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Title: Torquemada en la cruz
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * En el texto, las cursivas se muestran entre _subrayados_, las
    negritas entre =signos de igual= y las versalitas se han convertido
    a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos sin avisar. Para su
    detección se han tenido en cuenta ediciones posteriores de esta obra.

  * Se ha respetado la ortografía original —que difiere ligeramente de
    la actual—, normalizándola a la grafía de mayor frecuencia.

  * Algunas comillas desemparejadas han sido sustuidas por rayas largas
    de inicio de diálogo.

  * Se han añadido tildes a las mayúsculas que las necesitan.



TORQUEMADA EN LA CRUZ



  NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS
  POR
  B. PÉREZ GALDÓS


  TORQUEMADA EN LA CRUZ

  10.000


  [Ilustración]


  MADRID
  SUCESORES DE HERNANDO
  Calle del Arenal, núm. 11.
  1916



  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.


  Est. tip. de los Hijos de Tello, Carrera de San Francisco, 4.



TORQUEMADA EN LA CRUZ[*]

  [*] Antecedentes: _Fortunata y Jacinta_, _Torquemada en la
  hoguera_.



PRIMERA PARTE



I


Pues señor..., fué el 15 de Mayo, día grande de Madrid (sobre este
punto no hay desavenencia en las historias), del año... (esto sí que
no lo sé: averígüelo quienquiera averiguarlo), cuando ocurrió aquella
irreparable desgracia, que, por más señas, anunciaron cometas,
ciclones y terremotos, la muerte de doña Lupe _la de los Pavos_, de
dulce memoria.

Y consta la fecha del tristísimo suceso, porque D. Francisco
Torquemada, que pasó casi todo aquel día en la casa de su amiga y
compinche, calle de Toledo, número... (tampoco sé el número, ni creo
que importe), cuenta que, habiendo cogido la enferma, al declinar la
tarde, un sueñecico reparador que parecía síntoma feliz del término
de la crisis nerviosa, salió él al balcón por tomar un poco el
aire y descansar de la fatigosa guardia que montaba desde las diez
de la mañana, y allí se estuvo cerca de media hora contemplando el
sin fin de coches que volvían de la Pradera, con estruendo de mil
demonios, los atascos, remolinos y encontronazos de la muchedumbre,
que no cabía por las dos aceras arriba, los incidentes propios del
mal humor de un regreso de feria, con todo el vino y el cansancio
del día convertidos en fluido de escándalo. Entreteníase oyendo los
dichos germanescos que, como efervescencia de un líquido bien batido,
burbujeaban sobre el tumulto, revolviéndose con doscientos mil
pitidos de pitos del Santo, cuando...

—Señor—le dijo la fámula de doña Lupe, dándole tan tremendo palmetazo
en el omoplato, que el hombre creyó que se le caía encima el balcón
del piso segundo;—señor, venga, venga acá... Otra vez el accidente.
De ésta me parece que se nos va.

Corrió á la alcoba D. Francisco, y en efecto, á doña Lupe le había
dado la pataleta. Entre el amigo y la criada no la podían sujetar;
trincaba la buena señora los dientes; en sus labios hervía una
salivilla espumosa, y sus ojos se habían vuelto para dentro, como
si quisieran cerciorarse por sí mismos de que ya las ideas volaban
dispersas por esos mundos. No se sabe el tiempo que duraron aquellas
fieras convulsiones. Pareciéronle á D. Francisco interminables, y
que se acababa el día de San Isidro y le seguía una larguísima noche
sin que doña Lupe entrase en caja. Mas no habían sonado las nueve
cuando la buena señora se serenó, quedándose como lela. Diéronle de
un brebaje, cuya composición farmacológica no consta en autos, como
tampoco el nombre de la enfermedad; se mandó recado al médico, y
hallándose la enferma en completa quietud de miembros, precursora de
la del sepulcro, con toda la vida que le restaba asomándose á los
ojos, otra vez vivos y habladores, comprendió Torquemada que su amiga
quería hablarle y no podía. Ligera contracción de los músculos de la
cara indicaba el esfuerzo para romper el lúgubre silencio. La lengua
al fin, pellizcada por la voluntad, se despegó, y allá fueron algunas
frases, que sólo D. Francisco, con su sutil oído y su conocimiento de
cuanto pudiera pensar y decir _la de los Pavos_, podía entender.

—Sosiéguese ahora...—le dijo.—Tiempo tenemos de hablar todo lo que
nos dé la gana sobre esa incumbencia.

—Prométame hacer lo que le dije, D. Francisco—murmuró la enferma
alargando una mano como si quisiera tomar juramento.—Hágalo por
Dios...

—Pero, señora... ¿Usted sabe...? ¿Cómo quiere que...?

—¿Y cree usted que yo, su amiga leal—dijo la viuda de Jáuregui,
recobrando como por milagro toda su facilidad de palabra,—puedo
engañarle? En ningún caso le aconsejaría cosa contraria á sus
intereses; menos ahora, cuando veo las puertas de la eternidad
abiertas de par en par delante de mí..., cuando siento dentro de mi
pobre alma la verdad, sí, la verdad, Sr. D. Francisco, pues desde que
recibí al Señor... Si no me falla la memoria, ha sido ayer por la
mañana.

—No, señora; ha sido hoy, á las diez en punto—replicó él, satisfecho
de rectificar un error cronológico.

—Pues mejor: ¿había yo de engañarle... con el Señor acabadito de
tomar? Oiga la santa palabra de su amiga, que ya le habla desde el
otro mundo, desde la región de..., de la...

Tentativa frustrada de dar un giro poético á la frase.

—Y añadiré que lo que le predico le vendrá de perillas para el cuerpo
y para el alma; como que resultará un buen negocio, y una obra de
misericordia en toda la extensión de la palabra... ¿No lo cree?...

—¡Oh!, yo no digo que...

—Usted no me cree..., y algún día le ha de pesar si no lo hace...
¡Que siento morirme sin que podamos hablar largamente de esta
_peripecia_! Pero usted se eternizó en Cadalso de los Vidrios, y yo
en este camastro consumiéndome de impaciencia por echarle la vista
encima.

—No pensé que estuviera usted tan malita. Hubiera venido antes.

—¡Y me moriré sin poder convencerle!... Don Francisco, reflexione,
haga caso de mí, que siempre le he aconsejado bien. Y para que usted
lo sepa, todo moribundo es un oráculo, y yo muriéndome le digo: Sr.
D. Paco, no vacile un momento, cierre los ojos y...

Pausa motivada por un ligero amago. Intermedio de visita del
médico, el cual receta otra pócima, y al partir, en el recodo del
pasillo, pronostica, con sólo alargar los labios y mover la cabeza,
un desenlace fúnebre. Intermedio de expectación y de friegas
desesperadas. Don Francisco, desfallecido, pasa al comedor, donde en
colaboración con Nicolás Rubín, sobrino de la enferma, despacha una
tortilla con cebolla, preparada por la sirviente en menos que canta
un gallo. Á las doce, doña Lupe, inmóvil y con los ojos vigilantes,
pronunciaba frases de claro sentido, pero sin correlación entre sí,
truncadas, sin principio las unas, sin fin las otras. Era como si
se hubiera roto en mil pedazos el manuscrito de un sabio discurso,
convirtiéndolo en papeletas, que después de bien revueltas en un
sombrero, se iban sacando á semejanza del juego de los estrechos.
Oíala Torquemada con profunda pena, viendo cómo se desbandaban las
ideas en aquel superior talento, palomar hundido y destechado ya.

—Las buenas obras son la riqueza perdurable, la única que, al
morirse una, pasa á la cuenta corriente del cielo... En la puerta
del purgatorio le dan á una una chapa, y luego, el día que se saca
ánima, cantan: «número tantos», y sale la que le toca... La vida
es muy corta. Se muere una cuando cree que todavía está naciendo.
Debieran darle á una tiempo para enmendar sus equivocaciones... ¡Qué
barbaridad! Con el pan á doce y el vino á seis, ¿cómo quieren que
haya virtud? La masa obrera quiere ser virtuosa y no la dejan. Que
San Pedro bendito mande cerrar las tabernas á las nueve de la noche,
y veremos... Voy pensando que el morirse es un bien, porque si una
viviera siempre y no hubiese entierros ni funerales, ¿qué comerían
los ministros del Señor?... Veintiocho y ocho debieran ser cuarenta;
pero no son más que treinta y seis... Eso por andar la aritmética,
desde que el mundo es mundo, tan mal apañada, en manos de maestros de
escuela y de pasantes que siempre tiran á la miseria, á que triunfe
lo poco y lo mucho se... fastidie.

Tuvo un ratito de lucidez, en el cual, mirando cariñosamente
á su compinche, que junto al lecho era un verdadero espantajo
de conmiseración silenciosa, volvió al tema de antes con igual
insistencia: «Mire que me voy persuadida de que lo hará... No, no
menee la cabeza...»

—Pero si no la meneo, mi señora doña Lupe, ó la meneo para decir que
sí.

—¡Oh, qué alegría! ¿Qué ha dicho?

Torquemada afirmaba, sin reparo de falsificar sus intenciones ante un
moribundo. Bien se podía consolar con un caritativo embuste á quien
no había de volver á pedir cuenta de la promesa no cumplida.

—Sí; sí, señora—agregó,—muérase tranquila...; digo, no; no hay
que morirse..., ¡cuidado! Quiero decir, que se duerma con toda
tranquilidad... Conque... á dormirnos tocan.

Doña Lupe cerró los ojos; pero no tardó en abrirlos otra vez,
trayendo con el resplandor de ellos una idea nueva, la última,
recogida de prisa y corriendo, como un bulto olvidado que el viajero
descubre en un rincón en el momento de partir. «¡Si sabré yo lo
que me pesco al recomendarle que se junte con esa familia! Debe
hacerlo por conciencia, y si me apura, hasta por egoísmo. ¿Usted
sabe, usted sabe lo que puede sobrevenir?» Hizo esta pregunta con
tanto énfasis, moviendo ambos brazos en dirección del asustado
rostro del prestamista, que éste se previno para sujetarla, viendo
venir otro delirio con traqueteo epiléptico. «¡Ay!—añadió la señora
clavando en Torquemada una mirada maternal,—yo veo claro lo que ha
de sobrevenir, porque el Señor me permite adivinar las cosas que á
usted le convienen..., y adivino que con su ayuda ganarán mis amigas
el pleito... Como que es de justicia que lo ganen. ¡Pobre familia!
Mi Sr. D. Francisco les lleva la suerte... Arrimamos el hombro,
y pleito ganado. La parte contraria hecha un trapo miserable, y
usted... No, no se han inventado todavía los números con que poder
contar los millones que va usted á tener... ¡Perro, si no lo merece,
por testarudo y por los moños que se pone!... ¡Menudo pleitazo!
Sepa (_bajando la voz, en tono de confidencia misteriosa_), sepa D.
Francisco que cuando lo ganen, poseerán todita la huerta de Valencia,
toditas las minas de Bilbao, medio Madrid en casas y dos terceras
partes de la Habana, en casas también... Ítem, una faja de terreno de
veintitantas leguas de Colmenar de Oreja para allá, y tantas acciones
del Banco de España como días y noches tiene el año; con más siete
vapores grandes, grandes, y la mitad próximamente de las fábricas
de Cataluña... _Ainda mais_: el coche correo de colleras que va de
Molina de Aragón á Sigüenza, un panteón soberbio en Cabra y no sé si
treinta ó treinta y cinco ingenios, los mejorcitos, de la isla de
Cuba...; y añada usted la mitad del dinero que trajeron los galeones
de América, y todo el tabaco que da la Vuelta Abajo y la Vuelta
Arriba y la Vuelta grande del Retiro...»

Ya no dijo más, ó no pudo entender don Francisco las cláusulas
incoherentes que siguieron, y que terminaron en gemidos cadenciosos.
Mientras doña Lupe agonizaba, paseábase en el gabinete próximo, con
la cabeza mareada de tanto ingenio de Cuba y de tanto galeón de
América como le metió en ella, con exaltación de moribunda delirante,
su infeliz amiga.

La cual tiró hasta las tres de la mañana. Hallábase mi hombre en la
sala, hablando con una vecina, cuando entró el clérigo Nicolás Rubín,
y consternado, pero sin perder su pedantería en ocasión tan grave,
exclamó: _Transit_.

—¡Bah, ya descansó la pobrecita!—dijo Torquemada, como dando á la
difunta el parabién por la terminación de su largo padecimiento. No
quiere decir esto que no sintiese la muerte de su amiga: pasados
algunos minutos después de oído aquel lúgubre _transit_, notó un gran
vacío en su existencia. Sin duda doña Lupe le había de hacer mucha
falta, y no encontraría él á la vuelta de una esquina quien con tanta
cordura y desinterés le aconsejase en todos sus negocios. Caviloso
y triste, midiendo con vago mirar del espíritu las extensiones de
aquella soledad en que se quedaba, recorrió la casa, dando órdenes
para lo que restaba que hacer. No faltaron allí parientes, deudos y
vecinas que, con buena voluntad y todo el cariño que se merecía la
difunta, le hicieran los últimos honores, ésta rezando cuanto sabía,
aquélla ayudando á vestirla con el hábito del Carmen. De acuerdo con
el presbítero Rubín, dictó D. Francisco acertadas disposiciones para
el entierro; y cuando estuvo seguro de que todo saldría conforme á
los deseos de la finada y al decoro de la familia y de él mismo, pues
como amigo tan antiguo y principal, al par de la propia familia se
contaba, retiróse á su domicilio, echando suspiros por la escalera
abajo y por la calle adelante. Ya despuntaba la aurora, y aún se
oían, á lo largo de las calles obscuras, pitidos de pitos del
Santo, sonando estridentes por haberse cascado el tubo de vidrio.
Oía también D. Francisco pasos arrastrados de trasnochantes y pasos
ligeros de madrugadores. Sin hablar con nadie ni detenerse en parte
alguna, llegó á su casa en la calle de San Blas, esquina á la de la
Leche.



II


Sin permitirse más descanso que unas cinco horas de catre y hora
y media más para desayuno, cepillar la ropita negra y ponérsela,
calzarse las botas nuevas y _echar un ojo á los intereses_, volvió el
usurero á la casa mortuoria, recelando que no harían poca falta allí
su presencia y autoridad, porque las amigas todo lo embarullaban,
y el sobrino cura no era hombre para resolver cualquier dificultad
que sobreviniese. Por fortuna, todo iba por los trámites ordinarios.
Doña Lupe, de cuerpo presente en la sala, dormía el primer sueño
de la eternidad, rodeada de un duelo discreto y como de oficio.
Los parientes lo habían tomado con calma, y la criada y la portera
mostraban una tendencia al consuelo que había de acentuarse más
cuando se llevasen el cadáver. Nicolás Rubín hociqueaba en su
breviario con cierto recogimiento, entreverando esta santa ocupación
con frecuentes escapatorias á la cocina, para poner al estómago los
reparos que su debilidad crónica y el cansancio de la noche en claro
exigían.

De cuantas personas había en la casa, la que expresaba pena más
sincera y del corazón era una señora que Torquemada no conocía; alta,
de cabellos blancos prematuros, pues su rostro cuarentón y todavía
fresco no armonizaba con la canicie sino en el concepto de que ésta
fuese gracia y adorno más que signo de vejez; bien vestida de negro,
con sombrero que á D. Francisco le pareció una de las prendas más
elegantes que había visto en su vida; señora de aspecto noble _hasta
la pared de enfrente_, con guantes, calzado fino, de pie pequeño,
toda ella pulcra, decente, requetefina, despidiendo de su persona
lo que Torquemada llamaba _olorcillo de aristocracia_. Después de
rezar un ratito junto al cadáver pasó la desconocida al gabinete,
adonde la siguió el avaro deseoso de meter baza con ella, haciéndole
comprender que él, entre tanta gente ordinaria, sabía distinguir lo
fino y honrarlo. Sentóse la dama en un sofá, enjugando sus lágrimas,
que parecían verdaderas, y viendo que aquel estafermo se le acercaba
sombrero en mano, le tuvo por representación de la familia, que hacía
los honores de la casa.

—Gracias—le dijo,—estoy bien aquí... ¡Ay, qué amiga hemos perdido!

Y otra vez lágrimas, á las que contestó el prestamista con un suspiro
gordo, que no le costó trabajo sacar de sus recios pulmones.

—¡Sí, señora, sí, qué amiga, qué _sujeta_ tan excelente!... ¡Como
disposición para el manejo..., pues..., y como honradez á carta
cabal, no había quien le descalzara el zapato! ¡Siempre mirando por
el interés y haciendo todas las cosas como es debido!... Para mí es
una pérdida...

—¿Y para mí?—agregó la dama con vivo desconsuelo.—Entre tanta
tribulación, con los horizontes cerrados por todas partes, sólo doña
Lupe nos consolaba, nos abría un huequecito por donde viéramos lucir
algo de esperanza. Cuatro días hace, cuando creíamos que la maldita
enfermedad iba ya vencida, nos hizo un favor que nunca le pagaremos...

Aquello de _no pagar nunca_ sonó mal en los oídos de Torquemada.
¿Acaso era un préstamo el favor indicado por la aristócrata?

—Cuatro días hace me hallaba yo en mi finca de Cadalso de los
Vidrios—dijo, haciendo una o redondita con dos dedos de la mano
derecha—sin sospechar tan siquiera la gravedad, y cuando me escribió
el sobrino sobre la gravedad, vine corriendo. ¡Pobrecita! Desde el
13 por la noche, su caletre, que siempre fué como un reloj, ya no
marchaba, no, señora. Tan pronto le decía á usted cosas que eran como
los chorros de la verdad, tan pronto salía con otras que el demonio
las entendiera. Todo el día 14 se lo pasó en una tecla, que me habría
vuelto tarumba si no tuviera un servidor de usted la cabeza más
firme que un yunque. ¿Qué locura condenada se le metió en la jícara
barruntándole ya la muerte? Figúrese si estaría tocada la pobrecita,
que me cogió por su cuenta, y después de recomendarme á unas amigas
suyas, á quienes tiene dado á préstamo algunos reales, se empeñaba
en...

—En que usted ampliase el préstamo rebajando intereses...

—No, no era eso. Digo, eso y algo más: una idea estrafalaria, que me
habría hecho gracia si hubiera estado el tiempo para bromas. Pues...
esas amigas de la difunta son unas que se apellidan _Águilas_,
señoras de buenos principios según oí, pobres porfiadas á mi
entender... Pues la matraca de doña Lupe era que yo me había de casar
con una de las Águilas, no sé cuál de ellas, y hasta que cerró la
pestaña me tuvo en el suplicio de _Tártaro_ con aquellos disparates.

—Disparates, sí—dijo la señora gravemente;—pero en ellos se ve la
nobleza de su intención. ¡Pobre doña Lupe! No le guarde usted rencor
por un delirio. ¡Nos quería tanto!... ¡Se interesaba tanto por
nosotras!...

Suspenso y cortado, D. Francisco contemplaba á la señorona sin saber
qué decirle.

—Sí—añadió ésta con bondad, ayudándole á salir del mal paso.—Esas
Águilas somos nosotras, mi hermana y yo. Yo soy el Águila mayor...
Cruz del Águila... No, no se corte; ya sé que no ha querido
ofendernos con eso del supuesto casorio... Tampoco me lastima que
nos haya llamado pobres porfiadas...

—Señora, yo no sabía..., perdóneme.

—Claro, no me conocía, nunca me vió, ni yo tuve el gusto de
conocerle... hasta ahora, pues por las trazas paréceme que hablo con
el señor D. Francisco Torquemada.

—Para servir á usted...—balbució el prestamista, que se habría dado
un bofetón en castigo de su torpeza.—¿Conque usted...? Muy señora
mía, haga cuenta que no he dicho nada. Lo de pobres...

—Es verdad, y no me ofende. Lo de _porfiadas_ se lo perdono: ha sido
una ligereza de esas que se escapan á las personas más comedidas
cuando hablan de lo que desconocen...

—Cierto.

—Y lo del casamiento, tengámoslo por una broma, mejor dicho, por un
delirio de moribundo. Tanto como á usted le sorprende esa idea nos
sorprende á nosotras.

—Y era una idea sola, una idea clavada que le cogía todo el hueco
de la cabeza, y en ella estaba como embutido todo su talento...
¡Y lo decía con un alma! Y era, no ya recomendación, sino un
suplicar, un rogar como se pide á Dios que nos ampare... Y para que
se muriera tranquila tuve que prometerle que sí... ¡Ya ve usted
qué desatino!... Digo que es desatino, en el sentido de... Por lo
demás, como honra para mí, ¡cuidado!, supóngase usted... Pero digo
que para aplacarle el delirio, yo le aseguraba que me casaría, no
digo yo con las señoras Águilas mayores y menores, sino con todas
las águilas y buitres del cielo y de la tierra... Naturalmente,
viéndola tan sofocada no podía menos de avenirme; pero en mi
interior, naturalmente, echaba el pie atrás, ¡caramba!, y no por el
materialismo del matrimonio, que... ya digo... mucha honra es para
mí, sino por razones naturales y respectivas á mí mismo, como edad,
circunstancias...

—Comprendido. Nosotras, si Lupe nos hubiera hablado del caso,
habríamos contestado lo mismo, que sí..., para tranquilizarla, y en
nuestro fuero interno... ¡Oh!... ¡Casarse con...! No es desprecio,
no... Pero respetando, eso sí, respetando á todo el mundo, esas
bromas no se admiten, no, señor, no pueden admitirse... Y ahora, Sr.
D. Francisco...

Levantóse, alargando la mano fina y perfectamente enguantada, que el
avaro cogió con muchísimo respeto, quedándose un rato sin saber qué
hacer con ella.

—Cruz del Águila... Costanilla de Capuchinos, la puerta que sigue á
la panadería..., piso segundo. Allí tiene usted su casa. Vivimos los
tres solos, mi hermana y yo y nuestro hermano Rafael, que está ciego.

—Por muchos años..., digo, no; no sabía que estuviera ciego su
hermanito. Disimule... Á mucha honra...

—Beso á usted la mano.

—Estimando á toda la familia...

—Gracias...

—Y... lo que digo... Conservarse...

Acompañóla hasta la puerta refunfuñando cumplidos, sin que ninguno de
los que imaginó le saliera correcto y airoso, porque el azoramiento
le atascaba las cañerías de la palabra, que nunca fueron en él muy
expeditas.

—¡Valiente plancha acabo de tirarme!—bramó airado contra sí
mismo, echándose atrás el sombrero y subiéndose los pantalones
con movimiento de barriga ayudado de las manos. Maquinalmente se
metió en la sala, sin acordarse de que allí estaba, entre velas
resplandecientes, la difunta; y al verla, lo único que se le ocurrió
fué decirle con el puro pensamiento:

—¿Pero usted..., ¡ñales!, por qué no me advirtió...?



III


Todo aquel día estuvo el avaro de malísimo temple, sin poder apartar
del pensamiento su turbación infantil ante la dama, cuya finura y
aristocrático porte le cautivaban. Era hombre muy pagado de las
buenas formas y admirador sincero de las cualidades que no poseía,
entre las cuales contaba en primer término, con leal modestia, la
soltura de modales y el arte social de los cumplidos. Pensó que la
tal doña Cruz habría bajado la escalera riéndose de él á todo trapo,
y se la imaginaba contando el caso á la otra hermana y partiéndose
las dos de risa, llamándole gaznápiro y... ¡sabe Dios lo que le
llamarían! Francamente, él tenía su puntillo de amor propio como
cualquier hijo de vecino, y su dignidad y todos los perendengues de
un sujeto merecedor de ocupar puesto honroso en la sociedad. Poseía
fortuna suficiente (bien ganadita con su industria) para no hacer
el monigote delante de nadie, y eso de ser él personaje de sainete
no le entraba..., ¡cuidado! Verdad que en el caso de aquel día él
tuvo la culpa, por haber hecho befa de las señoras del Águila,
llamándolas _pobres porfiadas_ en la propia _fisonomía del rostro_
de la mayor de ellas, tan peripuesta, tan _política_, en toda la
extensión de la palabra... ¡Ay!, al recordarlo le subían ardores á
la cara y apretaba los puños. Porque verdaderamente, ya podía haber
sospechado que aquella individua era... quien era. Y sobre todo,
ningún hombre agudo dice cosas en desprecio de nadie delante de
personas desconocidas, porque el diablo las carga, y cuando menos
se piensa salta un compromiso... Hay que mirar lo que se parla, so
pena de no poder meter el cuezo en cotarro de gente fina. «Yo—decía
poniendo término á sus meditaciones, porque había llegado la hora de
la conducción del cuerpo—tengo pesquis, bastante pesquis, comprendo
todo muy bien. Dios no me ha hecho tonto, ni medio tonto, ¡cuidado!,
y entiendo el trasteo de la vida. Pero ello es que no tengo política,
no la tengo; en viéndome delante de una persona principal, ya estoy
hecho un zángano y no sé qué decir ni qué hacer con las manos... Pues
hay que aprenderlo, ¡ñales!, que cosas más difíciles se aprenden
cuando sobran buena voluntad y entendederas... Ánimo, Francisco, que
á nuevas posiciones nuevos modos, y el rico no es bien que haga malos
papeles. ¡Bueno andaría el mundo si los hombres de peso, los hombres
afincados, los hombres de riñón cubierto fueran cuento de risa!...
¡Eso no, no, no!»

En el largo trayecto fúnebre, en la monotonía de aquel paseo perezoso
y triste, los mismos pensamientos le acometieron. Delante veía el
monstruoso y feísimo armatoste del carro mortuorio, con balances de
barco; su cerebro se aletargaba con el rumor lento, sin solución ni
fin, de las llantas de las ruedas rayando el suelo polvoroso de los
mal cuidados caminos. Como unos veinte simones iban detrás del coche
de cabecera, ocupado por D. Francisco, Nicolás Rubín, otro clérigo
y un señor, pariente lejano de doña Lupe, personas las tres que al
usurero le cargaban, y más en aquella ocasión por tenerlas tan cerca
y sin poder zafarse de ellas. No era Torquemada hombre para estar
tanto tiempo embutido en angosto cajón entre tipos que le daban de
cara, y no hacía más que cambiar de postura, apoyándose ya en una, ya
en otra cadera. Le estorbaban sus piernas y las de Nicolás Rubín, su
chistera y la teja del otro cura; le estorbaban el continuo fumar y
la charla de aquellos tres puntos, que no sabían hablar más que del
matute y de lo perdido que andaba el Ayuntamiento.

Sin dignarse arrojar en la conversación más que algún vocablo
afirmativo para que lo royeran como hueso aquellos pelagatos que
no poseían fincas en Cadalso de los Vidrios ni casas en Madrid,
Torquemada seguía tejiendo en su meollo la tela empezada en la casa
mortuoria.

—Lo que digo, no tengo política..., y hay que gastar política para
ponerse á la altura que corresponde. ¿Pero cómo había yo de aprender
nada tocante á la buena forma, si en mi vida he tratado más que con
gente ordinaria?... Esta pobre doña Lupe, que en gloria esté, también
era ordinaria, ¿qué duda tiene? No la ofendo, no, ¡cuidado!; persona
buenísima, con mucho talento, un ojo para los negocios que ya lo
quisieran más de cuatro. Pero, diga ella lo que quiera, y no la
ofendo, lo que es persona fina..., ¡que te quites! Intentaba serlo,
y no le salía..., ¡ñales!, no le salía. Su hipo era ser dama...,
y ¡que si quieres! Aunque se pusiera encima manteletas traídas de
París, resultaba tan dama como mi abuela... ¡Ah!, para damas la de
esta mañana. Aquello sí que es del mismísimo cosechero. Y de nada
le valió á mi amiga mirarse en tal espejo... Ya era tarde, ya era
tarde para aprender... ¡Pobre señora! Como trastienda y disposición,
eso sí, ¡cuidado!, yo soy el primero en reconocer... Pero finura,
tono..., ¡quiá! Si ella, como yo, no trataba más que con gente de
poco más ó menos. ¿Y qué es lo que oye uno al cabo del día? Burradas
y porquerías. Doña Lupe, me acuerdo bien, decía _ivierno_, _áccido_
y _Jacometrenzo_, palabras que, según me ha advertido Bailón, no se
dicen así... No vaya á creer que la ofendo por eso... Cualquiera
equivoca el discurso cuando no ha tenido principios. Yo estuve
diciendo _diferiencia_ hasta el año 85... Pero para eso está el
fijarse, el poner oído á cómo hablan los que saben hablar... El
cuento es que cuando uno es rico, y lo ha sacado á pulso con su
sudor, cavilando aquí, cavilando allá, está muy mal que la gente
se le ría. Los ricos deben dar el ejemplo, ¡cuidado!, así de las
buenas costumbres como de los buenos modos, para que ande derecha
la sociedad y todo lleve el compás debido... Que sean torpes y
mamarrachos los que no tienen sobre qué caerse muertos, me parece
bien. Así hay equidad; eso es lo que llaman equilibrio. Pero que los
acaudalados tiren coces, que los terratenientes y los que pagamos
contribución seamos unos... unos asnos, eso no, no, no.

Aún le duraba la correa de aquella meditación cuando volvían del
cementerio, después de dejar los fríos despojos de la gran hacendista
perfectamente ennichados en uno de los tristísimos patios de San
Justo. Los tres compañeros de coche, volviendo á engolosinarse con
la comidilla del matute, contaban mil cuchufletas acerca del modo
de introducir aceite y de las batallas entre los guardias y toda
la chusma matutera, mientras la imaginación de Torquemada iba en
seguimiento de la señora del Águila, y fluctuaba entre el deseo y el
temor de volverla á ver: deseo, por probar la enmienda de su torpeza
mostrándose menos ganso que en la primera entrevista; temor, porque
sin duda las dos hermanas se soltarían á reir cuando le viesen,
_tomándole el pelo_ en la visita. La más negra era que forzosamente
tenía que visitarlas, por encargo expreso de doña Lupe y obligación
ineludible. Había convenido con su difunta amiga en renovar un pagaré
de las dos damas, añadiendo cierta cantidad. Y el nuevo pagaré no
sería á la orden de los herederos de la viuda de Jáuregui, sino á
la de Torquemada, á quien la difunta había dejado, con aquel y otros
fines, algunos fondos, de cuyo producto gozarían unos parientes
pobres de su difunto esposo. Que D. Francisco habría de cumplir con
recta conciencia cuantos encargos de este linaje le hizo su socia
mercantil, no hay para qué decirlo. Lo difícil era cumplirlos sin
personarse en el nido de las Águilas, como categóricamente le había
ordenado la muerta, y aquí entraban los apuros del pobre hombre.
¿Cómo se presentaría? ¿Risueño ó con cara de pocos amigos? ¿Cómo
se vestiría? ¿Con los trapitos de cristianar ó con los de diario?
Porque pensar en evadir el careo dando la comisión á otra persona,
era un disparate; además implicaba cobardía, deserción ante el
peligro, y esto le malquistaba consigo mismo, pues su amor propio le
pedía siempre apencar con las dificultades y no volver la espalda á
ninguna _peripecia_ grave. Resolvió, pues, poner pecho á las Águilas,
y en aquella duda sobre el vestir su natural despejo triunfó de la
vanidad, sugiriéndole la idea de presentarse con el traje de todos
los días, la camisita limpia, eso sí, que aquella soez costumbre de
la camisa de quincena ya no regía desde que el hombre empezó á ver
claro en el panorama social. En suma, se presentaría tal cual era
siempre y hablaría lo menos posible, contestando con sencillez á
cuanto le preguntasen. Si se reían que se rieran..., ¡ñales! Pero
no: probablemente le recibirían con palio, atendiendo al favor que
les hacía y al consuelo que les llevaba con su visita, pues debían
de estar las pobres señoras, con toda su aristocracia y su innegable
finura, esperando el santo advenimiento..., como quien dice.



IV


Elegida la hora que le pareció conveniente, encaminóse el hombre á
la Costanilla. La casa no tenía pérdida en calle tan pequeña, y con
las señas mortales de la tahona. Vió D. Francisco arrimados á una
puerta dos ó tres hombres enharinados, y más arriba una tienda de
antigüedades, que más bien debiera llamarse prendería. Allí era,
segundo piso. Al mirar el rótulo de la tienda, lanzó una exclamación
de gozo: «Pues si á este prendero le conozco yo. Si es Melchor, el
que antes estaba en el 5 duplicado de la calle de San Vicente.»
Excuso decir que le entraron ganas de echar un párrafo con su amigo
antes de subir á la visita. No tardó el prendero en darle referencias
de las señoras del Águila, pintándolas como lo más decente que él
se había echado á la cara desde que andaba en aquel comercio.
Pobres, eso sí, como las ratas; pero si nadie en pobreza les ganaba,
en dignidad tampoco, ni en resignación para llevar la cruz de su
miseria. ¡Y qué educación fina, qué manera de tratar á la gente, qué
meterse por los ojos y ganarse el corazón de cuantos les hablaban!...
Con estas noticias sintió el avaro que se le disipaba el susto, y
subió corriendo. La misma doña Cruz le abrió la puerta, y aunque
estaba de trapillo (sin perjuicio de la decencia, eso sí), á él se le
antojó tan elegante como el día anterior la vió, de tiros largos.

—Sr. D. Francisco—dijo la dama con más alegría que sorpresa, pues sin
duda esperaba la visita...—Pase, pase...

Las primeras palabras del visitante fueron torpes: «¡Cómo había de
faltar...! ¿Y qué tal? ¿Toda la familia buena?... Gracias... Es
comodidad.» Y se metió por donde no debía, teniendo ella que decirle:
«No, no; por aquí.»

Su azoramiento no le impidió observar muchas cosas desde los primeros
instantes, cuando Cruz del Águila le llevaba, por el pasillo de
tres recodos, á la salita. Fijóse en la hermosa cabeza, bien
envuelta en un pañuelo de color, de modo que no se veía ni poco ni
mucho la cabellera blanca. Observó también que vestía bata de lana
antiquísima, pero sin manchas ni jirones, con una toquilla blanca
cruzándole el pecho, todo muy pulcro, revelando el uso continuo y
esmerado de aquellas personas que saben eternizar las prendas de
ropa. Lo más extraño era que tenía guantes viejos y con los dedos
tiznados.

—Dispénseme—dijo con graciosa modestia;—estaba limpiando los metales.

—¡Ah!..., ¡perfectamente!...

—Porque ha de saber usted, si ya no lo sabía, que no tenemos criada,
y nosotras lo hacemos todo. No, no vaya á creer que me quejo por esta
nueva privación, una de las muchas que nos ha traído nuestro adverso
destino. Hemos convenido en que las criadas son una calamidad, y
cuando una se acostumbra á servirse á sí misma, lleva tres ventajas:
primera, que no hay que lidiar con fantasmonas; segunda, que todo se
hace mucho mejor y á nuestro gusto; tercera, que se pasa el día sin
sentirlo, con ejercicio saludable.

—Higiénico—dijo Torquemada, gozoso de poder soltar una palabra bonita
que tan bien encajaba. Y el acierto le animó de tal modo, que ya era
otro hombre.

—Con permiso de usted—indicó Cruz,—seguiré. No estamos en situación
de gastar muchos cumplidos, y como usted es de confianza...

—¡Oh!, sí, de toda confianza. Tráteme la señora mismamente como á un
chiquillo... Y si quiere que le ayude...

—¡Quiá! Eso sería ya faltar al respeto, y... De ninguna manera.

Con la cajita de los polvos en la mano izquierda y un ante en la
derecha, ambas manos enguantadas, se puso á dar restregones en la
perilla de cobre de una de las puertas, y al punto la dejó tan
resplandeciente que de oro fino parecía.

—Ahora saldrá mi hermana, á quien usted no conoce. (_Suspirando
fuerte._) Es triste decirlo; pero... está en la cocina. Tenemos que
ir alternando en todos los trabajos de casa. Cuando yo declaro la
guerra al polvo ó limpio los metales, ella friega la loza ó pone el
puchero. Otras veces guiso yo y ella barre, ó lava ó compone la ropa.
Afortunadamente tenemos salud; el trabajo no envilece; el trabajo
consuela y acompaña, y además fortifica la dignidad. Hemos nacido en
una gran posición: ahora somos pobres. Dios nos ha sometido á esta
prueba tremenda... ¡Ay, qué prueba, Sr. D. Francisco! Nadie sabe lo
que hemos sufrido, las humillaciones, las amarguras... Más vale no
hablar. Pero el Señor nos ha mandado al fin una medicina maravillosa,
un específico que hace milagros..., la santa conformidad. Véanos
usted hoy ocupadas las dos en estos trajines, que en otro tiempo nos
habrían parecido indecorosos; vivimos en paz, con una especie de
tristeza plácida que casi casi se nos va pareciendo á la alegría.
Hemos aprendido, con las duras lecciones de la realidad, á despreciar
todas las vanidades del mundo, y poquito á poco hemos llegado á creer
hermosa esta honrada miseria en que vivimos, á mirarla como una
bendición de Dios...

En su pobrísimo repertorio de ideas y expresiones, no halló el
bárbaro nada que pudiera ser sacado dignamente ante aquel decir
elegante y suelto, sin afectación. No supo más que admirar y gruñir
asintiendo, que es el gruñido más fácil.

—También conocerá usted á mi hermano, el pobrecito ciego.

—¿De nacimiento?

—No, señor. Perdió la vista seis años ha. ¡Ay, qué dolor! Un
muchacho tan bueno, llamado á ser..., ¡qué sé yo, lo que hubiera
querido!... ¡Ciego á los veintitantos años! Su enfermedad coincidió
con la pérdida de nuestra fortuna... para que nos llegara más al
alma. Créalo usted, D. Francisco, la ceguera de mi hermano, de ese
ángel, de ese mártir, es un infortunio al cual mi hermana y yo no
hemos podido resignarnos todavía. Dios nos lo perdone. Claro que
de arriba nos ha venido el golpe; pero no lo admito, no bajo la
cabeza, no, señor...; la levanto..., aunque á usted le parezca mal mi
irreverencia.

—No, señora..., ¿qué ha de parecerme?... El Padre Eterno... es atroz.
¿Pero usted sabe la que me hizo á mí? No es que yo me le suba á las
barbas, ¡cuidado!...; pero francamente..., ¡quitarle á uno toda su
esperanza! Al menos usted no la habrá perdido; su hermanito podrá
curarse...

—¡Ah!, no, señor... No hay esperanza.

—¿Pero usted sabe...? Hay en Madrid los grandes _ópticos_...

En el momento de decirlo, conoció el hombre la enormidad de su
_lapsus linguæ_. ¡Vaya que decir _ópticos_ por _oculistas_! Quiso
enmendarlo; pero la señora, que al parecer no había parado mientes
en el desatino, le dió fácil salida por otra parte. Pidióle permiso
para ausentarse brevemente á fin de traer á su hermana, lo que á
D. Francisco le supo muy bien, aunque las zozobras no tardaron en
acometerle de nuevo. ¿Cómo sería la hermanita? ¿Se reiría de él? ¡Si
por artes del enemigo no era tan fina como Cruz, y se espantaba de
verle á él tan ordinario, tan zafiote, tan...! «Vamos, no es tanto—se
dijo, estirando el cuello para verse en un espejo que frontero
al sofá pendía de la pared, con inclinación hacia adelante, como
haciendo una cortesía,—no es tanto... Lo que digo..., llevo muy bien
mi edad, y si yo me perfilara, daría quince y raya á más de cuatro
mequetrefes que no tienen más que la estampa.»

En esto estaba, cuando sintió á las dos hermanas en el pasillo
disputando con cierta viveza:

—Así, mujer, ¿qué importa? ¿No ves que es de toda confianza?

—¿Pero cómo quieres que entre así? Deja siquiera que me quite el
delantal.

—¿Para qué? Si somos nuestras propias criadas y nuestras propias
señoras, y él lo sabe bien, ¿qué importa que te vea así? Este es
un caso en que la forma no supone nada. Si estuviéramos sucias ó
indecentes, bueno que no nos vieran humanos ojos. Pero á limpias
nadie nos gana, y las señales del trabajo no nos hacen desmerecer á
los ojos de una persona tan razonable, tan práctica, tan... sencilla.
¿Verdad, D. Francisco?

Esto lo dijo alzando la voz, ya cerca de la puerta, y el aturrullado
prestamista creyó que la mejor respuesta era adelantarse á recibir
airosamente á las dos damas, diciendo: «Bien, bien; nada de
farándulas conmigo, que soy muy llano y tan trabajador como el
primero, y desde la más tierna infancia...»

Iba á seguir diciendo que él se limpiaba sus propias botas y se
barría el cuarto; pero le cortó la palabra la aparición de la segunda
Águila, que le dejó embobado y suspenso.

—Mi hermana Fidela—dijo Cruz, tirando de ella por un brazo hasta
vencer su resistencia.



V


—¿Qué importa que yo las vea en traje de mecánica, si ya sé que
son damas y muy requetedamas?—argumentó D. Francisco, que á cada
nuevo incidente se iba desentumeciendo de aquel temor que le
paralizaba.—Señorita Fidela, por muchos años... ¡Si está muy bien
así!... Las buenas mozas no necesitan perfiles...

—¡Oh!, perdone usted—dijo la Águila menor toda vergonzosa y
confusa.—Mi hermana es así: ¡hacerme salir en esta facha..., con unas
botas viejas de mi hermano, este mandil... y sin peinarme!

—Soy de confianza, y conmigo, ¡cuidado!, con Francisco Torquemada no
se gastan cumplidos... ¿Y qué tal? ¿Usted buena? ¿Toda la familia
buena? Lo que digo, la salud es lo primero, y en habiendo salud todo
va bien. Pienso, de conformidad con ustedes, que no hay chinchorrería
como el tener criadas, generalmente puercas, enredadoras, golosas, y
siempre, siempre soliviantadas con los malditos novios.

Á todas éstas no le quitaba ojo á la cocinerita, que era una preciosa
miniatura. Mucho más joven que su hermana, el tipo aristocrático
presentaba en ella una variante harto común. Sus cabellos rubios, su
color anémico, el delicado perfil, la nariz de caballete y un poquito
larga, la boca limpia, el pecho de escasísimo bulto, el talle sutil,
denunciaban á la señorita de estirpe, pura sangre, sin cruzamientos
que vivifican, enclenque de nacimiento y desmedrada luego por una
educación de estufa. Todo esto y algo más se veía bajo aquel humilde
empaque de fregona, que más bien parecía invención de chicos que
juegan á las máscaras.

Como la pobre niña (no tan niña ya, pues frisaba en los veintisiete)
no se había penetrado aún de aquel dogma de la desgracia que
prescribe el desprecio de toda presunción, esfuerzo grande le costaba
el presentarse en tal facha ante personas desconocidas. Tardó
bastante en aplomarse delante de Torquemada, el cual, acá para _inter
nos_, le pareció un solemne ganso.

—El señor—indicó la hermana mayor—era grande amigo de doña Lupe.

—¡Pobrecita! ¡Qué cariño nos tomó!—dijo Fidela, sentándose en
la silla más próxima á la puerta y escondiendo sus pies tan mal
calzados.—Cuando Cruz trajo la noticia de que había muerto la
pobre señora, ¡sentí una aflicción...! ¡Dios mío!, nos vimos más
desamparadas en aquel instante, más solas... La última esperanza, el
último cariño se nos iban también, y me pareció ver allá, allá lejos
una mano arrugadita que nos hacía... (_doblando los dedos á estilo
de despedida infantil_) así, así...

—Pues ésta—pensó el avaro, de admiración en admiración—también se
explica. ¡Ñales!, ¡qué par de picos de oro!

—Pero Dios no nos desampara—afirmó Cruz denegando expresivamente con
su dedo índice,—y dice que no, que no, que no nos quiere desamparar,
aunque el mundo entero en ello se empeñe.

—Y cuando nos vemos más solas, más rodeadas de tinieblas, asoma un
rayito de sol, que va entrando, entrando, y...

—Esto va conmigo. Yo soy ese sol...—dijo para su sayo Torquemada;
y en alta voz:—Sí, señoras, pienso lo mismo. La suerte protege al
que trabaja... ¡Vaya, que esta señorita tan delicada meterse en el
materialismo de una cocina!

—Y lo peor es que no sirvo—dijo Fidela.—Gracias que ésta me enseña...

—¡Ah! ¿La enseña doña Cruz?... ¡Qué bien!

—No, no quiere decir esto que yo aprenda... Empieza ella por no ser
una eminencia ni mucho menos. Yo me aplico, eso sí; ¡pero soy muy
distraída y hago cada barbaridad...!

—Bueno, ¿y qué?—indicó la mayor en tono festivo.—Como no cocinamos
para huéspedes exigentes, como esto no es hotel y sólo tenemos que
gustarnos á nosotras mismas, cuantas faltas se cometan están de
antemano perdonadas.

—Y una vez porque sale crudo, otras porque sale quemado, ello es que
siempre tenemos diversión en la mesa.

—Y en fin, que nos resulta una salsa con que no contamos: la alegría.

—Que no se compra en ninguna tienda—dijo Torquemada muy gozoso
de haber comprendido la figura.—Justo y cabal. Que me den á mí
esa salsa, y le meto el diente á todas las malas comidas de la
cristiandad. Pero usted, señorita Fidela, dice que guisa mal por
modestia... ¡Ah!, ya quisieran más de cuatro...

—No, no; lo hago malditamente. Y puede usted creerme—añadió con la
expresión viva, que era quizás la más visible semejanza que tenía
con Cruz,—puede usted creerme que me gustaría mucho cocinar bien;
pero muchísimo. Sí, sí; el arte culinario paréceme un arte digno del
mayor respeto, y que debe estudiarse por principios y practicarse con
seriedad.

—¡Como que debiera ser parte principal de la educación!—afirmó Cruz
del Águila.

—Lo que digo—apuntó Torquemada:—debieran poner en las escuelas
una clase de guisado... Y que las niñas, en vez de tanto piano y
tanto bordado de zapatillas, aprendieran á poner bien un arroz á la
vizcaína ó un atún á la marinera.

—Apruebo.

—Y yo.

—Conque...—murmuró el prestamista golpeando con ambas manos
los brazos del sillón, manera ruda y lacónica de expresar lo
siguiente:—Señoras mías, bastante tiempo hemos perdido en la
parlamenta. Vamos ahora al negocio...

—No, no; no venga usted con prisas—dijo la mayor, risueña, alardeando
de una confianza que trastornó más al hombre.—¿Qué tiene usted que
hacer ahora? Nada. No le dejamos salir de aquí sin que conozca á
nuestro hermano.

—Con _sumísimo_ gusto... No faltaba más. Como prisa, no la hay. Es
que no quisiera molestar...

—De ningún modo.

Fidela fué la primera que se levantó, diciendo: «No puedo
descuidarme. Dispénseme.»

Y se fué presurosa, dejando á su hermana en situación conveniente
para hacerle el panegírico.

—Es un ángel de Dios. Por la diferencia de edad, que no es menor de
doce años, soy para ella, más que hermana mayor, una madre. Hija y
madre somos, hermanas, amiguitas, pues el cariño que nos une no sólo
es grande por lo intenso, Sr. D. Francisco, sino por la extensión...;
no sé si me explico...

—Comprendido—indicó Torquemada quedándose á obscuras.

—Quiero decir que la desgracia, la necesidad, la misma bravura con
que Fidela y yo luchamos por la vida, ha dado á nuestro cariño
ramificaciones...

—Ramificaciones..., justo.

—Y por mucho que usted aguce su entendimiento, Sr. D. Francisco,
ya tan agudo, no podrá tener idea de la bondad de mi hermana, de
la dulzura de su carácter. ¡Y con qué mansedumbre cristiana se ha
sometido á estas duras pruebas de nuestro infortunio! En la edad en
que las jóvenes gustan de los placeres del mundo, ella vive resignada
y contenta en esta pobreza, en esta obscuridad. Me parte el alma su
abnegación, que parece una forma de martirio. Crea usted que si á
costa de sufrimientos mayores aún de los que llevo sobre mí pudiera
yo poner á mi pobre hermana en otra esfera, lo haría sin vacilar. Su
modestia es para esta triste casa el único bien que quizás poseemos
hoy; pero es también un sacrificio, consumado en silencio para que
resulte más grande y meritorio, y la verdad, quisiera yo compensar
de algún modo este sacrificio... Pero... (_confusa_) no sé lo que
digo..., no puedo expresarme. Dispénseme si le doy un poquito
de matraca. Mi cabeza es un continuo barajar de ideas. ¡Ay, la
desgracia me obliga á discurrir tanto, pero tanto, que yo creo que
me crece la cabeza, sí!... Tengo por seguro que con el ejercicio del
pensar se desarrolla el cráneo, por la hinchazón de todo el oleaje
que hay dentro... (_Riendo._) Sí, sí... Y también es indudable que no
tenemos derecho á marear á nuestros amigos... Dispénseme, y venga á
ver á mi hermano.

Camino del cuarto del ciego Torquemada no abrió el pico, ni nada
hubiera podido decir aunque quisiera, porque la elocuencia de
la noble señora le fascinaba, y la fascinación le volvía tonto,
dispersando sus ideas por espacios desconocidos, é inutilizando para
la expresión las poquitas que quedaban.

En la mejor habitación de la casa, un gabinetito con mirador,
hallábase Rafael del Águila, figura inmóvil y melancólica que tenía
por peana un sillón negro. Hondísima impresión hizo en Torquemada
la vista del joven sin vista, y la soberana tristeza de su noble
aspecto, la resignación dulce y discreta de aquella imagen, á la cual
no era posible acercarse sin cierto respeto religioso.



VI


Imagen dije, y no me vuelvo atrás; pues con los santos de talla,
mártires jóvenes ó Cristos guapos en oración, tenía indudable
parentesco de color y líneas. Completaban esta semejanza la absoluta
tranquilidad de su postura, la inercia de sus miembros, la barbita de
color castaño, rizosa y suave, que parecía más obscura sobre el cutis
blanquísimo de nítida cera; la belleza, más que afeminada, dolorida y
mortuoria, de sus facciones, y el no ver, el carecer de alma visible,
ó sea mirada.

—Ya me han dicho las señoras que...—balbució el visitante, entre
asombrado y conmovido.—Pues... digo que es muy sensible que usted
perdiera el órgano... ¡Pero quién sabe!... Buenos médicos hay que...

—¡Ah!, señor mío—dijo el ciego con una voz melodiosa y vibrante que
estremecía,—le agradezco sus consuelos, que desgraciadamente llegan
cuando ya no hay aquí ninguna esperanza que los reciba.

Siguió á esto una pausa, á la cual puso término Fidela entrando con
una taza de caldo, que su hermano acostumbraba tomar á aquella hora.
Torquemada no había soltado aún la mano del ciego, blanca y fina
como mano de mujer, de una pulcritud extremada.

—Todo sea por Dios—dijo el avaro entre un suspiro y un bostezo. Y
rebuscando en su mente con verdadera desesperación una frase del
caso, tuvo la dicha de encontrar ésta:—En su desgracia, pues..., la
suerte le ha desquitado dándole estas dos hermanitas tan buenas que
tanto le quieren...

—Es verdad. Nunca es completo el mal, como no es completo el
bien—aseguró Rafael volviendo la cara hacia donde le sonaba la voz de
su interlocutor.

Cruz enfriaba el caldo, pasándolo de la taza al plato y del plato
á la taza. D. Francisco, en tanto, admiraba lo limpio que estaba
Rafael, con su americana ó batín de lana clara, pantalón obscuro y
zapatillas rojas, admirablemente ajustadas á la medida del pie. El
señorito del Águila mereció en su tiempo, que era un tiempo no muy
remoto, fama de muchacho guapo, uno de los más guapos de Madrid.
Lució por su elegancia y atildada corrección en el vestir, y después
de quedarse sin vista, cuando por ley de lógica parecía excusada é
inútil toda presunción, sus bondadosas hermanas no querían que dejase
de vestirse y acicalarse como en los tiempos en que podía gozar de su
hermosura ante el espejo. Era en ellas como un orgullo de familia
el tenerle aseado y elegante, y si no hubieran podido darse este
gusto entre tantas privaciones, no habrían tenido consuelo. Cruz ó
Fidela le peinaban todas las mañanas con tanto esmero como para ir
á un baile; le sacaban cuidadosamente la raya, procurando imitar la
disposición que él solía dar á sus bonitos cabellos; le arreglaban
la barba y bigote. Gozaban ambas en esta operación, conociendo cuán
grata era para él la _toilette_ minuciosa, como recuerdo de su alegre
mocedad; y al decir ellas «¡qué bien estás!», sentían un goce que se
comunicaba á él, y de él á ellas refluía, formando un goce colectivo.

Fidela le lavaba y perfumaba las manos diariamente, cuidándole las
uñas con un esmero exquisito, verdadera obra maestra de su paciencia
cariñosa. Y para él, en las tinieblas de su vida, era consuelo y
alegría sentir la frescura de sus manos. En general, la limpieza le
compensaba hasta cierto punto de la obscuridad. ¿El agua sustituyendo
á la luz? Ello podría ser un disparate científico; pero Rafael
encontraba alguna semejanza entre las propiedades de uno y otro
elemento.

Ya he dicho que era el tal una figura delicada y distinguidísima,
cara hermosa, manos cinceladas, pies de mujer, de una forma
intachable. La idea de que su hermano, por estar ciego y no salir
á la calle, tuviese que calzar mal, sublevaba á las dos damas. La
pequeñez bonita del pie de Rafael era otro de los orgullos de raza,
y antes se quitaran ellas el pan de la boca, antes arrostrarían las
privaciones más crueles que consentir en que se desluciera el pie de
la familia. Por eso le habían hecho aquellas elegantísimas zapatillas
de tafilete, exigiendo al zapatero todos los requisitos del arte. El
pobre ciego no veía sus pies tan lindamente calzados; pero se los
sentía, y esto les bastaba á ellas, sintiendo al unísono con él en
todos los actos de la existencia.

No le ponían camisa limpia diariamente, porque esto no era posible en
su miseria; y además no lo necesitaba, pues su ropa permanecía días
y semanas en perfecta pulcritud sobre aquel cuerpo santo; pero aun
no siendo preciso, le mudaban con esmero..., y cuidado con ponerle
siempre la misma corbata. «Hoy te pones la azul de rayas—decía con
candorosa seriedad Fidela,—y el anillo de la turquesa.» Él contestaba
que sí, y á veces manifestaba una preferencia bondadosa por otra
corbata, tal vez porque así creía complacer más á sus hermanas.

El esmerado aseo del infeliz joven no fué la menor admiración de
D. Francisco en aquella casa, en la cual no escaseaban los motivos
de asombro. Nunca había visto él casa más limpia. En los suelos,
alfombrados tan sólo á trozos, se podía comer; en las paredes no se
veía ni una mota de suciedad; los metales echaban chispas... ¡Y tal
prodigio era realizado por personas que, según expresión de doña
Lupe, no tenían más que el cielo y la tierra! ¿Qué milagros harían
para mantenerse?... ¿De dónde sacaban el dinero para la compra?
¿Tendrían trampas? ¡Con qué artes maravillosas estirarían la triste
peseta, el tristísimo perro grande ó chico! ¡Había que verlo, había
que estudiarlo y meterse hasta el cuello en aquella lección soberana
de la vida! Todo esto lo pensaba el prestamista, mientras Rafael se
tomaba el caldo después de ofrecerle.

—¿Quiere usted, D. Francisco, un poquito de caldo?—le dijo Cruz.

—¡Oh, no! Gracias, señora.

—Mire usted que es bueno... Es lo único bueno de nuestra cocina de
pobres...

—Gracias... Se lo estimo...

—Pues vino no podemos ofrecerle. Á éste no le sienta bien, y nosotras
no lo gastamos por mil y quinientas razones, de las cuales con que
usted comprenda una sola, basta.

—Gracias, señora doña Cruz. Tampoco yo bebo vino más que los domingos
y fiestas de guardar.

—¡Vea usted qué cosa tan rara!—dijo el ciego.—Cuando perdí la vista,
tomé en aborrecimiento el vino. Podría creerse que el vino y la luz
eran hermanos gemelos, y que á un tiempo, por un solo movimiento de
escape, huían de mí.

Fáltame decir que Rafael del Águila seguía en edad á su hermana
Cruz. Había pasado de los treinta y cinco años; mas la ceguera, que
le atacó el 83, y la inmovilidad y tristeza consiguientes parecían
haber detenido el curso de la edad, dejándole como embalsamado, con
su representación indecisa de treinta años, sin lozanía en el rostro,
pero también sin canas ni arrugas, la vida como estancada, suspensa,
semejando en cierto modo á la inmovilidad insana y verdosa de aguas
sin corriente.

Gustaba el pobre ciego de la amenidad en la conversación. Narraba
con gracejo cosas de sus tiempos de vista, y pedía informes de los
sucesos corrientes. Algo hablaron aquel día de doña Lupe; pero
Torquemada no se interesó poco ni mucho en lo que de su amiga se
dijo, porque embargaban su espíritu las confusas ideas y reflexiones
sobre aquella casa y sus tres moradores. Habría deseado explicarse
con las dos damas, hacerles mil preguntas, sacarles á tirones del
cuerpo sus endiablados secretos económicos, que debían de constituir
toda una ley, algo así como la Biblia, un código supremo, guía y faro
eterno de pobres vergonzantes.

Aunque bien conocía el avaro que se prolongaba más de la cuenta la
visita, no sabía cómo cortarla, ni en qué forma desenvainar el pagaré
y los dineros, pues esto, sin saber por qué, se le representaba como
un acto vituperable, equivalente á sacar un revólver y apuntar con él
á las dos señoras del Águila. Nunca había sentido tan vivamente la
_cortedad del negocio_, que esto y no otra cosa era su perplejidad;
siempre embistió con ánimo tranquilo y conciencia firme de su derecho
á los que por fas ó por nefas necesitaban de su auxilio para salir de
apuros. Dos ó tres veces echó mano al bolsillo, y se le vino al pico
de la lengua el sacramental introito: «Conque señoras...», y otras
tantas la desmayada voluntad no llegó á la ejecución del intento.
Era miedo, verdadero temor de faltar al respeto á la infeliz cuanto
hidalga familia. La suerte suya fué que Cruz, bien porque conociera
su apuro, bien porque deseara verle partir, tomó la iniciativa,
diciéndole: «Si á usted le parece, arreglaremos eso.» Volvieron á la
sala, y allí se trató del negocio tan brevemente, que ambos parecían
querer pasar por él como sobre ascuas. En Cruz era delicadeza; en
Torquemada el miedo que había sentido antes, y que se le reprodujo
con síntomas graves en el acto de ajustar cuentas pasadas y futuras
con las pobrecitas aristócratas. Por su mente pasó como relámpago
la idea de perdonar intereses en gracia de la tristísima situación
de las tres dignas personas... Pero no fué más que un relámpago,
un chispazo, sin intensidad ni duración bastantes para producir
explosión en la voluntad... ¡Perdonar intereses! Si no lo había hecho
nunca, ni pensó que hacerlo pudiera en ningún caso... Cierto que las
señoras del Águila merecían consideraciones excepcionales; pero el
abrirles mucho la mano, ¡cuidado!, sentaba un precedente funestísimo.

Con todo, su voluntad volvió á sugerirle en el fondo, allá en el
fondo del ser, el perdón de intereses. Aún hubo en la lengua un
torpe conato de formular la proposición; pero no conocía él palabra
fea ni bonita que tal cosa expresara, ni qué cara se había de poner
al decirlo, ni hallaba manera de traer semejante idea desde los
espacios obscuros de la primera intención á los claros términos
del hecho real. Y para mayor tormento suyo, recordó que doña Lupe
le había encargado algo referente á esto. No podía determinar su
infiel memoria si la difunta había dicho _perdón_ ó _rebaja_.
Probablemente sería esto último, pues _la de los Pavos_ no era
ninguna derrochadora... Ello fué que en su perplejidad no supo el
avaro lo que hacía, y la operación de crédito se verificó de un modo
maquinal. No hizo Cruz observación alguna; Torquemada tampoco,
limitándose á presentar á la señora el pagaré ya extendido para
que lo firmase. Ni un gemido exhaló la víctima, ni en su noble faz
pudiera observar el más listo novedad alguna. Terminado el acto,
pareció aumentar el aturdimiento del prestamista, y despidiéndose
grotescamente salió de la casa á tropezones, chocando como pelota en
los ángulos del pasillo, metiéndose por una puerta que no era la de
salida, enganchándose la americana en el cerrojo y bajando al fin
casi á saltos, pues no se fijó en que eran curvas las vueltas de la
escalera, y allá iba el hombre por aquellos peldaños abajo como quien
rueda por un despeñadero.



VII


Su confusión y atontamiento no se disiparon, como pensaba, al
pisar el suelo firme de la calle; antes bien, éste no le pareció
absolutamente seguro. Ni las casas guardaban su nivel, dígase lo
que se dijera; tanto que por evitar que alguna se le cayera encima,
¡cuidado!, D. Francisco pasaba frecuentemente de una acera á otra.
En el café de Zaragoza, donde tenía una cita con cierto colega para
tratar de un embargo; en dos ó tres tiendas que visitó después, en la
calle, y por fin en su propia casa, en la cual recaló ya cerca de
anochecido, le perseguía una idea molesta y tenaz que sacudió de sí
sin conseguir ahuyentarla; y otra vez le atacaba, como el mosquito
que en la obscura alcoba desciende del techo con su trompetilla y
su aguijón, y cuanto más se le ahuyenta más porfiado el indino, más
burlón y sanguinario. La pícara idea concluyó por producirle una
desazón indecible, que le impedía comer con el acompasado apetito de
costumbre. Era una mala opinión de sí mismo, un voto unánime de todas
las potencias de su alma contra su proceder de aquella mañana. Claro
que él quería rebatir aquel dictamen con argumentos mil que sacaba de
este y el otro rincón de su testa; pero la idea condenatoria podía
más, más, y salía siempre triunfante. El hombre se entregaba al fin
ante el aterrador aparato de lógica que la enemiga idea desplegaba, y
dando un trastazo en la mesa con el mango del tenedor, se echó á su
propia cara este apóstrofe: «Porrón de Cristo..., ¡ñales!, mal que te
pese, Francisco, confiesa que hoy te has portado como un cochino.»

Abandonó los nada limpios manteles sin probar el postre, que, según
rezan las historias, era miel de la Alcarria, y tragado el último
buche de agua del Lozoya se fué á su gabinete, mandando á la tarasca,
su sirviente, que le llevase la lámpara de petróleo. Paseándose desde
la cama al balcón, ó sea desde la mitad de la alcoba al extremo del
gabinete; dando tal cual bofetada á la vidriera que ambas piezas
separaba y algún mojicón á la cortina para que no le estorbara el
paso, se rindió, como he dicho, á la idea vencedora. Porque, lo que
él decía, alguna ocasión había de llegar en que fuera indispensable
tener un rasgo. Él jamás tuvo ningún rasgo, ni había hecho nunca más
que apretar, apretar y apretar. Ya era tiempo de abrir un poco la
mano, pues había llegado á reunir, trabajando á pulso, una fortuna
que... Vamos, era más rico de lo que él mismo pensaba; poseía casas,
tierras, valores del Estado, créditos mil, todos cobrables, dineros
colocados con primera hipoteca, dineros prestados á militares y
civiles con retención de paga, cuenta corriente en el Banco de
España; tenía cuadros de gran mérito, tapices, sin fin de alhajas
valiosísimas; era, hablando bien y pronto, un hombre _opíparo_, vamos
al decir, opulento... ¿Qué inconveniente había, pues, en darse un
poco de lustre con las señoras del Águila, tan buenas y finas, damas,
en una palabra, cual él nunca las había visto? Ya era tiempo de tirar
para caballero, con pulso y medida, ¡cuidado!, y de presentarse ante
el mundo, no ya como el prestamista sanguijuela, que no va más que á
chupar y á chupar, sino como un señor de su posición, que sabe ser
generoso cuando le sale de las narices el serlo. ¡Y qué demonio!,
todo era cuestión de unas sucias pesetas, y con ellas ó sin ellas él
no sería ni más rico ni más pobre. Total, que había sido un puerco,
y se privaba de la satisfacción de que aquellas damas le guardaran
gratitud y le tuvieran en más de lo que le tenía el común de los
deudores... Porque las circunstancias habían cambiado para él con
el fabuloso aumento de riqueza: se sentía vagamente ascendido á una
categoría social superior; llegaban á su nariz tufos de grandeza
y de _caballería_, quiere decirse, de caballerosidad... Imposible
afianzarse en aquel estado superior sin que sus costumbres variaran,
y sin dar un poco de mano á todas aquellas artes innobles de la
tacañería. ¡Si hasta para el negocio le convenía una miaja de rumbo
y liberalidad; hasta para el negocio..., ¡ñales!, porque cuando se
marcara más aquella transformación á que abocado se sentía por la
fuerza de los hechos, forzoso era que acomodara sus procederes al
nuevo estado!... En fin, había que ver cómo se enmendaba el error
cometido... Difícil era, ¡re-Cristo!, porque ¿con qué incumbencia se
presentaba él nuevamente allá? ¿Qué les iba á decir? Aunque parezca
extraño, no encontraba el hombre, con toda su agudeza, términos
hábiles para formular el perdón de intereses. Infinitos recursos
de palabra poseía para lo contrario; pero del lenguaje de la
generosidad no conocía ni de oídas un solo vocablo.

Toda la prima noche se estuvo atormentando con aquellas ideas. Su
hija Rufinita y su yerno estuvieron á visitarle, y achacaron su
inquietud á motivos enteramente contrarios á los verdaderos. «Á tu
papá le han arreado algún timo—decía Quevedito á su esposa, cuando
salían para irse al teatro á ver una función de hora.—¡Y que debe de
haber sido gordo!»

Rufina, cogida del brazo de su diminuto esposo, y rebozada en su
toquilla color de rosa, iba refunfuñando por la calle:

—Es que papá no aprende... Aprieta sin compasión; quiere sacar jugo
hasta de las piedras; no perdona, no considera, no siente lástima
ni del _Sursum Corda_, y ¿qué resulta? Que la divina Providencia
se descuelga protegiendo á los malos pagadores..., y al pícaro
prestamista, estacazo limpio... Papá debiera abrir los ojos; ver que
con lo que tiene puede hacer otros papeles en el mundo; subirse á
la esfera de los hombres ricos, usar levita inglesa y darse mucha
importancia. ¡Vamos que vivir en una casa de corredor, y no tratar
más que con gansos, y vestir tan á la pata la llana! Esto no está
bien, ni medio bien. Verdad que á nosotros ¿qué nos va ni nos viene?
Allá se entienda; pero es mi padre, y me gustaría verle en otra
conformidad... Voy á lo que iba: papá estruja demasiado, ahoga al
pobre, y... hay Dios en el cielo, que está mirando donde se cometen
injusticias para levantar el palo. Claro, ve que mi padre es una
fiera para la cobranza, y allá va el garrotazo... Vete á saber lo que
habrá pasado hoy: alguno que no paga ni á tiros, y al ir á embargarle
se han encontrado con cuatro trastos viejos que no valen ni las
diligencias... Ó alguno que ha hecho la gracia de morirse dejando á
mi padre colgado; en fin, qué sé yo lo que será... Lo que digo: que á
Dios no le hace maldita gracia que papá sea tan atroz, y le dice...
«¡eh, cuidado...!»



VIII


Desde la muerte de su hijo Valentín, de triste memoria, Torquemada
se arregló una vivienda en el principal de la casa de corredor
que poseía en la calle de San Blas. Juntando los dos cuartitos
principales del exterior, le resultó una huronera bastante capaz,
con más piezas de las que él necesitaba, todo muy recogido, tortuoso
y estrecho, verdadera vivienda celular en la cual se acomodaba muy
á gusto, como si en cada uno de aquellos escondrijos sintiera el
molde de su cuerpo. Á Rufina le dió casa en otra de su propiedad,
pues aunque hija y yerno eran dos pedazos de pan, se encontraba
mejor solo que bien acompañado. Había dado Rufinita en la tecla de
refitolear los negocios de su padre, de echarle tal cual sermoncillo
por su avaricia, y él no admitía bromas de esta clase. Para cortarlas
y hacer su santa voluntad sin intrusiones fastidiosas, que cada cual
estuviese en su casa, y Dios... ó el diablo en la de todos.

Tres piezas tan sólo de aquel pequeño laberinto servían de vivienda
al tacaño, para dormir, para recibir visitas y para comer. Lo demás de
la huronera teníalo relleno de muebles, tapices y otras preciosidades
adquiridas en almonedas, ó compradas por un grano de anís á deudores
apurados. No se desprendía de ningún vargueño, pintura, objeto de
talla, abanico, marfil ó tabaquera sin obtener un buen precio, y
aunque no era artista, un feliz instinto y la costumbre de manosear
obras de arte le daban ciencia infalible para las compras así como
para las ventas.

En el ajuar de las habitaciones vivideras se notaba una
heterogeneidad chabacana. Á los muebles de la casa matrimonial del
tiempo de doña Silvia, habíanse agregado otros mejores, y algunos de
ínfimo valor, desmantelados y ridículos. En las alfombras se veían
pedazos riquísimos de Santa Bárbara cosidos con fieltros indecentes.
Pero lo más particular de la vivienda del gran Torquemada era que,
desde la muerte de su hijo, había proscrito toda estampa ó cuadro
religioso en sus habitaciones. Acometido en aquella gran desgracia
de un feroz escepticismo, no quería ver caras de santos ni Vírgenes,
ni aun siquiera la de nuestro Redentor, ya fuese clavado en la
cruz, ya arrojando del templo á los mercachifles. Nada, nada...,
¡fuera santos y santas, fuera Cristos, y hasta el mismísimo Padre
Eterno, fuera!..., que el que más y el que menos todos le habían
engañado como á un chino, y no sería él, ¡ñales!, quien les guardase
consideración. Cortó, pues, toda clase de relaciones con el cielo, y
cuantas imágenes había en la casa, sin perdonar á la misma Virgencita
de la Paloma, tan venerada por doña Silvia, fueron llevadas en un
gran canasto á la guardilla, donde ya se las entenderían con las
arañas y ratones.

Era tremendo el tal Torquemada en sus fanáticas inquinas religiosas,
y con el mismo desdén miraba la fe cristiana que todo aquel fárrago
de la Humanidad y del _Gran Todo_ que le había enseñado Bailón.
Tan mala persona era el _Gran Todo_ como el otro, el de los curas,
fabricante del mundo en siete pasteleros días, y luego... ¿para qué?
Se mareaba pensando en el turris-burris de cosas sucedidas desde la
creación hasta el día del cataclismo universal y del desquiciamiento
de las esferas, que fué el día en que remontó su vuelo el sublime
niño Valentín, tan hijo de Dios como de su padre, digan lo que
quieran, y de tanto talento como cualquier _Gran Todo_, ó cualquier
_Altísimo_ de por allá. Creía firmemente que su hijo, arrebatado al
cielo en espíritu y carne, lo ocupaba de un cabo á otro, ó en toda la
extensión del espacio infinito sin fronteras... ¡Cualquiera entendía
esto de no acabarse en ninguna parte los terrenos, los aires ó lo que
fuesen!... Pero, ¡qué demonio!, sin meterse en medidas, él creía á
pies juntillas que ó no había cielo ninguno, ni Cristo que lo fundó,
ó todo lo llenaba el alma de aquel niño prodigioso, para quien fué
estrecha cárcel la tierra y menguado saber todas las matemáticas que
andan por estos mundos.

Bueno. Pues con tales antecedentes se comprenderá que la única
imagen que en la casa del prestamista representaba á la Divinidad,
era el retrato de Valentinito, una fotografía muy bien ampliada,
con marco estupendo, colgado en el testero principal del gabinete,
sobre un vargueño, en el cual había candeleros de plata repujada,
con velas, pareciéndose mucho á un altar. La carilla del muchacho
era muy expresiva. Diríase que hablaba, y su padre, en noches de
insomnio, entendíase con él en un lenguaje sin palabras, más bien
de signos ó visajes de inteligencia, de cambio de miradas, y de un
suspirar hondo á que respondía el retrato con milagrosos guiños y
muequecillas. Á veces sentíase acometido el tacaño de una tristeza
indefinible, que no podía explicarse, porque sus negocios marchaban
como una seda, tristeza que le salía del fondo de toda aquella
cosa interior que no es nada del cuerpo; y no se le aliviaba sino
comunicándose con el retrato por medio de una contemplación lenta
y muda, una especie de éxtasis, en que se quedaba el hombre como
lelo, abiertos los ojos y sin ganas de moverse de allí, sintiendo
que el tiempo pasaba con extraordinaria parsimonia, los minutos
como horas y éstas como días bien largos. Excitado algunas veces
por contrariedades ó cuestiones con sus víctimas, se tranquilizaba
haciendo la limpieza total y minuciosa del cuadro, pasándole
respetuosamente un pañuelo de seda que para el caso tenía y á ningún
otro uso se destinaba; colocando con simetría los candeleritos, los
libros de matemáticas que había usado el niño, y que allí eran como
misales, un carretoncillo y una oveja que disfrutó en su primera
infancia; encendiendo todas las luces y despabilándolas con exquisito
cuidado, y tendiendo sobre el vargueño, para que fuese digno mantel
de tal mesa, un primoroso pañuelo grande bordado por doña Silvia.
Todo esto lo hacía Torquemada con cierta gravedad, y una noche llegó
á figurarse que aquello era como decir misa, pues se sorprendió con
movimientos pausados de las manos y de la cabeza que tiraban á algo
sacerdotal.

Siempre que le acometía el insomnio rebelde se vestía y calzaba, y
encendido el altar se metía en pláticas con el chico, haciéndole
garatusas, recordando con fiel memoria su voz y sus dichos, y
ensalzando con una especie de hosanna inarticulado..., ¿qué dirán
ustedes?, las matemáticas, las santísimas matemáticas, ciencia
suprema y única religión verdad en los mundos habidos y por haber.

Dicho se está que aquella noche, por lo muy excitado que estaba
el hombre, fué noche de gran solemnidad en tan singulares ritos.
Sintiéndose incapaz de dormir, ni siquiera pensó en acostarse.
La tarasca le dejó solo. Encendidas las velas apagó la lámpara
de petróleo, llevándola á la sala próxima para que el tufo no le
apestara, y entregóse á su culto. El recuerdo de las señoras del
Águila, y el vigor con que su conciencia le afeaba la conducta
observada con ellas, mezcláronse á otras visiones y sentimientos,
formando un conjunto extraño. Las matemáticas, la ciencia de la
cantidad, los sacros números, embargaban su espíritu. Caldeado el
cerebro, creyó oir cantos lejanos sumando cantidades con música y
todo... Era un coro angélico. El rostro de Valentinico resplandecía
de júbilo. El padre le dijo: «Cantan, cantan bien... ¿Quiénes son
esos?»

En su interior sentía el retumbar de una gran verdad proferida
como un cañonazo, á saber: que las matemáticas son el _Gran Todo_,
y los números los espíritus, que mirados desde abajo... son las
estrellas... Y Valentinico tenía en su ser todas las estrellas, y
por consiguiente, todito el espíritu que anda por allá y por acá. Ya
cerca de la madrugada rindióse D. Francisco al cansancio, y se sentó
frente al vargueño, apoyando la cabeza en el ruedo de sus brazos, y
éstos en el respaldo de la silla. Las luces se estiraban y enrojecían
lamiendo el pábilo negro; la cera chorreaba, con penetrante olor
de iglesia. El prestamista se aletargó, ó se despabiló, pues ambos
verbos, con ser contrarios, podían aplicarse al estado singular
de sus nervios y de su cabeza. Valentín no decía nada, triste y
mañoso como los niños á quienes no se ha hecho el gusto en algo que
vivamente apetecen. Ni habría podido decir D. Francisco si le miraba
realmente, ó si le veía en los nimbos nebulosos de aquel sueñecillo
que en la silla descabezaba. Lo indudable es que hijo y padre se
hablaron; al menos puede asegurarse como de absoluta realidad que D.
Francisco pronunció estas ó parecidas palabras: «Pero si no supe lo
que hacía hijo de mi alma. No es culpa mía si no sé tocar esa cuerda
del perdón..., y si la toco no me suena, cree que no me suena.»

—Pues... lo que digo—debió de expresar la imagen de Valentín,—fuiste
un grandísimo puerco... Corre allá mañana y devuélveles á toca teja
los arrastrados intereses.

Levantóse bruscamente Torquemada, y despabilando las luces,
se decía: «Lo haremos; es menester hacerlo... ¡Devolución...,
caballerosidad..., rasgo! ¿Pero cómo se compone uno para el rasgo?
¿Qué se dice? ¿De qué manera y con qué retóricas hay que arrancarse?
Diréles, ¡ñales!, que fué una equivocación..., que me distraje...,
¡ea!, que me daba vergüenza de ser rumboso..., la verdad, la verdad
por delante..., que no acertaba con el vocablo..., por ser la primera
vez que...»



IX


¡La primera vez que perdonaba réditos! Confuso y mareado durante toda
la mañana, se sentía en presencia de una estupenda crisis. Veía como
un germen de otro hombre dentro de sí, como un ser nuevo, misterioso,
embrión que ya rebullía, queriendo vivir por sí dentro de la vida
paterna. Y aquel sentimiento novísimo, apuntado como las ansias de
amor en quien ama por primera vez, le producía una turbación juvenil,
mezcla de alegrías y temor. Dirigióse, pues, á casa de las señoras
del Águila, como el novato de la vida que después de mil vacilaciones
se decide á lanzar su primera declaración amorosa. Y por el camino
estudiaba la frase, rebuscando las que tuvieran el saborete melifluo
que al caso correspondía. Dificultad grande era para él la palabra
suave y cariñosa, pues en su repertorio usual todas sonaban broncas,
ordinarias, como la percusión de la llanta de un carro sobre los
desgastados adoquines.

Recibido, como el día anterior, por Cruz, que se asombró mucho
de verle, estuvo muy torpe en el saludo. Olvidósele todo el
_diccionario_ fino que preparado llevaba, y como la dama le
preguntase por la feliz circunstancia á que debía el honor de tal
visita, disparóse el hombre á impulsos de la expansiva ansiedad que
dentro llevaba, y allá como el diablo le dió á entender, fué echando
de su boca este chorretazo de conceptos: «Porque verá usted, señora
doña Cruz... Ayer, como soy tan distraído... Pero mi intención,
¡cuidado!, era dar á ustedes una muestra... Soy hombre considerado y
sé distinguir. Crea usted que pasé un mal rato al percatarme, cuando
salí, de mi descuido, de mi... _estupefacción_. Ustedes valen, ya lo
creo, valen mucho; son personas dignísimas, y merecen que un amigo
de corazón les dé una muestra...»

Embarullándose tomó otro hilo, pero siempre iba á parar á la
muestra; hasta que dando un brinco, de locución, se entiende, fué á
caer espanzurrado en el terreno de la verdad pura y concisa: «Ea,
señora, que no cobro intereses, que no los cobro, aunque me lo
mande el Verbo... Y aquí tiene usted, en buena moneda, lo que ayer
descontamos.»

Quitósele un gran peso de encima, y se maravilló de que la dama no
hiciese remilgos para tomar el dinero devuelto. Diríase que esperaba
el rasgo, y su sonrisa benévola y graciosa de mujer bien curtida en
la sociedad revelaba la satisfacción de una sospecha confirmada.
Dióle las gracias con delicadeza, sin lloriqueos de pobre en quien
el tomar y el pedir ha venido á ser un oficio, y conociendo con tino
admirable que al usurero le causaba enojo aquel asunto, por no ser de
su cuerda, mudó airosamente de conversación. ¡Qué mal tiempo hacía!
¡Vaya que, después de tanto llover, venirse aquel frío seco del Norte
en pleno Mayo! ¡Y qué desastrosa temporada para los infelices que
tenían cajón en la pradera! Francamente, el Santo no se había portado
bien aquel año. De aquí pasaron al disgusto de las dos señoras
por la mala salud de Rafael. Era sin duda una afección hepática,
efecto de su vida sedentaria y tristísima. Una temporada de campo,
un viajecito, una tanda de baños alcalinos, serían quizás remedio
seguro; pero no podían pensar en semejante cosa. Con discreción
de buen tono se abstuvo la señora de recalcar en el tema de sus
escaseces, porque no creyera el otro que pordioseaba su auxilio para
llevar á baños al ciego.

La mente de Torquemada se había chapuzado en un profundo cavilar
sobre la pobreza decorosa de sus amigas, y aunque Cruz habló de muy
distintas cosas, no podía él seguirla más que con alguno que otro
tropezón monosilábico. De repente, como el nadador que después de una
larga inmersión sale á flote respirando fuertemente, se arrancó el
hombre con esta pregunta: «¿Y ese pleito...?»

Reproducíanse en su imaginación las estupendas ponderaciones de doña
Lupe agonizante, y aquellas galeras cargadas de oro, las provincias
enteras, los ingenios de Cuba y el cúmulo increíble de riquezas que
por derecho pertenecían á los del Águila, y que sin duda les había
quitado algún malsín. ¡Hay tanta pillería en esta España hidalga!

—¿Y ese pleito...?—volvió á decir, pues la señora no había contestado
al primer tiro.

—Pues el pleito—replicó al fin Cruz—sigue sus trámites. Es de lo
contencioso-administrativo.

—Quiere decirse que la parte contraria es el Gobierno.

—Justo.

—Pues entonces, no cansarse: lo perderán ustedes... El Gobierno se lo
lleva todo. Es el amo. Peseta que en sus manos cae, no esperemos que
vuelva á salir de aquellas condenadas arcas. Y dígame: ¿es de mucha
cuantía?

—¡Oh!, sí, señor... Y en los seis millones del suministro de cebada
en la primera guerra civil..., negocio de nuestro abuelo, ¿sabe
usted...?; pues en los seis millones, la cosa es tan clara, que si
no nos reconocen ese crédito, hay que despedirse de la justicia en
España.

Al oir el vocablo _millones_ Torquemada se quedó lelo, y aguzó el
hocico soplando hacia arriba, manera muy suya de expresar la magnitud
de las cosas juntamente con el asombro que produce.

—Hay además otros cabos, otros asuntos. La cosa es muy compleja, Sr.
D. Francisco... Mi padre fué despojado de sus tierras de la Rioja
y de la ribera del Jalón, que estuvieron afectas á una fianza por
la contrata de conducción de caudales. El Gobierno no cumplió lo
pactado, hizo mangas y capirotes de las cláusulas del arrendamiento
y echó mano á las fincas. Absurdos, Sr. D. Francisco, que sólo se
ven en este país desquiciado... ¿Quiere usted conocer detalladamente
el asunto? Pues véngase por aquí alguna de estas noches. En la
soledad y desamparo en que vivimos, víctimas de tanta injusticia y
de tanto atropello, alejadas de la sociedad en que nacimos y en la
cual hemos sufrido tantos desaires y desengaños tan horribles, Dios
misericordioso nos ha concedido un lenitivo, un descanso del alma,
la amistad de un hombre incomparable, de un alma caritativa, hidalga
y generosa, que nos sostiene en esta lucha y nos da ánimos. Sin ese
hombre compasivo, sin ese ángel, nuestra vida sería imposible: ya
nos habríamos muerto de tristeza. Ha sido el contrapeso de tanto
infortunio. En él hemos visto á la Providencia, piadosa y bella,
trayéndonos un ramito de oliva después del diluvio, y diciéndonos que
no olvidemos que existe la esperanza. ¡Esperanza! Basta con saber que
no ha sido arrebatada del mundo, para sentirla y vivir y alentar con
ella. Gracias á ese buen amigo no lo creemos todo perdido. Miramos á
las tinieblas que nos cercan, y allá lejos vemos una lucecita, una
lucecita...

—¿Y ese señor...?—dijo Torquemada, en quien la curiosidad pudo más
que el gustillo de oir á la señora.

—¿Conoce usted á D. José Ruiz Donoso?

—Donoso, Donoso... Me parece que me suena ese nombre.

—Persona muy conocida en Madrid, de edad madura, buena presencia,
respirando respetabilidad; modales de príncipe, pocas palabras,
acciones hidalgas sin afectación... D. José Ruiz Donoso... Sí, le
habrá usted visto mil veces. Ha sido empleado en Hacienda, de esos
que nunca quedan cesantes, pues sin ellos no hay oficina posible...
Hoy le tiene usted jubilado con treinta y seis mil, y vive como un
patriarca, sin más ocupación que cuidar á su mujercita enferma y
mirar por nosotras, activando el dichoso pleito, que si fuera cosa
suya no le inspiraría mayor interés. ¡Ay, nos quiere mucho, nos
adora! Fué íntimo de nuestro padre, y juntos siguieron en Granada la
carrera de leyes. Hombre muy bien quisto en todo el Madrid oficial;
para él no hay puerta cerrada en este y el otro Ministerio, ni en el
Tribunal de Cuentas, ni en el Consejo de Estado. Todo el día le tiene
usted de oficina en oficina, dando empujones al carro pesadísimo de
nuestro pleito, que hoy se nos atasca en este bache, mañana en el
otro. Conocedor como nadie del teclado jurídico y administrativo, ya
toca el registro de la recomendación amistosa, ya el de la autoridad
severa; un día le echa el brazo por el hombro al consejero A; otro
le suelta una peluca al oficial B, del Tribunal de Cuentas; y así
marcha el asunto, y así sabemos lo que es esperanza, y así vivimos.
Crea usted que el día en que Donoso nos falte, para nosotros se acabó
el mundo, y nada tendremos que hacer en él más que procurarnos una
muerte cristiana que nos lleve al otro lo más pronto posible.

Panegírico tan elocuente acreció la curiosidad de Torquemada, que
no veía las santas horas de echarse á la cara al señor de Donoso, á
quien, por el retrato trazado de tan buena mano, ya creía conocer. Le
estaba viendo, le sentía, érale familiar.

—No falta aquí ni una noche, aunque caigan capuchinos de
bronce—añadió la dama.—Es nuestra única tertulia, y el único solaz
de esta vida tristísima. Se me figura que han de simpatizar ustedes.
Conocerá usted á un hombre muy severo de principios, recto como los
caminos de Dios, veraz como el Evangelio, y de trato exquisito, sin
zalamerías, ese trato que ya se va perdiendo, la finura unida á la
dignidad y al sentimiento justo de la distancia que debe guardarse
siempre entre las personas.

—Sí que vendré—dijo D. Francisco, abrumado ya por la superioridad del
personaje tal como Cruz le pintaba.

Algo más de lo conveniente alargó la visita esperando que asomara
Fidela, á quien deseaba ver. Oyó su voz dulce y cariñosa, hablando
con el ciego en el gabinete próximo, como si amorosamente le riñera.
Mas la cocinerita no se presentaba, y al fin el tacaño no tuvo más
remedio que largarse, consolándose de su ausencia con el propósito
firme de volver á la noche.



X


Vestido con los trapitos de cristianar se fué entre ocho y nueve, y
cuando llamaba á la puerta subía tosiendo y con lento paso el señor
de Donoso. Entraron casi juntos, y en el saludo y presentación,
dicho se está que habían de contrastar la soltura y práctica mundana
del viejo amigo de la casa con la torpeza desmañada del nuevo. Era
Donoso un hombre eminentemente calvo, de bigote militar casi blanco;
las cejas muy negras, grave y ceremonioso el rostro, como un emblema
oficial que en sí mismo llevaba el respeto de cuantos lo miraban;
lleno y bien proporcionado de cuerpo y talla, con cierta tiesura
de recepción, obra de la costumbre y del trato social; vestido con
acendrada pulcritud, todo muy limpio, desde el cráneo pelado que
relucía como una tapadera de bruñido marfil, hasta las botas bien
dadas de betún y sin una mota del fango de las calles.

Desde los primeros momentos cautivó, á Torquemada, que no le
quitaba ojo ni perdía sílaba de cuanto dijo, admirando lo correcto
de su empaque y la fácil elegancia de sus expresiones. Aquella
levita cerrada, tan bien ajustadita al cuerpo, era la pieza de ropa
más de su gusto. Así, así eran galanas y _señoras_ las levitas,
_herméticamente cerradas_, no como la suya, del tiempo de Mariana
Pineda, tan suelta y desgarbada, que no parecía, al andar con ella,
sino un murciélago en el momento de levantar el vuelo. ¿Pues y aquel
pantalón de rayas, con tan buena caída, sin rodilleras?... ¡Y todo,
Señor, todo: los cuellos tiesos, blancos como la leche; las botas
de becerro, gruesas sin dejar de ser elegantes, y hasta la petaca
que sacó, con cifra, para ofrecerle un cigarrillo negro, de papel
pectoral engomado! Todo, Señor, todo en D. José Ruiz Donoso delataba
al caballero de estos tiempos, tal y como debían ser los caballeros,
como Torquemada deseaba serlo, desde que esta idea de la caballería
se le metió entre ceja y ceja.

El estilo, ó lo que D. Francisco llamaba _la explicadera_, le
cautivaba aún más que la ropa, y apenas se atrevía el hombre á dar
una opinión tímida sobre las cosas diversas que allí se hablaron.
Donoso y Cruz se lo decían todo, y se lo comentaban á competencia.
Ambos gastaban un repertorio inagotable de frases lucidísimas, que
Torquemada iba apuntando en su memoria para usarlas cuando el caso
viniese. Fidela hablaba poco; en cambio el ciego metía baza en todos
los asuntos, con verbosidad nerviosa y con el donaire propio de un
hombre en quien la falta de vista ha cultivado la imaginación.

Dando mentalmente gracias á Dios por haberle deparado en el señor de
Donoso el modelo social más de su gusto, D. Francisco se proponía
imitarle fielmente en aquella transformación de su personalidad que
le pedían el cuerpo y el alma; y más atento á observar que á otra
cosa, no se permitía intervenir en la conversación sino para opinar
como el oráculo de la tertulia. ¡Vamos que también doña Cruz era
oráculo, y decía unas cosas que ya las habría querido Séneca para
sí! Torquemada soltaba gruñiditos de aprobación, y aventuraba alguna
frase tímida, con el encogimiento de quien á cada instante teme hacer
un mal papel.

Dicho se está que Donoso trataba al prestamista de igual á igual, sin
marcar en modo alguno la inferioridad del amigo nuevo de la casa.
Su cortesía era como de reglamento, un poco seca y sin incurrir en
confianzas impropias de hombres tan formales. Representaba don José
unos sesenta años; pero tenía más, bastante más, muy bien llevados,
eso sí, gracias á una vida arregladísima y llena de precauciones.
Cuerpo y alma se equilibraban maravillosamente en aquel sujeto de
intachables costumbres, de una probidad en que la maledicencia no
pudo poner jamás la más mínima tacha; con la religión del método,
aprendida en el culto burocrático y trasegada de la administración á
todos los órdenes de la vida; de inteligencia perfectamente alineada
en ese nivel medio que constituye la fuerza llamada opinión. Todo
esto, con sagacidad adivinatriz, lo caló al instante Torquemada:
aquel era su hombre, su tipo, lo que él debía y quería ser al
encontrarse rico y merecedor de un puesto honroso en la sociedad.

Picando aquí y allá, la conversación recayó en el pleito. Aquella
noche, como todas, Donoso llevaba noticias. Cuando no tenía algo
nuevo que decir, retocaba lo de la noche anterior, dándole visos de
frescura, para sostener siempre verdes las esperanzas de sus amigas,
á quienes quería entrañablemente.

—Al fin, en el Tribunal ha aparecido el inventario del año 39. No
ha costado poco encontrarlo. El oficial es amigo mío, y ayer le
acusé las cuarenta por su morosidad... El ponente del Consejo me ha
prometido despachar el dictamen sobre la incidencia. Podemos contar
con que antes de las vacaciones habrá recaído fallo... He podido
conseguir que se desista del informe de Guerra, que sería el cuento
de nunca acabar...—Y por aquí seguía. Cruz suspiraba, y Fidela
parecía más atenta á su labor de _frivolité_ que al litigio.

—En este Madrid—dijo D. Francisco, que en aquel punto de la
conversación se encontró con valor para irse soltando—se eternizan
los pleitos, porque los que administran justicia no miran más que á
las influencias. Si las señoras las tienen, échense á dormir. Si no,
esperen sentadas el fallo. De nada le vale al pobre litigante que su
derecho sea más claro que el sol, si no halla buenas aldabas á que
agarrarse.

Dijo, y se sopló de satisfacción al notar lo bien que caía en los
oyentes su discurso. Donoso lo apoyaba con rápidos movimientos
de cabeza, que producían en la convexidad reluciente de su calva
destellos mareantes.

—Lo sé por experiencia propia de mí mismo—agregó el orador, abusando
lastimosamente del pleonasmo.—¡Ay qué curia, ralea del diablo, peste
del infierno! Olían la carne, se figuraban que había donde hincar la
uña, y me volvían loco con esperas de hoy para mañana y de este mes
para el otro, hasta que yo los mandaba adonde fué el padre Padilla y
un poquito más allá. Claro, como no me dejaba saquear, perdía, y por
esto ahora, antes que andar por justicia, prefiero que todo se lo
lleven los demonios.

Risas. Fidela le miró, diciendo de improviso:

—Sr. D. Francisco, ya sabemos que en Cadalso de los Vidrios tiene
usted mucha propiedad.

—Lo sabemos—agregó Cruz—por una mujer que fué criada nuestra y que
es de allá. Viene á vernos de vez en cuando, y nos trae albillo por
Octubre, y en tiempo de caza, conejos y perdices.

—¿Propiedad yo?... Regular, nada más que regular.

—¿Cuántos pares?—preguntó lacónicamente Donoso.

—Diré á ustedes... Lo principal es viña. Cogí el año pasado mil y
quinientas cántaras...

—¡Hola, hola!

—¡Pero si va á seis reales! Apenas se saca para el coste de laboreo y
para la condenada contribución.

—No se achique—dijo Cruz.—Todos los labradores son lo mismo. Siempre
llorando...

—Yo no lloro, no, señora... No vayan á creer que estoy descontento de
la suerte. No hay queja, no. Tengo, sí, señora, tengo. ¿Á qué lo he
de negar, si es el fruto de mi sudor?

—Vamos, que es usted riquísimo—dijo Fidela en tono que lo mismo podía
ser de burla que de desdén, con un poquito de asombro, como si detrás
de aquella frase hubiese una vaga acusación á la Providencia por lo
mal que repartía las riquezas.

—Poco á poco... ¿Qué es eso de riquísimo? Hay, sí, señora; hay para
una mediana olla. Tengo algunas casas... Y en Cadalso, además del
viñedo, hay su poco de tierra de labor, su poco de pasto...

—Va á resultar—observó el ciego en tono jovial—que con todos esos
pocos se trae usted medio mundo en el bolsillo. ¡Si con nosotros no
ha de partirlo usted!

Risas. Torquemada, un poquitín corrido, se arrancó á decir:

—Pues bueno, señoras y caballeros, soy rico, relativamente rico,
lo cual no quita que sea humilde, muy humilde, muy llano, y que
sepa vivir á lo pobre, con un triste pedazo de pan si á mano viene.
Miserable me suponen algunos que me ven trajeado sin los requilorios
de la moda; por pelagatos me tienen los que saben mi cortísimo gasto
de casa y boca, y el no suponer, el no pintarla nunca. Como que
ignoro lo que es darse lustre, y para mí no se ha hecho la bambolla.

Al oir este arranque, en que D. Francisco puso cierto énfasis,
Donoso, después de reclamar con noble gesto la atención, endilgó un
solemne discurso, que todos oyeron religiosamente, y que merece ser
consignado, pues de él se derivan actitudes y determinaciones de la
mayor importancia en esta real historia.



XI


—¿Á qué hacer un misterio de la riqueza bien ganada?—dijo Donoso en
tono grave, midiendo las palabras y oyéndose el concepto, por lo que
venía á ser á un tiempo mismo orador y público.—¿Á qué disimularla
con mal entendida humildad? Resabio es ese, Sr. D. Francisco, de
una educación meticulosa, y de costumbres que debemos desterrar si
queremos que haya bienestar y progreso y que florezcan el comercio
y la industria. ¿Y á qué vienen, Sr. D. Francisco, esa exagerada
modestia, esos hábitos de sobriedad sórdida, sí, señor, sórdida, en
desacuerdo con los posibles atesorados por el trabajo? ¿Á qué viene
ese vivir con apariencias de miseria poseyendo millones, y cuando
digo millones, digo también miles, ó lo que sea? No; cada cual debe
vivir en armonía con sus posibles, y así tiene derecho á exigirlo la
sociedad. Viva el jornalero como jornalero, y el capitalista como
capitalista, pues si es chocante ver á un pobre pelele echando la
casa por la ventana, no lo es menos ver á un rico escatimando el
céntimo y rodeado de escaseces y porquerías. No: cada cual según su
porqué; y el rico que vive con miseria entre gente zafia y ordinaria,
peca gravemente, sí, señor, pero contra la sociedad. Esta necesita
constituir una fuerza resistente contra los embates del proletariado
envidioso. ¿Y con qué elementos ha de constituir esa fuerza sino con
la gente adinerada? Pues si los terratenientes y los rentistas se
meten en una covacha y esconden lo que les da el derecho de ocupar
las grandes posiciones, si renuncian á éstas y se hacen pasar por
mendigos, ¿en quién, digo yo, en quién ha de apoyarse la sociedad
para su mejor defensa?

Se cruzó de brazos. Nadie le contestaba, porque nadie se atrevía
á interrumpir con palabra ni gesto retahila tan elocuente. Siguió
diciendo:

—La riqueza impone deberes, señor mío; ser pudiente y no figurar
como tal en el cuadro social, es yerro grave. El rico está obligado
á vivir armónicamente con sus posibles, gastándolos con la prudencia
debida y presentándose ante el mundo con esplendor decoroso. La
posición, amigo mío, es cosa muy esencial. La sociedad designa los
puestos á quienes deben ocuparlos. Los que huyen de ellos, dejan á la
sociedad desamparada y en poder de la pillería audaz. No, señor; hay
que penetrarse bien de las obligaciones que nos trae cada moneda que
entra en nuestro bolsillo. Si el pudiente vive cubierto de harapos,
¿me quiere usted decir cómo ha de prosperar la industria? Pues y
el comercio, ¿me quiere usted decir cómo ha de prosperar? ¡Adiós
riqueza de las naciones, adiós movimiento mercantil, adiós cambios,
adiós belleza y comodidad de las grandes capitales, adiós red de
caminos de hierro!... Y hay más. Las personas de posición constituyen
lo que llamamos _clases directoras_ de la sociedad. ¿Quién da la
norma de cuanto acontece en el mundo? Las clases directoras. ¿Quién
pone un valladar á las revoluciones? Las clases directoras. ¿Quién
sostiene el pabellón de la moralidad, de la justicia, del derecho
público y privado? Las clases directoras. ¿Le parece á usted que
habría sociedad, y que habría paz, y que habría orden y progreso,
si los ricos dijeran: «pues mire usted, no me da la gana de ser
clase directora, y me meto en mi agujero, me visto con siete modas
de atraso, no gasto un maravedí, como como un cesante, duermo en un
jergón lleno de pulgas, no hago más que ir metiendo mis rentas en un
calcetín, y allá se las componga la sociedad, y defiéndase como pueda
del socialismo y de las trifulcas. Y la industria que muera, pues
para nada me hace falta; y el comercio que lo parta un rayo; y las
vías de comunicación que se vayan en hora mala. ¿Ferrocarriles? Si
yo no viajo, ¿para qué los quiero? ¿Urbanización, higiene, ornato de
las ciudades? Á mí qué. ¿Policía, justicia? Como no pleiteo, como no
falto á la ley escrita, vayan con mil demonios...»?

Detenido para tomar aliento, el labio palpitante, acalorado el pecho,
oyóse un vago rumor de aprobación, la cual no se manifestaba con
aplausos por el excesivo respeto que á todos el orador infundía.

Pausa. Transición de lo serio á lo familiar.—No tome á mal, Sr.
D. Francisco, esta filípica que me permito echarle. Óigala con
benevolencia, y después usted, en su buen juicio, hará lo que le
acomode... Hablamos aquí como amigos, y cada cual dice lo que siente.
Pero yo soy muy claro, y con las personas á quienes estimo de veras
uso una claridad que á veces encandila. Conozco bien la sociedad.
He vivido más de cuarenta años en contacto con todas las eminencias
del país; he aprendido algo; no me faltan ideas; sé apreciar las
cosas; la experiencia me da cierta autoridad. Usted me parece persona
muy sensata, de muy buen sentido, sólo que demasiado metido en su
concha. Es usted el caracol, siempre con la casa á cuestas. Hay que
salir, vivir en el mundo... Me permito decirle mi parecer, porque yo
predico á los hombres agudos: á los tontos no les digo nada. No me
entenderían.

—Bien, bien—murmuró Torquemada, que atontado por el terrible
efecto de las amonestaciones de Donoso, no acertaba á expresar su
admiración.—Ha hablado usted como Séneca; no, mejor, mucho mejor
que Séneca... Es que..., diré á ustedes... Como yo me crié pobre,
y con estrechez he vivido ahorrando hasta la saliva, no puedo
acostumbrarme... ¿Cuál es el camino más derecho del mundo? La
costumbre..., y por él voy. ¿Yo metiéndome á clase directora? ¿Yo
pintándola por ahí? ¿Yo echando facha y...? No, no puede ser; no me
cae, no me comprendo así, vamos.

—¡Si no es echar facha, por Dios!

—Si más afectación, y por consiguiente más _facha_, hay en aparentar
pobreza siendo rico.

—Sólo se trata de dar á la verdad su natural semblante.

—Se trata de representar lo que se es.

—Otra cosa es engaño.

—Mentira, farsa.

—No basta ser rico, sino parecerlo.

—Justo.

—Cabal.

Estos comentarios, expresados rápidamente por los tres Águilas sin
dar á D. Francisco tiempo para hacerse cargo de cada uno de ellos,
le envolvieron en un torbellino. Sus oídos zumbaban; las ideas
penetraban en su mente como una bandada de alimañas perseguidas, y
volvían á salir en tropel para revolotear por fuera. Balbuciente
primero, con segura voz después, manifestóse conforme con tales
ideas, asegurando que ya había pensado en ello despacio, y que se
reconocía fuera de su natural centro y clase; pero ¿cómo vencer su
genio corto y encogido, cómo aprender de golpe las mil cosas que
una persona de posibles debe saber? Echóse instintivamente por este
camino de sinceridad, después de muchos tropezones y reticencias, y
antes de que pensara si le sería conveniente declarar su incapacidad
para la finura, ya la había declarado y confesado como un niño
sorprendido en falta. ¿Qué remedio ya? Lo dicho, dicho estaba, y no
se volvía atrás. Donoso le arguyó con razones poderosas; Cruz sostuvo
que otros más desmañados andaban por el mundo hechos unos príncipes,
y Fidela y el ciego le animaban con observaciones festivas, que si
algo tenían de burla, era ésta tan discreta y sazonada que no podía
ofenderle.

Charla charlando llegó el fin de la velada, y tan gustoso se
encontraba allí el hombre, que habría podido creer que su
conocimiento con las Águilas y con Donoso databa de fecha muy remota;
de tal modo se le iban metiendo en el corazón. Juntos salieron los
dos amigos de la casa, y por el camino platicaron cuanto les dió la
gana sobre negocios, maravillándose D. Francisco de lo fuerte que
estaba D. José en aquellas materias, y de lo bien que discurría sobre
el interés del capital y demás incumbencias económicas.

Y solo ya en su madriguera, recordaba el prestamista, palabra por
palabra, el réspice que le echó aquel su nuevo amigo y ya director
espiritual, pues pensaba seguir lo mejor que pudiese su sapientísima
doctrina. Lo que le había dicho sobre los deberes del rico y la ley
de las posiciones sociales era cosa que se debía oir de rodillas,
algo como el sermón de la Montaña, la nueva ley que debía transformar
el mundo. El mundo en aquel caso era él, y Donoso el Mesías que había
venido á volverlo todo patas arriba y á fundar nueva sociedad sobre
las ruinas de la vieja. En sus ratos de desvelo, no pensaba don
Francisco más que en el sastre á que había de encargar una levita
_herméticamente cerrada_ como la de Donoso, en el sombrerero que le
decoraría la cabeza y en otras cosas pertinentes á la vestimenta.
¡Oh! ¡Sin pérdida de tiempo había que declarar la guerra á la facha
innoble, al vestir sucio y ordinario! Bastantes años llevaba ya de
adefesio. La sociedad fina le reclamaba como á un desertor, y allá se
iba derecho, con botas de charol y todo lo demás que le correspondía.

Pero su mayor asombro era que en una sola noche de palique con
aquellas dignísimas personas, había aprendido más términos elegantes
que en diez años de su vida anterior. Del trato con doña Lupe había
sacado (en justicia debía decirlo) diferentes modos de hablar que le
daban mucho juego. Por ejemplo, con ella aprendió á decir: _plantear
la cuestión, en igualdad de circunstancias, hasta cierto punto_ y _á
grandes rasgos_. Pero ¿qué significaba esta miseria de lenguaje con
las cosas bonitísimas que acababa de asimilarse? Ya sabía decir _ad
hoc_ (pronunciaba _azoc_), _partiendo del principio_, _admitiendo la
hipótesis_, _en la generalidad de los casos_; y, por último, gran
conquista era aquello de llamar á todas las cosas el _elemento tal_,
el _elemento cual_. Creía él que no había más elementos que el agua y
el fuego, y ahora salíamos con que es muy bello decir los _elementos
conservadores_, el _elemento militar_, _eclesiástico_, etc.

Al día siguiente todas las cosas se le antojaron distintas de como
ordinariamente las veía. «¿Pero me he vuelto yo niño?», se dijo,
notando en sí un gozo que le retozaba por todo el cuerpo, una como
ansia de vivir ó dulce presagio de felicidades. Todas las personas
de su conocimiento que aquel día vió pareciéronle de una tosquedad
intolerable. Algunas le daban asco. El café del Gallo y el de las
Naranjas, adonde tuvo que ir en persecución de un infeliz deudor,
pareciéronle indecorosos. Amigos encontró que no andaban á cuatro
pies por especial gracia de Dios, y los había que le apestaban.
«Atrás, ralea indecente», se decía, huyendo del trato de los que
fueron sus iguales, y refugiándose en su casa, donde al menos tenía
la compañía de sus pensamientos, que eran unos pensamientos muy
guapos, de levita y sombrero de copa, graves, sonrientes y con
tufillo de agua de colonia.

Recibió á su hija con cierto despego aquel día, diciéndole: «¡Pero
qué facha te traes! Hasta me parece que hueles mal. Eres muy
ordinaria, y tu marido el cursi más grande que conozco, _uno de
nuestros primeros cursis_.»



XII


Dicho se está que antes faltaran las estrellas en la bóveda celeste
que Torquemada en la tertulia de las señoras del Águila y en la
confraternidad del señor de Donoso, á quien poco á poco imitaba,
cogiéndole los gestos y las palabras, la manera de ponerse el
sombrero, el tonito para saludar familiarmente, y hasta el modo de
andar. Bastaron pocos días para entablar amistad. Empezó el tacaño
por hacerse el encontradizo con su modelo en Recoletos, donde vivía;
le visitó luego en su casa con pretexto de consulta sobre un préstamo
á retro que acababan de proponerle, y por mediación de Donoso hizo
después otro hipotecario en condiciones muy ventajosas. De noche se
veían en casa de las del Águila, donde el tacaño había adquirido ya
cierta familiaridad. No sentía encogimiento, y viéndose tratado con
benevolencia y hasta con cariño, arrimábase al calor de aquel hogar
en que dignidad y pobreza eran una misma cosa. Y no dejaba de notar
cierta diferencia en la manera de tratarle las cuatro personas de
aquella gratísima sociedad. Cruz era quien mayores miramientos tenía
con él, mostrándole en toda ocasión una afabilidad dulce y deseos de
contentarle. Donoso le miraba como amigo leal. En Fidela creía notar
cierto despego y algo de intención zumbona, como si delicadamente
y con mucha finura quisiera á veces... lo que en estilo vulgar se
llama _tomar el pelo_; y en fin, Rafael, sin faltar á la urbanidad,
siempre correcto y atildado, le llevaba la contraria en muchas de las
cosas que decía. Poquito á poco vió D. Francisco que se marcaba una
división entre los cuatro personajes, dos á un lado, dos al otro.
Si en algunos casos la división no existía y todo era fraternidad y
concordia, de repente la barrerita se alzaba, y el avaro tenía que
alargar un poco la cabeza para ver á Fidela y al ciego de la parte
de allá. Y ellos le miraban á él con cierto recelo, que era lo más
incomprensible. ¿Por qué tal recelo, si á todos les quería, y estaba
dispuesto á descolgarse con algún sacrificio de los humanamente
posibles, dentro de los límites que le imponía su naturaleza?

Cruz sí que se le entraba por las puertas del alma con su afabilidad
cariñosa, y aquel gracejo que le había dado Dios para tratar todas
las cuestiones. Poquito á poco fué creciendo la familiaridad, y era
de ver con qué salero sabía la dama imponerle sus ideas, trocándose
de amiga en preceptora. «D. Francisco, esa levita le cae á usted
que ni pintada. Si no moviera tanto los brazos al andar, resultaría
usted un perfecto diplomático...» «D. Francisco, haga por perder
la costumbre de decir _mismamente_ y _ojo al Cristo_. No sienta
bien en sus labios esa manera de hablar...» «D. Francisco, ¿quién
le ha puesto á usted la corbata?, ¿el gato? Creeríase que no han
andado manos en ella, sino garras...» «D. Francisco, siga mi consejo
y aféitese la perilla, que mitad blanca y mitad negra, tiesa y
amenazadora, parece cosa postiza. El bigote solo, que ya le blanquea,
le hará la cara más respetable. No debe usted parecer un oficial de
clase de tropa, retirado. Á buena presencia no le ganará nadie si
hace lo que le digo...» «Don Francisco, quedamos en que desde mañana
no me trae acá el cuello marinero. Cuellito alto, ¿estamos? Ó ser ó
no ser persona de circunstancias, como usted dice...» «D. Francisco,
usa usted demasiada agua de colonia. No tanto, amigo mío. Desde que
entra usted por la puerta de la calle, vienen aquí esos batidores
del perfume anunciándole. Medida, medida, medida en todo...» «D.
Francisco, prométame no enfadarse, y le diré..., ¿se lo digo?...,
le diré que no me gusta nada su escepticismo religioso. ¡Decir que
no le _entra el dogma_! Aparte la forma grosera de expresarlo,
_¡entrarle el dogma!_, la idea es abominable. Hay que creer, señor
mío. Pues qué, ¿hemos venido á este mundo para no pensar más que en
el miserable dinero?»

Dicho se está que con estas reprimendas dulces y fraternales se le
caía la baba al hombre, y allí era el prometer sumisión á los deseos
de la señora, así en lo chico como en lo grande, ya en el detalle
nimio de la corbata, ya en el grave empeño de apechugar á ojos
cerrados con todas y cada una de las verdades religiosas.

Fidela se permitía dirigirle iguales admoniciones, si bien en tono
muy distinto, ligeramente burlón y con toques imaginativos muy
graciosos. «D. Francisco, anoche soñé que venía usted á vernos en
coche, en coche propio, como debe tenerlo un hombre de _posibles_.
Vea usted cómo los sueños no son disparates. La realidad es la que no
da pie con bola, en la mayoría de los casos... Pues sí, sentimos el
estrépito de las ruedas, salí al balcón, y me veo á mi don Francisco
bajar del _landeau_, el lacayo en la portezuela, sombrero en mano...»

—¡Ay, qué gracia!...

—Dijo usted al lacayo no sé qué..., con ese tonillo brusco que
suele usar..., y subió. No acababa nunca de subir. Yo me asomé á
la escalera, y le vi sube que te sube, sin llegar nunca, pues los
escalones aumentaban á cientos, á miles, y aquello no concluía.
Escalones, siempre escalones... Y usted sudaba la gota gorda... Ya
por último subía encorvadito, muy encorvadito, sin poder con su
cuerpo..., y yo le daba ánimos. Se me ocurrió bajar, y el caso es
que bajaba, bajaba sin poder llegar hasta usted, pues la escalera se
aumentaba para mí bajando como para usted subiendo...

—¡Ay qué fatiga, y qué sueños tan raros!

—Esta es así—dijo Cruz riendo.—Siempre sueña con escaleras.

—Es verdad. Todos mis sueños son de subir y bajar. Amanezco con las
piernas doloridas y el pecho fatigado. Subo por escaleras de papel,
por escaleras de diamante, por escalas tan sutiles como hilos de
araña. Bajo por peldaños de metal derretido, por peldaños de nieve,
y por un sin fin de cosas, que son mis propios pensamientos puestos
unos debajo de otros... ¿Se ríen?

Sí que se reían, Torquemada principalmente, con toda su alma, sin
sentirse lastimado por el ligero acento de sátira que salpimentaba la
conversación de Fidela como un picante usado muy discretamente. El
sentimiento que la joven del Águila le inspiraba era muy raro. Habría
deseado que fuese su hija, ó que su hija Rufina se le pareciese,
cosas ambas muy difíciles de pasar del deseo á la realidad. Mirábala
como una niña á quien no se debía consentir ninguna iniciativa en
cosas graves, y á quien convenía mimar, satisfaciendo de vez en
cuando sus antojos infantiles. Fidela solía decir que le encantaban
las muñecas, y que hasta la época en que la adversidad le impuso
deberes domésticos muy penosos, se permitía jugar con ellas.
Conservaba de los tiempos de su niñez opulenta algunas muñecas
magníficas, y á ratos perdidos, en la soledad de la noche, las sacaba
para recrearse y charlar un poco con sus mudas amigas, recordando
la edad feliz. Confesábase además golosa. En la cocina, siempre
que hacían algún postre de cocina, fruta de sartén ó cosa tal, lo
saboreaba antes de servirlo, y el repuesto de azúcar tenía en la
cocinera un enemigo formidable. Cuando no mascaba un palito de
canela, roía las cáscaras de limón; se comía los fideos crudos, los
tallos tiernos de lombarda y las cáscaras de queso.—Soy el ratón de
la casa—decía con buena sombra,—y cuando teníamos jilguero, yo le
ayudaba á despachar los cañamones. Me gusta extraordinariamente
chupar una hojita de perejil, roer un haba ó echar en la boca un
puñadito de arroz crudo. Me encanta el picor de la corteza de los
rabanitos, y la miel de la Alcarria me trastorna hasta el punto
de que la estaría probando, probando, por ver si es buena, hasta
morirme. Por barquillos soy yo capaz de no sé qué, pues me comería
todos los que se hacen y se pueden hacer en el mundo; tanto, tanto me
gustan. Si me dejaran, yo no comería más que barquillos, miel y... ¿á
que no lo acierta, don Francisco?

—¿Cacahuet?

—No.

—¿Piñones confitados?

—Tampoco.

—¿Pasas, alfajores, guirlache, almendras de Alcalá, bizcochos
borrachos?

—Los bizcochos borrachos también me emborrachan á mí; pero no es eso,
no es eso. Es...

—Chufas—dijo el ciego para concluir de una vez.

—Eso es... Me muero por las chufas. Yo mandaría que se cultivara esa
planta en toda España, y que se vendiera en todas las tiendas para
sustituir al garbanzo. Y la horchata debiera usarse en vez de vino.
Ahí tiene usted una cosa que á mí no me gusta, el vino. ¡Qué asco!
¡Vaya con lo que inventan los hombres! Estropear las uvas, una cosa
tan buena, por sacar de ellas esa bebida repugnante... Á mí me da
náuseas, y cuando me obligan á beberlo, me pongo mala, caigo dormida
y sueño los desatinos más horripilantes: que la cabeza me crece, me
crece hasta ser más grande que la iglesia de San Isidro, ó que la
cama en que duermo es un organillo de manubrio, y yo el cilindro
lleno de piquitos que volteando hace sonar las notas... No, no me den
vino, si no quieren que me vuelva loca.

¡Lo que se divertían Donoso y Torquemada con estas originalidades
de la simpática joven! Deseando mostrarle un puro afecto paternal,
no iba nunca D. Francisco á la tertulia sin llevar alguna golosina
para el ratoncito de la casa. Felizmente, en la Travesía del Fúcar,
camino de la calle de San Blas, tenía su tienda de esteras y horchata
un valenciano que le debía un pico á Torquemada, y éste no pasaba
por allí ninguna tarde sin afanarle con buenos modos un cartuchito
de chufas. «Es para unos niños», solía decirle. El confitero de
la calle de las Huertas, deudor insolvente, le pagaba, á falta de
moneda mejor, intereses de caramelos, pedacitos de guirlache, alguna
yema, melindres de Yepes ó mantecadas de Astorga, género sobrante
de la última Navidad, y un poco rancio ya. Hacía de ello el tacaño
paquetitos, con papeles de colores que el mismo confitero le daba,
y corriéndose alguna vez á adquirir en la tienda de ultramarinos
el cuarterón de pasas ó la media librita de galletas inglesas, no
había noche que entrara en la tertulia con las manos vacías. Todo
ello no le suponía más que una peseta y céntimos cada vez que tenía
que comprarlo, y con tan poco estipendio se las daba de hombre
galante y rumboso. Rebosando dulzura, con todas las confiterías del
mundo metidas en su alma, presentaba el regalito á la damisela,
acompañándolo de las expresiones más tiernas y mejor confitadas que
podía dar de sí su tosco vocabulario. «Vamos, sorpresa tenemos.
Esta no la esperaba usted... Son unas cosas de chocolate fino que
llaman _pompones_, con hoja de papel de plata fina y más rico que el
mazapán.» No podía corregirse la costumbre de anunciar y ponderar
lo que llevaba. Acogía Fidela la golosina con grandes extremos de
agradecimiento y alegría infantil, y D. Francisco se embelesaba
viéndola hincar en la sabrosa pasta sus dientes, de una blancura
ideal, los dientes más iguales, más preciosos y más limpios que él
había visto en su condenada vida; dientes de tan superior hechura
y matiz, que nunca creyó pudiese existir en la humanidad nada
semejante. Pensando en ellos decía: «¿Tendrán dientes los ángeles?,
¿morderán?, ¿comerán?... Vaya usted á saber si tendrán dientes y
muelas, ellos que, según rezan los libros de religión, no necesitan
comer. ¿Y á qué es _plantear esa cuestión_? Falta saber que _haiga_
ángeles.»



XIII


La amistad entre Donoso y Torquemada se iba estrechando rápidamente,
y á principios del verano D. Francisco no ponía mano en cosa alguna
de intereses sin oir el sabio dictamen de hombre tan experto. Donoso
le había ensanchado las ideas respecto al préstamo. Ya no se reducía
al estrecho campo de la retención de pagas á empleados civiles y
militares, ni á la hipoteca de casas en Madrid. Aprendió nuevos modos
de colocar el dinero en mayor escala, y fué iniciado en operaciones
lucrativas sin ningún riesgo. Próceres arruinados le confiaron su
salvación, que era lo mismo que entregársele atados de pies y manos;
sociedades en decadencia le cedían parte de las acciones á precio
ínfimo con tal de asegurar sus dividendos, y el Estado mismo le
acogía con benignidad. Todo el mecanismo del Banco, que para él había
sido un misterio, le fué revelado por Donoso, así como el manejo de
Bolsa, de cuyas ventajas y peligros se hizo cargo al instante con
instinto seguro. El amigo le asesoraba con absoluta lealtad, y cuando
le decía: «compre usted Cubas sin miedo», D. Francisco no vacilaba.
Armonía inalterable reinaba entre ambos sujetos, siendo de admirar
que en la intervención de Donoso en los tratos torquemadescos,
resplandecía siempre el más puro desinterés. Habiéndole proporcionado
dos ó tres negocios de gran monta, no quiso cobrarle corretaje ni
cosa que lo valiera.

Al compás de esta transformación en el orden económico, iba
operándose la otra, la social, apuntada primero tímidamente en
reformas de vestir, y llevada á su mayor desarrollo por medio de
transiciones lentas, para que el cambiazo no saltara á la vista con
crudezas de sainete. El uso del hongo atenuaba la rutilante aparición
de un terno nuevo de paño color de pasa, y los resplandores de la
chistera flamante se obscurecían y apagaban con un gabán de cuello
algo seboso, contemporáneo de la entrada de nuestras valientes tropas
en Tetuán. Tenía suficiente sagacidad para huir del ridículo, ó para
sortearlo con hábiles combinaciones. Aun así, la metamorfosis fué
cogida al vuelo por más de un guasón de los barrios en que residían
sus principales conocimientos, y no faltaron cuchufletas ni venenosas
mordeduras. Sin hacer caso de ellas, D. Francisco iba dando de lado
á sus tradicionales relaciones, y ya no podía disimular el despego
que le inspiraban sus amigos del café del Gallo y de diversas
tiendas y almacenes de la calle de Toledo, despego que para algunos
era antipatía más ó menos declarada y para otros aversión. Alguien
encontraba natural que D. Francisco quisiera _pintarla_, poseyendo,
como poseía, más que muchos que en Madrid iban desempedrando las
calles en carretelas no pagadas ó que vivían de la farsa y del
enredo. Y no faltó quien, viéndole con pena alejarse de la sociedad
en que había ganado el primer milloncito de reales, le tildara de
ingrato y vanidoso... Al fin, hacía lo que todos: después de chupar
á los pobres hasta dejarles sin sangre, levantaba el vuelo hacia las
viviendas de los ricos.

Y si en los hábitos, particularmente en el vestir, la evolución se
marcaba con rasgos y caracteres que podía observar todo el mundo,
en el lenguaje no se diga. Ya sabía decir cada frase que temblaba
el misterio, y se iba asimilando el hablar de Donoso, con un gancho
imitativo increíble á sus años. Verdad que á lo mejor afeaba los
conceptos con groseros solecismos, ó tropezaba en obstáculos de
sintaxis. Pero así y todo, á quien no le conociera le daba el
gran chasco, porque advertido por su sagacidad de los peligros de
hablar mucho, se concretaba á lo más preciso, y el laconismo y tal
cual dicharacho pescado en la boca de Donoso le hacían pasar por
hombre profundo y reflexivo. Más de cuatro, que por primera vez en
aquellos días se le echaron á la cara, veían en él un sujeto de mucho
conocimiento y gravedad, oyéndole estas ó parecidas razones: «Tengo
para mí que los precios de la cebada serán un _enizma_ en los meses
que siguen, por la _actitud expectante_ de los labradores.» Ó esta
otra: «Señores, yo tengo para mí (el ejemplo de Donoso le hacía estar
constantemente _teniendo para sí_) que ya hay bastante libertad, y
bastante _naufragio_ universal, y más derechos que queremos. Pero
yo pregunto: ¿Esto basta? ¿La nación, por ventura, no come más que
principios? ¡Oh!, no... Antes del principio, désele el cocido de una
buena administración, y la sopa de un presupuesto nivelado... Ahí
está el _quiquiriquí_... Ahí le duele..., ahí... Que me administren
bien, que no gotee un céntimo..., que se mire por el contribuyente,
y yo seré el primero en felicitarme de ello _á fuer de_ español y
_á fuer de_ contribuyente...» Alguien decía oyéndole hablar: «Un
poco tosco es este _tío_; pero ¡qué bien discurre!» ¡Y qué ingenioso
el chiste de llamar _naufragio_ al sufragio! Dicho se está que lo
juicioso de sus manifestaciones y su fama de hombre de _guita_ le
iban ganando amigos en aquella esfera en que desplegaba sus alas.
_Manifestaciones_ eran para él cuanto se hablaba en el mundo, y tan
en gracia le cayó el término, que no dejaba de emplearlo en todo
caso, así le dieran un tiro. Manifestaciones lo dicho por Cánovas
en un discurso que se comentaba; manifestaciones lo dicho por la
portera de la casa de la calle de San Blas, acerca de si los chicos
del tercero hacían ó no hacían aguas menores sobre los balcones del
segundo.

Y ya que se nombra la casa de D. Francisco, debe añadirse que la
primera vez que entró en ella Donoso para tratar de un fuerte
préstamo que solicitaban los duques de Gravelinas, se asombró de
lo mal que vivía su amigo; y valido de la confianza que ya tenía
con él, se permitió amonestarle en aquel tonillo paternal que tan
buen resultado le daba: «No lo creería si no lo viera, amigo D.
Francisco... Es que me enfado; tómelo como quiera, pero me enfado,
sí, señor... Vamos á ver: ¿no le da vergüenza de vivir en este
tugurio? ¿No comprende que hasta su crédito pierde con tener casa tan
miserable? ¡Qué dirá la gente! Que es usted Alejandro en puño, un
avaro de mal pelaje, como los que se estilan en las comedias. Créame:
esto le hace poco favor. Tal como es el hombre, debe ser la casa. Me
carga que no se tenga de una personalidad como usted el concepto que
merece.»

—¡Pues yo, Sr. D. José, me acomodo tan bien aquí...! Desde que perdí
á mi querido hijo, le tomé asco á los barrios del centro. Vivo aquí
muy guapamente, y tengo para mí que esta casa me ha traído buena
suerte... Pero no vaya á creer, ¡cuidado!, que echo en saco roto sus
manifestaciones. Se pensará, D. José, se pensará...

—Piénselo, sí. ¿No le parece que en vez de andar buscando con un
candil inquilino para el principal de su casa de la calle de Silva,
debe usted instalarse en él?

—¡En aquel principal tan grande!... ¡Veintitrés piezas, sin contar
el...! ¡Oh!, no; ¡qué locura! ¿Qué hago yo en aquel palaciote, yo
solo, sin necesidades, yo, que sería capaz de vivir á gusto en un
cajón de vigilantes de consumos, ó en una garita de guarda-agujas?

—Siga mi consejo, Sr. D. Francisco—añadió Donoso, cogiéndole la
solapa,—y múdese al principal de la calle de Silva. Aquella es la
residencia natural del hombre que me escucha. La sociedad tiene
también sus derechos, á los cuales es locura querer oponer el gusto
individual. Tenemos derecho á ser puercos, sórdidos, y á desayunarnos
con un mendrugo de pan, cierto; pero la sociedad puede y debe
imponernos un _coram vobis_ decoroso. Hay que mirar por el conjunto.

—¡Pero D. José de mi alma, mi personalidad se perderá en aquel
caserón, y no sabrá cómo arreglarse para abrir y cerrar tanta puerta!

—Es que usted...

Hizo punto Donoso, como sin atreverse con la _manifestación_ que
preparaba; pero después de una corta perplejidad, acomodó sus caderas
en el sillón no muy blando que de pedestal le servía, miró á D.
Francisco severamente, y accionando con el bastón, que parecía signo
de autoridad, le dijo:

—Somos amigos... Tenemos fe el uno en el otro, por cierta
compenetración de los caracteres...

—¡Compenetración!—repitió Torquemada para sí, apuntando la bonita
palabra en su mente.—No se me olvidará.

—Supongo que usted creerá leal y sincero, inspirado en un interés de
verdadero amigo, cuanto yo me permita manifestarle.

—Cierto, por la com... compenetranza..., penetración...

—Pues yo sostengo, amigo D. Francisco, y lo digo sin rodeos, clarito,
como se le deben decir á usted las cosas..., sostengo que usted debe
casarse.

Aunque parezca lo contrario, no causó desmedido asombro en Torquemada
la _manifestación_ de su amigo; pero creyó del caso pintar en su
rostro la sorpresa:

—¡Casarme yo, á mis años!... ¿Pero lo dice de verdad? ¡Cristo!,
casarme... Ahí es nada lo del ojo... Como si fuera beberse un vaso de
agua... ¿Soy algún muchacho?

—¡Bah!... ¿Qué tiene usted, cincuenta y cinco, cincuenta y siete...?
¿Qué vale eso? Está usted hecho un mocetón, y la vida sobria y activa
que ha llevado le hacen valer más que toda la juventud encanijada que
anda por ahí.

—Como fuerte, ya lo soy. No siento el correr de la edad... Á robustez
no me gana nadie, ni á... Qué se yo... _Tengo para mí_ que no
carecería de facultades; digo, me parece... Pero no es eso. Digo que
adónde voy yo ahora con una mujer colgada del brazo, ni qué tengo yo
que pintar en el matrimonio, encontrándome, como me encuentro, muy á
mis anchas en el _elemento_ soltero.

—¡Ah!..., eso dicen todos...: libertad, comodidad..., el buey
suelto... Pero y en la vejez, ¿quién ha de cuidarle? Y esa atmósfera
de santo cariño, ¿con qué se sustituye cuando llegamos á viejos?...
¡La familia, Sr. D. Francisco! ¿Sabe usted lo que es la familia?
¿Puede una personalidad importante vivir en esta celda solitaria
y fría, que parece el cuarto de una fonda? ¡Oh! ¿No lo comprende,
bendito de Dios? Cierto que usted tiene una hija; pero su hija mirará
más por la familia que ella se cree que por usted. ¿De qué le valdrán
sus riquezas en la espantosa soledad de un hogar sin afecciones,
sin familia menuda, sin una esposa fiel y hacendosa?... Dígame:
¿De qué le sirven sus millones? Reflexione..., considere que nada
puedo aconsejarle yo que no sea la misma lealtad. La posición quiere
casa, y la casa quiere familia. ¡Buena andaría la sociedad si todos
pensaran como usted y procedieran con ese egoísmo furibundo! No, no;
nos debemos á la sociedad, á la civilización, al Estado. Crea usted
que no se puede pertenecer á las clases directoras sin tener hijos
que educar, ciudadanos útiles que ofrecer á esa misma colectividad
que nos lleva en sus filas, porque los hijos son la moneda con que se
paga á la nación los beneficios que de ella recibimos...

—Pero venga acá, D. José, venga acá—dijo Torquemada echándose
atrás el sombrero y tomando muy en serio la cosa.—Vamos á cuentas.
_Partiendo del principio_ de que á mí me dé ahora el naipe por
contraer matrimonio, queda en pie la gran cuestión, la madre del
cordero... ¿Con quién...?

—¡Ah!..., eso no es cuenta mía. Yo planteo la cuestión; no soy
casamentero. ¿Con quién? Busque usted...

—Pero D. José, venga acá. ¡Á mis años...! ¿Qué mujer me va á querer á
mí con esta facha?... Digo, mi facha no es tan mala, ¡cuidado! Otras
hay peores.

—Digo... si las hay peores.

—Con cincuenta y seis años que cumpliré el 21 de Septiembre, día
de San Mateo... Cierto que no faltaría quien me quisiera por mi
_guano_..., digo, por mi capital; pero eso no me llena, ni puede
llenar á ningún hombre de juicio.

—¡Oh!, naturalmente. Bien sé yo que si usted anunciara su blanca
mano, se presentarían cien mil candidatas. Pero no se trata de eso.
Usted, si acepta mis indicaciones, contrarias de todo en todo al
celibato, busque, indague, coja la linterna y mire por ahí. ¡Ah, ya
sabrá, ya sabrá escoger lo mejorcito! Á buena parte van. Mi hombre
sabe ver claro, y posee una sagacidad que da quince y raya al lucero
del alba. No, no temo yo que pueda resultar una mala elección.
¿Existe la persona que emparejará dignamente con D. Francisco? Pues
si existe, contemos con que D. Francisco la encuentra, aunque se
esconda cien estados bajo tierra.

—¡Vaya, que á mis años...!—repitió el usurero con ligera inflexión de
lástima de sí mismo.

—No tergiverse la cuestión ni se escape por la tangente de su
edad... ¡Su edad! Si es la mejor. Como usted, en caso de volver á la
cofradía, no habría de descolgarse con una mocosa, frívola y llena la
cabeza de tonterías, sino con una mujer sentada...

—¿Sentada?

—Y de una educación intachable...

—¡Pero qué cosas tiene D. José!... Salir ahora con la peripecia de
que debo casarme... ¡Y todo por la... _colectividad_!—dijo Torquemada
rompiendo á reir como un muchacho, ávido de bromas.

—No—replicó Donoso, levantándose despacio, como quien acaba de
cumplir un alto deber social,—no hago más que señalar una solución
conveniente; no hago más que decir al amigo lo que entiendo razonable
y eminentemente práctico.

Salieron juntos, y aquel día no hablaron más de casorio. Pero antes
de que concluyera la semana, D. Francisco se mudó á su amplísimo
principal de la calle de Silva.



XIV


Había él oído mil veces _el casado casa quiere_; pero nunca oyó que
por el simple hecho de tener casa debiera un cristiano casarse. En
fin, cuando Donoso lo decía, su poco de razón habría seguramente en
ello. Las noches que siguieron á aquella memorable conversación,
estuvo el hombre receloso y asustado en la tertulia de las señoras
del Águila. Temía que D. José saliese allí con la tecla del casorio,
y francamente, si llegaba á sacarla, de fijo el aludido se pondría
como un pimiento. De sólo pensarlo le subían vapores á la cara.
¿Por qué le daba vergüenza de oirse interrogar sobre nuevas nupcias
delante de Crucita y Fidelita? ¿Acaso le había pasado por las mientes
ahorcarse con alguna de ellas? Oh, no; eran demasiado finas para que
él pretendiese tal cosa; y aunque su pobreza las bajaba enormemente
en la escala social, conservaban siempre el aquel aristocrático,
barrera perfumada que no podía salvar con todo su dinero un hombre
viejo, groserote y sin principios. No; nunca soñó tal alianza. Si
alguien se la hubiera propuesto, el hombre habría creído que se reían
en sus barbas.

Una noche Cruz le habló de Valentinico, y las dos hermanas mostraron
tal interés en saber pormenores de la vida y muerte del prodigioso
niño, que Torquemada no paró de hablar hasta muy alta la noche,
contando la triste historia con sinceridad y sin estudio, en su
lenguaje propio, olvidado de los terminachos que se le caían de
la boca á Donoso y que él recogía. Habló con el corazón, narrando
alegrías de padre, las amarguras de la enfermedad que le arrebató su
esperanza, y con calor y naturalidad tan elocuentes se expresó el
hombre, que las dos damas lloraron, sí, lloraron, y Fidela más que
su hermana; como que no hacía más que sonarse y empapar el pañuelo
en los ojos. Rafael también oyó con recogimiento lo que contaba D.
Francisco; pero no lloraba, sin duda por no ser propio de hombres,
ni aun ciegos, llorar. Él sí que echaba unos lagrimones del tamaño
de garbanzos, como siempre que alguien refrescaba en su espíritu la
fúnebre historia.

Y para que se vea cómo se enlazan los hechos humanos y cómo se va
tejiendo esta trenza del vivir, aquella noche, paseándose en su
cuarto delante del altarito con las velas encendidas, no podía
pensar más que en las dos damas gimoteando por la memoria del pobre
Valentinico, y en la circunstancia notoria de que Fidela había
llorado más que Cruz, pero más. Bien lo sabía ya el chiquillo sin que
su padre se lo dijera. Acostóse D. Francisco ya muy tarde, cansado
de dar vueltas y de hacer garatusas delante del vargueño, cuando en
medio de un letargo oyó claramente la voz del niño: «¡Papá, papá!...»

—¿Qué, hijo mío?—dijo levantándose de un salto, pues casi siempre
dormía medio vestido, envuelto en una manta.

Valentín le habló en aquel lenguaje peculiar suyo, sólo de su padre
entendido, lenguaje que era rapidísima transmisión de ojos á ojos.

—Papá, yo quiero resucitar.

—¿Qué, hijo mío?—repitió el tacaño sin entender bien, restregándose
los ojos.

—Que quiero resucitar, vamos, que me da la gana de vivir otra vez.

—¡Resucitar..., vivir otra vez..., volver al mundo!

—Sí, sí. Ya veo lo contento que te pones. Yo también, porque, lo que
te digo: aquí se aburre uno.

—¿Según eso, te tendré otra vez conmigo, pedazo de gloria?—exclamó
Torquemada sentándose, ó más bien cayéndose sobre una silla, cual si
estuviera borracho perdido.

—Volveré á ese mundo.

—Resucitando, como quien dice, al modo que Jesucristo; saliéndote tan
guapamente de la sepulturita perpetua que... me costó diez mil reales.

—Hombre, no; eso no podría. ¿Tú qué estás pensando? Salir así...,
¿cómo dices?, ¿grande y con el cuerpo de cuando me morí?... Quítate.
Así no me dejan...

—Pues así, así debe ser. ¿Quién se opone? ¿El Grandísimo Todo? Ya, ya
veo la tirria que me tiene por si digo ó no digo de él lo que me da
la gana, ¡ñales! Pero conmigo que no juegue...

—Cállate... El Señor Grandísimo es bueno y me quiere. Como que me
deja hacer en todo mi santísima voluntad, y ahora me ha dicho que
me salga de este elemento, que me vaya contigo para convertirte y
quitarte de la cabeza tus herejías endemoniadas.

—¿Y vienes á este elemento?—murmuró Torquemada, hecho un ovillo, la
cabeza entre las piernas.

—Al elemento de la Humanidad bonita. Pero me da risa lo que tú
piensas, padre. ¡Creer que salgo de la fosa con mi cuerpo de antes!
¿Estamos en los tiempos de la Biblia? No y no. Entérate bien: para ir
allá, tengo que volver á nacer.

—¿Volver á nacer?

—Verbigracia, nacer chiquitín, como se nace siempre, como la otra vez
que nací, que no fué la primera, digo que no fué la primera, ¡ñales!

—Entonces, hijo mío..., me vestiré... ¿Qué hora es? Iré á avisar al
comadrón, D. Francisco de Quevedo, calle del Ave María.

—Todavía no... ¿Qué prisa hay? Pues apenas falta tiempo para eso. Tú
estás tonto, padre.

—Sí que lo estoy. No sé lo que me pasa. Ya me parece que despunta el
día. Las velas alumbran poco, y no te veo bien la cara.

—Es que me borro, yo no sé qué tengo que me borro. Me voy volviendo
chiquitín...

—Espérate... ¿Y tu mamá, dónde está? (Al decir esto, Torquemada,
tendido cuan largo era en medio de la estancia, parecía un muerto.)
Se me figura que la he sentido gritar... Lo que dije, empiezan los
dolores; hay que avisar.

—No avises, no. Estoy tan chiquitín que no me encuentro. No tengo más
que el alma, y abulto menos que un grano de arroz.

—Ya no veo nada. Todo tinieblas. ¿Dónde estás? (En esto se arrastraba
á gatas por el cuarto.) Tu mamá no parece. La traía yo en el
bolsillo, y se me ha escapado. Puede que esté dentro de la caja de
fósforos... ¡Ah, pícaro! La tienes tú ahí, la escondes en el bolsillo
de tu chaleco.

—No, tú la tienes. Yo no la he visto. El Grandísimo Todo me dijo que
era fea...

—Eso no.

—Y vieja.

—Tampoco.

—Y que no sabía cómo se llamaba, ni le hacía falta averiguarlo.

—Yo sí lo sé; pero no te lo digo.

—Tiempo tengo de saberlo.

—_Partiendo del principio_ de que sea quien tú crees...

—No se dice así, papá. Se dice: en el _mero hecho_ de que sea...

—Justo: en el _mero hecho_; se me había olvidado el término... Pues
si es, que sea, y si no es, que no sea... Será otra.

Púsose en cuclillas con gran dificultad, y sobándose los ojos miraba
con estupefacción el altarito, diciendo: «¡Qué cosas me pasan!»
Valentinico no replicaba.

—¿Pero es verdad que...?—le preguntó don Francisco, que se había
quedado solo.—Tengo frío. Me salí de la cama sin echarme el
chaquetón, y no tendrá maldita gracia que coja una pulmonía. Lo
que haría yo ahora es tomar algo, _por ejemplo_, migas ó unas
patatas fritas. Pero á estas horas, ¿cómo le _planteo_ yo á Rumalda
_la cuestión_ de que me haga el almuerzo?... Juraría que mi hijo
quiere nacer y que me lo ha dicho... Pero yo, triste de mí, ¿cómo
lo _nazgo_?... Me volveré á la cama, y dormiré un poco si puedo.
Todo ello será una suposición, un _mero hecho_. Le contaré á Donoso
lo que me pasa, y resuelva él mismamente esta... _hipoteca_, digo,
_hipótesis_, que es como decir lo que se supone. Para que mi hijo
nazca, se necesita en primer término una madre, no, en primer
término un padre. D. José quiere que yo sea padre de familia, como
quien dice, señor de muchas circunstancias. Ya le veo las cartas al
señor de Donoso, que me estima, sí, me estima... Pero no puede ser.
Dispense usted, amigo mío; pero no hay forma humana de que se realice
ese..., ¿cómo se dice? ¡Ah!, sí..., _desideratum_. Yo le agradezco
á usted mucho el _desideratum_, y estoy muy envanecido de saber
que..., muy satisfecho, y á la verdad, también tengo yo unas miajas
de _desideratum_...; pero hay una barrera...: eso de las clases.
Pronto se dice que no hay clases; pero al decirlo, las dichosas
clases saltan á la vista y le dejan á uno corrido... Dispénseme, D.
José, dispénseme; pídame usted lo que quiera, la Biblia en pasta,
pero no me pida eso. La idea de que me digan: «¡So!, vete de ahí,
populacho, que apestas», me subleva y me pone á morir. Y no es que yo
huela mal. Bien ve usted que me lavo y me aseo. Y hasta el aliento,
que según me decía doña Lupe tiraba un poco para atrás..., se me ha
corregido con la limpieza de la boca...; y desde que me quité la
perilla, que parecía un rabo de conejo, tengo mejor ver. Dice Rumalda
que me parezco algo á O’Donnell cuando volvía del África... En fin,
que por lo físico no hay caso. Tengo para mí que _en igualdad de
circunstancias_, sería yo el preferido; es decir, si yo fuera más
fino y de nacimiento y educación más _compatibles_... Pero no, no soy
_compatible_, no caso, no ajusto... Mi corteza es muy dura, áspera y
picona como lija... No puede ser, no puede ser.

Pasado algún tiempo se agitó en la cama, diciéndose con sobresalto:
«¿Apostamos á que he roncado? Sí, ronqué... Me oí soltar un piporrazo
como los de los funerales... Esto sí que es gordo... Y yo pregunto:
El Sr. Donoso, que es hombre tan fino, ¿roncará? Y aquellas
delicadísimas señoras..., ¡por vida del Todísimo!, ¿roncarán?»



XV


Á causa de la mala noche estuvo destemplado y ojeroso toda la mañana
siguiente, y por la tarde se le vió hecho un azacán, persiguiendo
gangas de almoneda para amueblar con decencia, dentro de la economía,
su nueva casa. No compró cama de matrimonio, porque ya la tenía, y
de palosanto, adquirida por doña Silvia en un precio bajísimo. Y
como Ruiz Donoso se tomaba la confianza de asesorarle en aquellos
arduos asuntos, aun antes de que D. Francisco le pidiera su leal
parecer sobre ellos, resultó que fueron comprados multitud de objetos
pertinentes al uso de señoras distinguidas, algunos tan extraños,
que no sabía Torquemada para qué demonios servían. Como adquirido
en liquidaciones diferentes, por embargo, quiebra ó defunción, el
mueblaje era de lo más heterogéneo que imaginarse puede. Pero la casa
iba resultando elegante, de rico y señoril aspecto. Imposible que
dejase de hablarse de ella en la tertulia de las del Águila: Cruz
pedía informes, se hacía explicar y describir todos los trastos,
expresando opiniones discretísimas sobre la necesaria armonía entre
la comodidad y la elegancia.

Una de aquellas tardes (debió de ser pocos días después de la
mudanza) fueron de paseo Torquemada y su modelo, charlando de
negocios. Á la vuelta del Retiro por el Observatorio, saltó la
conversación á lo del pleito, y D. José, parándose en firme, expresó
una opinión optimista acerca de él; mas luego venían los peros, una
cáfila de inconvenientes que quitaban todo su efecto á la primera
afirmación. Había que gastar mucho, y como las señoras carecían
de posibles, quizás..., _y sin quizás_, tendrían que abandonar su
derecho por falta de medios para demostrarlo. ¡Qué pena! ¡Una cosa
tan clara! Él había agotado en obsequio de sus buenas amigas toda
su actividad, todas sus relaciones, y por fin, su corto peculio. Y
no le pesaba, no. ¡Eran tan dignas ellas de que todo el mundo se
sacrificara por servirlas y sacarlas de su horrorosa situación!
Pero ésta, ¡ay!, empeoraba, hasta el punto de que las señoras y
su infeliz hermano tendrían pronto que pedir plaza en un asilo de
mendicidad: ya no poseían renta alguna, pues lo último que restaba de
una lámina intransferible, bocado á bocado se lo habían ido comiendo;
ya no tenían nada que vender ni que empeñar. «Por mi parte—añadió
descorazonado y casi á punto de romper en llanto,—he hecho cuanto
humanamente podía. Los gastos del pleito absorben los tres cuartos
de mi paga, y héteme aquí imposibilitado de ir más adelante, Sr.
D. Francisco. Habrá que abandonar á los pobres náufragos, pues ni
agarrándolos por los cabellos se les puede sacar á flote. Me voy
temiendo que Dios se ha empeñado en ahogar á esa digna familia, y que
todos nuestros esfuerzos por salvarla son inútiles. Dios lo quiere, y
como dueño absoluto de vidas y haciendas, lo hará.»

—Pues no lo hará—dijo Torquemada bravamente, soltando un terno y
reforzándolo con fuerte patada.

—¿Y qué podremos nosotros contra los designios...?

—¡Qué _desinios_ ni qué...! (Aquí una palabra que no se puede
copiar.) Las señoras ganarán el pleito.

—¡Oh!, sí... Pero... garantíceme usted que llegaremos á la sentencia.
Yo confío en la rectitud del Consejo de Estado; pero de aquí á que el
pleno falle, hay una tiradita de tiempo y de gastos, en la cual nos
veremos obligados á abandonar el asunto.

—No se abandonará.

—¿Usted...?

—Yo, yo. _Héteme aquí_ diciendo: adelante con los faroles y con el
litigio. Pues no faltaba más.

—Eso varía... Concretemos: usted...

—Yo, sí, señor; yo, Francisco Torquemada ordeno y mando que se
pleitee. ¿Qué hace falta?, ¿Un abogado de los gordos? Pues á él.
¿Qué más? ¿Levantar un monte de papel sellado? ¡Pues hala con él!...
Nada de abandono. Ó hay corazón ó no hay corazón. ¿Está claro el
derecho? Pues saquémoslo por encima de la cabeza del mismísimo Cristo.

—Bueno... Me parece muy bien—dijo Donoso agarrando á su amigo por el
brazo, pues en el calor de la improvisación, á punto estuvo de que le
cogiera un carruaje de los que en tropel bajaban del Retiro.

Emprendieron la caminata por el Paseo de Atocha, hacia el Prado, á la
hora en que los faroleros encendían el gas, y en que los paseantes á
pie y en coche regresaban en bandadas en busca de la sopa. Allá por
el Museo vieron un hormigueo de luces en el Prado, y les dió en la
nariz tufo de aceite frito. Era la verbena de San Juan. Ya comenzaba
el bullicio, y por evitarlo subieron los dos respetables amigos
por la Carrera, charlando sobre lo mismo, parándose á ratos, para
poder expresar con cierto reposo las graves cosas que les salían del
cuerpo. «Conformes, Sr. D. Francisco—dijo Donoso allá frente á los
leones del Congreso.—Permítame que le felicite por su delicadeza,
virtud de la cual veo en usted uno de los ejemplos más raros. He
dicho delicadeza, y añado abnegación, porque abnegación grande se
necesita para hacer frente á tales dispendios sin..., vamos, sin
obtener ninguna ventaja... Si usted me lo permite, le diré que me
parece mal, pero muy mal... (Torquemada no chistaba.) Digo que no me
parece bien, y que usted, modesto en demasía, no se aprecia en lo que
vale. Le basta con la gratitud de las señoras, y francamente, no veo
paridad entre la recompensa y el servicio. Y no es que sea yo muy
positivista...; es que me duele verle á usted achicarse tanto...»

Como D. Francisco no rezongaba, clavados sus ojos en el suelo cual si
tomara nota de las rayas de las baldosas, arrancóse el otro á mayores
claridades, y allá por la esquina de Cedaceros paróse otra vez en
firme, y con gallardía rasgó el velo en esta forma:

—Ea, basta de jugar á la gallina ciega con nuestras intenciones, Sr.
D. Francisco. ¿Para qué hacemos misterio de lo que debe ser claro
como la luz? Yo le adivino á usted los sentimientos. ¿Quiere que le
describa el estado de su ánimo?

—¿Á ver...?

—Pues desde que tuve la honra de hablarle de un delicado asunto...,
vamos, de la conveniencia de tomar estado, la idea ha ido labrando en
usted... ¿Es ó no cierto que desde entonces no cesa usted de pensar
en ello noche y día...?

—Es ciertísimo.

—Usted piensa en ello; pero su descomunal modestia le impide tomar
una resolución. Se cree indigno, ¡oh!, siendo, por el contrario,
digno de las mayores felicidades. Y ahora, cuando planteamos la
cuestión de sacar adelante el pleito famoso; ahora, cuando usted
se dispone á prestar á esa familia un servicio impagable, su
delicadeza viene á remachar el clavo, porque si antes se sentía usted
cohibido como diez, ahora lo está como doscientos mil, y no cesa de
atormentarse con este argumento, que es un verdadero sofisma: «Yo,
que me creo indigno de aspirar á la mano, _etcétera_..., ahora que,
por venir las cosas rodadas, les presto este servicio, _etcétera_,
menos puedo pensar en casorio, porque creerían ellas y el mundo,
_etcétera_, que vendo el favor ó que compro la mano, _etcétera_...»
¿Es esto, sí ó no, lo que piensa el amigo Torquemada?

—Eso mismísimo.

—Pues me parece una tontería mayúscula, Sr. D. Francisco de mi alma,
que usted sacrifique sentimientos nobilísimos ante el ídolo de una
delicadeza mal entendida.

Dijo esto con tanta gallardía, que á Torquemada le faltó poco para
que la emoción le hiciera derramar lágrimas.

—Es que..., diré á usted..., yo..., como soy así..., no me ha gustado
nunca ser _mayúsculo_, vamos al decir, picar más alto de lo que
debo. Cierto que soy rico; pero...

—¿Pero qué?

—Nada, no digo nada. Dígaselo usted todo...

—Ya sé lo que usted teme: la diferencia de clases, de educación, los
timbres nobiliarios... Todo eso es música en los tiempos que corren.
¿Se le ha pasado por las mientes que sería rechazado?...

—Sí, señor... Y este cura, aunque de cepa humilde y no muy fuerte en
finuras de sociedad, porque no ha tenido tiempo de aprenderlas, no
quiere que nadie le desprecie, ¡cuidado!

—Y la pobreza de ellas le cohibe más, y dice usted: «no vayan á creer
que porque son pobres les hago la forzosa...»

—Justo... Parece que anda usted por dentro de mí con un farolito,
registrando todas las incumbencias y _sofismas_ que me andan por los
rincones del alma.

Aproximábanse á la Puerta del Sol, donde habían de separarse, porque
Donoso vivía hacia Santa Cruz, y el camino de Torquemada era la calle
de Preciados. Fué preciso abreviar la conferencia, porque á entrambos
les picaba la necesidad, y en su imaginación veían el santo garbanzo.

—No hay para qué decir—indicó Donoso—que he hablado por cuenta propia
antes y ahora, y que jamás, jamás, puede creerlo, hemos tocado esta
cuestión las señoras y yo... Debo recordar además que la pobre doña
Lupe, que en gloria esté, abrigaba este proyecto...

—Sí que lo abrigaba—replicó D. Francisco, encantado de la frase
_¡abrigar un proyecto!_

—Algo me dijo á mí.

—Y á mí. Como que me volvió loco el día de su defunción.

—En ella debió de ser manía, y me consta que indicó á las señoras...

—Las cuales no me conocían entonces.

—Justo; ni yo tampoco. Ahora nos conocemos todos, y yo, amigo D.
Francisco, me voy á permitir...

—¿Qué cosa?

—Me voy á permitir proponer á usted que ponga el asunto en mis manos.
¿Cree que seré buen diplomático?

—El mejor que ha echado Dios al mundo.

—¿Cree que sabré dejar á salvo la dignidad de todos en caso de
aceptación y en caso de repulsa?

—¿Pues qué duda tiene?

—Ea... No hay más que hablar por ahora. Adiós, que es tarde.

Se despidió con un fuerte apretón de manos, y no había andado seis
pasos, cuando D. Francisco, que perplejo quedó en la esquina de
Gobernación, sintióse asaltado de una duda punzante... Quiso llamar
á su amigo; pero éste se había perdido ya entre la muchedumbre. El
tacaño se llevó las manos á la cabeza, formulando esta pregunta:
«¿Pero... con cuál?» Porque Donoso hablaba siempre en plural: _las
señoras_. ¿Acaso pretendía casarle con las dos? ¡Demonio, la duda era
para volver loco á cualquiera! Lanzándose intrépido en el torbellino
de la Puerta del Sol, y haciendo quiebros y pases para librarse
de los tranvías y evitar choques con los transeuntes, interrogaba
mentalmente la esfinge de su destino: «¿Pero con cuál, ¡ñales!, con
cuál...?»



XVI


Le faltó ánimo aquella noche para acudir á la tertulia; porque si á
D. José le tentaba el demonio y _planteaba la cuestión_ allí, cara
á cara, ¿debajo de qué silla ó de qué mesa se metería él? Y no se
achicaba, no; después de lo hablado con Donoso, tan hombre era él
como otro cualquiera. Pues qué, ¿el dinero, la posición, no suponen
nada? ¿No se compensaba una cosa con otra, es decir, la democracia
del origen con la aristocracia de las talegas? ¿Pues no habíamos
convenido en que los santos cuartos son también aristocracia? ¿Y
acaso acaso las señoritas del Águila venían en línea recta de algún
Archipámpano ó del Rey de Babilonia? Pues si venían que vinieran. El
cuento era que á la hora presente no tenían sobre qué caerse muertas,
y su propiedad era... lo que las personas bien habladas llaman _un
mito_..., un pleito que se ganaría allá para la venida de los higos
chumbos. ¡Ea, nada de repulgos ni de hacerse el chiquitín! Bien
podían las tales darse con un canto en los pechos, que brevas como él
no caían todas las semanas. ¿Pues á qué más podían aspirar? ¿Había
de venir el hijo mayor del Emperador de la China á pedir por esposa
á Crucita, ya llena de canas, ó á Fidelita, con los dientes afilados
de tanta cáscara de patata como roía? ¡Ay, ya iba él comprendiendo
que valía más de lo que pesaba! ¡Fuera modestia, fuera encogimientos,
que tenían por causa el no dominar la palabra y el temor de decir un
disparate que hiciera reir á la gente! No se reirían, no; que gracias
á su aplicación ya había cogido sin fin de términos, y los usaba con
propiedad y soltura. Sabía encomiar las cosas diciendo muy á cuento:
_excede á toda ponderación_. Sabía decir: _si yo fuera al Parlamento,
nadie me ganaría en poner los puntos sobre las íes_. Y aunque
no supiera, ¡ñales!, su pesquis para los negocios, su habilidad
maravillosa para sacar dinero de un canto rodado, su economía, su
formalidad, su pureza de costumbres, ¿no valían nada? Á ver, que
le sacaran á relucir algún vicio. Él ni bebida, él ni mujeres, él
ni juego, él ni tan siquiera el inofensivo placer del tabaco. Pues
entonces..., ¿por qué le habían de rechazar? Al contrario, verían
el cielo abierto, y creerían que el Santísimo y toda su corte se
les entraba por las puertas de la casa. Razonando de este modo se
tranquilizó, llenándose de engreimiento y de confianza en sí mismo.
Pero luego volvía la terrible duda: «¿Con cuál, Señor, con cuál?»

En un tris estuvo, por la mañana, que escribiera una esquelita
á D. José Donoso rogándole que le sacara de aquella enfadosa
incertidumbre. Pero no lo hizo. ¿Para qué, si pronto había de
despejarse la incógnita? Al fin, como las señoras mandaran recado á
su casa preguntando por su salud (con motivo de haber hecho rabona en
la tertulia de la noche precedente), no tuvo el hombre más remedio
que ir. Casi casi lo deseaba. ¡Qué miedo ni qué ocho cuartos! Cada
uno es cada uno. Si le rechazaban, ellas se lo perdían. Por mucho
que se les subiera á la cabeza el humillo de la vanidad, no dejarían
de comprender que de hombres como él entran pocos en libra... ¡Y á
fe que estaban los tiempos para reparillos y melindres!... _Sin ir
más lejos_, véase á la Monarquía transigiendo con la democracia,
y echando juntos un piscolabis en el bodegón de la política
representativa. ¿Y este ejemplo no valía? Pues allá iba otro. La
aristocracia, árbol viejo y sin savia, no podía ya vivir si no lo
_abonaba_ (en el sentido de _estercolar_) el pueblo enriquecido. ¡Y
que no había hecho flojos milagros el sudor de pueblo en aquel tercio
de siglo! ¿No andaban por Madrid arrastrados en carretelas muchos á
quienes él y todo el mundo conocieron vendiendo alubias y bacalao ó
prestando á rédito? ¿No eran ya senadores vitalicios y consejeros del
Banco muchos que allá en su niñez andaban con los codos rotos, ó que
pasaron hambres por juntar para unas alpargatas? Pues bien: á ese
_elemento_ pertenecía él, y era un nuevo ejemplo del _sudor de pueblo
fecundando_... No sabía concluir la frase.

Esto pensaba al subir la escalera de la casa de sus amigas, casi casi
podía decir de sus mujeres; pues no pudiendo discernir en su agitada
mente cuál de las dos le tocaría, se le representaba el matrimonio
dando una mano á cada una. Abrióle Cruz, que le llevó á la sala, como
si quisiera hablarle á solas. «Esto de enchiquerarme en la sala—pensó
Torquemada—me huele á _manifestaciones_. Ya tenemos la pelota en el
tejado.»

En efecto, Cruz, que había llevado á la salita la lámpara que de
ordinario alumbraba la tertulia en el gabinete, le acorraló allí
para _manifestarle_ con fría urbanidad que el señor de Donoso _les_
(¡siempre el plural!) había hablado de un asunto, cuya importancia
ni á ellos ni al señor de Torquemada se podía ocultar. Inútil decir
que las señoras se sentían honradísimas con la... indicación...
No era aún más que indicación; pero luego vendría la proposición.
Honradísimas, naturalmente. Agradecían con toda su alma el nobilísimo
rasgo... (_rasgo_ nada menos) de su noble amigo, y estimaban sus
nobles sentimientos (tanta nobleza empalagaba ya) en lo mucho que
valían. Mas no era fácil dar respuesta categórica hasta que no pasara
algún tiempo, pues cosa tan grave debía mirarse mucho y pesarse...
Así convenía á la dignidad de todos. Contestó D. Francisco en frases
entrecortadas y rápidas, sin decir nada en substancia, sino que
él _abrigaba la convicción de_..., y que él había hecho aquellas
_manifestaciones_ al señor de Donoso movido de la lástima...,
no, movido de un sentimiento... nobilísimo... (ya todos éramos
nobilísimos); que su deseo de ser grato á las señoras del Águila
_excedía á toda ponderación_...; que se tomaran todo el tiempo que
quisieran para pensarlo, pues así le gustaban á él las cosas, bien
pensaditas y bien mediditas...; que él era muy sentado, y _evacuaba_
siempre despacito y con toda mesura los asuntos de responsabilidad.

Breve fué la conferencia. Dejóle solito un instante la señora, y él
se paseó agitadísimo por la angosta sala, otra vez atormentado por
aquella duda, que ya se iba volviendo del género cómico, de un cómico
verdaderamente sainetesco. Fué á dar ante el espejo, y al ver su
imagen no pudo menos de increparse con saña: «¡Pero hombre, si serás
burro que todavía no sabes con cuál ha de ser!... Pedazo de congrio,
pregúntalo, pregúntalo, que es ridículo ignorarlo á estas alturas...,
aunque también preguntarlo es gran mamarrachada, ¡ñales!»

La entrada del señor de Donoso puso fin á estas _manifestaciones_
internas, y no tardaron los cinco personajes en hallarse reunidos
en el próximo gabinete, las señoras próximas á la luz, D. Francisco
junto al ciego y Donoso allá en la marquesita del ángulo, apartado
como en señal de veneración, para que sus palabras, teniendo que
recorrer un espacio relativamente largo, resonaran con mayor
solemnidad. Perdido ya el miedo, Torquemada, si le pinchan, arroja
en medio de la noble sociedad su pregunta explosiva: «Conque á ver,
sepamos, señoras mías, con cuál de ustedes me voy á casar yo.» Pero
no hubo nada de esto, porque ni alusiones remotísimas se hicieron
al peliagudo caso; y por más atención que puso, no pudo descubrir
el avaro ninguna novedad en el rostro de las dos damas, ni síntoma
alguno de emoción. ¡Cosa más rara! Porque lo natural era que
estuviese _emocionada_ la que... la que _fuese_. En Cruz, únicamente
podía observarse un poco de animación; en Fidela, quizás, quizás un
poco más de palidez. Amables como siempre las dos señoritas, no le
dijeron al pretendiente nada que él no supiera; de lo que dedujo que
no les importaba un comino el casorio, ó que disimulaban la procesión
que les andaba por dentro. Lo que sí pudo notar D. Francisco, fué
que á Rafael no hubo medio de sacarle del cuerpo una palabra en toda
la velada. ¿Cuál sería el motivo de que estuviese el bendito joven
tan tétrico y metido en sí? ¿Tendría relación aquella..., ¿cómo se
decía?..., ¡ah!, _actitud_..., aquella actitud con el proyectado
casorio? Puede que no, porque probablemente nada le habrían dicho sus
hermanas.

Cruz siempre afable, guardando la distancia, señora neta y de calidad
superior; Fidela más corriente, tendiendo á la familiaridad festiva,
con leves atrevimientos y mayor flexibilidad que su hermana en la
conversación. Tales fueron aquella noche, como la anterior, como
siempre; mas por lo tocante al _materialismo_ de aquel proyecto
que alborotaba el espíritu y los nervios de Torquemada, fueron
un par de jeroglíficos á cual más enigmático é indescifrable. Ya
le iba cargando á D. Francisco tanto repulgo, tanto fruncido de
labios, marcando la indiferencia, y tanto escoger y recalcar las
palabras más sosas y que no decían carne ni pescado. Deseaba que
terminase la tertulia para salir de estampía y desahogarse con D.
José... ¡Ah, gracias á Dios que se acababa al fin! «Buenas noches...
Conservarse...» En la escalera no quiso decir nada, porque las
señoras, que salían de faroleras, podían oir. Pero en cuanto llegaron
á la calle, cuadróse el hombre, y allí fué el estallar de su cólera,
con la grosería que informaba su ser efectivo anterior y superior á
los postizos de su artificiosa metamorfosis.

—¿Me quiere usted decir qué comedia de puñales es ésta?

—¡Pero D. Francisco...!

—Si se han enterado, ¡me caigo en la mar!, ¿por qué tanta tiesura?
¡Vaya que ni tan siquiera darle á entender á uno que les retoza un
poco de alegría por el cuerpo!...

—¡Pero D. Francisco...!

—Y sobre todo, y esto es lo que más me revienta..., dígame, dígamelo
pronto... ¿Con cuál de las dos me caso?... El demonio me lleve si lo
entiendo... ¡Puñales y la Biblia en pasta!

—Moderación, mi querido D. Francisco. Y parta del principio de que yo
no intervengo si...

—Yo no parto de más principio ni de más postre, ¡cuerno!, sino del
saber ahora mismo...

—¿Con cuál...?

—¡Sí, con _cuála_! Sépalo yo con cien mil gruesas de demonios y con
la Biblia en pasta...

—Pues... no lo sé yo tampoco todavía. Estamos en lo más delicado de
las negociaciones, y si no me confirma sus poderes plenos, aguardando
con moderación y calma lo que resulte, me desentiendo, y nombre usted
otro... legado pontificio (_echándose por lo festivo_), ó trate usted
directamente con la potencia.

—¡Mecachis con la potencia! Yo creía..., vamos..., parecía natural
(_calmándose_) que lo primero fuera saber cuál es la rama en que á
uno le cuelgan... De modo que...

—Nada puedo decir aún sobre ese particular, cuya importancia soy el
primero en reconocer.

—Apañado estoy... Ya debe comprender que tengo razón... _hasta cierto
punto_, y que otro cualquiera, _en igualdad de circunstancias_...

Al ver que se ponía otra vez la máscara de finura, Donoso le tuvo por
vencido, y le encadenó más diciéndole:

—Repito que si mis gestiones no le acomodan, ahí va mi dimisión de
ministro plenipotenciario...

—¡Oh, no, no!... No la admito, no debo admitirla..., ¡cuidado! Es
más, suplico á usted que la retire...

—Queda retirada. (_Palmetazo en el hombro._)

—Dispénseme si se me fué un poco la burra...

—Dispensado, y tan amigos como antes.

Separáronse en la Red de San Luis, y Torquemada se fué rezongando;
aún repercutían en su interior los ecos de la tempestad, mal sofocada
por la fascinación que D. José Donoso ejercía sobre él.



SEGUNDA PARTE



I


Levantábase Cruz del Águila al amanecer de Dios, y comúnmente se
despertaba un par de horas antes de dejar el lecho, quedándose en una
especie de éxtasis económico, discurriendo sobre las dificultades
del día y sobre la manera de vencerlas ó sortearlas. Contaba una y
otra vez sus escasos recursos, persiguiendo el problema insoluble
de hacer de dos tres y de cuatro cinco, y á fuerza de revolver en
su caldeado cerebro las fórmulas económicas, lograba dar realidad
á lo inverosímil y hacer posible lo imposible. Con estos cálculos
entremezclaba rezos modulados maquinalmente, y las sílabas de
oraciones se refundían en sílabas de cuentas... Su mente volvíase
de cara á la Virgen, y se encontraba con el tendero. Por fin, la
voluntad poderosa ponía término al balance previo del día, todo
fatigas, cálculos y súplicas á la divinidad, porque era forzoso
descender al campo de batalla, á la lucha con el destino en el
terreno práctico, erizado de rocas y cortado por insondables abismos.

Y no sólo era general en jefe en aquella descomunal guerra, sino el
primero y el más bravo de los soldados. Empezaba el día, y con el
día el combate, y así habían transcurrido años sin que desmayara
aquella firme voluntad. Midiendo el plazo, larguísimo ya, de su
atroz sufrimiento, se maravillaba la ilustre señora de su indomable
valor, y concluía por afirmar la infinita resistencia del alma
humana para el padecer. El cuerpo sucumbe pronto al dolor físico; el
alma intrépida no se da por vencida, y aguanta el mal en presiones
increíbles.

Era Cruz el jefe de la familia con autoridad irrecusable; suya la
mayor gloria de aquella campaña heroica, cuyos laureles cosecharía en
otra vida de reparación y justicia; suya también la responsabilidad
de un desastre, si la familia sucumbía devorada por la miseria.
Obedecíanla ciegamente sus hermanos, y la veneraban, viendo en ella
un ser superior, algo como el Moisés que les llevaba al través
del desierto, entre mil horrendas privaciones y amarguras, con la
esperanza de pisar al fin un suelo fértil y hospitalario. Lo que Cruz
determinaba, fuese lo que fuese, era como artículo de fe para los
dos hermanos. Esta sumisión facilitaba el trabajo de la primogénita,
que en los momentos de peligro maniobraba libremente sin cuidarse de
la opinión inferior, pues si ella hubiera dicho un día: «no puedo
más; arrojémonos los tres abrazaditos por la ventana», se habrían
arrojado sin vacilar.

El uso de sus facultades en empeños tan difíciles, repetidos un día
y otro, escuela fué del natural ingenio de Cruz del Águila, y éste
se le fué sutilizando y afinando, en términos que todos los grandes
talentos que han ilustrado á la humanidad en el gobierno de las
naciones eran niños de teta comparados con ella. Porque aquello era
gobernar: lo demás es música; era hacer milagros, porque milagro es
vivir sin recursos; milagro mayor cubrir decorosamente todas las
apariencias, cuando en realidad, bajo aquella costra de pobreza
digna, se extendía la llaga de una indigencia lacerante, horrible,
desesperada. Por todo lo cual, si en este mundo se dieran diplomas
de heroísmo y se repartieran con justicia títulos de eminencia en el
gobernar, el primer título de gran ministra y el diploma de heroína
debían ser para aquella hormiga sublime.

Cuando se hundió la casa del Águila, los restos del naufragio
permitieron una vida tolerable por espacio de dos años. La
repentina orfandad puso á Cruz al frente de la corta familia, y
como los desastres se sucedían sin interrupción, al modo de golpes
de maza dados en la cabeza por una Providencia implacable, llegó á
familiarizarse con la desdicha: no esperaba bienes; veía siempre
delante la cáfila de males aguardando su turno para acercarse con
espantosa cara. La pérdida de toda la propiedad inmueble la afectó
poco: era cosa prevista. Las humillaciones, los desagradables
rozamientos con parientes próximos y lejanos, también encontraron su
corazón encallecido. Pero la enfermedad y ceguera de Rafael, á quien
adoraba, la hizo tambalear. Aquello era más fuerte que su carácter,
endurecido y templado ya como el acero. Tragaba con insensible
paladar hieles sin fin. Para combatir la terrible dolencia realizó
empresas de heroína, en cuyo ser se confundieran la mujer y la
leona; y cuando se hubo perdido toda esperanza no se murió de pena,
y advirtió en su alma durezas de diamante que le permitían afrontar
presiones superiores á cuanto imaginarse puede.

Siguió á la época de la ceguera otra en que la escasez fué tomando
carácter grave. Pero no se había llegado aún á lo indecoroso; y
además, el leal y consecuente amigo de la familia les ayudaba á
sortear el tremendo oleaje. La venta de un título, único resto de la
fortuna del Águila, y de varios objetos de reconocida superfluidad,
permitióles vivir malamente; pero ello es que vivían, y aun hubo
noche en que al recogerse, después de rudos trabajos, las dos
hermanas estaban alegres, y daban gracias á Dios por la ventura
relativa que les deparaba. Esta fué la época que podríamos llamar
de doña Lupe, porque en ella hicieron conocimiento con la insigne
prestamista, que si empezó echándoles la cuerda al cuello, después,
á medida que fué conociéndolas, aflojó, compadecida de aquella
destronada realeza. De los tratos usurarios se pasó al favor benigno,
y de aquí, por natural pendiente, á una amistad sincera, pues doña
Lupe sabía distinguir. Para que no se desmintiera el perverso sino
que hacía de la existencia de las señoras del Águila un tejido de
infortunios, cuando la amistad de doña Lupe anunciaba algún fruto de
bienandanza, la pobre señora hizo la gracia de morirse. Creeríase que
lo había hecho á propósito, por fastidiar.

¡Y en qué mala ocasión le dió á _la de los Pavos_ la humorada de
marcharse al otro mundo! Cuando su enfermedad empezó á presentar
síntomas graves, las Águilas entraban en lo que Torquemada, metido á
hombre fino, habría llamado el _período álgido_ de la pobreza. Hasta
allí habían ido viviendo con mil estrecheces, careciendo no sólo de
lo superfluo en que se habían criado, sino de lo indispensable en
que se crían grandes y chicos. Vivían mal, aunque sin ruborizarse,
porque se comían lo suyo; pero ya se planteaba el dilema terrible
de morir de inanición ó de comer lo ajeno. Ya era llegado el caso
de mirar al cielo, por si caía algún maná que se hubiera quedado en
el camino desde el tiempo de los hebreos, ó de implorar la caridad
pública en la forma menos bochornosa. Si se ha de decir verdad,
este período de suprema angustia se inició un año antes; pero el
leal amigo de la casa, D. José Donoso, lo contuvo, ó lo disimuló
con donativos ingeniosamente disfrazados. Para las señoras, las
cantidades que de las manos de aquel hombre sin par recibían, eran
producto de la enajenación de una carga de justicia; mas no había
tal carga de justicia enajenada, ni cosa que lo valiera. Descubriólo
al fin Crucita, y su consternación no puede expresarse con palabras.
No se dió por entendida con D. José, comprendiendo que éste le
agradecería el silencio.

Habría seguido el buen Donoso practicando la caridad de tapadillo,
si humanamente tuviera medios hábiles para ello. Pero también había
empezado á gemir bajo el yugo de un adverso destino. No tenía hijos;
pero sí esposa, la cual era, sin género alguno de duda, la mujer
más enferma de la creación. En el largo inventario de dolencias que
afligen á la mísera humanidad, ninguna se ha conocido que ella no
tuviera metida en su pobre cuerpo, ni en éste había parte alguna que
no fuese un caso patológico digno de que vinieran á estudiarlo todos
los facultativos del mundo. Más que una enferma, era la buena señora
una escuela de medicina. Los nervios, el estómago, la cabeza, las
extremidades, el corazón, el hígado, los ojos, el cuero cabelludo,
todo en aquella infeliz mártir estaba como en revolución. Con tantos
alifafes, por indefinido tiempo sufridos sin que se vieran señales de
remedio, la señora de Donoso llegó á formarse un carácter especial
de persona soberanamente enferma, orgullosa de su mala salud. De tal
modo creía ejercer el monopolio del sufrimiento físico, que trinaba
cuando le decían que pudiera existir alguien tan enfermo como ella. Y
si se hablaba de tal persona que padecía tal dolor ó molestia, ella,
no queriendo ser menos que nadie, se declaraba atacada de lo mismo,
pero en un grado superior. Hablar de sus dolencias, describirlas con
morosa prolijidad, cual si se deleitara con su propio sufrimiento,
era para ella un desahogo que fácilmente le perdonaban cuantos tenían
la desdicha de oirla; y los de la familia le daban cuerda para que
se despotricara, con aquel dejo vago de voluptuosidad que ponía en
el relato de sus punzadas, angustias, bascas, insomnios, calambres
y retortijones. Su esposo, que la quería entrañablemente, y que ya
llevaba cuarenta años de ver en su casa aquella recopilación de toda
la patología interna, desde los tiempos de Galeno hasta nuestros
días, concluyó por asimilarse el orgullo hipocrático de su doliente
mitad, y no le hacía maldita gracia que se hablase de padecimientos
no conocidos de su Justa, ó que á los de su Justa remotamente se
pareciesen.



II


La primera pregunta que á D. José se hacía en la tertulia de las del
Águila era esta: «Y Justa, ¿cómo ha pasado el día?» Y en la respuesta
había siempre una afirmación invariable, _mal, muy mal_, seguida
de un comentario que variaba cada veinticuatro horas: «Hoy ha sido
la asistolia.» Otro día era la cefalalgia, el bolo histérico, ó el
dolor agudísimo en el dedo gordo del pie. Gozaba Donoso pintando cada
noche con recargadas tintas un sufrimiento distinto del de la noche
anterior. Y si no se hablaba nunca de esperanzas ó probabilidades de
remedio, porque el curarse habría sido quitar á la epopeya de males
toda su majestad dantesca, en cambio siempre había algo que decir
sobre la continua aplicación de remedios, los cuales se ensayaban
por una especie de _dilettantismo_ terapéutico, y se ensayarían
mientras hubiese farmacias y farmacéuticos en el mundo.

Con estas bromas, y el sin fin de médicos que iban examinando,
con más entusiasmo científico que piedad humanitaria, aquella
enciclopedia doliente, los posibles de Donoso se mermaban que era un
primor. Él no hablaba de tal cosa; pero las Águilas lo presumían, y
acabaron por cerciorarse de que también su amigo padecía de ciertos
ahogos. Por indiscreción de un íntimo de ambas familias enteróse Cruz
de que D. José había contraído una deuda, cosa en él muy anómala y
que pugnaba con los hábitos de toda su vida. ¡Y que no pudiera ella
acudir en su auxilio, devolviéndole con creces los beneficios de él
recibidos! Con estas penas, que unos y otros devoraban en silencio,
coincidieron los días de la tremenda crisis económica de que antes
hablé, los crujidos espantosos que anunciaban el principio del fin,
dejando entrever el rostro lívido de la miseria, no ya vergonzante
y pudibunda, sino desnuda, andrajosa, descarada. Ya se notaban en
algunos proveedores de la casa desconfianzas groseras, que hacían
tanto daño á las señoras como si las azotaran públicamente. Ya no
había ni esperanzas remotas de restablecer las buenas relaciones con
el propietario de la casa, ni se veía solución posible al temido
problema. Ya no era posible luchar, y había que sucumbir con
heroísmo, llamar á las puertas de la caridad provincial ó municipal,
si no preferían las nobles víctimas una triple ración de fósforos en
aguardiente, ó arrojarse los tres en cualquier abismo que el demonio
les deparase.

En tan críticos días apareció la solución. ¡La solución! Sí que lo
era, y cuando Donoso la propuso, refrescando memorias de doña Lupe,
que la había propuesto también como una chifladura que hacía reir á
las señoras, Cruz se quedó aturdida un buen espacio de tiempo, sin
saber si oía la voz de la Providencia anunciando el iris de paz, ó si
el buen amigo se burlaba de ella.

«No, no es broma—dijo Donoso.—Repito que no es imposible. Hace tiempo
que esa idea está labrando aquí. Creo que es una solución aceptable,
y si se me apura, la única solución posible. Falta, dirá usted, que
el interesado manifieste... Pues aunque nada en concreto me ha dicho,
creo que por él no habrá dificultad.»

Hizo Cruz un gesto de repugnancia y después un gesto de conformidad,
y sucesivamente una serie de gestos y mohines que denotaban la
turbación de su alma. Solución, sí; solución era. Si no había otra,
ni podía haberla, ¿á qué discutirla? No se discute el madero flotante
al cual se agarra el náufrago que ya se ha bebido la mitad de la
mar. Marchóse D. José, y al siguiente día volvió con la historia de
que sus negociaciones iban como una seda, que por la parte masculina
bien se podía aventurar un _sí_ como una casa. Faltaba el _sí_ del
_elemento_ femenino. Cruz, que aquella mañana tenía un volcán en su
cerebro, del cual eran señales las llamaradas rojizas que encendían
su rostro, movió los brazos como un delirante tifoideo, y exclamó:
«Aceptado, aceptado, pues no hay valor para el suicidio...»

Donoso no sabía si la señora lloraba, ó si se mordía las manos,
cuando la vió caer en una silla, taparse la cara, extender luego los
brazos echando la cabeza hacia atrás.

—Calma, señora mía. Hablando en plata, diré á usted que el partido me
parecía aceptable en cualesquiera circunstancias. En las presentes,
tengo para mí que es un partido soberbio.

—Si no digo que no; no digo nada. Arréglelo usted como quiera...
El humorismo del destino adverso es horrible, ¿verdad? ¡Gasta unas
bromas Dios Omnipotente!... Crea usted que no puedo menos de ver todo
eso de la inmortalidad y de la eterna justicia por el lado cómico.
¿Qué hizo Dios, al crear al hombre, más que fundar el eterno sainete?

—No hay que tomarlo así—dijo D. José buscando argumentos de peso.—Nos
encontramos frente á un problema... La solución única aceptable
desde luego es un poquito amarga, de catadura fea... Pero hay
cualidades: yo creo que raspando la tosquedad se encuentra el hombre
de mérito, de verdadero mérito...

Cruz, que tenía los brazos desnudos porque había estado lavando, los
cruzó, clavándose en ellos las uñas. Á poco más se saca tiras de
piel. «Aceptado; he dicho que aceptado—afirmó con energía, tembloroso
el labio inferior.—Ya sabe que mis resoluciones son decisivas. Lo que
resuelvo, se hace.»

Cuando se retiraba, D. José, asaltado de una duda enojosa, tuvo que
llamarla. «Por Dios, no sea usted tan viva de genio. Hay que tratar
de un extremo importantísimo. Para seguir las negociaciones, y fijar
con la otra parte contratante los términos precisos de la solución,
necesito saber...»

—¿Qué, qué más?

—Pues ahí es nada lo que ignoro. Á estas alturas, ni él ni yo sabemos
con cual de ustedes...

—Es verdad... Pues... con ninguna, digo, con las dos... No, no haga
usted caso. Yo pensaré ese detalle.

—¿Lo llama detalle?...

—Tengo la cabeza en ebullición. Déjeme pensarlo despacio, y lo que yo
resuelva, eso será.

Retiróse D. José, y la dama siguió lavando, sin dejar comprender
á Fidela el gallo tapado que el amigo de la casa traía. Ambas se
ocupaban con el ardor de siempre en las faenas domésticas, alegre la
joven, taciturna la mayor. Una de las cosas á que más difícilmente se
resignaba ésta era á la necesidad de ir á la compra. Pero no había
más remedio, pues la portera, que tal servicio solía prestarles, se
hallaba gravemente enferma, y antes morir que fiarse para ello de
alguna de las vecinas entrometidas y fisgonas. Confiar los secretos
económicos de la desgraciada familia á gente tan desconsiderada,
incapaz de comprender toda la grandeza de aquel martirio, habría sido
venderse estúpidamente. Y antes que venderse, mejor era humillarse
á bajar al mercado, hacer frente á placeras insolentes y tenderos
desvergonzados, procurando no darse á conocer, ó haciéndose la
ilusión de no ser conocida. Cruz se disfrazaba, envolviéndose el
cuerpo en un mantón y la cara en luengo pañuelo, y así salía, con
su escaso repuesto de moneda de cobre, que cambiaba por porciones
inverosímiles de carne, legumbres, pan y algún huevo en ciertos
días. Ir á la compra sin dinero, ó con menos dinero del necesario,
era para la dignísima señora suplicio que se dejaba tamañitos todos
los que inventó el Dante en su terrible Infierno. Tener que suplicar
que se le concediese algún crédito, tener que mentir, ofreciendo
para la semana próxima lo que seguramente no había de poder dar,
era un esfuerzo de voluntad sólo inferior en un grado al que se
necesita para estrellarse el cráneo contra la pared. Flaqueaba á
veces; pero el recuerdo del pobrecito ciego, que no conocía más
placer que saborear la comida, la estimulaba con aguijón terrible á
seguir adelante en aquel _vía crucis_. «¡Y luego me hablan á mí de
mártires—se decía, camino de la calle de Pelayo—y de las vírgenes
arrojadas á las fieras y de otras á quienes desollaban vivas! Me
río yo de todo eso. Que vengan aquí á sufrir, á ganar el cielo sin
ostentación de que se gana, sin bombo y platillo.» Regresaba á su
casa jadeante, el rostro como un pimiento, rendida del colosal
esfuerzo, que otra vez le daba idea de la infinita resistencia de la
voluntad humana. Seguían á estas amarguras las de aderezar aquellos
recortes de comida, de modo que Rafael tuviese la mejor parte, si no
la totalidad, sin enterarse de que sus hermanas no lo probaban. Para
que no conociese el engaño, Fidela imitaba el picoteo del tenedor,
el rumor del mascar, y todo lo que pudiera dar la ilusión de que
ambas comían. Cruz se había hecho ya á sobriedades inverosímiles; y
si Fidela mordiscaba, por travesura y depravaciones del gusto, mil
porquerías, hacíalo ella por convicción, curada ya de todos los ascos
posibles. El partido que allí se sacaba de una patata, resultaría
increíble si se narrara con toda puntualidad. Cruz, como el filósofo
calderoniano, recogía las hierbas arrojadas por la otra. Huevos,
ninguna de las dos los cataba tiempo hacía, y para que Rafael no
lo comprendiera, la traviesa hermana menor golpeaba un cascarón
sobre la huevera, imitando con admirable histrionismo el acto de
comer un huevo pasado. Para sí hacían caldos inverosímiles, guisos
que debieran pasar á la historia culinaria cual modelos de la nada
figurando ser algo. Ni aun á Donoso se le revelaban estos milagros de
la miseria noble, por temor de que el buen señor hiciera un disparate
sacrificándose por sus amigas. Tanta delicadeza en ellas era ya
excesiva; pero se encontraban sin fuerzas para conllevar por más
tiempo actitudes tan angustiosamente difíciles, y por las noches no
podían sostener la afable rigidez de la tertulia sino con tremendas
erecciones de la voluntad.

Aquel día, que debía señalarse con piedra de algún color, por ser la
fecha en que fueron aceptadas en principio por Cruz las proposiciones
de Torquemada, sentíase la buena señora con más ánimos. Se presentaba
una solución, buena ó mala, pero solución al fin. La salida de
aquella caverna tenebrosa era ya posible, y debían alegrarse, aun
ignorando adónde irían á parar por la grieta que en la ingrata roca
se vislumbraba. Al dar de comer á su hermano, la dama ponderó más
que otras veces la buena comidita de aquel día. «Hoy tienes lo
que tanto te gusta: lenguado al _gratin_. Y un postre riquísimo:
polvorones de Sevilla.» Fidela le ataba la servilleta al cuello;
Cruz le ponía delante el plato de sopa, mientras él, tentando en la
mesa, buscaba la cuchara. La falta de vista habíale aguzado el oído,
dándole una facultad de apreciar las más ligeras variaciones del
timbre de voz en las personas que le rodeaban. De tal modo afinaba,
en aquel memorable día, la ampliación del sentido, que conoció por la
voz, no sólo el temple de su hermana, sino hasta sus pensamientos, á
nadie declarados.

En los ratos que Cruz iba á la cocina, dejándole solo con Fidela,
el ciego, comiendo despacio y sin mucho apetito, platicaba con su
hermana.

—¿Qué pasa?—le preguntó con cierta inquietud.

—Hijo, ¿qué ha de pasar? Nada.

—Algo pasa. Yo lo conozco, lo adivino.

—¿En qué?...

—En la voz de Cruz. No me digas que no. Hoy ocurre en casa algo
extraordinario.

—Pues no sé...

—¿No estuvo D. José esta mañana?

—Sí.

—¿Oiste lo que hablaron?

—No; pero supongo que no hablarían nada de particular.

—No me equivoco, no. Algo hay, y algo muy gordo, Fidela. Lo que no sé
es si nos traerá felicidad ó desgracia. ¿Qué crees tú?

—¿Yo?... Hijo, sea lo que fuere, más desgracias no han de caer sobre
nosotros. No puede ser; la imaginación no concibe más.

—¿De modo que tú sospechas que será bueno?

—Te diré...: en primer lugar, yo no creo que ocurra nada; pero si
algo hubiere, por razón lógica, por ley de justicia, debe de ser cosa
buena.

—Cruz nada nos dice. Nos trata como á niños... ¡Caramba! y si lo que
pasa es bueno, bien podía decírnoslo.

La entrada de Cruz cortó este diálogo.

—¿Y vosotras, qué tenéis hoy para comer?

—¿Nosotras?... ¡Ah!, una cosa muy buena. Hemos traído un pez...

—¿Cómo se llama? ¿Lo ponéis con arroz, ó cocido, en salsa tártara?

—Lo pondremos á la madrileña.

—Á estilo de besugo, las tres rajitas y las ruedas de limón.

—Pues yo no lo pruebo. No tengo gana—dijo Fidela.—Cómetelo tú.

—No, tú... Para ti se ha traído.

—Tú, tú...; tú te lo comes. ¡No faltaba más!...

—¡Ay, qué risa!—dijo el ciego con infantil gozo.—Será preciso echar
suertes.

—Sí, sí.

—Arranca dos pajitas de la estera, y tráemelas. Á ver..., vengan...
Ahora no miréis. Corto una de las pajitas para que sean desiguales
de tamaño... Ya está... Ahora las cojo entre los dedos: no mirar,
digo... ¡Ajajá! La que saque la paja grande, esa se come el
pescadito. Á ver..., señoras, á sacar...

—Yo esta.

—Yo esta.

—¿Quién ha ganado?

—¡Tengo la pajita chica!—exclamó Fidela, gozosa.

—Yo la grande.

—Cruz se lo come, Cruz—gritó el ciego con seriedad y decisión
impropias de cosa tan baladí.—Y no admito evasivas. Yo mando... Á
callar... y á comer.



III


Aquella fué la noche en que D. Francisco dejó de asistir á la
tertulia, lo que no causó poca extrañeza, pues era de una puntualidad
que él mismo solía llamar _matemática_, empleando con deleite un
término que le parecía de los más felices. ¿Qué tendría, qué no
tendría?... Todo era conjeturas, temores de enfermedad. Al retirarse,
Donoso prometió mandar un recado lo más temprano posible del día
próximo, para saber á qué atenerse.

Cuando Fidela, como de costumbre, ayudaba á Rafael á quitarse la ropa
para meterse en el lecho, el ciego, en voz tan apagada que pudiera
dudarse si hablaba con su hermana ó consigo mismo, decía: «No cabe
duda, no. Algo ocurre.»

—¿Qué estás ahí rezongando?

—Lo que te dije... Veo un suceso, un suceso extraordinario, aquí,
sobre la casa, dándole sombra como una nube que casi se toca con la
mano, ó como un gran pájaro con las alas abiertas...

—¿Pero en qué te fundas tú para pensar tal cosa? Caviloso eres...

—Me fundo..., no sé en qué me fundo. Cuando uno no ve, se le
desarrolla un sentido nuevo, el sexto sentido, el poder de
adivinación, cierta seguridad del presentimiento que... No sé, no sé
lo que es. Me mareo pensándolo... Pero jamás me equivoco.

Cualquier suceso insignificante que alterara en mínima parte la
monótona regularidad de la triste existencia de aquella familia era
para Rafael motivo de cavilaciones, poniendo en febril ejercicio
su facultad de husmear los sucesos en misteriosos efluvios de la
atmósfera. El no haber venido aquella noche Torquemada, motivo
fué para pensar en un desequilibrio de los hechos que componían el
inalterable cuadro vital de la tertulia; y aunque Rafael no echaba de
menos á D. Francisco, vió en aquel vacío creado por su ausencia algo
anormal, que le confirmaba en sus sospechas ó barruntos. Y enlazando
aquella ausencia con fenómenos acústicos del género más sutil, como
el timbre de voz de su hermana mayor, se metía en un laberinto de
hipótesis, capaz de volver loco á quien no tuviera por cabeza una
perfecta _máquina de probabilidades_.

—Vaya, niño—indicó su hermana arropándole,—no pienses tonterías, y á
dormir.

Entró Cruz á ver si estaba bien acostado, ó si algo le faltaba.

—¿Sabes?—le dijo Fidela, que á broma tomaba siempre aquellas
cosas.—Dice que algo va á suceder, rarísimo y nunca visto.

—Niño, duérmete—respondió la hermana mayor acariciándole la
barba.—Nunca sabemos lo que sucederá mañana. Lo que Dios quiera será.

—Luego... algo hay—afirmó el ciego con rápida percepción.

—No, hijo, nada.

—Con tal que sea bueno, venga lo que quiera—apuntó Fidela
graciosamente.

—Bueno, sí; pensad cosas buenas. Ya es tiempo..., me parece...

—¿Luego... es bueno?—dijo vivamente Rafael, sacando la boca del
embozo.

—¿Qué?

—Eso.

—¿Qué, hijo?

—Eso que va á pasar.

—Vaya, no caviles, y duérmete tranquilo... ¿Quién duda que Dios, al
fin y al cabo, ha de apiadarse de nosotros? ¡Oh, pensar en que aún
pueden venir más desgracias...! Nunca; no cabe en lo humano. Hemos
llegado al límite. ¿Hay ó no hay límite en las cosas humanas? Pues si
hay límite, en él estamos... Ea, á dormir todo el mundo.

¡El límite! No necesitaba Rafael oir más para pasarse parte de la
noche hilando y deshilando una palabra. Límite era lo mismo que
frontera, el punto ó línea en que acaba un territorio y empieza
otro. Si ellos tocaban ya el límite, era que su vida cambiaría
por completo. ¿Cómo, por qué?... También Fidela, creyendo notar
algo de excitación nerviosa en su hermana, ordinariamente tan
impenetrable y reposada, creyó que aquello del límite no era un
dicho insignificante, y empezó á divagar, abriendo su espíritu á
las ilusiones risueñas que constantemente le rondaban para colarse
dentro. La pobrecilla necesitaba poco para ponerse alegre, ávida de
respirar fuera de aquella cárcel tenebrosa de la miseria. Una idea
suelta, media palabra le bastaban para entregarse al juego inocente
de creer en el bien posible, de mirarlo venir y de llamarlo con la
fuerza misma del deseo.

—Acuéstate—le dijo su hermana con la dulce autoridad que gastar
solía. Y cogiendo una luz se fué á registrar la casa, costumbre que
había prevalecido en ella desde un fuerte susto que pasaron á poco
de habitar allí. Examinaba todos los rincones, poníase á gatas para
mirar debajo del sofá y de las camas, y concluía por asegurarse de
que estaba bien echado el cerrojo y bien trancadas las ventanas que
caían al patinillo medianero. Cuando volvió al lado de su hermana,
ésta se desnudaba para acostarse, doblando cuidadosamente su ropa.
«¿Se lo diré ahora?—pensó Cruz, después de aplicar el oído á la
vidriera del gabinete para cerciorarse de que Rafael no rebullía.—No,
no; se desvelará la pobrecilla. Mañana lo sabrá. Además, temo al oído
sutil de mi hermano, que oye lo que se piensa, cuanto más lo que se
dice.»

Viendo á Fidela rezar entre dientes, ya en el lecho, se acostó en la
cama próxima, operación sencillísima, pues la señora no se desnudaba.
Dormía con enaguas, medias y una chambra, liado en la cabeza un
pañuelo al modo de venda. Una manta de algodón la reservaba del
frío en los meses crudos; en verano le bastaba un abrigo viejo, de
rodillas abajo. Seis meses hacía que la mayor de las Águilas no sabía
lo que eran sábanas.

Apagada la luz y masculladas dos ó tres oraciones, la dama dió un
chapuzón en aquella estancada laguna de su mísera vida, sintiéndose
con agilidad para nadar un poco. Además, la laguna se agitaba; en su
seno levantábanse olas, que columpiaban y sumergían á la nadadora con
gallardo movimiento.

«No, Virgen y Padre Eterno y Potencias celestiales, yo no...; no es
á mí á quien toca este sacrificio para salvarnos de la muerte. Á mi
hermana le corresponde, á ella, más joven, á ella, que apenas ha
luchado. Yo estoy rendida de esta horrible batalla con el destino.
Ya no puedo más; me caigo, me muero. ¡Diez años de espantosa guerra,
siempre en guardia, siempre en primera línea, parando golpes,
atendiendo á todo, inventando triquiñuelas para ganar una semana,
un día, horas; disimulando la tribulación para que los demás no
perdieran el ánimo; comiendo abrojos y bebiendo hiel para que los
demás pudieran vivir!... No, yo ya he cumplido, Señor; estoy relevada
de esta obligación; me ha pasado el turno. Ahora me toca descansar,
gobernar tranquilamente á los demás. Y ella, mi hermanita, que entre
ahora en fuego, en este desconocido combate que se prepara; ella,
tropa de refresco; ella, joven y briosa, y con ilusiones todavía. Yo
no las tengo; yo no sirvo ya para nada, menos para el matrimonio...,
¡y con ese pobre adefesio!...»

Media vuelta, y rápida emergencia desde lo profundo de las aguas á la
superficie.

«En resumidas cuentas, no es mal hombre... Ya me encargaré yo de
pulirle, raspándole bien las escamas. Debe de ser docilote y manso
como un pececillo. ¡Ah, si mi hermana tiene un poquito de habilidad,
haremos de él lo que nos convenga!... La solución será todo lo
estrafalaria que se quiera; pero es una solución. Ó aceptarla,
ó dejarnos morir. Cierto que resulta un poquito y un muchito
ridícula...; pero no estamos en el caso de mirar mucho al qué dirán.
¿Qué debemos á la sociedad? Desaires y humillaciones, cuando no
dentelladas horribles. Pues no miremos á la sociedad; figurémonos
que no existe. Los mismos que nos critiquen le besarán la mano á él,
sí..., porque con esa mano firma el talonario...; la besarán, por si
algo se les pega... ¡Qué risa!»

Media vuelta, y rápida inmersión á los profundos abismos: «Pues si
esta pobrecita Fidela, que siempre fué mimosilla y voluntariosa, se
niega al sacrificio, si no logro convencerla, si prefiere la muerte
á la redención de la familia por tal procedimiento, no tendré más
remedio que apechugar yo... No, no; yo la convenceré: es razonable,
y comprenderá que á ella le toca apurar este cáliz, como á mí me
han tocado otros... Lo que es yo no me lo bebo... Además, ya estoy
vieja. De seguro que él preferirá á la otra... Pero ¿y si por artes
del enemigo se vuelve á mí, ó me saca como en el juego de las
pajitas?... ¡No, no; qué disparate! He cumplido cuarenta años, y me
siento como si hubiera vivido sesenta. ¡Yo ahora en esos trotes,
teniendo que acostarme con ese gaznápiro, y soportarle, y...! ¡Ni
cómo he de servir yo para eso!... Fidela, Fidela, que apenas tiene
veintinueve... Porque..., ¡cielos divinos!, para que el sacrificio
sea provechoso, es preciso que nazca algo... Yo criaré á mis
sobrinitos y gobernaré á todos, chicos y grandes, porque eso sí...,
mi autoridad no la pierdo. Estableceré una dictadura; nadie respirará
en la casa sin mi permiso, y...»

Breve sueño y despertar repentino, con excitación y hormiguilla en
todo el cuerpo.

«En cuanto á ese pobre hombre, respondo de que le afinaré. Yo le
alecciono de una manera indirecta, y... la verdad, no hay queja del
discípulo. En su afán de encasillarse en lugar más alto del que
tiene, se asimila todas las ideas que le voy echando, como se echa
pan á los pececillos de un estanque. El infeliz está ávido de ideas
nuevas, de modales finos y de términos elegantes. No tiene nada de
tonto, y se espanta de ser ridículo. Ponte en mis manos, asnito de
la casa, y yo te volveré tan galán que causes envidia... Cuando
tenga más confianza, le cogeré por mi cuenta, y veremos si me luzco.
Por de pronto, me valgo del amigo Donoso para advertirle ciertas
conveniencias, leccioncillas que no puede una espetar sin tocarle
al amor propio. D. José me servirá de intermediario para hacerle
entender que las personas finas no comen cebolla cruda. Hay noches,
¡Dios mío!, en que es preciso ponerse á metro y medio del buen señor,
porque...»

Balanceo en aguas medias..., desvanecimiento, letargo.



IV


Á la siguiente mañana, tempranito, cuando Rafael aún no rebullía,
Cruz trincó á su hermana, y metiéndose con ella en la cocina, lugar
retirado y silencioso, desde el cual, por mucho que se alzase la
voz, no podía ésta llegar al sutil oído del ciego, sin preparativos
ni atenuantes, que aquella mujer de acero no acostumbraba usar en
las ocasiones de verdadera gravedad, se lo dijo. Y muy clarito, en
breves y categóricas palabras.

—¡Yo..., pero yo...!—exclamó Fidela abriendo los ojos todo lo que
abrirlos podía.

—Tú, sí... No hay más que hablar.

—¿Yo, dices?

—¡Tú, tú! No hay otra solución. Es preciso.

Cuando Cruz, con aquel solemne y autoritario acento, robustecido y
virilizado en el continuo batallar con la suerte, decía _es preciso_,
no había más remedio que bajar la cabeza. Allí se obedecía á estilo
de disciplina militar, ó con la sumisión callada de la ordenanza
jesuítica, _perinde ac cadaver_.

—¿Creías tú otra cosa?—dijo después de una pausa, en que observaba en
el rostro de Fidela los efectos del testarazo.

—Anoche empecé á sospecharlo, y creí..., creí que serías tú...

—No, hija mía, tú. Conque, ya lo sabes.

Dijo esto con fría tranquilidad de ama de casa, como si le mandara
mondar los guisantes ó poner los garbanzos de remojo. Alzó los
hombros Fidela, y pestañeando á toda prisa, replicó: «Bueno...», y se
fué hacia su cuarto, disparada, sin saber adonde iba.

La primera impresión de la graciosa joven, pasado el estupor del
momento en que oyó la noticia, fué de alegría, de un respirar libre
y de un desahogo del alma y de los pulmones, como si le quitaran
de encima un formidable peñasco, con el cual venía cargada desde
inmemorial fecha. El peñasco podía ser una pesadísima joroba que en
aquel instante por sí sola se le extirpaba, permitiéndole erguirse
con su natural gallardía. «Matrimonio—se dijo—significa límite. De
aquí para allá, no más miseria, no más hambre, no más agonías, ni
la tristeza infinita de esta cárcel... Podré vestirme con decencia,
mudarme de ropa, arreglarme, salir á la calle sin morirme de
vergüenza, ver gente, tener amigas..., y sobre todo, soltar este
remo de galera, no tener que volverme loca pensando en cómo ha de
durar un calabacín toda la semana..., no contar los garbanzos como
si fueran perlas, no cortar y medir al quilate los pedacitos de pan,
comerme un huevo entero..., rodear á mi pobre hermano de comodidades,
llevarle á baños, ir yo también, viajar, salir, correr, ser lo que
fuimos... ¡Ay, hemos sufrido tanto, que el dejar de sufrir parece
un sueño! ¿Acaso estoy yo despierta?» Se pellizcaba y luego corría
por toda la casa, emprendiendo maquinalmente las faenas habituales:
coger un zorro y empezar á sacudir latigazos á las puertas, coger
también la escoba, barrer... «No hagas mucho ruido—le dijo Cruz, que
pasaba del comedor á la cocina llevando loza.—Todavía me parece que
duerme. Mira..., yo barreré un poco; enciende tú la lumbre: toma la
cerilla... Cuidadito al encenderla, que no tenemos más que tres por
junto.» Daba estas órdenes con sencillez, como si momentos antes no
hubiera ejercido su autoridad en la cosa más grave que ejercerse
podría. Creyérase que no había pasado nada, que todo había sido
broma. Pero Cruz era así, un carácter entero, que disponía lo que
juzgaba conveniente, empleando la misma autoridad glacial en las
cosas chicas que en las grandes. Cambió de mano la escoba. ¡Sabe Dios
lo que Cruz pensaba mientras barría! Fidela, al encender la lumbre,
siguió recreando su mente con la risueña perspectiva del cambio de
vida. Hubo de pasar algún tiempo, en el cual prendió la astilla y se
levantó la vagorosa llama, antes de que comenzara la natural reacción
de aquel júbilo, ó el despertar de aquel ensueño, permitiendo ver
la realidad del tremendo caso. La llama atacaba con brío el carbón,
cuando á Fidela se le representó la imagen de Torquemada en toda
su estrafalaria tosquedad. Bien observado le tenía, y jamás pudo
encontrar en él ninguna gracia de las que adornan el sexo fuerte.
¿Pero qué remedio había más que resignarse para poder vivir? ¿Era ó
no una salvación? Pues siendo salvación para los tres, ella por los
tres se ofrecía en holocausto al monstruo, y se le entregaba por
toda la vida. Menos mal si los demás vivían alegres, aunque ella
pasase la pena negra con los amargores de aquel brebaje que se tenía
que tomar.

Esta idea le quitó el apetito, y cuando su hermana preparó, con la
rapidez de costumbre, el chocolate con agua que á las dos servía de
desayuno, Fidela no quiso probarlo.

—¿Ya vienes con tus remilgos? ¡Si está muy bueno!—le dijo Cruz,
poniendo sobre la mesa de la cocina los mendrugos de pan del día
anterior que ayudaban á tragar la pócima.—¿Qué? ¿Estás preocupada
con lo que te dije? ¡Ay, hija mía, en esta fiera lucha que venimos
sosteniendo, cuando hay que hacer algo se hace! Á ti te ha tocado
esta obligación, como á mí me han tocado otras, bien rudas por
cierto, y no hay remedio. Si los tres hemos de vivir, de ti dependen
nuestras vidas. Y no resulta el sacrificio tan duro como á primera
vista parece. Cierto que no es muy galán que digamos. Cierto que se
ha enriquecido prestando dinero con espantosa usura, y lleva sobre
sí el menosprecio y el odio de tanta y tanta víctima. ¡Pero ay,
Fidela, no puede una escoger el peñasco en que ha de tomar tierra! La
tempestad nos arroja en ese. ¿Qué hemos de hacer más que agarrarnos?
Figúrate que somos pobres náufragos flotando entre las olas sobre
una tabla podrida. ¡Que nos ahogamos, que nos traga el abismo! Y
así se pasan días, meses, años. Por fin alcanzamos á ver tierra.
¡Ay, una isla! ¿Qué hemos de hacer más que plantarnos en ella y dar
gracias á Dios? ¿Es justo que, ahogándonos y viendo tierra cercana,
nos pongamos á discutir si la isla es bonita ó fea, si hay en ella
flores ó cardos borriqueros, si tiene pájaros lindos ó lagartijas y
otras alimañas asquerosas? Es una isla, es suelo sólido, y en ella
desembarcamos. Ya procuraremos pasarlo allí lo mejor posible. ¡Y
quién sabe, quién sabe si metiéndonos tierra adentro encontraremos
árboles y valles hermosos, aguas saludables, y todo el bien de que
estamos privadas!... Conque... no hay que afligirse. Es hombre de
clase inferior y de extracción villana. Pero su inferioridad y las
ganas que tiene de aseñorarse le harán más dócil, más dúctil, y
conseguiremos volverle del revés. Por más que tú digas, yo veo en
él cualidades; no es tonto, no. Rascando en aquella corteza, se
encuentra rectitud, sensibilidad, juicio claro... En fin, casados os
vea yo, y déjale de mi cuenta... (_Pausa._) ¿Y á qué viene ahora ese
lloro? Guarda la lagrimita para cuando venga á pelo. Esto no es una
desgracia; esto, después de diez años de horrible sufrimiento, es una
salvación, un inmenso bien. Reflexiona y lo comprenderás.

—Sí, lo comprendo... No digo nada—murmuró Fidela, decidiéndose á
tomar el chocolate, que más pudo al fin la necesidad que el asco.—¿Es
preciso hacerlo? Pues no se hable más. Aunque el sacrificio fuera
mucho mayor, yo lo haría. No están los tiempos para escrupulizar, ni
para pedir que nos sirvan platos de gusto. Lo que dices..., ¡quién
sabe si será la isla menos árida y menos fea de lo que parece mirada
desde el mar!

—Justo... ¡Quién sabe...!

—Y si una vez salvados, nos alegraremos de estar en ella... Porque
eso no se sabe. ¡Cuántas se han casado creyendo que iban á ser muy
felices, y luego resultaba que él era un perdido y un sinvergüenza!
¡Y cuántas se casan como quien va al matadero, y luego...!

—Justo... Luego se encuentran con ciertas virtudes que suplen la
belleza, y con un orden económico que al fin y al cabo hace la
vida metódica, dulce y agradable. En este mundo pícaro no hay que
esperar felicidades de relumbrón, que casi siempre son humo; basta
adquirir un mediano bienestar. Las necesidades satisfechas: eso es lo
principal... ¡Vivir, y con esto se dice todo!

—¡Vivir!..., eso es... Pues bien, hermana, si de mí depende,
viviremos.

Gozosa de su triunfo se levantó Cruz, y encargando á su hermana
que no diese la noticia á Rafael sino después de prepararle
gradualmente, se vistió de máscara para ir á la compra, la obligación
que más la molestara y que más penosa se le hacía entre todas las
cargas de aquella abrumadora existencia.

Rafael llamaba. Acudió Fidela, y dándole la ropa le incitó á
levantarse. Aquel día estaba la joven de buenas, y propuso á su
hermano llevarle á dar un paseo.

—Noto en el timbre de tu voz una cosa muy extraña—le dijo el ciego,
levantado ya, y cuando la hermana le ponía delante la jofaina para
que se lavase la cara.—No me niegues que te pasa algo. Tú estás más
alegre que otros días...; alegre, sí, y conmovida... Tú has llorado,
Fidela, no me lo niegues; hay en tu voz la humedad de lágrimas que se
han secado hace un ratito. Tú has reído después ó antes de llorar.
Todavía te queda en la voz la vibración de la risa.

—Anda, no hagas caso... Date prisa, que es hora de peinarte, y te voy
á poner hoy más guapo que un sol.

—Dame la toalla.

—Toma...

—¿Qué hay? Cuéntamelo todo...

—Pues hay... un poquitín de novedades.

—¿Ves? Anoche lo dije. Si yo adivino...

—Pues...

—¿Ha estado alguien en casa?

—Nadie, hijo.

—¿Han traído alguna carta?

—No.

—Yo soñé que traían una carta con buenas noticias.

—Las buenas noticias pueden llegar sin carta; vienen por el aire,
por los medios desconocidos que suele usar la infinita sabiduría del
Señor.

—¡Ay, me pones en ascuas! Dilo pronto.

—Te peinaré primero... Estate quieto... No hagas visajes...

—¡Oh, no seas cruel!... ¡Qué suplicio!

—Si no es nada, hijito... Quieto. Déjame sacar bien la raya. ¡Apenas
es importante la raya!

—Á propósito de raya... ¿Qué es eso del límite que dijo Cruz? No he
pensado en otra cosa durante toda la noche. ¿Quiere decir que hemos
llegado al límite de nuestro sufrimiento?

—Sí.

—¿Cómo?... (_Levantándose con febril inquietud._) Dímelo, dímelo al
instante... Fidela, no me irrites, no abuses de mi estado, de esta
ceguera que me aisla del mundo y me encierra dentro de una esfera
de engaños y mentiras. Ya que no puedo ver la luz, vea al menos la
verdad, la verdad, Fidela, hermana querida.



V


—Sosiégate... Te diré todo—replicó Fidela, un poquitín asustada,
colgándose de sus hombros para hacerle sentar.—Tiempo hacía que no te
enfadabas así.

—Es que desde ayer estoy como un arma cargada á pelo. Me tocan y
me disparo... No sé qué es esto... Un presentimiento horrible, un
temor... Dime: en ese cambio feliz que nos espera, ¿ha tenido algo
que ver D. José Donoso?

—Puede que sí: no te lo aseguro.

—¿Y D. Francisco Torquemada?

Pausa. Silencio grave, durante el cual, el vuelo de una mosca sonaba
como si el espacio fuera un gran cristal rayado por el diamante.

—¿No respondes? ¿Estás ahí?—dijo el ciego con ansiedad vivísima.

—Aquí estoy.

—Dame tu mano... Á ver.

—Pues siéntate y ten juicio.

Rafael se sentó y su hermana le besó la frente, dejándose atraer por
él, que le tiraba del brazo.

—Paréceme que lloras. (_Tentándole la cara._) Sí..., tu cara está
mojada. Fidela, ¿qué es esto? Respóndeme á la pregunta que te hice.
En ese cambio, en ese..., no sé cómo decirlo..., ¿figura de algún
modo, como causa, como agente principal, ese amigo de casa, ese
hombre ordinario que ahora estudia para persona decente?

—Y si figurara, ¿qué?—contestó la joven después de hacerse repetir
tres veces la pregunta.

—No digas más. ¡Me estás matando!—exclamó el ciego apartándola de
sí.—Vete, déjame solo... No creas que me coge de nuevas la noticia.
Hace días que me andaba por dentro una sospecha... Era como un
insecto que me picaba las entrañas, que me las comía... ¡Sufrimiento
mayor...! No quiero saber más: acerté. ¡Qué manera de adivinar! Pero
dime: ¿no trajisteis á ese hombre á casa como bufón para que nos
divirtiera con sus gansadas?

—Cállate, por Dios—dijo Fidela con terror.—Si Cruz te oye se enojará.

—Que me oiga. ¿Dónde está?

—Vendrá pronto...

—¡Y ella...! Dios mío, bien hiciste en cegarme para que no viera
tanta ignominia... Pero si no la veo, la siento, la toco...

Gesticulaba en pie, y habría caído tropezando contra los muebles, si
su hermana no se abrazara á él, llevándole casi por fuerza al sillón.

—Hijo, por Dios, no te pongas así. Si no es lo que tú crees.

—Que sí, que sí es.

—Pero óyeme... Ten juicio, ten prudencia. Déjame que te peine.

De una manotada arrancó Rafael el peine de manos de Fidela, y lo
partió en dos pedazos.

—Vete á peinar á ese mastín, que lo necesitará más que yo. Estará
lleno de miseria...

—¡Hijo, por Dios!..., te vas á poner malito.

—Es lo que deseo. Mejor me vendría morirme, y así os quedabais tan
anchas, en libertad para degradaros cuanto quisierais.

—¡Degradarnos! ¿Pero tú qué te figuras?

—No, si ya sé que se trata de matrimonio en regla. Os vendéis, por
mediación ó corretaje de la Santa Iglesia. Lo mismo da. La ignominia
no es menor por eso. Sin duda creéis que nuestro nombre es un troncho
de col, y se lo arrojáis al cerdo para que se lo coma.

—¡Oh, qué disparates estás diciendo!... Tú no estás bueno, Rafael. Me
haces un daño horrible...

Echóse á llorar la pobre joven, y en tanto su hermano se encerraba en
torvo silencio.

—Daño, no—le dijo al fin;—no puedo hacerte daño. El daño te lo haces
tú misma, y á mí me toca compadecerte con toda mi alma y quererte
más. Ven acá.

Abrazáronse con ternura, y lloraron el uno sobre el pecho de la otra,
con la efusión ardiente de una despedida para la eternidad.

Inmenso cariño aunaba las almas de los tres hermanos del Águila. Las
dos hembras sentían por el ciego un amor que la compasión elevaba á
idolatría. Él les pagaba en igual moneda; pero queriéndolas mucho
á las dos, algún matiz distinguía el afecto á Cruz del afecto á
Fidela. En la hermana mayor vió siempre como una segunda madre, dulce
autoridad que, aun ejerciéndose con firmeza, reforzaba el cariño. En
Fidela no veía más que la hermanita querida, compañera de desgracias,
y hasta de juegos inocentes. En vez de autoridad, confianza, bromas,
ternura, y un vivir conjuntivo, alma en alma; sintiendo cada uno por
los dos. Era un caso de hermanos siameses, seres unidos por algo
más que el parentesco y un lazo espiritual. Á Cruz la miraba Rafael
con veneración casi religiosa: para ella eran los sentimientos de
filial sumisión y respeto; para Fidela toda la ternura y delicadeza
que su vida de ciego acumulaba en él, como manantial que no corre, y
labrando en su propio seno, forma un pozo insondable.

Llorando sin tregua, no sabían desabrazarse. Fidela fué la primera
que quiso poner fin á escena tan penosa, porque si Cruz entraba y
les veía tan afligidos, tendría un disgusto. Secándose á toda prisa
las lágrimas, porque creyó sentir el ruido del llavín en la puerta,
dijo á su hermano: «Disimula, hijo. Creo que ha entrado... Si nos ve
llorando... de fijo se incomodará... Creerá que te he dicho lo que no
debo decirte...»

Rafael no chistó. La cabeza inclinada sobre el pecho, el cabello en
desorden, esparcido sobre la frente, parecía un Cristo que acaba de
expirar, ó más bien _Eccehomo_, por la postura de los brazos, á los
que no faltaba más que la caña para que el cuadro resultase completo.

Cruz se asomó á la puerta, sin soltar aún el disfraz que usaba para
ir á la compra. Les observó á los dos, pálida, muda, y se retiró
al instante. No necesitaba más informaciones para comprender que
Rafael lo sabía, y que el efecto de la noticia había sido desastroso.
La convivencia en la desgracia, el aislamiento y la costumbre de
observarse de continuo los tres, daban á cada uno de los individuos
de la infeliz familia una perceptibilidad extremada, y un golpe
de vista certero para conocer lo que pensaban y sentían los otros
dos. Ellas leían en la fisonomía de él como en el Catecismo: él las
había estudiado en el metal de voz. Ningún secreto era posible entre
aquellos tres adivinos, ni segunda intención que al punto no se
descubriera. «Todo sea por Dios», se dijo Cruz, camino de la cocina,
con sus miserables paquetes de víveres.

Arrojando su carga sobre la mesa, con gesto de cansancio, sentóse
y puso entre sus trémulas manos la cabeza. Fidela se acercó de
puntillas. «Ya—le dijo Cruz, dando un gran suspiro,—ya veo que lo
sabe y que le ha sentado mal.»

—Tan mal, que... ¡Si vieras..., una cosa horrible...!

—¿Acaso se lo dijiste de sopetón? ¿No te encargué...?

—¡Quiá! Si él ya lo sabía...

—Lo adivinó. ¡Pobre ángel! La falta de vista le aguza el
entendimiento. Todo lo sabe.

—No transige.

—El maldito orgullo de raza. Nosotras lo hemos perdido con este
baqueteo espantoso del destino. ¡Raza, familia, clases! ¡Qué
miserable parece todo eso desde esta mazmorra en que Dios nos tiene
metidas hace tantos años! Pero él conserva ese orgullo, la dignidad
del nombre que se tenía por ilustre, que lo era... Es un ángel de
Dios, un niño: su ceguera le conserva tal y como fué en mejores
tiempos. Vive como encerrado en una redoma, en el recuerdo de un
pasado bonito, que... El nombre lo indica: _pasado_ quiere decir...
lo que no ha de volver.

—Me temo mucho—dijo Fidela secreteando—que tu... proyecto no pueda
realizarse.

—¿Por qué?—preguntó la otra con viveza, echando lumbre por los ojos.

—Porque... Rafael no resistirá la pesadumbre...

—¡Oh!, no será tanto... Le convenceré, le convenceremos. No hay que
dar tanta importancia á una primera impresión... Él mismo reconocerá
que es preciso... Digo que es preciso, y que es preciso..., y se hará.

Reforzó la afirmación dejando caer su puño cerrado sobre la mesa, que
gimió con estallido de maderas viejas, haciendo rebotar el pedazo de
carne envuelto en un papel. Después, la dama suspiró al levantarse.
Diríase que al tomar aliento con toda la fuerza de sus pulmones,
metía en su interior una gran cuchara para sacar la energía que,
después del colosal gasto de aquellos años, aún quedaba dentro. Y
quedaba mucha: era una mina inagotable.

—No hay que acobardarse—añadió, sacando del ensangrentado papel el
pedazo de carne y desenvolviendo los otros paquetes.—No pensemos
ahora en eso, porque nos volveríamos locas, y á trabajar... Mira,
corta un pedazo para bistec. Lo demás lo pones como ayer... Nada de
cocido. Aquí tienes el tomate..., un poco de lombarda..., los tres
langostinos..., el huevo..., tres patatas... Haremos para la noche
sopa de fideos... Y no te muevas de aquí por ahora, ni vuelvas allá.
Yo le peinaré, y veremos si logro templarle.

Encontróle en la misma actitud de _Eccehomo_ sin caña.

—¿Qué te pasa, hijo mío?—le dijo besándole en el pelo y dando á
su voz toda la ternura posible.—Voy á peinarte. Á ver..., no hagas
mañas. ¿Te duele algo, tienes algún pesar? Pues cuéntamelo prontito,
que ya sabes que estoy aquí para procurarte todo el bien posible...
Vamos, Rafael, pareces un chiquillo: mira, hijo, que son las tantas;
no te has peinado, y tenemos mucho que hacer.

Con una de cal y otra de arena, con palabras dulcísimas, entreveradas
de otras autoritarias, le dominaba siempre. El respeto á la hermana
mayor, en quien había visto, desde que empezaron los tiempos de
desgracia, un ser dotado de sobrenatural energía y capacidad para
el gobierno, puso en el alma de Rafael, y sobre aquellos ímpetus de
rebeldía mostrados poco antes, pesadísima losa. Dejóse peinar. La
primogénita del Águila, que siempre se crecía ante las dificultades,
en vez de rehuir la cuestión, la embistió de frente.

—¡Bah!..., todo eso... por lo que te ha dicho Fidela del pobre D.
Francisco y de sus pretensiones. ¡El pobre señor es tan bueno, nos ha
tomado un cariño tal...! Y ahora sale con la tecla de querer aplicar
un remedio definitivo á nuestra horrible situación, á esta agonía en
que vivimos, abandonados de todo el mundo. Y no hay que acordarse ya
del pleito, que es cosa perdida, por falta de recursos. Se ganaría si
pudiéramos hacer frente á los gastos de curia... ¿Pero quién piensa
en eso?... Pues como te decía, el buenazo de D. Francisco quiere
traer un cambio radical á nuestra existencia; quiere... que vivamos.

Sintió la peinadora que bajo sus dedos se estremecía la cabeza y la
persona toda del pobre ciego. Pero éste no dijo nada; y después de
sacar cuidadosamente la raya, siguió impávida presentando con lenta
ductilidad y cautela la temida cuestión.

—¡Pobre señor! Por los de Canseco he sabido ayer que todo eso que
se cuenta de su avaricia es una falsa opinión propalada por sus
enemigos. ¡Oh!, el que hace bien los tiene, los cría al calorcillo
de su propia generosidad. Me consta que á la chita callando, y aun
dejándose desollar vivo por los calumniadores, D. Francisco ha
remediado muchas desdichas, ha enjugado muchas lágrimas. Sólo que no
es de los que cacarean sus obras de caridad, y prefiere pasar por
codicioso... Es más, le gusta verse menospreciado por la voz pública.
Yo digo que así es más meritorio el buen hombre, y más cristiano...
¡Ah!, con nosotras se ha portado siempre como un cumplido caballero.
Y lo es, lo es, á pesar de su bárbara corteza...

Nada. Rafael no decía una palabra, y esto desconcertaba á la hermana
mayor que le requería para que hablase, pues en la discusión tenía
la seguridad de vencerle, disparándole las andanadas de su decir
persuasivo. Pero el ciego, conociendo sin duda que en la controversia
saldría derrotado, se amparaba en la inercia, en el mutismo, como en
un reducto inexpugnable.



VI


Le citaba (digámoslo en estilo tauromáquico); pero él no quería salir
de su posición defensiva. Por fin, concluyendo de peinarle, y al dar
la última mano á los finos cabellos ondeados sobre la frente, le dijo
con un poquito de severidad.

—Rafael, me vas á hacer un favor, y no es súplica, es más bien
mandato. No des ocasión á que me enfade de veras contigo. Si esta
noche viene D. Francisco, espero que le tratarás con la urbanidad
de siempre, y que no saldrás con alguna pitada... Porque si el buen
señor tiene ciertas pretensiones, que ahora no califico, á nosotros
nos corresponde agradecerlas, en ningún caso vituperarlas, cualquiera
que sea la respuesta que demos á esas pretensiones... ¿Me entiendes?

—Sí—dijo Rafael inmóvil.

—Confío en que no nos pondrás en ridículo tratando mal en nuestra
propia casa á quien desea favorecernos, en una forma que ahora no
discuto..., no se trata de eso. ¿Puedo estar tranquila?

—Una cosa es la buena crianza, á la cual no faltaré nunca, y otra la
dignidad, á la que tampoco puedo faltar.

—Bien.

—Así como te digo que nunca desmentiré mi buena educación ante
personas extrañas, sean quienes fueren, también te digo que jamás,
jamás transigiré con ese hombre, ni consentiré que entre en nuestra
familia... No tengo más que decir.

Cruz desfalleció, reconociendo en las categóricas palabras de su
hermano la veta dura de la raza del Águila, unida al irreductible
orgullo de los Torre-Auñón. Aquel criterio dogmático sobre la
dignidad de la familia, ella se lo había enseñado á Rafael cuando era
niño, cuando ella, señorita de casa noble, opulenta, vivía rodeada de
adoradores, sin que sus padres encontraran hombre alguno merecedor de
su preciosa mano.

—¡Ah, hijo mío!—exclamó la dama sin disimular su pena.—Diferencias
grandes hay entre tiempos y tiempos. ¿Crees que estamos en aquellos
días de prosperidad..., ya no te acuerdas..., cuando por apartarte
de relaciones que no eran muy gratas á la familia te mandamos de
agregado á la legación de Alemania? ¡Pobrecito mío! Después vino la
desgracia sobre nuestras pobres cabezas, como una lluvia torrencial
que todo lo arrasa... Perdimos cuanto teníamos, el orgullo inclusive.
Quedaste ciego; no has visto la transformación del mundo y de los
tiempos. De nuestra miseria actual y de la humillación en que vivimos
no ves la parte dolorosa. Lo más negro, lo que más llega al alma y
la destroza más, no lo conoces, no puedes conocerlo. Estás todavía,
por el poder de la imaginación, en aquel mundo brillante y lleno
de ficciones. Y no puedo consolarme ahora de haber sido tu maestra
en esas intransigencias de una dignidad tan falsa como todos los
oropeles que nos rodeaban. Sí, ese viento, yo, yo misma te lo metí
en la cabeza cuando te enamoraste de la chica de Albert, hija de
honrados banqueros, monísima, muy bien educada; pero que nosotros
creíamos que nos traía la deshonra, porque no era noble..., porque
su abuelo había tenido tienda de gorras en la Plaza Mayor. Y yo fuí
quien te quitó de la cabeza lo que llamábamos tu tontería; y en el
hueco que dejaba metí mucha estopa, mucha estopa. Todavía la tienes
dentro. ¡Y cuánto me pesa, cuánto, haber sido yo quien te la puso!

—Es muy distinto este caso de aquél—dijo el ciego.—Reconozco que
hay tiempos de tiempos. Hoy yo transigiría, pero dentro de ciertos
límites. Humillarse un poco, pase... ¡Pero humillarse hasta la
degradación vergonzosa, transigir con la villanía grosera, y todo
¿por qué?, por lo material, por el vil interés!... ¡Oh, hermana
querida!, eso es venderse, y yo no me vendo. ¿De qué se trata? ¿De
comer un poco mejor?

—¡De vivir—dijo briosamente, echando lumbre por los ojos la noble
dama,—de vivir! ¿Sabes tú lo que es vivir? ¿Sabes lo que es el temor
de morirnos los tres mañana, de aquella muerte que ya no se estila...
porque está lleno el mundo de establecimientos benéficos..., de la
muerte más horrible y más inverosímil, de hambre? ¿Qué, te ríes?
Somos muy dignos, Rafael, y con tanta dignidad, no creo que debemos
llamar á la puerta del Hospicio y pedir por amor de Dios un plato
de judías. Esa misma dignidad nos veda acercarnos á las puertas de
los cuarteles donde reparten la bazofia sobrante del rancho de los
soldados, y comer de ella para tirar un día más. Tampoco nos permite
nuestro dignísimo carácter salir á la calle los tres, de noche, y
alargar la mano esperando una limosna, ya que nos sea imposible
pedirla con palabras... Pues bien, hijo mío, hermano mío, como
no podemos hacer eso, ni tampoco aceptar otras soluciones que tú
tienes por deshonrosas, ya no nos queda más que una, la de reunirnos
los tres, y bien abrazaditos, pidiendo á Dios que nos perdone,
arrojarnos por la ventana y estrellarnos contra el suelo..., ó buscar
otro género de muerte, si ésta no te parece en todo conforme con la
dignidad.

Rafael, anonadado, oyó esta fraterna sin chistar, apoyados los codos
en las rodillas y la cabeza en las palmas de las manos. Atraída por
la entonada voz de Cruz, Fidela curioseaba desde la puerta, pelando
una patata.

Pasado un ratito, y cuando la primogénita, recogiendo los objetos
de tocador, se congratulaba mentalmente del efecto causado por sus
palabras, el ciego irguió la cabeza con arrogancia, y se expresó así:

—Pues si nuestra miseria es tan desesperada como dices, si ya no nos
queda más solución que la muerte, por mí... sea. Ahora mismo. Estoy
pronto..., vamos.

Se levantó, buscando con las manos á su hermana, que no se dejó
coger, y desde el otro extremo de la habitación le dijo:

—Pues por mí tampoco quedará. La muerte es para mí un descanso, un
alivio, un bien inmenso. Por ti no he dejado ya de vivir. Siempre
creí que mi deber era sacrificarme y luchar...; pero ya no más, ya no
más. ¡Bendita sea la muerte, que me lleva al descanso y á la paz de
mis pobres huesos!

—¡Bendita sea, sí!—exclamó Rafael, acometido de un vértigo insano,
entusiasmo suicida que no se manifestaba entonces en él por vez
primera...—Fidela, ven... ¿Dónde estás?

—Aquí—dijo Cruz.—Ven, Fidela. ¿Verdad que no nos queda ya más recurso
que la muerte?

La hermana menor no decía nada.

—Fidela, ven acá... Abrázame... Y tú, Cruz, abrázame también...
Llevadme; vamos, los tres juntitos, abrazaditos. ¿Verdad que
no tenéis miedo? ¿Verdad que no nos volveremos atrás, y que...
resueltamente, como corresponde á quien pone la dignidad por encima
de todo, nos quitaremos la vida?

—Yo no tiemblo...—afirmó Cruz, abrazándole.

—¡Ay, yo sí!—murmuró Fidela desvaneciéndose. Y al tocar con los
brazos á su hermano, cayó en el sillón próximo y se llevó la mano á
los ojos.

—Fidela, ¿temes?

—Sí..., sí—replicó la señorita, trémula y desconcertada, pues había
llegado á creer que aquello iba de veras; y por parte de Rafael bien
de veras iba.

—No tiene el valor mío—dijo Cruz,—que es todavía más grande que el
tuyo.

—¡Ay, yo no puedo, yo no quiero!—declaró Fidela, llorando como una
chiquilla.—¡Morir, matarse...! La muerte me aterra. Prefiero mil
veces la miseria más espantosa, comer tronchos de berza... ¿Hay
que pedir limosna? Mandadme á mí. Iré antes que arrojarme por la
ventana... ¡Virgen Santa, lo que dolería la cabeza al caer! No, no;
no me habléis á mí de matarnos... Yo no puedo, no; yo quiero vivir.

Actitud tan sincera y espontánea terminó la escena, apagando en
Rafael el entusiasmo suicida y dando á Cruz un apoyo admirable para
llevar la cuestión al terreno para ella más conveniente.

—Ya ves, nuestra querida hermanita nos deja plantados en mitad del
camino..., y sin ella ¿cómo vamos á matarnos? No es cosa de dejarla
solita en el mundo, entre tanta miseria y desamparo. De todo lo cual
se deduce, querido hermano, chiquitín de la casa (_acariciándole con
gracejo_), que Dios no quiere que nos suicidemos... por ahora. Otro
día será, porque en verdad, no hay más remedio.

—Ah, pues conmigo no cuenten—manifestó Fidela, nuevamente aterrada,
tomándolo muy en serio.

—Por ahora no se hable de eso. Conque, tontín, ¿me prometes ser
razonable?

—Si ser razonable es transigir con... eso y dar nombre de hermano
á... Vamos, no puedo: no esperes que yo sea razonable..., no lo soy,
no sé la manera de serlo.

—¡Pero hijo mío, si no hay nada todavía! ¡Si no es más que un rumor,
que no sé cómo ha llegado á tus oídos! En fin, ya conozco tu opinión,
y la tendré en cuenta. D. José hablará contigo, y si entre todos
acordamos rechazar la proposición, entre todos acordaremos también lo
que se ha de hacer para vivir...; mejor dicho, no hay que discutir
más que el asilo en que hemos de pedir plaza. Ésta no quiere que
muramos; tú no quieres lo otro. Pues al Hospicio con nuestros pobres
cuerpos.

—Pues al Hospicio. Yo no transigiré nunca con... aquello.

—Bien, muy bien.

—Que venga D. José. Él nos dirá dónde debemos refugiarnos.

—Mañana se ajustará la cuenta definitiva con nuestro destino... Y
como aún tenemos un día—agregó la dama con transición jovial,—hemos
de aprovecharlo. Ahora almuerzas. Tienes lo que más te gusta.

—¿Qué es?

—No te lo digo; quiero sorprenderte.

—Bueno, lo mismo me da.

—Y después que almuerces, nos vamos de paseo. Tenemos un día que ni
de encargo. Llegaremos hasta la casa de Bernardina, y te distraerás
un rato.

—Bien, bien—dijo Fidela;—yo también quiero tomar el aire...

—No, hija mía, tú te quedas aquí. Otro día saldrás tú, y yo me quedo.

—¿De modo que voy...?

—Conmigo—afirmó la dama, como diciendo: «lo que es hoy no te
suelto».—Tengo que hablar con Bernardina...

—¡Salir!—exclamó el ciego respirando fuerte.—Buena falta me hace.
Parece que se me apolilla el alma...

—¿Ves, tontín, cómo el vivir es bueno?

—¡Oh..., según y conforme...!



VII


Si no se ha dicho antes, dícese ahora que la antigua y fiel criada
de las Águilas vivía en Cuatro Caminos, en el cerro que cae hacia
Poniente, del lado del Canalillo del Norte. La casa, construída con
losetones que fueron de la Villa, adobes, tierra, pedazos de carriles
del tranvía y puertas viejas de cuarterones, era una magnífica choza,
decorada á estilo campesino con plantas de calabaza, cuyas frondosas
guías perfilaban el alero y la cumbre del tejado. Ocupaba el centro
de un grandísimo muladar con cerca de piedras sueltas, material que
fué de un taller de cantería, y de trecho en trecho veíanse montones
de basura y paja de cuadra, donde escarbaban hasta docena y media
de gallinas muy ponedoras, y un gallo muy arrogante, de plumas de
oro. Al extremo oriental del cercado, mirando hacia la carretera
de Tetuán, se destacaba un desmantelado edificio de un solo piso
con todas las trazas de caseta de sobrestantía, techo provisional y
paramento sin revoco; pero su destino era muy distinto. En la puerta
que daba al camino veíase un palo largo, al extremo de él una como
gran estrella de palitroques negros, algo como un paraguas sin tela,
y debajo un letrero de chafarrinones negros sobre yeso, que decía:
_Baliente, polvorista_.

Allí tenía su taller el esposo de Bernardina, Cándido Valiente,
que surtía de fuegos artificiales, en las fiestas de sus santos
titulares, á los barrios de Tetuán, Prosperidad, Guindalera, y á los
pueblos de Fuencarral y Chamartín. Bernardina había servido á las
señoras del Águila en los primeros tiempos de pobreza, hasta que
se casó con Valiente; y tal fué la fidelidad y adhesión de aquella
buena mujer, que sus amas siguieron tratándola después, y sostenían
con ella relaciones de franca amistad. De Bernardina se valía Cruz
para comisiones delicadas, sobre las cuales era prudente guardar
impenetrable secreto; con Bernardina consultaba en asuntos graves,
y con ella se permitía confianzas que con nadie del mundo habría
osado tener. Formalidad, discreción, sentido claro de las cosas
resplandecían en la mujer aquella, que sin saber leer ni escribir,
habría podido dar lecciones de arte de la vida á más de cuatro
personas de clase superior.

Su matrimonio con el polvorista había sido hasta entonces infecundo:
malos partos, y pare usted de contar. Vivía con la pareja el padre
de él, Hipólito Valiente, vigilante de consumos, soldado viejo que
estuvo en la campaña de África, el grande amigo del ciego Rafael del
Águila, que gozaba lo indecible oyéndole contar sus hazañas, las
cuales, en boca del propio héroe de ellas, resultaban tan fabulosas
como si fuera el mismísimo Ariosto quien las cantase. Si se llevara
cuenta de los moros que mandó al otro mundo en los Castillejos, en
Monte Negrón, en el llano de Tetuán y en Wad-Ras, no debía quedar
ya sobre la tierra ni un solo sectario de Mahoma para muestra de
la raza. Había servido Valiente en _Cazadores de Vergara_, de la
división de reserva mandada por D. Juan Prim. Se batió en todas las
acciones que se dieron para proteger la construcción del camino
desde el Campamento de Oteros hasta los Castillejos; y luego allí,
en aquella gloriosa ocasión..., ¡Cristo!, empezaba el hombre y no
concluía. _Cazadores de Vergara_ siempre los primeritos, y él,
Hipólito Valiente, que era cabo segundo, haciendo cada barbaridad que
cantaba el misterio. ¡Qué día, qué 1.º de Enero de 1860! El batallón
se hartó de gloria, quedándose en cuadro, con la mitad de la gente
tendida en aquellos campos de maldición. Hasta el 14 de Enero no
pudo volver á entrar en fuego, y allí fué otra vez el hartarse de
escabechar moros. ¡Monte Negrón! También fué de las gordas. Llega por
fin el gloriosísimo 4 de Febrero, el acabóse, el _nepusuntra_ de las
batallas habidas y por haber. Bien se portaron todos, y el general
O’Donnell mejor que nadie, con aquel disponer las cosas tan á punto y
aquella _comprensión de cabeza_ que era la maravilla del universo.

Estas y las subsiguientes maravillas las oía Rafael con grandísimo
contento, sin que lo atenuara la sospecha de que adolecían del vicio
de exageración, cuando no del de la mentira poética forjada por el
entusiasmo. Desde que desembarcó en Ceuta hasta que volvió á embarcar
para España, dejando al perro marroquí _sin ganas de volver por
otra_, todo lo narraba Valiente con tanta intrepidez en su retórica
como en su apellido, pues cuando llegaba á un punto dudoso, ó del
cual no había sido testigo presencial, metíase por la calle de en
medio, y allá lo historiaba él á su modo, tirando siempre á lo
romancesco y extraordinario. Para Rafael, en el aislamiento que le
imponía su ceguera, incapaz de desempeñar en el mundo ningún papel
airoso conforme á los impulsos de su corazón hidalgo y de su temple
caballeresco, era un consuelo y un solaz irreemplazables oir relatar
aventuras heroicas, empeños sublimes de nuestro ejército, batallas
sangrientas en que las vidas se inmolaban por el honor. ¡El honor
siempre lo primero, la dignidad de España y el lustre de la bandera
siempre por cima de todo interés de la materia vil! Y oyendo á
Valiente referir cómo, sin haber llevado á la boca un triste pedazo
de pan, se lanzaban aquellos mozos al combate, ávidos de hacer
polvo á los enemigos del nombre español, se excitaba y enardecía
en su adoración de todo lo noble y grande, y en su desprecio de
todo lo mezquino y ruin. ¡Batirse sin haber comido! ¡Qué gloria!
¡No conocer el miedo ni el peligro; no mirar más que el honor! ¡Qué
ejemplo! ¡Dichosos los que podían ir por tales caminos! ¡Miserables y
desdichados los que se pudrían en una vida ociosa, dándose gusto en
las menudencias materiales!

Entrando en el corral, lo primero que preguntó Rafael, al sentir la
voz de Bernardina que á su encuentro salía, fué: «¿Está hoy tu padre
franco de servicio?»

—Sí, señor... Por ahí anda, componiéndome una silla.

—Llévale con tu padre—le dijo Cruz,—que le entretendrá contándole lo
de África; y entremos tú y yo en tu casa, que tenemos que hablar.

Apareció por detrás de un montón de basura el héroe de los héroes
del Mogreb, hombre machucho ya, pequeño de cuerpo, musculoso y ágil,
á pesar de su edad no inferior á los sesenta, tipo de batallón de
cazadores, cara curtida, bigote negro, cortado como un cepillo, ojos
vivaces, y un reir continuo que perpetuaba en él las alegrías del
tiempo de servicio. En mangas de camisa, los brazos arremangados, un
pantalón viejo del uniforme de consumos, la cabeza al aire, Hipólito
se adelantó á dar la mano al señorito, y le llevó adonde estaba
trabajando.

—Siga, siga usted en su faena—le dijo Rafael, sentándose en una
banqueta con ayuda del veterano.—Ya sé que está componiendo sillas.

—Aquí estamos enredando por matar la pícara vagancia, que es otro
gusanillo como el hambre.

Sentado en el santo suelo, las patas abiertas, entre ellas la silla,
Valiente iba cogiendo aneas de un montón próximo, y con ellas tejía
un asiento nuevo sobre la armazón del vetusto mueble.

—Á ver, Hipólito—le dijo Rafael sin más preámbulo, que aquel
romancero familiar no lo necesitaba,—¿cómo es aquel pasaje que empezó
usted á contarme el otro día...?

—¿Ya...? ¿Cuando en la cabecera del puente Buceta, sobre el río Gelú,
defendíamos el paso de los heridos...?

—No, no era eso. Era el paso por un desfiladero... Moros y más moros
en las alturas.

—¡Ah!..., ya... Al día siguiente de Wad-Ras; ¡vaya una batallita!...
Pues el ejército, para ir de Tetuán á Tánger, tenía que pasar por
el desfiladero de Fondak... ¡Cristo, si no es por mí..., digo, por
_cazadores de Vergara_...! Nos mandó el general que subiéramos á
echar de allí á la morralla, y había que vernos, sí, señor, había que
vernos... Nos abrasaban desde arriba. Nosotros tan ternes, sube que
te sube. Al grupo que cogíamos en medio del monte..., ¡carga á la
bayoneta!..., lo barríamos... Salían de los matojos á la desbandada,
como conejos. Una vez en lo alto, pim, pam..., aquello no acababa...
Yo solo puse patas arriba más de cincuenta...

Mientras con tanta fiereza desalojaban los nuestros al agareno de sus
terribles posiciones, en la puerta de la casa, sentadas una frente
á otra con familiar llaneza, Cruz y Bernardina platicaban sobre
combates menos ruidosos, de los cuales ningún historiador grande ni
chico ha de decir jamás una palabra.

—Necesito dos gallinas—había dicho Cruz como introducción.

—Todas las que la señorita quiera. Escójalas ahora.

—No; escógelas tú bien gordas, y no me las lleves hasta que yo te
avise. Es indispensable convidarle á comer un día.

—Según eso, _aquello_ marcha.

—Sí; es cosa hecha. Poco antes de salir de casa recibí una esquela
de D. José, en la cual me dice que anoche quedó todo convenido, y el
hombre como unas Pascuas de contento. No puedes imaginarte lo que he
sufrido y sufro. Para llegar á esto, ¡cuánto discurrir, y qué trabajo
tan penoso el de acallar la repugnancia, para no oir más voz que la
de la razón, unida á otra no menos grave, la de la necesidad! Se
hará; no hay más remedio.

—¿Y la señorita Fidela...?

—Se resigna... La verdad, no lo ha tomado por la tremenda, como yo
me temí. Puede que haga de tripas corazón, ó que comprenda que la
familia merece este sacrificio, que bien mirado, no es de los más
grandes. Sacrificios peores hay, ¿no lo crees tú?

—Sí, señorita... El hombre se va afinando. Ayer le vi y no le
conocí, con su chisterómetro acabado de planchar, que parecía un sol,
y levita inglesa... Vaya, á cualquiera se la da... ¡Quién le vió con
la camisa sucia de tres semanas, los tacones torcidos, la cara de
judío de los pasos de Semana Santa, cobrando los alquileres de la
casa de corredor de frente al Depósito!

—Por Dios, cállate, no recuerdes eso. Tapa, tapa.

—Quiero decir que ya no es lo que era; y al igual de su ropa, habrán
cambiado el genio y las mañas...

—¡Ah..., lo veremos luego! Esas son otras batallas que habrá que dar
después.

Ambas volvieron la vista, asustadas por un ruido como de disparos que
muy cerca se oía... ¡Pim, pam, pum!

—¡Ah!—exclamó Bernardina riendo,—es mi padre que le cuenta al
señorito las palizas que dieron á los moros.

—Pues, como te decía, Fidela no me inspira cuidado: se somete á
cuanto yo dispongo. ¡Pero lo que es éste..., el pobrecito ciego...!
¡Si supieras qué disgusto nos ha dado hoy!

—¿No le hace gracia...?

—Maldita... Tan no le hace gracia, que hoy quiso matarse... No
transige, no. En él tienen raíz muy honda ciertas ideas...,
sentimientos de familia, orgullo de raza, la tradición noble... Yo
tenía también... eso; pero me lo he ido dejando en las zarzas del
camino. Á fuerza de caer y arrastrarme, la vulgaridad me ha ido
conquistando. Mi hermano sigue en su antigua conformación de persona
de alcurnia, enamorado de la dignidad y de otra porción de cosas que
no se comen ni han dado de comer á nadie en días aciagos.

—El señorito Rafael, ¿qué ha de hacer más que lo que las señoras
quieran?

—No sé, no sé... Me temo que ha de estallar alguna tempestad en casa.
Rafael conserva en su alma el tesón de la familia, como los objetos
preciosos que están en los museos. Pero, suceda lo que quiera,
lucharemos, y como esto debe hacerse porque es la única solución, se
hará, yo te aseguro que se hará.

Los temblores del labio inferior indicaban la resolución
inquebrantable, que convertiría en realidad aquel propósito,
desafiando todos los peligros.

—Pues hemos de prepararnos para el hecho con hechos, ¿entiendes?...
Quiero decir que tengo que ir tomando medidas... Verás. El señor de
Donoso me ha escrito hoy, asegurándome que ha cerrado el trato y que
el hombre tiene prisa.

—Es natural.

—Y quiere llevarlo á paso de carga. Mejor: estos tragos, de una
vez y por sorpresa. Cuando la gente se percate, ya está hecho.
Excuso decirte que necesitamos prepararnos. Así me lo dice D.
José, que comprendiendo las dificultades que en nuestra situación
tristísima hallaríamos para esa preparación, me ofrece los recursos
necesarios... Claro, en el caso presente acepto el favor... ¡Qué
hombre, qué previsión, qué bondad!... Acepto, sí, por la seguridad de
poder reintegrar pronto el anticipo. ¿Te vas enterando?

—Sí, señora. Habrá que...

—Sí... Veo que me entiendes. Tenemos que ir sacando...

—Ya sabe que me tiene á su disposición.

—Desde mañana te vas por casa todos los días. No sacaremos todo de
golpe por no llamar la atención. Urgen los cubiertos de plata.

—Están en...

—En lo que estuvieren: lo mismo da.

—Calle de Espoz y Mina. Diez meses, si no recuerdo mal.

—Luego la ropa de cama..., los relojes...

—Todo, todo... ¡Y yo que pensé que se perdía...! Como que los réditos
subirán...

—Déjalos que suban—dijo Cruz vivamente, queriendo evitar un cálculo
enojoso y denigrante.—¡Ah!, ahora que recuerdo: mañana te daré los
diez duros que te debo.

—No corre prisa. Déjelos. Si Cándido se entera, me los quitará para
pólvora. Guárdemelos.

—No, no... Quiero saborear el placer, que ya iba siendo desconocido
para mí, de no deber nada á nadie—dijo Cruz, iluminado el rostro por
una ráfaga de dicha inefable.—¡Si me parece mentira! Á veces me digo:
¿Sueño yo? ¿Será verdad que pronto respiraré libre de esta opresión
angustiosa? ¿Se acabó este vivir muriendo? ¿El suceso que está al
caer, nos traerá bienandanza, ó nuevas desgracias y tristezas nuevas
en sustitución de las que se lleva?



VIII


Quedóse la señora un rato suspensa, el pensamiento lanzado en
persecución del misterioso porvenir, la mirada perdida en el
horizonte, que ya empezaba á teñirse de púrpura con el descenso del
sol entre nubes. El labio inferior marcó, con casi imperceptible
vibración, el encabritarse de la voluntad. Si era preciso seguir
luchando, á luchar sin tregua; las condiciones de la pelea y la
disposición del campo serían sin duda alguna muy distintas.

—Ya es tarde. Debemos marcharnos.

—¿Va la señorita en coche?

—Bien podría hoy volver en simón, y mis pobres piernas lo
agradecerían; pero no me atrevo. Tanto lujo pondría en cuidado á
Rafael. Iremos en el coche de San Francisco... (_Llamando._) Rafael,
hijo mío, que es tarde... (_Yendo hacia él, risueña._) ¿Qué? ¿Habéis
tomado ya toditas las trincheras? De fijo no quedará un moro para
contarlo.

—Estábamos—dijo el héroe de Berbería levantándose—en los mismísimos
Castillejos, cuando D. Juan Prim...

—Allí murió nuestro primo Gaspar de la Torre-Auñón, capitán de
artillería—indicó Rafael, volviendo el rostro hacia donde sonaba la
voz de su hermana.—Es la gloria más reciente de la familia. ¡Dichoso
él!... Conque... ¿nos vamos ya?

—Sí, hijo mío.

—Pues... paso redoblado... ¡Marchen!

En aquel momento salió de su taller el pirotécnico, todo tiznado,
las manos negras de andar con pólvora, y saludó cortésmente.
Mientras Rafael le hablaba del negocio de cohetes, y él maldecía
la crisis industrial que afectaba toda la fabricación de fuegos,
haciendo hincapié en la poca protección que daban los Ayuntamientos y
Corporaciones á industria tan brillante y á diversión tan instructiva
para el pueblo, Bernardina, tomándoles la delantera, acompañaba á su
ama hasta el boquete de entrada. «¿Llevo mañana las gallinas?»

—No, todavía no. Me llevarás, de las carnicerías de Tetuán, una
buena lengua para poner en escarlata...

—Bien.

—Y un buen solomillo.

—¿Quiere chorizo superior... de Salamanca?

—Ya hablaremos de eso.

El polvorista, que se lavó las manos en un santiamén, salió á darles
convoy hasta más abajo del Depósito de Aguas. Desde allí á su casa,
solitos y agarrados del brazo, tardaron los dos hermanos media hora,
que á ella le pareció larga por la prisa que de llegar tenía, y á él,
por la razón contraria, corta.

Ni Donoso ni Torquemada faltaron aquella noche, siendo muy de notar
en éste la turbación, el no saber qué decir ni qué cara poner. Ni
media palabra pronunció sobre el grave proyecto, pues D. José había
encargado á su amigo un silencio prudente sobre aquel arduo punto.
Tiempo había de explicarse. Mostróse Rafael seco y glacial en todo el
tiempo de la tertulia; pero sin permitirse ninguna inconveniencia.
Fidela evitaba el mirar cara á cara á D. Francisco, que no la quitaba
ojo, congratulándose en su fuero interno de aquel casto rubor de
la interesante joven, á quien ya tenía por suya. Hacia la mitad de
la velada, el novio fué perdiendo su cortedad; se soltaba, decía
cuchufletas, echándoselas de hombre locuaz y que sabe perfilar las
frases. Advirtieron todos en él un recrudecimiento de palabras finas,
aprendidas en los días últimos, y lanzadas ya en el torbellino
del discurso con la seguridad que sólo da una larga práctica.
Sus amaneramientos de lenguaje saltaban á la vista: si había que
manifestar algo del objeto ó fin de una cosa, decía _el objetivo_, y
en corto tiempo infinidad de _objetivos_ salieron á relucir, á veces
con dudosa propiedad; verbigracia: «No sé para qué riegan tanto las
calles, pues si el _objetivo_ es que no haya polvo, _lo que procede_
es barrer primero... Pero nadie como nuestro _Municipio_ (jamás
decía ya el _Ayuntamiento_) para _tergiversar_ las operaciones.»
También reveló un tenaz empeño de que se supiera que sabía decir
_por ende_, _ipso facto_, los _términos del dilema_, _bajo la base_.
Esto principalmente le cautivaba, y todo lo consideraba _bajo_ tales
ó cuales bases. Notaron asimismo las dos damas que iba adquiriendo
soltura; como que al despedirse lo hizo con cierta gallardía, y
Cruz no pudo menos de congratularse de tales progresos. Algo dijo
á Fidela, en el momento de salir, que no desagradó á ésta: era una
galantería que sin duda le había enseñado Donoso. En la cara de éste
se veía retozar el gozo, sin duda por la satisfacción de aquella
conquista por él dichosamente realizada. Había cogido á la fiera con
lazo, y de la fiera hacía, con sutil arte de mundo, un hombre, un
caballero, quién sabe si un personaje.

Cuando Cruz y Fidela se quedaron solas, después de acostado Rafael,
picotearon sobre lo mismo, y la hermana mayor dijo, entre otras
cosillas: «¿Verdad que es cada día menos ganso? Esta noche me ha
parecido otro hombre.»

—También á mí.

—El roce, la conciencia de su nueva posición. ¡Ah!, el hecho de
alternar con nosotras obliga, y él no es tonto y procura instruirse.
Verás como al fin...

—Pero, ¡ay!—observó Fidela con profunda tristeza.—Rafael no transige.
¡Si vieras lo que me ha dicho ahora cuando se acostaba...!

—No quiero saberlo. Déjame á mí, que yo le aplacaré los humos...
Acuéstate y no pensemos en dificultades, porque se vencerán todas,
todas. Lo digo yo y basta.

Muy inquieto estuvo Rafael toda la noche; tanto, que oyéndole
rezongar levantóse Cruz, y descalza se aproximó á su lecho. Él fingía
dormir sintiéndola acercarse, y la dama, después de un largo acecho,
se retiró intranquila. Al siguiente día, mientras Fidela le peinaba,
el ciego, nervioso, mascullaba palabras, y á cada instante quería
ponerse en pie.

—Por Dios, estate quietecito: ya te he clavado dos veces el peine en
las orejas.

—Dime, Fidela: ¿qué significan estas entradas y salidas de
Bernardina? Llegó esta mañana temprano, cuando yo no me había
levantado aún; salió, volvió á entrar, y así sucesivamente. Ahora
entra por quinta vez. Parece que lleva y trae no sé qué... ¿Qué
recados son estos? ¿Qué ocurre?

—Hijo, no sé. Bernardina trajo una lengua.

—¿Una lengua?

—Sí, para ponerla en escarlata... Y á propósito, hoy comerás un
bistec de solomillo riquísimo.

—Sin duda la abundancia reina en la casa—dijo Rafael con
sarcasmo.—¿Pues no sosteníais ayer que la situación es tal, la
escasez tan horrible, que no nos queda más remedio que entrar en un
asilo? ¿Cómo me compaginas el pedir limosna con la lengua escarlata?

—Toma: nos la regala Bernardina.

—¿Y el solomillo?

—¡No sé!... ¿Pero á ti qué te importa?

—¿Pues no ha de importarme? Quiero saber de dónde vienen esos
lujos que se han metido tan de rondón en esta casa de la miseria
vergonzante. Ó no sabéis lo que es dignidad, ó tendréis que declarar
que os ha caído la lotería. No, no vengáis con componendas: esos
son los _términos del dilema_, como diría la bestia, que anoche se
traía una de _dilemas_ y de _bases_ y de _objetivos_ que daba risa...
Por cierto que no tendréis queja de mí. He respetado á vuestro
mamarracho, y no he querido desmandarme en su presencia. Si lo
hiciera, me pondría á su nivel. No; mi buena educación jamás medirá
armas con su grosería villana.

—Por Dios, Rafael—dijo Fidela sofocadísima.

—No, si no puedo hablar de otra manera tratándose de ese hombre...
Cuando se marcha, el olor de cuadra que deja tras sí parece que lo
mantiene en mi presencia. Antes de llegar, cuando sube la escalera,
ya le anuncia el olor de cebolla.

—Eso sí que no es verdad. ¡Bah!..., no digas desatinos.

—Si yo reconozco que vuestro jabalí procura echar pelo fino, y va
aprendiendo á ser menos animal, y adquiere cierto parecido con
las personas. Ya no escupe en el pañuelo, ya no dice _por mor_ ni
_mismamente_, ya no se rasca la pantorrilla, que yo, sin verlo,
sentía un asco..., y el ruido de sus uñas me ponía nervioso, como
si sobre mi carne las sintiera. Reconozco que hay progresos. Buen
provecho para ti y para Cruz. Yo no le acepto ni en basto ni en
fino, y la puerta que se abra para darle entrada en casa, se abrirá
para darme á mí salida... ¡Qué quieres, soy así! No puedo volverme
otro. No he olvidado á mi madre: la tengo aquí..., y ella te habla
conmigo... No he olvidado á mi padre: le siento en mí, y esto que
digo lo dice él...

Fidela no pudo contener su emoción, y se echó á llorar, sin que con
esto se aplacara el ciego, que más excitado con los gemidos de su
hermana, siguió atosigándola en esta forma:

—Podrán Cruz y tú hacer lo que quieran. Yo me separo de vosotras.
Mucho os he querido y os quiero; me será imposible vivir lejos de ti,
Fidela, de ti, que eres el único encanto de esta vida mía, rodeada de
tinieblas; de ti, que eres para mí la luz, ó algo parecido á la luz
que he perdido. Me moriré de pena, de soledad; pero jamás autorizaré
con mi presencia esta degradación en que vais á caer.

—Cállate por Dios... No se hará nada... Le diremos que se vaya al
infierno con sus millones. Para vivir, yo me pondré de costurera, mi
hermana entrará á servir en casa de algún señor sacerdote ó persona
grave... ¿Qué importa? Hay que vivir, hermanito... Nos rebajaremos.
¿También eso te enoja?

—Eso no: lo que me subleva es que queráis introducir en mi familia
á esa asquerosa sanguijuela del pobre. Esto envilece, no el trabajo
honrado. ¡Si yo tuviera ojos, si yo sirviera para algo...! Pero el
no servir para nada, el ser una carga y un estorbo no me priva de la
dignidad, y otra vez y otra, y ciento y mil, te digo que no cedo, que
no consiento, que no me da la gana de entregarte á la bestia infame,
y que si persistís, yo me voy á pedir limosna por los caminos...

—¡Jesús, no digas eso!—exclamó espantada la joven corriendo á
abrazarle.

Afortunadamente, Cruz no estaba en casa. Cuando entró ya la crisis
había pasado, y Rafael, quieto y silencioso en el sitio de costumbre,
aguardaba su almuerzo.

—¡Si supieras qué cosita tan buena te he traído!—le dijo Cruz,
todavía con la mantilla puesta.—¿Á que no aciertas?

El almuerzo, preparado por Bernardina, estaba ya listo, y se lo
sirvieron afectando una alegría que en ambas era la más dolorosa
mueca que es posible imaginar. Comió Rafael con mediano apetito el
sabroso y tierno bistec; pero cuando le presentaron la golosina,
traída por la misma Cruz de casa de Lhardy, un pedazo de cabeza de
jabalí trufada, la rechazó con sequedad, diciendo gravemente: «No
puedo comerlo. Me huele á cebolla.»

—¿Á cebolla? Tú estás loco... ¡Tanto como te gusta!

—Me gusta, sí...; pero apesta... No lo quiero.

Las dos hermanas se miraron consternadas. Por la noche repitióse la
escena. Había traído también Cruz de casa de Lhardy unas salchichas
muy sabrosas, que á Rafael le gustaban extraordinariamente.
Resistióse á probarlas.

—Pero hijo...

—Apestan á cebolla.

—Vamos, no desvaríes.

—Es que me persigue el maldito olor de la cebolla... Vosotras mismas
lo tenéis en las manos. Se os ha pegado de algo que lleváis en el
portamonedas, y que ha venido á casa no sé cómo.

—No quiero contestarte... Supones cosas indignas, Rafael, que no
merecen ser tomadas en serio... No tienes derecho á ultrajar á tus
pobres hermanas, que darían su vida mil veces por ti.

—Por el decoro de la familia os pido, no las vidas, sino algo que
vale mucho menos.

—El decoro de la familia está en salvo...—replicó la mayor de las
Águilas con arranque viril.—¿Acaso eres tú el único depositario de
nuestro honor, de nuestra dignidad?

—Voy creyendo que sí.

—Haces mal en creerlo—añadió la dama, con vibración grande del labio
inferior.—Ya te pones pesadito, y un poco impertinente. Se te toleran
tus genialidades; pero llega un punto, hijo, en que se necesita para
tolerarlas mayor paciencia y mayor calma de las que yo tengo, y
cuenta que las tengo en grado sumo... Basta ya, y demos por terminada
esta cuestión. Yo lo quiero así, yo lo mando..., lo mando, ¿oyes?

Calló el desdichado, y poco después las dos damas se vestían á toda
prisa en su alcoba para recibir á los amigos Torquemada y Donoso.
Como Fidela lloriquease, revuelto aún su espíritu por la anterior
borrasca, Cruz la reprendió con aspereza. «Basta de blanduras. Esto
es ya demasiado tonto. Si nos achicamos, acabará por imponernos su
locura. No, no: hay que mostrarle energía, y oponer á sus escrúpulos
de señorito mimado una resolución inquebrantable... Ánimo, ó se nos
viene á tierra el andamiaje levantado con tanta dificultad.»



IX


Fué preciso llevar á D. José Donoso como parlamentario. Fiadas en
la autoridad del amigo de la casa las dos hermanas le encerraron
con Rafael, y aguardaron ansiosas el resultado de la conferencia,
no menos grave para ellas que si se tratara de celebrar paces entre
guerreras naciones enemigas. Estupendo fué el discurso de D. José,
y no quedó argumento de agudo filo que no emplease con destreza de
tirador diplomático... ¡Ah, no estaban los tiempos para mirar mucho
á la desigualdad de los orígenes! Casos mil de tolerancia en punto
á orígenes podía citar... Él, _Pepe_ Donoso, era hijo de humildes
labradores de tierra de Campos, y había casado con Justita, de la
familia ilustre de los Pipaones de Treviño, y sobrina carnal del
conde de Villaociosa. Y en la propia estirpe de los Águilas, ejemplos
elocuentísimos podrían citarse. Su tía (de Rafael), su tía doña
Bárbara de la Torre-Auñón, había casado con Sánchez Regúlez, cuyo
padre dicen que fué fabricante de albardas en Sevilla. Y en último
caso, ¡Señor!, él debía someterse ciegamente á cuanto dispusiera su
hermana Cruz, aquella mujer sin par, que luchaba heroicamente por
salvarles á los tres de la miseria... Tocó el hábil negociador varios
registros, atacándole ya por la ternura, ya por el miedo, y tan
pronto empleaba el blando mimo como la amenaza rigurosa. Mas al fin,
afónico de tanto perorar, y exhausto el entendimiento del horroroso
consumo de ideas, hubo de retirarse del palenque sin conseguir nada.
Á su especiosa dialéctica contestaba el ciego con las afirmaciones ó
negativas rotundas que le sugería su indomable terquedad, y cada cual
se quedó con sus opiniones, el uno sin ganar un palmo de terreno, ni
perderlo el otro, firme y dueño absoluto del campo en que bravamente
se batía. Terminó Rafael su vigorosa jornada defensiva asentando,
con fuertes palmetazos sobre el brazo del sillón y sobre su propio
muslo, que jamás, jamás, jamás transigiría con aquel sabandijo
infame que querían introducir estúpidamente en su honrada familia,
y no se recató de emplear tintas muy negras en la breve pintura que
del sujeto discutido hizo, sacando á relucir la ignominia de sus
riquezas, amasadas con la sangre del pobre...

—¡Pero, hijo, si vamos á buscarle el pelo al huevo...! Tú estás en
Babia... Te cojo del suelo, y te vuelvo á poner en las pajitas del
nido de que acabas de caerte... Sí, porque meterse á indagar de dónde
viene la riqueza..., es tontería mayúscula. Ven acá... ¿No andan por
ahí muchos, que son senadores vitalicios y hasta marqueses, con cada
escudo que mete miedo? ¿Y quién se acuerda de que unos se redondearon
vendiendo negros, otros absorbiendo con el chupón de la usura las
fortunas desleídas? Tú no vives en la realidad. Si recobraras la
vista, verías que el mundo ha marchado y que te quedaste atrás,
con las ideas de tu tiempo amojamadas en la mollera. Te figuras la
sociedad conforme al criterio de tu infancia ó de tu adolescencia,
informadas en el puro quijotismo, y no es eso, Señor, no es eso.
Abre tus ojos; digo, los ojos no puedes abrirlos; abre de par en par
tu espíritu á la tolerancia, á las transacciones que nos impone la
realidad, y sin las cuales no podríamos existir. Se vive de las ideas
generales, no de las propias exclusivamente, y los que pretenden
vivir de las propias exclusivamente, suelen dar con ellas y con sus
cuerpos en un manicomio. He dicho.

Desconcertado y sin ganas de proseguir batiéndose con enemigo tan
bien guarnecido entre cuatro piedras, otras tantas ideas duras é
inconmovibles, abandonó Donoso el campo, con las manos en la cabeza,
como vulgarmente se dice. Era para él derrota ignominiosa el no haber
triunfado de aquel mezquino ser, á quien en otras circunstancias y
por otros motivos habría reducido con una palabra. Pero disimuló ante
las dos hermanas el descalabro de su amor propio, tranquilizándolas
con vagas expresiones... Adelante con los faroles, que si el joven
no cedía por el momento, el tiempo y la lógica de los hechos le
harían ceder... Y en último caso, Señor, ¿qué podría el testarudo
aristócrata contra la firme voluntad de sus dos hermanas, que veían
claro el campo entero de la vida y los caminos abiertos y por abrir?
Nada, nada, valor y adelante; no era cosa de subordinar el bien de
todos, _el bien colectivo_, á la genialidad mimosa del que no era en
la casa más que un niño adorable. Finalmente, como á niño había que
tratarle en aquellas graves circunstancias.

Cruz no tenía sosiego. Mientras presurosas arreglaban el comedor,
poniendo en su sitio los diversos objetos rescatados y traídos por
Bernardina de las casas de préstamos, acordaron suprimir, ó por lo
menos aplazar, el convite á don Francisco, pues bien podía suceder
que surgiera en mitad del festín algún desagradable incidente.
Y aquel mismo día, si no mienten las crónicas, recibió Fidela
del bárbaro una carta que ambas hermanas leyeron y comentaron,
encontrando en ella mejor gramática y estilo de lo que en buena
lógica debía esperarse.

—No—dijo Cruz,—si de tonto no tiene nada.

—Puede que se la haya redactado algún amigo de más práctica que él en
cosas de escritura.

—No; suya es: lo juraría. Esos _dilemas_, y esos _objetivos_, y esos
_aspectos_ de las cosas, lo mismo que las _bases_, _bajo_ las cuales
quiere fundar tu felicidad, obra son de su caletre. Pero no está mal
la epístola. Pues anoche, hasta ingenioso estuvo el pobre. ¡Y cómo
se va soltando, y qué rasgos de buen sentido y observación justa! Te
aseguro que hay hombres infinitamente peores, y partidos que sólo
ganan á éste en las mentirosas apariencias.

La casa iba perdiendo de hora en hora su ambiente de miseria.
Aparecieron colchas y cortinajes, que arrugados volvían de su larga
prisión; ropas de uso, que ya resultaban anticuadas, por aquello de
que cambian más pronto las modas que la fortuna; dejáronse ver los
cubiertos de plata, por largo tiempo en lastimosa emigración, y
vajillas y cristalería que incólumes volvían del largo cautiverio.

De todo se enteraba Rafael, conociendo la vuelta de la loza por el
sonido, y la de la ropa por el tufo de alcanfor que al ser desdoblada
despedía. Triste y caviloso presenciaba, si así puede decirse, la
restauración de la casa, aquella vuelta á las prosperidades de
antaño, ó á un bienestar que habría sido para él motivo de júbilo si
las causas del repentino cambio fueran otras. Pero lo que le llenaba
el alma de amargura, era no advertir en su hermana Fidela aquel
abatimiento y consternación que él creía lógicos ante el horrendo
sacrificio. ¡Incomprensible fenómeno! Fidela no parecía disgustada,
ni siquiera inquieta, como si no se hubiese hecho cargo aún de la
gravedad del suceso, antes temido que anunciado. Sin duda los seis
años de miseria habíanla retrotraído á la infancia, dejándola incapaz
de comprender ninguna cosa seria y de responsabilidad. Y de este
modo se explicaba Rafael su conducta, porque la sentía más que nunca
tocada de ligereza infantil. En sus breves ratos de ocio la señorita
jugaba con las muñecas, haciendo tomar á su hermano participación
en tan frívolo ejercicio, y las vestía y desnudaba, figurando
llevarlas á visita, al baño, de paseo y á dormir; comía con ellas
mil fruslerías extravagantes, en verdad más propias de mujeres de
trapo que de personas vivas. Y cuando no jugaba, su conducta era de
una extremada volubilidad: no hacía más que agitarse y correr de un
lado para otro, echándose á reir por fútiles motivos, ó excitándose á
la risa sin motivo alguno. Esto indignaba al ciego, que, adorándola
siempre, habríala querido más reflexiva ante las responsabilidades de
la existencia, ante aquel atroz compromiso de casarse con un hombre á
quien no amaba, ni amar podía.

La señorita del Águila, en efecto, veía en su proyectado enlace tan
sólo una obligación más sobre las muchas que ya sobre ella pesaban,
algo como el barrer los suelos, mondar las patatas y planchar las
camisolas de su hermano. Y atenuaba lo triste de esta visión obscura
del matrimonio, figurándose también el vivir sin ahogos, el poner un
límite á las horrendas privaciones y á la vergüenza en que la familia
se consumía.



X


Así lo comprendió Rafael con seguro instinto, y de ello le habló
ingenuamente una tarde que se encontraron solos.

—Hermana querida, me estás matando con esa sonrisa inocente, de
persona sin seso, que llevas al degolladero. Tú no sabes lo que
haces, ni adonde vas, ni la prueba terrible que te espera.

—Cruz, que sabe más que nosotros, me ha mandado que no me aflija.
Creo que debemos obedecer ciegamente á nuestra hermana mayor, que es
para nosotros padre y madre á un tiempo. Cuanto ella dispone, bien
dispuesto está.

—¡Cuanto ella dispone! ¿Infalibilidad tenemos? ¿De modo que tú
accedes...? Ya no hay esperanza. Te pierdo. Ya no tengo hermana...
Pues pensar que yo he de vivir junto á ti, casada con ese hombre, es
la mayor locura imaginable. Lo que más quiero en el mundo eres tú. En
ti veo á nuestra madre, de quien ya no te acuerdas...

—Sí que me acuerdo.

—¡Ah!, Cruz y tú, que conserváis la vista, habéis perdido la memoria.
En mí sí que vive fresco el recuerdo de nuestra casa...

—En mí también... ¡Ah, nuestra casa!... Paréceme que la estoy viendo.
Alfombras riquísimas, criados muchos. El tocador de mamá podría
yo describírtelo sin que se me olvidase ninguna de las chucherías
elegantes que en él veíamos... Diariamente comían en casa veinte
personas: los jueves muchas más... ¡Ah!, lo recuerdo todo muy bien,
aunque poco alcancé de aquella vida, que en su esplendidez era un
poquito triste... No hacía dos meses que me habían traído de Francia
cuando estalló el volcán, la quiebra espantosa. Se juntan en mi
memoria las visiones risueñas y la impresión de las ruinas... No
creas que la desgracia me cogió de sorpresa. Sin saber por qué, yo
la presentía. Aquella vida de disipación nunca fué de mi gusto. Bien
recuerdo que á Cruz la llamaban los periódicos _el astro esplendoroso
de los salones del Águila_; y á mí no sé qué mote extravagante me
pusieron..., algo así como satélite ó qué sé yo... Sandeces que me
han dejado un cierto amargor en el alma... La muerte de mamá la
recuerdo como si hubiera pasado ayer. Fué del dolor que le produjo el
desastre de nuestra casa. Á papá le quitó de la mano D. José Donoso
el revólver con que quería matarse... Murió de tristeza cuatro meses
después... ¿Pero qué, lloras? ¿Te lastiman estos recuerdos?

—Sí... Papá no tenía la firmeza estoica que necesitaba para afrontar
la adversidad. Era hombre, además, capaz de doblegarse á ciertas
cosas, con tal de no verse privado de las comodidades en que había
nacido. Mamá no; mamá no era así. Si mamá hubiera alcanzado nuestros
tiempos de miseria, los habría sobrellevado con valor y entereza
cristiana, sin transigir con nada humillante ni deshonroso, porque á
sus muchas virtudes unía el sentimiento de la dignidad del nombre
y de la raza. Entre tantas desdichas, siento yo algo en mí que me
consuela y me da esperanza; y es que el espíritu de mi madre se me
ha transmitido, lo siento en mí. De ella es este culto idolátrico
del honor y de los buenos principios. Fíjate bien, Fidela: en la
familia de nuestra madre no hay ningún hecho que no sea altísimamente
decoroso. Es una familia que honra á la patria española y á la
humanidad. Desde nuestro bisabuelo, muerto en el combate naval del
Cabo San Vicente, hasta el primo Feliciano de la Torre-Auñón, que
pereció con gloria en los Castillejos, no verás más que páginas de
virtud y de cumplimiento estricto del deber. En los Torre-Auñón jamás
hubo nadie que se dedicara á estos obscuros negocios de comprar
y vender cosas..., mercaderías, valores, no sé qué. Todos fueron
señores hidalgos, que vivían del fruto de las tierras patrimoniales,
ó soldados pundonorosos, que morían por la Patria y el Rey, ó
sacerdotes respetabilísimos. Hasta los pobres de esa raza fueron
siempre modelo de hidalguía... Déjame, déjame que me aparte de este
mundo y me vuelva al mío, al otro, al pasado... Como no veo, me es
muy fácil escoger el mundo más de mi gusto.

—Me entristeces, hermano. Digas lo que quieras, no puedes escoger un
mundo, sino vivir donde te puso Dios.

—Dios me pone en éste, en el mío, en el de mi santa madre.

—No se puede volver atrás.

—Yo vuelvo adonde me acomoda... (_Levantándose airado._) No quiero
nada con vosotras, que me deshonráis.

—Cállate, por Dios. Ya te da otra vez la locura.

—Te he perdido. Ya no existes. Veo lo bastante para verte en
los brazos del jabalí—gritó Rafael con turbación frenética,
moviendo descompasadamente los brazos.—Le aborrezco; á ti no puedo
aborrecerte, pero tampoco puedo perdonarte lo que haces, lo que has
hecho, lo que harás...

—Querido, hijito mío—dijo Fidela abrazándole para que no se golpeara
contra la pared.—No seas loco..., escucha... Quiéreme como te quiero
yo.

—Pues arrepiéntete...

—No puedo. He dado mi palabra.

—¡Maldita sea tu palabra y el instante en que la diste!... Vete: ya
no quiero más que á Dios, el único que no engaña, el único que no
avergüenza... ¡Ay, deseo morirme!...

Luchando con él pudo Fidela llevarle al sillón, donde quedó inerte,
anegado en lágrimas. Anochecía. Ambos callaban, y profunda obscuridad
envolvió al fin la triste escena silenciosa.

Desde aquel día determinaron las hermanas que Rafael no asistiese á
la tertulia, porque si él estaba violentísimo en presencia de Donoso
y Torquemada, no era menor la violencia de ellas, temerosas de un
disgusto; como que ya en las últimas noches había dirigido el ciego á
su futuro cuñado dardos agudísimos, no bien revestidos de las flores
de la cortesía. La separación de campos fué, pues, inevitable. Por
indicación del mismo Rafael poníanle de noche en un cuartito próximo
á la puerta, el cual era la pieza más ventilada y fresca de la casa.
Naturalmente, se determinó que el ciego no estuviese sin compañía
durante las horas de velada, y antes que tenerle solo y aburrido, las
dos damas habrían disuelto la tertulia, cerrando la puerta á las dos
únicas personas que á ella concurrían. Propuso Rafael que subiera á
darle palique un amigo por quien tenía verdadera debilidad, el chico
mayor de Melchor el prendero, habitante en la planta baja de la
casa. Era Melchorito de lo más despabilado que podría encontrarse á
su edad, no superior á diez y ocho años, tan corto de estatura como
largo de entendimiento; vivaracho, cariñoso, y con toda la paciencia
y gracia del mundo para entretener al ciego durante largas horas
sin aburrirle ni aburrirse. Estudiaba pintura en la Academia de San
Fernando, y no se contentaba con llegar á ser menos que un Rosales
ó un Fortuny. Al dedillo conocía el Museo del Prado; como que había
copiado multitud de Vírgenes de Murillo, que, bien ó mal vendidas, le
daban para botas y un terno de verano; y como estudio de las sumas
perfecciones del arte, _se había metido_ con Velázquez, copiando la
cabeza del Esopo y el pescuezo de la Hilandera. La descripción del
Museo y el recuento de todas las maravillas que atesora servíanle
para tener embelesado á Rafael, que recordando lo que años atrás
había visto, lo veía nuevamente con ajenos ojos. Y de todo aquel
Olimpo de la pintura el ciego prefería los retratos, donde se
admiraba tanto la naturaleza como el arte, porque en ellos revivían
las personas efectivas, no imaginadas, de antaño. Por ver y examinar
retratos revolvía todas las salas del Museo con su inteligente
lazarillo, el cual le prestaba sus ojos como pueden prestarse unos
lentes, y uno y otro se embelesaban ante aquellas nobles figuras,
personalidades vivas eternizadas en el arte por Velázquez, Rafael,
Antonio Moro, Goya ó Van Dyck. Algunas noches, por variar de
entretenimiento, Melchorito, que era punto fijo en el paraíso del
Teatro Real, y poseía una feliz memoria música, daba conciertos
vocales é instrumentales, cantándole á Rafael trozos de ópera, arias,
dúos y piezas de conjunto, no sin agregar á su salmodia todo el
colorido orquestal que obtener podía con las modulaciones de boca
más extrañas. El ciego ponía de su parte algún bajete ó ritornello
fácil, por no ser su retentiva filarmónica tan grande como refinado
su gusto, y gozaba lo indecible, llegando á creer que se hallaba en
su butaca del Teatro, como antes llegaba á figurarse que paseaba por
las galerías del Museo.

Lo que agradecían las dos damas la complacencia del _chiquillo de
abajo_, y lo que admiraban su habilidad, no hay para qué decirlo,
pues Rafael era dichoso con tal compañía, y no la cambiara por la de
todos los sabios del mundo. Cruz solía asomar sonriente á la puerta
del cuarto para ver la cara radiante de su hermano, mientras el
otro, colorado como un pavo, dirigía la orquesta, dando la entrada
á los trombones ó atacando el sobreagudo de los violines. Volvía la
dama á la tertulia, diciendo: «Están ahora en el cuarto acto de _Los
Hugonotes_.» Y poco después: «Ya, ya concluye... Se marcha la Reina,
porque oigo la marcha real.»

Enterado D. Francisco por Donoso de la irreductible oposición de
Rafael, no le daba importancia; tan ensoberbecido estaba el pobre
hombre con su próximo enlace y con la conciencia de su exaltación á
un estado social superior. «¿Conque ese mequetrefe—decía—no quiere
aceptarme por hermano político? _Cúmpleme declarar_ que me importa
un rábano su oposición, y que tengo cuajo para pasármele á él con
todo su orgullo por las narices. Agradezca á Dios que es ciego y
no ve, que si tuviera ojos, ya le enseñaría yo á mirar derecho y
ver quién es quién. Sus pergaminos de _puñales_ me sirven á mí para
limpiarme el moco...; que si yo quiero, ¡cuidado!, pergaminos tendré
mejores que los suyos, y con más requilorios de nobleza de _ñales_,
que me hagan descender de la Biblia pastelera y de la estrella de los
Reyes Magos.»

Pasaron días; arreciaba el calor; y como Torquemada quería llegar lo
más pronto posible al _nuevo orden de cosas_, fijóse la fecha de la
boda para el 4 de Agosto. La familia se trasladaría á la calle de
Silva, para lo cual se completó el mueblaje con un comedor de nogal,
elegantísimo, escogido por Donoso; y todo habría marchado sobre
carriles, si no inquietara á las señoras y al propio D. Francisco
la actitud de Rafael, petrificado en su intransigencia. No había
que pensar en llevarle á la casa matrimonial, á menos que el tiempo
suavizase tanto rigor. Si Donoso y Fidela confiaban en la acción del
tiempo y en la imposición de los hechos consumados, Cruz no tenía
tal confianza. Discutían sin cesar los tres el difícil problema, no
hallándole solución adecuada, hasta que por fin D. José propuso una
especie de _modus vivendi_, que no pareció mal á sus amigas; esto
es, que si Rafael se obstinaba en no vivir bajo el mismo techo que
el usurero, él le llevaría á su casa, donde le tendría como á hijo,
pudiendo sus hermanas verle siempre que quisieran. Triste pareció la
solución, pero admitida fué por ser la menos mala.

Una noche de Julio, Rafael y su amigo platicaban de pintura moderna.
Díjole Melchorito que tenía una crítica muy salada y chispeante de
los cuadros de la última Exposición; mostró el ciego deseos de que su
amigo se la leyera; corrió el otro en busca del folleto; quedóse solo
el joven del Águila.

No notaron las hermanas la salida del _chiquillo de abajo_, pues como
aquella noche no había música, el silencio no les llamó la atención.
Con todo, al cabo de un rato, el silencio fué demasiado profundo para
no ser advertido. Corrió Cruz al cuartito. Rafael no estaba. Gritó.
Acudieron los demás; buscáronle por toda la casa, y el ciego sin
parecer. La idea de que se hubiese arrojado por la ventana al patio ó
por algún balcón á la calle, les alarmó un momento. Pero no; no podía
ser. Todos los huecos cerrados. Donoso fué el primero que descubrió
que la puerta de la escalera estaba abierta. Pensaron que Rafael y
su amigo habían bajado á la tienda. Pero en aquel instante subía
Melchorito, el cual se maravilló de lo que ocurría.

Bajaron las dos hermanas más muertas que vivas, y tras ellas los
dos amigos de la casa. En la plazuela, un guardia les dijo que el
señorito ciego había atravesado solo por el jardinillo, dirigiéndose
á la calle de las Infantas ó á la del Clavel. Preguntaron á cuantas
personas vieron; pero nadie daba razón.

Consternadas, resolvieron ir en su busca. ¿Pero adónde?... No había
que perder tiempo. Fidela con Donoso iría por un lado. Cruz con
Torquemada por otro... ¿Habría tomado el fugitivo la dirección de
Cuatro Caminos? Esta era la opinión más admisible. Pero bien podría
haberse dirigido á otra parte. Melchorito y su padre recorrieron
presurosos las calles próximas. Nada; no parecía.

—¡Á casa de Bernardina!—dijo Cruz, que conservaba la serenidad en
medio de tanta desolación y aturdimiento. Y al punto, como general
en jefe indiscutible, empezó á dictar órdenes: «Usted, D. Francisco,
no nos sirve para nada en este caso. Retírese: le informaremos de lo
que ocurra. Tú, Fidela, súbete á casa. Yo me arreglaré sola. D. José
y yo por un lado, Melchor padre é hijo por otro, le buscaremos, y por
fuerza le hemos de encontrar... ¡Qué locura de chico! Pero conmigo no
juega... Si él es terco, yo más. ¡Él á perderse y yo á encontrarle,
veremos quién gana..., veremos!»



XI


En cuanto se vió solo Rafael determinó poner en ejecución el plan
que hacía dos semanas embargaba su mente, y para el cual se había
preparado con premeditaciones de criminal callado y reflexivo. Desde
que ideó la evasión todas las noches llevaba furtivamente al cuarto
su bastón y su sombrero, y se metía en el bolsillo un pedazo de
pan, que afanaba con mil precauciones en la comida. Aguardando una
ocasión favorable pasaron noches y noches, hasta que al fin la salida
de Melchorito en busca del folleto de crítica le vino que ni de
encargo, porque para mayor felicidad, el pintor y músico, siempre que
por breve tiempo bajaba, solía dejar abierta la puerta, á fin de no
molestar á las señoras cuando volvía.

No bien calculó que había transcurrido el tiempo necesario para
no encontrar á Melchor en la escalera, deslizóse con pie de gato,
y tanteando las paredes se escurrió fuera sin que sus hermanas
le sintiesen. Bajó todo lo aprisa que podía, y tuvo la suerte de
que nadie en el portal le viera salir. Conociendo perfectamente
las calles, sin ayuda de lazarillo andaba por ellas, con la sola
precaución de dar palos en el suelo para prevenir á los transeuntes
del paso de un hombre sin vista. Atravesó el jardín, y ganando la
calle de las Infantas, que le pareció la vía más apropiada para la
fuga, pegado á la fila de casas de los impares, avanzó resueltamente.
Para prevenirse contra la persecución, que inevitable sería en
cuanto notaran su ausencia, creyó prudente meterse por las calles
transversales, tomando un camino de zig-zag. «Por aquí no es creíble
que vengan á buscarme—decía;—irán por las calles de San Marcos y
Hortaleza, creyendo que voy hacia Cuatro Caminos. Y mientras ellas
se vuelven locas buscándome por allá, yo me escurro bonitamente por
estos barrios, y luego me bajaré á Recoletos y la Castellana.»

¡Oh, qué sensación tan placentera la de la libertad!... Dulce era
ciertamente la tiranía de sus hermanas siempre que la ejercieran
solas. Con la salvaje y grotesca alimaña que introducido habían en la
casa, ésta resultaba calabozo, y á la más suave de las esclavitudes
era preferible la más desamparada y triste de las libertades.

Avanzaba resueltamente, castigando la acera con su palo, no sin
recibir alguno que otro golpe, por la impaciencia que le espoleaba
y la falta de costumbre, pues era la primera vez que andaba solo
por calles y plazuelas. El paso de una acera á otra colmaba la
dificultad de su tránsito. Atento al ruido de coches, en cuanto
dejaba de sentirlo lanzábase al arroyo, sin solicitar el auxilio de
los transeuntes. Á esto no habría recurrido sino en un caso extremo,
porque consideraba humillante apoyarse en personas extrañas, mientras
tuviera manos con que palpar y bastón con que abrirse paso al través
de las tinieblas.

Al llegar á Recoletos saboreó la frescura del ambiente que de los
árboles surgía, y su gozo aumentó con la grata idea de independencia
en aquellas anchuras, pudiendo tomar la dirección más de su gusto,
sin que nadie le marcase el camino ni le mandara detenerse. Tras
corta vacilación dirigióse á la Castellana por el andén de la
derecha, para lo cual tuvo que orientarse cuidadosamente, buscando
con cautela de náutico la derrota más segura para atravesar la plaza
de Colón. Su oído sutil le anunciaba los coches lejanos, y sabía
aprovecharse del momento propicio para pasar sin tropiezo. Avanzó
por el andén, respirando con delicia el aire tibio, impregnado
de emanaciones vegetales, con ligero olor de tierra humedecida
por el riego. Y más que nada le embelesaba la dulcísima libertad,
aquel andar _de por sí_ sin agarrarse al brazo de otra persona,
la certidumbre de no parar hasta que su voluntad lo determinase,
y de estarse así toda la noche, bañando su alma y su cuerpo en la
intemperie, sin sentir sobre su cabeza otro techo que el santo
cielo, en el cual con los ojos del alma veía sin fin de estrellas
que le contemplaban con cariño y le alentaban en su placentera
vagancia. Antes que vivir con Torquemada, resignaríase el pobre ciego
á todos los inconvenientes de la vida vagabunda, sin más amigo que
la soledad, un banco por lecho y el firmamento por techumbre. Antes
que aceptar á la bestia zafia y villana, aceptaría el sustentarse
de limosna. ¡La limosna! Ni la idea ni la palabra le asustaban ya.
La pobreza á ningún ser envilecía; solicitar la caridad pública, no
teniendo otro recurso, era tan noble como ejercerla. El mendigo de
buena fe, el infeliz que pedía para no morirse de hambre, era el hijo
predilecto de Jesucristo, pobre en este mundo, rico de inmortales
riquezas en el otro... Pensando en esto, concluyó por _sentar el
principio_, como diría la bestia, de que, para su honrada profesión
de ciego mendicante, le vendría bien un perro. ¡Ay, cómo le gustaban
los perros! Daría en aquel momento un dedo de la mano por tener
un fiel amigo á quien acariciar, y que le acompañase calladito
y vigilante. Consideró luego que para solicitar eficazmente la
limosna, le convendría tocar algo; es decir, poseer alguna habilidad
musical. Recordó con pena que el único instrumento que manejaba era
el acordeón; pero sin pasar de las cuatro notas de _la donna è
mobile_, y aun este pasajillo no sabía concluirlo... En fin, que para
desgarrar los oídos del transeunte, valía más no tocar nada.

Sentóse en un banco, dejando pasar el tiempo en dulce meditación,
durante la cual sus hermanas se le representaron en término muy
remoto, alejándose más cada vez y borrándose en el espacio. Ó se
habían muerto Cruz y Fidela, ó se habían ido á vivir á otro mundo que
no se podía ver desde este. Y en tanto, no había formado plan ninguno
para pasar la noche. Tan sólo pensó vagamente que cuando le rindiera
el sueño iría á pedir hospitalidad al polvorista. Pero no, no...;
mejor era dormir al raso, sin solicitar favores de nadie, ni perder
por la gratitud aquella santa independencia que le hacía dueño del
mundo, de la tierra y del cielo.

De pronto le asaltó una idea, que le hizo estremecer. Husmeaba el
aire como un sabueso que busca el rastro de personas ó lugares.
«Sí, sí; no me queda duda—se dijo.—Sin proponérmelo, sin pensar en
ello, he venido á sentarme frente á mi casa, frente al hotel que fué
de mis padres... Paréceme que no me equivoco. El trecho recorrido
desde la plaza de Colón es la distancia exacta. Conservo el sentido
de la distancia, y además, no sé qué instinto, ó más bien doble
vista, me dice que estoy aquí, frente al palacio donde vivimos
en los tiempos de felicidad, breves si los comparo con nuestra
insoportable miseria.» Trémulo de emoción quiso cerciorarse por el
tacto, y avanzó, traspasando con cautela el seto, hasta llegar á
una verja, que hubo de reconocer cuidadosamente. Se le anudó la voz
en la garganta al adquirir la certidumbre que buscaba. «Estos son,
estos—se dijo,—los hierros de la verja... La estoy viendo, pintada de
verde obscuro, con las lanzas doradas... La conozco como conocería
mis propias manos. ¡Oh tiempos! ¡Oh lenguaje mudo de las cosas
queridas!... No sé qué siento, la resurrección dentro de mí de un
pasado hermoso y triste, ahora más triste por ser pasado... Dios mío,
¿me has traído á este lugar para confortarme ó para hundirme más en
el abismo negro de mi miseria?»

Limpiándose las lágrimas volvió al banco, y humillada la frente
sobre las manos, suscitó en su mente con vigor de ciego la visión
del pasado. «Ahora viven aquí—se dijo exhalando un gran suspiro—los
marqueses de Mejorada del Campo. Se me figura que poco ha cambiado el
hotel y el jardín. ¡Qué hermosos eran antes!» Sintió que se abría la
verja para dar paso á un coche.

«De seguro van ahora al Teatro Real. Mi mamá iba siempre á esta hora,
tardecito, y llegaba al acto tercero. Jamás oía los dos primeros
actos de las óperas. Estábamos abonados á la platea número 7.
Paréceme que veo la platea, y á mi mamá y á Cruz, y á las primas de
Rebolledo, y que estoy yo en la butaca número 2 de la fila octava.
Sí, yo soy, yo, yo, aquel que allí veo, con mi buena figura de hace
ocho años...; y ahora vengo al palco de mi madre, y la riño por no
haber ido antes... No sé por qué me suben á la boca, al recordarlo,
dejos de aburrimiento. ¿Era yo feliz entonces? Voy creyendo que no.»

Pausa. «Desde donde estoy vería yo, si no fuera ciego, la ventana
del cuarto de mi madre... Paréceme que entro en él. ¡Qué se haría
de aquellos tapices de Gobelinos, de aquella rica cerámica _viejo
Viena_ y _viejo Sajonia_! Todo se lo tragó el huracán. Arruinados,
pero con honra. Mi madre no transigía con ninguna clase de ignominia.
Por eso murió. Ojalá me hubiera muerto yo también, para no asistir
á la degradación de mis pobres hermanas. ¿Por qué no se murieron
ellas entonces? Dios quiso sin duda someterlas á todas las pruebas,
y en la última, en la más terrible, no han sabido sobreponerse á la
flaqueza humana, y han sucumbido. Se rinden ahora, después de haber
luchado tanto; y aquí tenemos al diablo vencedor, con permiso de la
Divina Majestad, que es quien á mí me inspira esta resolución de no
rendirme, prefiriendo al envilecimiento la soledad, la vagancia, la
mendicidad... Mi madre está conmigo. Mi padre también..., aunque no
sé, no sé si en el caso presente, hallándose vivo, se habría dejado
tentar de... Mucha influencia tenía sobre él Donoso, el amigo leal
antes, y ahora el corruptor de la familia. Contaminóse mi padre del
mal de la época, de la fiebre de los negocios, y no contento con su
cuantioso patrimonio, aspiró á ganar colosales riquezas, como otros
muchos... Comprometido en empresas peligrosas, su fortuna tan pronto
crecía como mermaba. Ejemplos que nunca debió seguir le perdieron.
Su hermano y mi tío había reunido un capitalazo comprando bienes
nacionales. La maldición recayó sobre los que profanaban la propiedad
de la Iglesia, y en la maldición fué arrastrado mi padre... Á mamá,
bien lo recuerdo, le eran horriblemente antipáticos los negocios,
aquel fundar y deshacer sociedades de crédito como castillos de
naipes, aquel vértigo de la Bolsa, y entre mi padre y ella el
desacuerdo saltaba á la vista. Los Torre-Auñón aborrecieron siempre
el compra y vende y los agios obscuros. Al fin los hechos dieron
razón á mi madre, tan inteligente como piadosa; sabía que la ambición
de riquezas, aspirando á poseerlas fabulosas, es la mayor ofensa
que se puede hacer al Dios que nos ha dado lo que necesitamos y un
poquito más. Tarde conoció mi padre su error, y la conciencia de
él le costó la vida. La muerte les igualó á todos, dejándonos á los
vivos el convencimiento de que sólo es verdad la pobreza, el no tener
nada... Desde aquí no veo más que humo, vanidad, y el polvo miserable
en que han venido á parar tantas grandezas, mi madre en el cielo, mi
padre en el purgatorio, mis hermanas en el mundo, desmintiendo con su
conducta lo que fuimos, yo echándome solo y desamparado en brazos de
Dios para que haga de mí lo que más me convenga.»



XII


Pausa. «¡Qué hermoso era el jardín de mi casa!..., y lo será todavía,
aunque oí que le han quitado una tercera parte para construir casas
de vecindad. ¡Qué hermoso era el jardín, y qué horas tan gratas
he pasado en él!... Paréceme que entro en el hotel y subo por la
escalera de mármol. Allí las soberbias armaduras que poseía mi padre,
adquiridas de la casa de San Quintín, parientes de los Torre-Auñón.
En el despacho de mi padre están Donoso, D. Manuel Pez, el general
Carrasco, que delira por los negocios, y envainando para siempre su
espada se dedica á hilvanar ferrocarriles; el exministro García de
Paredes; Torres, el agente de Bolsa, y otros puntos... Allí no se
habla más que de combinaciones financieras que no entiendo... Me
aburro, se ríen de mí; me llaman _don Galaor_... Insultan en mí á
la diplomacia, que el general llama, remedando á Bismarck, _vida de
trufas y condecoraciones_... Me largo de allí. Paréceme que veo el
despacho con su chimenea monumental, y en ella un bronce magnífico,
reproducción del Colleone de Venecia. En los _stores_, bordados
los escudos de Torre-Auñón y del Águila. La alfombra, de lo más
rico de Santa Bárbara, es profanada por los salivazos del agente de
Bolsa, que al entrar y al salir parece que se trae y se lleva en la
cartera toda la riqueza fiduciaria del mundo... Y todo eso es ahora
polvo, miseria; y los gusanos le ajustan á mi padre la cuenta de sus
negocios... Torres el agente se pegó un tiro en Monte Carlo tres años
después, y el general anda por ahí miserable, paseando su hemiplejia
del brazo de un criado. Sólo viven él y Donoso, petrificado en su
suficiencia administrativa, que á mí me carga tanto, aunque me guardo
muy bien de decírselo á mis hermanas, porque me comerían vivo.»

Pausa... «¡Oh, qué linda era Cruz, qué elegante y qué orgullosa, con
legítimo y bien medido orgullo! La llamábamos _Croissette_, por la
estúpida costumbre de decirlo todo en francés. Fidela, al venir de
Francia, nos encantaba con su volubilidad. ¡Qué ser tan delicado, y
qué temperamento tan vaporoso! Diríase que no estaba hecha de nuestra
carne miserable, sino de substancias sutiles, como los ángeles, que
nunca han puesto los pies en el suelo. Ella los ponía por gracia
especial de Dios, y podía creerse que al tocarla se nos desbarataba
entre las manos, trocándose en vapor impalpable. Y ahora... ¡Santo
Dios!, ahora..., allá la miro metida en fango hasta el cuello. He
querido sacarla... No se deja. Le gusta la materia. Buen provecho
le haga... Cuando yo me fuí á la Embajada de Alemania, que entonces
era todavía Legación, salí de casa con el presentimiento de que no
había de volver á ver á mi madre. Ésta se empeñó en que no me llevara
á _Toby_, el perro danés que me regaló el primo Trastamara. ¡Pobre
animal! Nunca me olvidaré de la cara que puso al verme partir. Murió
de enfermedad desconocida, dos días antes que mi madre... Y ahora
que me acuerdo: ¿adónde habrá ido á parar el bueno de Ramón, aquel
criado fiel que tan bien entendía mis gustos y caprichos? Cruz me
dijo que puso un comercio de vinos en su pueblo, y que fabricando
Valdepeñas ha hecho un capital... Él tenía sus ahorros. Era hombre
muy económico, aunque no sisaba como aquel bribón de Lucas, el mozo
de comedor, que hoy tiene un restaurant de ferrocarril. Con los
cigarros que le robaba á mi padre compró una casa en Valladolid, y
con lo que sisaba en el _Champagne_ sacó para establecer una fábrica
de cerveza.»

Pausa. «¿Qué hora será?... ¿Pero qué me importa á mí la hora si soy
libre, y el tiempo no tiene para mí ningún valor? Mi hotel no duerme
aún. Siento rumores en la portería. Los criados arman tertulia con
el portero, esperando la vuelta de la señora... Ya, ya me parece que
siento el coche. Es la hora de salir del Real, la una menos cuarto,
si no ha sido ópera larga. Wagner y su escuela no nos sueltan hasta
la una y tres cuartos... Ya está ahí..., abren la verja..., entra el
coche. ¡Si me parece que estoy en mis tiempos de señorito! El mismo
coche, los mismos caballos, la noche igual, con las mismas estrellas
en el cielo... para quien pueda verlas... Ya cierran. El hotel se
entrega al sueño como sus habitantes... Yo también principio á
sentir...»

Más que sueño, lo que empezaba á sentir era hambre, y echando mano al
zoquete de pan que llevaba en el bolsillo, dió principio á su frugal
cena, que le supo más rica que cuantos manjares delicados solía
llevarle Cruz de casa de Lhardy.

«¡Qué apuradas andarán mis hermanas buscándome!—dijo comiendo
despacito.—Fastidiarse. Os habíais acostumbrado á que yo fuese un
cero, siempre un cero. Convenido: soy cero, pero os dejo solas
para que valgáis menos. Y yo me encastillo en mi dignidad de cero
ofendido, y sin valer nada, absolutamente nada para los demás, me
declaro libre y quiero buscar mi valor en mí mismo. Sí, señoras del
Águila y de la Torre-Auñón: arreglad ahora vuestro bodorrio como
gustéis, sin cuidaros del pobre ciego... ¡Ah, vosotras tenéis vista;
yo no! Mi desdicha se compensa con la inmensa ventaja de no poder ver
á la bestia. Vosotras la veis, la tenéis siempre delante, y no podéis
libraros de su grotesca facha, que viene á ser vuestro castigo...
¡Qué rico está este pan!... ¡Gracias á Dios que he perdido al comer
aquella sensación mortificante del olor de cebolla!»

Sintió sueño, y se estiraba en el banco buscando la postura menos
incómoda, haciendo almohada del brazo derecho, cuando se le acercó
un pobre, que arrastraba un pie como si fuera bota á medio poner, y
alargaba, en vez de mano para pedir limosna, un muñón desnudo y rojo.
La voz bronca del mendigo hizo estremecer á Rafael, que se incorporó
diciéndole:

—Perdone, hermano. Yo soy pobre también, y si no he pedido todavía es
por la falta de costumbre. Pero mañana, mañana pediré.

—¿Es usted por casualidad ciego?—dijo el otro, desesperanzado de
obtener limosna.

—Para servir á usted.

—Estimando.

—Si hubiera venido usted un poquito antes, habríale dado parte del
pan que acabo de comerme. Pero lo que es dinero no puedo darle. No
llevo sobre mí moneda alguna, ni perro grande ni chico... Soy más
pobre que nadie. He venido, ¡ay!, muy á menos. Y usted, ¿qué es?

—¿Cómo que qué soy?

—Quiero decir si es usted también ciego.

—No, gracias á Dios. No soy más que cojo; pero de los dos cabos, y
manco de la derecha... La perdí dando un barreno.

—Por la voz me parece que es usted viejo.

—Y usted muy parlanchín. ¡Porras!, como todos los ciegos, que echan
el alma y los hígados por la pastelera lengua.

—Dispense usted que no le conteste en ese lenguaje ordinario. Soy
persona decente.

—Sí, ya se ve... ¡Persona decente! Yo también lo fuí. Mi padre tenía
catorce pares.

—¿De qué?

—De mulas.

—¡Ah!..., creí que de bemoles... ¿Conque mulas? Pues eso no es nada
en comparación de lo que tuvo el mío. Ese palacio que está frente á
nosotros, si hablara, no me dejaría mentir.

—¡Porras maúras! ¿Á que va á decir que es suyo el palacio?

—Digo que lo fué; la verdad...

—Mecachis, y que se lo limpiaron los usureros. Como á mí, como á mi
padre, que era mayorazgo, y por tomar dinero á rédito para meterse en
negocios, nos dejó más pobres que las ratas.

—¡Los malditos negocios, el compra y vende!... Y henos aquí á los
hijos pagando las culpas de la ambición de los padres. Ahora pedimos
limosna, y de seguro los que nos empobrecieron pasan á nuestro
lado sin darnos una triste limosna. Pero Dios no nos desampara,
¿verdad? Donde menos se piensa salta una persona caritativa. Hay
almas caritativas. Dígame usted que las hay, pues yo, la verdad, no
quisiera morirme de hambre por esas calles.

—¿No tiene familia?

—Mis hermanas, hombre de Dios. Pero no quiero nada con ellas.

—Ya, ¡contra!, le han desamparado, ¡porras verdes! Como á mí, lo
mismo que á mí.

—¿Sus hermanas?

—No...; ¡pior, pior!—dijo el otro con una voz bronca y arrastrada que
parecía extraer con gran trabajo de lo más hondo de su cuerpo.—¡Son
mis hijas las que me pusieron en la calle!

—¡Ja, ja, ja! ¡Sus hijas!—exclamó Rafael, acometido de violentísimas
ganas de reir.—Y dígame, ¿son señoras?

—¿Señoras?—dijo el otro con todo el sarcasmo que cabe en la voz
humana.—Señoras del pingajo y damas del tutilimundi. Son...

—¿Qué?

—Púas coronadas... Agur.

Y se fué arrastrando la pata, echando demonios por su boca entre
gruñidos bestiales, babeándose como un perro con moquillo.

—Pobre señor...—murmuró Rafael, volviendo á tomar la postura de
catre.—Sus hijas, por lo que dijo, son... ¡Qué abismos nos revela
el fondo de la miseria cuando bajamos á él! Si yo me durmiera,
ahogaría en mi cerebro ideas que me mortifican. Probaremos. Más duro
es esto que mi cama; pero no me importa. Conviene acostumbrarse al
sufrimiento... ¡Y vaya usted á saber ahora con qué me desayunaré
mañana! Lo que Dios me tenga reservado, café ó chocolate ó mendrugo
de pan, él lo sabe, en alguna parte estará... ¿No se desayunan los
pájaros? Pues algo ha de haber también para mí...

Quedóse aletargado, y tuvo un sueño breve con imágenes intensísimas.
En corto tiempo soñó que se hallaba en el vestíbulo del hotel
cercano, tendido en un banco de madera. Vió entrar á su padre con
gabán de pieles, accidente de invierno que no le chocaba á pesar
de hallarse en pleno verano. Su padre se maravilló de verle en tal
sitio, y le dijo que saliese á comprar diez céntimos de avellanas.
¡Cuánto disparate! Aun soñando, discurría que todo aquello no tenía
sentido. Después salió el perro danés aullando, con una pata rota y
el hocico lleno de sangre. En el momento de abalanzarse en socorro
del pobre animal, despertó. En un tris estuvo que se cayera del banco
de piedra.

Le dolían los huesos; el frío empezaba á molestarle, y su estómago
no parecía conforme con pasar toda la noche al raso sin más sustento
que un pedazo de pan. Para sobreponerse al clamor de la naturaleza
desfallecida, salió de estampía por el paseo adelante, tropezando con
los árboles y besando el santo suelo en dos ó tres tumbos que dió al
perder el equilibrio. Pero supo sacar fuerzas de flaqueza, y sostener
el cuerpo con los bríos del ánimo. «Vamos, Rafael, no seas niño; á la
primera contrariedad ya estás aturdido y sin saber qué camino tomar.
Pronto ha de amanecer, y ó mucho me engaño, ó Dios, que vela por mí,
ha de depararme un alma caritativa. No siento pasos... Debe de ser
la madrugada. ¡Qué soledad! ¿Cómo podría enterarme de que ha salido
el sol, ó de que va á salir? ¡Ah!, siento cantar un gallo anunciando
el día. Será ilusión tal vez, pero me parece que es el gallo de
Bernardina el que canta. Y otra vez, y otra... No, son muchos gallos,
todos los gallos de estos contornos, que dicen á su manera: “Basta
ya de noche...” Lo que no siento aún es el gracioso piar de los
pajarillos. No, no amanece todavía. Más adelante, en otro banco,
podré dormir otro poquito, y cuando los pájaros me avisen dejaré las
ociosas plumas, digo, la ociosa berroqueña... Adelante y valor. De
seguro que ninguna de estas avecillas que ahora duermen inocentes en
el ramaje que se extiende sobre mi cabeza, se preocupa ni poco ni
mucho de lo que ha de comer cuando despierte. El desayuno, en alguna
parte está. Las almas caritativas duermen también ahora, y dormirán
la mañanita; pero de fijo no faltará alguna que madrugue.»

Hacia el fin de la Castellana volvió á darse su ración de banco; mas
no pudo pegar los ojos, ni siquiera sosegar sus cansados huesos. Dos
perros vagabundos se llegaron á él, y le olieron y le hociquearon.
Quiso Rafael retenerles con voz cariñosa; pero los dos animales, que
debían de estar dotados de gran penetración y agudeza, entendieron
que de allí muy poco ó nada sacarían. Después de infringir ambos
sosegadamente en el banco del ciego las ordenanzas de la policía
urbana, se fueron en busca de aventura más provechosa.

Levantóse Rafael al rayar la aurora, cuya claridad saludaron las
avecillas, y restregándose las manos para proveerse de un poco de
calor que supliera bien que mal la falta de alimento, echó á andar
y desentumeció sus piernas. El valor no le abandonaba; pero iba
comprendiendo que la iniciación en el oficio de mendigo tiene sus
contras, y que el aprendizaje había de ser para él durísimo. ¡Qué
bien le habría venido en aquella hora un poco de café! Pero las almas
caritativas no parecieron con la provisión del precioso líquido.
Pasos de hombres y brutos oyó en dirección al centro de Madrid: eran
trajinantes, mercaderes de hortalizas y huevos, que llevaban frutas
á la plaza. Sintió el ruido de cántaros de leche que chocan con el
movimiento de la caballería que los conduce. ¡De buena gana se habría
él tomado un vasito de leche! ¿Pero á quién, ¡Santo Dios!, se lo
había de pedir? Gentes de pueblo pasaron al lado suyo sin hacerle
caso. De fijo que si él se lanzara á pordiosero, alguien le daría.
«Pero el mérito grande de las almas caritativas—pensó—será que me
socorran sin que yo pase por la vergüenza de pedirlo.» Por desgracia
suya, en aquel tímido ensayo de mendicidad, las almas compasivas se
abstenían de socorrer á un necesitado que no empezaba por marear al
transeunte con enfadosos reclamos de limosna. Largo trecho anduvo
desorientado sin saber adonde iba, y al fin el cansancio y el
hambre determinaron en su espíritu el propósito de pedir albergue á
Bernardina; pero al hacer esta concesión á la dura necesidad, quería
engañarse y dar satisfacciones á su entereza, diciéndose: «No, si no
haré más que tomar un bocadillo y seguir luego. Á la calle otra vez,
al camino.»

No le fué tan fácil encontrar el rumbo. Pero si sentía cortedad para
implorar limosna, no la sentía para pedir informes topográficos.
«¿Voy bien por aquí á Cuatro Caminos?» Esta pregunta, sin número de
veces repetida y contestada, fué la brújula que le señaló la derrota
por campos, carreteras y solares baldíos, hasta que dió con sus
cansados huesos en el corralón de los Valientes.



XIII


Vióle Bernardina antes de que traspasara el hueco del portalón, y
salió á recibirle con demostraciones de vivo contento, mirándole
como un aparecido, como un resucitado. «Dame café—le dijo el ciego
con trémula voz.—Siento... nada más que un poquito de debilidad.»
Llevóle adentro la fiel criada, y con rara discreción se abstuvo
de decirle que la señorita Cruz había estado tres veces durante la
noche buscándole, muerta de ansiedad. Mucha prisa corría comunicar
el hallazgo á las angustiadas señoras; pero no urgía menos dar al
fugitivo el desayuno que con tanta premura pedían la palidez de su
rostro y el temblor de sus manos. Con toda la presteza del mundo
preparó Bernardina el café, y cuando el ciego ávidamente lo tomaba,
dió instrucciones á Cándido para que le retuviese allí, mientras ella
iba á dar parte á las señoras, que sin duda le creían muerto. Lo peor
del caso era que Hipólito Valiente, el héroe de África, estaba aquel
día de servicio. «Ya que no tenemos aquí al viejo, que sabe embobarle
con historias de batallas—dijo Bernardina á su marido,—entretenle
tú como puedas. Cuéntale lo que se te ocurra; inventa mentiras muy
gordas. No seas bruto... En fin, lo que importa es que no se nos
escabulla. Como quiera salir, le sujetas, aunque para ello tengas que
amarrarle por una pata.»

Rafael no mostró después del desayuno deseos de nuevas correrías.
Estaba tan decaído de espíritu y tan alelado de cerebro, que sin
esfuerzo alguno le pudo llevar Cándido al taller de polvorista donde
trabajaba. Hízole sentar en un madero, y siguió el hombre en su faena
de amasar pólvora y meterla en los cilindros de cartón que forman
el cohete. Su charla continua, á ratos chispeante y ruidosa como
las piezas de fuego que fabricaba, no sacó á Rafael de su sombría
taciturnidad. Allí se estuvo con quietud expectante de esfinge,
los codos en las rodillas, los puños convertidos en sostén de las
quijadas, que parecían adheridas á ellos por capricho de Naturaleza.
Y oyendo aquel rum rum de la palabra de Valiente, que era un elogio
tan enfático como erudito del arte pirotécnico, y sin enterarse de
nada, pues la voz del polvorista entraba en su oído pero no en su
entendimiento, se iba engolfando en meditaciones hondísimas, de las
cuales le sacó súbitamente la entrada de su hermana Cruz y de D. José
Donoso. Oyó la voz de la dama en el corralón. «¿Pero dónde está?» Y
cuando la sintió cerca, no hizo movimiento alguno para recibirla.

Cruz, cuyo superior talento se manifestaba señaladamente en las
ocasiones críticas, comprendió al punto que sería inconveniente
mostrar un rigor excesivo con el prófugo. Le abrazó y besó con
cariño, y D. José Donoso le dió palmetazos de amistad en los hombros,
diciéndole: «Bien, bien, Rafaelito. Ya decía yo que no te habías de
perder..., que ello ha sido un bromazo... Tus pobres hermanas muertas
de ansiedad... Pero yo las tranquilizaba, seguro de que parecerías.»

—¿Sabes que son tus bromas pesaditas?—dijo Cruz sentándose á su
lado.—¡Vaya que tenernos toda la noche en aquella angustia! Pero
en fin, la alegría de encontrarte compensa nuestro afán, y de todo
corazón te perdono la calaverada... Ya sé que Bernardina te ha dado
el desayuno. Pero tendrás sueño, pobrecillo. ¿Dormirías un rato en
tu camita?

—No necesito cama—declaró Rafael con sequedad.—Ya sé lo que son
lechos duros, y me acomodo perfectamente en ellos.

Habían resuelto Donoso y Cruz no contrariarle, afectando ceder á
cuanto manifestara, sin perjuicio de reducirle luego con maña.

—Bueno, bueno—manifestó Cruz;—para que veas que quiero todo lo que tú
quieras, no contradigo esas nuevas opiniones tuyas sobre la dureza de
las camas. ¿Es tu gusto? Corriente. ¿Para qué estoy yo en el mundo
más que para complacerte en todo?

—Justo—dijo D. José revistiendo su oficiosidad de formas
afectuosas.—Para eso estamos todos. Y ahora, lo primero que tenemos
que preguntar al fugitivo, es si quiere volver á casa en coche ó á
pie.

—¡Yo... á casa!—exclamó Rafael con viveza, como si oído hubiera la
proposición más absurda del mundo.

Silencio en el grupo. Donoso y Cruz se miraron, y en el mirar solo se
dijeron: «No hay que insistir. Sería peor.»

—¿Pero en dónde estarás como en tu casa, hijo mío?—dijo la hermana
mayor.—Considera que no podemos separarnos de ti, yo al menos. Si se
te antoja vagabundear por los caminos, yo también.

—Tú no... Déjame... Yo me entiendo solo.

—Nada, nada—expuso Donoso.—Si Rafael, por razones, ó caprichos, ó
genialidades que no discuto ahora, no, señor, no las discuto; si
Rafael, repito, no quiere volver á su casa, yo le ofrezco la mía.

—Gracias, muchas gracias, Sr. D. José—replicó desconcertado el
ciego.—Agradezco su hospitalidad; pero no la acepto... Huésped
molestísimo sería...

—Oh, no.

—Y créanme á mí... En ninguna parte estaré tan bien como aquí.

—¡Aquí!

Volvieron á mirarse Donoso y Cruz, y á un tiempo expresaron los ojos
de ambos la misma idea. En efecto, aquel deseo de permanecer en casa
de Bernardina era una solución que por el momento ponía fin á la
dificultad surgida; solución provisional que daba espacio y tiempo
para pensar descansadamente en la definitiva.

—¡Vaya, qué cosas tienes!—dijo Cruz disimulando su contento.—¡Pero
hijo, aquí!... En fin, para que veas cuánto te queremos, transijo. Yo
sé transigir; tú no, y á todos nos haces desgraciados.

—Transigiendo se llega á todas partes—declaró D. José, dando mucha
importancia á su sentencia.

—Bernardina tiene un cuarto que se te puede arreglar. Te traeremos
tu cama. Fidela y yo turnaremos para acompañarte... Ea, ya ves cómo
no soy terca, y me doblego, y... Conviene, en esta vida erizada de
dificultades, no encastillarnos en nuestras propias ideas, y tener
siempre en cuenta las de los demás, pues eso de creer que el mundo se
ha hecho para nosotros solos, es gran locura... Yo, ¡qué quieres!,
he comprendido que no debo contrariarte en ese anhelo tuyo de vivir
separado de nosotras... Descuida, hijo, que todo se arreglará... No
te apures. Vivirás aquí, y vivirás como un príncipe.

—No es preciso que me traigan mi cama—indicó Rafael, entrando ya
en familiar y cariñoso coloquio con su hermana mayor.—¿No tendrá
Bernardina un catre de tijera? Pues me basta.

—Quita, quita... Ahora sales con querer pintarla de ermitaño. ¿Á qué
vienen esas penitencias?

—Si nada cuesta traer la camita—apuntó don José.

—Como quieran—manifestó el ciego, que parecía dichoso.—Aquí me
pasaré los días dando vueltas por el corralón, conversando con el
gallo y las gallinas; y á ratos vendré á que Cándido me enseñe el
arte de polvorista... No vayan á creer ustedes que es cualquier cosa
ese arte. Aprenderé, y aunque no haga nada con las manos, bien
puedo sugerirle ideas mil para combinar efectos de luz, y armar los
ramilletes y los castillos y todas esas hermosas fábricas de chispas
que tanto divierten al respetable público.

—Bueno, bueno, bueno—clamaron á una Donoso y Cruz, satisfechos de
verle en tan venturosa disposición de ánimo.

Brevemente conferenciaron la dama y el fiel amigo de la casa, sin que
Rafael se enterase. Ello debió de ser algo referente á la traída de
la cama y otros objetos de uso doméstico. Despidióse Donoso abrazando
al joven ciego, y éste volvió á caer en su murria, presumiendo que su
hermana, al hallarse sola con él, le hablaría del asunto que causaba
las horribles desazones de todos.

—Vámonos á la casa—dijo Cruz, cogiendo del brazo á su hermano.—Tengo
miedo de estar aquí, señor Valiente... No es desprecio de su taller;
es... que no sé como hay quien tenga tranquilidad en medio de estas
enormes cantidades de pólvora. Supóngase usted que por artes del
enemigo cae una chispa...

—No, señorita, no es posible...

—Cállese usted. Sólo de pensarlo parece que me siento convertida en
pavesas. Vamos, vámonos de aquí. Antes, si te parece, daremos un
paseíto por el corralón. Está un día precioso. Ven, iremos por la
sombra.

Lo que el señorito del Águila recelaba era cierto. La primogénita
tenía que tratar con él algo muy importante, reciente inspiración sin
duda, y último arbitrio ideado por su grande ingenio. ¿Qué sería?

—¿Qué será?—pensó el ciego temblando, pues todo su tesón no bastaba
para hacer frente á la terrible dialéctica de su hermana. Principió
ésta por encarecer las horrendas amarguras que ella y Fidela habían
pasado en los últimos días, por causa de la oposición de su querido
hermano al proyecto de matrimonio con D. Francisco.

—Renunciad á eso—dijo prontamente Rafael,—y se acabaron las amarguras.

—Tal fué nuestra idea..., renunciar, decirle al buen D. Francisco
que se fuera con la música á otra parte y que nos dejase en paz.
Preferimos la miseria con tranquilidad á la angustiosa vida que
ha de traernos el desacuerdo con nuestro hermano querido. Yo dije
á Fidela: «Ya ves que Rafael no cede. Cedamos nosotras antes que
hacernos responsables de su desesperación. ¡Quién sabe! Cieguecito,
puede que vea más que nosotras. Su resistencia, ¿será aviso del
cielo anunciándonos que Torquemada, con _el materialismo_ (como él
dice) del buen vivir, nos va á traer una infelicidad mayor que la
presente?»

—¿Y qué dijo Fidela?

—Nada: que ella no tiene voluntad; que si yo quería romper, por ella
no quedara.

—¿Y tú qué hiciste?

—Pues nada, por el pronto. Consulté con don José. Esto fué la semana
pasada. Á ti nada te dije, porque como estás tan puntilloso, no quise
excitarte inútilmente. Parecióme mejor no hablar contigo de este
asunto hasta que no se resolviera en una ó en otra forma.

—¿Y Donoso qué opinó?

—¿Donoso...? ¡Ah...!



XIV


—¡Cuando yo te digo que Donoso es un ángel bajado del cielo!
¡Qué hombre, qué santo!—prosiguió la dama, sentándose con Rafael
en un madero que en el mejor sitio del corralón había.—Verás:
la opinión de nuestro fiel amigo fué que debíamos sacrificar el
enlace con Torquemada, por conservar la paz en la familia... Así lo
acordamos. Pero ya habían tramado entre él y D. Francisco algo que
éste llevó prontamente de la idea á la práctica, y cuando D. José
acudió á proponerle la suspensión definitiva de las negociaciones
matrimoniales, ya era tarde.

—¿Pues qué ocurría?

—Torquemada había hecho algo que nos cogía á todos como en una
trampa. Imposible escaparnos ya, imposible salir de su poder. Estamos
cogidos, hermanito; nada podemos ya contra él.

—¿Pero qué ha hecho ese infame?—gritó Rafael fuera de sí,
levantándose y esgrimiendo el bastón.

—Sosiégate—replicó la dama, obligándole á sentarse.—¡Lo que ha hecho!
Pero qué, ¿crees que es malo? Al contrario, hijo mío: por bueno, por
excesivamente bueno, el acto suyo es..., no sé cómo decírtelo, es
como una soga que nos echa al cuello, incapacitándonos ya para tener
voluntad que no sea la voluntad suya.

—¿Pero qué es? Sépalo yo—dijo el ciego con febril
impaciencia.—Juzgaré por mí mismo ese acto, y si resulta como
dices... No, tú estás alucinada y quieres alucinarme á mí. No me
fío de tus entusiasmos. ¿Qué ha hecho ese majagranzas que pudiera
inducirme á no despreciarle como le desprecio?

—Verás... Ten calma. Tan bien sabes tú como yo que nuestras fincas
del _Salto_ y la _Alberquilla_, en la sierra de Córdoba, fueron
embargadas judicialmente. No pudo rematarlas el sindicato de
acreedores, porque estaban afectas á una fianza que al Estado tuvo
que dar papá. El dichoso Estado, mientras no se aclarase su derecho
á constituirse en dueño de ellas (y ese es uno de los pleitos que
sostenemos), no podía privarnos de nuestra propiedad, pero sí del
usufructo... Embargadas las fincas, el juez las dió en administración
á...

—Á Pepe Romero—apuntó el ciego vivamente, quitándole la palabra de la
boca,—el marido de nuestra prima Pilar...

—Que reside en ellas, dándose vida de princesa. ¡Ah, qué mujer! Sin
duda por haber recibido de papá tantos beneficios, ella y el rufián
de su marido nos odian. ¿Qué les hemos hecho?

—Les hemos hecho ricos. ¿Te parece poco?

—Y no han sido para auxiliarnos en nuestra miseria. La crueldad, el
cinismo, la ingratitud de esa gente son lo que más ha contribuído
á quitarme la fe en todas las cosas, lo que me induce á creer que
la humanidad es un inmenso rebaño de fieras. ¡Ay!, en esta vida de
sufrimientos inauditos, pienso que Dios me permite odiar. El rencor,
que en casos comunes es un pecado, en el caso mío no lo es, no puede
serlo... La venganza, ruin sentimiento en circunstancias normales,
ahora... me resulta casi una virtud... Esa mujer que lleva nuestro
nombre y nos ha ultrajado en nuestra desgracia, ese Romerillo
indecente que se ha enriquecido con negocios sucios más propios de
chalanes que de caballeros, viven sobre nuestra propiedad, disfrutan
de ella. Han intrigado en Madrid para que el Consejo sentenciase en
contra de la testamentaría del Águila, porque su anhelo es que sean
subastadas las fincas...

—Para rematarlas y quedarse con ellas.

—¡Ah!..., pero les ha salido mal la cuenta á ese par de traficantes,
de raza de gitanos sin duda... Créelo porque yo te lo digo... Pilar
es peor que él: es uno de esos monstruos que causan espanto y hacen
creer que la hembra de Satanás anda por estos mundos...

—Pero vamos al caso. ¿Qué...?

—Verás. Ahora puedo decir que ha llegado la hora de la justicia. No
puedes figurarte la alegría que me llena el alma. Dios me permite ser
rencorosa, y lo que es peor, vengativa. ¡Qué placer, qué inefable
dicha, hermano mío! ¡Pisotear á esa canalla..., echarles de nuestra
casa y de nuestras tierras, sin consideración alguna, como á perros,
como á villanos salteadores...! ¡Ay, Rafael, tú no entiendes estas
pequeñeces; eres demasiado angelical para comprenderlas! La venganza
sañuda es un sentimiento que rara vez encuentras hoy fuera de las
clases bajas de la sociedad... Pues en mí rebulle, ¡y de qué modo!
Verdad que también es un sentimiento feudal, y en nosotros, de
sangre noble, revive ese sentimiento, que viene á ser la justicia,
la justicia brutal, como en aquellos tiempos podía ser, como en los
nuestros también debe serlo, por insuficiencia de las leyes.

Púsose en pie la noble dama, y en verdad que era una figura hermosa
y trágica. Hirió el suelo con su pie dos ó tres veces, aplastando en
figuración á sus enemigos; ¡y por Dios que si hubieran estado allí no
les dejara hueso sano!

—Ya, ya entiendo—dijo Rafael asustado.—No necesito más explicaciones.
Esperas rescatar el _Salto_ y la _Alberquilla_. Donoso y Torquemada
han convenido hacerlo así, para que puedas confundir á los Romeros...
Ya, ya lo veo todo bien claro: el D. Francisco rescatará las fincas,
poniendo en manos de la Hacienda una cantidad igual á la fianza...
Pues, por lo que recuerdo, tiene que ir aprontando millón y medio de
reales..., si es que en efecto se propone...

—No se propone hacerlo—dijo Cruz radiante.—Lo ha hecho ya.

—¡Ya!

La estupefacción paralizó á Rafael por breve rato, privándole del uso
de la palabra.

—Ahora tú me dirás si después de esto, es digno y decente en nosotros
plantarnos delante de ese señor y decirle: Pues... de aquello no hay
nada.

Pausa que duró... sabe Dios cuánto.

—¿Pero en qué forma se ha hecho la liberación de las
fincas?—preguntó al fin el ciego.—Falta ese detalle... Si quedan á su
nombre, no veo...

—No; las fincas son nuestras... El depósito está hecho á nuestro
nombre. Ahora dime si es posible que...

Después de accionar un rato en silencio, Rafael se levantó
súbitamente, dió algunos pasos agitando el bastón, y dijo: «Eso no es
verdad.»

—¡Que yo te engaño!

—Repito que eso no puede ser como tú lo cuentas.

—¡Que yo miento!

—No, no digo que mientas. Pero sabes, como nadie, desfigurar las
cosas, dorarlas cuando son muy feas, confitarlas cuando son amargas.

—He dicho la verdad. Créela ó no. Y ahora te pregunto: «¿Podemos
poner en la calle á ese hombre? ¿Tu dignidad, tus ideas sobre el
honor de la familia me aconsejan que le despida...?»

—No sé, no sé—murmuró el ciego, girando sobre sí y haciendo molinete
con los dos brazos por encima de la cabeza.—Yo me vuelvo loco...
Vete; déjame. Haced lo que queráis...

—¿Reconoces que no podemos retirar nuestra palabra ni renunciar al
casamiento?

—Lo reconozco, siempre que sea verdad lo que me has dicho. Pero no lo
es; no puede serlo. El corazón me dice que me engañas..., con buena
intención sin duda. ¡Ah!, tienes tú mucho talento..., más que yo, más
que toda la familia... Hay que sucumbir ante ti y dejarte hacer lo
que quieras.

—¿Vendrás á casa?—dijo Cruz balbuciente, porque el gozo triunfal que
inundaba su alma le entorpecía la voz.

—Eso no... Déjame aquí. Vete tú. Estoy bien en este corral de
gallinas, donde me podré pasear, sin que nadie me lleve del brazo, á
todas las horas del día.

Cruz no quiso insistir por el momento. Había obtenido la victoria con
su admirable táctica. No le argüía la conciencia por haber mentido,
pues Rafael era una criatura, y había que adormecerle, como á los
niños llorones, con historias bonitas. El cuento infantil empleado
hábilmente por la dama no era verdad sino á medias, porque al pactar
Donoso y Torquemada el rescate de las fincas de la sierra de Córdoba,
establecieron que esto debía verificarse después del casamiento.
Pero Cruz, en su afán de llegar pronto al _objetivo_, como diría el
novio, no sintió escrúpulos de conciencia por alterar la fecha del
suceso feliz, tratándose de emplearlo como argumento con que vencer
la tenacidad de su hermano. ¡Decir que Torquemada había hecho ya lo
que según formal convenio haría después! ¿Qué importaba esta leve
alteración del orden de los acontecimientos, si con ello conseguía
eliminar el horrible estorbo que impedía la salvación de la familia?

Volvió Donoso con la noticia de haber dictado las disposiciones
convenientes para el traslado de la cama y demás ajuar de la alcoba
del ciego. Después que charlaron los tres un rato de cosas extrañas
al grave asunto que á todos les inquietaba, Cruz espió un momento en
que Rafael se enredó en discusiones con Valiente sobre la pirotecnia,
y llevando á su amigo detrás del más grande montón de basura y paja
que en el corralón había, le echó esta rociada:

—Deme la enhorabuena, Sr. D. José. Le he convencido. Él no querrá
volver á casa; pero su oposición no es, no puede ser ya tan furiosa
como era. ¿Que qué le he dicho? ¡Ah, figúrese usted si en este atroz
conflicto pondré yo en prensa mi pobre entendimiento para sacar
ideas! Creo que Dios me ilumina. Ha sido una inspiración que tuve en
el momento de entrar aquí. Ya le contaré á usted cuando estemos más
despacio... Y ahora lo que importa es activar... eso todo lo posible,
no vaya á surgir alguna complicación.

—No lo quiera Dios. Crea usted que á impaciencia no le gana nadie.
Hace un rato me lo decía: por él mañana mismo.

—Tanto como mañana no; pero nos pasamos de gazmoños alejando tanto
la fecha. De aquí al 4 de Agosto pueden ocurrir muchas cosas, y...

—Pues acerquemos la fecha.

—Sí, acerquémosla. Lo que ha de ser, que sea pronto.

—La semana que entra...

—¡Oh!, no tanto.

—Pues la otra.

—Eso me parece muy tarde... Tiene usted razón: la semana próxima.
¿Qué es hoy?

—Viernes.

—Pues el sábado de la semana entrante.

—Corriente.

—Dígaselo usted..., propóngaselo como cosa suya.

—Pues no se pondrá poco contento. Ya le digo á usted: por él...
mañana. Y volviendo á nuestro joven disidente, ¿cree usted que no nos
dará ningún disgusto?

—Espero que no. Su deseo de instalarse aquí nos viene ahora que ni
de molde. Bernardina nos inspira confianza absoluta: le cuidará
como nosotras mismas. Vendremos Fidela y yo, alternando, á hacerle
compañía, y además, yo me encargo de mandar acá al bueno de
Melchorito algunas tardes para que le cante óperas...

—Muy bien... Pero..., y aquí entra lo grave. ¿Sabe que sus hermanas
se mudan á la calle de Silva?

—No lo sabe. Pero lo sabrá. ¿Qué? ¿Teme usted que no quiera entrar en
aquella casa?

—¡Me lo temo, como hay Dios!

—Entrará... Respondo de que entrará—afirmó la dama, y le temblaba
horrorosamente el labio inferior, cual si quisiera desprenderse de su
noble faz.



XV


Con lento paso de fecha deseada llegó por fin aquel día, sábado
por más señas, y víspera ó antevíspera (que esto no lo determinan
bien las historias) de la festividad de Santiago, patrón de las
Españas. Celebróse la boda en San José, sin ostentación, tempranito,
como ceremonia de tapadillo á la que no se quería dar publicidad.
Asistieron tan sólo Rufinita Torquemada y su marido, Donoso y dos
señores más, amigos de las Águilas, que se despidieron al salir de
la iglesia. D. Francisco iba de levita _herméticamente cerrada_,
guantes tan ajustados, que sus dedos parecían morcillas, y sudó el
hombre la gota gorda para quitárselos. Como era la época de más
fuerte calor, todos, la novia inclusive, no hacían más que pasarse
el pañuelo por la cara. La del novio parecía untada de aceite, según
relucía, y para mayor desdicha, exhalaba con su aliento emanaciones
de cebolla, porque á media noche se había comido de una sentada una
fuente de salpicón, su plato predilecto. Á Cruz le dió el vaho en la
nariz en cuanto se encaró con su cuñado, y tuvo que echar frenos á
su ira para poder contenerla, mayormente al ver cuán mal se avenía
el olor cebollesco con las palabras finas que á cada instante, y
vinieran ó no á cuento, desembuchaba el ensoberbecido prestamista.
Fidela parecía un cadáver, porque..., creyérase que el demonio había
tenido parte en ello..., la noche antes tomó un refresco de agraz
para mitigar el calor que la abrasaba, y agraz fué que se le agriaron
todos los líquidos de su cuerpo, y tan inoportunamente se descompuso,
que en un tris estuvo que la boda no pudiera celebrarse. Allá le
administró Cruz no sé qué droga atemperante, en dosis de caballo,
gracias á lo cual no hubo necesidad de aplazamiento; pero estaba la
pobre señorita hecha una mártir, un color se le iba y otro se le
venía, sudando por todos sus poros y sin poder respirar fácilmente.
Gracias que la ceremonia fué breve, que si no, patatús seguro.
Llegó un momento en que la iglesia con todos sus altares empezó á
dar vueltas alrededor de la interesante joven, y si el esposo no la
agarra, cae redonda al suelo.

Cruz no tenía sosiego hasta no ver concluído el ritual, para poder
trasladarse á la casa, con objeto de quitar el corsé á Fidela y
procurarle descanso. En dos coches se dirigieron todos al nuevo
domicilio, y por el camino Torquemada le daba aire á su esposa con
el abanico de ésta, diciéndole de vez en cuando: «Eso no es nada: la
_estupefacción_, la emoción, el calor... ¡Vaya que está haciendo un
verano!... Dentro de dos horas no habrá quien atraviese la calle de
Alcalá por la acera de acá, que es la del _solecismo_. Á la sombra,
menos mal.»

En la casa, la primera impresión de Cruz fué atrozmente desagradable.
¡Qué desorden, qué falta de gusto! Las cosas buenas colocadas sin
ningún criterio, y entre ellas mil porquerías, con las cuales debía
hacerse un auto de fe. Salió á recibirles Romualda, la tarasca
sirviente de D. Francisco, con una falda llena de lamparones,
arrastrando las chancletas, las greñas sin peinar, facha asquerosa
de criada de mesón. En la servidumbre, como en todo, vió la noble
dama reflejada la tacañería del amo de la casa. El criado apestaba á
tagarnina, de la cual llevaba una colilla tras de la oreja, y hablaba
con el acento más soez y tabernario. ¡Dios mío, qué cocina, en la
cual una pincha vieja y con los ojos pitañosos ayudaba á Romualda!...
No, no; aquello no podía ser. Ya se arreglaría de otra manera.
Felizmente, el almuerzo de aquel día clásico se había encargado á
una fonda, por indicación de Donoso, que en todo ponía su admirable
sentido y previsión.

Fidela no se mejoró con el aflojar del corsé y de todas las demás
ligaduras de su cuerpo. Intentó almorzar; pero tuvo que levantarse
de la mesa, acometida de violentos vómitos que le sacaron del cuerpo
cuanto tenía. Hubo que acostarla, y el almuerzo se dividió en dos
tiempos, ninguno de los cuales fué alegre, por aquella maldita
contrariedad de la desazón de la desposada. Gracias que había
_facultativo_ en la casa. Torquemada llamaba de este modo á su yerno
Quevedito. «Tú, ¿qué haces que no me la curas al instante? Reniego
de tu facultad, y de la Biblia en pasta.» Iba y venía del comedor á
la alcoba, y viceversa, regañando con todo el mundo, confundiendo
nombres y personas, llamando Cruz á Romualda, y diciendo á su cuñada:
«Vete con mil demonios.» Quevedito ordenó que dejaran reposar á
la enferma, en la cual parecía iniciarse una regular fiebre; Cruz
prescribió también el reposo, el silencio y la obscuridad, no
pudiendo abstenerse de echar los tiempos á Torquemada por el ruido
que hacía entrando y saliendo en la alcoba sin necesidad. Botas más
chillonas no las había visto Cruz en su vida; y de tal modo chillaban
y gemían aquellas endiabladas suelas, que la señora no pudo menos
de hacer sobre esto una discreta indicación al amo de la casa. Al
poco rato apareció el hombre con unas zapatillas de orillo, viejas,
agujereadas y sin forma.

Continuaron almorzando, y D. Francisco y Donoso hicieron honor á los
platos servidos por el fondista. Y el novio creyó que no cumplía como
bueno en día tan solemne si no empinaba ferozmente el codo; porque,
lo que él decía: ¡Haberse corrido á un desusado gasto de _Champagne_
para después hacer el pobrete melindroso! Bebiéralo ó no, tenía que
pagarlo. Pues á consumirlo, para que al menos se igualara el Haber
del estómago con el Debe del bolsillo. Por esta razón puramente
económica y de Partida Doble, más que por vicio de embriaguez, bebió
copiosamente el tacaño, cuya sobriedad no se desmentía sino en casos
rarísimos.

Terminado el almuerzo, quiso D. Francisco enterar á Cruz de mil
particulares de la casa y mostrarle todo, pues ya había tratado
Donoso con él de la necesidad de poner á su ilustre cuñada al
frente del gobierno doméstico. Estaba el hombre, con tanta bebida
y la alegría que por todo el cuerpo le retozaba, muy descompuesto,
el rostro como untado de craso bermellón, los ojos llameantes,
los pelos erizados, y echando de la boca un vaho de vinazo que
tiraba para atrás. Á Cruz se le revolvía el estómago; pero hizo de
tripas corazón. Llevóla D. Francisco de sala en sala, diciendo mil
despropósitos, elogiando desmedidamente los muebles y alfombras,
con referencias numéricas de lo que le habían costado; gesticulaba,
reía estúpidamente, se sentaba de golpe en los sillones para probar
la blandura de los muelles; escupía, pisoteando luego su saliva con
la usada pantufla de orillo; corría y descorría las cortinas con
infantil travesura; daba golpes sobre las camas, agregando á todas
estas extravagancias los comentarios más indelicados: «En su vida ha
visto usted cosa tan rica... ¿Y esto? ¿No se le cae la baba de gusto?»

De uno de los armarios roperos sacó varias prendas de vestir, muy
ajadas, oliendo á alcanfor, y las iba echando sobre una cama para que
Cruz las viese.

—Mire usted qué falda de raso. La compró mi Silvia por un pedazo de
pan. Es riquísima. Toque, toque... No se la puso más que un Jueves
Santo, y el día que fuimos padrinos de la boda del cerero de la
Paloma. Pues, para que vea usted que la estimo, señora doña Cruz, se
lo regalo generosamente... Usted se la arreglará, y saldrá con ella
por los Madriles hecha una real moza... Todos estos trajes fueron de
mi difunta. Hay dos de seda, algo antiguos, eso sí, como que fueron
antes de una dama de Palacio...; cuatro de merino y de lanilla...,
todo cosa rica, comprado en almonedas por quiebra. Fidela llamará
á una modista de poco pelo, para que se los arregle y los ponga
de moda; que ya tocan á economizar, _¡ñales!_, porque aunque es
uno rico, eso no quiere decir, ¡cuidado!, que se tire el santísimo
dinero... Economía, mucha economía, mi señora doña Cruz, y bien puede
ser maestra en el ahorro la que ha vivido tanto tiempo lampando...,
quiero decir..., como el perro del tío Alegría, que tenía que
arrimarse á la pared para poder ladrar.

Cruz hizo que asentía; pero en su interior bramaba de coraje,
diciéndose: «¡Ya te arreglaré, grandísimo tacaño!» Enseñando el
aposento destinado á la noble dama, decía el prestamista: «Aquí
estará usted muy ancha. Le parecerá mentira, ¿eh?... Acostumbrada
á los cuchitriles de aquella casa. Y si no es por mí, ¡cuidado!,
allí se pudren usted y su hermana. Digan que las ha venido Dios á
ver... Pero ya que me privo de la renta de este señor piso principal,
viviendo en él, hay que economizar en el plato pastelero, y en lo
tocante á ropa. Aquí no quiero lujos, ¿sabe?... Porque ya me parece
que he gastado bastante dinero en los trajes de boda. Ya no más,
ya no más, _¡ñales!_ Yo fijaré un tanto, y á él hay que ajustarse.
Nivelación siempre; este es el _objetivo_, ó el _ojete_, para decirlo
más pronto.»

Prorrumpía en bárbaras risas después de disparatar así, casi
olvidado de los términos elegantes que aprendido había; tocaba las
castañuelas con los dedos ó se tiraba de los pelos, añadiendo alguna
nueva patochada, ó mofándose inconscientemente del lenguaje fino:
«Porque yo _abrigo la convicción_ de que no debemos _desabrigar_ el
bolsillo, ¡cuidado!, y _parto del principio_ de que _haiga_ principio
sólo los jueves y domingos; porque si, como dice el amigo Donoso, las
leyes administrativas han venido á _llenar un vacío_, yo he venido á
llenar el vacío de los estómagos de ustedes...; digo..., no haga caso
de este materialismo..., es una broma.»

Difícilmente podía Cruz disimular su asco. Donoso, que había estado
de sobremesa platicando con Rufinita, fué en seguimiento de la
pareja que inspeccionaba la casa, uniéndose á ella en el instante
en que Torquemada enseñaba á Cruz el famoso altarito con el retrato
de Valentín convertido en imagen religiosa, entre velas de cera. D.
Francisco se encaró con la imagen, diciéndole: «Ya ves, hombre, como
todo se ha hecho guapamente. Aquí tienes á tu tía. No es vieja, no,
ni hagas caso del materialismo del cabello blanco. Es guapa de veras,
y noble por los cuatro costados...; como que desciende de la muela
del juicio de algún rey de bastos...»

—Basta—le dijo Donoso queriendo llevársele.—¿Por qué no descansa
usted un ratito?

—Déjeme... ¡por la Biblia! No sea pesado ni cócora. Tengo que
decirle á mi niño que ya estamos todos acá. Tu mamá está mala...
¡Pues no es flojo contratiempo!... Pero descuida, hijo de mis
entrañas, que yo te _naceré_ pronto... Más guapín eres tú que ellas.
Tu madre saldrá á ti...; digo, no: tú á tu madre... No, no; yo quiero
que seas el mismo. Si no, me descaso.

Entró Quevedito anunciando que Fidela tenía una fiebre intensa, y que
nada podía pronosticar hasta la mañana siguiente. Acudieron todos
allá, y después de ponerla entre sábanas, le aplicaron botellas de
agua caliente á los pies, y prepararon no sé qué bebida para aplacar
su sed. D. Francisco no hacía más que estorbar, metiéndose en todo,
disponiendo las cosas más absurdas y diciendo á cada momento: «¿Y
para esto, ¡Cristo, re-Cristo!, me he casado yo?»

Donoso se lo llevó al despacho, obligándole á echarse hasta que se le
pasaran los efectos del alcoholismo; pero no hubo medio de retenerle
en el sofá más que algunos minutos, y allá fué otra vez á dar matraca
á su hermana política, que examinaba la habitación en que quería
instalar á Rafael.

—Mira, Crucita—le dijo, arrancándose á tutearla con grotesca
confianza,—si no quiere venir el caballerete andante de tu hermano,
que no venga. Yo no le suplico que venga, ni haré nada por traerle,
¡cuidado!, que mi suposición no es menos que la suya. Yo soy
noble: mi abuelo castraba cerdos, que es, digan lo que quieran, una
profesión muy bien vista en los... _pueblos cultos_. Mi tataratío
el inquisidor tostaba herejes, y tenía un bodegón para vender
chuletas de carne de personas. Mi abuela, una tal doña Coscojilla,
echaba las cartas y adivinaba todos los secretos. La nombraron bruja
universal... Conque ya ves...

Ya era imposible resistirle más. Donoso le cogió por un brazo,
y llevándole al cuarto más próximo, le tendió á la fuerza. Poco
después, los ronquidos del descendiente del inquisidor atronaban la
casa.

—¡Demonio de hombre!—decía Cruz á don José, sentados ambos junto al
lecho de Fidela, que en profundo letargo febril yacía.—Insoportable
está hoy.

—Como no tiene costumbre de beber, le ha hecho daño el _Champagne_.
Lo mismo me pasó á mí el día de mi boda. Y ahora usted, amiga mía,
procediendo hábilmente, con la táctica que sabe usar, hará de él lo
que quiera...

—¡Dios mío, qué casa! Tengo que volverlo todo del revés... Y dígame,
D. José: ¿No le ha indicado usted ya que es indispensable poner coche?

—Se lo he dicho... Á su tiempo vendrá esa reforma, para la cual está
todavía un poco rebelde. Todo se andará. No olvide usted que hay que
ir por grados.

—Sí, sí. Lo más urgente es adecentar este caserón, en el cual hay
mucho bueno, que hoy no luce entre tanto desarreglo y suciedad.
Esos criados que nos ha traído de la calle de San Blas no pueden
seguir aquí. Y en cuanto á sus planes de economía... Económica soy;
la desgracia me ha enseñado á vivir con poco, con nada. Pero no se
han de ver en la casa del rico escaseces indecorosas. Por el decoro
del mismo don Francisco, pienso declarar la guerra á esa tacañería
que tiene pegada al alma como una roña, como una lepra, de la cual
personas como nosotras no podemos contaminarnos.

Rebulló Fidela, y todos se informaron con vivo interés de su estado.
Sentía quebranto de huesos, cefalalgia, incomodidad vivísima en la
garganta. Quevedito diagnosticó una angina catarral sin importancia:
cuestión de unos días de cama, abrigo, dieta, sudoríficos, y una
ligera medicación antifebrífuga. Tranquilizóse Cruz; pero no
teniéndolas todas consigo, determinó no separarse de su hermana,
y despachó á Donoso á Cuatro Caminos para que viese á Rafael y le
informase de aquel inesperado accidente.

—¡Si de esta desazón—dijo Cruz, que todo lo aprovechaba para sus
altos fines—resultará un bien! ¡Si conseguiremos atraer á Rafael con
el señuelo de la enfermedad de su querida hermana!... ¡D. José de mi
alma, cuando usted le hable de esto, exagere un poquito!...

—Y un muchito, si por tal medio conseguimos ver á toda la familia
reunida.

Allá corrió como exhalación D. José, después de echar un vistazo á su
amigo, que continuaba roncando desaforadamente.



XVI


Tristísimo fué aquel día para el pobre ciego, porque desde muy
temprano le atormentó la idea de que su hermana se _estaba casando_;
y como fijamente no sabía la hora, á todas las del día y en los
instantes todos _estaba viéndola casarse_, y quedar por siempre
prisionera en los brazos del aborrecido monstruo que en mal hora
llevó el oficioso D. José á la casa del Águila. Hizo el polvorista
los imposibles por distraerle; propuso llevarle de paseo por todo el
Canalillo hasta la Moncloa; pero Rafael se negó á salir del corralón.
Por fin metiéronse los dos en el taller, donde Valiente tenía que
ultimar un trabajillo pirotécnico para el día de San Agustín, y
allí se pasaron tontamente la mañana, decidor el uno, triste y
sin consuelo el otro. Á Cándido le dió aquel día por enaltecer el
arte del polvorista, elevándolo á la categoría de arte noble, con
ideales hermosos y su correspondiente trascendencia. Quejábase de la
poca protección que da el Gobierno á la pirotecnia, pues no hay en
toda España ni una mala escuela en que se enseñe la fabricación de
fuegos artificiales. Él se preciaba de ser maestro en aquel arte, y
con un poquitín de auxilio oficial haría maravillas. Sostenía que
los juegos de pólvora pueden y deben ser una rama de la Instrucción
pública. Que le subvencionasen, y él se arrancaría, en cualquier
festividad de las gordas, con una función que fuera el asombro
del mundo. Vamos, que se comprometía á presentar toda la Historia
de España en fuegos artificiales. La forma de los castilletes,
ruedas, canastillas, fuentes de luz, morteros, lluvias de estrellas,
torbellinos, combinando con esto los colores de las luces, le
permitiría expresar todos los episodios de la Historia patria, desde
la venida de los godos hasta la ida de los franceses en la guerra
de la Independencia... «Créalo usted, señorito Rafael—añadió para
concluir:—con la pólvora se puede decir todo lo que se quiera; y
para llegar adonde no llega la pólvora, tenemos multitud de sales,
compuestos y fulminantes, que son lo mismito que hablar en verso...»

—Oye, Cándido—dijo Rafael bruscamente, y manifestando un interés
vivísimo, que contrastaba con su anterior desdén por las maravillas
pirotécnicas.—¿Tienes tú dinamita?

—No, señor; pero tengo el fulminante de protóxido de mercurio, que
sirve para preparar los garbanzos tronantes y las arañas de luz.

—¿Y explota?

—Horrorosamente, señorito.

—Cándido, por lo que más quieras, hazme un petardo, un petardo que
al estallar se lleve por delante..., ¡qué sé yo!, medio mundo...
No te asustes de verme así. La impotencia en que vivo me inspira
locuras como la que acabo de decirte... Y no creas..., te lo repito,
sabiendo que es una locura: yo quiero matar, Cándido (_excitadísimo,
levantándose_); quiero matar, porque sólo matando puedo realizar la
justicia. Y yo te pregunto: «¿De qué modo puede matar un ciego?»
Ni con arma blanca, ni con arma de fuego. Un ciego no sabe donde
hiere, y creyendo herir al culpable, fácil es que haga pedazos al
inocente... Pero, lo que yo digo, discurriendo, discurriendo, un
ciego puede encontrar medios hábiles de hacer justicia. Cándido,
Cándido, ten compasión de mí, y dame lo que te pido.

Aterrado le miró Valiente, las manos en la masa, en la negra pólvora,
y si antes había sospechado que el señorito no tenía la cabeza buena,
ya no dudaba de que su locura era de las de remate. Mas de pronto,
una violenta crisis se efectuó en el espíritu del desgraciado joven,
y con rápida transición pasó de la ira epiléptica á la honda ternura.
Rompió á llorar como un niño; fué á dar contra la pared negra y
telarañosa, y apoyó en ella los brazos, escondiendo entre ellos la
cabeza. Valiente, confuso y sin saber qué decir, se limpiaba las
manos de pólvora, restregándolas una contra otra, y pensaba en sus
explosivos, y en la necesidad de ponerlos en lugar completamente
seguro.

—No me juzgues mal—le dijo Rafael tras breve rato, limpiándose las
lágrimas.—Es que me dan estos arrechuchos..., ira..., furor...,
ansia de destrucción; y como no puedo..., como no veo... Pero no
hagas caso, no sé lo que digo... Ea, ya me pasó... Ya no mato á
nadie. Me resigno á esta obscuridad impotente y tristísima, y á ser
un muñeco sin iniciativa, sin voluntad, sintiendo el honor y no
pudiendo expresarlo... Guárdate tus bombas, y tus fulminantes, y tus
explosivos. Yo no los quiero, yo no puedo usarlos.

Sentóse otra vez, y con lúgubre acento, que algo tenía de entonación
profética, acabó de expresar su pensamiento en esta forma:

—Cándido, tú que eres joven y tienes ojos, has de ver cosas
estupendas en esta sociedad envilecida por los negocios y el
positivismo. Hoy por hoy, lo que sucede, por ser muy extraño,
permite vaticinar lo que sucederá. ¿Qué pasa hoy? Que la plebe
indigente, envidiosa de los ricos, les amenaza, les aterra, y quiere
destruirles con bombas y diabólicos aparatos de muerte. Tras esto
vendrá otra cosa, que podrás ver cuando se disipe el humo de estas
luchas. En los tiempos que vienen, los aristócratas arruinados,
desposeídos de su propiedad por los usureros y traficantes de la
clase media, se sentirán impulsados á la venganza...; querrán
destruir esa raza egoísta, esos burgueses groseros y viciosos, que
después de absorber los bienes de la Iglesia, se han hecho dueños del
Estado, monopolizan el poder, la riqueza, y quieren para sus arcas
todo el dinero de pobres y ricos, y para sus tálamos las mujeres de
la aristocracia... Tú lo has de ver, Cándido; nosotros los señoritos,
los que siendo como yo, tengan ojos y vean donde hieren, arrojaremos
máquinas explosivas contra toda esa turba de mercachifles soeces,
irreligiosos, comidos de vicios, hartos de goces infames. Tú lo has
de ver, tú lo has de ver.

En esto entró Donoso; pero la perorata estaba concluída, y el ciego
recibió á su amigo con expresiones joviales. En cuatro palabras
le enteró D. José de la situación, notificándole las bodas y la
enfermedad de Fidela, que inopinadamente había venido á turbar las
alegrías nupciales, sumiendo... Á pesar de su práctica oratoria,
no supo Donoso concluir la frase, y pronunció el _sumiendo_ tres ó
cuatro veces. La idea de exagerar la dolencia, faltando á la verdad,
como reiteradamente le había recomendado Cruz, le cohibía.

—Sumiendo...—repitió Rafael.—¿Á quién y en qué?

—En la desesperación...; no tanto: en la tristeza... Figúrate: ¡en
día de boda, enferma gravemente!..., ó al menos de mucho cuidado. Á
saber si será pulmonía insidiosa, escarlatina, viruelas...

—¿Tiene fiebre?

—Altísima; y aún no se atreve el médico á diagnosticar, hasta no ver
la marcha...

—Yo diagnosticaré—dijo el ciego con altanería, y sin mostrar pena por
su querida hermana.

—¿Tú?

—Yo. Sí, señor. Mi hermana se muere. Ahí tiene usted el pronóstico, y
el diagnóstico, y el tratamiento, y el término fatal... Se muere.

—¡Oh, no es para tanto!...

—Que se muere digo. Lo sé, lo adivino: no puedo equivocarme.

—¡Rafael, por Dios!...

—¡Don José, por la Virgen!... ¡Ah, he aquí la solución, la única
racional y lógica! Dios no podía menos de disponerlo así en su
infinita sabiduría.

Iba y venía como un demente, presa de agitación insana. No se
consolaba D. José de haberle dado la noticia, y procuró atenuarla por
todos los medios que su hábil retórica le sugería.

—No, si es inútil que usted trate de desmentir avisos, inspiraciones
que vienen de muy alto. ¿Cómo llegan á mí, cómo se me comunica
este decreto misterioso de la voluntad divina? Eso yo lo sé. Yo me
entiendo. Mi hermana se muere; no lo duden ustedes. ¡Si lo estoy
viendo, si tenía que ser así! Lo que debe ser es.

—No siempre, hijo mío.

—Ahora sí.

Lograron calmarle, sacándole á pasear por el corralón. D. José
le propuso llevarle al lado de la enferma; pero se resistió,
encerrándose en una gravedad taciturna. Después de encargar á
Bernardina y los Valientes que redoblaran su vigilancia y no
perdieran de vista al desdichado joven, volvió Donoso con pies de
Mercurio á la calle de Silva, para comunicar á Cruz lo que en Cuatro
Caminos ocurría; y tanta era la bondad del excelente señor, que no
se cansaba de andar como un azacán desde el centro hasta el extremo
Norte de Madrid, con tal de ser útil á los últimos descendientes de
las respetabilísimas familias del Águila y de la Torre-Auñón.

Habría querido Cruz duplicarse para atender juntamente á Fidela y
al ciego, y si no quería abandonar á la una, anhelaba ardientemente
ver al otro, y aplacar con razones y cariños su desvarío. Por fin, á
eso de las diez de la noche, hallándose la señora de Torquemada casi
sin fiebre, tranquila y descansada ya de su padecer, la hermana mayor
se determinó á salir, llevando consigo al _paño de lágrimas de la
familia_, y un simón de los mejores les transportó á Cuatro Caminos.
Rafael dormía profundamente. Vióle su hermana en el lecho; enteróse
por Bernardina de que ninguna novedad ocurría, y vuelta á Madrid y al
caserón desordenado y caótico de la calle de Silva.

       *       *       *       *       *

Al día siguiente por la tarde, hallándose el ciego en el corralón,
sentado en una piedra, á la sombra de un ingente montón de basura,
sin más compañía que la del gallo, que frente á él altaneramente le
miraba, y de varias gallinas que, sin hacerle caso, escarbaban el
suelo, recibió la visita del indispensable Donoso, el cual se acercó
á saludarle, muy bien penetrado de las instrucciones que le diera la
intrépida Cruz.

—¿Qué hay?—preguntó el ciego.

—Nada—dijo secamente D. José, midiendo las palabras, pues la dama le
había recomendado que éstas fueran pocas y precisas.—Que tu hermana
Fidela quiere verte.

—¿Pero...? ¿Cómo está?

Algo iba á decir _el paño de lágrimas_, en quien el hábito de la
facundia podía más que las exigencias de la discreción. Pero se
contuvo, y encomendándose á su noble amiga, tan sólo dijo:

—No me preguntes nada; no sé nada. Sólo sé que tu hermana quiere
verte.

Después de una larga pausa, durante la cual permaneció con la cabeza
á la menor distancia posible de las rodillas, se levantó Rafael, y
dijo resueltamente: «Vamos allá.»

       *       *       *       *       *

Por más señas, hallábase aquel día D. Francisco Torquemada en
felicísima disposición de ánimo, despejada la cabeza, claros los
sentidos y expeditas todas las facultades, pues al salir del
tenebroso sopor en que le sumergió durante la tarde y noche la
travesurilla alcohólica del almuerzo de boda, maldito si se acordó
de lo que había dicho y hecho en aquellas horas de turbación insana,
y así no tenía por qué avergonzarse de nada. No hizo Cruz la menor
alusión á cosas tan desagradables, y él se desvivía por mostrarse
galán y obsequioso con ella, accediendo á cuantas observaciones le
hizo referentes al régimen y gobierno de la casa. La ilustre dama,
con habilidad suma, no tocaba aún con su blanda mano reformadora
más que la superficie, reservándose el fondo para más adelante.
Naturalmente, coincidió con esta situación del ánimo torquemadesco
un recrudecimiento de palabras finas, toda la adquisición de los
últimos días empleada vertiginosamente, cual si temiera que los
términos y frases que no tenían un uso inmediato se le habían de
escapar de la memoria. Entre otras cosillas, dijo que sólo defendía
á Romualda _bajo el aspecto de la fidelidad_; pero no _bajo ningún
otro aspecto_. El _nuevo orden de cosas_ merecía su _beneplácito_. Y
no temiera su cuñada que él, fingiendo acceder, se opusiera luego con
_maquiavelismos_ impropios de su carácter. Eso sí: convenía que él se
enterase de lo que ella dispusiera, para que no resultaran órdenes
contradictorias; porque á él, ¡cuidado!, no le gustaba _barrenar
las leyes_, ni barrenar nada, vamos... Cierto que la casa no tenía
aspecto de casa de señores: faltaban en ella _no pocos elementos_;
pero su hermana política, _dechado_ de inteligencia y de buen gusto,
etc., había venido á _llenar un vacío_... Todo _proyecto que ella
abrigase_ se lo debía manifestar á él, y se discutiría _ampliamente_,
aunque él _previamente_ lo aceptaba... _en principio_.

En esto llamaron. Era Donoso con Rafael. Cruz recibió á éste en sus
brazos, haciéndole muchas caricias. El ciego no dijo nada, y se
dejó llevar hacia dentro, de sala en sala. Al oir la voz de Fidela,
que alegremente charlaba con Rufinita, el señorito del Águila se
estremeció.

—Ya está mejor... Va saliendo, hijo; va saliendo adelante—le dijo la
primogénita.—¡Qué susto nos ha dado!

Y Quevedito, con sinceridad y buena fe, se adelantó á dar su opinión
en esta forma: «Si no ha sido nada. Un enfriamiento..., poca cosa.
Está bien, perfectamente bien. Por pura precaución no la he mandado
levantarse.»

En la puerta de la alcoba matrimonial, Torquemada, frotándose las
manos una contra otra con aire de satisfacción, calzado ya con
elegantes zapatillas que acababan de traerle de la tienda, dió al
ciego la bienvenida, para lo cual le vino de perillas la última frase
bonita que había aprendido.

—¡Ah!—exclamó,—_el bello ideal_... ¡Al fin, Rafael... Toda la familia
reunida..., _el bello ideal_...!

  La Magdalena (Santander), Octubre de 1893.


FIN DE TORQUEMADA EN LA CRUZ



EDICIONES ESPAÑOLAS

PUBLICADAS EN INGLATERRA Y ESTADOS UNIDOS


Por concesión especial del autor se han hecho estas ediciones, para
uso de los escolares ingleses en las cátedras de lengua española. Al
texto español, escrupulosamente reproducido, siguen copiosas notas en
inglés, que aclaran todos los puntos gramaticales obscuros, así como
los modismos y locuciones provinciales.

=Trafalgar=, edited with notes and introduction, by _F. A.
Kirkpatrick_. _University Press_: Cambridge, 1905.

=Marianela=, with Introduction, notes and vocabulary, by _J. Geddes_:
Boston, 1903.

=Doña Perfecta=, with Introduction and notes, by _A. R. Marsh_:
Boston and London, Ginn and Co, 1900.

=Electra=, edited with notes and vocabulary, by _Otis Gridler
Bunnell_. _American Brook Company_: New-York, 1902.

=El Abuelo=: New-York.





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