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Title: El doncel de don Enrique el doliente, Tomo IV (de 4) - Historia caballeresca del siglo quince Author: Larra, Mariano José de Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "El doncel de don Enrique el doliente, Tomo IV (de 4) - Historia caballeresca del siglo quince" *** This book is indexed by ISYS Web Indexing system to allow the reader find any word or number within the document. DOLIENTE, TOMO IV (DE 4)*** generously made available by Internet Archive (https://archive.org) Note: Images of the original pages are available through Internet Archive. See https://archive.org/details/eldonceldedonenr04larr NOTA DE TRANSCRIPCIÓN En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE: HISTORIA CABALLERESCA DEL SIGLO QUINCE por D. MARIANO JOSÉ DE LARRA. SEGUNDA EDICION. TOMO IV. Madrid: IMPRENTA DE I. SANCHA, 1838. EL DONCEL DE _Don Enrique el Doliente_. CAPITULO XXXII. En Castilla está un castillo que se llama Rocafrida; tanto relumbra de noche como el sol al medio dia. _Rom. de Montesinos._ Existe á cinco leguas de Jaen una poblacion pequeña ahora, y pequeña en los tiempos á que se refiere nuestra narracion, que tiene por nombre Arjonilla, ora por haber sido fundacion de algunos habitantes salidos de Arjona; ora por su inmediacion á esta ó por las relaciones que con ella pudo tener en lo antiguo. Pertenecia esta villa al maestrazgo de Calatrava, y era una de las primeras que se habian declarado por don Enrique de Villena, á causa de la influencia que le daban á este en aquel punto varias posesiones que en su territorio tenia. En el siglo XV presentaba el aspecto, que aun en el dia suelen presentar muchos pueblos de nuestra patria. Algunas casas que, mas que viviendas de hombres, parecian cuevas de animales, esparcidas aqui y alli, formaban irregulares callejones. No era sin embargo tan pequeña su importancia, que tuviesen que acudir sus habitantes á algun pueblo vecino de mayor cuantía para cumplir con sus deberes espirituales. Poseía una iglesia parroquial, no muy grande en verdad, pero que no dejaba por eso de bastar para su reducido vecindario; y que se hallaba bajo la proteccion y advocacion de Santa Catalina. En el dia será todo lo mas si puede traslucirse su antigua grandeza en los restos míseros que la constituyen en la humilde gerarquía de ermita, pero en el reinado de Enrique III, nos dice Jimena en sus anales eclesiásticos de Jaen, no solo era la iglesia parroquial, sino que era una obra moderna que no tenia mas fecha que los años que hacia que habia sido reconquistado aquel pais á los moros. A cosa de un cuarto de legua del pueblo rivalizaba en grandeza con la iglesia parroquial un castillo sombrío y viejo, que si no era de los mas fuertes y afamados de Castilla, no dejaba por eso de ser sólido, y una de las posiciones militares mas ventajosas de la comarca. Edificado como todos los de aquel tiempo en una eminencia, mejor diremos en la punta de una peña, podia servir de reducto á un tercio militar en retirada, ó de baluarte á un destacamento avanzado de un ejército invasor. Tenia su doble muralla almenada, torres, foso, contrafoso, puente levadizo, en una palabra, cuanto hacia necesario en semejantes edificios la táctica militar de ataque y defensa de aquella época belicosa, y de perpetuo temor y desconfianza. Crecia la yerba tranquilamente en derredor de las almenas, prueba evidente de que hacia mucho tiempo que no oponian obstáculos los artes de la guerra á su abundante vegetacion. Un largo litigio que sobre la pertenencia del tal castillo habia sostenido contra la corona de Castilla la orden de Calatrava habia sido ocasion de hallarse inhabitado algunos años, y se habian adherido á él, como en aquellos tiempos de ignorancia solia frecuentemente suceder, mil vagas tradiciones, mil supersticiones fabulosas que habian consolidado algunos malhechores, cobijándose en él secretamente y haciéndole cuartel general y centro de sus operaciones. Era fama por el pais que en tiempos anteriores un moro, mago, si jamas los hubo, habia sido fundador del castillo, cuya construccion se perdia en los tiempos remotos de la conquista y reconquista; opinion á que no daba poco realce el color negruzco de la piedra, y el aspecto todo venerable y misterioso de sus antiquísimas murallas. El mago habia construido el castillo, segun la mas recibida opinion, para satisfaccion de odios y rencores propios suyos: en él habia atormentado durante su vida á muchas hermosas doncellas que no habian querido rendirse á sus brutales deseos, pues todas las tradiciones convenian en que este habia sido el flaco del moro encantador y descomunal. Añadíase á esto que no le habia faltado razon para ello, pues se referia de él la siguiente historia. El moro habia amado en sus lucidos abriles á una mora llamada Zelindaja, hija de un reyezuelo de Andalucía; la cual habia correspondido primero á su pasion, pero le habia dejado despues sin verdadero motivo por otro y otros moros succesivamente con la natural facilidad y ligereza de su sexo leal y encantador. El moro, que debia de haber sido hombre de suyo sentado y poco aficionado á mudanzas, habia tomado la cosa muy á mal y el desaire muy á pechos, y en vez de volver los ojos á otra Zelindaja mejor que la primera, lo cual hubiera sido determinacion de hombre prudente, habia jurado vengarse castigando en el sexo todo la culpa de uno de sus individuos. Hé aqui la causa de su odio á las mugeres: para lograr sus fines habíase dado á la mágia y á la confeccion de bebidas y filtros amorosos. Con ellos enquillotrava á las doncellas, las cuales, al punto que apuraban á poder de engaños la pócima, asi quedaban del moro enamoradas como si en el mundo no hubiera habido otro hombre ni moro ni cristiano. Entonces entraba la parte de su venganza; entonces el pícaro moro hacíase de pencas y dejábalas llorar y suplicar, suspirar y gemir por los sus encantos, con lo cual íbanse consumiendo y acabando las enquillotradas doncellas, como bugía que se apaga. Conforme las iba el bribonazo del encantador seduciendo, íbalas encerrando en el castillo, y era todo su placer, cuando veía á una ya tan madura y encaprichada de él como juzgaba necesario, hacerla testigo de los enamorados motetes y de las apasionadas caricias que á otra fingia, usando despues con esta y con todas las succesivas de igual odioso manejo. Mesábanse los cabellos las infelices, y decíanle injurias y ternezas; pero el moro habia aprendido tan bien de su Zelindaja, que hacia oidos de mercader, y no parecia sino que habia nacido hembra y mora mas bien que varon y moro. Todo lo mas que solia decirlas cuando las veía presas en las redes de su pérfido amor era contestarlas como le habia contestado á él Zelindaja:—Mi honor, les decia, no lo consiente.—Cede, bien mio, replicaban ellas.—Imposible, reponia él con grave remilgamiento y afectado pudor y compostura. ¡Mi honor es lo primero!—¿Y los juramentos, ingrato, y las promesas, falso? solian responderle.—¿Yo juré nunca, prometí yo acaso? añadia el moro haciendo el olvidadizo.—¿Y los placeres que gozamos?—¡Insolente, qué osadía! ¿cuándo, en dónde?—Ved que mi muerte, moro mio, será obra de tu rigor, acababan ellas.—Podeis hacer lo que gusteis, concluia entonces el redomado moro cogiendo un abanico, é imitando con él y con el desvio de sus ojos el antiguo sistema de su pérfida Zelindaja. Con lo cual tenia á las perdidas doncellas en un infierno perpetuo, muy parecido al que pasan voluntariamente en esta vida los incautos que dan en creerse de palabras y juramentos, de prendas, en fin, y de ternezas de moras pérfidas y veleidosas. No habia parado aqui el rencor del bribon del encantador. Efectivamente, incompleta hubiera sido su venganza si no hubiese caido en sus lazos la misma Zelindaja. Tuvo modo el mágico de engañar á una de sus doncellas, la cual le hizo beber, no se sabe á punto fijo con qué sutil arbitrio, una buena pieza del filtro ponzoñoso: no bien se le hubo echado á pechos Zelindaja, cuando sintió renovarse en sus venas el fuego antiguo en que habia ardido por el moro: desde entonces no perdonó medio alguno de anudar de nuevo sus rotas relaciones. Hízolo tambien el vengativo, que la obligó á que se decidiese á venir á hacer vida comun con él á su castillo, donde decia los esperaban delicias sin fin, y una vida entera de amor y fidelidad. Cayó en el lazo la incauta cuanto enamorada Zelindaja; pero no bien hubo pasado el rastrillo de la encantada fortaleza, cuando llamándose andana el astuto moro, dió dos zapateadas en el aire, como potro que sale, roto el freno, á gozar al campo de la conquistada libertad, sacudió el amor y comenzó á dar tal cual leccion de sufrimiento á la desvanecida hermosa, quien aprendió entonces lo que habrian sufrido sus amantes. Lloraba ella y gemía, y volvia siempre al moro, pero decíala él:—¡Ay! mora mia, es tarde.—¡Ay moro! le decia Zelindaja.—Es tarde, ¡ay! es tarde, contestaba el moro, afectando dolor y sentimiento. Tal era la esplicacion que se daba á un gran rótulo, labrada en la misma piedra sobre la puerta principal del interior del castillo, que decia efectivamente en letras gordas arábigas, y en árabe dialecto: _es tarde_. No habia querido el moro que Zelindaja muriese como las demas á poder de sus desprecios: habia decidido por el contrario que Zelindaja viviese mas que todas, y que á su muerte, la cual el no podia evitar que sucediese algun dia, quedase á lo menos su sombra recorriendo perpetuamente los cláustros y galerías del castillo, pidiendo á las piedras la fidelidad que tanta falta le habia hecho en vida, y á los ecos su esposo, como llamaba en su delirio al rencoroso moro. De aqui la tradicion misteriosa de que se oía en el castillo, sobre todo en las crudas noches del invierno, ó en épocas de tormentas, una voz de muger que pedia á los elementos todos su esposo; y no faltaba quien añadia haber visto con sus propios ojos, que habian de comer la tierra por mas señas, una sombra blanca, recorriendo, toda pálida y desmelenada, con una antorcha en la mano, las altas bóvedas, como quien busca efectivamente alguna cosa que no encuentra. Escusado es, pues, decir que no tendria el castillo muchos aficionados, porque era comun opinion que el que llegaba á poner el pie en él, hallándose enamorado, ya nunca habia de oir mas consuelo ni esperanza amorosa que aquel fatal _es tarde_, que á la fundacion y suerte del castillo presidia. Era igualmente aborrecido el moro, y maldecidos su nombre y su memoria en la comarca, porque no habia amante desairado que no creyese deberle aquel singular favor á la influencia que ejercia todavia en muchas leguas á la redonda, aun despues de su muerte. No habia padre que no creyese deberle la palidez de su hija, esposo que no imaginase obra suya el despego de su esposa, y zagal enamorado que no le pidiese mas de una vez, en sus secretas oraciones, la revocacion de la terrible suerte que habia dejado en herencia al pais en que habia vivido. Nosotros, sin embargo, habremos de abogar por el moro, en primer lugar porque no creemos que tenga en el dia influencia alguna el tal mago sobre nuestras mugeres, y sin embargo ni dejan de estar pálidas las incautas jovencillas, ni dejan de dar su amor á todos los diablos los enamorados zagales, ni se ha acabado el despego entre los esposos, ni deja de suceder con las Zelindajas, de que se compone el bello sexo, lo que con los hilos de las sábanas de angeo de la venta de Puerto Lapice; de los cuales decia Cide Hamete, que si se quisieran contar no se perderia uno solo de la cuenta. Si no tenia efectivamente otro delito el moro que engañar á sus amantes, enamorar primero para despreciar despues, y variar de amor como de camisa, mal haya si encontramos porque reconvenirle, en unos tiempos, sobre todo, en que cualquiera muger no necesita ser muy mora, ni muy hechicera por cierto, para hacer otro tanto cada y cuando le ocurre, que suele ocurrirles siempre. Somos demasiado defensores y amigos del bello sexo para hacer por ello inculpacion alguna al inocente moro. Enfrente del castillo, pero á mas que respetable distancia, se veía el tercer edificio notable, la tercera maravilla de Arjonilla. Era esta una casa no muy grande, comparada con las mas pequeñas de las que adornan en el dia la capital de todas las Españas posibles, pero verdaderamente régia, puesta en parangon con la mas espaciosa de Arjonilla. Una anchísima puerta, cuyo dintel presentaba al espectador la huella antigua y honda de la rueda, y un espacioso corral, mitad con cobertizo, mitad con el cielo por techo, hubieran indicado al caminante muy suficientemente que aquella era la posada, ó parador, ó venta, ó como se quiera, de la importante villa por donde transitaba, aun sin necesidad de reparar en un empolvado ramo que de una reja baja salia, inclinando sus secas y marchitadas hojas sobre el camino. Entrábase dentro del tal ventorrillo, y siguiendo un callejon, en el cual servia la oscuridad de encubrir la poca limpieza, se llegaba á una cuadra, pasábase de esta á otra peor que la primera, y de alli á la gloria, como suele comunmente decirse, es decir, á la cocina, pieza principal de la casa. Un mal hogar, coronado de una alta y piramidal chimenea era todo el mueblage, si se esceptúan dos fementidas mesas, digámoslo asi, que comparáramos de buena gana en lo largas y estrechas con el alma de un vizcaino, si nosotros hubieramos visto alguna; estaban clavadas y arraigadas casi ya en el suelo, como todas las cosas malas en el pais. Dos bancos, remedos asaz perfectos en su instabilidad de las cosas de esta vida, y que en lo poco firmes mas que bancos parecian mugeres, tenian cogida en medio á cada mesa, y hacia cada mesa con sus dos bancos la misma figura precisamente que haria un galgo grande entre dos galgos chicos. La superficie de cada mesa era tan desigual, como la superficie del mar en un dia de tormenta: se tambaleaba ademas, y cedia al menor impulso con la misma flexibilidad que un periódico ministerial del dia. La construccion de los bancos era un tanto cuanto picaresca y maliciosa, porque cuando se sentaba una persona sola en una estremidad levantábase la otra irritada de la presion como si fuera á hablar con su huésped, y era preciso sujetar al rebelde si no queria dar consigo en tierra el recien sentado, cualidad en que parecia cada banco una balanza. La llama del hogar, oscilante, y tan indecisa como un gobierno del justo medio, alumbraba á relámpagos los barbados rostros de unos cuantos arrieros y tragineros que secaban en la brasa sus húmedas alpargatas, ó disponian su cena en bollas y sartenes, asaineteando su rústica conversacion con mas votos y por vidas que palabras. Pero como no podia bastar el resplandor intermitente de la leña para iluminar debidamente á los que ya en las mesas cenaban, el inteligente dueño del establecimiento, lleno de prevision, habia provisto á esta necesidad con un magnífico candil, cuya materia no era facil adivinar al través del ollin y grasa que le enmascaraba, el cual daba de sí mas aceite que luz. Pendíase unas veces de la misma pared, asegurando su gancho en un agujero practicado sencillamente al efecto, colgábase otras en una cuerdecita embreada de manchas de moscas: en el segundo caso columpiábase el luminar aquel de la noche de tal suerte que de buena gana le hubiera comparado un poeta del siglo XVI con el aura meciéndose blandamente en las ondeantes hebras de oro de Belisa, de Filis, ó de otra cualquiera no menos bella inspiradora. Habia ademas en la misma cocina, y como si digéramos ocupando el estrado y sirviendo de divan, un corpulento arcon que asi era de paja como de cebada, y adonde acudia no pocas veces el mozo de la posada, con detrimento notable de las ropas de los concurrentes, á los cuales no podia favorecer gran cosa el polvillo que, al cerner la cebada, del horadado harnero se desprendia. En dias de viento tenia la cocina la singular ventaja de parecerse al olimpo, mansion de los dioses, en las densas y misteriosas nubes que formaba el humo oprimido y rechazado en el cañon de la chimenea por las corrientes de aire que en la region atmosférica discurrian. Cenaban á un lado dos paisanos que parecian, si no del pueblo, por lo menos de la tierra, y á otra parte solo, enteramente solo, un individuo muy conocido nuestro y de nuestros lectores, á quien parecia dedicar mil atenciones el dueño de la posada. Servíale primeramente en persona, mientras que servia á los demas, ó no los servia, una robusta Maritornes, que nada tenia que envidiar á la de Cervantes sino es la pluma de su historiador y cronista. En segundo lugar quitábasele la montera cada vez que aquel le dirigia la palabra; lo cual hacia este siempre, preciso es decirlo todo, con aire imperioso, y hablando como superior á inferior. En tercer lugar reíase á la menor palabra que decia el forastero. Y en cuarto le habia sacado de las provisiones reservadas de su hostalería unas aceitunas algo aventajadas, y cierto vino, no precisamente puro, pero en fin, del que tenia menos agua en su bodega. El forastero cenaba mas bien como un gañan que como un señor; pero, fuera de esto, era preciso confesar que entre todos los que formaban aquella escogida reunion no habia nadie que tuviese un esterior tan cortesano, ni que mas se apartase del tipo primordial del hombre de la naturaleza, al cual estaban demasiado cerca en honor de la verdad aquellos sencillos arjonillanos. De todo el comportamiento del huésped para con el forastero no era preciso ser un lince para inferir que este era hombre que disponia de mas que medianas facultades, y que aquel se prometia una lucida paga de sus esmeradas y particulares atenciones. —Traedme mas vino, dijo el forastero apurando la primera vasija que á su derecha habia puesto el posadero. —Como gusteis, dijo éste riéndose, y no tardó un minuto en estar servido el huésped. No se bebe mejor, señor caballero, dijo aquel, en toda la tierra. —El pan es el que es malo, dijo el viajero. —¡Ah! sí señor, como gusteis, muy malo repuso riéndose obsequiosamente el hostalero. ¡Ya veis! añadió acercándosele al oido. Esta semana no se ha cocido en casa todavia, y ha cargado tanta gente que he tenido que recurrir á un vecino... —Bien: basta, dijo con tono imperante el huésped. —¡Eh! ¡eh! como gusteis, repuso el hostalero. —Parece que el tiempo está bueno, dijo de alli á un rato el que cenaba. —¡Ah! ¡ah! sí, como gusteis, señor caballero, respondió con una sonrisa agradable el amo. —¿Teneis mucha familia? —¡Eh! sí ¡eh! ¡eh! como gusteis, señor caballero; como gusteis, dijo el flexible. —El hombre es categórico, dijo para sí el pregunton; no gusta por lo visto de quimeras ni de indisponerse con nadie; y volvió á sepultarse en su distraido cuanto importante y misterioso silencio. —¿Y vendrá el señor huésped por mucho tiempo? se atrevió á preguntar el hostalero de alli á un momento, viendo que habia caido la conversacion, y creyendo hacer un obsequio á su huésped en renovarla. —Como gusteis, le contestó secamente el forastero, encargándose á su vez de que no se diese de baja en el diálogo la muletilla del ventero. —Yo lo creo, repuso el amo. Vuestra señoría fue de los que llegaron ayer... prosiguió luchando entre el temor de parecer demasiado pregunton é indiscreto, y la curiosidad natural de su oficio; de los que... es decir, de la casa del señor maestre de Calatrava... —Como gusteis, respondió mas secamente aun nuestro hombre, levantándose y soltando en la mesa con desenfado una moneda de oro. Esta noche dormiré aqui. Me haréis disponer la cama. —Como gusteis, señor; pero cama, eso no habrá, porque vuesa merced... —¿No habrá, bellaco? ¿Cómo diablo tengo de gustar entonces...? —Como gusteis, señor caballero; pero es decir que vuesa merced sabe que en estas casas... —En estas casas... ¡voto va! Quereis cenar, y os dicen: Se guisará lo que traigais de vuestro repuesto. ¿Quereis dormir? Traeréis cama. ¿Qué hay, pues, posadero que Dios maldiga, en una posada? —Lo que gusteis, señor, lo que gusteis... no siendo cosa de comer, ni de cama, ni cuarto, ni... —Ni diablos que te lleven. —Como gusteis, señor: ¡eh! ¡eh! repuso el hostalero sopesando en la mano la moneda de oro. Lo mas, señor caballero, que puedo hacer por vos si urge... —¿No me ha de urgir, pícaro...? Mañana por cierto no dormiré aqui; pero en el castillo parece que estan tan provistos como si fuera una posada. No esperaban á nadie, y hasta mañana... Vamos, hablad: ¿no veis que escucho? ¡Voto va! —Como gusteis... podeis dormir en la cama de mi muger. —¡Por Santiago! herege... ¿es tu muger esa vieja? —Es decir, señor, que la cama de mi muger es la misma que la mia: llámola asi porque la trajo ella en dote, y gusto de dar á cada uno lo que es suyo. —¡Ah! de ese modo... porque de otro... —Como gusteis; y nosotros dormiremos como podamos. —Ea, pues, guiad, que he menester madrugar, y voto va que estoy cansado. —Como gusteis, señor caballero. Señores, con perdon de ustedes, añadió el hostalero echando mano del candil que alumbraba á los que cenaban en la otra mesa, y atizándole con los dedos: bien pueden vuesas mercedes cenar á oscuras, porque hoy no hay mas que un candil en la casa, contando con este. Dicho esto, echó á andar delante del viajero con su risita y su natural sumision, cuidándose poco de lo que quedaban diciendo las gentes de baja ralea que hospedaba aquella noche en su casa, y á quienes con tan poco comedimiento habia devuelto al caos y á las tinieblas de que el Hacedor Supremo los habia sacado al criarlos. —¿Habeis visto, Peransurez? dijo al otro uno de los que cenaban. —He visto, he visto, repuso su comensal; y pluguiera al cielo que siguiera viendo. —Decís bien, porque el bueno de Nuño, atraido sin duda por el color de oro del pelo ensortijado del forastero, nos ha dejado ¡vive Dios! como solemos quedarnos al fin de los sermones de nuestro buen párroco, es decir, á oscuras. —¿Y sabeis quién sea el forastero? —Nadie nos lo podrá decir mejor que el mismo Nuño, si es que él ve mas claro en ese asunto que nosotros en nuestra cena. Volvia á este tiempo Nuño, que asi se llamaba el hostalero: despues de restituido el candil á su primitivo lugar, y haberse escusado lo mejor que supo con sus huéspedes, comenzó á restregarse las manos con aire importante y misterioso, como de hombre que sabe raros secretos. —Ya que habeis tenido por conveniente, señor Nuño, dijo Peransurez, llevarnos la luz, que supongo no nos pondreis en cuenta, ¿no nos podriais dar algunas luces, en cambio de la que nos correspondia, acerca de ese misterioso personaje que albergais en vuestro bien alhajado establecimiento? —Alhajado, ó no, señores, como gusteis; es el mejor que de esta especie se conoce, voto á Dios, en muchas leguas á la redonda. Con respecto al forastero, no acostumbro á revelar... —Vaya, señor Nuño, eche un trago de lo bueno, y siéntese y hable, que no nos dió el Señor en su sabiduría la lengua para callar las cosas que sabemos, dijo el mas arriscado: harto trabajo tenemos con haber de callar por fuerza las que no sabemos. Ese será algun pícaro... —¡Chiton! dijo el hostalero apurando un vaso. ¡Chiton! —Dígolo porque en estos tiempos anda el dinero por las nubes, y no se cogen truchas... —Como gusteis; ¡pero Dios me libre de que se quite en mi casa la honra á nadie! Ademas, yo no suelo tratar de pícaro á un hombre que se ha cenado en menos de un cuarto de hora media despensa, y que paga... y que pagará... —En hora buena, señor Nuño. ¿Y qué nuevas trae de la corte el hombre honrado que ha cenado media despensa...? —Que á la hora esta estará ya la corte en Otordesillas, adonde se traslada porque nos ha nacido un príncipe... —¡Oiga! Tendrémos mercedes. —Sí, algun impuesto nuevo para sufragar á los gastos de las funciones, dijo uno de los huéspedes. ¡Voto va! que para nosotros pecheros... —Como gusteis, señores; pero mirad que mi casa... —Voto á la casa, señor Nuño, que hemos de hablar, y no nos habeis de quitar la conversacion como la luz. A oscuras vemos aqui mas claro que todos los hostaleros encandilados y por encandilar de Castilla y Andalucía. Vaya, ¿qué mas dice el forastero? Echad otro trago, que aun queda luz en nuestros bolsillos para aclarar mas de un punto. —Parece que su alteza ha decidido que en cuanto llegue á Otordesillas se reuna el capítulo de Calatrava y elijan maestre. —¡Voto va! Buena estará la eleccion, cuando ha elegido ya su alteza. ¿Y á quién, señor, á quién? A un hechicero mas nigromántico que el mismo moro del castillo. ¿Y qué se le ha perdido al señor _pelo rojo_ en Arjonilla? —Mas bajo, señores, dijo el pobre hostalero, que necesitaba vivir con todo el mundo. —Será de la pandilla que llegó ayer, y que esperó fuera del pueblo á que anocheciera, sin duda por no enseñar algun punto que traerian en las medias. —Como gusteis, repuso el hostalero. Lo cierto es que llegaron al castillo, que pertenece en el dia al de Villena; que les fueron abiertas las puertas; que el maldecido alcaide que le guardaba ha cedido las llaves al señor _pelo rojo_ como le llamais, y que ha venido á hospedarse aqui, dejando en el castillo á su gente. Con respecto á ese punto que decís, hay quien asegura que han traido un prisionero... —¿Un prisionero? —¡Chiton! —Vendrá á hacer compañía á la mora Zelindaja, que anda pidiendo su esposo á las paredes del castillo desde el tiempo de Abderramen... —¡Ba! dijo el otro comensal: ¿vos os creeis tambien de moros encantados? —¡Chiton, señores, chiton! repuso el hostalero; lo que yo sé deciros es, que no pasaria ni una hora despues de media noche, en el castillo. Mirad: yo habia oido contar á mi abuela muchas veces la historia del moro mago, y de la mora Zelindaja, y del letrero árabe del castillo; y lo que sé decir es, que nunca le dí un noven á mi abuela porque me lo contase, ni sus padres de ella le dieron una blanca porque lo creyese; lo cual digo para probar que nada se echaba de ella en el bolsillo por la mayor ó menor certeza del caso. Pero como al hombre le tienta el diablo muchas veces para que dude de las cosas que ve, cuanto mas de las que no ve, ni ha visto ni verá, yo me temia mis dudas, pesia á mí. Y era cierto que hacia algun tiempo ni se oían ruidos de noche en el castillo, ni voz de mora, ni de cristiana, ni... —Adelante, Nuño, adelante. —Como gusteis. Pero hace cosa de meses comenzó á decirse por el pueblo que se habia oido una noche á deshora rumor de gentes que habian entrado en el castillo, las cuales gentes no se han visto salir; quién sabe si serian gentes de estas que se usan: ello es que nadie los vió: desde entonces ha tornado el run run de las cadenas y de las voces, y de los espantosos nocturnos; y lo que sé decir es, que yo me pasaba una noche, no hace muchas, por el castillo, porque venia de trabajar la huerta que tengo mas allá: bien sabe Dios ó el diablo que yo me traía conmigo todas mis dudas; era tarde ya, y oí efectivamente yo mismo una voz lamentable que decia á grandes gritos: “Esposo, esposo mio.” Mirad, aun se me hiela la sangre en las venas: levanté los ojos, y en una de las ventanas mas altas de la torre, de donde parecian salir las voces, se veía una luz, pero una luz pálida y blanquecina que andaba de una parte á otra, y de cuando en cuando parecia ponérsele por delante una sombra, mas larga que una esperanza que no se cumple. —¿Vos lo visteis? dijo Peransurez. —¿No lo creeis? preguntó el hostalero mas espantado de la incredulidad de su huésped que del mismo caso que referia. —Mirad, contestó Peransurez, toda mi vida tuve grandes deseos de conocer á un encantado, y nunca pude verle la cara á ninguno: desde que fuí monacillo, y sacristan despues de la Almudena, tengo ese pio. ¿Sois hombre, compañero, para apurar esta aventura y ver de hacer una visita á ese moro y á esa señora Zelindaja...? —¿Qué decís? interrumpió Nuño. Como gusteis, pero os suplico que mireis... —¡Quite allá, señor hostalero! ¿Qué decís vos, comensal? —La verdad, seor Peransurez, contestó su compañero, que en esas materias... bueno es mirar dos veces... —Vaya, ya veo yo que vos no servís para caballero andante y aventurero. ¡Voto va! ¡que no tuviera yo aqui en Arjonilla á mi amigo Hernando, el montero de su alteza! —¿Para qué, señor monacillo, y sacristan despues de la Almudena, ahora montero y guardabosques? preguntó Nuño con aire socarron. —¿Para qué, voto á tal? Desde que me hicieron guarda de los montes de esta comarca por su alteza, no he vuelto á emprender una sola aventura de las que soliamos acometer y vencer en nuestros abriles. Con Hernando al lado, ya me curaria yo de moros y malandrines, de encantadas moras y cristianas. Yo entraria en el castillo; ó quedariamos en él entrambos encantados, ó desencantariamos con la punta de un venablo al mago, y á cuantos magos nos fuesen echando á las barbas... —¿Entrar en el castillo decís, eh? preguntó sonriéndose el hostalero. —¿Y por qué no? —Mas facil seria entrar en vida en el purgatorio, señor monacillo y sacristan, montero y guardabosques. —Eso no, ¡voto va! que para entrar en el castillo no he menester yo á Hernando, ni á nadie. —¿Vos? preguntó de nuevo el hostalero, soltando la carcajada; aunque supierais mas latin que todos los sacristanes juntos de Andalucía. —Yo: apostemos, repuso Peransurez, picado de la risa del amo y de sus frecuentes alusiones á su sacristanía de la Almudena. —De buena gana, contestó Nuño. —Una cántara de vino y media docena de embuchados de jabalí para todos los presentes, gritó Peransurez dando una puñada en la mesa, que estuvo por ella largo rato á pique de zozobrar. Al llegar aqui la conversacion acalorada del montero Peransurez acercáronse todos los que en el hogar estaban. —Señores, sean vuesas mercedes testigos, clamó Peransurez; Nuño y yo... —¡Peransurez! dijo en voz baja al oido del montero exaltado un hombre de no muy buena apariencia que habia entrado no hacia mucho en el meson, y en quien nadie habia reparado, tanto por su silencio, como por hallarse el amo de la venta entretenido en la referida discusion; ¡Peransurez! —¿Quién me interrumpe? gritó Peransurez, volviéndose precipitadamente al forastero. —Oid, contestó éste apartándole una buena pieza de los circunstantes, que quedaron chichisbeando por lo bajo acerca de la apuesta, y de la posibilidad de llevarla á cabo, y del valor de Peransurez, y de la interrupcion del recien venido. ¿Hablais seriamente, seor Peransurez? dijo éste tapando todavia su rostro con su capotillo pardo. —¿Cómo si hablo seriamente? gritó Peransurez. —Mas bajo, que importa. ¿Insistís en lo que habeis dicho de aquel montero vuestro amigo...? —¡Si insisto, voto va! Cuando yo he dicho una cosa... una vez... —¡Bueno! ¿Quereis montear con un amigo? —¿Pero á qué viene...? —Mirad... dijo el recien llegado desembozándose parte de su cara. —¿Qué veo? esclamó Peransurez: ¿es posible? ¿vos? —¡Chiton! me importa no ser conocido. —Dejad, pues, que cierre mi apuesta... y esperadme... —No: ciad en la apuesta. El buen montero ha de saber perder una pieza mediana cuando le importa alcanzar otra mayor. Si quereis entrar en el castillo y desencantar á esa mora, nos importa el silencio. —Pero, ¡y mi honor! —¡Voto va! por el Real de Manzanares, algun dia quedará bien puesto el honor de vuestro pabellon. En el ínterin ved que nos ojean, y si no nos hemos de dejar montear, bueno será que no escatimen nuestro rastro. Os espero fuera y hablaremos largo. —En buena hora, repuso Peransurez. Señor Nuño, añadió volviéndose en seguida á los circunstantes, un negocio urgente me llama. Mañana, si os parece, cerraremos la apuesta. Dijo, y salió. —¿No decia yo? repuso triunfante Nuño; ¿no decia yo? ¡entrar en el castillo! ¿entrar? Como gusteis, añadió volviéndose hácia la puerta por donde ya habia salido Peransurez con el desconocido, como gusteis, seor guardabosques; pero paréceme que haríais mejor en guardar vuestra lengua para contar esos propósitos á un muñeco de seis años, y vuestro valor para los raposos del monte. Una larga carcajada de la concurrencia acogió benévolamente el chistoso destello de ingenio del triunfante posadero: en vano quiso el comensal de Peransurez defender á su amigo citando hechos de valor, y atrevimientos suyos de bulto y calibre. Quedó por entonces convenido que el que quisiera beber vino y comer embuchados no debia aguardar á que entrase Peransurez en el castillo, cosa reputada tan imposible realmente, como entrar en vida en el purgatorio, segun la feliz espresion del hostalero, que se repitió de boca en boca, y que hizo reir á todos á costa del montero, que habia abandonado el campo de la apuesta al enemigo con notable descrédito de su honor y de su buena fama y reputacion. [Ilustración] CAPITULO XXXIII. Bien sabedes, vos, señora, que soy cazador real; caza que tengo en la mano nunca la puedo dejar. Tomárala por la mano y para un verjel se van. _Rom. del conde Claros._ —¿Vos, Hernando, en Arjonilla? dijo Peransurez en cuanto se vieron apartados del ventorrillo todo lo que hubieron menester para no ser de nadie entendidos. ¿Podeis esplicarme cómo habeis dejado el lado del doncel Macías, á quien serviais no ha mucho, si mal no me acuerdo? —Largo es de contar, amigo Peransurez, repuso Hernando deteniéndose en un ribazo enfrente del castillo, desde el cual se descubria todo él perfectamente. Pero si no teneis prisa en este instante, si podeis atender á la llamada de mi vocina, os referiré cosas que os admiren, y vereis si tenemos monte y venado en abundancia, lo cual haré con tanto mas gusto, cuanto que me habeis prometido ayudarme en la montería que me trae á este bendito lugar. Refirió en seguida el montero Hernando, lo mejor que pudo y supo, cuanto dejamos en nuestros tres tomos anteriores relatado, ó á lo menos toda la parte que él sabia, que era lo muy bastante para poner al corriente á cualquiera de los negocios del doncel. Al llegar al punto donde dejamos nosotros á nuestros héroes al fin de nuestro capítulo 31, prosiguió Hernando en la forma siguiente: —Habeis de saber, Peransurez, que desde el ojeo que dieron á mi amo en el soto de Manzanares aquellos desalmados siervos del conde, recelábame yo de cuanto nos rodeaba, y habíame propuesto no soltar la oreja de mi amo, el doncel Macías. Cuando llegó, sin embargo, la nueva del alumbramiento de nuestra señora la reina doña Catalina, un maldecido sarao hubo de darse. Ni podia entrar yo alli, ni mi leal Bravonel. Viendo con todo que tardaba ya el doncel en demasía, salí á esplorar el monte, y á ojear los alrededores del alcázar. En ese tiempo ¡voto va! debió de volver mi amo á nuestra cámara, porque cuando yo regresé faltaba un tabardo de velarte que primero no llevara y su espada. Volví á salir, y cansado de no hallarle, ocurrióme que acaso fuera de la villa y debajo de las ventanas de Elvira, que dan sobre la plataforma, podria estar el melancólico caballero tañendo su laud, y cantando alguna balada á la señora de sus pensamientos. Dirigí hacia allá, Peransurez, mi jauría, y al llegar ¡voto á san Marcos! hallé rastro. Un ruido estraño me habia llamado la atencion á alguna distancia: conforme nos acercábamos Bravonel y yo, habiamos oido algunas voces confusas, y pasos luego de caballos. Llegamos, y veíase abierta la reja de la cámara de Elvira. Dos ó tres piedras enormes, y colocadas una sobre otra, parecian indicar que acababan de servir de escala á algun atrevido caballero para alcanzar á la reja. A poco rato de observacion parecióme que andaba alguien en la habitacion con una luz en la mano: ocultéme debajo de la reja lo mas arrimado que pude á la pared: el que era se asomó efectivamente, y al resplandor de la luz que llevaba en la mano ví relucir en el suelo dos trozos de una espada rota. ¡Esta es la osera! dije para mí: no bien se hubo apartado el de la luz, que no pude ver quién fuese, reconocí los trozos; era la espada de mi señor. ¿Lo habrian muerto? No, porque estuviera alli su cuerpo, y porque le hubiera olfateado mi leal Bravonel, y hubiera puesto en los cielos el ahullido. ¿No es verdad, Bravonel? preguntó Hernando á su hermoso alano, que echado á su izquierda parecia escuchar atentamente la relacion del montero. Al oir esta pregunta, alzóse Bravonel en las cuatro patas, lamió la mano que lo acariciaba, como si quisiese dar á entender á su dueño que no se equivocaba en el buen juicio que acerca de su fidelidad acababa de emitir, dió una vuelta en derredor sobre sí mismo, y volvió á colocarse, poco mas ó menos, como estaba antes de la estraña interpelacion. ¡Bravonel! dije entonces á mi alano, el rastro, el rastro del doncel. Entendióme el animal, Peransurez; ¡admirable Bravonel! No bien le hube dicho aquella breve exhortacion, comenzó á olfatear la tierra, y antes de dos minutos ya se habia decidido por una senda. Quise probar, sin embargo, la certeza de la huella, y aparenté ir por otra, gritando siempre: “¡El doncel, el doncel!” Viéraisle entonces correr á mí, echar por la otra, ladrar, ahullar, tirarme, en fin, de la ropa con los dientes. ¡Ah! ¡Bravonel, Bravonel, luz de mis ojos! añadió el montero abarcando con la mano el hocico del animal, é imprimiendo en él un beso, mas lleno de amor y de cariño que el primero que da un amante al tierno objeto de su pasion. ¡Bravonel! el que no ha tenido un perro, no sabe lo que es querer, y ser querido. ¿Qué sirve la muger? la muger equivoca siempre la senda, la muger empieza por montear al venado de casa, y el perro no engaña nunca como lo muger. ¡Bravonel, juntos hemos vivido, y juntos moriremos! —¿Y seguísteis la huella? preguntó Peransurez impaciente por saber el fin del cuento, que Hernando habia interrumpido con tanto placer por acariciar al animal. —¿Cómo si la seguí? á pasos precipitados, con toda confianza ya: dos leguas anduvimos. Alli encontramos un pueblo: tomamos lenguas: el herrador nos dijo que acababa de pasar una partida de ginetes; que habian hablado pocas palabras, pero que habian tenido que detenerse á herrar un caballo desherrado; que caminaban de prisa; que debian llevar un preso, segun las señas, y que habian pronunciado en medio de su misterio la villa de Arjonilla. ¡Mia es la pieza! dije yo entonces. Até cabos y dije: “El preso es el doncel, y el que lo prende el conde de Villena.” Efectivamente, el mismo dia se habia servido su alteza señalar el dia quinceno para el combate que debia tener con el doncel Macías. ¿Mas claro, Peransurez? Era fuerza, sin embargo, asegurar mis dudas. ¿Qué hacia yo hasta entonces? y luego quise mas fiar de mi brazo y de mi venablo el logro de mi intento. Volví á Madrid, y supe que la corte salia al otro dia; sabedor de que don Luis Guzman era el que, por su posicion con Villena, debia interesarse mas por mi amo, víme con él y espúsele mis dudas: declaréle mi intento; aprobó mi idea, y yo le confié el cuidado de llevar con su menage á Otordesillas las prendas de mi amo y mias; entre otras la armadura mejor de Castilla, que si se perdiera, nunca de ello me consolara; es, al fin, la que tiene mi amo destinada por su buen temple para el aplazado combate. Armado despues de mi ballesta y dos aguzados venablos, seguido de mi leal Bravonel, y disfrazado lo mejor que pude, púseme la misma noche en camino. Ayer parece llegaron ellos. Hoy he llegado yo. Hé aqui Peransurez la causa de mi venida. En aquel castillo, no hay duda, está el doncel. Hé aqui la presa que habemos menester rastrear. ¿Os acordais, amigo mio de un juglar de don Enrique de Villena que Dios maldiga, hombre de pelo crespo y rojo...? —¡Ferrus! Recuerdo su nombre; pero él... —Ferrus, pues, está aqui, y ese es el guardian de mi amo. Le he visto subir á un camaranchon de arriba, cuando yo entraba en la venta. Por qué duerme en esta encrucijada y no en su osera, eso no lo alcanzo. Lo que entiendo solo, Peransurez, es que ese es el oso que hemos de montear. ¿Insistís en vuestro ofrecimiento, ahora que sabeis cuánto motivo puedo tener de guardar silencio y sigilo, y cuán peligrosa sea la empresa? —¿Cómo si insisto? Hernando, dijo Peransurez levantándose del suelo en que estaban sentados, no es esta la primera montería en que hemos andado juntos. Amo el peligro como buen montero, y osos mayores que ese, amigo mio, me ha prestado amistosamente piel para mas de una zamarra. Examinemos, si os parece, la posicion del castillo, discurramos el medio mas prudente... —El medio, Peransurez, ¡voto va! es esperar aqui á ese perro de juglar, á esa raposa cobarde y rapaz, y clavarle en tierra con un venablo, como quien bohorda, mas bien que como quien caza. ¿Merece siquiera los honores de ser comparado con una fiera noble y denodada? —Guardaos, amigo Hernando, de ejecutar tan descabellado propósito. Bien veo que seguís necesitando un consejero prudente que temple el ardor de vuestra imaginacion. Matareis á Ferrus; pero ¿y luego? —Luego, voto va, luego... Dirigidme, pues, en hora buena. Bravonel y yo estaremos atentos al ruido de vuestra vocina. Soy yo mejor en verdad para obedecer que para mandar. Pero voto á Dios que os despacheis pronto, y nos digais cuanto antes contra quién he de disparar el venablo, que se me escapa él solo de las manos, y estan ya los dientes de Bravonel deseando hacer presa en el animal. —Ea, pues, venid: demos disimuladamente la vuelta al castillo: en seguida volveremos á Arjonilla: vendreis á tomar un bocado conmigo, que _el buen montero, riñon cubierto_, y mañana amanecerá Dios, y con su dedo omnipotente nos señalará el rastro de los malvados. —A la buena de Dios, replicó Hernando: ¡Bravonel, Bravonel, vamos! Guiad vos, Peransurez, que conoceis la tierra. Dichas estas palabras comenzaron los dos amigos su esploracion, hecha la cual se retiraron á concertar los medios de introducirse en el castillo por mas guardado que estuviera, y de salvar al doncel, que presumian hallarse dentro, con no pocos visos y fundamentos de verdad. [Ilustración] CAPITULO XXXIV. En una torre fue puesto con cadenas á recado. . . . . . . . . . . . La condesa entrára dentro do está el conde aprisionado. . . . . . . . . . . . Ambos hablan en secreto, y conciertan en celado; que por librar tal persona á mas que esto era obligado. _Rom. de Sepúlveda._ Cuando Ferrus, encargado por el conde de Cangas y el astrólogo de la prision del enamorado Macías, pensó albergarse en la hostalería del complaciente Nuño, no fue ciertamente porque no hubiese en el castillo albergue digno de él. Es fuerza remontarnos mas al origen de las cosas para esplicar de un modo satisfactorio esta singularidad. Facilmente comprenderá el lector, impuesto ya en los diversos caractéres sobre que gira nuestra narracion, que necesitando los dos autores de esta intriga el mayor secreto, solo podian fiar tan importante comision al que ya estaba forzosamente en él: el reparo de la falta de valor no podia tener en este caso mucho peso, porque habian de acompañarle otros, los cuales solo sabian que debian prender á un hombre, sin saber quién fuese; y para mandar á estos y aprisionar con ellos á un caballero que salia descuidado de una cita amorosa no se necesitaba un gran fondo de arrojo y determinacion. Por otra parte, Ferrus era hombre friamente malo y cruel: ¿quién podia, pues, desempeñar mejor que él la inexorable comision que se le confiaba? Lográbase ademas de este modo la ventaja de apartar de la corte al único hombre que podria en un caso adverso comprometer al conde, y la de tener en el castillo un ente capaz de cualquier accion determinada si llegaba ocasion apurada en que estorbase la existencia del preso. Combinadas estas diversas circunstancias, solo quedaba que pensar en ligar el interes de Ferrus al feliz éxito de la espedicion de una manera que hiciese imposible toda traicion. El conde para esto creyó que no podria haber medios mejores que la gratitud por una parte y la esperanza del premio por otra; asi, decidió hacer libre á su siervo y loco favorito. Quitóle el collar de metal que en seña de servidumbre llevaba, é hízolo de su siervo su vasallo. Con estraordinario placer renunció Ferrus á su bonete de sonajas de juglar, y al molesto oficio de divertir con bufonadas á sus superiores; y sus sentimientos de fidelidad llegaron á tocar en un acendramiento dificil de esplicar, ni menos de igualar, cuando el conde le manifestó que le hacia libre entonces para confiarle la alcaidía del castillo de Arjonilla; añadiéndole, que si desempeñaba fielmente este importante cargo, no pararia en esto solo su favor. Bien entrevió Ferrus, por consiguiente, que toda su prosperidad futura dependia de que Villena saliese con el maestrazgo, y siendo esto imposible si se llegaba á probar algun dia que don Enrique habia muerto á su esposa, hizo firme propósito Ferrus de consentir primero en que le hiciesen pedazos que en dejar la menor esperanza de salvacion al asegurado doncel. Su muerte en último caso hubiera sido para él una grandísima friolera puesta en balanza con su futura grandeza. El lector sabe que, merced á la tenacidad de Elvira, se habia logrado la industria del astrólogo con mas felicidad aun que lo que él podia nunca haber esperado, si bien habia contado siempre con la ventaja que le ofrecia el haber de bajar el doncel de la reja alta de una manera que impedia toda defensa. Llevó á Arjonilla unas instrucciones del conde, severas sí, pero no sanguinarias, y otras del judío aplicables á todas las circunstancias que pudieran ocurrir, y un tanto menos escrupulosas, porque éste se hallaba tan interesado como Ferrus en la grandeza del conde, y sumamente ligado á sus intrigas por el peligro que corria si llegaba á descubrirse algun dia la horrible maquinacion en que no habia tenido él la menor parte. No se habia previsto, empero, una circunstancia bien temible. El conde, que habia tenido grande interes en que su castillo de Arjonilla estuviese de algun tiempo á aquella parte bajo la custodia de alguno de sus mas allegados servidores por razones que él se sabia, y que algun dia sabrán nuestros lectores, habia confiado su alcaidía á su camarero Rui Pero, de quien no hemos vuelto á hablar por esta causa. Este era hombre duro y fiel; por lo tanto suspicaz é irascible. No pudo, pues, sentarle bien la orden que le intimó Ferrus en nombre del conde, su comun señor, ni menos el imperio y mal entendida arrogancia con que se la oía prescribir á un hombre que acababa de salir de la nada; á un siervo cuyo collar de metal acababa de romper su amo, y cuyas sonajas de azofar y bonete de loco estaban todavia demasiado recientes en la memoria del noble camarero para que le pudiese inspirar respeto ni estimacion el que venia á ocupar su mismo destino, con desdoro de su clase y prerogativas. Mandábale á decir el conde que siendo necesaria su asistencia á su lado, solo tardase en ponerse en camino para Otordesillas, donde debia encontrarle con la corte, el tiempo indispensable para hacer entrega del castillo al nuevo alcaide, y enterarle de cuanto él se figurase que conducia á su mejor servicio. Rui Pero, llevado de su mal humor, no perdonó medio alguno de inspirar terror á Ferrus acerca de la responsabilidad que sobre sí acababa de tomar; y de las dificultades que ofrecia la conservacion del secreto en un castillo tan inmediato á poblacion, y en que si era facil impedir la entrada á los estraños, no lo era tanto estorbar que tuvieran los de dentro alguna comunicacion con los de fuera: insistió bastante ademas en la fama que de encantado tenia el castillo, y en lo que de él contaban los habitantes, cosa que no contribuyó en nada á tranquilizar el ánimo de Ferrus, ya de suyo naturalmente enemigo de encantos y prodigios. Deseoso de averiguar si deberia temer ó no cuanto en el particular Rui Pero le referia, determinó dormir una noche en la hostalería del pueblo, asi para averiguar á punto fijo el fundamento que podrian tener aquellas tradiciones, que cual telas de araña se adhieren siempre á los edificios viejos, como para escudriñar si se habia traslucido algo entre los habitantes de Arjonilla acerca de los misteriosos secretos que encerraba á la sazon la antigua hechura del amante de Zelindaja, y acerca del objeto de su propio viage. Esta era la verdadera causa de aquella estravagancia. No bien se habia dispertado Ferrus, cuando tenia ya á la cabecera de su cama al complaciente Nuño con la montera en la mano, y con un _como gusteis_ siempre asomado á los labios para salir á la menor indicacion del huésped. Entablóse entre ambos mientras que Ferrus se vestia un diálogo, que por lo largo, é inútil á nuestro propósito, perdonamos á nuestros lectores con el interesado objeto de que nos perdonen ellos á nosotros cosas de mayor monta y trascendencia. Baste decir que por él pudo Ferrus formar una exacta idea de su verdadera posicion, y no le hubo de parecer tan mala como Rui Pero se la habia pintado, porque decidió volver inmediatamente á su castillo, y aun hizo propósito de darse por encargado y enterado de todo lo mas pronto posible; pues bien se le alcanzaba que el disgusto y mal humor del camarero solo podia resultar en daño de la intriga de su amo. Tuvo el hostalero, prevenido por Peransurez en la madrugada del mismo dia, el buen talento de no hablar á Ferrus de la imprudente conversacion tenida en público la noche anterior en su cocina despues de haberse él recojido, y Hernando, á quien importaba no ser conocido, de Ferrus sobre todo, se mantuvo oculto hasta que supo que habia regresado al castillo el ex-juglar, pagada ya la cuenta de su gasto, aunque no tan opíparamente como el hostalero esperaba, cosa que se supo porque al despedirse Ferrus de él díjole: —Dios os prospere, y os dé, buen Nuño, lo que mas os convenga. Y se notó que Nuño no le habia respondido el _como gusteis_ de ordenanza. Esta observacion de los historiadores del tiempo, que hablan con toda profundidad del lance, es tan justa, que cuando Nuño habló con Peransurez despues de la partida de Ferrus no solo no insistió en la apuesta, sino que se inclinó ya, por cierta antipatía que habia nacido en su corazon repentinamente contra Ferrus, á la parte del emprendedor montero; diciéndole entre otras cosas que tendria un placer singular en que se jugase una pasada que metiese ruido al señor alcaide nuevo del castillo del moro, por su arrogancia y su petulante continente. No echó Peransurez en saco roto esta buena predisposicion al mal del hostalero, y reuniéndose á toda prisa con Hernando, procedieron á dar el paso que en su deliberacion de la noche anterior les habia parecido mas conducente y atinado para el logro de su arrojado intento. Entre tanto era varia la posicion de los habitantes del castillo. En los patios interiores divertian sus ocios tirando al blanco ó bohordando hombres de armas, á quienes estaba confiada su defensa y custodia; algun grupo de ballesteros ó archeros pacíficos discurrian mas apartados acerca de la singular reserva que reinaba en todas las operaciones de aquel edificio verdaderamente mágico, porque no eran todos sabedores de lo que encerraban sus altas murallas. Algunos sí sabian que habian traido ellos mismos un prisionero por ejemplo, pero ni sabian quién era, ni le habian vuelto á ver. Tales habian sido y eran las precauciones observadas sabiamente por los principales emisarios del conde. Habia sido colocado el nuevo huésped en una sala baja incrustada, digámoslo asi, en el corazon de una mole de piedra, que esto y no otra cosa era cada paredon del castillo. No tenia mas adornos que el que le proporcionaban algunas telas de araña, indicio de la poca consideracion con que al caballero se trataba, y varios informes lamparones que dibujaba la humedad con caprichosa desigualdad en las desnudas paredes de aquel calabozo. Hacia mas horrorosa la prision un rumor monotono y profundísimo, muy semejante al que produce el brazo de agua que sale de la presa de un molino, que rompe por entre las guijas de una cascada, ó que se desprende de un batan. El que haya tenido alguna vez la desgracia de verse privado de su libertad en una oscura prision, oyendo dia y noche el acompasado golpeo de un reloj de péndola, será el único que pueda apreciar la situacion del doncel, condenado á aquel tristísimo son. No recibia mas luz aquel cavernoso nicho que la que le prestaba en los dias mas claros del año un agujero redondo y cerrado con cuatro hierros cruzados, y practicado en la parte mas alta del muro. Hallábase situado á orilla de una zanja, hecha á lo largo de la muralla interior: por la zanja corria, produciendo el rumor que hemos descrito un resíduo del torrente, que llenaba con sus aguas el foso esterior del edificio, y entre la zanja y la muralla interior habia una ancha y espaciosa plataforma. Era preciso, pues, pasar la zanja desde la plataforma para entrar en la prision destinada al doncel; pero esto solo se podia verificar bajando el rastrillo que la cerraba sirviéndole de puerta. La rara colocacion de aquella cueva indicaba que habia sido construida desde luego para encerrar presos de importancia, y á quienes se quisiese quitar la vida prontamente, como represalia, en caso de hallarse ya tomado el castillo por el enemigo. La situacion por otra parte, su hondura, y el ruido del torrente, impedian que pudiese ser oida en ningun caso la voz del prisionero que en aquella caverna se encerrase. Casi enfrente de ella venia á caer entre las dos murallas la torre principal de la fortaleza. Mirando oblicuamente por el agujero conductor de la luz, que dejamos descrito, divisábanse con trabajo algunas altas ventanas. Nada se podia ver de dia de lo que dentro de ellas pasaba; pero de noche, cuando reinaba la mas completa oscuridad, veía el doncel una luz arder en lo interior de una habitacion, moverse á ratos, mudar de sitio, desaparecer, y aun producir sombras de diversos tamaños y figuras, bastantes á atemorizar en aquel tiempo de supersticion un corazon menos determinado que el del doncel; sobre todo en un castillo que hacian encantado las tradiciones mas remotas del pais, y cuyo destino parecia ser realmente el de pertenecer siempre á seres nigrománticos, como le sucedia á la sazon, que era dueño de él el conde de Cangas, é quien nadie tenia por menos mago que al amante de Zelindaja. De noche tambien, y cuando se columbraban las temerosas sombras, era cuando solia mezclarse con el silbido del viento, y el ruido de la lluvia, ó el estruendo de la tempestad, una voz aguda y dolorosa, que era la que tenia espantada la comarca, y la que nuestro buen Nuño habia oido la noche que se retiraba de su labor, como en nuestro capítulo anterior dejamos dicho. Finalmente, otra entrada tenia la prision del doncel. Una escalerilla de caracol la ponia en comunicacion con una larga galería interior del castillo; pero una puerta de hierro sumamente pequeña y cerrada por defuera con pesados cerrojos y candados, cuyas llaves poseía solo el alcaide, imposibilitaban por esta parte toda esperanza de evasion. Un mal lecho habia sido dispuesto á ruegos del prisionero en la caverna, y habia conseguido por favor singular que le dejasen el pequeño laud que á la espalda como trovador llevaba cuando su cita amorosa. Con él divertia su amarga posicion pulsándole blandamente, y regándole con sus acerbas lágrimas, los ratos que no escribia en las paredes con un punzon alguna tristísima endecha, dirigida á la ingrata señora de sus pensamientos, cuyo rigor le habia puesto en tan lastimero trance. La habitacion que por ser la mejor y la mas espaciosa se habia reservado el alcaide, y que se habian repartido á la sazon Rui Pero y Ferrus, se hallaba en el piso bajo de la torre de que hemos hablado. Un salon anchuroso, adornado con varios trofeos y armas suspendidas en las paredes, era el departamento principal. Una larga mesa estaba clavada en medio: el hogar ardia en la cabecera de la sala, y en el estremo opuesto un aparador ó bufete encerraba la vajilla estilada en aquel tiempo para el servicio de la mesa. Al anochecer del dia en que nos encuentra nuestra historia, dos hombres arrellanados en dos grandes poltronas de baqueta española, la mas apreciada entonces en Europa, conversaban tranquilamente uno enfrente de otro, y separados por la mesa como si hubieran necesitado de un cuerpo intermedio para no reñir. Asi parecia indicarlo su gesto displicente. El uno era Ferrus. En su rostro brillaba la satisfaccion petulante de un hombre que ha llegado á ocupar un destino superior á sus méritos y esperanzas. El otro era Rui Pero. Su continente era el de un hombre por el contrario herido en lo mas delicado de su amor propio por un disfavor no merecido, y habíaselas con el emancipado juglar, como podria habérselas un general acreditado por sus servicios y conocimientos con un guerrillero á quien hubiese igualado con él la fortuna. Una lámpara suspendida del techo iluminaba los rostros de entrambos, y los iluminaba mejor una alta vasija, cuyo preñado vientre vaciaba de cuando en cuando en dos anchas copas cierto jugo vivificador que embaulaban nuestros dos interlocutores á tragos repetidos en su cuerpo como en un cubo desfondado. —¿Cuando pensais partir, señor Rui Pero? preguntó Ferrus despues de uno de estos tragos, paladeando todavia el licor de Baco. —¿Habeis tomado ya, señor juglar, repuso Rui Pero, es decir, señor Ferrus, alcaide del castillo de Arjonilla, las instrucciones que habiais menester? —Estoy tan apto, señor Rui Pero, para desempeñar la alcaidía de este famoso castillo, como el mejor camarero de Castilla, contestó Ferrus picado. —En ese caso, señor tal alcaide, pasado mañana al lucir el alba me pondré en camino para la corte, si no manda otra cosa vuestra señoría. —Gracias, señor Rui Pero. —¿Habeis mandado relevar las centinelas esteriores de la muralla, y las dos de las torres, y de la galería interior del preso? —Bien sabeis, contestó Ferrus, que no es ese cargo mio mientras esteis vos en el castillo. Y espero que no me comprometereis con mi amo el señor conde, ni querreis faltar al deber... —No acostumbro á faltar á mis deberes, señor Ferrus; yo voy por lo tanto á disponer... —Esperad. Supongo que seguís con el cuidado de emplear en el servicio de centinelas los ballesteros que ignoran completamente la calidad de los prisioneros. De otra suerte... —No habeis menester suponerlo, dijo apurando su copa Rui Pero; bastará con que lo creais á pies juntillas. Ademas, ya habreis conocido que necesita habilidad para escaparse el preso que tal intente hallándose encerrado en la prision de la zanja. —Sí, segun me habeis dicho, no conociendo el secreto del rastrillo, solo la muerte seria el resultado de la menor tentativa de evasion. Admirable construccion la de este calabozo. ¿Y quién construyó...? —¡Silencio! dijo Rui Pero al ver entrar un tercero en la sala, y gozoso de poder dar una leccion de prudencia al inesperto Ferrus. ¿Qué quereis vos? añadió dirigiéndose al estraño. —Señor alcaide, respondió el faccionario que acababa de entrar, han llamado al castillo dos caminantes fatigados... —A nadie se da hospedage, repuso Rui Pero mal humorado. —Lo sé, señor alcaide. Pero advierta vuestra merced que no son caballeros ni hombres de guerra. Son dos reverendos padres, que piden albergue por esta noche. —¿Y por qué no lo buscan en Arjonilla? —Parece, señor, que van estraviados, y pasan á estas horas por el castillo ignorantes del camino que guia á la poblacion. La copiosa lluvia que ha engruesado el torrente les obliga á pedir albergue. —¡Voto va! dijo Rui Pero. Lo mas que por ellos podemos hacer es que les enseñe el camino un hombre del castillo. —Pero ese, señor, no los pasará en hombros á través del torrente, repuso el ballestero, temeroso de ser él elegido para aquella comision. —Por otra parte, añadió Ferrus, á quien los vapores del vino daban confianza y determinacion, ¿qué peligro hay en albergar dos frailes? Dios sabe de dónde serán. Esos padres suelen venir de lejos é ir de paso; muy forasteros deben de ser, pues ignoran que el castillo es encantado y nada hospitalario. Van de paso. —Sin embargo, si pudiesen pasar el arroyo... replicó Rui Pero. —¿Y quereis, dijo Ferrus acercándose al oido del camarero, que nos espongamos á que pase un hombre del castillo la noche fuera de él, y suelte la lengua mas de lo preciso? Eso es peor... —Peor, peor... refunfuñó entre dientes el camarero. —Si gustais, señor alcaide, dijo el ballestero, se les contestará que vayan á buscar albergue á otra parte. Ello la noche es terrible. —¿Terrible decís? repuso Rui Pero asomándose á una ventana. Sí; parece que el cielo se derrite en agua. Seria una inhumanidad por cierto. —No podemos consentir, añadió Ferrus, que dos ministros del Altísimo queden á la intemperie en una noche... —En buena hora; que entren, dijo Rui Pero al ballestero, quien se fue á cumplir la orden. —¡Voto va! añadió Ferrus; eramos dos y seremos cuatro. Aun queda vino en esa vasija para otros tantos, y los padres no se desdeñarán de hacernos un rato de compañía, yendo sobre todo de camino. Todo el peligro que podemos recelar de los santos varones, señor camarero es que nos echen algun sermon en latin que no entendamos: y asi como asi, dentro de un rato ya no nos íbamos á entender nosotros dos segun la faena que damos á nuestras copas. Una carcajada de Ferrus al concluir estas palabras probó que todavia no habia perdido la costumbre, que se habia hecho en él naturaleza, de decir bufonadas á todo trance, á pesar de su nueva dignidad. De alli á poco entraron humildemente en el salon dos reverendísimos padres, cuyos hábitos derramaban á hilos el agua, como un paraguas espuesto por gran rato á la lluvia, y que se arrima á un rincon á medio cerrar. Saludáronlos cortesmente nuestros dos amigos, y despues de los primeros cumplimientos los invitaron á que se acercasen para secar sus hábitos al hogar, donde quedaron mirándose unos á otros largo espacio los dos opuestos alcaides y los dos bien avenidos frailes. [Ilustración] CAPITULO XXXV. Mentides, fraile, mentides, que no decís la verdad. . . . . . . . . . . . Mató el fraile al caballero, á la infanta va á librar: en ancas de su caballo consigo la fué á llevar. _Rom. del conde Claros._ Al entrar los dos modestos frailes en la sala, no habia dejado de llamar su atencion el agradable pasatiempo en que entretenian sus ratos perdidos el antiguo y el nuevo alcaide. Habíanse mirado uno á otro como inspirados de la misma idea, y este movimiento hubiera sido notado de los defensores del castillo, á no ser porque no habiendo creido estos que tendrian ya visitas con quien guardar ceremonia, habian menudeado en realidad del tinto mas de lo que á su prudencia convenia; su misma posicion les habia escitado á beber, y aun hay cronistas que aseguran que deseosos uno y otro de no tener compañero en el mando, y demasiado confiado cada cual en su propia resistencia, se habian animado recíprocamente á beber por ver si conseguian privar al cólega; plan que, merced á la igualdad de sus fuerzas, habia resultado en detrimento de la razon de entrambos. —¡Por San Francisco! perdonen vuestras reverencias, dijo Ferrus, si les han hecho esperar á la intemperie mas de lo que ese hábito que visten merece. Pero sepan que á él solo deben esta acogida, porque el castillo á que han llamado no es en realidad de los mas hospitalarios que pudieran haber encontrado en su camino. —_Pax vobiscum_, dijo el menos corpulento de los padres con voz grave. —Como gusteis, padres, repuso Ferrus, segun el estribillo de mi huésped de ayer; porque han de saber sus reverencias que de dos dignos alcaides que tienen en su presencia ahora, ninguno sabe latin. —En ese caso, _Te Deum laudamus_, repuso el padre respirando como aquel á quien le quitasen de encima una montaña. —Gracias contestó de nuevo Ferrus, no queriendo ser tachado de poco político por dejar sin respuesta una lengua que no entendia. Dos cosas debemos suplicar á vuestras reverencias, prosiguió; primera, que se quiten esos hábitos que traen tan mojados... —_Et super flumina Babilonis_, dice el salmista: _vetat regula_, la regla nos lo impide. —Sea en buen hora; pero la regla no impedirá á vuestras reverencias que hagan lo que vieren adonde quiera que fueren; primera regla de hospitalidad entre caballeros, añadió Ferrus derramando vino nuevamente en las copas, y ofreciendo una al padre que habia llevado hasta entonces la palabra. Miráronse los padres uno á otro como para consultar entre sí lo que deberian hacer. —¡Voto va! aqui se ofrece de buena voluntad, añadió Ferrus viendo su indecision: ¿no es cierto, señor camarero? —Vos lo habeis dicho, repuso el camarero tomando una copa. Pero si sus reverencias no se atreven por respetos al cielo, nosotros, viles gusanos de la tierra... —_Vinum lætificat cor hominis_, interrumpió el padre. Nosotros agradecemos á vuestras mercedes la buena voluntad; pero solo beberemos en la refaccion, si teneis por bien hacérnosla servir: vuestras mercedes beban, y mientras, nosotros _exultemus_, _et lætemur_. —A la buena de Dios, dijo Ferrus vaciando su copa. ¿Y este padre que nada dice, es que no sabe latin, como si fuera alcaide? Miraban los dos frailes á Ferrus, como buscando en sus ojos si encerraria alguna intencion ó sospecha aquella pregunta hecha de aquel modo, ó si seria meramente casual é hija de la poca aprension del que la hacia. Parecióles en conclusion, que no se podia leer en los ojos de Ferrus sino la espresion del mosto, y no dudó en responder con cierta serenidad el mismo padre. —Mi superior está achacoso; es sordo ademas _tanquam tabula_... —Sí, que es gran sordera, repuso Ferrus, presumiendo que asi se llamaba la enfermedad del padre. —Y un tanto tierno de ojos, que es la razon de verle la capucha tan sobre ellos como notarán vuesas mercedes. La humedad, sobre todo, de esta noche debe de haberle perjudicado mucho. _Benedictus qui venit._ Venga ó no venga, añadió para sí el padre. Efectivamente, no se le veía apenas rostro al padre que habia permanecido callado. Ocultábale el medio de abajo una larga barba blanca, y su capucha le envolvia todo el medio de arriba. —¿Y viajan siempre vuesas reverencias con esos mozos de estribo? preguntó Ferrus, reparando en un hermoso alano que casi detras del padre silencioso reposaba, y que habia entrado sin ser antes de ellos sentido. —¡Ah! repuso el padre. Dios nos perdone esos medios mundanos de defensa. Aunque _manet nobiscum dominus_, bueno es llevar ademas un amigo consigo. Es el perro del convento: nuestro reverendo abad no quiso que en estos tiempos de salteadores, ni el padre Juan, ni yo, padre Modesto, como me llaman, para servir á Dios y á vuesas mercedes, nos viniesemos sin ese corto ausilio siquiera para nuestra seguridad, si bien _Deus vigilat_. —¿Y de dónde, bueno padre mio? preguntó Ferrus con audaz curiosidad. —De Jaen, hijo, repuso con estremada serenidad el padre; sí, hijo, de Jaen. Llevamos una comision secreta, que bajo la fé de la obediencia no podemos revelar, para el reverendo prior del convento de Andujar de nuestra misma orden, que es como veis de San Francisco, hijos mios; pensábamos haber caminado toda la noche, y haber llegado alli antes de la mañana; empero Dios que nos ha enviado esta agua, y los achaques de mi compañero, nos han obligado á pedir hospedage. _Introibo_, dijimos, _ad altare_. —Y bien dicho, habló por fin el camarero, que habia estado hasta entonces observando al silencioso fraile, muy bien dicho, aunque nosotros no lo entendamos. Pero lo dijo vuestra reverencia, y basta: si les parece á sus reverencias, que vendrán cansados, prosiguió el cortesano camarero, harémosles servir la refaccion para que se retiren, señor Ferrus. —_Amen_, repuso el padre: tanto mas cuanto que mañana hemos de salir á la madrugada, si dais orden de que nos abran temprano en el castillo. —Daránse las órdenes todas que fueren necesarias, repuso Ferrus, apartándose y hablando al oido al camarero. Pero ved que las centinelas no se han relevado aun. —Pudierais vos mudarlas, le contestó Rui Pero, mientras yo hago disponer la cena; estos buenos padres nos dispensarán si los dejamos solos un instante por su propio servicio. —_Ite, misa est_, replicó el padre echando una bendicion gravísima á entrambos alcaides, que se dieron el brazo mutuamente á pesar de sus interiores rencillas, sin duda olvidándolo todo en momentos en que necesitaban tanto de recíproco apoyo, y salieron de la sala. —¡Cuerpo de Cristo! Por vida de Diego Gil y Martin Bravo, los mas famosos monteros de Castilla, que Dios perdone, esclamó el padre silencioso soltando una carcajada algo reprimida por la prudencia. ¡Voto va! que nunca hubiera dicho, fray Juan ó fray Peransurez, que tañeseis de ladradura con tal primor. Por mi venablo que se os entiende de cazar en latin á las mil maravillas. —¡Prudencia, Hernando! Sepamos lo que nos hacemos, ya que yo no sé lo que me digo. ¿No os previne de que fuí monacillo y sacristan en cierto tiempo, durante el cual, si mucho escatimé el rastro de las vinagreras de la Almudena, no por eso dejé de oir las vocinas de los padres en el coro? aprendí á tañer la mia en latin como habeis visto, y alguna palabra entiendo voto á tal de cada ciento que digo. —Pobre venado es este, Peransurez: es nuestro, dijo Hernando. Hace la señal del pezuño chica, y va en la reduña, ¡voto á tal! No tardarémos en tañer de oscisa. ¿Pondrémosle canes? —Ved no nos obliguen á tañer de traspuesta: mirad que se levanta ya el venado á la ceba. Yo os avisaré el momento. —Los tiempos nos dirán, conforme vengan... —Sí; pero ved, Hernando, que no es lo dificil la entrada; mirad por la salida... —Dios proveera, y mi venablo, repuso Hernando componiendo sus hábitos, y echando de nuevo su capucha. Ya vienen hácia el buitron. Volvian en esto ya los dos alcaides. No tardó mucho tiempo en cubrirse la mesa, á la cual se sentaron los cuatro con la mayor armonía y fraternidad. Poco tiempo hacia que cenaban, con imprudente abandono Rui Pero y Ferrus, con mas reserva y comedimiento los dos frailes, cuando llamó á las puertas del castillo un espreso que enviaba el conde de Cangas y Tineo. Abriéronle inmediatamente, é introducido en la sala echóse de ver en su traza que habia corrido mucho, y que debia de ser en gran manera interesante su mensage. Tomó Rui Pero el pliego cerrado que para él traía, y apartándose un poco leyóle rápidamente, manifestando bien á las claras en su rostro cuánta sorpresa le infundia. —Señor Ferrus, grandes novedades, dijo despues de haberle recorrido. —¿Qué decís? preguntó Ferrus tartamudeando. —Nuestro señor el ilustre conde de Cangas y Tineo, maestre de Calatrava, se halla á pocas leguas de aqui... —¿Cómo? esclamó Ferrus levantándose. —Sí, parece que el dia despues de vuestra salida de Madrid llegó á la corte la nueva de los disturbios de Sevilla. Las cartas y pesquisidores que envió su alteza á esa ciudad el mes pasado para poner en paz los bandos que han estallado entre el conde de Niebla, su primo, y el conde don Pedro Ponce y otros caballeros y veinticuatros, no surtieron efecto, y el mal se acrecienta por momentos. Temeroso su alteza de los resultados de tan grave daño, hizo suspender su viage á Otordesillas: háse contentado con espedir pliegos anunciando á la reyna doña Catalina que irá allá desde Sevilla, y mandando disponer para entonces las funciones reales y torneos que se preparaban en solemnidad del nacimiento del príncipe don Juan. Háse traido consigo á los principales señores de la corte, y esta noche debe dormir en Andujar. —Gran novedad, por cierto, dijo Ferrus. —Añádeme su señoría que en ese pueblo permanecerán tres dias, por hallarse señalada para mañana la prueba del combate. Encárganos con este motivo, añadió Rui Pero al oido de Ferrus, la mayor vigilancia. —¡Voto á tal! no hay cuidado, dijo Ferrus dando una carcajada. No vencerá el doncel. ¿Y piensa venir su grandeza por aqui? —Parece que no, pues de Andujar pasa su alteza á Córdoba; desde alli irá en la barca grande, el Guadalquivir abajo, á Sevilla, pues que está su alteza muy doliente, y no le deja caminar á caballo su físico Abenzarsal. Pero en atencion á todo esto, yo partiré mañana de madrugada. —Sea en buen hora, como gusteis, repuso Ferrus. Esto entre tanto no altera el orden de nuestra cena. Podeis retiraros, buen hombre, añadió Ferrus al emisario. —Que os den de cenar, dijo Rui Pero al mismo, y disponeos mañana á venir conmigo á la corte. Retiróse el emisario, y siguieron cenando nuestros cuatro paladines, y conversando acerca de la determinacion del rey, y del singular acaecimiento que los habia acercado tanto á la corte. —Bueno fuera, señor alcaide, dijo Peransurez dirigiéndose á Ferrus, que era el mas afectado del licor, bueno fuera que hubieseis de hospedar en este castillo á la corte... —¡Ba! dijo Ferrus; no pasa por aqui, y ademas en un castillo encantado... —¡Encantado! Dios nos perdone, dijo con afectado escrúpulo el padre. —¿No ha oido hablar nunca el padre de la mora Zelindaja, Zelindaja la mora...? siguió Ferrus con dificultad, y riéndose á cada palabra con la estúpida espresion de la embriaguez. —¡Hola! —¡Voto va! pues la mora... rico vino es este, padre; ¿no bebeis? —Proseguid, dijo el padre haciendo con su mano un ademan de agradecer el ofrecimiento. —La mora, pues... vaya otro trago, señor Rui Pero. —¿Y la mora? preguntó el padre. —La mora... Zelindaja quereis decir, la que está encantada en la torre... —¿En la torre? —Sí; aqui arriba sobre nosotros. ¡Pero qué vino! ¡qué paladar! ¿os dormís, señor Rui Pero? ¡voto va! —¿Con que arriba? preguntó el padre. —Por ahí la llaman la mora, y dicen que aparece, y que... ¡ah! ¡ah! ¡ah! añadió Ferrus soltando una carcajada, y mirando el vino que contenia aun la copa. ¿Qué haceis vos ahí, prosiguió vuelto en seguida á los que le servian la mesa, escuchando, espiando, á ver si se me escapa alguna imprudencia? Belitres. Si esperais á que yo os diga donde está el preso... larga la llevais. Fuera de aqui; llamaremos cuando os hayamos menester. Diciendo y haciendo, se levantó Ferrus con trabajo, y cerró la puerta despues que hubieron salido los sirvientes, espantados de las palabras del alcaide. —¿Con que el preso...? señor alcaide de... prosiguió Peransurez, que asi como su compañero no perdia una palabra ni una accion de las que se le escapaban al imprudente mancebo. —El preso no se escapará mientras pendan de mi cintura las llaves todas del alcázar. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! notad, padres mios, la figura que hace un camarero dormido, prosiguió Ferrus riéndose á carcajadas, y señalando con el dedo la boca abierta del buen Rui Pero, á quien la hora, el sueño, el vino y el cansancio tenian cabeceando sobre su poltrona. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! Al llegar aqui tocó Peransurez por bajo de la mesa el pie de Hernando, que de puro impaciente no hacia ya mas que moverse habia gran rato. Levantándose á un tiempo los dos, precipitóse cada uno sobre el que tenia al lado. Tocóle á Peransurez el dormido Rui Pero, que se halló ya maniatado y tapada la boca antes de acabar de despertar: á Hernando Ferrus, cuyo asombro fue tal al ver levantarse de repente, y en aquella tan inesperada forma, á los dos reverendos, que no fue dueño de gritar ni de oponer la menor resistencia al montero, el cual asi lo fajaba con sus poderosas manos como si fuese un niño. Pusieron nuestros dos amigos á cada uno de los alcaides un palo de hogar atravesado en la boca, y sugeto con cordel que preparado llevaban, á manera de mordaza, y atáronlos en seguida fuertemente de pies y manos á sus mismas poltronas, dejándolos conforme se hallaban colocados, es decir, uno enfrente de otro con la mesa en medio y sus copas delante. Era cosa de ver la figura que hacian sin poderse mover ni remover ambos con la boca abierta, y mirándose con ojos aun mas abiertos, sin acabar de comprender si estaban encantados por el moro del castillo, ó si habrian dado hospedage á dos diablos del otro mundo que venian á castigar su descompuesta vida. Hecho esto por nuestros dos reverendos, y apoderados ya del manojo de llaves que pendian del cinto de Ferrus, fue su primer cuidado recapacitar lo que acababan de oir al ébrio alcaide. Parecia por el misterio de sus palabras que la torre era el lugar del castillo destinado al prisionero. Estaban en ella, pero era indispensable hallar una subida, y si habia dos, aquella en que estuviesen menos espuestos á ser notados, ó á encontrar importunas centinelas. En punto á esto convinieron que era preciso ponerse en manos de Dios, que veía sus intenciones, y no dejaria de favorecerlas; y echáronse á buscar una subida, que no tardaron en encontrar. Probando llaves lograron abrir una puertecita encubierta detras del hogar por un tapiz viejo: empujáronla, y una escalera oscura les probó que habian dado con lo que necesitaban. Armado cada uno de un agudo venablo, y llevando en la mano izquierda Hernando, que iba delante, una linterna sorda de metal, diéronse á subir con la mayor confianza en Dios, donde los dejaremos, ora trepando escaleras, ora recorriendo largas y oscuras galerías, ora, en fin, probando llaves en cada puerta que encontraban, todo con el mayor silencio posible por no dar la alarma en el castillo. Hallábase colocado el cuarto, donde se divisaba la misteriosa luz desde los alrededores de la fortaleza, en el estremo de una galería, y como quiera que las puertas fuesen todas de la mayor seguridad, no se creía prudente establecer centinelas demasiado inmediatas. Al único que hácia aquella parte se ponia, preveníasele de antemano que no se separase del estremo de la galería mas distante de la prision. El que se hallaba á la sazon en aquel punto era un mancebo profundamente ignorante acerca de las circunstancias de los presos que parecian custodiarse con tanto interes en la fortaleza, pero que habia oido hablar lo bastante del encantamiento del castillo, y de la voz nocturna, para no tenerlas todas consigo en aquella incómoda faccion. —Por Santiago, decia apoyándose en su partesana, que no entré yo al servicio del señor conde para habérmelas con brujas y hechiceros; este instrumento que bastaria para matar millones de moros, unos despues de otros se entiende, acaso no seria suficiente á hacer un ligero rasguño en la mano del moro que fundó este maldito castillo. Dicen que la señal de la cruz es grande arma contra las artes del demonio, añadia en otro paseo de los que daba, sin apartarse mucho de su puesto como el que tiene miedo ó frio; y siendo esto cierto, ¿cómo es que hay cristianos hechizados? Cuerpo de Cristo, si me hechizasen tengo para mí que lo que mas habia de sentir habia de ser aquello del no comer y del no dormir; ¡voto va! En estas y otras reflexiones cogió entretenido al mancebo cierto profundo gemido que salió del estremo opuesto de la galería. —¡Santa María! esclamó dando diente con diente el faccionario. Asunto concluido. ¿Si será la mora que viene á pedirme su esposo, segun dicen las gentes que lo pide todas las noches á los ecos? Sin embargo, yo no soy eco, añadió lastimeramente como si quisiese conjurar el encanto con esta lógica observacion. Otro gemido mas prolongado resonó de alli á poco, y el ruido de una cadena arrastrada por el suelo se prolongó hasta el infinito en el oido del infeliz. —¡Santo Dios! decia el soldado, y persignábase tan de prisa como si fuese la última vez que habia de persignarse en su vida, y sin apartar los ojos del punto de donde él se figuraba que salia el ruido. En esto estaba á la orilla de la escalera, y vuelto de espaldas á ella, cuando dos manos de hierro, apoderándose de sus piernas, le levantaron en alto. —¡Perdon, señora Zelindaja, perdon! clamó con voz medio ahogada el miserable, y pasando por encima de la cabeza de un padre Francisco, á quien no tuvo siquiera tiempo de observar, cayó rodando de espaldas por la escalera, hasta una puerta que habian cerrado tras sí nuestros aventureros, donde quedó casi exánime y sin sentido. —¿Hay mas? dijo Peransurez mirando á todas partes. —No, repuso Hernando: aquella debe ser su prision: ¿no oís una cadena? —Él es; apresurémonos. Sacando en seguida el manojo y llegando á la puerta comenzaron á probar llaves en la cerradura. Abrió, por fin, una de las mas gruesas, y entrambos se precipitaron dentro de la prision, igualmente impacientes de dar libertad al encadenado doncel. Una lámpara mortecina lucia siniestramente sobre un pedestal. —¡Basta, crueles, basta ya! esclamó una voz penetrante, arrojándose á sus pies al mismo tiempo, con todo el desorden del dolor y de la desesperacion, una figura cadavérica vestida de negras ropas. Dificil fuera pintar el asombro de nuestros dos reverendos al ver venir sobre ellos aquella estraña sombra, que no era otra cosa lo que á su vista se ofrecia, y el sobrecogimiento de la víctima luego que paró la atencion en sus nuevos huéspedes; de tan distinta especie que los dos hombres que hasta entonces habian solido visitar su encierro para traerla el alimento. —Religiosos, Santo Dios, religiosos, esclamó ésta. Habeis oido, señor, por fin mis oraciones, y el bárbaro me envia estos emisarios de vuestra palabra divina para ausiliarme en los últimos momentos de esta vida miserable. Lo acepto, señor, lo acepto. Un mar de lágrimas corrió de los ojos hundidos de la encarcelada, que abrazaba con religioso fervor el hábito de Hernando: éste, inmóvil en su puesto no sabia qué interpretacion dar á aquella horrible escena. Todo el valor de Peransurez le habia abandonado; creíase efectivamente delante de la encantadora mora, y estaba ya á dos líneas de maldecir en su corazon su osadía y su malhadada incredulidad. Repuesto algun tanto Hernando de su primera sorpresa, hízose atras cuanto pudo, desviando su hábito del contacto de la infeliz. Ésta, levantando entonces la cabeza, y sacudiendo sobre los hombros una larga cabellera, único resto de su antigua hermosura, quedó mirando largo rato á nuestros amigos sin atreverse á proferir una palabra. —Quien quiera que seais, dijo por fin animándose Hernando, y descubriendo su rostro, ser de este mundo ó del otro, mora ó cristiana, hablad: ¿qué nos quereis? —Hernando, ¿sois vos? esclamó la víctima levantándose, despues de haber mirado largo rato con la mayor duda y agitacion al montero espantado. ¡Ah! no, continuó, ¡Hernando era montero! y volvió á caer en el mismo estupor. No pudo menos Hernando al oirse nombrar por la fantasma, como un antiguo conocido, de fijar mas en ella la atencion; y agarrando con una mano á Peransurez, que á su derecha y un poco detras de él estaba,—¡Cielos! esclamó sin apartar los ojos de la figura negra. Dejadme; ¿seria posible? —¡Ah! conocedme, sí, gritó levantándose y asiendo la lámpara la infeliz, conocedme si me habeis visto alguno vez; hé aqui en mi rostro los efectos de su barbarie; no soy la misma ya: no soy hermosa... el llanto, el dolor me han afeado. Miradme bien, miradme, prosiguió acercando la luz á su semblante. —¡Ella, ella es! Peransurez, salvemonos, gritó Hernando retrocediendo. —¿Adónde? no: ¿adónde? Deteneos. Yo saldré tambien con vosotros. —¡Vivís aun, señora! esclamó Hernando al sentirse detenido por la víctima ¿vivís? —Vivo; sí, vivo para llorar y padecer: tocadme aun si lo dudais. —¿Es falsa vuestra muerte? ¿Sois vos, señora? —¿Mi muerte decís? preguntó la desdichada. El bárbaro la ha propalado. ¡Justicia, señor; misericordia! añadió levantando los ojos al cielo. Por piedad continuó, ¿quién sois el que tanto os pareceis al montero de don Enrique? ¿Qué os trae á esta prision? Hernando, sumido en el mas profundo letargo, apenas reconocia debajo de aquella palidez y cadavérico aspecto á la hermosa que tantas veces habia visto triunfante en el mundo de lujo y de belleza. —¡Monstruo! dijo por fin para sí: ¡monstruo abominable! —¿Quién sois? acabad; y ¿qué quereis? tornó á preguntar la encerrada: ¿venís á prolongar mis males, á remediarlos por ventura? —A salvaros, señora, repuso Hernando. Conocedme ¡voto va! El montero Hernando, señora, os ha de sacar de esta maleza. —¿Con que no me habia engañado? ¡Ah! Decidme, ¿por qué feliz azar os veo, y cómo en ese trage? —El montero de ley, señora, no caza siempre del mismo modo: dejemos para mejor ocasion ese punto. Ved que necesitamos salir del monte. ¡Ea! Venid con nosotros. —¿Con vosotros? Adónde: ¡ah! no me engañeis. Mas facil es que me mateis aqui. ¿Qué resistencia puedo oponeros? Si sois tan crueles como todos los que hasta ahora he visto en este castillo... —¿Qué hablais, señora? no veniamos á salvaros: no presumiamos siquiera que vivieseis: el bárbaro que ha osado reduciros á este estremo no se ha contentado con una presa. Sin embargo en el momento actual vuestra presencia nos hace mas falta de todas suertes que un ojo avezado al cazador. Vuestra presencia va á confundir la iniquidad, y á atajar acaso un torrente de sangre. Mucho tardaron Hernando y Peransurez en determinar á la desdichada á que los siguiese; sus preguntas exigian larguísimas esplicaciones, que no podian darse en aquel momento sin comprometer la suerte de una espedicion tan incierta y azarosa ya por sí. A poder de ruegos en fin y de observaciones logróse de ella que dejase el satisfacer sus dudas para mejor ocasion; el tiempo urgía: nuestros dos reverendos habian pasado ya gran parte de la noche en dar con la prision, y despues de tantos afanes faltábales aun desempeñar la verdadera mision que en tal peligro les habia puesto. Resolvióse unánimemente que Hernando se despojaria del hábito que sobre su trage traía, y que lo vestiria lo mejor que pudiese la recien libre cautiva, porque si bien su estatura era muy diversa, tambien era de advertir que habian entrado de noche, que iban á salir al rayar el alba, y que probablemente no estarian á su salida de faccion los mismos que lo habian estado á su entrada. Dos frailes habian entrado: dos frailes salian: nada habia que decir, si durante la noche no se descubria su accion, cosa dificil, pues habian quedado cerrados por dentro y amordazados Ferrus y Rui Pero. A la salida ningun ostáculo podrian encontrar dos frailes, pues durante la cena se habia dado la orden de abrirles el rastrillo en cuanto se dejasen ver á la puerta al amanecer. Cortó, pues, Hernando el hábito con su cuchillo de monte, y dejólo mas adaptado á la estatura de la hermosa. Hecho lo cual trataron de buscar por la parte, que no habian recorrido aun, la prision del doncel, dejando para despues de encontrarla el determinar la forma de sacarle y salir el mismo Hernando del castillo, cosa que á éste le parecia sencillísima; pues todo se lo parecia cuando era hecho en obsequio de su señor, y cuando tenia en la mano su venablo y al lado su fiel Bravonel; el cual los seguia silenciosamente toda la noche como si estuviera penetrado de lo mucho que convenia el sigilo en aquella peligrosa tentativa. [Ilustración] CAPITULO XXXVI. Ya la gran noche pasaba é la luna sestendia: la clara lumbre del dia radiante se mostraba; al tiempo que reposaba de mis trabajos é pena oí triste cantilena que tal cancion pronunciaba. _Don Enr. de Vill. Querella de amor de Mac._ No bien hubieron tomado la determinacion que dejamos referida, echáronse á buscar otra salida, dispuestos siempre á hacer callar con sus venablos á cualquier centinela imprudente que hubiese podido comprometer su existencia. Felizmente no encontraron ninguno en dos escaleras que bajaron. Al fin de ellas una tronera les permitió reconocer la parte de la torre en que se hallaban: estarian como á diez varas del pie de la muralla interior. Fatigados de la faena que la ignorancia de las llaves les acarreaba, y aun mas del silencio y cuidado con que les era indispensable proceder, tomaron alli algun descanso. La cautiva, que acababa de esperimentar una emocion tan inesperada, y que en medio de su debilidad se hallaba abrumada bajo el peso del hábito desusado, y combatido su ánimo de mil dudas y esperanzas, por desgracia harto inseguras todavia, no pudiendo resistir á tantos afectos encontrados, hubo de apoyarse un momento en un trozo roto de columna, que felizmente encontró en la pieza en que á la sazon se hallaban. Perdian ya nuestros paladines la esperanza de dar con la prision del doncel. Asegurábales sin embargo su compañera que en la noche anterior y á deshoras habia creido oir un laud débilmente pulsado, cosa que no le habia acaecido nunca desde su llegada al castillo; este dato convenia con la fecha de la prision de Macías; y hubiera jurado, les añadió, que salia el eco del pie de la torre. Esta advertencia solo podia animar á los generosos amigos del prisionero. Sacando, pues, nuevas fuerzas de flaqueza, trataron de examinar qué hora podria ser. Sacó entonces Hernando la cabeza por la angosta tronera, y pudo distinguir que el cielo se habia serenado; un viento fuerte de norte lanzaba hácia las playas africanas algunas nubes dispersas, restos de la pasada tormenta, y el pálido resplandor de la luna en su ocaso advirtió á Hernando, asi como la posicion de algunas estrellas que acertó á ver, que podria faltar una hora todo lo mas para el alba. Al mismo tiempo que hizo esta observacion nada favorable, el ruido acompasado de los pasos de un hombre le hizo sospechar que debajo de ellos debia de haber al pie de la muralla un soldado de faccion. Esta precaucion le confirmó en la idea de que debia caer hácia aquella parte del castillo la buscada prision. Resolviéronse, pues, á probar la aventura y poniendo el éxito en manos de Dios, á quién fervorosamente se encomendaron. Hernando hizo voto á la Vírgen de la Almudena de una ofrenda proporcionada á sus cortos medios, y la cautiva prometió edificarle un santuario suntuoso si la sacaba con bien de tan peligroso trance. Iban ya á probar una nueva llave en la puerta que debia conducirlos, segun todas las probabilidades, al pie de la muralla, cuando el rumor de un laud, que al pronto reconocieron la hermosa y Hernando, los dejaron suspensos. —¡Él es! dijeron á un tiempo los dos, apoyándose con esperanza la blanda mano de la bella en la tosca y curtida del montero. Escuchemos. Un ligero preludio del trovador se siguió á su suspension, y de alli á un momento una voz, harto conocida para ellos, entonó con lánguido acento una cantica, de la cual pudieron percibir los fragmentos siguientes, en medio de los sollozos que de cuando en cuando la interrumpian, y del monotono rumor del torrente, que á los pies de la torre por la honda zanja se desprendia. ¿Será que en mi muerte te goces, impía, ó pérfida hermosa, muy mas aun ingrata? ¿Asi al tierno amante, mas fino, se trata? ¿Cabrá en tal belleza tan grande falsía? ¡Llorad ¡ay! mis ojos, llorad noche y dia! Mis tristes gemidos levántense al cielo, pues ya en mi tristura no alcanzo consuelo. Dolor hoy se vuelva lo que era alegría. . . . . . . . . . . . . . . . . . La copa alevosa, que amor nos colmó, tambien heces cria, señora, en mi daño. Sus heces son ¡ay! fatal desengaño. La copa y las heces mi labio apuró. ¡Ay triste el que al mundo sensible nació! ¡Ay triste el que muere por pérfida ingrata! ¡Ay mísero aquel, que asi amor maltrata! ¡Ay triste el que nunca su dicha olvidó! ¿Por qué, justos cielos, en pecho amador tiranos me disteis una alma de fuego? ¿Por qué sed nos disteis, si en tósigo luego, bebido, en el pecho, se torna el licor? Contempla, señora, mi acerbo dolor. ¡Ay! torna á mis brazos, ven presto, mi Elvira; ingrata; aunque sea, como antes, mentira, la dicha me vuelve, me vuelve tu amor. No mas á mis ruegos te muestres impía, ó pérfida hermosa, muy mas aun ingrata. No asi al tierno amante, mas fino, se trata. No quepa en tu pecho tan grande falsía. Dolor no se vuelva lo que era alegría. Mas ¡ay! si en mi pena no alcanzo consuelo, si en vano mis quejas se elevan al cielo, ¡llorad ¡ay! mis ojos, llorad noche y dia! Callaron al llegar aqui los lúgubres acentos de la cantilena, que habia arrancado lágrimas de los ojos de aquellos que silenciosamente la habian oido. Seguros de que habian llegado al término de sus esperanzas, diéronse prisa á abrir la puerta que les faltaba traspasar, y en pocos minutos se hallaron al pie de la torre. El primero que salió fue el terrible alano, el cual no bien salió al aire libre cuando comenzó á ladrar dirigiéndose á un objeto que se hallaba arrimado á la pared. —¡Bravonel! dijo Hernando, ¡Bravonel! vamos, silencio. —¿Quién va? preguntó con voz ronca el centinela, enderezando su ballesta contra el montero, que salió el primero á contener á su perro. No tuvo lugar de preguntar segunda vez el centinela. —¡Ese es quien va! respondió Hernando lanzando su venablo, el cual fue recto á clavarse, silbando por el aire, en el pecho del faccionario, que cayó por tierra sin voz y sin aliento. —¡Ay! gritó la compañera de nuestros aventureros apartando rápidamente los ojos del que acababa de caer. —Silencio, señora, silencio, dijo Peransurez: dejad la piedad para despues. Plegue al cielo que no hayamos alarmado ya algun otro centinela con este intempestivo ruido. —Vengan en hora buena, dijo Hernando, caliente ya con el feliz éxito de su tiro certero. Inclinándose en seguida sobre el cuerpo del caido, púsole un pie en el pecho, y sacó de él su venablo ensangrentado con la diestra mano. El venablo al salir del cuerpo dejó libre el paso á un surtidor de sangre que salpicó á Hernando; y á poco el infeliz habia ya espirado. Vencida esta primera dificultad, examinaron la posicion, y no les quedó duda de que el rastrillo que enfrente veían servia de puerta á la prision del doncel; pero ¿cómo pasar la zanja? ¿cómo soltar el rastrillo? Perplejo Hernando miraba á una parte y á otra, mordíase los dedos, y daba al diablo todas las fatigas de la noche. Pensar en tomar el opuesto lado del castillo, volviendo por donde habian venido para probar la otra entrada que deberia tener forzosamente la prision, era caso imposible, en vista sobre todo de la hora avanzada. —¡Voto va! dijo por fin Hernando. Dénme á mi la fiera en el campo; pero ¿encerrada? ¡Cuerpo de Cristo! ¿Y hemos de quedarnos aqui, para ser presa de esos perros judíos, que quedan en el castillo, en cuanto amanezca? Su posicion tenia mas dificultades de las que á primera vista habian creido encontrar. Sin embargo, fue preciso deliberar; y por último, Hernando decidió que lo mas acertado seria probar á salir Peransurez y la bella á favor de su disfraz, quedando él con su alano en aquella posicion. Oponíanse los otros á esta generosa determinacion; pero Hernando los convenció, probándoles que si á la mañana no habia logrado ponerse en comunicacion con el doncel y salvarle, ó saltaria la muralla y pasaria el foso á nado con su perro, ó retrocediendo al salon de la torre se haria rehenes y prenda de seguridad al mismo Ferrus, que probablemente deberia permanecer en el mismo estado, pues no se habia dado la alarma en el castillo en toda la noche. Fueron tales, por último, sus ruegos y sus amenazas, que fue preciso ceder á ellas. Importaba mucho en verdad que saliese alguien del castillo; fuera ellos, nada les seria mas facil que volver con socorro; y la presencia sobre todo de la ilustre prisionera en la corte debia hacer variar completamente la posicion del doncel y de Hernando, aun dado caso que quedase preso. Este, en fin, se aferró en decir que él no saldria del castillo sino muerto ó con su amo; lo mas que pudo conseguir de él Peransurez fue que quitándose su trage de montero vistiese la ropa del muerto centinela, y que quedase en su lugar. Si se le relevaba antes del alba, como era de pensar, acaso no seria reconocido y entre tanto tenia aquella probabilidad mas de salvacion. Hízolo asi Hernando, y arrojando sus vestidos y el cuerpo del vencido en la zanja con un pie, dió algunas instrucciones á Peransurez acerca de lo que deberia hacer en saliendo del castillo y en llegando á la corte. Despidiéronse en seguida, como aquellos que acaso no habian de volver á verse. Peransurez y su compañera, ocultando su rostro bajo su capucha, siguieron la senda que debia conducirlos forzosamente á lo largo de la muralla hasta la puerta principal y puente del castillo, donde era mas que probable que no hallasen obstáculos á su salida, siendo como era ya la hora que habia dejado advertido Ferrus la noche anterior que se abriese á los padres descaminados; y donde los dejarémos para acudir adonde nos llaman otros personages, no menos interesantes de nuestra historia. Solo podemos añadir para sacar algun tanto á nuestros lectores de la incertidumbre en que los dejamos, bien á nuestro pesar, que hácia aquellas horas, pero sin que hayamos podido averiguar si antes ó despues, el gefe del destacamento, que guardaba la puerta principal del castillo, creyó deber tomar órdenes del alcaide, de cuya ausencia total durante la noche estaba no poco admirado. Subió, pues, al salon que se habian reservado Rui Pero y Ferrus, y en vano llamó repetidas veces. Asombrado de esta circunstancia, no dudó en reunir algunos hombres, los cuales quebrantaron con sus hachas de armas la cerradura, y les dieron entrada en el salon. Alli fueron encontrados amordazados, en la misma forma singular que los dejamos, Ferrus y Rui Pero mirándose todavia, y sin dar otra respuesta á las preguntas del gefe que un sonido desigual ronco y desapacible, muy semejante al ruido gutural que produce un sordo-mudo para mover la pública conmiseracion. Desatóse á los alcaides, dióse la alarma, y en pocos minutos era el castillo todo un teatro de actividad dificil de pintar: corrian unos sin saber adónde, ni de qué enemigos se habian de guardar; tocaban algunos vocinas en son de guerra; preparaban otros sus armas; recorríanse las escaleras y galerías; oíanse votos y juramentos, pésames y proyectos de venganza, abríanse unas puertas, derribábanse aquellas cuyas llaves habian echado por dentro nuestros atrevidos paladines... en una palabra, era el castillo todo desorden y confusion. Nuestras leyendas, empero, tan prolijas por lo regular en todos los pormenores de sus relatos, parecen haberse descuidado sobremanera en esta ocasion; pues ni una sola palabra dicen por la cual podamos inferir, sospechar ó barruntar siquiera si cuando se dió esta alarma en el castillo habian salido ya al campo los fugitivos, ó si fue ocasion de que su intento se malograse. Lo cual prueba, ademas de otras muchas cosas que no son de este lugar, que no es tan facil el oficio de historiador y cronista como generalmente se cree, sobre todo si no ha de dejarse olvidada ninguna de las circunstancias que pueda anhelar saber el impaciente lector. [Ilustración] CAPITULO XXXVII. El rey moro de Granada mas quisiera la su fin; la su seña muy preciada entrególa á don Ozmin. El poder le dió sin falla á don Ozmin su vasallo, y escusóse de batalla con cinco mil de caballo. _Historia de Alonso XI, escrita en coplas redondillas._ Dos mil vidas diera juntas por ser el desafiado. _Batalla de Rugero y Rodamonte._ Curiosos estarán nuestros lectores, si es que hemos sabido hacerles interesantes los personages de nuestra desaliñada narracion, de saber el estado de la desdichada Elvira, á quien dejamos con la reja de su cámara abierta, ella desvanecida en tierra, y abriéndose su puerta para dar entrada al pagecillo, ó á su mismo esposo, únicos poseedores de la llave. Mucho sentimos que la complicacion de sucesos, que bajo nuestra pluma se aglomeran, no nos haya permitido sacarlos antes de tan incómoda duda; pero todavia sentimos mas que el tiempo, que todo lo devora, nos prive aun ahora del placer de satisfacerlos completamente. Recordarán, sin embargo, en disculpa nuestra, que cuando se abrió la puerta de la cámara, Elvira estaba desmayada, y nada por consiguiente pudo ver de lo que en torno suyo pasaba: el que entró nada contó nunca, razon que tenemos para sospechar que fue Hernan Perez, á quien no le podia convenir que nada de ello se supiese; y el cronista de aquellos tiempos, el famoso Pero Lopez de Ayala, se hallaba en el sarao, y nada trae tampoco por consiguiente en sus escritos de semejante escena. Por los resultados que esta tuvo, volvemos á repetir que debió de ser Hernan Perez. Hubo quien aseguró que habia visto hablar al astrólogo con él mucho despues de haber vuelto á entrar éste en el alcázar y como ya conocemos la mala intencion del judío; y es de presumir que alarmase al marido acerca de lo que en su cámara pasaba; la reja abierta, la puerta cerrada y el estado de Elvira debieron acabar de abrir los ojos á Hernan Perez acerca de lo que alli podia haber ocurrido. Lo único que podremos afirmar es que Hernan Perez de Vadillo, de resultas sin duda de la violenta escena que debió tener con su esposa, decidió aquella noche misma su separacion; buscó á su alteza, y le espuso con voz trémula y agitada como sabia que su esposa era la acusadora de don Enrique de Villena. Añadióle que él habia recibido del conde de Cangas la rara prueba de confianza de que pudiese en su nombre defender su parte en el combate; suplicóle en vista de ello que tomase á su cargo la acusadora; y por mas que se hizo para averiguar la causa de tan extraña conducta, solo se pudo sacar en limpio de las cortadas razones de Hernan Perez que éste habia tenido un rompimiento con su esposa; advirtióse desde entonces que cuanto hablaba eran palabras de aborrecimiento y execracion, y dirigidas á adelantar el plazo del combate, de resultas del cual debia él morir ó morir Elvira. El odio mas reconcentrado y profundo habia succedido en su corazon al amor conyugal. No se pudo negar don Enrique el Doliente á la justa demanda del ofendido Hernan, y en consecuencia encargó al judío Abenzarsal de la custodia de Elvira, la cual pasó á poder de éste con su inseparable pagecillo aquella misma noche. Decidióse al mismo tiempo que se verificaria el combate, donde quiera que estuviese la corte, al quinceno dia, por cumplirse entonces el plazo que habia dado su alteza al justicia mayor Diego Lopez de Stúñiga para presentarle el reo de la muerte de doña María de Albornoz. Si éste le presentaba con las pruebas legales del delito, escusaríase la prueba del combate. De lo contrario, no quedando otro medio que recurrir al juicio de Dios, seria aquel inevitable. Con respecto á Elvira, solo diremos que desde aquella funesta noche en valde intentó tener con su esposo una esplicacion: negóse éste á todas sus demandas, y la infeliz, sumida en la mayor desesperacion, esperó en un continuo llanto y congoja el dia en que habia de desenlazarse tan terrible drama, y en que habia de verse espuesta á los riesgos de un combate por causa suya, y por una imprudente generosidad, que no era ya tiempo de remediar; la vida de su desdichado amante, si es que éste no habia perecido ya, como tenia motivos para creerlo, en la funesta noche de su última entrevista. Puesta á recaudo como estaba, y no permitiéndosele comunicacion alguna sino con el page, solo pudo saber en el particular lo que todo el mundo sabia, esto es, que el doncel habia desaparecido, cosa que no daba poco que decir en la corte. No se le podia ocultar á Elvira que cualquiera que hubiera sido la suerte del doncel, su tenacidad, y el empeño con que á todo trance habia querido defender su moribunda virtud, habian tenido gran parte en ella. No le podia pesar de ello; pero era bien triste reflexionar cuán horrible premio daba el cielo á su conducta. Ora pensando en su esposo, ora en su crítica situacion, ora en un amor desdichado que en vano habia pretendido lanzar de su pecho por todos los medios posibles, pasábase la desgraciada Elvira los dias y las noches de claro en claro sin dar reposo á la lucha de encontrados sentimientos, que tenian dividida su deplorable existencia. La nueva que llegó á la corte el dia mismo que debia haberse trasladado á Otordesillas, hizo variar de determinacion á don Enrique el Doliente, como ya saben nuestros lectores, y el dia del combate la cogió por tanto en Andujar. Amaneció este dia, y nadie en la corte pudo dar razon al rey, cuidadoso é impaciente, del ignorado paradero del doncel: don Luis Guzman fue el único que pudo esponer sencillamente como Hernando, fiel criado del doncel, le habia visitado en la noche del sarao, manifestándole sus dudas y temores, y encargándole el equipage de su amo mientras él se dedicaba á averiguar su paradero, de que tenia vagas sospechas. Pero afirmó en seguida que desde entonces no habia vuelto á tener noticia alguna ni del doncel ni de Hernando. Todos los que conocian, sin embargo, el pundonor caballeresco de Macías, no dudaban un punto que se presentaria en la lid el dia emplazado, tanto mas cuanto que se habian publicado los convenientes edictos y pregones; á no ser que hubiese muerto, acontecimiento que nadie tenia motivos de sospechar. Muchos achacaron la ausencia del doncel á alguna hechicería de don Enrique de Villena y del judío, pero de sospecharlo á saberlo habia tanta distancia como hay de la mentira á la verdad. Regocijábanse en tanto secretamente aquellos dos intrigantes del feliz éxito de su manejo; sobre todo Villena, que habia conseguido llevar á cabo su proyecto sin necesidad de cargar su conciencia con el peso de sangre agena, descansando en la vigilancia de su emancipado juglar y en la fortaleza de su castillo, lleno todo de gentes de su devocion, curábase poco ya del combate, que mal podia verificarse sin la presencia del doncel. Verdad es que debia quedar condenada Elvira como calumniadora, pero esperaba que su mucho valimiento, y el que debia aumentársele sobre todo con el triunfo que el cielo le preparaba aquel dia, le bastaria para salvar la vida de la infeliz Elvira; cosa que intentaba pedir inmediatamente á su alteza, proponiendo la conmutacion de la pena que imponia la ley en un encierro perpetuo. De esta manera conciliaba el buen don Enrique, con el triunfo de sus intrigas, la tranquilidad de su conciencia, haciendo por una y otra parte transacciones con su ambicion, y con la voz secreta que le gritaba en el fondo de su corazon, que no dejaba de ser culpable por haber evitado la muerte de Elvira y del doncel. A pesar de la ausencia de éste, anunciaron los farautes el aplazado combate, y reunida la pequeña corte que llevaba consiga don Enrique el Doliente, éste se constituyó en audiencia sentándose debajo del dosel régio preparado para la ceremonia que debia verificarse. Sentado su alteza, y rodeado del buen condestable Rui Lopez Dávalos, de su físico Abenzarsal, de su camarero mayor, y de las demas dignidades de palacio; compareció ante el trono, llamado por un faraute, el ilustre don Enrique de Villena, conde de Cangas y Tineo, precediéndole dos farautes suyos, y un escudero con el estandarte en que se veía lucir su escudo de armas ricamente recamado; seguíanle numerosos caballeros y escuderos de su casa, vasallos suyos. Requerido por el faraute de su alteza, espuso brevemente la demanda que de justicia habia hecho en otra ocasion sobre la muerte de su esposa la condesa doña María de Albornoz. Concluida esta ceremonia, pidió cuenta su alteza á su canciller mayor del sello de la puridad de lo que en el asunto habia determinado: recordó éste el cargo que habia dado su alteza de averiguar el hecho al justicia mayor cometiéndole el cuidado del castigo. Adelantóse entonces Diego Lopez de Stúñiga, é hizo breve relacion de los pasos que habia dado para la averiguacion de aquel horrendo crímen, el cual sin embargo habia permanecido oculto; sin duda, añadió, por los incomprensibles juicios de Dios, que se reservaba el castigo de tan gran maldad. Oido el justicia mayor, prosiguió el canciller relatando como en ese tiempo se habia presentado una acusadora del mismo don Enrique de Villena, achacándole aquel propio crímen del que él habia pedido satisfaccion, y lo demas ocurrido en el caso. Hizo entonces su alteza comparecer á la acusadora, la cual, guiada de Abenzarsal, á cuya custodia estaba confiada, pareció y espuso de nuevo en la misma forma que la habia hecho la funesta acusacion, no sin acompañarla de abundosas lágrimas, que manifestaban bien á las claras el estado en que se hallaba. Tomósele de ella juramento, asi como á don Enrique de la denegacion del delito, el cual prestaron ambos sobre los santos Evangelios. Pidiéronse pruebas en seguida á la acusadora; no pudiendo la cual presentarlas, recordó el canciller que fundado en esto mismo se habia dignado su alteza ordenar la prueba del combate. Alzóse en seguida un faraute de su alteza y en voz alta repitió que era llegado el dia en que aquel debia verificarse; lo cual hizo por medio de largas fórmulas, de que nos dispensarán nuestros lectores. El canciller en seguida pidió los gages al acusado y acusadora, que le entregaron, aquel el guante arrojado por Macías el dia de la acusacion, ésta el anillo que en prenda de su persona habia entregado al rey en el propio dia. Recojidos ambos por el canciller, fuéles preguntado á los dos si se hallaban prontos para la prueba del combate que su alteza habia ordenado: esta pregunta estremeció á Elvira, que se vió sola en el mundo en aquel tremendo instante; pero Villena respondió á ella con insolente sonrisa de triunfo y de satisfaccion. Requeridos á presentarse ante su alteza los combatientes ó sus campeones representantes, adelantóse el hidalgo Hernan Perez de Vadillo, que se habia mantenido oculto hasta entonces en el grupo de caballeros de la comitiva de don Enrique de Villena; Elvira al verle no fue dueña de sí por mas tiempo, lanzó un agudo chillido, y ocultó su cabeza entre los brazos de una dueña que la seguia. No se alteró el implacable Vadillo; hincándose por el contrario de hinojos ante su señor natural, pidióle la venia, dada la cual anuncióse como el campeon de don Enrique. Este golpe inesperado, y que pocos en la corte sabian, hizo todo el efecto que el lector puede imaginar, reflexionando como reflexionaron los presentes que iba á presentarse un caso singular en semejantes combates. La muger acusadora por una parte, y el marido campeon del acusado por otra. Elvira al recibir tan terrible golpe se precipitó á los pies del trono esclamando:—¡Santo Dios! ¡Rey justiciero, no lo permitirás, señor...! Era tarde ya, empero, para deshacer lo hecho, y el faraute impuso silencio á la acusadora, con duro gesto y ademan, separándola del trono. Requirióse entonces á Elvira de que presentase su campeon, y á este requerimiento se succedió el mas profundo silencio. Leíase en los ojos de Elvira la ansiedad con que esperaba el fin de aquella ceremonia. En aquel momento hubiera dado su existencia porque no compareciese el doncel. Temblaba á cada ruido que se oía; todo era para ella preferible al espantoso espectáculo de ver pelear por su causa á su esposo y á su amante. Por último, vino á sacarla de su mortal angustia el tercer requerimiento del faraute. Apenas habia acabado éste de pronunciarle, cuando prosternándose Elvira, y elevando al cielo las manos y los ojos,—Nadie, esclamó con loca alegría, nadie. ¡Yo os doy gracias, Dios mio! Señor, continuó dirigiéndose al rey, no tengo campeon: soy, pues, calumniadora; ¡la muerte presto, la muerte! —Señor, se adelantó á decir el canciller al rey, que se levantaba para decidir en tan arduo caso, debo hacer presente á tu alteza que antes de declarar infame al doncel tu favorito es fuerza esperarle en el palenque todo el dia de hoy; si entonces no compareciere, á pesar de los pregones que habrán de repetirse en ese tiempo tres veces, la acusadora será ejecutada. —Ya lo oís, señora, continuó su alteza; dentro de una hora concurrirá la corte al sitio del combate. Una nube de tristeza profundísima enturbió la frente pálida de Elvira, que quedó sumergida en el silencio de la desesperacion. Don Enrique de Villena triunfaba, y una mal reprimida sonrisa se dibujaba en sus labios. Hernan Perez de Vadillo parecia desesperado de no tener contrario, y de la inopinada tardanza. —Señora, dijo don Luis Guzman, que veía con despecho triunfar á su enemigo, llegándose al oido de la infeliz acusadora; si mi brazo puede seros útil ved que diera mil vidas por ser el acusador. —¡Ah! señor, repuso Elvira dirigiendo al caballero una mirada de agradecimiento, dejad morir á una desdichada. Levantó entonces los ojos al cielo, y añadió para si con dolorosa espresion. ¡Él ha muerto tambien! ¡Y mi esposo me desprecia! Bajó en seguida los ojos, y dos farautes, notando el pequeñísimo diálogo que quisiera prolongar don Luis Guzman, la separaron, advirtiendo á éste que la ley prevenia toda incomunicacion con la acusadora. Bajó entre tanto su alteza del trono, y preparóse la corte á asistir al sitio del combate, donde debia esperarse al campeon de Elvira. Don Luis Guzman vió salir á todos con despecho reconcentrado. Su silencio y su gesto manifestaban cuánto destrozaba su alma impetuosa el próximo triunfo que esperaba á su rival, y que él habia tratado en vano de impedir con su intempestiva y no aceptada generosidad. [Ilustración] CAPITULO XXXVIII. Traidor sois, Payo Rodriguez, el mayor que ser podia. Yo vos haré conocer ser verdad lo que decia. Entraré con vos en lid y en ella vos venceria. —Mentides, Rui Paez Viedma, Pai Rodriguez respondia. Por eso sois vos reptado, no yo que nada debia. Diéronse luego sus gages, y en el campo entrado habian. Procuran de se matar muy cruel batalla habian. _Sepúlveda_, _Rom._ —¿Pararemos aqui, si os parece? decia deteniendo su mula á la puerta de la hospedería de Andujar un hombre de quien ya hemos dado una pequeña muestra en la cena á oscuras que describimos en capítulos anteriores. —Como gusteis, repuso su compañero de viaje, á quien solo por su muletilla favorita habrán conocido ya nuestros lectores. —¡Ah, de la hospedería! ¡Buena gente! —¿Quién es la buena gente? replicó una voz agria y descompasada, semejante al desapacible chirrido de una chicharra, la cual salia del endeble cuerpo de una vieja mal humorada que acababa de asomarse á una fenestra. No hay posada. —Como gusteis, replicó apeándose Nuño; pero reparad, buena Beatriz, que somos, es decir, que soy vuestro compadre el de Arjonilla... —¡Si digo que está llena la casa! no hay posada, compadre, tornó á decir la vieja. —Como gusteis, Beatriz; pero ved que no la pido para mí, sino para esta mi bestia, que es como sabeis la niña de mis ojos; no hay mula mejor en la comarca: miradla despacio; es compra que le hice al prior del convento de Arjonilla; miradla, y compadeceos y hacedla un lugar en la cuadra. —Os digo, replicó la vieja, que como no querais meterla conmigo en mi camaranchon, no hay donde. Y no canseis, Nuño, concluyó la vieja; cerró despues de golpe la ventana, y se alejó con un gruñido prolongado, como se aleja tronando la tempestad. —¡Buenas noches! dijo soltando una carcajada el compañero de viaje de Nuño. —¡Maldita vieja! dijo Nuño. ¡Cuerpo de Cristo! —Vaya, Nuño, no os desespereis. Está visto que ha venido media Andalucía á la fama del juicio de Dios que se celebra por la prueba del combate en este pueblo, que Dios bendiga. —¿Y qué hacemos, señor montero? ¿Os parece que nos recibirá en su audiencia el señor justicia mayor con mulas y todo? —Paréceme que no; pero pudieran quedar las bestias con el mozo en las afueras del pueblo. —Como gusteis, repuso el buen Nuño. Apeáronse nuestros viajeros, y dejadas las caballerías al mozo, dirigiéronse hácia el palacio, donde se hallaba la corte hospedada. —Hé aqui lo que yo digo, iba refunfuñando el montero. Dad el pie, y os tomarán la mano. Ofrecíme á hacer un servicio á Peransurez, y exigióme ciento. ¿No era bastante andar un dia entero tras unos hábitos viejos de nuestro padre San Francisco, que no fue poca fortuna encontrar, merced á las muchas liebres que regala uno al padre sacristan? No, sino veníos despues con letras para el señor justicia mayor de no sé qué dueña ó qué doncella encantada... ¡Voto va! ¡Muchacho! añadió el montero deteniendo á uno que corria hácia la plaza del pueblo, ¿nos daréis razon del señor justicia mayor? —¡Ah señor! en mala hora venís, repuso el muchacho; ya no dejan pasar los archeros y ballesteros hácia palacio; la corte va á salir al palenque... ¿no veis cómo corre todo el mundo? Si venís á ver el duelo, mejor haréis en llegaros á la plaza. Acaso podréis acercaros al señor justicia mayor, que ha de estar alli, dijo el muchacho, y siguió corriendo. Agrupábase la gente cada vez mas por todas partes, y bien vieron nuestros viajeros que no les quedaba mas recurso que seguir el consejo del muchacho. —¡Ea! vamos, dijo Nuño; si alli le podemos dar alcance, sea en buen hora; sino tenga Peransurez paciencia, y acabada la fiesta haréis su comision: ¿ha de correr tanta prisa? —Mucho me dijo que urgía, pero á la buena de Dios. El hombre propone... —Y Dios dispone, concluyó el buen Nuño. Siguieron en seguida el curso de la gente, y no tardaron en llegar á la plaza. Habíase construido un palenque de ochenta pasos de ancho y de cuarenta de largo; en una estremidad un cadalso se hallaba levantado, y ricamente entapizado de paños negros; en él debian sentarse los jueces del campo. Hácia el comedio de uno de los lados un balconcillo de madera, forrado de paño color de grana bordado de oro, debia servir para el rey y su comitiva. Al uno y otro lado del palenque dos garitas, semejantes á las que se construyen en el dia para los centinelas, estaban destinadas para dos hombres, que debian dar desde ellas lanzas y armas nuevas á los combatientes, en el caso de romper las suyas en los primeros encuentros sin acabarse el duelo. Al rededor del palenque, y donde habian dejado lugar para ello las bocas calles, habian arrimado los habitantes carros y carretas para ver mas cómodamente el tremendo combate. Coronaba ya la concurrencia los puntos mas altos de la plaza, y empujábanse las gentes unas á otras en los mas bajos para alcanzar puesto cuando llegaron Nuño y su compañero. —¿Habeis oido decir por qué es el duelo? preguntaban unos. —Sí; respondian otros. El nigromante de don Enrique de Villena, que hechizó á su muger, es acusado por ello. —Bien hecho: no, sino que nos hechicen cada y cuando quieran esas gentes que tienen pacto con el diablo. —Callad, maldicientes, gritaba una vieja ¿Qué sabeis vosotros de lo que decís? No la hechizó, sino que la condesa desapareció, y aseguran que fue muerta por unos bribones pagados, á causa de unos amores, lo cual se supo porque noches antes le habian dado una serenata... —¡Ah! ¡ah! ¡ah! mirad la madre Susana con lo que nos viene, esclamaba otro. Matóla su marido, si señor, y hay quien sabe el por qué. ¿Hubiera si no, una dama tan discreta y hermosa como la señora Elvira, muy amiga por cierto de la condesa y que estaba en sus secretos, cometido la ligereza de...? —Eso no, ¡pesia mí! maese Pedro, interrumpió un mozalvete mal encarado; ¡que no ha menester una muger muchos motivos para cometer una ligereza! —¡Calle el deslenguado! gritaba una doncella bien apuesta, y ataviada para el combate como para una funcion; ¿qué sabe él lo que son mugeres? Deje crecer sus barbas y hable de tirar piedras. —En hora buena, replicó el mozo; pero lo que yo digo es, que el combate no se verificará... —¿No, eh? —No señor; porque el campeon de la acusadora no parece. —Sí parecerá, repuso un recien llegado. En alguna redoma. —¡Oh! y qué bien decís, ¡voto á tal! hay quien asegura que entre el judío... maldiga Dios á los judíos. —Amen. —Amen. —Amen. —Pues sí; hay quien dice que entre el judío y el de Villena han echado un conjuro al señor doncel, aquel caballero tan cumplido, y le tienen en una redoma mas larga que la cigüeña de la torre, donde ha de estar cuarenta dias para convertirse luego en cuervo como el rey Artus. —¡Otra tenemos! gritó soltando la carcajada un petrimetre incrédulo de aquel tiempo. ¡Buena está la invencion de la redoma! El hecho de verdad es que ese caballero tan cumplido andaba enredado en amores con la dama acusadora; hálos sorprendido el marido, y... —¡Jesus! ¡Jesus! Dios nos perdone, y qué cosas oye uno á los barbilampiños de estos tiempos, esclamó una dueña quintañona, hincando el codo para pasar, y mirando con ojos zainos á un mancebito que parecia mas reservado que el que tenia la palabra. ¡Hé aqui por tierra en un instante el honor de una dueña! —Vaya, madre, no se enfade, repuso el que habia recibido la repasata, y cuide de su honra, sin andar enderezando la de nadie, que todos habemos menester... —¿Qué irá á decir el desvergonzado? interrumpió toda azorada y encendida la quisquillosa mogigata. —¡Ea! ¡ea! dijo Nuño; dejen esas cuestiones, y miren á los trompeteros que se entran ya en el palenque. Seor montero, veníos hácia acá; continuó, y veamos de dar la vuelta á la plaza, por si podemos llegar á dar esas letras que traeis al señor justicia mayor. Acababan de entrar efectivamente en el palenque dos trompeteros anunciando con fúnebre sonido el principio de la ceremonia del combate. Venia detras de las trompetas un rey de armas y dos farautes. Seguian ministriles con instrumentos músicos, y varios ministros del justicia mayor; dos notarios para testimoniar y dar fé de lo que acaeciese; los dos jueces del campo elegidos por su alteza, que fueron el muy buen condestable don Rui Lopez Dávalos y el juicioso y entendido en armas y letras don Pedro Lopez de Ayala. Detras el justicia mayor Diego Lopez de Stúñiga, vestido como los demas de gala y ceremonia cerraba la comitiva. Subió toda al cadalso revestido de paño negro, en el cual se colocó segun la preeminencia de puestos debida al empleo de cada uno, y á ella se agregaron dos persevantes. Entró en seguida en su balconcillo, ó mirador, su alteza acompañado de su físico Abenzarsal, del arzobispo de Toledo, de su confesor fray Juan Enriquez, y de varias dignidades de palacio que á semejantes oficios debian seguirle. Proveyeron los jueces la liza de gente de armas que asegurase el campo, y fueron treinta buenos escuderos con mas ballesteros y piqueros; de los cuales colocáronse unos en ala bajo el balconcillo de su alteza, y otros en varios puntos estremos de la liza. Entró en seguida un eclesiástico, y dirigiéndose hácia el estremo enfrente de los jueces, donde habian hecho levantar estos un altar con preciosas reliquias y ricos ornamentos, y en el cual debia celebrarse el santo sacrificio de la misa. Enfrente del balconcillo de su alteza habíanse levantado, bastante apartados entre sí, dos pequeños cadalsos de tablazon revestidos de paños negros bordados de oro; hasta el uno entró conducida y custodiada por cuatro archeros una muger jóven cubierta de un velo negro que la tapaba toda: ocultaba su blanca espalda y torneada garganta su cabellera brillante como el ébano. No era ya aquella perfecta hermosura fresca y lozana que habia deslumbrado tantas veces á la corte toda de don Enrique el Doliente. Su rostro pálido y prolongado por la contínua afliccion; sus ojos hundidos y rodeados de un cerco oscuro; su frente mancillada por la adusta mano del dolor; su mano descarnada y trémula; su paso vacilante y sus ardientes lágrimas manifestaban cuán grande era su pesar. Seguíala al lado, vestido de gala, el pagecillo Jaime, que de ver llorar á su prima lloraba tambien, y que la dirigia de cuando en cuando palabras de consuelo, de las cuales no eran contestadas unas, y otras ni siquiera oidas. Hasta el otro cadalso ó tablado entró el ilustre conde de Cangas y Tineo, ricamente vestido, alta la cabeza y arrogante el paso. Llevaba rico jubon de raso negro columbino; calzas justas; un bohemio de paño negro guarnecido del mismo color; manga larga y angosta, con capilla de buitron; una jaqueta de raja recamada de oro le cubria apenas el jubon; cinto tachonado de que pendia una rica limosnera; zapatos de seda negros abiertos y acuchillados; un camison riquísimo de holanda, labrado, le volvia sobre el pecho y hombros, y un riquísimo collar de piedras y oro, de que pendia un San Miguel de este precioso metal, deslumbraba en su pecho al lado de la cruz roja de Calatrava. El manto de la orden encima completaba su magnífico arreo. Precedíanle farautes suyos, su estandarte con el escudo de sus armas, y la caldera de rico-home, y le seguian escuderos, donceles pages, caballeros y gentiles homes de su casa, vasallos suyos, vestidos todos de ceremonia y paz como su señor. Un alto crucifijo de plata reflejaba los rayos del sol á igual distancia de uno y otro cadalso, enfrente mismo del balconcillo de su alteza, y detras de él se veía sentado sobre un banco contiguo ya al palenque un hombre vestido con un capoton de seda encarnada, y cubierta la cabeza de una gorra de lo mismo. Un tajo á su lado, y una afilada cuchilla declaraban aun á los que mas de lejos le veían que era Mateo Sanchez, verdugo de su alteza, pronto á ejecutar á aquel de los dos que quedase por el combate convencido ó de calumniador, ó de reo. Dispuesta ya la liza en esta forma, que hemos procurado describir todo lo mas fielmente que nos ha sido posible, mandaron los jueces al rey de armas y farautes dar una grida ó pregon anunciando el combate, que iba á verificarse en comprobacion del juicio de Dios á falta de otras pruebas, y mandando comparecer á las partes ó á sus campeones. Presentóse en seguida á la puerta del palenque un caballero, alzada la visera, que todos reconocieron ser el hidalgo Hernan Perez de Vadillo: seguíanle dos pages con las libreas de Villena, llevando el uno la lanza y el otro un caballo de respeto. Venia ginete en un soberbio alazan encubertado con paramentos negros que le llegaban hasta los corbejones, con cortapisa de martas cebellinas, y bordados de muy gruesos rollos de argentería á manera de chapertas de celada, y por divisa las armas de don Enrique de Villena. Traia Hernan Perez vestido sobre su arnés blanco, como de caballero novel, sin empresa ni mote, un falso peto de aceituní vellud bellotado, verde brocado, con una uza de brocado aceituní vellud bellotado azul, calzas de grana italianas, una caperuza alta de grana, y espuelas de rodete italianas: llevaba sus arneses de piernas y brazales con hermosa continencia. Su rostro era el único que estaba en contradiccion con la galana apostura de su arreo. Encendido como la lumbre, lanzaba rayos de sus ojos, y parecia medir con la vista el espacio del palenque, como si viniera estrecho á su cólera y su corage. Tres vueltas dió en derredor con gracia y gentileza, saludando á cada vuelta él y su caballo al mirador de su alteza y al conde su señor; dirigiendo, empero, una mirada de desprecio y de ira, sentimientos que se confundian en la espresion de su semblante, hácia la víctima infeliz de su propia virtud y generosidad. Presente ya en la liza el defensor del acusado, requirieron los farautes por pregon al campeon del acusador por tres veces consecutivas, el cual no pareciendo, comenzó el oficio de la misa. Concluida ésta, requirieron de nuevo al acusador; igual silencio succedió, sin embargo, al segundo y tercer pregon. Elvira alzaba de cuando en cuando los ojos al cielo: no se podia distinguir si le daba las gracias por la ausencia de su campeon, que de ninguna manera hubiera deseado ver entonces alli, ó si lloraba la ya probable muerte del doncel. Sin creer en ésta, ¿cómo concebir que caballero tan generoso y enamorado pudiese dejarla en tan amargo trance desamparada, donde la cuchilla del verdugo esperaba su cabeza si su campeon no venia? Dos largas horas pasaron en tan cruel espectativa. Impacientábase ya el concurso como si hubiera pagado el dinero por su asiento, y como si fuese aquella una funcion que estuviese ya su alteza obligado á darle, solo por el hecho de haber él concebido esperanzas de presenciarla. Circunstancia que prueba que el público de Andujar en el siglo XV se parecia á los públicos de todas las épocas y paises. Habia consentido en recrearse con los furibundos mandobles y reveses del combate: habia contado con una diversion, porque generalmente las calamidades particulares son diversiones públicas, y la diversion no llegaba. Comenzaba á levantarse ya un sordo murmullo de descontento y desaprobacion; quien hablaba contra Macías, caballero aleve y descortés que se habia ofrecido al socorro de una dama para faltar despues á su palabra y su fé; quien se indignaba contra Villena achacando á sus cobardes maleficios la desaparicion del pundonoroso doncel. Habian ganado terreno en este tiempo Nuño y su compañero, portador de las letras, que segun sus propias espresiones le habia confiado Peransurez para el justicia mayor: ora sirviéndose de la persuasion, ora de sus codos, habíanse abierto paso poco á poco hasta llegar á colocarse cerca del tablado de los jueces, dando la vuelta al palenque. Atraido un faraute á las voces de Nuño, no pudo menos de acudir á ver qué pretendia aquel palurdo; espúsole entonces el montero como tenia dos palabras que comunicar á su señoría al justicia mayor. Miróle de alto abajo el faraute, y como le vió tan mal parado,—No es ocasion, villano, le dijo, de pedir justicia. Id mañana á la audiencia. —Ved que no es justicia lo que á pedirle vengo, ni son asuntos mios los que tengo que comunicarle. —¡Calle el villano! repuso el faraute con enojo. ¿Qué asuntos traerá él con su señoría, sino es alguna querella contra el tabernero de la taberna del rincon? —¡Voto va, señor faraute! replicó el montero al verse tan injustamente maltratado, que le enseñe yo á hablar antes de mucho... —¡Favor al rey! gritó el faraute. —¿Favor al rey? pícaro, contestó el montero montado en cólera, ¿sabes tú, jabalí del soto mas que faraute, que lo que tengo que hablar á su señoría interesa acaso al mismo combate que debia hoy verificarse, y vale de seguro mas que tú, y todas las bestias feroces de tu especie? Una carcajada del faraute, y un golpe que con la vara de su insignia dió al montero, acabaron de indignar á éste, é iba á precipitarse ya sobre su antagonista, cuando un grandísimo rumor de voces y de aplausos resonó por toda la plaza. —¡Dejadnos ver, dejadnos oir! clamaron á un tiempo mas de veinte curiosos de los que hasta entonces se habian entretenido con la disputa del faraute y del montero. A esta interrupcion inesperada se volvieron las cabezas de todos hácia el parage donde sonaba el mayor alboroto. Un caballero bien montado y armado de todas armas acaba de entrar en la liza, y dirigiéndose hácia el mariscal del campo, que preguntaba ya á su alteza si habia de procederse á la ejecucion de la acusadora, le hablaba con voz agitada y resuelto continente. Traia el caballero echada la visera; sus armas negras, el penacho negro que sobre su reluciente almete ondeaba á la merced del viento, y mas que todo una divisa que en el brazo derecho llevaba ricamente obrada, y que decia en letras de plata _imposible_, _venganza_, llamaron la atencion general.—¡Él es! gritó una voz penetrante que se elevó hasta las nubes desde el cadalso de la acusadora.—¡Él es! ¡él es! respondieron en el acto mil y mil voces confusas y repetidas. —¿Habráse salido Hernando con la suya? dijo el montero á Nuño. ¡Háse salvado el doncel! Proseguia, sin embargo, el altercado del caballero y del mariscal: llegó éste al tablado de los jueces, y despues de una corta esplicacion, pareció que éstos habian decidido acerca de la duda que tenia el mariscal. Grande fue el asombro de don Enrique de Villena, y mayor aun su indignacion. ¿Era posible que Ferrus hubiese dado suelta al encerrado doncel? Conocióse su turbacion en toda la plaza, y hubo de parecer buen agüero á los que se inclinaban á la parte de la acusadora. El rostro de Hernan Perez por el contrario brilló de un resplandor singular. Afirmóse en los estribos, registró con su vista relumbrante á su contrario, y dando con el cuento de la lanza en el suelo, “¡Venganza, sí! clamó: ¡venganza!” Dió en seguida media vuelta á su caballo, y ocupó el lado izquierdo del palenque en la terrible actitud ya de acometer. Otro tanto hizo el recien venido, y tomó de mano de uno de sus dos pages una ponderosa lanza. El rey de armas, acompañado de dos farautes, descendió entonces del tablado; midieron en seguida el suelo, dividieron el sol, é indicaron su debido puesto á ambos combatientes. Dirigiéndose en seguida Hernan Perez de Vadillo, conducido por el rey de armas, hácia el crucifijo, y tocándole con la diestra mano, juró á fé de cristiano y de caballero, por su alma y por la vida que iba á perder acaso en aquel trance, que su demanda era justa y buena, y que no traía sobre sí ni sobre su caballo armas ocultas, ni yerbas, ni hechizos, ni piastron, ni ventaja alguna de las reprobadas por la orden de caballería; vuelto á su puesto, igual juramento repitió, y en la misma forma, el caballero de las armas negras, colocándose de nuevo en seguida al frente de su adversario. Al ver tan próximos al último trance á entrambos combatientes, no pudo contenerse por mas tiempo Elvira. —¡Señor! clamó prosternándose con los brazos abiertos y dirigidos en actitud suplicante hácia el mirador de su alteza, ¡basta! quiero ser antes calumniadora. ¡Lo soy, señor, lo soy! Pero en aquel momento la atencion de todos se bailaba fijada en los gallardos combatientes, y una confusa gritería de aplauso y de temor al mismo tiempo sofocó la débil voz de la acusadora. Desanimada Elvira enteramente, dejó caer su cabeza sobre el pecho, y enagenada desde entonces apenas vió y oyó lo que en torno suyo pasaba. Al punto los jueces del campo mandaron al rey de armas y al faraute dar una grida ó pregon que ninguno fuese osado por cosa que sucediese á ningun caballero á dar voces ó aviso, ó menear mano ni hacer seña, so pena de que por hablar le cortarian la lengua, y por hacer seña le cortarian la mano. Succedióse á este pregon el mas profundo silencio, interrumpido solo por un ligero murmullo que producia el montero irritado todavia, profiriendo entre dientes algunos juramentos contra el faraute; ni atendió el pregon, ni pensaba sino en llevar á cabo la entrega de sus letras, mas bien por terquedad ya que por otra razon cualquiera. Aplacáronle, sin embargo, algun tanto los que le rodeaban. Al mismo tiempo mandaron los jueces sonar toda la música de ministriles con grande estruendo, y en tono rasgado de romper la batalla; reconoció el rey de armas, acompañado del mariscal, las armas de los desafiados, y hecha la señal soltaron los farautes la brida del bocado de los combatientes que tenian cogida gritando á una voz: “_Legeres aller, legeres aller, é fair son deber_”, segun la fórmula provenzal introducida en duelos singulares, justas y torneos. Arrancaron al punto los caballeros con las lanzas en los ristres, arremetiendo uno contra otro con singular furia y denuedo. General fue la espectativa y el ansia al choque de los combatientes, que se encontraron entre nubes de polvo en medio de su carrera. Rompieron entrambos sus lanzas. Hernan Perez encontró al caballero de las armas negras en el arandela, desguarneciéndole el guardabrazo derecho, y éste encontró á Hernan en la bavera del almete. Vacilaron entrambos caballos de la sacudida, pero repuestos en el mismo instante del súbito golpe, concluyeron su carrera airosamente. Tomaron los caballeros lanzas nuevas, y en tres carreras succesivas no se decidió la ventaja por ninguna parte. Al fin de la tercera, furioso Hernan Perez del poco efecto de las lanzas, quebró la suya contra el suelo, y revolvió desnudando la espada sobre su contrario, que vista la accion adoptó igual determinacion. No daba Elvira, sumergida en el mas profundo estupor, señal de vida, y mudaba de colores don Enrique de Villena á cada encuentro, como aquel cuya fortuna dependia del éxito del combate. A pesar de las buenas muestras que daba el novel caballero, ponian todos por el de lo negro, cuyos altos hechos de armas anteriores eran demasiado conocidos para osar poner en duda su ventaja. El que mas animado parecia era nuestro montero, á quien el corage habia acabado de acalorar; pero cuando no pudo reprimirse fue cuando despues de un largo rato de incierta lucha rompió Hernan Perez su espada en el almete del caballero de las armas negras, quedando desarmado. “¡A él! ¡á él!” gritó fuera de sí al aventajado de lo negro, que descargando su acero sobre el indefenso desguarnecióle el brazo, haciéndole una profunda herida á lo largo de él. Apartó Vadillo su caballo como buscando una arma nueva, y tratando de evitar el segundo golpe con que su contrario le amenazaba ya; accion que puso una pequeña suspension en el combate, merced á la habilidad con que logró, manejando su bridon, burlar repetidas veces la intencion del enemigo. Un faraute entre tanto se apoderó del montero, y llevado ante los jueces del campo, íbasele á imponer la pena, que hubiera sufrido á no haber hecho presente que traía letras para el justicia mayor. Abriólas éste, y recorriólas rápidamente. No bien las hubo leido, cuando se alzó en pie para mandar la suspension del combate. Era tarde ya, sin embargo. Convencido Vadillo de que podia durar muy poco lucha tan desigual, decidióse á echar el resto, y asiendo de su hacha de armas detuvo su caballo y esperó resuelto al contrario, que le acometió, causándole de nuevo otra herida en un costado. Aprovechándose Vadillo entonces del momento, soltó la brida del caballo, y alzando con ambas manos el hacha y clamando, “¡Venganza! ¡venganza!” descargó tan furioso golpe sobre el caballero de las negras armas, sin darle tiempo de revolver su caballo, que faltándole el almete hízole dar con la cabeza en el cuello del animal: aturdido de ambos golpes, el caballero abrió los brazos, separáronse sus piernas del vientre del caballo, y perdiendo ambos estribos vino al suelo mal parado. “¡Victoria! ¡Victoria!” clamaron á un tiempo los circunstantes, succediendo á la aclamacion el mas profundo silencio. A este tiempo Vadillo, habiendo echado ya pie á tierra, se precipitó sobre el caido con ánimo de cortarle la cabeza, idea que llevara á cabo á no detenerle un faraute que de orden de los jueces dió por concluido el combate. Miró Vadillo al cielo despechado, y descansó en seguida sobre su hacha de armas, sin separarse empero de la víctima, y en la misma actitud en que nos pintan á Hércules sobre su maza. Elvira al oir el grito de victoria alzó los ojos, vió el éxito del combate, y cerrándolos horrorizada se lanzó en los brazos de Jaime, ocultando en ellos su cabeza. Don Enrique de Villena entre tanto ostentaba en su semblante la alegría del triunfo, que no habia esperado conseguir. Mientras que el justicia mayor habia llegado á su alteza seguido del montero, y le hablaba cosas sin duda del mayor interes, el rey de armas se adelantó hasta el vencido, y poniéndole un pie sobre el pecho, y tocándole con su maza: “¡_Hé aqui_, clamó en voz alta, _hé aqui el juicio de Dios_!” Don Enrique de Villena es inocente. Elvira es calumniadora. _Hé aqui el juicio de Dios._ Un grito de horror resonó por toda la concurrencia, que sabia bien la suerte que esperaba á Elvira. Efectivamente, segun las leyes de semejantes juicios, la acusadora debia ser en el acto degollada: el campeon vencido, si habia quedado con vida, debia ser desarmado y desnudado; las diversas piezas de sus armas esparcidas aqui y alli en el campo de batalla, y permanecer él en tierra hasta que su alteza declarase si queria ajusticiarlo ó perdonarlo. Sus bienes habian de ser ademas confiscados en favor del erario, despues de reintegrado el vencedor de sus costas y perjuicios; y si quedaba muerto debia ser entregado al mariscal del campo para ser suspendido por los pies en un patíbulo. Disponíanse los archeros á conducir á Elvira al suplicio, estaba ya en pie el impasible verdugo, y repetia por tercera vez el rey de armas su grida de ¡_hé aqui el juicio de Dios_! cuando se notó que su alteza hacia señal de suspension con el pañuelo. Alzado en pie entonces el justicia mayor, “El combate nada puede probar ni decidir, clamó en alta voz. La condesa doña María de Albornoz vive, y don Enrique de Villena es, sin embargo, culpado de felonía, si no de su muerte.” Estas terribles palabras, que repetian los que estaban mas cerca á los que no las habian oido, estendiéndolas como se estienden á lo lejos las ondas de un estanque donde ha caido una piedra, produjeron la mayor espectativa en la asamblea, y fueron un rayo para don Enrique.—¡Todo es perdido, clamó, todo! —Sí, continuó Diego Stúñiga. La providencia es justa; ella ha salvado á la condesa; hé aqui sus letras, y presto acaso su llegada á Andujar confirmará tan alegre nueva. No bien habia acabado de hablar el justicia mayor, se hendió la multitud, que rodeaba una puerta de la liza, y se vió llegar á rienda suelta una cabalgata que no tardó en entrar en el palenque. —¿Es posible? se preguntaban unas á otras mil voces confusas y atropelladas; ¿es posible? ¡La condesa! ¡la condesa! Doña María de Albornoz, pálida como la muerte, revestida aun del negro cendal con que habia salido de su prision, y seguida de Peransurez y de varios armados, se dirigió á apearse ante su alteza, que la recibió en sus brazos. Don Enrique, confundido, se ocultó entre sus caballeros, y Elvira, luchando entre la duda y la esperanza, permaneció inmóvil, ora clavando los ojos con estúpido terror en el cuerpo del vencido, que yacía en tierra todavia, ora queriendo descifrar si era efectivamente su antigua amiga la que venia á librarla de la muerte que tanto habia deseado. Informada la condesa anteriormente por Peransurez de cuanto habia ocurrido durante su prision, corrió en seguida á los brazos de Elvira, que la recibió en ellos con la insensibilidad de una estátua para quien nada tenia ya interes en el mundo. Entre tanto, llegando los jueces y el rey de armas al caido, desenlazáronle el almete: al respirar el aire libre pareció dar señales de vida, volviendo en sí lentamente. Su alteza, que habia bajado de su balconcillo, se encaminó con toda la corte hácia el sitio que habia sido teatro de la batalla, lleno del mas vivo interes por su doncel. La condesa, no menos animada del celo por su defensor, arrastró á Elvira hácia el mismo parage. La sangre que habia vertido el caballero por los oidos y las narices al recibir el golpe de Vadillo, juntamente con el sudor y el polvo, impedian reconocer sus facciones. —¿Es muerto? gritó don Enrique el Doliente á los que le reconocian.—¿Es muerto? preguntó la condesa.—¡Macías! gritó Elvira, devorando con sus ojos las facciones del caido. _¡Ah, no es él!_ esclamó con frenética alegría, despues de un momento de duda. _¡No es él!_ y se dejó caer en los brazos de la condesa, que la cubria de cariñosos besos. Efectivamente, limpióse el rostro del vencido: era el generoso don Luis Guzman. Poseyendo la armadura del doncel, que Hernando le habia dejado, se habia lanzado á la palestra en contra de Villena, logrando persuadir al mariscal del campo y á los jueces de la identidad de su persona, sin quitarse la visera. [Ilustración] CAPITULO XXXIX. Yo malo que obré el pecado, merecia haber la paga. Mis ojos sean malditos que su hermosura miraran, que á no mirarla ellos todo este mal se escusaba. No mireis, justo señor, su pecado; pues le paga el cuerpo que lo tal hizo á ella haced librada. _Rom. del rey Rod._ Luego que Fernan Perez se hubo repuesto algun tanto de su primer asombro volvió los ojos hácia su señor, y viendo lo mal parado que estaba entre los suyos, llegóse á él con aire resuello. —¿Qué es esto, señor? le dijo. ¿La condesa aqui? ¿y el doncel? —¿Qué ha de ser, Vadillo? repuso Villena: el infierno todo, que anda mezclado en mis asuntos. Mi castillo está en manos de traidores. La fuga es nuestra salvacion. Dichas estas palabras, aprovechóse el conde de Cangas de la confusion general, y salió del palenque con Vadillo, y sus caballeros y vasallos, antes que pensara nadie en impedírselo; armándose en seguida y montando precipitadamente á caballo, tomaron á rienda suelta el camino de Arjonilla, donde le pareció al conde que debia hacerse fuerte, y esperar el sesgo contrario ó favorable que quisiesen tomar las cosas. En el camino hubo de confesar toda su conducta el intruso maestre á Fernan Perez. A pesar de su nunca desmentida fidelidad, no pudo disimular éste un gesto de desprecio, hijo de la consideracion del carácter de aquel hombre, imperfecta mezcla de ambicion y pusilanimidad. No creyó, sin embargo, oportuno abrumarle con reconvenciones en la hora de su desgracia; desesperado de no haber acabado como creía con el hombre que le habia ofendido en lo mas delicado de su honor, y cuya muerte habia jurado, suplicó al conde le permitiese adelantarse en su escelente caballo, para advertir su llegada al castillo y tomar disposiciones de defensa, segun le dijo, pero en realidad con ánimo de que no se escapase por esta vez á su furor el doncel, si estaba todavia aprisionado, como debia presumirse de su ausencia en el combate. Advertida de alli á poco en el palenque la fuga del conde y de los suyos, fue tal la indignacion de su alteza al verse de esta manera burlado por su mismo pariente, á quien tantos favores habia dispensado, que á pesar de los ruegos de doña María de Albornoz y de Elvira, pudieron mas con él las sugestiones del pérfido judío Abenzarsal. Este, para salvarse y no verse arrastrado en la ruina del conde, no halló otro recurso que cortar el cable que unia su suerte á la del caido maestre, y como buen palaciego, fue el primero que manifestó la mayor indignacion contra Villena. Despachó, pues, el rey en seguimiento del conde al justicia mayor con numerosa comitiva de caballeros y hombres de armas, dándole orden de traerle á su presencia vivo ó muerto, y de salvar á toda costa al doncel de su venganza si existia en su poder todavia, como debia sospecharse de las informaciones que dió sobre el caso Peransurez. Deseosa, sin embargo, la generosa condesa de endulzar el rigor de la ley por una parte, y por otra de cooperar á la libertad del doncel, que tan noblemente habia abrazado su causa desde un principio, y que por ello se veía en eminente peligro, se decidió á seguir al justicia mayor á Arjonilla, acompañándola Elvira, Jaime y Peransurez; aturdida todavia aquella con los singulares y opuestos acontecimientos que por ella habian pasado en aquel dia, y fieles los otros dos como siempre á la generosa empresa que habian abrazado. La impaciencia que á los cuatro animaba no les permitió esperar á la partida mas lenta del justicia mayor y de su tropa. Llevando ademas mejores caballos, ganáronles prontamente la delantera. En el castillo se habia aplacado entre tanto el desorden y la confusion, producidos por la fuga de la condesa, Ferrus y Rui Pero se habian cerciorado con satisfaccion, que solo uno de los prisioneros se habia escapado. Era, en verdad, el mas importante; pero Rui Pero se puso á la cabeza de unos cuantos hombres armados con no pocas esperanzas de recobrar á los frailes fugitivos, que habiendo salido á pie no podian haber andado mucho. Hubieran logrado su intento á no haber tenido tiempo Peransurez para llegar á la venta de Nuño; pero una vez alli, desnudáronse su disfraz, tomaron consigo unos cuantos monteros cólegas de Peransurez, y rodeando por el monte y sonando sus vocinas en son de caza, lograron burlar la vigilancia de los emisarios de Rui Pero, que buscaban dos frailes franciscanos, y no una compañía de cazadores. La condesa creyó oportuno avisar de su situacion á su alteza por medio del mismo Nuño, y de su compañero de viaje, por si se frustraba su fuga, ó por si no podia llegar á Andujar tan presto como era su intencion, á pesar de la poca distancia que hasta alli habia. Nuestros lectores han visto cómo desempeñó Nuño su comision, y pueden figurarse que Rui Pero y los suyos recorrian todavia inútilmente los alrededores de Arjonilla. Ferrus poco militar todavia y aturdido con cuanto le pasaba no habia pensado en relevar las centinelas; y habiéndose convencido por una rejilla interior de la prision del doncel de que existia en su poder, permanecia Hernando en su puesto con su alano, bien decidido á vender cara su vida si no podia salvar á su señor; viendo que nadie se acordaba de él, se determinó por último á abandonar su guardia, y á buscar alguna otra manera de salvar á Macías. Echó á andar para esto á lo largo de la muralla, calada la visera de la mala celada que habia robado al difunto, y no le costó dificultad introducirse en lo interior del castillo, que por lo desmantelado servia de cuartel á los hombres de armas. No osaba preguntar por no delatarse á sí mismo; pero calculando la forma del edificio, anduvo con aire resuelto como si fuese á cosa hecha ó llevase alguna orden, y se acercó á un corredor ancho adonde caía efectivamente la escalerilla que daba entrada á la prision del doncel. Felizmente conservaba todavia las llaves en su poder, y Ferrus con la mayor parte de su fuerza se ocupaba en distribuir atalayas en las murallas, y en examinar de continuo el campo por ver de divisar á Rui Pero, de quien no dudaba que volviese con su presa. Quedábale que vencer á Hernando una dificultad. En lo alto de la escalera habia un centinela, á quien Ferrus habia encargado la vigilancia. —¿Quién va? preguntó éste á Hernando luego que le vió acercarse. —Compañero, repuso Hernando, tratando de ganarle por buenas, y aun de relevarle si podia, ¿cae hácia esta parte la prision? —Atras. Parece que es nuevo el compañero segun la pregunta. Aqui cae; pero atras. —Ved que os vengo á relevar. ¡Voto va! podeis iros ya á descansar. —¿A descansar, y hace un cuarto de hora que estoy en esta faccion? —Malo, dijo para sí Hernando. —No conozco yo la voz de ese compañero, dijo entre dientes el centinela armando su ballesta. ¡Ea! atras digo. —¡Cuerpo de Cristo! esclamó furioso Hernando, viendo que su astucia no habia surtido efecto; si no conoces mi voz, javalí, conocerás mi mano. Dijo, y se abalanzó sobre el contrario. Retrocedió éste gritando, “¡traicion! ¡traicion!” y disparó su ballesta: recibió Hernando la saeta en el brazo izquierdo; pero no haciendo mas caso de ella que de la picadura de un insecto, levantó su mano de hierro, y asiendo del centinela por la garganta, alzóle del suelo, dióle dos vueltas en el aire con la misma facilidad y desembarazo que da vueltas un muchacho á su honda, y despidiólo contra la pared del corredor, donde produjo el infeliz un chasquido hueco, semejante al de una inmensa vejiga que revienta, cayendo despues al suelo sin mas accion que un costal ó un haz de fagina. Arrancóse en seguida la saeta del brazo Hernando, y pasándola por los talones del vencido, colgólo en la pared de una fuerte escarpia que servia para suspender de noche una lámpara, donde le dejó cabeza abajo en la misma forma que hubiera hecho con un venado. Sin reparar en la sangre que de su herida corria, abalanzóse despues Hernando con las llaves á la escalera, la cual bajó con la misma prisa y ansiedad y latiéndole el corazon con la misma fuerza que si le esperase abajo una querida que fuese á ver solo por primera vez. El desdichado doncel, que ningun ruido habia vuelto á oir desde su encierro en aquel subterráneo, si no era el monotono rumor del torrente, que casi debajo de sus pies corria, paseaba entre tanto su estancia con paso largo y precipitado, indicio de la agitacion de su alma. —¡Elvira, decia hablando con su señora, Elvira, hé aqui el estado infeliz á que ha reducido tu obstinacion á tu amante desdichado! ¡Te lo predige! ¡No oiste mi voz! ¡No creiste mis palabras! Goza ahora, goza tranquila en los brazos de tu esposo esa felicidad maldecida que yo solo perturbaba. ¡Ah! ¡Traidor Villena! ¡Ah fementido Hernan Perez! ¡De esta suerte me vencereis! ¡Yo siento su mano aun dentro de la mia! ¡Siento su corazon latir fuertemente contra el mio; la veo, la oigo; sus lágrimas ardientes corren aun á lo largo de mis mejillas! Su voz trémula y agitada, su voz ronca de pasion, abogada por el amor, pidiendo piedad y misericordia, resuena aun en mis oidos. La estrecho entre mis brazos. Dia y noche desde entonces siento sobre mis labios la opresion dulcísima, el calor inmenso de los suyos, ¿No lo sientes, Elvira, tu tambien? ¡Nunca se apagará este ardor y esta memoria! ¡Es fuego, es fuego, es el amor entero, es el infierno todo sobre mis labios desde entonces! El mayor abatimiento succedió á este corto estravío de la razon del doncel. Una llave sonó de repente en la cerradura de su prision, y un momento despues se hallaba en los brazos de Hernando. No acababa el prisionero de creer á sus ojos. —Ea, señor, dijo Hernando despues de una breve pausa, conoce á tu montero. Toma esta espada. No es la tuya, señor; es la de un villano; pero en tus manos será la del Cid. A mi me basta un venablo. Salgamos. —¿Adónde, Hernando? ¿Quién te trajo? ¿dónde estoy? —Despues, despues, repuso Hernando mirando á todas partes con la mayor inquietud. El grito del centinela puede haber dado la alarma y urge el tiempo. —No, Hernando; déjame morir en esta soledad, repuso el doncel con dolor. No la veré aqui al menos acariciando á otro. —Te ciega tu pasion, Macías, contestó el montero. Huyamos. Ven de grado, si no quieres venir á tu pesar. Disponíase el montero á cumplir su amenaza apoderándose á viva fuerza del doncel, proyecto que hubiera llevado á cabo facilmente, ayudado de su robusto brazo, cuando un sordo estruendo de armas se dejó oir en el corredor. —¡Voto á tal! esclamó Hernando aplicando el oido. Me han descubierto los traidores; vendámosles caras nuestras vidas. Dichas estas palabras asió el montero de un brazo del doncel, y obligóle á subir con él la escalera. —¡Traicion! ¡Traicion! gritaban en lo alto de ella varios soldados que se preparaban á impedir la evasion de los fugitivos. De alli á poco se trabó un combate encarnizado en el corredor. Cargaba mas gente por momentos, y Ferrus, que habia reconocido al montero, animaba á los suyos con promesas y amenazas. —Ven, villano, gritaba Hernando á Ferrus, ven juglar infame: yo soy el que ha librado á la condesa, yo el que habia de librar á mi señor. Llega, y probarás mi venablo. —A él, amigos, á él, gritaba Ferrus sin dar reposo á los suyos: él es el traidor; ¡muera Hernando, muera! Macías, animado con la pelea, se defendia valientemente haciendo prodigios de valor, y derribando cuanto se ponia á su paso; pero era evidente que hallándose como se hallaba desarmado, no podria resistir por mucho tiempo al número de sus contrarios. Él y Hernando se vieron precisados despues de haber derribado inútilmente á algunos de sus enemigos á refugiarse hácia la prision. Acababa de entrar Macías en ella, cuando se abrió paso por entre los que le acosaban un caballero gritando con la espada desnuda: —¡Ténganse todos! ¡fuera villanos! ¡A mí! ¡dejádmele á mí! El doncel me pertenece. —¡Fernan Perez! gritó fuera de sí el doncel cobrando nuevo valor, y dirigiéndose hácia el enemigo que acababa de llegar. Suspendiéronse á la voz de entrambos los combatientes, y Hernan Perez solo se precipitó tras Macías en la prision. No pudo evitar esto Hernando, ni menos que Fernan Perez, dentro ya con su rival, corriese un enorme cerrojo que por dentro la cerraba. Agoviado por el número de los que le rodeaban y querian rendirle, quedó en la escalera jurando y blasfemando de su mala suerte, que le impedia ayudar á su señor. Haciendo entonces el último esfuerzo, atravesó con el venablo á dos de los que mas cerca tenia, y abrióse paso por entre los demas, aterrados de la muerte de sus compañeros. Precipitóse en seguida sobre Ferrus, que huía despavorido por el corredor seguido de su alano, el cual amenazaba con los dientes hacer presa en el primero que tocase á su amo; y asiendo al juglar de la garganta, —Villano, le gritó, condúceme á las cadenas del rastrillo de la prision, ó eres muerto. No osaba llegar á Hernando ninguno de los del castillo, temerosos de que clavase el venablo en su alcaide á la menor contradiccion; Ferrus entre tanto aterrado,—¡Ah, señor! clamó, si me perdonais la vida, yo os llevaré donde gusteis.—Ea, pues, vamos, replicó Hernando, y llevándole siempre asido de la garganta le siguió adonde Ferrus todo trémulo le guiaba. Entre tanto luchaban animados de igual furor Hernan Perez y Macías, cerrados en la prision. Pocos golpes habrian dado y recibido, cuando resonó por todo el castillo el rumor de varias trompetas, y el estruendo de muchas gentes de armas que llegaban nuevamente. Don Enrique de Villena y los suyos acababan de entrar en él. Casi al mismo tiempo llegó doña María de Albornoz y Elvira, y al nombre de la condesa fuéles abierto el puente. Dirigiéronse los primeros, informados de cuanto ocurria, hácia la prision del doncel, y hallándola cerrada por dentro, mandó el conde que se forzase la puerta, operacion á que se dió principio con la mayor actividad. Doña María de Albornoz y Peransurez, no conociendo mas camino á la prision del doncel que aquel que ellos habian andado antes de la fuga, se dirigieron por el contrario entre la muralla y la zanja, llegaron al frente de la prision, oyeron el ruido de las armas de los combatientes, y el estruendo de los que por el opuesto lado forzaban la puerta que habia cerrado Vadillo; pero cuál fue su sorpresa cuando vieron el espectáculo que se ofreció á sus ojos. Hernando asomado á una galería sobre la prision, desde donde se soltaban las cadenas del rastrillo, tenia asido aun al juglar y lo ahogaba casi con su mano intimándole que le ayudase á soltarlas. Ferrus, sin embargo que sabia el horrible secreto del rastrillo, por el cual no podia pasar nadie sin caer en la zanja y hacerse pedazos en los muchos pinchos de hierro de que estaba erizada, lleno de pavor queria esplicarse, porque no tomase luego Hernando mayor venganza de la catástrofe que debia seguirse á la bajada del rastrillo. No concediéndole, empero, Hernando parlamento, y viéndose Ferrus ahogar hubo de ceder, y ayudó á Hernando como pudo á soltar las cadenas.—¡Sálvate, Macías, sálvate! gritó desde arriba Hernando con voz que retumbó en todo el castillo, y entonces se ofreció á los ojos de doña María y de Elvira el horroroso combate. —¡Cielos! esclamó Elvira. ¡Bárbaros, teneos! ¡Tomad mi vida, tomadla! Precipitóse Elvira hácia la prision, y puesta en el borde del abismo,—¡Macías! clamó sin podérselo nadie impedir. ¡Hernan Perez! ¡Cesad, bárbaros, en tan cruel combate, ó este precipicio será mi tumba! No volvió siquiera Hernan Perez la cabeza; antes mas encarnizado que nunca al oir la que causaba su implacable rencor, redobló sus golpes. No sucedió asi al doncel; volvió la cabeza rápidamente, y al ver á orillas de la zanja á Elvira, pronta á precipitarse en ella, desasióse del hidalgo, á tiempo que caía hecha pedazos la puerta de la prision con horrible fragor, y que se entraban dentro don Enrique y los suyos. —¡Elvira! gritó Macías saliendo de la prision. ¡Elvira! Lanzóse en seguida al rastrillo.—¡Perdon! gritó con voz desesperada Ferrus á Hernando, y al mismo tiempo, cediendo la trampa del rastrillo al peso del caballero que la oprimia, hundióse el doncel súbitamente, y su cuerpo destrozado llegó á lo profundo de la sima, dando de hierro en hierro, y profiriendo sordamente _¡es tarde! ¡es tarde!_ Un chillido agudo y desgarrador, lanzado del pecho de Elvira resonó hasta el mismo corazon de los espectadores espantados. Un momento de pausa y de terror se siguió. —¡Malvado! ¿lo sabias? gritó únicamente Hernando desesperado, y se precipitó sobre Ferrus, que exánime no le ofrecia resistencia alguna. Asiéndole entonces de su cabellera roja... ¡Bravonel! gritó, ¡Bravonel! ¡al oso! ¡al oso! y lanzó en medio de la galería al juglar, que corrió un momento huyendo del animal. Pero Bravonel furioso se arrojó sobre él, y haciendo presa en su garganta, destrozólo en minutos, al mismo tiempo que Hernando le animaba gritando: ¡Pieza! ¡pieza! No era digno el infame de morir por mi mano. ¡Pieza! ¡pieza! Quedó Hernan Perez mirando cruzado de brazos á la profunda sima, envidioso de que le hubiese robado la dicha de acabar con el doncel. Furioso como aquel que no habia satisfecho toda su ira, lanzóse por el borde que habia quedado en el rastrillo á uno y otro lado de la trampa hundida, bastante ancho todavia para andar por él una persona. Elvira en tanto miraba la sima con ojos vidriados, en que se veía la fijacion del estupor y el estravío de la demencia. Habíase secado ya para siempre el manantial de sus lágrimas. —¡Héle ahí! le gritó Hernan Perez señalando la zanja: ¡héle ahí! —¡Es tarde, es tarde! repuso Elvira dando una horrorosa carcajada. —¡Bárbaro! gritó el pagecillo echándose al paso de Hernan Perez: ¡Bárbaro! y se dispuso á defender á su prima con un denuedo ageno de su edad. En aquel momento pareció Elvira volver en sí para reconocer á su esposo, y sobrecogida de terror, huyó despidiendo del pecho agudos alaridos. Precipitáronse los circunstantes sobre el hidalgo; no pudiendo éste llegar á Elvira,—¡Maldicion sobre tí, y desprecio! la gritó; ¡y entre nosotros eterna separacion! Al mismo tiempo se oyeron por el castillo voces de ¡arma! ¡arma! ¡Santiago! De alli á poco las murallas eran el teatro de un sangriento combate. Despues de una hora de refriega, y de muy entrada la noche, replegáronse por fin las gentes de Villena, acaudilladas por el hidalgo, que habia peleado con desesperacion, y el justicia mayor clavó el pendon real en una almena. Hernando, que habia tomado á su cargo dañar á los sitiados en compañía de Peransurez, para facilitar la entrada á las tropas reales y defender á la condesa, peleó como aquel que acababa de perder el único interes que le ligaba á la sociedad, y logró mantener ilesa á doña María hasta el momento de la victoria. Restituida aquella al justicia mayor, no se volvió á ver á Hernando ni á su alano. Se presume que privado de su amo, que era el único que podia hacerle soportable la existencia en la corte, se hundió para siempre en los montes, y hay cronista que afirma que años adelante murió á manos de un oso mas feroz que él. Don Enrique de Villena fue llevado ante el rey Doliente, y el impudente medio de que se valió para conservar, aun despues de lo ocurrido, su maestrazgo; diciéndose en público impotente, solo contribuyó á dar á todos una idea mas clara de su baja ambicion. Los ruegos, sin embargo, de la generosa condesa, que se retiró á sus estados á llorar su desdichada boda y la suerte de Elvira, salvaron la vida al conde, quien desde entonces vivió en retiro filosófico entregado á las letras, para las cuales habia nacido, mas bien que para las armas ó la corte. Es cosa sabida que despues de su muerte quedó hecho trozos en una redoma, como hechicero que habia sido. Don Luis de Guzman, restablecido de sus heridas, fue elegido maestre de Calatrava por el capítulo de la orden. Nadie entre tanto habia visto á Elvira desde el momento en que empezó el combate y la confusion. Buscósela de orden de la condesa muchos dias, porque el rencoroso Fernan habia jurado no volver á recordar nunca su nombre; fue imposible, empero, dar jamas con ella; tanto, que el fiel pagecillo, desesperado de la pérdida de su hermosa prima, no pudo resistir á su dolor, y tomó de alli á poco el hábito en una orden religiosa. Es fama únicamente que durante el combate se vió en diversos puntos de la muralla, sin temor alguno ni á las armas, ni á los combatientes, ni á las llamas, que consumieron aquella noche el castillo sin saberse quien las hubiese prendido, una muger desmelenada, agitando con ademan frenético una antorcha en medio de las tinieblas, y gritando con feroz espresion ¡es tarde! ¡es tarde! lema antiguo del fatal castillo. No faltó en la comarca quien creyó que solo podia ser la mora encantada la que parecia triunfar con bárbaro regocijo de la destruccion de su antigua cárcel, repitiendo el fatídico ¡es tarde! [Ilustración] CAPITULO XL. ¡Tarde acordaste!!!... _Rom. del conde Claros._ Algunos años habian pasado ya desde los sucesos que dejamos referidos. Ocupaba el trono de Castilla el señor don Juan II, hijo del muy ínclito y poderoso rey don Enrique el Doliente, y ocupábale en su menor edad, regido y dominado por unos y otros bandos y parcialidades. Dos caballeros, ricamente ataviados y montados, pasaban una tarde por la plaza de Arjonilla. Brillaba en el semblante del mas lujosamente vestido la satisfaccion que da el poder y la riqueza; distinguíase en el ceño y en la oscura frente del otro la huella de antiguos pesares. —Si no fuese detenernos mucho, dijo el primero al segundo, veria de buena gana qué turba es aquella que se agita en el estremo de la plaza. ¿Llegamos? —Como gusteis, señor don Luis de Guzman, repuso secamente su compañero; si bien yo no puedo parar mucho en este pueblo maldito sin agravarse mis males. Llegáronse, efectivamente, al grupo. Una infinidad de muchachos le formaban, y algunos habitantes de Arjonilla con ellos. Una muger en medio parecia querer huir de la importuna concurrencia. Sus vestiduras se hallaban manchadas y rotas por diversas partes; su pelo suelto y descuidado parecia haber sido hermoso; sus facciones flacas y descompuestas debian haber tenido en su juventud proporciones agradables. Esto era todo lo mas que se podia decir. Sus ojos hundidos en el cráneo, brillaban con un fuego estraordinario, y parecian querer devorar al que la miraba; sus ojeras negras; sus mejillas descarnadas; su frente surcada de arrugas, y sus manos de esqueleto, manifestaban que alguna enfermedad crónica y terrible consumia su existencia. Arrojábanla pellas de barro los muchachos y corrian tras ella.—¡La loca! ¡la loca! gritaban. ¿Cómo te llamas? ¿Nos dices la hora que es? ¡La loca! ¡la loca! A toda esta algazara respondia la desdichada con una feroz y estraviada sonrisa; parábase, escuchaba un momento, y soltando una estúpida y horrible carcajada,—¡Es tarde! gritaba con voz ronca; ¡es tarde! despedazábase al mismo tiempo las manos, y dábase golpes en el pecho. —¿Qué es eso? preguntó don Luis á un muchacho. —¡Ah! señor maestre, contestó el muchacho, que parecia conocer al caballero, ¡es la loca! —¿Y quién es la loca? —Aqui, repuso el muchacho, solo por ese nombre la conocemos; de temporada en temporada se aparece por el pueblo: otras veces vive por el monte, y dicen los pastores que gusta mucho de pasar los dias enteros mirando á los barrancos. No habla mas que dos palabras. No llora nunca: ¿oís esa carcajada? Eso es lo que hace; aqui siempre estamos deseando que venga, porque es para todo el pueblo una diversion. —¡Infeliz! dijo don Luis: ¿no quereis verla, señor Hernan Perez? —No; esos espectáculos me ponen de mal humor. ¡Miserable! será acaso alguna madre que haya perdido á su hija. Vamos de aqui, señor don Luis. —O alguna amante desdichada, señor Hernan Perez, dijo riéndose con indiferencia don Luis, y picando espuelas á su caballo. De alli á poco ambos caballeros desaparecieron, apartándose de la turba que seguia ostigando á la demente, la cual solo respondia de cuando en cuando con su acostumbrada carcajada y su desdichado estribillo: ¡es tarde! ¡es tarde! Pocos años despues entró una madrugada el sacristan de la parroquia de santa Catalina de Arjonilla en la iglesia, y parecióle ver un bulto estraordinario al lado de un sepulcro. Efectivamente, era la loca. —Loca, le dijo dándole con el pie. ¡Pues está bueno! Esta se quedaria aqui ayer en la iglesia cuando la cerré. Vamos, buena muger ¡Estará borracha! Dábale con el pie, pero el bulto no se movia. Acercóse el sacristan, y vió que la loca tenia un hierro en la mano, con el cual habia medio escrito sobre la piedra; _¡es tarde! ¡es tarde!_ Pero ella estaba muerta. Sus labios frios oprimian la fria piedra del sepulcro. Un epitafio decia en letras gordas sobre la losa: AQUI YACE MACÍAS EL ENAMORADO. [Ilustración] ÍNDICE DEL TOMO CUARTO CAPITULO XXXII 1 CAPITULO XXXIII 31 CAPITULO XXXIV 40 CAPITULO XXXV 59 CAPITULO XXXVI 83 CAPITULO XXXVII 94 CAPITULO XXXVIII 108 CAPITULO XXXIX 136 CAPITULO XL 155 * * * * * * NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Se ha respetado la ortografía original, que difiere de la utilizada actualmente. Las inconsistencias ortográficas se han normalizado a la grafía de mayor frecuencia. * Se ha completado el emparejamiento de los puntos de admiración y de interrogación. Los puntos suspensivos se han normalizado a tres puntos. * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Se han añadido ilustraciones de adorno al final de los capítulos que, en el original impreso, carecen de ellas. * Se ha añadido al final un índice de capítulos que no existe en el original impreso. *** End of this LibraryBlog Digital Book "El doncel de don Enrique el doliente, Tomo IV (de 4) - Historia caballeresca del siglo quince" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.