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Title: Cuentos de la Alhambra
Author: Irving, Washington
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Cuentos de la Alhambra" ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_.

  * Se ha respetado la ortografía original, normalizándola a la
    grafía de mayor frecuencia.

  * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar.



  CUENTOS
  DE LA
  ALHAMBRA.



  Con Licencia.

  IMPR. DE J. FERRER DE ORGA.
  _Valencia_ 1833.



[Ilustración: _L. Tellez lo d.º_                  _T. Blasco lo g.º_

_Mientras esa mano no se baje hasta tocar la llave, ningún artificio
mágico triunfará del Señor de esta colina._]



  [Ilustración: Cuentos de la Alhambra

  Valencia
  Librería de Mallén y Berard
  1833
  Teodoro Blasco lo g.]



  CUENTOS
  DE
  LA ALHAMBRA,

  DE

  Washington Irving.

  Traducidos

  POR D. L. L.

  [Ilustración]

  PARIS,
  LIBRERÍA HISPANO-AMERICANA,
  CALLE DE RICHELIEU Nº 60.

  1833.



EL EDITOR.


_Si los_ Cuentos de la Alhambra _han alcanzado tan buena acogida
entre los ingleses y franceses, con mayor razon puede esperarse
que la logren entre nosotros; porque enlazadas estas fábulas con
las tradiciones y consejas populares del pais, es muy natural que
produzcan aquel interes que inspiran al hombre de buen corazon las
antiguallas de su patria, y la tierna memoria de los cuentos de la
niñez._

_Esta consideracion nos ha impulsado á dar á luz el presente
tomito, como una muestra de la obra que con el mismo título y mayor
estension acaba de escribir el célebre Washington Irving; y si el
éxito nos diese motivo para juzgar que ha merecido el aprecio de los
inteligentes, quizá pensaremos en publicar otra serie, y aun acaso
todos los que restan del original._



ÍNDICE.


                                 PÁG.
  _El viage._                      1

  _Gobierno de la Alhambra._      45

  _Interior de la Alhambra._      53

  _Economía doméstica._           74

  _Tradiciones locales._          88

  _La casa del Gallo._            95

  _Leyenda del astrólogo árabe._  98

  _Historia del príncipe Ahmed
    Al Kamel, ó el Peregrino de
    amor._                       152



El Viage.


Conducido á España á impulsos de la curiosidad en la primavera de
1829, hice una escursion desde Sevilla á Granada en compañía de
un amigo, agregado entonces á la embajada rusa en Madrid. Desde
regiones muy distantes nos habia llevado el acaso al pais en que nos
hallábamos reunidos, y la conformidad de nuestros gustos nos inspiró
el deseo de recorrer juntos las románticas montañas de Andalucía.
¡Ojalá que si estas páginas llegan á sus manos en el pais adonde las
obligaciones de su destino hayan podido conducirle, ya le hallen
engolfado en la pompa tumultuosa de las córtes, ya meditando sobre
las glorias mas efectivas de la naturaleza; le recuerden nuestra
feliz peregrinacion y la memoria de un amigo, á quien ni el tiempo ni
la distancia harán jamas olvidar su amabilidad y su mérito!

Antes de pasar adelante, no será inoportuno presentar algunas
observaciones preliminares sobre el aspecto general de España, y
el modo de viajar por aquel pais. En las provincias centrales, al
atravesar el viagero inmensos campos de trigo, ora verdes y undosos,
ya rubios como el oro, ya secos y abrasados por el sol; buscará
en vano la mano que los ha cultivado, hasta que al fin divisará,
sobre la cima de un monte escarpado, un lugar con fortificaciones
moriscas medio arruinadas, ó alguna torre que sirviera de asilo á
los habitantes durante las guerras civiles, ó en las invasiones de
los moros. La costumbre de reunirse para protegerse mútuamente en
los peligros, existe aun entre los labradores españoles, merced á la
rapiña de los ladrones que infestan los caminos.

La mayor parte de España se halla desnuda del rico atavío de los
bosques y las selvas, y de las gracias mas risueñas del cultivo;
pero sus paisages tienen un carácter de grandeza que compensa lo
que les falta bajo otros respetos: hállanse en ellos algunas de las
cualidades de sus habitantes, y de ahí es que yo concibo mejor al
duro, indomable y frugal español despues que he visto su pais.

Los sencillos y severos rasgos de los paisages españoles tienen una
sublimidad que no puede desconocerse. Las inmensas llanuras de las
Castillas y de la Mancha, estendiéndose hasta perderse de vista,
adquieren cierto interes con su estension y uniformidad, y causan una
impresion análoga á la que produce la vista del océano. Recorriendo
aquellas soledades sin límites visibles, suele descubrirse de cuando
en cuando un rebaño apacentado por un pastor inmóvil como una
estátua, con su baston herrado en la mano á guisa de lanza; una recua
de mulos que cruzan pausadamente el desierto, cual atraviesan las
carabanas de camellos los arenales de la Arabia; ó bien un zagal que
camina solo con su cuchillo y carabina.

Los peligros de los caminos dan ocasion á un modo de viajar que
presenta en escala menor las carabanas del oriente: los arrieros
parten en gran número y bien armados á dias señalados, y los viageros
que accidentalmente se les reunen aumentan sus fuerzas.

El arriero español posee un caudal inagotable de canciones y
romances con que aligera sus continuas fatigas. La música de estos
cantos populares es sobremanera sencilla, pues que se reduce á
un corto número de notas, y las letras por lo comun son algunos
romances antiguos sobre los moros, endechas amorosas, y con mayor
frecuencia romances en que se refieren los hechos de algun famoso
contrabandista; y sucede no pocas veces, que tanto la música como
la letra es improvisado, y se refiere á una escena local ó á algun
incidente del viage. Este talento de improvisacion, tan comun en
aquel pais, parece se ha trasmitido de los árabes, y es fuerza
convenir en que aquellos cantos de tan fácil melodía producen una
sensacion sumamente deliciosa cuando se oyen en medio de los campos
salvages y solitarios que celebran, y acompañados por el argentino
sonido de las campanillas de las mulas.

No es posible imaginarse cosa mas pintoresca que el encuentro de
una recua de mulas en el tránsito de aquellos montes. Oireis ante
todo las campanillas de la delantera, cuyo sonido repetido y monótono
rompe el silencio de las alturas aéreas, y tal vez la voz de un
arriero que llama á su deber á alguna bestia tarda ó descaminada,
ó que canta con toda la fuerza de sus pulmones un antiguo romance
nacional. Al cabo de rato descubrís las mulas que pasan lentamente
los desfiladeros, ya bajando una pendiente tan rápida y elevada, que
las vereis como designadas de relieve sobre el fondo azul del cielo,
ya avanzando trabajosamente al traves de los barrancos que están á
vuestros pies. Á medida que se aproximan distinguís sus adornos de
color brillante, sus arreos bordados, sus plumages; y cuando ya
están mas cerca, el trabuco, siempre cargado, que cuelga detras de
los fardos como una advertencia de los peligros del camino.

El antiguo reino de Granada, en el que íbamos á entrar, es uno de
los paises mas montuosos de España. Sierras vastas ó cadenas de
montes desnudos de árboles y de maleza, y abigarrados de canteras de
mármol y de granito de diversos colores, levantan sus peladas crestas
en medio de un cielo de azul oscuro; mas en su seno están ocultos
algunos valles fértiles y frondosos, y el desierto cede el lugar al
cultivo, que fuerza á las rocas mas áridas á producir el naranjo, la
higuera y el limonero, y á engalanarse con las flores del mirto y el
rosal.

En las gargantas mas salvages de aquellos montes se encuentran
varios lugarejos murados, construidos á manera de nidos de águilas
en las cimas de los precipicios, y algunas torres derruidas,
colgadas por decirlo así sobre los picos mas elevados, recordando
los tiempos caballerescos, las guerras de moros y cristianos, y la
lucha romántica que precedió á la toma de Granada. Al transitar el
viagero por aquellas altas cordilleras, se ve á cada paso precisado
á echar pie á tierra, y conducir el caballo de la brida para subir y
bajar por algunas sendas ásperas y angostas, semejantes á escaleras
arruinadas. Algunas veces corre el camino á orillas de precipicios
espantosos, de que ningun parapeto os defiende; otras se sumerge
en una pendiente rápida y peligrosa que se pierde en una oscura
profundidad, ó pasa por entre barrancos formados por los torrentes
del invierno, y que sirven de guarida á los malhechores. Descúbrese
de cuando en cuando una cruz de funesto presagio; y este monumento
del robo y del asesinato, erigido sobre un monton de piedras á la
orilla del camino, advierte al caminante que se halla en un parage
frecuentado por los bandidos, y que quizá entonces mismo le acecha
en emboscada alguno de aquellos malvados. Muchas veces sorprendido
el caminante en el recodo de un valle sombrío por un bramido ronco
y espantoso, levanta la cabeza, y en una de las frondosas quebradas
del monte descubre una manada de fieros toros andaluces destinados
á los combates del circo. Nada mas imponente que el aspecto de
aquellos brutos terribles, errantes en su terreno nativo con toda la
fuerza que les da la naturaleza: indómitos y casi estraños al hombre,
solo conocen al pastor que los guarda, y que no siempre se atreve á
aproximárseles; el mugido de estos animales, y los amenazantes ojos
con que miran hácia abajo desde sus elevadas praderas, añaden todavía
espresion al aspecto salvage de la escena.

El 1º de mayo salimos mi compañero y yo de Sevilla para Granada, y
como conocíamos el pais que íbamos á recorrer, y lo incómodo y poco
seguro de los caminos, enviamos delante con arrieros los efectos de
mas valor, y llevábamos únicamente nuestros vestidos y el dinero
necesario para el viage, con un aumento destinado á satisfacer á
los bandoleros, caso de vernos atacados, y libertarnos así del mal
trato á que se ven espuestos los viageros muy avaros ó muy pobres.
Sabíamos tambien que no debe confiarse en la despensa de las posadas,
y que habíamos de cruzar largos espacios inhabitados; y con este
conocimiento tomamos las precauciones convenientes para asegurar
nuestra subsistencia, y alquilamos dos caballos para nosotros, y otro
para que llevase nuestro corto equipage y á un robusto vizcaino,
que debia guiarnos en el laberinto de aquellas montañas, cuidar de
las caballerías, y en fin, servirnos en la ocasion, ya de ayuda de
cámara, ya de guarda. Habíase este prevenido de un formidable trabuco
para defendernos, segun decia contra los rateros: sus fanfarronadas
sobre esta arma no tenian término; mas sin embargo, con descrédito
de su prudencia militar, la carabina en cuestion colgaba descargada
al arzon trasero de la silla. Como quiera, el vizcaino era un criado
fiel, celoso y jovial; tan fecundo en chistes y refranes como aquel
modelo de escuderos, el célebre Sancho, cuyo nombre le dimos:
verdadero español en los momentos de su mayor alegria; mas á pesar de
la familiaridad con que le tratábamos, no pasó jamas los límites de
un respetuoso decoro.

Equipados en estos términos nos pusimos en camino, resueltos
á sacar todo el partido posible de nuestro viage; y con tales
disposiciones, ¡cuán delicioso era el pais que íbamos á recorrer!
La venta mas infeliz de España es mas fecunda de aventuras que un
castillo encantado, y cada comida que se efectua puede mirarse
como una especie de hazaña. Ensalcen otros enhorabuena los caminos
resguardados de parapetos, las suntuosas fondas de un pais cultivado
y civilizado hasta el punto de no ofrecer sino superficies planas;
en cuanto á mí, solo la España con sus agrestes montes y francas
costumbres puede saciar mi imaginacion.

Desde la primera noche disfrutamos ya uno de los placeres novelescos
del pais. Acababa de ponerse el sol cuando llegamos á una villa muy
grande, cansados por haber cruzado una llanura inmensa y desierta, y
calados de agua, en razon de la copiosa lluvia que habia caido sobre
nosotros. Apeamos en un meson, en donde se alojaba una compañía
de fusileros, ocupada entonces en persecucion de los ladrones que
infestaban la comarca; y como unos estrangeros de nuestra clase eran
un objeto de admiracion en aquel pueblo estraviado, el huésped,
ayudado de dos ó tres vecinos embozados en sus capas pardas,
examinaba nuestros pasaportes en un rincon de la pieza, mientras un
alguacil con su capita negra, tomaba apuntaciones á la débil luz
de un farol. Unos pasaportes en lengua estrangera les daban mucha
grima; mas acudió á su socorro nuestro escudero Sancho, y nos dió
aun mayor importancia con la pomposa elocuencia de un español. Al
mismo tiempo la distribucion de algunos cigarros nos ganó todos los
corazones, y á poco rato ya estaba el pueblo entero en movimiento
para obsequiarnos. Visitónos el alcalde en persona, y la misma
huéspeda llevó con gran ceremonia á nuestro cuarto un gran sillon
de juncos para que el ilustre viagero pudiese sentarse con mayor
comodidad. Hicimos cenar con nosotros al comandante de los fusileros,
el cual nos divirtió sobremanera con la animada relacion de una
campaña que habia hecho en la América del Sur, y otras hazañas
amorosas y guerreras, que debian todo su interes á sus ampulosas
frases y multiplicados ademanes, y sobre todo á cierto movimiento
de los ojos, que sin duda queria decir mucho. Pretendia saber el
nombre y señas de todos los bandidos de la provincia, y se prometia
ojearlos y prenderlos uno á uno. El buen oficial se empeñó en que
nos habia de dar algunos hombres para nuestra escolta. «Mas uno solo
bastará, añadió, porque los ladrones nos conocen, y la vista sola
de uno de mis muchachos derramará el espanto por toda la sierra.»
Le agradecimos su ofrecimiento y buena voluntad, asegurándole en
el mismo tono, que con el formidable escudero Sancho no temeríamos
haberlas con todos los bandoleros de Andalucía.

Mientras estábamos cenando con el amable perdonavidas, llegó á
nuestros oidos el sonido de una guitarra, acompañado de un repiqueteo
de castañuelas, y poco despues un coro de bien concertadas voces
que cantaba una tonada popular. Era un obsequio del huésped, que
para divertirnos habia reunido aquellos músicos aficionados y á
las hermosas de la vecindad, y cuando salimos al patio vimos una
verdadera escena de alegria española. Nos colocamos bajo el soportal
con los huéspedes y el comandante, y pasando la guitarra de mano en
mano, vino á parar en las de un alegre zapatero, que nos pareció
el Orfeo de la tierra. Era un jóven de aspecto agradable, patilla
negra, y las mangas de la camisa arremangadas hasta encima del codo.
Sus dedos recorrian el instrumento con estraordinaria ligereza y
habilidad, cantando al mismo tiempo algunas seguidillas amorosas,
acompañadas de espresivas miradas á las mozas, con las que al parecer
estaba en gran favor. En seguida bailó el fandango con una graciosa
andaluza, causando gran placer á los espectadores. Pero ninguna de
las mugeres que se hallaban presentes podia compararse á la linda
Pepita, hija del huésped, que aunque con mucha prisa, se habia
prendido con la mayor gracia para el baile improvisado, entrelazando
con frescas rosas las trenzas de sus hermosos cabellos: esta lució
su habilidad con un bolero que bailó, acompañada de un gallardo
dragon. Habíamos nosotros dispuesto que se sirviese á discrecion
vino, dulces y otras frioleras; y sin embargo de que la reunion se
componia de soldados, arrieros y paisanos de todas clases, nadie se
escedió de los límites de una diversion honesta; y en verdad que
cualquier pintor se hubiera tenido por dichoso de poder contemplar
aquella escena. El elegante grupo de los bailadores, los soldados de
á caballo de medio uniforme, los paisanos envueltos en sus capas,
y en fin, hasta el amojamado alguacil, digno de los tiempos de D.
Quijote, á quien se veía escribir con gran diligencia á la moribunda
luz de una gran lámpara de cobre, sin cuidarse de lo que pasaba en su
derredor, todo esto formaba un conjunto verdaderamente pintoresco.

No daré aquí la historia exacta de los acontecimientos de esta
espedicion de algunos dias por montes y valles. Viajábamos como
verdaderos contrabandistas, abandonándonos al azar en todas las
cosas, y tomándolas buenas ó malas segun las deparaba la suerte.
Este es el mejor modo de viajar por España, mas nosotros sin
embargo habíamos cuidado de llenar de buenos fiambres las alforjas
de nuestro escudero, y su gran bota de esquisito vino de Valdepeñas.
Como este último artículo era en verdad de mayor importancia para
nuestra campaña que la misma carabina de Sancho, conjuramos á este
que estuviese en continua vigilancia sobre esta parte preciosa de
su carga; y debo hacerle la justicia de decir que su homónimo, tan
célebre por el celo con que cuidaba de la mesa, no le escedia en nada
como proveedor inteligente. Así pues, á pesar de que las alforjas
y la bota eran vigorosa y frecuentemente atacadas, no parecia sino
que tenian la milagrosa propiedad de no vaciarse jamas, porque
nuestro ingenioso escudero nunca se olvidaba de colocar en ellas
los relieves de la cena de la venta, para que sirviesen á la comida
que hacíamos á campo raso al dia siguiente. ¡Con cuánta delicia
almorzábamos algunas veces á la mitad de la mañana, sentados á la
sombra de un árbol, á orillas de una fuente ó de un arroyo! ¡Qué
siestas tan dulces no tomamos, sirviéndonos de colchon nuestras capas
tendidas sobre la fresca yerba!

En cierta ocasion hicimos alto á medio dia en una frondosa pradera,
situada entre dos colinas cubiertas de olivos. Tendimos las capas
bajo de un pomposo álamo que daba sombra á un bullicioso arroyuelo,
y arrendados los caballos de modo que pudiesen pacer, ostentó Sancho
con aire de triunfo todo el caudal de su despensa. Los sacos
contenian algunas municiones recogidas en el espacio de cuatro dias;
pero habian sido notablemente enriquecidos con los restos de la cena
que habíamos tenido la noche anterior en una de las mejores posadas
de Antequera. Sacaba nuestro escudero poco á poco el heterogeneo
contenido en su zurron y yo creí que no acababa jamas. Apareció ante
todo una pierna de cabrito asada, casi tan buena como cuando nos la
habian servido; siguióse un gran pedazo de bacalao seco envuelto
en un papel, los restos de un jamon, medio pollo, una porcion de
panecillos, y en fin, un sinnúmero de naranjas, higos, pasas y
nueces: la bota habia sido tambien reforzada con escelente vino de
Málaga. Á cada nueva aparicion gozaba de nuestra cómica sorpresa,
dejándose caer sobre el césped con grandes carcajadas. Elogiábamos
estremadamente á nuestro sencillo y amable criado, comparándole en su
aficion á llenar la panza, al célebre escudero de D. Quijote. Estaba
él muy versado en la historia de este caballero, y como la mayor
parte de las gentes de su clase, creía á pie juntillas en su realidad.

«¿Y hace mucho tiempo que sucedió eso? me dijo un dia con semblante
interrogativo.

--Sí, mucho tiempo, le contesté yo.

--Yo apostaria á que ha ya mas de mil años, replicó mirándome con una
espresion de duda todavía mas marcada.

--No creo yo que haya mucho menos.» El escudero no preguntó mas.

Mientras al compas de sus gracias esplotábamos nosotros las
provisiones que quedan descritas, se nos acercó un mendigo que casi
parecia un peregrino. Su entrecana barba y el baston en que se
apoyaba anunciaban vejez; mas su cuerpo muy poco inclinado, mostraba
aun los restos de una estatura gallarda. Llevaba un sombrero redondo
de los que usan los andaluces, una especie de zamarra de piel de
carnero, calzon de correal, botin y sandalias. Sus vestidos, aunque
ajados y cubiertos de remiendos, estaban limpios, y se llegó á
nosotros con aquella atenta gravedad que se nota en los españoles,
aun de la ínfima clase. Habia en nosotros disposicion favorable
para recibir semejante visita, y así, por un impulso espontáneo de
caridad, le dimos algunas monedas, un pedazo de pan blanco y un vaso
de buen vino de Málaga. Recibiólo todo con reconocimiento; mas sin
manifestar con ninguna bajeza su gratitud. Luego que probó el vino,
le miró al trasluz, y mostrando cierta admiracion se lo bebió de un
sorbo, diciendo: «¡Cuántos años ha que no habia yo probado tan buen
vino! Esto es un verdadero cordial para los pobres viejos.» Contempló
luego el pan, y dijo besándole: «Bendito sea Dios.» Dicho esto se
lo metió en el zurron, y habiéndole instado nosotros para que se
lo comiese en el acto: «No señores, replicó; el vino era preciso
beberlo ó dejarlo, mas el pan debo llevarlo á mi casa y partirlo con
mi pobre familia.» Sancho consultó nuestros ojos, y dió al pobre
abundantes fragmentos de la comida, bien que con la condicion de que
se comeria en el acto una parte.

Sentóse pues á poca distancia de nosotros y comió pausadamente, con
una finura y una sobriedad, que hubieran podido honrar á un hidalgo.
Yo creí descubrir en él una especie de tranquila dignidad y atenta
cortesanía, que anunciaban que habia conocido mejores dias; pero
no habia nada de esto: no tenia mas que la política natural á todo
español, y aquel aire poético que caracteriza los pensamientos y el
lenguage de este pueblo vivo é ingenioso. Nuestro peregrino habia
sido pastor por espacio de cincuenta años, y al presente se hallaba
desacomodado y sin medios para subsistir. «Cuando yo era jóven,
decia, no habia cosa alguna capaz de hacerme tomar pesadumbre:
hallábame siempre sano y contento; mas ahora tengo setenta y nueve
años, me veo precisado á mendigar el sustento, y ya empiezan á
abandonarme las fuerzas.»

Sin embargo, todavía no estaba acostumbrado á la mendiguez; hacia
poco tiempo que la necesidad le habia obligado á recurrir á tan
triste y desagradable recurso, y nos hizo una pintura muy patética
de los combates que habia sostenido su orgullo contra la necesidad.
Volvia de Málaga sin dinero, hacia mucho tiempo que no habia comido,
y aun tenia que atravesar una de aquellas vastas llanuras en donde
se hallan tan pocas habitaciones: muerto casi de debilidad, pidió
primeramente á la puerta de una venta: _Perdone usted por Dios,
hermano_, le contestaron. «Pasé adelante, dijo, con mas vergüenza
aun que hambre, porque todavía no se hallaba abatido el orgullo de
mi corazon. Al pasar por un rio, cuyas márgenes estaban muy elevadas
y la corriente era profunda y rápida, estuve tentado de precipitarme
en él. ¿Á qué ha de permanecer sobre la tierra, dije interiormente,
un viejo miserable como yo? Iba ya á arrojarme; mas Dios iluminó
mi corazon y me apartó de tan criminal idea. Dirigíme á una casita
que se hallaba situada á cierta distancia del camino, entréme en el
patio; la puerta de la casa estaba cerrada, mas habia dos señoritas
asomadas á una de las ventanas. Las pedí limosna, y--_Perdone usted
por Dios, hermano_, fue otra vez la respuesta que recibí, cerrándose
al mismo tiempo la ventana. Salíme casi arrastrando del patio, pronto
ya á desmayarme; y creyendo que era llegada mi hora, me dejé caer
contra la puerta, me encomendé de todo corazon á la Vírgen nuestra
señora, y me cubrí la cabeza para morir. Á pocos minutos llegó el
dueño de la casa, y viéndome tendido á su puerta, se compadeció de
mis canas, me hizo entrar y me dió algun alimento, con que pude
recobrarme. Ya veis, señores, que nunca debe perderse la confianza en
la proteccion de la santísima Vírgen.»

El anciano se dirigió hácia Archidona, su pais natural, que
descubríamos á poca distancia en la cima de un monte escarpado, y
en el camino nos hizo reparar en las ruinas de un antiguo castillo
de los moros, que habitó uno de sus reyes en tiempo de las guerras
de Granada. «La reina Isabel, nos dijo, le sitió con un egército
poderoso; mas él, mirándolo desde lo alto de su fortaleza, se burlaba
de sus esfuerzos. Entonces se apareció la Vírgen á la reina, y á ella
y á sus soldados los condujo por un camino misterioso, que nadie
hasta entonces habia frecuentado ni frecuentó despues. Cuando el moro
vió llegar á la reina quedó pasmado, y acosando el caballo hácia el
precipicio, se arrojó en él y se hizo pedazos. Aun se ven á la orilla
del peñasco las señas de las herraduras, y ustedes mismos pueden
descubrir desde aquí el camino por donde la reina y el egército
subieron á la montaña, que se estiende á manera de una cinta á lo
largo de sus laderas; mas lo que hay en esto de milagroso es, que
aunque á cierta distancia puede conocerse, desaparece luego que se
trata de examinarle de cerca.» El camino ideal que el buen pastor nos
enseñaba, no era probablemente otra cosa que alguna arroyada arenosa,
que se distinguia á cierta distancia en que la perspectiva disminuía
su anchura, y se confundia con el resto de la superficie cuando se
miraba mas de cerca.

Como con el vino y la buena acogida se habia restablecido el anciano,
nos refirió otra historia de un tesoro que el rey moro habia
enterrado bajo el castillo, junto á cuyos cimientos estaba situada
su casa. El cura y el boticario del pueblo, habiendo soñado por tres
veces en el tesoro, hicieron una escavacion en el parage que sus
sueños les habian indicado, y el yerno de nuestro convidado oyó por
la noche el ruido de los azadones. Nadie sabe lo que hallaron; pero
lo cierto es que ellos se hicieron ricos de repente y guardaron su
secreto. De modo que el viejo pastor se habia visto al umbral de la
fortuna; mas estaba decretado que él y esta no habian de morar jamas
bajo un mismo techo.

Tengo observado que las historias de tesoros enterrados por los moros
corren principalmente entre las gentes mas pobres de España, como
si la naturaleza quisiese compensar con la sombra la falta de la
realidad: el hombre sediento sueña arroyos y fuentes cristalinas,
el que tiene hambre banquetes opíparos, y el pobre montes de oro
escondido: no hay cosa mas rica que la imaginacion de un mendigo.

La última escena de nuestro viage que referiré, es la noche que
pasamos en la pequeña ciudad de Loja, célebre plaza fronteriza
en tiempo de los moros, y en cuyas murallas se estrelló el poder
de Fernando. De esta fortaleza salió el viejo Aliatar, suegro de
Boabdil, acompañado de su yerno para la desastrada espedicion, que
acabó con la muerte del general y la prision del monarca. Está Loja
en una situacion pintoresca en medio de un desfiladero que sigue las
márgenes del Genil, circuida de rocas inaccesibles, bosquecillos,
prados y jardines. Nuestra posada, que en nada desdecia del aspecto
del pueblo, la tenia una jóven y linda viudita andaluza, cuya
basquiña negra de seda guarnecida de franjas, dibujaba graciosamente
unas formas mórbidas y elegantes. Paso firme y ligero, ojos negros
y llenos de fuego, y su aire de presuncion y su esmerado aliño,
manifestaban sobradamente que estaba acostumbrada á escitar la
admiracion.

Un hermano, que tendria en corta diferencia la misma edad, ofrecia
con ella el perfecto modelo del majo y la maja andaluces. Era
alto, robusto y bien dispuesto; color moreno claro, ojos negros y
brillantes, y patillas castañas y rizadas que se unian por bajo de
la barba. Ajustaba su cuerpo una chaquetilla de terciopelo verde,
adornada de un sinnúmero de botoncillos de plata, y por cada una de
las faltriqueras asomaba la punta de un pañuelo blanco; calzon de la
misma tela, con una carrera de botones que bajaba desde la cadera
á la rodilla; rodeaba su cuello un pañuelo de seda color de rosa,
que pasando por una sortija, bajaba á cruzarse sobre una camisa
aplanchada con esmero. Llevaba ademas un cinto, lindos botines de
hermoso becerro leonado, que abiertos hácia la pantorrilla, dejaban
ver una media muy fina; y en fin, zapatos anteados, que hacian
campear con ventaja un pie perfecto.

Hallándose este á la puerta llegó un hombre á caballo, y en voz baja
entabló con él una conversacion que parecia muy séria. Su trage era
del mismo gusto, y casi tan elegante como el del huésped: podria
tener treinta años, era alto y fornido, y aunque ligeramente pintado
de viruelas, no dejaba de haber gracia en sus bellas facciones; su
ademan y su aire, no solo tenian soltura sino resolucion, y aun
osadía. El poderoso caballo que montaba, negro como el azabache,
estaba adornado de gallardos arreos, y llevaba un par de trabucos
pendientes del arzon trasero. La figura de este hombre me hizo
acordar de los contrabandistas que habia visto en los montes de
Ronda. Conocí que tenia íntimas relaciones con el hermano de nuestra
huéspeda, y tambien pensé, salvo error, que era amante favorecido
de la graciosa viuda. Con efecto, toda la casa y sus habitantes
tenian cierto aspecto de contrabando: la carabina descansaba en un
rincon, junto á la guitarra. El referido caballero pasó la noche en
la posada, y cantó con mucha espresion diferentes romances guerreros
de las montañas. Estando nosotros cenando, llegaron dos pobres
asturianos pidiendo un pedazo de pan y un asilo para pasar aquella
noche. Habíanlos asaltado los ladrones al volver de una feria, y
despues de robarles el caballo con las mercaderías que llevaba,
el dinero y una parte de sus vestidos, los habian apaleado porque
quisieron defenderse. Mi compañero, con la pronta generosidad que le
es natural, pidió cena y cama para los dos, y les dió el dinero que
necesitaban para llegar á sus casas.

Á medida que entraba la noche, iban presentándose en la escena nuevos
personages. Un hombre alto y gordiflon, de unos sesenta años, vino
á tomar parte en la alegre cháchara de la huéspeda. Vestia el trage
ordinario del pais, con la adicion de un enorme sable que llevaba
bajo el brazo; sus anchos bigotes daban al semblante cierta gravedad,
que anunciaba una especie de insolente confianza, y al parecer le
miraban todos con mucho respeto.

Sancho nos dijo al oido que aquel personage era D. Alfonso Gutierrez,
el héroe y campeon de Loja, célebre por su fuerza prodigiosa, y
por las muchas hazañas con que se señaló en tiempo de la invasion
francesa. Con efecto, su lenguage y singulares maneras me divertian
estraordinariamente; porque nuestro hombre era un verdadero andaluz,
cuya jactancia igualaba cuando menos á su bravura. Iba siempre
cargado con su sable como una niña con la muñeca; tan pronto le tenia
en la mano como bajo el brazo, llamábale su _santa Teresa_, y solia
decir: «Cuando le saco tiembla la tierra.»

Estuvimos hasta muy tarde oyendo las conversaciones de tan diversos
personages, que platicaban juntos con toda la franqueza de una posada
española. Oimos cantares de contrabandistas, historias de ladrones,
antiguos romances moriscos, y por fin de fiesta, nuestra bella
huéspeda cantó _los infiernos_, ó las regiones infernales de Loja,
que son unas cavernas sombrías, por donde corren y se precipitan con
espantoso estruendo rios y cascadas subterráneas. El vulgo cree que
desde tiempo de los moros, cuyos reyes tenian sus tesoros en estas
cuevas, habitan en ellas monederos falsos.

No seria difícil llenar estas páginas de incidentes de nuestra
espedicion; pero me llaman otros objetos. Viajando de este modo,
Salimos en fin de los montes para entrar en la hermosa vega de
Granada. Sentámonos á la orilla de un riachuelo sombreado de
frondosos olivos, y allí hicimos nuestra última comida á campo raso,
teniendo á la vista la antigua capital del postrer reino musulman en
España. Las altas torres de la Alhambra comunicaban á la ciudad un
interes irresistible, al paso que la Sierra-Nevada descollaba por
encima de los edificios á manera de una corona de plata. Brillaba
el dia puro y despejado, y la fresca brisa de los montes templaba
los ardores del sol. Cuando hubimos comido tendimos las capas, y
disfrutamos por última vez del placer de dormir sobre el césped,
halagados por el blando susurro de las abejas que vagan de flor en
flor, y el tierno arrullo de las tórtolas que posan en los olivos.
Pasadas las horas del calor volvimos á emprender la marcha, y despues
de haber caminado entre vallados de aloes y bananos, y atravesado una
multitud de jardines, llegamos á la que anochecia á las puertas de
Granada.

Á los ojos del viagero que se halle poseido de un sentimiento de
predileccion hácia la histórica y poética Alhambra de Granada, es
este monumento tan venerable como para los peregrinos musulmanes
la Kaaba ó casa sagrada de Mahoma. ¡Cuántas leyendas y tradiciones
verdaderas ó fabulosas, cuántos cantares, cuántos romances amorosos
ó heroicos, españoles ó árabes tienen por objeto este edificio
encantado! ¡Figúrese pues el lector cuál seria nuestro alborozo,
cuando á poco de haber llegado á Granada, nos permitió el gobernador
de la Alhambra que habitásemos los aposentos que tenia desocupados
en aquel palacio de los reyes moros! Los siguientes rasgos son el
fruto de mis investigaciones y meditacion durante esta deliciosa
permanencia; y si pudiesen comunicar á la imaginacion del lector una
parte del misterioso interes que inspiran los sitios donde fueron
trazados, yo sé que habia de lastimarse de no haber pasado un verano
conmigo en aquellos salones de la Alhambra, tan fecundos en memorias
maravillosas.



Gobierno de la Alhambra.


Es la Alhambra una fortaleza antigua, ó un palacio fortificado,
desde cuya morada dominaban los reyes moros de Granada su ponderado
paraiso terrenal, y en donde estuvo la última silla de su imperio
en España. El palacio forma solo una parte de la fortaleza, cuyas
almenadas murallas se estienden en direccion irregular en derredor
de la cresta de una elevada colina que se desprende de la cadena
de montes nevados y domina la ciudad. En tiempo de los moros podia
esta fortaleza contener en su recinto un egército de cuarenta mil
hombres, y no pocas veces sirvió á los soberanos de asilo contra
sus vasallos sublevados. Despues de haber pasado el reino á manos
de los cristianos, siguió la Alhambra siendo una morada real, y la
habitaron algunas veces los monarcas castellanos. Cárlos V comenzó á
levantar un palacio dentro de sus muros; mas los repetidos terremotos
no dejaron llevar adelante esta empresa. Los últimos reyes que
habitaron este edificio, fueron Felipe V y su esposa la reina Isabel
de Parma, al principio del siglo diez y ocho.

Hiciéronse grandes preparativos para recibirlos, se reparó el palacio
y los jardines, y se construyeron nuevas habitaciones, que fueron
ricamente adornadas por artistas italianos. Mas á pesar de todo,
despues de la mansion pasagera de estos príncipes, la Alhambra quedó
de nuevo desierta y desolada, si bien se conservaba siempre en ella
un estado militar y guarnicion bastante numerosa. El gobernador era
nombrado directamente por el rey, y su jurisdiccion se estendia hasta
los arrabales de la ciudad, sin ninguna dependencia del capitan
general de Granada. Habitaba la parte que corresponde á la fachada
del antiguo palacio, y jamas bajaba á Granada sin algun aparato
militar. La fortaleza era en efecto una pequeña ciudad, pues que
contenia muchas calles, un convento de franciscos y una iglesia
parroquial.

Pero el abandono de la córte fue un golpe fatal para la Alhambra:
sus hermosas salas fueron deteriorándose de dia en dia, quedando
muchas del todo arruinadas; destruyéronse los jardines, y las fuentes
cesaron de correr. Un enjambre de vagabundos se fue apoderando poco
á poco de las partes desiertas de los edificios; los contrabandistas
se aprovechaban de la independencia de su jurisdiccion para seguir
con seguridad sus criminales operaciones; los ladrones, los pícaros
de todas clases se refugiaban en su recinto, y dirigian desde
allí sus tiros sobre Granada y sus inmediaciones. Por fin, puso
el gobierno la mano, y desapareció este desórden: la plaza fue
enteramente purificada, quedando solo en ella aquellos moradores de
notoria honradez, y cuyo derecho de residencia era incontestable;
demoliéronse la mayor parte de las casas, y únicamente se conservó
una pequeña aldea, el convento y la parroquia. Durante las últimas
guerras de la península, habiendo ocupado los franceses á Granada,
pusieron una guarnicion en la Alhambra: alojóse el comandante en
el palacio, y este monumento de la grandeza y de la elegancia de
los moros, se salvó entonces de una completa devastacion por efecto
de aquel gusto ilustrado que distingue á la nacion francesa. Se
repararon los techos, y lo que quedaba de las salas y las galerías
fue puesto á cubierto de la injuria del tiempo; se cultivaron los
jardines, pusiéronse corrientes los conductos del agua, y volvió á
saltar esta en medio de las flores: de modo que España debe á sus
invasores la conservacion del mas hermoso y mas interesante de sus
monumentos históricos.

Antes de evacuar la fortaleza, volaron los franceses muchas torres
de la muralla esterior é inutilizaron las fortificaciones; y como
desde entonces no existe ya la importancia militar de esta plaza, su
guarnicion consiste únicamente en algunos inválidos, cuyo principal
servicio está reducido á guardar las torres esteriores, que suelen
servir para prision de reos de estado. El mismo gobernador ha
abandonado ya las alturas de la Alhambra y vive en el centro de
Granada, en donde le es mucho mas fácil comunicarse con el gobierno.

No puedo terminar esta breve noticia sin dar testimonio de la
exactitud y laudable celo con que el actual comandante de la Alhambra
D. Francisco de la Serna, llena los deberes de su destino, y emplea
los cortos recursos de que puede disponer en reparar las ruinas del
palacio, y retardar por medio de sabias precauciones una ruina que
por desgracia es sobrado cierta. Si hubiesen hecho otro tanto sus
predecesores, este monumento conservaria aun casi toda su belleza
primitiva, y si el gobierno ausiliase los buenos deseos de este
benemérito oficial, aquellos preciosos vestigios adornarian aun el
pais por largo tiempo, y de todos los puntos de la tierra conducirian
á él á los curiosos ilustrados.



Interior de la Alhambra.


Son tantas y tan minuciosas las descripciones que se han hecho de
la Alhambra, que sin duda bastarán algunos rasgos generales para
refrescar la memoria del lector. Voy pues á referir sucintamente la
visita que hicimos á este monumento la mañana inmediata á nuestra
llegada á Granada.

Habiendo salido del meson de la Espada, en donde parábamos,
atravesamos la célebre plaza de Vivarrambla, teatro en otros tiempos
de justas y torneos, y trasformada ahora en mercado muy concurrido.
De allí pasamos al Zacatin, cuya calle principal era en tiempo de los
moros un gran mercado: sus pequeñas tiendas y angostos soportales
conservan aun el carácter oriental. Despues de haber cruzado la plaza
donde se halla el palacio del capitan general, subimos una calle
tortuosa y no muy ancha, cuyo nombre recuerda los dias caballerescos
de Granada; á saber, la calle de los Gomeles, así llamada de una
tribu famosa en las crónicas y en los romances, la cual conduce á
una puerta de arquitectura griega, edificada por Cárlos V, que da
entrada á los dominios de la Alhambra.

Dos ó tres veteranos, sentados en un banco de piedra, reemplazaban
á los zegries y abencerrages; y el canoso centinela estaba hablando
con un ganapan alto y seco, cuyo pardo y raido capote cubria apenas
el resto de unos vestidos mas miserables todavía, el cual luego que
nos descubrió se vino á nosotros, ofreciéndose á acompañarnos y
enseñarnos la fortaleza.

Yo he mirado siempre á los _Ciceroni_ con cierta repugnancia de
viagero, y el aspecto de este no me inclinaba ciertamente á hacer una
escepcion en su favor.

«¿Sin duda, le dije, conocereis muy bien el edificio?

--Palmo por palmo, señor; como que soy hijo de la Alhambra.»

No puede negarse, que los españoles tienen un modo de espresarse muy
poético. ¡Hijo de la Alhambra! Este título hirió mi imaginacion, los
andrajos de mi interlocutor adquirieron á mis ojos cierta dignidad,
pareciéronme el justo emblema de la vária fortuna del sitio, y por
otra parte, cuadraban perfectamente á la progenitura de unas ruinas.

Le hice algunas preguntas, y quedé convencido de que tenia un derecho
legítimo al título que tomaba: su familia habitaba la fortaleza desde
el tiempo de la conquista, y él se llamaba Mateo Gimenez.

«¿Seréis tal vez, le pregunté, algun pariente del gran cardenal
Gimenez?

--Quién sabe, señor; todo podria ser.... lo que no cabe duda es que
somos la familia mas antigua de la Alhambra, cristianos viejos sin
mezcla de moro ni judío. Yo sé que pertenecemos á una gran casa,
pero no me acuerdo cuál: mi padre lo sabe todo, y conserva nuestro
blason colgado á la pared de su cabaña, que está en lo mas alto de la
fortaleza.» Estas razones, y el primer título que se habia dado el
andrajoso hidalgo me cautivaron de modo, que desde luego acepté con
gusto los servicios del hijo de la Alhambra.

Entramos en un angosto y profundo barranco lleno de bosquecillos y
cubierto de verdura. Atravesábale una avenida rápida, y cortábanle
en todas direcciones varios senderos tortuosos, adornados de fuentes
y bancos de piedra. Á la izquierda se elevaban por encima de nuestras
cabezas las torres de la Alhambra, y á la derecha, por la parte
opuesta del barranco, nos dominaban otras no menos altas, edificadas
sobre la peña viva: estas eran las _Torres bermejas_, llamadas así á
causa de su color. Nadie conoce su orígen, si bien se sabe que son
mucho mas antiguas que la Alhambra: algunos las suponen construidas
por los romanos, y otros las creen obra de una colonia errante de los
fenicios. Subiendo la sombría y rápida avenida, llegamos al pie de
una torre cuadrada, que es la entrada principal de la fortaleza. Allí
encontramos otro grupo de inválidos, uno de los cuales estaba de
centinela bajo el arco de la puerta, en tanto que los demas dormian
sobre los bancos de piedra, envueltos en sus capas. Llámase á esta
la _puerta del Juicio_, porque durante la dominacion de los moros se
reunia bajo su pórtico el tribunal que juzgaba inmediatamente las
causas de poca entidad. Esta costumbre, comun á todo el oriente, se
halla consignada en muchos pasages de la Escritura.

El gran vestíbulo ó pórtico lo forma un arco inmenso que se eleva
casi hasta la mitad de la torre. Sobre la piedra fundamental de
la bóveda esterior esta esculpida una mano gigantesca, y en la
correspondiente de la parte interior se ve representada del mismo
modo una enorme llave. Los que creen tener algun conocimiento de los
símbolos mahometanos, dicen que la mano es el emblema de la doctrina,
y la llave el de la fe; añadiendo que este último signo era el
distintivo constante de los estandartes musulmanes cuando subyugaron
la Andalucía. Mas el hijo legítimo de la Alhambra esplicaba la cosa
de otro modo.

Segun Mateo, que se apoyaba en la autoridad de una tradicion
trasmitida de padres á hijos desde los primeros habitantes de la
fortaleza, la mano y la llave eran figuras mágicas, y pendia de
ellas la suerte de la Alhambra. El rey moro que hizo construir este
edificio, mágico famoso, y que aun, segun la opinion de muchos,
habia vendido su alma al diablo, puso la fortaleza bajo el influjo
de un encanto, en fuerza del cual ha resistido siglos enteros á
los asaltos y terremotos que han destruido la mayor parte de los
edificios moriscos; y es fama comun que el encanto conservará toda su
virtud hasta el momento en que la mano se baje de tal modo que llegue
á tocar la llave, en cuyo acto se hundirá la Alhambra, y quedarán de
manifiesto los tesoros de los reyes moros que están enterrados bajo
sus moles.

Sin embargo de esta espantosa prediccion, nosotros pasamos sin
vacilar por bajo del arco encantado.

Desde allí, por un camino angosto y sinuoso practicado entre las
murallas, subimos á una esplanada interior, llamada la _plaza de los
Algibes_, en razon de unos grandes depósitos de agua abiertos en
la peña, y tambien hay un pozo inmenso que da un agua sobremanera
fresca y cristalina. Estas obras prueban la esquisita voluptuosidad
de los árabes, y lo mucho que apreciaban obtener este elemento en
toda su pureza.

En frente de esta esplanada se halla el palacio de Cárlos V, que
debia eclipsar segun dicen á la antigua mansion de los reyes moros.
Mas á despecho de su magnificencia y de una arquitectura que no
carece de mérito, este monumento no parece otra cosa que un intruso
orgulloso; y de ahí es que mi compañero y yo pasamos por delante sin
detenernos, y nos dirigimos á la sencilla puerta por donde se penetra
en el palacio antiguo.

La transicion es casi mágica: creímonos trasportados de repente á
otros parages y á otro siglo, y que íbamos á presenciar las escenas
que refiere la historia de los árabes. Nos hallamos en un gran patio
pavimentado de mármol blanco, y decorado á sus ángulos con ligeros
perístilos moriscos. Era el patio de la Alberca ó del gran Vivero, y
ocupaba su centro un estanque de ciento treinta pies de largo, lleno
de peces y circuido de rosales.

Al estremo superior de este patio se halla la torre de Comáres; pero
nosotros, dirigiéndonos al lado opuesto, entramos por un pasadizo
cubierto en el célebre _patio de los Leones_. Ninguna parte del
edificio da una idea tan completa de su antigua magnificencia;
porque ninguna ha sufrido menos los estragos del tiempo. Vese en
el centro aquella fuente, tan famosa en la historia y en los cantos
populares; las tazas de alabastro derraman de continuo una lluvia
de líquidos diamantes, y los doce leones arrojan por las narices
torrentes de agua cristalina lo mismo que en los dias de Boabdil.
El patio se halla cubierto de flores y rodeado de ligeros arcos,
adornados de esculturas y filigranas de una labor tan delicada
como el encage, y sostenidos sobre delgadísimas columnas de mármol
blanco. La arquitectura, lo mismo que la del resto del palacio,
tiene mas elegancia que grandeza, y está indicando un gusto blando
y delicado, y cierta disposicion á los placeres de la indolencia.
Cuando se dirige la vista á aquellos pórticos aéreos con sus frágiles
apoyos, que parecen obra de las hadas, apenas puede concebirse
cómo el tiempo, los temblores de tierra, el abandono y la rapiña de
los viageros curiosos, no menos temible que la de los guerreros, ha
perdonado una parte tan grande de este monumento: estas reflexiones
podrian casi hacer admitir la tradicion que le supone protegido por
un encanto. Á un lado del patio, por una puerta ricamente adornada,
se entra á una gran pieza embaldosada de mármol blanco, llamada
la _sala de las dos hermanas_. Una cúpula abierta da paso al aire
esterior, y deja penetrar una luz templada; la parte inferior de las
paredes está incrustada de hermosos azulejos moriscos, en los cuales
se ven los escudos de armas de los reyes moros; la superior se halla
revestida de aquel hermoso estuco inventado en Damasco, compuesto de
grandes chapas vaciadas y unidas con tanto arte, que parece se hayan
esculpido en el mismo sitio los elegantes relieves y caprichosos
arabescos que en ellas se ven entrelazados con testos del alcorán
é inscripciones árabes. Los adornos de las paredes y de la cúpula
están ricamente dorados, y sus intersticios revestidos de lapislázuli
y otros colores hermosos y permanentes. Á uno y otro lado de la
sala están las alcobas destinadas á contener las otomanas ó lechos
orientales. Sobre un pórtico interior corre una galería que comunica
con la vivienda de las mugeres; y todavía se ven allí las celosías
por donde las lindas odaliscas del harem podian ver sin ser vistas
las fiestas de la sala inferior.

Es imposible contemplar aquella antigua y privilegiada mansion de los
árabes, aquel palacio donde las costumbres orientales desplegaron
todo su esplendor y elegancia, sin que se renueven en la imaginacion
las antiguas escenas que se han leido en las novelas: casi espera uno
ver la blanca mano de una princesa que hace señas desde un balcon, ó
bien unos ojos negros que lanzan miradas de fuego al traves de una
celosía. El asilo de la hermosura existe aun allí como si lo hubiesen
habitado ayer; mas ¿qué se han hecho las Zoraidas y Lindaraxas?

Al lado opuesto del patio de los Leones está la _sala de los
Abencerrages_, llamada así en memoria de los valientes caballeros
de aquella ilustre familia que fueron degollados en este sitio. No
falta quien ponga en duda la verdad de esta historia en todos sus
pormenores; pero nuestro humilde guia nos enseñó la portezuela por
donde los hicieron entrar uno á uno, y la fuente de mármol blanco
que existe en medio de la sala, en cuya taza cayeron sus cabezas;
haciéndonos ademas observar en el pavimento ciertas manchas rogizas,
las cuales nos dijo eran los rastros de su sangre, que jamas han
podido borrarse; y persuadido de que le escuchábamos con fácil
credulidad, añadió que algunas noches se percibia en el patio de los
Leones un rumor sordo y confuso como el murmullo de una multitud, al
que se unia de cuando en cuando un crujido semejante al estrépito de
cadenas oido á cierta distancia. Es muy probable que estos ruidos
provengan de las corrientes de agua que por diferentes cañerías
pasan por bajo el piso para alimentar las fuentes; mas el hijo de la
Alhambra los atribuía á las almas de los abencerrages degollados, que
vagan durante la noche por el teatro de su suplicio, é imploran la
venganza divina sobre su asesino.

Del patio de los Leones volvimos atras, y cruzando de nuevo el de
la Alberca, llegamos á la torre de Comáres, que lleva el nombre
del arquitecto que la construyó. Es fuerte, sólida, de atrevida
elevacion, y domina todo el edificio y el lado mas escarpado de
la colina, que baja rápidamente hasta la orilla del Darro. Por un
cobertizo pasamos al salon inmenso que ocupa el interior de la
torre, el cual era la sala de audiencia de los reyes de Granada, y
se llama por esta razon la _sala de los Embajadores_. Todavía se
descubren en él algunos vestigios de su antigua magnificencia: las
paredes están adornadas de ricos arabescos de estuco; y en el techo,
cimbrado de madera de cedro, que por la mucha elevacion apenas se
distingue, brillan los hermosos dorados y ricas tintas del pincel
árabe. Por tres lados del salon hay ventanas abiertas en el inmenso
espesor de las paredes, y desde sus balcones, que dan á las frondosas
márgenes del Darro, y á las calles y conventos del Albaicin, se
descubre á lo lejos la vega.

Bien pudiera yo describir prolijamente otras piezas elegantes como
son el _Tocador de la reina_, que es un mirador abierto en lo mas
alto de una torre, adonde solia subir la sultana á respirar la brisa
refrigerante de los montes, y gozar de la vista de aquel paraiso que
rodea el palacio; el pequeño patio retirado ó jardin de Lindaraxa
con su fuente de alabastro, sus rosales y sus bosquecillos de mirtos
y limoneros; y en fin, las salas y grutas de los baños, en donde la
claridad y el calor del dia quedan reducidos á una luz misteriosa y
una temperatura suave; mas no quiero detenerme en dar una relacion
circunstanciada de estos objetos, porque mi idea en este momento se
limita á introducir al lector en una mansion, que si quiere podrá
recorrer conmigo durante todo el curso de esta obra, hasta irse
familiarizando con sus localidades.

Diferentes acueductos de construccion árabe conducen de las montañas
el agua que circula en abundancia por todo el palacio, llena los
baños y los estanques, salta en medio de los salones y murmura bajo
los enlosados de mármol. Cuando ha pagado su tributo á la mansion de
los reyes y visitado sus prados y jardines, desciende en riachuelos
y fuentes innumerables por los lados de la alameda que conduce á
la ciudad, y mantiene en perpetua primavera los bosquecillos que
embellecen y dan sombra á la colina de la Alhambra.

Se necesita haber habitado en los climas ardientes del mediodía para
conocer todo el precio de un retiro, en donde los vientos frescos y
suaves de los montes se unen á la frondosa verdura de los valles.

Entre tanto que la parte baja de la ciudad desfallece abrasada por
los rayos de un sol devorador, y mientras la hermosa vega se mira
agostada por un ardor sofocante, las frescas brisas de Sierra-Nevada
juguetean en las altas salas de la Alhambra, difundiendo por todo su
recinto los suaves aromas de los jardines que la rodean. Todo convida
allí á aquel reposo profundo que constituye el mayor recreo en los
paises meridionales; los medio cerrados ojos distinguen por entre los
sombríos balcones el risueño paisage, y se gozan en aquella vista
deleitosa, hasta que halagados por el manso ruido de los árboles y el
suave murmullo de las aguas, se quedan dulcemente dormidos.



Economía doméstica.


Tiempo es ya de dar alguna idea del método de vida que establecí en
esta singular habitacion. El palacio de la Alhambra está al cuidado
de una buena vieja llamada D.ª Antonia Molina; pero mas conocida
con el nombre familiar de _la tia Antonia_. Esta procura tener en
buen estado las salas y jardines, y enseñarlos á los curiosos; y
en recompensa recibe los regalos de los viageros y dispone de todo
el producto de los jardines, escepto el tributo de frutas y flores
que envia de cuando en cuando al gobernador. Esta buena muger y su
familia, compuesta de un sobrino y una sobrina, hijos de dos hermanos
suyos, habitan un ángulo del palacio. El sobrino Manuel Molina, es un
jóven de carácter sólido y de una gravedad verdaderamente española.
Despues de haber servido algun tiempo en España y en América, dejó la
carrera militar y se puso á estudiar medicina, con la esperanza de
ser un dia médico de la Alhambra, plaza que cuando menos vale tres
mil reales al año. En cuanto á la sobrina es una andalucilla fresca y
rolliza, de ojos negros y gesto risueño, que aunque se llama Dolores,
desmiente con su alegre afabilidad la tristeza de este nombre. Esta
jóven es la heredera declarada de todos los bienes de su tia, que
consisten en algunas bicocas de lo interior del fuerte, cuyo alquiler
produce cerca de tres mil reales. Desde los primeros dias de mi
residencia en la Alhambra, ya descubrí yo que un amor discreto unia
al prudente Manuel y á su vivaracha prima, los cuales solo esperaban
para ver colmados sus votos la dispensa del Papa, precisa á causa del
parentesco, y el título que debia dar al futuro el carácter de doctor.

Concerté con la señora Antonia todo lo relativo á mi habitacion
y asistencia, y quedó convenido que la gentil Dolores cuidaria de
mi aposento y me serviria á la mesa. Tenia ademas á mis órdenes
un muchacho alto, rojo y tartamudo llamado Pepe, que trabajaba de
ordinario en el jardin, y que me hubiera servido de criado con la
mejor voluntad, á no haberle ganado por la mano Mateo Gimenez, el
hijo de la Alhambra. Este despejado y oficioso personage, sin saber
cómo, habia conseguido no separarse de mí desde nuestro primer
encuentro; se entrometia en todos mis planes, y al fin logró ser
admitido en debida forma como ayuda de cámara, _Cicerone_, guia y
escudero-historiógrafo. Habíame sido preciso mejorar el estado de
su guardaropa para que no afrentase al amo en el desempeño de sus
diversas funciones; y en consecuencia, bien como la serpiente deja
la piel, habia él dejado la vieja capa parda, y con no poca sorpresa
de sus camaradas, se presentaba en la fortaleza con una chaqueta y
un sombrero andaluz muy graciosos. El principal defecto de Mateo era
un celo escesivo y un deseo inquieto de ser útil, con que llegaba
á hacerse importuno. Como no dejaba de conocer que casi me habia
forzado á admitirle en mi servicio, y que mis costumbres sencillas y
tranquilas hacian de su empleo un beneficio simple; daba tormento á
su ingenio para hallar medios de hacerse necesario á mi bien estar
interior. En cierto modo era yo víctima de su solicitud, porque no
podia poner el pie en el umbral del palacio para salir á dar un
paseo por la fortaleza, sin verle luego á mi lado para esplicarme
todo lo que se presentase, y si me resolvia recorrer las colinas
inmediatas, se empeñaba en seguirme para servirme de guarda; bien
que yo estoy íntimamente convencido de que en caso de algun ataque,
antes hubiera apelado á la ligereza de los pies que á la fuerza de
los brazos. Con todo eso el pobre mozo era algunas veces divertido:
sencillo, siempre de buen humor, y parlanchin como un barbero de
lugar, está al corriente de todos los chismes del pueblo; pero lo
que le da mas orgullo es el tesoro de noticias locales que posee. No
existe en la fortaleza una sola torre, una puerta, una bóveda de la
que no sepa una historia llena de prodigios, y creida por él como
artículo de fe. La mayor parte de estas consejas las ha heredado
de su abuelo, un sastrecillo hablantin y novelero, que habiendo
vivido cerca de cien años, solo dejó dos veces el recinto de la
fortaleza. Su tienda fue por mas de un siglo el punto de reunion de
un enjambre de venerables chuzonas, que pasaban allí una parte de
la noche hablando de los tiempos antiguos, de los acontecimientos
maravillosos y de los misterios del edificio. Toda la vida, las
acciones, los pensamientos del sastrecillo historiador habian
quedado encerrados en los muros de la Alhambra: aquellos muros le
vieron nacer, crecer y envejecer; allí halló su existencia, allí
murió y allí fue enterrado. Mas felizmente para la posteridad,
sus tradiciones no murieron con él: el auténtico Mateo, cuando era
mozalvete, escuchaba embelesado las narraciones de su abuelo y de
las viejas que formaban su tertulia, y de este modo acumuló en su
cabeza un tesoro de conocimientos verdaderamente preciosos sobre la
Alhambra: conocimientos que no se hallan en ningun libro, y que en
realidad son dignos de la atencion de todo viagero curioso. Tales
eran los personages que contribuían á hacer cómoda y agradable mi
vida doméstica de la Alhambra; y yo creo que ninguno de los soberanos
cristianos ó musulmanes que me precedieron en aquel palacio, fue
servido con mas fidelidad, ni gozó de un imperio mas pacífico.

Luego que me levantaba, Pepe, el jardinero tartamudo, me traía
flores acabadas de coger, y la diestra mano de Dolores, que no dejaba
de tener cierto orgullo mugeril en la decoracion de mi cuarto, las
colocaba luego en jarros dispuestos al intento. Almorzaba y comia
segun el humor que reinaba, ya en una de las salas, ya bajo los
pórticos del patio de los Leones, rodeado de flores y de fuentes;
y cuando deseaba correr la campiña, mi infatigable escudero me
acompañaba á los parages mas pintorescos de los montes ó valles
inmediatos, refiriéndome en cada uno de estos puntos alguna aventura
maravillosa de que habia sido teatro. No obstante mi aficion á la
soledad, solia interrumpir la uniformidad de la mia, pasando algunos
ratos con la familia de Doña Antonia, que se reunia de ordinario
en una antigua cámara morisca que servia de cocina y de salon. Á un
estremo de la pieza estaba una chimenea groseramente construída,
cuyo humo habia tiznado las paredes, y borrado casi del todo los
arabescos; al otro habia un balcon que caía á la orilla del Darro, y
daba libre entrada á la fresca brisa de la noche. Allí pues hacia yo
mi frugal cena, compuesta de frutas y leche, entreteniéndome al mismo
tiempo con la conversacion de aquellas buenas gentes. Nunca deja de
hallarse entre los españoles lo que ellos llaman ingenio natural; y
de ahí es que cualquiera que sea su educacion y su clase, siempre su
conversacion es interesante y agradable; á lo cual debe añadirse, que
merced á cierta dignidad inherente al carácter, nunca son bajos sus
modales. La buena tia Antonia es una muger de no menos ingenio que
juicio, aunque sin ninguna especie de cultura; y la graciosa Dolores,
que en todo el discurso de su vida no habia leido cuatro volúmenes,
ofrecia una reunion interesante de sencillez y agudeza, y muchas
veces me dejaba admirado con sus discretas ocurrencias. Algunas
noches el sobrino, con el conocido objeto de instruir y agradar á
su primita, nos leía una comedia de Calderon ó Lope de Vega; mas
con grande mortificacion suya, la muchacha solia quedarse dormida
antes de concluirse el primer acto. De cuando en cuando recibia la
tia Antonia á sus humildes amigos y dependientes las mugeres de los
inválidos y los habitantes de la aldea, todos los cuales miraban con
el mayor respeto á la intendenta del palacio, la hacian la córte,
y la participaban las noticias de la fortaleza y las novedades que
corrian por Granada, cuando llegaban por casualidad á sus oidos.
En estos corrillos de viejas he aprendido yo muchas veces hechos
curiosos, que me han ilustrado mucho sobro las costumbres del pueblo
español, instruyéndome en ciertas particularidades muy interesantes
de los usos locales. Que se me perdone pues la relacion de estas
sencillas diversiones, que tal vez parecerá insignificante á los que
no conocen el embeleso que las daban á mis ojos los sitios en donde
pasaban. Hallábame en un suelo encantado y rodeado de recuerdos
romanticos. Salido apenas de la infancia, recorrí en las riberas
del Hudson una antigua historia de las guerras de Granada, y esta
ciudad se hizo el objeto de mis dulces delirios. Desde aquel momento
mi imaginacion me habia trasportado mil veces á los salones de la
Alhambra, y al verme ahora en ellos, bastaba apenas el testimonio
de mis sentidos á persuadirme que se hubiese realizado para mí un
verdadero castillo en España[1]. ¿Me hallo efectivamente, decia, en
el palacio de Boabdil? ¿Es aquella Granada tan célebre en los fastos
de la caballería, la que distingo desde este elevado balcon? Sí, no
es ilusion: recorro á mi placer estos salones orientales, oigo el
murmullo de las fuentes, respiro la fragancia de las rosas, cedo á la
influencia de esta atmósfera embalsamada, y casi me persuado que me
hallo en el paraiso de Mahoma, y que la tierna y graciosa Dolores es
una de las hurís de brillantes ojos, destinadas á hacer la felicidad
de los verdaderos creyentes.

  [1] Esto alude á la frase francesa: _Faire des châteaux en
  Espagne_, que equivale á la castellana: _Hacer castillos en el
  aire_.



Tradiciones locales.


El pueblo español tiene una pasion oriental á los cuentos, y
señaladamente á los que refieren acontecimientos maravillosos. Es
muy comun en España el ver á las gentes vulgares reunidas en un
corro á la puerta de sus cabañas, ó bajo las inmensas campanas de
las chimeneas de las ventas, escuchando embelesadas las leyendas en
que se trata de las peligrosas aventuras de los viageros, ó de las
refriegas de los ladrones y contrabandistas. Pero los temas favoritos
de estas historias son los tesoros escondidos por los moros: al
atravesar aquellas montañas desiertas, teatro otro tiempo de tantos
combates gloriosos, no encuentra el viagero una sola atalaya puesta
sobre un pico elevado en medio de las rocas, ó dominando un lugarejo
que parece abierto á pico en la peña, sin que el mozo que le acompaña
no se quite el cigarro de la boca para referirle alguna conseja de
las monedas árabes que están enterradas bajo sus cimientos. Ni se
halla tampoco un solo alcázar en las ciudades que no tenga tambien
su historia dorada, trasmitida entre los pobres del pueblo de
generacion en generacion.

Estas tradiciones, como la mayor parte de las fábulas populares,
deben su orígen á algunos hechos verdaderos. Durante las guerras de
moros y cristianos, que afligieron por tanto tiempo el pais, los
castillos y las ciudades mudaban de dueño con gran frecuencia, y sus
habitantes cuando se veían sitiados, solian enterrar sus alhajas y
dinero en las cuevas y en los pozos, como se practica aun en las
naciones guerreras del oriente. En la época de la espulsion de los
moros, muchos de ellos escondieron los efectos mas preciosos que
poseían, con la esperanza de regresar muy pronto á su tierra natal
y recobrar su tesoro. Ello es cierto que algunas veces cavando entre
las ruinas, ó en las inmediaciones de las casas ó palacios moriscos,
se han hallado arcas llenas de monedas de oro y de plata, que vuelven
á ver la luz despues de haber estado enterradas por espacio de muchos
años; y basta un corto número de estos hechos para dar lugar á mil
fábulas.

Estas historias se presentan con aquella reunion de gótico y
oriental, que en mi concepto caracteriza todos los usos y rasgos
esenciales de las costumbres de España, señaladamente en las
provincias meridionales: el tesoro escondido está siempre protegido
por un encanto; unas veces le defiende un horrible dragon, otras le
guardan unos moros encantados, que al cabo de siglos permanecen aun
armados de punta en blanco, con la espada desnuda é inmóviles como
unas estátuas, en el sitio donde fueron enterradas sus riquezas.

Es muy natural que la Alhambra, en razon de las circunstancias
particulares de su historia, preste materia mas amplia á estas
ficciones que ninguno de los otros lugares célebres en las crónicas;
y algunos vestigios encontrados de tarde en tarde entre sus ruinas,
han acreditado las maravillosas tradiciones que sobre ellos andan
esparcidas. En una ocasion se desenterró una olla llena de oro, y
el esqueleto de un gallo; y los mas inteligentes en estas materias,
opinaron que esta ave habia sida enterrada viva. En otro tiempo se
descubrió una caja, y dentro de ella se halló un grande escarabajo
cubierto de inscripciones árabes, que se creyó fuesen palabras
mágicas de gran virtud. En una palabra, los ingenios mas aventajados
de la poblacion andrajosa de la Alhambra, se han devanado los sesos
hasta lograr que no hubiese en esta antigua fortaleza una torre,
una sala, ni una bóveda sin su correspondiente historia prodigiosa.
Creo que los capítulos anteriores habrán familiarizado ya á mis
lectores con las localidades de este palacio, y así voy á engolfarme
atrevidamente en sus pasmosas leyendas, que me ha sido preciso
restaurar enteramente, reuniendo los fragmentos que me fueron
contados en diferentes épocas y por distintas personas; bien así como
un sábio anticuario suele formar un documento histórico con algunas
letras sueltas de una inscripcion medio borrada por el tiempo.

Si el lector encontrase en mis relaciones alguna cosa increible,
tenga la bondad de considerar que el sitio en que me hallo no
puede gobernarse por las leyes de la probabilidad que rigen en las
escenas de la vida comun. El suelo que piso está encantado, y los
acontecimientos mas tribiales reciben en él un aspecto sobrenatural y
maravilloso.



La Casa del Gallo.


En la cumbre de la alta colina del Albaicin, que es el barrio mas
elevado de Granada, se ven los restos de un castillo levantado poco
despues de la conquista de España por los árabes. Al presente está
trasformado en una fábrica, y ha caido en tal olvido, que á pesar
del ausilio que me prestaba el sapientísimo Mateo, me costó gran
trabajo el descubrirle. Este edificio conserva aun el nombre con que
fue conocido por espacio de algunos siglos; esto es, el de _casa
del Gallo de viento_. Se llamó así por tener en la parte superior
una figura de bronce que giraba á modo de veleta á todos vientos, y
representaba un guerrero á caballo, armado de lanza y adarga, con dos
versos árabes, que dicen así traducidos al castellano:

    Dice el sábio Aben-Habuz
    Que así se defiende el andaluz.

Este Aben-Habuz, segun las crónicas árabes, fue uno de los capitanes
de Tarik, quien le nombró alcaide de Granada; y es probable que
hiciese erigir dicha efigie guerrera, para recordar á los habitantes
musulmanes del pais, que hallándose como se hallaban rodeados de
enemigos, su seguridad exigia que estuviesen á toda hora prontos á
combatir.

Sin embargo, las tradiciones populares esplican de otro modo lo que
concierne á Aben-Habuz y su palacio, y nos enseñan que el guerrero de
bronce fue en su orígen un talisman que tenia oculta una gran virtud;
mas que con el tiempo ha perdido su poder mágico, quedando reducido á
una simple veleta.

Estas tradiciones son las que me he propuesto dejar consignadas en el
capítulo siguiente.



Leyenda del Astrólogo Árabe.


En cierto tiempo, hace muchos siglos, reinaba en Granada un rey
moro llamado Aben-Habuz, el cual era un conquistador retirado de
los negocios; esto es, un hombre que despues de haber llevado en su
juventud una vida de hostilidades y rapiñas continuas, cuando se vió
viejo y débil, ya no deseó otra cosa sino vivir en paz con todo el
mundo, poner á cubierto sus laureles, y gozar tranquilamente de los
estados que habia usurpado á sus vecinos.

Sucedió sin embargo, que este monarca tan razonable y pacífico, tuvo
que medir sus fuerzas con algunos rivales jóvenes, que hallándose
con todo el fuego de su pasion á la gloria y á los combates, estaban
decididos á pedirle cuentas de lo que habia usurpado á sus padres.
Algunos puntos distantes de su territorio, que en los dias de su
mocedad no se atrevian á rebullirse bajo su mano de hierro, trataron
tambien de alborotarse ahora que aspiraba al descanso, llegando
á amenazar á la capital. De modo que el desventurado Aben-Habuz,
atacado en lo interior y en lo esterior, vivia en continuo sobresalto
en medio de las montañas que rodean á Granada, sin saber por qué
parte romperian las hostilidades.

En vano levantó atalayas en los montes, en vano hizo guardar todos
los pasos por tropas estacionarias, que tenian órden de anunciar la
proximidad de los enemigos con fuegos por la noche y ahumadas durante
el dia: las habia con enemigos mas activos y vigilantes que él, y que
á pesar de todas sus precauciones hallaban siempre medios de penetrar
en sus tierras por algun desfiladero, talaban el pais y se llevaban
consigo muchos prisioneros. ¿Se vió nunca un conquistador retirado
y pacífico mas atormentado que el pobre Aben-Habuz? Hallábase en tan
triste situacion, abrumábanle las tribulaciones que por todas partes
le rodeaban, cuando se presentó en su córte un médico árabe. Bajábale
hasta la cintura una barba blanca y poblada, y todo su aspecto
anunciaba una estrema vejez; mas no por esto habia dejado de hacer
el viage á Egipto, á pie y sin mas ayuda que el apoyo de un baston
en el que estaban grabados algunos geroglíficos. Habíale precedido
su celebridad: llamábase Ibrahim Eben Abou Agib, creíasele nacido
en tiempo de Mahoma, y se decia que su padre Abou Agib habia sido
el último compañero de este profeta. El Eben Abou Agib de que ahora
hablamos, habiendo seguido en su juventud el egército victorioso de
Amrou en Egipto, fijó su residencia en este pais, en donde permaneció
muchos años con el objeto de estudiar las ciencias abstractas, y
particularmente la mágia con aquellos sacerdotes. Decíase ademas que
poseía el secreto de prolongar la vida, y que por su medio habia
cumplido ya mas de dos siglos: la lástima era que habia descubierto
el secreto siendo ya muy viejo, y solo habia podido perpetuar sus
rugas y sus canas.

Este famoso anciano fue honrosamente acogido por el rey, que como
la mayor parte de los monarcas viejos, empezaba ya á manifestar una
aficion decidida á los médicos y á los astrólogos. Quiso hospedar á
este en su palacio; mas el sábio moro prefirió para su habitacion
una caverna de la colina que dominaba á Granada, que fue precisamente
la misma en donde mas adelante se edificó la Alhambra. La hizo
ensanchar, convirtiéndola en una vasta sala, y practicó en el techo
una abertura circular, que comunicando con el esterior, facilitaba
el que pudiesen verse las estrellas al lleno del dia, bien así como
se ven desde el fondo de un pozo. Las paredes de la sala estaban
cubiertas de geroglíficos egipcios, signos cabalísticos, y figuras
de las estrellas y constelaciones, y ademas toda la caverna estaba
llena de instrumentos que fabricaron bajo la direccion del sábio los
artistas mas inteligentes de Granada; mas estos instrumentos tenian
cualidades ocultas que solo Ibrahim conocia.

En poco tiempo logró este ser el consejero íntimo del rey, el cual
no hacia nada sin consultarle. Cierto dia, hallándose Aben-Habuz con
su confidente, se lamentaba lleno de dolor de la injusticia de sus
vecinos, y de la continua vigilancia que tenia precision de observar
para estorvar sus invasiones. Cuando hubo acabado de lastimarse,
le miró el astrólogo en silencio por algunos momentos, y tras esto
le dirigió en corta diferencia estas palabras: «Sabe, ó rey, que
cuando yo estuve en Egipto ví una gran maravilla, que era obra de
una princesa pagana de los tiempos antiguos. Sobre una montaña que
domina una ciudad considerable, situada á la orilla del Nilo, se veía
la figura de un carnero de bronce, y encima de este estaba un gallo
del mismo metal; todo ello giraba sobre un quicio, y cuantas veces
se veía el pais amenazado de alguna invasion, se volvia el carnero
hácia la parte por donde venia el enemigo, y cantaba el gallo; lo
cual advertia á los habitantes de la ciudad del peligro en que se
hallaban, indicándoles al mismo tiempo el punto hácia donde debian
dirigir su defensa.

--¡Gran Dios! esclamó el pacífico Aben-Habuz, ¡qué tesoro seria para
mí un carnero semejante, que sin cesar tuviese la vista fija en
las montañas que me rodean, y un gallo queme advirtiese en caso de
peligro! ¡Allah Akbar! ¡Cuánto mas tranquilo dormiria yo si velasen
tales centinelas en lo alto de mi palacio!»

El astrólogo dejó pasar los primeros trasportes del rey, y continuó
así:

«Despues que el victorioso Amrou (¡téngale Allah en descanso!) hubo
acabado la conquista de Egipto, me quedé yo entre los antiguos
sacerdotes de este pais, con los cuales estudié los ritos y
ceremonias de su idolatría, procurando principalmente penetrar los
conocimientos ocultos que les han dado tanta celebridad. Estando un
dia en conversacion con un sacerdote anciano, sentados ambos á la
orilla del Nilo, me señaló con el dedo las enormes pirámides que
se levantaban como unos montes en medio del desierto, y me dijo al
mismo tiempo estas palabras: «Todo lo que yo puedo enseñarte no es
nada en comparacion de los conocimientos que esas masas gigantescas
encierran. En el centro de la pirámide del medio se halla una cámara
sepulcral y en donde reposa la momia del gran sacerdote que ayudó
á edificar ese enorme edificio, y con él está enterrado tambien un
libro maravilloso, que contiene todos los secretos del arte mágica.
Este libro lo poseyó Adan antes de su caida, y pasó de padres á hijos
hasta el sábio rey Salomon, á quien fue de gran provecho para la
construccion del templo de Jerusalen; mas el modo cómo llegó despues
al arquitecto de las pirámides, aquel que nada ignora podrá solo
decirlo.»

«Luego que oí estas palabras del sacerdote egipcio ardió mi corazon
en deseos de poseer el libro; y como podia disponer de una parte
del egército victorioso, agregué á ella cierto número de egipcios,
y con su ausilio acometí la empresa de penetrar en la sólida masa
de la pirámide. Despues de largos trabajos logré descubrir uno de
los tránsitos secretos del edificio; le seguí, y arrastrándome al
traves de un laberinto lóbrego y espantoso, me introduje en la cámara
sepulcral del centro, en donde reposaba hacia muchos siglos la momia
del gran sacerdote. Rasgué sus vestiduras esteriores, y desatando
las vendas que ceñian el cadáver, hallé al fin el precioso volúmen.
Cogíle con mano trémula, y salí presuroso de la pirámide, dejando á
la momia del gran sacerdote esperando el último dia en el silencio y
la oscuridad de su sepulcro.

--¡Hijo de Abou Agib! esclamó Aben-Habuz, eres ciertamente un gran
viagero, y has visto cosas maravillosas; ¿mas qué tengo yo que ver
con el secreto de la pirámide, ni con el libro de la ciencia del
sábio Salomon?

--Vas á saberlo, ó rey. Con el estudio constante de este libro me
he instruido en todos los secretos de la mágia, y puedo mandar á
los genios que me ayuden en la egecucion de mis planes. Conozco el
misterio del talisman de Bursa, y puedo construir otro semejante y
darle todavía mas fuerza.

--¡Ó sábio hijo de Abou Agib! dijo Aben Habuz enagenado de alegria;
semejante talisman vale mas que las centinelas que tengo en la
frontera y las atalayas de los montes. Dame luego esa feliz
salvaguardia, y toma todas las riquezas de mi tesoro.»

El astrólogo puso luego manos á la obra para satisfacer los deseos
del viejo monarca. Al efecto hizo construir una altísima torre en lo
mas elevado del palacio, frente la colina del Albaicin; y es fama que
las piedras que sirvieron para su construccion fueron sacadas de una
de las pirámides de Egipto. La parte superior de la torre la ocupaba
una sala de figura circular, con ventanas que caían á todos los
puntos del horizonte; delante de cada una de estas ventanas habia una
mesa, y sobre ella, á manera de un juego de ajedrez, estaba colocado
un pequeño egército, compuesto de infantería y caballería con su rey
á la cabeza, labrado todo en madera. Junto á cada mesa se veía ademas
una lanza del tamaño de un punzon, en la cual estaban grabados
ciertos caracteres caldeos. La rotunda estaba siempre cerrada con una
puerta de bronce y una reja de acero, cuya llave guardaba el rey. En
lo mas alto de la torre habia sobre un quicio una figura de bronce,
que representaba un guerrero moro con una adarga en la una mano y una
lanza en la otra: tenia la cara vuelta hácia la parte de la ciudad,
en actitud de velar sobre ella; mas en el momento en que se acercaba
algun enemigo, se volvia hácia el punto amenazado, enristrando al
mismo tiempo la lanza.

Concluido que estuvo el talisman, impaciente Aben-Habuz de
esperimentar su eficacia, deseaba una invasion tanto como antes la
habia temido. No tardaron á cumplirse sus deseos: acababa de amanecer
una mañana, cuando el centinela de la torre avisó al rey que el
guerrero de bronce estaba vuelto hácia la parte de Elvira, y su lanza
apuntaba en línea recta al paso de Lope.

«Corre pues, dijo el rey, que los atambores y trompetas toquen
inmediatamente al arma, y acuda á la defensa toda Granada.

--Ó rey, dijo el astrólogo, deja descansar á tus guerreros, que no
es necesaria la fuerza para librarte de los enemigos. Manda que se
retiren tus criados, y subamos solos á la pieza secreta de la torre.»

El anciano Aben-Habuz subió la escalera de la torre, apoyado en el
brazo de Ibrahim Eben Abou Agib, que aun era mas viejo, y abriendo
la puerta de bronce se entraron ambos en la rotunda, en donde
encontraron abierta la ventana que miraba al paso de Lope. «Por
este lado, dijo el astrólogo, viene el peligro; acércate, ó rey, y
contempla las maravillas de la mesa.»

Llegóse Aben-Habuz al tablero en donde estaban colocadas las
figuritas de madera, y advirtió con gran sorpresa que todas estaban
en movimiento. Los caballos caracoleaban y batian el suelo con los
pies, los guerreros blandian las lanzas, y oíase como en miniatura
el sonido de las trompetas y atambores, el crugido de las armas y el
relincho de los corceles; mas todo esto no producia sino un ruido muy
débil, semejante al zumbido de una abeja.

«Ves aquí, ó gran rey, dijo el astrólogo, la prueba de que tus
enemigos están en campaña y deben venir por el paso de Lope.
¿Quieres introducir la confusion en sus filas por medio de un terror
pánico, y forzarlos á que se retiren sin efusion de sangre? no tienes
mas que herir esas figuras con el asta de la lanza mágica; mas si por
el contrario quieres sangre, tócalas con la punta.»

El semblante del pacífico Aben-Habuz se cubrió por un momento de
un colorido cárdeno, y el movimiento de su cana y poblada barba
descubria el trasporte que agitaba todos los músculos de su rostro:
tomó con mano trémula la lanza y se acercó á la mesa. «Hijo de Abou
Agib, dijo, creo que se verterá una poca sangre.»

Dichas estas palabras hirió con la punta de la lanza algunas de
aquellas figuras mágicas, y tocó las otras con el cuento. Los
primeros guerreros cayeron al momento muertos sobre el tablero, y
los demas revolviéndose unos contra otros, trabaron confundidos un
combate, cuyos resultados eran en corta diferencia iguales para unos
y otros.

No costó poco trabajo al astrólogo el contener la mano del monarca
mas pacífico, para impedirle que esterminase hasta el último de sus
enemigos; mas al fin consiguió hacerle bajar de la torre para enviar
espias á los montes por el paso de Lope.

Regresados estos, refirieron al rey que un egército cristiano,
cruzando la sierra, habia llegado casi hasta las puertas de Granada;
mas que de repente, suscitándose entre ellos una quimera, habian
vuelto sus armas unos contra otros, y despues de un combate muy
encarnizado, se habian retirado á sus fronteras.

El buen Aben-Habuz no cabia en sí de contento al ver tan
cumplidamente acreditada la eficacia de su talisman. «Ya en fin,
decia, voy á pasar una vida tranquila, pues que tengo en mis manos
la suerte de mis enemigos. Sábio hijo de Abou Agib, ¿qué recompensa
podré ofrecerte por tan señalado beneficio?

--Las necesidades de un anciano y un filósofo son muy simples y
reducidas: proporcionadme, ó rey, los medios para convertir mi
caverna en un retiro habitable, nada mas deseo.

--He aquí la modestia del verdadero sábio,» esclamó Aben-Habuz
interiormente, muy satisfecho de lo moderado de la peticion; y
llamando á su tesorero, le mandó que entregase á Ibrahim todas las
sumas que le pidiese, ora para acabar de construir su retiro, ora
para amueblarle.

El astrólogo hizo abrir en la peña muchas piezas que formaron
una habitacion contigua á su salon mágico; luego las amuebló con
ricos canapes y soberbias camas, y cubrió las paredes de hermosas
colgaduras de damasco. «Soy viejo, decia; mis huesos no pueden ya
descansar sobre un lecho de piedra; estas paredes son húmedas y es
preciso vestirlas.»

Dispuso tambien se construyesen unos baños, provistos de toda especie
de perfumes y aceites aromáticos. «Porque los baños, decia, son
necesarios para combatir la estenuacion de la edad, y restituir la
morbidez y la frescura á un cuerpo fatigado por el estudio.»

Hizo colgar en todo el edificio una multitud prodigiosa de lámparas
de plata y cristal, en las cuales ardia un aceite odorífero, cuya
receta habia encontrado en los sepulcros egipcios, el cual tenia la
propiedad de arder sin consumirse, y despedia un apacible resplandor.
«La luz del sol, decia el astrólogo, es demasiado viva y fuerte para
los cansados ojos de un pobre viejo; la de la lámpara es la que
conviene para los estudios de un filósofo.»

Entre tanto el tesorero de Aben-Habuz iba ya regañando al entregar
las sumas, que cada dia se le pedian para acabar el retiro, hasta
que al fin dirigió sus quejas al rey.

«Está empeñada mi palabra real, dijo Aben-Habuz encogiéndose de
hombros, y no hay sino prestar paciencia. Ese viejo quiere imitar
en su retiro filosófico lo que vió en lo interior de las pirámides
y en los vastos edificios de Egipto; mas todas las cosas tienen un
término, y el mueblage de la caverna tendrá sin duda el suyo.»

No se engañaba el rey; por fin se concluyó el retiro, y quedó formado
un palacio subterráneo de inaudita magnificencia.

«Ya estoy contento, dijo Ibrahim Eben Abou Agib al tesorero; ahora
voy á encerrarme en mi celda y á consagrar todo mi tiempo al estudio.
Nada deseo ya sino una friolera; una pequeña distraccion para llenar
los intervalos de mis tareas abstractas.

--Ó sábio Ibrahim, pide lo que quieras, que tengo órden de proveerte
de todo lo que necesites en tu soledad.

--Pues entonces, dijo el filósofo, no me desagradaria el tener
conmigo algunas bailarinas.

--¡Bailarinas! esclamó sorprendido el tesorero.

--Sí, bailarinas, repitió gravemente el sábio; pero con pocas habrá
bastante, porque yo soy un viejo y un filósofo: mis costumbres son
muy sencillas y sé contentarme con poco; solo os encargo que sean
jóvenes y graciosas, porque la vista de la juventud y la hermosura
alegra y reanima la vejez.»

Mientras el filósofo Ibrahim Eben Abou Agib pasaba sábiamente su
vida del modo que se ha dicho en su solitario retiro, el pacífico
Aben-Habuz hacia gloriosas campañas en efigie en la rotunda de su
torre. Á la verdad para un rey de sus años y de su humor era una
cosa muy cómoda y agradable aquel talisman, por cuyo medio, al
mismo tiempo que se divertia á sus solas, podia derrotar poderosos
egércitos, ni mas ni menos que si fueran enjambres de moscas.

Gozó por algun tiempo de este placer, y aun algunas veces solia
insultar á sus enemigos, sin mas objeto que el de inducirlos á que le
atacasen; mas habiéndolos hecho prudentes sus repetidas desgracias,
ninguno de ellos se atrevió ya á invadir el territorio de Aben-Habuz.
Por espacio de muchos meses permaneció la figura de bronce bajo el
pie de paz con su lanza perpendicular, y el buen rey empezaba ya á
echar menos la acostumbrada diversion, y á fastidiarse en gran manera
de su monótona tranquilidad.

Al fin llegó un dia en que el guerrero mágico giró súbitamente
sobre su ege, y puso la lanza en ristre con direccion á los montes
de Cádiz. Inmediatamente subió Aben-Habuz á la torre; pero quedó
sorprendido al no ver ningun movimiento en el tablero que estaba
colocado en la direccion indicada por el talisman: ni uno solo de los
pequeños guerreros se movia. Inquieto el rey con esta novedad, envió
á los montes una compañía de caballos, con órden de reconocerlos y
darle cuenta de lo que descubriesen. Tres dias estuvieron ausentes
los soldados, y cuando volvieron al cabo de este tiempo, dijeron á
su señor:

«Hemos recorrido todos los desfiladeros de los montes, y no hemos
descubierto picas ni capacetes: lo único que hemos hallado en nuestra
espedicion es una jóven cristiana de peregrina hermosura, que estaba
durmiendo junto á una fuente, y nos la hemos traido cautiva.

--¡Una jóven de peregrina hermosura! esclamó Aben-Habuz, brillando en
sus ojos la alegria; que la traigan luego á mi presencia.»

Llevaron con efecto ante el viejo rey á la hermosa doncella, en cuyo
trage se veía todo el lujo que distinguia á los godos españoles en
la época de la invasion de los sarracenos. Las negras trenzas de sus
cabellos estaban entretejidas con rastras de finísimas perlas; los
diamantes que brillaban en su frente rivalizaban con la hermosura de
sus ojos, y de la cadena de oro que pendia de su cuello colgaba hasta
el lado izquierdo una lira de plata.

El fuego que lanzaban sus negros y brillantes ojos cayó á manera de
rayo sobre el corazon de Aben-Habuz, que á pesar de su vejez, todavía
era combustible, y estaba contemplando con éxtasis el esvelto y
gracioso talle de la jóven.

«¡Ó la mas hermosa de las mugeres! esclamó; ¿quién eres? ¿cómo te
llamas?

--Soy hija de uno de los príncipes godos, á quienes obedecia hace
poco este pais. Los egércitos de mi padre han quedado destruidos como
por encanto en esas montañas: él ha sido desterrado de su suelo
natal, y su triste hija se halla ahora cautiva.

--¡Guarda, ó rey! dijo en voz baja Ibrahim, esa jóven podria muy
bien ser una de aquellas magas del norte, que toman las formas mas
seductoras para coger en sus lazos á los imprudentes que se fian
de ellas. Yo creo leer la hechicería en sus ojos y en todos sus
movimientos; no lo dudes, este es el enemigo que señalaba el talisman.

--Hijo de Abou Agib, contestó el rey, tú eres un gran filósofo, y á
mas á mas un gran mágico, yo lo concedo; pero no sabes una palabra
de lo que concierne á las mugeres. Sobre este punto no cedo en
conocimientos á nadie del mundo, incluso el mismo Salomon á pesar
del prodigioso número de sus mugeres y concubinas. En cuanto á esta
jóven, yo no veo en sus ojos nada de espantoso, y toda su persona
agrada singularmente á los mios.

--Ó rey, replicó el astrólogo, escúchame: yo te he procurado con mi
talisman un sinnúmero de victorias, sin haber tenido jamas la menor
parte en los despojos de los vencidos. Concédeme pues esta cautiva
para que amenice con su lira mi soledad; que si es en efecto maga, yo
tengo conmigo contrahechizos que harán ilusorias sus artes.

--¿Aun necesitas otra muger? contestó ya amostazado Aben-Habuz, ¿no
te bastan las bailarinas para amenizar como dices tu soledad?

--Sí, tengo bailarinas; pero no tengo cantoras, y me convendría un
poco de música para descansar y reanimar mi espíritu cuando se halla
fatigado por el estudio.

--Basta ya de peticiones para el retiro, dijo el rey encolerizado;
esta doncella está destinada á consolar mi vejez en el harem.»

Nuevas pretensiones y nuevos argumentos de parte del astrólogo, solo
sirvieron para provocar una negativa mas decisiva de la del monarca;
con lo que se separaron llenos uno y otro de despecho. El sábio se
encerró en su soledad para digerir allí el desaire; mas antes de
retirarse, volvió á decir al rey que no se fiase de la peligrosa
cautiva. ¿Pero qué viejo enamorado dió jamas oidos á semejantes
consejos? Aben-Habuz soltó las riendas á la pasion que le dominaba,
y puso todo su estudio en hacerse amable á los ojos de la bella
cristiana. Á la verdad no podia agradarla por su juventud; mas era
rico, y los amantes viejos son de ordinario muy generosos. El Zacatin
de Granada fue despojado de sus mas preciosas mercaderías: las ricas
telas de seda, los diamantes, los perfumes, cuanto ofrecian de mas
raro y costoso el África y el Asia era prodigado á la princesa.
Inventábanse para divertirla toda suerte de espectáculos y de
fiestas: torneos, conciertos, bailes, corridas de toros; Granada en
fin se habia convertido en la mansion de los placeres. La princesa
goda lo miraba todo como persona acostumbrada á la magnificencia,
y recibia los obsequios y los presentes del rey como unos tributos
debidos á su rango, ó mas bien á su belleza: que el orgullo de la
hermosura es aun mayor que el de la nobleza. Sentia un placer secreto
en empeñar al fascinado monarca en unos gastos que agotaban su
tesoro, mirando su estravagante profusion como una cosa muy sencilla;
mas á pesar de sus atenciones y generosidad, el venerable amante no
podia envanecerse de haber hecho la menor impresion en el corazon
de la cautiva; porque si bien es cierto que no le recibia jamas con
semblante adusto, no lo es menos que nunca le concedia una sonrisa.
Apenas empezaba á hablarle de su amor, hacia ella resonar las cuerdas
de su lira, y este sonido tenia tal encanto, que luego que llegaba á
los oidos de Aben-Habuz, caía el pobre viejo en un sueño profundo,
del que salia luego fresco, alegre y momentáneamente libre de su
pasion. El efecto de esta música no podia ser peor para el éxito de
su galantería; mas como en estos instantes de adormecimiento, estaban
sus sentidos embelesados con sueños agradables, siguió soñando de
este modo al lado de su hermosa, al mismo tiempo que toda Granada se
mofaba de su infatuacion, y murmuraba sin rebozo al verle prodigar
sus tesoros á cambio de canciones.

Entre tanto amenazaba á Aben-Habuz un peligro, sobre el que no podia
darle ningun aviso su talisman. Estalló una insurreccion en la
capital, y el populacho armado cercó el palacio, pidiendo á gritos
su cabeza y la de la cristiana. Encendióse en el corazon del rey una
chispa de su antiguo valor; salió á la cabeza de unos cuantos de sus
guardias, puso en fuga á los rebeldes, y el alboroto quedó sofocado
en su orígen.

Restablecida la tranquilidad, se fue á ver al astrólogo, que devorado
por el despecho, estaba encerrado en su retiro, y alimentaba contra
el rey el mas amargo resentimiento.

Llegóse á él Aben-Habuz, y le dijo con semblante franco y amistoso:
«Sábio hijo de Abou Agib, razon tenias cuando me anunciaste que la
hermosa cautiva atraeria sobre mí muchos peligros; mas ya que eres
tan profundo en la ciencia de anunciar los males, dime ahora qué es
lo que debo hacer para evitarlos.

--Separar de tu lado á la infiel que los causa.

--¡Antes perder el reino! dijo con resolucion Aben-Habuz.

--Te arriesgas á perder uno y otro, replicó el astrólogo.

--No seas tan áspero y desconfiado, ¡ó el mas profundo de los
filósofos! Conduélete de la doble desgracia de un monarca y un
amante, y busca algun medio de libertarme de los peligros que me
amenazan. Nada me importan ya el poder ni la grandeza, solo suspiro
por la tranquilidad. ¿No me seria dado hallar algun asilo, en donde
lejos del mundo, de sus pompas y de su bullicio, consagrase el resto
de mis dias al reposo y al amor?»

El astrólogo le miró por algunos momentos frunciendo las pobladas
cejas.

«¿Y qué me darias, le dijo en fin, si te procurase un retiro
semejante?

--Tú mismo señalarias la recompensa, y si estaba en mi mano
concedértela, te aseguro sobre mi palabra que podias mirarla como
tuya.

--¿Has oido hablar, ó rey, del jardin de Hirám, uno de los prodigios
de la Arabia Feliz?

--Sí, el Alcorán habla de ese jardin en el capítulo titulado la
_Aurora del dia_. Ademas he oido referir muchas cosas maravillosas
á los peregrinos de la Meca; pero siempre creí que eran cuentos de
viageros.

--No desprecies, ó rey, las relaciones de los viageros, replicó con
semblante grave el astrólogo; porque en ellas se encierran raros
conocimientos, trasportados de un estremo á otro de la tierra. En
cuanto al palacio y jardin de Hirám, en general es cierto lo que
refieren.... yo he visto uno y otro por mis propios ojos.... Escucha
bien lo que voy á referirte, porque mi aventura tiene relaciones muy
íntimas con el objeto de tu pretension.

«En mis primeros años, cuando yo no era mas que un simple árabe del
desierto, guardaba los camellos de mi padre. Atravesando un dia el
desierto de Eden se descarrió uno de ellos, y yo le busqué en vano
por espacio de muchos dias: estenuado en fin de fatiga á la hora en
que se halla el sol en el meridiano, me quedé dormido bajo una palma,
al lado de un pozo que estaba casi seco. Al despertarme me encontré
á la puerta de una ciudad, y habiendo entrado en ella ví unas calles
hermosas, plazas y mercados espaciosos; mas todo estaba silencioso
como la tumba: la ciudad parecia inhabitada. Anduve, errando por
todas partes, hasta que descubrí un palacio situado en medio de
un jardin adornado de fuentes, estanques, bosquecillos llenos de
flores y árboles frondosos cargados de frutos. Sin embargo, ningun
viviente se mostraba aun en aquel lugar de delicias. Espantado de
tanta soledad, salí apresuradamente del palacio y de la ciudad, y
habiéndome alejado algunos pasos, me volví para contemplarla; pero ya
no ví nada, sino el desierto que se estendia hasta perderse de vista.

«Poco despues encontré á un viejo dérvis muy versado en los
secretos y tradiciones del pais, á quien referí mi aventura. «Lo
que has visto, me dijo, es el célebre jardin de Hirám, una de las
maravillas del desierto, el cual aparece de cuando en cuando á los
viageros estraviados como tú, los divierte con la vista de sus
torres, jardines y árboles cargados de frutos, y se desvanece al
momento, dejando en su lugar una inmensa y árida soledad. En los
tiempos antiguos, cuando este pais estaba habitado por los Additas,
el rey Sheddah, hijo de Ad, biznieto de Noé, fundó en él una ciudad
magnífica, y cuando estuvo concluida y vió su grandeza y hermosura,
enchido de orgullo su corazon, resolvió levantar un palacio y unos
jardines que igualasen á lo que refiere el Alcorán de las bellezas
del paraiso. Pero su presuncion atrajo sobre él la maldicion del
cielo: él y todo su pueblo desaparecieron de la tierra, y su
opulenta ciudad, su palacio y sus jardines fueron puestos bajo la
influencia de un encanto que los separa de la vista de los hombres,
fuera de ciertos momentos en que aparece para perpetuar la memoria de
su pecado.»

«Esta historia y las maravillas que habia visto no se borraron
jamas de mi imaginacion, y cuando estuve mas adelante en Egipto,
dueño ya del libro del sábio Salomon, resolví visitar de nuevo el
jardin de Hirám. Le hallé en efecto con el ausilio de mi libro, tomé
posesion de él, pasé muchos dias en aquella imitacion del paraiso, y
obedientes á mi poder mágico los genios que le guardan, me revelaron
los encantos por cuya fuerza habia sido construido, y los que le
hacian invisible.

«Yo pues, ó rey, puedo construirte un palacio semejante en la montaña
que domina la ciudad; conozco todos los secretos mágicos y poseo el
libro del sábio Salomon: nada es inaccesible á mi poder.

--¡Ó hijo de Abou Agib! ¡ó el mas sábio de todos los hombres! dijo
Aben-Habuz ardiendo en deseos, ¡tú eres un gran viagero, tú has visto
y aprendido cosas maravillosas! Débate yo un paraiso semejante, y
pide en recompensa cuanto quieras, que yo te lo concedo, aunque sea
la mitad de mi reino.

--¡Ah! replicó el astrólogo, ya sabes que yo no soy mas que un
anciano, un pobre filósofo bien fácil de contentar; no te pido otra
cosa sino la primera cabalgadura que pase por la puerta del palacio
mágico, con la carga que lleve.»

Aceptó gustoso el monarca esta modesta condicion y el astrólogo puso
manos á la obra. Ante todo, en la cumbre de la colina que dominaba
inmediatamente su retiro subterráneo, hizo erigir una gran portada,
que pasaba por el centro de una torre fortísima. Sobre la piedra
fundamental del arco esterior que formaba el pórtico, esculpió el
mismo mágico una mano gigantesca, y en la del arco interior, encima
de las puertas, representó una gran llave; cuyas figuras eran
poderosos talismanes, sobre los cuales pronunció ciertas palabras en
lengua desconocida.

Concluida esta puerta, permaneció por espacio de dos dias encerrado
en su cámara mágica, y el tercero se subió á la colina, y se estuvo
en la cumbre hasta alta noche. Bajó á esta hora, y presentándose á
Aben-Habuz: «En fin, ó rey, le dijo, ya está terminada mi obra: en
la cumbre de ese monte he erigido el palacio mas delicioso que pudo
inventar jamas el ingenio humano; allí está reunido todo lo que puede
contribuir á la felicidad de la vida; salones magníficos, jardines
sombríos y floridos, fuentes cristalinas, baños perfumados: en una
palabra, la colina se ha trasformado en un paraiso; y á la manera que
el palacio de Hirám, se halla tambien este protegido por un encanto
de gran poder, que le hace invisible á todos los que no poseen el
secreto de su talisman.

--Basta, dijo lleno de júbilo Aben-Habuz: mañana al despuntar la
aurora subiremos á la colina, y tomaremos posesion de esa morada de
ventura.» Aquella noche durmió poco el monarca, y apenas los primeros
rayos del sol comenzaban á dorar los picos de Sierra-Nevada, montó
en su caballo, y seguido de una corta y escogida comitiva, subió la
colina por un camino angosto y escarpado. Al lado de Aben-Habuz iba
la princesa, montada en un palafren blanco; su trage estaba sembrado
de diamantes, y del hermoso cuello colgaba segun costumbre la lira de
plata. El astrólogo, que nunca montaba á caballo, caminaba á pie al
otro lado del rey, apoyado sobre su baston geroglífico.

Hacíase todo ojos Aben-Habuz, esperando ver en lo alto las torres del
palacio con sus jardines y bosquecillos; mas nada podia descubrir.
«Ved ahí, dijo el astrólogo, en lo que consiste la seguridad y el
misterio de este lugar: nada puede distinguirse hasta que se ha
pasado la puerta encantada.»

Luego que llegaron delante de la puerta, deteniéndose el astrólogo,
enseñó al rey la mano y la llave misteriosas grabadas sobre el arco.
«Las figuras que veis, dijo, son los talismanes que guardan la
entrada de este paraiso: entre tanto esa mano no se baje hasta tocar
la llave, ningun poder humano, ningun artificio mágico podrá triunfar
del señor de esta colina.»

Mientras Aben-Habuz contemplaba embelesado, y en un silencio de
admiracion y pasmo los misteriosos talismanes, el palafren de la
princesa, que seguia caminando, se entró por el pórtico hasta el
centro de la torre.

«He aquí, dijo el astrólogo, la recompensa que me habeis prometido;
la primera cabalgadura que entre por estas puertas mágicas, con la
carga que lleve.»

Sonrióse Aben-Habuz, creyendo que era un chiste del viejo; mas cuando
conoció que hablaba con seriedad, temblaron de indignacion las canas
de su barba.

«Hijo de Abou Agib, dijo con airado semblante, ¿qué significa este
engaño? Bien sabes tú lo que yo creí prometer: la primera cabalgadura
que entrase por la puerta con la carga que llevase. Ve pues, toma la
mula mas poderosa de mis caballerizas, cárgala de los objetos mas
preciosos que se hallen en mi tesoro, tuya es; mas no levantes tus
pensamientos hasta la que forma, las delicias de mi corazon.

--¿Y qué se me da á mí de tu oro ni de tus riquezas? dijo con aire de
desprecio el astrólogo. ¿No poseo yo el libro del sábio Salomon? ¿No
tengo á mi disposicion todos los tesoros de la tierra? La princesa me
pertenece de derecho: tu palabra real está empeñada, yo la reclamo
como alhaja mia.»

Á todo esto, desde lo alto de su palafren les dirigia la princesa
mirandas altivas, y se sonreía desdeñosamente al contemplar á
aquellos dos vestiglos disputándose la posesion de su juventud y
belleza.

Despues de un largo debate, dominando la rabia del monarca sobre su
prudencia, esclamó: «¡Hijo vil del desierto! tú puedes ser sábio en
mas de una ciencia; pero reconoce en mí á tu señor, y no lleves la
temeridad hasta el punto de burlarte de tu rey.

--¡Tú mi señor! replicó el astrólogo, ¡tú mi rey! ¡El soberano de
una ratonera daria leyes al que posee el libro de Salomon! Adios,
Aben-Habuz, reina en tu pequeño reino, y gózate en tu paraiso de los
locos; que yo voy á reirme á tus espensas en mi retiro filosófico.»

Dichas estas palabras, cogió de la brida el palafren de la princesa,
hirió la tierra con el baston y se hundió con la hermosa dama al
traves del centro de la torre. Tras esto se cerró la tierra sobre sus
cabezas, sin dejar el menor rastro de la abertura por donde habian
desaparecido.

Quedó Aben-Habuz tan asombrado, que por algunos momentos no acertó
á articular una palabra. Vuelto al fin de su sorpresa, dispuso
que mil obreros hiciesen una escavacion profunda en el sitio por
donde se habia hundido el astrólogo: trabajaron con teson, pero
todos sus esfuerzos fueron vanos: en algunos puntos saltaban los
picos rechazados por la peña, y la tierra llenaba en otros el hoyo
practicado, casi tan pronto como lo habian hecho. Aben-Habuz buscó en
la falda de la montaña la boca de la caverna que conducia al palacio
subterráneo del pérfido mago; pero no fue posible descubrirla, pues
en el lugar donde estaba la entrada de la cueva, no se veía ya otra
cosa que la roca firme y unida.

Entre tanto, con la desaparicion de Ibrahim Eben Abou Agib perdieron
la eficacia sus talismanes: el guerrero de bronce quedó inmóvil,
vuelto el semblante hácia la colina, y con la lanza apuntada al sitio
por donde se habia hundido el astrólogo, como si quisiera indicar que
se ocultaba allí el mayor enemigo de Aben-Habuz.

Algunas veces se oían en aquel sitio los sonidos de un instrumento,
y los acentos de una voz de muger, que apenas se distinguian, y al
parecer salian de las entrañas de la tierra. Cierto dia refirió un
labrador al rey que la noche anterior habia notado en la peña una
hendedura, y habiéndose introducido por ella habia distinguido á gran
profundidad un salon subterráneo, en el cual, recostado el astrólogo
sobre un magnífico sofá, dormitaba dando cabezadas al sonido de la
lira de la princesa, que segun los efectos egercia un poder mágico
sobre sus sentidos.

Buscó Aben-Habuz esta hendedura; mas no le fue posible encontrarla,
porque sin duda habia vuelto á cerrarse. Tambien reiteró las
tentativas de la escavacion; mas fueron tan infructuosas como las
primeras: y es que ningun poder humano podia superar al encanto de
la mano y la llave. En cuanto á la cumbre del monte, donde debian
haberse construido el palacio y los jardines ofrecidos, ora fuese que
dicho elíseo permaneciese invisible por efecto del encanto, ora que
no hubiese existido jamas, y solo fuera una fábula del astrólogo;
lo cierto es que allí no se veía otra cosa que una soledad árida;
y escabrosa. Las gentes adoptaron piadosamente la última opinion, y
unos llamaban á aquel sitio la _Locura del rey_, y otros el _Paraiso
de los locos_.

Para poner el colmo á las desgracias de Aben-Habuz, los vecinos, á
quienes habia desafiado, insultado y deshecho á su placer cuando
poseía el talisman, habiendo llegado á conocer que ya no se
hallaba protegido por la mágia, invadieron por todos los puntos su
territorio, de modo que el resto de la vida del mas pacífico de los
monarcas fue una serie de guerras y disturbios.

En fin, Aben-Habuz murió, y hace algunos siglos que está enterrado;
y sobre la colina venturosa se edificó mas adelante la Alhambra,
que realiza en cierto modo las fábulas del jardin de Hirám. El
pórtico encantado, que se conserva aun entero, protegido sin duda
por la mano y llave misteriosas, forma la puerta llamada _del
Juicio_ y la entrada principal de la fortaleza; y es opinion comun
que el astrólogo permanece todavía bajo este pórtico en el salon
subterráneo, dormitando en su sofá al son de la lira de la princesa.

Los inválidos que dan la guardia de dicha puerta, suelen oir estos
sonidos en las noches de verano, y cediendo entonces á su virtud
soporífica, se quedan tranquilamente dormidos en sus puestos. Todo
lo cual, segun las leyendas, debe perpetuarse de edad en edad: la
princesa, dicen, permanecerá cautiva del astrólogo, y el astrólogo
sometido á la mágia somnífera de la princesa hasta el dia del juicio;
á menos que la mano, empuñando la llave fatal, deshaga antes el
encanto de la montaña.



Historia del príncipe Ahmed Al Kamel, ó el peregrino de amor.


Antiguamente habia en Granada un rey, que solo tenia un hijo, llamado
Ahmed, á quien los cortesanos, á causa de los signos indubitables
de superioridad que notaron en él desde su tierna infancia, le
dieron el sobrenombre de Al Kamel, que quiere decir El Perfecto.
Las predicciones de los astrólogos se conformaban bastante con esta
lisonja, pues habian leido en los astros que el príncipe seria el
mas perfecto y dichoso de los soberanos. Una sola nube amenazaba su
destino, y aun en esta se distinguia cierto color purpúreo que la
hermoseaba: habíale dotado naturaleza de una propension irresistible
al amor, y esta pasion le habia de hacer correr grandes riesgos. Con
todo, si se conseguia libertarle de sus ataques hasta la edad madura,
se desvanecerian estos peligros, y su vida ofreceria una serie no
interrumpida de prosperidades.

Confiado el rey en los consejos de los astrólogos, adoptó la sábia
resolucion de hacer educar al príncipe en un retiro absoluto, en
donde no pudiese ver un rostro femenil, ni llegase á sus oidos el
solo nombre de amor. Can esta mira hizo construir en la colina que
domina la Alhambra un palacio suntuoso, y le rodeó de deliciosos
jardines, cercados de murallas altísimas, que son los mismos que
conocemos al presente con el nombre de _Generalife_.

En este retiro fue encerrado el jóven Ahmed Al Kamel, bajo la tutela
de Eben Bonabben, filósofo árabe de saber profundo; pero de carácter
severo é insensible. Habia este pasado la mayor parte de su vida
en Egipto, ocupado en el estudio de los geroglíficos, y en hacer
investigaciones científicas en los sepulcros y en las pirámides; y
de ahí es que á sus ojos tenia mucho mas atractivo una momia egipcia,
que la belleza viviente mas seductora. Confióse pues á tan digno
preceptor la educacion del príncipe, previniéndole le instruyese
en toda clase de conocimientos, escepto uno solo: debia ignorar
completamente todo lo relativo al amor.

«Emplead, le dijo el rey, cuantas precauciones creais necesarias
para conseguir este objeto; y tened presente, ó Eben Bonabben, que
si mi hijo llega á adquirir la menor noticia de este objeto vedado,
pagareis con la cabeza esta trasgresion á mis órdenes.»

Una sonrisa forzada conmovió el descarnado rostro del sábio Bonabben
al oir esta amenaza. «Tan seguro podeis estar vos de vuestro hijo
como yo de mi cabeza. ¿Creeis que un hombre como yo habia de ir á dar
al príncipe lecciones de amor?»

Bajo la vigilante custodia del filósofo fue creciendo el príncipe,
prisionero en aquellos jardines y palacio. Servíanle esclavos
negros y mudos, de figura horrible, que ó no tenian ninguna noticia
del amor, ó carecian de palabras para comunicarlas. Eben Bonabben
trabajaba con teson en formar el entendimiento de su alumno,
enriqueciéndole con toda suerte de conocimientos, y señaladamente con
las ciencias abstractas de los egipcios; mas el príncipe hacia muy
pocos progresos en estas últimas, y su Mentor se convenció muy pronto
de que no se hallaba en él ninguna aptitud para la metafísica.
Sin embargo, tenia une docilidad estraordinaria en un príncipe, y
estaba siempre pronto á seguir las opiniones de los demas, dejándose
guiar por el último que le aconsejaba: tanto que resistiendo con no
pequeño esfuerzo los ataques del sueño, escuchaba con una paciencia
verdaderamente egemplar los doctos y perdurables discursos de
Bonabben, que dejaron en su espíritu una idea ligera de casi todas
las ciencias. De este modo llegó felizmente Ahmed á los veinte años
de su edad; mas aunque podia pasar por un prodigio de saber, ignoraba
absolutamente lo que era amor.

Por este tiempo se cambiaron las costumbres del príncipe: abandonó
de todo punto los estudios, y pasaba los dias vagando por los
jardines, ó sentado á la orilla de una fuente, abismado en profundas
cavilaciones. Habíanle enseñado algunos principios de música, y
empleaba una parte del dia en cultivar este arte, manifestando al
mismo tiempo una aficion naciente á la poesía. Estos caprichos
sobresaltaron al sábio Eben Bonabben, el cual trató de desvanecerlos
por medio de un curso de álgebra; mas el príncipe tenia horror á todo
lo que era cálculo: «No puedo soportar el estudio del álgebra, dijo;
necesito alguna cosa que hable á mi corazon.

--¡Medrados estamos! dijo para sí el sábio preceptor, meneando la
despoblada cabeza. ¡Adios filosofía! el príncipe ha descubierto que
hay corazon.» Desde entonces dobló la vigilancia con que celaba
todos los pasos y acciones de su alumno, y no tardó en conocer
que su propension natural á la terneza se habia ya desarrollado, y
solo necesitaba un objeto para acabar de manifestarse. Veíasele con
frecuencia discurriendo sin direccion por los jardines embebecido en
una especie de enagenamiento, cuya causa ignoraba él mismo: algunas
veces parecia hallarse sumergido en una ilusion deliciosa; otras
tomaba un laud, y pulsándole con blandura, le hacia producir los
sonidos mas tiernos, tras lo cual solia arrojarle con despecho lejos
de sí, suspirando y prorumpiendo en esclamaciones apasionadas.

Esta disposicion al amor la manifestaba hasta con los objetos
inanimados: tenia algunas flores favoritas, á las que prodigaba
las atenciones mas asiduas; tomó cariño á muchos árboles, y uno
en particular le inspiró la mas viva pasion por su graciosa forma
y delicado ramage, que se inclinaba al suelo blandamente. Esculpia
su nombre en la corteza, adornaba sus ramas con guirnaldas, y
acompañándose con el laud, cantaba coplas en su alabanza.

El sábio Eben Bonabben entró en graves temores al observar en su
alumno estos síntomas de escitacion: veíale al umbral de la ciencia
vedada, el menor indicio bastaba ya para descubrirle el secreto
fatal. Temblando pues por la seguridad del príncipe y por su propia
cabeza, se apresuró á alejarle de las seducciones del jardin, y con
este objeto le confinó en la torre mas alta del Generalife. Contenia
esta magníficas habitaciones, desde donde descubria la vista un
horizonte inmenso; pero su elevacion la separaba de aquella atmósfera
embalsamada, de aquellos bosquecillos risueños, tan peligrosos para
el sobrado sensible Ahmed.

Mas era necesario conciliar al príncipe con esta medida violenta,
y procurarle alguna distraccion que le hiciese mas llevadera su
soledad. Habia ya apurado todos los estudios amenos, y no podia
hablársele de álgebra ni de nada que se le pareciese; mas por fortuna
Eben Bonabben se acordó de que en otro tiempo habia aprendido en
Egipto la lengua de los pájaros, la cual le enseñára un rabino judío,
que la habia heredado directamente del sábio Salomon. Al solo nombre
de esta ciencia brillaron de alegria los ojos del príncipe, el cual
se aplicó á su estudio con tal teson, que en poco tiempo se halló tan
versado en ella como su mismo maestro.

La torre del Generalife dejó desde entonces de ser una soledad para
Ahmed, pues este tenia á toda hora con quien hablar. Su primer
conocimiento de vecindad fue el de un gavilan, que tenia su guarida
en una hendidura de las almenas, desde cuya elevacion se lanzaba
sobre la presa que á lo lejos descubria. Mas el príncipe halló poco
agradable la amistad de este pájaro: verdadero pirata del aire,
su conversacion se componia únicamente de fanfarronadas sobre sus
rapiñas, su valor y sus hazañas.

Mas adelante se relacionó Ahmed con un buho de aspecto grave y
presumido, cabeza voluminosa y ojos redondos y espantados. Este
pasaba todo el dia dormitando en un agujero de la muralla, de donde
no salia hasta la noche: picábase de sábio; de cuando en cuando
dejaba escapar algunas voces campanudas sobre la astrología; hablaba
de la luna, y daba á entender que no era del todo estraño á las
ciencias ocultas; mas estaba furiosamente apasionado á la metafísica,
y sus disertaciones eran aun mas intolerables que las del sábio Eben
Bonabben.

Algunas veces tambien solia el príncipe comunicar con un murciélago,
que pasaba el dia pegado á la pared en un rincon oscuro de la bóveda,
y solo salia al anochecer para dar algunos paseos, por decirlo así,
con chinelas y gorro de dormir. Esta ave no tenia tampoco sino ideas
superficiales de todo, se mofaba de las cosas que ignoraba, ó de que
solo habia adquirido conocimientos imperfectos, y no hallaba placer
en nada.

Completaba la plumífera sociedad una golondrina, con quien el
príncipe trabó al principio estrechas relaciones: era una habladora
eterna, pero muy picotera y quisquillosa; y como nunca paraba en un
punto, se hacia imposible tener con ella una conversacion seguida.

Tales eran los únicos compañeros con quienes podia el príncipe
egercitar la nueva ciencia, que habia adquirido; porque la torre
estaba demasiado elevada para que pudiesen frecuentarla otras aves.
Cansóse pronto de sus nuevos conocimientos, cuya conversacion, poco
interesante para su espíritu, no decia nada á su corazon, y poco á
poco volvió á caer en su primera melancolía. Pasó el invierno, y
volvió la primavera con su séquito de flores y verdura, y su dulce
y balsámico aliento; llegó el tiempo dichoso en que las aves vuelan
de dos en dos á labrar sus nidos en la enramada. De repente, cual si
correspondieran á una señal convenida, se levantó de las florestas
del Generalife un concierto de dulce melodía, y llegó hasta los oidos
del príncipe en la elevada soledad de su torre. Todas las voces
cantaban el mismo tema: _Amor_, _amor_, _amor_: esto era lo que se
oía proferir en todos los tonos. Escuchaba el príncipe en silencio
perplejo y sobresaltado: «¿Qué será este amor, discurria, que
parece ocupar al mundo entero, al paso que á mí me es absolutamente
desconocido?» Quiso tomar algunas noticias por medio de su amigo el
gavilan; mas este bribon le respondió con tono de burla: «Dirigíos á
las pacíficas y vulgares aves de la tierra, destinadas á servirnos
de pasto á nosotros los príncipes del aire; ellas podrán satisfacer
vuestras preguntas: por lo que á mí hace, no conozco mas oficio que
la guerra, ni otras delicias que los combates; en una palabra, soy un
guerrero é ignoro de todo punto lo que es amor.»

El príncipe se apartó de él disgustado, y se fue á buscar al buho que
estaba escondido en su retiro. «Este, decia, es un pájaro sensato y
reflexivo, que sin duda podrá darme las noticias que necesito.» Con
efecto, suplicó al buho que le dijese qué venia á ser el amor que
cantaban en aquel momento todas las aves de las florestas inmediatas
á la torre.

Á esta pregunta se manifestó el buho sorprendido é incomodado.
«Mis noches, contestó con cierto aire de dignidad ofendida, están
consagradas á las investigaciones científicas, y mis dias á rumiar
en mi retiro todas las especies que he recogido en mis viages. Por
lo que hace á esas aves vocingleras de que me hablais, jamas me
he cuidado de escucharlas; porque las desprecio á ellas y á los
objetos de sus necias canciones. Yo no canto, loado sea Allah; soy un
filósofo é ignoro de todo punto lo que es amor.»

Oida esta respuesta, se trasladó el príncipe al rincon, en donde su
amigo el murciélago estaba colgado de las patas, y despertándole,
le dirigió la misma pregunta. El murciélago, frunciendo el hocico,
puso un gesto el mas ceñudo y emperrado, y le respondió regañando.
«¿Á qué venís ahora á interrumpir de este modo mi sueño de la mañana
para hacerme una pregunta necia? Yo no salgo sino al anochecer
cuando se hallan durmiendo todas las demas aves, y nunca me mezclo
en sus negocios. Á Dios gracias, no pertenezco á las aves ni á
los cuadrúpedos; he descubierto los vicios de unos y otros, y los
aborrezco á todos igualmente. En una palabra, soy misantropo é ignoro
de todo punto lo que es amor.»

En último recurso acudió el príncipe á la golondrina, y la detuvo á
la que pasaba en uno de sus círculos por lo mas elevado de la torre.

La golondrina, segun su costumbre, andaba muy atrafagada, y apenas
se detuvo el tiempo preciso para contestar: «Os aseguro sobre mi
palabra, le dijo, que como tengo que acudir á tantas cosas de interes
general, no me he detenido jamas á pensar en el objeto de que me
hablais. Todos los dias tengo cien visitas que hacer, y otros tantos
negocios importantes que examinar, los cuales no me dejan tiempo para
ocuparme en los frívolos objetos de las canciones que se oyen en
derredor de los nidos. En una palabra, soy cosmopolita é ignoro de
todo punto lo que es amor.»

Quedó Ahmed en la misma duda, y su curiosidad se aumentó todavía
con la dificultad de satisfacerla. Hallándose un dia discurriendo
sobre este objeto misterioso, entró en la torre su anciano preceptor,
y viéndole el príncipe corrió luego á su encuentro, y le dijo con
el mayor interes: «¡Ó sábio Eben Bonabben! tú me has revelado una
gran parte de la sabiduría de la tierra; mas hay una cosa que ignoro
absolutamente, y en la que tengo vivos deseos de instruirme.

--Diríjame mi príncipe las cuestiones que quiera, y toda la
inteligencia de su siervo está á sus órdenes.

--Dime pues, ó el mas profundo de los filósofos, ¿cuál es la
naturaleza de esa cosa que se llama amor?»

El sábio Eben Bonabben quedó tan asombrado como si hubiese caido un
rayo á sus pies; tembló, perdió el color, y le pareció que la cabeza
le bamboleaba ya sobre los hombros.

«¿Y quién ha podido sugerir á mi príncipe semejante pregunta? ¿En
dónde ha aprendido esa palabra vana?»

El príncipe, llevando á su preceptor á la ventana: «Escucha, le
dijo, Eben Bonabben.» Escuchó el sábio, y oyó el dulce canto de un
ruiseñor, que escondido en un bosquecillo que estaba al pie de la
torre, dirigia tiernas querellas á su amada: de todos los rosales, de
todas las ramas floridas salian trinos melodiosos, que espresaban el
mismo pensamiento: _Amor_, _amor_, _amor_, era el tema de todos los
cantos.

«¡Allah akbar! ¡Dios es grande! esclamó el sábio Bonabben; ¿quién
será osado á ocultar al hombre este secreto, cuando las mismas aves
del aire conspiran á revelárselo?»

Entonces volviéndose á Ahmed: «¡Ó príncipe mio! le dijo juntando
las manos, cierra los oidos á esos cantos peligrosos; huye de tan
nocivo conocimiento. Sabe que la mitad de los males que afligen á
la humanidad no reconocen otra causa que ese funesto amor: él es
el que fomenta la discordia y el rencor entre los hermanos y los
amigos; él enciende la guerra, él escita á la traicion. Los cuidados,
la tristeza, los dias inquietos, las noches sin sueño; he aquí sus
efectos. Marchita la flor, destruye la alegria de la juventud, y
lleva consigo los males y los pesares de una vejez prematura.
Consérvete Allah, ó príncipe mio, en la feliz y total ignorancia de
esa cosa que se llama amor.»

Dichas estas palabras se salió el sábio Bonabben, dejando al príncipe
en una perplejidad mas profunda aun que la que le mortificaba antes
de hablarle. En vano procuraba separar de su imaginacion este objeto
que absorvia todas sus ideas: á pesar suyo le ocupaba continuamente,
y su espíritu se fatigaba y se perdia en vanas congeturas.
«Seguramente, decia prestando oidos á las dulces canciones de
las aves, estos acentos no tienen nada de tristes, y antes bien,
parece que solo espresan placer y ternura. Si el amor causa tantas
desgracias y enemistades, ¿en qué consiste que estas aves no están
todas gimiendo en la soledad, ó bien despedazándose unas á otras, en
vez de revolotear alegremente por las selvas, y juguetear bulliciosas
entre las flores?»

Cierta mañana, tendido blandamente en su lecho, discurria entre sí
sobre este misterio inesplicable. Abierta la ventana, penetraba por
ella el fresco vientecillo, que despues de empaparse en el suave
aroma de los azahares que florecen á la orilla del Darro, subia
á recrear los sentidos del príncipe; oíase á lo lejos la voz del
ruiseñor que repetia su tema acostumbrado, y cuando el príncipe le
escuchaba suspirando, oyó cerca de sí el ruido de las alas de un ave.
Perseguido por el gavilan un hermoso palomo, se entró en su aposento
y cayó palpitando en el suelo; y el gavilan, viéndose privado de la
presa, dirigió el vuelo hácia los montes.

Levantó el príncipe al pobre palomo que estaba medio muerto, le
besó y le abrigó en su seno. Luego que lo hubo tranquilizado con
sus caricias, le puso en una jaula de oro, y le presentó con sus
propias manos trigo del mas puro y agua cristalina. El ave sin
embargo se negaba á tomar alimento, y permanecia con la cabeza caida,
lamentándose con tono lastimero.

«¿De qué te afliges? decia Ahmed, ¿no tienes todo lo que puede desear
tu corazon?

--¡Ah! no, replicó el palomo; ¿por ventura no estoy separado de mi
amada compañera, y precisamente en la época feliz de la primavera,
en la estacion hermosa de los amores?

--¡De los amores! replicó Ahmed, ¡ah! yo te lo suplico, ave graciosa,
¿podrias decirme lo que es amor?

--¡Ay príncipe mio! ¡Demasiado! El amor hace el tormento de uno,
la felicidad de dos, y se convierte en una fuente de enemistades y
desgracias si llegan á ser tres. Es un encanto poderoso que atrae
mútuamente á dos séres, y los une con la mas dulce simpatía; los hace
dichosos si están unidos; pero muy dignos de lástima cuando se hallan
separados. Mas ¿acaso no existe ningun sér con quien os haya unido un
afecto tierno?

--Sí, yo amo á mi anciano preceptor Eben Bonabben mas que á ningun
otro sér conocido; pero sin embargo suele parecerme fastidioso, y
algunas veces me creo mas feliz en su ausencia que en su compañía.

--No trato yo de esa clase de afecto: hablo del amor, del gran
misterio y principio de la vida, de la felicidad inefable de la
juventud y delicia tranquila de la edad madura. Mira en torno de
tí, príncipe mio, y verás como todo respira amor en esta deliciosa
estacion: de cuantas criaturas existen, no hay una que no tenga su
compañera; el mas pequeño pajarillo canta para agradar á su amada;
el insecto, que apenas se distingue sobre la yerba, busca tambien á
su querida, y esas mariposas que suben volando hasta por encima de
la torre, y vagan jugueteando por el aire, son felices por su mútua
ternura. ¡Ah príncipe mio! ¿será posible que hayas perdido los dias
mas preciosos de tu juventud sin conocer el amor? ¿Ningun sér de
sexo diferente, ninguna hermosa princesa, ninguna jóven agraciada ha
cautivado tu corazon, y hecho nacer en tu seno una dulce inquietud,
un conjunto agradable de penas y deseos?

--Ya empiezo á comprenderte, dijo el príncipe suspirando; mas de una
vez he esperimentado una inquietud semejante á la que me dices sin
adivinar la causa. Mas reducido á esta espantosa soledad, ¿dónde
podré hallar un objeto tal como tú le pintas?»

La conversacion continuó aun por algun tiempo sobre el mismo objeto,
y la primera leccion que recibió el príncipe fue completa.

«¡Ay! esclamó despues, si el amor es una felicidad tan grande, y
tanta pena causa la ausencia del objeto amado, ¡no permita Allah que
yo turbe la alegria de dos amantes!»

Dicho esto abrió la jaula, sacó el palomo y le dejó sobre la ventana.
«Ve, dijo, ave dichosa, goza con la amada de tu corazon los hermosos
dias de la juventud y la deliciosa estacion de la primavera. ¿Con qué
razon habia yo de retenerte en este triste encierro, adonde jamas
podrá penetrar el amor?»

Batió el ave las alas en señal de contento, formó un círculo en el
aire, y voló como una flecha hácia los floridos bosquecillos del
Darro.

Siguióla Ahmed con los ojos hasta perderla de vista, y quedó
sumergido en la mas profunda tristeza. El canto de las aves que tanto
le complacia pocos momentos antes, redoblaba ahora sus penas ¡Amor,
amor, amor! ¡Ah pobre jóven! Entonces conoció el significado de este
tema tan repetido.

La primera vez que vió al sábio Bonabben despues de esta
conversacion, le dirigió una mirada de resentimiento. «¿Por qué me
has dejado en tan crasa ignorancia? le dijo encolerizado. ¿Por qué
me ha de ser desconocido el gran misterio, el principio de la vida
que está al alcance del mas humilde insecto? La naturaleza entera
se entrega en este momento á los mas dulces placeres; todas las
criaturas se gozan con una compañera, y ve ahí precisamente ese
amor que yo queria conocer. ¿Por qué he de ser yo el único que se
halle privado de sus delicias? ¿Por qué he de haber pasado los dias
mas floridos de mi juventud, sin conocer la felicidad que puede
proporcionar?»

El sábio Bonabben conoció sobradamente que ya era inútil toda
reserva, puesto que el príncipe habia adquirido la ciencia prohibida.
Le reveló pues las predicciones de los astrólogos; y le enteró de las
precauciones que se habian tomado en su educacion para conjurar la
tempestad que le amenazaba.

«Ahora, príncipe mio, añadió, teneis mi vida en vuestras manos. Si
el rey vuestro padre llega á entender que bajo mi vigilancia habeis
aprendido lo que es amor, perezco sin remedio; porque respondí con mi
cabeza de vuestra completa ignorancia en esta materia.»

Era el príncipe mas razonable de lo que pudiera esperarse de un
jóven de su edad, y así escuchó las reflexiones de su preceptor con
tanta mayor deferencia, cuanto que nada le hablaba contra ellas. Por
otra parte Ahmed profesaba un verdadero afecto al sábio Bonabben,
y como solo conocia la teórica del amor, consintió fácilmente en
encerrar en su seno todas las noticias que sobre este objeto acababa
de adquirir, antes que poner en peligro la cabeza del filósofo.

Su discrecion empero tuvo que sufrir muy pronto una prueba mas
fuerte. Algunos dias despues, hallándose engolfado en tristes
imaginaciones junto á las almenas de la torre, apareció en los aires
el palomo á quien habia restituido la libertad, y abatiendo el vuelo,
se le puso sobre el hombro con singular familiaridad.

Cogióle el príncipe, y estrechándole contra su corazon: «¡Ave
dichosa, esclamó, que puedes volar con la rapidez de la luz de la
mañana de un estremo á otro de la tierra! ¿Qué pais has visitado
despues que no nos hemos visto?

--Vengo, ó príncipe, de una region muy distante; y en recompensa de
la libertad que os debo, os traigo las mas alegres nuevas. En mi
remontado vuelo puedo cernerme sobre una altura prodigiosa, y dominar
una estension inmensa de pais. Cierto dia pues descubrí bajo de mí un
jardin delicioso, lleno de toda suerte de frutas y flores: un límpido
arroyuelo corria serpenteando por entre las flores, que esmaltaban
una frondosa pradera; y en el centro del jardin se levantaba un
magnífico palacio. Poséme sobre un árbol para descansar, y junto al
arroyuelo que pasaba bañando el tronco, descubrí una princesa en
todo el brillo de la primera juventud, rodeada de doncellas de su
misma edad, que la adornaban con guirnaldas de flores tan frescas
como ella, pero no con mucho tan hermosas. Tantos hechizos sin
embargo florecian en aquella soledad ocultos á los ojos de todos;
porque el jardin se hallaba cercado de murallas altísimas, y nadie
podia penetrar en él. Á la vista de una tierna jóven tan llena de
atractivos, á quien su separacion del mundo ha conservado toda la
inocencia de la edad infantil, he discurrido que esta era la que el
cielo tenia destinada para inspirar amor á mi querido Ahmed.»

Esta descripcion se grabó con caracteres de fuego en el corazon
sobrado sensible de Ahmed. La vaga ternura que comprimia en su seno
hacia tanto tiempo, hallaba en fin un objeto en que fijarse, y la
pasion que concibió por la princesa, se enunció desde su nacimiento
con la mayor violencia. Escribió una carta, en la que con las frases
mas apasionadas espresaba el ardiente amor y tierno cariño que ya
profesaba á la bella desconocida; lastimándose del cautiverio que
le impedia arrojarse á sus pies. Á este amoroso billete añadió
algunas estancias, en las que la verdad de los afectos iba unida á
la delicadeza de las palabras; porque ademas de que el príncipe era
naturalmente poeta, en este momento le inspiraba el amor. La carta
iba dirigida _Á la bella desconocida: del príncipe cautivo Ahmed_. Y
despues de haberla perfumado con almizcle y esencia de rosas, se la
entregó al palomo.

«Parte, dijo, ó el mas fiel de los mensageros, salva los montes y los
valles, y no te detengas en ninguna floresta, hasta haber entregado
esta carta á la señora de mi corazon.»

Remontóse el palomo hasta una altura prodigiosa, y en seguida dirigió
el vuelo en línea recta. Siguióle el príncipe largo rato con la
vista, ya no le distinguia sino como un punto casi imperceptible, y
al fin se ocultó enteramente detras de una montaña.

Contaba Ahmed con impaciencia los dias que se siguieron á la partida
de su mensagero, y cada mañana se prometia verle antes de la noche;
mas esperaba en vano. Ya comenzaba á acusarle de ingratitud, cuando á
la caida de una hermosa tarde, vió al fiel palomo que llegó volando
á su habitacion y cayó muerto á sus pies. La flecha cruel de algun
desapiadado cazador habia atravesado su pecho, y la pobre avecilla
empleó toda la fuerza y vida que le quedaban en llegar al término de
su viage y dejar cumplida su mision.

Inclinóse el príncipe lloroso sobre el cuerpo inanimado de aquel
mártir de la fidelidad, cuando notó al rededor de su cuello una
cadena de perlas, de la que pendia un retrato que estaba oculto bajo
el ala, y representaba sobre esmalte una hermosa princesa en la flor
de su edad. Esta era sin duda la bella desconocida del jardin; mas
¿quién era? ¿En dónde estaba? ¿Habria recibido la carta y le enviaba
en cambio aquel retrato, como prenda de correspondencia?

Todo esto quedaba desgraciadamente envuelto en la duda y en la
oscuridad con la lastimera muerte del palomo.

Contemplaba el príncipe la miniatura, y arrasábanse de lágrimas sus
ojos. Estrechábala contra su corazon y contra sus labios, pasaba
horas enteras mirándola sumergido en una tierna agonía. «Bella
imágen, decia, ¡ah! no eres mas que una imágen; empero tus ojos
cristalinos se fijan en mí con ternura; tus labios de rosa parece se
abren para consolar mi pena.... ¡Vanos delirios! Esos hermosos ojos,
esa boca adorable, tal vez habrán hablado un lenguage tan dulce á un
rival mas feliz. Pero ¿en dónde podria yo hallar el original de esta
copia divina? ¿Quién sabe cuántos reinos y montes nos separan, ni qué
acontecimientos podrán impedir nuestra union? Acaso en este momento
la colma de atenciones y obsequios una turba de admiradores, y yo
triste, prisionero en mi torre, paso mis amargos dias adorando una
sombra.»

El príncipe tomó de repente una resolucion estraordinaria. «Huiré,
dijo, de este palacio, ó mas bien de esta prision odiosa, y peregrino
de amor, buscaré por todo el mundo á la desconocida princesa que
reina en mi corazon.»

Era inútil pensar en huir durante el dia; mas la guarda del palacio
estaba bastante descuidada por la noche, en razon de que no se temía
ninguna tentativa de este género de parte del príncipe, que siempre
habia llevado con paciencia su cautiverio. Con todo eso Ahmed no
sabia cómo conducirse para efectuar una fuga nocturna por un pais
que le era absolutamente desconocido; pero discurriendo que el
buho, como acostumbrado á pasearse durante la noche, debia conocer
todos los caminos escusados de las inmediaciones, pasó á su retiro
para consultarle. Puso el buho un semblante grave, y dándose grande
importancia, contestó en estos términos al príncipe Ahmed: «Habeis de
saber, ó príncipe, que nosotros los buhos pertenecemos á una familia
muy antigua y numerosa, que aunque algo decaida tiene todavía mucho
poder. En todos los puntos de España poseemos castillos y palacios; y
puedo aseguraros con verdad que me seria imposible hallar una torre,
una ciudadela, un edificio cualquiera, tanto en las ciudades como
en los campos, en donde no esté seguro de encontrar un hermano, un
tio ó un primo. Ademas, haciendo mi vuelta de visitas de parentela,
he cruzado el pais en todas direcciones, y conozco los sitios mas
ocultos.» Lleno el príncipe de júbilo al encontrar al buho tan
profundamente versado en la topografía le confió el secreto de su
amor y su proyecto de fuga, y le suplicó tuviese á bien servirle de
guia y consejero.

«¡Cómo! respondió el buho algo picado, ¿he nacido yo acaso para
mezclarme en intrigas de amor? ¿Yo que tengo consagrado todo mi
tiempo á la meditacion y á la luna?

--Sosegaos, augusto buho, repuso el príncipe, y dignaos de salir por
un instante de vuestras meditaciones y de la luna para ausiliar mi
fuga, y yo os concederé en cambio todo lo que acerteis á pedirme.

--Yo poseo todo lo que deseo, replicó el buho: algunos ratones bastan
para la provision de mi frugal mesa, y este agujero es harto capaz
para poder meditar. ¿Qué mas necesita un filósofo?

--Considera sin embargo, sapientísimo buho, que entre tanto que tú
meditas y miras á la luna en tu retiro, tus talentos son perdidos
para el mundo. Yo seré un dia soberano, y podré colocarte en algun
puesto honroso, y darte alguna dignidad en donde brille y sea útil tu
profunda sabiduría.»

La filosofía del buho le hacia muy superior á las necesidades de la
vida; mas no le habia libertado enteramente de la ambicion. Rindióse
pues á las ofertas del príncipe, y consintió en servirle de guia y
Mentor en su peregrinacion.

Los proyectos de un amante se egecutan con mucha prontitud. Ante
todo reunió el príncipe sus diamantes y demas alhajas, y las
ocultó entre sus vestidos como caudal para el viage; y la noche
siguiente, sirviéndole de escalera una de sus fajas, y siguiendo las
indicaciones del buho, saltó de la torre por un balcon de la muralla
esterior, y antes de amanecer ya se hallaban en medio de los montes
él y su esperimentado guia.

Allí consultó con su Mentor sobre la ruta que deberian tomar.

«Yo creo, dijo el buho, que seria acertado ir á Sevilla; porque
habeis de saber que hace muchos años hice yo una visita á mi tio,
un buho de ilustre abolengo, que habitaba en uno de los ángulos
arruinados del alcázar: con esta ocasion hice muchas escursiones
nocturnas por aquella ciudad, y habiéndome llamado La atencion
cierta luz que brillaba en una torre abandonada, dirigí una noche
el vuelo á las almenas, y ví que aquella luz era la lámpara de un
mágico árabe, á quien descubrí tambien en su escondrijo rodeado de
los libros de su ciencia, y que tenia sobre el hombro un cuervo muy
viejo que habia traido consigo de Egipto. Trabé estrechas relaciones
con dicho cuervo, y aprendí de él la mayor parte de los conocimientos
que poseo. Despues de aquella época murió el mágico; mas el cuervo
habita aun la torre, porque estos pájaros son admirables por su
longevidad. Yo pues, ó príncipe, os aconsejaria que buscaseis á este
cuervo; porque ademas de que es adivino y algo hechicero, profesa
tambien la mágia negra, en la que son muy celebrados los cuervos, y
señaladamente los de Egipto.»

Admirado el príncipe de este consejo, se dirigió á Sevilla; mas por
consideracion á su compañero, caminaba únicamente durante la noche, y
pasaba el dia en alguna gruta oscura, ó en una torre arruinada; pues
el buho conocia todas estas guaridas secretas, y su aficion á las
ruinas era igual á la de un anticuario.

Llegaron en fin á Sevilla una mañana antes de salir el sol, y el
buho, que detestaba la luz del dia y el tráfago de una ciudad tan
populosa, se quedó fuera de los muros, y puso su cuartel en el hueco
de un árbol.

Entró el príncipe en la ciudad, y no tardó á hallar la torre mágica,
que descollaba por encima de las casas, no de otra manera que una
palma sobre los matorrales del desierto. Dicha torre era la misma que
existe hoy, y es conocida con el nombre de _la Giralda_. Una escalera
trabajosa condujo al príncipe hasta la estancia mas elevada, en donde
halló efectivamente al cuervo cabalístico. Era este un pájaro viejo,
de cabeza cana y plumage ralo, semblante ceñudo, y una nube en el
ojo izquierdo que le daba una mirada de espectro. Sostenido sobre una
pata tenia la cabeza inclinada, y con el ojo que le quedaba estaba
examinando un diagrama que se veía trazado en el suelo.

Llegóse á él el príncipe con todo el respeto que su alta reputacion
y venerable aspecto debian naturalmente inspirarle: «Perdonadme, le
dijo, respetable y sapientísimo cuervo, si me atrevo á distraeros
por un instante de los estudios con que teneis admirado al mundo
entero. Veis en vuestra presencia á un amante que desea vivamente le
indiqueis los medios de que podrá valerse para lograr el objeto de su
amor.

--En otros términos, contestó el cuervo con una mirada
significativa, ¿queréis que os diga la buena ventura? Enhorabuena,
enseñadme la mano, y dejadme descifrar las líneas misteriosas de
vuestro destino.

--Perdonad, replicó el príncipe: yo no vengo aquí con objeto de
conocer los decretos del destino que Allah ha querido ocultar á los
ojos de los mortales; soy un peregrino de amor, y solo pido un hilo
que pueda dirigirme por entre el laberinto del mundo hácia el objeto
de mi peregrinacion.

--¿Y os podrán faltar objetos de esta especie en la enamorada
Andalucía? dijo el viejo cuervo dirigiendo al príncipe con semblante
maligno el único ojo que tenia, sobre todo en la alegre y deliciosa
Sevilla, donde mil bellezas de ojos negros bailan de continuo la
zambra á la fresca sombra de los floridos bosques de naranjos.»

Sonrojóse el príncipe, y se escandalizó sobremanera al oir palabras
tan libres en boca de un pájaro viejo, que estaba ya con un pie en
la sepultura. «Creedme, le dijo con gravedad, mi objeto no es tan
frívolo é innoble como parece lo suponeis. Las bellezas de ojos
negros que bailan en los bosques de naranjos del Guadalquivir, no
tienen atractivo alguno para mí: busco una beldad desconocida; pero
inocente y pura, el original de este retrato; y vuelvo á suplicarte,
muy poderoso cuervo, que si á tan lo alcanza tu ciencia, me digas en
dónde podré hallarla.»

La seriedad del príncipe desagradó al cuervo estantigua, el cual
contestó con secatura: «Todo lo que pertenece á la juventud y á la
belleza me es estraño: la vejez, la decrepitud es lo único que tiene
atractivo para mí. Soy el heraldo del destino; desde lo alto de las
chimeneas anuncio con mis graznidos los pronósticos de la muerte,
y me agrada cernerme sobre el tejado del enfermo moribundo. Id
pues, y buscad en otra parte quien os dé mas señas de vuestra bella
desconocida.

--¿Y en dónde buscarla sino entre los hijos de la sabiduría? Nací
para reinar, y los astros que precedieron á mi nacimiento, me
precisan á acometer una empresa misteriosa, de la que depende tal vez
el destino de muchos imperios.»

Cuando el cuervo oyó hablar de imperios y destinos en que estaban
interesadas las estrellas, cambió de tono, escuchó con oido atento
la historia del príncipe, y cuando la hubo terminado, le dirigió
con afabilidad estas palabras: «No puedo daros por mí mismo ninguna
noticia; porque como ya os he dicho, frecuento muy poco los jardines
y los retretes de las damas; pero dirigíos á Córdoba, y buscad la
palma del grande Abderramen, que se halla en el patio principal de
la mezquita. Al pie de este árbol hallareis un gran viagero que ha
visitado todos los paises y todas las córtes: favorecido en todas
partes por las reinas y las princesas, esta relacionado con todos los
magnates del reino, y yo no dudo que podrá daros noticias del objeto
de vuestras diligencias.

--Mil millones de gracias por tan precioso consejo, dijo el
príncipe: adios, venerable brujo.

--Adios, peregrino de amor,» respondió el cuervo con tono seco, y se
puso á calcular de nuevo sobre su diagrama.

Salió el príncipe de Sevilla, y se fue á buscar á su compañero el
buho, que dormitaba todavía dentro de su árbol; despertóle, y tomaron
ambos el camino de Córdoba, atravesando los bosques de naranjos y
limoneros, que refrescan con su sombra las deliciosas márgenes del
Guadalquivir. Llegados á las puertas de la ciudad, el buho levantó
el vuelo, y se metió en una grieta de la muralla, y el príncipe se
dirigió al momento á buscar la palma que plantára en los antiguos
tiempos el grande Abderramen. Estaba en el patio de la mezquita,
descollando por encima de los mas altos naranjos y cipreses; algunos
dérvises y faquires, formaban diversos grupos sentados bajo los
pórticos; y muchos devotos hacian sus abluciones en la fuente antes
de entrar en la mezquita.

Al pie del árbol habia un numeroso concurso de gentes de todas
clases, que segun parecia, estaban escuchando á una persona que
hablaba con estraordinaria volubilidad. «Este es sin duda, dijo para
sí el príncipe, el gran viagero que me dará noticias de mi princesa.»
Mezclóse entre la multitud, y quedó sobremanera sorprendido al
ver que el orador, en derredor del cual se reunia tan distinguido
auditorio, era un papagayo de hermoso plumage verde, gesto remilgado
y copete erguido, que tenia todas las trazas de un pájaro sumamente
pagado de sí mismo.

«¿En qué consiste, dijo el príncipe á uno de los oyentes, que tantas
personas de razon se estén divirtiendo con la parladuria de un pájaro
de esta especie?

--Vos no sabeis de quién hablais, replicó el otro: este papagayo
desciende del famoso loro de Persia, tan célebre por sus talentos en
la adivinacion: tiene toda la ciencia del oriente en el pico de la
lengua, y cita versos como agua. En todos los paises que ha recorrido
le han mirado como un milagro de erudicion; con las mugeres, sobre
todo, se ha adquirido un partido prodigioso; porque el bello sexo ha
hecho siempre mucho caso de los papagayos que citan versos.

--Muy bien, dijo el príncipe, conozco que me habia equivocado, y
en verdad que me holgaria de tener un rato de conversacion con tan
distinguido viagero.»

Con efecto solicitó y obtuvo una entrevista privada, y empezó á
esponer el objeto de su peregrinacion; mas apenas habia pronunciado
algunas palabras, cuando soltó el loro una gran carcajada, y continuó
riendo hasta llorar. «Perdonad, dije, mi loca alegria; pero el solo
nombre de amor me hace descoyuntar de risa.» Mortificado el príncipe
de tan intempestiva jovialidad, le replicó con tono grave: «¿Por
ventura no es el amor el gran misterio de la naturaleza, el principio
secreto de la vida, el vínculo universal de la simpatía?

--¡Patarata! ¡Pura patarata! Decidme os ruego, ¿en dónde habeis
aprendido esa gerigonza sentimental? Creedme, ya no es moda el amor,
ni siquiera se habla ya de él entre las gentes de talento, ni en la
buena sociedad.»

Suspiró el príncipe, acordándose del lenguage tan diferente de su
amigo el palomo. «Mas este papagayo, discurria, ha pasado su vida
en las córtes; blasona de elegante, y afecta ser un personage:
seguramente no sabrá nada de amor; y como no queria provocar nuevas
chufletas sobre el afecto que llenaba su corazon, se encaminó
directamente al objeto de su visita.

«Dignaos decirme, ó incomparable papagayo; vos, para quien han estado
abiertos los asilos mas reconditos de la belleza, ¿habeis tal vez
encontrado en el discurso de vuestros viages el original de este
retrato?»

Tomó el papagayo el retrato entre las garras, volvió á uno y otro
lado la cabeza para observarle con ambos ojos, y esclamó en fin: «Ve
aquí, por vida mia, una liada cara; sí, cierto, una cara lindísima.
Mas como yo he visto en mis viages tantas mugeres hermosas, me seria
muy difícil.... pero no.... aguardad.... sí.... ahora me acuerdo de
estas facciones.... no, no me engaño: esta es la princesa Aldegunda:
¿es posible que haya yo podido desconocer á una de mis mayores amigas?

--¡La princesa Aldegunda! repitió el príncipe; ¿y en dónde la
hallaremos?

--Cachaza, señor mio, cachaza; que mas fácil es hallarla que
obtenerla. Esta princesa es la hija única del rey cristiano de
Toledo, la cual, merced á ciertas predicciones de esos bellacos de
astrólogos, debe vivir separada del mundo hasta cumplir los diez y
siete años. Y yo creo que os ha de ser imposible el verla, porque
ningun mortal puede llegarse al palacio en donde su padre la tiene
encerrada. Yo he sido admitido á su presencia para divertirla, y os
juro á fe de papagayo de mundo, que conozco mas de una princesa menos
amable que ella.

--Hablemos en confianza, querido papagayo, dijo el príncipe: yo
soy heredero de un reino; veo que sois un pájaro de talento y que
conoceis el mundo; ayudadme pues á ganar el corazon de la princesa,
y os prometo un puesto distinguido en mi córte.

--Lo acepto de todo corazon, dijo el papagayo; pero cuidado, que ha
de ser un bocado sin hueso, porque nosotros los sábios tenemos horror
al trabajo.»

Conviniéronse muy pronto en las condiciones, y saliendo
inmediatamente de Córdoba llamó el príncipe al buho, le presentó al
nuevo compañero de viage como un sábio concolega, y todos juntos
tomaron la vuelta de Toledo. Caminaban con mucha mas lentitud de
la que el impaciente Ahmed hubiera deseado; mas el papagayo, como
acostumbrado á la vida de caballero, era poco amigo de madrugar; y
el buho por otra parte queria echarse á dormir á la mitad de la
jornada, y hacia perder mucho tiempo con sus largas siestas. Ademas
su manía de anticuario, era un nuevo motivo de retardo; porque se
empeñaba en detenerse en todas las ruinas á fin de esplorarlas, y
poseía un caudal de largas historias de todos los monumentos antiguos
del pais, que no dejaba de referir á poca ocasion que se presentase.
Tenia el príncipe creido que este pájaro y el papagayo, como personas
instruidas que uno y otro eran, habian de avenirse muy bien; pero se
engañó completamente, porque lejos de observar semejante armonía,
casi siempre se estaban picoteando. El uno era un filósofo, y el
otro un _elegante_: el papagayo citaba versos, hacia observaciones
críticas sobre algunas obras recientes, y abundaba en pequeñas
advertencias sobre algunos puntos poco importantes de erudicion. El
buho por su parte consideraba todo esto como cosa muy frívola, y
decia abiertamente que solo estimaba la metafísica. Entonces se ponia
el papagayo á cantar, y lanzaba epigramas y pullas picantes sobre la
gravedad de su camarada, acompañándolas de una risa de satisfaccion
sobremanera insultante. Miraba el buho estos procedimientos como
otros tantos ultrages insoportables que se hacian á su autoridad;
se engallaba, esponjaba el plumage con semblante desazonado, y
permanecia silencioso todo el resto de la jornada.

El príncipe apenas notaba la poca conformidad que existia entre
sus dos amigos; porque ocupado enteramente en las ilusiones de su
fantasía y en la contemplacion del retrato de la hermosa princesa,
no veía nada de lo que pasaba en su derredor. De este modo pasaron
nuestros viageros la árida y salvage Sierra-Morena, y las agostadas
llanuras de la Mancha y Castilla, siguiendo siempre las orillas
del Tajo, que en su tortuoso curso baña la mitad de la España y de
Portugal. Llegados en fin á una ciudad fortificada con torres y muros
almenados, y edificada sobre una roca, que circundan con grande
estrépito las aguas de aquel rio:

«Veis ahí, dijo el buho, la antigua y célebre ciudad de Toledo, tan
famosa por sus antigüedades. Mirad esas cúpulas venerables, esas
torres que aunque degradadas ya por el tiempo, tienen impresa la
grandeza de los recuerdos históricos; esas torres en fin, en donde
vivieron y meditaron tantos de mis antepasados.

--¡Bah! dijo el papagayo interrumpiendo sin piedad al buho en medio
de sus trasportes de anticuario, ¿y qué nos importan á nosotros todos
esos vejestorios de torres arruinadas, ni las antiguas historias
de vuestros abuelos? Otra cosa hay aquí que interesa mucho mas
directamente á nuestro objeto. Ved ahí el asilo de la juventud y la
belleza: ya en fin, ó príncipe, teneis delante de vuestros ojos la
morada de la princesa que hace tanto tiempo buscais.»

Dirigió el príncipe la vista hácia el punto que indicaba el
papagayo, y en el centro de una deliciosa pradera, situada á la
orilla del Tajo, descubrió un suntuoso palacio que se levantaba
por entre la frondosa arboleda de un amenísimo jardin: tal era el
sitio que habia descrito el palomo como retiro del original del
retrato. Contemplábale el príncipe con el corazon agitado de varios
sentimientos. «Quizá en este momento, decia, estará la hermosa
princesa solazándose con sus doncellas á la sombra de esos frondosos
bosquecillos, ó tal vez recorrerá con paso ligero los elevados
terraplenes, si no es que se halla reposando en lo interior de la
magnífica morada.» Al examinar con atencion el edificio, observó
Ahmed, no sin disgusto, que las tapias del jardin eran de una
elevacion que imposibilitaba absolutamente el acceso; fuera de que
estaban guardadas por centinelas bien armados.

Volvióse pues al papagayo, y le dijo: «Ó el mas perfecto de los
pájaros, pues que la naturaleza te ha dotado con el dón de la
palabra, ve al jardin, busca al ídolo de mi corazon, y dile que el
príncipe Ahmed, peregrino de amor guiado por las estrellas, viene en
su busca, y acaba de llegar á la florida ribera del Tajo.»

Lleno de vanidad el papagayo al verse honrado con semejante embajada,
voló al jardin, se remontó por encima de sus altos muros, y
cerniéndose por algunos instantes sobre los céspedes y bosquecillos,
fue á posarse á la ventana de un pabellon, desde donde descubrió á la
princesa medio recostada sobre un sofá, fijos los ojos en un papel,
y bañadas de hermosas lágrimas sus cándidas megillas.

Despues de haber concertado con el pico todas las plumas de sus alas,
recompuesto su verde trage y rizádose el copete, de un vuelo se puso
con aire risueño al lado de la tierna doncella, y con el tono mas
dulce que le fue posible tomar le dirigió estas palabras: «Enjuga
tus lágrimas, ó la mas hechicera de las princesas, que vengo á traer
consuelo á tu corazon.»

Asustóse la princesa al oir una voz tan cerca de ella; mas no viendo
sino un pájaro verde que la saludaba batiendo las alas: «¡Ay! dijo,
¿qué consuelo puedes tú darme no siendo mas que un papagayo?»

Algo picado el loro con esta contestacion, respondió con cierta
secatura: «Á mas de una bella consolé yo en mi tiempo; pero dejemos
esto. Ahora vengo como embajador de un príncipe real. Sabe, ó
princesa, que Ahmed Al Kamel, príncipe de Granada, acaba de llegar en
busca tuya, y se halla en este momento en la florida ribera del Tajo.»

Á estas palabras brillaron los ojos de la princesa con mas fuego que
los diamantes de su corona.

«¡Ó el mas amable de los papagayos, dijo, benditas sean las nuevas
que me traes! La duda en que me hallaba acerca de la constancia del
príncipe me tenia ya á la orilla del sepulcro. Vuelve al príncipe,
y asegúrale que todas las palabras de su carta están grabadas en mi
corazon, y que sus versos han sido el alimento de mi alma. Pero
dile tambien que debe disponerse á probarme su amor con la fuerza
de las armas; porque mañana mismo, en celebridad del decimoséptimo
aniversario de mi nacimiento, celebrará mi padre un torneo: justarán
en él muchos príncipes, y mi mano será el premio del vencedor.»

Levantó el papagayo el vuelo, se remontó sobre los árboles del
jardin, y salvando el recinto del palacio, llegó en un momento adonde
estaba Ahmed. No es posible describir el júbilo de este: habia
hallado el original de la imágen que hacia tanto tiempo adoraba, y
le habia hallado fiel y sensible. Los mortales favorecidos que han
logrado como él la dicha de ver cumplidos sus dulces delirios y
trocarse la sombra en realidad, son los únicos que pueden formarse
una idea de su delicioso enagenamiento. Con todo no dejaba este
de hallarse mezclado con alguna inquietud: aquel torneo, aquellos
caballeros que se disponian á disputarle la posesion del objeto
amado, no le permitian entregarse enteramente á la alegria. El clarin
guerrero llenaba ya con su marcial sonido las frondosas riberas del
Tajo, y por do quiera se encontraban paladines que acudian á las
fiestas de Toledo, seguidos de numerosas y brillantes comitivas.

La misma estrella que precediera al destino de Ahmed habia influido
en el de la princesa, la cual para precaverse de los males que el
amor podia ocasionarle, debia permanecer encerrada en el solitario
palacio hasta haber cumplido diez y siete años. Sin embargo, como su
mismo retiro habia acrecentado la fama de sus gracias, se disputaban
su mano muchos príncipes; y el rey de Toledo su padre, monarca
señalado por su prudencia, para no atraerse enemigos si se inclinaba
á uno ú otro de los pretendientes, confió la eleccion de un yerno
á la suerte de las armas. Entre los que aspiraban al prez de la
victoria habia muchos célebres ya por su fuerza y bravura; al paso
que el desventurado Ahmed se veía desprovisto de armas, y sin ninguna
idea de los egercicios de la caballería ¡Qué situacion tan triste la
suya!

«¡Cuánta es mi desgracia, decia, en haber sido educado en el retiro
y bajo la direccion de un filósofo! ¿De qué sirven el álgebra ni la
filosofía para los negocios de amor? ¡Ah Eben Bonabben! ¿Por qué te
olvidaste de instruirme en el manejo de las armas?»

En esto rompió el silencio el buho, y como buen musulman que era,
empezó su discurso por una invocacion piadosa.

«¡Allah akbar! ¡Dios es grande! Las cosas mas recónditas están en sus
manos. ¡Él solo gobierna el destino de los príncipes! Sabe, ó Ahmed,
que toda esta comarca está llena de misterios, conocidos únicamente
de un corto número de eruditos, que se han dedicado como yo á las
ciencias ocultas. En uno de los montes vecinos se halla una caverna
profunda; en el centro de esta caverna hay una mesa de hierro, sobre
esta mesa están unas armas encantadas, y junto á ellas se ve un
hermoso caballo, igualmente encantado, todo lo cual ha permanecido
oculto por espacio de muchos siglos.»

Quedó el príncipe sobrecogido de admiracion; y el buho abriendo y
guiñando alternativamente sus grandes y redondos ojos, y enhestando
los cuernos, continuó así:

«Hace muchos años vine yo acompañando á mi padre en un viage que hizo
por este pais para visitar sus posesiones; y como fijamos nuestra
habitacion en la caverna de que os hablo, tuve proporcion de conocer
los misterios que encierra. Segun una tradicion de nuestra familia,
que me refirió mi abuelo siendo yo muy niño, dichas armas pertenecian
á un mágico moro, el cual habiéndose refugiado en la caverna cuando
los cristianos tomaron á Toledo, murió en ella, y dejó su caballo
y armadura bajo el influjo de un encanto, que no permitia pudiesen
servir á otro que un musulman; y aun á este solo desde el amanecer
hasta el medio dia. Pero cualquiera que haga uso de ellas en este
intervalo, está seguro de triunfar de todos sus enemigos.

--¡Basta! esclamó el príncipe, busquemos al momento esa caverna.»

Guiado por su sábio Mentor halló Ahmed la caverna, que era una
de aquellas guaridas salvages que se encuentran en medio de los
escarpados montes de Toledo; y á la verdad, solo el ojo de un
anticuario ó de un buho pudiera descubrir la entrada. Una lámpara
sepulcral, en donde ardia sin consumirse un aceite odorífero, bañaba
de pálida luz aquel misterioso retiro. Sobre una mesa, colocada en el
centro de la gruta, yacia la armadura encantada, y á su lado se veía
el corcel árabe enjaezado como para el combate, pero inmoble como
una estátua. Las armas estaban tan tersas y brillantes como cuando
salieron de las manos del artífice; el caballo fresco y lozano como
si acabase de pacer en el campo; y en el momento en que Ahmed le dió
una palmada en el cuello, empezó á herir la tierra con la mano, y
dió un relincho de alegria que estremeció toda la caverna. Provisto
de armas y caballo, ya no sintió el príncipe otro afecto que la
impaciencia de entrar en liza con sus rivales.

Llegó en fin el dia fatal. El palenque para el torneo se dispuso
en la vega ó llanura que se estiende al pie de las murallas de
Toledo; y á su rededor se levantaron anfiteatros y galerías para
los espectadores, cubriéndolos de ricas tapicerías y toldos
de seda que los defendian de los rayos del sol. Ocupaban las
galerías todas las hermosas del contorno; y veíanse al pie de
ellas mil bizarros caballeros, que se paseaban por el circo con
gentil continente, cubiertos de ricas armas y capacetes, en donde
flotaban vistosos penachos de plumas. Pero todas las bellezas
quedaron eclipsadas cuando apareció en el pabellon real la princesa
Aldegunda, mostrándose por primera vez á los ojos de una multitud de
admiradores: en todas las gradas, en todos los pabellones, en todo
el campo se levantó al momento un murmullo de placer y sorpresa; y
los príncipes, que solo aspiraban á su mano atraidos por la nombradía
de su belleza, sintieron que se redoblaba estraordinariamente su
ansia de combatir.

Mas la princesa se mostraba inquieta, y ora pálida, ora con el color
encendido, tendia la vista por la multitud, y sus miradas indicaban
temor y disgusto. Ya los clarines iban á dar la señal para el primer
combate, cuando anunció un heraldo la llegada de un caballero
estrangero, y entró en la liza el príncipe Ahmed. Llevaba sobre el
turbante un almete de acero, guarnecido de piedras preciosas; la
coraza era dorada; la cimitarra y el puñal, fabricados en Fez,
centelleaban rebutidos de diamantes; embrazaba un escudo redondo, y
llevaba la lanza encantada. El caparazon del caballo árabe estaba
ricamente bordado y colgaba hasta el suelo, y el fogoso bruto hacia
graciosas corbetas, arrojaba humo por las narices, y daba alegres
relinchos al verse de nuevo en un campo de batalla. El noble ademan
y gallardo talle del príncipe Ahmed cautivaron la atencion general;
y cuando fue anunciado bajo el nombre del _Peregrino de amor_, todas
las damas de las galerías esperimentaron una agitacion estraordinaria.

Entre tanto, al presentarse Ahmed para entrar en la liza, le
fue cerrada la barrera; porque para ser admitido al combate era
indispensable ser príncipe. Declaró su nombre y su rango; pero fue
mucho peor, porque siendo mahometano no podia tomar parte en un
torneo, cuyo premio era la mano de una princesa cristiana.

Rodeáronle con ademan altivo y amenazador los príncipes sus
competidores; y uno de ellos, notable por sus insolentes maneras
y talla hercúlea, quiso poner en ridículo el tierno renombre de
peregrino de amor. Ofendido el príncipe desafió lleno de furia á su
rival: volvieron las riendas, tomaron campo y corrieron impetuosos
á encontrarse; mas al primer bote de la lanza mágica, el indiscreto
bufon, á pesar de su enorme estatura y fuerza prodigiosa, saltó de
la silla. Hubiera querido Ahmed detenerse aquí, mas las habia con un
caballo endemoniado y con unas armas encantadas, que nada era capaz
de contener una vez puestas en accion. El corcel se lanzó sobre el
grupo mas cerrado, y la lanza se llevaba por delante todo lo que
encontraba. El amable y pacífico príncipe, hendiendo con violencia
por entre la asombrada multitud, y cubriendo la arena de caballeros
vencidos, sin distincion de clases, de valor ó de destreza, se
lastimaba él mismo de sus involuntarias hazañas. Pateaba el rey de
corage, y al ver tan mal parados á sus vasallos y á sus huéspedes,
mandó á los guardias que se apoderasen del que así se atrevia á
ultrajarle; mas los guardias quedaban fuera de combate luego que se
acercaban al príncipe. Mesábase el rey su larga barba, y tomando
el escudo y la lanza, saltó él mismo á la arena para imponer al
estrangero con la magestad real. Mas en aquel momento llegaba el
sol al meridiano: el encanto recobraba su influjo, y el caballo
árabe se lanzó en la llanura, saltó la barrera, se arrojó en el
Tajo, rompió nadando sus espumosas olas, y llevó al príncipe sin
aliento y desesperado á la caverna mágica. Sobrado feliz Ahmed al
apearse sano y salvo del diabólico bridon, volvió á dejar las armas
y se sometió á los nuevos decretos del destino. Sentado en la gruta
reflexionaba sobre las desgracias que aquel caballo y aquellas armas
le habian atraido. ¿Cómo habia de atreverse á presentarse en Toledo
despues de haber llenado de vergüenza á sus caballeros de un modo
tan ignominioso? ¿Qué dirian, señaladamente la princesa, de una
conducta tan insultante y grosera? Lleno de ansiedad envió á caza de
noticias á sus dos confidentes alados. El papagayo corrió todas las
encrucijadas y plazas públicas de Toledo, y volvió muy pronto con
abundante provision de chismes. Toda la ciudad estaba consternada:
á la princesa se la habian llevado sin sentido del pabellon; el
torneo se habia concluido con el mayor desórden; todos hablaban de la
repentina aparicion, de las prodigiosas hazañas, y de la desaparicion
todavía mas prodigiosa del caballero musulman: quién decia que era
sin duda algun moro mágico; quién opinaba que no podia ser otro
sino un demonio en figura humana; al paso que muchos, recordando
las tradiciones de los guerreros que permanecian encantados en
las cavernas de los montes, suponian que podia ser alguno de ellos
que hubiese hecho esta irupcion desde el centro de su guarida. Por
lo demas todos convenian en que un simple mortal no hubiera podido
egecutar aquellos hechos estraordinarios, ni arrancar tan fácilmente
de las sillas á la flor de los caballeros cristianos.

Luego que cerró la noche salió tambien el buho á dar su vuelta, y
á favor de la oscuridad corrió todo el pueblo, posándose en los
tejados y en las chimeneas. Dirigió en fin el vuelo al palacio real,
construido en la cumbre del monte de Toledo, recorrió los terraplenes
y las almenas; y husmeando por todos los rincones, y aplicando sus
espantados ojos á todas las ventanas en donde distinguia luz; hizo
tambien desmayar de miedo á dos ó tres doncellas de la princesa, y
continuó sus investigaciones hasta el amanecer, á cuya hora se fue á
buscar al príncipe, y le participó todo lo que habia descubierto en
su espedicion.

«Volando, le dijo, por delante de una de las torres mas elevadas
del palacio, descubrí desde una ventana á la hermosa princesa, que
tendida en su lecho y rodeada de médicos y de mugeres, no queria
tomar nada de lo que la daban para aliviarla. Cuando se salieron, ví
que sacaba de su seno una carta, la leía la besaba y prorrumpia en
amargos lamentos, de que yo, como filósofo, no hice ningun caso.»

El tierno corazon de Ahmed quedó oprimido bajo el peso de tan
tristes noticias: «Tú tenias razon, esclamaba, sábio Eben Bonabben;
la tristeza, los cuidados, dias de tribulacion y noches de vigilia
son el patrimonio de los amantes: ¡Allah preserve á la princesa del
funesto influjo de este amor, que tanto deseé conocer en mi delirio!»

Las nuevas noticias que el príncipe recibió de Toledo confirmaron
la relacion del buho: toda la ciudad estaba consternada; habian
encerrado á la princesa en la torre mas alta del palacio, y
guardábanse con la mayor vigilancia todas las avenidas. Entre tanto
se habia apoderado de ella una melancolía profunda, cuya causa no
podia nadie penetrar: negábase á tomar alimento, y cerraba los oidos
á todo consuelo. En vano habian ensayado los médicos mas hábiles
todos los recursos del arte, en términos que al fin llegó á creerse
que estaba bajo el dominio de algun sortilegio. En situacion tan
lastimera mandó el rey publicar por todo el reino, que cualquiera que
lograse curar á la princesa, recibiria en premio la joya mas rica de
su tesoro.

Cuando oyó el buho esta noticia desde un rincon de la caverna en
donde estaba dormitando, volvió alternativamente sus grandes ojos á
uno y otro lado, y tomando un aspecto mas misterioso que nunca:

«¡Allah akbar! dijo, dichoso el que pueda efectuar esta curacion, si
sabe únicamente cuál de las joyas de la corona debe elegir.

--¿Y qué idea es la vuestra, ó venerable buho? preguntó el príncipe.

--Estadme atento, ó príncipe, y vereis el término adonde se dirige lo
que acabo de deciros. Nosotros los buhos formamos, como ya sabeis,
un cuerpo sábio, dedicado principalmente á investigaciones oscuras
y polvorientas: pues ahora bien: en mi última escursion nocturna á
las torres y chapiteles de Toledo, descubrí una academia de buhos
anticuarios, que celebra sus sesiones en la gran torre, donde se
halla depositado el tesoro real. Reunidos allí aquellos sábios,
disertan largamente acerca de las formas, inscripciones y objetos
de las antiguas alhajas, y vasos de oro y plata que se hallan
amontonados en aquella pieza; sobre los usos de los diferentes
pueblos y edades; pero lo que principalmente los ocupa, son ciertas
antiguallas y talismanes que se conservan allí desde el tiempo del
rey godo D. Rodrigo. Entre estos últimos objetos existe un cofre
de madera de sándalo, precintado con barras de hierro á la manera
oriental, y cubierto de caracteres misteriosos, conocidos únicamente
por algunas personas doctas. Este cofre y su inscripcion han sido
el objeto de muchas sesiones de la academia, y ocasionado grandes
debates entre sus miembros; y en el momento de mi visita, puesto á
una esquina del cofre un buho muy viejo que acababa de llegar de
Egipto, estaba leyendo las palabras escritas sobre la cubierta; y
ateniéndose á su sentido, probó que el cofre contenia la alfombra de
seda que cubria el trono del sábio Salomon: cuya alhaja debieron de
traer á Toledo los judíos que se refugiaron aquí cuando la pérdida de
Jerusalen.»

Luego que terminó el buho su erudito discurso, quedó el príncipe como
sumergido en profundas meditaciones; y al cabo de breves momentos
dijo dirigiéndose á sus compañeros:

«Mas de una vez he oido hablar al sábio Eben Bonabben de las
propiedades de ese talisman, que habiendo desaparecido en la
destruccion de Jerusalen, se creía ya perdido para el género humano.
Su existencia es sin duda un misterio para los cristianos de Toledo;
y si yo pudiese apoderarme de ese cofre, era cierta mi felicidad.»

Desde el dia siguiente trocó el príncipe sus ricas vestiduras por
el humilde trage de un árabe del desierto, se pintó el rostro y
las manos de color cobrizo, y quedó tal que nadie hubiera conocido
en él al gallardo caballero que causára tanta admiracion y espanto
en el torneo. Con un palo en la mano, una canasta al lado y una
flauta campestre se dirigió á Toledo, y presentándose á las puertas
de palacio, se anunció como un aspirante á la recompensa prometida
por la curacion de la princesa. Los guardias querian arrojarle
ignominiosamente. «¡Cómo! decian, ¿un beduino miserable podria hacer
lo que han intentado en vano los primeros sábios?» Mas el rey, oido
el alboroto y preguntada la causa, mandó que le presentasen aquel
hombre.

«Poderoso rey, dijo Ahmed, teneis en vuestra presencia á un árabe
beduino, que ha pasado la mayor parte de su vida en las soledades del
desierto. Notorio es que estas se hallan infestadas de toda suerte
de demonios y espíritus malignos, que nos atormentan á los pobres
pastores, cuando apacentamos nuestros ganados lejos de los pueblos;
se entran en los cuerpos de las reses, y algunas veces comunican
fiereza hasta al paciente camello. Para deshacer estos sortilegios,
no empleamos otros medios que la música; y ciertas tonadas que se han
trasmitido de generacion en generacion, ora cantadas, ora tocadas con
el caramillo, tienen la virtud de ahuyentar aquellos malos espíritus.
Yo pues pertenezco por dicha á una familia eminentemente dotada de
esta virtud maravillosa contra los hechizos y sortilegios; la poseo
en toda su plenitud; y si el estado lastimoso en que parece se halla
vuestra hija es ocasionado por alguna influencia maligna de este
género, me obligo desde luego á libertarla, y respondo de su salud
con mi cabeza.»

Era el rey un hombre de muy buen juicio; conocia los secretos de los
árabes de que el beduino acababa de hablarle, y habiéndole inspirado
la mayor confianza la franqueza con que este pastor se esplicaba,
le condujo al gabinete de la princesa, cuyas ventanas daban á una
especie de galería, desde donde se descubria toda la ciudad de Toledo
con las campiñas circunvecinas.

Sentóse el príncipe en una silla que se habia colocado en la
galería, y tocó algunas tonadas árabes que habia aprendido de sus
criados en el Generalife. La princesa permaneció insensible, y los
médicos que se hallaban allí meneaban la cabeza y se sonreían con
semblante de incredulidad y menosprecio. En fin, el príncipe dejó
el caramillo, y se puso á cantar los versos que envió á la princesa
declarándola su amor.

La hermosa doncella reconoció al momento las estancias, apoderóse
de su corazon una alegria repentina, levantó la cabeza, escuchó;
arrasáronse de lágrimas sus ojos, palpitaba su seno, y tiñósele de
púrpura el semblante. Bien hubiera pedido que hiciesen entrar al
músico; pero el tímido pudor de una vírgen no la dejaba hablar.
Comprendió el rey su deseo, y mandó al momento que entrase el
cantor. Viéronse los dos amantes y fueron discretos, pues se
contentaron con dirigirse mútuamente algunas tiernas miradas que
decian mucho mas que largos discursos. Nunca se vió triunfo mas
completo: las rosas aparecieron de nuevo en las megillas de la
encantadora Aldegunda; sus labios recobraron su frescura, sus ojos su
brillo seductor.

Mirábanse atónitos los médicos, y el rey consideraba al beduino con
una admiracion mezclada de respeto. «Jóven prodigioso, esclamó,
quiero que seas mi primer médico, y jamas tomaré otros remedios que
tu dulce melodía. Por ahora recibe la recompensa que te es debida;
elige la joya mas preciosa de mi tesoro.

--Ó rey, contestó Ahmed, el oro, la plata ni las piedras preciosas
tienen á mis ojos muy poco valor; mas tú posees una reliquia, un
cofre de madera de sándalo que encierra una alfombra de seda. Dame
pues ese cofre y nada mas deseo.»

Todos los circunstantes quedaron sorprendidos de lo moderado de la
eleccion; y mas aun, cuando traido el cofre, fue sacada la alfombra:
la materia era seda, el color un verde muy hermoso, y estaba cubierta
de caracteres hebreos y caldeos. Los médicos de la córte se miraban
encogiéndose de hombros, y sonriéndose de la simplicidad de su nuevo
compañero, que se contentaba con tan módicos honorarios.

«Esta alfombra, dijo el príncipe, cubrió en otro tiempo el trono de
Salomon, el mas sábio de los monarcas: digna es de ser colocada á
los pies de la belleza.»

Dicho esto desplegó la alfombra y la tendió en la galería, debajo de
un lecho que habian colocado allí para la princesa, y sentándose á
los pies de esta:

«¿Quién podrá oponerse, continuó, á los decretos del destino?
¡Cumpliéronse las predicciones de los astrólogos! Sabe, ó rey, que tu
hija y yo nos amábamos en secreto hacia largo tiempo: ya tienes en tu
presencia al Peregrino de amor.»

No bien habia pronunciado estas palabras, cuando se levantó la
alfombra en el aire, llevándose al príncipe y á la princesa. El rey
y los médicos se quedaron pasmados, y siguieron con la vista á los
fugitivos, hasta que ya no se distinguian sino como un punto negro
que resaltaba sobre el fondo blanco de una nube, y que al fin se
perdió en el azul del cielo.

Indignado el rey, hizo llamar inmediatamente á su tesorero. «¿Cómo,
le dijo, has permitido que un infiel tomase posesion de tan precioso
talisman?

--¡Ah señor! respondió el tesorero, aquí no conocíamos sus virtudes,
ni el sentido de los caracteres inscritos sobre el cofre que le
guardaba. Si es en efecto la alfombra del rey Salomon, no cabe duda
que se halla dotada del poder mágico de trasportar á su posesor por
los aires adonde le plazca ir.»

Reunió el rey un poderoso egército y se dirigió á Granada, adonde
llegó despues de una marcha larga y penosa. Luego que dió vista á
la ciudad sentó sus reales en la vega, y envió un heraldo á reclamar
á su hija. El rey de Granada salió en persona á saludar al monarca
toledano, que reconoció en él al músico beduino. Ahmed acababa de
subir al trono por muerte de su padre, y la bella Aldegunda era su
sultana.

El rey cristiano consintió en el enlace de su hija con Ahmed, cuando
se le prometió que la princesa quedaria en libertad para conservar su
religion; porque de otro modo estaba resuelto á oponerse con todo su
poder. En vez de batallas sangrientas hubo fiestas y regocijos; el
anciano rey regresó luego á Toledo, y los jóvenes esposos continuaron
reinando en la Alhambra con no menos sabiduría que felicidad.

Para completar mi historia no puedo dispensarme de añadir que el
buho y el papagayo habian seguido al príncipe á cortas jornadas: el
primero solo viajaba por la noche, alojándose durante el dia en las
diferentes posesiones hereditarias de su familia; el último figuraba
en las reuniones mas brillantes de las ciudades que se hallaban en el
tránsito. Ahmed recompensó generosamente los servicios que uno y otro
le habian hecho durante su peregrinacion, pues nombró primer ministro
al buho, y maestro de ceremonias al papagayo. Con lo cual parece
inútil añadir que jamas hubo reino mejor administrado; ni córte mas
escrupulosa en la observancia de las reglas de la etiqueta.


FIN.





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