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Title: La media noche - visión estelar de un momento de guerra
Author: Valle-Inclán, Ramón del
Language: Spanish
As this book started as an ASCII text book there are no pictures available.


*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La media noche - visión estelar de un momento de guerra" ***


                            LA MEDIA NOCHE



                            LA MEDIA NOCHE

                         VISIÓN ESTELAR DE VN
                           MOMENTO DE GVERRA


                           POR DON RAMÓN DEL
                             VALLE-INCLÁN


                            MADRID, MCMXVII



                             BREVE NOTICIA


Era mi propósito condensar en un libro los varios y diversos lances de
un día de guerra en Francia. Acontece que, al escribir de la guerra, el
narrador que antes fué testigo, da a los sucesos un enlace cronológico
puramente accidental, nacido de la humana y geométrica limitación que
nos veda ser a la vez en varias partes. Y como quiera que para recorrer
este enorme frente de batalla, que desde los montes alsacianos baja a la
costa del mar, son muchas las jornadas, el narrador ajusta la guerra y
sus accidentes a la medida de su caminar: Las batallas comienzan cuando
sus ojos llegan a mirarlas: El terrible rumor de la guerra se apaga
cuando se aleja de los parajes trágicos, y vuelve cuando se acerca a
ellos. Todos los relatos están limitados por la posición geométrica del
narrador. Pero aquel que pudiese ser a la vez en diversos lugares, como
los teósofos dicen de algunos fakires, y las gentes novelescas de
Cagliostro, que, desterrado de París, salió a la misma hora por todas
las puertas de la ciudad, de cierto tendría de la guerra una visión, una
emoción y una concepción en todo distinta de la que puede tener el
mísero testigo, sujeto a las leyes geométricas de la materia corporal y
mortal. Entre uno y otro modo habría la misma diferencia que media entre
la visión del soldado que se bate sumido en la trinchera, y la del
general que sigue los accidentes de la batalla encorvado sobre el plano.
Esta intuición taumatúrgica de los parajes y los sucesos, esta
comprensión que parece fuera del espacio y del tiempo, no es sin embargo
ajena a la literatura, y aun puede asegurarse que es la engendradora de
los viejos poemas primitivos, vasos religiosos donde dispersas voces y
dispersos relatos se han juntado, al cabo de los siglos, en un relato
máximo, cifra de todos, en una visión suprema, casi infinita, de
infinitos ojos que cierran el círculo. Cuando los soldados de Francia
vuelvan a sus pueblos, y los ciegos vayan por las veredas con sus
lazarillos, y los que no tienen piernas pidan limosna a la puerta de las
iglesias, y los mancos corran de una parte a otra con alegre oficio de
terceros; cuando en el fondo de los hogares se nombre a los muertos y se
rece por ellos, cada boca tendrá un relato distinto, y serán cientos de
miles los relatos, expresión de otras tantas visiones, que al cabo
habrán de resumirse en una visión, cifra de todas. Desaparecerá entonces
la pobre mirada del soldado, para crear la visión colectiva, la visión
de todo el pueblo que estuvo en la guerra, y vió a la vez desde todos
los parajes todos los sucesos. El círculo, al cerrarse, engendra el
centro, y de esta visión cíclica nace el poeta, que vale tanto como
decir el Adivino.

       *       *       *       *       *

Yo, torpe y vano de mí, quise ser centro y tener de la guerra una visión
astral, fuera de geometría y de cronología, como si el alma,
desencarnada ya, mirase a la tierra desde su estrella. He fracasado en
el empeño, mi droga indica en esta ocasión me negó su efluvio
maravilloso. Estas páginas que ahora salen a la luz no son más que un
balbuceo del ideal soñado. Volveré a Francia y al frente de batalla para
acendrar mi emoción, y quién sabe si aun podré realizar aquel orgulloso
propósito de escribir las visiones y las emociones de UN DÍA DE GUERRA.

                                                    V.-I.

     _Filo de media noche encendí la lámpara. Me puse delante, y mi
     sombra cubría el muro. Abrí el libro y deletreé las palabras con
     que se desencarna el alma que quiere mirar el mundo fuera de
     geometría. Después apagué la lámpara y me acosté sobre la tierra
     con los brazos en cruz como el libro previene. Artephius, astrólogo
     siracusano, escribió este libro, que se llama en latín_ CLAVIS
     MAYORES SAPIENTÆ.



[imagen no disponible: LA MEDIA NOCHE CAP. I]


SON LAS DOCE DE LA NOCHE. La luna navega por cielos de claras estrellas,
por cielos azules, por cielos nebulosos. Desde los bosques montañeros de
la región alsaciana, hasta la costa brava del mar norteño, se acechan
dos ejércitos agazapados en los fosos de su atrincheramiento, donde
hiede a muerto como en la jaula de las hienas. El francés, hijo de la
loba latina, y el bárbaro germano, espurio de toda tradición, están otra
vez en guerra. Doscientas leguas alcanza la línea de sus defensas desde
los cantiles del mar hasta los montes que dominan la verde plana del
Rhin. Son cientos de miles, y solamente los ojos de las estrellas pueden
verlos combatir al mismo tiempo, en los dos cabos de esta línea tan
larga, a toda hora llena del relampagueo de la pólvora y con el trueno
del cañón rodante por su cielo.



CAP. II


Las trincheras son zanjas barrosas y angostas. Amarillentas aguas de
lluvias y avenidas las encharcan. Se resbala al andar. Los ratones
corren vivaces por los taludes, las ratas aguaneras por el fondo
cenagoso, y ráfagas de viento traen frías pestilencias de carroña. En el
talud de las trincheras los zapadores han cavado hondos abrigos donde se
guarecen escuadras de soldados, y en los lugares más propicios para las
escuchas y centinelas, silos con miraderos disimulados entre pedruscos y
ramajes. Desde estas atalayas se hace la descubierta de las líneas
enemigas, y los artilleros, comunicándose por sus teléfonos, regulan el
tiro de los cañones, siempre emplazados más atrás que las primeras
defensas. Ante los dos fosos enemigos se tienden campos de espinosas
alambradas, y hay esguevas donde los muertos de las últimas jornadas se
pudren sobre los huesos ya mondos de aquellos que cayeron en los
primeros días de la invasión. La tierra en torno está como arada. La
metralla taló los árboles y abrasó la yerba. Del fondo de las trincheras
surgen cohetes de luces rojas, verdes y blancas, que se abren en los
aires de la noche oscura, esclareciendo brevemente aquel vasto campo de
batallas. Corre un alerta desde los cantiles del mar norteño, hasta los
bosques montañeros que divisan el Rhin.



CAP. III


En las sombras de la noche, largos convoyes que llevan municiones al
frente de batalla, ruedan por los caminos. Los cohetes de las trincheras
abren sus rosas en el aire, los reflectores exploran la campaña y la
esclarecen hasta el confín lejano de bosques y montes. Se muestra de
pronto el espectro de un pueblo en ruinas, quemado y saqueado, mientras
por la carretera, en el lostrego del reflector, corre cojeando algún
perro sin dueño. Al abrigo de los bosques, filas y filas de carros
esperan inmóviles la orden de ruta, con los soldados de la escolta
descansando al borde del camino y fumando una pipa de tabaco belga. Se
oye el cañón, cuándo lento, cuándo en vivo fuego de ráfagas, y los
soldados hacen conjeturas con palabras breves, casi indiferentes. Llega
un ciclista sonando el timbre tercamente: Trae la orden de ruta que el
sargento deletrea a la luz de una linterna, y el convoy se pone en
marcha. Todos los caminos de la retaguardia sienten el peso de los
carros de municiones, que, escoltados por veteranos, se bambolean con
estridente son de hierros. Ruedan con los faroles apagados, informes
bajo las estrellas, sumidos unas veces en la sombra de las arboledas, y
otras destacando su línea negra por alguna carretera blanquecina y
desnuda. Son tantos que no se pueden contar, son cientos y cientos.
Ruedan hacia las trincheras lentamente, pesadamente. Cuando pasan cerca
de alguna aldea, ladran los perros y alborean los gallos.



CAP. IV


Y la luna navega por cielos de claras estrellas, por cielos azules, por
cielos de borrasca: Sobre las doscientas leguas de foso cenagoso, los
cohetes abren sus rosas, tiembla la luz de los reflectores, y en la
tiniebla del cielo bordonean los aviones que llevan su carga de
explosivos para destruir, para incendiar, para matar... Ocupan la
carlinga alegres oficiales, locos del vértigo del aire, como los héroes
de la tragedia antigua del vértigo erótico. Vestidos de pieles, con
grandes gafas redondas, y redondos cascos de cuero, tienen una forma
embrionaria y una evocación oscura de monstruos científicos. Vuelan
contra el viento y a favor del viento, les dicen su camino las
estrellas. Unos van perdidos atravesando cóncavos nublados, otros
planean sobre el humo y las llamas de los incendios, otros van en la luz
de la luna, tendidos en escuadrilla. Aquel que zozobra entre ráfagas de
agua y viento del mar, es de un aerodromo inglés, en la Picardia. Y
estos que retornan y aterrizan en silencio, son franceses: Partieron en
el anochecido, eran siete y no son más que cinco: Tras ellos queda
ardiendo un tren de soldados alemanes. Los pilotos saltan sobre la
yerba, y se alejan entumecidos, mientras algunos soldados con linternas,
empujan los aviones bajo los cobertizos, y vierten cubos de agua en los
motores recalentados. Es un campo de aviación a retaguardia de las
líneas donde se batalla, en un paraje llano revestido de céspedes.
Ligeras tiendas, grandes cobertizos, alpendes y galpones, hacen ruedo
sobre la yerba, tienen el color de la noche y se desvanecen en ella:
Sólo realza sus siluetas la luna cuando navega por claros cielos
estrellados.



CAP. V


Granizos y ventiscas en los montes alsacianos y en los Vosgos.--Ya cantó
dos veces el gallo.--Las trincheras tienen una cresta blanca, y,
soterrados en ellas, vestidos de pieles como pastores, los centinelas
acechan el campo enemigo, asomando apenas tras el parapeto cubierto de
nieve. Hay un cañoneo lento, que tiene largas y encadenadas resonancias.
La luz de los reflectores vuela sobre las cumbres, llega al fondo de las
selvas, ilumina el tronco de los abetos y el albo talud de las zanjas,
por donde corren en fila india los soldados que acuden a reforzar las
defensas del Hartmanwillerkopf.--El Viejo Armando, en la jerga de los
peludos.--Sobre el sudario de la nieve, los cohetes abren sus rosas de
colores. Entre Thann y Metzeral se ha iniciado un fuego de ráfagas, y en
los puestos de escucha, los canes, agazapados a la vera de los soldados,
se avizoran.



CAP. VI


El sargento de un retén, en lo alto de la montaña, destaca dos
centinelas de pérdida: Salen cautelosos, arrastrándose sobre la nieve,
se sumen en la noche. La trinchera alemana, toda bardelada y defendida
por espinosa red de alambre, está al otro lado de un calvero, no más
lejos de cien pasos. Las grandes balas cruzan silbando, y, de tiempo en
tiempo, un abeto viene a tierra con sordo rumor de marejada. Los
soldados corren en pequeños grupos, la cabeza vuelta, los hombros
levantados. Cruje otro tronco. La metralla está segando el bosque: Donde
cae una bomba fulmina una llama. Los dos centinelas de pérdida se
arrastran cautelosos, y, cuando el lostrego de los reflectores explora y
revela el campo, quédanse aplastados: Con las carnes estremecidas, pisan
sobre un montón de cadáveres medio enterrados en la nieve: Al pisar,
parece que se les incorporan bajo los calcañares. Los dos centinelas
pasan sobre los muertos llevándose su olor: Ya tocan las alambradas, y
en aquel momento una violenta sacudida los echa por los aires con las
ropas encendidas: El repuesto de cartuchos que llevan en las cananas
estalla como una cohetada: Caen ardiendo, simulan dos peleles. De los
cascos sale una llama azul. Los soldados franceses, desde sus
trincheras, miran el suceso con pena. En el Observatorio de
Langenfeldkopf, un teniente murmura hablando con su compañero:

--Los boches han reforzado sus defensas con un cable eléctrico, imitando
lo que hicimos nosotros en la Indo-China.



CAP. VII


Los alemanes, aprovechando la oscuridad de la noche, salen de sus
trincheras y llegan a las defensas avanzadas de los franceses. De
pronto el ladrido de un perro da el alerta, y la luz de un reflector los
descubre arrastrándose sobre la nieve, rota la formación y muy
dispersos. Los franceses abren el fuego. Los alemanes, con impulso
unánime, se incorporan y corren hacia las líneas enemigas arrojando
granadas de mano. Cuando unos caen, otros los secundan: Suben
arrastrándose, combaten en oleadas. Los franceses, al abrigo de sus
defensas, hacen fuego de fusil. Es una avanzada de veteranos alpinos, y
en pocos instantes sólo quedan setenta hombres ilesos. Las granadas caen
dentro de la trinchera. Están rotos los hilos del teléfono, y dos
soldados se destacan voluntarios para reparar la avería: Estalla una
granada, y dobla al uno sobre el otro: Quedan en un escorzo blando, sin
horror, como dos hermanos que se besan. El teniente de la segunda
compañía, metido en la garita del teléfono, escribe un parte. Se oyen
los gritos de los alemanes al penetrar en la trinchera. El teniente
dobla el papel y lo sujeta bajo el collar de un perro que espera
moviendo la cola: Le halaga, le saca fuera y lo hace rastrear. Parte el
can como una centella. El teniente da algunos pasos y tropieza con un
herido que se queja caído en el fondo de la trinchera. Otro se venda la
frente algo más lejos. El Teniente Breal los anima con una gran voz:

--¡Viva la Francia! ¡Arriba los muertos!

Y los muertos se levantan, y hay una gran basculada dentro de aquel foso
lleno de oscuridad, de fango y de tumulto. Dos ametralladoras francesas
rompen el fuego sobre el árido descampado por donde avanzan los
alemanes. Sus tiros se cruzan metódicamente como una expresión
matemática, indiferente y cruel a los hombres. A través de la selva
nevada huye la sombra del can: Corre al flanco de un foso, entra por una
senda donde están detenidos muchos carros en fila: Aparece y desaparece:
Salva de un salto el ramaje de los abetos caídos sobre el camino: Corre
con el ijar sobre la tierra: Bajo la luz de los reflectores se agacha
igual que hacen los soldados. Vuelve a vérsele sobre la orilla del foso,
rastrea, desciende por el talud, se mete por el fondo y, moviendo la
cola, entra en una casamata. Dos oficiales escriben a la luz puntiaguda
de un quinqué, y el can, haciendo corcovos, se coloca entre ellos, de
manos sobre la mesa. El Teniente Rousell le halaga y saca el parte que
lleva sujeto en el collar. Comienza a leerlo, y el otro oficial lo va
silabeando delante del teléfono:

--Comandancia de brigada.--Transmito parte del Teniente Breal.--2.ª
Compañía de Cazadores Alpinos.--Fuerzas alemanas, con un golpe de mano,
han conseguido penetrar en nuestras defensas. Me sostengo con los
hombres que me quedan, pero necesito ser auxiliado urgentemente. Tengo
el mando por desaparición del Capitán Douchesne.--TENIENTE BREAL.



CAP. VIII


Entre Thann y Metzeral el cañoneo de tarde en tarde se enrabia, pero
luego decae en su terca y lenta medida. Los dos fosos enemigos galguean
por negros bosques y resonantes quebradas, cuándo despeñados, cuándo
cimeros. Cruje astillado el tronco de los abetos, y al doblarse bajo la
tempestad de nieve y de metralla, el ramaje ciega los caminos. Metzeral
está ardiendo, y la vislumbre de las llamas corre sobre las aguas del
río: A una y otra orilla, las casas muestran sus esqueletos rojos y
humeantes: Caen sordamente los muros y las techumbres. Desde el comienzo
de la guerra resplandecen todas las noches las hogueras de Metzeral. En
los pórticos de las iglesias, bajo las rotas arcadas, se guarecen
mujeres y niños. Las vacas de un establo andan perdidas sonando las
esquilas. En las calles abandonadas, se amontonan huchas, camas y ropas.
Un matrimonio con dos niños mira arder su casa, acurrucado al abrigo de
otras casas en ruinas. El hombre tiene en brazos al más pequeño, y la
mujer llora con los dedos enredados en la mata despeinada. El infante se
queja con un balido, y el padre le contempla sin hablar, llenos de
tristeza los ojos. A su lado, con la cabeza sobre un cesto boca abajo,
duerme una niña: El padre la ha cubierto con su chaquetón, y asómanle
los pies calzados con zuecos y medias azules. La madre se levanta con un
repente, y descubre el rostro pálido del pequeño:

--¡Se muere! ¡Se muere! ¿No ves que se muere? ¡Ya no tenemos hijo!

El hombre calla, y la mujer mira al marido:

--No puede ser que le tengas constantemente... Debes estar muerto...
¡Dámele!

El hombre mueve la cabeza. Entonces la mujer llora:

--¡Qué horror de guerra! ¡Éramos tan felices!

La pequeña se revuelve bajo el chaquetón, se incorpora sobresaltada,
dando gritos:

--¡Se murió nuestro bebé! ¡Se murió nuestro bebé!

El padre murmura sombriamente:

--¡Aun no!

También responde el balido triste. La madre arrebata al niño de los
brazos del padre: El niño tuerce los ojos, tiene una sacudida, y de la
nariz afilada le afluye un hilo escaso de sangre negra. La hermana sigue
gritando:

--¡Se murió nuestro bebé! ¡Se murió nuestro bebé!

El padre la toma en brazos y pega su rostro contra el rostro de ella:

--¡Calla, hija mía! ¡Calla!

La pequeña comprende, y, sofocando los sollozos, besa suave, suavemente,
la barba del padre. Pero luego torna a suspirar:

--¡Se murió nuestro bebé!

Y comienza la madre:

--¡Se lo llevó Dios! ¡Se lo llevó Dios! ¡Se lo llevó Dios!

Tiene el gesto obstinado, y los ojos secos. Con dos dedos oprime los
párpados rígidos de su niño muerto. Los cazadores alpinos desfilan hacia
las trincheras, pasan sin verlos, encorvados bajo la borrasca de nieve.
Se hunde el techo de una casa, y en las calles desiertas resuena el
galope de las vacas perdidas, con el tolón, tolón de los cencerros. El
cañoneo, terco y lento, no cesa entre las dos hogueras de Thann y
Metzeral.



CAP. IX


¡Los ecos de la guerra se enlazan desde la costa norteña hasta los
montes alsacianos! Al estampido de las bombas surgen las llamas de los
incendios: Arden las mieses, y las sobrecogidas aldeas, y las ciudades
que lloran al derrumbarse las torres de sus catedrales. Caen miles y
miles de soldados en la gran batalla nocturna, y quedan rígidos y fríos
bajo el temblor de las estrellas. Las escuadras se aclaran de pronto: A
veces, rompiéndose por el centro para buscar el ataque de flanco, a
veces bajo una bomba que estalla y abre en ellas brecha como en el
fuerte muro de un castillo. Las ametralladoras cruzan sus fuegos
haciendo raya, desgranan sus tiros sobre anchos espacios, arrasan las
líneas de soldados: Unos, caen al modo de peleles recogiendo
grotescamente las piernas; otros, abren los brazos y quedan aplastados
sobre la tierra; otros, se doblan muy despacio sobre el hombro del
camarada. Y entre tan diversos modos de morir, se arrastran los heridos
oprimiéndose las carnes desgarradas, sintiendo fluir por entre los dedos
la sangre tibia, dilatados los ojos con el horror de ser hechos
prisioneros. Miles de cañones hacen fuego en batería, y bajo el impulso
de los grandes proyectiles, se abre el aire con aquella queja dilatada y
profunda que tienen las gatas al parir.

Por caminos que cavaron los zapadores, y alcanzan hasta la línea de
fuego, los camilleros conducen a los heridos. El primer socorro se les
prestó en la trinchera al amparo de profundas casamatas que tienen
charcos de sangre en el piso terreño, y el aire impregnado de olor a
cloroformo. Sobre la cuneta de las carreteras, procurando el socaire de
bosques y colinas, esperan inmóviles, en largas hileras, los carros de
la Cruz Roja. Las ambulancias están en la retaguardia, repartidas por
los graneros y establos de las quintas, en las salas de los castillos,
en los cafés con espejos rayados y tules para las moscas, en las cuevas
de los pueblos aun ardiendo. ¡El dolor de la guerra estremece y conforta
el alma de Francia!



CAP. X


Nieblas espesas en la costa del mar.--Ya cantó dos veces el gallo.--Las
estrellas tiemblan sobre la gran plana inundada de las Flandes. Cerca de
Furnes, en un estero, la marinería desembarcada de la escuadra forma la
vanguardia. Sopla el viento del mar, y la resaca arrastra hacia la
orilla los cadáveres amoratados e hidrópicos de algunos soldados
alemanes: Flotan entre aguas: Una ola los levanta en la espumosa cresta,
otra ola los anega. Sus botas negras y encharcadas se entierran en la
arena, sus grandes cuerpos hinchados tumban sordamente. La escuadra de
marineros que acordona la playa permanece silenciosa, mirando al
horizonte rizado y sin fondo. Son pescadores de Normandía y de Bretaña,
mozos crédulos, de claros ojos, almas infantiles valientes para el mar,
abiertas al milagro, y temerosas de los muertos. Muchos rezan en voz
baja, acordándose de las apariciones en los cementerios y en los pinares
de sus aldeas; otros trincan aguardiente y humean la pipa; tal vez
alguno prueba a cantar. La luna navega en cerco de nieblas, y los
cuerpos hidrópicos de los soldados alemanes vienen y van con la resaca.



CAP. XI


Un teniente de navío, acompañado de un condestable, baja por la ribera
redoblando las guardias. Saluda la marinería, y todos, como niños,
sienten que se disipa en presencia del jefe aquel miedo a los difuntos
que les hace rezar y cantar. Un cabo de cañón sale de la fila y se
destaca sobre el camino, la mano a la altura de la sien:

--Con licencia, mi teniente. ¿Nos autoriza usía para ponerles velas?...

Y señalaba los cadáveres de los boches embarrancados en la playa. El
teniente comprende y sonríe:

--¿No será mejor enterrarlos?

--Salvo su parecer, mi teniente, mejor es ponerlos velas, y que se los
lleve el viento.

De un grupo de marineros salen diferentes voces:

--¡Que se los lleve el viento! ¡Que se los lleve el viento!...

Son voces graves, temerosas y atónitas: Su murmullo tiene algo de rezo.
Un marinero de la costa bretona se santigua:

--¡Los vivos y los muertos no deben dormir juntos!

El oficial hace un gesto de indiferencia:

--Pues que se los lleve el viento.

--¡A la orden, mi teniente!

El grupo de marineros se dispersa por la playa, y los unos a los otros
se van diciendo de quedo:

--¡Hala! A ponerles velas.

Alguno pregunta:

--¿Y el teniente?

--Es el teniente quien lo manda.



CAP. XII


La marinería se arremanga y entra chapoteando por el agua llena de
fosforescencias. A lo largo de la playa flotan más de cien cadáveres
alemanes inflados y tumefactos. Uno hay que no tiene cabeza; otros
descubren en el vientre y en las piernas lacras amoratadas, casi negras.
Comienza la faena de ponerles velachos con las pértigas y lienzos de las
tiendas. Valiéndose de los bicheros, les hacen brechas en la carne
hidrópica, y clavan los astiles donde van las lonas. Luego,
supersticiosos y diestros, los empujan hasta encontrar calado: Sesgan la
vela buscando que la llene el viento, y, al tobillo o al cuello, les
amarran las escotas. Los muertos se alejan de la playa como una
escuadrilla de faluchos: Se les ve alinearse bajo la luna, y partir
hacia el horizonte marino empujados por la fresca brisa que sopla del
tercer cuadrante. Pasa un aliento de alegría sobre aquellas almas
infantiles y crédulas. Un grumete, con la gorra en la mano, y las luces
de las estrellas en los ojos fervorosos, clama en su vieja lengua
céltica:

--¡Madre del Señor! ¡Ya no tengo miedo a los muertos!



CAP. XIII


Lento cañoneo del lado de Ipres. Por el fondo de la trinchera corre un
arroyo de fango; los centinelas se agazapan con los fusiles apoyados
sobre el talud; pequeñas escuadras de soldados dormitan en los abrigos
cavados a lo largo del foso. De tiempo en tiempo, los pasos del oficial
que recorre la línea se detienen a la entrada:

--¡Ánimo, muchachos!

Los soldados se remueven en la sombra haciendo marea, responden
runflando, palpan a tientas los fusiles. El oficial se aleja, sigue
recorriendo las avanzadas. Muchos peludos, cubiertos con encerados,
descansan echados en el fondo de la trinchera, y sobre las cajas de
granadas de mano reclinan la cabeza. El oficial pasa entre ellos
despacio y tentando con el bastón. De pronto, algún centinela que
dormita, se despierta sobresaltado y dispara su fusil. Corre la alarma.
Hay fusiladas caprichosas; vuelan los cohetes, y los peludos que reposan
en el fondo de la trinchera se incorporan, metiendo la mano en las cajas
de granadas. El fuego se extingue lentamente; la línea vuelve a quedar
en sombra, estremecida y vigilante, en una espera tensa, que agota más
que la lucha.



CAP. XIV


No tiene término en la noche la lívida llanura, y, en medio de la bruma,
al claro lunar, se revela el espectro de una ciudad bombardeada: La
ciudad de Arras. Negras y destripadas humean las casas; la catedral es
un montón de piedras; los sillares desbordan por las bocas de cuatro
calles y las ciegan: Rosetones y cruces, gárgolas y capiteles mutilados
asoman entre los escombros. Las bombas caen abriendo grandes hoyos sobre
la plaza de los porches, llena del recuerdo español, y muchas casas, con
las puertas abiertas y las ventanas batiendo al viento, muestran la
hondura tenebrosa del zaguán, donde se amontonan los ajuares. Se aleja
un carromato: Bambolea su carga de huchas, cacerolas y colchones: En lo
alto va una cuna. La ciudad parece abandonada: Hay parajes donde las
casas se aplastaron y esparramaron por tierra como los castilletes que
levantan los niños, y calles enteras donde los esqueletos permanecen en
pie, con las fachadas en escombros, mostrando los interiores burgueses,
en una angustia de abandono, llena de gritos de mujeres y llanto de
niños asustados que se agarran a las faldas. En una costanilla, al
abrigo del bombardeo, cargan otro carromato. Hay un grupo de mujeres que
se besan. El mayoral pone prisa, y al cabo montan en el carro los que se
van: Una viuda con dos hijas, dos muchachas pálidas, el cabello
despeinado, los ojos llorosos. Llegaron poco hace huídas de Combles. El
padre se fué a la guerra, y las dos muchachas están encintas de un
soldado alemán.



CAP. XV


El carro comienza a rodar, y las tres mujeres se santiguan. Poco después
la madre dormita. El carro rueda por una carretera toda en claro de
luna: Las muchachas miran con recelo al camino, levantan las lonas, y
sus ojos tristes siguen la luz roja de los aviones, que cruzan el cielo
como estrellas errantes. Se oye lejano bombardeo, y se siente en torno
la fragancia húmeda del heno. De tiempo en tiempo, al borde de la
carretera, aparece confusamente una gran mancha de ganado que acampa en
el fondo de las praderas; otras veces es una aldea en ruinas. La
carretera se alarga sobre la llanura, se alarga infinitamente: Grandes
molinos de viento, con las aspas quietas, la miran desde lejos enhiestos
sobre los alcores. Se columbran las granjas entre ramajes de un negro
vaporoso, rayos de luz se filtran por los resquicios de los postigos, y
se adivina el interior lleno de soldados. Una de las muchachas asoma la
cabeza por entre las lonas del carro, e interroga al mayoral con la voz
llena de pena:

--¿Falta mucho, amigo?

El mayoral responde confusamente, con la pipa entre los dientes:

--Menos que al principio.

La niña sonríe apenas, cierra los ojos y se oprime la cintura:

--¡Se me abre el cuerpo de dolor!



CAP. XVI


De pronto el carro se detiene bamboleante, y el mayoral salta a tierra.
Vacía la pipa, renegando la golpea contra la llanta de una rueda, y se
la guarda en la zamarra. Las tres mujeres se miran asustadas. La madre
interroga a las muchachas:

--¿Qué sucede, hijas mías? ¡Ay, qué sueño malo! ¡Qué sueño malo! ¿Pero
qué sucede?

El mayoral levanta la lona y saca una pértiga del fondo del carro:

--¡No hay que asustarse, señoras! Es un caballo muerto.

Estaba tendido en medio de la carretera, casi llenándola de lado a
lado, rígido, negro, enorme. Tenía rasgado el vientre, y el bamdullo
fuera, en un charco de sangre pegajosa. El mayoral, metiéndole la
pértiga y apalancándola por debajo del costillar, le arrumba a un lado
del camino. Queda medio enterrado en la cuneta, con el cuello torcido y
las cuatro patas en alto:

--¡Lástima de bestia!

El mayoral salta al pescante y empuña de nuevo las riendas. Las tres
mujeres, como al comienzo del viaje, se santiguan y rezan. Cruza una
tropa de jinetes indios, los rostros oscuros, los turbantes blancos. Hay
largas hileras de carros inmóviles sobre un lado del camino, carros de
ametralladoras, carros de municiones, carros de forraje. Son tantos que
no se pueden contar. Dos automóviles pasan veloces; dejan un rastro de
polvo y gasolina; conducen oficiales del Estado Mayor. Nueva tropa de
jinetes indios, nuevos carros inmóviles a lo largo del camino, y una
difusa fila de infantes, nebulosos, encorvados, taciturnos: Se apoyan en
herrados bastones y llevan la mochila a la espalda. Al atravesar una
aldea se oye una gaita de escoceses. Dos viejos rurales detienen el
carro; el mayoral les entrega la orden de ruta, y se la devuelven tras
de leerla a la luz de un farol. El carro torna a rodar. Una de las
muchachas no cesa en su queja:

--¡Ay, Virgen Santa!... ¡Se me rompe el cuerpo de dolor!



CAP. XVII


Ahora, a uno y otro lado del camino, aparecen campos cubiertos de
cruces: Se agrandan sus brazos en el vaho de bruma que llena los ámbitos
de la noche, y toda su forma se difunde en un halo. Sobre el talud de la
carretera reposa larga fila de muertos: Cavan cuatro azadones y se
percibe el olor de la tierra removida. Anda un grupo de soldados
identificando los cadáveres, y los rostros lívidos surgen de pronto bajo
el cono de luz de las linternas. Habla una voz en la sombra:

--¡Aquí hay quien no tiene cabeza!

Y otra voz lejana interroga:

--¿Es un zuavo?

--Un zuavo.

--Le habrá rodado... Yo recuerdo que se la puse sobre la tripa.

Entre la niebla y las estrellas, las figuras, las luces y las voces,
guardan el acorde remoto que enlaza la vida y los sueños. Un camillero
que pasea la luz de su linterna cateando por la cuneta de la carretera,
da una voz hablando a los del otro cabo:

--¡Ya pareció aquello!

Y levanta la cabeza trunca manchada de tierra y de sangre. Otro soldado
clava el zapapico en el borde de una cueva que casi le cubre, y salta
fuera:

--¡Está abierta la cama para otros tres boches!

Responden del camino:

--¡Allá van!

Los llevan suspendidos por pies y por hombros; los brazos, les cuelgan
rígidos; las manos, arañan el suelo. Descansan los azadones, cantan los
sapos en el fondo de los prados, y los muertos van al fondo de la fosa.
Un capellán castrense bendice la tierra. La tropa se descubre y hace la
señal de la cruz. Entre la niebla y la luna danzan las siluetas confusas
de dos soldados que apisonan la tierra, y el camillero que ha recogido
la cabeza trunca, se limpia en la yerba las manos pegajosas de sangre.
Luego, para disipar las ideas tristes, todos trincan aguardiente
esparcidos sobre la orilla del camino.



CAP. XVIII


El carro se detiene delante de un hospital con tres hileras de ventanas
iguales, a la entrada de la villa de San Dionisio. Muchas casas tienen
hundida la techumbre; otras, derribado algún esquinal; las acacias de la
plaza también muestran las huellas del bombardeo, y son tantas las ramas
desgajadas, que cubren el camino como una alfombra. En el hospital,
todas las ventanas están sin cristales. Las tres mujeres penetran
tímidamente en el zaguán, y una monja halduda, con grandes tocas y gran
rosario pendulando de la cintura, les sale al encuentro. Las dos
hermanas, al verla, comienzan a sollozar con extrema congoja, y la
monja las toma de las manos y las lleva por un corredor blanco,
alumbrado, a grandes trechos, por lamparillas de petróleo. Sobre el muro
se desenvuelve un vía crucis, y en el vasto silencio de la santa casa,
resuena el alarido de una mujer doliente. Las dos niñas, con el pañuelo
sobre el rostro, sofocan su congoja, y la monjita habla consolándolas
con una voz balsámica. La madre va detrás, atónita, deshecha, agotada.
Pasa presurosa una mandadera con ropa blanca:

--¡Ave María Purísima!

--¡Sin pecado concebida!

Empuja la puerta que hay entornada hacia el final del corredor, y
brevemente se ve a otra monja vieja, sentada en una silla baja, poniendo
los pañales a un recién nacido. Las dos hermanas vuelven los ojos a la
madre y se abrazan a ella crispadas y dando gritos. La profesa las
empuja suavemente, las lleva a una sala grande, blanca, cuadrada, fría
en fuerza de limpia y desnuda.



CAP. XIX


Cuando entra el médico, la monjita se retira a la puerta y espera allí,
bajos los ojos y las manos en cruz. El médico es un viejo enjuto, con el
gesto apasionado y expresivo de los grandes habladores. Saluda al
entrar:

--¿Qué tienen estas niñas?

Luego, viéndolas afligirse, murmura con la voz conciliadora y simpática:

--¡Bueno, ya sé lo que tienen! ¡No se apuren, hijas mías!

Se sienta cerca de la madre:

--Primero será bien que nosotros dos celebremos consejo.

La madre mira obstinadamente sus manos cruzadas, y alza las cejas:

--Sí, señor, sí... ¿Usted ya está enterado...?

--De todo, hijas, de todo... Dicen que es la guerra... ¡Mentira! Nunca
el quemar y el violar ha sido una necesidad de la guerra. Es la barbarie
atávica que se impone... Todavía esos hombres tienen muy próximo el
abuelo de las selvas, y en estos grandes momentos revive en ellos. Es su
verdadera personalidad que la guerra ha determinado y puesto de relieve,
como hace el vino con los borrachos.

Una de las muchachas murmura crispada:

--¡Es el odio a Francia!

El médico la mira lleno de simpatía y le estrecha la mano:

--Es el odio al mundo clásico, hija mía. Odio de incluseros a los que
tienen abolengo.

Aquel viejo enjuto, de ojos hundidos, velados por largos párpados como
las águilas, tenía en la voz una sinceridad apasionada que comenzaba a
ganar el corazón de las tres pobres mujeres. La madre es blanca, pesada,
con el rostro enrojecido por las lágrimas: Hace recordar esas muñeconas
ajadas y maltratadas que deshechan los niños. De las dos hijas, sólo la
más pequeña tiene los rasgos de la madre. Carolina, la mayor, es alta,
delgada, con una palidez lunaria, y los ojos negros, cargados de
tristeza. Aun no ha desaparecido por completo la sonrisa de su boca, que
debió ser llena de gracia. Tiene el cabello fosco, y cuando lo aparta
de la frente, descubre sobre las sienes dos rincones de locura.
Enriqueta, la menor, es rubia, muy infantil, y tan blanca y fina de tez,
que toda la cara tiene escaldada de llorar. El médico se levanta, mira
de cerca el rostro de las dos muchachas, las pulsa, y, finalmente, las
ruega que se pongan en pie. Con una mirada seria y profunda las recorre
de arriba abajo:

--¡Bueno! Ya estoy enterado... Ahora no conviene molestarlas más. Ahora
que descansen. Mañana haremos un reconocimiento detenido...

La mayor de las muchachas se dejó caer en la silla, tapándose la cara
con las manos:

--¡Doctor, yo no quiero tener un hijo de los bárbaros!... ¡No quiero
llevar este contagio conmigo! ¡Si usted no me liberta de esta cadena,
yo me mataré!

Acabó en una crisis nerviosa, torciendo los ojos, rechinando los
dientes, y levantándose con grandes botes de la silla, entre los brazos
de la madre y la hermana, que habían acudido a sostenerla. Salió de
aquel estado pálida, ojerosa, contrita, hablando en voz muy tenue, con
una expresión de dolor desvalido, de vida miserable que se acaba:

--¡Haber nacido para esto! ¡Haber vivido para esto!



CAP. XX


Cerca del amanecer llega un convoy de heridos. Bajo las acacias
desmochadas se tienden cuarenta carros de la Cruz Roja. Falta sitio, y
las monjitas belgas, refugiadas en aquel hospital de una villa francesa,
ofrecen sus celdas y sus lechos, blancos como altares, para los soldados
de la República. Los corredores rebosan de heridos. Yacen las camillas a
uno y otro rumbo del muro, formando una vía dolorosa llena de quejas y
largos ayes. Algunos heridos leves, pálidos y soñolientos, con los
vendajes salpicados de sangre y de barro, descansan en los bancos del
locutorio. La escalera está llena de soldados dormidos, con las mochilas
por cabezal: Se arrebujaban en pardas mantas, exhalaban un vaho húmedo:
Son bisoños aspeados, y tan rendidos de fatiga, que, al entrar bajo
techado, tiran la mochila por delante y se tumban.--Los corredores están
llenos de movimiento, de voces y de lodo. En el camino que forman las
dos hileras de camillas, los clavos de las fuertes botas militares dejan
su impronta. Al ruido de los pasos, una mano, que muestra su lividez
bajo la suciedad del barro y de la pólvora, levanta el hule del
cabecero:

--¡Me muero de sed! ¡Me muero de sed!

Es una voz sofocada. Se ve la frente envuelta en vendajes de gasa con
roeles de sangre fresca, y todo el rostro desaparece bajo los vendajes.
De otras camillas se escapa una queja débil, de otras palabras
acalenturadas, estertores, gritos de delirio, también hay algunas en
silencio profundo, como féretros. Los gritos, las suplicaciones, las
frases caóticas devanadas sin tregua, hacen babel. Un herido no cesa de
gritar:

--¡Los ingleses! ¡Los ingleses!

Retiembla la camilla, saca los brazos agitando las manos:

--¡Los ingleses! ¡Los ingleses!

Y siempre lo mismo, el mismo sopor inexpresivo en el grito, el mismo
pensamiento oscuro dando vueltas como la piedra de un molino. Era más
angustioso de oír que una queja desgarrada. Otro herido da voces
heroicas; otro, ríe con gran jolgorio:

--¡No te vayas, Juana! ¡Escucha, Juanita!... ¡Ja, ja!... ¡Si no te
pellizco!



CAP. XXI


En la sala de operaciones, blanca e iluminada, médicos y enfermeros con
delantales, no se dan reposo lavando heridas, restañando la sangre,
rasgando vendajes. Sobre los tableros de mármol, las lámparas de alcohol
levantan sus lenguas azules; los ayudantes desinfectan tijeras y pinzas;
el olor del cloroformo, olor a manzanas, satura el aire. El Doctor
Verdier murmura mientras desnudan a un herido:

--Me temo que seamos desbordados... Habrá que ver de habilitar la
iglesia, porque aquí pronto nos faltará sitio. ¿Y paja? ¿Tendremos paja
para hacer camastros?

Está librándose una gran batalla; se oye el bombardeo lejano y
constante. Patrullas de caballería, carros de ametralladoras, convoyes
de municiones escoltados por tropas de infantes, desfilan sin intervalo
por la única calle de la villa, para ir a perderse en la bruma del
Suroeste.



CAP. XXII


Desde hace muchos días, ingleses y franceses bombardean sin tregua las
líneas alemanas, en tierras de Flandes y Picardía. Todos los caminos de
la retaguardia están llenos de carros y de tropas: No cesan de cruzar
automóviles del Estado Mayor. En algunos parajes el barro es tanto, que
los soldados se entierran hasta la cintura, y los carros no pueden
rodar. Largos convoyes quedan horas y horas detenidos sobre la cuneta de
las carreteras, al socaire de los árboles que desmocha la metralla:
Horas y horas, hasta que llega una orden con el cambio de ruta.--La
vasta línea del horizonte se abre con el relámpago de los cañones, son
tantos, que su claridad se enlaza, y parece un enorme pestañeo de la
tierra en tinieblas. Desaparecen los ejércitos en el silo de sus
parapetos, y en la negra llanura sin hombres, el estruendo de las bocas
de fuego tiene la resonancia religiosa y magnífica de las voces
elementarias en los cataclismos. Las tropas acantonadas en la
retaguardia, sienten el impulso unánime de correr hacia delante: Los
soldados abren el corazón a la victoria, y los caballos saludan con
sensuales relinchos el caliente olor de la pólvora. En medio del horror
y de la muerte, una vena profunda de alegría recorre los ejércitos de
Francia. Es la conciencia de la resurrección.--Los artilleros,
enterrados en sus casamatas, regulan el tiro de los cañones con un
sentido matemático y devoto, como artífices que labrasen las piedras de
un templo. Es la religión de la guerra, y como las almas tienen
hermandad, sus palabras son breves: Por la virtud de la sonrisa y la luz
de los ojos se comunican en el silencio: Cuando asomados a las troneras,
contemplan el incendio de las granadas, cobran aquella expresión
radiante que las santas apariciones ponían en el rostro de los místicos.



CAP. XXIII


Las bombas caen en lluvia sobre las trincheras alemanas, las desmoronan,
las escombran, las arrasan: Es un ciclón de fuego. Y la artillería
teutona, si responde rabiosa en unos parajes, en otros calla impotente
para cubrir la extensa línea que los aliados atacan. Sus parapetos están
llenos de muertos, y los soldados atónitos, huraños a los jefes, esperan
el ataque de la infantería enemiga, sin una idea en la mente, ajenos a
la victoria, ajenos a la esperanza. Eran los dueños de la fuerza, y
advierten oscuramente que otra fuerza superior ha nacido contraria a
ellos, contraria a los destinos de Alemania. Una sima profunda se abre
en aquellas almas ingenuas y bárbaras, otro tiempo llenas de fe. Los
jefes sienten la muda repulsa del soldado, el desasimiento de la tierra
invadida, el anhelo pacífico por volver a los hogares: Y a los que están
en las trincheras se les emborracha para darle bríos, y a los que sirven
las ametralladoras se les trinca con ellas porque no puedan desertar, y
el látigo de los oficiales que recorren la línea de vanguardia, pasa
siempre azotando.



CAP. XXIV


El grito enorme de la batalla estremece toda la tierra picarda. Las
aldeas están llenas de soldados, de caballos, de carros de municiones:
En las esquinas hay puestos de café caliente, y los ventorrillos de las
carreteras, iluminados por una luz de petróleo, rebosan de uniformes: La
lumbre de las pipas abre rojos reflejos en las caras que gesticulan en
un vaho de humo, y se enraciman delante del mostrador. De tarde en tarde
un soldado sale a la puerta, mira al cielo y tiende la mano para
cerciorarse de la lluvia. A lo largo del camino, carros de
ametralladoras, carros de forrajes, carros de municiones, carros de
artillería, esperan la orden de ruta: Cruzan automóviles con oficiales,
y se pierden rápidamente en la niebla: Cruzan ciclistas con el fusil en
banderola, jadeantes, obstinados sobre los pedales, y patrullas de
caballería, y escuadras de infantes. Canta en la noche una gaita de
escoceses; los cohetes abren sus rosas en el aire; los reflectores
exploran la campaña, y los carros vuelven a rodar deshaciendo las
carreteras. Tres hogueras, tres grandes hogueras, rojean sobre la
llanura: Tres aldeas que los alemanes, al retirarse, han puesto en
llamas.



CAP. XXV


Algunos artilleros duermen sobre el heno, en el establo de una granja, y
el imaginaria da voces golpeando en la puerta:

--¡Orden de partir! ¡Orden de partir!

Se saca el ganado tirando de las colleras, y se engancha a tientas.
Llueve. Los artilleros, malhumorados, van de una parte a otra como
sombras:

--¡Cochino tiempo!

Se tropiezan, se injurian, hacen estallar los látigos sobre las ancas de
los caballos. Una voz interroga:

--¿Se sabe adónde vamos?

Y otra voz responde:

--¡Al baile de las peladillas!

--¡Qué noche de aguas!

Los caballos alargan el cuello sacudiendo las orejas bajo la lluvia. En
la oscuridad, los hombres y las bestias con su halo de niebla, tienen
una lentitud incorpórea. No puede distinguirse quien habla, y las voces
están llenas de vaguedad, como si viniesen de muy lejos:

--¡Cochino tiempo y cochina guerra! ¡Cuándo acabará esto!

--¡Esto no acaba nunca!

Un soldado grita enfurecido:

--¡Sooo!... ¡El diablo tiene este ladrón! ¡Sooo, Fanfan!

Los conductores en el pescante de los carros, templan las bridas y
restallan el látigo. La batería está formada sobre la carretera
fangosa. En una esquina, al abrigo de la iglesia, brilla el anafre de
una vieja que vende café y aguardiente a los soldados, que, inclinados
sobre el cuello de sus caballos, le tienden los vasos. La vieja va de
unos en otros con la mano puesta sobre la faltriquera llena de
calderilla:

--¡Buena suerte, mocines!

La batería rueda por la carretera llena de baches, entre ráfagas de
lluvia, y ráfagas de viento que aborrasca la crin de los caballos. La
oscuridad es tan densa, que los artilleros, sentados sobre los armones,
no alcanzan a ver el tiro delantero, y la silueta del guía aparece
apenas como una sombra indecisa y movediza. Los soldados guardan
silencio, entumecidos y desalentados. De tarde en tarde, un gruñido:

--¡Cochino tiempo!

--¡Cochina guerra!

--¡Y esto no acaba nunca!

--Esto lo acabarán las mujeres.

Un soldado destapa la cantimplora del aguardiente, y se la ofrece al que
va a su vera en el armón. El otro trinca:

--¡Es un viaje de recreo! ¿Y adónde nos llevarán los señores?

--Adonde no hagamos falta. En llegando, nos mandarán retirarnos.

--¡Si tuvieran goteras los autos del Estado Mayor!

Los armones rebotan en los baches. El barro salpica la espalda de los
artilleros. El látigo estalla sobre las grupas de los caballos que
galopan contra el viento y la lluvia, levantada la ola de la crin.

A lo largo de las líneas hay un silencio lleno de recelos. Se oye el
resoplar de un tren que derrama su cabellera de chispas en la cerrazón
de la noche.



CAP. XXVI


¡Las Argonas! ¡Lluvia y viento! ¡Lluvia y viento a todo dar de Dios! Una
silenciosa escuadra de peludos avanza en fila india chapoteando en el
barro de la trinchera. El cabo explora el camino con una linterna sorda
que abre ráfagas de luz en la negrura del foso. Son diez y seis hombres
tristes y entumecidos, diez y seis voluntades sumisas al destino de
Francia. Avanzan por la trinchera anegada, resbalando, cayendo,
levantándose cubiertos de cieno, resignados al viento, a la lluvia y a
la muerte. De tiempo en tiempo, entre el sordo rumor de su marcha, se
percibe el entrechoque de palas y zapapicos. En algunos parajes, la
tufarada de podredumbre escalofría las carnes. En otros, el fuego de los
cañones alemanes ha removido la tierra a tal extremo, que de la
trinchera no queda el más leve vestigio, y los soldados se extravían en
un lago de barro. Tomin, el cabo de la escuadra, explora el campo, y en
voz baja da órdenes para abrir el desagüe. Los soldados trabajan con una
resignación sombría, y un poso de odio para aquellos que invaden la
tierra francesa: ¡Aquellos soldados chatos y brutales que cantan como
salvajes, que combaten borrachos, que soportan el látigo de los
oficiales, que son esclavos en una tierra donde aun hay castas y reyes!
Para los soldados franceses, el sentimiento de la dignidad humana se
enraíza con el odio a las jerarquías: La Marsellesa les conmueve hasta
las lágrimas, y tienen de sus viejas revoluciones la idea sentimental de
un melodrama casi olvidado, donde son siempre los traidores, príncipes y
reyes.



CAP. XXVII


Los diez y seis hombres de la escuadra trabajan en silencio: Están a
pocos pasos de las líneas alemanas y el más leve rumor puede
descubrirles: Abren una zanja que en pocos momentos se atuye de agua
fangosa. Las alambradas rotas y retorcidas salen de entre el barro
desgarrándoles la carne, y cavan enredados en ellas. Cuando los cohetes
se encienden en el aire, los peludos franceses quedan inmóviles en el
lago de cieno. De tarde en tarde una ametralladora perdida en la noche,
desgrana sus truenos: El sonido se esfuma a intervalos en las ráfagas
del viento y la lluvia, tiene repliegues profundos como si tomase la
forma quebrada del terreno: Se revela de pronto, y de pronto se amengua,
en una línea llena de dramatismo. Los soldados prolongan la zanja hasta
un barranco, y el agua se precipita haciendo torrente. Comienza a
perfilarse la forma de la trinchera. Aparecen algunos muertos
enracimados en el fondo, y los soldados van sacándolos de entre el cieno
y alineándolos sobre el talud. Desentierran dos ametralladoras
retorcidas como virutas. El cabo mete su linterna por la boca de los
abrigos: La luz tiembla sobre el agua dormida, las ratas trepan
asustadizas por el muro de tierra, y unas botas negras e hinchadas
rompen el haz de la charca. Las aguas hacen un círculo en torno. Los
pies del muerto tienen un ligero vaiven. El cabo murmura:

--Dejaremos para mañana achicar el agua.

Un peludo se acerca, y mete la cabeza atisbando por detrás del cabo:

--¡Aquí parece que no se ha salvado ninguno!

El cabo le mira por encima del hombro:

--¡Las ratas!

--¡Esos ya descansan!

--Pues tú no te cambiarías por ellos... Y al cabo, si no hoy, mañana,
todos estaremos así.

Se alejan encorvados bajo el temporal. Se oye el rumor del agua que baja
al barranco. El soldado murmura:

--¡Si la guerra acabase!...

--¿Tú, qué gente tienes allá abajo?

--Mujer y tres hijos. ¿Y tú?

--¡Nadie!

--¿Eres soltero?

--Soy divorciado.

El cabo mete la linterna por la boca de otro abrigo. La luz tiembla
sobre el agua negra. Un perro de lanas nada teniendo en los dientes el
brazo de un cuerpo que se hunde. Se ve la mano lívida. El perro nada
hacia la luz.



CAP. XXVIII


Palidecen las estrellas del alba, y comienza el relevo de tropas en todo
el frente de batalla. Las columnas de soldados avanzan por cientos de
caminos. Los que van a las trincheras fuman ahincadamente la pipa, y
distraen los ojos sobre la campaña, hablan con ingenua sonrisa, tienen
el rostro encendido del frío, y el mirar sereno. Por las carreteras se
perfilan los largos convoyes: Unas veces, inmóviles, tendidos a lo largo
de los pueblos bombardeados; otras, rodantes; otras, descansando a la
sombra de las alamedas. Los soldados que tornan de las trincheras
caminan en silencio, dispersos, rezagados, cubiertos de barro, el
rostro en gran palidez, y los ojos atónitos bajo el ceño obstinado. Las
formas de las cosas se revelan en la luz indecisa del alba. Negros
trenes cargados de tropas cruzan sobre puentes de bruma, con gran
estrépito de hierros: Huyen por las llanuras, aparecen y desaparecen
entre boscajes, jadean por altos terraplenes. A retaguardia del enorme
foso que ondula desde el mar a los montes alsacianos, los pueblos
bombardeados salen de la noche con la expresión trágica de la guerra.
Ciudades cercadas por serenos ríos, villas sobre provinciales
carreteras, aldeas entre prados, levantan sus ruinas frente al campo de
batalla. Las casas, negras del incendio, con la techumbre hundida entre
los cuatro paredones, y desmoronándose las tripas de cascote, son ruinas
de una emoción árida y acongojada. Muchas ya tienen su recinto lleno de
ortigas y lagartos. Los cementerios militares se tienden a la vera de
los caminos, entre los pueblos quemados y saqueados.--¡Campos de cruces,
húmedos campos de aquel verde triste y cristalino que tiene la emoción
remota y musical del divino sollozo con que se ama!--Los cementerios
marcan la línea de las batallas, y las tumbas francesas y las alemanas
están cavadas a la par. La bruma del alba se sutiliza sobre las ruinas,
se desgarra en las cruces, vuela ingrávida sobre el enorme foso desde
los montes alsacianos a las marinas flamencas, y en este lívido tránsito
de la noche al día comienzan a perfilarse las formas de los muertos. Hay
parajes donde se amontonan, y otros de muchas leguas llenos del canto
de los pájaros, como olvidados de la matanza. Este momento frío y gris,
en que el soldado al salir de las tinieblas de la noche, mira en torno
suyo los compañeros muertos, las ametralladoras rotas, la trinchera
desmoronada, es el más deprimente de la guerra. Las tropas vuelven de
las trincheras a sus alojamientos con una expresión de trágica demencia.
Y al ventero, delante de la puerta donde se detienen a beber un vaso de
vino; y a los viejos que labran los campos; y a las mujeres que guían un
carricoche; a todos cuantos preguntan de la batalla, responden con el
mismo gesto obstinado, con la misma voz apasionada:

--¡No pasarán!



CAP. XXIX


Esta misma hora es de nieve y ventisca en los montes alsacianos, de
niebla espesa en el mar, de fría lividez en la Champaña... Pero en las
doscientas leguas de foso cenagoso, lleno de ratas y de resplandores,
donde el peludo tirita con las manos doloridas sobre el fusil, estallan
las bombas desmoronando los parapetos, desgranan las ametralladoras sus
truenos, se abre el eco profundo de las minas. Hay parajes llenos de
ardor, de ira y de tumulto, que repentinamente quedan en silencio con
sus largas hileras de muertos aplastados sobre la tierra. Grandes vuelos
de cuervos se abaten bajo el cielo del alba. Se queja el herido oculto
en la maleza, y el que se arrastra por el borde del camino, y el otro
cubierto de sangre, que se recuesta sobre el talud de la trinchera, y
aquellos tan pálidos, con la frente vendada, que abren los ojos sobre el
cabezal de las camillas. Las patrullas exploran el campo, y por las mil
trochas que arriban a la línea de fuego, van los soldados en difuso
deslayo. Para no resbalar en el lodo se apoyan en fuertes maquilas, y
por distintas trochas los camilleros vienen y van. En alguna casamata, a
la redonda de la estufa donde hierve el agua del café, los oficiales
conversan de guerra y de mujeres. Son jóvenes, y para la vida y para la
muerte tienen una sonrisa llena de gracia inconsciente, como en el
tiempo de la gran Revolución.



CAP. XXX


En la retaguardia velan los Cuarteles Generales. Suena de continuo el
timbre del teléfono: Llegan soldados ciclistas cubiertos de lodo con un
vaho de niebla: Se reciben noticias del frente de batalla, se transmiten
órdenes, y los oficiales se encorvan consultando las grandes cartas
geográficas. Cuando alguna vez nombran a los alemanes, lo hacen sin odio
y sin jactancia, pero con aquel íntimo menosprecio que tuvo el latino
por los pueblos extraños.--Para el alma francesa, armoniosa y clásica,
el teutón continúa siendo el bárbaro--. Los timbres eléctricos no dejan
de sonar, y todo se hace despacio, con mesura, sin nervios. De tarde en
tarde aparece en la puerta de la vasta sala un oficial que saluda
cuadrándose: Viene de la obscuridad, del barro, de la lluvia y trae un
pliego. El general le estrecha la mano y le ofrece una taza de café
caliente. Después le ruega que hable, con esa noble cortesía que es
tradición de las armas francesas. Y otra vez los timbres, y las órdenes
breves, y el esperar, el esperar atentos.



CAP. XXXI


Sobre la gran llanura picarda, la batalla se encrespa. Por el laberinto
de zanjas cavado a retaguardia de la primera línea de trincheras, y
camino para llegar a ellas, avanzan escuadras de infantes ingleses y
franceses, que corren en fila india, resbalando y chapoteando en el
barro, anhelantes por llegar. Las bombas alemanas ruedan, encendiendo
los aires en el caos gris de la niebla, y estallan, desmoronando los
taludes. En algunas ocasiones queda cegado el paso, y la tropa desfila
bajo la descubierta del fuego enemigo, ligera y dispersa. El vasto campo
de la batalla se les aparece de pronto, nebuloso y profundo, estremecido
de instante en instante por las lumbres y el trueno de los cañones.
Agazapándose, entran otra vez en el laberinto de zanjas, y caminan
enterrados en el barro hasta las corvas, pero con un aliento nuevo.
Pelotones de infantes arriban a la primera línea de trincheras por
diversos caminos y en distantes parajes; el laberinto de zanjas es un
hormiguero de hombres. Sobre el talud que da vista al campo enemigo, las
escuadras alínean sus fusiles, y hacen fuego por descargas. Los
torpedos, al estallar, destruyen los parapetos y sepultan a los hombres;
trazan en el cielo su lenta curva; caen humeantes; abren hoyos
profundos. Y, en el fondo de la llanura, flamea sobre el cielo negro el
resplandor de tres aldeas en llamas, rodeadas de clamores:--Un cerco de
mujeres trágicas que abrazan a sus hijos, y de viejos que levantan los
brazos.



CAP. XXXII


Filo del amanecer, la infantería de los aliados se lanzó fuera de sus
trincheras, asaltando las defensas alemanas. Los soldados, tendidos en
ala, corren con la cabeza baja, alentados por el fuego de la artillería;
resbalan, caen, chapotean, salvan las zanjas, se desgarran en las
alambradas. Alguna vez, en los socavones de las balas desaparecen,
sumiéndose lentamente, y el agua fangosa hace remolino en torno de los
cascos. Sólo las manos asoman pidiendo auxilio, tan hondo cavaron las
balas en la tierra. Hay parajes que son verdaderos tremedales. Las
ametralladoras alemanas cruzan sus fuegos, y filas enteras caen como si
se doblasen. En medio de la humareda, algunos soldados, muy destacados,
siguen avanzando a la carrera, la granada en el puño. Las columnas de
asalto se suceden en oleadas: Los muertos quedan atrás, aplastados sobre
la tierra, medio desnudos, desgarradas las ropas por las explosiones:
Los heridos se arrastran por las esguevas, buscan dónde cobijarse, y,
hallado el seguro, levantan sus clamores pidiendo socorro:

--¡Nadie me vale! ¡Nadie me vale!

--¡Una gota de agua!

--¡Camilleros! ¡Camilleros! ¡Camilleros!

--¡Y me dejáis morir!

--¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

--¡Nadie me vale! ¡Nadie me vale!

La niebla está llena de estas voces perdidas, empañadas de dolor; pero
las olas de soldados siguen atravesando la llanura, corren de cara a las
trincheras alemanas atuídas de muertos, y arrojan sus granadas, y dan
voces con la dramática alegría de la guerra. La llamarada de las aldeas,
flameando sobre el cielo negro, pasa sobre sus ojos, y les cubre el
alma de un impulso de ira resplandeciente.

--¡Boches! ¡Bárbaros boches!



CAP. XXXIII


¡Qué cólera magnífica! ¡Qué chocar y rebotar, qué mítica pujanza tiene
el asalto de las trincheras! ¡Y qué ciego impulso de vida sobre el fondo
del dolor y de la muerte! ¡Cómo la gran batalla se quiebra y disloca en
acciones parciales, en marchas, en flanqueos, en sorpresas, hasta
desvanecer por completo su visión estelar en el tumulto del cuerpo a
cuerpo, y acabar en un grito que es como el canto victorioso del gallo!
Pero el pensamiento matemático, más fuerte que las vidas y las muertes,
permanece inmutable en todas las formas de la batalla; es una ley en el
tumulto de la trinchera, como en el tiro de la artillería. Todas las
acciones diversas e imprevistas que sobrevienen, hallan un enlace
armonioso en este formidable acorde. La guerra tiene una arquitectura
ideal, que sólo los ojos del iniciado pueden alcanzar, y así está llena
de misterio telúrico y de luz. En ninguna creación de los hombres se
revela mejor el sentido profundo del paisaje, y se religa mejor con los
humanos destinos. Por la guerra es eterna el alma de los pueblos. La
lujuria creadora se aviva por ella, como la antorcha en el viento que la
quiere apagar. Sólo la amenaza de morir perpetúa las formas terrenales,
sólo la muerte hace al mundo divino. Si en las claras entrañas de los
cristales no se engendran hijos es por su ilusión de eternidad, y las
entrañas de la mujer son fecundas porque son mortales. Los monstruos
gigantescos que rugieron ante la caverna del adamita, y fueron amenaza
para todos los seres vivos, perecieron porque la lujuria se enfrió en
ellos. Como eran llenos de fuerza y de dominio, estaban libres del
terror de la muerte, y ninguna voz de la naturaleza pudo advertirles que
no eran eternos. La muerte es la divina causalidad del mundo. ¡Y qué
mística iniciación de esta verdad tan vieja se desvela en la guerra!
Aquella ciega voluntad genesíaca que arrastra a los héroes de la
tragedia antigua, ruge en las batallas.



CAP. XXXIV


La infantería avanza en negras oleadas; retiembla la tierra bajo el
golpe uniforme de las ferradas botas; hay un coro de voces profundas:

--¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!

Una convulsión recorre la trinchera, y perdura vibrante en el tintineo
de las bayonetas. Los alemanes gritan:

--¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Son miles de voces. Asoman apenas las puntas de los cascos, y los
franceses las aplastan a golpes de granada. Al abrigo de la trinchera,
desmoronada y llena de muertos, los alemanes hacen fuego de repetición.
Acompasados, se echan los fusiles a la cara, y disparan. Innumerables
lagartijas de llama rasgan las tinieblas. La ola de asaltantes, zuavos y
legionarios extranjeros, penetra en la trinchera, y un bramido bestial
los acoge. Las granadas ponen fuego en las yacijas de paja y en los
capotes de los muertos, y el humo y el olor de la carne chamuscada sirve
de fondo al clamor de los heridos. Un soldado alemán, envuelto en
llamas, corre a través del campo dando gritos. El incendio, que rampa
solapado por el fondo de la trinchera, a momentos, bajo el golpe de las
granadas, se aviva y surge, llenando de reflejos las puntas de los
cascos y el acero de las bayonetas. Se revela el rostro de los soldados,
pálidos, salpicados de sangre, cubiertos de lodo, con los ojos agudos
como puñales.--La artillería de los aliados bombardea el campo que se
extiende a retaguardia de la trinchera, y su fuego de cortina cierra el
paso a las reservas que acuden a reforzar la primera línea. Los heridos
alemanes se incorporan suplicantes:

--¡Franceses! ¡Franceses! ¡Camaradas!

Los que restan ilesos arrojan los fusiles y levantan los brazos:

--¡Camaradas! ¡Camaradas!

Forman grupos sombríos, atónitos, con una torva expresión de desamparo.
La derrota los embrutece y envilece:

--¡No somos prusianos! ¡Somos bávaros!

Y otro grupo, arrodillado en el fango, con los brazos en alto:

--¡Los bávaros no queríamos la guerra! ¡Franceses! ¡Franceses!
¡Camaradas!

Perdida la esperanza de vencer, ciega como un instinto, ingenua y
brutal, parecen bueyes desalentados. Los franceses les conceden cuartel
con el gesto orgulloso de la victoria.



CAP. XXXV


Las tropas inglesas atacan en la izquierda del Ancre. Cientos de
cañones, tronando al mismo tiempo, abren sus rojas golas en la bruma del
amanecer, y tiembla sobre la tierra un arco de luz. Dura hace tres días
el bombardeo, dominador y tenaz como el alma de la vieja Inglaterra. Las
tropas acantonadas en la retaguardia, duermen pesadamente en un sopor de
olvido, y, cuando llega la hora, el silbato de los sargentos las
despierta: Se incorporan con rumor de ganado, los ojos cargados de
visiones: Antes de partir, a la redonda de los bagajes, beben su taza de
café caliente, el fusil al hombro, la mochila a la espalda. Con paso
uniforme van por las carreteras en columna de a cuatro; los capotes
mojados despiden un vaho acre, y, a poco de iniciada la marcha, ninguno
habla. Las jornadas parecen interminables para el soldado cuando camina
así, encerrado en la fila, viendo de continuo la espalda del que marcha
delante, sintiendo escurrir por la carne el agua que gotea del casco. Es
un deseo de llegar a la línea de batalla, de estrechar entre las manos
el fusil que adormece el hombro dolorido, de sentirlo caliente y
palpitante como una vida. Produce la angustia del mareo el monótono
compás de los pasos: ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!



CAP. XXXVI


Al amparo de nieblas y tinieblas, las tropas alemanas abandonan las
trincheras que la artillería enemiga desmorona y aplasta. Inician una
retirada sigilosa, y aun cuando para encubrirla sostienen el fuego en
algunos sectores, las patrullas inglesas, que mantienen el contacto,
descubren la maniobra. Los cañones alargan sus tiros, y comienza el
bombardeo de la segunda línea. Los reflectores esclarecen el campo, y,
bajo el cielo nebuloso del alba, pasa un vuelo de aviones. Los alemanes
se tienden en tierra, cercados por una cortina de fuego; los aviones los
descubren, y las granadas comienzan a caer sobre ellos. Entre nubes de
humo y turbonadas de tierra, vuelan los cuerpos deshechos: Brazos
arrancados de los hombros, negros garabatos que son piernas, cascos
puntiagudos sosteniendo las cabezas en la carrillera, redaños y
mondongos que caen sobre los vivos llenándolos de sangre y de
inmundicias. Los alemanes, viéndose descubiertos, comienzan a gritar:

--¡Ingleses! ¡Ingleses! ¡Piedad! ¡Piedad, que somos hombres!

Es un mugir de espanto como en los eclipses de sol tienen los toros en
la dehesa. Sobre el horizonte tiembla de continuo el resplandor de la
batalla, y el tronar de la artillería parece una voz que saliese de los
abismos de la tierra.



CAP. XXXVII


La caballería india, distribuída en fuertes escuadras, espera tras la
línea de ataque; un estremecimiento la recorre; espuelas y sables se
entrechocan. Los caballos levantan las orejas y abren la nariz al
viento, alguno se encabrita y corre por la campaña rebotando al jinete
entre los dos borrenes. En la media luz del alba blanquean los
turbantes, y se mueven las siluetas, llenas de armonía bélica como
figuras de un friso. Palidecen las estrellas, y el rojo resplandor de
los incendios se levanta sobre el horizonte. Es el momento en que la
caballería india se lanza, con la rienda suelta, para hacer prisioneros.
El galope de los caballos sacude la tierra con un vasto rumor lleno de
evocaciones antiguas. Los jinetes corren con los sables en alto, los
ojos ardientes, la boca estremecida por una sonrisa blanca que descubre
los dientes. Los alemanes, viéndoles llegar, levantan los brazos:

--¡Piedad! ¡Piedad!

Los jinetes indios pasan acuchillándolos, y revuelven los caballos con
los sables siempre en alto. El corvo tajo fulgura feroz sobre los
turbantes. Resuena un grito de asombro y de cólera:

--¡No dan cuartel! ¡No dan cuartel!

Los alemanes retroceden empuñando los fusiles; miran llegar a los
jinetes entre nubes de humo, y, parapetados en los socavones de las
granadas, hacen fuego. Se encabritan los caballos, y corren por el
campo con largo relincho, el belfo palpitante, afrontados los ojos,
levantada la crin. Una montura, con la rienda suelta, galopa espantada
arrastrando al jinete, que va caído sobre la grupa, sin turbante,
flotando la melena negra como el ala del cuervo, y un borbotón de sangre
sobre el pecho. Los alemanes, entre descarga y descarga, levantan un
terrible grito:

--¡Muera Inglaterra!

Los jinetes indios revuelven los caballos y sonríen crueles bajo el
resplandor de los sables. Dan la última galopada sobre un campo de
muertos, y se tornan a su real.



CAP. XXXVIII


El Cuartel General de Sir Francisco Murray, veterano de las guerras
coloniales, está en un palacio de estilo neoclásico, en el fondo de la
Picardia. Al Cuartel General llegan de continuo las nuevas de la
batalla. Bajo la gran avenida de álamos se cruzan los automóviles del
Estado Mayor. Los ordenanzas hablan con los soldados ciclistas que,
prontos a partir, esperan al pie de la escalinata. En las vastas salas,
apagadas y desiertas, resuena el timbre de los teléfonos. Cuatro
oficiales trabajan en la biblioteca, que tiene las paredes cubiertas de
planos militares, y en una estancia inmediata termina la conferencia de
dos generales. Aparecen en la puerta de la biblioteca con los habanos
encendidos y una sonrisa jovial. El más viejo tiene grandes bigotes
canos y ojos de claro azul infantil enfoscados bajo las cejas. La
frente, de una gran blancura, contrasta con las mejillas atezadas y
llenas de arrugas. El otro es alto, fuerte, encendido, con anteojos de
oro y un gesto de imperio en la boca rasurada. El viejo, interroga:

--¿Hay noticias de los franceses?

Uno de los oficiales revuelve los papeles que tiene delante, y le alarga
una hoja:

--Aquí está el comunicado, mi general.

--¡Bueno! ¿Qué dice?

--Entre ayer y hoy han hecho seis mil prisioneros.

El general joven interrumpe:

--Nosotros no habremos hecho ninguno... No haremos prisioneros en muchos
días.

Los oficiales se miraron, y uno aventuró:

--Sin embargo, ayer y hoy nosotros también hemos tenido un gran triunfo.

El General Murray hizo un gesto de asentimiento:

--Pero sin prisioneros.

Sir Guillermo Scott, el general viejo, reía con risa cascada, al mismo
tiempo que se llenaba una copa de whisky:

--¡Sin prisioneros! ¿Verdad, señores, que los partes sin prisioneros son
poco decorativos?

Sir Francisco Murray le miró como se mira a un niño:

--Dejemos lo teatral para los alemanes. Nuestros partes son partes
ingleses. En muchos días no haremos prisioneros, porque es preciso
castigar la felonía de aquellos prusianos que se acercaron gritando que
se rendían, y a mansalva, seguros de que los ingleses no pueden tirar
contra el enemigo que se entrega, atacaron nuestras trincheras con
granadas de mano.

Sir Francisco Murray hablaba despacio, con un dejo de disgusto. Uno de
los oficiales interrogó:

--Mi general, ¿y cuánto tiempo durará la orden de no conceder cuartel?

--Debía durar hasta el fin. El Imperio Alemán ha faltado a sus pactos,
ha faltado a las leyes de la guerra, ha faltado a todos los usos del
Derecho de Gentes... Pero ahora han sido los soldados quienes olvidaron
y mancillaron el honor militar como una tribu salvaje, y hemos de
imponerles el castigo impuesto tantas veces por nosotros en África y
Oceanía.

Sonaba el timbre del teléfono, y uno de los oficiales se levantó. En la
biblioteca todos callaban. La luz del alba rayaba en los postigos de las
ventanas, y parpadeaban las luces: Se advertía en todos los semblantes
la huella del insomnio. El oficial que había acudido al teléfono
apareció en la puerta:

--Se confirma nuestro avance. ¡Una gran victoria sin prisioneros!



CAP. XXXIX


En el ápice de la noche y el día, sutiles nieblas vuelan sobre los
ateridos Campos Cataláunicos. Tras las nieblas se perfila la masa de un
ejército. Ruedan los cañones y galopan los caballos con rumor sonoro,
que se difunde por la vasta plana endurecida de la helada, y limitada en
su lejanía por azulados bosques. Los oficiales de órdenes caracolean sus
caballos al detenerlos frente a los batallones, tendidos en línea bajo
las banderas desplegadas. El General Goureaud revista las tropas, y
decora las banderas con la Legión de Honor. Tiene un brazo cercenado, y
el rostro curtido por todos los soles, la mirada exaltada y mística,
con una luz azul de audacia sagrada. Besa las banderas al imponerles la
cruz, y las banderas, rasgadas por la metralla enemiga, flamean sus
jirones sobre la figura mutilada del General. Son de una emoción hermana
y ejemplar las banderas desgarradas y aquel soldado manco estropeado en
la guerra. Cantan los clarines con claras voces, desfilan al galope los
jinetes, hacen salvas los cañones, y adelantan las escuadras de infantes
acompasando el paso al redoble de los tambores. Una emoción religiosa
cubre la vasta plana, y las sombras antiguas ofrecen sus laureles a los
héroes jóvenes de la divina Francia.



CAP. XL


Ipres y Arras, Verdun y Reims, Thann y Metzeral, son grandes
campamentos. A lo largo de las carreteras, bajo los árboles desmochados,
en la puerta de los ventorros, por los establos de las granjas, todo a
la redonda de las heroicas ciudades, está lleno de soldados. Patrullas
de caballería, con grande y sonoro estrépito, galopan por las carreteras
y atraviesan los dormidos burgos. En el fondo de los bosques, soldados
con el torso desnudo sacrifican vacas y novillos. Las reses muertas
cuelgan de las fuertes ramas, y las que van a morir rebullen
acobardadas, dando tirones al ronzal. Por los verdosos y nebulosos ríos
bajan los barcos hospitales. Atracan en los remansos para sepultar a los
muertos, y vuelven a navegar, sonando una campana. Grupos de soldados, a
la puerta de los alojamientos, limpian las armas, almohazan los
caballos, aparejan los tiros y estiban las municiones en los carros.
Escuadras de infantes vivaquean en el lindero de los bosques: Algunos se
bañan en los arroyos: Otros, a la puerta de los albergues, entre los
carros y las yuntas, fuman sus negras pipas, mientras los fuertes
frisones de redondos cascos, trituran el pienso de avena, sepultado el
hocico en un talego, y humillada la cerviz. Ruedan los convoyes en la
niebla del amanecer, despacio, con un vaivén pesado. Bajo la lona sucia
se perfila la forma rígida de los cañones, y en el izquierdo del tiro
cabalga algún soldado veterano, de rojo mostacho partido en dos pábilos,
y ojos aldeanos, claros ojos acostumbrados a mirar muy lejos, como los
del marino, pero menos bruscos, y más llenos del amor de las cosas. Por
todos los caminos que conducen al frente de batalla desfilan los largos
convoyes, y, para disimularlos a la escudriña de los aviones enemigos,
los carros van cubiertos de ramajes: Desfilan abriendo hondas rodadas, y
las escoltas, repartidas a uno y otro lado, marchan en silencio. Los
carros verdeantes de las ametralladoras tienen un vivo traqueteo, y
entre unos y otros ruedan los que conducen las pesadas y plomizas cajas
de municiones. En la retaguardia de las trincheras se tienden bosques
quemados por los gases asfixiantes, granjas saqueadas, aldeas en
escombros, iglesias con el campanario mocho... Es una sucesión de
imágenes desoladas que no se interrumpe desde la costa norteña a los
montes de Alsacia. En los atrios de las viejas ciudades estallan las
granadas, caen las piedras de las catedrales, los pórticos coronados de
santos tiemblan en sus cimientos, se rompen los rosetones, y las
              golondrinas vuelan asustadas por las naves
                   desiertas. En la luz del día que
                     comienza, la tierra, mutilada
                       por la guerra, tiene una
                          expresión dolorosa,
                             reconcentrada
                              y terrible.

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                    EN LA IMPRENTA CLÁSICA ESPAÑOLA
                    CALLE DEL CARDENAL CISNEROS, 10
                          EL DÍA 30 DE JUNIO
                              DE MCMXVII





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