europa está cerrada y gastada para nosotros. (¡Ya lo decía
yo!) Y ¿sabéis por qué el cristianismo católico o protestante no ha
podido ser propagado en Asia y en África? Porque Dios ha dispuesto que
esos numerosos millones de hombres sean catequizados por la Nueva
Jerusalén. El mundo negro y el mundo amarillo, la China, el Japón, la
India, el África toda, son para nosotros.» Después otro himno, otra
oración, y, con los brazos extendidos, el pastor nos bendice. ¿Quién
sabe cuándo y dónde el espíritu sopla? Yo recibo la bendición con toda
seriedad y fervor. Y, mientras las gentes se van, me dirijo a abordar al
sacerdotal funcionario. M. Núñez me presenta como un adepto. Quiero, con
timidez, explicar que no soy propiamente eso; pero ya el pastor me ha
colmado de estimulantes palabras; y, al saber que soy de Buenos Aires,
creo ver en sus ojos esta admonición: «Ve, y enseña a todas las
gentes». Buenos Aires, qué conquista para la nueva iglesia! Al saber que
soy periodista, me conduce al piso alto de la casa vecina, unida a la
iglesia, en donde vive Mme. Humann, la sacerdotisa swadenborguiana, la
cual ha de darme todos los detalles que necesite. Mme. Humann, fuerte
norteamericana, todavía agradable y bastante simpática, me da,
complaciente unas cuantas noticias, en su francés marcado de vigoroso
acento anglosajón. Me habla de los progresos de su religión, y de la
guerra que hacen a la Nueva Jerusalén los católicos y sobre todo los
jesuítas. Pero esta religión vencerá por fin. Es la verdad y la viuda
Swendeborg, teólogo para yanquis, ha expuesto el ideal supremo. La
señora expone la «plataforma» espiritual admirablemente, y habla de la
vida eterna como de una compañía de seguros. Por otra parte, ella es
sincera, y ha gastado muchos miles de dólares en la empresa mística,
_limited_, como todas las religiones de los Estados Unidos. Me muestra
la biblioteca, en donde compro unos libros, y parto de nuevo, bajo la
nieve.

Al día siguiente, recibí del amable pastor la carta siguiente:

«Señor:--Ayer me habéis pedido que os diese una ligera idea sobre el
estado actual de la Nueva Jerusalén, o Verderada Religión Cristiana en
Francia.

»Respondo a vuestro deseo y os envío estas líneas bien incompletas en
verdad, para tratar un asunto tan vasto, pero que considero como una
simiente que esparciréis en un medio nuevo para nosotros, con la
esperanza de verla fructificar, y mostrar a vuestros lectores que todo
no es sino ruina y obscuridad sobre nuestra tierra.

»Leemos en Mateo XXIV 3: «Dinos cuando eso será, y cuál será el signo de
tu Advenimiento y de la consumación del siglo?»

»Véase también en Marcos XIII.--Lucas XXI 7 y también en los Actos de
los Apóstoles.

»En esa frase del Señor estaba significado su segundo Advenimiento al
fin de la primera Iglesia Cristiana, fin que hoy es llegado.

»La Nueva Iglesia es la Iglesia del Segundo Advenimiento de Nuestro
Señor, y tal como existe hoy en Francia y en Paris en particular, no es
aun sino como un niño recién llegado a la primera edad.

»Su centro principal está situado como sabéis, 12 rue Thouin en donde
posee un templo y una biblioteca.

»El templo fué construído en 1883, por M. y Madame Humann que dedicaron
a ello una parte de su fortuna, y cuya vida ha sido enteramente
consagrada a perfeccionar bajo los auspicios de Dios una obra tan
loable.

»M. Humann está en el otro Mundo desde hace cuatro años poco más o menos
y Mme. la viuda Humann continúa el trabajo de su marido con el
desinterés más absoluto.

»El culto se hace por un pastor, a las tres, el primero y tercer domingo
de cada mes, según los principios más puros de la Nueva Jerusalén y
todas las enseñanzas deseables se dan a cualquier persona que llega en
busca de la verdad.

»Nuestros principios están fundados sobre el amor de Dios y el amor del
prójimo; la libertad más grande es nuestra base, pues nada puede crecer
ni desarrollarse sin la libertad.

»Nuestro número va en aumento cada año, y no hay que fijarse en la
presencia de los fieles en el templo para hacer una apreciación
cualquiera sobre nosotros, pues muchos otros miembros que los que
asisten, conocen nuestras doctrinas, sin necesidad de estar presentes
entre nosotros.

»No somos ni una secta del protestantismo, ni una rama cualquiera del
catolicismo: somos una viña nueva plantada por el Señor para regenerar
el mundo y conducirle a su Dios.

»Para todo espíritu exento de prevenciones en contra de nosotros, es de
toda evidencia que tiempos nuevos son llegados y que solamente una
religión nueva debe esclarecer el mundo.

»Estamos actualmente como en la misma época del nacimiento de Jesucristo
Nuestro Señor. Una estrella brilla en el cielo, estrella más brillante
que la primera, y que en su marcha debe arrastrar a la humanidad entera
con ella.

»He aquí, señor, en pocas palabras, los detalles que yo puedo daros para
LA NACIÓN, dejándoos el cuidado de tratarlos con sinceridad, sin _parti
pris_, contra nosotros.

»Soy, señor, vuestro afectísimo.--_F. Hussenet_, pastor de la Nueva
Jerusalén.»

No, señor pastor, no tengo ninguna prevención contra vosotros. ¡Al
contrario! Me sois altamente simpáticos, con vuestras creencias, en
medio de un mundo sin fe, con vuestro altruismo, o mejor con vuestra
caridad, en medio de un mundo sin amor. Y el profeta anunciador no puede
ser más grato a los ojos de quien admire la potencia de la voluntad y la
gracia de la fantasía. Solamente a esta religión le miro la cara un poco
hugonota y el espíritu un poco mahometano, así sea nada más la
concepción demasiado naturalista del paraíso, en donde, exceptuando la
poligamía, podremos, los que merezcamos, gustar todos los deleites de
las Mil y una noches.

Swedenborg, una especie de Flammarión con genio, de Julio Verne místico,
de Wells teólogo e iluminado, atrae las imaginaciones, aminorando quizás
un tanto el vuelo celeste, los detalles de una existencia demasiado
práctica para los espíritus puros, sujetos a la alimentación, por
ejemplo, como en la tierra, y al matrimonio sin divorcio. Bien es verdad
que todo pasa en el mejor de los mundos y en un ambiente y bajo una ley
absolutamente angélicas. Swedenborg conversaba con los ángeles, conoció
en vida, el cielo, que, como el infierno, tiene la forma humana; visitó
Júpiter, Marte y Mercurio, cuyos maravillosos países describió, así como
M. Sardou ha dibujado después sus arquitecturas, guiado por los
espíritus. Se comprende que un hombre como Kant no le haya dedicado más
de una dura sonrisa.

Leída la obra de Swedenborg se admira el prodigioso talento e ingenio
de este varón, cuya sinceridad es innegable y fué sostenida hasta las
últimas palabras de su muerte.

El pastor antecesor de M. Hussenet, que se llamaba M. Decembre, decía a
Jules Bois en una visita que este escritor le hizo: «Swedenborg es un
hecho excepcional, y, por mi parte, estoy lejos de admitir toda su
doctrina de visionario. No veo, según mis luces, sino los sueños o las
pesadillas de un genio; no admito así, con el profeta, que «los
africanos piensan de una manera más espiritual que los otros pueblos y
que los ángeles tienen un sexo.»

La libre interpretación de la Biblia tiene sus inconvenientes que ya
previenen los santos padres, y una fe que se basa en absoluto en la
razón, es decir, un contrasentido, no creo yo que tenga esperanzas de
triunfo, ni entre los chinos, ni entre los negros.

El swedenborguismo, o la Nueva Jerusalén, rama de las mil que le han
salido al cristianismo, sobre todo en el fecundo terreno de los Estados
Unidos, fué introducido en Francia por el año de 1837.

M. Le Boys de Guays inició un culto público en Saint-Amand en 1837, y un
cura católico, el abate Ledru, predicó primeramente las flamantes
doctrinas en Chartres. En París comenzó el culto en casa de M.
Broussais, y luego M. Humann, abogado construyó el templo con el apoyo
de su mujer.

Hay aquí mismo otro centro de reunión, disidente, en donde se hacen
evocaciones, y cosas un tanto diabólicas según los verdaderos fieles.

El número de iglesias en EE. UU., e Inglaterra es crecido según se
dice. En Italia, en no sé qué ciudad, hay un pequeño centro, y en la
América del Sur, creo que solamente en el Brasil existe la propaganda
bajo la dirección del Sr. Lafayatte. Vagamente sospecho que se me ha
querido convertir en el Jonás de la República Argentina. Pongo, con
modestia, mi dimisión, y dejo el puesto para otro que lo quiera tomar.

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PURIFICACIONES DE LA PIEDAD

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Diciembre 8 de 1900.


Hay un cuento de Tolstoï en que se habla de un perro muerto encontrado
en una calle. Los transeúntes se detienen y cada cual hace su
observación ante los restos del pobre animal. Uno dice, que era un perro
sarnoso y que está muy bien que haya reventado; otro supone, que haya
tenido rabia y que ha sido útil y justo matarlo a palos; otro dice que
esa inmundicia es horrible; otro, que apesta; otro, que esa cosa odiosa
e infecta debe llevarse pronto al muladar. Ante ese pellejo hinchado y
hediondo, se alza de pronto una voz que exclama: «Sus dientes son más
blancos que las más finas perlas». Entonces se pensó: Este no debe ser
otro que Jesús de Nazareth, porque sólo él podría encontrar en esa
fétida carroña algo que alabar. En efecto, era esa la voz de la suprema
Piedad.

Un hombre acaba de morir, un verdadero y grande poeta, que pasó los
últimos años de su existencia, cortada de repente, en el dolor, en la
afrenta, y que ha querido irse del mundo al estar a las puertas de la
miseria. Este hombre, este poeta, dotado de maravillosos dones de arte,
ha tenido en su corta vida sobre la tierra los mayores triunfos que un
artista pueda desear, y las más horribles desgracias que un espíritu
puede resistir. Inglaterra y los Estados Unidos le vieron victorioso,
ganando enormes cantidades con sus escritos y piezas teatrales; la
_fashion_ fué suya durante un tiempo; el renombre y la posición de que
hoy disfruta Rudyard Kipling son tan solo comparables a la posición y al
renombre que aquél tuvo en todo el _english speaking world_; las damas
llevaban en sus trajes sus colores preferidos, los jóvenes poetas
seguían sus prosas y sus versos; la aristocracia se encantaba con su
presencia en los más elegantes salones; en Londres salía a dar una
conferencia, en un teatro, con un cigarrillo encendido, y eso se
encontraba de un gusto supremo; y en París comía en casa de la princesa
de Polignac y eran sus amigos Anatole France, Marcel Schwob, y otros
admiradores de su literatura.

Era, pues, ese poeta, dueño de la camisa del hombre feliz. Salud
completa, mucha fama, y el porvenir en el bolsillo.

Pero no se puede jugar con las palabras y menos con los actos. Los
arranques, las paradojas, son como puñales de juglar. Muy brillantes,
muy asombrosos en manos del que los maneja, pero tienen punta y filos
que pueden herir y dar la muerte. El desventurado Wilde cayó desde muy
alto por haber querido abusar de la sonrisa. La proclamación y alabanza
de cosas tenidas por infames, el brummelismo exagerado, el querer a toda
costa _épater les bourgeois_--¡y qué bourgeois, los de la incomparable
Albión!--el tomar las ideas primordiales como asunto comediable, el
salirse del mundo en que se vive rozando ásperamente a ese mismo mundo
que no perdonará ni la ofensa ni la burla, el confundir la nobleza del
arte con la parada caprichosa, a pesar de un inmenso talento, a pesar de
un temperamento exquisito, a pesar de todas las ventajas de su buena
suerte, le hizo bajar hasta la vergüenza, hasta la cárcel, hasta la
miseria, hasta la muerte. Y él no comprendió sino muy tarde que los
dones sagrados de lo invisible son depósitos que hay que saber guardar,
fortunas que hay que saber emplear, altas misiones que hay que saber
cumplir.

Luego vino el escándalo de un proceso célebre, que empezó con muchas
risas y acabó con mucho crujir de dientes, en un suplicio inquisitorial
que no hacía por cierto honor al sistema penitenciario inglés, y que
conmovió a todos los hombres de buen corazón y principalmente a los
artistas.

¡Y luego vino algo peor! La cobardía de sus amigos y colegas, que
olvidando toda piedad, se alejaron en absoluto de él, como de un
leproso, no le llevaron ningún consuelo a sus negras horas de prisión,
de horrible prisión, a donde tan solamente le veían en días
excepcionales su mujer, sus hijos y uno o dos compañeros caritativos.
¿En dónde estaban los que le pedían dinero prestado, los que se
regodeaban en su yate _Clair de lune_, los que juraban por él en los
días de éxitos y de rentas fabulosas, los que aplaudían sus
excentricidades, sus _boutades_, sus disparates y sus locuras?

Se esfumaron, ante lo que llama Byron--otra víctima--con exceso de
expresión: _the degraded and hypocritical mas wich leavens the present
english generation_.

Este mártir de su propia excentricidad y de la honorable Inglaterra,
aprendió duramente en el _hard labour_ que la vida es seria, que la
_pose_ es peligrosa, que la literatura, por más que se suene, no puede
separarse de la vida; que los tiempos cambian, que Grecia antigua no es
la Gran Bretaña moderna, que las psicopatías se tratan en las clínicas;
que las deformidades, que las cosas monstruosas, deben huir de la luz,
deben tener el pudor del sol; y que a la sociedad, mientras no venga una
revolución de todos los diablos que la destruya o que la dé vuelta como
un guante, hay que tenerle, ya que no respeto, siquiera temor; porque si
no la sociedad sacude; pone la mano al cuello, aprieta, ahoga, aplasta.
El burgués, a quien queréis _épater_, tiene rudezas espantosas y
refinamientos crueles de venganza. Desdeñando el consejo de la cábala,
ese triste Wilde _jugó al fantasma y llegó a serlo_; y el cigarrillo
perfumado que tenía en su labios las noches de conferencia, era ya el
precursor de la estricnina que llevara a su boca en la postrera
desesperación, cuando murió, el _arbitrer elegantiarum_, como un perro.
Como un perro murió. Como un perro muerto estaba en su cuarto de
soledad, su miserable cadáver. En verdad sus versos y sus cuentos
tienen el valor de las más finas perlas.

Cuando salió de la prisión, estaba en la mayor pobreza. Desde su
condena, las librerías habían quitado de las vitrinas sus volúmenes, y
los directores de teatro borraron de sus carteles el nombre del autor de
_A woman of no importance_ y de _Lady Windermare’s fan_. En Francia se
conocía _The portrait of Dorian Gray_, cuya traducción publicó Savine, y
Sarah Bernhardt iba a representar la _Salomé_ de cabellos azules. Cuando
para aminorar los sufrimientos del castigado, un grupo de artistas y
escritores franceses dirigió un memorial a su graciosa majestad, el
número de consecuentes estaba ya demasiado restricto. Cuando salió de la
prisión y vino a vivir a Francia con un nombre balzaciano--Sébastien
Melmoth--apenas se relacionaba con uno que otro espíritu generoso; entre
los que no le volvieron la espalda, hay que señalar al noble poeta
Moreas, a Ernesto Lajeneusse. El _Mercure_ publicó una traducción de la
maravillosa _Balada_ que escribiera en la cárcel, y en la cual puede
adivinarse ya su próxima conversión al catolicismo. Ya en París, no
publicó nada; y no se sabe si al morir deja algo inédito. Cuando sus
hijos sean mayores de edad, será su principal obligación presentar al
mundo dignamente la obra de su padre desgraciado e infamado. Junto a las
purificaciones de la muerte están las purificaciones de la Piedad.

Una tarde, en el bar _Calisaya_ del bulevar de los Italianos, estábamos
reunidos unos cuantos escritores y hombres de prensa, entre los cuales
Henry de Brouchard, el vizconde de Croze y Ernesto Lajeunesse, cuando
llegó a sentarse al lado de este mi distinguido amigo un hombre de
aspecto abacial, un poco obeso, con aire de perfecta distinción y cuyo
acento revelaba en seguida su origen inglés. En la conversación su
habilidad de decidor se marcaba de singular manera. Siempre trataba
asuntos altos, ideas puras, cuestiones de belleza. Su vocabulario era
pintoresco; fino y sutil. Parecía mentira que aquel gentleman
absolutamente correcto fuese el predilecto de la Ignominia y el
_revenant_ de un infierno carcelario.

Su obra es de un mérito artístico eminente.

En el libro de _Dorian Gray_ se ve la influencia del _A rebours_ de
Huysmans. Era la época de exasperación estética que en Londres tuviese
tanta repercusión, cuando el pobre Wilde era quien imponía su elegancia
y su extravagancia en la capital del _cant_ y le vió Picadilly pasearse
con un girasol en la mano. _Patience_, la opereta de Sullivan, ponía en
berlina la novación ruidosa, y el _Lady Windermare’s fan_ se daban en
los teatros ingleses por cientos de noches. En el Dorian Gray enfermizo,
desgraciadamente, está ya la prisión y el inevitable suicidio. Mas su
cerebración, es para sibaritas de ideología, según puede verse en este
juicio del augusto Mallarmé que publicó el autor de _Almas y cerebros_:
«_J’achéve le livre, un des seuls qui puissent émouvoir, vu que d’une
rêverie essentielle et de parfums d’âme les plus étrangers et
compliqués, est fait son ouvrage: redevenir poignant à travers l’inouï
raffinement d’intellect, et humain en une pareille perverse atmosphère
de beauté est un miracle que vous accomplissez, selon quel emploi de
tous les arts de l’écrivain! C’est le portrait qui a été cause de tout.
Ce tableau en pied, inquiétant, d’un Dorian Gray hantera, mais écrit,
étant livre lui-même._»

_Intentions_--que fué un gran éxito para Tauchnitz--es un _drageoir aux
épices_ y una complicación de deliciosas paradojas. La erudición
elegante y alusiva no es menos que la habilidad verbal y el juego de
pensamientos. Hay que ver ese _Decay of lying_ en que se hace el más
sutil elogio de la mentira, o _Pen, pensil and Poison_, o cualquiera de
los diálogos que componen el volumen y en los cuales Alcibiades le corta
a cada instante la cola a su perro.

A mi entender lo preferible en la obra de ese poeta maldito, de ese
admirable infeliz, son sus poemas, poemas en verso y poemas en prosa, en
los cuales la estética inglesa cuenta muy ricas joyas. Os aseguro que el
Cristo que suele aparecer en ellos, sin nombre--_¡Él!_--es de una
visible y pacífica divinidad, y en su presencia no tendríais sino que
reconocer la blancura margarítica de los dientes del perro muerto...

Y de la carroña fétida, cuando venga la primavera de Dios, en la
purificación de la Tierra, nacerá, como dicen los versos del condenado
en vida, «la rosa blanca, más blanca, y la rosa roja, más roja.»

Y el alma, purificada por la Piedad, se verá libre de la Ignominia.



NOEL PARISIENSE

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Diciembre 26 de 1900.


Oid la overtura:

La morcilla estupenda para entrar al horno; los faisanes de oro y las
langostas de coral y los pescados de plata aguardando su principal
momento; la nieve sin caer aún, aunque el frío va en creciente; Noël a
las puertas, en los bulevares, en la plaza de la Concordia, en la de la
República, en la de la Bastilla, etc.; las barracas que hacen de la
vasta ciudad una difundida feria momentánea; el Louvre, Dufayel, el Bon
Marché, el Printemps, todos los almacenes fabulosos, caros a la
honorable burguesía, invadidos profusamente por papá, mamá y el niño; en
las chimeneas crepitando la leña y el carbón; los zorros, las martas
cebellinas acariciando los cuellos de las mujeres: el _flirt_ y la
lujuria, con su cómplice el frío; en las calles asaltos y asesinatos con
más furia y habilidad que nunca; la Comedia Francesa lista para dar de
nuevo los tres golpes; un incógnito hombre descuartizado, un nuevo
Farbos que pone a la policía de París, en esta como en varias cosas,
inferior a la de Buenos Aires; y a Krüger, ya, que se lo coma un gato!

Los niños de París esperaron ayer a su Krüger, cuyo parecimiento con el
émulo del anglosajón Santa Claus, el bizarro Ponchon lo ha encontrado en
uno de esos versos periodísticos que suele extraer de sus más preciados
_crus_. Los niños de París... Cabalmente en estos días vuelve a ponerse
de actualidad el asunto de la despoblación de nuestro muy amado país de
Francia. Dadas las estadísticas, parece que la cantidad de nacimientos
disminuye, lo que la traería por resultado ser esta soberbia república
la nación que menos juguetes recibe de la mochila inagotable del buen
hombre Noël. Pierre Louys ha proclamado una vez más su libertad de amor
y Octave Mirbeau ha encontrado una ocasión nueva para clavar todo un
buen carcaj de sus más duras y aguzadas ironías.

La verdad es que se ven pocos niños en París. Puedo asegurar con toda
seriedad, que durante el tiempo que llevo de vecino de esta gloriosa
villa, no he encontrado aún una señora, una mujer, que parezca... ¿cómo
diré? que esté... ¿cuál palabra emplear? que se encuentre en el
estado--digámoslo con cierta elegancia--en el estado de la divina
_Gravida_ del divino Rafael. Está demás que los moralistas redacten
sesudas homilías y que los estadistas señalen el daño. Demasiado ha
dicho y explicado en un libro célebre que conocen los suscriptores de
_La Nación_, Emile Zola.

Otra cosa. Los pocos niños que se encuentran en los jardines, que van a
respirar el oxígeno de los paseos y parques, no tienen, por lo general,
aspecto de niños. Son hombrecitos y mujercitas.

Es raro encontrar la faz de rosas del fresco niño inglés, o la vivacidad
sana de nuestros muchachos. Hay en la mayor parte un prematuro desgaste;
se ve de manifiesto en muchos el lote doloroso de las tristes herencias.
En el parque Monceaux, cerca del bonito monumento de Maupassant,
recuerdo la impresión que me causó un día una chiquilla de ocho a diez
años que se paseaba con su _gouvernante_. ¡Dios mío! la de una verdadera
cocotita, bajo su gran sombrero de lujo, preciosa, coqueta, ya sabia en
seducciones. Arte diabólica es, dije, torciendo el mostacho...

Pero estas son cosas en que puede ocuparse larga y sabiamente M.
Bergeret. Yo sé que en Francia, que en París mismo, hay hogares llenos
de sonrisas, familias en que el árbol tradicional ha encontrado bajo sus
ramas muchas sanas y bellas faces infantiles, muchos bracitos sonrosados
que recibieron con gran contentamiento la muñeca, el tambor y el sable.

El juguete, como todas las cosas, ha sufrido en el tiempo las
modificaciones del progreso, y la mejor lección sobre este objeto ha
sido la curiosa y numerosa exposición que fué uno de los atractivos de
la feria mundial del año que se va. Allí se veían desde las muñecas
arcaicas y primitivas hasta las más modernas y graciosas invenciones que
deleitan a los pequeños. Mas la imaginación de los fabricantes es
inagotable, y, fuera de la fantasía, el juguete tiene también su reino
en la actualidad; refleja las opiniones, los gustos, los sucesos del
día. El país de la Puppenfee tan conocido del europeo Noël y de Santa
Claus, no puede quejarse del daño de la despoblación. Las tribus de
muñecas se perpetúan y multiplican, las familias de bebés _de todas las
clases sociales_ aumentan cada año. He visitado una juguetería y no he
podido sino recordar el delicioso cuento del malogrado y singular Albert
Samain. Hay una almita en cada una de esas figuras; y, si no la hay, es
el caso de creer en la preocupación oriental con los pintores de la
persona humana: el día del Juicio, esos diminutos sujetos que tienen un
«carácter», irán a pedir a sus respectivos creadores una alma, para
presentarse ante el Padre Eterno.

Es algo como un mundo de opio y de pesadilla, o de dulce y gracioso
ensueño; un mundo de Simbad el Marino, o un mundo como el del entierro
de Watteau de los Goncourt--dos sabios niños que tuvieron muy lindos
juguetes--o el mundo animado y parlante del Guignol. Hay allí gentes
simpáticas y gentes odiosas, buenas y malas gentes, y caminos por donde
se va a un pequeñito Molino Rojo, y caminos que llevan al reino de los
cielos. No sabía qué hacer entre tan raros paisajes, complicadas cosas,
extrañas figuras. Y todo se resuelve en la memoria como en una gran caja
en que todas esas cosas fueran echadas a la diabla. Veo los sempiternos
bebés, sencillos, modestos, de los que sabría manejar y amaría mejor en
sus ambiciones cualquier pequeña Coseta, o lujosos, pomposos, con
sombreros como los que lleva la virtuosa Srta. de Pougy, o mi niña del
parque Monceaux; y el bebé Mignon, como hecho de azúcar, que cierra los
ojos, con su trajecillo de satin y encajes; y el Jumeau, con su camisa
Pompadour; y los insultantes, con trajes «firmados», con joyas, con
gemas, muñequitas de princesas--; con una sola de ellas comerían varios
días y tendrían con que calentarse los extrabajadores de la Exposición
que andan matando gente, matando de frío y hambre, por la _banlieue_.
Claro es que en el mundo de esa _féerie_ no faltan ni Pierrot, ni
Arlequín, ni Colombina, y que ví a Pulchinela en ciertas maromas:
también le ví a caballo vestido de sedas y oros. No me dejaron de
turbar, como en la isla del Doctor Moreau de ese extraño y fuerte Wells,
los animales que hacen cosas humanas; el gato zapatero, a pesar de que
hace ya bastantes años, _¡hélas!_ que conozco al Gato Calzado; el conejo
que patina, el cordero biciclista, y un pescado pescador, que estaba,
¡oh, amigo fraternal que gustas tanto de estas cosas! pescando como
nuestro Simón el bobito, en el propio balde de mamá Leonor. Repito que
la confusión era grande y mi espíritu quería hacer amistades por todas
partes. Concertadme estas medidas: cerca de la torre de Babel un
batallón de infantería marchaba en dirección a una pesca de ranas,
mientras un cimbalero se oponía al paso de un triciclo, y un gato
_passe-boules_ maullaba delante de un fonógrafo. A un lado un fuerte de
madera continuaba un lago de estaño, y junto a varios oficiales rojos,
un clown montado sobre un cerdo hacía la _nique_ a un juego de
caballitos y a una batería de cocina con que Shakespeare haría cocinar a
Grano de Mostaza. El director, por ejemplo, de la _Revista Colorada_,
_fâché tout rouge_, creería que yo trato de un poema decadente...

Todos los objetos domésticos, con todos los utensilios de los oficios, y
aparatos de química y de física, y el automóvil, naturalmente, y
anzuelos y boleros, y entre todo eso la Actualidad, con el imposible de
evitar tío Pablo, _le père Krüger_, que no sé lo que hace cerca de unos
chinos armados de flechas, en vez de ir a ponerse al lado de un batallón
de boers, allá lejos, junto a los bebés y que está en peligro de que se
lo coman unos enormes ratones.

¡Ah! los bebés vivos, que se comían con los ojos, ellos sí, a los
ratones, a los Oom Paul, las camitas, los utensilios, los fuertes, todo,
todo el mundo de aquella soñación palpable! Rubios o morenos, sanos y
rosados, o enfermizos, iban con sus mamás, al parecer, algunos, con sus
papás otros, con sus ayas los más. Unos movían las manos, sonriendo,
riendo, como el cimbalero que estaba junto al triciclo; otros graves,
consideraban con afectuosa devoción, y todos ellos no hallaban, no
hallaban qué elegir! En un cupé forrado de rosa, se fueron un tío Pablo,
un pescado pescador, varios sables y fusiles y varios bebés Pompadour.
En otro cupé forrado de lila se llevaron dos lindas conquistadorzuelas,
cuatro muñecas como infantas reales, y dos hermosos muchachos bellos
como los «hijos de Eduardo», prendieron a varios chinos, se apoderaron
de un fuerte, y agregando a esto un _mail_ con sus caballos y un arsenal
de guerra, se fueron, metiéndolo todo en su gran carruaje que se fué
haciendo resonar el pavimento de la inmensa avenida ardiente de luces
que hacían el día.

Yo también tuve mi muñeca, que me costó diez francos--mi asiento de
_loge_--una muñeca viviente y divina, toda ardiente, o dulce, o trágica,
con una cabellera de balada del norte, piernas maravillosas, boca mágica
y muda, pues ni siquiera dice _papá_ y _mamá_, la más encantadora muñeca
que hay hoy en París, desde los días de la Exposición, la que ha
entusiasmado al viejo Ibsen, la rosa de la mímica, la sin igual Carlota
Wiehe. Como Sada Yacco, cuyo idioma exótico no entraba para nada en la
comprensión de sus admiradores parisienses, esta mujer genial es
sencillamente deliciosa. El talento mímico de la extranjera es tan
grande, que Severin, el primer mimo de Francia, dice... que no vale
nada. Ya Sarah Bernhardt había llamado a Sada Yacco una _guenon_, y la
pobre oriental, que no sabe de estas parisianerías, se echó a llorar
desolada. La Wiehe no llora, al contrario, ríe, como la marquesa Eulalia
que quizá hayáis oído nombrar. Y el público está hechizado: y el
teatrito en que trabaja la mima, que es grande como un palco de la
Ópera, está siempre lleno, y hay críticos que le han dicho francamente
que se quede. El juego artístico de esta especial mujer es la
fascinación misma. Sin una sola palabra, el gesto y el movimiento
fisonómicos dicen todo el argumento; en el poema plástico, el ritmo del
ademán, revela una infinita potencia en ese arte de excepción. Y lo que
más maravilla es cómo resulta de todo ese conjunto de detalles
silenciosos, de esa armonía suma en que los ojos y la boca llevan las
dos principales voces sin sonido, y de la felinidad de los hombros y
brazos, y de todo el giro y discurso del cuerpo, el aparecimiento lento
o subitáneo de sensualidad, malignidad, gracia punzante o aterciopelada,
dulcísima o amarga lujuria, caricia, zarpazo gatuno, e inconsciencia
absoluta de su obra terrible y adorable--, la que según el Eclesiastes,
que debe haber sabido mucho de estos asuntos, es más amarga que la
muerte. Para los que no me perdonen este exceso de erudición: la mujer.
Al mirar mover las mandíbulas y mostrar su finos dientes a la Wiehe,
creía yo oir un ruido de fresas masticadas, como si estuviese gustando
corazones. ¡Los que se habrá comido la rubia y rosada gatita del norte!

Al salir del teatro, París se sentó a la mesa. Y la brama y la riqueza y
la lujuria y el dolor y la alegría y la muerte, también se sentaron con
él.

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MAIS QUELQU’UN TROUBLA LA FÊTE

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2 de Agosto de 1900.


Laurent Tahilade, el del «bello gesto», a quien debo muchas atenciones,
tuvo la amabilidad, el otro día, de invitarme a una fiesta anarquista.

Estaba anunciada una conferencia suya, varios números de poesías y
canciones y la representación de una pieza de Octave Mirbeau:
_L’Epidémie_. El autor haría de actor; Mirbeau representaría el papel de
_maire_, en su acto. No podía faltar a tan excelente programa, y fuí
puntual, a la hora señalada, en la Casa del Pueblo.

Esto es allá, por Montmartre, en el Montmartre que trabaja, en el de los
obreros, lejos de infectos _Cyranos_ y embrutecedoras _Abbayes de
Thélème_. El teatro, lugar de reuniones y conferencias, está situado al
extremo de un callejón, y el aspecto de la entrada, no es ciertamente
decorativo. Se ve que es la casa del pueblo, y que el pueblo es pobre.
En lo interior había ya bastante gente, y a poco, todo el recinto
estaba lleno. El calor era de asar. En los palcos, o especies de palcos,
había algunas levitas, algunas señoras elegantes. Estaba Natanson, el de
la _Revue Blanche_, Faure, otros más. En los bancos de madera, obreros
con sus familias, viejos trabajadores de barbas blancas, jóvenes de
rostros enérgicos y decisivos, caras vulgares, caras hermosas, aspectos
de combatientes y también faces de atormentadores y de bandidos. En las
paredes se leen inscripciones conmemorativas, nombres de mártires de la
causa. Noté con cierta sorpresa que estas gentes de la anarquía francesa
se habían puesto camisa limpia--los que la tenían--; otros, con un
pañuelo al cuello, se arreglaban. En tal ambiente, la democracia no
«olía mal». La insignia roja estaba en todas las solapas y en los
corpiños de las mujeres. Se conversaba, y no con grandes gestos ni a
grandes gritos. Todo el mundo tenía educación, tenía buenas maneras.
Había jovencitos cuya _politesse_ era notable. Se creería que en el
momento dado exclamarían con toda corrección: ¿Una bomba de dinamita, s.
v. p.? Pero también había formidables compadres cabelludos que iban de
un lado a otro, con aire de fieras. Por fin se alzó el telón, cuando el
concurso comenzaba a dar muestra de impaciencia. Y en aquel escenario
feo, remendado de tablas fueron saliendo por orden los recitadores y
cancionistas. Unos con voz escasa, otros sonoros y tronantes, dijeron la
desventura de los caídos, las negruras ásperas del hambre, la
prostitución, el militarismo corrompido, el peso abrumador del capital,
y la esperanza en un día de terribles represalias, la venganza del
oprimido. A medida que los versos se recitaban o que se detallaban las
canciones, brotaban de los grupos de oyentes, bravos, interrupciones,
afirmaciones, o protestas, cuando el concepto no era del todo igual a la
opinión propia. Apareció la Carriere Xanroff, de la Ópera, y un profundo
silencio esperó su canto ¡La Ópera! ¿Cuántos de esos oyentes habrían
estado en la Ópera, siquiera en un día público? La Ópera es para los
ricos. Y la Carriere-Xanroff les llevaba su aristocrática presencia, su
voz singular, su arte refinado. Ella ponía también su óbolo lírico en el
plato de los proletarios. Era conmovedor el espectáculo de los rojos
enemigos de la sociedad, encadenados por el prodigio de la melodía.
Estaban encantados; pero sacaban de pronto la zarpa; para aplaudir,
entre la ovación final, después de un fragmento de _Julieta y Romeo_ de
Gounod, creo, se gritaba: _¡Vive l’anarchie! ¡Vive la Commune!_ Luego
apareció una soberbia muchachona a recitar versos revolucionarios.
Tendría unos quince años, pero estaba desarrollada y bien dotada como la
Libertad de Chenier. Morena, magnífica máscara y magnífico cuerpo, con
un poco de conservatorio, pudiera arrostrar la tragedia. Con gran
entusiasmo se la escucha, y al final se la recompensa con un grueso ramo
de flores rojas. Y después de la recitación de la joven musa de
Montmartre, ya está Laurent Tailhade, delante de la mesa, con sus
papeles y su vaso de agua.

Ya conocéis la fama y la obra de este combatiente, un tiempo lírico
rimador de amorosas liturgias y después implacable sagitario de
ridículos vicios y vulgaridades sociales. Es el terrible argonauta de
las Cólguidas burguesas, el explorador del país del _Muffle_, el autor
de la célebre frase sobre el «bello gesto» anarquista y a quien una
bomba hizo perder un ojo a raíz de tan comentado arranque. Tailhade
comenzó su lectura entre el unánime saludo de su público. No es orador,
pero su voz clara escandía y lanzaba las palabras de manera que a nadie
se escapaba un solo detalle. En su discurso con un estilo amargo,
hiriente y de una crueldad elegante que le ha valido tantos duelos y
rencores, infligió, a propósito de la pieza de Mirbeau, muy duros
castigos verbales a las torpezas nacionalistas, a las odiosas pasiones
de círculos y partidos mezquinos, al antisemitismo irreflexivo y a la
pacatería patriótica. (_¡Vive Zola!_ interrumpió una voz.) Atacó la mala
magistratura al lado de la pésima política, y concluyó hablando del
generoso y fuerte talento de Mirbeau, cuya obra habríamos de celebrar
dentro de pocos momentos.

Mi gozo en un pozo. La obrita de Mirbeau _L’Epidémie_, debe ser
indudablemente admirable leída, pues no son de discutirse la habilidad y
la maestría estilísticas de este propagador de ideas. Bastaría para
demostrarlo el _Jardín de los suplicios_, con su frontispicio que
contiene una de las páginas más terriblemente «humanas» que jamás se
hayan escrito.

Mas la representación, con actores ocasionales, entre ellos el mismo
Mirbeau, fué de muy relativo mérito. El público aplaudía porque era la
pieza de Mirbeau y porque Mirbeau estaba en las tablas. _L’Epidémie_ es
más bien un diálogo que una pieza teatral; en ella no hay más que una
sucesión de frases contra la burguesía y sobre todo contra la autoridad.
Se demuestra, como en una lección sobre objetos, que el pueblo, el pobre
pueblo, es la constante víctima de las clases favorecidas de la fortuna,
lo cual no es propiamente una novedad. El _maire_, los consejeros
municipales, son caricaturados corrosivamente, sin escatimar lo bufo. Es
lástima que talento como el de Mirbeau sea esta vez justiciero tan
solamente por un lado. El pueblo parece siempre bueno, impecable.
Lucilio el satírico hacía tabla rasa de todo, y al señalar las tachas de
las personas consulares, no le impedía ver hacia abajo y mostrar los
defectos del pueblo.

    Primores populi arripuit, populumque tributim.

El telón bajó al son de la Carmañola. Hubo uno que otro grito, pero el
todo mundo se levantó en orden. Los ancianos de las grandes barbas, los
muchachos, las muchachas, todos cantaban, como poseídos de un mismo
soplo:

    Vive le son,
    Vive le son
    Du canon!...

y en todos los ojos vi un relámpago, que venía de un cielo de tempestad.
Y a la luz de ese relámpago vi la convicción. Vi espíritus decididos a
todo, resueltos a todo: hasta el martirio, y el mismo fuego brotaba del
rostro de la joven hermosa y de la cara del tipo lombrosiano. Así todos
los sinceros, todos los fanáticos, cristianos o mahometanos, católicos o
anarquistas. Todavía en la calle, por el aire llegaban a mis oídos vagos
ecos:

    Dansons la carmagnole,
    Viv’le son...

Después estuve en una fiesta socialista. Me acompañaba un joven
argentino, poeta y escritor de talento, el Sr. Ugarte. Fué en el
_Théâtre Civique_, cerca de la Plaza de la República. La función era
también privada, por invitaciones. Había conferencia de Jaurés,
recitaciones de Sylvain, de la Comédie Française, canciones por los
mejores cancioneros de Montmartre, y, sobre todo, plato de resistencia,
la pieza de Marsollau, prohibida en l’Oeuvre: _Mais quelqu’un troubla la
fête_. Un lindo teatro el teatro Cívico, extenso, bien acondicionado.
Estaba también lleno de compañeros y compañeras; pero aquí abundaban las
levitas, los _couplets_ elegantes, las caras finas de las mujeres. En el
fondo, es la misma cosa. Allá se trataba del derecho al pan; aquí del
derecho a la trufa. Allá se llega hasta la propaganda por la acción,
aquí se leen muchos libros y se hacen diputados. Mas en uno y otro lugar
existe la convicción de que la máquina está descompuesta. «Hay que
componerla», dicen aquí. Y allá dicen: «Hay que romperla».

He allí al sonoro Privas, rey de los cancioneros, con su melena, su
facha completamente «artista», sentado al piano y lanzando _couplets_
que hacen levantar el vuelo a las bandadas de aplausos. Luego Yon Lug,
cuyo nombre parece el de un mandarín y cuyo aspecto es el de un apóstol
del arroyo. Simpático cancionero, que los montmartreses conocen,
familiarmente, allá en su cabaret famoso, de _Quat-Z’arts_. Con su gran
voz de sochantre, y con notas de canto llano, dice las glorias de la
calle:

    Ave
    Pavé...

y la gran voz brota sobre la selva negra de la barba y bajo la copiosa
montaña de la cabellera.

Se le aplaude y parte haciendo reverencias entre las olas de sus
inmensos pantalones. Y llega Jehan Rictus, con su cara cristiana y su
figura toda que han comparado _a una lágrima_. El lírico argótico, el
poeta que escribe en lunfardo parisiense, el favorito de los cocheros,
de las prostitutas, de los miserables, casi no puede dar principio a su
dicción, pues de las altas galerías le gritan unos que recite una cosa y
otros otra, y se armó así una de todos los diablos, hasta que Rictus se
hizo oir: «Sí, diré primero el _Revenant_, y luego la _Complainte_.»
Todos quedaron así satisfechos. El _Revenant_ es Jesucristo. Este
cancionero originalísimo hace comparecer la divina figura, y en sus
versos, los labios de los caídos, de los perdidos, hallan manera de
saludarle con bajas palabras que ascienden por su sencillez sentimental
hasta la categoría de vocablos de laudes y de letanías. En el fondo de
_Le Revenant_ hay una profunda oración al Doctor de la dulzura. Hubo
aplausos, y no hubo gritos. Parecería que aquellas gentes meditasen por
un momento.

Después fué la célebre _Complainte des petits déménagements parisiens_.
Y todo el mundo a reir, a aplaudir, a gritar,

    Badadang boum! Badadang d’zing!
    Janvier, Avril, Juillet, Octobre,
    Quoi c’est que c’chambarde dans Paris
    De Montmertre à l’av’nu’du Maine
    Et d’Lénilmuche à Montsouris?

Y la serie de versos que burla burlando dejan al paso los más terribles
vitriolos. Rictus dice sus estrofas con una voz triste, el cuerpo
inmóvil, los brazos caídos, y la boca contraída por un marcado _rictus_,
que quizá le haya dado su nombre de guerra.

    Badadang boum! Badadang d’zing!

Al fin llegó Jaurés. «El primer orador de Francia», me previene mi
vecino. El primer orador de Francia me parece por de pronto un obrero; y
cuando empieza a hablar, un campesino. «Citoyennes et citoyens!...» La
vocecita no promete nada y el gesto zurdo desanima. Pero no; no pasan
muchos minutos sin que el orador haya cambiado por completo. Es un
obrero el que habla, pero un gran forjador, un vigoroso herrero de la
palabra. El discurso brota sin detenciones. No hay una idea que no salte
limpia y clara, bien martillada, bien lanzada. Trata de la misión social
del teatro. Es sencillo y es admirable. Lee una página de Diderot,
comenta, explica, saluda al precursor. Señala el momento en que el
pueblo empieza a aparecer en los escenarios como persona que obra. Alaba
a Hauptmann. Analiza el teatro individualista. Se inclina ante la
venerable y fiera figura de Ibsen. Y ese hombre que al principio os
parecía de aspecto vulgar, se convierte en un soberbio órgano de
pensamientos. ¡Cuán lejos las músicas españolas; cuán lejos nuestra
oratoria de retores! Cuando habla Jaurés, sus ademanes son de quien
siente la idea viva y asible. A veces parece que forja, a veces que
amasa, a veces que siembra, en un largo gesto.

Su público le aplaude repetidas veces. Cuando concluye, los vivas
resuenan. Todo el mundo de pie, canta el himno internacional de
fraternidad. Un consejero municipal, en el centro de la sala, dice las
estrofas, y el gran coro, cierto, levanta el espíritu. Allá arriba
alguien inicia el _Ça ira_, gran parte del público le acompaña. Otro
comienza la _Carmagnole_:

    Vive le son,
    Vive le son,
    Du canon!

--«¡No!» grita uno de la platea. «Nada de cañones; ¡muera el cañón,
muera la guerra!» y otro le replica:--«¡No! ¡Viva el son del cañón,
puesto que necesitamos también de los cañones para demoler al enemigo!»

Se alza el telón, para la pieza de Marsolleau. Teatro simbolista. Como
en la de Mirbeau, un largo diálogo, sin intriga, sin complicación. Un
comedor lujoso; una mesa a la cual se sientan un general, un obispo, un
diputado, un juez, un pequeño propietario, una dama del alto mundo y una
cortesana. Todo lo principal de la «máquina» social, como veis. Comen,
ríen, se divierten. De pronto alguien llega a interrumpir la fiesta. Es
un campesino. Tiene hambre. Su llegada es de un pésimo efecto; ese
rústico no huele a piel de España ni a rosas de Alejandría. Tiene hambre
y quiere comer lo que ellos comen. Se le obliga a irse. Él protesta. El
general quiere echarle y él se subleva contra el general; pero se
interpone el obispo... y el campesino se inclina, y se va, ante las
promesas de consuelo ideal y de vida eterna. La fiesta continúa, más
viva, más alegre aún. El diálogo, en versos muy bellos, es obra de un
pensador y de un artista. Hay mil detalles que admirar. Alguien
interrumpe la fiesta otra vez. Es el mismo campesino, pero ya vestido de
blusa. Es el obrero. Va por su parte, quiere tomar asiento en el
banquete de todos esos favorecidos, de todos esos grandes. «Vengo por mi
parte» dice.--«¿De qué?»--«¡De todo!» Se le quiere arrojar, pero él se
encabrita como un bravo caballo. El obispo intercede. Él no le hace caso
al obispo. «Ya no, dice, ya no creo. Tus palabras no me hacen ya ningún
efecto. Tus promesas me importan poco. Quiero comer, quiero gozar de mi
parte de dicha en este mundo.»

Y cuando va a apropiarse por la fuerza de los mejores vinos y manjares,
el diputado interviene.--«¡Cómo! No debes hacer eso. Para representar
tus intereses estoy yo, el elegido del pueblo. Yo te defiendo en las
cámaras, soy quien vela por tus intereses y por tu engrandecimiento.
Confía en mí.»--«¡Pero es que tengo hambre!»--«¡Mañana comerás!» Y el
obrero, dudoso, se va rezongando entre dientes.

La fiesta continúa. Se cierran las puertas para que nadie pueda llegar a
turbar la alegría de los dueños sociales. El champaña, los besos, las
risas, iluminan de gozo el habitáculo de los felices. Para celebrar la
belleza, el amor, la cortesana va a desnudarse y a ofrecer el
maravilloso espectáculo del poema divino de su carne. Mas de pronto,
entre las risas, entre las detonaciones del champaña, se ve por los
vidrios de un balcón, un relámpago, y otro, y otro, y se oye el ruido de
un gran viento y un gran trueno. Y a la luz del relámpago, la cortesana
da un grito, porque ha visto aparecer tras los vidrios una cara pálida,
horrible, demacrada, la cara de la Miseria, la cara del Hambre. Es de un
efecto terrible esta simbólica escena.

Como nadie ha visto la visión de la cortesana, la alegría continúa, y la
visión se repite.

Y la fiesta llega a su colmo, cuando, de pronto, un relámpago más vivo
se ve, un trueno más rudo truena, las arañas caen, las luces se apagan,
las paredes tiemblan, el pavor se pinta en todos los rostros. Y las
puertas de la sala ceden a un fuerte empuje, y se abren dando paso a un
desconocido, a un hombre con el rostro cubierto que con una voz que pone
espanto clama:

--_¡Mais quelqu’un trubla la fête!_

       *       *       *       *       *

La tragedia de Monza ha causado honda impresión en Francia.

       *       *       *       *       *

El cha de Persia partirá dentro de pocos días a su estados.

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REFLEXIONES DE AÑO NUEVO PARISIENSE

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1.º de Enero de 1901.


«Al salir del teatro (la Noche Buena) París se sentó a la mesa. Y la
Brama y la Lujuria y la Riqueza y el Dolor y la Alegría y la Muerte
también se sentaron con él». Al llegar el año nuevo, cuando el mundo
vuelve la vista al siglo que pasó, hay alguien que hace notar su
presencia de todas maneras, mientras París no hace sino quitarse su
traje de color de rosa para ponerse otro color de amaranto: la Miseria.

Peor que la miseria de los melodramas, esta es, cierta, horrible y
dantesca en su realidad. Y no hay mayor contraste que el de esta riqueza
y placer insolentes, y ese frío negro en que tanto pobre muere y tanto
crimen se comete, de manera que, las bombas que de cuando en cuando
suenan, en el trágico y aislado sport de algunos pobres locos, vienen a
resultar ridículas e inexplicables. Esto no se acabará sino con un
enorme movimiento, con aquel movimiento que presentía Enrique Heine,
«ante el cual la revolución francesa será un dulce idilio», si mal no
recuerdo.

Se ha hecho mucho por aminorar la miseria, desde los buenos tiempos del
excelente rey Childeberto hasta las actuales donaciones de banqueros
ricos y _quêtes_ de damas de la aristocracia.

Pero todo es poco en el hoyo obscuro de donde sale tanto clamor y olor
de muerte. Y además, el buen Dios parece que no estuviese completamente
satisfecho con las manifestaciones de la caridad elegante. Tal aparentó
demostrarlo con el bazar fúnebremente célebre que concluyó donde hoy se
levanta una capilla gracias a la generosidad de una distinguida
norteamericana que llama la atención con su marido en un sonoro y
comentado litigio: la condesa Boni de Castellane.

El gobierno por su parte, tiende su protección al pueblo lleno de
apetito. Y si ya en su tiempo Carlomagno, emperador de la barba florida,
había ordenado que se consagrase a los pobres exclusivamente la cuarta
parte de los bienes eclesiásticos, hasta la administración de M. Loubet
se ha adelantado bastante.

La prensa tiene sus limosneros, Hugues le Roux es uno de ellos, y es
sabido que Santa _Severine_ es la limosnera mayor.

Al mismo tiempo que la policía conduce a la cárcel a innumerables
rateros de carbón, combate la mendicidad y emprende saludables _râfles_
contra la prostitución callejera y la rufianería profesional. Cada día
se llenan las comisarías de pobres mujeres de los más humildes y bajos
medios, y de indescriptibles _marlous_. _Chez Maxim’s_ se continúa en
los alegres juegos. El Americaine, el Grand Café, todos los lugares
semejantes continúan con su vaga clientela. La infeliz _gigolette_ de
los barrios bajos está irremisiblemente condenada. La Sra. Otero es una
artista: la Srta. de Pougy es una artista y una autora; la Srta. Marion
de Lorme es una propietaria. Sus amigos, frecuentadores de medios
elegantes, de círculos y casinos, señores X, I y Z, son conocidos de
todo el mundo por su miseria moral, por su desvergüenza y su aditamento
ictiológico. La señora Otero arruinará a varias familias, las Srtas. de
Pougy y de Lorme llevarán a la locura y al delito a más de un joven de
buena familia. El caballero X jugará a la mala, y el caballero Z hará
ostentación del poco honesto origen de sus lujos y derroches. La
_gigolette_ se prostituye _por necesidad_... Hace mucho frío...

--«Diga usted, me dice un pintor tremendo, y hombre tan tremendo como el
pintor--, Henry de Groux, el autor del _Cristo de los Ultrajes_:--Diga
usted que la Francia está podrida, que al final del siglo ha hecho ya
tabla rasa de todo. _Finis latinorum._ ¡Abyecta muerte!»

Un paralelo iconográfico que tengo ante mis ojos me da más de un
pensamiento; un paralelo entre la Francia en los comienzos del siglo
actual.

Bonaparte; primer cónsul, en su caballo de dibujo convencional, con su
corvo sable, y en el fondo, las tiendas de campaña; y M. Emile Loubet,
fotografía género _Nos contemporaines chez soi_ en espera de Mollard o
de Crozier, caros al protocolo. No se ha adelantado tanto. Carnot, de
rostro simpáticamente enérgico, de ojos que revelan grandes propósitos,
«organizando la victoria», y André el ministro de la guerra que hoy
provoca por sus disposiciones un movimiento de antipatía en la aliada
Rusia. No se ha adelantado lo bastante. Fouché y Lépine en la policía,
Luciano Bonaparte y Waldeck-Rousseau en el ministerio del interior. No
se ha adelantado gran cosa. El cabriolé ágil y gracioso que asombra al
sencillo _populo_ y el automóvil de última hornada capaz de recorrer
todo París en un segundo y de reventar a todos los _Cahen d’Anvers_ de
la tierra. Se ha adelantado muchísimo. La vieja y pintoresca diligencia,
«de las largas diligencias» de Mallarmé, y la locomotora _coupe-vent_.
No se puede negar: se ha adelantado. Talleyrand en el ministerio de
relaciones exteriores, y Delcassé. No, no se ha adelantado mucho... A la
cabeza del ejército Berthier y Brugere: no se ha adelantado maldita la
cosa! La ópera de la plaza Louvois seca y pelada, y la empingorotada
ópera de Garnier, abominada por Huyssmans. Es un adelanto. El bulevar de
los Italianos antiguo, sin circulación y sin edificación, y el de hoy
con el Pabellón de Hanover modernizado y su movimiento y su vida.
Adelanto. Si en muchas cosas se ha adelantado, en muchas cosas el siglo
XX puede salir victorioso de la comparación. Pero en otras. ¡Dios santo!
En los reinos del pensamiento no estamos muy seguros del triunfo. El
siglo pasado empezó bajo el soplo de la Enciclopedia. El siglo pasado
empezó con ideales, con miras, con decisiones; el siglo pasado comenzó
con una fuerza de que se carece hoy: el entusiasmo. ¿En qué vientre de
madre irá a aparecer el año entrante la preñez que dé al mundo un nuevo
Víctor Hugo?

Como Atenas, como Roma, París cumple su misión de centro de la luz.
Pero, actualmente, ¿es París, en verdad, el centro de toda sabiduría y
de toda iniciación? Hombres de ciencia extranjeros dicen que no, y
muchos artistas son de opinión igual; pero la consagración no puede
negarse que la da París, sobre todo, en arte. Y para eso vienen
D’Annunzio de Italia, Sienkiewicz de Polonia, la Wiehe de Dinamarca, la
Guerrero de España y Sada Yacco del Japón.

Lo que en París se alza al comenzar el siglo xx es el aparato de la
decadencia. El endiosamiento de la mujer como máquina de goces carnales,
y--alguien lo ha dicho con más duras palabras--el endiosamiento del
histrión, en todas las formas y bajo todas sus faces. Es el caso de
Juvenal: _quod non dant proceres, dabit histrio_. Hay muchos franceses
ilustres, muchos franceses nobles, muchos franceses honrados que meditan
silenciosos, luchan con bravura o lamentan la catástrofe moral. Pero las
ideas de honor, las viejas ideas de generosidad, de grandeza, de virtud
han pasado, o se toman como un pretexto para joviales ejercicios.
Escritores osados como Mirbeau, como Rachilde y Pierre Louys, declaran
en los pe riódicos el adulterio como un _uso_ esencialmente parisiense.
La antigua familia cruje y se desmorona. Los sentimientos sociales se
bastardean y desaparecen. Los extranjeros que en los comienzos y aun a
mediados del siglo pasado venían a París, encontraban hospitalidad,
amabilidad, algún desinterés. El poeta Guido tenía derecho de venir a
querer hacerse matar en una barricada. Bilbao el chileno encontraba en
Lamennais, en Michelet, en Comte, maestros sinceros, bondadosos y
abiertos. Garibaldi podía ofrecer su espada. Hoy reina la _pose_ y la
farsa en todo. Apenas la ciencia se refugia en los silenciosos
laboratorios, en las cátedras y gabinetes de señalados y estudiosos
varones. La mujer es una decoración y un sexo. El estudiante extranjero
no encuentra el apoyo de otros días, y desde luego le está cortado el
ejercicio de su profesión. Los norteamericanos han metido sus cuñas a
golpe de mazos de oro. La enfermedad del dinero ha invadido hasta el
corazón de la Francia y sobre todo de París. El patrioterismo, el
nacionalismo, ha sucedido al antiguo patriotismo, y las nobles simpatías
de antaño con la Grecia de la independencia, no son las mismas que las
demostradas con el pobre viejo Krüger y los héroes rústicos del África
del Sur.

Las ideas de justicia se vieron patentes en la vergonzosa cuestión
Dreyfus. Pero por todas partes veréis el imperio de la fórmula y la
contradicción entre la palabra y el hecho. Es esta más que los Estados
Unidos, a ese respecto, la tierra de los contrastes, _the land of
contrastes_, de Muirhead.

La literatura, ha caído en una absoluta y única finalidad, el asunto
sexual. La concepción del amor que aun existe entre nosotros, es aquí
absurda. Más que nunca, el amor se ha reducido a un simple acto animal.
La despoblación, la infecundidad, se han hecho notar de enorme manera, y
es en vano que hombres sanos y de buena voluntad como Zola hayan querido
contener el desmoronamiento haciendo resaltar el avance del peligro.

Mutuamente se han reflejado las literaturas y las costumbres. En todos
lugares existen vicios de todas clases, desventuras conyugales; pero lo
terrible en París es que es la norma. Las conclusiones de los libros
novelescos, las revelaciones de los procesos que todos los días se hacen
públicos, los incidentes y desenlaces de las piezas teatrales, hacen que
el ambiente esté completamente saturado de tales doctrinas, y que un
modo de juzgar las cosas como los excelentes sentimentales de comienzos
del siglo pasado, sería considerado _arriéré_ y a la papá. En los
diarios, en el momento en que escribo, se gasta tinta y tiempo
escribiendo artículos a causa de que el hijo mayor del cómico Guitry, de
diez y seis años, tiene queridas de trece, con el consentimiento
maternal, según las cartas del marido. Pues bien, lo malo no es tan sólo
el hecho, sino la indiferencia que todo acaecimiento de esa clase causa
en el sentido moral del público, que, cuando más, encuentra eso _très
rigolo_. Los moralistas ocasionales publican sendas opiniones, se ríe un
poco, y se prosigue en la corriente continua que gira en este abismo de
gozo, de belleza y de locura. París da la sensación de una ciudad que
estuviese soñando, y que se mirase en sueños, o la de una ciudad loca de
una locura universal y colectiva; loco el gobierno, las cámaras, los
jueces, las gentes todas, y entre toda esta locura la mujer, en el
apogeo de su poderío, en la fatalidad de su misión, revelando más que en
ninguna otra época algo de su misterio extraordinario. El intérprete
gráfico de tal misterio ha sido indudablemente Rops, y sus terribles
aguas fuertes secretas son el más serio comentario y el más moralizador
espectáculo.

Como hago muy poca vida social, tengo todavía el mal gusto de creer en
Dios, un Dios que no está en San Sulpicio ni en la Magdalena, y creo que
ciertos sucedidos, como lo del Bazar de Caridad y la singular muerte de
Félix Faure, son vagas señas que hacen los guardatrenes invisibles a
esta locomotora que va con una presión de todos los diablos a
estrellarse en no sé qué paredón de la historia y a caer en no sé qué
abismo de la eternidad.



DIARIO DE ITALIA

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TURÍN

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11 de Septiembre de 1900.


Del hervor de la Exposición de París, bajo aquel cielo tan triste que
sirve de palio a tanta alegría, paso a esta jira en la tierra de gloria
que sonríe bajo el domo azul del más puro y complaciente cielo. Estoy en
Italia, y mis labios murmuran una oración semejante en fervor a la que
formulara la mente serena y libre del armonioso Renán ante el Acrópolis.
Una oración semejante en fervor. Pues Italia ha sido para mi espíritu
una innata adoración; así en su mismo nombre hay tanto de luz y de
melodía, que, eufónica y platónicamente, paréceme que si la lira no se
llamase lira, podría llamarse Italia. Bien se reconoce aquí la antigua
huella apolónica. Bien vinieron siempre aquí los peregrinos de la
belleza, de los cuatro puntos cardinales. Aquí encontraron la dulce paz
espiritual que trae consigo el contacto de las cosas consagradas por la
divinidad del entendimiento, la visión de suaves paisajes, de
incomparables firmamentos, de mágicas auroras y ponientes prestigiosos
en que se revela una amorosa y rica naturaleza; la hospitalidad de una
raza vivaz, de gentes que aman los cantos y las danzas que heredaron de
seres primitivos y poéticos que comunicaban con los númenes; y la
contemplación de mármoles divinos de hermosura, de bronces orgullosos de
eternidad, de cuadros, de obras en que la perfección ha acariciado el
esfuerzo humano, conservadoras de figuras legendarias, de signos de
grandeza, de simulacros que traen al artista desterrado en el hoy
fragancias pretéritas, memorias de ayer, alfas que inician el alfabeto
misterioso en que se pierden las omegas del porvenir. Bendita es para el
poeta esta fecunda y fecundadora tierra en que Títiro hizo danzar sus
cabras. Aquí vuelan aún, ¡oh, Petrarca! las palomas de tus sonetos.
Aquí, Horacio antiguo y dilecto, has dejado tu viña plantada; aquí,
celebrantes egregios del amor latino, nacen aún, como antaño, vuestras
rosas, y se repiten vuestros juegos y vuestros besos; aquí, Lamartine,
ríen y lloran las Graziellas; aquí, Byron, Shelley, Keats, los laureles
hablan de vosotros; aquí, viejo Ruskin, están encendidas las siete
lámparas, y aquí, enorme Dante, tu figura sombría, colosal, imperiosa de
oculta fuerza demiúrgica, sobresale, se alza ya dominando la selva
sonora, los seres y las cosas, con la majestad de un inmenso pino entre
cuyas ramas se oye la palabra oracular de un dios.

Recorreré la divina península, rápidamente, en un vuelo artístico, como
un pájaro sobre un jardín. No esperéis largos e inquietantes solos
poéticos y sentimentales. _Solos_, en el sentido criollo, ni de
ruiseñor. Comenzaré diciéndoos, por ejemplo, cómo salí de París en un
tren del P. L. M., una alegre noche, en compañía de un caballero
argentino, a quien me acababan de presentar y que llevaba el mismo
itinerario mío. ¿Conocéis esos admirables _paniers_ que venden en las
estaciones francesas, verdaderos estuches culinarios que dicen los
laúdes de la previsión humana? En esas preciosas cajas se contiene desde
el pollo hasta el mondadientes, pasando por el vinillo y el agua mineral
y saludando los varios fiambres y postres. Canto estas ricas cosas
epicúreras. _Gaudeamus igitur._ Y entre el jamón y la manzana, mientras
unos señores franceses pretenden iniciar un sueño, mi compañero criollo
y yo somos los mejores amigos. Charlamos, recordamos, reímos, hacemos un
poco de Buenos Aires, mas hay que descansar, y a nuestra vez, cerramos
los ojos, al son de la música de hierro del tren. Os recomiendo que
hagáis la observación si no la tenéis ya hecha. Hay en el traqueteo
acompasado de los vagones, en ese ruido rudo y metálico, todas las
músicas que gustéis, con tal de que pongáis un poco de buena voluntad.
La sugestión luego es completa y casi tenéis la seguridad de que una
orquesta o una banda toca no lejos de vosotros, en algún carro vecino.

Al son, pues, de esa orquesta, me duermo, o nos dormimos. Muy buenas
noches.

       *       *       *       *       *

Al día siguiente, en Modane, se llega al dominio italiano. Queda atrás
la sierra de la dulce Francia y se posesiona uno de la dulcísima
Italia. Los _carabinieri_ pasan, con sus colas de pato y sus pintorescos
bicornios. El tren bordea la ciudad, a la luz de un sol nuevo y
cariñoso, que nos ofrece la mejor vista de la Vanoise y la ondulación
graciosa y la vegetación y cultivo del valle del Arc. Los Alpes nos
hacen recordar los Andes.

Poco después entramos al famoso túnel de Mont Cenis, y a su extremo, nos
encontramos en Bardonachia. Flores recién abiertas, azul fino de un
zafiro glorioso, casitas de estampa, ojos que saben latín de Virgilio y
bocas que sonríen al ofrecernos café con leche y uvas de las próximas
viñas. Delicioso paisaje, deliciosas muchachas, delicioso Virgilio,
deliciosa copa de leche y uvas frescas.

El tren corre, sofocándose, pasa túneles y túneles. En los flancos de
las montanas se ven, cargadas de fruto, las viñas frondosas. En todo el
trayecto casi no se advierte un solo animal. Apenas allá, en un
vallecito, al paso, divisamos unas cuantas cabras conducidas por su
pastor. Más adelante, cuatro o cinco vacas. Gentes de estas Europas, que
vais a las lejanas pampas en busca de labor y de vida, ¡cómo se explican
aquí harto elocuentemente, los furiosos atracones de carne con cuero y
de asado al asador, con que os regodeáis allá, bajo el hospitalario sol
de América, en la buena y grande Argentina! Entre estos hondos valles,
entre estos amontonamientos ciclópeos de rocas, no turba el silencio ni
un mugido, no saluda al sol con su fuerte tuba el toro.

Estaciones pequeñas y más estaciones, hasta que se abre más el ancho
valle, y allá, en su altura, como un juguete, la Superga, nos anuncia
que hemos llegado a Turín.


12 de Septiembre.

Turín, nombre sonoro, noble ciudad. Severa, «un poco antigua», como el
español caballero de Gracia, aparece, para quien viene de enormes y
bulliciosos centros, tranquila y como retrasada. Mas luego sus calles
bien ordenadas y bien limpias, sus distintos comercios, sus plazas, sus
numerosos tranvías eléctricos, os demuestran la vida moderna. Después
sabréis de sus ricas y florecientes industrias, si es que no habéis
visto allá en la Exposición de París el triunfo de los telares
turineses.

Aquí se comienza a ver que hay una Italia práctica y vigorosa de trabajo
y de esfuerzo, además de la Italia de los museos y de las músicas.

Notamos en los edificios públicos banderas con lazos de luto. Es que
ayer ha entregado el duque de Aosta, en nombre del rey Víctor Manuel, a
la ciudad de Turín, la espada, las condecoraciones, el yelmo del difunto
Humberto. Pobre monarca de los grandes bigotes y de los ojos terribles,
que ocultaba tras esa apariencia truculenta un bello corazón, según me
dicen casi todas las personas con quienes tengo ocasión de hablar.

Turín, noble ciudad. Aquí todo es Saboya. No hay monumento, no hay vía,
no hay edificio que no os hable de la ilustre casa.

He visitado la Pinacoteca. La primera sala está llena de príncipes de
esa familia, desde la entrada, en donde un admirable retrato de François
Clouet perpetúa la figura de Margarita de Valois, hija de Francisco I y
mujer de Emanuel Filiberto, duque de Saboya. Nada más sugerente que esta
pintura en que esa princesa, que podría ser una priora, parece hablar
por toda una época. Así el retrato cercano, de Carlo Emanuel I, duque de
Saboya, obra del Argenta, que representa al principito de diez años,
exangue, casi penoso, apoyado en la cabeza de su enano.

El museo es grande y posee verdaderas riquezas. El catálogo oficial,
Bædeker u otro libro semejante, os dirá el nombre del fundador, el año
de la fundación, y datos semejantes. Yo os diré lo que me ha atraído,
detenido o encantado en la rápida visita. Ante todo, los primitivos, que
ya en la sala segunda están representados. Confieso no sentirme
fascinado ante la célebre Virgen con el Niño, de Barnaba da Modena, pero
Macrino d’Alba en más de uno de sus cuadros me hace sentir la impresión
de su arte, así como Defendente Ferrari me cautiva con los _Esponsales
de Santa Catarina_, y el _Giovenone_ me para, con su Madona entronizada
y sus místicos acompañantes. En la sala tercera, casi toda ocupada por
Gaudenzio Ferrari, hay muchas cosas bellas, pero lo que principalmente
admiro, al paso, es la Madona, Santa Ana y el Niño, en que el concepto
de la religiosidad unido a un ingenuo don de humanidad, forman la
excelencia de la obra artística. La figura de María sola es un delicado
y maternal poema.

En la sala tercera está el dos veces divino Sodoma, pintor de nombre
maldito y de incomparables creaciones de vida y de idealidad. La
idealidad está en su _Sacra familia_, con su pura y espiritual Madona y
el Dios Niño que juega; la vida en carnaciones estupendas como ese seno
de esa abrasante Lucrecia que en vez de la puñalada atrae el beso. Ante
este cuadro no puedo menos que recordar una reciente polémica, entre los
señores Groussac y Schiaffino. Este muy distinguido amigo mío, señalaba
a su terrible contendiente el error de haber confundido en una ocasión
una tabla con una tela. La cosa parecerá muy rara, pero al gran Vasari
le sucedió lo mismo. Hablando del cuadro la _Morte di Lucrezia_, del
Sodoma, dice el actual director de la Pinacoteca, Sr. Bandi di Vesme:
«Vasari lo annovera fra quelli eseguiti dal Sodoma nei suoi bei tempi:
«Similmene... una _tela_ que fece per Assuero Retori de San Martino,
nelle quale e una Lucrezia Romana che si ferisce, mentre e tenuta dal
padre e dal marito: fatta con belle attitudine e bella gracia di teste».
«_L’aver il Vasari chiamato questo cuadro una tela_», mentre dipinto su
legno, e una semplice inavvertenza, se pure non e per errore di stampa
che la edizione del Vasari hanno «tela» per «tavola».

Hay también del Sodoma, en esta misma sala, una _Madona e quattro santi_
de señalado mérito.

No dejaré de nombrar un cuadro de tema semejante, de Bernardino Lanino,
en que, con el encanto del suave color y del dibujo, se anima sobre
todo una sensual Santa Lucía que es una de las representaciones
femeninas más atrayentes que se puedan señalar en todas las galerías del
mundo.

En la sala quinta, una _Abadesa_ de Giovanni Antonino Molinari. En la
sexta, sobre un fondo de oro, un ángel de Frate Angelico canta toda la
primitiva gracia, la ingenua virtud de la concepción y ejecución
prerafaelitas. Una deliciosa Madona del mismo, con el bambino. Observo
que para poder rezar convenientemente delante de estas pinturas, sería
preciso un libro de horas escrito en verso por Dante Gabriel Rossetti, o
un antifonario de Ruskin, o de su vicario francés Robert de la
Sizerenne. Otra Madona. ¡Descubríos! La hizo Sandro Botticelli. Es la
pintura simple y al propio tiempo intensa y profunda que habéis oído
celebrar por tantos aedas del arte moderno, que levantaron a su mayor
gloria los prerafaelitas ingleses y que todos los _snobs_ y _prigs_ del
mundo se creyeron en el deber de admirar hasta el delirio.

Hay otro Botticelli, ante el cual largas horas debe haber pasado
Burne-Jones y el viejo profeta de las Piedras de Venecia. Es _El viaje
del hijo de Tobías_. Es el mismo expresivo amaneramiento de los gestos,
la traducción del íntimo sentido por la remarca de las actitudes, el
vago énfasis del estilo y la certeza de los lineamientos. Los dos
arcángeles de la composición son hermanos de las figuras alegóricas de
la «Primavera». Miguel precede, armado de su espada. Una madona de Credi
me disputa el tiempo con un Tobías y el arcángel Rafael, de los
hermanos Benci del Pollainolo. (Con este cuadro comete también el error
Vasari, de confundir tela con tabla.)

Imposible observar tanta y tanta obra meritoria. Mas en la sala séptima
me inclino delante del Mantegna, con su «Madona con il Bambino e sei
Santi», ante varios Tizianos; en la octava, Donatello llama con una
Madona bajo-relieve en mármol y alegran los ojos las fiestas de color de
los esmaltes de Constantín. No veo sino de un vistazo la sala nona, de
pequeñas dimensiones y que contiene algunos grabados y dibujos de
distintas épocas y de diferentes escuelas. Y en la sala décima al entrar
me impide continuar más adelante por algunos minutos. ¿Y una
«Visitación» de Vander Weyden, en que una idea naturalísima se traduce
tan poéticamente? Y Memling con su tumultuosa «Pasión». Y un desfile de
maestros: Teniers, Brueghel, Jordaens, Van Dyck: «Tres gracias», de la
escuela flamenca, que recuerdan las tres comadres brutalmente
encarnadas, de Rubens, en el Museo del Prado, y varios cuadros de ese
artista, entre los cuales el retrato notabilísimo de un «Magistrado
flamenco.»

En la sala undécima impera Van Dyck, con el cuadro que para muchos es el
mejor de todos los suyos, el grupo de «Los tres hijos de Carlos I de
Inglaterra». Los principitos fueron pintados con trajes lujosos, y todos
tres parecen hembras. La vida les anima; y es admirable la que hay en el
noble animal que les acompaña. Según está escrito, el rey no estuvo muy
contento de la obra por motivos mediocremente domésticos. El conde Cisa,
decía en carta al duque Víctor Amadeo I... «Le roy estoit fasché contre
le peintre Vendec, pour ne leur avoir mis leur tablié, comme on
accoustume aux petits enfans»... A este cuadro acompañan otros tantos
del mismo Van Dyck y varios de Teniers, de Brueghel y otros.

En la sala duodécima hay varios holandeses y alemanes. Se impone al
instante un retrato de «Desiderio Erasmo», de Holbein, que estuvo en el
Louvre durante la dominación francesa. Hoy Turín está orgullosa de su
reconquista y dice: _Hic Jacet Erasmos qui quondam pravus erat mus_.

Los españoles tienen representación honrosa en la sala duodécima, pero
es poco y de relativo valor lo que hay de Velázquez, Murillo, Ribera y
Sánchez Coello. Envío mi pensamiento a aquel soberbio tesoro de Madrid
que constituye, en el Museo del Prado, la sala Velázquez. Hay aquí del
gran maestro dos retratos, uno es uno de tantos Felipes Cuartos que
produjo su pincel. Del Españoleto hay un San Jerónimo. De Murillo el
retrato de un niño; una de las repetidas Concepciones y cierto expresivo
busto de capuchino. Sánchez Coello ha dejado con su singular manera la
imagen de la joven reina que más tarde retratara Van Dyck en su vejez:
Isabel Clara Eugenia de Austria.

Y en la sala décimotercia dos preciosos retratos de Coypel; el busto de
mujer de la Vigée Le Brum tan popularizado por las reproducciones; y en
la décimocuarta, entre cien cosas, el estupendo autorretrato de
Rembrandt, hecho de sombra y vida; y apenas hay un momento para el
naturalismo rústico de Paul Potter; y en la décimoquinta magistrales
paisajes, entre los cuales de Ruysdael. En la décimosexta sonríe el
Caravaggio con su _Sonatore di liutto_ y os llama Gentileschi con una
Anunciación; y Vanni hace perdurar la voluptuosidad de la más tentadora
Magdalena que pueda un pincel pintar y un hombre amar. En la
decimoséptima Albani, en varios cuadros, renueva el mito de

    Il bello Hermafrodito adolescente,

como dice el verso de D’Annunzio. El Domenichino y Guido Reni y Albani,
llenan esta sala con bellas mitologías, a que Carracci y Guercino oponen
sus representaciones cristianas. En la decimoséptima se impone el grupo
de Apolo y Dafne, y la figura del dios crinado, de un colorido vivo y
luminoso, sobresale de manera vencedora. Del Guercino hay en la
décimoctava un _San Paolo Eremita_ que recuerda una igual tela
hagiográfica de Velázquez. Ambos grandes ingenios, poseídos más o menos
del fervor cristiano en la interpretación de los santos, demuestran que
no les es indiferente la naturaleza muerta: las galletas de ambos
cuervos solícitos, en ambos cuadros, son admirables y suculentas de
verdad. En la décimonona todas las miradas y contemplaciones son para la
riquísima _Danae_ del Veronese, a pesar de los grandes cuadros vecinos.
En la vigésima no dejéis de inclinaros ante el Veronese y Tiépolo, y en
la última soportad las varias batallas de Huchtemburg en que la mancha
roja y el caballo blanco del príncipe Eugenio de Saboya aparecen
irremisiblemente.


15 de Septiembre.

Anoche he presenciado la llegada del duque de los Abruzzos a su buena
ciudad de Turín. Turín es la villa de los Saboyas, la verdadera ciudad
del _Fert_. Con gran entusiasmo fué recibido el joven explorador, entre
calles de aplausos y bajo arcos de vivas. Como yo alabase la audacia
brava y el peligroso _sport_ de su alteza, indudablemente enamorado de
la gloria y de la ciencia, me dijo un distinguido caballero turinés,
mientras los cocheros rojos conducían al príncipe, a los Aosta y al
capitán Cagni:

--«Todo está muy bien. Pero ¿qué provecho práctico trae a Italia el
hecho de este joven que se gasta una buena serie de miles de liras y
pierde dos dedos en una exploración de la que no ha sacado sino ir un
poco más sobre el hielo que Nansen? La empresa es insegura, fantástica y
poco probable.»

Señor, contesté a mi interlocutor, todas las grandes y geniales empresas
son por lo general fantásticas, inseguras, poco probables: y vuestro
compatriota el genovés Colón es una prueba de ello. Poco ha perdido el
duque con perder dos dedos en donde muchos, hasta su compañero Querini,
han perdido todo el cuerpo. Por otra parte, todo eso vale más que las
ocupaciones generales de sus colegas: ver correr caballos flacos,
fusilar pichones, agitar raquetas y disputarse pelotas, a la manera
imperante de los ingleses, fomentar la cría de perros y entretenimiento
de señoritas joviales. El duque de los Abruzzos, a quien he visto en
Buenos Aires muy simpático y muy gentil, en esa obra de valor y de
singularidad, ha interpretado a su manera el _Sempre avanti Saboia_ de
su casa. Además le debemos que los estados Unidos, por medio de uno de
sus órganos de más páginas y de mayor tiraje, se haya admirado de que un
latino haya puesto antes el pie en un lugar que no ha sido hollado por
anglosajones. Lo cual debe mortificar al Sr. Demolins y alegrar a mi
amigo Arreguine.»

El duque pasó entre las sonoras ovaciones. Buen aspecto, aunque se nota
en él las durezas de la vida de la invernada. A su lado iba Cagni,
verdadero héroe del viaje. En la estación he visto a la risueña y bella
novia de Cagni, y al viejo general su padre. No he podido menos que
pensar en los que quedaron allá en la nieve, en la soledad, en la muerte
irremisible...

       *       *       *       *       *

Comida con el _onorevole_ Gianolio, y otras distinguidas personas; un
_avvocato_ y el decano de notarios turineses. El diputado es un
excelente y filosófico caballero, que entre sus barbas llenas de años
deja salir las más sesudas razones; y junta a una cortesía un tanto
campechana, la más sincera amabilidad. No conoce bien la Argentina,
pero tiene informes de sus riquezas, de su hospitalidad, del desarrollo
fabuloso de Buenos Aires. Se sorprende cuando se le habla del número de
italianos que hay en nuestra capital, lo cual demuestra que no todos, en
el parlamento, están aquí muy al tanto de estos asuntos. Hablamos
política, estadística, un poco, muy poco de literatura, pues el elemento
no es propicio, a pesar de estar a la mesa un par de hermosos ojos
italianos. Mi calidad de poeta ¡a Dios gracias! permanece incógnita, y
un madrigal comenzado se desvanecería al olor de la _fonduta_. ¡La
_fonduta_! ¿no sabéis lo que es esto, el plato especial de Turín, rubio
como el oro, apetitoso y perfumado de trufas blancas?

No sé cómo el señor de Ámicis, que aquí reside, ha conservado sus
cualidades plañideras y sentimentales a pesar del frecuente encuentro
con esta invención que es gozo de los ojos y del paladar. La _fonduta_
va custodiada de un chianti noble y de un barolo viejo que exigen
respetuosas inclinaciones.

       *       *       *       *       *

Paseo por las galerías de la ciudad, por la vía Roma, y entramos con mi
compañero de viaje, al Giardino Romano, teatro estival bastante
desmantelado. Impera aquí también el café-concert. Y pensamos en el
Casino de Buenos Aires, cuando después de varios números deplorables,
salen los dos Colombel, que acabamos de ver en el Alcázar d’Été de
París, y nos gratifican con la romance, la romance... _¡la romance du
Muguet!_


16 de Septiembre.

Los monumentos de Turín, confieso realmente, no me fascinan. Por todas
partes estos políticos, estos generales, estos príncipes, me aguan la
fiesta ideal que busca mi espíritu. Estos políticos son demasiado
conocidos y demasiado cercanos para que interesen a quien busca en
Italia sobre todo el reino de la Belleza, de la poesía, del Arte. Por lo
tanto, saludo con respeto al héroe Pietro Mica, a los hábiles y
esforzados patriotas y a los Saboyas de bronce, y me detengo ante el
monumento del Mont-Cenis, que, con su idea ciclópea, dice a mi alma, en
su simbolismo, más cosas que las que me puede decir el ilustre Mazzini y
el no menos ilustre Cavour.

En el parque--porque es un parque, aunque le llamen jardín--del
Valentino, deleitan las gracias de una acariciante naturaleza. El Po que
corre bajo los arcos de los puentes, pacíficamente; los montes cercanos,
feraces, cultivados, coronados por la Superga, sembrados de villas y
casitas. En la tarde dulce cae con la luz una paz y una melancolía que
hacen nacer luceros en el alma. Dichosa gente la que a la orilla de este
viejo río vive la perpetua juventud que se revela en la hermosura de
estos espectáculos.

Al ponerse el sol vuelven al club los _yachtmen_ que se ejercitan en su
_rowing_. Unos pescadores recogen sus cañas.

Antes he tenido tiempo de visitar un castillo medioeval que se ha
dejado para los turistas, desde que se construyó, con motivo de la
exposición de 1884. Es algo mejor que lo realizado por Robida en el
Viejo París. Todo, hasta los menores detalles interiores y exteriores,
dan la ilusión de un retroceso a la vida del siglo XV. Quisiera uno tan
solamente que los ferreros que abajo trabajan con gran habilidad sus
obras de un arte injustamente venido a menos, vistiesen y hablasen como
en lo antiguo.


17 de Septiembre.

Por el funicular que hay que tomar atravesando el Po, se va a la
Superga. Es ésta, como sabréis, una iglesia construída en lo más
empinado de la altura, al oriente de Turín.

Los trenes van jadeantes, en un camino que refresca la sombra y la
verdura de los árboles. El domo corona soberbiamente el monte. Ese
templo para águilas es una tumba de príncipes. Allí, en la cueva
fúnebre, están los huesos de muchos miembros de la casa reinante. Es lo
que, artísticamente, se va a visitar con mayor interés, a causa de uno
que otro hermoso mausoleo. Nada más impresionante que un simple nicho en
que se guarda la corona que las lavanderas de España enviaron a la buena
reina doña María de la Gloria, esposa de Amadeo.

Vasto y magnífico panorama, desde la eminencia. A lo lejos los Alpes,
que el sol llena de luz; el Levanna, el Roche Melon, la punta de nieve
del Mont-Rose. Más cerca los campos que divide el Po en su curso, en
que las ciudades y pueblos se miran como cajas de juguetes de Nuremberg;
las ondulaciones de las verdes colinas, los senos de los valles, el Viso
erguido, y Turín allí cerca, corona del Piamonte. Comienzan a asediar
los vendedores de tarjetas postales y los solicitadores de _buona
mancia_. Todavía no he encontrado, ¡asombraos! ingleses. Pero los
siento. Ellos han de aparecer dentro de poco, ineludibles andadores,
doctores oxfordianos en Bædeker, compradores de pisapapeles de
alabastro, o prigs que asedian a los primitivos.

Turín está solitario ahora, y paréceme que ha de ser triste siempre. Las
gentes de pro andan en el veraneo. Las que quedan, por negocio o por
necesidad, parecen muy tranquilas y poco ruidosas. Por las calles hay
escasa circulación. En la noche las galerías están sin vida, con
excepción de una que otra en que se ven militares y burgueses que se
pasean. Las mujeres que encuentro no se parecen a las italianas de mi
imaginación. Luego, son hasta las que se diría dedicadas a una
existencia poco austera, escasamente expansivas y hasta serias, Turín,
convengamos, es una ciudad muy honrada. Reconozcamos estas condiciones a
Turín.

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GÉNOVA

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19 de Septiembre.

Génova la Superba no parece a primera vista una ciudad grata. La masa
urbana es ciertamente soberbia, cuando se ve a la llegada, desde el
tren, en San Pietro D’Arena. Mas ya de cerca, esas casas altas, con las
cien manchas verdes de sus ventanas, esas casas descuidadas, esos
barrios sucios, nos dan la impresión marcada de una higiene en olvido,
de una aglomeración de conventillos. De algunas ventanas se cuelgan
ropas a secar, como en España. Ciertos rincones y ciertas callejuelas
tienen el mismo cariz de algunos puntos de la Boca. La parte vieja de la
ciudad es tortuosa, descuidada. En lo nuevo, se alzan construcciones, se
demuelen muros antiguos y se inician casas y palacios.

Vasto puerto, y relativamente escaso movimiento. Las fortificaciones
dominan, en las alturas. Castellaccio, Begato, San Benigno, llenos de
cañones. La ciudad, a la orilla del mar, sube hacia los montes. Ciudad
comerciante y marinera, aun conserva el orgullo de antaño y procura
mantener su vitalidad y su energía, guardando sus viejos recuerdos de
conquistas y de guerras, cuando sus estandartes fueron vencedores, o en
tiempos de duros reveses.

       *       *       *       *       *

Vía Garibaldi. La calle es estrecha, sus aceras flanquedas de palacios
históricos. Piedras de siglos, vetustos portones en donde podéis ver
esculpidas las armas heráldicas. Ahí está el palacio Rosso, regalado por
la duquesa de Galiera a la ciudad y que contiene valioso tesoro de arte.
Entre lo principal, un retrato del marqués de Brignole-Sale, de Van
Dyck, un Durero, y una copia muy buena del San Juan de Leonardo que hay
en el Louvre. En el Palazzo Bianco que está en frente, hay también obras
excelentes. No puedo, dado el plan de este diario, ni citar todo lo que
me interesa; pero me es imposible callar mi gozo ante un antifonario de
Neroni que se guarda en esta casa, entre muchas riquezas dignas de la
mayor atención.

He visitado la Catedral, en la vía San Lorenzo. Por ella ha pasado lo
romano, lo gótico, el renacimiento. La fachada gótica es de una
imponente hermosura; en ella alternan mármoles blancos y negros;
adórnanla leones y variadas labores y calados. Piadosos e ingenuos
escultores trecentistas han dejado figuras y símbolos. Es hasta ahora,
la más venerable fábrica que hayan visto mis ojos en la tierra de
Italia.

Soberbio es, asentado en la Piazza Nuova, el palacio Ducal, en que hoy
trabajan oficinas del gobierno; y en varias calles os dicen grandezas de
lo pasado los palacios Doria, Spínola, Parodi, Gambaro y Cataldi.
Génova, la de los suburbios infectos, está llena de mármol y de orgullo.

El palacio Rosozza, es un lugar deseable para la realización de una vida
de amor. Está dominando el mar, y a sus espaldas se extiende, en la
colina, un jardín bellísimo lleno de verdura y de flores, en donde los
chorros de agua dicen rimas de D’Annunzio. Y más palacios, y más villas,
sobre la ciudad que a la orilla del Mediterráneo mantiene el renombre de
sus comerciantes y de sus armadores.

       *       *       *       *       *

Tengo la mejor idea de los genoveses. Parécenme amables, obsequiosos,
atentos. No he podido certificar si tienen doblez o falsedad. No he
hecho ningún comercio con ninguno. Y el mal humorado padre Alighieri
creo que exageró cuando deseaba para ellos tantas terribles cosas:

    Ahi genovesi, uomini diversi
    D’ogni costume, e pien d’ogni magagna
    Perché non siete voi del mondo spersi?

Las genovesas que he visto, son esbeltas, garbosas, gentiles, de grandes
ojos que se han embriagado de mar y de cielo.

       *       *       *       *       *

Paseo por la rada. El agua está serena y el horizonte está «histórico»
como diría Roberto Montesquiou. Amarrados a los muelles, los barcos
descansan, esperando sus cargas. Un acorazado italiano, el Garibaldi,
está de estación. Al lado, están remendando la cáscara de hierro de un
buque de guerra turco. Advierto que en una de las planchas de popa, un
salaz obrero sin duda, ha pintado, con tiza, con visible irrespeto por
la media luna, una figura obscena que cualquiera puede notar de lejos.

El bote que me conduce se dirige al lado opuesto, hacia la barrera de
piedra que se ha alzado a la rabia del mar, y que éste en ocasiones ha
mordido y despedazado por algunos puntos.

Hermoso de toda hermosura el panorama de la ciudad, recostada sobre su
vasto anfiteatro, dorada por el sol que se pone. Es una tarde azul
acariciada de fuego. Las alturas se destacan como labradas sobre el
cielo. En el Rhighi, comienzan a encenderse vivas luces. El cristal
marino refleja la ciudad y la luz celeste que declina. Hay una dulzura
pacífica e íntima que llama al silencio y al recuerdo. Mi compañero y yo
no nos decimos una palabra. Es uno de esos instantes en que se piensa,
al callado amor de la naturaleza misteriosa, en seres y cosas amadas que
están lejos... en la ausencia, o en la muerte. La suavidad del agua y
del firmamento compenetra nuestros cuerpos y nuestras almas.

La bondad y la ternura de la existencia ocupan un momento la máquina
hecha a los esfuerzos y a las luchas. Nuestro espíritu es en esos
instantes como un blanco palomar de donde se envían a lejanas
distancias, mensajes de cariño, de consecuencia, o de pasión. La
campana de la iglesia de los Ángeles, tocó el Ave María. El eco
religioso que iba en la brisa pasó como un soplo de bien sobre nuestras
frentes. El barquero dejó los remos y se descubrió. Cuando volvimos la
vista al horizonte crepuscular, habían aparecido las primeras estrellas.


19 Septiembre.

El cementerio de Génova es famoso; veamos el cementerio de Génova. No me
place visitar a los muertos en su ciudad. He visto el presuntuoso Green
Wood, allá en los Estados Unidos, y el célebre Père Lachaise, en París.
Casi siempre he notado, aun allí, las injusticias de la suerte. Poe, en
Boston, tiene un pobre busto; Verlaine no tiene aún nada sobre sus
huesos. Los Sres. Bouvard y Pécuchet en todos los cementerios del mundo
ostentan mármoles y bronces por toneladas; y más que los Sres. Bouvard y
Pécuchet, los Sres. Chose y Machin. Pero jamás me ha chocado tanto lo
grotesco de la vanidad burguesa, en la muerte, como en este enorme
camposanto. Graciosas, elegantes, pintorescas, muchas de las capillitas
y mausoleos que decoran la pendiente de la colina, hermosean el lugar
fúnebre; así son admirables también y de mérito artístico, bastantes
sarcófagos y estatuas que se encuentran en las galerías. Pero la
profusión de lo contrario choca. Buenas gentes que poseen los
suficientes escudos, se hacen fabricar un papá de bronce, una mamá de
mármol, y se colocan ellas mismas en actitud dolorosa. Y así el cincel
o la fundición perpetúan máscaras codiciosas, faces de enfermos,
_bons-hommes_ satisfechos, imágenes de gordos rentistas o de secos
traficantes. Ello da al contemplador

    Parte da riso e parte da vergogna

como dice el Magnífico en su _Beoni_. Todo eso va aumentado con las
largas leyendas en forma monumental, con todos los circunloquios y
énfasis que son de ley en este país de la retórica latina. En algunas
tumbas el dolor ha tenido talentosos intérpretes en simulacros
personales, o en figuras simbólicas. Os recomiendo entre otros la figura
de un anciano encorvado, que llega al imperio de lo desconocido y bajo
el cual se lee un verso de la _Comedia_: (Inf. III).

    Tutti convengnon qui d’ogni paese.

No recuerdo el nombre del escultor. En esa enorme población de finados,
los grandes habitan, como en la vida, palacios; los pobres, un hoyo en
la tierra. Pero como estamos en Italia, hasta los pobres tienen una cruz
de mármol o una lámpara graciosa; y entre las cruces, revientan a la luz
flores de un rojo violento, o florecillas blancas, que parecen salir de
sepulturas infantiles. Nada me indican los ángeles caderudos de
Monteverde, iguales al de la Recoleta de Buenos Aires; antes bien, la
obra de otros escultores sin renombre, en que aparece la tradición de
un arte sincero y piadoso, se impone en el silencio y en la paz de la
ciudad difunta. Mientras medito ante una melancólica estatua de mujer
junto a la cual una mano afectuosa ha colocado un ramo de flores frescas
y ha encendido un cirio, oigo cerca de mí unos pasos secos y un más seco
_yes_. _Voilà les Anglais!_

De la Zecca, asciendo en el funicular entre viñas y casitas, al Righi,
un restaurante situado en lo más alto del monte, al norte de la ciudad.
¡Soberbia vista de Génova la soberbia! La población se presenta en
frente, con sus macizos de construcciones, sus torres, sus villas; y su
rada, en que se erizan los grupos de mástiles y chimeneas. Se alcanza a
ver, en la confusión de calles lejanas, el reloj del Carlo Felice; se
divisan y reconocen los palacios conocidos; y se extiende el vasto mar,
el vasto mar azul y armonioso, por donde han partido a la gloria tantas
velas, tantas mentes, tantos corazones. El Righi es un establecimiento
lujoso y de loable buen gusto. Se imagina uno que vivir en un lugar como
ese, en esa situación excepcional, sería una delicia, si no fuese que no
hay panorama, ni delicia humana que no pida substitución en tiempo más o
menos lejano. Esa vista encantadora, esa perspectiva, ese mar y ese
cielo, y las ricas ostras y compañía que allí encontráis, por ineludible
ley humana, necesitan luego ser cambiados por otra perspectiva, por otro
mar, por otro cielo, por otros astros y compañía, so pena de caer en el
reino gris del fastidio. Nunca, sino en los viajes, se puede comprender
mejor el pequeño poema de Baudelaire _Any where out of the world_...

       *       *       *       *       *

Al pasar por el palazzo Doria me señalan el segundo piso, en donde
habita o habitaba el maestro Verdi, que ahora está en Santa Agueda
veraneando.

Noto entre casa y casa por las calles genovesas, callejuelas a las que
se desciende por escaleras empinadas, pasadizos obscuros, estrechos,
sucios.

Suele acontecer que de un antro de esos surge de repente la cara risueña
de una fresca muchacha.

Al partir de Génova, en la estación, dos nombres que he visto encarnados
en dos estatuas, me vienen a la memoria, nombres absolutamente
representativos en lo antiguo, en lo moderno: Colón, Rubattino.

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PISA

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20 Septiembre.

    Ahi Pisa, vituperio delle genti
    Del bel paese là dove il _si_ suona;
    Poiche i vicine a le punir son lenti

    Muovanse la Capraia e la Gorgona
    E facian siepe ad Arno in su la foce,
    Si ch’egli annieghi in te ogni persona.


Estos versos de Dante no pudieron dejar de venir a mi memoria al entrar
en la vieja ciudad llena de historia y de arte. Va el Arno silencioso;
casi creeríais que sus aguas semiparalizadas no tienen curso. Río
turbio, río sin vida, entre las dos barreras de casas, bajo los puentes
que unen los dos famosos Lungarnos. Ciudad abuela, cargada de siglos,
que tiene su torre inclinada, como una inmóvil rueca. El movimiento
urbano es escaso. Uno que otro carruaje cargado de turistas; muchísimos
sajones a pie, con, en la mano, la insignia roja del Bædeker. Por la
vasta curva del Lungarno podéis ver tipos que conservan la antigua
hermosura de la raza, hombres de rasgos bellos, de elegantes talantes,
muchachas que andan graciosamente, con ese especial calzado un poco a
la turquesca, entre zueco y babucha, _zuccole_ o _pianelli_. Los pisanos
tienen el orgullo de su villa; y si no fuese el mal servicio del hotel
en que me alojo, y la perversidad de un cochero que ha estrujado mi
paciencia, no hallaría nada que vituperar, ni creo que tengan por qué
moverse ahora la Capraia y la Gorgona.

Traigo la mente llena de Benozzo Gozzoli, de los Pisano, de Giotto.
Poemas, lecciones, impresiones que he leído, inspirados en el Duomo, o
en el Campo Santo, cantan, reviven, se despiertan de nuevo en mi
cerebro. Antes de entrar en esos santuarios artísticos, siente el alma
como una sensación de primera comunión. Además, aquí, por todas partes,
el mármol dice con su presencia, la frecuencia de los héroes, de los
príncipes y de los dioses. Esta tierra es tierra sagrada; de su seno
maravilloso han brotado como en una primavera de formas, en esas
estaciones del arte en que floreal corresponde al renacimiento, un mundo
de estatuas, una teoría interminable de armoniosas figuras.

Los _badauds_ van a ver desde luego la casa de Galileo, con algo como la
esperanza de encontrar allí al famoso sabio. Los viajeros de la especie
de los dos inmortales amigos flaubertianos, se dirigen inmediatamente a
la torre inclinada, al Campanile: «Vamos a ver: ¿los arquitectos la
construyeron así, o esto es debido a un hundimiento del terreno?» Yo, no
bien me desembarazo del polvo del camino, vuelo al Campo Santo. Brilla
el sol, el sol glorioso italiano, caro a las ardientes mujeres, a las
dulces naranjas, a las sonoras cigarras. En la puerta del sacro
cementerio una anciana mendiga agita en un plato de lata unos cuantos
céntimos, demandando limosna. Me libro de la persecución de ciertos
cicerones parlanchines e importunos. Entro, y tengo el inmenso placer de
encontrarme solo en esos momentos, sin turistas, sin anglosajones, sin
visitantes, a pesar de que en el día de hoy, 20 de Septiembre,
celebración nacional, la entrada es gratuita.

En lo interior cae el sol sobre las piedras, sobre las hierbas que
crecen en la tierra santa. Cuentan que en tiempo de la expedición de
Soria por la república de Pisa, se hicieron traer, por disposición del
arzobispo Ubaldo Lanfranchi, cinco barcos cargados de tierra del monte
Calvario. La carga fué recibida en Porta a Mare, con regocijo y lujosa
ceremonia, por los pisanos.

Sobre deshechos huesos aparecen hoy allí flores humildes. Y fortifica el
suelo y dora el recinto la «onda de sol» que deslumbró los ojos de
Taine. Por los vastos muros se desenvuelven los frescos; a los lados de
las galerías se ven las filas de sarcófagos, las estatuas, los antiguos
fragmentos de antiguos mármoles; la luz pasa por las arcadas
semicirculares, por los ventanales góticos. El techo de madera, de una
imponente sencillez primitiva, da idea de una resistencia secular. Hay
en los muros inscripciones latinas, promesas de gloria o advertencias
saludables. En una de ellas: «Mira, observa, desgraciado que pasas, lo
que eres. Todo hombre está contenido en esta mansión. Mortal, cualquiera
que seas, detente, lee y llora. Soy lo que serás, fuí lo que eres; por
favor, ora por mí». Hay aquí el atractivo severo de un museo, y la
solemnidad de un templo; y la gracia solar, como que hace, en la suave
gradación con que invade, más propicio el ambiente para altas
meditaciones, más pura la atmósfera para el vuelo de las ideas. Es un
lugar sacro en el mundo. _Rien de plus noble et de plus simple_, dice
Taine. _Verdadero y noble museo_, había dicho la reina Cristina
Alejandrina de Suecia. Yo he traído conmigo un libro moderno, rico de
esenciales armonías, florecido de pensamientos celestes, el libro de un
joven filósofo que maravillosamente pitagoriza, y a quien ha coronado de
lauros el Imaginífico. Y leo: «¿Cuál es la idea que vive y que se
manifiesta en el Campo Santo de Pisa?» Fuí muchas veces a contemplar el
misterio de aquella divina soledad en un estado como de estupor. Pero
una mañana de Agosto, atravesada la selva de San Rossore en medio del
coro ardiente de las cigarras y Pisa ardiente bajo la canícula, llegué a
la puerta del recinto monumental, y entré con el ánimo de quien espera
una respuesta a una ansiosa interrogación. Antes de partir había abierto
un libro de fragmentos de Leonardo, para encontrar un rayo de luz que
guiase mi espíritu en el viaje, y había leído las siguientes palabras:
«_El sol ilumina todos los cuerpos celestes que por el universo se
comparten; todas las almas descienden de él, porque el calor que está en
los animales vivos viene del alma, y ningún otro calor ni luz hay en el
universo_». Por toda la senda recorrida sentí repetirse en mi memoria
como un ritornelo incesante aquel laude del sol. El sol, que dominaba
sobre la llanura en donde surgen el duomo, la torre, el baptisterio,
estaba también en el Campo Santo; ¿pero era el mismo sol? Afuera había
un ardor de incendio y las cosas heridas por sus rayos parecían exhalar
una respiración de llama; aquí su luz, bien que más intensa por el
contraste de la sombra, parecía fría y calma como la luz de la luna.

«Ya no era el sol que fecunda los frutos de la tierra y dora las mieses
y torna enceguecedoras las vías polvosas y hace cintilar los vidrios de
las casas en el poniente; era otro sol. Su luz, del patio desierto había
penetrado en el gran espacio habitado por las figuras de Benozzo...» Y
así continúa, en un suave himno a la luz, que formaba un ambiente de
vida singular a las creaciones de los frescos, «...y por breves
instantes sentí verdaderamente mi corazón libre de toda angustia vana y
las cosas de que nace el tormento de la existencia, palidecer y tornarse
como sombras de sueño en aquella soledad, en aquel silencio y entre
aquellas formas de belleza». He de confesar que, a mi vez, me he sentido
como en una duda ideal, y poco han venido a mi mente las observaciones
de mis maestros de crítica. Más bien he dado curso libre a mi
imaginación y a mi sentimiento. He creído ver aparecer, de un momento,
por aquellos lugares solitarios, a Juan de Pisa, que consagrara tanto
ardor y voluntad a la elevación de esta casa venerable y fúnebre:
_Tempore Domini Federizi archiepiscopi Pisani et Dominis Tertati
potestatis, operario Orlando Sardella, Joanne magistro ædificante_. Y
todos los pintores que a su manera realizaron estos poemas de la luz
amable, que sobre los muros perpetúan tan varias y ricas imágenes y
escenas. No quiero saber si uno de los Orcagna es un «Dante sin
talento»; antes bien le miro como un sincero e ingenuo ilustrador del
poeta, sobre la larga página de piedra.

Sobre una de las puertas que dan ingreso a la galería, una _Asunción_ de
Memnis, inicia la obra de este consagrado hiogiógrafo del pincel que ha
de mostrar después en otros frescos y en unión de Antonio Veneziano, la
vida del patrón de Pisa, San Ranieri. Primero es la juventud alegre y
risueña del joven noble, entre las bellas damas de su tiempo, cantos y
amor; luego la nueva dirección de su espíritu hacia Cristo, y la partida
al convento de San Vito en que mora el bienaventurado Alberto
Leccapecore. Antonio Veneziano continúa la vida del santo en otra serie.
Ranieri se embarca para volver a Pisa y comienza la operación de sus
milagros en Mesina. Todo esto es de una sencillez primitiva, de una fe
simple. Como casi todos sus contemporáneos, el pintor retrata a
personajes conocidos en sus cuadros; y Antonio ha puesto a varios
eminentes pisanos, como Guido de la Gherardesca. ¡El milagro en que
descubre el santo la superchería del tabernero que agua el vino, es de
una moralidad municipal ejemplar! ¡Es todo esto tan natural y sin
malicia! Así en otras series, se narra la historia del santo hasta su
muerte, en escenas que necesitarían observaciones más detenidas.
Spinello, discípulo de Giotto, trata de la vida de San Efesio, y su
maestro ilustrísimo representa las desventuras de Job. Dice el Vassari:
«Percio dunque andato Giotto a Pisa, fece nel principio d’una facciata
di quel Campo Santo sei storie grandi in fresco del pazientissimo Jobbe.
E perchè giudiziosamente consideró che i marmi da quella parte della
fabbrica, dove aveva a laborare erano volti verso la marina, e che tutti
essendo saligni per gli scilocchi, sempre sono umidi e gettano una certa
salsedini, siccome i mattoni di Pisa fanno per lo piú, e che per ció
acciecano e si mangiano y colori e le pitture, fece fare, perchè si
conservasse quanto potesse il piú l’opera sua, per tutto dove voleva
lavorare in fresco, in arriciato ovvero intonaco o incrostatura che
vogliane dire, con calcina, gesso e matton pesto, mescolati cosi a
proposito, che le pitture che egli poi sopra vi fece, si no insino a
questo giorno conservate, e meglio starebbono se la trascurataggine di
chi ne doveva aver cura, non l’avesse lasciate molto offendere
dall’umido...» La pintura, hoy mismo, se conserva bastante bien; los
colores, sobre todo, a través del tiempo, han luchado por mantenerse, y
las bíblicas figuras dicen, si no el arte de recursos perfectos, las
intenciones cumplidas, la traducción completa de la voluntad y deseo del
artista. Refutando la crítica de Cavalcaselle que en su _Storia della
pittura in Italia_ afirma que «el arte imperfecto de Giotto puede
llamarse grande respecto a su tiempo», aquel a quien ha llamado
D’Annunzio «il dottore místico», afirma esta verdad que me parece
innegable: Es imperfecto el arte cuando la _forma no se acuerda_ con sus
_intenciones_; pero cuando la _materia_, no más _sorda_, _responde_ al
mandato del artista, el arte es grande, es perfecto, y la obra que crea
es una obra maestra.

En medio de mis meditaciones de arte, una banda militar me trae a la
vida presente. Recuerdo que es el 20 de Septiembre, día nacional
italiano; y el conde de Turín ha de presidir hoy maniobras, en un campo
cercano a Pisa. Volveré a ver a Benozzo y compañía.

El carruaje sale de los muros de la ciudad, después de pasar por la
plaza en que las Tres maravillas de mármol se destacan en el azul puro.
El largo _stradone_ llega hacia el punto lejano, en donde la caballería
ha de hacer sus ejercicios. El camino va entre dos filas de plátanos
vigorosos, cuyas pobladas copas de hojas frescas, menea un sutil viento.
En los campos cultivados, cuelgan, profusas, negras, las uvas que están
ya en tiempo de vendimia. A lo lejos se divisan las montañas, los Alpes
apuanos, los montes de mármol. A la derecha, en las praderas reales,
pasan relinchando y trotando yeguas y potros de hermosa estampa.

Al final del larguísimo _stradone_, un bosque admirable de pinos
obscuros; luego, una llanura, y allí, palcos que se han levantado para
las personas oficiales que presencian las maniobras. El público discurre
cerca de las barreras. La música militar toca. Del fondo de la llanura
se destaca un grupo de oficiales, a gran galope, o media carrera.

Los jinetes son airosos y parecen hechos a manejar con destreza sus
cabalgaduras. Los saltos de obstáculos se efectúan con todo éxito. Los
grupos desfilan, frente al palco en que está el conde de Turín, en
compañía de un coronel austriaco, y hacen el saludo de ordenanza. Los
ejercicios se prolongan, vuelvo al hotel, que encuentro revuelto,
invadido por gentes de la milicia. Por la noche, se ilumina el Lungarno,
suenan músicas por las calles, una banda da un concierto y el pueblo,
vestido de fiesta, circula, habla y ríe. Esto es en la Pisa que vive, o
parece vivir, en la vida moderna y actual, la Pisa que sabe que han
existido los hombres de la unidad italiana, la levita de Cavour, la
camisa de Garibaldi, el uniforme de Víctor Manuel. Allá al otro lado
duerme la señora de la vida antigua, la ciudad de los recuerdos de
gloria, la Pisa de mármol, la del duomo, la del baptisterio, la que
tiene su campanario inclinado, como una inmóvil rueca.


18 de Octubre de 1900.

El Guirlanda ha colocado, en los frescos que narran la historia de
Ester, los retratos del gran duque de Toscana, Cosme, del emperador
Carlos V, del duque de Urbino y del príncipe de Carrara. Estas gloriosas
adulaciones indican el espíritu del tiempo. No estalla la presencia de
esos nobles señores en una escena bíblica. Cuando Jean Béraud ha
querido, en nuestra época, poner a odiosos contemporáneos en presencia
de Jesucristo, rehacer el Calvario en Montmartre y convertir en
Magdalena a una dama cualquiera de _chez Maxim’s_, la abominación del
intento ha sido igualada por lo absurdo del resultado, el estallido ha
sido súbito.

La concepción del mundo de Puccio de Orvieto, deriva de la Summa. El
fresco teológico que aquí conserva la memoria del pintor, está bien
custodiado por las figuras de Santo Tomás y de San Agustín. En _La
Creación_ el sentimiento místico se une ya al influjo de la naturaleza y
se traduce en un realismo sencillo e ingenuo. La narración del Génesis
está interpretada, o mejor dicho, ilustrada, en varias escenas, en que
la intención del artista se expresa en figuras de una ejecución todavía
balbuciente. Nada más «al pie de la letra» que la salida de Eva del
costado de Adán. El demonio, como muchas veces se nota en obras de la
época y aun posteriores, tiene, en el cuerpo de serpiente, la cabeza de
mujer. Caín, sufre la maldición de la fealdad, y tal concepción habrá de
continuar hasta que haya un artista que le reahabilite. Abel, el niño
mimado y hermoso, que en lo futuro ha de tener _stud_ y ha de ser
miembro del Jockey Club, ofrece su homenaje y el Señor le envía a su
altar el fuego del cielo, para la consumación del sacrificio. Caín, cara
de pobre diablo, quemado de sol y que da a Dios lo que puede, se ve
desdeñado por la divinidad parcial. Con el tiempo no será de extrañar
que Abel muera dinamitado, cuando la quijada de burro ha quedado en
desuso. Hay otra escena en que Caín, anciano, muere herido por una
flecha de su hijo Lamech. Es de señalar la singular habilidad de estos
decoradores para pintar de manera que produce ilusión de verdad, la
sangre.

Me detengo con Benozzo Gozzoli. Benozzo es un gran manejador de
sentimientos y un diestro animador de facciones. Ya es la _Embriaguez de
Noé_, con su interesante composición, su colorido aun conservado, su
delicioso paisaje y sus detalles, con la célebre _Vergognosa_ que no me
convence del todo; la _Torre de Babel_, en que veréis en un escenario
anacrónico a personajes contemporáneos del artista--Lorenzo el
magnífico, Policiano, Juliano y Juan de Médicis; Abraham y los
adoradores de Belo, muy decorativo y lleno de alegorías; _Lot_, _Abraham
Victorioso_, el _Incendio de Sodoma_, el admirable _Sacrificio de
Abraham_ y muchos más frescos de pintor de tantas excelencias, os
arrancan a la idea banal de una jira de turistas y gratifican vuestro
entendimiento con el efluvio de una vida de pura elevación, de gozo
mental, de sana humanidad.

Los Orcagnas encantan en su simplicidad. El _Triunfo de la Muerte_ es un
largo poema ante el cual el contemplador podría pasar días de deleite
estético. Nunca se ha expresado más claro el eterno contraste, que en
esta página de piedra en que el pincel relata la obra de la invencible
Perseguidora.

Por un lado la primavera de la vida, con sus amores y músicas, canciones
de placer, besos y pompas. Por otro la miseria, la áspera pobreza, en el
polvo del camino, el hambre, el dolor. Y la muerte con su hoz, en medio,
en los aires, que dará su golpe a quien menos piense en ella, y no oirá
la llamada de los miserables, y les dejará seguir padeciendo en lo duro
de la existencia. ¿Cuál figura más horrible que esta descarnada vieja de
alas de murciélago y pies de largas uñas, que maneja su arma inevitable
sobre la fiesta de las rosas y de los labios?

Taine es demasiado seco en su grandeza, demasiado frío en su fuerza. No
puedo olvidar su juicio neto y geométrico sobre este espectáculo de
arte, y su severidad profesoral ante el _Infierno_, por ejemplo, de
Bernardo Occagna. «Un mundo poético de donde la poesía se ha retirado,
una tragedia sublime que se convierte en una parada de verdugos y un
taller de torturas, he ahí lo que ese Dante sin talento fabrica sobre
los muros». Yo encuentro la elocuencia simple de un artista que expresa
con un lenguaje comprensible de la muchedumbre, las tendencias; los
temores, las ideas de una época. Hallo en estos frescos el mismo
espíritu y la misma expresión de los misterios, de las moralidades, de
los autos. Dice Conti estas palabras que concentran mis ideas respecto a
este arte primitivo en que miro una escuela de sinceridad: «Vi sono in
pittura scorrozioni, imperfezioni, contorcimenti che hanno vita e
bellezza assai maggiori di moltissime cose condotte a compimento nei piú
minuti particolari e secondo la piú fidele imitazione della realtá».

Es este uno de los lugares de la tierra en que no debían penetrar sino
los merecedores de la recompensa secreta, del oculto premio que en la
meditación y en el recogimiento ofrece el misterioso numen: el
encuentro, el hallazgo, en la profundidad del propio ser, de lejanas
señales, de signos perdidos en la complicación de largas
trasmigraciones, en que se reconoce algo de la personalidad vencedora
sobre el espacio y sobre el tiempo. Siento que salgo de este sagrado
recinto como impregnado de benéficas claridades. Sobre la tierra del
Calvario en que crecen hierbas y flores, con la fecundidad luminosa del
cielo azul.

Toda aristocrática alma vacilante debe venir aquí. Los ojos se anegarán
en la magnificencia severa de los frescos; los pies hollarán mármoles
funerarios, entre sarcófagos en que el arte antiguo pone en la misma
idea de la muerte, la floración inmensa de la vida. Toda noble voluntad
sentirá fuerzas nuevas. Alma que te has nutrido de desconocida savia,
que has encontrado aquí un refugio inesperado para el viaje de las
futuras ascensiones, ¿no sientes como un íntimo anhelo, como una
vivificante invasión de sangre pura y flamante? A las puertas, con
impaciencia, Pegaso piafa.


22 de Septiembre.

Solo, por estas calles, me encuentro, cuando menos pensaba en la plaza
de los Caballeros. Entro en la iglesia de San Esteban y miro los
estandartes antiguos que fueron ganados en las batallas contra los
infieles. Al salir, en el palacio de los condes Finocchieti, un
especialísimo lugar me impresiona verdaderamente. Es el punto en que,
en la Torre del Hambre, Ugolino,

    La bocca solevó dal fiero pasto.

Una persona pretende explicarme que la puerta de hierro que se descubrió
en 1884, y que se exhibe como perteneciente a la prisión, bien puede no
ser tal, sino que, etc., etc. Como Anatole France con sus reyes magos,
yo permanezco en mi creencia, y nada me haría dudar de la autenticidad
de lo que miro. Sí, ese viejo hierro vió la escena pavorosa, que para la
inmortalidad fundió Dante en el bajo-relieve de sus sublimes tercetos de
bronce. La visión del poeta cobra realidad a medida que pasa el vuelo de
los siglos. La fábula se encarna en la tradición; la tradición se
alimenta y vive con la sangre misma del pueblo. Ninguna demostración
histórica, ningún comento de centón, ninguna memoria de erudito,
destruirán lo que certifica la creencia de sucesivas generaciones. De
ahí la absoluta inutilidad de los intentos para borrar de la conciencia
popular la idea del milagro y el influjo de la leyenda.

Por las calles, recuerdo la aventura de Goldoni. Cuenta el célebre
comediógrafo que, encontrándose en Pisa, sin conocer a persona alguna,
salió a dar una vuelta por la ciudad. De pronto vió una gran puerta
abierta por donde entraba mucha gente. En el interior, un jardín, en
donde gran cantidad de personas estaba sentada. Un criado de librea, a
quien preguntara qué cosa significase tal reunión, le responde: «El
concurso que aquí miráis, oh señor, es una colonia de los árcades de
Roma, llamada colonia Alfea o de Alfeo, río célebre en Grecia, que
regaba la antigua Pisa, en Aulide». Como veis, el portero de los árcades
se expresaba como convenía. Goldoni, que era listo y abogado, pide
entrada y se le concede. Allí donde se decían versos y se discutían
cosas poéticas con corteses razones, desenvainó un soneto viejo que pasó
por inspiración, y le captó las simpatías y los abrazos de los nobles
circunstantes. Además, un puesto en la ciudad, con renta regular. Los
pastores apolíneos sabían entender las cosas. Yo no encuentro en mi
solitaria andanza sino zapateros de viejo que remiendan en plena calle,
una que otra hermosa muchacha asomada a la ventana de una casa vieja, y
en un almacén en que ciertamente no habitan ni laboran los geniales
artesanos de antaño, leo: _Marble Works_. Perfectamente. _All right!_


23 de Septiembre.

El Duomo, el Baptisterio, la Torre o Campanile. Lejos de las arterias
principales de la población en que circula una escasa vida, esos
monumentos perpetúan la grandeza pasada, y halagan con el marmóreo
florecimiento de sus nobles construcciones. Os repetiré que delante de
estas obras, desde largos siglos bañadas de religiosas contemplaciones,
o bruñidas y lustradas de ojos de turistas y de estudiosos, no he de
comenzar con inoportunos datos técnicos, ni sumas de columnas, ni
medida de extensiones. Yo sólo sé que esto es bello, de una belleza
serena e imponente, que sobre la solidez de la fábrica se erige la pompa
de las formas; que los muros, las cúpulas, las arcadas, la labor de una
arquitectura graciosa y sincera, dicen en su cristalizada elocuencia,
tanto como los libros y los cuadros, las victorias orgullosas de aquella
Pisa industriosa, conquistadora y batalladora, que de todas partes traía
ideas y riquezas. Busqueto plantó los cimientos de la ilustre iglesia
sobre el botín de los bárbaros.

La fachada del Duomo es una página de piedra en que la «música» del
arquitecto seduce como la lectura de un armonioso poema. Las puertas son
a su vez, otras magníficas hojas de este libro soberbio, en que se
multiplican los temas, en el bronce fundido por Partigiani y Serrano,
según la fantasía de Juan de Bolonia. En la lateral, hay el encanto de
lo arcaico. De mi visita a lo interior traigo llena la retina, del gran
Cristo del mosaico del ábside; de una singular madona de Pierini del
Vaga; de deliciosas figuras del Sodoma que me exigirían un página por lo
menos para cada una; del Caín rojo de Sogliani, que dice la primordial
injusticia al lado de su papagayo. Y entre tantas cosas ¿cómo olvidar el
grupo de mármol del Moschino, el Adán y Eva del fondo?

El Baptisterio, tiara de piedra, relicario de mármol, joya de gracia y
de majestad. La perla que atrae en esta maravillosa concha labrada por
un poeta de arquitectura, es el célebre púlpito de Nicolás Pisano,
sobre el cual os recomiendo volváis a nuestro Vasari.

El Campanile, ya os lo he dicho: la rueca de Pisa. El indestructible
mono que hay en cada cual, y los ejercicios del sentido común ilustrado,
encuentran en este deleitoso lugar que reune tan preciadas
magnificencias, tres cosas que harán producir siempre reflexiones de la
más exquisita calidad: en el Duomo la lámpara de Galileo; en el
Baptisterio el eco; en el Campanile la inclinación.


25 de Septiembre de 1900.

El tranvía a vapor pasa por una parte de la ciudad, y sale a la campaña
entre sembrados y plantíos de coles y tomates, quintas modestas y
rústicas habitaciones. Luego una sucesión de bellos paisajes recrea la
mirada, hasta llegar al valle de Calei, donde el vehículo se detiene. De
allí, para ir a la Cartuja, hay que seguir a pie, por retorcida cuesta
que conduce a la altura en que se alza el antiguo edificio. Es la hora
del comienzo de la tarde y el sol hace brillar como polvo de plata el
camino trillado. Los montes pisanos marcan su relieve gris sobre el
azulado fondo del cielo, y en su cima, la Verruca, sobre su asiento de
rocas desgreñadas, calca su silueta de castillo de cuento. Voy en la
llamarada del sol y en el vaho ardiente del suelo. Un exceso de vida se
desborda de los campos circunstantes, y sigo mi camino entre verdores de
hojas, al estridente aserrar de las cigarras. El verde de las viñas a
un lado, y las uvas negras manchan, colgadas de las guirnaldas, las
ramas hojosas; el verde de los olivos al otro, y las hojas semejan
manojos de láminas argentadas y hacen un manso ruido al roce del viento.
¿Cuánto tiempo hacía que no escuchaba el bullicio de las cigarras? Era
desde los años que viviera en el caliente trópico, donde los mangos
sonoros se debaten al soplo de aires furiosos, y el sol violento y
calcinante hace humear los pantanos y gritar los bosques. Gritan las
cigarras como presas de desesperación o de locura. Aquí, más bien
paréceme que ponen en su ruido un ritmo, aunque no llego a comprender
los adjetivos flagrantemente aduladores que a estas borrachas de rocío
prodigaba la lírica griega. Hermoso de noble hermosura este campo en que
se muestra larga y magnífica la generosidad del cielo y de la tierra. El
valle cultivado y pintoresco, la Verruca delineada finamente y el Poemo
y el Serra, atalayando los horizontes. Sobre su altura, el edificio de
la cartuja es serio e imponente. A la entrada, un grupo de mendigos
espera. Es la hora en que se les da un plato de comida, según la antigua
costumbre.

Sobre la puerta, está el sabido religioso lema, escrito en grandes
letras: _O beata Solitudo! O sola beatitudo!_ Y a los lados, dos
leyendas tomadas de sendos elogios de la soledad, de Jerónimo y de
Basilio: _Habitantibus hic oppidum carcer est, et solitudo paradisus.
Solitaria vita celestis doctrina schola est, et divinarum artium
disciplina._

Llamé. Llevaba una carta de recomendación para D. Bruno el prior. No
estaba su reverencia, pero el portero, un macizo viejo dentro de su
blanco sayal decorado de una gran barba blanca, me hizo entrar.
Preparaba a la sazón unas cuantas escudillas de cierto arroz dudoso,
para los pobres. Un empleado me condujo a lo interior, no sin que antes
hubiese yo advertido otra inscripción: _Quanto varius tanto melius_.

No hay nada que verdaderamente pueda atraer por singular valor
artístico, en este convento, sobre todo, a quien va a visitar los
tesoros inmensos que el arte italiano guarda en sus ciudades ilustres.
Es el atractivo de esta vida monacal lo que llama, el misterio y la paz
que han conquistado el espíritu de Huysmans, en plenas agitaciones y
vacilaciones finiseculares.

Mi guía me conduce a través de un dédalo de capillas, después de hacerme
ver la iglesia. Pero yo insinúo que mi objeto sería poder hablar con
algunos de los reclusos. Mi interlocutor me gime imposibilidades. Los
monjes no hablan con nadie sino en días determinados, y con previo
permiso del padre superior. Sé después que tienen un día de salida cada
semana, y que van a los montes cercanos a herborizar y a hacer ejercicio
físico.

Penetramos a una celda vacía; celda no; más bien departamento amueblado,
modesto, pero confortablemente. Una especie de antesalita, un cuarto
comedor, con alacena y mesa; un cuarto dormitorio, con cama en que,
según me afirman, no se usa otro colchón que uno hecho de paja; una
puertecilla, por donde se puede hablar con el cartujo desde fuera, un
oratorio. En el oratorio veo un viejo libro abierto, que ha dejado allí
el padre que ocupó últimamente la habitación.

Es el _Apparechio alla morte_ de Liguori. La celda da a un pequeño
patio, al cual descendemos. Una verde viña a la sazón cargada de fruto,
da sombra fresca; en el reducido trecho de las cuatro paredes, cuelgan
de sus árboles peras doradas, manzanas, y jugosísimos higos; y cerca de
un pozo antiguo, tendiendo hacia el cielo sereno y fecundador,
misteriosa, como temerosa, amorosa, se abre la pasiflora.

Salimos hacia el gran patio del convento, en que una fuente, serena y
solitaria, vierte una agua diamantina y sabrosa. Decóranla testas de
becerros y delfines, y águilas enteras por cuyos picos caen los sonantes
chorros. Bajo el sol caliente que hace arder la piel, esa agua está rica
y fría, como sacada de una nevera. Vamos por los largos corredores;
resuenan nuestros pasos sobre las lisas baldosas; entramos de nuevo en
la nave de la iglesia. En un marco especial, cerca de un altar, está el
libro de indicaciones para los monjes. Leo en una caligrafía anticuada y
clara:

_Die 15e. sept.--Missae dicendae in conventu.--Feria II pro
Benefactoribus.--III de anniversaribus.--V de Beata.--Cœteris Diebus ut
in Calendario.--Abstinentia erit feria II.--In hac hebdomada securrunt
iejunia temporatia._

--A propósito--digo a mi acompañante--y ¿qué tal comen los reverendos?

--Cuando no ayunan, comen alimentos sencillos y sanos.

Y recordé que al pasar por el refectorio, había visto los frescos que
representan a los buenos religiosos de antaño servidos por princesas
piadosas, comiendo modestos platitos de sopa y huevitos pasados por
agua. Pero también recordaba al portero, vigoroso y sonrosado a pesar de
sus años; y los impagables ágapes a que he asistido en otras partes,
invitado por mis amigos los frailes; el _embonpoint des chanoines_ de
que habla en su _Lutrin_ el excelente Boileau; el chocolate de mis
primeros maestros los jesuítas, y las venganzas de la simpática gula
contra las terriblezas de la cuaresma. Místicas pinturas y la severidad
del recinto borraron mis inoportunas reflexiones epicúreas. Allí, dentro
de sus solitarios habitáculos, unos cuantos hombres, fatigados del
siglo, o consagrados a la meditación de Dios por vocación, sirven, como
dice Durtal, de pararrayos. Oran, piensan en la eternidad, saben domar
la bestia, ascienden perpetuamente, en la _beata solitudo_.

Al salir, oigo un coro de alegres voces en charlas y vivas, lo cual no
deja de sorprenderme. Y luego miro que las risas y las voces salen de
las más frescas y rojas bocas que pueden obstentar garridas y frondosas
adolescentes.

Sí, me explico. Es un colegio de niñas. El gobierno ha dispuesto que se
le ceda la parte derecha del local. ¡Dios de Dios!

Pero, ¿qué está pensando el gobierno? ¡Estos varones del Señor buscan
la soledad y se les planta junto a ellos la alegría en su más dulce
forma; estos pobres ratones se aislan y esperan la hora en que la
descarnada gata se los ha de llevar, y les vienen a poner a las puertas
de la cueva el queso! Pueden los fuertes religiosos luchar como
Jerónimo, como Antonio, como Pacomio, pero si luego aparece un proceso
famoso, echan las gentes la culpa a una comunidad de carne y hueso, en
que la debilidad humana o el imperio de la naturaleza, como gustéis, se
manifiesta.

El tranvía me lleva a Pisa, y hoy mismo partiré para Roma, pasando por
Livorno.


27 de Septiembre.

Livorno, a la orilla del mar, comercia, se agita, vive en los afanes
modernos. Uno que otro viejo edificio, uno que otro monumento recuerda a
los reyes pasados. En cuanto al bravo Víctor Manuel, no ignoráis que
está en todas partes.

Una buena línea de tranvía eléctrico lleva hacia Antignano. Se va
bordeando el mar y se goza de vistas hermosísimas y pintorescas. Se ven
los astilleros de Ansaldo en donde unos cuantos barcos en construcción
muestran sus costillares de cetáceo mondados, entre los cuales aborda un
incesante martilleo. De aquí salió como sabéis, más de un barco
argentino. Ansaldo, el viejo senador que tanto hizo por este puerto,
tiene su estatua de bronce en la plaza que lleva su nombre. El tranvía
va, según os he dicho, a la orilla del mar. Paseos llenos de amables
verdores y boscajes decoran la ribera, en la que, más adelante, hay
establecimientos balnearios y hoteles y restaurantes de veraneo. Y al
otro lado, un buen número de villas, chalets y casitas, alegran y animan
el lugar con sus elegancias, lujos y primores. Se ve que es el barrio de
descanso de gentes ricas; se ve la consecución del esfuerzo, la
certificación del engrandecimiento de una población que cada día irá
aumentando su actividad y su energía.

Cuando el tren se detiene, después de pasado el parque principal, leo en
una casa cercana: _Orfeo, ristoratore_. Lección simbólica de vida
práctica.


28 de Septiembre.

A Ardenza se va en carruaje; así llego sobre el brasero del suelo y
hostilizado por un sol implacable. Tiene razón el padre Malaspina con su
pomposa manera de decir; aquí en verdad «il cocente ardore del sole,
massime quando sferza dall’inflammato Leone, abbrucia come fornace le
aperte spiagge, e spariscono assorbiti dal suelo arenoso minori
ruscelli.» Me dirijo hacia el santuario de Montenero, en donde es
adorada desde pasados siglos una milagrosa virgen que, según es fama,
llegó providencialmente de la isla griega de Negroponto. Hay que pasar
por Antignano, y allí se alquila una diminuta calesa para hacer la
ascensión. Despacio subo el monte. En las puertas de las casas, viejas
hacendosas hilan en ruecas antiguas. Otras mujeres me ofrecen vírgenes
hechas de pasta azucarada, o racimos de uvas. Me como una virgen y me
refresca un negro racimo. Por fin, he ahí el santuario. Desde la cima
del monte se domina un espléndido panorama. Hacia el lado del mar, en el
azul flechado de plata, surgen Cerdeña y Elba, y las dos islas que
incitaban a Dante a moverse contra Pisa, la Capraia y la Gorgona; y a la
orilla del agua inmensa. Livorno, y más allá la ciudad del Arno, y el
Serchio; y en relieve sobre el fondo celeste, los Alpes apuanos. Al otro
lado se levantan los Apeninos, y más cerca los montes de Pisa, y a sus
pies la ciudad de la inclinada torre.

Un poeta del seiscientos cuyo nombre se ignora, dejó escrita en verso la
tradición de la virgen de Montenero. Sus octavas ingenuas cuentan que
siendo papa Clemente VI y césar romano Carlos IV, cansada esta virgen de
vivir entre otomanos, que no la honraban, abandonó Negroponto y se vino
al suelo toscano, a traer más esplendores al cielo y aliento a los
corazones fieles. Unos pastores, a la orilla del pequeño río de Ardenza,
apacentaban sus ganados. Vieron en una piedra, de pronto, un resplandor,
y encontraron en el hueco de ella la santa imagen pintada en campo de
oro.

    Era in asse dipinta, e cossi bella
    Che ritrata parea da un serafino,
    Havea da parte destra aurata stella,
    Et in bracio tenea Gesu bambino,
    Con un incatenatta rondinella;
    Sedera sopra un serico cuscino
    Estava qu’angelica regina
    Nel caro sen di quella selce alpina.

Un pastor oyó que alguien le llamaba, y no viendo a nadie, notó por fin
que la voz era de la imagen de María. «Pastor, alza esa pesada piedra y
condúcela a Montenero». El favorecido rústico era viejo y, para mayor
pena, cojo: mas ayudado por su fe, cargó con la pesada piedra. Subió al
monte y depositó la sacra carga.

    Deposto il vasso il pastorel devoto
    Come mai non avesse affaticatto,
    Perché in prodigio tal non stesse ignoto,
    E fosse al mondo tutto publicato.
    Al popol di Livorno lo fe noto.
    Essendo a quello in un momento andato:
    Quindi sin fe per cosi lieto avisso
    Il bel porto d’Etruria un paradiso.

La historia de este santuario es larga e interesante, desde su fundación
hasta nuestros días, en los cuales, carcomida de ciencia más o menos
segura, la fe de los pueblos va en mengua progresiva. Esta virgen es
famosa en toda Italia y aun fuera de la Península. Los marineros la han
tenido siempre especial predilección, como se ve por los profusos votos
que ornan el altar y una parte de la iglesia.

La madona, que logré ver, iluminada en su camarín, es de antiquísima
factura. Ha habido quien la haya atribuído al evangelista San Lucas;
otros opinan que es obra griega. Muchos la juzgan del aretino
Margheritone, aunque hay quien arguye en contrario, porque éste no pintó
nunca madonas. El estilo recuerda la escuela del Giotto, el origen
cimabuesco.

Estas vírgenes amadas y veneradas por los marinos, siempre me han
parecido las más maternales, las más dulces y las más potentes. Esto he
pensado una vez más, delante de las pinturas votivas de una ingenuidad
que hace sonreir en el santuario de Montenero. Y no olvido al saludar a
esta noble patrona que en la cima de este monte tiene casa de mármol y
oro y cirios y frescos, y que ha sido visitada por emperadores y reyes y
poetas, como Byron, a la Virgen Negra de Harfleur, que ví un día ya
lejano, allá en las costas normandas, toda de bronce, bajo el cielo,
curtida por las tempestades, de cara al mar.

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ROMA

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3 de Octubre de 1900.

Pasada la aridez del Agro romano llego a Roma al anochecer. La primera
impresión es la de una ciudad triste, descuidada, fea; pero todo lo
borra la influencia del suelo sagrado, la evidencia de la tierra
gloriosa. En el viaje de la estación al hotel, a través de los vidrios
del ómnibus, aparecen, ante mis ojos deseosos, una y otra visión
monumental, que reconozco, ya las arruinadas termas, ya la columna de
Marco Aurelio. Con el espíritu poblado de pensamientos y de recuerdos me
duermo en un cuarto de un hotel de la Piazza Colonna--, que, dejando que
desear por mil causas--, quizá por un exceso de arqueología, hace que
los clientes se alumbren con simples velas. Por mi parte, habría
preferido cualquier vetusto candil desenterrado, ya que no un noble
lampadario.

Por la mañana, un vistazo a la ciudad. El célebre corso me sorprende por
su modestia, exactamente como a Pedro Froment.

Una larga calle estrecha, llena de comercio, por donde, en las tardes,
se pasean las gentes; de cuando en cuando la imposición de un palacio,
cuyo nombre es una página de historia. Os advierto desde luego: el
pecado de querer convertir a Roma en una capital moderna, no podría
realizarse, so pena de padecer la verdadera grandeza de la capital
católica; pero como Roma, dígase lo que venga en voluntad, es a pesar de
todo, la ciudad del Papa y no la ciudad del rey, todas las disposiciones
gubernativas no prevalecerán contra ella.

Es la ciudad papal. Lo que han dejado, con raíces de siglos, los sucesos
religiosos, la larga dominación de los pontífices y una adoración
ecuménica que converge al lugar en que Cristo dejó su Piedra, no lo
pueden destruir hechos políticos de un interés parcial. Por la brecha de
Porta Pía entró poco y no salió nada.

Mientras me dirijo hacia la Piazza Venecia para tomar el tranvía que ha
de conducirme a San Pablo, un ejército cosmopolita pasa a mi lado, con
sus insignias en el pecho y sus guías en la mano. Hablan aquí en alemán,
allá en húngaro, más allá en inglés, en español, en francés, en
dialectos de Italia, en todo idioma. Son miembros de distintas
peregrinaciones que vienen con motivo del Año Santo. Se atropellan, se
estrujan, por tomar un puesto en los carros. Veo escenas penosas y
ridículas. Ramilletes humanos se desgranan al partir el vehículo. Una
vieja de rara papalina se ase a las faldas de un obeso cura y ambos
ruedan por el empedrado. Como los cocheros están en huelga, esta
irrupción es continua, fuera de verse a cada instante, carruajes de
_remise_ que pasan con cargas de peregrinos. Ancianos, hombres de
distintas edades, niños, nodrizas con bebés, frailes de todo plumaje,
curas de toda catadura, se han desprendido de los cuatro puntos del
globo, para venir a visitar santuarios, besar piedras, admirar templos,
y sobre todo, ver a un viejecito ebúrneo que alza apenas la diestra casi
secular, y esboza bajo la inmensa basílica, el ademán de una bendición.

Y todos traen, poco o mucho, oro que queda en la Villa Santa; y para el
tesoro del Vicario de Jesucristo y rey de Roma, la contribución de buena
parte de la humanidad. ¡Ah, bien saben los Saboyas que hay que conservar
esa misteriosa ave blanca encerrada en su colosal jaula de mármoles y
oro!

Ya en San Pablo, la basílica nueva, veo repetirse a las puertas las
mismas escenas de los tranvías. Todo el mundo pugna por entrar primero,
como si dentro se repartiese algo que debiera concluirse pronto. Yo
también hago palanca de mis hombros, y, lleno de atención--, _beware of
pickpockets!_--entro. Basílica enorme, llena de alegría fastuosa. Oro,
mosaicos, columnas de majestuosa elegancia; naves anchas y claras.
Alejan ciertamente la oración estas magníficas cosas y se piensa en la
orquesta que ha de atacar el primer vals, o en el _foyer_ de un
estupendo café-concert. Las gentes hormiguean sobre las baldosas,
admirando, calculando, clavando los ojos en las ricas techumbres, o en
los medallones de los papas, y desprendiéndolos, para asombrarse ante
los altares, ante las labores, ante los marmóreos simulacros. Y la
pregunta universal: ¿Cuánto habrá costado esto? Y la unción en el
bolsillo. Los sacerdotes, guías de sus distintas peregrinaciones, van
conduciendo sus rebaños llevándolos de un punto a otro; haciéndoles
rezar unos, y leyéndoles la guía, con uno que otro comentario, otros.
Salgo de San Pablo con otro espíritu, ya lo creo, que de la catedral de
Pisa o de Notre-Dame. San Pablo es la iglesia fin de siglo, en donde no
falta sino la nota liberty en arte. ¿Para cuándo la basílica
modern-style? Es la iglesia club, la iglesia tea-room, la iglesia del
five o’clock. Es la casa de la religiosidad mundana a donde se va a
buscar al _flirt_. Una, dos, tres, cuatro, cinco palabras inglesas,
absolutamente del caso. Ya veis que el lugar impone. ¡Oh, la
religiosidad serena y severa de las iglesias viejas, hechas para gentes
de fe, en siglos de piedad y de temor de Dios, y qué lejos está de estas
Alhambras pomposas, Empires imperiales y Casinos de Nuestro Señor! Y
fijaos que todo esto corresponde a las políticas de la cancillería
vaticana, a los paseos de turismo a Lourdes, a las exhibiciones líricas
del abate Perosi. En gran parte Zola tiene razón, y hay que venir aquí
para certificarlo.

Al caer el agua de las fuentes, entre el vasto hemiciclo de columnas,
voy acercándome a la basílica de las basílicas, que se alza gigantesca y
pesada. Parecía muy grande; a medida que me arrimo parece mayor. Y al
penetrar, y tender la mirada hacia el ábside, la enormidad se presenta
en toda su realidad. Es un edificio para pueblos. Las oleadas de
visitantes que se aumentan a cada momento, no se advierten sino como
pequeños grupos que van de un lado a otro. Allá, bajo la cúpula, cae la
luz a chorros anchos y dorados. El gran baldaquino de las columnas
salomónicas alza su magnificencia; la baranda que rodea la tumba de San
Pedro, con las lámparas encendidas, atrae una muchedumbre de curiosos. A
un lado, el Júpiter de bronce, el San Pedro negro, con su célebre dedo
gastado a besos, recibe el inacabable homenaje de los grupos que se
renuevan por momentos. Las tumbas de los papas, con sus distintas
capillas y sus estatuas, las telas, las magníficas decoraciones, dan la
sensación de un museo. Esto se siente más cuando por todas partes se ven
los visitantes provistos de anteojos, de libros de apuntes, de manuales
y de guías inglesas, francesas o italianas. Y una palabra vibra en
vuestro interior: Renacimiento. Desde el San Pedro negro, hasta las
estatuas con camisa, los ángeles equívocos, las virtudes y figuras
simbólicas que labraron artistas paganos para papas paganizantes, todo
habla de ese tiempo admirable en que los dioses pretendieron hacer un
pacto con Jesucristo. De allí empezó la fe a desfallecer, el alma a
disminuir sus vuelos ascéticos.

Esta magnificencia me encanta, pero no me hace sentir al doctor de la
Humildad--por muy otras razones que las que los Sres. Prudhomme y Homais
aducirían contra las riquezas de la iglesia, que juzgan innecesarias y
atentatorias.--Bajo el domo que llueve sol, siento a los Bramante, a los
Miguel Angel Esta pompa es oriental, es salomónica. Verdad es que
Salomón es más un visir que un sacerdote. Las figuras blancas de las
virtudes incitan más a abrazos que a plegarias y los querubines son más
olímpicos que paradisíacos. Los mármoles de colores, los mármoles
blancos, los ónices y las ágatas y el oro, y la plata, y el oro y el
bronce y el oro; y, hasta las colgaduras purpúreas, todo habla al
orgullo de la tierra, a la gloria de los sentidos, a los placeres
cesáreos y a la dicha de este mundo. Allá arriba se lee: _Tu es Petrus
et super hanc petram ædificabo ecelsiam meam_.


3 de Octubre.

Al salir de un restaurant cercano a la redacción del _Giorno_, un grupo
de señores pasa ante mi vista, y entre ellos uno, cuya fisonomía me es
familiar por las fotografías y los grabados. Le forman como una _suite_
los que le acompañan. Ni muy joven, ni muy viejo, el aire de un
Alcibiades clubman seguro de su efecto, pasa. Entra a la redacción del
diario vecino. Tengo la tentación de abordarle. Una entrevista sería
interesante y mi admiración de poeta quedaría complacida con unos
cuantos momentos de conversación. Pero un amigo romano me detiene:
«Sería una imprudencia. Ni como periodista ni como poeta quedaría usted
satisfecho. Es un original y un hombre demasiado esquivo y lleno de sí
mismo. Ha venido a comprar un caballo, y un diario le ha cantado un
nuevo ditirambo con este motivo.»--«¡Pues iré a Settignano!»--«No le
recibirá a usted, como no recibe a nadie. Está con una mujer, como casi
siempre.»--«¡Pero me concederá un minuto!»--«¡Ni un segundo: esa mujer
es la Duse!»--«¡Después del _Fuoco_! ¡_Enfoncée_ Sarah Bernhardt!


4 de Octubre de 1900.

¿Es una madeja de seda, es una flor, un lirio de cinco pétalos, un
viviente lirio pálido, o acaso una pequeña ave de fina pluma? No, ni
madeja de seda, ni lirio, ni pájaro delicado; es la mano del pontífice,
es la diestra de León XIII, la que acabo de tener entre mis dedos, y mi
beso sincero se ha posado sobre la gran esmeralda de la esposa que
recompensa en una irradiación de infinita esperanza la fe que no han
podido borrar de mi espíritu los rudos roces del mundo maligno y la lima
de los libros y los ácidos ásperos de nuevas filosofías. Bien haya la
mano que me movió de París, para que la casualidad me hiciese estar en
Roma en el momento de la llegada de la peregrinación argentina. Nada más
misterioso y divino que la casualidad. No pensaba yo alcanzar a conocer
al Papa Blanco; creía que cuando llegase a la ciudad ecuménica ya se
habría apagado la leve lámpara de alabastro. La lámpara se está
apagando, o parece que se apaga, aunque en veces la luz tiene brillos
inusitados, como de un sobrenatural aceite, y hace creer en los milagros
de la voluntad, que de todas maneras son los milagros de Dios. Es
tiempo en que el Año Santo trae a Roma caravanas de creyentes de todo el
mundo católico. Lo que a París lleva el placer trae a la Villa Eterna la
religión, una incesante corriente humana que se renueva a la continua,
corazones fervorosos que animan sangres de diversas razas, labios que
rezan en distintas lenguas, ciudadanos de la cosmópolis cristiana que
con un mismo aliento proclaman la unidad de la fe en la capital de Pedro
y de Pablo. _Civis romanus sum._

Antes de ver al pontífice de cerca, de besar su mano, de escuchar su
voz, le había visto dos veces en San Pedro, una en ceremoniales de
beatificación, otra dando la bendición a miles de peregrinos. No fué la
primera ocasión la que mayormente conmoviera mi ánimo, con todo y llamar
más a lo imaginativo la pompa solemne de los ritos, la música singular
bajo las techumbres suntuosas e imponentes de la basílica, las rojas
colgaduras que empurpuran la vasta nave central en que el soberbio
baldaquino retuerce sus columnas salomónicas, el concurso de altos
ministros y príncipes eclesiásticos, y la asamblea de fieles que saluda
al emperador de los católicos. Desde Taine la palabra «ópera» se ha
escrito muchas veces a este respecto, para que mi lealtad de respetuoso
no haya sido perturbada por los inconvenientes que traen la tarea de
pensar y el oficio de escribir. La segunda vez fué cuando ví mejor y
sentí más hondamente al pálido vicario de Jesucristo.

Hervían las naves de gentes diversas. Peregrinos de varias
peregrinaciones lucían en los brazos o en los pechos sus insignias.
Religiosos de varios colores circulaban en el inmenso concurso; altos y
rubios teutones, de caras macizas, de anchas espaldas, conversaban
serios; curas y seminaristas españoles hablaban, se embromaban,
bulliciosos; sacerdotes franceses, con ferviente _chauvinisme_, cantaban
en alta voz himnos, recomendando especialmente la Francia al Eterno
Padre. Gentes de la campaña italiana, con sus vestidos pintorescos,
alegraban de vistosas estofas y de curiosas y brillantes orfebrerías la
masa compacta, la apretada reunión de correligionarios. Aparecieron los
estandartes de los peregrinos, y se oyeron largos aplausos de grupos
parciales. Una bandera francesa, que llegó sola, tuvo un general saludo
de palmas y aclamaciones.

Allá arriba, sobre el altar, sobre la tumba de Pedro el Pescador, una
inscripción latina pide al Señor que prolongue la vida de León XIII. Es
la petición tácita de todas esas almas reunidas con un mismo fin al
abrigo del colosal monumento del Bramante: es la plegaria que en todos
los climas de la tierra se eleva de millones de fieles. Las tribunas
levantadas alrededor del altar en que ha de oficiar su santidad están
negras de fracs y de mantillas. Se confunden los rostros de todas las
edades. Las mantillas cubren cabelleras blancas o decoran cabezas en que
se encienden jóvenes ojos amorosos que pugnan por ser severos en la
majestad del recinto. De pronto, mientras los franceses continúan con
sus cantos, comienza allá por la entrada de la iglesia, por el lado que
da a la Puerta de Bronce, entrada del papa, un rumor que crece y se
convierte en un claro aplauso; y éste se propaga con un ruido resonante,
bajo los dorados artesones basilicales. Han aparecido los guardias
suizos: brillan los cascos romanos de la oficialidad, los soldados del
uniforme miguelangelesco presentan las alabardas, y una cosa se divisa
blanca en marco rojo, una cosa que se va acercando entre explosiones de
voces y agitar de pañuelos: es el papa en su silla. Ya está cercano el
papa León, ya va a pasar frente a mis ojos. Un grupo de españoles clama
sus vivas de manera detonante; un grupo de alemanes hace tronar sus
_¡hoch!_, _¡hoch!_, _¡hoch!_, mientras los italianos repiten su
conocido, _¡E viva il papa re!_ Sobre la silla escarlata, de cuando en
cuando, se alza en esfuerzo visible, un dulce fantasma, un ser que no es
ya terrestre, poniendo en un solo impulso seguridad de aliento, creando
fuerza de la nada; el brazo se agita débil, se desgranan de la mano
blanca las bendiciones, como las cuentas de un rosario invisible, como
las uvas de un ramo celeste. Al pasar frente a mí un chorro de sol cae
oblicuo y vibrante sobre la misteriosa figura, y puedo ver por primera
vez bien, en un baño de luz, al papa León. Cien veces pintado, mil veces
descripto, no hay palabras ni colores que hayan dado la sensación de la
realidad. Todos se encontraron en lo cierto cuando se sintieron
impresionados de blancura. ¿Recordáis el verso: _Qué cosa más
blanca..._? Sumad nieves y linos, cisnes y espumas, y juntad palideces
de ceras, color suave de pulpas de lirios y de rosas te, y agregad alba
transparencia, como de un ámbar eucarístico, y poned la animación de una
inexplicable onda vital, y he allí lo que pasó ante mis ojos, bajo la
gloria solar, en ese instante. ¿Cómo alienta ese dulce ser fantasmal?
¡Cómo da luz aun la frágil lámpara alabastrina! Y cuando los cantos del
ritual comenzaron, y fué el padre santo al altar, ¿qué brazos
desconocidos le sostuvieron? ¿Y qué onda sonora puso en su voz la fuerza
que hizo esparcir su canto por las naves inmensas, de manera tal que no
se creería brotase de ese cuerpo de paloma? Cuando volvió, otra
tempestad de entusiasmo se desencadenó a su presencia. Ví a mi rededor
barbas de plata y mejillas frescas, húmedas de las más puras lágrimas.
El pontífice no tenía la constelada tiara tres veces regia, no llevaba a
su lado los flabeles orientales. Sencillo pasó en su roja portantina
como una perla en un pétalo de rosa. Y se desvaneció a mis ojos, como en
un sueño. La tercera vez...

La tercera vez, agregado a la peregrinación argentina, pude estar por
dos ocasiones, gracias al obispo monseñor Romero, amable de toda
amabilidad, delante del pontífice. Muy temprano, por la mañana, el
peluquero me había encontrado algunas canas nuevas; yo en cambio, ¿por
qué no decirlo? sentía en el corazón y en la cabeza mucho de lo que
hubiera el día de la primera cita de amor, y de la publicación del
primer libro. Se despertaba en el fondo de mi ser como un perfume de
primera juventud; y todas las lecturas y todas las opiniones no pudieron
poner el más ligero vaho empañador en esas horas cristalinas. El viejo
feo de Zola, el avaro de los decires de antecámara, el sinuoso
ajesuítado o jesuíta del todo, el contemporizador con la democracia
moderna, el papa de los periódicos, desapareció, se borró por completo
de mi memoria, para dar lugar al papa columbino, al viejecito sagrado
que representa veinte siglos de cristianismo, al restaurador de la
filosofía tomística, al pastor blanco de la suave sonrisa, al anciano
paternal y al poeta.

A las once era la cita, y, presididos por monseñor, fuimos, demás está
decirlo, puntuales. Nuestra insignia azul y blanca en el pecho, nuestras
tarjetas, rojas o moradas, en la mano, subimos las escaleras vaticanas,
pasamos por la Puerta de Bronce y penetramos en la Sala Clementina,
guardada por suizos, en donde habíamos de recibir la personal bendición.
La Sala Clementina, ¿recordáis? Es aquella que vió Pedro Froment en la
novela. «Esta sala Clementina, inmensa, parecía sin límites, a esa hora,
en la claridad crepuscular de las lámparas. La decoración tan rica,
esculturas, pinturas, dorados, se esfumaba, no era sino una vaga
aparición flava, muros de ensueño, en que dormían reflejos de joyas y
pedrerías. Y, por otra parte, ni un mueble, el pavimento sin fin, una
soledad alargada, perdiéndose en el fondo de las semitinieblas... Él se
contentó con mirar a su alrededor evocando las muchedumbres que habían
poblado esa sala. Hoy aun, era la sala accesible a todos, y que todos
debían atravesar, simplemente una sala de guardias, llena siempre de un
tumulto de pasos, de idas y venidas innumerables. ¡Pero qué muerte
gravitante, desde que la noche la había invadido, y cómo estaba
desesperada y cansada de haber visto desfilar tantas cosas y tantos
seres!» No tuve la impresión de Pedro. Al contrario, invadida por la luz
que entraba por las ventanas laterales, la sala extensísima y severa
parecía dar la bienvenida. Las figuras de los frescos en sus posiciones,
en sus énfasis simbólicos, la Justicia, la Fe, las escenas de la
entrada, la gloria del Santo Espíritu en el cuadro del fondo, y sobre
nuestras frentes en el vasto plafón, los brazos abiertos del pontífice
que asciende al empíreo sostenido por el apoyo de los ángeles, decían
felices augurios, daban reconfortantes pensamientos. Sí, el papa
Clemente era un buen introductor ante el papa León. Este debía pasar,
dentro de poco, detenerse con nosotros, para ir luego a bendecir en la
basílica a otros miles de peregrinos de distintos puntos de la tierra.
Mientras un maestro de ceremonias nos coloca en el orden usual y
monseñor Romero entra a los salones interiores en compañía de otro
prelado, observo. A la entrada de la sala dos alabarderos guardan la
puerta, y al extremo opuesto una escolta de ese vistoso y arcaico cuerpo
aguarda el instante de los honores.

Circulan, pasan de un punto a otro, rojos _bussolanti_. Un franciscano
joven, de rostro noble e inteligente, sale de lo interior y da algunas
órdenes. Tengo la suerte de que mi nombre haya llegado a sus oídos, y me
sorprende su inesperada afabilidad. Es el secretario del cardenal Vives.
Los argentinos son divididos en dos grupos. A un lado los sacerdotes, a
otro los laicos. Los rostros, casi todos, revelan una indudable creencia
en la extrahumanidad del varón apostólico que ha de aparecer a nuestra
vista dentro de cortos instantes; algunos, ciertamente, reflejan como la
preconcebida esperanza de un espectáculo de profana teatralidad. Las
señoras, desde luego, todas, damas altas y modestas, todas, sin
excepción, manifiestan la gracia de una fe sin reservas. Por otra parte,
con sus sencillos y negros trajes y tocados, todas parecen iguales: y
allá en lo invisible y supremo, el hijo del Carpintero que también era
de la raza de David, no hace diferencia entre esos millones y aquellos
pobres pesos que atravesaron el mar. Un golpe de alabarda en tierra, una
voz, la guardia se forma. Es un cardenal que pasa. Conversamos en el
grupo de la prensa. Hay, únicos y vistosos, dos fracs coloreados de
condecoraciones. Un fotógrafo prepara su máquina, que ha de resultar
inútil. Tras largo esperar, se oye un rumor, un ruido de pasos, la
guardia se forma, presenta las armas. Cascos romanos crestados de oro,
antiguas gorgueras y jubones, espadas desnudas, cardenales, obispos y
una roja silla de manos que se coloca en tierra. Entre la roja silla de
manos, semejante a una joya en un estuche, está León XIII. Las guardias
le forman cuadro. El besamanos comienza. Hay que detenerse tan sólo unos
cuantos segundos, pues somos muchos. Monseñor Romero, al lado de la
silla de manos, hace las presentaciones. Mientras me toca mi turno puedo
ver bien al Padre Santo. No, no hay ningún retrato que se le parezca,
ni el reciente que acabo de ver en París, de Benjamín Constant, y que
está señalado como una obra maestra. ¿Quién ha sido el _farceur_ que vió
en esta boca grande, de labios finos y bondadosos, la sonrisa de
Voltaire? La cabeza es vivaz, de una vivacidad infantil que se juntara a
la extrema vejez; la frente hermosa, bien moldeada, bajo los cabellos
blanquísimos y solideo de nieve; los ojos son obscuros y brillantes,
pero no los escrutadores diamantes negros de Zola, sino dos luces
anunciadoras de interiores iluminaciones; las orejas grandes,
transparentes, como la nariz, de dignidad gentilicia; el cuello lilial,
que sostiene apenas el globo del cráneo; el cuerpo delgado, de
delicadeza inverosímil. Cuando estuve frente a frente a darle el beso de
respeto, ví la mano, toqué esa increíble mano papal, sobre la que brilla
la enorme esmeralda de la esposa, esa mano que me parecía una madeja de
seda, o una flor, un lirio de cinco pétalos, un viviente lirio pálido, o
acaso una pequeña ave de fina pluma, y la mirada de los ojos, casi
extraterrestre, y la voz que se escapaba de aquel cuerpo frágil, de
aquella carne de Sevres, daban la idea de un hilo milagroso que
sostuviese por virtud de prodigio el peso vital. ¿Cómo esta pasta sutil
no se quiebra al menor soplo de aire, al menor estremecimiento de los
nervios? ¿Cómo esa hebra tan leve, como un hilo de la Virgen, no se
rompe a la más insignificante impresión, y resiste no obstante a la
continua corriente de tantos inviernos, a la palpitación del orbe
católico que tiende al blanco Pastor, a la tarea física que cansaría a
un hombre robusto, de levantar el brazo, ese pobre brazo senil, en la
impartición de miles y miles de bendiciones? Una niña pasó, besó a su
vez la mano; el papa la sonrió como otro niño; quiso hacerle una
caricia, y la criollita, asustada, se escapó veloz. Alzaron la silla; la
escolta, los caballeros palatinos, los dignatarios áulicos se pusieron
en marcha hacia San Pedro.

Un aire de veneración flotaba sobre aquel triunfo tranquilo cuando los
vivas estallaron--inútiles, insólitos. ¡Nuestro silencio estaba lleno de
tantas cosas en aquel instante! De mí diré que viví por un momento en un
mundo de recuerdos. Era la infancia de músicas y rosas, la lejana
infancia, en que el alma nueva y libre parecía volar ágil como un pájaro
de encanto entre los árboles del Paraíso. Eran las viejas campanas de la
iglesia llamando a misa; la ropa dominical, sacada de los muebles de
alcanfor, la ida a la catedral al claror del alba, la salida en plena
luz matutina, la dulzura de la casa pacífica, la buena abuela y sus
responsorios, la imagen de la Virgen venida de Roma, el cura que iba a
jugar tresillo, y el granado en flor bajo el cual los labios
adolescentes supieron lo que era el primer beso de los labios de la
prima rubia: porque el primer tiempo de la fe era también el primer
tiempo del amor. Y era la semana santa, con sus ceremonias simbólicas,
con sus procesiones alegres como fiestas nupciales, con el entierro del
Viernes santo, a que las mujeres asistían vestidas de luto, y en que
los canónigos me atraían con sus largas caudas violetas; el _lignum
crucis_, llevado en la noche al son de tristes trompetas que rompían la
sombra en el silencio del negro firmamento. Y eran aquellos mis años
primeros, en la amistad de los jesuítas, en el convento silencioso o en
la capilla florida de cirios, en que mi mente juzgaba posibles las
palmas de los Gonzagas, los nimbos de los Estanislaos. Entonces se
abrieron a la aurora los primeros sueños, entonces se rimaron las
primeras estrofas. Y la memoria de los sentidos me despertaba ahora la
sensación de las cosas pasadas, ya perdidas en lo largo del tiempo.
Visión de lámparas rituales, de velas profusas, de altares decorados en
que estaban en su inmovilidad de ídolos los simulacros de las vírgenes y
de los santos; colores y pedrerías y oros de casullas, negras siluetas
de sacerdotes que se perdían en lo obscuro de las naves, o a lo largo de
los complicados corredores del convento; olor de la cera, del incienso,
de las flores naturales que se colocaban delante de las imágenes, olor
de los hábitos del padre confesor, olor de la cajita de rapé de aquel
anciano encorvado, de aquel anciano santo que me colmaba de consejos y
de medallas y cuyo nombre de ave inocente le venía tan bien... ¡Pobre
padre Tortolini!

Cuando León XIII retornó de San Pedro, otro grupo de los peregrinos
debía recibir la bendición; volví a verle otra vez. Estaba más pálido
aún si cabe; parecía que hiciese con más dificultad los movimientos de
la cabeza y del brazo. Me temo que el doctor Lapponi no consienta
dentro de poco la repetición de estas audiencias, de estas idas y
venidas a la basílica, ¡Quién sabe si algún día de estos el milagro
cesa, el prodigio tiene fin, y esa vida rara, así como un cáliz de
Murano, al fino aliento del aire, cruja, se quiebre, se deshaga!

Vuelvo a contemplar sus ojos que brillan en un fuego amable, su sonrisa
un poco triste, un poco fatigada, su mano que da todavía una última
bendición.

Y se lo llevan, con el mismo ceremonial de la venida. Cascos romanos
crestados de oro, suizos con su uniforme rojo, negro y amarillo,
alabardas, espadas desnudas, collares, gorgueras, jubones, como en los
cuadros, como en las tablas. Rumor de gentes. Silencio. Pasó.

Ah, la Pálida anda rondando por el palacio; la _camarde_ está impaciente
por entrar en el Vaticano y hacer que el martillo de plata del cardenal
camarlengo toque la frente de Joaquín. Y el anciano siente sus vueltas,
su revuelo, el ruido metálico de la hoz, lista como en el fresco de
Orcagna. Y repetirá sus propios versos, el tiarado poeta:

    Quanto all’orechio mio suona soave
    Ate, madre Maria ripeter _Ave_!
    Ripeter Ave e dirti, _o madre pía_,
    E a me dolce e ineffabile armonia.
    Delizia, casto amor, buona speranza
    Tale tu sé, ch’ogni desiere avanza.
    Quanto spirto m’assal maligno e immondo,
    Quando d’ambascie piú m’opprime il pondo,
    E l’affano del cor si fa piú crudo,
    Tu mio conforto, mia difesa e scudo
    Se a me, tuo figlio, apri il materno seno,
    Fuggi ogni nube, il ciel si fa sereno.
    Ma gia morte s’apressa: deh! in quell’ora,
    Madre, m’aiuta: lene, lene allora
    Quando l’ultimo di ne disfaville,
    Con la man chiudi le stanche pupille;
    E conquiso il demon che intorno rugge,
    Cupidamente, all’anima che fugge
    Tu pietosa, o Maria, l’ala distendi;
    Ratto la leva al cielo, a Dio la rendi.

Estas notas que rememoran en lo moderno la plegaria rimada del más
católico y desgraciado de los poetas, y en lo antiguo el fervoroso y
armonioso Jacopone da Todi, os harán recordar que el pastor de los
corderos de Jesucristo es también árcade en las praderas de Apolo. Nada
más hermoso que esos luchadores provectos de Dios o de los pueblos;
favorecidos por el numen, en los resplandores de su ocaso, en los años
de las tranquilas nieves, guardan el culto de la belleza, la pasión
generosa del arte, y conciertan sus números, cultivando las flores
perennes, las rosas que no mueren, al amor siempre fecundo y sano de la
lira. Me he imaginado encontrar al Padre Santo, en una mañana de las
calendas de mayo, rejuvenecido, sonriente siempre, poseído en esos
instantes de su _deus_ olímpico, del que le ha hecho manejar
vibrantemente las cuerdas de su lírico instrumento, de manera que los
pies de sus exámetros han golpeado el sagrado suelo latino, al mismo
són y compás con que galopan las cuadrigas magníficas de Horacio. El
pontífice me acoge, y, puesto el pegaso a pacer, le digo, poco más o
menos, mientras los lirios nos inciensan con sus incensarios y los
jazmines llueven sus estrellas de nieve, y los gorriones forman
conciliábulos entre las copas de los pinos: Beatísimo padre y querido
colega, ¿os repetiré una cosa que sabéis tanto como yo, y que os diría
en sabios dáctilos y flamantísimos espondeos, si supiese tanto latín
como vos? El cielo es azul, la primavera avanza gentil, con su cortejo
florido como en la pintura de Sandro; la tierra palpita, al canto del
agua y al fulgor solar; alabemos al Señor. Frate Sole nos envía su
saludo, nuestra hermana la rosa su mensaje, nuestra hermana la mujer su
sonrisa; alabemos al Señor. Os habéis mezclado a las luchas de los
hombres; cuando vuestros rebaños han empezado a topetazos, habéis
intervenido con el cayado, y habéis hecho bien. Habéis enviado, como
águilas de paz, vuestras encíclicas, a revolar sobre el mundo. Sois
divino, habéis sido sacerdotal, _sacerdos magnus_; sois humano, habéis
sido hábil. Para lo uno profundizasteis la teología: para lo otro os
ejercitasteis en la diplomacia. Habéis mostrado a los pueblos que estáis
con ellos y a los reyes indicado el camino. ¿Acaso ha dicho a vuestro
oído, el rumor del porvenir, lo que se acerca; acaso _Lumen in cœlo_,
sabéis lo que anuncian los signos de hoy, para cuando aparezca el sol en
su alba roja el día de mañana? Padre Santo, Pedro Froment no dejaba de
tener razón. La palabra _de conditione opificum_ ha pasado sobre la
cabeza de los de abajo, que muy pocos han sentido su benéfica
influencia, bajo la opresión.

Habéis señalado más de una vez el camino probable de la verdad, habéis
hecho lo posible por evitar guerras y desconciertos. Habéis tenido que
ver con los cancilleres y con los embajadores, con el señor de Bismarck
y con el señor de Cánovas, y con el señor Hanotaux y con el señor de
Giers. Querido colega, Maron es mejor. ¡Oh pontífice poeta! En vuestra
tiara está Marbodio, a vuestra izquierda Minucio, a vuestra derecha
Gregorio; y cuando decís la misa hacéis comulgar a las nueve musas,
mientras la misma infecundidad florece en blancos ramilletes de cánticos
en los coros de la Sixtina. Habitáis el más maravilloso de los palacios;
allí al lado de la fe ha tenido siempre su mansión el arte. Gloria sea
dada a los papas que se rodearon de pintores, de escultores, de
orífices, a los que protegieron y amaron a los poetas y a los que como
aquel Eneas Silvio Picolommini y vos mismo, juntaron a la triple corona
pontificia la corona de laurel y pusieron en su vaso de oro el agua
castalia. Sois filósofo, y volando sobre lo moderno habéis ascendido a
la fuente de la _Summa_; sois teólogo, y en vuestras pastorales dais la
esencia de vuestro pensamiento, caldeado por las lenguas de fuego del
Santo Espíritu; sois justo, y desde vuestro altísimo trono dais a cada
cual lo que es suyo, aun cuando con el César no andéis en las mejores
relaciones; sois poeta, y discurriendo y cantando en exámetros latinos y
en endecasílabos italianos, habéis alabado a Dios y su potencia y
gracia sobre la tierra.

Allí, en vuestro palacio, en la Stanza de la Segnatura, Rafael, a quien
llaman el divino, ha pintado cuatro figuras que encierran los puntos
cardinales de vuestro espíritu. La Filosofía, grave, sobre las cosas de
la tierra, muestra su mirada penetradora y su actitud noble; la
Justicia, en la severidad de su significación, es la maestra de la
armonía; la Teología sobre su nube, está vestida de caridad, de fe y de
esperanza; mas la Poesía parece como que en sí encerrase lo que une lo
visible y lo invisible, la virtud del cielo y la belleza de la tierra; y
así, cuando vayáis a tocar a las puertas de la eternidad, no dejará ella
de acompañaros, y de conduciros, en la ciudad paradisíaca, al jardín en
donde suelen recrearse Cecilia y Beatriz, y a donde, de seguro, no
entran los que tan solamente fueron justos. Y León XIII sonreía, con una
sonrisa más alegre que su habitual sonrisa, y los gorriones y las abejas
del jardín me daban la razón. Los chorros de agua se encorvaban en arcos
diamantinos, sobre las conchas marmóreas, en las pilas sonoras,
reventaban las espumas irisadas; la sacra naturaleza en una vibración
invisible pugnaba por manifestar el misterio de su corazón profundo; y
al lado de León ví como un coro hermosísimo de Horas que llevaban en las
manos flautas y cistros. Y Jesucristo pasaba por los azules aires, como
en un carro triunfal, no un Jesucristo de pasión, sino de
transfiguración, un divino Musagetes, fuerte y soberbio como el del
juicio de Miguel Angel, crinado de oro augusto en su magnificencia. Y
volví a decir: Beatísimo padre: la religión y el arte deben ir juntos en
el servicio del Eterno Padre. Ved las viñas frescas, tendiendo sus ramos
al sol; las ramas de los olivos parecen, al soplo del viento, armónicos
metales; bajo los ramajes ríen las niñas; la luz vivaz se esparce sobre
el Tíber taciturno. Las naciones aguardan la venida de la inconmovible
paz; los hombres quieren por fin, ser redimidos del sufrimiento, y es
hora ya de que Dios haga que resuenen juntos nuevos salmos y nuevas
arpas.

Y él a mí:--¡Alabemos al Señor!


7 Octubre de 1900.

El Pincio, un paseo que se enrolla en una colina. Desde una plataforma
de la altura, se divisa el panorama romano. Cúpulas por todas partes,
aunque no me animo a contar las trescientas que vieron los ojos de aquel
admirable y exuberante Castelar. El paseo no está concurrido en esta
sazón. El veraneo ha alejado a la sociedad capitolina. Se ve uno que
otro carruaje, pocos paseantes a pie, y, en los bancos, los clientes que
en todas partes tienen los lugares umbrosos, los parques y las alamedas:
el solitario que lee, el que medita, la dama vestida de negro, con la
niña melancólica y, en ciertos recodos, al cariño de los árboles, grupos
infantiles que ríen y juegan. Pero aquí no falta, además, el joven
seminarista, la pareja de estudiantes religiosos, la venerable figura de
un viejo sacerdote, o, dentro de su carruaje, la silueta de un
eminentísimo. Asimismo, no dejaréis de ver una que otra especie de
amable dama que, precariamente, busca adoradores, tan lejana de la
triunfante amorosa de París, como de su antecesora la cortesana de Roma.
Siempre en Italia encontraréis el lujo de los mármoles. Aquí veis la
piedra ilustre, desde los bajos relieves de la entrada, por la escalera
monumental, hasta la serie larga de bustos terminales que pueblan las
arboledas. Estos parajes están como impregnados de perfumes de amor, de
lecturas de breviario, cribados de conversaciones mundanas. Y allí, a un
lado, en uno de los paredones, un lugar hay en que la muerte atrae. Es
en el paredón de los suicidas, el punto elegido por los desesperados
para borrar la mala pesadilla de sus vidas, el refugio de los pobres de
fe o presidiarios de la suerte. París tiene el Sena, Londres el Támesis,
Madrid el Viaducto, Roma el paredón del Pincio.

A un lado del Pincio se halla villa Borghese. A ambos lugares se entra
por la piazza del Popolo. Al Pincio por la escalera monumental; a la
villa por una amplia puerta en donde un empleado municipal cobra el
precio del paso. Desde la entrada se nota lo vasto y bello de ese parque
armonioso, lleno de sitios encantados y deliciosas umbrías y rincones de
amor. Cipreses, encinas, pinos, se alzan, evocadores, en el vasto
convento de árboles. Columnas desvencijadas, invadidas de hiedra,
ilustradas de arcaicas inscripciones, templetes y fuentes de un
prestigio antiguo deleitan con su gracia clásica. Se pasa por una
construcción de estilo egipcio, para llegar, entre simulacros paganos,
flores y hojas que mueve la más dulce brisa de los cielos, a un precioso
lago, compuesto con gusto lírico, en donde una _loggia_ central a que se
accede por un puentecillo, se alza sobre el agua esmeraldina y
transparente en que se solazan silenciosos cisnes y evolucionan
cardúmenes de truchas rosadas. A la orilla del lago, copiando un trozo
en que se alzan tallos de flores acuáticas, veo a un viejo pintor. Sobre
una roja anémona que crece cerca del banco en que me he sentado,
trabajan dos abejas, y se me antoja que una ha salido del jardín de
Horacio y otra se ha posado en la barba del Bembo. En frente, se abre
una maravillosa perspectiva hacia los suburbios romanos. Desde ese
magnífico mirador la vista descubre valles y colinas y pintorescos
perfiles, en una lejanía de las que gustaba el mágico Leonardo para
fondo de sus cuadros. El sol va bajando como en una suavidad de
adormecimiento, la luz se agota lentamente en un interminable suspiro de
crepúsculo. Las estatuas, los peristilos, adquieren un misterioso
resplandor de oro y violeta. Y cuando dejo con pesar ese paraíso, al
pasar por una senda nueva, veo un luminoso revoloteo de faisanes. Siento
en mi espíritu de poeta el saludo amable de la tierra, la generosidad de
la naturaleza. Los pinos, de una elegancia gentilicia, elevan al
firmamento sus espesos y obscuros parasoles, en un gesto de oferta; los
cipreses prolongan la languidez de sus inclinaciones, las encinas
centenarias ostentan la misma nobleza que en los poemas y en los
cuadros. Revive en un minuto un mundo pasado, un mundo heráldico,
cardenalicio, real, imperial, papal, un mundo de valor, de cultura, de
fuertes virtudes y de nobles vicios, un mundo de púrpura, de mármol, de
acero y de oro; un mundo que allí mismo, en el museo de la villa,
eterniza las glorias de una edad de belleza, de lucha y de vida. Y me da
verdaderamente pesadumbre y fastidio tener que ir luego a saludar
personas, a comunicar con tantas gentes que me son extrañas, a entrar de
nuevo en la abominación de mis contemporáneos... En la Piazza del Popolo
compro un periódico.

No hay duda de que, a pesar de todo, Italia no perderá nunca su lado
novelesco. En un solo número de diario leo tres informaciones que ocupan
largos espacios. Se trata primero de _La gesta del brigante Musolino_.
El título no más es ya un hallazgo. Existe, pues, mientras estoy en Roma
y veo las oficinas de una compañía de seguros yanqui en el primer piso
de un palacio histórico, mientras Gabriel D’Annunzio pasa de los
aristócratas a los socialistas, mientras la basílica de San Pedro se
alumbra con luz eléctrica, existe, pues, en Italia todavía un verdadero
bandido, que vive en un verdadero bosque en donde le dan caza con
fusiles de precisión, y que tiene todavía el buen gusto de llamarse con
un nombre que habría complacido a D. Miguel de Cervantes: existe el
brigante Musolino. Como en las pasadas épocas, le buscan afanosamente
compañías de carabinieri y él se les escurre como una murena. Aparece
en un punto y otro, adopta disfraces diversos, es el terror de las
comarcas por donde pasa, y, como en otros casos, ofrece a la muchedumbre
rasgos simpáticos. Corolario: Juan Moreira, Fra Diávolo y el mauser,
pueden coexistir.

El otro caso curioso es el siguiente, que tampoco es nuevo, pero que
también cae en el _mélo_ y en el folletín: Un hombre acaba de ser puesto
en libertad por las autoridades de una provincia de Italia, después de
haber estado en presidio, inocentemente, treinta y tantos años. No se
dice qué indemnización se dará al infeliz, pero el suceso interesa a
todas las imaginaciones y ocupa todas las lenguas que no escatiman
comentarios. Y el otro sucedido es todo lo contrario al anterior.
Después de treinta años de olvido, se ha descubierto a dos asesinos,
marido y mujer, que, para realizar sus deseos de unión, dieron muerte,
envenenándoles lentamente, al marido de ella y al padre de él. Los
detalles del proceso tienen a Roma en el «se continuará» de una novela
del Sr. Gorón.


8 Octubre.

_Roma veduta, fede perduta_, dice el proloquio. Según el color del
cristal con que se mire Roma. En los días en que el pontífice se ha
presentado ante el inmenso concurso de peregrinos que le ha aclamado en
San Pedro, he visto correr por todo aquel recinto magnificente un
verdadero y hondo estremecimiento de fe. Eran los corazones simples,
las muchedumbres que venían de lejanas regiones o de las más apartadas
provincias italianas, conmovidas ante la aparición del papa blanco, en
quien, milagrosamente, veían la persistencia de una vida increíble, el
representante de Dios sobre la tierra, el que ata y desata, portero del
palacio celeste. Espectáculo interesante era por cierto las distintas
manifestaciones del entusiasmo religioso en ese mundo de gentes
conmovidas. Unos pálidos, silenciosos, como llenos de un santo terror;
otros murmurando oraciones; otros ruidosos, congestionados, agitando
pañuelos, moviendo los brazos, alzándose sobre las puntas de los pies.
No puedo menos que recordar una escena impagable y sugerente. Un alto
mocetón de la peregrinación alemana, sobre un banco, en medio del mar
humano que surcaba en su silla gestatoria León XIII, comenzó, dominando
todos los ruidos, a emitir con la voz de un ronco cuerno, con la fuerza
de un pulmón de bronce, repetidos y acompasados _hoch! hoch! hoch!_ Y
una vieja italiana que estaba cerca, se volvió, furiosa, fulminándole
con los ojos y deseándole un mal accidente.--«_Ah! la bruta bestia!_» Y
aquel súbito y afilado apóstrofe deslió la devoción circunstante en
carcajadas.

Se cree aún, hay aún muchas almas que tienen esperanza y fe. A pesar de
los escándalos religiosos; a pesar de la política pontificia; a pesar de
lo que se dice del dinero de San Pedro; a pesar de los libros-catapultas
contra la curia romana, en que no todo es pasión o fantasía; a pesar de
la democracia igualitaria y de la plaga de las nociones científicas y
filosóficas, se cree todavía, hay espíritus que creen. Reduciré mi
pensar a la fórmula criolla de un mi amigo: «¡Esto, me dice, es como lo
que pasa entre nosotros, en nuestras repúblicas americanas: la
constitución, muy buena, la administración, muy mala!»

Rueda el carruaje por la antigua vía Apía, cuyo pavimento de piedras
anchas resuena bajo los cascos. Queda atrás la Porta Capena, en donde
los aduaneros espían lo que se llama en España el matute. A lo largo de
la _regina viarum_ otros cuantos vehículos se dirigen hacia las
catacumbas de San Calixto. Tabernas y hosterías suburbanas llaman, en
rótulos de una caligrafía primitiva o infantil, a gustar el vino célebre
de los Castillos Romanos. Pasado el paraje por donde hoy hacen
estremecerse la tierra de Appio Claudio las locomotoras del ferrocarril
que va a Civitavecchía, llego ante la iglesita del _Quo Vadis_, cuya
inscripción me parece de pronto--perdonadme mi ingenuidad--la _réclame_
de una casa editora para la notable, compacta y demasiado resonante
novela del polaco Sienkiewicz.

Al llegar a las Catacumbas, una escena curiosa y desagradable me hizo
detener. Nada más repulsivo y ridículo para mí, que los boticarios
ateos, los rentistas que han leído a Lachattre y los concienzudos
frailófagos que recitan el apócrifo Hugo de _Jesucristo en el Vaticano_.
Hay sujetos de esos que desearían ver al papa pidiendo limosna, al
clero descalzo y con una cruz a cuestas, alimentándose y abrigándose con
lo que el Señor da a las raposas y a los lirios del campo.

Juzgan a todo sacerdote un bandido, y al pontífice, capitán de la gran
cuadrilla. El mal gusto de estas viejas facecias ha tiempo que está
flagrantemente reconocido. Pues bien, a la entrada de las Catacumbas he
asistido al repugnante espectáculo de un cambalache sagrado. Frailes
odiosos vendían cirios como macarrones, frascos de específicos, medallas
y recuerdos santos, con la misma avidez y las mismas maneras que el más
sórdido y brutal almacenista. Descendí, en compañía de unos peregrinos
franceses, por el dédalo obscuro. El guía recitó su cien veces repetida
lección, delante de los peces simbólicos, delante de la tumba de Santa
Cecilia. Los muros ennegrecidos por el humo de las antorchas y rayados
de inscripciones, en las capillas y pasadizos; la estrechez del lugar,
lo mecánico del viaje a través de esa cueva de «viejos topos» y la
confusión en el rebaño indocto y cornacqueado por su reverencia, me
dejaron una desilusión inmensa. ¡Me quedo con Fabiola! Y luego, por
todas partes, como en todos los lugares dignos de la veneración de la
historia o del arte, la pata del ciudadano particular que deja su huella
en la seguridad de ser reconocido cuarenta siglos más tarde. Leí, entre
mil nombres: _Pierre Durand_. ¡Pierre Durand! En la torre inclinada de
Pisa había encontrado: _Pedro Pérez_. Oh, Señor Dios, tu sabiduría es
infinita.


12 Octubre de 1900.

Al partir de la ciudad inmortal, al son ronco del tren, hago un
inventario de recuerdos. Desde luego, es una tarde pasada en el Foro y
en el Coliseo, la revelación de la piedra, el «pan» de Ruskin, ruina,
columna rota, lápida, estatua, inscripción. Todas vuestras lecturas
despertarán en vuestra memoria, ante esos amontonamientos de basas,
pavimentos, muros en que perduran los mosaicos. No podréis menos que
sentir la presencia del espíritu de Cicerón--la «ardiente elocuencia»
dice Byron--en ese foro en que resonaron tan magníficas arengas, y el
ambiente vibró al clamor sabino. Se alzan aún, sosteniendo sus rajados
arquitrabes, las columnas del templo de Saturno. Y en las _rostra_
creeríase el aire agitado de gestos, sonante de cláusulas rotundas, lo
propio que más allá, en donde se levantaba el templo de la Concordia.
Fué allí donde Porcio Catón opuso la ruda y fuerte palabra suya a los
argumentos ordenados de Cayo César sobre la conjuración de Catilina.
Cetego, Lentulo, Estrabilio, Gabinio, Cepario, pagaron con su vida, la
apretada cuerda al cuello, su culpabilidad.

Perdido entre un dédalo de excavaciones, llegué hasta donde unos
trabajadores procedían a desenterrar los más recientes hallazgos. Y es
una impresión singular la que se experimenta, al ver brotar de la tierra
amontonada por las centurias, los signos aun vivos y reveladores de una
civilización, de una época que estamos hechos a considerar casi
legendaria. Delante de mí, con sus barras de hierro, los cavadores
apartan las grandes piedras. Con mucho cuidado se quita la tierra de las
paredes; y de repente van apareciendo, sobre el antiguo estuco,
decoraciones grecas, figuras graciosas. Y fué grande mi emoción, os lo
juro, cuando, de un óvalo, en el rincón de una sala, no sé de qué
edificio recién descubierto, vi salir hecha, con modo arcaico y extraño,
una como cabeza de Cristo.

Cuando se tiende la vista en derredor, los templos de Faustino y
Antonino, y el de Roma y Venus que Adriano levantaron, y la basílica de
Constantino, evocan los grandes hechos antiguos. Allí, en el Palatino,
refugio de la gloriosa Loba, sobre la altura, aun se contemplan las
arcadas y muros del palacio de los Césares, en donde mosaicos y frescos
guardan memoria de las pompas imperiales. Y no lejos, los baños de
Livia, el palacio de los Flavios y lo que aun queda de la mansión en
donde exprimió la soberbia y el placer Calígula.

El sol caía a ondas claras del cielo puro. Jamás el cielo se presenta
más hermoso que cuando la mirada va a su inmensidad azul entre un grupo
de columnas o sobre los ruinosos capiteles.

He sentido un ansia de vuelo espiritual cuando, al pasar del Foro al
Palacio de los Césares, he visto el firmamento recortado por el vasto
arco de Tito, que elevaron el senado y el pueblo en recuerdo de la
destrucción hierosolimitana. En el fondo celeste, en el marco de piedra,
parecía como si palpitase un enjambre de ideas. Y erré de un lugar a
otro. Del altar de las vestales, cerca del cual permanecen las estatuas
de las paganas vírgenes, a la _Meta Sudans_, en donde apagaron su sed
tantos gladiadores.

Por allí habitaba el cordobés Séneca, y desde su casa oía en las
próximas termas, según cuenta a su amigo Lucilio Junior, «el ruido que
hace el frotador, a un jugador de pelota que lleva la cuenta de los
puntos, a un cantante que encuentra su voz más encantadora en el baño,
los gritos de un pastelero, los de un carnicero, los de un ropavejero,
de un herrero, y los de ese que cerca de la _Meta Sudans_ prueba sus
trompetas y sus flautas y muge más que toca.» Y en la vía de los
triunfadores una onda de imágenes asalta la fantasía. Y es un ruido de
carros, un resonar de trompas y de clarines, un agitar de palmas; son
los bueyes coronados de rosas; las túnicas blancas de las vestales, los
estandartes, los haces, las águilas; es la muchedumbre aglomerada y el
coro inmenso de las aclamaciones; son las estolas, las togas, las
diademas, los ornamentos de los sacerdotes y las literas de las
cortesanas; son los viejos versos de Virgilio y la reciente lectura de
Boissier, o las sombras de los Goncourt que van a observar cómo en los
agujeros del arco de Septimio Severo hacen su nido las golondrinas.

Cerca del templo de Cástor y Pólux, oí una voz como en discurso o
arenga. Un gran grupo de gentes, unas sentadas sobre las piedras, otras
de pie, se presentó a mi vista. Acerquéme llevado de la curiosidad.

Había damas, hombres, niños. Todos oían en s¡lencio y religiosidad a un
clérigo joven, de fácil palabra, que, por lo poco que pude entender,
daba a sus oyentes, en pleno aire, una lección de historia y
arqueología. Era la peregrinación alemana, y no pude menos ante ese
espectáculo de cultura, de recordar el nombre ilustre del germano a
quien deben la erudición romanista y la sabiduría clásica moderna un
extraordinario luminar: Teodoro Mommsen.

       *       *       *       *       *

En el coliseo rememoré el apunte de los Goncourt: «Como una ronda de
danza, de pronto violentamente interrumpida y con una parte de los
bailadores caída de espaldas--todo un lado del Coliseo caído en tierra».
Colosal, ciclópeo, enorme, lugar de leones y de emperadores. Y es la
imaginación del antiguo espectáculo circense, que no tiene hoy nada
comparable sino las corridas de toros en los cosos actuales. En
verdad--como ante el Acueducto, la Cloaca Máxima, las Termas--ante estas
ruinas viene la usual frase: obra de romanos. Los yanquis quieren para
sí en nuestra época la aplicación del decir, por su tendencia a realizar
«lo más grande del mundo». Y leo en un artículo sobre la próxima
exposición de Búffalo, en donde se construirá un enorme estadio. «El
estadio ofrecerá a los adictos al sport la arena más espaciosa y
espléndida que se ha construído hasta ahora en los Estados Unidos. El
Carnaval Atlético que se efectuará durante la gran exposición, será el
más notable en la historia del sport en los Estados Unidos, pues
cuéntase con la cooperación de los mejores promotores de juegos,
contiendas y partidas atléticas en el país. Por lo tanto, las personas
que visitaren la exposición panamericana tendrán ocasión de ver
contiendas entre los atletas más célebres del mundo, que se esforzarán
en ganar premios dignos de los mayores hechos de resistencia, fuerza y
habilidad. El Coliseo de Roma, construído el siglo I de la era
cristiana, dícese que podía contener 80.000 personas. El estadio
panamericano tendrá 129 pies más de largo y no será sino 10 pies más
angosto que el histórico anfiteatro de Roma; pero su arena será más
grande y habrá asientos para 25.000 personas. Se consigue lo colosal,
_Colosseum_. Mas la sonrisa no vacila entre estos _matchs_ de feria al
amparo de la democracia igualitaria, y aquellas formidables funciones en
que la magnificencia cesárea regaba con sangre la tierra en que se
alzaría el árbol simbólico de Cristo. Dicen que hay turistas que se
pagan el espectáculo de una iluminación con antorchas y románticos que
van en las noches de luna a recordar a Eudoro y Cimodocea.

Lo primero es un exceso de Bædeker, lo segundo excesivamente anacrónico.
El Coliseo sorprende y asombra en pleno día, bañado de sol; así os
abruma la inmensa armazón de piedra, las arcadas derruídas, los muros
rajados de siglos, horadados de años, labrados del paso incesante de las
horas y mutilado el cuerpo vasto y soberbio por bárbaros y _barberines_.

Al salir del vasto anfiteatro, pasó como un gran insecto ante mi vista,
un hombre en una bicicleta.

Y fué luego un amanecer en las cercanías de Roma, cerca de los lugares
encantados que dieron a Poussin sus magníficos paisajes. El Tíber iba
despacioso entre colinas y frescas campiñas. Apenas comenzaba la luz a
insinuarse en el lado oriental y el horizonte se teñía de un dulce
violeta y a trechos, un baño de perla suavizaba una tenue irrupción de
oro. Y colinas y campiñas se iban poco a poco iluminando en un aumento
progresivo de resplandor. Salía de la tierra como un vaho de vida. No
era el envenenado respirar de los pantanos pontinos, sino un aliento
sano y vivificante. Al vuelo sutil de una brisa impregnada del perfume
del campo, temblaban los céspedes ambarinos y las hojas de las anémonas
silvestres, y una fina flor áurea que enciende su estrella de fuego a la
orilla del río. Y en una barca, al amor de la corriente, seguimos, con
un amigo soñador, un rumbo sobre las aguas en que se desleían los tintes
del cielo. Un solitario pescador arreglaba una red. De los caseríos
cercanos llegaba el agudo canto del gallo. Y de pronto fué una fiesta
solar en el firmamento romano.

El sol había roto las brumas matinales, y surgía, en su imperial pompa,
entre peñascos candentes, bajo bóvedas de rubíes vivos. El agua se tiñó
de sangre y se encendió de la oriental llamarada. La naturaleza parecía
iniciar un canto sin palabras, o con palabras íntimas que iban al
espíritu sin formularse, en la armonía de las cosas, en la comunión de
las ideas humanas con las ideas eternas que emergen en enjambre
misterioso de la misteriosa mente del mundo.

En la ribera tiberina nos hacía señas el dueño de la rústica hostería.
Ya el humo del fogón brotaba por la chimenea, y las truchas recién
cogidas hacían chillar el aceite de las ricas olivas en la sartén
caliente. Y una joven fresca, que hacía recordar a la sierva de Horacio,
nos recibía con la más matinal de sus sonrisas, mientras ponía el mantel
del desayuno, bajo una parra cargada de racimos de uvas claras que
invitaban a hacer la experiencia del sátiro mallarmeano: chupar el jugo,
soplar en el pellejo vacío, y a través de la cápsula transparente, mirar
el sol!

       *       *       *       *       *

Y fué un día luminoso, en la plaza del Capitolio; ya ante la larga
escalera de la iglesia de Ara Cœli, o delante del palacio Cafarelli,
entre las estatuas de Cástor y Pólux, o junto a la jaula de la loba viva
que encarna el símbolo original de la ciudad de Rómulo. He recordado, al
contemplar la estatua de Marco Aurelio, la superstición tradicional; he
visto si el simulacro se va dorando más, y si llegará de nuevo a ser
todo áureo, y así la fin del mundo llegará con el de la villa ya no
eterna sino perecedera como toda obra del hombre...

Así llegaron los primeros pobladores de Roma, allí se sembró la primer
semilla que formaría el bosque inmenso que propaga por la tierra la
estirpe latina.

Tendidos como representaciones fluviales, negros de tiempo, los dos ríos
de mármol de la fuente del palazzo Senatorio, el Tíber y el Nilo, oyen
continuamente el canto del cristal del agua que en la ancha pila forma
velos diamantinos y sonoros encajes, y encima, la Roma triunfante de
Covi--que Miguel Angel quisiera sustituir por un colosal
Júpiter--preside, augusta y secular. Y una paloma que se posa en un
árbol cercano, verde en la dulce estación, me recuerda que en este mismo
punto, un día de gloria, la cabeza del Petrarca fué coronada con el
laurel que tan sólo consiguen el Arte y la divina Poesía.


    Entre Roma y Nápoles, Noviembre 1900.

Rueda que rueda, con ruido de herramientas que se entrechocan y un
resuello penoso, el tren sigue: un largo infierno que anda. El Gibelino
lo hubiera hecho rodar por las planicies de sombra de su Infierno; así
lo piensa aquella inquietante María Barskitcheff, en sus cartas. Si
Capua no estuviera en esta vez al fin del viaje, abriendo su maravilloso
semicírculo de colinas con cruzamientos de villas al borde del mar
pensativo... Capua es por ahora Nápoles, con los primeros azules y rosas
delicados de los inviernos meridionales.

Los últimos recuerdos de Roma que insisten, con la insinuación ya
discreta y melancólica de la distancia y de lo recientemente pasado, son
los de la capilla Sixtina. Es preciso ver la capilla Sixtina; pero es un
desacato verla sin los propios ojos, sin los personales ojos del artista
que ponen una mirada más en los colores de las telas y en las alburas de
los mármoles, fatigados del secular mariposeo de tantas pupilas. Porque
en esos sancta sanctorum del arte, se ven dos cosas: la _chef d’œuvre_
y los ojos que la han visto: las miradas que han dejado en ellas algo de
su esencia diáfana y misteriosa. La capilla Sixtina está llena de esas
miradas, satisfechas o escépticas, o irónicas, o estáticas, o incoloras.
Desde luego la vieja mirada de los maestros que, realizada la obra,
hallaron que era buena; y las miradas de los papas, de los papas
gentiles o ascetas; y la escrutadora mirada de los amigos del artista, y
después, cuando la muerte hubo serenado todos los juicios, pulido todas
las asperezas, humanizado todas las controversias, uniformado todos los
cultos y consagrado todos los sufragios, las miradas de los
intelectuales que pasan. Todavía se disciernen en el delirante
misticismo de la transfiguración, por ejemplo, las miradas llenas de
análisis tranquilo de Taine, tan distintas de las miradas de los
espectadores de ayer, ayunas de razonamientos y de distinciones morales,
poco o nada introspectivas simplificadas de nuevo, al sol del
Renacimiento, por la majestad sencilla de la línea antigua... Porque los
ojos han hecho un inmenso y triste camino de complicación y de
complexidad desde el Renacimiento hasta estos días de esteticismo y de
connotaciones múltiples. Ya no hay un cerebro bastante puro y amplio que
vea con la mirada de un Leonardo. Han desaparecido en el juicio las
perspectivas vastas, los lineamientos tranquilos: nuestros ojos están
tristes y nuestras miradas están enfermas; y aun parece que los
inmortales cuadros y los mármoles eternos, sienten que ya no sabemos
mirarlos. Quién sabe. ¿Por qué no ha de haber en el alma inefable de un
_capolavoro_, el melancólico despecho de no ser bien mirados? ¿Por qué
el espíritu nobilísimo de las cosas bellas no ha de encogerse de
angustia ante el enfermizo reflejo de las miradas de hoy? ¿Quién se
atrevería a negar que esta tristeza no modifica al aspecto mismo, la
fisonomía, la expresión de la obra de arte? ¿Quién podría afirmar que el
Moisés de Miguel Angel, es hoy el mismo que hace doscientos años, que
antes aún, cuando el maestro que esculpía las tablas de la ley soñando
en el haz de rayos de Zeus, golpeaba con su martillo el mármol vital,
ordenándole el movimiento y la acción?

       *       *       *       *       *

Y el tren rueda aún con su desesperante machacar de herramientas, y mis
reminiscencias le siguen jadeantes por el camino. Vuelvo a escuchar las
ambiguas voces de los castrados, complemento extraño de todo lo visto y
sentido en el milagroso santuario. Paréceme como que todos los frescos,
todos los zócalos, las bíblicas figuras de los muros laterales que
cuentan las peregrinaciones mosaicas, y los más tremendos episodios
bíblicos; las grandes figuras sedentes del profeta y de la sibila; los
nueve grandes cuadros que reproducen en la bóveda la creación del mundo;
Dios, las pitonisas, los profetas, los santos de la nueva ley; todo eso,
cantaba en la voz blanca y singular, que esta era su propia voz, su
lengua propia, el verbo misterioso que los papas habíanles dado para que
se manifestasen a la emoción de los pueblos que van en romerías a
contemplarlos. _¡Miguel Angel y su juicio!..._ Todo heroísmo de arte
lleva a una hipersensibilidad atormentadora. Acaso el arte no es una
gran tranquilidad, sino una gran angustia. Toda la literatura está ahí
para comprobarlo: El infierno sale al paso a los grandes espíritus,
llámense Homero, Virgilo, Dante, Milton o Swedenborg, llámense
Buonarroti o Rops...

Sandro Botticelli; he ahí, la heredad del exquisito y raro, y no se
divaga por cierto el ánima de ese estremecimiento de angustia íntima que
trae consigo el deletrear todas las aristocracias de ese pincel. Porque
Botticelli no es de los que serenan; es quizá de aquellos cinco (que en
Taine son cuatro: Dante, Shakespeare, Beethoven y Miguel Angel) que
parecen de una raza aparte. Tiene un supremo privilegio, el que Víctor
Hugo halló siglos después en Baudelaire; ha creado un estremecimiento
nuevo, con una noción nueva de la expresión, que antes de él no está
condensada en parte alguna, sino difundida en las legiones de maestros
prerafaelitas, expresión de belleza convencional, o de fealdad resuelta
para algunos; pero de real belleza y armonía innegables para muchos que
llevan en el larario de sus emociones ese _coin maladif_ de que hablaba
Goncourt. Como ellos este hombre tiene una fisonomía y un sello de
poderoso individualismo; es solitario como ellos; tiene como ellos la
obra sin analogías, sin más que las lógicas analogías que ensartan en un
mismo hilo resplandeciente todas las demostraciones de un mismo arte, a
través de las épocas. ¡Cómo ansío llegar a Florencia para apacentar mis
admiraciones en el foco principal de las obras de Sandro! ¡Porque él
tiene ahí, en la ciudad dantesca, su reino, con el seráfico Fra
Angélico, aprisionador de éxtasis! Sin embargo, para hablar de la
Sixtina es preciso hablar de Botticelli, a condición de haber rezado
antes a Miguel Angel, esa alma de Dios caído ante la que rezó Taine. El
Juicio Final; sí, aquello no convierte mis apostasías ni enfervorece mi
fe; el protestante del cuento vuelto ortodoxo por obra y gracia del
_Juicio Final_, es de una conmovedora ingenuidad; por el camino de ese
cuadro se va mejor a Atenas que a Jerusalén; esas dos o trescientas
figuras que ensayan actitudes, no sugieren el _miserere mei_, sino el
himno a Phoibos Apollon: se está más cerca del nevado Olimpo, que del
trágico Josafat; más cerca de la gloria del músculo, que del aleteo
medroso de la plegaria. Es un gran escultor el que pinta,
esculturalmente (¿no hay acaso muchos pintores que esculpen cuadros?
Para no citar más que un talento moderno, ahí está Leonardo Bistolfi,
con sus monumentales bajo relieves fúnebres y su _Dolor confortado por
la memoria_.) Ha buscado Miguel Angel el agrupamiento de las figuras
curándose poco de las radiaciones sobrenaturales del cielo de los justos
y de las rojas bocanadas de hornaza del infierno de los réprobos:
quiere, ante todo, quiere grandiosamente la expresión inmortal del
cuerpo humano, la nobleza clásica del gesto; está cerca de Jove y ha
visto el fruncimiento de sus cejas y los hinchados músculos de su
diestra que blande la centella... Los tiernos colores, los dulces o
imperiosos matices, las perspectivas que ayudan al vuelo de la
imaginación moderna, el azul en que está sentado el Padre, el rosa de
las auroras de la resurrección, las policromías de los pinceles en las
manos que han mezclado colores, pero que no han labrado granitos... eso
no está aquí, no lo busquéis aquí; aquí está el relieve poderoso, aquí
está su plástica: el color que queréis está ahí en frente, mirad... El
tren acrece su estrueado bajo los cristales de una estación: el mar y
los verjeles se besan: ¡Nápoles! Hemos llegado a Nápoles. La Sixtina se
pierde en un desvanecimiento de ensueño.


Nápoles.

¡Nápoles! El Vesubio es todavía una pira digna de los funerales de
Patroclo. ¿Estamos por ventura en la era cristiana?

Se necesitaría embridar la imaginación aventurera con dura brida para
creerlo. La mañana arde mansamente en un impecable azul. He subido a las
alturas que corona el puente de San Telmo, punto clásico para las
perspectivas, a fin de _ver_ y _vencer_ antes de abismarme en ese mundo
ruidoso que gira y ríe a mis pies. Y en verdad os digo que estamos bajo
el imperio de los Augustos. Nada recuerda aquí el madero del Nazareno,
nada su religión de angustia: este sol que en pleno otoño tuesta las
rosas de Pœstum, las cuales dos veces florecen en el año, es el mismo
sol jovial que doraba la frente de Séneca. La bahía de Nápoles,
suavemente encorvada y palpitante como una seda azul sobre un inmenso
regazo, canta aún el _cum placidum ventis staret mare_, en su perpetuo
idilio con los islotes de Sirenusa, coros de las rubias oceanidas. El
azul del cielo, el histórico azul de ese cielo inmortal, se burla con su
flamante brillo, de los veinte siglos que han pasado desde que en la
dulzura piadosa del Pausílipo se acostaba para dormir su sueño eterno,
el dulce mantuano gorjeador de églogas. A su derecha la isla de Capri da
a las ondas reflejos de aventurina estriada de oro vivo y se aduerme en
la misma ociosidad que le valió el mote de Augusto.

A la izquierda, desde _capo del monte_ hasta el cono poblado de mitos
del Vesubio, las montañas de voluptuosas o ásperas ondulaciones engastan
sus moles en el zafiro inconmensurable. Enfrente, Castellamare y
Sorrento; ¡Sorrento! cuya sangre divina no corre ya por las venas del
mundo para letificarlos, como corre ahora ese

    Insípido brebaje de cebada

anatematizado por Menéndez Pelayo, Sorrento, cuyo vino luminoso inspira
la _Jerusalén libertada_.

Y un poeta me dijo:

--Una peregrinación se impone aún, después del beso placentero que la
mirada envía a todo ese paisaje pintado por los afables dioses: vamos a
rezar un exámetro a la tumba de Virgilio, situada sobre la vertiente de
la gruta del Pausílipo y después a seguir respirando paganismo en la
hirviente ciudad: paganismo desde luego en el _Museo borbónico_ que
encierra toda la resurrección pompeyana: vasos, ánforas, lacrimatorios,
tinteros, estiletes, lámparas, candelabros, buclineos _speculums_ en
cuya agua muerta parecen aún flotar, como extraños lotos, los rostros de
las patricias que en ella se contemplaron; paganismo en las vías
resonantes de una muchedumbre que parece hiperestesiada por la vida, que
la absorbe a enormes tragos, que tiene a Dionisio en los labios y a San
Jenaro en el corazón, invirtiendo frecuentemente los nombres. He aquí a
la bien amada de Lúculo, de Mario, de Pompeyo y de Plinio que la
reconocerían en su tocado y en su risa... He aquí a la reina de las
divinas galeras, atareada como para recibir los marfiles de Cartago. He
aquí a la novia de César, coronada de mirtos. Jove Capitolino extiende
aún hasta este refugio de delicias la piedad de su sombra; los dioses
resucitan diariamente al surgir como una discreta apoteosis la aurora
sobre la mansedumbre especular del golfo. Se comprende aquí la
resistencia al cristianismo, la taimada protesta del meridional epicúreo
y jovial a una ley de tristeza y de mortificación: Un Dios nuevo, _¿â
quoi bon?_ si los viejos no han dejado de ser buenos. ¿Vale este
doliente hombre coronado de espinas por aquellos radiantes silenos
coronados de parra? ¿Qué papel puede desempeñar la Providencia cristiana
en un pueblo que mendiga el azar? ¿A qué pensar en las delicias de una
gloria cuyo precio es la oblación y d martirio, cuando llegan hasta
nosotros los alientos aromatizados de Misena, de Cumas, de Baya Caras a
Nerón, de Prócida y de Ischia? ¿Por ventura ese cielo que promete el
crucificado será más azul que el ciclo del Mediodía? ¿Las delicias de
ese empireo nuevo igualarán al beso que al incendiarse las púrpuras de
la tarde pone el pescador en la boca de la pálida pescadora? ¿Los
ángeles tienen acaso los inmensos ojos luminosos de estas mujeres
doctoras del amor? ¡La tortura, el martirio! ¿para qué si la vida está
llena de sol, si huelen tan bien las flores de los naranjos y el obscuro
vino tiene aún el secreto de las risas de los dioses? Y Cristo tendió
mucho tiempo sus brazos hacia esta otra Jerusalén del placer y quiso
ampararla bajo sus alas como la gallina a sus polluelos, pero la
Jerusalén del placer era esquiva y levantisca. Vanamente se extendieron
esos brazos mucho tiempo, y al fin la bacante cayó en ellos. Pero siguió
su danza loca y su loca risa; cambió sólo la letra de la tarantela, se
juraba por Cristo, pero se seguía jurando _per Baco_, y la superstición
reemplazaba a las pitonisas y la sangre hirviente de San Jenaro a la
hirviente espuma de la Sibila de Cumas.

Esto que pasaba en el reinado de Constantino el Grande lo propio que en
el reinado de Nerón, pasa aún bajo el poder de Víctor Manuel III. La
impenitente grita y ríe en mi rededor como en las saturnales: nada ha
cambiado, la cruz abre estérilmente sus brazos sobre la perenne
apostasía de las vidas: Cephas no ha podido asentar sus sillares al
borde del Golfo que vió las sirenas; y los Olímpicos llamean y detonan
como dueños absolutos sobre la conflagración perpetua del Vesubio.

Nápoles está por Zeus contra el Cristo.

[imagen]



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                                                                _Páginas._

EN PARÍS

En París                                                              11

El viejo París                                                        27

En el Gran Palacio                                                    33

La casa de Italia                                                     41

Los anglosajones                                                      51

Rodín                                                                 69

Oom Paul                                                              85

La nueva Jerusalén                                                    95

Purificaciones de la piedad                                          105

Noel parisiense                                                      113

Mais quelqu’un troubla la fête                                       121

Reflexiones del Año Nuevo parisiense                                 133


DIARIO DE ITALIA

Turín                                                                143

Génova                                                               161

Pisa                                                                 169

Roma                                                                 195

                               [imagen:

                                Acabóse
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                               de Julio
                                del año
                               mcmxviii]





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