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Title: La Casa de los Cuervos
Author: Wast, Hugo
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La Casa de los Cuervos" ***


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                            LA CASA DE LOS CUERVOS


                              OBRAS DE HUGO WAST

                                    NOVELAS

        =Alegre.=--6.ª edición.--Librería Ollendorff, París
          (en prensa).

        =Pequeñas Grandes Almas.=--Montaner y Simón,
           Barcelona.

        =Flor de Durazno.=--5.ª edición.--Librería Ollendorff,
           París.

        =Fuente Sellada.=--Librería Ollendorff, París.

        =Golondrina de Presidio.=--(Cuentos).--Biblioteca
           Patria, Madrid.

        =Fantasías y Leyendas.=--(Cuentos).--Agotada.

        =La Casa de los Cuervos.=--Biblioteca del Ateneo Nacional.
           Buenos Aires.


                                    POESÍAS

        =Rimas de Amor.=--2.ª edición.--Fernando Fe, Madrid.--(Agotada).


                                    VARIOS

        =¿A dónde nos lleva nuestro panteísmo de Estado?=--3.ª
           edición.

        =El Enigma de la Vida.=--(Estudio biológico).--Librería
           Alfa y Omega, Buenos Aires.

        =Un País mal administrado.=--(Estudio económico).
           Arnoldo Moen y Hno., Bs. Aires.--(Agotada).


                                 EN PREPARACIÓN

        =Las bases de la sociología.=

        =Un País mal administrado.=--2.ª edición.



                                   HUGO WAST

                            LA CASA DE LOS CUERVOS

                                 PRIMER PREMIO

                EN EL CONCURSO DE NOVELAS DEL ATENEO NACIONAL

                                 NUEVA EDICIÓN

                                  6.° MILLAR

                                 BUENOS AIRES
                  Agencia General de Librería y Publicaciones
                             1571--Rivadavia--1573



                                    ÍNDICE


                                 PRIMERA PARTE
                                                              Pág.

           I.--Don Serafín Aldabas                              9

          II.--¡Una voce poco fa!                              22

         III.--La conspiración                                 34

          IV.--La levita de Cullen                             49

           V.--En la tarde del baile                           58

          VI.--Una sombra en el hueco de la puerta             65

         VII.--El indio José                                   76

        VIII.--El baile de Montarón                            95

          IX.--El pañuelo rojo                                113

           X.--La noche trágica de Syra                       128

          XI.--La derrota                                     139


                                 SEGUNDA PARTE

           I.--¡Por el alma de los muertos!                   161

          II.--La mala nueva                                  174

         III.--La mano suave                                  184

          IV.--La yerra                                       194

          V.--El secreto                                      208

         VI.--Sobre las huellas de Insúa                      224


                                 TERCERA PARTE


          I.--En la casa de Bayo                              245

         II.--El aviso                                        259

        III.--El incendio del garzal                          267

         IV.--Yo lo maté, pero voy a morir                    293

          V.--La batalla de los Cachos                        304



                                 PRIMERA PARTE


                            LA CASA DE LOS CUERVOS



                                       I

                              Don Serafín Aldabas

En los días de sol, durante el húmedo invierno, aquellas casas viejas
toman su expresión evocadora y triste.

Detrás de sus tapias roídas por el tiempo y coronadas a veces de
enredaderas, asoman las copas redondas de los naranjos, con su espeso
follaje y su fruta dorada.

En la parte que el sol no calienta, el musgo extiende su terciopelo
verde, como un suave tapiz. Crecen los yuyos en las grietas de los
oscuros adobes manchados por la cal del antiguo revoque; se ve en un
muro el hueco de una alhacena con estantes de algarrobo, y sobre un
tejado, que en las noches de luna ya no se anima con el paseo de los
gatos, la ventana de una bohardilla y una chimenea, que ha tiempo no se
envuelve en el humo azulado y tibio del hogar.

En los barrios centrales de Santa Fe, ese tipo de casa ha ido
desapareciendo, mas quedan vestigios de ellas en los barrios del Sur
y hasta hace poco manteníase intacta, en la calle que en los tiempos
de este relato llamaban "de la Matriz derecha", la casa en que durante
cuarenta años, don Serafín Aldabas enseñó a leer a los niños, que por
alguna razón no hallaban sitio en el colegio de los Jesuítas.

Estaba en la acera del Sur, casi en la esquina de la plaza, vecindad
que aprovechaba don Serafín para oír la banda, que tocaba, jueves y
domingos, en invierno, a la hora precisa en que terminaba su clase.

Cubierto el cráneo puntiagudo, mondo ya, con un casquete negro de
lustrina, enfundado en una estrecha levita, enjuto de carnes, los ojos
azules, fugitivos, las piernas flojas, las manos largas e inhábiles,
cuando no esgrimían el puntero o la palmeta, en la silueta obscura de
don Serafín, no había más detalle interesante que la gruesa cadena
de plata de su reloj, un hermoso reloj de oro, de una antigua marca
inglesa, toda la fortuna que trajo de su patria.

Envolvíase severamente, aun en los días de calor, en una capa con forro
de terciopelo carmesí, y como a todo propósito, para salir de una duda,
para eludir una respuesta, para resolver un problema consultaba el
reloj, un buen tercio de la vida del maestro se pausaba en desabotonar
y abotonar su levita.

Era de la Coruña, y sus traviesos discípulos que habían sorprendido
la imperceptible dificultad con que pronunciaba la o, llamábanle
"Curuña", mote al cual, después de treinta años, se iba acostumbrando.

Llegado al país en los tiempos más sangrientos del gobierno de Rozas,
tímido como una polla, conservaba, no obstante, una extraordinaria
afición a la política que sólo concebía rodeada de misterios, de tal
modo que su imaginación enviciada transformaba las cosas más simples en
espeluznantes incidentes.

Y en la Santa Fe del año 77, no necesitaba forzar la fantasía para
llenarse de sobresaltos, sin que, en verdad, como en los tiempos de
Rozas, corrieran peligro los vecinos madrugadores de tropezar en la
acera con el cuerpo de algún unitario degollado a cercén, mientras
por otra calle los mazorqueros paseaban un carro cargado de cabezas,
pregonando su siniestra mercancía como si fueran zapallos.

Pero, aun sin llegar a esos extremos, la vida era angustiada por las
frecuentes revoluciones que se tramaban contra el Gobierno, para
derrocar a don Servando Bayo, y destruir la influencia omnipotente del
doctor Simón de Iriondo.

En Santa Fe no era posible desinteresarse de la política: o se era
opositor, o se era gubernista.

Sólo el mísero don Serafín Aldabas, no tenía derecho a ser ni lo uno
ni lo otro. Por su escuela habían pasado casi todos los jóvenes que
militaban en el partido liberal, y esto lo vinculaba con hondos afectos
a la causa de la revolución.

Mas no le era permitido dejar traslucir sus inclinaciones, sin
riesgo para su escuela, que no vivía de las insignificantes cuotas,
impagas con frecuencia, de sus alumnos, sino de una subvención de
cuarenta pesos mensuales que le otorgaba el gobierno, y que algunas
indiscreciones habían puesto ya en peligro.

Hacía un mes que funcionaban las clases, después de las vacaciones,
mediaba Abril, y todavía el humilde "Curuña" no había percibido un solo
peso del vencido semestre.

Don Pablo Ferrer, el catalán dueño del almacén de la esquina en que
don Serafín se surtía, empezaba a torcerle el gesto, cuando concluida
la clase el maestro, envuelto en su capa que le prestaba un poco de
majestad, cruzaba la calle, hacia la plaza, persiguiendo la ocasión
de encontrarse con el gobernador Bayo, que a esa hora abandonaba su
despacho del Cabildo.

La plaza era entonces, como hoy, de una manzana entera, pero
encuadrábanla construcciones más bajas, y eso parecía agrandarla.

Al naciente tenía el colegio de los Jesuítas ocupando las dos terceras
partes de la cuadra, que completaban algunas casas de tejas. Al Sur,
alzábase el Cabildo, con su mole blanca y pesada, sus dos pisos con
recova de gruesos pilares y arco romano y su azotea resguardada por una
sencilla baranda de hierro.

Todavía se ve en la esquina de San Gerónimo, una de las raras casas
de alto que había entonces, y que parecían ser indicio de riqueza, no
obstante sus paredones lisos, sin adornos ni pilastras, y el pobre
hueco de sus ventanales y de sus puertas pequeñas y su baranda de
hierro en el tejado.

De las casas que formaban el costado del poniente, quedan muchas, con
algunos cambios que las modernizan sin embellecerlas, revoques de
portland, balcones y adornos del más abominable Luis XV.

Ha desaparecido el local en que durante años funcionó el café del
Plata, lugar de cita de los opositores; pero subsiste al lado de la
construcción que hoy se levanta en lugar del célebre café, el vetusto
caserón que ocupara el Club del Orden, centro de aristocracia y de
conspiraciones.

La Iglesia Matriz en el lado Norte de la plaza permanece tal cual era,
con sus dos torrecillas humildes y el enmohecido gallo de su veleta,
pero el resto de la cuadra ha sufrido un cambio profundo a excepción de
la casa que don Simón de Iriondo inauguró por aquellos años y que era
con sus dos pisos de galería a la calle y lo estudiado de sus líneas,
la más hermosa de la ciudad.

Invariablemente, al dar las cinco de la tarde don Serafín Aldabas
suspendía la clase. Su magnífico reloj "Losada", según podía leerse en
la esfera, abierto sobre el pupitre, le señalaba la hora sin discrepar
un minuto en un año con el cuadrante solar del colegio de los Jesuítas.

En el preciso momento cortaba la lección, aún cuando fuera en mitad de
una frase, poníase de pie, imitado por sus bulliciosos alumnos, que al
levantarse tumbaban los escaños y coreaba un "Ave María".

Y después, mientras ellos se desparramaban por la plaza, espantando
a las pacíficas gallinas del vecindario, atraídas por el trébol que
crecía alrededor de la glorieta, don Serafín seguía el ancho camino
enarenado, con la secreta esperanza de encontrar al Gobernador, al
doctor Iriondo o a cualquiera de los hombres poderosos, para brindarles
un saludo y una sonrisa que prolongara la existencia de la subvención.

Cuando veía acercarse a alguien, don Serafín procuraba imprimir a su
persona un andar solemne; mas su casquete de lustrina, sus largas
piernas deformadas por las rodilleras de sus pantalones, su capa en
lo más recio del verano, y sus pies juanetudos, le quitaban toda
solemnidad.

No obstante, la gente le apreciaba, y retribuía su saludo con afecto,
aunque no tan ceremoniosamente como él habría querido; y era un triunfo
para él, cuando alguno se acercaba a preguntarle la hora.

Su "Losada" era famoso en la ciudad, y aun el Gobernador solía rendirle
ese homenaje consultándole.

Don Serafín, con el casquete en la mano, miraba el reloj y respondía:

--Son las cinco y siete minutos y medio, excelentísimo Señor.

Y luego agregaba, con la emoción de un desacato, a la suprema autoridad
que a un paso de él, le atendía de igual a igual:

--¿Se podría saber qué hora es en el reloj de V. E.?

El Gobernador, con un leve gesto de impaciencia, sacaba una antigua
saboneta de llave, y constataba alguna diferencia, que provocaba el
invariable comentario de don Serafín.

--¡Si V. E. tuviera un "Losada"...!

Cuando finalizó el sexto mes impago, como coincidiera con el término
de las vacaciones, durante las cuales don Serafín no había percibido
un ochavo de sus alumnos, se encontró en apuro tan grave que resolvió
confiar su cuita al Gobernador en la primera ocasión que tuviera el
honor de ser consultado por la hora.

Pero fuese que el reloj de don Servando Bayo marchase mejor, o que su
propietario hubiera perdido su afición a la exactitud, el hecho es
que don Serafín irritaba sus juanetes dando vueltas innumerables a la
plaza, sin que el Gobernador se dignara hacer más que contestar sus
saludos.

Y aun esos encuentros se hicieron raros. El Gobernador salía tarde
de su despacho, acompañado siempre por alguien, y sin detenerse
llegaba hasta su casa, a la vuelta del Cabildo, y se encerraba como si
tuviera un cúmulo de trabajo o la estadía en la calle se hubiera hecho
peligrosa.

Solamente una vez, en aquellos primeros días de Abril se detuvo en la
plaza, y fué porque se encontró con don Simón de Iriondo, que lo tomó
del brazo y lo llevó por las callejas enarenadas del centro.

Era jueves y la banda de policía tocaba un trozo del "Barbero de
Sevilla", música que en la vida sin pasiones de don Serafín, había
llegado a ser una pasión.

Por eso, en cuanto sonaron los primeros compases de la sinfonía, se
acercó hasta el kiosco del centro, rodeado de acacias, sentóse en un
banco resecado por el sol, y se puso a escuchar, sin acordarse del
mundo.

Las retretas en verano se hacían a la noche; pero ya en Abril, con
el tiempo fresco, se adoptaba el horario de la tarde. La gente
desacostumbrada, en los primeros días apenas concurría, por lo que en
esa ocasión, aparte de don Serafín y de algunos niños que jugaban en el
trebolar del centro, sólo se veía la pareja de personajes oficiales, el
Gobernador y el doctor de Iriondo, conversando frente a la casa de éste.

La alta y elegante figura de Iriondo, contrastaba con la de Bayo,
hombre grueso y bajo.

Don Simón vestía de levita, y en ese momento llevaba en la mano el
sombrero de copa gris, lo que permitía apreciar la extraordinaria
hermosura de aquella cabeza inteligente de caudillo, que tenía con el
cabello profuso, peinado hacia atrás, la elegancia violenta y a la vez
fácil de los gestos del león.

Los dos, solos, estaban de pie bajo una acacia. Iriondo hablaba con
vehemencia pero en voz baja, y el Gobernador le escuchaba, rayando con
la contera del bastón la arena del suelo.

En el aire tibio y como dorado de aquella tarde otoñal, se
desparramaban las notas animadas y profundas de "Una voce poco fa".

Don Serafín bebía con fruición la música admirable, alejado mil leguas
de su escuela arruinada, de su semestre impago, de sus botines que
reclamaban la media suela, de sus pobres pantalones, cuyo decoro se
salvaba aún, gracias a la amplitud de la capa.

Distraído así, no vió llegar hasta él a Bayo y a Iriondo, y sólo cuando
éste apoyó su mano firme sobre su hombro, advirtió su presencia.

--¡Doctor Iriondo! ¡Excelentísimo señor Gobernador!--exclamó don
Serafín, alzándose del banco, con una profunda reverencia y echando
mano al reloj.

--¿Qué hora es, don Serafín?--le interrogó Iriondo, complaciente con la
inofensiva manía del maestro.

--Las cinco y cincuenta y siete minutos y algunos...

--¡Don Serafín!--le interrumpió el Gobernador,--¿percibe siempre la
subvención de la escuela?

--¡Ah, señor don Servando!--exclamó el mísero guardando su reloj con
mano trémula--mi escuela se muere de hambre...

--¿Con maestro y todo?--insinuó risueñamente don Simón.

--Hace seis meses, Excelentísimo Señor...

Don Serafín vacilaba, porque era un cargo que iba a arrojar sobre el
gobierno. Mas Iriondo, que conocía el estado precario de las finanzas
no tuvo reparo en concluir la frase.

--¿Seis meses que no le pagan?

--Así es, doctor Iriondo; y cómo...

--Mañana cobrará--dijo el Gobernador--Vaya a verme al despacho a las
ocho en punto.

--Ah, Señor...

Iba a explicar que a esa hora empezaba su clase, pero se calló. Daría
vacación, inventando algún pretexto; los alumnos le agradecerían y él
iría a cobrar.

Mientras hablaban desarrollábanse los últimos compases de la música de
Rossini. Calló luego la banda y los músicos empezaron a enfundar sus
instrumentos para marcharse.

Don Serafín reventaba de vanidad, viendo que todos miraban su compañía
con los dos hombres poderosos de la provincia.

Iriondo saludaba a cada uno de los que pasaban frente a él, con
un gesto amable. El Gobernador golpeaba el suelo con el bastón.
Aquella nerviosidad, en él, hombre flemático, era señal de graves
preocupaciones.

El director de la banda se acercó a saludarlos, pero Bayo no le
dispensó una acogida muy afectuosa y el pobre músico se fué, consolado
con el cordial apretón de manos de Iriondo. Don Serafín comenzaba a
sentirse intranquilo, ignorando si debía irse o quedarse.

Anochecía rápidamente. Los niños que jugaban, habían desaparecido, con
lo que la plaza quedó silenciosa y desierta.

Don Simón tomó del brazo al Gobernador, y dieron algunos pasos. Bayo
se volvió a don Serafín, el cual echó mano al reloj.

--¿Hace mucho que no ve a Cullen?

El maestro pensó un momento sin comprender.

--A don Patricio Cullen--explicó Bayo.

--¡Ah! Dos meses a lo menos, señor don Servando.

--¿Y a Montarón?

--Don Pedro Montarón estuvo ayer en mi casa--respondió con cierta
vanidad el maestro.

--¿Fué de visita?--¿No le preguntó por...?

Don Simón hizo un gesto que contuvo al Gobernador en mitad de la frase.
Se mordió los labios, y entonces Iriondo, poniendo la mano sobre el
hombro de don Serafín, le dijo con insinuante diplomacia:

--La subvención de su escuela es de cien pesos ¿no?

--¡Oh, qué esperanza! ¡Cuarenta pesos, no más!

--¿No más? ¡Señor Gobernador! Este meritorio servidor de la provincia
no podrá vivir con eso...

--Vaya mañana a verme--dijo Bayo--a las ocho en punto.--Y luego
agregó:--¿Tiene en su escuela algún niño pariente de Montarón?

--No, señor Gobernador. Don Pedro Montarón fué a pedirme nuevas de mi
sobrino el capitán Insúa...

No bien don Serafín oyó el sonido de su propia voz, pronunciando aquel
nombre, se le estrechó el corazón, porque recordó que Insúa y Montarón
constituían con don Patricio Cullen el eje de las revoluciones contra
el gobierno de Bayo y al revelarle a éste el objeto de la visita,
quizás estaba comprometiendo algún plan.

No hablaron más y allí se separaron.

En el crepúsculo escaso ya, don Serafín vió a Iriondo entrar en su
casa, llevando siempre del brazo al Gobernador.

El se quedó sólo un momento, en la plaza, perseguido por el rumor de su
propia voz indiscreta.

La luz de la lámpara recién encendida en el boliche de don Pablo
Ferrer, frente a la Matriz, hizo variar el rumbo de sus pensamientos.

Ahora podría pasar, sin avergonzarse, por aquella esquina, porque le
iban a pagar la subvención y su desgraciada cuenta sería cancelada.

Se encaminó a su casa, cruzó la calle acercándose al almacén, para que
Ferrer lo viera y si acaso, lo llamara. Mas cuando él pasó, el áspero
catalán estaba arreglando el tubo de su humosa lámpara, pendiente de
uno de los tirantes del techo, y no lo vió.

Cruzó de nuevo el arroyo y entró en su escuela, empujando la puerta de
calle, asegurada por una gruesa piedra.

--¡Rosarito, Rosarito!--gritó.

Rosarito era su hija, toda la poesía de la vida del pobre hombre, y
todo lo que le había hecho amar el trabajo y soportar la miseria.

Tenía diez y ocho años, y su sola presencia llenaba la casa.

A la voz de su padre corrió la niña hasta el zaguán obscuro, y antes de
que él le hablara de su extraordinaria aventura, ella le dijo al oído
con voz trémula:

--Está Francisco Insúa, papá, y no quiere que nadie lo sepa.

Los remordimientos de Don Serafín recrudecieron y empezó a sospechar
que todo, desde las ausencias del Gobernador hasta la invitación a ir a
su despacho, tenía relación con la repentina llegada del capitán Insúa.



II

Una voce poco fa!


La vida del maestro encerraba una novela que el mundo había olvidado.

Muchos años antes, tantos que él mismo ya no quería contarlos, porque
su recuerdo se hacía más doloroso cuanto más lejano, él, joven, lleno
aún de las ilusiones que le habían hecho cruzar el mar, recién llegado
a Santa Fe, encontró un puesto de cajero y tenedor de libros en la casa
de comercio de don Agustín Insúa, uno de los estancieros más fuertes
del país.

Insúa tenía muchos hijos, pero sólo una hija, la menor, que en el
tiempo en que don Serafín comenzó a hacer números en los grandes
libros de su padre, era una deliciosa chicuela de siete años, rubia y
de ojos azules, que más de una vez volcó el tintero sobre las páginas
que el tenedor de libros iba llenando con signos misteriosos para
ella. Él se encadenó a la casa obscura y triste en que su patrón vivía
enriqueciéndose, por aquel rayo de sol que entraba casi a la misma
hora, cuando su padre abandonaba el escritorio y quedaba el empleado
solo.

Éste fingía no verla, para gozar mejor de la sorpresa que ella misma
simulaba, cuando sintiéndola detrás se volvía de pronto y la alzaba en
los brazos y la ponía encima del alto pupitre donde él trabajaba de pie.

Allí se quedaba Rosarito--era su nombre--muy seria, esperando que su
amigo concluyera la tarea; y había que ver cómo volaba la pluma de ave
sobre el áspero papel de hilo de los libros, trazando esos viriles y
hermosos números españoles, hoy pasados de moda.

Cuando era invierno hacía un intenso frío en la pieza de techo de paja,
paredes de adobe encalados y piso de ladrillos desnudos; mas el cajero
sentía que los ojos de la niña, siguiendo los movimientos de su mano
desde lo alto del pupitre, le caldeaban el corazón y le desentumecían
los dedos.

Y cuando era verano, y la lóbrega estancia sofocaba como un horno, la
sola idea de que ella estaba allí, mirándolo siempre, aunque él no la
mirara, le refrescaba la frente y le aligeraba el monótono trabajo.

Ella aguardaba seriecita y silenciosa, a que el cajero espolvoreara de
arenilla las páginas frescas, señal de que el trabajo había concluído,
y cerrara con estrépito aquellos libros enormes, que le daban la
ilusión de un saber inconmensurable en su gran amigo, y guardara su
reloj de oro, su hermoso reloj más seguro que el sol, según decían.

Entonces él la bajaba del pupitre, la sentaba a su lado o en sus
rodillas y le contaba cuentos de reyes y de sultanes y de moros; y
acordándose de su pueblo, le hablaba de los pescadores que salen al
alba en sus barcas de velas abigarradas y vuelven al entrar la noche,
cuando alguna tormenta no los deja dormidos para siempre bajo las olas
del mar.

Pasaron largos años, variando apenas los episodios de aquella amistad
que iba trocándose en amor silencioso y apacible.

Don Agustín Insúa, viudo desde el nacimiento de su hija, absorto en sus
complicados negocios, no sospechó nunca el idilio que se iba tejiendo
en su propia casa, y cuando un día alguien le contó lo que pasaba,
montó en cólera y cayó como un huracán sobre el cajero y sobre la niña,
que era ya una linda joven de diez y ocho años.

Ambos confesaron la verdad; el empleado fué despedido, por haber alzado
los ojos hasta la hija del patrón, y ella enviada a un colegio de
Buenos Aires, para que olvidara su locura.

Ni él ni ella olvidaron, y cuando algunos años después volvió Rosarito,
mayor de edad y libre para disponer de su corazón y de su persona,
con una férrea voluntad que nadie habría sospechado bajo su grácil
hermosura, huyó de su casa y fué a pedir asilo a una tía, y se casó
con su fiel amigo, desafiando el rencor de toda la familia.

Durante muchos meses el episodio fué en Santa Fe el asunto palpitante,
que se comentaba en todas las reuniones.

El padre se vengó de la hija, traspasando sus bienes cuantiosos en
forma que a su muerte, que ocurrió poco después, los hijos lo tuvieran
todo y ella nada.

Uno de sus hermanos, sin embargo, condolido de su situación, le donó la
casa en que don Serafín instaló su escuela, único medio de vida que le
quedó después de su aventura.

Pero eran felices en su humildad, rayana en la miseria, y cuando tres
años después Rosarito murió al nacer su hija, el pobre maestro creyó
que el mundo se iba a quebrar y que él se hundiría en el espacio como
un pedazo de estrella.

No ocurrió la catástrofe. Las gentes continuaron haciendo su vida
ordinaria; sus cuñados ni siquiera fueron al entierro, y él mismo
siguió viviendo una vida más obscura, envuelto en inofensivas manías
que amortiguaban su dolor, y odiando casi a la chicuela, que crecía
ignorante del mal que había hecho; hasta que un día, como un volcán que
renace, irrumpió en el corazón del maestro, que se hacía viejo, un amor
inmenso hacia la niña, que llevaba el nombre de su madre.

No tenía de ella otro rasgo que los ojos azules, profundos como el
cielo en las noches de luna, y aquella amable seriedad que la hacía
estarse horas enteras mirando trabajar al maestro.

La niña creció sola en el antiguo caserón de la escuela. Una mulata
fiel, hija de una esclava de los Insúa, sirvióles allí hasta que murió,
y enseñó a Rosarito a rezar y a ser dueña de casa, mientras su padre la
atiborraba con su ciencia, y después de las lecciones, le llenaba la
cabeza con los mismos cuentos de reyes y de sultanes y de pescadores,
que le conquistaron el amor de la madre.

Cuando murió la criada, se resignaron a vivir solos, cargando Rosarito,
que tenía quince años, con todo el quehacer de la casa.

El maestro daba sus clases en un largo salón, enladrillado, que tenía
una puerta a la calle, y un techo de madera labrada, como si toda la
riqueza de sus dueños, en los tiempos en que se construyó, hubiera
querido hacerse ver en las gruesas y profusas vigas de cedro, con
prodigiosos adornos a escoplo.

Ya en los años de don Serafín, aquella casa más que secular, se
apreciaba como un tesoro, por los que a ojo calculaban el valor del
cedro empleado en sus techos.

Y don Serafín en los días de hambre, llamaba a su hija y le mostraba
aquello:

--¿Sabes? ¡si nosotros quisiéramos!

Cuando la niña era pequeña, asistía a las clases y aprendía a la par
de los otros alumnos: cuando fué mayor, y quedaron solos, mientras su
padre repetía las lecciones, ella adentro trabajaba como un ama y como
una criada, en la cocina, en el lavadero, en el jardín.

El patio era grande y cuadrado. En dos de sus lados había corredores
de teja, con pilares de algarrobo. En los otros dos, que daban al Sur
y al Oeste, solamente la tapia cubierta de plantas de diamela, que
se encaramaban hasta el borde, y en primavera se nevaban de flores
capitosas.

En el centro del patio, crecían profusamente las plantas que entonces
se estilaban, cuidadas todas por la mano experta de la niña.

Por una puertita falsa abierta en la tapia del Sur, pasábase a una
huerta contigua, llena de naranjos, en la que había además una
antiquísima higuera, maravillosa por su frondosidad, que había hecho
alrededor de su tronco, a causa de sus ramas perezosas, caídas hasta
el suelo y sostenidas por puntales, una enorme estancia, a donde sólo
se podía entrar por algunos boquetes, abiertos disimuladamente en el
ramaje.

En la huerta se criaban las gallinas, que completaban la fortuna del
maestro.

Rosarito amaba su jardín y su huerta, donde estaban todas sus
amistades. Las gentes parecían olvidadas de la novela del maestro, pero
continuaba pesando sobre ellos un inexplicable ostracismo, del que por
su parte no trató nunca de salir.

Orgullosa por instinto de raza, lastimábala el poco aprecio que hacían
de su padre, cuyo apellido Aldabas, no tenía realmente la sonoridad
aristocrática del de su madre.

Rara vez salía, como no fuera a la misa del alba, los domingos, y
algunos días en que estaba triste, y anhelaba un consuelo más alto que
el que podían darle las gentes, que apenas la conocían. Pasaba por la
plaza, para llegar al colegio de los Jesuítas, y en su ignorancia de
las modas, se vestía siempre como le enseñó la mulata que la criara, de
blanco y con un manto celeste.

Algunas veces llevaba a la Virgen de los Milagros un ramo de flores
de su jardín, y cuando cruzaba por la calle, las gentes se volvían a
mirarla, porque era su figura como un sueño que pasa.

Por eso prefería las horas en que las calles estaban solitarias y
cerradas las puertas.

En la humildad de su vida también ella, que había heredado la ternura
de su madre, iba siguiendo la trama de un romance, desconocido de
todos, y cuya intriga le ponía en los ojos azules una pincelada de
ensueño, y en la frente pura una arruga leve, en que se adivinaba su
voluntad, templada para todas las batallas que podía reservarle el
destino.

La tía lejana, en cuya casa halló refugio su madre, muerta hacía
tiempo, dejó un niño al cuidado del maestro.

Francisco Insúa entró así en la casa de Rosarito, mayor que ella
bastantes años, de tal modo que cuando ella no era más que una
chicuela, él era ya un precoz hombrecito que jugaba a las revoluciones.

Se criaron juntos en la escuela. Él la protegía como a una hermanita,
y los otros alumnos, que alguna vez se hubieran vengado en ella de las
penitencias del maestro, debieron respetarla porque Francisco Insúa
estaba siempre pronto a repartir puñetazos entre los que hubieran osado
tocar uno solo de los rebeldes cabellos castaños que llenaban de sombra
sus ojos inocentes.

Pero Francisco debió abandonar la escuela de don Serafín, porque ni la
estéril gramática ni la complicada aritmética, las dos materias fuertes
de la institución, llegaron a interesarle nunca, y de la Historia
Sagrada, que se les hacía leer en la obra de Mazo, no sacó en limpio
más que una profunda admiración por los filisteos gigantes y por el
incontrastable Sansón.

Lo hicieron ingresar entonces en el colegio de los Jesuítas, donde
no pudo estar tres años; disgustóle la férrea disciplina y se hizo
expulsar.

Turbulento y fuerte, acaudillaba a todos los muchachos de su edad,
sometidos a él por la destreza insuperable con que boleaba patos y
chorlitos en las orillas del Salado, y por su bravura en las peleas y
aun por su descreimiento en las cosas que no se veían.

Una noche hizo una apuesta, saltó las tapias del cementerio de San
Antonio y se fué a apedrear las lechuzas entre las cruces de los
sepulcros; y para más estupor de sus camaradas, se quedó a dormir en la
capilla, que habían dejado abierta.

A la mañana siguiente llegó a casa del maestro, pálido pero sonriendo,
para disipar la angustia de Rosarito que había pasado la noche llorando
por él.

Sólo a ella le confió la verdadera historia de aquella aventura, que le
había ganado para siempre la admiración de cuantos llegaron a saberla,
pero que dejó en su alma un germen de terror supersticioso.

--"Ya ves--le dijo--yo no creo en las ánimas, pero anoche tuve miedo,
miedo de veras. La capilla estaba obscura, y para que entrara un poco
de luz cuando saliera la luna, dejé entornada la puerta y me eché a
dormir sobre la tarima del altar. Me despertó el ruido de la puerta
que se cerró de golpe, como si alguien la hubiera atropellado; pensé
que era el viento, pero cerca del techo había una claraboya y a la luz
de la luna, alta ya, se veían las ramas de un ciprés inmóvil. No era
el viento. Quise saber quién había entrado, pero no me animé; tuve
miedo de moverme, sin saber por qué. Me quedé quieto, sin respirar,
pareciéndome que algo andaba cerca de mí, no por el suelo como un
hombre, sino por el aire como un ave, o como un alma en pena, y que era
algo tan grande que llenaba la iglesia. Sentí un aletazo en la cara y
me quedé helado, la cabeza pegada en la tarima, cerrando los ojos para
no ver, pero conteniendo la respiración para oír mejor. Me pareció
entonces que "aquello" estaba allí, a mi cabecera y que respiraba como
un niño. No sé cuánto tiempo pasé de ese modo; oí las campanas de Santo
Domingo que tocaban antes del alba y abrí los ojos. La iglesia negra y
silenciosa, parecía atravesada por una espada de oro, y era un rayo de
luna.

"Por la claraboya veíanse las ramas del ciprés, que empezaban a temblar
al viento de la mañana. Sintiendo siempre cerca de mí aquello que había
entrado a pasar la noche conmigo, me atreví a mirar y ví un cuervo
inmóvil como un adorno del altar, posado en una esquina, negro, de
cabeza pelada y de ojos brillantes que me miraban fijamente. Me paré
de un salto, pero él no se movió, y entonces ví una mano blanca, larga
como de una mujer, con un anillo en el dedo, que el cuervo tenía entre
las garras. Tuve miedo, porque no miraba su comida, me miraba a mí,
como si me hubiera penetrado el olor de cadáver que despedía la mano, y
el cuervo creyera que yo era el muerto."

A los años, aquella aventura que él le confió, permanecía viva como un
relato reciente, en la memoria de Rosarito.

Él le había dicho: ¿No contarás a nadie que tuve miedo? Y ella se lo
prometió y había cumplido.

Francisco Insúa, heredero de una gran fortuna en campos y haciendas,
desde que fué hombre pasaba lo más del tiempo en sus estancias, bajando
rara vez a la ciudad, casi siempre con propósitos revolucionarios.

Un gobernador amigo, caso extraordinario, pues era enemigo por sistema
de todos los gobiernos, agracióle con el cargo honorífico de capitán
de guardias nacionales, y con esa designación llegó a los tiempos
de Iriondo y de Bayo, que no conocieron adversario más perseverante
y activo, por lo cual, cada vez que llegaba a la ciudad, la policía
echaba detrás de él sus mejores pesquisantes, para seguirle los pasos.

Una tarde--aquella tarde en que don Serafín tuvo la buena fortuna de
hallarse con el Gobernador y con Iriondo,--Rosarito, sola, en la gran
casa que empezaba a anegarse dulcemente en la sombra de la noche,
sentada sobre un poyo del jardín, en el centro del patio cuadrado,
escuchaba la música de la retreta, que llegaba a oleadas, mezclada con
el perfume otoñal de las magnolias, que se deshojaban a su vera.

Sentía el alma entristecida por la soledad en que les dejara el hombre
que la quería como a una hermana y a quien ella amaba como a un novio.

El día anterior estuvo don Pedro Montarón a pedir noticias de él, y eso
era señal para ella de que algo se tramaba. Llenábasele de angustia el
corazón, adivinando los riesgos de aquellas aventuras, pero alegrábala
el presentimiento de que él vendría.

"Una voce poco fa", tocaba en la plaza la banda de policía, y las
frases vehementes de esa música, le daban la impresión de que si ella,
alguna vez no se decidía a confesarle su amor, él pasaría a su lado sin
sospecharlo.

Sintió que la puerta de calle se abría, arrastrando la piedra que la
calzaba, y creyendo que fuera su padre, se quedó allí, persiguiendo su
ensueño, entre las sombras de la noche que habían ganado el jardín.

Sólo vió que era Francisco Insúa, cuando él la apretó en sus brazos y
la besó en la frente.

--¡Francisco!

Él la hizo callar.

--Que nadie sepa mi llegada. ¿Tu padre? ¿Está en la plaza? ¿Mi cuarto?

En el caserón de la escuela había siempre lista para él una pieza, que
Rosarito cuidaba con incansable esperanza.

Pero esa vez tenía otros designios.

--Ahora no quiero dormir allí. Es necesario que si alguien viene y
entra de improviso, no sospeche mi presencia. Debo esconderme; dos o
tres días, nada más. Arriba, en la guardilla del techo, sobre las vigas
del cielorraso, estaré seguro y cómodo.

Ella lo miraba hablar, penetrada de admiración y de ternura, y llena de
recelos.

Cuando llegó don Serafín, ya el capitán Insúa tenía su escondrijo,
difícil de encontrar, y podía aguardar, sin peligro, la visita de los
que con él tramaban la revolución.



III

La conspiración


Al toque de ánimas esa noche, la ciudad parecía desierta.

En la calle de Comercio, que cruzaba los barrios más poblados, no se
veía un solo farol encendido. Durante el día se había estado anunciando
la tormenta, que a esa hora barría con impetuosas rachas de viento y de
lluvia el polvo del arroyo, que pronto fué un lodazal.

Cuando el trueno callaba sentíase la voz lamentable de la campana de
San Francisco, obstinada en anunciar a las gentes que habían dado las
ocho y debían rezar por las almas de los muertos.

Don Patricio Cullen, el jefe de los adversarios del gobierno, tenía su
casa en la calle principal, a poco más de dos cuadras de la plaza, y
no lejos de una esquina, donde esa noche, a la luz de los relámpagos,
podía advertirse la presencia de dos hombres, embozados en capas
obscuras, que desde hacía más de una hora desafiaban allí el vendaval y
la lluvia.

Uno de ellos era don Braulio Jarque, jefe de policía, a quien el
gobernador Bayo encomendaba la seguridad de su gobierno; y el otro
era su secretario y cuñado, el joven teniente de milicias nacionales
Carmelo Borja.

Jarque era español, amigo, casi camarada de don Serafín Aldabas, aunque
más joven y llegado al país muchos años después que él.

Ocupado en la policía como escribiente en los tiempos de Iriondo,
eleváronle al rango de comisario, y de tal manera acreditó su sagacidad
en descubrir los planes revolucionarios y hacerlos abortar, la más
grave misión de la policía de aquel tiempo, que Bayo, en su gobierno,
lo hizo jefe, y los revolucionarios tuvieron que reconocer en él un
enemigo terrible, que por vías misteriosas se apoderaba de todos sus
secretos.

Y así las revoluciones dejaron de ser calaveradas repentinas e
improvisadas, hechas sin plan y sin más propósito que mantener la
alarma entre los hombres de gobierno, y debieron transformarse, a
lo menos mientras Jarque estuviera en la policía, en un arte de
conspiración prolijo y difícil.

Era el jefe un hombre frío y perseverante, de físico mezquino, calvo
a los cuarenta años, con una pierna más corta que le hacía rengar,
defecto que él procuraba disimular, porque era vanidoso, y comprendía
lo mal que sentaba a la majestad de su cargo.

Hacía dos años que se había casado con Gabriela Borja, casamiento
inesperado, que no debía ser feliz, por cuanto él vivía en la ciudad,
mientras ella se quedaba al lado de su madre, viuda, en la antigua
estancia de los Borja, que llamaban "la casa de los cuervos", como a
ocho leguas al Nordeste de Santa Fe, sobre el arroyo de Leyes.

Desde algunos meses atrás, Jarque, gracias a los espías que tenía
diseminados en las estancias de los opositores mismos, Cullen,
Montarón e Insúa, comprendía que se estaba urdiendo una revolución,
cuyo desenlace no parecía lejano, a juzgar por lo frecuente de ciertas
visitas sospechosas, y de algún movimiento de peonadas en las colonias
del Norte, Helvecia y California, donde los revolucionarios tenían una
gran popularidad entre los colonos extranjeros.

Lo que desorientaba todos los cálculos era la inacción, aparente a
lo menos, del capitán Insúa, quien no se movía de su estancia, ni
demostraba preocuparse por la "yerra" de su hacienda, que se anunciaba
para dos o tres meses más tarde.

Cuando Insúa marcaba los terneros de sus vacadas, cosa que hacía en
el otoño, era una fiesta de dos semanas para todos los criollos de
aquellos lugares, que acudían a prestar su ayuda, con el propósito de
participar en el interminable jolgorio de la faena; y había años que
los "tarjadores", que llevaban la cuenta de los animales marcados,
haciendo tarjas con el cuchillo en ramitas peladas, contaban al final
de la "yerra", diez mil rayas, que significaban diez mil terneros
puestos bajo la célebre marca de Insúa, un corazón partido por una
flecha.

Aquellas fiestas en que llegaban a reunirse hasta doscientos peones,
solían servir de preludio a la revolución. Las conversaciones, el
relato de aventuras políticas, el licor repartido sin tasa, caña del
Paraguay, apenas rebajada con agua, encendían el entusiasmo opositor, y
sin más preparativos, se ponían en marcha a caballo, hacia la capital,
a la que entraban de noche, rumbo a la policía, mal armados, disparando
trabucazos al azar, siendo rechazados fácilmente y con escasas pérdidas.

Cuando Jarque se hizo cargo de la policía, hiciéronse más raras
tales asonadas. Sabíase que el jefe no deseaba que se concluyeran
los movimientos revolucionarios, sin que él tuviera ocasión de hacer
un escarmiento. Creíasele capaz de fusilar sin proceso alguno a los
cabecillas que cayeran en sus manos, aunque eso hubiera de costarle
el cargo a él y el gobierno a los suyos; pero todos, hartos de la
intranquilidad en que vivían, cerraban los ojos y le dejaban hacer.

Las revoluciones entraron así en un período de laboriosa preparación,
pues los opositores habían comprendido el riesgo de toda aventura
mientras aquel hombre estuviera contra ellos, y era preciso no jugar
ningún lance, sino con las mayores probabilidades de éxito.

Hacían la revolución, como una función normal en su vida política, sin
grandes odios personales, por el sólo deseo de tumbar un gobierno, que
los mantenía a raya; y se resignaron a esperar hasta que se ofrecieran
las circunstancias propicias, que un día Jarque tuvo la sospecha de que
habían llegado.

Don Pedro Montarón iba a dar un gran baile, celebrando el compromiso de
su hija Syra con el teniente Carmelo Borja, secretario de Jarque.

Montarón era el Creso de los opositores, la bolsa abierta siempre para
costear las revoluciones.

El jefe de policía sospechó que aquel baile podía ser un pretexto
para atraer a los hombres del gobierno, relacionados con él, y que
no obstante la diversidad de opiniones políticas, no se negarían a
asistir. Retenidos en la fiesta, podía el capitán Insúa con su gente
caer sobre la ciudad desprevenida, y aun hacer prisioneros a los
asistentes a ella.

Sus sospechas se confirmaron cuando le hicieron saber que Montarón
había visitado al inofensivo don Serafín, y por el Gobernador supo el
objeto de aquella visita, indicadora de que en la ciudad se esperaba la
llegada de Insúa.

Pero el joven revolucionario astuto y acostumbrado a aquellos lances,
logró entrar en Santa Fe, sin que lo advirtiera la policía de Jarque,
de modo que esa noche, mientras el jefe con su secretario, se
guarecían de la tormenta bajo el alero de aquella esquina que les
permitía observar la casa de don Patricio Cullen, estaban lejos de
sospechar que él ya estuviera en sitio seguro, aguardando precisamente
a Cullen y a Montarón con quienes debía planear los detalles de la
revolución para la noche del baile.

Hacia el extremo de la galería del naciente, había en la escuela una
extensa pieza, cuyas puertas y ventanas daban al patio. Era el comedor,
el punto de cita, por estar lejos de la calle y próximo a la huerta,
para el caso de una sorpresa de la policía.

Al toque de ánimas, esa noche, había concluído la cena frugal, y
don Serafín buscó su silla hamaca, en que solía dormitar después de
comer, la acercó a la puerta entornada, para mirar el patio, inundado
de lluvia, que chispeaba a la luz de los relámpagos, y se quedó
allí distraído mientras llegaba el sueño, persiguiendo las siluetas
esfumadas de sus antiguos recuerdos.

Junto a la mesa--una mesa de algarrobo lustrado, con aletas que se
plegaban o se abrían para agrandarla--sentáronse Rosarito e Insúa, a
relatar la historia de los días pasados sin verse.

Una lámpara con pantalla de cartón, fabricada por la niña, diseñaba un
disco luminoso en el centro de la mesa, acusando con fuertes contrastes
las facciones del joven, sus ojos grandes y obscuros, su tez pálida
tostada por el sol, su barba negra recortada al uso de entonces, su
pecho fuerte, sus manos poderosas, que de cuando en cuando se posaban
sobre la tabla, donde ella, que lo miraba con los ojos iluminados por
los pensamientos cariñosos, tenía puesta una de las suyas, que se
abandonaba confiada en la de él.

Los ángulos de la pieza quedaban en la sombra. Dos escaños, arrimados
a la pared, a uno y otro lado, recordaban el tiempo en que don Serafín
tenía pupilos en su escuela, y mayor concurrencia a su mesa. Una
alhacena, en el fondo, cubierta con una cortinilla rosada, y una
rinconera con un vaso de flores, completaban el mueblaje de la pieza
enorme y fría, con sus paredes pintadas a la cal, y su cielorraso de
lienzo, que a cada racha de viento se alzaba como un pecho fatigado y
crujía como si fuera a rasgarse.

A cada ruido Insúa intranquilo miraba a su alrededor, y Rosarito
sonreía.

--Siempre es así--le decía.

Y él continuaba el relato de su vida, que ella atendía con ansiedad,
buscando en los innumerables cuadros de aquel tiempo en que tanto
pensara en él, la huella de algún pensamiento que él le hubiera
dedicado enteramente.

Montarón fué el primero en llegar a la cita. Entró al lóbrego caserón
de la escuela, no por la puerta de calle, sino por la huerta, cuyas
tapias escaló, porque daban a los fondos de su casa.

Era un hombre de cincuenta años, bajito, regordete, pero ágil y
movedizo. Todo rasurado y muy pulcro, con los tupidos cabellos grises
cortados al rape, su fisonomía rubicunda, animada por una constante
sonrisa, tenía algo de eclesiástico.

Era muy rico, y al revés de Insúa, no tenía una sola vaca, pero sí
mucho dinero contante, ganado en empresas bancarias.

Uruguayo, radicado en Santa Fe desde largo tiempo atrás, se hallaba tan
vinculado a su suelo por sus negocios y sus amistades, que allí pensaba
morir.

Al ruido que hizo sacudiéndose las botas y la capa embarrada, despertó
don Serafín, que se alzó de la silla alarmado, sacando su reloj.

--¡Señor don Pedro!--dijo con profunda reverencia.

--¡Señor don Serafín!--respondió estrechándole la mano, y entró al
comedor, desvaneciendo con su llegada la tela de ensueño que envolvía,
a los ojos cándidos de Rosarito, aquel cuadro familiar.

Abrazó fuertemente a Insúa, arrastró uno de los escaños hasta la mesa,
negándose a aceptar ninguna de las sillas que le ofrecieron, y se sentó
buscando la sombra de la pantalla, para observar mejor.

Su sonrisa maliciosa hizo ruborizar a Rosarito.

Antes de que hablara ninguno de ellos, cohibidos como estaban por
diferentes sentimientos, un empujón dado a la puerta de la calle, cuya
piedra se arrastró sobre las losas del zaguán, les anunció la llegada
de un nuevo contertulio.

Debía de ser don Patricio Cullen, por lo cual Insúa salió a recibirlo
y a trancar la puerta, que dejaron entornada, a fin de que el jefe de
los revolucionarios entrara sin llamar.

Don Serafín, que no le esperaba, viéndole llegar sintió crecer su
alarma y tornó a mirar el reloj, con aquel gesto a que recurría en los
casos apurados.

Adivinó qué podía significar aquella reunión y cuchicheó al oído de
Cullen:

--¿Así pues, señor don Patricio, se trata de una revolución?

Don Patricio le apretó la mano con una gran cordialidad y le respondió
sonriendo:

--Si fuera así, mi amigo, ¿podríamos contar con usted?

--¿Conmigo?--exclamó el maestro, retirando su silla del hueco de la
puerta, como si la palabra comprometedora de Cullen hubiera resonado en
toda la ciudad y él temiera la repentina irrupción de la policía.

--Sí, don Serafín; necesitamos que usted nos dé la hora para que
todos nuestros relojes estén de acuerdo. El secreto del éxito en las
revoluciones está en que se produzcan en el momento preciso.

--¡Ah, señor don Patricio!--respondió súbitamente interesado el
maestro--si ustedes tuvieran un "Losada"...

El ex gobernador de Santa Fe había tomado asiento ya en la silla que le
ofreció Rosarito, junto a la de Insúa, la que ella ocupaba.

Don Serafín en pie, aguardando una explicación que no vino, miraba con
nueva angustia el cuadro alarmante que alumbraba su pacífica lámpara.

Era amigo de aquellos tres hombres reunidos para conspirar, sin duda, y
era como el padre de uno de ellos, y a pesar de eso y de su afición a
las intriguillas políticas, la cosa parecía más seria que de costumbre,
y la conspiración se realizaba allí, bajo el techo de su escuela, cuya
existencia estaba en mano del gobierno, que la subvencionaba.

--¡Señores!--les dijo; pero la voz se le anudó en la garganta.

Los tres lo miraron.

--Usted nos dará la hora;--volvió a indicarle don Patricio, con amable
sonrisa,--hasta entonces sea sordo, ciego y mudo.

--Mudo sobre todo, mi tío--añadió Insúa, haciendo luego una seña a
Rosarito para que los dejasen solos.

El maestro salió suspirando y palpando su reloj, con una explicable
angustia, desde que acababan de manifestarle que en su preciosa máquina
estaba encerrado el minuto decisivo de la revolución.

--¡Mi reloj, mi reloj!--exclamaba, siguiendo dócilmente a su hija, que
lo hizo acostarse.

--¿Es seguro ese hombre?--preguntó Cullen cuando quedaron solos.

La luz de la lámpara daba de lleno sobre la figura majestuosa de don
Patricio, y su barba castaña, abierta sobre el pecho adquiría tonos
dorados.

--Completamente seguro--respondió Insúa--y su casa debe ser hoy el
punto de cita menos sospechoso.

Montarón arrugó la nariz, con gesto de duda.

--No tanto. Ayer me crucé en la puerta con uno de los pesquisas de
Jarque. Por lo que se hizo el indiferente al verme, sospecho que no
dejó de notar mi presencia en el sitio. Por eso he venido hoy como un
ladrón o como un enamorado, saltando las tapias, procedimiento que
aconsejaría a don Patricio, si viviera más cerca.

Don Patricio sonrió; era muy grueso y lo que para aquel hombrecillo
rechoncho, pero ágil, resultaba un juego, para él habría sido lo más
difícil de la revolución.

--La noche es a propósito para merodeos de esta clase--observó
Cullen.--Yo he podido salir sin que nadie me viera, porque en toda la
calle Comercio, embarrada y tenebrosa, no se hallaría alma viviente.
La luz de los relámpagos me guiaba, para no estrellarme contra las
rejas salientes de las ventanas, y para cruzar sin riesgos mayores los
fangales de cada esquina.

Hablaba despacio, con voz suave, insinuando más que diciendo lo que
pensaba. Montarón le escuchaba con una sonrisa que podía seguir
siendo un gesto de duda; Insúa, grave y triste, como oprimido por un
presentimiento.

Afuera, la lluvia, más intensa que a la hora de ánimas, seguía cantando
en los caños de teja, de donde caían chorros sonoros que corrían luego
por los albañales a engrosar el torrente de la calle.

Un momento prestaron oído a los rumores que venían de afuera. Insúa
pensó en Rosarito, dormida quizás, y comenzó luego a explicar su plan
revolucionario.

Tenía listos ciento veinte hombres, acampados a esas horas en los
sauzales del arroyo de Leyes; a la mañana se pondrían en marcha sobre
la ciudad, según las órdenes que les había dejado, y entrarían a la
oración.

Tenían dos chalanas cargadas de leña, en que llegarían al puerto,
cruzando la laguna. Otros estaban ya en la ciudad, adonde habían
llegado en carros de colonos, tirados por buenos caballos, que les
servirían para montar, o habían entrado como peones de estancia, a
buscar provisiones.

--¿Bien armados?--preguntó Montarón.

--Estos no; tienen sus cuchillos, que pueden ser lanzas, atados en una
caña tacuara.

--¿Y los otros?

--Los que vienen en las chalanas son los suizos de Helvecia, armados
con carabinas y con rémingtons. Algunos criollos tienen trabucos. La
munición es escasa, pero no se necesitará mucha.

--Así es--observó Cullen--el éxito está en sorprender a la policía. Si
no entramos en el primer asalto, la batalla está perdida, y no habrá
más que desbandarse y buscar refugio donde sea posible hallarlo.

La luz de la lámpara le molestaba, por lo cual había buscado la sombra
y hablaba desde allí. Sólo Insúa permanecía al lado de la mesa y sus
ademanes y el brillo de sus ojos se armonizaban con todos los rasgos de
su lujosa juventud.

--Y los que han llegado--interrogó--¿dónde están?

--En la barraca de Fosco, a orillas del río, al Sud, que es donde
atracarán las chalanas, para estar más cerca de la policía.

Hubo una pausa, en que los tres prestaron oído al rumor de la lluvia,
que de cuando en cuando se ahogaba en el fragor de un trueno.

--Mi mayor confianza está en lo que hagamos en el baile--dijo Montarón,
bajando la voz--Iriondo y Bayo irán; Jarque ciertamente no faltará, y
como no estarán prevenidos, en cuanto suenen los primeros tiros en la
plaza podremos tomarlos como en una ratonera.

Insúa no parecía participar de esa opinión.

--Eso no es pelear--objetó--eso es entrampar a los hombres, como si
fueran ratones. Prefiero el ataque, lanza en ristre, al frente de mi
caballería...

--Ellos son más y están mejor armados.

--Nuestros hombres no pelean por la paga, como los de ellos; y esa es
una ventaja que compensa el número y la diferencia de las armas.

--Tendremos que ir contra el batallón "7 de Abril", que es de línea,
capitán--observó Montarón.

--Mejor; eso enardece. Lo que desmoraliza es pelear contra flojos que
se esconden o disparan.

Tras un momento de silencio, Cullen, deseando armonizar las dos
opiniones, dijo acercándose a la luz:

--Las dos cosas deben hacerse. Es necesario el asalto a la policía,
y al mismo tiempo la celada del baile. Una maniobra sin la otra nos
llevaría al fracaso, que ha sido siempre el término de nuestras
revoluciones. El capitán Insúa mandará el asalto; y nosotros, en el
baile, en cuanto suenen los primeros tiros, aprovechando la sorpresa
de los iriondistas, caeremos sobre ellos. Apresados Iriondo y Bayo, la
tropa del gobierno se rendirá. Hay entre ellos partidarios nuestros que
iniciarán el desbande.

Hizo una pausa, esperando alguna observación, y como no la hubo,
prosiguió, con su voz suave y sus ademanes tranquilos:

--Por otra parte, ni Bayo, ni Iriondo son niños. Es verdad que toda
nuestra mozada distinguida estará en el baile, y se pondrá a nuestro
lado, pero las cosas no se llevarán a cabo sin riesgos; porque supongo
que no serán esos dos los únicos iriondistas que habrá invitado usted a
su fiesta.

--He invitado a todos los que significan algo--respondió Montarón--no
sé quienes irán, mas podemos contar con que no faltarán ni el ministro
Pizarro, ni el doctor Zavalla, y habrá que tenerlos en cuenta;--y
agregó haciendo uso de un término gauchesco--no son gente de arriar con
la mano.

Insúa acabó por aceptar la importancia de aquella maniobra, que, en
verdad, podía ser más eficaz que las briosas acometidas de sus paisanos
a caballo, sembrando de muertos las calles de Santa Fe y huyendo una
hora después del ataque.

Mediaba la noche y la lluvia había escampado, cuando los conspiradores,
después de precisar los detalles de su plan, disolvieron la reunión.

Don Pedro Montarón escurrióse de nuevo hacia la huerta, y saltó la
tapia. Don Patricio Cullen, se envolvió en una capa obscura, con
vueltas de terciopelo, y salió franca y gallardamente a la calle, como
si nadie pudiera sospechar de él.

Al cruzar la esquina de la Matriz, no vió entre los arcos del pórtico
una sombra cautelosa, que acechaba su paso. Era Jarque, quien no había
querido confiar a nadie la delicada misión de averiguar las andanzas
del jefe de los revolucionarios.

Don Patricio llegó a su casa, tranquilizado por la misma siniestra
lobreguez de la ciudad dormida entre los barriales de sus calles sin
empedrado.

Cuando Insúa apagó la lámpara y salió del comedor para llegar hasta
el escondrijo en que debía pasar la noche encontró en la galería a
Rosarito, cuyos ojos fieles radiaban en la sombra.

Insúa le estrechó la mano y le dijo con voz baja una frase que a ella
la hizo estremecerse:

--¡Has nacido para mujer de un revolucionario!



IV

La levita de Cullen


Fué ese el primer día frío del otoño que empezaba a dorar el follaje
de los árboles caducos y las frutas de los naranjos entre el verde
lustroso de sus hojas persistentes, y alfombraba el suelo húmedo de las
huertas, con el manto amarillo de las hojas secas.

La lluvia de la noche había lavado el cielo, y el sol se miraba
esplendoroso en los charcos de las calles, donde los niños, que no iban
a la escuela, chapoteaban el barro con los pies desnudos.

A las ocho en punto, la puerta de la escuela de Don Serafín, estaba
sitiada por una banda turbulenta de escolares, sorprendidos por lo
extraordinario del caso.

¿Qué podía haberle ocurrido al puntualísimo "Curuña", que no había
abierto a la hora precisa, como acostumbraba, para que esa fuera la
señal de arreglar los relojes del barrio?

A las ocho y cuarto empezaron los chicuelos a armar una tormentosa
baraúnda, ante la puerta cerrada.

Los de familias pudientes habían sacado esa mañana por primera vez
en el año, sus capas o sus abrigos de invierno, porque el pampero
que traía el frío de las nieves del Sur, daba la señal de cambiar de
ropa. Los más pobres, habrían tiritado bajo sus trajecitos de brin,
si la algazara y el movimiento no les hubiera hecho bullir la sangre.
Casi todos, en bolsas de tela, suspendidas de un bramante que les
cruzaba la espalda, llevaban sus librejos envejecidos por el manoseo de
algunas generaciones de escolares, que se los pasaban unos a otros, al
abandonar las aulas.

Algunos revelaban su pobreza, no sólo en su traje inadecuado para la
estación, sino en el detalle sobrado elocuente de carecer de libros y
cuadernos, lo cual les obligaba a aprender en los Mazos rotosos que don
Serafín ponía a disposición de ellos en la clase.

No eran los menos bulliciosos, empero. Todos, pobres y ricos, picados
por la curiosidad golpeaban la puerta gritando ansiosos por entrar
no al aula, donde se aburrían, sino al patio bajo cuyas anchurosas
galerías podrían jugar a la rayuela o las bolitas si es que "Curuña"
estaba enfermo o había muerto y se imponía la vacación.

No estaba muerto el mísero, mas habría deseado estarlo, porque en ese
momento pasaba las angustias de un ajusticiado, bajo el ojo severo de
su amigo Jarque.

Se levantó más temprano que de costumbre, y por lo menos una hora antes
de las ocho, estuvo dispuesto para acudir a la cita que le diera el
gobernador la noche antes.

No era cosa mayor su traje, pero envuelto en su capa--regalo del
capitán Insúa--podía disimular la fementida levita y engañar al
espectador en cuanto a la integridad de los pantalones.

Cuando empezó a trepar las escaleras del Cabildo, hacia el despacho
del gobernador, recordó su pecado de esa noche dando albergue a los
conspiradores y le temblaron las rodillas.

Parecióle un calvario aquella ascensión y cuando llegó a la sala de
espera, donde aguardaban los postulantes, consultó su reloj para
comprobar la marcha de un péndulo que allí había.

En este momento se le acercó Jarque y lo tomó del brazo y lo llevó
con alguna prisa, que llenó de pavor al maestro, ó la oficina de la
Jefatura de Policía, que formaba cuadro con el salón de espera, en una
de las alas del edificio.

Entraron al despacho, una pieza grande y fría, con pobrísimos muebles,
una mesa de caoba y algunas sillas de estera. Jarque cerró la puerta,
aumentando la confusión del maestro, que todo trémulo, buscó asiento,
sin atreverse a despegar los labios ni a hacer más gesto que el de
consultar su reloj, el cual marcaba las ocho menos cuarto.

Por fin, mientras el jefe acercaba otra silla, se animó a decirle con
cierta altivez que sonó bien en sus propios oídos:

--Te advierto, Braulio, que tengo una cita con el señor Gobernador.

--¿A qué hora?

--A las ocho; y estaba haciendo tiempo...

Jarque echó una despreciativa mirada sobre el reloj que don Serafín
tenía en la mano, y sentándosele al lado, le dijo con tono zumbón:

--Tu reloj atrasa, muchacho. Hace un cuarto de hora que el gobernador
te esperaba; ahora, me ha encargado tu asunto, porque él atiende a
otros visitantes.

Don Serafín se había puesto de pie, con el pelo encrespado por la
indignación.

--¡El "Losada", señor jefe de policía, no atrasa nunca!

--Entonces está parado--le respondió Jarque, haciéndolo sentar de nuevo.

El maestro acercó al oído su maravillosa máquina, y constató con horror
que en efecto se había parado algunos minutos antes, falto de cuerda.

--¡Ah, miserable!--exclamó golpeándose la frente.--He deshonrado
mi reloj. Por primera vez en treinta años, anoche por culpa de las
visitas, me acosté sin darle cuerda.

Jarque sonreía.

--¿Tuviste visitas, Serafín? ¿Haces tertulia ahora? ¿Estás por casar tu
hija?

El maestro, que daba cuerda a su "Losada", se quedó frío al oír
aquello. Un poco más y en su turbación habría puesto al astuto jefe de
policía sobre la pista de la conspiración tramada en su casa.

Jarque observó la ingrata impresión que causó su pregunta, y para no
espantar la caza, se puso a hablar del asunto que más interesaba a su
amigo.

--Realmente--le iba diciendo--era una iniquidad que un hombre del
mérito de don Serafín Aldabas, que servía a la provincia con tanta
abnegación, educando a los futuros ciudadanos, pasara miserias por
negligencias del gobierno en cumplir sus promesas.

--¿No es verdad?--exclamó encantado el maestro--es lo que digo; un
maestro es un servidor de la provincia.

La misma subvención--seguíale diciendo el jefe--era irrisoria; ya el
Gobernador se lo había dicho. Debía dársele cuarenta pesos por lo menos.

--¿Cuarenta pesos? Es lo que tengo ahora.

--¿Sí? Bueno; eso mismo es poco; habría que ponerle cincuenta...

--Cien me dijo ayer el señor Gobernador.

--Bueno; cuanto más mejor; ya me encargaré de recordárselo.

--Y sobre todo--insinuó dulcemente don Serafín--que me paguen los seis
meses que me adeudan.

--¡Oh, por supuesto!

--¿No sería posible hoy?

El jefe sacudió la cabeza.

--¿No hay fondos, quizás? ¿y la mitad... la tercera parte... un mes
siquiera?

Jarque hacía señas de que no era posible.

--Hay fondos--dijo--y la voluntad del Gobernador era mandar pagarte;
pero hoy mismo le han traído una denuncia que te compromete.

Don Serafín sintió que las piernas le empezaban a temblar, y echó mano
del reloj.

Jarque se puso a mirarlo y sus ojos astutos lo turbaron más.

--Deja el reloj, Serafín; y si no quieres perderte dime la verdad: ¿a
qué fué don Patricio Cullen a tu casa anoche?

El maestro se quedó lívido, pero decidido a morir antes que delatar a
sus amigos, contestó con un soplo de voz:

--A visitarme...

--Aprovechando la bondad de la noche... ¿eh? ¡Serafín!, ¡Serafín!

--No; la noche era mala, muy mala, quizás la peor que he pasado en mi
vida...

--Sí, lo creo; y esa visita a esa hora, y la turbación que muestras y
que dice estás mintiendo, han puesto en peligro la subvención de tu
escuela, y lo que es más grave, tu seguridad personal. ¿Por qué me
engañas? Don Patricio no fué a visitarte.

Don Serafín tuvo entonces un rayo de luz. Se acordó de algunos rasgos
nobilísimos del carácter de Cullen, el cual disimulaba sus caridades
con tacto exquisito y se animó a echar una mentira salvadora.

--¡Oh, Braulio! ¡Desconfías de mí! Sabrás, entonces, toda mi vergüenza:
Don Patricio fué a llevarme una levita.

--¿Una levita?--exclamó Jarque sorprendido.--¿Para qué te fué a llevar
una levita?

--¡Mira!--contestó don Serafín, poniéndose de pie, y dejando caer la
capa, con el gesto de Friné delante de sus jueces.

Y Jarque pudo ver, en efecto, que su amigo tenía urgente necesidad de
una levita, porque la que llevaba no merecía tal nombre, pues a más
de los faldones que le faltaban, empleados en menesteres escolares,
carecía de forros y los bolsillos no habrían podido cumplir su misión
de tales.

La capa de don Serafín guardaba celosamente aquel secreto y por eso, de
su levita ningún ojo extraño conocía más que las solapas.

Jarque se echó a reír, ante la figura desguarnecida de su amigo, y éste
se puso rojo de cólera.

--¿Lo ves? ¿Lo sabes ya? ¿Comprendes ahora todo el valor del obsequio,
y toda la nobleza de ese hombre, que no ha querido enviármelo con una
criada charlatana, sino que ha ido él mismo, en persona, en una noche
desagradable, a llevármelo, como una prueba de afecto?

Se arrebozó de nuevo en la capa y se dejó caer sobre una silla.

--¿Y por qué no te la has puesto?

Don Serafín tartamudeó un instante:

--Pues, porque--¡ahí verás!--no tenemos el mismo cuerpo, y Rosarito ha
debido encargarse de achicarla.

Jarque pareció satisfecho y el maestro se quedó íntimamente halagado
por su destreza, que había despistado al astuto jefe de los polizontes,
y pensó que bajo su capa se ocultaba un fino espíritu revolucionario.

Hablaron luego de otras cosas, y de pronto Jarque preguntó:

--¿Siempre es tu hija tan bonita?

--Es como antes.

--¿Y siempre tan hacendosa?, ¡aquellas empanadas que ella hacía!...

Rosarito tenía una habilidad muy celebrada entre sus relaciones para
confeccionar empanadas exquisitas, con que alguna vez obsequió a
Jarque, como a algunos otros personajes de la ciudad.

--Cuando las haga--dijo el maestro--te haré mandar media docena.

--Gracias; prefiero ir un día de estos a comerlas en tu propia mesa.

--Cuando gustes, Braulio--respondió tristemente don Serafín, pensando
si su hija no habría perdido ya la habilidad, dado el tiempo que no se
hacían empanadas en su casa, por falta de recursos.

El jefe se había quedado caviloso.

--¿No sería posible hoy?--dijo.

El maestro vaciló. ¿Cómo iba a costear el gasto?

--Te seré franco, Braulio. Si hoy me pagaran, siquiera un mes, podría
surtirme de nuevo en el almacén, y habría en casa cómo hacer empanadas.
Si no...

El jefe de policía no aguardó más. Escribió unas líneas, que metió en
un sobre y mandó con un ayudante a su destinatario, que don Serafín no
pudo saber quién era, pero que debía ser el ministro o el Gobernador
mismo, porque volvió al cabo de pocos minutos con otro sobre en que
venía el dinero de cinco de los meses atrasados, doscientos pesos.

Deslumbrado por aquella fortuna, el maestro bajó tambaleando las
escaleras del Cabildo, atravesó la plaza a grandes zancadas, sin
cuidarse de su capa que flotaba a sus espaldas como dos alas abiertas,
permitiendo a los ojos profanos iniciarse en el secreto de aquella
levita misteriosa.



V

En la tarde del baile


La imagen de Syra Montarón, a los veinte años, debe perdurar en la
memoria de los que la conocieron, como queda en los ojos la impresión
del sol, cuando se lo mira.

En los países tropicales, el tipo de la hija de Montarón, es más común
que en las orillas del Paraná. Pero aun así, en la pequeña ciudad de
entonces, que los naranjos de las huertas sahumaban de azahar, con
sus calles desiertas y sus tapias oscuras, roídas por el musgo, y sus
siestas estivales, silenciosas y largas, y sus dos ríos y su gran
laguna, que la ceñían en un abrazo de frescura, Syra Montarón estaba
más en el marco apropiado para su belleza de reina mora, que la suave
hija del maestro, con su vestido blanco y su manto azul, como una
aparición.

Durante cinco años había permanecido enclaustrada en un colegio de
Buenos Aires, saliendo solamente en los veranos, que pasaba en una
quinta próxima a la gran ciudad, en casa de sus abuelos; y cuando al
cumplir veinte años, volvió a Santa Fe, traía con las galas novedosas,
adquiridas allí, y que eran raras en las tiendas santafesinas, una
sabia coquetería de porteña.

Su madre, una paraguaya melancólica, con quien Montarón se casó en uno
de sus viajes, pasábase los días en su dormitorio, que daba a la calle,
chupando naranjas y leyendo novelas.

Syra tenía de ella la cabellera negra y abundante con reflejos de oro
a la cruda luz del sol, y la tez pálida, con un leve color de trigo en
la era. Pero sus ojos, negros también, no aparecían, como los de ella,
anegados en la penumbra de un alma perezosa; sino encendidos en la
llama de una voluntad imperiosa, que se adivinaba, asimismo, en su boca
algo grande, roja, de firme dibujo.

La casa de Montarón en la calle del Cabildo, a media cuadra de la
plaza, era de dos pisos, recién construída con un lujo desusado
entonces, por el mismo arquitecto que edificó la de don Simón de
Iriondo, lo cual halagaba la vanidad del opulento banquero.

Bajo los corredores que daban a la calle, enlosados de mármol, paseaban
los galanes. En los primeros tiempos de la llegada de Syra, fueron
muchos, hasta que ella los alejó con sus desdenes, que sólo uno de
ellos perdonó, porque estaba profundamente enamorado.

Era Borja, el teniente de milicias, joven y gallardo, con su vistoso
uniforme, su chaqueta de paño azul, galoneada de oro, pantalón rojo con
franja dorada, su deslumbrante espadín que rozaba las paredes, con un
ruido metálico, que un día fué para Syra la señal de salir al balcón a
verle pasar.

Y eso ocurrió en la pasada primavera, cuando en la plaza se vestían
las acacias de racimos blancos, cuyo perfume penetrante trastornaba el
corazón y la cabeza. Syra sintió llegar el amor, como un sol que nace,
y ella le confesó que lo amaba, y que había tardado en decírselo, para
probar su constancia.

El opulento Montarón quería festejar el compromiso oficial de su hija
con una fiesta, que sería a la vez una hábil celada.

En la tarde del baile, Syra llena de presentimientos que la
angustiaban, fué a casa de una vecina amiga, donde solía encontrarse
con su novio.

Vestía de luto, por un duelo de familia, y el traje negro, que esa
noche dejaría de usar, ponía en su soberana figura una nota trágica,
que Carmelo Borja observó con frío en el alma.

Se hallaban solos, en un patio de naranjos que la tarde llenaba de
sombras. La tierra vertía agua, por la lluvia reciente, y entraron
a una pieza, que tenía sobre el patio una ventana enrejada, en cuyo
dintel se sentaron, buscando las últimas luces del crepúsculo.

Sin haberse hablado, habíanse trasmitido la indefinible pesadumbre que
embargaba sus almas.

Syra conocía las opiniones políticas de su padre, y día por día
aguardaba el estallido de una revolución en que él o su novio,
combatiendo en filas opuestas, podían hallar la muerte.

Montarón conservaba una relación lo más estrecha posible, dadas sus
ideas, con las familias de los hombres contra cuyo gobierno conspiraba,
y cuando su hija le anunció el noviazgo con el joven militar,
secretario de Jarque, ni por un momento vaciló en franquearle la
entrada de su hogar.

Y en las tertulias frecuentes que se hacían los días de visita,
Montarón siempre dueño de casa y dueño de sí mismo, sabía ser
exquisito, aun con los adversarios que asistían a ellas, y en quienes
producía la impresión de que Jarque lo había curado de sus veleidades
revolucionarias, no dejando llegar a término ningún complot.

Syra comprendía, empero, que su padre tramaba la caída de Bayo.
Continuos y misteriosos "chasques" o mensajeros, que llegaban de noche,
y entraban, sin llamar, por una puertecilla falsa, le daban a entender
que se aproximaba, quizás, el desenlace temido.

Montarón disimulaba ante ella, no queriendo exponerse al evento de su
discreción de mujer enamorada.

En la noche de la lluvia, Syra sorprendió a su padre llegando de la
huerta, con el traje embarrado, indicio elocuente de su excursión harto
sospechosa a esa hora y con ese tiempo, y como en los últimos días
habían aumentado las maniobras sospechosas, que la alarmaban, adivinó
que los sucesos estaban próximos, y se llenó de terror.

En cualquier movimiento revolucionario, su novio, por su cargo, tenía
señalado un puesto de peligro.

¿Cómo advertirle sin descubrir a su padre?

Doña Celia, que pasaba su vida en la hamaca o en un sillón frente a una
ventana de la calle, anegada en su modorra habitual, no era capaz de
desahogarla del peso de aquellos temores.

En la tarde del baile, vió a su padre alistar unas armas, y sintiéndose
morir, bajo la angustia, corrió a la casa vecina donde al entrar la
noche solía encontrarse con su novio.

Cuando se halló frente a él, le faltó la voz, y se echó a llorar,
escondiendo la cara sobre el hombro de él.

Borja también presentía los sucesos que se aproximaban. Jarque se
había apoderado de los hilos de la conjuración, y aunque ignoraba las
circunstancias en que se desarrollaría el episodio revolucionario,
comprendía que estaban envueltos en una intriga, que no podía tener más
que un sangriento desenlace.

Aquel llanto de Syra, cuyo padre debía ser de los más comprometidos,
aumentó su zozobra, porque era evidente señal de que ella había
sorprendido algo que no podía confiarle.

--¡Syra! ¡Syra!--le dijo--antes me hiciste sufrir con desdenes, y ahora
me haces sufrir con misterios, ocultándome lo que te apena.

--Es cierto--dijo ella, apartándose y dejando de llorar.--Has sufrido,
porque no adivinaste que te quise desde el primer día en que te ví,
aunque no lo pareciera, porque fuí injusta y coqueta. Y ahora sufres,
porque tengo un secreto y no te lo puedo confiar.

Sospechó él de qué se trataba, y no quiso hablar, por no obligarla a
traicionar a su padre.

Ella continuó diciéndole:

--Estoy llena de miedo. Yo no sé nada, me parece que he soñado lo que
he visto, porque ni siquiera puedo decir que he visto algo; y me parece
que todo se vuelve en contra de nosotros. Estamos a tres horas de la
fiesta, y me vengo a llorar...

Él le acarició la cabeza que había vuelto a apoyar en su hombro, como
buscando un refugio que la salvara de las visiones que la acosaban.

--Me da miedo la tarde, y me da miedo la noche que llega. Carmelo...
¿no temen nada, nada?...

--¿Qué podríamos temer? Todo está tranquilo, a su fiesta irán amigos
y adversarios del gobierno, y será ésa una ocasión de acercarse, de
tratarse, quizás de hacer la paz que todos anhelan.

Un rato habló así, tranquilizándola, y sintiendo que sus propias
razones le tranquilizaban a él mismo, haciéndole ver cuán vanos y
ridículos eran los recelos.

--Esta noche, Syra, te pido que cantes los versos del doctor Goyena,
los que comienzan así: "Cuentan los sabios que la blanca luna..."

Ella no lo había besado nunca, pero esa vez, dominando todo su pudor,
acercó su cara a la de él y lo besó apasionadamente, como si fuera a
partir para un largo viaje.

Y salió huyendo de la casa, sin saludar a nadie, atravesando medrosa el
patio, en que la noche había caído como un crespón negro, envolviendo
los sombríos naranjos de amargo perfume.



VI

Una sombra en el hueco de la puerta


Borja no ignoraba que el día anterior Jarque, su jefe, había tenido un
encuentro que podía ser un grave indicio.

Por la mañana a eso de las nueve, don Serafín volvió a su escuela que
resonaba con la bulla de los niños, a los cuales Rosarito les había
franqueado la entrada para que jugasen en el recinto abrigado de las
galerías.

Ella misma, después de llevar el desayuno a Insúa que se aburría en
la soledad de su escondrijo, bajó a jugar con ellos. El patio estaba
empapado por la lluvia, pero las galerías anchas, con su techo de
cañas, cubierto con largas pajas de las islas, y sostenido por sólidos
pilares de algarrobo, tenían un piso de tierra endurecida, donde los
chicuelos más hábiles podían dibujar sus complicados cuadros de rayuela.

Rosarito se sentó en un rincón, donde la cocina formaba un reparo, en
el extremo del corredor, y los más pequeños corrieron a ella, para que
les contara aquellos cuentos que iluminaron la niñez de su madre.

La niña era como un hada en el sombrío recinto de la escuela.

Cuando en las horas de clase, por animar un poco a los alumnos, entraba
al salón, buscando un sitio vacío en los bancos, todos la reclamaban
para tenerla cerca, y aun cuando fuera la clase de gramática, si estaba
ella, y los niños podían ver sus ojos animadores y su boca juvenil que
sonreía, y su vestido alegre, en la pesada tristeza de las cosas viejas
que llenaban el aula, los minutos parecían tener alas y volar.

El maestro no se inmutaba por la presencia radiante, y seguía llamando
al pizarrón, uno por uno, a los chicuelos, para que dieran la lección.

Les entregaba un mezquino pedacito de tiza, y se calaba las gafas para
vigilar los garabatos que la trémula mano trazaba en el tablero. Y
cuando el niño se equivocaba, corría él con el desgarrado faldón de su
levita en la mano y borraba lo escrito.

--¿Quién mató a César?--decía a modo de comentario invariable, y los
alumnos en coro gritaban:

--¡Bruto!

Don Serafín tenía una regla larga como un puntero, que manejaba
nerviosamente. Se quitaba su casquete de seda, porque el mucho hablar
le hacía sudar el cráneo; alzaba las gafas hasta la frente, donde
revoloteaban algunos mechoncitos grises, con aire más divertido que
el de los alumnos, y aquello era señal de que comenzaba la clase de
gramática.

Llamaba a uno de los niños hasta su estrado; se envolvía cuidadosamente
en la capa, celoso del misterio de su levita, y preguntaba alzando la
regla y mirando al alumno con sus ojillos glaucos:

--¿Cuántos son los acentos?

El interrogado se quedaba pensativo, y don Serafín le insinuaba,
marcando cada palabra con un reglazo en el pupitre:

--¡Tres! Agudo, grave y es... drú... julo.

Cuando decía "drú" se iba a fondo, con la regla a guisa de florete
y pinchaba al niño en la barriga, con gran regocijo de la infantil
concurrencia.

La lección de los acentos era, por su episodio, lo más ameno de la
gramática.

Concluída la clase, los niños se ponían de pie y rezaban un avemaría,
que entonaba el maestro, y luego con sus libros y sus gorras en la
mano, salían en ruidoso tropel a la calle, dejando en el aire confinado
del salón el polvo de los rojos ladrillos, flotando en un rayo de sol,
que entraba a veces como una espada fulgurante.

Si estaba Rosarito, la última mirada era para ella, que se quedaba con
el corazón estremecido, porque los amaba a todos.

Cuando su padre volvió, la mañana en que fué al Cabildo, no era ya hora
de iniciar la clase, por lo cual despidieron a los niños que jugaban
en las galerías, cerraron la puerta de calle, y llamaron a Insúa, que
bajó de su buhardilla, contento como un prisionero libertado.

A él y a Rosarito les relató don Serafín su conferencia con el jefe
de policía, detallando prolijamente la manera en que eludió toda
contestación comprometedora.

Nunca había querido dejar adivinar de Insúa su pobreza rayana en la
miseria, mas tuvo esa vez que confesar el episodio de la levita,
mezclado con su pequeña aventura de esa mañana, y todo lo dijo
sonriente, enrojeciendo a veces de vergüenza, pero satisfecho de su
inesperada habilidad para burlar al fino sabueso del gobierno.

--Hoy Jarque vendrá a comer tus empanadas, Rosarito, hija mía...

La niña se alarmó oyendo aquello, porque sospechó que eso podría ser
un pretexto para una visita del jefe, pero no el verdadero motivo. Sin
duda quería comprobar lo dicho por su padre.

Se vistió con su sencillo traje de salir, y se fué al boliche de don
Pablo Ferrer; pagó la cuenta, y se aprovisionó de lo que le hacía falta
para confeccionar sus empanadas; y luego corrió a casa de don Patricio
Cullen.

Llena de confusión refirió al caudillo de los revolucionarios aquella
aventura de la levita, que la obligaba a pedir una, a fin de que Jarque
la hallara, en verdad arreglándola al cuerpo de su padre. Y fué tan
afortunada y hábil, que esa tarde, a la hora de la siesta, en que el
jefe de policía acudió a la escuela, pudo obsequiarle con empanadas
sacadas del horno, sirviéndoselas en una punta de la mesa del comedor y
atendiéndole ella desde la otra, donde a toda prisa descosía una levita
de don Patricio Cullen, para adaptarla al mezquino cuerpo de Aldabas,
cuya voz se oía explicando la lección de los acentos.

Pero Jarque no se dejó engañar del todo. Los indicios que había
sorprendido de estar cerca la revolución eran tan evidentes, que
perdida una pista, buscaba otra, seguro de sorprender el complot.

Se estuvo toda la tarde en la escuela, porque teniendo la certeza de
que la revolución no estallaría sin que Insúa llegara a la ciudad,
quería a toda costa saber si él estaba ya en Santa Fe o iba a llegar de
un momento a otro.

Cuando anocheció, algo decepcionado se despidió del maestro, que había
concluído su clase y de su hija que seguía trabajando en la levita. Mas
se fué tranquilo, porque la ausencia de Insúa podía significar que la
revolución aún tardaría.

No bien se hubo marchado bajó Insúa de su escondrijo, donde había
pasado cuatro mortales horas oliendo el cedro secular de las vigas del
techo; y como era necesario prevenir para esa misma noche al dueño de
la barraca donde se refugiarían los revolucionarios que llegaran por
el río, aprovechó para salir la obscuridad que reinaba, con el cielo
nublado, amenazando lluvia.

La barraca de Fosco, al Sur de la ciudad, a pocos pasos del arroyo
Quillá, un brazo del río, era un vasto recinto cuadrado, con paredes
de tapia, detrás de las cuales se amontonaban cargamentos copiosos de
frutos del país, cueros, cerdas, huesos, lanas a la espera de un barco
que los llevara a Buenos Aires.

El anterior dueño de la barraca se había arruinado, y un colono suizo
de Helvecia, que logró algunos años de buenas cosechas, se quedó con
ella y abandonó el campo.

Era Fosco; vivía con su familia haciendo un modesto negocio que le
permitía tener influencia entre sus compatriotas, partidarios de Cullen
todos, y esperar el triunfo de la revolución, que estaba dispuesto a
ayudar, para tumbar el gobierno.

En la obscuridad de la noche Insúa vió aparecer a lo lejos la masa
negra de la coposa arboleda que rodeaba la barraca, haciendo más
discreto el refugio.

En esos lugares no había ya casas ni calles. Las carreteras, acolchadas
de tierra blanda, transformadas por la lluvia en profundos barrizales,
descendían la barranca hasta el desplayado del riacho. Cerca del agua,
que no se veía en la sombra, al borde mismo de la pequeña barranca,
crecía un aromito y a su sombra se alzaba una casucha de paja y de
barro, de algún barquero, que vivía allí a la vera de su barca.

Ladraban los perros al áspero rumor de los árboles, que se mecían al
viento en la sombría y misteriosa quinta de Fosco.

Insúa no pudo dejar de sentir un estremecimiento, como un aletazo del
miedo, al llegar a aquellos lugares en que podía hallar la muerte, si
Jarque daba con su pista.

Marchaba a grandes trancos, hundiendo sus botas en el barro para no
perder tiempo en buscar senderos enjutos. Iba embozado en una capa, con
que en las calles del centro había disimulado su figura, para pasar sin
que le reconocieran.

Desde el portón de fierro que servía de entrada a la barraca, cerrado a
esa hora, vió la casa blanqueando en la sombra, sin luz, como dormida.

Llamó con las señales que sus dueños conocían.

Fosco estaba advertido por el mismo don Patricio de la inminencia de
una revolución, a la que se disponía prestar su concurso, tanto más
apreciable, cuanto que la ubicación de la barraca debía esa vez hacerla
poco sospechosa.

Generalmente los revolucionarios invadían la ciudad por el Norte,
viniendo de las estancias de Cullen o de Insúa, y era casi seguro que
el mayor empeño de la policía se pondría en vigilar el camino de Santa
Rosa, descuidando la barraca a orillas del río, excelente lugar de
desembarco, por la menor distancia a que de allí estaba el Cabildo, que
iban a atacar.

A la señal de Insúa, un poderoso mastín de largas lanas se echó
sobre la puerta, que poco después abrió Fosco, acallando al perro y
recatándose aún, por si no eran los amigos que esperaba.

De una numerosa familia, Fosco no conservaba consigo más que a su mujer
y a una hija, a quienes halló Insúa en la pieza del piso bajo de la
casa, cuando entró con el suizo por guía.

--¡Señor capitán!--le dijeron al saludarle, y él notó en sus ojos la
misma luz de inteligencia con que le acogiera el dueño de casa. Era
gente fiel, dispuesta a servirle hasta la muerte.

Fosco andaba cerca de los sesenta años, pero de recia musculatura, y
buen tirador, podía ser un buen soldado.

En el comedor, al lado de la alhacena, veíase colgado un rémington,
enaceitado y limpio, señal del aprecio en que lo tenían.

Insúa sonrió echándole una mirada significativa.

--Señor capitán--le dijo Fosco.--En Helvecia éramos cien familias
suizas. Todos los hombres tiraban como yo, y todos estaban y están hoy
dispuestos a hacerse matar en la revolución.

Insúa le apretó la mano, sin decirle palabra, y tomó asiento al lado de
la mesa, bajo la luz de la lámpara. Fosco y las dos mujeres permanecían
de pie. Sabían que en aquella intentona por derrocar al gobierno se
jugaban la libertad, la paz, la fortuna y quizás la vida, pero estaban
dispuestos.

Como Insúa vacilaba en hablar, Fosco mandó a las mujeres que salieran
del cuarto, y una vez solos dijo:

--Son fieles y discretas, pero es mejor que ignoren lo que ha de
ocurrir.

--Así es--respondió Insúa.--Mañana vendrán nuestros amigos. Viajan en
chalanas cargadas de leña, por el río, y atracarán en la costa del
arroyo, a cien metros de aquí. Otros están llegando desde ayer, en
carros y a caballo, como si fueran gente de campo que viene a hacer
provisiones. Esta noche, llegarán los que faltan, y, sin duda, buscarán
albergue en la barraca, para estar al habla. Son los más seguros los
que así vienen, pero en las chalanas está el grueso de las fuerzas. Las
manda Alarcón que sabe hacer las cosas y el indio José...

--¿José Golondrina?--preguntó vivamente Fosco.

--Sí; ¿lo conoce?

--Lo conozco; lo conocí en Helvecia--vaciló un momento y dijo:--Yo no
lo creía bueno para esto.

--¿Por qué?

--No sé, a la verdad no sé; pero nunca me ha parecido hombre de
confianza.

--Es mi asistente hace años--observó Insúa.

--Entonces debe ser bueno--contestó sin mucha convicción el colono.

Insúa continuó dando instrucciones, para que todos obraran de acuerdo y
no se perdiera ni un minuto ni un hombre. Las revoluciones fracasaban
siempre por falta de organización, y con esa dura experiencia, habían
aprendido lo que valía el orden en toda batalla.

Cuando no tuvo más que recomendar, volvió a la ciudad, donde se
encontraría con Cullen y Montarón.

Veíanse algunos faroles encendidos en las esquinas, uno precisamente
en el ángulo que hacía cruz con la iglesia Matriz. Derramaba un fulgor
mezquino, que parecía más débil ante el gran cuadro sombrío de la
plaza, con sus negras acacias, que un viento suave mecía desgranando
sus hojas secas.

Insúa tranquilo por la soledad de las calles, se atrevió a pasar
cerca del farol, y al llegar a la esquina de la escuela, se encontró
bruscamente con Jarque.

Supo que era él, porque al moverse para no cruzarse en su camino,
observó que rengaba, mas tuvo la esperanza de que no lo hubiera
conocido, por lo que iba embozado en la capa, y para despistar sus
sospechas no se detuvo ante la puerta del maestro, sino que pasó de
largo, como si allí no viviera.

Sintió que le seguía y apretó el paso, con la seguridad de
adelantársele y anduvo así, un cuarto de hora, haciendo recodos, y
cruzando calles; cuando supuso que el jefe de policía había abandonado
su persecución, regresó a la calle de la Matriz.

El farol de la esquina se había apagado, y era extraño, porque el
viento apenas soplaba.

Nada se veía en la calle lóbrega. El almacén de Ferrer estaba cerrado,
y todo el barrio, parecía dormido bajo los oscuros tejados a dos
aguas. En una guardilla, a lo lejos temblaba una luz.

Llegó Insúa hasta la puerta de la escuela, y la empujó de golpe, y al
entrar vió que del hueco de una puerta casi contigua, salía un hombre,
que sin duda estuvo al acecho.

Comprendió que Jarque en vez de seguirle a través de las calles,
sospechando quién era, lo había aguardado allí, para cerciorarse de
ello, y averiguar lo que tanto le interesaba.

Era un episodio lamentable, porque obligaba a los revolucionarios a
variar sus planes.



VII

El indio José


En los sauzales del arroyo de Leyes acamparon los hombres que mandaba
Juan Alarcón.

Era la época de las lluvias y los campos bajos del litoral estaban
anegados. El Saladillo Dulce, riacho que allí cerca se juntaba con el
arroyo de Leyes, y que suele ver mermar su caudal de agua hasta secarse
enteramente, entonces tenía un ancho de media legua y avanzaba en
una turbia napa que el viento rizaba en olas pequeñas, fatigando las
plantas acuáticas que se alzaban del fondo y salían al sol, sirviendo
de guía a los que se aventuraban por el curso tortuoso y difícil.

Insúa había ideado bien aquella invasión de la ciudad por el río. La
inundación había hecho huir a los escasos pobladores de las márgenes,
y la pequeña expedición que se embarcó en el Saladillo, a la altura de
Helvecia, de donde había llegado cruzando a caballo campos de Cullen,
hizo el viaje sin hallar a nadie.

Navegaba en dos grandes lanchones de fondo plano que podían marchar en
dos cuartas de agua, y llevaban a popa del mayor una pequeña canoa para
explorar los bañados.

En las isletas verdes y montuosas, que se alzaban como una ondulación
de aquellas tierras bajas, veíanse ranchos, de los cuales uno que otro
seguía habitado por míseros paisanos, que vivían en el agua, pescando
con espinel o cazando nutrias para trocar sus cueros en las pulperías
de tierra adentro por azúcar y yerba o tabaco.

Al ver pasar los lanchones llenos de gente, acostumbrados como estaban
a las repetidas intentonas revolucionarias, y vecinos de los Cachos,
paraje donde los Cullen tenían una de sus estancias, habitual refugio
de los opositores, adivinaban el objeto de la expedición.

Una de las lanchas llamábase "Mocoretá".

Era la mayor, tenía un medio puente y a bordo cabían holgados 30
hombres. Una trinquetilla que hinchaba el viento húmedo del Este la
hacía marchar.

A popa un baqueano, conocedor de las inverosímiles revueltas del cauce,
llevaba el timón. A proa un mocetón flaco y ágil, con una larga caña
sondeaba la hondura, cantando rítmicamente con voz aniñada:

--¡Cuatro cuartas! ¡cuatro largas! ¡cinco escasas! ¡cuatro a la marca!

Algunas veces cruzaban un remanso y la punta de la caña no alcanzaba el
fondo:

--¡No toca!--gritaba el sondeador, y todos respiraban satisfechos,
porque se alejaba el peligro de una varadura contra aquellas barrancas
de greda pegajosa, donde se adhería con fuerza la panza de la
embarcación, obligándoles a echarse al agua, para sacarla del mal paso
a fuerza de hombros.

El viento era frío y arreaba gruesas y redondas nubes desde el mar
lejano, por lo cual el sol, brillando solo a ratos, no alcanzaba a
secarles las ropas mojadas, y así debían seguir el viaje, tiritando.

La otra lancha se llamaba "La Avispa". En ella iba Alarcón, y navegaba
sin sondear, porque él conocía perfectamente el curso del Saladillo;
pero siendo menos marina, por sus perfiles pesados, era más lenta y
marchaba detrás, impulsada por una velita triangular a proa y por los
botadores, largas perchas que dos hombres afirmaban contra la costa o
contra el fondo del río, conforme a la hondura.

En ambas lanchas, por orden de Alarcón se guardaba silencio. Solamente
se oía el grito agudo del sondeador en la primera y de cuando en cuando
la voz breve y ronca del indio José Golondrina que la mandaba.

Pero cuando pasaban cerca de alguna de las isletas de la costa y
divisaban algún cazador de nutrias, inmóvil, en la orilla, afirmado en
su largo fusil, compañero inseparable de su soledad, o en la "fija",
especie de arpón terrible en su mano segura, no siempre los hombres,
aburridos de la inacción, acallaban un saludo o un comentario malicioso.

Los cazadores de nutrias eran generalmente hombres enflaquecidos por la
vida miserable que llevaban viviendo en los esteros, consumidos por las
sabandijas, rudos y huraños, descalzos, vestidos con una camisa y una
manta o un pedazo de arpillera que les rodeaba las piernas.

Y los de las lanchas, peones de estancia o colonos de Helvecia, mejor
alimentados y vestidos, reíanse de su miseria o de su flacura:

--¡Lindo cebo para un chicharrón!--decía un gringuito joven, rubio,
de la colonia suiza, donde don Patricio encontraba sus más fieles
partidarios.

Llamábase Moor; iba en la lancha "Mocoretá".

A pesar de su juventud se le tenía en mucho porque manejaba el fusil
con una insuperable destreza.

Alarcón lo reprendía cada vez que hacía reír a sus hombres a costa
de algún "nutriero". Después de todo, no era muy difícil que alguno
de éstos, picado por las bromas o simplemente deseoso de ganarse una
recompensa, saltara en su canoa, que podía navegar a través de los
esteros, cortando los campos inundados y llegara antes que ellos a
Santa Fe, con la denuncia de que los revolucionarios marchaban sobre la
ciudad.

Tal peligro crecía a medida que se aproximaban a la laguna de Setúbal,
región más poblada, que se vigilaba con gran cuidado por la gente del
gobierno.

Hacia mediodía el sol abrió y cambió el viento. Navegaban ya en
el curso profundo y encajonado del arroyo de Leyes, cuyas orillas
cubiertas de sauzales, solían servir de escondite a los gauchos
matreros, ladrones de haciendas, que huían de los policianos.

Alarcón dió orden de atracar en una isleta de la margen izquierda y los
dos lanchones se arrimaron lentamente a la costa, cubierta de carrizas
verdes y de camalotes aguachentos que chupaban los sábalos.

Siguiendo como hasta entonces en aquella marcha, y ayudados por la
correntada más fuerte del arroyo de Leyes, debían llegar al puerto de
la ciudad poco después de la oración, y eso era un peligro.

Insúa había ordenado que no entraran antes de las once de la noche,
hora en que menguaba la vigilancia de la policía.

Además era necesario cargar de leña las dos lanchas, en forma que
permitiera ir a los hombres a bordo, disimulando su presencia. Se
necesitaban para ello largas varas flexibles, y allí el tupido sauzal
ofrecía cargamento fácil de cortar, para toda una flota.

Teniendo, pues, varias horas libres, antes de ponerse en marcha
nuevamente, los tripulantes saltaron a tierra, regocijados con la
perspectiva de poder encender fuego en el centro de la isleta y tomar
mate sin riesgo de llamar la atención de los policianos, si es que
merodeaban por allí.

La presencia de las lanchas con tres o cuatro hacheros cargándolas, no
despertaría sospechas, porque el negocio de la leña ocupaba a muchos en
Santa Fe.

Bajo la bóveda sombría que formaban los sauces, creciendo estrechados
unos por otros, el suelo estaba lodoso y cubierto de pastos de agua.

Cuatro hombres, con sendas hachas, se pusieron a la obra.

Los troncos delgados y rectos, vestidos de enredaderas floridas, a
pesar del otoño que llenaba la fronda de hojas doradas, caían sin ruido
sobre el húmedo colchón de pasto.

De la tierra empapada subía un vaho penetrante y cálido, mezcla de
todos los olores de aquellas hierbas corrompidas por la humedad, y del
humus secular que tapizaba la isla con una capa fofa y negra.

Hacia el interior, el suelo se alzaba y aparecía más árido y seco.

Crecían allí los "curupíes" y los aromitos y algún algarrobo de áspero
tronco y vasta copa.

Buscando sitio a propósito para encender el fuego, marchaban en grupo
Alarcón, José Golondrina y Moor, el joven suizo. Pronto hallaron lo
que deseaban: un espeso rodeo de árboles, donde había leña fuerte en
abundancia y podía hacerse una hoguera con ramas secas, que no dieran
humo.

--Mi teniente--dijo Moor a Alarcón, así que la llama flameó alegremente
en el discreto reparo del boscaje--yo estoy gordo y tierno, y los
compañeros tienen hambre. Si me dejo estar aquí, mientras ellos
matean, me van a asar con cuero. Si me voy a rodar tierras, todavía
puedo dar con alguna ternera orejana que me libre y nos quite el hambre.

Los paisanos en cuclillas, alrededor del fuego, unos, echados otros de
bruces sobre el musgo seco que alfombraba la tierra, y de pie los más,
tranquilos, esperando los sucesos, comentaron aquella salida con una
carcajada aprobatoria.

Alarcón vaciló un momento.

Había sido poco previsor y sus hombres estaban casi en ayunas, desde el
amanecer, hora en que les repartió un churrasco, la última ración de la
carne que le dieron en Helvecia.

Iba a autorizar al suizo para que se rebuscase la ternera, entre las
haciendas numerosas que pastaban en los alrededores, cuando habló José
Golondrina, que había callado hasta entonces.

--Mi teniente--dijo alzando apenas la voz, en cuclillas, según estaba
mirando al suelo, como si hablara para sí mismo--no hay necesidad de
carnear ajeno; si usté quiere, aquí cerca hay relaciones que pueden
darnos o vendernos una vaquilla.

--¿Dónde?

--A media legua al naciente, en la Casa de los Cuervos.

--¿Conocés el paraje?

--Sí, mi teniente.

--¿Conocés a los dueños?

--Sí, mi teniente.

--Bueno, andá.

El indio se levantó; era petizo, gordo, de tez amarilla, con tonos de
aceituna, pero de facciones extraordinariamente finas.

Hablaba poco y era habitualmente esquivo a la compañía de los hombres.

Fuerte, diestro, conocedor de todos los secretos recursos de las islas,
nadador como uno de los yacarés que poblaban las aguas fangosas de
aquellos riachos, Insúa lo consideraba elemento indispensable en sus
excursiones y le daba cierta jerarquía sobre todos, después de Alarcón.

Y esto era motivo de un oculto rencor del indio hacia su amo,
considerándose pospuesto con injusticia, en la tropa revolucionaria.

Disimulaba sus sentimientos bajo una untuosa sumisión, que no había
logrado engañar, sin embargo, el ojo experto de Alarcón, el cual
recelaba de la fidelidad de José Golondrina.

Por eso, cuando lo vió alejarse hacia el centro de la isleta, buscando
un sendero para ir hacia donde él había dicho, lo llamó con un silbido.

--Vamos los dos--le dijo.

--Vamos,--contestó José Golondrina sin volver la cara.

Y quedaron los hombres allí, mandados por Moor, que era el tercero, no
obstante su juventud, en la jerarquía establecida por Insúa.

Y el fuego chisporroteaba alegremente, devorando las secas ramillas de
los aromitos, y haciendo brasas grandes y rojas con la madera fuerte de
los algarrobos.

Tres pavas de hierro, negras de hollín, empezaban a cantar la alegre
canción del agua dispuesta para el mate, confortante y engañador para
los estómagos vacíos, y mientras eso ocurría, aquel muchachón que
sondeaba en la lancha la profundidad del río, y que era a la vez el
despensero, distribuía "los vicios"--azúcar y yerba--entre los que
habían de cebar el mate.

Un pichel de ginebra, tasado por Alarcón, circulaba en la rueda,
despertando a su paso las conversaciones, chispeantes como la hoguera.

Juan Alarcón marchaba al lado del indio chafando con su paso firme los
camalotes que cubrían la tierra en las hondonadas, señalando los sitios
hasta donde había llegado el agua de las crecientes.

Era un mozo de treinta años, vestido con esmero, chambergo de alas
rectas y anchas, botas amarillas y cuidadas, tirador guarnecido de
monedas de plata y largo facón que le cruzaba la espalda, a más del
revólver que brillaba al alcance de la mano.

Difícilmente se habría hallado un tipo de criollo más hermoso. Era
nativo de San José del Rincón, donde una mezcla ignorada de sangres, ha
producido una casta absolutamente especial de morenos de ojos azules y
facciones caucásicas.

Alarcón era en los rodeos el más fuerte entre toda la peonada, y sus
brazos firmes como un palenque, y sus manos sólidas, como un torno,
bastaban para sujetar un novillo arisco, cogiéndolo por los cuernos y
clavándolo en la tierra sobre las cuatro pezuñas rígidas.

Insúa que no toleraba superioridad en nadie, porque él también poseía
suma destreza para los trabajos del campo, y su vigor se comentaba aun
en los sitios donde no se le conocía sino por el relato de sus hazañas,
había concluído por resignarse a ser menos fuerte que aquel hermoso
gaucho de tez ligeramente tostada y de ojos profundamente azules.

Se habían conocido de niños, en las andanzas de Insúa por el Rincón,
como años después Alarcón anduviera rodando de estancia en estancia,
buscando un patrón que supiera apreciar su trabajo en lo que valía,
el joven caudillo lo llevó a su lado y lo hizo su capataz en el
establecimiento y su teniente en las campañas revolucionarias.

José Golondrina no podía olvidar que Alarcón le había privado a él
de esos mismos cargos, y tenía, para agravar sus enconos, motivos
especiales que venían de muy lejos.

El padre de Insúa poseía una gran estancia en los quebrachales de
Calchaquí.

Allí había nacido José Golondrina, hijo de una india criada al amparo
de las casas.

Contábase que un cacique poderoso, jefe de una de las tribus más
grandes que hubo en aquellas regiones, perseguido por el ejército de
línea, se refugió en la estancia de Insúa, y al huir de nuevo cuando la
tropa se acercaba, dejó entre otras mujeres, a su hija, que encomendó
al amo, diciéndole que alguna vez volvería a buscarla de su Chaco
misterioso, donde criaría hermosos caballos para él.

La indiecita llegó a ser una hermosa muchacha y no faltó quien dijera
que el niño que un día nació de ella, el indio José, mayor que
Francisco Insúa algunos años, era el hijo primogénito del dueño de
la estancia, y habría sido el heredero de toda aquella riqueza a no
cruzarse en su destino el niño blanco, de casta noble.

Fuese que Insúa creyera realmente en aquel parentesco, que se había
hecho una leyenda, fuese que se hubiese acostumbrado a los servicios de
José Golondrina, éste permanecía siempre con él, mas no en la estancia
de Calchaquí, a donde no le había enviado desde niño, sino en la de la
costa, donde estaba el centro de sus recursos, y que era generalmente
el punto de cita de los revolucionarios en la campaña.

Pero el indio conservaba en la memoria la impresión indeleble de los
paisajes de Calchaquí, y el recuerdo de aquel hermoso campo, cubierto
de bosques de veinte leguas cuadradas, donde podría albergarse toda
su tribu, que ahora vagaba errante por el Chaco, lo perseguía con
implacable tenacidad.

Un día, siendo él niño, muerta ya su madre, una india vieja, de las
que quedaron en la estancia cuando el cacique huyó y que pasaba por
hechicera entre las gentes simples de aquellos lugares, le contó su
historia y le enseñó a malquerer al hijo del amo, a Francisco Insúa, a
quien allí no conocían aún, pero de cuya existencia en la ciudad lejana
se hablaba entre los peones.

"Todos estos campos eran de la tribu antes de venir los cristianos--le
dijo la india, abarcando con un gesto el vasto quebrachal, donde tenía
su rancho, lejos de las otras casas.--El abuelo de tu abuelo, era
el cacique más poderoso del Chaco, y una vez puso, en contra de los
blancos, mil lanzas y ganó la batalla.

"Y yo he visto en las estrellas, que este monte será otra vez de la
tribu, cuando muera ese niño que ha nacido en Santa Fe, y vuelva a ser
amo nuestro un hombre que sea hijo de los hijos del último cacique."

En el espíritu taciturno de José Golondrina, aquella predicción
engendró una llama que le consumía.

Callado, sumiso, bravo en todos los trabajos, se preparaba
pacientemente para los días que habían de venir.

Lo que hubiera en él de sangre blanca estaba anegado en la ola
ancestral de sangre orgullosa de cacique, que le hacía sentirse indio
hasta la médula de los huesos, y encendía en su corazón la silenciosa
esperanza de ser algún día el redentor de su tribu.

Insúa recelando quizás aquella ambición, nunca lo mandó a su estancia
de Calchaquí y como el volver a los campos donde pasó su sombría
niñez, era la secreta obsesión de José Golondrina, nunca quiso él,
por su parte, alejarse de la otra estancia, donde se fraguaban las
revoluciones que alguna vez podían servir a sus planes.

Y así vió prepararse aquélla, en cuya aventura se encontraban lanzados
ya, y fué desde el primer momento el más activo de los colaboradores
del capitán sin lograr con ello deshacer totalmente las prevenciones de
Alarcón.

Caminaba ahorra al lado de éste, hacia la Casa de los Cuervos, royendo
sus pensamientos, cuando el otro que marchaba en silencio, como si le
costara cambiar palabras con el indio, le dijo de pronto:

--Me has dicho que conocías al capataz.

--Sí, señor.

--Yo soy de estos lugares, y sin embargo no lo conozco.

--No es raro; murió ya el dueño; se vendió la estancia y cambiaron el
personal.

--¿No era el finado Liborio Borja?

--Sí, señor.

--Y hoy, ¿quién es el dueño?

--Será su viuda, que vive en la estancia...

Se calló un momento, como si hubiera deseado no hablar más, pero
Alarcón lo interrogó:

--¿No es de la viuda ya?

--No, señor, la vendieron.

--¿Sabés a quién la vendieron?

El indio vaciló un momento.

--A don Braulio Jarque--respondió luego.

--Jarque... ¿Quién es Jarque?--preguntó Alarcón deteniéndose en medio
del campo, a tiempo que hacia el Este se dibujaban las copas sombrías
de unos grandes eucaliptus.

José Golondrina agachó la cabeza y dijo no saber quién era Jarque,
aparte de lo dicho, y Alarcón volvió a ponerse en marcha, repitiendo
aquel nombre, seguro de haberlo oído en alguna parte.

La Casa de los Cuervos estaba sobre una altura adonde no llegaban
las más altas crecientes, sobre la margen misma del arroyo de Leyes,
caudaloso y profundo, comunicándose con el Paraná, como un brazo de él
que era.

La construcción era buena y antigua, dos alas de piezas bajas techadas
con firmes totoras, formando una escuadra con anchas galerías a uno
y otro lado, pintada toda de rosa, con puertas y ventanas verdes, y
poblado de naranjos el patio anchuroso, y todo el cuadro envuelto en un
bosque de eucaliptus, a través de cuyo espeso follaje apenas se veía la
casa como una mancha clara.

En los últimos tiempos, la estancia había cambiado varias veces de
dueño, quedando siempre en la familia, y a la muerte de Liborio Borja,
ocurrida un año atrás, su viuda, para redimir las deudas que pesaban
sobre ella la vendió a Braulio Jarque, el marido de su hija Gabriela,
la cual vivía con ella.

Como el nuevo propietario no manifestara afición a la vida campera,
encargóse doña Carmen de Borja de administrarla junto con la hacienda,
que pastaba en esos campos, y que era ahora toda su fortuna.

Al llegar a la calle de eucaliptus, que se abría en dos hileras a un
costado de la casa y conducía hasta su entrada principal, Alarcón,
preocupado siempre por el nombre de Jarque, que alguna vez había oído,
se acordó de quién era.

José Golondrina calmaba a los perros, que habían salido a ladrar a los
visitantes, y que se acallaron súbitamente al sentir su voz.

Alarcón tuvo la sospecha de que el indio había querido adelantársele,
para hacer llevar a Jarque en la ciudad con algunos de los peones de la
estancia, la noticia de la expedición.

Había salido el capataz y Alarcón miró a José, mas no advirtió que
parecieran reconocerse.

El indio se hizo a un lado, sin hablar palabra, y el capataz saludó
a Alarcón que le pidió una ternera para carnear y dar de comer a su
gente, colonos y leñeros que iban a la ciudad a surtirse de víveres
diversos.

Así habló, y agregó para evitar toda suspicacia en aquel paisano
reservado, que le atendía frunciendo el ceño:

--Compraría una ternera, si no me pide caro.

El capataz entró en las casas a consultar con el ama, cuya silueta se
vió aparecer un momento en la galería, y volvió con el permiso de
arrear el primer animal gordo que hallaran en el potrero.

Montó a caballo y los guió hasta el sitio en que a esa hora debía
hallarse la mayor parte de la hacienda.

Alarcón y su compañero caminaban a pie, detrás de él, que iba
enumerando las buenas condiciones de los campos aquellos, cuya tierra
negra daba unos pastos de engorde superior.

Cuando encontraron lo que necesitaban, una vaquilla mansa, que se
dejó echar el lazo en los cuernos pulidos y negros, Alarcón pagó
sin regatear los quince pesos que le pidieron por ella y se juzgó
afortunado viendo que el capataz no insistía en acompañarles hasta la
costa.

--Tengo que encerrar los terneros de las lecheras--dijo--y se despidió
allí mismo.

Marcharon los dos, José tirando del lazo, arrastrando a veces al animal
que empezaba a rebelarse, y atrás Alarcón arreándolo con una varilla
y pensando que si el capataz hubiera llegado hasta la costa no habría
dejado de recelar de tanta gente reunida allí.

Y aquella imprudencia que le había hecho cometer el indio, no le
pareció que fuera involuntaria.

Mientras marchaban por un senderito en el tupido pastizal verde, que
alfombraba la altura desprovista allí de monte, vieron venir una majada
de ovejas que parecía vagar sin pastor y sin perros.

José Golondrina mostró las ovejas a Alarcón.

--La cuidan los cuervos--le dijo--y por eso es el nombre de la estancia.

Y era así en efecto.

Desde muchos años atrás en la propiedad de los Borja, dos cuervos
criados en las casas cuidaban la majada, con un maravilloso instinto,
que rayaba en leyenda.

Por la mañana al salir el sol, en verano, y en invierno a la hora en
que el frío amenguaba, los dos cuervos, que dormían sobre un algarrobo
seco, frente a una de las ventanas de la casa, volaban hasta el
corral de las ovejas, y a aletazos y a picotones las hacían salir,
las conducían a través de los campos, en las lomas donde el pasto era
tierno y la tierra seca y al caer la tarde las obligaban a volver.

Los tímidos animales, acostumbrados ya, obedecían a los cuervos como
habrían obedecido a un pastor, y de tal manera los dos pajarracos se
habían vinculado a la vida de la estancia, que ésta tomó su nombre de
ellos, y se rodeó de una fama misteriosa.

--Son eternos--dijo el indio José--y cuentan los viejos que ellos saben
y anuncian las cosas tristes que han de ocurrir.

La majada pasó cerca de los dos hombres que llevaban la vaca.

Sobre una de las ovejas de adelante, prendidas sus garras sobre el
vellón iba uno de los cuervos y de igual modo el otro se dejaba llevar
por la que iba atrás de todas.

Era risueño el caso, y no obstante Alarcón no sintió ganas de reír,
cuando los ojuelos de uno de los cuervos, como dos pequeños brillantes
negros se posaron sobre él.

Atardecía rápidamente, y debieron apretar el paso para no extraviarse
en el sauzal, si los tomaba la noche antes de haber alcanzado las
barcas.

En aquellos terrenos bajos no era fácil hallar los senderos, por donde
podían pasar sin hundirse en las aguas muertas de los bañados.

Debían a más carnear la vaca y asar la carne en una hoguera y esa
operación preocupaba a Alarcón porque el fuego en la noche podía atraer
sobre ellos algunas de las partidas de policianos que solían recorrer
la laguna Setúbal y llegar hasta el arroyo de Leyes, a caballo unas
veces por la costa y otras en un vaporcito del puerto siguiendo el
curso del río.

La noche caía rápidamente, porque en esa estación los días eran cortos.

Llegaron al sauzal con las últimas luces del crepúsculo.

Estaba silencioso y sólo se oía el ruido de los pájaros asustados que
levantaban el vuelo, atropellando las ramas.

--Es raro--dijo Alarcón.--¿Nos habremos perdido?

El indio lo miró y los ojos le brillaron en la sombra.

Alarcón echó a correr hacia la orilla del río. No se veía a nadie.
Saltaba sobre los camalotes que cedían como un colchón bajo sus pies.
Extrañaba el silencio, porque estaba seguro de haber dejado a su gente
en esa dirección, y de no verla, por lo menos debía oír el ruido de las
hachas cortando la leña.

Cuando llegó al borde de la isla, que lamía el riacho curvo y lento,
al sitio mismo donde fondearon las chalanas, lo que se conocía por
estar las carrizas pisoteadas y sembrada la tierra de varas de sauce
cortadas, soltó una maldición.

Las lanchas habían desaparecido y sobre el agua, tersa como un cristal
negro, a esa hora, no se divisaba hacia ningún rumbo la mancha más
obscura, que en la noche,--que envolvía ya todas las cosas,--le hubiera
indicado la presencia de sus embarcaciones.



VIII

El baile de Montarón


Temprano, en la noche del baile, se encendieron las guirnaldas de
faroles que corrían a lo largo de las cornisas, llenando la calle de
luz.

En la casa de Montarón, el piso bajo estaba destinado a la familia. Se
subía a los salones del baile, situados arriba, por una ancha escalera
de caracol, adornada esa vez con flores y cubierta por un camino
rojo de tripe, hasta una galería interior cerrada con una mampara de
cristales.

Allí se abrían las tres anchas puertas del deslumbrante salón, que
ocupaba todo el frente de la casa, y se doblaba en dos alas, a cada
extremo, constituídas por varios saloncitos suntuosos, dispuestos
para el ambigú los de la derecha, y los otros para la tertulia de las
señoras mayores o de los hombres que no gustaban de la danza.

Las ventanas del corredor de la calle estaban cerradas, mas alcanzaba
a oírse la algazara de los curiosos agolpados abajo, en el pórtico,
sirvientes del barrio en su mayoría, que daban las buenas noches a cada
pareja que entraba.

Poco a poco, a medida que se animaba la escena, fueron estrechando
el cerco, hasta bloquear totalmente la puerta del zaguán, con zócalo
de mármol blanco, que reflejaba la luz de un gran farol de bronce,
pendiente del techo.

Hacia las nueve de la noche habían comenzado a llegar los invitados.

Era lo más distinguido de la sociedad de Santa Fe.

Las damas en cabeza, para lucir mejor los altos peinados; y con amplios
y crujientes vestidos de seda; escotadas las jóvenes y aun algunas que
habían dejado de serlo; y los hombres de frac y chistera, envueltos en
sus capas.

Con una nerviosa solicitud, hacía Montarón los honores de la casa.

Atravesaba pausadamente, con una dama del brazo, el vestíbulo iluminado
por los faroles chinescos colgados de las ramas de los naranjos, en el
patio inmenso como una huerta; subía la escalera, y después de cambiar
algunas palabras corteses arriba, en el gran salón, bajaba, saltando de
dos en dos los escalones.

Su fisonomía habitualmente regocijada, tenía esa noche un sello visible
de preocupación, y el mismo empeño que ponía en disimular, había
chocado a Syra, la cual seguía a su padre, en todos sus movimientos,
con ojos angustiados.

Rasurado prolijamente, pequeño, y rosado como un jovencito, su
fisonomía no era ciertamente la de un conspirador, y el mismo Jarque,
observándolo esa noche, no estaba seguro de que al rededor de aquella
movediza personilla pudiera tejerse una revolución.

El jefe de policía llegó temprano, con su secretario, el teniente Borja.

Montarón, que se sentía espiado por su hija, para desorientar sus
sospechas se puso a hablar con Jarque, mientras ella más tranquila
junto a su novio, paseaba de su brazo por el salón.

La luz de las arañas de caireles, doraba su negra cabellera, recogida
en un peinado bajo y prendida sobre la nuca, con dos o tres alfileres
de brillantes.

La inquietud de esa tarde, manteníala aún aturdida y apasionada,
fulgurantes los magníficos ojos, que habrían querido penetrar en las
almas para ver qué nefastos designios se ocultaban en ellas, que
pudieran hacer peligrar la vida del hombre que amaba, en cuyo brazo
firme se apoyaba su mano trémula.

Borja sabía, que por falta de nuevos indicios, los recelos de Jarque
habían disminuído, y confiado en su sagacidad sólo pensaba en la gloria
de esa fiesta, en que Syra mostraba su amor a los ojos de todos los que
pudieran haber dudado.

Festejábase su compromiso, y las amables visiones con que se llenaba
su espíritu, no daban lugar a las sombrías sospechas que su novia le
sugiriera esa tarde.

Conocíanse todos los hombres que podían entrar en la revolución, por lo
cual, a cada nuevo concurrente que llegaba al salón, Borja, habituado
a su oficio, indagaba si era de los sospechosos, sin interrumpir, no
obstante su charla con Syra.

Don Servando Bayo entró de los primeros con el doctor Pizarro, su
ministro.

Llegó de rigurosa etiqueta, correcto y tranquilo, y Syra viéndolo se
sintió aliviada.

Un momento después llegó Cullen, a quien seguía la mirada cautelosa
de Jarque, situado afuera del salón, en la galería de cristales,
conversando con Montarón, mas sin perder un solo gesto de los hombres
que le interesaba vigilar.

La fisonomía despreocupada de Cullen, sus maneras afables,
distinguidas, su palabra suave, superficial y amena con las damas,
desorientaban toda sospecha.

Acercóse a los novios y al cumplimentarlos su voz fué tan natural que
Borja sintió desvanecerse sus últimos recelos, y al apartarse de él,
buscando el refugio discreto de uno de los salones de las alas, donde
podía hacer sus confidencias a la niña, le dijo, aludiendo por primera
vez en el baile, a las alarmas que ella le confiara esa tarde:

--Ya ves, Syra; si Cullen está aquí, siendo el jefe de los opositores,
es porque nada se prepara. ¿Estaría así, tan afable y tranquilo si
hubiera el peligro de una revolución?

La mano de Syra temblaba. Alta, maravillosamente esbelta, vestida de
blanco, pálida por una emoción que, a pesar de esas buenas razones no
podía dominar, permanecía de pie al lado de él, que se había sentado en
un sillón invitándola.

Él no pudo ver quién era el que entraba al salón, haciendo cesar el
rumor de las conversaciones, de tal modo que sólo se oía la música de
la orquesta en la galería de cristal; pero ella, atenta a los detalles
de la fiesta, sintió como un golpe en el corazón, pues lo que faltaba
para confirmar sus sospechas, era la presencia en la ciudad del capitán
Insúa, y era él, precisamente, el que acababa de entrar.

Borja, a quien Jarque le había confiado el encuentro de la noche
anterior a la puerta de la escuela, se alzó del sillón, calmoso y
tranquilo, cuando Syra, con los labios apretados por la nueva emoción,
le dijo:

--¡Insúa! ¡Allí está Insúa! ¡Oh, Dios mío!

Hacía más de un año que Insúa no venía a la ciudad, y no obstante su
vida de hombre de campo, era en los salones un perfecto caballero que
llevaba con fácil elegancia el traje de etiqueta y dominaba todos los
secretos de la cortesía.

Jarque al verle llegar sintió que se derrumbaba el laborioso edificio
de sus conjeturas, porque si Insúa estaba allí, vestido de frac;
si tenía a su lado a Montarón, que le contaba prolijamente cómo se
injertaban los rosales; si Cullen se pajeaba en el salón atendiendo a
las damas, todos con la más natural despreocupación, era porque el
temido complot sólo existía en su imaginación.

Para no prolongar su actitud de vigilante, con un poco de despecho,
abandonó su sitio junto a la puerta de la galería y entró al salón.

La orquesta, cuyos principales elementos había hecho venir Montarón de
Buenos Aires, empezaba a animar el ambiente con sus piezas de baile.

Tocó lanceros y se formaron las parejas para sus elegantes y armoniosas
figuras.

Syra y su novio ocuparon un sitio frente a Insúa, que parecía absorto
en decir gentilezas a su compañera en la danza.

--Si debiéramos temer algo--murmuró Borja al oído de la hija de
Montarón--Insúa no estaría aquí. Es el brazo derecho de Cullen y el
verdadero jefe de todos los ataques de caballería.

Syra tranquilizada por aquellas razones, miraba al arrogante caudillo,
que en las combinaciones de la danza, le daba la mano para acompañarla
en algunas figuras.

Habría deseado saber, si ya no era para esa noche, para cuándo serían
los siniestros designios que se ocultaban en aquella altiva cabeza
juvenil y enérgica, que los saludaba con tanta gracia, al pasar por su
lado, a ella y a su novio.

Insúa, desde que entró en el salón, comprendió que algunos ojos lo
vigilaban.

En un rincón, Jarque sentado, parecía dormitar, pues según su
costumbre, entornaba los párpados. Insúa, no obstante esa disimulada
apariencia, sentía sobre él la mirada del jefe de policía.

En otro lugar, Bayo, con Cullen y Montarón, atendía algunas damas
indiferentes al baile.

Insúa miraba de cuando en cuando ese grupo. Iriondo no había llegado
aún, y su tardanza le tenía inquieto, pues podrían verse obligados
a modificar sus planes, si todas las cosas no pasaban como estaban
previstas.

Su misma presencia en la fiesta, no era lo que habría convenido, mas
debió ir para despistar a Jarque, el cual, sin duda alguna, lo había
conocido la noche anterior cuando entró él a la escuela, de regreso de
la barraca de Fosco.

Estando en la ciudad, más extraño habría sido no ir, que ir a casa de
Montarón, al que lo ligaba una antigua amistad.

De acuerdo los tres principales conjurados, se fijó la hora de la
revolución.

Insúa saldría del baile a las once, procurando no ser visto, y se
reuniría con su gente en la orilla del río, y desde allí invadiría la
ciudad, marchando sobre la policía.

Antes de atacar, Insúa volvería a la sala de baile, para ayudar a sus
amigos a caer sobre Iriondo y Bayo, y los hombres del gobierno, no bien
sonaran los primeros tiros. Alarcón mandaría el asalto, y echaría un
pelotón de hombres sobre la casa de Montarón, para ayudarles.

La trama del complot era simple; y a Insúa sólo le preocupaba la
ausencia de Iriondo, que por ser la verdadera cabeza del gobierno,
podía hacer abortar los planes no concurriendo a la fiesta.

Pero terminados los primeros lanceros, a cosa de las diez, cuando los
caballeros agradecían a sus damas y las llevaban del brazo hasta los
sillones colocados a lo largo de las paredes, se produjo un repentino
silencio por la entrada de alguien.

Era Iriondo; venía solo, circunstancia que no escapó a los
revolucionarios, pues era ese un gesto habitual de él, cuando
sospechaba que había peligro, y a fin de mostrar su valor personal o
su presencia de espíritu; Montarón, más solícito que nunca le salió al
encuentro, deshaciéndose en cumplimientos, que Iriondo acogía con una
reservada cortesía, gustando la impresión que causaba con su presencia.

No era ya la actitud algo bravía de Insúa, lo que atraía las miradas:
era su manera superior de presentarse, natural y elegante, tranquilo
y serio, correspondiendo todos sus ademanes, a motivos exteriores,
sin que tuviera que sonreír ni saludar, para imponerse a los que lo
rodeaban.

Más de un año hacía que Insúa no se encontraba con él, y al verle así,
tan dueño de sí mismo, adelantándose a saludarlo, a él que si no podía
vencerle estaba resuelto a matarlo, sintió conmovida la confianza que
hasta ese momento lo animaba.

Montarón, inquieto y movedizo, exageraba visiblemente sus atenciones
descuidando a los otros visitantes y provocando, sin duda, mayores
sospechas en el jefe de policía, que se había vuelto a sentar en un
rincón solitario, después de saludar a Iriondo.

Cullen, acostumbrado a aquellas emociones, disimulaba perfectamente
y en sus ademanes no se transparentaba nada que no fuese su finura
de hombre culto, capaz de alternar sin esfuerzo con sus propios
adversarios.

Bayo parecía ignorarlo todo, atendiendo solamente lo que Pizarro le
relataba con animada mímica.

Ocupaban los dos un pequeño sofá de nogal acolchado de damasco, y
sobre ellos caía la luz de un candelabro lleno de bujías, puesto a sus
espaldas sobre una consola.

Tenían al frente, sobre otra consola igual, un gran espejo que les
permitía mirar todo el salón sin volver la cabeza.

Iriondo con algunos amigos, se refugió en uno de los saloncitos, y su
ausencia calmó un tanto los nervios de Insúa, que volvió a mezclarse en
las danzas, con una ardiente fiebre de placer, como si la lucha cercana
en que podía morir, no le preocupase, o redoblara su entusiasmo por
gozar de aquellos fugitivos minutos.

Montarón salió hasta la galería, por esquivar las pupilas de Jarque,
cuyos ojos semicerrados nadie sabía dónde miraban, aunque él en todo
momento sentía la impresión de que estudiaban cada uno de los gestos
que él hacía.

La hora en que habían convenido que Insúa saliera, estaba próxima y no
se veía cómo podría abandonar el salón sin hacer notar su ausencia.

El banquero empezaba a ponerse nervioso; desde la penumbra de la
galería vió a Cullen, en apariencia tranquilo, conversando con algunas
señoras, pero puesta la mano sobre el reloj, como si él también
sintiera la ansiedad de los minutos que volaban.

Montarón vió pasar a su hija, radiante, del brazo del joven militar, y
empezó a torturarle un remordimiento, que durante el día lo acosara, y
que ahora despertaba de nuevo en su corazón angustiado.

Habían convenido los revolucionarios que en gracia de aquel amor, cuya
fiesta servía a sus planes, pondrían empeño especial en ahorrar la vida
de Carmelo Borja, pero aun así comprendíase el gran peligro que debía
correr.

Por encima de todas sus ambiciones, Montarón miraba a su hija, como
el motivo de todas ellas. Y ahora que la suerte estaba echada, y
pronunciada quizás, la sentencia de muerte de muchos de aquellos
brillantes militares que llenaban el salón, presentía el rencor de la
joven, perdurable y sangriento, cayendo sobre la cabeza de aquel que
atentara contra la vida de su novio.

Conocía su temperamento ardoroso, capaz de madurar en silencio una
venganza y comprendía que él mismo no escaparía al encono de esa alma
apasionada, si por obra de él se desgarraban las ilusiones de aquella
hermosa noche de fiesta.

Por un momento con el corazón oprimido, deseó el fracaso del complot.

Se sintió viejo por el amor de su hija, a quien había vuelto a tener a
su lado, después de muchos años de ausencia, y estimó la paz de su vida
cerca de ella, en mucho más que sus inquietas ambiciones políticas.

Miró el reloj y vió que sólo faltaban algunos minutos para las once.

Iba a entrar al salón, cuando desde el lugar en que estaba oyó la voz
de Jarque, hablando a su hija.

--Si usted canta "El Ciprés", yo le acompaño en el piano.

El jefe de policía era apasionado por la música, y sus gustos,
en armonía con los de la época, le hacían preferir las canciones
románticas y tristes, que se cantaban como salmodias desgarradoras.

Tocaba regularmente el piano, y entre todos los versos que había
oído cantar a Syra, con su espléndida voz, llena de sentimiento,
escogía siempre esa endecha lacrimosa del Ciprés, en cuya sombra se
transformaba el alma vengativa del amante muerto y olvidado.

Syra recordó el pedido que esa tarde le hiciera su novio; eran hermosos
los versos de Goyena: "Cuentan los sabios que la blanca luna..." pero
gustábanle más los del "Ciprés", y esa noche sentíase llevada por
fuerzas misteriosas, a cantar su invencible tristeza.

Montarón asistiendo a la escena, comprendió que si Jarque iba al piano,
Insúa aprovecharía su descuido para salir sin ser visto, y los sucesos
que un instante había deseado que no ocurrieran, sólo dependerían ya de
la mano de Dios.

Vió levantarse al jefe y cruzar el salón con su desairada figura, y
por una reacción de su temperamento versátil, pensó que era mejor que
sucedieran las cosas que con tanta audacia habían preparado, para
derrocar el gobierno que execraban.

Después de todo Borja era militar y sabría defenderse, y él mismo en su
casa, hallaría manera de salvarlo.

Por encima del frac tocó disimuladamente su revólver.

Estaba dispuesto a jugarse la vida para que la parte del programa
confiada a él, que era apresar a Bayo, se ejecutara con toda perfección.

Allí cerca, en el patio sombreado por los naranjos, ocho o diez
paisanos, llegados la noche anterior, e introducidos por él mismo en la
casa sin que nadie los viera, aguardaban su señal, mezclados entre el
grupo denso de curiosos que había invadido el zaguán, y se derramaba ya
por las galerías.

En cuanto sonaron las cuerdas del piano bajo los dedos de Jarque, Insúa
salió del salón.

Envuelto en su capa, a fin de ocultar el frac, con un chambergo en
lugar del sombrero de copa, escurrióse hasta la huerta para salir por
la escuela de don Serafín, de modo que los policianos de Jarque, de
guardia frente a la casa de Montarón, no pudieron notar su escapada.

Syra había empezado a cantar con una voz extraordinariamente conmovida:

      Si por mi tumba pasas un día
    y amante evocas el alma mía,
    verás un ave sobre un ciprés;
    habla con ella, que mi alma es.

De pie, al lado de Jarque, su admirable figura de blanco, con pequeño
escote, y al cuello un collar de perlas que parecían desgranar sobre
el hermoso pecho su oriente sedoso y viviente, Syra hacía temblar el
corazón de su novio.

Y si aquella alma encarnada en el ave del ciprés no fuera la de ella
sino la de él, ¿cuál sería el destino de la hermosa joven que lo amaba?

Si él moría, pensaba Borja, ella algún día, cuando lo hubiera olvidado
sería de otro.

La idea de la muerte que evocaba en su canto se le hizo cruel como
nunca. Pensó que podían ser verdad los oscuros presentimientos de Syra.
Miró a su alrededor buscando a los jefes de la oposición, para ver si
alguien faltaba, y notó inmediatamente la ausencia de Insúa.

Vió a Iriondo y a Bayo, en un grupo, conversando de cosas que parecían
absorber toda su atención, porque se habían retirado al fondo de uno de
los saloncitos.

Syra seguía cantando y era tal la sugestión de su voz, que los
concurrentes se acercaban poco a poco al piano para no perder una nota
de la triste canción:

      Si tú me nombras, si tú me llamas,
    Si allí repites que aún me amas,...

Borja se imaginó a Insúa corriendo por las oscuras calles para reunir a
su gente.

Aguzaba el oído y parecíale sentir el rumor de pasos de una patrulla,
ahogado por doliente música, en que temblaba el alma de su novia.

Aproximóse a Jarque arrebatado por el espíritu romántico de los
fúnebres versos, y le tocó en el hombro.

Jarque lo miró con mirada abstraída y sin pensamiento y siguió haciendo
correr sus dedos sobre el armonioso teclado.

Por no alarmar a Syra, no se atrevió a insistir y aguardó angustiado el
final de la canción.

Cuando la niña, con los ojos llenos de lágrimas se volvió hacia él,
después del último verso, el joven teniente le dijo:

--Ahora, algo menos triste, los versos de Goyena: "Cuentan los sabios
que la blanca luna..."

Jarque se había levantado, porque Syra iba a cantar acompañándose ella
misma.

Cuando la vió sentarse en el pequeño taburete del piano, Borja
aprovechó la ocasión para hacer notar al jefe la ausencia de Insúa,
indicio grave, sin duda.

Rápidamente Jarque resolvió lo que debían hacer.

--Te vienes tú conmigo, sin decir palabra.

Y así, mientras Syra comparaba sus miradas con la fuerza misteriosa de
la luna que mueve las aguas del mar, Jarque y su secretario, salían del
salón, se envolvían en sus capas y se echaban a la calle.

En la esquina del Cabildo se acercó Jarque a dos de sus agentes de
policía, encargados de vigilar la casa de Montarón: estaban alerta y
fumaban para matar el tiempo.

--¿No habéis visto a nadie?

--No, señor jefe.

--¿Nadie ha salido del baile?

--Nadie, señor.

--Sin embargo, hay una persona que no está allí. Os habréis dormido.

Los serenos guardaron silencio. Uno de ellos dijo luego:

--Por la puerta no ha salido nadie. Si alguien falta puede haberse
escondido en la casa misma o haber salido por los fondos.

Borja que oía sin decir palabra, mirando hacia la plaza en cuya esquina
estaban, agarró de pronto el brazo de Jarque y le mostró un bulto que
cruzaba furtivamente por el lado opuesto, y que se destacaba entre
los troncos de los paraísos, sobre el fondo claro de una casa recién
blanqueada.

Echaron a correr los dos, con la sospecha de que les interesaba detener
a aquel transeúnte trasnochador.

Jarque sereno y valiente, sacó su revólver para llevarlo presto.
Borja a quien el espadín colgante al cinto le estorbaba al andar, lo
desprendió tomándolo en la mano, pronto a desnudarlo.

De reojo observaba a Jarque, el cual marchaba ágilmente a su lado,
cojeando mucho, pero sin ruido, como si anduviera en puntas de pie.
Fruncía el ceño para ver mejor y estiraba el pescuezo, con una ansiedad
de lebrel que persigue su presa.

Su instinto, más seguro que su vista, le hacía comprender que era Insúa
el bulto que al llegar ellos al centro de la plaza desapareció como si
lo hubiera tragado la tierra.

Y era Insúa, en verdad, que había penetrado en la casa de don Serafín
Aldabas, salvando las tapias de la huerta por el mismo camino que solía
hacer Montarón.

Ágil y fuerte como era, saltaba los obstáculos apoyándose en los puños,
sin mancharse apenas el frac.

Tenía empeño en volver intacto a la sala del baile, para encargarse
él mismo de apresar a Iriondo, y era necesario que ninguna huella
sospechosa de aquella correría quedara en su traje.

Al llegar al jardín de la escuela, en la sombra de la galería del Sur,
divisó la silueta gentil de Rosarito, que velaba a esa hora, sentada en
la silla hamaca de su padre, pensando o rezando.

--¿Sos vos, Francisco?--le dijo la niña acercándosele;--habría tenido
miedo, si en estos días no me hubieras acostumbrado a tus misterios.

La dulzura de aquella frase en que la niña se asociaba secretamente a
sus empresas, penetró en el corazón turbulento del revolucionario, que
se sintió inundado por una ola de afecto hacia la compañera de su niñez.

Ésta volvía a hablar. Él le tomó una mano, fría por la emoción, entre
las dos suyas ardientes como si tuviera fiebre.

--¿Ha concluído ya el baile?

--No; si hubieras ido...

--Esas cosas no son para mí--observó ella, y agregó, deseosa de entrar
en el secreto de aquella vida que amaba--¿por qué has salido?

Insúa queriendo llevarse como un talismán que le diera suerte los votos
de la niña, le contestó al oído:

--¡La revolución! Dentro de media hora, seremos dueños del Cabildo.
Piensa en nosotros, Rosarito...

Ella, que sospechaba la existencia de la conspiración tembló, sin
embargo, como una copa de cristal sobre la que estalla un trueno.

--¡Dios mío!--exclamó apretando con sus manos las del joven
revolucionario--¡Francisco, Francisco! ¿y si no volvieras más?

--Volveré--respondió él, que tenía fe en su estrella.

Rosarito se sintió ganada por la misma confianza que a él lo animaba,
pero pensó que su vida brillante se alejaría más, con el triunfo, de la
humilde existencia de ella.

Feliz, no obstante, con las cosas que a él le regocijaban, le deseó la
victoria y como él sintiera en su mano la caricia tibia de una lágrima
de ella, que lloraba en la sombra, sin que pudiera ver sus ojos azules
anegados en llanto, saboreó de nuevo aquella ola de misteriosa dulzura
que lo acercaba a ella.

Y para templar mejor su espíritu la tomó en los brazos, la apretó
contra su pecho vigoroso, y la besó en los labios, que sonrieron a
través de las lágrimas, sonrisa que tampoco él vió, y que fué en el
alma solitaria de la niña, como una estrella que se levanta.



IX

El pañuelo rojo


La puerta de la escuela se cerró sin ruido tras aquel bulto negro, que
se perdió inmediatamente entre los paraísos de la plaza.

La gente de Insúa aguardaba la señal del ataque en la barraca de Fosco.

Las chalanas que mandaba Alarcón se habían atrasado, y un día entero se
las esperó con temor de que no llegaran a tiempo.

Fosco veía en aquella tardanza maniobras de José Golondrina, cuya
lealtad desconfiaba; pero la verdad era otra.

Cuando Alarcón y el indio José llegaron, arreando la vaca, a la orilla
del arroyo de Leyes, encontraron que las chalanas y la gente habían
desaparecido.

Era de noche ya y las pesquisas para averiguar el rumbo que hubieran
tomado, se hacían imposibles en el tupido sauzal que les cerraba el
horizonte por todos lados.

Alarcón, sin decir palabra, intentó treparse en uno de los sauces más
altos, para escudriñar el río, que de una gran anchura allí, y lleno de
curvas y de isletas montuosas, aparecía en la obscuridad como un charco
de agua quieta y negra.

Lo detuvo la voz tranquila del indio que decía:

--Aquí está el gringo Moor.

De un salto Alarcón se echó al suelo, y el joven le informó en voz baja
como si temiera ser oído, lo que ocurrió durante su ausencia.

Deseoso de arponear algunos sábalos, esa tarde para asarlos en la
hoguera encendida en el montecito de algarrobos, él con un compañero
conocedor de aquellos lugares, cruzaron el río en una de las canoas de
las chalanas, buscando un sitio donde el bañado de la otra orilla era
abundante en pescados.

Llevaba la fija, arpón terrible con su hierro dentado y su mango de
caña tacuara, que Moor empezó a manejar, no bien llegaron al lado
opuesto, ensartando de un golpe recio los sábalos de estrecho lomo que
nadaban a flor de agua entre las altas hierbas acuáticas.

Al cortar así las aguas playas del bañado, avanzaron de nuevo hasta el
río, curvo como una herradura, y a los rayos del sol que caía, vió Moor
a breve distancia, una lancha blanca fondeada contra el sauzal.

Dióle un vuelco el corazón, y se aplanó sobre la canoa para no ser
visto, quedando oculto a medias entre las pajas que cubrían el bañado.

La embarcación a la vista tenía una chimenea, y por ella conoció que
era la lancha a vapor con que el gobierno vigilaba el puerto y la
laguna y que a esa sazón remontaba los riachos para prevenir toda
intentona por allí.

Por el humo que arrojaba la chimenea sospechó el joven suizo que estaba
lista para marchar, río arriba sin duda, y no esperó más para volver
adonde había dejado las chalanas.

A impulso de las palas, que movían echados en el fondo de la canoa,
cruzó el bañado refulgente como una placa de oro a los rayos del sol
poniente.

En pocos minutos llegó, y ordenó a su gente que se embarcara, y con
los largos botadores empezaron a contornear la costa de la isleta de
la Casa de los Cuervos, cuyos sauzales podían ofrecerle un refugio en
alguno de los profundos ramblones que se internaban en ella, como una
bahía.

Y así fué; cuando la lancha del gobierno pasó siguiendo el cauce del
arroyo de Leyes frente al lugar en que habían estado fondeadas las dos
chalanas de los revolucionarios, ya éstos se hallaban escondidos en
un brazo del riacho, donde no podía entrar el vaporcito, por su mayor
calado, y como el crepúsculo empezaba a difuminar el paisaje, ninguno
de sus tripulantes advirtió la presencia de las embarcaciones.

Alarcón apretó cordialmente la mano del bravo mocetón que los había
salvado de aquella sorpresa, aunque en el encuentro, defendiéndose con
sus hombres, habría podido vencer a los otros.

Pero era arriesgar el éxito de la revolución, y valía más eludir todo
incidente, que pudiera anunciar su paso, antes de que estuviera sobre
la ciudad.

El día estaba perdido, sin embargo; no era prudente echarse a navegar
teniendo próxima la rápida embarcación, que no tardaría en regresar,
porque una legua más arriba, no hallaría agua bastante para su calado.

Era así preferible aguardar hasta la noche siguiente, en que con mucha
probabilidad habría cesado la infructuosa vigilancia del río, para
entrar en la ciudad una o dos horas antes del momento fijado para la
revolución.

Y fué ese el motivo que dilató un día entero la llegada de las fuerzas
de Alarcón. A eso de las ocho de la noche, casi a la hora del baile,
fondeaban ambas chalanas en el extremo Sur de la calle de la Matriz
doblando, como se llamaba entonces a la calle de San Gerónimo.

En la barraca de Fosco, adonde con infinitas precauciones fueron
refugiándose uno a uno los revolucionarios, se reunieron más de cien,
y aunque no todos bien armados, la aventura parecía tan bien dispuesta
que ninguno dudaba del triunfo.

A las once de la noche debía Insúa ir en su busca, para dirigir el
ataque, pero la sospecha de que el complot no era ya un misterio para
los de la policía, hizo variar un tanto aquel plan.

Insúa se limitaría a dar breves instrucciones a su gente reunida en la
barraca de Fosco; encargaría a Alarcón la dirección del ataque, y él
regresaría a la sala del baile, para ayudar a sus amigos a apresar a
Iriondo y a Bayo en cuanto sonaran los primeros tiros.

Su presencia en la fiesta, mantendría a Jarque en la duda, sobre
aquellos sucesos que presentía.

No todo ocurrió, sin embargo, como él lo pensara.

Su breve demora en el patio de la escuela, despidiéndose de Rosarito,
dió tiempo a Jarque y a Borja para llegar a la plaza al mismo tiempo
que él.

Alcanzó a ver, en la noche clara, la silueta de aquellos dos
hombres que aparecían en la calle de la esquina de Montarón, y para
despistarlos, si acaso tenían intenciones de seguirle, corrió por el
costado de la plaza, que daba sobre la casa de Iriondo, y dobló hacia
el norte por la calle del Comercio.

Allí dió vuelta a la manzana, y siguió corriendo como una sombra
impalpable y silenciosa, unas cuantas cuadras hacia el poniente.

De trecho en trecho se refugiaba en el hueco de algún portal o detrás
de alguna de esas ventanas salientes, en las casas de las gentes
acomodadas y miraba si alguien le seguía.

Todo era silencio en la ciudad tenebrosa, dormida bajo el manto límpido
de un cielo sin estrellas.

Un viento suave del Sur traía dispersas armonías de la sala del baile.
Volvió a correr, y cuando las casas de las aceras empezaban a ser más
raras y pobres, y comenzaban los yuyales y los cercos de ramas de los
suburbios, dobló hacia el Sur, siguiendo la franja sombría de un pencal.

Los perros, que abundaban allí, ladraban a la luna que salía,
destiñendo el azul intenso del horizonte.

Debían de ser las once y media, y en la barraca de Fosco seguramente le
aguardaban impacientes y listos para el combate.

Fué a echar a correr, a la sombra de los tunales, cuando le pareció
sentir un ruido metálico, como de una espada que se golpea.

Calle derecha, hacia el norte, alcanzó a ver de nuevo las mismas
dos siluetas de la plaza, y comprendió que eran vigilantes que lo
perseguían y habían dado ya con su pista.

Como no podía correr sin exponerse a ser visto, se metió por entre el
pencal, defendiéndose con su capa de las espinas y aguardó que llegaran.

Marchaban rápidamente, corriendo a trechos, y pasaron tan cerca del
sitio en que Insúa se había escondido, que los pudo conocer, al uno
porque rengaba al correr, y al otro, porque vió la contera de una
espada asomar por debajo de la capa.

--¡El novio de Syra!--pensó el revolucionario, recordando con qué
empeño Montarón les rogó que ahorraran su vida, si acaso entraba él en
la lucha.

Ese pensamiento le hizo vacilar, ante el proyecto que como un rayo de
luz se le presentaba en ese instante. Debía seguirles, sin dejarse
ver, y cuando estuvieran cerca de la barranca, saltar sobre ellos y
matarlos, privando así al gobierno de sus mejores servidores.

No quiso pensar más, para evitar la compasión que podía nacer en su
alma, recordando la súplica de Montarón. Empuñó su revólver y cruzó de
nuevo por debajo de los espinosos cactus y salió a la calle.

Las dos siluetas se perdían ya a lo lejos, entre las sombras de los
matorrales de la acera, donde crecían algunos corpulentos paraísos.

Jarque y Borja, maravillados de la repentina desaparición de Insúa, se
habían echado a correr, cuando al desembocar una calleja apareció la
mole oscura y chata de la antigua barraca de Fosco.

Jarque se detuvo y por primera vez se le ocurrió que ése podía ser el
escondrijo de los revolucionarios.

¿Cómo no lo habían pensado antes, sabiendo que el ex-colono de Helvecia
vivía en un impenetrable misterio que les había hecho creer que era
alguna inofensiva manía del hombre viejo?

Se detuvo, agitado por la carrera, a unos cien pasos de la entrada del
vetusto caserón.

--¡Que me lleve el diablo si no se ha metido aquí!--dijo con fastidio y
entre dientes.

Vaciló un momento entre avanzar o volverse, para traer un piquete
con que rodear la vasta construcción, que se veía allí, reposando
plácidamente bajo los rayos dorados de la luna que ascendía.

Borja a su lado escudriñaba el caserío, por si algún indicio les
revelaba lo que querían saber.

De pronto un terrible empellón lo tumbó en tierra, y sonó un tiro. El
fogonazo lo deslumbró, y cayó enredado en su larga capa, y el revólver
que empuñaba en la mano izquierda saltó a varios pasos de allí. Tenía
la espada en la derecha, y quiso incorporarse, a tiempo que Jarque, el
cual no parecía herido, gritaba haciendo fuego contra Insúa, que se
echaba sobre él.

--¡Ah! ¡misera...!--exclamó, y la palabra se rompió entre sus dientes
apretados, y cayó herido en la frente por otro balazo cuyo estampido
ensordeció a Borja, quien, ciego de furor, arremetió con su espada.

Insúa vió el relámpago del acero y saltó como un jaguar; pero la punta
penetró en el flotante paño de su capa, que se desprendió de sus
hombros y cayó cubriendo al cuerpo palpitante de Jarque.

--Ríndase, no quiero matarlo--dijo con su voz breve y tranquila
apuntando a Borja, que arrancó su espada con violencia y se echó de
nuevo sobre su adversario.

A la luz de la luna bañando la extensa planicie, en cuyo centro se
desarrollaba la sangrienta escena, veíase a Insúa de frac, la blanca
pechera, señalando el sitio en que debían herirle, y lleno de elegancia
el gesto de su mano que empuñaba el revólver apuntando al joven
teniente, que un momento se quedó paralizado ante aquella serenidad,
que parecía atarle los brazos.

En la cercana barraca de Fosco, el rumor de la lucha en la hora
señalada para que estallara la revolución, despertó una extraordinaria
inquietud.

Los cien hombres allí encerrados corrieron a sus armas; los jinetes
montaron en sus caballos asustados por el ruido y el movimiento y
Alarcón y Fosco fueron hasta el portón de madera de la entrada, que
tenía roído el borde de abajo, por donde el perro guardián sacaba el
hocico y ladraba.

Abrieron cautelosamente y como a cien pasos alcanzaron a ver el fulgor
de la espada cortando el humo del segundo disparo.

Alarcón reconoció a Insúa, comprendió que se batía y corrió, seguido de
un grupo de hombres.

Oyó el jefe revolucionario el tropel de su gente que corría, llenando
la noche con el metálico rumor de las armas, y dijo a Borja, que había
saltado por sobre el cuerpo de Jarque para coger su revólver que
brillaba en tierra a dos pasos de allí.

--No se mueva o lo mato--y añadió con dulzura, sin dejar de
apuntarle,--quiero que viva para su novia.

El joven teniente sintió la penetrante ironía de aquella compasión.

--¡Cobarde!--gritó--¡A él lo has muerto a traición y yo lo voy a
vengar!--y volvió a cargar con su espada sobre la blanca pechera que
atraía sus furiosas estocadas, que el revolucionario esquivaba con
ágiles movimientos.

En un salto que dió Borja, asentó el pie sobre el revólver de Jarque, y
antes que Insúa previniera su acción, arrojó la espada y alzó el arma
del suelo.

Insúa no pestañeó y de un balazo en el pecho lo echó por tierra.

--¡Oh, Dios!--exclamó Borja, abriendo los brazos y cayendo de espaldas.
La capa, como una gran ala rota, quedó abierta debajo de su cuerpo. Era
de paño azul, pero por su forro de terciopelo rojo, parecía una gran
mancha de sangre, tiñendo el pasto verde que alfombraba la planicie.

Alarcón y sus hombres llegaron en ese momento. Insúa con tristeza les
señaló el cuadro y les dijo:

--No quería matarlo, pero él se empeñó.

Cogió su revólver sin prisa, como si todo peligro hubiera pasado, y fué
a recoger su capa negra, echada como un manto fúnebre sobre el cuerpo
aún tibio de Jarque. La sacudió y se envolvió en ella.

Dió sus órdenes precisas; la gente debía marcharse enseguida y atacar
el Cabildo. Un piquete debía al mismo tiempo invadir la casa de
Montarón, adonde él habría llegado ya, para ayudar a sus amigos.

Y con esas palabras separáronse dejando sobre el campo verde los dos
cuerpos inmóviles que la luna envolvía en su luz impasible.

Por la acera sombría de la calleja que trepaba la barranca, se adelantó
Insúa casi corriendo.

Tan rápida fué la escena, que no le parecía verdad que en unos minutos
hubiera suprimido el mayor de los obstáculos con que tropezaban los
planes revolucionarios, aquella implacable vigilancia de Jarque, que
estuvo a punto de desbaratar todo el complot.

Llegó a la esquina de la calle del Cabildo.

Era menor el número de los curiosos agolpados a la entrada de la casa
de Montarón. El sueño y el frío de la noche, habían ahuyentado a
muchos, y los que aún quedaban, yacían dormidos contra los pilares o
en los rincones del zaguán, esperando que la fiesta concluyera, para
acompañar, algunos a sus amos, otros a quien quisiera aceptar sus
servicios, alumbrándoles el camino con un farolillo de aceite.

Los dos vigilantes apostados en la entrada, cabeceaban rendidos de
cansancio y no vieron pasar a Insúa, que subió tranquilamente hasta la
sala de baile, llena de la enervante armonía de una vieja mazurca.

En la galería de cristales, donde estaban los músicos, se despojó de su
capa, y fué a entrar al salón, cuando una mano vigorosa lo detuvo por
el brazo.

No era un gesto afectuoso, ni era violento u hostil; mas Insúa se
volvió con ira para ver quién era.

Hallóse con Iriondo, a cuyo lado debió pasar, pero a quien no había
visto.

Mirábalo con aquella serena mirada que se imponía aun sobre los que por
primera vez se encontraban con él, y podían ignorar su prestigio y su
poder.

Le soltó el brazo y le tomó de la mano que Insúa no se atrevió a
retirar, para no comprometer sus planes con alguna intempestiva
brusquedad.

--Hay allí--le dijo Iriondo en voz baja, señalando el salón--una niña
que pregunta por su novio, que salió con usted.

La mayor parte de los farolillos chinescos que iluminaban el patio y
la escalera se habían consumido, y aquel lugar en que estaban los dos
hombres, quedaba en la penumbra, fuera del cuadro luminoso de la puerta.

Pero Insúa alcanzó a discernir en el gesto y en la mirada de Iriondo
una sagaz intención, y respondió exagerando la calma que empezaba a
perder:

--Yo no he salido con ningún novio, doctor Iriondo.

--¿Ha salido solo?

--Solo.

--Yo ando siempre así--observó el jefe de los gubernistas, abandonando
la mano de su adversario--sobre todo cuando me dicen que hay peligro en
andar solo.

Pasó un breve momento de silencio.

Insúa no encontraba respuesta que dar, temiendo siempre delatarse y
echaba de menos la serenidad con que pensaba y ordenaba sus ideas en
medio de una batalla. ¿Por qué, pues, no lograba dominar la impresión
que aquel hombre le causaba con sus frases intencionadas?

Para librarse de la presencia de Iriondo que lo desconcertaba, fué a
entrar al salón, pero él lo detuvo de nuevo, con el mismo gesto sin
violencia, que no podía rechazar.

--¿Va a entrar así? ¿No ve cómo está manchada su pechera?

Insúa miró la alba pechera de su camisa y se puso pálido.

Una gran mancha roja ocupaba toda la parte baja, donde se abotonaba el
chaleco.

Se volvió bruscamente, evitando la luz, y dijo sacando del bolsillo un
pañuelo de seda color escarlata:

--Llevaba aquí el pañuelo y al lavarme seguramente lo he mojado y se ha
desteñido...

Había perdido completamente su calma y la voz le temblaba.

Con ansia esperaba que sonara el primer tiro frente al Cabildo para
arrojarse contra aquel hombre más temible por su serenidad que por su
fuerza.

Iriondo sonreía.

En este momento apareció en la puerta del salón, por donde se veía el
cuadro brillante del baile, la magnífica figura de Syra.

--¡Ah, Insúa!--exclamó al verle, acercándosele con un apasionado
interés, mientras él se acomodaba con mano trémula, el pañuelo rojo
sobre su manchada pechera.--¿No salió el teniente Borja con usted?

Insúa se estremeció. Una inmensa angustia se pintaba en aquella
hermosa cara, y la voz temblaba como una imploración.

Dominó violentamente sus nervios, se acercó a la joven que esperaba su
respuesta con una indescriptible ansiedad, y le ofreció el brazo, que
ella no aceptó, volviendo a preguntarle:

--¿No salió con usted, capitán? ¿Verdad que no salió con usted?

El estampido de una descarga apagó brutalmente la armonía de la
orquesta.

Se produjo un remolino en la concurrencia del salón. Sin preocuparse de
su compañera que se había erguido al rumor de la lucha, y le increpaba
preguntándole por su novio, Insúa corrió a la galería para arrojarse
sobre Iriondo, mas éste previó su ataque, cerrándole el paso, y en un
ademán siempre mesurado y amistoso, con el brazo izquierdo lo tomó por
la cintura, lo llevó hacia afuera y tranquilamente le dijo:

--Explíqueme qué es eso.

Y como Insúa quisiera librarse de aquel abrazo, Iriondo con mucha
calma alzó su mano derecha en que tenía un revólver, se lo puso a dos
pulgadas de la frente, y le volvió a hablar con su palabra serena e
imperiosa:

--Si se mueve, lo mato.

A la primera descarga, sucedió un vivo tiroteo, y la calle oscura se
iluminó con la luz de los fogonazos, llenándose a la vez con el humo
acre de la pólvora.

El tropel y la gritería de los que invadieron la casa, y el estrepitoso
tumulto que se alzó en el salón, cuyas puertas se cerraron con
violencia, dejando en la sombra la galería de cristales, de donde los
músicos huyeron, permitió a Insúa alejar de un manotón el revólver que
le amenazaba.

Salió el tiro sin herirle y él con su gran fuerza, se zafó del terrible
brazo de Iriondo, mas al echarse atrás buscando su propio revólver en
momentos en que volaban hechos trizas los cristales de la galería,
invadida por una ola de gentes, revolucionarios y gubernistas,
mezclados con los soldados de Jarque que no distinguían a unos de
otros, constató que Iriondo se lo había sustraído al pasarle la mano
por la cintura.

--¡Ah, traidor!--exclamó con impotente rabia, sintiéndose desarmado, y
como a una orden del jefe de los gubernistas, cuya alta figura dominaba
a todos, los soldados se echaron sobre Insúa, éste dió un empellón
a los que le cerraban el paso, y no pudiendo bajar por la escalera,
atropelló la puerta del salón, que se abrió con estrépito, cruzó el
recinto que era una colosal batahola de hombres que luchaban y damas
que parecían muertas sobre la alfombra, salió al balcón y encaramándose
hasta la balaustrada saltó hacia el tejado de la casa vecina, buscando
un sitio por donde echarse a tierra para tomar su puesto en el combate
contra el Cabildo.



X

La noche trágica de Syra


A la primera descarga, Syra, intensamente pálida, con los ojos
dilatados por el terror, se llevó la mano al corazón, sintiendo una
gran angustia y se abatió sobre un sillón, llorando como un niño
castigado. ¡No había ya remedio!...

Las demás mujeres, sorprendidas por la revolución, se agruparon en la
sala del ambigú, para escapar de las balas que empezaban a entrar por
las maderas del balcón, destrozando los cristales. Algunos hombres las
atendían, pocos, porque casi todos habían bajado al patio donde el
tumulto era indescriptible.

En el salón, con sus muebles revueltos y sus puertas cerradas por
Montarón, sólo quedaban Cullen y Bayo, sentado éste, pálido y ceñudo,
comprendiéndolo todo, pero sin hacer un gesto que pudiera provocar una
violencia, y el otro de pie, a su lado, atento a los movimientos de su
prisionero.

Por un resto de cortesía, Montarón no se acercaba a su huésped
traicionado. Iba hasta el grupo de las mujeres enloquecidas, preguntaba
por doña Celia, desmayada, miraba a su hija llorando, con la cara
escondida y volvía a la puerta que de afuera golpeaban de cuando en
cuando, sin lograr abrirla.

Pensaba en la suerte de Iriondo, apresado seguramente por Insúa en la
galería de cristales.

En la plaza, frente al Cabildo se batían los revolucionarios contra los
policianos que respondían con un vivo tiroteo. Una bala dió en la araña
del centro del salón y desprendió un manojo de caireles hechos trizas.

Montarón miró a su hija, que al sentir el ruido de los cristales rotos
se puso de pie, y muda, dominando una desesperación que hacía dar
gritos a las otras mujeres, corrió a la puerta de la galería, en donde
resonaban de nuevo furiosos golpes.

Su padre abrió los brazos para contenerla, pero ella lo rechazó con un
solo ademán que a él le heló la sangre en el corazón.

--¡Hija mía!--exclamó él, y ella bruscamente como si aquel grito le
volviera el sentido y la esperanza, sintiendo una inmensa necesidad de
consuelo, se volvió a él y se echó llorando sobre su pecho.

Él no habló, porque le acosaba el remordimiento de aquel dolor
silencioso en que había anegado a su hija.

Nada sabía aún de lo que le habría pasado, mas tenía el presentimiento
de que la desgracia de ella iba a ser su desgracia.

Fué en ese momento cuando se oyó que en la galería crecía el bullicio,
y se sintió desembocar una oleada de gente que Montarón creyó amigos
por lo que abrió la puerta del salón, apartando suavemente a su hija.

Y esa maniobra salvó a Insúa, el cual, acosado por Iriondo, que había
sabido prevenir su asalto, y vencido por el número, cruzó como un
relámpago hacia el balcón, a donde Syra lo siguió mezclada entre los
hombres que le perseguían y segura de que él podría decirle dónde
estaba su novio.

Pero al verle saltar la balaustrada y disparar por los tejados vecinos
hacia la plaza, iluminada por el fogonazo de las descargas quiso
seguirle, como si su esperanza huyera con él, mas alguien la contuvo y
entonces echó a correr, a través del salón, buscando la escalera del
patio sin detenerse a ver lo que ocurría a su padre y a Cullen rodeados
ya por gentes de la policía, que Iriondo mandaba con voz serena y
ademanes precisos.

Un poco más pálido, el cabello más revuelto, la mirada más brillante,
eso era todo lo que en él se podía notar de extraordinario. Bayo a su
lado, puesto de pie ya, sin decir palabra, apoyaba esas órdenes con sus
gestos.

Despeñándose casi por la escalera sembrada de flores desprendidas de
las guirnaldas, llegó Syra al zaguán, y como a nadie viera, salió a la
calle y corrió hacia la plaza, donde era la lucha.

Veía las cosas nubladas por el humo acre de la pólvora que se le
agarraba a la garganta, y los fogonazos, que brillaban como entre una
neblina, apenas servían para guiarla, con su luz despiadada. Al llegar
a la esquina estuvo a punto de ser envuelta por un pelotón de hombres
que desfilaban a lo largo de las paredes guareciéndose de los tiros que
llovían de todas partes.

Eran revolucionarios y marchaban sobre la casa de Montarón en auxilio
de los amigos.

Uno de ellos se detuvo al ver a Syra. Fué un segundo no más, por
mirarle la cara.

--¿El teniente Borja?--le preguntó ella juntando las manos.

Y el revolucionario, que un rato antes había asistido a la rápida
escena que tuvo lugar a pocos pasos de la barraca de Fosco, le contestó
con una torpe sonrisa:

--¡Allá quedó, niña! junto al río.

Syra no vió el ademán en que le indicaba el Sur y echó a correr hacia
el Oeste buscando el río, a cuya orilla había ido por ese lado alguna
vez.

Pasó de nuevo frente a su casa que los revolucionarios invadían, oyó
tiros y corrió con ansias, sin detenerse, hasta que dejó de sentir el
siniestro silbido de las balas, que había ido persiguiéndola en su
carrera como una pesadilla.

Se detuvo un momento para organizar sus ideas.

Parecíale, hundiendo los pies en el colchón de polvo de la calle que
marchaba en sueños, y que ella misma, vestida de blanco con la negra
cabellera desprendida y flotante, no era más que un fantasma.

Oíanse las descargas en la plaza, y volviendo la cara podía ver el
relámpago que precedía a cada estampido. El silencio de la noche
agrandaba los lejanos rumores de la lucha. Y Syra sentía confusamente
al pasar, que puertas y ventanas se abrían y cerraban con cautela.

Por aquella parte las casas eran más raras y las calles más estrechas
se dilataban hacia el Salado, bordeadas de pencales impenetrables, por
sus temibles espinas.

Los canes alborotados por los tiros, aullaban con furia, y al rumor
de los pasos de Syra que volvía a correr se arrojaban contra ella sin
salir, no obstante, del cercado de pencas, medrosos también ellos en
aquella siniestra noche.

La luna serena y majestuosa, prendida como un broche de oro en el
límpido cielo azul, alumbraba con indiferencia la ciudad poblada de
ruidos, y en la calleja estrecha, por donde Syra corría, sus rayos
prolongaban las sombras temerosas de las plantas que se extendían como
garras sobre la acongojada criatura.

Había al final de la calle un gran ombú que cerraba el paso. Las
lluvias agrietaban allí el terreno y el árbol frondoso mostraba sus
gruesas raíces descarnadas y blancas, que a la luz de la luna parecían
brazos y piernas de muertos ya rígidos.

Syra se detuvo mirando extraviada aquellas extrañas figuras. Pensó en
su novio:--"¡Allá quedó!"--le habían dicho--"junto al río".

--¿Qué río? ¿Había un río por ese lado? ¿Cuándo llegaría? Si estaba
muerto tenía todo el tiempo que quisiera para esperarla. Si estaba vivo
y deseaba decirle algo, y si era posible curarle, restañar su sangre y
vendar sus heridas... ¡oh, Dios! ¿cuándo llegaría?

Se apretó la cabeza con las manos, sintiendo como martillazos en las
sienes, el latido de sus arterias.

Comenzaba a desvariar. A ratos pensaba que todo era un sueño, tan
brutal hallaba el cambio de escena. El salón brillante, la luz, la
alegría, la música, el amor; y luego la noche, con sus sombras y
rumores terribles, y aquella frase que sin duda había soñado: "¡Allá
quedó!"

¿Qué significaba eso? ¿Era acaso una consigna dada al joven militar?
¿Estaba de guardia junto al río? ¿Y dónde era el río?

Trepó la barranca. A la sombra del ombú crecían tupidas enredaderas,
entre cuyo matorral brillaban las luciérnagas. Las anchas ramas
cerraban el horizonte, pero subida ya sobre el borde, Syra vió el
campo, extendido como una tela limpia y tersa, hacia el río Salado,
cuyas aguas no alcanzaban a verse desde allí, pero que en las grandes
crecientes lo inundaban.

De ese lado no había casas; algunas vacas rumiaban echadas en el pasto.

Syra se puso a correr de nuevo, con más miedo al hallarse sola,
pareciéndole que detrás de ella corría la muerte, para llegar antes a
donde estaba su novio o para avisarle que era tarde ya y que en vano se
fatigaba.

El campo desenvolvía ante ella el terciopelo de su suave y fresco
pastizal, sin una ondulación, pero sus ojos nada veían de lo que
buscaban. Y seguía corriendo, sin noción de los rumbos, torciendo su
camino hacia el Sur.

De vez en cuando sentía que el suelo cedía bajo sus pies como una
húmeda esponja, y el frío le volvía un instante la sensación de la
realidad; se acercaba a los varillales, que crecían a la margen del
río, y donde, según los cuentos de su niñez, se guarecían los yacarés
en las horas de sol.

Se apartaba horrorizada de aquellos lugares, y volvía a correr sobre el
paño verde del bañado, sintiendo el cansancio que parecía romperle los
muslos.

¿A dónde iba? ¿Por qué la habían engañado haciéndola ir por aquel
desierto buscando su amor?

Ya no se oían los tiros. La ciudad, cuyas casas blancas se dibujaban a
lo lejos entre las sombras de las calles, se había vuelto a dormir sin
duda; y ella estaba allí, perdida en medio del campo, sin más compañía
que la fría luz de la luna, que empezaba a nublarse y los estridentes
ladridos de los perros, que se enfurecían al verla correr como un
blanco fantasma.

En su memoria fatigada se perdían los detalles de las cosas. Sólo sabía
que buscaba a su novio y debía hallarle muerto o vivo. Cuando caminaba
despacio, el zumbido suave de la brisa anunciadora del alba, le daba
la impresión pavorosa de un lamento, y por no oírlo y por llegar más
pronto a donde él estaba, llamándola sin duda, con la esperanza de que
llegara antes que la muerte, echaba a correr de nuevo.

--Allá quedó, junto al río--le habían dicho riendo.

Por fin el río que buscaba le cerró el paso. Era allí estrecho y
encajonado por una barranca no muy alta, vestida de césped húmedo bajo
el rocío de la noche.

Era el arroyo del Quillá, que media legua más al Oeste se junta con el
Salado.

A corta distancia, hacia la ciudad, se veía como un escalón una segunda
barranca, más alta y desnuda, donde se encaramaban las primeras
habitaciones, algunos ranchos, y más allá la masa oscura de la barraca
de Fosco, ceñida por sus tapias cubiertas de musgo, y por el bosque
sombrío de quietos naranjos y quejumbrosos eucaliptus.

Syra vió pasar por delante de ella un grupo de hombres en marcha
precipitada hacia el río. No supo quiénes eran; habría deseado
preguntarles dónde se hallaba, pero antes que los alcanzara, ellos
habían saltado en una lancha y huían rumbo a la isla, que no tocaron,
sin embargo, siguiendo su costa corriente arriba.

La niña se quedó un rato mirando la embarcación, que ya no era más que
una pincelada negra sobre el agua turbia que la corriente llenaba de
arrugas; la noche se tornó negra como un antro, nublada la luna por
algunas nubes tormentosas.

A algunos pasos de allí vió una casucha de barro, por cuya puerta
apenas entornada se escapaba un hilo de luz.

Fué una esperanza para la infeliz que empezaba a sentirse ganada por el
descorazonamiento. Llamó a la puerta, y como no le contestaran entró de
golpe.

Un candil de sebo, puesto sobre el ángulo de una mesa alumbraba un
cuadro siniestro.

Sobre una mísera cama yacía un hombre, rígido, con los ojos cerrados y
la boca crispada en un gesto de dolor, y el pecho desnudo y manchado de
sangre, que parecía negra como la tinta.

Syra dió un grito. Una mujer que lloraba arrodillada a la cabecera de
la cama, alzó la cara y viéndola dijo con una voz dulce y doliente:

--Me lo han muerto, niña. Era soldado y estaba de guardia en la plaza;
los revolucionarios lo han herido y ha tenido tiempo de llegar hasta
su rancho para morir junto a mí y a sus hijitos. ¿Por qué me lo han
muerto, niña?

Una chiquela de cuatro años, silenciosa, con los ojos dilatados por
el miedo, sentada a los pies de la cama, miraba sin comprender la
terrible escena de su padre asesinando y semejante a una madre pequeña,
acallaba al hermanito que estaba sobre sus rodillas, gimiendo de rato
en rato, como si hasta él llegara la ola del dolor.

Syra llorando se arrodilló junto a la viuda.

--¡También a mí, también a mí!--decía en un sollozo que la sacudía
entera, y no podía concluir la frase.--Hace horas que lo busco, muerto
o vivo: "quedó junto al río", me han dicho riéndose y he corrido por la
orilla del río, buscándolo sin encontrarlo.

La mujer se paró, tomó de la mano a Syra, salió hasta la puerta y le
dijo señalándole en el campo un punto más oscuro que las sombras.

--¡Allá, allá! ¡Yo he visto dos hombres! Deben estar muertos a estas
horas. Allá fueron los primeros tiros...

Y Syra corrió, mientras ella volvía adentro a seguir llorando su
prematura viudez.

Por una desgarradura de las nubes, apareció el disco dorado de la luna
que bañó de claridad el campo verde, en el preciso momento en que Syra
llegaba hasta los cadáveres de Borja y de Jarque...

Las gentes que moraban en las casuchas de barro y de paja de aquellos
barrios apartados, en aquella noche sangrienta no oyeron nada más
pavoroso que el alarido de horror de Syra, rasgando el silencio en que
había quedado la ciudad.

Las mujeres se taparon la cara y los hombres se estremecieron, como si
la muerte misma les hubiera llamado por sus nombres, a la puerta de sus
casas.

En la barraca de Fosco, de donde éste había huído en las chalanas
de los revolucionarios, que volvían derrotados, las dos mujeres que
quedaron solas temblaron toda la noche, oyendo, cerca de allí, el
lamento de Syra sobre el cuerpo rígido y yerto de su novio.

Y cuando el alba fría se derramó sobre el pueblo disipando las
angustias de la noche, los que andaban en busca de la hija de Montarón,
dieron con ella, sentada, como si aún esperase algo, junto al cadáver
del teniente Borja.

Los primeros rayos del sol iluminaban el cuadro.

Syra al ver llegar aquella gente se incorporó, alta y hermosa, vestida
de blanco, el negro cabello suelto a la espalda, como una onda de dolor.

--¡Allí está el que buscan!--les dijo señalando a Jarque, tendido de
costado, y como dormido entre los pliegues de su capa--¡éste es mío y
yo soy de él! ¡Ni lo toquen ni me toquen!

Los que la buscaban, impresionados por el aire de tragedia que había en
todos sus gestos, se quedaron inmóviles, y ella al ver su estupor, se
echó a reír con una risa desgarradora.

--¿Me creen loca? No, estoy cuerda y quiero vivir, por su memoria, para
vengarle y vengarme... no sólo del asesino, sino de los que pagaron al
asesino...



XI

La derrota


Fué un salto magnífico. De la balaustrada de la galería que daba a la
calle, en la casa de Montarón, Insúa se arrojó sobre el tejado vecino.

Sintió que una teja cedía bajo sus pies, pero era ágil como un jaguar y
salvó el obstáculo. El techo, a dos aguas, caía de una parte sobre la
calle, de la otra, sobre un patio interior, y cubierto de musgo como
estaba, e impregnado de rocío, hacía peligroso el andar.

Los que corrieron detrás del revolucionario, detuviéronse sorprendidos.
Uno de ellos tenía una carabina y le apuntó. La distancia era corta y
la noche clara, por lo cual el tiro no podía errarse; pero Insúa había
previsto que le harían fuego, y salvando la cumbrera del techo, se puso
a correr hacia la esquina, guareciéndose en el alero inclinado que daba
hacia el patio.

Ante aquella maniobra que imposibilitaba el tirarle, el hombre de la
carabina trepó a la balaustrada y desde ella saltó sobre el tejado,
para cazar el fugitivo como a un gato, persiguiéndolo por las azoteas.
Pero fuese que le estorbara el arma o que no tuviese la agilidad de
Insúa, resbaló sobre las tejas mojadas por el relente de la noche, y
soltando una maldición se estrelló en la calle.

El revolucionario alcanzó a verlo y seguro de que se limitarían ya a
aguardarlo en la vereda del costado de la plaza, para atraparle cuando
quisiera bajarse por allí, buscó manera de escurrirse hasta el patio de
la casa en cuyo techo andaba.

Era un boliche, cuya pieza principal daba a la esquina, con dos puertas
en ángulo recto, que se abrían una sobre la calle de la plaza, otra
sobre la calle del Cabildo, separadas por un parante de algarrobo
labrado.

La gente del boliche, un matrimonio de catalanes sin hijos, tímidos
como liebres, pero acostumbrados ya a las revoluciones, que tenían por
teatro inevitable aquel barrio de la ciudad, al oír los primeros tiros,
habían atrancado sus puertas decididos a morir antes que abrir a nadie.

Insúa pudo bajarse al patio solitario, donde un cuzquillo olvidado por
sus dueños, le ladró con furia al principio, y corrió luego a lamerle
las manos.

A cada descarga, el jefe revolucionario sentía el vuelco de su corazón.
Ya las cosas se tornaban en favor del gobierno, fracasado el recurso de
la sorpresa con que contaban. Pero aun así, confiaba Insúa llegar a
tiempo a la plaza para arrojar sus hombres como una avalancha sobre el
Cabildo y entrar en él apoderándose del gobierno de la ciudad.

Reconoció de una ojeada el patio donde había caído.

Era cuadrado y pequeño, lleno de plantas, que en la sombra afectaban
formas fantásticas. Entre unas enredaderas descubrió una puertecilla
que sin duda abría paso a la huerta; la franqueó y atravesó corriendo
un tupido plantío de tártago, donde cacareaban las gallinas alarmadas.
Trepó sobre la tapia del fondo, que era muy ancha, y comprendió que
caminando sobre ella podría llegar hasta la huerta de la escuela, donde
recogería sus armas y se lanzaría a la plaza a ayudar a su gente.

Agazapándose para no ser visto, corrió sobre el filo de la pared que se
desmoronaba al pasar él, y en pocos minutos llegó hasta la escuela.

En un rincón del patio halló a don Serafín enloquecido de terror,
mientras su hija, en el zaguán, no se alejaba de la puerta, lista para
prestar auxilio a quien se lo pidiera, pensando en que podía ser él.

--¡Hijo mío!--le gritó el anciano al verle llegar, abrazándose a
él--¿qué es lo que ocurre?

Con algunas amables palabras le infundió confianza de que allí no podía
temer nada, y cambiando su incómodo traje de etiqueta por otro más
holgado, se envolvió en un poncho de vicuña, tomó sus armas y corrió
hacia la calle.

En el zaguán se cruzó con la hija del maestro, que nada le dijo por no
demorarle, mas lo siguió con los ojos angustiados hasta que llegó a la
plaza.

Allí le envolvió un tropel de gente en que reconoció a una parte de sus
hombres que empezaban a desorientarse ante la sangrienta resistencia de
los soldados del gobierno, que se batían sin peligro casi, parapetados
en el Cabildo, y bien provistos de armas de fuego con que mantenían a
raya a los asaltantes.

--¡Muchachos!--gritóles Insúa, dándose a conocer.--¡Al Cabildo! ¡Viva
la revolución!

Y su grito como un toque de clarín, vibrante en el intervalo de dos
descargas, reanimó el entusiasmo ya decaído de los revolucionarios, que
se agruparon a su alrededor haciendo frente de nuevo.

Los gubernistas comprendieron por qué reaccionaron sus atacantes, y un
capitán que mandaba la tropa organizó un piquete y lo mandó a rodear
para tomar a los revolucionarios por la espalda.

A la aparición de Insúa, sus hombres enardecidos de nuevo, se
tendieron a lo largo del costado sur de la plaza, parapetados detrás
de los árboles y arreció el fuego que hacían, mordiendo con rabia los
cartuchos de sus largos fusiles de chispa, con el áspero amargor de la
pólvora en la boca.

Los hombres de a caballo, diezmados en un asalto infructuoso, se
agruparon alrededor de Insúa, detrás del quiosco, que les resguardaba
un tanto de las balas del Cabildo.

Insúa tranquilamente les daba instrucciones, porque iban a atacar de
nuevo, lanza en ristre. Temblaban ya las astas en las manos nerviosas
y retiñían las espuelas de los jinetes, entusiasmados por aquella
voz serena, que apagado el trueno de una descarga, seguía explicando
la maniobra, cuando un tiro aislado que parecía venir de la casa de
Iriondo, le cortó la palabra.

Estaba Insúa de pie teniendo su caballo de la rienda, porque el montar
él iba a ser señal del ataque.

Se llevó la mano al hombro y dijo:

--Estoy herido.

No cayó, empero, mas sintió que se le nublaba la vista.

--¡José, José Golondrina!--había gritado Alarcón al sentir el tiro de
aquella parte, con la sospecha de que él hubiera sido, pues acababa de
verlo correr hacia ese lado.

El indio llegaba en este momento con la carabina en la mano. Alarcón se
echó sobre él.

--¿Quién tiró? ¿Vos, miserable?

--¡Allá, allá!--contestó el indio tranquilamente, señalando la esquina
norte de la plaza que daba sobre la calle del Comercio.--Viene un
piquete.

Como una respuesta a tal advertencia, la tropa que venía a coparlos por
la espalda les abrió un fuego mortífero que desmontó a varios jinetes,
sembrando el espanto entre todos. Insúa tuvo apenas tiempo de subir
a caballo sostenido por uno de sus hombres. No podía saber si eran
muchos o pocos los que así atacaban, la revolución estaba perdida.

Ya no debían atinar sino a salvarse de caer prisioneros para aguardar
tiempos mejores en que la suerte les acompañara.

Gritó:--¡Alto el fuego! ¡Sálvense, muchachos!, ¡será para otra vez!--y
espoleó su caballo, que dió un salto al arrancar, agitándole violenta y
dolorosamente el brazo roto.

Todos se desbandaron. Los de a pie corrieron hacia el río para
embarcarse en las chalanas y pasar a las islas antes que clarease el
día. Los de a caballo tomaron hacia el norte, buscando el camino de
Santa Rosa y de Helvecia, donde estaban sus hogares.

Más de treinta quedaron tendidos sobre el pasto verde y suave de la
plaza, que el sol de esa mañana haría brillar manchado de sangre.

La persecución de los fugitivos no pudo organizarse inmediatamente
porque los caballos de la policía no estaban listos.

Insúa corrió entre un grupo de los suyos unas cuantas cuadras, pero fué
quedándose rezagado sin que lo observaran.

Dolíale horriblemente la herida, lo que lo obligaba a ir constantemente
sosteniéndose el brazo, para que no se le moviera con el traqueteo de
la marcha.

A los pocos minutos pensó que debía volver a la escuela, donde la hija
del maestro lo vendaría para que así pudiera huir.

Volvió, en efecto, siguiendo las calles apartadas y solitarias.

Rosarito había visto pasar el tropel de los fugitivos y comprendió que
la revolución estaba vencida.

¿Quiénes eran los muertos?

Helada de espanto, temerosa de saber la verdad, permanecía en el
hueco de la puerta sin moverse, acechando todos los ruidos que podían
darle un indicio de lo que ocurría, rezando por los que agonizaban y
temblando de que sus rezos pudieran acompañar el alma del hombre que
amaba, cuando sintió el sordo paso del caballo de Insúa, que llegó
hasta la puerta.

Don Serafín clamaba por su hija desde el rincón en donde se refugió a
los primeros tiros. Pero Rosarito oyó la otra voz que la llamaba desde
la calle, y acudió a ella.

--Todo se ha concluído--le dijo Insúa sencillamente--estoy herido,
¿querés vendarme?

--¡Ay!--exclamó ella juntando las manos--¡madre mía del Rosario!--y
corrió adentro a buscar un gran pañuelo de seda que podría utilizar y
un frasco de árnica.

--¡Rosarito! ¡Hija mía!--gemía el viejo.

--Papá, ¡Francisco viene herido!--Perdió el miedo don Serafín con
aquella noticia y corrió a la puerta. Y allí los dos, a riesgo de
ser sorprendidos por la gente del gobierno, vendaron al jefe de los
revolucionarios que no aceptó quedarse en la escuela, refugio harto
sospechoso y huyó de nuevo, en su excelente caballo, dominando el
dolor de la herida y sintiendo a lo lejos temblar la tierra bajo los
cascos de la caballería del gobierno, que ya se había lanzado en su
persecución.

Todavía era de noche, mas el alba no debía estar lejana.

Insúa se encaminó hacia el Noroeste de la ciudad, dispuesto a desviarse
de la carretera que generalmente seguían para ir a Santa Rosa, y que a
esa hora debía estar ya ocupada por la policía.

Quedaba aislado de sus compañeros, pero eso no le importaba; marcharía
solo, hasta que no pudiera más, y si acaso lo vencía el dolor o la
fiebre, antes de llegar a Santa Rosa, se refugiaría en la estancia
de Cullen cerca de los "Cachos" o se escondería en los impenetrables
sauzales del arroyo de Leyes, donde seguramente encontraría quien lo
ayudara, entre el paisanaje matrero que allí merodeaba.

Llevaba el brazo firmemente vendado y sujeto por un cabestrillo al
cuerpo, lo que le permitía galopar, sin grandes sufrimientos y así
marchó largo rato, mecido por el andar acompasado de su buen caballo.

Los terrones menudos y flojos del camino se quebraban bajo sus cascos
con un leve crujido, y reinaba un gran silencio, pues hasta los grillos
nocturnos habían callado, ante el alba que llegaba.

Empezó a sufrir de sed, pero como había ya pasado el último rancho
de la ciudad, siguió galopando con la esperanza de encontrar alguna
vivienda a donde acudir.

Clareaba ya el día, cuando entre el monte de algarrobos y ñandubays, a
la vera del camino, vió brillar el fogón de un rancho solitario.

A aquella distancia de la ciudad, era arriesgado mostrarse a nadie,
pues denunciaba así el rumbo en que marchaba, pero la sed avivada
por un viento tibio del norte, que empezaba a soplar, causábale una
insoportable angustia, y se resolvió a pedir de beber, sin bajarse del
caballo.

Al acercarse ladráronle los perros, y se asomó el dueño del rancho
que tomaba mate en rueda familiar, a la luz de un candil de sebo. Sin
mayores explicaciones, aquel paisano taciturno y cortés, fué por el
agua que Insúa le pidió, y sobre el caballo mismo inquietado por los
perros, bebió el revolucionario con ansia un agua salobre, pero fresca.

Y siguió galopando a la luz del día que despertaba ya los maravillosos
rumores de la selva.

Prestaba oído a todo ruido sospechoso, deteniéndose a veces, pero no
sentía más que el canto de los pájaros, más numerosos que nunca en el
otoño que reinaba, y de cuando en cuando el zumbido metálico de las
alas de una perdiz, que se levantaba a su paso.

El viento norte se había acentuado, y comenzaba a apretar el calor.

Insúa para librarse de los rayos del sol, comprendiendo que ya se había
alejado con exceso del camino de Santa Rosa, y que a esa hora las
patrullas del gobierno debían haberse replegado a la ciudad, se internó
en el monte.

Era tupida la arboleda y los churquis espinosos que nacían al pie de
los ásperos ñandubays, le cerraban el paso a cada instante, obligándolo
a buscar los senderitos tortuosos abiertos por la hacienda, hacia los
comederos o las aguadas.

Algunos toros salvajes mugían sintiéndole pasar; escarbaban la tierra
con rabia y echaban a andar desdeñosos, buscando no al hombre, sino al
rival, que de lejos contestaba a su grito de guerra.

Las vacas inquietas y curiosas huían, deteniéndose a trechos y
volviendo la cabeza para mirar al fugitivo, a cuyos ojos el paisaje
aparecía cubierto por ese velo de ensueño con que la fiebre parece
envolver las cosas.

Tenía sed, una sed terrible, que le hacía marchar con la cabeza baja,
la mirada avizora, buscando en el monte los charcos de agua fétida en
que se abrevaban las vacas.

Pensaba en sus amigos de Santa Fe, presos sin duda, a esas horas y en
cierta manera deshonrados por la derrota. Sentía impulsos de correr,
lleno de saña contra el hombre invencible, que con un solo gesto había
hecho abortar aquella noche el complot urdido en su contra.

La fiebre que le martillaba el cráneo, nacía más que de su herida,
del dolor y de la vergüenza de haber sido afrentado por él con tanta
gentileza. Sus amigos, al menos, no habían sufrido el latigazo de
aquella voz amable que le decía:

--¿No vé cómo está manchada la pechera de su camisa?

¡Ah! La sangre de los muertos por su mano se había vengado cruelmente
en su orgullo de jefe, derrotado por la sonrisa de un hombre:

--"¿Va a entrar así al salón del baile?"

Apretó los ijares de su caballo y se lanzó a la carrera por entre el
monte, como cuando en su estancia perseguía la hacienda para traerla
al rodeo. Las altas ramas extendidas como zarpas bajábanse a veces y
le obligaban a echarse sobre el cuello de su caballo, para no romperse
el cráneo contra ellas. Los matorrales, cuya ramazón flexible crujía
violentamente, cerrábanse tras él, tironeándole con sus mil uñas el
poncho que flotaba desgarrado a sus espaldas.

El caballo tenía la boca ensangrentada y palpitantes los flancos y
empapados en sudor.

Insúa corría, castigada su alma con los siniestros recuerdos de esa
noche, en que su mano había derramado sangre inocente, y en su carrera
desatinada sus ojos encendidos por la fiebre, hallaban perfiles
fantásticos y medrosos en todos los detalles del cuadro que le rodeaba.

Sentía una sed tan terrible que una vez pasó la mano por el ijar
mojado en sudor de su caballo, y fué a beber. Pero era de un sabor
insoportable aquel líquido acre y tibio. ¿Dónde estaban los charcos en
que bebía la hacienda?

Miró el sol, por entre las copas despeinadas de los algarrobos y torció
bruscamente hacia el Este. Quería llegar a la laguna de Setúbal, para
arrojarse con caballo y todo en su onda fresca y beber a sus anchas,
aunque allí lo hubieran de prender.

Los revolucionarios, sin duda, habían tomado por el camino de San José
del Rincón. Para reunírseles, él debía seguir la costa, vadear el
Saladillo y la pequeña laguna de San Pedro, en la punta norte de la
de Setúbal, y alcanzar así el arroyo de Leyes, donde no era imposible
que se cruzara con alguna de sus chalanas, si Alarcón o cualquiera de
sus hombres se habían atrevido a huir por el río, camino que tenía sus
ventajas y sus riesgos.

Galopó como una hora, torturado por la sed, que traía sobre él
infinitas alucinaciones, haciéndole creer en cada revuelta del bosque
en un charco fresco de agua; hasta que raleándose la arboleda, divisó a
lo lejos la cinta azul y plácida de la hermosa laguna.

El caballo, sediento como el amo, relinchó olfateándola, y sus cascos
herrados llamearon al sol, sobre la llanura, que se desenvolvía como un
manto verde, a lo largo de la costa, cortada por el blanco perfil del
camino.

Al cruzarlo, no vió Insúa, alucinado como iba por el agua azulada y
brillante, una nube de polvo que ascendía de la carretera, hacia la
parte del Sur, donde estaba la ciudad.

Llegó hasta la barranca, no muy alta, y con grietas por donde bajaban
las haciendas, y entró en la laguna hasta que el agua llegó al pecho
del caballo.

Se quitó el sombrero, lo llenó de agua y se puso a beber con una
inmensa fruición, sintiendo la frescura del líquido puro que le
aligeraba la sangre en las venas.

El caballo bebía también interminablemente, haciendo sonar las coscojas
del freno y resoplando, a cada espumilla que la corriente le traía
hasta el hocico, cuando de pronto apareció sobre la barranca, cien
metros más atrás, un grupo de jinetes de rojas bombachas, con sables
que brillaban al sol, y carabinas que alzaban sobre sus cabezas, dando
alaridos de júbilo.

Insúa miró y comprendió. Estaba perdido; eran los policianos del
gobierno, de cuyas manos no podía escapar, porque antes que él volviera
a trepar la barranca, ellos le cerrarían el paso. Pensó en hacerse
matar, pero la idea de que muerto él, el gobierno quedaría triunfante
y tranquilo para siempre, le encendió un áspero deseo de vivir para
vengar su derrota.

Por un lado la laguna, que se extendía ante él como una inmensa tela
azul, ancha de leguas. Por el otro la barranca, las bombachas rojas, la
prisión o la muerte.

Eligió la laguna, castigó a su caballo y se arrojó con la insensata
esperanza de llegar a la otra costa, cuyos verdes sauzales se divisaban
en lontananza.

El caballo manoteó algunos pasos, perdiendo pie, y luego sin vacilar,
como si hubiera comprendido que era la salvación de los dos, se dejó
hundir hasta el pescuezo, y empezó a nadar, soplando, con las narices
a flor de agua, y los ojos fijos en la orilla lejana. Insúa tiró la
carabina, que hasta entonces llevara a bandolera, y el poncho que se
arrastraba sobre el agua, haciendo peso y con la mano derecha se agarró
a la crín flotante de su caballo.

Era un tostado, morrudo, de cabeza descarnada y mirada inteligente.
Criado en la estancia de Insúa, había husmeado la querencia del otro
lado de la vasta laguna, y nadaba con fe en sus remos poderosos.

Los policianos habían conocido a Insúa, por el poncho y el caballo,
y para no perder la extraordinaria fortuna que la casualidad les
deparaba, apartáronse de la barranca, se extendieron en una línea
prolongada, y cayeron bruscamente, al galope de sus caballos
enardecidos por sus gritos, sobre el sitio por donde había bajado Insúa
hasta el agua. Pero esos minutos perdidos en la maniobra, con que
quisieron impedir su fuga, permitieron al revolucionario alejarse un
buen trecho de la orilla.

Los policianos que nunca imaginaron que se arrojaría a la laguna, al
ver apenas a flor de agua la cabeza del caballo y los hombros de él,
que se achicaba cuanto podía, le insultaron con rabia.

Uno de ellos se echó a nado, pero su caballo no aquerenciado en la
otra costa, dió unos cuantos respingos, y se volvió. En vano su dueño
le golpeó el testuz con el cabo de su rebenque; aquella intentona sólo
sirvió para dar tiempo a que el fugitivo ganara unos cien metros más, y
sólo se divisaba ya como un punto negro sobre el agua que se quebraba
en trémulos reflejos a los rayos del sol.

Entonces el jefe de la patrulla echó pie a tierra y le apuntó con su
carabina y tranquilamente, como si se tratara de tirar sobre un pájaro
o sobre un yacaré, levantó el gatillo. Inclinaba la cabeza sobre el
hombro derecho, para ver mejor, y se había echado atrás el kepí, cuya
visera verde tocaba con el caño reluciente del arma. Era hombre de gran
destreza en su manejo, pero el blanco movible que se alejaba siempre,
y la excitación de su pulso agitado por la violenta carrera de toda la
mañana, le hicieron errar el tiro. La bala se perdió a veinte pasos del
lugar donde se veía a Insúa, avanzando siempre hacia el centro de la
laguna.

Volvió a tirar y fué lo mismo.

--¡Pie a tierra!--gritó a sus hombres--¡y fuego sobre él!

Los veinte soldados que formaban la patrulla, arrodillados al borde de
la barranca, empezaron a ametrallar al fugitivo. Las balas cada vez
picaban más cerca de él, porque la puntería se afinaba. De pronto se le
vió desaparecer, y sólo su caballo siguió nadando.

Los hombres se incorporaron dando un grito.

--¡Una bala en la cabeza! lo hemos muerto, y con las pupilas dilatadas,
siguieron el rastro que en el agua iba trazando el valiente corcel
del caudillo, que nadaba con la misma serenidad que si la otra orilla
hubiera estado a veinte metros.

Insúa había desaparecido, y los hombres iban a montar ya, seguros de
haberle herido de muerte, cuando surgió de nuevo su cabeza, junto al
cuello del caballo.

--¡Maldición!--rugió el jefe de la patrulla--¡se escondió para que no
le tiráramos!

En ese minuto de expectativa, el revolucionario se había puesto fuera
del alcance de las carabinas.

Siguiéronle mirando hasta que el punto negro se perdió en la lontananza
del agua, que agitaba el viento. Entonces todos montaron, y volvieron
riendas hacia la ciudad.

--¡Se ahogará antes de llegar al medio de la laguna!--dijo uno de ellos
y todos creyeron así.

Durante una hora, quizás, resistió el joven caudillo la sensación
violenta que le producía ir a merced de su caballo, con la mano
acalambrada en su larga crín. No podía valerse más que de la derecha,
porque la otra herida, era un miembro absolutamente inútil.

La frescura del agua le había adormecido el dolor, pero se entumecía
poco a poco, y sentía que el sueño se apoderaba de todo el cuerpo, como
un veneno mortal.

Si se dormía, estaba perdido. Se soltaría de su caballo y se iría al
fondo. Pensó que quizás ese término a sus padecimientos valía más que
la lucha por vivir; pero la prodigiosa energía que le hacía ser lo que
era le siguió sosteniendo. Llegó, sin embargo un momento, en que aun
luchando contra la terrible modorra que le invadía con el frío del
agua y la fiebre de la herida, dejó que sus ojos se cerraran, y toda
su fuerza fué impotente para abrirlos, porque se durmió, sintiendo al
principio que su mano seguía agarrada a la crín, y luego, que poco
a poco, suavemente, se dejaba invadir ella también por la deliciosa
sensación de abandonarse y descansar.

                   *       *       *       *       *

Cuando abrió los ojos creyó que soñaba.

Una habitación cuadrada, de piso de ladrillo, de techo bajo, con
tirantes de palma enjalbegados, cubiertos de esas ásperas totoras de
los bañados, impenetrables a la lluvia.

Una ventana ancha de vidrios pequeños, por donde mirábanse las copas de
unos altos eucaliptus, que el viento balanceaba.

Y a un lado de la ventana, un algarrobo seco, del cual no se veía más
que una rama, estirada, como un brazo descarnado, cenicienta y pelada,
y sobre ella, inmóviles, como un símbolo de eternidad, dos enormes
pájaros negros cuyas plumas sin brillo les daban un fúnebre color de
crespón.

Insúa, que observaba con los ojos muy abiertos, desde una cama blanda y
limpia, aquel cuadro que sin duda le pintaba la fiebre, sintió que la
sangre se le helaba en las venas.

Siempre la vista de los cuervos, desde la noche que pasó en el
cementerio, obsesionado por los ojos de diamantes de aquel que veló
a su lado, devorando la mano de una muerta, le causaba una siniestra
impresión.

Alguien lo habló. Se volvió para ver quién era y se halló con un
paisano de barba encanecida, que estaba allí a su cabecera, con el
sombrero puesto, en mangas de camisa, castigando las botas con la lonja
de un talero.

--¿Qué significa esto? ¿Dónde estoy?

Y el paisano le contestó con una hospitalaria sonrisa que dejó al
descubierto sus dientes amarillentos y fuertes:

--En la estancia de doña Carmen de Borja...

--¿Carmen de Borja?--repitió él.

--Sí, y de la niña Gabriela...

--¿Gabriela?

--Gabriela Borja de Jarque...

--¡Ah!--exclamó Insúa y volvió la cara a la pared, penetrado hasta la
médula de los huesos por el recuerdo de la noche de la revolución.

--Por mal nombre--asentó el paisano--le llaman la Casa de los
Cuervos.



SEGUNDA PARTE



I

¡Por el alma de los muertos!


La sombra de la barranca, donde estaba situada la Casa de los Cuervos,
prolongábase hasta el medio del riacho porque el sol se iba entrando.
Los altos eucaliptus, que llegaban hasta el borde mismo, pintaban sus
copas en el agua serena, que corría sin murmullo, royendo suavemente
la greda de la costa, o haciendo estremecer con su caricia las hierbas
acuáticas, en la otra banda donde el campo era bajo.

El sol que trasponía ya el bosque, reflejaba un disco trémulo en la
faja del río, que pronto iba a llenarse de sombra, y Gabriela, sola en
su bote, que la había llevado corriente arriba, gracias a la vela, en
una de sus excursiones de ensueño, descendía aprovechando la corriente
y siguiendo por un capricho la línea indecisa que pintaban en el agua
las copas de los árboles, dormidos ante la vecindad de la noche.

De vez en cuando, con un golpe de timón rectificaba la marcha del bote,
una de cuyas bordas se bañaba en el sol dorado de aquella tarde de
otoño.

La embarcación era pequeña, fina de formas, pintada de blanco, y
llevaba su nombre a proa, en letras negras: "La Espuma".

De lejos, realmente, atracada a la barranca en los días de marejada,
cuando el agua profunda del riacho se llenaba de espuma, el bote
parecía un copo más danzando en la resaca arrojada por el viento contra
la costa escarpada de la Casa de los Cuervos.

"La Espuma" era la compañera de los sueños de Gabriela.

Cuando se casó, dos años antes, con aquel español que compró el campo
de su padre, éste, que había de morir poco después, le preguntó qué
regalo de boda quería que le hiciera; y Gabriela, sabiendo que estaba
pobre, como que era una de las secretas razones que tuvo para casarse,
sin gran amor, para que su padre pudiera conservar el campo, no le
pidió joyas ni vestidos, le pidió un bote para pasear por el dédalo
de arroyos, bordeados de sauces, que hacían el encanto de aquellos
paisajes.

Pasaban largas temporadas en la estancia y era el bote su gran
distracción. Lo conducía admirablemente. Tenía un par de remos finos
y ligeros, y una velita blanca, que se tendía en una curva quebrada
como el ala de una gaviota, y hacía volar el esquife con un apacible
chapoteo del agua, rota por la quilla.

Cuando murió su padre, Gabriela hacía ya seis meses que estaba casada
con Jarque, a quien el gobierno acababa de nombrar jefe de policía.

Sus ilusiones ajadas por las severas realidades de la vida, no le
pedían nada ya. Sólo deseaba acompañar a su madre, doña Carmen Liendo
de Borja, que se había establecido definitivamente en la Casa de los
Cuervos, para cuidar de los intereses que dejara su marido al morir,
bastante embrollados.

Jarque le permitió irse con ella, y se quedó solo. En su vida práctica,
sin grandes pasiones, absorbido por las preocupaciones políticas, el
amor no ocupaba ningún lugar. Se había casado fríamente, llegado a la
mitad de la existencia, para no hacer solo la otra mitad, y de pronto
se encontraba con que el matrimonio era una impedimenta para seguir
las sutiles pesquisas antirevolucionarias en que estaba empeñado, las
cuales con frecuencia le tenían noches enteras fuera de su casa.

De tarde en tarde, cuando sus tareas se lo permitían, hacía su viaje
a la Casa de los Cuervos, yendo casi siempre en la lancha a vapor del
gobierno. Visitaba a la familia, acompañado de Carmelo, su cuñado, a
quien había hecho secretario de policía; examinaba la marcha de las
cosas en la estancia, el estado del campo que era suyo, de las vacas,
que algún día serían de su mujer, y se volvía a la ciudad, satisfecho
de tener tan equilibradas todas sus pasiones.

Gabriela tornaba a sus paseos en bote. Él le había regalado una hermosa
escopeta Lefaucheux, y de sus excursiones solía volver con el fondo de
la embarcación lleno de patos, cazados en los esteros, o de gallinetas
sorprendidas cuando se acercaban a la costa, que el bote rozaba al
pasar sin ruido, como un copo de espuma.

Había en la estancia un muchachón de quince años, hijo adoptivo del
capataz, diestro en los trabajos del campo, sobre todo en las cosas del
río, pesca y manejo de embarcaciones. Él guiaba la canoa que tenían
para las necesidades de la casa. Iba al sauzal a traer leña, y a veces
hasta Santa Fe a buscar provisiones.

Gabriela solía invitarlo a acompañarla, y él, alto, flaco y flexible
como una varilla, corría al bote, con una gran alegría, porque aquellos
paseos, siguiendo el canal profundo del arroyo de Leyes, o internándose
en los esteros, que desaguaban allí, eran su sueño dorado. La niña
tiraba bien, al vuelo o en tierra, y cuando la pieza caía, él como un
perro, iba en su busca, aun cuando tuviera que meterse en el agua hasta
la cintura.

Cuando el tiempo era bueno, y soplaba viento favorable, se tendía la
vela, que hacía crujir el palo, y se daba entera libertad al bote, para
correr a sus anchas sobre el agua del riacho, turbia, con largas vetas
amarillas, hasta la laguna, que era para Gabriela como un mar.

La joven se sentaba al timón, dejando que Jesús dormitara a proa o
espiara la caza.

Parecía absorta en la maniobra, en el timón con que de trecho en
trecho, de un golpe, enderezaba el esquife; o en la escota de la
vela, tensa a veces, como una cuerda de guitarra, y otras floja e
indecisa, castigando como un látigo los maderos. Gabriela atendía todo,
pero su pensamiento vagaba en lejanas regiones, más allá del río, más
allá de la laguna, más allá del mar desconocido, a donde marchaban
inevitablemente, todas las gotas de todos los ríos, lo mismo de las
olas que se rompían contra la barranca, que las que ella acariciaba con
su mano pequeña, abandonada por encima de la borda.

¡Todo iba al mar! y su pensamiento se confundía como una gaviota
perdida en el océano, persiguiendo la visión de aquellas cosas
sin sentido, que la dejaban triste, como si su vida actual no
correspondiera con sus ideales de antes.

Gabriela tenía veinte años. El aire y el sol del campo, habían dado un
ligero color trigueño a su tez purísima, que irradiaba su juventud,
como el cristal de un vaso de luz. Y esa luminosidad de su cutis,
atenuaba el contraste que habrían producido en su tipo de morena, sus
ojos garzos, como la flor del lino, y sus cabellos castaños, casi
rubios, que al sol parecían vivientes culebras de oro. Esbelta y ágil,
viéndola remar, con sus brazos firmes, diseñando en el ademán la
curva llena del pecho, nadie la hubiera creído propicia para aquellas
fantasías que la llenaban de ensueños.

Vestía de luto, por su padre, y en la barquilla blanca, que marchaba
la vela sonora al viento, sentada a la popa, con la mirada abstraída,
desinteresada de las cosas próximas, parecía la heroína de una
romántica leyenda.

Su madre preguntábase a veces si aquel matrimonio repentino no había
tronchado sus ilusiones de niña, y si no estaba allí la raíz de la
indisimulable melancolía que envolvía como un velo aquella radiante
juventud. Mas era el yerno tan afable y caballeresco, y estaba la madre
tan lejos ya de la edad en que la fantasía es el motor del alma, que
desechaba el importuno pensamiento, y se quedaba tranquila dejando a su
hija entregada a sus excursiones, mientras ella cuidaba de la casa.

Era una dama de aspecto severo, en su riguroso luto de viuda, que
enaltaba más su figura frágil, en apariencia, y austera como la de una
abadesa.

Blanca, pálida, de ojos negros, perspicaces, que descifraban
perfectamente las intenciones de los que la trataban por negocios;
incansable para la menuda labor de ama de casa; madrugadora, siempre
alerta, desde la muerte de su marido, había concentrado todas las
potencias de su alma, en hacer progresar la fortuna que algún día sería
de sus hijos.

Tenía por el varón, que era el mayor, una pasión que desbordaba en
todas sus palabras.

Tres o cuatro días antes de esa tarde, había estado en la Casa de los
Cuervos. Fué con Jarque, al cual la dama notó preocupado por causas que
no decía. El joven, en cambio, entusiasmado por su nuevo galón que
lucía en la bocamanga de su vistosa chaqueta azul, y en su kepí, la
hacía parte de sus proyectos de grandeza y de sus ensueños de amor.

¡Oh, sus sueños de amor! Doña Carmen tenía en el alma impresa la imagen
de Syra, a quien viera poco tiempo antes, cuando fué a la ciudad a
pedir su mano.

Aquel compromiso que debía celebrarse con una gran fiesta, en casa de
Montarón, alegrábala por él, pero, sin que hubiera podido explicar la
íntima razón de sus recelos, tenía el corazón extrañamente oprimido
y todo, en su casa, en el campo, en el río, en el cielo, le traía la
evocación de los ojos de Syra, apasionados y tristes.

Esa tarde--la tarde del baile--Gabriela llegó en su bote hasta la
barranca, poco antes de entrarse el sol.

Venía sola por lo que ella misma tuvo que hacer la maniobra de amarrar
su embarcación al poste clavado en la costa con ese objeto. La barranca
no era alta, un metro y medio de tierra amarilla, contra la cual el
río golpeaba sus olas en los días de viento. El terreno subía aún
más al alejarse de la orilla, de tal modo que las casas edificadas a
cien pasos de distancia, estaban a una altura a donde no llegaban las
crecientes.

El primitivo dueño de la Casa de los Cuervos, para sanear el ambiente,
había formado al rededor de ella, un bosque de eucaliptus, prolijamente
plantados en hileras.

Los árboles eran enormes ya, y sus copas se besaban con un melancólico
rumor de hojas, en las noches serenas en que sólo soplaba la tenue
brisa de la laguna.

Arrancaba desde el frente principal de las casas, una avenida de
eucaliptus, los más gruesos, porque fueron los plantados primeros, que
corrían paralelos al riacho. Aquella avenida, envuelta en los reflejos
dorados del sol que se entraba, parecía una vieja pintura.

Al llegar a ella, Gabriela se detuvo amedrentada, arrimándose a uno de
los troncos, mondados por el otoño, que les arrancaba la corteza en
largos girones. En el fondo vió la alta figura enlutada de su madre,
que se alejaba, a pasos medidos, achicándose su silueta. Luego la vió
volver caminando suavemente, como si sus pies no tocaran la tierra,
alfombrada de las hojas secas, desprendidas por las copas sombrías que
se cruzaban en lo alto.

Veía, como si lo viera por primera vez, las dos prolongadas hileras,
que se estrechaban a lo lejos, de los eucaliptus dormidos sobre el
fondo claro del cielo. La luz del crepúsculo suavizaba sus perfiles,
y ponía en sus troncos una pincelada de oro, que les comunicaba la
penetrante tristeza de los bosques muertos.

Había en el ambiente una gran calma. Sólo se oía el grito de las vacas
lecheras que salían del corral, con sus terneros, que a la noche serían
recogidos en los chiqueros.

Gabriela bebía con los ojos la hermosura del paisaje otoñal. Su madre
llegóse a ella, haciendo crujir levemente la alfombra de hojas secas.
Llevaba las manos blancas, de gran señora, metidas en las mangas de su
traje negro.

--Vamos a rezar--le dijo.

A la oración, en la Casa de los Cuervos, se rezaba el rosario, reunidos
amos y peones.

Cada día la dama, que coreaba el rezo, decía al empezar por quién debía
de rogarse.

--Por las almas del purgatorio.

--Por los caminantes y navegantes.

--Por los príncipes cristianos.

--Por los parientes difuntos.

Y esa vez, cuando todos estuvieron de rodillas, en la pieza que servía
de oratorio, cuyo testero ocupaban una infinidad de cuadros de santos,
presididos por un crucifijo de bronce y una gran estampa de la Virgen
del Carmen, así que se hubieron persignado, se oyó en el devoto
silencio, la voz de la dama que decía:

--Recemos por el alma de los que hoy han de morir.

Gabriela arrodillada al lado de su madre, sobre una alfombrita que
acolchaba los rojos ladrillos del piso, sintió un escalofrío al oír
aquello. Vió de nuevo el cuadro de los eucaliptus, tal como le había
impresionado.

Ya la noche envolvía el campo, y en el silencio de los animales y
las cosas que se dormían, empezaba a oírse el susurro de las hojas,
estremecidas por la brisa que despertaba.

La majada estaba ya en el corral. En el patio graznó uno de los
cuervos, señal de que volaban a pararse sobre el árbol seco en que
pasaban la noche.

Don Goyo, el capataz, llegó en ese momento a rezar con todos el rosario.

Era un hombre entrado en años, a juzgar por las barbas encanecidas.
Rezaba de pie, afirmado contra la pared, cerca de la puerta, por donde
a cada ruido echaba una ojeada al patio. De día usaba botas, como un
signo de la importancia de su cargo; y al anochecer, por economía,
se quedaba descalzo, la bombacha arremangada, con lo que su figura
corpulenta, no muy alta, perdía casi todo su prestigio.

Contestaba al rezo con voz sonora. A su lado su mujer, ña Floriana,
pasado el primer misterio del rosario se sentaba a la turca, sobre el
suelo acolchado con su pollera.

Más joven que el marido, más blanca también, tenía en sus facciones
endurecidas por el trabajo, rastros de antigua belleza. Rezaba
devotamente, y como la perseguían los bostezos, provocados según el
ama por la cola del diablo que se le entraba en la boca, cada vez que
bostezaba hacía sobre la boca abierta la señal de la cruz.

No tenían hijos; el único que tuvieron, y que murió casi al nacer,
de haber vivido debía ser de la edad de Carmelo Borja, al cual ña
Floriana sirvió de nodriza.

Por eso el joven teniente, secretario de Jarque, era para la mujer del
capataz como un hijo, que ella idolatraba y colmaba de mimos.

Una chicuela excesivamente morocha, con el pelo encrespado, que se
moría de sueño, estaba acurrucada en un rincón.

Tendría diez años, y servía a la mesa de los señores.

Era toda la gente de la casa, sin contar a Jesús, que no acudió al
rosario, porque andaba afuera lidiando con los terneros.

En la Casa de los Cuervos se acostaban temprano para estar listos al
alba.

Esa noche, pasado el primer sueño, Gabriela se despertó sobresaltada.
Dormía en la misma pieza de su madre, por tenerle compañía, aunque
muchas veces la dama, andariega y misteriosa, se levantaba a deshora a
rezar, junto a la ventana, mirando al campo por los postigos abiertos,
en las noches frías, o en el corredor de la casa, en el buen tiempo,
mientras la niña temblaba de miedo sintiendo sus pasos y su voz que
salmodiaba.

Al abrir los ojos vió, por la ancha ventana de cristales pequeños,
el campo bañado por la luna, cuya luz plateada blanqueaba como un
esqueleto, las ramas del árbol seco donde dormían los cuervos.

Una sombra que vió moverse contra los cristales, le hizo incorporarse
en la cama.

--¡Jesús, mamá!--exclamó, conociendo que era ella.

Doña Carmen de Borja no le contestó; ni siquiera pareció haber oído.
Gabriela saltó del lecho y corrió hacia ella que con la frente pegada a
uno de los vidrios miraba al campo.

La tocó en el hombro; no se movió. Le habló de nuevo y entonces ella le
dijo, señalando el árbol donde dormían los cuervos:

--¡Mirá, Gabriela!

La joven vió, con inmensa sorpresa, sobre la rama que se extendía
horizontalmente, las figuras encapuchadas y siniestras de tres cuervos.

¿De dónde venía el tercero que jamás había rondado las casas?

Gabriela pegó también su frente sobre el frío vidrio para mirar mejor,
ansiosa de que aquello que se le antojaba de mal augurio, fuese un
error de sus ojos. Pero la luna, con una infinita serenidad, hacía
la noche de una extraordinaria limpidez, y se veían hasta los más
delicados perfiles de las cosas cercanas.

Había tres cuervos, y mientras los miraban, voló uno de ellos, que
revoloteó desorientado un momento, y atropelló la casa, haciendo
temblar con el áspero golpe de su ala los cristales de la ventana.

Gabriela dió un grito y corrió al fondo de la pieza.

Cuando volvió a mirar, el cuervo se había perdido ya detrás de la
cortina de eucaliptus.

--Recemos, Gabriela--le dijo su madre.--Esta es la noche del baile en
Santa Fe, y yo he tenido siempre miedo de lo que en ella puede ocurrir.

Y rezaron las dos, la madre con su voz profunda, que no temblaba, y
la niña toda temerosa, sintiendo afuera el rumor de las copas de los
eucaliptus que gemían al viento como almas en pena.



II

La mala nueva


Al otro día el viento soplaba del Norte, llenando el bosque de rumores
de hojas caducas. La mañana era tibia y el cielo puro aún, por lo cual
Gabriela se decidió a realizar una excursión, que hacía mucho ansiaba,
llegar hasta la laguna.

Esa noche se durmió tarde, después de la medrosa visión de los cuervos,
y cuando se despertó supo que su madre había salido a recorrer el
campo, en su cochecito de dos ruedas que manejaba ella misma.

Llamó entonces a Jesús y lo mandó que preparara el bote, para ir lejos.

Se vistió a prisa; metió en una canasta algunas provisiones, agitado ya
su espíritu por la perspectiva de la aventura que significaba para ella
aquel paseo, y con su escopeta al hombro, corrió al bote, cuya blanca
vela se agitaba alegremente a lo largo del mástil, acariciada por el
viento.

En cuanto amarró la escota, y se hinchó el trapo, "La Espuma" partió
como una gaviota, navegando de costado porque el viento la tomaba de
babor.

El arroyo de Leyes cambiaba bruscamente de rumbo frente a la Casa de
los Cuervos, de tal manera que corría durante un buen trecho de Oeste a
Este, para rectificar más adelante la curva, y llegar hasta la laguna
en un cajón derecho de Norte a Sur.

Gabriela conocía bien el curso del riacho, y sabía acortar su camino,
atravesando las cañadas, y seguir por los ramblones con su bote ligero
y dócil al timón o al remo.

Pero esa vez navegaba por el lecho del río, aprovechando todo el viento
que arrugaba su lomo hinchado por la creciente, que inundaba las islas
bajas y unía los esteros en un vasto mar de agua plomiza.

La cortina de sauces, de fronda espesa, salpicada por las flores
blancas de las enredaderas que trepaban por sus largos troncos
desnudos, impedía ver más allá de la costa.

Cuando alguna gallineta asomaba por encima de los camalotes o de las
altas carrizas verdes, que acolchaban la barranca, Gabriela abandonaba
el timón, se echaba la escopeta a la cara y hacía fuego, casi siempre
con éxito, aunque hubiera tirado al vuelo.

Esa mañana, sin embargo, no le entusiasmaba la caza, que le hacía
perder tiempo. Quería aprovechar todos sus minutos para llegar lo más
lejos que pudiera. La boca de la laguna no estaba más que a tres
leguas, y su bote si el viento no caía, ayudado por la corriente, podía
hacerlas en dos horas. No pensaba en lo penoso que sería la vuelta río
arriba, y viento en contra quizás.

Miraba pasar las costas verdes, animadas por la vida alegre de los
pajaritos que en ruidosas bandadas perseguían los insectos en los
carrizales, y aquella visión de alas llenábale el alma con la nebulosa
impresión de un sueño.

En las curvas del río, contra la lengua de tierra que avanzaba,
formábase una pequeña rompiente, donde la correntada arrojaba las
ramillas y las hojas que traía de lejos, y las blondas de espumas
que vestían sus aguas turbias, batidas contra la costa gredosa, se
condensaban en copos espesos y amarillos, como la manteca, que el bote
cortaba con su proa.

El viento no la acompañó hasta el fin. Cayó de golpe, y ella y Jesús
tuvieron que empuñar los remos, para ayudar a la mano invisible de la
corriente que llevaba el esquife a la deriva.

Ya se veía el vasto manto azul de la hermosa laguna. A lo lejos, hacia
el poniente, albeaba al sol la cenefa de espuma de la costa, y se
divisaba detrás la pincelada roja de la barranca.

Gabriela palmoteó de entusiasmo cuando el cajón del arroyo de Leyes se
abrió, de golpe casi, y el bote se encontró como desorientado, lejos de
los sauzales que guiaban su rumbo y sacudido por un oleaje más fuerte,
que batía sonoramente sus costados.

--¡Niña Gabriela!--exclamó de pronto Jesús, que había parado de
remar.--¡Mire allá!

--¿Qué hay?

--¡Allá, hacia el medio! ¡Mire! un caballo que va cruzando la laguna.

Gabriela soltó los remos y miró, haciendo pantalla de sus manos para
defender los ojos de la áspera luz que se reflejaba en el agua.

Estaban como a trescientos metros del punto que llamaba la atención del
muchacho. Era un caballo sin duda; chispeaban las gotas que arrojaba
con sus resoplidos cada vez que una ola rompía sobre él.

--Es extraño--pensó la joven que conocía el instinto de los
animales--¿cómo se ha atrevido a cruzar la laguna, habiendo paso por el
río?

El bote corría hacia él, y como el caballo avanzaba, pronto se le pudo
observar mejor; parecía cansado; la orilla, de donde partiera estaba
lejos, apenas se veía, y ya no tenía más remedio que llegar hasta la
otra costa.

De repente Jesús volvió a gritar:

--¡Hay un hombre! mire, niña, ¡agarrado a la clina!

Cuando el bote se acercó más, Gabriela con el corazón palpitante, gritó
al dueño del caballo, ofreciéndole pasarlo, y como él no respondiera,
pues parecía muerto o desmayado, aunque su mano crispada no soltaba
la clina, de unos cuantos golpes de remo se puso al lado. El caballo,
un momento pareció desorientarse; miró al bote blanco, sus dos
tripulantes, los remos que batían el agua, y perdió de vista la costa.
Volvió la cabeza, hacia el otro lado, y arrancó con más fuerza.

Fué entonces cuando Insúa, aletargado por la frialdad del agua soltó la
crín y se hundió.

Pero Jesús que espiaba la escena con una profunda ansiedad, arrojóse
del bote y nadando como un yacaré se zambulló en el mismo sitio en que
acababa de desaparecer el desconocido, y lo alcanzó a sacar.

--¡Bravo, Jesús!--exclamó Gabriela estirándole un remo, de cuya punta
se agarró el muchacho, que resoplaba entre alegre y asustado de su
propia hazaña.

Ni él, ni ella se habían preocupado de saber si el hombre vivía para
sacarle del agua, y cuando a costa de grandes esfuerzos, lograron
izarlo a bordo y vieron que caía como una masa inerte, y que estaba
frío, los dos se pusieron lívidos de espanto:

--¡Está muerto!

¡El horrible minuto que pasaron entonces al lado de aquel cadáver que
habían rescatado, con riesgo de irse a pique!

Pero Jesús, que se había acercado a él, observó sus narices que
temblaban como si respirara.

--¡Está vivo!--gritó--¡está desmayado! ¡mire, niña Gabriela, cómo
respira!

Sacado del agua, que lo entumecía, renació la vida en aquel cuerpo
joven y robusto.

Gabriela empuñó valientemente los remos.

--¡Pronto, Jesús! yo voy a remar; dale friegas, ¡lo que tiene es que se
está muriendo de frío, y que ha perdido sangre!

El bote no era más que un punto sobre la extensa planicie de agua,
agitada por el viento que empezaba ahora a soplar del Sureste, llenando
de nieblas el día.

Gabriela quiso saber la hora, pero el sol se había nublado y el cielo
ceniciento parecía pegado al agua obscura, con largas vetas amarillas,
por la greda del fondo.

Pasaban algunos camalotes que servían a la niña como punto de mira para
saber si avanzaban hacia la costa, que no se veía ya, borrada por la
neblina.

Dejó los remos un momento y armó la vela, que podía ser útil. Jesús,
en tanto, con alguna torpeza, pero con un incansable vigor, hacía
reaccionar la sangre de los miembros ateridos de Insúa. Gabriela se
acordó de sus provisiones; tenía pan, queso y carne fría, pero más que
todo habría valido un trago de cognac o de vino; pero no había en su
canasta.

Insúa permanecía sin sentido; respiraba bien, echado de espaldas sobre
el fondo del bote. Para friccionarlo mejor Jesús le abrió la camisa, y
su ancho, musculoso pecho, manchado de sangre, se alzaba a compás de la
respiración.

La vela se hinchó, pero el viento era escaso, y la joven debió empuñar
de nuevo los remos, alejándose imperceptiblemente del centro de la
laguna. El caballo de Insúa había desaparecido entre la niebla.

Una hora larga tardó Gabriela en llegar a la desembocadura del arroyo
de Leyes, remando contra la corriente. El sudor le pegaba rizos de
cabello en la frente, enrojecida por la fatiga.

--¡Jesús, no puedo más!--dijo al fin, y entregó los remos al muchacho y
ella se sentó, rendida, en el banco donde estaba apoyada la cabeza de
Insúa, sobre el poncho mojado, una de cuyas puntas le cubría el pecho.

Gabriela conocía pocas personas en Santa Fe, pero aquellas facciones
varoniles, aquella línea audaz, casi ofensiva del mentón, que la barba
negra acentuaba con fuerza, no le eran totalmente desconocidas.

¿Quién era? ¿Quién podía ser?

De repente se acordó, como si un rayo hubiera hecho una repentina luz
en su memoria.

--¡Insúa, Insúa!--pensó, asociando el recuerdo de algunas
conversaciones oídas a su marido en la última visita. Y se le ocurrió
que si aquel hombre estaba allí, herido, recogido en forma tan extraña,
era porque en Santa Fe había estallado esa noche la revolución, que se
temía, y lo habían vencido.

¡Oh, los muertos, las preces por los muertos, que esa noche rezaron en
la estancia y aquella siniestra visión nocturna de los tres cuervos
sobre el árbol seco, a la luz de la luna! ¿Fué un sueño? ¿Fué un
augurio? ¿Fué un episodio sin sentido?

Una terrible congoja le llenó el alma. Desesperada miró la vela que
el húmedo viento del Sureste apenas hinchaba. Debían marchar así,
remontando la corriente del río a fuerza de remos. Tomó una larga
percha que solía servirles en los bañados para impulsar el bote,
cuando no podían remar por falta de agua, y trató de ayudar a Jesús,
apoyándola en el fondo del río. Pero allí era profundo y el botador se
hundió sin resultado. Se sentó de nuevo, resignada a esperar su turno,
una vez que Jesús se rindiera de fatiga.

--¿Estás cansado, Jesús?

--¡No, niña!

Las márgenes verdes pasaban lentamente, pero como el agua corría con
más fuerza, la ilusión era de que el bote no avanzaba.

--Dame los remos, Jesús.

--No, niña; no estoy cansado. Dentro de un rato.

Debían de ser las doce. Insúa, dormido o aletargado, continuaba
inmóvil, envuelto siempre en sus ropas mojadas, y haciendo ver que
estaba vivo por el rumor de su respiración. No estaban ni a la tercera
parte de la distancia a la Casa de los Cuervos cuando Jesús soltó los
remos.

--¡No puedo más, niña!--dijo con tristeza. Y Gabriela de nuevo comenzó
a remar.--La terrible incertidumbre de lo que en Santa Fe podía haber
pasado, aquellos sucesos desconocidos de que aquel hombre desmayado
en el fondo de "La Espuma" podía tener la clave, le daban una
desesperación que se transmitía a sus remos.

--Se va a cansar--le decía suavemente el muchacho, cuya frente morena
brillaba sudorosa.

Y así hicieron toda la jornada.

Había cerrado ya la noche cuando llegaron a la vuelta del río, donde
estaba la Casa de los Cuervos. Un farol sobre la barranca les indicó el
sitio donde debían atracar. La negrita Encarnación tenía la luz y dijo
a Gabriela cuando la proa del bote tocó el fondeadero:

--Don Goyo y los peones salieron a buscarla, niña. La señora está
llorando.

Gabriela saltó a tierra.

--¡Qué hay!--preguntó a Floriana, que al rumor de las voces salió de
las casas.

--¡Ah, niña Gabriela! ¿No sabe lo que ha sucedido?--y se echó en tierra
gimiendo como un perro castigado.

--¡Qué hay, Floriana! ¿qué hay, Dios mío?--y como aquella masa humana,
tendida en el suelo no tenía voz, sino llantos y gritos, corrió hacia
las casas, sintiendo crecer la angustia que la había atormentado y a la
vez sostenido en su ruda jornada.

Y fué su madre a la que halló en el dormitorio, sentada junto a la
ventana donde esa noche rezaron por el alma de los muertos, la que
le dió la noticia que dos mensajeros del gobernador Bayo acababan de
traerle.

Su madre refería aquellas cosas horribles, sin el más leve temblor en
la voz. La pieza estaba obscura, pero Gabriela veía lucir sus ojos en
la profunda sombra.

Cuando lo supo todo, habló ella entre sollozos, y contó su aventura, y
aún tuvo fuerzas para decir que el hombre que había salvado era el jefe
de esa revolución que enlutaba la casa.

--¿Y ese hombre?--preguntó lentamente doña Carmen cuando Gabriela
terminó su relato--¿está en el bote?

--Sí.

Y se abatió en su silla, con la frente pegada en los vidrios de la
ventana que daba al campo, donde la niebla, como un tul, esfumaba los
contornos de las cosas.



III

La mano suave


La arboleda tenebrosa que rodeaba la Casa de los Cuervos parecía en la
noche un inmenso crespón.

Doña Carmen de Borja llegaba de la ciudad a donde había dado el último
adiós a los restos de su hijo, y donde le contaron lo que se sabía de
su muerte.

Habían pasado tres días ya, y sus labios permanecían plegados; ni
una queja le arrancaba el dolor, ni una imprecación contra los que
troncharon aquella vida que era el sol de su vejez.

Al llegar a las casas ladráronla los perros, sin conocerla. Bajóse
del caballo que montaba, con gran maestría, y entró al comedor, pieza
vasta, desnuda y sonora bajo los pasos. Allí estaba su hija que la
esperaba con la ansiedad de conocer detalles de la inmensa desgracia
caída sobre ellas. Pero la madre no habló, y la hija se encerró a
llorar en la nueva alcoba que ocupaba, por haber cedido al inesperado
huésped la mejor de la casa.

En la cena, que fué silenciosa y lúgubre, oyéndose afuera el medroso
rumor del monte y del río, y en la cocina el llanto inacabable de
Floriana, doña Carmen interrogó a Gabriela por el herido.

--Tuvo mucha fiebre, y pasó sin conocimiento el primer día. Le lavé la
herida con agua de cepacaballo, y Jesús lo veló por la noche. Ayer de
mañana ya conoció y el día fué bueno. A la tarde le volvió la fiebre
que no lo ha abandonado en todo el día de hoy.

--Es un hombre fuerte--murmuró la dama--y es joven. Yo lo conocí
niño--y después de una pausa:--hay que seguir lavándolo con lo mismo.
¿Cómo es la herida?

Gabriela describió el balazo de Insúa, a la altura del hombro izquierdo.

--¿Tiene adentro la bala?

--Son cosas que no sé--respondió Gabriela pensativa.

Doña Carmen mandó llamar al capataz y le dijo:

--Mañana de madrugada, irás a llamar al cura de San Pedro; sabe de
heridas, y creo que ha sido médico en su tierra.

Había impuesto desde el primer momento la orden más severa de guardar
el secreto del herido que ocultaban en la casa, porque sin duda la
policía podía enterarse y perseguirlo, y todos desde el capataz a la
negrita Encarnación, estaban mudos respecto de aquella aventura.

Don Julián del Monte, el cura de San Pedro, un malagueño alto, fornido,
atezado como un visir, de ojos negros y fogosos, que contrastaban con
la suavidad de sus palabras y las huellas visibles de una edad que
podía estar entre los cincuenta y los sesenta años, llegó a eso de las
ocho de la siguiente mañana.

Montaba bien, la sotana arremangada, y se cubría la cabeza, que
blanqueaba ya, con un chambergo negro.

Nadie conocía la historia de aquel andaluz, que sin desmentir su raza,
era reconcentrado y suave, por temperamento o por voluntad, como si
temiera el exceso de las palabras.

Sabían de él que ejercía con celo de apóstol su ministerio de párroco,
en una zona extensísima; que amaba los niños, que montaba bien y cazaba
mejor, y eso bastaba para que viviera respetado.

A la hora en que él llegó, Insúa estaba despierto, y había saludado con
una sonrisa dolorosa a Jesús, que a la cabecera de su cama cuidaba su
sueño, mandado por Gabriela.

Dos días antes, un momento vió el enfermo a la joven, y le quedó una
dudosa impresión de vergüenza y de dulzura por estar en manos de ella.
Después, la fiebre que era altísima le privó del conocimiento, pero
esa mañana sintiéndose mejor preguntó por ella a tiempo que ella misma
entraba con el cura.

Insúa quiso incorporarse, mas al esforzar el brazo izquierdo lanzó un
grito, se recostó de nuevo, cerrando los ojos.

--El dolor es más fuerte que yo--murmuró sonriendo.

El cura se le acercó y le estrechó la mano:

--Yo lo conozco de nombre y de fama, señor capitán, y vengo a ver su
arañazo.

Y con mano experta desató las vendas puestas por Gabriela, que
observaba silenciosa, desde los pies de la cama.

La herida era grande, a la altura del hombro izquierdo; la bala había
roto la primera costilla y perforado el omóplato, pero sin fuerzas para
salir, estaba perdida entre la carne y el hueso, a la espalda.

El brazo estaba sano, pero falto de apoyo oscilaba como si hubiera sido
lesionado también, y a cada movimiento que se le imprimía, la cara del
enfermo se crispaba de dolor, mientras sus ojos imploraban disculpas a
Gabriela, que iba alcanzando al cura las cosas que le pedía.

De un tajo rápido con una navaja de barba, abrió la carne y extrajo la
bala.

--Ahora se curará, señor capitán--dijo después de lavarle prolijamente
con infusiones de hierbas y vendarle bien.

Insúa no respondió; la fiebre volvía a apoderarse de él y lo hacía
delirar. Durante varios días la temperatura, indicio de una grave
infección, fué muy alta, y lo tuvo amodorrado.

El cura venía de mañana, quitaba las vendas, lavaba la herida, ayudado
siempre por Gabriela, y luego se marchaba, a caballo, hasta la orilla
del río, buscando el vado, que no era frente a las casas, sino más
lejos, en los sauzales. Allí Jesús lo esperaba con la canoa, porque
el río estaba crecido y no daba paso a pie; desensillaban el caballo,
que cruzaba a nado, llevado de la rienda, por don Julián desde la
embarcación, hasta la orilla opuesta donde él mismo ensillaba, y tomaba
al galope el camino de San Pedro.

Doña Carmen nunca entraba al cuarto del enfermo.

Enlutada como antes, pero con un pliegue más hondo de dolor, en la
comisura de los labios, atendía prolijamente todas las cosas que con
él se relacionaban, y sin nombrarlo jamás, parecía tenerle a toda hora
presente.

Al caer la tarde reuníanse en el oratorio y rezaban el rosario.

La dama hacía coro, y aplicaba siempre las preces por el alma de los
muertos en la revolución. No nombraba a su hijo, como si hubiera temido
que le faltara la voz.

Floriana rezaba plañendo, hasta que una noche doña Carmen le dijo:

--Yo soy su madre, y no me lamento así.

La mujer guardó silencio desde entonces, pero rezaba arrebozada en su
manto, y su cabeza temblaba con los sollozos incontenibles.

Un día Gabriela dijo en la mesa:

--Hoy ha amanecido sin fiebre.

La madre la miró; pareció que iba a hablar, pero no dijo nada.

--Sin fiebre y con hambre--agregó sonriendo un poco Gabriela,
íntimamente halagada de aquella curación que en parte se debía a sus
cuidados.

Y esa tarde, Insúa que dormía tranquilamente por primera vez, quizás,
desde que estaba enfermo, abrió los ojos sin sueño ya, y vió a corta
distancia de su cama, sentada en una mecedora, a Gabriela que leía,
velándole.

No hizo ningún movimiento para que ella no alzara los ojos del libro, y
se puso a examinarla despacio, saboreando su hermosura, más conmovedora
en su luto y en la tristeza que envolvía la casa. Entregado a esa
contemplación lo sorprendió la mirada de ella, que al volver una
página, quiso espiar a su enfermo. Se puso encendida viendo que él la
observaba, quizás hacía un largo rato.

--Hoy no ha venido don Julián;--le dijo, cerrando el libro--ayer lo
encontró ya bastante bien...

--¿Don Julián? ¿Quién es don Julián, señorita?--dijo él avergonzado de
que siempre se le hablara de sus dolencias; y luego recordando:--¡ah,
el cura! lo he visto en medio de la fiebre, y no me acordaba.

--Ha sido médico en su tierra y por eso lo llamamos.

--Tiene buena mano, pero no es a él, sin duda, al que más debo...

--¿A quién entonces?--interrogó ella involuntariamente.

--A usted, señorita...

--Señora,--corrigió ella suavemente.

--¡Ah!--dijo él recordando lo que el primer día que se vió en la Casa
de los Cuervos, le refirió el capataz.

Y se quedó callado, evocando los recuerdos de la noche de la
revolución, que no había tenido tiempo de ordenar en su cerebro
fatigado, y que ya le parecían lejanos como un sueño.

Un pesado silencio se hizo entre los dos. Afuera balaban los terneros,
porque era la hora en que Floriana ordeñaba las lecheras.

Gabriela para escapar de aquella situación, que sin saber por qué
recónditos motivos la hacía callar a ella al mismo tiempo que a él, se
acercó a la ventana, y luego dijo:

--No sé si un vaso de leche al pie de la vaca, le sentaría bien. Voy a
preguntarle a mama--y salió.

El rumor de sus faldas se había apagado, y él, no obstante lo sentía
aún, como un apacible zumbido de dulces abejas.

Tenía vergüenza, una profunda vergüenza de que una mujer tan hermosa
hubiera sido su enfermera en los largos días de fiebre, en que no era
dueño de sí mismo.

¿Se habría quejado? A cada gesto que hacía para cambiar de posición un
dolor intenso en el hombro le obligaba a apretar los labios para no
gritar, y de todas sus miserias, aquella le parecía la más vergonzosa.

¿Qué idea habían de formarse de él, los que le oyeran quejarse como una
mujer o un niño?

Un rato después vino Jesús, con un tibio y espumoso vaso de leche, que
el enfermo bebió con desgano, y sólo porque el muchacho le dijo:

--Que lo tome todo, me encargó la niña Gabriela.

Insúa se quedó solo, mirando declinar el día, y con el oído atento a
los rumores de afuera, en que a veces venía mezclada la voz de ella.
Cuando la sombra invadió la arboleda, y en la estancia del enfermo se
hizo la noche, vino Gabriela con una lámpara, que le hacía resplandecer
el rostro y lucir los ojos garzos.

--Usted me mima--le dijo él, y ella contestó cualquier cosa y se fué
dejándolo con la esperanza de que volvería a sentarse a su lado.

Mas no volvió: dos o tres veces la sintió hablar en la galería
contigua, o en la pieza de al lado, y fué todo.

Jesús le trajo una taza de caldo que bebió a disgusto por complacerla
secretamente. Volvióle la fiebre y pensaba que en aquella casa era un
estorbo su presencia, por lo cual debía partir al alba. Se lo dijo así
al muchacho, que lo miró extrañado y llevó la nueva a su ama.

Cuando ésta vino, después de cenar, Insúa tenía la mirada febriciente
y estaba intranquilo, deseoso de quejarse no de dolor, sino de su mala
suerte, que lo tenía allí, clavado en el lecho, molestando a personas
a quien no conocía. Algo dijo al ver a Gabriela y ella dulcemente le
replicó:

--No se preocupe de ello, lo cuidamos con gusto y no es molestia.

Y con su mano pequeña y suave le tomó el pulso, y le palpó la frente,
con lo que él se aquietó.

--Tiene fiebre; le voy a lavar la herida; como me ha enseñado don
Julián.

Aquietado súbitamente por el halago de aquella mano, Insúa se resignó a
que ella misma hiciese de enfermera, tratándolo como a un niño que no
puede valerse, y conociendo de cerca su miseria.

Y mientras ella le aseaba la herida, que iba cerrando aunque
lentamente, él que apelaba a todo su vigor para no exhalar un quejido,
volvió a sentir la vergüenza de que delante de la joven en las otras
curaciones que no recordaba, pudiera haberse mostrado flojo.

Pareció comprenderlo Gabriela, sin que él hablara, y al terminar le
dijo:

--Es usted un hombre fuerte, señor capitán. Dice don Julián que su
herida es terriblemente dolorosa, y usted no se queja.

Insúa saboreó sin contestar la dulzura de aquella palabra, y esa noche
se durmió tranquilo, como si ella velara a su lado, olvidado de todas
las cosas que hacían singularmente penosa su presencia en la Casa de
los Cuervos.



IV

La yerra


¿Era eso el amor?

Su corazón había dormido tantos años, que ella pudo creer que el
letargo sería eterno, y he aquí, que en las más inverosímiles
circunstancias, como en un cuento de niños se prendaba de un hombre.

Había mandado ensillar temprano su caballo, para salir al campo a
vigilar ella misma el trabajo de la peonada que recogía la majada,
porque se iba a parar rodeo. Su madre, amaneció con una fuerte jaqueca,
y ella debía sustituirla.

Sobre el caballo era ágil y su talle fino adquiría una suprema
elegancia, hija de una larga costumbre.

Había tomado la rienda y estaba a punto de saltar, ayudada por Jesús,
cuando Insúa apareció en la galería. Se levantaba hacía una semana y
aunque conservaba el brazo encabestrillado, no parecía un convaleciente.

Se le acercó y le dijo:

--¿Por qué quiere seguir tratándome como enfermo? Si manda que me
ensillen un caballo, puedo serle útil en el campo. ¿No sabe que es mi
oficio?

Gabriela, sin pensar más, deseosa de complacerle, mandó ensillarle un
caballo, y algunos minutos después, partían los dos, al galope, hacia
el campo.

No vió la joven aparecer en el cuadro de la puerta que daba al camino,
la sombría figura de doña Carmen de Borja, que al verlos salir juntos,
sintió una llamarada de indignación subirle al rostro.

--¡Oh, Dios mío!--clamó llevándose las manos a la cabeza. Reprimió,
sin embargo, su disgusto, y volvió a sus quehaceres, como si para ella
fuera Insúa el mismo hombre que era para todos, en la Casa de los
Cuervos, donde se había ganado las voluntades.

El galope de los caballos sonaba acompasado. Gabriela cerraba los ojos,
dejándose llevar, y sentía llenársele el corazón de una gran dulzura.

¿Era eso el amor? Insúa le había dicho al salir:

--Ya no es prudente que siga en su casa. Hace tres semanas que soy su
huésped, y por mucho misterio que se quiera guardar, no tardará el
gobierno en saber dónde estoy. Dicen que me hace buscar.

--En nuestra casa, señor capitán, no pensará nunca.

--Pero lo harán pensar. Yo debo irme ya. He mandado un chasque a
Alarcón. No crea, Gabriela, que es mi gusto... ¿sabe? siento alejarme
de esta casa, que ha sido un puerto para mí.

--Habíamos quedado--murmuró Gabriela--en que no se acordaría más de eso.

--No lo digo porque a usted le deba la vida. No le gusta que lo
recuerde, y cumplo mi palabra. Pero es que le debo más que la vida...

--¿Qué es?--preguntó involuntariamente la joven, notando que él se
había callado.

--Le debo la primera ilusión, que me ha hecho comprender realmente el
valor de la vida, que también le debo...

El corazón de ella latió con fuerza, agitado sin duda por la carrera
desenfrenada de los dos caballos, que sintiendo suave la brida, volaban
sobre el campo verde.

Se quedaron en silencio. Cruzaban el monte, chafando la hierba
quebradiza por la helada de esa noche, que había quemado la punta
de los pastos y llenado de escarcha como azúcar en polvo, las ramas
escuetas de los algarrobos y ñandubays, que despertaban al sol de la
hermosa mañana.

De la última lluvia, había aún charcos en las hondonadas del terreno, y
estaban cubiertos de un frágil cristal de hielo, que saltaba en agujas
lucientes, bajo el casco de los corceles. Insúa contuvo al suyo.

--¿Le hace mal galopar?--preguntó Gabriela, siendo esa su primera
palabra, después de lo que él le dijera.

--No, Gabriela; pero quisiera alargar estos minutos que estoy con
usted; y me parece que el galope los acorta.

Hablaba lentamente, repitiendo las palabras cuando no se oían bien, y
había una vaga tristeza en el timbre de su voz.

Por primera vez en su vida apasionada, sentía la nostalgia de la paz.
Era una sensación penetrante y desconocida para él, que le hacía desear
que el tiempo no corriera, como si las cosas que habían de venir
hubieran de ser fatalmente tristes.

Su espíritu positivo se había dejado envolver en la niebla de misterio
que flotaba sobre la Casa de los Cuervos, y su voluntad parecía
enervada. A media noche solía despertarse, y por la ventana, veía
en la misma rama seca a los dos cuervos dormidos, y sentía el rumor
inacabable de los eucaliptus, desvelados con el viento de la noche.

Y pensaba en Gabriela, cuya hermosura era la única nota luminosa del
cuadro. ¿Pero cómo podía amarla él, que tenía sus manos bañadas en la
sangre de aquellos dos hombres que cayeron los primeros en la noche de
la revolución?

Cuando le asaltaba el horroroso recuerdo, quería huir de la casa,
y siempre era ella en una forma o en otra, con su halago o con sus
razones, la que lo disuadía de un propósito que, en verdad, debía
rechazar.

El gobierno le perseguía. Al principio se le dió por muerto, y días
enteros recorrieron la laguna y el puerto algunas lanchas, buscando su
cadáver. Después nació la sospecha de que vivía, oculto en los sauzales
con los paisanos matreros. Algunas patrullas merodeaban por las islas,
y aun llegaron a la Casa de los Cuervos. Insúa oyó una tarde el ruido
de los sables en la galería, y la voz tranquila de doña Carmen de Borja
que respondía a los hombres, quitándoles toda sospecha de que allí
pudiera estar el que buscaban.

Desde ese día llamóle más la atención la actitud de la dama para con
él. Ni una sola vez había entrado en su cuarto durante la gravedad.

Y después, cuando él se levantó, y salió afuera y pudo asistir a la
mesa y a la oración, y se multiplicaron las ocasiones de encontrarse,
parecióle observar en ella un especial empeño en esquivarle.

Insúa se estremecía pensando que pudiera haber penetrado el horrible
secreto que de noche le desvelaba y le sugería la fuga. Pero si la
madre sabía, ¿por qué ignoraba la hija?

--He mandado un chasque a Alarcón--volvió a decirle Insúa, mientras
cruzaban al tranco un alto pajal, que escondía el cuerpo entero de sus
caballos;--es necesario que me vaya, para no comprometerles. Mi gente,
además...

Gabriela lo miró; a su corazón que bebía la dulzura de aquellas
palabras, en que a través de las ideas indiferentes se traslucía el
amor, llegó la onda amarga de una sospecha que a menudo le asaltaba:
Insúa preparaba una nueva revolución.

Las miradas de ambos se encontraron: él vió en sus ojos una llama leal
como un rayo de sol, y se dejó vencer por la confianza.

--Mi gente me espera, porque quiere vengar la derrota. ¿Será discreta?
Me dicen que en Santa Fe nuestros amigos están libres, porque no ha
habido pruebas contra ellos, y aunque se les vigila no tardarán en
alzarse de nuevo contra el gobierno. Y yo, usted lo comprende, tengo
que acompañarles...

Dejó de hablar porque en el rostro de ella, animado un momento por
aquella confidencia, que era una prueba de amor, se pintó una gran
tristeza.

--¿Qué le pasa, Gabriela?

Habían llegado a la orilla del pajonal, y ella castigó su caballo que
partió al galope, seguido por el de Insúa.

--¡Nada! no me pasa nada--respondió sin mirarlo.--Usted no tiene otro
pensamiento que la revolución. ¿No sabe el daño que me hace? ¿Piensa
alguna vez en los muertos?

Como una puñalada sintió Insúa aquella respuesta.

¿Así, pues, ella sabía lo que sabría la madre? Y aquel secreto que le
roía el alma, prohibiéndole dejarse mecer por las ilusiones que nacían,
¿no era ya un secreto?

¿Qué iba a hacer? ¿Por qué ella lo había dejado acercarse,
envolviéndole en su gracia que lo embriagó como un vino jamás gustado?

Galopaban los dos por la orilla del monte. De cada uno de los charcos
en que se deshacía la escarcha, irradiaba el deslumbrante reflejo
del sol, que se quebraba en los cristales de hielo. El cielo, puro y
desteñido, sólo hacia el horizonte mostraba un grupo de nubecillas
apelotonadas como un montón de caracoles rosados.

Gabriela, impresionada por la hermosura de la mañana, sentía su corazón
pronto a fundirse como aquellas agujas de escarcha.

Insúa marchaba detrás de ella, y como los pájaros enmudecidos por el
frío, callaban ocultos en las isletas abrigadas del monte, cuando
se apagaba el ruido de los cascos de los caballos, por cruzar algún
terreno arenoso, se oía el apacible gemido de la brisa que oreaba las
pajas brillantes de rocío.

Gabriela refrenó un tanto su aparente fuga, y se dejó alcanzar por
Insúa, que galopó un largo rato a su lado sin decirle palabra. Ella
temblaba porque parecía pesarle ahora lo que había dicho.

Intrigada por el silencio de él, volvió la cara y lo miró, y casi
dió un grito, porque fué un rayo de luz, y ante sus facciones
descompuestas, tuvo la evidencia de lo que hacía tiempo flotaba en su
alma como una sospecha.

No necesitó que él le dijera nada para comprenderlo todo. Lo hubiera
leído en un libro, y no lo habría visto tan claro como en cada uno de
los gestos que recordaba de él, y que ahora se aclaraban para ella, su
reserva, su miedo al delirio de la fiebre, que podía comprometerle,
su disgusto cada vez que se aludía a la noche de la revolución en que
murieron su marido y su hermano, a quienes él nunca nombraba, como si
tuviera horror a su memoria.

Tenía la clave de todo, y quizá también de aquella inexplicable
esquivez de su madre, que huía de encontrarse con él.

¡Ay, Dios! y ella lo había dejado entrar en su alma.

Todos los cuadros del campo, los rincones del monte, donde la arboleda
era más tupida, las cañadas llenas de varillas, las azules lagunas en
que bebía la hacienda, las barrancas del río, vestidas de carrizas, los
sauzales de la margen, todo tenía para ella una sugestión poderosa,
porque durante años había vivido en su amistad sembrando en cada uno de
los pliegues de la naturaleza, un poco de sus sueños de niña.

Había pasado aquella época, y la cruda realidad de su matrimonio sin
poesía y sin amor, había ajado aquellas impalpables ilusiones que la
envolvieran como un velo de luz. Sin saber cómo, de pronto, por un
golpe teatral, su destino cambiaba, y volvía a agitarse en ella la
misma esperanza, a cuyo calor nacieran las ilusiones de antaño. Y su
sueño se rompía cruelmente. ¿Cómo podía amar ella a aquel hombre que
tenía sus manos teñidas en una sangre que le pedía venganza?...

Al volver una isleta del bosque, donde el camino doblaba bruscamente,
los dos, que seguían marchando juntos, sin cambiar una palabra,
entregados a sus pensamientos, halláronse con la punta de la hacienda
que venían arreando los peones.

Ese día estaba señalado para la yerra. Doña Carmen de Borja marcaba
todas las crías del año, para que no se confundieran con las de las
estancias vecinas, en muchas de las cuales no se usaba marca ninguna.

La hacienda de doña Carmen no era muy numerosa. No obstante, un año
con otro pasaban bajo el hierro enrojecido al fuego, cuatrocientos o
quinientos terneros, que servían para reponer los animales vendidos o
carneados en el año y para aumentar el capital primitivo. La operación
era una fiesta, en la que se daban cita desde meses atrás, los peones
del contorno para prestar su ayuda y comer y beber con la abundancia
que caracterizaba esas ruidosas jornadas.

Reunían la vacada en un vasto corral, de palo a pique, un poste de
ñandubay clavado contra otro y otro, de tal modo que ni los perros
podían disparar, cuando quedaban dentro, y allí uno por uno iban
sacando los terneros, para marcarlos junto a la tranquera.

Al ver la hacienda que desembocaba, Gabriela se detuvo; Insúa caminó
algunos pasos y se detuvo también; estaba irritado consigo mismo, con
su propio destino, que parecía burlarse de él.

La joven esperó que llegara el capataz, para comunicarle el mensaje de
su madre, y después cuando hubo pasado toda la hacienda rodeada por los
peones, desfilando lentamente, envuelta en una nube de polvo que se
doraba al sol, siguieron los dos, al tranco, detrás de todos.

Los mugidos de los toros coléricos, por ir mezclados con sus rivales,
el balido de los terneros, que se iban quedando a la trasera,
contestando a las madres que marchaban adelante, los gritos de los
peones, persiguiendo a los animales que se escapaban del montón, los
ladridos de los perros, jadeantes y embravecidos, apagaban las voces, y
les sirvió de pretexto para no hablar.

Cuando llegaron a las casas no habían cruzado una palabra.

Ya a la puerta del corral, en una fogata que encendiera Floriana, tres
marcas de hierro con un pequeño mango de hueso en el extremo de la
barra, se estaban calentando.

Don Julián, convidado a la fiesta, acababa de llegar. Se había puesto
una sotana vieja, color tabaco en el pecho y en los codos. Quería
estar pronto para ayudar a los peones en su ruda faena.

--Vamos a marcar terneros, no más, porque no hay hacienda grande
orejana--le dijo don Goyo, cuando el cura entusiasta le dió un vigoroso
apretón de manos.

--Lo siento, porque tenía ganas de desherrumbrarme las coyunturas.

Abrió los brazos poderosos, y su ancho pecho se dilató, absorbiendo una
gran bocanada de aire frío, cargado del viscoso relente de las islas,
que la brisa empezaba a barrer.

Insúa que llegaba en ese instante, lo saludó sin bajarse del caballo, y
los dos se quedaron allí, mirando los preliminares de la operación.

Antes de encerrar la hacienda en la ensenada--nombre que daban al
extenso corral--era necesario apartar las vacas ajenas, que llegaban
confundidas, para no marcar sus terneros como si fueran de la estancia.
Cada uno de los capataces de los campos colindantes, designaba los
animales que le pertenecían y los peones entraban dando gritos, en
el montón, para apartarlos de allí, arreando o pechándolos con el
encuentro de sus caballos.

Insúa silencioso, con el ceño fruncido, pensando a ratos en otras
cosas, miraba la escena que no lograba interesarle.

Las vacas desorientadas, remolineaban entrando de a pequeños grupos en
la ensenada. Había más de quince hombres, que corrían revoleando los
taleros, y gritando: ¡huajá! ¡huajá!, alarido de guerra que enardecía a
los perros.

El capataz conversaba con el cura, vigilando la operación; de cuando
en cuando daba un grito, y espoleaba a su caballo, un tostado fogoso,
mojado en sudor, que volteaba un novillo de un pechazo.

El espacio en que se paraba el rodeo era amplio, libre de árboles,
para que la gente pudiera correr sin riesgo, roída la hierba en el
sitio en que acostumbraba detenerse la hacienda, visible la tierra
negra, floja y lodosa, por el chapaleo de las pezuñas. El contorno era
verde, tapizado de pasto que la helada de esa noche había ennegrecido a
trechos. A poca distancia, la punta del bañado, cubierta de camalotes,
parecía continuar el campo terso y firme, pero cuando algún peón
siguiendo un animal fugado del rodeo, se metía hasta allí al galope, de
cada pata del caballo se alzaba un surtidor de agua, que semejaba un
chorro de plata a la luz del sol.

En las violentas curvas que la faena obligaba a hacer, conforme el
capricho del animal que perseguían, los caballos en su impetuoso galope
se tendían como si fueran a caer de costado.

En el aparte de la hacienda ajena, una de las vacas de doña Carmen de
Borja huyó dando botes, la cola alzada y tiesa, y dos hombres se fueron
tras ella, para volverla al corral. A la distancia en la llanura, sin
términos de comparación, sus siluetas comenzaron a achicarse.

De pronto el animal fugitivo, fatigado quizás, se detuvo en seco, y uno
de los peones, sin tiempo para desviar su montura cayó como una tromba
sobre él, y rodaron por tierra.

--¡Huajá!--gritaron desde el rodeo al verlo caer, y se oyó la
contestación del paisano que respondía de lejos, levantándose y
volviendo a montar:

--¡No es nada, hermanos! ¡Siga la farra!

Por las orillas del rodeo circulaba la yeguada, dando vueltas, oyéndose
apenas el ruido del cencerro de la yegua madrina que marchaba adelante,
y detrás de ella, desfilando una a una, toda la manada, los potrillos
al lado de las madres.

Más allá era la serenidad de la naturaleza, que trabajaba en silencio
la vida de todos, bajo el toldo azul del cielo invernal.

Insúa comparaba esa indiferencia de las cosas, en que durante tantos
años había vivido, dejándose penetrar por su belleza tranquila, con
la fiebre de la interna batalla a que de golpe lo había arrojado el
destino.

¿Quién hubiera creído de él aquella repentina pasión que empezaba a
morderle como un can rabioso?

¿Y ella? ¿No era ella la misma la verdadera culpable de que él se
sintiera irresistiblemente arrastrado por aquel amor que era como una
burla trágica a todas las nociones de honor que imponían y aceptaban
las gentes?

La vió llegar al rodeo, acompañando a su madre, que le saludó con la
inexplicable esquivez de siempre, poniéndose a hablar con el capataz
sobre la yerra que iba a comenzar.

Gabriela tenía los ojos lucientes, como si hubiera llorado, y en el
rostro llevaba la marca del horror, por lo que había adivinado. Insúa
esperó, la cabeza agachada, mirando al suelo, que parecía temblar con
el tropel de la hacienda. La joven llegó hasta él, y sencillamente le
dijo:

--Ha llegado Alarcón. El que usted esperaba para irse.

Y aquellas sencillas palabras, cayeron en su corazón como una
sentencia. Debía partir; ella se lo decía.



V

El secreto


En la alta noche, doña Carmen de Borja, sintiendo quieta a su hija, que
dormía en su cuarto y que en un principio había aparecido intranquila,
se levantó sin ruido, fatigada de esa cama en que no podía conciliar el
sueño, y arrebozada en un manto, se llegó hasta el comedor.

Las tinieblas que reinaban allí, el silencio temeroso de su soledad,
roto bruscamente por el crujido de las maderas de algún mueble, la
atmósfera impregnada aún con el vaho de la cena, todo le inspiró el
deseo de respirar el aire frío y puro de la galería.

Corrió los pasadores de la puerta y salió.

No había luna, pero las estrellas dejaban caer sobre la tierra el
discreto resplandor de su luz cenicienta, buscando entre el follaje de
los eucaliptus dormidos, alguna abertura para llegar hasta el suelo.

Todo reposaba; en los árboles, los raros pájaros que desafiaban el
invierno; las bestias en el campo; las ovejas en el corral; los
perros, alerta el oído para sorprender los rumores sospechosos, que se
agrandaban con el vasto silencio, dormían amontonados, en la cocina; un
cuzquito lanudo, se había trepado sobre el fogón y roncaba suavemente,
con el hocico pegado a la ceniza tibia del rescoldo.

Y en la rama de siempre dormían los cuervos que la dama no podía ver,
pues quedaban del otro lado de las casas.

Aquella calma apaciguó sus pensamientos tumultuosos, y le trajo a la
memoria con más nitidez que en toda la velada la palabra del cura, a
quien esa tarde llamó al oratorio, para confiarle su tremenda angustia.

--¡Padre!--le había dicho, arrodillada a los pies de él, que la
escuchaba sentado en un viejo sillón de cuero, la cabeza apoyada en la
mano.--¡Padre! Mi pobre Carmelo ha sido muerto por él; Jarque también,
y él, ahora, ama a Gabriela, que no puede saber nada de este horrible
secreto, que me pesa como una lápida. Yo habría querido equivocarme,
pero cada día estoy más segura de que ella también lo ama. ¿Por qué, él
que sabe cuál es su crimen, ha venido hasta aquí, y ha turbado la paz
de mi casa con ese amor que es otro crimen?

Doña Carmen se puso a sollozar, y el cura, con su voz llena y viril, de
maestro que indica la senda, le dijo:

--El amor puede adueñarse del hombre, sin que esté en su mano
libertarse.

--Así es; también lo pienso yo,--respondió la dama.

--¿Sabía él que aquí vivía la viuda de Jarque?

--No, padre. Mi hija lo salvó, cuando se estaba ahogando y lo trajo
en su bote. Volvió al conocimiento estando ya en esta casa, y yo no
supe quién era el que así recibíamos como un huésped, digno de nuestra
caridad, sino cuando ya era tarde para cerrarle la puerta. Dos días
pasé en la ciudad, preguntando cómo fué la muerte de mi Carmelo; para
algunos era un misterio, pero no faltó quien me hiciera el relato.
Cuando volví a mi casa, el horror de cuidar a ese hombre que veía
ensangrentado con la sangre de mi hijo, me hizo egoísta y abandoné la
tarea a Gabriela, que lo ignoraba todo. Nunca pensé en lo que jamás
debí descuidar. Ella ha vivido triste, como una viuda, toda su vida;
ha presentido el amor, pero no lo ha gustado, porque su matrimonio
no llenaba su corazón. Y libre, por la muerte de su marido, aquel
hombre a quien había salvado, que era cortés y hermoso, que tenía el
prestigio de un soldado valiente, y que empezaba a amarla sin que yo lo
supiera, no podía menos de entrar en el alma de mi hija. Y así fué; yo
he comprendido que si él la quiere, sinceramente, como creo, ella está
embriagada por un amor que es lo que había soñado.

--¿Y ella? ¿Ella... puede saber?--preguntó el cura con un ligero
temblor en la voz, porque recordó que esa mañana, en el rodeo, algo
extraordinario revelaban los gestos de Gabriela, cuando se acercó a
Insúa.

--Ella no puede saber--respondió la madre;--si lo hubiera sabido en un
principio, no habría llegado a enamorarse de ese hombre. Y ésa es mi
culpa no habérselo dicho. El crimen es de él, que sabiéndolo se llegó
a ella y la amó. ¡Santo Dios! me tiembla el corazón y me parece oír,
cada vez que pienso en esto, que mi pobre Carmelo se lamenta de que así
hayamos vengado su sangre.

--La venganza--murmuró el cura--es miseria nuestra. Las almas de los
muertos, que han visto a Dios, no pueden sentirla ni desearla.

--Y ahora--prosiguió doña Carmen--me aflige el presentimiento de las
cosas que pueden ocurrir, si Gabriela, que está enamorada, llega a
saber qué abismo le separa de ese hombre. Yo soy su madre, y le debo
ahora una dicha que antes por motivos egoístas no le dí. Su padre
quiso casarla, ella consintió, porque era buena y sumisa; y yo, que
debía oponerme, pues conocía su alma, y sabía sus sueños, no me opuse,
y también consentí. Fué su desgracia, quizás por culpa mía. Ahora no
tengo valor para contrariar de nuevo sus ilusiones, y prefiero guardar
para mí el horrendo secreto, que conozco sin que nadie sospeche.

Con sus manos finas y largas, se tapó el rostro descompuesto por el
dolor y murmuró sofocando el grito de venganza que se alzaba en ella:

--¡Oh, mi Carmelo, mi Carmelo!

Don Julián tenía, no obstante su aparente simplicidad, una larga
experiencia que le hacía discreto y sagaz en sus consejos, y humano
por encima de todo, en cuanto se lo permitían sus rígidos principios
religiosos y morales.

Aquello que le confesaba la dama, no era todo misterio para él, que
había husmeado el secreto que pesaba sobre ella en su propia esquivez,
y en la sombría reserva de Insúa, cuando se comentaba la noche de la
revolución, en que lo hirieron.

Conocía también los sueños de Gabriela, rotos por aquel matrimonio
sin amor, que fraguó su padre, y alguna vez había temido que la
desesperación entrara en el espíritu romántico de la joven, confinada
en el estrecho horizonte de la Casa de los Cuervos.

Pensó también que Insúa no era en realidad un criminal, sino un
combatiente que se defiende o ataca, sin odio y sin más propósito que
la victoria para un ideal, y que habría sido injusto equiparar su culpa
a la de un hombre que hubiera muerto al marido para casarse con la
viuda.

--¿Cómo llegaron a usted los detalles de la muerte de su hijo y de su
yerno? ¿Quién le contó? ¿Hay muchos que lo sepan?--interrogó el cura a
doña Carmen.

Y ella entonces le hizo el relato. En la noche del entierro en casa de
una parienta, un indio se acercó a contarle con toda reserva lo que sus
ojos habían visto. Nadie más--le dijo--sabía nada de aquello, y nadie
debía saberlo, era el nombre del que había quitado la vida a Carmelo
Borja y a Braulio Jarque.

--¿Y ese indio quién era, y qué interés tenía en decírselo a usted y en
callarlo a los otros?

--Era uno de los revolucionarios, que en los primeros momentos había
pasado inadvertido, pero que deseaba ganarse mi voluntad para que
yo influyera ante el gobernador, mi pariente, si acaso llegaban a
prenderle.

No quería huir, porque había desertado y los compañeros se vengarían;
conocía los secretos de la revolución; había presenciado la lucha de
Insúa, y estaba resuelto a callar, pero que el capitán no lo castigara
si algún día se sabía por él el horrendo secreto.

La madre siguió acumulando los detalles del relato que el indio le
hiciera, mientras don Julián pesaba en su conciencia el bien y el
mal que podía haber en esconder a todos el secreto que el acaso o la
providencia ponía en sus manos, y dejar que las cosas siguieran sin
violencia su curso natural.

Cuando la dama se alzó del reclinatorio en que había hecho aquella
confesión que revolvía todos sus dolores, su corazón estaba sometido a
lo que pudiera ser la voluntad de Dios.

Pero esa noche la soledad o el silencio, que envolvía la casa dormida,
despertó de nuevo en ella la rebelión que la palabra del cura había
apagado. Escuchaba la voz de su hijo muerto, que clamaba por el crimen
que se iba a consumar, permitiendo aquel amor, y todo lo que en ella
había de humano se sublevaba sintiendo aquel lamento, que turbaba su
sueño.

Se levantó, por eso, y buscó la calma de sus nervios paseándose en la
galería, donde la infinita quietud de la noche apenas turbada por el
rumor del agua del río, volvió la paz a su espíritu.

Y mientras ella paseaba, temblando de frío, creyendo a su hija dormida,
ésta incorporada en su lecho, llena de espanto, veía por el postigo
abierto de la ventana pasar y repasar la sombra de su madre.

La había sentido salir, y tuvo vergüenza de hablarla, porque también
su conciencia era como un mar agitado, en que luchaban el nuevo amor,
con todas las fuerzas de su vida naciente, y el sentimiento de aquella
venganza que ella debía ejercer para acallar la voz de los muertos.

¡Oh, si su madre supiera--pensaba--que ella estaba a punto de doblarse
como una caña ante el huracán de la pasión!

Y volvía a hostigarla aquella duda:

¿Ignoraba su madre lo que ella adivinó esa mañana? Si ignoraba, ¿por
qué huía de su huésped como si le horrorizara su vista? Y si sabía,
¿por qué había callado, por qué no se llegó hasta ella, para detenerla
al borde de este amor que era un crimen?

Con los ojos dilatados en la oscuridad, crispadas las manos sobre las
cobijas, estuvo un largo rato dudando si debía saltar de la cama, para
ir hacia su madre y pintarle su tortura.

A esa misma hora, otro pensamiento hacía su misma dolorosa jornada.

Insúa se había acostado temprano, con el pretexto de su partida que
sería al alba, pero en realidad por no encontrarse más con Gabriela,
cuyas palabras al anunciarle la llegada de Alarcón le quitaron toda
esperanza.

Antes pensaba con pena en el momento en que abandonaría la Casa de los
Cuervos, para acompañar a sus amigos en la nueva campaña que se iba a
emprender. Y ahora, lo veía llegar como un alivio, y su partida era una
fuga, de aquellos lugares en que se había encendido la primera ilusión
de su vida.

Se estremecía de horror ante la evidencia de que ella esa mañana leyó
en sus ojos la verdad que fué su pesadilla en sus horas de fiebre.
¿Cómo había llegado a comprender ella la maldición que pesaba sobre él?

¿Pero había comprendido en efecto? ¿Sabía que era viuda por él, que no
tenía hermano por él?

Revolvía en su memoria todos los detalles de ese día, y serenábase
como un lago su alma atormentada, recordando que esa noche, después de
la cena, al despedirse de Gabriela, mientras sus labios le temblaban,
balbuceando la despedida, ella lo envolvió en una profunda mirada
dolorida, que fué su primera confesión de amor.

En la insomne noche, parecíale que los ojos luminosos dejaban caer
sobre él una apacible luz de perdón, porque habían comprendido que
era su destino, y no su voluntad, el que había tejido aquella intriga
siniestra.

¡Ay! ¡pero a esa intriga debía ella su libertad de amarle!

Alarcón hasta altas horas de la noche le estuvo relatando, en voz baja,
las circunstancias en que se preparaba la revolución.

El gobierno estaba alerta como nunca, y deseoso de tomar represalias
que curasen de raíz aquella perpetua zozobra en que le obligaban a
vivir.

Con la muerte inopinada de Jarque había perdido todas las pruebas
con que hubiera podido caer sobre los cabecillas. Ni contra Cullen,
ni contra Montarón, ni contra ninguno de los conjurados que en la
noche del baile debían apresar a Iriondo y a Bayo, se pudo probar
nada en concreto. Ellos mismos, al ver cómo Iriondo escapó de las
manos de Insúa, invirtiéndose los papeles y teniendo éste que huir,
permanecieron quietos, en una actitud que podía ser sospechosa para
los que poseían los hilos de la conjuración, pero que no tenía nada de
hostil contra los hombres del gobierno, que aguardaron en la casa de
Montarón, llena de tropa, el fin de la refriega que se libraba en la
plaza.

La muerte de Jarque, el adversario más temible que tenían los
opositores, alentóles a vengar cuanto antes aquella derrota, y
sigilosamente, aleccionados por la experiencia de sucesos, en cuanto
recibieron noticias de que Insúa vivía, empezaron los preparativos de
la nueva revolución que había de terminar sangrientamente en la batalla
de los Cachos.

Oyendo a Alarcón, Insúa podía medir el cambio profundo que en esos días
se había producido en él. Ya esas cosas parecíanle sin sentido.

¿Qué le importaba a él quién gobernara, si el poder se le presentaba
como la más estéril de las vanidades?

Pensaba en su drama interior, cuyo desenlace no podía prever y sentía
deseos de entrar en la acción, buscando en la lucha el reposo de su
corazón y de su conciencia atormentada.

Cuando Alarcón se durmió, comparó la serenidad de aquel sueño, con
el suyo agitado por la fiebre de ese imposible amor. Y sin embargo,
los ojos de ella, que no podían haberle mentido, le habían hablado de
perdón.

Faltaba mucho aún para el alba, cuando despertó a su compañero para que
fuera a ensillar los caballos, que habían dejado en el corral de las
vacas a fin de tenerlos cerca.

Alarcón había dormido sobre un apero de montar, y comenzó sin ruido a
juntar las caronas, mientras Insúa se vestía, precipitadamente, sin
decir una palabra, dejando traslucir en sus gestos la impaciencia de
aquella partida, que era como una fuga en medio de la noche.

Dominado por su propia voluntad imperiosa, ya no pensaba más que en sus
amigos, en su deber, en la lucha.

Su pequeña maleta pronta, abrió la puerta que daba a la galería, y
salió antes que Alarcón. Encandilado por la luz de adentro, no vió la
sombra huraña de doña Carmen de Borja, que aún se paseaba por allí,
escabulléndose hacia el comedor.

Llegó hasta el patio, cuya tierra endurecida, apenas mojaba el rocío, y
sintió en la avenida de los eucaliptus el áspero graznar de los gansos
que advertían su presencia.

Hacía un frío intenso, mas no fué ese frío el que le hizo temblar,
corriéndole por la médula de los huesos. En la sombra siniestra de la
arboleda, a donde había llegado, ansioso de movimiento, percibió el
susurro de las alas de uno de los cuervos, que pasó rozando su cabeza.

Supersticioso como era tuvo miedo, aunque en la nueva aventura no podía
jugarse más que la vida, que ya apenas le importaba. Para calmar sus
nervios, sintiendo pasos y creyendo que era Alarcón se echó a reír,
dispuesto a contarle el motivo de su pueril recelo.

Se volvió, y oyó la voz de Gabriela que le hablaba en la sombra donde
apenas se veía su grácil figura.

--¿Se vá?

--¡Oh, Gabriela! ¿por qué ha venido?--respondió él, como un reproche,
estremecido de gratitud hasta el fondo de su alma.

--No le había dicho adiós--dijo ella con dulzura--y era de mal augurio
dejarlo partir así, como si huyera de la casa.

Insúa se le acercó y le tomó la pequeña mano temblorosa.

--Es como una huída, en verdad...

--¿Y por qué?--interrogó ella, vencida en su largo insomnio por el
amor, y resuelta a guardar su terrible secreto. Con tal que él no
supiera que ella sabía de aquel abismo de sangre que les separaba, ¿por
qué no había de amarlo? ¿Cómo podía él nunca sospechar que ella fingía?

Él le contestaba:

--¿Para qué había de quedarme? Ayer le dije que a usted le debía la
primera ilusión de mi vida. Ahora...

--¿Ahora qué?--preguntó ella ansiosa, sintiendo que vacilaba y que
temblaban sus manos.

--Ahora esa ilusión se ha desvanecido. Mi vida no tiene sentido ya;
usted misma ayer me lo dijo, anunciándome la llegada de Alarcón. "Ha
venido el que esperaba para irse". ¿No fué así?

--Ayer sí, ayer fué así;--dijo con reprimida vehemencia la joven.--¡Hoy
no! ¡hoy no! ¿Por qué se ha de ir?

--¿Y por qué había de quedarme?

Y ella en un relámpago de voluntad, sintiendo que él no hablaría nunca,
desconfiando quizás de que ella hubiese penetrado su secreto:

--¿Si yo se lo pidiera...?

--¡Oh, Gabriela!

--¿Se quedaría?

De nuevo sintióse pasar el cuervo, echando sobre sus cabezas un viento
cargado de tufo salvaje. Pero ninguno de los dos tuvo miedo.

Ella dijo simplemente:

--Cuando vuelan los cuervos de noche es que alguien se acerca.

Después hablaron, y la confesión del escondido amor brotó con fuerza,
como una llama que disipó en sus corazones el frío y la niebla de las
angustiosas horas pasadas.

Cuando volvió Alarcón trayendo los caballos, Jesús había llegado con un
farol, y alumbraba el sitio. Empezaron a ensillar. Insúa hablaba con
Gabriela, en voz baja, mirando su rostro que la luz rojiza del farol
alumbraba como una de las estampas del oratorio.

Graznaron otra vez los gansos, y el ladrido de los perros confirmó lo
que anunciara uno de los cuervos. Sintióse la voz de un hombre que
decía:

--Manso, Batallón, Cuzco, ¡soy yo, ¡soy yo!--aplacando a los perros que
conociéndole dejaron de ladrar.

Llegóse él hasta el grupo, y Gabriela dijo:

--Es el ovejero.

Era un viejito descarnado, pequeño, ágil aún, vestido miserablemente,
con una vieja chaqueta azul de militar y un cuero de oveja sujeto a la
cintura con una huasca.

Saludó con voz apagada y acercándose al capataz, que en ese momento
aparecía, le contó en voz baja que esa noche había llegado al rancho
donde él vivía, a una legua de distancia, un hombre que parecía andaba
sobre el rastro del capitán Insúa.

--¿Cómo es ese hombre?--preguntó Insúa oyendo aquello.

--Aindiado, capitán; quizás indio de veras.

--José Golondrina--murmuró Alarcón.

--Entonces habrá que hacerle venir--dijo Insúa.

Alarcón que cinchaba su caballo, dejó el correón y se volvió hacia el
capitán.

--Será mejor que no sepa donde estamos.

Lo dijo como para que Insúa no más lo oyera.

El ovejero continuó:

--Por lo que me ha parecido entender, no es de los revolucionarios,
más bien del gobierno. Entró en mi rancho, al anochecer; me pidió
carne y le dí media pierna de oveja. Me dijo que era poco y me compró
un costillar. Salió para el monte, diciendo que iba a ponerlo en las
alforjas. Yo creo que no era así, y que alguien, que no quería dejarse
ver, lo esperaba allí. Tal vez son varios los compañeros; el perro que
tengo ladró toda la noche, estando ya ese hombre en el rancho. Cuando
lo ví dormido, me salí, y aquí estoy avisándoles y para lo que gusten
mandarme.

Hablaba despacio, con voz monótona, pero se adivinaba en sus ojos
chispeantes, a pesar de la calma de sus facciones, la sagacidad del
paisano, que lee las intenciones en la cara más impasible.

Un momento Insúa había tenido la intención de quedarse en la Casa
de los Cuervos para ganar mejor aquella alma que se venía a él, y
averiguar si doña Carmen de Borja, huraña con él, se negaría a darle su
hija. Mas al oír hablar al ovejero comprendió que el gobierno estaba
sobre su pista, y que José Golondrina servía sus planes. Tenían, sin
duda, la consigna de llevarle vivo o muerto, y aunque habría sido su
gusto pelear contra la patrulla que sin duda acompañaba al indio, cedió
al pedido de Gabriela que mandaba ya en él, y resolvió huir, dejando
la promesa de volver y llevando la gran esperanza que ella había
encendido en su corazón.

Y así, cuando estuvieron ensillados los caballos, besó la mano que
Gabriela le tendía, y con el capataz que había de guiarles hasta
el vado, en donde estaba la canoa para pasar el río, crecido aún,
partieron al galope, haciendo resonar en la noche la tierra endurecida
por la helada.

Gabriela siguió con la mirada ansiosa las siluetas que pronto se
perdieron en la sombra.

Estaba próxima el alba y ya los cuervos revoloteaban desde su árbol
al corral de las ovejas, que empezaban a balar, por el frío de la
madrugada, y al entrar en la galería, sintió Gabriela el susurro de las
alas de uno de ellos que pasaba rozando el muro.



VI

Sobre las huellas de Insúa


A pie, cruzando por los atajos del monte, en la niebla precursora del
alba, llegó ñor Basilio, el ovejero, al rancho en que vivía solo, desde
hacía veinte años.

De lejos vió la llama del hogar, encendido por su huésped de esa noche.
Cuando entró, hallólo sentado sobre la osamenta de una cabeza de vaca,
atizando el fuego que ardía sobre el suelo de tierra en medio del
rancho. En una "pava" de hierro, ennegrecida por el hollín, empezaba a
calentarse el agua para el mate.

--¡Buenos días!--se dijeron sin mucha efusión.

Ñor Basilio sacó de un rincón una especie de morral de cuero, donde
guardaba la yerba y el azúcar, tomó el mate, vaciado de la yerba
vieja, y empezó a cebar, tasando con escrúpulo, los ingredientes del
rico desayuno. Era sumamente pobre, cuidaba de la majada a un tanto
por ciento en las crías, y sólo cuando vendía la lana de la esquila,
hacíase de algún dinerillo para yerba y azúcar. Tabaco no compraba;
cultivábalo él mismo en un cuadrito rodeado de ramillas para librarlo
de algunas gallinas que a esa hora empezaban a esponjarse, ante el día
que llegaba, en una ramadita a la vera del rancho.

José Golondrina, silencioso, sentado en la osamenta, miraba ir y venir
al ovejero que preparaba el mate. Lo vió ponerse en cluquillas al lado
del fuego, y coger la pava, que borbotaba con el hervor del agua, y
brindarle enseguida el primer mate.

--¡Sírvase!

El indio, callado siempre, sorbió el contenido del mate, y al devolver
la pequeña vasija, lustrada por los años de uso, dijo a ñor Basilio con
una leve intención:

--Yo soy madrugador, pero usté me gana.

--Así parece,--contestó el otro.

--Esa sendita que se ve entre las pajas, ¿va a la Casa de los
Cuervos?--y señalaba una raya clara trazada en el pastizal.

--¿Tiene viaje para allá?--interrogó el viejo.

El indio movió la cabeza sin decir nada.

--Si quiere lo acompaño para que no se pierda en el monte.

--No he de perderme--respondió José Golondrina.--Yo soy baqueano de
estos campos, aunque hace años no vengo.

--Nunca lo vide por aquí--observó el ovejero, dándole otro mate.

El indio se puso de pie y salió del rancho. Afuera ya el alba iluminaba
el paisaje con su luz cenicienta.

Una bandada de patos "siririses", pasó silbando por encima del rancho,
y José Golondrina se estremeció, porque era un buen cazador al vuelo.

--Qué tiro se ha perdido--dijo; mas no oyó que ñor Basilio le
contestara nada. De cuando en cuando se miraban los dos, como si el uno
desconfiara del otro. Cuando se encontraba con los pequeños ojuelos
interrogadores del dueño del rancho, bajaba la cabeza, como si algo se
le hubiera caído.

--Voy a ensillar--dijo, concluyendo el tercer mate, que tomó arrimado a
la puerta.

En ese momento, sobre la nítida raya del horizonte, sobre la infinita
llanura de la isla de enfrente, apareció el disco rojo del sol, y el
inmenso paisaje pareció vibrar herido por su luz.

El gallo cantó batiendo ruidosamente las alas, y escarbando la tierra
dura como una arcilla quemada, frente a la puerta del rancho.

Ñor Basilio salió con el mate en la mano, para espiar las andanzas de
su huésped. Por lo que había oído esa noche, el personaje no era de
mucha confianza.

Lo vió cruzar el pajonal, que ondulaba al sol, con reflejos plateados.
A lo lejos, a un tiro de fusil, en la orilla del monte, se veía el
caballo que dejara el indio, maneado y sin freno, para que paciera a su
gusto en la noche, alerta, relinchando al dueño que se le acercaba.

José Golondrina lo enfrenó, quitóle la manea, y montó en pelo, para ir
hasta el rancho, en busca de su apero, que le sirvió de cama. Antes,
sin embargo, se internó en el monte, obscuro aún con la sombra alargada
de los árboles.

--Va a avisar a los compañeros--pensó el viejo.--Este hombre anda en
malas andanzas. Que Dios lo ayude.

Y se metió de nuevo en el rancho, satisfecho de haber llegado a
constatar que el indio no andaba solo.

Media hora después, cuatro hombres a caballo, cruzaban el tupido
algarrobal, siguiendo un sendero abierto entre la hierba profusa, por
el paso de hacienda, en dirección a la Casa de los Cuervos.

Uno de ellos, José Golondrina, marchaba adelante de los otros,
sirviéndoles de guía.

Eran dos soldados, sin otro distintivo que la gorra, el sable y
carabina, y un alférez, jovencito y rubio, como un extranjero, embozado
en una capa de paño azul, con forro de bayeta roja, por debajo de cuyos
bordes aparecía la extremidad de la espada.

--Dicen que es bonita la viuda de Jarque--díjole sonriendo uno de los
hombres que marchaba a su lado.

El alférez, que venía pensando en ello, alzó la voz dirigiéndose a José
Golondrina, que apenas se volvió:

--¿Quién la conoce? ¿Vos, indio?

--No, mi alférez.

--Es lástima; podrías darme datos.

Siguieron al trote, distinguiéndose del ruido sordo de los cascos en la
hierba ennegrecida por la helada de la noche, el ruido de los sables
que se golpeaban.

José Golondrina revolvía sus viejas memorias. Pensaba en su tribu, en
su obscuro destino, en su fortuna, si aquel hombre, que iban a buscar
moría.

Había hablado con el gobernador Bayo en la ciudad, y sin confiarle el
motivo de su odio, habíase hecho el eje de la persecución del gobierno
contra Insúa, de cuya existencia tenían ya indicios seguros.

En la noche de la revolución, él, que hiciera fuego sobre su jefe,
debió huir y refugiarse en la primera casa, cuyas tapias pudo saltar,
para escapar a la saña de los milicianos vencedores, que pasaban
sableando a los revolucionarios fugitivos.

Aquella casa era de los parientes que dieron hospedaje a doña Carmen de
Borja, cuando llegó de la estancia para enterrar a su hijo, que allí
se veló.

En el tumulto de la gente que acudió el primer día, pasó el indio
inadvertido, pero después lo apresaron, y entonces aprovechando la
circunstancia de conocer el secreto de la muerte de Carmelo Borja, por
lo que oyera la noche de la revolución, logró hablar con su madre,
y revelóselo, y en cambio de aquella revelación que había de ser la
pesadilla de la infeliz mujer, le pidió que hablara a Bayo en su
nombre, para que le dejaran libre.

Cuatro días pasó en un calabozo, con las piernas en la barra de
grillos, solo, temblando de frío, cuando una mañana, el gobernador en
persona, llegó hasta su prisión deseoso de hablarle.

Sabíase de la muerte de Insúa, mas no se había dado aún con su cadáver,
por lo cual, José Golondrina, que era desconfiado y astuto, tuvo la
sospecha de que había escapado vivo de sus perseguidores, para quienes
la noticia de que habían logrado concluir con el temido caudillo fué
ocasión de un premio.

--No debe haber muerto--dijo el indio al Gobernador, que le escuchaba
de pie, junto a la barra de grillos.--Si el señor quiere, yo daré con
él.

--Si está vivo--contestó Bayo.--¿Y si está muerto?

--Daré lo mismo con su cuerpo.

El aire sombrío e inteligente del preso, interesó a Bayo, que lo mandó
poner en libertad, y le encargó de la pesquisa.

Con una patrulla recorrió José Golondrina el río, la laguna, los
sauzales de las islas, y llegó hasta la Casa de los Cuervos, cuando
Insúa estaba allí, luchando aún con la muerte.

Doña Carmen de Borja habló con el indio, disipando su sospecha, y él
la creyó porque nunca habría imaginado que aquella mujer que tenía los
ojos enrojecidos de llorar a su hijo, escondiera en su misma casa al
matador.

Algunos días después José Golondrina, de quien el gobernador Bayo no
estaba muy satisfecho, entró en la casa de Montarón, como peón para los
servicios pesados, partir leña, traer agua del río, cuidar la huerta.
Nadie sabía allí de dónde venía: contó una historia y le creyeron.

Era sumiso y callado e inspiraba confianza, y él, poco a poco,
atisbando con astucia, se enteraba de algunos importantes secretos que
a nadie confiaba, mientras no llegara la hora.

Don Patricio Cullen iba con escasa frecuencia, mas conocíase que la
relación era estrecha y cultivada entre Montarón y él. José Golondrina
más de una vez llevó mensajes de éste, que ahorraban una visita.

A ninguno de los dos les había desengañado el fracaso. Por el
contrario, su pasión política se exacerbó ante la derrota, y
aprovechando las nuevas circunstancias, en que la muerte de Jarque
dejaba las cosas, no bien recibieron noticias de que Insúa vivía,
empezaron a tramar una nueva revolución.

José Golondrina seguía de cerca la conjuración. Así tuvo noticias de
Insúa, aunque no llegó a saber cuál era su paradero.

Y fué entonces cuando la astucia del indio le procuró el más eficaz de
sus colaboradores, para aquella empresa de odio que tramaba.

Syra permanecía en casa de sus padres, aunque en los primeros días
huyera de ella. Mas no tenía trato con nadie. Aislada, voluntariamente,
en su cuarto, dejaba correr su vida en una sombría tristeza, llena de
rencor y guardando en su alma apasionada la memoria del muerto, cuya
sangre, en su traje de baile, que solía ponerse a solas, le pedía
venganza.

El indio se enteró de la historia de la joven, y vió que podría hacerla
servir admirablemente sus planes, sin que lo advirtiera, y empezó a
rondar en su cercanía para que le tomara apego.

Así estaban las cosas, cuando un día, Cullen en una visita a Montarón,
dejó escapar el nombre de la Casa de los Cuervos, en momentos en que se
acercaba el indio, que les servía el mate. Por el tono de la voz, por
la alarma que pareció causarles el que alguien hubiera oído aquello,
comprendió José Golondrina que doña Carmen de Borja le había engañado
cuando él fué a la Casa de los Cuervos en busca del capitán.

Y resolvió ir otra vez. Salió esa noche de la casa de Montarón, sin ser
visto, y fué a ver a Bayo, y le prometió de nuevo dar con el paradero
del perseguido caudillo, el único de los jefes de la revolución contra
el cual podía hacerse un proceso que cortara para siempre en él la
vocación revolucionaria.

Bayo, que vivía intranquilo, rodeado de enemigos, contra los cuales no
tenía pruebas, aceptó la propuesta del indio, y mandó con él aquellos
tres hombres que pasaron la noche en las cercanías del rancho de ñor
Basilio.

El sendero que seguían por entre el monte llegó pronto al bañado, que
se extendía a mitad del camino entre el rancho del ovejero y la Casa de
los Cuervos. Cuando llegaron allí, se lanzaron al galope, el alférez y
sus dos hombres adelante, el indio José detrás, mirando con ojo experto
los campos y las haciendas que hallaban al paso.

De pronto dió un grito. En el bañado, entre la caballada que pacía las
hierbas altas y frescas, nacidas en aquel suelo empapado, divisó el
caballo de Insúa, el mismo en que huyó la noche de la revolución, un
tostado magnífico, de largas clinas, descarnado y musculoso, que su
dueño al partir esa noche había dejado en la estancia a fin de tenerlo
cerca de la ciudad, para la próxima campaña.

Creyó que era eso señal evidente de que el capitán estaba allí, y como
los hombres que galopaban adelante no se hubieran dado cuenta de su
exclamación, no dijo nada, y llegaron así a la Casa de los Cuervos.

La irrupción de aquellos cuatro hombres armados en el patio de los
eucaliptus, provocó grande alarma. Ladraron violentamente los perros,
los sirvientes corrieron adentro, en busca del ama, que salió al rato,
cuando ya el alférez había echado pie a tierra ahuyentando los canes a
rebencazos, como dueño y señor de la morada.

El gesto severo de doña Carmen de Borja le impuso mayor respeto. Habló,
no obstante, con altanería:

--Veníamos en busca de Francisco Insúa.

--Aquí no está--respondió secamente la dama.

--El gobierno sabe que aquí se esconde.

--Se equivoca el gobierno.

--Tiene denuncias, señora.

--Lo han engañado.

Apareció Gabriela en ese momento, al lado de su madre, asustada ante
aquella violencia, por la suerte del hombre que amaba, y a quien podían
aún perseguir y alcanzar en el campo.

--¡Mama! que registren, que pierdan tiempo--dijo hablando al oído a
doña Carmen.

El alférez, al ver a Gabriela, había cambiado de actitud y se
aproximaba almibarado y lleno de disculpas:

--Quizás sea así, señora; pero esas denuncias lo obligan a proceder en
esta forma, y yo no podría evitarlo.

Había llegado hasta la galería, donde estaban ambas mujeres, de pie,
cuando José Golondrina, que estudiaba ávidamente la cara ansiosa de
Gabriela, se acercó bruscamente, y dijo con sonrisa maligna:

--Mi alférez, diga usted que hemos visto el caballo del capitán
comiendo en el bañado.

La joven juntó las manos llena de angustia, creyendo que Insúa se
hubiera detenido en el monte con algún propósito que no sospechaba, y
hubiera soltado su caballo.

Pero el indio explicó, mirándola siempre con una mirada que le entraba
en el alma como una hoja fría:

--El tostado malacara; lo acabo de ver yo, que lo conozco bien.

El indio vió animarse las facciones de Gabriela, y pensó que aquella
hermosa mujer habría sido una reina digna para su tribu, si algún día
se cumplía la palabra de la adivina.

--Mama, que registren--dijo Gabriela.

--Vos, José Golondrina--observó duramente doña Carmen--ya has venido a
mi casa en busca de lo mismo: ¿qué hallaste?

--Su merced disculpe--respondió el indio, bajando al suelo sus ojos
obscuros y maliciosos;--yo era mandado entonces y ahora. Me dicen que
busque y busco.

Echó pie a tierra, sonándole el sable y las espuelas de anchas rodajas
de plata. Un poncho de lana gruesa le cubría, arrastrando los flecos.

El alférez habría deseado quedar bien con aquella familia por merecer
de Gabriela una buena palabra que algún día le sirviera para tornar a
la casa. Pero aquel indio, mal dispuesto, podía perderle, y se resolvió
a ordenar el registro.

--Es un nuevo agravio que se me hace--protestó doña Carmen de Borja--y
yo me quejaré a mi primo el Gobernador.

--Él lo ha ordenado--observó el indio.

--¡Miserable!--contestóle ella en secreto, de modo que sólo él la
oyera--yo te salvé de la barra, y es la segunda vez que asaltan mi
casa, por denuncias tuyas.

El indio sonrió y pasó la puerta que le abrían para comenzar el
registro.

En el cuarto, frente al árbol de los cuervos donde hasta el día
antes estuviera Insúa, halló a Gabriela, que huía del alférez cuyas
insinuantes miradas le sublevaban.

--No lo hallarán--dijo la joven con ira--porque no está aquí.

José Golondrina que registraba los rincones, se volvió a ella, y le
dijo espiando su actitud:

--¡Mejor para él!

--¿Por qué? Yo no lo conozco, pero sé que sabría defenderse, porque es
un hombre valiente.

--Peor para él, entonces, porque tendríamos que matarle.

Gabriela se inmutó.

--Esa es la orden--dijo el indio observando aquella impresión.

--¡Oh!--exclamó la joven intensamente pálida:--¿Es posible que se den
esas órdenes?

José Golondrina sonrió y Gabriela comprendió, por la malevolencia de
su sonrisa, que había adivinado el secreto de su alma. Se quedaron
silenciosos un instante: ella sentía crecer la angustia de su corazón,
ante la mirada penetrante de aquel hombre, mas no se atrevía a
alejarse, por miedo de provocar su encono. Habría deseado, por el
contrario, hallar una palabra que aplacara su odio contra el hombre que
ella amaba.

--¿Por qué lo persiguen?--se animó a decir.

El indio no respondió, siguió sonriendo, con amarga ironía.

--¿Le ha hecho a usted algún mal?--insistió la joven.

Él contestó que no, moviendo la cabeza, y sonriendo siempre.

--Entonces, ¿por qué lo odia y quiere matarle?

El indio habló despacio, con indefinible tristeza en la voz:

--¿Por qué si no lo conoce lo defiende? ¿No comprende que los hombres
que la sigan y la vean como yo, van a odiarlo a él, sólo porque usted
parece enamorada?

Gabriela tembló. ¿Lo amaba tanto en verdad que ya hasta los ojos
extraños adivinaban su amor?

José Golondrina se acercó a ella:

--¿No ve, niña, que quien la vea la ha de querer y se ha de poner
celoso de que usted lo defienda?

Había desaparecido de sus torvas facciones el gesto que hacía
desconfiar de él, y sólo se notaba la emoción con que decía algo que
era como una confesión de amor.

Gabriela, que temía al indio, por Insúa más que por ella, aún
aterrorizada por aquella palabra, no quiso alejarse, y oyó al indio que
le dijo:

--Es la tercera ocasión que me llego a esta casa, y no es la primera
vez que la veo. ¿No sabe, niña, que un hombre puede llegar a querer con
sólo una vez que encuentre a una mujer?

--No hable así--respondióle Gabriela acercándose a la puerta;--le diré
al alférez que usted ha venido no a buscar a un revolucionario sino a
conquistar a una mujer.

José Golondrina volvió a sonreír.

--También él hubiera hecho lo mismo si la hubiera visto como yo
pidiendo perdón por un hombre que no es su marido...

--¡Yo no he pedido perdón!

--Ni su hermano...

--Yo no he pedido perdón para él que es valiente--protestó Gabriela,
temiendo que el indio aludiendo a su marido y a su hermano, quisiera
hacerle saber que conocía quién les había dado muerte. Se sintieron
pasos en la pieza vecina.

El indio se le acercó; ella fué a abrir la puerta; pero él con un gesto
la detuvo y le dijo:

--No tenga miedo de mí.

--No, no tengo,--respondió ella con orgullo--¡no tengo miedo de nadie!

--Ni por usted ni por él...

Oyó apenas la palabra, mas se inflamó la esperanza de que si ganaba el
corazón de aquel hombre, pudiera proteger mejor la vida de Insúa en
peligro.

--Ni por él--repitió el indio mirándola fijamente, como si con la
respuesta que ella iba a dar con su palabra o con sus acciones,
pendiera toda su suerte.

Y cuando ella, sin hablar, mostró en sus ojos cuánto le complacía
la seguridad que él le brindaba, y cuánto amaba al caudillo
revolucionario, el indio se echó a reír con amargura, como si al
adueñarse del secreto de ella, se esfumara su propia esperanza. Alargó
la mano obscura y nerviosa y la cogió con fuerza de un brazo.

Ella gritó. Él cerró con violencia la puerta que ella abriera, y le
dijo al oído, quemándola con su aliento:

--¡Está enamorada, enamorada de él! ¡Qué miseria! ¿No sabe que él...?

Llena de miedo y de horror Gabriela se echó atrás a tiempo que se abría
la puerta y entraba don Julián, el cura, como un ventarrón atraído por
el grito de ella.

Sonaron dos bofetadas.

--¡Miserable!--rugió el cura.

El indio, doblegado por aquel brazo hercúleo que se abatía sobre él,
soltó a Gabriela, y se incorporó, con el odio pintado en el rostro
cárdeno como un verdugón.

Le temblaron los labios, descoloridos: no pudo hablar, y sólo cuando
salió de la pieza, logró dominar su cólera salvaje, y dijo sordamente
volviéndose al cura, que atendía a Gabriela, desmayada en el suelo:

--¡Ah, la mala mujer! Yo seré la venganza de ellos, y ella será mi
esclava... Nadie le oyó; por toda la casa circulaban los soldados
registrando minuciosamente los últimos rincones para dar con el
caudillo.

En el patio, doña Carmen de Borja contestaba con dureza las preguntas
del alférez.

Un instante le azotó el alma el recuerdo de su hijo muerto por el
hombre sobre cuyos pasos podía ella poner a la justicia que lo
perseguía. Pero fué un aletazo negro, como el que en la noche
siniestra de la revolución, le anunció su desgracia.

Cuando los soldados partieron desengañados, después de registrar la
casa, la silueta severa de la dama quedó un rato en el mismo sitio,
mirándolos alejarse.

--¡Dios mío, qué horror!--exclamó entrándose.--¡Yo lo perdono y ella lo
ama!



TERCERA PARTE



I

En la casa de Bayo


Jarque se había llevado a la tumba el peligroso secreto de don Serafín
Aldabas, en cuya escuela se reunían, los conjurados, para la revolución
de Marzo. Y a esa discreción, impuesta por la muerte, debió sin duda el
maestro, el que no se suprimiera la modesta pensión del gobierno, que
le hacía vivir.

Pero los apuros del erario provincial agraváronse hacia mediados del
año 77, y de nuevo empezaron a acumularse los meses impagos, y a ver el
mísero don Serafín crecer su deuda en el boliche del catalán.

Menos mal que a la vuelta de la escuela, en el Café del Plata, frente
a la plaza 25 de Mayo, tenía dos alumnas, a quienes daba lecciones a
domicilio: y si bien sus ganancias no eran gran cosa, su situación de
maestro otorgábale crédito en el negocio, lo que le permitía sacar
al fiado algunos comestibles, en los momentos de apuro, cuando su
Rosarito le sonreía, advirtiéndole que estaban obligados a vivir de
"mazamorra" hasta que Dios quisiera.

Ocurría, sin embargo, un fenómeno, causa de hondas preocupaciones para
el inocente maestro de escuela.

El Café del Plata era el nidal de los opositores.

En el buen tiempo, su patio encuadrado por la galería de tejas,
sombreado por hermosos naranjos, que le daban más carácter nacional
que los malos cromos de la batalla de Caseros, con que su dueño había
adornado las paredes, congregaba a los enemigos del gobierno, que
buscaban en aquellas tertulias una ocasión de hablar mal contra los
hombres del Cabildo.

La oposición al gobierno de don Servando Bayo, detrás del cual se
notaba la mano de hierro, enguantada de seda, del doctor Iriondo,
había agrupado a las familias más distinguidas de Santa Fe, en torno
de don Patricio Cullen, y aunque en el grupo figuraran muchos hombres
de convicciones católicas, predominaba una tendencia contraria, que
justificaba el nombre de "liberales", adoptado por ellos, en la lucha
política.

El gobierno, por su parte, gozaba de grandes prestigios ante el pueblo,
donde se imponía la figura de Iriondo, seductora y enérgica.

Don Serafín había observado que cuando sus angustias crecían, porque no
le pagaban la pensión, aumentaba su crédito en el Café del Plata. Más,
parecíale haber observado, también, que se agravaron grandemente las
dificultades que experimentaba para cobrar del gobierno, con su entrada
a la casa, aunque era notorio que no iba como conspirador.

De donde para el maestro surgía un formidable problema: ¿aquéllos no me
pagan, porque éstos me ayudan, o me ayudan éstos porque aquéllos no me
pagan?

Cada tarde al entrar al café, por la sala de la calle que cruzaba
con paso blando y presuroso, como para que si había algún espía
comprendiera que él no era un conspirador, proponíase el mismo
problema, miraba el reloj, buscando la respuesta, y volvía a guardarlo,
resignado a su confusión.

Anclado así de proa y de popa, seguía viviendo mísera y apaciblemente,
sin otro horizonte que su escuela ni más ilusiones que sonreír a
Rosarito, cuyos ojos profundos y dulces jamás desmentían sus sonrisas.

¡Ah, su hija! cómo había sabido acolchar su miseria para hacérsela
amable. Por ella vivía y para ella quería vivir, sin saber bien qué
podía hacer él para hacerla feliz.

Un día estuvo a punto de penetrar el enigma de su alma inocente.

Fué cuando se recibió en la ciudad la noticia de la muerte de Insúa.
¡Cómo lloró su niña! Al alba del día siguiente, la vió salir enlutada,
en dirección a la iglesia de los jesuítas, donde, según le contaron,
pasó una hora rezando ante el altar de la Virgen de los Milagros.

Cuando volvió, ella le dijo:

--Tata, no ha muerto; no es verdad que haya muerto.

--¿Quién te lo ha dicho?

--Nadie; lo sé yo, que no creeré en su muerte mientras no vea su cuerpo.

Su padre movió la cabeza.

--Todos lo dicen, sin embargo,--murmuró tristemente, deseoso de no
desengañarla ni de halagar su ilusión.

Por escasa experiencia que tuviera del mundo, sospechó que su hija
estaba enamorada, y se llenó de pena, porque era justamente ese amor el
ideal que venía cultivando en el secreto de su corazón, como el único
medio de asegurar el porvenir de su hija.

Y ahora lo veía hundirse, sin que él hubiera tenido tiempo ni
resolución de confiarlo a nadie.

Diez días pasaron así, bajo la angustiosa incertidumbre. La convicción
de su hija le llegó a contagiar, y también él dudó de la muerte de su
sobrino, hasta que un día, un mensaje de él, con todo misterio, les
mostró que, en verdad, el corazón de Rosarito no había mentido.

Más tarde se divulgó en la ciudad, por otros conductos, lo que ellos
sabían, que Insúa no había muerto.

Hacia fines de Junio, salía una vez del Café del Plata, después de su
lección, cuando en la calle, de noche ya, por la brevedad de los días
de invierno, al arrebozarse en la capa, a fin de librarse del áspero
viento del Sur, alguien le tomó del brazo y le arrastró en dirección
opuesta a la de su casa.

Lleno de sorpresa, no distinguió en un principio más que una alta
figura negra, pero conoció quién era en cuanto le habló, después de
alejarse un trecho del cuadro de luz que pintaba en la vereda el
mezquino farol del café.

--¡Ilustrísimo doctor Zavalla!

--No me ponga motes, don Serafín, no soy obispo.

--¡Señor Canónigo!

--¡No soy canónigo!

--¡Señor...!

Alto, gallardo, envuelto en un manteo con forro de seda, caminaba
a prisa, llevando del brazo al endeble maestro que se deshacía en
cortesías ante la inesperada muestra de afecto de uno de los hombres
más poderosos de la situación.

Habían recrudecido extraordinariamente las alarmas revolucionarias, y
los hombres del gobierno comprendían que vivían sobre un volcán.

Casi a diario llegaban al Cabildo denuncias de que se preparaba un
vasto complot. Don Patricio Cullen había abandonado repentinamente la
ciudad, dábasele como residente en su estancia "Los Algarrobos", donde
en medio de las colonias extranjeras, de reciente fundación, estaba el
foco de las fuerzas con que podía contar para todo movimiento.

El gobierno sabía esto; mas lo desazonaba el absoluto misterio que
rodeaba el paradero de Insúa, el más bravo y audaz de los jefes
revolucionarios.

Señalábase su presencia en su estancia del Norte, y cuando el gobierno
que lo perseguía para enjuiciarlo por la revolución de Marzo, destacaba
una partida en su busca, sabíase que había pasado como una exhalación a
Entre Ríos o rondaba cerca de Santa Fe, al habla con los opositores.

Hacía un mes, sin embargo, que se le había perdido la pista. No se
tenía el más leve indicio de su paso. Ignorábase si estaba cerca o
lejos, lo cual preocupaba extraordinariamente a los gubernistas. Podía,
y eran sospechas vehementes de la policía, estar oculto en la misma
ciudad, en cuyo caso debía vivir con el arma al brazo, considerando
inminente la revolución.

Todas las noches los consejeros del gobierno celebraban su reunión; en
la casa de Iriondo frente a la plaza, algunas veces, o en la casa del
gobernador Bayo, a la vuelta del Cabildo, y allí, con todo misterio,
se discutían y se pesaban las informaciones que llevaba el jefe de
policía, don Manuel Echagüe.

Hacia la casa de Bayo, donde era la tertulia de esa noche, marchaba
presuroso don Manuel María Zavalla, embozado en su lujoso manteo,
debajo de cuyos pliegues elegantes no habría nadie extrañado que
apareciera la contera de una espada.

Al cruzar la plaza, obscura y temerosa, mas no para un hombre de sus
arrestos, tuvo la inspiración de torcer su camino a fin de pasar por la
vereda misma del Café del Plata, llevado por la curiosidad de atisbar
algo y aun atraído por el peligro de algún incidente con cualquiera de
sus adversarios.

Estaban la plaza y la calle solitarias, alumbradas por los cuatro
faroles de las esquinas, que parecían más bien espesar la obscuridad de
una noche sin estrellas.

Al enfrentar al café, en cuyo interior sentíase el pacífico
chasquido de las bolas de billar, vió salir a don Serafín Aldabas,
cuyo parentesco y amistad con Insúa recordó al momento, haciéndole
interesante el inofensivo personaje.

Lo tomó del brazo y le habló como si de tiempo atrás hubiera estado
buscando la ocasión de encontrarle.

--Dicen las malas lenguas que es usted opositor, don Serafín.

El maestro alzó los brazos, clamando al cielo.

Su capa batida por el viento se arrancó de sus hombros y cayó hacia
abajo. Zavalla se echó a reír, porque le vino a la mente el recuerdo
de Friné, convenciendo a sus jueces de que era una calumnia la
acusación que le enrostraban.

Ayudóle a arrebozarse de nuevo y siguió caminando a prisa, agarrado a
su brazo.

--Si es mentira eso, como lo he creído siempre, y si no tiene apuro,
véngase conmigo por un minuto hasta lo del gobernador. Yo tengo que
hablarle del subsidio de su escuela...

--¡Oh, señor don Manuel María!

--Y de su hija Rosarito... ¿no es mi ahijada?

--En efecto, señor don Manuel...

Llegaban al ancho portal de la casa de Bayo. Subieron los tres
escalones de piedra, y Zavalla, guiando al maestro, entró sin llamar a
una de las piezas laterales del ancho zaguán, iluminado apenas por un
gran farol de hierro, pendiente del techo.

La pieza estaba desierta. Zavalla se sentó en el sofá, arreglándose
los pliegues de su traje talar, y atrajo al maestro, cuidadosamente
arrebujado.

Sobre una mesa redonda de mármol, con rojo pie de caoba, que estaba en
el centro, ardían cuatro velas de esperma en un candelabro de plata.

En la pieza contigua sentíanse voces de hombre. Alguien que hablaba
acaloradamente con voz timbrada y varonil que parecía que pudiera oírse
desde la calle a través de las gruesas maderas de las puertas, al
notar la presencia del recién llegado se calló y se asomó hasta donde
acababan de buscar asiento Zavalla y don Serafín.

Era el doctor Pizarro, el ministro de Bayo.

Saludó muy sorprendido al nuevo visitante, y como Zavalla le hiciese
una seña para que los dejara solos, se volvió, mientras don Serafín de
pie formulaba sus salutaciones y sus excusas. Sintióse de nuevo su voz,
más discreta. Escuchábasele con profunda atención, pues siendo varios
los que allí estaban, sólo hablaba él, mas sus palabras no se percibían
desde el rincón donde el maestro dedicaba toda su atención a lo que le
iba diciendo Zavalla.

--¿Andan bien sus negocios, don Serafín? Con seguridad que el gobierno
le adeuda algunos meses...

--¡Doce!...--suspiró el pedagogo.

Zavalla hizo un gesto de desaprobación.

--No está bien eso; pero ya me lo explico: se dicen tan graves cosas de
usted...

Hizo una pausa llena de intención, mirando en las pupilas a su
interlocutor, que maquinalmente sacó su reloj y se puso a darle cuerda.

--¡Son calumnias, señor don Manuel!--exclamó con un hilo de voz.--Si no
fueran esas lecciones que doy en el Café del Plata, me habría muerto de
hambre ya.

--Bueno, lo creo. Lo esencial es que esté vivo hasta ahora. Yo mismo
hablaré hoy con el gobernador, para que le paguen el atraso, y le
aumenten la subvención.

Don Serafín se acordó de Jarque, y sonrió con amargura. Con que se la
pagaran sería bastante...

--¿Me espera un minuto?--díjole de pronto Zavalla, como si acabara de
tener una inspiración.

Se levantó, dejando sentado al maestro, y fué hacia la pieza vecina,
cuya puerta habían cerrado.

Don Serafín miró su magnífico reloj.

--¡Las siete! ¿qué dirá Rosarito de mi tardanza?

Era tan medida la existencia de Don Serafín, que cinco minutos de
retraso en volver a su casa, alarmaban a la niña, la que sospechaba
toda clase de peligros pendientes sobre aquel hombre bueno y tímido
como un niño.

Pasado un rato, Zavalla volvió agitando un papel, cuya escritura fresca
temía borronear.

--Con esto, mañana, podrá cobrar sus doce meses atrasados.

Don Serafín dió un salto.

--¡Los doce meses!--exclamó, calculando que al día siguiente sería
poderoso, con aquellos atrasos cobrados de un golpe.

--Sí, los doce... ¿Me he engañado? era difícil, porque el erario anda
flojo, pero hice valer un supremo argumento.

El maestro enarcó las cejas, poniéndose de pie al lado de su
interlocutor que se agachó, murmurándole al oído:

--Le dije que necesitaba plata para el casamiento.

--¿El casamiento? ¿Qué casamiento?

Zavalla lo miró con una benévola sonrisa.

--¿A mí, que soy su padrino, me lo oculta?

--¡No comprendo!--balbuceó don Serafín, echando mano al reloj, como en
todas sus sorpresas.

--Pero, don Serafín, si ya hay muchos que lo saben, que Rosarito se
casa..

--¿Que Rosarito se casa?--interrogó en el colmo de la estupefacción el
maestro.--¿Con quién dicen que se casa?

--Con Insúa, con Francisco Insúa, que ha venido a eso, a casarse...

El maestro sonrió con tristeza, deshecha su ilusión.

--No es verdad--dijo sacudiendo la cabeza.--Francisco no ha venido.

Y entonces Zavalla, simulando una gran sorpresa, exclamó:

--¿Que no ha venido Francisco? ¿Y entonces dónde está?

Don Serafín recapacitó un segundo, bajo la mirada inquisidora de
Zavalla.

--En lo de doña Carmen de Borja, respondió.

--¿En la Casa de los Cuervos? Allí estuvo, pero ahora...

--Ahora, ahora está allí.

Cuando don Serafín, exultante de alegría, llegó un rato después a su
casa, donde Rosarito le aguardaba con angustia, y le contó la escena,
y le enseñó el papel que al día siguiente se trocaría en dinero y
le refirió lo del comentado noviazgo, ella que lo escuchaba pálida,
sospechando alguna intriga, juntó las manos:

--¡Oh, tata! ¿por qué le dijo dónde estaba Francisco?

Y sólo entonces comprendió el mísero don Serafín que había caído en una
hábil celada, revelando el secreto de que en ese momento dependía la
suerte de la revolución.

Insúa, en verdad, había vuelto y hacía un mes que se mantenía oculto
en la Casa de los Cuervos. Eran contados y fieles los que sabían su
paradero, y como aquel sitio fuera registrado vanamente dos veces, el
gobernador, atendiendo a la protesta de su prima doña Carmen de Borja,
había resuelto que no se la molestase más, ya que era inútil.

El caudillo, desde allí, al habla con los dos o tres que tenían los
hilos del complot, en Santa Fe, preparaba el estallido, que debía
producirse no bien don Patricio Cullen bajara del Norte, con sus
montoneros.

Rosarito comprendió todo el alcance de la indiscreción de su padre.
Ella conocía la Casa de los Cuervos, pues el año antes, en las
vacaciones, Jarque los había llevado a los dos, por una breve
temporada.

Sentóse junto a la mesa, sobre la cual ardía un humoso velón, cuya
vacilante luz dejaba en densa tiniebla los extremos de aquella pieza,
que aparecía más grande con la pobreza de sus muebles, y daba de lleno
sobre su rostro inteligente.

Su padre la miraba arrepentido y ansioso, esperando la solución que
ella le sugiriera.

--Tata--le dijo--si no se le avisa antes de mañana, lo habrán puesto
preso. Lo buscan para enjuiciarlo; además quieren tenerlo en seguro
para impedir la revolución.

Don Serafín asintió con la cabeza y continuó callado.

--Esta noche mismo yo me iré a la Casa de los Cuervos, y le avisaré
para que huya.

Se paró, y su rostro quedó en la sombra, donde lucían sus ojos, como si
estuvieran iluminados por la sola luz de su alma.

--¿Vas a ir?--gimió el maestro, que jamás se había separado de su hija.

--Sí, tata. Tenemos que salvarlo, y sólo yo puedo ir hoy mismo. Algún
canoero me llevará. Antes del alba; saliendo ahora habré pasado la
laguna, y en dos o tres horas más estaremos en la Casa de los Cuervos.
Ningún piquete que no salga enseguida, podría adelantárseme. Si Dios
me ayuda así lo salvaremos.

Don Serafín agachó la cabeza resignado. La niña se envolvió en su
manto y se fué a la barraca de Fosco donde podrían informarle sobre un
canoero de confianza.

Al pasar frente a Santo Domingo, sonaba el toque de ánimas, y
aquellas campanadas lúgubres vibraron como si tocaran en su corazón,
anunciándole próximas desgracias.

Se estremeció de terror, y para vencer su miedo, se santiguó y echó a
correr.



II

El aviso


La tarde cayó como un velo ceniciento sobre el campo, cubierto de pajas
sobre el río dormido, sin una arruga entre las inmóviles carrizas,
sobre el alma de la niña, que se llenó de tristeza, viendo morir el
último día en que aún pudo guardar su ilusión.

Esa mañana, al rayar el alba, había llegado, en efecto, a la Casa de
los Cuervos, rendida, porque para abreviar la jornada y llegar antes
que nadie, tuvo que ayudar al canoero.

La travesía de la laguna habíanla hecho, siguiendo la costa, con un
buen viento que hinchaba alegremente la vela.

De cuando en cuando el canoero, sentado en el taco de popa, daba un
golpe de pala para rectificar el rumbo de la embarcación. Ésta a veces
tocaba el fondo gredoso, porque no siempre el agua era profunda; a
veces la pala se hundía toda entera, y el canoero se quedaba tranquilo
por un rato.

Rosarito al pie del mástil, arrebozada en un manto obscuro, temblando
de frío y de ansiedad, miraba la costa, como una faja negra, y la vasta
napa de agua agitada por el viento de la noche, que arrojaba sus olas
negras contra las bordas de la canoa.

Cuando entraron en el arroyo de Leyes, la vela se desinfló. El viento
calmaba, y allí apenas se sentía, resguardado el lugar por los tupidos
sauzales de las orillas.

El canoero dejó la pala y tomó el botador.

--Usté, niña, si puede, ayúdeme con la pala, de proa.

Fueron las primeras palabras que pronunció. Parecía haber hecho dormido
el viaje hasta entonces. Rosarito obedeció, sin darse cuenta de cuál
podía ser el servicio que prestaran sus fuerzas. Pero remó con brío,
desentumeciéndose con el ejercicio, sintiéndose luego jadeante, pero
decidida a remar hasta que hubiera llegado, para que aquel hombre no se
descorazonara en la extraña aventura.

No le había preguntado por qué viajaba de noche y sola. En aquellos
tiempos de revoluciones, los hombres discretos no pretendían informarse
de las cosas que no les atañían, por raras que le pareciesen.

Le pagaban bien y aunque era ruda la jornada, no tenía derecho de
quejarse, cuando aquella niña se mostraba infatigable y valiente.

Bogaban cerca de la margen. Las altas hierbas acuáticas rozaban la
borda, con un ruido de papeles ajados, y llegaban a poner su caricia
húmeda y fría, por el rocío, en la mano de Rosarito, que se estremecía
a su contacto.

La barca deslizábase dejando una estela en que se quebraba la luz
de las estrellas, que empezaban a dormirse en el cielo, ante la
cercanía del alba. El agua chapoteaba contra la costa gredosa, y aquel
ruido monótono, mezclado al concierto nocturno de los grillos y de
los camalotes podridos en el barro, iba anegando en somnolencia el
pensamiento de la niña.

Dejó la pala y se sentó sobre el taco de proa. El manto que le cubría
la espalda, caía fuera de la borda, mojándose una punta.

--Estoy cansada--dijo, como una disculpa.

--Ya me parecía que así había de ser--contestó el canoero dando un
empellón más fuerte, como para mostrar que la canoa marchaba por él y
no por ella.

Rosarito se adormeció temblando de frío, al dejar el violento ejercicio.

Ya no tenía miedo, ni del hombre que le acompañaba, ni de la noche que
le envolvía, ni de las hierbas húmedas que le besaban la mano al pasar,
con el contacto viscoso de una víbora o de un sapo. Una gran ilusión
se levantaba en su corazón, como el lucero que en ese momento anunciaba
el alba...

Cuando ella fuera hasta "él" y le dijera que había hecho aquel viaje
descabellado, sin pensar en peligro ninguno, por anunciarle que debía
huir, él, sin que ella hablara más, comprendería su amor y adivinaría
el temple de su carácter, que la hacía digna de ser la mujer de un
caudillo.

¿Pero en verdad, comprendería él que ella lo amaba, que lo había amado
siempre?

Sintió en los labios el beso de aquella noche triste, en que oyendo las
descargas de los soldados que se batían en la plaza, ella creyó morir.
¿Por qué la había besado antes de ir al combate si no era para decirle
que también él la amaba?

Su ensueño duró hasta que llegaron a la Casa de los Cuervos, cuando la
ceniza de la escarcha brillaba sobre los campos a la luz de la aurora.

El canoero, que conocía el lugar, dijo:

--Aquí es.

Y Rosarito se levantó de golpe, pensando que podía hallar a Insúa al
saltar a tierra.

Todo el campo aparecía como sembrado de sal, y más que en el frío,
mostrábase el invierno en la ausencia de los pájaros, y en el gran
silencio que reinaba sobre la tierra despierta ya.

Sólo en las casas sentíase el ruido que hacía un peón, martillando un
freno, que se había doblado; y en la isla de enfrente la algarabía
áspera de las gallinetas y de los chajás, que saludaban al nuevo sol
que empezaba a salir.

Llegó el capataz, al oír ladrar los perros, y Rosarito preguntó por
Insúa, y tuvo que explicarle de qué se trataba, para que el desconfiado
campesino los hiciera pasar hasta el patio de los naranjos, donde ella
vió los cuervos, que daban nombre a la estancia. Los dos pajarracos,
posados en el suelo, devoraban su ración de la mañana, antes de salir
al campo de las ovejas. Al pasar Rosarito se levantaron, y ella sintió
el viento y el tufo que arrojaban sus alas.

No pensó en nada triste, porque allí estaba Insúa, que la habló,
inmensamente sorprendido de verla.

--¿Qué hay?

Y ella le contó. Y él quiso ver entonces la canoa en que había venido,
y fueron los dos hasta la orilla del río, y bajaron la barranca. Ya no
estaba el canoero, que había ido hasta las casas con el capataz, pero
la pequeña embarcación, con la proa en tierra, parecía reposar de su
larga jornada, junto al bote de Gabriela que se balanceaba en el agua.

Insúa comprendió la suma de valor y de destreza que había gastado
la niña en su aventura. Se volvió a ella, que estaba a su lado,
estremecida, esperando aquella palabra con que había venido soñando.

Mas no la dijo. Le apretó la mano.

--Gracias, Rosarito. Voy a salir enseguida, porque ellos no tardarán.

Subieron hasta las casas, juntos los dos. Rosarito silenciosa y
desencantada; él contándole a grandes rasgos lo que podía decirse de
la revolución que preparaban, y que estaba fijada para algunos días
después.

Recibida con afecto en la Casa de los Cuervos, la hija del maestro
empezó a comprender qué sortilegio había apresado aquella alma errante,
que ella perseguía con amor hacía tantos años.

En pocos minutos se hicieron los preparativos de la fuga. Alarcón
ensilló los caballos y cuando todo estaba listo, Rosarito vió a Insúa
apartarse con Gabriela, siguiendo la calle de los eucaliptus, sombría
a pesar de los rayos oblicuos del sol que se filtraba por entre sus
troncos; y sus ojos se abrieron a la triste verdad.

No pudo esconder sus lágrimas, cuando los vió venir. Pensó que él la
habría besado, como en aquella noche inolvidable en que él le robó un
beso para que le sirviera de talismán en la batalla.

--¿Por qué lloras, Rosarito?--le preguntó él, subiendo a caballo.--No
hay peligro para mí; no se ha fundido la bala que ha de matarme...

--¡Que Dios te bendiga!--le dijo, como una madre o como una hermana.

Él partió al galope seguido de Alarcón. Gabriela se había entrado. La
silueta severa de doña Carmen de Borja, que un momento se pintara en
la galería, bañada de sol, desapareció como una sombra.

Cumplida su misión Rosarito pensó volverse, mas no la dejaron,
haciéndola ver que si la gente del gobierno, que sin duda vigilaba
el río, la veía pasar en canoa, adivinaría que ella había sido la
mensajera, y expondría a su padre a persecuciones o venganzas.

Haría mejor en aguardar dos o tres días antes de partir, y entonces se
iría en volanta, lo cual se prestaría a menos sospechas.

Accedió, y esa tarde fué sola hasta la barranca, a despedir el canoero
que se volvía, y cuando él partió, ella se quedó mirando cómo se
entraba aquel sol que esa mañana vió salir, con una extrema ilusión.

A lo lejos el monte quieto, iba espesando su faja sombría. El grito de
una lechuza, a la puerta de su cueva, rompía el gran silencio, apenas
turbado por el melancólico rumor del río.

Sobre las nubes cobrizas de Occidente, el sol parecía un enorme sello
de lacre, que teñía el cielo con un reflejo cárdeno.

Callaba el viento, que durante todo el día había silbado en los duros
espartillos del campo, pero a ratos la brisa del río, con un frío
aletazo, hacía temblar a la niña, que miraba las cosas, poniendo en
cada una un poco de su tristeza.

Se echó a llorar, sentada en el bote de Gabriela, que parecía una
gaviota dormida.

No sintió correr el tiempo. Cuando la fueron a llamar era de noche, y
en el árbol seco dormían ya los cuervos.



III

El incendio del garzal


Aquella zona de la costa, que el río inunda cuando crece o que
las lluvias anegan, transformándola en un lago inmenso, de escasa
profundidad, debía ser el pasaje de las montoneras revolucionarias, y
el gobierno continuamente destacaba piquetes que la vigilaran.

La tarea no era fácil. Saliéndose del camino de Helvecia, que cruzaba
por allí, el terreno era liso como un plato, sin monte, sino a lo
lejos, pero cubierto de pajales, tupidos y altos, donde se guarecía la
hacienda matrera, y donde podía esconderse perfectamente un hombre a
caballo.

Acercarse a aquellas isletas sospechosas, con aire de ir a explorarlas,
era exponerse a recibir una bala de un enemigo invisible.

A fines de Junio del año 77, los lugares que se inundaron por las
lluvias estaban secos, pues hacía tres meses que no llovía y se habían
transformado en un escondrijo admirable para el gauchaje alzado, que
merodeaba por aquellos lugares viviendo de rapiñas y pernoctando en los
pajales misteriosos, llenos de extraños rumores en los días de viento.

Los mismos soldados del gobierno, en ciertas ocasiones aprovechaban el
fácil escondrijo, ya para hacer noche, ya para observar sin ser vistos,
a los viajeros que podían pasar por el camino.

Y así fué como Insúa y Alarcón, que vadearon el río buscando el mejor
camino para la estancia de "Los Algarrobos", donde esperaban reunirse
con Cullen, estuvieron a punto de caer en poder de uno de los piquetes
que vigilaban las costas.

Cuando la partida gubernista los vió pasar por el camino limpio, de
lejos reconoció al caudillo revolucionario, cuyo poncho blanco de
vicuña flotaba a sus espaldas como un albornoz.

--¡Son ellos!--dijo el jefe.--¡Vamos, muchachos!

Crujieron las pajas, tronchadas por los cascos de las cabalgaduras
y surgió sobre el camino la figura salvaje de los seis hombres que
componían la partida, vestidos a medias de militares y a medias de
gauchos.

Insúa y su compañero, que se alejaban al trote, resguardados por un
pequeño monte de chañares, que en aquel sitio obligaba al camino a
hacer un recodo, sintieron el ruido a sus espaldas, y a través de los
árboles vieron la avalancha de hombres que se lanzaba sobre ellos.

El pensamiento de echar pie a tierra y contener a balazos a los seis
policianos, fué el primer recurso que se le ofreció al revolucionario.
Pero sólo Alarcón tenía su carabina. Él llevaba su revólver, ineficaz
a esa distancia para un blanco tan movible como el que presentaban sus
adversarios, lanzados al galope.

Además, todos ellos, armados de carabinas, habrían podido con más éxito
contestar su agresión.

--¿Es bueno tu caballo?--preguntó a su compañero que montaba un zaino
obscuro.

--Es de "Los Algarrobos"--contestó simplemente Alarcón, haciendo el
elogio, porque don Patricio Cullen tenía en su estancia una cría de
caballos muy acreditada.

--Castigá entonces--díjole Insúa que montaba su famoso tostado.

Y los dos, agachados sobre el cuello de sus cabalgaduras, empezaron una
carrera frenética que había de durar mientras los otros no cejaran en
su persecución.

El montecito de chañares les salvó del tiroteo que los perseguidores
pudieron dirigirles al sorprenderlos a menos de medio tiro de
rémington; y cuando, más allá, el obstáculo desapareció, la distancia
había aumentado sensiblemente, dificultando la puntería.

Pronto sintieron el silbido de las balas.

Insúa se echó a reír, espoleando su caballo.

--No está fundida la que me ha de matar--dijo repitiendo las palabras
que había dicho a Rosarito.

Tenía fe en su estrella. Alarcón, sin embargo, serio y triste, le
respondió:

--Toda la noche he sentido graznar a los cuervos. Dicen que eso anuncia
desgracia.

Pronto dos de los perseguidores, mal montados, fueron quedándose
atrás. Se detuvieron, abandonando la partida, echaron pie a tierra y
hubieran comenzado el fuego en condiciones mejores, si sus propios
compañeros que corrían sobre la misma línea del camino, detrás de los
dos revolucionarios que huían a quinientos metros de distancia, no los
hubieran defendido cubriéndolos con sus cuerpos.

--¡Que Dios los ayude!--dijo uno, dejando el fusil y poniéndose a
arreglar el apero de su caballo, que humeaba sudoroso.--Van bien
montados y no los alcanzaremos.

La persecución duró algunos minutos más. Sobre el camino blanco
brillaba al sol una prolongada nube de polvo, que señalaba el paso de
los hombres. No había viento y quedaba flotando extenso rato a lo largo
de los pajales verdes.

El jefe de la partida, sintiendo que su mismo caballo empezaba a
aflojar, y viendo cada vez más distantes a los dos fugitivos, soltó una
maldición y se detuvo.

--¡Alto!--dijo--¡a esos no los alcanzan ni las balas! Llevan caballos
de la marca de Cullen.

--O de la de Insúa--respondió uno de los soldados--el tostado del
capitán es de su estancia del norte. Yo lo conozco; tiene fama de ser
el mejor parejero de estos pagos...

Durante algunos minutos, parados en el camino, siguieron con la vista
el pequeño grupo de los revolucionarios, que se iba achicando, hasta
que desapareció entre el polvo del camino y los pajales.

--Los cuervos han mentido--dijo Insúa a Alarcón, conteniendo su
caballo, al notar que sus perseguidores habían renunciado a alcanzarlos.

--Falta mucho para que se entre el sol--observó Alarcón.--Además, lo
que no sucede hoy, sucede mañana.

--¿Estás con miedo?

--No, mi capitán.

--No hablés entonces de cosas tristes.

Siguieron al tranco, refrenando sus corceles enardecidos por aquella
media hora de fuga frenética.

Insúa pensaba que la partida que lo había sorprendido no debía ser la
única apostada en el camino de "Los Algarrobos", y que siguiéndolo
corrían el riesgo de tropezar con alguna otra de la cual no pudieran
evadirse con tanta fortuna.

Los caballos hacia el mediodía necesitaban descansar.

Estaban a la altura de Mocoretá, lugar aislado, entre el Saladillo
y los bañados de la costa del río San Javier. Llegándose hasta allí
podrían tomar un camino menos peligroso, a través del Campo del Medio,
tierra de amigos, que confinaba con la colonia Helvecia, donde Insúa
contaba con el mejor núcleo de gente para la revolución, los colonos
suizos, tiradores eximios, comprometidos a levantarse y a seguir a
Insúa, cuando don Patricio Cullen les diera la señal que aguardaban
hacía tiempo.

Insúa y su compañero seguían a lo largo del Saladillo tortuoso,
cuya margen escarpada en aquella altura, estaba poblada de bosques
enmarañados, de algarrobos y ñandubays. Galopaban buscando "los
limpios", y en el profundo silencio que bajo la comba de los árboles
reinaba como un tácito gesto del invierno, no se oía, aparte de las
sordas pisadas de los caballos, más que el crujido de alguna rama
demasiado seca, desgajándose sobre la tierra cubierta de musgo.

De pronto gritó una lechuza, y Alarcón, que sabía interpretar los mil
indicios del monte, se detuvo y dijo en voz baja:

--Debe de haber algún rancho por aquí.

Insúa asintió y comenzaron a marchar al tranco, prestando oído a cuanto
rumor sospechoso llegaba hasta ellos.

La lechuza gritó de nuevo, y Alarcón echó pie a tierra, se acostó y
miró en la dirección de su grito por debajo de los árboles.

--Hay un rancho--dijo--como a dos cuadras de aquí.

Volvió a montar. El rancho quedaba entre ellos y el río. Si habían de
cruzar éste para llegar a Mocoretá, les era menester seguir la costa,
buscando un vado.

Aquella habitación humana, que no conocían, se les hizo sospechosa.

--Debe de ser de no ha mucho--murmuró Alarcón.

Caminaron un trecho callados, y luego oyeron ladrar a los perros que
los habían sentido.

--Pasemos de largo y al galope--dijo Insúa.

Castigaron los caballos y cruzaron a cierta distancia del rancho, que
daba sobre la barranca, a breve trecho del río. En un corralito de
ramas vieron algunos caballos, pero ni una sola persona se asomó a la
puerta, por más que los perros les ladraron hasta que se perdieron de
nuevo entre el monte.

--Es raro--pensaba Insúa--allí había alguien. ¿Por qué no ha salido?

Un momento tuvo intención de volverse, sospechando que el rancho
pudiera servir de refugio a algún espía del gobierno, puesto allí en el
vado, por donde pasaban los que iban a Helvecia, a través del Campo del
Medio.

Desechó tal idea, que le habría demorado, y se acercó a la costa,
buscando un paso, que les permitiera cruzar el cauce del riacho, sin
desensillar y montados.

No fué difícil hallarlo. Vieron huellas de hacienda que había pasado,
y enderezaron por allí. Los caballos olían el agua resoplando; la
corriente era fuerte, pero escasa la profundidad, y así, minutos
después galopaban sobre la otra margen, tierras bajas, anegadas por el
río y por las lluvias y cubiertas de tacuruces, pequeños montículos de
tierra en que anidaban las hormigas, por temor al agua, y de ásperos
espartillos, en que el viento se arrastraba gimiendo.

No había arboleda. La pradera desnuda, color de pizarra, se dilataba
hacia el Este en una vasta zona, en que la vista no hallaba lindes.
Hacia el Norte se divisaba una faja obscura y lejana; eran los montes
de Mocoretá, algarrobos enormes, con uno que otro fresco ñandubay,
abierto como un paraguas sobre un tronco recto y de ruda corteza.

Faltaba mucho aún para que se entrara el sol, cuando llegaron a las
primeras filas de árboles. De allí el Campo del Medio no distaba más
de cuatro leguas, y habrían podido alcanzarlo antes de la noche. Pero
los caballos estaban cansados por el largo galope y convenía hacerlos
reposar algunas horas, a fin de tenerlos bien y llegar en la madrugada,
disponiendo de todo un día para hablar a la gente de esos contornos.

Insúa conocía a un cuidador de haciendas, que tenía un "puesto" por
aquellos lugares de Mocoretá, y se dirigieron a su rancho.

Ellos mismos, en ayunas aún, sentían ansia de tomar algunos mates, lo
que les sería suficiente, si no había otra cosa, pues en más de una
ocasión habían soportado largas abstinencias, sin otro alimento que
los cimarrones que les brindaban en las miserables chozas de aquellos
campos semidesiertos donde hallaban amigos o conocidos.

Sobre lo más alto de la suave lomada, en que crecía el monte frondoso y
virgen, en un trozo de campo, limpiado con el hacha, estaba el "puesto"
del paisano cuidador de las haciendas de Mocoretá.

Vivía con su corta familia, dos o tres personas, más aisladas del mundo
que él mismo, porque siquiera él, en los días de fiesta solía llegarse
a caballo hasta la colonia, donde había carreras o jugadas de taba.

Un grimillón de perros, que le ayudaban a rejuntar las vacas, cuando
paraba rodeo, salieron al encuentro de los dos viajeros, y a sus
ladridos apareció el paisano en el patio de tierra dura, y luego su
mujer en el umbral de la puerta, con un chicuelo en brazos.

La luna saldría tarde esa noche, e Insúa pasó las horas tomando mates
amargos que le cebaba Alarcón, esperando su salida, para marchar de
nuevo, mientras los caballos pastaban atados a un largo lazo, el
pasto fino, aún verde, que los árboles frondosos habían librado de las
heladas.

El puestero tenía carne abundante de un novillo sacrificado días antes,
y así pudieron "churrasquear" al amor del fuego, encendido en mitad de
aquel rancho de paja.

La noche llegó pronto, profunda, sin estrellas y ventosa, del lado del
Sur. Hacía frío, y se estaba bien en el interior de la choza, alumbrada
por un pábilo que ardía en un plato lleno de pellas de sebo. Mas cuando
contaban con un rato aún de reposo, sintieron ladrar los perros, señal
de que alguien llegaba, y poco después el rumor de algunos jinetes que
invadieron al galope el pequeño patio frente a la puerta cerrada.

Oyóse ruido de armas.

Insúa y Alarcón se miraron. El caudillo revolucionario vió que su
compañero, rápido y silencioso calzaba la puerta por dentro con un
mortero de algarrobo, y con el filoso facón, que le servía para cortar
la carne, se ponía a abrir un boquete cortando la paja atada en
"quinchos" con guascas, que formaban la pared del rancho, en el lado
opuesto a la entrada.

El puestero contestaba en tanto a los que de afuera le hablaban.

--¡Abra, amigo!

--¿Quiénes son?

--Hombres de bien; abra y no tema.

Sentíase rumor de sables que se golpeaban.

--Me ha pillado dormido--decía el paisano entretanto, comprendiendo que
un minuto que lograra detenerlos en la parte de afuera, sería bastante
para que sus dos huéspedes se escaparan.

Después ya sabría él cómo arreglarse con los soldados.

La mujer temblorosa permanecía en un rincón. Insúa ayudaba a Alarcón
que cortaba sin ruido los quinchos de paja.

De afuera sacudieron la puerta, y se oyó una voz, más baja y melosa,
que decía:

--Abra no más y no salga que hace frío.

--José Golondrina--murmuró Alarcón al oído de su jefe.

Y era él en efecto. Dos días antes había salido de Santa Fe con una
partida a la que servía de baqueano para batir las rutas y llevar
noticias de lo que pudieran observar. Habían pernoctado en el rancho,
construido expresamente sobre el vado, donde vivía un isleño que era
un espía, y se disponían a seguir por la margen del Saladillo hacia el
norte, cuando esa tarde vieron pasar a Insúa y a su ayudante.

José Golondrina dijo al jefe de la partida:

--Yo conozco estos pagos. Hay un "puesto" en Mocoretá, y allí han de
parar hasta que descansen los caballos que van sudados. La luna sale
tarde y no se han de ir antes que salga.

Y el jefe, que conocía la astucia del indio, los dejó pasar sin
mostrarse y se preparó para caer sobre ellos cuando estuvieran
"mateando" en el rancho.

Y ocurrió como lo habían previsto.

Agolpados todos cerca de la puerta, aguardaron que el dueño les
abriese, seguros de coger a Insúa y a Alarcón en aquella ratonera.

Mas la tardanza en ejecutar la operación tan simple de quitar la
tranca, disgustó al jefe de la partida, el cual sospechó algo.

--¡Abra, canejo!--gritó impaciente; y sin esperar más, volvió su
caballo, poniéndolo de ancas contra la puerta, le pegó un sofrenón
brusco, y el animal dolorido dió tan formidable empellón, que las
maderas crujieron y la puerta cayó con marco y todo.

Los cuatro hombres de la partida, se precipitaron al interior del
rancho, menos José el indio, que se quedó fuera mirando hacia el monte,
que en la densa obscuridad aparecía como una mancha de tinta.

Vió cruzar dos hombres, y gritó:

--No pierda tiempo, mi jefe; ya no están ahí; ¡allá van corriendo, para
ganar el monte!

Un coro de maldiciones respondió, y un grito de dolor rasgó la noche.

El jefe acababa de ver el ancho boquete abierto en los quinchos de la
pared, que el puestero había querido en vano disimular, arrojando un
apero.

Comprendió que lo habían burlado.

Era un paisano flaco, pequeño, con ojos crueles.

Miró al puestero que temblaba de miedo, y rápido, como un gato del
monte cayó sobre él, y le enterró el facón en el vientre.

La mujer dió un grito, y el pobre hombre cayó como un buey fulminado,
mientras la gente de la partida corría hacia el monte, donde se habían
refugiado ya Insúa y Alarcón.

Éste llevaba su carabina, mas no convenía hacer frente. En la
obscuridad de la noche, no habría podido apuntar; lo mejor era buscar
los caballos que pastaban por allí, cortar los lazos y saltar sobre
ellos, que estaban ensillados, con las riendas al pescuezo.

Cuando penetraron en la sombra del monte, oyeron el grito del indio
José, y luego sintieron el tropel de los soldados que corrían.

Pero en pocos segundos habían saltado sobre sus caballos, y huían, como
dos centauros, tendidos sobre el cuello, a través del bosque, sufriendo
a cada instante el chicotazo de las ramas espinosas que no podían
esquivar.

Detrás, como una avalancha, partieron sus cinco perseguidores.

El monte, de grandes algarrobos seculares, era limpio de zarzas, y
podían huir sin grandes tropiezos. De cuando en cuando les disparaban
algún tiro cuya bala se perdía silbando, lejos de ellos.

Y así corrieron, aumentando la distancia, por entre la densa arboleda,
sin riesgo de que pudieran rodearles, hasta que llegaron a un terreno
bajo, donde no había árboles, y que se extendía en un solo pastizal,
ilimitado, suave y fresco.

La luna salía, llenando de luz el bañado, sobre el cual se dibujaban
nítidamente las siluetas de los dos fugitivos.

Insúa temió que viéndoles les hicieran fuego, mas no ocurrió eso; sus
perseguidores, llegados a la vasta planicie, abriéronse en dos alas,
para rodearlos.

--¡Maldición!--dijo Insúa, sintiendo que su caballo cansado, por la
carrera de todo el día, empezaba a aflojar.

--¡No importa, mi capitán!--respondióle su compañero, que empezaba
también a quedarse atrás--si ganamos el garzal, no nos agarrarán en
toda la noche.

Al frente, en la línea que seguían, a la luz de la luna, divisábase
el garzal, un inmenso pajonal, en cuyo centro, en una isleta casi
inaccesible de totoras, hierbas altas y fuertes como cañas, anidaban
millares de garzas, tuyangos y ocós, toda la fauna acuática de aquellas
regiones, con la seguridad de que hasta allí el hombre no era capaz de
llegar.

Veíase que la intención de sus perseguidores era impedirles alcanzar
este refugio, porque las alas empezaban a cerrarse, y como iban bien
montados, con caballos frescos, no hubiera sido imposible que lograran
su intento, si los caballos de los dos revolucionarios no hubieran
hecho un supremo esfuerzo, ya en el linde del garzal, donde penetraron
a saltos, quebrando las altas totoras, resecas por el invierno.

Alarcón marchaba adelante; Insúa le seguía, por la brecha que él
formaba aplastando las cañas. De cuando en cuando torcía bruscamente
el rumbo, de manera que no pudieran verlos desde afuera. La tupida
cortina de totoras se alzaba como un murallón. Ni aun de día habrían
podido seguirles con facilidad sus perseguidores, y a esa hora la tarea
resultaba imposible y expuesta, porque Alarcón, que conservaba su
carabina e Insúa su revólver, los habrían fusilado a mansalva, antes
que ellos pudieran verles.

Por eso, cuando minutos después llegaron los soldados hasta el garzal,
detuviéronse indecisos. Había huellas que podían guiarles, pero ya
entre las cañas, altas de cuatro metros, tronchadas en diversas
direcciones por las haciendas que sabían refugiarse allí, no era
posible en la noche, hallar las verdaderas señales del paso de Insúa.

--Hay que cuidar la parte del Este--dijo el indio José.--Por ese lado
han de salir, buscando el camino de Helvecia, a través del Campo del
Medio.

Toda la partida, en efecto, continuó al galope, por la costa del
inmenso garzal, que parecía un mar de plata, a los rayos de la luna que
fundían todos los perfiles.

De vez en cuando sentíase el vigilante grito de los chajás, que
adivinaban la presencia de los hombres. Algunas brujas, grandes aves
nocturnas, revoloteaban, manchando con sus sombras el cielo azul,
inundado de luz.

Insúa y Alarcón avanzaban siempre hacia el centro del garzal. Cuando
llegaron a los escondidos lugares donde las aves acuáticas tenían
sus refugios, a cada paso que daban, encabritábanseles los caballos,
asustados, porque de entre sus patas se alzaban gritando los ocós y
las garzas, que dormían en sus nidos de cañas dobladas, cimentadas con
barro, a breve distancia del suelo.

Un lodo pegajoso, indicio de que durante el verano y el otoño todo el
terreno estaba anegado, hacía más fatigosa la marcha. Los caballos
rendidos, se paraban. Dábanles un resuello, y con las espuelas
ensangrentadas ya, los obligaban a marchar, resoplando, medrosos, ante
aquellas sombras que surgían del suelo bruscamente, y aquel perpetuo
crujido de las cañas que estallaban al quebrarse.

Así llegaron al centro, donde había una laguna, en que los patos
dormían en bandadas inmensas, que se alzaron con un ruido de granizo,
al sentir a los dos hombres.

El sitio era limpio, alejado casi media legua de la orilla. No había
totoras, y la tierra cubierta de verdes canutillos, parecía un fresco
tapiz, mas los caballos se negaban a entrar, conociendo que debajo de
los pastos había un metro de agua.

Entre las totoras de la orilla, donde el suelo era firme, aunque
barroso y húmedo, se quedaron los dos fugitivos, y echaron pie a tierra
para dejar descansar sus caballos.

--Por esta noche no hay peligro--dijo Insúa, desensillando su caballo,
para soltarlo atado con el lazo que llevaba arrollado.

Del lomo sudoroso de los animales se alzaba un vaho denso. El frío era
penetrante y parecía caer como una lluvia impalpable y helada, del
cielo limpio, barrido por el viento.

--Se van a pasmar--dijo Alarcón, cortando un puñado de paja seca y
friccionando rudamente la piel humeante de su caballo.

Insúa, silencioso, pensaba en cosas lejanas. La vida tenía ahora para
él más precio, y aún envuelto en la emoción de la lucha, sentía las
ligaduras que ataban su corazón a la Casa de los Cuervos.

--¡Oh! ¡Gabriela, Gabriela!--pensó--¡qué profundamente has entrado en
mi alma!

Alarcón dejó los caballos y se puso a construir una ancha cama, a la
manera de los nidos de las garzas, de totoras entretejidas y dobladas.
No bien estuvo dispuesta una, Insúa se tendió sobre ella con el aire de
un hombre rendido, y se envolvió en su blanco poncho de vicuña.

Su compañero sonrió adivinando en qué pensaba el caudillo.

--Yo haré la guardia, mi capitán--le dijo.

--Hasta la media noche--respondió Insúa--a esa hora yo te relevaré.
Partiremos antes del alba.

Pero antes de la hora, en el viento que empezaba a soplar con fuerza
del lado Sur, llegó una obscura cortina de humo, cálido y acre.

--¡Mi capitán, mi capitán!--gritó Alarcón.

Insúa saltó de su lecho de totoras.

--Han incendiado el garzal.

Los caballos empezaban a asustarse. Hacia el Sur sentíanse ya los
gritos de las aves sorprendidas por el fuego, pero aún no llegaba hasta
ellos el chisporroteo de la llama.

La columna de humo envolvía el garzal, sin levantarse mucho, porque
arriba el viento la desgarraba, y sus blancas volutas, iluminadas por
la luna, se enredaban como banderas entre los haces de totoras.

En un minuto estuvieron ensillados los dos caballos, que amujaban las
orejas y cavaban la tierra con sus cascos impacientes.

Cuando Insúa iba a saltar, Alarcón dijo:

--Mi capitán, no monte en el suyo, monte en el mío, y deme su poncho.
Así nos confundirán, y podremos escapar con facilidad.

Insúa que fiaba en la sagacidad de su compañero, aceptó el cambio, y
subió en el otro caballo, mientras Alarcón saltaba sobre el tostado
famoso del caudillo.

Entre las rachas de humo que se hacían más espesas, contornearon
la laguna del garzal, sobre la cual revoloteaban millares de aves,
graznando, encandiladas por el incendio, y entraron entre los totorales
de la opuesta orilla, azuzando a sus caballos, más acostumbrados ya a
romper las cañas con el pecho.

De pronto dijo Insúa, deteniéndose:

--Si han incendiado el garzal por la parte del Sur, deben cuidar el
Norte.

--Así ha de ser--contestó Alarcón.

--Entonces es preferible buscar camino al naciente.

--Yo creo, mi capitán, que debemos separarnos. Usted hacia el Norte, yo
hacia el naciente, aunque ellos vigilen por allí. Si han incendiado el
Sur, el viento que es pampero, ha de haber hecho correr el fuego por
todo el poniente.

Y así se apartaron, citándose para el camino de Helvecia. Al
despedirse, Alarcón estiró la mano a su jefe.

--Adiós, mi capitán. Aunque me maten, no se olvide de mí.

En la noche, entre el humo y el reflejo del incendio que llegaba ya, el
valiente revolucionario, con el poncho blanco flameando a sus espaldas,
agitado por el viento, parecía un caballero de leyenda.

Insúa tuvo miedo al verle, tan fantástica era su figura en el cuadro
aquel, y tembló recordando sus presentimientos de esa mañana.

Le apretó la mano con extraordinaria efusión y se separaron los dos,
Insúa hacia el Norte, Alarcón hacia el Este, donde quedaba el camino
del Campo del Medio.

El jefe sentía el incendio a su izquierda, como si el viento,
remolineando, sin dirección fija, hubiera hecho correr la llama por
el contorno de esa parte del garzal, cuyas totoras resecas eran un
admirable pasto para el fuego.

Corría más la llama que él, y eran como dos brazos de oro fundido
que le perseguían para estrecharlo antes de que saliera de entre los
totorales.

Llegó a pensar que habría sido mejor buscar una salida hacia el
naciente, aun defendiéndose a tiros, porque por allí el incendio no
debía haber llegado todavía.

El caballo espoleado con crueldad avanzaba dando botes. A veces caía,
resbalándose sobre las totoras, enredadas al rededor de un nido, en que
algunos polluelos estiraban sus largos pescuezos ansiosos.

Insúa lo hostigaba, sintiendo en la espalda el aire abrasado, y el
pobre animal, lleno de pavor más que de bríos, soplaba con furia y se
alzaba temblando, para marchar rompiendo siempre aquella inmensa malla
de pajas crepitantes y lustrosas.

Cuando llegó al borde del garzal, cerca ya del bañado, una racha de
viento desgarró la cortina de humo, que lo envolvía todo, y él pudo ver
hacia el naciente el incendio más pavoroso como si le hubieran dado
contrafuego.

Tembló por su compañero. Fué a volver, en su auxilio, por la brecha que
él mismo había abierto, pero una inmensa columna de humo se alzó de
pronto, a un centenar de pasos, de donde él estaba, entre las totoras
que acababa de cruzar, anunciándole que todo aquello no era más que un
solo brasero.

El cielo que se había cubierto de nubes, se enrojecía con vívidos
lamparones, que desgarraban la negrura de la noche con reflejos
sanguinolentos. Altas, muy altas, veíanse cruzar las garzas
encandiladas, y graznaban las gaviotas que habían acudido al
espectáculo.

En el horizonte hacia el Este, pintábase ya la barra limpia, color de
oro, anunciadora de la mañana.

Un minuto que perdiera, sería su muerte, pensó el revolucionario,
sintiendo los gritos de uno de los hombres, que de lejos a su
izquierda, le había visto a la luz del incendio, y se echaba a correr
sobre él.

Espoleó su caballo, y empezó a cruzar el bañado, seco en ese tiempo,
pero difícil por la aspereza de la tierra que la hacienda había
hollado y cubierto de infinitas madejas de camalotes resistentes como
pequeños cordeles.

Marchaba con honda pena, preocupado por la suerte de Alarcón, que podía
haberse visto envuelto en las llamas, sin camino de regreso hacia la
laguna del garzal, donde habría podido librarse del incendio.

La luz se hizo, cuando llegó al linde del bañado con el monte, y los
cascos del caballo tocaron la anhelada tierra firme.

Su perseguidor de la izquierda, lo saludó con un tiro cuya bala sintió
silbar, y vió entonces a la derecha el grupo de los soldados que se
echaban sobre él, a todo lo que daban sus caballos.

Y empezó de nuevo la carrera, a través del monte, lleno de silencio y
de sombra, azotándose con las ramas espinosas que se alargaban sobre
él, como para detenerlo a traición, oyendo el resonante galope que le
perseguía como un trueno lejano, y el alarido de los perros, por donde
comprendía que iba menguando la distancia y que su caballo empezaba
a aflojar. Hasta que, de pronto, parecióle que todo se anegaba en el
silencio invernal del bosque, y volvió la cara no oyendo ya ni a los
perros ni a los hombres, y observó que habían desaparecido.

Comprendió que engañados por el cambio de poncho y de caballo, que le
sugiriera Alarcón, creían haber perseguido a éste, y se volvían para
rodear en el garzal incendiado al jefe de los revolucionarios, seguros
ya de no dejarle escapar.

Alarcón en tanto, quebrando la valla de totoras había marchado hacia el
Este de la lagunita donde pasaron la noche.

Estaba seguro de que por esa parte se encontraría con los soldados, y
ese era su oculto propósito. Se haría perseguir, con su poncho blanco,
iluminado por el alba que clareaba ya, y daría tiempo a su jefe para
escapar.

Mas he aquí que siguiendo su penoso camino, cuando se había internado
profundamente entre aquellos tupidos y recios pajales, una extensa
faja incendiada le cerró el camino con su vaho de infierno. El viento
era contrario a la llama, pero de vez en cuando algún remolino caía
sobre ella y mesándola en todas direcciones la hacía penetrar en rojas
lenguas a través de las cañas secas y sonoras.

Buscó una salida y no hallándola, oblicuó hacia el norte, porque la
gran masa de fuego llegaba del sur, arrastrada por el pampero. Y
después de marchar un rato, un aletazo del viento arrojó sobre él una
obscura cenefa de llamas envueltas en el humo áspero de los pastos
verdes.

Tenía que volver, y con paciencia, comprendiendo que debía esperar en
medio de la laguna que sus perseguidores cayeran sobre él cuando el
incendio hubiera devastado su inexpugnable refugio, volvió riendas y
empezó a desandar su jornada, siguiendo sus propias huellas.

Y de nuevo la llama que había avanzado rodeando la laguna le cortó el
paso.

Ni para el Norte, ni para el Sur; ni para la izquierda, ni para la
derecha. Todo estaba incendiado. Quiso cruzar la napa de fuego que
lo separaba de la laguna donde podía salvarse, y el caballo se le
encabritó y volviendo grupas empezó a patear las llamas que corrían
como millones de culebras de oro.

Debía morir, y se resignó, con ese fatalismo criollo que se allana
mansamente al destino.

Ya él lo había presentido, oyendo graznar a los cuervos, y aunque su
jefe no creía, él tenía ya la muerte en el alma.

Había una isleta libre entre la mar de fuego que avanzaba por todos los
rumbos, se retiró al centro, y se puso a mirar con sus ojos azules,
serenos, la llama que llegaba en su busca. Las cañas se retorcían
gimiendo, y en la parte húmeda y verde que se hundía en la tierra,
estallaban cohetes que asustaban al caballo.

Alarcón lo palmeó en el cuello para aquietarlo. Echó pie a tierra y se
puso a desensillar pensando que era una tristeza que se perdiera aquel
soberbio tostado que se había hecho tan famoso como su dueño. Quitóle
después el freno, lo enderezó hacia el Este, y le dió un lonjazo para
que tratara de salvarse huyendo a través del fuego.

Pero fué en vano; el animal corrió hasta las llamas, tronchando las
totoras; y allí bruscamente, volvió el anca, y se puso a dar coces sin
alejarse del fuego que avanzaba sobre él.

Alarcón agachó la cabeza para no verlo. Sentía los gritos de los
polluelos que se asaban en los nidos, y arriba, sobre su cabeza, la
protesta de miriadas de garzas blancas y gansos rosados, que volaban
sobre las nubes, asistiendo al incendio de su refugio y de su prole.

Un rumor como si centenares de carros volaran sobre la llanura
producían las llamas mesadas por el viento, entre las altas cañas que
podían ocultar un hombre montado.

El humo y el calor de horno que le envolvía empezaban a desvanecerle.
El fuego estaba a cincuenta pasos de él, y envolvía totalmente el sitio
en que su caballo moría pateando siempre al invisible enemigo.

Comenzó a salirle sangre por la nariz, y como de pie no podía respirar,
miró por última vez el cielo, manchado de nubes ahumadas y el sol que
ascendía, haciendo huir la noche en el sombrío bosque, por donde a esa
hora galopaba su jefe, y se echó en tierra pegando la cara con el barro
fresco, que pudo hallar al pie de las totoras, envuelto en el poncho
blanco de Insúa.

                   *       *       *       *       *

Cuando al caer la tarde se extinguía el inmenso brasero del garzal que
había ardido todo el día, José Golondrina, que acechara ansiosamente
para impedir la fuga del que todos creían que se estaba quemando allí
adentro, montó a caballo, y se internó en la llanura cubierta de ceniza
y de matas ennegrecidas que se desmoronaban bajo las pisadas del
caballo.

De algunos montículos, donde habían estado más tupidas las totoras,
surgían aún haces de chispas, que caían como un polvo de oro sobre el
rescoldo tibio.

A tres cuadras de la laguna halló el cadáver del caballo de Insúa, y a
poco más allá, el cuerpo del que creyó su rival, con la cara sobre la
tierra blanca de cenizas, como dormido en el profundo silencio de la
tarde.

Reconoció su poncho blanco de vicuña, quemado en parte, su lujoso
apero, sus armas, y echó pie a tierra, y con el taco de su bota pisó
el cuello del muerto, que envolvía la manta, sintiendo que la carne
calcinada se desmoronaba también como aquellos montículos de que estaba
sembrado el garzal.

Y sus ojos pardos se llenaron de luces, que brillaron un momento, como
los haces de chispas que surgían de entre las matas encendidas aún,
cayendo como una lluvia de oro sobre el rescoldo tibio.

Y pensó que ahora podía reinar sobre su tribu reconstituída por él.



IV

Yo lo maté, pero voy a morir...


Días antes Syra, que rara vez salía desde la muerte de su novio, visitó
a las vecinas, en cuya casa solía verse con él.

Empezaban a encenderse las luces cuando ella terminó su visita, y se
marchó.

En la calle solitaria a esa hora, encontróse con una negra vieja, hija
de los esclavos de otros tiempos, limonera, que caminaba pegada a las
paredes, estirando una mano seca a los raros transeúntes.

Conocíala Syra y la socorría en día fijo de la semana.

La vieja se le acercó, y le dijo en voz baja:

--¡Amita! me mandan a buscarla, si quiere ir, en interés del hombre que
llora.

--¿Quién te manda?

--José el indio.

--¿Dónde está?

--En el cementerio de San Antonio.

--¿Qué quiere de mí?

--No me lo ha dicho.

Pensó Syra un momento, arrimada contra uno de los pilares de su casa, a
la cual había llegado, y tuvo el presentimiento de que la vieja esclava
decía la verdad, y que las misteriosas palabras con que había aludido a
su novio muerto, tenían realmente relación con la extraña cita.

Observó si alguien más la había visto, y creyendo que no, se arrebozó
en su chal como una mora, descubriendo los ojos nada más, y siguió la
calle del Cabildo, hacia el Oeste, para doblar al Norte tres cuadras
más allá.

El velo ceniciento que el crepúsculo había arrojado sobre la ciudad, se
iba oscureciendo como un denso crespón, y cuando Syra llegó frente a
las tapias del cementerio de San Antonio, cuya capilla abandonada, al
borde de la calle, en aquellos arrabales silenciosos, parecía llena de
las almas de los muertos, era casi de noche, y no vió la silueta del
indio, acurrucado contra la puerta.

--Niña Syra--le dijo, y ella tembló ante aquella voz que parecía surgir
de la tierra.

Él se paró y le murmuró al oído.

--¿Siempre se acuerda de él?

Syra lo miró, y vió sus ojos lucientes como los de un gato en la sombra.

--¿Qué te importa?

--¿Lo has olvidado, entonces?

--¿Para eso me has llamado?

--Sí, niña, para eso. Quería saber si después de muerto, iba a seguir
siendo agraviado.

--¿Por quién?

--Si su merced me manda, niña,--dijo con voz sumisa el indio,--yo le
diré; pero si lo ha olvidado ya, y no piensa vengarlo, no quiera saber
lo que iba a contarle.

Chilló una lechuza bajo el alero de la capilla, y su grito glacial
entró en el alma de la joven como un escalofrío. ¿Qué podía ser aquello
que el indio le iba a contar? Ella sentía pasar los días cargados de
odio, porque en su corazón apasionado, no se aplacaba el amargo anhelo
de vengar aquella sangre que manchó su traje de baile y de novia.

--¿Qué me vas a contar?--dijo simplemente--yo no lo he olvidado.

--Pero en su casa sí--respondió el indio--en la Casa de los Cuervos, ya
ni su madre lo recuerda, y su hermana está para casarse con el que lo
mató.

Dijo estas palabras en voz baja, no más fuertes que el susurro del
áspero ciprés que había al lado de la capilla, mas parecióle a Syra que
la voz retumbó como un trueno, y miró a su alrededor, por si alguien
había que pudiera escucharle.

El camposanto, sembrado de cruces negras, parecía un vasto sudario
arrojado sobre millares de muertos que yacían juntos, marcando con sus
cuerpos el pequeño relieve de los túmulos blancos.

Ni una luz se veía en ese barrio, de tapias roídas por el tiempo, y de
pencales verdes y espinosos, señalando el linde de las heredades.

Llegada la noche, aquellos parajes siniestros, adonde Syra no había
temido acercarse, quedaban librados a los cuervos, a las lechuzas y a
los perros sin amo.

Los perros ladraban en las noches de luna; las aves callaban, y el
enorme silencio pesaba allí durante horas, como una lámina de plomo,
hasta que al toque de ánimas, que llegaba de todas las torres de la
ciudad, graznaban las lechuzas y resonaba el eco en la sombría capilla,
cuya puerta solía abrir el viento.

--¿No has mentido?

--No, niña.

--¿Vas a jurar?

--Sí, por la tierra donde duerme mi madre--dijo él, y Syra creyó en su
palabra.

Esa misma noche habló a Montarón, y le anunció que se iría a la Casa de
los Cuervos a pasar una temporada de campo.

El repentino capricho pareció explicable y sus padres accedieron a
mandarla en una volanta, que salió dos días después, cuando ya Rosarito
estaba de vuelta y José Golondrina perseguía en el garzal a los dos
fugitivos.

Syra llegó a la Casa de los Cuervos como una amiga, disimulando su
amargura, para saber mejor aquella terrible verdad que le habían
confiado.

Doña Carmen de Borja, ante aquella joven enlutada, que compartía
su dolor, pero que la miraba con ojos extraños que buscaban su
pensamiento, sintió miedo, temiendo por el secreto de aquel perdón que
había dado a Insúa en el fondo de su alma y que nadie comprendería, si
llegaba a saberse todo lo que ella sabía de la muerte de su hijo.

Y Gabriela tembló por su amor, como si en los ojos fulgurantes de Syra
hubiera leído una sentencia; y como si ella y su madre se hubieran
puesto de acuerdo, jamás nombraban al ausente en quien vivían pensando.

No nombraban tampoco a los muertos, de quienes parecían haberse
olvidado todos en aquella casa, y cuyo recuerdo Syra había venido a
avivar, como una cicatriz que duele y se abre.

A la siesta se reunían las tres mujeres en la galería bañada por el
dorado sol de invierno y dejaban correr el tiempo, sin despegar los
labios, como si sus pensamientos se hablaran en silencio.

Los peones se acercaban a pedir órdenes a la dama, que solía
levantarse, dejando sola a Gabriela y a Syra.

Gabriela sentía los ojos de la hija de Montarón clavados sobre ella.
Sugestionada por aquella persecución alzaba la frente, y la miraba.
Syra, enlutada como una viuda, le sonreía, sin hablarle, mas su sonrisa
no era amistosa.

Cuando algún incidente imponía la conversación, los espíritus parecían
alejados y las palabras surgían sin cordialidad.

A veces, sin motivo, se acercaba la mujer del capataz, que rondaba
aquellas escenas, como un perro fiel, husmeando la sangre del amo.

Gabriela pensaba que ña Floriana había adivinado su secreto, porque
jamás mencionaba a Insúa, como si tal nombre le amargara los labios; y
si era así, la astucia de aquella mujer podría haber comprendido los
sombríos proyectos de Syra, que compartía con ella sola el deseo de
vengar a los muertos.

Pasaban los días y aún Syra ignoraba si en verdad doña Carmen y su hija
conocían que el hombre que albergaran en su casa era el matador de
Carmelo y de Jarque.

Pero de aquellas escenas de pesado silencio, surgía la terrible
sospecha de que ambas lo sabían y callaban para no romper el encanto
del amor que nacía.

Una tarde llegó ñor Basilio el ovejero, y dijo a doña Carmen:

--En el campo de Mocoretá han quemado vivo al capitán Insúa. Uno de los
que andaban en su busca de parte del gobierno ha dormido en mi rancho y
me lo ha contado.

Doña Carmen guardó el secreto. Nadie habría podido sospechar la
tormenta de encontradas pasiones que se levantó en su alma, porque su
rostro permaneció inmutable.

Un poco más de ternura hubo en sus ojos al mirar a su hija; y en el
pliegue de sus labios una fuerza mayor para imponer el silencio a las
expresiones de rencor satisfecho que querían desbordar.

Pero esa noche todo cambió. A la hora de la cena sintieron llegar un
caballo, que se acercó entre el ladrar de los perros hasta el árbol en
que los cuervos dormían.

Gabriela corrió a mirar y dijo:

--¡Insúa!

La madre fué a desengañarla, contándole la historia que le habían
referido, cuando entró el capataz y lo anunció, y luego el mismo
capitán, que llegó con aire de fiesta.

Sin que nadie lo advirtiera, Syra corrió a su cuarto, cuya puerta daba
sobre el corredor y se encerró por no verle.

Insúa se sentó a la mesa, y alejados los sirvientes, habló a la madre y
a la hija.

Había mandado un chasque a don Julián, a fin de que esa misma noche
llegara a casa de doña Carmen y debía estar al caer.

Era extraño lo que iba a decir, pero en su vida todo era así, extraño.

Doña Carmen escuchaba en severo silencio, con los ojos posados sobre el
plato y las manos tiesas sobre el mantel. También en la vida de ella
todo era extraño.

Insúa prosiguió:

--Quiero llevarme, señora, el talismán que ha de darme suerte. La
revolución va a estallar en el plazo de tres días. Todo está pronto, y
yo vengo a casarme, para que el amor de mi esposa sea mi fortuna en la
batalla.

Gabriela había dado un grito. Insúa se puso de pie y esperó la
respuesta. Doña Carmen bajó la cabeza asintiendo, mas no habló.

Sintióse rumor en el patio y todos salieron de la galería. Era don
Julián que llegaba.

--¿Será esta noche?--preguntó la dama a Insúa.

--Sí, señora--contestó él, inclinándose.

Doña Carmen llamó a la mujer del capataz y le dijo lo que había, a fin
de que preparase el oratorio donde debía de ser la ceremonia.

En la obscuridad del patio no vió el gesto de horror con que la mujer
se apretó la cabeza.

Insúa y Gabriela se paseaban en la galería del lado en que estaban los
cuervos. Uno de ellos, despierto, se espulgaba y sentían el áspero roce
de su pico en el negro plumaje.

En el cuarto de los huéspedes doña Carmen atendía a don Julián.
El comedor había quedado a obscuras, y nadie vió por eso entrar a
Floriana, que se acercó hasta la pieza donde Syra se había refugiado y
la llamó suavemente.

No le abrieron; quizá no oyeron la señal, que repitió dos veces, sin
resultado. La joven, sin embargo, no dormía; sentíanse sus pasos y el
rumor de su ropa.

Floriana miró por el agujero de la llave, y a la luz escasa de la vela,
vió algo cuyo significado no comprendió. ¿Quién estaba allí? ¿Syra o
Gabriela? ¿Quién era la novia que había venido a buscar el capitán
Insúa? ¿Por qué si era Gabriela, Syra se vestía de blanco como si ella
fuese?

Corrió al oratorio a concluir los preparativos de aquella fiesta que le
llenaba el alma de rencores y a poco sintió la voz de don Julián que
entraba con una maleta, en que traía un roquete, una estola y un libro.

Y luego llegaron todos. Gabriela vestida de negro, tal como estaba;
Insúa como si terminada la ceremonia hubiera de partir al combate, doña
Carmen de Borja, pálida, como una muerta, plegados los labios para no
quejarse, y los peones, que habían de servir de testigos.

Se cerró la puerta, para que el viento no apagara las velas que ardían
en dos candelabros iluminando crudamente la imagen de la Virgen rodeada
de flores, y la alta silueta del cura, que hojeaba el libro, para leer
las preces.

--Falta la niña Syra--dijo Floriana.

Doña Carmen hizo un gesto para que callara. Don Julián no la había
oído, y llamó a Insúa y a Gabriela, y comenzó a leer aquella augusta
alocución, que esa noche ponía un horror de tragedia en el corazón de
todos.

De pronto sonó una carcajada en el patio, que a Insúa le heló la
sangre; se oyó el graznar del cuervo despertado por el ruido, y la
puerta del oratorio se abrió con violencia, y entró Syra, vestida de
blanco, semejante a una novia, hermosa como una aparición, con el
cabello suelto, como si no hubiera podido concluir su tocado, con la
frente iluminada, y los ojos ardientes, y la risa en la boca crispada.

Apartó con fuerza a los que le cerraban el paso y corrió al altar y
tomó a Gabriela de un brazo, y le dijo mostrando una gran mancha de
sangre que tenía sobre el pecho, en el albo traje de baile:

--¡Yo era su novia, y él lo mató!

Y todos sintieron correr por sus venas el horror de haber comprendido,
sin que ella dijera más, lo que significaba aquella sangre, quién era
el muerto y quién era el matador.

Se abrió de nuevo la puerta, y una racha fría de viento apagó las
luces, y sintióse en el gran silencio que se hizo el aletazo de un gran
pájaro que había entrado sin que nadie lo viera, y que pugnaba por
hallar la salida.

Se oyó entonces la voz de Insúa:

--¡Es cierto, es cierto! ¡Yo lo maté!

Se le vió, en la sombra, acercarse a Gabriela que había caído desmayada
en brazos de su madre, no se oyó el ruido de su beso en la frente de
la joven, pero sí la voz de él más tranquila, hablando desde el umbral
de la puerta, como un adiós a la Casa de los Cuervos.

--Yo lo maté, pero voy a morir.

No hubo un gesto de nadie para responderle, ni se tendió una mano amiga
para detenerle.

Salió; se oyó el graznar del cuervo, y luego el rumor del galope de un
caballo, que se alejaba por la calle sombría de los eucaliptus.



V

La batalla de los Cachos


Una mañana, el catorce de Junio, Rosarito entró despavorida en el
salón donde su padre estaba dando clase, a una veintena de chiquillos
adormilados.

--¡Tata!--dijo simplemente--¡la revolución!--a Francisco anoche lo han
muerto, según dicen.

Y cayó arrodillada en el suelo, llorando y escondiéndose la cara entre
las manos, mientras los chicuelos aprovechaban el estupor causado en el
maestro por aquella noticia, para desbandarse y huir de la escuela.

Desde tres días antes vivía la gente en Santa Fe aguardando la hora de
la revolución. Sabían, los que estaban en el secreto, que don Patricio
Cullen, desde "Los Algarrobos", bajaba con su gente hacia la ciudad,
sublevando las campañas con ardorosas proclamas.

Sus montoneros a caballo, mal armados, no habrían podido resistir el
empuje de las fuerzas del gobierno, que contaba, como núcleo principal
de su defensa, con el histórico batallón "7 de Abril" al mando del
coronel Raimundo Oroño. Pero sabían que Francisco Insúa bajaba
simultáneamente a encontrarse con Cullen, al frente de los "Suizos",
colonos de Helvecia, y de más al Norte aún, de la Colonia Galense,
de Romang, de Alejandra, donde la causa de los revolucionarios había
reclutado sus mejores tropas.

Aquellos extranjeros, tiradores de primer orden, bien armados con
fusiles de precisión, valían mucho más que las revueltas montoneras que
traía Cullen.

La revolución debía estallar en la ciudad, no bien se supiera que
Cullen o Insúa llegaban, y hubo un momento en que su triunfo pareció
seguro a los dirigentes de la conspiración, porque el gobernador Bayo,
ignorante de todo, o confiado en exceso, habíase ausentado de la ciudad
para asistir a las fiestas que en esos días celebraban en el pueblo de
San Carlos.

Montarón con un grupo de revolucionarios se encargó de apresarlo, pero
el gobernador tuvo aviso de que la muerte de Insúa que días antes
le comunicaran en secreto no era verdad, y que se le había visto en
Helvecia, moviendo su gente.

Esto le obligó a regresar, frustrando el plan de Montarón; y como
se supiera que los revolucionarios avanzaban sobre Santa Fe, se
destacó una compañía del batallón "7 de Abril", para que marchara a su
encuentro, dejando el resto de la fuerza para cuidar la ciudad.

Los soldados del gobierno debían procurar unirse con la gente que desde
San José del Rincón llevaba el coronel don Nazario Ocampo, fuerza de
caballería de línea, muy apreciable, no por su número, sino por su
calidad; y con las del coronel don Francisco Romero, que debía cruzar
desde Santa Rosa con quinientos hombres, bien armados, para cortar
la retirada de los revolucionarios, cuando bajasen a lo largo del
Saladillo.

Ocurrió, sin embargo, que el 13 de Junio, al mediodía, el jefe de las
tropas del gobierno que marchaban hacia el Norte, recibió noticias
de que Insúa había llegado al paso de los "Cachos", y se preparaba a
vadear el Saladillo, buscando la margen derecha, para seguir el camino
a Santa Fe.

El coronel Oroño, dudando de aquella nueva, mas deseando prevenir
el ataque si era verdad, destacó una compañía de veinte hombres a
caballo, al mando del alférez don Pedro Viñas, para que efectuara un
reconocimiento hasta el mencionado paso.

Y allí, aquel día, al caer de la tarde, se inició la sangrienta batalla
de los "Cachos".

Insúa bajaba, en efecto, con su gente. La margen izquierda que a causa
de las vueltas del Saladillo, quedaba al Norte, estaba anegada por un
repunte del riacho en los últimos días.

Los altos pajales podían servirles para acercarse sin ser vistos, hasta
el paso que buscaban, donde había dos grandes canoas, en que podían
cruzar sin mojar sus ropas ni sus armas.

No todos venían a caballo; algunos, los suizos en su mayor parte
marchaban a pie, alegremente con sus rifles al hombro, y sus
cartucheras a la cintura.

Insúa triste, buscando la muerte más que la victoria, hacía su jornada
en silencio y sin odio.

Cuando llegaron al vado, desde la otra orilla, que estaba a un tiro
de carabina, les hicieron una descarga. Era la gente del gobierno,
parapetada detrás de unas pilas de leña cortada, que algunos canoeros
habían amontonado y que servían de admirable trinchera.

No era fácil saber el número de los enemigos, pero Insúa dió orden de
cruzar el río, y unos a caballo y otros en canoa empezaron la maniobra,
bajo el fuego de los soldados del "7 de Abril".

Un grupo de suizos, rodilla en tierra desde los pajales, empezó un vivo
tiroteo, protegiendo a los suyos que cruzaban el río.

El sol se iba entrando, pero el ojo experto de aquellos excelentes
rifleros, descubría detrás de los montones de leña al enemigo apenas
visible y empezaba a diezmarlo. De cuando en cuando se oía un grito:
un hombre se paraba, abría los brazos y caía y los tiradores reían.

La primera canoa, llena de hombres, armados de rifles, al llegar a la
mitad del río se fué a pique acribillada a balazos por los del gobierno
que apuntaban a sus tablas.

Y entonces se vió a Insúa, que en la otra orilla permanecía a caballo,
mandando la maniobra, con un soberbio desdén de la muerte que zumbaba
a sus oídos, echar pie a tierra y meterse en el agua empujando la otra
canoa.

La llevó así hasta que el agua le dió al pecho, y de un poderoso envión
la arrojó hacia el medio, animando a su gente, con aquel absurdo valor
del hombre indiferente a las cosas que puedan ocurrir.

Veíase claramente que los soldados del gobierno lo habían conocido,
no obstante la sombra crepuscular, y que tiraban sobre él, a cuyo
alrededor en el agua, picaban las balas salpicándole el rostro.

Se volvió a la orilla y montó de nuevo en su caballo y esperó el
resultado de aquella maniobra.

Ya algunos de los suyos,--lanceros que cruzaban a nado, a la par de sus
caballos,--empezaban a llegar a la opuesta orilla, y la segunda canoa
cargada de rifleros, había pasado de la mitad del río, cuando se vió
a los del gobierno aprovechar las sombras de la noche para dejar sus
barricadas, abandonando un puesto que no podían sostener.

Cesó el fuego, mas con el último tiro, se vió a Insúa que abría los
brazos y caía del caballo, de bruces sobre una mata de chilcas.

Cuando lo alzaron, sobre unas parihuelas, sonreía, como si hubiera
visto venir lo que anhelaba.

--Sigan peleando, muchachos--les dijo.

Cruzaron el río, y lo llevaron al rancho de un pescador, cercano a la
orilla, y lo dejaron allí, porque tuvieron noticia de que la gente
del gobierno acampaba en San Pedro, a cosa de tres leguas, y convenía
atacarla antes que recibiera los refuerzos que se esperaban de Santa
Rosa.

Pero nada pudo hacerse esa noche, porque el enemigo, al llegar ellos
había abandonado también aquel punto, y cuando a la mañana siguiente
llegó Cullen con su tropa, se estrelló con las fuerzas del coronel
Romero, bien armadas, y no tuvo el apoyo de la caballería con que
contaba, ni de Insúa, del cual no halló quien le diera noticias.

Pelearon rudamente, pero sus montoneros se desbandaron y él tuvo que
huir, por la orilla izquierda del Saladillo, con rumbo a Helvecia.

Montaba un caballo tordillo, parejero, que no era de su estancia, y
cuyas condiciones no conocía.

Perseguido de cerca, en los primeros momentos ganó larga distancia,
pero pronto conoció que el caballo se le cansaba.

Su asistente, Juan Félix López, sin apartarse de él, le decía:

--Castigue, don Patricio; castigue su caballo.

El jefe de los revolucionarios, comprendiendo que su caballo estaba
rendido bajo su peso, respondía:

--A mí me conocen y me quieren. Si caigo en manos de ellos, no tengo
que temer. Vos sí; vos debés huir.

Llegaron así al monte, a la isleta de las Estacas, y allí Cullen
comprendió que su caballo no daría más y se detuvo.

Una avalancha de gauchos del gobierno dando alaridos, se echó sobre él.

Saltó del caballo uno de ellos; era José Golondrina, y lo tomó de la
rienda.

--¡Bájese!--le dijo,--y como no obedeciera al instante, le tiró un
lanzazo y lo derribó. En el suelo, uno de los más abyectos secuaces
llamado el "Lechuza", lo tomó de la barba.

--A mi padre--alcanzó a decirle don Patricio--lo degolló Rozas; no me
maten como a él. Mátenme a balazos.

Pero "Lechuza" le cortó la cabeza, mientras la pequeña tropa de gauchos
y de indios se cebaba en su cuerpo cribándolo a lanzazos, lo mismo que
al de su compañero López.

La muerte de Cullen produjo un inmenso estupor en la ciudad, donde ni
sus adversarios más encarnizados habían creído que pudiera llegarse a
ese extremo.

Cuando se recibió la noticia, Rosarito, acompañada de su padre, había
salido ya en busca de Insúa, herido la víspera.

La campaña tranquila se bañaba en el sol de la tarde, indiferente a
aquellas pasiones que manchaban su suelo.

Don Serafín, acurrucado en un rincón, envuelto en su capa, iba contando
historias análogas a aquel episodio, que había visto en su vida.
Rosarito llevaba las riendas del tílbury en que viajaban al trote por
el solitario camino blanco. Ella no oía a su padre; pensaba en las
cosas tristes que rebalsaban en su alma, y tenía en los labios la
amargura de una queja. Pensaba que si él había muerto, lo hallaría
donde le habían dicho, velado por Gabriela; que si aún vivía, él no
volvería a besarla como en la noche de la revolución, porque su rival
estaría presente.

Sabía que no había esperanza de salvarle. El que les llevó la noticia,
enviado por Insúa mismo, les había explicado cómo era la herida y cómo
ni el mismo Insúa pensaba vivir.

Así como mandó avisarles a ellos, pensaba Rosarito que habría mandado
avisar a la Casa de los Cuervos, no lejana de allí.

Mas cuando llegaron al paso de "Los Cachos", hallaron al caudillo
revolucionario muriendo solo en el ranchito abandonado.

Estaba tendido en la tierra, sobre un apero, y tenía cerrados los ojos.
Como obscurecía ya, no conoció en la penumbra a los que llegaban, y
Rosarito, hincada a su lado, le dijo su nombre y le vió sonreír, y le
habló de su amor y de Dios, para endulzarle aquella hora suprema, y
él que en nada creía, sintió su alma iluminada por aquella verdad que
bajaba en tal momento sobre él, y lloró con grandes lágrimas cálidas.

--¿La has llamado?--le preguntó Rosarito, y él hizo señas de que no, y
la miró con profunda ternura, como diciéndole que ella refundía en sí
sola todas las mujeres que podía amar: su madre, su hermana y su novia.

Y ella comprendió, y cuando al siguiente día cerró él los ojos para
siempre, tranquilo como si hubiera hallado la verdad y el amor, ella
pensó que era su viuda, y lloró sobre su cuerpo frío, sintiendo en el
fondo de su dolor, la humilde alegría de saber que por fin él la había
comprendido.


                   *       *       *       *       *


                        Tip. y Enc. NUEVA ÉPOCA
                       San Martín 850--SANTA FE


                               HUGO WAST
                        La Casa de los Cuervos

                             PRIMER PREMIO
             EN EL CONCURSO DE NOVELAS DEL ATENEO NACIONAL


                             NUEVA EDICIÓN


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                   *       *       *       *       *


                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR

Las palabras en negritas están indicadas con el =signo igual=.

Algunas reglas de acentuación del castellano cuando esta obra fue
publicada por primera vez eran diferentes a las existentes cuando se
realizó la transcripción. El criterio utilizado para llevar a cabo esta
transcripción ha sido el de respetar la ortografía original, salvo en
caso de errores evidentes de impresión y/o puntuación, los cuales han
sido corregidos. El Transcriptor también ha respetado ciertos modismos
empleados por el autor, que son típicos del castellano que se habla en
ciertas zonas de Argentina.

El Transcriptor desea aclarar que el autor menciona en el texto un
personaje real de la historia argentina, Rosas, pero en el texto es
mencionado como Rozas. Se ha respetado la ortografía del original.

El ÍNDICE en la obra original se encontraba al final del
libro. El Transcriptor decidió colocarla al principio de la obra.


La cubierta del libro ha sido modificada por el Transcriptor y ha sido
agregada al dominio público.





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