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Title: Las Furias - Memorias de un hombre de acción, tomo 12
Author: Baroja, Pío
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Las Furias - Memorias de un hombre de acción, tomo 12" ***


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  Nota del Transcriptor:


  Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

  Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

  Páginas en blanco han sido eliminadas.

  Letras itálicas son denotadas con _líneas_.

  Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas)
  han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal.



                              PÍO BAROJA

                    MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN


  _El aprendiz de conspirador._
  _El escuadrón del Brigante._
  _Los caminos del mundo._
  _Con la pluma y con el sable._
  _Los recursos de la astucia._
  _La ruta del aventurero._
  _Los contrastes de la vida._
  _La veleta de Gastizar._
  _Los caudillos de 1830._
  _La Isabelina._
  _El sabor de la venganza._
  _Las furias._



                    MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

                              LAS FURIAS



                             ES PROPIEDAD

                          DERECHOS RESERVADOS

                         PARA TODOS LOS PAÍSES


                             COPYRIGHT BY
                          RAFAEL CARO RAGGIO
                                 1921


  Establecimiento tipográfico
  de Rafael Caro Raggio



                              PÍO BAROJA


                    MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

                              LAS FURIAS


                             [Ilustración]


                          RAFAEL CARO RAGGIO
                                EDITOR
                            MENDIZÁBAL, 34
                                MADRID



_A Pablo Schmitz, de Basilea, a quien conocí todavía en plena juventud
y al que vuelvo a encontrar de nuevo, pasados veinte años, en los
linderos de la vejez, con el mismo entusiasmo ardiente por lo noble y
por lo puro y el mismo desdén por lo ruin y por lo mezquino; al amigo y
al maestro, al que me unen la comunidad de recuerdos y la comunidad de
simpatías_,

                                              _EL AUTOR_.



                              LAS FURIAS



                                PRÓLOGO


HACIA 1860--cuenta nuestro amigo Leguía--fuí con mi mujer, algo enferma
del pecho, a pasar el invierno a Málaga, y me instalé en la fonda de la
Danza, de la plaza de los Moros, en donde me hospedaba otras veces.

Esta fonda era de un gallego casado con una andaluza, y aunque no
un hotel moderno (todavía no se habían implantado esa clase de
establecimientos en España), se podía vivir con comodidad en ella. No
dominaba por entonces el individualismo, un tanto feroz, que hoy reina
en los hoteles, y se comía en la mesa redonda, y cada uno contaba a su
vecino sus negocios y hasta sus cuitas. Teníamos mi mujer y yo, como
compañero de mesa, un juez gallego que se quejaba constantemente de la
comida de Málaga.

Para el juez gallego, todo lo de la ciudad y los alrededores era
rematadamente malo. El juez estaba deseando que lo trasladasen a otro
punto; pero como, al parecer, era un buen funcionario, las personas
influyentes de la ciudad habían pedido que no lo sacasen de allí, y el
Gobierno lo dejaba en su puesto. Según pude entender, el juez gallego
constituía el terror de la gente maleante del Perchel y del puerto.

Solíamos estar en la mesa tranquilamente, cuando se oía de pronto la
voz del gallego que gritaba:

--¿_Peru_ qué sardinas _sun_ éstas? _Estu_ no vale nada; _estu_ no está
_frescu_.

--No me diga usted _ezo_, don Juan--terciaba la dueña del
establecimiento--; _presisamente ayé_ me _desía_ don _Pepe Rodrigue_
que en ninguna parte se comía el _pecao_ como en _eta_ casa.

--Pues, señora, ¡_estu_ no está _frescu_!--gritaba el juez con la misma
energía que si estuviera dictando una sentencia de muerte.

--¿_Quié usté_ que le traigan un poco de _pescá_?

--¡Qué pescada ni qué _niñu muertu_! Que me pongan dos _huevus fritus_.

--¿Lo quiere _uté_ con _patata_?

--¡Patatas! Aquí no valen nada las patatas _¡Aquellus cachelus!_

Yo me reía interiormente de las divergencias de opinión del gallego
y de la andaluza; para el primero no había nada superior a lo que se
criaba en las proximidades del Miño, y para la andaluza, Málaga era el
compendio de todas las excelencias culinarias y no culinarias.

Un día en que me hablaba el juez de sus campañas contra la gente
maleante, le pregunté si sabía algo de la asonada política de Málaga
en 1836, en que intervino Aviraneta y en la que murieron el conde de
Donadío y el general Sanjust; pero el juez, por aquella época, no
estaba en Málaga.

Preguntó a un joven, empleado en el Gobierno Civil, que se hospedaba en
la fonda, quién podría tener datos de esta algarada.

--El que he oído decir que presenció este motín--dijo el joven--fué un
señor de aquí.

--¿Quién?

--Pepe Carmona, un comerciante malagueño que es aficionado a escribir.
¿No le conoce usted?

--No.

--Pues es un hombre muy amable, muy tranquilo, muy frío, muy poco
hablador, que parece un inglés. Sin embargo, su sino ha debido de ser
tomar parte en estas trifulcas, porque de joven presenció una matanza
que hubo en Barcelona en el mismo año que la de Málaga.

--Hombre, ¿qué me dice usted? Me interesa también ese movimiento de
Barcelona--dije yo--. Me gustaría conocer a ese señor. ¿Podríamos
verle?

--Sí; si usted quiere, le citaré una noche de éstas en el Casino.

--Muy bien; cítele usted.

--Pues ya le avisaré a usted para que vayamos a verle.

Pocas noches después fuimos al Casino el joven empleado y yo, y conocí
a Pepe Carmona. Pepe Carmona era hombre de unos cuarenta y cinco a
cincuenta años; hombre triste, amable y apagado. Tenía el tipo mixto
que abunda en Málaga: los ojos azules, el pelo rubio, ya canoso; la
nariz recta, la cara larga y huesuda; vestía con mucha pulcritud y
lucía unas manos blancas, muy bien cuidadas. Al hablar ceceaba algo,
pero con suavidad, sin aspereza alguna, y sonreía amablemente con
frecuencia y con cierta timidez, un tanto rara en hombre ya de sus años.

Pepe Carmona me confirmó lo dicho por el joven del hotel y me aseguró
que había conocido a Aviraneta en Barcelona, cuando las matanzas de la
Ciudadela, en 1836, y que le volvió a ver en Málaga días antes de la
muerte del general Sanjust, es decir, meses después de conocerle.

Le pedí me hiciera una relación de estos acontecimientos, de los cuales
había sido testigo, y me dijo:

--Yo no sabría separar bien estos hechos con los recuerdos de mi vida;
si usted quiere, le prestaré un cuaderno de mis memorias, en el que he
escrito esos acontecimientos que a usted le interesan.

--Con muchísimo gusto. No tendré ese cuaderno mas que el momento
indispensable para leerlo.

--No, no; puede usted guardarlo el tiempo que quiera.

El señor Carmona me envió al día siguiente al hotel un grueso cuaderno
muy bien empastado. Estaba escrito con una letra inglesa de comerciante
y había intercalado en el texto algunos dibujos hechos por el mismo
Carmona. Tanto la relación escrita como los dibujos ostentaban cierta
facilidad elegante, pero no una fuerte personalidad. Al parecer, Pepe
Carmona, en su vida como en su literatura y en sus dibujos, era un
hombre amable y distinguido; pero no pasaba de ahí.

De sus memorias copio todo lo que puede interesarnos a los
aviranetistas.



                                  I.

                       EL DIARIO DE PEPE CARMONA


MI padre--dice Pepe Carmona--era un comerciante malagueño, nieto de
un irlandés por la rama materna. El decía que su familia irlandesa
procedía nada menos que de reyes. Mi madre había nacido en Málaga, pero
era oriunda de Burgos, de un pueblo próximo a Salas de los Infantes, de
donde salió mi abuelo para poner una mercería en la calle Ancha.

La procedencia, medio irlandesa, medio castellana, me ha dado a mí un
tipo poco meridional, que es, sin embargo, frecuente en Málaga, en
donde hay mucha mezcla de razas.

Mi padre contaba con relaciones comerciales en Inglaterra; había estado
varias veces en Liverpool y en Londres y adoptado las costumbres e
ideas de los ingleses. Una de ellas era el considerar como el sumum de
la vida el tener las maneras de un _gentleman_. Mi padre consideraba
lo mismo el ser _gentleman_ que el ser rico; identificaba estos dos
conceptos confundiendo el hecho con el derecho.

El caso fué que a mí me dió una educación de hijo de rico en un colegio
de alto porte; que pasé temporadas en Madrid, y estuve en Inglaterra
y en Francia. Naturalmente, yo me creí un hombre de fortuna que podía
dispensarse costosas fantasías. En Londres me hice vestir por los
mejores sastres, y en París tuve la humorada de tomar, como profesor de
violín, a un alemán que me llevaba por cada lección un ojo de la cara.

Cuando volví a Málaga le dije, cándidamente, a mi padre que no sentía
la menor afición por el comercio: me gustaba más la poesía, y puesto
que él contaba con medios de fortuna suficientes para vivir, y yo
también, si no le parecía mal, me dedicaría de lleno a la literatura.
También le dije que probablemente no viviría en Málaga, porque aquel
sol y aquella sequedad del paisaje me ponían malo.

Mi padre no dijo nada en contra de estos proyectos, y los aceptó con
cierta tranquilidad irónica. Yo me dediqué a leer. Mis entusiasmos
entonces eran Ossian y Walter Scott; conocía también algo de lord
Byron. Por aquel tiempo comencé un poema épico: _La Batalla de
Lepanto_, y esto me hizo separarme un poco de los Fingal, de los Morven
y de las Malvinas, de los Rockeby y de las _Damas del Lago_, para
meterme de cabeza en la mitología grecorromana.

Compré la _Odisea_ en una traducción francesa. _La Eneida_, en la
versión de don Diego López, que, aunque decían que no era fiel, me
servía para comprender el original, y _La Jerusalén libertada_, del
Tasso. Sobre estos modelos me puse a imitar. Al mismo tiempo me enamoré
de una muchacha de la buena sociedad malagueña. María Teresa era una
chica muy buena y muy simpática; yo tenía por ella un entusiasmo
loco. Nos conocíamos de niños, y nuestro afecto había ido naciendo
lentamente. Yo me creía ya muy seguro en la vida, y, aun así, tenía por
temperamento una gran timidez para todo.

Mi vida, por entonces, era muy agradable, y a pesar de que, para la
mayoría de la gente, Málaga, en aquella época, pasaba por un pueblo
aburrido y de poca sociedad, yo me encontraba admirablemente.

Mi tiempo transcurría en mi casa y en casa de mi novia. Los domingos
paseaba con ella por la Alameda, y a todas horas le rondaba la calle.
A veces me sentía muy melancólico, y esto lo atribuía a las pequeñas
disensiones que tenía con mi padre y con mi novia.



                                  II.

                              ARRUINADOS


EN esto, mi padre, que estaba fuerte como una roca, así al menos lo
decía él, cayó enfermo y en pocos días murió. Empezamos mi hermano y
yo a intervenir en los asuntos de nuestra casa comercial, y resultó,
según nos dijo nuestro socio, que mi padre, quitando algunas acciones
de minas, que por entonces no producían nada, no tenía un cuarto.

Al poco tiempo todo Málaga se hallaba enterada de nuestra ruina.
Hicimos un balance de cuentas que nos dejó espantados. Afortunadamente,
mi madre, mujer enérgica, de carácter, tomó las riendas de la casa:
cortó por lo sano; vendió joyas y mobiliario, quedándose sólo con lo
imprescindible, y fuimos a vivir a una casita de campo de la Caleta.

Mi hermano y yo nos dispusimos a trabajar para ver el modo de poner a
flote el negocio de mi padre.

El socio nos manifestó una mala intención señalada, y vimos claramente
que quería quedarse con la casa comercial, dando una pequeña pensión a
mi madre. Nos enteramos del valor que podían tener las acciones de la
compañía minera en donde mi padre había metido varios miles de duros,
pero estas acciones se hallaban por entonces muy en baja, y nuestros
amigos nos aconsejaron que esperáramos algún tiempo para venderlas.

Es muy poco grato vivir en un pueblo en donde se ha pasado por rico: se
molesta uno al ver que la gente conocida huye del arruinado y se tiende
a la desconfianza y a la suspicacia.

Los meses que pasé en Málaga, después de la muerte de mi padre, fueron
para mí muy desagradables. Creía ver en todo el mundo apartamiento
y desdén. Sólo mi novia seguía queriéndome y tratándome como hasta
entonces.

Poco después, su padre se me acercó en la Alameda, y tras de largas
consideraciones y de decirme que no me quería mal, me indicó que no
visitara ni escribiera a su hija. Amablemente, me cerraba las puertas
de su casa.

Yo volví a la mía completamente deprimido. Por entonces comencé a
decaer, me sentía cansado y triste. Mi hermana, con más genio que yo,
se burlaba de mí y me decía que tenía sangre de chufas.

--Si éste es así, dejadle--observaba mi madre.

No era sólo pena y tristeza lo que yo tenía, porque pocos días después
tuve que acostarme y pasé durante cuatro semanas la fiebre tifoidea.

Cuando empecé a levantarme, mi madre, viendo que seguía lánguido y
triste y que no reaccionaba rápidamente en la convalencia, me dijo:

--Lo que tú tienes que hacer es marcharte de aquí.

--¿Adónde?

--Qué sé yo. El mundo es grande.

--Está uno bastante mal preparado para luchar en la vida.

--Otros con menos medios que tú han llegado a ser algo.

Sabía un poco de francés, inglés y cuentas. Me hubiera gustado ir a
vivir a Inglaterra, pero comprendía que el aprendizaje allí sería
demasiado caro y demasiado largo para un hombre sin medios.

Consulté con un capitán de barco, el capitán Barrenechea, que hacía
la travesía de Cádiz a Barcelona, y éste me dijo que me llevaría a
cualquier punto de su trayecto gratis. Quedamos, Barrenechea y yo, en
que primeramente intentaría probar fortuna en Valencia. Era a principio
de la guerra, en 1833. Me embarqué en la _Bella Amelia_, y estuve en
Valencia un mes sin encontrar nada que me conviniera, y cuando volvió
de nuevo el barco de mi amigo el capitán fuí con él a Tarragona.

Al bajar, en el puerto, Barrenechea me dió dos cartas de recomendación.
Una, para un señor Serra, comerciante, y la otra, para un capitán de
cabotaje, llamado Ramón Arnau, que vivía cerca del puerto.



                                 III.

                       DOÑA GERTRUDIS Y EULALIA


EL capitán Arnau, hombre tosco, no muy amable, me recibió de una manera
un tanto ruda. Me convidó a comer en su casa y me llevó por la tarde al
escritorio del señor Serra, que tenía un gran almacén de granos y de
harinas en una calle próxima al puerto. El señor Serra me sometió a un
interrogatorio, y gracias al capitán Arnau, que vino en mi ayuda, pude
salir bien del paso. Hice valer mis conocimientos y entré en la casa
como escribiente y tenedor de libros, con veinticinco duros al mes.

Ya aceptado y con un empleo fijo, tuve que pensar en la cuestión
del alojamiento, cuestión difícil, porque había por entonces mucha
guarnición en el pueblo y dos o tres regimientos más que de ordinario,
con lo cual todas las fondas y casas de huéspedes estaban ocupadas por
oficiales.

El hijo de mi patrón, Emilio Serra, me dió una tarjeta para que
visitara a dos señoras, tía y sobrina, que vivían en la calle de las
Moscas, calle del pueblo viejo, entre la muralla y la Catedral. Tardé
bastante en encontrar la calle, que estaba en lo más elevado de la
ciudad, cerca de la capilla de San Magín.

Encontrada la casa, llamé y subí hasta el último piso. Las dos señoras,
tía y sobrina, eran castellanas; me recibieron amablemente y me
alquilaron un cuarto espacioso, con una ventana que caía a la parte de
atrás de la calle de las Moscas, hacia la muralla.

Al principio vacilaron en darme hospedaje completo con la comida;
pero a lo último, y diciéndoles yo que me acomodaría a sus gustos y
costumbres, quedamos en que comería con ellas.

Mis patronas, como he dicho, eran tía y sobrina. La tía, viuda de un
comandante retirado, muerto en Tarragona; la sobrina, soltera. Doña
Gertrudis era una señora de pelo blanco, ojos claros, de aire muy
amable y muy inteligente, y vestida siempre de negro. La sobrina,
Eulalia, de unos cuarenta años, tenía los ojos muy vivos, la boca
grande, de dientes blancos, los ademanes enérgicos y apasionados.
Eulalia vestía también de negro; según supe después, un novio con
quien iba a casarse había muerto días antes de la proyectada boda y se
consideraba como viuda.

A mí me parecía por su pureza y su fidelidad un tipo intermedio entre
Astrea y Artemisa.

El primer día que comencé mi trabajo en la oficina de don Vicente Serra
me pareció muy largo y penoso. Por la noche hablé con las dos señoras
de mi casa largamente y les conté mi vida.

Eran doña Gertrudis y Eulalia de cerca del pueblo de la familia de mi
madre, y con tal motivo intimamos, considerándonos como medio paisanos.

--Es extraño--me dijeron varias veces, una y otra--. Usted no tiene
nada de andaluz.

La amabilidad de mis patronas suavizó la vida que llevaba en Tarragona.
Mi patrón, don Vicente Serra, hombre de unos cincuenta y tantos años,
no me resultaba nada simpático: era frío, soberbio, ordenancista; tipo
del comerciante rico que se da en todo el Mediterráneo. Me dijeron que
prestaba dinero a usura y que, a pesar de ser muy santurrón y de ir a
todas las procesiones y ceremonias religiosas, andaba en relaciones con
las Celestinas del pueblo.

El hijo, Emilio Serra, no era tampoco simpático: se manifestaba muy
déspota y muy orgulloso de su riqueza. Los Serra tenían una de las
casas más lujosas de la Rambla de San Carlos.

En los días siguientes de mi estancia allí me fuí haciendo cada vez
más amigo de las señoras de mi casa. Arreglé mi cuarto, que era grande,
espacioso, blanqueado, con vigas azules en el techo, a mi gusto. Puse
en las paredes algunas estampas y litografías traídas de Inglaterra, un
estante para mis libros, una mesa delante de la ventana, y me prestaron
mis patronas un sillón, con los brazos terminados por cabezas de pato,
muy cómodo.

Mi cuarto daba a una sala empapelada de verde, con su piano, su cómoda,
el espejo pequeño con marco de caoba, dos retratos al óleo y varias
estampas. Esta sala tenía una sillería de estilo inglés. Eulalia me
dijo que podía escribir allí si quería, pero yo le contesté que con mi
cuarto me bastaba.

Eulalia tocaba muy bien el piano, daba algunas lecciones y cantaba con
mucho gusto. Yo la oía, sobre todo los domingos y días de fiesta, desde
mi cuarto, sentado cerca de la ventana, por donde se veía, enfrente y a
la derecha, el Campo de Marte, dominado por el alto del Olivo, y a la
izquierda, la ribera del Francolí, un inmenso jardín lleno de bosques
de palmeras, de limoneros y de almendros.

Aunque no conocía Grecia, me figuraba que así debían ser los paisajes
cantados por los antiguos poetas bucólicos de la Hélade.



                                  IV.

                        EVOCACIONES Y RECUERDOS


POR Eulalia me enteré, días después, que la casa donde vivíamos estaba
en el emplazamiento del antiguo Foro y próximo al Capitolio.

--¿Así que vivimos entre el Foro y el Capitolio?--le pregunté a Eulalia.

--Sí, señor. Ya ve usted qué honor. Aquí cerca, al lado de la puerta
del Rosario, están también los muros ciclópeos.

Contemplé estos trozos de murallas, construídos con enormes peñas por
pueblos antiquísimos y fabulosos. El Capitolio, según me dijeron,
ocupaba un espacio limitado por una línea que, partiendo de la calle de
las Escribanías Viejas, pasaba por la parte superior del Horno de los
Canónigos y la pared del claustro de la Catedral, y cruzaba por frente
al convento de la Enseñanza, hasta la casa del Arcedianato de San
Lorenzo. En este sitio había existido la torre del Patriarca, torre en
donde estuvo prisionero Francisco I, después de la batalla de Pavía,
antes de ser trasladado a Madrid, y que fué volada por los franceses
en 1813. Dentro del recinto del antiguo Capitolio entraba también el
jardín del Magistral.

El Foro, al parecer, comenzaba en el castillo de Pilatos y plaza del
Rey, seguía por la calle de Santa Ana, yendo a formar ángulo con la de
Santa Teresa, próximamente a la casa del Horno de Salas; desde aquí
seguía en línea recta por la Mercería, escaleras de la Catedral y calle
de la Civadería, trazaba un ángulo en la calle de las Moscas, seguía
la línea por el arco de Toda y el huerto de la casa de las Beatas,
cerrando la línea en la plaza del Pallol.

Del Foro se conservaba todo su ámbito: las bóvedas subterráneas en la
calle de la Mercería, y las superficiales en la parte de atrás de la
Catedral.

No lejos de casa estaba también el palacio de Augusto, la torre de
Pilatos, y hacia el mar, el Circo, donde se encuentra ahora el presidio
del Milagro.

Esta vecindad, con los antiguos monumentos ilustres de la época, me
llenaba vagamente la imaginación de ideas trascendentales.

Cuando salía de mi trabajo e iba a casa de mis patronas marchaba muy
alegre. Les contaba cómo había pasado el día, y les llevaba noticias
que corrían por el pueblo acerca de la guerra. Ellas, a su vez, sabían
otras noticias, y confrontábamos las suyas con las mías.

Por las noches de invierno, después de cenar, teníamos en la
mesa-camilla, doña Gertrudis, Eulalia y yo, largas conversaciones.
Doña Gertrudis me contaba escenas de la guerra de la Independencia,
presenciadas por ella. Esta guerra había dejado, como en otras ciudades
españolas, un terrible recuerdo en Tarragona. Tarragona se defendió
contra los franceses con un gran valor, como Zaragoza y Gerona. Los dos
meses que duró el sitio de la ciudad fueron de una espantosa carnicería.

Doña Gertrudis recordaba al viejo general don Senén Contreras, yendo
y viniendo por los baluartes, rodeado por su Estado Mayor, hablando
siempre a los soldados y a los guerrilleros con una gran energía y un
frenético entusiasmo. Doña Gertrudis contaba con muchos detalles la
vida del pueblo en los meses de sitio, las mil cábalas que se hacían
acerca de la suerte de la ciudad y las versiones que corrían sobre la
ferocidad de las tropas del mariscal Suchet.

Por lo que decía ella, a quien más odiaba entonces el vecindario era
a la legión italiana, que estaba con un regimiento de sitio también
italiano, entre el fuerte de Loreto y el mar.

Esta legión se hallaba formada por sicilianos, napolitanos y corsos,
reunidos en un depósito de reclutamiento en la Isla de Elba. La legión
se hallaba constituída por aventureros, bandidos y ladrones capaces
de todo. Uno de sus sargentos, Bianchini, se supo que había hecho la
apuesta de comerse el corazón del primer centinela español que matase,
y, por lo que se dijo, se lo llegó a comer.

La crueldad y la violencia de este hombre se hicieron legendarias, y la
gente le llamaba _El Dimoni_. El tal Bianchini hizo varios prisioneros
españoles, y como premio pidió al general ser el primero para entrar al
asalto en Tarragona. En la brecha cayó muerto.

El mariscal Suchet reconoció que los españoles se batían como leones.

La gente del pueblo insultaba con furia a los franceses desde las
murallas, y patrullas de mujeres iban armadas con su fusil a las
avanzadas. Una de ellas, la Calesera de la Rambla, tuvo gran fama en
aquella época.

Durante los días del asalto, la rabia de sitiadores y sitiados llegó al
colmo. Los españoles mataron, en un encuentro, al general Salme, y los
franceses, después de fusilar a unos cuantos españoles, escribieron con
la sangre de sus víctimas este letrero en la muralla: «_Queda vengada
la muerte del general Salme_».

Los últimos días del asalto fueron terribles. Los franceses,
enfurecidos, no daban cuartel; los españoles se habían refugiado
en la Catedral, y desde sus puertas hacían un fuego horroroso. Los
franceses tuvieron que tomarla a cañonazos y a tiros, y desde la plaza
de Las Coles hasta la entrada del templo fueron dejando, en la ancha
escalinata que sube hasta él, racimos de muertos. Cuando entraron en
la Catedral no dejaron dentro vivo a nadie de los que allí se habían
refugiado. El suelo estaba lleno de sangre. Los franceses no respetaron
heridos, ni enfermos, ni mujeres, ni chicos. Se contaba que los
granaderos echaban a los niños por las ventanas y los recibían en la
calle otros soldados en las puntas de las bayonetas. Después de la gran
matanza, los franceses hicieron ocho grandes hogueras alrededor de la
ciudad para quemar los muertos, y estas hogueras estuvieron echando
espirales de humo grasiento y horrible durante días y días.

La desgracia de España hizo que, después de la postración producida por
la guerra de la Independencia, viniera la lucha política encarnizada y
cruel. Era, sin duda, indispensable alcanzar cierto grado de libertad
de conciencia y de vida práctica. Los pueblos deshechos, despoblados,
tardaban mucho en levantarse y en volver a la vida normal. Se había
adquirido el hábito de la violencia; los hijos de los feroces
guerrilleros, naturalmente, no podían ser mas que sanguinarios y
crueles.

Después de la nueva campaña que hicieron los franceses realistas con
el duque de Angulema, y que, afortunadamente, acabó pronto, vinieron
las intrigas de los Descontentos. Eulalia había conocido a uno de
sus jefes, al coronel Rafi Vidal, y vió a la señorita de Comerford
en la casa del canónigo hospitalero de la Catedral, don Guillermo de
Roquebruna. Eulalia me describió con entusiasmo la belleza de esta
señorita irlandesa, que luego resultó enredada con un fraile.

Eulalia y doña Gertrudis me hablaron del terror que reinaba en
Tarragona en tiempo del conde de España; los presos que venían de noche
de los pueblos del llano y eran encerrados en el castillo de Pilatos o
en el Fuerte Real, y de la bandera negra que aparecía en los baluartes,
por lo cual se sabía que el día anterior se había enterrado o echado al
mar un cadáver destrozado por las balas.

Todavía presentaba un carácter más horrible, según Eulalia, lo que
pasaba en los calabozos de la Falsabraga, entre la barbacana y la
muralla, hacia el palacio arzobispal. Desde la ventana de mi cuarto
se oían en aquella época, casi todas las noches, gritos, lloros,
lamentos y, con frecuencia, descargas cerradas. Luego se veían pasar
hombres llevando algún bulto, precedidos por otro con un farol. Nadie
se atrevía a acercarse al sitio en donde se sospechaba que alguien
había sido enterrado; reinaba el más profundo terror, y la idea de ser
llevado a la presencia del conde de España inquietaba a todo el mundo.

Yo escuchaba estas historias lleno de espanto, pero al mismo tiempo la
tranquilidad de que gozaba por entonces me llenaba de satisfacción.

Doña Gertrudis me trataba como si fuera su hijo; yo iba sintiendo
por ella gran afecto. Hicimos el proyecto de que, si acababa pronto
la guerra, marcharíamos juntos a Salas de los Infantes. Ellas habían
estado hacía pocos años; pero ya no podían soportar el frío de aquella
región. Además, por estos días campeaba por allí el Cura Merino con su
gente.

Llevaba yo un año en Tarragona. En medio de este ambiente apacible y
algo melancólico me encontraba muy bien. En Málaga había vivido tan
retraído, que la vida que hacía en Tarragona, quizá para otro monótona,
a mí me bastaba.

Esta existencia rutinaria me llenaba por completo. Los domingos paseaba
y, después de la misa, solía comprar alguna golosina para llevarla a
casa. Por la tarde, a la hora de vísperas, casi siempre iba a pasear al
claustro de la catedral. El jardín del claustro, con sus arrayanes y su
pozo, sus cipreses y sus limoneros, me conmovía. No quería saber nada
arqueológico; si a veces oía las explicaciones de algún cicerone, las
olvidaba en seguida.

Me bastaba con disfrutar de aquel silencio, de aquel reposo lleno de
misterio, que me daba la impresión de un lugar de Oriente. A la hora
de las vísperas escuchaba el rumor lejano del órgano, el canto de los
canónigos; veía a los mendigos envueltos en sus capas, rezando bajo una
puerta primorosamente labrada, y todo esto me hacía soñar en una época
pretérita y mejor.

Por la tarde iba al paseo de La Rambla, donde tocaba la música militar,
y contemplaba a las señoritas de la aristocracia y a las menestralas,
vestidas de negro, con unos cuerpos de diosa y la cara pálida de vivir
a la sombra. Al anochecer, los días de fiesta, solíamos tener en casa
alguna pequeña reunión musical, y yo tocaba el violín y Eulalia me
acompañaba en el piano.

Por entonces se empezó a hablar de los carlistas catalanes Tristany,
Brujó, Caballería, etc.

Entre estos había cabecillas audaces y atrevidos; pero no contaban con
un hombre como los del Norte, con Zumalacárregui.

Luego, poco después, se empezó a hablar constantemente de Cabrera y de
sus campañas en el Maestrazgo. A Cabrera, unos le consideraban como un
monstruo, y otros, como el más acabado tipo del caudillo defensor del
trono y del altar.

Zumalacárregui y Cabrera eran en este tiempo, y peleando en el mismo
bando, dos símbolos de las dos corrientes opuestas y contrarias de la
España clásica. El uno, la perseverancia y la visión clara y penetrante
del hombre del Cantábrico; el otro, el brío, la gallardía y la fiereza
del Mediterráneo. Mientrastanto, el resto de España esperaba.



                                  V.

                           LA TORRE DE ARNAU


ALGUNAS veces iba a visitar al capitán Arnau, a quien me había
recomendado Barrenechea, el de la _Bella Amalia_. Don Ramón Arnau,
hombre de unos cuarenta a cincuenta años, fuerte, enjuto, bien hecho,
con la cara curtida por el sol y el aire del mar, era de estos tipos
secos, avellanados, que produce la vida de a bordo.

Arnau iba siempre cuidadosamente afeitado y muy limpio; era hombre
serio, de movimientos rudos, y hablaba de una manera casi siempre
áspera y malhumorada. A mí no me manifestaba la menor simpatía; me
consideraba, sin duda, como un señorito mimado, incapaz de un arranque
de entereza.

Don Ramón se manifestaba liberal y anticlerical; no iba casi nunca a la
iglesia; su mujer, aunque de menos edad que él, parecía más vieja, casi
como si fuera su madre.

El capitán se mostraba con ella duro, dominador, creyendo, sin duda,
que la misión de las mujeres es la de obedecer sin réplica y trabajar
sin la menor distracción. La mujer del capitán seguía siempre la mirada
de su marido y temblaba cuando éste se enfurruñaba. Arnau tenía esa
idea de la autoridad del _pater-familias_ romano, y se consideraba
infalible e indiscutible.

En casa de Arnau conocí a sus hijas, María Rosa y Pepeta. María Rosa,
muchacha rubia y blanca, me pareció un poco pava; la Pepeta, morena,
con ojos verdes claros y tonos azules alrededor de los ojos, era
verdaderamente bonita.

Las dos chicas, a pesar de su belleza y de su juventud, no me gustaban
del todo por lo ásperamente que hablaban el castellano. Yo creía
entonces, y tardé bastante tiempo en darme cuenta de tal preocupación,
que por ser andaluz era superior a los catalanes. No comprendía que si
un catalán puede ser ridículo hablando castellano entre castellanos,
un castellano es ridículo hablando catalán entre catalanes. Lo mismo
le pasa al español que habla francés, o al francés que habla español.
Se cree también que unos idiomas son eufónicos y agradables al oído,
y otros, no; pero todos los idiomas son eufónicos para el que está
acostumbrado a ellos.

Arnau poseía una casa de campo en el camino de Barcelona, que va
costeando por entre pinares y la marina, a poca distancia del Hostal
de la Cadena. Esta torre, como la llamaban allí, era pequeña y blanca,
tenía un hermoso huerto, un jardín con una terraza y una azotea
desde la que se divisaba el mar. El huerto era grande, con naranjos,
granados, limoneros y otros árboles frutales; el jardín tenía varios
cuadros separados por boscajes de mirtos y de madreselvas, que formaban
calles en sombra. Casi siempre, en invierno y en verano, resplandecían
innumerables flores, y constantemente había frutos, pues cuando unos
estaban ya maduros otros comenzaban a brotar. La naranja y el limón,
las cerezas y los albaricoques, las peras y las manzanas, los higos,
las granadas y las nueces se sucedían sin descanso.

Cuidaba este huerto Pascual, un mozo de unos veinticinco a treinta
años, fuerte, tostado por el sol, algo pariente de Arnau. Pascual
trabajaba constantemente y tenía un gran amor por la agricultura.

En el jardín había una pequeña glorieta cubierta con enredaderas y un
gran pino alto, de copa redonda y tronco morado.

La tapia, pintada de azul, tenía encima jarrones de porcelana llenos de
cristales de colores que despedían al sol brillantes destellos.

En mi poema _La Batalla de Lepanto_ introduje más o menos
subrepticiamente el jardín de la torre de Arnau y lo convertí en el
jardín de las Hespérides, con sus ninfas guardadoras de las manzanas
de oro: Egla, Aretusa e Hiperetusa. A Pascual, el hortelano, le
llamaba Vertumnio. Cierto que el mitológico jardín no tenía nada que
ver directamente con el resto de mi poema; pero yo me consideraba con
derecho para vagabundear como poeta en alas de la fantasía por el mundo
entero.

Varias veces fuí a la torre de Arnau solo o acompañado por algunos
amigos, sobre todo los días de fiesta. María Rosa y Pepeta reinaban en
aquel huerto con sus trajes blancos y sencillos, como Flora y Pomona.
Estas chicas catalanas, que no conocían la timidez ni el rubor, eran
completamente ingenuas y naturales y hablaban de una manera terminante
y enérgica. No tenían María Rosa y Pepeta nada de ninfas tímidas y
ossianescas ni de damas lacustres; mejor hubieran podido pasar con un
poco de imaginación por diosas paganas.

María Rosa todavía era algo romántica; Pepeta tenía un realismo
aplastante.

Conmigo solían ir dos pretendientes de María Rosa y de Pepeta: Pedro
Vidal y Juan Secret.

Pedro Vidal había sido teniente de voluntarios realistas, y en aquella
época se manifestaba satisfecho de no serlo y se sentía partidario
de la Reina. A pesar de esto, el capitán Arnau no le perdonaba el
haber pertenecido a la milicia realista y le manifestaba una marcada
antipatía.

Vidal era pariente del coronel Rafi, sublevado en Tarragona, al frente
de los Descontentos, y a su familia se la consideraba en el pueblo como
absolutista. Vidal y un hermano suyo vivían obscuramente con su madre
en una callejuela próxima a la Catedral.

Secret gozaba de la completa simpatía del capitán Arnau. Secret era
hombre bajito, rojo y barbudo; su gran preocupación consistía en
parecer alto. Cuando se le oía andar sin verle, por ejemplo, de noche,
se creía que pasaba un gigante; tales zancadas solía dar.

Secret tenía el título de maestro de escuela y se vanagloriaba de haber
publicado un periódico liberal en Reus. Lector de la historia de la
revolución francesa, sentía un frenético entusiasmo por sus doctrinas y
por sus hombres.

Secret sabía el francés, había vivido unos meses en Perpiñán y leído
obras del vizconde de Arlincourt, y estaba convencido de que su mirada
magnetizaba y fascinaba como la de las serpientes de los cuentos.
Creía que era de esos hombres fatales que destrozan el corazón de
las mujeres, de esos hombres que ríen de sus víctimas con una risa
sarcástica y mefistofélica y que tanto abundan en los novelones y en
los melodramas.

Sus amigos se burlaban de él y aseguraban que, por entonces, al menos,
no se sabía que hubiera hecho ningún gran destrozo en las vísceras
cardíacas del bello sexo.

Eso de parecer un hombre fatal siempre ha sido y será, sobre todo en
época de romanticismo, cosa muy agradable. Secret, antes de vivir
en Francia, figuró entre los absolutistas y formó parte de los
Descontentos.

Su estancia en Perpiñán trastornó sus ideas y comenzó de pronto a
sentirse liberal, y acabó siendo antirreligioso y republicano.

Secret era bilioso, colérico y partidario de incendiar, de matar y
de no dejar títere con cabeza. El decía que estaba afiliado a la
sociedad de carbonarios, pero sus amigos tampoco lo creían. Secret
echaba grandes discursos en castellano, desdeñaba el uso del catalán
y dominaba con sus adulaciones, y lo tenía preso en su tela de araña
al capitán Arnau. No sabía yo exactamente si este hombre se dirigía a
María Rosa o a Pepeta, pero ninguna de las dos le acogía con agrado.

Los conocidos me daban broma por mi amistad con la Pepeta, pero era
inútil: tenía en la memoria impreso de una manera imborrable el
recuerdo de María Teresa, y, además, reconociendo que era una tontería,
no podía pasar por el acento catalán áspero de Pepeta. No me parecía
nada femenino.

Otro comensal de la casa amigo de Arnau y muy liberal era un
farmacéutico, Castells, un hombre gordo, tranquilo, que tenía su
farmacia en una esquina de la Rambla de San Carlos.

Castells era un tanto fantástico: tenía ideas raras y originales;
creía que la ciencia, con el tiempo, realizaría todos los milagros que
se suponen hechos en la antigüedad, y pensaba que por la química se
llegarían a hacer seres vivos.

Este Castells daba siempre la nota pintoresca y extravagante. Cuando
íbamos a su farmacia solía obsequiarnos con magníficos refrescos, que
componía con varios ingredientes en alguna probeta con el mismo aire
que si estuviera haciendo un experimento o una reacción química.

En la casa de Arnau, en último término se destacaba la tía Doloretes,
pariente de la mujer del capitán. Era ésta una mujer muy vieja, negra
como un cuervo, acartonada, con una mirada muy viva y una manera de
hablar exagerada y expresiva.

La pobre vieja vivía con el hortelano Pascual constantemente en la
torre; había tomado la misión de trabajar para los demás y cultivaba la
huerta, y estaba satisfecha si sus sobrinas nietas le hacían alguna vez
una caricia.

No se podía ir con frecuencia a la torre de Arnau, porque muchas veces
se decía que algún grupo de carlistas rondaba por las proximidades
del Hostal de la Cadena. Yo, en general, los días de fiesta prefería
quedarme en casa y añadir unas cuantas octavas reales más a mi gran
poema.

A veces desconfiaba de este mamotreto, que iba creciendo y creciendo de
tamaño, y en el que yo me pintaba como un hombre atrevido, conquistador
y valiente; pero otras, me entraba de lleno la ilusión y pensaba en
legar al mundo una obra maestra.



                                  VI.

                           LA CASA DEL NEGRE


CERCA de la torre de Arnau, y entre la carretera y el mar, delante
de una estrecha playa pedregosa se levantaba una casucha terrera,
construída con adobes, que tenía al lado un corralillo y un pequeño
bancal, verde o amarillento, según las estaciones. En el corralillo se
veían constantemente harapos puestos a secar al sol, sobre cuerdas de
esparto, y algún montón de fiemo, a cuyo alrededor picoteaban gallinas
y comía una cabra. En la playa, al lado de la puerta del corral, hasta
donde subían las olas, que echaban sobre la arena grandes madejas de
algas harapientas, se veía una barca vieja, con la quilla al aire, que
se pudría con la humedad y el sol.

Esta casucha, próxima a la torre de Arnau y al Hostal de la Cadena, se
llamaba la casa del Negre.

El Negre había sido un pescador borracho y contrabandista que durante
muchos años antes de la guerra de la Independencia había vivido allí.
El Negre parecía hombre jovial, pues se pasaba la vida fumando en su
pipa, componiendo sus redes en la playa y cantando. Una de las coplas
que más le gustaba repetir era ésta:

      Cuan lo pare no te pa
    la canalla, la canalla,
    cuan lo pare no te pa
    la canalla fa ballar.

Un día el Negre hizo un extraño descubrimiento. Tenía su barca
estropeada y había ido a pescar a una roca próxima a Tamarit del Mar,
con su caña y una cesta, en la que llevaba un pedazo de pan y una
botella de aguardiente.

Por la noche el pescador volvió trastornado, y, en vez de quedarse en
su casa, entró en el Hostal de la Cadena.

Según dijo el Negre, había visto claramente una sirena blanca que tenía
el tronco de una mujer y el resto del cuerpo de pez, con escamas. Se le
había agarrado a la cuerda de la caña, y al levantarla en el aire dió
un grito, se hundió en el agua y desapareció.

Se discutió el hallazgo en la taberna. Unos se pusieron a favor, y
otros, en contra. El Negre afirmó que él sabía lo que eran las sirenas,
porque en su juventud había visto una en el mascarón de proa de un
barco, medio blanca, medio verde y con un arpa dorada en la mano.

El Negre describió su sirena con toda clase de detalles. Era rubia, con
los ojos azules y los pechos blancos. Unos días después, dos jóvenes
fueron a la roca próxima a Tamarit y vieron que el agua se revolvía al
pie. Quizá había alguna pareja de delfines.

Desde entonces los vecinos de por allá llamaron a la roca la Roca de la
Sirena.

El Negre no sabía a punto fijo lo que había visto, y cuando hablaba del
hallazgo de su sirena lo contaba todas las veces de distinto modo.

El Negre murió a fuerza de ver cosas raras, porque siempre que las veía
llevaba su botella de aguardiente, y más cosas raras veía cuando más
alcohol penetraba en su cuerpo.

Poco después de la muerte del Negre apareció, habitando la casa, un
vagabundo medio gitano, a quien llamaban el Caragol. Este hombre,
enfermo de tercianas y de color pajizo, vivía enredado con una mujer
muy guapa, llamada Teodora, que no le guardaba la menor fidelidad,
porque constantemente, y de noche, entraban y salían hombres en aquella
casa.

Un día el Caragol vino con tres mujeres, que dijo eran hermanas de
la que vivía con él. No se sabía de dónde llegaban. Hablaban estas
mujeres una lengua mixta de catalán, de italiano y de ruso.

Venían de muy de lejos; quizá ni ellas mismas sabían dónde habían
nacido. La gente creía que eran gitanas o medio gitanas estas hijas de
la tierra. La Teodora, la del Caragol, al lado de ellas se destacaba
como una Venus, confirmando la idea de los antiguos griegos de que
Venus era hermana de las arpías.

Mientras el Caragol estaba enfermo, la Teodora anduvo enredada con un
marinero. Sus hermanas, las tres flacas, secas, negras, malhumoradas,
chillonas y amenazadoras, trabajaban en el bancal de la casa del Negre,
lavaban la ropa y salían a pescar pulpos entre las rocas.

Las llamaban la Nas, la Escombra y el Mussol: la Nariz, la Escoba y el
Mochuelo.

En mi poema, en donde les di también entrada a estas mujeres, eran
Alecto, Thisiphone y Megera.

La Teodora tuvo una hija muy rozagante del marinero, y luego, en tiempo
de la guerra de la Independencia, se enredó con Bianchini, el soldado
de la legión italiana a quien llamaban el _Dimoni_, del que tuvo un
hijo.

Poco después, el Caragol murió, y la Teodora desapareció del pueblo
dejando a sus supuestas hermanas la chica y el chico.

Las tres viejas arpías, la Nas, la Escombra y el Mussol, quedaron en
la casa del Negre, trabajando como bestias para mantener a los dos
sobrinos.

Por lo que se supo después, las tres furias hacían contrabando.

Algunas noches se veían luces en el mar y en la casa del Negre; después
un falucho se acercaba a la costa frente al Hostal de la Cadena, y
tres sombras iban a la pequeña playa, entraban en el mar y salían con
pesados fardos, que iban subiendo a depositarlos en el Hostal de la
Cadena y en la casa del Negre. Paquetes de tela, de tabaco y armas para
los carlistas habían sido llevados al hombro por aquellas tres mujeres.

Una noche en que el comandante de carabineros, de acuerdo con un
contrabandista que dirigía el movimiento, había dispuesto enviar
todos sus soldados lejos de la playa en donde se iba a verificar el
contrabando, se presentaron dos carabineros al olor de la combinación,
en la que ellos no participaban, pretendiendo tomar parte en el botín.

Uno de los carabineros mandó pararse a dos de las furias de la casa
del Negre, a la Nas y al Mussol, a las que sorprendió subiendo por la
playa cargadas con fardos. Estas tuvieron que echar su carga al suelo.
El jefe de la maniobra terció en la cuestión, se entendió con los dos
carabineros y siguió haciéndose el alijo.

Unas semanas después, una noche obscura, las tres hermanas volvían
de la playa con unos fardos de tabaco al hombro, cuando uno de los
carabineros que les había sorprendido noches antes les dió el alto.

--¡Alto! A ver esos fardos.

Las tres mujeres echaron los fardos al suelo. El carabinero los
reconoció.

--¡Hala!--dijo después--; tenéis que venir conmigo a la comandancia.

Las tres mujeres suplicaron encarecidamente al carabinero que les
dejara; pero el otro, con la petulancia del hombre armado y con
uniforme que se cree autoridad, aseguró que no cedería.

Entonces las tres furias se hablaron en su lengua, y rápidamente se
lanzaron sobre el carabinero; una le sujetó los brazos por detrás; la
segunda le tapó la boca, y la otra, abriendo un cuchillo, le dió tres
cuchilladas profundas en el pecho. El carabinero quiso gritar y mordió
en la mano a una de las mujeres; pero entre las tres le tumbaron en la
arena, y allí le dieron más cuchilladas, hasta que lo dejaron muerto.

Ante el cadáver, las tres hermanas conferenciaron; decidieron meterle
en su bote, y, pasando por delante del puerto, lo dejaron cerca de
la salida del río Francolí. Después volvieron, limpiaron el bote
perfectamente, quitaron las huellas de sangre de la arena y guardaron
sus fardos. Esta muerte hizo que se abriese un proceso, en que hubo
indicios para acusar a las tres mujeres de la casa del Negre, que
fueron a la cárcel.

Mi patrón, don Vicente Serra, que, sin duda, tenía alguna relación con
estas mujeres por cuestiones de contrabando, les dió dinero para que
pudiesen poner fianza y salieran a la calle.

Estas tres mujeres llegaron a producir el terror en los alrededores del
Hostal de la Cadena. Tenían las tres el perfil agudo, algo de pájaro
en la cara, una manera de andar llena de fuerza y de brío; sobre todo,
una de ellas, la menor, el Mussol, parecía ir volando cubierta con
sus harapos negros. La gente creía a estas tres mujeres capaces de
todo. Algunos pensaban que hacían mal de ojo y que podían atraer las
desgracias, las pestes y las calamidades sobre las personas que odiasen.

La mayor de ellas, la Nas, tenía una cara fuerte, dura, inmóvil; la
nariz, recta y cortante como un cuchillo; el pelo, negro, en dos
bandas; el pañuelo, también negro, en la cabeza, y el brazo, seco y
membrudo, como una raíz retorcida. La Escombra se caracterizaba por sus
pelos alborotados, andaba siempre sucia y greñuda, y se la tenía por
aficionada al aguardiente. El Mussol parecía realmente un mochuelo.
Nadie entraba en su casa. Si alguno se paraba a mirarlas desde la
carretera, le insultaban. Los dos sobrinos de estas furias eran a cual
más inútiles y perezosos. La chica, que se llamaba Teodora, como su
madre, pero a la que decían Dora, era rubia, vagabunda, y andaba en el
Hostal de la Cadena en compañía de otra muchacha de mala fama. Se las
veía a las dos a orillas del mar hablando con marineros y carabineros.
La Dora, perezosa, tumbona, rozagante, no hacía mas que vagabundear y
cantar. Era una mujer guapa, fuerte, de muchas caderas, que hubiera
podido servir de modelo a una Venus Calipiga.

Al chico, que entonces tendría quince años, le llamaban el _Caragolet_
y el _Dimoni_; trabajaba por temporadas, yendo a pescar en algún
falucho, y solía vagar por la playa y los alrededores. A los quince
años ya galleaba, rondaba a las mozas, vestía muy pincho, con gorro
rojo, camisa de color y pantalón blanco; era hipócrita y sanguinario.
Tenía un perro sarnoso, que se llamaba _Napoleón_, que era el compañero
de sus hazañas. Era un perro tan hipócrita como su amo, que se acercaba
amablemente al que le llamaba y, de pronto, le mordía en una pierna y
echaba a correr.

Las tres furias de la casa luchaban a brazo partido con la vida
angustiosa y miserable; tenían que pagar deudas y dar a mi patrono
Serra lo que éste les había prestado.

Mientrastanto, la Dora y el Caragolet se divertían.

Hasta las tres hermanas llegaba la mala fama de sus sobrinos y,
sobre todo, las aventuras de la muchacha, que, a su modo de ver, las
deshonraba.

Estas furias tenían un odio terrible contra todo y contra todos; el
rencor de los parias por los prestigios que ellos no pueden alcanzar.
A pesar de su miseria, la idea de la honra era en ellas extremada y
vidriosa; odiaban furibundamente a los que andaban con su sobrina, y al
mismo tiempo la admiraban a ella por el atractivo y el garbo que tenía.

A uno de los que consideraban como su mayor enemigo era a Pedro Vidal,
que había andado con la Dora. Por entonces supe yo que don Vicente
Serra había querido llevar a una casa de Tamarit del Mar a la Dora, y
ésta, burlándose del viejo comerciante, había alardeado de sus amores
escandalosamente con Vidal.

Las furias de la casa del Negre tenían un profundo odio por este
muchacho, que impidió que la Dora llevase una vida de menos escándalo
que la que había llevado hasta entonces. Según me dijo Vidal, muchas
veces, al pasar por delante de la casa del Negre, había visto alguna
de las viejas que le mostraba el puño con rabia.

Aquellas tres mujeres, siempre trabajando, despreciadas por todos, sin
apoyo ninguno, me daban a mí una profunda lástima.



                                 VII.

                        RECUERDOS Y EVOCACIONES


HAY ciudades en el Mediterráneo en las cuales su antiguo esplendor
queda como sumergido en la obscuridad de la historia. Son ciudades que
viven todavía una vida intensa y que las preocupaciones del momento les
hacen olvidar los sucesos pasados. Hay pueblos muertos que no tienen
mas que el prestigio de su pretérita grandeza, y pueblos lánguidos que
se conservan sin morir, pero que no alcanzan a llevar una existencia
lozana y fuerte.

De estos últimos era por entonces Tarragona, ciudad demasiado antigua
y demasiado moderna que, entre su extrema antigüedad y su modernidad
extrema, no tenía apenas rasgos de unión.

Esta urbe moderna, elevada sobre ruinas romanas y murallas ciclópeas
de una antigüedad hundida en el misterio, tenía, a pesar de sus
edificios, la mayoría nuevos, un carácter grandioso y severo.

Había algo como un poder huraño en sus ruinas robustas, olvidadas por
el tiempo, que daba hasta a las construcciones modernas un sello de
gravedad y de tristeza.

La silueta de Tarragona, desde cualquier punto que se la contemplase,
tenía un aire de austeridad. El misterio lejano de aquellas fuertes
murallas ciclópeas, de bloques de piedra no tallados, sobre los cerros
pedregosos, hablaba a la imaginación de épocas obscuras. El esplendor
de Roma llegaba todavía vagamente, pensando que allí había habido un
Capitolio, un Foro, un palacio de Augusto, un Anfiteatro; grandes y
tristes acueductos. La Catedral, con su interior grave y majestuoso,
su ábside como una fortaleza y su claustro admirable, era lo medieval;
después, todos aquellos muros y baluartes, con sus torres almenadas
y sus baterías, recordaban las luchas de la edad moderna; fenicios y
celtas, griegos y romanos, godos y árabes, judíos y cristianos, todos
habían dejado sus recuerdos en la vieja ciudad. El comprobar que al
lado de la urbe moderna existían restos de otras urbes antiguas,
brotes espléndidos de civilizaciones desaparecidas, daba la impresión
melancólica que producen las grandes ruinas.

Tarragona era en esta época un pueblo pequeño, de unas diez a once
mil almas. Se dividía en ciudad alta, entonces, casi todo el pueblo,
planteado sobre roca viva, inclinado hacia el mar y hacia la ribera del
Francolí, y ciudad baja, que comenzaba en las proximidades del puerto
y se iba extendiendo hacia el cerro, en donde se hallaba asentada la
población amurallada y antigua. Esta última tenía la forma de una
herradura alargada, abierta hacia el puerto y cerrada a espaldas del
Seminario y de la Catedral.

Las dos ramas de la herradura, no del todo paralelas, sino abiertas
hacia los extremos, estaban formadas por una serie de muros y de
baluartes, la mayoría construídos sobre otras murallas primitivas,
que daban hacia el mar y hacia el monte. Entre las dos ramas de la
herradura se hallaba la explanada fortificada, que dominaba el puerto
y separaba la ciudad vieja de la nueva, y donde luego se abrió la
Rambla de San Juan. En esta época de que yo hablo, la Rambla, que
se consideraba como lo más animado de la ciudad, era la Rambla de
San Carlos. En la ciudad vieja, las calles, en su mayoría, eran
irregulares, estrechas y pendientes.

Yo me encontraba muy contento en Tarragona, conocía y admiraba sus
puntos de vista. Sobre todo, el trozo de muralla, desde el baluarte
de Cervantes hasta el de San Antonio, con la Barbeta o el tambor del
Toro, que caía sobre la punta del Milagro, lo recorría con frecuencia.
Era aquel un balcón espléndido que dominaba el mar.

La parte de atrás de la Catedral era menos curiosa. Por el lado de la
torre de San Magín y el palacio del arzobispo, hasta el Fuerte Real,
donde quedaban aún restos del antiguo Capitolio, se dominaba toda la
llanura del Francolí, llena de huertas y de árboles frutales. Algunas
veces subía también al cerro del Olivo, y desde allí contemplaba
Tarragona. Como una de aquellas estampas de la época en que el artista
modificaba la realidad para sintetizarla recuerdo la vista que desde
allí se divisaba. En medio, la torre de la Catedral, redonda, rodeada
de murallas y de fuertes; a su izquierda, salvando un barranco, uno
de los acueductos roto, el del agua del Puigpelat; a la derecha, el
otro acueducto, íntegro, el puente de las Ferreras, o puente del
Diablo; hacia el puerto, la cúpula de una iglesia, y por todas partes,
murallas, baluartes y muros almenados, y en el fondo, el mar azul, muy
obscuro, lleno de velas blancas bajo un cielo espléndido.

A pesar de ser mi vida un poco lánguida, no estaba descontento de ella.
A veces, pensando en mi melancolía constante y habitual, me decía a mí
mismo:

--Estoy triste porque ella me ha abandonado--pero comprendía que no,
que estaba melancólico porque mi temperamento era así.

Esta tristeza de los pueblos de sol siempre ha sido para mí punzante.
Muchas veces tenía que salir de la oficina y bajar al puerto para hacer
algún encargo. Sólo había de cuando en cuando alguno que otro barco de
vapor. En general, se veían goletas, místicos, polacras sicilianas,
galeotas toscanas, y alguna que otra vez, embarcaciones raras que
venían de los archipiélagos griegos, con el velamen airoso, la popa
redonda esculpida y grandes mascarones pintados con colores vivos.

Allí se solían ver barcos de todas las costas próximas, y a veces se
distinguía el pabellón soberano de los Estados del Papa, con la figura
de San Pedro y San Pablo; la bandera real de Cerdeña, con un escudo en
fondo blanco y la orla azul; el pabellón de Toscana, con una franja
blanca y dos rojas y en medio su blasón; el de las dos Sicilias, con
el escudo rodeado por el toisón de oro; la flámula de Módena, con su
águila; la de Mantua, con una mujer de dos caras; la bandera de Ragusa,
con la palabra _Libertas_; la de Génova, con una estrella roja; la de
Grecia, azul, con una cruz blanca; la de los Estados unidos de las
islas jónicas, la de Liorna, la de Lucca, y la de otros muchos pueblos
libres que tenían una bandera propia y peculiar suya.

Con frecuencia venían faluchos cargados hasta el tope de naranjas,
y estos faluchos, con sus grandes velas y su cargamento de frutos
dorados, sobre el mar negruzco de puro azul, me parecían el símbolo del
mar Mediterráneo.

En el puerto, cerca de la muralla del Fuerte Real, había un cordelero
que era amigo mío, y con quien solía hablar: el señor Vicente, a quien
llamaban el tío Corda. Le veía ir andando hacia atrás hilando la estopa
de cáñamo que llevaba en la cintura, mientras un chico daba vueltas al
carretel.

Este cordelero era un viejo fuerte, rechoncho, un poco cojo, con la
cara redonda y la sonrisa socarrona. Hablaba con malicia y con ironía;
había sido marino, viajado mucho, y había estado en la batalla de
Trafalgar. Recordaba muy bien a Gravina, a Churruca, a Valdés, y sabía
anécdotas de Nelson, a quien los marineros llamaban el Señorito, de
Collingwood, el tío Calambre y de Villeneuve, a quien apodaban monsieur
Corneta. El señor Vicente me contaba largas historias de sus viajes,
y hablándome de sus cuerdas y explicándome para qué servían en los
barcos, me hacía pensar en el mundo entero.

Cuando yo le preguntaba lo que le parecían los acontecimientos de la
guerra me decía filosóficamente:

--¡Qué quiere usted, señorito! Nuestro tiempo es muy cruel y muy
bestial. El hombre tardará mucho en ser algo razonable.

Yo estaba de acuerdo con él en lo que decía.

Veíamos, el cordelero y yo, trabajar a los presidiarios en el puerto,
cosa triste; contemplábamos la llegada de las barcas de los pescadores,
y al caer de la tarde yo volvía hacia el pueblo por la cuesta de
Despeñaperros mientras los resplandores del sol poniente incendiaban
las rocas y las murallas almenadas. Este sol dorado, los celajes
espléndidos del anochecer, en que me parecía que mi alma se vaciaba
en el ambiente, el son triste de las campanas de algún convento, la
estrella del crepúsculo cantada por Ossian, que brillaba en el cielo,
y el sollozo monótono del mar, me impulsaban a la suave melancolía.
Luego, al volver hacia casa, por las calles, miraba el interior de
las tiendecillas, apenas iluminadas, y veía las tertulias que se
congregaban en las trastiendas.

Al mediodía y al anochecer pasaba la diligencia por el centro del
pueblo con un gran estrépito de cristales, cubierta de polvo. Se
repartía el correo y se comentaban las noticias de la guerra.

Al sonar el toque de ánimas, todo el mundo se retiraba a su casa. La
idea de estar encerrado entre murallas me producía también una gran
melancolía.

Esta melancolía era en mí algo inasible; pensaba muchas veces que si
hubiera podido convertirla en tema literario, me hubiera, por lo menos
en parte, librado de ella; pero no podía: mis versos eran siempre
fríos y correctos, y mis octavas reales sonaban como un tambor. En
este endiablado poema mío no podía poner nada personal. No salía de
evocaciones y de rapsodias. Además, todo el mundo hablaba en él con una
terrible solemnidad, comenzando por el personaje, que era yo, con el
nombre de Edgardo, guerrero y atrevido nauta, que hacía grandes proezas
y grandes conquistas, y siguiendo por don Juan de Austria, Doria, don
Alvaro de Bazán, Farnesio, Cervantes y Alí-Bajá.

Muchas veces, roído por este fondo de tristeza, que comenzaba a
comprender que no dependía mas que de mí mismo, marchaba al claustro
de la Catedral y pasaba horas enteras nadando en un sentimentalismo
confuso, que quedaba como flotando sobre mi espíritu.

A veces, mis amigos me impulsaban a salir fuera del pueblo; íbamos a
la torre de los Escipiones o al Arco de Bará, a los pinares, donde
murmuraba el viento, o nos embarcábamos en una lancha y contemplábamos
la costa entre el cabo Salou y el cabo Gros; las colinas blancas,
amarillas, secas, con las entrañas rojas y sangrientas, cubiertas en
parte de pinos, de olivares o de tamarindos, y las olas azules llenas
de espumas que habían servido de blondas en la cuna de Anfitrite. Esta
luz y esta esplendidez del mar latino no me producía alegría ninguna,
sino más bien tristeza. Toda esta costa mediterránea me parecía como
consumida por la llama de la pasión.

Al volver a ver el pueblo con sus casas iluminadas por el sol poniente,
brillando en sus vidrieras, sentía, como siempre, la misma punzada de
abatimiento y de melancolía.

También me gustaba los días de fiesta quedarme en mi habitación,
mirando por la ventana el cielo y el campo.

En las horas fuertes de sol y de calor la luz tenía reverberaciones
de horno; en los paredones de las murallas corrían los lagartos y
las salamandras; en el campo cantaban las cigarras, y algún abejorro
rezongaba y se escondía en los agujeros de las piedras; luego, al
avanzar la tarde y al pasar la soñolencia de la hora de la siesta, el
aire perdía su pesadez y quedaba transparente y sutil, con un olor a
hierbas secas y una luz clara y nítida, y después venía la magia del
crepúsculo, con sus nubes rojas de fuego, sobre las cuales ideaba la
imaginación enormes Babilonias de mil torres, incendiadas y doradas.

Cuando las tintas grises del anochecer subían del llano a la montaña,
yo seguía con la mirada las curvas que trazaban en el aire las
golondrinas y los vencejos, y los zig-zags de los murciélagos, y oía
las campanadas lentas del reloj de la Catedral y el toque triste del
_Angelus_.

De noche, muchas veces abría la ventana y miraba el llamear de las
constelaciones y la faz curiosa de la luna, que acariciaba con sus
rayos las piedras, los cerros y los bosques lejanos...

Sentía con intensidad vagas nostalgias; pretendía, a veces, trasladar
estas impresiones fugitivas al papel, y no conseguía hacer mas que
pesadas octavas reales sonoras y rimbombantes.



                                 VIII.

                         LA CASA DE MONTFERRAT


AL cabo de algún tiempo de vivir en Tarragona, conocía a todo el
pueblo. No pretendí entrar en la sociedad de la gente distinguida; lo
que me había ocurrido en Málaga me servía de lección. Con mi trabajo,
mis versos y la amistad de las dos señoras de casa, me bastaba.

De cuando en cuando recibía cartas de Málaga, por las cuales veía que
nuestros asuntos económicos iban tomando mejor cariz. No me hablaba mi
familia nunca de mi novia; pero por un amigo supe que iba a casarse.
Me desesperé, y, para calmar mi dolor, hice una elegía; mas me resultó
como todos mis versos: sin emoción.

Un día estuve con Eulalia en el Jardín del Magistral, y conocí allá a
una de las mujeres más distinguidas y más elegantes del pueblo, Elena
de Montferrat, a quien el hijo de mi patrón, Emilio Serra, galanteaba.

Elena era una mujer alta, delgada y esbelta. Tenía el perfil romano;
el óvalo de la cara, alargado; la nariz, recta; la boca, grande, pero
hermosa y fresca; los ojos, negros, brillantes, y el pelo, rubio
obscuro. Como solía vivir largas temporadas a orillas del mar, en una
finca de su madre, cerca de Torre de Embarra, y salía por las mañanas
a pasear a caballo, no estaba pálida, como la mayoría de las muchachas
del pueblo, sino dorada por el sol. El primer día que la vi se mostró
muy amable, muy seductora conmigo. Paseando por entre los boscajes y
los macizos de flores, me pareció Armida en sus jardines encantados.

En todos los ademanes de Elena había siempre una distinción
aristocrática, unida a un gesto amargo y desdeñoso. A mí me parecía,
por su tipo, una emperatriz romana.

Elena era pariente, por parte de su madre, del canónigo don Guillermo
de Roquebruna. Elena vivía en la parte vieja de la ciudad, en una
calle estrecha que cruzaba de las Escribanías Viejas a la calle
de Caballeros. Era una calle triste y silenciosa, con algunas
tiendecillas, con las casas cerradas, en la que se veía cruzar, de
tarde en tarde, algún canónigo o alguna vieja enlutada.

Elena era amiga de Eulalia, la sobrina de doña Gertrudis, y había
tomado con ella lecciones de piano. Elena vestía muy bien, tenía el
sentido de la elegancia, y, cuando se proponía, era graciosa y amable.
Hablaba el castellano casi sin acento.

A mí me manifestó, al poco tiempo de conocerme, cierto desdén, no sé
por qué motivo, porque yo no la pretendía pensando que había una gran
distancia entre una muchacha rica y aristocrática y un advenedizo
arruinado como yo.

El hablar con ella me producía siempre una sensación de timidez y de
encogimiento; verdad que ella se mostraba conmigo un tanto áspera,
burlona y displicente.

--A mí no me gustan los hombres guapos que se creen guapos--me dijo una
vez--, y menos los que se pasan la vida en una actitud melancólica.

Yo, al oírla, enrojecí molestado por este ataque directo y no
legitimado, y haciendo fuerzas de flaqueza la dije:

--A mí tampoco me gustan las mujeres que saben que son guapas, y menos
las que son muy orgullosas.

Elena, después de esta réplica un poco viva, se acercaba más a mí y me
hablaba burlonamente:

--Ya sé que escribe usted versos--me dijo una vez--. Con el tiempo le
llamarán a usted el Cisne de Tarragona.

--No; en tal caso, la Cigarra de Málaga.

--¿No nos va usted a leer alguna vez sus versos?

--No se burle usted de mí.

--No, no me burlo.

--Mis versos no tienen valor para que los lea ante un público; sirven
para mí solamente.

--¿Necesita usted consuelo?

--¿Por qué no? Como todos los hombres.

--¡Pobrecito! ¿Tan desgraciado es usted?

--Por lo menos no me creo afortunado.

--Sí, ya sé que su novia le ha dejado.

--Es verdad.

--¿Y por qué le ha dejado? ¿Porque es usted pobre ahora?

--Sí.

--Bien poco cariño le tendría a usted.

--Es que sus padres le han obligado a casarse con otro.

--¡Bah! A mí no me obligaría nadie a eso.

Otro día me dijo:

--Huye usted de todos nosotros. ¿Por qué tanto miedo?

--No es que sienta miedo; me atengo a mi posición modesta; no quiero
penetrar en la aristocracia del pueblo para no sufrir sus desdenes.

--Pues eso es miedo. ¿Tan cobarde es usted o tan tímido?

--Lo soy, no lo niego--le dije yo.

Elena tenía en el pueblo fama de elegante, de distinguida y de
caprichosa. Solían galantearla y acompañarla en el paseo de la Rambla,
Emilio Serra, el hijo de mi principal, y un militar joven, el teniente
de caballería Juanito Montoya, que pasaba en Tarragona por un calavera
deshecho.

Elena no manifestaba gran simpatía por el uno ni por el otro;
coqueteaba con cualquiera. Las señoras de mi casa me hablaron de ella y
de su madre, y me llevaron un día a saludarlas a su casa.

La familia de Montferrat era una familia ilustre, italiana, de la
Lombardía, que figuraba desde el tiempo de las Cruzadas. Entre ellos
había nombres extraños y pintorescos: Guillermo V, llamado Larga
Espada, famoso por sus proezas en Tierra Santa, en donde se casó con
Sibila, la hermana del rey de Jerusalén; Guillermo el Viejo, Bonifacio
el Gigante, y otros, igualmente dignos del romance o del poema. Los
Montferrato, que aparecen en la historia de Italia desde el tiempo de
Otón el Grande, entroncan luego con la dinastía de los Paleólogos.

Un día pedí a Elena que me copiara su genealogía y me hiciera un ligero
bosquejo de los hechos más notables realizados por los personajes de su
familia, y cuando me dió la nota pasaron todos estos grandes señores,
envueltos en más o menos ripios y con el sonsonete de las octavas
reales, a mi poema.

Los Montferrato habían gozado de gran posición en Italia.

El abuelo de Elena, huído de Milán en tiempo de la Revolución francesa,
se estableció en Tarragona como un comerciante obscuro.

Elena y su madre vivían en una casa antigua y espaciosa, con balcones
salientes, ocultos por persianas de paja, fachada pintada de amarillo
y un gran patio enlosado, con el brocal de un pozo en medio. A este
patio, entre cuyas losas crecían altas hierbas verdes, se llegaba
atravesando un arco de la entrada.

Desde este patio subía una escalera de piedra al primer piso por el
exterior, penetraba en un pasillo y seguía ascendiendo a los cuartos
altos.

La casa era demasiado grande para la gente que vivía en ella, y estaba
muy abandonada.

La habitación que ocupaban doña Mercedes y Elena tenía estancias
espaciosas, blanqueadas, embaldosadas y puertas grises de cuarterones.
Había algunas habitaciones regularmente amuebladas, y en una alcoba,
una gran cama, estilo imperio, en forma de nave, con cabezas de dragón,
coronas y guirnaldas doradas; pero, en general, la casa daba la
impresión de estar vacía.

Elena tenía un saloncito elegante y guardaba en vitrinas abanicos
preciosos, camafeos y esmaltes.

Con Elena y su madre vivía una tía solterona que había pasado su
juventud en Francia. La tía Carlota era fea, flaca, muy pintada, muy
remilgada, y admiraba y al mismo tiempo tenía celos de su sobrina.
La tía Carlota, muy monárquica, muy carlista y de un romanticismo
exaltado, llevaba la contraria constantemente a Elena, que se burlaba
de ella. Hubiera querido tener esta vieja señorita un éxito amoroso
para demostrar a su orgullosa sobrina que ella también provocaba
grandes pasiones.

En un piso más alto de la casa vivía un tío de Elena: el tío Juan,
Montferrat de apellido, casado, sin hijos y sin ocupaciones. El tío
Juan, hombre de unos cincuenta años, apenas salía de casa; se pasaba
la vida aburrido, andando de un cuarto a otro como alma en pena,
mirando sus plantas, observando el barómetro y el termómetro, leyendo
el periódico de cabo a rabo, haciendo solitarios con los naipes,
bostezando, durmiendo mucho y suspirando. A todo cuanto le proponían
contestaba: ¿Para qué? ¿Qué se adelanta con eso? Y se encogía de
hombros.

Cuando alguno llegaba a la casa, se lanzaba sobre él como sobre una
presa para poder charlar. El tío Juan era muy tímido y asustadizo;
desde el comienzo de la guerra civil no había salido nunca de la
ciudad, privándose de su grande y único placer, que era ir a la finca
que tenía en Torre de Embarra y pasarse allí el tiempo pintando tiestos
y puertas.

En el tercer piso de la casa habitaba el canónigo Roquebruna; don
Guillermo de Roquebruna era un hombre alto, fuerte, moreno, muy guapo,
muy solicitado en Tarragona por la buena sociedad y, sobre todo, por
las damas. Había figurado don Guillermo en la conspiración de los
Descontentos, y entonces, que se agitaban los carlistas siguiendo el
consejo del arzobispo don Antonio Fernando de Echánove, se abstenía de
intervenir en cuestiones políticas.

En casa de Elena quedaba el antiguo despacho de su padre, con una
biblioteca con libros antiguos y modernos y una porción de cuadros, de
estatuas y de relojes.

El padre de Elena, hombre curioso, enfermo y retirado en su casa en sus
últimos años, compraba libros, cuadros, estatuas y se pasaba el tiempo
leyendo.

Elena había encontrado en la biblioteca las obras de Walter Scott, en
francés, y el Orlando furioso, en italiano, que lo había leído viendo
que aparecían los Monferrato.

La lectura del Ariosto le había dado a Elena ideas un tanto libertinas.

Elena había heredado alguna de las aficiones de su padre: solía ir con
frecuencia a casa de un prendero de una callejuela próxima que guardaba
gran cantidad de objetos de iglesia, imágenes, cuadros y casullas
procedentes de los conventos.

Desde la supresión de las comunidades religiosas, en 1835, había
prendero que se enriquecía comprando despojos de conventos y de
capillas. El revolver cuadros, libros y ornamentos de iglesia, el
mirarlos y examinarlos, era una de las distracciones de la señorita de
Montferrat.

Elena me llevó al despacho de su padre, que estaba siempre cerrado. Era
una habitación llena de interés, iluminada por dos balcones grandes que
daban a una terraza rodeada por una barandilla con jarrones de piedra.

Había una estantería con libros, cuadros antiguos, estatuas, monedas y
un globo terráqueo grande, del siglo XVII, que pertenecía de familia a
los Montferrat.

Era aquel un cuarto de solitario, de un Robinsón, con su pequeño taller
de mecánico y sus vitrinas de coleccionista.

Tenía dos relojes de cuco y muchos muñecos de movimiento. Uno de los
que más me gustó fué un _clown_ chino, un autómata que bajaba una
escalera dando saltos. Parecía vivo. Su secreto, que me mostró Elena,
era una fuente intermitente de mercurio que pasaba de una cavidad a
otra del muñeco por un agujero de comunicación, desplazando así el
centro de gravedad de la figurita.

Otra de las cosas que me pareció admirable fué un organillo, con
muñequitos que bailaban, fabricado en Ginebra. Aquella música y
aquellos autómatas tan bonitos, tan elegantes, en trajes de otra época,
en aquel cuarto abandonado lleno del espíritu de su antiguo dueño,
me parecía una cosa de magia, algo tan fantástico como un cuento de
Hoffmann. Me quedaba absorto oyendo aquella música.

--Qué bien hubiera usted estado con mi padre--me decía Elena--. El era,
como usted, soñador; no le gustaba la acción.

--¿Y a usted?

--A mí, sí. Yo no soy ninguna soñadora.

A pesar de sus entretenimientos, Elena se aburría profundamente.

Al anochecer se reunían en casa de Elena varias personas a hacer
tertulia: dos señoras amigas, el tío de Elena, el primo Emilio, el
canónigo Roquebruna y un compañero suyo, el canónigo Magraner, que
hablaba siempre de las antigüedades romanas de Tarragona y de la gran
colección de monedas que poseía.

Magraner era siempre el primero en estar enterado de dónde se hacían
derribos y excavaciones, y allí se presentaba a comprar medallas,
monedas o fragmentos de mosaicos romanos.

Alguna vez estuvo en la casa Eulalia y tocó en el piano sonatas de
Mozart.

En la tertulia se hablaba mucho de la guerra; se rezaba a media luz;
luego se encendía la lámpara; las señoras hacían media y se jugaba al
tresillo.

Roquebruna divagaba acerca de la política del tiempo. Le preocupaba
también mucho la secta de los alumbrados, de la que por entonces se
empezaba a hablar en Tarragona y de la cual era jefe el clérigo don
José Suaso, ex profesor de Latín en el Seminario de la Diócesis, y un
tal Ribas, labrador del pueblo de Alforja, próximo a Reus. El canónigo
Magraner había llegado a sentir un profundo desdén por la vida moderna
y se ocupaba de los romanos como si fueran sus contemporáneos. El
primo Emilio hablaba de los hechos ocurridos en Tarragona, y como
quería expresarse con perfección en castellano, usaba siempre palabras
escogidas y daba la impresión de que iba avanzando por una cuerda floja
y de que estaba siempre en el momento de caer.

El tío Juan suspiraba y decía a cada paso:

--En fin, ya hemos matado la tarde.

Esta era su constante muletilla, que representaba su única preocupación.

Elena, algunas veces se encontraba a gusto en la tertulia de su casa,
pero, en general, se aburría, iba de un lado a otro, miraba a los
contertulios y pensaba.

--¡Qué fastidiosos son todos, qué mezquindad en su vida, qué falta de
valor, de interés y de nobleza!

Elena tenía la inquietud de una raza aristocrática que había vivido en
la opulencia y en la constante lucha. El resorte de su voluntad estaba
tenso; sentía la aspiración de las cosas grandes; no podía acomodarse a
una vida rutinaria y sin acción.

Cuando se asomaba a la ventana y miraba la calle, estrecha y sórdida,
con sus casas tristes, con sus tiendecillas pobres, le entraba una
punzante melancolía. En la inacción, su temperamento, lleno de vida y
de turbulencia, sufría; el sentimiento amargo del tedio sobrenadaba en
su espíritu, y en la soledad de la casa grande, al anochecer, cuando
oía repicar las campanas próximas y el estrépito de la retreta en los
cuarteles y en la muralla y la oración que cantaba un ciego en la
guitarra, le sobrecogía una gran tristeza desesperada.



                                  IX.

                                 ELENA


ESA era mi vida: todos los días trabajar en el despacho, asomarme al
puerto, luego ir a mi cuarto de la calle de las Moscas, comer allí con
mis patronas, a quienes consideraba ya como si fueran de la familia,
volver a la oficina y después escribir y pasear.

Los domingos solía venir a mi casa Pedro Vidal, a quien leí mi poema. A
él le pareció muy bien, pero a mí me quedaban muchas dudas.

Los días de fiesta solíamos tocar, Eulalia en el piano y yo en el
violín, algunas sonatas, y venían varias personas a oírnos. Por las
tardes, en el paseo, acompañaba a las hijas de Arnau, y a veces también
a Elena. Esta siempre me imponía y la tenía miedo por sus salidas.

--Yo no creía que los andaluces fueran tan tímidos--solía decirme.

--Entre los andaluces hay de todo--le replicaba yo--; además, ¡yo soy
tan poco andaluz!

--Si yo fuera hombre y tuviera libertad...--me decía ella.

--¿Qué haría usted?

--Creo que el mundo me parecería pequeño para mis arrestos. Hubiera
estado en todos los países y visitado todas las ciudades.

--Yo he estado en París y en Londres, y me he convencido de que hoy se
pueden hacer muy pocas cosas en el mundo.

--Qué poca sangre tiene usted--decía ella--; me hiela usted con sus
palabras.



                                  X.

                         UN VIAJERO MISTERIOSO


UN día se habló en Tarragona de un viajero desconocido y misterioso
llegado a la posada de la Fontana de Oro, en la Rambla. Dijeron unos
que era un italiano venido de Valencia en un barco; otros, que llegaba
de Reus en una tartana. Al principio se le tomó por emisario carlista;
luego, por republicano, y alguien concluyó diciendo que no debía ser
mas que un aventurero y un jugador de ventaja.

A los pocos días, el italiano se hizo amigo de Vidal y de Secret, y
éstos lo llevaron a casa del capitán Arnau. Era el italiano hombre de
cierta efusión; yo le conocí también y me trató en seguida como amigo.

Por lo que él nos contó y por lo que pudo traslucirse en su
conversación, supimos algo de su vida.

Julio Moro-Rinaldi era hijo de un oficial corso del ejército de
Napoleón y de una gitana croata de Dalmacia. A juzgar por lo que decía,
había viajado por toda Europa y América. Moro-Rinaldi tendría entonces
unos treinta años; era hombre seco, delgado, moreno, de pelo negro, con
algunos hilos blancos en las sienes; la tez, muy obscura; los ojos,
claros, verdosos, con la cara triste, la _faccia morta_, que dicen los
italianos.

El tal hombre tenía una gran fuerza de sugestión y un gran ímpetu. Se
veía que era de una raza de corsarios, de piratas y de aventureros.

Uno de los rasgos que le caracterizaba era una observación como de
felino, que causaba mucho efecto en las mujeres. Moro-Rinaldi parecía
un hombre frío interiormente, que había usado y abusado de la vida.

No creía en nada, no sentía ninguna convicción política, religiosa o
social. Se hallaba dispuesto a trabajar por cualquiera que le pagase
bien, por los blancos como por los negros; lo único admirable para
él era la energía. Se entusiasmaba pensando en Napoleón, capaz de
esquilmar a Francia y sacrificar a Europa por su interés y por su
gloria.

Este hombre exótico tenía ese aire turbio, indefinido de casi todos los
productos de raza mixta; no daba ninguna impresión de seguridad ni de
confianza.

La croata le había dado sin duda su carácter triste, cariñoso,
agitanado; la tez obscura y los ojos claros. El corso le infundió la
energía para la acción. En su paso por la vida, Moro-Rinaldi, quizá
por imitación, había adquirido cierto aire de hombre desolado que no
encuentra su felicidad en el mundo.

Poco a poco fuimos conociendo mejor a Moro-Rinaldi. Era un explotador
de todo y de todos que veía en cada hombre o en cada mujer,
principalmente en cada mujer, una mina que beneficiar en su provecho.

Todas las mujeres constituían una buena presa para él. Atrevido, sin
ser valiente, decidido, audaz, charlatán, de un egoísmo frenético, era
capaz de fingir un sentimiento y de creer un instante en él para reírse
al cabo de poco tiempo de su misma sensibilidad.

Moro-Rinaldi decía que él ya no quería más que encontrar un rincón
tranquilo donde poder vivir el resto de sus días. Reconocía y confesaba
con cierto cinismo que había tenido que hacer muchas pequeñas
villanías: dejar de pagar en las fondas, estafar y a veces robar.

Moro-Rinaldi sabía toda clase de juegos. Los estudiaba
concienzudamente. Se sentía capaz de hacer esfuerzos sobrehumanos
para todo, menos para trabajar. El decía muchas veces que su ideal
consistía en vivir sin hacer canalladas, pero, al parecer, lo decía
solamente.

Rinaldi, a pesar de la seguridad de que alardeaba, era muy
supersticioso; lo pudimos comprobar.

Al principio lo negó como una debilidad indigna de un hombre, pero
lo confesó después. Era fatalista, y en cualquier cosa indiferente
encontraba un indicio, que lo relacionaba con su vida. Creía en la
_jettatura_, y en la virtud de los talismanes y de los Abracadabra.
Nos confesó que muchas veces, cuando iba a realizar algo para él
importante, se retiraba por cualquier motivo que a otro hubiera hecho
reír. Además de las supersticiones corrientes, tenía otras inventadas
para su uso particular, y que variaban constantemente. Cuando le
descubrimos su debilidad, no tuvo escrúpulo ninguno en explicarnos sus
supersticiones, a las que tan pronto daba gran importancia como le
producían risa.

--Algunas veces salgo de casa con intención de hacer algo y me digo: si
en el primer sitio en donde entro, el número de personas que hay son
impares, iré a hacer lo que me he propuesto, y si son pares, no.

Moro-Rinaldi se manifestó en casa del capitán Arnau como liberal
exaltado y como carbonario, y llegó a producir una admiración tal en el
marino y en Secret, que le escuchaban en Babia. Les contaba historias
oídas o inventadas por él del carbonarismo de Nápoles y de las Dos
Sicilias, y misterios de la masonería. Hubiera intentado, si hubiese
podido, mixtificarnos a estilo del conde de Cagliostro, presentándose
como un mago; pero vió que no éramos tan cándidos para creer en
embolismos de charlatanes.

Cuando adquirió confianza con nosotros, nos dijo que no contaba con
ningún medio de vida seguro; que venía a España comisionado por la
joven Italia, quien pagaba los gastos de su viaje. La joven Italia
había sucedido--según nos dijo--al carbonarismo de Nápoles, cuyas
ventas comenzaban a estar en decadencia.

A él le habían enviado para tomar el pulso a la revolución que se
iniciaba en España, al mismo tiempo que se desenvolvía la guerra civil.

Moro nos dijo que era uno de los fundadores de aquella sociedad, que
tenía al frente al célebre Mazzini y cuyo centro estaba por entonces en
Marsella. Nos dijo también que había tomado parte en la expedición de
Ramorino, y nos habló de las muchas intrigas que produjeron el fracaso
de esta expedición liberal.



                                  XI.

                          EL ABANICO DE ELENA


LA presencia de Julio Moro-Rinaldi fué muy comentada en Tarragona: el
aire donjuanesco y cansado del corso y el misterio de su vida hicieron
que las conversaciones giraran a su alrededor durante mucho tiempo.
Moro-Rinaldi pareció no ocuparse gran cosa de la expectación producida
por él en la ciudad. Se supo que en compañía de Pedro Vidal, con la
Dora y otra moza del Hostal de la Cadena, habían tenido una fiesta con
baile y guitarreo.

Moro-Rinaldi aparecía a veces en el paseo de la Rambla con su aire
lánguido, como si estuviera desesperado y alguna desgracia profunda le
tuviera sumido en la mayor tristeza.

No cabe duda que hay en esta vieja argucia de hacerse el interesante
los mismos lazos, que se repiten siempre y que producen constantemente
el mismo efecto. Moro-Rinaldi hizo una revista de todas las mujeres
jóvenes de Tarragona, y, a pesar de su aire de hombre depravado y
atrevido, se dirigió con cierta timidez a Elena de Montferrat.

Esta orgullosa romana, con su perfil de emperatriz, se sintió conmovida
en presencia de aquel hombre misterioso, que no era joven ni de una
gran prestancia, pero que tenía algo femenino y engañador de la raza
eslava, algo de esa tristeza lánguida de los nómadas que van por los
caminos con sus osos y sus monos y tocando la pandereta.

Moro-Rinaldi ofrecía para ella el encanto de la novedad; era el ritmo
desconocido y, sin embargo, esperado; era un hombre que le daba
perspectivas de una vida más amplia, más extensa y más apasionada.

Sin duda, aquella orgullosa beldad sentía un gran deseo de humillarse,
de bajar de su pedestal y de ser una mujer como otra cualquiera,
pues ante los avances de Moro-Rinaldi no se manifestó orgullosa y
arbitraria, sino más bien modesta y humilde. Moro me pidió a mí que le
presentara a Elena; yo le dije:

--Le preguntaré a la señorita de Montferrat si quiere que le presente a
usted, y si quiere no tendré ningún inconveniente.

En efecto, después de previa advertencia, un domingo, antes de la misa
mayor, los presenté.

Moro-Rinaldi estuvo devorando a Elena en la catedral con su mirada
ardiente, y luego, al hablar con ella, se manifestó muy respetuoso y
muy tímido.

Durante la semana no se volvieron a ver; pero el domingo siguiente,
Moro-Rinaldi acompañaba a la señorita de Montferrat y hablaba
animadamente con ella, lo que confieso que a mí me produjo una
vaga impresión de celos. Este mismo día, Elena, con sus amigas, y
Moro-Rinaldi, con otros dos jóvenes, estuvieron sentados en unas sillas
de la Rambla. Eulalia, que acompañaba a Elena, me contó lo ocurrido.

Elena poseía un abanico estilo Imperio, con medallones rojos y adornos
dorados sobre fondo blanco. En uno de los padrones del abanico tenía
escondida una aguja con una cabeza de rubí.

Esta aguja estaba colocada allí para escribir, si se quería, en
cualquiera de las varillas de hueso. Moro, mientras Elena hablaba con
sus amigas, le dijo:

--¡Qué bonito abanico!

--¿Le gusta a usted?

--Sí; me recuerda uno que tenía mi madre. ¿Quiere usted dejármelo un
momento para verle?

--¿Por qué no?

Moro-Rinaldi, que conocía el pequeño secreto del abanico, lo tomó en
su mano, sacó la aguja que tenía la cabeza con el rubí y escribió dos
o tres palabras en la varilla del abanico. Hecho esto se lo devolvió a
Elena. Ella extendió el abanico disimuladamente; leyó, sin duda, las
palabras que había puesto Rinaldi y con la sombrilla escribió en la
arena la contestación.

Pocos días después supimos que el italiano escribía a la señorita de
Montferrat, y con frecuencia le veíamos rondando su calle.

El teniente Montoya, que había hecho una corte intermitente a Elena
en el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones, sus diversiones y
sus visitas nocturnas a las casas de juego, se sintió ofendido por el
éxito de Moro-Rinaldi y comenzó a pasear la calle de Elena, a caballo,
a todas horas; pero el teniente había perdido la partida. Elena ya no
le hacía el menor caso. El triunfo de Rinaldi era manifiesto. La bella
Angélica, desdeñando a los demás pretendientes, había encontrado su
Medoro.

Como yo sentía también cierta indignación al ver la fortuna del corso,
introduje a Moro-Rinaldi en mi poema, convirtiéndole en un pirata
berberisco, hombre violento y atrevido, sin ley y sin honor, que
arrebataba en su barca a una princesa griega.



                                 XII.

                               REPROCHES


EL triunfo de Moro-Rinaldi produjo gran expectación en la ciudad; por
todas partes no se hablaba mas que de sus amores. Emilio Serra se
mostraba cejijunto y malhumorado; los jóvenes elegantes aseguraban que
Moro-Rinaldi era un aventurero que iba tras de la dote de la señorita
de Montferrat.

En mi casa, tanto doña Gertrudis como Eulalia me hicieron la
insinuación, y después me aconsejaron francamente, que galanteara a
Elena. Según ellas, esta señorita sentía grandes simpatías por mí,
y si lograba ser aceptado por ella, conseguía, primero, tener una
mujer, que, además de buena y de simpática, gozaba de gran posición, y
arrancarla de los brazos de un aventurero.

--Es una mujer demasiado orgullosa y demasiado rica para mí--las decía
yo.

--No lo creo--replicaba Eulalia--. Elena, aparentemente, es una mujer
soberbia; pero en la intimidad es muy sencilla y muy bondadosa. Yo
estoy segura de que hará con el tiempo una excelente madre de familia.

--Todo eso será cierto--replicaba yo--; pero en el estado actual una
indicación mía en ese sentido tendría un completo fracaso.

Las dos señoras me decían que debía de intentar; pero yo no pensaba en
esto, y menos viendo cómo el corso llevaba sus amores al galope.

Poco después supe por Eulalia que había habido largas explicaciones
entre Elena y su madre.

--Este hombre es un aventurero, hija mía--le dijo doña Mercedes.

--¿Por qué? ¿En qué se le conoce?--preguntó con cierta acritud Elena.

--No es difícil conocerlo. Nadie sabe quién es ni de qué vive; todas
nuestras noticias acerca de él se reducen a que ha desembarcado en
Valencia y que es corso.

--No sé lo que es, pero a mí me agrada. En cambio, su sobrino de usted,
Emilio Serra, me molesta y me importuna. Es uno de los hombres más
antipáticos que he conocido.

--Bien; aunque así sea, Emilio no es el único hombre que hay en
Tarragona.

--Es uno de mis galanteadores. El, el teniente Montoya y Pepito
Carmona. Emilio cree que tiene algunos derechos sobre mí porque es mi
pariente, y si yo llegara a hacer la tontería de casarme con él, sería
celoso como un turco. El teniente Montoya ya se sabe lo que es: un
jugador y un calavera; respecto a Pepito Carmona...

--¿Qué? No creo que tengas que decir nada malo de él.

--¡Líbreme Dios!, no digo nada malo de él. Es un chico muy fino,
muy discreto..., pero le asusto: prefiere estar haciendo versos que
hablando conmigo.

--Es que le aterrorizas a ese pobre muchacho; le tratas con verdadera
saña. Es lógico que te haya tomado miedo.

--Yo no quiero hombres que me tengan miedo; prefiero mejor los que
intenten dominarme y protegerme.

--No te veo por buen camino, Elena; piensa lo que vas a hacer, piénsalo
bien, porque si das un paso en falso la cosa ya no tiene remedio;
consúltalo también con tu confesor.

--¿Para qué? Ya sé lo que me va a decir; conozco cuáles van a ser sus
consejos, los he oído muchas veces, y no me han de convencer.

--Sin embargo, creo conveniente que hables con él.

--Bueno, hablaré...

El canónigo Roquebruna, a quien doña Mercedes había indicado que
hablara a Elena, unos días después de esta conversación llamó a la
señorita de Montferrat a la ventana del salón de su casa, donde solían
tener la tertulia.

--Me ha dicho tu madre--le dijo--que estás en relaciones con ese
italiano recién llegado.

--Sí, es verdad.

--¿Y sabes quién es ese hombre? ¿Has tomado informes de su vida y de su
familia?

--No, no he tomado ningún informe, no sé mas que lo que me ha dicho él.

--¿Y no encuentras imprudente tu conducta?

--¡Qué se yo! ¡Qué quiere usted que le diga! Es posible que sea
imprudente.

--Hija mía, ¿por qué has de creer que has de ser más feliz con ese
extranjero a quien no conoces, que probablemente será un calavera, un
vicioso, que con un hombre, por ejemplo, como tu primo Emilio, a quien
conoces desde la infancia y con el que tienes una completa confianza?

--Padre mío, esa es la pregunta que se puede hacer a todas las personas
que se enamoran. ¿Por qué éste o ésta, y no el otro o la otra? Yo no
sabré contestarle a usted; Julio me interesa, le voy tomando afecto;
Emilio me es indiferente, me desagrada.

--¿Pero una mujer de inteligencia como tú puede dejarse llevar así por
instintos tan caprichosos, tan arbitrarios?

--Creo que todas las mujeres somos iguales en este punto. Sentimos
amor, o no lo sentimos.

--¿Y no puedes dominar esa pasión?

--¿Y por qué la he de dominar, si es mi única esperanza de dicha? No me
importa que Julio sea pobre ni de familia humilde; me basta con que me
quiera.

--¿Y después? ¿Si te sale mal la combinación?

--Si me sale mal me resignaré. Se juega la partida, y se puede ganar o
perder. Yo soy bastante vieja para jugarla.

--¡Vieja! ¡Tienes veinticinco años!

--¡Qué quiere usted! Siento el tiempo que se me pasa. Yo tengo la
aspiración de llevar una vida más fuerte, más enérgica, más llena de
emociones. Esta existencia monótona y provinciana me exaspera, me pone
fuera de mí. Creo que viviendo así algún día haría un disparate mayor,
un disparate que ni siquiera estaría legitimado por la pasión.

Don Guillermo hizo un gesto de resignación y se calló. Hombre que
conocía la vida y las pasiones por el confesionario, sabía que las
reflexiones frías y las consideraciones utilitarias no tenían eficacia
en los temperamentos exaltados.

Unos días después, el canónigo Roquebruna dijo a doña Mercedes:

--Elena está empeñada en seguir sus relaciones con ese hombre. Creo, mi
señora doña Mercedes, que no le conviene a usted oponerse radicalmente;
deje usted que la muchacha hable con ese italiano naturalmente, nunca a
solas; haga usted que lo conozca a fondo, y cuando lo conozca a fondo,
es posible que ella misma, como se ha cansado de los demás, se canse
también de él.

Efectivamente, doña Mercedes tomó ante su hija una actitud
conciliadora; únicamente intentó averiguar detalles de la vida de
Moro-Rinaldi, para ver si poco a poco iba llevando el desprestigio del
corso al corazón de su hija.

Elena, con la miopía y la falta de espíritu de justicia peculiar en las
mujeres, creyó que Moro-Rinaldi era el único hombre noble y digno que
había conocido.



                                 XIII.

                          HABLA MORO-RINALDI


LA transigencia de su madre hizo que Elena pudiese mirar a su
pretendiente con cierta serenidad. La oposición y la lucha en casa
la hubieran impulsado seguramente a una actitud más decidida y más
rebelde. Un día, en este bello paseo de San Antonio, que domina el mar,
hablaron largamente Elena y Moro-Rinaldi.

--En todo el pueblo dicen que es usted un aventurero. ¿Es verdad?--le
preguntó ella.

Moro sonrió con cierta tristeza:

--Sí; soy un aventurero. Mi padre era militar corso; mi madre, una
croata de clase pobre. La infancia la pasé en París, viviendo como
un hijo de familia acomodada. Mi padre era coronel de la guardia
imperial, con muy buen sueldo; yo pensaba que tenía ante mí un hermoso
porvenir; pero vino la caída de Napoleón, y la ruina entró en nuestra
casa. Mi padre, militar a medio sueldo, tomó parte en conspiraciones
bonapartistas y republicanas, hasta dar con sus huesos en un castillo
y después en la emigración. Yo he vagabundeado por el mundo sin poder
encontrar una colocación adecuada para mí; he sido un calavera,
un hombre disipado. A veces no he retrocedido ante procedimientos
indelicados, ¡que quiere usted!, la pobreza no conduce nunca a nada
bueno. Le digo a usted la verdad. ¿Usted me desprecia? Bien; me iré de
aquí, mi vida está ya deshecha; ya no tengo ante mis ojos mas que un
horizonte muy negro.

--No; yo no le desprecio a usted.

--Si usted me da alguna esperanza, mi vida tendrá ya un objeto e
intentaré regenerarme.

Elena no contestó; pero en su mirada se veía claramente que
Moro-Rinaldi podía esperar.

El italiano se hizo muy amigo de Pedro Vidal y también mío. A mí me
llegó a preguntar si había pretendido a Elena; yo le dije que no, y
añadí:

--Es una mujer para casarse con un príncipe.

--Y para casarse con usted también, si usted la pretende con fuerza.

--No lo creo. Además, me daría vergüenza llevar a una mujer así a una
casa pobre como la mía.

--¿Adónde quisiera usted llevarla, querido?

--A Pafos o a Amatonte.

--Sueños de poeta. En amor todo es cuestión de voluntad. La voluntad
vence los mayores obstáculos. Ya ve usted: yo soy más viejo que usted;
soy un advenedizo, un calavera, un hombre a quien nadie conoce, y la
voy a pretender y me la voy a llevar.

--¿Cree usted?--le dije yo.

--Sí; usted presenciará mi éxito. Yo seré el Paris de esa Elena.

--Afortunadamente aquí no hay ningún Menelao.

Quince días después paseábamos Vidal, Moro-Rinaldi y yo por la Rambla y
entrábamos en la farmacia de nuestro amigo Castells. En el momento que
éste se hallaba en la rebotica, Moro, dirigiéndose a Vidal, le dijo:

--Parece que en la casa del capitán Arnau no le miran a usted con gran
simpatía.

--Es verdad. Arnau no me quiere; el haber sido yo antes oficial de
voluntarios realistas le produce una gran cólera contra mí.

--En cambio, la muchacha, María Rosa, está inclinada a usted.

--Sí; creo que sí.

--Amigo Vidal: tendremos que unirnos los dos y escaparnos con nuestras
respectivas novias. Usted con María Rosa y yo con Elena.

--¿Con la señorita de Montferrat?

--Sí.

--Pretende usted robarla?

--Probablemente la tendré que robar; la familia no querrá dejarla
casarse conmigo.

--¿Y cree usted que ella accederá?

--Sí; así lo espero.

--Es una mujer tan orgullosa, tan altiva...

--¡Bah!, mujer como todas...; hay una canción que las enloquece.

--¿Cuál?

--Esa tan vulgar de: «La quiero a usted con delirio... Es usted mi
estrella... el único consuelo de mi existencia triste y miserable...»
Todo es cuestión de cantar esa aria de bravura con energía.

--Es usted audaz.

--No lo crea usted. La primera vez que se hace una cosa de estas parece
un gran atrevimiento; luego, no. Al principio, a la mujer que va con
uno se la tiene por una víctima; luego se piensa que es una cómplice,
y, a veces, se cree que la víctima es uno, el raptor, el tenorio, el
engañador... A usted le pasará lo mismo.

--No; si María Rosa viene conmigo, me casaré con ella y viviré siempre
a su lado.

--Cada cual su gusto--dijo Moro-Rinaldi sonriendo con su amable
sonrisa--Si yo hubiese tenido medios para vivir, creo que hubiera hecho
lo mismo; pero, amigo, la vida le impulsa a uno a cosas absurdas y,
luego, lanzado ya, no se puede uno detener, es tarde. Va uno como si
fuera arrastrado por la corriente de un río: se intenta agarrarse a
esta peña, a esta rama de árbol... ¿No se ha conseguido? ¿No ha podido
uno detenerse? Pues, entonces, hay que dejarse llevar como una rama
seca o un manojo de paja.

--¿Es usted fatalista?--le pregunté yo.

--Sí. El fatalismo me parece la única verdad que hay en la vida. Todo
lo que tiene que ocurrir ocurre.

--¿Pero usted cree que hay destino?

--Estoy inclinado a pensar que sí.

--¿Un destino predeterminado?

--Sí.

--No creo en eso. Además, a mí me parece que la voluntad y el amor
pueden modificar el destino.

Moro se encogió de hombros.

--¿No cree usted en el amor?

--Poca cosa, la verdad.

--¡Pobre Elena!--exclamé yo.

--¿Por qué?--preguntó él--. Yo creo que para hacer feliz a una persona
es mejor no sentir amor por ella.

--Es una tesis un poco extraña..., pero, ¿quién sabe?, quizá sea cierta.

Vidal, al salir de la botica, me dijo que sospechaba que de ninguna
manera María Rosa aceptaría el escaparse con él dejando su familia.

Yo, al oír esta conversación, suponía que se trataba de una broma más
que de un proyecto en serio.



                                 XIV.

                             UNA SERENATA


AL comienzo del invierno, algunos jóvenes del pueblo pensaron en
organizar una pequeña orquesta para el Carnaval del año siguiente.
Fuimos a un sótano, que era almacén de un anticuario, a ensayar. Allí,
delante de estatuas góticas de piedra, que representaban apóstoles con
un libro o con un báculo en la mano; de tablas antiguas, pintadas y
estofadas; de santos de madera con los ojos de cristal; de retablos
dorados con angelitos mofletudos; de vargueños, arcas talladas y camas
con columnas salomónicas e incrustaciones de cobre, solíamos armar una
gran algarabía con nuestros instrumentos.

Yo tocaba el violín.

Vidal, la guitarra, y Moro Rinaldi, la mandolina.

Cuando llegamos a ensayar algunos trozos con cierta maestría, Moro
Rinaldi propuso que diéramos serenata a las damas de nuestros
pensamientos.

Elegimos un sábado, y salimos todos formados del almacén del
anticuario, donde nos reuníamos para ensayar, a la calle, de noche.

El tiempo estaba espléndido. Había una lluvia de estrellas, y se
veían a cada paso cruzar rayas luminosas por el cielo profundo
y transparente. A lo lejos se oía el murmullo del mar como una
respiración lenta, voluptuosa y tranquila.

Pasamos primero por delante de casa de Arnau, tocamos dos o tres piezas
de nuestro repertorio, y Vidal cantó una jota con mucho brío delante de
la ventana de María Rosa. Luego fuimos acercándonos por las callejuelas
estrechas a la casa de Elena; allí repetimos nuestro concierto, y
Rinaldi cantó con mucho gusto la siciliana de _Le Nozze di Figaro_, de
Mozart.

El balcón de Elena se iluminó, y vimos después su figura, vestida de
blanco, asomarse a la barandilla.

Luego, yo toqué el _Carnaval de Venecia_.

Yo tenía la pretensión de hacer filigranas en este trozo musical que
Paganini arregló para violín de la canción veneciana _O mamma!_,
dándole un aire más incisivo, más burlón y más fantástico.

Estaba inquieto y toqué con un brío, con una furia, que yo mismo
estaba maravillado. Sentía, al oír mi violín, una mezcla de dolor,
de alegría, de pena, que hacía que se me saltaran las lágrimas. Me
aplaudieron hasta los vecinos de la calle, que habían salido a la
ventana, y me hicieron repetir dos veces.

Después de la serenata volvimos al almacén, donde dejamos los
instrumentos; entramos en un café, bebimos un poco más de lo regular,
cantamos el _Himno de Riego_ y paseamos por las calles, charlando.

Nos acercamos a uno de los baluartes que caía sobre el mar.

Había cesado la lluvia de estrellas y las constelaciones brillaban aun
más vivas en la transparencia del aire.

Los centinelas, de cuando en cuando, daban su alerta, que se iba
alejando hasta perderse en el silencio de la noche.

El mar tenía una calma siniestra; a lo lejos se veían los faroles de
las lanchas pescadoras que iban y venían, se escuchaba a veces el sordo
batir de los remos, y llegaba hasta el cielo, como una suprema armonía,
el sonido rítmico y melancólico de las olas.

Esta noche, con sus serenatas y su lluvia de estrellas y el mar a lo
lejos, fué para mí, no sé a punto fijo por qué, una de las noches más
felices y más memorables de mi existencia.

Me pareció que la vida me había puesto de pronto en los labios la
copa llena hasta el borde de un bálsamo dulce que había embriagado mi
corazón, haciéndole olvidar todas sus tristezas.

Sentí una calma ideal, como si hubiera bebido el agua de Leteo o el
nepenthes de Polydamna.



                                  XV.

                        EL HOSTAL DE LA CADENA


HACÍA un día de noviembre espléndido; el cielo estaba azul; el mar,
tranquilo, lleno de meandros de espuma. Las olas llegaban como tritones
blancos a correr por la playa. Moro-Rinaldi, que había salido por la
carretera de Barcelona, antes de llegar a la torre del capitán Arnau
entró en el Hostal de la Cadena.

Era domingo; a la puerta de esta posada había un grupo de campesinos,
de pescadores y de algunas gitanas. El Hostal de la Cadena se hallaba
a un cuarto de legua del pueblo: era una casona amarillenta, unida a
otras dos o tres casuchas, de color verde y rosa; tenía una puerta
grande y un zaguán amplio, medio patio, medio cuadra, que en aquel
momento estaba ocupado por un carro y una barca, mostrando así la
hostería su condición entre campesina y marinera.

Para corroborar este aire mixto, se veía en las paredes del zaguán
jáquimas y albardas y dos anclas roñosas sujetas a unas cadenas.
Este zaguán comunicaba con la cocina y con una galería que daba a un
corralillo.

Moro-Rinaldi atravesó el zaguán y entró en la cocina. Era la cocina
grande y no muy clara; un olor de aceite frito y de tabaco llenaba el
aire y se agarraba a la garganta. En el hogar colgaba un gran caldero,
y alrededor de la lumbre había varios pucheros y cazuelas de barro.
En medio de la estancia, en una mesa larga con dos bancos, estaban
sentados varios hombres, atezados por el sol y por el aire del mar.
Eran hombres de bronce, serios, graves, con gorros rojos y morados y
trajes de color; algunos llevaban mantas a cuadros; todos hablaban el
catalán como por explosiones.

Unos comían en platos de porcelana basta una sopa coloreada de azafrán;
otros, legumbres o un guiso de pescado muy rojo por el tomate y el
pimentón; algunos tenían delante porrones verdosos llenos de vino;
otros tomaban café y se servían copas de una botella ventruda de
aguardiente. Las moscas revoloteaban por el aire con un rumor sordo.
En un rincón dos marineros cantaban en castellano, acompañándose de la
guitarra, una canción sentimental.

Moro-Rinaldi, al entrar en la cocina, se dirigió a un ángulo de ésta,
donde se hallaba el Caragolet, y se sentó en una mesa pequeña, que por
excepción tenía un mantel blanco.

--No se podrá usted quejar--dijo el Caragolet, señalando el mantel
blanco, los vasos limpios y los cubiertos relucientes.

--No, no; está muy bien--y Moro-Rinaldi se sentó a la mesa.

La moza sirvió la comida; después de comer, Moro y el Caragolet tomaron
café y bebieron aguardiente y hablaron durante largo rato.

Moro-Rinaldi se explicaba en su catalán chapurreado de italiano; el
Caragolet le escuchaba absorto y maravillado. Se veía que el corso
dominaba por completo al muchacho. Este oía ansioso, fijo, rojo de
emoción.

A veces, entre el vocerío de las conversaciones de los marineros, se
oían las palabras de Moro:

--¿Que se burlan de ti, muchacho?--decía una vez--, búrlate tú de
ellos. ¿Que eres italiano e hijo del amor?, ¿y qué? Italia es el pueblo
más ilustre de Europa, ¡querido!; el de los grandes artistas, el de los
mayores poetas, el de los grandes capitanes. Todos estos franceses,
ingleses y alemanes son toscos a nuestro lado. Los españoles se parecen
a nosotros, pero son incompletos. Ellos son duros, rígidos; nosotros
somos duros y blandos, rígidos y flexibles, al mismo tiempo. Ellos son
la línea recta; nosotros, la recta y la curva. Nosotros sabemos ser
amables con una mujer, comprender la obra de un genio, ser espléndidos
con un amigo y pegarle una puñalada a traición a un enemigo.

El Caragolet miró a Moro-Rinaldi, abriendo los ojos y la boca con
asombro. La pintura que hacía aquel de los italianos le producía un
frenético entusiasmo.

--No, no te avergüences, muchacho, de ser italiano--siguió diciendo
Moro-Rinaldi--; al revés: enorgullécete. ¿Y que eres hijo del amor? ¿Y
qué? ¿Es que preferirías ser un hijo de familia escrofuloso y débil? El
amor te ha hecho bello y fuerte; tú no sabes aún qué dones son esos.
¡Cuántos hijos de príncipes se cambiarían por ti y dejarían su palacio,
su cuerpo débil y blando por tu choza y por tu cuerpo ágil y fuerte
como el de una pantera!

El Caragolet seguía oyendo con una profunda emoción, completamente
subyugado.

--Yo también soy, como tú, hijo natural de un italiano y de una
gitana--añadió Moro-Rinaldi--. Mi padre procedía de un dux de Venecia;
mi madre era gitana. Yo digo que era croata, pero, no, era gitana como
tu madre. Romanicheles, ¿y qué? Los dos haremos cosas grandes. Tú
sígueme, obedéceme; yo te protegeré.

El Caragolet de pronto se puso serio y sombrío y clavó la vista en el
suelo; después, levantando la cabeza y mirándole al corso en el blanco
de los ojos, dijo:

--Si es verdad eso, le serviré a usted como un perro; pero si me engaña
usted, por éstas (y se besó los pulgares cruzados), que lo mataré.

Moro-Rinaldi se inmutó un momento y le temblaron los párpados; estuvo
con la mano derecha, con el índice y el meñique extendidos y los demás
dedos cerrados debajo de la chaqueta para quitar la _jettatura_; luego
se echó a reír y pasó la mano por la cabeza desmelenada del muchacho.

En esto entró en el Hostal de la Cadena Pedro Vidal. Por lo que se supo
después, aquel domingo, entre Vidal, Moro y el Caragolet debieron de
preparar el plan de fuga del que tanto se habló más tarde.



                                 XVI.

                           EN ALAS DE CUPIDO


EL domingo siguiente Pedro Vidal me dijo que estábamos convidados
a comer en casa de Arnau. Iríamos Moro-Rinaldi, él, Castells el
farmacéutico y yo. María Rosa había invitado a Eulalia y a Elena para
que fueran a la tarde a merendar a la torre.

Poco después de comer estábamos de sobremesa cuando llegaron en una
tartana Eulalia y Elena, que fueron recibidas con grandes extremos.
María Rosa y Pepeta les enseñaron el huerto, y luego estuvimos todos en
el cenador de la terraza.

La tarde era de otoño, voluptuosa y tranquila. El mar parecía dormido,
ensimismado en su eterna queja monótona; la olas venían a morir
suavemente en la estrecha playa, y alguna más impetuosa avanzaba,
dejando una línea de encajes blancos en la arena dorada. Del monte
llegaba un aire fresco, lleno de olor de tierra y de efluvios de las
plantas. En el Hostal de la Cadena se oía un rumor de guitarras; a lo
lejos sonaba, de una manera intermitente, un estrépito de tambores y de
cornetas; unas niñas, vestidas con trajes de día de fiesta, jugaban al
corro en la carretera y cantaban con voces agudas:

      Dicen que Santa Teresa
    cura a los enamorados.

Después de pasar allí algún tiempo, Vidal y Moro-Rinaldi propusieron el
dar un paseo en barca. Elena--¡oh!, disimulo femenino--dijo que no; que
ella no podía faltar largo tiempo de casa; pero las chicas de Arnau la
convencieron. ¡Hacía un día tan hermoso!

Iríamos a la Roca de la Sirena. Salimos del jardín, cruzamos la
carretera y nos acercamos a la playa.

Moro-Rinaldi se puso a cantar una barcarola de gondolero veneciano.

Vidal fué al Hostal de la Cadena, y poco después se acercó a donde
estábamos, en una barca y seguido de otra con tres marineros. Se
dispuso que Elena, Rinaldi, María Rosa y Vidal, con el Caragolet y un
marinero, fueran en una, y los demás, en la otra.

Estábamos esperando a que las barcas encallaran en la arena para
entrar en ellas, cuando un muchacho vino a llamar a Secret y a Arnau.

--Tenemos que ir al pueblo--dijo Arnau--; por nosotros no se priven
ustedes del paseo. Pascual les acompañará.

La primera barca comenzó a alejarse de la playa; en la segunda
entramos: Pepeta, su madre, Eulalia, el farmacéutico Castells, Pascual
el hortelano, un marinero y yo. Nos alejamos de la playa y fuimos en
dirección del cabo Gros, que tiene rocas y escollos en su contorno
inundados de espuma.

Entre estas rocas distinguíamos la Roca de la Sirena. En el cabo se
asentaba Tamarit del Mar, con unas treinta casas y una iglesia.

En la primera barca vimos de lejos a Moro-Rinaldi y a Vidal, que se
pusieron a remar con fuerza; el Caragolet llevaba el timón; luego
largaron la vela y su barca, alejándose rápidamente; nos ganó en
seguida una distancia de trescientas a cuatrocientas brazas.

--Van conducidos por Cupido--le dije yo a Pepeta en broma.

--¿Por quién?

--Por Cupido, el dios del amor, que tiene alas.

--¿Y nosotros?

--Nosotros llevamos a la mamá de usted, que pesa mucho, y a un
boticario que no pesa menos.

Al llegar cerca de la Roca de la Sirena, la distancia entre las dos
barcas era ya mayor.

Los de la primera lancha, en vez de acercarse a la Roca como se había
pensado, siguieron hasta la playa de Tamarit del Mar, y desembarcaron.

--Quizá se les haya ocurrido ver la aldea--pensamos.

Nosotros íbamos más despacio y tardamos cerca de media hora en llegar
al mismo punto.

Saltamos a tierra, subimos a Tamarit y nos encontramos con que las
dos parejas habían desaparecido; por lo que nos dijeron las gentes
del pueblo, una tartana les estaba esperando, y habían marchado al
trote camino de Barcelona. Era verdad, indudablemente, que Cupido les
conducía.

La madre de María Rosa, al saber que su hija había huído, estuvo a
punto de desmayarse. Pepeta, iracunda, golpeaba el suelo con el pie.

--La mataría--dijo apretando los dientes, refiriéndose a su hermana.

El Caragolet no decía nada; pero, por su aire torvo, se veía que se
hallaba furioso. Después se supo que estaba al tanto de la maniobra y
que Moro-Rinaldi le había engañado.

Eulalia y yo quedamos aturdidos, en el mayor asombro.

Volvimos a la playa del Hostal de la Cadena; la mujer de Arnau iba
temblando, sumida en una profunda desesperación. Cuando llegamos
a la playa y encontramos al capitán y a Secret, a quienes Moro y
Vidal habían alejado con un recado falso, al contarle al capitán lo
ocurrido, quedó tan pálido de ira que creí que le iba a dar algún mal.
Arnau juró, con los puños cerrados, que se había de vengar. Secret se
manifestaba también furioso.

Eulalia y yo volvimos a casa en el mayor abatimiento.

Unos días después supimos que Elena y María Rosa se habían casado en la
iglesia de Torre de Embarra. La gente empezó a decir que Moro-Rinaldi
estaba ya casado. ¡Cualquiera lo sabía!

Al finalizar el mes, don Vicente Serra me despidió de su casa,
diciéndome secamente que ya no necesitaba mis servicios.

Secret me vino a buscar, a decirme de parte del capitán Arnau que sabía
que yo no tenía la culpa y que quería verme otra vez en su casa. En la
familia del marino no se hablaba de la hija fugada. Alguna vez la madre
la disculpó, y el capitán dijo, ya amainando su violencia:

--Así sois todas las mujeres.

Cuando le dije a Arnau que los Serras me habían despedido de su casa,
habló pestes de ellos, diciendo que eran unos miserables hipócritas que
se vengaban en personas que no tenían la menor culpa de lo ocurrido.

Por lo que supe después, Secret fué a Barcelona y se encontró allí con
Emilio Serra. Al parecer, se entendieron; llegaron a saber que Vidal
y Moro-Rinaldi estaban en la fonda de las Cuatro Naciones pasando la
luna de miel. Entonces alguno de ellos los denunció a la policía, y los
llevaron a Vidal y a Moro, en compañía de unos oficiales sardos, a la
Ciudadela, como carlistas.

Lo extraordinario fué--según contaron--que, al registrar la maleta de
Moro-Rinaldi, encontraron papeles comprometedores que parecían probar
que el corso estaba pagado por los carlistas.

Con la fuga de Vidal y Moro-Rinaldi, mi situación en Tarragona empeoró.
Muchos creían que yo había ayudado en su escapatoria a las dos parejas,
y esto me dejaba ante la gente en un papel subalterno y ridículo.

Arnau, que desde la fuga de su hija me manifestaba más simpatía que
anteriormente, me dijo que él pensaba pasar unos días en Barcelona, que
fuera con él, porque allí era posible que encontrase trabajo.

Jaime Vidal me indicó, a su vez, que él iba a ir también a Barcelona, a
ver si podía hacer algo por su hermano, preso en la Ciudadela.

Estuve vacilando: de Málaga me escribían que los asuntos de
nuestra casa iban tomando mejor cariz, y que las acciones de la
Sociedad minera, en donde mi padre había colocado gran parte de su
capital, comenzaban a subir. Todavía la situación nuestra no estaba
completamente consolidada; más pronto o más tarde tendría que volver a
Málaga, pero, mientrastanto, me pareció conveniente ir a Barcelona.



                                 XVII.

                             VIAJE POR MAR


ACEPTÉ la invitación de Arnau de ir con él a Barcelona por mar, aunque
no me entusiasmaba la idea, porque siempre que me he embarcado he
acabado por marearme.

El barco en que hicimos nuestro viaje, la _María Rosa_, era un jabeque
de dos palos, con velas latinas, cubierta y una camareta a popa.

Ibamos muchos, unas quince o veinte personas; entre ellas, unos cuantos
jóvenes de Reus que marchaban a Barcelona decididos a hacer alguna de
las suyas. Estos jóvenes, republicanos exaltados, habían tomado parte
en la matanza de frailes que hubo en Reus meses antes, y hablaban de un
exterminio de carlistas y de llevarlo todo a sangre y a fuego.

Recordaban con furia que un fraile franciscano de Reus que merodeaba
por los alrededores había fusilado a seis soldados liberales y a su
jefe, y no contento con esto, había cogido a un miliciano nacional, muy
querido de sus convecinos, y le había crucificado, después de haberle
sacado los ojos.

Los recuerdos de estas enormidades los tenían fuera de sí.

También iban en el jabeque las tres furias de la casa del Negre y el
Caragolet. Según me dijo Arnau, le habían pedido que les llevara a los
cuatro a Barcelona. El dueño de la casa del Negre les había echado de
ella, en vista de los escándalos repetidos de la Dora, y ésta se había
escapado con un contrabandista.

Marchábamos en el barco un poco estrechos; Arnau llevaba el timón;
cuatro marineros hacían la maniobra y corrían, con sus pies desnudos,
por la cubierta, a tirar de las cuerdas. Las garruchas crujían
agriamente y las velas daban latigazos con el viento. Un viejo
preparaba la comida en un hornillo de hierro; una gran cazuela de arroz
con pescado, a la que echaba aceite, cebollas, ajos, tomate y pimentón.

El día, de invierno--estábamos en las proximidades de Navidad--, se
presentó por la mañana muy triste y nebuloso; el cielo, gris; el mar,
de color de plomo. Había llovido la noche anterior. Nubes blancas y
pequeñas corrían rápidamente por el horizonte, y el viento, brusco y
malhumorado, hacía crujir los palos de nuestro falucho, que avanzaba
orgullosamente inclinándose y hundiendo su proa entre las olas
coronadas de espuma.

Teníamos el viento de poniente, un terral manejable, según Arnau. Al
avanzar la mañana, el cielo quedó claro, blanquecino. La costa parecía
de cristal. A medida que subía el sol, el viento crecía en violencia;
las olas, furiosas, se coronaban de espuma y nos mostraban sus
oquedades moradas.

La pacífica matrona del Mediterráneo se había encolerizado y tronaba
amenazadora e iracunda, con sus ojos verdes, olvidada de su calma y de
su manto de azul.

El mal tiempo y la presencia de las furias de la casa del Negre me
hicieron pensar en si, como Eneas y sus compañeros, arrojados a las
Estrófades, iríamos también nosotros a sucumbir en los peñascos de la
costa y a ser víctimas de las arpías.

Como me sucedía siempre a la hora de estar en el mar, empecé a padecer
el mareo, lo que contribuyó a que el capitán me manifestara su desdén.

Afortunadamente para mi crédito, al pasar a la altura del cabo Gros se
marearon también Secret y alguno de los muchachos de Reus, lo que hizo
torcer el gesto de una manera desdeñosa a nuestro Palinuro.

Pasamos al mediodía la punta de San Cristóbal y tomamos la costa de
Garraf. Como el viento había crecido en furia a medida que subía el sol
en el horizonte, ahora que descendía bajaban las ráfagas de aire en
intensidad.

El cocinero sacó la gran cazuela de arroz, unos porrones de hoja de
lata, y nos sentamos todos alrededor de la comida. El capitán invitó a
las tres furias y al Caragolet a que comieran con nosotros.

La Nas, la Escombra y el Mussol se excusaron y dieron las gracias;
habían comido ya. El Caragolet se acercó. Las tres furias, sentadas
cerca de la borda, mascaban un mendrugo de pan, sin querer mirar a la
gente, como si sintieran repugnancia por todo el mundo.

Comimos el arroz, que estaba excesivamente sabroso.

--¿Qué, está bueno?--preguntó el cocinero.

--Sí--dije yo--, pero me parece que pica un poco.

--¡Ca!--repuso Arnau--, eso se quita con vino. A mí me ha parecido soso.

--¡Soso! Yo he creído al principio que tenía pólvora. Me ha hecho el
efecto de una función de fuegos artificiales.

En las primeras horas de la tarde comenzó a amainar el viento; por
encima de los cerros desnudos de la costa veíamos dibujarse vagamente
los montes de Montserrat, llenos de picachos y de quebradas. A media
tarde el tiempo se serenó por completo, brilló el sol, cesó el viento y
fuimos acercándonos con lentitud a Barcelona.

Llegamos frente a la ciudad cuando ya empezaba a obscurecer. El mar se
teñía de púrpura, y la ciudad, recostada sobre una cadena de montañas,
se doraba por los últimos resplandores del crepúsculo.

A la izquierda se destacaba Montjuich, con sus fortificaciones en lo
alto; a sus pies, el doble baluarte de las Atarazanas; luego, en medio
de los tejados y las azoteas, se erguían las torres de San Francisco,
de la Merced y de la Catedral. A la derecha me señalaron Santa María
del Mar y la Aduana; más a la derecha aún, San Pedro y la torre de la
Ciudadela, y en el extremo, el faro de la Barceloneta.

En aquel momento el resplandor dorado del sol se retiraba de los
tejados y de las torres, y la ciudad iba hundiéndose en la sombra a
medida que nos aproximábamos a ella. Entramos en el puerto; las luces
comenzaban a brillar; las grandes velas de los barcos flotaban pálidas
en la semiobscuridad.

Arnau y su gente amarraron el falucho, y en un bote atracamos en la
escalera del malecón.

Entramos por la Puerta del Mar; los de Reus quedaron en una posada
próxima al muelle; Arnau, Secret y yo fuimos a una casa de huéspedes de
la calle de la Puerta Ferrisa.



                                XVIII.

                   CIUDADES VIEJAS Y CIUDADES NUEVAS


BARCELONA, entonces, no se parecía a la ciudad actual; era una ciudad
grave, seria, de calles estrechas, donde apenas entraba el sol, de
casas muy altas y muy viejas, con un pavimento descuidado. Fuera de la
Rambla, siempre llena de animación, lo demás era poco alegre.

De noche, las calles se hallaban mal iluminadas por faroles de aceite
y por lámparas que ardían delante de las hornacinas con la imagen de
algún santo.

A pesar de esto, la ciudad creo que me gustaba entonces más que ahora.
Uno de los encantos de las ciudades antiguas antes de ser abiertas y
destripadas por los ensanches era la coherencia de su exterior con su
espíritu.

Estas ciudades antiguas representaban de una manera completa, acabada
y fiel la vida de sus habitantes; en ellas no faltaba un matiz que
existiera de verdad, ni había una nota pegadiza y falsa.

Más tarde, como en los discursos, la charlatanería entró en ellas, la
mentira suntuosa, y quisieron presentar aspectos que en la realidad no
tenían. Así, las urbes se han convertido, de sinceras y verídicas, en
ciudades de aparato, en escaparates de quincalla brillante, en donde la
casa no tiene coherencia con su interior y en donde la fachada es una
mixtificación y una farsa.

En la Barcelona de entonces dominaba todavía la ciudad gótica y
medieval, con sus iglesias, sus murallas, sus fortificaciones, su vida
austera y contenida.

Había en esta época grandes conventos, con sus huertos y sus tapias,
que ocupaban enormes espacios en las calles, y un sonar constante de
campanas de las distintas iglesias de la ciudad.

A pesar de la extinción de los frailes se veían muchas parejas de
éstos, de todas clases de hábitos y de colores, que entraban y salían
de las casas. De noche la vida acababa muy temprano; y al toque de
la queda se cerraban los comercios y las puertas de la ciudad, se
levantaban los puentes levadizos y, una hora más tarde, se cerraba la
Puerta del Mar.

Se vivía en una inquietud constante; la gente no había tenido un
momento de paz ni de reposo desde la guerra de la Independencia; se
estaba en un perpetuo sobresalto y en una constante interinidad.

Desde el día siguiente en que llegué a Barcelona me dediqué a ver si
encontraba trabajo. En todos los comercios me decían que esperara, que
no sabían a qué atenerse, y que el momento no era propicio para tomar
más dependencia.

Pensé en marcharme pronto de Barcelona, pero Arnau me decía que me
quedara allí. Según él, a todas partes adonde fuera, en España, me
ocurriría lo mismo.

El pensaba que tenía que haber una revolución que diera un estallido, y
que después de ella vendría la calma.



                                 XIX.

                             TARRACONENSE


QUIZÁ la división más natural de la Península, al menos desde un punto
de vista espiritual, es la antigua romana, que señalaba tres grandes
regiones: la Tarraconense, la Bética y la Lusitania; a éstas se podría
añadir, como complemento, la Cantabria, que es una cuña metida entre
las otras tres, con la punta en el centro de la tierra hispánica y la
base en los Pirineos y el golfo de Vizcaya.

En la región tarraconense influyen con energía dos elementos: la
montaña y el mar, el campo y la ciudad.

Es posible que todas las guerras civiles modernas no sean mas que la
lucha del campo contra la ciudad; del campo, que queda inmóvil, contra
la ciudad, que cambia y evoluciona.

Cataluña es el país de la Península donde hay un contraste más violento
entre las tierras montañesas y las marinas, entre las ciudades
despiertas y las campiñas reaccionarias. Este contraste no es tan
grande en la vertiente atlántica, en donde el monte no es tan alto, ni
tan seco, ni tan frío, ni tan intrincado, y en donde el mar no es tan
ardiente ni tan voluptuoso.

Así, estos polos, el polo montañés y el marino, el polo rural y el
ciudadano, chocaban y chocan en Cataluña con una terrible violencia;
así, el odio entre el carlista de la montaña y el republicano del mar
era furioso.

A pesar de que en aquel tiempo no había todavía oficialmente un partido
republicano, muchos de los catalanes de las ciudades lo eran vagamente,
y unían el entusiasmo por la república con el entusiasmo por la ciudad.

Tenían ya por entonces los barceloneses un sentido ciudadano tan
exagerado, que les llevaba a una megalomanía completa, y hubiesen
querido que su ciudad fuera el centro del mundo.

No sé si este contraste de la montaña y del mar es el que ha hecho a
la gente de la región catalana tan violenta y tan fiera; lo que sí es
cierto es que lo eran y lo son para todo. La guerra civil lo demostró.
Cataluña y Valencia dieron en ella la nota más feroz y más sanguinaria.
En comparación suya, la guerra del Norte parecía una guerra de
estrategia y de posiciones.

Esta violencia mediterránea no era sólo campesina, sino también
ciudadana, y hasta podía ir unida a cierta cultura.

Un ejemplo de ello me bastaría citar: por entonces se hablaba en
Barcelona de un fraile exclaustrado que era librero de viejo. Este
hombre tenía tal afición por sus libros y sus papeles, que cuando
vendía alguno de ellos le entraba tal desesperación de verse sin su
infolio o sin su manuscrito, que salía detrás del comprador y lo
asesinaba para recuperarlo.

Este absolutismo y esta violencia para cualquier cosa existía, más que
en ninguna parte de España, en Cataluña, y sobre todo en Barcelona.



                                  XX.

                               CONFUSIÓN


HABÍA un constante entrar y salir de gente misteriosa, hombres
embozados en capas y en mantas, en nuestra casa de la calle de la
Puerta Ferrisa. Pregunté a don Ramón Arnau qué pasaba allí, y me dijo
que un conspirador venido de la corte, Aviraneta, había llegado con el
objeto de dirigir las huestes revolucionarias de Barcelona.

Unos días después, Arnau me contó que había acudido algunas noches
a las tertulias que se celebraban en el piso principal de nuestra
casa, y se manifestó muy partidario de las ideas y de los planes del
conspirador madrileño.

Como a mí no me interesaban las cosas políticas, me dedicaba a vagar
por el pueblo, a recorrer sus calles, a andar por la Rambla, y pasaba
también largos ratos en el claustro de la Catedral.

Una mañana, en este claustro me encontré con Elena y María Rosa. Se me
acercaron rápidamente; tenían aire de haber llorado; venían las dos
de negro, de mantilla, con un rosario en la mano. Me dijeron estaban
haciendo gestiones para libertar a Vidal y a Moro-Rinaldi, que se
hallaban encerrados en la Ciudadela. Habían visitado a la mujer del
general Mina, y ésta, tratándolas con gran cariño, les había dicho que
su marido no se encontraba en Barcelona y que esperasen a que llegara.

María Rosa me indicó que hablara a su padre; le hablé; pero el capitán
Arnau me contestó rudamente que no pensaba hacer nada en favor de su
yerno.

María Rosa y Elena me indicaron que fuera a la fonda de las Cuatro
Naciones, donde vivían, y si sabía alguna noticia importante para sus
respectivos maridos se la comunicase.

Mientras yo paseaba y Arnau visitaba la habitación de Aviraneta,
Secret, uno de Reus y el Caragolet, andaban de trinca, de café en café,
con la gente más exaltada y de armas tomar de Barcelona.

Se reunían en el café de la Noria, de la calle del Arco del Teatro; en
la taberna de la Bomba, de la calle de la Bomba, y frecuentaban también
el café de los Tres Reyes, situado junto al Palacio; el de Guardias,
cerca del teatro Principal, y el café de Titó, que entonces se llamaba
de la Reina. Todos estos cafés eran verdaderos clubs en donde se
celebraban reuniones patrióticas. Otro centro de reunión de los
exaltados estaba en las casas del Colegio de Mercedarios, en la Rambla.

El café de la Noria era entonces el club más favorecido por los hombres
de pro; allí peroraban Madoz, Figuerola, Aiguals de Izco, Pedro Mata,
y otros. Allí acudían diariamente el gobernador militar de la plaza,
don Antonio María Alvarez, y el administrador de Correos Abascal,
para seguir las inspiraciones de los exaltados. Allí habló también
Alibaud, que luego atentó en París contra la vida de Luis Felipe. Los
de la taberna de la Bomba eran francamente republicanos, y los del
café de los Tres Reyes tenían cierto matiz, todavía mal definido, de
regionalistas.

Estos exaltados se dividían por su grado de exaltación y por la clase
social a que pertenecían: los había elegantes y distinguidos y los
había del arroyo. Entre esta gente del arroyo un tipo muy influyente
era el Bacallanet, contratista que acababa de construír una plaza de
toros cerca de la Ciudadela. Como lugartenientes del Bacallanet estaban
dos hermanos liberales exaltados, los Madecul, el hojalatero Garriga,
el carpintero Xingola, el cerillero Castró, el Aucellet, y otros.

También había en estos grupos de las últimas capas sociales mujeres
exaltadas, verduleras, lavanderas y algunas perdidas, todas a cuál más
chillonas y alborotadoras.

Según me dijeron, las tres furias de la casa del Negre, la Nas, la
Escombra y el Mussol, habían aparecido por la taberna de la Bomba.

Se vivía en Barcelona en plena exaltación; se hacían salvas al ponerse
el sol. Todos los días se hablaba de que la Milicia urbana tenía que
salir a campaña, lo que, naturalmente, producía una gran sensación
en los pequeños comercios y en los talleres donde trabajaban los
milicianos nacionales.

Un día le pregunté a Secret qué es lo que pretendían sus amigos y él;
si estaban de acuerdo con los que se reunían en casa de mi vecino
Aviraneta; pero me dijo que no, que ellos tenían otros proyectos y
otros ideales.

El pueblo se hallaba próximo al estallido; el odio frenético contra los
carlistas, el recuerdo de los atropellos del conde de España, la idea
de que los frailes seguían mandando en la ciudad y de que los carlistas
tenían en ella más influencia y más poder que los liberales, les ponía
a éstos en la mayor desesperación.



                                 XXI.

                             LA CIUDADELA


UNA tarde, después de comer, acompañé a Elena y a María Rosa a la
Ciudadela; al llegar delante del rastrillo, el cabo de guardia nos
detuvo y nos interrogó. A las dos mujeres las dejó pasar; a mí no me
permitió la entrada.

Siguieron ellas por el puente y yo quedé fuera del rastrillo, que tenía
a cada lado un gran pilar de piedra, con una bola, también de piedra,
como remate. Pasé allí un cuarto de hora largo, y viendo que Elena y
María Rosa no aparecían, me asomé al paseo de la Explanada. Había cerca
de la muralla un cordelero que hacía una cuerda de cáñamo mientras un
chico daba vueltas a una rueda. Me paré a mirarle, recordando a mi
amigo el señor Vicente, el tío Corda.

El cordelero me preguntó si le necesitaba para algo, y le dije que no,
que me recordaba a un amigo, y le indiqué a lo que había ido allí.

El hombre pareció agradecer la confianza, y, hablándome en mal
castellano, me explicó que en aquella explanada había hacía poco tiempo
una horca muy fuerte, con una escalera de madera, con su barandado, sin
duda para que los reos pudieran subirla con seguridad. En esta horca se
colgaba a la gente en serie.

El había visto allí los hombres como racimos. Los franceses habían
ejecutado en aquel punto a cinco patriotas catalanes, y el conde de
España no se contentaba con ahorcar a los liberales, sino que tenía la
humorada de darles broma en vida y de tirarles de los pies después de
muertos.

Unos meses antes, según me dijo el cordelero, habían fusilado en aquel
mismo sitio a Miguel Arques, a quien llamaban el estudiante Murri, mozo
que durante el mando del conde de España fué uno de los espías que
denunciaban a los liberales.

Le di un pitillo al cordelero. Era un vejete flaco y aguileño. Hablaba
de una manera un tanto desdeñosa. No había salido nunca de aquel
rincón. Allí trabajaba desde su infancia.

El cordelero deshizo el cigarro que le di, molió el tabaco entre sus
manos callosas, puso el papel de fumar en el labio, lió el pitillo, lo
encendió y me dijo, mostrándome la fortaleza:

--Dentro de unos días va a haber aquí sangre.

--¿Cree usted?

--Eso dicen.

--¿Y a usted no le parece mal eso?

El cordelero se encogió de hombros. Luego me mostró las distintas
dependencias de la Ciudadela: los cuarteles, los almacenes y la torre
de Santa Clara. Era ésta ancha, gruesa, con contrafuertes; tenía en lo
alto una torrecilla a modo de templete, con un barandado con cuatro
floreros. Según me dijo el cordelero, en esta torre solían encerrar a
los presos políticos, y allí había estado el general Lacy antes de ser
enviado a Mallorca para ser fusilado.

Vi que Elena y María Rosa aparecían de nuevo en el rastrillo, y me
despedí del cordelero para acercarme a ellas. Elena y María Rosa
venían abatidas; por lo que me dijeron, Vidal y Moro-Rinaldi tenían
pocas esperanzas de ser libertados. En la Ciudadela, entre los
presos, corría la voz de que el pueblo pensaba asaltar la prisión y
degollarlos a todos. Al parecer, el odio era grande contra el coronel
don Juan O'Donnell, uno de los O'Donnell carlista que había sido
hecho prisionero en una escaramuza en Olot y que estaba preso en la
Ciudadela. O'Donnell era objeto de las iras del pueblo, que quería
sacrificarle en venganza de los fusilamientos y crueldades que habían
cometido los carlistas...

Otro día acompañé a mis dos amigas a casa del general don Pedro María
Pastors, gobernador de la Ciudadela.

Elena llevaba una carta para la señora del general, doña Carmen de Foxá
y Vadolato, hija del barón de Foxá.

El general nos recibió amablemente. Era el tal militar un tipo raro,
catalán, de Gerona, que hablaba con un acento muy rudo. Este hombre
me pareció un extravagante de muy poco talento; de gustos populares,
llevaba, como algunos marineros, un anillo en la oreja.

El general Pastors nos dijo que había pedido al segundo cabo, don
Antonio María Alvarez, quien mandaba la capital en ausencia de Mina, el
que permitiese trasladar a O'Donnell y a otros prisioneros carlistas
odiados por el pueblo a un buque de guerra de la marina inglesa; pero
Alvarez se había negado, diciendo que mientras Mina no estuviese en
Barcelona él no podía tomar tales disposiciones.

La razón de la diligencia y del deseo de Pastors de salvar a O'Donnell
dependía de que era amigo suyo y de que había hecho con el padre
del preso y con el preso la campaña de los absolutistas, en 1823.
Pastors mandó por entonces una brigada, de la que eran comandantes
Zumalacárregui, el joven O'Donnell y el conde de Negri.

Como Alvarez sabía por qué motivos Pastors pedía la traslación de
O'Donnell, no se la quiso conceder. Lo extraño era que Pastors no lo
comprendiese y se devanase los sesos pensando qué causa habría para la
negativa.

Elena y María Rosa se despidieron del gobernador de la Ciudadela con
muy pocas esperanzas.



                                 XXII.

                           LA MAREA QUE SUBE


HACIA fin de año apareció en los periódicos de Barcelona un parte
del general Mina, fechado en San Lorenzo de Morunys. Decía que
los carlistas continuaban defendiéndose en el Santuario del Hort
estrechados por las tropas de la Reina, y que un prisionero, fugado
la noche anterior del santuario, había declarado que los carlistas
pasaban por las armas a los liberales que tenían en su poder. Llevaban
fusilados ya treinta y tres hombres, entre oficiales y soldados. Estos,
en su mayoría, eran del regimiento de Saboya.

Por lo que se contó, los sitiados advirtieron a Mina que por cada
cañonazo que les disparase fusilarían a un prisionero, y empezaron su
represalia sacrificando a cinco comandantes de nacionales que tenían
presos, arrojando sus cadáveres por los barrancos del monte, en donde
estaba el santuario.

La noticia causó una gran indignación entre el ejército y los paisanos;
se decía que los carlistas atropellaban las leyes de la guerra, y la
indignación era mayor en los soldados que guarnecían la Ciudadela, pues
éstos, en su mayor parte, pertenecían al regimiento de Saboya, el cual
había sido el más castigado por los carlistas en el Santuario del Hort.
Se añadía que, antes de matarlos, los carlistas atormentaban a sus
prisioneros.

Estos rumores, verdaderos o falsos, se fueron exagerando al correr de
boca en boca y avivaron el furor de los liberales barceloneses. La
rabia contra los enemigos de dentro y de fuera se hacía frenética y
desesperada.

--Hay que acabar con los que nos asesinan--se gritaba.

--Es necesario hacer algo ejemplar.

María Rosa y Elena vinieron a mi casa pidiéndome consejo, pero yo no
sabía qué aconsejarlas.

El día 4 de enero amaneció frío y triste. Estaba lloviendo. Barcelona
tomó un aire de revuelta. En las primeras horas, tambores tocando
generala pasaron, seguidos de grandes grupos, por la Rambla. Iban
hacia la plaza de Palacio, donde la multitud engrosaba por momentos.
Marchaban las patrullas de acá para allá, gritando, exasperadas.

Por entonces, en la plaza de Palacio, frente a la Lonja, se estaba
construyendo un edificio grande por un capitalista catalán, Xifré,
enriquecido en la Isla de Cuba. Al mismo tiempo se trabajaba en
ensanchar la plaza. Con la lluvia se hallaba ésta convertida en un
barrizal.

Elena y María Rosa no se apartaban de las proximidades de la fortaleza
en que se encontraban prisioneros sus maridos.

Custodiando la Ciudadela no había el día 4 de enero mas que un pequeño
destacamento del regimiento de Saboya, que no llegaba a ciento
cincuenta hombres; ocho artilleros y ochenta milicianos nacionales. Al
mediodía del 4 se reforzó la guardia con unos sesenta soldados, única
fuerza útil de un batallón del 20 de línea, que ni siquiera tenía armas.

Por lo que se dijo, el general Pastors, al oír que el pueblo intentaba
asaltar la Ciudadela, y sabiendo que se hallaba completamente
desguarnecida, salió de su casa, tomó un coche y, atravesando el gentío
que le obstruía el paso, llegó a la fortaleza.

Al caer de la tarde, la muchedumbre, en la plaza de Palacio, era
imponente; se decía que los oficiales carlistas más comprometidos se
habían fugado de la cárcel, y que el Gobierno contemporizaba con los
enemigos de la libertad. Al parecer, los batallones de la Milicia
estaban dispuestos a dejar hacer a los ciudadanos decididos para que
estos tomasen las represalias que quisieran.

Al obscurecer, la multitud se decidió, se movilizó y comenzó a marchar
hacia la Ciudadela. El movimiento parecía pensado, premeditado. Alguien
daba las órdenes, aunque no se sabía quién. Los tambores tocaban
generala. «¡Viva la Petita!»--gritaban unos--. «¡Viva Cristina y vinga
farina!»--decían otros; y estos gritos se mezclaban con los de la gente
que vitoreaba a la Libertad y a la República.

Seguía lloviznando.

Entre los grupos vi al Caragolet, harapiento, con su gorro rojo en la
cabeza, tocando un tambor. Un gentío inmenso se acercó al rastrillo, lo
empujó, lo rompió y comenzó a adelantar hacia la puerta de la muralla.

Por dentro levantaron el puente levadizo. Los amotinados vacilaron un
instante. Entonces, un grupo de hombres, dirigidos por el Bacallanet y
por otros que hablaban catalán y que no se sabía quiénes eran, fueron a
la plaza de Palacio, cogieron de las obras que allí se estaban haciendo
dos grandes escaleras y las trajeron entre los aplausos de la multitud.

Mientrastanto, algunos amotinados habían inundado los fosos y los
glacis de la Ciudadela, y pedían a gritos que les entregasen los
prisioneros carlistas.

Los directores del motín conferenciaron y decidieron, sin duda,
esperar a que entrara la noche para dar el asalto.

¿Quiénes eran estos hombres? Lo pregunté. Nadie los conocía.

La multitud se estrellaba contra los muros de la Ciudadela como las
olas de un mar turbulento; pronto se hizo completamente de noche, y
comenzaron a brillar antorchas, que iban y venían de un lado a otro en
la explanada y en los fosos.

Contemplaba yo la escena sobrecogido cuando se me acercó Elena.
Me sorprendió, porque venía vestida de hombre. Me dijo que estaba
dispuesta a salvar a su marido, de cualquier manera que fuese.

De pronto vimos una silueta iluminada por un hacha de viento humeante
en lo alto de la muralla, y supimos que era el gobernador de la
Ciudadela que arengaba a la multitud. Yo no le oí; me dijeron que había
preguntado a los sublevados qué es lo que querían y que éstos habían
contestado:

--Queremos a los presos; queremos a O'Donnell.

El gobernador dijo que no tenía atribuciones para entregar a los
prisioneros, y que lo haría si le mostraban una orden superior. Los
amotinados contestaron con terribles alaridos, exigiendo que se les
entregara a los presos inmediatamente. El general se retiró de la
muralla y volvió a aparecer de nuevo, poco tiempo después, a la luz de
una antorcha, a proponer que el pueblo nombrase un parlamentario y
que, en unión de un coronel que estaba entonces en la Ciudadela, fueran
a visitar a la primera autoridad militar de Barcelona.

El Bacallanet y sus amigos discutieron entre ellos; se oyeron frases
contra el Gobernador; alguien dijo que no había que hacer caso de sus
palabras, sino comenzar en seguida el asalto.

El problema estaba en saber lo que haría la guarnición; si ésta
comenzaba a disparar era imposible entrar en el castillo. El Bacallanet
y los suyos afirmaron que la guarnición no dispararía.

Se colocaron las dos largas escaleras en el foso, enfrente cada una
de una tronera, y comenzó a subir por ambas una fila de personas. El
primero que se lanzó al asalto fué el Caragolet. Llevaba una antorcha
en la mano, iba harapiento, sin gorro, con los pelos alborotados, la
cara llena de rabia y de cólera.

Tras él subieron la Nas, la Escombra y el Mussol; luego, Ramón Secret,
y poco después, Arnau.

A la luz vacilante de las antorchas se vió ir subiendo, por las dos
largas escaleras, filas de hombres decididos e iracundos.

Se veían caras foscas, duras, barbudas, la mayoría con el gorro rojo
sobre las greñas; algunos pocos iban armados con sables y fusiles; dos
o tres llevaban el cuchillo entre los dientes.

Toda esta gente avanzaba con una terrible decisión. De pronto se abrió
el puente levadizo y comenzó a bajar, con lentitud, hasta cubrir el
foso.

Aquella puerta abierta de la muralla, un arco negro iluminado por la
luz de las antorchas, me pareció la entrada del Tártaro. Creí que iba a
aparecer algún pantano fétido con algún sombrío Caronte.

Las turbas, al ver el paso franco, se lanzaron adentro como una ola
embravecida. Yo penetré, empujado por la multitud, en aquellos dominios
del Orco. Era como una marea cenagosa que iba subiendo e inundándolo
todo.

El general Pastors se presentó delante de la desbordada muchedumbre
intentando aplacarla; quiso hacerse obedecer por la tropa, pero ésta
apenas le hizo caso; por el contrario, muchos soldados del regimiento
de Saboya se unieron con los sublevados y les entregaron sus fusiles.

--Hay que vengar a nuestros compañeros, amigos y parientes asesinados
por los carlistas. ¡A muerte los presos!

Entonces, a la siniestra luz de las antorchas, se vió a esta multitud
de frenéticos y de sicarios entrar en los cuarteles y en los calabozos.
Arrebataron al alcaide las llaves, forzaron a balazos las puertas que
no podían abrir, sacaron a los presos y los fueron matando a tiros, a
sablazos y a cuchilladas.

La salvaje marea subía furiosa, golpeando a derecha e izquierda y
dejando por todas partes huellas de sangre.

Muchos de los presos se arrodillaban implorando la misericordia de los
amotinados: no les valía. Uno que había sido sacado a empellones de su
encierro y vió aquella horrible carnicería, alzó en sus brazos a un
niño de pecho, gritando:

--Tened piedad de mi hijo.

--Dámelo--gritó un hombre del pueblo; y mientras éste lo cogía en sus
brazos, otro atravesaba el corazón del padre de una puñalada.

Según dijeron, O'Donnell, que vió acercarse a los amotinados por un
corredor, gritó con desesperación:

--Me van a asesinar; ¡oh!, si tuviera una espada.

Inmediatamente cerró la puerta de su calabozo; pero los asaltantes la
abrieron a tiros y a culatazos.

O'Donnell se refugió en un rincón; los sublevados le dispararon varios
tiros y cayó al suelo. Vivo aún, lo cogieron y por una ventana lo
echaron al foso. Como una manada de lobos feroces, la turba se arrojó
sobre aquel cadáver, le ataron una cuerda a los pies y lo llevaron
arrastrando por el suelo hacia el centro de la ciudad.

Gran parte de la gente que andaba por los fosos salió aullando,
corriendo, detrás de aquel despojo sangriento. La marea de sangre
comenzaba a bajar.



                                XXIII.

                               FURINALIA


DE pronto, Elena se acercó a mí y me dijo:

--Venga usted, ¡por Dios!, a ver si salvamos a mi marido.

La seguí, y fuimos los dos hasta uno de los almacenes de pólvora en
el que se habían refugiado Moro-Rinaldi y Vidal; pero los asaltantes,
ávidos de nuevas víctimas, recorrían todas las instalaciones de la
Ciudadela. Al final de un corredor del almacén de pólvora en donde
estaban Vidal y Moro-Rinaldi apareció el general Pastors con otros dos
oficiales y gritó, con su acento catalán duro y violento, que antes
que forzar la puerta hollarían su cadáver, pues de entrar allí con las
antorchas podrían producir una explosión que sepultaría a todos bajo
las ruinas de la Ciudadela y de gran parte de la ciudad.

La energía de las palabras del general probó, sin duda, a los
sublevados que eran verídicas. Iban a volver atrás cuando uno de
ellos, señalando a Moro y a Vidal, dijo:

--Estos son presos carlistas.

Elena gritó con voz aguda:

--No; han entrado en la Ciudadela conmigo.

--Es verdad--afirmé yo--; y acababa de decir esto cuando aparecieron en
el corredor la Nas, la Escombra y el Mussol como tres lobas furiosas,
las tres pálidas, con los ojos ardientes, una de ellas armada con una
hoz, y seguidas del Caragolet, con un sable en la mano.

Yo pensé que eran fantasmas que brotaban de la noche y de las
profundidades del Averno.

Las tres furias gritaron con energía que no era cierto, que eran
prisioneros carlistas. Pastors y los oficiales nada dijeron a favor de
los presos, e inmediatamente los amotinados los sacaron al foso.

--¡La _jettatura_! ¡La _jettatura_!--repitió varias veces Moro-Rinaldi,
pálido de terror.

El Caragolet enarboló el sable, y de un terrible sablazo en la cabeza
tumbó al italiano en el suelo; las tres furias de la casa del Negre se
echaron sobre Vidal y lo acuchillaron. Inmediatamente desaparecieron,
reabsorbidas en el caos de aquella noche horrible.

Elena dió un grito como si le hubieran herido a ella, y cayó al suelo.
Yo la levanté como pude. Ella temblaba convulsivamente. No había nada
que hacer; la tomé de la mano y la ayudé a salir de la Ciudadela.

--¡Si pudiera usted recoger su cadáver!--me dijo.

No la contesté; llevaba yo una tea en la mano, que no sé de dónde la
cogí, y a su luz veíamos en el suelo charcos de sangre, cadáveres
y restos humanos. La lluvia había dejado el suelo lleno de barro.
Fuera aprensión o realidad, me pareció que había un vaho espeso en la
atmósfera y que el aire olía a sangre. Se oían gritos y lamentos de
mujeres y de moribundos.

Salimos como pudimos de aquel sombrío Aqueronte. Elena muchas veces
se detenía y se echaba a llorar; yo la agarraba por la cintura y la
llevaba casi arrastrando. Me temblaban las piernas y todo el cuerpo;
debía tener fiebre. Llegamos a la fonda, subimos las escaleras, dejé a
Elena en su cuarto y salí a la calle.

Me encontraba en un estado de exaltación tan grande, que iba hablando
solo; comprendía que no podría dormir aquella noche, e instintivamente
eché a andar.

Salí a la Rambla. Me crucé con un grupo de gente que gritaba:

--¡A las Atarazanas, a las Atarazanas!

Yo fuí instintivamente hacia la Ciudadela. Marchaba por la Rambla a
obscuras, cuando vi un grupo de gente que saltaba y gritaba alrededor
de una hoguera.

--¿Qué hay, qué pasa?

Había en el suelo un bulto informe y sangriento: era la cabeza y los
restos de O'Donnell, que habían echado a las llamas.

Llegué a la Ciudadela y me acerqué a ella. La matanza había cesado,
los amotinados habían hecho una gran hoguera en la plaza de Armas con
la paja de los jergones y con todas las tablas que habían encontrado y
estaban quemando los muertos. Una terrible humareda salía de aquella
fúnebre pira.

En esto, a la luz de una antorcha, encontré a Jaime Vidal, que andaba
buscando el cadáver de su hermano. Jaime creía que Arnau y Secret
habían matado a su hermano; yo le conté lo ocurrido.

Salimos a la plaza de Palacio y después a la Rambla. Seguía habiendo
grupos; oímos contar que en las Atarazanas la tropa y la Milicia
se negaron a hacer fuego contra los amotinados, y que penetró en
la fortaleza una comisión que, provista de linternas, registró los
calabozos, sacando a los presos carlistas de los escondrijos donde
se habían refugiado. Uno de ellos se había metido en el tubo de una
chimenea, y los sublevados lo hicieron salir disparando sus pistolas
hacia arriba. Todos los presos fueron sacados de la fortaleza e
inmediatamente degollados por la turba feroz.

En las torres de Canaletas se repitió, según dijeron, la misma escena,
y en el Hospital Militar ocurrió otra más horrible aún, pues tres
infelices heridos que se encontraban allí fueron arrancados de sus
camas y fusilados en la calle.

En la Rambla la gente cantaba y gritaba celebrando la matanza; yo
estaba asombrado de tanta ferocidad. Así debían ser las matanzas de los
almogávares en los pueblos de Oriente.

Al volver a casa, en un terrible estado de abatimiento, vi a un cura
que iba a dar el viático rodeado por cuatro hombres, con cirios, y me
pareció que todas las campanas de la ciudad tocaban a vuelo.



                                 XXIV.

                           AL DÍA SIGUIENTE


A las altas horas de la noche llegué a casa y me metí en la cama.
Apenas pude conciliar el sueño, y me desperté a cada paso soñando con
que me encontraba en la Ciudadela y confundiendo esta impresión con
otras impresiones lejanas. Por la mañana me levanté y no quise salir de
casa. Por lo que me dijeron, a las seis de la tarde del día 5 algunos
nacionales, reunidos en la plaza del Teatro, empezaron a difundir la
alarma disparando tiros y dando gritos revolucionarios. Al parecer,
ésta era la señal de un movimiento sedicioso. Los directores debían ser
de los que se reunían en el primer piso de mi casa, porque durante la
tarde no apareció ninguno de ellos.

Los grupos comenzaron a vitorear a la Constitución e hicieron que se
reunieran con ellos los batallones de la milicia.

A los grupos de la plaza del Teatro se añadieron otros, y al anochecer,
el más numeroso, sostenido por las fuerzas de la milicia, se presentó
en la plaza de Palacio con un gran letrero, en donde se leía escrito
con letras grandes: «Viva la Constitución de 1812».

El letrero fué colocado en el pórtico de la Lonja, iluminado por dos
grandes antorchas y custodiado por dos centinelas.

Cuadrillas con banderolas desplegadas comenzaron a recorrer las calles;
la gente los vitoreaba al paso.

Se asaltó, según se dijo, la casa de un canónigo de la calle del
Paraíso, y se temió que fueran a continuar los horrores del día
anterior.

Debió de haber después gran confusión entre los batallones de la
Milicia nacional; unos, según se dijo, eran partidarios de secundar el
movimiento, y otros no querían que la Constitución saliera de un motín
tan sangriento y tan turbio como el del día anterior.

El segundo general, don Antonio María Alvarez, publicó dos bandos muy
enérgicos, arengó a las tropas, y por lo que se contó, uno de los
batallones de la Milicia, el que llamaban de La Blusa, se resistió a
retirarse. El médico don Pedro Mata, que era capitán de este último,
consiguió convencer a su gente y el movimiento fué sofocado.

El día 7 nos dijeron en la casa que Aviraneta, el conspirador
madrileño, acababa de ser preso y trasladado a un barco inglés que
estaba surto en el puerto.



                                 XXV.

                                EPÍLOGO


UNOS días después fuí a ver a Elena y a María Rosa; las dos estaban
inconsolables. Elena había pensado ir a vivir a Francia; María Rosa me
dijo que hablara a su padre para reconciliarse con él. Arnau fué a la
fonda de las Cuatro Naciones y acogió a su hija con afecto. Se dispuso
que Arnau, Secret, María Rosa y yo volviéramos a Tarragona.

Elena se despidió de María Rosa y de mí llorando; yo no sabía qué
decirla.

Nos citamos con Arnau, para las diez de la mañana, en el puerto. Yo
llegué demasiado temprano y me asomé a la Ciudadela. Hacía una hermosa
mañana de sol. El cordelero de la Explanada estaba trabajando como en
días anteriores; iba y venía tranquilamente, con su manojo de estopa en
la cintura, y el chico daba vueltas al carretel.

De la tragedia pasada no quedaba ni rastro. Volví hacia el puerto.
Todavía era temprano. En los Encantes vi que se vendían botones,
galones y armas que procedían, seguramente, del asalto de la Ciudadela.
Dos hombres, sin duda dos de los asaltadores, mientras comían unas
naranjas contaban sus hazañas de la noche de la matanza.

Vinieron Arnau y su familia, y nos embarcamos y llegamos a Tarragona.
Yo recibí por aquel tiempo carta de Málaga diciéndome que volviera,
porque nuestros asuntos habían mejorado de tal manera que podíamos
vivir allí cómodamente y sin apuros.

No tuve más remedio que volver. Un domingo, a final de enero, fuí a
despedirme de Arnau y de su familia a la torre próxima al Hostal de la
Cadena.

Hacía un día magnífico, un día ya de primavera. En los huertos, los
almendros y los avellanos se mostraban llenos de flor, y las naranjas
brillaban, doradas, en el obscuro follaje. Estuvimos en el cenador
del jardín de la torre de Arnau, Pepeta, María Rosa y yo. Sentíamos
los tres que algo había pasado por nuestra vida, dándole una gravedad
inusitada.

El cielo estaba azul y el mar tranquilo; las olas llegaban plácidas,
perezosas, a la angosta playa.

Las chicas de la vecindad, en corro en la carretera, cantaban con voz
aguda:

      A las chicas de este pueblo
    las tengo que regalar
    unas tijeritas de oro
    para aprender a bordar.

Yo estuve ensimismado mucho tiempo oyendo el canto de las niñas y el
rumor de las olas, hablando de tarde en tarde maquinalmente, hasta que
me levanté, saludé con precipitación y me marché. Se hacía de noche y
tocaban los tambores la retreta en los cuarteles...

Al día siguiente era la marcha.

Doña Gertrudis y Eulalia me abrazaron y prometieron escribirme.

Dejé Tarragona con tristeza, y me acomodé de nuevo en Málaga, en donde
comencé a trabajar en sociedad con mi hermano en el antiguo escritorio
de mi padre. Pronto llegamos a consolidar nuestra casa comercial.

Llevaba varios meses sin hacer caso de mi gran poema la _Batalla de
Lepanto_, cuando un día lo saqué del armario donde lo tenía guardado, y
me puse a leerlo. Me produjo una terrible desilusión. Me pareció frío,
hueco, sin vida. Pensé si podría conservar algo de él, pero todo era
igualmente malo y decidí quemarlo. Comprendí que aquello era lo mismo
que romper con mi juventud; pero no vacilé y eché el manuscrito al
fuego.

Un año después de mi partida de Tarragona, Eulalia me escribió una
carta dándome noticias.

Un día que se hallaban en la torre de Arnau éste y Secret sonaron dos
tiros, y Arnau cayó herido en el hombro. Secret avanzó hacia donde
habían tirado, con la pistola amartillada, y recibió un tiro, y cayó
muerto. El matador era Jaime, el hermano de Pedro Vidal. Por lo que
se supo después, Jaime volvió a Tarragona, entró en la Catedral y se
acercó al confesonario del canónigo Roquebruna.

--Don Guillermo.

--¿Qué hay, hijo mío?

--Acabo de matar a un hombre y de dejar a otro malherido.

--Calla, podrían oírte; arrodíllate delante del confesonario y cuenta
lo que has hecho.

El canónigo entró en el confesonario; Jaime se arrodilló y contó lo que
había pasado. Cuando hubo concluído su relato, el canónigo le dijo:

--Sígueme muy de lejos y sin que te vea nadie.

Atravesaron la catedral, que estaba a obscuras, uno tras otro; entraron
en el Palacio del Arzobispo, y se acercaron a una torre que tenía una
lápida sepulcral, con un auriga esculpido y una inscripción en latín
en la que se decía que el finado hubiera preferido mejor morir en el
circo que de la fiebre. Pasaron a un cuarto pequeño que daba a la
terraza de un antiguo baluarte, y el canónigo dijo a Jaime:

--Aquí estarás escondido una semana; luego pasarás al campo carlista.

Efectivamente, Jaime estuvo escondido en el Palacio Arzobispal, y
después se marchó con las tropas de Tristany, en las que ingresó como
alférez.

De mis amigos de Tarragona supe que Arnau, de viejo, había comenzado a
ir a la iglesia; que María Rosa se casó con un militar, y Pepeta, con
Pascual el hortelano, el Vertumnio de la torre próxima al Hostal de la
Cadena.

Al acabar la guerra civil me volvió a escribir Eulalia: me decía que
había visto a Elena en Tarragona, que tenía una niña y que estaba
guapísima.

Eulalia añadía que Elena me recordaba constantemente, y me aconsejaba
que tuviera un arranque, fuese a Tarragona y me casara con ella. Se
me ocurrió consultar el caso con mi hermana y contarle la historia de
Elena; mi hermana me disuadió; me convenció de que una mujer así, tan
decidida, no me convenía. Después me arrepentí de seguir su consejo.

    Itzea, junio, 1921.



                     LOS BASTIDORES DE LA TRAGEDIA

                            SEGÚN AVIRANETA


HABÍA leído el relato anterior a mi amigo don Eugenio, y éste me dijo:

--Esa historia que copiaste del Diario de ese señor malagueño
representa el lado público de la tragedia de Barcelona; ahora te
contaré yo el lado privado; seguramente, menos novelesco y con menos
ringorrangos. No soy nada partidario de la literatura en la Historia. A
mí me gusta la relación de los hechos ciertos, claros, escuetos y sin
adornos.

--A mí también. Lo malo es que no hay hechos claros, ciertos y escuetos.

--¿Cómo que no?

--Naturalmente que no. Si los hechos fueran tan claros en la
Historia, usted no tendría motivo para quejarse de haber sido juzgado
injustamente.

--Es que a mí se me ha tratado con una injusticia deliberada. Entre
los clericales y los farsantes de la masonería me han hecho el vacío.
Yo he preferido no ser nada que no medrar apoyado por miserables
imbéciles. Hoy, si empezara a vivir, haría lo mismo.

--Bien. Es que usted no tiene sentido social alguno, y, además, sucede
que esos hechos que usted cree tan claros y tan escuetos no lo son.

--¿Esa es tu opinión?

--Sí.

--No es la mía.

--Bueno, no discutamos; siga usted con lo que iba a decir.

--Habrás leído mi folleto _Mina y los proscritos_.

--Sí.

--No es la verdad completa, porque lo escribí en la emigración, en
Argel, y me hallaba verdaderamente furioso.

--¿Y los hechos? ¿Esos hechos que son tan claros, según usted?

--En mi folleto se advierte irritación y rabia; pero los hechos hablan
claros.


                                                            EN ZARAGOZA

El verano de 1835 me encontraba yo en Zaragoza, escapado de la Cárcel
de Corte, viviendo pobremente en una casa de huéspedes de la calle de
San Pablo. Allí publiqué un folleto titulado _Lo que debería ser el
Estatuto Real o derecho público de los españoles_, en la imprenta de
Ramón León.

El publicar este folleto me atrajo la hostilidad de los moderados y
de gran parte del partido liberal, que trabajaba con todo su poder
para ahogar la revolución, que muchos considerábamos necesaria y que
dirigíamos los de la Sociedad Isabelina.

Yo creo que nuestro plan era, por entonces, el más claro; consistía en
restaurar la Constitución, más o menos modificada, instalar un Gobierno
liberal de orden y acabar con el carlismo, tanto por medios políticos
como por la fuerza militar.

Reunir el patriotismo en un centro común, decía yo en mi folleto; hacer
al carlismo una guerra de exterminio y trabajar incesantemente hasta
conseguir una verdadera representación nacional, he ahí los constantes
desvelos de los isabelinos.

Mis planes--seguía diciendo después--nunca se dirigieron al
establecimiento de una república en España. Republicano por principios,
estoy plenamente convencido de que los españoles, desgraciadamente, no
nos hallamos en estado de abrazar el sistema de gobierno más barato y
perfecto que se conoce desde el origen de las sociedades.

--¡Pero, hombre, don Eugenio, qué utilitarismo más vulgar!

--Hay que tener principios, y el utilitarismo ha sido el principio
capital de nuestra época. Sigo adelante.

Las ambiciones personales destrozaron nuestro partido. Nosotros no
creíamos que fueran indispensables estas o las otras personas para
la marcha de las instituciones liberales. Entre nuestros políticos
no había grandes lumbreras, y pensábamos que todos o casi todos se
podían reemplazar. Esto producía en la clase política, convertida en
oligarquía, una cólera terrible. ¿No creíamos que Argüelles, Toreno o
Mendizábal eran insustituíbles? Pues éramos anarquistas, perturbadores,
dignos del presidio.

Como los oligarcas tenían el mando y el dinero, la traición en nuestras
filas era frecuente. Muchos de los individuos de las juntas isabelinas
se pasaron secretamente al campo enemigo y ofrecieron sus servicios al
conde de Toreno.

Por este tiempo, el gobernador civil de Zaragoza publicó un bando
contra los forasteros que habitaban la ciudad; y aunque indirectamente
y sin nombrarme, me señalaba a mí con tales detalles, que los
isabelinos todos comprendieron que se trataba de expulsarme.

En dicho bando se mandaba que los forasteros que no tuviesen
pasaporte, o que teniéndolo no fuera legítimo, se presentasen en el
Gobierno civil o salieran de la provincia. Yo, ni me presenté ni salí
de Zaragoza. Los patriotas y amigos míos se ofrecieron a sostenerme y a
defenderme en el caso de que se me quisiera expulsar de allí.


                                                         «EL CONSABIDO»

Al comienzo del mes de septiembre, el ministro de la Gobernación, don
Ramón Gil de la Cuadra, me escribió una carta pidiéndome que dirigiese
una circular a los socios de la Isabelina, a fin de que cooperasen con
todos sus esfuerzos a favor de Mendizábal, el hombre de los milagros.
Lo hice así, y con la mejor intención movilicé a mis amigos políticos
de Madrid y de provincias.

--¿Era usted todavía hombre influyente?

--Sí, ya lo creo. Estaba en auge.

A consecuencia de las comunicaciones que se cambiaron entre el ministro
y yo se estableció una correspondencia amistosa. Don Ramón Gil de la
Cuadra, me pidió mi parecer acerca de la marcha que debía de seguir
el nuevo ministerio, y yo le contesté dándole las soluciones que a mí
se me figuraban las más oportunas en aquel momento. Gil de la Cuadra
contestaba a mis cartas firmando: _El Consabido_.

Después de un mes o mes y medio de correspondencia, Gil de la Cuadra
me preguntó en una carta qué pensaba hacer, qué proyectos tenía; yo
le expliqué en qué situación me encontraba, y, al poco tiempo, él me
escribió diciéndome que, a su parecer, lo que más me convenía era que
el Gobierno me diese una comisión activa que me produjera un modo
decente de vivir de mi trabajo, y que más adelante, por medio de
la influencia de Mendizábal, me colocaran en un destino fijo en el
ejército.

Pregunté a Gil de la Cuadra adónde había pensado enviarme en comisión,
y me contestó que a Barcelona.

Los amigos de Zaragoza me hicieron desconfiar; según ellos, en
Barcelona me esperaba el fracaso; la ciudad condal tenía en
política cierta autonomía, y no siendo yo catalán no podría hacer,
probablemente, allí cosa de provecho.

Comuniqué esta opinión de mis amigos a Gil de la Cuadra, y éste me
replicó enfadado diciéndome que hacía mal en no ir a Barcelona, y que
allí era donde podía ejercer mi actividad con mayor provecho.


                                                             MENDIZÁBAL

A mediados de octubre escribí a mi amigo don Tomás de Alfaro, hermano
político de Mendizábal, rogándole hablase a éste para que me remitiera
un salvoconducto con el cual pudiese regresar a Madrid.

A vuelta de correo recibí el permiso, y me presenté en la corte el
mismo día de la apertura de los Estamentos.

Supe que los partidarios de Toreno y de Martínez de la Rosa trabajaban
para que otra vez se me encerrara en la Cárcel de Corte, pretextando
la existencia de un mandamiento de prisión dado contra mí, a causa de
mi fuga del mes de agosto; pero Mendizábal se opuso y me libertó de un
nuevo atropello. Fuí a ver a don Juan Alvarez Mendizábal a la calle de
Atocha, 65, donde vivía, y a la Presidencia.

En las varias ocasiones que tuve de hablar con el presidente del
Consejo, éste me recibió con gran atención, me auxilió en mi desgracia
y me quiso emplear de una manera honrosa y decente.

Tú ya le has conocido a Mendizábal, y recuerdas seguramente cómo
era: muy alto, con un tipo aguileño de judío, por lo que Borrow lo
encontraba aspecto de un Beni-Israel; el pelo, ya que comenzaba a
blanquear, y la levita, inglesa, de corte irreprochable.

--Una pregunta.

--Venga.

--¿Usted sabe por qué Mendizábal, que se llamaba Alvarez y Méndez,
cambió de apellido y se llamó Mendizábal?

--Creo que el motivo principal fué borrar el aire judaico que tenían,
por entonces, entre los gaditanos, sus apellidos, sobre todo el de
Méndez. Había en Cádiz la casa de los Méndez, que se tachaba de judía.
Los Alvarez eran desconocidos; todo el mundo tenía la tendencia de
llamar a Mendizábal, Méndez, y suponer que era judío, aunque Mendizábal
estaba bautizado, y sus padres también. Alvarez Méndez, Méndez
Alvarez... Esto último sonaba a Mendizábal, apellido vasco, por lo
tanto, poco sospechoso de judaísmo, y don Juan lo adoptó.

--Es una versión lógica.

--Mendizábal--siguió diciendo Aviraneta--hablaba de una manera muy
premiosa, que a veces sabía ser cordial. Yo le había conocido cuando la
revolución del año 20, pero él ya no se acordaba de mí.

Me preguntó qué quería; le expliqué que mi causa del 24 de julio
estaba todavía abierta, y que a consecuencia de ella no podía ser
reintegrado en mi destino de Comisario de Guerra. Me habían aconsejado
que presentase en el ministerio una solicitud pidiendo que aquella
causa fuese comprendida en el Real decreto de 25 de noviembre, y que,
en su consecuencia, se sobreseyese.

A Mendizábal le pareció bien que siguiera este procedimiento, y me
aseguró que sobreseería la causa.

Agradecido a tan gran beneficio me ofrecí a él para que me ocupase en
lo que me creyera más útil a la patria, y el ministro me manifestó el
estado crítico de Cataluña, las intrigas que allí se desarrollaban,
atizadas por los carlistas y por los extranjeros, y lo conveniente
que sería el que yo pasara al lado del general Mina para desentrañar
aquellas maquinaciones y auxiliar al general.

--¿Está usted en buenas relaciones con Mina?--me preguntó Mendizábal.

--Sí, soy amigo suyo; no tengo ningún motivo de queja contra él, y creo
que a él le debe pasar lo mismo con relación a mí.

--Mina hace un gran papel en Cataluña--añadió don Juan--; es muy
querido por los liberales del país, pero no tiene flexibilidad alguna;
cree que a cañonazos y a tiros ha de dominar la situación, y en esto
se engaña. Sería por eso conveniente que un hombre diplomático y de
espíritu flexible, como usted, se reuniera a él y lo aconsejara.

--Pues, nada, iré a Barcelona.

--Bien. Yo le daré a usted una carta.

La carta que me dió Mendizábal decía así:


  «Excmo. Sr. D. Francisco Espoz y Mina.

  »Madrid, 30 noviembre de 1835.

  »Mi querido general: Por los beneficios que deben resultar a la
  justa causa y por el concepto que me merece el dador de ésta, el
  señor de Aviraneta, suplico a usted le considere como persona de
  confianza; de la buena inteligencia y acuerdo de ustedes no dudo
  resultarán motivos de satisfacción para todos, y en esta creencia
  preveo igualmente que accederá usted a mis deseos.

  »Es de usted siempre afectísimo amigo, que besa su mano,

  »_J. A. y Mendizábal_».


Los días siguientes fuí a ver a don Ramón Gil de la Cuadra. Ni en el
ministerio ni en su casa pude encontrarle.


                                             DON RAMÓN GIL DE LA CUADRA

Don Ramón Gil de la Cuadra era vizcaíno, de Valmaseda; había viajado
por América, Filipinas y la India inglesa; era aficionado a las
matemáticas y a las ciencias naturales. Tenía mucha suspicacia y era
muy enemigo de la gente joven y activa.

Durante los años de la emigración, en Londres, después de 1823, se hizo
tan íntimo de Mina, que se le consideraba como su mentor. Le escribía
los planes de las conspiraciones y los proyectos futuros de los futuros
gobiernos liberales.

Se tenía de él un gran concepto, y formaba con Argüelles, Calatrava,
Ferrer, Gamboa, etc., un grupo de doceañistas, al que algunos llamaban
el de los Magnates, y también el de los Viejos Cardenales. Don Ramón
era serio y reservado, tenía mucho prestigio, y excepto Alcalá Galiano,
que le odiaba, los demás le consideraban como un gran hombre.

La mala acogida de don Ramón Gil de la Cuadra renovó mis sospechas de
Zaragoza, que se aumentaron aún con los datos que me dieron algunos
amigos. Me dijeron que don Ramón hablaba mal de mí; que me pintaba como
un intrigante y como un alborotador, y que decía que sería conveniente
que me expulsaran de España.


                                                       LOS DOCTRINARIOS

--Pero esta hostilidad, ¿no tenía algún otro motivo particular?--le
pregunté yo a don Eugenio.

--No, que yo sepa; todos estos políticos viejos eran doctrinarios,
gentes de principios cerrados, ordenancistas; ellos, como los médicos
de Molière, preferían que el enfermo se muriera a dejar de seguir
los preceptos de Hipócrates. Comprendían, claro es, que en tiempo de
revoluciones y de revueltas no se puede marchar siguiendo la ley al pie
de la letra; pero en vez de confesarlo así y obrar en consecuencia,
tomando el mejor camino por intuición, buscaban sutilezas y argucias
para dar a la arbitrariedad una apariencia legal.

Por otra parte, estos viejos mandarines eran masones de los que creían
en la parte mística de la secta, o por lo menos la respetaban, y me
consideraban a mí como un hereje porque yo siempre había mirado las
cuestiones simbólicas de la masonería como verdaderas mamarrachadas
indignas de ser tomadas en serio. Además, estos doctrinarios creían que
sin intervenir ellos no se podía hacer nada, y tenían una suficiencia y
una vanidad completamente morbosa. Todos los que no estaban con ellos,
los que no les adulaban y no les jaleaban eran sus enemigos. En su
grupo, los diputados de 1812 eran dioses; los del 20 al 23, semidioses;
el que completaba el prestigio habiendo estado en la emigración en
Londres podía considerarse en el Olimpo. El que no cumplía alguno de
estos requisitos no valía nada; yo no tenía ninguno de ellos, razón
por la cual no se me consideraba persona grata. Por otra parte, mis
opiniones políticas audaces habían irritado de tal manera a Gil de la
Cuadra, a Calatrava y a sus amigos, que desde entonces me tomaron un
odio terrible y no me perdonaron.


                                                           DESCONFIANZA

Preocupado, le pregunté al pariente de Mendizábal si es que el Gobierno
quería desprenderse de mí, y Alfaro me dijo que don Juan no era
capaz de una perfidia semejante, y que sí desconfiaba que no fuera a
Barcelona. Ante esta afirmación me decidí; no tenía otro remedio.

La víspera de mi salida de la corte encontré, cerca de la Casa
de Correos, a Gil de la Cuadra, a quien manifesté claramente mi
desconfianza. Don Ramón, después de excusarse de no haberme recibido,
por haber estado muy enfermo y muy atareado, me indicó que en aquel
momento acababa de echar una carta para el general Mina, avisándole
que yo llegaría al final de mes, comunicándole la comisión que llevaba
a Barcelona y recomendándome eficazmente.

El 5 de diciembre salí de Madrid para Valencia; esperé allí quince días
la llegada del _Balear_, un vapor con la tripulación catalana, y el 24
del mismo mes me embarqué para Barcelona.


                                                            EN VALENCIA

En los quince días que estuve en Valencia me dediqué a leer periódicos
y a enterarme de los asuntos de Barcelona; leí varios folletos, entre
ellos uno de Raull y otro de Bertrán Soler acerca de la asonada,
seguida del incendio de los conventos, de la ciudad condal. Estas
lecturas me hicieron pensar que quizá Barcelona estaba en vísperas de
una gran conmoción popular como en tiempo del Corpus de sangre. Me
figuraba la ciudad catalana un Nápoles de la época de Masanielo.

Como tenía una idea muy vaga de la acción de este personaje, pedí
algún libro acerca de él en la librería de Cabrerizo, y me dieron uno
de un autor francés, Defaucompret, titulado _Masanielo u ocho días
en Nápoles_, que era una novela. Busqué otros libros sobre el héroe
napolitano, pero no encontré mas que éste.

Supuse, más o menos por inducción, que un pueblo como Barcelona, en
aquellas circunstancias, estaba abocado a tener un jefe revolucionario
y popular. Me engañé en absoluto; yo no podía prever la carencia de
hombres de inteligencia y de arranque que había en esta época en la
capital del principado.


                                                              BARCELONA

--¿Existía de veras tanta inferioridad?

--Sí; Barcelona, entonces, estaba sin directores; todo lo que
sobresalía no pasaba de la más absoluta mediocridad; los que querían
erigirse en caudillos eran gente sin inteligencia, sin valor y sin
abnegación.

Llegué el 27 de diciembre de 1835 a Barcelona; me esperaban en el
muelle dos individuos de la Isabelina: Tomás Bertrán Soler y mi antiguo
asistente, el Chiquet. Junto con ellos fuí a una casa de la calle de
la Puerta Ferrisa, enfrente de la capilla de Montserrat, donde quedé
hospedado.

Al día siguiente me presenté en la Capitanía General a saludar a doña
Juanita, la señora de Mina. Después de ofrecerle mis respetos le
pregunté si no había recibido su esposo una comunicación de Gil de la
Cuadra anunciándole mi llegada. Doña Juanita me dijo que no lo sabía;
su marido había salido para la campaña y no le había dicho nada. Esto
me dió muy mala espina.

Volví a mi casa un tanto preocupado y me dediqué a observar la política
barcelonesa. Esta política era reflejo de la española, aunque más
enconada y personalista.


                                                 POLÍTICOS BARCELONESES

Había por entonces en Barcelona muchos partidarios de Don Carlos,
muchos reaccionarios y absolutistas de buena fe.

Entre los liberales la confusión era grande, y los diversos grupos se
miraban, en su mayoría, con hostilidad. Primeramente había un grupo
de moderados, partidarios del justo medio, ricos, que formaban una
plutocracia conservadora que buscaba la manera de desarrollar grandes
negocios. Parte de estos plutócratas eran masones, amigos del banquero
Remisa, y estaban en muy buenas relaciones con el general Llauder, en
quien tenían muchas esperanzas; en cambio, el pueblo miraba a Llauder
como un traidor y le había dado el sobrenombre de «Meteoro».

Después venían los exaltados, entre los cuales los había de varias
clases; unos eran localistas y no querían ocuparse mas que de lo que
ocurría en Cataluña; otros, nacionales.

Los localistas rechazaban la colaboración de los liberales de Madrid
y del resto de España, y llevaban una política suya exclusivamente
catalana.

Llinás, Gironella, Madoz y otros habían formado una confederación
liberal que abarcaba las cuatro provincias y que tenía un carácter
marcadamente regionalista.

El gran defecto de esta confederación era el ser neutra y poco activa
y el no llegar a tener fuerza mas que en algunos pueblos de la región
próximos a Barcelona.

Entre los liberales nacionales había algunos de tendencias moderadas,
y otros más progresistas; estos últimos se podían clasificar en dos
grupos: los isabelinos, que defendían la idea liberal sin considerarla
adscrita a un hombre, y los partidarios acérrimos de Mendizábal, que no
querían ver nada posible en política sin su jefe.

Había también algunos republicanos y restos de la Sociedad Carbonaria,
sociedad que había fundado en Barcelona un tal Horacio d'Atellis, en
1822, venido de Nápoles.

De estos carbonarios, la mayoría eran militares italianos y polacos, y
en ellos se daba la tendencia de convertir los asuntos nacionales y
locales en cuestiones de índole internacional.

A los pocos días de llegar a Barcelona conferencié con las personas
importantes del partido liberal. Con quienes me vi con más frecuencia
fué con Madoz, Bertrán Soler, Xaudaró, y algunos otros.

Don Pascual Madoz, a quien tú conoces, hacía entonces las veces de
director en el periódico _El Vapor Catalán_. Madoz tenía relaciones con
Mina, el cual le había empleado y dado varias comisiones lucrativas;
era masón, y en esta época se sentía completamente catalán, y con
Gironella, Llinás y otros había formado la confederación liberal de que
te he hablado.

Gironella, el comandante de la Guardia nacional, era hombre rico, un
tanto fatuo y adorador de cuanto diera popularidad. Tenía una casa
importante y una hermosa quinta en Sarriá. Gironella era enemigo de
Bertrán Soler, y me manifestó que con Bertrán él no colaboraba. Le
pregunté si había alguna cosa seria entre ellos, pero no había mas que
rencillas de pueblo.

Respecto a Tomás Bertrán Soler, era escritor y abogado, había publicado
varios folletos y libros; ponía cuando firmaba debajo de su nombre,
como un título, «Ciudadano español»; era un tanto pedante, aunque
sincero y buena persona. Una de sus obras se titulaba _España, libre
por esencia, oprimida por los tiranos_.


                                                                XAUDARÓ

Respecto a Ramón Xaudaró, era un hombre joven, elegante, de bigote
pequeño y sotabarba; formaba parte de un club que se titulaba
«Unitario», que al parecer quería reunir a los liberales de todos
los matices; pero en este club mandaban los moderados, los masones y
principalmente los plutócratas barceloneses. Xaudaró era hombre de dos
caras, audaz, atrevido e inmoral. Sacaba dinero de todas partes.

--¿Cómo?--interrumpí yo--; yo he visto el retrato de Xaudaró en una
estampa titulada: «Víctimas de la causa popular», al lado de Bravo,
Maldonado, Padilla, Porlier, etc.

--¡Bah! así se escribe la Historia.--replicó Aviraneta.

--Ya estamos otra vez en el problema de los hechos.

--Xaudaró--dijo Aviraneta, que no quiso contestar a mi alusión--había
sido confidente de Llauder, y antes, en tiempo del conde de España,
del subdelegado de policía de aquella época, don José Víctor de Oñate.
En la causa que se siguió a los masones en Barcelona, un tal Lucas
Martínez denunció a Xaudaró como confidente de la policía. Decididos
los isabelinos, según me dijo Bertrán Soler, a averiguar lo que podía
haber de cierto en esto, supieron que el dueño de una casa de baños de
Bourg-Madame, en la frontera francesa, el señor Mazlat, tenía listas,
papeles y documentos de Xaudaró por los cuales se podía colegir que
éste había sido un agente provocador que incitaba a los liberales a
entrar en España en la época absolutista y los denunciaba después a la
policía.

Los isabelinos mandaron un emisario a ver estos papeles. El francés
de Bourg-Madame no tuvo inconveniente en mostrárselos, pero no se los
quiso entregar.

La redacción del _Vapor Catalán_ tenía en Xaudaró un gran agente de
negocios; éste hacía campañas para sacar dinero, aspiraba a ser un
dictador de la ciudad apoyándose al mismo tiempo en la plutocracia y en
la gente maleante.

Xaudaró era cínico, atrevido, con una gran avidez de dinero.

Detrás de él, a su sombra, trabajaba Madoz, hombre perseverante,
violento y al mismo tiempo muy zorro, que tenía grandes ambiciones.

El escribano Francisco Raull, con quien hablé un par de veces, había
publicado la historia de la conmoción de Barcelona en la noche del 25
al 26 de julio de 1835; era un hombre vacuo y petulante que escribía
dando más importancia a la palabrería que a los hechos.


                                                            LOS JÓVENES

Entre los jóvenes había gente atrevida, audaz y de ideas muy avanzadas.
Los que más se destacaban eran el médico Pedro Mata, de Reus, que tenía
mucha fama y era capitán del batallón de La Blusa; Laureano Figuerola,
que era de este mismo batallón y alardeaba de republicano; Aiguals de
Izco, el de Vinaroz, masón muy activo y entusiasta de la escenografía
del triángulo y de la escuadra, tipo pequeño, barbudo y un poco
ridículo, que luego se hizo célebre con su novela, a estilo de Eugenio
Sué, _María o la hija de un jornalero_, y Abdón Terradas, autor también
de una novela bastante mediocre titulada _La explanada_, con escenas
barcelonesas de la época del mando del conde de España. Este Terradas
fué uno de los precursores del republicanismo y del regionalismo
catalán.

Casi todos los jóvenes liberales barceloneses eran entonces medio
republicanos, medio carbonarios; muchos de ellos habían colaborado
en el _Propagador de la libertad_, en donde se insertaban artículos
obscuros del iluminado Adolfo Boheman; otros habían publicado algo
en _El Regenerador_, de Bertrán Soler, semanario enciclopédico,
constitucional y españolista.

Carlistas y liberales, exaltados y moderados, isabelinos y
mendizabalistas, regionalistas y patriotas se odiaban todos con
idéntica furia, y el más violento rencor reinaba en la sociedad
barcelonesa.


                                                          UN CONFIDENTE

Una de las cosas que me preocupaba y que comencé a trabajar con los
isabelinos fué el modo de encontrar confidentes que nos pusieran al
tanto de las maquinaciones de los carlistas y de los que les ayudaban
en el extranjero.

Bertrán Soler se dirigió a un redactor del _Vapor Catalán_, un pobre
hombre que había estado empleado en la policía, y éste nos dirigió a un
militar retirado, que vivía en una casa de huéspedes de la calle de la
Boquería, llamado Ribot.

--Si no le encuentran ustedes a él, que será lo más probable--nos dijo
el periodista--, hablen ustedes a su patrona.

Fuí yo solo a ver al hombre, sin aceptar la compañía de Bertrán Soler,
porque éste era capaz de echar un discurso altisonante, demostrando
con sus grandes frases que era necesario trabajar por la patria y por
la Libertad con desinterés y con abnegación.

No encontré a Ribot en su casa, y hablé con su patrona, como me había
recomendado el redactor del _Vapor Catalán_.

Era ésta una mujer de historia, una lagarta de muchas conchas, llamada
doña Enriqueta. Nos entendimos fácilmente, porque al momento hablé yo
de dinero.

Me dijo doña Enriqueta que su huésped Ribot era, efectivamente,
individuo de una Junta carlista que celebraba sus reuniones casi a
diario en Barcelona y que dirigía los asuntos del Principado. Añadió
que a ella no le comunicaba nada de cuanto ocurría en esa Junta; yo le
indiqué que era enviado del Gobierno y que tenía dinero. Hablamos largo
rato y quedamos de acuerdo en que ella sonsacaría al huésped y me daría
informes de lo que se dispusiera en la Junta, a cambio de los datos que
le iría comunicando yo de lo que se acordase en la Isabelina.

Le di a doña Enriqueta algún dinero por anticipado, y ella, cumpliendo
su palabra, me envió informes a casa de mucha importancia.


                                                             MIS PLANES

El día 28 de diciembre volví a presentarme a la señora del general
Mina, doña Juanita Vega, a quien entregué una carta para su marido, que
estaba en las proximidades de San Lorenzo de Morunys, anunciándole mi
llegada y la misión que traía del Ministerio Mendizábal.

El general Mina no se dignó contestar a mi carta. Luego supe que don
Ramón Gil de la Cuadra me había indispuesto con él. Le había dado malos
informes de mí, diciéndole entre otras cosas que yo afirmaba a todas
horas, y era verdad, que los militares españoles no podrían acabar la
guerra, y que ésta no se terminaría mas que por una acción política y
diplomática.

--Era, seguramente, una imprudencia de usted el afirmar esto--le dije
yo a don Eugenio.

--Quizá era una imprudencia el afirmarlo; pero a mí me parecía la
verdad. Desde Barcelona dirigí dos comunicaciones al presidente del
Consejo de Ministros anunciándole que había conseguido dar con el foco
de la insurrección carlista catalana y de la intriga extranjera, y que
tenía metida en su Junta una persona de confianza que me pondría al
corriente de cuanto se maquinaba; que pensaba despachar comisionados
a Perpiñán, Marsella y Génova, para que, puestos en contacto con los
cónsules españoles de aquellos puntos, desentrañasen todos sus planes.

Le indicaba que oficiase a los cónsules lo más pronto posible, y le
decía que esperaba el regreso del general Mina para formar, de acuerdo
con él, un plan político que desorganizara las huestes carlistas de
Cataluña.

Bertrán Soler me dijo que hacía una semana, próximamente, había
recibido un correo extraordinario de París avisando la salida de
un coronel y tres capitanes sardos para Cataluña, con nota de sus
correspondientes filiaciones y del objeto de su viaje, que era el
fomentar un levantamiento carlista en Barcelona.

Bertrán Soler puso el pliego en manos del general Mina, y, a
consecuencia de este aviso, fueron presos en la fonda de las Cuatro
Naciones el coronel, varios italianos y dos o tres catalanes que
estaban con ellos. Estos fueron de las víctimas que cayeron bajo el
puñal homicida en los fosos de la Ciudadela.


                                                           PABLO ORSINI

Uno de los que me dió datos acerca de las maquinaciones de sus paisanos
absolutistas era un antiguo carbonario, Pablo Orsini, que por entonces
pertenecía a la Joven Italia. Orsini había venido por encargo de su
Sociedad a estudiar lo que pasaba en Barcelona, y estaba muy enterado
de todas sus intrigas políticas. Orsini me advirtió que no hiciera gran
caso de los delegados de las sociedades secretas de Barcelona, porque
éstas no tenían realidad alguna.

A mí se me presentaron emisarios de los Leñadores Escoceses, de los
Templarios Sublimes y de la Asociación de los Derechos del Hombre con
proyectos irrealizables y ridículos.

Según decían, se iba a intentar con su concurso una revolución
republicana; se quemaría la efigie del Papa y vendría a ponerse a la
cabeza del movimiento Juan Van Halen, desde Bélgica.

Para todos estos ciudadanos, el restablecimiento de la Constitución era
ya muy poca cosa.

La confusión en que se encontraba Barcelona, unida a la más absoluta
mediocridad y a la mentalidad pequeña y provinciana, hacía que, a pesar
del deseo de muchos, fuera imposible que de allí saliera algo claro
y fuerte. Unos proyectos estorbaban a otros, e iban entrelazándose
y confundiéndose los manejos de un complot local de venganza, con
nuestras aspiraciones para la restauración de la Constitución y las
vagas maniobras de los internacionalistas.


                                                            POCA SUERTE

--¡Qué poca suerte, don Eugenio!--le interrumpí yo--. No haber podido
nunca mandar en capitán. Siempre ha sido usted un piloto interino.

--Tienes razón; ¡yo que tenía tantas condiciones para mandar!

--¿Qué hubiera usted sido de contar alguna vez con una ocasión propicia?

--No sé; quizá un dictador; pero, en fin, no hay que soñar.

--Nada de sueños. ¿Eh? Hechos y más hechos.

--Eso es, hechos y sólo hechos.


                                                    EL PLAN SANGUINARIO

Mientras yo intentaba tomar pie en Barcelona se fraguaban, como te he
dicho, al mismo tiempo varios complots.

Se ha asegurado por algunos escritores reaccionarios y católicos que
yo llevaba orden del Gran Oriente Masónico de matar a los prisioneros
carlistas de la Ciudadela de Barcelona. ¿Para qué? ¿Qué podía ganar yo
o los isabelinos con estas muertes? Afirmar esto es mentir a sabiendas;
pero a estas gentes, para las cuales mentir es un pecado venial cuando
se miente haciendo reservas mentales, el faltar a la verdad no les
cuesta ningún trabajo.

En esta época era yo una persona muy poco grata a la masonería. Todos
los conspicuos de ella me miraban como un rebelde.

La matanza de prisioneros carlistas en Barcelona era algo que se veía
venir desde hacía tiempo. Ya, meses antes, los generales Llauder y
Bassa habían querido reconcentrar tropas en Barcelona para impedir las
venganzas de los exaltados.

Mina, partidario de una guerra sin cuartel, siguiendo la política suya,
dejó desguarnecida la ciudad, entregándola a los furiosos.

Al mismo tiempo Xaudaró y su gente vieron en el abandono de Barcelona
una posibilidad de apoderarse del Poder, y Xaudaró se entendió con el
general segundo cabo don Antonio María Alvarez y con don José Feliú de
la Peña, teniente coronel y secretario de la Capitanía General.


                                             ALVAREZ Y FELIÚ DE LA PEÑA

Don Antonio María Alvarez era un criollo inquieto, atravesado,
desprovisto de sentido moral. Tenía ese espíritu rencoroso tan
frecuente en los americanos. Violento y nada valiente, odiaba a los
españoles reaccionarios porque le parecían, y era natural que le
pareciesen, los más españoles entre los españoles. Para Alvarez todos
los españoles eran unos pendejos. Solía acudir Alvarez al café de la
Noria, y allí bebía y se exaltaba hablando contra la reacción y contra
los carlistas. Alvarez se dejaba guiar por los elementos populares que
querían la venganza a toda costa y hacer una San Bartolomé con los
carlistas. Le secundaba en sus violencias el brigadier Ayerve, aragonés
de Huesca, progresista, ordinario e inculto, que hablaba muy en bárbaro.

Consejero de Xaudaró fué el teniente coronel don José Feliú de la
Peña, que era secretario de la Capitanía General. Feliú de la Peña
tenía el carácter de esos hombres turbios que aparecen en períodos
mixtos de absolutismo y de anarquía. Había sido fiscal en los tiempos
de la comisión militar ejecutiva; luego fué designado por Llauder para
la secretaría de policía de Cataluña, y después había entrado en la
Capitanía General. Feliú, el Tuerto, como le llamaban, era intrigante,
atrevido y lleno de audacia; hacía negocios con los suministros
militares, como antes los había hecho explotando las casas de juego.


                                                       CONSEJOS DE MINA

Xaudaró llevó a su amigo Feliú al Club Unitario, del cual eran
directores algunos plutócratas barceloneses. A su vez, Feliú de la
Peña llevó a Xaudaró a la Capitanía General a visitar a Mina. El
general y el ex confidente hablaron largo rato. Mina desconfiaba de
algunos elementos liberales de Barcelona, sobre todo de los isabelinos;
creía, o aparentaba creer, que nuestra impaciencia en proclamar la
Constitución iba a ser perjudicial para la causa. Sabía que llegaba yo
en calidad de consejero político enviado por Mendizábal, y esto, al
parecer, le había ofendido profundamente.

Mina recomendó a Xaudaró que su grupo del Club Unitario no se fundiera
para nada con los isabelinos ni con los mendizabalistas; quería, sin
duda, seguir la antigua máxima maquiavélica de dividir para reinar.
Xaudaró y los que le seguían aspiraban a una dictadura de Barcelona
sobre las provincias catalanas libre del Poder central. Mina pretendía
lo mismo, pretendía ser un dictador en Barcelona y que nadie se moviese
sin que él diera su vistobueno.

La recomendación de Mina influyó en los que formaban la junta
constituída por Madoz, Llinás, Gironella y otros; y al querer entrar
nosotros en negociaciones con ellos dijeron que no consideraban
prudente en aquellos momentos la proclamación de la Constitución de
1812.

Mina dejó bien advertido de sus ideas a Feliú de la Peña, a Xaudaró,
a don Pedro Gil, capitalista muy amigo del general, y a don Pascual
Madoz. Madoz, que ya se había comprometido con nosotros, se echó atrás
y tomó una actitud completamente ambigua.


                                                  LA TORMENTA SE ACERCA

A la par que nuestros planes, la idea de la matanza, que se consideraba
como una manifestación del poder absoluto de los exaltados, iba
cundiendo en el pueblo, y se veía que no le faltaba para realizarse mas
que una ocasión favorable. Al mismo tiempo había carlistas frenéticos
deseosos de que la situación se hiciera más tirante que veían casi con
gusto la perspectiva de una matanza de correligionarios en Barcelona,
y mendizabalistas entusiastas de su jefe que deseaban que hubiese
algaradas populares, para que así Mendizábal, que había prometido la
paz en seis meses, si no se turbaba el orden y todos le ayudaban,
tuviera un pretexto para sincerarse y seguir en el Poder.

Varias veces el general Pastors, gobernador de la Ciudadela, había
enviado peticiones a Alvarez, que mandaba la capital en ausencia de
Mina, para que trasladasen a O'Donnell y a varios carlistas presos
señalados para ser víctimas de la venganza popular a otra ciudad o a
un barco de guerra; pero ni Alvarez ni su secretario Feliú de la Peña
accedían.

--Que se revienten--decía Alvarez, riendo--; que se hagan la pascua--y
se alegraba de los temores de Pastors.

Este, que era un pobre hombre bruto, pero de buen fondo, quería salvar,
sobre todo, a su amigo O'Donnell, y no comprendía por qué le negaban lo
que pedía.


                                                               UN AVISO

El día 3 de enero, por la noche, se presentó en mi casa un hombre
desconocido; me preguntó si estaba solo; le contesté que sí, e
inmediatamente me dijo:

--Vengo a advertirle a usted que mañana serán ejecutados los
prisioneros carlistas de la Ciudadela.

--¿Cómo lo sabe usted? ¿De quién tiene usted esta noticia?

--No se lo puedo decir a usted. Bástele a usted saber que el hecho es
cierto; mañana lo podrá comprobar.

Quise sonsacar algo a aquel hombre, pero no conseguí nada; me repitió
que me comunicaba la noticia para que tomara mis medidas, y se marchó.

Vacilé un momento, e inmediatamente me decidí, me puse las botas, tomé
la capa y el sombrero y metí una pistola en el bolsillo. Bajé corriendo
las escaleras, salí a la calle, pero el hombre había desaparecido.

Hice mil cábalas pensando quién podía comunicarme aquella noticia;
pensé si sería mi confidente carlista o alguno del Club Unitario, pero
no pude deducir nada.


                                                      EL DÍA 4 DE ENERO

Al día siguiente, el pronóstico de mi desconocido se había realizado.
Por la tarde, al anochecer, la gente asaltaba la Ciudadela y comenzaba
la matanza.

A esta hora me presenté en la Capitanía General a ofrecer mis servicios
a la esposa de Mina y al general Alvarez.

--¿Qué le parece a usted el trance en que nos vemos?--me preguntó doña
Juanita.

--Yo creo que esto tiene un origen muy turbio. No son los liberales los
que lo dirigen.

--Cree usted que no.

--No.

--Pues, ¿quién, entonces?

--No lo sé. Yo no conozco a fondo Barcelona para saberlo. La autoridad
tiene también culpa en ello.

--¡La autoridad!

--Sí. Es indudable que el general Pastors ha pedido repetidas veces que
trasladasen a O'Donnell y a los prisioneros carlistas más significados
a otra parte, y el general Alvarez no ha querido consentir.

--¿Se iba a trasladarles sólo a ellos porque eran personas de calidad?
¡Qué hubiera dicho la gente!

Yo no repliqué. Se oían desde los balcones del Palacio los tiros que
sonaban en la Ciudadela.

Doña Juanita iba y venía intranquila y nerviosa. Me contó lo que
había ocurrido y estaba ocurriendo en la junta que se celebraba en
Palacio, con asistencia de los comandantes de la Guardia nacional.
Estos, tomando la palabra, dijeron con claridad que ellos estaban
identificados con los sentimientos del pueblo, y que creían justas las
represalias contra los prisioneros de la Ciudadela por las matanzas
hechas por los carlistas en Balaguer y en el Santuario del Hort.

La señora de Mina rogó varias veces al general Alvarez que se
consignase la opinión expresada por los comandantes de los batallones
en el acta de la reunión. A las nueve de la noche, después de la
matanza, se presentaron varios pelotones de nacionales en la puerta
de la Ciudadela; llamaron, mandó abrir Pastors y entraron, batiendo
marcha, hasta la Plaza de armas. A uno de los oficiales le preguntó
Pastors violentamente.

--¿Qué significa esto, a qué viene esta fuerza?

--Esta fuerza viene a enterarse de si han sido o no ejecutados los
malvados prisioneros carlistas que se hallaban aquí.

Una hora después, el segundo batallón de nacionales, con su coronel a
la cabeza, llegó también a la Ciudadela; y convencidos todos de que las
ejecuciones se habían verificado, quedó la mitad en el puente de piedra
y el resto entró en la plaza, cooperando con algunos lanceros y con la
tropa a desalojar los fosos y las murallas, lo que se consiguió muy
entrada la noche, cerca de las once.

Terminado ya todo en la Ciudadela, corrió Pastors a Palacio,
completamente desolado, a participar a Alvarez lo ocurrido, y lo halló
muy sonriente rodeado de las autoridades y jefes de los batallones de
línea y de la Guardia nacional.

Discutían todos el modo de contener los excesos, no terminados aún,
puesto que según se dijo las matanzas seguían en las Atarazanas, en la
torre de Canaletas y en el Hospital.

Por lo que supimos después, el jefe de las Atarazanas, el brigadier
Ayerve, puesto al servicio de los sublevados, fué llamando a los presos
por sus nombres y entregándolos a las turbas para que los matasen.

Alvarez no disimulaba la indiferencia y en parte la satisfacción que le
habían producido las matanzas.

Próximamente a media noche, Pastors y Alvarez tuvieron una entrevista
con las autoridades militares y civiles de Barcelona, y preguntaron
a todos con energía si se hallaban o no resueltos a impedir la
continuación de estos sangrientos desórdenes. Dijeron todos que sí, y
los comandantes de la Guardia nacional aseguraron que se contendrían
los excesos, e insistieron en que si se había dejado que fuesen
fusilados los prisioneros facciosos era por ser esta la voluntad
general.


                                                         LOS ISABELINOS

Después de las doce de la noche marché yo de la Capitanía general a mi
casa, y tuvimos allí los isabelinos una reunión. Se discutió lo que
había que hacer el día siguiente.

Había algunos que decían que debíamos habernos apoderado de la
Ciudadela, cosa fácil durante el tumulto; otros creían que de aquel
motín sangriento no debía salir la proclamación de la Constitución.
Yo era partidario de esperar, de dejar un espacio de una semana o dos
para que la proclamación de la Constitución no pareciese una segunda
parte de la matanza. Hubo largas discusiones y, por último, quedamos de
acuerdo en que al día siguiente se pronunciasen los batallones de la
Milicia.

El capitán del batallón de La Blusa don Pedro Mata nos dijo que había
unanimidad entre los milicianos, y que todos querían que se proclamase
la Constitución cuanto antes.

Rendido de cansancio, me acosté y dormí hasta muy entrada la mañana; al
día siguiente supe que grupos numerosos, sostenidos por fuerzas de la
Milicia, aclamaron la Constitución de 1812 y pusieron un gran letrero,
custodiados por dos centinelas, en el pórtico de la Lonja.


                                                               EL DÍA 5

Para despistar, me presenté después de comer en Palacio, ante el
general Alvarez, y le encontré rodeado de su Estado Mayor, lleno de
zozobra y de temores. Alvarez, llevándome a uno de los balcones del
salón y creyéndome sin duda jefe del movimiento, me dijo:

--Aviraneta, tengo la mayor confianza en usted porque me constan sus
antecedentes; dígame francamente, ¿hay alguna prevención en el pueblo
contra mí? ¿Se quiere atentar contra mi vida? Porque en ese caso voy a
renunciar inmediatamente al mando.

--No hay ninguna prevención contra usted--le respondí--; en mi
concepto, los tiros se dirigen contra el general Mina.

--¡Contra Mina! ¿Y por qué?

--La cosa es clara. Los liberales de aquí y los isabelinos quieren la
Constitución, y Mina no la quiere. Es decir, la quiere, pero cuando a
él le parezca.

--¿Y usted no cree que haya algo contra mí?

--Nada. Contra usted no va nadie.

--¿Usted qué haría?

--Yo, en el caso de usted y siendo don Antonio María Alvarez, le
avisaría a Mina y le diría: Se ha proclamado la Constitución. Venga
usted cuanto antes. Ahora, si yo fuera el gobernador de la ciudad y
Aviraneta, proclamaría la República y me nombraría presidente.

Al mismo tiempo Feliú de la Peña aconsejaba a Alvarez medidas violentas.

--Nada, saque usted la tropa; es preciso atacar y ametrallar a esos
infames.

Alvarez volvió a consultarme a mí completamente azorado, y yo intenté
convencerle de que no debía seguir los sanguinarios consejos de Feliú
de la Peña; Alvarez se lamentaba conmigo, en presencia del mismo
Feliú, diciendo que le habían abandonado las autoridades de una manera
indigna. Varias veces me dijo:

--¿Qué me aconseja usted, Aviraneta? ¿Qué cree usted, que podría
sosegar al pueblo?

--Yo, como usted, reuniría los colegios gremiales, ya que no tiene
usted Ayuntamiento ni ninguna autoridad civil que le auxilie.

El intendente Escobedo y el oficial Esain, que estaban allá, dijeron al
general que creían que el consejo que yo le daba era lo mejor que se
podía hacer en aquel momento.

Yo continué en Palacio acompañando al general Alvarez, a la señora de
Mina y a don Pedro Gil. A medida que pasaba la tarde, el azoramiento
del general Alvarez se iba disipando, y al comenzar la noche ya
galleaba, se manifestaba jacarandoso y hacía chistes. Al retirarme,
a las once y media, a casa, supe que el movimiento liberal intentado
por mis amigos había fracasado por completo. El brigadier Ayerve
mandó quitar el letrero puesto en la Lonja, en que se vitoreaba a la
Constitución, y dispersó a los nacionales.

Me dijeron también que el capitán don Pedro Mata había arengado
elocuentemente al batallón de La Blusa para volverle a la disciplina.
¡Mata, que el día anterior recomendaba la urgencia del movimiento!
Entonces yo pensé si la cabeza de estos hombres del Mediterráneo sería
como esos caracoles grandes, que suenan mucho y no dicen nada.

Por lo que me contaron, el vecindario de Barcelona había acogido la
proclamación de la Constitución con gran entusiasmo; se habían adornado
los balcones y las tiendas, y no había habido ningún tumulto ni ningún
desorden. Sólo empezó la consternación y el pánico cuando los lanceros
comenzaron a recorrer el pueblo, atropellando a todo el mundo. Los
isabelinos, despechados, silbaron y gritaron: ¡Muera Madoz! ¡Muera
Llinás!, delante de sus respectivas casas.

Mina dijo después, reconociendo que el movimiento constitucional no
tenía relación alguna con la matanza del día anterior, que los que
provocamos este movimiento no tuvimos valor para salir a la calle y
ponernos al frente de él.

Yo, al menos, no me presenté por muchas razones: primera, porque el
ponerse al frente parecía indicar el hacerse solidario y hasta el
director de las matanzas del día 4; después, porque a mí no me conocía
nadie en Barcelona.

Mina y los jefes militares reconocieron que no había relación alguna
entre los dos movimientos. Los inspiradores de la matanza, los del
Club Unitario, Xaudaró, Alvarez, Feliú de la Peña, se quedaron
tranquilamente en Barcelona; en cambio, los que teníamos alguna
relación con el movimiento constitucional fuimos proscritos. Los
asesinos quedaron impunes; los liberales, castigados. Pareció un crimen
mayor querer restaurar la Constitución que el degollar más de cien
hombres. Sin embargo, y esta es la ironía de las cosas, unos meses
después el sargento García y otros que proclamaban la Constitución en
la Granja eran premiados.


                                                                  PRESO

A las doce y media me metí en la cama; y acababa de dormirme cuando
entró la policía con fuerza armada en mi alcoba; me mandó vestir, nos
dirigimos al puerto y fuí conducido con otras personas al navío inglés
_Rodney_.

Yo estaba sorprendido, de buena fe. ¿Qué diablo habrá pasado?, me
preguntaba. Y analizaba todo lo que había hecho desde mi salida de
Madrid y no encontraba el motivo.


                                                            EL «RODNEY»

Al amanecer del día 6 de enero de 1836 nos encontramos en el buque
inglés, vigilados por una escolta española, varios presos de distintas
condiciones y clase social. Algunos no nos conocíamos; otros se
consideraban como enemigos; entre los conocidos míos estaban Bertrán
Soler, el coronel don José Montero, que había intervenido para ver de
salvar a los presos de la Ciudadela, y don Francisco Raull, con quien
había hablado un par de veces. Estaban, además de éstos, Gironella, un
peluquero, un cafetero, un sastre, un chico joven, de edad de catorce
años, aprendiz de pintor, y un cómico. Al llegar al barco, yo le
escribí una carta a la señora de Mina, rodeado de marineros y sobre un
cañón. La carta decía así:


                                          UNA CARTA A LA SEÑORA DE MINA

  «Señora doña Juana María Vega de Mina:

  »Navío _Rodney_, 6, enero, 1836. (Al amanecer.)

  »Mi estimada amiga: Usted no debe ignorar que estoy en este navío,
  habiéndome conducido a él la fuerza armada, que me sacó de mi cama
  a las dos de la madrugada como si fuera un facineroso. Yo estaba
  firmemente convencido de que usted pensaba que yo era incapaz
  de faltar a la sincera amistad que me une a su esposo, y que el
  asegurarla anteayer que yo no tenía arte ni parte en los últimos
  acontecimientos, bastaba; pero veo lo contrario. Veo que me ha
  tenido, y acaso me tiene, por un hombre falso y doble. Ya se ha
  dado la campanada. Mi honor está comprometido, y hoy exijo del
  señor Alvarez que se me forme causa, estando pronto a pasar a la
  cárcel o castillo que se me designe.

  »Suplico a usted le hable al general para que así se decrete, y lo
  antes posible.

  »Soy de usted atento y seguro servidor y amigo, que besa su pies,

                                          _Eugenio de Aviraneta_.»


                                                           CARTA A MINA

Le escribí después al general Alvarez, que no me contestó, y al día
siguiente, al saber que había llegado Mina, le mandé esta carta:


  «Navío _Rodney_, 7 de enero de 1836.

  »Mi estimado amigo: A Aviraneta le tiene usted preso, y no le hago
  más comentarios... Usted sabe que soy caballero, incapaz de mentir;
  si hubiese conspirado, no lo negaría; me gloriaría de decirlo,
  como lo hice en la causa del 24 de julio; yo no soy hombre pérfido
  ni de dos caras. Aviraneta no se asocia con asesinos, y menos para
  matar hombres inermes. Las autoridades, que a sangre fría toleraron
  tanta atrocidad, son más criminales que los mismos asesinos.

  »¡Una Ciudadela de primer orden y bien guardada, tomada
  impunemente y sin resistencia por un populacho cobarde! Y a los
  que acaudillaron esas vísperas sicilianas y entregaron las llaves
  de la fortaleza a la plebe furibunda se les deja impunes. Con mi
  proscripción se cubre el expediente. En país extranjero escribiré
  los anales de tanta infamia. Usted sabe quién soy y de lo que soy
  capaz: el mejor amigo y el peor de los enemigos; no le digo a usted
  más.

  »La infamia que se ha cometido conmigo ha privado a usted de
  recursos poderosos que estaban en mis manos para desentrañar las
  maquinaciones de la facción y la intriga extranjera.

  »No quiero nada de esta patria ingrata: pido a usted dos cosas con
  urgencia. O que se me forme causa inmediatamente, o que se me dé
  pasaporte para Inglaterra, en donde escribiré y moriré con gloria.
  No quiero gracia ni libertad de usted ni de nadie. Suplico la
  brevedad, porque estoy con poco dinero.

  »Póngame a los pies de doña Juanita, y con expresiones al señor
  Esain, y no al tuerto, que es más falso que mula de alquiler. Soy
  siempre su verdadero amigo,

                                         »_Eugenio de Aviraneta_».


                                                     NUESTRAS MANIOBRAS

Mina no me contestó, pero me contestó su mujer diciéndome que su marido
no podía mezclarse como autoridad en un asunto que no había presenciado.

En vista de esto, Bertrán Soler y yo escribimos una nota dirigida al
comandante del _Rodney_ acogiéndonos al pabellón inglés.

El comandante Flide Pasker nos contestó que esto no era posible; que el
general don Antonio Alvarez le había manifestado que siendo necesario
para la tranquilidad de Barcelona el que nosotros fuéramos extrañados
de la ciudad, le había rogado que nos acogiera en su barco, y que lo
había hecho así con este motivo. Protestamos de nuevo y nos dirigimos
por carta al cónsul inglés de Barcelona, sir James Annesley, para que
nos diera pasaporte para Inglaterra; pero el cónsul nos dijo que no
podía darlo mas que a los ciudadanos ingleses.

Vivíamos en el barco sometidos al mismo régimen que los soldados y
marineros. Teníamos una guardia y dormíamos en el sollado y en la
bodega. No teníamos cama y comíamos rancho.

Varios días después fuimos trasbordados en el buque de un ex negrero
amigo de Mina y de don Pedro Gil y de los que formaban el Club Unitario
a la fragata inglesa _Artemisa_, que se puso en franquía con rumbo
hacia Gibraltar.

Lo que me sucedió allá lo ha contado un biógrafo mío, Villergas, con
más o menos exageración. Te lo leeré:

«Deportado a Canarias por un golpe de arbitrariedad del general Mina,
en quien se observaron algunos arranques bruscos en nombre de la
Libertad y de la Ley, urdió una conspiración en el buque mismo que le
conducía, indisponiendo a los marineros con la tropa que le custodiaba.
Cuando estuvo seguro del triunfo hizo partícipe de su plan a uno de
sus compañeros de infortunio, el cual, para evitar una catástrofe,
dió cuenta de todo al jefe mismo de la tropa, no sin haber obtenido
antes el consentimiento mismo de Aviraneta. ¡Tan seguro estaba de los
resultados! Es de advertir que Aviraneta urdió este complot persuadido
de que el jefe de la escolta tenía orden reservada de pasarle por las
armas al llegar a cierta altura; y así que dijo a sus compañeros que
con tal que el jefe le asegurase, bajo su palabra de honor, que su
vida y la de los demás deportados no corría peligro ninguno, desistiría
de su propósito, pero que de otra suerte era inevitable su ruina y la
de todos los que le obedeciesen, si es que hubiese alguno. Apenas tuvo
conocimiento de la trama quiso el jefe castigarla en su autor, pero la
disposición en que halló los ánimos le reveló su impotencia. Entonces
enseñó a Aviraneta la orden que tenía; y convenciéndose éste por sus
propios ojos de que no le esperaba el trágico fin a que se consideró
condenado por un ímpetu sangriento de Mina, se dió por satisfecho, y
tuvo la prodigiosa habilidad de someter de nuevo la tripulación y las
tropas a las órdenes de sus jefes naturales. En un momento deshizo lo
que había hecho: restableció la subordinación que había relajado, lo
volvió todo al estado normal. Eolo de los elementos revolucionarios, lo
soltó y lo sujetó como quiso y cuando le dió la gana».

--¿Y es verdad eso?

--Hay algo de verdad. Lo cierto es que nos dijeron que iban a echarnos
al agua al llegar a la altura de los Alfaques, y que yo estaba tan
desesperado de haber caído en aquel lazo, que me encontraba dispuesto
a hacer cualquier barbaridad, desde soltarle un tiro al capitán hasta
hacer saltar el barco, pegándole fuego a la santabárbara; pero
seguimos adelante, pasamos el estrecho de Gibraltar, y al cabo de unos
días bajamos en Santa Cruz de Tenerife y fuimos puestos a disposición
del capitán general de esta isla.


                                                            EN TENERIFE

Dos meses estuvimos en Santa Cruz viviendo miserablemente; no teníamos
dinero ni medio alguno de existencia; no llevamos trajes ni ropa
interior. La gente de la isla nos recibió muy bien. El comandante
general y los militares nos trataron con atención. Llegamos a convencer
a la mayoría de la gente que nosotros no éramos los asesinos que habían
degollado a los prisioneros de la Ciudadela de Barcelona.

Escribimos varias exposiciones y manifiestos dirigidos al Gobierno.
Cuando vimos que no tenían resultado alguno, y como no estábamos
vigilados, Bertrán Soler y yo nos dispusimos a evadirnos, y nos
arreglamos con un barco contrabandista que nos llevó a Argel.


                                                                RESUMEN

--¿Así que usted cree que Gil de la Cuadra lo envió a usted a Barcelona
para inutilizarlo?

--Sí.

--¿Y Mendizábal colaboró en eso?

--No; creo que Mendizábal obró de buena fe.

--Y en Barcelona, ¿quién provocó la matanza?

--La gente, el pueblo...; pero Alvarez, Feliú de la Peña y Xaudaró
dejaron hacer.

--¿Y por qué?

--Yo creo que Feliú, que era el más listo de todos, fué el que vió
claramente la cuestión. Feliú sabía que los isabelinos iban a hacer
la revolución. Si antes de la revolución viene la matanza--se debió
decir él--, el movimiento constitucional aborta y queda desacreditado.
Y esto pasó. Después de la matanza se formó una comisión militar, y la
organización isabelina fué completamente deshecha.

--Sí se explica. Se ve que han vivido ustedes en pleno maquiavelismo. Y
en Canarias, ¿qué le pasó a usted?

--Viví miserable y desesperado. Mi biógrafo, de quien antes te hablaba,
dice, poniéndolo en boca del capitán general de Canarias, que yo
intranquilicé la isla de tal manera, que en aquel rincón del mar,
donde nadie se ocupaba de política, instalé sociedades secretas, lo
plagué todo de logias, conciliábulos y clubs, y que me marché porque el
general gobernador hizo la vista gorda.

--¿Y esto ya no es verdad?

--No; es fantasía, pura fantasía.

--Y el viaje por mar de Canarias a Argel, ¿no tuvo nada de particular?
Porque es un viajecito respetable para hacerlo en un falucho.

--Fué un viaje horrible. Tuvimos lluvias, vientos, temporales...
Estuvimos a punto de zozobrar varias veces. Yo me defendía a fuerza de
desesperación y de rabia.

--Y la vida en Argel, ¿tuvo algo interesante?

--En Argel estuvimos unos pocos días y regresamos Bertrán y yo, en
marzo de 1836, a Cartagena.


                                                              EN MÁLAGA

Estando ya en la Península, Mendizábal me persiguió implacablemente;
pero en Málaga hallé asilo seguro y protección. Mi amigo Thompson,
comerciante inglés, me llevó a la casa de un conocido suyo. Visité al
general don Juan San Just, que me acogió con gran amabilidad, y me dijo
que podía estar tranquilo.

No obstante las muchas órdenes de prisión que se comunicaron contra
mí, y las cartas particulares que se escribieron para desacreditarme
pintándome como un intrigante sin honor y sin conciencia, hice allí muy
buenos amigos.

Mi residencia en Málaga me proporcionó la ocasión de observar y
conocer en globo las maquinaciones que se pusieron en juego desde
la Corte para derribar el ministerio Istúriz, y las intrigas que se
tramaron para acabar con los isabelinos y dejar a Mendizábal como
dictador de España.

La muerte de los dos gobernadores, ambos isabelinos, la intervención de
Escalante, los gritos que se dieron, todo, me hizo creer que en aquel
ensangrentado motín andaban los partidarios de Mendizábal en unión de
comerciantes y de contrabandistas.

    Pamplona, mayo, 1921.



                    EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE JULIO


AVIRANETA me aseguró varias veces que, a pesar de que había intervenido
en los preparativos que se hicieron para la revolución en Málaga, en
1836, no tomó parte alguna en los sucesos ocurridos en las calles, y
que ni siquiera los presenció. Como en el Diario de Pepe Carmona había
una relación de los sucesos de aquella época, copié de él algunas
páginas:

Había vuelto a Málaga--cuenta Pepe Carmona--y me encontraba en una
situación económica ya segura, pero en un estado moral triste y
lamentable.

Mi antigua novia, María Teresa, se había casado con un muchacho rico,
José Ignacio Ordóñez, que llevaba por entonces una vida de un jugador y
de un perdido.

Este mozo parecía que daba tal aire a su dinero, que llevaba camino de
arruinarse en poco tiempo.

Mi antigua novia estaba enferma, y después de haber tenido un niño se
encontraba tan débil y tan delicada, que no se levantaba de la cama.

Su criada, una vieja de Archidona, antes protectora de mis amores,
solía venir a mi casa a darme noticias de cómo seguía María Teresa, y
de paso se lamentaba de que el señorito José Ignacio apenas se ocupara
para nada de la enferma y de que anduviera siempre de bureo con lo más
perdido del pueblo.

En aquella época, Málaga se hallaba en pleno período de efervescencia
política; las noticias de la guerra que se recibían, los rumores
de sublevación y el arresto de hombres conocidos, por suponerlos
revolucionarios, tenían al pueblo en completo y continuo sobresalto.

A mí, aunque estas cuestiones no me interesaban gran cosa, me ocupaba
de ellas, principalmente por el efecto que causaban en el comercio.
Ya en mayo de 1836, al llegar a Málaga el decreto de la disolución
de las Cortes, los ánimos, de suyo agitados por las excitaciones de
los enemigos de Istúriz, por las sociedades secretas y por la gente
partidaria de Mendizábal, se acaloraron más, y al toque de generala se
reunió la Guardia nacional pidiendo la formación de una Junta popular
en que se depositase el Poder hasta que la Reina instalase de nuevo
el anterior Ministerio, o nombrase otro que inspirara confianza a la
nación.

Al día siguiente quedó formada la Junta, que pensó por primera
providencia imponer fuertes contribuciones a los más ricos comerciantes
malagueños. Estos, apercibidos, se reunieron para conjurar el peligro;
y con su influencia, y sacando a relucir las noticias favorables de la
guerra que aquel día circularon, lograron la disolución de la Junta,
que declaró estar muy satisfecha de la actitud de Málaga.

Estos movimientos populares tenían muchas veces por objeto el proteger
la entrada de algún gran contrabando, y, conseguido esto, se reconocía
la autoridad del Gobierno, que sancionaba lo hecho y se volvía a la
vida normal.

Por aquella época, a principios de julio, encontré en Málaga al señor
Aviraneta, en un café, en compañía del comerciante inglés Thompson.
Saludé a Aviraneta. El señor Thompson me dijo, no sé si en broma o en
serio, que en Málaga se estaba trabajando en proclamar la república.
Se pensaba que nuestra ciudad diera el primer impulso y que de aquí
partiese el movimiento a las demás ciudades de Andalucía.

Las noticias de las victorias del general Córdova en Arlabán,
y la actitud del alto comercio malagueño, alarmado de que la
primera disposición de la Junta hubiese sido el decretar grandes
contribuciones a cargo de los capitalistas más acaudalados, produjo
una reacción entre los comerciantes y ocasionó el que el movimiento
revolucionario y bullanguero de Málaga se calmara.

Antes de que se presentara la amenaza de las contribuciones, nuestros
comerciantes pensaban que un cambio político les podría beneficiar;
pero después se apoderó de ellos el temor de que sus casas cargaran
con los gastos de la revolución en toda Andalucía, y no vacilaron en
influír para que abortara la revolución, y tomaron sus medidas para que
en los nuevos movimientos, que eran tan de prever, fuese el comercio de
Málaga explotador, en vez de explotado.

A estas causas obedeció el que se contuviera en el mes de mayo y junio
el pronunciamiento preparado en esta ciudad y al que habían seguido
algunos intentos en Granada y en Cartagena.

Yo estaba bastante enterado de estas cosas, primero por un empleado de
mi escritorio y después porque trasnochaba. Solía ir todas las noches
a pasear por delante de la casa de mi antigua novia, que vivía en la
calle de la Madre de Dios, cerca de la plaza de Riego. Esperaba a que
saliese a la calle la vieja criada de Archidona y me diera noticias de
cómo había pasado el día la enferma.

       *       *       *       *       *

Una noche me hallaba parado en una esquina esperando a que bajara la
vieja. Cerca de casa de mi novia, hacia la plaza de Riego, estaban
hablando dos hombres; uno de ellos, a quien conocí por la voz, era
José Ignacio Ordóñez, el casado con mi antigua novia; el otro,
un comerciante, conocido mío, que tenía muy mala fama por haber
intervenido siempre en negocios sucios. El viento me traía con claridad
la conversación.

--Yo me he visto con Escalante--decía Ordóñez.

--¿Y está conforme?--preguntó el otro.

--Sí; se trata de que metamos unas cuantas partidas de contrabando el
mismo día de la revolución.

--Pero la revolución está parada.

--Ya andará--replicó José Ignacio--; la gente del pueblo no se aviene
a seguir a unos cuantos ricachones que defienden su negocio. He metido
ahí, entre los milicianos y la gente del puerto, unos cuantos matones
y echadizos, y he mandado decir que el gobernador militar y el civil
están vendidos, que tienen la culpa de todo lo que está pasando y que
ellos son los que protegen a los grandes comerciantes que no quieren la
Constitución.

--¿Y lo creerán?

--Sí; porque es verdad, en parte. Además, esa gente no sabe nada;
creen lo que se les dice. Una noche de jaleo nos basta.

--Habrá que estar preparados.

--Naturalmente que hay que estar preparados. Para mí es cuestión de
vida o muerte. Estoy dando las últimas boqueadas.

--Es que usted, camarada, es un hombre insaciable. Usted acabaría con
la fortuna de Rothschild.

--No se vive mas que una vez, compadre, y hay que aprovecharse.

--Estoy con usted. ¿Y cómo sabremos que el movimiento se ha hecho?

--Se avisará, y los mismos milicianos se encargarán de que todo el
mundo lo sepa tocando generala por las calles.

--Bueno; entonces nada hay que decir; yo tendré a mi gente preparada en
el puerto.

--Muy bien, ¿y sonsoniche? ¿Eh?

--¡No, que voy a dar un cuarto al pregonero! ¡Adiós, compadre!

--¡Adiós!

Me alejé rápidamente de la esquina, y al poco rato vi a José Ignacio
Ordóñez, que penetraba rápidamente en su casa.

       *       *       *       *       *

No me fijé gran cosa en esta conversación hasta que los hechos
posteriores le dieron relieve e importancia. Seguía pensando en mi
María Teresa y yendo todas las noches a su casa a saber sus noticias.

Esta preocupación embargaba todas mis facultades.

Teníamos en el escritorio un escribiente y el portero, que eran
milicianos, y les solía preguntar noticias acerca de lo que pasaba
entre ellos.

Me hablaban de la política de Málaga con gran extensión y
apasionamiento.

Era comandante militar el general San Just, que había substituído al
coronel Bray. San Just era muy liberal; se había distinguido en Puente
la Reina y en Montejurra; se le tenía por hijo del convencional francés
Saint-Just; pero, según me dijo Aviraneta, el convencional no tuvo
hijos. Juan San Just era hombre de ideas muy liberales, alto, de bella
figura, inteligente y de gran valor. En Montejurra había dado una carga
a la bayoneta que produjo gran entusiasmo en el ejército. El general
Córdova le estimaba mucho.

A pesar de su fama de liberal, San Just no era querido por los
milicianos malagueños; por lo que me dijeron mis empleados, se había
manifestado excesivamente duro y enérgico en reprimir ciertos desmanes.

El Gobierno civil se hallaba confiado al conde de Donadío, persona de
gran influencia, que había formado parte de la Junta revolucionaria
de Andújar. Donadío era diputado por Jaén y uno de los jefes de la
Sociedad Isabelina.

A Donadío se le acusaba de ser partidario de Istúriz y enemigo de
Mendizábal; de avanzar en su carrera por sus grandes recomendaciones e
influencias, y de tener amistad con los comerciantes ricos de Málaga, y
de protegerlos.

A mediados de julio habían llegado de distintas ciudades agentes
portadores de órdenes y de recursos destinados a precipitar el
movimiento revolucionario. Don Pedro Gil, el amigo del general Mina,
vino de Barcelona con quince mil duros, que entregó a uno de los
agentes que trabajaban para preparar la insurrección.

Era, por entonces, subdelegado de Policía don Manuel Ruiz del Cerro,
pájaro de cuenta que tenía una historia bastante interesante, a juzgar
por lo que me contaron mis empleados. Este Ruiz del Cerro había sido
cajista del famoso periódico madrileño _El Zurriago_, en la imprenta
de la calle de Juanelo, y después, regente de la misma. Pasó después
muchos años de cómico en una compañía de la legua; se afilió a los
carlistas e hizo correrías con el Locho, en la Mancha. Delató, más
tarde, a los masones al conde de Ofalia, y apareció, por último, de
jefe de Policía en Málaga.

Don Manuel Ruiz del Cerro, que tenía las condiciones del murciélago
y era tan pronto pájaro como ratón, cambió de casaca y se dispuso
a trabajar por los revolucionarios, como había trabajado antes por
los absolutistas. También estaba con la Revolución el comandante de
Carabineros don Juan Antonio Escalante, que, según se decía, se había
entendido en distintas ocasiones con los contrabandistas, y que, al
parecer, seguía entendiéndose con ellos, a juzgar por la conversación
oída por mí noches antes en la calle de la Madre de Dios.

Pregunté al portero y al dependiente de nuestro escritorio si la
revolución que se preparaba no sería una bullanga más para meter
contrabando, y ambos se indignaron con esta idea. Sin embargo,
reconocieron que había gente interesada en ello, y, principalmente,
José Ignacio Ordóñez, que tenía mucha influencia entre los
revolucionarios.

En la misma compañía que mis empleados, que pertenecían al 1.º de
Cazadores de la Milicia, había algunos tipos populares que eran
contrabandistas; pero, según mi dependiente, estaban vigilados por
los demás milicianos, y no les permitirían que hiciesen maniobras
sospechosas sin darles el alto.

Estos contrabandistas milicianos eran Pacorro, el Niño de Coín, el
Morlaco y el Chispilla.

Me enteré que Pacorro y el Niño de Coín eran aventureros, bandidos, que
habían estado y hecho su aprendizaje en el presidio de Ceuta. Me los
señalaron en el puerto. Los conocía de vista.

El Pacorro era un hombre grueso, de cara redonda, serio, grave, de
mucho empaque, muy doctoral y sabihondo. Tenía una gran cicatriz, que
le cruzaba la cara; vestía marsellés con botones de plata, calzón
corto, también con botones, calañés pequeño y corbata roja; hablaba
despacio y con solemnidad, como si a cada momento bajara del cielo el
Espíritu Santo a iluminarle.

El Niño de Coín era una alimaña: delgado como un alambre, negro por el
sol, picado de viruelas; no tenía mas que músculos y piel. Su cara,
aguileña, mal barbada, con unos cuantos pelos azafranados en el labio
superior, tenía una expresión de zorra o de musaraña.

El Morlaco era un bruto, un matón, dueño de una tabernucha de mala
fama próxima al puerto y frecuentada por los charranes del muelle, el
Chispilla, un vendedor de pescado, pendenciero y amigo de cobrar el
barato.

       *       *       *       *       *

En la tarde del 16 de julio de 1836 se creyó en Málaga que iba a
ocurrir algo. Yo recuerdo este día porque la criada vieja de Archidona,
de casa de María Teresa, me dijo que su señorita había pasado muy mala
noche y que se tenían muy pocas esperanzas de salvarla.

Salió, como era costumbre en Málaga, la procesión de Nuestra Señora del
Carmen y recorrió algunas calles del barrio del Perchel, acompañada de
un piquete de milicianos nacionales, en el cual iban los dos empleados
de mi escritorio.

Al terminar la procesión el piquete entró en el Paseo de la Alameda,
que en aquella hora estaba muy concurrido. Entre la gente se hallaba
paseando el conde de Donadío con su señora. Cuando fué advertido por
los nacionales, algunos músicos comenzaron a tocar el _Trágala_, y
Pacorro y sus amigos, y todos los charranes que andaban por allí,
insultaron al gobernador.

Los oficiales del piquete, escandalizados, mandaron a los milicianos
que rompieran filas. Este incidente tuvo gran resonancia en el pueblo.

Al día siguiente, en el escritorio, mi empleado y el portero contaron
lo ocurrido; por lo que dijeron, los oficiales se manifestaban muy
descontentos, y el conde de Donadío estaba furioso tascando el freno.

El día 21 de julio llegaron fuerzas del 7.º de línea, lo que provocó
grandes inquietudes en nuestros nacionales.

--Pero, ¿qué les importa a ustedes?--le preguntaba yo a mi empleado.

--Es que nos quieren atropellar; se trata de imponer un Gobierno
moderado, y nosotros no lo aceptaremos.

A las cinco de la tarde del día 22 se convocó a una reunión en el
Consulado, presidida por el general San Just; por lo que se dijo,
concurrieron los jefes de milicianos y se provocaron grandes disputas.
El anuncio de que venía tropa a Málaga se consideraba como un ultraje.
Naturalmente, los comprometidos en la revolución pensaban que la
llegada de regimientos desconocidos podía ser un obstáculo para sus
planes.

El día 23 llegaron a Málaga algunos soldados que venían de Ronda, que
fueron bastante mal recibidos por los milicianos.

Por la tarde se dijo que el conde de Donadío iba a marchar a Madrid a
ponerse al habla con el Gobierno para dominar la revolución.

Llegó el 24 de julio, y, a pesar de ser el día de la Reina, se creyó
oportuno suspender el besamanos, y sólo se hicieron los saludos de
ordenanza; el disgusto de los milicianos crecía. Se aseguraba que iban
a ser desarmados.

En los corrillos de la plaza vi yo al Pacorro y al Niño de Coín que
peroraban y decían que había que morir antes de dejar las armas. La
guardia del presidio de Levante, que pertenecía al segundo batallón de
cazadores, fué relevada aquel día por temor a que se sublevase.

Este día 24 fué para mí muy triste; María Teresa, por lo que me
dijeron, se encontraba muy mal y había tenido varios desmayos.

       *       *       *       *       *

El día 25 no hubo por la mañana alboroto alguno en el pueblo,
limitándose los nacionales a seguir comentando los sucesos de los días
anteriores y a proferir amenazas contra los gobernadores y contra la
gente del alto comercio.

Salí yo de mi escritorio al anochecer y fuí inmediatamente a la plaza
de Riego, y a la calle de la Madre de Dios, a enterarme de cómo se
encontraba María Teresa. Me dijeron que seguía igual, en el mismo
estado de gravedad.

Me topé con mi dependiente y le pregunté qué tal marchaban los asuntos
políticos, y me dijo que en aquel momento iban a relevar las guardias y
que se temía algo; la primera guardia había salido para el Teatro y la
segunda para Levante.

Poco después, los tambores de esta compañía, que pertenecía al primero
de cazadores de la Milicia, empezaron a batir la marcha, por más que
estaba terminantemente prohibido. El Pacorro, el Niño de Coín y sus
amigos comenzaron a dar vivas y mueras.

Al salir de la plaza y pasar por la calle de Santa María, el Morlaco
cogió uno de los tambores y se puso a tocar generala. De todas partes
aparecieron grupos de gente turbulenta que se reunieron con los
nacionales. Un coro de chiquillos y de charranes del muelle les seguían.

Veía yo a lo lejos esta multitud cuando oí que gritaban violentamente.
Me dijeron que había salido al encuentro de las turbas el general
San Just, a restablecer el orden. San Just reconvino a los oficiales
por permitir que se desobedecieran así las órdenes superiores. Los
oficiales se excusaron y el general ordenó que el piquete volviese
inmediatamente a la plaza.

San Just se dirigía a su casa cuando el Pacorro, el Niño de Coín y su
grupo, armados de fusiles y sables, le rodearon y violentamente lo
llevaron al centro de la plaza dirigiéndole los más terribles insultos.

Aquel grupo era en su mayoría de contrabandistas y de gente maleante
conchabada con ellos. Había también algunos exaltados de verdad, y
hasta carlistas, según dijeron; pero la mayoría eran matones del
puerto, amigos de broncas y jaranas, gitanos, taberneros y nacionales,
que se consideraban ofendidos por las maneras adustas de San Just, que
quería que todo el mundo respetase la disciplina.

Era ya de noche. San Just, en medio del tumulto, no perdió su
serenidad; contestó con energía a sus agresores, despreciando el
peligro. Pudo el general imponerse y con algún trabajo entrar en el
Ayuntamiento.

San Just se dirigió al oficial de guardia y le pidió auxilio contra los
revoltosos; mas el oficial le hizo ver lo imposible que era hacerse
obedecer, máxime cuanto que los demás oficiales habían desaparecido al
ver que no podían dominar el tumulto.

Yo me acerqué a la puerta del Ayuntamiento y oí la voz de San Just,
que se dirigía a las turbas recordándoles su amor a la libertad, por
la cual había vertido su sangre en los campos de batalla; sus méritos
de guerra en Puente la Reina y Montejurra. Todo fué inútil. José
Ignacio Ordóñez, que estaba allí entre Pacorro, el Niño de Coín y otros
matones, comenzó a gritar:

--¡Muera, muera!

Entonces el Niño de Coín, disparó un tiro. Dada la señal, los demás
hicieron una descarga cerrada.

San Just, viendo que las balas pasaban a su lado y que el peligro era
inminente y las exhortaciones vanas, se resguardó detrás de la puerta.
Siguieron los disparos, y una bala, entrando por una rendija de la
puerta, dió al general y le dejó gravemente herido.

Alguno que le vió caer avisó a los sublevados, y entonces las turbas
entraron en el Ayuntamiento y a bayonetazos y a sablazos acabaron con
el herido.

En aquel momento Ordóñez, Pacorro y el Niño de Coín huyeron corriendo
hacia el puerto.

       *       *       *       *       *

Yo, trastornado por estos acontecimientos, volví hacia la plaza de
Riego y a la calle de la Madre de Dios.

La noche estaba sofocante; el cielo, cuajado de estrellas; de vez en
cuando llegaba la brisa del mar y ráfagas de aire saturado del perfume
de las flores de los huertos vecinos. La calle estaba silenciosa; mis
pasos sonaban en las losas gravemente. A veces me cruzaba con algún
transeunte solitario que me miraba con curiosidad; yo volvía la cabeza
temiendo que vieran en mi rostro la angustia y la ansiedad que me
devoraban.

Tenía el presentimiento que esta noche había de ser la última de María
Teresa. Cuando entré por la calle de la Madre de Dios y me acerqué a la
esquina donde ella vivía, no me atreví a mirar a los balcones, temiendo
ver en ellos algo muy definitivo y muy terrible para mí. Luego me
decidí. Levanté la cabeza y miré: todos los balcones estaban cerrados;
sólo por uno de ellos salían rayos de luz. Pensé que por el balcón de
la otra calle adonde daba la casa quizá se vería más, y, efectivamente,
éste estaba abierto, y en unas cortinas blancas, grandes y caídas e
iluminadas por dentro, se veían pasar rápidamente sombras negras.

Yo miraba y escuchaba con una atención angustiosa; quería adivinar
qué pasaba y quién pasaba por detrás de las cortinas. Me parecía oír
un rumor leve de palabras; pero, no, no se oía nada; de pronto, a lo
lejos, sonaba el estrépito de un tambor, se cerraba una puerta y se
escuchaban pasos rápidos de alguien que iba huyendo y que se perdían en
el silencio de la noche.

Esta tensión de todo mi sér me trajo un sentimiento de rabia absurda;
pensé en llamar, dando voces y golpes en el aldabón de la puerta, para
que salieran todos los de la casa, y hasta los vecinos de alrededor, a
decirles a gritos que yo era el único que debía estar allí en el cuarto
iluminado, muy cerca de aquella mujer enferma, que era el único que
tenía este derecho y este deber, puesto que era también el único que
la había querido. Sentía, a veces, el impulso de abrir la puerta del
zaguán, subir a saltos la escalera y meterme en su cuarto para que ella
no viera a nadie mas que a mí, y si estaba en las ansias de la muerte,
fuera yo quien la consolara.

Pero, a pesar de mis proyectos, no tenía valor. Allá estaba la puerta
solamente entornada; sabía que el marido se hallaba fuera de casa, y,
sin embargo, no me atrevía. Me indignaba mi falta de valor; no me
resignaba a quedarme con la duda de cómo estaría ella, quizá no existía
ya; y aquellas idas y venidas de las sombras que se reflejaban en la
cortina blanca e iluminada eran los horribles preparativos que vienen
después de la muerte.

Me figuraba a su madre y a sus hermanas sacando las ropas de los
armarios para hacer el tocado de la muerta, para cubrir el pobre cuerpo
enflaquecido y destruído por la enfermedad.

¿Sería posible que yo no pudiera hacer nada más que estar allí solo, en
medio de la noche, apoyado en una esquina dura y fría, impotente para
todo, mientras ella, quizá en aquel momento supremo, sabiendo que yo
estaba cerca, me llamaba ansiosamente con la esperanza de que fuera a
acompañarla en sus últimos momentos?

No sé el tiempo que estuve apoyado en aquella esquina; me dolía la
cabeza y tenía escalofríos. En esto vi que se abría la puerta de casa
de María Teresa, y que salía un cura y el sacristán con un farol grande
de cristal. Me acerqué a la puerta, y la criada de mi antigua novia me
dijo que acababa de morir.

Le pregunté si podría subir; ella me dijo que estaban la madre y las
hermanas de María Teresa, y que no me permitirían entrar en el cuarto.

Entonces eché a andar por la calle, hacia la plaza de Riego.

       *       *       *       *       *

Había corrido la noticia de la muerte de San Just; se tocaba generala
por todos los tambores y cornetas, y se habían formado batallones de
infantería y de artillería en la plaza.

Aquel tumulto iba a interrumpir el reposo de la casa de mi antigua
novia, visitada por la muerte.

Me detuve en un grupo de milicianos. Me dijeron que la tropa de línea
estaba en el convento de la Merced.

Mi empleado, a quien vi y que estaba borracho, añadió que se había
formado una Junta marcial, y que Escalante se había puesto a la cabeza.
Este Escalante, al saber que el gobernador militar estaba encerrado en
el Principal, quiso salvarlo o hacer la pamema de salvarlo; pero le
detuvieron los milicianos, y al poco rato se presentó a él un oficial
a participarle que la Milicia, reunida en la plaza, había convenido en
que la única persona que había en Málaga que gozaba en aquel momento
de prestigio entre el pueblo y la tropa era él; por lo cual le pedían
que fuera a ponerse a la cabeza de la revolución para evitar mayores
desgracias.

Mi empleado me dijo que Escalante había aceptado y corrido a la plaza,
donde dijo a los sublevados momentos antes:

--¡Señores! Acaban ustedes de cometer un asesinato; acaban de matar a
un hombre que todavía tenía abiertas las heridas recibidas en la guerra
por defender la libertad de la Patria; éste es un atentado horroroso;
pero ya está hecho, y ya no hay remedio.

--Es verdad que era inocente--contestaron algunos--; por lo mismo es
menester que muera el canalla de Donadío, que es quien lo ha perdido.

Mi empleado hablaba de Escalante como de un tipo de valor y de
abnegación, ¡qué ironía!, ¡qué sarcasmo!; yo sabía que aquel hombre,
que estos pobres cándidos consideraban como un héroe, estaba en aquel
momento haciendo su pacotilla.

--¿Y qué esperan ustedes aquí?--le pregunté a mi empleado.

--Estamos esperando a ver qué actitud toma la tropa que está encerrada
en la Merced; no sabemos si hará causa común con nosotros.

--¿Y el gobernador, dónde está?

--Está también en el cuartel.

Sin duda, al saber el drama que se había desarrollado en el
Ayuntamiento, el conde de Donadío había corrido al antiguo convento de
la Merced, donde estaba la tropa de línea, y había intentado convencer
a los oficiales para que le auxiliaran a dominar el motín; por lo que
se supo después, los oficiales se negaron a obedecer al gobernador por
no ser éste su jefe, alegando, además, que no tomaban armas mas que
para defender la Libertad, y no para batirse contra la Milicia o el
pueblo.

Con estos subterfugios condenaban a un hombre a la muerte.

Aumentaban los grupos en la plaza de Riego, se acercaban al antiguo
convento de la Merced y pedían a voz en grito que la tropa saliera a
fraternizar con ellos.

El Morlaco, el Chispilla y otro, a quien llamaban el Veneno, llevaban
ahora la voz cantante para gritar y alborotar. Después de algunas
discusiones y desavenencias entre la oficialidad, la tropa salió del
cuartel, en medio de grandes aplausos, pasó a la plaza de Riego y se
formó junto a la Milicia.

Rodeado por grupos de exaltados estaba Escalante; los furiosos pedían a
voz en grito que se sacara allí mismo a Donadío para fusilarlo sobre la
marcha.

El conde de Donadío, al verse abandonado dentro del antiguo convento
y creerse, con motivo, en gran peligro, se puso un uniforme viejo que
encontró de miliciano.

Se dijo después que Escalante, penetrando en el cuartel, había
aconsejado a Donadío que se escapara. Era el consejo semejante al del
cocodrilo de la fábula con el perro.

Se opuso el gobernador, pensando, seguramente, que mientras el alboroto
de la plaza existiera sería para él muy peligroso el salir de allá. Se
dijo también que Escalante había ido a conferenciar con los jefes de
los milicianos y a decirles que el general se había escapado.

Los sargentos de la tropa aseguraron que no era cierto; que Donadío
seguía allí, y pidieron entrar en el cuartel para convencerse.
Entraron, y en el mismo momento vieron a Donadío, que bajaba la
escalera principal, y lo reconocieron a la luz de una linterna.

--Este es--dijo uno de los sargentos.

--¡Matadlo, matadlo!--gritó el Morlaco, que venía delante.

El conde de Donadío intentó retroceder en la escalera; luego quiso
hablar; sonaron varios tiros, y una bala le atravesó el pecho. Nuevos
disparos siguieron a los primeros. Los milicianos sacaron el cadáver
del gobernador a la plaza de Riego, y, aullando y gritando, lo
arrastraron y le dieron bayonetazos. Yo vi pasar al muerto; tenía la
cara negra y un agujero sangriento en el pecho.

El espectáculo me produjo una enorme repugnancia.

Mi empleado y otro miliciano me aseguraron que, habiendo comenzado
con los dos gobernadores, había que seguir la degollina con los
comerciantes ricos opuestos a la revolución.

Si las circunstancias hubieran sido favorables lo hubieran hecho.

       *       *       *       *       *

Pasé de nuevo por la calle de la Madre de Dios y miré por el balcón.
Ahora, la cortina estaba descorrida y se veía temblar en el techo
la luz de los cirios. Trastornado y loco de dolor marché a mi casa;
pero comprendiendo que aquella noche sofocante no podría dormir, fuí
a la Alameda y me senté en un banco. Caían despacio las hojas de los
árboles. Había por allí unas mujeres que me importunaban, y me marché
al muelle y me senté sobre un fardo.

Estaba tan trastornado que no sabía si lo que me ocurría era sueño o
realidad.

Este final de la mujer que había querido; estas muertes en plena noche;
este aire irreal de las gentes y del pueblo, me perturbaban.

En el muelle era un ir y venir de sombras que corrían llevando fardos;
me pareció adivinar la silueta de José Ignacio Ordóñez, del Pacorro
y del Niño de Coín. A lo lejos se seguía oyendo el retumbar de los
tambores. Pensé si estaría trastornado; indudablemente, tenía fiebre;
pero no, aquello todavía era la realidad...

Luego, de repente, la realidad se transformó en sueño. Me vi en una
calle sombría, que no era de Tarragona, ni de Málaga, mirando unos
balcones con unas ventanas blancas. ¿Qué pasaba allí? Me encontré a un
hombre a la puerta de la casa que se puso a hablarme sin mirarme a la
cara. Este hombre se parecía al Niño de Coín.

--¿Puedo subir?--le pregunté.

--Sí; suba usted.

Comencé a subir unas escaleras interminables. En cada rincón y en
todos los rellanos había un hombre agazapado espiando algo. De pronto
me dije: «Aquí es»; y pasé un cuarto, y otro cuarto, y entré en una
habitación iluminada por cirios y con cortinas blancas. Tenía el
sentimiento de una desgracia, pero no sabía cuál era.

En aquel cuarto habían formado un círculo unos cuantos hombres pálidos
y grises; algunos, vestidos de milicianos. Entre ellos estaban
Aviraneta, Arnau y Secret. Estos hombres conferenciaban. Yo no sabía
qué hacían. ¿Qué hacen?, ¡Dios mío!--me preguntaba con ansiedad--. Uno
de estos hombres arrastraba de pronto un cadáver con la cara negra y
un agujero sangriento en el pecho, y lo llevaba en medio del círculo
de hombres grises. Lo apretaban entre todos, y echaba sangre a una
urna de cristal, que parecía un farol de sacristán para dar los óleos.
Hecho esto medían con una varita la profundidad de la sangre y se
desesperaban porque no era grande...

Pasado un momento, esta sangre no era sangre, sino oro, y todos los
hombres grises y los vestidos como milicianos sacaban este oro con las
manos, hacían grandes fardos, los ponían sobre la espalda, echaban a
correr, tropezaban unos contra otros y se atropellaban horriblemente
y se batían a tiros...; pero alguien había comprendido que era
necesario trabajar este oro y traía un yunque y un troquel, y empezaba
a troquelar monedas a martillazos con un estrépito terrible, como de
tambores, y el hombre se asombraba y se desesperaba al ver que sus
monedas, al caer, se convertían en hojas secas de árbol que volaban por
el aire...

       *       *       *       *       *

--¿Qué hace usted aquí?--me dijo la voz de un sereno.

Yo no sabía qué hacía allí. El sereno me acompañó a casa creyéndome
borracho. Me tendí en la cama.

Al día siguiente me pareció que todo volvía a la vida normal; la muerte
de mi antigua novia me parecía un hecho doloroso, pero ya previsto. Fuí
a mi escritorio; por la mañana se supo que se había nombrado una Junta
en Málaga, bajo la presidencia de Escalante, para restablecer el orden.
¡Oh ironía!

Este mismo día me mandaron la esquela de María Teresa, en donde se
hablaba de su desconsolado esposo. Otra amarga ironía.

Por la mañana fueron llevados al cementerio los cadáveres de los dos
gobernadores: uno, en un féretro del hospital de San Julián, y el otro,
en unas parihuelas. Al mediodía, y con mucho lujo, se verificó el
entierro de mi antigua novia, y a las cuatro de la tarde se promulgó
la _idolatrada_ Constitución en el punto de la Alameda, como decía una
proclama de Escalante.

    Itzea, julio, 1921.



                          FLOR ENTRE ESPINAS


                                  I.

EN 1865, durante el verano estuve una temporada con Aviraneta en las
aguas termales de Trillo. Encontramos allí a un tal Julio Kraft,
ingeniero de minas, prusiano, que acudía a aquellos baños a curarse de
sus dolencias.

Este ingeniero era entusiasta de España, de nuestras comidas y de
nuestra zarzuela; así, que le oíamos constantemente elogiar las
lechugas y las coliflores de la tierra y cantar _El grumete_, _El
dominó azul_ y _Jugar con fuego_.

Por entonces, seguramente, Wagner había escrito muchas de sus obras;
pero Kraft se burlaba de su país, porque decía que allí no gustaban mas
que las nieblas.

--¡Muy roimático, muy roimático, para tanta niebla!

Quería decir reumático. Kraft era de los extranjeros que hablan el
castellano como en los primeros meses de llegar a España.

Un día, en compañía del ingeniero prusiano, fuimos a Cifuentes y
visitamos esta antigua villa amurallada, con sus viejos conventos y su
parroquia gótica, de una restauración lamentable. Otro día estuvimos en
Viana y en sus alrededores.

Hablando de aquellas montañas y cerros de tan rara forma, a los cuales
los habitantes del país dan pintorescos nombres, el prusiano nos dijo:

--Hace mucho tiempo que estuve yo aquí, por cierto con un plan bien
distinto al que ahora tengo.

--¿Pues, a qué vino usted?--le pregunté yo.

--Vine con un objeto exclusivamente militar.

--¡Hombre!

--Sí; vine a ver si podíamos instalar en estos cerros un campamento
carlista.

--¿Ha sido usted carlista?

--Sí; estuve de capitán con Cabrera.

--¡Demonio, qué absurdo!

--Hice la campaña en sus filas hasta la conclusión de la guerra civil.
En 1838 fuí, con el coronel de ingenieros prusiano barón de Rhaden,
desde el Real de Don Carlos al Maestrazgo, y Cabrera nombró al barón
comandante de Ingenieros de su ejército.

Estuvimos en un viaje de estudio en las proximidades de Cuenca, Priego
y Huete, viendo las condiciones que podían tener para instalar un campo
atrincherado donde reunir fuerzas para atacar Madrid.

El barón de Radhen encontró que el mejor sitio, el más próximo a la
corte y el más seguro, eran estos cerros de Trillo.

El barón estaba persuadido de que aquí había habido campamentos
militares en tiempo de los romanos, y, efectivamente, se habla de que
existió por estos contornos una ciudad llamada Bursa o Capadocia.

El barón pensó en convertir dos grandes eminencias que tienen en su
altura una gran plataforma, próximas a Viana, en el campo atrincherado
de Cabrera, con sus almacenes y sus cuarteles de campaña. El agua la
tenía al pie, por donde corre el Tajo, y pensó en un sistema para
elevarla.

Cuando volvimos al campamento de Cabrera y el barón de Rhaden explicó a
don Ramón lo que había visto, éste le contestó:

--Estoy conforme con la opinión de usted, y esa base de Trillo me
servirá para apoderarme de Madrid. Sólo me hacen falta treinta mil
fusiles, que espero con ansiedad, pues tengo hombres que los empuñen.

El motivo por el cual Cabrera no pudo realizar su proyecto fué la
ocupación por el Gobierno de la Reina de siete mil fusiles ingleses en
el puerto de los Alfaques, en el acto de estar desembarcándolos de un
bergantín inglés, y las disensiones que se suscitaron entre Maroto y
Don Carlos, que produjeron el Convenio de Vergara.

--Aquí tiene usted quien hizo el Convenio de Vergara--dije yo al señor
Kraft, mostrándole a Aviraneta.

El señor Kraft creyó que yo le hablaba en broma, y se rió, con la risa
estólida que, en general, tienen los alemanes cuando creen que se
burlan de ellos.

Después, con las explicaciones que le di, quedó maravillado y sintió
una gran curiosidad por Aviraneta.


                                  II.

Sentía el ingeniero prusiano gran entusiasmo y admiración por Cabrera y
recordaba los años de su juventud con mucho gusto.

Con motivo de contarnos anécdotas del caudillo del Maestrazgo, muy
conocidas todas, hablamos largamente de los militares españoles.

Los militares españoles--dijo Aviraneta--no se han parecido a los
franceses; entre los franceses ha habido siempre más cultura; en ellos
se han dado tres tipos principales: el de sabio, técnico, hombre de
estrategia, Gouvion de Saint-Cyr, Massena, Jomini; el del hombre de
mundo, Suchet, Marmont, Moncey, y el del fanfarrón sableador, como
Murat, Augereau, Dorsenne, etc. Entre los españoles, estos tipos apenas
han existido; casi todos nuestros generales se han vaciado en el único
molde del guerrillero.

Cierto que don Diego León se podía comparar a Murat, porque era también
brillante, elegante y efectista; cierto que Córdova y Zarco del Valle
tenían algo del político y del técnico; cierto que Zumalacárregui
era un hombre de estrategia; pero, en general, entre nosotros, el
guerrillero es el que ha privado.

El guerrillero nuestro aparece como medio zorro y medio tigre. Mina
y Merino son más zorros; Zurbano y Cabrera, más tigres. Hay también
algunos tipos que tienen algo de león, como el Empecinado y algunos
militares sin ambiciones, valientes e inteligentes, como Oraá, el Lobo
Cano.

Entre los que han tendido a la política, Córdova, Espartero, O'Donnell,
Narváez, Serrano y Prim, ninguno ha sido muy culto; no han llegado a
dominar la historia, ni la geografía, ni la estrategia; se han dejado
llevar, como los guerrilleros, por el instinto, por la intuición. Han
sido tipos de conquistadores más o menos degenerados.

La patología ha influído mucho en ellos. Mina, Zurbano, Cabrera y
Narváez estaban gravemente enfermos del estómago.

--Respecto a Cabrera, es cierto--repuso el prusiano.

--Yo--añadió Aviraneta--no creo gran cosa en el arte de la guerra.
Indudablemente, cuando dos ejércitos se ponen uno frente a otro hay
casi siempre un vencedor y un vencido. Se puede aceptar con muchos
visos de verdad que el general que manda el ejército vencido es un
hombre negado; lo que no se puede creer siempre es que el general
vencedor sea un hombre de mérito. Sin embargo, para la mayoría el éxito
supone constantemente grandes condiciones guerreras.

El ingeniero prusiano creía firmemente en la ciencia de la guerra,
y suponía que Cabrera la tenía de una manera infusa. Este ingeniero
se manifestaba más entusiasta del caudillo del Maestrazgo, que podía
haberlo sido un carlista del país; lo consideraba como un capitán de
los más grandes del mundo, y no aceptaba que se le pudiera comparar
con ningún otro general español de su época, excepción hecha de
Zumalacárregui.

Aviraneta, a pesar de que no había conocido personalmente a Cabrera,
lo emparejaba con Zurbano y con Narváez; y como éste acababa de
presentar la dimisión del Gobierno que presidía, hablamos mucho de él.
Se contaron varias anécdotas del Espadón de Loja.

--¿Usted conoce a Narváez?--le preguntó el prusiano a Aviraneta.

--Sí, lo conocí hacia el año 34, y formó parte de una sociedad secreta
liberal fundada por mí.

--¿De una sociedad secreta liberal?

--Sí.

--_¡Aj!_, ¡qué cosa más extraña!--exclamó el prusiano.

--Luego le volví a ver, después de su gran triunfo contra Gómez, en
Arcos de la Frontera.

Aviraneta sonrió, y yo, como le conocía, supuse que recordaba alguna
cosa.

--Cuéntenos lo que recuerde de Narváez, don Eugenio. Si hay una
historia, venga la historia, porque supongo que detrás de esa sonrisa
hay algo que valdrá la pena de que nos lo cuente usted.


                                 III.

Pocos personajes me han parecido tan interesantes como Aviraneta en
su trato. La desproporción entre su energía, su intuición y su poca
fama, que en este tiempo había desaparecido, dejándole convertido en un
hombre obscuro, me maravillaban siempre.

Generalmente ocurre lo contrario, y el hombre que conocemos que ha
hecho algo grande nos sorprende por su pequeñez.

Recuerdo haber hablado con Castaños, con Mendizábal, con Espartero y
otros políticos y militares famosos de nuestro país, y en la intimidad
no daban ninguna impresión de grandes.

Aviraneta, como era metódico y recordaba haberme contado sus aventuras
hasta llegar a Málaga desde Argel, tomó la narración donde la había
dejado:

--Hecha la revolución en Málaga--dijo--me designaron a mí para ir, como
delegado, a Cádiz. Las primeras ciudades andaluzas se alzaban negando
su obediencia al Gobierno. Se quería ya claramente la Constitución de
1812, aunque modificada.

De Málaga marché a Cádiz en el _Balear_, en el mismo barco donde fuí de
Valencia a Barcelona, y me albergué en la posada de las señoras de San
Quirico, en la calle del Vestuario. Estas señoras eran muy liberales y
amigas y partidarias mías.

Había una de ellas, Consuelo San Quirico, que era revolucionaria y
republicana. Era muy graciosa, muy habladora y tenía unos lunares muy
picarescos.

Consuelo San Quirico me contó cómo se había hecho la revolución en
Cádiz.

--El movimiento lo inisiaron los isabelinos en la plasa de San
Antonio--dijo--. En la tarde del día 28 de julio el Gobernadó militá
pasó un ofisio al comandante de artiyería nasioná para que hisiese
entregá su cañone a la brigada de marina. Semejante arbitrariedá y
atropeyo irritó a los artiyero, que inmediatamente se reunieron en el
baluarte de la Candelaria y cargaron la cuatro piesas, dipuestos a
defenderse. A las nueve de la noche se oyeron viva a la Constitusión,
y a las die y media lo tambore de la guardia nasioná tocaron generala
reuniéndose en la plasa todo sus individuos mandando en seguida varios
comisionaos para conferensiá con el gobernadó militá. Lo milisiano se
pusieron sobre la arma; el batayón veterano de marina formó frente a
su cuarté y el gobernadó sivil y la autoridade militare patruyaron con
alguna fuersa de infantería y cabayería. El orden más completo reinaba
en todas las filas, de donde salían por intervalo lo grito de «Viva la
unión» y de «Viva la Constitusión del año 12». Pidió el primer batayón
que se proclamara ésta, y comisionó a alguno individuo para explorá
la voluntá de sus compañero. El resultado fué el aclamarse también en
Cadi el código que aquí tuvo su cuna. A la cuatro de la tarde se juró
la Constitusión; hubo colgaduras, repique de campanas e iluminasione, y
fué nombrado jefe político don Pedro de Urquinaona.

--¿Y ahora qué hacemos?--le pregunté yo a la de San Quirico.

--Ahora..., adelante..., a demostrá ar mundo entero lo que somo y lo
que valemo lo españole.

--Es lástima que no le podamos hacer a usted algo, Consuelo--le dije yo.

--No sea usted guasón--me contestó ella--. Yo soy ya muy vieja para que
me hagan nada.

Con la revolución triunfante comenzamos los isabelinos a organizarnos y
a pensar en el ministerio futuro.

Pocos días después los sargentos, en La Granja, obligaban a María
Cristina a proclamar la Constitución.

El movimiento de La Granja nos quitó a los isabelinos importancia,
a pesar de ser los precursores, dejándonos, cosa frecuente en las
revoluciones, como anticuados.

Al grito de Libertad y Constitución que había dado el pueblo malagueño
en la mañana del 26 de julio correspondió Andalucía entera, y el
mismo grito se hubiera generalizado en toda España; mas el partido
mendizabalista, que no quería ni le convenía que triunfase la causa
del pueblo con gente nueva, desconocida, se adelantó, apeló a la
insurrección de La Granja y, a consecuencia de aquel alboroto militar,
el hombre de los milagros volvió a apoderarse de las riendas del Poder
con los viejos doceañistas.

Harto trabajaron los mendizabalistas en Andalucía para que las cosas
volvieran al ser y estado que tenían al pronunciarse Málaga; es decir,
Estatuto puro y gobierno de Mendizábal; pero al ver sus esperanzas
frustradas con los movimientos de Málaga y de Cádiz, que corrían por
toda Andalucía, improvisaron la insurrección de La Granja y se quedaron
con el mando. Los Magnates aparecieron de nuevo a caciquear.

No tardaron en manifestar su encono a los que habían hecho una
revolución que no era la suya, y se dijo en Madrid que en Málaga, y
sobre todo en Cádiz, se quería proclamar la república.

El ministerio mandó a Cádiz al capitán general de Andalucía, don
Antonio Aldama, con la misión de que fuese duro, y, según se aseguró,
le dió una lista de patriotas, entre los cuales me encontraba yo, para
que fuesen deportados a Ceuta.

El general Aldama se presentó en Cádiz y no encontró, después de haber
practicado escrupulosas investigaciones, mas que un gran entusiasmo en
todas las clases por Isabel II y por la Constitución.

Era preciso una víctima para cubrir el expediente, y fuí yo el
designado para el sacrificio. Los mendizabalistas me suponían al
frente de los patriotas que en el Mediodía habían jurado sostener la
Constitución hasta que se reuniesen las Cortes que debían reformarla, y
me creían enemigo acérrimo de su jefe.

Por entonces publiqué yo en _El Noticioso_, de Cádiz, un artículo
titulado «La Verdad». Decía en él que la libertad española se tomaba
como un derecho y no se recibía como un don; afirmaba que Mendizábal,
el hombre de Israel, hablaba a los liberales lo mismo que Luis Felipe
a los hombres de las barricadas en 1830, y añadía que a nuevas cosas
nuevas personas. Acusaba también a los que formaban el nuevo ministerio
de querer ser dictadores y mangoneadores eternos.

El artículo del periódico de Cádiz se reimprimió como hoja suelta
en Madrid y tuvo cierto éxito. _El Eco del Comercio_ decía que el
tal artículo era un delirio de una imaginación acalorada por la
libertad, que revolvía ideas inconexas y contradictorias, y que debía
considerarse como el último esfuerzo del despecho y de la rabia que
devoraba a su autor al despedirse de la vida política, como el jabalí,
que herido de muerte huye haciendo riza y hasta el postrer momento se
consuela dando dentelladas antes de morder la tierra.

Este artículo mío produjo gran cólera en el club mendizabalista
dominante, que miraba con torvo ceño todo cuanto pudiera poner en
peligro su organizado pandillaje.

Vi próxima que me amagaba la tormenta, que querían vengarse los
Magnates; e instruído de cuanto se maquinaba en mi daño, y para evitar
una tropelía, de acuerdo con el comandante general de la provincia, me
trasladé al Puerto de Santa María, con la idea de esconderme.

Allí se me prendió y encerró en la cárcel pública; y para aparentar que
había motivo, se dispuso formarme causa porque había ido sin pasaporte.
Ridículo pretexto. Fué nombrado fiscal un capitán de ex voluntarios
realistas, y actuario otro prójimo por el estilo, ex sargento del mismo
cuerpo.

Diez días estuve preso, y cuando la causa pasó a manos del general
Aldama, éste, penetrado de la injusticia con que se me trataba, mandó
ponerme en libertad.

Poco tiempo después de salir de la cárcel del Puerto de Santa María me
presenté al mariscal de Campo don Pedro Ramírez, comandante general de
la provincia de Cádiz, hombre que unía el valor a la benevolencia.

Don Pedro Ramírez, en nombre de la comisión de armamentos y defensa
de Cádiz, me nombró delegado de Hacienda de la división de la Milicia
nacional que estaba al mando del general don Fernando Butrón.

Yo conocía a Butrón desde el tiempo de la emigración liberal, en
Bayona, cuando la intentona de Vera, el año 30.

En el mes de octubre, al ser invadida Andalucía por las fuerzas del
cabecilla Gómez, se reunió la división de la Milicia nacional de la
provincia para operar en campaña; y necesitando poner al frente de la
Hacienda un sujeto de inteligencia y de actividad, se propuso, por el
intendente don Manuel González Brabo, padre del luego célebre don Luis,
el que se me nombrase ministro de Hacienda de esta división, y el 5
del mismo mes se me expidió el nombramiento, haciendo que me pusiera
inmediatamente en marcha para el cuartel general del Carpio.

Una de las cosas que organicé fué un hospital de sangre con
facultativos hábiles, y dos boticas, una para la caballería y la otra
para la infantería.

Al acercarse a Arcos de la Frontera el brigadier Narváez, el general
Ramírez me ordenó que, con toda celeridad, me presentase en el campo de
la acción con el hospital de sangre a recoger los heridos de nuestras
tropas y los del enemigo, y hechas las primeras curas, los trasladé,
en ómnibus, a Jerez de la Frontera, donde tenía dispuesto un hospital,
que, según dijo el general don Antonio Aldama, que lo visitó, podía
servir de modelo. En el corto espacio de veintidós días--decía en un
informe el general Ramírez--se presentó el fenómeno, nunca visto hasta
entonces, de la completa curación de todos los heridos, a pesar de
serlo, en su mayoría, de gravedad, marchando los hábiles a incorporarse
a sus cuerpos, y los que quedaron inútiles, al depósito de Sevilla,
sin que se hubiera desgraciado ninguno. Tan admirable ejemplo--seguía
diciendo el general--se debió al brillante estado en que se hallaba el
hospital militar, al mucho aseo, esmero y puntualidad en las curas,
rigurosa policía que se observó en los alimentos y medicinas y a la
presencia no interrumpida del jefe de la Hacienda en el hospital.

Además intenté interesar el patriotismo de los habitantes de Jerez y
contribuí a que el Ayuntamiento, la Junta de beneficencia y el pueblo
entero sufragaran los gastos que se ocasionaron, suministrando a todos
los soldados dos camisas nuevas, un par de zapatos y uniformes a los
que los tenían inservibles y destrozados. Los periódicos de Cádiz me
llenaron de alabanzas por mi patriotismo, habilidad y filantropía.

El general Ramírez me dió varios certificados encomiásticos; yo le
ayudé; y trabajé con él para que no se alterara el orden, puesto que
en aquellas críticas circunstancias, y por el reciente cambio de las
instituciones, las pasiones estaban en una gran efervescencia.

Como les he dicho a ustedes, fuí con mis sanitarios a las proximidades
de Arcos de la Frontera, al aparecer Narváez con sus tropas a atacar a
Gómez, y recogimos los heridos de la batalla de Majaceite.

Por la tarde, terminados mis trabajos, me encontré en el campo con el
jefe de Estado Mayor don Antonio Ros de Olano, y hablé con él. Ros de
Olano era hombre de gracejo, había leído mucho, sabía francés, inglés y
creo que alemán.

Era muy amigo de Espronceda, y después se habló de él como literato
por el prólogo que puso al _Diablo Mundo_; citaba con frecuencia a los
grandes poetas, a Shakespeare, Byron y Goethe. Ros de Olano me preguntó
si no conocía al general Narváez y me instó para que fuera con él a
Arcos.

--Tengo una habitación soberbia en el Palacio de los Duques, con dos
camas--me dijo--. Una se la cedo a usted por esta noche.

--Bueno, vamos allá.


                                  IV.

Arcos de la Frontera es un pueblo en anfiteatro, colocado sobre
una roca elevadísima, rodeada por casi todas partes por las aguas
amarillentas del Guadalete y cortada en algunos sitios a pico. Las
calles de Arcos son estrechas y pendientes; y para llegar a la cumbre
de la ciudad hay que subir una cuesta muy larga y penosa.

Como la roca en que está asentada Arcos, tajada sobre el río, es
medio arenosa, como de asperón, y se desmorona por los costados
con frecuencia, han desaparecido varias calles, y el pueblo, antes
amurallado, al encontrarse sin espacio, se ha extendido por las colinas
próximas.

Arcos, ciudad bastante grande, celebrada por sus frutas y por sus
majos, tiene en la plaza una iglesia, con una fachada de estilo gótico
florido, y algunas casas hermosas.

Al llegar al pueblo y subir a la plaza, Ros de Olano me llevó al
palacio de los Duques de Arcos, en donde se encontraba el brigadier don
Ramón María Narváez.

Narváez me saludó amablemente.

--¿Se conocían ustedes?--preguntó Ros de Olano.

--Sí--dijo don Ramón.

--Sí--añadí yo.

Yo le conocía de cuando estaba organizando la Isabelina. Por entonces,
Narváez, que era masón, se me presentó con una contraseña del Gran
Oriente para entrar en la Sociedad.

No quise referirme a este recuerdo, por si la idea de haberse
encontrado en una situación subalterna con relación a mí no le gustara
al brigadier; y no hice tampoco la menor alusión a esta circunstancia,
lo que pareció tranquilizar por completo al caudillo. Hablamos largo
rato.

A Narváez, después del motín de La Granja, se le consideraba como
liberal exaltado; en cambio, a Espartero se le tenía como amigo de los
moderados.

Mendizábal y Calatrava habían elegido a Narváez para ver si daba el
golpe de gracia al general carlista Gómez; y el ministro de la Guerra,
García Camba, le había dado atribuciones extraordinarias, como la
de obligar al general Alaix a que le cediera su división, cosa que
produjo, días después de la acción de Majaceite, una riña entre los dos
generales y un motín militar.

Los exaltados comenzaban a ver en Narváez un rival de Espartero y lo
elogiaban a cada paso.

En los dos años siguientes, y por la fuerza de los acontecimientos.
Espartero llegó a ser el hombre de los progresistas, y Narváez, el de
los moderados.

Ni uno ni otro tenían ideas claras; no había en ellos mas que envidia y
emulación. La rivalidad que ya había existido entre Espartero y Córdova
siguió existiendo entre Narváez y Espartero, sobre todo cuando murió el
general Córdova.

Narváez era pequeño, violento, y en aquel instante estaba emborrachado
por el éxito; tenía una voz dura, rajada; el aire, fiero y jactancioso;
los ojos, vivos, que relampagueaban a veces, y el labio inferior, un
poco belfo.

Narváez tenía una gran facundia; era persuasivo y turbulento; a veces
parecía de un amor propio, monstruoso; a veces le gustaba hacerse el
pequeño. Sus soldados le querían porque, a pesar de su severidad, era
justo a lo militar y compartía con ellos sus sufrimientos. Narváez
se parecía espiritualmente a Espartero; pero era más impulsivo y más
genial. A pie, sorprendía por su aire violento; a caballo y arengando
a sus tropas, según me dijo Ros de Olano, tenía una gran prestancia.

Yo confieso que sentía cierta antipatía por estos espadones
jactanciosos y fieros. De aceptar un tipo militar, prefería el
organizador frío y tranquilo como Zumalacárregui.

Narváez y yo hablamos de Mina, de quien se decía que estaba gravemente
enfermo y casi moribundo.

Le entusiasmaba a Narváez el que el viejo guerrillero el _Esqueleto_,
como le llamaban cuando era capitán general de Navarra, fuera tan
franco y tan llano.

Me contó cómo don Francisco Espoz, a la hora de comer, mandaba traer un
caldero de habas o de rancho debajo de un árbol, y, sentándose en rueda
con sus oficiales, metía la cuchara de palo en la comida común. Narváez
no comprendía que en esto había algo de efecto teatral.

El viejo zorro navarro sabía que así tenía a sus oficiales encantados.

Narváez creía en toda esta retórica de los conductores de soldados:
«¡Muchachos, hijos míos, adelante!». Ese sentimentalismo de cuartel le
llegaba al alma. Creía en la familia militar, como si fuera lo mismo,
después del peligro de una acción, el ir a vivir a un palacio con un
magnífico sueldo que el quedarse en un sucio cuartel de soldado o de
cabo, o ir a pasar la vida a un hospital de inválidos.

En el Empecinado, y en tipos como él, esta fraternidad con sus soldados
era algo espontáneo, porque su vida no se diferenciaba gran cosa de
la de sus guerrilleros; pero en Mina, que había vivido entre lores y
damas de la aristocracia inglesa, su familiaridad no pasaba de ser una
técnica, un procedimiento.

Narváez sentía un odio profundo por los periodistas y por la Prensa. La
Prensa era la causante, según él, de todo lo malo que ocurría en España.

La razón de su enemiga era que los periodistas tenían en la mano la
popularidad, esta popularidad a la que los militares ambiciosos hacían
ascos y que, a pesar de ello, se derretían por alcanzarla. En todos
aquellos aspirantes a Napoleón se había despertado un ansia inagotable
de aparecer citados en los periódicos.

Narváez se quejaba de la confusión de la época.

--Esto es un galimatías--dijo--que no lo entiende ni Dios. Esto es
la mismísima torre de Babel. El uno dice que más libertad y más
Constitución; el otro, que menos libertad y menos Constitución y más
orden; el uno grita que el enfermo se muere; el otro, que el enfermo
se cura; el uno receta cantáridas, y el otro, emolientes; y entre
tanta fórmula y tanta historia, ya no sabemos si nos conviene más la
Constitución neta o la reformada, el Estatuto, la República, Don Carlos
o los demonios colorados.

--Todas esas son consecuencias naturales de la libertad--observé yo--;
no se puede pedir en el campo liberal la uniformidad de ideas que hay
entre los absolutistas.

--Pues todas esas charlas y toda esa confusión no hacen mas que
perturbarnos.

Yo seguí defendiendo la tesis de que la confusión era una consecuencia
natural y lógica de la libertad, y me dejé decir en la conversación que
el ejército iba a ser impotente para acabar la guerra civil.

--¿Y por qué?--me preguntó Narváez con furia, incomodado con esta idea
expuesta por mí.

--Porque más de la mitad de España es absolutista--dije yo--. La
guerra, si sigue en circunstancias como las actuales, acabará por
destruírlo todo. Para liberalizar España hay que contar con el tiempo,
solamente con el tiempo. El liberal tiene las ciudades, mejor dicho, el
elemento culto de las ciudades, pero el carlista domina en los campos.

--Una minoría fuerte, inteligente y que tenga razón puede imponerse a
una mayoría de bestias--dijo Narváez.

--Eso es la dictadura.

--Pues bien, la dictadura. ¿Qué mal puede haber en ella?

--Muchos males y un inconveniente--contesté yo--; que para que haya
dictadura tiene que haber un dictador fuerte que acabe con todos los
que tengan pretensiones de serlo. Ha de haber un dragón que devore
las alimañas. Y eso es lo difícil. Ninguno de nuestros generales ni
de nuestros políticos se someterá, y no sé si habrá alguno capaz de
tragarse a los demás.

--Y bien, ¿usted que haría?

--¡Yo! Entablar una negociación con los carlistas que trajera una
tregua, y luego, en la paz, trabajar contra ellos. Si no, destrozaremos
a España estúpidamente.

--¿Y el honor del ejército?

--El ejército no debe servir mas que para los intereses de la nación.
El político, a dirigir; el militar, a obedecer y a cumplir las órdenes.

--O a dirigir también.

--En ese caso, el militar, ya no es militar, sino político.

Narváez me replicó con extremada violencia, con su fraseología andaluza
plagada de brutalidades y de groserías. Me hubiera retirado a no haber
intervenido varias veces Ros de Olano y a no haber entrado en el cuarto
el ordenanza de Narváez, Bodega, el mismo que cuando el brigadier
llegó a general y a presidente del Consejo de Ministros tuvo tanta fama
y se le consideró casi como un personaje. Bodega traía varias cartas.

--¿Son de Madrid?--preguntó Narváez a Ros de Olano.

--Sí, éstas son de Madrid. Hay una también de tu pueblo, de Loja.

Narváez tomó sus cartas y salió del cuarto.

Yo le dije a Ros de Olano que no tenía gran entusiasmo por esta clase
de gente que cree que no hay más norma en la vida que la del pan y el
palo y que quieren convertir la sociedad en un cuartel.

Ros de Olano me contestó que no hiciera mucho caso de las violencias
del lenguaje de aquel hombre, pues todo esto era en él corteza.

Pensaba marcharme no muy satisfecho de la entrevista; pero Ros de
Olano me convenció de que me quedara a cenar. Cenamos en el palacio
de los duques de Arcos, Narváez con su Estado Mayor y algunos de sus
oficiales. Estaban el ayudante de campo Calleja, el abogado Cortina, el
coronel don Hipólito Silva, el comandante Mayalde y el corresponsal del
_Times_, que marchaba en la división recomendado por el embajador de
Inglaterra, sir Jorge Williers, luego lord Clarendon.

Narváez, aunque con aire de malhumor, se las echaba de modesto y
atribuía la victoria de Majaceite a los demás.

Cortina, el abogado sevillano, era de estos hombres elocuentes que a mí
no me interesan nada. Iba con la brigada de la Milicia nacional como
jefe de Estado Mayor.

El comandante de la brigada era el coronel Silva, del tiempo de la
guerra de la Independencia, el primero que había obtenido la cruz de
San Fernando por la lucha que tuvo con nueve franceses, en la que mató
a cinco e hizo huír a los restantes.

El gasto de la conversación durante la cena lo hizo el abogado Cortina.
Después de cenar, Ros de Olano me convidó a tomar café, y salimos él y
un capellán, Suñer, un valenciano que por la mañana y por la tarde nos
había ayudado a mis sanitarios y a mí a recoger los heridos, a la calle.

Este Suñer, por lo que me dijo Ros, era hombre poco místico; trataba a
los soldados como camaradas y decía la misa en cinco minutos.

Entramos en un pequeño café donde había muchos militares. Suñer y Ros
de Olano hablaron de la batalla que se había dado contra Gómez y del
nombre que se le pondría.

A Ros de Olano no le parecía muy bonito el que esta acción se llamase
la acción de Majaceite; sin embargo, por lo que dijo, era el nombre
exacto que le correspondía, puesto que se había dado en distintos
puntos de la orilla de este río. Me hizo un croquis en un papel del
terreno donde se había verificado la batalla.

El río Guadalete tiene dos brazos que nacen de dos fuentes próximas
de la sierra de Grazalema. Estos dos brazos--el río de Zahara y el
Majaceite--, después de separarse y extenderse por las alturas de la
provincia de Cádiz, se reúnen a una legua, aguas abajo de Arcos, en el
sitio llamado la Pedrosa.

El Majaceite se forma con el arroyo de Benamahona, el de Ubrique,
la garganta de Millán, que comienza en el mojón de la Víbora, y con
algunos otros regatos.

Ya constituído con el nombre de Majaceite, se introduce por una
estrechura llamada la Humbría, y a la distancia de una legua se le une,
en el punto llamado el Charco de los Hurones, la garganta de los Negros
y otros arroyos que proceden de la loma de la Novia. Desde el Charco de
los Hurones hasta la jurisdicción de Algar hay una legua de cañada muy
pedregosa, dominada por dos grandes montes--la Atalaya y el Granado--,
con dos angosturas--la del Moro y la de la Penitencia.

El curso de este río sigue por grandes estrechuras a entrar en el
término de Arcos, pasa por la angostura de Fox y se une con el río de
Zahara a una legua de la ciudad para formar el Guadalete.

Ros de Olano estuvo divagando largo rato y con gracia acerca de los
distintos nombres que se le podrían dar a la acción del día anterior;
pero concluyó diciendo que su mala suerte les iba a dejar siendo héroes
de la batalla de Majaceite.

Después, el capellán y él se pusieron a hablar de Narváez, por quien
sentían gran entusiasmo.

--Este hombre es un hombre de instinto, de inspiración--dijo Ros--;
presentía que había de encontrar a Gómez y que le había de derrotar.

Ros de Olano se sentía muy inclinado a aceptar estas explicaciones
misteriosas. Yo sonreí, porque nunca he creído en presentimientos; pero
no dije nada en contra.

--Este Narváez--siguió diciendo Ros de Olano--es una fuerza de la
Naturaleza. Yo no he visto un hombre más violento y más pintoresco.
A veces es de una modestia terrible y sincera; a veces tiene un amor
propio que no le cabe dentro del cuerpo.

--¿Qué quiere usted? No me entusiasma--le dije yo.

--Lo comprendo. Usted, Aviraneta, es el hombre que responde a las
fatalidades del Destino adverso con una postura gallarda; usted es un
estoico, un romano; lucha usted como un marino contra los vientos y
las tormentas. Usted puede decir como el filósofo: «Dolor, no eres un
mal».

--Tiene usted buena idea de mí.

--Creo que es la justa; ahora, estos tipos como Narváez, no: son
fuerzas de la naturaleza, tienen una suerte, una confianza en sí mismos
irracional, pero la tienen. Este hombre es una furia, un energúmeno. Es
el jugador afortunado que gana y gana y llega a convencer a los demás
de que tiene el poder de ganar porque sí. Este hombre está convencido
de su destino. Es un marino que no sólo hace la maniobra, sino que crea
el tiempo...

--Pero si le viene la mala...

--Si le viene la mala, se romperá, desaparecerá; pero entretanto se
creerá invulnerable.

Seguíamos charlando en el café, cuando Ros de Olano preguntó a un joven
teniente:

--Oiga usted: ¿estará ahí dentro el teniente Matamoros?

--Sí; ha hecho una vaca con _Don Lámpiro_ y está perdiendo hasta la
camisa.

--¿Quién es _Don Lámpiro_?--dije yo.

--Es un sanitario.

--¿Y el teniente Matamoros?

--El teniente Matamoros es de Loja y creo que compañero de la infancia
de Narváez; le llamaremos y nos contará alguna anécdota de don Ramón.


                                  V.

Poco después se nos acercó el teniente Matamoros.

Salía de un rincón del café, donde estaban jugando al monte.

Matamoros era un hombre verdaderamente feo; tenía unos cuarenta años,
la nariz gruesa, verrugosa y roja; el bigote, grande y negro; los
ojos, pequeños, brillantes y algo bizcos. Matamoros tenía el aire muy
sonriente y ceceaba al hablar. Era muy ceremonioso y le gustaban las
fórmulas de cortesía y las zalemas. Había sido nacional del 20 al 23 y
vivido en Sevilla de contratista de obras desde la entrada de Angulema
hasta la muerte de Fernando VII, en que dejó las obras para ingresar de
nuevo en el Ejército.

Por lo que me dijo Ros, al teniente Matamoros le dedicaban los
compañeros muchas bromas; decían que tenía un aire tan fiero, que
cuando se miraba al espejo él mismo se asustaba.

Una cantinera, requerida de amores por él, le había dicho:

--¿Usted pretende que le quiera yo? ¡Vamos, hombre! ¡Si es usted más
feo que el cabo Negrón, que murió de feo!

--Sí, pero soy muy gracioso--replicó Matamoros, riendo.

Y la cantinera llegó a enternecerse.

Me había dado estos datos Ros de Olano, cuando se acercó a nuestra mesa
el teniente Matamoros.

--¡A la paz de Dios, señores! ¡Buenas noches!

--¡Buenas noches, teniente! Siéntese usted; tomará café con nosotros.

--Con mucho gusto, mi coronel. ¡Es una de mis debilidades!

--¿Mala suerte en el juego?

--Ese _Don Lámpiro_ es una calamidad. No da una.

--¿Y usted?

--Yo soy tan calamidad como _Don Lámpiro_.

--Este señor--dijo Ros de Olano señalándome a mí--escribe en los
papeles...

--¡Hombre, yo le había tomado por un físico!

--No; escribe en los papeles, y quisiera que usted le contara alguna
cosa de nuestro brigadier Narváez. Porque usted, aunque ha vivido en
Sevilla, es de Loja, ¿verdad?

--Sí, señor; y a mucha honra.

--Y creo que compañero de la infancia de Narváez.

--Me puedo alabar de ello. Don Ramón y yo fuimos a la escuela juntos,
porque aunque yo tengo tres o cuatro años más que él, ya sabe usted
lo que pasa: que a los chicos de los ricos se les lleva a la escuela
más pronto, y adelantan más porque no tienen que hacer otra cosa que
estudiar, y los chicos de los pobres tienen que hacer muchas cosas en
casa y fuera de casa.

--Así que usted recordará alguna historia de Narváez.

--Sí; algo recuerdo.

El teniente debía tener una narración hecha para contarla a sus
compañeros, y comenzó ésta así:

--Pues sabrán ustedes que Loja es una ciudad de la provincia de Granada
muy grande y muy importante, aunque me esté mal el decirlo. Algunos
envidiosos hablan mal de nuestro pueblo y dicen:

      Loja:
    la que no es p...
    es coja.

Y nosotros contestamos:

      Y fuera de aquí
    todas son así.

Y la verdad es que en todas partes cuecen habas. Pues bien, a Loja, los
Reyes Católicos le dieron en tiempo de los moros por escudo de armas
un castillo sobre un puente; y a los dos lados de él, dos montañas; y
entre ellas, una cadena, que lleva colgando una llave dorada; y encima
este mote: _Loja, flor entre espinas_.

Este mote de la ciudad le viene como de perlas al brigadier don Ramón
Narváez, porque mi paisano es también así, flor entre espinas; tan
pronto le suelta a uno una rabotada que le vuelve loco, como le hace un
favor.

Este hombre, ya desde su más tierna infancia, manifestó que tiraba a
ser algo grande, porque ahora lo ven ustedes de brigadier a los treinta
y seis años, y lo verán ustedes pronto de capitán general, si no llega
ser algo así como Napoleón o como César.

Don Ramón, cuando era sólo Ramoncito y estudiaba latín, se inclinaba,
más que a otra cosa, a entretenimientos de iglesia, y le gustaba
levantar altarcitos en su casa, cantar misa y predicar a sus
condiscípulos. Eso sí, su orgullo no le permitía aceptar el papel de
monaguillo; siempre tenía que ser él el prior o el obispo, o, por lo
menos, el vicario de la _pirroquia_, como dicen en mi pueblo. Del juego
con la iglesia y de los altarcitos pasó al del ejército, que ya es cosa
más seria, caballeros, y formó una banda de tambores, parecida a la que
habíamos visto en Loja durante la invasión de los franceses, tomando
el papel de tambor mayor. ¡Y que no se mostraba poco diestro Ramoncito
Narváez cuando recorría las calles del pueblo al frente de su pelotón y
lanzaba el palo por los aires y lo volvía a coger!

A la gente le hacía mucha gracia la soltura y el desenfado de Ramoncito.

El afán de ser el primero le llevó pronto en el juego de soldados a
dejar el título de tambor mayor y a tomar el de capitán general, y
andaba con un sable de juguete haciendo maniobrar a los chicos como si
fueran soldados.

Concluída la edad de los juegos y empezada la de gallear, Narváez se
peleó a cada paso con los mocitos rivales. Tenía el muchacho mucha
sangre, y un valor y un orgullo que no le cedía a nadie.

Viendo el padre de Narváez la inclinación de su hijo por las armas, le
indicó que sería militar.

Antes de entrar de cadete, Narváez estuvo estudiando en Granada, donde
conoció a una señorita de la aristocracia, doña Juana Ponce de León,
que procedía de aquí, de Arcos de la Frontera, y era de la familia del
duque de este título.

Narváez comenzó a galantearla; pero Juanita tenía ya relaciones con un
muchacho granadino de buena familia, aunque de poca fortuna, Alfonso
Pérez del Pulgar. Narváez, al saber que Pulgar estaba más adelantado
que él, se desesperó; quiso armar camorra a su rival y volvió a Loja
furioso.

Cuando concluyó sus estudios preparatorios, el padre de Narváez le
consiguió a su hijo una plaza de cadete en el regimiento de Guardias
Valonas. En este mismo regimiento entraba su rival Alfonso Pulgar.

El odio que se desarrolló entre ambos fué tremendo, y juraron a la
mejor ocasión batirse y comerse los hígados el uno del otro.

Narváez, de cadete, fué, como la mayoría de los jóvenes de nuestro
tiempo, muy calavera, muy mujeriego y muy aficionado a verlas venir.

Todos los meses se jugaba la paga y no había mejor fiesta para él que
un desafío.

Antes de la revolución de Riego presentaron al difunto Fernando VII,
¡maldita sea su estampa!, la lista de seis alumnos de la Academia
propuestos para el ascenso a subtenientes supernumerarios; y
preguntando las condiciones de cada uno de ellos, al llegar al nombre
de Narváez, el rey, que tenía muy buena memoria cuando quería, porque
cuando no quería se hacía el sueco, dijo:

--Ya sé, éste es el cadete que el verano pasado echó a un compañero al
estanque del Retiro para que le trajese la gorra que el otro, en broma,
le había tirado al agua.

En 1820, Narváez formaba parte del cuerpo de Guardias de Corps, y era
del grupo de los leales a la Constitución; en cambio, Alfonso Pérez del
Pulgar estaba con los absolutistas, partidarios acérrimos del rey.

El 7 de julio estuvieron a punto de zurrarse uno con otro. Pulgar fué
de los que atacaron la Plaza Mayor de Madrid con Luis Fernández de
Córdova, y Narváez, de los que esperaban en la Puerta del Sol para
rechazar a los realistas.

Poco después, al formarse en la Seo de Urgel la Regencia absolutista,
el Gobierno envió a Mina para batir el centro de la insurrección, y
Narváez fué nombrado ayudante de aquel general. Herido en Castell
Fullit, exclamó:

--Al primer tapón, zurrapas.

En la invasión del año 23, cuando las tropas de Cataluña tuvieron que
capitular, Narváez fué conducido a Francia, prisionero, y después,
aprovechando el indulto del año 24, regresó a Loja, donde vivió
retirado al lado de su familia.

Alfonso Pérez del Pulgar, su rival, había cambiado de cuerpo y estaba
entonces de guarnición en Granada, ya casado, y Narváez, cuando iba
a la capital, le veía a él paseando con Juanita en el Salón y en las
alamedas de la Bomba.

Narváez tenía a toda la familia de Pérez del Pulgar un odio terrible.
Un día que el padre de Pulgar había entrado en una casa de juego de
Granada y había puesto a una carta una bolsa verde llena de dinero,
Narváez cogió la bolsa, la tiró al aire y dijo:

--Donde estoy yo no apuntan los realistas.

A la muerte de Fernando VII, Narváez entró de nuevo en el ejército, y
yo con él, y el año 34 fué destinado a servir en el Norte, bajo las
órdenes del general Mina. Yo le seguí.

Estábamos en Navarra con don Francisco Espoz y Mina cuando supimos
que Alfonso Pérez del Pulgar se encontraba de coronel en las filas de
Zumalacárregui. Narváez, furibundo, le invitó varias veces a batirse
con él; pero su enemigo no hizo caso de este reto.

Poco después, don Luis Fernández de Córdova dió el mando del regimiento
de la Princesa a Narváez.

En los regimientos sucede que hay mucha imitación: si hay un oficial
de carácter que se muestra estudioso, hay tres o cuatro estudiosos; si
hay un valentón o un bailarín que se distinga, los demás tienden a ser
valentones o bailarines. En el regimiento de la Princesa, donde había
servido Narváez, todos eran, como él, bravucones y espadachines, menos
yo; por eso, cuando le hicieron coronel a Narváez, muchos oficiales de
los que fueron sus compañeros recibieron la noticia con gran disgusto.
Se hallaba el regimiento en Tafalla, y, al presentarse Narváez a los
oficiales reunidos y descontentos por su nombramiento, les dijo:

--Conozco, señores, que este regimiento es el más indisciplinado de
todos en el ejército, y que ustedes tienen de ello la culpa; pero
desde luego deseo hacerles conocer que sabré imponerme y que tengo
más corazón y más carácter que ustedes para hacer cumplir a la fuerza
a todo el mundo con su deber. Para demostrarlo a cuantos se crean
ofendidos por estas palabras, desde ahora hasta mañana al toque
de diana no soy para nadie el coronel, sino el compañero que está
dispuesto a darles satisfacción con las armas.

Ninguno contestó, y Narváez se impuso de esta manera.

Poco después, en la batalla de Mendigorría, se encontraron frente a
frente Narváez y Pérez del Pulgar, mandando cada uno su regimiento.
Narváez, saliéndose de las filas, se lanzó contra su enemigo.

--¿Es que querías hacer retroceder solo a todo el ejército
carlista?--le dijo después el general Córdova con sorna.

--Si me hubieran seguido veinte hombres, ¿por qué no?--replicó el de
Loja con soberbia.

Al día siguiente de esta batalla, al recoger los muertos, se supo
que un coronel enemigo había quedado en el campo: era Alfonso Pérez
del Pulgar. Narváez se enteró; un soldado le entregó las armas, el
uniforme y un paquete de cartas que habían recogido al jefe carlista.

Narváez leyó alguna de las cartas, y supo que la mujer de su rival, su
antigua pretendida, estaba viviendo en Arcos y pasando apuros, porque
las pagas de los militares carlistas no llegaban con puntualidad.

Narváez hizo un paquete con las cartas, el uniforme y la espada del
coronel; añadió su paga, que había cobrado él en billetes, y se la
mandó a la mujer de Pérez del Pulgar. Narváez olvidó en seguida su
odio, y hablaba de su antiguo rival con simpatía.

Por eso digo, cuando hablo de mi paisano, que es, como Loja, flor entre
espinas.

--Otra vez...

Iba a seguir el teniente Matamoros con alguna nueva historia, cuando
dijo Ros de Olano:

--Vámonos ya, porque es tarde; usted, probablemente, Aviraneta, se
habrá levantado muy temprano.

--Sí--le dije yo--; a eso de las cinco estaba ya en pie.

Nos despedimos del teniente Matamoros, salimos del café y fuimos
vagabundeando por los callejones obscuros de Arcos.

Le dejamos al capellán Suñer en su alojamiento.

Era noche de luna, y el cielo, iluminado por ella con un resplandor
azul, se veía arriba, entre los tejados, como una estrecha faja en
ziszás.

Ros de Olano estaba muy inquieto. A cada paso me preguntaba:

--¿Quién va por allá?

--Nadie.

--Allí parece que está escondido alguno.

--¡Quién va a estar! ¿Qué le pasará a este hombre?--me preguntaba yo--.
¿Qué habrá visto? ¿O qué temerá?

--Usted no dirá nada--me dijo Ros de Olano, de pronto, con voz
temblorosa--; le tengo que contar, en confianza, la última parte de
esa historia de Narváez y de Pérez del Pulgar a que se ha referido el
teniente Matamoros.

--¿Hay un epílogo?--le dije yo.

--Sí; hay un epílogo.

Ros de Olano me había llevado a una plazoleta, delante de un caserón
grande, con su portalada y sus rejas.

--¿Ve usted ese sombrío edificio?

--Sí.

--Pues es un convento de monjas franciscanas que algunos llaman de las
Emparedadas.

--¡Qué cosa más lúgubre! ¿Y por qué?

--Antes había aquí en el pueblo, según me han dicho, un beaterio con
este nombre. Ese beaterio estaba unido en otro tiempo a una capilla
de Santa María de la Asunción, que es la iglesia mayor de Arcos. El
beaterio cuidaba de la iglesia y hacía ejercicios espirituales; después
se trasladó a este convento de religiosas franciscanas, que sigue
llamándose por algunos el convento de las Emparedadas. En este convento
está desde la muerte de su marido, Juana Ponce de León.

--¿Profesa?

--Sí.

--Esta mañana, al saberlo Narváez, ha querido visitar a la viuda.
Hemos ido él y yo, y hemos entrado un momento en la iglesia. Se oía el
murmullo del órgano y los cantos de las monjas. Narváez, decidido, ha
ido a la parte de la clausura y ha llamado con fuerza; al venir la lega
ha preguntado por doña Juana, y en vista de que no aparecía ha querido
hablar con la superiora. Ha salido ésta; una mujer pálida, con unos
ojos brillantes e inteligentes.

--¿Qué quería usted?--ha preguntado la superiora a través de la doble
reja.

--Quiero hablar con doña Juana Ponce de León y darle detalles de la
muerte de su marido.

--Sor Teresa no piensa más que en Dios--ha contestado la superiora.

--Pues yo necesito verla y hablarla.

--¡Verla! Es imposible; incurriríamos ella y yo en la pena de
excomunión.

--Sin embargo, a las monjas se las puede ver--ha observado Narváez.

--No le--dije yo--, a cierta clase de monjas no se les puede más que
hablar.

--¡Señora!--ha gritado Narváez--; yo necesito hablar a doña Juana; si
no lo autoriza usted soy capaz de asaltar el convento con mis tropas.

La voluntad de Narváez se impone; es demasiado fuerte para resistirla.
La madre superiora ha intentado calmarle, diciéndole que podría hablar
a doña Juana Ponce de León.

Efectivamente; doña Juana ha aparecido en la reja del locutorio con el
velo echado. Yo me he retirado un poco.

Narváez ha explicado a la monja cómo murió su marido y la parte que
tomó él en recoger sus despojos. Ella apenas contestaba mas que con
monosílabos.

Luego le ha dicho que le suplicaba le dejara ver un momento su rostro.

--No puede ser, no puede ser--ha dicho doña Juana.

Después ha aparecido la superiora.

--Sor Teresa--nos ha dicho--está enferma; ha envejecido mucho y no
quiere que la vean ustedes así; pero para que se convenzan de la
realidad la verán ustedes un momento.

Se cuchicheó dentro del locutorio, y de pronto se abrió una ventana
y se descorrió una cortina. La monja que estaba delante de nosotros
se levantó el velo, y vimos una cara tan vieja, tan arrugada y tan
macilenta, que yo quedé extrañado y Narváez atónito.

Salimos a la calle los dos sin despedirnos de nadie.

--Pero, oye--le dije a Narváez--, ¿cuántos años tiene esa mujer?

--Veinticinco, lo más.

--¿Y ha quedado así? ¡Esto es un milagro!

--Yo no creo en milagros--me ha dicho Narváez.

Ros de Olano me habló espantado de si aquella figura de mujer vieja que
habían visto en el locutorio sería un fantasma. Yo me encogí de hombros.

--¿Usted no ha visto nunca espectros?

--Nunca.

--¿Usted no cree en la metempsicosis?--me preguntó luego.

--No; no he pensado nunca en ello, como no he pensado en la alquimia ni
en la astrología. Al único que he oído hablar de eso ha sido a Somoza
el de Piedrahita; pero me figuro que bromeaba.

Ros de Olano me habló de las obras de Swedenborg, de la _Palingenesia
filosófica_ de Carlos Bonnet, y de otros libros modernos que, según
él, afirmaban la metempsicosis.

Yo me encogí de hombros.

Fuimos a la plaza, entramos en el palacio de los duques de Arcos,
llegamos a nuestra habitación, que era grande, y nos acostamos.

--¿Apago la luz?--le dije yo.

--No, no; todavía, no.

Iba a dormirme, cuando oí que mi compañero me llamaba.

--¿Qué hay?

--¿Tampoco cree usted en los aparecidos?--me preguntó de pronto Ros de
Olano con voz ahogada.

--Tampoco.

--Yo, sí.

Y se incorporó en la cama y me contó una serie de historias truculentas
de fantasmas, de espectros y de casos de doble vista y de magnetismo.
Estaba el hombre espantado.

--Yo pienso si la superiora nos habrá mostrado un espectro. Porque
esas monjas han sido muy dadas a la práctica de la hechicería y de la
nigromancia.

--Vamos. Duérmase usted y no sea usted niño--le dije yo.

--No voy a poder dormir--gimió él.

--Puede usted estar tranquilo. Donde duerme Aviraneta no aparecen nunca
fantasmas.

Era cosa extraña que aquel hombre, que tenía estos terrores infantiles,
fuera luego tan práctico en la vida.

Pensé que Ros de Olano me había llevado a pasar la noche allí por miedo
a estar solo, y me quedé dormido.

       *       *       *       *       *

Unos días después, la incógnita que trastornaba a Ros de Olano se
despejó. En Jerez supe que doña Juana Ponce de León seguía tan guapa
como antes, y que la superiora del convento había dado el cambiazo,
mostrando a Ros de Olano y a Narváez una monja vieja y enferma que se
parecía algo a doña Juana.

       *       *       *       *       *

Al día siguiente de mi llegada a Arcos me despertaron los toques de
corneta. Había gran animación en la plaza; iban de acá para allá los
soldados, llevando calderos de rancho; los oficiales, con papeles en
la mano, entraban y salían en la casa del Ayuntamiento; un grupo de
sargentos charlaba en corro. Sonaron cornetas y tambores y se fueron
formando las tropas.

Estaba en el balcón cuando entraron Narváez y Ros de Olano a despedirse
de mí.

--Aviraneta--me dijo Narváez--: sé quién es usted, lo que ha sufrido,
la situación en que se encuentra. Si me necesita usted alguna vez,
cuente usted conmigo.

--Gracias, brigadier.

Nos estrechamos la mano.

Poco después le vi salir a Narváez a la plaza, montar a caballo y bajar
la cuesta, rodeado de Ros de Olano, del coronel Silva y del comandante
Mayalde.

Comenzó a tocar la música, y la columna se puso en marcha; luego se la
vió alejarse por la carretera.

El pueblo había quedado desierto.

Yo pensé en aquel hombre violento y fiero, y se me ocurrió, como al
teniente Matamoros, que le venía muy bien la leyenda antigua de su
pueblo: «Loja, flor entre espinas».

    Madrid, agosto, 1921.


                           FIN DE LAS FURIAS



                                ÍNDICE


                                               Páginas.

  PRÓLOGO                                             9

      I.--El Diario de Pepe Carmona                  15

     II.--Arruinados                                 19

    III.--Doña Gertrudis y Eulalia                   23

     IV.--Evocaciones y recuerdos                    27

      V.--La torre de Arnau                          37

     VI.--La casa del Negre                          45

     VII--Recuerdos y evocaciones                    55

   VIII.--La casa de Montferrat                      65

     IX.--Elena                                      77

      X.--Un viajero misterioso                      79

     XI.--El abanico de Elena                        85

    XII.--Reproches                                  89

   XIII.--Habla Moro-Rinaldi                         95

    XIV.--Una serenata                              101

     XV.--El hostal de la Cadena                    105

    XVI.--En alas de Cupido                         111

   XVII.--Viaje por mar                             119

  XVIII.--Ciudades viejas y ciudades nuevas         125

    XIX.--Tarraconense                              129

     XX.--Confusión                                 133

    XXI.--La Ciudadela                              137

   XXII.--La marea que sube                         143

  XXIII.--Furinalia                                 153

   XXIV.--Al día siguiente                          159

    XXV.--Epílogo                                   163

  Los bastidores de la tragedia                     169

  El sueño de una noche de julio                    221

  Flor entre espinas                                247





*** End of this LibraryBlog Digital Book "Las Furias - Memorias de un hombre de acción, tomo 12" ***

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