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Title: La pata de la raposa - Novela
Author: Pérez de Ayala, Ramón
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La pata de la raposa - Novela" ***


produced from images generously made available by The
Internet Archive/Canadian Libraries)



NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se
    han convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos sin avisar. Para
    detectarlos se ha consultado una edición posterior de esta obra.

  * La ortografía del original ha sido normalizada a la grafía de
    mayor frecuencia.

  * De un modo global, se ha substituido «por que» por «porque»,
    cuando es conjunción causal, y «con que» por «conque», cuando es
    conjunción ilativa.

  * Se ha corregido la ortografía de nombres propios, citas y
    expresiones en lenguas distintas del castellano.

  * Se han añadido tildes a las mayúsculas que las necesitan y se
    han espaciado las rayas --o guiones largos--.

  * Las notas a pie de página se han renumerado y colocado al final
    del libro.



LA PATA DE LA RAPOSA



  RAMÓN PÉREZ DE AYALA

  LA PATA
  DE LA RAPOSA

  (NOVELA)

      Dans le cas où personne n’y
    prendrait garde, j’aurai encore
    retiré ce fruit de mes paroles, de
    m’être mieux guéri moi-même, et,
    comme le renard pris au piège,
    j’aurai rongé mon pied captif.

    ALFRED DE MUSSET.

  [Ilustración]

  RENACIMIENTO
  SOCIEDAD ANÓNIMA EDITORIAL
  Calle de Pontejos, núm. 8, 1.º
  MADRID



  ES PROPIEDAD


Imprenta de Prudencio Pérez de Velasco, Campomanes, 4.



Á DON MARIANO DE CAVIA



PARTE PRIMERA

LA NOCHE


      L’homme n’est qu’un roseau, le
    plus faible de la nature; mais c’est
    un roseau pensant.

      Mais quand l’univers l’écraserait,
    l’homme serait encore plus
    noble que ce qui le tue, parce qu’il
    sait qu’il meurt; et l’avantage
    que l’univers a sur lui, l’univers
    n’en sait rien.

    PASCAL.



I


Una tarde de principios de Septiembre de 1905. Declinaba el estío
mansamente. El inflamado crepúsculo hacía presentir el otoño y su
melancolía de fruto conseguido.

Pilares, la decrépita ciudad, centenario asilo de monotonía y silencio,
yacía al sol poniente, más callada y absorta que nunca. De vez en vez,
la voz medioeval é imperecedera de las campanas, sacudía, como errante
escalofrío, la modorra de aquel pétreo organismo. La ciudad parecía
respirar un vaho rojizo y grave; sobre el monte Otero que le sirve de
respaldar y la ampara contra los vientos del Norte, sobre las praderías
y bosques en que está engastada, los ocres y amarillos otoñales
imponían su nobleza al verde gayo y frívolo de primavera.

La calle de Jovellanos es una vía amplia, burguesa, flamante,
presuntuosa. Está fuera de mano, lindando con la campiña, de manera
que el escaso tráfico de Pilares no llega hasta allí. No hay en ella
tiendas ó comercios. El habitual silencio de la población se profundiza
por aquella parte. La mayoría de los vecinos están ausentes, veraneando
en los puertos de mar. Las casas, con sus portales y balcones cerrados,
tienen cierta tristeza impertinente. Tan sólo dos casas, contiguas,
dan señales de existencia animada, en la ringla de huecos de los pisos
principales. Los de una están entreabiertos; los de la otra, abiertos
de par en par al aire puro, como sedientos de él. Á veces, flamea una
cortina de damasco amarillo. Promediando los balcones hay columnas, y
en lo alto del fuste, palmeras artificiales. Hasta la calle desciende
activo rumor de hacendosidad doméstica; traqueteo de sillas, rasgueo
de escobas, y provocadoras risas jóvenes. Una muchacha, con el pelo en
desorden, el rostro encendido, la chambra entreabierta y los brazos
desnudos, se asoma al último balcón, muy próximo á otro, entreabierto,
de la casa vecina. Se encarama sobre los hierros, hasta sobresalir del
barandal de caderas arriba, é inclinándose precavidamente, curiosea un
momento el balcón de al lado.

--Manolo, Manolo --murmura, en voz baja é insinuante.

Como nadie le respondiera, se retiró y volvió á salir, un sacudidor de
alfombras en la mano, con el cual dió discretos golpecitos en el balcón
vecino. En esto, oyóse otra voz femenina:

--No pierdas el tiempo, Teresuca. De seguro está por la parte de atrás,
en la galería.

Teresuca, saltando vivamente, se introdujo en la casa. Á su paso, una
columna con su palmera simulada, comenzó á oscilar enérgicamente,
dudando si caer á tierra ó recobrar el equilibrio erecto; al fin se
decidió por la perpendicularidad decorativa.

Conforme á la tradición de la arquitectura pilarense, todas las casas
tienen á la espalda una gran galería de vidrios. La de aquellas
dos casas, daban á un gran espacio abierto; primero los jardines
respectivos; luego, huertas, el trazado de algunas calles futuras, y al
fondo la tupida hilera negruzca, envejecida, caprichosa, de las casas
de la calle de la Madreselva, vistas por detrás.

Teresuca se asomó á la galería y llamó á Manolo, aplicando el
procedimiento del sacudidor de alfombras, bien que hubiera sido
ineficaz en el intento de la fachada. Ahora, el humilde artefacto
manifestó virtudes de varita maravillosa en manos de un hada. Á su
conjuro, levantóse pesadamente un ventanal de cristales, y del hueco
emergió la faz monda y riente y el torso, en mangas de camisa, de un
mozo que limpiaba unas botas de campo. Teresuca y Manolo se miraron
largamente. Teresuca apretaba el hociquito. Manolo abría la bocaza; y
la bota de monte, calzando su mano izquierda, adquiría un movimiento
convulso. Pero ninguno de los dos rompía á hablar. Al fin, dijo
Teresuca:

--Qué fato eres. Dame la mano.

Instintivamente, Manolo alargó una mano; con ella ofrecía un cepillo,
embetunado y grasiento. Retiróla de pronto, al echar de ver su
descuido, hijo de la emoción, y en su vez alargó la otra, oculta dentro
de la bota. Y la volvió á retirar también sin saber cómo arreglárselas,
en su aturdimiento é impaciencia, para desembarazarse de aquellos
infamantes testimonios de su condición servil. Reíase Teresuca, y al
mismo tiempo reía Manolo de su propia torpeza.

--Tíralos, hombre, tíralos.

Manolo sacudió, con desdeñosa brusquedad, los brazos: bota y cepillo
cayeron al jardín. De ventana á ventana, se enlazaron de entrambas
manos Manolo y Teresuca; se contemplaron deleitablemente y entablaron
un coloquio entre amoroso é informativo. Eran novios desde hacía
medio año. Teresuca, en unión de Camila, otra criada, había llegado
por la tarde, adelantándose dos días á los señores, á fin de airear
y adecentar la vivienda. Durante el verano se habían escrito, pero
Teresuca se quejaba de que Manolo le contaba pocas cosas.

--Pocas cosas... Si te llenaba dos pliegos en cada carta, mujer...

--Sí, muchas filosofías que no entiendo. Como eres escritor... Pero á
mí me gusta que me cuentes cosas, como en las novelas.

Porque, en efecto, Manolo era escritor. Había comenzado por tomar
á hurtadillas libros de la biblioteca de su señorito; á solas los
devoraba luego sin reposarse un segundo. Le atraían, de preferencia,
los volúmenes doctrinales de filosofía, moral y sociología, porque
los entendía menos, lo cual no era obstáculo para que los leyera de
cabo á rabo varias veces y aprendiera de memoria las más laberínticas
parrafadas. Una noche sintió revelársele su verdadera vocación; un
ideal halagüeño y remoto se le ofreció en el espíritu como peldaño
postrero de su vida. ¡Si llegara á ser concejal...!

Nunca en caletre de ayuda de cámara se habían albergado tan nobles
ambiciones. Sus primeros ensayos literarios segregaban virus
revolucionario. Quiso hacerse socialista; pero en el comité de Pilares
le dijeron que ni los católicos ni los lacayos podían pertenecer al
partido. Y luego, tendiéndole un cable: «Si usted quisiera abandonar
su vida de servidumbre...» «Imposible», respondió Manolo. «Quiero
mucho á mi señorito.» Cierto que profesaba afecto á su amo; pero más
cierto aún que éste ponía en sus manos dinero abundante para los gastos
de la casa, y que Manolo, administrándolo con una crecida comisión
subrepticia, iba amasando rápidamente un caudal con que valerse por
su cuenta y riesgo, lo cual no le impedía profesar ideas radicales,
cultivar á su modo el intelecto, adquirir un vocabulario de palabras
sesquipedales, como archisupercrematísticamente, asombrar á sus
relaciones con el fárrago de su sabiduría, y enviar, bajo pseudónimo,
á un periodicucho semanal de Pilares, artículos tremebundos, que
comenzaban así, por ejemplo: «La contumelia de las circunstancias es
la base más firme de la metempsícosis». Es decir, que era socialista
frustrado y presunto capitalista. Misterios del humano sér, dentro
del cual la lógica de los sentimientos y la de las ideas entablan con
frecuencia abismáticos divorcios. La primera de estas dos lógicas hacía
de Manolo un sér humilde con exceso, resignado y casi reptante, cuando
se las había con un superior, sobre todo ante su señorito Alberto; y
viceversa, una criatura olímpica y pomposa para con las personas que él
consideraba en un rango inferior al suyo. Esta misma lógica le había
arrastrado á una pasión voraz por Teresuca, la criada de los señores
de Oliva. Teresuca era linda y pizpireta. Los señoritos de Pilares
tenían puesto apretado cerco á su honestidad. No lo ignoraba Manolo,
y por ello decía sufrir continuas inquietudes. Pero la muchacha le
corroboraba de continuo su amor con tan dulces concesiones que el
mancebo había llegado á rechazar toda hipótesis malévola sobre la
conducta de su novia. Además, fuera porque los de Oliva la remunerasen
abundantemente, fuera porque ella por sí misma se las industriase como
Dios ó el diablo se lo diera á entender, es el hecho que la chica
tenía amontonados unos miles de pesetas en la Caja de Ahorros. Esto
enternecía á Manolo, porque le demostraba las dotes de previsión y
modestia de Teresuca. Habían decidido casarse muy pronto. Físicamente,
Manolo era un mozo de veinticinco años; rostro plano y sensual, y la
frente muy angosta. Teresuca andaba por los veinte; sus ojos acerados,
tan pronto suaves como hostiles, distraían la atención del resto de su
cara y cuerpo: atraían y captaban como los de las serpientes. Excitaba
una difusa sensación de agrado y de zozobra. Parecía ardiente y también
fría, taimada.

Decía ahora á Manolo, suspirando y con un mohín duro de despego:

--Ay, Nolo; no sabes las ganas que tengo de dejar de servir... ¡Puaf,
esta gentuza! ¡Qué aire, qué tono! No parece sino que los criados no
somos hijos de madre. Te juro, Nolín, que cuando leo en los periódicos
esos crímenes de una muchacha que mató al señorito, me lo explico
perfectamente. ¿Qué dices?

Manolo, acaparado por la emoción, no atinaba á articular una de sus
magnas sentencias. Oprimía, con viril tenacidad las manos de la novia,
y sonreía embobado. De pronto, habló:

--Á propósito. Esta noche estáis solas en casa tú y Camila --y miraba
la altura de la galería sobre el jardín.

--Calla, bobo, más que bobo; sinvergüenza --los ojos de la muchacha
se entornaban, derritiéndose en una caricia. Después recobraron su
expresión habitual. Preguntó:

--¿Y tu señorito?

--Durmiendo está una borrachera que trajo ayer.

--¡Arrea!

--Yo no lo sentí venir, pero esta mañana, cuando entré en su cuarto,
estaba como un leño. En el suelo encontré una peineta, y paréceme que
es de una cualquiera que la dejó olvidada. Además, la puerta de la
calle estaba abierta. No sé lo que pasaría anoche.

Teresuca volvió á repetir:

--¡Arrea! Pues él parece bueno y simpático.

--Sí que lo es.

--¿Cuándo se casa?

--El diaño que lo acierte.

--Pues mira que así solo, siempre solo...

--Calla... --Manolo sumió la cabeza dentro de la casa. Sacóla á poco--.
Suena el timbre. Adiós, vuelvo en seguida. Espérame.

Retiróse Manolo á recibir órdenes. Teresuca continuó recodada en la
galería contemplando el crepúsculo. Sobre la tapia del jardín avanzaba,
con pie insidioso y lomo elástico, un gato negro. En llegando frente á
Teresuca, se detuvo y la miró.

--¡Calígula, Calígula! Bis, bis... --llamó la muchacha, chasqueando el
dedo del corazón contra el pulgar.

El llamado Calígula no se dió por entendido. Tapia adelante continuó,
moviéndose con elegante parsimonia.

Una vieja asomó junto á Teresuca.

--¿Con quién hablabas ahora?

--Con Calígula.

--¿Qué es eso?

--El gato del señorito Alberto: le puso este nombre.

--Me parece que ese señorito está algo tocao del queso --Camila hacía
como si se barrenase una sien con el dedo índice.

Un perro _setter_, de rojas lanas, comenzó á ladrar y saltar en el
jardín de Alberto.

--¡Sultán, bonito! --gritó Teresuca.

Y Camila:

--Vamos, ese es nombre de cristiano.



II


Alberto abrió los ojos y los giró alrededor suyo. Fué un despertar
lento y doloroso, como si en virtud de un avatar ó hechizo, su alma
volviera á la conciencia en un cuerpo nuevo, desconocido, embotado.

Desde la techumbre, la luz eléctrica, guardada en un globo de cristal
rosa, cuajado, efundía leve resplandor auroral. Á Alberto, sin saber
por qué, le pareció un sol mozo é inexperto que hacía su primera
salida, y el conjunto de muebles de la alcoba que, entre la luz, se
erguían arbitrariamente, un universo de sombras sin sentido.

Tenía Alberto el paladar y la lengua desecados, la glotis apretada. El
encéfalo se le figuraba una protuberancia suberosa, insensible. Sus
extremidades permanecían ajenas al dominio de la voluntad, adormiladas,
y en ocasiones así como transidas por muchedumbre de sutiles alfileres.
Su cuerpo era un agregado de miembros ajenos á él, con el cual le unía
una vaga relación de sensibilidad sorda. Estaba, en suma, sufriendo las
reliquias postreras de una formidable embriaguez.

Encontrábase vestido. Se incorporó con esfuerzo y echó pie á tierra.
Fué hasta el lavabo, en donde refrigeró la frente, y luego preparó un
vaso con Eno’s Fruit Salt, que bebió ansiosamente. Se contempló en
la luna del armario. Su demacración era grande, pero eran mayores la
fatiga y torpor de su espíritu; y así, lo que en pleno equilibrio le
hubiera amedrentado, en aquel punto casi le servía de alivio, como
nebulosa promesa de próximo y definitivo descanso.

Apartando un grave y tupido cortinaje, salió al taller ó estudio
contiguo á la alcoba. La estancia daba á un patio de luces y tenía un
frente corrido de cristales. La luz era cenicienta.

Alberto, hundiéndose más que sentándose, en una muelle y profunda
butaca, tapizada de áspera tela de alforjas, quiso hacer examen de
conciencia.

Poco á poco iba adquiriendo noción de sí propio, situándose en el
tiempo. Comenzó á caminar hacia el pasado, á recapitular el pretérito
próximo partiendo del presente. ¿Cuántas horas ó días había estado
durmiendo? Cuando había caído en el lecho, á su lado estaba una mujer,
Rosina. ¿Qué había sido de ella? Antes, habían vuelto los dos del
puerto de los Pinares, adonde había subido en compañía de unos amigos
y unas mozas de partido por contemplar desde paraje á propósito un
eclipse total de sol. Y antes aún, él, Alberto, era un mozo á quien
el azacaneo de la vida había despojado, prematuramente, una por una,
de todas las mentiras vitales, de todas las ilusiones normas, y para
quien habían perdido el carácter de fuerza motriz todas esas palabras
que se acostumbran escribir con mayúscula: religión, moral, ciencia,
justicia, sabiduría, riqueza, etc., etc. Lo mismo que en la eternidad
del firmamento van apagándose las estrellas, dentro de su alma habían
ido muriendo todos los grandes luminares de la infancia. Sustentábase
tan sólo, puro y sereno en el vacío, un astro, Belleza, cuyo satélite
fiel era la Gloria, la inmortalidad en el recuerdo de los hombres.
Pero, en el punto crítico del eclipse, cuando, fuera del curso regular
de la naturaleza, las tinieblas se habían derramado sobre la tierra,
alcanzáronle también el alma de lleno, de manera que aquel astro dejó
de lucir, y entonces Alberto comprendió que la belleza era cosa tan
humana, perecedera é inane como todo lo otro; correr en su seguimiento
era no menos vano que procurar asir el huracán. Había llegado á ese
estado que llamaron los santos de insensibilidad.

Hasta entonces, había buscado en el arte, además de un estímulo, una
mitigación de sus cavilaciones, un abrigaño adonde acogerse olvidándose
de la vida, como quiere Schopenhauer. Ahora, se le presentaba á los
ojos del espíritu, con inconcusa certidumbre, la enorme ridiculez del
arte, y se avergonzaba de haberse adscrito en serio á un juego tan
pueril y vacuo.

Levantóse de la butaca, se acercó á un pequeño armario de libros y
cogió algunos volúmenes de Schopenhauer.

--¡Viejo lúbrico y cínico; qué necio eres y cuánto mal me has hecho!
--Y los arrojó al patio de luces.

Volvió junto al armario, y contempló con extravío el lomo de aquellos
pequeños seres taciturnos, apretados en fila unos contra otros.

--He aquí la espina dorsal de la humanidad; inmenso vertebrado, y tan
efímero como un piojo. ¿De qué os ha servido vuestro esfuerzo ó vuestra
vanidad?

Cogiendo á montones los libros, los iba arrojando al patio. Unos
ladridos fogosos, alegres, le hicieron detenerse.

--¡Es Sultán! --Y permaneció meditabundo unos instantes, considerando
que su perro era feliz sin duda. Á poco, reanudó sus empresas
demoledoras. Esta vez, les tocó el turno á los vaciados de esculturas
clásicas y del renacimiento que ornamentaban el estudio. En un
instante, quedó sembrado el pavimento de trozos de escayola, de formas
mutiladas. Á seguida, la emprendió Alberto con los lienzos que él
mismo había pintado; con una espátula, los rasgaba encarnizadamente.
Luego, rasgó cuantas reproducciones de cuadros famosos halló á mano.
Pero, al llegar á la Monna Lisa, de Leonardo, permaneció inmóvil. Como
poseído de un terror supersticioso, con los ojos suspensos y colgados
de aquel rostro que vivía una vida inquietante, sobrenatural. Era como
si aquello que á Alberto se le antojaba negra brutalidad del universo
se definiera en sonrisa animada, y el rostro de la Gioconda no fuera
humano sino velado emblema del sentido y la expresión del orbe. Dejó de
lado la reproducción, por huir de su encanto, y llamó al timbre.

Manolo se llevó las manos á la cabeza, al entrar:

--Tú obedece y calla. ¿Qué día es hoy?

--Hoy es jueves.

--¿Qué hora?

--Las seis de la tarde.

--Pide al teléfono comunicación con Cachán. Que envíe cuanto antes un
coche para ir á Cenciella. Tú, prepara mi maleta. Que esté todo aviado
en media hora.

--¿Qué libros va á llevar el señorito? --Manolo no pudo disimular su
contrariedad.

--Ninguno. --Respondió Alberto sin mirar al criado.

--¿Y la caja de colores?

--Nada.

--¿Pongo papel para dibujar ó escribir?

--Te he dicho que nada.

--¿Y si luego se aburre?

--Eso es cuenta mía.

--¿Comida para el camino?

--¿Acabarás? No quiero nada. Trae ahora té con leche. Y tú, comes antes
de salir. ¡Ah! Que el coche sea una cesta.

En estando á solas, Alberto encendió su pipa de brezo y paseó por
la estancia. Sentía ahora el corazón ligero, nutrido de ímpetu é
impaciencia; quizás alegre. Era que había venido á posarse en él,
con aleteo silencioso, como ellas suelen, una nueva ilusión; aquella
ilusión cristiana y antigua que arrastró á los padres al yermo, á los
misioneros camino adelante, y á las ardientes vírgenes al silencio
aquietante del claustro. Pensaba olvidarse de sí propio. Su mentor
sería Sultán.



III


Fumaba aún Alberto de la pipa, cuando Manolo le anunció la visita
del señor Hurtado. Pocas ganas tenía de conversación, pero hubo de
resignarse.

Telesforo Hurtado era un hombre de treinta y dos años; gordo, cetrino,
casi oliváceo. Sus ojos eran menudos y sobresaltados, como los del
jabalí; la piel le rezumaba sudor denso, como sebo; lacio el bigote, á
lo tártaro; vestía de negro. Adelantóse á saludar con mucha efusión á
Alberto:

--Mi querido concuñado presunto... --Y, de pronto, echando de ver las
señales del cataclismo--: Pero, ¿qué ha ocurrido aquí?

--He sido yo, Telesforo. ¿Qué quiere usted? De pronto he comprendido
que el arte es una majadería más y...

--Ja, ja. Rarezas de artista.

Alberto se encogió de hombros. Continuó Hurtado.

--¿También la poesía? --Alberto respondió que sí con la cabeza.-- Está
usted de chanza. --Alberto volvió á encogerse de hombros.-- Pues qué
quiere usted que le diga: yo, mísero empleado de una casa de banca,
me moriría de desconsuelo si no tuviera por sostén ciertas facultades
poéticas. Por de contado, y sin el amor de Leonor. Pero, quien dice
amor, dice poesía. Leonor es mi musa. Yo soy un sentimental; créamelo
usted. ¡Ah! Si usted también ha hecho versos...

--También.

--Y muy bonitos. Yo, la verdad, no los entendía muy bien...

--De seguro, culpa mía.

--Ja, ja. No quiero decir tal. Usted tiene mucha erudición.

--Con su permiso, Telesforo, voy á bañarme y á mudarme de ropa.
--Sacudió la pipa, recogió el cortinaje, y, dentro de la alcoba,
preparó el _tub_, las toallas, la esponja.-- Puede usted seguir
hablando. Espero que no ofenderé su pudor.

--Vamos. Apuesto á que se acaba usted de levantar ahora. Estos
artistas...

--Sí, somos bichos de naturaleza muy rara.

--¡Qué humor!

--Excelente.

--Bien; arréglese usted pronto, porque el tren sale á las ocho.

--¿Qué tren? --preguntó Alberto, desde dentro de la camisa de la cual
en aquel momento se despojaba.

--El tren para Villaclara. Voy á pasar tres días allí, y como Leonor
me escribe que irá usted conmigo... ¿No le ha escrito á usted nada
Josefina?

--¡Josefina! --murmuró Alberto como si hablase consigo mismo.
Permaneció pensativo, desnudo el torso, y los brazos cruzados--. Me es
imposible ir, Telesforo. Tengo asuntos en la aldea, y el coche pedido
para las ocho. Puesto que usted va á Villaclara, dígale á Josefina que
no he podido escribirle estos últimos días; que no se alarme; que me ha
visto usted y estoy bueno; que me acuerdo mucho de ella y que la quiero
siempre.

--¡Pobre Fina!

--¿Eh?

--Soy un hombre sincero. La sinceridad es mi cualidad preponderante.
Pues bien, á fuer de sincero le diré... le diré que se me figura que no
está usted enamorado de Fina.

--¿Enamorado? --Alberto, sentado en una butaquita baja, se quitaba
un zapato. Después lo arrojó lejos de sí, con desdén, como si fuera
el vocablo _enamorado_ lo que arrojaba.-- No sé lo que significa ese
adjetivo.

--¡Adjetivo!... Sí, en efecto, es adjetivo. Adelante.

--Lo único que puedo asegurarle es que Fina es la primera mujer que
me produjo ciertas emociones, que su carácter se acomoda al mío y que
no podré casarme con ninguna otra, como no sea con ella... si me caso
alguna vez. Es una criatura ideal--. Y distraídamente dejó caer el
otro zapato á sus pies.

--Pues hombre, cásese usted pronto. ¿Qué le parece, casarnos el mismo
día? Para Diciembre, por ejemplo; gran mes. Y mire que don Medardo
tiene bien cubierto el riñón. Sólo en nuestra banca yo sé que ha
depositado valores hasta ciento veinte mil duros. No es una nuez hueca.

--Brrr... --gritó Alberto al sentir el agua sobre los lomos--. Supongo
que me hará usted la merced de creer que la pecunia del indiano no es
un señuelo que me haga incurrir en connubio. Brr... --Inflaba el pecho
y exprimía la esponja sobre él.

--Usted perdone: no entiendo bien.

--Que no me caso por dinero, hombre.

--No digo yo tal. Yo no tengo un cuarto, y, sin embargo, tampoco me
caso por dinero. Pero, donde no hay panchón todos riñen, y todos tienen
razón. Claro que á usted le sobra el dinero por la punta de los dedos.
Y á propósito... --Alberto, arrebujado en un ropón felpudo, con la
capucha echada sobre el cráneo, vino á sentarse al lado de Telesforo.
Le miraba con amabilidad desdeñosa.-- Á propósito; si no estoy mal
informado, usted tiene un depósito bastante considerable en casa de
los Meumiret. En confianza le digo que no debe fiarse mucho de ellos.
Yo sé cosas... Oiga, cuando yo me case con Leonor, mi principal me
interesará en los negocios; me lo ha prometido. Entonces sería ocasión
de trasladar á casa esos valores de usted. Excuso decirle que yo me
cuidaría de ellos como si fueran míos.

--No tengo inconveniente. Ya hablaremos.

Hurtado, muy gozoso, dió dos palmadas en el muslo de Alberto, y dijo:

--Pues hay que casarse, hombre, ¡qué diantre!

--Ha venido usted á hablarme de amor en unos momentos en que me
absorben muy diferentes preocupaciones.

Se levantó y se desnudó el torso, dejando el ropón sujeto á la cintura,
mediante el cíngulo de recias borlas. Tomó una botella de vidrio verde,
cuyo contenido derramaba en la palma de la mano y extendía más tarde
por el pecho y los brazos. Por la estancia se expandió una fragancia
fresca y tenue, como de mañana campesina. En los ojos de Hurtado se
adivinaba que, en casándose con Leonor, pensaba imitar á Alberto en
punto á detalles del arte cosmético.

--Eso huele muy bien. ¿Qué es?

--Agua de colonia, simplemente.

--Á ver ¿qué marca? Atkinson. ¿Cuánto le cuesta?

--Catorce pesetas.

--No puede ser.

--En casa de Prado la compro.

--Valiente ladrón.

--No crea usted; en Londres no me costaba mucho menos.

Sonó el timbre rabiosamente.

--Ese no puede ser otro que Jiménez.

--Pues me voy. No me es nada simpático. Hasta la vista, Alberto.

En el pasillo se cruzaron Jiménez y Hurtado. Se oyó á Jiménez decir con
voz burlona:

--Hola, Hurtado; cómo suda usted. ¿Cuándo contraemos á don Medardo?

Y á Hurtado, sombriamente:

--Pero qué chistoso es usted.

Jiménez penetró en el estudio sin conceder atención á las
manifestaciones catastróficas que por dondequiera se hacían visibles.
Traía un periódico en la mano, y, sin saludar, adoptando tonos de
agitación melodramática, ordenó á Alberto:

--¡Lea usted!

Alberto leyó:

«Es objeto de todas las conversaciones en Pilares un hecho singular
acaecido en la última noche. Según parece, hace unos días ciertos
señoritos juerguistas, muy conocidos en la buena sociedad, salieron
de excursión al puerto, acompañándose de unas palomas torcaces muy
conocidas en la mala sociedad. Iban, por las trazas, á ver el eclipse;
pero lo único que pudieron contemplar fué el eclipse de su propia
razón, á causa de las excesivas libaciones. Dícese que cometieron todo
género de excesos, turbando la paz patriarcal de nuestros campos,
escandalizando á los aldeanos, y, sobre todo, á las aldeanas; y, según
nos aseguran, las desdichadas que los acompañaban atentaron al pudor
de unos reverendos Padres Escolapios que habían ido al puerto con el
mismo objeto. Queremos decir, con objeto de observar científicamente el
eclipse.

»Pero lo más grave viene ahora. Dícese que después de entregarse á la
bacanal más frenética, digno de los tiempos paganos, llegaron, en el
estado que se supone, á Pilares ayer anochecido. Pero, es el caso que
una de las palomas torcaces ha desaparecido. Durante todo el día de
hoy se han hecho tentativas por averiguar su paradero, y han resultado
infructuosas. Se habla de un crimen; se tienen pistas bastante seguras,
y hasta se murmura el nombre de un joven artista, célebre por sus
extravagancias.

»Esperamos de las autoridades gubernativas y judiciales que no se dejen
intervenir por influencias caciquiles. Impediremos que se eche tierra
sobre este escandaloso asunto. ¿Estamos en Zululandia? ¿Se puede vivir?»

--¡Qué mastuerzos! --dijo Alberto por todo comentario.

Jiménez en tanto Alberto leía en voz baja la gacetilla de _Pilares
Futuro_, había estado viendo, con infinito asombro, tanto destrozo
como yacía por tierra. Sus ojos grises, en todo momento vibrantes de
jocosidad, miraban de un lado y otro con grave suspicacia.

--¿Qué ha ocurrido aquí?

--Una crisis espiritual.

--Querrá usted decir una crisis báquica.

--No, no; una crisis espiritual. El alcohol no ha tenido nada que ver
con esto que á usted tanto le asombra.

Jiménez se atrevió á preguntar:

--¿Y Rosina?

--Yo qué sé, amigo Jiménez --Y aun cuando no tenía deseo ninguno, no
pudo menos de reir francamente, porque la fisonomía de Jiménez, de
ordinario muy móvil y cómica, al ponerse seria era más grotesca aún--.
Á ver si es usted quien ha redactado el suelto de _Pilares Futuro_...

El rostro de Alberto estaba tan sereno, tan claro, que Jiménez desechó
desde luego toda presunción condenatoria.

--No he tratado de ofenderle. ¿Eh? Ni mucho menos de juzgarle. Como al
fin y al cabo cuando uno está borracho no sabe lo que hace, y sobre
todo, cuando como usted ayer, tomaba una de sus primeras borracheras.
Pero, la curiosidad... Usted, por lo pronto, se trajo á Rosina aquí.

--Creo que sí. Es decir, sí.

--¿Y luego?

--Déjeme recordar bien. Entramos; levanté el cortinón; entró ella
primero, luego yo; me miré en el espejo, se me figuró que yo no existía
ya, sino que era proyección, sombra ó espectro de mi existencia
anterior; dije no sé qué majaderías y... creo que en aquel momento
perdí el sentido.

--¿Y luego?

--Luego, ¿yo qué sé? Desperté hará cosa de dos horas, vestido y en la
cama. Rosina debió de llevarme allí. Me pareció que despertaba dentro
de un cuerpo distinto al mío de antes. Más tarde me di cuenta de que
no sólo el cuerpo, que el espíritu también es distinto. He renunciado
al arte, á todo por ahora. Quiero olvidarme de muchas cosas; necesito
una temporada de reposo, y por eso estoy determinado en ir hoy mismo,
dentro de unos minutos, á la aldea.

--Eso es; y figúrese usted que lo del periódico se toma por la
tremenda, que se presenta el juez aquí, que ve esto, que usted se ha
escapado; _escapado_, dirán.

--Vamos, hombre --Y Alberto sacudió de costado el brazo, como si
rechazase una gran absurdidad--. ¿Cree usted que Rosina tardará en
aparecer? Se conoce que asustada al verme desmayado, ó tomándome quizás
por muerto, huyó de casa. Si al verse sola consideró lo más prudente
no volver á la prisión odiosa en donde la tenían recluída, apruebo su
resolución.

--¡Horror! ¿Llama usted prisión al amorosísimo nido de doña Mariquita?
Veo que tiene usted un concepto de las prisiones tan caprichoso como
los católicos, que llaman prisión al Vaticano. Pero, yo creo que no
debía usted marcharse.

De la calle venía son de cascabeles.

--Ya está ahí Cachán. Voy á concluir de vestirme.

Alberto sonó el timbre. Apareció Manolo.

--¿Están ya mis maletas?

--Sí, señorito.

--Pues ve bajándolas. Oye; Sultán y Telémaco van conmigo.

--¿Telémaco? ¿Quién es Telémaco? --interrogó Jiménez, abriendo
bufamente las pupilas.

--Mi gato.

--Ah, el minino. Pero, á estas horas andará á gatas.

--Es eunuco --advirtió Alberto.

--¡Poverino! --profirió Jiménez, con voz y gesto lacrimosos.

--¿Por qué? Ya ve usted, Orígenes...

--Tiene razón el señorito --intervino Manolo.

Jiménez se volvió hacia el criado, haciéndole una mueca de
estupefacción. Alberto, sin poder dominar una sonrisa, habló, mientras
hacía el nudo de la corbata.

--Pero, hombre, ¿á ti quién te mete?

Manolo salió muy avergonzado por haber expuesto este rasgo de cultura á
la burla del señorito.

Jiménez tomó del suelo un pedazo de escayola:

--Esto parece un seno.

--Y lo es; de la Venus de Milo.

--Infeliz señora. ¿Y esta obscenidad? --Mostraba un fragmento con la
base del vientre y la coyuntura de unos muslos femeninos.

--De la de Médicis.

--Veo que no ha respetado usted nada --añadió Jiménez, revolviendo con
el pie pedazos de fotografías y de lienzos--. ¡Ah, sí! Aquí hay una
mujer que se ha salvado. ¿Quién es? --Y señalaba á la Gioconda.

--El velo de Isis.

--¿Eh?

--Lo que fué, lo que es, lo que será. Nunca mortal alguno levantará el
velo de su inmortalidad.

Apercibíase Jiménez á comentar burlescamente las palabras cabalísticas
de su amigo, cuando Telémaco, con sus desesperados maullidos, puso en
turbación el reposo de la casa. Oíase también á Manolo, que inducía al
gato á meterse en un cesto, dirigiéndole interjecciones enérgicas.

--Tendré que ir yo --dijo Alberto, y salió seguido de Jiménez.

Manolo había hecho presa en Telémaco, sirviéndose de una arpillera que
le abroquelase contra las uñaradas de la fierecilla. Sin miramiento
ninguno para con el animalucho, pretendía incluirlo en el cesto
empujando á puñadas, como si se tratase de un rebujo de ropa sucia.
Pero el gato se encrespaba, maullando rabioso, y tantas veces como se
le metía, botaba fuera como por arte de encantamiento.

--Creo que mejor lo dejamos, señorito.

--Tiene razón Manolo --corroboró Jiménez.

--Imposible. He arrojado todos mis libros al patio y mis textos, de
aquí en adelante serán Sultán y Telémaco.

Jiménez enarcó los hombros.

--Está usted más loco que una cabra.

Cuando el gato estuvo alojado, hubo necesidad de atar el cesto con una
cuerda; con tal fiereza se revolvía en su prisión.

--Andando. ¿Has metido en las maletas la mostaza Colman y la salsa
Worcestershire?

--Sí, señorito.

Salieron á la calle. Alberto entró con Sultán en el coche. En el
pescante iba Manolo con el cochero y las maletas; la cesta del gato
sobre las piernas. Jiménez y Alberto se despidieron.

--¡Arrea! --gritó Alberto.

El coche comenzó á andar. Desde el balcón, Teresuca miraba á su ayuda
de cámara con un mohín de tristeza en el hociquito.



IV


El carruaje avanzaba por la parte alta de la ciudad, siguiendo la linde
del parque público. Alberto recordó que la víspera, á la misma hora
aproximadamente, cruzaba los jardines, del brazo con Rosina: una pareja
de enamorados cuchicheaba en la sombra, y las estrellas latían entre
el boscaje. ¿Qué será de Rosina? pensó. Hubiera sido tan placentero
llevarla consigo á la aldea. El amor carnal sin comedimiento le
ayudaría á ir abdicando poco á poco de la vida consciente y los restos
del pasado. Pero, de pronto, se hizo presente en su memoria el verso de
Mallarmé:

    _La chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres._

Sí, la carne es algo terriblemente efímero y triste, y de otra parte,
Alberto se juzgaba ya de vuelta de toda la vana ciencia de los hombres.

En el parque, comenzó á tocar la charanga municipal; algarabía
metálica que sacudía el aire nocharniego con una emoción de
sentimentalismo.

El coche corría carretera adelante, á campo traviesa. La noche estaba
lóbrega y tormentosa.

En el páramo de la Molleda, Alberto ordenó al cochero que hiciera
alto. Descendió del coche. La tierra, hasta la línea del horizonte,
se extendía en rasa planicie, de un negro de humo, á manera de lago
bituminoso. Por el cielo, de la parte de Poniente, se levantaba un
vapor cárdeno, translúcido.

Alberto amaba singularmente el yermo, hosco y huérfano de vegetación.
Le parecía un estado de espíritu materializado; aquella sequedad y
aridez de los místicos que hacía más vehemente el ansia de contemplar á
Dios. Muchas veces iba á caballo hasta la Molleda, y discurría largas
horas leyendo, sentado sobre una gran piedra calva y ebúrnea.

Retembló el trueno. Las nubes se agrietaron en estrías amoratadas.

--¡Buena se nos viene encima! --Gruñó el mayoral-- Súbase, señorito,
y vamos aína. Dudo que lleguemos á Cenciella con bien. Los caballos
tienen miedo...

Á poco de reanudar la marcha, empezó á llover reciamente. Desatóse el
viento; la voz de los truenos era horrísona.

En la Peña, á donde llegaron después de un cuarto de hora de carrera
desenfrenada, guardaron el coche al cobijo de un tendejón. Telémaco,
en su jaula, daba señales de iracundia funesta. Alberto, Manolo, el
cochero y Sultán, entraron en un _chigre_, ó lagar de sidra. Un grupo
de ennegrecidos mineros jugaban al tute y bebían; volviéronse á mirar á
los recién llegados, con ojos que albeaban sobre el hollín del rostro.

Alberto tenía apetito. Su cuerpo, habiendo reaccionado de la
embriaguez, se encontraba ágil, elástico y como saturado de fuerzas
tumultuosas. Sentía deseos de correr, de saltar, de trepar montañas,
de cabalgar potros cerriles. Pidió qué comer. Sirviéronle sardinas en
aceite, pan, sidra. Andaba tan ensimismado que no echó de ver cómo
los mineros le contemplaban con descaro, profiriendo groseras chanzas
en voz que de él pudiera ser oída; daban puñadas sobre la mesa y
reían, mostrando la blanca dentadura. Una carcajada más sonora obligó
á Alberto á parar atención en el grupo. Su pensamiento llegaba de
tan profundos y misteriosos limbos que, saliendo á la superficie, el
mundo, de primera intención, se le aparecía á modo de espectáculo. Por
eso su mirada fué clara y honda, una de esas miradas espiritualmente
autoritarias ante el influjo de las cuales se recogen avergonzadas las
fuerzas vacilantes del instinto.

Un minero se levantó, y echó á andar, tambaleándose, hacia Alberto.
Éste le veía acercarse, con curiosidad desinteresada, artística. La
lentitud, el movimiento del minero, su cráneo anguloso y su fortaleza
torpe y bovina, hacían que Alberto imaginase tener ante sus ojos
una escultura de Meunier, semoviente, viva. Sentía una emoción así
como de reposo, y en sus labios apuntaba una sonrisa. El minero, en
acercándose, se despojó de la boina, y dijo:

--¿Quiere aceptar el señorito un vaso de sidra?

--Ve usted que estoy bebiendo. Tome usted --Con calma escanció un vaso
y se lo alargó al minero. Luego le dió una botella--. Para usted y sus
amigos.

Volvió el minero á su grupo, y, á partir de este momento, se redujeron
á jugar el tute con bastante circunspección.

Alberto se sentía en plena ingenuidad, frescura y barbarie de espíritu.
Cuanto le rodeaba le producía el deleite de la emoción. Sus nervios
estaban en una tensión musical y sutileza sensible que nunca había
experimentado hasta entonces. Como claro espejo, ó quieto caudal de
agua viva veíase colmado con las bellas virtudes pasivas de la mera y
exquisita receptividad.

El cuadro de la taberna, en donde momentáneamente vivía Alberto, era
Jordaens ó Teniers, pero con vida íntegra y acción gustosa sobre todos
los sentidos. Por el abierto portón de la huerta, al fondo del lagar,
entrábase olor á rosas, á malvas y á tierra húmeda. De vez en vez, á
la luz de un relámpago, se encendía el paisaje con un resplandor azul
intenso y violeta; y era la aparición subitánea de esas creaciones de
Patinir, con su diafanidad diamantina de paisajes contemplados en lo
hondo de un lago de aguas durmientes y delgadísimas.

Desde una habitación vecina, llegaba la canturria humilde de un
acordeón. Una voz moza cantaba. Era un aire de austera melancolía
labriega, como las romanzas de Grieg y de Rimski-Korsakoff.

Alberto batió palmas. Por detrás de una cortina á rayas rojas y
blancas, asomó el chigrero. Un gato atigrado salió al mismo tiempo, por
debajo de la cortina; avanzó por el suelo, de tierra cenagosa; quedóse
un instante con la cabecita ladeada y un brazo en alto, atento á los
maullidos de Telémaco: continuó, indiferente, runruneando con mimo.

--¿No pueden venir á hacernos compañía el que toca y la que canta?
--El gato topaba y se restregaba en las perneras de Alberto, el cual,
en aquella ocasión estaba poseído de una ternura clarividente hacia
todas las cosas. Gato, chigrero, mineros, muebles, toneles y, hasta los
fenómenos físicos; la luz de los candiles, el lamento del acordeón, el
olor á tierra y á rosas, todas las cosas se le presentaban como objetos
de interés universal, amables y expresivos.

En esto Remedios, que tal era el nombre de la hija del chigrero, vino
á sentarse al lado de Alberto. Era carillena, lechosa de color, pelo
de caoba, muy encendida de labios, ojos negros y rubias las pestañas.
Sugería el recuerdo de esas hembras pingües y fáciles que en las
kermeses de Rubens dejan sin asombro sus senos ser estrujados bajo la
mano venosa y cetrina de un flamenco beodo. Su falda era añil muy vivo,
casi glorioso, semejante á los añiles de Fra Angélico, que siempre
habían conmovido inefablemente á Alberto, y el abundoso vuelo caía
rígido en innumerables y menudos pliegues. Tales fueron las imágenes
que resbalaron por la memoria sensible de Alberto.

--Cantas muy bien, mocina. --Habló, por hablar algo.

--Calle por Dios, señor. ¿Quier burlase? --Sesgaba la cabeza á la
derecha, de manera que la trenza contraria le caía desde el hombro
al seno. De soslayo miraba á Alberto. Tenía la mano derecha vuelta
graciosamente y apenas apoyada en el pecho del mismo lado. Erguíase su
tronco con dignidad campesina, como la Mnemosyne de Lysipo.

--Y ¿quién tocaba el acordeón?

--Mal diaño ¿qué ye acordeón?

El padre, que alongado de ella, contemplaba orondamente á su hija,
interpuso:

--Por lo fino dícese acordeón á la finarmólica. Sábeslo de sobra y no
sé por qué te haces la fata --Estaba cruzado de brazos, con el gesto
entre socarrón y hierático del escriba egipcio que hay en el Museo de
Louvre. En el rostro, recamado de erisipela, revelaba gran orgullo
genésico--. Ella misma toca la finarmólica, señorito.

--Pues no es floja habilidad. Venga de ahí.

Remedios dió aire al fuelle, y comenzó á tañer un monótono vals y á
cantar:

      Con tu partida me partiste el alma;
    y aquel beso que me diste en la alameda
              me mató.
    ¡Ay, sí, sí! que te lo digo yo...

Al cantar, descubría los dientes, pulcros y parejos; la roja
lengüecilla jugaba entre ellos, á veces. Los mineros, haciendo alto en
el tute, escuchaban recogidamente. Pero, la absurdidad de la letra y la
música andaban á punto de quebrar la fruición espiritual de Alberto.
Dijo:

--Es muy bonito, pero basta.

Casi todos sus sentidos habían tenido regalo. Las tersas y
aterciopeladas mejillas de Remedios se le ofrecían á Alberto como
sazonado fruto en donde hundir los dientes, ó materia preciosa para
acariciar el tacto. Llevó la mano al rostro de la moza, y cerró los
ojos, por recibir más intensamente la sensación. Por todo el cuerpo se
le difundió al modo de una delicia penetrativa ó suavidad oleaginosa,
como si su alma resbalase sobre sedas velludas ó yaciese en un musgo
fragante.

--¡Vaya, vaya! --Rezongó roncamente un minero.

--¿Qué ocurre? --inquirió el chigrero, con petulancia despectiva--
Paezme á mí que va á llegar un día en que no vos abra la puerta de mi
casa. Pa la ganancia que dejáis.

Otro minero, el más corpulento y lóbrego, se puso en pie. Habló
haciendo avanzar agresivamente el hombro izquierdo, como el Colleoni
ecuestre del Verrochio, y como los gallos de pelea:

--Y yo digo que te voy á cortar el pico, Parrulo.

--Bueno, en mi casa mando yo --respondió el Parrulo, sin dar
importancia á la amenaza y contando las monedas que Alberto le había
dado--. Muchas gracias, señorito, y mandar.

El dueño del lagar y su hija se mantuvieron en la puerta hasta que el
coche partió, cuesta abajo, cascabeleando alegremente.

El cochero y Manolo, en el pescante, reían á todo ruedo. Alberto les
tocó en la espalda con el bastón, un makila de los Pirineos, rematado
en tosca y larga contera.

--Á ver si podéis callar un momento.

Enojábale que la algazara matase una voz cauta y luminosa que en el
pecho le comenzaba á manar.

Llegaron á Cenciella muy cerca de la media noche. Alberto, acompañado
de Manolo, se encaminó por una calleja, al pie de las tapias de la
finca, hasta la casa del casero. Con el bastón golpeó la puerta. Un
perro ladró furiosamente.

--¡Azor! ¡Azor, calla! --gritó Alberto.

El perro ladraba, cada vez más enardecido.

Sultán se acurrucaba medroso á los pies de Alberto.

--Se ha olvidado de mí ese animal.

--¿Quién demonios llama? --preguntó Celedonio, el casero, desde el
fondo de su habitación.

--Yo.

--El señorito. Voy, voy esnalando. ¿Quier que le abra la portalada de
la casona?

--No; abre aquí. Entraré por el jardín.

Celedonio salió en mangas de camisa, con un farol en la mano.

--¿Cómo está el señorito? Asustome. Á estes hores... Buena tronada.
¿Dónde yos cogió? Por aquí, por aquí, con cudiao, que están les
fesories...

En saliendo á la huerta, Azor acudió raudo, colérico.

--¡Azor! ¡Azor! --vociferó Celedonio, intentando ahuyentarlo.

Iba á lanzarse Azor, con los dientes arregañados, sobre Alberto, cuando
éste, voleando el bastón con fuerza, le aplicó un palo en los brazos.
Azor cayó á tierra aullando. Celedonio se acercó á examinarlo á la luz
del farol. Sultán andaba también por allí, con el rabo entre piernas.

--Tiene una pata rota.

Alberto se inclinó sobre el can, y éste le miraba con ojos humedecidos
y sin reproche. Con el temblequeo nervioso del rabo, la expresión de la
pupila y otras muestras humildes, esforzábase Azor en expresar que,
por último, reconocía al dueño y solicitaba su perdón, como si dijera:
«olvida que he pretendido hacerte mal. Me has roto una pata: bien rota
está. He aquí otras tres; de añadidura, el rabo, si así lo decides».
De esta suerte tradujo Alberto mentalmente la disposición de espíritu
del perro guardián. Le pasó la mano sobre la cabezota con amorosa
insistencia. Azor parecía desleirse de agradecimiento.



V

      The more I see of people
    The better I like dogs.


Azor quedó cojo. Obligado de la necesidad, aprendió muy prestamente á
andar en tres patas, y lo hacía con una buena gracia grotesca que era
una delicia verlo.

No estaba muy clara la estirpe canina de Azor. Era un perro de abolengo
muy complicado y oscuro, como el de algunas dinastías reinantes, y de
rasgos harto móviles é indefinidos. Las más varias y aun antitéticas
castas perrunas, reclamaban su porción congrua en la sangre de Azor.
Entre su ascendencia había nombres respetables, uniones lícitas y
aristocracia genuina junto con adulterios, bastardías y generaciones
á salto de mata. En suma, que era un individuo muy _complejo_ como
se suele decir. Dentro de su personalidad psíquica y aptitudes de
su actividad, estaban latentes todas las perrerías. En cuanto á la
expresión de sus rasgos, era indiscernible y cambiante; tan pronto
parecía un lobo, desconfiado, cruel, como se aborregaba, dulcificándose
hasta un extremo ridículo. Zanquilargo y desgarbadote, rabicorto,
hundido de hijares, no muy lanudo y de un color castaño claro con visos
de alazán.

El infortunio le trajo á una domesticidad impropia de su historial
guerrero; lo propio les suele acontecer á los hombres. Pero dió pruebas
de alta magnanimidad. Nunca exteriorizó rencor contra el que le había
hecho perder una pata. Entabló amiganza con Sultán. Se pasaba el día y
la noche al lado de Alberto, y dió á entender, con noble estoicismo,
que hacía abdicación de sus antiguas funciones de centinela nocturno.

--Azor, hijo mío --le dijo una mañana Alberto. El can le escuchaba,
mirándole de hito en hito--. La fortuna es el peor enemigo de hombres y
perros. Mientras todo va bien, no sabemos de lo que somos capaces. Ha
sido menester que perdieras una pata para que aprendieras á andar en
tres. Y yo te digo: ¿por qué no has de intentar hacerlo en dos, sin que
la desgracia á ello te obligue?

Y desde aquel punto se aplicó á convertir á Azor en un perro sabio
y acróbata. El animal se prestaba á todo de buen grado, si bien el
aprendizaje era prolijo y penoso. Con lo cual perro y amo ganaban;
Azor, en habilidad; Alberto, en instinto; á tal punto, que los sentidos
llegaron á ejercer una especie de tiranía sobre él.



VI

  El autor aconseja al lector que deje de lado este capítulo y vuelva
  sobre él, si así le place, en concluyendo la novela.


Alberto empleaba sus ocios en aproximarse, moralmente, á sus animales
domésticos. Sultán, el perro _setter_, y Calígula, el gato negro,
le hostigaban con misteriosa fuerza la curiosidad. Estudiábalos y
pretendía desentrañar en ellos algo así como patrones morales que al
pasar hereditariamente transmitidos al hombre hubieran perdido su
genuina y originaria sobriedad.

Otro campo de observación fué el gallinero, y en particular el gallo
que allí había, de color giro, como dicen los entendidos en animales
de pelea; esto es, pardo, con caparazón ó gualdrapa aurina sobre el
espinazo. Era una bestezuela estúpida, fanfarriosa, olímpica. Alberto
le puso el nombre de Alectryon.

Por último, descubrió un hormiguero en la pomarada de su huerta, y en
él un nuevo tema de indagaciones y manantial de fantasías.

Á la noche acostumbraba pasear dentro del salón, de largo en largo,
hasta muy tarde. En ocasiones se paraba á escribir. Entreveía un
sistema y le aguijaba la angustia de no lograr completarlo palmaria y
armoniosamente. He aquí á continuación un traslado de sus papeles, no
muy claros, en verdad; citas, notas, esbozos fragmentarios y versos:

    «Was ist der Mensch,
    Woher ist er kommen,
    Wo geht er hin?»[1].

    HEINE.

_Sultán; moral cristiana. El perro y el semita son los únicos animales
que creen en un sér superior á ellos. La ética judía, como la del
perro, es de origen teológico; (ética judía = ética cristiana = ética
canina). La moral es emanación de la voluntad divina. Dios es el
legislador de la conducta del hombre, y éste de la del perro.
Recuérdese la inscripción que Pope --creo que fué Pope-- puso en el
collar de su perro: «Yo soy vuestro perro, Señor; pero, ¿cuyo sois vos
perro, Señor?»_

«_Á los antiguos, los judíos les parecían gentes soñadoras en un mundo
laborioso._» -- HERMANN LOTZE. «MICROCOSMOS.»

_Aprovechable en la moral canina; la parte concedida al ensueño, la
reverencia ante el misterio. Hay que dejar abierta una puerta del alma,
por si llegara el Esposo que se entrase presto. Y, sin embargo..._

_Los filósofos griegos llamaban á la muerte causa fundamental de toda
filosofía._

_Nuestra vida, en el momento de nacer, es como una caja vacía, cuyas
paredes son de diamante negro. Las paredes son la muerte. Nuestra vida
está limitada de muerte por todas partes. ¿Con qué hemos de llenar la
caja? He aquí el verdadero problema moral. La moral canina no habla de
llenar la caja, sino de adornarla por fuera, para después de la muerte.
¿Con qué hemos de llenarla? Alectryon = moral sexual; el Eclesiastés,
Omar Kayam, «pero, los hombres no tenemos sus viriles medios de
gobernar». Calígula = moral helénica; el hombre, ombligo del Universo.
Sócrates, Platón, Epicuro y Epicteto, en rigor, profesan una moral
semejante; son los cuatro biseles de una bruñida losa de alabastro,
sobre la cual se lee esta palabra de oro: EUDAIMONIA (felicidad). Y,
sin embargo..._

_Pero, es que los griegos ignoraban un terrible morbo de la moderna
patología espiritual; la enfermedad de lo incognoscible. Y aquí sale
á escena Madama Comino = moral del olvido, moral utilitaria. Y, sin
embargo..._


SULTÁN.

      Late en tus ojos dulces la armonía
    del que sabe de un Sér ordenador
    sobre las cosas. Tu filosofía
    no conoce la duda y su negror.

      Hay calma en tu mirar de terciopelo:
    y es que todos los días logras ver
    en el repuesto asilo de tu cielo
    la propia faz de tu Supremo Sér.

      Conoces unos genios tutelares
    que te juzgan y dan fallo diverso,
    castigo ó premio, el palo ó los yantares...
    Has hallado un sentido al universo.

      ¿Lo has hallado? ¿Ó es sólo cobardía
    que te dobla del hombre á los antojos
    y hacia él te arrastra, un día y otro día,
    ágil la cola y húmedos los ojos?

      No lo sé. Y así siendo, perro mío,
    te otorgo la caricia de mi mano,
    por humilde, por falto de albedrío,
    por servil, por cobarde, por humano.


ALECTRYON.

      Pretencioso, como de estirpe añeja;
    prócer, cual fruto de alto vientre real;
    con la barba temblándole, bermeja:
    al cráneo, la corona de coral;

      y, el manto de tisú carmín con oro,
    en sus gratos dominios se pasea.
    Las concubinas síguenle; es un coro
    donde el deseo canta y aletea.

      Innumerables son las concubinas
    del Rey sabio y hermoso.
    Todas piden las gracias peregrinas
    de su empuje gustoso.

      Ahora, viénele al Rey un ansia ardiente;
    ésta acude, ¡oh, minuto deleitable!
    Y luego todas, sucesivamente
    durante el día entero. ¡Es admirable!

      ¿Qué concubina esquivará la furia
    asidua de su gran virilidad?
    En los Estados, siempre es la lujuria
    fecunda ley de solidaridad.

      Pero, ¡cuánto más orden y armonía
    en estos muladares primitivos
    que en la humana porfía
    de los hombres conscientes y lascivos!

      ¡Oh, gallo; mucho abarca
    la lección en acción que nos enseñas
    en tu reinado firme de patriarca,
    --prole y esclavas que á tu agrado adueñas!--

      Pero, ¿de qué nos valen tus sutiles
    enseñanzas, hermoso gallo, si
    el hombre no disfruta tan viriles
    medios de gobernar?
                        ¡Quiquiriquí!


CALÍGULA.

      Eres negro y sutil. Tienes un modo
    altivo de mirar la creación
    como de aquel que lo desdeña todo
    porque nada merece su atención.

      Hace tiempo te tuvo fascinado
    una beldad fosfórica y divina;
    pero, ahora que el amor te está vedado
    y puedes ser cantor de la Sixtina,

      tu porte es displicente y ondulante.
    Sólo amas la molicie, la quietud.
    Eres un pirronista militante
    que nada cree; ni en Dios, ni en la virtud.

      Yo te paso la mano por el lomo;
    y, de mi mano al caricioso influjo,
    enarcándolo vas, airoso, como
    arco latino de gentil dibujo.

      Mas, no agradeces este gesto mío
    que te llena de voluptuosidad.
    No soy tu Dios. Dices, como el impío,
    que todo se obra de casualidad.

      Mírasme con pupila adormecida,
    cargada de desdén y de fulgor.
    Graciosamente enseñas que en la vida
    comer, dormir, soñar es lo mejor.

      Las cosas y los seres son lacayos
    uncidos á tu propia bienandanza.
    ¡Si hasta piensas que el sol tiene sus rayos
    tan sólo á fin de calentar tu panza!...

      ¡Oh, gato, aristocrático y divino!
    ¿Por qué no ha de existir en la razón
    de tu sutil encéfalo felino
    la clase de este mundo de ilusión?

      Mas ¿no será tal vez tu escepticismo
    engendro de tu espíritu amargado,
    el sentirte, en el fondo de ti mismo,
    un pobre tigre sin hacer, frustrado?


MADAMA COMINO.

Esta es una interviú que celebré con la señora Comino cierta tarde que,
por distraerme hasta la hora del tren para San Ramón, salí á la huerta,
en donde la encontré.

      --¿Cómo estás, Madama Comino?
    Y perdona que te hable de tú.
    Soy romero, que va de camino;
    mas, ya que á mi vera te puso el destino,
    celebremos una interviú.
    Hormiga amiga,
    hormiga hermana
    (que, sumido en la paz aldeana
    presumo que soy otra hormiga),
    ¿oyes las palabras ligeras,
    que son como brisas terrales,
    la canción lejana
    de la mocina, hacia Riberas,
    y entre los maizales,
    al lado allá del río?

          Yo me voy á casar.
        Cásome con el dueño mío,
        la más guapa neña de todo el lugar.
        Non sabe sallar
        nin aguadañar;
        sabe se reir y sabe llorar
        porque sabe amar.
        ¡Ay, mi amor!
        Si no me das la tu flor
        téngome de matar.

      ¿Has oído? Matar.
    ¿Quién lo había de presumir?
    ¡La mociquina del lugar
    no sabe que se ha de morir!
    ¿Qué dices de la muerte, hormiga?
    ¿Qué dices, Madama Comino?
    --. . . . . . . . . . . . . . . .
    --¿Antes yo? Á tus antojos me inclino,
    pero, ¿qué quieres que te diga?
    El sol ha huído hace un instante;
    el río corre mansamente
    al mar propincuo...
    --. . . . . . . . . . . . . . . .
                        --¿Yo pedante
    porque digo propincuo? Evidente.
    Quiero decir, al mar cercano,
    su natural acabamiento,
    á libertarse del cauce tirano,
    á ser Océano,
    á ser un segundo firmamento.
    Apágase el día en su luz postrera,
    mas ve que, apagándose, atiza
    una grande y purpúrea hoguera,
    cuya es la ceniza,
    una vez que muera,
    tanto y tanto lucero,
    tanta constelación.
    Pasó el acto primero
    de la diurna función.
    Ahora viene el segundo
    que es mucho más profundo
    ¡Todo emoción!
    --. . . . . . . . . . . . . . . .
    --Dices que no me entiendes... Claro.
    Cominito ¿qué me has de entender?
    El hombre es un bicho muy raro.
    Pues, ¿y la mujer?
    ¿No tienes dudas ni teorías,
    hormiga? ¿Temes el sordo abismo
    del no ser?
    --. . . . . . . . . . . . . . . .

                --Sí, trabajas todos los días.
    Lo sé. Mas, ¿no profesas el hormigocentrismo?
    --. . . . . . . . . . . . . . . .
    --Sí; sólo en la faena se agota tu desvelo.
    --. . . . . . . . . . . . . . . .
    --Ya; cuidas del mañana con mira terrenal.
    Eres dichoso porque nunca miras al cielo.
    No sabes del bien ni del mal.
    No sientes melancolías
    ni la horrible desolación
    del que ve que se acaban sus días
    y en su boca se hiela la canción.
    Y esto no obstante...
                          Madama Comino;
    hoy tiembla en el campo un austero
    éxtasis. Hay trino
    de verderón y de jilguero.
    Entre la brisa salitrosa y cauta
    la campanilla suena, al paso tardo
    del buey. Suena la flauta
    del sapo humilde y pardo.
    Suena maravillosamente el río.
    Y ya se acerca el huracán del tren.
    Tú vas á tu hormiguero. Voy yo al mío.
    Hermana hormiga, que te vaya bien.


EPÍLOGO.--EN EL CIELO.

      Esta es la gloria de los buenos, el paraíso
    donde los animales viven vida inmortal.
    Un ámbito entre muros de diamante, con friso
    de cometas (porque estas son la pauta ideal
    de los bichos, á causa de su cola divina).
    Una pradera, como de plumas de papagayo,
    tan blanda y verde es. Una colina
    donde Alectryon se empina por fulminar el rayo
    de su quiquiquí á las gloriosas huestes.
      Corre, para Calígula, leche tibia en regatos,
    y es que la leche otorga emociones celestes
    á las bacantes dúctiles y á los dúctiles gatos.
    Á trechos, de lo verde surge un hueso
    mondo y suave como el marfil de Etiopía,
    para que en él Sultán juegue el diente travieso,
    y el meollo le extraiga, que es de miel y ambrosía.
    Y la hormiguita tiene senderitos de plata
    con simientes de oro que ella empuja, de espacio,
    á la troje, escondida debajo de una mata
    de rosas; hormiguero que parece un palacio.
    Y todo es paz, y todo es dulzura y ventura
    dentro del paraíso de las bestias sencillas.
    Al seno de Dios ha retornado la criatura
    y el agua de la nube á la mar sin orillas.

       *       *       *       *       *

      --Ven Francisco, hijo mío; tu dulce faz asoma
    á este jardín dilecto de mi reino infinito.--
    Dice Dios. Por encima revuela la paloma.
    Á su diestra está el hombre, según estaba escrito.
    Y Francisco se asoma sobre el fresco recato
    inmarcesible, en donde los bichejos están,
    y en amor derretido les dice: --¡Hermano gato,
    hermano gallo, hermana hormiga, hermano can!--
    Y Dios. --Más gratamente resuena en mis oídos
    el murmullo que puebla este dulce jardín
    que flauta y lira y cánticos de ángeles y elegidos,
    ó la voz inflamada que vierte el querubín.
    ¡Oh, hijos míos, cuajadas de mi propia sustancia,
    normas, sendas por donde el mezquino saber
    pudo evadirse de la ciudad de la ignorancia!
    Pero, los hombres no quisieron entender.



VII


Los vecinos de Cenciella, sabiendo que el señorito de la casona alta
estaba en el pueblo, se asombraban de la reclusión en que se escondía;
él, otras veces tan amigo de holgorios y gente aldeana... Cuando Rufa,
la vieja criada tradicional, usufructuante de por vida de la casona,
salía á hacer la compra, le preguntaban por don Albertín:

--¿Qué queréis que vos diga? --contestaba la vieja-- Nunca lo vi como
ahora. Rompióle una pata á Azor, y ahora enséñale á hacer títeres. Y
aluego, cuándo con los perros, cuándo con las gallinas, cuándo con el
gato, pásase el día entre animales.

--Es que no sale ni á misa --replicaba alguno.

--Á misa ya sabéis que nunca fué. En eso tira al padre; Dios le haya
perdonado.

--Visitáralo la viuda.

--¿La viuda? ¡Bah, bah! Entavía non la vió. Si non sal de casa... Ella
sí, pásase el día asomada pel la tapia. Ya sabéis; como las huertas
están xuntas, pared por medio, y la de la viuda más alta...



VIII


La casa solariega de Alberto estaba desviada de Cenciella como cosa
de medio kilómetro. Delante de la fachada, al estilo plateresco, se
hacía un espacio en círculo, enarenado, con poyales de piedra en lo más
extremo de él y todo en torno eminentes álamos reales. De un costado y
otro del edificio, y siguiendo el plano del frente, arrancaba el alto
tapial de la posesión, doblábase á poco en dos ángulos rectos, é iba
ladera arriba, hacia el fondo, cuya pared era medianera entre la huerta
de Alberto y la de la viuda de Ciorretti. La finca de la dama ocupaba
lo más empinado del ribazo, de suerte que desde ella se podía otear, al
pie, la del vecino.

Era la viuda una rozagante matrona, de oriundez piamontesa. Sus
cabellos cobrizos; la piel de requesón, constelada de pecas; labios
gordezuelos é impregnados de abundante humedad; las pupilas, entre
grises y ambarinas, gatunas; las pestañas casi albinas, y en junto
los ojos como los de las yeguas bayas; el cuello, amplio y abarrilado,
que ella gustaba de exhibir siempre. Por disimular cierto exceso de
carne usaba corsé hasta medio muslo, y lo ceñía de firme, con lo cual
el tronco tomaba un aspecto de tiesura maciza y majestuosa. Andando,
arregazaba la falda con mucha desenvoltura, descubriendo la pierna
desde el gozne de la rodilla, unas medias de matices suaves --lila,
fresa, musgo, tabaco--, y unas botas de color bronce y brillo metálico,
hasta media pantorrilla. De la armonía total de sus perfecciones
naturales y atavíos resultaba cierto encanto fofo ó incentivo
deslabazado á propósito para satisfacer esa voluptuosidad perezosa,
característica de las siestas estivales.

En Cenciella y Pilares se conocía de público la historia lamentable de
su viudedad, el desconsuelo que esto le trajo, y la manera sencilla
con que hubo de recobrarse del quebranto conyugal. Su esposo, Antonino
Ciorretti había sido un hombre estupendo, tanto en las partes físicas
como en las prendas del intelecto; ardiente, membrudo y vigoroso como
un romano de los tiempos de Rómulo; y luego, astuto, emprendedor,
perseverante. Estableció en Pilares una fábrica de sombreros, con tan
buena fortuna que á los dos años arrastraba coche. Como buen mozo,
y convencido de que lo era, gustábale lozanear, cabalgando á través
de las tortuosas calles de Pilares. Las provincianitas, huesudas y
anémicas, á causa de la vida recoleta y del abuso de las prácticas
devotas, viéndole pasar, bien arzonado y jactancioso, muy cerca de
los miradores tras de los cuales bordaban ó leían la Leyenda Dorada,
envidiaban nebulosamente á Pía Octavia Ciorretti, la mujer del
italiano. Los caballos eran dos, Dante y Petrarca, uno flor de romero y
otro castaño rodado, entrambos de silla y tiro al propio tiempo. Cuando
el matrimonio salía en coche, un _mylord_ de gomas, llevaban de cochero
á Joselín, _el Chelu_, muy conocido y celebrado de la plebe pilareña;
un chicarrón de rostro agudo y apicarado.

Para los habitantes de Pilares la pareja Ciorretti constituía el
arquetipo de la dicha epicúrea. Se les imaginaba siempre entregados
á un sensualismo venturoso. Pero he aquí, que una mañana, sin ton
ni son, se muere el fabricante de sombreros. Pía Octavia, igual que
la matrona de Éfeso, quiso morir y ser enterrada á la vera de aquel
cuerpo tan amado, y tan amante. Repelía todo consuelo de amigos y
conocidos, exclamando, con bastante candor, no exento de malicia, que
el muerto le había dejado un vacío difícil de llenar. Con esto, todos
dieron por hecho que Pía Octavia no tardaría en seguir á Antonino al
sepulcro. Buscando lenitivo ó consolación en su duelo, acostumbraba
bajar á la cuadra, y allí, ante la presencia atónita é inflamada
de Joselín, _el Chelu_, como en demencia ó extravío de pasión, iba
á llorar, abrazar, besar, mimar, acariciar, hacer mil muestras de
frenético agasajo, cuándo á Dante, cuándo á Petrarca, á los dos potros
que él, su Ciorretti, había cabalgado tanto. Eran dos recuerdos vivos
del esposo, prematuramente desaparecido, y Pía Octavia, por una de
esas candorosas locuras hijas del amor cuando se ayunta con el dolor,
suponía que los caballos experimentaban una nostalgia semejante á la de
ella. El tiempo no corregía la amargura de la pobre mujer, sino que la
acrecentaba. La efusión que dedicaba á los caballos era cada día más
tempestuosa: dijérase una Pasiphae delirante que no entendiera mucho de
zoología. Y Joselín, cuyos nervios se iban poniendo de punta y su mente
ofuscándose, resolvió colocarse de por medio, prodigar consoladoras
palabras á la viuda, y aliviarla de tanta pena, por los medios que
buenamente se le ocurrieran. Joselín era avispado y de mucha labia.
Industrióse con tanta cordura y sutileza que atinó á llevar al ánimo
de Pía Octavia el néctar de la mitigación, lo cual la viuda agradeció
tanto que eximió de la cuadra al caritativo mancebo y le ofreció dinero
bastante con que estableciese una tienda de vinos, que era el ideal
de Joselín. Los vecinos de Pilares dieron en interpretar aviesamente
la liberalidad de la viuda, y á poco de abrirse la tienda de Joselín,
le inventaron al dueño un remoquete ó apodo que cundió al punto hasta
llegar á sustituir al anterior de _el Chelu_. Se le llamó, de allí en
adelante, Joselín, _Priapo de oro_.

Á _Priapo de oro_, en viéndose propietario de un establecimiento lujoso
--pintó la portada de vermellón--, se le subió el orgullo á los sesos,
perturbándoselos no poco. Dióse á la francachela, á las costumbres
licenciosas, y en compañía de hombres libertinos y mujeres alegres,
fué endeudándose de fea manera y á tal extremo que, en vísperas de
complicaciones judiciales, hubo de acudir á la viuda.

--Imposible, Joselín --respondió enojada la Ciorretti--. Fuiste leal
y bueno conmigo... y para con la memoria de tu amo. Creo que te pagué
razonablemente. Tú sabrás lo que has hecho con el dinero, que no era
poco. Me pides más, de nuevo: imposible, hijo, imposible. Niente,
niente.

Aquella misma noche se suicidaba _Priapo de oro_. Esto acontecía á
los dos años de enviudar la italiana. Á los pocos días del suicidio,
huyendo de lenguas ociosas, salió de Pilares y fué á refugiarse en
Cenciella, á una casa que Antonino había comprado en excelentes
condiciones á unas hidalgotas, vírgenes vetustas, venidas á menos.
Habíase despojado ya del luto, y gustaba de vestir dentro de sus
dominios unas batas ó peplos livianos, ondulantes y de célicas
entonaciones. Alberto, en la huerta de al lado, pintaba con singular
aplicación. La viuda acechaba al mozo, oculta entre los pomares,
y como no le desagradase su pergeño, sencillez y buen aire, fué
aficionándosele y discurriendo un arbitrio con que acercarse á él.
Mandó levantar un terradillo, en la tapia medianera, y á él subía en
atardeciendo, vaporosamente, á tiempo que las estrellas asomaban en el
cielo. Alberto, en un principio, no le concedió mucha importancia. La
viuda estaba determinada en hablar al pintor, pero no se le deparaba
coyuntura. Por fin, una tarde que lo tuvo cerca, á pretexto de unas
plantas de rábanos, rompió á hablar así entre dengues y rubores:

--Joven. ¡Ay! Usted dispense. ¡Jesús, qué atrevimiento! Le he llamado á
usted sin darme cuenta, distraídamente.

La viuda, envuelta en tules azul pálido, se recodaba en lo alto de
la cerca, la cual, por la parte de Alberto, estaba recubierta de
melocotoneros, en espaldera.

--Mándeme usted, señora --respondió Alberto, acercándose con
naturalidad al sitio por donde asomaba la Ciorretti.

--Dirá usted que estoy loca --se ocultaba el rostro con las manos--.
¿De veras me dispensa usted?

--Pero ¿de qué? Si es por haberme dirigido la palabra, se lo debo
agradecer...

--Muy amable. Su huerta es muy bonita, y está muy bien cuidada. Desde
aquí se domina muy bien. El jardín, ya no tanto. Digo que no se domina
tanto, por los árboles. Parece que tiene usted muchas flores.

--Todas á su disposición...

--No será tanto... Ya tendrá usted algunos compromisos...

--¡Qué tontería! --comentó Alberto, riéndose con ingenuidad--. Ahora es
usted la que debe perdonar; una exclamación involuntaria.

--No, si me gusta que me trate con confianza: al fin y al cabo somos
vecinos. Usted solo, según me han dicho, ¿verdad? Yo sola. ¡Ay! Y usted
pensará: ¡Qué pesada se pone Pía Octavia!

--No, no; no pienso tal. Pero usted iba á decirme algo, al principio,
Pía Octavia.

--Se va usted á reir. Pues... me gustan mucho los rábanos. Aquellas
plantas, ¿son rábanos?

--Se lo preguntaré á Celedonio.

--Lo son; los conozco muy bien. Tire usted de una matita, verá como
sale el rabanito. Así, no; que se rompe la mata. ¡Jesús, qué torpe! ¿Lo
ve usted? Ya se ha roto. Voy yo á su huerta, es decir, si usted me lo
consiente.

--No faltaba más. ¿Á salto?

--¡Qué horror! En dos minutos estoy ahí. Desapareció detrás de la tapia.

Á poco, estaba con Alberto extrayendo rábanos de la tierra. Había
anochecido ya, y de ahí que la Ciorretti se tropezase á veces con el
joven. Á partir de esta recolección vespertina comenzó la amistad, que
llegó á hacerse íntima. Alberto, á la postre, claudicó, pero sin poner
en sus relaciones con la viuda otro interés que la voluptuosidad leve
á que el calor estivo le inducía. Concluído el verano, quebróse toda
ligadura, y Alberto no volvió á acordarse de Pía Octavia, de sus peplos
incitantes ni broncíneas botas.

Ahora, en aguda crisis espiritual, encerrado en sus cogitaciones,
no echaba de ver que la Ciorretti le esperaba á diario sobre el
terradillo. Una tarde salió Alberto á sentarse al pie del parral. La
viuda, que lo vió, comenzó á dar grititos, y el joven hubo de acercarse.

--¡Ingratísimo! Así se trata á las amigas. Cerca de un año hace que nos
separamos.

Quiso hablar Alberto, pero la Ciorretti se le adelantó.

--Si no necesito disculpas... Ya sé que se va usted á casar. ¿Cuándo,
cuándo es el acontecimiento?

--¡Casarme...!

--¿Cómo casarse? Cualquiera diría que le toma de sorpresa...

Alberto se las arregló como pudo para cortar cuanto antes el palique
y volvió á encerrarse en la casa. Llevaba el corazón colmado de un
sentimiento de vergüenza. Las mejillas le abrasaban. Su novia... ¡Pobre
Fina!

Hizo sonar el timbre, y en acudiendo Manolo, le ordenó que á la mañana
siguiente le tuvieran apercibido un maletín y un caballo con que ir á
Villaclara.

Al siguiente día, cuando montaba á caballo en la plazoleta orillada de
álamos reales, oyó á manera de un lloro en los balcones. Azor y Sultán
asomaban el hocico entre los hierros pugnando por arrojarse á tierra.

--¡Calla, Sultán; calla, Azor, que pronto vuelvo! Y se despidió
afablemente con la mano.



IX


Conforme hacía camino el caballo, á compás del trote cochinero y
machacón, Alberto procuraba concentrarse, sentirse, conocerse. La
conciencia se le evaporaba. Poníase á cantar distraídamente, acoplando
el ritmo al trote del rocín, hasta que llegaba un punto en que
volvía sobre sí, sorprendiéndose de cantar y vivir como por máquina.
Comprendía difusamente, entre turbios vapores espirituales, que en su
alma germinaban á lo sordo las ideas matrices y las normas morales de
una vida renovada, toda serenidad y aplomo.

El día era encalmado, muelle, y el campo pulquérrimo, como si las
lluvias recientes lo hubieran esmaltado. Un vasto olor á tierra húmeda
abarcaba en su seno matices profusos de flores varias; la madreselva
emitía la nota aguda.

Alberto descabalgó, tronchó unos piños de madreselva y los sujetó en un
ojal de la chaqueta.

Las praderías verde-veronés, tachonadas por la mancha bermeja de las
vacas pacientes, le obligaban á detenerse en ocasiones, henchido de
sutil emoción de color, reposándose de toda inquietud, á la manera
que un líquido, rota la redoma, se difunde por una superficie plana.
Recobrábase luego, y entendía de pronto, aunque sin pararse á teorizar,
el infinito deleite egoísta que macera la soledad del ermitaño.

Almorzó en una venta, en la raíz de la cuesta del Palomo, y pidió que
le sirvieran solamente verduras y frutas para postre. El ventero le
tomó por loco. Salió después de comido, cuesta arriba, entre pinos muy
fragantes. Desde la cumbre del Palomo se atalaya un valle por donde
corre, en meandros la ría de Villaclara; las márgenes, guarnecidas
de casas de recreo, á modo de flores blancas y rojas, las cuales van
espesándose y forman poblado; al fondo, el mar. En aquella sazón la
ría estaba gris y refulgente, como de mercurio; terso y verdoso el
mar. En la desembocadura flotaba un bergantín con el velamen marfileño
desplegado.

--«¡Pobre Fina!» --se dijo Alberto colocándose de repente en
circunstancias históricas. ¿Amaba ó no amaba á su novia? La imagen de
aquella criatura, amasada con sustancia de mansedumbre y silencio en
carne morena y casta, se le huía á temporadas del corazón y la memoria;
mas de súbito acudía á poseerlo infundiéndosele dentro de las entrañas
de tal suerte, que le provocaba la ilusión de estar animado de un vaho
etéreo, de una fuerza ascendente. Y comenzaba la garganta á inundársele
de sollozos, mitad de remordimiento y mitad de ternura.

--¡Pobre Fina!



X


Don Medardo Tramontana estaba reputado en Pilares como uno de los
capitalistas más fuertes. Emigrante á Cuba en los primeros años de su
adolescencia, la fortuna le fué benigna. Á los treinta y cinco años de
edad volvía á España con sus dos milloncejos de pesetas á cuestas, y en
estado de inefable delgadez, la cual se hacía más notoria á causa de su
aventajada estatura. En Santiago se había dejado el hígado y todas las
sustancias adiposas del organismo, pero volvía cargado de ilusiones,
sabiendo leer en voz alta con mala prosodia y hablar aforísticamente,
y con la misma abundancia cordial con que se había ido. Lo primero,
favoreció en una medida conveniente á su parentela, aldeanos del
interior, extremadamente pobres. Luego se estableció en Pilares, y allí
puso en cotización sentimental su cara huesuda, amarilla, aguileña,
como una onza, muestra patente de las muchas que tenía. Entre los
cuarenta y los quince, la mayoría de las vírgenes pilareñas aspiraron
á la dulce posesión de la onza. Don Medardo seleccionó con buen tino,
y en último término hizo suya á Lolita Muslera, dieciséis años más
joven que él, no mal parecida y de generosas condiciones morales. La
fecundidad del matrimonio fué somera; dos hijas ó _vástagas_, según
don Medardo, dió por todo fruto. Leonor, la primera, fué desde muy
niña vivaracha, desenvuelta, mimosa. Josefina, por el contrario, era
taciturna, meditativa y poco afectuosa exteriormente. Los padres amaban
más á Leonor, y se enorgullecían de su hermosura, que, en rigor, no era
sino movilidad y gracia del rostro. Á Josefina la habían habituado á
considerarse fea; pero, la serenidad clásica de sus líneas, el sosiego
de sus grandes ojos, la sonrisa apenas esbozada y el decoro de su
expresión, eran notas que se armonizaban en una belleza exquisita,
difícil de ser gustada á no ser con reverencia y recogimiento. Sin
embargo, Josefina tenía dentro de su hogar un adepto; la tía Anastasia,
hermana de la madre de don Medardo, y mujer muy ingenua y llana. Leonor
no gustaba de salir á la calle con la tía Anastasia, porque ésta no
había logrado nunca adquirir el buen porte de las ciudades. Á Josefina,
en cambio, le agradaba la compañía de la vieja, y no era raro que
fueran las dos juntas á la plaza á hacer la compra.

Don Medardo había conocido á Alberto en el Círculo de la Alianza
Industrial y Mercantil, en _el cuarto del crimen_, ó sea sala de juego.
Don Medardo entraba por entretenerse. Á las diez monedas de peseta,
que era todo su caudal diario de aventura, las hacía experimentar
infinitas y emocionantes fluctuaciones, y así pasaba las horas, ajeno
de todo cuidado. Delante del tapete verde hubiera sido cumplidamente
feliz á no ser por las burlas de que le hacían objeto los señoritos de
Pilares, burlas que él á su vez solía repetir con la tía Anastasia,
moviendo la hilaridad de doña Dolores y de Leonor; y hasta se permitía
corregir el vocablo á la vieja, sólo que daba la pícara casualidad
que en tales casos era él quien se equivocaba. Desde la primera
vez que don Medardo vió á Alberto, le consagró una gran simpatía y
admiración respetuosa. Alberto no chanceaba con él, como los otros;
indudablemente, era un señorito con _educación_ é _higiénico_; y para
don Medardo estas palabras tenían mucha transcendencia. Un día, como
aspirando á lo imposible, don Medardo osó invitar á Alberto á que
almorzase en su casa, añadiendo que, tanto Dolores como las niñas,
tendrían mucho gusto. Alberto aceptó. En la mesa se condujo con gentil
donaire y sencilla afectuosidad. La familia quedó cautivada. Por la
noche, estando doña Dolores en su alcoba haciéndose la trenza, á punto
de insinuarse en el tálamo conyugal, ó que tal había sido, y que
ella acaparaba en razón de su corpulencia, presentóse de improviso
don Medardo en ropas muy menores y en tremenda manifestación de su
estructura ósea.

--¡Qué susto, Medardo!

--Calla, mujer. No podré dormir si no te digo un secreto.

--¡Ay! ¿Qué ocurre?

--¿Qué te parece Alberto?...

--Me lo has preguntado cien veces en el día, y te he respondido lo
mismo; muy simpático.

--¿Qué duda coge? Y con educación. Oye, ¿qué te parece si llegara á
casarse con Leonor? Un joven tan higiénico.

--Calla, hombre, no digas tonterías. Y no es porque ella no se merezca
eso y más.

--Ya lo creo; por eso lo digo. Mira que... Vaya, adiós mulata.

Claro está que doña Dolores no era mulata, pero tal era el loor más
tierno de don Medardo, el cual, acercándose á su esposa, la besó en la
frente, alta, rotunda, serena, donde no se habían albergado nunca ideas
tormentosas.

La misma noche, la tía Anastasia preguntaba á Josefina:

--¿Qué te parece ese rapaz, neñina?

--¿Qué rapaz, tía?

--¿Quién ha de ser? El que comió hoy aquí.

--Pues... nada.

--¡Ay, palomina mía! --suspiró la vieja, abrazando fuertemente á su
sobrina.

Alberto frecuentó desde entonces la casa. Sus visitas fueron tan
asiduas y largas que don Medardo, destilando satisfacción por ojos y
boca en forma de sonrisa, se creyó en el caso de preguntar á su hija
Leonor, á tiempo que le prodigaba cariciosos golpecitos en la mejilla:

--¿Qué hay? Al papá no se le oculta nada. ¿Os entendéis ya? ¡Ah,
picarona! Dímelo, ea.

--Pero, ¿quiénes, papá?

--¿Quiénes han de ser? Tú y Alberto.

--Anda, anda... Ni en sueños. ¿Cómo se te ha ocurrido una idea tan
descabellada?

Don Medardo agachó la cabeza, anonadado:

--Pero, entonces... --se atrevió á objetar--, ¿á qué santo ese visiteo
de todos los días?

--Yo qué sé, papá: vendrá por entretenerse.

--Además, si no me equivoco, os he oído trataros de tú.

--Sí; á los pocos días nos hablaba de tú á Josefina y á mi. No sé si
también á la tía Anastasia. Milagro será que el mejor día no os tutee
á mamá y á ti. Dices que es muy buen chico, y no lo dudo, y que tiene
talento, y eso, permíteme que lo dude. No sabe bailar rigodón, ni
recitar versos de Pérez Zúñiga, ni juegos de prendas..., y luego, hay
tardes que apenas si despliega los labios.

Don Medardo intentó exculpar á su ídolo:

--Eso es sin duda culpa de Josefina, que parece una marmota; y,
claro, el muchacho se encontrará prohibido.-- Don Medardo pensó decir
_cohibido_.

Sí, la marmota era la causa del silencio de Alberto, y también de las
visitas diarias. Había comenzado por sentir un llamamiento recóndito
desde el hogar del indiano. Á él acudía sin saber por qué, como si la
mecánica de su espíritu le indujera á pensar que sólo allí encontraría
equilibrio estable. En los preámbulos de sus relaciones, mostrábase
locuaz y chispeante, perseguía la amenidad y aspiraba á hacerse querer
de todos. Á Josefina la trataba como á una niña, porque si bien andaba
por los veinte, á ello le autorizaban las trazas infantiles de la
muchacha, su grande ingenuidad y la misma opinión del resto de la
familia. Pero, poco á poco, Alberto fué comprendiendo que la supuesta
niña guardaba un arcano interior, profundo y rico. Arrepintióse de las
palabras frívolas, de las gracias de poco momento que hasta entonces le
había dicho, y pensó, como en un ideal vislumbrado, en poseer el alma
de Josefina. Soñaba con ella de continuo. Estando á solas, rebuscaba
y componía las frases modestas y llenas de pasión que luego había de
decirle; pero, en acercándose á ella, sentíase desesperanzado y como
á infinita distancia de aquella pureza estelar que debía de ser el
corazón de Josefina. Rehuía la conversación, considerando que tal vez
el silencio era la única vereda que le condujera al afecto de la amada.
Una tarde Alberto sorprendió á Josefina contemplándole de tan intensa
manera que no cabía duda acerca de la naturaleza de sus sentimientos.
Al verse sorprendida, no bajó los ojos, no se ruborizó, sino que
siguió mirando, fijamente, tenazmente, amorosamente. Alberto estuvo á
punto de abalanzarse á besarle los pies, á adorarla, sin miramiento de
los que estaban presentes. Refrenó su frenesí hasta que pudo hablar un
momento á solas con Josefina, y dijo, tembloroso, los ojos húmedos:

--Pero, ¿es verdad que me quieres?

--Sí --respondió Fina, con voz tersa.

--¿Desde cuándo?

--Desde siempre; y para siempre.

Y siguieron mirándose de hito en hito, como si el amor los hubiera
inmortalizado, trocándolos en estatuas.

Los amores de Alberto y Fina se traslucieron muy pronto. La tía
Anastasia los consideró como un triunfo personal suyo. Don Medardo no
se resolvía á alegrarse; se encontraba vagamente vejado; le hería que
Leonor hubiera sido postergada. De otra parte, no podía entender qué
era lo que Alberto había visto en Fina, para enamorarse de ella, y
llegó á dudar de la sinceridad del joven.

--¿No se querrá reir de ella, Dolores? --preguntaba á su esposa.

--Yo qué sé, Medardo. Los hombres sois tan particulares... ¿Qué tenía
yo para que tú te hubieras fijado en mí?

--No acompares, mujer. Ya quisiera Fina parecerse á ti, cuando tenías
su edad... --Luego inesperadamente encendido.-- ¡Y aun ahora...,
mulata! --la oprimió con ímpetu el mantecoso brazo.

--¡Ay, Medardo; no seas bruto! Ellos parece que se quieren, de modo que
mientras dura...

--Sí, pero hay otra cosa. ¿Te parece bien que la mayor, la más lista,
la más guapa esté sin novio? Es una injusticia y no puede ser.

--Ya sabes que pretendientes no la faltan.

--Si tú llamas pretendiente á ese Hurtado... Un títere.

--Y ya ves; á ella no le disgusta.

Leonor se había encaprichado por Telesforo. Olióselo éste y se propuso
cultivarle el capricho, hasta que alcanzase el máximo desarrollo. Para
ello, había sobornado, con bastante tacañería, á una criada, la cual
entregaba á diario á la señorita una carta y una composición poética.
Los versos de Hurtado estaban cargados de vehemencia y detonantes
ripios. Pero á Leonor la sacudían los nervios, haciéndola suspirar, con
una mano sobre el corazón.

El emponzoñamiento poético llegó á manifestarse por medio de alarmantes
perturbaciones. La infeliz enamorada perdió el apetito, la risa, el
arte de bordar zapatillas de moqueta, y con periodicidad abusiva
experimentaba soponcios y patatuses. La entereza de don Medardo sufrió
con esto tan rudos golpes que en poco tiempo hubo de desmoronarse,
dejando abierta á la voluntad de su hija amplia brecha por donde
penetró triunfalmente Telesforo Hurtado.

Pero Telesforo se determinó en captar las simpatías de los papás y lo
consiguió. Por el contrario, Alberto, según pasaba el tiempo, incurrió
en tales arbitrariedades y ligerezas que don Medardo y su esposa
llegaron á dudar del estado de su mente. Tan pronto desaparecía de la
casa, haciendo suponer que había roto con Fina, como se presentaba sin
previo anuncio, con grande aplomo y naturalidad, no de otra suerte que
si fuese la muchacha una prenda sobre la cual él ostentara indiscutible
derecho. Por eso no era raro que doña Dolores murmurase de vez en
cuando:

--¡Quiera Dios que tu ligereza de haber traído á casa á ese hombre no
nos cueste cara, Medardo!



XI


Era por la mañana, pocos momentos antes del almuerzo. Estaban sentados
en el jardín de la casa don Medardo y su mujer, Hurtado y su novia.
Fina cortaba flores con que adornar la mesa, lejos del grupo y de
manera que no podía alcanzar lo que hablaban. Don Medardo, con el
tronco terriblemente tieso sobre un sillón de paja, exhaló un balbuceo:

--Pero, ¿usted cree, Hurtado, que ese... criminal? Vamos, quiero
decir... ¿Cree usted que es él...?

El rostro de don Medardo era cadavérico.

--Por Dios, papá, no te pongas así.

--Calla, Leonor --ordenó el padre.

--Le diré á usted... Yo ya le he contado. Al día siguiente del suceso
misterioso estuve en su casa. Aquello era una ruina; todo roto...

--«Señales evidentes de sangrienta lucha»; ya lo dice el periódico
--intervino doña Dolores.

--Pero él --continuó Hurtado, estirándose verticalmente hacia abajo las
guías del bigote-- estaba muy fresco. Se bañó delante de mí, y se untó
luego con un agua que le cuesta catorce pesetas el frasco.

--¡Qué monstruo! --exclamó don Medardo, elevando los brazos al cielo,
y con un periódico nerviosamente estrujado en la diestra. Parecía un
profeta demente, consumido por los ayunos y las maceraciones.

--Mira, papá; te excitas sin venir á cuento. Alberto será todo lo que
se quiera, y ya veis que yo no he sido santa de su devoción, ni él
de la mía; pero eso que decís, ¡vamos!, me parece tan extraño, tan
imposible...

--Imposible, no --afirmó Hurtado.

--¿Es que tú quieres empeorarlo, Telesforo?

--¡Imposible...! --sollozó don Medardo, sacudiendo la cabeza
cogitabundamente-- ¿Sabes, hija mía, lo que es una borrachera, un
_lavabus_, como le dicen esos señoritos, que mil veces se lo he oído en
el Círculo?

--¿Cómo va á saber ella lo que es una borrachera, Medardo?

--Bueno, de oídas he querido decir, mujer. Pues sí, hija mía; cuando
toman uno de esos terribles _lavabus_, se convierten en energúmenos.
Una noche rompieron todos los espejos del Círculo, y cuidado que había
algunas lunas de cuerpo presente --se refería á los espejos de cuerpo
entero-- que valían un dineral; luego arrojaron á la calle todos los
muebles del salón amarillo, hasta los tudescos --chubesquis-- ardiendo
y todo como estaban, que no se produjo una confragación por milagro
divino; luego, se desnudaron...

--Estarían preciosos --comentó Leonor, procurando tomar el lance á
risa, y, desde luego, provocando una mirada colérica de su novio. Doña
Dolores, que lo observó, acudió al pronto:

--¡Qué cosas dices, Leonor! Y tú, Medardo, estás tan nervioso que no
reparas. Cambiemos de conversación, que se acerca Fina.

--Por si acaso --susurró don Medardo, en voz tenebrosa é insinuante,
inclinándose sobre su mujer--, conviene que le digas á la niña durante
el almuerzo que se le quite eso de la cabeza.

--Mira, díselo tú, que eres el jefe.

Josefina se acercó al grupo; se sentó en una silla baja.

--¿Has puesto ya las flores en la mesa? --preguntó Leonor.

Josefina afirmó con la cabeza.

Telesforo, sirviéndose de hábiles anfibologías, sugirió la idea de
que era ya hora de comer, de lo cual todos se habían olvidado. Se
encaminaron al comedor con aire lúgubre, como si por primera vez fueran
á iniciarse en ritos de antropofagia.

El almuerzo se deslizaba en un ambiente de sopor funerario. Cuantas
veces intentó Hurtado abocar un tema de palique fácil, vió fracasada
su empresa. El escaso apetito de la familia Tramontana le cohibía
de embaular tanta vitualla como su estómago solicitaba. Don Medardo
había rechazado la tortilla con evidente despego; los demás apenas
si la tocaron, de manera que llegó al turno de Telesforo casi en su
íntegra y doncellil rotundidad. Hurtado la contemplaba con amorosa
codicia, ansiando poseerla; pero, acometido del pudor deglutivo, hubo
de conformarse con un segmento.

La tía Anastasia, que estaba en el secreto de todo, y á causa de
su ingenua imaginación suponía ya á Alberto aherrojado en mefítica
mazmorra, experimentaba en aquellos momentos agonías mortales, y se
veía y se deseaba para no romper en un lamento desgarrador. Tenía el
corazón como una alcaparra.

Josefina miraba á ratos en torno suyo serenamente. Veía aquel
espectáculo extraño, pero no sentía curiosidad por conocer sus causas.

Un pato, con nabos, que apareció en el centro de la mesa, parece que
transmitió á la voluntad de don Medardo cierta dosis de energía.

--Las situaciones difíciles hay que resolverlas pronto --habló. Su
acento oscilaba y por momentos se hendía, ronco. Miraba al pato y á los
nabos con la tenacidad de la desesperación.

Doña Dolores y Hurtado pusiéronse á contemplar tozudamente el mantel.
La tía Anastasia se mordía los labios por dominar el sollozo. Leonor
seguía los gestos de su padre. Josefina aguardaba los acontecimientos,
sin sospechar que ella era la víctima.

--Josefina, hija mía.

Josefina volvió el rostro hacia su padre, un poco asombrada. Don
Medardo bebió un buche de agua de Vichy.

--Tengo que decirte algo que me parte el corazón --la piel de Josefina,
morena, suave y mate, como de cera, empalideció--. Tus relaciones con
Alberto han terminado para siempre.

Josefina, callada, quieta, impasible, aguardaba nuevas palabras. Don
Medardo no atinaba á continuar hablando. Se interpuso Leonor:

--No le alarmes, papá quiere decir...

Y don Medardo, cogiendo la frase:

--Quiero decir que han terminado para siempre. ¿Lo oyes? --silencio--
¿Lo oyes?

--Sí, ¿qué más? --con voz apacible y tranquila.

--¿Eh? --inquirió don Medardo, entre estupefacto y desfallecido.

Y Josefina, en la misma pauta de serenidad:

--Si se ha muerto ó... se ha casado.

--Peor, peor; no preguntes, hija de mi alma --y se ocultó el rostro
entre las manos.

Entonces la tía Anastasia estalló en un alarido trágico; doña Dolores
se abalanzó sobre su esposo creyéndole atacado de un mal repentino;
Leonor acudió en auxilio de su madre; Hurtado se vió constreñido á
abandonar el muslo del pato con el aditamento de media docena de nabos
por acudir en ayuda de su novia, y Josefina entretanto, con su divino
aplomo de estatua, aguardaba sin impaciencia.

Don Medardo se encontraba mal. Entre doña Dolores, Leonor y Hurtado lo
condujeron á su alcoba. Quedaron solas en el comedor Josefina y la tía
Anastasia.

Josefina interrogó con los ojos á su vieja amiga, y ésta le refirió
todo lo que sabía; á lo cual, la niña no pudo menos de suspirar, de
manera que parecía sonreir.

--¿Quién lo diría, verdá, paloma?

--Pero ¿está en la cárcel, tita? ¿Sabes algo?

--Nada sé de cierto; pero ¿dónde quieres que esté?

Josefina se recogió dentro de sí misma; sobre la cera de su rostro
resbalaba una lágrima.

--¡Cuánto te hace sufrir, paloma! Es cosa de un momento. Lo olvidarás y
lo aborrecerás como se merece.

--¿Qué dices, tita Anastasia? ¿Tú dices eso, tita Anastasia? Ahora lo
quiero más que nunca, porque ahora estará sufriendo, quizá llorando.
Estar separada de él... ¿No lo comprendes, tita Anastasia, tú que eres
buena y entiendes estas cosas del querer?

La tía Anastasia permaneció perpleja unos instantes; luego, llorando,
estrechó entre sus brazos á Josefina:

--Sí, dices bien, paloma. Jesús, Jesús, ¿cómo pude yo dudarlo? ¿Te hice
mal, paloma?

Josefina, dejándose besar, negaba con la cabeza. Se desasió de los
brazos de la tía.

--Voy á ver cómo sigue papá.

Desde la puerta de la alcoba siseó, llamando á Leonor.

--¿Está malo de veras?

--No es nada. ¡Ay! Gracias á Dios. ¿Por qué no entras?

--Si le disgusto...

--Vaya, no seas tonta. ¿Qué culpa tienes tú? Ah, ¿te ha dicho algo la
tía?

--¿De qué?

--De lo de Alberto.

--Sí, todo.

--Por supuesto, á mí, aun cuando me lo juren frailes descalzos, no me
entra en la cabeza. No puedo creer que sea cierto. Y tú, ¿qué dices?

--Que aun cuando fuera cierto...

Leonor abrió mucho los ojos; se adelantó á exclamar:

--¡Lo que ibas á soltar, niña! Se te ocurre cada disparate...

--¿Es que tú?...

--¿Yo, en un caso de esos?... Vaya, hombre; cruz y raya. Como si le
dieran viruelas. Vamos con papá.

Don Medardo bebía una poción reconfortante, y Telesforo le sostenía
el platillo de la taza. Al ver á Josefina la solicitó con el gesto, y
cuando la tuvo á su lado la aprisionó por la cintura.

--Pobre hija mía, qué pena me das.

--Tranquilízate, papá, y no te inquietes por mí. Con la mano derecha
alisaba, lenta y mimosa, unos cabellos ralos y crespos, sobre el cráneo
picudo de su progenitor.

--Si saliéramos al jardín... El aire le hará mucho provecho --aconsejó
Telesforo. Sus palabras no eran sino eco deforme de su pensamiento: «si
salieran al jardín, yo podría terminar el almuerzo en paz y en gracia
de Dios.»

--Sí, Medardo. Telesforo habla como un libro. Al jardín --y ayudó á
incorporarse al esposo.

Sentóse la familia bajo el parral sombroso que corre á espaldas de la
casa, y Hurtado, con escurridiza ingeniosidad se insinuó en el comedor.

Á las tres de la tarde, Telesforo hubo de bajar á Villaclara á ciertos
menesteres. Don Medardo, doña Dolores, Leonor y la tía Anastasia
fuéronse á dormir la siesta. Josefina permaneció en la huerta,
repasando y adobando hortalizas y plantas de flor. Sacó á Sirena, la
vaca familiar, á pacer de la apretada y sustantífica hierba de un
pradezuelo, al borde de la cerca. Luego se acercó á las colmenas,
adosadas en fila sobre la pared del palomar. Muy próximo corría un
arroyo, atravesando de un lado á otro la huerta, y en sus márgenes
se apretaban, á modo de giraldilla infantil, margaritas y narcisos,
rosas y claveles. Josefina fué á acomodarse en el césped, en un
redondel de sombra, á la vera de sus flores. Sus ojos se elevaban
involuntariamente hacia la cima de los grandes álamos negros, agudos
como torres ojivales, que emboscaban la casa. Una bandada de jilgueros,
uno en pos de otro, giraban en torno de la copa del álamo más alto, y
era como una corona alada y melodiosa suspendida por gracia de milagro
en el aire azul. Y Josefina, casi fascinada, adelantaba el rostro,
alargando el cuello como para comulgar. La canción clara del arroyo
le acariciaba los oídos, y el olor de tanta rosa la mantenía con los
labios y los dientes entreabiertos, jadeando un poco. Las abejas venían
á su vecindad; se posaban sobre sus brazos, sobre su cabello, sobre
su seno; todas la conocían. Cuando los jilgueros rompieron el círculo
encantado, Josefina se volvió á las abejas, y comenzó á recitar con
suavidad cantarina:

      Las abejitas de la Virgen,
    y las abejitas de Dios;
    haced de la flor que yo quiero
    la miel para mi corazón.
      Abejitas que hacéis la cera,
    abejitas que hacéis la miel;
    no es el narciso, ni es la azucena,
    ni es la rosa, ni es el clavel,
    ni es la flor del agua
    de espuma y cristal,
    ni la madreselva
    que cubre el tapial...
      Con vuestra cera haré á la Virgen
    un cirio para le ofrecer.
    Que ella os diga la flor que yo quiero.
    Abejitas; traedme su miel.
      Abejitas de Santa Ana
    que en los higos de la su higuera
    ibais siempre por la mañana
    á chupar la miel y la cera.
      Abejitas, por San Joaquín
    y por la su hija galana;
    tráeme la dulce miel que sana,
    la miel de la flor de aquel jardín.

Y las abejitas, como si se embriagasen con la voz de la niña,
comenzaban á danzar en el aire, zumbando armoniosamente.

Promediada la tarde, los sesteantes descendieron de nuevo al jardín.
Telesforo había vuelto de Villaclara. Doña Dolores y Hurtado procuraban
convencer al jefe de la casa de lo higiénico y salutífero que sería
emprender una caminata hasta la playa de Salsero y los pinares que la
aprisionan. Don Medardo rechazaba todo proyecto ambulatorio:

--No perdáis el tiempo. Mis piernas no están hoy para nada. Y señalaba
algo que pudiera presumirse armadura de alambre dentro de unas perneras
arrugadas y flotantes.

De repente se oyó un grito múltiple.

Alberto abría el portón, de recios barrotes pintados de rojo, y
penetraba, muy serio, jardín adelante.



XII


Como de costumbre, Alberto dejó el caballo en la venta del Pino, dos
kilómetros antes de Villaclara. Desde allí siguió á pie, tomando atajos
y callejas. Atravesó un bosque de robles, entre sombra húmeda en donde
silbaban los mirlos. Desde la linde del bosque, bajaban los prados
por las laderas. En los setos de zarzamoras los gorriones parloteaban
bulliciosamente, antes de retirarse á dormir.

Alberto descendió por un sendero de tierra amarilla, abierto á través
de los prados. En el fondo de la hondonada corría un riachuelo, de
pedregoso lecho y aguas ambarinas, en cuyo seno se desparramaba la luz
rosa de la tarde. El tronco carcomido de un castaño hacía de puente.
Del otro lado arrancaba un otero, poblado de manzanos enfrutecidos.
Alberto subió hasta la cumbre; á sus pies se veía el tejado rojipardo
de la casa de Josefina, y el cono oro-viejo del henil, y la caperuza
bermellón del palomar, y la mancha negra y fluctuante de los álamos
viejos. Las sienes del mozo latían. Se detuvo indeciso. De pronto echó
á correr, cuesta abajo. Junto á una paredilla ruinosa descansó; luego,
por un boquete que en ella se hacía, pasó del otro lado, y bordeando
la casa y la huerta se encaminó á la entrada principal. Por encima
del muro se veía el jardín; las colmenas, alineadas sobre el palomar;
narcisos y margaritas, rosas y claveles, encubriendo el arroyo, que
salía fuera de la casa y pasaba por delante del lugar en donde Alberto
se encontraba. Unas piedras, á flor de agua, servían de pasadera. Oíase
el rumor de una conversación entre el follaje y de vez en vez se veía
una mancha movible y clara.

Alberto se acercó al portón, de recios barrotes pintados de rojo,
levantó el pestillo y penetró en el jardín. Un grito extraño, proferido
por varias bocas á la vez, acogió su entrada. Vió en el fondo de la
avenida principal á don Medardo, sentado en un sillón de paja verde,
y cerca de él á doña Dolores, Leonor y Hurtado. Don Medardo agitaba
los brazos y murmuraba algo ininteligible. Doña Dolores y Leonor se
retiraron. Luego se oyó la voz de la señora: «¡Josefina, Josefina!;
sube inmediatamente á casa.»

Alberto apresuró el paso.

--¿Qué es lo que ha ocurrido? --preguntó á don Medardo alargándole la
mano, que el viejo rechazó.

--¿Me querrá usted explicar? --insistió Alberto, algo mohíno.

Hurtado, que se mantenía con la cabeza gacha, intentó explicar el caso.

--Verá usted, Guzmán. Es que aquí...

--Es que --habló don Medardo, asumiendo la soberanía de su hogar-- no
me explico cómo se atreve usted á venir á esta honesta mansión... --en
vano intentó construir un párrafo patético, recriminatorio y de amplia
estructura. Se atrancó.

Alberto se devanaba los sesos sin acertar con la causa del enojo,
gravísimo al parecer, de don Medardo. «Como no sea --pensaba-- por el
abandono en que tengo á la pobre Josefina.»

--Entendámonos, don Medardo. Yo tampoco me explico este recibimiento.
Reconozco mis culpas; es un crimen si usted quiere, moralmente. Pero,
puesto que me ve usted aquí, es señal de que estoy arrepentido.

--¡Ah! --gritó don Medardo-- ¿Qué dice usted ahora, Telesforo? --y sin
dejar responder á Telesforo se encaró con Alberto-- ¿Y aún pretende
usted deshonrarnos, presentándose aquí, como quien dice con las manos
frescas de sangre húmeda, digo, con las manos húmedas de sangre fresca?

Alberto rompió á reir descaradamente.

--¿De qué se ríe usted? ¿De mi equivocación? No todos podemos ser
sabios. En este caso, lo principal es...

--Sí, que yo soy un asesino. Perdóneme si antes no he caído en la
cuenta. Como guasa de un minuto podía pasar; me refiero al que lanzó el
rumor. Antes de salir de Pilares me lo comunicó un amigo. La suposición
era tan insensata, que pensé que á todos haría reir, como á mí me
hizo reir. No volví á acordarme de ella. Ahora veo que ha cundido, y
no sé cómo asombrarme de que haya gentes tan... inocentes que acojan
semejantes mamarrachadas.

--Pero ¿niega usted?

--Le ruego, don Medardo, que no sea contumaz en la tontería.

--¿Eh? Explíquese usted.

--Digo, que ha dicho usted una tontería ofensiva para mí, y al
calificarla de tontería procedo muy benévolamente. Y añado, que ya que
de ligero ha aceptado y repetido la tontería, es justo que no insista
en ella.

Don Medardo se puso en pie é inclinó el torso sobre Alberto, de manera
que le escrutaba en los ojos muy de cerca...

--Pero... ¿De veras no es cierto?

--¡Ea, se acabó! --gruñó Alberto, en los últimos límites de la
paciencia y á punto de girar sobre los talones, dispuesto á marcharse.

--¡Hijo mío! --sollozó don Medardo, lanzándose á abrazar á Alberto y
llorando á moco tendido--. Si ya decía yo que no podía ser, si ya lo
decía yo...

--Recordará usted, que yo también sostuve que era inverosímil --observó
Telesforo.

--Quien dijo desde un principio que no podía ser fué Leonor; la verdad
es la verdad. Miren si es lista.

--¿Y Josefina?

--Mire usted, Alberto; esa no dijo nada. Ya conoce usted su costumbre.
Y ahora, por las glorias se nos van las memorias. ¿Ha leído usted los
periódicos de estos días? ¿No? Pues, según parece, el juez se presentó
en casa de usted. Hay indicios que le perjudican mucho. Lo que debe
usted hacer, se lo suplico yo, es ir mañana á primera hora á Pilares,
presentarse al juez, y desvanecer todos los errores. De este modo
probará usted su inocencia. ¿Irá usted?

--Claro que iré.

Don Medardo comenzó á gritar:

--¡Lola, Leonor, Fina, Anastasia! ¡Bajen ustedes! Deprisita, deprisa.

Acudieron acuciosas doña Dolores, Leonor y la vieja Anastasia. Josefina
apareció un poco después, con su andar deslizado y dulce de siempre.

Don Medardo se enjugaba los ojos y repetía:

--Si ya decía yo que no podía ser; si ya decía yo que no podía ser...

--Quien lo dijo desde un principio fuí yo; que te conste --dijo Leonor.

--Y yo, Leonor --añadió Telesforo.

--Diciéndolo yo doy por hecho que lo dices tú.

--Buen disgusto nos ha dado usted; es decir, usted no. Bueno, buen
disgusto nos hemos tomado --suspiró doña Dolores.

Tita Anastasia guardaba silencio y lagrimecía.

--Y tú ¿qué dices? --Alberto oprimió la mano de su novia-- ¿Creías que
te ibas á casar con Ravachol?

Josefina no decía nada; contentábase con humillar los ojos y devolver
tímidamente á Alberto su apretón de manos.

--¡Qué sosa eres, hija! --habló doña Dolores.

Y don Medardo:

--Déjala, que también ella habrá pasado lo suyo hoy. Pero, en fin, ya
la paz reina en Cracovia.

--Y ahora --propuso Telesforo-- que la paz reina en Cracovia, como dice
don Medardo...

--Ó en donde sea, Telesforo, que á mí me da lo mismo. ¿Es que me he
equivocado?

--Claro que sí, hombre. Se dice en Varsovia-- rectificó la tía
Anastasia orondamente.

--Pues digo que ahora es buena ocasión para que demos aquel paseíto á
los pinares y á la playa. ¿Qué hay de eso?

Don Medardo se hacía el remolón. Entre ruegos y mimos se dejó
convencer. Salieron todos, menos la vieja Anastasia, que se quedó en
casa haciendo mantequilla. Delante iban Josefina y Alberto, detrás
Leonor con Hurtado; á la zaga don Medardo apoyándose en su consorte.

Alberto y Josefina hablaban de raro en raro.

--¡Qué feliz soy! --bisbiseaba Alberto.

Josefina volvía los ojos á mirarlo, y veía que era verdad. Añadía:

--¿Y tú, Fina?

--¿Á qué me lo preguntas?...

--Cierto, Fina.

Al cabo de un tiempo:

--¿Me perdonas, Fina?

--¿De qué?

--De que á veces no me porto bien contigo. Te escribo poco; no sabes de
mí...

--Calla, no digas eso.

--Pero te quiero, te quiero... ¡Si supieras! --Y se sentía arrebatado
de una emoción avasalladora. Josefina volvía los ojos á mirarlo y
sonreía:

--¡Qué loco eres!

De unas matas de madreselva, Josefina arrancó un gajo, que ofreció á
Alberto, á cambio de otro, mustio, que pendía en el ojal de su chaqueta.

--Toma; ponte este que está fresco y dame ese. ¿Ves? Este ya no huele
--lo guardó dentro del cinturón.

El matrimonio buscó sitio donde sentarse en el lindero de los pinares.
Desde allí podían ver á las dos parejas de novios paseándose en la
playa.

Josefina y Alberto se acercaron á la orilla del agua. La marea
crecía. Con actividad infatigable venían las olas tumultuosamente; se
levantaban de pronto sobre el nivel del mar, se henchían, se enlomaban,
avanzaban, y cuando era más gentil su orgullo se derrumbaban,
convirtiéndose en tersura inerte que la arena absorbía.

--Cada trece olas viene una más grande, que avanza más. Vamos á
contarlas --propuso Josefina.

Empezaron á contar. En ocasiones hubieron de retroceder ante el postrer
avance furtivo de una ola, deshecha ya.

--Parece que no es una ley científica, Fina. Esta ola trece ha carecido
de acometividad.

--Sin duda es que nos hemos equivocado.

Se aplicaron á experimentar nuevamente.

--Pues ahora ha salido cierto.

--¿Lo ves, bobo?

--Sentémonos, si te parece.

Se retiraron hasta la zona de arena seca. Josefina se sentó. Alberto
se tendió boca abajo; los codos en la playa y la barba en las manos,
mirando á Josefina.

--Vas á decirme la verdad.

--Siempre te he dicho la verdad, Alberto.

--Cuando te dijeron de mí esa tontería imposible, ¿qué pensaste?

Josefina habló después de unos minutos de recogimiento.

--Á mí me lo dijo tita Anastasia. Como es tan buena, todas las
desgracias crecen dentro de su imaginación. Me dijo que estabas en la
cárcel. Yo tuve muchos deseos de llorar, pero no me atreví. Pensaba que
estarías solo, y eso de no poder estar á tu lado me hacía mucho daño.

--¿Pudiste creer semejante cosa de mí?

--No me paré á pensarlo. Yo no sé nada del mundo. Cuando oigo hablar
de las cosas malas que hacen algunas personas, no creo que sean cosas
malas. Si lo hacen, por algo será que puede más que ellos. ¿Puedes
tú explicarte que haga nadie el mal por gusto? Me decían eso de ti
como cosa cierta. Yo no iba á averiguar por qué lo habías hecho. Sólo
pensaba que acaso estarías sufriendo. Porque, ya te digo, no sé nada
de las cosas del mundo. Una sé, y es cosa mía; lo único --púdicamente
inclinó la cabeza--. Dirás, ¡qué charlatana se ha vuelto Josefina!

Alberto no respondió. Miraba tenazmente á su novia. Su entrecejo se
plegaba con esa cerrazón patética de la carátula trágica; algo á
manera de requerimiento angustioso al llanto que no acude. Su pecho
iba colmándose de un aflujo de sensaciones dulciamaras, de gozo y de
tristeza.

--No me mires así, Alberto.

--¡Ay, Josefina, Josefina! ¿Por qué te habré conocido? Temo no
merecerte; temo hacerte desgraciada.

--No digas eso. Sin ti ¿para qué quiero vivir? Mira, si no me hubieras
querido, te juro que me hubiera hecho monja. Lo pensé muchas veces:
tita Anastasia lo sabe. Ahora ya, desde que te quiero, todo es
diferente. Quererte: esto es todo. ¿Por qué me vas á hacer desgraciada?

--¿Qué sé yo? Porque yo lo soy, porque estoy desolado siempre, y no me
atrevo á confiarte mis ideas por miedo á contagiarte de ellas. Al lado
tuyo me olvido de todo, de todo; pero, en cuanto me aparto, soy una
cosa sin voluntad, á merced de fuerzas desconocidas.

El cielo era de púrpura. Erraban por el mar temblores amoratados y
violeta. Sobre el rostro de los dos amantes se proyectaba la lumbre
sideral.

En Alberto, la forma peculiar de sentirse era el lirismo. Su
temperamento engrandecía desmesuradamente el presente y le inclinaba á
derramarse en frases torrenciales, á infundir sus emociones en imágenes
pintorescas. Pero, como al mismo tiempo le inspiraban recio desvío
la palabrería y retórica ajenas, se esforzaba en poner de continuo
por delante del flujo vehemente de su corazón un dique de palabras
austeras, áridas. Cuando hablaba con amigos sobre tópicos livianos,
construía adrede laboriosos párrafos de grandilocuencia irónica. Pero
cuando el sentimentalismo hacía presa en el tuétano de su espíritu,
procuraba hablar con la simplicidad de un labriego, que su estilo fuese
desnudo como la mano, y apenas si se traslucía en sus ojos el desorden
interior. Por eso, al hacer á Josefina promesas de amor empleaba el
tono concienzudo, frío, y un poco dubitativo quizá, de un campesino
que pronostica las cosechas del año. Sin embargo, en ocasiones no
podía mantener el continente impasible, y entonces, los músculos de su
rostro, poco adiestrados en la gesticulación, perseguían la contracción
expresiva, hacía tentativas de elocuencia mímica, las cuales unas veces
eran cómicas y otras simpáticas, dolientes.

--Yo estoy segura de mí misma, Alberto.

Alberto se incorporó hasta ponerse de rodillas, con las manos apoyadas
en los muslos, y en esta guisa se absorbió, sumiéndose sediento en los
ojos de su novia, la cual le devolvía la mirada íntegramente. Como en
dos espejos enfrentados, la reciprocidad de las miradas se perdía en
horizontes infinitos de éxtasis.

--¡Fina, Alberto, que ya es tarde! --gritó doña Dolores.

Tomaron la vuelta de la casa. Anochecía. Cantaban las mozas en la
fuente. Los ganados volvían al establo al toque de queda de las
esquilas.

Leonor y Hurtado hablaban sin tasa, tejiendo proyectos conyugales.
Fina y Alberto, en la avanzada, vivían el deleite sumo de sentirse
muy próximos, casi fundidos, sin verse ni hablarse. Habiendo doblado
el recodo de una calleja que les ocultaba á la vista de los que les
seguían, Alberto tomó á Josefina de la mano; su pecho desfallecía.
Cerró los ojos.

--Llévame así, Ariadna, por el laberinto de la vida. Soy ciego, guíame.

--Abre los ojos, cieguecito, para mirar á las estrellas.

Cuando Alberto volvió el rostro al firmamento, sus ojos estaban mojados.

--¿Ves? Aquella es la estrella que más me gusta.

Alberto se orientó en la noche, por saber qué estrella fuese la
predilecta de Fina.

--Es Sirio.

--Es azul. Y siempre está estremecida.

De vuelta en casa, don Medardo declaró que el paseo le había sentado
_de perilla_. Todos parecían contentos. Alberto y Hurtado fueron
invitados á comer. Telesforo agasajaba por todos los medios á su novia
y deglutía con cauta voracidad. Leonor le correspondía prodigándole
mimosos melindres. En las mejillas de Fina flameaba un rubor tenue,
virginal. Alberto la contemplaba á ratos con adoración muda,
dilatada. Don Medardo y doña Dolores se hacían á hurtadillas guiños
de inteligencia, revelando que presentían el futuro bajo los mejores
auspicios. De sobremesa, salieron al invernadero á tomar el café.

--Abrid una ventana --rogó don Medardo.

--No seas chiquillo Medardo, que hay humedad, y luego por la noche será
ella.

--La noche está muy templada, Dolores, y ya os he dicho que el paseillo
me ha sentado de perilla.

Quería oir á un gañán misterioso de la vecindad que todas las noches,
sobre aquellas horas, tañía en la flauta dulces aires de la tierra. No
tardó en sonar la flauta. Todos escuchaban gratamente entristecidos.

--Si apagásemos la luz; hay luna --observó Alberto.

Josefina apagó la luz. Por la abierta ventana se metía la melodía de
la flauta, olor de flores y un arrullo de tórtolas. La luz de la
luna infundía verdosa y vibrátil fosforescencia á los ámbitos del
invernáculo.

--¡Oh, qué poético! --murmuró Hurtado. Después, en voz baja, á
Leonor:-- He de componer una poesía sobre estos momentos deliciosos.

Enmudeció la flauta. Don Medardo se levantó:

--Es ya tarde para mí, y me retiro. Me permito aconsejar á usted,
Alberto, que se acueste temprano, y se levante mañana temprano, y se
vaya corriendo á Pilares. Que nos quedemos tranquilos de una vez.

--Es verdad: ya no me acordaba.

--Entonces nos despediremos todos ahora --habló doña Dolores.

Alberto no encontraba su sombrero. Buscaron vanamente en diferentes
habitaciones.

--Como no esté en la glorieta de jazmines... Al volver de la playa
pasamos por allí. Quizás lo haya dejado, distraído.

Josefina salió corriendo. Alberto la siguió, gritando:

--Deja, Josefina, no te molestes. Yo iré.

Se encontraron en la glorieta; estaban solos.

Alberto cogió entrambas manos de Fina, las atrajo hacia su pecho y
luego las llevó á los labios. Entre la fragancia de los jazmines
resplandecían con luz propia los ojos de Fina. Alberto deslizó las
manos por los brazos de su novia hasta asirla de los codos; la
aproximó hacia sí lenta y ahincadamente. Se aproximaron los cuerpos,
transmitiéndose enervante tibieza; la respiración se confundía. Por
mutuo y tácito acuerdo, se besaron; fué un beso mudo, lento, suave.
Alberto, además de la sensación espiritual de transporte y abandono,
gozaba el deleite físico de los labios de Fina, duros, tersos, fríos,
húmedos y castos.

--¿Tampoco estaba allí? --preguntó Leonor, viéndolos venir sin el
sombrero.

--No se ve nada. Deme usted la caja de cerillas, Hurtado.

El sombrero estaba en la glorieta.

Salieron juntos Hurtado y Alberto á tomar el tranvía de vapor para
Villaclara. Desde el camino despidieron á Leonor y Fina, cuyas sombras
se recortaban por oscuro sobre el cuadro amarillo de una ventana.

Permanecieron en pie en la plataforma trasera del tranvía, el cual
comenzó á resbalar bordeando la ría, quieta y fúlgida. Los barcos
veleros parecían aprisionar las estrellas entre la red de ensueño de
sus arboladuras.

--Le he visto á usted hoy como nunca, Alberto.

--¿Cómo?

--Más entusiasmado, más así... No sé cómo explicarme. Desengáñese
usted; á nuestra edad, lo único es el amor, y su solución más racional,
el matrimonio. ¿Qué piensa usted?

--No sé qué pensar. Ayúdeme usted á discurrir. Primero, yo ó usted, ó
X, nos enamoramos de una mujer, de esa variedad de particularidades
corporales (cara, cuerpo, aire, expresión, acento, etcétera, etc.),
que hace que esta mujer se diferencie de todas las otras. Si la amamos
intensamente, las demás mujeres nos son indiferentes ú odiosas. ¿No es
así?

--Sí, sí, desde luego. Sin embargo, hay algunas muy divertidas, vamos,
para pasar el rato.

--Perdón, hablo del Amor, con mayúscula. Como usted decía antes, el
único amor... Me refiero á ese sentimiento exclusivo que nos hace
concentrar toda nuestra vida afectiva en una mujer determinada, y
sin el cual no puede haber matrimonio lícito, honrado. Pues bien:
figúrese usted que mañana, al volver usted á casa de don Medardo,
sale á recibirle una mujer consumida, lacia, canosa, de flácido
seno y boca desdentada, y que le tiende los brazos amorosamente,
exclamando: «Telesforo de mi vida, ven con tu Leonor». Y que fuese
en efecto Leonor, así transfigurada en el curso de la noche, por
cualesquiera circunstancias, por arte de encantamiento si usted quiere.
Espiritualmente, continúa siendo la Leonor de hoy. ¿La amaría usted
como hoy la ama?

--Eso es caprichoso, imposible. Sé que no puede ocurrir; por lo tanto,
no sé lo que haría en ese caso.

--¿Que no puede ocurrir? Si ha de ocurrir fatalmente, hombre de Dios.
Sólo que la obra de unos años, muy pocos, no vaya usted á creer,
yo la condenso en una noche. Prescindo, pues, de toda suerte de
consideraciones morales; por ejemplo, la decepción que sigue al deseo
conseguido, las innumerables miserias, corrosivas del amor, resultado
necesario de la íntima convivencia. Nada de esto existe para mí en
este momento. Anoto sólo el hecho físico de que la mujer á quien usted
ama deja de ser esa misma mujer, se trueca en una criatura enteramente
distinta y nada amable; lo mismo me da que engorde ó que enflaquezca.

--Parece usted referirse á un amor material...

--¿Al incentivo carnal?

--Eso es; pero el amor es algo desligado de ese materialismo; es un
sentimiento puro.

--¿De alma á alma?

--Indudablemente.

--Entonces el matrimonio huelga.

--Discurre usted de una manera... Esas son exageraciones.

--Ya le he dicho que quiero que usted me ayude á discurrir. Cuando
Platón enfoca el sentimiento del amor, desde puntos de vista
diferentes...

--¿Platón? Usted habla en chanza.

--Sí, Platón.

--Pero, ¿Platón no es un nombre inventado, un tipo inventado, como lo
es ese animal Heliogábalo que tanto comía?

--¡Perdóneme, querido Telesforo! En efecto, hablaba en chanza y creí
que usted me seguiría la corriente --y para su capote pensó: «¿Pues no
iba yo á hablar en serio con este beduíno?»

--Otra cosa, Guzmán. He tenido noticias gravísimas de los Meumiret.
Cuanto antes retire usted de allí sus valores, mejor. Si usted tiene el
resguardo aquí, con que lo endose á nombre de mi principal, está todo
hecho.

--Sí, sí; como usted quiera. Y gracias.

--De nada. Basta que sea usted amigo y novio de Fina.

Llegaron al final del viaje.



XIII


La estación del tranvía ocupaba un ángulo de los jardines de
San Agustín, parque público de Villaclara. Una banda de música,
compuesta de doce individuos barbudos, llamados en el pueblo _los
doce apóstoles_, cada cual con un instrumento abollado, bronco
y apocalíptico, lanzaba desde un quiosco japonés incongruentes
trompetazos. El órgano _Limonaire_, gigantesco, de un cinematógrafo
mezclaba su gangueo á los baladros de la charanga.

En la avenida principal del parque, bajo la luz de los arcos voltaicos,
paseaban en círculo las señoritas del pueblo y las veraneantes.

--Daremos una vuelta á ver las caras bonitas que hay. ¿No le parece,
Alberto? Luego iremos al cinematógrafo. Le tengo preparada una sorpresa.

--Nada de vueltas.

--Pues al cinematógrafo.

Alberto se resignó. El frente del tendejón estaba deslumbrante. Agrio
era el berrear del órgano, y agria su estructura; columnas salomónicas
que tornilleaban y mareaban; complicados adornos, dorados, rojos,
azules, amarillos; figuras pastoriles, dando vueltas en un afectado
paso de danza. Una mujer de enorme sombrero con enormes plumas, enormes
solitarios en las orejas, cejas enormes y enorme bigote, despachaba los
billetes, muy erguida detrás de una mesa cubierta de terciopelo rojo.
Á la derecha de la fachada pendía un gran hule negro, y en él letras
colosales, dibujadas con tiza que rezaban ¡LA BELLA TOÑITA! _Primera
estrella de los Music-Halls._ Luego el programa de las películas.

Alberto se adelantó á tomar dos asientos de preferencia.

--De ninguna manera --rectificó Hurtado, hablando con la dama de los
ricos pendientes y la rica vegetación capilar--. Dos entradas generales
--y volviéndose hacia Alberto--. Hay que ver á Antoñita de cerca. Es
una monada. Amiga mía: se la presentaré --entornaba los ojos, con
orgullosa voluptuosidad.

Entraron y avanzaron hasta los primeros tablones, á manera de bancos,
al pie de la pantalla blanca. De aquella parte había buen golpe de
mozalbetes de la clase media, expectorando supuestas gracias y agudezas
que les diesen, en opinión de las señoritas sentadas en preferencia,
fama de libertinos. Así que el salón quedó á oscuras, simularon
detonantes besos, aplicados sobre el dorso de la mano, que acompañaban
de fingidos gritos femeninos; y esto les hacía reventar de risa. Para
cada lance de las películas tenían un comentario de segunda intención,
una picardía, cuando no una obscenidad desvergonzada. Alberto estaba
asqueado.

Un pianista ejecutó un pasadoble torero. Los jovencitos hicieron coro.
Se levantó la pantalla, descubriendo un pequeño escenario, vacío.
Se oyeron unas pataditas, seguidas de cerca por el rugido de los
mozalbetes. Á seguida salió á escena una mujer. Se envolvía á lo torero
en un mantón de Manila, verde gayo y amarillo cromo. Bajo los flecos
desmayados, como ramas de sauce, asomaba, con la gracia rígida de un
cáliz invertido de azucena, una falda de seda blanco-mate, adornada con
vidrios. Las medias, de seda blanca, muy sutiles, dejaban transparecer
la carne, coloreándose de tenue iris rosa. Los zapatos, de raso blanco.
El brazo derecho, delicado ó infantil, lo llevaba en alto, y en la mano
un sombrero calañés de beludillo azul turquí. Inclinaba la cabeza hacia
delante, evitando el brillo crudo de la luz, de suerte que Alberto,
en un principio, no pudo saber si era bonita ó fea. Acompasando el
aire jacarero del pasacalle, piafaba, levantando con mucho donaire
las piernas y sin moverse del sitio; de pronto arremetía á andar, con
pasos menuditos, agitando el sombrero en el aire, sacudiendo la cabeza
y guiñando un ojo. Su falta de soltura y desparpajo la delataba como
novicia en las lides coreográficas. Una faz abotagada y obtusa asomaba
por los bastidores de la derecha; después de examinar lo que alcanzaba
del público, se volvió á la artista, jaleándola con acento desgarrado:
_¡Anda niña!_ Era la madre de la bella Toñita.

Terminado el pasodoble, Toñita arrojó el sombrero y el mantón, en un
rebujo, del lado donde asomaba el estulto y celestinesco cráneo de la
madre; sacudió los hombros, para arreglar á su gusto los tirantes del
vestido, y se adelantó hacia las candilejas, cohibida y sin saber qué
hacerse de las manos. Parecía muy niña, de dieciséis años á lo sumo. La
candidez del traje, y los reflejos acuosos de los avalorios de vidrios
añadían inocencia á sus formas incipientes, apenas púberes. Intentaba
sonreir, pero no pasaba de ese gesto delicioso y bobalicón que el niño,
sorprendido á raíz de un pecadillo, compone por disimularlo. Cantó el
cuplé del grillo. Los mozalbetes entraban á hacer coro en el estribillo:

      Crí, crí,
    Crí, crí, crí.

Las familias honestas salieron del salón. Toñita parecía perder por
entero su serenidad viéndose desairada del público burgués. Pero la
faz congestiva y canallesca de su madre emergía de los bastidores
infundiéndole bríos: _Anda y que les den morcilla. Duro, preciosa._
Siguieron otros cuplés, tan necios y sucios como el del grillo. Luego
los mozalbetes solicitaron un tango. Toñita se excusaba, pero sus
admiradores insistieron, dando palmadas y lanzando vociferaciones
semisalvajes. La niña hubo de acceder. Salió al sesgo, trenzando
los pies y moviendo mucho las caderas; el vestido arregazado hacia
los riñones y asido con la mano izquierda; en la cabeza un sombrero
flexible que sostenía con la derecha, en actitud convencional, alta la
muñeca y el dedo meñique erecto. Los mozalbetes sembraron el escenario
de sombreros y flores: _¡Ay, mi vida! ¡Tu sangre!_ gritaban, con
enardecimiento ficticio. Y la niña, embriagada por las aclamaciones y
aturdida por haber perdido el compás, se descoyuntaba de un vértigo
de movimientos incomprensibles, pataleaba furiosa, echaba á volar los
brazos y á rodar el menudo vientre, virginal aún, daba volteretas y
hacía cabriolas, hasta que un minuto después de terminar la música se
arrodilló, levantando en alto el sombrero, como los tenores cuando
cantan un brindis. Un éxito estentóreo coronó los esfuerzos musculares
de Toñita.

Alberto, en tanto la niña se hacía la ilusión de bailar, contemplaba
sus piernas, de una línea incomparable; el tobillo endeble, la
pantorrilla moderada y prieta, el muslo fino y acerado sobre el cual
se adherían las delgadas batistas blancas, algo humedecidas por la
transpiración. En algunos giros raudos, volaba de debajo de las faldas
de Toñita olor á heliotropo y un vaho cálido de cuerpo sudado.

--¿Qué le parece á usted?

--Un prodigio.

--Usted se burla. La pobrecita baila como una gata histérica.

--Digo las piernas. Nunca he visto nada tan clásicamente gracioso. ¿Nos
vamos ya?

--Ahora entraremos á saludarla. Muy buena muchacha. Le advierto que
es doncellita todavía. Parece que Alfonso del Mármol pretende... Por
dinero no quedará, pero la madre es una lagarta... Ea; ya estamos en el
camerino, llamémoslo así. ¿Se puede, doña Consuelo?

--Adelante. Siéntense ustedes aquí, encima de este baúl. Es tan
estrecho esto, rediez.

La doña Consuelo, fluctuando como un álamo bajo el huracán, á causa de
su cojera, retiró algunas ropas de encima del baúl mundo.

Hurtado hizo las presentaciones. Estaban en un departamento angostísimo
delimitado por cortinas de percalina roja. En un ángulo, permanecía
silenciosamente Alfonso del Mármol. Tenía las delgadas piernas y los
brazos cruzados, los lomos ceñidos al respaldar de la silla, la cabeza
echada hacia atrás y un gigantesco cigarro habano entre los dientes. Su
cara era aguileña, larga y enjuta; saliente y cortante la nariz, y de
leve arrebol en la extremidad; la barba, de un rubio de maíz; la tez de
marfil blanquísimo; las cejas, sutiles y altas; los ojos, pequeñuelos
y desdeñosos, el párpado, enorme y flaco, distribuído en innumerables
pliegues, caía sobre los ojos en razón de la postura erguida de la
cabeza. Daba la impresión de un águila enjaulada, consumida por el
tedio, é infundía á las gentes una gran inquietud. Al ver á Alberto, se
puso en pie y le estrechó la mano cordialmente.

--¿Ha venido usted á ver á su novia?

--Sí. ¿Y usted?

--Al concurso hípico --solemnemente extrajo del bolsillo interior de
la chaqueta un tarjetero de oro y se lo alargó á Alberto--. El premio
del Conde de Bongrado. No hay en el mundo un animal como mi yegua Nena
--dijo con frialdad, vomitando humo, como si hablase consigo mismo y
sin prestar la más leve atención á la niña á quien trataba de seducir,
ni á la madre, con la cual andaba en tantos y cuantos de dinero, ni al
oliváceo Hurtado. Tan sólo Alberto, al parecer, era digno de aquilatar
la hazaña. Alberto celebraba siempre las simpáticas petulancias
infantiles de Mármol.

--Á ver, á ver --exclamó Toñita. Estaba en pantalones y con una
camisilla liviana; descubierta la parte alta de los pechos, de una
carne mate, blanco-magnolia, que amenazaba ajarse al tacto--. ¡Para
mí, para mí! --gritaba Antoñita, saltando delante de Alfonso. Éste se
había vuelto á sentar, y, con la cara hacia la techumbre y expresión
distraída, presentaba la mano á Antoñita aguardando la devolución de su
presea.

--¿No me lo da usted?

Alfonso continuó fumando, con la mano extendida.

--¿Será de oro? --inquirió Antoñita.

--Oro es, y bueno --afirmó Hurtado.

--Vamos, don Alfonso; dé usted gusto á la pitusa, que ya verá usted
cómo se lo merece --rogó doña Consuelo, apoyándose en la pierna sana
y con la otra pendulando dentro del faldatorio, á manera de badajo de
campana.

Intervino Alberto:

--Quédese usted con ello. Alfonso no desea otra cosa que regalárselo.

--Sí, se lo doy... --comenzó á decir Mármol. Antoñita se apresuró á
esconderlo en el seno--. Se lo doy á condición de guardárselo yo mismo
donde ella se lo quiere guardar.

--Vaya si es pelma el señorito --murmuró Antoñita, con un mohín de
disgusto.

--La que eres pelma eres tú. Mira qué de particular tiene. Ande usted,
don Alfonso, verá usted que la muchacha se merece cualquiera cosa.

Alfonso se puso en pie, y con solemnidad distraída de sacerdote que
celebra por rutina sus oficios, introdujo en el seno de Antoñita el
tarjetero de oro. Antoñita adelantaba por instinto los brazos, como
apercibiéndose á la defensa si llegase el caso, y dejaba obrar á
Alfonso, sin poder reprimir un fruncimiento angustioso de las cejas.
Cuando Mármol concluyó, la niña dijo suspirando:

--No ha abusado usted. Es usted muy bueno --y le tiró con inocente
alocamiento de las barbas.

--Basta ya, niña. Á terminar de vestirse.

En tanto duró esta operación, en la cual la madre sirvió de azafata,
deleitábase Alberto en la contemplación de Antoñita.

Pensaba: «las adolescentes, aparte de su incentivo voluptuoso y de la
sugestión artística, poseen un encanto particular, un algo zoológico,
que es aquietante y grato para quienes vivimos exageradamente recogidos
dentro de nosotros mismos. El perro que dormita y de improviso
yergue la cabeza, da una dentellada al aire y sigue durmiendo, ó
que, sin razón aparente y fuera de propósito, piruetea y late con
júbilo, nos sorprende, nos hace sonreir, y al cabo nos distrae de
nuestras cavilaciones. ¿Á qué motivos poderosos obedece su conducta
incongruente? ¿Quién sabe? Quizás un pobre mosquito invisible que fué
cazado al paso, ó un tenue aroma de canina feminidad que nuestro olfato
no percibe». De la propia suerte, á Alberto se le figuraba que las
ideas, ó lo que por tales podían pasar, no se albergaban dentro de la
cabeza de Antonia, sino que andaban revoloteando en torno, como los
mosquitos en derredor de la cabeza del perro. Comprendía que el primer
móvil de las acciones de la niña, como de sus alados movimientos y
palabras sin nexo, era algo misterioso y externo, sutilmente diluído en
el aire. Y así, Antoñita, distrayéndole, le inspiraba un gran interés,
el interés del juego, de las cosas arbitrarias y sin finalidad, y le
aplacía muellemente, como el agua que canta y murmura.

Alberto continuaba pensando: «Y esta apacible y atractiva sensación
zoológica de la adolescencia incipiente, ¿qué es?» Y se respondía,
iluminado de pronto: «La expresión de castidad, de inocencia». En
efecto, figurándose plásticamente en su imaginación de artista la
expresión de diversos animales, observaba que podían servir como
representación simbólica y satírica de diversos vicios del hombre:
la soberbia, la gula, la astucia, la crueldad, la traición, hasta la
envidia; pero no recordaba ningún animal de expresión lasciva. Se
acordó de un caballo y de un toro que había visto en celo, á punto de
lanzarse sobre la hembra; no eran lascivos, sino gallardos, poderosos,
y pudiera decirse que honestos.

La boca, los ojos y la frente de Antoñita, á pesar del inmundo
adoctrinamiento de su madre, eran aún castos é inocentes. De otra
parte, los rasgos de su rostro eran también reminiscencias zoológicas.
La vibratilidad de la sonrosada naricilla y lo cerca que salía de sobre
la boca, la manera con que jugaba los labios, comprimiendo los hoyuelos
de las comisuras, y la paridad minúscula de los dientes, todos ellos
eran perfiles que daban á su cara sorprendente semejanza á la de un
conejito blanco. Sus ojos, redondos y cristalinos, dulces y temerosos,
parecían ojos de liebre.

--¿Cuándo se casa usted? --tartajeó Mármol, apretando el cigarro entre
los dientes.

Alberto sabía que él era el interpelado. Respondió:

--¿Me aconseja usted que me case?

--Claro que sí.

--Miren el libertino...

--Si tocaran á descasarse --habló Mármol, con la cabeza derribada hacia
la espinal dorsal, y como si hablase por rutina, tal era su frialdad--
y luego á casarse otra vez, yo volvía á casarme al punto con mi mujer.
Pocos maridos podrán decir eso. Pues bien, su novia es como mi Amparo;
acuérdese de que se lo digo. Todas las mujeres juntas en un piño, no
valen lo que ellas dos.

Antoñita miró asombrada á Mármol. Este insinuó una sonrisa cauta y
aguda.

--¿Se ríe usted de la gracia? --inquirió doña Consuelo.

--Me río de otra cosa. ¿Cuándo lo meten á usted en la cárcel?

--¿En la cárcel? --exclamó Antoñita, dejando de limpiarse el minio de
los labios.

--Sí, en la cárcel. Me refiero á Alberto --y dejó en libertad una risa
continuada y uniforme, de carretilla.

--¡Vamos...! --doña Dolores se dejó caer sobre la pierna coja; revolvía
los ojos dubitativamente.

--Sé por qué se ríe usted --dijo Alberto con naturalidad.

--¡Quiá!

--Que sí.

--Dígamelo al oído. Si acierta se lo digo --sonriéndose.

--Cuando le digo que lo sé... --se puso en pie y dijo en voz baja á
Mármol--: Usted conoce el escondite de Rosina. Es más; usted mismo es
quien la tiene escondida.

Mármol continuaba sonriendo fríamente, como si nada hubiera oído.

Levantóse la cortina de entrada y apareció un mancebo, como de
dieciocho años, extremadamente afeminado, y vestido á lo señorito
chulesco. Dió las buenas noches y fué á situarse entre Antoñita y
doña Consuelo. Destapó un frasquito de perfume que la muchacha tenía
en su tocador y se esenció las solapas de la chaqueta y el pañuelo de
bolsillo. Después se apoderó de un _polissoir_ y comenzó á sacarse
lustre á las uñas.

--¿Pero te crees que mis cosas están para que te compongas, divinidad?
--dijo malhumorada Antoñita, y arrebató el lustrador de manos del joven.

--Deja á Lirio, Toñita. ¿Qué más importa eso, rediez? No parecéis
hermanos.

Mármol se inclinó á mirar, con gélido continente, á Lirio y Toñita.

--No parecen hermanos; parecen hermanas --dijo como si pensase en alta
voz.

Antoñita rompió á reir. Lirio puso una cara suplicante y desolada.
Luego se volvió á la coja:

--Dame dinero, mamá.

--No tengo suelto, hijo. ¿Tiene usted un duro, don Alfonso?

Mármol presentó un duro en la mano, sin dárselo á nadie
determinadamente. Doña Consuelo se apoderó de él y lo trasladó al
bolsillo de Lirio, el cual salió dando las buenas noches.

Antoñita estaba ya vestida; un traje, á la inglesa, de paño azul
forrado de gros blanco y un sombrero descomunal, cargado de adornos.
Doña Consuelo se arrebozó en una mantilla. Todos se pusieron en pie.

Á la puerta del cinematógrafo, esperaba el automóvil de Alfonso.

--¿Adónde van ustedes? --preguntó Hurtado á doña Consuelo.

--Adonde nos lleve Alfonso.

El coche partió raudamente. Telesforo y Alberto quedaron solos.

--¿Qué nos hacemos, Alberto?

--No sé --estaba nervioso y angustiado.

Los jardines de San Agustín yacían, silenciosos, en sombra. Después
de cruzarlos, Telesforo y Alberto se encontraron en una plazoleta
espaciosa é irregular. Dos hombres, sentados ante un velador, á la
puerta de un café hablaban á gritos, acerca de las condiciones de la
nueva dársena. Dentro del café, los mozos colocaban las sillas encima
de las mesas.

--¿Quiere usted que bebamos una botella de cerveza?

--Pasearemos un momento por las calles y luego nos retiraremos, ¿no le
parece, Telesforo?

Una de las calles afluentes á la plazoleta tenía porches á entrambos
costados. Alberto se encaminó distraído hacia ella. En la oscuridad
del atrio las pisadas repercutían con fúnebre sonoridad. Al pie de una
columna se levantaba una pirámide de cestos. Un gato salió huído. Olía
intensamente á pescado.

Á la memoria de Alberto volvían las palabras de Mármol: «Fina es como
mi Amparo. Las demás mujeres, en un piño, no valen lo que ellas dos. Si
tocaran á descasarse...»

En la techumbre del soportal, á plomo sobre Alberto, se oyó un ruido
que provenía del interior de la vivienda. Y de pronto, la ciudad
inerte y silenciosa se manifestó á la imaginación de Alberto en su
arcana fecundidad. Las casas no eran moles negras y frías, sino cálida
envoltura de infinitos hogares en donde se cumplían misteriosas
actividades conyugales, en aquellos mismos momentos. ¡El hogar...!
Alberto no había conocido un hogar.

--_Home, sweet home_ --suspiró en voz alta.

--¿Qué dice usted?

Alberto no oyó la pregunta de Telesforo. Al fondo de la calle, á través
de un arco, se veían las estrellas. Dos de ellas, particularmente
fúlgidas y temblorosas, atrajeron las miradas y los pensamientos
de Alberto. Muchas veces se había derretido en la contemplación de
la noche estrellada. Ahora, más sublime y conmovedor que el cielo
espolvoreado de orbes muertos le parecía aquel hacinamiento de
hogares, poblado de pequeños universos vivos. Los ángeles habían
descendido de las altas regiones inmóviles á las oscuras moradas de
los hombres. Y Alberto se imaginaba innumerables cabecitas de niño,
reposando en su cuna. ¡Un hijo...! Pensó en la casa de don Medardo, en
Josefina, virginal, confiada, sumisa, aguardando las palabras de la
anunciación... En esto, Telesforo le tiró de la manga:

--Pero hombre; parece usted un sonámbulo.

Estaban junto á un portal abierto. En lo más profundo de él se
recortaba un ventano iluminado; sobre él dos barrotes de hierro, en
cruz.

--¿Subimos?

Alberto, sin saber lo que hacía, siguió á Telesforo. Al volver por
entero en sus sentidos, encontróse hundido en un sillón de yute. Una
mujer, sentada al sesgo sobre un brazo del sillón, se apoyaba sobre
Alberto, enlazándole el cuello con un brazo, y acariciándole con la
mano libre. Le acometió una gran repugnancia é intentó ponerse en pie,
pero la mujer le retuvo, le acercó la boca al oído y cosquilleándole
con el aliento caliente, suplicó:

--Quédate. No seas malo, neñín.

Por la manera de pronunciar la palabra _neñín_ se advertía que no era
de la tierra y que la empleaba creyendo añadir dulzura al ruego. Su
cuerpo era endeble, sus ojos negros y cansados, fresca la tez, sin
adobos ni tintes. Llevaba el pelo cortado, cayendo en dos alborotadas
porciones á los lados de la cabeza. Parecía triste, afectuosa y poco
pervertida.

Telesforo, en otro sillón, ostentaba dos mujerzuelas, sentadas en sus
muslos. Se le veía orgulloso y satisfecho; Alberto no podía presumir de
qué.

Una mujer voluminosa, anquiboyuna y mal vestida, penetró en la
habitación. Plantada entre Alberto y Telesforo, con las manos reposando
sobre el vientre, preguntó:

--¿No tomáis nada?

--Que traigan cerveza --respondió Telesforo.

Alberto intentó nuevamente ponerse en pie.

--No, no, no te dejo.

--Si es para ver ese libro que hay sobre la mesa.

--Yo te lo daré --y sin soltar á Alberto, se estiró hasta alcanzar el
libro--. Tómalo.

Alberto leyó la portada: _Genio y Figura, por Juan Valera_.

--¿Quién lee esto aquí?

--Yo.

Alberto sonrió de dientes afuera, desdeñosamente.

--Sí, yo lo leo, y me gusta mucho. --Y luego, al oído de Alberto--:
Me llamo Magdalena: he sido institutriz. Sé tocar el piano y algo de
francés. ¿Quieres que te diga un verso?

      Laissons à la belle jeunesse
    ses folâtres emportements;
    nous ne vivons que deux moments;
    qu’il en soit un pour la sagesse.

--Me parece que la cita no es muy oportuna...

--Habla bajo --se apresuró á decir la institutriz--. Luego se ríen de
mí.

Alberto permaneció pensativo un lapso de tiempo. Magdalena le inspiraba
repulsión y simpatía juntamente.

--Ea, me voy --decidió con violencia.

--No, no --y se abrazó á él, presentándole muy próximo el rostro, con
las cejas angustiadas y la boca entreabierta.

--¡No sea usted ridículo! --Telesforo adoptó un tono inconcuso.

--Vete de una vez, piñones, y que te lleven á las Ursulinas --eyaculó
una de las damas adheridas á los muslos de Hurtado.

Alberto se puso rojo.

--No la hagas caso --aconsejó por lo bajo Magdalena--. Es una ordinaria.

Alberto bebió dos vasos de cerveza seguidos. Se encontraba en ridículo,
y avergonzado de su pusilanimidad. Quería salvarse de aquel trance
grosero, pero no se atrevía. Se despreciaba interiormente.

Hurtado se retiró, acompañado de las dos mujerzuelas. Ambas fumaban
sendos cigarrillos, con deleitación. Desde la puerta dijo:

--Buenas noches, Alberto. Hasta mañana, y si usted se marcha, buen
viaje. Ya ve usted cómo si Mármol nos quita una, no falta dónde escoger
dos. Y, á propósito; me revienta el señor Mármol.

Alberto no contestó. Hurtado se dió un golpe en la frente.

--¡Qué memoria la mía! ¿Tiene usted ahí el resguardo? En dos minutos
hacemos el endoso.

Alberto hojeó la cartera:

--Me parece que es éste.

--Este mismo.

Hurtado escribió ágilmente, sobre la mesa donde estaban botellas y
vasos.

--Ya está. Usted firma aquí --Alberto obedeció--. Ahora el recibo. Tome
usted. Para lo demás, como cuando los valores estaban en casa de los
Meumiret. Adiós.

En estando solos, Magdalena se agazapó sobre las piernas de Alberto
y apoyó la cabeza sobre su pecho. Lánguidamente murmuraba palabras
de seducción. Poco después, los dos desaparecían detrás de una
puerta de cristales, con visillos de cretona amarilla. Á los diez
minutos salía Alberto, desencajado, con el cabello en desorden y la
pupila desvariada. Corrió escaleras abajo, sin atender á las voces
de Magdalena: «espera que te vaya á despedir. Cómo eres...» Cerró la
puerta, de un portazo furioso, haciendo gruñir á la encargada: «Demonio
con el señorito. Ni una perra de propina.»

Se encontró en la calle, sin saber qué camino tomar. Miró estúpidamente
á la luna, oronda é inexpresiva, y sintió un escalofrío, adivinando no
sé qué tristes augurios en su luz refleja, pálida. Llamó á gritos al
sereno, el cual surgió de los porches á poca distancia. Era un hombre
locuaz y confianzudo. Se adelantó á decir con socarronería:

--Conque ¿de juerga, eh?

Alberto se enarcó en un movimiento de iracundia. Recobróse pronto, y
habló:

--¿Por dónde se sale á la venta del Pino?

El sereno le informó menudamente. Gratificóle Alberto con unas monedas
de cobre, y salió á buen paso. Su corazón estaba saturado de dolor.

El sereno profirió una especie de lamento, en altibajos quejumbrosos:

--La una... la una...



XIV


Hallábase Alberto á campo abierto, en la carretera de Pilares. Sobre
el polvo mate del camino brillaban dos rieles de acero, paralelamente.
Atraído por ellos, Alberto comenzó á andar, siguiendo el centro de la
vía. Aquellas dos rectas que se hundían en una penumbra cercana y que
nunca se habían de unir le martirizaban, inculcándole desesperados
presentimientos. «Estoy perdido» --se dijo--. Las ilusiones que durante
el día se habían ido cuajando en su espíritu disipáronse inexorables
y para siempre. Abarcaba con desolada clarividencia la amplitud de su
desgracia; se habían hundido los cimientos de su vida; había perdido su
dignidad; había infestado, por cobardía y torpeza, el agua de salud en
donde debió abrevarse. Sus ojos volviéronse involuntariamente hacia la
luna, que rodaba á la derecha sobre el lomo esquinado de unos oteros.
La presencia de aquel astro insensible é inútil le causaba aversión.
Veía en él y en sus revoluciones en torno á un mundo corrupto, algo
de sí propio. Dióse á correr, fascinado por los dos rieles bruñidos,
y ansiando embotar con la fatiga física sus torturas morales. Y la
luna corría al lado suyo, botando sobre la cima de las montañuelas al
compás de los pies de Alberto. Ahora, tropezaba en un risco y caía en
del lado de allá de la colina; mas, á poco, aparecía otra vez en la
boca de una barranca, á la par del fugitivo. Aquella persecución llegó
á exasperarle. Anonadado é ijadeante, sentóse en un muro bajo, de
espaldas á la luna, y le parecía sentir su pupila espectral pasándole
el pecho de claro.

Llegó á la venta del Pino, un mesón á la antigua, desmantelado y
esquivo, adonde solían acogerse de paso gentes andariegas. Por debajo
de la puerta destacaba una estría de luz.

Detrás del mostrador alzábase el torso solemne del ventero. Ante
él estaba en pie el señor Ramón de la Pradiña, viejo sabidor y
sentencioso, admirado en la aldea á causa de sus filosofías. Apoyaba
las manos en lo alto de una gran vara de avellano, y la barbeta sobre
ellas. Distribuía sus palabras despaciosamente, y todo su cuerpo se
movía en un ritmo de oscilación lateral.

--Á las buenas noches --dijo cuando entró Alberto, y reanudó su
perorata--. Porque el hombre, ¿entiéndesme? domina todes les creatures;
les creatures del aire; les creatures del fuego, les creatures del
agua, les creatures de sobre y embajo de la tierra. Desde el sol,
que ye lo más alto en el mundo, hasta los infiernos, que ye lo más
prefundo, el hombre, ¿entiéndesme? reina como rey mismamente. Sólo hay
una creatura que se rellambe á su modimanera, y que manda n’el hombre
tanti cuanti quier.

Alberto encendió su _brûle-gueule_, de madera roja de brezo y boquilla
de ámbar.

--¡Dios! --afirmó el ventero, fiando en su perspicacia--. ¿Á que
resulta, señor Ramón, que también tú...?

--La muyer --dijo el viejo, haciendo alto en sus vaivenes...

--Quier decise --objetó el ventero-- que según tú, el matrimonio...
vamos al decir...

--Esa ye custión de muncho tríngulis. Paezte á ti, pongo por caso,
que el hombre va á la muyer como el río va al mare, y que ye tan
dispensable al hombre como el aire que respiria. Acuérdome haber
oído dicir que una vieya en un desierto ye oro molido. Ba, ba, ba.
Mira --sujetó la vara en el sobaco izquierdo y comenzó á liar un
cigarrillo--. Este pituco ¿entiéndesme? val por todes les muyeres...

--Quier decise que contigo no se rellamben á su modimanera.

--¡Rellambieron! Eso vien con la Filosofía. Tu yes mozo entodavía y la
tu Manuela está arrecachada y falaguera.

--Quier decise que tú, viejo, soltero, sin fíos, sin ná, solu...

--¿Solu? Mira --lanzó una gran bocanada de humo en el aire--. Los
fíos... ¿Entiéndesme? La muyer... --expulsó otra gran bocanada.

--Yes el mismo diaño, señor Ramón --epilogó el ventero, riéndose.

Alberto subió á su acostumbrada habitación. Su mente se había posado,
y las ideas, de un nuevo linaje, se articulaban en un tierno organismo
naciente.



XV

      In tristitia hilaris, in
    hilaritate tristis.

    _Giordano Bruno._


Alberto comenzó á pasear por la estancia, desliendo en el aire el
sahumerio melificado y denso del tabaco inglés. Cuando retiró la pipa
de la boca sonreía de una manera tierna y dolorosa. Sentóse á la mesa,
casi sobre los riñones; las manos en los bolsillos del pantalón, y las
piernas rígidas y muy abiertas.

Su estado de espíritu era sentimental é irónico. Acariciaba y resolvía
un concepto cómico-romántico de la vida y del mundo. El mundo... Había
creído verlo brotar, convertido en humo pardo, de la boca del señor
Ramón, aquel Sócrates loco, y luego desvanecerse. Le acometían deseos
de reirse á borbotones de la absurdidad de todo lo creado, y en cierto
modo, se consideraba creador, porque las cosas no tenían otro sentido ó
transcendencia que los que él, humorísticamente, quisiera otorgarles.

En la estancia palpitaban dos rumores; uno vasto, enorme, del mar;
otro, cauto, tenaz y estridente de la carcoma, en las vigas de la
techumbre, pintadas de añil. Alberto se complacía en considerar el
primero como símbolo de la necia garrulería humana; lo asociaba al
recuerdo de los políticos de su país, de los poetas de su país, sonoros
y espumantes, y de todo lo que reputaba ridículo en los hombres, como
lo era el fluir y refluir á merced de un astro de luz prestada. Pero
el estridor de la carcoma le era grato, y en la tarea perseverante del
minúsculo bichejo reverenciaba, como en alegórica correspondencia, la
función corrosiva de las ideas del mañana trocando en polvo las obras
sucesivas de los días.

El curso acrobático de sus pensamientos le parecía muy divertido. Sin
embargo, sentía abierta aún la herida por donde se le había volado el
último aliento de su vida moral; y aun cuando su boca sonreía de una
manera dolorosa y tierna, por dentro lloraba como un niño.

Encendió de nuevo la pipa; requirió pluma y papel y se aplicó á
escribir. De tarde en tarde, se levantaba y recorría la estancia,
á pasos cortos y lentos. Cuando concluyó, entraba la aurora por
las ventanas, diluyéndose á través de las hojas de una higuera, y
los gorriones venían en bandadas chachareras á comer de las brevas
miguelinas, húmedas de rocío.

He aquí lo que escribió Alberto:


LA DULCE HELENA

I

      «Si dos minutos la existencia
    ha de durar, según Voltaire,
    brindemos uno á la sapiencia
    ya que dimos el otro al placer.
      ¡Bebe esta copa rebosante
    de beso y lumbre, y de reir;
    y colma este vaso tremante
    donde se cuaja el porvenir!»

      Así dijiste, dulce Helena,
    juntando al verbo el ademán.
    Yo vi tu boca de amor llena,
    y vi la sagrada colmena,
    (miel y una perla de Ceylán).

      Y yo: «Pon de nuevo tus linos,
    broquel del instinto viril;
    recata en tus muslos divinos
    la fuente de ocre y de sil.

      Tu gracia lasciva de hetera
    no inspira venusto furor,
    ni tu cuerpo sutil de pantera.
    Eso era en un tiempo mejor;

      cuando, insaciable adolescente,
    vi, la corona en el laurel,
    una Aganipe en cada fuente
    y un Pegaso en cada corcel.

      Ahora, advierto en la frase horaciana
    de la cicuta el amargor.
    De las cosechas del mañana
    yo mismo seré el sembrador.

      No bogo en la barca festiva
    que hacia Cíteres surca el mar.
    Labro en mi huerto piedra viva
    para sillares del hogar.

      ¿No has comprendido, dulce Helena
    que tengo en el huerto una flor
    una flor blanca, una azucena,
    cáliz futuro de mi amor?

      Y, si es tan breve la existencia
    como dices, citando á Voltaire,
    para mí es hora de sapiencia
    ya que harto he vivido el placer.»

      Dije. Pero Helena, capciosa
    en su blanco desnudo fatal,
    lloró, la pupila mimosa
    como temblando en un fanal.

      Sus brazos, marmórea guirnalda
    tibia y sensual, me asieron, y
    ardió en sus ojos de esmeralda
    una infinita luz. Cedí.

      Cerré mis ojos al encanto
    y al pensar, para mí: «la última vez»,
    vi una azucena tinta en llanto
    de sangre, ¡Oh, siniestra rojez!

II

      Lo que antecede es obra de un amigo
    que es poeta sentimental.
    Yo, por raro incidente, fuí testigo
    de la escena narrada. La vestal
    Helena es una daifa de estipendio
    muy módico. El fondo fué un burdel
    de provincias, esto es, suma y compendio
    de la antigua Babel.

    Mi amigo, que hace tiempo está en amores
    con una virgen de la población
    salió del antro lleno de temores,
    lleno de confusión.

    «¡Malditos» me decía
    «estos labios inmundos! ¿Cómo ahora
    he de acercarme hasta la amada mía
    y su frente besar, que es luz y aurora?»

    «¿Por qué no?» le repuse «inoportuno
    es tu remordimiento. La prudencia
    quiere que de dos seres tenga el uno
    la candidez y el otro la experiencia.
    ¿Por ventura eres tú el primero
    que lleve al tálamo nupcial
    en los labios el zumo halaguero
    de la reciente saturnal?
    La casta doncella que al altar llega,
    gusta, tenlo por cierto,
    que el esposo elegido á quien se entrega
    sea en lides de amor ducho y experto.
    Y el licor que en el dulce sacrificio
    se acostumbra beber
    es insípido ó acre, sin que el vicio
    mezcle allí sus especias de placer.»

    Calladamente caminamos luego.
    En el ciclo otoñal y cristalino
    veíase palpitar el manso fuego
    de estelar vellocino.
    Y yo estaba anegado de ternura
    y de dolor por mis palabras vanas
    dichas en un minuto de locura;
    pero ya las sentía tan lejanas...
    Contemplando la luz azul de Sirio,
    oprimí con la diestra el corazón.
    Presa como de súbito delirio
    gritó mi amigo: «¡No tienes razón!
    ¡Somos impuros, torpes, bajos, viles!
    ¿Cómo osamos hacer contacto, di,
    á nuestra piel viscosa de reptiles
    con el cordero? ¿Tengo razón?»
                                   «Sí.»

    Y luego, viendo en la celeste copa
    burbujear el eterno vino de oro.
    «De la hostia santa, de la santa boca
    somos indignos ya; ¿no ves que lloro?»
    Desmesuraba su órbita la luna,
    cual ojo de un fatídico ananké.
    Un sereno bramó: ¡La una! ¡La una!
    Y á poco, bajo, á mí: De juerga, ¿eh?

¿Por qué dividió el autor esta composición en dos partes, y la
dramatizó, desdoblándose en dos personas? Quizá el propio Alberto no se
dió cuenta, obedeciendo al instinto de bifurcación que en tales crisis
escinde el corazón humano en dos porciones; llora la una y ríe la otra
entre tanto.



XVI


Á las once de la mañana, Alberto estaba en pie y apercibido á emprender
la vuelta á Cenciella. Antes de marcharse, escribió á Fina un lacónico
billete:

  «_Señorita Josefina Tramontana._

  _Fina: mi conciencia me exige renunciar á ti. Soy indigno de
  tu amor. Procura olvidarme. No intentes saber la causa de mi
  determinación. Te basta saber, de mi boca, que no te merezco.
  Adiós: quizá no volveremos á vernos nunca. Temo causarte dolor;
  ¡perdóname! Si no tuviera ahora la entereza de romper nuestras
  relaciones, tal vez te acarrease mayores amarguras andando el
  tiempo, y acaso llegaras á despreciarme. Sírvate esto de consuelo,
  ¡pobre consuelo, en verdad!_

  _Adiós. Te quiero más que nunca. Te querré siempre ¡la más
  admirable y pura de las mujeres!_

  ALBERTO.»

Plegó cuidadosamente el billete, lo cerró y se lo entregó á Manuela,
con orden de que aquella misma tarde lo enviaran á casa de don Medardo.

Llegó á Cenciella á las cinco de la tarde. Dió la vuelta á las afueras
del pueblo y penetró en su finca entrando por la casa del casero.

Así que descabalgó, Manolo acudió á él con el rostro alterado y grandes
señales de aturdimiento:

--¿Usted no sabe lo que pasa, señorito?

--Tú me lo dirás.

--Pues... Pero, si no puede ser... Aquí hay una confusión. Ea, que no
puede ser... Pero ¡qué susto nos llevamos! Que le diga Rufa, la vieja,
y Celedonio... Por supuesto, en el pueblo no se habla de otra cosa.
Parece que no quieren muy bien al señorito.

En aquel momento llegaron Sultán, rebrincando y ladrando, y Azor,
corriendo á su modo sobre las tres patas útiles.

--En resumen, Manolo --inquirió Alberto, aun cuando ya presumía de lo
que se trataba.

--En resumen, que estuvo aquí la justicia reclamándole á usted. Decían
¡qué sé yo! Si el señorito quiere que le cuente...

--No me hace falta.

--Entonces el señorito sabrá lo que ha de hacer...

--Naturalmente que lo sé. ¿Ha ocurrido alguna otra cosa de particular?

--Nada.

--Puedes retirarte.

Oíase de la parte del pueblo un gran vocerío de muchedumbre.

--¿Oyes, Manolo?

--Sí, señorito; es en la plaza.

--Supongo que tratarán de lincharme...

Manolo sonrió estúpidamente.

--Creo que sí.

--¿Crees que sí? ¿Y estás tan fresco?

--No me he explicado bien... Quiero decir que... ¿Cómo era? --no
conocía el verbo linchar, y estaba confuso.

Alberto, que comprendió sus apuros, lo despidió, reprimiendo la risa:

--Puedes retirarte.

Apenas había quedado solo cuando surgió Rufa, temblequeante y llorosa:

--¡Ay, señoritín de mío vida! ¿Ello qué ye? Mal diaño, mal diaño --y se
santiguaba, repetidas veces.

--¡Es mucho moler! --rezongó Alberto, dando una patada en el suelo--.
Hágame el favor de tranquilizarse, Rufa, y de no hacer más pamplinas,
que estoy ya hasta la coronilla.

Rufa sorbió sus lágrimas y miró los ojos de Alberto, como investigando
si eran sanguinarios y criminosos.

--¡Ay, qué gente condergada de Dios! Malhaya pa ellos. Y decíen... Con
esos gueyinos azules de angelín --suspiró en elogio de los ojos de
Alberto.

--Bien, bien, Rufa. Se acabó y no haga caso de cuentos --se acariciaba
la cabeza, envuelta en un inmenso pañuelo de áspero hilo crudo--. ¿Qué
ruido es ese que viene de la plaza?

--Pues esa sí que ye buena. ¡Hay títeres esta noche! Está el pueblo
en rivolución. Esta mañana salieron los comediantes pel les calles.
¡Cuánta majencia! Y ¡qué modo de soplar en el trompón! atruenaben. Ya
ve, señorito, que yo todes les noches á la nueve estoy ya en el xergón:
pues hoy pienso dir á ver los títeres. Non quiero morime sin este
gusto. Dicen que ye una preciosura.

--Yo también iré y le pagaré á usté la entrada, Rufa, si hay entradas.
Quizá, al final, pasen un guante.

--Yo qué sé de eso, señoritín. Diz que un guante; en mi vida oí eso de
pasar un guante como no sea pa los doraos. Eso, ustedes que anden pel
mundo.

--Hasta luego. Que me suban un vaso de leche. Voy á dormir hasta la
hora de los títeres.

Tumbóse en la cama vestido como estaba. Dió vueltas y más vueltas, sin
conciliar el sueño. Se le había ocurrido un proyecto inmediato, y á él
se aferraba con tanto ahinco é ilusión, que le produjo desequilibrio
físico. Las sienes le latían sordamente sobre la almohada y los nervios
le daban sacudidas. El cansancio le rindió á la postre. Despertáronlo
los alaridos de un cornetín. Comenzaba la función de títeres.

Alberto saltó de la cama y descendió apresurado las escaleras. En el
portal tropezó con Rufa, que iba ataviada con sus prendas más ricas;
mitones, un mantón que parecía manteleta, mantilla, un abanico con un
gato de tamaño natural sobre fondo verde que le había regalado Alberto,
y un grueso libro de misa.

--¿Qué es eso, Rufa? --preguntó Alberto señalando el devocionario.

Rufa permaneció perpleja unos minutos. Dióse luego en la frente con el
gato, y dijo:

--Estoy toña. Ye la edad. Como nunca me pongo estes gales más que
pa dir á misa... ¡Señor, señor, qué cabeza! Pues nada, que iba tan
riscantimplada con el libro de misa. ¿Usté ve? Y á lo mejor ye pecao.

Alberto la dió dos pesetas por si la entrada fuese de pago, y salió á
escape.

En la plaza pública había un barracón circular, cubierto de lona. Los
cencielleses hormigueaban en derredor del improvisado circo. De vez en
vez sobresalía del mosconeo general un llanto de niño.

Á la entrada, debajo de seis grandes candiles de aceite, estaba una
muchacha huesuda y de avinagrado rostro, vestida de mallas. Á su
lado un hombre cincuentón, arrebolado de nariz y mejillas, panzudo.
Vestía de frac, cuyos faldones, á causa de las grandes asentaderas
del individuo, se entreabrían y levantaban como las alas del grillo
puesto á estridular. Alberto pidió una localidad de primera fila. Un
jovenzuelo, con un gabancillo pelado y cochambroso, á través del cual
se descubría el traje de acróbata, y las mejillas untadas de bermellón,
condujo á Alberto hasta su localidad. Hubo de sentarse sobre un tablón,
no desbastado y sin respaldar; ante él una maroma que, suspendida de
trecho en trecho por medio de estacas, trazaba el círculo quebrado de
la pista, espolvoreada de aserrín. Apenas se había sentado, diéronle
unos golpecitos en la espalda. Era un rapaz del pueblo.

--Señorito; ahí fuera le llaman.

--¿Quién?

--El _Morciello_. Dice que salga aína, que le ha de hablar.

El _Morciello_ era el juez de Cenciella. Salió Alberto sin disimular su
contrariedad. Conjeturaba el objeto de la conversación. El niño guió
á Alberto, señalándole el lugar en donde el _Morciello_ aguardaba.
Puesta la mano sobre la boca, el juez tosía con tos breve y hueca de
tuberculoso. Llevaba un gabán claro echado sobre los hombros á modo de
esclavina; debajo de sus pómulos se abrían fosos profundos, y sus ojos
estaban bañados de un humor denso y brillante. Aprovechándose de la tos
del juez, Alberto se adelantó á hablar:

--Ya sé para qué me llama usted. Pues bien, yo le digo que parece
mentira que esa majadería tan sin pies ni cabeza se prolongue tanto
tiempo. Así, me creo excusado de añadir una palabra más, y vuelvo á mi
sitio.

--Un momento, le suplico. No puedo meterme en si se trata de una
majadería ó no. Basta que usted me lo diga. El asunto concretamente es
que he recibido un exhorto del Juzgado de Pilares y debo detenerle á
usted, á lo cual no estoy dispuesto porque no olvido los favores que
debo á su difunto padre, comenzando por el juzgado, que, gracias á él,
me concedieron... Supongo que se trata de una locura de jóvenes y que
se arreglará sin pasar á mayores. Por eso he determinado hacer la vista
gorda. Pero comprenderá usted que no puedo entrar en el circo, tenerle
á usted cerca de mí toda la noche, y mañana asegurar que no he dado con
usted. La responsabilidad... Retírese á su casa, márchese mañana de
Cenciella y todo se arreglará.

--Usted perdone que no le dé gusto; pero hoy estoy particularmente
determinado en hacer mi capricho. Buenas noches.

--Entonces me obligará usted á privarme de ver la función.

--Haga usted lo que le plazca. Buenas noches --giró secamente sobre sus
talones y se apartó del _Morciello_.

Durante toda la noche, Alberto se mantuvo con los codos apoyados en las
rodillas, y la mandíbula inferior hundida entre las manos, siguiendo
con porfiada fijeza los ejercicios de los titiriteros. Entretanto, su
espíritu se conservaba en ebullición continua. La viuda de Ciorretti,
no lejos de él, le miraba á hurtadillas, suponiéndole presa de
remordimientos atroces, y, movida de compasiva ternura, meditaba la
manera de atraerlo en terminando la función, y hacer por endulzarle la
sombría soledad de la noche.

Marchaba ya la gente, celebrando la destreza y gracejo de saltimbanquis
y payasos. Alberto aguardó inmóvil, la barba metida tozudamente en
el ángulo que hacían las dos manos. La viuda de Ciorretti hubo de
renunciar á su obra de misericordia. Alejóse el hervor del público.
Alberto levantó la cabeza y miró á todos lados; estaba solo. Saltó, por
encima de la maroma, y, atravesando la pista, fuese al lugar adonde se
habían acogido los titiriteros. Batió palmas. Salió el _Pichichi_, uno
de los _clowns_, eliminando el albayalde con que se había embadurnado,
merced á las virtudes corrosivas de una arpillera.

--¿Qué se le ocurría?

--¿El Director?

--Está mudándose de ropa.

--Deseo hablar con él.

--¿No lo puede usted dejar para mejor ocasión?

--No.

--¿Y si él no pudiera hoy hablar con usted?

--Podrá.

--¿Es usted un carabinero?

--Basta de payasadas, amigo, que ha terminado el espectáculo --y le
tendió una moneda de cinco pesetas.

--¡Oh! Egsto egstar un aggumento podegoso --dijo, remedando la
macarrónica prosodia francesa que afectaba en sus farsas. Hizo una
reverencia bufa y desapareció.

--Pase usted --se oyó desde la oscuridad.

Alberto se adelantó, tanteando con los pies. Había una tienda de lona,
cerrada, y en la raíz líneas de luz, lindando con la hierba; una masa
negra, rectangular, al fondo, sobre la cual se abría un cuadro de
resplandor débil, cernido por una cortina de tela verde. Levantóse la
cortina y se recortó en lo claro el perfil del hombre cuyos faldones se
enhiestaban sobre las posaderas. Ahora estaba en mangas de camisa.

--Subir usted á la _caravana_. Tener cuidado, cuatro escalones
--hablaba con los dientes apretados y la lengua proyectada sobre la
bóveda palatina, imitando el acento inglés convencional de las obras
cómicas.

Alberto se dió cuenta al punto de que el individuo que le recibía era
un sajón nacido en solar ibérico, quizás en tierras de Pontevedra ó
Lugo.

--_One, two, three, four_ --dijo, según subía los escalones. Y en
estando arriba--. _Oh, thanks, many thanks. I am so glad to meet you.
You are Mister Levitón I suppose? are you not?_

Mister Levitón quedó corrido y fulminado de afasia repentina. Alberto
hallaba muy amena la situación, y se dispuso á prolongarla. Examinó el
lugar de la acción. Estaba dentro de la carreta de los saltimbanquis.
Veíase la armadura interior del vehículo, de maderas ensambladas,
como un vagón de ferrocarril. De la techumbre pendía una lámpara
de aceite. Había dos ventanillas á los lados y prendas de vestir,
mugrientas y mal olientes, colgadas de los tabiques. Frontera á la
puertuca de entrada, corría una cortina, de color ecléctico y remiendos
profusos, detrás de la cual se adivinaba algo á manera de alcoba y
se oía rebullir de gente. Del lado de acá de la cortina, además de
Alberto y de Mister Levitón, que así se anunciaba sobre el frontis del
circo, estaba una mujer, sentada sobre un tamboril estrecho y alto,
semejante á una columna. Arrebujábase en astroso mantón, mostrando los
vuelos inferiores de un tonelete amarillo y las piernas, de papandujos
molledos. Su cara era excesivamente marsupial; bolsas debajo de los
ojos, bolsas en las comisuras de los labios, bolsas en las mejillas,
bolsas en las mandíbulas, bolsas en la barba, y bolsas en sus tres
papadas: amén de otras bolsas que no hay para qué mencionar. La carne
la caía á pedazos. Se comprendía que había sido obesa en increíble
medida y que un morbo tenaz y diligente la iba consumiendo. Su mirar
era alelado y doloroso.

Alberto preguntó en inglés á Mister Levitón si aquella dama era su
esposa. Mister Levitón permanecía herido de mudez. Continuó hablando
Alberto, siempre en el dulce idioma de Shakespeare; la risa le
retozaba en el cuerpo.

La mujer dijo, con voz cansada que dejaba traslucir un sentimiento de
rencor.

--Te está bien empleado, por acémila, Víctor --y elevando los ojos
hacia Alberto--. Es de Calahorra, calagurritano. Si usted habla
español, diga lo que se le ocurra, caballero. Y perdónele, que no sabe
lo que hace.

--¿Pues no he de saber castellano? Usted es quien debe perdonarme la
broma, Víctor. ¿No ha dicho Víctor la señora? Quiero que seamos buenos
amigos.

--Es que... la costumbre de hablar así ante el público... --balbució
Víctor. Miró por encima del hombro á su mujer, y refunfuñó
cruelmente--. Tú también ya podías meterte la lengua donde te cupiera,
y no decir mamarrachadas. Tanto suspirar... Muérete de una vez.

--Ya te encargarás tú de matarme. ¡Ay! --y se estremeció dentro del
mantón.

--Papá... mamá... --suplicó una voz femenina y joven, detrás de la
cortina.

--Tengamos paz --aconsejó Alberto, riéndose--. Vuelvo á repetirles que
quiero que seamos muy buenos amigos.

Y á continuación les explicó sus propósitos. Pretendía formar parte
de la compañía, y seguir con ella, mundo adelante. Víctor y Ramona le
escudriñaban de pies á cabeza, sin determinarse á responder. Rosita
asomó la nariz y los ojos por un desgarrón de la cortina. En el
silencio, se oía á un caballo que arrancaba acompasadamente la hierba
de la tierra. Víctor se atrevió á preguntar.

--¿Qué cosas sabe usted hacer?

--Haré payasadas.

--¿Y sueldo?

--De eso no hay que hablar.

--Es que nuestra vida es muy dura...

Ramona suspiró.

--Ya la haremos blanda. Elevaremos nuestro circo á la altura de los
mejores.

Víctor, oyendo á Alberto decir _nuestro_, experimentó una sacudida de
los nervios.

--Ha dicho usted que... ¿nuestro?

--Sí, yo seré el empresario; un empresario que renuncia desde luego á
todos los beneficios. Por lo pronto, están á su disposición diez mil
pesetas. ¿Hace?

--¡Piñones! --murmuró Ramona.

Rosita extendió con la nariz el desgarrón de la cortina.

--¿Pues no ha de hacer? Venga esa mano.

--¿Cuándo partimos?

--Mañana á eso de las ocho de la mañana.

--Pues voy á recoger mi ropa. En media hora estoy de vuelta. ¿Puedo
dormir aquí?

--En el carretón, no. Dormirá usted en la tienda, con mi hijo, con
Fernando y con los otros. Algo recio, para usted...

--¡Quiá! Entretanto ahí van cinco duros para que preparen un refresco
á mi salud. ¡Ah! Traeré conmigo un perro que estoy amaestrando.

--De pistón de mico --afirmó Víctor, quizás algo misteriosamente.

De vuelta en su casa conferenció con Manolo y le preguntó si quería
seguir sirviéndole y vagamundear á la ventura. Manolo mostrábase remiso
en contestar, de donde Alberto dedujo que no lo deseaba ni se atrevía á
negarse, por temor de enojar al señorito.

--Bueno, pues te quedas, que á nada te obligo. Pero, yo no sé cuándo
volveré.

--Es el caso, señorito, que yo va para tiempo que ando cavila que te
cavilarás... --y se arrascaba el occipucio--. Porque... quiero casarme.

--Arrea.

--Tengo novia formal. Es Teresuca, la criada de los de Oliva.

--Sí, la conozco. Muy guapa y que sea enhorabuena.

--Pero es el caso que como soy tan pobre. Si usted me ayudase...

--Qué piensas hacer después de casado...

--¿Que qué pienso hacer? Ju, ju.

--¿Á qué te piensas dedicar?

--Ahí le duele. Yo quisiera venir á vivir en Cenciella, y poner un
negocio de embutidos. Algo prosaico es, ¿verdad, señorito?

--Anda, anda... ¿También tú te preocupas de lo prosaico y lo poético?

Manolo sonrió cazurramente.

--He leído muchos libros del señorito, cuando ya había terminado mis
obligaciones.

--En suma, ¿qué necesitas?

--Yo creo que con unas ocho ó diez mil pesetas...

Alberto se sentó á escribir.

--Mientras escribo, prepárame una maleta con alguna ropa interior.

Escribió á Telesforo ordenándole que entregara diez mil pesetas al
ayuda de cámara, y colocara urgentemente otras diez mil en Meredo, un
pueblo próximo á Cenciella, en una casa de comercio conocida, de donde
Alberto pudiera recogerlas.

--Toma, Manolo. Mañana vas á Pilares, y allí, en la banca de don Celso
Robles, preguntas por el señor Hurtado. Te entregarán diez mil pesetas.

--¡Ah, señorito! Cómo le agradeceré --lloriqueaba y besaba las manos á
su dueño.

--Ea, basta. No seas niño --repuso Alberto enternecido.

--¿Quiere que le haga un recibo?

--No hace falta. Eres bueno y trabajador; irás arriba en tus empresas.
Cuando te sea fácil me devuelves nueve mil quinientas. Las otras
quinientas son mi regalo de boda. Dónde está Azor. ¡Azor! ¡Azor!
--apareció al punto el cojo--. Vamos, hijo mío, á correr mundo. Dame la
maleta, Manolo.

--Yo se la llevaré.

--Que no. Yo la llevo. Adiós, Manolo; que tengas suerte. ¡Ah! Y que
nadie entienda adónde ni á qué me he ido.

Manolo, entre suspirar y contemplar apasionadamente la carta que
Alberto le había entregado, no atinó á decir palabra.



XVII


AL SEÑOR DON JUAN HALCONETE:

      Querido Juan; sobre un prado verde y cencido,
    de un olmedo á la vera, muy sombroso y tupido,
    do las aves organan con un manso ruïdo,
    esta epístola quiero hilvanar de corrido.

La belleza apacible del lugar desde donde la escribo parece haberme
movido, casi maquinalmente, á comenzar con el tetrástrofo monorrimo de
nuestro amado Berceo.

Estoy, como le digo, escribiéndole al aire libre, en un prado y cerca
de un bosque de olmos, lleno de pájaros. Todo esto es natural. Pero
ahora viene lo extraordinario. Mi pupitre es... un tamboril. Sí, señor,
un tamboril. Mi asiento una albarda con _panneau_ para _ecuyère_. ¿Qué
tal?

La temperatura es templada, antes caliente que fría, de manera que
me permite permanecer en elástica; una elástica tosca de algodón,
semejante á un _jersey_, á rayas horizontales, rojas y negras, como
las que usan los menestrales por estas tierras. Me costó una peseta.
En cuanto á mis calzones ¡Ah!... Una prenda _very fashionable, the
smartest and most exquisite in the world_. De pana labrada, pero de la
pana más burda; y el corte sublime, digno de haber sido perpetrado en
un obrador de _Bond Street_, á no ser por el derroche de capacidad que
ostenta en la culera. Debo de causar asombro hasta al propio Sol, que
no me quita la vista de encima, á juzgar por el calor que siento en la
espalda.

Estoy quemando y humeando, en mi vieja pipa de brezo, las últimas
reservas de tabaco inglés. ¡Qué dolor! Pronto habré de apencar con
el tabaco rizado y hediondo de la Tabacalera; ese tabaco de aspecto
repulsivo que hace pensar en clandestinas madejas capilares.

La nébula de humo que me envuelve se ha filtrado por mis narices y
llegado hasta los sesos, evocando un recuerdo que ajusta muy al caso
para explicarle á usted por qué me ha venido en ganas escribirle.

El recuerdo es de una marca de tabaco que ha tiempo fumé. Se llamaba
tabaco Carlyle. En la tapa de los botes de lata donde se guardaba había
un grabado: Carlyle y Emerson, frente á frente, separados por una mesa,
sendas pipas en la boca y sobre sus cabezas densa nube de humo. Debajo
del grabado una inscripción que decía sobre poco más ó menos: «Cuenta
Emerson que, habiendo llegado á Inglaterra, quiso lo primero visitar
á Carlyle, el cual fué una de sus más fervientes admiraciones. Carlyle
ofrecióle una silla y luego tabaco. Sentáronse cara á cara, aplicáronse
á fumar silenciosamente, y así, sin desplegar los labios, dejaron pasar
varias horas hasta media noche. Levantóse entonces Emerson, tendiendo
la mano al maestro, y éste, á guisa de despedida le dijo: Hemos tenido
excelente tiempo. Gracias, me ha hecho usted pasar una de las tardes
más felices de mi vida».

De la propia suerte, yo no puedo olvidar las horas que he pasado en
compañía de usted, cuándo sentados en el Ateneo, cuándo paseando por
Madrid, cuándo recorriendo las aldeas, y siempre en silencio. No hago
memoria de ninguna conversación transcedental ó polémica que hayamos
sustentado. Es más: ateniéndome á los últimos escritos de usted parece
que sus puntos de vista sobre la vida son errados y caprichosos, que
vale tanto como decir que no concuerdan con los míos, ó con los que
hasta hace muy poco tiempo eran los míos. Á pesar de esto, ó quizás por
esto mismo, creo que mi espíritu anda muy cerca del de usted, y que
nadie como usted sabrá comprenderme. Por eso me aventuro á escribirle.

No pido que usted me conteste por largo, ni concisamente siquiera.
Sé que usted no gusta de preparar para las generaciones venideras un
epistolario aparentemente íntimo y descuidado, pero con vistas á la
inmortalidad. Sólo le pido que me diga con toda lealtad si le enoja
seguir recibiendo cartas mías. Si no me responde, entenderé que no debo
continuar esta correspondencia.

La presente sólo tiene un objeto, y ya es hora de abocarlo. Le
participo á usted que me he hecho titiritero.

Le abraza,

  _Alberto_.


Querido Juan: muchas gracias. Ya sabía yo que usted se prestaría con
noble afecto á ser el sujeto paciente de mi furor epistolar.

Me dice usted que la profesión de titiritero le parece muy digna y
conveniente para el buen gobierno de la república, así como, en opinión
de Cervantes, lo es la de alcahuete. De acuerdo con usted, y también
con Cervantes.

Permítame usted unos toques de erudición, y disculpe los errores en
que incurra, porque, como usted se hará cargo, no tengo un solo libro
conmigo y cito de memoria. Quinto Curcio, historiador de Alejandro
Magno, cuenta que cuando este conquistador recorría la India se
le presentó un juglar, el cual poseía la más peregrina maña para
arrojar á gran distancia guisantes sobre una aguja, y los espetaba
todas las veces sin errar golpe. Alejandro, que era un borracho y se
paraba poco á inquirir la verdadera importancia de las cosas, como
lo atestigua la solución que dió al nudo gordiano, pensó que la del
juglar era habilidad superflua, y por mofa ordenó que se le diese por
toda recompensa una mata de guisantes; y luego, con ironía fácil, le
alentó á que continuase cultivando su arte. Si no recuerdo mal, Juan
de Timoneda, en su Patrañuelo, modifica algo el cuento y lo atribuye
á Carlos V. En lugar de una aguja pone un cántaro de angosta boca;
y lo que allí eran guisantes son ahora garbanzos. El emperador dice
desdeñosamente: «dénsele dos hanegas de garbanzos.»

Me parece que tanto Alejandro como Carlos pecaron de estolidez
supina. Á la larga (una larga que siempre será muy corta) la propia
importancia tiene conquistar el mundo antiguo, como hizo Alejandro,
ó imponer el papismo al antiguo y al nuevo, como pretendió Carlos,
que clavar guisantes en una aguja ó meter garbanzos en un cántaro.
Con una diferencia en disfavor de entrambos soberanos, y es, que sus
empresas fueron ridículas; porque el ridículo no es otra cosa que un
desacuerdo entre el esfuerzo y el resultado, entre lo que se piensa
que se va á hacer ó se cree que se está haciendo y lo que realmente
se hace. Alejandro y Carlos, persiguiendo una finalidad transcendente
dentro de un mundo perecedero, se ponían en un ridículo cósmico. El
de los guisantes y el de los garbanzos, no; no perseguían finalidad
alguna, sino que cultivaban la destreza por la destreza, desdeñando
usarla en altos empleos. Alejandro y Carlos creyeron triunfar de la
muerte, pasando á la historia. ¡Menguada historia la que tiene por
fuerza limitado y fatal cómputo de páginas! Pero el de los guisantes y
el de los garbanzos sí que triunfaron de la muerte porque triunfaron en
la vida misma, comprendiendo muy cuerdamente que no morir es ignorar
el mañana, es exaltar todas las facultades y ponerlas en el presente
eterno de un esparcimiento arbitrario y sin propósito final. Dentro de
un universo infinito compuesto de seres y cosas finitos, la única forma
de inteligencia activa es el obrar conscientemente sin finalidad. Si no
me equivoco, esta es la esencia del humorismo; discernir y sentir la
sublimidad invertida de un mundo tonto, como quería Juan Pablo. Hace
cosa de pocos días yo pude discernirla y sentirla con intensidad casi
dolorosa. Por eso, ya que no me era dado realizar humorismo artístico
(la pintura no es vehículo á propósito), aproveché la ocasión de pasar
por mi pueblo una pandilla de saltimbanquis, para, uniéndome á ellos,
vivir el humorismo.

Otro día le explicaré cómo vine á dar en este flaco. Temo haber escrito
hoy demasiadamente, y, lo que es peor aún, con bastante desconcierto.

Le abraza,

  _Alberto_.


Querido Juan: Colmado me tiene usted de bondades. No le pedía sino que
tuviera la resignación de leer mis cartas. Nunca esperé tener la honra
de que me contestase, parándose á discurrir sobre mis espontáneas y
caprichosas ideologías. Me asegura usted que el humorismo no es el
postrer estadio del espíritu. No lo sé aún. Allá veremos.

¿Qué es de Fina? Su pregunta ha venido á redoblar ciertos reconcomios
que me escarban y roen de continuo el corazón.

¿Recuerda usted aquellos ocho días de Agosto que el verano antepasado
tuvo á bien dedicarlos á acompañarme en Villaclara? Comenzaba yo mis
amores con Fina. Un día le pregunté á usted: «¿qué le parece mi novia?»
Usted se ruborizó un poco, se sonrió un poco, y dijo: «no sabe andar
y lleva siempre los brazos como atados al cuerpo.» Esto fué todo.
¿Pensaba usted descubrirme dos defectos, ó dos cualidades de cierto
orden de belleza? Aun cuando no volvimos á hablar de Fina, presumo lo
segundo, á pesar de su rubor de usted. Sí: el movimiento general de la
figura de Fina, y la laciedad, tal vez rigidez de sus brazos, son dos
cualidades de belleza gótica, ó sea de belleza cristiana, de belleza
moral, sugerida por formas plásticas. La estatuaria griega tiene el
movimiento hacia adelante y á ras de tierra, y la gracia dinámica de
los caballos y de los ríos. En la estatuaria gótica el éxtasis anula
al movimiento, y en vez de la gracia helénica, de naturaleza activa,
pasajera y musical, aparece en aurora, como cernida por las nubes de
la materia, la gracia divina á modo de una luz inmarcesible. ¿Y en qué
vidrio se ha de espejar esta luz mejor que en el vidrio de los ojos,
umbral por donde el cielo entra al alma y el alma sale al cielo? Los
antiguos acostumbraban cegar sus estatuas. Las esculturas góticas
son contrariamente todo ojos, y el resto de la figura no es sino
sustentáculo de ellos, como el incensario lo es de la brasa fragante y
votiva.

Habrá observado usted que las mujeres en mármol que los griegos nos han
dejado no son vírgenes ni madres. No nos conmueven con la inocencia
frágil de la doncellez ni con la serenidad noble de la maternidad.
Pero el arquetipo de la mujer cristiana es la virgen madre; sublime
paradoja. Y tal es el linaje de belleza de Fina. Con ser sutil é
infantil, como usted sabe, sugiere no sé qué densa impresión de apta
maternidad presunta; y estoy cierto que, en siendo madre, envolverá á
quienes al lado suyo vivan en fresco aliento de virginidad incólume.

Esta era mi novia y debió ser mi esposa. Ahora comprendo, más
claramente que nunca, lo que representaba en mi vida. Y la he perdido.
El mismo día que santificó mis labios con un beso tan puro y diamantino
que debió haberlos sellado á todo contacto torpe, como á toda palabra
agria, fútil ó mentirosa, aquel mismo día y á las contadas horas, yo,
depositaba el tesoro confiado á mi boca sobre una boca mercenaria y
lasciva. Comprenderá usted que no soy tan miserable que volviese á
Fina, con la podre infestando mis palabras de simulación, ni tan cruel
que confesase descubiertamente mi abominación. Le escribí una carta.
¡Pobre Fina! ¡Pobre Fina! No quiero pensar...

Es la hora de anunciar los títeres para la noche. Voy á tiznarme el
rostro, vestirme la botarga y salir por las callejuelas de este pueblo,
tañendo el tamboril. Los vecinos se maravillarán del denuedo con que he
de golpear el parche, y se preguntarán: ¿estará loco el tamboritero?

Rataplán, plan, plan. ¡Duro; amigo mío! ¡Qué sólo se oiga tu voz!
(Hablo con el tamboril.)

Suyo,

  _Alberto_.


Querido Halconete: me convida usted, en su última carta, á que le
refiera lances de mi vida actual, y á que por el momento deje de lado
mis filosofías espontáneas. Veo que lo primero no es sino pretexto ó
arbitrio para lograr lo segundo. No gusta usted de verme filosofar,
llamémoslo así. ¿Por qué? Dos motivos descubro: ó bien, que mis
disquisiciones le parecen caprichosas y de poco momento; ó bien,
porque adivinando que me traen dolor, intenta usted distraerme hacia
el tumulto de las cosas externas. ¿Qué importa el motivo? Usted me
aconseja y yo voy á seguir el consejo con toda docilidad. Sea, pues,
esta carta un mero documento narrativo.

La comunidad nómada, á la cual pertenezco desde hace quince días, se
compone de trece miembros de diferentes sexos y especies.

El preboste ó superior se llama Víctor. Es la cabeza de este cuerpo
andariego; una cabeza bastante gorda. Aparentemente una cabeza es
algo á modo de callosidad ó protuberancia que suele surgir sobre los
hombros, sin utilidad conocida. En la mayoría de las personas, tanto
individuales como colectivas, la cabeza tiene todo el aspecto de no
servir para nada. Así ocurre con nuestro director. Sin embargo; ¿qué
sería de todos nosotros sin él? Él es la teoría, la idea; los demás,
el instrumento. Él no tiene fuerza para saltar, ni gracia con que
payasear, ni intrepidez para colgarse de un trapecio, ni sutilidad
para hacer equilibrios. Pero conoce el secreto eficaz de todas estas
habilidades, ó cuando menos cree conocerlo, de manera que el músculo,
el donaire, la braveza y la agilidad ajenas alcanzan, adoctrinados por
él, su máxima potencia. Fachendea mucho, lo cual le sienta al dedillo
cuando recorre la pista con una fusta en la mano, y es tremendamente
alardoso de su ciencia gimnástica. Por él me voy enterando de varias
y curiosas particularidades, concernientes al acrobatismo. Mister
Levitón, que tal es el sobrenombre que ha adoptado, pertenece á la
segunda de las dos categorías en que se dividen los artistas de circo.
(_Les artistes de rencontre_, son sus palabras). Siendo niño, ingresó
en la compañía de monsieur Grignon, y muy presto demostró excelentes
aptitudes para lo que los ingleses llaman _hand-balancer_, y los
alemanes _hands-toender_, ó sea para ponerse cabeza abajo, apoyado tan
sólo sobre las manos.

--Yo, amigo Alberto --me asegura con aire catedrático--, he llegado á
hacer la _montée en planche_ y la _montée par groupement_, con la misma
frescura con que ahora me bebo un vaso de aguardiente ó le doy un revés
á mi señora. Y he saltado; sí, señor. ¡Que si he saltado! Hasta he
realizado el _twist_. Pues yo le pregunto á usted. Seamos claros; si se
tiene en cuenta que ingresé en mi profesión hacia los diez ó doce años
¿puede decirse que pertenezco á _les artistes de rencontre_? ¿No será
más justo sostener que pertenezco á _les enfants de la balle_?

Pero, ¿qué es uno y qué es otro? se preguntará usted, querido Juan. Que
Mister Levitón satisfaga su curiosidad. Atención.

--¡Ah! Es bien fácil. Seamos claros. _Les enfants de la balle_, ello
mismo lo dice, son... pues, en pocas palabras, la aristocracia del
arte. ¿Qué se necesita para ser conde, por ejemplo? Pues haber nacido
de otro conde y de una condesa. _Les enfants de la balle_ son los que
tienen pureza de sangre de artista, por herencia, quiere decirse. Mi
esposa, madama Ramona, es aristócrata; mis hijos, Mamerto y Rosita,
son aristócratas. ¿Es mucho pretender de mi parte ser aristócrata,
teniendo en cuenta... bien, lo que le he dicho? Los otros, _les
artistes de rencontre_, son, verá usted...; seamos claros, son los
intrusos. ¿Intrusos? No, claro que no. Son los que no tienen sangre
antigua. ¿Me explico? Entre estos artistas los puede haber muy
estimables, ilustres también; pero, ¿no es como la luz del sol que
faltándoles los primeros años de la vida, que son los más blandos,
digo, faltándoles el aprendizaje de aquellos años, los resultados serán
muy deficientes? Estos artistas que empiezan un poco tarde no pueden
dedicarse más que á la gimnástica de aparatos: anillas, barras-fijas,
trapecios volantes... Uno de los del trío Júpiter, que acaso usted
haya oído nombrar, era sastre. ¿Qué tal? Pero la gimnasia verdad,
la gimnasia... aristócrata es la de alfombra, sobre todo los juegos
icarios. Este es el rey de los ejercicios --y al final con gesto de
absoluta convicción--: Seamos claros; ¡no se improvisa un artista de
alfombra!

Usted, querido Halconete, pensará, como yo, que debe ser difícil, en
efecto, improvisar un artista de alfombra.

En cuanto á cualidades morales, Víctor es un bárbaro, como marido; como
padre, un semi-bárbaro.

Tiene, según me aseguran, una amante, entre cuyas garras se le
queda buena porción del dinero que gana. Esta mujer sigue nuestro
itinerario, pero no viaja con nosotros. No la he visto aún. Lo cierto
es que Víctor pasa la mayoría de sus noches fuera del carretón.

Y vamos ahora con madama Ramona. Adelantaré un dato que es muy
significativo. Esta señora, el año pasado pesaba ciento treinta
kilogramos. Sí, señor; ciento treinta, ni uno más ni uno menos. En
la actualidad está entre los ochenta y los noventa. El período de
vertiginosa eliminación carnal comenzó en el punto de recibir la nueva
de que Víctor le era infiel. Es decir, que madama Ramona era hace un
año una especie de mastodonte sentimental. Me aseguran que su número
era siempre el de mayor éxito, y consistía en ejercicios de equitación,
á lo Franconi, sobre un desmedrado é interesante pollinejo que responde
por _Pionono_. Con el bajón de los cuarenta y tantos kilos, su aspecto
es imponente y repugnante. La piel, que en otro tiempo ciertamente hubo
de ser túrgida y tensa como la del vientre de un abad, se ha replegado,
y en consecuencia oscurecido, adoptando las pardas tonalidades del
caucho. Además le pende en lamentosa flacidez por todas partes. Parece
un gigantesco murciélago alicaído. Varias veces he tenido ocasión de
sorprenderla llorando silenciosamente.

El hijo Mamerto es un adolescente taciturno y ojeroso. Sus ojos se
caracterizan por cierta hondura ígnea é inquietante. Es perezoso;
no habla casi nunca. En las horas de descanso, que son muchas, se
entretiene en arrancar verdascas cimbreantes de los árboles; luego
las monda de hojas, muy despaciosamente, silbando sin cesar melodías
tenebrosas. Él es el encargado de conducir las caballerías á pacer de
los prados en abertal. Una tarde pude descubrir que se entretenía en
atormentar á los pobres animales, asestándoles agudos verdascazos en
los belfos y en la coyuntura de las ancas. _Pionono_ era la víctima
predilecta de su ensañamiento. Y el rapaz reía de una manera aviesa y
extraña. Su número es el trapecio. Víctor dice que llegará á eclipsar
la gloria del querubín Léotard.

Rosita es una mozuela retrasada, dócil y afectuosa. Para llegar á guapa
no le falta más que dejar de ser fea. Su piel es albariza, exangüe,
como la panza de la rana. Yo creo que padece de amenorrea. Me ha dicho
que le gustaría mucho saber leer; yo la estoy enseñando. También me
pide que la diga versos. Le gusta cantar y canta como un cerrojo tomado
de orín. Es una especialidad para el crochet (herencia materna) y otras
labores propias de su sexo. Su número es las anillas; sabe hacer la
sirena y dar el salto del mico. (Y observe usted que estos dos _enfants
de la balle_ no son artistas de alfombra.) Víctor dice de ella que
llegará á sobrepasar el renombre de la celeste Nathalie Foucart. Se
me ha figurado que el buen Levitón quiere colocarme la niña. Ya me ha
hecho algunas indicaciones. Opina al revés que Teresa Cascajo. Para
él, mejor parece la hija bien abarraganada que mal casada. Yo, _ça va
sans dire_, no acepto el envite.

Descontados los miembros de la familia Levitón, el que les sigue
en jerarquía dentro de la _troupe_ es un joven, bien parecido, muy
discreto y simpático, llamado Fernando, al cual estaba destinada Rosita
antes de mi advenimiento. Como á él maldita la gracia que le hacía la
niña dice que el mío ha sido el santo advenimiento. Físicamente, es un
hermoso ejemplar de la raza humana. Moralmente, le reputo un individuo
normal, inteligente y honesto. Artísticamente, es fuerte, elástico,
ágil y hábil.

Viene luego el _Pichichi_. Largo y flaco, fibroso, activo. Su cara,
á ratos es de sonriente idiotez, á ratos de puntiaguda malicia. Su
obsesión es la pintura. En cuanto halla vagar se absorbe en una obra
gigantesca que ha tiempo comenzó: la historia sagrada que siendo niño
le enseñaron, puesta en láminas. La mayor parte de los personajes
bíblicos van vestidos de saltimbanquis. Sus dibujos son de perturbadora
simplicidad primitiva; no sólo los seres, que también las cosas parecen
estar dotados de pupilas que le miran á uno tenazmente. Los colores,
minerales y vegetales, él mismo se los compone. Una circunstancia
curiosa de este _clown_ es que sus sentencias y proverbios son
italianos. Por ejemplo, cuando yo intenté acabildar y unir las
voluntades de Víctor y Ramona, porque sus querellas continuas me
hacían daño, el _Pichichi_ vino á decirme misteriosamente al oído: _Tra
moglie e marito non bisogna mettere il dito_.

_The last but not the least_, el último pero no el más bajo es el otro
_clown_, Maimón. ¿Por qué le llaman Maimón? Lo ignoro. Presumo que es
una onomatopeya, sugeridora de su traza y de sus hechos. Es lo que
llaman los ingleses un _tumbler_, es decir, de esos payasos que conocen
el arte de caer pesadamente al suelo, levantando el mayor estruendo
posible. Declaro que Maimón es un especialista; cuando se precipita
con la barriga contra el aserrín que cubre la pista, por la superficie
terráquea corre así como un movimiento sísmico. Otro don conspicuo de
Maimón es su voz, voz digna de un tribuno de la plebe.

Como esto se va haciendo largo, hago punto. Hasta otro día. Le abraza,

  _Alberto_.


Querido Juan: celebro que mi carta le haya distraído. Al enviársela
sentí ciertos escrúpulos, porque ¡caracoles! su latitud la hacía digna
de haber nacido de la pluma de Don Alonso de Madrigal, alias el Tostado.

Me advierte usted que se me ha quedado en el tintero la descripción del
resto de los individuos que integran nuestra nómada comunidad, hasta
trece. Añádame usted á mí, de quien usted conoce todo lo que se puede
conocer, y á mi zaga imagine usted varios irracionales; los caballos
que arrastran de una á otra aldehuela nuestro bagaje, Pionono y Azor.
Este último es un perro cojo, de mi exclusiva propiedad; lo destino á
artista de alfombra y estoy muy satisfecho del provecho con que recibe
mis enseñanzas y las de Mister Levitón.

Desde que profesé en esta orden andante, el circo de Mister Levitón ha
ganado desapoderadamente en decoro estético y en categoría artística.
Á este paso pronto llegaremos á codearnos con los célebres circos
Gillaume, Rancy ó Pinder. No atribuya mis palabras á un sentimiento de
orgullo, que las mejoras no son hijas de mi inteligencia é inventiva,
antes hijastras de mi dinero. Hemos adquirido una deliciosa techumbre
cónica de lona encerada que nos permite piruetear y gansear aun en las
más inclementes y procelosas noches. El fétido y costoso alumbrado
de aceite ha sido sustituído por el de carburo. Tenemos una muelle y
enflorada alcalifa circular para cubrir la pista. Tenemos arambeles,
obra de la falsificación catalana, con que adornar los palcos. Hemos
comprado sillas de Viena, y sirven para las localidades preferentes. He
ideado un frontal del circo, pintado. Yo lo hice y Pichichi me ayudó á
embadurnar, de colores lisos, entrepaños y fondos. Simula un atrio de
columnas dóricas, en mármol; en los intercolumnios destacan sobre paños
de púrpura mitológicas divinidades en guisas y posturas fantásticas.
He aquí dos ejemplos; Palas Atenea, vestida de mallas azules y con
el casco de oro, hace la _neurabates_, que dijeron los griegos, ó
la _funámbula_, que decían los romanos, con la cabeza hacia abajo y
sobre un hilo de araña; al extremo derecho de la pintura, apoyada en
uno de los caballetes que sostienen el hilo, se posa como sobre una
alcándara el buho simbólico, emblema de estudiosas vigilias, fumando
estúpidamente una pipa de opio. Otro asunto; Zeus olímpico, tumbado de
lomos sobre livianas nubecillas, eleva al aire las zancas, al modo de
un _pilarius_, con las cuales ejecuta juglerías despidiendo y amparando
en los pies buen número de muñecos, reyes, emperadores, pontífices,
artistas y filósofos, según aquel dicho de Platón: los hombres somos
juguete de los dioses. ¿Qué dice usted á esto? Ahora resulta que he
realizado pintura humorística. De factura, esta es mi obra más suelta,
más entonada y expresiva. Si se acordase por consenso unánime de las
gentes elevar un gran templo á la Sandez Humana, creo que podría
decorarlo con hermosas pinturas murales.

En lo alto de la fachada campea un letrero con caracteres lombardos:
_Gran circo acrobático de Mister Levitón_. Debajo, una hilera de
serafines que tañen largas trompetas heroicas, y otra inscripción: _Vox
et praeterea nihil_. Por algo me eduqué en los jesuítas y conservo
algunas reliquias del latín.

Me parece que basta por hoy.

Su leal,

  _Alberto_.


Querido Juan: Copio de su carta: «Todo lo que usted me refiere es
interesante y divertido.» _Merci bien._ «Pero ¿qué hace usted para el
público? ¿Salta usted? ¿Trabaja usted en el trapecio? ¿Quizá en las
anillas? ¿Juegos de manos tal vez? Sáqueme de dudas.» Le sacaré de
dudas.

Por lo pronto, me gasto mi dinero; esto ya es algo. Después de haberle
escrito mi última carta hemos recibido un órgano enorme y admirable:
parece una orquesta. La mayor parte de las cintas he querido que fuesen
_Cake-Walks_, y de esos valsecitos de circo que suscitan en los nervios
no sé qué misterioso impulso y ansias de movimiento furioso, de saltar,
de gritar, de lanzar objetos á lo alto, de correr sin punto final.
Cuando los oigo, comprendo aquello que los griegos llamaban feamente
_Kalocagathia_, y es, si no me equivoco, un ideal de vida física
perfecta. ¡Qué delicia, qué fruición, hacer piruetas, flinflanes,
dar saltos mortales elásticamente, en tanto suena esa música! ¡Y qué
tristeza sentirse _artiste de rencontre_, acordarse de que es ya tarde
para la cultura del cuerpo!

Pero, aparte de la prodigalidad de bolsa, yo tengo en el programa mi
número correspondiente, y puedo asegurarle que es recibido con gran
aplauso. La idea no es original mía, sino fusilada de un artista que vi
en un Music Hall de Londres. Se trata de modelar rápidamente á la vista
del público carátulas groseras en arcilla. Yo nunca había modelado,
pero me doy muy buena maña para hacer en un periquete uno de estos
esbozos rudimentarios. El inglés trabajaba exclusivamente con arcilla
gris. Yo he introducido una modificación. Tengo varios calderos de
barro que he coloreado con anilinas, y así, el muñeco que hago resulta
muy pintoresco. Una boca, por ejemplo, con poner dos choricitos de
barro rojo ya la tiene usted á punto de prorrumpir en una exclamación.
Unas cuantas plastas de barro ocre ó tierra sombra componen la
cabellera rubia ó morena. Luego, la distancia y la buena voluntad de
los espectadores completan la obra. Mi repertorio se compone de _la
vieja_, _el cura_, _el cacique_, _el buzón de correos_, _el guardia
civil y la vaca_. No son bustos, que esto llevaría bastante tiempo,
sino altos relieves sobre un caballete con tablero.

En tanto yo modelo á toda máquina, el órgano deja oir el más exquisito
florilegio de _Cake-Walks_, y Rosita, vestida con traje de lentejuelas,
se retuerce y canta algunos cuplés ingleses, que yo le he enseñado, con
pronunciación figurada: _The Honney Suckle and the Bee_; _Teasing_;
_Hullo, Hullo, my Baby_.

Pero mis planes son más vastos. Estoy madurando una serie de pantomimas
transcendentales. Pienso efectuar de pueblo en pueblo activa propaganda
moral, sirviéndome de esto que califico de anarquismo acrobático. Claro
está que usted entiende la concomitancia que hay entre la moral y el
anarquismo; huelga, pues, toda disquisición.

Hoy se va haciendo tarde. Quédese la explicación de mis planes para
otro día.

Un abrazo de

  _Alberto_.


Querido Juan: he probado á representar algunas pantomimas, satirizando
conceptos é ideas comunmente recibidos como verdades inconcusas.
Mi sistema de demostración es _ad adsurdum_; esto es, desarrollar
uno de aquellos nocivos conceptos hasta sus últimas y más bufas
consecuencias. La gente se ríe que se desternilla. Pero una noche
tuve la intuición súbita, flagrante, evidente de la inutilidad de
la sátira sacramental. Ya le veo á usted arrugando los labios, si
sonríe ó no sonríe, preguntándose _in mente_: «¿qué será esto de la
sátira sacramental?» Así es; se me ha venido el adjetivo á los puntos
de la pluma, y ahí queda. La sátira, noblemente ejercida, me parece
participar de la dignidad de un sacramento, y desde luego concuerda con
el de la penitencia en el sigilo personal: se dice el pecado, pero no
el pecador. La sátira fustiga genéricamente vicios y necedades, pero no
al vicioso López ó al necio Rodríguez.

Pues bien; usted sabe que esta provincia es quizá la que con mayor
acerbidad padece el yugo del caciquismo. Estábamos en Pumareda. Fué
un día de elecciones. De aquí y de acullá recibía yo noticias, y en
resolución llegué á conocer cabalmente que lo que el delegado del
cacique había urdido, y los electores consentido, constituía un hecho
bochornoso para la dignidad humana. No es mi propósito ahora distraerle
narrándole por lo menudo las elecciones. Voy á lo mío. Precisamente
entre mis pantomimas, quizá la más hábilmente desarrollada, es la
de _El cacique y el aldeano_. (Las llamo pantomimas, y no lo son
propiamente, sino farsas dialogadas.) Venía el caso como anillo al
dedo. Se anunció para la noche. No quiera usted saber la algazara, los
alaridos, las risotadas, el honesto y bestial regocijo que originó.
Entonces me sentí un poco triste y me acordé de las palabras de
Swift: «La sátira es á la manera de un espejo, en donde cada cual
cree generalmente descubrir el rostro de todo el mundo, menos el suyo
propio. Por esta razón la sátira siempre es acogida alegremente.»

No sé si es cosa de mis sesos, ó de mi mano derecha. Ello es que hoy me
cuesta mucho trabajo escribir. Hasta otro día.

Suyo,

  _Alberto_.


Querido Juan: ¿No se le ha ocurrido á usted pensar algunas veces que
los teólogos que inventaron el cielo y el infierno eran hombres de
escasísima chapeta? Mire usted que al mismo demonio no se le hubiera
ocurrido imaginar como asilo de la eterna bienaventuranza un lugar en
donde toda tediosidad y hastío tiene su asiento. Es un empíreo para
los papanatas. Y en cuanto al infierno... Los fieles cristianos se
han parado poco á considerar si es temible ó en puridad más amable
que el cielo. Yo he observado que el hombre, según su naturaleza, aun
cuando á lo primero haga grandes muestras de desesperación, se aviene
y acomoda muy luego á las mayores desgracias y á las más precarias
situaciones. Recuerdo algunos enfermos de males crueles y asquerosos
que se aferraban á ellos como á una ventura, prolongándolos por todos
los medios, á causa del temor á la muerte. Y es que no hay otro mal
que la muerte. Algunos fingen desearla; alardes retóricos. ¡Cuán
pocos la buscan! Ahora, supongamos á un hombre zambullido en el fuego
infernal. Á la vuelta de unos cuantos días, ó meses, ó años, es seguro
que estará sabrosamente adaptado al medio, como la salamandra; es una
ley biológica. Es de creer que la policía de las costumbres será en
el infierno bastante laxa. Pues ya tenemos á unos cuantos millones
de seres, la mayoría de buen humor y de inclinaciones voluptuosas,
con un seguro de eternidad sobre la vida, perfectamente adaptados al
ambiente y con tiempo y otras cosas por delante para juerguear cuanto
les venga en gana. ¡Delicioso! Entretanto, en el piso de arriba, los
bienaventurados sentirán la pesadumbre del tedio irremisible, oyendo, á
lo más, zampoñas etéreas.

La religión, según el punto de vista conservador, si se la mira del
revés es un freno, si del derecho un estímulo, y de entrambos lado
una fantasmagoría á propósito para mantener el orden estatuído en las
muchedumbres ignaras; una mentira necesaria. Pues, señor; si es así,
nuestra religión es una tramoya muy mal montada. Tomemos el ejemplo
de un niño. Por que se muestre dócil á la bárbara educación que se le
intenta dar empléanse como promesas las delicias celestiales y como
amenazas las torturas infernales. Lo primero es una sandez; lo segundo,
una brutalidad. Y yo digo, ¿no sería más eficaz, más artístico, crear
imaginativamente un cielo de payasos, amazonas, barristas, micos
amaestrados, etc., etc., y un reposte que ofrezca satisfacción á
la lengua más golosa y antojadiza, y representarlo así, con vivos
colores, en las estampas? Para mí, ello es indudable. Fundándome
en estas consideraciones he ideado una farsa teológica-lógica y
empíreo-acrobática. Anoche la hemos puesto por primera vez, aquí, en
Limio de Pravia. (Estamos en Limio de Pravia.)

Perdón; un momento. Interrumpo la carta, porque oigo voces y á Mister
Levitón que me llama apresuradamente.

Reanudo la carta, para decirle en cuatro palabras lo que ocurre. Al
parecer el cura de Limio, que es un bárbaro, ha hecho que el Juzgado
incoe contra nosotros un proceso, por ataques públicos á la religión.
Vea si ha tenido éxito la pantomima. Víctor, su mujer, los hijos y
_Maimón_, están que no les llega la camisa al cuerpo. Yo les aseguro
que no ocurrirá nada, pero no se convencen. De seguro me maldicen en lo
interior. Fernando no ha dicho nada, y _Pichichi_, el pintor bíblico ha
exclamado heroicamente: _A me ne importa proprio un fico secco_.

Si me llaman á declarar me parten, porque habré de dar mi nombre y, en
publicándose, mi aventura carece ya para mí de incentivo. ¡Yo que me
había ocultado hasta ahora con tanta diligencia y buen arte...! Allá
veremos en qué queda todo.

Adiós. Le abrazo,

  _Alberto_.



XVIII


Alberto penetró en la sala del Juzgado, como autor de la farsa. El juez
se puso en pie de un salto:

--¡Alberto!

--Sí, yo, ¿qué quieres? Me divertía tanto...

El cura, que estaba presente, se refregó la barriga, por encima de la
sotana, como si su inteligencia radicase en aquella víscera y con el
frote se activasen sus operaciones.

--Alberto ¿qué? --preguntó el cura ansiosamente.

Alberto se volvió á mirarle un momento y á seguida, olvidándose de él,
dijo al juez:

--La verdad, siento que se haya roto mi incógnito.

--Si es que parecía que te había tragado la tierra.

Los alguaciles estaban asombrados. El cura repitió:

--Alberto ¿qué? --y como nadie le respondiera-- Señor juez, que estamos
en funciones de justicia y no en el casino.

--Precisamente por eso, señor cura, hágame el favor de callarse.

¿Callarse don Ataulfo, uña y carne del cacique?

--He dicho que ¿Alberto, qué?

Y Alberto:

--Alberto Díaz de Guzmán, para lo que se le ofrezca. ¡Caray con el
interés que le inspiro!

--¡Bendito sea Dios! --suspiró el cura--. Luego dirán que no hay
Providencia... ¿No ve usted su dedo claramente, señor juez?

--Clarísimamente --respondió el juez, mirándose uno después de otro los
diez dedos de las manos.

--Digo el de la Providencia.

--Ah, ese lo presumo.

--¿De qué se trata? --indagó Alberto comenzando á sentirse intranquilo.

--Trátase... --continuó el juez--, trátase... Estamos en funciones de
justicia. ¿Confiesa usted llamarse Alberto Díaz de Guzmán?

--Pero, hombre, ¿tú me lo preguntas? ¿No hemos estudiado juntos cinco
años de carrera? ¿No hemos hecho diabluras de común acuerdo en clase
del _Chorizo_, y del _Llimiagón_ y de la _Gocha jurídica_?

--Señor Guzmán --prosiguió el juez. Su cara descubría la intención
de echar el trance á broma--; yo no soy Enrique Llamedo y Pando,
condiscípulo de usted, sino una entidad abstracta, un principio
sustantivo y eterno, la Justicia. Yo no he estudiado una patochada de
derecho, ni con usted ni con nadie.

--Eso ya lo sé yo. Á buena parte vas.

--Acusado; le llamo á usted al orden.

--Pero que muy bien; de perlas --jaleó don Ataulfo.

--Y así le comunico que ha tiempo se le sigue una causa por violación y
homicidio subsiguiente...

--Por violación, no, señor juez --atravesó el cura--. Era una ramera.

--No importa. Digo que por violación y etcétera. Otrosí, añado que
ha tiempo se le persigue, y habiendo este Juzgado tenido la buena
fortuna de topar con usted, ayudado por el insustituible dedo de la
Providencia, á la cual pienso enviar de oficio un voto de gracias,
decreto que sea usted puesto en brazos de la Guardia civil, la cual
le conducirá á usted á Pilares en el primer tren que salga para la
capital. Alguacil, requiera usted á la pareja de servicio.

--Pues, hijo... --tomó Alberto la palabra, con mucho desabrimiento--,
no me hacen ni pizca de gracia tus discursos irónicos. Si veo que tú no
crees nada de esto, ¿á qué sigues la pamema?

--Señor acusado; emplee usted exclusivamente palabras que estén en el
Diccionario de la Academia.

--La verdad es que yo no pude pensar que durase tanto tiempo el
intríngulis.

--Repito que se atenga usted al Diccionario...

--¡Qué c...! --murmuró Alberto saliéndose de su natural apacible.

--Al Diccionario, al Diccionario --sentenció el juez á punto de reir.

Entonces Víctor, que se mantenía acoquinado en un rincón, junto con sus
subordinados, adelantóse á murmurar lleno de incertidumbre:

--Quisiera decir al señor juez, que nosotros... no sabíamos...

--¡Ah! Esa es otra. Todos ustedes son encubridores --é hizo un guiño
á Alberto, como induciéndole á que pusiera en un aprieto á los
titiriteros. Pero Alberto atajó, amoscado.

--¡Qué encubridores ni qué calabazas!

--Bien; una vez declarado por el reo que ustedes nada tienen que ver,
quedan ustedes en libertad.

--Eso no --afirmó el cura--. ¿Y la causa por desacato á nuestra
sacrosanta religión?

--Estas gentes han sido instrumento inconsciente de Guzmán. Así resulta
de la prueba. Guzmán es un...

--¡Sacrílego! --completó don Ataulfo.

--Usted perdone, señor cura --habló Alberto--. Creí hacer un bien á la
humanidad, como monsieur Rignon, el de los aparatos ortopédicos.

--¡Qué cínico! --rezongó el cura.

--Sí. Y ¡qué cirenaico! --añadió el juez.

En esto penetró en el recinto la pareja de la Guardia civil. Uno era
flaco, largo y bigotudo; el otro, rechoncho, gordezuelo y glabro. Entre
los dos descendió Alberto á la estación. De camino iba dándose á todos
los diablos.

Estando en el andén, poco antes de llegar el ferrocarril, Llamedo se
acercó á Guzmán, lo tomó aparte y le comunicó con sigilo:

--Chico, yo no podía hacer otra cosa. No te apures, que yo sé el
paradero de la niña, pero no puedo declararlo. Luego te me has venido
á las manos, y en presencia de ese animal de don Ataulfo... El que
guarda á la niña; sí, no abras la boca. Ya veo que sabes quién es. Pues
bueno, se divertía mucho con el tole tole y las barbaridades que habían
inventado, y no quería decir palabra. Pero en cuanto se entere que te
han echado el guante, enviará á la propia Rosina, que está en Madrid,
á que se presente en el Juzgado instructor. La niña supongo que esté á
oscuras de lo que ocurre. Probablemente no sabrá ni leer, y él no la
dice nada de seguro. Conque, Bertuco; una broma pesada, pero que ya
sólo tiene unas horas de vida. Resignación. ¿Quieres un pitillo?



XIX


Oscurecido ya, Alberto ingresó en la fortaleza de Pilares. Era una
noche lluviosa de invierno.

El alcaide, un hombre descolorido y fatigado, con chaquet de esterillas
deshiladas y pantuflas de orillo, le recibió cortésmente. Le preguntó
si deseaba celda especial, á lo cual Alberto respondió que quería estar
como todos.

Los presos no habían sido retirados aún á sus apartijos. Era hora de
recreación.

Alberto fué conducido á una sala angosta y alongada, penumbrosa. De
un lado había ventanas con barrotes de hierro que daban á la calle de
Adosinda, y en cada una de ellas encaramado un hombre como una araña
en su tela, y hablaban á gritos hacia el exterior. La estancia estaba
desguarnecida de muebles. Los reclusos hacían ruedas de conversación,
encuclillados. Algunos canturreaban solitariamente apoyando la espalda
en las paredes denegridas y tatuadas de prolijas inscripciones y
dibujos. Un joven trajeado de limpio, en pie bajo una de las mortecinas
bombillas, esforzábase en aprovechar la mezquina luz leyendo un libro.

Uno de los hombres encaramados en los barrotes, profirió un grito
desgarrador, en falsete, al cual respondió otro grito semejante,
femenino, á lo lejos.

--¡Eh, _Ñeru_! --amonestó el alcaide.

Un celador que estaba cerca aplicó dos zurriagazos en las nalgas del
_Ñeru_.

--¿Cuántas veces te he de decir que te guardes el xiblato en el c...,
cacho de cabra? --le preguntó encolerizado el celador.

El alcaide le explicó á Alberto:

--Es un ratero que hace sus robos en combinación con una golfa. No hay
vez que esté uno preso que no lo esté la otra también. Y como la galera
de mujeres está aquí al lado se entienden por ese procedimiento de los
gritos, que parece que cantan tirolesas.

Alberto pudo advertir que, evidentemente, en uno de los dos grupos,
el más nutrido, todos los que á la redonda estaban sentados
reconocían y reverenciaban, como de superior linaje ó condición, á un
hombre membrudo, cetrino y muy barbado, con barbas que le brotaban
impetuosamente desde lo alto de las mandíbulas y las sustentaban la
base del rostro, á la manera de una valona tallada en ébano. Daba á
entender con la solemnidad de los ademanes y la avaricia en el hablar
que estaba poseído de su importancia. Sobre sus muslos reposaba,
apoyándose lánguidamente, un mozo endeble, alombrizado y amarillo.

--¿Qué mira usted? --inquirió de Alberto el alcaide--. Es curioso,
¿verdad? Es el _Morillo_. Ya habrá usted oído hablar de él. Es quien
mató al cura de Celorio, á tiros de carabina, cuando estaba celebrando
misa. Dos meses escasos le quedan de vida, porque el que viene lo
ahorcarán. Y para éste no hay remisión; bueno es el clero para
consentir que se le indulte.

--¿Y el jovencito?

--Es la _Fresa_. Le pusieron ese mote porque, al parecer, antes era
muy coloradito. Es un ratero. Vive constantemente en la cárcel. El
mismo día que cumple vuelve á reincidir, porque lo aprisionen de nuevo.
Algunos lo llaman la _novia_. No necesito enterarle de que se trata de
un marica pasivo. Los presos se lo disputan, casi siempre á golpes. Ha
habido verdaderas batallas campales á causa de él.

--Vamos, es la Helena de esta Troya.

--Algo de lo que usted dice --prosiguió el alcaide, que no sabía de
mitologías--. El más fuerte se lo acapara, como en el mundo de los
animales; sólo que los animales no acostumbran cometer infidelidad, y
este desgraciado se goza en sentirse disputado y anda siempre encelando
al amante de turno y encendiendo á los demás. Mire usted bien y
verá que tiene un ojo casi pocho; de un puñetazo del Morillo. Todo
esto es asqueroso y está prohibido severamente, pero es imposible de
evitar. Por lo que á mí toca, parece natural que con el tiempo, y no
viviendo sino entre estas gentes, se haga uno duro é insensible, y
no es así. Cada día soy más tolerante, y hasta llego á creer que la
responsabilidad es algo confuso que comienza de rejas afuera.

Las frases del alcaide iban inscribiéndose en la mente de Alberto como
sentencias religiosas sobre tablas de bronce. Después de una pausa,
añadió el alcaide:

--Puede usted quedarse aquí, si quiere. No se lo aconsejo. Mejor es que
se venga usted á mi despacho; el reglamento lo consiente.

--Me gustaría hablar con ellos, preguntarles, saber...

--No sacará nada en limpio por ahora.

--¿Y si los convidase á algo?

--Pss. Pronto es la hora de la cena.

--Un rancho extraordinario quizá...

--Es ya tarde. Lo que puede hacerse es traer sidra.

--Sí, y cigarros para todos.

El alcaide anunció en voz alta que aquel señorito, compañero
circunstancial de los presos, les brindaba con sidra y cigarros. Se oyó
un rumor sordo, indefinido. Una voz dijo: _¡Olé!_ y otra: _Calla tú
cabrito. Se lo puede ofrecer á su señora madre._

Y el alcaide:

--Si á ti no te parece bien, _Mellao_, puedes dejar de beber y de fumar.

--Y aun cuando le parezca bien, también se quedará para que aprenda
--afirmó el celador.

--Eso no --dijo Alberto--. Yo lo ofrezco con buena voluntad. Si alguno
me desaira nada puedo hacer. Pero que sea siempre por su gusto, no por
imposición.

Después de haber entregado dinero al celador, el alcaide y Alberto
descendieron al despacho, de muebles desvencijados y mugrientos.
Alberto se sentó en un diván al estilo Luis Felipe, de armadura de
caoba y muelles vencidos del uso. Frente á él colgaba del muro un mapa
con las cárceles y presidios, señalados en tinta roja.

--Supongo que esta sea la única noche que le tengamos en nuestra
compañía.

--¿Por qué?

--Porque mañana depositará usted su fianza, le pondrán en libertad
provisional, y luego, lo del juicio oral no será difícil arreglarlo con
las relaciones que usted tiene. Según mis noticias, hay en contra suya
indicios graves; pero á pocos se les condena por indicios.

Alberto sonrió tristemente.

--No se preocupe usted. Figúrese si yo sabré lo que son estas cosas...
--explicó el alcaide, pretendiendo paliar supuestas amarguras de
Alberto.

--No me preocupo por lo que usted supone. Ya se enterará usted pronto
de que eso del juicio oral me tiene sin cuidado.

--Lo creo. La justicia... sobre todo en este país. Pero además, ¿quién
es un hombre para juzgar á otro?

En esto, entró al despacho, saltando, una niña, un arrapiezo de siete
años, aseada y pobremente vestida, paliducha, negros y vivos los ojos,
y una melenilla corta de lacios cabellos oscuros. Corrió á besar al
alcaide, el cual la acarició lentamente.

--Dale un beso á ese señor.

--¿Cómo te llamas? --preguntó Alberto reteniéndola entre sus rodillas.

--María de la Luz Arizona y González, para servir á Dios y á usted.

--Luz; muy bonito nombre. Toma, para que compres un juguete, y te
acuerdes de este señor que te lo da.

--De ninguna manera. Luz, almita, devuélvele ese duro.

--No faltaba más. Consiéntame usted, señor alcaide. Guárdatelo, nenita
guapa --la besó repetidas veces, transido de una extraña ternura.

--Pero si es un disparate. Con una perra gorda tiene bastante.

Alberto había colocado la moneda en la palma de la niña; luego le había
cerrado la manecita, y con la suya se la oprimía dulcemente.

--Así; porque yo quiero que Luz se acuerde de mí.

--Sea --manifestó el alcaide con muestras evidentes de
reconocimiento--. Para todos los hermanos, ¿lo oyes, almita?

La niña salió, y asomó otra vez al poco tiempo.

--Se me había olvidado. Que ya está la cena.

--Dile á mamá que ceno en el despacho; que traigan dos cubiertos
--Alberto se resistía--. Ahora soy yo quien dice: Consiéntame usted --y
en saliendo la niña--: La de en medio; tres, delante; tres, detrás; los
siete Dolores; y siete mil reales de sueldo --apoyó un codo sobre la
mesa y la cabeza en el puño.

Entreveraron la comida con escasas palabras. El alcaide se esforzaba
en distraer al comensal de su ensimismamiento, pero renunció pronto,
considerando imposible la empresa.

La cena terminada, el alcaide asegundó la pregunta que al recibir á
Alberto le hizo:

--Entonces ¿ordeno que dispongan una celda de pago?

--No, no; como todos. Es un antojo.

--Repare que son imposibles.

--Estoy ya hecho á dormir de mala manera.

--No lo dudo, pero por gusto; en cacerías, tal vez. Una cosa es hacer
las cosas enojosas por gusto, y otra muy distinta hacer, aun las
halagüeñas, por obligación.

Alberto repitió maquinalmente:

--¡Por obligación!... En este caso también es por gusto --añadió:

--La elección de celda, sí; pero la celda es obligatoria, al menos esta
noche.

Sonaron unas campanadas. Luego un violín.

--Con su permiso. Vuelvo al instante.

El alcaide se ausentó por unos instantes.

--¿Ese violín? --interrogó Alberto, así que retornó el alcaide.

--Es mi Aurora, la mayor. Ella hubiera querido tocar el piano. Ya,
ya... No nos podemos permitir esos gustos ni esos gastos.

--Desde las celdas de los presos, ¿se oye el violín?

--Ya lo creo, como lo oímos nosotros.

--Debe de ser triste para ellos.

Pausa. Y el alcaide:

--Nunca había pensado en ello.

Guardaron silencio. Alberto comenzó á pasear por la habitación. Oyóse
el rodar de un coche, los muebles retemblaron.

--Un coche --murmuró Alberto.

--Sí, un coche --repitió el alcaide.

Tornaron las cosas al reposo. Y Alberto:

--¡Cuánta paz!

--Sí, cuánta paz --hizo eco el alcaide.

--¿Me consiente usted que me retire? Estoy fatigado.

--Usted me ordena. Le acompañaré hasta la celda. ¿Quiere usted algo
para la noche: leche, agua azucarada...?

--Gracias. Agua simplemente.

--Ya tiene usted un cacharro allí.

Llegaron á la celda. El alcaide encendió un velón. Era un zaquizamí
pardusco; un ventanillo enrejado, muy cerca de la techumbre. El ajuar:
una mesuca, un taburete de madera y un catre con ropa limpia.

--Veo que viola usted el reglamento en honor mío --manifestó Alberto,
sonriendo.

--No; de ninguna manera. Esto es lícito. Ea, adiós y que descanse. Y
usted perdone que le encierre, para que vea que me atengo al reglamento.

Las paredes estaban surcadas de rasguños epigráficos. Alberto leyó:

    Josefa, mi Josefa
        mi tesoro.
    Eres una cenefa
        de oro.
    Yo te adoro.

Luego obscenidades, blasfemias, toscos dibujos semejantes á los del
arte cavernario.

Desnudóse Alberto, y en apagando el velón fuese á tientas al catre.
_Josefa, mi Josefa_, se decía interiormente sin saber por qué. No
acertaba á pensar con orden. Andaba á punto de adormecerse y se
incorporó sobresaltado. Había creído oir una voz que susurraba: _Anda;
haz ahora humorismo._



XX


Despertóle el tañido de una campana. Era noche aún. Asomó un celador y
le dijo que podía continuar durmiendo hasta las diez. Alberto respondió
que deseaba levantarse, mezclarse y hablar con los demás presos, á lo
cual el celador repuso que no estaba consentido hasta las horas de
recreación.

Á las diez se presentó el Juzgado de instrucción. Venía á tomar
declaración á Alberto. Este respondió secamente:

--Den ustedes por declarado cuanto apetezcan, porque no me da la gana
responder á nada de lo que me pregunten y es inútil que intenten
sacarme una sola palabra del cuerpo. ¡Ah! Y cuantos menos pliegos
gasten, mejor: han de ser papeles mojados.

Muy presto pudo convencerse el juez de que Alberto cumplía lo
prometido. Bajando las escaleras, expresó así sus impresiones, al
actuario:

--Es una causa preciosa. Una de las más interesantes y emocionantes que
me han caído entre manos. ¿Ha observado usted bien á ese tal Guzmán?
--el actuario asintió con la cabeza--. ¿Y qué? ¿No cree usted advertir
en su cráneo un alarmante índice de braquicefalia? Sí, sí, es un
braquicéfalo.

--Lo que yo creo es que es un grosero, y estoy por decir que un guasón.
Se gastaba á veces una sonrisita...

--Imbecilidad, pura imbecilidad.

Poco después de haber partido el Juzgado, un celador llegó á anunciar á
Alberto que varios señores deseaban verlo.

--¿Han dicho los nombres?

--No puedo contestarle; por lo pronto sé que está el señor Renglón, el
abogado. Usted habrá oído hablar de él. Es un pico de oro. Vaya, que no
hay acusado que no saque libre.

Otro celador que pasaba, se detuvo en seco:

--No haga usted caso á ese lengüeta. Que los saca libre á todos...
¡Home, paez mentira que se diga eso! ¿Y la _Pujola_? ¿Y _Tanón_, de
la Peñera? Abogado bueno, pero de verdad, y éste es el que debe usted
nombrar, es don Rufino Valle. Además cobra menos que Renglón, pero
mucho menos.

Iba á replicar el primer celador cuando acudió un tercero, atraído por
lo que se disputaba:

--¿Queréis callar, que todo se os va por la boca? Ni Renglón ni Valle
valen pizca junto á don León Berrueco. ¿Dejará éste de llevar veinte
años de ejercicio más que los otros? No parece sino que os pagan por
hacer el gancho --concluyó cínicamente.

--¿Y tú; de qué estás haciendo tú, sino de condón?

Alberto cortó la sucia disputa:

--Ni Berrueco, ni el don Rufino, ni Reglón ó Renglón. No se molesten
ustedes. No necesito abogado. Lo soy yo, y me basto y me sobro. En
cuanto al resto de las visitas, que no sean abogados, les suplico que
les den un pretexto cualquiera; que estoy algo mal y no salgo de la
celda. Cualquiera cosa; en resolución que no quiero hablar con gente de
fuera--. En su entrecejo resaltaba una dureza agresiva.

Un celador pensó: «Demonio con el señorito. Ahora comprendo que haya
desollado una zorra».

Durante todo el día Alberto hizo vida común con los presos. En un
principio se le mostraban recelosos ú hostiles. Pero fué venciéndolos
poco á poco, en fuerza de mansedumbre y sencillez. Cordial y
mentalmente clasificó á los delincuentes en tres tipos, y á todos tres
los consideraba irresponsables. Eran: _Morillo_, el deficiente moral;
_Ñeru_, corrompido por la misma sociedad, y Fausto Peneda, pasional.

Fausto era quien leía, bajo la luz eléctrica, cuando Alberto entró por
vez primera, acompañado del alcaide en la sala de recreación. Lindaba
con los veinticinco años; hermoso y fuerte, la faz abierta y sanguínea,
los ojos pardos, envedijado el cabello. De primera intención refirió
á Alberto su desgracia y su vida toda. Había nacido en un pueblo
llamado Liñán, de padres labradores en buen acomodo de fortuna. Había
seguido el oficio de carpintero y prosperaba en él. Estaba enamorado y
ya para casarse con una mocina, Telva la _Palomba_, que era blanca y
_nidia_ como la manteca. Pero el _mal diaño_ quiso meter de por medio
al mayorazgo de la Aceña. Figurósele («¡Era una feguración, señor; por
el Cristo del Rosario!») que á Telva le caía en gracia el ricachón;
ofuscóse y:

--Con un formón, mismamente aquí, hasta aquí --señalaba desde el
cuello, cerca de la oreja, hasta el ojo izquierdo--. Con toda mi alma.
¡Ay, ay, la sangre que de allí salió...! Llenóme de enrriba á embajo.
Cayó ella, y no sé como no caí yo. Anduvo á la muerte. Encausáronme.
Ocho años me salieron. Ella curó. Aluego... Seguimos de novios. Cuando
esté libre, que tendré treinta y tres años, casarémosnos.

--¿Y la cicatriz?

--Allí está, en aquella carina de rosa, que cuando la veo, en el
locutorio, detrás de las rejas, quisiera morir. Del ojo izquierdo
perdió la vista, pero está tan guapo como endenantes. Daba yo los dos
míos porque ella viera. ¿Pa qué me sirven y pa qué me sirvieron? Pa ver
feguraciones --y escondía el rostro entre las manos.

--Ánimo, Fausto --Alberto le dió amistosas palmaditas en la espalda--.
Como usted observa buena conducta le indultarán pronto.

--Eso dicen, pero el mi indulto no puede llegar nunca. Si á mí no me
condenó el jurao. La mi condena está escrita en aquella cara y no podré
borrarla nunca.

--Pero ella le habrá perdonado ya, por lo que me dice.

--Eso sí. Si no... no quiero pensarlo. Pero falta que me perdone yo
--calló. Luego hizo una transición--. ¿Y lo de usté?

--Lo mío, nada.

--Decían...

--Nada. Es un error.

--Pues alégrome. Pero nada de particular tendría. Los señoritos también
son hombres. Ya ve usted yo... ¿quién me dijera...?

--No es que me envanezca, por no haber caído, ni que me atreva á
condenar nada ni á nadie; es simplemente que estoy aquí por un error
que se ha de desvanecer muy pronto. Y créame que no me arrepiento de
haber venido.

Yendo de retirada pasaron por la celda de Fausto.

--Esta es mi celda; una casona majísima --y empujó la puerta.

Lo primero que vió Alberto fué una gran jaula de mimbres colgada del
muro al lado de la ventanuca. Estaba vacía.

--¿Tenía usted algún pájaro en ella?

--Un mirlo. Trajéronmelo mis padres. Yo siempre tuve una gran cencia,
ó si se quier pacencia pa enseñar á que siblasen los mirlos. En Liñán
la mi carpintería era una rivolución. Seis mirlos llegué á juntar;
uno siblaba la _Bendita Madalena_; otro, el _Señor San Pedro_.
Pues ¿y uno que llegó á deprender la _Praviana_? --y sus ojos se
empañaron de bruma. Volvió á coger el hilo del discurso--. Pues como
le digo. Trajéronme mis padres un mirlo nuevo, pa que me entretuviera
enseñándole cantares. Deprendía bien el condenao. Pero ¿querrá usté
creer que cuando siblaba parecíame que hablaba? La de cosas que me
decía, y todas tristes. Sobre todo quejábase de que lo tuviera preso. Y
era verdad. Dábame miedo y soltélo. Marchóse esnalando y riéndose de mí.

Se separaron. Alberto fué á guardarse en su celda. No aceptó el convite
del alcaide para la cena, alegando dolor de cabeza. Pero el dolor lo
tenía en el alma, lacerándosela. Á veces, el pecho se le enfervorizaba,
con un ansia de apostolado. Y se decía: «Pero ¿adónde voy yo, flojo,
desmayado, corrompido?» De pronto, pensaba diluirse en aquietante y
suave blandura. Y era el recuerdo de Fina, del cual estaba saturado
misteriosamente.

Á la mañana siguiente, á punto que un celador entró á despertarle,
dormía hondamente. El sol, alto ya, metíase á fisgar por el ventanuco.

--Debe de ser tarde.

--Cerca de las once. El señor director dice que se vista pronto y que
baje. La señora que creían --hizo un alto-- asesinada por usted se ha
presentado en el Juzgado, tan fresca. Está usted en libertad.

Aseado y vestido, Alberto descendió al despacho del alcaide, por
despedirse de él y darle las gracias. Una dama elegante, con traje
sastre de recio género á cuadros, estaba sentada de espaldas á la
puerta. Una mantilla de blonda delicada la envolvía al desgaire la
cabeza, cuyo rubio de bronce bruñido se traslucía entre las mallas de
seda. Púsose en pie oyendo los pasos.

--¡Rosina!

La muchacha escondía el rostro, inflamado de rubor. Se decidió á
balbucear:

--Yo no sabía... Te lo juro. He sido la causa, pero no tengo culpa. ¿Me
perdonas? ¿Me perdona usted?

--Sí, mujer. Me perdonas; estaba bien como estaba. ¿No te he de
perdonar? Vamos andando.

Antes de marchar, Alberto se apartó un trecho con el alcaide:

--Cuando entré, convencido que no debía estar aquí, me pareció el caso
injusto, pero sobre todo ridículo. Pues, anteayer yo no sabía aún
lo que era injusticia. Ahora que salgo, creo firmemente que merezco
permanecer dentro. No sólo yo...

El alcaide se encogió de hombros sonriendo:

--No le entiendo á usted. Desde que le vi por primera vez me ha
causado usted inquietud. De todas suertes cuente usted que soy su amigo.

Se estrecharon calurosamente la mano y se despidieron.

Un sol enfermizo y apocado oreaba las encharcadas calles. Alberto y
Rosina marchaban á la par, sin mirarse y hablando de raro en raro.

--Llegué esta mañana en el rápido de las seis y media. En la fonda
estuve hasta las diez y á esa hora fuí al Juzgado. Del Juzgado á la
cárcel. Yo no sabía nada, hasta que ayer mañana me lo dijo él; había
recibido un telegrama. ¿Sabes quién es él?

--Sí.

--Como _él_ no quiere que nadie sospeche nada, por eso la gente me
daba por muerta. Tiene gracia. ¡Y yo que te creí muerto á ti...! Ya te
contaré.

Alberto se dió cuenta de que inadvertidamente iban á pasar por delante
de casa de Fina.

--Demos la vuelta, demos la vuelta --suplicó azorado.

Torcieron por una calle solitaria y salieron al parque. Las hojas
secas, amarillas y rojizas, tapaban senderos y veredas. Sentáronse
en un banco. Alberto volvía sobre el tiempo que había corrido desde
que en aquel mismo paraje había estado por primera y única vez con
Rosina, caída ya la noche. Repasaba rápidamente los acontecimientos;
el estropicio de las obras de arte, las normas morales sugeridas por
los animales domésticos, el beso de Fina, la noche en Villaclara,
el _Pichichi_, el juez zumbón y el juez solemne, el olor á humedad
de la fortaleza, el _Morillo_, Fausto... Creía hallarse á punto de
despertar de un sueño. Y aquel sol apagadizo y tembloroso como que
desmaterializaba las cosas. Se pasó la mano por la frente. Entre
tanto, Rosina hablaba, imaginando ser oída con suma atención, y con el
paraguas empujaba de un lado á otro las hojas secas:

--Pero, calla. Si se me pasaba lo principal. Mariquita y la _Luqui_
estuvieron esta mañana en la fonda. No puedo comprender por dónde se
enteraron. Mira que para madrugar esa gente ya se necesita... Mariquita
me pidió veinte duros que le debía. La _Luqui_, me miraba, me miraba,
me miraba...

Alberto, que alcanzó las últimas palabras, preguntó distraído, por
decir algo:

--¿Y qué te dijo?

--Dijo: ¡Ay, qué leche!



PARTE SEGUNDA


      A noi venìa la creatura bella,
    Bianco vestita, e nella faccia quale
    Par tremolando mattutina stella.

    DANTE.



I


Una mañana de Febrero; 1907. En Londres.

Era muy cerca de las diez, pero la luz de Dios no se había hecho aún
sobre la ciudad. El comedor estaba iluminado eléctricamente. Del lado
de fuera de los ventanales, de emplomados vidrios, resbalaban vedijas
de niebla parda y amarilla, á modo de vellones de despeinada estopa.

Alberto fué el último en abandonar la mesa. Concluído el recio desayuno
británico, levantóse y salió con perezoso paso, apercibiendo la pipa
con que borrar un gustillo epiceno á arenques, jamón, té de Ceylán y
mermelada de frambuesas que se le estacionaba en el paladar.

Entró en el _hall_, y, como por máquina, acercóse al casillero de caoba
en donde se distribuía la correspondencia de los huéspedes. Repasó las
cartas de la casilla A, de Alberto; luego las de la D, de Díaz, y las
de la G, de Guzmán. Y se alejó, sonriendo y pensando: «Pero, ¿de quién
voy á tener yo carta?» No se atrevía á confesarse á sí propio que
siempre estaba aguardando una carta, cierta carta.

Penetró en el _smoking-room_, y fué á sentarse, ó, por mejor decir,
hundirse en una poltrona de cuero granate, de esas que se acostumbran
llamar _Rostchild_. Se colocó de espaldas á una ventana y á la vera de
la chimenea, que en aquel momento bramaba con toda actividad. Levantó
los pies hasta apoyar los talones á la altura de su cabeza, sobre un
friso de azulejos verde-cinabrio y amarillo-ámbar que cerraba el hogar.
Alargó la mano, sin mirar, con voluptuosa lentitud hasta una mesa que á
su izquierda tenía, de caoba y el tablero de rojo cobre batido; buscó á
tientas hasta dar con el cerillero, de cobre también; encendió, con un
golpe hábil y violento, la gran cerilla de palo, y luego la pipa; hojeó
un periódico, que dejó caer luego sobre la alfombra; entornó los ojos.
Dulces escalofríos le sacudían el cuerpo. Se sentía en satisfactoria
plenitud animal.

Se le acercó Mister Marshall, dándole un golpecito en el hombro.

--¿Sueño?

Alberto abrió los ojos.

--No, nada de eso. He dormido muy bien.

--Niebla --añadió Mister Marshall señalando con mano temblona uno de
los ventanales.

Mister Marshall hablaba siempre en estilo telegráfico. Su avaricia
alcanzaba hasta á los vocablos que había de emplear. Tenía invencible
inclinación á rascarse mimosamente las plantas de los pies, y estando
en zapatillas se despojaba de ellas, sin consideración alguna para con
las gentes que en torno suyo se hallaran. Aunque casi octogenario, se
conservaba rozagante y activo, sin otra preocupación que la de bañarse
subrepticiamente, de suerte que en la cuenta semanal del hotel no le
cargasen los baños; en este linaje de defraudaciones era un maestro, y
no era raro que, aunque lacónicamente, se jactase de su pericia. Por
ejemplo; extraía la nota semanal de un bolsillo, la golpeaba con un
dedo, decía, «cuatro baños», y luego soplaba. Esto quería decir que
había birlado seis chelines en la agencia del hotel, á chelín y medio
por cada baño. Su rostro era maravillosamente inexpresivo. Los ojos
estaban soterrados por la carne, y allá en lo hondo de una especie
de arruga se adivinaba una aprensión de brillo acuoso é incierto,
no una mirada, sino el espectro de una mirada. Su piel era tersa y
á manera de musgo de sutiles filamentos sanguíneos; su nariz corva,
bigote y patillas blanquiahuesados; gran panza. Provocaba el antojo de
imaginarlo ataviado á lo John Bull, con chistera de colgajos, blanco
pantalón ceñido y medias botas de charol con vuelta de cuero naranja.

Á Alberto le solazaba en extraordinaria medida aquel viejo egoísta. Un
día le había preguntado:

--¿Es usted soltero ó viudo?

Mister Marshall asintió á lo de viudo.

--¿Tiene usted familia?

Mister Marshall levantó el dedo índice y el del corazón de la mano
derecha, y dijo:

--Hijas.

--¿Casadas?

Mister Marshall asintió.

--¿Y cómo se le ocurre á usted vivir en un hotel, tan solo?...

Mister Marshall pegó los brazos á las costillas, abrió hacia los dos
lados los antebrazos paralelamente á tierra, y comenzó á balancearse
de cintura arriba como si remedase la andadura de los palmípedos. Á
lo último, se acarició el rotundo vientre. Todo lo cual quería decir:
primero, que no era fácil decidirse entre una y otra hija; segundo,
que su verdadera hija, y aun su verdadero padre, ó mejor, su espíritu
santo, era aquel vientre ó cupulino mecanismo que en la vida se le
había descompuesto.

En concluyendo de fumar, Alberto colocó la pipa sobre la mesa, junto
con la lata del tabaco inglés. Á seguida sacó un cigarro de Murias y lo
encendió.

--¡Hombre extravagante! --que quiere decir hombre despilfarrador,
murmuró Mister Marshall poco después--. ¿Camarera?

--Pues es verdad... Le contaré. Es muy guapa. ¿Eh?

--Bella.

--Ya lo creo. Pues... me parece que la voy á sacar del restaurant,
ponerla un _flat_, un pisito.

--¿Matrimonio?

--Ni por pienso.

--Estupidez.

En esto entraron en el _smoking-room_ la señorita Svenson, la señorita
Jansen y la señorita Brandes, suecas las tres. Á la zaga de ellas venía
el joven Rajnaj, hermano de la Svenson. La señorita Svenson era una
adolescente adorable, de fornida y elástica muchachez, á propósito
para llegar á esposa y madre de héroes. El pelo, rubio-fieltro, ceñido
al cráneo, como un capacete; los ojos acaramelados y con esa atención
asustadiza de las alimañas rústicas; la piel melosa, mate, y así como
con un reflejo luminoso de las nieves natales. No adelgazaba la cintura
con justillo ó corsé. Á través de los vestidos se descubría el suave
curso de la carne curva y la empinada independencia de los nacientes
senos. Uno de sus más dulces incentivos, que inducía á ser tratado con
besos y mimo, era la blanca nuca, y el modo simétrico de nacer los
dorados cabellos, como por obra de un orífice. En junto, la señorita
Svenson ofrecía un armonioso regalo de miel, y como la miel, con un no
sé qué postrero de asperezas. En aquella ocasión llevaba, como Rajnaj y
la señorita Brandes, la gorra de veludillo blanco y azul con visera de
charol de los estudiantes suecos.

La señorita Jansen era hermosa y majestuosa, mucho más talluda que la
Svenson y maestra superior en Estocolmo. Era también bella, lo cual
no se echaba de ver hasta tanto que se despojaba de unas poderosas
antiparras de miope. Por el aire y el gesto entendíase que se arrogaba
ciertas funciones directivas sobre sus compañeras.

La señorita Brandes era acaballada y ciclópea; los ojos, gris muerto
y con estrabismo divergente, como las ranas. Mister Coleman, un viejo
verde canadiense que habitaba en el mismo hotel, andaba al parecer todo
rijoso á la zaga de la Brandes, á pesar de su consorte, gordinflona
y escamona. Algunas noches, en el salón, inducía á la señorita á que
tocase el violín, agudo expediente mediante el cual todos los que allí
se encontraban iban huyendo furtivamente, por librarse de la endiablada
música, y á la postre quedaban solos el viejo y la Brandes, que Missis
Coleman á tales horas se había retirado á dormir. El canadiense, en los
corrillos de chismorreo del _smoking-room_, aseguraba que la Brandes
era de conducta liviana y que por enardecerle le había mostrado en
repetidas ocasiones y como al descuido sus piernas. Y ¡qué piernas!
Nadie se lo creía.

Rajnaj era un jovenzuelo encogido, muy largo y colorado. La expresión
de alimaña inocente que animaba los ojos de su hermana, en él era más
intensa.

Los cuatro, en pelotón, se acercaron á donde estaba Alberto. La Svenson
hacía muequecitas y cerraba los ojos, protestando de esta manera
del mucho humo que había. Según pasaban, Mister Spofford, un gorila
gigantesco que inspiraba poca confianza por susurrarse de él que era
corredor de apuestas en las carreras de caballos y no muy limpio en los
negocios, se quedó mirando á la señorita Jansen con lujurioso cinismo.

--¿Estamos listos ya, señor Guzmán? --preguntó la Jansen.

--Listos ¿para qué?

--Para ir á la galería Tate.

--¡Qué contrariedad! Hoy me es imposible --Y acarició con los ojos á la
Svenson, la cual, con leve rubor y mohín de disgusto, dijo:

--No quiere usted venir con nosotras... Prefiere usted hablar con el
loro --empleó el francés, que Mister Marshall no entendía, porque él
en persona era el aludido loro, que en aquel momento se rascaba el
piojillo de la patita con perfecta desenvoltura.

--Elín, Elín... No seas cruel --reconvino la Jansen.

--No es eso, Miss Svenson. ¿Habrá para mí nada más agradable que ir
con ustedes? --Con los ojos le estaba diciendo: con usted solamente--.
Pero, me es imposible.

--¡Qué lástima! Su compañía siempre nos es provechosa --aseguró la
señorita Jansen.

En este punto apareció Mister Coleman, vestido con _Norfolk jacket_ y
_breeches_ de recia estofa, medias de lana, y _pumps_ ó escarpines
de baile. Fumaba en su desmesurada pipa de cuello de calabaza, y fué
aproximándose, como sin pretenderlo, al grupo de las muchachas. Cuando
ya estaba cerca, surgió su consorte, que tenía algo del hipopótamo,
en el continente mayestático. El viejo canadiense hubo de huir, algo
corrido.

--Pero ¿de veras no viene usted con nosotras? --decía suplicante la
Svenson--. Á mí que me gusta tanto oirle hablar de arte... Verá usted;
visitamos la galería, luego hacemos el _lunch_ todos juntos, luego
vamos á un parque ¿eh? --y daba discretos saltitos infantiles.

Alberto hubiera estado toda la vida ante ella, oyéndola hablar y
viéndola hacer gestecillos con aquella gracia severa, en rudimento, tan
distinta de la latina.

El gran gorila vino hasta la mesa en donde estaba el tabaco de
Alberto, y, con encantador desahogo, se aplicó á cargar su pipa, como
si se tratase de un bien mostrenco, y entretanto lanzaba dardos de
concupiscencia al rostro de la solemne Jansen, la cual, sin poderse
reprimir, se despidió:

--Otro día será, señor Guzmán. Adiós. Vamos.

Alberto apretó y retuvo la mano de la señorita Svenson. La niña, con la
otra mano hacía ademán de dar azotitos, exclamando:

--¡Qué malo! ¡Qué malo! Estoy enfadada con usted.

Alejóse. En perdiéndola de vista, Alberto entornó los ojos, por
acariciar algunos momentos más el recuerdo de su figura. Oyó que Mister
Marshall murmuraba, algo misteriosamente:

--Tipi, tipi --decía el anciano.

Abrió los ojos Alberto y vióle golpearse con una mano sobre el corazón.

--¿Cuál de los dos? --preguntó--. ¿Yo ó ella?

Mister Marshall levantó dos dedos.

--Tiene gracia. Quizás; un poco --sonrió, cerró nuevamente los ojos.
Sentíase en un estado que se parecía á la tristeza, como la niebla
se parece á la lluvia, según la frase de Longfellow. La Svenson le
recordaba otras mujeres, estrellas errantes de su vida sentimental,
que habían nacido y muerto en la sombra, pasando sobre su corazón
efímeramente, á quienes había amado un poco y que le habían amado un
poco, y hubiera llegado á amarlas mucho y á ser muy amado quizás. Era
la danza de las posibilidades y como el girar de la ruleta. Acaso su
número había pasado para siempre. Pensó también en Fina, á quien creía
no amar ya, pero cuyo recuerdo le asaltaba inopinadamente y con alguna
frecuencia.

--La camarera, ¿qué? --preguntó Mister Marshall.

Cuando Alberto se volvió á contestar al viejo, éste había ganado
algunos grados de ignición en la epidermis, tal vez á causa del
esfuerzo de pronunciar tres palabras seguidas, tal vez avergonzado del
despilfarro.

--Pues nada, querido Mister Marshall, que hoy al medio día espero
noticias concretas. Yo la he propuesto que deje el restaurant. Hoy á
las doce recibiré carta de ella, diciéndome su decisión y punto de cita
en donde esta tarde hemos de vernos.

--Estupidez.

--Ya me lo ha dicho usted dos veces.

--Estupidez --repitió el viejo, más rojo que nunca.

Alberto rompió á reir.



II


Sonó una bocina de automóvil. Á que es Bob, se dijo Alberto. Era Bob.
Penetró en el _smoking-room_ pisando recio, abriendo el gabán de pieles
y sin conceder atención á ninguno de los presentes, como no fuera á
Alberto.

--¡Ea, deprisa, deprisita, mi amigo! --ordenó festivamente, con el
acento cantarín y muelle de los chilenos.

--Pero, hombre, ¿cuándo? ¿adónde? ¿por qué?

--¿Cuándo? Ahora mismito nos arrancamos. ¿Adónde? Á mi casa. ¿Por qué?
Porque todos le están esperando allá para almorzar.

--Es el caso que, lo siento mucho, pero no puedo, Bob.

--¿Cómo que no puede? --y tomando á Alberto por un brazo le obligó á
ponerse en pie. Alberto se resistía.

--Es usted un tirano. Voy á explicarle y se convencerá.

--No quiero explicaciones. Nancy, Meg y Ben le están esperando á usted.
Vamos á la habitación y póngase listo.

Se encaminaron al ascensor.

--Á eso del medio día espero una carta importantísima.

--Pues que se la envíen inmediatamente á mi casa. ¡Portero! --gritó--.
Si viene alguna carta ó recado urgente para el señor Guzmán, lo envían
en seguida á estas señas --le entregó una tarjeta.

--Y en esa carta probablemente me dirán que á prima tarde he de estar
por necesidad en determinado lugar.

--Tiene usted el auto á su disposición.

--No hay modo de negarse.

--Claro que no.

En el pasillo alto se cruzaron con Marietta la camarera, una napolitana
muy dengosa, insinuante é intempestiva. Cogió una punta del almidonado
delantal, inclinó la cabeza con su corona ó toca de lino escarolado,
abatió los párpados, y como si se hallase en trance violento de
rechazar ó aplazar una solicitación amorosa, suspiró:

--_Bruta giornata!_

--_Whisky and Apollinaris_ --dijo Bob por toda respuesta--. Al cuarenta
y cinco. _Subito._

--_Subito_ --hizo eco Marietta, con voz doliente y lejana.

Penetraron en la alcoba de Alberto.

--Yo tengo que afeitarme, Bob.

--Bueno, pero deprisa --Bob echaba un vistazo á los libros alineados
sobre una mesa--. Estos libros que pudiéramos llamar de alcoba dan la
expresión espiritual de un hombre.

--Pues el mío, como verá, digo mi espíritu, es bastante inexpresivo.

Bob fué recorriéndolos: uno de filosofía titulado _El pensamiento
humano, sus formas y sus problemas_, de autor danés; una estética, de
Croce, y una historia de las ideas estéticas, por Knight; el _Quijote_,
la _Celestina_ y el _Cortesano_; un tratado de Astrología y otro de
Alquimia, luego catálogos críticos de algunas pinacotecas célebres y un
pequeño cuaderno con reproducciones de Sandro Botticelli. En la mesa de
noche yacían algunos números de _Sol y Sombra_, junto á un despertador
encerrado en estuche de cuero, y _David Copperfield_, de Dickens.

--¿Qué saca usted en limpio? --inquirió Alberto, la cabeza en
violentísimo escorzo, á fin de aplicar la Gillette á la pelambre de las
mandíbulas.

Bob no respondió. Estaba absorbido en contemplarse al espejo. Se atusó
la puntiaguda barba pajiza; abrió la boca y se miró la dentadura,
haciendo sonar sobre ella los dedos, á modo de rasgueo; se colocó
de perfil, estiró el chaleco y echando hacia atrás gabán y chaqueta
examinó, fruncidas las cejas, el perfil anterior del cuerpo.

--Tengo miedo al vientre. Es lo que nos inclina á la tierra, á la nada.

Tenía cuarenta y cinco años; el aspecto cabalmente juvenil y
viripotente. El labio inferior harto carnoso y lacio, daba al rostro
expresión de bobería, corregida por lo afilado de los ojos grises.

Sobrevino Marietta con el _whisky_ y el agua mineral.

--Bebe usted demasiado, Bob.

--Si bebiera demasiado no estaría como estoy. Bebo lo que me pide mi
naturaleza. Nancy, ya ve usted, bebe más que yo...

--De todas suertes --añadió Alberto riendo--, bebe usted demasiado.

--Vaya, ¿no dice usted siempre que todo lo que es está bien, porque es?

--Moralmente, sí. Quiero decir que no se deben condenar ni juzgar
los actos ajenos. Yo no le juzgo á usted, sino que intento moverle á
pensar si acaso, por propio egoísmo, le convenga beber menos é intentar
conseguirlo.

--Bravo whisky. No sé cómo no le gusta á usted el whisky.

--El brandy viejo, sí.

--También es bueno. Pediremos una copa.

--No bebo á estas horas. Ya estoy á su disposición.

Alberto bajaba la escalera á saltos, gozándose en hundir los pies en la
felpuda alfombra de terciopelo de lana. Bob se apoyaba en el pasamano.
Alberto le aguardó en un rellano.

--¿Ve usted? El whisky. Sin él bajaría usted tan ágilmente como yo. Y
eso es el comienzo.

--Calle usted, no me diga eso --el labio inferior se le contrajo
nerviosamente.

Montaron en el automóvil, un Daimler de cuarenta caballos. En
Piccadilly Circus, la niebla se hizo tan compacta que el coche hubo
de detenerse. Estaban como hundidos en el seno de un río de leche. El
mecánico tocaba de continuo la bocina. Oíanse otras bocinas, gorgoritos
de silbatos y voces inarticuladas, temblando inciertamente entre la
bruma blanca. Contigua al vidrio de una ventanilla, surgió una masa
informe, difusa en sus límites. Luego sonó un golpe metálico sobre el
cristal y un relincho de caballo.

--Sólo falta que nos partan de un topetazo --masculló Bob, y oprimiendo
un botón encendió la luz eléctrica. Alberto estaba riéndose--. Ya sé
que es difícil que pierda usted su serenidad.

La cerrazón se deshizo en pocos instantes. Dentro del blanquinoso vapor
nacían inconsistentes sombras que se iban intensificando poco á poco,
coagulando, definiéndose en seres y cosas. El automóvil había quedado
preso entre un desconcertado pelotón de ómnibus, camiones, _cabs_ y
otros carruajes, cada cual en dirección diferente. Los _policemen_
andaban de un lado á otro, enarbolando el autoritario bastoncillo á fin
de restablecer la circulación.

--Se nos va á hacer tarde; Nancy estará impaciente --habló Bob--.
He de comprar todavía golosinas para Meg y un juguete para Ben.
¡Ese chico...! No acierto con nada que le distraiga. Se comprende,
pobrecito... Es la única sombra de mi vida.

--Sí; pobre Ben.

Detuviéronse á comprar un rifle de salón, en un bazar, y un paquete de
bombones que Alberto quiso pagar para ofrecérselos personalmente á Meg.
Luego el automóvil tomó la ruta de Richmond vertiginosamente.



III


Roberto Mackenzie y Alberto eran amigos de muy poco tiempo. Se habían
conocido en un hotel de Biarritz el verano anterior, y desde el primer
momento, el escocés había consagrado al español un afecto rayano en la
adoración, al cual correspondía Alberto en buena moneda de lealtad. Bob
pretendía descubrir en su amigo extraordinarias dotes de talento y aun
de genialidad que al propio interesado comenzaron por dejarle perplejo
y aturullado, luego le hacían reir, y en toda ocasión le halagaban,
muy en lo hondo, sin que se diera cuenta. Bob no tenía secretos para
Alberto; le abría con efusiva confianza las arquetas de sus amores más
caros y los archivos de su vida; una vida trepidante, rauda y en cierto
modo gloriosa. Siendo un mozuelo aún, había emigrado á la Argentina. Á
los treinta años se había enriquecido y arruinado por tres veces; había
buscado oro en tierra de California, y perlas en sus aguas, caucho en
los Andes, diamantes en Kimberley, y explotado el negocio de pieles
de león y tigre cazándolos en el Sudán y en la India. Como le dieran
pocos rendimientos sus últimas empresas, hallábase en Smirna, de vuelta
del Oriente, con muy flaco caudal en la cartera pero nutrido lote de
proyectos entre ceja y ceja. Allí hubo de prendarse de una muchacha
griega, casi una niña, danzarina ambulante y vendedora de naranjas, á
quien su madre solía ofrecer á los hombres mediante un precio de diez
dracmas, así como las dos hermanas mayores se entregaban por cinco y
aun por tres en días apurados. La danzarina se llamaba Anita Pyrgos.
Según ella andando el tiempo declaró á Bob, por habérselo oído á su
madre, era hija de un francés cuyo nombre y paradero ignoraba.

Bob y Anita, á la cual el amante aplicó á seguida el diminutivo
inglés, Nancy, huyeron de Smirna. Comenzó una etapa de amor ardoroso,
mutuamente participado. Á los nueve meses les nacía un hijo. Le
impusieron el nombre de Benjamín. Vino al mundo en ocasión que su padre
había consumido las últimas migajas de su fortuna. Á Bob, el hijo le
sirvió de estímulo para determinarle á rapiñar dinero como quiera que
fuese. Por el contrario, Nancy reputó por grave contrariedad y rémora
á la criatura, y sobre todo, obligada de la necesidad á amamantarlo,
temía perder su belleza corporal y con ella el amor de Bob; de manera
que, antes de pasado un mes, había renunciado á criarlo á sus pechos.
Sometióse Bob á la voluntad de Anita, arrastrado del gran amor que le
tenía. El niño vivía de milagro. Un año después de Ben, apareció á
la luz Margarita. Bob y Nancy estaban ya establecidos en Chile, y el
porvenir se les anunciaba como una aurora de oro.

Después de diez años de especulaciones y trabajo en las salinas de
Chile, Bob era por cuarta vez millonario, y ahora en mayor medida
que nunca. Él y Nancy eran jóvenes; se amaban como el primer día.
Legalizaron su situación y se establecieron en Europa, comprando una
casa en Richmond y una villa junto al lago de Lugano, en la raíz de
Mont-Brè.

Meg era una niña de irreprochable belleza. Pero Ben se había quedado
raquítico y jiboso.

En el punto en que Alberto había conocido al matrimonio Mackenzie, en
Biarritz, Miss Meg y Master Ben estaban recluídos en sendos colegios
ingleses.



IV


Meg echó á correr por la avenida central del jardín, al encuentro
de su padre y de Alberto. Nancy, en el umbral del invernadero, se
mantenía quieta, en pie, sonriendo delicadamente al esposo. Era una
mujer aventajada de estatura; rubio el pelo. Andaba por los treinta y
dos años, en perfecta sazón de su feminidad y hermosura, y tenía un
continente patricio y aplomado que hacía recordar las estatuas que los
romanos esculpieron en representación de la virtud de la Fortaleza.

Meg, después de besar á Bob y á Alberto, se colgó del brazo de
entrambos y encogió las piernas en el aire, porque la llevasen
suspendida. Tenía quince años ya, pero su desarrollo físico iba
retrasado, y se conducía como si tuviera diez, si bien en ocasiones
caía en una acritud de tono desconcertante, ó se las daba de persona
mayor, sobre todo con doña Laura, su aya. Vestía un mandilón azul, cuyo
corte era una reminiscencia de las dalmáticas bizantinas, y un traje
blanco, muy corto, de fina batista y ricas tiras bordadas; medias de
seda y zapatos de muñeca. El pelo, de oro claro, copioso y como si
fuese líquido y manase continuamente en densos borbollones. Verdes los
ojos, como los de su madre, y angélico el color de la piel.

--Meg, alma mía, que molestarás á Alberto... --amonestó el padre,
blandamente.

--No, no --cantaba Meg--. ¿Verdad que no le molesto, señor de Guzmán?

--No, rica, no. Pero quiero que me llames Alberto.

--¡Ay, usted me perdone; pero siempre se me va!

--Y que me trates de tú.

--Tiene razón Alberto --dijo Bob.

--Sí, ya lo sé, papaíto; pero como es un señor formal. ¡Ay! --suspiró
profundísimamente--. Me va á costar un trabajo...

Alberto y Bob rieron de la desolación y resignación cómicas que
mostraba la niña.

Nancy saludó á Alberto con afectuosidad fácil y de buen tono, y se
volvió á Bob presentándole la boca á que se la besase. Fundieron los
labios glotonamente, gozándose en prolongar la sensual caricia. Meg los
observaba atenta, como siempre que se besaban.

--¿Y Ben? Le traigo un rifle.

--No sé, Bobby; andará agazapado en los rincones, como siempre. ¡Qué
vergüenza de hijo! --exclamó Nancy con gesto agrio.

--Meg, mi alma, anda á buscarlo --rogó el padre.

--Que lo busquen las criadas --respondió con desparpajo Meg--. Es un
bruto y un antipático.

--Meg, vidita, que es tu hermano...

--Pues no lo parece --dijo la niña, rematando en seco la conversación.

Alberto miró á Meg con angustia; se estremecía pensando que un cuerpo
tan fino y hermoso pudiera albergar un día un alma mala.

--Meg, sube á que doña Laura te alise un poco el pelo, que vamos á
almorzar.

--Doña Laura no, que es muy torpe; yo misma me lo alisaré.

Se marchó cantando, casi alada, que no parecía tocar la tierra. Nancy
murmuró en tono confidencial:

--Bobby, ese hijo va á ser nuestro tormento. Después de haber marchado
tú, doña Laura vino á quejárseme, porque la había acometido.

--Le habrá dicho alguna cosa ofensiva, algo de la joroba.

--No, no; que la acometió como un hombre ¿entiendes? Ya tiene dieciséis
años.

--Calla, calla, Nancy; es imposible. Una alucinación de esa pobre
mujer...

--Sabes que las amigas de colegio de Meg no pueden venir á esta casa.

Los ojos de Bob se enternecieron. Murmuró:

--¡Pobre Ben! ¡Pobre niño mío!

--¡Pobre Ben! --repitió Alberto.

--Sí --continuó Nancy con impasible sinceridad--; á ustedes les da
lástima de él. Pero ¿y nosotros, Bobby? ¿Me quieres decir para qué
queremos un hijo así? Si hasta da vergüenza sacarlo á la calle,
presentarlo al lado de una...

--¿Qué culpa tiene él, mi Nancy?

--Y nosotros, Bobby ¿qué culpa tenemos?

Bob no se atrevió á responder. Miraba con angustia entre los árboles
del invernadero, por si estuviera allí escondido el jorobado.

Subieron al comedor, una gran estancia con muebles de nogal tallado al
estilo del Renacimiento italiano. Habíanse acomodado ya todos á la mesa
cuando apareció Ben. Iba derechamente á sentarse en su silla, de altas
patas y de cojines, á causa de la exigüidad del torso del muchacho; el
padre le llamó.

--Acércate, que te dé un beso. Te he traído un rifle; en el invernadero
está. ¿Quieres verlo antes de almorzar?

--Luego lo veré --respondió Ben; no manifestaba ningún interés por el
juguete. Su voz era ahilada y chillona.

Se sentó entre doña Laura y Alberto. Doña Laura apartó su asiento
con horror y estrépito, precaviéndose de una verosímil violación
pública. Ben revolvió sobre ella los ojos, colérico. Tenía el cráneo
aplastado por los costados; el perfil de su rostro era una proa; las
orejas, retrasadas, altas, despegadas y puntiagudas; brazos y manos
larguísimos, á modo de tentáculos; el color, de palo seco; los ojos,
penetrativos y llenos de funestos presagios. Contrastaba dolorosamente
en aquella junta familiar de seres hermosos y saludables. No era
difícil echar de ver que le herían por igual el odio descubierto de
su madre y hermana, y la compasión excesiva y poco disimulada de su
padre. Alberto procuraba tratarle con perfecta naturalidad, así como si
le diese á entender que su deformación era un accidente muy frecuente
entre los hombres, á tal punto, que nadie pára mientes en ella. Se
esforzaba porque no se traicionase la lástima que sentía. Ben adivinaba
por instinto un buen amigo en Alberto y le tenía mucha adhesión, pero
no se atrevía á mostrarla enteramente en presencia de los suyos. Si
él hubiera sabido que Alberto le amaba más á él que al resto de la
familia, hubiera sido feliz. Cuando acontecía que miraba á su hermana
ó á su madre, ó á su padre, de sus pupilas parecía fluir un volátil
corrosivo, como si hubiera deseado descomponer y destruir la hermosura
de aquellos rostros.

--Usted no dudará de que yo le quiero bien, ¿verdad Alberto? --dijo Bob.

--No dudo.

--Pues, por este cariño que le tengo, ¿á que no sabe usted lo mejor que
le deseo?

--Á ver.

--Que se quedase usted de pronto sin un cuarto.

--¡Qué extravagancias dices, Bobby! --comentó Nancy.

--No son extravagancias.

--Explíquese usted.

--Para que de este modo se viera usted obligado á trabajar.

--Á escribir, quiere usted decir.

--Es su canción --habló Nancy--. Dice que usted debía escribir.

--Y como sé que no escribirá, á no ser por fuerza...

--Eso es; me arruina usted y á ganarme la vida escribiendo, y en
España, donde nadie ha logrado ganársela por este procedimiento, desde
Cervantes hasta nuestros días.

--¿Cómo no, mi amigo? Pues...

--No cite usted nombres. Uno por uno, todos los que usted me cite, es
seguro que dirían lo que yo he dicho.

--Pues yo insisto...

--Bobby, no insistas...

El rostro de Nancy se ensombreció levemente.

Bob volvió á hablar después de una pausa:

--Nancy es supersticiosa --quiso sonreirse; quedó pensativo. Luego--: Y
yo también. Quizás he dicho una tontería...

Alberto intervino alegremente:

--Supongamos que me quedo sin un cuarto, que ya estoy sin un cuarto...
Bueno, ¿qué es lo que ocurre?

--Que cuando se quiera usted casar, las muchachas le darán á usted
calabazas, señor Guzmán --respondió Meg.

--¿Por qué? --preguntó el jorobado con voz arisca.

Meg, se quejó zalameramente á su madre:

--Siempre se anda metiendo conmigo...

--¿Es que --prosiguió Ben en la misma tensión exaltada-- las muchachas
sólo van á querer á los ricos... y á los guapos?

--Sí, hijo, que á ti te van á querer muchas...

La lívida cabeza de Ben pareció hundirse más en la caja torácica.

--¿Por qué no, Meg? --Alberto habló con tierna amargura, dando unas
palmaditas en la huesuda mano de Ben, el cual estaba ahora como
radiante.

Bob y Nancy comían y bebían copiosamente. Según avanzaba el almuerzo,
las mejillas se les congestionaban poco á poco, y con los ojos se
buscaban uno á otro y se deseaban.

Salieron todos á tomar café á un saloncito Luis XV. Había una botella
de _very old Brandy_, para Alberto. Los dos esposos se entregaron al
_whisky_. Intentaban hablar, mostrarse sociables, forzar la risa,
pero la seriedad terrible de la concupiscencia podía más que ellos.
Bob iba como fascinado á apechugar á Nancy, hacía resbalar la mano
sobre sus brazos desnudos; la atraía hacia sí, y Nancy le rechazaba
débilmente, no por pudor, antes por coquetería y refinamiento. Esta
escena postmeridiana era la misma de siempre, y Alberto la había
presenciado desde que los conocía, pero, delante de los niños, sentíase
desasosegado y algo confuso. Como siempre, Bob y Nancy terminaron
por salir de la estancia. Alberto respiró, á solas con Meg y Ben.
Descendieron al invernadero y probaron el rifle. El jorobado no atinaba
á dar en el blanco. En cambio, la niña acreditó raro tino. En haciendo
varias punterías afortunadas, se cansó del juego.

--¡Bah! --exclamó, con mohín de desdén--. No tiene chiste. No sé cómo
los hombres se divierten con esto...

Y se precipitó á tomar en sus brazos á _Pussy_, un gatito de Angora,
color ceniza, que dormitaba sobre el asiento de un butacón. Le besó,
le hizo arrumacos, le dijo ternezas, suspirando y poniendo los ojos
en blanco, estremecida por todo el cuerpo. Estúvose un buen tiempo
entregada á su pasión, hasta que el animal expresó algún cansancio y
mal humor.

--Ingrato, infame; no te quiero. Que no te quiero, no. Ya puedes
pedirme besitos, que se acabó todo.

Lo colocó en el suelo y le volvió las espaldas, pero se arrepintió al
punto, y poniéndose en cuclillas, con los brazos cruzados sobre los
muslos, y á alguna distancia de _Pussy_, le dijo, cariciosamente:

--No, monín; no me hagas caso, que te quiero, te quiero... Ven al
regazo de tu Meg; puss, puss...

El gato echó á andar paso á paso, tambaleándose con presunción, el rabo
perpendicular á la tierra. Avanzaba el gato, y Meg retrocedía, siempre
en cuclillas y castañueleando los dedos. _Pussy_, que no estaba para
burlas, hizo alto, precisamente entre Ben y el blanco del tiro.

--Hazme el favor de retirar ese bicho, Meg --rogó secamente el
contrahecho.

Y Meg, continuó como si no le hubiera oído. Y el gato, con toda
insolencia, permanecía en el sitio, desoyendo los requerimientos
burlones de su amita y diciendo con el rabo tieso que nones. Cuando
más embebecido estaba en sus tanteos de elocuencia rabuna, un pie del
jorobado le lanzó á los espacios, con tanta violencia, que hubo de
chocar en la cristalera del _hall_. Salió huído _Pussy_, y entonces la
gata fué Meg. Crispada y rabiosa, saltó sobre su hermano, el cual de
su parte se apercibió más que á la defensa al ataque, requiriendo en
guisa amenazadora el rifle de flecha, á la sazón cargado. Alberto llegó
en coyuntura de interponerse. Con una mano sujetó á Ben, con la otra
á la niña, que, sin intimidarse del arma, luchaba por desasirse y por
alcanzar á patadas los tobillos frágiles del muchacho.

Estando en esto, llegaron Bob y Nancy, arrebolados y sonrientes. La
madre, por natural impulso y sin más averiguaciones, se dirigió á Ben,
con evidente propósito de golpearlo, lo cual logró impedir Alberto. Bob
aupó en brazos á la niña, que hipaba y lloraba de coraje. Empezaban las
explicaciones, cuando apareció un criado con una bandeja, y en ella un
telegrama y una carta para el Sr. Guzmán.

--Un telegrama... --murmuró Alberto hablando consigo mismo--. ¿Quién
puede tener interés en telegrafiarme? Y urgente...

Hubo un minuto de ansiedad. Los niños se aplacaron de pronto. Miraban á
Alberto como si aguardasen algo misterioso. Alberto leyó el telegrama
por dos veces. Examinó el sobre de la carta y la hizo añicos sin
abrirla.

--¿Pero no lee usted la carta? --preguntó Bob asombrado.

--Ya ¿para qué?

--Sáquenos de esta zozobra --rogó Nancy.

Alberto sonreía. Al fin habló:

--Si el telegrama no viniera de España creería que era una chanza de
Bob.

--¿Cómo una chanza mía?

--Dice: «Hurtado huído. Depósitos desaparecidos. Quiebra terrible. Urge
venga primer tren. Jiménez» --después de una pausa--. Hurtado es mi
banquero.

Bob y Nancy no supieron qué decir.

--Cualquiera pensaría que son ustedes los culpables... --prosiguió
Alberto sin perder su sonrisa--. La cosa no es para tanto, ni
probablemente tan grave como mi amigo me lo pinta en el telegrama. Y si
fuese, alégrese usted hombre de Dios, que quizás se salga con la suya:
escribiré.

--Desde luego... --dijo Nancy vacilante-- usted no creerá que porque
Bob haya dicho... Y aunque lo haya dicho, que lo deseara. ¡Qué
coincidencias!

--¿Cómo lo iba á desear yo? Era pura broma. Y al fin de cuentas, Guzmán
sabe que mi dinero es suyo --dijo con vehemencia cordial.

--No perdamos el tiempo en tonterías. Bob hablaba á las doce y media y
el telegrama es de las diez, conque... Como coincidencia no deja de
tener gracia. Y ahora me despido de ustedes, hasta... hasta cuando sea.

Bob se ofreció á acompañarle en el automóvil.

De camino Bob preguntó:

--¿Tenía usted toda su fortuna en casa de ese banquero?

--Sí, toda mi pequeñísima fortuna, pero en fin, de lo que hasta
ahora he vivido. Tenía casa puesta en Pilares, cuyos muebles vendí,
porque no pensaba volver en algunos años. Y una finca que también
vendí hace poco, y cosa curiosa, ¿sabe usted quién me la ha comprado?
Uno que hasta hace dos años fué criado mío. Le di dinero con que se
estableciera. Se ve que ha prosperado deprisa. ¡Ah! Pues, ahora echo de
ver que aun cuando el banquero me haya birlado todo lo que le confié
en custodia me quedan unas diez mil pesetas, las que presté á Manolo,
que este es el nombre del criado. Vaya, que no soy pobre de solemnidad.

--Claro que no; yo he estado sin plata, lo que se dice sin plata,
varias veces. Pero, hombre; ¡mire usted qué demonio! ¿Cómo no escogió
usted un banquero de más confianza?

--Este era cuñado de una muchacha que fué novia mía. Parecía muy
honrado y muy entendido en esos toma y daca de los negocios... Allá
veremos lo que ha ocurrido.

--No deje de escribirme.

--Calla; pues me parece que no tengo dinero para el viaje... Á ver...
Diez libras.

--¿Qué necesita usted?

--Nada; con diez libras puedo hacer el viaje en tercera.

--¿Y pagar el hotel?

--Cierto. Luego veré lo que necesito.

Bob no se separó de Alberto hasta que éste hubo embarcado en el tren.
Poco antes de la partida se abrazaron.

--No se olvide de nosotros, Guzmán --murmuró el escocés con acento
conmovido.



V


Á las seis y media de la mañana, hora de la llegada del rápido,
paseaban por el andén de la estación de Pilares, Jiménez y Alfonso
del Mármol, par á par. No había amanecido aún. Los dos amigos iban en
silencio, haciendo chascar con fuerza las botas contra el enlosado
pavimento; movimiento instintivo que realizaban por no llegar á
olvidarse de que los respectivos pies les pertenecían y por obligarlos
á que se sumasen á la comunidad del resto del cuerpo á cambio de una
parte alícuota de calor animal. Jiménez llevaba la gorrilla inglesa
calada hasta las orejas; Mármol, el cuello del gabán de pieles subido
hasta el ala de la bimba, de manera que por delante sólo dejaba fuera
lo más avanzado de su tajante nariz y un larguísimo y delgado cigarro
Henry Clay, de los llamados _lirios_. Aparte de los empleados de la
línea, eran los únicos seres vivientes que había en el andén, porque
no se cuenta una vaca, ominosamente prisionera en un vagón establo,
la cual mugía con nostalgia y aplicando el hocico á los barrotes de un
tragaluz vahaba periódicas nubecillas blancas. Fuera de la marquesina
de vidrios, perforando la sombra, brillaban dos luces, una roja y otra
verdiclara. Sonó una corneta á lo lejos, y á poco el tráfago del tren,
creciendo afanosamente, acercándose hasta que se entró por el andén,
comunicando su temblor á los cristales, y se detuvo en seco. Traía tres
coches de viajeros, con plataforma y barandilla en los topes.

Jiménez y Mármol aguardaban ver asomarse á Alberto, pero ninguna
ventanilla se abría.

--¡Alberto! ¡Guzmán! --vociferó Jiménez con aquella voz de ilimitado
desarrollo con que acostumbraba sembrar la consternación en algunas
mansiones de alegres hembras--. Será capaz de venir durmiendo.

Las ventanillas permanecieron sombrías y cerradas. Mármol y Jiménez
subieron al tren, y empezaron á revisar coche por coche, para lo cual
habían de encender las luces y recibir miradas iracundas, ademanes
depresivos y gruñidos condenatorios de cuantos viajeros se veían
arrancados de pronto, por aquellos dos fantasmas impertinentes, á la
amable idiotez del sueño.

--Aquí está --dijo con aire triunfal Mármol, zarandeando á Alberto, el
cual se desperezó con el dorso de las manos, como los niños.

--¿Eh? --inquirió Guzmán, medio inconsciente. Y avivándose--. ¿Mármol?
¡Jiménez! Pero ¿estamos en Pilares?

--No, en Babia --respondió Mármol con el cigarro entre los dientes--.
Y usted en zapatillas, y el lío de mantas deshecho, y el tren no para
sino seis minutos. Ea, abajo tal como está. En el andén lo arreglaremos
todo.

Alberto se vistió un gabán holgado de espeso tejido esponjoso. Entre
los tres cogieron en rebujo las cosas que andaban diseminadas por las
rejillas y las bajaron al andén á tiempo que el tren partía.

Jiménez, el jocoso y festivo Jiménez, para quien no había trance, por
solemne que fuera, que rebajase su frenesí humorístico y propensión
acrobática, estaba en aquellos momentos inmóvil y casi funerario.
Mármol, á quien sus amigos llamaban Marmolillo, en razón de su frigidez
inalterable y de no habérsele visto reir nunca por fuera, porque
había aprendido á reir por dentro, exhibía en tales circunstancias un
buen humor y un prurito de andar de aquí para allá y hacerlo todo,
evidentemente contradictorios con su naturaleza boreal. Quiso conducir
á Alberto en su automóvil hasta el hotel. Alberto se negó; prefería
estirar las piernas, andar. Salieron de la estación. Clareaba el cielo.
Un hombre iba apagando los faroles públicos. Sobre la línea superior
del caserío, como perfil quebrado de un muro ruinoso, ascendía la
sombra gótica de la catedral, y era al modo de un ciprés.

Alberto no tenía deseos de preguntar nada; tal vez zozobra de saber
al fin y del todo lo que temía. Jiménez no osaba hablar. Mármol
sostenía la conversación, refiriendo casos acaecidos en Pilares durante
la ausencia de Alberto, pero no se aventuraba á abordar el asunto
principal.

Cuando llegaron al hotel era de día. Alberto intentó despedirse. Los
otros dos subieron con ánimo de informarle, en conclusión, de lo
ocurrido.

Sentáronse los tres. Alberto en el borde de la cama, y Mármol tomó la
palabra, á fin de hacer historia.

Telesforo Hurtado, á poco de casarse con Leonor Tramontana, había
tomado posesión de la casa de banca por cesión del fundador y con
ayuda de medio millón de pesetas que don Medardo había puesto en sus
manos. De cómo iban los negocios nadie sabía nada, de seguro. Unos
decían, que bien; otros, que mal. Lo cierto es que Hurtado hacía vida
libertina y pródiga, mudando de queridas, de automóviles, de alhajas
y de costumbres con tan frecuente periodicidad, que todo Pilares se
hacía cruces. Sucedió que, en uno de los cafés cantantes de la capital,
sobrevino cierta cupletista francesa, _Nanon Orette_. Aquí interrumpió
Jiménez:

--¡Ay, y qué Orette! Las marranerías que sabía hacer... --Y sorbió con
ansiedad un gran volumen de elementos atmosféricos. Iba recobrando el
régimen y libre arbitrio de sus dotes festivas.

Al sobrevenir la _Nanon Orette_, Hurtado mudó de criterio acerca de las
queridas; de lo temporal pasó á lo permanente. En cuanto á los otros
cambios, se redujo á realizar aquéllos y sólo aquéllos que _Nanon_
ordenaba. Estas abominables relaciones de la danzante y el banquero
se mantuvieron durante dos meses, con gran escándalo de los corazones
castos y... Nueva interrupción de Jiménez:

--Con conocimiento público de las más íntimas particularidades --con el
índice de la mano derecha hizo descender el párpado inferior del mismo
lado. Añadió, con acento de irritada austeridad--: ¡Contra natura! --é
inmediatamente, formó con la boca algo á manera de culo de pollo y
emitió por dos veces un sonido desgarrante y escatológico; todo ello,
sin perder la gravedad del gesto.

El contraste era tan cómico, que Alberto se echó á reir. Mármol, á su
vez, en terminando de reirse por dentro, continuó la historia.

Un día, marchó Hurtado á Madrid á especular en Bolsa, como hacía
quincenalmente, según de público se aseguraba. Á los cinco días, el
tenedor de libros de la casa recibió una carta de Hurtado, desde
el Havre, diciéndole que tuviese la amabilidad de participar á sus
numerosos favorecedores y clientes que les estaba muy agradecido por la
simplicidad y sandez que con él habían mostrado, y que agur. En Pilares
no se registraba catástrofe alguna de mayor monta desde hacía varios
decenios. De las primeras informaciones se sacó en claro que Hurtado,
con todos los valores que tenía en depósito y custodia, iba abriendo
cuentas en el Banco de España, pignorándolos, las cuales, cuatro
millones de pesetas en junto, estaban agotadas, y las garantías en
poder del Banco. Es decir, que no había dejado un maravedí sin rebañar.
Y del dinero ¿qué había hecho? ¿Lo había gastado? ¿Se lo llevaba
consigo? Probablemente lo uno y lo otro.

Alberto escuchó hasta el fin, sin mostrarse contrariado ó abatido.

--Yo tenía todo mi dinero en casa de Hurtado. Concretamente, ¿qué
sacaré en limpio?

--Mi opinión sincera... Creo que nada, absolutamente nada --afirmó
Mármol.

--Sin embargo... --dijo Jiménez--. Hay quien cree...

--Sí, hay quien cree que se podrá obtener el diez por ciento de los
créditos, y eso después de una tramitación judicial, que lo mismo puede
durar cuatro que cuarenta años. Me parece que Alberto no debe pensar en
ello más.

Alberto hizo una cruz en el aire, como expresando que era asunto
concluído. Quiso sonreir, afectar perfecta naturalidad y descuido en
presencia de sus amigos; darles á entender que era hombre de hilaza
demasiado prieta para que le penetrasen las punzadas del infortunio;
pero su corazón palpitaba azorado y su cerebro se embrollaba sin atinar
á discurrir con arte.

--¿Quién lo dijera? Parecía inteligente en sus cosas, y honrado...
--Alberto masculló esta consideración, á media voz, y la cabeza
inclinada sobre el pecho.

--Inteligente... Pss. Se pasaba de listo, listo de conveniencia, pero
¿honrado? Siempre dije que era un pillete, y que acabaría mal --dijo
Mármol, contemplando con estoica filosofía las proporciones minúsculas
á que había quedado reducido su cigarro y como si en él descifrara un
emblema transcendente de las grandezas humanas.

Hubo un silencio penoso, que rompió Mármol.

--¿Qué piensa usted hacer?

--Yo qué sé, Alfonso.

--No es para preocuparse --opinó Jiménez--. Á Guzmán no le faltará una
colocación de unos cuantos miles de pesetas al año, aquí, en cualquier
empresa.

Harto sabía Jiménez que esas colocaciones eran asequibles como el
vellocino de oro ó la trasmutación de los metales. Después de una
pausa, preguntó Mármol:

--¿Cuántos años tiene usted?

--Treinta y dos.

--¿Por qué no se casa usted?

Mármol quería decir evidentemente, ¿por qué no se casa usted con Fina?

--Es la mejor ocasión. Ahora que soy un excelente partido... --contestó
Alberto sin disimular su amargura.

--Ahora, sí. ¿Cuándo mejor que ahora para que usted contraste si el
cariño que le tienen vale ó no vale?

--Eso sería, supuesto que yo no tuviera sentimiento de mi dignidad.
Además, usted ha comenzado por afirmar, implícitamente, que no hay sino
presentarme, decir: aquí estoy yo, y todo hecho.

--Exactamente --corroboró Mármol--. Ni más ni menos. No hay nadie en
el mundo que conozca mejor á la gente que yo. Y cuidado que yo no he
hablado una palabra en mi vida con ella... Si no hay más que verla. Le
ha estado esperando y le seguirá esperando siempre.

Guzmán no quiso replicar; sabía que su voz sería temblorosa.

Propuso Jiménez:

--Dejémosle ahora que descanse. Volveremos después de comer.

--No vuelvan ustedes. Desde luego me voy derechamente á Cenciella.
Necesito hacer examen de conciencia y un plan de vida, y nada como la
aldea para estos casos.

--Á Cenciella; está bien. Pero, ¿á qué parte, á qué sitio? --interrogó
Mármol, sutilizando la pupila bajo los entornados párpados.

--Á qué parte... ¿Á dónde ha de ser? Á mi casa, es decir, á casa de
Manolo, que para el caso es lo mismo.

--Á casa de don Manuel Carruéjano, alias _Taragañón_, orador famoso,
columna del orden social y teniente alcalde conservador en Cenciella.

--¿Es posible? --Alberto exteriorizó placentero asombro--. Miren si ha
medrado. ¡Cuánto me alegro!

Despidiéronse. Á solas, Alberto se tumbó boca abajo sobre el lecho. Con
las manos se apretaba la frente. No hubiera querido pensar en nada.



VI


Era don Celso Robles un célibe sexagenario, enconado enemigo de la más
bella mitad de la especie humana, y particularmente fanático de la
deglución, de la potación y de las beatíficas sobremesas consagradas al
juego del hombre, que también se suele llamar tresillo. El estilo de
la arquitectura corporal de don Celso pertenecía al período ciclópeo;
sus piernas, dos bárbaras columnas monolíticas; su vientre, un templo
primitivo habitado por una divinidad cruel y turbulenta en cuyo
propiciamiento se inmolaban á diario innumerables víctimas arrancadas
á la libertad de sus naturales elementos --el aire, la tierra, las
aguas--, solemnizándose el sacrificio con derrame copioso de brebajes
báquicos y confortativos. La cúpula de este templo, que siempre se
mantenía en actividad religiosa, era una cúpula tricolor, decorada con
franjas paralelas; primero, el cuello blanco de la camisa; más arriba,
un gracioso lóbulo ó abombamiento, que, al fundirse, formaban la
papada y el pertorejo, de un color rojo flamígero y esponjoso como la
cresta y barbas del gallo; más arriba, el blanco impecable de la boca,
ostentando sonoras señales de que el dios se hallaba satisfecho de su
culto, reía tan dilatadamente que las comisuras de los labios escapaban
por entrambos lados del rostro, como si fuesen á juntarse por detrás
del occipucio; la próxima franja en altitud la formaban la nariz, las
mejillas, las orejas y el colodrillo, todos ellos tan arrebatados de
entonación que del rojo habían pasado al azul índigo; y, por último,
la sesera, de bruñido bermellón con irisaciones metálicas, como el
vidriado de los azulejos moriscos. Patológicamente, el señor Robles era
un temperamento apoplético y congestivo. Su médico le había sugerido
la posibilidad de que reventase un día, y aconsejado que rompiera con
sus hábitos vegetativos, que dejara los negocios y se fuera á vivir
al campo. La idea de que aquel dios insaciable que se alojaba en su
bandullo pudiera ver el ocaso y extinción de su culto, torturaba las
más delicadas fibras del corazón de don Celso. Intentó traspasar la
casa, pero no halló quien aceptara la sucesión en buenas condiciones.
Hasta que un día, Telesforo Hurtado, le confesó sus planes, que don
Celso escuchó con gran regocijo, alentándole á que se casase cuanto
antes, á pesar de su enemiga á las hijas de Eva. En casándose, la
banca pasó á ser _Telesforo Hurtado y Compañía_. El señor Robles no
tenía inconveniente en dejar una buena parte de su capital, á la sazón
circulante, que le había de ser satisfecho por anualidades de cincuenta
mil pesetas. Compró una casa de campo, reclutó tres amigos viejos y mal
parados de fortuna que le hicieran el tresillo, é, introduciendo alguna
novedad en el dogma, se fué á convertir en rústico el culto urbano de
su vientre. Al despedirse de Hurtado no pudo abstenerse de destilar
algunas gotas de pesimismo acerca del sexo débil:

--Has hecho un buen matrimonio, evidentemente, Telesforo; pero mi
experiencia del mundo me obliga á amonestarte á que te pongas en
guardia. Con las mujeres, hijo mío, hay que estar siempre en guardia,
siempre centinela alerta y con el arma en la mano, porque si no el
diablo se las carga --quiso decir, sin duda, el diablo las carga--. Y
ahora, que te vaya bien en tus negocios, por la cuenta que me tiene, y
además porque deseo verte prosperar.

Comenzó la casa á regir bajo los auspicios de Hurtado, y éste á darse
aires y vida de gran señor. La ostentación chalanesca de piedras
preciosas y la adquisición del primer automóvil inquietaron no poco á
don Medardo, el cual, cogiendo confidencialmente á su yerno, hubo de
hacerle algunas observaciones. Á esto respondió Hurtado:

--El pez grande se traga al chico, y peces grandes ó chicos no se
pescan sino con cebo en el anzuelo. Una casa de banca no vive, ó por
lo menos vive principalmente, de tener en circulación el dinero que
se pone bajo su confianza. No vale ser rico tanto como aparentarlo.
¿Cree usted que puede inspirar confianza á sus clientes, ó atraer otros
nuevos un banquero que viva como un pordiosero?

--Á mi modo de ver, sí; más confianza que uno que gaste con exceso.

--¡Bah! Esa es la manera de entender los negocios en España, y así van
las cosas. Antiguallas, don Medardo, antiguallas --y diciendo así,
conducía al viejo hepático hasta la garita del tenedor de libros--.
Muéstrele usted á don Medardo el aumento en depósitos y cuentas
corrientes desde que la casa lleva mi nombre.

El aumento había sido considerable. Don Medardo se daba por vencido.

--Tienes razón; yo estoy muy á la antigua.

--El automóvil, los brillantes... ¿Cree usted que lo hago por gusto?
No. El cebo, querido don Medardo, el cebo. Poco á poco, los clientes de
las otras casas se van pasando á esta. Ahí tiene usted á ese Meumiret,
el de ahí enfrente, el _gocho de mar_, como le dicen sus empleados, que
está que echa... sustancia láctea.

Á pesar del eufemismo, á don Medardo no le hizo gracia la frase.
Repitió Hurtado:

--El cebo, el cebo.

--No me gusta oirte hablar así, Telesforo. Empleas unas palabras... El
cebo...; parece que se trata de engañar á la gente.

--Otra antigualla; pues ¿qué son los negocios sino á ver quién engaña á
quién? Usted mismo, en su almacén de la Habana, ¿qué hacía sino engañar
á la gente?

--Me dejas aturdido. Según lo que se llame engaño... --don Medardo
meditó unos momentos--. Bueno, yo pienso; esa misma confianza que te
demuestra la gente ¿no te añade responsabilidades y te obliga á pensar
si acaso, vaya, si tal vez comprometerías lo ajeno con sorbitancias?

Telesforo se irguió:

--¿Es que usted teme por su dinero?

--Por Dios, Telesforo; no hablo de lo mío. Yo confío en ti.

--Pues de lo ajeno, deje usted que entre á porradas. Dinero pare dinero.

Cuando Telesforo mudó por primera vez de automóvil, don Medardo no se
atrevió á abrir el pico. Pero al cuarto cambalache no pudo contenerse.
Las risotadas con que le recibió Telesforo desconcertaron al viejo.

--¿Sabe usted cuánto he ganado en cada una de estas operaciones de
compra y venta? Tres mil pesetas. Sí, señor. Venga usted á ver los
libros y se convencerá.

No había tal cosa en los libros, pero Telesforo estaba seguro de que
Tramontana había de responder, como respondió:

--Me basta lo que me dices --y luego, asombrado--. Verdaderamente, eres
un lince.

Otra cosa que á don Medardo le metía doloroso terror en los huesos era
el tráfico de valores que Telesforo hacía en Bolsa. El viejo tenía
el concepto arcaico de que la riqueza es algo sólido y permanente:
monedas, casas, tierras. La idea de la permanencia era lo fundamental.
Un capital se construía como un edificio, colocando piedra sobre
piedra. Siempre se había reído de esas fortunas aéreas y fabulosas
que surgen como por encanto, y como por encanto se disipan. El agio
le causaba pavor; era, á las fortunas verdad, lo que el rayo á las
casas, que en un punto las reduce á escombros. Pero á todo acudía el
despierto Hurtado, envolviendo al suegro en tan enmarañados argumentos
y deslumbrándolo con hechos tan flagrantes, que al cabo de un año
el hombre estaba convencido de que Hurtado era el más grande genio
financiero que habían visto los siglos.

Y así, como en cierta velada familiar la tía Anastasia, componiendo una
sonrisa ácida que había inventado la primera vez que vió á Telesforo,
hubiera tenido el cinismo de insinuar traidoramente que Hurtado le
daba mala espina, don Medardo quiso abatir su osadía arrojando á la
faz de su tía materna este apóstrofe crítico: _Anastasia ¡tienes la
mollera herpéticamente cerrada á canto y lodo!_ La tía Anastasia,
aunque humilde, fué contumaz y añadió que Hurtado sería un querubín
descendido del empíreo, pero que á ella, sin poderlo remediar, le
daba muy mala espina; y manifestó la sonrisa ácida. _Anastasia_
--repitió don Medardo, indicando que daba por cerrado el ciclo de
las controversias--, _tienes la mollera herpéticamente cerrada con
mampostería_. Y de esta suerte Telesforo quedó ungido inviolable en el
hogar del piso primero de la casa. Él y Leonor vivían en el segundo.
Leonor era feliz, adoraba á su marido, el cual le había fecundado las
entrañas poniéndola á parir un fruto de bendición, una aceitunilla
con todos los caracteres étnicos de los calmucos, un genio endiablado
y una noción tan rudimentaria de la regularidad en las eliminaciones
digestivas que no había pañales para él. Con todo, la familia
Tramontana lo reputaba como dechado y arquetipo de la belleza infantil,
veían no se qué gracia exquisita en sus berrinches, un desparpajo
encantador en su afán de vaciar las tripas en todo momento, y una
lumbre inquietante de precocidad en su estulta expresión de calmuco.
Hasta la tía Anastasia, á pesar de la mala espina que le daba el padre,
sentía por el talento del hijo admiración sin límite.

--Este rapacín mete miedo --no quería decir que la fealdad del chico
espantase, como era la verdad, sino que su inteligencia amenazaba no
dejarle vivir, expresando á su modo la frase de Menandro: los elegidos
de los dioses mueren jóvenes. Añadía la vieja--. ¡Si él pudiera
hablar...!

Cosa que verosímilmente no acontecería nunca, porque los micos carecen
de la facultad del lenguaje.

La noticia de las aventuras galantes de Telesforo llegaron hasta el
hogar Tramontana y poco después treparon con insidia hasta el piso
segundo. En el hogar Tramontana se le juzgó con bastante lenidad;
hallaban disculpas á sus extravíos amorosos en su juventud, en el hecho
de encontrarse Leonor amamantando al pequeño Telín, y según autorizada
opinión de don Medardo que sorprendió mucho á su cónyuge, en cierta
incontinencia ó ideal de perpetuación que va siempre poderosamente
adscripta al sexo masculino. Todo esto lo decía don Medardo con muchos
circunloquios, y, por supuesto, no estando Fina presente. Pero doña
Dolores en cuanto entendió lo que su esposo quería decir, revolvió unos
cuantos años en su memoria, y sacó en consecuencia que don Medardo
había emitido una afirmación falaz. Á pesar suyo y con nostalgia muy
retrospectiva, como el que dijese: si yo hubiera tratado á Sardanápalo,
murmuró:

--No digas, Medardo.

También don Medardo entendió. Sintiéndose herido en el centro más
delicado de su personalidad viril, contestó con dignidad:

--El hombre es flaco --como demostración puso una pierna sobre la otra
haciendo sonar los huesos--. Yo hombre, al fin y al cabo, hombre como
cualquiera, cuando era joven y estaba sano fuí víctima, como ahora lo
es Telesforo, de esa ligera enfermedad, ó si se quiere incontinencia y
aun furor. Pero unos lo hacen de solteros y otros de casados.

--Y otros de solteros y de casados --agregó la tía Anastasia.

--Anastasia --expostuló don Medardo--. Hay que ser tolerante con la
flaqueza de la carne. Tú no sabes de eso.

En el piso segundo las noticias produjeron diferentes efectos. El
Mercurio portador de las infaustas nuevas fué un mensajero femenino,
la peinadora de Leonor. En tanto quitaba los _bigudís_ á la señorita,
esponjaba su cabellera y le añadía como aditamento un moño enorme
perteneciente á un cadáver anónimo, iba la proterva mujer depositando
arteramente en el corazón de Leonor la ponzoña de sus revelaciones. Al
llegar al punto culminante, la infeliz casada expelió un grito ahogado,
que hizo pensar á la peinadora si le habría dado distraídamente un
tirón en una mecha de pelos del occipucio. No; el dolor era más hondo.
La peinadora dió por terminado su menester aquel día y dejó á Leonor
abandonada al infortunio, caída en actitud desolada sobre un diván y
de manera que el artificioso tocado no sufriera detrimento. Al volver
Telesforo á casa hubo una escena de dramática intensidad. La esposa
mártir se colocó en situación cristiana de sojuzgamiento y resignada
aceptación de los designios de la Providencia. Nada de reproches, ni
dicterios, ni cóleras. Pero confesó el presentimiento que tenía de que
se le retirase la leche, con lo cual el calmuco de cría había de verse
obligado de allí en adelante á ingerir alimento mercenario y quizás
adulterado. Telesforo acudió con toda ternura á desmentir las noticias,
y dijo que sería horrible que se cumpliesen tan sombríos vaticinios,
respecto á la escasez de lacticinios. Confesó muy avergonzado y de modo
que inspiraba compasión, que era cierto que algunas veces se había
presentado en público con mujeres, y mujeres hermosas. Pero, añadía
justificándose, siempre había sido obligado de las circunstancias,
cuándo por tratarse de negocios, cuándo porque ellas _materialmente_ le
perseguían, aunque sin haber logrado --_su palabra de caballero_-- que
hasta entonces él hubiera cometido una infidelidad conyugal. El pecho
de Leonor vióse nuevamente asistido del torrente lácteo, á sus ojos
acudieron lágrimas sedantes y á sus labios sonrisas angélicas. ¡Era tan
natural que todas las mujeres ambicionasen á su Telesforo, á causa de
su expresiva cara tártara y de la riqueza en glándulas sebáceas de su
epidermis! Á partir de este punto ya podían irle con cuentos á Leonor.
Ella sonreía misteriosamente; estaba en el secreto. Su padre le decía
algunas veces.

--No hagas caso nunca, hija mía, de lenguas vituperinas.

--Á buena parte vas, papá.

Como Hurtado era muy meloso y simulador en sus relaciones domésticas,
Leonor vivía confiada en él, segura de aquel tesoro que todas le
envidiaban. Y estando así, Telesforo tomó la ruta de Ultramar sin dejar
una palabra de despedida para su mujer ni para el pequeño calmuco.



VII


La evasión de Hurtado fué conocida en el hogar de don Medardo á la
media hora de recibir el tenedor de libros la carta fatídica. Nadie se
consideraba con bastante valor para poner en conocimiento del viejo
Tramontana lo ocurrido, pero, casualmente en los primeros momentos
de turbación llegó, al despacho de la banca, Carriles, el corredor
de comercio, hombre desenvuelto é imperturbable que se pintaba como
él solo para estos lances. Era, sin duda, entusiasta observador del
corazón humano y se gozaba en ver la cara que ponían las gentes al oir
aquello que más les perjudicaba. Tenía una mirada tan fría, que cuando
miraba á una persona le convertía la sangre en un sorbete de fresa.
Prestóse al punto á ser el emisario, y tomó un coche, cuidando con
mucho escrúpulo de que don Medardo saliera cuanto antes del error é
ignorancia en que vivía sumido. Contaba con que había de desarrollarse
una escena patética, pero su corazón impertérrito estaba determinado á
afrontarla.

Don Medardo se calentaba al lado de una chimenea, aproximando los pies,
en calcetines, á la lumbre.

Las zapatillas, de terciopelo negro bordadas de miosotis, obra de la
industria filial de Leonor, yacían junto á la butaca.

--Siéntese usted, Carriles, y veamos qué le trae por esta su casa.
Usted me consentirá que siga sin zapatillas. Estos pies no se me
calientan nunca.

Carriles desarrolló un hábil exordio, lleno de incisos y de
catastróficos presagios.

--Al grano, amigo Carriles.

Carriles pensó ¡allá vá!, y soltó no el grano sino la bomba, con los
ojos pegados sobre la cara de don Medardo, cuya amarillez hepática
desaparecía bajo la reflexión del fuego. Don Medardo no pestañeó, no
abrió la boca ni movió un músculo. Continuaba con perfecta ecuanimidad
rehogando el pie izquierdo, particularmente refractario á las ondas
calóricas. Carriles se veía defraudado. Añadió en tono cavernoso:

--¡Una gran catástrofe!

--¿Eso es todo, amigo Carriles?

Carriles compuso un gesto y un ademán desolados, como dando á entender:
¿le parece á usted poco? Se despidió. Don Medardo se excusó de salir á
la puerta, alegando la frigidez de sus extremidades abdominales, y el
observador entusiasta del corazón humano salió de la casa pensando que
don Medardo no tenía corazón. En estando á solas, el viejo llamó á su
mujer. Quería consultar con ella la forma más dulce y cauta de enterar
á Leonor. Era lo único que preocupaba á don Medardo. Allá en el fondo,
muy en el fondo de su alma sencilla, sentía algo así como satisfacción
orgullosa, una especie de vanidad intelectual; su sistema financiero
no era una antigualla, bien decía él. En realidad, le costaba trabajo
creer que Telesforo hubiera huído criminalmente, después de haber
robado. Pensaba que se había arruinado de buena fe y que la vergüenza
le había obligado á escapar. Ni él ni doña Dolores se acordaron
para nada de los cien mil duros cercenados al patrimonio familiar.
Inquietábales tan sólo el dolor que del suceso había de recibir Leonor
y las consecuencias que pudiera traer á su salud y á la del pequeño
calmuco. Platicando, llegaron á convenir en que Fina era la indicada
para preparar y revelar á su hermana la triste verdad. Requirieron á la
niña, la cual acudió acompañada de tita Anastasia. Don Medardo contó
todo lo que sabía, en breves palabras. Tita Anastasia sintió también,
en aquella coyuntura, lo primero de todo, satisfacción intelectual,
pero en proporción centuplicada á la de su sobrino, y la inutilidad
subsiguiente de aquella sonrisa ácida de su particular invención. Elevó
las manos al cielo y murmuró:

--¿No decía yo que me daba mala, muy mala espina? --parecía un grito de
triunfo. Su rostro mostraba tal contento, que don Medardo dijo pasmado:

--Cualquiera creería que te alegras, Anastasia.

--Tienes razón, Medardo. ¡Dios me perdone! --suspiró, arrepentida
y abochornada de haberse dejado arrastrar por aquel movimiento
espontáneo, del mismo linaje que el que hace prorrumpir á los
espectadores de galería en un gruñido de emoción viendo descubiertas
las perfidias del traidor de un melodrama--. ¿Cómo me he de alegrar? La
pobre Leonor... ¡Dios me perdone!

--¡Dios nos perdone! --alentó, con tenue bisbiseo Fina. Porque, á
pesar de todo, estaba contenta con la desgracia, y adivinaba en ella
el germen activo de próximas venturas. Alberto volvería á Pilares á
emprender nueva vida.

Fina subió á cumplir su ingrata misión. En aquellos instantes, la madre
bañaba al calmuco, el cual había llegado á tal punto de cólera, que de
verde aceituna se había puesto de color berenjena, y no se daba reposo
á berrear, patalear y expresar á su modo rabia y odio felinos al agua y
á las artes cosméticas. Lo enjutaron, lo fajaron, lo aplacaron y vieron
que el calmuco retornaba á su verdor nativo y se acogía, siempre con
gesto enfurruñado, á los asilos del sueño.

Fina procedió con tan buen tino y serena dulzura, que cuando concluyó
de hablar, Leonor permanecía sin inmutarse, recogida en sus
pensamientos. Á poco comenzó á derramar abundantes lágrimas tranquilas.
Fina la abrazaba y acariciaba en silencio. Al cabo de un tiempo, Leonor
se serenaba. Había adquirido noción cabal de lo ocurrido y había
formado su génesis y explicación conforme á las ilusiones de su alma.
Telesforo la amaba siempre, y esta era la causa de que, habiendo ido á
mal en sus negocios, huyera sin atreverse á confesarla sus tormentos,
quizás su desesperación.

--¿No crees tú, Josefina?

Josefina veía lo absurdo de tales suposiciones; pero, respondía que sí.

--Telesforo siempre fué un niño. Los últimos tiempos andaba muy
preocupado y me dijo, muy en secreto, que era por los negocios. ¡Ay, mi
Teles! ¿Por qué no habrá acudido á papá? Le hubiera ayudado de seguro,
¿verdad? Lo que sufrirá, pensando en mí y en su pequeñín, en su nenín,
que le tenía loco.

Leonor se levantó á besar al pequeño calmuco.

--Tranquilízate, Leonor. Lo vas á despertar.

Leonor volvió á sentarse en una butaca baja. Apoyó los codos en las
rodillas y la cara en las manos. Cuando irguió la cabeza, sus ojos
lucían radiosos.

--Fina, te aseguro que en muy poco tiempo Teles hará fortuna en
América, volverá y resolverá todas las cosas. ¡Niño mío, bobo, que
sufres por tu Leonor sin atreverte á escribirla! Pero verás, Fina,
cómo no pasan muchos días sin que yo reciba carta de él. No podrá más.
¡Oh, aturdido, inocente; haber huído del consuelo y de la ayuda! No se
lo voy á perdonar --quiso sonreir, pero rompió á llorar--. De todos
modos, Fina, ¡soy muy desgraciada!

Luego, convirtió su memoria hacia el padre viejo.

--Dile, Fina, que no quiero que se entristezca ni preocupe. Yo soy
la más interesada, y ya ves, estoy tranquila. Confío en Dios y en
el mañana. No quiero que el pobre viejecito sufra por mi causa. Yo
misma bajaría, pero me parece demasiado pronto. Cuando nos veamos, yo
prometo estar serena; ya verás. Y á mamá también; que no llore. Estarán
angustiados. Baja, baja, Fina.



VIII


Desde la estación de Cenciella al pueblo hay un kilómetro de distancia.
De ordinario, los viajeros suelen hacer el camino siguiendo la vía
férrea carbonera, que cruza en la misma estación con la línea de
viajeros y pasa contigua al caserío; es una avenida lóbrega, tapizada
de carbonilla y enhebrada entre dos muros de centenarios álamos negros.
Alberto prefirió echarse á campo traviesa, por prados, bosquetes y
hazas de tierra roja. Era el posmeridio de un día asoleado y dulce.

Así como cuando la finca fué suya acostumbraba penetrar en ella
furtivamente por la casa del casero, ahora quiso hacerlo por la puerta
grande, que de par en par estaba abierta. Gozábase imponiendo con
esto un nuevo linaje de dominio, de imperio sentimental. Aquella casa
siempre sería suya, únicamente suya, que él sólo poseía la virtud
de evocar su latente vida añeja y descifrar su expresión de poética
ternura.

Detúvose en la plazoleta que se hace delante de la fachada. El edificio
parecía recibirle asombrado de verle volver, con los ojos de los
balcones muy enarcados, y la boca del portón como alelada. Los rosales
del tapial temblaron de emoción.

Alberto atravesó corriendo la portalada, subió los escalones de tres en
tres, gritando:

--¡Manolo! ¡Manolo!

En la meseta alta de la escalera aparecieron por diferentes puertas
Teresuca y Manolo, en mangas de camisa y con una chaqueta en la mano.
Esta circunstancia determinó que Alberto ensamblara naturalmente la
vida del momento con la pretérita. Diríase que Manolo había sido
sorprendido en el punto de cepillar la ropa del señorito.

--¡El señorito!... --exclamó Teresuca espontáneamente.

--¡Don Alberto!... --añadió Manolo como si rectificara y la recriminase.

Alberto abrazó á Manolo con mucha efusión y afecto. Dábale á entender
que se enorgullecía de su prosperidad y en ascenderle desde ayuda de
cámara á amigo, en la consideración. Volvióse en seguida á sacudir
cordialmente la mano de Teresuca.

--¿Cómo estás, Teresuca?

--No sabía que se tuteaban ustedes --observó con seca malignidad
Manolo, vistiéndose la chaqueta. Prosiguió--. Ya nos hemos enterado de
la desgracia. ¿Quiere usted pasar?

Alberto se ruborizó. Después de unos minutos de vacilación creyó
expresar y aclarar sus sensaciones, diciendo á Teresuca:

--¿Es celoso Manolo?

--Qué ha de ser celoso...

Por el tono de la respuesta, Alberto coligió que una aridez desolada se
interponía entre los dos esposos. Triste y cohibido, echó á andar hacia
el interior de la casa. Manolo le atajó el paso:

--Por ahí, no; es mi despacho. Pase usted á la sala. Siéntese usted.
¿Quiere usted tomar algo?

--Gracias. No tengo gana de nada.

--Y ¿adónde iba usted?

--No iba, Manolo, sino que venía á mi casa... No pongas ese gesto; á
tu casa, si quieres. Venía á pasar una temporada en vuestra compañía,
en tanto determino qué camino tomar. No hables, no --Manolo bajó los
ojos--. Si sé lo que vas á decirme... ¡Nunca pude imaginar tanta
ingratitud!

--No me hable de ingratitud, que no viene al caso.

--Ingratitud te digo. Eres un hombre despreciable --recalcó Alberto, en
pie, exaltándose.

--Teresa, hazme el favor de irte de aquí con viento fresco.

Teresa salió, con lentitud de desafío, volviéndose de vez en vez á
mirar, afable, á Alberto.

--Supongo que no vendrá usted al sagrado de mi hogar á lanzarme
injurias en el rostro --Alberto no sabía si reirse de la
grandilocuencia idiota de su criado, ó escupirle y dejarlo á solas.
Continuó--. Todo en el mundo se rige por la ley de la oferta y la
demanda; toma y daca, _do ut des_, como dice el Evangelio: quiero decir
que esto es el Evangelio. Si yo...

Alberto tuvo una idea súbita. Decía Manolo:

--Si yo fuí algún día criado y supe elevarme á la cúspide de la escala
social como Rousseau; si desde el piélago humilde de la escasez navegué
hasta la tierra, no diré que de la abundancia, pero sí del modesto
bienestar que creo que otros le dicen parsimonia; si de los libros que
usted despreciaba supe construir coturnos para mi alma; en suma, si de
crisálida me convertí en mariposa que surca los espacios, nada tiene
que ver eso con la gratitud. Nada le debo á usted...

Aquí Alberto se precipitó á cortarle el chorro.

--Me debes nueve mil y quinientas pesetas; eso sin contar intereses.

Manolo vaciló un momento.

--Si usted suprimiera el tuteo, que corresponde á un período infausto
de mi vida, nos entenderíamos mejor.

--Me debes nueve mil y quinientas pesetas, las cuales me devolverás
dentro del plazo de un día, si no quieres que apele á la vía judicial.

--Esa suma que usted menciona tuve la satisfacción de satisfacerla
en la casa de banca de don Telesforo Hurtado, de execrable memoria,
precisamente poco después de habérmela prestado usted. Ítem más, con
sus intereses.

Alberto leía la falsedad en los ojos de Manolo.

--¡Mientes! ¿Dónde está el recibo que lo acredite?

Manolo titubeaba. Recobróse y devolvió la pregunta con insolencia.

--Y ¿dónde está el recibo que acredite haberlas yo recibido de sus
manos?

--¡Ah! --gritó Alberto triunfalmente--. Al menos tienes el valor de
confesar tu canallería...

--No confieso tal.

--Sí, hombre, sí. ¿Que yo no te exigí recibo al prestártelas? Haces
bien en no devolverlas. Justa sanción á mi candidez por haber fiado en
tu tontería que no en tu honradez. Porque tonto siempre lo has sido á
no poder más; y me asombro de ver que en esto has ganado en quinto y
tercio.

Este severísimo juicio acerca de su vigor mental desconcertó á Manolo.
Resolvió dar fin á la plática.

--Al fin de cuentas es agua pasada. Yo tengo que irme ahora mismo á
Sotiello, á casa de mi amigo el señor marqués de Espinilla... Con que...

--Mira, hijo --concluyó Alberto, calándose el sombrero--. Te he llamado
canalla varias veces: pero no es el calificativo adecuado. Helo aquí:
¡Ma... ma... rra... cho!

Desde el umbral de la puerta aun vomitó por dos ó tres veces la
palabra: mamarracho.



IX


Alberto estaba en la taberna de Librada, bebiendo sidra, y escuchando
á la dueña condolerse de la desgracia del señorito, maldecir la
petulancia y rapacidad de Manolo, alias _Taragañón_, recordar la
memoria de su antigua amiga Rufa, muerta á poco de venderse la casona,
y poner en duda la sapiencia y providencia del Supremo Hacedor,
repitiendo á cada paso: _esti mundo non tien atadero, don Albertín_.
Faltaba una hora para el tren de Pilares.

En la puerta del tabernucho apareció una lugareña; sus mejillas de una
rubicundez impropia de la epidermis humana, y el pelo negro rezumante,
como la hulla, de manera que el rostro parecía un fragmento del
cabello, en ignición.

--Es Pepona, la _Arrecachada_ --explicó Librada.

La lugareña se encaró con Alberto y le hizo muecas extravagantes, como
si se burlase de él.

--¿Está loca? --preguntó á Librada--. No es de mi tiempo, porque yo no
la recuerdo.

--Es la criada de _Taragañón_.

La lugareña continuaba haciendo muecas, retorciéndose. Agitaba la
cabeza con tanto denuedo que la brasa del rostro amenazaba propagarse
al resto de la hulla.

--¿Qué diaños te ocurre, _Arrecachada_? --preguntó ásperamente Librada.

--Nada m’ocurre. ¿Ye que no puedo mirar endientro de la taberna?
--poseía un bárbaro vozarrón masculino.

--Pero non ofender á los perroquianos.

--Ye que miraba á aquel señoritu. ¿Non ye un que vino de Mingalaterra,
fai pocos días, y que yera amo de la casona?

--¿Qué te importa á ti, muyer?

--Quisiera preguntai por un hermano que tengo allí.

--Difícil es que yo sepa nada. Entre usted.

--¡Líbreme Dios! Buena la tenía luego con el señorito... ¿Quier usté
salir p’acá?

--Non la faga caso, señorito. ¡Qué descaradona! --Librada se santiguó.

Alberto se acercó á la _Arrecachada_, la cual, tomándole aparte y
sigilosamente le comunicó que su señorita tenía cosas muy importantes
que decirle; que en oscureciendo se fuera de aquella parte, como
al descuido, y que penetrase por lo alto de la huerta que ella, la
_Arrecachada_, estaría allí.

Alberto se alejó de la taberna de Librada, con ánimo de distraer sus
pensamientos paseando hasta la hora de la cita. Descendió por la calle
del Doctor Otero. Al final de ella, que son los confines del pueblo, se
eleva la iglesia parroquial, vuelto el ábside de la parte de Cenciella
y la espadaña del frente mirando al campo, por encima de un viejo
bosque de castaños. Por el costado derecho de la nave, corre un atrio
de columnas graníticas; adosado al otro muro, está el cementerio.

Sentóse Alberto en el atrio y estuvo allí en silencio media hora. La
calle, la iglesia, el bosque estaban solitarios. Oíase un ruido como de
azada abriendo la tierra.

Levantóse y dió la vuelta en torno de la iglesia. El cementerio tenía
la puerta abierta. Penetró. Un hombre aliñaba un cuadro de hortalizas.
Encorvado como estaba miró al recién llegado y siguió trabajando. En un
ángulo vió Alberto el panteón de la familia Díaz de Guzmán; nunca hasta
entonces lo había visto. Una frase se formuló en su frente: _esto me
queda_. La humedad del atardecer y lo sombrío del paraje le hicieron
temblar. Preguntó al de las hortalizas:

--Buen hombre ¿sabe usted de sepulturas?

El hombre se puso en pie, arreglándose á puñadas los riñones.

--Que si sé de sepolturas... --enseñó sus dientes amarillos--. Como que
soy sepolturero.

--¿Sabe usted dónde está enterrada una tal Rufa?

--¿Rufa qué? Verá usted, hay... --elevando los ojos al cielo-- Rufa,
la del Carmín; de aquella parte está. Rufa, la de Nolo; allí. Rufa, la
_Pendona_ ¡Dios la haya perdonao! ¡Les veces que anduvo metiendo la
boroña n’el forno, pe los maizales...! Allí. La penúltima ama de don
Pedruco, el coadjutor, tamién se llamaba Rufa. ¡Dios los perdone! Allí.
Y entavía...

--Ninguna de esas es. Era la criada en la casona.

--¡Ah! Allí está.

Alberto siguió la dirección que con el dedo le señalaba el sepulturero.

--Ahí, ahí mismo.

--Es que... --balbució Alberto-- aquí no hay nada.

El sepulturero enseñó otra vez sus dientes amarillos.

--Escarbe y verá si hay podre, que federá que de gusto. ¿No hay una
piedra con el número 114?

--Sí, señor.

--La misma.

Alberto se arrodilló sobre la hierba, enmarañada, verdiagria, jugosa.
Dos palmos delante de él crecía un cardo, florecido de amarillo oro.
Sentóse sobre los talones, cruzó los brazos y dióse á cavilar. Su
madre, muerta al nacer él, estaba allí, en el musgoso panteón de traza
corintia; allí su padre, á quien nunca había amado, ni de él había
recibido sino crueldad y desdenes. Retrotraíase á la tenebrosidad de
la infancia, guiada tan sólo por dos caducas sombras familiares; la
vieja Teodora y la vieja Rufa, de la casona, á quien ahora reveía con
sus añejos atavíos, el abanico verde, con un gato, y el libro de misa,
apercibida á presenciar los títeres; y también de tarde en tarde la
sombra furtiva y amorosa de su tío Alberto, mortalmente enemistado
con su padre. Aquella su ternura enfermiza por los seres y las cosas,
aquel inquirir sin plan y con fiebre, aquel soñar sin asidero y aquel
flotar de toda su vida ¿qué otra cosa era sino ausencia de niñez?
Nunca había sido niño. Faltábale la tradición; tronco y raíces que
agarrasen en tierra firme; todo él era ramazón, hojarasca, garrulería
y esterilidad. Desfallecía. Hubiera querido tener á Rufa á su lado, y
reclinando la cabeza en el muelle y haldudo regazo dormirse, como en
el antaño remoto. De pronto, como bajo un influjo misterioso, de su
propia flaqueza se levantó arrogante y decidido. En los treinta y dos
años estaba, y estaba por obra de la adversidad, con las manos vacías
é inactivas. Hasta entonces, había soñado; era hora de hacer, de hacer
muy deprisa, que iba con retraso por el mundo. ¿Hacer qué? Cualquiera
cosa ¿qué importa? Hacer, hacer... «Hay que apresurarse», murmuró en
voz alta. En torno suyo yacía la eternidad de donde había nacido. La
otra eternidad, á donde había de volver se anunciaba como una aurora
negra. ¿Había de ir de una á otra sin rastro y sin ruido como una nube
en la noche?

--¡Eh, señor! --gritó el sepulturero--. Que voy á cerrar.

En la puerta Alberto preguntó al hombre de los dientes amarillos:

--¿Tiene usted miedo á la muerte?

--Si tuviera miedo no sería sepolturero.

--No digo á los muertos, sino á la muerte; al más allá.

--No sé lo que es eso.

--Después de morir.

--¡Ah! Después de morir... ya ve usted --mostrando los dientes y
señalando las hortalizas-- se dan muy buenas berzas.

Tañeron el ángelus las campanas. Anochecía. Alberto dió una propina al
sepulturero y se encaminó á la casona. La _Arrecachada_ le aguardaba
en la casa del casero y le condujo hasta el gabinete en donde estaba
Teresuca, la cual se levantó á recibirle, muy agitada.

--¡Qué asqueroso de hombre! --se refería á su marido--. Lo he oído todo
desde detrás de la puerta. ¡Qué asqueroso! No le digo que le perdone
porque maldito lo que lo deseo. Al contrario; hágale cuanto mal pueda.
--Sus ojos revelaban crueldad insaciable. Viéndolos, Alberto se sintió
sobrecogido.

--¿Tanto mal le ha hecho á usted, Teresa? --su pregunta tenía aire de
reproche.

Los ojos de Teresuca se melificaron instantáneamente. De grises, se
trocaron en ambarinos.

--¿Por qué no me tutea usted como antes?

--Después de lo ocurrido con Manolo, no podría aunque quisiera.

--Sí, sí --rogó Teresuca, ladeando la cabeza.

Alberto calló. Teresuca se puso seria.

--Aquel niño ¿es de ustedes?, claro --se levantó á mirarlo de cerca.
Dormía sobre un sofá, con los puños cerrados. Lo besó.

--Siéntese, don Alberto. Tenemos que hablar.

Alberto obedeció.

--Á eso vengo.

--Yo no quiero ser cómplice de una infamia. Lo que le dijo Manolo de
las nueve mil pesetas, es mentira. No las pagó.

--Lo vi muy claro.

--Cuando tenía confianza conmigo me lo confesaba. Él creyó que nunca se
acordaría usted de ellas.

--Nunca me hubiera acordado, á no hacerme falta.

--La carta que le dió usted á Manolo, ¡asqueroso!, para que se las
entregaran, por la banca debe de andar, y saldrá con otros papeles.
Con eso le basta á usted --Alberto escuchaba sin replicar. Continuó
Teresuca--. Pero hay más. Los alquileres de la casa, desde que vivimos
aquí, hasta que la compró él, están sin pagar. También me lo confesó
él. Esos se los puede usted sacar desde luego. ¡Es un asqueroso! ¡Es un
criminal! --en los ojos de Teresuca asomaba nuevamente un odio funesto
y delirante--. Pues hay más. Los cinco años que fué su criado le robó,
así, le robó; me lo confesó él, riéndose y diciendo que usted era...
_un babayu_; le robó más de cinco mil duros --Alberto callaba--. Pues
hay más. La casa no la compró con los muebles; en la escritura puede
verse. ¡Cuidado que había plata...! Toda la vendió. Estos muebles son
de usted. Cuando usted quiera puede levantarse con ellos...

Callaban los dos. Teresuca bebía con sus ojos los de Alberto.

--Teresa; todo eso que usted dice haría yo, si se me hubiera ocurrido
á mí. Pero, habiéndolo oído de labios de la mujer del propio Manolo,
no puedo hacer nada. Agradezco la honrada solicitud que usted me
demuestra, pero, no haré nada.

En los ojos de Teresuca asomó un anuncio de desdén, algo á modo de
dureza que se derritió en seguida en una mirada ardiente y seductora.

--¿Dónde se ha arrodillado usted, que trae el pantalón todo manchado de
verdín? Voy á limpiárselo.

Con agilidad ondulante saltó á los pies de Alberto, y allí quedó
agazapada, pasándole las manos por las rodillas y elevando hacia él los
ojos, mimosa y elocuentemente.

--Levántese, hágame el favor, Teresa --habló Alberto, con voz opaca y
repeliendo discretamente á la mujer. La torpe perfidia de Teresuca le
inspiraba tumultuosos sentimientos de aversión y repugnancia. Temía
ser violento, brutal con ella.

--¡Cómo lo aborrezco! --bisbiseó Teresuca, con la cabeza baja,
reclinándose sobre las piernas de Alberto--. ¡Asqueroso! Liado con
esa viuda marrana de la casa vecina... ¡Asqueroso, sinvergüenza! ¿Lo
querrá usted creer? --escorzó el cuerpo y apoyó los brazos sobre los
muslos de Alberto, levantando el rostro hacia él--. Pues voy á decirle
lo último. Es un cabrito, sí, un cabrito. Cuando se casó conmigo sabía
que yo había hecho hombres, pero como era por dinero, hasta casi me
animaba. ¡Ah! Si en lugar de vivir en Cenciella estamos ahora en
Pilares... ya le diría yo...

Teresuca, con ductilidad serpentina, iba enroscándose y ciñéndose á los
miembros del joven. Sus ojos brillaban, lubrificados de fascinación
ponzoñosa. Sacó la lengüecilla y se relamió, humedeciendo los
encendidos labios. Era toda astucia y crueldad.

Había una cosa entre los dos que Alberto quería olvidar, imaginando que
ella lo había olvidado, á causa de la frecuencia de sus deshonestidades
mercenarias. Alberto había poseído á Teresuca hacía algunos años.

Teresuca se incorporó, entretejió los dedos de entrambas manos detrás
de la nuca de Alberto, y dejóse colgar sobre su pecho, simuladamente
desvanecida y suplicante. Con soplo apenas audible suspiró:

--¿Te acuerdas? --y luego, anticipándose una fruición maligna--. Hoy
voy á gozar por primera vez.

Dos sacudidas de Alberto, y Teresuca hubiera dado en tierra, á no
buscar soporte instintivo en el brazo izquierdo. Estando así, con ojos
dilatados de asombro é iracundia, Alberto levantó la mano sobre ella
y la abofeteó. Luego salió huyendo. Por las escaleras oyó llantear al
niño y la voz quebrada de la madre que bramaba á lo sordo:

--Me las has de pagar, cochino, hijo de perra.



X


El horror y vergüenza de haber abofeteado á Teresuca se hundieron
muy pronto en el olvido, empujados por las graves preocupaciones
que acaparaban el espíritu de Alberto. Durante unos días le retiñía
de continuo dentro del cráneo la voz de las campanas que había oído
estando en el cementerio de Cenciella; un sonido grave, magistral,
emotivo que se propagaba por los ámbitos del cielo sin extinguirse
nunca, y luego un golpe agudo, atiplado, efímero, agrio, que fenecía al
punto, absorbido por el temblor perdurable de la primera campana. La
campana grande parecía cantar, _ars longa_; la otra apenas si concluía
á sugerir, _vita brevis_. Era lo mismo que Alberto se había dicho
espontáneamente: _hay que hacer, hay que apresurarse_.

Encerrado en la habitación de la fonda, se pasaba los días
melancólicamente, con las manos tendidas hacia lo porvenir y sin saber
con qué llenarlas. Se propuso examinar en frío su capacidad social:
_¿para qué sirvo yo?_ Respondíase: _no sirves para nada_. Entonces se
miraba al espejo, lleno de compasión hacia sí mismo. Y le decía la
conciencia: _no sirves para nada, porque estás podrido de molicie,
porque el solitario deleite de soñar y pensar como por juego te ha
corroído hasta los huesos, porque en tu pereza miserable crees que
la vida no vale nada en sí, sino en sus ornamentos_. Maquinalmente
murmuraba en voz alta:

--Y es verdad; no vale nada en sí, sino en sus ornamentos.

Pensaba en todas las vidas oscuras y sórdidas, huérfanas de goces
físicos y de placeres intelectuales; en las existencias de inopia,
en los seres que habitan casas oscuras, feas ó miserables, rodeados
de objetos feos, sucios ó miserables, y en las frentes abatidas por
cavilaciones feas, pobres ó miserables. Y articulaba de nuevo con los
labios, sangrando así la congestión de sus pensamientos: Nunca. Antes
la muerte.

Sentábase en una butaca y continuaba hilando soliloquios mentales.
Se veía como un sér correspondiente á futuras y más perfectas
civilizaciones, cuando todos los hombres tuvieran aquella facultad
de destilar el mundo en conceptos é imágenes, y aquella aguda y bien
templada sensibilidad que hacía eco á la más leve palpitación del
Universo, determinando necesidades ineludibles.

Por no flaquear, como á un seguro se acogía al orgullo, esforzándose
en convencerse de que por comprender más y sentir mejor que la mayoría
de sus semejantes, esto es, por ser superior, tenía derecho á exigir
la satisfacción de sus necesidades en la equivalente medida en que él
la había cultivado, y en pago devolvería á la sociedad obras serenas y
sazonadas según sus particulares aptitudes. Sobre esta base, atraído
por el incentivo de poner ideas en reata, se metía por lo venidero, y
construía una sociedad futura, poniendo á contribución la mayor parte
de las teorías socialistas. En aquel momento, por extraña comezón
paradójica, hubiera querido hallarse en posesión de su desvanecida
fortuna, solamente por dedicarse á la política y hacer propaganda
socialista, á su modo. Recordó un consejo de Jiménez: _Hágase usted
político. En esta tierra no medran más que los políticos._ Jiménez
entendía, con esto, afiliarse á uno de los partidos turnantes; pero,
precisamente una de las necesidades del espíritu de Guzmán, la cual
había sido alimentada con particular empeño y satisfecha en toda
ocasión, era la sinceridad para consigo mismo como para con los demás,
porque Alberto no ignoraba que hay almas meridionales y sofísticas
que, movidas quizás del egoísmo, pasando de un partido radical á uno
conservador, se determinan en justificarse á sí propias y concluyen por
convencerse de que han obrado de buena fe y acertadamente.

Pasaron dos semanas. Alberto se encontraba sin dinero y con una deuda
de quince libras esterlinas á Roberto Mackenzie. Á pesar de la fórmula
_hay que apresurarse_ que se había impuesto como norma de conducta,
no lograba romper la red de cogitaciones y musarañas que le envolvía,
antes al contrario, parecía entretenerse en complicarla.

Llegó á tener miedo. Le asaltaban sombríos presentimientos. _Si ahora
me pusiera enfermo me llevarían al hospital_; pensó un momento. Á
continuación se arrepentía de su flaqueza y pusilanimidad, considerando
que de haberse puesto enfermo en Inglaterra también le hubieran llevado
á un hospital. Aun cuando pretendía evitarlo, se acordaba de Fina, y
como á veces sentía terrores, sin saber por qué, terminaba amparándose
en el amor de Fina y suscitando ilusiones en torno de él.

Una mañana se levantó dispuesto á apresurarse. Por lo pronto había
que buscar dinero. Se encaminó á casa de Castillo, el abogado, hombre
muy puntilloso en achaques de moralidad. Le refirió aquello que de su
escena con Teresuca podía referirse, y preguntó al fin:

--¿Usted qué haría con ese dinero?

--Querido Guzmán: esos son escrúpulos del Padre Gargajo. ¿Qué iba á
hacer? Lo mismo que voy á hacer en nombre de usted; exigírselo á ese
pillo, y si se negase sentarle las costuras. Pues hombre, ¡bueno fuera!

--Pero ¿de veras no cree usted feo de mi parte aprovecharme de las
manifestaciones de aquella mujer, inspiradas en sentimientos tan bajos?

--Vaya, vaya. ¿Le voy yo á aconsejar algo que no juzgue absolutamente
correcto y puro? Además cobrará usted la renta de la casa y muebles y
plata, según tasación aproximada. Si es claro como la luz. Unas veinte
mil pesetas calculo.

--Quizá no tanto...

Alberto salió muy animado de casa de Castillo. Aquella noche escribió á
Mackenzie.

  «Querido Bob: muy pronto le podré pagar las quince libras que usted
  tuvo la amabilidad de prestarme.

  Quiero saber por qué me ha dicho usted tantas veces que debía
  escribir. Su opinión de hombre muy vivido y muy culto me interesa
  más que la de un literato profesional. Le ruego que me exponga
  concretamente los sentimientos y razones que le inspiraban tan
  reiterado consejo.

  Todo mi afecto á Nancy, Ben y Meg.

  Le abrazo,

  _Guzmán_.»



XI


--¡Del mal el menos!

El proverbio fué formulado por el labio doctoral de Mármol. Tenía
en aquel momento algo de sacerdote antiguo, con la túnica de seda
amarilla y talar amplitud, que no era sino un guardapolvo y la tiara, ó
dígase rotunda gorra inglesa, sobre la cual las gafas de automovilista
destacaban como las masas oculares en la frente de un batracio.

--Quince mil pesetas... --murmuró Alberto--. Tres años de vida modesta
y á trabajar. ¿De qué se ríe usted?

--De la modestia --y luego sentenciosamente--. Antes de ese plazo será
usted rico... y feliz.

--Casándome, ¿verdad?

Mármol inclinó la cabeza de manera que Alberto no sabía quiénes le
miraban; si los ojos de rana de la gorra ó los vivos y entornadizos de
Mármol.

--Y ahora; soy buen catador de personas, ¿sí ó no? Manolo siempre me
pareció un pillete.

--Yo nunca lo hubiera creído.

--Es usted un infeliz. Tampoco cree usted que se va á casar muy pronto
con...

--Sí, con quien sea. No hablemos de eso.

Mármol sonreía de un modo celado y malicioso.

--¿Qué le ocurre á usted hoy? Yo diría que interiormente está usted
burlándose de mí.

--Un poco. Andando, que hay que aprovechar este sol rico y esta tarde
buena.

--Andando.

En la portería le entregaron una postal á Alberto. La leyó, en
arrancando á rodar el automóvil. Decía: «Me habló usted siempre de
las cosas más extraordinarias con tanta naturalidad, que yo me veía
obligado á aceptarlas como cosas naturales, y de las cosas naturales
con tanta intensidad, que yo descubría en ellas nuevos sentidos.
Me habló usted de los problemas más difíciles con tanta lógica y
sencillez, que yo me admiraba de mí mismo y de ver tan claro, y de
las ideas fáciles y habituales, de las opiniones admitidas con tanta
agudeza y precisión, que yo me quedaba perplejo descubriendo que
no eran tan claras como yo creía. Me parecía que usted había dado
conciencia á mis ojos, á mis oídos, á mi corazón y á mi cerebro. Y
¿qué otra cosa es un escritor sino la conciencia de la humanidad? No
sé explicarme mejor. Le abraza, Bob.» Alberto releyó estas líneas
por tres veces. Se dijo interiormente: y sin embargo, yo no sé á qué
atenerme en nada.

El automóvil subía por la carretera de la Virgen del Castaño. Pasó
bordeando la tapia baja del campo de instrucción. Mármol lo detuvo. El
campo es una gran sábana de pradería, colocada en el manso declive de
una ladera. Sobre el verde cantante y afelpado, las filas de soldados
subían y bajaban alisando la hierba como peines de rojas púas. Oíase el
vasto golpe de voz con que acompasaban la marcha, á manera de vaivén de
un gran péndulo. Las manchas claras de los niños, que en gran número
se agolpaban á ver los soldados, eran como una floración y sus gritos
como un perfume. El cielo estaba desnudo, el aire vibraba y la tierra
ansiaba desgarrarse en un suspiro glorioso. Y entonces fué cuando
las cornetas cantaron, sacudiendo el azul infinito con la enérgica y
reprimida palpitación de sus cobres.

--Miraba á ver si están mis chicos por ahí --dijo Mármol, en pie sobre
el asiento--. Cualquiera los ve.

Alberto no le escuchaba. Mármol descendió á sentarse y apoyó una mano
en el hombro de su taciturno amigo.

--Escúchame, querido Guzmán. La tarde, más que para volar en automóvil,
está para pasear á pie. Quiere que vayamos al _monte cerrado_, á
tumbarnos al pie de los carbayos.

--Muy bien. Esta tarde es usted árbitro de mi vida.

--Ya lo sé --afirmó Mármol, con un tono enigmático que en otras
circunstancias hubiera despertado la inquietud de Alberto.

Descendieron en la linde del _monte cerrado_, un espeso y centenario
robledo. Mármol ordenó á su mecánico:

--Lleva el coche al chigre de Julia; allí iremos á buscarte.

Alberto buscó un rincón quieto y penumbroso; se tumbó en tierra. Mármol
parecía escudriñar entre los troncos.

--Ha elegido usted mal sitio, Alberto. Levántese y venga conmigo.

Alberto obedeció dócilmente y siguió á Mármol, hasta que éste halló
paraje á su gusto. Entonces, dijo:

--Aguárdeme aquí. Voy hasta el chigre y traeré algo que comer y beber.

Y se perdió en la espesura del bosque, con la túnica talar flotando á
su espalda, como un druida. Alberto se dejaba arrastrar por un flujo
de pensamientos inconexos y raudos. El taf taf del automóvil le hizo
incorporarse. Á través de un claro del bosque lo vió pasar; Mármol lo
conducía y un momento volvióse á decir adiós á Alberto con la mano.

--¡Mejor! --se dijo Alberto en voz alta. Y se tumbó de nuevo á pensar,
á _decidirse_; ésta era la palabra que le escarbaba en la mente.

Absorto en sus meditaciones, púsose de rodillas sin saber lo que
hacía. Un jilguero cantó sobre su cabeza. Iba á levantar los ojos hacia
el pajarillo, cuando una mano suave le tomó la suya.

--¡Fina! Pensaba en ti.

--Ya lo sé.

--¡Bendito sea Dios! --sollozó la tía Anastasia.



XII


Don Medardo se encerró á solas con Fina. El viejo estaba sentado, con
una manta de pelo de camello sobre las piernas. La muchacha en pie,
frente al padre.

--Siéntate, Fina.

--Permíteme que esté en pie, papá.

--Como quieras --no sabía cómo comenzar--. Hace algunos días que pienso
hablarte, desde que supimos la... bueno, la gandulería de Telesforo.
Voy á hacerte una proposición, pero conste que no te obligo á nada. Á
tu conciencia dejo lo que hayas de resolver. Yo aconsejo, fundándome en
el amor de hermana á hermana; tú determinas --por la voz se le derritió
una sombra y se le apretó la garganta. Carraspeó, remondándose el
gañote--. Tú no te casarás nunca.

No se atrevió á mirar á su hija. Aguardaba, con los ojos bajos, una
respuesta. Pero Fina no rompió el silencio.

--¿Es que piensas casarte? Porque entonces nada tengo que decir.

--Á eso no puedo responderte, papá.

Don Medardo levantó los ojos y exploró el rostro de Fina, y lo vió
inmóvil, impenetrable en su finura extática y como modelado en cera.

--¿Es que al fin te decides por Andújar? Creí que ya se había cansado
de pretenderte y que tú habías resuelto no casarte. Veo que me he
equivocado y me alegro. Es un hombre formal y tiene una carrera muy
higiénica.

Andújar era ingeniero de minas. En opinión de las niñas pilarenses era
adorable, á causa de sus rasgos virginales, de sus ojos balsámicos y
adormecidos, del rubí de sus labios, el rosicler de sus mejillas y
el violeta cerúleo de las rasuradas mandíbulas; parecía una imagen
de cartón piedra. Á don Medardo le hubiera gustado para yerno, sobre
todo por lo _higiénico_ de su carrera. Para don Medardo higiénico
era sinónimo de aristócrata. Lo que primeramente le había inducido
á semejante confusión fué el haber oído decir repetidas veces del
marqués de Espinilla que era un hombre muy higiénico. Decíanlo, no sin
ribetes de malicia, porque siendo septuagenario, conservábase, merced
al régimen de vida, con alguna rozagancia y humor excelente para vestir
á lo mequetrefe, cuellos hasta las orejas, pantalones remangados hasta
la pantorrilla y corbatas pomposas que eran una verdadera dilapidación
de las rayas del espectro solar. Don Medardo hubiera deseado preguntar
á algún docto el valor exacto de la voz higiénico, pero temía que
se burlasen de él. Durante unos cuantos meses anduvo con el oído
alerta, estudiando en qué sentido empleaban la palabra, cuantas veces
aparecía en la conversación. Se decía que era higiénico del montar
á caballo, comer ciertos alimentos caros, pensar poco, vestir ropa
de hilo, pasear á las horas de sol, que son las horas de oficina y
holgar constantemente, todas ellas particularidades que convienen con
la aristocracia. Y así don Medardo llegó á la convicción de que tanto
montaba decir aristócrata como higiénico, si bien la segunda palabra le
parecía más elegante y elevada.

Andújar había seguido asiduamente á Fina y solicitado su amor repetidas
veces.

Fina contestó á su padre.

--Andújar ya ha renunciado á que le corresponda.

--¿Entonces? --interrogó don Medardo boquiabierto--. ¿Tienes novio, sin
que yo lo sepa?

--No, papá.

--¿Entonces? ¡Ah! --el viejo se dió una palmada en la frente--. Hablas
en _pótesis_. ¿Entiendes la palabreja?

--Sí, papá.

--Fina, hija mía --la garganta volvió á apretársele--. No dudarás de mi
cariño...

--No, papá.

--Pues bueno, voy á hablarte también en _pótesis_. Yo creo que no
te casarás nunca, y por eso voy á hacerte una proposición. Con la
mano sobre el pecho te digo que los cien mil duros que Telesforo se
llevó eran de Leonor. Cuando yo se los di se lo dije muy claro: sepa
usted que este dinero es un anticipo de lo que á su mujer le había de
corresponder por herencia. Es decir, que ahora Leonor tiene cien mil
duros menos que tú. Á tu conciencia dejo decidir si esto es justo entre
hermanas, porque ¿qué culpa tiene la pobre Leonor? Además, ella es
casada, mejor diré viuda, y tiene un hijo...

Don Medardo había agotado todas sus fuerzas: no podía continuar.

--¿Qué quieres que haga yo, papá?

--¿Qué te dice la conciencia? --agregó con esfuerzo--. ¿No te dice que
lo justo es que todo el dinero que me queda se reparta entre las dos
_equidistantemente_, como si la pérdida no la hubiera sufrido ella,
sino yo? ¿No te lo dice la conciencia?

--La conciencia no me dice nada, papá.

--¡Ay, Fina! --suspiró don Medardo dejando caer las manos pesadamente
fuera de la butaca.

--Pero me lo dice el corazón. No sé para qué me consultas esas cosas.
Yo no necesito nada, y si algún día como dices tengo algo, ya sabe
Leonor que será suyo también. Luego, lo del matrimonio ¿qué tiene que
ver con esto, papá? Si alguno pretendiera casarse conmigo por dinero,
¿me había yo de casar con él? ¿No había de conocer sus intenciones?

--Acércate á mí, Fina, que te bese. Eres un ángel --la besó,
humedeciéndola de lágrimas.

--No seas niño, papá. Cualquiera diría que acabo de hacer una
heroicidad.

--Heroicidad, hija mía, y grande. Tanto que yo no quiero apresarte tan
pronto por la palabra. Piénsalo bien y otro día hablaremos.

--Por pensado, papá. Te lo he dicho una vez y basta.

--Dios te bendiga, y puedes retirarte.

Salió Josefina del despacho de don Medardo, y apenas había avanzado
tres pasos por el pasillo, cuando una sombra vacilante y silenciosa
vino á adherírsele. Era tita Anastasia, á quien la misteriosa
conferencia entre padre é hija traía á mal traer y con el espíritu de
curiosidad y suspicacia multiplicado hasta la fiebre. Sospechaba que
le tendiesen una asechanza á su _palombina de Dios_, á su _santina_
inocente. No ignoraba lo buenazo y alma de cántaro que era su sobrino,
pero lo consideraba capaz de todo, cegado de indecoroso favoritismo por
la hija mayor. De manera que capturó por un brazo á Fina y allí mismo,
sin perder minuto, exigió ser enterada de todo. Cuando Fina terminó de
hablar, tita Anastasia temió ahogarse en iracundia.

--Lo que yo me temía. Si tengo un olfato... ¡Mal padre; sin entrañas!
--increpó despidiendo miradas flamígeras contra la puerta del
despacho--. ¿Y tú renunciaste del todo, palombina?

--Vamos á mi gabinete. Allí hablaremos.

En el gabinete, tita Anastasia se retorcía las sarmentosas manos por
dominar su sacrosanta indignación. Fina habló, y la sonrisa pululaba
sobre su dulce cara trigueña.

--Tita Anastasia, tan enfadada como estás, y tú hubieras hecho lo mismo
que yo he hecho. No me digas que no tita Anastasia, porque sé que lo
hubieras hecho. Si no lo hicieras serías mala, y tú no lo eres.

Tita Anastasia se enternecía en tan acelerada progresión que apenas
podía represar las lágrimas.

--Sí, palombina, tienes razón. Pero ¿y lo de tu padre? Eso está muy mal
hecho.

--Si yo he hecho bien, tita Anastasia, es que lo que me propuso estaba
bien, porque nunca está bien aceptar una cosa que está mal.

Esta lógica confundía y anonadaba á la vieja. Prosiguió Fina.

--Si el dinero que tiene papá fuera tuyo, tita Anastasia, ¿qué harías
de él al morir?

--Dejártelo á ti todo, todo.

--Eso sí que no está bien --la sonrisa de Fina fluyó más amorosamente
aún, de manera que suavizara la frase.

--Tú eres la que más me quieres, acaso la única que me quiere --expresó
la anciana justificándose.

--Es decir que para ti, tita Anastasia, las personas valen aquello
que tú crees que vales para ellas; tanto me quieres, tanto te pago.
Pero como yo te conozco, tita Anastasia, sé que no es verdad; que los
quieres á ellos mucho, y que te haces la ilusión de no quererlos porque
se te figura que ellos no te quieren; y que si aquel dinero fuera tuyo
lo dejarías á todos por igual.

Aquí tita Anastasia fué impotente á retener enjutos los lagrimales.

--Cristo del Rosario ¡qué neña! Talmente como que lee dentro de
una --habló tartajosamente--. Pero á ti te quiero más que á nadie,
palombina.

--También lo sé, tita Anastasia.

--Sábeslo, sí, y sabes que todo lo que me dices tiene que ser como tú
lo dices. Tú eres bruja, mi alma. Las veces que me dijiste de Alberto
que volvería. _Volverá, volverá._ Yo no podía creerte. Pero tenías
tanta confianza...

--Y volvió.

--Sí. Dicen que está en Pilares, pero nosotras no lo hemos visto
entodavía.

--Ya lo veremos. Por lo pronto --dijo, cambiando de tono-- tratemos de
convencer á Leonor á salir de paseo á la aldea, á que se distraiga.

Subieron á casa de Leonor, la cual no se dejó convencer. Fina
comprendió que le avergonzaba salir y verse objeto de la curiosidad
pública.

--Leonor; salimos por detrás de casa y en dos minutos estamos en el
campo. Si hasta podemos ir en traje de casa...

--No, Fina; déjame aquí.

Se llevaron á Telín, sumido entre níveos encajes y batistas, que
exasperaban el verde oliváceo de su coloración. Estando en la calle,
Fina propuso como fin del paseo el _monte cerrado_. Cruzaron el campo
de instrucción por la parte alta. Cuatro niños ascendieron corriendo
por la ladera, á saludar y besar á Fina. Eran los hijos de Alfonso del
Mármol, robustos y endemoniados mancebos, regocijo de los parques y
terror de la prole infantil. Desde la primera infancia habían hecho muy
buenas migas con Fina.

--Estaba papá con nosotros --dijo Pepito, el menor. Jadeaba; el rubio
pelo le caía en vedijas sobre la frente, empapándose del sudor de
la piel y pegándose á ella; las curtidas piernas, como las de sus
hermanos, ostentaban caprichosa red de erosiones; era el blasón de la
familia.

--Enséñanos ese niño --ordenó Rafael, el segundo, que traía el pantalón
desgarrado y la visera de la gorra caída sobre el cogote.

La niñera ostentó el pequeño calmuco, colocándolo de manera que los
niños lo pudieran admirar.

--¡Qué feo es! --exclamó Felipe, el tercero, volviendo la cara con
despego.

--¿Es tuyo? --preguntó Pepito.

--Calla, mazcayo; si es soltera... --dijo Alfonso, el mayor, inflando
los carrillos, volviendo el brazo derecho en señal de desprecio, y
mirando á Pepito por encima del hombro.

--Eso ¿qué tiene que ver? --añadió Pepito.

--¿Tú no conoces á papá, Fina? --preguntó Alfonso.

Y como Fina respondiera que no, los cuatro á un tiempo se pusieron á
vociferar, llamando á su padre, con alaridos tan penetrantes, que tita
Anastasia se llevó las manos á las orejas y el calmuco se despertó
furioso.

Alfonso del Mármol acercóse á saludar á Fina, sombrero en mano.

--Tengo mucho gusto... Estos mocosos siempre me dicen que son muy
amigos de usted.

--Como que lo es --afirmó Felipe.

--Y además decimos que es muy guapa --puso de su parte Pepito.

--Eso no tenéis necesidad de decírmelo vosotros.

Fina le dió las gracias, inclinando la cabeza, sin afectación.

--Oye, papá --habló Alfonsín, echando los brazos sobre el pecho del
padre--, ese fato de Pepe le preguntó á Fina que si ese niño...

--Ese niño tan feo --la interrupción fué de Felipe. Quería dejar bien
sentadas sus opiniones.

--... que si ese niño era de Fina.

Alfonso y Fina se rieron animadamente. Tita Anastasia estaba un poco
escandalizada.

--Van ustedes de paseo.

--Sí, señor.

--Están estas tardes tan hermosas...

--Sí, señor --repitió Fina.

Mármol quería saber adónde, pero sin preguntarlo.

--Y es muy entretenido ver á los soldados, y á la chiquillería.

--Nosotras no nos quedamos aquí.

Providencialmente acudió Pepito.

--¿Adónde vas, Fina?

--Al _monte cerrado_.

--Nosotros vamos contigo --clamaron á una, los cuatro chicos.

--Vosotros os quedáis aquí.

Fina intercedió. Mármol consintió que fueran.

--Adiós, y que sea enhorabuena --dijo Fina despidiéndose.

--¿Por qué?

--Por estos chicos tan hermosos que tiene usted.

--Adiós, y que sea también enhorabuena --Mármol sonreía de un modo
bondadosamente maligno.

--¿Por qué? --dijo á su vez Fina.

--Por ahora no hago más que darle la enhorabuena de nuevo, y dármela á
mí por haber tenido el honor de conocerla y estrechar su mano.

Se inclinó, rendida y ceremoniosamente, y se apartaron. Los cuatro
niños fueron al principio en torno de Fina, guardándola como una
corte de pajecillos, pero muy pronto se dieron á correr y á afrontar
mil temerosas aventuras, que metían en un puño el corazón de tita
Anastasia. Esguilaban los árboles, vadeaban los arroyos metiéndose
en el agua hasta media pierna, hostigaban á las vacas con propósito
resuelto de enfurecerlas, desafiaban el encono gruñón de los canes
rústicos, se mofaban de las campesinas y apedreaban á los gañanes.

--Estaivos quietos, rapacinos, por amor de Dios --suplicaba tita
Anastasia, pensando que de un momento á otro iba á ser víctima de una
vaca, un perro ó un aldeano frenéticos--. Pero ¿tú ves, Fina? Son los
mesmísimos diaños.

Fina se divertía en grande con las diabluras de los muchachos.

--Claro --agregaba tita Anastasia sentenciosa--, de tal palo, tal
astiella.

--Ea, tita Anastasia, que no quiero que hagas suposiciones á costa de
ese señor.

La anciana recogió velas.

--Él, parecer parece muy simpático. Y te miraba de una manera... Dicen
que es un calaverón.

--Dicen, dicen... Tita Anastasia, ¿tú te guías por lo que dicen?

--Líbreme Dios, palombina. Tú siempre tienes razón.

Terminado el paseo, Fina emplazó á sus jóvenes é indómitos amigos para
el día siguiente, en el campo de instrucción.

Al día siguiente salieron solas Fina y tita Anastasia, porque al
pequeño calmuco no le había sentado muy bien el sol. En el sitio
convenido encontró á los cuatro muchachos, muy cariacontecidos y
amurriados. Alfonsín, que era la persona de confianza del padre,
explicó la causa.

--Papá nos prohibió terminantemente que fuéramos hoy contigo. Y tan
guapa que vas hoy, vestida de blanco.

Los tres pequeños pretendían incurrir en rebeldía filial, pero el
mayorazgo, con grandes aires de hombre poderoso sofocó los primeros
síntomas de sedición.

--Ya sabéis que nos dijo que pasaría por aquí á ver si habíamos
obedecido. ¿Por qué será, Fina?

Eso preguntó Fina en apartándose de los abatidos mancebos.

--Sea por lo que sea, palombina, yo alégrome de que vayamos solas. ¿Ves
qué tarde bendita, neña mía?

Fina sentía henchido el pecho de una exaltación maravillosa y sin causa.

Tita Anastasia rememoraba los años de su vida labriega.

--Yo prefiero la aldea á la ciudad, neñina. Mira, por este tiempo, y en
la luna creciente, se siembra el cáñamo y el lino regadío; siémbranse
también las legumbres; injértanse perales y pomares y trasplántanse
naranjos y álamos. Con el menguante es bueno cortar blimales y cañas
para cestos, enrodrigónanse las parras, pódanse los árboles tardíos y
se reconocen las colmenas. Si en este mes se oyen los primeros truenos,
señala muertes de hombres ricos y poderosos, enfermedades de cabeza y
dolores de orejas. Por todo este mes es peligroso el mal de los pies.
Veo que no me escuchas.

Llegadas al _monte cerrado_, sentáronse al pie de un roble. Sonó la
trepidación de un automóvil que pasaba cercano, mas no pudieron ver
quiénes iban en él. Detúvose al punto, y luego de unos minutos volvió á
sonar, alejándose. Fina se levantó.

--¿Adónde vas, Fina?

--No sé. Siento una impaciencia... Deseos de pasear... de moverme. No
sé.

Trabajosamente, tita Anastasia se puso en pie y siguió á su sobrina.
Avanzaban poco á poco por la espesura. Fina aprisionó con nerviosa
vehemencia el brazo de la anciana; con la otra mano señalaba un
hombre que se incorporaba y permanecía de rodillas sobre la hierba,
de espaldas á ellas. Tita Anastasia iba á gritar. Josefina la impuso
silencio con el gesto. Adelantóse y tomó de la mano al hombre.

--¡Fina! Pensaba en ti.

--Ya lo sé.

--¡Bendito sea Dios!

Fina y Alberto ligaron una conversación, que parecía haberse suspendido
pocas horas antes. Y tita Anastasia no salía de su espasmo místico.



XIII


  _La pata de la raposa._

Rehízose tita Anastasia de su espasmo místico. Vió que Fina y Alberto
platicaban en estrecha concordia. ¡Oh, grande y generoso corazón el de
su sobrina, que tan presto perdonaba y olvidaba agravios, ingratitudes,
desdenes! Acercóse á la feliz pareja. Su ancianidad le autorizaba á
moralizar sobre el caso. Y tita Anastasia:

--Cuando la raposa cae en el cepo, dicen que se roe la pata hasta que
se la troncha, y huye con las tres sanas. El granizo de antaño no daña
á la flor de hogaño.

Aderezado con el velo de la alegoría, tita Anastasia pretendía decir
que no se debe volver el rostro al pasado, y si por ventura lo
arrastramos á la zaga, fuerza es desasirse de su pesadumbre.

Por la noche, á solas en su estancia, Alberto rumiaba la frase de
tita Anastasia. La idea de la muerte es el cepo; el espíritu, la
raposa, ó sea virtud astuta con que burlar las celadas de la fatalidad.
Cogidos en el cepo, hombres débiles y pueblos débiles yacen por
tierra; imaginando cobardemente que una mano bondadosa y providente lo
ha puesto allí por retenerlos y conducirlos á nueva y más venturosa
existencia. Los espíritus recios y los pueblos fuertes reciben en el
peligro clarividente estupor, desentrañan de pronto la desmesurada
belleza de la vida y renunciando para siempre á la agilidad y locura
primeras, salen del cepo con los músculos tensos para la acción, y
con las fuerzas motrices del alma centuplicadas en ímpetu, potencia y
eficacia.


  _El óleo del atleta._

Don Medardo y su consorte conocieron la renovación de los antiguos
amores de su hija, así que ésta, con la tita Anastasia, retornaron del
paseo. La vieja quiso tener la honra de anunciarlo solemnemente. Don
Medardo acogió la noticia con resignada tristeza. Tita Anastasia se
irguió, ofendida y solemne:

--Ahora va de veras. Medardo, yo conozco el mundo mejor que tú, que
siempre has vivido con los ojos cerrados. Fina será dichosa, tan
dichosa como ella se merece.

Las primeras entrevistas de los novios tuvieron el fondo rústico y
sacro de aquel monte de robles á modo de basílica. Evitaban la casa
porque Leonor no contrastase en el pensamiento su felicidad pasada con
la ventura actual de la hermana, y de ello extrajera recóndito dolor.

Tita Anastasia se alongaba un trecho de la pareja y hacía labor de
aguja, aderezando fantásticas prendas indumentarias para el pequeño
calmuco.

De los labios de Alberto brotaba sin reposo el amor, diluído en una
facundia melodiosa y trémula, como arroyo invisible que resbalaba en el
aire, derramábase sobre el rostro de Fina é iba sumiéndose en la sombra
translúcida y profunda de sus ojos.

--Es, Fina, como si mi alma hubiera andado muchos años difusa,
evaporada y embebida en el universo, desde la raíz última de la
tierra hasta la estrella más hundida en los senos de la noche; y
en un punto asombroso volvió á concentrarse dentro de mi pecho,
trayendo mezclada con su sustancia innumerables virtudes de sustancias
innumerables, y cada una de esas virtudes aspira hacia ti, como á una
correspondencia musical, y por ti vibra maravillosamente y muere en
cuanto nota solitaria para renacer acoplada con las demás en armonía.
Siento el alma dentro de mí como un sér desnudo y virgen, hijo del
milagro y padre seguro de prodigios. Y lo siento enorme, arrebatado
de humilde frenesí, como si anhelase huírseme de entre los labios en
una elocuencia caudal é ir á templarse en tu alma, penetrando por las
puertas diamantinas y misteriosas de tus ojos, para luego salir al
mundo hasta coronar su obra y decir su palabra de revelación. Y es
que veo y siento tu alma á semejanza de una suavidad magna, densa y
fragante, como un lago de óleo perfumado. Cuando sonríes, la sonrisa
me parece algo aéreo, denso y aromoso que de tu dulce piel morena
por todos los poros se destila. Y antes de ir á confundirme con los
hombres y participar de sus luchas enarbolando mi divisa, quiero hacer
invulnerable mi alma bañándola hasta el éxtasis en la tuya. Fina,
Fina...

Cuando la palabra desmayaba, sin fuerza para conducir sobre sus alas
la magnitud del sentimiento, acudía á los labios de los dos novios el
eterno y divino intérprete de lo inefable, el beso. En este punto tita
Anastasia miraba por encima de las gafas, y dejando caer la labor sobre
el enfaldo, unía las manos y reincidía en sus espasmos místicos.


  _Tita Anastasia hace un descubrimiento._

Tita Anastasia había profesado desde su adolescencia un fanático
horror al beso, imbuída de las furibundas execraciones que el cura de
la parroquia profería al referirse en sus sermones á este acto tan
placentero. Según las ideas de tita Anastasia el beso era invención del
propio Satanás, y la más abominable de las deshonestidades, porque
era la puerta falsa por donde todas ellas se colaban con silenciosa
perfidia. Para ella el beso no era un acto de amor único y simple, sino
que lo imaginaba inexcusablemente ligado á vergonzosas concomitancias
prolíficas, y hasta le parecía haber leído en algún libro docto y de
piedad que en las remotas edades gentílicas, cuando el demonio imperaba
en la tierra como señor absoluto, la generación se verificaba á flor
de labio. Acerca de estos misterios tita Anastasia no tenía claras
nociones, sino presunciones muy vagas que nunca había querido ampliar
ni definir. El beso, entre personas á quienes Dios, por ministerio
de un sacerdote, no había unido en matrimonio, constituía torpeza y
pecado gravísimo; entre esposos el beso conyugal era uno de tantos
males necesarios como Dios consiente en sus ocultos designios, pero
siempre algo vergonzoso. Cuando tita Anastasia, por accidente, había
sorprendido á Hurtado depositando y recibiendo besos golosos de su
mujer, había experimentado gran turbación y un movimiento de malestar
en el estómago.

¿Cuál no sería su sorpresa ahora al presenciar cómo Fina y Alberto se
besaban con apasionada castidad, y en el rumor transparente de sus
besos creer oir ella remansado eco de celestiales orquestas? Sabía
que el cielo era mansión eterna del amor, pero, hasta las tardes del
bosque, amor era algo innoble ó una palabra sin sentido. Sintió por
primera vez en su vida la melancolía de no haber amado nunca. Hasta
sus familiares y netas imágenes teológicas hubieron de resentirse un
poco. Ángeles y querubines, bienaventurados en suma, no era posible que
fueran de un solo sexo y por entero espíritus puros, porque entonces no
podrían besarse. Así tita Anastasia, sin despojarlos de su condición de
espíritus puros, acordó favorecerlos con sexualidad diversa y un par de
labios encendidos y traslucidos, á modo de rubíes.

Una mañana que estaban solas tita Anastasia y Fina, dijo la vieja:

--Todos tenemos voz, pero hay voces que nacieron para cantar. Si yo
fuera menistro prohibía, pero así, del todo --con la mano simulaba
rubricar en el espacio--, que cantasen los que tienen voz fea. ¿Y tú?

--Si con ello alivian su tristeza ó su ansiedad... ¿Por qué lo
preguntas?

--¿Á ti te gusta oir cantar recio al que tiene voz fea? Ni á ti ni á
nadie. Pues ya ves, tan vieja y hasta ahora no he averiguado que hay
bocas; mejor dicho almas que han nacido para besar...

Fina bajó los ojos. La cera de sus mejillas se alumbraba de purpúreo
resplandor interno.

Y tita Anastasia, por las noches, á solas en su lecho, después de haber
rezado una padrenuestro para que no la picasen las pulgas --piadosa
costumbre de toda su vida-- fantaseaba sobre el _ars amandi_.


  _Cacoethes scribendi._

--Escucha una página de la leyenda dorada de mi alma Fina, y
reverénciame como á uno de aquellos santos juveniles, gloriosos y
esforzados que mataban dragones y vestiglos.

La lluvia cenicienta lagrimecía á lo largo de los vidrios. Fina y
Alberto platicaban en un rinconcito penumbroso de la sala de don
Medardo. Tita Anastasia, al pie de un balcón, enmarañaba un hilo de
estambre y un hilo de recuerdo, oscilando la atención alternativamente
de uno á otro. Alberto, presentándose como un santo vencedor de
dragones, rió muchachilmente; una risa, nueva en su cara, que transía
de placer á Fina.

--Vamos á ver qué dragón has matado.

--Pues he matado al más fiero de los dragones, cuyo aliento me
envenenaba, cuyos mil ojos me paralizaban y cuyas cien bocas se abrían,
no para devorarme, peor aún, para burlarse de mí. Este dragón se
llamaba el Ridículo. Convencido de que está muerto y bien muerto, ya no
tengo miedo de él.

Alberto se irguió en un alarde de petulancia fingida.

--Pero ¿de veras tenías tanto miedo á la opinión ajena?

--Á la opinión ajena jamás. Á la mía propia --Alberto convirtió el tono
de elocuencia cómica en un registro lento y espaciado de disquisición
confidencial--. Ya ves si ahora hablo por los codos, y en ocasiones
con tanta fogosidad é incoherencia que tú misma quedarás asombrada y
confusa. No soy el mismo de hace dos años.

--No. Y yo, si esto es posible, te quiero más ahora, es decir, me gusta
más que seas como eres ahora.

--Y es que antes, para todos mis actos, para todos mis sentimientos,
para todas mis ideas, había un aduanero ó cancerbero inexorable aquí
--colocó el dedo índice entre ceja y ceja--. Era el dragón.

--Ya, ya. No diré que un dragón, pero que tenías ahí un bichito muy
molesto, te lo conocía yo en que no dejabas quieta la frente un minuto.
Como que te han salido arrugas.

--El verdadero ridículo, el temible, es el ridículo para con uno mismo.
El ridículo es la desproporción entre el propósito y el acto. ¿Te
aburro?

--¿Qué? ¿Aún colea el bichito? No me aburres, hombre.

--Entonces, ¿te pongo un ejemplo?

--Te he entendido. El ejemplo voy á ponerlo yo. Ese Carriles de quien
tanto te han hablado se proponía casarse conmigo, y se proponía que yo
no sospechase que lo hacía por dinero...

--Justo; se puso en ridículo. Pero como los propósitos son la porción
secreta de cada cual y los demás sólo los conjeturan ó presumen, para
los espíritus delicados el verdadero y temible ridículo es para consigo
mismo. Consecuencia...

--Que se tumba uno á la bartola y no hace nada, porque como las cosas
nunca resultan á la medida del deseo, resulta que siempre se pone uno
en ridículo para consigo mismo. Por ahora todo es bastante claro.

--Me encanta oirte discurrir y hablar, Fina.

--Lisonjero y adulador no te quiero. ¿Qué más ibas á decir?

--Otra clase de ridículo: el de las cosas sin propósito. Por ejemplo...
--Alberto paseaba los ojos por la estancia, en tanto con la imaginación
perseguía un ejemplo expresivo.

--Por ejemplo, los madroños de ese velador.

Alberto rompió á reir jovialmente.

--No me atrevería yo á decir tanto.

--Yo sí. Es gusto de papá. Y á mamá y tita Anastasia les parecen
preciosos. De manera que, en último término, ¿qué importan los
madroños? Á lo tuyo. Á ti te parecía que todas las cosas del mundo y
todos los actos de la vida eran madroños.

--Sí, Fina --murmuró Alberto humildemente.

--¿Y ahora?

--Ahora...

El divino y eterno mensajero de lo inefable cruzó entre ellos con vuelo
furtivo. Asumieron de nuevo el tono confidencial.

--Lo que me asombra, Alberto, es que te costara tanto tiempo y trabajo
matar ese bichito.

--Cuando se ha estado seis años entre jesuítas, esa es la hazaña más
grande de la vida.

--Los quieres tanto, que los enviarías á todos de una vez al cielo por
la línea directa del martirio.

--No los quiero mal ni bien, Fina, aun cuando me han hecho mucho daño.
Seis años, Fina, día por día, ligándome el alma y apretando fuerte con
la soga del temor al ridículo, embotándola con la idea de la inutilidad
del esfuerzo. Cuando se cree, después de estos seis años se hace uno
fraile ó se entrega uno á ellos como un cadáver. Cuando no se cree...

La voz de Alberto latía con amargura. Fina le acarició las manos, sin
hablar, por no descubrir que estaba enternecida. Y ya serena, dijo:

--Comprendo lo que has sufrido y he sufrido yo también adivinándolo.
Pero, tú me ibas á hablar de otras cosas con motivo del dragón. ¿Eh?

--Sí. Pensaba aclarar algo que hasta ahora te parecerá un poco oscuro.
Me has oído varias veces que estoy determinado en construir mi vida
en un plazo que no excederá, creo yo, de dos años, de manera que al
cabo de ellos pueda dignamente decir á tu padre: Señor mío, me voy á
casar en seguida con Fina. Me has oído que estoy resuelto á trabajar,
conforme á los tres versículos del Evangelio de San Francisco: trabajar
sin dinero, siendo pobre; trabajar sin sensualidad, siendo casto;
trabajar con humildad, siendo obediente.

La simplicidad seráfica del santo de Asís hacía eco transparente en los
ojos de Fina. Alberto continuó:

--Una especie de labor religiosa. Y tú preguntarás, ¿en qué?

Una pausa. Alberto adelantó la cabeza, á mirar muy de cerca el rostro
de su novia y de esta suerte percibir hasta el más huidero matiz de
emoción suscitado por sus palabras. Dijo con voz lenta y firme:

--Voy á escribir para el público.

La sonrisa delicada y profusa, en este punto de fervorosa aquiescencia,
irradiaba de todos los rasgos de Fina, de manera que Alberto se sintió
ungido y fortificado en su vocación. Un ímpetu expansivo le embriagaba.

--Ya sabes que he matado al ridículo. Aficiones á escribir siempre
las he sentido, y he cultivado este arte secretamente. Pero por nada
del mundo me hubiera aventurado á lanzar mis ensayos al juicio de las
gentes. ¿Por qué? Por temor al ridículo, á que me preguntasen: ¿imagina
usted, de buena fe, señor Guzmán, que el sistema cósmico ó la especie
humana no cumplirían cabalmente sus destinos si usted no sacara el
pecho fuera á comunicarnos sus particulares ideas y sentimientos?
Y tendrían harta razón; porque la mayor parte de los literatos y
artistas que por ahí andan exigiendo nuestra admiración me parecen tan
enojosos, impertinentes y ridículos como esas floristas viejas que en
los vestíbulos de los teatros se obstinan en colocarnos en el ojal
una flor mustia. La intromisión social que supone colocar un nombre
propio al pie de una obra ha de justificarse, por lo pronto, con una
vocación de linaje religioso. Esto, puede acarrear al principio mofa
y escarnio, ¿qué importa? Además, es necesario haberse encontrado en
trances vividos, muchas veces insignificantes en apariencia, de los
cuales se ha podido extraer, como si se creasen por vez primera en la
historia, los valores y conceptos fundamentales de la conducta y del
universo. Tengo la certidumbre de que este es mi caso. Hasta hace muy
poco tiempo, mi espíritu estaba como una noche con lluvia de estrellas;
era una zarabanda de resplandores en demencia, que aparecían, se
cruzaban, huían caóticamente. Y de pronto, todos esos orbes fugaces y
arbitrarios, que en ocasiones llegaban á ocasionarme verdadero vértigo,
se armonizaron sistemáticamente como obedeciendo á las leyes de una
mecánica celeste, y aquellos resplandores volubles, que no eran sino
aliento angustioso de todos los actos de mi vida pasada, se aquietaron,
se cristalizaron, se hicieron elocuentes y transparentes. Y como,
por nefasta influencia de la educación jesuítica, yo había llegado á
aniquilar el mundo antiguo, puede decirse que he creado un mundo de la
nada.

Y Fina, sonriendo:

--Eso tienes que agradecer á los jesuítas.

Y Alberto, sonriendo:

--Pues, es verdad.


  _Lo bello, lo bueno, lo verdadero y la misa._

Tita Anastasia interroga:

--Con sinceridad, Alberto: ¿usté encuentra al pequeñín tan feo como
algunos dicen?

--Nada hay que sea feo, tita Anastasia.

--¿Cómo? Por lo menos hay cosas que son más guapas que otras.

--Nada hay que sea más guapo que otra cosa, tita Anastasia.

--Entonces, ¿por qué se ha enamorado usted de Fina, y no de mí?

Fina se adelanta á decir:

--Aún está á tiempo, tita Anastasia.

--Calla, zalamera.


El señor Robles había movido un escándalo mayúsculo en casa de don
Medardo, mostrando singular empeño en informar á Leonor de que su
marido era un ladrón y un gorrino, que había huído con un _indecente
plumero_; esto es, con una dama galante. Á la tarde, comentando el
suceso, tita Anastasia interroga:

--¿No cree usted, Alberto, que eso es una acción muy mala?

--Nada hay que sea una mala acción, tita Anastasia.

--¿Ni el robar?

--Ni el robar.

--¿Ni el matar?

--Ni el matar.

Tita Anastasia se santiguó.


Discutiendo familiarmente un asunto de poca monta, tita Anastasia se
encara con Alberto y le pregunta:

--¿Qué es la verdad?

--Tita Anastasia, una vez se lo preguntaron á Pilatos, y él se lavó las
manos.

--¿Y qué quiere decir eso? Que es verdad lo que se toca con las manos.
¿Eh?

--También puede querer decir que se debe tener muy limpia la piel, de
manera que no ocurra que cuando creemos tocar una cosa, estemos tocando
tan sólo nuestra propia inmundicia.

--¿Usted va á misa, Alberto?

--No, tita Anastasia.

Tita Anastasia permanece meditabunda. Dice luego:

--Usted dice que todo es guapo, que es lo mismo que decir que todo
es feo. Usted dice que todo está bien, que es lo mismo que decir que
todo está mal. Usted dice que para conocer la verdad hay que lavarse
las manos, y esto se me figura que es lo mismo que decir que no se
puede conocer la verdad. Y usted no va á misa, que es lo mismo que no
creer en Dios. Y, sin embargo, me parece usted un santín... ¡No me lo
explico!

Y cae en profunda confusión de pensamientos. Alberto no dice nada. Fina
acude:

--Dale las gracias por lo menos, hombre.

--Gracias, tita Anastasia.

Pero la vieja no le oye. Está absorta en sus cavilaciones; dentro de
su espíritu hay el malestar de una contradicción que nunca atinará á
resolver.


  _Figuras elegíacas. El ideal._

Así que Alberto se apartaba de su novia, acudía á retirarse en
el cuarto de la fonda y allí gozar largamente de un sabroso
embebecimiento, del cual venían á sacarle á modo de impulsos delicados
y sutiles de lo inefable, que le exigían con urgente emoción, ser
expresados de manera plástica y rítmica. Y así comenzó á esbozar una
serie de cortos poemas elegiacos, de técnica sobria, de suerte que lo
conciso del artificio literario provocase gran suma de sugestiones
emotivas. La ebullición elevada de su espíritu le proporcionaba
dadivosamente imágenes vírgenes de corrupción retórica y remotas
similitudes cuya trayectoria estaba repleta de vibrante cúmulo de
evocaciones. La inefable sensación de acatamiento y estremecimiento
deleitoso que recibía con sólo oir la voz de Fina, era:

    ... el trigal cargado de maduras
    espigas bajo los pies del viento.

La inefable intuición de eximirse de las leyes de lo temporal y vivir
en las linfas remansadas de lo eterno, que estando al lado de su novia
le poseía, la expresaba comparando la prodigiosa suspensión del tiempo,
con la cuchilla de Abraham en alto, porque

    la voz de Dios moraba entre la zarza ardiente.

La inefable certidumbre de haberse liberado de sombras y rémoras
pretéritas se definía imaginando el alma de Fina, á semejanza de vasta
y profunda foresta intacta, dentro de la cual él se emboscaba, é iba
despojándose

    de miserias añejas
    como muda la víbora de piel
    frotándose en las madreselvas.

Gustaba, estando al lado de su novia, de asirle á veces de la mano,
cerrar los ojos, é ir asimilándola, por decirlo así, en sentimientos,
sin pensar. Era un linaje de casta voluptuosidad que tradujo en un
poema:

      Cerrar los ojos. Luego, con la mano,
    --aunque ciega, sagaz y cauta-- asirte
    la tuya breve. Luego, por el brazo
    deslizarla, tan tenue y tan humilde
    como llovizna que del musgo empapa
    la tersura sedosa. Aspirar luego
    tu aroma sin aroma, que dimana
    de infantil pulcritud, como del heno
    en la noche estival. Luego, con honda
    emoción, ir sintiendo cómo, poco
    á poco, transfundiéndote vas toda
    tú dentro de mi cuerpo, como el oro
    del poniente en el mar, y cómo cada
    fibra mía de ti se ha saturado,
    al modo de la tela que se baña
    en la púrpura. Luego, el sobrehumano
    goce de no mirar y ver, prodigio
    de tenerte cual bálsamo en redoma,
    discernir, como el ojo alejandrino,
    más claramente dentro de la sombra.

Prefería, con sensitiva dilección, los metros impares, según aquel
dicho de los antiguos: _numero Deus impari gaudet_, percibiendo en
ellos más refinada armonía que en los pares, y una gracia incierta
y flotante de inestabilidad que es adecuada correspondencia de ese
último vaho ó comezón en el ápice del espíritu, en cuyo seno vibran
los requerimientos líricos. Procuraba también que los versos vivieran
en un curso ondulante, fundiéndose unos en otros y todos ellos en una
atmósfera tónica común; y para ello apelaba sin reparo al recurso que
los retóricos llaman encabalgamiento, que es al metro lírico lo que
las notas ligadas al violín, ó lo que el modelado aéreo á las pinturas
leonardescas.

Cuando aun participaban del trémulo ardor de su pecho, Alberto leía á
Fina los poemas que había rimado. Fina los escuchaba, contagiada de la
emoción del poeta, de suerte que, en terminando la lectura, el divino
intérprete de las altas tensiones amorosas no era raro que sobreviniese
á sellarles en silencio los labios. Pero á solas, Fina reasumía la
serenidad clarividente, que era la característica de su espíritu, y
cierta zozobra se apoderaba de ella. Temía que la exaltación de Alberto
se alimentase á costa de la constancia. Conforme pasaban los días,
Fina vió, con gran contento, que su novio humanizaba cada vez más sus
sentimientos, trocando y concretando lo que era ocasión de éxtasis
y arrobo en bienes deseables y asequibles. Las figuras elegíacas
adquirieron nuevo carácter. Eran:

      Sobre la almohada, el lóbrego
    caudal de tus cabellos,
    para que, reposando
    en su fluir sedeño,
    beba yo el dulce olvido
    de todo mal pretérito,
    como si me abrevase
    en el suave Leteo.

      El arco de tu frente
    de marfil y pureza,
    sea arsenal en donde
    se guarden las ideas
    nobles que armen el brazo
    frágil de mi flaqueza.

      Tus ojos, dos cristales
    caídos del misterio
    del elevado muro
    que cerca el firmamento.
    Sean, para mi espíritu
    caprichoso y enfermo,
    ventanales por donde
    se asome hacia lo eterno.

      Tu boca, sea la lumbre
    de perdurable brasa
    que convierte en recóndito
    templo nuestra morada,
    y tu risa, la firme
    columna de mi casa.

      Que tus brazos desnudos,
    redondos y morenos,
    cuando en amor me ciñan
    se eleven á mi cuello,
    como si los alzases
    dando gracias al cielo.

      Tus pies --leves y alados
    con la virtud gloriosa
    de deslizarse al modo
    del canto y del aroma--
    para que los halague
    el beso de mi boca,
    como besando el ala
    tibia de una paloma.

Los deleites contemplativos se habían transformado en estímulos de la
voluntad. Alberto comenzaba á construir un ideal, á desear. Cuando
determinó su plan de trabajo, según el evangelio de San Francisco (no
trabajar por amor al dinero; destilar la sensualidad en sensibilidad;
ser obediente, ó sea, ser sincero consigo mismo), Fina comprendió que
su ventura por venir, aunque en esperanza, mostraba el fruto cierto. Y
por último Alberto se encontró un día cara á cara con:


EL IDEAL

      Un ángulo me basta entre mis lares,
    un libro y un amigo, un sueño breve,
    que no perturben deudas ni pesares.

    ANDRADA.


      Una casa, y no más; blanca y sencilla,
    lejos del mundo y de los hombres vanos.
    Un huerto en que frutezca la semilla
    por la virtud humilde de mis manos
    y del sudor labriego de mi frente.
    Una vida sin odios cortesanos,
    incertidumbre del placer presente,
    angustia mensajera del mañana,
    y envidias, donde el mal abre su fuente.
    Una vivienda pobre y aldeana,
    cerca del bosque, y que del mar, amigo
    de mi risa infantil, no esté lejana.
    En su quietud, á solas, sin testigo,
    he de labrar el alma como el huerto,
    del vendaval poniéndome al abrigo.
      Mi brazo en la labranza se hará experto,
    y aguzaré del alma las pupilas
    cuando en negrura el orbe esté cubierto
    y las obras de Dios yazgan tranquilas.
    Morderé de la amada biblioteca,
    la fruta idónea, entre apretadas filas,
    cuyo zumo no se agria ni se seca.
    Vestiré el alma con el recio lino
    que la historia hubo hilado con su rueca.
    Y acaso, cuando el gallo matutino
    á media noche el aquelarre ahuyente,
    iré á besar con amoroso tino
    el rostro sonrosado y sonriente
    del infante gentil que hayamos hecho
    en minutos de amor, puro y ardiente.
    Después reclinaré sobre tu pecho
    mi cabeza cansada y cavilosa:
    y será un paraíso nuestro lecho.
    Al otro día, entre la luz brumosa,
    veremos en las flores el rocío,
    y la tierra estará como una rosa
    recién nacida. Yo diré: Dios mío
    que no nos huya nunca tanto bien.
    Y al besarte, responderás tú: Amén.

    _Exit._

De esta vez Alberto había subyugado á la familia Tramontana. Todos
habían puesto en él fe ciega, y de antemano se enorgullecían de que con
el tiempo el sordo apellido familiar corriera el mundo ensamblado á un
nombre rimbombante y glorioso. Don Medardo aseveraba que, á la vuelta
de un año, Alberto habría llegado á la _cúspide_ de la gloria; siempre
había pensado que su futuro yerno no había nacido para llevar una vida
oscura y _antihigiénica_, sino para brillar sobre el común de las
gentes. Como Alberto declarase que el carácter particularísimo de sus
empresas exigía de él que fuera á establecerse de asiento en Madrid,
durante una larga temporada, todos mostraron reconocer esta necesidad;
pero don Medardo, atacado de noble impaciencia, le hostigó á que se
fuese cuanto antes.

--El tiempo es oro, hijo mío --dijo--. El artillero siempre al pie del
cañón. El corazón no me engaña, y como veo que ahora vas de veras, y
que no te has de olvidar de Fina, te digo: márchate cuanto antes, y
duro, duro, duro. El mundo es para ti. Y luego, nada de viajecitos
de Madrid acá, á cada tres por cuatro. Ya no sois chiquillos, y las
relaciones son serias. Á subir, á subir á la cúspide.

Cuando Alberto se despidió de Fina, el uno y la otra estaban seguros
de que el porvenir les reservaba para un corto plazo la casa blanca y
sencilla, entre el bosque y el mar. Don Medardo acompañó á Alberto á la
estación. En el momento de arrancar el tren pensó decir: Dios te ayude,
hijo mío; pero una extraña afonía le apretó la garganta.



PARTE TERCERA

LA TARDE


  Οὐκ ἔστιν οὐδὲν κρεῖσσον ἢ φίλος σαφής.

  EURÍPIDES.

  Non si può avere maggior né minore signoria, che quella di sé
  medesimo.

  LEONARDO DA VINCI.



I


Una mañana de Septiembre. 1910. En Lugano.

Muy cerca de las once, Alberto abandonó su habitación. El jardín de la
_villa_, tupido y voluptuoso, se embebía en la profusa luz del sol.
La ventana de Meg, encuadrada por una enredadera de rosas, perfumaba
el silencio con las ráfagas de una melancólica cantilena italiana que
desde ella se desgajaban temblando en el aire quieto.

Alberto caminó siguiendo la línea más avanzada del jardín, junto á la
cerca, sobre la cual se empina la ramazón de una ringla de sauces, y
va á caer de la otra parte, dentro del lago, con graciosa enlomadura
que parece una cascada de sutiles aguas verde-gayo. Descendió al
embarcadero, saltó á la canoa, que á entrambos lados de la proa llevaba
el nombre _Margherita_, y salió remando lentamente. En el centro del
lago, abandonó los remos, se despojó de la chaqueta y se recostó en los
cojines de popa. Desde allí se veía la coyuntura de los dos brazos de
agua, abocinándose en la raíz de las montañas; uno hacia el lago de
Como, por detrás de Mont-Brè, otro hacia el lago Mayor, á espaldas del
San Salvatore. En circunferencia y contra el cielo límpido, destacaban
los berruecos de las cimas, de color violeta y rotundo contorno.
Por los flancos asoleados, velluda vegetación, de un verde cálido y
esponjoso, tendíase con la oblicuidad de un manto que resbalase sobre
un pavimento de lustrosa ágata lechosa, venada de verde-ajenjo, que tal
era el lago. Los flancos ensombrecidos, con sus hendeduras y quebradas
bermejizas, exhalaban un vapor argentado y tenue; al pie de ellos, el
agua parecía compacta como un bloque de malaquita pulimentada.

Alberto se abandonaba al hechizo del momento, á la fruición de la
naturaleza, conforme á un ritmo de tres tiempos, compás de su vida
presente. Primero volvíase á mirar las cosas; la pupila vaga y los
labios entreabiertos, de suerte que el espíritu se le huía volando
al mundo externo, como la paloma del arca ó el gerifalte de la mano
del halconero. Después fruncía cejas y boca, entornaba los párpados,
y aplicábase á mirar con el ahinco penetrante del pintor que se pone
á interpretar una melodía de colores, ó del enamorado que con los
ojos se abreva en la hermosura deseada. Por último, se recogía dentro
de sí propio, con los párpados cerrados, á gozarse en los deleites
intelectuales y estéticos de sentir destilada en su espíritu la
realidad, y no la realidad hermética é inerte de la materia, sino una
realidad templada, traslúcida y expresiva.


En tres años, la vida de relación de Alberto había sufrido muchas
sacudidas y vaivenes. Literariamente había logrado la estimación de los
doctos y la benevolencia del público, pero los rendimientos que sus
obras le dejaban no le hubieran bastado para vivir con decoro. Quiso su
buena fortuna que la justicia hubiera echado el guante sobre Hurtado,
sorprendiéndolo en la isla de Cuba y repatriándolo juntamente con una
pingüe cantidad de dinero, parte que había levantado de Pilares, y otra
parte, más considerable aún, que había ganado en América por medio
de especulaciones atrevidas y hábiles, de manera que los acreedores,
cuando ya habían renunciado á todo, se encontraron nuevamente en
posesión de los perdidos bienes.

Á través de laborioso proceso sentimental, Alberto había llegado á lo
que él juzgaba como última y acendrada concentración del egoísmo, al
desasimiento de las pasiones y mutilación de todo deseo desordenado; al
soberano bien, al equilibrio, al imperio de sí propio, á la unidad. Su
actividad científica y su autodidactismo estético no tenían otro fin
que el de intensificar la sensación de la vida, como placer supremo. Y
así, á pesar de haberse erigido en centro de todo lo creado, su moral
era triste, severa para consigo mismo y tolerante para con los demás;
su estética, á pesar de haber nacido por obra de una aristocrática
selección de las ideas, era democrática y elevaba á la dignidad de la
belleza todas las cosas naturales; y en suma, así como su existencia
era una llama entre dos sombras, su sistema lindaba de una parte con
la escéptica oquedad inicial de donde había surgido, y de la otra con
una oquedad en donde su voz perecedera advertía lejanos ecos místicos.
Diferenciando los dos linajes de conocimiento, del sentir y del pensar,
sabía que entrambos se engendran en el amor, y equiparando el placer
de vivir á la certidumbre de conocer, había llegado á proyectar una
simpatía universal sobre todo lo creado, á amar á todo por igual. En
este punto, la mujer no podía ofrecerle otra cosa que el placer sensual
y efímero de la degustación, como el manjar que en las fondas pasa de
un huésped al otro, ó el goce desinteresado de la contemplación, en la
propia medida que todo lo existente. No podía consagrar su vida á una
mujer, doblar la perpendicularidad de su vida ligándola á otra vida
ajena. Y había escrito, rompiendo con Fina. Al recibir la carta Fina
había dicho, con voz resuelta: _Ya no volverá_. Como no respondiera
nada, Alberto, después de unos días pensó que Fina se había doblegado
con resignación á la fatalidad de los hechos.

La canoa comenzó á danzar, zarandeada por la vasta ondulación que un
barco de vapor movió á su paso. Eran las doce y media. Alberto requirió
los remos y aprestóse á remar recio. Llegó á _Villa-Anita_ sudoroso,
encendido y sin resuello. Bob, Nancy y Meg le aguardaban para almorzar.
Disculpó su tardanza y luego de asearse un poco, en el mismo surtidor
del jardín, subieron los cuatro al comedor.

Los tres años transcurridos habían mudado el aspecto de la familia
Mackenzie. Faltaba el jorobadito. El verano anterior se le había
hallado flotando en las aguas del lago. Se atribuyó el hecho á un
accidente casual, pero lo cierto es que, aunque la familia Mackenzie
evitara pensar en ello, Ben se había suicidado. Bob había envejecido
vertiginosamente; su boca befa se desmayaba, con mueca idiota; la
puntiaguda barba había perdido su oro trigueño y era blanquinosa;
las manos fofas, ebúrneas y azulinas temblequeaban de continuo; en
sus ojos acerados se confundían dos lenguas de fuego, la lascivia y
la desesperación de no poder satisfacerla. Anita, conservaba aún su
continente prestancioso de _Virgo Vestalis Maxima_, pero su carne rubia
estaba agostada, marchita, deformada lamentablemente por prominentes
venas negruzcas, y su rostro traicionaba un anonadamiento definitivo.
Meg había subido á un grado excelso de belleza, espiritualizada por
cierta demacración del rostro, el livor de los ojos, la tenuidad de
los labios y la frágil esbeltez del torso. De vez en vez tosía, con
sacudidas débiles y quejumbrosas, como el sollozo de un niño. Bob, con
su sentido sensual y rudo de la vida, había dicho á Alberto:

--Meg se nos muere si no da pronto con un hombre. Al fin de cuentas, es
lo mejor que puede ocurrirle.

Alberto pensaba también que acaso el amor salvase á Margarita.

Durante el almuerzo, Alberto procuró hablar de continuo, porque sabía
que Bob tenía miedo al silencio y á la soledad. Bob y Nancy evitaban
mirarse, y si por fuerza el deseo los arrastraba á buscarse los ojos,
veíaseles caer de pronto bajo una lobreguez plúmbea. Bebían sin tasa,
hostigados de malsana ilusión. Meg aquel día estaba triste y callada.
Solía oscilar, radical é inesperadamente, del abatimiento á la alegría
desbordada. Por dos ó tres veces Alberto tropezó con sus cándidos ojos
verdes, que parecían implorar la salud y el contento.

De sobremesa, apareció en el comedor un joven de la misma edad de Meg;
el perfil apolíneo, rasgados é insolentes los ojos, la boca carnal,
el cabello rubio y abundosamente ensortijado, fuerte y desenvuelto
de cuerpo. Se llamaba Ettore Ségneri, y era de familia italiana
trasplantada á la Argentina. Habitaba en una _villa_ al lado de
_Villa-Anita_, con sus padres. Bob lo recibió descortésmente. No podía
disimular que el espectáculo de aquella juventud espléndida le hería é
inspiraba sentimientos de odio.

--Meg, hija mía; mejor acompañas á Ettore al jardín. Alberto y yo
tenemos que hablar.

Se veía que el mozo no deseaba otra cosa. Alberto, que le espiaba con
disimulo y leía en su pensamiento, sintió gran contrariedad y una
angustia extraña, algo semejante al malestar de los celos que hacía
años, en su adolescencia, había experimentado.

En saliendo Meg y Ettore, Nancy se levantó:

--Puesto que tenéis que hablar... --Y se retiró majestuosamente.

--¿Quería usted decirme algo, Bob?

--Nada. Quería quedarme á solas con usted. ¿Vamos al _sitting-room_?

--Como usted guste, Bob.

La estancia daba al jardín por unos ventanales corridos, en aquel
momento ocultos por las persianas. Alberto paseaba de un lado á otro, y
á pesar suyo, buscaba algún resquicio á través del cual curiosear en el
jardín. Bob se había dejado caer en una butaca.

--Querido Bob; estoy pensando que quizá se le haya presentado á usted
la ocasión de casar á Meg.

Bob levantó la cabeza. Escuchaba á Alberto, sin interesarse en lo que
decía; prosiguió Alberto.

--Ó mucho me equivoco, ó á ese joven le gusta bastante su hija de
usted.

Bob no se daba por enterado. Alberto continuó con algún desconcierto:

--Es un guapo chico.

--¿Quién es guapo?

--Ettore, el vecino.

--No me hable usted de ese botarate.

Un goce astuto se posesionaba del corazón de Alberto.

--Botarate... No sea usted cruel, Bob.

--Y decía usted... que Meg, con ese... Pero ¿es que hay derecho á
ser tan joven cuando no se conoce el valor de la vida? --Se quedó
meditabundo--. Al fin de cuentas... con alguno ha de ser, y cuanto
antes sea, mejor. Pero le ruego que no me hable de estas cosas.

Bob dejó caer la cabeza sobre el pecho. Alberto ahora estaba apenado,
inquieto. Á los pocos minutos Bob dormía, roncando discretamente.
Alberto tomó un libro de una mesa, á la ventura, é hizo como que se
imaginaba que si salía al jardín era por leer al aire libre y á la
sombra de los árboles. Recorrió algunas veredas y exploró diversos
escondrijos; pero no hallaba sitio agradable en donde acomodarse.
Iba de un lado á otro, agitado é impaciente. Dió la vuelta á la
vivienda, encaminándose hacia un pequeño bosque de araucarias, á la
entrada de la villa. El calor era tenaz y denso. Dentro del bosque se
respiraba fragante frescura. Alberto dilató sus retinas é inquirió
en la penumbra. En una hamaca, suspendida de tronco á tronco, Meg
dormía. La cabeza se doblaba en leve escorzo sobre el hombro derecho,
y el brazo del mismo lado pendía al aire. Alberto se aproximó, andando
de puntillas; luego acercó su cara á la de la niña, hasta recibir la
tibia tenuidad de su aliento. En aquel ambiente de cauta luz el color
de Meg no era humano, sino sustancia diáfana, amasada de resplandores
nacientes, con oriente, como las perlas. Entre los labios, de rosa
pálido, palpitaba el eco de una sierpecilla profunda que silbaba. Y
Alberto, desfallecido de compasión, de ternura, quizá de amor, se
inclinó á besar con delicado tiento la boca de Meg. Creyó que las
fuerzas le iban á faltar; temió caer sobre la niña, despertarla.
Incorporóse, demudado de color y la respiración suspendida. Por segunda
vez se inclinó, y ahora, alargando el beso con infinita delectación,
se encontraba como ebrio. Quería apartarse de aquella dulce y divina
boca, pero no se determinaba á renunciar á ella. Intentó quebrantar
bruscamente el encanto, pero, al levantarse, los brazos de Meg le
aprisionaron por el cuello, y entonces fué ella quien besó, con besos
rápidos, prietos y sonoros, mezclados con risas y lágrimas.

Alberto sólo atinaba á murmurar:

--_Meg, my Meg, my sweet Meg._

Meg se sentó en la hamaca.

--¿Crees que estaba dormida, tonto? Me hacía la dormida para que te
atrevieses. Desde el mismo momento de tu llegada no pensé en otra
cosa que en enamorarte. Y ya lo había conseguido, pero tú no querías
enterarte, tonto, tontito. Si hasta llegué á pensar que yo tenía que
declararme...

Alberto se sumía con dolorosa ansiedad en los ojos verdes de Meg,
temiendo ver aparecer de nuevo aquella expresión maligna que, siendo
niña aún, adoptaba para martirizar y ofender á su hermano.

--¿Qué me miras así, que parece que has perdido el seso? ¿Te gusto
mucho, eh? ¿Me quieres mucho, verdad?

--Meg, Meg mía, no me hables así.

--Pues ¿cómo quieres que te hable? No sé hacerlo de otra manera. ¿No
ves que estoy loca, loca de felicidad? Dime cómo he de hablarte para
que también lo estés tú.

Alberto callaba. Un ligero temblor le sacudía, y como que se
avergonzaba de sí propio.

--¿Pero qué te pasa, monín?

--Meg, por lo que más quieras, te ruego que no me llames monín.

--¡Ay, cómo eres! Me haces sufrir. Quiero llorar --se ocultó el rostro
con las manos.

--No quiero que llores; no quiero que llores... --y apartándole las
manos le besaba los párpados, sedeños y ardorosos.

--Llévame en brazos hasta aquel banco --reía, y sus ojos estaban
húmedos aún. Vestía un traje de fina seda azul, lacia y flotante.
Á través de la tela transparecía el descote de la camisa, con sus
festones y lazos; el rosa de la piel, en la parte alta del pecho y en
los brazos, tomaba visos color violeta.

Alberto tomó á Meg en el aire, sustentándola con un brazo por las
corvas y el otro por media espalda, á la altura de las axilas, y de
esta parte la mano en el nacimiento de un seno. Con el amoroso bagaje,
tierno y casi ingrávido como un gran brazado de flores, Alberto condujo
sus pasos hacia el banco rústico, y de camino besuqueba á la niña. Iba
á dejarla suavemente en el asiento, pero Meg dijo:

--No; siéntate tú, y yo sobre tus piernas.

--No hagamos desatinos, mi vida, que nos pueden ver.

--Y á mí ¿qué me importa?

Alberto no quiso mirarla á los ojos; estaba seguro de que la expresión
maligna alentaba dentro de ellos. Cuando estuvieron sentados, tal como
quería Meg, ésta envolvió y aturdió á Alberto con una muchedumbre de
caricias y besos, complicados y sapientes. Alberto recordó entonces la
agudeza y atención con que Meg, siendo niña, observaba las expansiones
voluptuosas de sus padres. Sintió cierto malestar, y, sin darse cuenta,
rechazó débilmente los mimos de Meg.

--¿Qué haces, Alberto? ¿No quieres que te bese? --su voz temblaba--.
¡Ingrato, infame! No te quiero, se acabó todo... --intentó levantarse,
pero Alberto la retuvo.

--¿No ves, Meg, que no sé lo que hago; que estoy todavía sin saber lo
que me pasa, como estúpido? No te apartes de mí; que yo te sienta unida
á mi cuerpo, queriéndome...

--No me hagas caso, que te quiero, que te quiero...

Meg terminó así su frase, pero en la frente de Alberto resonó
prolongada; _que te quiero, puss... puss_... Era lo mismo que le decía
á _Pussy_, el gatito, tres años antes; y los arrumacos, ternezas y
suspiros con que ahora mareaba á Alberto parecían de igual naturaleza
que aquellos otros con que, hacía tres años, atosigaba sin tregua al
gato.

--Mira, Albertino; soy feliz. Ya no podía más; no hay quien pueda vivir
en mi casa, ya lo habrás visto. Es un infierno; peor que un infierno.
Si tú no me sacas de aquí yo creo que me muero en muy poco tiempo. Papá
y mamá no son personas; son dos energúmenos. Siempre están furiosos,
rabiosos por dentro, aunque quieran ocultarlo. Yo no podía ya más. Bien
dice el proverbio; _Bacco, tabacco e Venere, riducon l’uomo in cenere_.

--Por lo que más quieras, Meg; vuelvo á decirte que me lastima oirte
hablar de cierta manera.

--¿Cómo quieres que hable, Albertino? --suspiró Meg, apoyándose sobre
el pecho de Alberto--. ¿Quién me enseñó á hablar de otra manera?
¿Qué cosas he visto yo desde que era niña? --su voz, á cada palabra,
se hacía más árida y hostil. De pronto se enterneció y derrumbó en
vocablos trémulos, entrecortados--. ¡Sácame de aquí! Yo quiero vivir,
ser feliz y ser buena. Quiero escaparme contigo.

Durante un instante, Alberto permaneció anonadado. Después, con
resolución desesperada y suprema de abandonarse á la fatalidad, afirmó:

--Nos casaremos en seguida.

--¡Oh, Albertino, te adoro! No me atrevía á decírtelo... ¿De veras
quieres casarte conmigo?

--Sí, Meg.

--¿En seguida?

--Hoy mismo si quieres, se lo digo á tu padre.

--No, espera. Yo te avisaré cuando sea buena ocasión.

Callaron unos minutos. Dijo Alberto:

--¡Y yo que pensaba que estabas enamorada de Ettore...!

--¿Yo de ese...? Vamos.

Alberto no se atrevió á mirar en los ojos verdes, por miedo á la
expresión maligna. Su impasibilidad filosófica había huído como un
sombrero que arrebata de la cabeza el viento y sintió que toda su vida
anterior, tan artificiosamente elaborada, estaba sujeta como sobre
palillos.



II


Meg, durante la comida de la noche, se mostró tan expansiva y risueña
que sus padres, aun cuando no acostumbraban parar atención en los
acontecimientos externos, hubieron de advertirlo.

--¿Qué te ocurre hoy, Meg? --interrogó Nancy, con un timbre triste
que daba á entender que en aquella casa la alegría inocente era cosa
indelicada y mortificante.

--Pero ¿es que aquí nadie puede estar contento, ó si lo está ha de
disimularlo? --preguntó á su vez Meg, modulando las palabras con
entonaciones halagüeñas, aterciopeladas.

--Meg, tus padres no desean otra cosa sino que estés contenta y seas
feliz, ¿verdad? --habló Alberto. Bob y Nancy asintieron, con amarga
sonrisa. Prosiguió--: Yo no veo que haya razón para que nadie esté
triste en esta casa, y si acaso existe alguna ligera nube de tristeza
hay que aventarla en seguida, en seguida. Es preciso que todos estemos
alegres, y lo estaremos --afirmó con ardoroso optimismo.

Bob se dejó ganar por la cálida vehemencia del joven.

--Alberto dice bien --murmuró.

Nancy absorbió con ansia una colmada copa de Burdeos.

Alberto y Meg estaban fronteros, en la mesa. La muchacha vestía un
corpiño de áspera seda ahuesada, ligeramente descotado, con recamos
de oro muerto y torzales desvaídos. El relieve de las clavículas
determinaba dos imprecisas sombras violáceas en la base del cuello,
el cual, elástico y dúctil, se curvaba ó se contraía con caprichosa
nerviosidad mostrando, á intervalos, tensos los músculos. Era un cuello
de una gracia y de una vida maravillosas, que Alberto no se hartaba de
admirar. El pelo, copioso y como líquido, se fusionaba en un tocado
sin artificio, al desgaire, y era como una masa de oro fluido, en
ebullición. Los bruñidos labios dijérase que habían sido cristalizados
por la virtud de su diafanidad y que la luz de las lámparas los pasaba
de claro. Alberto sufría, viéndolos, atropellados impulsos de acudir á
mordisquearlos, con la certidumbre de que sus dientes resbalarían sobre
ellos, como sobre una piedra preciosa.

--Apostaría que adivino lo que deseas, Alberto --susurró Meg. Alberto
hizo un movimiento, como apresurándose á hablar, y Meg se llevó el dedo
á la boca, con ademán equívoco que podía significar que le imponía
silencio.

Como al medio día, de sobremesa, se presentó Ettore. Sobre el corazón
de Alberto cayó una pesadumbre infinita. Involuntariamente, comenzó á
trazar un parangón entre sí propio y el mozo, y dedujo que era absurdo
que Meg se inclinase de su parte y no de la de Ettore.

--Vamos al Kursaal --dijo Bob malhumorado, poniéndose en pie.

--¿No toman ustedes café? --preguntó Nancy.

--Lo tomaremos allí.

--Pues si os marcháis yo me retiro á mi cuarto; anoche he dormido mal
--declaró Meg con enorme desdén hacia el joven apolíneo, el cual estaba
visiblemente azorado y dolido.

Alberto pensó: Está enamorado de Meg. Y luego: Meg quiere darle celos
conmigo. La niña había venido del lado de Alberto y se apoyaba en su
brazo.

--Eres muy egoísta, papá --dijo, con triste mohín--. Siempre te llevas
á Alberto; lo quieres para ti solo.

--Ea, déjanos niña.

--Voy á despediros.

Salió con los dos hombres. Desde la puerta habló sin mirar:

--Hasta mañana, Ettore.

En el jardín retuvo á Alberto unos momentos, y cuando Bob se hubo
adelantado, bisbiseó:

--Veo que eres celoso, y eso es ofenderme.

--Si no te amase tanto no lo sería.

--Más te amo yo y no soy celosa.

--¿Más? Te prometo no ser celoso, Meg.

--Pero ¿te vas sin darme un beso?

--Tu padre...

--Bah...; papá no ve, ni oye, ni entiende.

Se ocultaron detrás de una gran mata florida de rododendros y Meg
aplicó á los labios de su amante uno de aquellos besos profundos y
prolijos que había aprendido en sus padres. En Cassarate, Bob y Alberto
tomaron un coche.

Los jardines y el café del Kursaal estaban desiertos. Alberto inquirió,
de un mozo. Había función de variedades, en el teatro. Tomaron butacas
de las primeras filas, y allí, ordenaron que les sirvieran el café. En
el escenario, dos gimnastas, varón y hembra, con mallas color de lila,
hacían ostentación de su animalidad. Á continuación aparecieron en el
palco escénico tres acróbatas grotescos, vestidos, como ahora es uso,
de manera desastrada y cochambrosa. Bob seguía el espectáculo con algún
interés, olvidándose de sí propio y riéndose á veces. Por el contrario,
Alberto estaba ensimismado, ebrio de una exaltación que no sabía si era
venturosa ó aceda. Una sacudida de Bob le obligó á volver á la realidad.

--Vamos, vamos fuera de aquí. Esto es idiota.

--Pero ¿qué ocurre?

--Es un espectáculo idiota. No puedo aguantarlo --y salió tan deprisa
como pudo.

Alberto le siguió y de pasada pudo ver que en escena había una
cupletista, y oir el estribillo del cuplé repetido machaconamente: _La
gioventù non ritorna mai_.

Subieron al gran salón de juego. Estaba vacío. Sentados frente á las
dos concavidades de la enorme mesa verde, en forma de violón, cuatro
_croupiers_ hablaban lánguidamente, con aire de agotamiento y exangües
rostros inexpresivos. En ocasiones, uno de ellos golpeaba distraído la
pelota de caucho, la cual empezaba á rodar arbitrariamente sobre el
mosaico de madera lustrada en donde están los números dentro de una
circunferencia de caballitos que galopan en fila.

Los dos amigos penetraron en la sala de lectura. Bob pidió _whisky_.
Hojeaba los periódicos y los arrojaba con despego, sin haberlos leído.

--¿Qué le ocurre á usted hoy, Alberto, que no habla nada?

--¿Eh? --Alberto tenía diluída sobre el rostro una sonrisa que era
reflejo de una idea.

--¿Por qué se ríe usted?

--Me río de un recuerdo.

--¿Se puede saber?

--No, querido Bob, no se puede saber.

Se acordaba de los vaticinios de cierto crítico de teatros, el cual
había asegurado que Alberto nunca sería un autor dramático, porque era
un hombre incapaz de sentir ó comprender una pasión.

Alberto tenía un periódico alemán entre las manos. Huyendo la mirada
interrogante de Bob, leyó lo primero que le cayó bajo los ojos.
Decía: «Weissbach es el lugar favorito de todos aquellos que gustan
de la soledad. Millares de personas amigas de la soledad acuden aquí
constantemente desde las cuatro partes del mundo».

--Y ahora, ¿se puede saber de qué se ríe usted?

Alberto le pasó el periódico.

Sonaron los timbres, anunciando la hora del juego. Nutrido golpe de
gente, de toda edad, nación y catadura, penetró en la gran sala y fué á
poner cerco á la mesa verde. Resonaron las voces sacramentales:

--_Marquez vos jeux, messieurs._

--_À vos jeux._

--_Les jeux sont faits?_

--_Rien ne va plus._

Bob se paseaba alrededor de la mesa. De vez en vez se detenía á mirar
insolentemente á un viejo ó á una vieja cara á cara y con mueca de
fruición sarcástica. Alberto estaba esperando que de un momento á otro
ocurriera un incidente enojoso. Bob volvíase hacia su amigo, y decía,
riendo con agrura:

--_That skull had a tongue in it, and could sing once._ ¡Ja, ja! Vaya,
que al más grande hombre se le escapa una majadería: esta calavera
tuvo dentro una lengua con que podía cantar. Bah; después de muerto,
¿qué hace haber ó no haber tenido? No, no es eso. Esa cara asquerosa
y acartonada tuvo en un tiempo boca con que enardecer y ojos con que
acariciar, y quizás fué hermosa y deseable. _That is the question,
sweet Shakespeare._

Su irritabilidad aquella noche era mayor que nunca.

Á un extremo de la mesa estaba sentado un joven alemán entre dos
prostitutas de alto copete, alemanas también. El hombre ostentaba
un cráneo pelirrojo y muy rapado, como una naranja gigantesca. Las
mujeres eran dos bellezas atocinadas y bovinas, á la tudesca, de cuello
chato y rollizo y terribles hombros desnudos, color de sebo. El joven
las manoseaba con lujuria lenta y grave. Bob se les quedó mirando
enconadamente.

--¡Ah, imbécil! ¿Qué haces? ¿No ves que estás sembrando el dolor del
mañana? Mira al lado tuyo todas estas caras repugnantes que tuvieron
labios y lengua y ojos... ¡Ah, imbécil!

Continuaba profiriendo desatinos y desvergüenzas, hasta que Alberto le
atajó:

--Que pueden entender castellano...

--¿Y á mí qué me importa?

--Bueno; basta ya. Es demasiado. Se pone usted imposible.

Bob hizo un gesto de niño medroso á quien maltratan; parecía que iba á
romper en llanto.

--No me riña, Alberto. No sé lo que digo, á veces. Tiene usted razón.
Volvamos á casa. No puedo estar entre gente; me hace daño.

Antes de salir del salón, Bob se detuvo ante un espejo á mirarse con
expresión lacrimosa y desolada. En el café ingurgitó otro _whisky_, y
volvieron á la _villa_ en coche. Á mitad de camino, dijo Bob:

--Una de las cosas que más grabadas se me han quedado aquí dentro
--se golpeó la frente--, es algo que hace años le oí á usted, acerca
de la amistad. Decía usted que la amistad es la virtud fundamental
y necesaria para la vida, y que el hombre será tanto más feliz
cuanto acierte á convertir sus afectos en amistad; que se puede
vivir sin padres, sin hijos, sin amantes, pero no sin amigos; que
el amor paternal, filial ó sexual no es duradero, ni satisfactorio,
ni aquietante, á no ser que se le haya hecho derivar hacia un
sentimiento de amistad estrecha; que hasta la misma afición á los
seres irracionales y á las cosas inorgánicas ha de ennoblecerse con un
carácter amistoso; que la amistad es el único género de afecto en el
cual, el que ama, no abdica de su personalidad, ni tiende por ella á
anularse, entregarse, destruirse; y que desgraciado de aquel que cuando
ama á una mujer cae del lado de la pasión en lugar de orientarse á la
amistad.

Bob hablaba con lentitud y esfuerzo, titubeando, cazando á sacudidas
las palabras que se le escapaban; concluyó:

--¿Cree usted que la pasión es demasiado fuerte, ó está demasiado
arraigada? ¿Que ese género de estrecha amistad es ya imposible? ¿Cree
usted que es ya demasiado tarde?

Bob temblaba. Alberto, pensando en lo suyo, respondió sombriamente:

--Es ya tarde.



III


Alberto se había tendido sobre la cama. Acababa de llegar, después de
haber remado durante dos horas, en compañía de Bob. Era un atardecer
caluroso, pesado. De pronto se incorporó. Le había parecido oir la voz
de Meg y de Ettore, entremezcladas, en el jardín.

Por detrás de las cortinas espió, oyendo á hurtadillas las venas de
la habla divina de Meg. Á lo largo de la avenida última, al borde del
lago, paseaban cogidos del brazo los dos jóvenes; cuchicheaban, y Meg
reía con alborozo. «Parece que lo hace para que yo lo vea», rezongó
Alberto. No daba crédito á sus ojos. Aquel mismo día, después del
almuerzo, Meg le había prodigado las mismas apasionadas muestras del
día anterior. Pretendió satisfacerse á sí propio con una explicación
natural del hecho. «Eso ¿qué tiene de particular? Se conocen desde
niños...» Pero sentía un dolor tan acerbo como nunca lo había sentido.
Se propuso hacer una escena á Meg en la primera ocasión, mostrarse
severo, hasta cruel, y declararle de una vez para siempre que no
admitía tales libertades. La ocasión se presentó después de la comida.
Bob se había retirado, rendido por el ejercicio de la tarde. Alberto
y Meg quedaron solos. Alberto sentía borbotear dentro de su pecho
impulsos coléricos, pero como Meg se bruñese distraídamente las uñas,
con afectado despego, sin dignarse darse por enterada de que él estaba
presente, el joven comenzó á vacilar, y su entereza se derrumbó en
un punto. En actitud de encogimiento y súplica se acercó á la niña,
mendigando una mirada ó una palabra de amor.

--¡Meg...! --rogó temblando.

--¿Qué te ocurre?

--Meg, no me atormentes.

Meg saltó nerviosamente del asiento y se puso en pie, mirando á Alberto
con ojos ariscos y labios burlescos.

--Explícate.

--Si me quieres, como dices...

--¿Que yo digo que te quiero? Tú te has vuelto loco.

Alberto se aterró. Sus pupilas se distendieron, con horror pánico. No
podía hablar. Giró sobre sus talones y, con paso torpe, tomó el camino
de la puerta.

--No te vayas. Tengo que decirte una cosa --Alberto se detuvo á
escuchar, sin mirarla--. Si has tomado en serio lo que sólo era
capricho de divertirme, haz por olvidarlo cuanto antes. Yo te ayudaré
lo mejor que pueda.

Subió á encerrarse en su cuarto y se dejó caer sobre el lecho. Su
espíritu era un hacinamiento confuso de escombros. Permaneció largo
tiempo como alelado. Un ruido cauto que sonaba en la puerta le obligó á
incorporarse, con sobresalto. Vió penetrar un papel color rosa, por la
rendija, que luego cayó al suelo. Durante un rato le dejó yacer allí,
abandonado. Por fin, lo cogió y lo leyó:

  «No tengo paciencia para hacerte sufrir toda la noche. Yo sufriría
  más que tú. No hagas caso de lo que te he dicho hace dos horas. Era
  por probarte. Ahora ya sé que me quieres de veras. ¿Yo? Te adoro,
  te adoro, te adoro. Kisses, Kisses, Kisses. Tuyísima y para siempre,

  _Margarita_.»


Con esta ardiente epístola Alberto recibió una punzante y nebulosa
contrariedad que no podía explicarse.



IV


Al día siguiente, Meg lloró con increíble abundancia hasta que Alberto
le dijo por vigésima vez que la había perdonado y que había dado por
entero al olvido su chiquillada.

--Pues aún no estoy tranquila. No eres sincero conmigo. Algo hay que
no me dices. Te lo conozco en la cara. Si hasta parece que no te gusta
besarme.

Estaban en el bosquete de araucarias. Alberto tenía vergüenza de
confesar que sentía celos horribles.

--No te oculto nada, Meg. Y en cuanto á que no me gusta besarte... --la
besó delirantemente, estrujándola contra su pecho.

--Así, así --suspiraba Meg, casi ahogada y tosiqueando á veces.

En el resto del día no volvieron á encontrarse á solas. Minuto por
minuto, el sentimiento de los celos labraba el corazón del joven. No
pudo dormir. Se levantó muy de mañana y salió á pasear junto á los
sauces. Á las diez, Nancy y su hija bajaron al jardín. Venían con
trajes de calle y pensaban ir á la ciudad, á hacer compras. Alberto se
ofreció á conducirlas, como barquero hasta el atracadero central. Las
mujeres aceptaron. De vuelta, Alberto remó con prisa, por llegar cuanto
antes. Una idea tenaz le hostigaba.

Subió las escaleras de la casa, mirando desconfiado á todas partes;
llegó hasta el cuarto de Meg; penetró y cerró por dentro: «Soy un
miserable», se dijo. Era una habitación Luis XVI, delicada y fresca
como un rosal. Alberto fué derechamente á un escritorio. Estaba
cerrado. «Claro está que no lo iba á dejar abierto», pensó. Padeció la
tentación de forzarlo. Se acercó al armario de espejo; también estaba
cerrado. Llegóse á la mesa de noche y abrió el cajoncito superior.
Había en él dos cajitas de piel, para alhajas, un pañolillo de batista
arrugado, cintas, un libro de devoción y una novela francesa, con
estampas lascivas; todo ello saturado de frágil olor á rosa. Antes de
abrir la portezuela inferior, dudó un momento. Estaba abochornado de
aquel escrutinio desleal. Tiró de la portezuela, temiendo encontrar
algún púdico detalle íntimo del cuerpo de Meg. Las mejillas le
abrasaban. Había un par de zapatillas, de piel roja y el forro de seda
acolchada; una cajita de cuero labrado, remedando una arqueta gótica;
dentro de la cajita unas llaves, y una de ellas, la del escritorio. Y
en el escritorio, muy á la vista, unas cartas. Decían:

  «Margot, mi bebé: ya que te empeñas en que nos entendamos por
  carta, para no despertar las sospechas de tu papá, á quien de sobra
  veo que no le soy nada simpático, te obedezco. Pero quiero decirte
  todo lo que pienso. Yo pienso que la verdadera razón no es la que
  me das. No te entiendo, me pareces una mujer extraña, como no hay
  otra, y quizás por eso me tienes loco, loquito del todo. Yo creo
  que me obligas á estar un poco distante de ti para que, no pudiendo
  tolerarlo por mucho tiempo, me anime á realizar lo que me has
  pedido».

Alberto pensó: quería escaparse también con él. Continuaba la carta:

  «Bebé, _mon âme_, ¿no comprendes que eso es una locura? Figúrate
  que mis padres lo toman á mal, y los tuyos también ¿qué iba á ser
  de nosotros? Estoy viendo que al leer esta carta haces uno de esos
  gestos de desprecio que tanto hieren. No, no, Margot idolatrada;
  piensa bien lo que te digo, que es por nuestro bien. Las cosas se
  pueden arreglar de otra manera más natural, y espero que pronto.
  Me faltan dos años de carrera. Pero en último extremo yo no haré
  más que lo que tú quieras. Todo antes de sentirme despreciado,
  sin causa, como esta noche me has despreciado, cuando saliste á
  despedir á tu papá y al señor de Guzmán.

  »Soy todo tuyo y sueño con que seas toda mía,

  _Ettore_.»


  «Querubín: Si supieras cuánto padezco. No me he atrevido á ir esta
  noche á tu casa y te envío esta carta por el jardinero. Espero
  que te la entregarán hoy mismo. Cuando te dejé, después de haber
  paseado por vuestro jardín y ¡qué feliz he sido aquellos minutos!
  venía resuelto á prepararlo todo y darte gusto. Pero al encontrarme
  en casa y ver á mamá y á papá, tan ajenos á lo que yo tramaba
  (porque necesariamente había de robarles el dinero necesario) me
  faltaron las fuerzas. ¡Por Dios no te enfades! Ten piedad de mí y
  sobre todo confianza en mí. Seremos felices, _bamboletta mía_,

  _Ettore_».

Por la fecha y el contenido de la carta, Alberto dedujo que Meg la
había recibido después de haberle rechazado, achacando las escenas
de amor á capricho cruel, y antes de haber insinuado por la rendija
de la puerta la esquelita rosa. No quiso leer más cartas. Colocó los
papeles como estaban, la llave en su arqueta y salió á pasear, fuera de
_Villa-Anita_.

Había reasumido instantáneamente su estado de aplomo espiritual.
Sus ideas y sentimientos adoptaban de nuevo la impasible serenidad
estética. De actor de la tragedia, azotado por furias fatales, se había
convertido en espectador que recibe deleite en seguir el encadenamiento
de los hechos, y con el _pathos_ de los personajes depura sus
pasiones. Se había librado milagrosamente del desorden vertiginoso,
del torrente que le había arrastrado, y ahora estaba en la margen,
tranquilo y sonriente, no contemplando en aquel raudo torbellino otra
cosa que el juego de bellas fuerzas naturales. Meg era para él un
accidente del mundo, como las cañadas nebulosas de los montes, como
las nubes transitorias, como el lago con sus escalofríos pasajeros y
sus coloraciones cambiantes; era materia para sentir, comprender y
expresar, acrecentando de esta suerte la densidad de la propia vida,
mas no para ofrecer en sacrificio ante ella la divina libertad del
espíritu y con la libertad la suma fecunda de los días venideros. Meg
ya no era sino un objeto curioso de observación y un interesante tema
artístico; había descendido desde la tiranía á la esclavitud, porque
así como la forma domina al mal artífice y engendra la desarmonía de
las obras, el buen artífice domina la forma y rige apaciblemente las
leyes de la armonía; Alberto consideraba la vida como una obra de
arte, como un proceso del hacer reflexivo sobre materiales del sentir
sincero, imparcial.

Volvió, pues, á la villa con tanta fortaleza de ánimo como si las
puertas de su corazón girasen sobre goznes de diamante.



V


Durante el almuerzo, Meg se mantuvo en silencio, melancólica y como
fatigada. Sus ojos, verde-remanso, yacían misteriosamente en la sombra
violácea de las ojeras, y miraban, sin parpadear, con larga caricia
á Alberto, el cual, aun cuando estaba muy determinado en hacerse el
indiferente y muy seguro de sí propio, concluyó por entregarse á la
fascinación de las acuosas pupilas, respondiendo á la asiduidad de
sus miradas con otras, de su parte, no menos amorosas, y un sí es no
es acarneradas. Entre tanto se decía: «¿acaso los pensamientos de
esta mañana no eran sino sofismas sentimentales, provocados por la
certidumbre de que Meg amaba á Ettore? ¿Es posible que no fueran sino
ridículos y engañosos lenitivos que á mí mismo me aplicaba?» Bajo el
hechizo de los ojos verdes Alberto no sabía qué pensar, pero estaba
resuelto á romper con Meg, en la primera conversación que tuvieran.

Después de almorzar, así que Bob se adormeció en su acostumbrado
butacón, Alberto descendió al bosquecillo de araucarias. Meg, tendida
en la hamaca, leía. Alberto se adelantó con pie lento; su espíritu
temblaba en un filo de enorme incertidumbre, como si la balanza de su
porvenir estuviera en el fiel y en inminencia de doblarse para siempre:
en un platillo, la liberación; en el otro, el amor delirante, fatídico,
eterno por aquella mujer. De ella --un gesto, un ademán, una sonrisa,
una palabra-- quizá dependiese todo. Aquellos instantes ligeros,
volando entre la penumbra perfumada del bosque, eran la conjunción
suprema del pasado y el futuro.

--¿Por qué no te acercas á besarme? --preguntó Meg, con voz lenta y
suplicante.

--Porque no he venido á besarte, sino á hablar contigo de asuntos
serios --respondió Alberto severamente. Meg compuso una muequecita tan
desolada, tan zalamera, tan inocente, que Alberto perdió la serenidad.
Adelantóse un paso, y mordiendo las palabras, murmuró--: ¡No tienes
vergüenza!

Meg no respondió; pero sus ojos se iluminaron de sutil alegría; por
dominar la sonrisa, sus mejillas temblaban. Alberto, que lo advertía
claramente, repitió:

--¡No tienes vergüenza! ¿Lo has oído?

Meg inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Una lengüecilla de
oro bajó desde la frente á besarle, trémula, los ojos. Con la mano
blanquísima, que azuleaba en la penumbra, redujo el rizo á su lugar
correspondiente, y como éste se obstinara en insubordinarse, Meg hizo
un gesto de contrariedad como si el tocado fuera lo único que le
preocupase en tales circunstancias. Domeñado el díscolo mechón, Meg se
puso á mirar á Alberto con infantil insolencia. El hombre, cada vez con
mayor desvarío, continuó:

--Pero ¿tú creías que á mí se me engañaba como á un _pipi_?

Meg sacó lindamente el hociquito, como diciendo: ¡Jesús, qué palabra!

Alberto, exasperándose progresivamente, no apartaba los ojos del
rostro de la niña, descifrando su lenguaje mímico. Pero la respiración
de Meg, rápida y anhelante, y el agitado movimiento del frágil torso
eran cosas que no existían para él. El gesto de reprobación irónica
con que Meg recibió la palabra _pipi_, aprendida por Alberto en las
noches orgiásticas de la vida libertina madrileña, y pronunciada ahora
involuntariamente, le enfureció más aún en su interior. Sin freno ya,
refirió descaradamente su espionaje y el hallazgo de las cartas. En
este punto de su discurso, hubiera sido un gran alivio para él, y así
lo deseaba con toda vehemencia, que Meg replicara ofendida, echándole
en cara la bajeza de su conducta. Pero Meg no desplegó los labios; sus
ojos seguían bañados de alegría misteriosa y la piel de los pómulos
estremecida. Entonces Alberto la oprimió un brazo, con bárbara
violencia, á tiempo que, acuñando las sílabas, pronunciaba una palabra
soez. Retrocedió, espantado de sí mismo, llevándose las manos al
rostro. Meg rompió á llorar. Y lloraba de alegría. Entre las lágrimas
suspiraba:

--¡Cómo me quieres! ¡Cómo te quiero!

--¿Eh? --interrogó Alberto, atónito, dejando caer las manos á los lados
del cuerpo.

--¡Cómo me quieres! ¡Cómo te quiero!

Arrebatadamente, Alberto fué sobre Meg, la tomó por las sienes
y aproximándose hasta casi unir las frentes, buceó en los ojos
verdiclaros hasta desentrañar los últimos limbos de aquella profunda
alma femenina.

--¿Te quiero? --preguntó Meg con desmayado soplo.

--Sí.

Oyóse la voz de Nancy:

--Meg; ven un momento.

Alberto quedó á solas. Su sér, convulso y descompuesto poco antes,
había sufrido nueva trasmutación. Disipáronse, como por arte de
encantamiento, la lumbrarada y humareda que le habían abrasado y
desvanecido los últimos días. La balanza se había rendido del lado de
la liberación. Había llegado prematuramente á una convicción, cuando
su ímpetu sensual y su desconcierto espiritual no habían cuajado aún
en sentimiento de raíces duraderas. Muerta la incertidumbre, muerta
la zozobra, muerta la ansiedad, muerta la esperanza, muertas todas las
potencias misteriosas que presiden al nacimiento del genuino amor.
Ahora, sólo sentía por Meg un á manera de interés ético ó afecto
maternal. La alegría de sentirse otra vez en imperio de sí propio, se
acibaraba con la compasión que le inspiraba Meg. Accidentalmente, tomó
el libro que la niña había dejado sobre la hamaca y lo hojeó al azar.
Era una antología de poetas norteamericanos. Sus ojos fueron á posarse
en un poema de J. G. Whittier[2]; _Telling the Bees_.

      Here is the place; right over the hill
    Runs the path I took;
    You can see the gap in the old wall still,
    And the stepping-stones in the shallow brook.

      There is the house, with the gate red-barred,
    And the poplars tall;
    And the barn’s brown length, and the cattle-yard,
    And the white horns tossing above the wall.

      There are the beehives ranged in the sun;
    And down by the brink
    Of the brook are her poor flowers, weed --o’errun--,
    Pansy and daffodil, rose and pink.

¿No era la casa de Fina en Villaclara? En aquellos mismos instantes ¿no
estaría Fina esperándole, cantando, por alimentar la confianza, á la
vera de la ringla de colmenas? ¿No era Fina el escudo contra el peligro
de toda loca pasión futura, y corona de rosas para una frente serena?
¿No le unía aún á Fina un amor hecho amistad estrecha, incorruptible
como un diamante?

Formulaba Alberto en su pensamiento estas que no eran preguntas sino en
la forma retórica, que en sustancia eran afirmaciones, cuando retornó
Meg. Se agazapó al flanco de Alberto, como buscando protección para
su alma quebradiza y caprichosa. Era en aquel punto una criatura toda
humildad, solicitud y renunciamiento. Dijo:

--Lo que tú sabes mejor que yo, no tengo para qué contártelo. Yo me
hubiera alegrado de que nunca lo hubieras sabido, pero me doy por
satisfecha al ver que de un mal puede venir un bien tan grande como
el que ahora siento. Es verdad que fuí una loca, que fuí muy mala,
muy mala. Yo quiero ser siempre buena, pero no sé cómo, á veces hay
una fuerza extraña que no sé de dónde viene, y me obliga á hacer
maldades. ¡Si supieras cuánto he llorado, desesperada de no ser nunca
dueña de mí misma! Llegué á atribuirlo á la influencia de mi casa, á
esa desesperación sorda y continua que hay siempre en mi casa; á esa
tristeza que no es una tristeza tranquila como otras tristezas, sino
una tristeza agria que le envenena á una. Y entonces, fuera como fuera,
aun cometiendo una falta para toda la vida, decidí escaparme de casa,
y estaba segura de que en huyendo iba á llegar á ser buena. Yo no sé
si me explico, ó si tú me entiendes. Te juro que digo la verdad. Lo de
Ettore... ¡Yo qué sé! Quiero llorar... ¿Ves? Una de tantas cosas como
hago sin saber cómo, arrastrada, sufriendo. Pero ahora me parece que
comienza una nueva vida. Nunca me he sentido tan buena como hoy, ni tan
segura, y es que me parece que me apoyo en tu corazón. (_Una pausa._)
Ahora te digo; puedes pedir mi mano á papá.

--Meg, niñita mía, ¿eres realmente buena?

Meg levantó sus ojos con dulce desolación infantil, como preguntando:
¿es posible que lo dudes?

--Vamos á probarlo ahora. Si estás segura de ti misma como dices, y
sientes que comienza una nueva vida, prepárate á oirme con entereza. No
puedo pedir tu mano á tu padre, porque sería una locura. Olvida todo lo
pasado. Yo no puedo ser tu novio, menos aún tu marido. Te quiero, sí,
como un hermano mayor, quizá como un padre.

Meg atribuyó estas frases á un deseo de chancear, pero al ver el rostro
de Alberto y su severidad noble, comprendió que todo se había perdido
para ella.

--¿Por qué me has engañado?

--No te he engañado, Meg. Yo era el engañado, no porque tú me
engañases, que yo á mí mismo me engañaba.

--Sí, sí, lo comprendo. He llegado á quererte demasiado, y demasiado
pronto. Lo comprendo.

--Quizá sí.

--¿Y qué piensas hacer?

--Marcharme mañana mismo en el vapor de las siete.

--¿Y sabes que tu marcha puede ser la muerte de papá... y la mía?

--La muerte, para tu padre, será una solución. ¿La tuya? ¿No me acabas
de asegurar que te consideras fuerte y tranquila?

--Creo que te he escuchado y respondido con perfecta tranquilidad.

--Pues yo te digo que la vida es buena, siempre que sepamos nosotros
conducirla bien. Y yo te digo, además, que debes ser feliz y que serás
feliz.

--¡Feliz...! No sé cómo.

--Meg, niñita mía --la besó en la frente--; espera y confía.

--¿Qué vas á decir á papá?

--Nada. Marcharé sin que él lo sospeche.

--¿Quieres que baje á despedirte al jardín, mañana?

--Lo quisiera, pero creo que es mejor que no bajes. Adiós.

--¿No me das otro beso?

Alberto quiso besarla en la frente, pero Meg echó la cabeza hacia atrás
y recibió el beso en la boca.

--Adiós, Alberto, y mira si soy fuerte que no lloro --pero cada palabra
se desprendía de sus labios temblando como una lágrima.



VI

  Aún hay sol en las bardas.

  _Don Quijote._


He aquí la casa, y el sendero que desciende de la colina, y la pasadera
de piedras sobre el arroyo, y los altos álamos emboscando la vivienda,
y el portón de rojos barrotes, y el muro, bajo y viejo.

Alberto, en tres días de viaje había olvidado tres años de vida y
soldado el instante presente con aquel otro de la despedida de la
estación de Pilares, cuando su ideal era la casita modesta, entre el
bosque y el mar. Camino de Villaclara se decía: aún hay sol en las
bardas.

Apoyándose sobre la tapia y con el pulso agitado, tendió una ojeada
sobre el jardín. El arroyo lo atravesaba, y siguiendo el compás
danzarín del agua, margaritas y narcisos, rosas y claveles, corrían
á lo largo de las márgenes. Allí estaban las colmenas de Fina, y
yaciendo en lo verde una masa negra que se enderezó de pronto. Un
rostro consumido, atormentado é iracundo, como el de una sibila
decrépita, se encaró con Alberto, y unas manos, de dedos epilépticos y
luengas uñas, comenzaron á conjurar maleficios sobre él. De la lóbrega
y desdentada boca volaron roncas palabras.

--¡Que el mexo del sapo te emponzoñe la lengua; esa lengua de falsedad.
Que las anxiguas fediondas te coman la cara; esa cara traidora en el
afalagar. Que las llocas aviésporas te saquen los ojos; esos ojos
de criminal. Que en el cucho de tu corazón maldito haga su nido
el alacrán. Que en por los siglos de los siglos te queme el alma
Satanás![3].

Era tita Anastasia. Alberto apenas tuvo fuerzas para interrogar:

--¿Fina?

--Pregúntaslo y tú la mataste. ¡Arreniego!


Florencia-Noviembre-1911.



ADVERTENCIA


Los antecedentes de algunos personajes de esta novela han sido narrados
en dos novelas anteriores, _Tinieblas en las cumbres_ y _A. M. D. G._

_La Pata de la Raposa_ está estrechamente ligada, y de ellas recibirá
luz en ciertos puntos oscuros, con otras dos novelas, _Las Mellizas_ y
_Troteras y Danzaderas_, que aparecerán muy pronto.



ÍNDICE


                                    Páginas.

  PARTE PRIMERA.--La noche.               7

  PARTE SEGUNDA.                        201

  PARTE TERCERA.--La tarde.             321



NOTAS

  [1] ¿Qué es el hombre? ¿De dónde viene? ¿Adónde va?

  [2] Lo que dicen las abejas.

  Aquí es. Colina arriba, va el sendero que yo tomé. Aún está aquí
  el trozo derrumbado de la vieja tapia, y la pasadera de piedra en
  el agua.

  He allí la casa, con el portón de barrotes rojos, y los altos
  álamos, y la caperuza parda del henil, y el establo. Y los
  blancos cuernos que balanceándose asoman por el muro.

  He allí las colmenas, alineadas al sol. Y en las márgenes del
  arroyo, las flores humildes, pródigas de simiente, margaritas y
  narcisos, rosas y claveles.

  [3] Mexo = orina. Anxiguas = viruelas. Fediondas = hediondas.
  Afalagar = halagar. Aviésporas = avispas. Cucho = estiércol.





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