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Title: Granada, Poema Oriental, Tomo II Author: Zorrilla, José Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Granada, Poema Oriental, Tomo II" *** Nota del Transcriptor: Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original. Errores obvios de imprenta han sido corregidos. Páginas en blanco han sido eliminadas. Letras itálicas son denotadas con _líneas_. Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas) han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal. GRANADA POEMA ORIENTAL PRECEDIDO DE LA LEYENDA DE AL-HAMAR POR DON JOSÉ ZORRILLA TOMO SEGUNDO NUEVA EDICIÓN MADRID IMPRENTA Y LITOGRAFÍA DE LOS HUÉRFANOS Juan Bravo, 5.--_Teléfono 2.198._ 1895 INVOCACIÓN Dixit autem Dominus: si habueritis fidem, sicut granum sinapis, dicetis huic arbori moro: Eradicare, et transplantare in mare: et obediet vobis. EVANG. SEG. LUC., CAP. XVII Fe, de toda virtud inspiradora, Manantial del valor y el heroísmo, Del tiempo y de la muerte vencedora, Espanto de los genios del abismo, El sér en quien tu fuego se atesora Lleva el poder de Dios consigo mismo: Los prodigios, las glorias, las hazañas, Herencia son de los que tú acompañas. Nada en el mundo tu poder resiste; Á la luz de tu antorcha luminosa El Edén á los mártires abriste: De Oriente á la región caliginosa Las legiones de Cristo condujiste, Y, á través de la mar tempestüosa Alumbrando su espíritu profundo, Descubriste á Colón un nuevo mundo. Nada hay grande sin ti, nada completo; Desde Nembrod á Napoleón, tu esencia Del genio ha sido el talismán secreto: Nadie logró sin ti grande existencia, Ni fué grande sin ti ningún objeto: Polvo fué cuanto fué sin tu asistencia: De la fuerza de Dios tu fuerza viene Y en tus hombros el orbe se sostiene. Tu soplo es impetuoso torbellino Que, al alma ardiente á quien su impulso lleva, Hasta la eternidad abre camino Y sobre el polvo terrenal la eleva. Del fuego santo manantial divino Que en el fuego de Dios sus fuentes ceba, Tú das irresistible atrevimiento Á sér á quien inflamas con tu aliento. Para ese son efímeras empresas Las más peligrosísimas hazañas: Disípanse á su voz como pavesas Las torres, las ciudades, las montañas: Las marcas de su pie conserva impresas La tierra para siempre, y sus entrañas Cobran fecundidad bajo su paso, Y un reino brotan donde había un raso. Alma del universo, cuanto existe Con tu poder se crea y robustece: Cuanto á tu influjo creador resiste, Como leve vapor desaparece: Á la nación do tu favor no asiste Sorbe otra á quien tu mano favorece: Y así es como del tiempo en los misterios Pasan unos sobre otros los imperios. ¡Desdichada nación la que te olvida! Su esencia mina la carcoma lenta, Y no siente que se hunde carcomida La débil base que su pie sustenta; Otra nación que aguarda su caída La empuja al fin y en su lugar se asienta: Y así Castilla, por su fe amparada, Pasó como un turbión sobre Granada. Dame ¡oh potente fe! tu auxilio santo: Tú por quien pudo rescatar á España La ilustre Reina cuya gloria canto, Dame su fe para ensalzar su hazaña: Y, el himno rudo que en su honor levanto Al entonar, mi espíritu acompaña, Porque me escuche en la celeste esfera La augusta sombra de ISABEL PRIMERA. LIBRO CUARTO AZAEL I Zahara cayó: sus tristes moradores Víctimas van de tan fatal jornada Esclavos de los Moros vencedores, De ganado rüin como manada. Muley envió delante corredores De su victoria nuncios á Granada, Y, con victoria tal alegre y fiera, Al vencedor Hasán Granada espera. Preparan las familias principales, Á los guerreros y sangrientos fines Del anciano monarca más parciales, Zambras, saraos, himnos y festines, Unas en sus salones orientales, Otras en sus balsámicos jardines: Prodigando sin duelo sus tesoros Para ensalzar el triunfo de los Moros. Los cadís á su vez tienen dispuestas De fuegos, de pandorgas y de cañas, De sortija, de toros y de apuestas, De bohordos, de gallos y cucañas, Para la plebe revoltosa fiestas Cual nunca alegres, como nunca extrañas: Porque deje tal triunfo en su memoria Largo recuerdo de placer y gloria. Engalanan los altos miradores Lujosas colgaduras y doseles, Flotantes plumas, enredadas flores, Lazos de palmas, arcos de laureles, Damascos de vivísimos colores, Tapices festonados de caireles, Y ocupan ajimeces y ventanas Nobles, jeques, walíes y sultanas. Viejos, mancebos, niños y mujeres Abandonan curiosos sus hogares: Dejan los artesanos sus talleres, Olvidan los sederos sus telares, Cierran su mostrador los mercaderes, Los armeros sus fraguas: los lugares Vecinos se despueblan, y doquiera Bulle la muchedumbre novelera. Corren plazas y calles tañedores De sonajas, adufes y panderos, _Rawíes_ de romances narradores Al compás de la guzla, cuadrilleros De diversas comparsas conductores Y parejas de enanos, y gaiteros De Marruecos y Fez, cuyos cantares Recuerdan del desierto los aduares. Circulan por doquier profusamente Roscones de Jaén, tortas de Alhama, El alhajú de Ronda, largamente Saturado de especias, á quien llama El mostillo su hermano, y el caliente Buñuelo hinchado que la sed inflama: Y, pese al libro del Korán divino, Templa la sed el malagueño vino. En la jornada de tan fausto día De fiesta real y universal holganza, La ley á la licencia da franquía Y destierra el placer á la templanza: Y la plebe, sin coto en su alegría, Canta ruidosa, descompuesta danza: Pues nada hay que desdore ó avergüence Al celebrar sus triunfos á quien vence. Es ley universal. ¡Ay del vencido! Cantad, pues, ¡oh triunfantes Africanos! ¡Ignominia y baldón para el rendido! ¡Mengua y esclavitud á los Cristianos! Mas no olvidéis que encomendada ha sido De la venganza á las sangrientas manos La ley de los vencidos inhumana. ¡Ay de vosotros si lo sois mañana! ¡Gloria á Muley! La multitud que llena Las torres y alminares ve á lo lejos, Á través de la atmósfera serena, De las moriscas armas los reflejos. Un grito inmenso de placer resuena Con nueva tal: mujeres, niños, viejos, Se agolpan á las puertas de la Vega Á recibir al Rey que en triunfo llega. Ya avanzando en hileras ondulantes Se ven los ordenados escuadrones: Parecen con el sol cintas brillantes Las filas de los árabes peones: Sobre el blanco montón de sus turbantes Tremolan sus enseñas y pendones, Y desgarran la atmósfera sonoros Los atabales y clarines moros. He allí á Muley Abul-Hasán. Su frente Sombrean los flotantes lambrequines De su penacho real: cuelga esplendente Su escudo del arzón: y, hasta las crines Embarrado, el caballo bufa ardiente Y piafa, conociendo los confines De los cotos rëales y la dehesa Donde, potro, pació la hierba espesa. «¡Alahú akbar! ¡Loor al Rey valiente!» Gritó la multitud al divisarle, Y aglomeróse atropelladamente Bajo su estribo mismo á vitorearle: Mas la mano de Dios omnipotente Que hasta este día se dignó ampararle Le retiró su auxilio, y en su seno Del infortunio derramó el veneno. Tornóse contra él cuanto en pro era: Cambióse en vencimiento su victoria, Su popularidad en pasajera Fama de un día, y en baldón su gloria. La muchedumbre, en su verdad entera Al leer de Zahara la sangrienta historia, Retrocedió, por Dios iluminada, El porvenir leyendo de Granada. Con repugnante ostentación impía, Un gigantesco negro de Baeza, Del pelo asida, junto al Rey traía Del buen Arias la lívida cabeza. Un escuadrón entero le seguía, En cuyas lanzas con brutal fiereza Se ostentaba sangriento igual trofeo, Medroso al alma y á la vista feo. En medio de los árabes soldados Y los Gomeles negros, lastimeros Suspiros arrancaban despechados Los cautivos Cristianos, por sus fieros Vencedores heridos y arrastrados En confuso tropel como carneros: Y á marchar ó morir les obligaban, Y dichosos al fin los que expiraban. Las fuerzas de los viejos no bastando Á soportar ultrajes tan crüeles, Al Dios de las venganzas invocando Caían á los pies de los corceles: Sin compasión sobre ellos, espoleando Sus caballos, pasaban los Gomeles, Apresurando su postrer instante La aguda lanza y yatagán cortante. Traían muchas madres en los brazos Los hijos muertos, y ocultar querían Su fin bajo los sórdidos retazos De los rotos harapos que vestían, Pues sus tiernos cadáveres pedazos Los guardias negros de Muley hacían, Y con horror de los maternos ojos Quedaban insepultos sus despojos. La mora multitud, aunque villana Civilizada, á compasión movida, Del Rey maldijo la impiedad tirana y En odio la alegría convertida. Circundó á la feroz guardia africana Con agresivo impulso, y, encendida La furia popular, por un instante El paso barreó del Rey triunfante. Arrebatando las mujeres moras Sus hijos á los míseros cautivos, «Dádnosles, los dijeron: sus señoras Os les tendrán esclavos, pero vivos.» Comenzaron cien manos vengadoras De las bridas á asirse y los estribos, Y á brillar comenzaron los puñales Debajo de los jaiques y almaizales. Á cundir comenzó la infausta nueva Entre las turbas y á crecer la ira: Doquier la multitud, que se renueva Y que sus fuerzas acrecienta, gira Del Rey en torno, quien sus olas prueba Con su caballo á hender y torvo mira Venir la tempestad y acrecentarse El popular furor, pronto á inflamarse. Sus feroces Gomeles, que le vieron Afirmarse en la silla, adivinaron Su resuelta intención: se rehicieron, Y á sostenerle fieles se aprestaron. «¡Adelante!» gritó: tras él vinieron Á alinearse y las lanzas enristraron. Se abrió la plebe: y, rota ya la valla, Dijo Hasán: «Dispersad esa canalla.» La multitud, compuesta de artesanos Inermes, de mujeres sin defensa, De cobardes ociosos y de ancianos, Tan débil é impotente como densa, Se abrió ante los jinetes africanos, Retrocediendo en oleada inmensa Como el círculo que abre el haz del río Ante la quilla corva del navío. Turba que ceja un pie, fuerza vencida. La hueste de Muley siguió adelante Y en la ciudad entró; mas, convertida La alegría en terror, fué con semblante Sombrío y en silencio recibida Por el vulgo, ó medroso ó inconstante: Y Hasán, seguido de sus negros fieles, Subió al trote la cuesta de Gomeles. Deshízose del pueblo; mas siguióle Hasta el recinto real su descontento, Y á par con él su indignación mostróle De modo asaz visible el firmamento. Repentino nublado encapotóle, Se negreció su azul, rebramó el viento, Con la fortuna de Muley en guerra Declarándose á un tiempo cielo y tierra. En la Alhambra rëal los cortesanos Le vitorearon al llegar; empero ¡Ay del Rey á quien guardan los villanos Odio ó temor! Apenas el postrero De los temidos guardias africanos Transpuso el Bib-Leujar, el pueblo entero Rompió en inmenso sedicioso grito Que en el espacio azul vibró infinito. Aparecieron por doquier audaces Cabezas de motín: gestos feroces Que revelaban ánimos capaces De realizar los planes más atroces. Santones venerados y sagaces Dervichs alzaron por doquier sus voces: Y el populacho, en grupos dividido, Dió á sus discursos por doquier oído. Y he aquí que, en el centro de la plaza, Se alzó sobre las turbas de repente Viejo santón de venerable traza, Famoso asaz entre la mora gente. Era el severo Aly-Mazer, de raza Noble, de vida austera y penitente, Quien por causas recónditas y extrañas Retirado vivía en las montañas. Hombre á quien solamente se veía En los grandes peligros y ocasiones, Y de quien siempre el pueblo recibía Oportunos consejos y lecciones. Siniestra aparición que precedía Siempre á las populares convulsiones Que, en su postrera edad desventurada, Estremecerse hicieron á Granada. Hombre doquier temido y respetado Por su severidad y por su ciencia, De la virtud muslímica dechado, Sincero amparador de la indigencia, Leal consolador del desdichado, Prosternóse la plebe en su presencia: Y callaron ante él respetüosos Los demás oradores sediciosos. Tomando entonces por mimbar la fuente Que el centro de la plaza decoraba, Paseó sus miradas tristemente Sobre la multitud que le cercaba; Y con lúgubre voz, cuyo doliente Tono en el hondo corazón vibraba, Profética, inspirada, lastimera, El discurso rompió de esta manera: «¡Ay del pueblo muslim! ¡ay de Granada! »Para escarnio y baldón de las edades »Será no más su historia consignada. »¡Regia ciudad; sultana de ciudades, »Estás por tus cimientos horadada! »¡Va sobre ti á llover calamidades »El cielo sin piedad á quien provocas, »Y contra ti se volverán las rocas! »Musulmanes, Hasán está hechizado »Por el nefando amor de una cristiana: »Aixa, de fe cual de virtud dechado, »Es esclava en su harén y no sultana; »El Príncipe legítimo, encerrado »Llora en los hierros de prisión lejana. »¿Y en provecho de quién tal tiranía? »De una extranjera, renegada impía.» »Ya lo veis: impolítico atropella »Cuantos derechos y principios fijos »Hasta hoy se respetaron, y degüella »Los rendidos y esclavos. Tan prolijos »Crímenes ¿á qué fin? Sólo por ella: »Por coronar á sus bastardos hijos, »Que, lobeznos de raza castellana, »Como ella al fin renegarán mañana. »¿Comprendéis? ¡oh muslimes!--Esa impía »Que ni cree en Jesucristo ni en Mahoma, »De nuestra desdichada monarquía »Es con sus hijos la mortal carcoma. »Ella al Cristiano os venderá algún día »Si en sus proyectos incremento toma: »Porque en el odio universal que encierra »Incendiará, á poder, toda la tierra. »Pero ¿creéis tal vez que los Cristianos »La sangre olvidarán vertida en Zahara? »Como Hasán en sus triunfos inhumanos, »Vendrán con sed de vuestra sangre avara. »La que hoy vertieron sus inicuas manos »Del pueblo moro goteará en la cara: »Y en todas ocasiones y parajes »Nos considerarán como á salvajes. »¿Oís ese huracán? Horrorizada »De tan inútil y brutal fiereza, »Truena contra nosotros indignada »La madre universal Naturaleza. »¡Ay del pueblo muslim! ¡ay de Granada! »El rayo amaga su imperial cabeza, »La ponzoña mortal hierve en su seno, »Y Aláh se torna en pro del Nazareno!» Dijo así Aly Mazer. Como evocados Al són de sus fatídicos acentos, La tierra conmovieron desatados En furioso huracán los elementos. Torrentes de las nubes desgajados Inundaron las calles, y los vientos Arrebataron arcos y doseles, Lazos, flores, damascos y caireles. Huyó la población supersticiosa, Siempre en agüeros á creer dispuesta, Y encerróse en sus casas pavorosa, La ira de Dios creyendo manifiesta. Desierta la ciudad y silenciosa Quedó en redor, se interrumpió la fiesta: Y en vez de los aplausos y canciones, Doquier se oyeron ayes y oraciones. Duró la tempestad la tarde entera, Y entre el rugido cóncavo del trueno Y el estridor de la tormenta fiera, De los obscuros barrios en el seno Una voz incesante y lastimera Exclamaba aterrando al agareno: «Aláh torna á su grey la faz airada. ¡Ay del pueblo muslim! ¡ay de Granada!» Campo desierto de olvidadas ruinas, Medroso despoblado cementerio Parecían las calles granadinas De tal desolación bajo el imperio: Y cual si se efectuara en las divinas legiones algún lóbrego misterio Fatal para los Moros, agobiada De pánico terror quedó Granada. II Era en verdad así: que en tal momento, De la fortuna y la existencia mora En la esfera inmortal del firmamento Íbase á señalar la última hora: Y el arcángel que rige el movimiento De la aguja fatal, niveladora De los tiempos, el fin del reino moro Iba á marcar en su cuadrante de oro. No en vano entre los cielos y Granada Un velo de nublados se extendía: Con la luz á sus ámbitos negada Otra región feliz resplandecía. Su cresta secular Sierra Nevada Con una aureola de fulgor ceñía, Y el misterio que Dios obra en la Sierra Permitido sondar no es á la tierra. En el seno glacial de aquellas cumbres Cuya paz no turbó la voz mundana, Lloraba celestiales pesadumbres Ser de divina estirpe soberana. Lanzado de las cólicas techumbres Siglos hacía á la región humana, Para su habitación labró en la nieve De su helado cristal palacio leve. Lejos de su alma patria luminosa Fué condenado, expiación de un yerro, Su forma pura, celestial y hermosa Á sepultar en terrenal encierro, Dando cima á tarea misteriosa Por Dios impuesta en su mortal destierro; Mas ya á su fin la expiación tocaba Y su tarea al concluir estaba. Treinta afanosas décadas había En preparar el ángel empleado Su difícil labor, y ya veía Su éxito misterioso asegurado: Y, para darla fin, en este día Iba por Jehováh purificado Á recobrar su blanca sobreveste, Su sér divino y su poder celeste. Tal es, en suma, el celestial portento Que va el Señor á obrar sobre la Sierra, Y cuya vista vela en tal momento El nublado á los ojos de la tierra. La tempestad que entolda el firmamento Es un crespón que sus espacios cierra: Y tras aquellas fulgurantes nubes Cantan un himno santo los Querubes. Sobre sus alas con rumor sonoro Las cohortes angélicas descienden, Y al dulce són de su celeste coro Troncos y rocas de placer se hienden. Los serafines en mecheros de oro De la divina fe la luz encienden, Sobre el alcázar místico de hielo Rasgado el seno cóncavo del cielo. Del zenit en el punto culminante, En medio de una luz deslumbradora, Del sumo Dios apareció el semblante Y tronó la palabra creadora. Al eco inmenso de su voz gigante La celestial cohorte voladora, Con las alas cubriéndose los ojos, Para escuchar se prosternó de hinojos. «¡Azäel!»--dijo Dios, al sér divino Desterrado en la tierra interpelando, Y al umbral de su alcázar cristalino El ángel bello pareció temblando; Y el eco gigantesco y montesino De las cóncavas peñas, despertando Al acento de Dios, volvió medroso El nombre del espíritu glorioso. «¡Azäel!--repitió el Omnipotente;-- »Torna á tu antiguo sér y poderío, »Cobra tu vestidura refulgente »Y obra sobre la tierra en nombre mío. »Toda á tu voluntad está obediente: »Sus destinos gobierne tu albedrío: »Completa mis designios soberanos: »Yo bendigo la obra de tus manos.» Dijo el Señor. El ángel desterrado, Recobrando su gracia primitiva, Levantóse á su voz transfigurado, Revestido de gloria y de luz viva. Orna su cuerpo ceñidor alado, Ciñe su sien inmarcesible oliva, Y de la fe la luminosa tea En su diestra purísima flamea. Un séquito de espíritus potente, Que deja sometidos á sus santas Ordenes el Altísimo, obediente Y á su voz pronto se ordenó á sus plantas; Ante el Señor el ángel reverente Se prosternó tres veces, y otras tantas El eco del hosanna y los salterios Conmovió con su són los hemisferios. Tornó Dios á sumirse en su santuario: Tornaron los arcángeles el vuelo Á tender, el vacío solitario Transponiendo y los límites del cielo: Y de la eternidad en el horario Brillando el fatal número, hacia el suelo Moro, dijo, la mano nacarada Extendiendo Azäel: «¡Ay de Granada!» ¡Ay! repitió en el cóncavo y profundo Seno del monte aterrador el eco; ¡Ay! repitió siniestro el vagabundo Viento que rueda en el vacío hueco; ¡Ay! repitió el nublado, en tremebundo Trueno rompiendo desgarrado y seco; ¡Ay! repitió la voz desesperada Que gemía fatídica en Granada. Á este medroso universal lamento, De la voz del Señor eco en la tierra, Desgarró con estrépito violento Sus entrañas marmóreas la sierra, Y abrióse el misterioso monumento Que su cimiento colosal encierra; Fábrica de materia indestructible, Á los humanos ojos invisible. Es el alcázar de Azäel: divino Palacio transparente y encantado, De nácar y de hielo cristalino Entre nieves eternas fabricado. En él oculta el ángel peregrino Un sér, aunque mortal, predestinado Á que con él su porvenir divida En la terrena y la celeste vida. En este alcázar níveo, modelo De la oriental Alhambra granadina, Bajo la eterna bóveda de hielo Que corona la cumbre al sol vecina, Envuelta yace en encantado velo La regia sombra de Alhamar divina, Á quien letargo místico y profundo Encadena á este límite del mundo. No tienen á este sér bajo su imperio La vida ni la muerte: su existencia Fantástica protege hondo misterio Que sondea no más la omnipotencia. Su sér no pertenece á este hemisferio, Y, ni celeste ni mortal, su esencia Tiene el poder del ángel defendida Del poder de la muerte y de la vida. Misterio incomprensible para el hombre, Á toda humana explicación resiste Y á la ciencia mortal fuerza es que asombre; Obra sabia de Dios, por Dios existe: No tiene historia, explicación, ni nombre, Ni mi pluma en buscárselos insiste: La inspiración divina del poeta No está á mortal explicación sujeta. Yace bajo el poder de tal encanto De Alhamar la fantástica existencia, De aquel alcázar luminoso y santo Debajo de la nítida apariencia. Todavía le cubre el regio manto, Humean todavía en su presencia Pebetes de ámbar, y su real persona Circunda el esplendor de la corona. En medio de un salón prolijamente Decorado con cúficas labores, Á estilo de los reyes del Oriente, Sobre un tapiz de espléndidos colores Y en trono de marfil, radia su frente Bajo un dosel de plumas y de flores: Y, símbolo del mando soberano, El cetro abarca aún su augusta mano. Su vista, empero, inmóvil, que no mira, Su insensibilidad, que no percibe Lo que en su rededor resuena ó gira, Le delatan por sombra que no vive. Un aura triste en su redor suspira; Una aureola eléctrica describe Círculos mil sobre su real cabeza, Y aún ostenta su faz torva belleza. Azäel, de sus ángeles cercado, Llegando ante el Monarca Nazarita, Sobre su pecho de calor privado La antorcha puso de la fe bendita; Al reflejo viviente derramado Por esta llama que sobre él se agita, Deshecho el hielo que su esencia pasma y Movimiento á cobrar volvió el fantasma. Giraron en las órbitas sus ojos, Llenó el aire su pecho, su garganta Paso á un suspiro dió, y, otra vez rojos Sus labios, sonrió é irguió la planta: Mas juzgando tal vez del sueño antojos De aquellos seres la presencia santa Y del encanto aún preso en los lazos, Tendió entre él y los ángeles sus brazos. Entonces Azäel «torna á la vida» Dijo: «del Cielo la sentencia sabes: »Tu existencia mortal interrumpida »En década inmortal fuerza es que acabes. »Alma sin cuerpo, espectro sin guarida, »Ve de tu Alhambra á recoger las llaves. »¡En el nombre de Dios, he aquí tu hora! »Prevén la tumba de la raza mora.» Al mandato del ángel obediente, El sér de los fantasmas adquiriendo, Incoloro, impalpable, transparente, Su esencia de la tierra desprendiendo Elevóse Alhamar en el ambiente: Y, cual vapor que en él se va meciendo, Á través de la atmósfera nublada Se dirigió siniestro hacia Granada. III Era la hora en que expirando el día, Con la sombra al luchar breves momentos, Entre la luz crepuscular envía Al corazón mortal presentimientos Funestos: esa hora misteriosa Que al hombre pensador melancolía Infunde; al criminal remordimientos. Y al poeta solemne, religiosa Inspiración y santa poesía; Era la hora, en fin, de las historias Tristes y de las lúgubres memorias. Tendido en los bordados almohadones Del rico camarín de Lindaraja, Cediendo á las sombrías impresiones De la luz del crepúsculo, que en vano Por repeler su corazón trabaja, Á solas con sus negras reflexiones Yacía de Granada el soberano. La sombra, más espesa á cada instante, Su manto de tinieblas desplegando Por la arabesca estancia, condensando Iba su obscuridad, y vacilante La postrimera claridad del día Al pintado cristal de las ventanas Trémula se asomaba, y confundía Cada momento más las africanas Labores de oro que el cristal tenía. Los plegados tapices de las puertas, Los jarrones magníficos de flores, Todos los muebles que la estancia ornaban, Con extraña ilusión, formas inciertas Movimiento y fantásticos colores Á tomar en la sombra comenzaban; Y empezaba á girar en el vacío Recinto opaco de la estancia obscura Ese turbión fascinador y umbrío De objetos sin color, forma ni nombre, Que en la superstición ó la pavura Hacen en las tinieblas ver al hombre. El rumor de los árboles vecinos Y de las fuentes del jardín, los trinos De las aves en ellos anidadas, Y los lejanos sones campesinos Que en revoltoso vuelo descarriadas Allí traían las nocturnas brisas, De la cóncava bóveda los huecos, Los arcos, las acústicas cornisas Poblaban con las voces exhaladas Por misteriosos y fugaces ecos. Por su impresión fatídica evocados, En su febril meditación sentía Muley, que en sombra y soledad yacía, Tumultuoso tropel de ya olvidados Recuerdos asaltar su fantasía, Donde por siempre los creyó enterrados. ¡Vaporosos recuerdos aflictivos, Irritados espectros vengativos, Que en luengos años por la vez primera Veía con pesar que aun eran vivos, Acíbar para ser de su postrera Edad y de su suerte venidera! Recordaba las penas ignoradas Que turbaron los últimos momentos De su padre Ismael, ocasionadas Por las locas empresas empeñadas Por su fogosa juventud: los cuentos Y pronósticos tristes propagados Al nacer Abdilá, de cuya madre Los numerosos deudos, apartados De su corte, tal vez en la montaña En bien del hijo y para mal del padre Acopio hacían de razón y saña. Recordaba á Abdilá que, cuando niño, Hermoso como un ángel, le tendía Sus tiernos brazos, con filial cariño Su dulce abrazo paternal pidiendo, Y que él con esquivez le repelía En su fatal horóscopo creyendo; Y el niño, su esquivez no comprendiendo, Cobrándole temor de día en día, Concluyó por llenar su sino horrendo Y hoy su rencor nefasto le volvía. ¿Y quién sabe si, más que de su sino, Efecto fué del paternal encono El odio de Boabdil al Granadino Rey? ¿Y quién sabe si el fatal destino Que pesa sobre el Príncipe, es acaso No más que el odio de Muley que al trono, Fanático ó feroz, le cierra el paso? Aún no se le ha borrado de la mente Á Muley el amor sincero, ardiente, De Aixa, su legítima sultana, Altanera como él, como él prudente, Venerada como él entre la gente Por su pura real sangre africana: Y aún se le acuerda el popular disgusto Con que vió el Moro su desdén injusto Por ella y su pasión por la cristiana. ¿Y quién sabe si el astro que preside Á los destinos de su raza y vierte En ella su fatídica influencia, Triste fanal de asolación y muerte, De destrucción y deshonor sentencia, Que con odios sacrílegos divide De padres y de hijos la existencia, No es más que la influencia derramada Por su feroz política? ¿Quién sabe Si este arcano de sangre y de rencores, No tiene otro secreto ni otra llave Que del Rey los políticos errores, Que han dado luz ¡en hora bien menguada! Á la estrella fatal de sus amores? Por la primera vez lo advierte acaso Y se espanta Muley, con ansia viendo Imposible hacia atrás volver el paso, Por la primera vez rugir oyendo La tempestad del porvenir horrendo. Acordósele el torvo y silencioso Aspecto de la plebe, cuando entraba Aquella misma tarde victorioso Por las puertas de Elvira, ante la esclava Muchedumbre de Zahara: y penetrando Su vista el horizonte nebuloso, Comprendió que á su vez el Africano Rehusaba, como él supersticioso, Besar servil su ensangrentada mano. Comprendió que las lívidas cabezas De Saavedra y sus nobles Zahareños, No fueron para el pueblo de proezas Testimonios sin par, sino visiones Que empañaron del triunfo las grandezas: Fueron, en fin, proféticos ensueños Que trocaron para él los corazones. Y al fin el Moro comprendió, con pasmo Mortal y con hondísima congoja, Que aquella multitud, cuyo entusiasmo Se extinguió ante su faz de sangre roja, Y tornó sus miradas compasiva Á la cristiana multitud cautiva, No vió sobre el laurel de la victoria El reflejo del astro de la gloria, Sino el reflejo torvo y fugitivo De la hoja de alfanje vengativo. Comprendió que, en su ausencia, entre la plebe Germen de rebelión vertido había La callada traición con soplo aleve: Y, si hasta entonces escondido y leve, Cuanto más encubierto más seguro, Vió que el volcán de la discordia hervía De su regia ciudad dentro del muro. Por la primera vez de su existencia Tembló mirando al tenebroso abismo De la pasada edad: de su conciencia El primer grito oyó, y, al fatalismo Sometido de la árabe creencia, Cuando á solas se vió consigo mismo, Vió su regio poder en la agonía Y que el rostro la suerte le volvía. Rota la tregua con el Rey cristiano, La plebe á la revuelta provocada, Comprendió, aunque muy tarde, el Africano Que estaba su política burlada, Falseado su poder de soberano; Y, su crueldad despótica exaltada, Trocándose de bárbaro en villano, Del generoso Rey soltó la espada Y se armó del puñal del Rey tirano. «Mueran, dijo: sería empresa vana »Cejar un paso ya: ciña en redondo »De mi trono los pies lago sin fondo »De sangre mixta mora y castellana. »Mueran cuantos me busquen enemigo »Y que avance el pendón de los cristianos: »Los Árabes ante él se harán hermanos »Y á la muerte ó al triunfo irán conmigo. »Si no quiere Granada ser vasalla »Respetuosa, intentando á cotos fijos »Reducir mi querer: si bien no se halla »Con mi amor á Zoraya y á sus hijos »Y quiere de mi ley saltar la valla, »Bajo la cimitarra vengadora, »Nueva estirpe real, nueva señora »Recibirá temblando la canalla.» Dijo, y abandonando los cojines Enderezó sus pasos á la puerta, Que daba del salón á los jardines Del patio de Leones; pero yerta Sintió al umbral la planta y erizado El cabello el Rey moro cuando, abierta Al tenerla, miró del otro lado Avanzar por la estrecha galería Horrenda aparición que hacia él venía. Pálida, lacrimosa, descompuesta, La vaporosa imagen de un Rey moro Era en su forma la visión funesta. Su sien ceñía la corona de oro Y en sus hombros traía el regio manto: Arrastrábale empero sin decoro Y con sus orlas enjugaba el llanto. Vaga aureola de azulada lumbre Radiaban los contornos transparentes Del fantasma real, y ayes dolientes De mortal profundísima agonía Mostraban la angustiosa pesadumbre Del fatídico sér que así gemía. Enclavados los pies al pavimento Y sostenido en el pilar apenas, Parado el corazón, roto el aliento, Sintió Muley paralizar sus venas El hielo del terror. Quiso un momento Huir de la visión que así le espanta, Mas sus miembros halló sin movimiento; Quiso gritar, mas muda su garganta No acertó á producir ni aun un lamento. Poco á poco hacia él adelantando Por la obscura y angosta galería, Tristísimos suspiros exhalando, La aparición en tanto se venía; Paralizado en el umbral estrecho El Moro y avanzando hacia adelante La aparición, se hallaron un instante El fantasma y Hasán pecho con pecho. Soplo glacial, emanación helada Del pecho de aquel sér, penetró agudo En el pecho de Hasán como una espada: Y á su impresión, que soportar no pudo, De pavura y dolor lanzó un gemido. Entonces, acercándose á su oído, Dijo aquella visión desconsolada Con tristísimo acento dolorido: «¡Escrito estaba! La postrera hora »Llegó para la gente desdichada »De mi gentil ciudad habitadora. »¡Ay de la gloria de la gente Mora! »¡Ay de los de Nazar! ¡Ay de Granada!» Dijo la aparición y, suspirando, El corredor tomó que al huerto guía, Y el Rey hasta el balcón fuese arrastrando, Tendiendo una mirada de agonía Sobre el jardín.--Por él atravesando Vió que la lenta aparición seguía: Mas á través del murallón macizo Sumida entre las piedras se deshizo. El alma de Muley, amedrentada, Abandonó un instante sus sentidos, Derribando su cuerpo en la bordada Alfombra del balcón: mas sus oídos Zumbaban con la voz de la angustiada Visión, que repetía entre gemidos: «¡Ay de los de Nazar! ¡Ay de Granada!» Sus densas sombras espesado había Lenta la noche y silenciosa en tanto, Y cobijada la ciudad yacía Bajo los pliegues de su negro manto. IV Astro de bendición para el Hispano, Una ardiente mujer nació en su suelo, Y avivada la fe del castellano Brotó cuando á su faz la trajo el Cielo. El fulgor de su genio al Africano En el alma infundió siniestro duelo, Y de su luz el misterioso influjo La estrella mora á obscuridad redujo. Por siete siglos alumbrado había La estrella del Islam la gloria mora, Y en el zenit aún resplandecía, De la región ibérica señora. Desesperada ya, lucir la vía La raza de Jesús adoradora, Condenada creyéndose en el Cielo Á partir con el Árabe su suelo. Clara, constante, perceptible y bella, Mostró el Señor al ánimo cristiano Su refulgente y protectora estrella Bajo la forma real de un sér humano; Lábaro santo de victoria en ella Recibió al recibirla el castellano, Y, al ver la aureola que en su frente brilla, Su estrella en Isabel miró Castilla. Dios en la eternidad marcó su hora De púrpura y de luz con caracteres, Y esta estrella radió deslumbradora Orgullo para ser de las mujeres. De paz y de bonanza precursora, Ajustó los opuestos pareceres Y dió fin al rencor y enemistades Que turbaban sus campos y ciudades. Isabel, en cuya alma generosa Puso Dios cuanto bien lo humano encierra, Pura, modesta, noble y pïadosa, Fué la Reina más grande de la tierra. Dulce y tierna á la par que vigorosa, Diligente en la paz, sabia en la guerra, Dió al bueno premio, al infeliz consuelo, Y de damas y Reinas fué modelo. Dió su aliento rëal valor á España, Gloria á su sexo y á su edad decoro: Para empresa de honor, propia ó extraña, No rehusó jamás fatiga ni oro. Cada memoria suya es una hazaña: Del cristiano fué prez, terror del Moro: Dios, en fin, á su aliento soberano Abrió no más el mundo americano. Dios á su corazón dió una fe ardiente Con una voluntad dominadora, Para que en uno y otro continente Derramara su luz consoladora; Y la adoró la americana gente, Y se humilló á sus pies la gente mora, Y de ambos mares en la opuesta orilla Clavó los estandartes de Castilla. Tuvo en su alma varonil asiento La virtud inflexible y verdadera: Nueva edad comenzó su nacimiento: Fué su genio la antorcha de otra era: Su victorioso nombre llenó el viento: Su gloria vivirá imperecedera: Con orgullo español mi voz la canta, Mi fe venera su memoria santa. Tal fué Isabel. Su grande pensamiento Concibiendo su espléndido destino, Á su secreto y colosal intento Con gran prudencia preparó el camino: É invocando el favor del firmamento, Con fe esperando en el favor divino, Su escrutadora y perspicaz mirada Tenía sin cesar fija en Granada. Es ya la media noche: rasa y fría La atmósfera ostentar al firmamento Deja su manto azul, de pedrería Salpicado, al fulgor amarillento De la menguante luna; ya no pía Ni susurra en el bosque ave ni viento; Todo, desde el palacio hasta la choza, Sueño reparador en calma goza. Todo tranquilo yace en el recinto De Medina del Campo, donde mora Del Católico Rey Fernando quinto La esposa ilustre, del país señora. Doquier el fuego y el rumor extinto Por la cristiana villa, que la adora, Único de su alcázar centinela El castellano honor su sueño vela. No por barreadas puertas defendida, Ni cercada de guardia numerosa, Duerme Isabel inquieta por su vida En torreón con barbacana y fosa; En cámara modesta, guarnecida De tapiz sencillísimo, reposa Á la luz de una mustia lamparilla La virtuosa Reina de Castilla. Su aposento y su lecho no decora De genovés brocado, ni de encaje Flamenco, ni de seda crujidora De Francia, cairelado cortinaje; Lino salubre y lana guardadora Del natural calor, de su mueblaje, Su lecho y su vestido son la tela: Nada allí el lujo mundanal revela. Isabel, aunque hermosa y soberana Y con glorioso porvenir nacida, Reconoció desde su edad temprana La vanidad de la terrena vida: Y su sincera educación cristiana De la era turbulenta transcurrida En el aciago y anterior reinado La experiencia ha después fortificado. Y por eso no hay lujo en su aposento, Y es común y modesto su vestido, Y es frugal y sencillo su alimento, Y su dispendio personal medido: Y, el fausto de su alcázar opulento Del orden de su casa dividido, Es, digna al par de imitación y fama, Reina opulenta y laboriosa dama. Da á su suprema dignidad decoro Con regia pompa y ostentoso porte, Al extranjero al recibir y al Moro En ceremonias y actos de su corte: Vacía sin pena su rëal tesoro En todo caso que al honor importe: Mas desnuda en su cuarto su persona Del pomposo esplendor de la corona. Por eso su alma, que altivez no abriga. Tiene franca y leal correspondencia En la adhesión de sociedad amiga: Dos afanes que agobian su existencia De Reina amistad íntima mitiga: Y tiene en los que admite á su presencia Amigos fieles, defensores bravos, No aduladores sórdidos y esclavos. Del amor de sus súbditos por eso Segura, y más segura que entre lanzas, De sus regios deberes lleva el peso Libre de rebeliones y asechanzas; Y del pueblo el honor guardando ileso, Y en su honor con inmensas esperanzas Abrigando una fe que no vacila, En su lecho Isabel duerme tranquila. De un Crucifijo santo la escultura Pende sobre la augusta cabecera De su lecho real, donde segura Reclina la cerviz: su cabellera Recoge casta toca, y la blancura De su cuello y sus brazos con severa Honestidad envuelve en blanca bata, Que su pudor ni aun para el Rey desata. Su postura modesta y recogida, La serena expresión de su semblante, Muestran que orando se quedó dormida Y que al remordimiento vigilante Su corazón leal no da guarida: De sus virtudes el vapor fragante En torno de su lecho se respira, Y su casta beldad respeto inspira. ¡Su aposento rëal cuán diferente. Cuán distinto su púdico reposo Del sueño de las reinas del Oriente, Inquieto en camarín voluptüoso! De torpe desnudez el aliciente Atrae allí no más al torpe esposo, Y sobre el cieno del placer reposa Sólo el cariño de la infiel esposa. Allá, en torno del áurea alcazaba, Rugen la rebelión y el descontento, Y asalariada muchedumbre esclava Contiene al pueblo, de respeto exento; Aquí, del miedo sin la odiosa traba, Las puertas sin cerrar de su aposento, Duerme del pueblo la Señora hermosa, Reina querida, respetada esposa. Allá, las salas del alcázar moro Pueblan las inquietudes y traiciones, La voz de la discordia, el són del lloro, El terror y las lúgubres visiones; Aquí, de bien y de placer tesoro, Sólo abrigan los regios artesones El casto amor, la plácida esperanza, Sueños de paz y días de bonanza. Allí, en la sombra, de la muerte huyendo, Corre el hijo del padre fugitivo: Allí medita parricidio horrendo Supersticioso el Rey y vengativo. Allí un espectro sin cesar gimiendo, De tumba falto y al reposo esquivo, Turba el sosiego de la real morada Y augura el fin de la oriental Granada. ¡Cuán distinto el alcázar de Medina En la nocturna sombra se levanta! Vela sobre él la protección divina Y orea su recinto un aura santa. Aquí la paz benéfica domina, La esperanza feliz el alma encanta, Y de la religión bajo el imperio Se efectúa en la noche un gran misterio. Un ángel bello, del Señor enviado De la Reina Isabel llegando al lecho, Su aliento de los cielos emanado Introduce en el fondo de su pecho: Y con su álito puro y perfumado, Cual del Edén con los aromas hecho, Aleja los espíritus malignos Y los delirios de su sueño indignos. Es Azaël: en su rosada mano De la alma fe la antorcha centellea: Su vivífico soplo soberano La faz risueña de Isabel orea: Un canto, en cuyo són nada hay humano, Su oído no, su corazón recrea: Luz celestial su espíritu ilumina, Y su alma ve la aparición divina. De pacíficos ángeles un coro El casto lecho de Isabel circunda: Un suavísimo albor de grana y oro, Como una aurora boreal, inunda El aire: rumor plácido y sonoro De harpas lejanas la quietud profunda De la noche harmoniza, y la fragancia De la mirra trasciende por la estancia. Un misterioso encanto indefinible Por el Palacio y la ciudad se extiende, Cuyo mágico efecto incomprensible De su cámara regia se desprende, Y en sueño delicioso y apacible Sume la población, que no comprende La celestial incógnita influencia Que envuelve en tal deleite su existencia. Cuanto aliento vital goza en Medina, Fecunda en germen y en raíz vegeta, Esta influencia mágica y divina Á su poder recóndito sujeta: Y bajo este poder que la domina, En calma universal, en paz completa, La tierra de Isabel goza ignorante Las dichas del Edén por un instante. De Jehováh el espíritu en tal hora Al alma de Isabel se comunica, Y del Señor la fuerza triunfadora En su valiente corazón radica. En su pecho magnánimo atesora Santo fuego Azäel, y centuplica El humano vigor que en él encierra Dios, que la trajo á dominar la tierra. El Ángel á quien Él ha encomendado La grande empresa que á Isabel destina, Se la acerca, su término llegado, Y sobre el pecho de Isabel se inclina: Y del Señor con el poder armado, Va de la antorcha de la fe divina Á encerrar de su pecho en lo profundo Chispa capaz de iluminar el mundo. Abrió Azäel sobre el augusto lecho Sus dos nevadas alas, abarcando De muro á muro el camarín estrecho Y á Isabel bajo de ellas cobijando: Y de su antorcha, que acercó á su pecho, Una chispa con su índice arrancando Que, al brotar, un relámpago produjo, En el real corazón se la introdujo. Á su contacto abrasador sintióse Su corazón mortal regenerado, Y su cuerpo de barro iluminóse, Al fuego de la fe purificado. El sér humano de Isabel cambióse En más sublime sér divinizado, Y comenzó á gozar con nueva esencia Mejor que la mortal nueva existencia. Al soplo de Azäel, que fecundiza En su mortal naturaleza humana Los gérmenes celestes, la ceniza Voló de toda inclinación liviana; Y de materia vil y quebradiza Exenta ya su esencia soberana, Dijo á Isabel el Ángel, con la palma Sobre su corazón que late en calma: «¡En el nombre de Dios, de su fe santa »Prenda en tu corazón esa centella! »En su nombre inmortal la Cruz levanta, »Y convoca á tu grey en torno de ella. »Espanto del Islam, bajo tu planta »La frente infame de Mahoma huella: »Astro de los cristianos, aparece: »Dios en tu luz sagrada resplandece.» Al poder de este acento sobrehumano, Levantóse Isabel transfigurada Y al ígneo corazón llevó la mano, Al fuego celestial no acostumbrada; Mas de misterio tal en el arcano Por Dios al punto penetró inspirada, Cuando al tender en su redor los ojos Vió á sus pies á los ángeles de hinojos. Entonces en su mente, prevenida Por celestial intuïción, brotaron Los pensamientos mil que en su guarida Hasta entonces ocultos fermentaron; Á su vista, por Dios esclarecida, Del porvenir las nieblas se rasgaron, Y, al sentirse por Él predestinada Para rendirla, dijo: «¡Ay de Granada!» Y al salir á las auras exteriores Las harmónicas notas de su acento, Se transformaron en fragantes flores, Y en mariposas áureas sin cuento, Y en pájaros de luz de mil colores Los átomos vivientes de su aliento: Los genios de Azäel los recogieron Al brotar, y en el aire se perdieron. «Partid,» dijo Isabel, sus transparentes Formas perderse en el azul mirando: «Partid, y al corazón de los creyentes »Id con los ecos de mi fe llamando: »Mis encendidos átomos vivientes »Por mis ciudades id desparramando: »Id en nombre de Dios, id por Castilla »De mi fe derramando la semilla. »¡Espíritu de Dios! ya en mí te siento: »Ya señalarse en el cuadrante de oro »De la honda eternidad veo el momento »Propicio al Español, fatal al Moro. »Heme pronta á tu santo llamamiento: »Obedezco tu voz, tu ley adoro. »¿Quién me resistirá de tu fe armada? »Yo plantaré la Cruz sobre Granada.» Dijo Isabel. Los átomos divinos De su aliento, por Dios purificado, Mensajeros de su alma, peregrinos Por la región del aire purpurado Ya con los arreboles matutinos, Al término que Dios les ha marcado Partieron.--Dios, haciéndoles fecundos, Transforma leves átomos en mundos. V Antes que el sol su esplendorosa hoguera, De la luz de los astros alimento, Mostrara en el Oriente, su carrera Misteriosa acabando en un momento, De Castilla hasta la última frontera De su Señora se esparció el aliento: Y doquier que sus átomos posaron, Chispas de fe, las almas alumbraron. Al influjo de este álito divino Regeneróse la Cristiana tierra Con nuevo sér y cambio repentino; Los nobles turbulentos, que con guerra Doméstica ensangrientan su destino, Sintiendo el nuevo sér que su alma encierra, Sintieron sus alientos belicosos Bajo instintos brotar más generosos. El pueblo, por sus próceres armado En pro de asoladoras banderías, Contempló su valor desperdiciado En contiendas inútiles ó impías; Y, por la nueva fe iluminado, Pensó en borrar de tan nefastos días Con páginas espléndidas de gloria Del libro de los tiempos la memoria. El soplo de los ángeles fecundo Inoculando la feraz semilla De la fe de Isabel en lo profundo Del alma de los hijos de Castilla, La progenie evocó que, un nuevo mundo Del mar buscando en la encontrada orilla, Iba en sus carabelas viento en popa Las llaves de otro mundo á traer á Europa. Un vapor luminoso, perceptible No más á los espíritus del viento, Á la mirada de Satán terrible, Y á las del Hacedor del firmamento, Alfombra en punto tal la haz apacible Del católico reino en tal momento, Recibiendo sus pueblos, que en paz duermen, De la celeste inspiración el germen. De los jefes católicos, en sueños, El generoso corazón se agita Á impulso de presagios halagüeños Que el soplo en ellos de Azäel excita. Temerarios y heroicos empeños Ya delirando cada cual medita, Y, á la voz de los cielos obediente, Pronto al combate cada cual se siente. Uno entre todos, héroe futuro De la conquista en que la Cruz se empeña, Con el asalto de agareno muro, Por Azäel arrebatado, sueña, Y el fondo ve del porvenir obscuro Que con la fe alumbrándole le enseña. Es Ponce de León, el caballero Mejor, en fe, y en armas el primero. Él, de la ira de Dios rayo inflamado, De su divina cólera instrumento, El primero en su mente inoculado Percibe de Isabel el pensamiento; Como ella, por el Ángel instigado, Penetrar en su sér siente su aliento, Y que en él á su soplo se levanta De la cristiana fe la llama santa. Del corazón le advierten los latidos Del invisible genio la presencia, Y el placer con que gozan sus sentidos El soberano bien de la existencia; Y oye en su corazón, no en sus oídos, Una voz que relata á su conciencia De una era de fe, de honor y gloria La venidera y encantada historia. El ángel Azäel, ante sus ojos Del negro porvenir el libro abriendo, Con sangre escrito en caracteres rojos Del Árabe le muestra el sino horrendo. Mensajero se ve de los enojos De Jehováh en Granada combatiendo, Desplegado un momento ante su vista El cuadro colosal de la conquista. Él, de su panorama misterioso Reconoce los sitios y figuras, Y ve doquiera su pendón glorioso Tremolando el primero en las alturas; Siempre descubre su corcel fogoso Recorriendo triunfante las llanuras Que abandonan ante él los Africanos Y que tras él ocupan los Cristianos. La fiebre de su espíritu guerrero Á este ensueño de gloria se enardece, Y al envidiado honor de ir el primero En su noble ambición se desvanece: Y soñando que blande el ancho acero, Que tira el primer golpe le parece, Y el rudo brazo al descargar exclama: «En honor de mi Dios y de mi fama.» Poniendo entonces Azäel su mano Sobre su ardiente y generoso pecho, Díjole, del honor y la fe arcano Su noble corazón dejando hecho: «El primero serás: Dios soberano »Acuerda á tu valor ese derecho. »Levanta el grito y el pendón de guerra: »Tala, rayo de fe, la mora tierra.» Dijo Azäel: y abriendo en el ambiente Sus alas de vapor, por un momento Dejando tras de sí fosforescente Rastro, perdióse en el azul del viento. Despertó el Castellano de repente La puerta oyendo abrir de su aposento, Y presentóse en ella á Don Rodrigo De un cristiano adalid el rostro amigo. Es el valiente escalador Ortega, De la guerra avezado al ejercicio, Donde su vida cada día juega De _escucha_ haciendo el peligroso oficio. Del territorio de los Moros llega, Y su presencia siempre algún servicio Promete al de León, quien en campaña Siempre de él se aconseja y acompaña. Reconoció de Dios al mensajero En él el pïadoso Don Rodrigo, Y el gaje espera que le trae primero De las promesas de Azäel consigo. Incorporóse, pues, el caballero Diciendo alegre:--«¿Qué me traes, amigo? --Traigo una prenda que os dará gran fama: Traigo una villa mora.--¿Cuál?--Alhama.» --«¡Alhama! Es la más rica del Rey moro. --Sí, señor: de su reino está en el centro. --¿Dicen que en ella guarda su tesoro? --Sí, señor: y yo de ella os pondré dentro. --¿Sabes lo que prometes?--Nada ignoro, Señor; mas cuando ofrezco es que me encuentro En posición de dar. Venid conmigo, Y sois dueño de Alhama, Don Rodrigo.» --«Ortega, en una empresa tan osada Es preciso que Dios guíe tu huella.» --«La voluntad de Dios está marcada Y nos la brinda á nuestra buena estrella. Yo no me he contentado en mi emboscada Con rondar por la noche en torno de ella; Señor, yo he estado dentro de la villa: Dios por mi mano se la da á Castilla.» --«Yo veo la de Dios tras de tu mano. Basta: aguarda mis órdenes afuera.» Salió Ortega: el ilustre Castellano Del lecho se arrojó, y, con fe sincera Puesto de hinojos, con fervor cristiano Dijo: «Mi fe, Dios mío, en Vos espera: Si en Alhama, Señor, me dais entrada, Yo llevaré la Cruz hasta Granada.» LIBRO QUINTO INTRODUCCIÓN ¡Escrito estaba así! Dios en su mano Tiene los corazones de los Reyes, Y sus profundos cálculos políticos La voluntad de Dios acota siempre. Esa nación, que poderosa nace De las ruinas de aquella que perece, Al mandato de Dios brota y se encumbra Y en alas sólo de su aliento viene. Los pueblos y las razas se renuevan, Devorando el que nace al que fenece, Como en la inundación bajo las aguas Se renueva el país que se sumerge. La gloria y el poder de las naciones Nace, se eleva y cae, cual se suceden Las semillas y frutos de la tierra, Hijas de la estación que les da germen. El invierno corona las montañas Con blancas tocas de apretada nieve, Y el aire de sus copos infecundos La lluvia extrae para regar las mieses. Cuna y sepulcro al par de cuanto en ella Vegeta y se consume, nace y muere, Fúnebre ¡adiós! ó alegre bienvenida Da la tierra á quien parte y á quien viene; Y lo mismo que el manto se desciñe De vida y flores en que Abril la envuelve, Se despoja insensible de sus pueblos, Y sus razas olvida indiferente. Así han nacido y perecido todos Bajo esta ley universal, y quieren Explicar los políticos en vano Los misterios del tiempo y de la muerte. _Mane_, _Tézel_, _Farés_, escribió el dedo De Dios de su palacio en las paredes, Y se hundió Baltasar y Babilonia; Y así se hunden los pueblos y los Reyes. En vano achaca el sabio á su política El viento que á su ruina les impele: Al pueblo que á su fin mísero toca, Su propio peso hacia su fin le vence: Y el Rey que nace de su raza el último, Por mucho que afanoso se desvele Por la prez y la gloria de sus pueblos, Al fin sus pueblos y su gloria pierde. Nínive así, Jerusalén y Roma Fueron: y así las razas del Oriente Que encantaron los valles de Granada Fueron: sombra de sauce, inquieta y breve, Aroma de jazmín que dura un día, Humo de mirra que borró el ambiente, Nube formada del vapor del alba Que á los rayos del sol se desvanece. Tal fué Granada: y al dejar sus muros, Filósofa ó fanática su gente «Escrito estaba así!--dijo partiendo, ¡Alahú-akbar!--¡Dios grande, Tú lo quieres!» Y yo, que al relatar su última historia, En empolvados libros y papeles Roídos por el tiempo, voy sus hechos Al olvido robando, siento á veces Preñárseme los párpados de lágrimas, Viendo la abnegación de aquellos seres Que al África partieron resignados, Más que á su patria á su crëencia fieles; Y cuando leo los cristianos libros Que les tratan de bárbaros y aleves, Digo en mi corazón: «Escrito estaba: ¡Alahú-akbar! ¡Dios grande, Tú lo quieres!» Mas volviendo á tomar mi torpe pluma Y tornando á elevar mi canto débil, Torno al relato de su antigua historia Y vuelvo de Granada á los verjeles. NARRACIÓN I Más allá de la selva de avellanos, Á cuya sombra misteriosa mana Murmuradora fuente cuya historia Cuento parece de orientales hadas: Más allá de los cármenes que alegran De los cerros del sol la verde falda, Y más allá de las rojizas lomas Que á Darro obligan á torcer sus aguas, Hay un tajo que forman dos colinas Donde la arcilla estéril, de las plantas Secando las semillas, el arraigo De hierbas, flores y árboles rechaza. De este tajo en la cóncava hendedura, Del Moro y del Cristiano abandonada Y objeto de pavor para ambos pueblos, Hay una vieja torre solitaria. Fábrica, según unos, de un mal Genio Que, teniendo en las nubes su morada, Robó audaz una Hurí del paraíso Y al mundo la bajó sobre sus alas, Encerrándola luego en esta torre Que fabricó con piedras encantadas. Obra de un parricida, según otros, De quien no quiso Satanás el alma, Y la enterró con el nefando cuerpo Debajo de la arcilla emponzoñada, Vuelta después en fuente pantanosa, Turbia, insalubre, fétida y amarga. Mas cualquiera que fuere el misterioso Origen ignorado de su fábrica Que en los siglos se pierde, es esta torre Objeto del terror de la comarca. Al amor de la lumbre los ancianos, De las noches de invierno en las veladas, Á sus vecinos y parientes, de ella Mil leyendas quiméricas relatan. Ni pastor llevó nunca su ganado Por aquellos contornos, ni serrana Por recia tempestad sobrecogida Se abrigó de sus bóvedas rajadas; Ni nunca las doncellas campesinas Se casaron con hombre que pasara En la luna anterior al matrimonio Por bajo de esta torre condenada; Ni cazador alguno su ballesta Disparó sobre el ave ó la alimaña Que se acogió á las grietas de sus muros, Ó en su cresta posó desalmenada. El padre al revoltoso rapazuelo Con la torre fatídica amenaza, Y el muchacho, medroso, se guarece Bajo el regazo maternal y calla. Dicen que en las tinieblas de la noche En torno de ella apariciones vagas Se perciben tal vez, y se iluminan Los huecos de sus lóbregas ventanas; Dicen que un Moro, ó alquimista ó santo, De triste voz y venerable barba La torre habita, y que curó con filtros Á una pobre mujer endemoniada; Y cuentan, aunque nadie le designa, Que un mancebo del pueblo, que idolatra Á una Infanta rëal, clavó una noche, Caprichos por cumplir de la que ama, En el viejo postigo de la torre El velo de la hermosa con su daga: Y la hermosa á otro día halló clavados El velo y el puñal en su ventana. Un mercader del Zacatín, muy rico, Muy limosnero y de costumbres santas, Consultó escrupuloso con un sabio Santón el fundamento de estas fábulas, Y el sabio Aly-Mazer, que penitente En los montes habita una cabaña Que nadie vió, y á quien el vulgo dice Que cuida allí de alimentar un águila, Su plática al oir sobre la torre Dijo con vista torva y voz airada: «¡Ay del que pise de su umbral la piedra Allí afila la muerte su guadaña.» Y esto el sabio santón diciendo á voces Al mercader, atravesó la plaza, Dejándole aterrado y circuído De inmensa multitud estupefacta. Dícese, sin embargo, aunque se dice Entre amigos no más, y en voz muy baja, Que algunos han llegado hasta esta torre De consejos ó filtros en demanda, Y que el viejo dervich que habita en ella Satisfizo sus dudas ó sus ansias: Y aun dicen que debajo de las piedras De aquella torre vacilante se hallan Camarines suntuosos, alumbrados Con candelabros de coral y de ámbar, Y una fuente que aduerme los sentidos Al dulce són de sus bullentes aguas. Dios sabe la verdad; el vulgo siempre Da formas temerosas y fantásticas Á lo que no comprende, y esta torre Le es en sus sueños pesadilla ingrata. Era la última tarde de Febrero: Ya el crepúsculo en sombra se cerraba, De los vientos de Marzo comenzando Á zumbar en los árboles las ráfagas. Ya recogido el labrador su yunta Cansado había y el pastor sus cabras, Y el humo de las chozas y alquerías Á su frugal banquete le llamaba. Se hundían en sus cuevas los reptiles Y acudían las aves á las ramas, Llamando á la vecina primavera Que más de lo que anhelan se retarda. La tierra, en fin, en brazos de la noche, Yerta, en silencio y soledad quedaba, Y al lejos la ciudad se distinguía Sólo ya por la luz de sus ventanas. Era una noche fría y tenebrosa: Crecía el viento y, de la luna falta, La bóveda del cielo parecía Con fúnebres crespones enlutada. Era una de esas noches en las cuales La voz del miedo al corazón nos habla y Y de infantil superstición al soplo Quimeras mil en nuestra mente se alzan. Noche agradable para oir historias Junto á la lumbre del hogar contadas, Ó para hacer castillos en el aire Bajo el triple doblez de espesa manta. Mas no siempre á su antojo goza el hombre Plácida ocupación, cómoda estancia, Y alguno hay siempre que afanoso vela Mientras el mundo universal descansa. He aquí por qué del arcilloso tajo Donde la antigua torre está fundada, Á pesar de la noche pavorosa, La soledad un hombre atravesaba. No se alcanzaba á ver en las tinieblas Ni aun el contorno de su forma humana; Mas se oía su aliento fatigoso Y el compás desigual de sus pisadas. Sonoro el rosetón de sus espuelas Tal vez por caballero le acusaba, Y por hombre de guerra el són metálico Con que bajo el caftán crujen sus armas. Llegó á la cima del repecho, donde La puerta da del torreón: ahogada Tos de cansancio le saltó del pecho, Mas sofocó su ruido en la garganta. Breve silencio luego, hondo, absoluto, Indicó que dudoso vacilaba, Y que tal vez en el momento crítico Le abandonaba el corazón su audacia Con larga aspiración tomar aliento Oyósele después, y de la daga Con el pomo dos golpes dió en la puerta, Secos, iguales, firmes: no temblaba. El corazón que daba á aquella mano Tan sereno vigor latía en calma, Y el hombre que llamaba á aquella torre Resuelto en ella á penetrar llegaba. Si á su secreto huésped conocía, Su relación con él era harto franca; Si la creía habitación de espíritus, Con temeraria fe les provocaba. El doble són de su doblado golpe Los ecos de la torre abandonada Cóncavos repitieron, hasta ahogarles En la desierta cavidad lejana, Y un momento después otra voz ronca Tras de la puerta preguntó:--«¿Quién llama?» --«Un hombre solo», respondió el de fuera. EL DE DENTRO ¿Qué quiere? EL DE FUERA Quiere hacer una demanda Al espíritu sabio que aquí mora. EL DE DENTRO ¿Su ciencia sin saber de quién dimana? EL DE FUERA Del cielo ó del infierno: importa poco: Con que me sepa responder me basta. EL DE DENTRO ¿Resuelto traes el corazón? EL DE FUERA Á todo. EL DE DENTRO ¿Tienes bien la pregunta meditada? FUERA Sí. DENTRO ¿Sabes que la ciencia nunca miente, Y que desnuda la verdad espanta? FUERA Favorable ó fatal, saberla quiero; Pon precio á tu respuesta, pero dámela. DENTRO La ciencia no se vende: y quien el cáliz Osa apurar de la verdad amarga, En el veneno que al saberla bebe La compra por su mal bastante cara. Entra.--Abrióse la puerta: pasó el hombre, Y fué todo silencio, sombra, nada. En medio de un morisco gabinete Que, á juzgar por su bóveda cerrada, Pertenece sin duda á alguna obra Desconocida, oculta y subterránea, Al suave resplandor con que la alumbran De pulido alabastro cinco lámparas, Hay una fuentecilla que se vierte De mármol transparente en una taza. El desborde del líquido impidiendo, Un sumidero que su fondo orada Le conserva en nivel constante siempre, La que sume igualando á la que mana. Su ancho tazón que sobresale apenas Del pavimento, á la arabesca usanza, Cercado está de blandos almohadones Y tupidas alfombras toledanas; Mas parece que sólo se destinan Por el rico señor de aquella estancia Á que gocen sus huéspedes la vista Y el grato són de la corriente mansa: Y la luz de las lámparas, que recta En su cristal á reflejarse baja, Para alumbrar también parece sólo La transparente linfa preparada. Radia empero esta luz por todas partes En rededor de la ostentosa cámara Sobre mil preciosísimos objetos, Que la opulencia del señor delatan. Ricos jarrones del Japón que ostentan Índicas flores que en su seno arraigan, Plumas costosas de chinesco origen, Y talismanes y amuletos y armas Por su rara virtud ó precio enorme De enriquecer capaces á un Monarca, Decoran el fantástico aposento Que aroma un ancho perfumero de ámbar: Exquisitos damascos, cairelados Con anchos flecos y tejidas randas, Cubren los muros, cuyo friso adornan Minuciosas labores africanas; Y del techo estaláctico, de cedro y olorosas maderas cinceladas, Los huecos casetones laberínticos Miniaturas espléndidas esmaltan. El murmullo continuo de la fuente, La suave luz en ella reflejada Y el aroma oriental del perfumero Que harmoniza, ilumina y embalsama El aire de este asilo misterioso, Embebecen el ánimo y embargan Los sentidos, y el alma á las delicias De beáticos éxtasis preparan. Al respirar su atmósfera vivífica La cavidad del pecho se dilata Con placer inefable: y, cual si en ella Un bálsamo vital se inoculara, Corre la sangre renovada, al cuerpo Comunicando ligereza extraña, Como si el soplo de benigno genio Su peso terrenal aligerara. Este deleite, empero, inexplicable, Este placer magnético que embriaga El ánimo y el cuerpo en este sitio, Tanta delicia infunde, que aletarga. Aura parece del Edén, divina Fruición de la gloria que, arrastrada Á la tierra de impuro sortilegio Por la virtud, deleita pero daña. Mansión es ésta singular: acaso En ella con sacrílega amalgama El ambiente vital del paraíso Y el aliento satánico se hermanan. Mansión que está sujeta á algún encanto, Ó por algún espíritu habitada, Ó por un sabio mago está dispuesta Para abusar de la razón humana. Fantástica mansión, cuyo recinto Se encierra oculto en la maciza fábrica De los hondos cimientos que mantienen La torre secular que al vulgo espanta. II Como visión que se aparece muda Á la voz del conjuro que la evoca, Como la mancha que proyecta móvil La nube que ante el sol cruza la atmósfera, Así apartando la crujiente seda Que el subterráneo camarín decora, En su oriental recinto penetraron En sombrío silencio dos personas; Hombres las dos: el uno, revestido De luengas, anchas y talares ropas, Bajo el morisco capuchón plegado La edad oculta y el semblante emboza; Debajo el otro de caftán turquesco Rica armadura y cimitarra corva Deja admirar: mas el cerrado almete Su faz resguarda de atención curiosa. Ser el primero en su ademán revela De esta mansión el dueño: indagadora Inquietud, mas no miedo, del segundo Muestra la continencia cautelosa. Busca el primero entre los mil objetos Que allí se ven, de aplicación incógnita, Algo que necesita, y el segundo Sagaz espía sus acciones todas. Un talismán y un libro, cuyos usos Sólo tal vez su posesor no ignora, Tomó por fin el sabio y puso el libro En un atril de laboreada concha. Era el libro un volumen con respeto Guardado en un cajón de palo-rosa, Y el talismán representaba un áspid, El cuerpo de oro y de coral la cola. De un candelero de oro salomónico Encendió luego la bujía roja El silencioso encapuchado, y dijo Volviéndose al guerrero:--«Ya está pronta El ara de la ciencia y arde en ella La luz de la verdad. Ese áspid toma, Pregúntale; divide de ese libro Las páginas con él y, sobre la hoja Que abras, lee la respuesta á tu pregunta, Y..... espera todavía, si te importa Tu secreto guardar, que por tu lengua Hable tu alma: la palabra sobra.» Obedeció en silencio el caballero: Y dejando en un mueble sus manoplas, Con la desnuda mano asiendo el áspid Se aprestó á la tremenda ceremonia. Hizo en secreto su demanda, y luego, Metiendo el talismán entre las hojas Del libro, en el atril por ambos lados Caer partidas al azar dejólas. Á través de las barras del almete Tendió á lo escrito la mirada ansiosa: Leyó, y el estertor que hinchó su pecho Mostró de su alma la mortal congoja; Mas hombre á dominar acostumbrado Sin duda al corazón, una tras otra Leyó todas las líneas de la página, Su acíbar apurando gota á gota. Acabó de leer y cabizbajo Permaneció un momento: escrutadora Entretanto del sabio la mirada Sobre él en vano pertinaz se posa; Porque el tejido espeso de las barras De la celada penetrar le estorba Hasta su rostro que, indiscreto acaso, Revelara su idea más recóndita. Alzó al fin el armado la cabeza, Con un suspiro desechando la honda Fatídica impresión del sortilegio, Rompiéndose el silencio en esta forma: EL SABIO ¿Has concluído? EL CABALLERO Sí. EL SABIO ¿Que trae el libro? EL CABALLERO Una encantada y peregrina historia. EL SABIO La tuya. EL CABALLERO Puede de ser: pero la escrita Tiene cierto sabor á fabulosa. EL SABIO En vano quieres con fingida calma Ocultar á mis ojos tu zozobra; Yo sé que la verdad de tus palabras Está en tu corazón, y no en tu boca. Yo sé que espanta el porvenir: que acíbar Guarda no más de la verdad la copa, Y que, por más sereno que la apures, Te fermenta en el alma su ponzoña. EL CABALLERO Un alma varonil, con su destino Lucha: una fe tenaz todo lo arrostra. EL SABIO La fe de quien á oráculos acude, Sólo es superstición que la fe ahoga. Voy la historia á lëer con que ese libro Respondió á tu demanda; y si aún dudosa Tu alma desea explicación más clara, Pídela y la tendrás, palpable y pronta. Dijo: y fijando su mirada el sabio Sobre el libro fatal, con pavorosa Voz empezó á lëer, el caballero Prestando á su pesar atención honda: «Un celestial espíritu encantado »Tiene al Rey Alhamar: su augusta sombra »Sobre los leves rayos de la luna »Baja á la Alhambra en las nocturnas horas. »Mudo, invisible, su fantasma regio »Se mostrará una vez y una vez sola »Hablará: mas ¡ay! ¡triste del que entonces »Vea su faz y sus palabras oiga! »Él será engendrador del Rey postrero »Que en la Alhambra rëal ciña corona: »Y ¡ay de los de Nazar! ¡ay de Granada! »Con ese Rey fenecerá su gloria.» Leyó el sabio: y, quitándose del libro, Dirigió así la voz conminadora Al caballero, que encerrado le oye Mudo é inmoble en su armadura cóncava: --«¡Ay de los de Nazar! ¡ay de Granada! »Su Rey ha visto la tremenda sombra; »Y ¡ay de ti, Rey Hasán! ¡ay de tu sangre, »De raza tan fatal engendradora!» Á estas palabras, el sombrío armado Dando un paso hacia el sabio, con voz ronca Pero resuelta, dijo, levantando La celada que el rostro le encapota: --«Yo soy Muley-Hasán: tú lo dijiste: »Yo he visto esa fantasma aterradora, »Cuya verdad de confirmarme acaba »La virtud de tu ciencia misteriosa. »Yo soy Hasán; pero desde este punto, »Para que tal cual soy me reconozcas; »Oye á tu vez la predicción que te hago »En cambio de tu oráculo y tu historia. »Yo soy el Rey Hasán; pero primero »Que mi raza consume tal deshonra, »Todos mis hijos, todos, uno á uno, »Ahogará sin piedad mi mano propia. »Ya lo sabes: adiós; y abre, pues creo »Que el aire de este cuarto me sofoca.» Dijo Muley-Hasán, y la salida Buscó bajo el tapiz, ebrio de cólera: Mas tomándole el sabio por la mano, Le detuvo diciendo: Rey, tú ignoras Lo que el cielo te guarda, y es preciso Desvanecer tus esperanzas locas, Tu hijo Abú-Abdil..... MULEY-HASÁN (_interrumpiéndole._) Preso en la Alhambra Yace, y cadáver le hallará la aurora. EL SABIO Te engañas: en Guadix contra su padre Junta sus partidarios á estas horas. MULEY-HASÁN ¡Mientes! EL SABIO ¡Mísero Rey! tú ignoras sólo La desventura inmensa que te agobia: Mas yo te haré agotar hasta las heces De la horrenda verdad la amarga copa. MULEY-HASÁN Déjame: basta ya: sé lo bastante; Y siento que mi mente se trastorna, Y de alegría imbécil ó satánica Mi inmenso mal el corazón me colma. ¡Déjame! EL SABIO No, Muley: esa alegría Insensata la bebes en la atmósfera; Desde que en este camarín entraste, En ti de un filtro la influencia obra: Y esa febril exaltación que sientes Ya á llevarte, en las alas vagarosas De una ilusión quimérica, á unos sitios Cuyos sucesos conocer te importa. --Déjame, exclamó Hasán como luchando Con alguna impresión vertiginosa. --Obedece, mortal, exclamó el sabio Con elevada voz dominadora. Magnetizado Hasán desde este punto, Obedeció á su voz como un autómata: --«Siéntate,» dijo, y se sentó: «contempla El agua de esa fuente.» Y en sus ondas Fijó la vista fascinada.--Entonces, Cerrando el caño por do el agua brota Y el sumidero que la taza orada, Posarse el sabio encantador dejóla. Deshízose en el mármol el postrero Círculo que formó su última gota, Y quedó el haz del agua tersa, inmóvil, Reflejando en su fondo de la bóveda Las múltiples labores que, alumbradas Por las lámparas, fingen con sus combas, Ángulos, radios, casetones y arcos, Grupos de casas, árboles y rocas. Sentóse el sabio junto al Rey, y asiendo Su yerta mano y de su oído próxima La boca colocando,--«duerme, díjole, «Duerme Muley, á tu pesar, reposa: »Mas recibe los sueños que te envío »Y dales un asilo en tu memoria, »Para que cuando vuelvas de tu sueño »Recuerdes sus visiones vaporosas. »Sueña, feroz Muley, y mis palabras »De ensueños vagos en quimeras torna: »Sueña que ves debajo de esa fuente »Lo que en tu sueño de mis labios oigas.» Y aquí el encantador encapuchado Comenzó á relatar con voz monótona Una historia, confusa como un sueño, En que un millar de imágenes se agolpa: Vaga, como unos versos sin cadencia, Que parece tal vez que nunca logran En su harmonía dar con un sonido Que con otro sonido corresponda; Historia, en fin, cuyo relato hecho En la inflexión y guturales notas De árabe dialecto, semejaba Al susurro del agua y de las hojas. III --«Mira, escucha y comprende lo que pasa En torno tuyo ¡oh Rey!--¿Ves esas sombras Que como en alas de los vientos cruzan Esos llanos y montes con que sueñas, De esa obscura ciudad saliendo todas? Los corredores son, que el Rey cristiano Envía á sus alcaides fronterizos. Esa ciudad de donde parten, cuyo Mudo recinto en las tinieblas yace Al parecer pacífico y tranquilo, Es Medina del Campo. Desde aquellas Torres los Reyes de Castilla miran Hacia Granada, el pensamiento fijo En su desolación y la memoria En el fatal horóscopo, que anuncia Á Abú-Abdil como el postrer monarca Que reinará en la Alhambra; sus jinetes Por eso envían en secreto, y sólo Caminando de noche, á sus mejores Adalides. ¿Y sabes el mensaje Que les llevan, Muley? Que pues rompiste Las treguas tú, cayendo sobre Zahara, Den por abierto el campo de la guerra Y metan por tus tierras sus pendones, Talando sin piedad y destruyendo Mieses, viñedos, torres y ciudades. Vuelve ahora la vista hacia este lado: ¿Ves ese cerro sobre el cual blanquean Las almenadas torres y los muros De una morisca villa? Son las torres Y las murallas de Guadix. ¿Ves ese Pendón que en ellas vagarosa agita El aura de la noche? No es ya el tuyo: Es el de Abú-Abdil. ¿Ves esos hombres Que, envueltos en sus blancos alquiceles Y jaiques africanos, uno á uno Entran en la segura fortaleza Do se hospeda tu alcaide? Todos esos Son los parciales de Abdilá, que acuden Á ofrecerle su brazo y sus tesoros Contra su mismo padre: y son los mismos Que tus inicuas leyes desterraron De Granada; los hijos y los nietos De aquella ilustre raza degollada Por el infame padre del que ahora Es tu primer Wazir, tu consejero, Del tirano tal vez que por ti reina: De Abú'l-Kasín Ben-Egas, hijo digno Del renegado vil á quien llamaron Moros y Castellanos con desprecio El _Tornadizo_: y todos alimentan Sed de venganza contra él, y el odio Hierve en su corazón contra la impura Cristiana á quien adoras, y detestan Toda la estirpe vil de renegados Que te cerca, Muley, y al pueblo impulsan Hacia la rebelión, que ya fermenta Hasta en tu misma corte, y cuyo fuego Puede atajar tal vez Dios solamente, ¡Alahú-akbar! así está escrito. Vuelve La vista hacia ese valle: es el de Dona. ¿Ves esa multitud de gente armada Que por él atraviesa? Son Cristianos Que á Alhama van. Á Alhama, donde tienes Tus más ricos tesoros: donde acuden Con tus anuales rentas tus alcaides: Donde almacenas los inmensos víveres Á tus tropas fronteras necesarios. Á Alhama van: la llave de Granada, Como los Granadinos la apellidan: Á Alhama van. Repara cómo trepan Por los peñascos en que está fundada, Como astutos reptiles, los Cristianos Escaladores; mira cómo llegan De los muros al pie sin ser sentidos: Mira cómo aproximan las escalas: Mira cómo en silencio en las almenas Aseguran las manos, cómo tienden Los cautelosos ojos al recinto Del muro y del adarve abandonados: Mira cómo el primero salta dentro Y sesenta tras él. Ese maldito Es Ortega del Prado, ese famoso Escalador cuyas sorpresas tienen En vela eterna á los Alcaides todos De tus castillos fronterizos. Mira Cómo asesina al centinela y corre Á sorprender la guardia de las puertas: Mira cómo un enjambre de Cristianos Por las murallas entra. ¡Ay de tu Alhama! ¡Ay de los que no ven que están cercados De lobos Nazarenos! Mira, mira. Aquel jinete, que á su frente viene Á emboscarse traidor junto al postigo, Es Ponce de León, Marqués de Cádiz, Maldecido de Aláh y azote nuestro. Aquel otro de arnés empavonado, Es el rico Asistente de Sevilla Diego de Merlo: aquel que con el hacha El barreado rastrillo hace pedazos Con fuerzas de Titán, es Juan de Robles, Alcaide de Jerez, que mató un toro Dándole en el testuz un puñetazo. Y no creas que es gente allegadiza, Poco diestra en la lid y mal armada; No, Muley, son guerreros avezados Á pelear: ilustres por sus hechos Y por su sangre generosa: todo Cuanto encierra mejor Andalucía De Castellanos capitanes. Mira: ¿Ves aquel joven cuyo bozo apenas Sobre su labio superior apunta? Bien puedes con el alba que esclarece Divisarle, jinete en un morcillo Que piafa de impaciencia: ese es un hijo De aquel Conde de Cabra cuyo brazo Teme no más Aly-Athár de Loja; Es su hijo Don Martín, prez de la raza De Fernández de Córdova. Aquel otro Que monta un potro negro y que tremola Un pendoncillo cárdeno en la lanza, Don Pedro Enríquez es, Adelantado Mayor de Andalucía. Toda entera La tienes ya sobre tu reino: toda Tiene la voz de alarma y se dispone Para vengar á Zahara. ¡Ay de tu Alhama, Que tienen ya por suya! ¡Oh! mira, mira: Aquel que gana el caracol estrecho Del torreón y baja á dar entrada Á los que aguardan del postigo fuera, Es el Comendador Martín Galindo, Que ha jurado inmolar treinta Muslimes Á la implacable sombra de un hermano Muerto á sus pies por el Zegrí de Vélez. Mira cómo ayudado de Estremera Su escudero, y de Pedro de Valdivia, Alcaide de Archidona, desatranca Los pesados barrotes de la puerta Y sube las cadenas del rastrillo. Ya logró levantarle: ya una hoja Franqueó del postigo: apresurados Mira cómo por él se lanzan todos Sedientos de oro y sangre ¡Aláh clemente, Compadece á los Árabes! Escucha. ¿No oyes el repentino clamoreo Que ensordece la villa? ¡Desdichada! Su gente anoche se acostó tranquila, Y en brazos de la muerte se despierta. Mira aquel que en la torre de homenaje De la alta ciudadela ha enarbolado La bandera cristiana; oye cuál grita, Agitando frenético los brazos, ¡Alhama por Castilla!... ya la tienen. Mas no: mira los tuyos cómo acuden Á la pelea: todavía es suya La villa, y el castillo solamente De los Cristianos es. ¡Aláh bendito! Mira cómo coronan las murallas, Una nube de flechas arrojando Sobre los siervos de Jesús. ¡Cuál caen Entre los muros de ambos fuertes! Cejan, Se encierran otra vez en el castillo La tierra con su sangre enrojeciendo. ¡Ah, leales Muslimes, degollados Primeros que rendidos! Viejos, niños, Mujeres, cuantos ciñen el turbante Africano, pelean por su patria. Mira, van á intentar una salida: Ya están acorralados los Cristianos En el castillo, y á su vez ahora Van á ser los sitiados. No hay tronera, Ni lucerna, ni almena, ni resquicio Por donde asome un ojo castellano, Que cubierto de dardos no se vea En el instante mismo. Ya los tuyos Comienzan á salir: mas ¡Cielo santo! En tumulto, sin orden y sin jefe, Como muchachos de una escuela salen. ¡Oh! van á ser pasados á cuchillo Si los Cristianos dan en ellos. ¡Pronto Desdichados! ¡atrás! ¡atrás! Es tarde. Un lienzo de muralla derribando Los Cristianos se lanzan de repente Sobre su ciega multitud, y en ellos Corno en ganados en redil se ceban. Huyen: la puerta los de dentro quieren Cerrar: mas se aproximan unos y otros En confuso tropel: todo es en vano: Todos al par se precipitan dentro. Oye cómo á la avara soldadesca Autorizan los jefes al saqueo, Para animar sus bárbaros instintos. ¡Ira de Dios! La muerte por las calles, Por las plazas, las casas y mezquitas, Corre hambrienta de víctimas humanas Y se harta de cadáveres. En vano Unos pocos valientes, prefiriendo La muerte al cautiverio, se resisten Como leones del desierto. En vano En tu regio _mirab_ encastillándose, Ante el ara sagrada del Profeta Forman una muralla con sus pechos. Un impío Cristiano, una embreada Tea aplicando á la dorada puerta, Sopla la llama arrodillado, en tanto Que otros con sus escudos le protegen De los árabes tiros. Ya la llama Prendió en la puerta cincelada: el humo En espirales pardas culebrea Por cima de los cascos: ya las chispas Saltan á impulso del seguro soplo De la adarga de cuero con que aventan El incendio naciente, y ya rechina La primorosa ensambladura hendiéndose. Mira cómo abrasada se desploma La mezquita y sepulta á los Muslimes: Mira cómo el incendio se propaga Por sus bazares y almacenes: mira Las lagunas de sangre, en cuyo fondo La voz de todo un pueblo degollado Al justiciero Aláh contra ti clama: Mira cómo el incendio, porque veas Mejor, extiende en derredor su llama Encendiendo á tu honor mortuorias teas: Mira la cruz sobre el peñón de Alhama!.... Desventurado Rey, ¡maldito seas!....» Dijo y calló la voz del nigromante; De la frase final lúgubre el eco En pavoroso són zumbó un instante Bajo morisco artesonado hueco. Un momento después la luz brillante Se extinguió de las lámparas: un paso Lento, más firme gravitó en la alfombra: Sintióse en los tapices un escaso Rumor.... y todo fué silencio y sombra. IV Despuntaba la luz de la mañana: El sol, detrás aún del horizonte, Tendía ya su resplandor de grana Como un inmenso chal de monte en monte. Alfombraba la escarcha las laderas De los valles de Darro, y argentinas Del árbol desprendíanse ligeras Las perlas del rocío, á las primeras Ráfagas de las auras matutinas. Diáfana en fin la atmósfera, sereno El cielo y quieto el aire, se anunciaba Un día claro y de alegría lleno Que al perezoso mundo despertaba. En la loma del cerro abandonado, Donde se eleva el torreón obscuro Que al vulgo atemoriza, un hombre armado Yacía al pie de solitario muro, De espaldas en sus piedras apoyado. Verde caftán de damasquina tela, Cuyo valor y forma la elevada Clase y poder del portador revela, Cubría su armadura cincelada, El calado antifaz de su celada No permitiendo ver si duerme ó vela. Allá en el valle y á la torre vuelto De espalda, un negro y colosal Nubiano Dormía echado en su alquicel envuelto, Á precaución habiéndose revuelto Las bridas de dos yeguas á la mano. La hermosa raza del desierto en ellas Se dejaba admirar, y en sus mantillas De seda tunecí, y en las hebillas De plata de su arnés, bien claras huellas Se veían del lujo de su dueño, Cuya venida retardaba acaso Dulce el placer, ó descuidado el sueño. El sol, apareciendo de repente Tras de las cumbres de la helada sierra, Derramó su esplendor sobre la tierra, Y un rayo de su luz hirió el luciente Casco de la armadura en que se encierra El hombre que en la torre al pie del muro Yace, su oculta faz dando al Oriente. Su calor ó su luz, si es que dormía, Le desvelaron: si aguardaba su hora, Le avisaron puntuales que era día. Entonces el armado, la pereza Ó el sueño desechando, en torno suyo Revolvió lentamente la cabeza: Dió tensión á su cuerpo entumecido, Y con señales claras de sorpresa Reconoció el lugar: mas de la torre Viéndose á los umbrales, como herido De repentina idea, ó tal vez presa De una locura, alzóse, y una gruesa Piedra cogiendo entre sus brazos, corre, Y con cuanto vigor halló en su pecho Lanzándola en impulso bien medido Contra el postigo de madera estrecho, Le descuajó del quicio carcomido. Cayó dentro la hoja levantando Una nube de polvo, revocada Por su hueco en espesa bocanada: Al temeroso ruido, despertando El negro que esperaba en la alhameda, Volvióse con pavor: mas no vió nada En medio de la densa polvareda. Inmóvil el Nubiano contemplaba Desvanecerse el polvo que impelido Por el aura corría, y esperaba Sin duda hallar detrás de su cortina Aquel maldito torreón hundido Y abrasada ó desierta la colina, Cuando á manera de marmóreo busto Que, abandonando su sepulcro, asoma Del panteón á la puerta, vió con susto Bajar hacia él por la empinada loma Una radiante y colosal figura, Tras sí dejando el torreón vetusto Del cual la vió salir con gran pavura. Ya para huir despavorido acaso Las manos á la crin y el pie al estribo Iba á llevar, cuando atajó su paso La voz de su señor (cuya armadura Brillaba al Sol con resplandor tan vivo Que deslumbraba), y dándole el nativo Nombre gritóle:--«¡Zil, pronto, á caballo!» Y montando de un salto, á toda brida Lanzó su yegua. Zil, como él activo, Sacó en escape volador tendida La suya de él en pos, y esclavo y dueño Se hundieron de su rápida corrida Entre el polvo, cual sombras de un ensueño. V Media hora después caía muerta De fatiga á los pies de su jinete La yegua del fiel Zil, ante la puerta De la Alhambra: tras él Muley llegando, Á contener la suya no bastando Desenfrenada y en carrera abierta, Con ella por el pórtico se mete. Sujetaron á un tiempo veinte manos Al fogoso animal: á tierra echóse El fatigado Amir, y en medio hallóse De su guardia de negros africanos. Como una torva y rencorosa hiena Que olfatea con ansia en el desierto, Buscando el tronco del viajero muerto Que enterró el salteador bajo la arena: Tal el fiero Muley el zurdo paso Enderezó á la torre de Comares, Con el designio de manchar acaso Con un nefando crimen sus hogares. En su rostro, de cólera amarillo, La decisión horrenda se leía En su sangriento corazón forjada, Y el infernal placer de su alma impía En sus trémulos labios y en el brillo Siniestro de su lúgubre mirada. Los negros su furor adivinando En su ademán y rostro descompuesto, Paso le abrieron con temor callando: Él, en vez de palabras, empleando Un imperioso irresistible gesto, Abrir mandó la cámara africana Que sirve de prisión á la Sultana. En sepulcral silencio, más terrible Que la voz más furiosa, entró en la estancia, De Comares Muley: con impasible, Desdeñosa y sultánica arrogancia, Serena faz y fulgurantes ojos, Á Aixa halló que acercarse le veía En pie y desafiando sus enojos, Silenciosa como él, como él sombría. Como audaz cazador que, asegurado De la muerta leona, hallar espera Sus cachorros sin riesgo, y confiado Avanza hasta la oculta madriguera: Mas en su boca lóbrega, imprudente Los cachorros dormidos reclamando Escarba, y con terror ve de repente, Su ondulante espiral desarrollando, Salir con un silbido una serpiente: Tal se encontró Muley bajo la altiva É imperiosa mirada de la Mora, Á quien débil juzgó como cautiva É insolente encontró como señora. Miráronse un momento frente á frente Aixa y Muley-Hasán: mas no hay quien pueda La mirada arrostrar resplandeciente De esta mujer, cuyo ánimo valiente Tanta virtud como valor hospeda. Con los brazos cruzados sobre el pecho Preguntó al Rey impávida:--«¿Qué quieres?» --«Tu hijo,» exclamó Muley.--«¡Qué imbécil eres!» Repuso con desprecio la Sultana, Dominando á Muley á su despecho. «¿Cuándo has supuesto que albergado viva »En el pecho viril de una Africana »El villano temor de una cautiva, »Ni el corazón servil de una Cristiana? »Tú te olvidas que Dios Reina me ha hecho. »¿Mi hijo á pedirme vienes? ¡Insensato! »Libre partió: mas si seguir su huella »Deseas, de ocultártela no trato. »Corre á tu villa de Guadix, y en ella, »De Dios y de tus pueblos con la ayuda, »Alzado Rey le encontrarás sin duda.» --«¡En Guadix!--dijo el Rey,--¡no lo he soñado!» Y, de pavor mortal sobrecogido, Ante la Mora en pie quedó aterrado, Mudo é inmóvil, cual del rayo herido. Ella le contempló por un instante Sin comprender lo que por él pasaba: Mas suponiendo que algo meditaba Contra el fugado Príncipe, arrogante Díjole, de él poniéndose delante: «La bestia más feroz, jamás se encona »Con sus hijos cual tú. ¿Qué esperar debo »Del tigre que á sus hijos no perdona? »Ya á todo yo por Abdilá me atrevo: »Tigre, te encontrarás con la leona. »De hoy, pues, no lograrás, feroz tirano, »Ni tocar al menor de sus cabellos »Sin que, cual tú feroz, mi regia mano »Meta un puñal entre tu mano y ellos.» Dijo, y una insolente carcajada Soltó, la espalda con desdén volviendo: No la volvió Muley ni una mirada Ni la escuchó tal vez, sólo atendiendo Á la duda fatal en que vacila: Y la Sultana, hallándola entreabierta, Con noble majestad pasó la puerta Y á su cámara real fuese tranquila. Vióla Muley el patio de la alberca Cruzar, volviendo en sí: mas no dió un paso Contra ella, ni el gesto más escaso Hizo, aunque la guardia el patio cerca. En silencio, los brazos sobre el pecho Cruzados é inclinada la cabeza, Á solas con su mal ó su despecho, Presa permaneció por largo trecho De ruin superstición ú honda tristeza. Mas notando el Monarca de repente Que sus guardias le estaban contemplando, Miró á su dignidad, irguió la frente, Y, cobrando su indómita fiereza, Al patio se lanzó, donde llegando Tendió la vista en derredor, ansioso De encontrar una víctima á su saña. En pie, junto á un pilar del peristilo, Vió un hombre cuya cara le era extraña, Pálido, ensangrentado, silencioso, Y de torvo ademán, pero tranquilo. Sonrió al divisarle, satisfecho De hallar en quien la cólera del pecho Descargar, y con calma aterradora Fuese Muley á él. De pie derecho, Contemplándole audaz, con ojo fijo, El hombre le aguardó, y hasta él llegando El iracundo Rey así le dijo: --«¿Quién eres?»--«Nadie ya,» repuso el hombre. De la ira Muley sintió la llama Subirle al rostro, y de furor temblando: «¿Tu raza, dijo, tu país, tu nombre?» Y con acento de tristeza lleno Al Rey el hombre contestó sereno: «No tiene nombre ya, país no tiene, »Ni familia ni tribu le reclama »Por suyo aquel que, su país dejando »Esclavo, huyendo de su patria viene »Á contar el baldón con que se infama. »Mi pueblo yace, Amir, muerto ó cautivo; »Y él solo ves en mí que escapó vivo »De la tremenda asolación de Alhama.» Palideció el Monarca de pavura Á esta nueva fatal: su mensajero Sonrió con sardónica amargura Así siguiendo:--«Amir, mi alma está pura »De traición: combatí junto al primero: »Mas cuando todo se perdió, mi escaso »Aliento aproveché con la esperanza »De poder, á tus pies llegando acaso, «Pedirte, no favor, sino venganza; »Pero no para mí: yo no la quiero: »Sin honra y sin hogar morir prefiero. »Alhama se perdió por tu abandono »Y clamó contra ti su pueblo entero: »Mas yo soy un creyente verdadero »Y, en ti mirando á Aláh sobre tu trono »En nombre de mi raza te perdono.» Dijo el lëal; y con sublime calma En su pecho la daga sepultando, Expiró, buen Muslim, encomendando Su venganza á su Rey, á Dios su alma. La guardia de los negros, torva y muda, Ante el cuerpo del último Alhameño Lloró tal vez su bárbaro heroísmo: Sólo insensible y enarcado el ceño Permaneció Muley con faz sañuda, Víctima de un segundo parasismo De su pavor recóndito sin duda. Reinó un punto el silencio más solemne: Luego, hablando Muley consigo mismo, Dijo:--«Sí, la verdad está perenne: »La aparición..... Alhama..... ¡todo es cierto¡ »¡Y ÉL libre ya!--¡Confúndale el abismo! «¡Más valiera al nacer haberle muerto!» Y aquí el Rey, humillando la cabeza, Prosiguió con hondísima tristeza: «¿Conque el cielo y la tierra se han unido »En contra mía por tan varios modos?» Mas irguiéndola al punto con fiereza, Dijo:--«Mas no dirán que me he rendido: »Mientras vive Muley, aún no han vencido: »Todos, pues, contra mí, yo contra todos.» Y volviendo la espalda, á pasos lentos Volvió Muley de su oriental palacio Á entrar en los dorados aposentos Donde Zil le siguió tras breve espacio. VI «¡Ay de mi Alhama!» en su palacio dijo Muley, que aun suya en su dolor la llama: Y el eco triste, de sus techos hijo, Suspiró: «_¡Alhama!_» Desde las torres del gentil palacio Bajó en las brisas, y de rama en rama Corrió los huertos y gimió el espacio: «_¡Ay de mi Alhama!_» Llegó hasta el vulgo la terrible nueva. ¿Quién pára el vuelo de la errante fama? Su voz diciendo en la ciudad se eleva: «_¡Ay de mi Alhama!_» La turba ociosa, de pavor transida, La aciaga nueva por doquier derrama: Doquier repiten por donde es oída: «_¡Ay de mi Alhama!_» El ruin villano y el audaz guerrero, El noble altivo y la orgullosa dama Dicen, llorando con el pueblo entero: «_¡Ay de mi Alhama!_» Y el pueblo entero del palacio augusto Corre á las puertas, y furioso clama Con voz que impone á sus vivientes susto: «_¡Ay de mi Alhama!_» La guardia negra que á Muley defiende «¡Atrás!» las picas enristrando exclama: Se irrita el pueblo, y el clamor se extiende: «_¡Ay de mi Alhama!_» Las regias salas el motín conturba Que en torno de ellas cual tormenta brama. Y al grito tiemblan de la airada turba: «_¡Ay de mi Alhama!_» Muley no duerme: cinco mil guerreros En quienes arde del honor la llama, De sus legiones manda delanteros Ir sobre _Alhama_. Y al caer la noche, jineteando al frente De hueste inmensa que la lid reclama, Partió gritando con su armada gente: «_¡Venganza á Alhama!_» «_¡Venganza á Alhama!_» Repitió la plebe Que al Rey valiente y vengador aclama: «¡Aláh, le dijo, la victoria lleve Contigo _á Alhama_!» Mas ¿quién penetra en el destino obscuro De su ancho velo por la espesa trama? Voz misteriosa suspiró en el muro: «_¡Ay de mi Alhama!_» Eco siniestro, que la fe desmiente De los Muslimes y á su Rey infama, Toda la noche repitió doliente: «_¡Ay de mi Alhama!_» ¡Tal vez las almas de los muertos, cuyos Miembros sin tumba el agua desparrama De los nublados, piden á los suyos Tierra en _Alhama_! LIBRO SEXTO LAS TORRES DE LA ALHAMBRA Más allá de la torre de Comares, De la Alhambra rëal siguiendo el muro, Recuerdo de los blancos alminares De Damasco y esbelto cual seguro, Dominando alamedas seculares De frescas sombras y de ambiente puro, Se alza un torreoncillo de arabesco Estilo, aéreo, blanco y pintoresco. Su cabeza gentil no se levanta Coronada de sólidas almenas, Ni su robusta construcción espanta Con aspilleras de espingardas llenas. Defiéndenle no más soledad santa Y quietud misteriosa, y bien ajenas De apariencia marcial, siempre cerradas Sus celosías con primor caladas. Tal vez despide al despuntar el día En espirales mil humo de aromas Cual pebete oriental su celosía: Tal vez los ecos de las verdes lomas Despierta por la noche la harmonía De los cantos que exhala, y las palomas Y aves, á quienes place su murmullo, La aduermen con sus trinos y su arrullo. Es esta torrecilla solitaria Un sagrado alminar, y su clausura Destinada no más á la plegaria De la mañana, goza el aura pura Del valle y la extensión y vista varia De la vega feraz desde su altura. Es el mirab del Rey do sólo él ora, Y tal vez la mujer que le enamora. Hoy, con escarnio de la Fe, le habita, Transformando en harén de sus amores El alminar de la oración bendita Y en camarín de sueños tentadores, Zoraya, la insolente favorita: Destinando sus áureos miradores De su ocioso mirar para recreo, Para atalaya de su vil deseo. Alcánzase desde ellos la sombría Torre que guarda á la rival Sultana, Y ella afanosa sin cesar espía Desde allí la prisión de la Africana. Por eso ocupa el mirador que impía Con su presencia criminal profana: Mas Dios á su rival tendió la mano Y ya, libre Boabdil, la espía en vano. Sobre campo y ciudad el delicioso Mirab descuella como erguida palma; Y es en verdad lugar maravilloso Para elevar al Criador el alma, Ya del alba temprana en el reposo, Ya de la noche en la apacible calma: Y el Moro y el Judío y el Cristiano Ten desde allí del Criador la mano. ¡Quién no te cree, Señor, quién no te adora Cuando, á la luz del sol en que amaneces, Ve esta rica ciudad de raza mora Salir de entre los lóbregos dobleces De la nocturna sombra, y á la aurora Abriendo sus moriscos ajimeces Ostentar á tus pies lozana y pura, Perfumada y radiante su hermosura! Yo te adoro, Señor, cuando la admiro Dormida en el tapiz de su ancha vega; Yo te adoro, Señor, cuando respiro Su aura salubre que entre flores juega: Yo te adoro, Señor, desde el retiro De esta torre oriental que el Dauro riega; Y aquí tu omnipotencia revelada, Yo te adoro, Señor, sobre Granada. ¡Bendita sea la potente mano Que llenó sus colinas de verdura, De agua los valles, de arboleda el llano, De amantes ruiseñores la espesura, De campesino aroma el aire sano, De nieve su alta sierra, de frescura Sus noches pardas, de placer sus días Y todo su recinto de harmonías! Yo te conozco ¡oh Dios! en los rumores Que á este árabe balcón me trae el viento Perfumado entre pámpanos y flores, Y harmonizado con el grato acento De las aves de Abril. Tantos primores Producto son de tu divino aliento; Porque á tu aliento creador se aliña Con sus mejores galas la campiña. Tú soplas ¡oh Señor! desde la altura Y saltan los collados de alegría, Y se cubre de flores la llanura, Y se llenan los bosques de harmonía, Y se aduermen las aguas en la hondura, Y sin nublados resplandece el día: Que en tus ojos la vida reverbera Y es tu aliento, Señor, la primavera. Y no hay región recóndita en el mundo En donde más tu majestad se ostente, Donde sea tu aliento mas fecundo, Ni la tierra en tu prez mas diligente. Señor, tú estás aquí; tú en lo profundo Brillas aquí del corazón creyente; Tú estas aquí; tu trono y tu morada, Tras este cielo azul, sobre Granada. Dame ¡oh Señor! de querubín aliento, Porque pueda esta vida transitoria Emplear en cantar con digno acento En medio de este edén tu inmensa gloria: Y al lanzar desde aquí mi voz al viento Dando á Granada su oriental historia, Purifique, Señor, mi arpa cristiana El impúdico harén de una Sultana. NARRACIÓN I Iba á dejar en brazos de las sombras Á la tierra el crepúsculo: la vega, El monte y la ciudad entre sus turbios Vapores comenzaban á sumirse, Y el ocaso, alumbrado todavía Con desgarradas ráfagas de fuego, Ultima luz que el sol reverberaba, Teñía los collados con purpúreos Resplandores de incendio. Á la cabeza De su hueste Muley había apenas Traspasado las puertas de Granada Con dirección á Alhama, y en las torres, En las murallas y altas azoteas, Para verle salir, la muchedumbre Se aglomeraba silenciosa y triste. Sus alas ¡ay! sobre la gente mora El genio del dolor tendido había; Fatal presentimiento de amargura Sus corazones lúgubre llenaba, Y miraban tal vez indiferentes De sus hermanos el socorro. Apenas Algunos grupos de la plebe sórdida Que al camino salieron vitoreaban Pagados á Muley: ardid inútil De política torpe que aumentaba El desprecio del pueblo entristecido. El rumor de los gritos desacordes Confuso con las ráfagas llegaba Hasta el alto mirab, en donde inquieta Le escuchaba Zoraya tras las árabes Labores de su espesa celosía. Fijos los ojos, la mirada torva, Presa de aquel fatal presentimiento Que acaso con su atmósfera pesaba Sobre la mora gente, la lectura De su alméh favorita oía, empero Sin escucharla. Á veces el oído Hacia el rumor de la ciudad tendía, Y la alméh se paraba, y en silencio Quedaba el aposento hasta que vuelta La favorita en sí decía «sigue»: Mas desechados iban diez volúmenes De distraer su espíritu incapaces. Los peregrinos viajes y aventuras, Los inspirados y divinos libros Del Korán, las leyendas orientales De los poetas de Damasco y Córdoba, Desarrugar su ceño no podían Ni atraer su atención; guerras, encantos, Sueños, amores, himnos de alabanza Á su propia hermosura dirigidos, Pasaban por su oído resbalando Como agua por encima de las rocas: Y sin embargo, sus lecturas eran En los célebres libros escogidas De los más sabios escritores, siendo Leídas con las gratas inflexiones De una voz melodiosa, amaestrada En el arte divino de la música, Y en la recitación que alas de fuego Presta á la encantadora poesía. Á la luz de una lámpara de plata Colocada en un trípode de concha, La alméh, tomando el séptimo volumen, Comenzaba á leer los puros versos De Abú-Taleb-Abdel-Gebar, de Júcar, Que cantó las victorias y virtudes De los almorávides:--«Pasa, dijo La impaciente Zoraya interrumpiéndola; Otra leyenda busca;» y fué pasando La alméh las hojas de su libro, en ellas Sin posar su mirada la Zoraya Diciendo distraída:--«¿Quién prosigue? --Abí-Aly-Anás.--Pasa. ¿Quién otro? --El faquí Zacaría.--¿De qué trata? --Da consuelos al rey en la amargura De sus pesares.--¿Cuáles eran?--Creo Que él solo se salvó de una batalla. --Lee: tal vez consolar logre los míos. --Mas no me escuchas ¡oh Sultana!--Esclava, Lee y obedece.» Prosiguió leyendo La reprendida alméh y á su profunda É inquieta distracción volvió Zoraya. La deliciosa voz de la lectora Resonaba en el cóncavo recinto Del camarín, como el rumor continuo De un arroyo que corre bajo el césped Quebrando entre los guijos sus cristales: Los harmoniosos versos del poeta Árabe, recitados en su lengua Riquísima, en los tonos é inflexiones Dulces sin par del andaluz dialecto, Resonaban en él inútilmente, Y en su vacío espacio se perdían Como el canto de un pájaro extraviado En el llano infecundo del desierto. Zoraya no escuchaba tiempo hacía De la alméh la lectura: á los cristales Del calado ajimez pegado el rostro, Penetrar del crepúsculo anhelaba La obscuridad creciente: pero en vano. La ciudad se sumía en las tinieblas, Y el rumor que llegaba hasta su oído Era tan sordo, tan confuso y vago, Que era imposible comprender su origen. La humana voz asemejaba á veces Ronco, amenazador, cual si en tumulto Se agitara la plebe descontenta; Otras, el triste é íntimo lamento En que prorrumpe á un tiempo la familia Que en derredor del padre moribundo Su último aliento aguarda, y al lanzarle En llanto universal rompe afligida. Otras, gemido largo y misterioso, Como si algún espíritu que, errante Huyendo por la atmósfera, espantado En sus vacíos senos le lanzara: Mas siempre, siempre al comprender la Mora Del rumor el origen verdadero, Le encontraba con rabia producido Por alguna bandada de palomas, Ó por el són del aire en la arboleda, Ó por la voz de algún pastor tardío Que guiaba en los cerros su rebaño. Y volvía á tenderse despechada En los cojines blandos, y volvía Á mandar continuar una lectura Que no escuchaba, mas que el tiempo largo De su impaciencia entretenía.--«Sigue,» Decía á la lectora: mas un libro Y otro libro hojeado uno por uno Inútilmente había, y con tristeza En silencio la alméh la contemplaba. --«Sigue,» dijo con ímpetu la altiva Favorita: y la alméh, postrada en tierra, Dijo:--«Imposible continuar, Sultana. --¿Por qué?--Porque tus libros uno á uno Has ido desechando, y en sus hojas No hay ya más que leer.--Busca otros nuevos. --No poseemos más.--Pues toma un arpa Y cántame..... distráeme..... entretenme..... Si no, ¿de qué me sirves? ¿Qué te valen Los talentos que encomian los imbéciles Que te enviaron á mí?» La desdichada Alméh, sus gracias y talento viendo Denostados así, dobló la frente Sobre su pecho, y abrasado llanto Comenzó á derramar. Zoraya un punto Permaneció en silencio contemplándola: Empero en la impaciencia que la agita, En la rabia tal vez que la devora El vengativo corazón, ajena Á toda compasión, díjola:--«Vete: Para nada me sirves. Dí al primero Que halles en esa cámara que venga Á divertirme: un guardia, algún esclavo Cuya cabeza al menos me responda De su talento, si le falta. Vete.» Salió la alméh: volvió á la celosía Zoraya. Era ya noche: por doquiera Extendida la sombra encapotaba La tierra. Alguna luz pálida y trémula Brillaba en los postigos entreabiertos De las casas fronteras á la Alhambra, Del ajeriz en el tranquilo barrio. Más allá, por las calles angulosas Del Albaycín, se oía sordamente La voz de sus inquietos moradores Elevarse en murmullo misterioso, Como si sus vecinos, sus moradas Dejando, por las calles reunidos Con tumultuosa plática turbasen La solitaria calma de la noche. Zoraya en vano sondear quisiera Lo que en el Albaycín pasa á estas horas. Es el barrio que habitan los parciales De Aixa y de su hijo, y en la torre De Comares están de él fronteriza. ¿Quién sabe si el rumor que en su absoluta Obscuridad del Albaycín se alza Será efecto ó señal de inteligencia Entre el barrio y la torre? ¡Oh! Tarda mucho El Wazir en volver. ¿Si por desdicha La partida del Rey infunde aliento Á los conspiradores, y en las calles, Tomadas ya, al Wazir han sorprendido? Todo lo teme ya la favorita: Pero todo lo ignora abandonada En el mirab donde impaciente espera: Y he aquí que, al volverse, de la entrada Bajo el dintel y del tapiz delante Ve un esclavo que aguarda silencioso. ZORAYA ¿Qué quieres? EL ESCLAVO ¡Oh Sultana! á ti me envía La alméh que acaba de partir llorando Despedida por ti. ZORAYA ¿De dónde vienes? ESCLAVO De la ciudad. ZORAYA ¿De la ciudad? ¿qué pasa Allí? ESCLAVO Ya nada: de los muros lejos Va ya Muley: el pueblo se retira Después de haberle visto. ZORAYA ¿Á despedirle Mucha gente acudió? ESCLAVO Salió, Sultana, Toda cuanta hay en la ciudad. ZORAYA ¿Y viste Á los del Albaycín? ESCLAVO Todos estaban De la puerta Monaita en las alturas Como bandada de águilas. ZORAYA ¿Inquietos Se mostraban sus grupos? ESCLAVO Al contrario: Al Rey desde los altos despedían Diciéndole: ¡buen viaje! y saludábanle Con las manos de lejos. ZORAYA ¿Y en qué sitio Viste al Wazir? ESCLAVO Tras de las huestes queda Hablando con el Rey. ZORAYA ¿Tú estabas próximo Á ellos? ESCLAVO Sí: mas en torno defendidos Por centinelas platicaban ambos En calma. ZORAYA Ea, pues, mientras espero La vuelta del Wazir, ve cómo puedes Distraer mi impaciencia; me fastidio. ¿Qué harás para alegrar á tu señora? ESCLAVO Manda, y veré si obedecerte puedo. ZORAYA ¡Si puedes! ESCLAVO Sí, Sultana, soy Cristiano: Me cautivaron en Jerez los Moros, Y conservo mi fe. Si contra ella Me mandaras obrar, perdona, pero No te obedecería. Dios es antes Para mí que la vida.--La Zoraya Le oía de hito en hito contemplándole, Y recordando que en sus venas corre Sangre cristiana, chispeante y roja, Con ardiente rubor la faz sentía: Su niñez con vergüenza recordaba Tímida ante el esclavo la señora: Pronto, empero, repuesta y su sonrisa Habitual en sus labios ver dejando, Más terrible mil veces que su ceño, Díjole:--«Eres cristiano..... enhorabuena. Veamos lo que saben los cristianos Para abreviar el tiempo á sus señores Cuando pesa sobre ellos el fastidio, Ó esperan, y esperar les importuna. Dime: ¿En qué te ocupabas en tu patria? --Era paje de un noble caballero De Calatrava.--¿Cuál era tu oficio Con él?--Le preparaba sus arneses, Salía detrás de él á la campaña, Me batía á su lado. Si vencíamos, Dábamos gracias al Señor á un tiempo; Si nos vencían y salía herido, Le curaba, velándole constante Junto á su lecho: y en salud completa Ó en grave enfermedad, todas las noches Devotas oraciones le leía, Ó leyendas sagradas de la Biblia Le recitaba. Así creí, Sultana, Mi existencia pasar en su servicio Mientras durara su existencia, y luego, Admitido en la Orden, como noble Pelear y morir en la defensa De mi fe; Dios, empero, de otro modo Lo dispuso, Sultana. Un día aciago, Caminando la vuelta de Antequera, Dió en nosotros un árabe algarada. Viajábamos diez y ocho caballeros Con otros tantos pajes, y los Moros Eran un escuadrón; nos aprestamos Á combatir: cayeron uno á uno Los más valientes, mi señor entre ellos. Yo, con intento de salvar su cuerpo Ó perecer sobre él, lidié con ira, Y Dios me castigó: caí cautivo, Y pasto de los cuervos fué el cadáver Del último Solís, hijo de Martos; Su familia y la gloria de su casa Acabaron en él. Tal es mi historia, Sultana. Tuyo soy, manda á tu esclavo.» La favorita de Muley sus ojos Encendidos de cólera fijaba Sobre los ojos del cautivo, en vano De sus palabras la intención oculta Profundizar queriendo. Ella, cristiana Y de la raza de Solís nacida, Era el último sér que se animaba Con sangre de Solís. Aquel esclavo, Servidor de su casa en otro tiempo, La vió niña tal vez en el castillo De la encomienda de su padre; ahora, En Granada cautivo, ¿conocía De su señor á la hija renegada? Su presencia en la Alhambra, ¿era un agüero Favorable ó funesto? ¿Era un amigo Que velaba por ella? ¿Era un espía Que traidor la acechaba? Los recuerdos De su infancia dichosa y sus dormidos Remordimientos, á la par alzándose Como horribles espectros á su vista, La helaron de terror. La sombra airada De su ultrajado padre parecía Que tras aquel cristiano á levantarse Iba, y en el pavor supersticioso De su alma criminal y en la nerviosa Exaltación del miedo, sus miradas Fijó en la puerta de la estancia. Ante ella, Pálido como el mármol que sostiene Su cincelada bóveda, sombrío Cual fantasma del féretro evocado, El viejo Aly-Mazer la contemplaba En lúgubre silencio. Sus pupilas Radiaban con fulgor siniestro y trémulo, Y los hilos brillantes de sus rayos, Como los de la baba poderosa De la culebra, al estrellarse ardientes En las pupilas de Zoraya, á ellas Se adherían tenaces, é invisible Extendiendo una red en torno suyo, En sus mágicos nudos la envolvía, Y el vigor de su sér paralizaba, Aunque en su helado cuerpo arder sentía La inquieta sangre como hirviente lava. Subyugada, incapaz de movimiento, Víctima de poder incomprensible, Vió Zoraya cruzando el aposento Llegar á Aly-Mazer con paso lento, Su mágica influencia indefinible Dominando su sér, y en su semblante Su fulgente mirar teniendo fijo, Con desdeñosa voz así la dijo: --«¿Te fastidias, Sultana? ¿Te impacientas? ¿De tu infeliz alméh con las historias Vacías de interés no te contentas? ¿Por qué no lees las íntimas memorias Que en el fondo de tu ánima aposentas? ¿Por qué en vez de leyendas ilusorias No lees sobre tu faz tu historia horrenda? ¿Crees que no hay interés en su leyenda? Iguales son los fallos soberanos Para todos: delira y entretente Tu porvenir meciendo en sueños vanos: Mas escrito tu horóscopo en tu frente Llevas: sobre las rayas de tus manos Tus ojos pon y le verás patente. Naciste y morirás entre cristianos: Y, más fatal que el de Abdilá, tu sino La obscuridad te anuncia solamente; Su estrella real apagará tu estrella: Su destino anonada tu destino; Extranjera á Granada, no hay en ella Para tu raza impura Ni trono, ni mansión, ni sepultura. Esclava sin pudor, tu cuello doma Al yugo de tu dueño; renegada Sin fe y sin patria, el fugitivo aroma De tu poder pasó: sobre Granada De otro poder real el alba asoma; Tú no posees sobre su tierra nada: La estrella de Bu-Abdil, contraria tuya, Es fuerza que al brillar tu luz destruya.» Dijo el severo Aly, y con el cristiano Partió, y á la Sultana fascinada Un escrito al partir dejó en la mano. II Su vida y su vigor recobró al punto Libre de Aly-Mazer ya la presencia, Y al misterioso escrito echó Zoraya Una mirada de pavura llena. Criada desde niña entre los Árabes, De la superstición de su creencia Es víctima su espíritu, y con miedo De él contempló las misteriosas letras. El escrito es su horóscopo: los datos De la consultación que le encabeza, De su país, su raza y nacimiento Son los nombres exactos y las fechas. Un confuso dibujo cabalístico Marca la conjunción de los planetas Que, desde el punto en que nació, su vida Dominan con su mágica influencia; Y bajo el doble nombre entrelazado Que entre Cristianos y Árabes conserva, Explicando sus cálculos y signos Se leía en arábigo esta letra: «Cinco años será Cristiana, Veinticinco será Mora, Diez esclava y diez Sultana: Mas su estrella protectora Va á apagar antes de un hora Otra estrella soberana.-- Ni Española ni Africana, Ni de raza engendradora, Morirá en tierra cristiana Ni cautiva ni señora; Odiada como tirana, Oculta como traidora.» Fijos aún los espantados ojos En el fatal pronóstico, y apenas Con tiempo de ocultarle, en la otra cámara Oyó los pasos del Wazir Ben-Egas. Dominó su emoción, dió á su semblante Su expresión ordinaria, y de la puerta Al dintel el Wazir apareciendo, Diálogo se entabló de esta manera: ZORAYA ¡Por Aláh, que impaciente te aguardaba! EL WAZIR Detúvome Muley más que quisiera Mi impaciencia también. ZORAYA ¿Partió? EL WAZIR Va lejos, Sultana. ZORAYA ¿Y la ciudad? EL WAZIR Tranquila queda. ZORAYA Del callado Albaycín la misteriosa Obscuridad algún secreto encierra. EL WAZIR El que todos los barrios: por Alhama Lloran con profundísima tristeza, Y la ciudad por la perdida villa Yace de luto universal cubierta. ZORAYA ¿Y la Sultana? ¿Y Abdilá? ¿Qué órdenes Con respecto á los dos Muley te deja? EL WAZIR ¡El infierno sin duda les protege! ZORAYA Acaba de una vez: habla. EL WAZIR Funestas Nuevas de ellos te traigo. El Rey no quiso Que por su propia boca lo supieras. Abdilá, descolgado por su madre, Por un balcón huyó. ZORAYA ¡Maldita sea Mi confianza en ti! Siempre he temido Que te burlara su infernal destreza. Pero explícame en fin..... EL WAZIR Es imposible: Todo se ignora aún. ZORAYA Pero ¿y la fuerza De tu ley? ¿No eres tú juez de la Alhambra? EL WAZIR Muley prohibe que se emplee en ella Mi autoridad, y manda que en su alcázar No obedecida pero libre sea. ZORAYA ¿Aixa libre en la Alhambra? EL WAZIR Sí. ZORAYA ¿Acotada Tu autoridad? EL WAZIR Prohibe que la ejerza Contra ella. ZORAYA Wazir, te estás mofando. EL WAZIR No lo permita Aláh. Del Rey la letra Conoces: lee sus órdenes escritas Por él: esta es su ley mientras su ausencia: «Sin potestad, mas libre, viva Aixa Mi esposa, Abú-l'Kasín: la más pequeña Ofensa ó vejación que sufrir la hagas, La consideraré contra mí hecha. La razón yo la sé: de la Sultana Me respondes, Wazir, con la cabeza.» ZORAYA ¡Oh! la mía se pierde en tal misterio. EL WAZIR Pero tal vez la mía le penetra. He interrogado á Zil, á los esclavos Que le sirvieron, á su guardia negra, Y á la torre maldita sé que ha ido, Que en Comares furioso entró á su vuelta, Que estuvo allí con la Sultana á solas, Que ella salió después altiva y fiera, Y que Muley, sombrío y aterrado, Libre la dejó ir, cielos y tierra Diciendo que contra él se conjuraban, De una impresión supersticiosa presa. Pues bien, Zoraya, en esa torre creo Que encontraré la explicación entera De su superstición y de sus órdenes Incomprensibles de hoy. ZORAYA Bien dices: vuela, Wazir Abú-l'Kasín, vuela á esa torre, Demuele sus murallas, y sus piedras Registra una por una, y aprisiona Sin piedad, interroga y atormenta Al sér aciago que en la torre encuentres, Hasta que des con la verdad. EL WAZIR Modera Tu cólera, Sultana: todavía Algo que hacer en la ciudad me resta. En sus barrios acaso entre las sombras Ya criminal conspiración fermenta, Y es mi primer obligación á salvo Ponerte á ti de su furor. Te esperan Al postigo del Agua tus esclavos Y una guardia leal que te defienda. Vas á habitar los Alijares: este, Más que regio palacio, es fortaleza, Y en ausencia del Rey todo lo temo De la Sultana audaz. ZORAYA Me desesperas, Abú-l'Kasín con tu prudencia imbécil. Cuando torne Muley, que la baile muerta, Y nos dará las gracias. EL WAZIR Tú deliras, Zoraya: eso sería en ancha hoguera Tornar el fuego que debajo duerme De la ceniza aún: mientras alienta El Príncipe Abdilá, siempre los suyos Tienen un capitán y una bandera: Y en tanto que la madre está segura, Rehén tenemos para el hijo en ella. Vamos, y fía en mí; partamos antes Que la luna en los cielos aparezca, Porque importa que nadie se aperciba De que el palacio de la Alhambra dejas La Zoraya, cediendo á las razones Del prudente Wazir, aunque la pesa, Dejó el mirab y, en el espeso velo Embozada la faz, siguió sus huellas. De la torre del Agua en el postigo Una escolta leal halló dispuesta, Y al fuerte de los regios Alixares La condujo el Wazir en las tinieblas. Mas en el punto de partir, del muro Donde la torre apoya á las almenas. Una mujer que se asomó espiaba La ruta por do van. Era la Reina. III Sobre el muro que el recinto De la Alhambra real circunda, Si en fortaleza segunda Primera en esplendidez, Hay una torre morisca Frontera al Generalife, Que sobre angosto arrecife Abre un dorado ajimez. Este arrecife tortuoso, Que extiende sus líneas combas Entre yedras y gayombas, Madreselvas y jazmín, Solitario, áspero, umbrío, Parece el lecho de un río Que dividió en otro tiempo El alcázar del jardín. Fresco, umbroso en el verano, Abrigado en el invierno, Gozando el verdor eterno De la yedra y el laurel, Es este oculto arrecife, Lleno de sombra y misterio, Huella oriental del imperio De la raza de Ismael. Á un lado, Generalife De sus floridos verjeles Le entolda con los laureles, Le impregna de aromas mil; Al otro, la Alhambra espléndida Le fía por sus ventanas De cautivas y sultanas Toda su historia gentil. De una parte le armonizan, Por el lado de las flores, Los canoros ruiseñores Que anidan en el verjel: De otra, por el del alcázar, Opuesto al de los jardines, Las zambras y los festines Que se celebran en él. Por un lado le engalana La rica naturaleza, Por otro le dan grandeza Las cien torres de Alhamar; Por allí muestra patente Dios su creadora mano, Por aquí del soberano Se hace el poder acatar. Tal vez en noche de estío, Al són de un arpa morisca, Desde el muro una odalisca Entona amante canción, Y algún colorín celoso, Desde la verde floresta, Con trino amante contesta Del arpa amorosa al són. En la ciudad empezando Y abriendo paso á la sierra, ¿Quién sabe cuántos encierra Secretos de honra y amor Este encantado camino, Bajo flores encubierto Y sobre peñas abierto De un palacio en derredor? ¡Cuánta hermosa enamorada Intentó el arduo descenso Del vacío espacio extenso Que hay desde él á su balcón! ¡Y cuánto noble Africano Cayó en su arenosa loma, Muerto por oculta mano Y por oculta razón! No hay un pie de este camino Que una tradición no hechice, Que un nombre no poetice, Ó dé un recuerdo valor. La torre allí _de los Picos_ Se eleva, cuyos cimientos Defienden encantamientos De un sabio conjurador. Allá la _de la Cautiva_, Donde entre són de cadenas Viene á lamentar sus penas El alma de una mujer: Allá la _puerta de Hierro_, Por do su vida salvaron Los Reyes á quien lanzaron Sus vasallos del poder. Y allí, en fin, el pie cercado De adelfa y silvestres plantas, La torre de _las Infantas_ Se alza con regia altivez, Abriendo en su grueso muro, Frontero á Generalife, Encima del arrecife Un misterioso ajimez. Una graciosa ventana De arabescos y labores Orlada, cuyos colores Minió maestro pincel: Una ventana morisca Que, en dibujos de oro envuelto, Parte un pilarcillo esbelto De mármol de Macaël: Un mirador delicioso, Cuyo arco filigranado Está en redor festonado Con leyendas del Korán; Cuyos dos graciosos huecos Ornados de medallones, Hojas, nichos y agallones, Contento á los ojos dan. Mas ¿quién mora en esa torre Donde jamás se percibe Ni el rostro de quien la vive, Ni ruido de humana voz? Jamás de aquella ventana Se abre al sol la celosía, Ni de un cantar la armonía Da nunca al aura veloz. Muestra, empero, que se habita Allá en las nocturnas horas La luz de las tembladoras Lámparas de su interior, Que á pesar de su cerrada Celosía y su vidriera De colores, lanza fuera Su trémulo resplandor. Y á veces apunta el alba Ya, y tras esta celosía Se percibe todavía De la lámpara el fulgor, Y una sombra que va y viene Por dentro del aposento, Da ó quita á cada momento Luz ó sombra al mirador. Su movimiento incesante, Sus paradas repentinas, Recogiendo las cortinas Para ver ó para oir, Demuestran que el desvelado De aquel ajimez espera Algo que dél por afuera Debe sin duda venir. Mas pasa una noche y otra, Y la luz del sol se traga Su luz, y con ella apaga El que allí esperando está Su esperanza, hasta otra noche Que vuelve á arder la bujía, Y él vuelve á la celosía Y tras ella viene y va. Es alta noche: en el sueño Yace el mundo sumergido: El aire se ha recogido Bajo del césped feraz: Tiéndense inmobles las ramas De los troncos, no se mueve Ni la ráfaga más leve, Ni el murmullo más fugaz. ¡Silencio!--He aquí que, en medio Del universal reposo, El mirador misterioso Se abre por primera vez. La celosía dorada Se levanta: la cortina Se descorre, y se ilumina Por adentro el ajimez. Y al pilar que en dos divide El arco de su ventana Llega una figura humana Lentamente: una mujer, Sultana, esclava, cautiva, Joven, ó hermosa..... ¿qué ojos Á altura tan excesiva La podrán reconocer? Apartó de ante su rostro Su blanco y flotante velo: Una mirada del cielo Por la cavidad tendió, Y, vuelta hacia el Occidente Do ya tocando la luna Está, en la lengua moruna Y con voz triste exclamó: «¡Un día más!--La menguante »Luna hacia la mar declina, »Y su lumbrera argentina »Toca al horizonte ya. »¡Casto fanal de la noche, »De los creyentes lumbrera, »Que tu brillante carrera »Guíe protector Aláh! »Ve en paz ¡oh de las tinieblas »Sultana dominadora, »Pendón de la gente mora, »Lámpara de la oración! »¡Y plegue á Aláh que mañana, »Cuando vuelvas por Oriente, »Vuelva con tu luz naciente »La luz de mi corazón! »Ve en paz: y si sobre Loja »Al verter tu lumbre pura, »Hallas vivos por ventura »Á mi buen padre Aly-Athár »Con el Príncipe mi esposo, »Que es la luz del alma mía, »Diles ¡ay! que noche y día »Les aguardo sin cesar.» Dijo, y la frente apoyando En el pilar arabesco, Dentro el marco pintoresco Del morisco mirador Quedó, como una escultura Para su cuadro labrada La Mora desconsolada, Á solas con su dolor. Resalta, á la luz de espalda, Su contorno destacado Sobre el fondo iluminado Del aposento oriental: Y parece desde lejos Al genio de la pureza, Que va á partir con tristeza De una cámara nupcial. Mas aquel busto tan noble De suave y rubio cabello, Aquel nacarino cuello Pálido como el marfil, Aquel brazo modelado Por una ática escultura, Aquella frágil cintura, Y aquel todo tan gentil; Asomado á tales horas Á una torre destinada Sólo á las Princesas moras, Al ojo menos sutil Delatan á la que ocupa Su misteriosa ventana, Por la infelice Sultana Esposa de Abú-Abdil. Es ella, sí: allí apacenta El dolor que la acongoja Moraima, la flor de Loja, La azucena de Aly-Athár: La gacela de ojos garzos, Cuyas niñas de azul cielo Eran fuentes de consuelo Para el viejo militar. Hoy son ya fuentes de lágrimas: Sus abrasadas pupilas No reflejan hoy tranquilas La pura luz del placer; Hoy la dulce paz del niño Su sonrisa no revela, Porque en sus labios la hiela El dolor de la mujer. Moraima, sí, la más triste, La más pura de las Moras, Pasa allí sus largas horas En silencio y soledad. Moraima, que de su esposo Encadenada á la huella, Con él de su mala estrella Parte la fatalidad. Triste es su historia. Su padre, La mejor lanza africana, La otorgó como Sultana Al sucesor de su Rey; Temiendo al viejo soldado En rebelión harto crítica, Con su torcida política Pensó en tal boda Muley. El bravo Aly-Athár, más hombre De pelea que de Estado, Se dió en ello por honrado Y á Granada la llevó. La boda hizo el Rey al punto, Pero á sí mismo se dijo: «¡Imbécil! le doy el hijo, Pero la corona no.» Dos niños eran entrambos, Rubios, alegres, gentiles: Apenas sus quince abriles Cumplido habrían los dos; Hermosos como inocentes, Les unieron y se amaron: Mas en su amor no contaron Con la voluntad de Dios. Sosegados ya los pueblos, No fué Aly-Athár peligroso: Y en su aislamiento amoroso Afeminado Abdilá, Los hijos de la Zoraya, Merced al fatal destino De Abdilá, libre el camino Tendrían del trono ya. Tal pensó el Rey; los dos niños, Sin cálculo y sin encono, De sus derechos á un trono Ni aun se acordaron tal vez: Pero otro sér mas activo Á quien amor no adormía, En lugar de ellos abría Sus ojos con avidez. Aixa, la altiva Sultana, Celosa de su derecho, Fué una mañana á su lecho Como un ensueño fatal. Abrieron sobresaltados Los dos Príncipes los ojos, Y ella, respirando enojos, Dijo con voz sepulcral: «Aquel á quien Dios destina »Á ceñir una corona, »Sus derechos no abandona »Sino por orden de Dios. »Hijo de Reyes, despierta: »Rompe tus amantes lazos »Y tiende el alma y los brazos »De tu real corona en pos. »Y á ti, flor silvestre y pálida »De los peñascos de Loja, »¿Por ventura te se antoja »Que no hay más ley que el placer? »¿Crees que tus ojos de cielo, »Tu alma y tu tez de nieve, »El dote son que traer debe »Á un Príncipe una mujer? »Pues te engañas: la que espera »Dominar como Sultana, »Necesita un alma entera, »Con más altivez que amor. »Despertad pues; los lobeznos »De la torpe renegada »Giran con planta callada »De vuestro trono en redor.» Abú-Abdilá, de su madre Hecho á la exacta obediencia, Tras ella sin resistencia Del aposento salió: Moraima, sobrecogida Por la plática severa De aquella Reina altanera, Quedóse sola y lloró. «¿Qué me importan á mí, dijo, »Su poder y su corona? »Lo que mi amor ambiciona »Es no más su corazón; »Y si éste me lo arrebatan »Por el gobierno y la guerra, »¿Qué me dejan en la tierra »Á mí, sin regia ambición?» ¡Pobre niña! el joven Príncipe Empezó desde aquel día Á dejar su compañía Y su cámara á dejar: Venía por él su madre Apenas el sol rayaba, Y hasta que el sol se ocultaba No le veía tornar. Entonces, aunque volvía Alegre y enamorado, Volvía tan fatigado, Tan hambriento y sin vigor, Que en la mesa devoraba Y se dormía en el lecho, Cual si no hubiera en su pecho Ni corazón ni calor. Moraima, en su seno amante Colocando su cabeza, Contemplaba con tristeza Su rostro franco y leal, Que empezaba en el reposo De su fatigado sueño Á adquirir un torvo ceño Que no le era natural. «¿Qué hará? ¿Dónde irá? (decía »La pobre niña) ¿Qué afanes »Más propios para gañanes »Me le cansarán así? »Si tanto cuesta á los Príncipes »Guardar su trono, ¡pluguiera »Á Aláh que pastor naciera, »Sin esperar más que en mí!» Y una mañana, Moraima, Un sueño tenaz fingiendo, Fué desde lejos siguiendo Á la Reina y á Abdilá, Y vió que, cruzando apriesa De los muros el espacio, Se salieron del palacio Al bosque que al río da. Corrió al oratorio regio Que domina su enramada, Y vióles á una esplanada Tras una loma llegar. Allí esperaban tres hombres Hasta los dientes armados, Con caballos ensillados Y en guisa de pelear. Ciñóse una jacerina, Embrazó una recia adarga, Asió de una lanza larga Y cabalgó Abú-Abdil. Salió el caballo botando: Moraima tembló de gozo Y miedo al verle tan mozo, Tan armado y tan gentil. Cabalgaron uno á uno Los otros tres: apartóse La Sultana, y preparóse La escaramuza. Abdilá, En medio de la esplanada Y de los tres circundado, Á la suerte preparado Inmóvil y atento está. Dió la señal la Sultana, Y empezaron los guerreros En torno de Abdil mañeros En círculo á galopar, Á cada vuelta estrechándole; Mas, como un chacal atento, Espiando él un momento Su línea para salvar. Sereno sobre su silla, Con mirada centelleante Espía un propicio instante En liza tan desigual, En tanto que en torno suyo Van los tres caracoleando, Á cada vuelta cerrando La peligrosa espiral. Giraba él en ellos puesta La vista: por todas partes Hallaba un arma funesta Dirigida contra él. Vió al fin que un potro rebelde Se mostraba, y contra él hizo Un amago: espantadizo Encabritóse el corcel. Hirió y arrancó, del círculo Dentro, á escape jineteando, Y á alguno siempre amagando Con incierta rapidez; Desigualó las distancias Ciando, hiriendo y salvándose, Y fué el círculo ensanchándose Más y más de cada vez. Ya sobre un lado fingía Caer y sobre otro daba: Ya al escape se tendía: Ya diestro en firme paraba: Ya de todos tres huía, Y á todos tres amagaba Y á salvo doquier hería Con certera agilidad: Hasta que romper logrando La línea que manteniendo Iban los tres, trabajando Sobre el círculo y abriendo Más sus distancias, girando De repente, salió huyendo, Un breve espacio ganando Con extraña habilidad. Cubierto entonces, tendido Sobre su silla de pechos, Comenzó á alargar los trechos De unos á otros, y fué Cargándoles uno á uno: Con lo cual, hecha la suerte De aquel combate moruno, Echaron á tierra pie. Moraima, que de lo alto Miraba la escaramuza, Á cada embestida y salto Temblando por Abdilá, Solamente sostenida Por su ansiedad, en el mármol Se sentó desvanecida Al verla acabada ya. Volvióse luego á su cámara. ¡Ay! todo lo comprendía: Abdilá pasaba el día Lección de armas en tomar. Al fin lograba la madre Hacer de su hijo un guerrero, Tornándole áspero y fiero, De su cariño á pesar. Dos lunas después, por fruto De este acendrado cariño Dió Moraima á luz un niño Que el porvenir la doró: Y el Rey, un año más tarde, Al prender á la briosa Aixa, de Abdilá la esposa En su torre encarceló. Tal es su historia. Moraima, La más triste de las moras, Pasa allí sus largas horas En silencio y soledad. Moraima, que de su esposo Encadenada á la huella, Con él de su mala estrella Parte la fatalidad. La hermosa Sultana, pálida De tez, mas de alma encendida, Es la que está distraída En su ajimez oriental. Sabe que Abdilá está en salvo, Mas pronto que vuelva espera Á buscar la compañera De su destino fatal. Y vendrá: también lo sabe Cuando al ajimez se asoma; Lo sabe, sí: una paloma, Mensajero fiel de amor, Por mano desconocida Enviada hasta su ventana, Trajo un día á la Sultana Un papel consolador. Un Africano, jinete Sobre mi corcel del desierto, Llegó al camino encubierto Sobre el que la torre da Con temeraria osadía, Y atada á un cordón de seda La alzó hasta la celosía Diciendo: «Abrid á Abdilá.» Al ruido que en ella hicieron Las alas de la paloma, Abre Moraima y se asoma, Y, asiéndola con placer, Mira al audaz que esto osara: Mas él huyendo, por única Despedida, en voz muy clara, Dijo: «Dios y Aly-Mazer.» Su pronta vuelta anunciaba Del Príncipe la misiva: Desde entonces la cautiva Cada noche le aguardó: Y aislada en aquella torre Y sin amigos por fuera, Á Aly-Athár y á Abdil espera Como el papel prometió. El modo, el día... lo ignora: Espera que se los traiga La fortuna protectora, Y espéralos con afán. Mas no está sola Moraima En su torre: hay otros seres Que distracción y placeres Y pruebas de amor la dan. Consigo (sin los que aguarda) Tiene entera su fortuna: Su hijo que duerme en la cuna, Su nodriza, esclava fiel, Y un negrito enano y mudo, Que inteligencia destella, Distracción única de ella Y ocupación sólo de él. Ligero como una corza, Sagaz como una serpiente Y audaz como diligente, Todo lo escucha y lo ve. Leal como un falderillo, Pero con bríos de alano, Doquier se tiende el enano De su hermosa dueña al pie. Mudo, jamás incomoda Con plática inoportuna, Pero no hay idea alguna Que no sepa él expresar. Los guardas le dejan libre Teniéndole por salvaje, Y no hay más astuto paje En el reino de Alhamar. Ni su forma es repugnante Por sus defectos nativos, Ni sus gestos expresivos Mohines ingratos son: La gracia de su sonrisa De modo su rostro alegra, Que se lee tras su faz negra El placer del corazón. Nada hay en él que amedrente, Nada en su exterior que extrañe; Nada en su interior que dañe; Ni expresa su negra faz La envidia, el pesar ó el odio Que otros seres imperfectos Abrigan con sus defectos En su alma uraña y falaz. No al ver la ajena hermosura Su deformidad deplora; Ve la hermosura y la adora Con sincera admiración; Sér mezquino en proporciones Le formó naturaleza, Mas bajo negra corteza Le dió blanco el corazón. Ve en Moraima el infortunio Y leal la compadece; Ve la hermosura, y se ofrece Del débil y hermoso sér En servicio: y admirando La beldad sin pesadumbre, Acepta su servidumbre Como justa y con placer. Amigo, juglar y esclavo, Empléase en todo oficio Y abarca todo servicio De interior utilidad. Entretiene la tristeza Con sus juegos de destreza, Y penetra con su instinto La exterior seguridad. Tal es la real servidumbre Que asiste á la hermosa Mora En la prisión en que llora, Corta y débil, pero fiel. Tal es el mejor amigo De Moraima, el Nubio enano Que de su amparo al abrigo Vive, y se llama Kaël. Ahora, y mientras Moraima De tristes memorias presa En recuerdos se embelesa Asomada al mirador, Duerme el negrillo á la sombra Del lecho de la nodriza Sobre el paño que tapiza El alhamí en derredor. Todo calla: permanece Inmoble al balcón Moraima: La noche se lobreguece, Ausente la luna ya. Ni una estrella en el espacio: Todo es silencio y tinieblas Dentro y fuera del palacio; Mudo el universo está. He aquí que, como avisado Por algún sér misterioso, El negrillo desvelado La cabeza enderezó, Y con la boca entreabierta, Sin alentar, y clavados Los ojos sobre la puerta, Por un instante quedó. Nada se oía: el instinto De su raza le advertía Un riesgo que todavía Se escapaba del poder De los sentidos: sólo era Voz de su presentimiento, No voz, rumor ni lamento Que oirse pudiera hacer. Él, empero, á deslizarse Comenzó sobre la alfombra, Llegando como una sombra Hasta la puerta exterior: Mas al pegar al encaje De sus hojas el oído, Le hirió otro distinto ruido Que entró por el mirador. Volvió un punto á su absoluta Inmovilidad, tendiendo La cabeza y conteniendo La respiración Kaël. Alumbró luego un relámpago Su mirada inteligente, Y al lejos confusamente Se oyó trotar un corcel. Sacó de su arrobamiento Su rumor á la Sultana, Que intentó con ansia vana Las tinieblas penetrar. Kaël, por las colgaduras Trepando á la celosía, Se puso el són que traía El aire libre á escuchar. Tal vez era algún viajero Que á ver venía á Granada, Tal vez algún mensajero, Acaso algún mercader Que, deseando temprano Ganar la alcaicería, Llegaba á la Alhambra ufano Aun antes de amanecer. Todavía no pisaba El camino que circunda De la Alhambra la alcazaba Sombría, cuando Kaël, De la ventana saltando Con agilidad salvaje, Corrió á la puerta, aplicando El oído á su cancel. Moraima, á sus pantomimas Y señas acostumbrada, Con impaciente mirada Explicación le pidió. Kaël, pasando una mano Alrededor de su frente É irguiéndose altivamente, Á Aixa por allí anunció. ¿Y el caballo? preguntóle La bella Mora temblando; Y al mirador señalando Y con los brazos Kaël De un ave imitando el vuelo Y leer ansiosamente Fingiendo, trajo á su mente La paloma y el papel. Moraima, aún no asegurada De comprenderle, le hizo Su pregunta reiterada, Y él sus señas repitió. Lanzóse ella á la ventana, Mas detúvola él á punto Que á la misma puerta junto La voz de Aixa resonó. --«Abre»--en su imperioso tono Dijo con alguno hablando: Y ante ella el portón girando, Pareció bajo el dintel. Ante su rostro severo Calló Moraima, inclinándose, Y fué á hacerla, prosternándose, Larga _zalema_ Kaël. Con una antorcha un esclavo Seguía de Aixa la huella; Cerró la puerta, y en ella Quedóse el esclavo en pie: Sin fijar la vista apenas En Moraima, la Africana En silencio á la ventana Con paso altanero fué. Mas no bien á su antepecho Tocó, cuando al pie del muro, Sobre el arrecife obscuro Trotar al corcel se oyó. Asomóse Aixa: el caballo Paró en firme: cesó el ruido, Y un ruiseñor, sorprendido Tal vez al huir, silbó. Sacando entonces del seno Aixa un torzal muy delgado Que tiene un plomillo atado Á una punta, dijo:--_va_,-- Y por el balcón lanzóle Prestando el oído atento. Después de un breve momento, Dijeron abajo:--_ya_. Recogió el torzal la Mora, Y de la bujía al brillo Fué á examinar un anillo Que volvía atado á él. Él es--dijo--y una llave En vez del anillo atando, Tornó á arrojarle, tornando Á oirse trotar el corcel. Reinó un silencio completo Por un instante. Moraima, Con el corazón inquieto Miraba á Aixa, sin osar Interrumpirle: la esclava Con el infante dormía, Y el enanillo escuchaba, Como Aixa, sin respirar. Quietos, atentos, callados, Parecían esculturas Ó seres que allí encantados Un Genio paralizó. Confuso luego y lejano Comenzó un rumor á oirse, Que cada vez más cercano Por grados se acrecentó. Al principio fué un susurro Suave, como el soñoliento Rumor que produce el viento Entre las hojas: después Pareció que muchas voces Hablaban en el camino Por lo bajo, y al fin vino El són claro tal cual es. Ruido de pasos unidos, Iguales y acompasados, Pasos de muchos soldados que avanzan con rapidez: Y Moraima, no pudiendo Contenerse, adelantóse Á par de Aixa y asomóse En silencio al ajimez. Quitó la antorcha al esclavo Y, asiéndose al cortinaje, Al labrado barandaje Trepó con ella Kaël. Sacóla sobre el camino, Y su roja llamarada Reflejó en la gente armada Que descendía por él. Como una inmensa serpiente Que se arrastra en la pradera, Así su movible hilera En torno ciñendo va Del regio alcázar el muro, Hasta sumirse en lo obscuro De la bóveda excusada Que sobre el camino da. Subterráneos pasadizos Que en los cimientos macizos Labrar mandó de la _Torre_ _De los picos_ Alhamar, Dan á una puerta de hierro, Cuya boca honda y callada No se cansa aquella armada Muchedumbre de tragar. Tal vez la traición ó el oro Franquean aquella puerta, Puesto que en silencio abierta Da paso al largo cordón De armados, que en ella se hunde Cual procesión de fantasmas Que unas en otras confunde Febril imaginación. Con fiebre á su vez las veía Deslizarse una tras otra Moraima, y no se atrevía Á la Reina á interrogar, Quien con altanera calma Y semblante satisfecho, Desde el calado antepecho Las contemplaba pasar. Como vagas creaciones De un sueño, en el subterráneo Jinetes tras de peones Se hundieron: volvió el cancel De la poterna á cerrarse, Y tras él, desde la altura, Del arrecife á la hondura Lanzó su antorcha Kaël. Entonces Aixa, volviéndose Á Moraima, por la mano Asiéndola y con ufano Semblante detrás de sí Llevándola, el aposento Cruzó con ella callada Hasta ponerla á la entrada De su oriental alhamí. Allí, del lecho que parte Con su nodriza el dormido Hijo de Abdilá, corrido Teniendo ante ella el tapiz, La dijo:--«Ahora, hija enteca »De un árabe, débil planta »De savia fría, levanta »Con orgullo la cerviz. »El sol que tras de la sierra »Se elevará esta mañana, »Te saludará Sultana, »Pese el sangriento Muley. »Encrespa, pues, tu flotante »Melena rubia, leona »Real, porque tu tierno infante »Es desde hoy hijo de un Rey.» Dijo, y comprendiólo todo Moraima en aquel momento: Mas aunque libre y contento Dentro su pecho saltó Su corazón, ante el vano Orgullo de soberano Ni aun el latido más leve En holocausto ofreció. Abrazó, con sus caricias Despertándole, á su hijo: Mas únicamente dijo, Con inquietud juvenil, Volviéndose á la Africana: --«¿Pero supongo, Sultana, »Qué me ha traído esa gente »Á mi esposo Abú-Abdil?» Miróla Aixa como un águila Mira, dejándola ir viva, Á una alondra fugitiva Que encuentra por su región, Con esa mirada propia De los seres colosales Que á los débiles mortales Sólo otorgan compasión. Criaturas fuertes, y almas Todas vigor, que calculan Por el que ellas acumulan El vigor de las demás: Almas en quien arde virgen La luz de su fe divina, Mas para quien no ilumina Su luz la tierra jamás. Seres dueños de los ímpetus De las terrenas pasiones, Que juzgan los corazones Del suyo por la virtud, Y que siguen inflexibles El carril de sus deberes, Creyendo á todos los seres Con su firme rectitud. Seres que nacen en tiempos Indignos de ellos; de gente Que arrastra cobardemente Su existencia terrenal: Seres que bajo su siglo Se sepultan con fiereza, Sin humillar la cabeza Ante su siglo fatal. Tal fué Aixa y tal la fría Mirada que echó á Moraima Que trémula la sentía Sobre su frente pesar: Tales estas dos mujeres Iguales sólo en fortuna: Débil cual las flores una, Otra fiera como el mar. El silencio de un momento Que produjo esta mirada Kaël con un movimiento De alegría interrumpió. Corrió á la puerta, el oído Á sus hojas aplicando, Y ufano á los pies saltando De su señora volvió. Pasos presurosos, rápidos Por los jardines se oían, Y luces se percibían De los vidrios á través: Aixa exclamó:--«Ahí le tienes: »Por suerte no es tan villano »Que como un perro cristiano »Venga á tenderse á tus pies.» Dijo: mas ya no la oía Moraima, que entrelazados Sus bellos brazos tenía Al cuello de Abú-Abdil: Y el viejo Aly-Athár, que entraba Detrás del Rey, de su hija Embebido contemplaba El arrebato infantil. Ella, soltando al esposo, Corrió á los brazos del padre, Que los abrió cariñoso, Y olvidando la ocasión En que se encontraba, en ellos La levantó como á un niño De su paternal cariño En la expansiva efusión. Hasta los negros esclavos Que alumbraron tal escena Su emoción con harta pena Pudieron disimular. Aixa tan sólo inactiva Y silenciosa á sus brazos Con circunspección altiva Dejó á Abú-Abdil llegar. Y le abrazó: más diciéndole: «Abdil, ya estás en el trono: »Tuyo es, y el cielo en tu abono »Contra la injusticia está: »Piensa, empero, que Aláh es justo »Y que con airada mano »Quita el trono al Rey villano »Lo mismo que se le da. »No olvides que á la fortuna, »De los valientes amiga, »Sólo el valiente la obliga »Y huye del cobarde vil. »Como hombre, pues, sube al trono; »Mas si Aláh al fin te abandona, »No bajes de él sin corona, »Sino sin cabeza, Abdil.» Diciendo así, la Africana Abandonó el aposento, Y ocupáronse al momento Los fuertes por Abdilá, En el silencio nocturno Sorprendiendo á los soldados Á quien los dejó fiados Muley, que hacia Alhama va. IV El sol, al asomar por el Oriente, Del Rey Abú-Abdil vió la bandera Flotar sobre la Alhambra y por su gente Guarnecida á Granada. Nueva era Comenzaba á correr, y alegremente Corrió la muchedumbre novelera, Al vencido Muley abandonando, Del nuevo Rey á acrecentar el bando. ¡Clemente Aláh, cuya potente mano Los imperios del polvo creadora Engendra y los reduce á polvo vano, Según tu santa ley niveladora De la humildad y del orgullo humano: Tiéndela pío hacia la gente mora! ¿Qué va á ser de ella en guerra fratricida Entre el padre y el hijo dividida? LIBRO SÉPTIMO I ¿Quién acota los fallos del destino Ni el pie sujeta de la errante fama, En medio del incógnito camino Por do rauda sus nuevas desparrama? Su voz por el cristiano y granadino Reino la historia pregonó de Alhama, Y á par en su defensa como buenos Se arrojaron Cristianos y Agarenos. Por recobrarla Hasán, desde Granada Corrió con su veloz caballería, Y á defenderla en masa levantada Acudió la cristiana Andalucía. Salió al campo Fernando: su morada Abandonó Isabel, y lució el día En que á mortal y decisiva guerra Se aprestó de una vez la Hispana tierra. Juntó Muley cincuenta mil guerreros De Alhama al avanzar por el camino, Á cinco mil valientes caballeros Que trae del territorio granadino; Y en el valle á la vez por cien senderos Lanzando de su gente el torbellino, En alas de la rabia que le inflama Llegó el viejo feroz al pie de Alhama. La voz de la morisca muchedumbre La roca estremeció donde se asienta; Mas Ponce de León, desde la cumbre La voz oyendo de la grey sedienta De su sangre leal, la pesadumbre Para aumentar del árabe y la afrenta, Elevó las banderas Alhameñas Al par de sus católicas enseñas. Al verlas de los muros en la cima Ondear Muley, con la encendida saña De quien su honor manchado en nada estima El asalto emprendió de la montaña; Mas era el jefe que velaba encima El más ilustre capitán de España, Y á la amenaza de Muley rabiosa Contestó con sonrisa desdeñosa. Vió el árabe Monarca esta sonrisa, Y al punto comprendió con pesadumbre Que su impotencia el de León le avisa Para asaltar la inaccesible cumbre. De venganza la sed dióle más prisa Que discurso, y fió en la muchedumbre, Y vió que sin inmensa artillería Jamás á los cristianos rendiría. Tarde lo vió; mas viendo con despecho Que arriesgaba el honor y el tiempo urgía, Él mismo por el áspero repecho Sus gentes al asalto conducía: Y en impaciencia y en furor deshecho, Contemplaba que sólo conseguía Abrir á sus valientes sepultura De aquellos precipicios en la hondura. La encanecida barba se mesaba El iracundo Rey, y de la empresa No desistir en su furor juraba Hasta cobrar la codiciada presa: Correos tras correos despachaba Máquinas de batir á toda priesa Demandando, y tenaz en tal intento Ante Alhama plantó su campamento. Los peñascos minó, los manantiales Cegó que daban agua á los sitiados, Y de la villa en derrededor sus reales Circunvalando, les dejó bloqueados. Pronto de su constancia las fatales Consecuencias sintieron los cercados, Viendo que, sin socorro pronto y fuerte, Su esperanza mejor era la muerte. El valeroso capitán cristiano, Que el apellido de León tenía, Sin dar tregua al discurso ni á la mano, Su valor de León no desmentía: Y viéndole al peligro el más cercano, Siempre y doquier en vela noche y día, No hubo ni un solo cristiano que cejara Ni que matar por él no se dejara. Infatigable, impávido, tranquilo, Con el valor del héroe sereno, Salió seis veces por oculto silo El campo á sorprender del Agareno; De agua otras cien por conservar un hilo Que de un peñasco les quedó en el seno, Peleó con el fango á la rodilla Mientras bebían de él los de la villa. En vano gran refuerzo poderoso De hondas, ribadoquines y lombardas Llegó por fin al Árabe orgulloso; Él con sus arcabuces y espingardas Continuo fuego sustentó animoso; Y aunque ya asaz por el cansancio tardas Las manos, de tronar sobre las rocas Jamás cesaron sus ardientes bocas. Asombrado Muley de tanto arrojo, Pactos amigos al Marqués propuso; Mas Ponce de León, con grande enojo, Á sus mensajes sin dudar repuso: --«Cuando en Alhama mi estandarte rojo »Roja de sangre infiel mi mano puso, »No fué para quitarle á tu venida, »Sino bajo él para dejar la vida.» --«Pues bien, dijo Muley, serás mi esclavo, Ya que no te contenta ser mi amigo.» --«Mejor me está la esclavitud al cabo.» Replicó fieramente D. Rodrigo. --«Muere, pues,» dijo al irse el viejo bravo. --«Dios de mi honrado fin será testigo.» Dijo el Marqués; y el Moro y el Cristiano Volvieron á sus armas á echar mano. Ensordeció otra vez la artillería Los precipicios cóncavos de Alhama, Y el cristiano valor vió en su agonía De su esperanza vacilar la llama. Habían hecho ya cuanto podía Hacerse por la patria y por la fama Los Castellanos, mas al fin, mortales Se agotaban sus fuerzas corporales. Rayaba ya la postrimera aurora Que podía alumbrar su resistencia: Postrer asalto de la hueste mora Iba fin á poner á su existencia, Y, viendo sin pavor su última hora, De su muerte aguardaban la sentencia; Mas Dios, que no abandona al buen cristiano, Entre Alhama y Muley tendió su mano. La luz de las hogueras con que invoca Socorro el pueblo á la invasión expuesto, De ciudad en ciudad, de roca en roca, Se difundió por el país bien presto; Y al resplandor que á pelear convoca, El peligro de Alhama manifiesto, De Cristo por los campos andaluces Avanzaron las lanzas y las cruces. Alonso de Aguilar, el compañero De armas de Ponce de León, la gente De sus estados allegó el primero; Y cruzando los montes diligente, Como una estatua de bruñido acero Asomó sobre un cerro del Oriente. Y el sol, como un fantasma de luz y oro La presentó á la vista del Rey moro. Los hermanos Girón, de Calatrava Con la legión ecuestre aparecieron Por un valle de sauces: con su brava Infantería por el Sur salieron Los Córdobas de Cabra, y por la caba De un monte que al cruzarle descubrieron, Asomaron, los dos bajo una enseña, El Conde de Alcaudete y el de Ureña. Mirábalos Muley considerando Su fuerza escasa para serios fines, Y se aprestaba á cometerlos, cuando Del montuoso horizonte á los confines Vió de peones numeroso bando, Y en el agudo són de sus clarines Conoció y en sus cárdenos pendones De Enrique de Guzmán los escuadrones. Con ira entonces comprendió que junto Un ejército entero en su mal era, É impío blasfemó, viendo en un punto Venir sobre él la Cristiandad entera; Y mirando avanzar en buen conjunto Los jinetes cristianos por doquiera, Cual jabalí acosado por los perros Alzó su campo y se acogió á los cerros. Desde ellos vió con cólera impotente Sus postigos abrir á los de Alhama; Y echando al corazón la mano ardiente, Á contener la hiel que se derrama En sus hinchados vasos, y la frente Al peso del baldón que se la infama Doblando, con ahogado y ronco grito Exclamó: «¡Alahú akbar! estaba escrito.» Entonces silencioso y cabizbajo De sus gentes cubrió la retirada, Rechazando por sí, no sin trabajo, De las huestes de Ureña una avanzada. Cuando en salvo la vió, por un atajo Se encaminó otra vez hacia Granada, Seguido de unos pocos caballeros De su aciaga fortuna compañeros. Mas ¡ay! su estrella en la gentil Granada Para siempre su luz obscurecía, Y era ya aquella la postrer jornada Que hacer por ella como Rey debía. Ya en la Alhambra, de rayos coronada, Estrella más feliz resplandecía, Y á otro pendón que al de Muley su gloria Otorgaba versátil la victoria. En la vega al entrar, de una colina Al revolver el áspero sendero, De la luna á la lumbre mortecina Vió correr hacia él un caballero. Era un doncel de raza granadina Que, ante él parando el fatigado overo, Dijo con voz por la carrera ahogada: --«Tente, Señor: no vuelvas á Granada.» --«¿Por qué?»--dijo Muley.--«Porque ya llegas Tarde: de ella Abdilá se ha apoderado.» --«¿Y mi Wazir Abú-l'Kasín-Ben-Egas?» --«Está en los Alixares encerrado.» --«¿Y mi Zoraya?»--«De las turbas ciegas Por milagro no más se ha libertado: Los pocos fieles que te quedan vivos, Te buscan por la sierra fugitivos.» --«¿Todo pues lo perdí?--La honra te queda. --Te engañas, infeliz; sin ella vengo. --La puedes recobrar mientras que leda Se conserve tu fe.--Ya no la tengo Tampoco: es fuerza que al destino ceda; Su ley fatal á obedecer me avengo. --Aún te resta, señor, una esperanza. --¿Cuál?--La mejor de todas: la venganza. --Tienes razón. ¿Podemos todavía En el alcázar penetrar?--Acaso: Si te ayuda tu intrépida osadía, Yo puedo abrirte hasta la Alhambra paso En las tinieblas de la noche.--Guía: Y si á ella subo, como frágil vaso Quebrantaré de Aixa y de su hijo La existencia fatal que Aláh maldijo.» Y el Rey, á la venganza decidido, Á los que son con él la faz volviendo Les dijo: «Á este mancebo habéis oído; Uniros á mi suerte no pretendo; Abandonad, si os place, al Rey vencido.» Mas la mano los Árabes poniendo De los corvos alfanjes en los pomos, Respondieron resueltos: «Tuyos somos.» Metió Muley á su corcel la espuela, Y echando por delante al Granadino, Pensando en sorprender su ciudadela Hacia Granada continuó el camino. Mas ¡ay! en vano el hombre se rebela Contra la ley de su fatal destino, En vano avasallar quiere á la suerte: La voluntad de Dios siempre es más fuerte. Era la hora en que entregado al sueño Abú-Abdil, en la Alhambra aposentado, Soñaba con el bien de que era dueño, Con el cetro que á Hasán había robado. Aixa también, desarrugado el ceño, Su saña habiendo y su ambición saciado, Al fin vengada de su infiel esposo, Entregábase en brazos del reposo. Era todo silencio en el recinto Del regio alcázar de la corte mora: Reinaba en su dorado laberinto Del descanso la paz reparadora, Cuando el eco de un ¡ay! claro y distinto De sala en sala retumbó á deshora, Y el joven Rey, de sus estancias dueño, Al eco de aquel ¡ay! rompió su sueño. Oyólo al par la varonil Sultana Su madre, y fuera del suntuoso lecho Lanzándose veloz, á la ventana Escuchó atentamente largo trecho. Sus sentidos sutiles de Africana Y el velador instinto de su pecho La revelaron el terrible arcano De aquel ¡ay! eco del dolor humano. Escuchaba el Rey moro todavía El eco de aquel lúgubre gemido, Cuando su madre con vigor le asía Por el brazo en que estaba sostenido. --«Levántate, hijo mío, le decía, Levántate, Abdilá: ¡Nos han vendido! --¿Qué pasa, madre? preguntó el mancebo. --Tu padre busca á la venganza cebo.» Su alfanje Abú-Abdil blandió desnudo, Y asiendo de un clarín con gran coraje, En los senos lanzó del aire mudo Una sonata de África salvaje. De aquel bárbaro són al eco agudo Se estremeció su guardia Abencerraje, Y de su riesgo próximo avisada Acudió junto al Rey precipitada. Y á tiempo fué. Su yatagán sangriento Muley blandiendo apareció á sus ojos Por la puerta del próximo aposento, Rebosando sacrílegos enojos. Feroz vampiro, de su carne hambriento, Sus brazos muestra con su sangre rojos, Y con los ojos en su sangre fijos La sangre anhela de sus propios hijos. Helóse de terror á su presencia Toda la guarnición de la alcazaba: Aixa, empero, abrasada de impaciencia, Empuñó un arcabuz gritando brava: «¡Muera el tirano!» Al punto con violencia Lid fratricida sin cuartel se traba: En el mismo aposento en que nacieron Los hijos con los padres se batieron. Peleaba Muley como un demente, Y á Aixa los suyos de la lid sacaron: Hallarse no lograron frente á frente Los dos Reyes por más que se buscaron. Llamaba á Abdil con cólera estridente El viejo Rey, cuando sobre él cargaron Tantos al par, que sin lograr su objeto Cejó y huyó por corredor secreto. En el versátil vulgo confiando Descendió á la ciudad por una cueva, Juntar creyendo poderoso bando Con que arruinar la monarquía nueva. Metióse, pues, por la ciudad, llevando Audaz á cabo tan osada prueba, Y en un momento la ciudad entera Campo sangriento de batalla era. Doquier, se escuchan con pavor lamentos, Ayes de muerte y gritos de pelea: Á salvarse no más todos atentos, Sólo en salvarse cada cual se emplea: No hay nadie que en tan críticos momentos Presa de los cristianos no se crea: Nadie á juzgar la realidad se para, Nadie ve dónde ni de quién se ampara. En tanta confusión, en duelo tanto, Abandonando Hasán la lid confusa, Va á los umbrales á llamar de cuanto Moro por su parcial la fama acusa; Mas, al reconocerle, con espanto Seguirle todo musulmán rehusa, Porque se hundieron su prestigio y fama Bajo su triste expedición de Alhama. Su nombre con horror de boca en boca Rápidamente en las tinieblas pasa, Y por doquiera contra él evoca Ira sin compasión, rencor sin tasa: Cobra valor la muchedumbre loca, Y al correr la verdad de casa en casa, Por rejas, ajimeces y balcones, Comienzan á asomar luces y hachones. Comiénzase á ordenar la gente fiera Del Albaycín: tremólanse estandartes Que atraen á sí la juventud guerrera, Y conócense al fin por ambas partes. ¡Aláh por Bu-Abdil! gritan doquiera; Y descubriendo las traidoras artes Á que echa Hasán para vengarse mano, Gritan dando sobre él: ¡muera el tirano! Desengañado el viejo vengativo Abandonó su despechada empresa, Dándose por feliz en salir vivo Favorecido por la sombra espesa: Y con veinte jinetes fugitivo Que aún le seguían, caminó con priesa Muley hacia los altos alijares Donde aún tiene Zoraya sus hogares. Allí la favorita con Ben-Egas Le aguardaba á caballo: á marchar prestos, Sus guardias negros como estatuas ciegas Por él se hallaban á morir dispuestos. --«Vamos, dijo Muley.--Á tiempo llegas, Repuso Abú-l'Kasín: Aixa mis puestos Descubrió ya, y á su merced estamos. --¡Maldita sea! dijo el Rey: huyamos.» Y entrando por las lóbregas laderas De la sierra fragosa y escarpada, Aprovecharon cautos las postreras Sombras para alejarse de Granada: Y del alba siguiente á las primeras Luces, el que fué Rey ya no era nada: El reino se le huyó de entre los brazos Y su cetro al caer se hizo pedazos. ¡Clemente Aláh, que como aristas secas Las más robustas fábricas quebrantas, Los pueblos hundes, y las razas truecas Bajo el polvo que en pos dejan tus plantas! Del hombre vil las vanidades huecas ¿Cómo han de interrumpir tus leyes santas? De Hasán tocó tu soplo en la corona, Y fué... ¡Dios bueno, lo que fué perdona! II Llena al fin de su enojo la medida, Abrió el Señor la urna en que atesora De las naciones la acotada vida: De ella arrojó la de la estirpe mora, Y al caer en la nada desprendida De su mano, con voz imperadora Dijo Dios á Isabel: «He aquí tu día: Parte, rayo de fe: tu empresa es mía.» Y por el fuego de la fe abrasada, Por la celeste mano compelida, Los brazos Isabel tendió á Granada, Que por sus brazos se sintió ceñida Con angustia mortal: y al punto armada Y con el sayo de la cruz vestida, Aparición marcial salió á campaña La fe invocando y el honor de España. Á su inspirado y vigoroso acento, La nobleza leal de Andalucía Pareció ante Isabel en un momento, Rebosando valor y bizarría. Llenas de emulación con su ardimiento Cuantas provincias en su reino había, Su gente enviaron de pelea en planta En derredor de su bandera santa. Encendida en sus bélicos deseos, Desde Córdoba envió con gran premura Numerosos y rápidos correos Á Toledo, León y Extremadura. Cuantos gozaban en su nombre empleos Ó de su autoridad investidura, Su intimación de guerra recibieron Y en campaña obedientes se pusieron. Cartas atentas escribió á sus damas Para que á sus amantes y maridos, De los troncos más nobles y sus ramas La enviasen á la lid apercibidos; Y por los pueblos esparció proclamas, Llamando á los mancebos atrevidos Á romper una lanza en la campaña Por el honor y libertad de España. De su entusiasmo el religioso influjo Derramó el entusiasmo por doquiera, Y cuanto noble su nación produjo En redor acudió de su bandera. Sus vasallos á Córdoba condujo Todo varón que diez tuvo siquiera, Y en cada hora nueva que sonaba Un valiente á Isabel se presentaba. Ella entretanto en vastos almacenes Depositó profusas provisiones De granos, vinos y cecinas, bienes De que abundan sus fértiles regiones: Acopió ropas y armas: montó trenes De batir, con lombardas y cañones: Soldados instruyó que los sirvieran, Y acémilas compró que los movieran. No se excusó ni un noble castellano De acudir de Isabel á la cruzada, Y no quedó un solar en monte ó llano De que no hubiese en Córdoba una espada. Todas las joyas del valor hispano Fueron parte á tomar en la jornada, Sombreando sus bizarros escuadrones De sus casas más ricas los pendones. Vino el primero el Cardenal de España Con escolta lucida y numerosa: Desde el campo feraz que el Ebro baña, El buen Duque llegó de Villa-hermosa. Trajo el Conde de Cabra de montaña Ballestería diestra y vigorosa; Y á los suyos el Conde de Cifuentes Trajo armados de hierro hasta los dientes. Vinieron los del pródigo Infantado Armados de broquel, puñal y clava, Con rico arnés azul empavonado: Vino la gente de Alburquerque brava Con ancho escudo y espadón pesado, Y la Orden militar de Calatrava Llegó, con su Maestre á la cabeza, En caballos de indómita fiereza. Trajo Medinaceli sevillanos Sobre pintadas yeguas caballeros, Y el de Ureña jinetes jerezanos En potros como el céfiro ligeros; Vinuesa de leales castellanos Trajo gran pelotón de espingarderos, Y leoneses con enormes mazas Que hendían los broqueles y corazas. Trajo Fernando de Aragón sus huestes, Y con ellas vinieron de Navarra Los montañeses ásperos y agrestes, Al tiro afectos del balón y barra; Los de Aza y Urgel, jamás contextes, Armados de morisca cimitarra, Y los deudos de Pedro de Velasco De abigarrado y penachudo casco. Desde el muro hasta la árabe alcazaba, De los Kalifas oriental palacio, Córdoba un campamento semejaba, De sus plazas y calles el espacio El aparato militar llenaba, Y de lejos brillar como un topacio La veían los vecinos montañeses Alfombrada de auríferos arnases. Y he aquí que de un balcón que la domina, Contemplaba Isabel la roja hoguera Del sol arder tras la postrer colina, Cuando dobló tendido á la carrera La falda de la loma más vecina Un corredor cristiano de Antequera, Que en nombre de los héroes de Alhama Bastimentos y víveres reclama. Su mensaje al oir Fernando, al punto Convocando en su estancia su Consejo, Pidió opinión sobre tan grave asunto. Pedro de Vargas, Capitán ya viejo, Frontero en territorio á Alhama junto Y del país conocedor, espejo De los cristianos jefes fronterizos, Dijo, mostrando al Rey sus blancos rizos: «Mi existencia, Señor, pasé en la guerra. Y aún no esquivo por débil la batalla, Ni el viejo corazón que aquí se encierra Late aún con temor bajo la malla; Pero conozco bien aquella tierra: Alhama es un peñasco que se halla Cercado por doquier de plazas moras Que le tendrán en riesgo á todas horas. «Mantenerla no pudo vuestro abuelo San Fernando, Señor, y es necesario Que para conservar su inútil suelo Empleéis la mitad de vuestro erario. Con cinco mil jinetes aún recelo Que será su destino bien precario, Porque cada convoy que hasta allí llegue Fuerza es con sangre que el camino riegue. «Sólo quien tenga guarnición en Loja La podrá conservar, y aun así un día Puede que el Moro por traición la coja: Si yo fuera que vos, la quemaría, Y de su incendio con la lumbre roja Á Granada una noche alumbraría, Dejando en su ceniza al Rey pagano Un testimonio del furor cristiano.» Dijo el anciano Vargas. Los prudentes Y graves consejeros que le oyeron, Sus razones hallando suficientes, Á su opinión unánimes se unieron: «De Alhama retirad á vuestras gentes Y quemadla, Señor,» al Rey dijeron: Mas Isabel, que los escucha y mira, Llena exclamó de generosa ira: «No permita el Señor que se abandone Prenda de tal valor de esa manera, Ni que vileza tal nos ocasione Escarnio ser de la morisma entera. No quiera Dios que entre ellos se pregone Que, del peligro en la ocasión primera, Ni en Dios ni en nuestro brío fe tenemos. Ni lo nuestro á guardar nos atrevemos. »No se hable, pues, de abandonar á Alhama: Cuando á lidiar mis gentes he traído, No para empresas sin peligro y fama, Para las dignas de renombre ha sido: Auxilio Alhama de su Rey reclama, Y yo se le daré, que á eso he venido; No ha de cejar ni descansar mi gente Sino cuando en la Alhambra se aposente.» Dijo Isabel: y á la ciudad bajando, Cabalgando en su rápida hacanea «¡Á Alhama!... dijo al castellano bando, ¡Conmigo á Alhama quien valiente sea!» ¡Á Alhama! las banderas desplegando Clamó toda la gente de pelea; Y tras la Reina, que su ardor inflama, Se encaminó el ejército hacia Alhama. ¡Mísero Abú-Abdil! con luz incierta Ya tu estrella fatal sobre ti brilla: Recuerda tus horóscopos: despierta. ¡Apresta tu corcel y tu cuchilla! Ya de la Alhambra á la dorada puerta Va á llamar con ejércitos Castilla, Y á echar van sobre ti los españoles De siete siglos los sangrientos soles. III Dejó Isabel á Alhama guarnecida, Sus muros y baluartes la repuso, Y, en templo su mezquita convertida, Segura guarnición en ella puso. Á Luis Portocarrero á su salida Por su alcaide nombró, quien, según uso De los fronteros jefes castellanos, Conservarla ó morir juró en sus manos. El Católico Rey, dejar queriendo Á los moros señal de aquella entrada, En sus fronteras con estrago horrendo Se corrió por su tierra amedrentada, Y su bizarro ejército metiendo Por la fecunda vega de Granada, Incendió mieses, arrasó olivares, Robó ganados y asoló lugares. Los moros que estos daños achacaron Del furioso Muley á la imprudencia, Partido al punto por Abdil tomaron Y Rey le proclamaron en su ausencia. Las tropas de Muley le abandonaron, El vulgo le mofó con insolencia, Y á Málaga, frustrada su esperanza, Huyó por fin sin alcanzar venganza. Aixa, empero, temiendo la inconstancia Del pueblo, y conociendo que en el trono No tendría Abdilá segura estancia Sino haciendo venir de él en abono Alguna empresa ó triunfo de importancia Que al vulgo deslumbrara, y que su encono Contra Hasán aumentara, con secreto Se preparó para lograr su objeto. Congregó los más diestros capitanes De todas las opuestas banderías, Y desechando y rehaciendo planes, Oyendo escuchas y escuchando espías, Realizó sus solícitos afanes Aprontando por fin en breves días Numerosa y segura cabalgada, De espléndido botín esperanzada. «Probemos á los Reyes castellanos Que aprovechar sabemos sus lecciones, (Dijo á su hijo Abdilá). Pues nuestros llanos Talan, sal á talar sus posesiones. En nuestras tierras por llenar sus manos, Sus castillos están sin guarniciones; Lo que hallan, pues, en nuestra vega amena Busca tú por sus campos de Lucena.» Comprendió el joven Rey á la Sultana; Y ganoso de gloria, y con deseos De probar en la tierra castellana El valor que ha ostentado en los torneos, Con gallardía juvenil y ufana Resolución, sus bélicos arreos Vistiendo, mostró el joven Soberano Su alma de Rey y origen africano. IV ¡Qué hermosas son las noches de Granada! ¡Cuánto placer la atmósfera respira! ¡Con qué rumor tan grato perfumada Susurra el aura que en sus huertos gira! Su misteriosa soledad, poblada De árabes genios, languidez inspira, Y no encierran los senos de su sombra El vago miedo que en la noche asombra. El canto de los pájaros canoros Que anidan en sus bosques embebece; El ruido de sus árboles sonoros Y de sus frescas aguas adormece; De la brisa en los pliegues incoloros Extasiado el espíritu se mece: Todo reposa allí bajo el imperio De un oriental incógnito misterio. Encantada ciudad, cuyas historias Piden del Rey profeta el arpa de oro; Sultana del Genil, cuyas memorias Evoco á solas y en silencio adoro; Alcázar oriental, de cuyas glorias Envidioso está el mundo: bien el Moro Dijo al decir que la mansión divina Está sobre tu tierra peregrina. Tras el cendal da tu estrellado cielo Se ve la faz de Dios que centellea; No hay quien detrás de tu flotante velo La omnipotencia de su Sér no vea; No hay quien escrita en tu fecundo suelo La realidad de su poder no lea; No hay quien contemple tu nocturna calma Sin alzarte un altar dentro del alma. ¡Tierra de bendición! ¿Quién no te adora? ¡Tierra de amor, en que el placer se anida, En tus dulces recuerdos se atesora Toda la gloria de mi inquieta vida! ¿Quién de ti, si te ve, no se enamora? ¿Quién tus noches espléndidas olvida? Bien hizo el que á tus pies por no perderte Peleando tenaz buscó la muerte. Es una noche azul de primavera: Millones de lucientes luminares Dan tibia luz á la terrestre esfera; De flores aromáticas millares Alfombran ya la tierra, y la ligera Brisa en la regia estancia de Comares Introduce sus vírgenes olores Á través de los áureos miradores. Sobre cojín morisco reclinada, Los pies doblados sobre escasa alfombra, Yace la que de la árabe Granada Al fin Sultana sin rival se nombra. Rico dosel de seda cairelada Da á su lánguida faz templada sombra, Y pantalla chinesca en su penumbra Guarda el mechero que el salón alumbra. Es la azucena pálida de Loja; Es de Aly-Athár la tímida gacela; Es la mujer, que trémula cual hoja De triste sauce, duda, ama y recela: Moraima es, cuyo ánimo acongoja Pesar secreto que la tiene en vela. Es la Sultana de cabellos de oro, Que el alma hechiza del Monarca moro. Käel, su negro y perspicaz Nubiano, Yace á sus pies con languidez tendido; La frente apoya sobre la ancha mano Fatigado tal vez, tal vez dormido; Mas la mirada fija del enano Y la abierta nariz y atento oído, Al que su instinto y lealtad comprende Advierten que sagaz á todo atiende. En el obscuro camarín, formado Por la maciza fábrica del muro, Y en donde se abre el ajimez dorado Que da aire y luz al aposento obscuro Al estilo de Oriente fabricado, Contempla el cielo otra mujer; su duro Contorno sobre el cielo se destaca, Pues fuera del balcón el cuerpo saca. Es Aixa, la despótica Sultana, El genio protector del Islamismo, Que desde aquella arábiga ventana Mide del porvenir el hondo abismo. Genio tenaz, encarnación humana De la fe, del valor y el heroísmo, Genio que, á aparecer en otra era, Mentir á los horóscopos hiciera. Con el rumor del bosque confundidos Que sombrea la torre de Comares, Trae el aura fugaz á sus oídos Del bullicioso pueblo los cantares. Á sus vasallos quiere entretenidos Tener el nuevo Rey en sus hogares, Y el mal que sus horóscopos predicen Cantando olvidan y á su Rey bendicen. Pero Aixa, que jamás en ilusiones Se adormeció y á quien la edad avisa De que las populares ovaciones Tan efímeras son como la brisa Que su murmullo trae á sus balcones, Con desdeñosa y lúgubre sonrisa Su són escucha, que al rayar el día Ser puede amotinada vocería. Todo en la regia cámara reposa: Ajenos al turbión de los placeres De la morisca corte voluptuosa, Aquellos tres tan diferentes seres Tristes meditan. Á la fin la esposa, La más inquieta de las dos mujeres, Dando sin duda al pensamiento giro Distinto, débil exhaló un suspiro. Llamó de Aixa la atención el eco De aquella exhalación enamorada, Y del balcón dejando el fondo hueco Fijó en Moraima su glacial mirada; Y con el tono desabrido y seco De su voz, á mandar acostumbrada, La dijo: «Afrenta de las Reinas moras, Espíritu cobarde, ¿por qué lloras?» No lloraba Moraima todavía, Mas tan duras palabras la preñaron De lágrimas los ojos. Muda, fría, Aixa las vió cuando á la faz brotaron De la débil mujer que las vertía. Las vió, mas conmoverla no lograron, Y con regio desdén, á paso lento Comenzó á atravesar el aposento. Mas al llegar del arco á los umbrales, De la alberca en el patio embaldosado Anunciaron los roncos atabales Al Rey por las Sultanas esperado. Seguido de sus deudos más leales Llegó Abdilá para el combate armado: Sonrió al verle con su arnés más bello Aixa, y Moraima se abrazó á su cuello. --«¡Tan pronto! dijo la afligida esposa. --Ya tarda, dijo la valiente madre. --¡Aláh te vuelva!... murmuró la hermosa: --Mas si no vences: volverá tu padre, Añadió la Africana vigorosa. --¡Antes cristiana lanza me taladre!» Dijo el mancebo rebosando enojos, Y un rayo de rencor brilló en sus ojos. Entonces la Sultana:--«En paz os dejo: (Añadió con voz grave) despedíos Á solas, pero ved que no me alejo; No me le quites con tu amor los bríos Que necesita.» Y, torvo el entrecejo, Se sumió en los tortuosos y sombríos Corredores, dejándoles á solas Del mar de su aflicción entre las olas. En silencio abrazados los esposos Largo espacio quedaron: el exceso De su dolor en ayes angustiosos Exhalaba Moraima, mientras preso Mantenía en sus brazos cariñosos Á Abú-Abdil: dióla él un tierno beso De su cariño en la efusión sincera, Diciéndose los dos de esta manera: BU-ABDIL. No llores, alma mía: cobra aliento: Llevo todo mi ejército conmigo. MORAIMA. Abdil, tengo el fatal presentimiento De que no has de volver: yo te lo digo. He soñado, mi bien, tu vencimiento, Y mi sueño es lëal. Mi dulce amigo, Manda tus capitanes á la guerra: Tú eres el Rey; no salgas de tu tierra. BU-ABDIL. Moraima de mi vida, ¿no comprendes Que tu congoja mi valor me quita? Esta salida que evitar pretendes Es nuestra salvación. Se necesita Que el pueblo crea en mi valor ¿entiendes? El Rey ha de ser Rey. Ve á la mezquita Á orar; mas oye ¡oh flor de mis amores! Delante de mi madre nunca llores. Mi madre es una Reina verdadera, Cuyo orgullo jamás ha concebido Que un Rey pueda llorar. Tu amor modera Ante ella y muestra del dolor olvido: Porque ella, aunque á sus pies morir nos viera, No exhalara, Moraima, ni un gemido; Matar sobre nosotros se dejara, Mas creyera infamarse si llorara. MORAIMA. ¿Qué culpa tengo yo de que Aláh Santo Débil mujer me hiciera y no Sultana Feroz como ella? Contener mi llanto No sabré yo ni tarde ni mañana, Y soñaré de noche con espanto Que muerto yaces ó en prisión cristiana, Sin mí llorando ó demandando á voces El fin de tus horóscopos atroces. BU-ABDIL. ¡Calla, Moraima calla: me estremeces! Creo que tu exaltada fantasía En la locura te despeña á veces. Déjale al vulgo que la suerte mía Juzgue fatal al Árabe, y tus preces Dirige á Aláh, para que llegue un día En que contra ellos la victoria arguya Y el triunfo mis horóscopos destruya. ¡Adiós! yo parto á pelear ahora; Mas cálmate, bien mío, porque creo Que en esta correría asoladora Voy sólo á dar un militar paseo Y á recoger botín. ¡Adiós! que es hora Ya de partir y á la Sultana veo. MORAIMA. ¡Aláh te guíe! BU-ABDIL. Hasta volver contigo. MORAIMA. ¡Ay! que no volverás, yo te lo digo. Esta fué la siniestra despedida De Moraima y Abdil. Muda y serena Aixa del corredor á la salida Se presentó, y á impulso de su pena Mortal se desplomó desvanecida Moraima. Partió el Rey para Lucena Y fué su madre á despedirle al muro, Fiando á Dios el porvenir obscuro. LIBRO OCTAVO DELIRIOS I ¡Alahuakbar! ¡Dios grande! No sin causa Llamaron á Bu-Abdil desventurado, Ni sin razón Moraima el fatalismo Lloró de sus horóscopos infaustos. Desdichado en su hogar desavenido, En sus empresas de armas desdichado Y en su amor infeliz, siempre implacable Faltóle Dios en cuanto puso mano. La casa en que nació, la madre que hubo, El siglo en que á luz vino, todo aciago Le fué, y á todo cuanto en torno suyo Vivió sus desventuras alcanzaron. Dios le puso al nacer dentro del pecho Un corazón del infortunio blanco, Y el ambiente fatal de la desgracia Por doquiera que fué le fué cercando. Odio de su nación supersticiosa Por el temor de sus siniestros hados, Y por instinto de creencia y raza Odio á la par del vencedor cristiano, Vió el mundo sus virtudes sin aprecio Y su valor inútil sin aplauso, Y Árabes y Cristianos, por vencido, Á un tiempo sin piedad le calumniaron. Los Moros olvidándole con ira, Mirándole con mofa los Cristianos, Unos y otros infiel en sus historias Legaron á los siglos su retrato. Los unos con lo negro de la saña, Los otros con la tinta del escarnio, En el cuadro inmortal de la conquista Su figura real emborronaron. La poesía, empero, cuyos ojos Escudriñan sagaces lo pasado, Y en dondequiera que lo encuentra admira Lo bello y lo infeliz, con entusiasmo Alumbra su semblante obscurecido, Y, sus forzadas formas restaurando, Su noble y melancólica figura Dibuja con contornos más exactos. No es la de un grande Rey que el fatalismo De su sino provoca temerario, Con el valor del héroe que queda Por él vencido, pero no humillado: Es la figura triste de un Monarca Que obedece al impulso de los astros, Y, sin poderse defender, sucumbe De su destino bajo el peso abogado. No es la robusta encina que se troncha Del huracán gigante entre los brazos, Sino la flor que, abriéndose tardía, Muere marchita por el cierzo helado. ¡Mísero Abú-Abdil! La historia austera No halla luz en tu rostro soberano, Pero la poesía te le alumbra Con el fulgor del infortunio santo. La historia te ve Rey y sin corona, Enamorado y sin favor, soldado Y sin victoria, muerto y sin sepulcro... ¿Dónde hallará su luz para ti un rayo? Alahuakbar ¡Dios grande! No sin causa. Llamaron á Bu-Abdil desventurado, Y con razón Moraima el fatalismo Lloró de sus horóscopos infaustos. II Rico de juventud y de hermosura Cual de esperanza y de valor sobrado, Jinete sobre un tordo berberisco Salió el Rey moro Abú-Abdil al campo. Reverberan al sol de la mañana Sus arneses con oro claveteados, Y se ciernen sobre él como palomas Las plumas de su espléndido penacho. En lugar del lanzón que en Bib-Elvira Se hizo al salir en el quicial pedazos, Despreciando pronósticos siniestros, Corvo alfanje de Fez empuña osado. Piafa el brioso bruto en que cabalga, Fuerza, vapor y espuma respirando, Mosqueando inquieto con la blanca cola Sus ricos paramentos africanos; Y Abú-Abdil sobre la silla diestro Cabalgador caracolea ufano, Tan lleno de bravura y gentileza Como de gloria y de fortuna falto. Detrás de su pendón tranquilos marchan Seis mil peones y dos mil caballos, La flor de la nobleza granadina, Los campeones del Islam más bravos. Por honra del Rey mozo, de Granada Los quinientos mancebos más gallardos Para salir con él á esta campaña Como para un torneo se equiparon. Vense tan sólo rostros juveniles En derredor de Abú-Abdil, y el fausto De los trajes, las armas y jaeces Turba los ojos y suspende el ánimo. Quién con el velo de su dama lleva Hecho el turbante al rededor del casco; Quién de la suya en el crestón prendido El ceñidor de virgen en un lazo. Quién una trenza de cabellos negros Ata en el hierro del lanzón dorado, Habiendo prometido devolverla Empapada en la sangre del cristiano. ¡Qué de garzotas desordena el viento! ¡Qué de colores y reflejos varios Ostentan los brillantes escuadrones En sus móviles grupos ordenados! Desde las torres de Granada al verlos Ya de la vega en el confín lejano, Cintas de oro parecen sus hileras Del sol heridas por los limpios rayos. Aquella tarde Abdil de las murallas De la empinada Loja al pie llegando, Vió lanzarse cien árabes jinetes Del su enhiesto peñón como milanos. Sobre caballo indócil del desierto Que avanza á modo de león á saltos, Bajaba á la cabeza de los ciento El alcaide Aly-Athár, de fe relámpago. Al ver los Granadinos campeadores Llegar al fiero triunfador anciano, Con un ¡lelí! de admiración unánimes Su anhelada presencia saludaron. «De Aláh llevamos el favor, dijeron, Si con nosotros á Aly-Athár llevamos.» Y lo creen: hace ya setenta lunas Que es su bandera de Castilla espanto. El fuerte viejo, que indomable arrastra El peso colosal de sus cien años, De ellos el brío y la experiencia abriga Bajo el cendal de sus cabellos blancos. Hijo feroz del África, en la guerra Endurecido, su nervioso brazo Con un bote de lanza todavía Al caballero arranca del caballo. Árabe verdadero en genio y raza Y del Korán indómito sectario, Quiere para subir al paraíso Una escala de cuerpos de cristianos. Su existencia Aly-Athár pasó con ellos En lid no interrumpida peleando, Sin que de amigos ni enemigos Reyes Respetara jamás treguas ni pactos. Tal es el viejo capitán de Loja: Tal es el padre de Moraima; amparo De los Muslimes, vencedor doquiera, Jamás vencido y por doquier temblado. Mas ¡ay! ¿Quién fía en su feliz estrella, Ciego imprudente junto á sí llevando La fortuna de un Rey de quien los cielos Abrieron un abismo entre los pasos? ¿Para quién resplandece estrella alguna Á través de los lóbregos nublados? Alahuakbar ¡Dios grande! Hacia Lucena Marcha Aly-Athár de Abú-Abdil al lado. Va la saña de Dios delante de ellos: De Santaella y de Aguilar los pastos Quedan sin hoja verde, y como lluvia Corre á sus pies el oro y el ganado. De Montilla y la Rambla las moradas Son humo nada más, y el viento vano Se lleva sus cenizas, de sus dueños Sin tumba los cadáveres dejando. ¡Allí van! ¡allí van! Como un torrente Bajan de las montañas, y su rastro Siguen manadas de voraces lobos, Y los buitres sobre ellos van volando. Allí van: ya las torres de Lucena Blanquean á lo lejos: espantados Huyeron los fronteros, ó dormidos Yacen sin verlos descender al llano. Todo reposa en la extensión desierta: Las sombras de la noche condensando Se van, y de los Árabes protegen La marcha lenta con que avanzan cautos. De un silencioso valle en la espesura Donde abrieron las lluvias un barranco, Siguiendo de Aly-Athár un buen consejo El rey Abú-Abdil mandó hacer alto. Alzáronse las tiendas: en el centro Metieron el botín, reses y esclavos, Y esperando la luz del nuevo día Se dieron unas horas al descanso. «Nadie se mueve, dijo el Bey: sin duda Aláh por nuestro bien les ha cegado: Mañana somos dueños de Lucena, Cuando no por sorpresa, por asalto. --Así lo espero, Amir; pero reposa Para lidiar mejor, dijo el anciano Aly-Athár á Bu-Abdil: duerme tranquilo Y deja lo demás á mi cuidado.» Entró Abdilá en su tienda, y apagadas Las luces que pudieran delatarlos, Sumidos en silencio y en tinieblas Los emboscados Árabes quedaron. Del valle á la salida, en una altura, Un hombre se apostó tras un peñasco, Mudo y quieto como él permaneciendo: Era Aly-Athár que vigilaba el campo. Mas ¿cuyos son los ojos que penetran De la mente de Dios el denso cäos? ¿Cuya la inteligencia que sorprende De sus hondos designios el arcano? Mientras el viejo vigilante guarda El campamento moro, confiando En la tranquilidad del enemigo Su empresa audaz para llevar á cabo, En el confín del horizonte obscuro, En una torre que cual punto blanco Vió Aly-Athár con el día, una luz roja Brilló toda la noche. El africano La vió, mas sola y sin aumento viéndola, La contempló brillar sin sobresalto, Pues vió que no era seña ni atalaya, En avisos de guerra ejercitado. Á la lejana luz continuamente Volvíanse sus ojos sin embargo, No por fundado y racional recelo, Mas por tenaz presentimiento vago. «¿Quién allí velará?» Se preguntaba Á sí mismo Aly-Athár. «Si no me engaño, Aquel es el castillo de Baena, Pero ausente está de él su castellano. Si aquella luz fuera señal, seguía Consigo propio el Musulmán hablando, Ya hubieran las cristianas atalayas Con otros á su fuego contestado. ¿Quién velará en Baena?» Así pensaba El viejo Moro al resplandor lejano Mirando; pero Dios solo pudiera Ver en tiniebla tal, y á tal espacio. Y á poder ver el Moro, hubiera visto Á un castellano capitán que armado Se asomaba al balcón del aposento Donde brillaba aquella luz. Debajo De aquel balcón y tras los gruesos muros De aquel castillo y en su extenso patio, Hubiera visto á combatir dispuestos Trescientos caballeros: y, apoyados Los arcabuces en el muro, hubiera Visto hasta mil peones castellanos, Que aguardaban las órdenes del hombre Que estaba en el balcón iluminado. Hubiera visto luego que otro jefe Con otros cien jinetes de su bando Llegaba, y abrazando al que esperaba Tocaron bota-silla sus soldados. Todo esto, á poder ver, hubiera visto Aly-Athár, ó lo hubiera imaginado, Si su clara y sagaz inteligencia No obscureciera Dios para estorbárselo: Mas no vió más que lo que ver podía; Y viendo el día á clarëar cercano, Dejó su puesto y de Abdilá en la tienda Entró, diciendo respetuoso: «Vamos: Levántate, Señor: ya está la aurora Próxima, está el camino solitario, Y es fuerza que á las puertas de Lucena Á un tiempo con el sol amanezcamos.» Cabalgó Abú-Abdil: en breve tiempo Los escuadrones moros se aprestaron Á partir y partieron, á Lucena En su poder el Rey imaginando. Alahuakbar ¡Dios grande! No sin causa Llaman á Abú-Abdil desventurado; Ni sin razón Moraima el fatalismo Lloró de sus horóscopos infaustos. III Llora, esposa infeliz: tu amor es ido Para más no volver; preso en Lucena Se dejará su corazón tu esposo, Y volverá sin alma cuando vuelva. Sultana de las flores de Granada, Llora; porque en verdad ya no te queda Más consuelo que el llanto que derrames En los amargos días que te esperan. Arranca, pues, tristísima Moraima, Tus rizos de oro y sin piedad cercena, Para hacerte un dogal, de tus cabellos La rica y aromática madeja. ¡Llora, madre sin par desventurada! Ese hijo hermoso á quien con ansia besas Nació cautivo para ser: su cuello Tiene ya la señal de la cadena. ¿Por qué uniste tu amor y tu fortuna De Abú-Abdil á la fortuna adversa? ¿Por qué tu padre te arrancó de Loja, Blanca y olorosísima azucena? ¡Feliz de ti si nunca le dejaras! ¡Feliz si nunca, de amistad en prenda, Tu padre del Monarca granadino Al oriental alcázar te trajera! Tal vez entonces Aly-Athár, contrario Al hijo de Muley, sólo á la guerra Le dejara partir, y no quedaras, Cuando su amparo necesitas, huérfana. ¿Qué has hecho tú, paloma enamorada, Víctima para ser de tales penas? ¿Qué has hecho á Dios para atraer los rayos De su furor á tu gentil cabeza? ¡Ay! harto has hecho respirando el aire Que de tu Rey el hálito envenena. Nada esperes del Cielo que maldijo La raza de Bu-Abdil: nada te resta. IV ¡Pálida sombra de Moraima! escucha: Oye mi voz que te habla en las tinieblas, Y verás con placer que todavía Hay quien contigo de tu mal se duela. Ven, triste sombra, ven: Dios, compasivo, Alas me ha dado como á ti, y la lengua Me ha permitido hablar que hablan las sombras Para ir á su región y hablar con ellas. Ven ¡oh Moraima! El universo duerme: Desciende en una ráfaga á la tierra: Yo sé que está tu espíritu en la Alhambra Y vengo á consolártele: no temas. ¡Gracias, hermosa sombra! Ya te veo Que sobre un rayo de la luna llegas Á estos escombros que la Alhambra fueron. ¡Ay! ¡sombras sólo en su recinto quedan! Ven; yo te haré de mi ignorada vida La misteriosa relación secreta, Y tú se la dirás á tus hermanas Cuando al imperio de las sombras vuelvas. Yo más tarde que tú nací tres siglos: Mas no que vivo en mi centuria creas, No: enamorado de las sombras, vivo Como tú en el país de las quimeras. He venido esta noche á estas mansiones De soledad y de silencio llenas Y, aunque tú te creías invisible Para mí, yo vagar te vi por ellas. ¿Sabes, dulce y quimérica Moraima, Cuál es la ocupación de mi existencia? Pues es no más la de contar al mundo De los pasados tiempos las leyendas. Yo he venido á Granada á demandaros No más que á solas me contéis las vuestras, Para que yo en mis versos harmoniosos Á mi egoísta edad contarlas pueda. Y ahora escucha, Moraima, otro secreto, Que mi callado corazón encierra Desde el instante en que pisé la Alhambra; Pero que tus hermanas no lo sepan. Oye: de todas las hermosas sombras Que los recintos de Granada pueblan, Tú eres la más gentil, la mas simpática, Y la de que mi edad menos se acuerda. Pues bien, Sultana de las sombras, oye: Yo adoro tu fantástica belleza; Yo, que he puesto en las sombras mis amores, Te amo, y mi tierno amor quiero que sepas. Cuando, mujer, en la región vivías De los mortales, en mortal tristeza De los pesares víctima viviste, Calumniada te viste con afrenta De tu estirpe y virtud, vendida esposa, Madre apartada de tus hijos, sierva Más que reina en tu casa, y del más noble Y más valiente de los padres huérfana; Pues bien, Moraima, ahora que, fantasma, Vives con otro sér otra existencia, En tu vida de sombra, yo, que te amo, Una vida mejor quiero que tengas. Tú serás la Sultana de mis cuentos, Yo en mi laúd lamentaré tus penas, Enjugaré tus lágrimas con flores Y regaré tu lecho con esencias; Te llevaré conmigo á los alcázares En donde tiene su morada regia La noble, omnipotente poesía, Que sobre el mundo soberana impera. Entonces tomarás, como las auras De la montaña, transparente aérea Y luminosa forma, y será obscura Á par de ti la nieve de la sierra, La claridad del alma menos limpia Que de tu vaga faz la transparencia, Y la del sol poniente menos rica Que tu rubia y flotante cabellera. Y entonces con desdén verás que el mundo Te reconoce de las sombras reina, Tu pavorosa aparición adora Y de tu velo azul las orlas besa. Mas ya comienza á amanecer: al cielo, Sombra gentil de mis amores, vuela: ¡Adiós, Sultana de las sombras! huye: Yo me quedo cantándote en la tierra. V Ya por el horizonte blanquecino Comienza á despuntar la luz primera Del sexto día en que con hueste brava El Rey Abú-Abdil partió á Lucena; Y ya, envuelta en un schal de cachemira Desde la parda torre de la Vela Tiende su madre los avaros ojos Por la extensión de la tranquila Vega. Todo es silencio, el campo todavía Iluminado por el alba apenas; Duermen aún las aves en las ramas Y cerradas están todas las puertas. Ningún viviente sér en lontananza Comienza el punto de su sombra negra Á acrecentar, sobre el sendero blanco Por donde de Abdilá se aguardan nuevas. Fría, impasible al parecer la Mora, Pero de angustia inexplicable presa, Silenciosa y sombría se mantiene, Inmóvil, apoyada en una almena. Dentro del triste corazón materno Fiera aunque oculta tempestad fermenta, Y á sus ojos las lágrimas no suben Porque en el hondo corazón gotean. Alguna vez su pie, que el suelo hiere Con ímpetu, delata su impaciencia, Y algún suspiro, que fugaz exhala, La realidad de su aflicción revela. Nadie parece aún: el sol brillante De un día de temprana primavera Extiende ya sus purpurinos rayos Por el verde tapiz de las laderas. Las cristalinas gotas del rocío, Que se columpian en la móvil hierba Mecidas por el aura matutina, Del sol á los reflejos reverberan. Ya abandonando su caliente nido Bulliciosos los pájaros gorjean, Y estremeciendo de placer sus plumas, Á Dios bendicen y su luz celebran. ¡Cuán hermosa en los campos de Granada Se ostenta la feraz naturaleza, Cuando del seno de las sombras sale Virgen, florida, perfumada y fresca! Aixa desde la torre su hermosura Callada y melancólica contempla, Sin ver en la extensión de la campiña Más que de Loja la torcida senda. «¡Alahuakbar! clamó, sola creyéndose; ¡Ya la tardanza de Abdilá me aterra!» Y á sus palabras contestó un gemido Hondo, angustioso: de Moraima era. Tornó los ojos la Sultana madre Hacia la esposa pálida, y al verla Con la vista y la faz desencajadas, Siguió de su visual la línea recta. ¡Presentimiento de su amor sin duda! Un punto negro y móvil va con lenta Vacilación su forma acrecentando Sobre el camino que hacia Loja lleva. Käel, que á los pretiles no alcanzando, Por la hendidura ve de una aspillera, Fué el primero que un árabe jinete Reconoció en el punto que negrea, Y á Moraima con muda pantomima Explicó la verdad, que aun no penetra La vista de las Moras, menos clara Por la edad y las lágrimas en ellas. «Tiene razón Käel, es un jinete,» Dijo la madre al fin, sobre las cejas Formando una pantalla con la mano Para ver más sin que la luz la ofenda. «Es un guerrero, sí», dijo Moraima Á su enano Käel que la hace señas: «Es un guerrero de Granada, dijo Aixa á Moraima, tus colores lleva.» Es, en efecto, un caballero moro, Que á escape las campiñas atraviesa Sobre un caballo del desierto, y rápido Como una nube á la ciudad se acerca. Dos ó tres veces se perdió cubierto Por los árboles altos de las huertas, Y apareció otras tantas, más distinto Cada vez y más próximo. Las cercas Dobló de los jardines exteriores, Cruzó las intrincadas callejuelas Del arrabal y entró por Bib-Elvira, Por el vigía al conocerle abierta. «Vamos á recibirle»,--exclamó Aixa. «Vamos», dijo Moraima: y, la escalera Tomando de la torre, las Sultanas Bajaron de la Alhambra hasta la puerta. Un momento después, bajo del arco De la justicia, la rendida yegua Del caballero moro desplomóse Ante los pies de su jinete muerta. Era el bizarro Cid-Kaleb, amigo De Abú-Abdil, quien respirando apenas Dobló ante las Sultanas la rodilla, Mas sin poder hablar. En su impaciencia Hirió Aixa el suelo con la planta y dijo: «Habla: ¿qué es de Bu-Abdil?--Hacia la tierra Cristiana con la mano señalando, Respondió Cid-Kaleb:--¡Allá se queda! --¿Muerto?--Cautivo.--¿Y Aly-Athár?--Sin vida, Su cuerpo el agua del Genil se lleva. ¡Cayó sobre los Árabes el cielo Y yacen sin sepulcro en tierra ajena!» Lanzó un grito Moraima, íntimo, agudo, Honda expresión de su profunda pena, Y cayó sin aliento entre los brazos De Aixa, que la abrazó por vez primera. Lívida, silenciosa, sosteniendo Á la infeliz Moraima con la fuerza Nerviosa del dolor, quedó Aixa un punto Los ojos con horror fijos en tierra. «¡Alahuakbar! ¡Dios grande!» exclamó al cabo: Y de su rostro por la tez morena Resbalaron dos lágrimas, dos solas: ¡Mas de lava y de hiel dos gotas eran! VI Tórtola blanca de azulados ojos, Perla robada del peñón de Loja, Flor de la Alhambra, de su bosque ameno Cándida corza: Bella Sultana, creación aérea De mi alma triste que en los aires mora: ¿Dónde me ocultas tus celestes ojos, Garza paloma? Pálida estrella cuya luz no veo, Flor de quien busco el delicioso aroma ¿Dónde eres ida, mi gentil Moraima? ¿Quién te me roba? ¿Qué nube opaca tus estancias ciñe? ¿Qué genio infausto en su mansión se posa? ¿Por qué es hoy luto y soledad lo que antes Fué luz y gloria? ¿Qué maleficio de silencio y duelo De tus estancias el recinto colma, Que hasta la fuente que corría en ellas Seca está ahora? Tus frescos patios de arrayanes llenos, Tus ricos techos de marfil y concha, Tus camarines de labor morisca Yacen en sombra. ¿Dónde tus ojos que alumbrar solían Tus regias salas, imperial señora? ¿Dónde los sones de tus ya olvidadas Cántigas moras? ¡Ay! muda oprimes en letargo yerto Los almohadones de tu umbría alcoba: Sólo tu esclavo te sostiene, sólo Käel te llora. Duerme, Moraima, en tu letargo, duerme; No vuelvas nunca á las amargas horas Que las vigilias de tu vida aguardan Tempestüosas. Duerme y no vayas al salón sombrío, Donde Aixa escucha de Kaleb á solas Las de tu padre y de tu esposo aciagas Negras historias. Duerme y no vayas: á Kaleb no escuches, Hija sin padre, sin esposo esposa; Su voz aterra, su relato eriza: Duerme: no le oigas. Sér vaporoso, creación de un alma Que en sombras leves su pasión coloca, Hada que hechizas de mi amor poético La fe recóndita: Ven á mis brazos, de mis sueños hija; Ven: dame tu alma que el pesar desola, Y yo del sueño la hundiré en la sima Lóbrega y honda. Yo, que comprendo de las sombras vagas La lengua pura y la mortal congoja, Traeré á tu alma aletargada menos Fieras memorias. Ven: yo no quiero que tu sér errante Vague esta noche por las frías bóvedas De este palacio, que sangrientos sueños Sólo atesora. Sé que en la angustia de tu afán doliente Hasta el consuelo de mi amor te enoja; Mas ven al campo de las almas tristes Y melancólicas. Allí dormida soñarás quimeras Tristes y vagas, pero no angustiosas, Mientras relatan la fatal leyenda... Ven: no la oigas. Mas ¡ay! ¿quién puede interrumpir los daños De los pesares que al mortal acosan? Sufre y delira, vagarosa hija De mi alma loca. Tórtola triste que en el sauce umbrío Tu amor perdido solitaria lloras: Ráfaga helada que el ciprés gimiendo Lúgubre azotas: Són temeroso con que el mar airado Fiero amedrenta la desierta costa: Eco del viento que las huecas ruinas Cóncavo asordas, Dadme de vuestros funerales ruidos Las más siniestras y dolientes notas, Para que en torno de la Alhambra eleve Fúnebre trova. VII ORIENTAL Sultana de la alegre Andalucía, Alcázar de la luz y de las flores, ¿Qué fué de la alegría De tus Señores? Encanto de los ojos, ¿Quién causa tus enojos? Espejo de la luz del medio día, Kiosko oriental de excelsos alminares, ¿Qué fué de la harmonía De tus cantares? Bellísima Granada, Tu luz está apagada, Los ojos celestiales Están bajo sus schales Su pecho dolorido Su voz es un gemido del cielo favorita, tu gloria está marchita: de tus doncellas moras llorando largas horas: suspira sin amores; su lecho ayer de flores Es lecho de agonía... Encanto de los ojos, ¿Quién causa tus enojos? Rosal del medio día, Nidal de ruiseñores, ¿Qué fué de la alegría De tus Señores? La Alhambra está desierta Cerrada está su puerta, Su fábrica altanera Y en ella la bandera No anuncian la victoria Los cánticos de gloria, y obscuros sus salones: cerrados sus balcones: la tempestad azota de Abú-Abdil no flota: sus áureos alminares: placer de sus hogares, Son ayes de agonía... Encanto de mis ojos, ¿Quién causa tus enojos? Rosal de Alejandría, Remedio de pesares, ¿Qué fué de la harmonía De tus cantares? ¡Oh mísera Granada! ¡Oh madre desolada! Tus hijos los más bravos, Ó muertos son, ó esclavos Abdil, flor de tus flores, Y están tus defensores ¡oh triste reina mora! ¡llora sin tregua, llora! amor de tus entrañas, detrás de tus montañas; no habita ya en Comares, sin tumba ó sin hogares. ¡Lamenta tu agonía, Sultana de la hermosa Andalucía! Mirab sin alminares, ¿Quién te dará harmonía Sin tus cantares? Espejo de la luz del medio día, Alcázar de las flores, ¿Quién te dará alegría Sin tus Señores? VIII Es alta noche ya: muda y desierta Yace en tinieblas la oriental Alhambra; Ni una luz en sus altos ajimeces, Ni un paso, ni una voz en sus murallas. Granada está á sus pies, como ella obscura, Muda como ella, triste y solitaria: Ni una voz en el fondo de sus calles, Ni una luz en sus lóbregas ventanas. El peso del dolor y de la afrenta Y el ambiente letal de la desgracia La tienen, más que en sueño sumergida, En profundo sopor aletargada. El duelo universal que la circunda Los lamentos inútiles apaga, Y se oyen los gemidos solamente En la profunda soledad del alma. Todo es silencio la morisca Corte: Mas ¿quién no vierte en el silencio lágrimas? Allí llora la madre por el hijo, Por el hermano allí gime la hermana: La esposa llora su perdido esposo, Su cautivo galán llora la dama, El amigo la suerte del amigo... ¡Noche horrenda y fatal para Granada! Todos conocen la sangrienta historia, Y á su vez la magnánima Sultana Aixa, después de lamentarla, quiso Con pormenores amplios escucharla. La Madre de Abú-Abdil es una altiva Matrona, digna de la edad romana, Que en el momento de sentir las penas Reflexiona que debe dominarlas. Entregada á un dolor íntimo y mudo, Todo el día pasó sola en su estancia; Pero se dijo al fin: «Si está cautivo, Pensar debemos en que libre salga.» Y avisado Kaleb por un esclavo, Subió de noche al silencioso alcázar, Donde de oir la desastrosa historia Le esperaba impaciente la Sultana. «Habla, Kaleb, le dijo cuando á solas Se hallaron: cuenta la fatal jornada: Todo quiero saberlo en esta noche, Y Aláh, Kaleb, me alumbrará mañana.» Y he aquí que en el silencio de la noche, Relatando Kaleb y oyendo Aixa, En un salón del patio de Leones En este punto de la historia estaban. IX KALEB «No era de día aún cuando empezamos Á salir del barranco, donde á obscuras Habíamos pasado aquella noche En profundo silencio. Las hileras De guerreros, cautivos y ganados Que cruzaban el valle, parecían Sobre las sendas cóncavas, movibles Serpientes gigantescas, á la escasa Claridad de los astros. Los enormes Peñascos dibujaban sobre un cielo Apenas azulado los contornos Deformes de sus crestas, en las cuales, Toda la noche oímos el siniestro Graznido de los buitres, y el aullido Temeroso del lobo, cuyos ojos Veíamos brillar entre las matas. Todos éramos hombres avezados Á las escenas de la guerra; pero Un no sé qué de pavoroso y triste Nos encogía el ánimo en aquella Melancólica noche, y caminábamos En lúgubre silencio: parecía Que iban á desplomarse los peñascos Sobre nuestras cabezas, y queríamos Salir cuanto antes del medroso valle. Dimos por fin en la llanura: el alba Comenzaba á clarear y distinguimos Los almenados muros de Lucena. Con los cautivos y la presa entonces Mil peones dejando y cien jinetes, Avanzamos, creyendo sorprenderla, Sobre la villa. Abú-Abdil, seguido De un escuadrón de jóvenes valientes Y ansiosos de renombre, se metieron Á escape por las huertas y arrabales. Ni un sér viviente se encontraba en ellos, Ni se abrió una ventana ni una puerta. Prevenidos sus cautos moradores, Se habían encerrado en el castillo. ¡Mas Aláh estaba allí!... Su faz airada Brilló tras de los muros y, en el punto En que tiñó la luz el horizonte, Se cubrieron de cascos de cristianos, Y una lluvia de dardos y de piedras Cayó sobre nosotros: los clarines Y tambores cristianos atronaron El viento, y la bandera de Castilla Se desplegó con insolente orgullo. «¡Al asalto!» gritó con voz de trueno El Rey Abú-Abdil, con una trompa Haciendo la señal. En el instante Se cubrieron de escalas las murallas, Y los turbantes moros blanquearon Envueltos con los cascos de Castilla Encima de los cóncavos adarves. ¡Ay! Aláh estaba allí contra nosotros, Sultana: era un león cada cristiano, Y los genios impuros del abismo Peleaban por ellos aquel día: Sus hachas y sus mazas con horrible Martilleo caían en las frentes De los escaladores, y rodaban Al foso con estruendo los cadáveres. «Señor, dijo Aly-Athár á vuestro hijo Que rugía de saña: es necesario Retirar nuestra gente: prevenidos Estaban, mas la tierra está tranquila Y no han hecho señal las atalayas. No tienen, pues, socorro, y con un sitio De un solo día se darán.» Oyóse Tocar á recoger, y comenzamos Á cejar. Una niebla blanquecina Traída por un viento de Occidente Enlutaba la atmósfera, impidiendo Ver á largas distancias. Los peones Que custodiaban el botín, mirándonos Volver, picaron las revueltas reses Y comenzaron á marchar, creyendo Ya abandonada nuestra empresa. Ahora Dispénsame, Sultana, si el desorden De mi dolor confunde mis palabras, Porque de mis ideas el tumulto No las deja mejor brotar del labio. ¡Ay! ¿cómo te diré lo que quisiera Olvidar para siempre?»--Sofocada Aquí la voz del Árabe, tomaron Una expresión siniestra sus miradas; Sus músculos temblaron sacudidos Por interior agitación, su cara Palideció, y al fin con hondo acento Y en el dialecto gutural del África, El lento é inharmónico relato Continuó así de la fatal jornada, Ora bajando el tono, ora elevándole Conforme la pasión que le agitaba. ¡Y era espantoso de escuchar su cuento, Y espantosas de ver sus exaltadas Actitudes y gestos, inspirados Por el rencor, la afrenta y la venganza! «En medio de la niebla, como turba De maléficos genios, los cristianos Salieron á nosotros: no les vimos Hasta que atravesados por sus flechas Cayeron los Muslimes. Su caballo Revolvió el Rey al punto, y todos dimos La cara á aquellos perros, que salían Por detrás á mordernos. Ya en desorden Les teníamos puestos, cuando, el aire Rasgando una trompeta castellana, Nos sentimos cargar por la derecha Por una tropa de jinetes: íbamos Á volvernos allí cuando, en el monte Que á nuestra izquierda se elevaba, oímos Un clarín italiano, y cada encina Brotó un cristiano caballero. Entonces, Con tan distintas señas confundido, Dijo Aly-Athár al Rey: «Esa trompeta, Señor, es Italiana: el estandarte Que traen aquellos otros no le he visto En batalla jamás: el mundo entero Creo que viene aquí sobre nosotros.» ¡Alahuakbar! ¡Sultana, estaba escrito! Cejábamos lidiando, en la esperanza De unirnos á los nuestros: mas al punto De mirar hacia atrás, vimos que todos Huían por los montes, torpemente El inmenso botín abandonando. «¡Volved, gritaba el Rey corriendo á ellos, Volved, desventurados, y á lo menos Sabed de quién huís.» ¡Voces inútiles! Otro tambor, doblando en la angostura Por donde huían, aumentó su miedo Y dieron como ciervos espantados Á correr por el valle. ¡Aláh potente! Obligados á huir los que quedábamos En rededor del Rey, le circuimos Y volvimos la espalda, descendiendo Hasta un angosto paso de la sierra: Un pelotón de nobles Granadinos, Caballeros leales que volvían Á buscar á su Rey, en él hallamos Protegiendo á los últimos peones De nuestro bando. El Rey volvió la cara Al llegar á la cóncava angostura, Y en un estrecho llano deteniéndose Nos dijo: «Retirémonos como hombres Que ceden á la suerte, mas no huyamos Como cobardes que la muerte temen.» Y metiendo al caballo las espuelas, Cargó sobre los perros Nazarenos Que nos seguían: á ampararle todos Nos lanzamos tras él, y los cristianos, Desordenados al tremendo empuje De los caballos árabes, nos dieron Tiempo para ganar las angosturas Donde en estrechas sendas imposible Les era acometernos; y emprendimos La peligrosa retirada á Loja. Los enemigos, pronto rehaciéndose, Entraron tras nosotros en la hondura Pisándonos las huellas; cinco leguas Combatiendo y marchando recorrimos Hasta el valle fatal de Algarinejo. Aquí el Genil, con las crecidas ancho, Segunda vez detuvo nuestra marcha: Nos arrojamos á vadearle y salvos Nuestros caballos á sacarnos iban Nadando vigorosos, cuando vimos Con ira y con terror que, á la ribera Bajando en rigurosa disciplina, Salía á recibirnos en sus lanzas Otro escuadrón cristiano, como un muro De hierro levantado en el camino. Su jefe, el gigantesco Don Alonso De Aguilar, á su frente sonreía Mirándonos salir de entre las aguas Con placer infernal; yo le había visto En mi cautividad y le tenía Bien presente. Dió el grito de ¡Santiago! Y aquel muro de hierro se nos vino Como un témpano encima. La pelea Fué horrenda. Con el agua á la cintura Los más, mucha la ira, el suelo escaso, Vinimos á las manos arrojando Las inútiles lanzas y acudimos Á los alfanjes y puñales; rojas Iban á poco del Genil las aguas. Yo peleaba junto al Rey: su brazo Era un rayo: sus ojos chispeaban Como carbones encendidos: sangre Le brotaban los labios, que rabioso Se mordía, y hendiendo, atropellando, No con la voz, con el esfuerzo heroico, Nos animaba á combatir sin tregua, Para morir con honra ante su vista. Mas he aquí que un cristiano que caído Se halló bajo de mí, tal vez creyendo Que era yo el Rey por mi caballo blanco, Le cortó los jarretes; dió un bramido El generoso bruto, y desplomándose Cayó sobre mi cuerpo, en torno mío Una laguna con la sangre haciendo Que sus arterias rotas derramaban. Pasaron sobre mí cien y cien veces Amigos y enemigos, sin que fuera Posible levantarme. Entonces, Aixa, ¡Aláh lo olvide! blasfemé, escupiendo Al cielo sin piedad para los Árabes: Y allí tendido, ahogado bajo el peso De los que sobre mí cayendo iban, Y recibiendo en mi lugar la muerte, Á quien en vano á veces invocaba, Vi caer á Aly-Athár, bajo el mandoble De Don Alonso. Con la frente hendida Á un tajo de su brazo formidable Cayó, más sin soltar la cimitarra, Aly-Athár en el río, y su cadáver Las turbias ondas del Genil sorbieron. ¡En el Edén los justos le reciban! Los que lidiar y perecer le vieron Su muerte llorarán mientras que vivan. Con él se hundió el valor de los Muslimes; Cuarenta caballeros que lidiaban Con el Rey, le dijeron á mi lado Defendiéndole: «Sálvate: nosotros Moriremos por ti. » Yo vi el semblante De tu hijo, surcado por dos lágrimas, Volverse á aquellos fieles caballeros Y lanzarse otra vez en la pelea Para morir con ellos. ¡Oh Sultana! Tu hijo es un Rey valiente que combate En la primera fila: es un Rey noble Que defiende á los suyos; pero temo Que sus tristes horóscopos se cumplan: Dios le abandona á su fatal estrella, Y por más que su aliento soberano Prodigios hace de valor humano, La fuerza de su sino le atropella. Persuadido por fin de que era inútil Ya su obstinada resistencia, tu hijo Arrojándose al agua, á su corriente Se abandonó: mis ojos le siguieron Con indecible afán: le vi alejarse: Le vi tocar en la ribera opuesta, Vi caer su caballo moribundo, Y le vi vacilante de fatiga Meterse en un jaral: le creí salvo. Mas ¡ay! á poco junto á mí sin armas Le vi pasar, á la merced de un jefe De quien iba cautivo. En su cimera No había ya una pluma, ni una hebilla Que encajara en su arnés, roto en cien partes. Lleno de sangre y de sudor el rostro, Reconocíle apenas: como un sueño Le vi alejarse, y el pesar, la ira, La vergüenza, el cansancio, me prensaron De angustia el corazón... pasó una nube De sangre ante mis ojos y, en la arena Caer dejando la cabeza inerte, Que para verle alcé, me eché sin pena En los brazos del ángel de la muerte.» Calló Kaleb y, el rostro con las manos Cubriéndose, lloró. Torva, sombría, La Sultana clavó sus negros ojos En el suelo, las lágrimas apenas Pudiendo contener que en las pupilas Sentía aglomerársela, y gran trecho Sin pestañear inmóvil se mantuvo, Porque no se la huyeran de los párpados. Tragóselas al fin, y sobre el hombro Poniendo de Kaleb su mano ardiente, Dijo: «Bien. ¿Y qué más?» El Moro alzando La cabeza y mostrando su semblante, Que surcaban las lágrimas, repuso: «¿Qué más he de decirte? Anochecía Ya cuando en mí torné. Tendí los ojos En rededor: cubierta la ribera Estaba de cadáveres: los buitres Aguardaban la ausencia de la vida De algunos que aun luchaban con la muerte Para cebarse en ellos, y en las breñas Aullaban ya los lobos. Mi caballo, Con las postreras ansias revolcándose, Se separó de mí, y á sus esfuerzos Desesperados, de los cuerpos libre Que pesaban sobre él, me había dejado Libre también á mí. Tendí mis miembros Entumecidos y probé mis fuerzas. Al movimiento que hice, vi los ojos De un Árabe tendido en mí fijarse. Era el valiente Ben-Osmín; el pecho Tenía atravesado por un dardo Que no pudo sacarse, y expiraba Con el valor sereno de los héroes. Me conoció, y al verme en pie llamóme: «Toma (me dijo el infeliz), si vives »Y vuelves á Granada, da esa trenza »De sus cabellos á Jarifa, y dila »Que es mi sangre la sangre en que empapada »Se la envío, y que ya no espere verme »Sino en el Paraíso;» y alargándome La trenza con la mano ensangrentada, «Toma,» me dijo, y se tendió, cerrando Los ojos para siempre. Apoderarme Logró al fin de un caballo sin jinete, Y echando por lo espeso de la sierra, Corrí en un día lo que anduve en siete, Hasta salir de tan infausta tierra.» «¡Alahuakbar! Dios es de los destinos Señor, exclamó Aixa. Ven mañana Al trasponer el sol á este aposento: Temo á los inconstantes Granadinos, Y necesito meditar mi intento: Mañana le sabrás.--Adiós, Sultana.» Dijo Kaleb, y hacia la puerta un paso Dió: mas al levantar de su cortina El cairelado azul pérsico raso, Permaneció Kaleb sin movimiento, Cual si viera en la cámara vecina Alguna aparición. Su macilento Rostro volviendo á él, dijo la Mora: «¿Qué es lo que tal admiración te inspira?» Kaleb, ante su vista indagadora, Descorriendo el tapiz, la dijo: «Mira.» X Más pálida que el mármol de la fuente Donde apoya su brazo nacarino, Más triste que la voz con que doliente Gime en la costa el pájaro marino Cuando cercano el temporal presiente, En la ancha pila del jardín vecino Contemplaba Moraima silenciosa La triste imagen de su faz llorosa. Suelto el cabello, que á merced del viento Por los desnudos hombros ondulaba, En el agua, al reflejo amarillento De una lámpara de oro, se miraba. Su cuerpo sin acción, sin movimiento Sus enclavados ojos, semejaba Su blanca y melancólica figura Añadida á la fuente una escultura. Á la luz que su lámpara destella, Su rostro con asombro contemplaron Aixa y Kaleb, y con callada huella Á la infeliz Moraima se acercaron Solícitos: mas ¡ay! inmóvil ella, Ni les vió ni sintió cuando llegaron: «Duerme, dijo Aixa que tenaz la mira: --No duerme, dijo el Árabe: delira.» Delirando, Moraima el ojo atento De la taza de mármol no quitaba, La imagen de su rostro macilento Contemplando que el agua reflejaba; Y al fin, con un suspiro y con acento Cuya tristeza el alma traspasaba, Con el mirar en ella siempre fijo, Así á su imagen transparente dijo: «¿Quién eres tú que pálida me miras »Debajo de la trémula corriente? »¿Quién eres tú que como yo suspiras »Con triste faz y en ademán doliente? »¿Eres algún espíritu que giras »Por los senos del agua transparente, »En pos del bien á quien perdido lloras, »Y en el lugar en que se oculta ignoras? »¡Ay! no le busques, sombra enamorada: »No te fatigues más, alma perdida. »Vete, sombra: ya amor no hay en Granada: »Alma, vete: en Granada ya no hay vida. »Mira: yo estoy también abandonada »Como tú, y en el alma estoy herida: »¡Ay! yo busco también á los que adoro »Y el sitio en donde están como tú ignoro. »Mas ¿por ventura buscas á tu esposo? »¿Á tu padre tal vez? Los dos se han ido. »El Cielo estaba obscuro y tempestuoso, »Rugía el huracán cuando han partido. »Iban á pelear: era forzoso: »La tempestad allá les ha cogido... »¿Padres y esposos buscas? ¡insensata! »Míralos... el Genil les arrebata. »Vete, pues: aún no han vuelto de Lucena. »Mas ¿por qué así me miras, sombra vana? »No me mires así: me causas pena. »¿Quién eres?... mas ¿te ríes? ¡Ah villana! »¡Tú eres alguna esclava nazarena! »Sí, sí: ¡Tú eres la pérfida cristiana! »Que me le hechiza el corazón ahora »¡Con su infernal amor!... toma, traidora.» Dijo y tiró la lámpara á la fuente: Con hueco són al sumergirse en ella, El agua helada salpicó su frente. Quedó en tinieblas el jardín: la bella Y enamorada aparición doliente Se disipó, sintiéndose su huella Primero del jardín entre las flores, Y luego en los sombríos corredores. LIBRO NOVENO PRIMERA PARTE Yo era ayer como luna llena y esplendorosa y hoy soy como estrella que desaparece. AZZ-EDDIN ELMOCADDESSI. INTRODUCCIÓN ¿Qué sabe el corazón lo que desea? ¿Qué sabe de su mal ni su ventura? Nada le satisface que posea: Cuando no tiene, poseer procura; No hay fealdad que, como ajena sea, No tenga para si por hermosura: No tiene bien que mal no le parezca, Imposible no ve que no apetezca. Tal anhela respetos y se infama: Tal blasona de honor y se envilece; Aquél cree que aborrece lo que ama, Cree que repugna aquél lo que apetece; Éste recoge lo que aquél derrama, Consigue el otro lo que no merece; ¡Oh miserable corazón humano, Como de polvo vil mísero y vano! ¡Mísero corazón que juzga eterno Todo lo deleznable y quebradizo, Y sumiso lo adora y lo ama tierno; Que ciego, pertinaz, antojadizo, Equivoca el Edén con el Averno Y el milagro real con el hechizo! ¡Mísero corazón que diviniza Todo lo que es como él polvo y ceniza! ¿Quién dijo: «no lo haré» que no lo hiciera, Ni quién «no lo amaré» que no lo amara? ¿Quién hubo que por ver no se perdiera, Ni quién que por burlar no se burlara? ¿Qué afición no empezó débil quimera Y no acabó pasión que avasallara? ¡Mísero corazón que nada sabe, Y de quien solo Dios tiene la llave! Una carta, un recuerdo ó un suspiro Hacen en sus instintos y aficiones Tomar al corazón diverso giro, Distinta fe, distintas opiniones. Unas horas de ausencia ó de retiro Cambian las simpatías en pasiones, Y un dulce y solitario pensamiento Da á una pasión volcánica alimento. Una pasión que cambia nuestra esencia, Una pasión que va con nuestra vida, Que corroe voraz nuestra existencia: Por cuyo ardiente amor todo se olvida, El deber, el honor y la conciencia, El padre tierno y la mujer querida: Una pasión que forma nuestra suerte, Nuestra fe, nuestra vida, nuestra muerte. Y esa pasión preñada de misterios, De crímenes tal vez é infamias llena, Que pierde las familias, los imperios, Que las almas sacrílega condena, Es la historia de entrambos hemisferios: Oña, Clorinda, Deyanira, Elena, Cleopatra, Raquel, Dido y Lucrecia, Son las de España, Italia, Egipto y Grecia. ¿Qué cosa empero es el amor? Se ignora. Es un grande placer ó un dolor grave, Que dicha ó mal eternos atesora. ¿Cómo viene ó se va? Nadie lo sabe, Aparece y se extingue en una hora: En ningún sér está y en todos cabe; Los poetas le cantan y le cuentan: Los pueblos le maldicen y lamentan. Dios, sin embargo, dámosle no pudo Como pasión desoladora y fiera, Sino de la tristeza para escudo, De esperanza y de fe como bandera. Dios no creó el amor torpe y sañudo Que desola, emponzoña y desespera, Sino el amor feliz, íntimo y tierno, Memoria y prenda de su amor eterno. El hombre imbécil, cuya torpe mano Mancha é impurifica cuanto toca, Fué el que hizo de un instinto soberano Una pasión desaforada y loca. Del hombre ha sido el corazón villano, Del hombre ha sido la profana boca, Los que del dón mejor del alto cielo Han hecho un germen de miseria y duelo. De ella luego el infierno apoderado, Contra el hombre volvió sus beneficios: Hechizó al corazón enamorado De su amor con los torpes maleficios: Le arrastró con su amor desesperado Á los más insensatos sacrificios, Y le inmoló su honor, su fe, su calma, Y, renunciando á Dios, vendió su alma. Misteriosa pasión devastadora, Inexplicable, incomprensible, insana, Voy á lanzarme en tu región ahora. Yo, en el templo de amor alma profana, Yo, cuya inspiración amó hasta ahora Las bellas sombras de la edad lejana, Voy á hundirme en la sima en que se encierra El infierno á que amor llama la tierra. Pasión irresistible, cuya esencia Se compone de hiel y fuego y lava, Cuyo instinto feroz con complacencia Al alma ve del corazón esclava, Cuyo aliento letal de la existencia Consume el germen y el vigor acaba; Vil pasión de la fe competidora, Tú sola puedes inspirarme ahora. Ven, pues, á germinar en mi garganta El secreto poder de los hechizos Con que tu magia al universo encanta: En mis palabras pon los bebedizos Con que al amor tu espíritu amamanta, Con que hace á los creyentes tornadizos; Para cantarte, en fin, pon en mi seno De tu esencia infernal todo el veneno. Corazón de Boabdil, ante mis ojos El libro pon de tu secreta historia; Dame á leer los sueños, los antojos Que te hicieron perder imperio y gloria, Que de Dios te atrajeron los enojos, Que mancharon tu vida y tu memoria, Que te dieron al fin fatal y obscura Muerte sin funeral ni sepultura. ¡Venid á mis conjuros!, yo os evoco, Sombras enamoradas de Baena; Almas á quienes dió por su amor loco Lecho la eternidad, la vida pena; Tú, hermosa, á cuyo amor faltó bien poco Para abrazar traidor la fe agarena, Y tú, africano Rey, cuya alma insana Vendió su corazón á una cristiana. Á la vida volved por un momento: Recobrad vuestro sér á mi conjuro, Vuestra faz, vuestra voz y movimiento: Mas sólo lo poético y lo puro De vuestro sér tomad, y al pensamiento Mostraos á través del tiempo obscuro Como fantasmas blancos y halagüeños, Cual sombras puras de encantados sueños. I Descuella del castillo de Baena La torre superior del homenaje Sobre las otras torres de su fábrica, Cual pino erguido sobre humildes sauces. Compónese esta antigua fortaleza De un vasto cuadrilátero que, iguales, Flanquean cuatro torres, que en sus ángulos Colocadas se ven y equidistantes, Y á las que unen de robustos muros Cuatro sólidos lienzos, según arte Militar de aquel tiempo, coronados De almenas, aspilleras y baluartes. De cada lienzo en la extensión, esbeltos, Cuatro torreoncillos sobresalen, Que á la par que duplican la defensa, Dan adorno á su fábrica elegante. Estos lindos y aéreos torreones Del muro en la mitad toman arranque, Y en él apoyan sus ligeros cubos Rematando en graciosas espirales, Y, en el muro colgados, asemejan Borlones de arabesco cortinaje, Y sus cabezas almenadas, nidos De cigüeñas y de águilas rëales. En medio de esta fábrica se eleva La torre principal, de la que parten Cuatro arcadas que, uniéndola á los muros, Su comunicación mantienen fácil. Dividida en dos cuerpos esta torre, Concluye el inferior en un adarve Sobre el que cuatro puentes levadizos Dejan aislada la maciza base: De modo que si en caso de un asalto Los muros exteriores se ganasen, Aun quedarán sus bravos defensores Señores de su centro inexpugnable. Del cuerpo superior se alza orgullosa La cabeza magnífica y gigante, Ceñida de almenados torreones En que ondea de Cabra el estandarte: Y le cerca, partido por los puentes, Hermoseando los sólidos adarves, Un cinturón de huertos y jardines, Copia gentil de los pensiles árabes. Recreo de sus nobles Castellanos, Cuando tiempo les dejan sus afanes Guerreros ó políticos, en ellos Se entregan á domésticos solaces. La Condensa de Cabra al fin del día Á sus floridos cenadores sale, Y sus hijas en ellos de preciosas Plantas cultivan tiestos á millares. Y desde lejos á las dos hermanas Viendo vagar entre sus flores y árboles, Tal vez las cree el patán supersticioso Del castillo los genios tutelares. Tal es la fortaleza de Baena Cuya historia es famosa en los romances, Y á cuya antigua fábrica del mío La descosida narración nos trae. II Es una noche clara en que ilumina El firmamento azul la luna llena, Con esa luz templada y argentina Que extiende por la atmósfera serena Un velo de fantástica neblina. Las torres del castillo de Baena Vense á su tibia claridad distintas, Tomando en ella nacaradas tintas. En paz reposa el señorial castillo; Todo tranquilo en su recinto calla: Del vigía que vela en el rastrillo Y el centinela puesto en la muralla, De las móviles armas radia el brillo: Todo cerrado y barreado se halla; No hay más que una ventana que no encaje En la torre feudal del homenaje. De ella asomado á la robusta reja Contempla la campiña un prisionero, Y á su ánima vagar por ella deja, Dando un solaz mezquino y pasajero Al rudo afán que el corazón le aqueja, Y al pie de su ventana un ballestero Vigila en el adarve, murmurando La estrofa de un cantar de cuando en cuando. Mas no es tan sólo al campo á lo que mira, Sin duda, el melancólico cautivo; Ni es para la aflicción con que suspira La libertad el solo lenitivo. Lo que espera no es, ni á lo que aspira, Seña exterior, ni á verse fugitivo: Su esperanza tal vez está pendiente En un balcón del torreón de Oriente. De él su mirada pertinaz no quita, De su reja teniéndole frontero: Mas que sorprenda cuidadoso evita Su mirada el sombrío ballestero, Cuya curiosidad acaso excita La vigilia tenaz del prisionero; Es ya empero la noche bien entrada Y nada justifica su mirada. La media noche al fin cantó el vigía, Cuando he aquí que del balcón del muro Lentamente se abrió la celosía; Hundióse de su cárcel en lo obscuro Al ver el prisionero que se abría, Y á poco en la región del aire puro, De una guzla morisca acompañada, Se derramó una voz á ella acordada. Y bien fuera por seña convenida, Ó por acaso inmeditado fuera, La guzla tras la reja fué tañida, Del balcón al abrirse la vidriera: Mas entonada por azar ú oída Desde el balcón por alguien que la espera, El cautivo esta cántiga entonaba, Y hasta el balcón el viento la llevaba. SERENATA MORISCA ESTRIBILLO Azucena--de Baena, Abre tus hojas al sol del día: Desdeñosa--Nazarena, Abre á mi canto tu celosía: Abre, Sultana del alma mía. 1.ª Sultana hermosa de los jardines, Ramo de mirra, tazón de flores, Bajo la huella de tus chapines Nacen rosales, mirto y jazmines: En cuyas ramas llenas de olores Hacen su nido los colorines, Duermen los genios de los amores, Y buscan sombra los serafines. ¿Dónde hay belleza de criatura Que se compare con tu hermosura? Tienes el cuello airoso De la paloma, Y el aliento oloroso Como el aroma; Tus ojos puros Son ojos de gazela, Dulces y obscuros. Cristiana bella, Por ver un rayo de tu mirada, Sentir tu aliento, seguir tu huella, Yo te daría El mejor carmen de mi Granada, Mi mejor torre de Andalucía. ESTRIBILLO Azucena--de Baena, Abre tus hojas al sol del día: Desdeñosa--Nazarena, Abre á mi canto tu celosía: Abre, Sultana del alma mía. 2.ª Sultana, hermana de las huríes, Que los jardines del cielo moran, Tus dos mejillas son carmesíes Como granadas que se coloran; Tus labios rojos como rubíes, Y me parecen cuando sonríes Los dientes puros que en sí atesoran, Corderos blancos entre alhelíes. ¿Quién es el hombre que te merece? ¿Quién la que hermosa te se parece? Tu cintura es esbelta Como las palmas; Tu cabellera suelta, Red de las almas; Suave tu acento Como el rumor del agua Y el són del viento. Cristiana hermosa, De tus cabellos por solo un rizo, Por tu sonrisa más desdeñosa, Yo te daría Mi castillejo más fronterizo, Mi mejor puerto de Andalucía. ESTRIBILLO Azucena--de Baena, Abre tus hojas al sol del día: Desdeñosa--Nazarena, Abre á mi canto tu celosía: Abre, Sultana del alma mía. 3.ª Si tú admitieras, linda cristiana, Las verdaderas creencias mías, Á mi suntuosa corte africana Como mi esposa me seguirías. Tendrías fiestas todos los días, Sortija y toros cada semana, Y en mis palacios habitarías De mis vasallos como Sultana. ¿Quién no te hablara puesto de hinojos? ¿Quién en ti osara poner los ojos? Garza sobre una peña Mal anidada, Ven conmigo á ser dueña De mi Granada. Vuela sin ruido, Las torres del Alhambra Serán tu nido. Bella cristiana, Si te vinieras á ser mi esposa, Para que fueras sola y Sultana Yo te daría Para tu esclava mi alma amorosa, Para tu alcázar mi Andalucía. ESTRIBILLO Azucena--de Baena, Abre tus hojas al sol del día: Desdeñosa--Nazarena, Ven á ser Reina de Andalucía. Ven ¡oh Sultana del alma mía! Así dando la voz y el instrumento El amante cantar por concluído, Calló la guzla y expiró el acento: De sus últimas notas el sonido Fugaz el eco remedó en el viento Con un suave y dulcísimo gemido. Y al perderse en el aire la harmonía, Se cerró del balcón la celosía. Fin de los versos contenidos en el tomo segundo. Zorrilla no pasó de aquí en su composición del POEMA Á GRANADA. Durante los cuarenta años transcurridos desde que imprimió esos últimos versos hasta su muerte, ofrecía continuar la obra, á veces dando á entender que iba á constar de varios tomos, á veces de sólo un tercero, que dejó anunciado en este segundo como próximo á publicarse. Sin embargo, ni en las lecturas privadas que hacía constantemente de sus composiciones, ni en los apuntes ó fragmentos de ellas que se han encontrado entre sus papeles, figuraron nunca trozos inéditos del POEMA ó proyectos alusivos á su desarrollo y terminación. Últimamente, cuando en 1889 el poeta fué coronado en Granada, dijo que si se le alojaba un año en la Alhambra escribiría ese tomo tercero, sobre el cual fundaba muchas ilusiones, aunque no se detuvo á explicarlas, ni menos á indicar los resortes artísticos de que iba á valerse. Es, pues, de presumir que Zorrilla llevaba en su cerebro el POEMA, y en disposición á toda hora de vaciarlo sobre el papel sin grandes preparaciones, como sin ellas había vaciado tantos miles de versos en leyendas, odas, dramas y romances, más pronto quizá compuestos que concebidos. Todo puede creerse de su oriental fantasía, que esta vez se cansó, por desgracia, antes de concluir una obra guardada para sí sola en los anales del Parnaso español. [Ilustración] ÍNDICE DE LOS TÍTULOS CORRESPONDIENTES Á LAS DIVERSAS PARTES DEL POEMA TOMO PRIMERO DEDICATORIA Á DON BARTOLOMÉ MURIEL PÁGINAS Fantasía 17 Las dos luces 31 Inspiración 44 LEYENDA DE AL-HAMAR _Libro de los sueños_ 49 _Libro de las Perlas_ 69 _Libro de los Alcázares_ 95 Alhambra 100 Generalife 103 Al-Hamar en sus Alcázares 109 _Libro de los espíritus._ Recuerdos 117 La carrera 127 _Libro de las Nieves._ Inspiración 147 La carrera 151 Alcázar de Azäel 162 GRANADA.--POEMA _Libro primero.--Exposición._ Invocación 191 Narración 205 _Libro segundo.--Las Sultanas._ El camarín de Lindaraja 223 El salón de Comares 251 _Libro tercero.--Zahara._ Gonzalo Arias de Saavedra 263 TOMO SEGUNDO Invocación 5 _Libro cuarto.--Azäel._ 9 _Libro quinto._ Introducción 67 Narración 71 _Libro sexto._ Las torres de la Alhambra 117 Narración 122 _Libro séptimo._ 189 _Libro octavo.--Delirios._ 227 Oriental 253 Kaleb 258 _Libro noveno._ Introducción 275 Serenata morisca 287 FIN DEL TOMO SEGUNDO *** End of this LibraryBlog Digital Book "Granada, Poema Oriental, Tomo II" *** Copyright 2023 LibraryBlog. 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