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Title: Insolación y Morriña - Dos historias amorosas
Author: Pardo-Bazán, Emilia
Language: Spanish
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book was produced from images made available by the
HathiTrust Digital Library.)



                            OBRAS COMPLETAS

                                  DE

                          EMILIA PARDO-BAZÁN

                        CONDESA DE PARDO-BAZÁN

                               TOMO VII

                          INSOLACIÓN--MORRIÑA



                          EMILIA PARDO-BAZÁN

                        CONDESA DE PARDO-BAZÁN

                      OBRAS COMPLETAS.--TOMO VII


                              INSOLACIÓN

                                   Y

                                MORRIÑA

                       (DOS HISTORIAS AMOROSAS)

                        [Illustration: colofón]

                                MADRID
                    V. PRIETO Y COMPAÑÍA, EDITORES
                          Pontejos, número 8.
                                 1911



                             Es propiedad.

                        Queda hecho el depósito
                           que marca la ley.


              Establecimiento tipográfico, Campomanes, 4.



                       _A José Lázaro Galdiano_

                        _en prenda de amistad_

                              La Autora.



                              INSOLACIÓN



I


La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido
de los limbos del sueño, fué un dolor como si la barrenasen las sienes
de parte á parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las
raíces del pelo se convertían en millares de puntas de aguja y se le
clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita,
amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas
ardían; latían desaforadamente las arterias, y el cuerpo declaraba á
gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de la cama, no estaba
él para valentías tales.

Suspiró la señora; dió una vuelta, convenciéndose de que tenía
molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con
garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del
cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís exclamó
con voz ronca y debilitada:

--Menos abierto... Muy poco... Así.

--¿Cómo le va, señorita?--preguntó muy solícita la Angela (por mal
nombre _Diabla_).--¿Se encuentra algo más aliviada ahora?

--Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.

--¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?

--Clavada... A ver si me traes una taza de tila...

--¿Muy cargada, señorita?

--Regular...

--Voy volando.

Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara á
la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más
objeto que sentir el fresco de la batista en aquellas mejillas y frente
que estaban echando lumbre.

De tiempo en tiempo exhalaba un gemido sordo.

En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria de la Casa
de la Moneda, pues no recordaba aturdimiento como el presente, sino el
que había experimentado al visitar la fábrica de dinero y salir medio
loca de las salas de acuñación.

Entonces, lo mismo que ahora, se le figuraba que una legión de enemigos
se divertía en pegarla tenazazos en los sesos y devanarla con argadillos
candentes la masa encefálica.

Además, notaba cierta trepidación allá dentro, igual que si la cama
fuese una hamaca, y á cada balance se le amontonase el estómago y le
metiesen en prensa el corazón.

La tila. Calentita, muy bien hecha. Asís se incorporó, sujetando la
cabeza y apretándose las sienes con los dedos. Al acercar la cucharilla
á los labios, náuseas reales y efectivas.

--Hija... está hirviendo... Abrasa. ¡Ay! Sosténme un poco, por los
hombros. ¡Así!

Era la Diabla una chica despabilada, lista como una pimienta: una
luguesa que no le cedía el paso á la andaluza más ladina. Miró á su ama
guiñando un poco los ojos, y dijo compungidísima al parecer:

--Señorita... Vaya por Dios. ¿Se encuentra peor? Lo que tiene no es sino
eso que le dicen allá en nuestra tierra un _soleado_... Ayer se caían
los pájaros de calor, y V. fuera todo el santo día...

--Eso será...,--afirmó la dama.

--¿Quiere que vaya enseguidita á avisar al señor de Sánchez del Abrojo?

--No seas tonta... No es cosa para andar fastidiando al médico. Un meneo
á la taza. Múdala á ese vaso...

Con un par de trasegaduras de vaso á taza y viceversa, quedó potable la
tila. Asís se la embocó, y al punto se volvió hacia la pared.

--Quiero dormir... No almuerzo... Almorzad vosotros... Si vienen
visitas, que he salido... Atenderás por si llamo.

Hablaba la dama sorda y opacamente, de mal talante, como aquel que no
está para bromas y tiene igualmente desazonados el cuerpo y el espíritu.

Se retiró por fin la doncella, y al verse sola, Asís suspiró más
profundo y alzó otra vez las sábanas, quedándose acurrucada en una
concha de tela. Se arregló los pliegues del camisón, procurando que la
cubriese hasta los piés; echó atrás la madeja del pelo revuelto,
empapado en sudor y áspero de polvo, y luego permaneció quietecita, con
síntomas de alivio y aun de bienestar físico producido por la infusión
calmante.

La jaqueca, que ya se sabe cómo es de caprichosa y maniática, se había
marchado por la posta desde que llegara al estómago la taza de tila; la
calentura cedía, y las bascas iban aplacándose... Sí, lo que es el
cuerpo se encontraba mejor, infinitamente mejor; pero, ¿y el alma? ¿Qué
procesión le andaba por dentro á la señora?

No cabe duda: si hay una hora del día en que la conciencia goza todos
sus fueros, es la del despertar. Se distingue muy bien de colores
después del descanso nocturno y el paréntesis del sueño. Ambiciones y
deseos, afectos y rencores se han desvanecido entre una especie de
niebla; faltan las excitaciones de la vida exterior; y así como después
de un largo viaje parece que la ciudad de donde salimos hace tiempo no
existe realmente, al despertar suele figurársenos que las fiebres y
cuidados de la víspera se han ido en humo y ya no volverán á acosarnos
nunca. Es la cama una especie de celda donde se medita y hace examen de
conciencia, tanto mejor cuanto que se está muy á gusto, y ni la luz ni
el ruido distraen. Grandes dolores de corazón y propósitos de la
enmienda suelen quedarse entre las mantas.

Unas miajas de todo esto sentía la señora; sólo que á sus demás
impresiones sobrepujaba la del asombro.--«¿Pero es de veras? ¿Pero me ha
pasado _eso_? Señor Dios de los ejércitos, ¿lo he soñado ó no? Sácame de
esta duda.»--Y aunque Dios no se tomaba el trabajo de responder negando
ó afirmando, _aquello_ que reside en algún rincón de nuestro ser moral y
nos habla tan categóricamente como pudiera hacerlo una voz divina,
contestaba:--«Grandísima hipócrita, bien sabes tú como fué: no me
preguntes, que te diré algo que te escueza.»

--Tiene razón la Diabla: ayer atrapé un _soleado_ y para mí, el sol...
matarme. ¡Este chicharrero de Madrid! ¡El veranito y su alma! Bien
empleado, por meterme en avisperos. A estas horas debía yo andar por mi
tierra...

Doña Francisca Taboada se quedó un poquitín más tranquila desde que pudo
echarle la culpa al sol. A buen seguro que el astro-rey dijese esta boca
es mía protestando, pues aunque está menos acostumbrado á las
acusaciones de galeotismo que la luna, es de presumir que las acoja con
igual impasibilidad é indiferencia.

--De todos modos--arguyó la voz inflexible,--confiesa, Asís, que si no
hubieses tomado más que sol... Vamos, á mí no me vengas tú con
historias, que ya sabes que nos conocemos... ¡como que andamos juntos
hace la friolera de treinta y dos abriles! Nada, aquí no valen
subterfugios... Y tampoco sirve alegar que si fué inesperado, que si
parece mentira, que si patatín, que si patatán... Hija de mi corazón, lo
que no sucede en un año sucede en un día. No hay que darle vueltas. Tú
has sido hasta la presente una señora intachable; bien; una perfecta
viuda; conformes; te has llevado en peso tus dos añitos de luto (cosa
tanto más meritoria cuanto que, seamos francos, últimamente ya
necesitabas alguna virtud para querer á tu tío, esposo y señor natural,
el insigne marqués de Andrade, con sus bigotes pintados y sus achaques,
fístulas ó lo que fuesen); á pesar de tu genio animado y tu afición á
las diversiones, en veinticuatro meses no se te ha visto el pelo sino en
la iglesia ó en casa de tus amigas íntimas; convenido; has consagrado
largas horas al cuidado de tu niña y eres madre cariñosa; nadie lo
niega; te has propuesto siempre portarte como una señora, disfrutar de
tu posición y tu independencia, no meterte en líos ni hacer contrabando;
lo reconozco; pero... ¿qué quieres, mujer? te descuidaste un minuto,
incurriste en una chiquillada (porque fué una chiquillada, pero
chiquillada del género atroz, convéncete de ello) y por cuanto viene el
demonio y la enreda y te encuentras de patitas en la gran trapisonda...
No andemos con sol por aquí y calor por allá. Disculpas de mal pagador.
Te falta hasta la excusa vulgar, la del cariñito y la pasioncilla...
Nada, chica, nada. Un pecado gordo en frío, sin circunstancias
atenuantes y con ribetes de desliz chabacano. ¡Te luciste!

Ante estos argumentos irrefutables cedía la acción bienhechora de la
tila, y Asís iba experimentando otra vez terrible desasosiego y sofoco.
El barreno que antes le taladraba la sien, se había vuelto sacacorchos,
y haciendo hincapié en el occipucio, parecía que enganchaba los sesos á
fin de arrancarlos igual que el tapón de una botella. Ardía la cama y
también el cuerpo de la culpable, que, como un San Lorenzo en sus
parrillas, daba vueltas y más vueltas en busca de rincones frescos, al
borde del colchón. Convencida de que todo abrasaba igualmente, Asís
brincó de la cama abajo, y blanca y silenciosa como un fantasma entre la
penumbra de la alcoba, se dirigió al lavabo, torció el grifo del
depósito, y con las yemas de los dedos empapadas en agua, se humedeció
frente, mejillas y nariz; luego se refrescó la boca, y por último se
bañó los párpados largamente, con fruición; hecho lo cual, creyó sentir
que se le despejaban las ideas y que la punta del barreno se retiraba
poquito á poco de los sesos. ¡Ay, qué alivio tan rico! A la cama, á la
cama otra vez, á cerrar los ojos, estarse quietecita y callada y sin
pensar en cosa ninguna...

Sí, á buena parte. ¿No pensar dijiste? Cuanto más se aquietaban los
zumbidos y los latidos, y la jaqueca y la calentura, más nítidos y
agudos eran los recuerdos, más activas y endiabladas las cavilaciones.

--Si yo pudiese rezar--discurrió Asís.--No hay para esto de conciliar el
sueño como repetir una misma oración de carretilla.

Intentólo en efecto; mas si por un lado era soporífera la operación, por
otro agravaba las inquietudes y resquemores íntimos de la señora. Bonito
se pondría el Padre Urdax cuando tocasen á confesarse de aquella cosa
inaudita y estupenda. ¡Él, que tanto se atufaba por menudencias de
escotes, infracciones de ayuno, asistencia á saraos en cuaresma, mermas
de misa y otros pecadillos que trae consigo la vida mundana en la corte!
¿Qué circunloquios serían más adecuados para atenuar la primer impresión
de espanto y la primer filípica? Sí, sí ¡circunloquios al Padre Urdax!
¡Él, que lo preguntaba todo derecho y claro, sin pararse en vergüenzas
ni en reticencias! ¡Con aquel geniazo de pólvora y aquella manga
estrechita que gastaba! Si al menos permitiese explicar la cosa desde un
principio, bien explicada, con todas las aclaraciones y notas precisas
para que se viese la fatalidad, la serie de circunstancias que... Pero,
¿quién se atreve á hacer mérito de ciertas disculpas ante un jesuíta tan
duro de pelar y tan largo de entendederas? Esos señores quieren que todo
sea virtud á raja tabla, y no entienden de componendas ni de excusas.
Antes parece que se les tachaba de tolerantísimos: no, pues lo que es
ahora...

No obstante el triste convencimiento de que con el Padre Urdax sería
perder tiempo y derrochar saliva todo lo que no fuese decir _acúsome_,
_acúsome_, Asís, en la penumbra del dormitorio, entre el silencio,
componía mentalmente el relato que sigue, donde claro está que no había
de colocarse en el peor lugar, sino paliar el caso: aunque, señores,
ello admitía bien pocos paliativos.



II


Hay que tomarlo desde algo atrás y contar lo que pasó, ó por mejor
decir, lo que se charló anteayer en la tertulia semanal de la duquesa de
Sahagún, á la cual soy asidua concurrente. También la frecuenta mi
paisano el comandante de artillería Don Gabriel Pardo de la Lage,
cumplido caballero, aunque un poquillo inocentón, y sobre todo muy
estrafalario y bastante pernicioso en sus ideas, que á veces sostiene
con gran calor y terquedad, si bien las más noches le da por acoquinarse
y callar ó jugar al tresillo, sin importársele de lo que pasa en nuestro
corro. No obstante, desde que yo soy obligada todos los miércoles, notan
que Don Gabriel se acerca más al círculo de las señoras y gusta de armar
pendencia conmigo y con la dueña de la casa; por lo cual hay quien
asegura que no le parezco saco de paja á mi paisano, aun cuando otros
afirman que está enamorado de una prima ó sobrina suya, acerca de quien
se refieren no sé que historias raras. En fin, el caso es que disputando
y peleándonos siempre, no hacemos malas migas el comandante y yo. ¡Qué
malas migas! A cada polémica que armamos, parece aumentar nuestra
simpatía, como si sus mismas genialidades morales (no sé darles otro
nombre) me fuesen cayendo en gracia y pareciéndome indicio de cierta
bondad interior... Ello va mal expresado..., pero yo me entiendo.

Pues anteayer (para venir al asunto) estuvo el comandante desde los
primeros momentos muy decidor y muy alborotado, haciéndonos reir con sus
manías. Le sopló la ventolera de sostener una vulgaridad: que España es
un país tan salvaje como el Africa central, que todos tenemos sangre
africana, beduina, árabe ó qué sé yo, y que todas esas músicas de
ferrocarriles, telégrafos, fábricas, escuelas, ateneos, libertad
política y periódicos, son en nosotros postizas y como pegadas con goma,
por lo cual están siempre despegándose, mientras lo verdaderamente
nacional y genuino, la barbarie subsiste, prometiendo durar por los
siglos de los siglos. Sobre esto se levantó el caramillo que es de
suponer. Lo primero que le repliqué fué compararlo á los franceses, que
creen que sólo servimos para bailar el bolero y repicar las castañuelas;
y añadí que la gente bien educada era igual, idéntica, en todos los
países del mundo.

--Pues mire V., eso empiezo por negarlo--saltó Pardo con grandísima
fogosidad.--De los Pirineos acá, todos, sin excepción, somos salvajes,
lo mismo las personas finas que los tíos; lo que pasa es que nosotros lo
disimulamos un poquillo más, por vergüenza, por convención social, por
conveniencia propia; pero que nos pongan el plano inclinado, y ya
resbalaremos. El primer rayito de sol de España--este sol con que tanto
nos muelen los extranjeros y que casi nunca está en casa, porque aquí
llueve lo propio que en París, que ese es el chiste...

Le interrumpí:

--Hombre, sólo falta que también niegue V. el sol.

--No lo niego, ¡qué he de negarlo! Por lo mismo que suele embozarse bien
en invierno, de miedo á las pulmonías, en verano lo tienen Vds.
convirtiendo á Madrid en sartén ó caldera infernal, donde nos
achicharramos todos... Y claro, no bien asoma, produce una fiebre y una
excitación endiabladas... Se nos sube á la cabeza, y entonces es cuando
se nivelan las clases ante la ordinariez y la ferocidad general.

--Vamos, ya pareció aquello. V. lo dice por las corridas de toros.

En efecto, á Pardo le da muy fuerte eso de las corridas. Es uno de sus
principales y frecuentes asuntos de sermón. En tomando la ampolleta
sobre los toros, hay que oirle poner como digan dueñas á los partidarios
de tal espectáculo, que él considera tan pecaminoso como el Padre Urdax,
los bailes de Piñata y las representaciones del _Demi-monde_ y
_Divorciémonos_. Sale á relucir aquello de las tres fieras, toro, torero
y público; la primera, que se deja matar porque no tiene más remedio; la
segunda, que cobra por matar; la tercera, que paga para que maten, de
modo que viene á resultar la más feroz de las tres; y también aquello de
la suerte de pica, y de las tripas colgando, y de las excomuniones del
Papa contra los católicos que asisten á corridas, y de los perjuicios á
la agricultura... Lo que es la cuenta de perjuicios la saca de un modo
imponente. Hasta viene á resultar que por culpa de los toros hay déficit
en la Hacienda y hemos tenido las dos guerras civiles... (Verdad que
esto lo soltó en un instante de acaloramiento, y como vió la greguería y
la chacota que armamos, medio se desdijo.) Por todo lo cual, yo pensé
que al nombrar ferocidad y barbarie vendrían los toros detrás. No era
eso. Pardo contestó:

--Dejemos á un lado los toros, aunque bien revelan el influjo
barbarizante ó barbarizador (como Vds. gusten) del sol, ya que es
axiomático que sin sol no hay corrida _buena_. Pero prescindamos de
ellos; no quiero que digan Vds. que ya es manía en mí la de sacar á
relucir la gente cornúpeta. Tomemos cualquier otra manifestación bien
genuina de la vida nacional... algo muy español y muy característico...
¿No estamos en tiempo de ferias? ¿No es mañana San Isidro Labrador? ¿No
va la gente estos días á solazarse por la pradera y el cerro?

--Bueno; ¿y qué? ¿También criticará V. las ferias y el Santo? Este señor
no perdona ni á la corte celestial.

--Bonito está el Santo, y valiente saturnal asquerosa la que sus devotos
le ofrecen. Si San Isidro la ve, él que era un honrado y pacífico
agricultor, convierte en piedras los garbanzos tostados y desde el cielo
descalabra á sus admiradores. Aquello es un aquelarre, una zahurda de
Plutón. Los instintos españoles más típicos corren allí desbocados,
luciendo su belleza. Borracheras, pendencias, navajazos, gula,
libertinaje grosero, blasfemias, robos, desacatos y bestialidades de
toda calaña... Gracioso _tableau_, señoras mías... Eso es el pueblo
español cuando le dan suelta. Lo mismito que los potros al salir á la
dehesa, que su felicidad consiste en hartarse de relinchos y coces.

--Si me habla V. de la gente ordinaria...

--No, es que insisto: todos iguales en siendo españoles; el instinto
vive allá en el fondo del alma; el problema es de ocasión y lugar, de
poder ó no sacudir ciertos miramientos que la educación impone: cosa
externa, cáscara y nada más.

--¡Qué teorías, Dios misericordioso! ¿Ni siquiera admite V. excepciones
á favor de las señoras? ¿Somos salvajes también?

--También, y acaso más que los hombres, que al fin Vds. se educan menos
y peor... No se dé V. por resentida, amiga Asís. Concederé que V. sea la
menor cantidad de salvaje posible, porque al fin nuestra tierra es la
porción más apacible y sensata de España.

Aquí la Duquesa volvió la cabeza con sobresalto. Desde el principio de
la disputa estaba entretenida dando conversación á un tertuliano nuevo,
muchacho andaluz, de buena presencia, hijo de un antiguo amigo del
Duque, el cual, según me dijeron, era un rico hacendado residente en
Cádiz. La Duquesa no admite presentados, y sólo por circunstancias así
pueden encontrarse caras desconocidas en su tertulia. En cambio, á las
relaciones ya antiguas las agasaja muchísimo, y es tan consecuente y
cariñosa en el trato, que todos se hacen lenguas alabando su
perseverancia; virtud que, según he notado, abunda en la corte más de lo
que se cree. Advertía yo que, sin dejar de atender al forastero, la
Duquesa aplicaba el oído á nuestra disputa y rabiaba por mezclarse en
ella; la proporción le vino rodada para hacerlo, metiendo en danza al
gaditano.

--Muchas gracias, señor de Pardo, por la parte que nos toca á los
andaluces. Estos galleguitos siempre arriman el ascua á su sardina. ¡Más
aprovechados son! De salvajes nos ha puesto, así como quien no quiere la
cosa.

--¡Oh Duquesa, Duquesa, Duquesa!--respondió Pardo con mucha
guasa.--¡Darse por aludida V., V. que es una señora tan inteligente,
protectora de las bellas artes! ¡Usted que entiende de pucheros
mudéjares y barreñones asirios! ¡Usted que posee colecciones
mineralógicas que dejan con la boca abierta al embajador de Alemania!
¡Usted, señora, que sabe lo que significa _fósil_! ¡Pues si hasta miedo
le han cobrado á V. ciertos pedantes que yo conozco!

--Haga V. el favor de no quedarse conmigo suavemente. No parece sino que
soy alguna literata ó alguna marisabidilla... Porque le guste á uno un
cuadro ó una porcelana... Si cree V. que así vamos á correr un velo
sobre aquello del salvajismo... ¿Qué opina V. de eso, Pacheco? Según
este caballero, que ha nacido en Galicia, es salvaje toda España y más
los andaluces. Asís, el señor Don Diego Pacheco... Pacheco, la señora
Marquesa viuda de Andrade... el señor Don Gabriel Pardo...

El gaditano, sin pronunciar palabra, se levantó y vino á apretarme la
mano haciendo una cortesía; yo murmuré entre dientes eso que se murmura
en casos análogos. Llena la fórmula, nos miramos con la curiosidad fría
del primer momento, sin fijarnos en detalles. Pacheco, que llevaba con
soltura el frac, me pareció distinguido, y aunque andaluz, le encontré
más bien trazas inglesas: se me figuró serio y no muy locuaz ni
disputador. Haciéndose cargo de la indicación de la Duquesa, dijo con
acento cerrado y frase perezosa:

--A cada país le cae bien lo suyo... Nuestra tierra no ha dado pruebas
de ser nada ruda; tenemos allá de too; poetas, pintores, escritores...
Cabalmente en Andalucía la gente pobre es mu fina y mu despabilaa.
Protesto contra lo que se refiere á las señoras. Este cabayero convendrá
en que toítas son unos ángeles del cielo.

--Si me llama V. al terreno de la galantería--respondió Pardo--convendré
en lo que V. guste... Sólo que esas generalidades no prueban nada. En
las unidades nacionales no veo hombres ni mujeres; veo una raza, que se
determina históricamente en esta ó en aquella dirección...

--¡Ay, Pardo!--suplicó la Duquesa con mucha gracia.--Nada de palabras
retorcidas, ni de filosofías intrincadas. Hable V. clarito y en
cristiano. Mire V. que no hemos llegado á sabios, y que nos vamos á
quedar en ayunas.

--Bueno; pues hablando en cristiano, digo que ellos y ellas son de la
misma pasta, porque no hay más remedio, y que en España (allá va, Vds.
se empeñan en que ponga los puntos sobre las _íes_) también las señoras
pagan tributo á la barbarie--lo cual puede no advertirse á primera vista
porque su sexo las obliga á adoptar formas menos toscas, y las condena
al papel de ángeles, como las ha llamado este caballero.--Aquí está
nuestra amiga Asís, que á pesar de haber nacido en el Noroeste, donde
las mujeres son reposadas, dulces y cariñosas, sería capaz, al darle un
rayo de sol en la mollera, de las mismas atrocidades que cualquier hija
del barrio de Triana ó del Avapiés...

--¡Ay, paisano! Ya digo que está V. tocado, incurable. Con el sol tiene
la tema. ¿Qué le hizo á V. el sol, para que así lo traiga al retortero?

--Serán aprensiones, pero yo creo que lo llevamos disuelto en la sangre
y que á lo mejor nos trastorna.

--No lo dirá V. por nuestra tierra. Allá no le vemos la cara sino unos
cuantos días del año.

--Pues no lo achaquemos al sol; será el aire ibérico; el caso es que los
gallegos, en ese punto, sólo aparentemente nos distinguimos del resto
de la Península. ¿Ha visto V. qué bien nos acostumbramos á las corridas
de toros? En Marineda ya se llena la plaza y se calientan los cascos
igual que en Sevilla ó Córdoba. Los cafés flamencos hacen furor; las
cantaoras traen revuelto al sexo masculino; se han comprado cientos de
navajas, y lo peor es que se hace uso de ellas; hasta los chicos de la
calle se han aprendido de memoria el tecnicismo taurómaco; la manzanilla
corre á mares en los tabernáculos marinedinos; hay sus cañitas y todo;
una parodia ridícula, corriente; pero parodia que sería imposible donde
no hubiese materia dispuesta para semejantes aficiones. Convénzanse
Vds.: aquí en España, desde la Restauración, maldito si hacemos otra
cosa más que jalearnos á nosotros mismos. Empezó la broma por todas
aquellas demostraciones contra Don Amadeo; lo de las peinetas y
mantillas, los trajecitos á medio paso y los caireles; siguió con las
barbianerías del difunto rey, que le había dado por lo chulo, y claro,
la gente elegante le imitó, y ahora es ya una epidemia, y entre
patriotismo y flamenquería, guitarreo y cante jondo, panderetas con
madroños colorados y amarillos, y abanicos con las hazañas y los
retratos de Frascuelo y Mazzantini, hemos hecho una Españita bufa, de
tapiz de Goya ó sainete de Don Ramón de la Cruz. Nada, es moda y á
seguirla. Aquí tiene V. á nuestra amiga la Duquesa, con su cultura y su
finura, y sus mil dotes de dama; ¿pues no se pone tan contenta cuando
la dicen que es la chula más salada de Madrid?

--Hombre, si fuese verdad, ¡ya se ve que me pondría!--exclamó la Duquesa
con la viveza donosa que la distingue.--¡A mucha honra! Más vale una
chula que treinta gringas. Lo gringo me apesta. Soy yo muy españolaza,
¿se entera V.? Se me figura que más vale ser como Dios nos hizo, que no
que andemos imitando todo lo de extranjis... Estas manías de vivir á la
inglesa, á la francesa... ¿Habrá ridiculez mayor? De Francia los
perifollos; bueno; no ha de salir uno por ahí espantando á la gente,
vestido como en el año de la nanita... De Inglaterra los asados... y se
acabó. Y diga V., muy señor mío de mi mayor aprecio, ¿cómo es eso de que
somos salvajes los españoles y no lo es el resto del género humano? En
primer lugar, ¿se puede saber á qué llama V. salvajadas? En segundo,
¿qué hace nuestro pueblo, pobre infeliz, que no hagan también los demás
de Europa? Conteste.

--¡Ay!... ¡si me aplasta V.!... ¡si ya no sé por donde ando! _Pietá_,
_Signor._ Vamos, Duquesa, insisto en el ejemplo de antes: ¿ha visto V.
la romería de San Isidro?

--Vaya si la he visto. Por cierto que es de lo más entretenido y
pintoresco. Tipos se encuentran allí, que... Tipos de oro. ¿Y los
columpios? ¿Y los tíos vivos? ¿Y aquella animación, aquel hormigueo de
la gente? Le digo á V. que, para mí, hay poco tan salado como esas
fiestas populares. ¿Que abundan borracheras y broncas? Pues eso pasa
aquí y en Flandes: ¿ó se ha creído V. que allá, por la _Ingalaterra_, la
gente no se pone nunca á medios pelos, ni se arma quimera, ni se hace
barbaridad ninguna?

--Señora...--exclamó Pardo desalentado--V. es para mi un enigma. Gustos
tan refinados en ciertas cosas, y tal indulgencia para lo brutal y lo
feroz en otras, no me lo explico sino considerando que con un corazón y
un ingenio de primera, pertenece V. á una generación bizantina y
decadente, que ha perdido los ideales... Y no digo más, porque se reirá
V. de mí.

--Es muy saludable ese temor; así no me hablará V. de cosazas
filosóficas que yo no entiendo--respondió la Duquesa soltando una de sus
carcajadas argentinas, aunque reprimidas siempre.--No haga V. caso de
este hombre, Marquesa--murmuró volviéndose á mí.--Si se guía V. por él,
la convertirá en una cuákera. Vaya V. al Santo, y verá cómo tengo razón
y aquello es muy original y muy famoso. Este señor ha descubierto que
sólo se achispan los españoles: lo que es los ingleses, ¡angelitos de mi
vida! ¡qué habían de ajumarse nunca!

--Señora--replicó el comandante riendo, pero sofocado ya--los ingleses
se achispan; conformes: pero se achispan con _sherry_, con cerveza ó con
esos alcoholes endiablados que ellos usan; no como nosotros, con el
aire, el agua, el ruido, la música y la luz del cielo; ellos se volverán
unos cepos así que trincan, pero nosotros nos volvemos fieras; nos entra
en el cuerpo un espíritu maligno de bravata y fanfarronería, y por
gusto nos ponemos á cometer las mayores ordinarieces, empeñándonos en
imitar al populacho. Y esto lo mismo las damas que los caballeros, si á
mano viene, como dicen en mi país. Transijamos con todo, excepto con la
ordinariez, Duquesa.

--Hasta la presente--declaró con gentil confusión la dama--no hemos
salido ni la marquesa de Andrade ni yo á trastear ningún novillo.

--Pues todo se andará, señoras mías, si les dan paño--respondió el
comandante.

--A este señor le arañamos nosotras--afirmó la Duquesa fingiendo con
chiste un enfado descomunal.

--¿Y el Sr. Pacheco, que no nos ayuda?--murmuré volviéndome hacia el
silencioso gaditano. Este tenía los ojos fijos en mí, y sin apartarlos,
disculpó su neutralidad declarando que ya nos defendíamos muy bien y
maldita la falta que nos hacían auxilios ajenos: al poco rato miró el
reloj, se levantó, despidióse con igual laconismo, y fuése. Su marcha
varió por completo el giro de la conversación. Se habló de él, claro
está: la Sahagún refirió que lo había tenido á su mesa, por ser hijo de
persona á quien estimaba mucho, y añadió que ahí donde lo veíamos, hecho
un moro por la indolencia y un inglés por la sosería, no era sino un
calaverón de tomo y lomo, decente y caballero, sí, pero aventurero y
gracioso como nadie, muy gastador y muy tronera, de quien su padre no
podía hacer bueno, ni traerle al camino de la formalidad y del sentido
práctico, pues lo único para que hasta la fecha servía era para
trastornar la cabeza á las mujeres. Y entonces el comandante (he notado
que á todos los hombres les molesta un poquillo que delante de ellos se
diga de otros que nos trastornan la cabeza) murmuró como hablando
consigo mismo:

--Buen ejemplar de raza española.



III


Bien sabe Dios que cuando al siguiente día, de mañana, salí á oir misa á
San Pascual, por ser la festividad del Patrón de Madrid, iba yo con mi
eucologio y mi mantillita hecha una santa, sin pensar en nada inesperado
y novelesco, y á quien me profetizase lo que sucedió después, creo que
le llevo á los tribunales por embustero é insolente. Antes de entrar en
la iglesia, como era temprano, me deslicé á dar un borde por la calle de
Alcalá, y recuerdo que, pasando frente al Suizo, dos ó tres de esos
chulos de pantalón estrecho y chaquetilla corta que se están siempre
plantados allí en la acera, me echaron una sarta de requiebros de lo más
desatinado; verbigracia:--Ole, ¡viva la purificación de la canela!
Uyuyuy, ¡vaya unos ojos que se trae V., hermosa! Soniche, ¡viva hasta el
cura que bautiza á estas hembras con mansanilla é lo fino!--Trabajo me
costó contener la risa al entreoir estos disparates; pero logré
mantenerme seria y apreté el paso á fin de perder de vista á los
ociosos.

Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nunca he visto aire
más ligero, ni cielo más claro; la flor de las acacias del paseo de
Recoletos olía á gloria, y los árboles parecía que estrenaban vestido
nuevo de tafetán verde. Ganas me entraron de correr y brincar como á los
quince, y hasta se me figuraba que en mis tiempos de chiquilla no había
sentido nunca tal exceso de vitalidad, tales impulsos de hacer
extravagancias, de arrancar ramas de árbol y de chapuzarme en el pilón
presidido por aquella buena señora de los leones... Nada menos que estas
tonterías me estaba pidiendo el cuerpo á mí.

Seguí bajando hacia las Pascualas, con la devoción de la misa medio
evaporada y distraído el espíritu. Poco distaba ya de la iglesia, cuando
distinguí á un caballero, que parado al pié de corpulento plátano,
arrojaba á los jardines un puro enterito, y se dirigía luego á
saludarme. Y oí una voz simpática y ceceosa, que me decía:

--A los piés... ¿A dónde bueno tan de mañana y tan sola?

--Calle... Pacheco... ¿Y V.? V. sí que de fijo no viene á misa.

--¿Y V. qué sabe? ¿Por qué no he de venir á misa yo?

Trocamos estas palabras con las manos cogidas y una familiaridad muy
extraña, dado lo ceremonioso y somero de nuestro conocimiento la
víspera. Era sin duda que influía en ambos la transparencia y alegría de
la atmósfera, haciendo comunicativa nuestra satisfacción y dando
carácter expansivo á nuestra voz y actitudes. Ya que estoy dialogando
con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi
saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las
prendas personales del andaluz. Señor, ¿por qué no han de tener las
mujeres derecho para encontrar guapos á los hombres que lo sean, y por
qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo
dijesen tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo
decimos lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y
oculto, lo que se queda dentro. En suma. Pacheco, que vestía un elegante
terno gris claro, me pareció galán de veras; pero con igual sinceridad
añadiré que esta idea no me preocupó arriba de dos segundos, pues yo no
me pago solamente del exterior. Buena prueba di de ello casándome á los
veinte con mi tío, que tenía lo menos cincuenta, y lo que es de
gallardo...

Adelante. El señor de Pacheco, sin reparar que ya tocaban á misa, pegó
la hebra, y seguimos de palique, guareciéndonos á la sombra del plátano,
porque el sol nos hacía guiñar los ojos más de lo justo.

--¡Pero qué madrugadora!

--¿Madrugadora porque oigo misa á las diez?

--Sí señor: todo lo que no sea levantarse para almorsá...

--Pues V. hoy madrugó otro tanto.

--Tuve corasonada. Esta tarde estarán buenos los toros: ¿No va V.?

--No: hoy no irá la Sahagún, y yo generalmente voy con ella.

--¿Y á las carreras de caballos?

--Menos; me cansan mucho: una revista de trapos y moños: una insulsez.
Ni entiendo aquel tejemaneje de apuestas. Lo único divertido e el
desfile.

--Y entonces, ¿porqué no va á San Isidro?

--¡A San Isidro! ¡Después de lo que nos predicó ayer mi paisano!

--Buen caso hase V. de su paisano.

--Y ¿creerá V. que con tantos años como llevo de vivir en Madrid, ni
siquiera he visto la ermita?

--¿Que no? Pues hay que verla; se distraerá V. muchísimo; ya sabe lo que
opina la Duquesa, que esa fiesta merece el viaje. Yo no la conozco
tampoco; verdá que soy forastero.

--Y... ¿y los borrachos, y los navajazos y todo aquello de que habló D.
Gabriel? ¿Será exageración suya?

--¡Yo qué sé! ¡Qué más da!

--Me hace gracia... ¿Dice V. que no importa? ¿Y si luego paso un susto?

--¡Un susto yendo conmigo!

--¿Con V.?--y solté la risa.

--¡Conmigo, ya se sabe! No tiene V. por qué reirse, que soy mu buen
compañero.

Me reí con más ganas, no sólo de la suposición de que Pacheco me
acompañase, sino de su acento andaluz, que era cerrado y sandunguero,
sin tocar en ordinario, como el de ciertos señoritos que parecen
asistentes.

Pacheco me dejó acabar de reir, y sin perder su seriedad, con mucha
calma, me explicó lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita
por la feria á primera hora, regresando á Madrid sobre las doce ó la
una. ¡Si me hubiese tapado con cera los oídos entonces, cuántos males me
evitaría! La proposición, de repente, empezó á tentarme, recordando el
dicho de la Sahagún:--«Vaya V. al Santo, que aquello es muy original y
muy famoso.»--Y realmente, ¿qué mal había en satisfacer mi curiosidad?,
pensaba yo. Lo mismo se oía misa en la ermita del Santo que en las
Pascualas; nada desagradable podía ocurrirme llevando conmigo á Pacheco;
y si alguien me veía con él, tampoco sospecharía cosa mala de mí á tales
horas y en sitio tan público. Ni era probable que anduviese por allí la
sombra de una persona decente ¡en día de carreras y toros!, ¡á las diez
de la mañana! La escapatoria no ofrecía riesgo... ¡y el tiempo convidaba
tanto! En fin, que si Pacheco porfiaba algo más, lo que es yo...

Porfió sin impertinencia, y tácitamente, sonriendo, me declaré vencida.
¡Solemne ligereza! Aún no había articulado el _sí_, y ya discutíamos los
medios de locomoción. Pacheco propuso, como más popular y típico, el
tranvía; pero yo, á fin de que la cosa no tuviese el menor aspecto de
informalidad, preferí mi coche. La cochera no estaba lejos: calle del
Caballero de Gracia. Pacheco avisaría, mandaría que enganchasen é iría á
recogerme á mi casa, por donde yo necesitaba pasar antes de la
excursión. Tenía que tomar el abanico, dejar el devocionario, cambiar
mantilla por sombrero... En casa le esperaría. Al punto que concertamos
estos detalles, Pacheco me apretó la mano y se apartó corriendo de mí. A
la distancia de diez pasos se paró y preguntó otra vez.

--¿Dice V. que el coche cierra en el Caballero de Gracia?

--Sí, á la izquierda... un gran portalón...

Y tomé aprisita el camino de mi vivienda, porque la verdad es que
necesitaba hacer muchas más cosas de las que le había confesado á
Pacheco; pero, ¡vaya V. á enterar á un hombre!... Arreglarme el pelo,
darme velutina, buscar un pañolito fino, escoger unas botas nuevas que
me calzan muy bien, ponerme guantes frescos y echarme en el bolsillo un
_sachet_ de raso que huele á _iris_ (el único perfume que no me levanta
dolor de cabeza). Porque al fin, aparte de todo, Pacheco era para mí
persona de cumplido; íbamos á pasar algunas horas juntos y observándonos
muy de cerca, y no me gustaría que algún rasgo de mi ropa ó mi persona
le produjese efecto desagradable. A cualquier señora, en mi caso, le
sucedería lo propio.

Llegué al portal sofocada y anhelosa, subí á escape, llamé con furia y
me arrojé en el tocador, desprendiéndome la mantilla antes de situarme
frente al espejo.--«Angela, el sombrero negro de paja con cinta
escocesa... Angela, el antuca á cuadritos... las botas bronceadas...»

Vi que la Diabla se moría de curiosidad... «¿Sí? Pues con las ganas de
saber te quedas, hija... La curiosidad es muy buena para la ropa
blanca.» Pero no se le coció á la chica el pan en el cuerpo, y me soltó
la píldora.

--¿La señorita almuerza en casa?

Para desorientarla respondí:

--Hija, no sé... Por si acaso, tenerme el almuerzo listo de doce y media
á una... Si á la una no vengo, almorzad vosotros... pero reservándome
siempre una chuleta y una taza de caldo... y mi té con leche, y mis
tostadas.

Cuando estaba arreglando los rizos de la frente bajo el ala del
sombrero, reparé en un precioso cacharro azul, lleno de heliotropos,
gardenias y claveles, que estaba sobre la chimenea.

--¿Quién ha mandado eso?

--El señor comandante Pardo... el señorito Gabriel.

--¿Por qué no me lo enseñabas?

--Vino la señorita tan aprisa... Ni me dió tiempo.

No era la primera vez que mi paisano me obsequiaba con flores. Escogí
una gardenia y un clavel rojo, y prendí el grupo en el pecho. Sujeté el
velo con un alfiler, tomé un casaquín ligero de paño, mandé á Angela que
me estirase la enagua y volante, y me asomé á ver si por milagro había
llegado el coche. Aún no, porque era imposible; pero á los diez minutos
desembocaba á la entrada de la calle. Entonces salí á la antesala,
andando despacio, para que la Diabla no acabase de escamarse; me contuve
hasta cruzar la puerta; y ya en la escalera, me precipité, llegando al
portal cuando se paraba la berlina y saltaba en la acera Pacheco.

--¡Qué listo anduvo el cochero!--le dije.

--El cochero y un servidor de V., señora--contestó el gaditano, teniendo
la portezuela para que yo subiese.--Con estas manos he ayudao á echar
las guarniciones, y hasta se me figura que á lavar las ruedas.

Salté en la berlina, quedándome á la derecha, y Pacheco entró por la
portezuela contraria, á fin de no molestarme y con ademán de profundo
respeto... ¡Valiente hipócrita está él! Nos miramos indecisos por
espacio de una fracción de segundo, y mi acompañante me preguntó en voz
sumisa:

--¿Doy orden de ir camino de la pradera?

--Sí, sí... Dígaselo V. por el vidrio.

Sacó fuera la cabeza y gritó:--«¡Al Santo!»--La berlina arrancó
inmediatamente, y entre el primer retemblido de los cristales exclamó
Pacheco:


--Veo que se ha prevenío V. contra el calor y el sol... Todo hace falta.

Sonreí sin responder, porque me encontraba (y no tiene nada de
sorprendente) algo cohibida por la novedad de la situación. No se
desalentó el gaditano.

--Lleva V. ahí unas flores preciosas... ¿No sobraba para mí ninguna?
¿Ni siquiera una rosita de á ochavo? ¿Ni un palito de albahaca?

--Vamos--murmuré--que no es V. poco pedigüeño... Tome V., para que se
calle.

Desprendí la gardenia y se la ofrecí. Entonces hizo mil remilgos y
zalemas.

--Si yo no pretendía tanto... Con el rabillo me contentaba, ó con media
hoja que V. le arrancase... ¡Una gardenia para mí solo! No sé cómo
lucirla... No se me va á sujetar en el ojal... A ver si V. consigue, con
esos deditos...

--Vamos, que V. no pedía tanto, pero quiere que se la prenda ¿eh?
Vuélvase V. un poco, voy á afianzársela.

Introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco, y tomando de
mi corpiño un alfiler sujeté la gardenia, cuyo olor á pomada me subía al
cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente, sin duda, del pelo
de mi acompañante. Sentí un calor extraordinario en el rostro, y al
levantarlo, mis ojos se tropezaron con los del meridional, que en vez de
darme las gracias, me contempló de un modo expresivo é interrogador. En
aquel momento casi me arrepentí de la humorada de ir á la feria; pero
ya...

Torcí el cuello y miré por la ventanilla. Bajábamos de la plazuela de la
Cebada á la calle de Toledo. Una marea de gente, que también descendía
hacia la pradera, rodeaba el coche y le impedía á veces rodar. Entre la
multitud dominguera se destacaban los vistosos colorines de algún
bordado pañolón de Manila, con su fleco de una tercia de ancho. Las
chulas se volvían y registraban con franca curiosidad el interior de la
berlina. Pacheco sacó la cabeza y le dijo á una no sé qué.

--Nos toman por novios--advirtió dirigiéndose á mí.--No se ponga V. más
colorada: es lo que le faltaba para acabar de estar linda--añadió medio
entre dientes.

Hice como si no oyese el piropo y desvié la conversación, hablando del
pintoresco aspecto de la calle de Toledo, con sus mil tabernillas, sus
puestos ambulantes de quincalla, sus anticuadas tiendas y sus paradores
que se conservan lo mismito que en tiempo de Carlos IV. Noté que Pacheco
se fijaba poco en tales menudencias, y en vez de observar las
curiosidades de la calle más típica que tiene Madrid, llevaba los ojos
puestos en mí con disimulo, pero con pertinacia, como el que estudia una
fisonomía desconocida para leer en ella los pensamientos de la dueña. Yo
también, á hurtadillas, procuraba enterarme de los más mínimos ápices de
la cara de Pacheco. No dejaba de llamarme la atención la mezcla de razas
que creía ver en ella. Con un pelo negrísimo y una tez quemada del sol,
casaban mal aquel bigote dorado y aquellos ojos azules.

--¿Es V. hijo de inglesa?--le pregunté al fin.--Me han contado que en la
costa del Mediterráneo hay muchas bodas entre ingleses y españolas, y al
revés.

--Es cierto que hay muchísimas, en Málaga sobre todo; pero yo soy
español de pura sangre.

Le volví á mirar y comprendí lo tonto de mi pregunta. Ya recordaba
haber oído á algún sabio de los que suele convidar á comer la Sahagún
cuando no tiene otra cosa en que entretenerse, que es una vulgaridad
figurarse que los españoles no pueden ser rubios, y que al contrario el
tipo rubio abunda en España, sólo que no se confunde con el rubio sajón,
porque es mucho más fino, más enjuto, así al modo de los caballos
árabes. En efecto, los ingleses que yo conozco son por lo regular unos
montones de carne sanguínea, que al parecer se escapa sola á la parrilla
del rosbif; tienen cada cogote y cada pescuezo como ruedas de remolacha;
las bocas de ellos dan asco de puro coloradotas, y las frentes, de tan
blancas, fastidian ya, porque eso de la _frente pura_ está bueno para
las señoritas, no para los hombres. ¿Cuándo se verá en ningún inglés un
corte de labios sutil, y una sien hundida, y un cuello delgado y airoso
como el de Pacheco? Pero al grano: ¿pues no me entretengo recreándome en
las perfecciones de ese pillo?

¡Qué hermoso y alegre estaba el puente de Toledo! Lo recuerdo como se
recuerda una decoración del teatro Real. Hervía la gente, y mirando
hacia abajo, por la pradera y por todas las orillas de Manzanares no se
veían más que grupos, procesiones, corrillos, escenas animadísimas de
esas que se pintan en las panderetas. A mí ciertos monumentos, por
ejemplo las catedrales, casi me parecen más bonitas solitarias; pero el
puente de Toledo, con sus retablazos, ó nichos, ó lo que sean aquellos
fantasmones barrocos que le guarnecen á ambos lados, no está bien sin
el rebullicio y la algazara de la gentuza, los chulapos y los tíos, los
carniceros y los carreteros, que parece que acaban de bajarse de un
lienzo de Goya. Ahora que se han puesto tan de moda los casacones, el
puente tiene un encanto especial. Nuestro coche dió vuelta para tomar el
camino de la pradera, y allí, en el mismo recodo, vi una tienda rara,
una botería, en cuya fachada se ostentaban botas de todos los tamaños,
desde la que mide treinta azumbres de vino, hasta la que cabe en el
bolsillo del pantalón. Pacheco me propuso que, para adoptar el tono de
la fiesta, comprásemos una botita muy cuca que colgaba sobre el
escaparate y la llenásemos de Valdepeñas: proposición que rechacé
horrorizada.

No sé quién fué el primero que llamó feas y áridas á las orillas del
Manzanares, ni por qué los periódicos han de estar siempre soltándole
pullitas al pobre río, ni cómo no prendieron á aquel farsante de
escritor francés (Alejandro Dumas, si no me engaño) que le ofreció de
limosna un vaso de agua. Convengo en que no es muy caudaloso, ni tan
frescachón como nuestro Miño ó nuestro Sil; pero vamos, que no falta en
sus orillas algún rinconcito ameno, verde y simpático. Hay árboles que
convidan á descansar á la sombra, y unos puentes rústicos por entre los
lavaderos, que son bonitos en cualquier parte. La verdad es que acaso
influía en esta opinión que formé entonces, el que se me iba quitando
el susto y me rebosaba el contento por haber realizado la escapatoria.
Varios motivos se reunían para completar mi satisfacción. Mi traje de
_céfiro_ gris, sembrado de anclitas rojas, era de buen gusto en una
excursión matinal como aquella; mi sombrero negro de paja me sentaba
bien, según comprobé en el vidrio delantero de la berlina; el calor aún
no molestaba mucho; mi acompañante me agradaba, y la calaverada, que
antes me ponía miedo, iba pareciéndome lo más inofensivo del mundo, pues
no se veía por allí ni rastro de persona regular que pudiese conocerme.
Nada me aguaría tanto la fiesta como tropezarme con algún tertuliano de
la Sahagún, ó vecina de butacas en el Real, que fuese luego á permitirse
comentarios absurdos. Sobran personas maldicientes y deslenguadas que
interpretan y traducen siniestramente las cosas más sencillas, y de poco
le sirve á una mujer pasarse la vida muy sobre aviso, si se descuida una
hora... (Sí, y lo que es á mí, en la actualidad, me caen muy bien estas
reflexiones. En fin, prosigamos.) El caso es que la pradera ofrecía
aspecto tranquilizador. Pueblo aquí, pueblo allí, pueblo en todas
direcciones; y si algún hombre vestía americana, en vez de chaquetón ó
chaquetilla, debía de ser criado de servicio, escribiente temporero,
hortera, estudiante pobre, lacayo sin colocación, que se tomaba un día
de asueto y holgorio. Por eso, cuando á la subida del cerro, donde ya no
pueden pasar los carruajes, Pacheco y yo nos bajamos de la berlina,
parecíamos, por el contraste, pareja de archiduques que tentados de la
curiosidad se van á recorrer una fiesta populachera, deseosos de guardar
el incógnito, y delatados por sus elegantes trazas.

En fuerza de su novedad me hacía gracia el espectáculo. Aquella romería
no tiene nada que ver con las de mi país, que suelen celebrarse en
sitios frescos, sombreados por castaños ó nogales, con una fuente ó
riachuelo cerquita y el santuario en el monte próximo... El campo de San
Isidro es una serie de cerros pelados, un desierto de polvo, invadido
por un tropel de gente entre la cual no se ve un solo campesino, sino
soldados, mujerzuelas, chisperos, ralea apicarada y soez; y en lugar de
vegetación, miles de tinglados y puestos donde se venden cachivaches
que, pasado el día del Santo, no vuelven á verse en parte alguna: pitos
adornados con hojas de papel de plata y rosas estupendas; vírgenes
pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón; medallas y escapularios
igualmente rabiosos; loza y cacharros; figuritas groseras de toreros y
picadores; botijos de hechuras raras; monigotes y fantoches con la
cabeza de Martos, Sagasta ó Castelar; ministros á _dos reales_;
esculturas de los _ratas_ de _La Gran Vía_, y al lado de la efigie del
bienaventurado San Isidro, unas figuras que... ¡Válgame Dios! Hagamos
como si no las viésemos.

Aparte del sol que le derrite á uno la sesera y del polvo que se masca,
bastan para marear tantos colorines vivos y metálicos. Si sigo mirando
van á dolerme los ojos. Las naranjas apiñadas parecen de fuego; los
dátiles relucen como granates obscuros; como pepitas de oro los
garbanzos tostados y los cacahuetes; en los puestos de flores no se ven
sino claveles amarillos, sangre de toro, ó de un rosa tan encendido como
las nubes á la puesta del sol: las emanaciones de toda esta clavelería
no consiguen vencer el olor á aceite frito de los buñuelos, que se pega
á la garganta y produce un cosquilleo inaguantable. Lo dicho, aquí no
hay color que no sea desesperado: el uniforme de los militares, los
mantones de las chulas, el azul del cielo, el amarillento de la tierra,
los tíos vivos con listas coloradas y los columpios dados de almagre con
rayas de añil... Y luego la música, el rasgueo de las guitarras, el
tecleo insufrible de los pianos mecánicos que nos aporrean los oídos con
el paso doble de _Cádiz_, repitiendo desde treinta sitios de la
romería:--_¡Vi-va España!_

Nadie imagine maliciosamente que se me había pasado lo de oir misa.
Tratamos de romper por entre el gentío y de deslizarnos en la ermita,
abierta de par en par á los devotos; pero éstos eran tantos, y tan
apiñados, y tan groseros, y tan mal olientes, que si porfío en llegar á
la nave, me sacan de allí desmayada ó difunta. Pacheco jugaba los brazos
y los puños, según podía, para defenderme; sólo lograba que nos
apretasen más y que oyésemos juramentos y blasfemias atroces. Le tiré de
la manga.

--Vámonos, vámonos de aquí... Renuncio... No se puede.

Cuando ya salimos á atmósfera respirable, suspiré muy compungida.

--¡Ay, Dios mío!... Sin misa hoy...

--No se apure--me contestó mi acompañante--que yo oiré por V. aunque sea
todas las gregorianas... Ya ajustaremos esa cuenta.

--A mí sí que me la ajustará el Padre Urdax tan pronto me eche la vista
encima--pensaba para mis adentros mientras me tentaba el hombro, donde
había recibido un codazo feroz de uno de aquellos cafres.



IV


Don Diego, que en el coche se me figuraba reservado y tristón, se volvió
muy dicharachero desde que andábamos por San Isidro, justificando su
fama de buena sombra. Sujetando bien mi brazo para que las mareas de
gente no nos separasen, él no perdía ripio, y cada pormenor de los
tinglados famosos le daba pretexto para un chiste, que muchas veces no
era tal sino en virtud del tono y acento con que lo decía, porque es
indudable que si se escribiesen las ocurrencias de los andaluces, no
resultarían tan graciosas, ni la mitad, de lo que parecen en sus labios;
al sonsonete, al ceceíllo y á la prontitud en responder, se debe la
mayor parte del salero.

Lo peor fué que como allí no había más personas regulares que nosotros,
y Pacheco se metía con todo el mundo y á todo el mundo daba cuerda, nos
rodeó la canalla de mendigos, fenómenos, chiquillos harapientos,
gitanas, buñoleras y vendedoras. El impulso de mi acompañante era
comprar cuanto veía, desde los escapularios hasta los botijos, pero me
cuadré.

--Si compra V. más, me enfado.

--¡Soniche! San acabao las compras. ¡Que san acabao digo! Al que no me
deje en paz, le doy en igual de dinero, cañaso. ¿Tiene V. más que
mandar?

--Mire V., pagaría por estar á la sombra un ratito.

--¿En la cárcel por comprometeora? Llamaremos á la pareja y verasté que
pronto.

Ahora que reflexiono á sangre fría, caigo en la cuenta de que era
bastante raro y muy inconveniente que á los tres cuartos de hora de
pasearnos juntos por San Isidro, nos hablásemos don Diego y yo con tanta
broma y llaneza. Es posible, bien mirado, que mi paisano tenga razón;
que aquel sol, aquel barullo y aquella atmósfera popular obren sobre el
cuerpo y el alma como un licor ó vino de los que más se suben á la
cabeza, y rompan desde el primer momento la valla de reserva que
trabajosamente levantamos las señoras un día y otro contra peligrosas
osadías. De cualquier índole que fuese, yo sentía ya un principio de
mareo cuando exclamé:

--En la cárcel estaría á gusto con tal que no hiciese sol... Me
encuentro así... no sé cómo... parece que me desvanezco.

--Pero ¿se siente V. mala? ¿mala?--preguntó Pacheco seriamente, con vivo
interés.

--Lo que se dice mala, no: es una fatiga, una sofocación... Se me nubla
la vista.

Echóse Pacheco á reir y me dijo casi al oído:

--Lo que V. tiene ya lo adivino yo, sin necesidad de ser sahorí... V.
tiene ni más ni menos que... gasusa.

--¿Eh?

--Debilidad, hablando pronto... ¡Y no es V. sola!.. yo hace rato que doy
las boqueás de hambre. ¡Si debe de ser mediodía!

--Puede, puede que no se equivoque V. mucho. A estas horas suelen
pasearse los ratoncitos por el estómago... Ya hemos visto el Santo;
volvámonos á Madrid y podrá V. almorzar, si gusta acompañarme...

--No, señora... Si eso que V. discurre es un pueblo. Si lo que vamos á
haser es almorsá en una fondita de aquí. ¡Que las hay...!

Se llevó los dedos apiñados á la boca y arrojó un beso al aire, para
expresar la excelencia de las fondas de San Isidro.

Aturdida y todo como me encontraba, la idea me asustó; me pareció
indecorosa y vi de una ojeada sus dificultades y riesgos. Pero al mismo
tiempo, allá en lo íntimo del alma, aquellos escollos me la hacían
deliciosa, apetecible, como es siempre lo vedado y lo desconocido. ¿Era
Pacheco algún atrevido, capaz de faltarme si yo no le daba pié? No por
cierto; y el no darle pié quedaba de mi cuenta. ¡Qué buen rato me perdía
rehusando! ¿Qué diría Pardo de esta aventura si la supiese? Con no
contársela... Mientras discurría así, en voz alta me negaba
terminantemente... Nada, á Madrid de seguida.

Pacheco no cejó, y en vez de formalizarse, echó á broma mi negativa. Con
mil zalamerías y agudezas, ceceando más que nunca, afirmó que espicharía
de necesidad si tardase en almorzar arriba de veinte minutos.

--Que me pongo de rodillas aquí mismo...--exclamaba el muy truhán.--Ea,
un sí de esa boquita... ¡Usted verá el gran almuerso del siglo! Fuera
escrúpulos... ¿Se ha pensao V. que mañana voy yo á contárselo á la señá
duquesa de Sahagún? A este probetico..., ¡una limosna de armuerso!.

Acabó por entrarme risa y tuve la flaqueza de decir:

--Pero... ¿y el coche que está aguardando allá abajo?

--En un minuto se le avisa... Que se procure cochera aquí... Y si no,
que se vuelva á Madrid hasta la puesta del sol... Espere V., buscaré
alguno que lleve el recao... No la he de dejar aquí solita pa que se la
coma un lobo; eso sí que no.

Debió de oirlo un guindilla que andaba por allí ejerciendo sus
funciones, y en tono tan reverente y servicial como bronco lo usaba
para intimar á la gentuza que se _desapartase_, nos dijo con afable
sonrisa:

--Yo aviso, si justan... ¿Dónde está ó coche? ¿Cómo le llaman al
cochero?

--Este no es de mi tierra, ni nada. ¿De qué parte de Galicia?--pregunté
al agente.

--Desviado de Lujo tres légoas, á la banda de Sarria, para servir á
vusté--explicó él, y los ojos le brillaron de alegría al encontrarse con
una paisana.--«¿Si éste me conocerá por conducto de la Diabla?»--pensé
yo recelosa; pero mi temor sería infundado, pues el agente no añadió
nada más. Para despacharle pronto, le expliqué:

--¿Ve aquella berlina con ruedas encarnadas..., cochero mozo, con
patillas, librea verde? Allá abajo... Es la octava en la fila.

--Bien veo, bien.

--Pues va V.--ordenó Pacheco--y le dice que se largue á Madrí con viento
fresco, y que por la tardesita vuerva y se plantifique en el mismo
lugar. ¿Estamos, compadre?

Noté que mi acompañante extendía la mano y estrechaba con gran efusión
la del guindilla; pero no sería esta distinción lo que tanto le alegró
la cara á mi conterráneo, pues le vi cerrar la diestra deslizándola en
el bolsillo del pantalón, y entreoí la fórmula gallega clásica:

--De hoy en cien años.

Libre ya del apéndice del carruaje, por instinto me apoyé más fuerte en
el brazo de Don Diego, y él á su vez estrechó el mío como ratificando
un contrato.

--Vamos poquito á poco subiendo al cerro... Animo y cogerse bien.

El sol campeaba en mitad del cielo, y vertía llamas y echaba chiribitas.
El aire faltaba por completo; no se respiraba sino polvo arcilloso. Yo
registraba el horizonte tratando de descubrir la prometida fonda, que
siempre sería un techo, preservativo contra aquel calor del Senegal. Mas
no se veía rastro de edificio grande en toda la extensión del cerro, ni
antes ni después. Las únicas murallas blancas que distinguí á mi derecha
eran las tapias de la Sacramental, á cuyo amparo descansaban los muertos
sin enterarse de las locuras que del otro lado cometíamos los vivos.
Amenacé á Pacheco con el palo de la sombrilla:

--¿Y esa fonda? ¿Se puede saber hasta qué hora vamos á andar buscándola?

--¿Fonda?--saltó Pacheco como si le sorprendiese mucho mi
pregunta.--¿Dijo V. fonda? El caso es... Mardito si sé á qué lado cae.

--¡Hombre..., pues de veras que tiene gracia! ¿No aseguraba V. que había
fondas preciosas, magníficas? ¡Y me trae V. con tanta flema á asarme por
estos vericuetos! Al menos entérese... Pregunte á cualquiera, ¡al
primero que pase!

--¡Oigasté... cristiano!

Volvióse un chulo de pelo alisado en peteneras, manos en los bolsillos
de la chaquetilla, hocico puntiagudo, gorra alta de seda, estrecho
pantalón y viciosa y pálida faz; el tipo perfecto del rata, de esos
mocitos que se echa uno á temblar al verlos, recelando que hasta el modo
de andar le timen.

--¿Hay por aquí alguna fonda, compañero?--interrogó Pacheco alargándole
un buen puro.

--Se estima... Como haber fondas, hay fondas: misté por ahí too alredor,
que fondas son; pero tocante á fonda, vamos, según se ice, de comías
finas, pala gente é aquel, me pienso que no hallarán ustés conveniencia;
digo, esto me lo pienso yo; ustés verán.

--No hay más que merenderos, está visto--pronunció Pacheco bajo y con
acento pesaroso.

Al ver que él se mostraba disgustado, yo, por ese instinto de
contradicción humorística que en situaciones tales se nos desarrolla á
las mujeres, me manifesté satisfecha. Además, en el fondo, no me
desagradaba comer en un merendero. Tenía más _carácter_. Era más nuevo é
imprevisto, y hasta menos clandestino y peligroso. ¿Qué riesgo hay en
comer en un barracón abierto por todos lados donde está entrando y
saliendo la gente? Es tan inocente como tomar un vaso de cerveza en un
café al aire libre.



V


Convencidos ya de que no existía fonda ni sombra de ella, ó de que
nosotros no acertábamos á descubrirla, miramos á nuestro alrededor,
eligiendo el merendero menos indecente y de mejor trapío. Casi en lo
alto del cerro campeaba uno bastante grande y aseado; no ostentaba
ningún rótulo extravagante, como los que se leían en otros merenderos
próximos, verbigracia:--«Refrescos de los que usava el Santo.»--«La mar
en vevidas y comidas.»--«La Brillantez: callos y caracoles.»--A la
entrada (que puerta no la tenía) hallábase de pié una chica joven, de
fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en el moño: y no
había otra alma viviente en el merendero, cuyas seis mesas vacías me
parecieron muy limpias y fregoteadas. Pudiera compararse el barracón á
una inmensa tienda de campaña: las paredes de lona: el techo de unas
esteras tendidas sobre palos: dividíase en tres partes desiguales, la
menor ocultando la hornilla y el fogón donde guisaban, la grande que
formaba el comedor, la mediana que venía á ser una trastienda donde se
lavaban platos y cubiertos; pero estos misterios convinimos en que sería
mejor no profundizarlos mucho, si habíamos de almorzar. El piso del
merendero era de greda amarilla, la misma greda de todo el árido cerro:
y una vieja, sucia y horrible, que frotaba con un estropajo las mesas,
no necesitaba sino bajarse para encontrar la materia primera de aquel
limpión inverosímil.

Tomamos posesión de la mesa del fondo, sentándonos en un banco de madera
que tenía por respaldo la pared de lona del barracón. La muchacha, con
su perrera pegada á la frente por grandes churretazos de goma y su puñal
de níquel en el moño, acudió solícita á ver qué mandábamos: olfateaba
parroquianos gordos, y acaso adivinaba ó presentía otra cosa, pues nos
dirigió unas sonrisitas de inteligencia que me pusieron colorada. Decía
á gritos la cara de la chica:--«Buen par están estos dos... ¿Qué manía
les habrá dado de venir á arrullarse en el Santo? Para eso más les valía
quedarse en su nido... que no les faltará, de seguro».--Yo, que leía
semejantes pensamientos en los ojos de la muy entremetida, adopté una
actitud reservada y digna, hablando á Pacheco como se habla á un amigo
íntimo, pero _amigo_ á secas; precaución que lejos de desorientar á la
maliciosa muchacha, creo que sólo sirvió para abrirle más los ojos. Nos
dirigió la consabida pregunta:

--¿Qué van á tomar?

--¿Qué nos puede V. dar?--contestó Pacheco.--Diga V. lo que hay,
resalada..., y la señora irá escogiendo.

--Como haber..., hay de todo. ¿Quieren almorzar formalmente?

--Con toa formaliá.

--Pues de primer plato... una tortillita... ó huevos revueltos.

--Vaya por los huevos revueltos. ¿Y hay magras?

--¿Unas magritas de jamón? Sí.

--¿Y chuletas?

--De ternera, muy ricas.

--¿Pescado?

--Pescado no... Si quieren latas... tenemos escabeche de besugo,
sardinas...

--¿Ostras no?

--Como ostras..., no señora. Aquí pocas cosas finas se pueden despachar.
Lo general que piden... callos y caracoles, Valdepeñas, chuletas...

--V. resolverá--indiqué volviéndome á Pacheco.

--¿He de ser yo? Pues tráiganos de too eso que hemos dicho, niña
bonita..., huevos, magras, ternera, lata de sardinas... ¡Ay! y lo
primero de too se va V. á traer por los aires una boteya e mansaniya y
unas cañitas... Y aseitunas.

--Y después... ¿qué es lo que les he de servir? ¿Las chuletas antes de
nada?

--No: misté, azucena: nos sirve V. los huevos, luego el jamón, las
sardinas, las chuletitas... De postre, si hay algún queso...

--¡Ya lo creo que sí! De Flandes y de Villalón... Y pasas, y almendras,
y rosquillas, y avellanas tostás...

--Pues vamos á armorsá mejor que el Nuncio.

Esto mismo que exclamó Pacheco frotándose las manos, lo pensaba yo.
Aquellas ordinarieces, como diría mi paisano el filósofo, me abrían el
apetito de par en par. Y aumentaba mi buena disposición de ánimo el
encontrarme á cubierto del terrible sol.

Verdad que estaba á cubierto lo mismo que el que sale al campo á las
doce del día bajo un paraguas. El sol, si no podía ensañarse con
nuestros cráneos, se filtraba por todas partes y nos envolvía en un baño
abrasador. Por entre las esteras mal juntas del techo, al través de la
lona, y sobre todo, por el abierto frente de la tienda, entraban á
oleadas, á torrentes, no sólo la luz y el calor del astro, sino el
ruido, el oleaje del humano mar, los gritos, las disputas, las
canciones, las risotadas, los rasgueos y punteos de guitarra y vihuela,
el infernal paso doble, el _¡Viva España!_ de los duros pianos
mecánicos.

Casi al mismo punto en que la chica del puñal de níquel depositaba en la
mesa una botella rotulada _Manzanilla superior_, dos cañas del vidrio
más basto y dos conchas con rajas de salchichón y aceitunas _aliñás_, se
coló por la abertura una mujer desgreñada, cetrina, con ojos como
carbones, saya de percal con almidonados faralaes y pañuelo de crespón
de lana desteñido y viejo, que al cruzarse sobre el pecho dejaba asomar
la cabeza de una criatura. La mujer se nos plantó delante, fija la mano
izquierda en la cadera y accionando con la derecha: de qué modo se
sostenía el chiquillo, es lo que no entiendo.

--En er nombre e Dios, Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que donde va er
nombre e Dios no va cosa mala. Una palabrita les voy á icir que lase á
ostés mucha farta saberla...

--¡Calle!--grité yo contentísima. ¡Una gitana que nos va á decir la
buenaventura!

--¿La mando que se largue? ¿La incomoda á V.?

--¡Al contrario! Si me divierte lo que no es imaginable. Verá V. cuántos
enredos va á echar por esa boca. Ea, la buenaventura pronto, que tengo
una curiosidad inmensa de oirla.

--Pué diñe osté la mano erecha, jermosa, y una moneíta de plata pa jaser
la crú.

Pacheco le alargó una peseta, y al mismo tiempo, habiendo descorchado la
manzanilla y pedido otra caña, se la tendió llena de vino á la egipcia.
Con este motivo armaron los dos un tiroteo de agudezas y bromas; bien se
conocía que eran hijos de la misma tierra, y que ni á uno ni á otro se
les atascaban las palabras en el gaznate, ni se les agotaba la labia
aunque la derramasen á torrentes. Al fin la gitana se embocó el
contenido de la cañita, y yo la imité, porque, con la sed, tentaba aquel
vinillo claro. ¡Manzanilla superior! ¡A cualquier cosa llaman _superior_
aquí! La manzanilla dichosa sabía á esparto, á piedra alumbre y á
demonios coronados; pero como al fin era un líquido, y yo con el calor
estaba para beberme el Manzanares entero, no resistí cuando Pacheco me
escanció otra caña. Sólo que en vez de refrescarme, se me figuró que un
rayo de sol, disuelto en polvo, se me introducía en las venas y me
salía en chispas por los ojos y en arreboles por la faz. Miré á Pacheco
muy risueña, y luego me volví confusa, porque él me pagó la mirada con
otra más larga de lo debido.

--¡Qué bonitos ojos azules tiene este perdis!--pensaba yo para mí.

El gaditano estaba sin sombrero; vestía un traje ceniza, elegante, de
paño rico y flexible; de vez en cuando se enjugaba la frente sudorosa
con un pañuelo fino, y á cada movimiento se le descomponía el pelo,
bastante crecido, negro y sedoso; al reir, le iluminaba la cara la
blancura de sus dientes, que son de los mejor puestos y más sanos que he
visto nunca, y aun parecía doblemente morena su tez, ó mejor dicho,
doblemente tostada, porque hacia la parte que ya cubre el cuello de la
camisa se entreveía un cutis claro.

--La mano, jermosa,--repitió la gitana.

Se la alargué, y ella la agarró haciéndomela tener abierta. Pacheco
contemplaba las dos manos unidas.

--¡Qué contraste!--murmuró en voz baja, no como el que dice una
galantería á una señora, sino como el que hace una reflexión entre sí.

En efecto, sin vanidad, tengo que reconocer que la mano de la gitana, al
lado de la mía, parecía un pedazo de cecina feísimo: la tumbaga de
plata, donde resplandecía una esmeralda falsa espantosa, contribuía á
que resaltase el color cobrizo de la garra aquella, y claro está que mi
diestra, que es algo chica, pulida y blanca, con anillos de perlas,
zafiros y brillantes, contrastaba extrañamente. La buena de la bohemia
empezó á hacer sus rayas y ensalmos, endilgándonos una retahila de esas
que no comprometen, pues son de doble sentido y se aplican á cualquier
circunstancia, como las respuestas de los oráculos. Todo muy recalcado
con los ojos y el ademán.

--Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto, y nadie
saspera que susea... Un viaje me vasté á jaser, y no ae ser para má, que
ae ser pa sastisfasión e toos. Una carta me vasté á resibir, y lae
alegrá lo que viene escribío en eya... Unas presonas me tiene usté que
la quieren má, y están toas perdías por jaserle daño; pero der revé les
ae salir la perra intensión... Una presoniya está chalaíta por usté--(al
llegar aquí la bruja clavó en Pacheco las ascuas encendidas de sus
ojos)--y un convite le ae dar quien bien la quiere... Amorosica de genio
me es usté; pero cuando se atufa, una leona brava de los montes se me
güerve... Que no la enriten a usté y que le yeven toiticas las cosas ar
pelo de la suavidá, que por la buena, corasón tiene usté pa tirarse en
metá e la bahía e Cadis... Con mieles y no con hieles me la han de
engatusar á usté... Un cariñiyo me vasté á tener mu guardadico en su
pechito y no lo ae sabé ni la tierra, que secretica me es usté como la
piedra e la sepultura... También una cosa le igo y es que usté mesma no
me sabe lo que en ese corasonsiyo está guardao... Un cachito e gloria le
va a caer der sielo y pasmáa se quedará usté; que á la presente me está
usté como los pajariyos, que no saben el árbol onde han de ponerse...

Si la dejamos, creo que aún sigue ahora ensartando tonterías. A mí su
parla me entretenía mucho, pues ya se sabe que en esta clase de
vaticinios tan confusos y tan latos, siempre hay algo que responde á
nuestras ideas, esperanzas y aspiraciones ocultas. Es lo mismo que
cuando, al tiempo de jugar á los naipes, vamos corriéndolos para
descubrir sólo la pinta, y adivinamos ó presentimos de un modo vago la
carta que va á salir. Pacheco me miraba atentamente, aguardando á que me
cansase de gitanerías para despedir á la profetisa. Viendo que ya la
chica del puñal en el moño acudía con la fuente de huevos revueltos,
solté la mano, y mi acompañante despachó á la gitana, que antes de poner
piés en polvorosa aún pidió no sé qué para _er churumbeliyo_.

Empezábamos á servirnos del apetitoso comistrajo y á descorchar una
botella de jerez, cuando otro cuerpo asomó en la abertura de la tienda,
se adelantó hacia la mesa y recitó la consabida jaculatoria:

--En er nombre e Dió Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que onde va er nombre é
Dió...

--¡Estamos frescos!--gritó Pacheco.--¡Gitana nueva!

--Claro--murmuró con aristocrático desdén la chica del merendero.--Como
á la otra le han dado cuartos y vino, se ha corrido la voz... Y tendrán
aquí á todas las de la romería.

Pacheco alargó á la recién venida unas monedas y un vaso de jerez.

--Bébase usté eso á mi salú..., y andar con Dios, y najensia.

--E que les igo yo lo buenaventura e barde... por el aqué de la sal der
mundo que van ustés derramando.

--No, no...,--exclamé yo casi al oído de Pacheco.--Nos va á encajar lo
mismo que la otra; con una vez basta. Espántela V.... sin reñirla.

--Bébase usté el jerés, prenda... y najarse he dicho--ordenó el gaditano
sin enojo alguno, con campechana franqueza.

La gitana, convencida de que no sacaba más raja ya, después de echarse
al coleto el Jerez y limpiarse la boca con el dorso de la mano, se largó
con su indispensable _churumbeliyo_, que lo traía también escondido en
el mantón como gusano en queso.

--¿Tienen todas su chiquitín?--pregunté á la muchacha.

--Todas, pues ya se ve--explicó ella con tono de persona desengañada y
experta.--Valientes maulas están. Los chiquillos son tan suyos como de
una servidora de Vds. Infelices, los alquilan por ahí á otras bribonas,
y sabe Dios el trato que les dan. Y está la romería plagada de estas
tunantas, embusteronas. ¡Lástima de Abanico!

--¿Vds. duermen aquí?--la dije por tirarla de la lengua.--¿No tienen
miedo á que de noche les roben las ganancias del día ó la comida del
siguiente?

--Ya se ve que dormimos con un ojo cerrado y otro abierto... Porque no
se crea V.: nosotros tenemos un café á la salida de la Plaza Mayor y
venimos aquí no más á poner el ambigú.

Comprendí que la chica se daba importancia, deseando probarme que era,
socialmente, muy superior á aquella gentecilla de poco más ó menos que
andaba por los demás figones. A todo esto íbamos despachando la ración
de huevos revueltos y nos disponíamos á emprenderla con las magras.
Interceptó la claridad de la abertura otra sombra. Esta era una chula de
mantón terciado, peina de bolas, brazos desnudos, que traía en un jarro
de loza un inmenso haz de rosas y claveles, murmurando con voz entre
zalamera y dolorida:--«¡Señoritico! ¡Cómpreme usté flores pa osequiar á
esa buena moza!»--Al mismo tiempo que la florera, entraron en el
merendero cuatro soldados, cuatro húsares jóvenes y muy bulliciosos, que
tomaron posesión de una mesa pidiendo cerveza y gaseosa, metiendo ruido
con los sables y regocijando la vista con su uniforme amarillo y azul.
¡Válgame Dios, y qué virtud tan rara poseen la manzanilla y el jerez,
sobre todo cuando están encabezados y compuestos! Si en otra ocasión me
veo yo almorzando así, entre soldados, creo que me da un soponcio; pero
empezaba á tener subvertidas las nociones de la corrección y de la
jerarquía social, y hasta me hizo gracia semejante compañía y la celebré
con la risa más alegre del mundo! Pacheco, al observar mi buen humor, se
levantó y fué á ofrecer á los húsares jerez y otros obsequios; de
suerte que no sólo comíamos con ellos en el mismo bodegón, sino que
fraternizábamos.

Cuando está uno de buen temple, ninguna cosa le disgusta. Alabé la
comida; de la chula de los claveles dije que parecía un boceto de Sala;
y entonces Pacheco sacó de la jarra las flores y me las echó en el
regazo, diciendo:--«Póngaselas V. todas.»--Así lo ejecuté, y quedó mi
pecho convertido en búcaro. Luego me hizo reir con toda mi alma una
desvergonzada riña que se oyó por detrás de la pared de lona, y las
ocurrencias de Pacheco que se lió con los húsares no recuerdo con qué
motivo. Volvió á nublarse el sol que entraba por la abertura y apareció
un pordiosero de lo más remendado y haraposo. No contento con aflojar
buena limosna, Pacheco le dió palique largo, y el mendigo nos contó
aventuras de su vida: una sarta de embustes, por supuesto. Oyóle el
gaditano muy atentamente, y luego empezó á exigirle que trajese un
guitarrillo y se cantase por lo más jondo. El pobre juraba y perjuraba
que no sabía sino unas coplillas, pero sin música, y al fin le soltamos,
bajo palabra de que nos traería un buen cantaor y tocaor de bandurria
para que nos echase polos y peteneras hasta morir. Por fortuna hizo la
del humo.

Yo, á todo esto, más divertida que en un sainete, y dispuesta á
entenderme con las chuletas y el champagne. Comprendía, sí, que mis
pupilas destellaban lumbre y en mis mejillas se podía encender un
fósforo; pero lejos de percibir el atolondramiento que suponía precursor
de la embriaguez, sólo experimentaba una animación agradabilísima, con
la lengua suelta, los sentidos excitados, el espíritu en volandas y
gozoso el corazón. Lo que más me probaba que _aquello_ no era cosa
alarmante, era que comprendía la necesidad de guardar en mis dichos y
modales cierta reserva de buen gusto; y en efecto, la guardaba, evitando
toda palabra ó movimiento que siendo inocente pudiese parecer equívoco,
sin dejar por eso de reir, de elogiar los guisos, de mostrarme jovial,
en armonía con la situación... Porque allí, vamos, convengan Vds. en
ello, también sería muy raro estar como si me hubiese tragado el
molinillo.



VI


Pacheco, por su parte, me llevaba la corriente; cuidaba de que nunca
estuviesen vacíos mi vaso ni mi plato, y ajustaba su humor al mío con
tal esmero, cual si fuese un director de escena encargado de entretener
y hacer pasar el mejor rato posible á un príncipe. ¡Ay! Porque eso sí:
tengo que rendirle justicia al grandísimo socarrón, y una vez que me
encuentro á solas con mi conciencia, reconocer que, animado, oportuno,
bromista y (admitamos la terrible palabra) en _juerga_ redonda conmigo,
como se encontraba al fin y al cabo Pacheco, ni un dicho libre, ni una
acción descompuesta ó siquiera familiar llegó á permitirse. En ocasión
tan singular y crítica, hubiera sido descortesía y atrevimiento lo que
en otra mero galanteo ó _flirtación_ (como dicen los ingleses). Esto lo
entendía yo muy bien, aun entonces, y á la verdad, temía cualquiera de
esas insinuaciones impertinentes que dejan á una mujer volada y le
estropean el mejor rato. Sin la caballerosa delicadeza de Pacheco,
aquella situación en que impremeditadamente me había colocado pudo ser
muy ridícula para mí. Pero la verdad por delante: su miramiento fué tal,
que no me echó ni una flor, mientras hartaba de lindas, simpáticas y
retrecheras á las gitanas, á la chica del puñal de níquel y hasta á la
fregona del estropajo. Cierto que á veces sorprendí sus ojos azules que
me devoraban á hurtadillas; sólo que apenas notaba que yo había caído en
la cuenta, los desviaba á escape. Su acento era respetuoso, sus frases
serias y sencillas al dirigirse sólo á mi. Ahora se me figura que tantas
exquisiteces fueron calculadas, para inspirarme confianza é interés: ¡ah
malvado! Y bien que me iba comprando con aquel porte fino.

Surgió de repente ante nosotros, sin que supiésemos por donde había
entrado, una figurilla color de yesca, una gitanuela de algunos trece
años, típica, de encargo para modelo de un pintor: el pelo azulado de
puro negro, muy aceitoso, recogido en castaña, con su peina de cuerno y
su clavel sangre de toro; los dientes y los ojos brillantes, por
contraste con lo atezado de la cara; la frente chata como la de una
víbora, y los brazos desnudos, verdosos y flacos lo mismo que dos
reptiles. Y con el propio tonillo desgarrado de las demás, empezó la
retahila consabida:

--En er nombre de Dió Pare, Jijo...

De esta vez, la chica del merendero montó en cólera, y dando al diablo
sus pujos de señorita, se convirtió en chula de las más boquifrescas.

--¿Hase visto hato de pindongas? ¿No dejarán comer en paz á las personas
decentes? ¿Conque las barre uno por un lado y se cuelan por otro? ¿Y
cómo habrá entrado aquí semejante calamidá, digo yo? Pues si no te
largas más pronto que la luz, bofetá como la que te arrimo no la has
visto tú en tu vía. Te doy un recorrío al cuerpo, que no te queda lengua
pa contarlo.

La chiquilla huyó más lista que un cohete; pero no habrían transcurrido
dos segundos, cuando vimos entreabrirse la lona que nos protegía las
espaldas, y por la rendija del lienzo asomó una geta que parecía la del
mismo enemigo, unos dientes que rechinaban, un puño cerrado, negro como
una bola de bronce, y la gitanilla becerreó:

--Arrastrá, condená, tía cochina, que malos retortijones te arranquen
las tripas, y malos mengues te jagan picaíllo e los jígados, y malas
culebras te piquen, y remardita tiña te pegue con er moño pa que te
quedes pelá como tu ifunta agüela...

Llegaba aquí de su rosario de maldiciones, cuando la del puñal, que así
se vió tratada, empuñó el rabo de una cacerola y se arrojó como una
fiera á descalabrar á la egipcia: al hacerlo, dió con el codo a una
botella de jerez, que se derramó entera por el mantel. Este incidente
hizo que la chica, olvidando el enojo, se echase á reir
exclamando:--¡Alegría, alegría! Vino en el mantel... ¡boda segura!--y,
por supuesto, la gitana tuvo tiempo de afufarse más pronta que un
pájaro.

No ocurrió durante el almuerzo ninguna otra cosa que recordarse merezca,
y lo bien que hago memoria de todo cuanto pasó en él, me prueba que
estaba muy despejada y muy sobre mí. Apuramos el último sorbo de
champagne y un empecatado café; saldó Pacheco la cuenta, gratificando
como Dios manda, y nos levantamos con ánimo de recorrer la romería.
Notaba yo cierta ligereza insólita en piernas y piés; me figuraba que se
había suprimido el peso de mi cuerpo, y, en vez de andar, creía
deslizarme sobre la tierra.

Al salir, me deslumbró el sol: ya no estaba en el cenit ni mucho menos;
pero era la hora en que sus rayos, aunque oblicuos, queman más: debían
de ser las tres y media ó cuatro de la tarde, y el suelo se rajaba de
calor. Gente, triple que por la mañana, y veinte veces más bullanguera y
estrepitosa. Al punto que nos metimos entre aquel bureo, se me puso
cabeza que me había caído en el mar: mar caliente, que hervía á
borbotones, y en el cual flotaba yo dentro de un botecillo chico como
una cáscara de nuez: golpe va y golpe viene, ola arriba y ola abajo.
¡Sí, era el mar; no cabía duda! ¡El mar, con toda la angustia y
desconsuelo del mareo que empieza!

Lejos de disiparse esta aprensión, se aumentaba mientras iba
internándome en la romería apoyada en el brazo del gaditano. Nada,
señores, que estaba en mitad del golfo. Los innumerables ruidos de
voces, disputas, coplas, pregones, juramentos, vihuelas, organillos,
pianos, se confundían en un rumor nada más: el mugido sordo con que el
Océano se estrella en los arrecifes: y allá á lo lejos, los columpios,
lanzados al aire con vuelo vertiginoso, me representaban lanchas y
falúas balanceadas por el oleaje. ¡Ay Dios mío, y qué desvanecimiento me
entró al convencerme de que en efecto me encontraba en alta mar! Me
agarré al brazo de Pacheco como me agarro en la temporada de baños al
cuello del bañero robusto, para que no me lleve el agua... Sentía un
pánico atroz y no me atrevía á confesarlo, porque tal vez mi acompañante
se reiría de mí, por fuera ó por dentro, si le dijese que me mareaba,
que me mareaba á toda prisa.

Una peripecia nos detuvo breves instantes. Fué una pelea de mujerotas.
Pelea muy rara: por lo regular, estas riñas van acompañadas de
vociferaciones, de chillidos, de injurias, y aquí no hubo nada de eso.
Eran dos mozas: una que tostaba garbanzos en una sartén puesta sobre
una hornilla: otra que pasó y con las sayas derribó el artilugio. Jamás
he visto en rostro humano expresión de ferocidad como adquirió el de la
tostadora. Más pronta que el rayo, recogió del suelo la sartén, y
echándose á manera de irritada tigre sobre la autora del desaguisado, le
dió con el filo en mitad de la cara. La agredida se volvió sin exhalar
un ay, corriéndole de la ceja á la mejilla un hilo de sangre; y
trincando á su enemiga por el moño, del primer arrechucho le arrancó un
buen mechón, mientras le clavaba en el pescuezo las uñas de la mano
izquierda: cayeron á tierra las dos amazonas, rodando entre trébedes,
hornillas y cazos; se formó alrededor corro de mirones, sin que nadie
pensase en separarlas, y ellas seguían luchando, calladas y pálidas como
muertas, una con la oreja rasgada ya, otra con la sien toda
ensangrentada y un ojo medio saltado de un puñetazo. Los soldados se
reían á carcajadas y les decían requiebros indecentes, en tanto que se
despedazaban las infelices. Advertí por un instante que se me quitaba el
mareo, á fuerza de repugnancia y lástima: me acordé de mi paisano Pardo,
y de aquello del salvajismo y la barbarie española. Pero duró poco esta
idea, porque en seguidita se me ocurrió otra muy singular: que las dos
combatientes eran dos pescados grandes, así como golfines ó tiburones, y
que á coletazos y mordiscos, sin chistar, estaban haciéndose trizas. Y
este pensamiento me renovó la fatiga del mareo de tal modo, que arrastré
á Pacheco.

--Vámonos de aquí... No me gusta ver esto... Se matan.

Preguntóme Don Diego si me sentía mal, en cuyo caso no visitaríamos los
barracones donde enseñan panoramas y fenómenos. Respondí muy picada que
me encontraba perfectamente y capaz de examinar todas las curiosidades
de la romería. Entramos en varias barracas y vimos un enano, un ternero
de dos cabezas, y por último, la mujer de cuatro piernas, muy pizpireta,
muy escotada, muy vestida de seda azul con puntillas de algodón, y que
enseñaba sonriendo--la risa del conejo--sus dobles muñones al extremo de
cada rodilla. En esta pícara barraca se apoderó de mí, con más fuerza
que nunca, la convicción de que me hallaba en alta mar, entregada á los
vaivenes del Océano. En el lado izquierdo del barracón había una serie
de agujeritos redondos por donde se veía un cosmorama: y yo empeñada en
que eran las portas del buque, sin que me sacase de mi error el que al
través de las susodichas portas se divisase, en vez del mar, la plaza
del Carrousel... el Arco de la Estrella... el Coliseo de Roma... y otros
monumentos análogos. Las perspectivas arquitectónicas me parecían
desdibujadas y confusas, con gran temblequeteo y vaguedad de contornos,
lo mismo que si las cubriese el trémulo velo de las olas. Al volverme y
fijarme en el costado opuesto de la barraca, los grandes espejos de
_rigolada_, de lunas cóncavas ó convexas, que reflejaban mi figura con
líneas grotescamente deformes, me parecieron también charcos de agua de
mar... ¡Ay, ay, ay, qué malo se pone esto! Un terror espantoso cruzó por
mi mente: ¿apostemos á que todas estas chifladuras marítimas y náuticas
son pura y simplemente una... vamos, una _filoxerita_, como ahora dicen?
¡Pero si he bebido poco! ¡Si en la mesa me encontraba tan bien!

--Hay que disimular--pensé.--Que Pacheco no se entere... ¡Virgen, y qué
vergüenza si lo nota!... Volver á Madrid corriendo... ¡Quiá! El
movimiento del coche me pierde, me acaba, de seguro... Aire, aire... ¡Si
hubiese un rincón donde librarse de este gentío!

O Pacheco leyó en mis pensamientos, ó coincidió conmigo en sensaciones,
pues se inclinó y en el tono más cariñoso y deferente murmuró á mi oído:

--Hace aquí un calor intolerable... ¿Verdad que sí? ¿Quiere V. que
salgamos? Daremos una vueltecita por la pradera y la alameda; estará más
despejado y más fresco.

--Vamos--respondí fingiendo indiferencia, aunque veía el cielo abierto
con la proposición.



VII


Salimos de la barraca y bajamos del cerro á la alameda, siempre
empujados y azotados por la ola del gentío, cuyas aguas eran más densas
según iba acercándose la noche. Llegó un momento en que nos encontramos
presos en remolino tal, que Pacheco me apretó fuertemente el brazo y
tiró de mí para sacarme á flote. Me latían las sienes, se me encogía el
corazón y se me nublaban los ojos: no sabía lo que me pasaba: un sudor
frío bañaba mi frente. Forcejeábamos deseando romper por entre el grupo,
cuando nos paró en firme una cosa tremenda que se apareció allí,
enteramente á nuestro lado: un par de navajas desnudas, de esas _lenguas
de vaca_ con su letrero de _si esta víbora te pica no hay remedio en la
botica_, volando por los aires en busca de las tripas de algún prójimo.
También relucían machetes de soldados, y se enarbolaban garrotes, y se
oían palabras soeces, blasfemias de las más horribles... Me arrimé
despavorida al gaditano, el cual me dijo á media voz:

--Por aquí... No pase V. cuidado... Vengo prevenido.

Le vi meter la mano en el bolsillo derecho del chaleco y asomarse á él
la culata de un revólver: vista que redobló mi susto y mis esfuerzos
para desviarme. No nos fué difícil, porque todo el mundo se arremolinaba
en sentido contrario, hacia el lugar de la pendencia. Pronto
retrocedimos hasta la alameda, sitio relativamente despejado. Allí y
todo continuaban mis ilusiones marítimas dándome guerra. Los carruajes,
los carros de violín, los ómnibus, las galeras, cuantos vehículos
estaban en espera de sus dueños, me parecían á mí embarcaciones
fondeadas en alguna bahía ó varadas en la playa, paquetes de vapor con
sus ruedas, quechemarines con su arboladura. Hasta olor á carbón de
piedra y á brea notaba yo. Que sí, que me había dado por la náutica.

--¿Vámonos á la orilla... allí, donde haya silencio?--supliqué á
Pacheco.--¿Donde corra fresquito y no se vea un alma? Porque la gente me
mar...

Un resto de cautela me contuvo á tiempo, y rectifiqué:

--Me fatiga.

--¿Sin gente? Dificilillo va á ser hoy... Mire V.--Y Pacheco señaló,
extendiendo la mano.

Por la praderita verde, por las alturas peladas del cerro, por cuanta
extensión de tierra registrábamos desde allí, bullía el mismo hormigueo
de personas, igual confusión de colorines, balanceo de columpios, girar
de tíos vivos y corros de baile.

--Hacia allá--murmuré--parece que hay un espacio libre...

Para llegar adonde yo indicaba, era preciso saltar un vallado, bastante
alto por más señas. Pacheco lo salvó, y desde el lado opuesto me tendió
los brazos. ¡Cosa más particular! Pegué el brinco con agilidad
sorprendente. Ni notaba el peso de mi cuerpo; se había derogado para mí
la ley de gravedad: creo que podría hacer volatines. Eso sí, la firmeza
no estaba en proporción con la agilidad, porque si me empujan con un
dedo, me caigo y boto como una pelota.

Atravesamos un barbecho, que fué una serie de saltos de surco á surco,
y por senderos realmente solitarios fuimos á parar á la puerta de una
casuca que se bañaba los piés en el Manzanares. ¡Ay, qué descanso! Verse
uno allí casi solo, sin oir apenas el estrépito de la romería, con un
fresquito delicioso venido de la superficie del agua, y con la media
obscuridad ó al menos la luz tibia del sol que iba poniéndose...
¡Alabado sea Dios! Allá queda el tempestuoso Océano con sus olas
bramadoras, sus espumarajos y sus arrecifes, y héteme al borde de una
pacífica ensenada, donde el agua sólo tiene un rizado de onditas muy
mansas que vienen á morir en la arena sin meterse con nadie...

¡Dale con el mar! ¡Mire V. que es fuerte cosa! ¿Si continuará aquello?
¿Si...?

A la puerta de la casuca asomó una mujer pobremente vestida y dos
chiquillos harapientos, que muy obsequiosos me sacaron una silla.
Sentóse Pacheco á mi lado sobre unos troncos. Noté bienestar
inexplicable, y me puse á mirar cómo se acostaba el sol, todo ardoroso y
sofocado, destellando sus últimos resplandores en el Manzanares. Es
decir, en el Manzanares no: aquello se parecía extraordinariamente á la
bahía viguesa. La casa también se había vuelto una lancha muy airosa que
se mecía con movimiento insensible: Pacheco, sentado en la popa, oprimía
contra el pecho la caña del timón, y yo, muellemente reclinada á su
lado, apoyaba un codo en su rodilla, recostaba la cabeza en su hombro,
cerraba los ojos para mejor gozar del soplo de la brisa marina que me
abanicaba el semblante... ¡Ay madre mía, qué bien se va así!... De aquí
al cielo...

Abrí los párpados... ¡Jesús, qué atrocidad! Estaba en la misma postura
que he descrito, y Pacheco me sostenía en silencio y con exquisito
cuidado, como á una criatura enferma, mientras me hacía aire, muy
despacio, con mi propio pericón...

No tuve tiempo de reflexionar en situación tan rara. No me lo permitió
el afán, la fatiga inexplicable que me entró de súbito. Era como si me
tirasen del estómago y de las entrañas hacia afuera con un garfio para
arrancármelas por la boca. Llevé las manos á la garganta y al pecho, y
gemí:

--¡A tierra, á tierra! ¡Que se pare el vapor... me mareo, me mareo! ¡Que
me muero!... ¡Por la Virgen, á tierra!

Cesé de ver la bahía, el mar verde y espumoso, las crespas olitas; cesé
de sentir el soplo del Nordeste y el olor del alquitrán... Percibí, como
entre sueños, que me levantaban en vilo y me trasladaban... ¿Estaríamos
desembarcando? Entreoí frases que para mí entonces carecían de
sentido.--«Probetica, sa puesto mala.--Por aquí, señorito...--Sí que hay
cama y lo que se nesecite...--Mandar...»--Sin duda ya me habían
depositado en tierra firme, pues noté un consuelo grandísimo, y luego
una sensación inexplicable de desahogo, como si alguna manaza gigantesca
rompiese un aro de hierro que me estaba comprimiendo las costillas y
dificultando la respiración. Di un suspiro y abrí los ojos...

Fué un intervalo lúcido, de esos que se tienen aun en medio del síncope
ó del acceso de locura, y en que comprendí claramente todo cuanto me
sucedía. No había mar, ni barco, ni tales carneros, sino turca de padre
y muy señor mío: la tierra firme era el camastro de la tabernera, el aro
de hierro el corsé que acababan de aflojarme; y no me quedé muerta de
sonrojo allí mismo, porque no vi en el cuarto á Pacheco. Sólo la mujer
morena y alta, muy afable, se deshacía en cuidados, me ofrecía toda
clase de socorros...

--No, gracias... Silencio, y estar á obscuras... Es lo único... Bien,
sí, llamaré si ocurre. Ya, ya me siento mejor... Silencio y dormir; no
necesito más.

La mujer entornó el ventanuco por donde entraba en el chiribitil la luz
del sol poniente, y se marchó en puntillas. Me quedé sola: me dominaba
una modorra invencible: no podía mover brazo ni pierna; sin embargo, la
cabeza y el corazón se me iban sosegando por efecto de la penumbra y la
soledad. Cierto que andaba otra vez á vueltas con la manía náutica, pues
pensaba para mis adentros:--¡Qué bien me encuentro así... en este
camarote... en esta litera!... ¡Y qué serena debe de estar la mar!...
¡Ni chispa de balance! ¡El barco no se mueve!

Yo había oído asegurar muchas veces que si tenemos los ojos cerrados y
alguna persona se pone á mirarnos fijamente, una fuerza inexplicable nos
obliga á abrirlos. Digo que es verdad, y lo digo por experiencia. En
medio de mi sopor empecé á sentir cierta comezón de alzar los párpados
y una inquietud especial, que me indicaba la presencia de _alguien_ en
el tugurio... Entreabrí los ojos, y con gran sorpresa vi el agua del
mar; pero no la verde y plomiza del Cantábrico, sino la del
Mediterráneo, azul y tranquila... Las pupilas de Pacheco, como Vds. se
habrán imaginado. Estaba de pié, y cuando clavé en él la mirada, se
inclinó y me arregló delicadamente la falda del vestido para que me
cubriese los piés.

--¿Cómo vamos? ¿Hay ánimos para levantarse?--murmuró: es decir, sería
algo por el estilo, pues no me atrevo á jurar que dijese esto. Lo que
afirmo es que le tendí las dos manos con un cariñazo repentino y
descomunal, porque se me había puesto en el moño que me encontraba allí
abandonadita en medio de un golfo profundo, y que iba á ahogarme si no
acierta á venir en mi auxilio Pacheco. El tomó las manos que yo ofrecía,
las apretó muy afectuoso, me tentó los pulsos y apoyó su derecha en mis
sienes y frente, ¡Cuánto bien me hacía aquella presioncita cuidadosa y
firme! Como si me volviese á encajar los goznes del cerebro en su
verdadero sitio, dándoles aceite para que girasen mejor. Le estreché la
mano izquierda... ¡Qué pegajoso, qué majadero se vuelve uno en estas
situaciones... anormales! Yo me estaba muriendo por mimos, igual que una
niña pequeña... ¡Quería que me tuviesen lástima!... Es sabido que á
mucha gente le dan las turcas por el lado tierno. Ganas me venían de
echarme á llorar, por el gusto de que me consolasen.

Había á la cabecera de la cama una mugrienta silla de Vitoria, y el
gaditano tomó asiento en ella acercando su cara á la dura almohada donde
reclinaba la mía. No sé qué me fué diciendo por lo bajo: sí que eran
cositas muy dulces y zalameras, y que yo seguía estrujándole la mano
izquierda con fuerza convulsiva, sonriendo y entornando los párpados,
porque me parecía que de nuevo bogábamos en el esquife, y las olas
hacían un _¡clap! ¡clap!_ armonioso contra el costado. Sentí en la
mejilla un soplo caliente, y luego un contacto parecido al revoloteo de
una mariposa. Sonaron pasos fuertes, abrí los ojos, y vi á la mujer alta
y morena, figonera, tabernera ó lo que fuese.

--¿La traigo una tacita de té, señorita? Lo tengo mu bueno, no se
piensen ustés que no... Se le pué echar unas gotas de ron, si les
parece...

--¡No, ron no!--articulé muy quejumbrosa, como si pidiese que no me
mataran.

--¡Sin ron... y calentito!--mandó Pacheco.

La mujer salió. Cerré otra vez los ojos. Me zumbaban los sesos: ni que
tuviese en ellos un enjambre de abejas. Pacheco seguía apretándome las
sienes, lo cual me aliviaba mucho. También noté que me esponjaba la
almohada, que me alisaba el pelo. Todo de una manera tan insensible,
como si una brisa marina muy mansa me jugase con los rizos. Volvieron á
oirse los pasos y el duro taconeo.

--El té, señorito... ¿Se lo quié usté dar ó se lo doy yo?

--Venga--exclamó el meridional.

Le sentí revolver con la cucharilla y que me la introducía entre los
labios. Al primer sorbo me fatigó el esfuerzo y dije _que no_ con la
cabeza; al segundo me incorporé de golpe, tropecé con la taza, y ¡zas!
el contenido se derramó por el chaleco y pantalón de mi enfermero. El
cual, con la insolencia más grande que cabe en persona humana, me
preguntó:

--¿No lo quieres ya? ¿O te pido otra tacita?

Y yo... ¡Dios de bondad! ¡De esto sí que estoy segura! le contesté
empleando el mismo tuteo y muy mansa y babosa:

--No, no pidas más... Se hace noche... Hay que salir de aquí... Veremos
si puedo levantarme. ¡Qué mareo, Señor, qué mareo!

Tendí los brazos confiadamente: el malvado me recibió en los suyos, y
agarrada á su cuello, probé á saltar del camastro. Con el mayor recato y
comedimiento, Pacheco me ayudó á abrocharme, estiró las guarniciones de
mi saya de surá, me presentó el imperdible, el sombrero, el velito, el
agujón, el abanico y los guantes. No se veía casi nada, y yo lo atribuía
á la mezquindad del cuchitril; pero así que, sostenida por Pacheco y
andando muy despacio, salí á la puerta del figón, pude convencerme de
que la noche había cerrado del todo. Allá á lo lejos, detrás del muro
que cercaba el campo, hormigueaba confusamente la romería, salpicada de
lucecillas bailadoras, innumerables...

La calma de la noche y el aire exterior me produjeron el efecto de una
ducha de agua fría. Sentí que la cabeza se me despejaba y que así como
se va la espuma por el cuello de la botella de champagne, se escapaban
de mi mollera en burbujas el sol abrasador y los espíritus alcohólicos
del endiablado vino compuesto. Eso sí: en lugar de meollo me parecía que
me quedaba un sitio hueco, vacío, barrido con escoba... Encontrábame
aniquilada, en el más completo idiotismo.

Pacheco me guiaba sin decir oxte ni moxte. Derechos como una flecha
fuimos adonde mi coche aguardaba ya. Sus dos faroles lucían á la entrada
de la alameda, en el mismo sitio en que por la mañana le mandáramos
esperar. Entré y me dejé caer en el asiento, medio exánime. Pacheco me
siguió, dió una orden, y la berlina empezó á rodar poco á poco.

¡Ay Dios de mi vida! ¿Quién soñó que se habían acabado ya los barcos, el
oleaje, mis fantasías marítimas todas? ¡Pues si ahora es cuando
navegábamos de veras, encerrados en el camarote de un trasatlántico, y á
cada tres segundos cuchareaba el buque ó cabeceaba bajando á los abismos
del mar y arrastrándome consigo! La voz de Pacheco no era tal voz, sino
el ruido del viento en las jarcias... ¡Nada, nada, que hoy naufrago!

--¡Vas disgustá conmigo?--gemía á mi oído el sudoeste. No vayas. Mira,
bien callé y bien prudente fuí... Hasta que me apretaste la mano...
Perdón, sielo, me da una pena verte afligía... Es una rareza en mí,
pero estoy así como aturdido de pensar si te enfadarás por lo que te
dije... Pobrecita, no sabes lo guapa que estabas mareá... Los ojos tuyos
echaban lumbre... ¡Vaya unos ojos que tienes tú! Anda, descansa así, en
el hombro mío. Duerme, niñita, duerme...

Tal vez equivoque yo las palabras, porque resultaban un murmullo y no
más... Lo que sí recuerdo con absoluta exactitud es esta frase, que sin
duda cayó en el intervalo de una ola á otra:

--¿Sabes qué decían en aquel figón? Pues que debíamos de ser recién
casados..., «porque él la trata con mucho cariño y no sabe qué hacer
para cuidarla.»

Y puedo jurar que no me acuerdo de ninguna cosa más; de ninguna. Sí...,
pero muy vagamente: que el coche se detuvo á mi puerta, y que por las
escaleras me ayudó á subir Pacheco, y que desfallecida y atónita como me
encontraba, le rogué que no entrase, sin duda obedeciendo á un instinto
de precaución. No sé lo que me dijo al despedirse; sé que la despedida
fué rápida y sosa. A la Diabla, que al abrir me incrustó en la cara su
curioso mirar, le expliqué tartamudeando que me había hecho daño el sol,
que deseaba acostarme. Claro que se habrá comido la partida... Sí, que
se mama ella el dedo... ¡Buenas cosas pensará á estas horas de mí!

Me precipité á mi cuarto, me eché en la cama, me puse de cara á la
pared, y aunque al pronto volví á amodorrarme, hacia las tres de la
madrugada empezó la función y se renovó mi padecimiento. No quise llamar
á Angela... ¡Para que se escamase tres veces más! ¡Ay qué noche... noche
de perros! ¡Qué bascas, qué calentura, qué pesadillas, que aturdimiento,
qué jaqueca al despertar!

Y sobre todo, ¡qué compromiso, qué lance, qué parchazo! ¡Qué lío tan
espantoso!... ¡Qué resbalón! (ya es preciso convenir en ello).



VIII


Convengamos; pero también en que Pacheco, habiéndose portado tan
correctamente al principio, no debió luego echarla á perder. Si yo, por
culpa de las circunstancias--eso es, de las circunstancias
inesperadísimas en que me he visto,--pude darle algún pié, á la verdad,
ningún caballero se aprovecha de ocasiones semejantes; al contrario, en
ellas debe manifestar su educación, si la tiene. Yo me trastorné
completamente, por lo mismo que nunca anduve en pasos como éstos; yo no
estaba en mi cabal juicio, no señor; yo no tenía responsabilidad, y él,
el grandísimo pillo, tan sereno como si le acabasen de enfriar en el
pozo... Lo dicho: ¡fué una osadía, una serranada incalificable!

Cuanto más lo pienso... ¡Un hombre que hace veinticuatro horas no había
cruzado conmigo media docena de palabras; un hombre que ni siquiera es
visita mía! Cierta heroína de novela, de las que yo leía siendo
muchacha, en un caso así recuerdo que empezó á devanarse los sesos
preguntándose á sí propia: «¿Le amo?» ¡Valiente tontería la de aquella
simple! ¡Qué amor ni qué!... Caso de preguntar, yo me preguntaría: «¿Le
conozco á este caballero?» Porque maldito si sé hasta ni cómo se llama
de segundo apellido... Lo que sé es que le detesto y le juzgo un
pillastre. Motivos tengo sobrados. ¡Que se ponga en mi caso cualquiera!

Y ahora... Supongamos que, naturalmente, cuando él aporte por aquí, me
cierro á la banda y doy orden terminante á los criados: que he salido.
Se pondrá furioso, y lo menos que hará, con el despecho, irse alabando
en casa de Sahagún... Porque de fijo es uno de esos tipos que pegan
carteles en las esquinas... ¡Como si lo viera! Y resistir que se me
presente tan fresco... vamos, es de lo que no pasa. Una, que me daría un
sofoco de primera; otra, que en estas cosas, si no se empieza cortando
por lo sano... Me parece lo más natural. Me niego... y se acabó.
Escribirá... Bien, no contesto. Y dentro de unos días, como ya salgo de
Madrid... Sí, todo se arregla.

Y... á sangre fría, Asís... ¿Es ese descarado quien tiene la culpa toda?
Vamos, hija, que tú... ¿Quién te mandaba satisfacer el caprichito de ir
al Santo y de acompañarte con una persona casi desconocida, y de
almorzar allí en un merendero churri, como si fueses una salchichera de
los barrios bajos? ¿Por qué probaste del vino aquel, que está encabezado
con el _amílico_ más venenoso? ¿No sabías que, aun sin vino, á ti el sol
te marea?

Te dejaste embarcar por la Sahagún... Pero la Sahagún... Para ciertas
personas no rigen las ordenanzas sociales. La Sahagún, no sólo es muy
experta, y muy despabilada, y discretísima, y una de esas mujeres á
quienes nadie se les atreve no queriendo ellas, sino que con su alta
posición convierte en excentricidad graciosa é inofensiva lo que en las
demás se toma por desvergüenza y liviandad. Hay gentes que tienen
permiso para todo, y se imponen, y les caen bien hasta las barrabasadas.
Pero yo, que soy una señora como todas, una de tantas, debo respetar el
orden establecido y no meterme en honduras. Era visto que Pacheco se
había de figurar desde el primer instante... No, no es justo acusarle á
él solo.

Bien dice mi paisano. Somos ordinarios y populacheros; nos pule la
educación treinta años seguidos, y renace la corteza... Una persona
decente, en ciertos sitios obra lo mismo que obraría un mayoral. Aquí
estoy yo, que me he portado como una chula.

Es decir... más bien obré como una tonta. Caí de inocente. No supe
precaver, pero no hubo en mí mala intención. Ello ocurrió... porque sí.
Me pesa, Señor. En toda mi vida me ha sucedido ni ha de volver á
sucederme cosa semejante... De eso respondo, y ahora, á remediar el
daño. Puerta cerrada, esquinazo, mutis. No me vuelve á ver el pelo el
señorito ese. En tomando el tren de Galicia... Y sin tanto. Declaro la
casa en estado de sitio... Aquí no entra una mosca. Ya verá si es tan
fácil marear á una mujer cuando ella sabe lo que se hace.



IX


Así, punto más, punto menos, hubiese redactado su declaración la dama,
si confiase al papel lo que la bullía en el magín. No afirmamos que, aun
dialogando con su conciencia propia, fuese la marquesa viuda de Andrade
perfectamente sincera, y no omitiese algún detalle que agravara su tanto
de culpa en el terreno de la imprevisión, la ligereza ó la coquetería.
Todo es posible, y no conviene salir fiador de nadie en este género de
confesiones, que nunca se hacen sin pelos en la lengua y restricciones
en la mente.

Sin embargo, no puede negarse que la señora había referido con bastante
franqueza el terrible episodio, tanto más terrible para ella, cuanto que
hasta dar este mal paso caminara con pié firme y alegre espíritu por la
senda de la honestidad. Mérito suyo, más que fruto de la educación
paterna, no muy rígida, ni excesivamente vigilante. A Asís se le habían
cumplido cuantos caprichos puede tener en un pueblo como Vigo una niña
rica, huérfana de madre, y única. A los veinte años de edad, asistiendo
á todos los bailes del Casino, á todos los paseos en la Alameda, á todas
las verbenas y romerías de Cristos y Pastoras, visitando todos los
buques de todas las escuadras que fondeaban en el puerto, Asís no había
hecho cosa esencialmente mala, pues no hay severidad que baste á
condenar de un modo riguroso el carteo con un teniente de navío, á quien
veía be higos á brevas--cuando la _Villa de Bilbao_ andaba por aquellas
aguas.--Entonces le entró al papá de Asís, acaudalado negociante, la
ventolera de las contratas, acompañada, naturalmente, de la necesidad de
meterse en política; tuvo distrito, y contrata va y legislatura viene,
comenzó á llevarse á su hija á Madrid todos los inviernos, á dar una
vueltecita--la frase sacramental.--Hospedábanse en casa de un primo de
la difunta mamá de Asís, el marqués de Andrade, consejero de Estado,
porque Asís era fruto de una de esas alianzas entre blasones y talegas,
que en Galicia y en todas partes se ven tan á menudo, sin que tuerza el
gesto ningún venerable retrato de familia, ni ningún abuelo se
estremezca en su tumba. El consejero de Estado se encontraba viudo y sin
descendencia; conservaba un cerquillo de pelo alrededor de una lucia
calva; poseía buenos modales, carácter ameno (en la corte no existen
viejos avinagrados) y la suficiente mundología para saber cómo ha de
insinuarse un cincuentón con una muchacha. Asís empezó por enseñarle á
su tío, bromeando, las cartas del marino, y acabó por escribir á éste
una significándole que sus relaciones «quedaban cortadas para siempre».
Y así fué, y la esbelta sombra con gorrilla blanca y levita azul y
anclas de oro no se apareció jamás al pié del tálamo de los marqueses de
Andrade.

El Marqués tuvo el talento de no ser celoso y hacerle grata á su mujer
la vida conyugal. Hasta se separó de otra hermana suya--con la cual
vivía desde su primer matrimonio--porque era devota, maniática, opuesta
á la sociedad y á las distracciones, y no podía congeniar con la joven
esposa; y no se mostró remiso en aflojar dinero para modistas, ni en
gastar tiempo en teatros, saraos y tertulias. También supo evitar el
delirio de los extremos amorosos, impropios de su edad y la de Asís
combinadas; dejó dormir lo que no era para despertado, y así logró siete
años de tranquila ventura y una chiquilla algo enclenque, que únicamente
revivía con los aires marinos y agrestes de la tierra galaica. Un
derrame seroso cortó el curso de los días del buen consejero de Estado,
y Asís quedó libre, rica, moza, bien mirada y con el alma serena.

Pasaba en Madrid los inviernos, teniendo á su niña de medio interna en
un atildado colegio francés; los veranos se iba á Vigo, al lado de su
papá; á veces (como sucedía ahora), el viaje de la chiquilla se
adelantaba un poco, porque el abuelo, al cerrarse las Cortes, se la
llevaba consigo á desencanijarse en la aldea... Asís la dejaba marchar
de buen grado. El amor maternal era en ella lo que había sido el cariño
conyugal: sentimiento apacible, exento de esas divinas locuras que
abrasan el alma y dan á la existencia sentido nuevo. La marquesa de
Andrade vivía contenta, algo envanecida de haber soltado la cáscara
provinciana, y satisfecha también de conservar su honradez como la
conservan allá en Vigo las señoras muy visibles, que no dan un paso sin
que el vecindario sepa si fué con el pié izquierdo ó el derecho.
Entretenía sus ocios pensando, por ejemplo, que el último vestido que le
había mandado su modista era tan gracioso y menos caro que el de Worth
de la Sahagún; que estaba á bien con el Padre Urdax, merced á haber
entrado en una asociación benéfica muy recomendada por los jesuítas; que
ella era una dama formal, intachable, y que, sin embargo, no dejaban de
citarla con elogio en las revistas de salones alguna que otra vez; que
podía vivirse en el mundo sin abrir paso al demonio, y que ni el mundo
ni Dios tenían por qué volverle la espalda.

Y ahora...



X


Oyendo un nuevo repiqueteo de campanilla, acudió Angela despavorida, á
ver _qué era_. Su ama estaba medio incorporada sobre un codo.

--Venga quien venga, ¿entiendes?, venga quien venga..., que he salido.

--A todo el mundo, vamos; que ha salido la señorita.

--A todo el mundo: sin excepción. Cuidadito como me dejas entrar á
nadie.

--¡Jesús, señorita! Ni el aire entrará.

--Y prepárame el baño.

--¿El baño? ¿No le sentará mal á la señorita?

--No--contestó Asís secamente.--(¡Manía de meterse en todo tienen estas
doncellas!)

--¿Y la orden del coche, señorita? Ya dos veces ha venido Roque á
preguntarla.

Al nombre del cochero, sintió Asís que le _subía un pavo_ atroz, como si
el cochero representase para ella la sociedad, el deber, todas las
conveniencias pisoteadas y atropelladas la víspera. ¡El cochero si que
debía maliciarse!...

--Dile..., dile que... venga dentro de un par de horas..., á las cuatro
y media... No, á las cinco y cuarto. Para paseo... Las cinco y media más
bien.

Saltó de la cama, se puso la bata, y se calzó las chinelas. ¡Sentía un
abatimiento grande, agujetas, cansancio, y al mismo tiempo una
excitación, unas ganas de echar á andar, de huir de sí misma, de no
verse ni oirse! No se podía sufrir.

--¡Qué vida tan incómoda la de las señoras que anden siempre en estos
enredos! No les arriendo la ganancia... ¡Ay! Aborrezco los tapujos y las
ilegalidades... He nacido para vivir con orden y con decoro, está
visto. ¿Le dará á ese tunante por venir?

Mientras no estaba dispuesto el baño, practicó Asís las operaciones de
aseo que deben precederle: limpiarse y limarse las uñas, lavar y
cepillar esmeradamente la dentadura, desenredar el pelo y pasarse
repetidas veces el peine menudo, registrarse cuidadosamente las orejas
con la esponjita y la cucharita de marfil, frotarse el pescuezo con el
guante de crín suavizado con pasta de almendra y miel. A cada higiénica
operación y á cada parte de su cuerpo que quedaba como una patena, Asís
creía ver desaparecer la marca de las irregularidades del día anterior,
y confundiendo involuntariamente lo físico y lo moral, al asearse,
juzgaba regenerarse.

Avisó la Diabla que estaba listo el baño. Asís pasó á un cuartuco
obscuro, que alumbraba un quinqué de petróleo (las habitaciones de baño
fantásticas que se describen en las novelas no suelen existir sino en
algún palacio, nunca en las casas de alquiler), y se metió en una
bañadera de zinc con capa de porcelana--idéntica á las cacerolas.--¡Qué
placer! En el agua clara iban á quedarse la vergüenza, la sofoquina y
las inconveniencias de la aventura... ¡Allí estaban escritas con letras
de polvo! ¡Polvo doblemente vil, el polvo de la innoble feria! ¡Y
cuidado que era pegajoso y espeso! ¡Si había penetrado al través de las
medias, de la ropa interior, y en toda su piel lo veía depositado la
dama! Agua clara y tibia--pensaba Asís--lava, lava tanta grosería,
tanto flamenquismo, tanta barbaridad: lava la osadía, lava el desacato,
lava el aturdimiento, lava el... Jabón y más jabón. Ahora agua de
Colonia... Así.

Esta manía de que con agua de Colonia y jabón fino se le quitaban las
manchas á la honra, se apoderó de la señora en grado tal, que á poco se
arranca el cutis, de la rabia y el encarnizamiento con que lo frotaba.
Cuando su doncella le dió la bata de tela turca para enjugarse, Asís
continuó sus fricciones mitad morales, mitad higiénicas, hasta que ya
rendida se dejó envolver en la ropa limpia, suspirando como el que echa
de sí un enorme peso de cuidados.

Llegó el coche algún tiempo después de terminada la faena, no sólo del
baño, sino del tocado y vestido: Asís llevaba un traje serio, de señora
que aspira á no llamar la atención. Ya tenía la Diabla la mano en el
pestillo para abrir la puerta á su ama, cuando se la ocurrió preguntar:

--¿Vendrá á comer, señorita?

--No.--Y añadió como el que da explicaciones para que no se piense mal
de él.--Estoy convidada á comer en casa de las tías de Cardeñosa.

Al sentarse en su berlinita, respiró anchamente. Ya no había que temer
la aparición del pillo. ¡Bah! Ni era probable que él se acordase de
ella; estos troneras, así que pueden jactarse..., si te he visto no me
acuerdo. Mejor que mejor. Qué ganga, si la historia se resolviese de
una manera tan sencilla... Y la voz de Asís adquirió cierta sonoridad al
decir al cochero:

--Castellana... Y luego á casa de las tías...

Aquella vibración orgullosa de su acento parece que quería significar:

--Ya lo ves, Roque... No se va uno todos los días de picos pardos... De
hoy más vuelvo á mi inflexible línea de conducta...

Rodó el coche al trote hasta la Castellana y allí se metió en fila. Era
tal el número y la apretura de carruajes, que á veces tenían que pararse
todos por imposibilidad de avanzar ni retroceder. En estos momentos de
forzosa quietud sucedían cosas chuscas: dos señoras que se conocían y se
saludaban, pero no teniendo la intimidad suficiente para emprender
conversación, permanecían con la sonrisa estereotipada, observándose con
el rabillo del ojo, desmenuzándose el atavío y deseando que un leve
sacudimiento del maremagnum de carruajes pusiese fin á una situación tan
pesadita. Otras veces le acontecía á Asís quedarse parada tocando con
una _manuela_, en cuyo asiento trasero, dejando la bigotera libre, se
apiñaban tres mozos de buen humor, horteras ó empleadillos de
ministerio, que la soltaban una andanada de dicharachos y majaderías; y
nada: aguantarlos á quema ropa, sin saber qué era menos desairado,
sonreirse ó ponerse muy seria ó hacerse la sorda. También era fastidioso
encontrarse en contacto íntimo con el fogoso tronco de un _milord_, que
sacudía la espuma del hocico dentro de la ventanilla, salpicando el haz
de lilas blancas sujeto en el tarjetero, que perfumaba el interior del
coche. Incidentes que distraían por un instante á la marquesa de Andrade
de la dulce quietud y del bienhechor reposo producido por la frescura
del aire impregnado de aroma de lilas y flor de acacia, por la animación
distinguida y silenciosa del paseo, por el grato reclinatorio que hacía
á su cabeza y espalda el rehenchido del coche, forrado de paño gris.

--¡Calle! Allí va Casilda Sahagún empingorotada en el campanario de su
_break_. ¿De dónde vendrá, señor? ¡Toma! Ya caigo; de la novillada que
armaron los muchachos finos, Juanito Albares, Perico Gonzalvo, Paco
Gironellas, Fernandín Hurtado...--En un minuto recordó Asís la
organización de la fiesta taurina: se habían repartido programas
impresos en raso lacre, redactados con muy buena sombra; no había nada
más salado que leer, por ejemplo:--Banderilleros: Fernando Alfonso
Hurtado de Mendoza (a) Pajarillas.--José María Aguilar y Austria (a) el
Chaval.--¡Pues poca broma que hubo en casa de Sahagún la noche que se
arregló el plan de la corrida! Y Asís estaba convidada también. Se le
había pasado: ¡qué lástima! La Duquesa, tan sandunguera como de
costumbre, hecha un cartón de Goya con su mantilla negra y su grupo de
claveles; los muchachos, ufanísimos, en carretela descubierta, envueltos
en sus capotes morados y carmesíes con galón de oro. Lo que es torear
habrían toreado de echarles patatas; pero ahora nadie les ganaba á
darse pisto luciendo los trajes. Revolvían el paseo de la Castellana:
eran el acontecimiento de la tarde. Asís sintió un descanso mayor aún
después de ver pasar la comitiva taurómaca: comprendió, guiada por el
buen sentido, que á nadie, en aquel conjunto de personas siempre
entretenidas por algún suceso gordo del orden político, ó del orden
divertido, ó del orden escandaloso con platillos y timbales, se le
ocurriría sospechar su aventurilla del _Santo_. A buen seguro que por un
par de días nadie pensaba más que en la becerrada aristocrática.

Este convencimiento de que su escapatoria no estaba llamada á trascender
al público, se robusteció en casa de las tías de Cardeñosa. Las
Cardeñosas eran dos buenas señoritas, solteronas, de muy afable
condición, rasas de pecho, tristes de mirar, sumamente anticuadas en el
vestir, tímidas y dulces, no emancipadas, á pesar de sus cincuenta y
pico, de la eterna infancia femenina: hablaban mucho de novenas, y
comentaban detenidamente los acontecimientos culminantes, pero
exteriores, ocurridos en la familia de Andrade y en las demás que
componían el círculo de sus relaciones; para las bodas tenían aparejada
una sonrisa golosa y tierna, como si paladeasen el licor que no habían
probado nunca; para las enfermedades, calaveradas de chicos y
fallecimientos de viejos, un melancólico arqueo de cejas, unos ademanes
de resignación con los hombros y unas frases de compasión, que por ser
siempre las mismas, sonaban á indiferencia. Religiosas de verdad, nunca
murmuraban de nadie ni juzgaban duramente la ajena conducta, y para
ellas la vida humana no tenía más que un lado, el anverso, el que cada
cual deja ver á las gentes. Gozaban con todo esto las Cardeñosas fama de
trato distinguidísimo, y su tarjeta _hacía bien_ en cualquier bandeja de
porcelana de esas donde se amontona, en forma de pedazos de cartulina,
la consideración social.

Para Asís, la insulsa comida de las tías de Cardeñosa y la anodina
velada que la siguió, fueron al principio un bálsamo. Se la disiparon
las últimas vibraciones de la jaqueca y las postreras angustias del
estómago, y su espíritu se aquietó, viendo que aquellas señoras
respetadísimas y excelentes la trataban con el acostumbrado afecto y
comprendiendo que ni por las mientes se les pasaba imaginar de ella nada
censurable.

El cuerpo y el alma se sosegaban á la par, y gracias á tan saludable
reacción, _aquello_ se le figuraba á Asís una especie de pesadilla, un
cuento fantástico.

Pero obtenido este estado de calma tan necesario á sus nervios, empezó
la dama á notar, hacia eso de las diez, que se aburría ferozmente, por
todo lo alto, y que le entraban ya unas ganas de dormir, ya unos
impulsos de tomar el aire, que se revelaban en prolongados bostezos y en
revolverse en la butaca como si estuviese tapizada de alfileres punta
arriba. Tanto, que las Cardeñosas lo percibieron, y con su inalterable
bondad comenzaron á ofrecerla otro sillón de distinta forma, el rincón
del sofá, una silla de rejilla, un taburetito para los piés, un cojín
para la espalda.

--No os incomodéis... Mil gracias... Pero si estoy perfectamente.

Y no atreviéndose á mirar el suyo, echaba un ojo al reloj de sobremesa,
un Apolo de bronce dorado, de cuya clásica desnudez ni se habían
enterado siquiera las Cardeñosas, en cuarenta años que llevaba el dios
de estarse sobre la consola del salón en postura académica, con la lira
muy empuñada. El reloj... por supuesto, se había parado desde el primer
día, como todos los de su especie. Asís quería disimular, pero se le
abría la boca y se le llenaban de lágrimas los ojos; abanicábase
estrepitosamente, contestando por máquina á las interrogaciones de las
tías acerca de la salud de su niña y los proyectos de veraneo,
inminentes ya. Las horas corrían, sin embargo, derramando en el espíritu
de Asís el opio del fastidio... Cada rodar de coches por la retirada
calle en que habitaban las Cardeñosas, le producía una sacudida
eléctrica. Al fin hubo uno que paró delante de la casa misma... ¡Bendito
sea Dios! Por encanto recobró la dama su alegría y su amabilidad de
costumbre, y cuando la criada vino á decir:--«Está el coche de la señora
Marquesa»,--tuvo el heroismo de responder con indiferencia fingida:

--Gracias, que se aguarde.

A los dos minutos, alegando que había madrugado un poco, arrimaba las
mejillas al pálido pergamino de la de sus tías, daba un glacial beso al
aire y bajaba la escalera repitiendo:

--Sí..., cualquier día de estos... ¡Qué! Si he pasado un rato
buenísimo... ¿Mañana sin falta... eh? las papeletas de los Asilos. Mil
cosas al Padre Urdax.

Al tirar de la campanilla en su casa, tuvo una corazonada rarísima. Las
hay, las hay, y el que lo niegue es un miope del corazón, que rehusa á
los demás la acuidad del sentido porque á él le falta. Asís, mientras
sonata el campanillazo, sintió un hormigueo y un temblor en el pulso,
como si semejante tirón fuese algún acto muy importante y decisivo en su
existencia. Y no experimentó ninguna sorpresa, aunque sí una violenta
emoción que por poco la hace caerse redonda al suelo, cuando en vez de
la Diabla ó del criado vió que le abría la puerta aquel pillo, aquel
grandiosísimo truhán.



XI


Lo bueno fué que la dama, lejos de mostrar extrañeza, saludó á Pacheco
como si el encontrarle allí á tales horas le pareciese la cosa más
natural del mundo, y, recíprocamente, Pacheco empleó también con ella
todas las fórmulas de cortesía acostumbradas cuando un caballero se
dirige á una señora de cumplido, respetable, ya que no por sus años,
por su carácter y condición. Se hizo atrás para dejarla pasar, y al
seguirla al saloncito de confianza, donde ardía sobre la mesa de tijera
la gran lámpara con pantalla rosa velada de encaje, se quedó próximo á
la puerta y en pié, como el que espera una orden de despedida.

--Siéntese V., Pacheco...--tartamudeó la señora, bastante aturrullada
aún.

El gaditano no se sentó, pero adelantó despacio, como receloso; parecía,
por su continente, algún hombre poco avezado á sociedad: pero este
aspecto, que Asís atribuyó á hipocresía refinada, contrastaba de un modo
encantador con la soltura de su cuerpo y modales, la elegancia no
estudiada de su vestir, la finura de su chaleco blanquísimo, su tipo de
persona principal. Viéndole tan contrito, Asís se rehizo y cobró
ánimos.--«Gran ocasión de leerle la cartilla al señorito éste: ¿conque
muy manso y fingiéndose arrepentido, eh? Ahora lo verás...»--Porque la
dama, en su inexperiencia, se había figurado que su compañero de romería
iba á entrar hecho un sargento, y á las primeras de cambio la iba á
soltar un abrazo furibundo ó cualquier gansada semejante... Pero ya que
gracias á Dios se manifestaba tan comedido, bien podía la señora
acusarle las cuarenta. Y Asís abrió la boca y exclamó:

--Conque V. aquí... Yo quisiera... yo...

El gaditano se acercó todavía más, hasta ponerse al lado de la dama, que
seguía en pié junto á la mesa. La miró fijamente y luego pronunció como
el que dice la cosa más patética del mundo:

--A mi va V. á regañarme too lo que guste... A los criados, ni chispa...
La culpa es mía toa. Un cuarto de hora de conversación con la chica me
ha costao el entrar. Hasta requiebros la he soltao. Y na, ni por esas.
Al fin la dije... que vamos, que ya sabía V. que yo vendría y que para
recibirme á mí se quería V. negar á los demás. Ríñame V., que lo meresco
too.

Estas enormidades las murmuró con tono quejumbroso y lánguido, con los
ojos mortecinos y un aire de melancolía que daba compasión. Asís, así al
pronto se quedó de una pieza, después se la deshizo el nudo de la
garganta y las palabras le salieron á borbotones. Ea..., ahí va... Ahora
sí que me desato...

--Sí señor, que merece V.... Pues hombre... me pone V. en berlina con
mis criados... ¡Por eso se escondieron cuando yo entraba... y le dejan á
V. que abra la puerta! ¡Gandules de profesión! A la Angelita yo le diré
cuántas son cinco... Y lo que es á Perfecto... Alguno podrá ser que no
duerma en casa esta noche... Los enemigos domésticos... Aguarde V.,
aguarde V.... Estas jugadas no me las hacen ellos á mí... ¡Habrase
visto! ¡Para esto los trata uno del modo que los trata! ¡Para que le
vendan á las primeras de cambio!

Comprendía la misma señora que se ponía algo ordinaria chillando y
manoteando así, y lo peor de todo, que era predicar en desierto, pues ni
siquiera podían oirla desde la cocina; además, Pacheco, en vez de
asustarse con tan caliente reprimenda, pareció que recobraba los
espíritus, se llegó más, y bajando la cabeza, acarició las sienes de la
enojada. Esta se echó atrás, no tan pronto que ya no la sujetase
blandamente por la cintura un brazo del gaditano y que éste no
balbuciese á su oído:

--¿A qué te enfadas con los criados, chiquilla? ¿No te he dicho que no
tienen culpa? Mira, esa chica que te sirve, vale un Perú. Te quiere
bien. La daba dinero y no lo admitió ni hecha peazos. Dijo que con tal
que tú no la riñeses... Ahora si gritas se armará un escándalo... Pero
me iré cuando tú lo mandes. Que sí me iré, nena...

Al anunciar que se iba, se sentó en el sofá-diván, obligando á la señora
á sentarse también. Esta notaba una turbación que ya no se parecía á la
pseudo-cólera de antes, y por lo bajo, murmuraba:

--Pues váyase V... Hágame el favor de irse. Por Dios...

--¿Ni un minuto hay para mí? Estoy enfermo... ¡Si vieses! En toda la
noche no he dormido, no he pegado los ojos.

Asís iba á preguntar: «¿por qué?» pero calló, pareciéndole inconveniente
y necia la pregunta.

--Necesitaba saber de ti... Si estabas ya buena, si habías descansado...
Si me querías mal, ó si me mirabas con alguna indulgencia. ¿Dura el mal
humor? ¿Y esa cabecita? ¿A ver?

Se la recostó sobre el hombro, sujetándola con la palma de la mano
derecha. Asís, esforzándose en romper el lazo, notaba disminuidas sus
fuerzas por dos sentimientos: el primero, que viendo tan sumiso y
moderado al gran pillo, le habían entrado unas miajas de lástima; el
segundo..., el sentimiento eterno, la maldita curiosidad, la que perdió
en el Paraíso á la primera mujer, la que pierde á todas, y tal vez no
sólo á ellas sino al género humano... ¿A ver? ¿Cómo sería? ¿Qué diría
Pacheco ahora?

Pacheco, en un rato, no dijo nada; ni chistó. Su palma fina, sus dedos
enjutos y nerviosos oprimían suavemente la cabeza y sienes de Asís, lo
mismo que si á ésta le durase aún el mareo de la víspera y necesitase la
medicina de tan sencillo halago. En la sala parecía que la varita de
algún mágico invisible derramaba silencio apacible y amoroso, y la luz
de la lámpara, al través de su celosía de encaje, alumbraba con poética
suavidad el recinto. La sala estaba amueblada con esas pretensiones
artísticas que hoy ostenta todo bicho viviente, sepa ó no sepa lo que es
arte, y con ese aspecto de prendería, que resulta de aglomerar el mayor
número posible de cosas inconexas. Sitiales, butacas bajas y coquetonas,
mesillas forradas de felpa imitando un corazón ó una hoja de trébol,
columnas que sostienen quinqués, divancitos cambiados donde la gente
puede gozar del placer de darse la espalda y coger un torticolis, alguna
drácena en jardineras de zinc, un perro de porcelana haciendo centinela
junto á la chimenea, y dos hermosos vargueños patrimoniales restaurados
y dorados de nuevo... Todo revuelto, colocado de la manera que más
dificultase el paso á la gente, haciendo un archipiélago donde no se
podía navegar sin práctico. ¿Y las paredes? Si el suelo estaba
intransitable, en las paredes no quedaba sitio libre para un clavo, pues
el buen marqués de Andrade, incapaz de distinguir un Ticiano de un
Ribera, la había dado algún tiempo de protector de jóvenes artistas,
llenando la casa de acuarelas con chulas, matones del Renacimiento ó
damas de Luis XV; de _manchas_, apuntes y bocetos hechos á punta de
cuchillo, ó á yema de dedo, tan _libres_ y tan _francos_, que ni el
mismo demonio adivinaría lo que representaban; de tablitas lamidas y
microscópicas, encerradas en marcos cinco veces mayores; de fotografías
con retumbantes dedicatorias, migajas de arte, en suma, que al menos
cubren la vulgaridad del empapelado y distraen gratamente la vista. Y en
hora semejante, en medio de la amable paz que flotaba en la atmósfera, y
con la luz discreta transparentada por el encaje, los cachivaches se
armonizaban, se fundían en una dulce intimidad, en una complicidad
silenciosa; la misma horrible carátula japonesa colgada encima de un
vargueño y de uno de cuyos ojos se descolgaba una procesión de monitos
de felpa, tenía gesto menos infernal; el pañolón de Manila que cubría el
piano abría alegremente todas sus flores; las begonias, próximas á la
entreabierta ventana, se estremecían como si las acariciase el
vientecillo nocturno... Sólo el _bull-dog_ de porcelana, sentado como
una esfinge, miraba con alarmante persistencia al grupo del sofá,
ostentando una actitud digna y enérgica, como si fuese celoso guardián
puesto allí por el espíritu del respetable Marqués difunto... Casi
parecía natural que abriese las fauces, soltase un ladrido de alarma, y
se abalanzase dispuesto á morder...

Pacheco decía bajito, con el ceceo mimoso y triste de su pronunciación:

--¿Te sospechabas tú lo de ayer, chiquilla? ¿A que sí? Mira, no me digas
no, que las mujeres estáis siempre de vuelta en esas cosas... ¡A ver si
se calla V. y no me replica! Tú veías muy bien, picarona, que yo estaba
muerto, lo que se dise muerto... Sólo que creiste poder dejarme en
blanco... Pero sospechar... ¡Quiá! ¡Si lo calaste desde el mismo momento
que tiré el puro en los jardines! ¿Y tú te gosabas en verme á mí sufrir,
no es eso? ¡Somos más malos! Toma en castigo... ¡Y qué bonita estabas,
gitana salá! ¿Te ha dicho á ti algún hombre bonita? ¿No? ¡Pues ahora te
lo digo yo, vamos! y valgo más que toos... Oye, en el coche te hubiese
yo requebrado seis dosenas de veses..., te hubiese llamao mona, serrana,
matadora de hombres... Sólo que no me atrevía, ¿sabes tú? Que si me
atrevo, te suelto toas las flores de la primavera en un ramiyetico.

Aquí Asís, sin saber por qué, recobró el uso de la palabra, y fué para
gritar:

--Sí..., como á la chica del merendero..., y á mi criada..., y á todas
cuantas se ofrece... Lo que es por palabrería no queda.

La interrumpió un enérgico tapabocas.

--No compares, chiquiya, no compares... Tonterías que se disen por pasá
el rato, pa que se encandilen las mujeres... Contigo... ¡Virgen Santa!
tengo yo una ilusionasa..., ¡una ilusión de volverme loco! Has de saber
que yo mismo estoy pasmao de lo que me sucede. Nunca me quedé triste
después de una cosa así sino contigo. Hasta me falta resolución pa
hablarte. Estoy así... medio orgulloso y medio pesaroso. Más quisiera
que nos hubiésemos vuelto ayer antes de almorsá. ¿No lo crees? ¿Ah, no
lo crees? Por estas...

El meridional puso los dedos en cruz y los besó con ademán popular. Asís
se echó á reir mal de su grado. Ya no había posibilidad de enfadarse; la
risa desarma al más furioso. Y ahora, ¿qué hacer? pensaba la dama,
llamando en su auxilio toda su presencia de ánimo, toda su habilidad
femenil. Nada, muy sencillo... No negarle la cita que pedía para el día
siguiente por la tarde, porque si se le negaba, era capaz de hacer
cualquier desatino. No, no..., contemporizar..., otorgar la cita, y á la
hora señalada... ¡busca! estar en cualquier sitio menos donde Pacheco
esperase... Y ahora, procurar _por bien_ que se largase cuanto más
pronto... ¡Que diría el servicio! ¡En esa cocina estaría la Diabla
haciendo unos calendarios!



XII


Doloroso es tener que reconocer y consignar ciertas cosas; sin embargo,
la sinceridad obliga á no eliminarlas de la narración. Queda, eso sí, el
recurso de presentarlas en forma indirecta, procurando con maña que no
lastimen tanto como si apareciesen de frente, insolentonas y descaradas,
metiéndose por los ojos. Así la implícita desaprobación del novelista se
disfraza de habilidad.

Tocante á la cita que la marquesa viuda de Andrade pensaba conceder en
falso, con resolución firmísima de hacer la del humo, la novela puede
guardar un discreto mutismo; y no faltará á su elevada misión, con tal
que refiera lo que ocurría á la puerta de la dama: indicación sobria y á
la vez sumamente expresiva.

La berlina de la señora, enganchada desde las cinco, esperaba allí. El
cochero, inmóvil, bien afianzado en su cuña, había permanecido algún
tiempo en la actitud reglamentaria, enarbolada la fusta, recogidas las
riendas, ladeado graciosamente el sombrero y muy juntas las punteras de
las botas; pero transcurrido un cuarto de hora, el recalmón de la
tardecita y el aburrimiento de la espera le derramaron en los párpados
grato beleño y fué dejando caer la cabeza sobre el pecho, aflojando las
manos, exhalando una especie de silbido y á veces un ronquido súbito,
que le asustaba á él mismo, despertándole... También el caballo, durante
los primeros momentos de quietud, se mantuvo engallado, airoso,
dispuesto á beberse la distancia; pero al convencerse de que teníamos
plantón, desplomó el cuerpo sobre las patas, sacudió el freno regándolo
con espuma, entornó los ojos y se dispuso á la siesta. Hasta la misma
berlina pareció afianzarse en las ruedas con ánimo de descansar.

Y fué poniéndose el sol, subiendo de piso en piso á despedirse de los
cristales, refugiándose en la copa de las acacias de Recoletos cuando ya
las envolvía la azul y vaporosa bruma del anochecer; y el calor
disminuyó un tantico, y el farolero corrió encendiendo hilos de luz á lo
largo de las calles... Berlina, caballo y cochero dormían, resignados
con su suerte, sin que se les ocurriese que para semejante viaje no se
necesitaban alforjas y que mejor se encontrarían la una metida en su
funda, el otro despachando su ración de pienso, el último en su taberna
favorita ó viendo la novillada de aquella tarde...

Cerca de las siete serían cuando salió de la casa un hombre. Era apuesto
y andaba aprisa, recatándose de la portera. Atravesó la calle y en la
acera de enfrente se detuvo, mirando hacia las ventanas del cuarto de
Asís. Ni rastro de persona asomada en ellas. El hombre siguió su camino
hacia Recoletos.



XIII


Solía el comandante Pardo ir alguna que otra noche á casa de su paisana
y amiga La marquesa de Andrade. Charlaban de mil cosas, disputando,
acalorándose, y en suma, pasando la velada solos, contentos y
entretenidos. De galanteo propiamente dicho, ni sombra, aun cuando la
gente murmuraba (de la tertulia de la Sahagún saldría el chisme) que Don
Gabriel hacía tiro al decente caudal y á la agradable persona de Asís;
si bien otros opinaban, con trazas y tono de mejor informados, que ni á
Pardo le importaba el dinero, por ser desinteresadísimo, ni las mujeres,
por hallarse mal curada todavía la herida de un gran desengaño amoroso
que en Galicia sufriera: una historia romántica y algo obscura con una
sobrina, que por huir de él se había metido monja en un convento de
Santiago.

Ello es que Pardo resolvió consagrar á la dama la noche del día en que
la berlina echó la siesta famosa. Serían las nueve cuando llamó á la
puerta. Generalmente los criados le hacían entrar con un apresuramiento
que delataba el gusto de la señora en recibir semejantes visitas. Pero
aquella noche, así Perfecto (el mozo de comedor á quien Asís llamaba
_Imperfecto_ por sus _gedeonadas_) como la Diabla, se miraron y
respondieron á la pregunta usual del comandante, titubeando é indecisos.

--¿Qué pasa? ¿Ha salido la señorita? Los martes no acostumbra.

--Salir..., como salir...,--balbució Imperfecto.

--No, salir no--acudió la Diabla viéndole en apuro.--Pero está un
poco...

--Un poco _dilicada_--declaró el criado con tono diplomático.

--¿Cómo delicada?--exclamó el comandante alzando la voz.--¿Desde cuándo
se encuentra enferma? ¿Y qué tiene? ¿Guarda cama?

--No señor, guardar cama no... Unas _miagas_ de jaqueca...

--¡Ah! bien: díganla Vds. que volveré mañana á saber... y que la deseo
alivio. ¿Eh? ¡No se olviden!

Acabar de decir esto el comandante y aparecer en la antesala Asís en
bata y arrastrando chinelas finas, fué todo uno.

--Pero que siempre han de entender al revés cuanto se les manda...
Estoy, Pardo, estoy visible... Entre V.... Qué tienen que ver las
órdenes que se dan así, en general, para la gente de cumplido... Haga V.
el favor de pasar aquí...

Gabriel entró. La sala estaba tan simpática, tan tentadora, tan fresca
como la víspera; la pantalla de encaje filtraba la misma luz rosada y
ensoñadora; en un talavera _de botica_ se marchitaba un ramo de lilas y
rosas blancas. Tropezó el pié del comandante, al ir á sentarse en su
butaca de costumbre, con un objeto medio oculto en las arrugas del tapiz
turco arrojado ante el diván. Se bajó y recogió del suelo el estorbo,
maquinalmente. Asís extendió la mano, y á pesar de lo muy distraído y
sonámbulo que era Gabriel, no pudo menos de observar la agitación de la
dama al recobrar la prenda, uno de esos tarjeteros sin cierre, de cuero
inglés, con dos iniciales de plata enlazadas, prenda evidentemente
masculina. Por un instinto de discreción y respeto, Gabriel se hizo el
tonto y entregó su hallazgo sin intentar ver la cifra.

--Pues me habían dado un susto ese Imperfecto y esa Diabla...--murmuró
tratando de disimular mejor la sorpresa.--Están en Belén... ¿Se había V.
negado, sí ó no?

--Le diré á V.... Di una orden... Claro que con V. no rezaba; bien ha
visto V. que le llamé...--alegó la señora con acento contrito, cual si
se disculpase de alguna falta gorda, y muy inmutada, aunque esforzándose
también en no descubrirlo.

--¿Y qué es ello? ¿Jaqueca?

--Sí..., bastante incómoda. (Asís se llevó la mano á la sien.)

--Entonces le voy á dar V. la noche si me quedo. La dejaré á V.
descansar... En durmiendo se pasa.

--No, no, qué disparate... No se va V. Al contrario...

--¿Cómo que _al contrario_? Ruego que se expliquen esas
palabras--exclamó el comandante, aprovechando la ocasión de bromear
para que se le quitase á Asís el sobresalto.

--Se explicarán... Significan que va V. á acompañarme por ahí fuera un
ratito... A dar una vuelta á pié. Me conviene esparcirme, tomar el
aire...

--Iremos á un teatrillo... ¿Quiere V.? Dicen que es muy gracioso _El
padrón municipal_, en Lara.

--Teatrillo..., ¿calor, luces, gente? V. pretende asesinarme. No: si lo
que me pide el cuerpo es ejercicio. Así, conforme estoy, sin vestirme...
Me planto un abrigo y un velo... Me calzo... y jala.

--A sus órdenes.

Cuando salieron á la calle, Asís suspiró, aliviada, y con el impulso de
su andar señaló la dirección del paseo.

El barrio de Salamanca, á trechos, causa la ilusión gratísima de estar
en el campo: masas de árboles, ambiente oxigenado y oloroso, espacio
libre, y una bóveda de firmamento que parece más elevada que en el resto
de Madrid.

La noche era espléndida, y al levantar Asís la cabeza para contemplar el
centelleo de los astros, se le ocurrió, por decir alguna cosa,
compararlos á las joyas que solía admirar en los bailes.

--Aquellas cuatro estrellitas seguidas parecen el imperdible de la
marquesa de Riachuelo... cuatro brillantazos que le dejan á uno bizco.
Esa constelación... ¡allí, hombre, allí! hace el mismo efecto que la
joya que le trajo de París su marido á la Torres-Nobles... Hasta tiene
en medio una estrellita amarillenta, que será el brillante brasileño del
centro. Aquel lucero tan bonito, que está solo...

--Es Venus... Tiene algo de emblemático eso de que Venus sea tan guapa.

--V. siempre confundiendo lo humano y lo divino...

--No, si la mezcolanza fué V. quien la armó comparando los astros á las
joyas de sus amiguitas. ¡Qué hermoso es el cielo de Madrid!--añadió
después de breve silencio.--En esto tenemos que rendir el pabellón,
paisana. Nuestro suelo es más fresco, más bonito; pero la limpieza de
esta atmósfera... Allá hay que mirar hacia abajo, aquí hacia arriba.

Callaron un ratito.

En aquel dosel azul sembrado de flores de pedrería, Asís y el comandante
veían la misma cosa, un tarjetero de piel inglesa, y como por magnética
virtud, sentían al través de sus brazos, que se tocaban, el mutuo
pensamiento.

Hallábanse al final del Prado, enteramente desierto á tales horas, con
sus sillas recogidas y vueltas. Se escuchaba el murmurio monótono de la
Cibeles, y allá en el fondo del jardincillo, tras las irregulares masas
de las coníferas, destacaba el Museo su elegante silueta de palacio
italiano. No pasaba un alma, y la plazuela de las Cortes, á la luz de
sus faroles de gas, parecía tan solitaria como el Prado mismo.

--¿Subimos hacia la Carrera?--interrogó Pardo.

--No, paisano... ¡Ay Jesús! A los dos pasos nos encontrábamos algún
conocido, y mañana..., chi, chi, chi..., cuentecito en casa de Sahagún ó
donde se les antojase. Bajemos hacia Atocha.

--Y V. ¿por qué da á _eso_ tanta importancia? ¿Qué tiene de particular
que salga V. á tomar el fresco en compañía de un amigo formal? Cuidado
que son majaderas las fórmulas sociales. Yo puedo ir á su casa de V. y
estarme allí las horas muertas sin que nadie se entere ni se ocupe, y
luego, si salimos reunidos á la calle media hora... cataplum.

--Qué manía tiene V. de ir contra la corriente... Nosotros no vamos á
volver el mundo patas arriba. Dejarlo que ruede. Todo tiene sus por
qués, y en algo se fundan esas precauciones ó fórmulas, como V. les
llama. ¡Ay! ¡Qué fresquito tan hermoso corre!

--¿Está V. mejor?

--Un poco. Me da la vida este aire.

--¿Quiere V. sentarse un rato? El sitio convida.

Sí que convidaba el sitio, á la vez acompañado y solo: unos anchos
asientos de piedra que hay delante del Museo, á la entrada de la calle
de Trajineros, la cual si por su gran proximidad á la plazuela de las
Cortes resulta céntrica y decorosa, á semejante hora compite en lo
desierta con el despoblado más formidable de Castilla. Las acacias
prodigaban su rica esencia, y si el comandante tuviese propósito de
declarar á la señora algún atrevido pensamiento, nunca mejor. No sería
así, porque después de tomar asiento se quedaron mudos ella y él; Asís,
además de muda, estaba cabizbaja y absorta.

No es posible que esta clase de pausas se establezcan en una entrevista
á solas de hombre y mujer, en tales sitios y horas, sin producirles á
los dos un estado de ánimo singular, á la vez atractivo y embarazoso. El
comandante limpió sus quevedos, operación que verificaba muy á menudo,
volvió á calárselos, y salió por la puerta ó por la ventana, juzgando
que la señora desearía explayarse.

--A mí no me la pega V. con jaquecas, Paquita... V. tiene algo... alguna
cosa que la preocupa en gordo... No se me alarme V.: ya sabe que somos
amigos viejos.

--Pero si no tengo nada... ¡Qué ocurrencia!

--Mejor, señora, mejor, celebro que sea así,--dijo Don Gabriel
retrocediendo discretamente.--Yo, en cambio, le podría confiar á V.
penas muy grandes..., cosas raras.

--¿Lo de la sobrina?--preguntó Asís con curiosidad, pues ya dos ó tres
veces en conversación familiar habían aludido de rechazo á ese misterio
de la vida de Don Gabriel.

--Sí; al menos la parte mía..., lo que me toca..., eso puedo contárselo
á V. Sabe Dios cómo lo glosa la gente.--(Pardo se alzó el sombrero,
porque tenía las sienes húmedas de sudor.)--Creo que se dice que la
pobrecilla me detestaba y que por librarse de mi entró en un convento de
novicia... Falso. No me detestaba, y es más: me hubiese querido con toda
su alma á la vuelta de poco tiempo... Sólo que ella misma no acertó á
descifrarlo. Cuando me conoció, estaba comprometida con otro hombre...
cuya clase... no... En fin, que no podía aspirar á ser su marido. Y al
convencerse de esto, la infeliz muchacha pensó que se acababa el mundo
para ella y que no tenía más refugio que el convento, ¡Ay, Paquita! ¡Si
supiese V. qué ratos... qué tragedia! Es asombroso que después de
ciertos acontecimientos pueda uno volver á vivir como antes..., y vaya á
tertulias y se chancee, y mire otra vez á las mujeres, y le agraden,
sí..., como me agrada V., por ejemplo..., y no lo eche V. á mala parte,
que no soy pretendiente importuno, sino amigo de verdad. Ya sabe V. cómo
digo yo las cosas.

Oía la dama la voz del artillero y al par otra interior que zumbaba
confusamente:

--Confíale algo..., al menos indícale tu situación... Ideas
estrafalarias las tiene, y á veces es poco práctico, pero es leal... No
corres peligro, no... Así te desahogarás... Tal vez te aconseje bien.
Anda, boba... ¿No hace él confianza de ti? Además... no creas que
callando le engañas... ¡Quítale ya la escama del tarjetero!

A pesar de las excitaciones de la voz indiscreta, la señora, en alto,
decía tan sólo:

--¿Con que la chica le quería á V. algo? ¿Sin saberlo? ¡Eso es muy
particular! ¿Y cómo lo explica V.?

--¡Ay, Paquita! He renunciado á explicar cosa alguna... No hay
explicación que valga para los fenómenos del corazón. Cuanto más se
quieren entender, más se obscurecen. Hay en nosotros anomalías tan
raras, contradicciones tan absurdas... Y á la vez cierta lógica fatal.
En esto de la simpatía sexual, ó del amor, ó como V. guste llamarle, es
en lo que se ven mayores extravagancias. Luego, á los caprichos y las
desviaciones y los brincos de esta víscera que tenemos aquí, sume V. la
maraña de ideas con que la sociedad complica los problemitas
psicológicos. La sociedad...

--Contigo tengo la tema, morena...--interrumpió Asís festivamente.--V.
le echa á la sociedad todas las culpas. Ahí que no duele. Ya no sé como
tiene espaldas la infeliz.

--Pues, figúrese V., paisana. Como que de mi tragedia únicamente es
responsable la sociedad. Por atribuir exagerada importancia á lo que
tiene mucha menos ante las leyes naturales. Por hacer lo principal de lo
accesorio. En fin, punto en boca. No quiero escandalizarla á V.

--Paisano... Pero si me da mucha curiosidad eso que iba Vd. diciendo...
No me deje á media miel... Todas las cosas pueden decirse, según como se
digan. No me escandalizaré, vamos.

--Bien, siendo así... Pero ya no sé en que estábamos... ¿V. se acuerda?

--Decía V. que lo principal y lo accesorio... Eso será alguna herejía
tremenda, cuando no quiso V. pasar de ahí.

--Sí, señora... Verá V. la herejía... Yo llamo accesorio á lo que en
estas cuestiones suele llamarse principal... ¿Se hace V. cargo?

Asís no respondió, porque pasaba un mozalbete silbando un aire de
zarzuela y mirando de reojo y con malicia al sospechoso grupo. Cuando se
perdió de vista, pronunció la dama:

--¿Y si me equivoco?

--¿No se asusta V. si lo expreso claramente?

La verdad, desde cierta distancia aquello parecía un diálogo amoroso.
Acaso la valla que existía para que ni pudiese serlo ni llegase á serlo
jamás, era un delgado y breve trozo de piel inglesa--la cubierta de un
tarjetero.

--No, no me asusto... Vamos á hablar como dos amigos... francamente.

--¿Quedamos en eso? ¡Magnífico! Pues conste que ya no tiene V. derecho
para reñirme si se me va la lengua... Procuraré, sin embargo... En fin,
entiendo por accesorio... aquello que Vds. juzgan irreparable. ¿Lo pongo
más claro aún?

--No, ¡basta!--gritó la señora.--Pero entonces, ¿qué es lo principal
según V.?

--Una cosa que abunda menos..., y en cambio vale más... La realidad de
un cariño muy grande entre dos... ¿Qué le parece á V.?

--¡Caramba!--exclamó la señora, meditabunda.

--Le voy á proponer á V. una demostración de mi teoría... Ejemplo; como
dicen los predicadores. Imagínese que en vez de estar en el Prado,
estamos en Tierra de Campos, á dos leguas de un poblachón; que yo soy un
bárbaro; que me prevalgo de la ocasión, y abuso de la fuerza, y la falto
á V. al respeto debido... ¿Hay entre nosotros, dos minutos después,
algún vínculo que no existía dos minutos antes? No señora. Lo mismo que
si ahora se trompica V. con una esquina..., se hace daño..., procura
apartarse y andar con más cuidado otra vez... y acabóse.

--Pintado el lance así..., lo que habría, que V. me parecería atroz de
antipático y de bruto.

--Eso sí... pero vamos á perfeccionar el ejemplo, y pido á V. perdón de
antemano por una conversación tan _shocking_. Pues no señora: suponga V.
que yo no abuso de la fuerza ni ese es el camino. Lo que hago es
explotar con maña la situación y despertar en V. ese germen que existe
en todo ser humano... Nada de violencia: si acaso, en el terreno
puramente moral... Yo soy hábil y provoco en V. un momento de
flaqueza...

Fortuna que era de noche y estaba lejos el farol, que si no, el sofoco y
el azoramiento de la dama se le meterían por los ojos al comandante.--Lo
sabe, lo sabe--calculaba para sí, toda trémula, y en voz alterada y
suplicante, exclamó interrumpiendo:

--¡Qué horror! ¡Don Gabriel!

--¿Qué horror? ¡Mire V. lo que va de Vds. á nosotros! Ese horror,
Paquita del alma, no les parece horrible á los caballeros que V. trata y
estima: al marqués de Huelva, con su severidad de principios y su
encomienda de Calatrava, que no se quita ni para bañarse... al papá de
V., tan amable y francote... á mí... al otro... á toditos. Es valor
entendido, y á nadie le extraña ni le importa un bledo. Tratándose de
Vds., es cuando por lo más insignificante se arma una batahola de mil
diablos, que no parece sino que arde por los cuatro costados Madrid. La
infeliz de Vds. que resbala, si olfateamos el resbalón, nos arrojamos á
ella como sabuesos, y, ó se salva casándose con el _seductor_, ó la
matriculamos en el gremio de las mujeres galantes hasta la hora de la
muerte. Ya puede, después de su falta, llevar vida más ejemplar que la
de una monja: la hemos fallado... no nos la pega más. O bodas, ó es V.
una corrida, una perdida de profesión... ¡Bonita lógica! V., niña
inocente, que cae víctima de la poca edad, la inexperiencia y la tiranía
de los afectos y las inclinaciones naturales, púdrase en un convento,
que ya no tiene V. más camino... Amiga Asís... ¡Tonterías!

Mientras hablaba el comandante, su fantasía, en vez de los plátanos del
jardincillo, le representaba otras masas sombrías de follaje, robles y
castaños; y el olor fragante de las flores de acacia le parecía el de
las silvestres mentas que crecen al borde de los linderos en el valle de
Ulloa. La dama que tenía á su lado, por el mismo fenómeno de óptica
interior, veía el rebullicio de una feria, una casita al borde del
Manzanares, un cuartuco estrecho, un camastro, una taza de té volcada...

--Tonterías--prosiguió Don Gabriel, sin fijarse en la gran emoción de
Asís--pero que se pagan caras á veces... Sucede que se nos imponen, y
que por obedecerlas, una mujer de instintos nobles se juzga manchada,
vilipendiada, infamada por toda su vida á consecuencia de un minuto de
extravío, y, de no poder casarse con aquel á quien se cree ligada para
siempre jamás, se anula, se entierra, se despide de la felicidad por los
siglos de los siglos amén... Es monja sin vocación, ó es esposa sin
cariño... Ahí tiene V. dónde paran ciertas cosas.

Al murmurar con amargura estas palabras, el comandante, en lugar de la
silueta gentil del Museo, veía las verdosas tapias del convento
santiagués, las negras rejas de trágicos recuerdos, y tras de aquellas
rejas, comidas de orín, una cara pálida, con obscuros ojos, muy
semejante á la de cierta hermana suya, que había sido el cariño más
profundo de su vida.



XIV


Vaya, Pardo... Es V. terrible. ¿Me quiere V. igualar la moral de los
hombres con la de las mujeres?

--Paquita... dejémonos de _clichés_.--(Pardo usaba muy á menudo esta
palabrilla para condenar las frases ó ideas vulgares.)--Tanto jabón
llevan Vds. en las suelas del calzado como nosotros. Es una hipocresía
detestable eso de acusarlas é infamarlas á Vds. con tal rigor por lo que
en nosotros nada significa.

--¿Y la conciencia, señor mío? ¿Y Dios?

La dama argüía con cierta afectada solemnidad y severidad, bajo la cual
velaba una satisfacción inmensa. Iban pareciéndole muy bonitos y
sensatos los detestables sofismas del comandante, que así pervierte la
pasión el entendimiento.

--¡La conciencia! ¡Dios!--exclamó él, remedando el tono enfático de la
señora.--Otro registro. Bueno: toquémoslo también. ¿Se trata de
pecadores creyentes? ¿Católicos, apostólicos, romanos?

--Por supuesto. ¿Ha de ser todo el mundo hereje como V.?

--Pues si tratamos de creyentes, la cuestión de conciencia es
independiente de la de sexo. Aunque me llama V. hereje, todavía no he
olvidado la doctrina; puedo decirle á V. de corrido los diez
mandamientos... y se me figura que rezan igual con nosotros que con Vds.
Y también sé que el confesor las absuelve y perdona á Vds. igualito que
á nosotros. Lo que pide á la penitente el ministro de Dios es
arrepentimiento, propósito de la enmienda. El mundo, más severo que
Dios, pide la perfección absoluta, y si no... O todo ó nada.

--No, no; mire V. que también el confesor nos aprieta más las clavijas.
Para Vds. la manga se ensancha un poquito...--repuso Asís, paladeando el
deleite de aducir malas razones para saborear el gusto de verlas
refutadas.

--Hija, si eso hacen, es por prudencia, para que no desertemos del
confesonario si nos da por frecuentarlo... En el fondo, ningún confesor
le dirá á V, que hay un pecado más para las hembras. Es decir, que la
cosa queda reducida á las consecuencias positivas, exteriores..., al
criterio social. En salvando éste, en no sabiéndose nada, el asunto no
tiene más trascendencia en Vds. que en nosotros... Y en nosotros...
¡ayúdeme V. á sentir! (Al argüir así, el comandante castañeteaba los
dedos.) Ahora, si V. me ataca por otro lado...

--Yo...--balbució la señora, sin pizca de ganas de atacar.

--Si me sale V. con el respeto y la estimación propia... con lo que cada
cual se debe á sí mismo...

--Eso... lo que cada cual se debe á sí mismo--articuló Asís hecha una
amapola.

--Convendré en que eso siempre realza á una mujer; pero, en gran parte,
depende del criterio social. La mujer se cree infamada, después de una
de esas caídas, ante su propia conciencia, porque le han hecho concebir
desde niña que lo más malo, lo más infamante, lo irreparable, es eso;
que es como el infierno, donde no sale el que entra. A nosotros nos
enseñan lo contrario; que es vergonzoso para el hombre no tener
aventuras, y que hasta queda humillado si las rehuye... De modo, que lo
mismo que á nosotros nos pone muy huecos, á Vds. las envilece.
Preocupaciones hereditarias emocionales, como diría Spencer. Y vaya unos
terminachos que la suelto á V.

--No, si yo con su trato ya me voy haciendo una sabia. Todos los días me
aporrea V. los oídos con cada palabrota...

--¿Y si yo le dijese á V.--prosiguió Pardo echándose á disertar--que
_eso_ que llamé accesorio en las aventurillas, me parece á mí que en el
cariño verdadero, cuando están unidas así, así, como si las pegasen con
argamasa, las voluntades, llega á ser más accesorio aún? Es el
complemento de otra cosa mucho más grande, que dura siempre, y que
comprende eso y todo lo demás... Lo estoy embrollando, paisana. V. se
ríe de mí: á callar.

Asís oía, oía con toda su alma, pareciéndole que nunca había tenido su
paisano momentos tan felices como aquella noche, ni hablado tan discreta
y profundamente. Los dichos del comandante, que al pronto lastimaban sus
convicciones adquiridas, entraban, sin embargo, como bien disparadas
saetas hasta el fondo de su entendimiento y encendían en él una especie
de hoguera incendiaria, á cuya destructora luz veía tambalearse
infinitas ideas de las que había creído más sólidas y firmes hasta
entonces. Era como si le arrancasen del espíritu una muela dañada: dolor
y susto al sentir el frío del instrumento y el tirón; pero después, un
alivio, una sensación tan grata viéndose libre de aquel cuerpo muerto...
Anestesia de la conciencia, con cloroformo de malas doctrinas, podría
llamarse aquella operación quirúrgico-moral.

--Es un extravagante este hombre--pensaba la operada.--Decir, me está
diciendo cosas estupendas... Pero se me figura que le sobra la razón por
encima de los pelos. Habla por su boca la justicia. ¿Va una á creerse
criminal por unos instantes de error? Siempre estoy á tiempo de pararme
y no reincidir... ¡Claro que si por sistema!... Ni él tampoco dice eso,
no... Su teoría es que ciertas cosas que suceden así... qué sé yo cómo,
sin iniciativa ni premeditación por parte de uno, no han de mirarse como
manchas de esas que ya nunca se limpian... El mismo Padre Urdax de fijo
que no es tan severo en eso como la sociedad hipocritona... ¡Ay Dios
mío! Ya estoy como mi paisano, echándole á la sociedad la culpa de todo.

Al llegar aquí de sus reflexiones la dama, la molestó un cosquilleo,
primero entre las cejas, luego en la membrana de la nariz... ¡Aaach!
Estornudó con ruido, estremeciéndose.

--¡Adiós! Ya se me ha resfriado V.--exclamó su amigo.--No está V.
acostumbrada á estas vagancias al sereno... Levántese V. y paseemos.

--No, si no es el rocío lo que me acatarra á mí... He tomado sol.

--¿Sol? ¿Cuándo?

--Ayer..., digo, anteayer..., yendo..., sí, yendo á misa á las
Pascualas. No crea V.: desde entonces ando yo regular, nada más que
regularcita. Cuándo jaquecas, cuándo mareos...

--De todos modos... guíese V. por mí: caminemos, ¿eh? Si sobre la
insolación le viene á V. un pasmo... ó coge V. unas intermitentes de
estas de primavera en Madrid...

--No me asuste V.... Tengo poco de aprensiva--contestó la dama
levantándose y envolviéndose mejor en el abrigo.

--¿A su casa de V.?

--Bien..., sí, vamos hacia allá despacio.

No siguió el comandante explanando sus disolventes opiniones hasta la
misma puerta de la señora. Al abrirla Imperfecto, Asís convidó á su
amigo á que descansase un rato; él se negó; necesitaba darse una vuelta
por el Círculo Militar, leer los periódicos extranjeros y hablar con un
par de amigos, á última hora, en Fornos. Deseó respetuosamente las
buenas noches á la señora y bajó las escaleras á paso redoblado. Con el
mismo echó calle abajo aquel gran despreocupado, nihilista de la moral:
y nos consta que iba haciendo éste ó parecido soliloquio, idéntico al
que, en igualdad de circunstancias, haría otra persona que pensase según
todos los _clichés_ admitidos:

--Me ha engañado la viuda... Yo que la creía una señora impecable. Un
apabullo como otro cualquiera. No he mirado las iniciales del tarjetero:
serían... ¡vaya V. á saber! Porque en realidad, ni nadie murmura de
ella, ni veo á su alrededor persona que... En fin, cosas que suceden en
la vida; chascos que uno se lleva. Cuando pienso que á veces se me
pasaba por la cabeza decirle algo formal... No, esto no es un _caballo
muerto_, ¡qué disparate! es sólo un tropiezo del caballo... No he
llegado á caerme... ¡Así fuesen los desengaños todos!...

Siguió caminando sin ver los árboles del Retiro, que se agrupaban en
misteriosas masas á su derecha. Ni percibía el olor de las acacias. Pero
él seguía oliendo, no á los cortesanos y pulidos vegetales de los
paseos públicos, sino á otros árboles rurales, bravíos y libres: los que
producen la morena castaña que se asa en los magostos de Noviembre, en
el valle de los Pazos.



XV


La tarde del día siguiente la dedicó Asís á pagar visitas. Tarea
maquinal y enfadosa, deber de los más irritantes que el pacto social
impone. Raro es que nadie se someta á él sin murmurar, por fuera ó por
dentro, del mundo y sus farsas. Menos mal cuando las visitas se hacen,
como las hacía la dama, en piés ajenos. Entonces lo arduo de la faena
empieza en las porterías. ¡Si todas las casas fuesen como la de Sahagún
ó la de Torres-Nobles, por ejemplo! Allí, antes de llegar, ya llevaba
Asís en la mano la tarjeta con el pico dobladito, y al sentir rodar el
coche, ya estaba asomándose al ancho vano del portón el portero
imponente, patilludo, correcto, amabilísimo, que recogía la tarjeta
preguntando:--¿A dónde desea ir la señora?--para transmitir la orden al
cochero. Los Torres-Nobles, los Sahagún, los Pinogrande y otras familias
así, de muy alto copete, no recibían sino de noche alguna vez, y el
llegarse á su casa para dejar la tarjeta representaba una fórmula de
cortesía facilísima de cumplir al bajar al paseo ó al volver de las
tiendas. Pero si entre las relaciones de Asís las había tan granadas,
otras eran de muchísimo menos fuste, y algunas, procedentes de Vigo,
rayaban en modestas. Y allí era el entrar en portales angostos, el
parlamentar con porteras gruñonas, la desconsoladora respuesta:--Sí,
señora, me paece que no ha salió en to el día de casa... Tercero con
entresuelo, primero y principal... á mano izquierda.--Y la ascensión
interminable, el sobrealiento, el tedio de subir por aquel caracol
obscuro, con olores á cocina y á todas las oficinas caseras, y la cerril
alcarreña que abre, y la acogida embarazosa, las empalagosas
preguntitas, los chiquillos sucios y desgreñados, los relatos de
enfermedades, la chismografía viguesa agigantada por la óptica de la
distancia... Vamos, que era para renegar, y Asís renegaba en su
interior, consultando, sin embargo, la lista de la cartera y diciendo
con un suspiro profundo:--¡Ay! Aún falta la viuda de Pardiñas... la
madre del médico de Celas..., y Rita, la hermana de Gabriel Pardo... Y
esa si que es urgente... Ha tenido al chiquillo con difteria...

Por lo mismo que el ajetreo de las visitas había sido tan cargante, que
á la mayor parte se las encontrara en casa y que no le sacaron sino
conversaciones capaces de aburrir á una estatua de yeso, la dama
regresaba á su vivienda con el espíritu muy sosegado. A semejanza de los
devotos que si les hurga la conciencia se imponen la obligación de
rezar tres rosarios seguidos y una serie considerable de padre nuestros,
Asís, sintiéndose reo de perturbación social, ó al menos de amago de
este delito, se consagraba á cumplir minuciosamente los ritos de
desagravio, y como le habían producido tan soberano fastidio, juzgaba
saldada más de la mitad de su cuenta. Por otra parte, encontrábase
decidida--más que nunca--á cortar las irregularidades de su conducta
presente. Tenía razón el comandante: la falta, bien mirado, no era tan
inaudita; pero si trascendía al público, ¡ah! ¡entonces! Evitar el
escándalo y la reincidencia, precaver lo venidero..., y se acabó. Cortar
de raíz, eso sí, (la dama veía entonces la virtud en forma de grandes y
afiladísimas tijeras, como las que usan los sastres). Y bien podía
hacerlo, porque la verdad ante todo, su corazón no estaba
interesado...--Vamos á ver--argüía para sí la señora.--Supongamos que
ahora viniesen á decirme: Diego Pacheco se ha largado esta mañana á su
tierra, donde parece que se casa con una muchacha preciosa... Nada: yo
tan fresca, sin echar ni una lágrima. Hasta puede que diese gracias á
Dios, viéndome libre de este grave compromiso. Pues la cosa es bien
sencilla: ¿se había de ir él? Soy yo quien se larga. Así como así, días
arriba ó abajo, ya estaba cerca el de irse á veranear... Pues adelanto
el veraneo un poquillo... y corrientes.--¡Qué descanso tomar el tren! Se
concluían aquellos recelos incesantes, aquel volver el rostro cuando la
Diabla le preguntaba alguna cosa, aquella tartamudez, aquella
vergüenza, vergüenza tonta en una viuda, que al fin y al cabo era libre
y no tenía que dar á nadie cuenta de sus actos...

Pensaba en estas cosas cuando se apeó y empezó á subir la escalera de su
casa. Aún no estaba encendida la luz, caso frecuente en las tardes
veraniegas. Al segundo tramo... ¡Dios nos asista! Un hombre que se
destaca del obscuro rincón... ¡Pacheco!

Reprimió el chillido. El meridional la cogía ambas manos con violencia.

--¿Cómo está mi niña? Tres veces he venido y siempre te negaron... Lo
que es una de ellas juro que estabas en casa... Si no quieres verme,
dímelo á mí, que no vendré... Te miraré de lejitos en el paseo ó en el
teatro... Pero no me despidas con una criada, que se ríe de mí al darme
con la puerta en las narices.

--No... pero si yo...--contestaba aturdida la señora.

--¿No se había negado la nena para mí?

--No, para ti no...--afirmó rápidamente Asís con acento de sinceridad:
tan espontáneo é inevitable suele ser en ciertas ocasiones el engaño.

--Pues, entonces, vengo esta noche. ¿Sí? Esta noche á las nueve.

Hizo la dama un expresivo movimiento.

--¿No quieres? ¿Tienes compromiso de salir, de ir á alguna parte? La
verdad, chiquilla. Me largaré como aquel á quien le han dado cañaso,
pero no porfiaré. Me sabe mal porfiar. Por mí no has de tener tú media
hora de disgusto.

Asís titubeaba. Cosa rara y sin embargo explicable dentro de cierto
misterioso ilogismo que impone á la conducta femenina la difícil
situación de la mujer: lo que decidió su respuesta afirmativa fué
cabalmente la resolución de poner tierra en medio que acababa de adoptar
en el coche.

--Bueno, á las nueve... (Pacheco la apretó contra sí.) ¿Pero... te irás
á las diez?

--¿A las diez? Es tanto como no venir... Tú tienes que hacer hoy: dímelo
así, clarito.

--Que hacer no... Por los criados. No me gusta dar espectáculo á esa
gente.

--El chico no importa, es un bausán... La chica es más avispada. Mándala
con un recado fuera... Hasta pronto.

Y Pacheco ocultó la cara en el pelo de la señora, descomponiéndolo y
echándola el sombrero hacia atrás. Ella se lo arregló antes de llamar,
lo cual hizo con pulso trémulo.

Iba muy preocupada, mucho. Se desnudó distraídamente, dejando una prenda
aquí y otra acullá; la Diabla las recogía y colgaba, no sin haberlas
sacudido y examinado con un detenimiento que á Asís le pareció
importuno. ¿Por qué no rehusar firmemente la dichosa cita?... Sí, sería
mejor; pero al fin, para el tiempo que faltaba... Volvióse hacia la
doncella.

--Mira, revisarás el mundo grande...: creo que tiene descompuestas las
bisagras. Acuérdate mañana de ir á casa de Madama Armandina...; puede
que ya estén los sombreros listos... Si no están, la das prisa. Que
quiero marcharme pronto, pronto.

--¿A Vigo, señorita?--preguntó la Diabla con hipócrita suavidad.

--¿Pues á dónde? También te darás una vuelta por el zapatero... y á ver
si en la plazuela del Angel tienen compuesto el abanico.

Dictando estas órdenes se calmaba. No, el rehusar no era factible. Si le
hubiese despedido esta noche, él querría volver mañana. Disimulo,
transigir... y, como decía él..., _najencia_.

Comió poco; sentía esa constricción en el diafragma, inseparable
compañera de las ansiedades y zozobras del espíritu. Miraba
frecuentemente para la esfera del reloj, el cual no señalaba más que las
ocho al levantarse la señora de la mesa.

--Oye, Angela...

Faltábale saliva en la boca; la lengua se le pegaba al velo del paladar.

--Oye, hija... ¿Quieres... irte á pasar esta noche con tu hermana, la
casada con el guardia civil? ¿Eh?

--¡Ay señorita!... Yo, con mil amores... Pero vive tan lejos: el cuartel
lo tienen allá en las Peñuelas... Mientras se va y se viene...

--Es lo de menos... Te pago el tranvía... ó un simón. Lo que te haga
falta... Y aunque vuelvas después de... media noche, ¿eh? no dejarán de
abrirte. Come á escape... Mira, ¿no tiene tu hermana una niña de seis
años?

--De ocho, señorita, de ocho... Y un muñeco de trece meses que anda con
la dentición.

--Bien: á la niña podrá servirle, arreglándola... Le llevas aquella ropa
de Marujita que hemos apartado el otro día...

--Dios se lo pague... ¿También el sombrero de castor blanco, con el
pájaro?

--También... Anda ya.

El sombrero de castor produjo excelente efecto. Imaginaba siempre la
señora que, de algunos días á esta parte, su doncella se atrevía á
mirarla y hablarla ya con indefinible acento severo, ya con disimulada
entonación irónica; pero después de tan espléndida donación, por más que
aguzó la malicia, no pudo advertir en el gracioso semblante de la criada
sino júbilo y gratitud. Comió la Diabla en tres minutos: ni visto ni
oído: y á poco se presentó á su ama muy maja y pizpireta, con traje
dominguero, el pelo rizado á tenacilla, botas que cantaban.

--Vete, hija, ya debe de ser tarde... Las nueve menos cuarto...

--No, señorita... Las ocho y veinticinco por el comedor... ¿Tiene algo
que mandar? ¿Quiere alguna cosa?...

--Nada, nada... Que lo pases bien... ¡Qué elegante te has puesto!...
¿Allí habrá gente, eh? ¿Guardias civiles? ¿Jóvenes?

--Algunos... Hay uno de nuestra tierra... de la provincia de Pontevedra,
de Marín..., alto él, con bigote negro.

--Bien, hija... Pues lo que es por mí, ya puedes marcharte.

¿Qué haría aquella maldita Diabla, que un cuarto de hora después de
recibidas semejantes despachaderas aún no había tomado el portante? Con
el oído pegado á la puertecilla falsa de su dormitorio, que caía al
pasillo, Asís espiaba la salida de su doncella, mordiéndose los labios
de impaciencia nerviosa. Al fin sintió pasitos, taconeo de calzado
flamante, oyó una risotada, un _¡divertirse y gastar poco!_ que venía de
la cocina... La puerta se abrió, hizo ¡puum! al cerrarse... ¡Ay, gracias
á Dios!

Así que se fué la condenada chica, parecióle á la señora que todo el
piso se había quedado en un silencio religioso, en un recogimiento
inexplicable. Hasta la lámpara del saloncito alumbraba, si cabe, con luz
más velada, más dulce que otras noches. Eran las nueve menos cuarto:
Pacheco aun tardaría cosa de veinte minutos... Se oyó un campanillazo
sentimental, tímido, como si la campanilla recelase pecar de
indiscreta...



XVI


Era Pacheco, envuelto en su capa de embozos grana, impropia de la
estación, y de hongo. Detúvose en la puerta como irresoluto, y Asís tuvo
que animarle:

--Pase V...

Entonces el galán se desembozó resueltamente y se informó de cómo
andaba la salud de Asís.

En los primeros momentos de sus entrevistas, siempre se hablaban así,
empleando fórmulas corteses y preguntando cosas insignificantes; su
saludo era el saludo de ordenanza en sociedad: estrecharse la mano. Ni
ellos mismos podrían explicar la razón de este procedimiento extraño,
que acaso fuese la cortedad debida á lo reciente é impensado de su trato
amoroso. No obstante, algo especial y distinto de otras veces notaría el
andaluz en la señora, que al sentarse en el diván á su lado, murmuró
después de una embarazosa pausa:

--¡Qué fría me recibes! ¿Qué tienes?

--¡Qué disparate! ¿Qué voy á tener?

--¡Ay prenda, prenda! A mí no se me engaña... Soy perro viejo en materia
de mujeres. Estorbo. Tú tenías algún plan esta noche.

--Ninguno, ninguno--afirmó calurosamente Asís.

--Bien, lo creo. Eso sí que lo has dicho como se dicen las verdaes.
Pero, en plata: que no te pinchaban á ti las ganas de verme. Hoy me
querías tú á cien leguas.

Aseveró esto metiendo sus dedos largos, de pulcras uñas, entre el pelo
de la señora, y complaciéndose en alborotar el peinado sobrio, sin
postizos ni rellenos, que Asís trataba de imitar del de la Pinogrande,
maestra en los toques de la elegancia.

--Si no quisiese recibirte, con decírtelo...

--Así debiera ser... el corasonsillo en la mano... Pero á veces se le
figura á uno que está comprometido á pintar afecto, ¿sabes tú?, por
caridad ó qué sé yo por qué... Si yo lo he hecho á cada rato con un
ciento de novias y de querías... Harto de ellas por cima de los pelos...
y empeñado en aparentar otra cosa... porque es fuerte eso de estamparle
á un hombre ó á una hembra en su propia cara:--Ya me tiene V. hasta
aquí... no me hace V. ni tanto de ilusión.

--¿Quién sabe si eso te estará pasando á ti conmigo?--exclamó Asís
festivamente, echándolas de modesta.

No contestó el meridional sino con un abrazo vehemente, apretado,
repentino, y un--_¡ojalá!_--salido del alma, tan ronco y tan dramático,
que la dama sintió rara conmoción, semejante á la del que, poniendo la
mano sobre un aparato eléctrico, nota la sacudida de la corriente.

--¿Por qué dices _ojalá_?--preguntó, imitando el tono del andaluz.

--Porque esto es de más; porque nunca me vi como me veo; porque tú me
has dado á beber zumo de hierbas desde que te he conocío, chiquilla...
Porque estoy mareado, chiflado, loco, por tus pedasos de almíbar... ¿Te
enteras? Porque tú vas á ser causa de la perdición de un hombre, lo
mismo que Dios está en el sielo y nos oye y nos ve... Terroncito de sal,
¿qué tienes en esta boca, y en estos ojos, y en toda tu persona, para
que yo me ponga así? A ver, dímelo, gloria, veneno, sirena del mar.

La señora callaba, aturdida, no sabiendo qué contestar á tan apasionadas
protestas; pero vino á sacarla del apuro un estruendo inesperado y
desapacible, el alboroto de una de esas músicas ratoneras antes llamadas
_murgas_, y que en la actualidad, por la manía reinante de elevarlo
todo, adoptan el nombre de _bandas populares_.

--¡Oiga! ¿Nos dan cencerrada ya los vecinos del barrio?--gritó Pacheco,
levantándose del sofá y entreabriendo las vidrieras.--¡Y cómo desafinan
los malditos!... Ven á oir, chiquilla, ven á oir. Verás cómo te rompen
el tímpano.

En el meridional no era sorprendente este salto desde las ternezas más
moriscas al más prosaico de los incidentes callejeros: estaba en su modo
de ser la transición brusca, la rápida exteriorización de las
impresiones.

--Mira, ven--continuó.--Te pongo aquí una butaca y nos recreamos. ¿A
quién le dispararán la serenata?

--A un almacén de ultramarinos que se ha estrenado hoy--contestó Asís
recordando casualmente chismografías de la Diabla.--En la otra acera,
pocas casas más allá de la de enfrente. Aquella puerta... allí. ¡Ya
tenemos música para rato!

Pacheco arrastró un sillón hacia la ventana y se sentó en él.

--¡Desatento!--exclamó riendo la señora.--¿Pues no decías que era para
mí?

--Para ti es--respondió el amante cogiéndola por la cintura y
obligándola quieras ó no quieras á que se acomodase en sus rodillas. Se
resistió algo la dama, y al fin tuvo que acceder. Pacheco la mecía como
se mece á las criaturas, sin permitirse ningún agasajo distinto de los
que pueden prodigarse á un niño inocente. Por forzosa exigencia de la
postura, Asís le echó un brazo al cuello, y después de los primeros
minutos, reposó la cabeza en el hombro del andaluz. Un airecillo
delgado, en que flotaban perfumes de acacia y ese peculiar olor de humo
y ladrillo recaliente de la atmósfera madrileña en estío, entraba por
las vidrieras, intentaba en balde mover las cortinas, y traía fragmentos
de la música chillona, tolerable á favor de la distancia y de la noche,
hora que tiene virtud para suavizar y concertar los más discordantes
sonidos. Y la proximidad de los dos cuerpos ocupando un solo sillón,
estrechaba también, sin duda, los espíritus, pues por vez primera en el
curso de aquella historia entablóse entre Pacheco y la dama un cuchicheo
íntimo, cariñoso, confidencial.

No hablaban de amor: versaba el coloquio sobre esas cosas que parecen
muy insignificantes escritas y que en la vida real no se tratan casi
nunca sino en ocasiones semejantes á aquella, en minutos de imprevista
efusión. Asís menudeaba preguntas, exigiendo detalles biográficos: ¿Qué
hacía Pacheco? ¿Por dónde andaba? ¿Cómo era su familia? ¿La vida
anterior? ¿Los gustos? ¿Las amistades? ¿La edad justa, justa, por meses,
días y no sé si horas?

--Pues yo soy más vieja que tú--murmuró pensativa, así que el gaditano
hubo declarado su fe de bautismo.

--¡Gran cosa! Será un añito, ó medio.

--No, no, dos lo menos. Dos, dos.

--Corriente, sí, pero el hombre siempre es más viejo, cachito de gloria,
porque nosotros vivimos; ¿te enteras? y vosotras no. Yo, en particular,
he vivido por una docena. No imaginarás diablura que yo no haya catado.
Soy maestro en el arte de hacer desatinos. ¡Si tú supieses algunas cosas
mías!

Asís sintió una curiosidad punzante unida á un enojo sin motivo.

--Por lo visto eres todo un perdis, buena alhaja.

--¡Quiá!... ¿Perdis yo? Di que no, nena mía. Yo galanteé á trescientas
mil mujeres, y ahora me parece que no quise á ninguna. Yo hice cuanto
disparate se puede hacer, y al mismo tiempo no tengo vicios. ¿Dirás que
cómo es ese milagro? Siendo... ahí verás tú. Los vicios no prenden en
mí. Ninguno arraiga, ni arraigará jamás. Aún te declaro otra cosa; que
no sólo no se me puede llamar vicioso, sino que si me descuido acabo por
santo. Es según los lados á que me arrimo. ¿Me ponen en circunstancias
de ser perdío? No me quedo atrás. ¿Que tocan á ser bueno? Nadie me gana.
Si doy con gente arrastrada, ¿qué quieres tú?

--¿Hasta en lo tocante á la honra te dejarías llevar?--preguntó algo
asustada Asís.

El gaditano se echó atrás como si le hubiese picado una sierpe.

--¡Hija! Vaya unas cosillas que me preguntas. ¿Me has tomado por algún
secuestrador? Yo no secuestro más que á las hembras de tu facha. Pero
ya sabes que en mi tierra, las pendencias no se cuentan por delitos...
He _enfriado_ á un infeliz... que más quisiera no haberle tocado al pelo
de la ropa. Dejémoslo, que importa un pito. Fuera de esas trifulcas, no
ha tenío el diablo por donde cogerme: he jugado, perdiendo y ganando un
dinerillo... regular; he bebío... vamos, que no me falta á mí saque; de
novias y otros enredos... De esto estaría muy feo que te contase ná.
Chitito. ¿Un cariño á tu rorro?

--Vamos, que eres la gran persona--protestó escandalizada Asís,
desviándose en vez de acercarse como Pacheco pretendía.

--No lo sabes bien. Eso es como el Evangelio. Yo quisiera averiguar pa
qué me ha echado Dios á este mundo. Porque soy, además de tronerilla, un
haragán y un zángano de primera, niña del alma... No hago cosa de
provecho, ni ganas de hacerla. ¿A qué? Mi padre, empeñao el buen señor
en que me luzca y en que sirva al país, y dale con la chifladura de que
me meta en política, y tumba con que salga diputao, y vaya á hacer el bu
al Congreso... ¡En el Congreso yo! A mí, lo que es asustarme, ni el
Congreso ni veinte Congresos me asustan. La farsa aquella no me pone
miedo. Te aviso que en todo cuanto me propongo salir avante, salgo y sin
grandes fatigas: ¡qué! Pero á decir verdad, no me he tomado nunca
trabajos así enormes, como no fuese por alguna mujer guapa. No soy memo
ni lerdo, y si quisiese ir allí á pintar la mona como Albareda, la
pintaría, figúrate. ¿Que se me ha muerto mi abuelita? ¡Si es la pura
verdad! Sólo que too eso porque tanto se descuaja la gente, no vale los
sudores que cuesta. En cambio... ¡una mujer como tú!...

Díjolo al oído de la dama, á quien estrechó más contra sí.

--Sólo esto, terrón de azúcar, sólo esto sabe bien en el mundo amargo...
Tener así á una mujer adorándola... Así, apretadica, metida en el
corasón... Lo demás... pamplina.

--Pero eso es atroz--protestó severamente Asís, cuya formalidad
cantábrica se despertaba entonces con gran brío.--¿De modo que no te
avergüenzas de ser un hombre inútil, un mequetrefe, un cero á la
izquierda?

--¿Y á ti qué te importa, lucerito? ¿Soy inútil pa quererte? ¿Has
resuelto no enamorarte sino de tipos que mangoneen y anden agarraos á la
casaca de algún ministro? Mira... Si te empeñas en hacer de mí un
personaje, una notabilidad... como soy Diego que te sales con la tuya.
Daré días de gloria á la patria; ¿no se dice así? Aguarda, aguarda...,
verás qué registros saco. Proponte que me vuelva un Castelar ó un
Cánovas del Castillo, y me vuelvo... ¡Ole que sí! ¿Te creías tú que
alguno de esos panolis vale más que este nene? (Sólo que ellos largaron
todo el trapo y yo recogí velas.). Por no deslucirlos. Modestia pura.

No había más remedio que reirse de los dislates de aquel tarambana, y
Asís lo hizo; al reirse hubo de toser un poco.

--¡Ea! ya te me acatarraste--exclamó el gaditano
consternadísimo.--Hágame V. el obsequio de ponerse algo en la cabeza...
Así, tan desabrigada... ¡Loca!

--Pero si nunca me pongo nada, ni... No soy enclenque.

--Pues hoy te pondrás, porque yo lo mando. Si aciertas á enfermar, me
suicido.

Saltó Asís de brazos de su adorador, muerta de risa, y al saltar perdió
una de sus bonitas chinelas, que por ser sin talón, á cada rato se le
escurrían del pié. Recogióla Pacheco, calzándosela con mil extremos y
zalamerías. La dama entró en su alcoba, y abriendo el armario de luna
empezó á buscar á tientas una toquilla de encaje para ponérsela y que no
la marease aquel pesado. Vuelta estaba de espaldas á la poca luz que
venía del saloncito, cuando sintió que dos brazos la ceñían el cuerpo.
En medio de la lluvia de caricias delirantes que acompañó á demostración
tan atrevida, Asís entreoyó una voz alterada, que repetía con acento
serio y trágico:

--¡Te adoro... Me muero, me muero por ti!

Parecía la voz de otro hombre; hasta tenía ese _trémolo_ penoso que da
al acento humano el rugir de las emociones extraordinarias comprimido en
la garganta por la voluntad. Impresionada, Asís se volvió soltando la
toquilla.

--Diego...--tartamudeó llamando así á Pacheco por primera vez.

--¿Por qué no dices _Diego mío, Diego del alma_?--exclamó con fuego el
andaluz deshaciéndola entre sus brazos.

--Qué sé yo... Cuando uno habla así... me parece cosa de novela ó de
comedia. Es una ridiculez.

--¡Prueba... prueba... ¡Ay! ¡Cómo lo has dicho! _¡Diego
mío!_--prorrumpió él remedando á la señora, al mismo tiempo que la
soltaba casi con igual violencia que la había cogido.--¡Pedazo de hielo!
¡Vaya unas hembras que se gastan en tu país!... ¡Marusiñas! ¡Reniego de
ellas todas! ¡Que las echen al carro de la basura!

--Mira--dijo la dama tomándolo otra vez á risa--eres un cómico y un
orate... No hay modo de ponerse seria con un tipo como tú. A ver: aquí
está un señorito que ha tenido cuatrocientas novias y dos mil líos
gordos, y ahora se ha prendado de mí como el Petrarca de la señora
Laura... De mí nada más: privilegio exclusivo, patente del Gobierno.

--Tómalo á guasa... Pues es tan verdad como que ahora te agarro la mano.
Yo tuve un millón de devaneos, conformes; pero en ninguno me pasó lo que
ahora. ¡Por éstas, que son cruces! Quebraeros de cabesa míos, novias y
demás, me las encuentro en la calle y no las conozco. A ti... te
dibujaría, si fuese pintor, á obscuras. Tan clavadita te tengo. De aquí
á cincuenta años, cayéndote de vieja, te conocería entre mil viejas más.
Otras historias las seguí por vanidad, por capricho, por golosina, por
terquedad, por matar el tiempo... Me quedaba un rincón aquí, donde no ha
puesto el pié nadie, y tenía yo guardaa la llave de oro para ti, prenda
morena... ¿Qué, lo dudas? Mira, haz un ensayo... Por gusto.

Arrastró á la dama hacia el salón y se recostó en el diván; tomó la mano
de Asís y la colocó extendida sobre el lado izquierdo de su chaleco.
Asís sintió un leve y acompasado vaivén, como de péndulo de reloj.
Pacheco tenía los ojos cerrados.

--Estoy pensando en otras mujeres, chiquilla... Quieta..., atención,
observa bien.

--No late nada fuerte--afirmó la señora.

--Déjate un rato así... Pienso en mi última novia, una rubia que tenía
un talle de lo más fino que se encuentra en el mundo... ¿Ves qué
quietecillo está el pájaro? Ahora... dime tú... ¡si puedes! alguna cosa
tierna... Mas que no sea verdá.

Asís discurría una gran terneza y buscaba la inflexión de voz para
pronunciarla. Y al fin salió con esta eterna vulgaridad:

--¡Vida mía!

Bajo la palma de la señora, el corazón de Pacheco, como espíritu foleto
que obedece á un conjuro, rompió en el más agitado baile que puede
ejecutar semejante víscera. Eran saltos de ave azorada que embiste
contra los hierros de su cárcel... El meridional entreabrió las azules
pupilas; su tez tostada había palidecido algún tanto; con extraña prisa
se levantó del sofá y fué derecho al balcón, donde se apoyó como para
beber aire y rehacerse de algún trastorno físico y moral. Asís,
inquieta, le siguió y le tocó en el brazo.

--Ya ves qué majadero soy...--murmuró él volviéndose.

--¿Pero te pasa algo?

--Ná...--El gaditano se apartó del balcón, y viniendo á sentarse en un
_puf_ bajito, y rogando á Asís con la mirada que ocupase el sillón,
apoyó la cabeza, en el regazo de la dama.--Con sólo dos palabritas que
tú me dijiste... Haz favor de no reirte, mona, porque donde me ves tengo
mal genio... y puede que soltase un desatino. Desde que me he
entontecido por ti, estoy echando peor carácter. Calladita la niní...
Deje dormir á su rorro.

Pacheco cruzó el umbral de aquella casa antes de sonar la media noche.
La Diabla no había regresado aún. Cuando el gaditano, según costumbre
hasta entonces infructuosa, se volvió desde la esquina de la calle
mirando hacia los balcones de Asís, pudo distinguir en ellos un bulto
blanco. La señora exponía sus sofocadísimas mejillas al aire fresco de
la noche, y la embriaguez de sus sentidos y el embargo de sus potencias
empezaban á disiparse. Como náufrago arrojado á la costa, que volviendo
en si toca con placer el cinto de oro que tuvo la precaución de ceñirse
al sentir que se hundía el buque, Asís se felicitaba por haber
conservado el átomo de razón indispensable para no acceder á cierta
súplica insensata.

--¡Buena la hacíamos! Mañana estaban enterados vecinos, servicio,
portero, sereno, el diablo y su madre. ¡Ay Dios mío!... ¡Me sigue, me
sigue el mareo aquel de la verbena... y lo que es ahora no hay álcali
que me lo quite!... ¡Qué mareo ni qué!... Mareo, alcohol, insolación...
¡Pretextos, tonterías!... Lo que pasa es que me gusta, que me va
gustando cada día un poco más, que me trastorna con su palabrería..., y
punto redondo. Dice que yo le he dado bebedizos y hierbas... El sí que
me va dando á comer sesos de borrico... y nada, que no me desenredo.
Cuando se va, reflexiono y caigo en la cuenta; pero en viéndole...
acabóse, me perdí.

Llegada á este capítulo, la dama se dedicó á recordar mil pormenores,
que reunidos formaban lindo mosaico de gracias y méritos de su adorador.
La pasión con que requebraba; el donaire con que pedía; la gentileza de
su persona; su buen porte, tan libre del menor conato de gomosería
impertinente como de encogimiento provinciano; su rara mezcla de
espontaneidad popular y cortesía hidalga; sus rasgos calaverescos y
humorísticos unidos á cierta hermosa tristeza romántica (conjunto, dicho
sea de paso, que forma el hechizo peculiar de los _polos_, _soleares_ y
demás canciones andaluzas), eran otros tantos motivos que la dama se
alegaba á sí propia para excusar su debilidad y aquella afición
avasalladora que sentía apoderarse de su alma. Pero al mismo tiempo,
considerando otras cosas, se increpaba ásperamente.

--No darle vueltas: aquí no hay nada superior, ni siquiera bueno: hay un
truhán, un vago, un perdis... Todo eso que me dice de que sólo á mí...
Ardides, trapacerías, costumbre de engañar, mañitas de calavera. En
volviendo la esquina... (Pacheco acababa de verificar, hacía pocos
minutos, tan sencillo movimiento), ya ni se acuerda de lo que me
declama. Estos andaluces nacen actores... Juicio, Asís... juicio. Para
estas tercianas, hija mía, píldoras de camino de hierro... y extracto de
Vigo, mañana y tarde, durante cuatro meses. ¡Bahía de Vigo, cuándo te
veré!

El airecillo de la noche, burlándose de la buena señora, compuso con sus
susurros delicados estas palabras:

--Terronsito e asúcar..., gitana salá.



XVII


MUY atareadas estaban la marquesa viuda de Andrade y su doncella en
revisar los mundos, sacos y maletillas, operación necesaria cuando se va
á emprender un viaje. Y mire V. que parece cosa del mismo enemigo.
Siempre en los últimos momentos han de faltar las llaves de los baúles.
Por mucho que uno las coloque en sitio determinado, diciendo para
sí:--En este cajón se queda la llavecita; no olvidar que aquí la puse;
le ato á un estambre colorado, para acordarme mejor; no sea que el día
de la marcha salgamos con que se ha obscurecido,--viene el instante
crítico, la busca uno, y... ¡echarle un galgo! Nada, no parece: venga el
cerrajero, tiznado, sucio, preguntón, insufrible; haga una nueva, y
lléveselo todo la trampa.

Nerviosa y displicente, daba Asís á la Angela estas quejas. El ajetreo
del viaje la ponía de mal humor: ¡son tan cargantes los preparativos!
¡Qué babel, qué trastorno! Nunca sabe uno lo que conviene llevar y lo
que debe dejarse; cree no necesitar ropa de abrigo, porque al fin se
viene encima la canícula, pero ¡fíese V. de aquel clima gallego, tan
inconstante, tan húmedo, tan lluvioso, que tiene seis temperaturas
diferentísimas en cada veinticuatro horas! Se quedan aquí las prendas en
el ropero, muertas de risa, y allá tirita uno ó tiene que envolverse en
mantones como las viejas... Luego, las fiestecitas, los bailes dichosos
de la Pastora, que obligan á ir provisto de trajes de sociedad, porque
si uno se presenta sencillo, de seda cruda, les choca y se ofenden y
critican... Nada, que la última hora es para volverse loco. ¿A que no se
había acordado Angela de pasarse por casa de la Armandina, á ver si
tiene lista la pamela de la niña y el pajazón? ¿Apostemos á que el
impermeable aún está con los mismos botones, que lastiman y en todo se
prenden? ¿Y el alcanfor para poner en el abrigo de nutria? ¿Y la
pimienta para que no se apolillase el tapiz de la sala?

Atarugada y dando vueltas de aquí para allí, la Diabla contestaba lo
mejor posible al chaparrón de advertencias, reconvenciones y preguntas
de su señora. La hábil muchacha, después de los primeros pases, conocía
una estocada certera para su ama: si los preparativos de viaje andaban
algo retrasados, era que la señorita aquel año había dispuesto la marcha
un mes antes que de costumbre, por lo menos; también á ella (la Diabla)
se le quedaba sin alistar un vestido de percal, y calzado, y varias
menudencias; ella creía que hasta mediados de Junio, hacia el día de San
Antonio... ¿Cómo se le había de ocurrir que se largaban tan de prisa y
corriendo? La señora contestaba con reprimido suspiro, callaba dos
minutos, y luego, redoblando su gruñir, corría del cuarto-ropero al
dormitorio, de la leonera ó cuarto de los baúles al saloncito, y aun se
determinaba á entrar en la cocina y el comedor, para regañar á
Imperfecto que no le había traído á su gusto papel de seda, bramante,
puntas de París, algodón en rama... Imperfecto, con la boca abierta y la
fisonomía estúpida, subía y bajaba cien veces la escalera haciendo
recados: las puntas eran gordas, se precisaban otras más chiquitas; el
algodón no convenía blanco, sino gris: era para rellenar huecos en
ciertos cajones y que no se estropease lo que iba dentro... En una de
estas idas y venidas del criado, la señora cruzaba el pasillo, cuando
repicó la campanilla. Impremeditadamente fué á abrir--cosa que no hacía
nunca--y se encontró cara á cara con su Diego.

El primer movimiento fué de despecho y contrariedad mal encubierta.
¿Quién contaba con Pacheco á tales horas? (las diez y media de la
mañana). No estaba Asís lo que se llama hecha un pingo, con traje roto y
zapatos viejos, porque ni en una isla desierta se pondría ella en
semejante facha; pero su bata de chiné blanco tenía manchas y visos
obscuros, y aun no sé si alguna telaraña, indicio de la lidia con los
baúles de la leonera; su peinado, revuelto sin arte, con rabos y
mechones, saliendo por aquí y por acullá, parecía obra de peluquería
gatuna; y en la superficie del pelo y del rostro se había depositado un
sutil viso polvoriento, que la señora percibía vagamente al pestañear y
al pasarse la lengua por los labios, y que la impacientaba lo indecible.
Y en cambio, el galán venía todo soplado, con una camisa y un chaleco
como el ampo de la nieve, el ojal guarnecido de fresquísimo clavel,
guantes de piel de perro flamantitos, y, en suma, todas las señales de
haberse acicalado mucho. En la mano traía el pretexto de la visita
madrugadora: dos libros medianamente gruesos.

--Las novelas francesas que le prometí...--dijo en voz alta, después del
cambio de saludos, porque la dama le había hecho seña con el mirar de
que había moros en la costa.--Si está V. ocupada, me retiro... Si no,
entraré diez minutos...

--Con mucho gusto... A la sala: el resto de la casa está imposible... no
quiero que se asuste V. del estado en que se encuentra.

Entró Pacheco en la sala; pero por aprisa que Angela cerrase las puertas
de las habitaciones interiores, el gaditano pudo ver baúles abiertos,
con las bandejas fuera, ropa desparramada, cajas, sacos...

--¿Está V. de mudanza... ó de viaje?--preguntó, quedándose de pié en
medio del saloncito, con voz opaca, pero sin emplear tono de
reconvención ni de queja.

--No...--tartamudeó Asís--tanto como de viaje precisamente... no. Es que
estoy guardando la ropa de invierno, poniéndole alcanfor... Si uno se
descuida, la polilla hace destrozos...

Pacheco se acercó á la dama, y bajando el diapasón, con las inflexiones
dolientes y melancólicas que solía adoptar á veces, dijo:

--A mi no se me engaña, te lo repito. Antes de venir sabía que te ibas.
Tú no me conoces; tú te has creído que me la puedes dar. Aún no pasaron
las ideas por esa cabecita, y ya las he olfateado yo. Siento que gastes
conmigo tapujos. Al fin no te valen, hija mía.

La señora, no acertando á responder nada que valiese la pena, bajó los
ojos, frunció la boca é hizo un mohín de disgusto.

--No amoscarse. Si no me enfado tampoco. La nena mía es muy dueña de
irse adonde quiera. Pero mientras está aquí, ¿por qué me huye? Ayer me
dijiste que no podíamos vernos, por estar tú convidada á comer...

Movidos por el mismo impulso, Asís y Don Diego miraron en derredor. Las
puertas, cerradas; al través de la que comunicaba con los cuartos
interiores, pasaba amortiguado el ruido del ir y venir de la Diabla. Y
sin concertarse, á un mismo tiempo se acercaron para cruzar mejor esas
explicaciones que el corazón adivina antes de pronunciadas.

--Hazte cargo... Los criados... Es una atrocidad... Yo nunca tuve de
estas... vamos... de estas historias... No sé lo que me pasa. Por favor
te pido...

--¡Bendita sea tu madre, niña!... Si ya lo sé... ¿Te crees que no me
informo yo de los pasos en que anduvo mi reina? Estoy enterao de que
nadie consiguió de ti ni esto. Yo el primerito... ¡Ay! Te deshago...
Rica, gitana... ¡Cielo!

--Chist... La chica... Si pesca... Es más curiosa...

--Un favor te pido no más. Vente á almorsá conmigo. Que te vienes.

--Estás tocado... Quita... Chist...

--Que te vienes. Palabra, no lo sabrá ni la tierra. Se arreglará...
verás tú.

--¿Pero cómo? ¿Dónde?

--En el campo. Te vienes, te vienes. ¡Ya pronto te quedas libre de
mí!... La despedía. Al reo de muerte se le da, mujer.

¿Cómo cedió y balbució _que sí_, prometiendo, si no por la Estigia, por
algún otro juramento formidable? ¡Ah! Aunque la observación ya no
resulte nueva, cedió obedeciendo á los dos móviles que, desde la
memorable insolación de San Isidro, guiaban, sin que ella misma lo
notase, su voluntad: dos resortes que podemos llamar de goma el uno y de
acero el otro: el resorte de goma era la debilidad que aplaza, que
remite toda gran resolución hasta que la ampare el recurso de la fuga;
el resorte de acero, todavía chiquitín, menudo como pieza de reloj, era
el sentimiento que así, á la chita callando, aspiraba nada menos que á
tomar plenísima posesión de sus dominios, á engranar en la máquina del
espíritu, para ser su regulador absoluto y dirigir su marcha con
soberano imperio.

Fiado en la palabra solemne de la señora, Pacheco se marchó, pues no
convenía, por ningún estilo, que los viesen salir juntos. Asís entró en
su cuarto á componerse. La Diabla la miraba con su acostumbrada
curiosidad fisgona y aun le disparó tres ó cuatro preguntas pérfidas
referentes á la interrumpida tarea del equipaje.

--¿Se cierra el mundo? ¿Se clavan los cajones? ¿La señorita quiere que
avise á la Central para mañana?

¿Cómo había de responder la señora á interrogaciones tan impertinentes?
Claro que con alguna sequedad y no poco enfado secreto. Además, otros
incidentes concurrían á exasperarla: por culpa del revoluto del
equipaje, ni había cosa con cosa, ni parecía lo más indispensable de
vestir: para dar con unos guantes nuevos tuvo que desbaratar el baúl más
chico: para sacar un sombrero, desclavó dos cajones. Más peripecias: la
hebilla del zapato inglés, descosida: al abrochar el cuerpo del traje,
salta un herrete; al cepillarse los dientes, se rompe el frasco del
elíxir contra el mármol del lavabo...

--¿Almuerza fuera la señorita?--preguntó la incorregible Diabla.

--Sí... En casa de Inzula.

--¿Ha de venir á buscarla Roque?

--No... Pero le mandas que esté con la berlina allí, á las siete...

--¿De la tarde?

--¿Había de ser de la mañana? ¡Tienes cosas!...

La Diabla sonrió á espaldas de su señora y se bajó para estirarla los
volantes del vestido y ahuecarla el polisón. Asís piafaba, pegando
taconacitos de impaciencia. ¿El pericón? ¿El gabán gris, por si
refresca? ¿Pañuelo? ¿Dónde se habrá metido el velo de tul? Estos
pinguitos parece que se evaporan... Nunca están en ninguna parte... ¡Ah!
Por fin... Loado sea Dios...



XVIII


Salvó la escalera como pájaro á quien abren el postigo de su
penitenciaría, y con el mismo paso vivo, echó calle abajo hasta
Recoletos. La cita era en aquel sitio señalado donde Pacheco había
tirado el puro: casi frente á la Cibeles. Asís avanzaba protegida por su
antucá, pero bañada y animada por el sol, el sol instigador y cómplice
de todo aquel enredo sin antecedentes, sin finalidad y sin excusa. La
dama registró con los ojos las arboledas, los jardincillos, la entrada
de la Carrera y las perspectivas del Museo, y no vió á nadie. ¿Se habría
cansado Diego de esperar? ¡Capaz sería!... De pronto, á sus espaldas,
una voz cuchicheó afanosa:

--Allí... entre aquellos árboles... El simón.

Sin que ella respondiese, el gaditano la guió hacia el destartalado
carricoche. Era uno de esos clarens inmundos, con forro de gutapercha
resquebrajado y mal oliente, vidrios embazados y conductor medio beodo,
que zarandean por Madrid adelante la prisa de los negocios ó la
clandestinidad del amor. Asís se metió en él con escrúpulo, pensando que
bien pudiera su galán traerle otro simón menos derrotado. Pacheco, á fin
de no molestarla pasando á la izquierda, subió por la portezuela
contraria, y al subir arrojó al regazo de la dama un objeto... ¡Qué
placer! ¡Un ramillete de rosas, ó mejor dicho un mazo, casi desatado,
mojado aún! El recinto se inundó de frescura.

--¡Huelen tan mal estos condenaos coches!--exclamó el meridional como
excusándose de su galantería. Pero Asís le flechó una ojeada de
gratitud. El indecente vehículo comenzaba á rodar; ya debía de tener
órdenes.

--¿Se puede saber á dónde vamos, ó es un secreto?

--A las Ventas del Espíritu Santo.

--¡Las Ventas!--clamó Asís alarmada.--¡Pero si es un sitio de los más
públicos! ¿Vuelta á las andadas? ¿Otro San Isidro tenemos?

--Es sitio público los domingos; los días sueltos está bastante
solitario. Que te calles. ¿Te iba yo á llevar adonde te encontrases en
un bochorno? Antes de convidarte, chiquilla, me he enterado yo de toas
las maneras de almorsá en Madrid... Se puede almorsá en un buen
_restaurant_ ó en cafés finos; pero eso es echar un pregón pa que te
vean. Se puede ir á un colmado de los barrios ó á una pastelería decente
y escondía, pero no hay cuartos aparte; tendrías que almorsá en pública
subasta, á la vera de alguna chulapa ó de algún torero. Fondas, ya
supondrás... No quedaban sino las Ventas ó el puente de Vallecas. Creo
que las Ventas es más bonito.

¡Bonito! Asís miró el camino en que entraban. Dejándose atrás las
frondosidades del Retiro y las construcciones coquetonas de Recoletos,
el coche se metía, lento y remolón, por una comarca la más escuálida,
seca y triste que puede imaginarse, á no ser que la comparemos al cerro
de San Isidro. Era tal la diferencia entre la zona del Retiro y aquel
arrabal de Madrid, y se advertía tan de golpe, que mejor que transición
parecía sorpresa escenográfica. Cual mastín que guarda las puertas del
limbo, allí estaba la estatua de Espartero, tan mezquina como el mismo
personaje, y la torre mudéjar de una escuela parecía sostener con ella
competencia de mal gusto. Luego, en primer término, escombros y solares
marcados con empalizadas; y allá en el horizonte, parodia de algún
grandioso y feroz anfiteatro romano, la plaza de toros. En aquel rincón
semidesierto--á dos pasos del corazón de la vida elegante--se habían
refugiado edificios heterogéneos, bien como en ciertas habitaciones de
las casas se arrinconan juntas la silla inservible, la máquina de
limpiar cuchillos y las colgaduras para el día de Corpus; así, después
del circo taurino y la escuela, venía una fábrica de galletas y
bizcochos y en pos un barracón con este rótulo: _Acreditado merendero de
la Alegría_.

Las lontananzas, una desolación. El fielato parecía viva imagen del
estorbo y la importunidad. A su puerta estaba detenido un borrico
cargado de liebres y conejos, y un tío de gorra peluda buscaba en su
cinto los cuartos de la alcabala. Más adelante, en un descampado
amarillento, jugaban á la barra varios de esos salvajes que rodean á la
corte lo mismo que los galos á Roma sitiada. Y seguían los edificios
fantásticos: un castillo de la Edad Media hecho, al parecer, de cartón y
cercado de tapias por donde las francesillas sacaban sus brazos
floridos; un parador, tan desmantelado como teológico (dedicado al
Espíritu Santo nada menos); un merendero que se honraba con la divisa
_tanto monta_, y por último una franja rojiza, inflamada bajo la
reverberación del sol: los hornos de ladrillo. En los términos más
remotos que la vista podía alcanzar, erguía el Guadarrama sus picos
coronados de eternas nieves.

Lo que sorprendió gratamente á Asís fué la ausencia total de carruajes
de lujo en la carretera. Tenía razón Pacheco, por lo visto. Sólo
encontraron un domador que arrastraban dos preciosas tarbesas; un
carromato tirado por innumerable serie de mulas; el tranvía, que cruzó
muy bullanguero y jacarandoso, con sus bancos atestados de gente; otro
simón con tapadillo, de retorno, y un asistente, caballero en el alazán
de su amo. ¡Ah! Un entierro de angelito, una caja blanca y azul que,
tambaleándose sobre el ridículo catafalco del carro, se dirigía hacia la
sacramental sin acompañamiento alguno, inundado de luz solar, como deben
de ir los querubines camino del Empíreo...

Poco hablaron durante el trayecto los amantes. Llevaban las manos
cogidas; Asís respiraba frecuentemente el manojo de rosas y miraba y
remiraba hacia fuera, porque así creía disminuir la gravedad de aquel
contrabando, que en su fuero interno--cosa decidida--llamaba _el
último_, y por lo mismo le causaba tristeza, sabiéndole á confite que
jamás, jamás había de gustar otra vez.

Llegaron al puente, y detúvose el simón ante el pintoresco racimo de
merenderos, hotelitos y jardines que constituye la parte nueva de las
Ventas.

--¿Qué sitio prefieres? ¿Nos apeamos aquí?--preguntó Pacheco.

--Aquí... Ese merendero... Tiene trazas de alegre y limpio--indicó la
dama, señalando á uno, cuya entrada por el puente era una escalera de
palo pintada de verde rabioso.

Sobre el frontis del establecimiento podía leerse este rótulo, en letras
descomunales imitando las de imprenta y sin gazapos
ortográficos:--_Fonda de la Confianza._--_Vinos y comidas._--_Aseo y
equidad._--El aspecto era original y curioso. Si no cabía llamar á
aquello los jardines aéreos de Babilonia, cuando menos tenían que ser
los merenderos colgantes. ¡Ingenioso sistema para aprovechar terreno!
Abajo una serie de jardines, mejor dicho, de plantaciones entecas y
marchitas, víctimas de la aridez del suburbio matritense; y encima,
sostenidas en armadijos de postes, las salas de baile, los comedores,
las alcobas con pasillos rodeados de una especie de barandas que
comunicaban entre sí las viviendas. Todo ello--justo es añadirlo para
evitar el descrédito de esta Citerea suspendida--muy enjalbegado,
alegre, clarito, flamante, como ropa blanca recién lavada y tendida á
secar al sol, como nido de jilguero colgado en rama de arbusto.

Un mozo, frisando en los cincuenta, de mandil pero en mangas de camisa,
con cara de mico, muequera, arrugadilla y sardónica, se adelantó
apresurado al divisar á la pareja.

--Almorsá--dijo Pacheco lacónicamente.

--¿Dónde desean los señoritos que se les ponga el almuerzo?

El gaditano giró la vista alrededor y luego la convirtió hacia su
compañera: ésta había vuelto la cara. Con la agudeza de la gente de su
oficio el mozo comprendió y les sacó del apuro.

--Vengan los señoritos... Les daré un sitio bueno.

Y torciendo á la izquierda, guió por una escalera angosta que sombreaba
un grupo de acacias y castaños de Indias, llevándoles á una especie de
antesala descubierta, que formaba parte de los consabidos corredores
aéreos. Abriendo una puertecilla, hízose á un lado y murmuró con unción:

--Pasen, señoritos, pasen.

La dama experimentó mucho bienestar al encontrarse en aquella salita.
Era pequeña, recogida, misteriosa, con ventanas muy chicas que cerraban
gruesos postigos, y enteramente blanqueada; los muebles vestían también
blanquísimas fundas de calicó. La mesa, en el centro, lucía un mantel
como el armiño; y lo más amable de tanta blancura era que al través de
ella se percibía, se filtraba, por decirlo así, el sol, prestándole un
reflejo dorado y quitándole el aspecto sepulcral de las cosas blancas
cuando hace frío y hay nubes en el cielo. Mientras salía el mozo, el
gaditano miró risueño á la señora.

--Nos han traído al palomar--dijo entre dientes.

Y levantado una cortina nívea que se veía en el fondo de la reducida
estancia, descubrió un recinto más chico aún, ocupado por un solo
mueble, blanco también, más blanco que una azucena...

--Mira el nido--añadió tomando á Asís de la mano y obligándola á que se
asomase.--Gente precavida... Bien se ve que están en todo. No me
sorprende que vivan y se sostengan tantos establecimientos de esta
índole. Aquí la gente no viene un día del año como á San Isidro; pero
digo yo que habrá abonos á turno. ¿Nos abonamos, cacho de gloria?

No sé cómo acentuó Pacheco esta broma, que en rigor, dada la situación,
no afrentaba; lo cierto es que la señora sintió una sofoquina... vamos,
una sofoquina de esas que están á dos deditos de la llorera y la
congoja. Parecíale que le habían arañado el corazón. La mujer es un
péndulo continuo que oscila entre el instinto natural y la aprendida
vergüenza, y el varón más delicado no acertará á no lastimar alguna vez
su invencible pudor.



XIX


Al colarse en el palomar los dos tórtolos, no lo hicieron sin ser vistos
y atentamente examinados por una taifa de gente humilde, que á la puerta
de la cocina del merendero fronterizo se dedicaba á aderezar un guisote
de carnero, puesto, en monumental cazuela, sobre una hornilla. Es de
saber que ambos enseres domésticos los alquilaba el dueño del
_restaurant_ por módica suma en que iba comprendido también el carbón:
en cuanto al carnero y al arroz de añadidura, lo habían traído en sus
delantales las muchachas, que por lo que pueda importar, diremos que
eran operarias de la Fábrica de tabacos.

Capitaneaba la tribu una vieja pitillera, morena, lista, alegre, más
sabidora que Merlín; y dos niñas de ocho y seis años traveseaban
alrededor de la hornilla, empeñadas en que les dejasen cuidar el
guisado, para lo cual se reconocían con superiores aptitudes. Toda esta
gentuza, al pasar la marquesa viuda de Andrade y su cortejo, se comunicó
impresiones con mucho parpadeo y meneo de cabeza, y susurrando á media
voz dichos sentenciosos. Hablaban con el seco y recalcado acento de la
plebe madrileña, que tiene alguna analogía con lo que pudo ser la parla
de Demóstenes, si se le ocurriese escupir á cada frase una de las guijas
que llevaba en la boca.

--Ay... Pus van así como asustaos... Ella es guapetona, colorá y blanca.

--Valiente perdía será.

--Se ve caa cosa... Hijas, la mar son estos señorones de rango.

--Puee que sea arguna del Circo. Tié pinta de franchuta.

--Que no, que este es un belén gordo, de gente de calidá. Mujer de algún
menistro lo menos. ¿Qué vus pensáis? Pus una conocí yo, casaa con un
presonaje de los más superfarolícos... de mucho coche, una casa como el
Palacio Rial... y andaba como caa cuala, con su apaño. ¡Qué líos,
Virgen!

--No, pus muy amartelaos no van.

--¿Te quies callar? Ya samartelarán dentro. Verás tú las ventanas y las
puertas atrancás, como en los pantiones... Pa que el sol no los queme el
cutis.

Desmintiendo las profecías de la experta matrona, los postigos y
vidrieras del palomar se abrieron, y asomó la cabeza de la dama, sin
sombrero ya, mirando atentamente hacia el merendero.

--Miala, miala..., la gusta el baile.

En efecto, el corredor aéreo de enfrente ofrecía curiosa escena
coreográfica. Un piano mecánico soltaba, con la regularidad que hace tan
odiosos á estos instrumentos, el duro chorro de sus martilleadoras
tocatas: _Cádiz_ hacía el gasto: paso doble de _Cádiz_, tango de
_Cádiz_, coro de majas de _Cádiz_... y hasta una veintena de cigarreras,
de chiquillas, de fregonas muy repeinadas y con ropa de domingo, saltaba
y brincaba al compás de la música, haciendo á cada zapateta temblar el
merendero... Asís veía pasar y repasar las caras sofocadas, las
toquillas azul y rosa; y aquel brincoteo, aquel tripudio suspendido en
el aire, sin hombres, sin fiesta que lo justificara, parecía efecto
teatral, coro de zarzuela bufa. Asís se imaginó que las muchachas
cobraban de los fondistas algún sueldo por animar el cuadro.

--¡Calla!--secreteó minutos después el grupo dedicado á vigilar la
cazuela del guisote.--¡Pus si también han abierto la puerta! Chicas...
quien que se entere too el mundo.

--Estas tunantas ponen carteles.

El mozo subía y bajaba, atareado.

--Mia lo que los llevan. Tortilla... Jamón... Están abriendo latas de
perdices... ¡Aire!

--No se las cambio por mi rico carnero. A gloria huele.

--¡Chist!--mandó el mozo imponiéndose á aquellas cotorras.--Cuidadito...
Si oyen... Son gente... ¡uf!

Al expresar la calidad de los huéspedes, el mozo hizo una mueca
indescriptible, mezcla de truhanería y respeto profundo á la propina que
ya olfateaba. La vieja cigarrera, de repente, adoptó cierta diplomática
gravedad.

--Y pué que sean gente tan honrá como Dios Padre. No sé pa qué ha de
condenar una su arma echando malos pensamientos. Serán argunos novios
recién casaos, ú dos hermanos, ú tío y sobrina. Vayasté á saber.
Oigasté, mozo...

Se apartó y secreteó con el mozo un ratito. De esta conferencia salió un
proyecto habilísimo, madurado en breves minutos en el ardiente y
optimista magín de la señá Donata, que así se llamaba la pitillera, si
no mienten las crónicas. Arriba, dama y galán empezaban á despachar los
apetitosos entremeses, las incitantes aceitunas y las sardinillas con su
ajustada túnica de plata. Aunque Pacheco había pedido vinos de lo mejor,
la dama rehusaba hasta probar el _Tío Pepe_ y el amontillado, porque con
sólo ver las botellas, le parecía ya hallarse en la cámara de un
trasatlántico, en los angustiosos minutos que preceden al mareo total.
Como la señora exigía que puertas y ventanas permaneciesen abiertas, el
almuerzo no revelaba más que la cordialidad propia de una luna de miel
ya próxima á su cuarto menguante. Pacheco había perdido por completo su
labia meridional, y manifestaba un abatimiento que, al quedar mediada la
botella de _Tío Pepe_, se convirtió en la tristeza humorística tan
frecuente en él.

--¿Te aburres?--preguntaba la dama á cada vuelta del mozo.

--Ajogo las peniyas, gitana,--respondía el meridional apurando otro vaso
de jerez, más auténtico que la famosa manzanilla del Santo.

Acababa el mozo de dejar sobre la mesa las perdices en escabeche, cuando
en el marco de la puerta asomó una carita infantil, colorada, regordeta,
boquiabierta, guarnecida de un matorral de rizos negrísimos. ¡Qué monada
de chiquilla! Y estaba allí hecha un pasmarote, si entro si no entro.
Asís la hizo seña con la mano; el pájaro se coló en el nido sin esperar
á que se lo dijesen dos veces. Y las preguntas y los halagos de
cajón:--Eres muy guapa... ¿Cómo te llamas? ¿Vas á la escuela?... Toma
pasas... Cómete esta aceitunita por mí... Prueba el jerez... ¡Huy qué
gesto más salado le pone al vino!... Arriba con él... ¡Borrachilla!
¿Dónde está tu mamá? ¿En qué trabaja tu padre?

De respuesta, ni sombra. El pajarito abría dos ojos como dos espuertas,
bajaba la cabeza adelantando la frente como hacen los niños cuando
tienen cortedad y al par se encuentran mimados, picaba golosinas y daba
con el talón del pié izquierdo en el empeine del derecho. A los tres
minutos de haberse colado el primer gorrión migajero en el palomar,
apareció otro. El primero representaba cinco años; el segundo, más
formal pero no menos asustadizo, tendría ya ocho lo menos.

--¡Hola! Ahí viene la hermanita...--dijo Asís.--Y se parecen como dos
gotas... La pequeña es más saladilla... pero vaya con los ojos de la
mayor... Señorita, pase V. Esta nos enterará de cómo se llama su padre,
porque á la chiquita le comieron la lengua los ratones.

Permanecía la mayor incrustada en la puerta, seria y recelosa, como
aquel que antes de lanzarse á alguna empresa erizada de dificultades,
vacila y teme. Sus ojazos, que eran realmente árabes por el tamaño, el
fuego y la precoz gravedad, iban de Asís á Diego y á su hermanita: la
chiquilla meditaba, se recogía, buscaba una fórmula, y no daba con ella,
porque había en su corazón cierta salvaje repugnancia á pedir favores, y
en su carácter una indómita fiereza muy en armonía con sus pupilas
africanas. Y como se prolongase la vacilación, acudióle un refuerzo, en
figura de la señá Donata, que con la solicitud y el enojo peor fingidos
del mundo, se entró muy resuelta en el gabinete refunfuñando:

--¡Eh! niñas, corderas, largo, que estáis dando la gran jaqueca á estos
señores... A ver si vus salís afuera, ú sino...

--No molestan...--declaró Asís.--Son más formalcitas... A esa no hay
quien la haga pasar, y la chiquitilla ni abre la boca.

--Pa comer ya la abren las tunantas...

Pacheco se levantó cortésmente y ofreció silla á la vieja. El gaditano,
que entre gente de su misma esfera social pecaba de reservado y aun de
altanero, se volvía sumamente campechano al acercarse al pueblo.

--Tome V. asiento... Se va V. á bebé una copita de jerés á la salú de
toos.

¡Oídos que tal oyeron! ¡Señá Donata, fuera temor, al ataque, ya que te
presentan la brecha franca y expedito el rumbo! Y tan expedito, que
Pacheco, desde que la vieja sentó allí el pié, pareció sacudir sus
penosas cavilaciones y recobrar su cháchara, diciendo los mayores
desatinos del mundo. Como que se puso muy formal á solicitar á la
honrada matrona, proponiéndola un paseíto á solas por los tejares. Oía
la muy lagarta de la vieja, y celebraba con carcajadas pueriles,
luciendo una dentadura sana y sin mella; pero al replicar, iba encajando
mañosamente aquella misión diplomática que bullía en su mente fecunda
desde media hora antes. Tratábase de que ella, ¿se hacen ustés cargo?
trabajaba en la Frábica de Madrí... y tenía cuatro nietecicas, de una
hija que se murió de la tifusidea, y el padre de gomitar sangre, así, á
golpás..., en dos meses se lo llevó la tierra, ¡señores! que si se
cuenta, mentira parece. Las dos nietecicas mayores, colocaas ya en los
talleres; pero si la suerte la deparase una presona de suposición pa
meter un empeño..., porque en este pícaro mundo, ya es sabío, too va por
las amistaes y las enfluencias de unos y otros...--Llegada á este
punto, la voz de la señá Donata adquiría inflexiones patéticas.--«¡Ay
Virgen de la Paloma! No premita el Señor que ustés sepan lo que es comer
y vestir y calzar cinco enfelices mujeres con tristes ocho ú nueve
riales ganaos á trompicones... Si la señorita, que tenía cara de ser tan
complaciente y tan cabal, conociese por casualidad al Menistro... ó al
Menistraor de la Frábica..., ó al Contaor..., ó algún presonaje de estos
que too lo regüerven..., pa que la chiquilla mayor, Lolilla, entrase de
aprendiza también... ¡Sería una caridá de las grandes, de las mayores!
Dos letricas, un cacho de papel...»

Pacheco respondía á la arenga con mucha guasa, sacando la cartera,
apuntando las señas de al pitillera detenidamente, y asegurándola que
hablaría al Presidente del Consejo, á la infanta Isabel (íntima amiga
suya), al Obispo, al Nuncio... Enredados se hallaban en esta broma,
cuando tras la abuela pedigüeña y las nietecillas mudas, se metieron en
el gabinete las dos chicas mayores.

--Miren mis otras huerfanicas enfelices,--indicó la señá Donata.

Imposible imaginarse cosa más distinta de la clásica orfandad enlutada y
extenuada que representan pintores y dibujantes al cultivar el
sentimentalismo artístico. Dos mozallonas frescas, sudorosas porque
acababan de bailar, echando alegría y salud á chorros, y saliéndoles la
juventud en rosas á los carrillos y á los labios; para más, alborotadas
y retozonas dándose codazos y pellizcándose para hacerse reir
mutuamente. Viendo á semejantes ninfas, Pacheco abandonó á la señá
Donata, y con el mayor rendimiento se consagró á ellas, encandilado y
camelador como hijo legitimo de Andalucía. Todas las penas _ajogadas_
por el _Tío Pepe_ se fueron á paseo, y el gaditano, entornando los ojos,
derramando sales por la boca y ceceando como nunca, aseguró á aquellas
principesas del Virginia que desde el punto y hora en que habían
entrado, no tenía él sosiego ni más gusto que comérselas con los ojos.

--¿Vienen ustés de bailar?--les preguntó risueño.

--Pus ya se ve,--contestaron ellas con chulesco desgarro.

--¿Sin hombres? ¿Sin pareja?

--Ni mardita la falta.

--Pan con pan... Eso es más soso que una calabasa, prendas. Si me
hubiesen ustés llamao...

--¿Que iba usté á venir? Somos poca cosa pa usté.

--¿Poca cosa? Son ustés... dos peasitos del tersiopelo de que está
forraa la bóveda seleste. ¡Ea! ¿echamos ó no ese baile? Ahora me empeñé
yo... ¡A bailar!

Salió como una exhalación; dió la vuelta al pasillo aéreo; cruzó el
puente que á los dos merenderos unía, y en breve, al compás del horrible
piano mecánico, Pacheco bailaba ágilmente con las cigarreras.



XX


Entre las condiciones de carácter de la marquesa viuda de Andrade, y de
los gallegos en general, se cuenta cierto don de encerrar bajo llave
toda impresión fuerte. Esto se llama _guardarse_ las cosas, y si tiene
la ventaja de evitar choques, tiene la desventaja de que esas
impresiones archivadas y ocultas se pudren dentro. Cuando el andaluz
regresó después de haber pegado cuatro saltos, enjugándose la frente con
su pañuelo y abanicándose con el hongo, halló á la señora aparentemente
tranquila y afable, ocupada en obsequiar con queso, bizcochos y pasas á
las dos gorrioncillas, y muy atenta á la charla de la vejezuela, que
refería por tercera vez las _golpás_ de sangre causa de la defunción de
su yerno. Pero el camarero, que era más fino que el oro y más largo que
la cuaresma, se dió cuenta con rápida intuición de que _aquello_ no iba
por el camino natural de almuerzos semejantes, y adoptando el aire
imponente de un bedel que despeja una cátedra, intimó á toda la bandada
la orden de expulsión.

--¡Ea! bastante han molestado Vds. á los señores. Me parece regular que
se larguen.

--Oigasté... ¡El tío este! Si yo he entrao aquí, fué porque los señores
me lo premitieron, ¿estamos? Yo soy así, muy franca de mi natural..., y
me arrimo aonde veo naturalidá, y señoritos llanos y buenos mozos, sin
despreciar á nadie.

--¡Ole las mujeres principales!--contestó con la mayor formalidad
Pacheco, pagando el requiebro de la señá Donata. La cual no soltó el
sitio hasta que Don Diego y la señora prometieron unánimes acordarse de
su empeño y procurar que Lolilla entrase en los talleres. Las gorrionas
se dejaron besar y se llevaron las manos atestadas de postres, pero ni
con tenazas se les pudo sacar palabra alguna. No piaron hasta que fueron
á posarse en el salón de baile.

El camarero también salió anunciando que «dentro de un ratito» traería
café y licores. Al marcharse encajó bien la puerta, é inmediatamente los
ojos de Pacheco buscaron los de su amiga. La vió de pié, mirando á las
paredes. ¿Qué quería la niña? ¿Eh?

--Un espejo.

--¿Pa qué? Aquí no hay. Los que vienen aquí no se miran á si mismos.
¿Espejo? Mírate en mí. ¿Pero cómo? ¿Vas á ponerte el sombrero,
chiquilla? ¿Qué te pasa?

--Es por ganar tiempo... Al fin, en tomando el café hemos de irnos...

El meridional se acercó á Asís, y la contempló cara á cara, largo
rato... La señora esquivaba el examen, poniendo, por decirlo así,
sordina á sus ojos y un velo impalpable de serenidad á sus facciones. La
tomó Pacheco la cintura, y sentándose en el sofá la atrajo hacia sí.
Hablaba y reía y la acariciaba tiernamente.

--¡Ay, ay, ay!... ¿Esas tenemos? Mi niña está celosa. ¡Celosita,
celosita! ¡Celosita de mí la reina del mundo!

Asís se enderezó en el sofá, rechazando á Pacheco.

--Tienes la necedad de que todo lo conviertes en substancia. La vanidad
te parte, hijo mío. Yo no estoy celosa, y si me apuras, te diré...

--¿Qué? ¿Que me dirás?--prorrumpió Pacheco algo inmutado y descolorido.

--Que... es algo imposible eso de estar celoso, cuando...

--¡Ah!--interrumpió el meridional, más que pálido, lívido, con voz que
salía á _golpás_, según diría la señá Donata.--No necesitas ponerlo más
claro... Enterado, mujer, enterado: si yo adivino antes que hables. Pa
miserables tres horas ó cuatro que nos faltan de estar juntos, y
probablemente serán las últimas que nos hemos de ver en este mundo
perro, ya pudiste callarte y procurar engañarme como hasta aquí... Poco
favor te haces, si viniste aquí no queriéndome algo. Tú te habrás creído
que yo me tragaba... ¡Y me llamas necio! Yo seré un vago, un hombre que
no sirve para ná, un tronera, un perdido, lo que gustes; ¡pero necio!
Necio yo... ¡y en cuestiones de faldas! ¡Mire V. que es grande! Pero,
¿qué importa? Llámame lo que quieras... y óyeme sólo esto, que te voy á
decir una verdá que ni tú la sabes, niña. No me has querío hasta hoy,
corriente... Hoy, mas que digas por tema lo que te dé la gana, me
quieres, me requieres, estás enamoraa de mí... Poquito á poco te ha ido
entrando... y así que yo te falte, se te va á acabar el mundo. Esta es
la fija... Ya lo verás, ya lo verás. Y por amor propio y por soberbia
sales con la pata e gallo... ¡Te desdeñas de tener celos de mí! Bien
hecho... Así como así no hay de qué. Boba serías si tuvieses celos.
Algún ratito ha de pasar antes de que yo me pierda por otras mujeres...
¡Maldita sea hasta la hora en que te vi!... Dispensa, ¡dispensa! No
quiero ofenderte, ¿sabes? ahora ni nunca. No sé lo que me digo... Pero
digo verdad.

Soltaba esta andanada paseando por el pequeño recinto, como las fieras
en sus jaulas de hierro; unas veces sepultaba las manos en los bolsillos
del pantalón, y otras las desenfundaba para accionar con violencia. Su
rostro, descompuesto por la cólera, perdiendo su expresión indolente,
mejoraba infinito: se acentuaban sus enjutas facciones, temblaba el
bigote dorado, resplandecían los blancos dientes, y los azules ojos se
obscurecían como el agua del Mediterráneo cuando amaga tempestad. El
piso retemblaba bajo sus pasos; diríase que el aéreo nido iba á saltar
hecho trizas. Aquella tormenta de verano, aquella cólera meridional, no
cabía en el cuartuco.

Al encajar la puerta el mozo, los amantes se habían olvidado de que el
nido tenía otro boquete, la ventana, abierta por Asís y dejada en la
misma situación durante todo el almuerzo. Y la ventana justamente
miraba al salón de baile, ocupado por parte de la bandada de gorrionas,
entretenidísimas á la sazón en atisbar la riña amorosa, mientras abajo
Lolilla se consagraba al carnero y al arroz.

--Anda..., ella está de morros con él... Está amoscá.

--Porque bailó con nusotras... Me lo malicié, hijas.

--¡Jesús! Pus no se ha resquemao poco... ¡Qué gesto!

--¡Ay! ¡Miales! El la está haciendo cucamonas pa que se le pase...
¡Ole!... Hombre, no nos ponga usté el gorro... Siquiera pa repichonear
podían tener la ventana cerrá.

--¿Quién os manda mirar?

--Pa eso tiene una los ojos... ¡Calle!... Pues ella, en sus trece... Que
nones... Las orejas le calienta ahora.

--¡Virgen! ¿Qué cosas le habrá icho, pa que él se enfade así? Mueve los
brazos que paecen aspas de molino... ¿A que le pega?

--¿Que la e pegar, mujer, que la e pegar? Eso á las probres. A estas
pindongas de señoronas, los hombres les rinden el pabellón. Y eso que
cualisquiera de nosotros les pue vender honradez y dicencia. Digo, me
paece...

--No, pus enfadao ya está.

--¿Va que acaba pidiendo perdón como los chiquillos? ¿No lo ije?
Miale... más manso que un cordero... Ella na, espetá, secatona... vuelta
á la manía de ponerse el abrigo... Se quie largar... ¡Madre e Dios, lo
que saben estas tunantas! Me lo maneja como á un fantoche... ¡Qué
compungió que está!... ¿A que se pone de rodillas, pa que le echen la
solución? ¡Ay, qué mujer, paece la leona del Retiro! Empeñá en que me
voy... Y se sale con la suya... Mia... ¡Se largan!

La turba se precipitó por la escalera del merendero. Verdad: Asís se
largaba, se largaba. Salía tranquilamente, sin prisa ni enojo; hasta
sonrió á Lolilla, que armada del soplador de mimbres avivaba el fuego.
Con voz serena explicó al mozo, atónito de semejante deserción, que se
les hacía tarde, que no podían aguardar ni un minuto más; que avisase al
cochero, el cual probablemente estaría con el simón por allí, en alguna
sombra. Mientras Pacheco, demudado, con pulso trémulo, buscaba en el
portamonedas un billete, Asís trazaba en el piso rayas con la sombrilla,
hasta dibujar una celosía complicada y menuda. Al terminarla extendió la
mano; cogió una ramita florida de la acacia que sombreaba el merendero y
se la sujetó en el pecho con el imperdible. Acercóse obsequiosa la señá
Donata, ofreciendo á sus huérfanas, sus nietecicas, «pa juntar un ramo
de cacias y de mapolas, si á la señorita le gustan...» Dió Asís las
gracias rehusando, porque se marchaba acto continuo, y acercándose
disimuladamente á la vieja le deslizó algo en la mano, recia y curtida
cual la piel del arenque. Acercóse el simón; sin duda el cochero se
había atizado un par de tragos, porque su nariz echaba lumbre,
reluciendo al sol como la película roja que viste á los pimientos
riojanos. La señora tomó por la escalerilla que bajaba desde el puente;
Pacheco la siguió...

--En el coche harán las paces--piaron las gorrionas mayores.--¿A que sí?

--La fija. En entrando...

Grande fué el asombro de aquellas aves, más parleras que canoras, viendo
que, tras un corto debate al pié de la portezuela, la señora tendió la
mano á Pacheco, éste llevó la suya al sombrero saludando, y el simón
arrancó á paso de tortuga, bamboleándose sobre la polvorosa carretera.

--Pus ella vence... Me lo deja plantadito.

--¿A que él se nos vuelve aquí?--indicó la gorriona primogénita,
alisando con la palma las grandes peteneras de su peinado, untadas de
bandolina.

No volvió el muy... Ni siquiera torció la cabeza para hacerlas un saludo
ó enviarlas una sonrisa de despedida. ¡Fantasioso! Estuvo pendiente del
simón mientras éste no traspuso los hornos de ladrillo; luego,
cabizbajo, echó á andar á pié.



XXI


La buena fe, que debe servir de norma á los historiadores, así de hechos
memorables como de sucesos ínfimos, obliga á declarar que la marquesa
viuda de Andrade se dedicó asiduamente--desde las dos de la tarde, hora
en que llegó á su casa, hasta cerca de las nueve de la noche--á la faena
del arreglo definitivo de su equipaje, resolviendo la marcha para el
siguiente día, sin prórroga. El trajín fué gordo, y aumentó sus fatigas
el desasosiego moral de la señora. Anduvo hecha un zarandillo; removió
hasta el último trasto de la casa; mareó á la Diabla; aturrulló á los
demás criados; y al agitarse así la impulsaban sus nervios, tirantes
como cuerdas de guitarra, al par que sentía una especie de punzada
continua en el corazón, un calor extraño en el epigastrio, un saborete
amargo en la boca. Después de haber comido--por fórmula y sin
ganas--pidióle Angela licencia, ya que era el último día, para decir
adiós á su hermana. La negó en un arranque de cólera; la otorgó dos
minutos después. Y así que la chica batió la puerta, la señora, rendida
de cuerpo, más encapotada que nunca de espíritu, se retiró á su
dormitorio... Tenía que poner el S. D. á un sinnúmero de tarjetas; pero
¡estaba tan molida! ¡de humor tan perro! Además, la punzadita aquella
del corazón se iba convirtiendo en dolor fijo, intolerable... ¿Se
aplacaría un poco recostándose en la cama? A ver...

Cerró los ojos, mascando unas hieles que tenía entre la lengua y el
paladar. ¿A qué venían las hieles dichosas? Ella había obrado bien,
mostrándose digna y entera. En realidad, ningún desenlace mejor para la
historia. De un modo ó de otro ello iba á acabarse; era inevitable,
inminente; mejor que se acabase así... Porque si aquella última
entrevista fuese muy tierna, qué tristeza y qué... Nada; mejor así,
mejor cien veces. Ella había tenido razón sobrada: una cosa son los
celos, otra el amor propio y el decoro de que nunca está bien
prescindir. Y á quién se le ocurre, allí, en su propia cara, ponerse á
bailar con... Veía el salón de baile aéreo, el brincoteo de las
gorrionas, los incidentes del almuerzo... y las hieles se volvían más
amarguitas aún. Cierto que ella fué quien abrió puertas y ventanas; de
todos modos, el proceder de Pacheco... Sí... buen tipo estaba Pacheco.
En viendo una escoba con faldas... ¡Ay infeliz de la mujer que se fiase
de sus exageraciones y sus locuras! ¡Requebrar á las cigarreras así,
delante de...! ¡Y qué fatuo! ¡Pues no había querido convencerla de que
estaba enamorada de él! ¿Enamorada? No, no señor, gracias á Dios...
Conservaría, sí, un recuerdo... un recuerdo de esos que... Allí tenía,
en el medallón de oro, junto al pelo de Maruja, una florecita de la
acacia blanca... ¡Qué tontera! Lo probable es que á Pacheco no volviese
á verle nunca más... Y esta punzada del corazón, ¿qué será? Será
enfermedad, ó... Parece que lo aprieta un aro de hierro... ¡Jesús, qué
cavilaciones más insensatas!

Bregando con la imaginación y la memoria, se quedó traspuesta. No era
dormir profundo, sino una especie de somnambulismo, en que las
percepciones de la vida exterior se amalgamaban con el delirio de la
fantasía. No era la pesadilla que causa la ocupación de estómago, en
que tan pronto caemos de altísima torre como volamos por dilatadas zonas
celestes, ni menos el ensueño provocado por la acción del calor del
lecho sobre los lóbulos cerebrales, donde, sin permiso de la honrada
voluntad, se representan imágenes repulsivas... Lo que veía Asís,
adormecida ó mal despierta, puede explicarse en la forma siguiente,
aunque en realidad fuese harto más vago y borroso.

Encontrábase ya en el vagón, con la Diabla enfrente, la maletita y el
lío de mantas en la rejilla, el velo de gasa inglesa bien ceñido sobre
la toca de paja, calzados los guantes de camino, abrochado hasta el
cuello el guardapolvo. El tren adelantaba, unas veces bufando y pitando,
otras con perezoso cuneo, al través de las eternas estepas amarillas,
caldeadas por un sol del trópico. ¡Oh Castilla la fea, la árida, la
polvorosa, la de monótonos aspectos, la de escuetas lontananzas! ¡Oh
sombría mole, región desconsolada del Escorial, qué felicidad perderte
de vista! ¡Oh calor, calor del infierno, cuando acabarás! Asís sentía
que el sol, al través de las cortinas corridas que teñían con viso azul
el departamento, se le empapaba en los sesos como el agua en una
esponja, y que en sus venas la sangre se volvía alquitrán, y la punta de
cada filete nervioso una aguja candente, y que los ojos se le salían de
las órbitas, igual que á los gatos cuando los escaldan... El polvillo de
carbón, unido al de los páramos castellanos, entraba en remolinos ó en
ráfagas violentas, cegando, desvaneciendo, asfixiando. No valía manejar
desesperadamente el abanico: como toda la atmósfera era polvo, polvo
levantaba al agitar el aire, y polvo absorbían los sedientos
pulmones.--¡Agua! ¡Agua! ¡Agua por Dios! Angela, va una botella llena
ahí en el cesto...--Revolvía la Diabla el fondo de la canastilla...,
nada: sin duda el agua se había olvidado. ¡Ah! una botella... El vaso
plano... Asís bebía. ¡No es agua, no es agua! Es manzanilla, jerez,
brasa líquida, esas ponzoñas que roban el juicio á las gentes... Venga
un río, un río de mi tierra, para agotarlo de un sorbo... Mientras la
señora gemía, el inmenso foco del sol ardía más implacable, como si
estuviesen echándole carbón, convertidos en fogoneros, los arcángeles y
los serafines. Y así atravesaban la pedregosa tierra de Avila, con sus
escuadrones de enormes cantos, y las llanuras de Palencia, y los severos
desiertos de León, y la vieja comarca de la Maragatería. ¡Que me
abraso!... ¡Que me abraso!... ¡Que me muero!... ¡Socorro!...

¡Aah! ¿Qué ocurre? Salimos del país llano... ¡Montes queridos! Cada
túnel es una inmersión en la noche, un baño en un pozo; al volver á la
claridad, montañas y más montañas, revestidas de frondosos castañares, y
por cuyas laderas... ¡oh deleite! se despeñan saltando manantiales,
cascaditas, riachuelos, mientras allá abajo, caudaloso y profundo, corre
el Sil... Las mismas rocas sudan humedad; de la bóveda de los túneles
rezuman gotas gordas; el suelo se encharca. Al principio, Asís revive
como el pez restituido á su elemento: su corazón se dilata, calmase el
hervor de su sangre, se aplaca la horrible sed. Pero los riachuelos van
engrosando; los túneles menudean, lóbregos, pantanosos; al término se
divisa un cielo color de panza de burro, muy bajo, en el cual se
acumulan nubes preñadas de agua, que al fin, abriendo su seno, dejan
caer, primero en delgados hilos, luego en cerrada cortina, la lluvia, la
eterna lluvia del Noroeste, plomo derretido y glacial, que solloza
escurriendo por los vidrios. Y aquella lluvia, Asís la siente sobre el
corazón, que se lo infiltra, que se lo reblandece, que se lo ensopa,
hasta no poder admitir más líquido, hasta que, anegado de tristeza, el
corazón empieza también á chorrear agua, primero gota á gota, luego á
borbotones, con fúnebre ruido de botella que se vacía...

       *       *       *       *       *

Pan, pan. Dos golpes en la puerta de la alcoba...--¡Jesús!... ¿Quién?
¿Pero dormía ó soñaba ó qué es esto?--Y la señora palpaba la
almohada.--Húmeda, sí... Los ojos... También los ojos... ¡Lágrimas!
¿Quién está?... ¿Quién?

--Yo, amiga Asís... Gabriel Pardo... ¿He venido á molestar? Por Dios,
siga V. con sus preparativos... Me he encontrado á la chica; me dijo que
mañana sin falta salía V. para nuestra tierra... Cuánto sentiré
incomodarla... Me retiro, me retiro.

--Por Dios... De ningún modo... Tome V. asiento... Salgo en seguida...
Estaba lavándome las manos.

Y en efecto, se oía ruido de chapuzón, de lavaroteo. Pero nos consta que
lo que lavaba la señora eran los párpados. Luego se dió polvos, se
compuso el pelo, se arregló los encajes de la gola. Apareció muy
presentable. Pardo había tomado un periódico, creo que _La Epoca_, y
leía distraído, sin entender: «La dispersión veraniega ha comenzado.
Parten hoy para Biarritz en el expreso, el duque de Albares, las lindas
señoritas de Amézaga...»

Apenas habrían tenido tiempo los dos paisanos para trocar unas cuantas
frases de excusa, cuando se oyó sonar la campanilla y en el corredor
retumbaron pasos fuertes, varoniles. De sofocada, la señora se volvió
pálida: una sonrisa involuntaria y una luz vivísima cruzaron por sus
labios y sus ojos. Pacheco entró, y al verle el comandante Pardo,
reprimió el impulso de pegarse un cachete en el hueso frontal.

--¡Ya pareció aquello! ¡Se despejó la incógnita! ¡Y decir que no hará
dos semanas que se conocieron en casa de Sahagún! ¡Mujeres!!!

El gaditano,--lo mismo que si se propusiese evidenciar lo que Pardo
adivinaba,--apenas se hubo sentado, sacó del bolsillo un tarjetero de
piel inglesa, con monograma de plata, y se lo entregó á Asís, murmurando
cortésmente:

--Marquesa... las señas que V. me pidió que le trajese. Las señas de la
pitillera... ¿no recuerda V.? Puede V. copiarlas, ó quedarse con el
tarjetero, si gusta... Viéndolo, se acuerda V. más del empeñillo.

¡Ay! Asís trasudaba. Era para volarse. ¡Vaya un pretexto que daba á su
visita nocturna el bueno del gaditano! Si lo quería más claro Don
Gabriel...

Miró al comandante, que se hacía el sueco, tratando de no ver el
tarjetero dichoso. No hay posición más desairada que la de tercero en
concordia, y Don Gabriel, notando la ojeada expresiva que trocaron
Pacheco y Asís, creía estar sentado sobre brasas, tanto le apretaban las
ganas de quitarse de en medio. Pero convenía hacerlo con habilidad y
educación. Un cuarto de hora tardó en preparar la retirada honrosa,
echándole el muerto al Círculo Militar, donde aquella noche había una
conferencia muy notable. Los círculos, ateneos y clubs, serán siempre
instituciones benéficas, por lo que se prestan á encubrir toda
escapatoria masculina,--así la del que va en busca de la propia
felicidad, como la del que evita el espectáculo de la
ajena,--verbigracia Pardo.

Retrasó el paso al llegar á la esquina de la calle y se puso á
reflexionar acerca del impensado descubrimiento. Raro es que el amigo de
una dama, en caso semejante, no desapruebe la elección.--¡Cómo escogen
las mujeres! En dándoles el puntapié el demonio... Indulgencia, Gabriel;
no hay mujeres, hay humanidad, y la humanidad es _así_... Esta desazón,
además, se parece un poquito á la envidia y al des... No, hijo, eso sí
que no: despechado no estás: lo que pasa es que ves claro, mientras tu
pobre amiga se ha quedado ciega... ¡Cómo se transformó su fisonomía al
entrar el individuo! La verdad: no la creí capaz de echarse un amante...
y menos ese. O mucho me equivoco ó le ha caído que hacer á la infeliz.
Ese andaluz es uno de los tipos que mejor patentizan la decadencia de la
raza española. ¡Qué provincias las del Mediodía, señor Dios de los
ejércitos! ¡Qué hombre el tal Pachequito! Perezoso, ignorante, sensual,
sin energía ni vigor, juguete de las pasiones, incapaz de trabajar y de
servir á su patria, mujeriego, pendenciero, escéptico á fuerza de
indolencia y egoismo, inútil para fundar una familia, célula ociosa en
el organismo social... ¡Hay tantos así! Y sin embargo, á veces medran,
con una apariencia de talento y la viveza propia del meridional; no
tienen fondo, no tienen seriedad, no tienen palabra, no tienen fe, son
malos padres, esposos traidores, ciudadanos zánganos, y los ve V.
encumbrarse y hacer carrera... Así anda ello. Y á las mujeres... qué
diablo, estos hombres les caen en gracia... ¡Eh! dejémonos de clichés...
Asís, que es de otra raza muy distinta, necesita formalidad y
constancia; la compadezco... Bueno es que no se casará; no, casarse no
lo creo posible. De esa madera no se hacen maridos. Como aventura,
tendrá sus encantos... ¡Qué casualidad! Y dirán que no hay
coincidencias... ¡Tarjetero, tarjetero!...

Así meditaba el comandante. ¿Era injusto ó sagaz? ¿Obedecía á su
costumbre de analizarlo todo, ó á una puntita de berrinche? Se caló los
lentes y se retorció la barba, ¿A dónde iría?

--Al Círculo Militar, ya que me sirvió de pretexto para escurrir el
bulto. ¡Poco gusto que les habrá dado cuando yo tomé la puerta!...

Tras esta ingrata reflexión apretó á andar. La obscuridad de la noche le
exaltaba, y ese enlazado grupo, que ve con la fantasía todo el que sale
huyendo de hacer mala obra á dos enamorados, se empeñaba en flotar,
vaporoso é irónico, ante Don Gabriel. Fortuna que este género de
visiones no suele resistir á los efectos anodinos de una conferencia
sobre «Ventajas é inconvenientes del escalafón en los cuerpos
facultativos.»



XXII

EPÍLOGO


No entremos en el saloncito de Asís mientras dure el tiroteo de
explicaciones (¡cosa más empalagosa!) sino cuando la pareja liba la
primera miel de las paces (empalagosísima también, pero paciencia). Ni
Pacheco pregunta ya nada acerca de Don Gabriel Pardo y su amistad, ni
Asís se acuerda del baile en el merendero. El gaditano habla al oído de
la señora.

--¿Pero tú te creíste que yo no sabía que mañana te vas? A Diego Pacheco
no se la ha pegado ninguna hembra... ¡Niña boba! Esta mañana ya habías
dispuesto la marcha, claro que sí, y si te viniste á almorsá conmigo,
fué que te dí un poquillo de lástima... Decías tú allá en tus adentros:
sólo faltan horas; vamos á complacer á éste, que tiempo habrá de que
estalle la bomba y dejarlo plantao... ¡Y ahora también piensas en cosas
así, muy tristes; en que ya no nos vemos, en que se acaba el cariñito y
las fatigas y el verme y el hablarme!... ¡Ay, chiquilla! Me quieres tú
mucho más de lo que te figuras. No te has tomado el trabajo de echar la
sonda ahí en ese pechito... ¡Tonta! ¡Cómo te acordarás de estos ratos,
allá en tu país, entre aquella gente sosaina! Aquí se queda un hombre
que te quería también un poquitillo... ¡Pobrecita, la nena!

No estaban los amantes abrazados, ni siquiera muy juntos, pues Pacheco
ocupaba el sillón, y el diván Asís. Sólo sus manos, encendidas por la
misma fiebre, se buscaban, y habiéndose encontrado, se entrelazaban y
fundían. Callaron entonces y fué el instante más hermoso. Por el mudo
diálogo de los ojos y por el contacto eléctrico de las palmas, se
enviaban el espíritu en arrobo inefable. Con la nueva y victoriosa
dulzura de semejante comunicación, Asís sentía que se mezclaba un
asombro muy grande. Miraba á Pacheco y creía no haberle visto nunca:
descubría en su apostura, en su cara, en sus ojos, algo sublime, que
realmente no existía, pero era positivo entonces para la señora, pues
así sucede en toda revelación, para que resplandezca su orígen superior
á la materia inerte y al ciego acaso... y á Asís se le revelaba entonces
el amor. Poco á poco, sin conciencia de sus actos, acercaba la mano de
Diego á su pecho, ansiosa de apretarla contra el corazón y de calmar así
el ahogo suave que le oprimía... Sus pupilas se humedecieron, su
respiración se apresuró, y corrió por sus vértebras misterioso
escalofrío, corriente de aire agitado por las alas del Ideal.

--No estés tan tristón--tartamudeó con blandura mimosa.

--Sí que estoy triste, prenda. Y es por ti. Estoy de remate. Estoy hasta
enfermo. No sé por dónde ando. Parece que me han dao cañaso. Es un mal
que se me entra por el alma arriba. Si sigo así, guardaré cama. Después
que te vayas la guardaré... Es cosa rara, chiquilla. ¡Válgame Dios, á lo
que llega un hombre!

--Te pones tan lejos... Aquí, cerquita--murmuró la señora con el tono
con que se habla á los niños.

--No..., déjame aquí... Estoy bien. Mira tú que cosas más raras hace la
guilladura cuando entra de verdad. Ni ganas tengo de acercarme; la
manita me basta...

--¿No te gusto?

--No como me gustarían otras. ¡Ah! Ya sabes si tengo ilusión por ti... Y
así y todo..., ahora prefiero callar y no acercarme, gloria... ¡Ay!...
¿Pero qué es eso? ¿Llora mi niña?

Puede que llorase, en efecto. No debía de ser el reflejo de la lámpara
lo que tanto relucía en su mejilla izquierda... Pacheco exhaló un
suspiro y se puso en pié, desenclavijando su mano de la de Asís.

--Me voy--pronunció con voz alteradísima ronca, resuelta.

De un brinco se levantó Asís, echándole los brazos al cuello y
sujetándole.

--No, Diego, que no... ¡Vaya una ocurrencia! ¡Irte ya! ¡Pues si apenas
llegaste! ¿Cómo irte? ¿Tienes que hacer? No, irte no quiero.

--Niña... El mal camino andarlo pronto. No tengo ánimos para más. Estoy
que con una seda me ahogan. ¿A qué aprovechar unos minutos? Es la
despedida. Yéndome ahora me ahorro alguna pena. Adiós, querida... Cree
que más vale así.

--No, no, no te vas... Por lo mismo que ya es la última noche... Diego,
por Dios, mi vida... Tú quieres sacarme de quicio. No puede ser.

Pacheco sujetó los brazos de la señora, y mirándola de hito en hito
exclamó con firmeza:

--Piénsalo bien. Si me quedo ahora no me voy en toda la noche.
Reflexiona. No digas después que te pongo en berlina. Te conviene
soltarme. Tú decidirás.

Asís dudó un minuto. Allá dentro percibía, á manera de inundación que
todo lo arrolla, un torrente de pasión desatado. Principios salvadores,
eternos, mal llamados por el comandante _clichés_; que regís las horas
normales, ¿por qué no resistís mejor el embate de este formidable
torrente? Asís articuló, oyendo su propia voz resonar como la de una
persona extraña:

--Quédate.

El plan era absurdo, y sin embargo los medios de realizarlo se
presentaban entonces asequibles, rodados. La Diabla, fuera de casa, por
casualidad feliz; la cocinera lo mismo; cuestión de engañar á
Imperfecto, que era la quinta esencia de la bobería, y á la portera, que
siempre estaba dormitando á tales horas. Para conseguir el apetecido
resultado, combinóse un atrevido plan de entradas y salidas, de pases y
repases, que hizo reir á los dos delincuentes... Y á las doce de la
noche las puertas de la casa se hallaban cerradas, y dentro de ella el
contraventor de las pragmáticas sociales y de las leyes divinas.

Si la cosa no hubiese pasado de aquí, creo sinceramente, lector amigo,
que no merecía la pena, no ya de narrarla, sino hasta de mencionarla en
estos libros de memorias y exámenes de conciencia de la humanidad, que
se llaman novelas. Porque aun siendo el caso tan desatinado y enorme;
aun constituyendo una atrevida infracción de todo lo que no debe, ni
puede infringirse, bien cabe suponer que en las fiebres pasionales tiene
algo de necesario y fatídico, cual en las otras fiebres, la calentura.
Pero lo que me parece verdaderamente digno de tomarse en cuenta, como
dato singular y curioso; lo que quizás convendría analizar
sutilmente--si no es preferible dejarlo sugerido á la imaginación del
lector para que lo deduzca y reconstruya á su modo--es la causa, la
génesis y el rápido desarrollo de aquella _idea_ inesperadísima, que
desenlazó precipitada y honrosamente la historia empezada por tan
liviano y censurable modo en la romería del Santo...

¿A cuál de los dos amantes, ó mejor dicho, aunque la distinción parezca
especiosa, de los dos enamorados, se le ocurrió primero la _idea_? ¿Fué
á él, como único paliativo, heroico, pero infalible, de su extraña
guilladura? ¿Fué á ella, como medio de conciliar el honor con la pasión,
el instinto de rectitud y el respeto al deber que siempre guardara, con
la flaqueza de su voluntad, ya rendida? ¿Fué que esa _idea_,
profundamente lógica (y en el caso presente tal vez expiatoria), se
presenta á la vuelta del amor, tan fatalmente como sigue á la aurora el
mediodía, al crepúsculo la noche y á la vida la muerte?

Que cada cual lo arregle á su gusto y rastree y discurra qué caminos
siguieron aquellos espíritus para no reparar en inconvenientes, no
recelar de lo futuro, cerrar los ojos á problemas del porvenir y mandar
á paseo las sabias advertencias de la razón, que tiembla de espanto ante
lo irreparable, lo indisoluble, lo que lleva escrito el letrero
medroso:--Para siempre--y avisa que de malos principios rara vez se
sacan buenos fines.--Y reconstruya también á su modo los diálogos en que
la _idea_ se abrió paso, tímida primero, luego clara, imperiosa y
terminante, después triunfadora, agasajada por el amor que, coronado de
rosas, empuñando á guisa de cetro la más aguda y emponzoñada de sus
flechas, velaba á la puerta del aposento, cerrando el paso á profanos
disectores.

Por eso, y porque no gusto de hacer mala obra, líbreme Dios de entrar
hasta que el sol alumbra con dorada claridad el saloncito, colándose por
la ventana que Asís, despeinada, alegre, más fresca que el amanecer,
abre de par en par, sin recelo ó más bien con orgullo. ¡Ah! Ahora ya se
puede subir. Pacheco está allí también, y los dos se asoman, juntos,
casi enlazados, como si quisiesen quitar todo sabor clandestino á la
entrevista, dar á su amor un baño de claridad solar, y á la vecindad
entera parte de boda... Diríase que los futuros esposos deseaban cantar
un himno á su numen tutelar, el sol, y ofrecerle la primer plegaria
matutina.

--Está el gran día, chichi...--exclamaba Pacheco.--Vas á tener un
viaje...

--¿Y para el tuyo? ¿Hará buen tiempo?

--Lo mismo que ahora. Verás.

--¿Despacharás en ocho ó diez días la ida á Cádiz?

--No que no. Y la aprobación del papá y too. Muerto está él porque me
case y siente la cabeza. Le diré que después de la boda me presento
diputao por Vigo con la ayuda del papá suegro. Verás tú. Para despabilar
un asunto me pinto solo... cuando el asunto me importa, ¿sabes?

--¿Escribirás las veces que prometiste?

--Boba.

--Simplón, monigote, feo.

--Reina de España.

--En Vigo..., ya sabes... formalidad.

--Hasta que el cura...--(Pacheco hizo con la mano derecha un ademán
litúrgico muy significativo.)--Entretanto... me dedicaré á tu chiquilla.
¿Eh? A los dos días... te la he conquistao. Puede que te deje plantaíta
á ti pa casarme con ella.

Siguieron algunas bromas y ternezas más, que ni hacen al caso, ni deben
figurar aquí en modo alguno. De repente, Diego tomó la mano derecha de
la señora, preguntando:

--¿Te acuerdas tú de una buenaventura que te echaron en la feria?

E imitando el acento y modales de la gitana, añadió:

--Una cosa diquelo yo en esta manica, que ha e suseder mu pronto y nadie
saspera que susea... Un viaje me vasté á jaser, y no ae ser para má, que
ae ser pa satisfasión e toos... Una presonilla está chalaíta por usté...

El gaditano, siempre presumido, agregó:

--Y usté por ella.


                                  FIN

                   *       *       *       *       *



                                MORRIÑA



                      _A Carmen Almario y Ossorio
                             de Espinosa_


                    _en prenda de antigua amistad_


                              La Autora.



MORRIÑA



I


Si el entresuelo que habitan en Madrid doña Aurora Nogueira de Pardiñas
y su hijo único Rogelio no es ni de los menos obscuros ni de los más
espaciosos, tiene en desquite la ventaja inestimable de encontrarse sito
en la calle Ancha de San Bernardo, tan frontero á la Universidad
Central, que, hablando en plata, aquello es vivir en la Universidad
misma. Encajada la señora dentro de su butaca de gutapercha, en el
rincón de la ventana, mientras _crece_ y _mengua_ su labor de calceta
sin mirarla una sola vez, sigue los pasos al adorado chiquillo, y en
cierto modo, salvando la distancia de la calle y calando el espesor de
las paredes, le acompaña hasta el aula misma. Le ve entrar; al salir
observa si se detiene en algún grupo, y con quién charla, y cómo se ríe;
conoce á todos los camaradas, á los amigotes, á los antipáticos, á los
estudiosos, á los holgazanes, á los asiduos, á los que hacen rabona casi
siempre. También está familiarizada con las caras de los profesores, y
estudia su continente y su modo de responder al saludo de los
discípulos, sacando de los signos exteriores importantes consecuencias
psicológicas, relacionadas con el problema de los exámenes.--«¡Ay! Allí
viene ya el viejiño Contreras, el de Procedimientos. ¡Qué afable!...
¡Qué cara de santo! Anda despacito el pobre... bien se nota que padece
reuma articular, como yo. ¡Malpecado! Me es simpático por eso. No, y
sobre todo, porque sé que es blando y que le ha de dar á Rogelio un
aprobado como una casa. Ahora sale Ruiz del Monte, tan almidonado y tan
engreído. Parece todo él hecho de una pieza. ¡Pobres de nos! Con éste no
valen empeños, ni influencias, ni... Arre que le han de saber los chicos
la asignatura tan bien como él. Pues para eso, que les deje á ellos la
cátedra... y la paga. ¡Ay! Ahí tenemos al señor de Lastra. Jorobadito es
un poco. ¡Qué gracia, las caricaturas que los muchachos le sacan en
clase! Y se pasa de campechano. Ahí está pegándole palmadas en el hombro
á Benito Díaz, el amigacho de Rogelio. Me parece uno de esos señores que
dejan rodar el mundo. Bendito él sea. No sé qué se saca de disgustar á
las familias y crucificar á los pobres rapaces.»

Suspendiendo el soliloquio, la señora se hincaba en el moño entrecano la
aguja de calceta, rascándose los cascos ligeramente. De pronto la piel
floja y rancia de sus mejillas se teñía de rosa vivo, como si una brisa
de juventud le orease las facciones.

--¡Ay! Rogelio.

Salía el estudiante, envuelto en su capa de embozos de felpa carmesí,
con el hongo un tantico ladeado y la mirada fija, desde el primer
momento, en la ventana aquella. Por lo común sonreía; pero á veces,
poniéndose muy formal, llevaba tres dedos al hongo, y estirando el brazo
con movimiento de marioneta, remedaba el saludo de los gomosos en el
Retiro. Contestaba la madre amenazándole con la mano abierta y
descuajándose de risa, cual si fuese nueva una gracia consuetudinaria
ya. Después, el muchacho platicaba tres ó cuatro minutos con algunos
condiscípulos; de refilón se metía con el fosforero, la billetera, el
naranjero de la esquina y los dependientes de la tienda más próxima,
acabando por echar un requiebro á las criadas que charloteaban á la
puerta; y al fin subía á su domicilio, esperándole en el recibimiento
doña Aurora. Las primeras frases solían ser por este estilo:

--_Mater amabilis_... brinda el corporal sustento al fruto de tu
vientre. Traigo un hambre que no la merezco. ¡Aaam! Si no llega pronto
el bisteque, se producirán repugnantes escenas de canibalismo.

--Sí--decía risueña la señora;--ya vendrá todo á parar en que te comerás
dos aceitunas y una hebra de carne. Anda, pistraco, señorito de la media
almendra.

La habitación predilecta de la casa no era ni la sala, siempre
abandonada y desierta, ni el despacho de Rogelio, ni el gabinete de la
señora: era el comedor, muy próximo á la antesalita. Allí estaba el
reloj de pared, que consultaba para las horas de clase Rogelio, perezoso
en dar cuerda á su remontuar; allí la mesilla, donde el cesto de la
labor y la media empezada desaparecían bajo números del _Madrid Cómico_,
de _Los Madriles_ y de todas las _Ilustraciones_ habidas y por haber;
allí el sofá bajo, ancho y cómodo y las vastas poltronas; allí, sobre el
aparador, el reparito del estómago, botella de jerez y bizcochos, ó, en
verano, frutas que el chico gulusmeaba; allí, en una copa, el ramo de
lilas frescas, ó los claveles que se ponía en el ojal; allí el botijón
trasudando agua, y el azucarero, y el frasco del jarabe ferruginoso, y
el abanico japonés, y la novela empezada, con la plegadera entre las
hojas, y algún libro de texto, maltratado, mucho más que por el uso, por
el mal humor y displicencia con que lo cogían y soltaban. Allí, en fin,
la chimeneíta, la que funcionaba tan bien, la que consolaba de las
cátedras glaciales y los desmantelados patios y pasillos del templo de
Minerva. ¡Con qué gusto se ponía Rogelio, al llegar de clase, al canto
de la lumbre, sin desembozarse, extendiendo las palmas hechas dos
carámbanos! El calor desentumecía sus tejidos, activaba su empobrecida
sangre, y le daba fuerzas para pedir, entre chistosos regaños y súplicas
mimosas, el almuerzo, sintiendo casi la puntualidad con que se lo
servían, porque se le acababa el tema de sus humoradas y bromas. Aún no
había él cruzado la puerta y ya estaba doña Aurora gritando:

--Fausta... Pepa... Que llega el señorito... Almorzar por el aire...
Niño, el jirope de hierro... ¿Te cuento las gotas amargas?

--¿Qué mayores amarguras que las de la muerte por inanición? Usted,
fámula encargada del ramo culinario, ¿se puede saber con qué deleitosos
manjares piensa V. calmar hoy el hambre que me roe las entrañas? ¿Me ha
destilado V. ambrosía celestial, néctar extraído del cáliz de las
flores... ó callos y caracoles del _Petit Fornos_? ¡Sacadme de esta
cruel incertidumbre!

Risas sofocadas en la cocina.

--¡Dénmele de comer á este loco, para que calle!

Sentados ya madre é hijo, contadas las gotas y tragadas también, venía
el sopicaldo humeante, el par de huevos estrellados, abuñoladitos, y el
bisteque, el cual precisamente había de traerse del café cercano. Sólo
así lo comía Rogelio. Por mucho que se esmerase Fausta, la vizcaína, no
conseguía desbancar al cocinero del cafetín. Llegaba el rico pedazo de
vianda medio cruda, encerrado entre dos platos, con sus patatas
sopladas, tierno, jugoso, apetecible. Mientras Rogelio trinchaba
preparándose á despachar las tajaditas, su madre le observaba con
inquietud y avidez, lo mismo que si nunca hubiese visto aquel tipo
delicaducho, tan diferente del ideal de las madres gallegas. Veinte
años espigados; palidez mate; ojos negros y alegres, pero de caído
párpado y cárdenas ojeras; boca de espiritual dibujo y arqueada con
finura, un poco amoratada de labios, con una dedada de bozo; nariz
enjuta; pelo lacio y suave, del que suele llamarse _de ratón_; cabeza
estrecha de sienes, garganta delgada, nuca con canal, muñecas planas y
talle cimbrador, componían una figura no salida aún de la adolescencia y
como detenida en su desarrollo por la clorosis que produce la vida de
invernáculo, donde la planta necesitada de aire bravo y libre se ahila ó
se seca. Así doña Aurora no podía disfrutar momento de tranquilidad con
aquel hijo, si no precisamente enteco, al menos de complexión flaca y
nerviosa, según revelaba su carácter, en que á la alegría propiamente
infantil sucedían sin transición ratos de inexplicable abatimiento. Por
eso le miraba comer, tan ansiosa como si cada buen bocado le cayese á
ella en el estómago después de dos días de ayuno. Con el pensamiento le
decía á la substanciosa carne: «Anda, fortaléceme á ese niño. Dale
fibra, dale sangre, dale huesos. Házmele robustote, varonil, patrón. Que
se vuelva un torito... aunque fuese así, á modo de un bárbaro... no
importa, mejor, ¡ojalá! Mira que no me queda á mi otro cariño en el
mundo sino este rapaz tan poca cosa.» Y agregaba en alta voz:

--Come, hijiño, come, que la carne, carne cría.



II


Doña Aurora tenía su tertulia, y vespertina--nada menos que un _five
o’clock_, como diría algún revistero--sólo que sin _tea_, ni ganas de
él; porque caso de ofrecer algo á los tertulianos, la señora de
Pardiñas, muy chapada á la antigua, optaría por unas buenas magras de
jamón, ó cosa análoga. Como los amigos de la señora sabían que no
acostumbraba salir á la calle sino por la mañana, de manto y arrebujada
en su rotonda de pieles, á visitas de confianza ó á compras, y que las
tardes se las pasaba haciendo media en la ventana del comedor, acudían
fielmente, atraídos por la chimenea, las poltronas, la intimidad y el
hábito.

El mayor núcleo de relaciones de doña Aurora lo formaban compañeros de
su difunto marido, magistrados, ó como ella decía en lenguaje
profesional, «señores». Algunos, jubilados ya, eran los más constantes
en acudir. Ciertos muebles del comedor teníalos vinculados determinada
persona; la butaca de respaldo ancho se le reservaba á Don Nicanor
Candás, el fiscal, aficionado á arrellanarse; la de gutapercha de
asiento blando, á Don Prudencio Rojas; la de cretona rameada, á la vera
de la chimenea, que nadie se la disputase al patriarca Don Gaspar
Febrero; este venerable sujeto era el alma de la tertulia, el más vivo,
rozagante y animoso de los concurrentes, á pesar de sus ochenta y pico
de navidades y su pata coja, quebrada al saltar de un tranvía. El primer
cuarto de hora de conversación solía consagrarse al estado atmosférico y
á la salud; ninguno de los respetables señores estaba sin alifafes y
goteras; algunos eran ya una pura ruina; y el lamentar achaques y
discutir métodos curativos resultaba siempre de actualidad. Allí se
llevaba el alta y baja de los catarros crónicos, de los dolores
artríticos, de los flatos y las acedías de cada quisque, y se
deliberaba, tan solemnemente como en otro tiempo sobre una sentencia,
sobre las ventajas del salicilato y las pastillas pectorales.

Agotada la cuestión sanitaria--todo se agota--pasaban, casi siempre por
iniciativa del señor de Febrero, á tratar otros asuntos más agradables.
No podía sufrir el amable ochentón que se hablase tanto de botica,
recetas y potingues.--«No parece sino que está uno con un pié en el
sepulcro»--decía sonriendo y luciendo su brillante dentadura postiza. La
conversación variaba de rumbo, pero casi nunca versaba sobre temas
contemporáneos. Como gavota ejecutada por una abuela sobre viejo
clavicordio, sonaba allí el anticuado ritornelo de las memorias y de las
reminiscencias. Los diálogos solían empezar así.

--¿Se acuerda V.? Cuando me destinaron á la Gran Canaria, mandando
Narváez...

O de este otro modo:

--¡Que tiempos! Lo menos diez años antes que se sustanciase la célebre
causa Fontanelas... Aún no había nacido mi hijo mayor...

El señor de Febrero les iba á la mano también en esto de contar
tristemente los lustros ya corridos, exclamando con juvenil viveza:

--Qué, si eso pasó ayer, como quien dice. En la vida de una nación, nada
significan miserables veinticinco ó treinta años.

--Sí; pero en la de un hombre...

--Tampoco en la de un hombre, si Vds. me apuran. A los cuarenta, á los
cincuenta llamo yo la flor de la edad.

--Hable V. por sí... Usted ha descubierto el elíxir de larga vida. Más
fresquito que una lechuga. En cambio, los demás parecemos zapatillas, y
estamos para que nos saquen en un carro al sol.

Con su muleta entre las piernas, Don Gaspar se reía, y como sacudiese la
cabeza, relucían al reflejo del fuego los rizos argentados de su
peluquín. Sentimos tener que pagar tributo á la exactitud descriptiva,
consignando que llevaba peluca y dientes postizos el señor de Febrero:
mas importa añadir que era tanta la verdad de su mentira, que eclipsaba
á lo real, y engañaba al más lince. Revelando exquisito gusto y
consumado arte, el anciano había encargado su peluca del color de la
nieve, y la diadema de ligeros rizos canos que coronaba su frente de
marfil era como majestuosa aureola, bien distinta de la tupida
pelambrera con que los viejos verdes se obstinan en reparar el
irreparable ultraje de los años. Asimismo la dentadura, hábilmente
contrahecha, algo desigual y gastada, con una mellita en el lado
izquierdo, se la pegaba á cualquiera. Con aquel pelo tan decorativo; con
el rostro escrupulosamente afeitado, de facciones correctas, muy
expresivas aún; con la pulcritud y dignidad afable de su persona, Don
Gaspar recordaba las mejores cabezas del siglo XVIII, tal como nos las
ha conservado la miniatura. Daba pena que no vistiese chupa de raso
bordado. El traje de paño no le caía. Hasta la muleta de ébano, con
almohadón de terciopelo azul, realzaba y completaba la autoridad de su
presencia. A fuer de hombre de otras épocas que ya fenecieron, Don
Gaspar, en cuanto veía mujeres, se encandilaba, y le chorreaban azúcar y
miel los labios: hasta con la misma señora de Pardiñas, enteramente
fuera de combate, no prescindía de sus formas, más que corteses,
galantes y rendidas.

A aquel viejo que llevaba tan serena y elegantemente la vejez, le
cosquilleaba en la vanidad de un modo grato oir á los contertulios,
todos cascados, todos asmáticos y catarrosos, todos ostensiblemente
calvos, que le decían en tono de envidia:

--Este Don Gaspar... es mucho cuento. Nos entierra á cuantos venimos
aquí.

Otra satisfacción de amor propio muy grande era la de probarles la
frescura y nitidez de su memoria: y la disfrutaba á menudo, porque en la
tertulia de la señora de Pardiñas se hilaba continuamente el copo de
los recuerdos, del cual salía una hebra de oro, pero oro amortiguado ya,
como el de las antiguas casullas. Era la memoria de Don Gaspar una
especie de armario de cedro, donde se guardaban perfumados,
empaquetados, clasificados, íntegros, los sucesos, los nombres, las
fechas y hasta las palabras.--«Este señor de Febrero es una cartilla
vieja»,--solía decir doña Aurora. Cuando se discutía algo, apelábase al
arbitraje de Don Gaspar.--«¿Verdad, señor de Febrero, que la causa
Zaldívar, de Sevilla, se elevó á plenario en el invierno del 56?»--«No,
señor, el 57: y por cierto que ocurrió eso hacia el 15 de Diciembre...
digo mal, el 16, cumpleaños del amigo Don Nicanor Candás.»

--¡Pero, hombre!--exclamaba el aludido cuando llegaba á
enterarse.--¡Reniego hasta de quien hizo su memorión de V.! ¡Pues no va
este maldito gallego á acordarse de la fecha de mi cumpleaños, que yo
mismo no me acuerdo nunca! Los años nadie me los ha de robar, con que no
veo la necesidad de llevarlos por cuenta exacta.

Don Nicanor Candás, fiscal jubilado, asturiano, malicioso y presumido á
fuer de buen ovetense; listo como una pimienta y más atravesado que una
espina, daba mucho que reir á la tertulia metiéndose con el señor de
Febrero, á quien llevaba la contraria por sistema, sin respetar sus
fueros patriarcales y su decanato glorioso. Para mejor marear á su
contrincante, adoptaba Candás un método raro, que no carecía de chiste.
Fingíase sordo como una pared, y llevaba siempre en el bolsillo del
gabán una trompetilla de plata que se introducía en el oído cuando le
convenía responder acorde y rebatir al contrario, y que decía haber
olvidado en casa cuando le daba la gana de contestar yéndose por los
cerros sin atender á razones ajenas. Tal estratagema era de resultado
seguro, y conseguía ponerle á salvo de todos los riesgos de la disputa.
En su lenguaje, el señor de Candás era crudo y ordinario, tanto como Don
Gaspar atildado, atento y melifluo, y por semejante modo de hablar
desentonaba en la reunión. Ni era sólo por esto, sino también porque era
el único que prefería las noticias de actualidad á los recuerdos, el
único que vivía con un pié en lo presente, el único que traía á aquel
enmohecido senado una corriente de aire callejero y de vida real. Don
Gaspar, en tono agridulce, le llamaba «nuestro reporter».

La portentosa memoria del ochentón se confundía y embrollaba al tratarse
de sucesos recientes, y Candás, aprovechándose de esta deficiencia en
las admirables facultades del patriarca, siempre estaba tomándola con
él.--«A ver,--decía,--cómo se iba á componer nuestro Don Gasparín para
probar una coartada. Muy fuerte en todo lo que se refiere al ministerio
Calomarde ó á la regencia de Espartero, y no sabe por dónde anduvo esta
mañana misma.» Y remedando la voz de Don Gaspar, añadía: «¿Qué hice yo
ayer tarde? Espérense Vds.. ¿Fuí á casa de Rojas? Me parece que sí...
Digo, no, no. Estuve paseando en Recoletos. Con todo, no se lo juraría
á Vds.»

Esta observación cómica relativa al patriarca, podía hasta cierto punto
aplicarse á los demás tertulianos. Diríase que para ellos no existía lo
actual, y sólo lo pretérito tenía vida y realce. Las noticias del
reporter Don Nicanor las comentaban tres minutos, con esa tendencia
pesimista que aflige á la edad senil; después volvían á subir corriente
arriba, engolfándose muy á gusto entre las nieblas de los años
desvanecidos. Quizá en esto influyese, además de la vejez, el carácter
que imprime la magistratura, profesión cuya base son nociones
científicas estratificadas ya, un derecho puramente histórico, en que el
espíritu de innovación es una herejía, y en que se resuelven problemas
jurídicos de hoy con el criterio de la ley romana ó del fuero visigodo.
Así es que cabía comparar la reunión de casa de Pardiñas á una peña
inmóvil en medio del mar de la existencia. No veían los excelentes
«señores» que también en la polilla de los legajos palpitan gérmenes y
late el ímpetu renovador: apegados á fórmulas vanas, creían custodiar un
licor sagrado, cuando en sus manos no quedaba ya sino la ampolla vacía;
y, al tratarse de novedades, en el mismo grado de heterodoxia ponían el
uso de la barba, las audiencias de perro chico, el Jurado y la revisión
de códigos.



III


Aquella asamblea de sonámbulos se despertaba y alborozaba al entrar
Rogelio, quien, por las tardes, antes de salir á pié ó en coche,
acostumbraba dejarse ver en la tertulia, riendo mucho de lo que ocurría
en ella, pero sin malicia, con travesura de chico mimado. Habíale puesto
de mote _Inútil Club_; á Candás, por su calva amarilla y enorme, le
llamaba _Laín Calvo_; y al afeitado y galante señor de Febrero, _Nuño
Rasura_. Las criadas repetían por lo bajo estos apodos. La misma señora
de Pardiñas se reía en secreto, aunque aparentaba enfado diciendo al
chico:

--Está muy mal que te burles... ¡Tanto como los pobres señores te
quieren!

Sí que le querían. Al aparecer Rogelio, era como si algún rayo de sol
dorado y caliente se deslizase en una de esas habitaciones cerradas,
donde muebles, cortinas, papel y cuadros, han adquirido el desmayado
matiz del polvo y la humedad. Todos los viejos amaban entrañablemente al
chico: el uno le había visto en mantillas; el otro había asistido á su
primera comunión; éste le traía juguetes cuando pasó la escarlatina;
aquél, compañero de Sala é íntimo amigo de su padre, chocheaba
recordando los dulces del bautizo... Si se dejasen llevar del primer
impulso, á pesar de la orla negra que realzaba el arqueado labio
superior de Rogelio, serían capaces de besuquearle los carrillos y
traerle caramelos y cacahuetes. Para ellos era siempre el pequeño, el
_rapaz_: cierto que, por un fenómeno natural de óptica, los excelentes
tertulianos de la señora de Pardiñas propendían á seguir considerando
como niños á los jóvenes, y como jóvenes á los machuchos. Se les oía
decir, verbigracia: «¿Conque se murió Valdivieso? ¡Hombre, pues si
estaba en lo mejor de la edad, si era un chico!» Y necesitaba intervenir
el maligno asturiano, haciendo de la diestra embudo acústico, ó
metiéndose la trompetilla: «¡Caray, caray con los chicos que sueñan
Vds.! Valdivieso no cumplía ya los cincuenta.» «No tanto, no tanto.»
«¿Que no tanto? Y los que mamó y anduvo á gatas.»

Al tratarse de Rogelio, extremaban la manía de no advertir que el tiempo
pasa y hacerse los distraídos cuando suena el reloj. Cada año que ganaba
en la carrera de Derecho, era para ellos un asombro: no le concebían
abogado: quisiéranle deletreando todavía en la escuela. Lo cual no
dejaba de amoscar al estudiante. Al regresar de una excursión de veraneo
á San Sebastián, sucedió que le preguntase con la mejor fe del mundo el
señor de Rojas:

--¿Cómo te habrás divertido, eh? ¡Todo el día corriendo y jugando por la
playa!

Y el chico respondió, sin descubrir el amostazamiento sino con un mohín
de pillería truhanesca:

--¡Vaya! Muchísimo. Hice agujeritos y chocitas con la arena. ¡Gocé más!

En el fondo, el buen corazón del chico se había apegado á la colección
de honrados vejestorios que frecuentaba su casa. Aquel mismo señor de
Rojas (por ejemplo), le infundía un respeto cariñoso, por su
justificación y rectitud intachable. Si Temis descendiese á este bajo
mundo, se hospedaría en casa del señor de Rojas, y encontraría allí
altar y simulacro (de madera, según Candás). Estricto celador del
sentido literal de la ley, Rojas marchaba por el angosto camino que
veía, sin titubear, alta la frente y tranquila la conciencia. Persuadido
de la altísima dignidad de su cargo, cubría las exigencias del decoro
social á costa de una economía y una modestia inverosímiles de puertas
adentro, comprendido y secundado en esta obra heroica por su mujer. No
conocía influencias políticas, ni amistosas, ni de ninguna especie.
Pasaron por sus manos asuntos en que se atravesaban millones, y la
codicia, que no es sino instinto de conservación en forma de
adquisividad, ni resolló siquiera. Por eso el severo nombre de Prudencio
Rojas era pronunciado, ya con veneración, ya con la solapada y
disolvente ironía que adopta el vicio para desacatar á la virtud. El
cáustico Don Nicanor llamaba á Rojas _fantoche del Derecho_. Decía que
todo en él era de palo, la inteligencia y el carácter; sin ver ó sin
querer ver que esta clase de hombres, cuando las leyes fuesen perfectas
dentro de lo humano, podrían, con su firmeza é integridad en
aplicarlas, hacer reinar la edad de oro.

Muchas tardes, especialmente si hacía frío riguroso ó llovía ó nevaba,
Rogelio, en vez de salir, se acurrucaba en el rincón del ancho sofá, y
atendía á las soñolientas conversaciones de los viejos. Cuando podía,
trataba de dirigirlas hacia un punto para él muy interesante: nunca se
cansaba de oir hablar de su tierra, Galicia, de donde había salido muy
pequeño. Casi todos los tertulios, ó eran de allí, ó allí habían pasado
largas temporadas desempeñando puestos en la Audiencia de Marineda; y
hacíanse lenguas de la benignidad y salubridad del clima, lo barato y
sabroso de los alimentos, lo tratable y afectuoso de la gente, y la
hermosura extraordinaria del país.

--No sé cómo nuestra amable amiga doña Aurora no lleva allá á este pollo
para que conozca su cuna--decía el señor de Febrero sobando el cojín de
la muleta.

--Si siempre estoy proyectándolo--contestaba la señora--y es de esos
planes que tienen desgracia. La verdad, ustedes comprenden que hasta el
día todo se me ha vuelto dificultades y tropiezos.

--Di que eres muy remoloncita, _mater admirabilis_--objetaba el
hijo.--Por tu gusto serías árbol, para echar raíces donde te plantasen.

--Lo mismo que te llevo á San Sebastián, á Galicia te hubiese llevado,
niño; pero no fué posible. ¿Crees tú que no me llama á mí la tierra?
Los que allá nacimos... es tontería; no tenemos más ganas que de volver,
ni perdemos nunca la querencia.

--Y los que no nacimos lo mismo--intervino Don Nicanor Candás, armado de
trompetilla.--Ahora daba yo el dedo meñique por pasarme un año en
Marineda; mejor me voy allá que á Oviedo ó á Gijón.

--Pero á mí--prosiguió la señora--siempre se me descomponía el plan,
como si anduviesen en ello las brujas. ¿Tienes gana de volver á tu país
antes de cerrar el ojo? Pues fastídiate, y aguarda hasta que te caigas
de vieja. Verán Vds.:--y contaba por los dedos.--Primero: que la
incompatibilidad. Deje V. su familia, su casa, sus bienes, y váyase V. á
rodar de zeca en meca, con un niño pequeñito y que siempre fué delicado,
de Oviedo á Zaragoza, luego, con lo de la Regencia, á Barcelona, luego
al Supremo aquí... Mi matanza toda era decirle á Pardiñas: jubílate,
hombre, jubílate, y volvámonos á la terriña, á no dejar por ahí nuestros
huesos. Para vivir nos sobra con lo nuestro, y los hijos no son tantos
que nos agobien. Pero... como ya saben Vds. lo que era mi pobre marido,
que no es que yo lo diga...

Rumor de simpatía en la asamblea.

--Creía que en seguir la carrera hasta el fin consistía su obligación...
¡En nombrando al deber! En fin, tenía aquella idea y era preciso
respetarla. Y después, como se puso ya tan malito...

Aquí la voz de la señora se enronquecía algo; llevaba la mano al
bolsillo, y se sonaba, aplicando luego el pañuelo á los ojos.

--De manera--repetía suspirando y encogiéndose de hombros--que cuando
llega la hora... Después, ya saben Vds. cómo me vi con mis cuñadas, y la
de pleitos y de embrollas que me armaron. Creí que nunca me desenredaba.
De allá me escribían los amigos antiguos: «Que vengas, que vengas, que
en un día haces más desde aquí que desde ahí en un año.» ¿Qué quieren
Vds.? Me daba miedo la diligencia. Con este reuma, pensar en embutirme
en aquellos carricoches, que á lo mejor no tenían un cristal para un
remedio... Así que se transigieron bien que mal las cuestiones y se
devanó el ovillo de la testamentaría, cate V. que ponen el tren directo
hasta Marineda... Pero ya se me había enfriado el alma, porque volver
allá para encontrarse de esquina con toda la parentela...

--Mamá, con toda no. Muchos parientes, según tus mismas noticias, están
de nuestra parte.

--Bah... Yo qué sé. En nuestra tierra, rapaz, es difícil saber quién
está por uno y quién en contra. En ese particular he recibido desengaños
atroces. A lo mejor te venden amistad mientras te clavan el cuchillo
hasta el mango. La verdad se ha de decir: por allá no somos así...
francotes y reales, como los castellanos viejos.

--Habla V. como un libro--asentía el señor de Candás, no desperdiciando
la ocasión de sacar las uñas.--El gallego reunirá los méritos que V.
guste; pero á retorcido y escurridizo y falso no le gana nadie. No
contrate V. con él de palabra sólo, carapuche, que no tienen fe, ó si la
tienen es púnica. Cómo será el gallego, que los gitanos no se atreven á
colarse nunca por allí, temerosos de salir engañados.

--¡Cuidadito con insultar á la tierra!--decía festivamente Rogelio.

--Sí es cosa averiguada. A Galicia no va un gitano. Más chalanes y más
socarrones son ellos que toda la gitanería junta. ¿Y en litigar? ¡Santo
Cristo de mi pueblo! Nacieron pleiteantes. Le envuelven á V., home; el
aldeano más rudo le da á V. cien vueltas.

--Eso prueba,--alegaba el señor de Febrero--que somos gente despabilada;
no me lo negará V.

El señor de Candás, quitándose del oído el cañuto de plata á fin de no
hacer caso de la observación y despacharse á su gusto, proseguía:

--Y hay tontines que llaman á los gallegos listos; yo lo que digo es que
son maulas: si fuesen listos no andarían siempre hechos unos pobretes,
comidos de miseria, roídos de envidia, sin salir nunca de pobres y de
quejumbrosos. Son la casta de gente más llorona que he conocido. Todo se
les vuelve pucherines y lamentos.

La tez de marfil del señor de Febrero se encendía un poco, porque le era
imposible habituarse á las malignas descortesías de _Laín Calvo_.

--Eso es algo fuerte, señor Don Nicanor; repare V. que aquí estamos en
mayoría los gallegos. ¿Le gustaría á V. que yo le repitiese ahora
aquella vulgaridad de «asturiano, loco, vano, mal cristiano?»

--Hay--proseguía el fiscal imperturbable--una tanda de memos en polvo
que se alborotan cuando oyen decir esto; pero ello es ya tan sabido, que
de puro sabido se calla. El gallego tiene alguna penetración, corriente,
sobre todo cuando se trata de discurrir maneras de jeringar al prójimo;
y, sin embargo, ni sabe cultivar la industria, ni salir de aquella
escasez en que vive. Le ve V. resignado con su mendrugo de pan de maíz,
hecho un pelele, sin ropa, sin comer carne, sin beber vino una vez en el
año... Le ve V. que con su fama de avispado, á veces parece más alma de
cántaro que los mismos aragoneses. Es tacaño y ahorrará un _ochavitu_
aunque se lo saque del pellejo con una raspa; pero no tenga V. miedo que
discurra para agenciarse ese ochavo, ni que se anime á trabajar de veras
por el aliciente de un duro. Nada: con tal que no le perturben en su
rutina y en su haraganería... Así ve V. que ahora tienen esa red de
ferrocarriles, ¿y para qué les sirve? No moverán el dedo para atraer á
los veraneantes. ¡Aquel agrado, aquella limpieza de la gente
donostiarra!

--A este Don Nicanor hay que matarle ó dejarle--objetaba furioso Nuño
Rasura.--Como no atiende á razones... ¿Dónde está esa red ferrocarrilera
de que habla? ¡Bonita red! Llena de agujeros. ¿Quiere que todo se haga
en un día? Milagros sólo Dios. Todo se andará, con paciencia y tiempo.
Mire ya mi Don Nicanor la importancia que va adquiriendo la bellísima
Vigo. Aquel clima tan fresco, aquellas costas y aquellas rías son la
admiración de la prensa. ¡Y aquellas mujeres... mejorando siempre lo que
tenemos delante, pero mi buena amiga también es de allá! ¿Y aquel
pescado tan especial? ¿Qué me dice V. de él?... Amiga queridísima doña
Aurora, yo no he vuelto á comer sardina ni lenguados desde que me vine.
Antes de la caída de O’Donnell, recuerdo que estábamos tomando baños en
Marín, y nos trajeron á la puerta un rodaballo...

Aquí volvía el ochentón á hilar el copo de los recuerdos, y Rogelio, con
el codo en el sofá y en la palma la mejilla, escuchaba embelesado.
Parecíale que estaban contando alguna tradición de familia. El aposento
y la tertulia adquirían aspecto de cariñosa intimidad: la atmósfera
moral y material era templada: el mundo era mullido y acolchado como el
almohadón donde reclinaba su cuerpo. Cada tertuliano era para él, si no
un padre, por lo menos un tío carnal. En derredor suyo reinaba la más
dulce seguridad; y así como en ciertas moradas lujosas se traslucen el
ahogo y la escasez, en aquel comedor modestísimo se transparentaba el
bienestar casero, la más dorada mediocridad que pudo soñar ningún poeta
ni apetecer ningún filósofo. La armonía y la moderación son siempre
hermosas, y Rogelio, sin definir esta belleza que le rodeaba, la sentía
y se envolvía en ella como el pájaro en el plumón de su nido. Y mientras
en la chimenea chisporroteaba la leña ardiendo, y de la cocina venía
amortiguado el repique del almirez, y discutían los viejos y la madre
activaba las agujas de su media, el muchacho, sumido en vaga
contemplación, fantaseaba cómo sería aquel país bonito, aquella Galicia
verde, llena de agua, de flores y de muchachas mimosas.



IV


La calle enterita, tiendas, puestos ambulantes, criadas y vecindad,
conocía á Rogelio: como suele decirse, todo el mundo le debía un cuarto.
Eranle familiares los establecimientos, ó, mejor dicho, humildes
tenduchos de loza, ultramarinos, novedades, cordelería y periódicos, que
se incrustan entre las viejas é imponentes casas solariegas de la calle
Ancha, animada por la concurrencia de los estudiantes y por el ascenso y
descenso de los tranvías.

Pero con quien la emprendía Rogelio más á menudo, era con los cocheros
simones, de los cuales existe un puesto en la plazuela de Santo Domingo.
Rara vez salía de casa doña Aurora que el reuma ó el frío ó el calor no
la determinasen á enviar por uno de aquellos vehículos tan destartalados
y feos, pero tan cómodos y accesibles; ella les llamaba enfáticamente
«sus trenes», y aseguraba riendo que siempre tenía el coche enganchado
y á la puerta, con un cochero tan puntual, que no se hacía esperar una
vez sola. Rogelio, á fuer de hijo único y rico, se permitía otros lujos,
y su madre le pagaba la pensión de dos caballitos moscas y el alquiler
de un milor flamante en casa del alquilador Agustín Cuero, para que los
días festivos bajase al Retiro ó adonde le diese la gana (no
consintiéndole caballo de silla por temor á un lance peligroso). Pero á
la señora primero la matarían que usar de aquel tronco juguete: que la
dejasen con sus pacíficos simones; á no ser algún día, por decoro y para
hacer visitas, maldito lo que le importaba la farsa de que el coche
estuviese más barnizado y el cochero llevase guantes y unas zaleas de
carnero por los hombros. Con el uso frecuente y las razonables propinas,
todo el personal cocheril de la plaza estaba á devoción de doña Aurora,
y muy prendado de la buena sombra del señorito. Este no les dejaba
vivir, máxime á sus paisanos, los gallegos, con quienes la tenía siempre
armada. Decíales mil disparates acerca de su tierra; les tarareaba la
muiñeira; les hablaba con la _u_, á guisa de sirviente de comedia de
Ayala; y si por milagro llegaban á amoscarse, les decía:

--Auriga veloz, yo también soy galleguiño, maruso, de pralá.

A lo cual solían ellos responder:

--¡Qué señorito tan _pavero_!

Cuando venía á comprometer á alguno porque lo necesitaba su madre, desde
una legua que le viesen ya estaban riéndose y bajando la alquila. Y él
solía entrar en escena dirigiéndoles retahilas semejantes:

--Automedonte alígero, vapulea á tu fogoso corcel para que se beba la
distancia hasta mi encantado palacio. Ya el generoso bridón tasca
impaciente el dorado freno. ¿No ves cual le rocía de cándida espuma?
Buloniu, ¿en qué estabas pensando que no me veías de venir?

--Señorito... estaba á leer _La Correspondencia_.

--_¡La Correspondencia!_ ¿Qué profieren tus sacrílegos labios? _¡La
Correspondencia!_ ¡Rabo de Satanás! ¡Una hoja revolucionaria, anárquica
y nihilista! Arroja pronto ese veneno, antes de apropincuarte á la
mansión honrada de los pacíficos ciudadanos. ¡Acude, corre, vuela,
simón! ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Anda, burrachu, demagogo!

Cuanto mayores extravagancias ensartase, más se reían los cocheros.

Una mañana salió Rogelio, ya embozado en su capita hasta los ojos, pues
las postrimerías de Octubre tenían la atmósfera en punto de sorbete,
aunque el alegre sol madrileño brillase en todo su esplendor. Tratábase
como siempre de buscar un cochecillo para doña Aurora. Al llegar á la
esquina de la plazuela, divisó á uno de sus trenes predilectos: una
berlina algo menos indecente, con forro de sagrén avellana no tan
mugriento y sobado como el de la mayor parte de estos vehículos. El
cochero, rubio, gordo, coloradote, atendía por Martín y era gallego.
Rogelio venía llamándole con señas y gritos:

--¡Martín, el de la capa! ¡Ah de la imperial carroza!

Hablaba el simón con una mujer cuyo rostro no podía ver el estudiante;
pero á la voz de éste se volvió, y Rogelio hubo de notar que era moza,
no mal parecida, de aspecto humilde y vestida de luto.

--¡Señorito, qué cuaselidá!--exclamó Martín al conocer á Rogelio.--Esta
joven (el cochero pronunciaba _joven_ con _g_) viene en busca de la casa
del señorito, y me preguntaba el camino ahora. Es paisana nuestra. Trae
una carta...

--¿Quiere V. dejarme ver el sobre?--indicó el estudiante, que al
dirigirse á la muchacha varió enteramente de modales y de tono.

La muchacha alargó el billete, que lo era, y bien chico.

--¡Calle! Es para mamá. Véngase V. conmigo; yo le enseñaré la casa. Tú,
simón, sigue nuestra resplandeciente estela con tu carroza imperial,
tirada por ese lánguido cisne.

--Dios se lo pague, señorito--dijo la muchacha con voz bien timbrada y
dulce, y acento cantarín, como suelen tenerlo las gallegas
ribereñas.--No necesita molestarse. Ya veo desde aquí el portal de la
casa, que el cochero me lo señaló.

--Si yo también llevo ese camino. Ningún trabajo me cuesta.

Sin otra discusión, la muchacha rompió á andar, y Rogelio, por instinto,
se colocó á su izquierda, como haría con una dama. A los diez pasos le
pesaba ya de su galantería. En primer lugar, menuda chacota le
arrimarían sus compañeros si acertaban á encontrarle acompañando tan
cortés á una individua de pañuelo á la cabeza y saya lisa de merino. En
segundo, Rogelio atravesaba esa edad en que un chico criado algo
falderamente, en la casta atmósfera maternal, no puede evitar una
impresión de cortedad penosa cuando trata con mujeres desconocidas aún.
Cierto que las de condición inferior no le atarugaban tanto: las
señoritas eran su muerte: siempre creía que se burlaban de él, que
cuanto le decían era pura matraca, que no hacían sino tomarle el pelo,
gozarse en su confusión y comentarla luego á solas, con maliciosa y
despiadada ironía; pero ahora, al lado de la muchacha vestida de luto,
experimentaba la misma turbación, porque, á pesar de su pobre traje, no
tenía pinta de lo que se entiende por mujer ordinaria. «¿La diré algo?
¿Se reirá de mí? Más se reirá si me quedo mudo. No, la palabra hay que
dirigírsela». Entonces se le ocurrió preguntar con suma formalidad:

--¿Quién le envía á mamá esa carta? ¿Lo sabe V.?

--Sé; sí, señor. ¿No he de saber? Las señoritas del general Romera. ¿No
las conoce?

--¡Vaya si las conozco! El general Romera fué amigo de papá. Hace tiempo
que no las vemos.

--Estuvo malita doña Pascuala, la mayor. Tuvo una cosa que le dicen
_enginas inflamadas_. ¡Ay! Muy mala estuvo.

--Y ahora, ¿sigue mejor?--interrogó Rogelio por seguir hablando, aunque
las anginas de doña Pascuala no le quitaban el sueño.

--Ya sanó de todo. Pues si no sanase, tampoco me marchaba yo de _junta_
ella.

--¿Estaba V.... allí?--(Rogelio no se atrevió á decir _sirviendo_.)

--Sí, señor, desde que vine de _allá_.

--¿Conque galleguita?

--No tengo por qué negarlo.

--Ni yo tampoco, caramba.

--No, señor, por cierto. Es una tierra muy buena, mejor que la de Madrí
y la de todo el mundo.

Rogelio sonrió, agradado del patriotismo de la muchacha, y comenzando á
sentirse bien con ella, porque le parecía incapaz de burlarse de nadie.
Estaban próximos á la casa: Martín, que se había adelantado, paraba su
jamelgo, operación más fácil que la de obligarle á salir al trote, y,
desde el portal, doña Aurora hacía señas á su hijo.



V


--Mamá, aquí te traen una amorosa epístola.

--¿Esta chica?

--Sí, señora... De las señoritas de Romera.

--A ver, venga. Puede que sea cosa de despachar acto continuo.

Pero apenas hubo roto el sobre, la señora se echó á reir.

--¡Qué chiflada estoy! Sin mis gafas... Rapaz, lee tú.

Desplegó Rogelio la misiva, y ahuecando la voz, comenzó así:

--«Alta y poderosa y sobajada señora; si la vuestra fermosura...»

--Mira, niño, lee formal, que aquí corre un frío de los diablos y con el
reuma mis caderas no están para músicas.

En tono natural leyó Rogelio:

     «Nuestra más distinguida amiga: La dadora, Esclavitud Lamas,
     manifestará á V. el favor que pide. Nosotras sólo podemos
     atestiguar que todo el tiempo que estuvo en esta casa, observó
     ejemplar conducta, sin faltar nunca á su obligación; tanto, que su
     marcha nos deja muy disgustadas, por no tener queja ninguna de
     ella, al contrario.

     «Quedan de V. afectísimas sus antiguas amigas,

                         «PASCUALA Y MERCEDES ROMERA.»



--¿No dice más, hijo?

--Trae una posdata tonta. No la leo, ea.

--¿Una posdata tonta?

--Sí; que por qué no me dejo ver, que ya estaré hecho un buen mozo...
Las bobadas de cajón.

--Te lo estoy diciendo siempre, rapaz,--exclamó la madre con
viveza.--Nunca subes diez minutos á casa de esas pobres señoras que te
quieren tantísimo. Como que te han conocido así, hecho un muñeco.
Pensarán que es culpa mía. Pues bastantes veces te hablo de ellas.
¡Pascuala y Mercedes! Si tú no vas iré yo.

--¡Pero, _mater terribilis_, si en cuanto piso aquella antesala me entra
un sueño... y no hago sino bostezar!

--Pues son unas santas.

--¡Amén; yo no les quito su santidad; sólo digo que son tan pesaditas,
tan patosas! Hablan á dúo como los alemanes de _La Diva_, «Rogelito,
¿qué tal la mamá? ¿Y los estudios?»--Al decir, así imitaba la voz
cascada y el acento malagueño de las solteronas.

--Valiente pinturero estás tú,--murmuró la señora reprimiendo la
risa.--No sé por qué te han de dar sueño Pascuala y Mercedes.

--Insondables enigmas del corazón humano. Arcanos profundos. En aquella
_dimora casta è pura_ flota en la atmósfera un beleño letal.

--¡Farsante!

Mientras duraba esta escaramuza entre la madre y el hijo, la muchacha
esperaba inmóvil, sin levantar los ojos del suelo. Doña Aurora se hizo
cargo y se encaró con ella.

--Hija, dispense V. Aquí dice que V. me explicará el objeto de su
venida. ¿Quiere subir?

--No, señora... Por mí no se moleste. Aquí mismo...

--A ver, no tenga V. reparo. ¿Alguna recomendación?

--Recomendación, no, señora. Es que yo quiero entrar á servir en casa de
V.... ó de otra familia gallega,--añadió después de una pausa.

Doña Aurora miró fijamente á la postulante, y creyó advertir que se
ruborizaba un poco.

--¿Usted... no estaba contenta con las señoritas de Romera, según eso?

--Sí, señora; por contenta sí... y me parece que ellas también conmigo;
ya lo ve por la carta que me dieron. Por lo que es de las señoritas,
estaría yo en la santa gloria, que son muy buenísimas, no despreciando:
Dios las florezca. Sólo que á las veces... hay personas buenas y no se
hace uno con ellas. Esas señoritas son de allá de Málaga, en tierra de
Andalucía, y tienen unas costumbres y unas comidas que yo no las
entiendo. Hasta el habla suya es atravesada para mí. Cuando me mandan
hacer una cosa y no comprendo, me quedo como si me leyesen la sentencia
de muerte. Y luego, señora, la verdad por delante: el no estar entre
gente de su tierra, ni oir mentarla nunca, le pone á uno el corazón muy
negro. Por la metá de soldada y con doble de trabajo, quiero servir á
una persona del país.

Lo dijo con tal persuasión, que se aumentó la benevolencia de doña
Aurora, prendada ya del porte decente y honesto de la muchacha, tan
distinto del desgarro que gastan las _Menegildas_ madrileñas. Sólo que
no veía claro aún en la historia: allí debía de haber algún intríngulis.
Delante de la puerta, el simón chupaba su papelito, mientras el jamelgo
bajaba la cabeza y estiraba los belfos, soñando con pienso abundante y
prados deleitosos.

--Hija--advirtió la señora--yo voy á sentarme en el coche. Como no tengo
sus años, me pesa el cuerpo y las piernas me bailan. De no subir, el
coche sea conmigo.

La galleguita la ayudó á colocarse, y desde dentro, doña Aurora
preguntó:

--Diga... Y estando V. tan pegada á la tierra, ¿cómo se vino de allá?

¡Ah! de esta vez no cabía duda: fué rubor, y rubor encendidísimo, el que
tiñó los pómulos de la sirviente. Y al contestar--se necesitaba ser
sordo, y sordo verdadero, para no percibirlo--tartamudeaba, sobre todo
en las primeras frases.

--A las veces... tiene uno... que hacer aquello que menos le está
pidiendo el corazón, señora... Somos hijos de la suerte. A mí me criara
mi tío, el cura de Vimieiro. Dispuso el Señor de llevárselo; quedé sin
arrimo. Para comer pan hay que trabajar. Era reina en mi casa; ahora
sirvo. Alabado sea Dios, y nunca nos falten las manos y la salud.

--¿Cómo no entró V. á servir allá?--insistió la señora, que sobre una
pista era más fina que el mejor sabueso. Y que la pista existía, no pudo
dudarlo al ver que ya no era rubor, sino llamaradas de fuego, lo que
pasó por el rostro de Esclavitud.

--No... no se me proporcionó--respondió con acento ahogado.--Luego, como
allí todos me conocían, me daba vergüenza.

Doña Aurora Pardiñas recapacitó cosa de dos minutos, y endulzando el
tono para suavizar lo áspero de la idea.

--Vamos á ver... Quien la recomienda á V. son las señoritas de Romera,
que... que la conocen sólo del tiempo que estuvo en su casa. ¿No es eso?
Pues sería conveniente... V. se hará cargo de ello... que tuviese aquí
otras personas de allá, del país, para responder.

La muchacha titubeó un instante, y resolviéndose al fin, contestó:

--Me conocen el señorito Gabriel Pardo de la Lage y también la hermana.

--¿Rita Pardo? ¿La casada con el ingeniero? Pues si la trato mucho. ¿Y
dice V. que la conoce?

No contestó la chica sino alzando la mano y el hombro como para
expresar: «¡Bah! Desde que nací.»

--Bien...--murmuró la señora.--Francamente, hija, siento que deje V. á
las de Romera. Mejor casa y mejores señoritas...

--No niego eso--replicó Esclavitud con mayor energía si cabe;--solamente
que ya le he contado la verdad, señora, como si estuviese hablando con
mi difunta madre ó con el confesor. Pegó conmigo la morriña, y si no
salgo creo que se me revuelve la cabeza ó me voy derecha á la sepultura.
Yo no comía. Yo me metía á cavilar por los rincones. Yo me fuí quedando
morena, morena, y tan flaca, que la ropa se me cae. Yo de noche tenía
unos aflictos como si me atasen una soga al pescuezo tirando mucho. Con
esto y con todo me daba empacho descubrirme á mis señoritas. Lo
conocieron ellas, y fueron las primeras en aconsejarme que, de no
volverme á la tierra, que me metiese en alguna casa de gente de allá.
«Hija, estás tan desmejorá que pareces otra». Mismo así me dijeron.

Al hacer esta narración, la barbilla de Esclavitud temblaba como la de
los niños cuando reprimen la emoción que precede al llanto. Los ojos no
se veían, porque los bajaba, según costumbre.

--Serénese--ordenó afectuosamente la señora. Iba entrándole una simpatía
irresistible por aquella muchacha, de porte tan modesto y de corazón al
parecer tan sensible. ¡Qué poco se parecía á las descocadas de Madrid, á
las charranas de los barrios, chulapas sin pudor que no pueden estar en
una casa decente! Justamente no hacía hora y media que la Pepa, la
doncella, por un quítame allá ese polvo, se había desvergonzado
poniéndose como una verdulera. Esta galleguita podría haber tenido...
qué sé yo... cualquier desliz... porque lo de la escapatoria de su
tierra no resultaba claro; pero el tipo era tan... vamos, tan de mujer
de bien... Sabe Dios lo que le habría sucedido á la pobrecilla.

--Mire--declaró adelantando la cabeza por la portezuela--lo que es ahora
mismo no le puedo contestar fijamente si la tomo ó no. Dése V. una
vuelta mañana á estas mismas horas, y llame en el entresuelo. Me
alegraría de que... pero hay que pensarlo. Si yo no pudiese, haré por
descubrir alguna casa gallega... Dígame V. las condiciones, por si otra
persona quisiese saber...

Esclavitud arrollaba entre las yemas del pulgar y el índice un pico del
pañuelo de seda negra.

--Dios se lo pague. Por la soldada tanto me da un duro más como un duro
menos. Al trabajo no le pongo mala cara. De cocinera no voy porque no sé
estos guisos finos que se estilan ahora; sé las comidas de la tierra,
así, sencillas. En lo demás me parece que daré gusto, lo mismo en
limpiar, que en el repaso, que en la plancha. Lo que le pido es que en
la casa que me busque, no haya... vamos... hombres que...

--¡Ya, ya!...--atajó doña Aurora. Y añadió bromeando:--Pero y entonces
¿cómo pretende V. mi casa? ¿No ha visto V. que en ella hay un hombre?

Señaló á Rogelio, que repuesto de su cortedad con la presencia de su
madre, consideraba á la chica, reclinado en la portezuela del simón.
Esclavitud siguió la dirección de la mano de la señora; por primera vez
sus ojos, verdes, cambiantes, de mirada cándida, se fijaron en el
estudiante: luego pronunció risueña:

--¿Este señorito es su hijo? Por muchos años... Dios se lo conserve.
Este no es de los hombres que yo decía. Por ahora es un rapaz.

Demudóse Rogelio como si le hubiesen dirigido el más atroz insulto. Para
disimular quiso reir, y la risa se le atascó en la garganta. Preciso es
consignarlo: hasta sintió como el ardor de una lágrima en los ojos. Fué
uno de esos instantes de rabia insensata y profunda, que alguna vez ha
de sufrir el varón cuya infancia se prolonga más de lo justo; instantes
en los cuales se apetece, como el mayor bien, poseer el amargo tesoro de
la experiencia: dolores, desengaños, tribulaciones, luchas,
enfermedades, canas, arrugas en el rostro, fracasos, traiciones de la
amistad y del amor... todo, todo á trueque de oir la palabra reveladora,
de gustar el fruto del bien y del mal, la eterna manzana dorada por un
lado y sangrienta por otro. Todo por llenar el destino humano; todo por
recorrer el ciclo de la vida.



VI


Cuando arrancó á andar el simón, la señora gritó á su hijo, que iba en
el pescante: «Da las señas de Rita Pardo.» Rogelio obedeció, pero así
que llegaron á la fea calle del Pez, donde vivía la señora del
ingeniero, saltó á abrir la portezuela y dijo:

--No subo. Para esos informes que vas á tomar no me necesitas.

--¿Y á dónde te vas ahora?

--Por ahí,--respondió no sin alguna sequedad el estudiante, echando á
andar y haciendo á su madre con la mano esa señal de despedida del
hombre que se emancipa, algo semejante al nervioso aleteo del pájaro
cuando le abren la jaula. Sin dar otra explicación, y embozándose más
ceñido, desapareció en la revuelta de la primer esquina. La madre le
siguió con los ojos mientras pudo: después suspiró y sonrió á medias.

--Algún día ha de ser...,--pensaba.--Está en una edad en que no se puede
tirar de la cuerda mucho. Por supuesto que á mí no me la pega el
pobriño: esto es un puro alarde de independencia: mirará cuatro
escaparates, comprará seis ú ocho periódicos, dará unas vueltas con
algún amigo que encuentre... y á su farmacia en seguida. Yo, si le viese
fuerte, robusto, hecho un brutazo... otros á su edad tienen cada espalda
y cada barbota negra que parece un tojal... El es así, tan finito, tan
poquita cosa... Sácamele adelante, Virgen de los Remedios.

Las inquietudes maternales se apaciguaron cuando la señora, soltando el
pasamano de la escalera, agarró el cordón de la campanilla para llamar
en el tercer piso efectivo, con honores de principal, de Rita Pardo.
Salió á abrir una niña como de once ó doce años, pálida, ojinegra, mal
atusada y peor vestida, que en cuanto vió visita se escapó corriendo y
gritando:

--¡Mamá! ¡mamá! La señora de Pardiñas.

--Que pase á la sala... voy inmediatamente...--respondió desde alguna
oficina interior, cocina ó despensa, una voz de mujer. Doña Aurora, sin
esperar el permiso, se dirigía ya al salón, modelo cumplido de la
cursilería mesocrática, rebosando pretensiones y sin un solo mueble
sólido ni artístico. Había dos ó tres sillas de felpa de colores
variados, una _étagère_ con estatuitas de fundición, cacharros vulgares,
y algún objeto de plata, sin ningún mérito, que sólo por ser de plata
estaba allí; una alfombra de moqueta mal barrida; dos retratos al óleo
del señor y de la señora, en óvalo, con traje dominguero, y otras
ridiculeces semejantes. Conocíase que la sala se ventilaba y aseaba
poco, y la alfombra daba evidentes indicios de haber en la casa
criaturas menores.

Al cabo de diez minutos, apareció la señora del ingeniero, Rita Pardo.
Venía acabando de abrocharse una bata demasiado lujosa, de raso azul
pálido con encajes crema, por encima de la ropa interior, sucia del
trajín casero: acababa de pasarse la borla de polvos, y le sonaban los
brazaletes. Aunque ajamonada y algo desbaratada de cuerpo, ni la
maternidad ni la madurez habían podido eclipsar su picante hermosura;
pero la coqueta á quien conocimos poniendo el plano inclinado á su primo
el marqués de Ulloa, se había transformado en matrona circunspecta y
barnizada de una espesa capa de decoro, bajo la cual sólo el ojo lince
del observador podía descubrir á la mujer verdadera, invariable, porque
las almas se tiñen, se disfrazan, pero no se renuevan. Saludó
cordialmente á la señora de Pardiñas, con aquello de «Tanto bueno,
Aurora... ¡Jesús! En esta vida de Madrid, se van los meses y ni sabe uno
de los amigos... Me coge V. hecha una visión... Las mañanas son
terribles: las pierde uno en atender á chinchorrerías y á recaditos...
Cuánto va á sentir Eugenio...»

Apenas dejó doña Aurora entrever el objeto de su visita, Rita Pardo
suspendió la charla, y atendió con una curiosidad evidente, pintada en
sus voluptuosos ojos negros y en su boca dura y fresca. Prolongada serie
de gestos ambiguos y de risitas sospechosas fué preludio al siguiente
comentario.

--¡Qué me dice V., qué me dice V.! ¡Esclavitud Lamas, Esclavitud Lamas!
¡La del abad de Vimieiro! ¡Ta, ta, ta, ta, ta! ¿Y cómo ha ido á batir
con V. Esclavitud Lamas? ¿No es una chica rubia?

--No sé si es rubia. Lleva pañuelo negro que le tapa la cabeza. Viste de
luto riguroso, muy aseada. La traza excelente.

--¡Vaya, vaya! ¡Conque Esclavitud Lamas, señor! ¡Mire V., mire V.! Sí,
es, como decimos allá, muy moinita, muy modosa: habla tan pacato y tan
suave que á veces no se la oye. Huele desde cien leguas á sacristía y á
incienso. ¡Una santita mocarda!

Doña Aurora iba escamándose más de lo justo con este prefacio: resolvió,
no obstante, disimular y apurar la verdad, toda la verdad, siquiera el
descubrirla doliese á su corazón, interesado por la chica.

--¿Conque V. la conoce mucho?

--¡Jesús! Como á los dedos de las manos. ¡Si la conozco! Ese cura Lamas
Tarrío era muy amigote de casa, ya antes de que papá le presentase para
Vimieiro, cuando servía el otro curato en la montaña. Siempre le
teníamos de huésped, y muy aficionado á hacer regalos: que manteca, que
quesos, que huevos en Pascua, que en Navidad capones... Papá le
apreciaba, porque en la montaña corrió bastante tiempo con la cobranza
de las rentas. En fin, él era todo nuestro. A papá le debió también
favores... favores gordos, doña Aurora.

--Bien: lo que yo deseo saber es lo referente á la muchacha. Si no tiene
ningún mal antecedente, si puedo admitirla en mi casa... para mí será
una satisfacción. No estoy contenta con la Pepa, y esta chica me ha
entrado.

Rita Pardo sonreía con malignidad, al paso que estiraba los encajes de
su manga izquierda, un poco abarquillados por el uso. Enarcó las cejas é
hizo un mohín de difícil interpretación.

--¡Pst! Buenos antecedentes, es un término muy elástico, como V.
comprenderá. Los buenos para unos son... medianitos para otros. En eso,
hay quien hila más ó menos delgado. Si á V. le gusta tanto la chica...

--¡No, poco á poco!--exclamó alarmada ya la señora.--Para mí los buenos
antecedentes son... los antecedentes buenos, sin más acá ni más allá.
Sea V. franca y dígame todo lo que sepa, que á eso he venido; y ya con
la espina que V. me clava, no tomo yo la chica, ni coronada de gloria,
sin que V. me explique...

Volvió Rita á dar tormento á los encajes, y suspiró como quien se ve en
aprieto.

--Aurora... hay cosas de esas que... que por muy públicas que sean, no
puede uno tomar sobre su conciencia el descubrirlas. ¿V. no está en
autos, eh? pues sería muy feo que yo la pusiese. ¿Que no llegó á oídos
de V.? Mejor; ventaja para Esclavitud. Y puede V. tomarla, que á mí se
me figura que resultará una excelente doncella.

--V. se guasea, Rita,--dijo la señora dando vado á su impaciencia
creciente.--Me envuelve V. el asunto en el misterio, me hace V. de él
una montaña, y luego me sale con que puedo recibir á Esclavitud. No,
hija; en mi casa no se recibe á la gente así, sin más ni más. Aclare V.
el enigma, y entonces...

Al llegar la entrevista á este terreno, adoptó Rita una actitud que
hasta rayaba en desatenta. Se hinchó de nariz y de pecho, se hizo atrás
y empezó á negarse, con el acento de la dignidad ofendida y del pudor
lastimado.

Cuando después de agotar los razonamientos, doña Aurora obtuvo por seca
respuesta un «Lo siento mucho, pero es imposible», la señora hubo de
levantarse, no cuidándose de reprimir el mal humor que le producían
aquellos impertinentes tapujos. Ya murmuraba con cólera: «V. perdonará
que haya venido á molestar», cuando, después de un fuerte repique de
campanilla y algunos gritos infantiles en el recibimiento, entró en la
sala la niña mayor,--la zangolotina de doce años,--saltando de júbilo y
exclamando:

--Mamá, mamá, tío Gabriel.

Entonces la viuda de Pardiñas, con repentina inspiración, se afirmó en
el suelo calculando:

--Esta es la mía. Ahora verás, gata hipócrita, maulona, farsanta.



VII


Entró el comandante, vestido de paisano, metiendo bulla con la
sobrinita, que era su ojo derecho, y trayéndola cogida de la cintura,
como si fuesen á bailar un vals. En cambio, en el saludo que hizo á su
hermana pudo notar doña Aurora esa sequedad muy parecida al desvío, que
á veces consigue disimularse respecto de los indiferentes, pero nunca en
familia. Después de las fórmulas y cumplimientos de rigor, la señora de
Pardiñas, que no desmentía su raza en punto á diplomacia y tenacidad,
insinuó como aquel que no quiere la cosa:

--Vaya, les dejo á Vds. Al fin no consigo saber lo que deseaba, y para
eso... Su hermana de V. es reservadísima, señor de Pardo.

--A fe que no lo creí,--contestó redonda y duramente el artillero.

--Pues mire V., cada uno habla de la feria según le va en ella. Conmigo
ha mostrado una prudencia... atroz.--Y, sin atender al gesto y la mirada
de Rita, continuó impávida:--Un cuarto de hora hace que le pido informes
de una chica paisana nuestra, Esclavitud Lamas, la sobrina del abad de
Vimieiro...

Pardo prestó oído, como el que escucha algo que le despierta memorias
confusas.

--Aguarde V., aguarde V... Vimieiro... Lamas... Lamas Tarrío... Ese cura
era íntimo de papá. Rita sabrá cuanto á él se refiere; lo sabrá al
dedillo. ¿Qué reparo has tenido en decirle á doña Aurora?...

Un caricaturista que quisiese representar la dignidad burguesa en su más
enfática expresión, debiera copiar el rostro y la flexión de cejas de
Rita, que señalando á su hija mayor, casi sentada en las rodillas del
comandante, exclamó con acento profundo:

--¡¡La niña!!

--¡¡Y qué, la niña!!--respondió Don Gabriel remedando el tono dramático
de su hermana.--¿Tenemos alguna de esas cosas terribles que no puede oir
la inocencia; que ha parido la gata, pongo por caso?

--Gabriel, eres tremendo, hijo,--gimió Rita, alzando al cielo sus bellos
ojos meridionales.--Una matándose por hacer de tus sobrinas lo que deben
ser en sociedad, y tú empeñado... Manías de las personas; con eso no se
puede.

--Ea, señores,--insistió la pesada de doña Aurora,--yo estoy á mi
pleito. Rita, no diga V.; lo que es por la niña no dejó V. de darme esos
informes. La niña no estaba delante; y sobre todo, con enviarla á otra
habitación...

--Que es lo que voy á hacer ahora mismo. Eugenia, vete, hija, á
estudiar el método de Concone.

La chiquilla salió á contrapelo, no sin obsequiar á su tío con dos ó
tres carantoñas de despedida; pero ninguna escala ni ningún estudio
reveló que se hubiese encerrado en el potro musical donde diariamente se
descoyuntan las manos nuestras señoritas, dignas de mejor suerte.

--Verá V.,--recalcó doña Aurora,--ahora que podemos hablar libremente.
Se trataba de que esa chica, Esclavitud Lamas, quiere entrar en mi casa
á servir; y á mi sus tracitas me gustan mucho. Pero no sé sus
antecedentes, ni el motivo por qué se vino de su tierra. Me huele á
alguna historia rara todo ello. Su hermana de V. sabe la historia, y ni
por Dios ni por los santos me la quiere contar. Ahí tiene V. nuestra
batalla. Ya nos estábamos formalizando cuando V. llegó.

--La historia...,--dijo Gabriel limpiando nerviosamente sus lentes de
oro y calándoselos con ahinco.--Aguarde V., señora, que si mi memoria de
gallo no me juega alguna trastada... ¿Tú, Rita, ese cura Lamas Tarrío no
es el que recogió una niña pobre? Dime la verdad, que si no, escribo hoy
mismo á Galicia preguntando.

--¡Jesús, hijo, pero qué cosas tienes! Eres incapaz, y cada día que
pasa... ¿No iba yo á decirte la verdad? Sí, ese Lamas fué, y ya que se
te antoja abrir su sepultura y sacarle á la vergüenza pública, sácale
tú, que yo no quiero semejante cargo de conciencia.

--Más cargo de conciencia es,--replicó Gabriel con vehemencia,--que la
chica pierda su colocación por delitos ajenos. Doña Aurora, ahora le
puedo yo contar á V. la historia enterita: por un cabo ha salido toda la
madeja; en esto de historias sucede lo que con las tonadas antiguas, que
si recuerda uno el primer compás, ya puede cantarlas enteras sin
equivocarse. ¡Y le aseguro á V. que es una novela... vamos, una novela!

--Allá tú,--articuló Rita venenosamente emprendiéndola con los encajes
otra vez.--Yo, ciertas cosas... Lavo mis manos.

Disimuló doña Aurora el gozo del triunfo; pero hembra al fin, miró á
Rita de soslayo y pensó:

--Fastídiate, pinturera...

--Verá V.,--empezó el comandante.--Ese cura Lamas fué un infeliz,
ignorantón como lo era entonces todo el clero rural, que hoy se ha
civilizado mucho, y bastante zoquete; pero cumplía sus deberes
parroquiales, y si tenía deslices los encubría bien: no puedes ser
casto, sé cauto, como dicen ellos. Por cuanto una noche llega á la
rectoral una chiquilla, de diez años poco más ó menos, que había quedado
huérfana y vagaba pidiendo limosna: en una casa le daban un mendrugo de
pan de maíz, en otra un poco de hoja del mismo maíz para tumbarse y
dormir; aquí un pañuelo roto, allí unos zuecos viejos... Así vivía la
desdichada. El cura se compadeció, y le dijo: «Pues quédate aquí;
aprenderás las labores caseras..., tendrás vestido, cama y caldo
caliente.» Dicho y hecho; la chiquilla se quedó...

--¿Y era Esclavitud?

--No, señora; no, señora... Aguarde V. Salió la chica habilidosa y
despabilada: echó, como dicen allá, la morriña fuera..., y hasta se puso
lozana y guapetona. Y,--aquí la voz del comandante adquirió tonos
irónicos,--al desabrochar la flor de la nubilidad...

--¡Ay, Gabriel!...--respingó Rita.--Ciertas cosas se pueden contar de
otro modo. No se necesita entrar en detalles que...

--¡Bah!--dijo doña Aurora.--Todos somos casados, y yo vieja. Ya estamos
al cabo y curados de espantos, amiga. Siga V. ¿Qué vino después?

--Después vino Esclavitud.

Aunque la señora afirmaba _estar al cabo_, la noticia, dicha así de
pronto, casi la hizo saltar en la silla.

--¡Aah!--pronunció, quedándose muy meditabunda.--Por eso la pobre...
Bueno: ¿y después?

--¿Después?--recalcó fogosamente Rita, incapaz de contenerse, metiendo
al fin cucharada.--Después mi papá se vió negro para amansar al Cardenal
Arzobispo, el señor Cuesta, que estaba hecho un león. Como era tan
virtuoso, aquel señor apretaba las clavijas y no permitía desmanes. Pues
si no es lo que papá machacó en Su Eminencia, y hoy una súplica y mañana
otra, sin licencias se queda Lamas Tarrío, y se pudre en la cárcel
eclesiástica. Porque una cosa es que á un sacerdote se le escurra el
pié y cometa gatuperios allá donde nadie lo sabe, y otra que esté
escandalizando á los feligreses, y que críe la chiquilla en su casa á
ciencia y paciencia de todo el mundo, y la traiga en brazos, y...

--Mi padre,--advirtió Gabriel interrumpiendo á su hermana,--con una mano
machacaba en el Arzobispo, y con la otra martillaba en el culpable. A
fuerza de exhortaciones pudo conseguir que la sirena saliese de la
rectoral; pero Lamas seguía viéndola. Al fin papá se cuadró, le echó al
cura unas pláticas que me río yo de las del capuchino más barbado, y
pudo conseguir que enviase á la madre á Montevideo, á condición de que
le dejasen la chiquilla.

--Sí,--volvió á entrometerse Rita,--bonito remedio fué: peor que la
enfermedad. El hombre quedó más rabioso y más relajado de lo que estaba.
Se pasaba las noches en vela llorando y gritando; le dieron unos
arrebatos de sangre,--en casa por cierto,--que fué preciso aplicarle un
golpe de más de cuarenta sanguijuelas; y la sangre salía negra como la
pez. Creímos que se volvía loco: andaba por los corredores arrancándose
los pelos, llamando á la individua, y diciéndole cosas babosas...

Cuando esto soltaba Rita, su hermano observó que las cortinas del
gabinete contiguo se agitaban como movidas por un céfiro de curiosidad
retozona, y casi se dibujaba en ellas el relieve de un hociquito atento.

--Mira,--advirtió,--ahora eres tú la que te metes en honduras. Todo eso
no viene al caso. Despachemos pronto la historia, y deja que yo la
acabe. El pobre Lamas se puso tan mal, que le dió lástima al mismo
Arzobispo, el cual le llamó para animarle é infundirle deseos de
penitencia. Y, en efecto, con el curso del tiempo, fué sosegándose, y
hasta se portó bastante bien en lo sucesivo. Unicamente se le podía
tachar de que criaba á la niña con mimos extremados; pero como el
sentimiento de la paternidad, aun cuando atropelle toda ley divina y
humana, tiene mucho de sagrado, la gente transigió. El presentaba á la
chica diciendo que era sobrina suya. Como los hijos sacrílegos no
heredan, el cura ahorró dinero, onza tras onza, para entregárselo en
mano propia á Esclavitud; pero la chica, que ha salido muy remirada y
muy devota y muy desinteresada además, al morir Lamas entregó todo ese
dinero, en oro como lo había recibido, para misas y sufragios por el
alma del pecador. Este solo rasgo le pinta á V. el carácter de la
muchacha: pocas harían otro tanto, aunque hubiesen nacido en mejores
pañales y más... ortodoxamente.

--Mi hermano, como tiene así la imaginación, pinta muy románticas las
cosas.

--Señora de Pardiñas, palabra de caballero que ni quito ni pongo. Esa
chica, según entiendo, sería capaz de irse á cualquier parte en
peregrinación, descalza, para sacar del purgatorio el alma del cura de
Vimieiro.

--Falta le haría,--advirtió Rita,--y también para la de su madre, que
allá en América parece que se dió á la vita bona.

--¡Válgame el cielo, y qué inquisidores os volvéis los que nunca habéis
carecido de consideración ni de pan!--exclamó Pardo, ya indignado
seriamente.--Yo no peco de filántropo; pero ciertas cosas no me las
explico en gente que alardea de cristiana, y va á misa, y reza. Buenos
rezos son esos, buenos. ¿Así entiendes tú la caridad? Pues hija, afirmo
que esa Esclavitud vale más que...

Se contuvo por fortuna, y añadió:

--Que otras personas. ¿Qué culpa tiene ella de las faltas de sus padres,
diga V.? Y las está expiando como si las hubiese cometido. Hasta se
expatrió, según veo, y juraría que es por vergüenza, por no estar donde
la gente _sepa_ y _recuerde_ y _diga_...

--También juraría lo mismo--asintió con calor doña Aurora.--Ahora
entiendo por qué se sofoca tanto cuando le hacen ciertas preguntas. Yo
opino como V., Pardo, como V., que es buena; que tiene sentimientos
nobles... y que esos rasgos la honran mucho.

--Sí, guíese V. por mi hermano. Admítala en su casa,--exclamó Rita con
una carcajada impertinente, que salía de lo más dañado de sus
hígados.--Tocante á dar consejos, Gabriel es una especialidad. Le
tiemblo cuando pega la hebra con mi esposo. Si Eugenio se guiase por él,
estaríamos pidiendo limosna. Cargue V. con esa chica, ya verá cómo sale
con las manos en la cabeza. Entonces dirá V.: «Bien me lo avisó Rita
Pardo.»

La señora pensaba para su rotonda de pieles:

--Aunque sólo fuera para hacerte tragar quina; falsa, maulona... Ya te
he calado, ya.

Al salir Gabriel, esperábale en la antesala su sobrina mayor. La cogió
por el talle, y subiéndola á la altura de su boca, entre risas de la
chiquilla, le deslizó al oído:

--Las niñas buenas, para que tití Gabriel las quiera mucho, no atisban,
no husmean, no se esconden detrás del portier... Obedecen á su mamá,
porque es su mamá, y no les ha de mandar cosa mala... ¡Cuidadito con
morder, lagartija! Las niñas buenas... son buenas. ¡Ay! ¡Mi corbataaá!

--¿Tití Gabriel, me llevas contigo?--arrullaba la zangolotina.--Contigo
sí, contigo no..., contigo sí me iría yo. ¡Llévame, anda!

--A Leganés te llevaré... ¡Juicio! ¡Estudie V. la lección de francés!
¡Péinese V. ese felpudo! ¡Dé V. una vueltecita por la cocina, á ver qué
hace la pobre chica esa! ¡A papá le gusta el rosbif muy poco hecho!
¡Cuide V. el rosbif de papá!

Al cruzar la puerta, el comandante le echó á la niña un beso volado, y
ella pagó en seguida el envío.



VIII


Doña Aurora acostumbraba llevarle á su hijo el chocolate á la cama,
porque, chapada á la antigua en muchas cosas, estábalo también en
madrugar. Era un momento delicioso para la mamá chocha aquel del
chocolate.

El rapaz, como ella le llamaba, tenía al despertarse ese regocijo sin
causa, propio de los años primaverales, en que parece que cada día nuevo
sale de manos del tiempo dorado y lindo, esmaltado de dichas, y en que
el peso de recuerdos dolorosos no sujeta aún las alas vibradoras de la
esperanza. Rogelio, que por las tardes padecía á veces un abatimiento
nervioso, por las mañanas era un pájaro en lo vivo y juguetón. Hasta su
charla se parecía al gorjeo de las aves cuando amanece y de los niños
cuando abren los ojos. Sentada su madre á la cabecera, después de haber
apartado las prendas de ropa esparcidas y los libros desparramados aquí
y acullá, sostenía la bandeja para que no se volcase la jícara, donde el
muchacho mojaba los rubios buñuelos, mientras esperaba turno un vaso de
purísima leche. ¡Y qué de sudores y fatigas le costaba á doña Aurora el
tal vasito! Ya podía ella dar quince y raya á todos los químicos del
gabinete municipal: sin análisis, ni instrumentos, ni pamplinas, á
simple vista, por el color y el olor, conocía los grados y cualidades de
la leche toda que se expende en Madrid. ¡Como que sus esperanzas de ver
engordar á Rogelio las cifraba en aquel vasito de leche bebido antes de
clase, y en el bisteque engullido al salir de ella!

A la hora del chocolate era cuando se comentaban todos los sucesos de la
víspera, las graciosas reyertas de Nuño Rasura y Laín Calvo, los
chistes estudiantiles, el último crimen, el fuego de anoche, junto con
los menudísimos acontecimientos de aquel hogar realmente tranquilo (como
lo son tantos en la corte, á despecho de la superstición provinciana que
considera á Madrid un torbellino ó vértigo perenne). Lo primerito que
hizo Rogelio, la mañana que siguió al día en que vino á pretender la
gallega, fué preguntar á su madre, con mal disfrazado interés:

--¿Qué tal? ¿Qué te han dicho sobre la cándida doncella... de labor?

Nada tenía la pregunta de importuna ni de extraña; sin embargo doña
Aurora se quedó algo cohibida, fluctuando entre referir puntualmente lo
averiguado ó callárselo. No; lo más prudente sería esto último. Se
trataba de cosas graves, y si Rogelio no guardaba toda la discreción
necesaria... Era preciso irse con tiento.

--Mira, ratiño, en primer lugar tengo que advertirte que he despachado á
la Pepa.

--¿Hola? ¿Caen aquí los ministerios sin que me entere yo?

--Verás. Andaba muy engreída, muy respondona. Le planté la cuenta en la
mano. Todo les aguanto menos que repliquen. Supongo que había novio por
medio, que si no... La verdad: estoy harta de estas criadas de Madrid
tan remontadas y tan insufribles con ese salero y ese desgarro. Prefiero
una chica humilde, bien mandadita. Con una buena palabra me compran; no
lo puedo remediar. Si vieses la tal Pepa, qué modos y qué remangos.
Hecha un conejo de monte. ¡Ay! me parece mentira que se fué.

--_Mater_, basta ya de prolegónemos--exclamó el chico ensopando en la
leche la lengüeta de un bizcocho.--Todo esto viene á parar en que tomas
á la misteriosa enlutada. Te entró por el ojito derecho, y caá uno tiene
sus debilidaes.

--No seas bobo. Lo que quiero es que el servicio ande corriente. Esa
muchacha merece interés. Cuando yo lo digo...

¡Ay! propósitos de reserva, programas de discreción, temedle como al
fuego á estas reticencias involuntarias, que abren de par en par la
puerta á las confidencias absolutas. La señora quería callar: pero
¿quién calla después de soltar prenda? Ni la hubiese dejado vivir
Rogelio. Además, doña Aurora, en el fondo, también deseaba relatar su
triunfo, decir cómo había vencido á aquella pinturera farsantona de Rita
Pardo. Tan dulce desahogo era el precio de la victoria. Hay un placer,
cuyo origen no se define, pero á cuyo atractivo cede casi todo el mundo,
en referir esos dramas hondos de la vida humana, que de rechazo nos
tocan á todos, que tienen el don de interesarnos porque despiertan
nuestros sentimientos de compasión y justicia, y al par nos ponen frente
á graves problemas, sin obligarnos á resolverlos, sino sólo á
considerarlos como consideramos en el teatro el argumento de una
tragedia engendradora de terror y piedad. Rogelio, con el codo puesto en
la almohada y los ojos muy abiertos, atendía afanosamente á la
narración novelesca de su madre.

--Ya ves--advirtió ésta al concluir su historia--que á la pobre hay que
tratarla con ciertos miramientos. Ella, dada su situación, no ha podido
portarse mejor. Desinteresada como pocas, y aparte de eso religiosa y
formal. Por lo que he sacado en limpio, ella se cree una hija de
maldición, que anda cargada con los pecados de sus padres, y se
abochorna de que allá la vean y recuerden lo ocurrido. Hay que proceder
con mucho tino en como se le habla. Del padre no se puede ni indicar
tanto así... Pues de la madre, aun menos... porque la muy picarona vive
aún, y anda por esos mundos de Dios corriéndola...

--Vamos...--respondió Rogelio recobrando su buen humor--resulta que á la
niña la miraremos como si fuese un hongo. Si alguna vez se trata de
papás y de mamás, la diré: «Ya sé que V. no los tuvo nunca». ¿Te parece
bien?

--¡Chiquillo, no me seas rematado! Cómete ese bizcochito más. Lo que
quiero decir es que no le des bromas pesadas. Esas personas así, que
sufrieron grandes desgracias, son más sentidas; se sobresaltan por
cualquier cosa. ¡Yo desearía tenerla contenta!... En este Madrid y en el
servicio que ofrece, coger una chica virtuosa y de tan buen avío, créeme
que es una ganga. ¡Hay cada sargentona y cada lercha!

--¿Te parece que compre un ramito de flores para ofrecérselo
galantemente cuando penetre en nuestra mansión?--preguntó el
estudiante. Su madre le descargó un bofetoncito muy tierno, agregando:

--Lo que voy á comprar yo es un aguamanil y otras cosillas, porque
aquella desencuadernada de Pepa me dejó el cuarto hecho una leonera, y
esta muchacha tan aseada no va á encontrar ni donde lavarse las manos.
Aguamanil, jabón, una mesita de noche... y un ruedo limpio para que con
ese frío no salte de la cama sobre las baldosas, que están como la pura
nieve. Mejor que un ruedo será un pedazo de alfombrita de moqueta: ¡la
hay tan barata! Le voy á comprar también paño gordo para una chaquetita:
me parece que no tiene abrigo: á cuerpo venía ayer... No sé cómo estará
de ropa blanca. Siento haberle dado á la Pepa, no hará quince días, tres
camisas preciosas.

--¡Bah! Con encargarle á París un _trusó_ como el de la señora de
Cánovas, por ejemplo... Diez docenas de elegantes peinadores y cuatro
mil pares de medias de seda... ¿Bastará?

Doña Aurora salió temprano y volvió antes de las doce con sus
adquisiciones hechas. Se complació en ver barridito el cuarto y
colocados en su sitio el palanganero y la alfombra. Puso toallas limpias
y sacó una colcha blanca de muletón, á fin de que la cama de hierro
pareciese más cuca. Dió una vuelta, y al entrar de nuevo en el cuartucho
no pudo menos de reirse á carcajadas. En un vaso de cristal azul lucía
un ramillete de á dos cuartos: Rogelio, escondido detrás de la puerta,
acechaba el efecto.

--¿Qué tal este timo? ¿Eh? ¡Ya tenemos _buqué_, caray, carapuche! como
dice Laín Calvo. Es de gardenias: me cuesta diez duros. ¿Voy por alguna
begonia? Haría muy bien un macizo al lado del aguamanil. Escribiremos la
crónica después: «La alcoba se había transformado, al toque de la
varilla de un hada, en frondoso jardín de invierno...»

Esclavitud fué recibida tan pronto como se presentó, á eso de la una:
pero quiso ir á despedirse de las señoritas de Romera. No se instaló en
su nueva casa hasta por la tarde, trayendo consigo un mozo de cordel,
portador de uno de esos baúles gallegos forrados de piel de buey, que
tienen cantoneras de hojadelata. Pesaba tan poco, que al llegar al pié
de la escalera la muchacha se lo cargó á hombros y lo subió ella misma.
En aquel baúl casi vacío traía todo lo que le tocara por herencia del
abad de Vimieiro.



IX


Los primeros días estuvo como gallina en corral ajeno. Realmente, fuese
debido á sus antecedentes históricos ó á la extraña enfermedad
nostálgica que padecía desde su llegada á Madrid, la chica aparecía
desmejorada y en un estado de caimiento que, si no la impedía trabajar
con asiduidad y hasta con ardor, la quitaba esa valentía que hace
insensible el trabajo. Su demacración era evidente, y aunque por las
esbeltas proporciones del talle y por ciertos rasgos de su cara se
revelaba muy joven, por el carácter, el estado de ánimo, la severidad de
su continente, cualquiera podía calcularle la edad en veintiocho ó
treinta.

Es de advertir que esta especie de murria y desaliento no le impedía
cumplir estrictamente su obligación. Al contrario, Esclavitud realizaba
el tipo de la criada modelo. Levantábase muy temprano, casi con
estrellas, y antes de que la cocinera hubiese soñado en encender la
lumbre, ya estaba ella arreglando todas las menudencias concernientes al
desayuno de los amos. Desde el primer día se reservó la preparación de
chocolates, y los hacía con esmero clerical. El secreto, que ya va
perdiéndose, del tiempo, hervores y batiduras indispensables para que
una solución de cacao salga aromática, ligada y substanciosa, lo poseía
tan á fondo Esclavitud, que doña Aurora juraba no haber probado en su
vida chocolate por el estilo. En barrer tampoco se quedaba atrás. Con el
pañuelo atado á la curra y las sayas recogidas, pero sin gran alboroto
ni mucho trasteo de muebles, barriendo manso, por decirlo así, nadie
sería capaz de descubrir un átomo de polvo en los lugares por donde
había pasado aquella inteligente escoba. El no sacudir con exceso, ni
aporrear demasiado con los zorros, molestando á todo bicho viviente so
pretexto de limpiar, era un mérito más á los ojos de doña Aurora,
enemiga de la gente arrebatada y brusca. Pero donde la fámula nueva
descollaba era en el repaso. Veíase que estaba menos acostumbrada á
trabajos de fogón y á trajines caseros que á la labor sedentaria, en
silla baja, junto á una ventanita. En dos horas despabilaba el canasto
de ropa, y eran de admirar sus invisibles zurcidos, sus mañosas piezas,
sus indestructibles presillas y sus firmes botones. Doña Aurora decía á
las amigas:

--Hoy no recelo yo echar á diario la ropa buena. Con esta Esclavitud, ni
una puntilla descosida, ni un bordado roto. Es una delicia verla con la
aguja en la mano.

Pero al mismo tiempo, el carácter expansivo de doña Aurora no podía
sufrir aquella reservada melancolía de la muchacha. Mientras más
contenta estaba de su servicio, más desearía verla andar con ese aire
ligero que revela alegre conformidad con la suerte que nos toca y la
ocupación que desempeñamos. ¡Tantas consideraciones con la dichosa
chica, y ella siempre enfurruñada y cavilosa! La señora de Pardiñas
tenía en su bondad un elemento de egoismo, retoño natural de aquella
bondad propia: al hacer un beneficio, deseaba cobrarse en el espectáculo
de la felicidad ajena; y este gusto la dominaba tanto, que para vivir
tranquila y satisfecha, necesitaba persuadirse de que lo estaban todos á
su alrededor. En su determinación de admitir á Esclavitud, habían
influido dos móviles: primero, llevar la contraria á aquella antipática
de Rita Pardo: segundo, contentar á una chica de tan agradable aspecto
como Esclavitud, desempeñando en cierto modo papel de Providencia y
reconciliándola con el destino, para ella funesto é implacable desde la
hora de nacer. Y este segundo generoso propósito se le malograba, porque
la chica no quería levantar cabeza ni abrir el alma á la buena suerte.

Un día hasta notó doña Aurora que su doncella apenas probaba alimento,
obstinándose al mismo tiempo en continuar el trabajo y en responder que
«no tenía nada». La señora poseía un carácter franco, impetuoso y
directo, de los que no abundan en el país galaico: daba salida inmediata
á sus impresiones, y si no pudiese hacerlo, creería tener una pera de
ahogo encajada en el gaznate. Sin detenerse más, acorraló á la muchacha
junto á una ventana, sitio claro donde la sombra del pañuelo de seda
negra no podía encubrir el estado de los ojos y el movimiento de la
fisonomía.

--Hija, ¿qué te pasa?--la preguntó maternalmente á boca de
jarro.--¿Tienes algún disgusto? ¿Estás enferma? ¿No te sienta la comida?
¿Te falta alguna cosa?

La muchacha se encendió, cosa que le sucedía en toda clase de emociones,
y respondió bajito:

--No, señora, ¿qué me ha de faltar? Dios se lo pague.

--Pero vamos á ver, ¿es que tampoco aquí estás contenta? ¿Te tratamos
mal? ¿La compañera no se porta como debe? ¿Necesitas más ropa de
abrigo?

Como la muchacha guardase silencio, diciendo que _no_ con la cabeza,
dulce y obstinadamente, insistió la señora:

--Harás muy mal, te lo aviso, si te quedas con el embuchado dentro. Peor
para ti si eres mema. Pudiendo estar á gusto no entiendo á qué vienen
estos silencios y estas tonterías. A mí me agrada ver alrededor caras de
Pascua. El gesto compungido, y más cuando no hay motivo ninguno, se me
sienta en la boca del estómago.

Esto lo articuló ya con enfado, viendo el tenaz mutismo de Esclavitud.
Al mismo tiempo discurría para sí: «La muchacha tiene las buenas
cualidades de nuestro país, pero no le faltan los defectos. Es humilde,
modosa y callada, pero también es algo zorrita, y no hay modo de saber
lo que piensa ni lo que le pasa. Las chulapas de por aquí son unas
caridelanteras y unas raídas, pero al menos son toros claros: al pan,
pan, y al vino, vino; esto sí, esto no. Para un genio como el mío...»

En estos pensamientos estaba, cuando sonó la campanilla, y se oyó en el
recibimiento la voz de Rogelio que volvía de clase. Instantáneamente las
mejillas de Esclavitud se encendieron todavía más é hizo un movimiento
instintivo, como intentando huir y esconderse.--«¡Ta, ta!»--discurrió la
señora, iluminada por un rayo de sagacidad repentina.--«Ya había yo
notado que el rapaz tenía con esta chica no sé qué. La habla tan
secamente, cosa rara en él... ¡Vamos! la pobre está así amohinada,
porque conoce que no le ha caído en gracia al chiquillo. Es preciso que
yo arregle este cotarro; se ve que Esclavitud peca de susceptible, y
cuando imagina que la miran mal...»--Insistió entonces en alta
voz.--«Hija, pues mira que si estás á disgusto...»

--Yo no estoy á disgusto, no, señora--contestó Esclavitud con respeto y
no sin firmeza.--Como los demás no estén á disgusto conmigo... Yo estoy
perfectamente, lástima fuera. Pero otros...

--¿De dónde sacas eso?--replicó la señora mirándola fijamente.--¿Te he
regañado desde que entraste?

--No, señora. V. es muy buena. Si yo no me quejo de nadie--repuso la
chica.--Sólo tengo recelo, así, vamos... de no dar gusto. No dando gusto
más quiero no estar. Para no dar gusto aún vale más meterse... en el
infierno que sea, señora.

--Calla, calla, boba--gruñó su ama.--Ya se ve que das gusto. A tu
repaso. Como me vuelvas á salir con pasmarotadas..., verás.

En cuanto pudo hacerlo todo lo sigilosamente que el caso requería, doña
Aurora llamó á capítulo á su hijo.--«Te aseguro que el intringulis de
esas murrias de Esclavitud es la cara que tú le pones... A Fausta le
hablas de distinto modo... no lo notas tú mismo...; pero con Fausta
armas siempre gresca y broma, y la otra, como te ve serio, claro,
imagina que estás torcido con ella, y que no te da gusto, como ella
dice... Te aseguro que la infeliz anda decaidísima, y que es capaz de
enfermarse muy de veras. Son una tecla estas muchachas nerviosas. Y
aparte de eso, como median los antecedentes de su... del cura, ¿eh? cada
vez está la chica más sensible... Palabra, que me da lástima. Yo que tú
le hablaría... así... con más afecto.»

El estudiante oía las palabras de su mamá, pero con el rostro vuelto
hacia un cuadro, que parecía llamarle mucho la atención. Cuando tuvo que
responder lo metió á barullo.--«Nada, que de esta noche no pasa...:
compro una mandolina y le doy serenata á esa madamisela. Le voy á traer
más flores y me pondré á ver si le hago unos versos del género de los de
mi amigo Anastasio Cardona, con cada ripio así. La llamaré ninfa
acuática y vago ensueño del poeta. Ya verás, ya verás... Ajustaremos
paces la ilustre fregona y yo.»

En el fondo del corazón, Rogelio se sentía extraordinariamente
envanecido y halagado por la queja de Esclavitud. Cuando tan á lo vivo
la llegaran su secura y despego, era que la muchacha no le tenía por
chiquillo, ó como ella decía, por rapaz. ¿Se apura ni se formaliza nadie
por lo que dice ó hace un niño? Indudablemente le juzgaba todo un
hombre, y hombre de cuyas acciones dependía el estado de su espíritu:
tan á pecho las tomaba, que se resentían de ellas su humor y hasta su
salud. En este pensamiento se deleitó Rogelio largo rato. Con todo,
durante el almuerzo, á pesar de dos ó tres señas de su madre, no cambió
de actitud respecto á la doncella. Sin saber por qué, le causaba
empacho realizar la mutación delante de doña Aurora. Lo que hizo fué
observar á hurtadillas á Esclavitud, la cual--sin duda por efecto de la
excitación de su fantasía--le pareció muy demacrada, muy descolorida y
más lánguida que un sauce. Al convencerse de esto, su noble alma juvenil
se inundó de piedad; pero su orgullo, juvenil también, se estremeció
dulcemente. «Pues por mí está de ese modo. Casi parece que me tiene
miedo, según la precaución respetuosa con que me sirve...»

Acababa de retirarse á su aposento el estudiante para lavarse las manos,
cuando tocaron ligeramente á la puerta, y á la voz de «pasen» entró
Esclavitud, llevando en una batea de mimbres hasta media docena de
camisas planchadas. Por efecto de la carga, que la obligaba á levantar
los brazos, la muchacha lucía su fino talle y su andar compasado y
armonioso. Iba á dejar sobre la cama las camisas y retirarse
silenciosamente, á tiempo que Rogelio, llegándose á ella y amenazándola
con la mano, exclamó:

--Vamos á ver como están de planchaditos esos puños. ¡Si les encuentro
un solo candil!

Al oir la voz del señorito, Esclavitud se había sobresaltado,
figurándose en el primer instante que la regañaban de veras; pero al
levantar los ojos y fijarlos en la cara de Rogelio, comprendió que se
trataba de una broma. Radió en su mirada tan sincera alegría; se dilató
tan visiblemente su pecho; se esponjó de tal modo, en fin, que las
excelentes entrañas del estudiante se conmovieron otra vez gratamente,
y para disimular aquella emoción recargó la broma.

--¿Es justo que ande yo hecho un cesante, y que mis camisas parezcan la
cara del apreciable señor Don Prudencio Rojas, alias _Fantoche del
Derecho_? A ver: alce V. ese níveo cendal y enséñeme esas íntimas
prendas de vestir. Si mis togas pretextas descubren las rayas de la
senectud..., huya V. adonde no la alcance mi cólera vengadora.

En el rostro de Esclavitud, cada vez más regocijado, brillaba, al
levantar el paño, cierta cariñosa malicia.

--A ver, señorito, á ver qué chata tiene que ponerles á estas pecheras.
Ni el Rey las gasta más ricas.

--El Rey lo que gasta son baberos: no confundamos. ¡Enséñeme ese
prodigio!

En efecto, estaban primorosamente planchadas, tan bruñidas y tersas, que
fuera gollería pedir más.

--Bien; por esta vez le perdono á V. la vida. ¡Pero guay si acierta V. á
descuidarse en el cumplimiento de tan sagrado deber!

--No señor, no señor. Vendrán cada día más blancas. Lo mismo que
palomas.

--Dígnese V. decírmelo en gallego. Voy á dedicarme al estudio de ese
idioma, porque en el griego y en el sanscrito ya estoy tan fuerte que
les echo la pata á los profesores. ¿Cómo se dice _paloma_ en gallego?

--¿Y es de allá y no lo sabe? ¡Vaya qué ser! Se dice _pomba_ y también
se dice _suriña_.

--¡Ay! ¡Eso de _suriña_, qué bonito es! Desde mañana lección de idiomas
clásicos: V. será mi maestra. «Mademoiselle Suriña, profesora á
domicilio». Pondremos un cartelito en el balcón y un anuncio en _El
Imparcial_. Suriña, quite V. de ahí las camisas, que estorban. Guárdelas
V. en el armario. ¡Eso!

--¡Ay, señorito, qué revuelto tiene el armario!--exclamó la muchacha
apenas lo abrió.

--Pues á arreglarlo, Suriña. El arreglo de armarios forma parte de la
lección de idiomas.



X


Ello sería... ó no sería; pero no se puede negar que, después de
firmadas las paces con Rogelio, el aspecto exterior de Esclavitud empezó
á modificarse completamente. Sus ojos se reanimaron, sus mejillas
florecieron, su voz perdió aquel tono dolorido, su conversación fué más
expansiva; y sin alterar en nada sus ocupaciones, varió tanto su manera
de desempeñarlas, que si antes parecía víctima resignada del deber, y su
silueta tenía algo de aflictivo al proyectarse sobre las paredes de la
casa, ahora su ir y venir, su resuelta actividad, la llenaban y
regocijaban toda.

Doña Aurora no cesaba de felicitarse por este cambio. «¡Alabado sea
Dios! Así me gustan á mí las caras, así. No puedo tragar á la gente que
anda tristota y rostrituerta sin por qué ni para qué. ¿Lo ves, rapaz?
Pues era por causa tuya, ni más ni menos. Ahora que la tratas
campechanamente, mira cómo es otra.»

Y tanto como era otra. Hasta su físico había sufrido halagüeña
metamorfosis. En señal de contento ó por otra causa que ignoramos,
habíase quitado el pañuelo negro de la cabeza, dejándolo caer
negligentemente sobre el cuello, cuya blancura extraordinaria realzaba
el contraste con la negra seda. Su cutis era ahora el cutis de las
gallegas jóvenes, una tez fresca que parece conservar el brillo de la
humedad del suelo nativo, y afrenta, con las nacaradas tintas de las
mejillas, la enfermiza palidez de las hijas de Madrid. Sus interesantes
ojos verdes, con reflejos amarillentos, acentuaban el carácter
primaveral y tierno de la hermosura de Esclavitud, asemejando su faz á
un valle regado por dos cristalinos arroyos. Pero el adorno que
verdaderamente agraciaba á la muchacha era su cabellera rubia, de un
rubio algo tostado, con reflejos de oro que rielaban en lo más saliente
de las simétricas ondulaciones ó conchas que fluían á uno y otro lado de
la raya, como orla magnífica de la estrecha frente y la delicada sien.
La rica mata colgaba partida en dos trenzas, ó se retorcía en rodete
copioso; y si por la mañana aparecía lisa y hasta charolada por la mucha
agua, único afeite de tocador que usaba Esclavitud, al ir corriendo el
día y el trajín doméstico, se rebelaba, y fosca y suave á la vez,
formaba al rostro un nimbo, parecido al de las santas de los retablos
viejos. Y es que el tipo de Esclavitud, con aquel peinado sencillo y
aldeano, recordaba las creaciones de la iconografía mística, ya en las
tablas flamencas, ya en las primitivas pinturas italianas, á lo cual
contribuía su aire modesto, sus ojos bajos, aquel olor á incienso y á
sacristía que notaba Rita Pardo en ella. Cuando miraba de frente,
sonriendo, se notaba la fisonomía de la campesina bajo el anguloso
diseño de la virgen.

Todas estas perfecciones y gracias, con otras más cuyo inventario
suprimo, las avizoró al través de sus espejuelos, y las reconoció y
comentó y puso en las nubes el discreto ochentón á quien Rogelio llamaba
_Nuño Rasura_, y nosotros con más respeto nombramos Don Gaspar. Ni
aguardó para entonar el panegírico á que se verificase la transformación
de la muchacha, sino que desde el primer día que ésta le abrió la
puerta, empezó el gallardo viejo á babarse y amartelarse, dando jaqueca
á los contertulios con sus elogios inmoderados, sus involuntarios
madrigales, sus niñerías, y, para decirlo en frase del Fiscal, «sus
golpes de archimemo».

--Vea V., vea V.--repetía el señor de Febrero levantando la hermosa
testa orleánica, atusándose delicadamente los rizos de la peluca ó
sobando el cojín de terciopelo de su muleta,--qué buen tino ha
demostrado mi excelente amiguita doña Aurora, al elegir esta sirviente
única dentro de su clase. En primer lugar, tan útil, tan precavida, tan
laboriosa como parece. En segundo, con ese aire de honestidad y de
recato. ¡Ah! Para mí, mérito grandísimo, ahora que se han perdido los
buenos modales, y en la sociedad pululan las sargentonas y los
marimachos. Allá en otros tiempos ¿se acuerda el amigo Candás? eran
todas así: nada de estos descaros de hoy día.

--Sí, sí; por fuera mucho compás...--respondía el empecatado Don
Nicanor, requiriendo la trompetilla.--Unas santinas de alfeñique. Y por
dentro..., vamos, que ya se desquitaban. ¡Carapuche si se desquitaban!
Como ya se me cayeron los segundos dientes..., no me fío de carinas de
Virgen.

--¡Ay, que el amigo Candás se nos va por los cerros de la malicia! Eso
sera allá en Asturias, en su tierra de V. Por la nuestra, no: ¿verdad,
doña Aurora? Y confesémoslo, señores: en la mujer, así como el descoco y
la tunantería repelen, este modo tan decente de presentarse, este aire
tan modesto, abren más el apetito.

Aquí la señora de Pardiñas estuvo á punto de soltar el trapo á reir,
porque Rogelio, desde su rincón, oyendo hablar de apetito, hizo una
morisqueta y un guiño de pilluelo para subrayar aquellas lozanías del
decano.

A los pocos días, la benévola admiración del señor de Febrero se
convirtió en desatada curiosidad, comezón invencible de saber todo lo
concerniente á «nuestra paisanita».

--¿De dónde la ha sacado V., vamos á ver?--preguntaba á la señora de
Pardiñas, más con el centellear de los entornados y expresivos ojos
tras los vidrios de los espejuelos, que con la voz.

--Me la recomendaron las de Romera, á quien V. debe de conocer.

--¡Aaaaah! ¡Mucho, mucho! ¡Romera, Romera! Sí, Romera.--Y ajustó los
vidrios sobre la correctísima nariz.--Pero las amiguitas
Romera--prosiguió con la insistencia del juez que abre una información y
la machaquería del viejo que quiere enterarse--¿la han traído de
Galicia? Porque, si no me engaño, no estuvieron allá nunca. ¿La familia
de esta chica es gallega?

--Gallega, sí, señor--afirmó evasivamente doña Aurora.

--Será una familia decentita, ¿eh?--prosiguió el impertérrito _Nuño
Rasura_.--Porque á eso me huele..., y yo tengo de aquí--añadió señalando
á aquella escultural facción de su cara.--Ella, hablar, habla bien: sólo
algún modismo... El aire es fino, adamado. ¿Conque familia decente?

--Decente, sí tal--tuvo que responder la señora, de dientes afuera.

--¿Pero artesanos? ¿Propietarios? ¿Empleaditos?

--No señor... Sobrina... (la voz de doña Aurora se atascó unas miajas)
de un cura de aldea.

--¡Toma, toma, toma!...--articuló el decano enfáticamente.--¡Ya decía
yo! ¡Sobrinita de un sacerdote! _Boccato di cardinale_: son unas
muchachas muy religiosas, divinamente criadas... y de un orden á toda
prueba. ¡Toma, toma!

La señora intentó echar la conversación por otro lado; pero nada es
comparable al antojo de un niño, sino el capricho de un viejo. Don
Gaspar acariciaba su muleta dándole vueltas, y al fin, sin poder
reprimirse, indicó:

--¿Sabe V., amiguita Aurora, que, si así puede decirse, no le he visto
bien la cara á esa muchacha? La antesala está un poco obscura. Y tengo
curiosidad de convencerme de si en efecto se parece á una señorita de
Vivero, preciosa por más señas, á quien le llamábamos los muchachos la
Magdalenita..., allá el año de 34 ó 35. Si V. la mandase traer un vaso
de agua... ó cosa así... con disimulo.

El guiño malicioso que trocaban madre é hijo fué interceptado al vuelo
por Laín Calvo, quien exclamó haciendo cómicos aspavientos y renunciando
momentáneamente al ejercicio de la sordera:

--¡Caray, doña Aurorina del alma! No llame á esa ninfa, no, que será V.
responsable de la pérdida del amigo señor Febrero. En la edad de Don
Gaspar, las pasiones hacen estragos, Prudencia, Don Gasparín, mire que
hay cielo. ¿Refregarles por los hocicos las niñas bonitas á los
calaveras? Es un pecado, home.

Cuando entró Esclavitud llamada con un pretexto cualquiera, nadie podía
contener la risa, lo cual azoró un tanto á la muchacha, que no sabiendo
de qué se trataba allí, se puso muy sofocada y por consiguiente más
linda, con aquel encanto especial suyo, que procedía de un aire casto y
humilde, bajo el cual se traslucía una firmeza rayando en apasionada
obstinación. El señor de Febrero se la comía con los ojos. ¡Viejecito
más chiflado! Tan pronto como Esclavitud pudo escurrirse, Laín Calvo
secreteó á la señora de Pardiñas:

--Ay, ay...: la niñina será un tesoro..., pero á mí...--y se tocaba la
nuez--aquí se me pone y de aquí no me pasa. Estas que todas se arrebatan
cuando las mira uno, me escaman muchísimo. ¡Doña Aurora, ojo...,
cuidado!

--No sé de dónde saca V. eso, señor de Candás--protestó la señora con
enojo, herida en su gran simpatía por la muchacha.

--Estas así, que parece que no rompen un plato, son de la misma
rabadilla de Lucifer--alegó el maligno asturiano.--Venden modestia, y
dan terquedad; venden inocencia, y dan más truchimanería que el que la
inventó. No se fíe, amiguina. Estas son de aquellas que dicen: «¡Ay
Jesús! No me pidas el brazo que me escandalizo. Pero si te lo tomas...
¿cómo ha de ser? tendremos paciencia.»

--Señor Candás, hay ciertas indicaciones que se pueden calificar de
viperinas--protestó frenético Nuño Rasura, pegando con la muleta en el
suelo.--Cuando está en juego la honra del sexo hermoso, toda cautela es
poca, y conviene ver por dónde se anda y lo que se dice y á quién se
toma en boca, señores.

--Ya, ya--replicó el Fiscal, agarrándose á la sordera.--Ya entiendo que
á V. también le dan en qué pensar estos tipos así. No en balde hemos
vivido añitos, y se nos ha caído la segunda dentición y los pelos de la
cabeza. Doña Aurora: diga, y ¿por qué vino á dar aquí esta princesa
errante? ¿Algún Eneas de allá que la plantó? Huéleme á historia.

--No señor--declaró la señora de Pardiñas.--No se eche V. á pensar mal,
que no acertará. Por muerte de... de su tío, tuvo que ponerse á
servir...

--¿Desde cuándo?

--Pues hará medio año... poco más ó menos.

--¿Y ya ha corrido dos casas? ¡Malorum... malorum!

--¡Qué malorum! Nada de eso. La yerra V., Don Nicanor. Le entró á la
infeliz una especie de nostalgia, de esa que suele atacarnos á los
gallegos cuando salimos por primera vez de nuestra tierra..., y, al
menos, quiso servir con gente de allá. Como Vds. los asturianos son unos
descastados, no comprenden esto. Pregúntele V. á las de Romera si tienen
queja de la muchacha; que de allí se vino para esta casa muy de Vds.

--¡Uy, uy! ¿eh? ¡Con que nostalgia! Romanticismos y dengues, ¡carapuche!
Ahora sí que digo yo que á esta princesina la tendrá V. que llevar tila
para los nervios todas las mañanas. No se le ocurre ni al diaño. En
estando bien comida y bien tratada, no sé qué caray le importaba la
nacionalidad de los amos con quien servía, home.

--Está V. equivocado--contestó airadamente el señor de Febrero.--Esta
enfermedad, que se conoce por _morriña_ ó mal del país, es terrible en
mis paisanos, señor de Candás, y alguno conocí á quien le llevó á la
hoya. No se ría V., que esto lo saben allá hasta los gatos; y si V. no
lo sabe, apréndalo. A veces, con evocar un recuerdo del país, se cura.
¿Ignora V. lo que ocurrió con el quinto, enfermo en el Hospital de la
Habana? Pues estaba el pobre hombre á punto de liárselas, y ¿con qué
dirá V. que sanó, pero en seguidita? Pues con tocarle la muiñeira en la
gaita de su país. Así, así; con la muiñeira.

--Home..., no fastidie, por el Santísimo Cristo se lo imploro. Estaría
ese quinto más borracho que un templo. Jumera pura. Ya le curaría yo con
solfa de varas de avellano.

--Mi Don Nicanor, con V. no se puede. Niega V. lo que los demás hemos
visto... Más vale hacerse como V., el sordo. Doña Aurora, si la
paisanita esa no le conviene á V..., yo, por una servidora así...

--¡Aquí de Dios! Que este home quiere robar á la bella Elena que V. ha
descubierto. Atentado contra la moral pública. Diga que no, doña Aurora;
mire que es cosa grave.

--Ya se ve que diré que no. Por la cuenta que me tiene. Estoy muy bien
servida con Esclavitud para deshacerme de ella.

Rogelio había oído en silencio la discusión de Nuño Rasura y Laín Calvo.
El se inclinaba hacia las indulgentes apreciaciones de su madre y del
ex-presidente de sala: con todo, á veces le entraban impulsos de creer
que el maldito asturiano calaba más y conocía mejor la vida. Por una
ilusión frecuente en los que carecen de experiencia, la malignidad y el
pesimismo le parecían la última palabra del saber humano. Aquella
disposición suya á pensar bien, debía, en su concepto, originarse de lo
poco que había vivido. «A mí cualquiera me mete el dedo en la
boca»--deducía.--«Soy un chiquillo, y no me da la gana de seguir
siéndolo.»



XI


Cruzaba Esclavitud el pasillo, y oyó la voz de su señorito llamándola.

--¡Esclavita!

--Voy.

--Acude pronto... Tu intervención habrá de resolver un pavoroso
conflicto.

La muchacha entró, y vió al estudiante de pié, en mangas de camisa, con
el chaleco en una mano, y la otra muy apretada, lo mismo que si
encerrase en ella algún tesoro.

--Ahora mismo, con la velocidad del rayo, acaba de saltarse de mi cuello
este botón de precioso nácar... ¿Puedes adherirlo otra vez á su base sin
atravesar mi garganta con el frío acero?

Sonrió Esclavitud, y registrándose el bolsillo, sacó alfiletero,
carrete, dedal: este último era perforado por arriba y abajo, como los
de las aldeanas. Se lo calzó rápidamente, y con igual presteza enhebró
la aguja, dió el nudo, y cogió entre el pulgar y el índice la rodajilla
de nácar. Arrancó el hilo que colgaba señalando el lugar del
desperfecto; aplicó el botón, é introdujo la aguja... Aquí dieron
principio las dificultades de la empresa. No era posible sacar la aguja
airosamente, sin pincharle al señorito la barba, todavía rasa y monda
cual la de una mujer. El fingía ayudar, y torcía la geta con mil
festivos remangos y mucho de «¡ay! ¡socorro..., que me parten la
carótida..., que me atraviesan la yugular..., que me practican la
arriesgada operación de la traqueotomía sin tener garrotillo!» y la
muchacha, risueña, pero sin perder el aplomo, sólo decía:--«Aparte un
poco..., cuidadito ahora..., vuélvase..., pronto acabo...» Por fin, con
ademán triunfante, dió alrededor del botón un sinnúmero de vueltas con
el hilo, formando el pié; remató...

--¡Hurra! Victoria. Abróchamelo.

Los deditos menudos, picados de la aguja, recorrieron la garganta del
estudiante, el cual despidió nuevos chillidos.

--¡Ay, ay, ay... Que me pelliiizcan!

Pero apenas estuvo abrochado el botón, murmuró como el que ruega para
obtener una cosa muy importante y ardua:

--Esclava... Dígnate ceñir á mi cuello este dogal.

La muchacha tomó la chalina de seda, y al rodearla al cuello del
señorito, se tropezaron las miradas de los dos. Mientras duraban las
otras operaciones no había sucedido semejante cosa, porque Rogelio
volvía la cabeza todo cuanto se lo permitían los accesos de risa que le
entraban: ahora sí tenía que suceder, pues Esclavitud levantaba el
rostro, y Rogelio, más alto, veía por fuerza, tan cerca que le mareaban,
las dos pupilas verdes sembradas de puntitos de oro, y la raya del pelo,
derecha, angosta y limpia, como surco que parte un campo de madura mies,
y la cóncava frente, tersa y suave, y las venitas azules de las sienes y
párpados. El aliento puro de la muchacha subía hasta la boca del
estudiante, causándole un principio de embriaguez, como si hubiesen
destapado una botella de oxígeno.

Fué asunto de un instante, pero instante en que por la intensidad de la
sensación, Rogelio creyó vivir un año. La infancia, con su ligereza de
mariposa, sus vagos horizontes de plata y azul, se quedó atrás; y la
golosa juventud, la de insaciables labios, surgió tendiéndolos con afán
á la copa eterna. La sangre de Rogelio, hasta entonces lenta, enfriada
por la clorosis, saltó en las venas con impetuoso hervor, y refluyendo
al corazón de golpe, volvió á derramarse encendida por el organismo. Un
velo rojo, el que nubla las pupilas del criminal en el momento decisivo,
cubrió también los ojos del estudiante, mientras le asaltaba la
tentación brutal y furiosa de cerrar los brazos, comerse á besos la
linda cabeza y deshacer á achuchones el cuerpo... La misma violencia
del deseo paralizó su acción, y como Esclavitud había terminado el
arreglo de la corbata, cuando Rogelio iba á ceder á la sugestión
culpable, la muchacha se desviaba ya, colocándose á distancia
conveniente para juzgar del efecto del lazo.

Fué como si se interrumpiese la comunicación del alambre con la pila.
Rogelio volvió en sí, tan sobrecogido de terror considerando lo que
había estado á punto de hacer, que sintió enfriársele las manos. «¡Qué
atrocidad, Dios mío!... ¡qué disgustazo para mi madre!»

La noción moral, que á otros se les inculca como necesidad racional y
deber ineludible, ó como religioso precepto, habíala recibido Rogelio
por el conducto del sentimiento, en su educación faldera y mimosa de
hijo único. Todas las ideas de decoro, de bondad, de rectitud, le
llegaban por ese camino indirecto, pero dulce. «¡Ay, qué pena tendría
yo, rapaz, si tú hicieses tal ó cual cosa! ¡Jesús, qué bochorno para mí
si cayeses en esta ó en aquella falta!» Así es que, sin darse cuenta de
ello, lo primero que Rogelio veía en sus actos era el efecto que podían
producir en el corazón de su madre; y ésta fué también su primer idea,
al disiparse el vértigo que le obscureciera la razón mientras tuvo tan
cerca á la muchacha. Cuando Esclavitud hubo salido del aposento, el
mismo recelo fué base de una honradísima resolución, la de evitar nuevas
ocasiones y peligros más inminentes todavía. Tales propósitos son
difíciles de sostener cuando se tiene el peligro en casa. A cada
momento Rogelio sentía renacer su antojo primerizo, y como bocanadas de
aire caliente, subírsele al cerebro los mismos vapores. En la mesa; al
encontrar á Esclavitud en el pasillo; cuando le traía á su cuarto luz,
recados ó ropa, no podía menos de devorarla con los ojos, detallando la
perfección de su talle gentil, el misterio de su cerrado y honesto
corpiño, la gracia de su ligero andar. Cuanto mayor y más vivo era su
anhelo, más atado se sentía en presencia de la muchacha. Delante de ella
le parecía imposible resolverse nunca á decirle nada que tuviese color
de requiebro formal; y en cambio, de noche, á solas, desvelado, dando
vueltas en la estrecha camita, juzgaba fáciles todas las empresas y
razonables todos los despropósitos, y hasta--¡extraña forma del capricho
apasionado!--creía tener una obligación, una especie de deber estricto
de realizar lo que por el día consideraba un atentado y un acto de
locura. «Después sí,--pensaba,--que nadie podrá llamarme chiquillo; y yo
mismo me convenceré plenamente de que no lo soy.» Esta disparatada idea
se desvanecía por la mañana, al traerle su madre el chocolate según
vieja y afectuosa costumbre. Al ver entrar á doña Aurora con su bata de
tartán y la bandeja en las manos; al saborear el primer bizcocho, el
chico mimado sentía todo el influjo de la ley moral imponiéndose con
fuerza apodíctica, y los principios desconocidos ó negados minutos
antes, se le presentaban claros, demostrativos, evidentes. «Darle una
pesadumbre á mamá, allá por fuera de casa, ya sería terrible, ya se me
ponen los pelos de punta con solo imaginarlo... Pero, en fin, siempre
resultaría más disculpable y más llevadero. Aquí mismo..., vaya..., es
cosa inaudita. Aunque ella no lo pescase, á mí se me figuraría que me lo
estaba leyendo en los ojos y hasta en el modo de respirar. Y lo
pescaría, lo pescaría; ¿pues quién lo duda? Es muy pilla mamá, así con
esas tracitas de bonachona. El dedo en la boca no se lo mete nadie. Me
conoce tan bien, que aún no he acabado yo de decir las cosas y ya las ha
guipado ella. Como que no le importa ni se ocupa de nada sino de mí.
Dios quiera que no tenga escama ya...»

Así, aquel culpable de pensamiento estudiaba con atención el rostro de
doña Aurora, temeroso de que alguna de sus miradas á Esclavitud le
delatase. A veces se comprometía por dar en el extremo opuesto,
afectando no mirar á la muchacha, evitando hasta el roce de su manga
cuando le servía á la mesa. Verdad que este mero roce le sacaba de
quicio, llegando á causarle una impresión dolorosa por lo intensa. Era
el suyo deseo exaltado de la primera edad, que no sabe aún ni reprimirse
ni abrirse camino hasta su objeto. Después de dos ó tres días de huir de
la Esclavitud, ideaba un pretexto para ir á sorprenderla en el cuchitril
donde planchaba y tenía las cestas del repaso; y una vez allí, no se le
ocurría más que sentarse en una silleta, y engañar su violento capricho
contemplando á la chica que, encendida y sudorosa, encorvado el brazo
derecho en arco rígido, hincaba con esfuerzo la plancha en las pecheras
ó los puños de las camisas. Cuando el ímpetu de abrazarla le acudía muy
fuerte, Rogelio se levantaba y refugiábase en su despachito. Allí
estaban, sobre el barnizado escritorio, los antipáticos libros de texto,
impresos en papel de estraza, con tipos gastados y turbios, y
despidiendo de sus mustias hojas y de su parda cubierta toda la secura
de la aridez, todo el humo del hastío. Nunca le habían caído en gracia á
Rogelio los tales librotes; pero ahora... Apenas intentaba abrirlos para
repasar una conferencia, una niebla de aburrimiento pertinaz se le subía
á la cabeza, y una especie de disolución moral se verificaba en su
espíritu, en el cual cierta voz rebelde murmuraba vagamente herejías
así: «Anda, hijo, déjate de pamplinas, reniega de esa ciencia oficial,
manida, huera, sin jugo. La realidad y la vida son otra cosa. Eso con
que pretenden alimentarte es un conjunto de vejeces, la cáscara de un
limón exprimido ya por la mano diez y nueve veces secular de la
Historia. Ha caducado cuanto estudias. Te quieren llenar el cerebro de
restos momificados, de trapos polvorientos y de antiguas telarañas. Te
quieren meter en la cabeza la vieja balumba jurídica, y que de un salto
te encuentres en la edad de tus tertulianos, Laín Calvo, Nuño Rasura y
el honrado _Fantoche_. Quieren que seas de palo como él. No, eres de
carne y hueso; eres hombre; la vida te llama, y la vida á tu edad, á
falta de un estudio que desarrolle la armonía de tus facultades, es...
Esclavitud».

A estas indeterminadas reflexiones aquí traducidas en lenguaje claro y
vulgar, el estudiante asentía bostezando, levantándose nerviosamente de
la silla, cogiendo del estantito una novela ó el último número del
_Madrid Cómico_, tumbándose sobre la cama, y tratando de distraer con
una lectura hambrienta sus febriles ansias.

No tenía el recurso del cigarro, porque pertenecía á esta generación
reciente que no fuma, y que llegará, si Dios no lo remedia, á desmayarse
con el olor del habano, ni más ni menos que las damas británicas.
Faltábale ese gran engañador de la impaciencia, ese gran consejero en
las horas malas, ese poderoso sedante, esa distracción la más espiritual
de cuantas puede ofrecer la materia. Un día pensó en ella mucho. «¿Qué
me sucedería si fumase? Por de pronto, marearme. Quién sabe si echar los
bofes... de fijo que sí. Luego, mamá conocería por el olor... No, peor
es el remedio que la enfermedad.»

Esta idea del cigarro, que le halagaba porque tenía algo de calaverada
varonil, trajo como de la mano otro expediente más fecundo en resultados
y hasta de realización gratísima y fácil. ¡No habérsele ocurrido antes,
cuando era tan sencillo, tan sencillo, y hasta tan natural y justo, y
sobre todo tan útil para alivio del malestar presente! «Pues si lo raro
es que yo no tenga ya una novia, señor. La tiene cada quisque: Benito
Díaz, una preciosa; Cardona otra por quien bebe los vientos... Siempre
me están diciendo que á qué aguardo para echarme la mía
correspondiente. Pues les sobra razón. Así se me quitarán estas
chifladuras y estos alborotos. Tomaremos novia, sí señor que la
tomaremos. El tener novia no es cosa mala, ni aunque mamá lo averigüe se
va por eso á disgustar. Un clavo saca otro clavo. Será la gran
distracción...»

Creada ya la plaza, faltaba saber en quién recaería la provisión del
empleo. Rogelio pasó revista con la memoria á todas las señoritas
conocidas suyas. Unas eran feas, otras tenían ya su arreglito; ésta
frisaba en los treinta; aquélla no salía de casa jamás; unas se
burlarían de él; otras le pedirían cosas muy difíciles en prueba de
cariño... Recordó que por una callejuela que desembocaba en la Ancha de
San Bernardo, vivían frente á su casa tres ó cuatro chicas, descendencia
de un empleado en el Ministerio de Ultramar. No eran malejas, en
especial la menor, una rubita pálida que, cara, pelo y ojos, todo lo
tenía de un color mismo, lo cual la favorecía, dándole cierto parecido
con la infanta Eulalia. Rogelio la miraba á veces, recibiendo pago
puntual de todas sus ojeadas sin que le quedasen debiendo ni una sola.
«La rubita me conviene....», pensó el estudiante. «Ni necesito moverme
del comedor...» En efecto: el mismo día que lo discurrió, á la hora del
almuerzo, apostóse detrás de los cristales, con las vidrieras á
cuchillo, y miró hacia los balcones del tercer piso de enfrente. Allí
estaba la rubia, vistiendo una mañanita de percal de lunares, toda
sucia y ajada; sobre la barandilla del balcón flotaban varias prendas de
ropa íntima, en más que mediano uso, puestas á secar, y encima de una
cómoda se veían frascos cubiertos de polvo, la jaula vacía de un
jilguero, trapos, una bota inservible.--Al fijarse en aquel interior
nada holandés, el plan de tomar novia que viviese allí se le frustró á
Rogelio. Permaneció apabullado diez minutos. «Buscaremos por otra parte.
Lo que es sin novia no me quedo yo; sólo faltaba...»



XII


La mañana de un domingo despertó á su hijo la señora de Pardiñas con la
intimación siguiente: «Hoy haremos visitas. No hay más remedio: estamos
en descubierto con todo el mundo. Es un escándalo. Ya he pedido el landó
al taller de Agustín: dice que á las dos en punto lo tendremos á la
puerta. ¡Ah!... ¿No sabes? Voy á ir, que si me miro al espejo, no me
conozco. La modista me trajo ayer el vestido de terciopelo negro
arreglado con pasamanería de azabache y puntillas; el sombrero igual
está listo. Con que tocan á sacar el fondo del baúl. Te pasarás por la
peluquería antes de almorzar: tienes el pelito muy largo».

Rogelio gruñó bastante, alegó dos ó tres ocupaciones indispensables
aquel día, pero todo en broma, porque bien veía á la señora de Pardiñas
resuelta á no acostarse sin haber ofrecido un gran holocausto en el
altar de la sociedad. A los dos menos cuarto, Rogelio estaba acabando de
abrocharse la primer fila de botones de su levita inglesa, delante del
armario de espejo. Por fortuna era domingo, y, en tal día, frente á la
Universidad es donde se puede estar seguro de no encontrar un estudiante
para un remedio; que si no, menuda sofoquina le esperaba cuando los
compañeros le viesen con aquel empaque, vestido de _caballero_, con
guantes y chisterómetro. Acostumbrado á la pañosa y al hongo, le parecía
en los primeros momentos, que ir de levita era así cómo salir de
máscara. Allí estaba la chistera, reluciente, flamante, sobre la mesa
del despacho, y los guantes también, y el junquillo, y el tarjetero de
piel de Rusia, y el pañuelo con rica inicial bordada. De todos estos
objetos se hizo cargo; ladeó el sombrero al colocarlo sobre la bien
aliñada cabeza, y empezaba á calzarse los guantes, con el mal humor
inherente á esta operación siempre enfadosa, cuando su madre entró.

--¡Jesús, máter admirábilis! Vienes hecha un brazo de mar. ¡Ole por las
buenas mozas, las mujeres principales y el trapío!

Lo que venía doña Aurora era muy atarugada con las galas que sólo en
ocasiones solemnísimas se determinaba á lucir. Que no la quitasen á ella
de su mantito arrebujado, de su traje de merino y de su gran abrigo de
pieles. Tanto embeleco era para condenarse. El peso del sombrero, con
sus lazos empingorotados, la obligaba á bajar la cabeza; los aceros de
la falda la ataban los muslos; en fin, ello no había más camino que
someterse á semejantes impertinencias, por lo menos dos veces al año.
Llevaba tarjetero, como su hijo, y además una lista de las casas donde
se creía obligada á ir. También lucía, asomando por el manguito de
marta, un hermoso pañuelo de encaje, perfumado con no sé qué extracto
fino, y en las orejas dos buenos solitarios; el lujo modesto de una
señora que no pretende sino guardar el decoro de su clase. Y, sin
embargo, tal es el poder de la composición y del adorno en la mujer, que
doña Aurora, con sus cincuenta y pico, parecía haberse dejado diez en la
puerta del cuarto tocador, ostentando en la tez una animación agradable,
y en el andar cierta majestad insólita.

Esclavitud venía detrás, trayendo un abrigo, que por si acaso enfriaba
la tarde iría en el coche; y mostrando esa admiración solícita de los
criados adictos en los días de gala con uniforme para sus amos, se puso
á arreglarla el _polisón_ y las aldetas del corpiño, y á sacudir
imperceptibles motas de polvo en la parte inferior del volante. De
pronto alzó los ojos, y exclamó cándidamente mirando á Rogelio:

--Virgen de las Ermitas... ¡El señorito qué majo!

--¿Verdad que está hecho un figurín? Rogeliño, vuélvete, vuélvete...,
así. La levita te la han sacado pintada.

--¡Mamá!...--protestó Rogelio. Pero fué preciso dejarse mirar y remirar
por Esclavitud, y aun consentir una mano de cepilladura en el cuello de
la levita. Las pupilas de la muchacha le decían con inocente lenguaje
que estaba _bien_. Le arregló los puños, y cuando bajaba la escalera
todavía le gritó:

--¡Qué lástima! Lleva en la pierna derecha un poco de pelusa de la
alfombra.

La primer visita fué á casa de Don Gaspar Febrero, porque la hija del
respetable decano, casada con un comandante de Estado Mayor, se
marcharía pronto á Filipinas, en compañía de su marido, destinado á
Manila. Se habló de la navegación, del clima, de los baguíos, de la
carestía de la vida allá, y del señor mayor que se quedaba solo aquí.
Por fortuna, nunca había estado más tieso, más animoso, ni más rufo: aun
ahora mismo acababa de salir á pié, agarradito á su muleta, ávido de
tomar sol. Con estas buenas nuevas se despidieron de la morada de Nuño
Rasura y pasaron á hacer otras visitas casi todas análogas, algunas de
tarjetazo, las más agradables para Rogelio, que al acercarse á cada
portal repetía entre dientes la consabida jaculatoria:

--Animas benditas, ¡que no estén en casa las visitas!

Pero ¡ay! Pegó el gran respingo al anunciarle su madre que ahora irían
«un minuto» á casa de las señoritas de Romera, Pascuala y Mercedes.

--Madre mía, si es posible, pase de mí ese cáliz. Pero, ¡carapuche!
como dice el sordo de conveniencia, ¿no ves que necesitaré pellizcarme
así, para no dormirme?

--¿Tan curro como estás y no quieres lucirte con las buenas mozas? Anda,
anda, da la orden: calle del Barquillo...

Reservaba la casa de las solteronas una sorpresa al estudiante, en
figura de la despabilada chiquilla que salió á recibir á los
visitadores, y les convidó á pasar á la sala, anunciando que las tías
«vendrían inmediatamente». Para decirlo hizo mil monerías con la cara y
los ojos, que los tenía negros, chiquitos, vivarachos, muy parleros.
Vestía la sobrinita de las de Romera un traje bastante rabicorto,
indicio de que aún no había ascendido á la dignidad de la mantilla, y un
mandil de peto, bordado de colorines alrededor: un lazo de cinta azul
ataba la coleta de su trenza corta; y sus zapatitos usados, desflorados
por la punta, indicaban la viveza de movimientos del pié menudo y
arqueado que prendían. A poco rato salió Pascuala, la mayor de las
solteronas, toda mocosa y acatarrada, declarando que su hermana no podía
moverse del gabinete, por estar pasando un resfriado mayor aún, que
requería evitar cambios de temperatura. «Mire V.: poner á mi hermana
entre puertas, es como darle una puñalá». Luego presentó á su sobrina
igual que hubiese presentado á un perrillo revoltoso, que alterase la
soñolienta quietud de aquella morada. «Aquí tiene V. á mi ahijada
Inocencia, la niña segunda de mi hermano Sebastián, el que vive en
Loja... Nos la ha dejado el pobre aquí porque necesita arreglarse la
boca; le ha nacío un diente montado sobre otro, y habrá que
arrancárselo... Es muy ardilla; no puede estarse fija en un sitio; no
hay calzado que le baste; por eso la ven Vds. tan mal de botitas...»
Hechas estas aclaraciones, vino á cuento hablar de Esclavitud, y en
atención á que no se podía tratar el asunto delante de «una criatura» y
á que Mercedes deseaba disfrutar de la presencia de doña Aurora, las dos
damas pasaron al gabinete, dejando solos á Rogelio é Inocencia.
«Enséñale los álbumes y las vistas de Granada, niña», fué la orden que
recibió la chiquilla al salir su tía de la sala.

Inocencia obedeció,--no sin hacer varias morisquetas á pretexto de
llegarse á la mesa,--exclamando atropelladamente y con mucho ceceo:

--Venga V., venga V. á ver las estampas que dice tía Pascua. ¡Son más
preciosas!

Aunque lo de ponerse á mirar estampitas le sabía mal al «caballero» de
levita y chistera, por vergüenza de protestar se resignó, y ocupó una
silla al lado de la chicuela, que, al abrir el álbum, le lanzó una
ojeada inequívoca, incendiaria, con todo el descaro de los catorce años
mal cumplidos. Ya al quedarse solo con la niña, le había ocurrido al
estudiante que no pudiera deparársele ocasión más rodada y cómoda de
echarse novia que la presente. Mortificábale un poco en su amor propio
el que fuese tan chiquilla, porque una señorita de diez y ocho á veinte
honraba más, y aquello olía á noviazgo de juego; pero al verla de
cerca, con todos los indicios de la precocidad meridional, con su
cuerpecito ya enteramente formado y su labio superior grueso y un poco
remangado por el diente defectuoso, parecióle una mujer en miniatura, y
dijo para sí:

--Me declaro.

Declaróse en efecto, sin más preámbulos ni ceremonias, con frases muy
retumbantes aprendidas en zarzuelas y comedias, en periódicos y bromas
de estudiantes. La chiquilla, sin mostrar la menor sorpresa, fingía
seriedad, enrollando un pico del lazo de su trenza, traída adelante con
afectación de lucir el pelo, haciendo á la vez mil mohines y dengues de
coqueta de oficio. Como el estudiante alzase un poco la voz, la niña
murmuró:

--¡Chisss... Que están ahí, en el gabinete!

Rogelio bajó el diapasón y apretó la súplica, aunque empezaban á
cosquillearle unos fuertes impulsos de reir á carcajadas: y después de
tres ó cuatro gestos negativos, la niña, sin más ni más, de golpe, dijo
que _sí_.

--¿Me da V. una prueba de amor?--imploró Rogelio: y sin aguardar
respuesta, se inclinó y la besó en el carrillo, figurándose que besaba
el de una pintada muñeca, terso, rosado, insensible. Ninguna emoción, ni
de placer ni de bochorno, reveló Inocencia al recibir el beso: antes
cogiendo al estudiante por la solapa, indicó con mucha fe:

--Me parece que debemos tutearnos. Los novios de mis amigas se tutean
con ellas.

--Bien, pues te tutearé... Ya te estoy tuteando.

Ella recalcó con el mismo empeño y apresuramiento:

--También debemos escribirnos todos los días: todos, sin faltar uno. El
novio de mi hermana Lucía le escribe unas cartas así..., una por la
mañana, otra por la tarde, que aún es más.

--Corriente. Nos escribiremos. Me entenderé con la criada para que
traiga y lleve la correspondencia.

--Y me darás un retrato tuyo. ¿No tienes fotografías? A mí no han
querido papás dejármela sacar, hasta que me arranquen el diente; pero
puedo darte pelo para un medallón. ¿Me lo corto ya?--añadió jugueteando
con las puntitas rizadas de la coleta.

--No... Cuando yo te dé el retrato.

La chiquilla se levantó rápidamente, y andando de puntillas, fué á la
puerta del gabinete donde charlaban las señoras mayores. Regresó, con
las mismas precauciones, gozosa.

--Creí que venía madrina. Pero no. Están de mucho palique.

Dicho esto volvió á ocupar su sitio al lado del estudiante, y
transcurrieron dos ó tres minutos sin que se dijesen palabra. La
chiquilla esperaba, sorprendida de que no se le ocurriese nada á su
novio; y al muchacho, por más que discurría, no se le venía ni esto á la
boca. Sólo continuaba teniendo ganas de reir, unas ganas disparatadas, y
para no estallar se cubría los labios y la nariz con el rico pañuelo de
bordada inicial. La _novia_ reparó en el pañuelo, y observó vivamente:

--¿Qué letra es esa?

--Erre. Me llamo Rogelio.

--Ya te lo iba yo á preguntar. Siendo mi novio necesito saber cómo te
llamas. ¿Qué pongo en los sobres de las cartas? Señor Don Rogelio...

--Pardiñas.

--Pardiñas, Pardiñas, Pardiñas...--Repitiólo muchas veces la muchacha,
como si temiese olvidarlo; y después, encarándose con el estudiante, le
interrogó con tono solemne:

--¿Nos hemos de casar?

Aquí ya Rogelio no pudo aguantar el acceso de risa nerviosa, y la dejó
salir por la boca, por los ojos, por el cuerpo mismo, cogiéndose la
cintura, que le dolía con la fuerza de las carcajadas. Y sollozaba,
echado atrás en el sillón:

--¡Ay... ay... me muero, me muerooó!

--¿De qué te ríes?--preguntó algo picada la niña.--Pareces tonto. Dime
si nos hemos de casar, ea.

--Por supuesto que sí. Es que soy muy tentado de la risa. Déjame reir,
que si no me pongo malo.

Así que hubo desahogado, Inocencia le cuchicheó al oido:

--¿Pasarás mañana á las nueve de la mañana por esta calle? Yo estaré al
balcón. A esas horas me asomo siempre á ver pasar la batería montada.
Es muy bonita. ¿Tú qué carrera sigues?...

--Abogado.

--¡Lástima! No tienes uniforme.



XIII


A Rogelio, cuando iban terminando de bajar la escalera, le duraba aún la
impresión burlesca del noviazgo, por lo cual no se cuidó de ofrecer el
brazo, según acostumbraba, á doña Aurora. Un grito y un estruendo
inesperados le helaron la sangre en las venas, al ver á la señora
resbalar y precipitarse desde el último tramo yendo á caer sobre las
baldosas del portal. Los grandes sentimientos tienen revelaciones
supremas en las ocasiones supremas también; Rogelio ignoraba que hubiese
cuerdas en su laringe y acentos en su voz para decir de un modo tan
desgarrador y patético:

--¡¡Madre del alma!!

Saltó á brincos lo que su madre había rodado, y en un abrir y cerrar de
ojos la puso de pié, la reclinó en sus brazos y la apretó contra el
corazón, palpándola con delirio, para cerciorarse de que no estaba
muerta ni tenía ningún miembro fracturado. De repente lanzó una
exclamación de horrible susto.

--¡Sangre, mamá!... Hay sangre... ¿Por dónde sangras? Aquí... ¡Jesús,
sangre!

En efecto, la cabeza había dado contra el filo de un peldaño, y asomaban
unas gotas de sangre por la descalabradura. Aturdida como estaba la
señora por la fuerza del porrazo, la angustiosa voz de su hijo la
reanimó, y pudo decir con desmayado acento:

--No te asustes, rapaz. No fué nada... puedes creerme que no fué nada.
Ya estoy así..., mejor.

--En esta portería no hay nadie... Voy á subir, á pedir vinagre, agua...

--No, hijo, no, por la Virgen... No llames, no alborotes. Llévame al
coche poquito á poco. Para males y cosas así, cada uno en su casa.

Temblando y trasudando frío, Rogelio condujo á su madre, casi en vilo,
al coche, y á pulso la subió, recostándola en la esquina, mientras le
hacía aire con el pañuelo, pensando con terror: «¿Habrá habido conmoción
cerebral?»

--A casa, despacito--ordenó al cochero que se inclinaba lleno de
curiosidad para ver qué sucedía. Y sin poder reprimirse, Rogelio abrazó
á la señora, formulando la pregunta de todas las caídas:

--¿Pero mamá, cómo hiciste?

--No sé, hombriño... el pié se me escapó; sería culpa de los tacones de
las botinas nuevas... ó me prendería en el volante del traje.

--Culpa mía, que no te di el brazo. Soy un bruto. ¿Dónde te duele? ¿Qué
tienes ahora, mamá?

--No sé... Parece que me entra un síncope--respondió con voz débil la
señora.

De síncope eran las trazas, según el color mortal y el enfriamiento
repentino. Rogelio estuvo á punto de gritar al cochero: «A una botica»;
pero en esta incertidumbre y congoja, la señora volvió un poco en sí,
hizo señas de encontrarse mejor, y el coche se fué acercando á la puerta
de la casa. Al bajar Rogelio á su madre, ayudado del lacayo, la señora
lanzó una queja.

--¿Qué te duele?

--Esta pierna... No, si no vale nada, no te apures.

Enterada al vuelo de lo ocurrido, Esclavitud, sin inútiles aspavientos,
con actividad y destreza, se dió prisa en aflojar á la señora, aplicarle
vinagre á las sienes, desnudarla después y acostarla en su cama bien
mullida. Doña Aurora se quejaba de arcadas, de angustia, de opresión, de
náuseas continuas, y deseaba arrojar; por lo cual el estudiante pensó
aterrado: «¡Adiós! conmoción cerebral tenemos». Llamó aparte á
Esclavitud y la dijo atropelladamente: «Ten cuidado. Yo voy por Sánchez
del Abrojo, y no me vengo sin él».

Le trajo, en efecto, al cabo de dos horas; y el insigne médico, después
de examinar detenidamente á la enferma y verificar un minucioso y hábil
interrogatorio, tuvo que convenir en que había habido un poquito, nada
más que un poquito, de conmoción cerebral... Unica terapéutica: quietud
en la cama, silencio, dieta mientras no se aplacase el estómago. Las
demás lesiones eran de escasa monta: la descalabradura de la frente no
había pasado de la epidermis: la contusión en la pierna izquierda se
reduciría á un cardenal más ó menos respetable. En suma, todo no valía
nada. Quietud, y se acabó.

Para cumplir el programa del facultativo, realizóse en casa de Pardiñas
esa mutación de costumbres y ese cambio de aspecto que introduce siempre
la enfermedad. La vida se reconcentró en el estrecho espacio de la
alcoba y gabinete de la enferma. Rogelio y Esclavitud se declararon allí
en sesión permanente, él recibiendo visitas de amigos, ella mudando
paños de árnica, trayendo tazas de tila, quemando espliego y haciéndose
cargo de órdenes dadas en voz baja y llaves confiadas con misterio sumo.
«Que no le falte nada al niño... Su sopicaldo, su jerez... Cuidado con
calentarle la cama...» A estas advertencias, que Esclavitud oía
religiosamente, seguían gemidos ahogados. «Ay, la maldita pierna, como
me escuece... Se me parte la cabeza de dolor».

Ejercía Esclavitud sus funciones de enfermera con aquella asiduidad
reconcentrada y muda que solía demostrar en todos los actos de la vida
de relación. Salía y entraba sin que se percibiese el menor ruido de
pisadas, ni crujido ó roce de ropa. Estaba en todo, y si faltaba de la
alcoba, era á fin de manipular algún potingue en la cocina. Hasta se las
arregló para tener tiempo de servir la comida á Rogelio sin desatender á
la señora; pero de ella misma, no se averiguó jamás á qué hora había
tomado algún sustento en aquel día memorable.

Adelantada ya la noche, y recogida la casa, preparó cuidadosamente una
lamparilla y la colocó en el suelo, de modo que su luz no ofendiese la
vista de la enferma: después tomó una silla baja, que colocó cerca de la
cabecera y en la cual se instaló. Como Rogelio permaneciese en la butaca
del gabinete, acercóse á él y le suplicó en voz muy queda: «Acuéstese,
señorito; no esté así». La enferma, que había empezado á aletargarse un
poco, entreoyó la súplica, y la esforzó más. «Rapaz, á ver si te
acuestas... No estás acostumbrado á velar, te va á hacer mucho daño...
No seas loco, acuéstate... Me cuida divinamente Esclavitud». Mas no hubo
forma de convencer á Rogelio, y el pleito se transigió resolviendo que
se le pondría en el suelo una cama volante. La galleguita acarreó con
extraño vigor dos colchones; batió silenciosamente las almohadas, y con
igual silencio hizo la cama en toda regla. Rogelio no se desnudó más que
de la americana y el chaleco; así, á medio vestir, se deslizó entre las
sábanas, notando entonces el quebrantamiento corporal que sigue á los
grandes sobresaltos y á las emociones profundas. Al mismo tiempo un
recuerdo bufo cruzó por su memoria:

--¡Calle! ¿Y mi novia? ¿Se asomará mañana para verme?



XIV


Aunque rendido por las fuertes impresiones de la jornada, y casi
tranquilo porque veía á su madre en estado bastante satisfactorio,
Rogelio tardó mucho en conciliar un sueñecillo, y dió no pocas vueltas
antes de quedarse traspuesto. Ni consiguió adormecimiento profundo y
reparador, sino un dormir agitado, lleno de pesadillas, soñando siempre
que se caía; caídas rápidas, infinitas, interminables, con la angustia
de no llegar jamás al suelo, y de ver desde arriba el punto crítico en
que iba á estrellarse. En uno de esos esfuerzos dolorosos é
involuntarios que se hacen durante el sueño mismo ó para terminar la
pesadilla ó para cambiarla, despertó atónito, y no recordando al pronto
cómo podía ser que se encontrase allí, á aquellas horas, acostado en la
alcoba de su madre, miró á su alrededor.

Silencio absoluto. El cuarto estaba medio á obscuras, alumbrado por la
lamparilla; la señora debía de dormir, porque se la oía respirar fuerte,
roncar casi; y á su cabecera, el estudiante divisó á Esclavitud sentada,
inmóvil, con los ojos abiertos y clavados en él, grandes y fijos. Un
impulso irresistible le movió á llamarla, con voz de niño que, á causa
de algún miedo nocturno, implora compañía.

--¡Esclavita! ¡Ps! ¡Esclavita!--cuchicheó.--Aquí.

Se acercó la muchacha, deslizándose como una sombra, y se inclinó hacia
Rogelio.

--¿Duerme mamá?

--Y bien que duerme.

--Pues yo ahora estoy despabilado. Dame conversación..., así, bajito,
para que no la despertemos.

--¡Ay, señorito! ¿Y si vamos á molestarla?

--Que no. Habla bien despacito... y de cerca.

--¿No le era mejor dormir?

--¡Quiá! ¡Si supieras qué cosas tan tristes soñaba! No, más quiero velar
ahora. Ponte aquí.

--¿Dónde?

--Sentada aquí, en el suelo. Si no no podemos hablar bajo... y
despertaremos á mamá.

Esclavitud aceptó la proposición incontinenti, y se tendió casi boca á
boca con Rogelio, pero sin perder su aire púdico y reservado,
manifestando bien en esto haber nacido en el país donde se ejecutan las
acciones libres con más aire de decencia, y donde las mozas unen á la
naturalidad bucólica el exterior honesto. El aliento virginal y fresco
de la muchacha se mezcló por segunda vez con el del estudiante; pero le
produjo una impresión muy diferente de la primera. Sea que el sustazo de
la caída de su madre hubiese transformado todas sus sensaciones
juveniles en sentimiento, sea que el lugar en que se encontraba no
permitiese malas tentaciones, ello es que al tener tan próxima á
Esclavitud y tan fácil cualquier desmán, ni se le pasó por las mientes
intentarlo, y sólo notó una especie de efusión rara y cariñosa, un
movimiento de ternura inexplicable, mientras sus ojos se llenaban de
lágrimas. Alargando la mano y apretando con violencia la de la chica,
murmuró:

--Esclava, ¡por poco se muere hoy mamá!

--¡Gracias á Dios que no fué nada, señorito!--contestó la muchacha
correspondiendo á la presión.

--¿Y si muriese, qué hacía yo, di?

No respondió Esclavitud, y obró sabiamente, porque el problema planteado
era de los que no se resuelven con palabras. Estrechó aún más la mano
nerviosa y febril, y sus ojos contestaron, en la penumbra, con larga
mirada elocuentísima.

--Si muriese--prosiguió Rogelio dejándose arrastrar por aquel movimiento
de sensibilidad involuntaria--ahí tienes; no me quedaba nadie en el
mundo más que tú, nadie.

--¡Yo!...--balbució la muchacha, cuya diestra se estremeció en la del
estudiante.

--Pues tú, y nada más que tú. Familia no la tengo; digo, allá en Galicia
unas tías, con quienes estamos como el perro y el gato. Ya ves qué
arrimo, chica. ¡Pues amigos...! ¡bah! dos ó tres... ahí en la
Universidad... Amigotes que de poco sirven. Luego los viejos de la
tertulia de mamá. Gran cosa. Todos van chocheando. Nada, Suriña..., tú y
sólo tú.

Hablaba así Rogelio medio incorporado, para mejor dejarse oir de la
muchacha; y la necesidad de bajar mucho la voz, hacía parecer más
persuasivo su acento, dándole el tono apasionado y reprimido de una
confesión. Persuadido él, persuadía al auditorio. No se encontraba en
estado de medir la trascendencia y el efecto de sus palabras, ni menos
sospechaba que la sensibilidad y la bondad pueden ser en determinadas
ocasiones más funestas que la cólera y el odio. En su emoción había
mucho de nervioso, y las frases salían de sus labios provocadas por una
reacción del susto de la mañana, como sale el gemido al golpe del dolor,
que ni sabemos medirlo, ni de qué manera lo hemos articulado. Lo mucho
que tenía aún de niño rebosaba en aquel desahogo cariñoso, y ni él
aspiraba á más, ni más podía prever, dado que en momentos tales quepa
ejercitar previsión.

--Tú, Suriña--repetía entregándose á las manos que con vigor casi
convulsivo oprimían la suya.--¿Verdad que tú me quieres, y que me
quieres mucho?

Incapaz de responder con la boca, la muchacha afirmó enérgicamente con
la cabeza.

--Ya lo sé. Si eso lo había adivinado yo; por eso te decía que no me
quedaba nadie más que tú, y que á ti me arrimaba, ¿sabes? Aunque me
dijeses que no, no te lo creería. Me quieres... y á mamá también.

--Pues es verdad--pronunció al cabo la chica recobrando el habla y
apartándose un poco del estudiante.--Yo no sé qué me ha pasado á mí en
esta casa, que le cogí así á modo de un cariño... un cariño muy
grandísimo desde que entré por la puerta. Vamos, se me figuraba que
estaba en la tierra otra vez. Como son personas de allá... En fin...,
estas cosas me parece á mí que cuanto más quiere uno explicarlas, peor
las explica. Lo que sé es que si me quedo con aquellas otras señoras,
doy cabo de mí muy pronto.

--¿Y por qué estabas tan triste aquí los primeros días, Esclava?

--Verá... Porque pensé que V. me tenía tema.

--¡Yo tema!

--Sí señor. Cavilando en eso me vinieron unas melancolías muy hondas. Se
me metió en la cabeza el _verme_...

--¿El _verme_?

--Le decimos allí así á uno... como un bicho, vamos, un gusano, una
cavilación, para hablar verdad. Toda la santa noche pasaba á devanar la
madeja... «¿Qué haré para que me pierda la tema el señorito? ¿Cómo me
valdré para darle gusto?» Y lo más chocante de todo..., puede creerme,
es tan verdad como que Dios está en el cielo..., que así tan negra como
tenía el alma... no era como en la otra casa, no. De ésta no me querría
ir ni hecha cuartos, más que de ella me echasen.

--Porque sabías que yo te quería, Sura.

--No señor, no; no lo sabía: á fe que pensé que aborrecida era. De la
rabia que tomé me daban ganas de morirme.

--Yo sí que me muero de gusto con oírtelo. Ahí estás muy mal, chica.
Pon la cabecita en mi almohada. Ahí va. Te la saco fuera para que te
alcance.

Esclavitud apoyó la cabeza en la almohada sin desconfianza ni esquivez,
y los dos permanecieron un instante silenciosos, saboreando el momento.
La endeble luz de la lamparilla señalaba en realce las facciones de
Esclavitud, marcando los claros con pálida blancura, los obscuros con un
matiz uniforme, entre gris y rosa. Parecía un fino grabado, y Rogelio
expresó su admiración así:

--Suriña, eres preciosa.

En esto doña Aurora suspiró hondo, y ambos se estremecieron, aunque su
coloquio no pudiese en ningún modo graduarse de ilícito. La enfermera se
puso de pié para enterarse de lo que ocurría. A los dos segundos estaba
de vuelta.

--Duerme como una santa.

--Colócate bien otra vez. Quiero preguntarte una cosa. La mano. ¿Por qué
te daba tan fuerte la manía de si me tendrías contento ó descontento?

--¡Ay! ¡No sé! Desde el primer día dije yo entre mí: si aquí no te
quieren, Esclava, es que estás de sobra en el mundo. Ya viniste á él
contra la voluntad de Nuestro Señor... Ya Dios te miró siempre con malos
ojos... ¿No lo sabe, señorito?

--Sí que lo sé, Suriña... Pero eso es una atrocidad. ¿Cómo va á mirarte
Dios con malos ojos?

La muchacha medio se incorporó de un salto, con los suyos muy abiertos,
espantada de ver que ya sabían lo mismo que ella se disponía á confesar.

--No seas boba--murmuró generosamente Rogelio.--Tú qué culpa tienes,
mujer. Eso me puede suceder á mí, á cualquiera. El nacimiento no lo
escogemos. ¡Simple!

--¡Si viese cómo me trabaja _eso_ allá dentro!...--articuló con
vehemencia la muchacha, abriendo el corazón como si, próxima á
desmayarse, desabrochase el corpiño para respirar.--Siempre estoy
imaginando: «Esclava, á ti Dios no te puede querer bien. Nunca buena
suerte has de tener, nunca. Ya desde que naciste estás en poder del
enemigo, y buena gana tiene el enemigo de soltar lo que agarra. Por
mucho que te empeñes en ser un ángel, estarás eternamente en pecado
mortal. Ya lo tienes de obligación. Para ti no hay padre, ni madre, ni
nada más que vergüenza cuando te pregunten por ellos. Y así, todo lo que
hagas te tiene que salir del revés, y si te encariñas con una persona,
peor, que Dios te ha de quitar aquel cariño.»

--Pues conmigo no te pasará nada de eso, Suriña blanca. Yo te quiero
como si fueses hija del rey... Mamá también te quiere mucho; le entraste
desde el primer día, ¿no sabes?

Esclavitud, al oir este aserto, levantó la cabeza, clavando la vista en
el lecho de la señora. Su mirada y su sonrisa querían decir varias cosas
importantes; pero Rogelio no estaba en disposición de prestarse á
entenderlas. El estado de su ánimo no era á propósito para
razonamientos, sino para dejarse mecer dulcemente por el afecto que
necesitaba como sedación y medicina. Viendo que no le producía
Esclavitud las malas tentaciones de otras veces, pensaba que su cariño
se había depurado, y que aquel juego anómalo era lo más inocente del
mundo. O para decir toda verdad: estaba en una crisis de sentimiento, y
ni pesaba ni medía sus promesas y sus afirmaciones. Era para él uno de
esos minutos de la vida en que se obedece á la naturaleza íntima, al
egoismo secreto, y se cede al gusto de sentirse querido y de hacerse
querer más aún: quien está triste busca el consuelo, y el hambriento la
comida.

--Mamá te quiere mucho--repitió.--¿Parece que no lo crees? ¡Boba! Pues
si ella misma fué quien me riñó porque te trataba así, un poco
fríamente... al principio. Ella me dijo que estabas disgustada por eso.

Esclavitud bajó los ojos, sin duda para que delatasen sus pensamientos é
intuiciones adivinatorias del porvenir.

--Mira--murmuró Rogelio--si vieses qué bien me encuentro así contigo.
Hasta parece que me vuelven á entrar ganas de dormir, y ahora no habrá
malos sueños ni boberías. Se me figura que dormiré lo mismo que un
patriarca; pero hace falta que tú tengas la cachacita de estarte ahí al
pié mío. Si te vas, me despavilo otra vez.

--No me muevo--respondió con firmeza la muchacha.--Así me quisiesen
arrancar con tenazas, aquí me estoy.

--Bien, pues... me quedo dormidito. ¡Ay qué bueno!

Paladeando la primera y dulce cucharada de beleño que nos da el reposo
cuando sigue á un gran sacudimiento moral ó físico, Rogelio preguntó
todavía:

--¿Suriña?

--¿Qué?

--¿Me quieres mucho?

La respuesta la entreoyó nada más: por eso nunca estuvo bien seguro de
que hubiese sido ésta, tan romántica é impropia de una aldeanita:

--Hasta la hora de morir.



XV


No obstante la explícita promesa, cuando Rogelio abrió los párpados
después de un sueño tranquilo y bienhechor, vió á Esclavitud á la
cabecera de su madre, sirviéndola una tacita de caldo. La señora,
aliviada de la jaqueca, se quejaba mucho de la contusión en la
espinilla. Poco después vino Sánchez del Abrojo, y le dió la razón
asegurando que, según las trazas, aquella magulladura iba á presentar
una degeneración erisipelatosa, por lo cual, para evitar los
perniciosos efectos del frío sobre los tejidos, convenía la
cama.--«Tampoco estaba yo capaz de levantarme aunque me diesen permiso»,
advirtió la señora. «Me encuentro como si me hubiesen manteado y pegado
después una tunda con sacos de arena. No tengo hueso que bien me quiera.
Ahora es cuando noto yo las resultas del batacazo.»

Rogelio tomó chocolate al pié de la cama de su madre, y manifestaba
pocas ganas de moverse de allí; pero doña Aurora cayó en la cuenta en
seguida. «¡Ay, ay, rapaz! A clase volando. Ya sabes que esos señores, y
en particular Ruiz del Monte, no tragan las faltas de asistencia.
Después llega el tiempo de los exámenes, y tenemos aquello de quién lo
diría.»

Fué necesario, pues, sacudir la pereza, ir al cuarto, chapuzarse con
agua glacial, embozarse bien y salir á la condenada _fábrica de
chocolate_, como llamaba Rogelio á la Universidad, fundándose en que en
ningún sitio muelen tanto. Al dejar la atmósfera templada de su casa,
despejado por las abluciones matutinas, y sentir el frío de la mañanita
en los ojos y en los labios, notó Rogelio como si se rasgase un velo de
niebla, y los recuerdos del día anterior se definieron y se aclararon
del todo. A tales horas, su novia, la chiquilla del sobrediente, estaría
colgándose del balcón para ver pasar primero á la batería montada y
luego á él. Una oleada de risa estremeció el pecho de Rogelio al
acordarse de tal episodio. «¡Qué pava, como dicen los simones! ¡Vaya un
modo que tuve de echarme novia!» Después acudieron las reminiscencias
nocturnas. «Yo no sé cómo estaba: la caída de mamá me puso turulato. Le
dije á Esclava unas cosas estupendas. Aquello sí que parecía verdadera
declaración amorosa, por todo lo alto. Aquello sí. Y que me puse
conmovido, y que si me descuido, me echo á llorar. No, pues ella también
estaba en punto de caramelo. Pero, bien mirado..., nada de lo que nos
dijimos compromete á ninguno de los dos. Son cosas que las suelta uno...
así... porque hay momentos... Si me pusiesen ahora en el apuro de
explicar cómo se las dije, no podría. Me salían de dentro. Quizá esto
sea _querer_; lo que es lo otro... es pura guasa. Bien; al menos _esto_
de ahora, caso que mamá lo averiguase, no le daría tanto disgusto como
_aquello_ que se me ocurría al principio. En lo de anoche no veo ningún
mal». Y al cruzar un saludo á la puerta de la Universidad con el
soñoliento bedel, sus pensamientos mudaron de dirección, y se le
ocurrió: «Me luzco si hoy me preguntan la conferencia.»

Por la tarde se llenó la casa de amigos, que habían sabido el percance y
venían «á ofrecerse». Hubo hasta dos ó tres señoras, á las cuales se
permitió entrar en la alcoba y dar conversación á la paciente, porque en
la cabeza no tenía nada ya, y en consecuencia no la molestaba el ruido.
Ni faltaron los tertulianos de costumbre, que se quedaron en el
gabinete, haciendo compañía al _hijo de la víctima_, como se llamaba á
sí mismo Rogelio bromeando. Se habló de las consecuencias que pudo
tener el golpe: se dedicó media hora larga á inquirir lo que sucedería
si la señora, en vez de poner el tacón así, lo pone asado. Sólo Laín
Calvo, representante, al par que de la malignidad, del buen sentido en
aquella reunión senil, hacíase más que nunca el sordo, limitándose á
atizar la lumbre y á mirar las láminas y caricaturas de los periódicos
ilustrados. Dos ó tres veces sacó su trompetilla del bolsillo, é hizo
ademán de limpiarla é introducirla en el conducto; y otras tantas la
volvió á guardar, sin más consecuencias. Pero la prueba evidente de que
oía á las mil maravillas, fué que á pretexto de enseñarle no sé qué
dibujos de _La Ilustración Ibérica_, se inclinó hacia el estudiante y le
dijo con una mueca más de granuja que de sesentón:

--Niñín, no sé cuándo acaban estos estafermos de darte la lata. Cuidado
que están hoy más memos que de costumbre. ¿A qué vendrá andar
discurriendo lo que pudo suceder si pasase lo que no pasó? Ahora cuadra
bien aquello de «Si como le dió en el pié le da en la pata... la mata.»

Después se suscitó otra conversación, siempre relacionada con el magno
suceso de la caída: y fué discutir si haría falta que alguna amiga se
quedase á asistir á la enferma, porque para Rogelio no servían ciertos
trajines; al fin no tenía experiencia, y era hombre. Pero aquí saltó Don
Gaspar Febrero, llegando hasta robustecer sus aseveraciones con
golpecitos del regatón de la muleta sobre el guardafuego de la
chimenea.

--¡Pues si tiene la mejor enfermera que se habrá visto! ¡Señores! ¡Que
no estará la amiguita doña Aurora bien cuidada con la simpática
Esclavitud! De fijo que parecerá una Hermana de la Caridad. No se
compadezcan de Aurora: compadézcanse de los pobres que no tendremos una
Esclavitud á la cabecera si nos llega la de cerrar el ojo...

La tertulia en masa protestó, excepto Laín Calvo, el cual parecía muy
entretenido en ajustarse la trompetilla.

--V., don Gaspar... ¡Pues si V. nos enterrará á todos! ¡Digo: apenas si
está fuerte el hombre! Igual que un muchacho.

Meneó la cabeza Don Gaspar, pero con aire tan sereno y olímpico, con
tanta vida en las correctas facciones, que más parecía un semidiós de la
Grecia afirmando su inmortalidad, que un viejo de nuestra angustiada
época anunciando la caducidad de la vida.

--La verdad es--intervino Laín Calvo--que todos estamos hechos unos
pellejos podres, y que ya, si nos tocan, nos reducimos á polvillo como
las momias del Perú. ¿No decía eso, Don Gaspar?

--Decía--le gritó Rojas--que para cuidar de sus males quiere á
Esclavitud, la doncella de doña Aurora.

--¡Aire!--exclamó el sordo.--No, pues con los cuidados de una rapacina
así, pronto se va un viejo á la sepultura, aunque esté hecho un roble,
caray. A no ser que sea como el rey David...--Y añadió encarándose con
Rogelio.--¿Qué dice á esto el rapacín de la casa? ¿Quiere cederles la
niña guapa á los vejetes? ¿No protesta?

Ya por el modo como lo dijo, ó ya porque la conciencia de Rogelio tenía
alguna razón para sobresaltarse, ó porque su inexperiencia y poca edad
no le permitían aún el aplomo que se requiere en tales casos, Rogelio se
puso como la grana (lo cual se notaba más en él por su morena palidez
habitual), y contestó tartamudeando:

--No, yo... Yo... al señor de Febrero...--Y para su coleto
decía:--«¡Sordo del diablo! Oyes tú más... Hasta oyes crecer la hierba.»

Los preparativos para la noche no se diferenciaron de los de la
precedente, sin otra variación sino que, á fin de no viciar el aire, la
cama de Rogelio se colocó en el gabinete, pero comunicada con la alcoba
por medio de la puerta abierta. La enferma tardaba en coger el sueño,
quejándose de dolores, de inflamación en la pierna dichosa, y de un
molimiento inexplicable: Rogelio, al apoyarle la mano sobre la frente,
notó algún calorcillo, observación que tuvo desvelado al estudiante, sin
que dejase de alterarle también la idea de si Esclavitud iría ó no á
darle un rato de palique, lo cual temía y deseaba. En esta zozobra se
adormeció por fin; y medio entre sueños, hacia eso del amanecer, vió
acercarse á la muchacha, que se inclinó y le dijo rápidamente: «No
puedo apartarme de allí. Pide mucho de beber. Se queja que le duele
aquí y que le duele acullá: es el mismo retumbo del golpe.» Y Rogelio,
desalentado, murmuró: «Bien, Suriña.» Pero con aquellas malas nuevas ya
no pudo volver á prender en un sueño seguido. ¿Habría peligro? ¿Sería
principio de una fiebre? El médico, que vino temprano, le quitó la
aprensión. «Todo esto es la repercusión de la caída. La calentura,
insignificante. La inflamación la vamos á combatir... Deme V. papel.
Esta tarde ya se notará la mejoría.» Por la tarde, en vez de la mejoría
anunciada, se advirtió algún recargo, pero al anochecer se indicó el
alivio, y á las diez la señora cenó con mucho apetito un ala de gallina.
«¡Ay... alabado sea Dios!--decía.--Parece que se me han sosegado mis
huesos. Sentía allá dentro una opresión... Rapaz, me parece que ya
tenemos mujer.» A este alegre vaticinio siguió una calma profunda, y á
cosa de la media noche doña Aurora gozaba de un descanso de
convaleciente, tan profundo y apacible, que casi no se le notaba la
respiración.

--Hoy sí que viene volando--pensó Rogelio, decidido á no adormecerse y
sintiendo, á pesar de sus sofismas para no dar á _aquello_ importancia
ninguna, un rebullicio en el sistema nervioso, y en el corazón un
desordenado latir.



XVI


Vino en puntillas, mostrando viveza y júbilo que contrastaban con su
acostumbrada reserva, y se acurrucó en el piso como gata favorita al pié
de la cama de su dueño. Este, sin embargo, no le dedicó sus primeras
palabras, sino que instintivamente las consagró al verdadero amor de su
vida, á la mujer que le había llevado en su seno y que reposaba allí á
dos pasos.

--¡Pero ves qué gusto, Esclava! Mamá se ha puesto casi bien del todo.
Parece mentira. Me ha dado un susto de órdago. Esta mañana, cuando me
dijiste que estaba así... no pude dormir ya más.

Esclavitud, antes de contestar, miró al estudiante de un modo raro por
lo penetrante y profundo.

--Bien que le recé á mi patrona la Virgen de la Esclavitud para que la
señora se aliviase. Le ofrecí también una misa. Ya ve cómo la Virgen me
ha hecho caso, señorito.

--¡Ya se ve! Tú debes de tener vara alta en el cielo.

--Sí, señor...--murmuró la muchacha.--La tengo. Para conseguir todo lo
que es contra mí.

--¡Contra ti!--articuló Rogelio asombrado y un tanto receloso.--¿Y es
contra ti el que mi madre sane?

--Como sanar...--balbuceó Esclavitud--como sanar... no, señor, y quiera
Dios llevarme á mí antes que á ella. Pero en acabándose el mal, se acaba
la vela, y en acabándose la vela... se acaban estos ratos.

La explicación halagó la vanidad de Rogelio, afirmándole una vez más que
era querido, y no á la manera de los niños, sino del modo que quiere al
hombre la mujer, punto en que consistía toda la gracia de tan singular
comercio, que no se atrevía á llamar, ni aun en sus adentros, amoroso.
Aquellas palabras, dulces por el mismo acento hosco y dolorido con que
la muchacha las pronunció, impulsaron á Rogelio á alargar el brazo, y
cogiendo la bonita cabeza de su amiga, la arrimó á su pecho y la
estrechó con ternura. Esclavitud respiraba tan anhelosamente, que
Rogelio la dijo en tono afectuoso:

--Ya te suelto... No quiero hacerte daño, ni sofocarte.

--Daño, no--murmuró la muchacha.--Daño, no.

Rogelio no volvió á estrecharla. Ninguna violencia tenía que imponerse
para respetar á Esclavitud, allí, al borde de la cama de su madre, y en
aquellas efusiones de carácter más fraternal que apasionado, cuyo
verdadero sentido y objeto ni él mismo acertaba á definir. Sólo se
deslizó á pasar la mano repetidas veces por el pelo rubio, revuelto y
abundante. A la vista parecía más sedoso el pelo de Esclavitud; pero de
todos modos, era muy agradable acariciar la madeja ondeada y tibia.

--¿No quieres dormir un poquito?--le propuso.--Llevas dos noches en
vela y debes de estar molida. Si mamá rebulle te despierto. Yo al fin he
de estar despabilado...

Negóse Esclavitud. ¡Velar tres noches! Gran cosa. Cuarenta días sin
desnudarse había pasado á la cabecera del cura, en su última enfermedad,
sin tomar otro descanso sino recostarse á ratos, en una silla vieja, á
descabezar una siesta de cinco minutos... ¡Velar tres noches! Velaría
ella un trimestre.

--Pues si no has de dormir, entretenme. Cuéntame algo.

--¡Ay, señorito... pues buena persona ha ido á buscar para contarle!...
Quien no sabe nada...

--¡No has de saber, boba!... Háblame de allá, de la tierra nuestra.
Tengo unas ganas atroces de que me cuenten de allí. Cuando salí era un
tapón. Casi no me acuerdo.

Al oir nombrar la tierra, los ojos verdes de Esclava fulguraron en la
obscuridad, como los de los gatos.

--¿No se acuerda nada, señorito?

--Te diré... Apurando la memoria, me parece que veo, así..., muchos
campos verdes, y el mar muy alborotado y muy verde también... Ello es
que si me acuerdo, es de un modo confuso. ¿Sabes lo que tengo más
presente? Un marinero que me cogía en brazos para bañarme; á ese parece
que le estoy viendo ahora mismo, más negro que la brea, y apestando á
sardina.

--¿Y por qué no va allá á ver otra vez todo aquello?

--Este año, ó poco he de poder, ó he de convencer á mamá de que vaya.
Pasaremos por Marineda y Compostela. Veremos la provincia de Pontevedra
y la de Orense. Nos atracaremos de ostras y de langosta fresca. ¡Allí sí
que sabrá á gloria! Te llevaremos. Ya verás.

--¿A mí?--articuló la muchacha meneando la cabeza.--A mí, ya verá como
no.

--¿Por qué, tonta?

--Cuando se me pone una cosa en el corazón, acierto siempre; y se me ha
puesto que ver no veo más la tierra.

--¡Anda, pájaro de mal agüero! Déjame salir del aprieto de los
exámenes... y después... ¿Conque la tierra es muy bonita? Cuenta,
cuenta. ¿Cómo es? Aseguran que es la más linda de todas las de España.

--Y de las del mundo todo, ya se lo dije--contestó con gran persuasión
Esclavitud.--Si viese las rías de Pontevedra... quedaba lelo. ¡Si viese
echar el cedazo de la sardina!

--Será precioso. Ya me estás abriendo el apetito. ¿Y las romerías, con
su tamboril y su gaita?

--Vale más una fiesta de aquellas--aseguró muy formal la chica--que
todas las diversiones de Madrid. Yo allá era bien alegre, y todos los
domingos bailaba: aquí parece que se me ha caído la paletilla.

--¿Y qué es eso de la paletilla? Sepamos.

--Un hueso que tenemos en semejante parte--respondió señalando al
pecho--que cuando se cae es como si le cayese á uno el alma: se va uno
quedando mustio, mustio... vamos, así, muy triste, y amarillo, y sin
voluntad de comer, hasta que después de algún tiempo, si no se la
levantan á uno, se muere.

--¿Tú crees en eso, chica?

--Si es la verdad. Algunas personas dicen que todo lo de la paletilla es
una brujería; pero yo he visto ya dos ó tres que se fueron al otro
mundo, por no querer que se la levantasen.

--Pues Suriña, á veces parece que también se me ha caído á mí la
paletilla dichosa, porque paso esplines y se me quitan las ganas de
probar bocado. Tengo metido en la cabeza que así que vaya á la terriña
me pondré magnífico, hecho un animal de gordo..., así.--Al decirlo
inflaba los carrillos, para demostrar cómo pensaba ponerse.--Aquí
siempre seré un fideo. Esta vida no es para echar buen pelo, no. Cuenta,
anda, cuéntame de allá.

Esclavitud obedeció y empezó á contar sin orden ni genio descriptivo
alguno, pormenores que, mejor que á la tierra, se referían á su
biografía propia. «Siendo yo chiquilla, ocurrió esto y aquello... Una
tarde que salí yo en Marín á la pesca de las xardas... Cuando yo
aprendía á hacer encajes con los palillos... Un día que cocíamos la
hornada en nuestro horno...» Esta misma personalidad de la narración le
prestaba singular encanto para Rogelio. Al hablar la muchacha, parecióle
que sus desvanecidos recuerdos infantiles tomaban cuerpo, se destacaban,
y se le aparecían claros y distintos. El cuarto se llenaba de olores de
campo, á menta, á anís, á hierba recién segada. La ilusión fué tan
fuerte que arrimó á sí la cabeza de Esclava y la olió.--«Hueles no sé á
qué... así como á flores, á aldea». Mientras la chica hablaba, se le
ponía á él entre ceja y ceja, más fuerte que nunca, el capricho de ir
_allá_. «Si no voy allá, no soy nunca hombre. Es lo primerito que he de
pedirle á mamá cuando se levante. Es una rareza no haber ido ya á
veranear allí, en vez de aquel San Sebastián, tan apestoso y con tanto
gentío. En sentando los piés en la terriña, doblo y me pongo lo mismo
que un becerro bravo.»

--¡Ay señorito!--murmuraba la voz de Esclavitud--¡qué fea y qué seca me
pareció toda esa tierra que se pasa para venir aquí! ¡Jesús, María! Ni
un triste árbol, ni un regato, ni una mata verde... ¿Cómo viven los
labradores ahí?

--Mejor que allá, infeliz. Esta es la tierra que da el pan y el vino,
mujer.

--¡Mi madre querida! En esa secura parece increíble que contenta esté la
gente. Luego ¡faltarles la vista del mar! Cuando uno ve el mar,
mismamente parece que ve la grandeza de Dios. ¿No es cierto que sólo
Dios podía hacer aquella cosa tan grandísima? ¡Y lo que sale de él!
¡Aquellas conchitas tan monas; tantísimas clases de pescados; la
sardina, que es el mantenimiento de los pobres!

--Hablas como un libro, Esclavita. No me extraña que diga tu apasionado
Nuño Rasura...

--¿Quién?

--El señor de Febrero, mujer...

--¿El ancianito de la muleta?

--Ese... Pues dice que tú eres un tesoro. Has de saber que está muerto
por ti.

--¡Bah!... No haga burla.

--De veras. Como que quiere llevarte consigo á su casa. Se cree que
acabará por ofrecerte su blanca mano y su pata coja. Ha concebido por ti
una insensata pasión, que le arrastrará al sepulcro en la flor de sus
años, en la risueña edad de las ilusiones, á los ochenta y seis abriles
no cumplidos.

--Bueno, bueno... Malpocado de señor, ni con sus piernas puede.

--Calla, ingrata mujer, ó mejor dicho, hipócrita. Nada conseguirás con
disimular la profunda impresión que han hecho en ti sus rizados
cabellos...

--Sí, de difunto--observó humorísticamente la muchacha.

--Las perlas de su dentadura, y la esbeltez de su talle. Pero no te
compongas, infiel, que yo no te permitiré seguir á ese Tenorio. No harás
traición á tus deberes, ó morirás á mis manos. Te arrancaré el corazón
si me vendes.

Le deshizo cariñosamente las conchas del pelo, y murmuró bajito:

--Suriña no se va con el viejo. Suriña es para mí. ¿Quién se la quería
llevar? Que se limpien, que se limpien. Suriña es mía.



XVII


Doña Aurora se encontró tan aliviada el día siguiente, que ya pudo
levantarse un par de horas, y á la noche insistió y porfió en que su
hijo no se quedase en el cuarto. «No me conviene», advirtió. «Te
acuestas ni desnudo ni vestido; tardas en dormir; te entra el
aburrimiento; te pones de palique con Esclavitud, que bien os oí anoche
entre sueños, y luego amaneces desemblantado y desganado». Cuando la
señora hablaba así, andaba la muchacha por el cuarto arreglando no sé
qué cosas, y se volvió de espaldas precipitadamente, sin duda para
recoger mejor la abrazadera caída de una cortina, operación en que se
entretuvo bastante tiempo. En cuanto al estudiante, clavó en su madre
los ojos, sobrecogido; pero aquella querida fisonomía, tan poco avezada
á disimular sus impresiones y tan conocida para él en sus menores
repliegues, no expresaba nada más que lo que en voz alta habían
proferido los labios, y el estudiante, respirando mejor, accedió á
retirarse á su cuarto aquella noche. No dejaba su madre de llevar razón
asegurando que le faltaba sueño. En la edad del pleno desarrollo, no
robustecido aún después de una niñez si no precisamente enfermiza, al
menos delicada, su fina organización se resentía de cualquier cosa, y
las tres noches de media vela le traían ya algo lacio. Sin embargo, al
recogerse á su alcobita, experimentó una impresión de pena y de soledad.
Acostumbrado á una atmósfera de ternura y de mimos, á andar envuelto en
algodón en rama, era codicioso de cariño, y bastáranle dos días para
contraer el hábito de aquellos tiernos y extraños coloquios, á deshora,
con una mujer que le ofrecía tal cantidad de afecto y de adhesión, que
ni su propia madre, al parecer, derramaba más profusamente el amor sobre
su cabeza. Si Rogelio pudiese analizar al microscopio sus sentimientos,
vería que buena parte del encanto de Esclavitud consistía en que allí él
era quien mandaba, y que la mujer de veinticinco años que al pronto le
tuvo por un chiquilicuatro, un _rapaz_, ahora estaba á sus órdenes,
sumisa, como _esclava_ verdadera. Con la madre, por más amante y tierna
que fuese, Rogelio siempre se reconocía súbdito: la costumbre de
respetar y obedecer se le imponía, manteniéndole en perpetua infancia.
Con la doncella, podía en cambio satisfacer su pueril vanidad y á la vez
su oculto y mal definido anhelo de vestir la toga viril, atributo de la
dignidad humana.

Por eso le causó gran disgusto la interrupción de veladas tan sabrosas.
A punto estuvo de escurrirse de puntillas á eso de la una, y sorprender
á _Suriña_, para alegrarle aquella cara que se le había puesto de una
legua. Pero ¿y si los cogía su madre? Creería todas las cosas malas;
tendría una desazón horrible; recaería; acaso despacharía á
Esclavitud... El instinto de cautela, que en los movimientos pasionales
se despierta como contrapeso á la fiebre de las determinaciones
radicales y de los insensatos extremos, le aconsejó cierto tino; y al
otro día, como viese á Esclavitud descolorida y con las facciones
afiladas, la acorraló en un rincón del pasillo, y la dijo entre bromas y
veras: «Suriña, no me pongas esa cara de viernes. Esta noche me acordé
mucho de ti, y de nuestra charla. Se me pasaban ganas de ir, pero no me
atreví. Cuidadito, por causa de la pobre mamá. Anda, Esclava, sonríe á
tu señor.»

Bastó esta pequeña satisfacción para que la muchacha apareciese con
mejor semblante, y aun se manifestase en apariencia contenta y segura.
Rogelio había hecho su composición de lugar, mitad por instinto de
prudencia, mitad por filial respeto: «Ahora, que sane mamá del todo: que
se reponga: á eso estamos. Mientras no se consiga verla fuerte y buena,
que Esclavitud la cuide, y se acabó. Pero mamá se encuentra muy
aliviada, y va á entrar en convalecencia: dentro de ocho ó diez días no
quedará rastro del percance. Entonces tenemos tiempo de echar todos los
paliques que se nos antoje. Porque mamá sale á la calle, ó se entretiene
con su tertulia, y... perfectamente. Se lo he de decir á Sura para que
se ponga más alegre todavía.»

Atisbó la ocasión propicia de comunicarle este agradable proyecto.
Sujeta incesantemente en el cuarto de la enferma, Esclavitud aquellos
días no pisaba el del estudiante: era preciso tomar por centro de
operaciones el pasillo, y Rogelio se propuso esperar á la chica en él
por la tarde, pues la mañana se le iba entre almuerzo y cátedras. Hacia
eso de las cuatro, el entrar y salir de los amigos en la tertulia
introducía en la casa cierta animación y desorden favorables al intento
de Rogelio. Y la tertulia aquellas tardes se encontraba muy concurrida,
porque el género de enfermedad de la señora, no incompatible con la
charla y la bulla, imponía á sus amigos el deber de acompañarla. No sólo
venían los «señores» sino también el personal femenino, compuesto casi
todo de modestas amas de casa, que por carecer de la desahogada fortuna
de doña Aurora, sólo de tarde en tarde podían permitirse el lujo de
hacer visitas, no sin meditarlo antes á fin de darse á luz con la
decencia conveniente en la familia de un magistrado. Aquella tarde
vinieron dos señoras que acostumbraban dejarse ver muy poco: la del
presidente de Sala D. Prudencio Rojas, y la del ex-Fiscal D. Nicanor
Candás, por mal nombre Laín Calvo. Si un pintor quisiese simbolizar la
Dignidad envuelta en los cendales de la Modestia, bastábale copiar
fielmente el porte y rasgos de la señora de Rojas. Para quien no tuviese
el alma dañada y torcida, ó embotada la sensibilidad, había algo en
aquella mujer sencilla, socialmente insignificante, que obligaba con
categórico mandato á inclinarse y descubrirse. En su abriguito de
terciopelo negro ya raído, escrupulosamente limpio, trabajosamente
puesto al aire de la moda después de ocho ó diez arreglos quizá; en su
capota cuyos encajes descubrían el brillo de la plancha casera; en sus
guantes nuevos, comprados para la circunstancia, de dos botones no más,
de color sufrido y obscuro; en sus aretes antiguos,--una roseta de
minúsculos diamantes;--en sus blancos cabellos, alisados y pegados á las
sienes con el supremo decoro de una reina viuda que ha renunciado á
agradar, se revelaba más valor, más sufrimiento, más secreto heroismo
que en los harapos de ningún pordiosero, ni en el uniforme de ningún
inválido, ni en el sayal de ninguna monja. El viviente comentario y tal
vez la mejor clave de la rígida integridad del marido, era la aureola de
paciencia doméstica y de serena aceptación del sacrificio cotidiano que
resplandecía en la esposa. Lo que tenía Rojas de duro y leñoso en su
modo de entender y rendir estrictamente la justicia, lo suavizaba la
dulzura de su mujer, á quien Roma hubiese conferido el cargo de
sacerdotisa de la piedad doméstica. Aquella matrona no había preguntado
jamás, ni aun á sí misma, la razón de que su vida conyugal fuese un
continuado acto de abnegación que duraba ya treinta y tantos años: sabía
que en su casa se adoraba el inflexible simulacro del Deber poniendo en
el mismo altar la estatua sobredorada de la Decencia, y sin una protesta
se había consagrado al culto de ambos númenes.

No cabía mayor contraste que el de la señora de Rojas y la de Candás.
Como en la magistratura se tienen muy en cuenta los antecedentes de
familia, no es posible dudar que una esposa tan cursi, que según malas
lenguas había sido posadera en Gijón, influía bastante en ciertas
sombras que un tiempo empañaron el buen nombre del Fiscal, y era motivo
para que sus compañeros, molestados por tener que seguir trato con ella,
mirasen á su esposo con una prevención que crecía al fijarse en la
incorregible mordacidad, burlón escepticismo y sordera intermitente del
asturiano. La señora de Candás, gordinflona, con una lupia al margen del
ojo izquierdo, muy empavesada, luciendo siempre vestidos llenos de
faralaes y capotas que parecían garitas ó peroles, hablando medio en
bable, llamando á su marido _este_, y contando delante de cualquiera
indisposiciones propias para sepultadas en el silencio más profundo, era
el tipo perfecto de la ordinariez incurable, enquistada, que resiste al
buen ejemplo, al aire de la corte, al cáustico de la burla y al roce de
la corriente del tiempo, que desgasta y pule, como la del mar, las
piedras más toscas. Si Don Nicanor probó alguna vez á civilizar á su
costilla, seguramente había renunciado á ello muchos años hace; y
además, los compañeros aseguraban que para desasnar á Pachita tenía que
empezar Don Nicanor por darse una mano de barniz á sí propio, y suprimir
las crudezas de su conversación, el desentono de sus modales y el mal
gusto de sus opiniones,--porque hasta las opiniones eran de mal gusto
en el Fiscal, ó al menos lo parecían por la forma de expresarlas.

Lo evidente es que, encontrárase ó no al nivel de su Pachita,--y acaso
sólo le llevaba de ventaja la agudeza del ingenio y la superioridad de
la instrucción masculina,--Don Nicanor se mostraba á veces como
avergonzado de su mitad. Quien se apostase aquel día en casa de doña
Aurora y viese entrar primero al señor de Rojas y luego al señor de
Candás en compañía de sus respectivas mujeres, podría, sólo con aquella
observación, deducir la vida psíquica de ambas parejas y ambos hogares.
Rojas había ofrecido á su mujer el brazo por la escalera, adelantándose
á tirar de la campanilla; y, al cruzar la puerta, se hizo atrás
cortésmente, no sin llegar después á tiempo de alzar el portier del
comedor (donde ya había vuelto á instalarse la tertulia). En el modo de
colocarse á su lado, en el de asociarse á sus protestas de interés por
la salud de la madre de Rogelio, rebosaba la misma consideración, el
mismo delicado sentimiento de reverencia familiar, si así puede decirse;
y el magistrado, respetando á su compañera, mostraba respetarse á sí
mismo. El señor de Candás, al contrario, entró con el sanfasón de todos
los días, y por poco suelta á su mujer en el mismo rincón en que había
colocado el paraguas. Parecía como si Pachita y su esposo se hubiesen
encontrado por casualidad en la escalera, sin conocerse, ni haber sido
presentados. Pero hubo más. Mientras el señor de Rojas, conversando en
igual tono deferente con su mujer que con doña Aurora, no se movió del
asiento hasta que la señora de Rojas hizo la clásica indicación, «cuando
quieras, Prudencio, nos iremos hacia casa», el señor de Candás, de
repente y cortando una arenga de Pacha sobre lo rancio y caro que era en
Madrid el _tocín_, dijo con el peor estilo del mundo:

--Ea, Pacha, cállate y larguémonos, que es hora.

Salía el señor de Candás, sin duda para enseñar el camino á su mujer,
que aún quedaba empantanada en los cumplimientos de despedida, á tiempo
de espantar un grupo de dos personas que hacia el fondo del recibimiento
se secreteaban con calor. Nadie ganaba al socarrón del astur en el arte
de hacerse el sueco; pero ver... ¡carapuche si vió! Tanto, que al salir
de la casa aún retozaba una risilla en las arrugas de su volteriana faz.

Lo que Rogelio le decía con tanto entusiasmo á la muchacha era esto:

--Suriña, la gran noticia. Este verano iremos allá... todos. Ya mamá me
lo tiene ofrecido.



XVIII


Encontrábase la señora de Pardiñas completamente dada de alta y se
discutía la oportunidad de una salida á pié, cuando cierta mañana, á la
hora en que Rogelio tenía su clase de economía política, que para tales
visitas era deshora, llegó Don Nicanor muy bien humorado y cordialísimo.
Se hizo el sorprendido de no encontrar allí á ninguno de los
acostumbrados tertulianos; á lo cual doña Aurora, que se consagraba á la
fabricación de unas medias de abrigo, respondió muy cuerdamente que
faltaban dos horas lo menos para la de la tertulia, y por consiguiente
no tenía nada de extraño que la gente no hubiese llegado. Pero Laín
Calvo no debió de oir esta observación, porque conservaba en el bolsillo
la trompetilla, limitándose á formar con la mano un embudo acústico.

--¿Diga, Aurora, no ha notado una cosa?--preguntó después de
repantigarse en la butaca, sobre cuyo ancho respaldo estaba ya señalada
la forma de sus lomos.

Doña Aurora levantó las pupilas como el que dice:--«No; es decir, ¿yo
qué sé? Haga V. él favor de explicarse».

--¿No se ha fijado el otro día... cuando vinimos de visita Pacha y yo...

--Sí, sí; ya... el viernes.

--¿La mujer de Rojas, qué abatida estaba?

--¡La pobre! No es muy animada nunca; pero tampoco se la ve displicente.
¡Mujer de más mérito! Vale un Perú.

--No, ella bien se esforzaba en hacer de tripas corazón: ¡pero se le
conocía! Sobre todo, los que estábamos en autos.

--¿Pues qué ha pasado? ¿Tienen algún disgusto serio?--preguntó ya
consternada la señora de Pardiñas, que estimaba y quería muy de verdad á
la de Rojas.

--El Joaquín... el hijo, el juez... me le han vuelto á trasladar desde
un extremo á otro de España, á los dos meses de la primera traslación, y
estando su señora para dar á luz. Así se convencerán de que aquí no se
puede hacer el quijote, ¡carapuche! ¡Mire que un rapaz que empieza la
carrera, y para estreno se le ocurre tenérselas tiesas con un alto
cacique de las agallas de Colmenar, á quien le guarda las espaldas el
ministro del ramo! Ya verá, ya verá que no se pueden gastar bromitas con
esos nenes. Y ya comprenderá lo que importan aquí legalidades. ¿Que no
se puede trasladar á los jueces más que á instancia suya? Pues se pone
en la Real orden: «A instancia suya», y tan guapamente. Ya hubo alguno á
quien le encajaron la cesantía «á instancia suya». Y cuando protestó le
salieron con «¿V. desacata al ministro?»

--Pero señor Don Nicanor, eso honra mucho á la familia de Rojas, y al
muchacho, que por lo visto es de la escuela de su padre. Gente íntegra
así, se ve ya muy poca. Yo nada entiendo; pero recuerdo que aquí se
hizo conversación del asunto, y se dijo que querían que Joaquín Rojas se
prestase á una picardía tremenda, á un despojo que importaba...

--¡Mire V.--añadió Laín Calvo prosiguiendo en su sordera--que ir un
mequetrefe como él á cuadrarse delante del Ministro! Los Rojas tienen
vena. _Talis pater_... Farol el padre, farol el hijo... Es decir, el
hijo todavía más farol, aunque parezca mentira. Porque el padre al menos
no se mete en camisa de once varas: al texto de la ley y se acabó. ¿Que
el Código dice blanco? Pues blanco. ¿Que dice negro? Negro. Rojas es una
máquina de aplicar la ley. Si la ley hoy trajese azotes, y cortar las
orejas, andaría Rojas desorejando y vapuleando á la gente. ¡Pero el
chiquillo!... Porque se ha leído unas chapucerías alemanas é italianas,
traducidas en gringo, se las echa de sabiondo y de fi-ló-so-fo.
¡Fi-ló-so-fo un xuez! ¡Home, qué farolería!

--Pues á mí,--arguyó doña Aurora sin alzar la voz, porque sabía á qué
atenerse respecto á la sordera del Fiscal,--me parece que en todas las
profesiones puede un hombre portarse con dignidad y con decencia. Les
tengo á los Rojas, por eso, una simpatía grandísima.

--Y claro,--siguió Laín,--ahora lo de cuartos anda mal. En aquella casa
ni se enciende estufa, ni se come principio, ni se hace café. No le
llega el sueldo para traslaciones; se ha casado con una chica que no
tiene un ochavo, y así que la cosa apremie, ya bajará el gallo el
señorito. La necesidad enseña más que las Universidades. Ya le domarán.
Como un guante estará dentro de un año.

Persuadida de que no conseguía nada con protestar, doña Aurora
continuaba menguando el talón de su media, limitándose á hacer gestos
negativos, porque su genio vivaracho no le consentía asentir á las
atrocidades del maligno sordo.

--Todos allá cuando rapaces empezamos por echárnoslas de plancheta... ¡y
luego amainamos, vaya si amainamos! O si no, es querer pasar una vida
miserable. Ya verá V. como el ramalazo que ha cogido á Joaquín le
alcanzará también á su padre. Se la están armando con queso. No pasa el
año sin que le jueguen alguna de puño: gorda. ¿No pueden trasladarle? le
jubilarán. Yo no soy antiguallero como Don Gaspar y los otros; pero
tengo que reconocer que en mis tiempos la magistratura dependía menos
que ahora de la política. Las cosas vienen así, y hay que tomarlas como
vienen. Estos señores están siempre en Belén, carapuche. ¡Memos en
polvo! A bien que la camada nueva la entiende mejor. Aquí soy yo el
único de la tertulia que vive en el mundo. Si no fuese la arrenegada
sordera...

--A mí no me venga V. con sorderas,--protestó la señora.--Dios me libre
de sordos así. Oye V. más que quiere. A mí déjeme V. de cuentos ¿eh? No
nací en el año de los tontos.

--Y el que está más chiflado de todos,--advirtió Laín haciéndose el
desentendido,--es el bueno de Don Gaspar. Ese ya, guillati por
completo. Ha vuelto á la infancia. Tendremos que ponerle ama de cría, ó
al menos niñera. Eso quiere y por eso suspira; y anda buscando robarle á
V. la que V. escogió para su chico. Hablo formal; tan cierto como me
llamo Nicanor, que le tenemos vuelto tarumba por su doncella de V., por
la Esclava ó como se llame. Ningún rapaz de veinte se enamoraría tan
fuerte de ella; estoy seguro de que á Rogelín no le entró así, home.

Al nombre de Rogelio, y sobre todo al percibir el tono en que lo
pronunciaba Candás, la madre se estremeció, dejando caer en el regazo la
calceta.

--Lo de Rogelín,--continuó con la misma bonachonería el sordo,--es tan
natural en un rapaz, que sería para hacerse cruces si no sucediese.
Claro: una mujer agraciada de veinticinco, y mimosina; un rapaz de
veinte... ¿qué había de pasar, señores? Que hoy te miro, que mañana te
toco... que el cariñín en el pasillo, que el retozo en la antesala...
Rapazadas que se caen de suyo.

La señora saltaba en el asiento lo mismo que un muñeco de resorte.

--¿V. sabe lo que está diciendo?--exclamaba.--¿Le parece á V. bien
lanzar esas cosas tan serias _porque sí_, sin prueba ni fundamento
ninguno? ¿No hay más que echar la lengua á paseo y caiga el que caiga?
Rogelio... ¡infeliz criatura! ¡que no es capaz de semejantes trastadas
en casa de su madre!...

--Bueno, si yo comprendo que V. le dé poca importancia y lo meta á risa,
porque son demoniuras que la edad las trae consigo...; y por eso, cuando
el otro día los pillé en la antesala muy entretenidos, hechos un
caramelo, díjeles para mi saco: «Eso, niñines, á divertirse, que es ley
de Dios.» Pero si pienso en el otro estafermo, con sus ochenta del pico,
todo derretido en babas...: home, le bajaría los calzones y le daría una
mano de azotes en el tafanario, por archimemo.

¡A doña Aurora sí que se le pasaban ganas vivísimas de ejecutar la misma
operación con el empecatado sordo! ¡Contar aquellas enormidades, y
contarlas de aquel modo traidor, que ni daba lugar á rectificaciones,
porque con la farsa de la sordera podía decir cuanto se le antojase, sin
atender á las razones en contra, ni aun á los mentís! Era para
envenenarse la sangre de rabia... Era una burla supina, descarada,
insufrible. ¿Y ella había de aguantarla? Eso sí que no. La bilis de la
señora de Pardiñas se alborotaba: la sangre le hervía en las venas.
«Sordo infame, sordo de mentirijillas, revoltoso y chismoso de verdad,
raposa malvada y astuta, ahora te lo diré de misas.» Levantóse del
sillón, y acercándose rápidamente á Laín Calvo, le metió la mano, con la
destreza de un tomador de oficio, en el bolsillo del gabán, sacando el
estuche que contenía la trompetilla. Y antes que el sorprendido Fiscal
pudiese evitar el ataque, doña Aurora había sacado el cañuto de plata
encajándolo en el conducto auditivo del asturiano, acercado la boca y
gritado con toda su fuerza:

--Para mí póngase V. siempre la trompetilla, ó si no determínese á oir
lo que le contesto. Eso de Rogelio y Esclava lo inventa V. con su
maliciota condenada, ¿oye? Mi niño no seduce á las criadas de la casa de
su madre, ¿oye? La gente no anda tan suelta ni tan descarada como V. la
pinta, ¿oye, oye? Y las personas decentes se diferencian ¿oye? de los
pillos. Y yo no soy tan borrica ¿oye bien? que si semejantes cosazas me
pasasen por delante de las narices las fuese á consentir. Y á mí me
gusta poco la gente maligna ¿oye? porque siempre echo la cuenta ¿oye?
«Piensa el ladrón que todos lo son.»

Acabada la filípica, la señora se dejó caer toda sofocada y nerviosa en
el sofá: y el astur, llevándose ambas manos á su amarillenta calva,
exclamó con acento dolorido:

--Carapuche, Aurorina... Me ha roto el tímpano... Con otra como ésta me
deja sordo.



XIX


Pero apenas el truhán de Laín Calvo se hubo ido, y calmádose un poco la
indignación y la cólera dando lugar á la reflexión, doña Aurora,
ejecutando su movimiento favorito de rascarse el moño con una aguja de
la calceta, llegó á formular categóricamente el indefectible «¿por qué
no?» de todas las desconfianzas. Sin necesidad de gran perspicacia, sin
poseer la aguda malicia del Fiscal, con sólo las nociones más
elementales del sentido común, bien podía venirse á la memoria é
imponerse al entendimiento todo aquello de «el fuego junto á la
estopa...», con lo otro de «entre santa y santo...», etcétera. Y por una
serie natural de razonamientos, propios de su buen sentido, llegó la
señora á caer en el extremo contrario á su primer impulso, acusándose de
confiada en demasía, de necia y simple, porque ni una sola vez se le
había ocurrido la posibilidad y aun la probabilidad de cosa tan obvia,
hasta que se la indicara una persona maliciosa y extraña, cuando ella
tenía obligación de precaverla á tiempo. «Las mamás padecemos esta
pícara manía, de pensar que los niños siempre han de ser niños... y los
años vuelan, y ellos llegan á hombres, y el bigote no nos pide permiso
para crecer... Cuando no creemos que siguen siendo chiquillos, damos en
figurarnos que ya son viejos y formales como nosotros..., otro
imposible, otra bobada... La edad pide lo suyo, y es una majadería no
sospecharlo siquiera... Lo malo aquí es que tenemos al enemigo en la
plaza. ¡Y lo he metido yo misma! Nada, le abrí la puerta y le
dije:--Pase V. Sobre que la situación es poco decente, desairadísima
para mí, he duplicado el peligro y la gravedad de todas las
consecuencias que pueden sobrevenir... ¡y tanto como pueden! Ello es que
yo no esperé nunca que Rogelio fuese toda, toda la vida un santo; pero
esto... así, á domicilio...»

Otra rascadura en el moño le sugería el contrapeso lógico de tales
reflexiones. «Es muy creíble que el tiñoso del viejo haya calumniado,
por el gusto de calumniar, á mi nene y á la pobre Esclava. Yo no tengo
tan mal ojo para conocer á las pájaras de cuenta, y Esclava me gustó, me
llenó precisamente por su tipo formal y modesto. Verdad que los
antecedentes de familia no la abonan, y que tiene mala sangre por los
cuatro costados; pero eso... en eso se lleva uno chascos grandísimos: la
gente no es como los pimientos, que salen gordos ó ruines según la
semilla. Nada, aquí no tenemos sino un caminito que seguir. Observar, no
dormirnos y procurar que el muchacho se distraiga por ahí fuera. Según
lo que vaya pescando, así haré. Yo no voy á cometer la barbaridad de
echar á la chica de buenas á primeras. Si todo ello resultase paparrucha
de Don Nicanor, sería un cargo de alma. Y si es verdad, podía
alborotárseme el chico... y tendríamos una... Estas primeras chifladuras
y tonterías de los rapaces les entran muy fuerte. Andarse con tiento.
Aurora, figúrate que eres de policía y que te mandan seguir la pista de
un crimen... Ojo alerta, calma y mala intención.»

Ningún programa se cumplió más al pié de la letra. Dedicóse la señora
desde aquel mismo instante á reparar el tiempo perdido: tan confiada y
noblota como fué antes de concebir recelo alguno, tan suspicaz y
escamona se volvió desde que la sospecha vino á hacerle cosquillas con
sus dedos rápidos y fríos. Espiaba con destreza y con un sosiego
perfecto, sin dejar salir al exterior las preocupaciones del ánimo. En
toda mujer, en la más sencilla y franca, hay un polizonte en germen; los
hábitos de disimulo contraídos desde la niñez les hacen fácil el oficio.

Para no alarmar ni poner sobre aviso, discurrió doña Aurora no vigilar á
los dos presuntos culpables, sino á uno solo: porque si éste comunicaba
al otro sus temores respecto al espionaje, el otro los disiparía
asegurando no haber notado cosa alguna que alarmar debiese. Y en efecto,
en el presente caso no puede negarse que, vigilada Esclavitud, sobraba
atisbar á Rogelio. Así se practicó. La señora, usando de un derecho
indiscutible, estudió minuto por minuto las acciones, pasos y
movimientos de su criada. Supo á qué hora se despertaba; qué hacía
después de levantarse; cuántas veces y con qué fin entraba en el cuarto
de Rogelio; en qué empleaba la tarde; á qué se dedicaba mientras duraba
la tertulia; cuándo se recogía y en qué momento soplaba la luz.
Y,--preciso es confesarlo,--al pronto el resultado de estas
averiguaciones fué completamente negativo. Esclavitud, no bien salía de
su cuarto, se consagraba como siempre á los chocolates, y después á su
aseo personal, sin acicalarse ni hacerse esos moños de figura de
sorbete, único lujo de las domésticas madrileñas. Para arreglar y asear
las habitaciones de Rogelio, despachito y alcoba, escogía las horas que
el estudiante pasaba en clase, ó en paseo: nunca iba estando él.
Esclavitud no salía los domingos sino á misa; por consiguiente, tampoco
veía á Rogelio fuera de casa. Durante la tertulia, Rogelio no se movía
de su rincón del sofá, ni la muchacha abandonaba su cesta de repaso,
excepto para abrir la puerta. Y las noches, en que á no venir algún
estudiante amigote de Rogelio, éste leía periódicos ó salía á los
teatrillos á ver una pieza, Esclavitud se las pasaba en su cuarto,
cosiéndose su propia ropa, ó dedicándose á faenas análogas. Nada se
descubría que pudiese dar pábulo á ciertos recelos, y la señora se
dormiría tranquilamente, si sus condiciones de observadora fuesen más
vulgares.

Pero no era ella mujer á quien se le pasasen por alto varias cosillas
insignificantes en apariencia, y en realidad muy significativas y aun
escamativas para una mamá avispada; cabos sueltos tras los cuales suele
salir toda una madeja larga y enredadísima. Estos indicios, señales ó
guiones para las pesquisas de la celosa madre, eran del género
siguiente. A la hora de almorzar, al traer Esclava las píldoras ó el
jarabe ferruginoso, al presentar á Rogelio sus manjares preferidos,
establecíase alguna vez (y que no se lo negasen á doña Aurora, que ella
bien lo había guipado) un trueque de miradas lánguidas de _carnero á
medio morir_, ó encendidas y chispeantes. Al llamar el estudiante á la
campanilla y levantarse Esclavitud para abrir la puerta, la muchacha
mostraba un apresuramiento que estaba muy lejos de manifestar cuando
tiraban del cordón los vejestorios tertulianos; es evidente que conocía
al señorito en el modo de llamar y hasta de subir las escaleras. Si
Esclavitud planchaba ropa de Rogelio, hacíalo con primor y esmero muy
especiales; y este mismo síntoma podía advertirse en el arreglo de la
habitación y en el servicio de la mesa. Algunas noches, al salir de casa
Rogelio, la muchacha le esperaba en el pasillo, y trocaban breves
frases, pero en voz tan baja que no podía oirse el diálogo: esto mismo
ocurría por la mañana al regresar de clase, y siempre que no estuviese
en la antesala doña Aurora. Por último, y este indicio era de los más
elocuentes, Rogelio se había resistido dos ó tres veces á acompañar á su
madre para salir, y aunque por fin cedía, iba asaz mohino y con las
orejas gachas.

Ni más ni menos que esto percibió la señora: ello bastaba y aun sobraba
quizá para tenerla en ascuas ó inspirarla deseos de resolver del mejor
modo posible aquella ambigua situación y desenredar la madejita, que
amenazaba ser con el tiempo un enredo de dos mil diablos. No se atrevía
á moverse de casa por no facilitar ocasiones peligrosas; pero esto puede
hacerse un día, dos, tres; no prolongarse todo un invierno, á menos de
criar moho. Rogelio había manifestado ya repetidas veces gran extrañeza
viendo suprimidas las correrías matinales en simón. «Máter, estamos
abocados á presenciar graves trastornos si continúa tu retraimiento y
sigues desdeñando á las áureas carrozas que al pié de los muros de
nuestro palacio esperan que te recuestes muellemente en sus recamadas
alcatifas para dedicarte á tus matutinos quehaceres. Prepárase imponente
manifestación en que tomarán parte diez mil Faetontes de punto;
pronunciáranse discursos en la dulce lengua del trovador Macías y en la
jerga elocuente del duque Pelayo. Tienen pedida la palabra Martín el
Buloniu y José el Cabaleiro. El Gobierno ha adoptado precauciones, y el
duelo se despedirá en la taberna.»

Los tertulianos, informados del retraimiento de la señora, también se
creían obligados á soltar su discurso de higiene. «Amiga doña Aurora, no
hay que apoltronarse. Cuidadito con criar humores, que después dan que
sentir. Míreme V. á mí: la salud de que gozo y la buena disposición en
que me encuentro, las debo á mi costumbre de que no pase día sin salir y
sin andar á pié regulares distancias. Menos de una legüecita, no se
esparce la sangre. Yo, desde que me rompí el hueso, ando más.» Estos
consejos eran del excelente Nuño Rasura. «Muy conveniente considero el
ejercicio», añadía el señor de Rojas, con su sentenciosa formalidad de
costumbre, «para el cuerpo, y si Vds. me apuran, para el alma. Andando,
se distrae... vamos, el espíritu. No hay como un paseíto, y si uno se
aburre, lo mejor que puede hacer es contar las piedras, los árboles ó
los números de las casas.» A doña Aurora, tales advertencias acababan
por sacarla de tino. «Es monomanía la que tiene todo el mundo de
aconsejar y de cuidarle á uno, sin saber ni lo que le conviene ni dónde
le aprieta á uno el zapato. Estos señores parece que se empeñan en que
aquí suceda... lo que no debe suceder. Vaya, con razón dice aquel
truchimán de Don Nicanor que están en Babia todos ellos.»

No obstante, doña Aurora iba persuadiéndose de que la encerrona era
insostenible, y la irritaba pensar que tal vez se tomaba un trabajo
excusado, porque la inclinación de los muchachos no llegaba á extremo
que justificase tantas precauciones; y de llegar, el impedirles que se
viesen á solas era como poner puertas al campo. Ocurriósele entonces un
expediente para salir de dudas y medir la magnitud del riesgo. Mandó
fabricar secretamente un llavín para la puerta de su piso; y ya provista
de él, salió á la calle de mañana en uno de sus trenes, el de Martín por
más señas; y despidiéndolo al poco rato, volvió á su casa á pié, abrió
sin hacer ruido, y se dirigió, pisando blandamente, al cuarto-leonera,
donde supuso que debía encontrarse Esclavitud. Así era. La halló
haciendo labor, como de costumbre, tranquila, con el aire reconcentrado
y pensativo que la caracterizaba.

--¿Dónde está el señorito?--preguntó doña Aurora de súbito, sin dar
tiempo para que la Esclava adoptase precaución alguna.

Y la criada, alzando el rostro sereno, ó más bien melancólico,
respondió:

--Me parece que estudiando en su cuarto ¿Cómo entró, señora? No he
sentido la campanilla.

--Es que salía Fausta--explicó doña Aurora atropelladamente, cogida en
el garlito lo mismo que si fuese ella la culpable. Hasta sintió
encendérsele los carrillos. ¡Aquello era lo que se llama un parchazo!
¡Tantos misterios y tantos preparativos de llavín, para encontrarse con
que en casa no sucedía nada de particular, y que cuando pensó sorprender
un pecaminoso coloquio, sólo encontraba la calma y el orden! Y sin
embargo, no se convencía, no señor: que se convenciese el diablo. «¿Será
esta chica más lagarta de lo que me figuro? ¿Me estará envolviendo sin
yo pensarlo? ¿Se reirán de mí los dos? Porque las miraditas y los
coloquios al entrar y salir, y las pocas ganas que tiene mi niño de
echarse á la calle... eso no me lo quita nadie de aquí; lo he visto, y
lo que veo... nada, que lo veo, y ya pueden predicarme después frailes
descalzos. Con salirme fallida esta emboscada, en vez de sosegarme creo
me voy sobresaltando muchísimo más. No, pues yo no me dejo meter el dedo
en la boca. Para defender á mi hijo, todos los medios humanos he de
apurar; á mí no me cogen desprevenida: por si ó por no... Me da miedo
esta muchacha. La veo yo así..., no sé cómo, pero no me gusta. Tiene un
carácter muy de allá, que todo se lo guarda, y no hay nunca seguridad
con ella, porque no se descubre. Pues á pillo, pillo y medio. Deja,
deja, que yo te buscaré la salida; y ha de ser salida decorosa, sin que
te puedas quejar; al contrario, has de tener que darte por satisfecha.
Y ahora..., un clavo saca otro clavo, los rapaces son rapaces... Voy á
proporcionarle entretenimiento á Rogeliño. Voy á darte una rival... y
bien bonita. Espérate, rapaza...: contra treta, retreta; ya encontré
quien ha de desbancarte.»



XX


Y en efecto, ni veinticuatro horas tardó la madre en arreglarle á su
hijo una entrevista con la rival de Esclavitud. El punto de cita fué en
la propia morada de la susodicha rival, morada obscura y que olía
medianamente, como suelen oler todas las habitaciones de gente de su
laya; por lo cual, para que Rogelio se enterase bien del talle y porte
de su nuevo quebradero de cabeza, hubo que sacarle al patio sin ningún
artificio de coquetería, y aun pudiéramos decir que en estado de casi
total desnudez, pues no cubría sus esbeltas formas sino una manta vieja
que el dueño del taller de coches, Agustín Cuero, se apresuró á levantar
á fin de que nada velase sus encantos.

Era una monada de jaca andaluza, alazana con cabes negros, de cabeza
chica y enjuta, de nerviosos remos, de lucio y acopado casco, de pelo
irisado á fuerza de estar brillante, de entreabiertas fosas nasales más
suaves que la seda, de ojo lleno de fuego y dulzura; joven, leal,
gallarda, animosa; un animal de esos que honran á la raza caballar
española con la hermosura de su estampa y la inteligente generosidad de
su carácter. Agustín Cuero no le escaseó elogios hiperbólicos, fingiendo
que se enternecía al desprenderse de tan rica pieza.

--Le aseguro á la señora que otra más bonita no se pasea hoy por la
Castellana. No tiene una maca siquiera. Y es una santa, es una seda, la
maneja un niño de pecho. Con toda la sangre que le sobra, no es capaz de
una mala partida. Así es que un hombre le toma ley, vamos, y parece que
cuando uno la vende es como si se le llevasen á alguien, es un decir, de
la familia.

--Sí--respondió la señora metiéndose á chalana--pero también no me
negará V. que esta clase de caballos no está ahora de moda. Los
elegantes tienen una legua de pescuezo y son de figura de mondadientes.

--Bueno, los ingleses...; una moda _redícula_, como muchas que hay; y
esos son para ciertos señoritos y con ciertas circunstancias... pues.
Para el Hipódromo y esas farsas. Una jaca como la que está viendo la
señora siempre tendrá partido. Bien emperrado que anda el _Baraterín_ en
comprármela; en pleito estamos porque no quiere llegar al precio que yo
le pongo. Ahí el señorito podrá decirlo.

--Es verdad, mamá--afirmó Rogelio mientras halagaba el anca de raso del
simpático animal.--Soy testigo. Agustín le pidió lo mismo que á ti, y
el torero la dejó quedar por diferencia de dos onzas, y está chalado por
ella. La anda rondando; ¡le hace más visitas!

--Pues que no la ronde, que es tuya--exclamó la mamá decisivamente,
recreándose en ver el rostro extático de su hijo, que al oir esta
palabra divina, con un impulso de esos que no se calculan, echó los
brazos al cuello de la jaca, y le plantó un achuchón completo en el
hocico negro y suave.

Convenido ya el precio y la hora de cobrarlo, doña Aurora indicó algo
sobre el cuidado de la jaca, proponiendo á Agustín dejársela en
pupilaje; pero Rogelio, excitado, casi convulso de felicidad, no
permitía hablar á nadie, ni tomar resolución alguna. «Tú no sabes,
mamá... Yo me encargo de eso, déjame á mí... Sí que he de pasarme yo un
día solo sin enterarme de cómo anda la jaquita mía... Todas las mañanas
y todas las tardes la he de ver á la señora jaca... Te digo que lo dejes
de mi cuenta...» Acabó doña Aurora por acceder y otorgarle plenas
facultades. «Bien, pues allá tú...» Cuando se trató de poner nombre á la
jaca, el muchacho, sonriendo, murmuró: «La llamaré Suriña».

Los afectos cardinales del alma humana dictan á veces rasgos de
maravillosa inspiración: la señora había comprendido, iluminada por el
amor maternal, que tratándose de un hombre de veinte años, y menor aún
que su misma edad, no hay rival mejor contra una hembra que un caballo
bonito. El caballo no es solamente distracción de un par de horas al
día, sino ocu pación y preocupación constante, desde que amanece hasta
que anochece. Enterarse de lo que come, y de si le roban ó no la cebada;
ver si está limpio y se han practicado con él todas las operaciones de
tocador--y el tocador de un caballo fino lleva casi tanto tiempo como el
de una mujer primorosa; luego, esa comunicación afectiva que se
establece entre el jinete que por vez primera disfruta el goce de un
caballo, y el animal; esa ternura que nace de la posesión; ese trueque
de monerías, el azúcar robado al almuerzo para ir á dárselo, el pan
fresco escondido en el bolsillo del chaleco, la dicha que produce el
relincho de júbilo del animal cuando su penetrante olfato y su delicada
percepción le dicen que el amo se acerca con la golosina... Después, las
inquietudes por la salud--un caballo ocasiona tantas como un niño
chico.--«Señorito, esta jaca no sé qué tiene... hoy no ha comido el
pienso. Le noto los ojos tristes.--Señorito, hoy la jaca no ha...»
¡Quién lleva lista de los innumerables achaquillos que puede padecer una
jaca! Después de tan múltiples cuidados, aun queda otro orden de ellos,
relacionados con lo que podemos llamar las galas de boda de la
equitación: el galápago de la mejor piel de cerdo, crujiente, diminuto,
mono; el sudadero de rico fieltro con cifras inglesas; los acerados
estribos; la sutil cabezada, que deja lucir toda la gracia de la gentil
cabeza; y para el jinete, el látigo de puño de plata cincelado; los
guantes del Tirol; el ajustado calzón de punto; las botas muelles; la
corbata con herraduras blancas sobre fondo gris... Todo distracción,
todo embeleso en la encantadora luna de miel del muchacho con su jaca.
¡Y qué emoción al sacarla! ¡Qué vanidad al lucirla con los amigos! ¡Qué
inexplicable deleite al pasearla en las frondosas arboledas de la
Moncloa, al ver acercarse un carruaje en cuyo fondo se reclina una bella
enlutada, y bajo la fascinación del mirar de la gentil desconocida,
ostentar la montura, hacer piernas, caracolear y lucir su gallardía
cubriéndola de espuma y sudor! ¡Qué placer ir variando de aires, ya el
rítmico paso, ya el animado trote, ya el ardiente galope; y al halagar
con cariñosa palmada el cuello del obediente bruto, sentirle resoplar de
placer, estremeciéndose todos sus sensibles nervios y su vigorosa y
enjuta musculatura, como talle de jovencilla al rodearlo el brazo de
ágil pareja y disponerse al vals!

Indudablemente, lo de la jaca sí que había sido gran recurso é idea
feliz, hija al fin de la experiencia, y muy superior á aquel ardid
vulgar de echarse novia, que se ofreciera al candor de Rogelio como
arbitrio soberano para curar su incipiente enfermedad amorosa. Ahora no
necesitaba su madre pedirle que saliese, ni inventar pretextos con que
echarle á la calle. Espontáneamente no hacía el chico más que ir y venir
de su casa á la cuadra de la favorita. El invierno cejaba ya; los
últimos días de Marzo eran, á pesar de la mala fama de este mes
versátil, claros, templados y hermosos; y todas las tardes, desde las
tres, salía Rogelio á gozar de los primeros soplos primaverales, ya
solo, ya con amigos, ya con el picador, volviendo al anochecer dominado
por una sana fatiga física, embriagado de aire puro, libre de molicies y
malas sugestiones, penetrado de la alegría del paseo. Entre esta veta de
actividad que su madre había descubierto, y el estudio, indispensable
porque la época de los exámenes se acercaba amenazadora, ¿cuándo ni cómo
había de encontrar tiempo de atender á la Esclava?

No por eso se dormía la madre, ni abandonaba el bien concebido plan de
defensa. Un día, Don Gaspar Febrero, habiendo madrugado algo más que los
otros tertulios, vino á quedarse á solas con la señora de Pardiñas, y
según costumbre, trajo la conversación hacia Esclavitud, elogiándola de
tan desatinada manera, que la señora sintió cierta desazón en los
nervios.

--Pecisamente--dijo doña Aurora cuando el anciano la permitió meter
baza:--tenía que indicarle á V., á propósito de esa chica... Pero
prométame que me responderá con franqueza absoluta, como amigos viejos
que somos ya.

--¡Pues no faltaba más! Mi simpática Aurora, ¿cuándo no?... ¿En qué
puedo servirla?

--Verá V.... Una cosa que se me ha ocurrido aquí por la mañanas cuando
estoy sin gente y el rapaz en clase... Como V. se va á quedar muy mal,
creo yo... así que Felisa emprenda su gran viajata á Filipinas...,
yo..., en mi deseo de que no eche V. tan de menos esos cuidados á que
está acostumbrado ya... ¿no le parece á V.?

--Veamos, veamos. Siendo de V. la idea... V. discurre siempre muy
juiciosamente, amiguita...

--Como me ha dicho V. tantas veces que le agrada el modo de servir de
Esclavitud...

El gallardo anciano hizo un brioso movimiento de halagüeña sorpresa,
afianzó sus espejuelos, se apoyó en la muleta, inclinándose hacia
adelante; y desatentado, trémulo, sin acertar á formar los períodos,
exclamó:

--Amiga, amiga, amiga... ¿Qué me dice V., qué me dice V....? ¿Ha
reflexionado antes de hablar? ¡Desprenderse V. de ese tesoro! ¡de ese
tesoro! Me llena V. de agradecimiento, sí, señor... pero en
conciencia... no, no puedo consentir... ¡A dónde llega la amistad! Ahora
lo veo, Aurora... No, pero yo no soy un egoista... No, V. no habrá
meditado... ¿lo dice V. formal, formal?

Sintió la señora el aguijón del remordimiento ante esta gratitud
extemporánea, y se dió prisa á añadir:

--Mire V., si sería conveniente para mí también; hasta para mí. Hay su
parte de egoismo, Don Gaspar; no es todo virtud. Como este año proyecto
llevar á Rogelio á que conozca nuestra tierra...

--Razón de más, amiguita, razón de más. No puede V. prescindir de una
servidora semejante viajando. Están muy malos los tiempos... Ahora, con
las Higinias que corren, ¿quién suelta una Esclavitud.... ¡ah! una
Esclavita de esa marca! ¿V., V. lo ha pensado, lo que se dice pensar?

Al hablar así, Nuño Rasura pegaba saltos en su butaca, y hacía con la
muleta el molinete. Sus ojos brillaban; su cuerpo se erguía como de un
muchacho, y afanoso sobrealiento agitaba su esternón. «Dios nos asista»
pensó doña Aurora: «á este señor le voy á tener que recoger del suelo
con cucharilla.» Y como guardaba silencio aparentando hallarse conmovida
por los argumentos del buen señor, éste añadió de pronto, con energía, á
manera de niño que se deja convencer para tomar un juguete:

--Pero es decir... ya comprendo que la amiguita lo ha meditado bien, en
el mero hecho de proponérmelo á mí. Conozco que tiene fundamento lo que
V. alega: mucho, mucho, Aurora... viajando, se va mejor solo: el hijo
con la mamá... claro, perfectamente. Pues por mí... basta que sea
indicación de V.: acepto, acepto... ¿oye la amiguita? acepto.

Doña Aurora discurría: «Cierto que á veces irrita un trucha como Don
Nicanor, que tiene la malicia por arrobas y es capaz de pensar mal de su
propia madre; pero también estos inocentones, que nunca se enteran...
vamos, hay días en que le ponen á uno los nervios como cuerdas de
guitarra».

Vencidos ya los escrúpulos de Don Gaspar, él mismo combinó y desarrolló
el plan de campaña: al ausentarse la hija, Esclavitud entraría á servir
al padre en concepto de ama de llaves. El ochentón añadió, estregándose
repetidas veces las manos:

--Que no se entere Candás... No quiero bromas inconvenientes.



XXI


Nada transpiró de esta conjuración doméstica. Guardó silencio doña
Aurora, porque las mujeres saben callar muy bien si se lo proponen y si
están en juego intereses de su corazón; y Don Gaspar se cosió los
labios, porque temía más que al cólera á las cuchufletas é insinuaciones
del Fiscal, y otro tanto--revelemos estas interioridades--á la fiereza
de su hija Felisa. La cual, suspicaz como una esposa, alarmada por los
instintos de elegancia, sociabilidad y galantería del anciano, se había
dedicado á buscarle lo más feo, zafio é intratable del ramo de
maritornes, porque siempre veía perfilarse en el horizonte la fatídica
silueta de una madrastra. Hasta que Felisa emprendiese su viaje hacia la
quinta parte del mundo, no se atrevía el viejo ni siquiera á indicar el
propósito de llevarse consigo á tan dulce y linda sirviente. Costábale
mucho trabajo reprimirse y esperar, porque su senectud era niñez
antojadiza é impaciente, y cuando tardaba en cumplírsele un deseo, á
dejarse llevar de sus impulsos, hubiera pateado. El desahogo que tomaba
era cogerle las vueltas á los tertulianos para encontrar sola á doña
Aurora, y hablarle difusamente, como hablan los viejos, de sus planes,
de lo bien que iba á estar con él Esclavitud, de todas las atenciones
que le prodigaría, de lo fácil que es servir un nombre _pelado_, con
otras cosas del mismo jaez. Y cuando por haber gente delante no podía
explayarse el buen señor, dirigía á su «amiguita respetable» miradas y
guiños de inteligencia, le sonreía sin motivo y en fin buscaba salida á
aquella plenitud de espíritu digna de otra más ardiente edad. «Dios nos
conserve el juicio», reflexionaba la señora. «No sé por qué nos pasmamos
de que se chiflen los rapaces, cuando los señores mayores se ponen así.
Aun á los rapaces mismos no les da tan fuerte. Voy á comprar unos
pañuelos tamaños como la Sábana Santa, para limpiarle las babas á este
bendito señor. El diablo me lleve si no está rabiando porque la hija
tome las de Villadiego para recoger á Esclavitud más corriendito. Si yo
no supiese que por otra parte es una persona buenísima, y que la
muchacha tampoco me parece capaz de una mala partida con él, tendría
algún reconcomio. Porque nadie es capaz de saber á dónde llegan estas
cosas, y si le da por casorio ó una barbaridad semejante...» La idea era
tan bufa, Don Gaspar casado con una muchacha de veinticinco, que la
señora de Pardiñas se rió sola, y el monólogo acabó por una rascadura de
aguja de calceta en el moño, y este corolario: «Yo no tengo culpa si
llega á suceder algún caso estupendo. Proporcionarle una buena
colocación á una buena criada, no es delito. Lo que siento es que esa
empalagosa de Felisa Febrero nunca acaba de tomar el tole para
Filipinas.»

Era verdad que se daba una calma en emprender el camino, hecha para
freir la sangre á quien tuviese genio menos pronto que doña Aurora. Lo
que la impacientaba y desesperaba era que ya iba acercándose la época de
exámenes, después de los cuales tenía determinado salir á Galicia; y ni
dejar á Esclavitud ni llevársela le parecía factible. Don Gaspar traía
noticias del éxodo de su hija, con cara más alegre cuanto más se
acercaba el plazo. «Ya está arreglando baúles... Se ha enterado de
salidas de vapores... El jueves, ó á todo tirar el sábado, andando para
Cádiz...» Por fin, un día llegó con el exterior más radiante, más
olímpico que nunca, bajo la aureola de sus hermosos rizos blancos.
«Amiguita doña Aurora, esta tarde se nos va...» Convínose en que por
respetos humanos se dejarían transcurrir dos ó tres días sin hacerle la
primera intimación á la sucia y tosca extremeña que asistía á Don
Gaspar, y en significar á Esclavitud el cambio de su destino. «La amiga
doña Aurora se encarga de eso...», indicó el ochentón. Pero aunque
dejando su espíritu encomendado en manos de la señora de Pardiñas, como
al día siguiente, en ocasión de dar el higiénico paseo cotidiano á la
pata coja, cruzase la Puerta del Sol y pasase por delante de la
confitería de _La Pajarita_, no pudo reprimirse, entró, é hizo pesar
medio kilo de caramelos y bombones. Los guardó furtivamente en el
bolsillo interior del gabán, y al llamar en casa de Pardiñas y abrirle
Esclavitud la puerta, miró alrededor, echó mano á la faltriquera, y
sacando el alcartaz, se lo pasó á la muchacha como podría pasarle un
billete amoroso. «Fresquitos», fué lo único que en su grata turbación
acertó á decir entregando la dádiva.

Contrariedad y esfuerzo y tragadura de saliva costó á doña Aurora
desempeñar la ingrata tarea de _soltársela_ á Esclavitud. Hubiese
preferido tener que darle la nueva de una gran desdicha, como muerte de
un ser querido ó revés de fortuna: porque al cabo, en semejantes males
no le correspondería á la señora parte de responsabilidad ni tanto de
culpa, mientras en esta mera traslación de domicilio y cambio de amos,
la señora, con su rectitud natural que sólo podría torcer la corriente
del sentimiento, adivinaba algo de crueldad y dureza que era obra suya,
aunque procediese de móviles justos, de los que no desoye ninguna madre
prudente. «Es hasta cuestión de conciencia para mí», pensaba, á fin de
cobrar ánimos. «Fuí inadvertida trayéndole á Rogelio la tentación al
alcance de la mano: Felisa Febrero, en esto, ha mostrado tener más
mundo, pues ni siquiera á los ochenta y pico de su padre les arrima la
mecha. Demasiado bueno es el niño, cuando ya no se me ha emberrenchinado
atrozmente. No, no, mejor es ponerse una vez colorado que ciento
amarillo. Hoy se la suelto. Así que Rogelio salga á clase...»

Encierra el tono de la voz humana misteriosos avisos, que en situaciones
dadas revelan todo lo que oculta el alma, antes que las palabras lo
digan. La sencilla frase «Esclavitud, ven», que tantas veces al día oye
una criada de su ama, resonó esta vez de un modo particular en el
corazón de la gallega. Toda su sangre afluyó al centro de la vida
orgánica, y cuando entró en la habitación donde la esperaba su señora,
el fondo y la esencia de lo que iba á oir le eran ya conocidos
intuitivamente.

No estaba doña Aurora en el comedor, sino en el despacho de su hijo, al
cual solía ir en ausencia de éste para escribir alguna carta ó sacar
alguna cuenta, si ocurría, y quizá por satisfacer ese instinto de
curiosidad inquieta propio de los afectos exclusivos que llegan al grado
de pasión. Hizo sentar á Esclavitud en una silla próxima, y empezó á
hablar sin mirarla á la cara, jugando con una cajita de plumas, de donde
las iba sacando para alinearlas sobre la mesa. «Todo el mundo tiene que
amoldarse á las circunstancias. Con el viaje á Galicia, no había
medio... Moverse tres personas no es como moverse dos, claro está. La
casa del señor de Febrero era la mejor colocación que una muchacha como
ella podía desear; una ganga... No sería doncella, sino ama de llaves...
Se le guardarían toda especie de consideraciones... El trabajo de servir
á una persona sola no había de matarla; complaciendo un poco al señor
aquel tan excelente, estaría como en la gloria, casi lo mismo que si
hubiese encontrado una familia. Por último, Don Gaspar también era de la
tierra: no tenía Esclavitud por qué pasar malos ratos, como en la otra
casa...»

Así que hubo alegado todas estas razones, sintió un alivio interior, y
sin dejar de prestar en apariencia gran atención á las hileras de
plumas, miró con el rabillo del ojo á la muchacha. Esclavitud permanecía
inmóvil en su asiento, con las manos cruzadas sobre el regazo, los piés
juntos y bajos los ojos: tampoco ella entregaba fácilmente aquel espejo
de los movimientos del alma á disposición de la curiosidad.

--Bien, ¿qué dices?--articuló al fin la señora que comenzaba á
impacientarse, como siempre que encontraba resistencia pasiva.

--¿Yo qué quiere que diga?--respondió Esclavitud con voz sorda, pero
tranquila al parecer.

--Sí ó no; si te gusta la casa que te ofrezco, ó si quieres tú buscar
otra á tu modo y á tu idea.

Hubo una pausa, y, por último, la muchacha respondió con acento incoloro
á fuerza de ser contenido:

--Si no corre mucha prisa, daré la contestación mañana ó pasado.

«Te veo», pensó la señora. «Tú quieres hablar antes con el niño. Bien,
aquí estamos todos para lo que pueda ocurrir. En guardia me tienes, y de
centinela. Por de pronto yo procuraré que no le cojas á tergo.
Andaremos, como quien dice, barba sobre el hombro.» Sin embargo, aquella
tarde no tuvo más recurso que salir,--contra su costumbre,--á despedir
en la estación del Mediodía á Felisa Febrero, de esas pejigueras de
sociedad que no se pueden rehuir y siempre caen en el momento más
inoportuno. Rogelio también había salido á caballo; pero quizá por la
necesidad de repasar las lecciones, más apremiante á medida que los
exámenes se venían encima, hizo corto el paseo; y al entrar en su casa,
aun animado de la correría, abanicándose con el hongo gris, y girando el
látigo, fué cuando Esclavitud le agarró de la manga y le empujó casi
hasta su despacho, acorralándole contra la mesa misma en que doña Aurora
había ordenado por la mañana los ejércitos de plumas.

--¿Qué pasa, Suriña? ¿Qué tienes?

--¿No le decía yo que no iba á Galicia este año, ni en jamás? Su mamá me
despide... Me deja en casa del señor de Febrero.

--Pero, ¿qué estás diciendo? A ver, á ver, cuenta...

La muchacha refirió lo que sabía. Sus ojos estaban secos, y sólo algo
temblorosas su boca y barba. Su seno anhelaba precipitadamente, y en su
modo de narrar y de explicarse, en aquella desesperada demanda de
auxilio que hacía como náufrago que saca la cabeza por encima de las
olas, había una vehemencia y un desorden que contrastaban con su
habitual compostura, y que trastornarían á cualquiera aunque no tuviese
los pocos años y la inexperiencia de Rogelio. Mientras balbucía «no, no
puede ser, tú no te irás, qué tontería...», sus brazos ceñían
involuntariamente el talle gentil de la muchacha, y el estremecimiento
interior de deseo de hacía cuatro ó cinco meses renacía más brioso,
infundiendo á su alma vigor para rebelarse, protestar y defender á la
Esclavita como se defiende lo que nos pertenece y forma la substancia de
nuestro vivir. «Pero vamos á ver, no entiendo cómo le ha entrado ese
arrechucho á mamá... Por fuerza le han ido con algún chisme... ¿Y por
qué, y de qué...? Nosotros ¿qué motivo hemos dado, Suriña? Si desde la
enfermedad de mamá no nos hablamos casi: si tú ni pones aquí los piés...
Es una cosa rarísima, y no ha de quedar así... Yo lo arreglaré; ¡qué
habías de irte! No, hermosa...» Alentada y resucitada por estas
promesas, Esclavitud se apretaba contra el corazón de su amigo,
queriendo incrustarse en aquel refugio para que nadie la arrancase de
allí; y Rogelio, con transporte juvenil é irresistible, la cubría de
caricias, tratando de alzarle la cabeza para buscar sus labios. Tocaron
á la campanilla, y la primera vez no oyó el repique ninguno de los dos.
Al segundo, enérgico y airado, Esclavitud se estremeció, y, con
movimiento simultáneo y brusco, se desunió la pareja. La muchacha se
arregló el pelo, se ajustó temblando el pañuelo de seda que le rodeaba
la garganta.

--Voy á abrir, que es la señora.



XXII


Viendo á su hijo aquella noche, á la hora de comer, distraído, pálido y
hasta un poco seco al hablar, la señora pensó al punto: «La tenemos
armada. Ya se lo ha encajado aquella buena alhajita». También pescó al
vuelo miradillas furtivas, azoradas y elocuentes; pero se aguantó,
discurriendo para sí: «Según Don Nicanor, en este mundo hay que hacerse
el tonto un cuarto de hora todos los días; ahora á mí me han doblado la
ración, y tendré que hacerme la tonta algunos meses.» Hízose, pues, la
tonta, como si no advirtiese el estado de su hijo, á quien preguntó con
muchísimo interés noticias de la jaca y de la cochera, y de los
habituales compañeros de _sport_. Así que se alzaron los manteles, sacó
otra conversación muy socorrida y de palpitante actualidad, á saber: los
exámenes. «Rapaz, allá para el miércoles ó jueves, me parece que te
tocará el turno, de manera que esta semana me espera á mí un ajetreo
regular... Porque la verdad es que con esos señores no sabe uno á qué
carta quedarse. ¡Si todos fuesen como Contreras! Ese sabe ponerse en la
razón. Sólo que este año todavía no te cae por banda Contreras. Con los
demás es un lío; si se oye á unos y á otros, hay para marearse. Lastra
quiere que le bajen la cabeza, que le rindan el tributo de la
recomendación, y que todo el mundo tenga que agradecerle. Ruiz del Monte
parece que es al contrario: si le hablan por un chico, le toma tirria, y
le aprieta hasta reventarlo. Tú sabrás si es cierto; á mí me lo contó tu
amigachillo Díaz, el que escribe romances... De Albirán se susurra otra
cosa: que no desatiende recomendaciones, pero con su cuenta y razón,
según de quien procedan... Lo más seguro será que repases, niño.»

--Ya repaso, mamá--contestó lacónicamente el estudiante.

Corrió la noche sin que se le pudiese sacar otra palabra. Revolvía las
revistas ilustradas, los periódicos del día; los tomaba y los dejaba,
cambiaba de asiento pasando del sillón al sofá y del sofá al sillón;
suspiraba hondo, y, en fin, daba todas las señales de desazón posibles,
sin cuidarse de que se viese, ó más bien pareciendo que deseaba lo
advirtiese su mamá. Al fin, cuando ésta le dijo «¿no sales hoy á un
actito á Lara?» exclamó con tono duro y resuelto:

--No; voy á acostarme. Me duele un poco la cabeza.

La señora le oyó taconear en el corredor y batir la puerta de su
despacho.

--Lo dicho; la tenemos. Yo he cometido una falta grave. Debí no resolver
este cotarro hasta pasados los exámenes, un par de días antes de la
marcha... Ha sido una borricada mía. Ya se ve; el deseo de salir del
atolladero prontito... Pues no; hay cosas que vale más llevarlas por sus
pasos contados. Veremos si la puedo enmendar y dar tiempo al tiempo. Si
no, voy á tener al rapaz desquiciado cuando más necesita la cabeza
firme. Una prórroga... A ver si consigo encajárselo en la cabeza á Don
Gaspar. Es fácil que sea más arduo hacer entrar en razón al viejo que al
niño. ¡Qué complicaciones! Aquella falsona de Rita Pardo decía bien...
Conviene mirar mucho á quién mete uno en su casa.

Hubo entonces en el pequeño drama doméstico, intimo, que ya tocaba á su
desenlace, uno de esos entreactos, como treguas momentáneas, durante las
cuales los actores, aparentando dedicarse á otros intereses ó distraídos
efectivamente por ellos, no pierden de vista, sin embargo, el asunto
capital, y viven, por decirlo así, en perpetua representación, guardando
silencio acerca de lo que más ocupa su alma, sin que este silencio
engañe á nadie. La señora atendía sólo á ganar días, calmando la
impaciencia pueril de Don Gaspar Febrero con moratorias que justificaba
la proximidad de los exámenes y la imposibilidad de quedarse en aquel
momento sin doncella; Esclavitud aguardaba, ocultando en lo más profundo
del pecho una esperanza tenaz, basada en las palabras y ofrecimientos de
su amigo; y Rogelio, preocupado, agitado, acechaba inútilmente la
ocasión de decir algo, ¡algo muy formal y en tono muy firme!, á su
madre. La verdad ante todo; si la señora le facilitase esta ocasión, el
estudiante se vería perdido para aprovecharla. A medida que pasaba
tiempo, la dosis de valor atesorada en el primer instante iba
disipándose como un frasco de esencia cuando queda destapado. Es
indecible el pecho que necesita un buen hijo para ponerse frente á
frente de una buena madre, y realizar un acto que en cierto modo le
manumite, pero que le desgarra las fibras más íntimas del corazón. Tanto
se unen y confunden el deber natural, la costumbre y hasta aquel
disculpable egoísmo que nos aconseja entregarnos sin reserva en manos de
quien más que á sí mismo nos ama, que el romper ese lazo constituye un
acto de supremo vigor, uno de esos esfuerzos que quebrantan una voluntad
si no es de acero bien templado. Contra un padre severo hay siempre
energía; sus propios rigores entonan; pero una madre como la de Rogelio,
que no había tenido más pensamiento que su hijo, que le había rodeado de
tal solicitud, ahorrándole hasta el trabajo de discurrir y el esfuerzo
de desear; una madre viuda, delicada de salud, y que había ejercitado el
arte de adelantarse á los gustos de su hijo, consiguiendo así que la
voluntad de éste no adquiriese nunca el temple recio que dan las
privaciones y las luchas, era un adversario con quien Rogelio no tenía
fuerzas para medirse. «Si ella misma sacase la conversación...», pensaba
el estudiante. Pero ¡quiá! La verdad es que si ella la sacase... sería
lo mismo. Lo único á que se atrevía era á la protesta muda, á hacerse
unas veces el triste y otras el malhumorado y fosco. «Mamá, por no verme
así, es capaz de cualquier cosa...», calculaba con su lógica de niño
mimado. Sólo que mamá sabía distinguir de juguetes.

El incidente de los exámenes contribuyó á enflaquecer más todavía su
resolución. Entre el repaso, los temores del mal éxito y las idas y
venidas de los amigos que le traían, por decirlo así, relación del
estado barométrico de las notas, Rogelio se encontró fuera del círculo
mágico con que nos rodea la idea fija amorosa, y á no ser por un par de
ojos verdes que de vez en cuando se fijaban en los suyos, hasta hubiese
olvidado _aquéllo_, que, por raro fenómeno de óptica, le parecía todos
los días menos inminente--siendo así que lo era más, pues la salida á
Galicia estaba irremisiblemente señalada para después de los exámenes.

Y éstos llegaron, y se encontró Rogelio con dos asignaturas aprobadas;
pero en una--la más ingrata y antipática para él--le cayó como una ducha
fría un _suspenso_. «De estas calabazas ya sé yo quién tiene la
culpa...», pensaba la madre, mirando al través de la puerta entornada á
Esclavitud, que pasaba un plumero á los cuadros del saloncito. «En esto
paran las guilladuras; pero, ¿qué le vamos á hacer? cada edad trae lo
suyo. En Septiembre ganará lo que pierde ahora; bien joven es; con tal
que esté sano... Y seamos justos; la jaca también me lo levantó de
cascos en esta temporada última. Verdad que más vale así. De la
primavera acá no me quejo. Bien se ha portado la jaquita... Merece una
libra de azúcar.»



XXIII


La última noche que la familia Pardiñas pasó en Madrid antes de marchar
á su tierra, vino mucha gente á decirles adiós, y se formó una pequeña
tertulia animada y sin etiqueta. A fines ya de Junio, el momento más
hermoso para salir y buscar sociedad era realmente entre diez y once de
la noche, cuando corre un sano aire fresco hasta por las abrasadas
callejuelas del Madrid antiguo, del que ni tiene arbolado ni casi goza
los beneficios del riego municipal. Bajaron las vecinas del segundo,
sobrinas de un brigadier de ingenieros, y acudió también la marquesa
viuda de Andrade, paisana de doña Aurora, señora guapetona y maja,
bastante conocida en los círculos aristocráticos, y acostumbrada por
consiguiente á recogerse tarde. La señora de Pardiñas, al encontrarse
rodeada de visitas, se dedicó á agasajarlas lo mejor que pudo y supo,
dejando girar libremente la conversación, que versaba sobre cosas del
país donde iba á volver después de tantos años. La Marquesa, alegre y
rozagante, habló de irse pronto á Vigo, y enseñó un brazalete nuevo, con
zafiros y brillantes, dando á entender que había en él cierto misterio.
«Esta anda otra vez con intenciones de maridar--pensó doña
Aurora.--¿Quién será el galán? Dios se la depare buena.»

Rogelio había abandonado la reunión impensadamente, sin decir oxte ni
moxte. La retirada no se le pasó por alto á su madre, pero sobre que no
podía evitarla, descubrió otros motivos de resignarse: «Pocas son las
malas fadas; al fin mañana nos vamos...» Esclavitud aún se le figuraba
un peligro y un compromiso, pero ya muy remoto. «Mañana á estas horas
estaremos cerca de Avila... ¡Cuándo oiré el silbato del tren!»

Se recogía Rogelio á su cuarto, impulsado por vagas esperanzas de ver á
la chica, explicarle su actitud de aquellos días, y la imposibilidad de
proceder de distinto modo, de evitar la marcha y de sublevarse.
Presentía que Esclavitud, no desperdiciando la ocasión, vendría pronto;
y á fin de que comprendiese que estaba allí, encendió luz con mucho
derroche de fósforos y taconeo, abrió cajones é hizo chirriar dos ó tres
veces la puerta. A llamarla no se atrevía por temor al fino oído de su
madre, pues, según su frase paradójica é hiperbólica, «oía mejor que el
sordo Candás».

No aguardó largo trecho. A los diez minutos tocaron á la puerta, y antes
que dijese «adelante» entraba Esclavitud. La claridad del quinqué puesto
sobre la mesa del despachillo que precedía á la alcoba y cuarto tocador
del estudiante cayó sobre el rostro de la muchacha, y Rogelio observó
mejor que nunca cómo en una quincena había empalidecido y se había
demacrado, afinando y espiritualizando su tipo, que ahora podría servir
de modelo para esas imágenes labradas en cera, donde se encierran los
huesos de alguna mártir desconocida.

Rogelio se llegó á Esclava y le tomó la mano: ardía de calentura.

Sin decirse palabra, con unánime impulso, miraron alrededor, buscando un
mueble en que sentarse reunidos. No lo había en el despachito, alhajado
con un sitial y media docena de sillas; y sin reflexionar se refugiaron
en la alcoda, donde Rogelio, cogiendo á la muchacha por el talle, la
obligó á sentarse en la cama. Tampoco entonces hablaron hasta
transcurrir un tiempo que no bajaría de cinco minutos. Rogelio apretaba
y acariciaba aquella manecita algo endurecida por el trabajo y muy
picada de la aguja, como queriendo comunicarle la frescura de sus palmas
y quitarle el ardor de la fiebre. Pero no se le ocurría nada, sino las
vulgaridades consoladoras de todas las despedidas; y al fin,
pareciéndole raro callar más, se resolvió á emplear tan mala moneda.

--Suriña, tontiña, mujer, no me estés así... Mira, he reflexionado
mucho; he cavilado más que tú. No se conseguiría nada con llevarle á
mamá la contraria ahora. Le daríamos un disgusto muy grande; acaso se
nos pondría enferma, pero no mudaría de resolución. Ten paciencia.
Dentro de tres meses, ó menos aún, estamos de vuelta aquí, y nos
veremos, porque en casa del señor de Febrero andarás mucho más libre que
en ésta. Ya sabes que yo te he de querer siempre, boba. No me la pegues
con el tierno Nuño Rasura. Anda, tontiña, paloma, no me estés así. Mira
que me vas á poner muy triste.

Esclavitud no contestaba sino moviendo la cabeza negativamente, con
obstinada melancolía. Luego respondió, en voz bastante entera:

--Alegre no puedo estar. Pero tampoco estoy triste. No se apure. Sólo
que tengo la cabeza... así... como si me anduviese por dentro de ella
una cosa mala.

--Mujer, ¡Suriña!

--Sí, señor. Yo estoy aquí, ¿eh? ¿Le estoy oyendo? ¿Le respondo? Pues
estoy como si oyese á una persona... de allá, del otro mundo, que me
habla.

--¡Válgame Dios!--exclamó el estudiante estremeciéndose.--Más quisiera
que llorases. Si llorases no estarías tan maniática, Sura. Llora y
desespérate, pero no digas esas cosazas.

--Yo lloro por dentro. Por fuera no. Ni una lágrima puedo echar. Ya
estuve lo mismo otra vez, cuando murió mi padre--repuso apaciblemente la
muchacha, sin que ni ella ni Rogelio subrayasen aquel nombre de _padre_
que acaso por primera vez articulaba Esclavitud sin rebozo ni
perífrasis.

--Hija, te encuentro algo enferma. ¡Ay, ay, ay! Tienes calentura. Las
manos tuyas abrasan. Dame palabra de que mañana vas á ver á Sánchez del
Abrojo.

--No, señor, no es enfermedad. Más buena no estuve nunca. Son _avisos_.

--Mujer, calla por Dios. Estás diciendo unos disparates...

Arrimó el rostro al de la muchacha y la besó tiernamente en las heladas
mejillas, sin que ella hiciese movimiento de resistencia. Al contrario,
pareció más conforme y adoptó un tono casi confidencial y franco para
decir á su amigo las extravagancias siguientes:

--Rogelio, hay cosas que avisan los difuntos á los vivos; no le quepa
duda. Tres días antes de morir mi padre, vi un pájaro grande, negro, al
pié de mi cama. Ayer vi otra vez el pájaro: iba tan de prisa que no sé
por dónde se escapó; pero lo vi, tan cierto como que aquí estamos. Yo no
vuelvo nunca más á la tierra: nunca más. Ya se verá; y entonces ha de
convencerse y dirá: «Esclavitud bien me lo avisaba». Si tuviese tan
seguro un millón de onzas, ya estaría discurriendo dónde las iba á
guardar para que no me las llevasen los ladrones. Esta noche...

Bajó mucho más la voz, y al oído de Rogelio murmuró:

--Un perro, en una casa de ahí al lado, estuvo hasta que amaneció
_ventando_ la muerte.

--¡Jesús, mujer!--exclamó Rogelio por segunda vez, ya fatalmente
impresionado con aquella conversación extraña.--Tú estás loca ¿No ves,
Suriña, que en Madrid se mueren ó agonizan cada noche infinitas
personas? Figúrate: si los perros anunciasen todo eso, trabajo les
mando. Se convertirían en cuarta plana de _La Correspondencia_. Lo que
tienes, Sura, es que estás afectada porque nosotros nos vamos y tú te
quedas. También yo ando hace muchos días disgustado con el viajecito. He
pasado ratos feroces. Después he reflexionado... y... me parece que es
mejor conformarse con esto de ahora, porque si alborotamos la
enredaremos más. Suriña, tres meses. Dentro de noventa días (y aun puede
que no tanto), me tienes aquí. Mi primer visita es para doña Sura. Anda,
no estés así. Te quiero mucho, hermosa. Ya convenceremos á mamá. Todavía
no me has dicho hoy que me querías. ¡Anda!...

Con el movimiento de un niño que pide halagos, acercó su mejilla á la
boca de Esclavitud, y ésta, sin protesta alguna, como el que ejecuta una
acción hija de la costumbre, puso en ella los labios. Estaban como las
palmas, secos y ardientes, y á Rogelio le pareció que le arrancaban la
piel, con sensación más bien dolorosa que placentera. Sólo que las
caricias eran un recurso para que aquella última y penosa entrevista
fuese algo menos intolerable, y el estudiante, á falta de razones que
consolasen á la pobre abandonada, acudió á los halagos, sin que en el
primer momento le animase otra intención menos limpia y noble. Corrió
bastante tiempo--y él mismo no acertaría á explicar el por qué de esta
tardanza, anómala si se examina bien lo incitante de la hora y sitio y
la ceguera de los pocos años--antes que se le despertase una sed
criminal y ardiente. Cuando la embriaguez le ofuscó, saltó de la cama y
fué á dar vuelta á la llave de la lámpara, sin conseguir por eso
obscuridad completa, pues un rayo de luna primaveral, entrando por la
vidriera del despacho, lo bañaba en luz fantástica, azulada y soñadora.
Al recobrar, entre la pálida penumbra, los labios donde la fuerza de la
ilusión juvenil le movía á creer que se dejaba presa el alma á cada
aspiración del aliento, ya no los soltó, ni acaso los soltaría aunque
viese allí á su madre, que representaba para él el Deber, y el Deber
amado, el único que se impone á las almas tiernas. Pero el recuerdo y la
conciencia de ese Deber fué lo primero que acudió á su mente al
despertarse, y corriendo á la puerta, escuchó, volvió azorado, y exclamó
en tono suplicante:

--Suriña, Suriña, se me figura que oigo despedirse en el pasillo á la
Marquesa... Si esa se va, es que no queda nadie... Mamá se cuela aquí
derechamente, de fijo... A ver, á ver si puedes escurrirte con maña.
Adiós, vé despacito, que no te sientan... ¿eh?

La muchacha obedeció pasiva, como en todo, sin reclamar, en la premura
de su aquiescencia, ni el último abrazo. Rogelio volvió á encender la
lámpara, cuya mecha igualó cuidadosamente. Corrió también la vidriera de
la alcoba, y de pié ante el gran armario de luna, se atusó y se sacó la
raya con un peinecillo. Después metió las manos en los bolsillos del
pantalón y se miró un rato, atentamente, estudiando con curiosidad
irreflexiva su propia cara; hablando con sus ojos en el espejo, como
para convencerse de que, disipado aquel vértigo, la individualidad
persistía, y no quedaba para siempre en su persona no sé qué de otra,
una huella que no se podía borrar y que iba á delatarle. Luego, la
imagen de su madre volvió á oprimirle el corazón; pero disipó
instantáneamente sus recelos un arrebato de alegría nerviosa; y el
neófito, corriendo á la ventana, la abrió, se dejó bañar por la pura
atmósfera nocturna, y agarrado á los hierros de la ventana, respiró con
avidez.



EPILOGO


Antes faltaría el sol en los cielos, que Don Gaspar á las cuatro de la
tarde con un cochecillo, para llevarse á casa su futura ama de llaves.
Se le dijo que Esclavitud había salido ya en la misma dirección, y el
viejo, con esta noticia, se metió otra vez en la berlina destartalada,
mandando al cochero «que arrease bien.» La impaciencia no le permitía ir
andando con su pata coja.

En los últimos momentos llamara doña Aurora á Esclavitud, poniéndole en
las manos, amén de su salario, una buena propina, á cuyo obsequio añadió
el de unos aretes con turquesas. «No quiero que se vaya descontenta.
Cuidado que la noto desemblantada á la infeliz. Me parece que estaba
encariñada de veras con el niño, por lo cual es cada vez más conveniente
mi resolución. Me da lástima, y conozco que es una tontería que me la
dé: ¡qué arrimo como el que encuentra! Le hago un favor grandísimo: lo
que me tranquiliza es eso. Lleva una canonjía...»

Así y todo, la señora no podía reprimir cierta desazón, cierta amargura
íntima, una lástima inmensa, que después tradujo por doloroso
presentimiento. «Mire V. que compadecerla cuando estoy tan segura de que
le he proporcionado lo que más podría desear una muchacha de su
clase...» Y así lo creía en efecto la señora de Pardiñas. Como les
sucede á muchas personas bondadosas incapaces de odiar y hacer daño, no
quería reconocer que miraba ante todo á la conveniencia de su hijo, por
más justo que le pareciese y en efecto fuese este móvil, y trataba de
atribuir su conducta al interés de la misma Esclavitud.

La tranquilizó un poquillo oir en la cocina á Fausta que embromaba á
Esclavitud cantándole _sotto voce_ aquello de «Y hoy sirvo á un
abuelo... que está chocho y lelo... y yo soy el ama...»

--Tiene razón Fausta. El ama será en casa del señor de Febrero. Como no
lo sea de más...

Salía el tren de Galicia á las siete y treinta y cinco, y á esa hora tan
bonita, precursora del anochecer, en el andén de la estación del Norte
no cabía la multitud afanosa y regocijada de viajeros y de amigos que
los despedían, envidiando éstos á los que se marchaban á ver tierras
hermosas, respirar aire salino, gozar el fresco, vivir mejor, en clima
templado y salubre, algunos meses. No había escenas tristes: no era el
adiós del marinero, ni la partida del soldado, ni la nostálgica
despedida del emigrante: los que se iban, excitados y gozosos; risueños
en su dentera los que se quedaban... Sólo hacia el extremo del tren, á
la portezuela de un coche de primera, se divisaba un grupo de cinco
personas que trocaban abrazos prolongados; componíase de dos hombres,
mozo el uno y el otro viejo ya, cabizbajos, pero erguidos de cuerpo, y
tres señoras, dos jóvenes y una de pelo blanco, que aplicaban
frecuentemente el pañuelo á los ojos enrojecidos. Dentro del vagón
estaba un ama con niño de pecho. Laín Calvo se acercó á doña Aurora y le
dijo señalando al grupo:

--¿Ve allí á los Rojas? Faroles hasta el fin, hasta la muerte. Al hijo
me lo han vuelto á trasladar á Marineda por aquella historia consabida
de farolerías con el ministro, y mas que sepa perecer de necesidad,
viajará en primera por el decoro de su cargo. Tiene á la mujer otra vez
embarazada... y bien adelantadita en meses. A otra traslación dice que
dimitirá... Y á Rojas ya me lo pillaron, ¿no sabía? Recibió la
jubilación hace una semana.

--¡Qué me dice V.!--exclamó con pena sincerísima la señora.--¡Válgame
Dios! ¡Pobrecitos! Esa infeliz de Matilde Rojas, cuándo encontrará un
hombre de bien que la quiera sin un cuarto de dote! Le digo á V. que
todo el camino iré pensando en esta familia. ¡Qué mundo, Don Nicanor!

Doña Aurora intentó dirigirse al grupo y estrechar la mano de las
señoras de Rojas: pero ya no era hacedero, porque sonaba la campana de
aviso, bufaba la máquina, y corrían de un lado á otro las carretillas
con equipajes facturados para cargarlos. Rogelio, desde el vagón, alargó
la mano á su madre, que subió despacio, riendo porque se le había
enganchado un volante en el estribo; y entre la primer arrancada del
tren se perdió la voz de Laín Calvo que gritaba:

--¡Cuidado con las niñas de Vigo, Rogelín que son de rechupete, home!

El tren, oscilando con suavidad, activaba su marcha. Caía la tarde con
serena magnificencia, y Rogelio, asomado á la ventanilla, creía divisar
ya los frescos valles galaicos, los castaños frondosos, el azul festón
de las rías orlando la tierra más bonita del mundo.

En cambio no vió, del otro lado del andén, á Esclavitud, que seguía con
los ojos el tren hasta que se alejó grandioso y raudo. Cuando ya no fué
posible columbrar ni un copo del penachillo de humo negro, la muchacha,
estremeciéndose como si tuviese frío, retrocedió lentamente hacia la
ciudad, bien resuelta á que el sol, que se ponía en aquel instante, no
volviese á levantarse para ella nunca, nunca.

Dejemos á la infeliz, porque al cabo no podríamos quitárselo de la
cabeza. Si consultamos sobre este drama á Don Gabriel Pardo, que es
amigo de generalidades pedantescas y se paga de malas razones por el
afán de pretender explicarlo todo, nos dirá que el extravío mental que
conduce á la muerte voluntaria, es muy propio del sombrío humor de la
raza céltica, esa gran vencida de la Historia: como si cada día y en
cada provincia de España no trajese la prensa suicidios así.


FIN





*** End of this LibraryBlog Digital Book "Insolación y Morriña - Dos historias amorosas" ***

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