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Title: El Tratado de París Author: Ríos, Eugenio Montero Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "El Tratado de París" *** Libraries.) NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * En el texto, las cursivas se muestran entre _subrayados_, las negritas entre =iguales= y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Se ha respetado la ortografía del original, normalizándola a la grafía de mayor frecuencia. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. * Las notas a pie de página se han renumerado y se han colocado a continuación del párrafo que contiene la llamada. * Se ha añadido, al final del libro, un índice de contenidos que no está presente en el original impreso. EL TRATADO DE PARIS CONFERENCIAS PRONUNCIADAS EN EL CÍRCULO DE LA UNIÓN MERCANTIL en los días 22, 24 y 27 de Febrero de 1904 POR Don Eugenio Montero Ríos Presidente que ha sido de la Comisión Española para la celebración del tratado de paz con los Estados Unidos MADRID R. VELASCO, IMP., MARQUÉS DE SANTA ANA 11 DUP.º TELÉFONO NÚMERO 551 1904 I Mi situación personal. -- América como país colonial. -- Malestar de las colonias. -- Primeras insurrecciones en el siglo XVIII. -- La isla de Cuba desde principios del siglo XIX. -- Política colonial de España. -- Juicios de Leroy-Beaulieu y de Humboldt. -- La casa de Borbón. -- Carlos III. -- Su política y actitud respecto á las colonias inglesas. -- Profecía del Conde de Aranda. -- Los Estados Unidos y la isla de Cuba. -- Juicios del Príncipe de la Paz. -- La última escena del drama colonial. SEÑORES: Empiezo por rogaros que aceptéis la expresión de mi profunda gratitud, por la hospitalidad que me prestais. Es la primera vez que tengo el honor de dirigirme á vosotros; pero el asunto en que me he de ocupar es de un interés tan nacional y de tanta importancia, que, obedeciendo hasta al juicio y al criterio á que procuro acomodar mis actos, sin embargo de que tengo el honor de pertenecer á una de las Cámaras legislativas del país, me ha parecido más conveniente, ya por la amplitud de la materia, ya también por el supremo interés que el asunto tiene en sí para el país, dirigirme á vosotros sin intermediario de ningún género; porque si bien cuando hablamos en las Cámaras hablamos al país, es, sin embargo, cierto que no lo hacemos tan directamente como puedo hacerlo ante vosotros. Aquí tengo la más firme confianza de que me habéis de escuchar con una gran benevolencia y sin espíritu ni pasiones de partido, ni de otro género. (_Muy bien, muy bien._) No creais, señores, que yo vengo como hombre político á defender acto alguno de mi vida en todo lo relativo á las cuestiones coloniales; no. Por las circunstancias, por la índole de mis trabajos, por mis preferencias, por un conjunto de factores que no es necesario siquiera precisar aquí; yo en mi vida pública no tuve nunca parte directa ni indirecta en lo que se refiere al régimen y gobierno de nuestras colonias; siempre estuve completamente alejado de ellos, y además, ni mis estudios, ni mis aficiones, ni las circunstancias que fueron marcando el rumbo de mi vida pública, repito, me llevaron á ocuparme en una cuestión tan vital para España. ¿Por qué no he de decirlo ahora? No es un mérito ni lo alego tampoco en tal concepto. Yo, con un gran temor de errar, por efecto de mi insuficiencia, no era partidario, no lo fuí jamás, ni lo sería hoy, del régimen colonial que España, desde los tiempos de los Reyes Católicos había establecido para sus posesiones de América; yo no fuí nunca partidario de ese régimen que se llamaba de asimilación y que consistía en considerar á las colonias como provincias de la Monarquía. Siempre fuí partidario de la autonomía colonial, y como era un sistema que aquí no imperaba, que no había imperado jamás en los tres siglos que precedieron al actual, y que, en efecto, estaba en oposición con todas nuestras instituciones coloniales, suponía yo que estaría en un error, ¡cómo no había de suponerlo, enfrente de la experiencia de tres siglos; enfrente de la manera de pensar de los hombres de Gobierno que tuvo España desde el siglo XVI hasta aquí, si bien con alguna excepción de que pronto habré de ocuparme! Por esta razón no tenía para qué intervenir en nada, absolutamente en nada, de aquello que tanto agitó á la opinión pública durante los últimos treinta años del siglo XIX. Os voy á decir más. Recuerdo que cuando el Congreso americano hizo su declaración conjunta, proclamando la independencia de la isla de Cuba, que dió por resultado que el Gobierno español entregara sus pasaportes al ministro de los Estados Unidos en Madrid, ante la gravedad que envolvía la situación que se iniciaba... me tomé la libertad de ir á manifestar al que era entonces jefe del Gabinete, mi opinión de que debía el Gobierno español reconocer la independencia de la isla de Cuba, negociando con ella, para la aceptación por la misma de toda ó parte de la Deuda colonial. Recuerdo también que el ocho de Mayo, después de saberse en Madrid el desastre de Cavite, reiteré mi visita, manifestando mi opinión de que el Gobierno español debía proponer inmediata y directamente al de Washington un armisticio para negociar la paz, pues eran incalculables los desastres que esperaban á nuestra patria. El Gobierno tomó en consideración lo que le expuse; pero negociaciones que tenía pendientes, según tuvo la bondad de manifestarme al siguiente día su Presidente, no le permitieron dirigirse entonces, en el sentido que acabo de indicar, al Gobierno de Washington. Tales negociaciones, cuyas circunstancias nunca conocí, tengo, no obstante, la seguridad de que no pudieron ser ciertas conferencias de que entonces se habló y que consideré siempre inverosímiles, por la, más que infantil candidez que hubieran revelado en quien se suponía que las estaba sosteniendo con un representante de la Unión americana. Nuestro enemigo era lo bastante astuto para aprovecharse de aquellas circunstancias, y, durante ellas, desembarcó en la isla de Cuba; destruyó nuestra escuadra enfrente de la bahía de Santiago de Cuba; tomó esta plaza, y concluyó por desembarcar sus tropas en Puerto Rico y apoderarse de esta isla. No digo nada de esto en sentido de censura para el Gobierno español, la mayor parte de cuyos individuos viven y podrían testificar la exactitud de cuanto estoy refiriendo. No; debo suponer que quizás si yo hubiera sido gobierno, habría obrado de la misma manera; sin duda, había motivos, que no tenía por qué dar á conocer, que le impidieron seguir camino diferente. De suerte que no alego lo que acabo de decir, en mi elogio ni en mi defensa; empiezo por reconocer mi falta, porque me limité á dar mi consejo, y en las Cámaras no hice constar mi opinión ante el país. Responde, pues, lo que hoy digo, á los dictados de la conciencia de un español, de un patriota, que si no tiene que defender actos propios, tampoco se considera autorizado para censurar los ajenos. (_Muy bien._) Es lo cierto, señores, que en nuestro país se ha formado una opinión, fuerza es reconocerlo, bastante general y se cree que los gobernantes de hoy (al referirme á los de hoy, no me refiero á los de este día, ni á los de hace un año, ni dos, sino á los gobernantes de nuestro tiempo, á los gobernantes que tuvo España, ya que no durante todo el régimen constitucional, por lo menos en la segunda mitad del siglo XIX) se cree, repito, que los gobernantes de hoy, los partidos políticos y las clases directoras, son los responsables de nuestros últimos desastres. Eso es lo que la mayoría de las gentes cree, y yo tengo para mí que eso es un profundo error. Procuraré ver si llevo á vuestro ánimo la convicción de lo que acabo de decir. * * * Señores: La América tuvo un triste destino en el mundo. Nació á la vida moderna para ser un país de explotación; todo el continente americano, desde que comenzó á ser descubierto por Colón, estaba condenado á ser territorio colonial; en él no hubo ningún Gobierno autonómico, ningún Estado independiente, hasta la última mitad del siglo XVIII. España poseía la mayor parte. Inglaterra, Francia y hasta Rusia, también eran dueños de parcelas; pero España como Inglaterra, Inglaterra como Francia y Francia como Rusia, ejercían la soberanía en América con el criterio con que las potencias de Europa, entonces, gobernaban sus colonias; todas las consideraban como territorio de explotación en beneficio de la madre patria, no en beneficio de los territorios coloniales ni de sus habitantes. España hizo lo mismo, si bien entre el sistema colonial español y el de los demás Estados de Europa, había varios puntos esencialmente diferentes. Poseyó tranquila y pacíficamente España sus inmensos dominios coloniales, que comprendían desde la Luisiana al extremo del Continente meridional, hasta el siglo XVIII, pero entonces empezó la crisis. En aquellos territorios ya existían razas que no eran las indígenas, la mestiza y la criolla, que habían llegado á alcanzar cierto grado de cultura á cuyo calor había surgido en ellas el sentimiento de sus derechos y el amor á su independencia. Aquellas colonias comenzaban á adquirir las condiciones indispensables para formar nuevos Estados. Pasa á los pueblos nacientes lo que á los seres de nuestra especie: desde que nacen, necesitan para vivir el constante auxilio de su madre ya que en ellos ni aun en rudimento aparecen las iniciativas de su actividad, de su libertad y de los derechos que constituyen la personalidad humana. Estos van surgiendo en la conciencia del nuevo ser á medida que va desarrollándose hasta llegar á la plenitud. Entonces el ser que no hubiera podido vivir sin el amparo y el calor de otro, se considera en aptitud de dirigirse y gobernarse á sí mismo. Así los pueblos no se someten á una dominación y ni siquiera á un Gobierno ajeno, cuando llegan á tener la conciencia de que son capaces de dirigir sus propios destinos. Ofreced á un pueblo que haya llegado á un superior grado de cultura el desarrollo de su riqueza, proporcionadle todo género de beneficios; consagraros á su bienestar y á su progreso en todos los órdenes en que puede alcanzarlo la vida humana, y no se contentará con todo ello. Querrá ser libre é independiente; querrá encargarse de su propio régimen y gobierno. Y esto es lo que pasó en toda la América respecto de España y de las demás naciones. Nosotros podemos afirmar que nuestra posesión colonial dejó de ser quieta y pacífica desde 1780, habiéndose presentado los primeros síntomas revolucionarios, sofocados inmediatamente, en 1775. Aun no había terminado la guerra de emancipación de las colonias inglesas, y ya se levantaba en el Perú, logrando tener á sus órdenes nada menos que 80.000 indígenas, á que afirma la Historia que llegó el número de insurrectos, que siguieron sus banderas, un criollo que se consideraba descendiente de uno de los compañeros de Pizarro por su madre y los Incas por su padre. José Gabriel Tupac-Amarú, levantó la bandera de la independencia, y con el concurso de su pariente Tupac-Catarí, estuvo durante dos años extendiendo su dominación nada menos que á un radio de 300 leguas desde el Perú hasta las riberas del Plata. Terminó esta insurrección, que era ya una protesta contra la dominación española, con los suplicios á que fué sometida la familia de los Tupac, y que después de todo, no fueron más horribles que los que empleaban las demás naciones civilizadas de Europa contra los infelices indígenas, cuando violaban los deberes de fidelidad y obediencia que la Metrópoli les había impuesto. Poco tiempo duró la paz. En 1805 ya, desembarca un ejército inglés al mando del almirante Murray en Buenos Aires, y gracias al gran valor, al gran prestigio y á la gran pericia militar de Liniers, pudo España conservar su dominio en la capital del Plata. Pero esos mismos habitantes que defendieron entonces á la madre patria, diez años después se sublevaban contra ella, proclamaban su independencia y la sostenían de tal modo, que desde entonces no volvieron á reconocer la soberanía de la Metrópoli española. Al mismo tiempo enarbolaban la bandera de la independencia los mejicanos; simultáneamente, los habitantes de Chile y del Perú; de suerte, que en el año de 1820 España había perdido todo su imperio colonial en el continente americano; no le quedaban más que las dos pequeñas islas (que pequeñas pueden llamarse en comparación con la inmensidad del territorio que había perdido) del golfo de Méjico: Cuba y Puerto Rico. En Méjico era proclamado emperador D. Agustín Itúrbide; en la América central y meridional sostenía con todo vigor, contra el ilustre General Morillo, la bandera de la independencia, el célebre Bolívar; España hizo esfuerzos políticos y militares, de que luego me ocuparé, para reconquistar la dominación perdida; trabajo inútil; desde entonces quedó extinguida para siempre la soberanía de la Metrópoli española. Aquellas inmensas regiones, perdida la batalla de Ayacucho, no volvieron jamás á reconocer la soberanía de España. * * * Y por lo que respecta á la isla de Cuba, bien evidente es que España no tuvo desde los primeros años del siglo XIX su tranquila y pacífica posesión. En 1812 estalló la primera insurrección del negro Aponte; en 1820 la de Ramírez protegido por el célebre Vidaurre que, aunque era magistrado de Puerto Príncipe, había nacido en Guayaquil. Desde entonces no cesaron las conspiraciones en la sombra que constantemente urdían las sociedades, llamadas patrióticas, formadas por cubanos. En 1848 desembarcó al frente de una partida de insurrectos D. Narciso López que, aunque General español, era de origen americano. Obligado á reembarcarse volvió á aparecer en la isla con el cubano Agüero en 1850. En 1854 intentaron desembarcar al frente de una expedición el General americano Kuiman y el cubano Pintó, habiéndose frustrado el propósito de insurrección merced á las energías del General D. José de la Concha que gobernaba la Isla. Desde 1858 se reanimó el fuego latente de la conspiracion hasta que ya en 1868 se dió el grito de Lares en Puerto Rico y de Yara en la isla de Cuba, con lo que se inició la primera guerra civil que no terminó hasta 1878 con la transacción del Zanjón, después de haber gastado la Metrópoli sumas enormes y de haber enviado á la isla hasta 140.000 hombres. En 1881 hubo otra nueva guerra, la conocida vulgarmente con el nombre de _guerra chiquita_, y, por fin, en 1895 surgió nuevamente el incendio, iniciándose la guerra que concluyó por la emancipación de la isla al amparo de las bayonetas americanas. Dado este notorio encadenamiento de los hechos insurreccionales que se presentaron desde 1780 y continuaron sin interrupción hasta 1898 en las tierras é islas descubiertas por Colón, ¿es racional aislar los que surgieron en la isla de Cuba de los análogos que los habían precedido en el continente americano español, y no ver en su conjunto la identidad de las causas que, como un reguero de pólvora incendiada al principio en la América española fué propagando el incendio hasta las islas del Golfo de Méjico? La Historia, la razón y aun el simple buen sentido demuestran que la pérdida de Cuba en 1898 no fué sino la última escena del terrible drama que había empezado en el Perú en 1780 y que había ido gradualmente subiendo hasta el Golfo de Méjico atravesando sus aguas y concluyó en la Gran Antilla, que es su joya más preciosa, convirtiendo en ruinas la soberanía de la madre patria. Así fué perdiendo España aquel inmenso imperio con que para bien de la civilización, pero á costa de los intereses permanentes y de las esperanzas más legítimas de progreso de la patria española, le había regalado el inmortal genovés. No es justo, pues, hacer recaer sobre los gobiernos de estos últimos años la pérdida de la Isla de Cuba, que no puede calificarse de un hecho aislado en la historia colonial de España, porque aparece como la última solución de un proceso que llevaba más de un siglo de existencia. Ni aun sería justo reservar estas responsabilidades únicamente para los gobiernos que dirigieron los destinos de nuestra patria desde 1780. La primera insurrección de aquel año ya acusa el malestar de las colonias y de la misma manera que el cáncer antes de manifestarse tiene un largo génesis en el organismo humano, durante el cual va gradualmente agravándose hasta que se manifiesta, cuando ya es imposible su curación, así también al revelarse en 1780, la obra de destrucción había venido lentamente elaborándose en los años precedentes, hasta el punto de que cabe afirmar, sin nota de temeridad, que el germen del mal databa desde el origen de nuestro régimen colonial. Pasa, señores, con esto, lo que ocurre en las familias que tienen la desgracia de contar entre sus individuos un enfermo crónico: cuando llega el momento del terrible desenlace, la familia, presa del dolor, acudiendo tan sólo á su sentimiento y dejando para más adelante el atenerse á los fríos dictados de la razón, echa la responsabilidad al infeliz doctor que le prestaba sus cuidados en los últimos días de su vida, sin comprender que la enfermedad era crónica y sólo, quizás hubiera podido ser curada cuando se inició y que, por tanto, el principal responsable sería, en todo caso, el primer médico que comenzó á asistir al enfermo, no el último que fué llamado ya para curar lo incurable. (_Muy bien, muy bien._) * * * Pero veamos, señores, cómo se puede explicar ese gran desastre nacional. No están conformes los publicistas españoles y extranjeros en explicarlo. Los unos creen que fué efecto del mal régimen colonial de España; otros entienden que fué el resultado de la equivocada é imprudente política colonial de nuestros monarcas. No faltan quienes traten de explicar la emancipación de América, por la influencia que en aquéllas regiones ejerció la nueva doctrina política proclamada por la Revolución francesa, y en poco tiempo extendida por el mundo civilizado. En mi humilde criterio, creo que todas estas causas contribuyeron, pero sólo en el concepto de causas secundarias que adelantaron la catástrofe, pero que por sí solas no la hubieran producido. La política interior y exterior de España, con relación á sus colonias, se comprende perfectamente que la haya anticipado. Al pueblo español, más allá de los Pirineos y aun más acá, pues no faltan escritores regionalistas que han participado de tan grave error, se le ha tenido por un pueblo cruel, que exterminó la raza indígena, que la trató como si no perteneciera á su misma especie, acumulando así sobre nuestra patria el odio de aquellas razas tan despiadadamente tratadas. No es verdad; digámoslo en honor de nuestro país. Voy á leeros unas frases--no de un escritor español--de un eminente publicista francés, que ciertamente no se distingue por las simpatías que le inspira nuestra patria, al menos en el orden económico y financiero. Dice así el ilustre economista Leroy-Beaulieu: «El tratamiento de los pueblos inferiores y su marcha hacia la civilización, es desde el punto de vista de la moral, del derecho, de la política, y también de la economía social, uno de los objetos más importantes de la colonización; por reproches que se puedan hacer»--os ruego que os fijéis mucho en esto que voy á leer, porque no puede menos de ser satisfactorio para el alma española...--«por reproches que se puedan hacer al sistema colonial de España, es necesario reconocer que sólo entre las naciones modernas ha ensayado poner en práctica en las relaciones con los pueblos vencidos, los preceptos _de la humanidad, de la justicia y de la religión_.» Para este insigne escritor, España es, entre las naciones del mundo moderno, la que respecto á los pueblos sometidos á su dominación, los ha tratado mejor, guardando con ellos las consideraciones que le imponían la humanidad, la justicia y la religión. ¿Qué más, señores? ¡Si precisamente el hecho que hace un momento os citaba, es la prueba más acabada de que España no trata de exterminar las razas indígenas, cuando el primer rebelde pudo tener á sus órdenes y bajo sus banderas, nada menos que 80.000 indígenas en el Perú! España, en todos sus antiguos dominios, dejó existente la raza indígena. A ver si en América del Norte subsisten sus restos más acá de los lejanos confines del Oeste, y aún allí, reducidos á una existencia tan miserable, que está revelando su próximo fin. Nuestra patria, bajo este aspecto, tiene el derecho de enorgullecerse. No sólo no exterminó las razas indígenas, sino que se cuidó de su educación y de su cultura. Un indio de pura sangre alcanzó, muy legítimamente, el poder supremo de su patria, rigiendo y gobernando con singular sabiduría desde su altura, así á sus compatriotas de origen, como á los europeos allí establecidos. Me refiero á Benito Juárez, Presidente de los Estados Unidos mejicanos. No; España, como decía el ilustre escritor á quien acabo de referirme, no tiene ese pecado en la Historia. Nuestra Recopilación de Indias está llena de pragmáticas, en las que los reyes adoptan todo género de medidas, para proteger á los indios contra la rapacidad de los empleados del Fisco y de los representantes de la Metrópoli en aquellas apartadas regiones. El vicio estaba en otra parte. Dice el ilustre escritor Mr. Humboldt, que ha logrado imponer al mundo culto el respeto que inspira la profundidad de su saber: «Los Reyes de España, tomando el título de Rey de las Indias, consideraban esas posesiones indígenas, más bien como provincias dependientes de la Corona de Castilla, que como Colonias, en el sentido dado á esta palabra por todas las naciones de Europa desde el siglo XVI.» Ese ha sido el grande error de nuestro sistema colonial. Según este ilustre sabio, la consecuencia práctica del principio de considerar á las Colonias como provincias del reino, era que no se había prohibido sistemáticamente á los habitantes de la América española tener manufacturas y fábricas para sus propias necesidades, prohibición que fué un uso en la mayor parte de las Colonias de los pueblos de Europa, singularmente en las Colonias inglesas. Cuando nosotros perdimos la América Continental, había industrias florecientes en ella, no solamente de artículos de primera necesidad, sino de artículos de lujo; y el mismo Humboldt, refiere admirado, el progreso de las ciencias naturales en Méjico; los establecimientos allí creados para su cultivo y desarrollo, señaladamente la Escuela de Minas, que según él, competía con las más adelantadas de Europa. El error estaba en que la Metrópoli consideraba como provincias aquellos territorios coloniales, sin tener en cuenta que la inmensa distancia á que se hallaban de la Metrópoli y su rudimentario estado social, habría de ser causa inevitable de que, á pesar del carácter provincial en que había de fundarse su Gobierno, la arbitrariedad, el fraude y los abusos de todo género iban á tener allí ancho y funesto campo en que desenvolverse, sin que el gobierno central tuviera medios eficaces de corregir tantos males, y de amparar constantemente contra ellos á sus infelices habitantes. * * * El insigne escritor Sr. Danvila, en su Historia de Carlos III, opina que las relaciones de España con sus Colonias y la manera cómo trató á los indígenas, puede dividirse en tres períodos. En el primero los consideró como esclavos. Entonces fué el tiempo de la concesión de las grandes encomiendas, que eran especie de feudos otorgados por la Corona á los descubridores y á tantos y tantos hijodalgos como pululaban por la antigua España, sin más ocupación que el guerrear, ni más hábitos que los guerreros, heredados de sus mayores que, durante setecientos años, habían tenido como la principal ocupación de su vida, la guerra de emancipación, que acababa de terminar en Granada. En este primer período se dejaron sentir los mayores rigores en las islas del Golfo de Méjico. Por eso, de ellas, como la única excepción de la América española, desapareció la raza indígena. En el segundo período fueron tratados los indígenas como los antiguos siervos del terruño; pero justo es reconocer que la antigua servidumbre apareció más suavemente planteada en nuestras colonias americanas. La personalidad del siervo aparece protegida por la ley, y constantemente limitadas y contenidas las arbitrarias atribuciones del señor. Este disponía del trabajo manual del indio, pero á tenor de preceptos que le protegían, y siempre con la obligación de remunerárselo. A pesar de todo, fué un régimen de inicua é irritante opresión. Vino el tercer período, iniciado al advenimiento de la Casa de Borbón. Ya en él, los indios adquirieron su libertad personal y la condición de súbditos, análoga á la en que vivían los peninsulares; pero súbditos, es verdad, sujetos á tutela, encomendada á Corregidores rapaces y á Oidores codiciosos. Mas aun en esta nueva y progresiva situación, el americano, indio, mestizo ó criollo, era rigorosamente excluído de toda intervención en la vida pública. Así es, que no bastaba ser ilustrado, rico, noble, ni título de Castilla. Estas altas distinciones se prodigaban en América. Afirma un escritor, que en la actual capital del Perú pasaban de cincuenta los que podían ostentar el título de Conde ó de Marqués. Mas á pesar de todo ello, aquellos habitantes eran excluídos de la administración del territorio en que vivían. La Metrópoli, por un espíritu de desconfianza que nunca supo abandonar, tuvo siempre, por regla general, sometidos aquellos habitantes á la autoridad y gobierno de los peninsulares. Fueron contadas las excepciones. Cuando los insurrectos del Plata trataron de justificar sus protestas y rebeldías contra la madre patria, alegaban, entre otros razonamientos, este sistema de exclusión, en cuya virtud, de 160 Virreyes que había habido en América, sólo cuatro habían sido criollos; de 602 Capitanes generales ó Gobernadores, únicamente 14 habían sido americanos, y sólo 12 de los 369 Obispos que habían regido las Iglesias de aquellas regiones hasta la segunda mitad del siglo XVII. Vuelvo á repetirlo: «El hombre no se conforma jamás con una situación en que considera rebajada su dignidad, lesionado su honor, siquiera maltratado su amor propio». ¿Creéis que aquellos americanos, aquellos pueblos, aquella raza muy inteligente, como lo es siempre toda raza mestiza, había de vivir, generación tras generación, resignada á verse excluída de la vida pública y gobernada por quienes, ostentando una superioridad de origen contra la que su conciencia protestaba, tan duramente la trataban? ¿No comprendéis cuánta antipatía y cuánto odio habría ido derramándose gota á gota en el fondo del alma de aquellas generaciones que bajo este régimen fueron sucediéndose en tan remotas regiones hasta el siglo XIX? Pues esto era aún lo menos grave. Por un concepto económico que hoy no es fácil comprender, puesto que ni obedecía al principio de la protección á la industria peninsular, ni tampoco tenía analogías con la doctrina, aún no conocida, del libre cambio, se había desenvuelto un sistema mercantil que, sin provecho para la Metrópoli, no podía ser fecundo sino para la arbitraria explotación de las Colonias. A América no podían enviarse más que productos y mercancías á título de españoles. Todos los extranjeros eran objeto de absoluta é inflexible prohibición. El extranjero que se atrevía á desembarcar en aquellas costas algo que no procedía de los puertos habilitados de la Península, corría el riesgo de pagar su audacia colgado de una horca en la plaza pública. Mas ni aun los españoles podían enviar libremente allí los productos de su industria. El Estado, y sólo el Estado, era el que hacía el comercio con sus Colonias, llevando las mercancías dos veces al año al Golfo de Méjico, y en él al puerto de Jalapa, y en la América meridional á la entonces célebre feria de Puerto Bello. Precisamente para concurrir á estos dos grandes y únicos mercados, en los que tenían los americanos que proveerse de los productos de Europa, promovió y sostuvo Inglaterra alguna guerra con la Península. Mas ni aun las mercancías que salían oficialmente de Sevilla ó de Cádiz en las periódicas expediciones, eran de procedencia nacional. El Gobierno de la Metrópoli (y esto demuestra que su conducta no obedecía á un alto principio protector) era benévolo con el contrabando. Los productos extranjeros pagaban los correspondientes derechos de aduanas al entrar en la Península, y después eran cargados en los galeones, como si fueran productos españoles. Doble ganancia que obtenía el Erario público, y que era el fin supremo que inspiraba en este orden nuestra política colonial. En cambio de esto, los comerciantes españoles, sujetos á esta poderosa intervención del Estado hasta que la flota que conducía sus mercancías levaba anclas, readquiría una completa libertad, absoluta y hasta escandalosa libertad, al llegar al puerto de destino en América, para vender los productos á los precios arbitrarios que su codicia tenía por conveniente fijar; y hubo un tiempo en que estos productos eran repartidos á los indios, necesitáranlos ó no, y á los precios que libremente les fijaban, como digo, los vendedores. Cuando un pueblo llega á tener ya conciencia de su existencia y de su derecho, no soporta una situación tan arbitraria. ¿Por qué se emanciparon los Estados Unidos de la soberanía de Inglaterra? Aquellas trece colonias no quisieron someterse á la autoridad del Parlamento de la Metrópoli que había impuesto derechos aduaneros á ciertos artículos cuando hubieran de importarse por sus puertos. No les satisfizo que la Metrópoli derogase el bill en que se habían establecido, dejándolos reducidos á un simple derecho de timbre, para los documentos de la contratación mercantil, y á otro derecho arancelario con que había de ser gravada la introducción del te. Los colonos resistieron estos pequeños gravámenes, no tanto por su importancia como por entender que el Parlamento inglés no estaba facultado para decretar impuestos, que aquéllas hubieran de satisfacer. Así comenzó en 1777, primero las protestas, y después la guerra que terminó por la independencia de las colonias rebeladas, reconocida por la Inglaterra en 1783. Pero aun había algo más irritante que las codiciosas habilidades del Estado: las de las autoridades y funcionarios que la Metrópoli enviaba para el régimen y gobierno de aquellos pueblos. En los documentos oficiales de la época, así en las reales pragmáticas, que la Corona incesantemente expedía para contenerlas, como en los informes que los Visitadores por ella nombrados le remitían, se halla á cada paso la relación de los deplorables abusos de que adolecía la administración colonial. El Visitador Areche escribía á D. Fernando Mangino en 17 de Diciembre de 1777: «¡Ay, amado amigo! Qué cerca está de perderse todo aquí, no corrigiéndose estos execrables abusos, pues cuentan ya demasiados años, y están muy cerca de su trágico fin, si no se toma con preferencia su remedio». Pero con frases que revelan la ingenuidad de los sentimientos que le inspiraban, aun más elocuentemente los lamentaba, antes de su rebelión el propio Tupac-Amarú en un pasquín que apareció en la ciudad del Cuzco, pocos días antes del levantamiento nacional. Decía así: «Oh, Rey D. Carlos III por la gracia de Dios, en qué riesgo se halla tu reino del Perú, á causa de las tiranías de tantos empleados, visitadores, corregidores y demás inventores de la tiranía. ¡Desenvaina tu espada contra quienes son causa de esta perdición, mayormente sabiendo que el más distinguido plebeyo de tus criollos no estaba contento por haber querido estancar la sal y que se llenasen de pechos ó derechos estos leales vasallos!; y aunque muera Tupac-Amarú, no faltará otro que defienda estas inventadas tiranías con la muerte del cruel visitador y de sus aliados como perseguidores del Reino». Comprenderéis por esto, cuánto dejaba que desear á aquellos habitantes la tristísima condición de la administración bajo cuyo imperio se veían forzados á vivir. A pesar de ello, yo creo, que con las modificaciones introducidas para sanear esta mala administración desde el advenimiento de la Casa de Borbón y singularmente desde Carlos III, tales como la reducción de las atribuciones de las Audiencias, la supresión de los Corregidores, la creación de los Intendentes y el nuevo espíritu, que á los actos de aquellos funcionarios no pudieron menos de llevar las Cortes de Cádiz con sus decretos, se hubiera podido ir conteniendo la emancipación de las colonias de América, y al finalizar el siglo XIX, España no habría aún perdido por completo su dominio colonial. * * * Pero el efecto de estas mejoras fué neutralizado por la infausta política internacional, que al buen Rey Carlos III le inspiraron de consuno, sus sentimientos patrióticos, empapados en los agravios que el pueblo español sentía desde el Tratado de Utrech, al ver en poder de los ingleses el Peñón de Gibraltar y su excesivo amor á los intereses de la rama primogénita de su familia. Aquel monarca, siguiendo el consejo de sus ministros más ilustres, como lo fueron el Conde de Floridablanca, y el mismo Conde de Aranda no reparó en acceder á los deseos del Jefe de su Casa, el monarca de la vecina Francia, prestando su apoyo á las colonias inglesas, en la guerra que habían emprendido para emanciparse de su Metrópoli. En 1779 celebró Carlos III un tratado de alianza con el monarca francés, en el que se obligaba á ayudar á las colonias inglesas con todos los medios que tuviera á su alcance, hasta que lográran su emancipación y soberanía. Se comprende que el monarca francés prestára su concurso á las colonias inglesas. Para Francia, que poseía pequeños territorios, y de escaso valor todos ellos en América, era de poca importancia el riesgo que, con tan imprudente conducta podía correr. Pero España, cuyo inmenso poderío estaba allí, ¿cómo no vieron los Ministros de Carlos III que el incendio de las colonias inglesas podía propagarse por todo el continente americano? Tan notorio era el peligro, que el propio Conde de Aranda, que había animado á su Rey á seguir política que tales peligros envolvía, cuando regresó de París en 1783, después de haber firmado el tratado de paz con Inglaterra y de haber quedado proclamada la independencia y soberanía de las colonias inglesas, dirigió una Memoria á Carlos III, en la que le decía lo que vais á oir: «La independencia de las colonias inglesas queda reconocida, y este es para mí un motivo de dolor. Francia tiene pocas posesiones en América, pero ha debido considerar que España, su última aliada, tiene muchas, y que desde hoy se halla expuesta á las más terribles conmociones...» Y más adelante: «Jamás han podido conservarse por mucho tiempo posesiones tan vastas colocadas á tan gran distancia de la Metrópoli. A esta causa, general á todas las colonias, hay que agregar otras especiales á las españolas; á saber: la dificultad de enviar los socorros necesarios, las vejaciones de algunos gobernadores para con sus desgraciados habitantes, la distancia que los separa de la autoridad suprema, lo cual es causa de que, á veces, trascurren años sin que se atiendan sus reclamaciones... Los medios que los virreyes y gobernadores, como españoles, no pueden dejar de tener para obtener manifestaciones favorables á España; circunstancias que, reunidas todas, no pueden menos de descontentar á los habitantes de América, moviéndolos á hacer esfuerzos á fin de conseguir la independencia tan luego como la ocasión les sea propicia...» Y hablando de la nueva nación: «Esta república federal nació pigmea, por decirlo así, y ha necesitado del apoyo y fuerza de dos Estados tan poderosos como España y Francia, para conseguir su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante y aun coloso terrible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y sólo pensará en su engrandecimiento... El primer paso de esta potencia será apoderarse de las Floridas, á fin de dominar el golfo de México. Después de molestarnos así, y nuestras relaciones con la Nueva España, aspirará á la conquista de este vasto imperio, que no podremos defender contra una potencia formidable, establecida en el mismo continente, y vecina suya». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fué profeta el Conde de Aranda. Desgraciadamente no fué tomada en cuenta su profecía. La Gran Bretaña tuvo que devolvernos en 1783 la Florida Oriental; Carlos IV pocos años después, ó sea en 1795, cedió á la República francesa la Luisiana, para que el primer Cónsul se la regalase en 1800 á los Estados Unidos, á fin de que, estos pudiesen cerrar el círculo de hierro con que había de quedar ceñida nuestra Gran Antilla y pudieran estar á ella más próximos para sus empresas ulteriores; Fernando VII, en 1819, les cedió generosamente las dos Floridas, unidas bajo la soberanía española, según queda dicho, desde los tiempos de Carlos III. Tended la vista por la carta geográfica y desde luego comprenderéis la verdadera insensatez del Gobierno español, poniendo de su parte todo lo posible para que la codicia anglo-americana pudiera más fácilmente fijarse en aquello que lógicamente había de ser el objeto de sus constantes afanes. Desde la Florida no tenía más que atravesar el estrecho que lleva este nombre, para que las armas americanas llegasen á tierra cubana. Y para que á esta funesta política, nada faltara, los ilustres legisladores de Cádiz, que tantos títulos de gratitud ostentan ante la España moderna, bajo la presión de los patrióticos sentimientos que les dominaban, al conceder á Reynol Kesner el territorio de Tejas, que también vierte sus aguas sobre el Golfo de México, para su repoblación, si bien le exigieron que las dos terceras partes de ésta hubieran de ser españoles, le dejaron en libertad de elegir la tercera parte restante, con la sola excepción de los franceses, contra cuyo Emperador entonces brotaba como del suelo y se mascaba en la atmósfera española la irritación y el odio más profundos. Por esa parte pudieron entrar los anglo-americanos para establecerse definitivamente en aquel Estado, cuya situación geográfica, era, como la de la Florida, un grandísimo peligro para nuestra causa en Cuba. * * * Cuando Fernando VII quiso en 1823 solicitar de las potencias europeas su concurso para dominar el movimiento de emancipación de América, ya la invasión anglo-americana, que había borrado de su memoria todo recuerdo de la benevolencia de Carlos III, y en su nombre el Presidente Monroe proclamó ante el mundo la doctrina tan conocida, sintetizada en la frase «América para los americanos,» y cuyo verdadero sentido es más bien «América para los Estados Unidos.» Desde entonces la acción del gobierno americano y sus aspiraciones á Cuba fueron más manifiestas y llegaron á traducirse en proposiciones de carácter oficial. En 1848 llegaron á insinuar á España la idea de la compra de la isla de Cuba, insinuación que fué rechazada con dignidad por nuestro Gobierno. En 1854, en la conferencia de Ostende, volvió el representante del gobierno de Washington á hacer análogas proposiciones, aunque con el mismo éxito que la anterior. Desde entonces no cesaron de trabajar en el seno del pueblo americano para alimentar la insurrección cubana, trabajos que pronto empezaron á traducirse en gravísimos actos de hostilidad. Como ya os he indicado, de un puerto de la Florida salió en 1848 el General Narciso López, para invadir la isla de Cuba, al frente de varios insurrectos, parte de ellos anglo-americanos, y en los Estados Unidos fué donde halló refugio para emprender otra expedición en 1850 con el filibustero Agüero. En 1854 un General de la Unión, Kuiman, con el cubano Pintó, invadieron nuevamente la isla para encender en ella el fuego insurreccional. Entonces fué cuando surgió el conflicto del _Black-Warrior_, en el que nuestro país, á pesar de tratarse de un buque que estaba sometido por el Derecho internacional á todos los rigores de las leyes españolas, tuvo que aceptar, como transacción, que el asunto se sometiera á un Tribunal arbitral. En 1868, es ya un hecho comprobado por la Historia, que fué en los Estados Unidos donde se fraguó la invasión que produjo la primera guerra, que duró hasta la paz del Zanjón. Todos recordaréis las grandes dificultades que desde 1870 surgieron á cada paso con el gobierno de Washington, con motivo de las reclamaciones de indemnización que contra el nuestro hacían los insurrectos cubanos, cubriéndose con la capa de la ciudadanía americana. No habréis olvidado tampoco que las repetidas contestaciones del gobierno de Washington, á las reclamaciones del español por las expediciones que salían de los puertos de la Unión, señaladamente de Tampa y Cayo-Hueso, consistían en la expresión de su impotencia ante la soberanía de los Estados federados. En 1875 el gobierno de la Unión exploró la opinión de las grandes potencias de Europa, con el fin de intervenir en la guerra civil que devastaba los campos de Cuba, y solamente desistió de sus propósitos, ante la oposición que aquéllas manifestaron al pensamiento. Y no puede, ciertamente, causar sorpresa la política del gobierno americano, á quien con serenidad de espíritu la estudie. Pueblo joven, lleno de energías, devorado por la fiebre de la expansión, como desahogo necesario para la exuberancia de su vida, el pueblo americano, que sentía lastimado su orgullo ante la dominación en América de una potencia europea, si no supo contenerse ante la independencia de su vecina la República mejicana, su política le llevó á no respetar tampoco el último girón que quedaba en América á aquella nación que la había descubierto, para llevar á ella todos los beneficios de la civilización cristiana y moderna. Y á todo esto, el vicio del sistema continuaba en pie. Las Cortes de Cádiz, llenas de patriotismo, quisieron atraerse el amor de los españoles de América. En 1810 declararon la igualdad de sus derechos con los ciudadanos de la Península. En 1813 dispusieron que las Cortes se formasen con un número igual de ciudadanos españoles y americanos, y suprimieron algunos de los impuestos que más agobiaban á aquellos habitantes. El propio Fernando VII, en los años 1825 y 1826, cuando perseguía cruelmente á los liberales que habían defendido su trono contra el gran conquistador del siglo, ofrecía á las Colonias americanas el régimen constitucional, como nuevo vínculo con el que pretendía obtener su pacificación. Nada de esto fué bastante; el vicio del sistema era el obstáculo insuperable á esta nueva fase de la soberanía española en América. A lo que las Colonias aspiraban, lo que estaban resueltas á conseguir, era regirse y gobernarse á sí mismas, era el régimen autonómico, para ellas de mucho más valor que todas las ventajas, todos los beneficios y todos los progresos de que pudiera colmarles la Metrópoli. Esto mismo ya lo había presentido el Conde de Aranda, cuando en la Memoria que según hace poco os he dicho dirigió al rey Carlos III, después de la paz con Inglaterra, le había propuesto, como el medio de conservar la dominación española en América, la creación de tres Reinos: el de Méjico, el de Perú y el de Costa Firme, que serían como feudatarios de la Corona de Castilla, y para formar de esta manera con España un grande Imperio, contra el cual serían impotentes los demás Estados de Europa. El error del ilustre Conde de Aranda al concebir tal pensamiento, consistió en no tener presente, que la tierra americana no podía menos de ser refractaria á la institución monárquica. América había nacido á la vida moderna, bajo el imperio de Monarquías lejanas, de las cuales no podía conservar grato recuerdo, por la administración y gobierno de sus representantes. Por otra parte, la nueva República de los Estados Unidos tampoco hubiera aceptado el establecimiento de los Reinos que el Conde de Aranda proponía. * * * Más previsor, con un criterio más levantado y más propio de un hombre de Estado, aconsejó después, por mucho que os sorprenda lo que vais á oir, el Príncipe de la Paz á Carlos IV, la organización autonómica de la América española, como lo había hecho el Conde de Aranda, pero no bajo la forma monárquica que aquél proponía. Para el Príncipe de la Paz debía constituírse en aquellos territorios un Gobierno Supremo, allí debían resolverse sin ulterior recurso los asuntos, salvo el caso en que los intereses comunes de españoles y americanos aconsejasen reservarlos á la superior resolución de la Metrópoli. Los Jefes Supremos de aquellos territorios, por más de que fueran Príncipes de la sangre, habían de gobernarlos con un Ministerio responsable y con un Consejo á manera de Cuerpo legislativo, que había de formarse de por mitad por españoles y americanos, y no á título de reino, sino de provincias ó virreinatos independientes de la Metrópoli. En el pensamiento del Príncipe de la Paz aparecen ya los caracteres fundamentales de la autonomía de la Australia y del Canadá. Así lo dejó consignado en sus Memorias publicadas en 1839, en las que dice: «Mi pensamiento fué que en lugar de Virreyes fuesen nuestros Infantes á la América, que tomasen el título de Príncipes regentes, que se hiciesen amar allí, que llenasen con su presencia la ambición y el orgullo de aquellos naturales, que les acompañase un buen consejo con Ministros responsables, que gobernase allí con ellos un senado, mitad de americanos y mitad de españoles, que se mejorasen y acomodaran á los tiempos las leyes de las Indias, y que los negocios del país se terminasen y fuesen fenecidos en tribunales propios de cada cual de estas regencias, salvo sólo aquellos casos en que, el interés común de la Metrópoli y de los pueblos de la América, requiriesen terminarlos en España». Desgraciadamente, ni el Conde de Aranda, ni el Príncipe de la Paz fueron oídos y persistió el sistema de considerar como provincias de España aquellos lejanos territorios, por más que el régimen de las provincias de la Metrópoli fuese de aplicación imposible más allá del Atlántico, agregándose á ello que tal sistema continuó encerrándose hasta el último momento en la inconsecuencia del régimen arancelario excepcional, en cuya virtud, las Antillas españolas, habían de recibir como de cabotaje las mercancías españolas, entre tanto que en la Península, no habían de gozar de los mismos beneficios los productos antillanos. España comenzó al fin, á reconocer la independencia y soberanía de sus antiguas colonias en el continente, comenzando este reconocimiento en 1836 y siguiendo hasta 1870, en que celebró el último tratado. Después de todo cuanto acabo de indicaros, puedo volver á preguntar: ¿Creéis que cabe considerar aisladamente la insurrección de la isla de Cuba y que ésta no fué si no la última escena del sangriento drama que se desarrolló durante más de un siglo? ¿Creéis que las faltas de los gobiernos que acaban de fenecer pueden explicar por sí solas la última catástrofe? ¿No comprendéis que aun cuando estas faltas hayan contribuído á ella, no por eso habría dejado de realizarse aquélla, si tales faltas no se hubieran cometido? Por esto os decía, que el germen del mal arrancaba desde los primeros tiempos de la dominación española, porque estaba en el sistema mismo. Con serenidad de espíritu hay que estudiarlo, y ya que no lleguemos á aquella serenidad de que dieron muestras los ingleses cuando perdieron sus colonias de Norte América, por lo menos no nos dejemos arrebatar por la pasión; estudiemos en la Historia y á la luz de la crítica estos fenómenos y aprendamos en lo pasado lo que necesitamos para mejorar nuestra situación en lo porvenir. Por hoy, he abusado demasiado de vuestro tiempo. En otra conferencia pienso ya, ocuparme del término de nuestra soberanía colonial en América, ó sea de las conferencias y del Tratado de París celebrado en el año 1898. (_Grandes aplausos._) II Ley natural de emancipación de las colonias. -- Nuestra misión en París. -- Ni acuso á nadie, ni defiendo mis actos. -- Exposición de hechos y documentos. -- Preparación de la Paz. -- Mr. Cambon y Mr. Mac-Kinley. -- El protocolo de Washington. -- La comisión para el tratado de paz. -- Estado del espíritu público. -- La prensa. -- Proyectos de artículos de la comisión española y americana. -- La Deuda colonial. -- Peligro de rompimiento de negociaciones. -- La cuestión de Filipinas. -- Ultimatum americano. -- España cede á la fuerza. -- Carta al Sr. Sagasta pidiendo autorización para retirarme. -- Continúan las negociaciones. -- Artículos del tratado. -- Ventajas obtenidas. -- Memorandum-protesta español. -- Respuesta de los americanos. -- Ataques de dos periódicos. -- ¡Que juzgue el país! SEÑORES: La conferencia que anteayer tuve el honor de pronunciar desde este sitio, puede resumirse del modo siguiente. En mi modestísima opinión, el estado colonial de un pueblo es, por su naturaleza, precario y temporal; nunca es ni ha sido un estado de carácter permanente. La temporalidad de este estado tiene una gran analogía con la menor edad del ser humano. Cuando éste siente en el fondo de su conciencia toda su personalidad, la plenitud de su razón, y la libertad preparada para obrar á su tenor, no porque su corazón haya cambiado, no porque deje de amar á sus padres como en los días de su infancia, pero conservando ese amor, se considera independiente y señor de sus actos, y autorizado para regirse y gobernarse á sí mismo. Pues bien; como somos nosotros en el seno de la familia, lo mismo han sido y son los pueblos en todas las edades; y así como la emancipación del hijo es, en realidad, en el seno del hogar doméstico un momento crítico, en cuanto que el padre siente, y no por egoismo ciertamente, perder aquella autoridad, en cuya virtud podía dirigir la conducta de su hijo y hasta modelar su conciencia, y teme por la felicidad de aquél á quien dió el ser, al tener que reconocer su libertad é independencia; de la misma manera la madre patria siente repugnancia y aun decidida resistencia para reconocer la independencia de los pueblos que educó y que preparó para una vida libre. Estas crisis fueron siempre graves, terribles, y casi siempre sangrientas, y una vez conseguida la independencia por los nuevos Estados, no supieron conducirse con el natural sentimiento de amor á la Metrópoli á cuyo calor se habían formado. Pero también he dicho, que por más que el estado colonial es, por su naturaleza, temporal, por lo que hace á nuestra patria, la emancipación de nuestras últimas colonias, si bien fué el natural efecto de la causa que acabo de indicar, quizá se haya producido además por otras circunstancias, entre las que necesario es reconocer que figuran las faltas y los errores de los Gobiernos. No estaba fijado el momento de la emancipación; este momento podía aproximarse ó retrasarse, pero no alejarse para siempre. ¿Para qué recordar los tristes sucesos que precedieron á la pérdida de los últimos restos de nuestro imperio ultramarino? Demasiado vivos están en nuestra memoria para que hagamos ahora con su recuerdo más vivo el dolor que sentimos todos, en quienes vive ardiente el amor sagrado de la Patria. Pasaré, pues, por encima de estos hechos para llegar al mes de Julio de 1898. Haré la relación de lo ocurrido con toda la fría imparcialidad de que soy capaz. No saldrá de mis labios, una frase siquiera que envuelva censura ni acusación para nadie, ni tampoco he de pronunciarla en defensa de mis actos, ni de mis dignos compañeros de la Comisión á quienes se encomendó el dolorosísimo encargo de concertar en París el tratado de paz, con la poderosa nación que tantos dolores acababa de ocasionarnos. Mi conciencia no conserva el recuerdo de hecho alguno de aquella Comisión, que en mi humilde sentir requiera su defensa. Me limitaré, pues, á referir imparcialmente lo ocurrido, dejando á vosotros y al público en completa y absoluta libertad para que forméis después vuestro juicio soberano. Pero estad seguros de la verdad de cuanto voy á referir, pues todos y cada uno de los hechos, descansan sobre documentos fehacientes, que procuraré ir citando, y la historia que voy á haceros se acomodará á las más severas exigencias de la verdad. * * * El 22 de Julio de 1898, el Gobierno español comprendió que era ya de toda urgencia poner término á la guerra: aun no habían desembarcado á la sazón los soldados americanos en la isla de Puerto Rico. Como entendía que las negociaciones tenían un apremiante carácter de urgencia y carecíamos de representante diplomático en Washington, hubo de velarse por la mediación del embajador de España en París, del que lo era de la República francesa en la capital americana, para que iniciase las negociaciones con el gobierno federal. El Gobierno francés se prestó gustoso inmediatamente á lo que de él, según acabo de decir, demandaba nuestro Gobierno, y, en su consecuencia, el Ministro de Estado español dirigió al Embajador de la República francesa en Washington, como Ministro plenipotenciario especial de España para estas negociaciones, un telegrama que contenía una comunicación para el Presidente de la República americana. En él decía nuestro Ministro á Mr. Mac-Kinley, que España entendía que había llegado el momento de poner término á las hostilidades, y que en su consecuencia, se sirviera decir cuáles eran las condiciones que el Gobierno de Washington consideraba indispensables, para acordar la suspensión de la guerra. Hizo más nuestro Ministro de Estado. Comunicó este telegrama á los Embajadores y Ministros de las potencias europeas, en Madrid, algunos de los cuales, sin duda, se apresuró á comunicárselo al Presidente americano, porque cuando el Embajador francés se lo entregó en propia mano el día 27, ya le dijo éste, que conocía su contenido. El Presidente aceptó la indicación, manifestando cuáles eran las condiciones con que los Estados Unidos estarían dispuestos á poner término á la guerra. Estas condiciones, aunque muy pronto las leeré, me anticipo á decir que eran las siguientes: 1.ª Que España renunciase á la soberanía y _á todos sus derechos_ en la isla de Cuba. 2.ª Que España, como indemnización de los gastos de guerra, cediese á los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y todas las demás que tenía en las Indias Occidentales. 3.ª Que los Estados Unidos hubieran de conservar en su poder la bahía y el puerto de Manila como garantía, hasta que se celebrase un tratado de paz, en el cual se había de resolver sobre la inspección (y añadía el Presidente, poniendo una palabra que es común al idioma francés y al inglés, la palabra _contrôle_, por más que no tiene el mismo significado en las dos lenguas) la disposición y el gobierno del archipiélago filipino, habiendo además de procederse inmediatamente, y sin aguardar á la celebración del tratado, y tan pronto se aceptasen los preliminares que proponía, á la evacuación de las islas de Cuba y Puerto Rico. La condición relativa al archipiélago filipino, estaba redactada en un sentido tan ambiguo, tan obscuro, tan indeterminado y tan propio para un sentido absoluto é ilimitado, que el embajador francés, según manifestó á nuestro Gobierno, se consideró en el caso de pedir aclaración al Presidente americano para que fijara el concepto de la cláusula y manifestara concretamente las aspiraciones de los Estados Unidos en el archipiélago filipino. El Presidente se negó en absoluto á esta aclaración, y dijo que no tenía formado concepto definitivo sobre el destino del archipiélago, si bien en la segunda conferencia que con él tuvo el embajador francés en 6 de Agosto, añadió que en París se fijarían las _ventajas permanentes_ que habían de reconocerse á los Estados Unidos en el archipiélago. Parece que el Presidente, en esta ocasión, traspasó los límites, ya por sí mismos bastante amplios, de la libertad diplomática. Si no tenía todavía formado su pensamiento respecto del archipiélago filipino, ¿por qué se negó á cambiar las palabras _disposición_ y _gobierno_ de la cláusula tercera, en las que se envolvían hasta la soberanía del archipiélago? ¿Por qué en la misma conferencia dijo que en las de París se fijarían las ventajas permanentes (entre las cuales seguramente cabe la soberanía) que los Estados Unidos habían de tener en el archipiélago oriental? El Ministro de Estado contestó en 7 de Agosto al embajador francés, que se aceptaban las condiciones del Presidente, á pesar de la vaguedad é indeterminación de la palabra del archipiélago filipino; pero que se expresan que esta aceptación por parte del Gobierno español, se hacía sin que se pudiera entender que _á priori_ no renunciaba la soberanía del archipiélago. Al enterarse de esta respuesta, y con un propósito que los hechos revelaron después, manifestó la exigencia de que dichas condiciones de paz y su aceptación, en vez de constar en las notas telegráficas que hasta entonces habían mediado, se firmasen en un protocolo especial que habría de redactarse á este efecto. De este modo, como los hechos vinieron á demostrar, el gabinete de Washington se ponía en la situación de poder prescindir en París de las negociaciones que habían precedido al protocolo para atenerse exclusivamente al articulado de este documento. * * * Dice este protocolo así: «Secretaría de Estado.--William R. Day, Secretario de Estado de los Estados Unidos y Su Excelencia monsieur Cambon, Embajador extraordinario y Plenipotenciario de la República francesa en Washington, habiendo recibido respectivamente al efecto plenos poderes del Gobierno de los Estados Unidos y del Gobierno de España, han formulado y firmado los artículos siguientes, que precisan los términos en que ambos Gobiernos se han puesto de acuerdo, relativamente á las cuestiones abajo designadas, que tienen por objeto ver lo que es la paz entre los dos Países, á saber: »Artículo 1.º España renunciará á toda pretensión á su soberanía y á todos sus derechos sobre Cuba. »Artículo 2.º España cederá á los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y las demás islas que actualmente se encuentran bajo la soberanía de España en las Indias Occidentales, así como una isla en las Ladrones, que será escogida por los Estados Unidos. »Artículo 3.º Los Estados Unidos ocuparán y conservarán la ciudad, la bahía y el puerto de Manila en espera de la conclusión de un Tratado de paz, que deberá determinar la intervención (_contrôle_), la disposición y el gobierno de las Filipinas. »Artículo 4.º España evacuará inmediatamente la isla de Cuba, Puerto Rico y las demás islas que se encuentran actualmente bajo la soberanía española en las Indias Occidentales; con este objeto, cada uno de los dos Gobiernos nombrará Comisarios en los diez días que seguirán á la firma de este Protocolo, y los Comisarios así nombrados deberán, en los treinta días que seguirán á la firma de este Protocolo, encontrarse en la Habana á fin de convenir y ejecutar los detalles de la evacuación ya mencionada de Cuba y de las Islas españolas adyacentes; y cada uno de los dos Gobiernos nombrará igualmente, en los diez días siguientes al de la firma de este Protocolo, otros Comisarios que deberán, en los treinta días que seguirán á la firma de este Protocolo, encontrarse en San Juan de Puerto Rico, á fin de convenir y ejecutar los detalles de la evacuación antes mencionada de Puerto Rico y de las demás islas que se encuentran actualmente bajo la soberanía de España en las Indias Occidentales. »Artículo 5.º Los Estados Unidos y España nombrarán para tratar de la paz, cinco Comisarios á lo más por cada País; los Comisarios así nombrados deberán encontrarse en París el primero de Octubre de mil ochocientos noventa y ocho lo más tarde, y proceder á la negociación y á la conclusión de un Tratado de paz; este Tratado quedará sujeto á la ratificación con arreglo á las formas constitucionales de cada uno de ambos países. »Artículo 6.º Una vez terminado y firmado este Protocolo, deberán suspenderse las hostilidades en los dos Países, y á este efecto se deberán dar órdenes por cada uno de los dos Gobiernos á los jefes de sus fuerzas de mar y tierra tan pronto como sea posible. »Hecho en Washington en ejemplar doble, inglés y francés, por los abajo firmados, que ponen al pie su firma y sello el día doce de Agosto de mil ochocientos noventa y y ocho.» Este Protocolo, como se ve, hizo definitiva é irreparable la catástrofe. España, irrevocablemente, perdía por él sus colonias de Occidente; nada tenía que esperar ya respecto de ellas. La suerte de las mismas quedaba fijada. No pueden menos de llamar la atención las frases del artículo 2.º: «España _cederá_ á los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y _las demás islas que actualmente se encuentran bajo la soberanía de España en las Indias Occidentales..._» ¿Qué islas son estas? Las más importantes, no se concibe que sean otras que la isla de Pinos y otros islotes que rodean la isla de Cuba. Pero todas éstas, en cuanto están dentro del mar jurisdiccional de la isla, ó sea, en una zona de tres millas de extensión, son parte integrante de la soberanía de Cuba, según las reglas universalmente admitidas del derecho internacional. Mas, ¿es que á pesar de esto, los Estados Unidos al celebrarse el Protocolo de Washington, tenían la intención de reservarse para su exclusiva soberanía estas pequeñas islas que rodean la grande Antilla? Esto equivaldría á decir, que su pensamiento era estar en condiciones de tener permanentemente bloqueada la isla, á pesar de las protestas de la Unión á favor de su soberanía é independencia. Respecto al archipiélago filipino, más que esperanzas, envolvía gravísimos temores para España el Protocolo de Washington. Dentro de su cláusula tercera cabía la pérdida de la soberanía y aun algo peor: la pérdida de su dignidad y de su honor, que no quedaría á salvo, si los Estados Unidos, al amparo de aquel texto, se empeñaban en adquirir el derecho de una intervención permanente en el gobierno interior del archipiélago y ventajas del mismo carácter, que les reservasen todos los beneficios de la colonia, dejando sólo para la antigua Metrópoli las cargas que tales posesiones imponen siempre. Por lo uno ó por lo otro habría que optar en París. La única esperanza que quedaba, era la de que, esta desgraciada situación, definitivamente fijada en Washington, no se agravase más en la capital de la vecina República al celebrarse el Tratado de paz. A la sazón Manila estaba sitiada, pero no se había rendido. El día 13 de Agosto el americano Dewey abría negociaciones con las autoridades de la plaza para su rendición, que se llevó á cabo al día siguiente 14. Este acto de guerra era notoriamente contrario al Protocolo, en el que se había estipulado que inmediatamente después de su firma, las hostilidades habían de suspenderse. El Almirante de la escuadra americana y el general del ejército de tierra que sitiaban la capital del archipiélago, es natural que ignorasen que el día 13 de Agosto, esto es, el día anterior, se había firmado en Washington la suspensión de hostilidades. De esta ignorancia, la única consecuencia que surge es la de que no incurrieron en responsabilidad personal por un acto, que hubiera sido un acto de verdadera felonía si por ellos hubiese sido ejecutado, teniendo previamente noticia de que el estado de guerra estaba ya suspendido. Mas la buena fe de aquellos jefes, si bien es bastante para eximirles de toda responsabilidad personal, no lo es para dar carácter de legalidad á aquel acto de guerra que la buena fe que debió suponerse en las altas partes contratantes exigía que debía tenerse en el por ellos ejecutado, reponiéndose las cosas al ser y estado en que se hallaban el 12 de Agosto, en que, por mutuo acuerdo, habían sido suspendidos todos los actos de fuerza de los ejércitos beligerantes. Es verdad que la bahía y plaza de Manila habían de quedar en poder de los Estados Unidos como garantía hasta la celebración del Tratado de paz, pero según va dicho, era inmensa la diferencia que no podía menos de resultar entre las consecuencias de la ocupación de la plaza por la voluntad de las altas partes contratantes y la ocupación de la misma por un acto de guerra, ó sea por su conquista. Este punto fué objeto de una seria reclamación de la Comisión española en las conferencias de París y de la cual habré de ocuparme oportunamente. Mas lo cierto es, que al nombrar el Gobierno español la Comisión que con arreglo al artículo 5.º del Tratado preliminar de Washington había de concurrir á París para la celebración del Tratado de paz, el estado, de hecho, en Filipinas, consistía en la insurrección general de la población indígena del archipiélago y en la ocupación de la bahía y el puerto de Manila por las fuerzas americanas, á las que se había rendido la guarnición española de la plaza, compuesta de unos ocho ó nueve mil hombres. * * * El Gobierno español nombró una Comisión. Se dijo entonces, que su propósito había sido formar una Comisión verdaderamente nacional, en que estuvieran representados todos los partidos políticos del país, á quienes no podía menos de suponerse interesados por igual en la defensa de su Patria. Se dijo asimismo, que á diferencia del Gobierno, creyeron los hombres políticos más eminentes, que la Comisión debía ser vivo reflejo del pensamiento de aquélla, y que por tanto sus individuos no debían llevar otro criterio más que el del Gobierno que les nombrase. Cualquiera que haya sido la verdad de lo ocurrido, y hallándome yo en el campo, y ajeno por completo á los quehaceres de la vida pública, fuí telegráficamente llamado á Madrid para recibir el encargo de presidir la Comisión que había de ir á París para consumar el doloroso sacrificio que ya en Washington los rigores de la guerra nos habían irreparablemente impuesto. Fueron inútiles mis excusas, fundadas en mi falta de aptitud y en mi situación personal que me había tenido alejado de toda participación íntima y directa en nuestras cuestiones coloniales. Se me exigió en nombre del patriotismo el cumplimiento de tan oneroso deber, y me sometí, sabiendo bien las amarguras y los dolores que me estaban reservados; marché á París con mis dignos compañeros de sacrificio los Sres. Abarzuza, de tan relevante historia política; Garnica, cuya pérdida no puede menos de llorar la toga española, de la que era uno de sus más ilustres representantes, y el general Cerero, de gran prestigio en el cuerpo de Ingenieros militares, á cuyo frente venía y continuó después, los cuales, excepto el primero, se hallaban en la misma situación que yo, por lo que á la cuestión colonial se refiere, concurriendo á París nuestro ministro en Bruselas, Sr. Villaurrutia, uno de los hombres más distinguidos de la diplomacia española, que también había sido nombrado miembro de la Comisión. Mas antes de emprender tan amarga peregrinación procuré enterarme del estado de las cosas, de lo convenido en Washington y de lo que podría tratarse en París. Nada sobre Cuba, una vez que en el artículo 1.º de aquel convenio se hallaba consignada la renuncia de España, no sólo á su soberanía, sino á todos sus derechos sobre la isla. Nada sobre Puerto Rico, ya que en el art. 2.º aparecía absoluta la cesión que España hacía de la isla y de todas las demás que conservaba en el golfo mejicano, á los Estados Unidos, por indemnización de los gastos de la guerra, y bien poco respecto al archipiélago filipino, porque, aun interpretando en el sentido más favorable para nuestra patria las oscuras y peligrosas frases del art. 3.º de aquel tratado, lo menos que para España podría resultar de su aplicación y cumplimiento, era un estado de humillación, incompatible con el honor nacional, una vez que para conservar el archipiélago habríamos de vivir bajo la constante inspección de nuestros actos y bajo la tutela del gabinete americano en todo lo relativo al gobierno del archipiélago. No se olvide tampoco que éste se hallaba en estado de plena insurrección, y que las fuerzas españolas estaban prisioneras en su inmensa mayoría. De suerte que el porvenir menos oneroso que á España se presentaba, en este punto, consistía en una nueva guerra colonial para restablecer su soberanía en el archipiélago, dominando la insurrección indígena por una parte, y por la otra, en la organización de un nuevo Gobierno, con la intervención y bajo la constante inspección de la nación americana. Aparte de las _ventajas permanentes_ que hubieran de exigírsenos, y que ya de antemano había indicado el Presidente á Mr. Cambon, en la conferencia que con él había celebrado en 6 de Agosto. No quedaba, pues, más que la deuda colonial para discutir en las conferencias de París, por débiles que fueran las exigencias que España pudiera abrigar respecto á esta cuestión, de tanto interés para la Hacienda nacional; pero aun sus derechos en este punto constituían el peligro que envolvían las frases del artículo 1.º del Tratado de Washington. España en él no renunciaba, repito, solamente á su soberanía en Cuba, sino á todos sus derechos sobre la isla, y era de temer que al amparo de esta renuncia se entendiera que también había renunciado á los derechos de carácter hipotecario, que para la garantía de la deuda cubana se habían constituído sobre las aduanas y rentas de la isla. Por esto manifesté al gobierno, antes de emprender el viaje á la capital de la vecina República, que, en mi opinión, no quedaba más que un mero vislumbre y una remota esperanza respecto al reconocimiento de la deuda de las colonias, y mucho más quedaba ese vislumbre respecto al archipiélago filipino. A pesar de la situación tan angustiosa, y de tan cerrado horizonte en que iba á vivir la Comisión en París, entendió ésta que debía explorar el espíritu público de nuestra patria, con el fin de que le sirviera de guía en las difíciles negociaciones, y de rumbo por el cual la Comisión hubiera de marchar, á la vez que de criterio sobre lo que nuestro país entendía de mayor interés y digno de mayor esfuerzo, para salvarlo, en cuanto fuera posible, en aquel naufragio. Se dirigió, pues, la Comisión á todas las Corporaciones y Sociedades mercantiles, industriales y de todos los demás órdenes que eran conocidas en España. Nos contestaron treinta, á saber: dieciocho Cámaras de Comercio y diez Sindicatos, Ligas, Gremios y algunos Ayuntamientos y aun dos respetables eclesiásticos, uno constituído en alta dignidad, y el otro perteneciente al clero regular del archipiélago. De todos ellos, cinco Cámaras de Comercio, un gremio de fabricantes y otro de industriales de zapatería manifestaron su opinión favorable á la conservación del archipiélago filipino. Otro gremio participó de la misma opinión, con la condición de que había de reformarse desde su base nuestro régimen colonial. Trece Cámaras de Comercio y nueve centros de los indicados ninguna opinión expresaron sobre la conservación del archipiélago, limitándose á manifestar su deseo en pro de la celebración de un tratado de comercio con la República anglo-americana, y otras dos Asociaciones se limitaron á pedir garantías para la propiedad literaria, artística é industrial en Cuba y Puerto Rico. Varios españoles residentes en Cuba y naturales de la isla, se declararon partidarios, no de la independencia de la isla, sino de su anexión á la República norteamericana, y finalmente, los dos eclesiásticos, partiendo del supuesto de la pérdida de las colonias de oriente y occidente, manifestaron su deseo de que se salvasen los intereses, derechos y privilegios de la iglesia católica y de sus institutos. * * * Cuidó la Comisión con todo esmero de seguir paso á paso las manifestaciones de la prensa española, que aspira á ser el más genuino representante de la opinión pública en sus diversas manifestaciones. Desde la primera conferencia hasta la última, y aun después, la Comisión cuidó de este estudio con el mayor esmero. Tampoco de ella pudo sacar un criterio ó norma de conducta. Hé aquí un ligero extracto de lo que la Comisión pudo recoger en la prensa española durante toda aquella dolorosa temporada: El... de 28 de Septiembre decía: «El Gobierno ignora lo que se ha de pedir en Filipinas y que los comisionados no llevan instrucciones», y anuncia la ganancia de los Estados Unidos. La... de 30 de Septiembre y lo mismo el... de 1.º de Octubre, pregonan nuestra impotencia; el... de 1.º de Octubre, recomienda tímidamente la defensa de Filipinas; el... de 2 de dicho mes, dice «que los comisionados españoles no saben nada de Filipinas y los americanos van á ser informados por Merrit.» Pide el abandono, seguro de que no hemos de hacer nada y de que el país no quiere guerra. El... de 14 de Octubre, que se renuncie á todo y venga la paz; el... del mismo día, que en el Protocolo no hay nada que merme la soberanía de Filipinas (ojalá fuera cierto); varios hablan de arbitraje, diciendo que les parece inútil y que lo rechazarán los yankees; el... de 15 de Octubre, dice que lo de Filipinas se resolverá como indique Merrit, el... de 18 de Octubre, comienza á decir que la campaña electoral de los Estados Unidos ha de influir en lo que pidan de Filipinas; el... del mismo día publica la correspondencia de Manila, en que aparece el odio á los españoles en el archipiélago, y el día 25 añade que estamos desarmados y que nada podremos conseguir y que nos sometamos á la ley del vencedor; el... del mismo día, dice que por dignidad no debemos discutir y entregar cuanto quieran los americanos, porque son los vencedores. El... del 27 y los demás del 28, discuten sobre si la Comisión ha de retirarse ó no, diciendo uno que sí, otro que se firme en blanco y retirarse, y otro que esto no lo tolerarían los Estados Unidos no se adelantaría nada; otro, que se hiciera una protesta, pero que no se retirase la Comisión, y por último, otro, que se conformase, porque no había medio de resistir; el... del 2 de Noviembre, publica un artículo del _New-York Herald_ sobre la anexión total de Filipinas; la... del 3 de Noviembre dice, conociendo ya la petición de los americanos, que las Filipinas corren gran peligro, porque las tenemos abandonadas; el... del mismo día, añade que estamos solos en Europa y que no hay que esperar nada de lo de París; el mismo, en su número del 4 no cree en la eficacia de los esfuerzos de la Comisión, por las malas condiciones en que está España; el... del mismo día, se queja de que la prensa enemiga de España diga que ésta ha reconocido que teníamos perdido el archipiélago. Alude, sin nombrarlos, al _Sun_ y á la _Tribune_, de Nueva York, que así lo dijeron, citando textos de nuestros periódicos (y en verdad que no les faltaban, según va dicho); el... del mismo día, da á entender la división de los Ministros, poniendo de manifiesto la inutilidad de toda discusión en París; _La Epoca_ del 5 de Noviembre, se lamentaba ya de la actitud de la prensa, atribuyéndola la exigencia del archipiélago filipino que acababan de hacer los americanos en París; el... dice que España está agarrotada y abandonada y hay que firmar el tratado para subsistir como nación. Toda la prensa del 5 y del 6 de Noviembre refleja grande abatimiento é indignación, y conviene en que, por duro que sea, hay que ceder á la ley del vencedor. _El Nacional_ de 23 de Noviembre, cuando se hallaban pendientes de discusión y aceptación nuestras últimas proposiciones de Filipinas, dice, que mientras en París las defiende la Comisión, aquel país se vuelve contra nosotros, y que se piense bien que una victoria diplomática sería la movilización de ochenta á cien mil hombres.--Es conocida la protesta de la Comisión. Enmedio de estas opiniones, á los trece días de abiertas las negociaciones, aparecen varios periódicos pidiendo casi todos que se abrevie, que lo que tiene que suceder suceda pronto, insistiendo todos en la urgencia del término, porque de continuar la situación sin tratado tendremos una guerra desastrosa. El... del 7 de Noviembre, disiente de este criterio diciendo que no hay que precipitarse tanto; que el término de las conferencias no depende de la voluntad del Gobierno, ni de una sola de las dos partes, y que lo que desean los impacientes es un cambio político, no para regenerar la España, sino para sanear sus haciendas. Se debe hacer notar, además, que casi todos los periódicos reconocen que han publicado nuestro desaliento y falta de confianza en el espíritu público, durante las negociaciones, al decir que el fracaso de la Comisión estaba descontado y que ya lo habían dicho así hacía tiempo. Y, por último, _El Tiempo_, del 29 del mismo mes de Noviembre, dice: «No poco ha contribuído á la rapidez de nuestra caída y á nuestro empobrecimiento... _el exceso que la palabra de los españoles_ ha tenido siempre para la censura de lo suyo, para el descrédito de sus hombres y de sus cosas...» * * * No consigno, ciertamente, las manifestaciones periodísticas que acabo de referir en extracto, en son de censura ni animado de ningún sentimiento de hostilidad para la prensa, porque reconozco que había una gran confusión en la opinión general del país en los primeros tiempos que sucedieron á la catástrofe. Y los periódicos son frecuentemente, es cierto, órganos de ilustración y guías de la opinión; pero otras veces son meros ecos de ideas y pasiones populares, inspiradas ó encendidas al calor de las circunstancias y que la acción sedante del tiempo concluye por encauzar ó rectificar, sin que tampoco dejen de tener su parte en estos extravíos, pasiones, buenas ó malas, de carácter personal ó intereses más ó menos legítimos, revestidos con el manto respetable del interés público. Por otra parte, soy el primero en reconocer la injusticia que hay en hacer responsable á un periódico de cuanto se publique en sus columnas. Nuestra prensa ampara con el anónimo á los que en ella escriben, y si en tiempos tranquilos puede serla esta forma ventajosa, cuando redundan en pro del periódico las altas condiciones del publicista que en él escribe, otras muchas cae sobre el periódico la responsabilidad de las opiniones, de los intereses y aun de las pasiones, altas ó bajas, y de los móviles, más ó menos laudables, que guían la pluma del que en el periódico escribe. Y bien puede afirmarse, así en España como fuera de ella, que un periódico de larga vida no ha podido conservar toda ella el mismo criterio para juzgar de los intereses públicos de su país. Mas fuera de España esto nada le perjudica, puesto que la responsabilidad moral de la política recae, directa é inmediatamente, sobre el publicista que autoriza con su firma los artículos en que aquella política se desenvuelve. ¡Lástima que este sistema no se haya seguido en nuestra patria, por respeto á la justicia y como garantía de la responsabilidad individual, que es la noble, pero indispensable condición de la libertad del pensamiento! Así también se evitarían los extravíos de la opinión pública, que toma como autorizada afirmación de un periódico, lo que algunas veces no es otra cosa que la exhalación de alguna pasión ruin ó el atrevido desahogo de la ignorancia. No sería, pues, justo imputar, ni aquí ni allá, á una hoja periodística la responsabilidad moral por lo que en ella se escribe. Mas lo cierto es, que criterios tan diversos y desalientos tan grandes como nuestra prensa publicaba, no sólo no podían servirnos de guía en la laboriosa empresa que sobre nuestros hombros pesaba, sino que ofrecían el peligro de alentar las exigencias de la Comisión americana, que según me manifestó el Embajador de España en París tenía sobre su mesa los órganos más importantes de la prensa española. Pero aun ocurrió algo peor. El día 2 de Octubre, ó sea al siguiente de iniciarse las conferencias, uno de los periódicos más importantes de la Unión y que publica una edición en París (me refiero al _New-York Herald_) pintaba de una manera completamente inexacta á nuestra Nación presentándola en tristísimo y lamentable estado, considerando á esta patria desventurada como perdida y encargando á la Comisión americana que lo tuviese presente. Permitidme que lo lea: «=Actitud de España.= -- _La situación del país es cada día más desesperada._ -- Al Director de _El Heraldo de Nueva York_. -- La actitud aquí de los más altos círculos políticos es expectante. -- La Reina Regente, el Gobierno, los partidarios de la oposición legal y aun los republicanos y carlistas permanecen con los brazos cruzados aguardando el resultado de las conferencias de París. -- Nadie, ni aun el Gobierno mismo, tiene idea clara acerca del resultado de dichas conferencias y España, en estos momentos, ofrece el aspecto del hombre cuyos negocios están embrollados y que ha resuelto hacer una liquidación oficial sin saber lo que él sacará al fin en limpio... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . »Los republicanos están preparados acechando con atención la oportunidad, de la cual hablan constantemente como cercana. »Ellos ven esta ocasión en el absoluto y universal descontento sentido en el país y que hace al pueblo pensar que cualquier cosa será mejor que lo que actualmente existe.--Los carlistas trabajan con ahinco silenciosos y esperanzados, más confiados que todos los demás. Son terribles en las presentes circunstancias porque representan en un país cargado de guerras, la posibilidad de una nueva y la acentuación de la actual miseria, mientras el descontento público crece rápidamente. Este va tomando una forma muy marcada contra el Ejército, especialmente contra sus Jefes. _Es bien sabido de todos que los Generales enviados á Cuba á dominar la insurrección, pusieron especial cuidado en que continuara_, con la intención de enriquecer á infinitos Oficiales. Esta era la mina de oro de Oficiales y Jefes del ejército español. El populacho está excitado contra la soldadesca, y ésta contesta con el grito de «Soldados, á defenderse», y hoy vemos que el militar molesta de cuantas maneras puede al paisano. Yo mismo he visto á los centinelas de la Guardia Real, frente al Palacio, dar caza alegremente á biciclistas inofensivos y apearlos de sus máquinas. Uno de los muchos que han sufrido este bárbaro tratamiento ha sido el Jefe de la Cruz Roja, quien precipitadamente iba á la estación á dirigir las operaciones de socorro á los soldados enfermos que vuelven de Cuba. Inmediatamente acudió al Capitán de la Guardia pidiendo reparación y recibió en cambio insultos. Cuando tales cosas pueden ocurrir en una de las principales calles frente á Palacio, puede usted imaginarse cómo está hoy Madrid... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . »Por la noche patrulla por las calles la Guardia civil de caballería, hecho que tranquiliza á la gente más levantisca, que piensa naturalmente, que tan poderosas patrullas no salen á la calle para nada.--La situación económica del país ha alcanzado un crítico momento. El Banco de España durante la pasada guerra ha venido en auxilio del Gobierno, pero ahora que la guerra ha concluído, dice: «Vamos á ajustar cuentas» y las proposiciones del Gobierno para obtener dinero únicamente hipotecan más profundamente al país y son de utilidad temporal. El Banco, después de alguna oposición, ha adelantado en tres meses dinero suficiente para pagar al General Blanco sus 50.000.000 pesetas.--Al tratar con la Compañía Trasatlántica de la repatriación de los soldados, se presentó una dificultad: la falta de dinero; pero por fin se obtuvo el anticipo necesario y los buques salieron de los puertos.--La negociación sobre las minas de azogue de Almadén que hubiera producido al Tesoro dinero bastante para el mes de Septiembre y parte del de Octubre, ha fallado, tengo entendido, porque las poderosas casas de banca no consideran la situación del país suficientemente estable. Un empréstito es imposible. Al mismo tiempo hay gran disminución en los ingresos por renta de Aduanas y en los que producen las contribuciones directas con motivo de la rapidez con que crece la pobreza y falta de comercio. Si Francia, según se dice, impone un derecho prohibitivo á los vinos españoles, la ruina del país se consuma.--_Tales son brevemente expuestos algunos de los elementos tumultuosos que agitan al país y que deben ser conocidos por los comisionados de París._ Son indicaciones de la posibilidad de que á la menor provocación salgan á la superficie.--He olvidado apuntar otro hecho muy grave: la aguda indignación manifestada por todos los marinos de la destruída Escuadra del Almirante Cervera, por el modo cómo les ha tratado el Gobierno español, dejándoles desprovistos de alimentos y municiones, y ordenándoles en esas condiciones acometer una empresa sin esperanza de éxito feliz.--La corriente del descontento va creciendo cada día más deprisa. Cada soldado repatriado (y vienen en número cada día mayor) la aumenta más y más. Ahora es un arroyo creciente; en breve será un torrente.--Para contener ese torrente no hay más que la Reina, el Rey y Sagasta; una mujer, un niño y un anciano.--_Zaragoza._--Madrid, Septiembre, 30-98.»--(_Movimiento de indignación contra este corresponsal «Zaragoza» en el público_). * * * Como habréis observado, la Comisión no podía deducir del estado del espíritu público de nuestra patria el rumbo que hubiera de seguir en las negociaciones. Quedó entregada á su propio criterio, aunque siempre bajo las instrucciones del Gobierno, cuya observancia era para ella un deber de lealtad, impuesto además por el honor. En tan triste situación, comenzaron las conferencias en 1.º de Octubre. Después de acordado en el reglamento para las sesiones que hubieran de celebrarse que las discusiones fuesen por escrito, en forma de memorandum, para evitar así la discusión oral que podría prolongar indefinidamente las sesiones, la Comisión americana presentó los dos primeros artículos del tratado, que decían así: «1.º El Gobierno de España, por la presente, renuncia á toda reclamación de soberanía y propiedad en Cuba. »En esta cesión de soberanía y propiedad se incluye toda reclamación de los bienes públicos, solares y vías, terrenos baldíos, edificios públicos, fortificaciones y armamentos de las mismas y cuarteles y otras construcciones que no sean de propiedad privada ó individual. Los archivos, papeles de Estado, Registros públicos y demás papeles y documentos relativos al dominio y soberanía de las islas que sean necesarios ó convenientes al dominio de las mismas, incluyendo todos los documentos judiciales y legales, y los demás registros públicos necesarios ó convenientes para garantizar á las personas los títulos de propiedad ú otros derechos, están comprendidos en la anterior cesión; pero toda copia legalizada de cualquiera de ellos que pueda ser requerida, se expedirá en todo tiempo al funcionario del Gobierno español que pueda reclamarla. A su vez el Gobierno de España expedirá copia legalizada de cualquier papel, registro ó documento de los archivos españoles del Reino ó coloniales ó en posesión de los Tribunales del Reino ó coloniales, relativo al dominio y soberanía de las islas, que fuese conveniente ó necesario al gobierno de las mismas, ó necesario ó conveniente para asegurar á las personas los títulos de propiedad ú otros derechos. »El Gobierno de España, cede por el presente, á los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y demás islas bajo el actual dominio de España en las Indias Occidentales, y también la isla de Guam en las Ladrones. »En esta cesión se incluye todo derecho y reclamación al dominio público, solares y vías, terrenos baldíos, edificios públicos, fortificaciones y armamentos de las mismas y cuarteles, y otras construcciones que no sean de propiedad privada é individual. Los archivos, papeles de Estado, Registros públicos y demás papeles y documentos, relativos al dominio y soberanía de las islas, que sean necesarios ó convenientes al gobierno de las mismas, incluyendo todos los documentos judiciales y legales, y los demás registros públicos necesarios ó convenientes, para garantizar á las personas los títulos de propiedad ú otros derechos, están comprendidos en la anterior cesión; pero toda copia legalizada de cualquiera de ellos que pueda ser requerida, se expedirá en todo tiempo al funcionario del Gobierno español que pueda reclamarla. A su vez, el Gobierno de España expedirá copia legalizada de cualquier papel, registro ó documento de los archivos españoles del Reino ó coloniales, ó en posesión de los Tribunales españoles del Reino ó coloniales, relativo al dominio y soberanía de las islas, que fuere necesario ó conveniente al gobierno de las mismas, ó necesario ó conveniente para asegurar á las personas los títulos de propiedad ú otros derechos». La Comisión española estudió inmediatamente la redacción de estos artículos, saltando á su vista todo el peligro que encerraba su aceptación. No se exceptuaba de la renuncia más que la propiedad individual ó privada; quedaba por consiguiente sin amparo, la quieta y pacífica posesión de los bienes inmuebles que tuvieran los españoles residentes en las islas, si no descansaba sobre título escrito. Tampoco se exceptuaba la propiedad cooperativa de todos los institutos y asociaciones, así oficiales como privados, y se incluía en la cesión, hasta el armamento de nuestras fortalezas de la isla, y en fin, nada, absolutamente nada, se indicaba respecto á la deuda colonial, que la Metrópoli había contraído en beneficio de aquellas islas, y sobre todo de la de Cuba, y aun parte de la cual, hasta la cifra de mil quinientos millones de pesetas estaba garantizada con la renta de sus aduanas. Resolvió, pues, y así lo hizo, presentar un contraproyecto enfrente del americano relativo á la renuncia de la soberanía en Cuba y á la cesión de Puerto Rico. Este contraproyecto, decía así: «Su Majestad Católica, en nombre y representación de España, y constitucionalmente autorizada por las Cortes del Reino, renuncia á su soberanía sobre la isla de Cuba, transfiriéndola á los Estados Unidos de América, que la aceptan, para que puedan á su vez transferirla oportunamente al pueblo cubano con las condiciones establecidas en este Tratado; ofreciendo los Estados Unidos que desde su ratificación serán siempre y fielmente cumplidas. »La renuncia y transferencia que hace Su Majestad Católica y que aceptan los Estados Unidos de América, comprende: »1.º Todas las prerrogativas, atribuciones y derechos que, como parte integrante de dicha soberanía, corresponden á Su Majestad Católica sobre la isla de Cuba y sus habitantes. »2.º Todas las cargas y obligaciones de todas clases, pendientes al ratificarse este tratado de paz, que la Corona de España y sus Autoridades de la isla de Cuba hubiesen contraído en el ejercicio de la soberanía que renuncian y transfieren, y que, en tal concepto, forman parte integrante de la misma. »Art. 3.º En cumplimiento de lo convenido en los dos artículos anteriores, Su Majestad Católica, en la representación con que celebra este Tratado, renuncia y transfiere á los Estados Unidos, que los aceptan en el concepto sobredicho, todos los edificios, muelles, cuarteles, fortalezas, establecimientos, vías públicas y demás bienes inmuebles, que, con arreglo á derecho, son de dominio público, y que como de tal dominio público, corresponden á la Corona de España, en la isla de Cuba. »Quedan, por lo tanto, exceptuados de esta renuncia y transferencia, todos los bienes inmuebles radicantes en la isla de Cuba que correspondan en el orden civil al Estado, en concepto de su propiedad patrimonial, así como todos los derechos y bienes de cualquiera clase que sean, que, hasta la ratificación del presente Tratado, hayan venido pacíficamente poseyendo, en concepto de dueños, las provincias, municipios, establecimientos públicos ó privados, corporaciones eclesiásticas ó civiles, y cualesquiera otras colectividades que tengan legalmente personalidad jurídica para adquirir y poseer bienes de la isla de Cuba, y los particulares, cualquiera que sea su nacionalidad. »Su Majestad Católica, renuncia también y transfiere á los Estados Unidos, á quien se le entregarán por el Gobierno español, todos los documentos y títulos que se refieran exclusivamente á la soberanía transferida y aceptada, que existan en los archivos de la Península, habiendo de facilitarle copias cuando los Estados Unidos las reclamasen, de la parte correspondiente á dicha soberanía que contengan los demás documentos y títulos también relativos á otros asuntos ajenos á la isla de Cuba que existan en los mencionados archivos. Una regla análoga habrá recíprocamente de observarse á favor de España, respecto á los documentos y títulos anejos, en todo ó en parte, á la isla de Cuba que se hallen actualmente en sus archivos y que interesen al Gobierno español. »Todos los archivos y registros oficiales, así administrativos como judiciales, que están á disposición del Gobierno de España y de sus Autoridades en la isla de Cuba, y que se refieran á la misma isla ó á sus habitantes y á sus derechos y bienes, quedarán á disposición de los Estados Unidos con los mismos derechos y obligaciones con que hoy lo están á disposición del Gobierno español y de dichas sus Autoridades. Los particulares, así españoles como cubanos, tendrán derecho á sacar, con arreglo á las leyes, las copias autorizadas de los contratos, testamentos y demás documentos que formen parte de los protocolos notariales, ó que se custodien en los archivos administrativos y judiciales, bien éstos se hallen en España ó en la isla de Cuba. »Art. 4.º Para fijar las cargas y obligaciones de todas clases, que la Corona de España cede y transfiere como parte de su soberanía sobre la isla de Cuba á los Estados Unidos, y que éstos aceptan, se atendrá á las dos reglas siguientes: »Primera. Las cargas y obligaciones que hayan de transferirse, han de haber sido establecidas en forma constitucional y en uso de sus legítimas atribuciones, por la Corona de España, como soberana de la isla de Cuba, ó por sus Autoridades legítimas, usando de las suyas respectivas, antes la ratificación de este Tratado. »Segunda. Su creación ó constitución ha de haber sido para el servicio de la isla de Cuba ó con cargo á su Tesoro especial. »Art. 5.º En virtud de lo dispuesto en el artículo anterior, quedan comprendidos en la sobredicha transferencia de las deudas, cualquiera que sea su clase, cargas de justicia, sueldos ó asignaciones de funcionarios, así civiles como eclesiásticos, que hayan de continuar prestando sus servicios en la isla de Cuba, y pensiones, de jubilación y retiro, y de viudedad ú orfandad, con tal de que en todas ellas concurran las dos circunstancias prescritas en el artículo anterior. »Art. 6.º Su Majestad Católica, en nombre y representación de España, y constitucionalmente autorizada por las Cortes del Reino, cede á los Estados Unidos de América, y éstos aceptan para sí mismos, la soberanía sobre la isla de Puerto Rico y las demás que corresponden en la actualidad á la Corona de España en las Indias Occidentales. »Art. 7.º Esta cesión de la soberanía sobre el territorio y habitantes de Puerto Rico y las demás islas mencionadas, se entiende que consiste en la cesión de los derechos y obligaciones, bienes y documentos relativos á la soberanía de dichas islas, iguales á los que, respecto á la renuncia y transferencia de la soberanía de la isla de Cuba, se definen en los artículos 2.º hasta el 5.º inclusive de este Tratado.» * * * Llamaré vuestra atención sobre el artículo 1.º, en que se dice que España renunciaba la soberanía sobre la isla de Cuba á favor de los Estados Unidos, que la habían de aceptar para trasmitírsela después oportunamente al pueblo cubano con las condiciones establecidas en el Tratado que se estaba laborando. Con esto, dicho se está, cuán sin fundamento se hizo á la Comisión el cargo de que había ofrecido la isla de Cuba á la Comisión americana para que se anexionase á los Estados Unidos, censurando tal ofrecimiento como incompatible con los legítimos intereses de nuestras razas en América. Pues bien, señores; el que tiene el honor de dirigiros la palabra, no solamente, como acabáis de oir, no hizo tal propuesta, sino que, por el contrario, antes de redactar los artículos que acabo de leer, hizo presente al Gobierno de S. M., según puede leerse en su carta de 5 de Octubre de 1898 al Ministro de Estado, incluída en las páginas 23 y 24 del _Libro Rojo_, que podía pedirse que los Estados Unidos aceptasen la renuncia y sus consecuencias para ellos mismos, ó sea, que si España no podía menos de renunciar á la soberanía en la isla de Cuba, porque así había quedado obligada en el Tratado de Washington, esta renuncia no debía hacerse á los Estados Unidos, sino para que éstos á su vez trasmitiesen la soberanía renunciada al pueblo cubano. Pues aun después de publicado el _Libro Rojo_, en que aquella carta se incluía, se persistió en tan infundada acusación, imputando á la Comisión española lo que precisamente ésta había evitado con el mayor esmero. En este proyecto de articulado observaréis que se ponía á salvo, no sólo la propiedad patrimonial del estado español, sino la propiedad y posesión pacífica de los individuos y de las colectividades, así oficiales como privadas, y señaladamente se consignaba, la transferencia de las cargas y obligaciones de todas clases que la Corona de España había contraído en forma constitucional, ó en el uso de sus legítimas atribuciones, para el servicio de la isla de Cuba, ó con cargo á su Tesoro especial. La Comisión española acompañó, al presentar su anteproyecto articulado, un largo _Memorandum_, para demostrar la procedencia de cuanto en los artículos proponía, y señaladamente, para poner fuera de toda duda el perfecto derecho con que España reclamaba la transferencia de las cargas y obligaciones coloniales, que, como parte de la soberanía misma renunciada y por ella cedida, debían pasar á los nuevos soberanos. No es posible en esta conferencia, ni aun por mero extracto, indicar los razonamientos que en aquel largo _Memorandum_ se exponían. Baste decir, que la Comisión española, al redactarlo, tuvo muy presentes las doctrinas del derecho común internacional, consignadas por los más ilustres tratadistas, así como todos los tratados celebrados en los siglos XVIII y XIX, en que rindiendo el debido respeto á los dictados de la justicia, se había admitido el traspaso, ya de una parte proporcional de la Deuda pública del Estado que perdía la soberanía en el territorio cedido ó conquistado, ó ya tratándose de colonias emancipadas, el traspaso de las obligaciones por la Metrópoli contraídas, en exclusivo beneficio de aquéllas. Este _Memorandum_ ocupa las páginas 38 á 42 del _Libro Rojo_. * * * La Comisión americana rechazó enérgicamente la propuesta de la española, presentando una nueva proposición, que se halla inserta en la página 61 del _Libro Rojo_, y que dice así: «Artículo 1.º España, por la presente, renuncia á todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba. »Art. 2.º España, por la presente, cede á los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y demás islas que están ahora bajo la soberanía de España en las Indias Occidentales, y también la isla de Guam, en las Ladrones.» Su propósito era manifiesto; así también lo consignaban en su _Memorandum_; querían limitar el tratado respecto á esta renuncia y cesión á las precisas estipulaciones del protocolo de Washington, sin añadir ni quitar nada del mismo. Claro es, que si la Comisión española no había aceptado los primeros artículos, mucho menos podía conformarse con los nuevos, pues tal conformidad equivaldría á dejar completamente desamparados á los españoles residentes en las islas que dejaban de pertenecer á España, exponiéndoles no sólo á su expulsión, sino hasta á la pérdida de su fortuna, y á renunciar además á toda reclamación ulterior sobre la transferencia de las obligaciones coloniales. Por esto presentó un nuevo articulado que, sustancialmente, no difiere del anterior, sino en que dejaba de exceptuarse la propiedad patrimonial del Estado, y produjo otro _Memorandum_, que se halla inserto también en el _Libro Rojo_, desde la página 69 á 85, dedicando principalmente su contenido á la importantísima cuestión de la transferencia de las obligaciones de las colonias, y en cuyo documento se lee el siguiente párrafo: «Y bueno es, con este motivo, hacer formalmente constar que, aun en la hipótesis de que no fuese aceptable el principio que sostiene la Comisión española y que combate la americana, á saber: que la Deuda colonial no debe quedar á cargo de la Metrópoli, esto nunca podría significar que España hubiese de contraer ahora, respecto á los tenedores de esa Deuda, más obligaciones que las que contrajo al crearla. Y, por lo tanto, respecto á aquella parte de la Deuda en que no contrajo más que una obligación subsidiaria de pago, por haberse consignado en su emisión una hipoteca expresa sobre ciertas y determinadas rentas y productos, España tendrá el derecho de no considerarse nunca obligada por tal contrato, con arreglo á derecho, á pagar tal Deuda, sino cuando después de haberse destinado á su pago, en primer término, las rentas y productos hipotecados, resultaran éstos insuficientes, pues hasta entonces no será exigible, según las reglas elementales del derecho, la obligación subsidiaria que contrajo.» La Comisión americana se sostuvo en su resistencia de aceptar para los Estados Unidos y la isla de Cuba esa deuda; la Comisión española siguió igualmente inflexible en no aceptar para España más obligaciones, que las que realmente había contraído. No consiguió la Comisión española lo que pretendía, ó sea que las antiguas colonias de España se considerasen desde luego obligadas en primer término al pago de tales obligaciones; pero sostuvo su derecho, y ante esta actitud la Comisión americana dejó de exigir una obligación por parte de España respecto á esta importantísima deuda. Como se verá en el Tratado, los Estados Unidos no admitieron esa deuda; pero tampoco la impusieron á España. Continuó, por lo tanto, nuestra patria, después del Tratado de París, exactamente en la misma situación en que se hallaba en 1886, en que hizo la primera emisión de la Deuda Hipotecaria de Cuba, y en 1890, en que se efectuó la segunda, obligada subsidiariamente al pago de esa Deuda, pero no principalmente, puesto que habían quedado afectas á ella las Aduanas de Cuba. La Comisión americana, después de esta empeñada lucha, que duró muchas sesiones, concluyó, según ya manifesté, por redactar en forma cortés un _ultimatum_, preguntándole á la española si había de persistir siempre en su reclamación sobre la Deuda, porque en este caso, podían darse por terminadas las negociaciones y por rotas, en su virtud, las Conferencias para celebrar el Tratado de paz. La situación era en extremo crítica: rotas las conferencias, y en su consecuencia, como no celebrado el Tratado de paz de Washington del mes de Agosto, esto significaba la renovación de la guerra en Cuba, en Puerto Rico, en Filipinas y quizá en la península. Y en Cuba ya se había hecho en parte la evacuación de las tropas españolas, con arreglo á lo convenido en el Tratado de paz de Washington, según he tenido el honor de decir, por haberse acordado la evacuación desde la firma de aquel Tratado y sin aguardar al que hubiera de firmarse en París, y en Filipinas habían quedado ya la mayor parte de nuestras fuerzas prisioneras del ejército americano al rendirse la ciudad de Manila. ¿Podía aceptarse esa situación para nuestra patria, inerme, sin marina, sin ejército, con sus costas indefensas, á merced de la escuadra americana, de lo cual ya la prensa había empezado á ocuparse? Alguno de los que me escuchan que sienta latir dentro del pecho su corazón español ¿se atrevería á arrojar á su patria en una situación semejante? Pues aun así, no cedió la Comisión española, y para salir de esta situación, propuso á la americana, que ningún artículo del Tratado había de ser válido y eficaz, si al fin y al cabo todos los demás que habrían de constituír la Convención, no hubieran de ser definitivamente aprobados; y que, por lo tanto, podía quedar la cuestión de la Deuda colonial para ser resuelta más adelante. Porque aun cuando afirmábamos el evidente derecho que España tenía para no tomar á su cargo semejante Deuda, tales ventajas podían ofrecerse por la Comisión americana en los demás artículos del Tratado, que por vía de transacción y voluntariamente, cediésemos en poco ó en mucho en la cuestión de la Deuda, por las compensaciones que en otros conceptos hubiera España de recibir en el Tratado que se estaba concertando. La Comisión americana aceptó nuestra proposición, y merced á ello las conferencias continuaron. * * * Era ya de prever (al menos yo así lo sospechaba) que la Comisión americana iba á formular sus pretensiones exigiendo la cesión del archipiélago filipino, y en carta que por anticipado escribí al Ministro de Estado en 18 de Octubre y que igualmente está impresa en las páginas 62, 63 y 64 del _Libro Rojo_, le decía: «.... Los Estados Unidos nos exigen el abandono de las Antillas. Y por más que han dicho en su último _Memorandum_ sus Comisionados, que ellos se consideran en el absoluto deber de proteger legalmente á los ciudadanos españoles residentes y sus propiedades, ni aun esto quieren consignarlo en el Tratado, puesto que éste, por lo que á las Antillas se refiere, no ha de contener más que los dos primeros artículos del Protocolo: así lo dicen, por mucho que sea el asombro que cause á usted el leerlo, en su último _Memorandum_. De suerte que el Tratado, por lo que hace á las Antillas, habrá de estar reducido á dichos dos artículos. Y como éstos ya están en el Protocolo, es evidente que ni aun hay motivo, en el supuesto de que aquellos Comisionados parten, para otorgar Tratado alguno sobre las Antillas entre España y los Estados Unidos. »Presumo fundadamente que cosa análoga va á ocurrir respecto á Filipinas. Los Estados Unidos nos impondrán sus condiciones, pero á nada se obligarán en favor nuestro. Así, pues, si tal cosa sucede, el Tratado será un hecho singular en la historia diplomática de los pueblos, porque estará reducido á que una de las partes se someta incondicionalmente á las obligaciones y exigencias que la otra la imponga, sin que ésta á su vez le reconozca algún derecho, ni le haga concesión alguna... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . »Mas entre firmar ese Tratado y negarse en último extremo á las exigencias de los Estados Unidos, hay un término medio que no salva los intereses, pero que siquiera pone á salvo el honor y la dignidad de nuestra patria. Este medio consiste en reemplazar el Tratado por un Acta, en la que consten las exigencias que hacen los Estados Unidos á España, y la manifestación de ésta de la absoluta imposibilidad en que se halla, por falta de medios, de oponerse á tales exigencias, y que en su consecuencia cede á la fuerza, abandonando lo que los Estados Unidos le exigen que entregue, y protestando contra la injusticia y la violencia de tales exigencias. »Los Estados Unidos, no concibo cómo, ante esta manifestación de España, puedan abrir nuevamente la guerra, puesto que se accede á cuanto exigen, por más que no se reconoce el derecho de tales exigencias y se protesta contra su injusticia. »Claro es, que la consecuencia de esto es la ruptura absoluta y completa de todo género de relaciones entre España y los Estados Unidos por un tiempo indefinido, pero en cambio ofrece la ventaja de ahorrar nuevos desastres á nuestra desgraciada patria...» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . * * * El Gobierno, como le rogaba, estudió esta solución, para el caso en que hubiera necesidad de acudir á ella, y la aceptó por unanimidad, sin perjuicio de que, si en efecto, la Comisión americana llegaba á presentar esa proposición, que era muy de temer, por inicua que ella fuera, hubiera el Gobierno nuevamente de deliberar sobre lo que habría de hacerse. Continuaron, pues, las negociaciones, y la Comisión española exigió á la americana que presentase, desde luego, con arreglo á lo dispuesto en el art. 3.º del Protocolo de Washington su proposición sobre el archipiélago filipino; esto es, respecto á la inspección, _contrôle_, disposición y gobierno en el archipiélago filipino, como en dicho art. 3.º se menciona. Mis temores no eran injustificados: la Comisión americana presentó su proposición y ésta consistió en que España cediese á los Estados Unidos la soberanía del archipiélago filipino. Estaba redactada en los siguientes términos: «España, por este artículo, cede á los Estados Unidos el archipiélago conocido por Islas Filipinas, situado dentro de las líneas siguientes: una línea que corre á lo largo del paralelo 21° 30′ de latitud Norte, desde el grado 118 hasta el grado 127 del meridiano de longitud Este de Greenwich; y de aquí, á lo largo del grado 127 meridiano de longitud Este de Greenwich, hasta el paralelo 4° 45′ latitud Norte, y de aquí, á lo largo del paralelo 4° 45′ latitud Norte, hasta su intersección con el meridiano de longitud 119° 35′ Este de Greenwich; de aquí, á lo largo del meridiano de longitud 119° 35′ Este de Greenwich, al paralelo de latitud 7° 40′ Norte; de aquí, á lo largo del paralelo de latitud 7° 40′ Norte, hasta su intersección con el grado 116 del meridiano de longitud Este de Greenwich; de aquí, por una línea directa á la intersección del décimo grado paralelo de latitud Norte con el 118 grado meridiano de longitud Este de Greenwich, y de aquí, á lo largo del grado 118 meridiano de longitud Este de Greenwich al paralelo de latitud 21° 30′ Norte. »Una mención oportuna de la cesión así propuesta puede ser insertada en el artículo del Tratado relativo á la propiedad pública, archivos y actas notariales en los territorios que España cede, ó á cuya soberanía renuncia. »Los Comisarios americanos se permiten, además, manifestar que están dispuestos á insertar en el Tratado una estipulación por la que asumirán los Estados Unidos cualquiera deuda de España contraída para obras públicas ó mejoras de carácter pacífico, en Filipinas.» A tan descarnada y enorme exigencia la Comisión española contestó con un _Memorandum_ rechazándola, y reclamando, además, la devolución de la bahía y puerto de Manila, la liberación de las tropas allí prisioneras, la devolución de los fondos públicos de que en la plaza se había apoderado el ejército americano, y la indemnización de los daños que había sufrido España por efecto de aquel acto de guerra notoriamente ilegítimo, por haberse ejecutado después de la firma del Protocolo de Washington; y que, por consiguiente, con arreglo á los preceptos más elementales del Derecho internacional, expuestos por los propios tratadistas americanos, no podía producir efecto válido alguno; debiendo reponerse las cosas al ser y estado que tenían el 12 de Agosto, cuando ambas altas partes contratantes acordaban la suspensión de hostilidades en el referido Protocolo, y concluyó por presentar la contra-proposición siguiente: «En virtud de cuanto precede, la Comisión española tiene el honor de hacer á la Comisión americana la siguiente proposición: »Primero. Que no puede aceptar la proposición que ésta le ha presentado, pidiendo la cesión de la soberanía del archipiélago filipino á los Estados Unidos, por entender que es contraria á los preliminares de la paz convenidos en el Protocolo de Washington; y »Segundo. Que, en su consecuencia, la invita á que, de acuerdo con lo convenido en los mencionados artículos III y VI del Protocolo, se sirva presentar una proposición sobre la intervención, disposición y gobierno del archipiélago filipino y sobre el compromiso que, según lo que se acaba de decir, deben contraer los Estados Unidos, por efecto del hecho de guerra ejecutado por sus tropas después de firmado el Protocolo, apoderándose á viva fuerza de la ciudad de Manila, y ejecutando los actos que están fuera de los únicos derechos que los Estados Unidos podían ejercer en aquella ciudad y su bahía y puerto, con arreglo á lo convenido en la mencionada base 3.ª del Protocolo.» La Comisión americana contestó con un largo _Memorandum_, oponiéndose á las reclamaciones de la española. La discusión amenazaba tener un inmediato término. Pedí autorización al Gobierno para proponer el arbitraje, como medio seguro de fijar el recto sentimiento del art. 3.º del Protocolo de Washington sobre el archipiélago filipino. Nosotros insistimos en que, aun en la hipótesis de que, en efecto, en el Protocolo se hubiese previsto el caso de la transferencia de la soberanía del archipiélago de las Filipinas de España á los Estados Unidos, por lo menos había que reconocer, que esa era una cuestión que había quedado para ser resuelta por ambas Comisiones en París; pero como la Comisión americana no tenía con sus votos fuerza mayor que la que pudiera tener la Comisión española, resultaba que no era posible el acuerdo en el seno de la Comisión mixta, y no fué posible, porque no teniendo derecho la Comisión americana para imponer su voluntad á la española en un asunto que ella misma no podía reconocer, en el supuesto de que partía de la base de haberse acordado en el Protocolo de Washington que quedaría á la resolución de ambas Comisiones y no á la de una sola, no había otro medio de atajar esta dificultad, que someter la cuestión que separaba á las dos Comisiones al recto juicio de un árbitro, ó de una potencia imparcial. A esto se negaron en absoluto los Comisarios americanos. Persistimos nosotros, como era natural, en la defensa de nuestro derecho, y, en este estado, la Comisión americana nos exigió, que resueltamente dijéramos si aceptábamos ó no la proposición que habían presentado en forma de _ultimatum_, porque en el caso de no aceptarla, se considerarían rotas las negociaciones, teniendo por no celebrado el Protocolo de Washington. El Gobierno, inspirado en alta y dolorosísima prudencia, que soy el primero en aplaudir ahora, nos mandó que aceptáramos la proposición, aunque protestando contra la violencia de que éramos objeto. La Comisión española apoyó la propuesta, al mismo tiempo que rechazó los razonamientos del _Memorandum_ americano, con otro que aparece inserto en las páginas 178 á 201 del _Libro Rojo_, pero todo fué rechazado por la Comisión americana, que afirmaba rotundamente que en el artículo 3.º del Protocolo estaba incluída la cesión de la soberanía del archipiélago, demostrándolo así el sentido propio de la palabra inglesa _contrôle_, sin tener en cuenta que el Protocolo había sido redactado también oficialmente en francés y que, según este idioma, la referida palabra no significa más que inspección ó intervención. La Comisión concretó la proposición hecha en un _Memorandum_ de 16 de Noviembre, fijando la cantidad de veinte millones de dollars, que los Estados Unidos pagarían á España en el concepto que se fijaría en el Tratado, ofreciendo además la igualdad de situación arancelaria, durante diez años en el archipiélago, para los productos españoles y americanos y la total renuncia de todas las reclamaciones, así nacionales como individuales ante las altas partes contratantes, concluyendo por exigir que se aceptara esta proposición antes del día 28, y que si para entonces era aceptada, sería posible «á la Comisión en pleno, continuar sus sesiones y proceder al estudio y arreglo de otros puntos, con inclusión de aquellos que, como subsidiarios é incidentales de las proposiciones principales, deban formar parte del Tratado de paz.» Bien claro aparece que esta proposición era un _ultimatum_. En este estado, puse en conocimiento de mis compañeros la idea de la protesta y de la retirada. La mayoría opinó como yo, es decir: por la protesta y la retirada. Dos de los individuos de la Comisión, opinaron en sentido inverso, esto es; que no había más remedio que ceder á la exigencia americana, ya que no teníamos medios de rechazarla, y continuar hasta firmar el Tratado de paz, por el temor de que, si el Tratado no se firmaba, los Estados Unidos pudieran reaunudar las hostilidades. Se lo comuniqué al Gobierno, y éste, pensando mejor, y sin duda alguna, con más acierto, y dejándose llevar menos de la vehemencia de los sentimientos que á mí me guiaban, opinó con la minoría de la Comisión, y nos dió la orden, de que, si no era posible hacer desistir á la Comisión americana de tal exigencia, demostrándole su injusticia, se accediera protestando contra ella; pero concluyendo por celebrar el Tratado de paz, aunque limitando éste á las disposiciones que tuvieron por objeto cumplir lo acordado en los preliminares de Washington. * * * La situación se hizo para mí de una amargura imposible de soportar. Yo no había ido á París sino con una esperanza remotísima, según tuve el honor de manifestar en esta noche: la de obtener algo respecto á esos dos puntos capitales, el archipiélago filipino y la Deuda colonial. Y tan poco me satisfacía lo obtenido, que entendí que yo no tenía que hacer nada allí y escribí al señor Presidente del Consejo de Ministros la siguiente carta en 29 de Noviembre: «Lo cierto es, hablando ya de una cosa que me es personal, que usted recordará, que yo acepté el honrosísimo cargo que el Gobierno me confirió, en el supuesto de que el Gobierno no había contraído compromisos contrarios al derecho de España sobre las deudas coloniales y la conservación del archipiélago; no porque, aunque no los hubiera contraído, yo tuviera esperanzas de salvar estos cuantiosos intereses, pero siquiera para que tuviera medios de defenderlos. Usted me aseguró que tales compromisos no existían, y así, en mi opinión, era la verdad. En el Protocolo puede sostenerse, que nada hay que pueda servir de fundamento racional á las irritantes exigencias de los Estados Unidos, rechazando toda deuda colonial y exigiendo el archipiélago. Así lo sostuvo en todos sus _Memorandums_ esta Comisión; pero lo cierto es que los Estados Unidos, faltando hasta á los dictados de la equidad, quisieron poner tales exigencias al amparo del Protocolo, y por la fuerza, que no por la razón, las impusieron. Siempre resulta de esto, que ya es inútil mi presencia aquí, pues lo que falta por hacer, pueden llevarlo á cabo, mucho mejor que yo, seguramente, mis compañeros de Comisión. Si tuviera la seguridad de que se trataba de dos ó cuatro días, nada hablaría á usted sobre este particular; pero puede prolongarse esta discusión algunos días más, y en este supuesto es en el que molesto la atención de usted. »Desearía, y le estimaría á usted, que no le pareciera mal mi regreso y que el Gobierno me autorizara para ello, si esto no le contraría en su línea de conducta. »Esta vida regalada y de fausto y de fiestas de que habla alguno de esos periódicos, que hacen cubrir de rubor el rostro de un español cuando los lee fuera de su patria, ya supondrá usted que ha sido y es para mí una vida de amargura, de trabajos, como no he pasado en mi vida, y aun en un orden más menudo, de privaciones que no sufro en mi vida particular, y es natural que desee ponerla pronto término... »Aguardo, pues, la contestación de usted.» Y su contestación fué, que llevase el sacrificio hasta beber la última hez del cáliz y que continuara hasta firmar el Tratado. Me sometí y continué. * * * Ante la resolución del Gobierno y ofreciéndonos algunas dudas la proposición americana, de un lado, y con el fin de procurar dejar á salvo siquiera el derecho de España para no aceptar como propia la Deuda colonial, ni contraer más obligaciones respecto de ésta que las adquiridas al tiempo de su emisión, pedí al Presidente de la Comisión americana, Míster Day, la aclaración de las dudas que su propuesta ofrecía á los Comisarios españoles. Este señor me contestó lo siguiente, que por su importancia me voy á permitir leeros, en una carta que aparece inserta en las páginas 226 á 228 del _Libro Rojo_: «Después de recibida y leída su carta de hoy, respecto de la proposición final presentada por los Comisarios americanos en la conferencia de ayer, me apresuro á contestar á sus preguntas, según el orden en que me las ha dirigido, reproduciendo primeramente su pregunta y añadiendo en seguida mi contestación: «Primera. ¿Está la proposición que hacéis basada en que las colonias españolas sean transferidas libres de toda carga y de todas, absolutamente todas, las obligaciones existentes y deudas de cualquier género, y cualquiera que sea su origen y objeto, y quedando por cuenta de España estas obligaciones y cargas?» «Al contestar á esta pregunta creo conveniente llamar la atención sobre el hecho de que los Comisarios americanos en el documento que ayer presentaron, expresaron su esperanza de que recibirían, dentro de cierto plazo, «una aceptación concreta y final» de su proposición respecto de las Filipinas y también «respecto de las demandas relativas á Cuba, Puerto Rico y otras islas españolas en las Antillas y de Guam, en la forma en que dichas demandas han sido provisionalmente aceptadas.» «La forma en que fueron así aceptadas se halla en la proposición presentada por los Comisarios americanos el 17 de Octubre, y está aneja al acta de la sexta conferencia, y dice así: «Artículo I. España renuncia á todo derecho y título de soberanía sobre Cuba.» «Artículo II. España cede á los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y otras islas, hoy bajo su soberanía en las Antillas, así como la isla de Guam en las Ladrones.» «Estos artículos no contienen disposición por la que tomen á su cargo los Estados Unidos deuda alguna. «Y á este propósito, deseo recordar las declaraciones en que los Comisarios americanos en nuestras conferencias han repetido, que no aceptarían artículo alguno que estipulase, que los Estados Unidos habían de tomar á su cargo las denominadas deudas coloniales de España. «Nada tengo que añadir á estas declaraciones. «Pero, por lo que hace á Filipinas, los Comisarios americanos, al incluir la cesión del Archipiélago, ya sea en el artículo en que España «cede á los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y otras islas, bajo su soberanía hoy en las Antillas, así como la isla de Guam en las Ladrones», ya sea en otro artículo, concebido en términos semejantes, están dispuestos á consignar que su gobierno pagará á España la suma de veinte millones de dollars ($ 20.000.000). «Segunda. El ofrecimiento que hacen los Estados Unidos á España de concederle, durante cierto número de años, condiciones iguales para los buques y mercancías de ambas naciones, en todos los puertos de Filipinas, ofrecimiento al que precede la manifestación de que, la política de los Estados Unidos es la de mantener abierta la puerta al comercio del mundo, ¿se entiende en el sentido de que los buques y mercancías de otras naciones gozarán, ó podrán gozar, de la misma situación que, por cierto período, se concede á España, mientras no cambien esta política los Estados Unidos?» «La declaración de que, la política de los Estados Unidos en Filipinas será la de abrir las puertas al comercio del mundo implica necesariamente, que el ofrecimiento de conceder á los buques y mercancías de España el mismo trato que á los de los Estados Unidos, no es exclusivo. Pero el ofrecimiento de dar á España este privilegio, por un cierto número de años, tiene por objeto asegurar á España dicho trato durante cierto período, mediante estipulación especial de un tratado, cualquiera que pueda ser en cualquier tiempo la política general de los Estados Unidos, al respecto. «Tercera. El Secretario de Estado, habiendo manifestado en su Nota de 30 de Julio último, que la cesión por España de la isla de Puerto Rico y otras islas, hoy bajo la soberanía de España en las Antillas, así como la isla de Guam en las Ladrones, era hecha en concepto de compensación por las pérdidas y gastos de los Estados Unidos durante la guerra, y por los atropellos y perjuicios sufridos por sus ciudadanos durante la última insurrección en Cuba, ¿á qué reclamaciones se refiere la proposición, pidiendo que se inserte en el Tratado de paz una estipulación para el mutuo abandono de todas las reclamaciones nacionales é individuales, que hayan surgido desde el comienzo de la última insurreción en Cuba hasta la conclusión del Tratado de paz?» «Si bien es indudable que en la Nota del Secretario de Estado de los Estados Unidos de 30 de Julio último, figura la idea de que la cesión «de Puerto Rico y otras islas, hoy bajo la soberanía de España en las Antillas, así como la cesión de una isla en las Ladrones, que escogerían los Estados Unidos», eran pedidas en concepto de indemnización, y que «por razones semejantes, los Estados Unidos tienen títulos para ocupar y tendrán en su poder la ciudad, bahía y puerto de Manila, mientras se concluye un Tratado de paz que determinará el _control_, disposición y gobierno de las Filipinas», no se ha dado todavía una definición del alcance ó efecto preciso de las cesiones al respecto. Los Comisarios americanos, por tanto, proponen, con relación á las cesiones de territorio, «el abandono mutuo de toda reclamación de indemnización nacional é individual, de toda especie, de los Estados Unidos contra España y de España contra los Estados Unidos, que puedan haber surgido desde el principio de la última insurrección en Cuba, y anteriores á la conclusión de un Tratado de paz.» «Y aquí debo añadir, que este ofrecimiento ha sido hecho por los Estados Unidos, á consecuencia y penetrados de que los ciudadanos de los Estados Unidos, teniendo reclamaciones que están comprendidas dentro del abandono mencionado, pedirán al gobierno de los Estados Unidos, en virtud de dicho abandono, el pago de sus indemnizaciones.» * * * Tan difícil me pareció la resignación necesaria para aceptar la proposición americana, que bajo mi responsabilidad (pues no había tiempo para solicitar y obtener el consentimiento del Gobierno) volví á escribir á Mr. Day, en 23 de Diciembre, proponiéndole, por vía de _transacción_, cualquiera de las tres proposiciones siguientes: «_A._ Renuncia de España á su soberanía en Cuba y cesión de Puerto Rico y demás Antillas, isla de Guam en las Ladrones y archipiélago filipino, incluso Mindanao y Joló, á los Estados Unidos; habiendo de satisfacer éstos á España la cantidad de 100 millones de dollars, en compensación de su soberanía en el archipiélago, y de las obras de utilidad pública ejecutadas durante su dominación en todas las islas de Oriente y Occidente, cuya soberanía cede. _B._ Cesión á los Estados Unidos de la isla Kusaye, en las Carolinas, del derecho de amarre de un cable en cualquiera de ellas ó de las Marianas, mientras sean del dominio de España, y del archipiélago filipino, propiamente dicho, ó sea, empezando por el Norte, de las islas Batanes, Babuyanes, Luzón, Visayas y todas las demás que siguen al Sur, hasta el mar de Joló; reservándose España, al Sur de este mar, las islas de Mindanao y Joló, que nunca han formado parte del archipiélago filipino, propiamente dicho. Los Estados Unidos, en compensación de las islas sobredichas, del derecho de amarre del cable y de las obras públicas ejecutadas por España en aquellas islas durante su dominación, abonarán á España la cantidad de 50 millones de dollars. _C._ España renuncia á su soberanía en Cuba y cede gratuitamente á los Estados Unidos el archipiélago filipino, propiamente dicho, además de Puerto Rico y demás Antillas, y la isla de Guam, que cede en compensación de los gastos de guerra é indemnizaciones de ciudadanos americanos, por daños sufridos desde el principio de la última insurrección cubana. Los Estados Unidos y España someterán á un Tribunal arbitral, cuáles son las deudas y obligaciones de carácter colonial que deban pasar con las islas, cuya soberanía España renuncia y cede.» Y terminaba mi carta: «Ruego á V. que esa Comisión se sirva deliberar sobre cada una de estas proposiciones, por si considera aceptables cualesquiera de ellas, comunicándomelo, si lo tiene á bien, antes del lunes próximo 28 del corriente, ó teniendo formado ya su juicio para dicho día (que es el fijado en la última proposición de esa Comisión) en que podrán reunirse ambas en pleno á la hora acostumbrada de las dos de la tarde, y, en cuya sesión, esta Comisión española dará su definitiva contestación de que, según la dé la americana, habrá de depender la continuación ó terminación de estas conferencias. Queda de V., etc.»[1] [1] Páginas 232 y 233 del _Libro Rojo_. El presidente de la Comisión americana, en carta del 26 del mismo mes, replicó que había consultado telegráficamente mis proposiciones con el gobierno de Washington, y que, según las instrucciones de éste, ninguna de ellas podía admitir, insistiendo en que el día 28, fijado de antemano, esperaba recibir la respuesta á la proposición _ultimatum_ que habían presentado. * * * Cumpliendo las órdenes del Gobierno,[2] tuvimos que pasar por el dolor de aceptar el artículo de la Comisión americana, que proponía la cesión de la soberanía del archipiélago á los Estados Unidos, con esas compensaciones que acabo de tener el honor de leer. [2] Consignadas en la carta del Ministro de Estado al Presidente de la Comisión española de la Paz, que aparece en las páginas 237 y 238, del _Libro Rojo_. Nuestra contestación, presentada por escrito en la sesión celebrada el día 28 de Noviembre, dice así: «Los Comisarios españoles se apresuraron á poner en conocimiento de su Gobierno la proposición que, con carácter de definitiva, les fué presentada en la sesión última por los señores Comisarios americanos, y se hallan hoy especialmente autorizados á dar la respuesta que, dentro del plazo señalado, y con las condiciones expresadas en el _Memorandum_ americano, se les pedía. »Examinada, únicamente, á la luz de los principios jurídicos que ha venido inspirando la conducta de los Comisarios españoles, durante el curso de estas negociaciones, encuentran éstos de todo punto inadmisible la proposición americana, por las razones repetidamente expuestas en anteriores documentos, que forman parte del Protocolo. »Tampoco pueden considerar dicha proposición como satisfactoria fórmula de avenencia y transacción entre opuestos principios, pues las condiciones que, á título de concesión, se ofrecen á España, no guardan ninguna proporción con la soberanía á que se nos quiere obligar á renunciar en el archipiélago filipino. Si la hubieran guardado, hubiese hecho España, desde luego, el sacrificio de aceptarlas, en aras del deseo de paz. Consta á la Comisión americana que la española intentó, aunque sin éxito, entrar en esta vía, llegando hasta proponer el arbitraje para la resolución de las dos cuestiones principales. »Agotados, pues, por parte de España, todos los recursos diplomáticos para la defensa del que considera su derecho, y aun para una equitativa transacción, se exige hoy á los Comisarios españoles que acepten en conjunto, y sin más discusiones, la proposición americana, ó que la rechacen, en cuyo caso quedarían terminadas, según entiende la Comisión americana, las negociaciones para la paz, y roto, por consiguiente, el Protocolo de Washington. El Gobierno de S. M., movido por altas razones de patriotismo y de humanidad, no ha de incurrir en la responsabilidad de desatar, de nuevo, sobre España todos los horrores de la guerra. Para evitarlos, se resigna al doloroso trance de someterse á la ley del vencedor, por dura que ésta sea, y como carece España de medios materiales para defender el derecho que cree le asiste, una vez ya consignado, acepta las únicas condiciones que los Estados Unidos le ofrecen para la conclusión del Tratado de paz.»[3] [3] _Libro Rojo_, página 245. Quedaba hecho el doloroso sacrificio del archipiélago, doloroso, no tanto por el perjuicio que bajo el aspecto económico sufría España al perder aquellas islas, cuanto por la mortificación que á su dignidad se imponía la violenta arbitrariedad á que tenía que someterse. * * * Después de esto, y sometidos ya á tan irritante _ultimatum_, quedó reducido nuestro trabajo á concertar los demás artículos del Tratado. La Comisión americana presentó, nuevamente, redactados los ocho primeros artículos del Tratado de paz, aceptando en ellos, algunas de las más importantes reclamaciones que habíamos formulado en nuestro primitivo proyecto. Decían así dichos artículos: «Artículo I. España por el presente, renuncia todo derecho de soberanía y propiedad sobre la isla de Cuba. En atención á que dicha isla está á punto de ser evacuada por España y ocupada por los Estados Unidos, los Estados Unidos mientras dure su ocupación, tomarán sobre sí y cumplirán las obligaciones que el derecho internacional impone á su carácter de ocupantes, para la protección de vidas y haciendas. Artículo II. España, por el presente tratado, cede á los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y las demás que están ahora bajo su soberanía en las Indias Occidentales, y la isla de Guam en el archipiélago de las Marianas ó Ladrones. Artículo III. Cede también España á los Estados Unidos el archipiélago conocido por islas Filipinas, situado dentro de las líneas siguientes: Una línea que corre de Oeste á Este, cerca del 20° paralelo de latitud Norte, á través de la mitad del canal navegable de Bachi, desde el 118° al 127° de longitud Este de Greenwich; de aquí, á lo largo del ciento veintisiete (127) grado meridiano de longitud Este de Greenwich, al paralelo cuatro grados cuarenta y cinco minutos (4° 45′) de latitud Norte; de aquí, siguiendo el paralelo de cuatro grados cuarenta y cinco minutos de latitud Norte (4° 45′), hasta su intersección con el meridiano de longitud ciento diez y nueve grados y treinta y cinco minutos (119° 35′) Este de Greenwich; de aquí, siguiendo el meridiano de longitud ciento diez y nueve grados y treinta y cinco minutos (119° 35′) Este de Greenwich, al paralelo de latitud siete grados cuarenta minutos (7° 40′) Norte; de aquí, siguiendo el paralelo de latitud siete grados cuarenta minutos (7° 40′) Norte, á su intersección con el ciento diez y seis (116°) grado meridiano de longitud Este de Greenwich; de aquí, por una línea recta, á la intersección del décimo grado paralelo de latitud Norte con el ciento diez y ocho (118°) grado meridiano de longitud Este de Greenwich, y de aquí, siguiendo el ciento diez y ocho (118°) grado meridiano de longitud Este de Greenwich, al punto en que comienza esta demarcación. Los Estados Unidos pagarán á España la suma de veinte millones de dollars (20.000.000), dentro de tres meses, después del canje de ratificaciones del presente Tratado. Artículo IV. Los Estados Unidos, al ser firmado el presente Tratado, transportarán á España, á su costa, los soldados españoles que hicieron prisioneros de guerra las fuerzas americanas al ser capturada Manila. España, al ratificarse el presente Tratado, procederá á evacuar las islas Filipinas, así como la de Guam, en condiciones semejantes á las acordadas por las Comisiones nombradas para concertar la evacuación de Puerto Rico y otras islas en las Antillas occidentales, según el Protocolo de 12 de Agosto de 1898, que continuará en vigor, hasta que sean cumplidas sus disposiciones. El término, dentro del cual será completada la evacuación de las islas Filipinas y de la de Guam, será fijado por ambos Gobiernos. Artículo V. En cumplimiento de lo convenido en los artículos I, II y III de este Tratado, España renuncia en Cuba y cede en Puerto Rico y en las otras islas de las Indias Occidentales, en las islas Filipinas y en la isla de Guam, todos los edificios, muelles, cuarteles, fortalezas, establecimientos, vías públicas y demás bienes inmuebles que, con arreglo á derecho, son del dominio público, y como tal corresponden á la Corona de España. Queda, por lo tanto, declarado que esta renuncia ó cesión, según el caso, á que se refiere el artículo anterior, en nada puede mermar la propiedad, ó los derechos que correspondan, con arreglo á las leyes, al poseedor pacífico de los bienes de todas clases de las provincias, municipios, establecimientos públicos ó privados, corporaciones civiles ó eclesiásticas, ó de cualquiera otras colectividades que tienen personalidad jurídica para adquirir y poseer bienes, en los mencionados territorios renunciados ó cedidos, y los de los individuos particulares, cualquiera que sea su nacionalidad. Dicha renuncia ó cesión, según el caso, incluye todos los documentos que se refieran exclusivamente á dicha soberanía, renunciada ó cedida, que existan en los archivos de la Península. Cuando estos documentos, existentes en dichos archivos, sólo en parte correspondan á dicha soberanía, se facilitarán copias de dicha parte, siempre que sean solicitadas. Reglas análogas habrán, recíprocamente, de observarse en favor de España, respecto de los documentos existentes en los archivos de las islas antes mencionadas. En las antecitadas renuncia ó cesión, según el caso, se hallan comprendidos aquellos derechos de la Corona de España y de sus Autoridades sobre los archivos y registros oficiales, así administrativos como judiciales de dichas islas, que se refieran á ellas ó á los derechos y propiedades de sus habitantes. Dichos archivos, registros, etc., deberán ser cuidadosamente conservados, y los particulares, sin excepción, tendrán derecho á sacar, con arreglo á las leyes, las copias autorizadas de los contratos, testamentos y demás documentos que formen parte de los Protocolos notariales ó que se custodien en los archivos administrativos ó judiciales, bien éstos se hallen en España, ó bien en las islas de que se hace mención anteriormente. Artículo VI. España y los Estados Unidos de América, en atención á lo establecido por este Tratado, renuncian mutuamente toda reclamación de indemnización nacional ó privada, de cualquier género, incluyendo toda reclamación por indemnizaciones, por el coste de la guerra de un Gobierno contra el otro, ó de sus súbditos ó ciudadanos contra el otro Gobierno, que puedan haber surgido desde el comienzo de la última insurreción en Cuba, y anterior á la ratificación del presente Tratado. Artículo VII. Los Estados Unidos, durante el término de diez años, á contar desde el canje de la ratificación del presente tratado, admitirán en los puertos de las islas Filipinas los buques y las mercancías españolas, bajo las mismas condiciones que los buques y las mercancías de los Estados Unidos. Art. VIII. España, al ser firmado el presente Tratado, pondrá en libertad á todos los detenidos en calidad de prisioneros de guerra ó por delitos políticos, á consecuencia de las insurrecciones en Cuba, en Puerto Rico y en Filipinas y de la guerra con los Estados Unidos. Recíprocamente los Estados Unidos pondrán en libertad todos los prisioneros de guerra hechos por las fuerzas americanas, y gestionarán la libertad de todos los prisioneros españoles en poder de los insurrectos de Cuba y de Filipinas.»[4] [4] _Libro Rojo_, págs. 253, 254 y 255. Nosotros reclamamos las siguientes adiciones: «Al art. IV: Todo el material de guerra y de industrias militares, de cualquier clase, así de tierra como de mar, y todas las armas, así portátiles como fijas que se hallaren en el archipiélago filipino, quedan reservadas á España.» «Al art. IV también: «Igualmente serán de España el material de guerra y sus industrias, así como las armas de todas clases que hubiere en las Antillas, y cuyo destino no hubiese sido ya acordado por las Comisiones de evacuación.» «Al art. VII: «Igual franquicia arancelaria, por el mismo número de años y con las mismas condiciones, será aplicable á las islas de Cuba y de Puerto Rico.» «Al art. VIII: «El transporte de los prisioneros que ha de liberar cada una de las Altas Partes contratantes será por su cuenta hasta el puerto más próximo de la Potencia á la que hayan de ser entregados.» Los americanos, por su parte, presentaron una adición al artículo IV que decía así: «Hasta que se canjeen las ratificaciones del presente Tratado, los Estados Unidos continuarán teniendo en su poder y ocupando la ciudad, bahía y puerto de Manila, y conservarán, en cuanto sea necesario y practicable, el orden público, y protegerán las vidas y haciendas en toda la extensión del archipiélago de Filipinas, cedido por el presente Tratado, siempre que, ninguna de las disposiciones que este artículo contiene pueda interpretarse que afectan al derecho permanente de la soberanía de España sobre el archipiélago, antes de la ratificación del Tratado de paz».[5] [5] _Libro Rojo_, págs. 255 y 256. Todas estas adiciones fueron objeto de discusión en las sesiones celebradas los días 2 y 5 de Diciembre, cuyas actas aparecen insertas en el _Libro Rojo_,[6] y algunas de ellas, no todas, aceptadas en definitiva por la Comisión americana. En las sesiones de los días 6 y 8 del mismo mes continuaron presentándose y discutiéndose artículos, cuyo texto figura en las actas de las referidas sesiones.[7] [6] Págs. 263 á 265 y 271 á 273. [7] Págs. 278 á 287 y 289 á 293. * * * Al fin y al cabo, es claro que prevalecieron las de la Comisión americana, sin que deje de reconocer como cierto que, en efecto, los primeros artículos fueron modificados en virtud de las indicaciones de los españoles, en sentido favorable para nuestra Patria. Y así llegamos al término de aquellas dolorosísimas sesiones. Y este término fué una protesta que la Comisión española se consideró en el caso de presentar, y que dice así: «La Comisión española propuso á la americana el proyecto de varios artículos para el Tratado de paz, que ésta rechaza. »Se niega á reconocer á los habitantes de los países cedidos y renunciados por España, el derecho de optar por la ciudadanía de que, hasta ahora, gozaron. Y sin embargo, este derecho de opción, que es uno de los más sagrados de la personalidad humana, ha sido constantemente respetado desde que se emancipó el hombre de la servidumbre de la tierra, rindiéndose tributo á este sagrado derecho en los Tratados que, sobre cesión territorial, se celebraron en el mundo moderno. »Se niegan á estipular el respeto que merecen los contratos celebrados por un soberano legítimo, para obras y servicios públicos, contratos que afectan sustancialmente á la propiedad privada de particulares, y que fueron respetados en el Tratado de Campo-Formio de 1797, en el de París de 1814, en el de Zurich de 1859, en el de París de 1860, en los de Viena de 1864 y 66, y que respetó también Alemania, al terminar su guerra con Francia, por el Tratado de Francfort de 1871. »La Comisión americana alega, como única razón para no estipular este respecto, el que los Estados Unidos en sus Tratados nunca lo han reconocido. ¡Cómo si los Estados Unidos fueran la única Potencia poseedora del criterio de justicia que debe inspirar las convenciones y los actos de las Naciones! »Se niegan á que sean devueltos á sus legítimos y particulares dueños por quienes, sean funcionarios españoles ó americanos, estén obligados, según justicia, á esta devolución, las cantidades que hubiesen entregado en las cajas públicas de los territorios que dejan de pertenecer á España, en concepto de consignaciones, depósitos ó fianzas de contratos ú obligaciones, después que éstos hayan sido cumplidos, y la fianza, por lo tanto, deba ser cancelada. Y, sin embargo, á esta devolución se rindió homenaje por Bélgica, los Países Bajos, Austria, Francia, Cerdeña, Dinamarca, Prusia, Italia y Alemania, en los Tratados que entre sí celebraron en 1839, 1859, 1864, 1866 y 1871. »Se niegan á reconocer el carácter permanente de las obligaciones que por este Tratado contraen los Estados Unidos respecto á cosas y personas en Cuba, limitando su duración al tiempo de la ocupación militar de la Gran Antilla por las tropas americanas, sin tener presente que las obligaciones correlativas que España contrae, exige la Comisión americana que sean permanentes, y que, por consiguiente, queda de esa manera violada la justicia, al violarse el principio de reciprocidad, que informa siempre los derechos y las obligaciones de las partes contratantes. »La Comisión americana se presta, en la sesión de hoy, á que los Estados Unidos aconsejen la observancia de este Tratado al Gobierno independiente de Cuba, cuando llegue á constituirse. »La Comisión española, vista esta manifestación, atempera cuanto acaba de decir sobre este punto, hasta que quede en armonía con las manifestaciones hechas en esta sesión por la Comisión americana. »Nada tiene que decir la Comisión española sobre la negativa de la americana, á tomar á cargo de los Estados Unidos la pensión de gratitud que España viene pagando á los descendientes del inmortal descubridor de América; España se reserva este asunto para resolverlo como entienda más conforme á la justicia, sin olvidar las causas de la civilización moderna de la misma América. »España ha podido sacrificar y sacrifica sus intereses todos coloniales en el altar de la paz y para evitar la renovación de una guerra, que es evidente que no puede sostener, con una Nación incomparablemente más poderosa y de mayores recursos. Ha sostenido sus derechos, en estas conferencias, con toda la energía que correspondía á la rectitud de su conciencia. Cuando á su Comisión le fué impuesta como _ultimatum_ la proposición con que concluye el _Memorandum_ americano, presentado en la sesión de 21 de Noviembre último, sin abandonar su derecho y sólo por vía de transacción, inspirándose en su amor á la paz, hizo proposiciones en que sus intereses eran sacrificados; los Estados Unidos las rechazaron todas. »Sobre las dos importantes cuestiones de derecho, dependientes de la interpretación que se diera al Protocolo de Washington, propuso á la Comisión americana el arbitraje. Fué también rechazado. »Al _ultimatum_ que acaba de citarse de 21 de Noviembre, sucede el que en la última sesión va envuelto en los artículos que propone la Comisión americana. La española que, cumpliendo las instrucciones de su Gobierno se sometió al primero, también se someterá á éste. »Se conforma, pues, con que los Estados Unidos incluyan en el Tratado los artículos á que este _Memorandum_ se refiere. »Pero la Comisión americana rechaza también otro, que es para España, si cabe, de mayor importancia que los demás artículos que la española había propuesto; porque, á diferencia de éstos, aquél afecta á su propia dignidad. La catástrofe del _Maine_ dió ocasión en los Estados Unidos, á que una parte muy caracterizada de su prensa cubriese de ultrajes el honor inmaculado del pueblo español. »Parecía que el tiempo iba haciendo su obra de templanza de las pasiones, y de olvido de los agravios, cuando la Comisión americana, en su citado _Memorandum_ de 21 de Noviembre último, renovó tan lamentable incidente, acusando de descuido é incapacidad á España para garantir en sus puertos la seguridad de los buques de una Nación amiga. El derecho más sagrado que á España no podía dejar de reconocérsele, porque se le reconoce al más desgraciado de los seres humanos de la tierra, era el de defenderse de una imputación que en tan tristes condiciones la dejaba ante las demás Naciones. Por esto presentó su Comisión el 1.º de este mes los artículos proponiendo el nombramiento de una Comisión técnica internacional, nombrada con todas las garantías imaginables para asegurar su imparcialidad, á fin de que procediese á investigar las causas de la catástrofe, y si en ella cabía, siquiera fuera por negligencia, alguna responsabilidad á España. »Cuando esta proposición estaba sometida á la Comisión americana, el Presidente de los Estados Unidos, en su Mensaje de 5 del mismo mes, dirigido á las Cámaras americanas, volvió á ocuparse de un asunto que no podía menos de remover las pasiones de los dos pueblos, entre quienes sus comisionados estaban elaborando el restablecimiento de la paz. Calificó la catástrofe de _sospechosa_, afirmó que su causa había sido externa, y añadió que, _solamente por falta de una prueba positiva_, la Comisión americana, que había informado sobre ella, había dejado de _consignar á quién correspondía la responsabilidad de dicha acción_. »¿Cómo era posible imaginar que al siguiente día de pronunciadas estas frases en Washington, la Comisión americana en París había de negar á España aquel sagrado derecho de defensa, cuyo respeto reclamaba? »No puede, pues, la Comisión española resignarse á tal negativa, y consigna solemnemente su protesta contra ella, haciendo constar que, en lo futuro, no será lícito jamás á los que se oponen á que se depuren las causas de aquella horrible catástrofe, imputar, abierta ó embozadamente, responsabilidad de ningún género, por ella, á la noble Nación española y á sus Autoridades.» * * * La Comisión americana contestó á esta protesta en un sentido más conciliador, más templado; accedió á varias reclamaciones que antes había rechazado; dijo que todos los depósitos y consignaciones hechos por súbditos españoles ante las oficinas de las colonias que dejaban de pertenecernos serían devueltas á sus legítimos dueños; que los contratos que el Gobierno español hubiera celebrado, sobre servicios públicos de aquellas colonias también serían examinados, á tenor de las prescripciones del derecho público, por el Gobierno americano, para respetar aquellos que por tal derecho lo merecieran. Es de tanta importancia este documento que, aun á riesgo de molestar demasiado vuestra atención, voy á leerlo íntegramente. Dice así: «En el _Memorandum_ presentado en la última sesión por los Comisarios españoles, se hace esta vaga declaración: «Los Comisarios americanos se niegan á reconocer á los habitantes de los países cedidos y renunciados por España, el derecho de optar por la ciudadanía de que hasta ahora gozaron.» »Los Comisarios americanos no entienden de esta manera el artículo sobre ciudadanía, por ellos presentado en sustitución del artículo propuesto por los Comisarios españoles. Un análisis de este artículo probará, que los súbditos españoles, naturales de España, tienen un año de tiempo para conservar su nacionalidad española, con sólo declarar que así tienen intención de hacerlo, ante una oficina de registro. »Estas personas, tienen absoluto derecho de disponer de sus propiedades y de salir del territorio, ó de permanecer en él, continuando como súbditos españoles ó eligiendo la nacionalidad del nuevo territorio. »Respecto á los naturales, su condición y sus derechos civiles se reservan al Congreso, quien hará las leyes para gobernar los territorios cedidos. Esto es tan sólo la afirmación del derecho del poder soberano, para dejar al nuevo Gobierno el establecimiento de estas importantes relaciones. Puede, seguramente, confiarse que el Congreso de una nación, que nunca dió leyes para oprimir ó mermar los derechos de los residentes en sus dominios, y cuyas leyes aseguran la mayor libertad, compatible con la conservación del orden y la protección de la propiedad, no saldrá de su bien establecida práctica al ocuparse de los habitantes de estas islas. »Es verdad que los Comisarios españoles propusieron un artículo sobre la nacionalidad, completando el que presentaron respecto á la nacionalidad de los súbditos españoles, en el cual afirmaban, que todos los habitantes de los territorios cedidos, además de los súbditos españoles, tendrían el derecho de elegir la nacionalidad española dentro de un año después del canje de ratificaciones del Tratado. Esto hubiera permitido á todas las tribus sin civilizar, que aún no se habían reducido á la jurisdicción española, así como á los extranjeros residentes en las islas, el dejarles crear una nacionalidad distinta de la del territorio, mientras que hubieran disfrutado de los beneficios y de la protección del Soberano local. Así se habría creado una anómala situación, capaz de producir complicaciones y discordias que importa evitar. »La Comisión americana se vió obligada á rechazar los artículos presentados por los Comisarios españoles, con relación á los contratos celebrados para las obras y servicios públicos. Tomó este acuerdo porque la naturaleza, la extensión y las obligaciones de estos contratos, son desconocidos de los Comisarios americanos, y de nuevo rechaza todo propósito de su Gobierno, de desconocer las obligaciones de derecho internacional respecto á aquellos contratos, cuyo examen revele que son válidos y obligatorios para los Estados Unidos, como sucesores de la soberanía, en los territorios cedidos. »Los Comisarios americanos rechazaron además el artículo propuesto por los Comisarios españoles respecto á los «depósitos y fianzas». En la forma presentada, los Comisarios americanos entendieron este artículo, como obligando á los Estados Unidos á devolver cantidades «recibidas por las oficinas y establecimientos del Gobierno, de súbditos españoles», con objetos determinados, aunque aquellos jamás entraran en posesión de las autoridades de los Estados Unidos en dichos territorios. Nada puede haber más lejos de la intención de este Gobierno que retener de sus legítimos propietarios, aquellas sumas que vayan á su poder, las cuales serán devueltas cuando se hayan cumplido las obligaciones y contratos que las mismas aseguraban. Ciertamente los Estados Unidos no tienen intención de confiscar la propiedad que caiga bajo su jurisdicción, pudiendo seguramente contarse en estas materias, con la confianza garantizada por sus sólidos antecedentes. »Respecto á la observación del _Memorandum_ de la Comisión española sobre el último Mensaje del Presidente de los Estados Unidos, en el cual se refiere al desastre del buque de guerra _Maine_, los Comisarios americanos se ven obligados á declinar toda discusión del mismo, obedeciendo á bien establecidos precedentes y prácticas en la historia de su país. »Los Comisarios americanos no pueden acabar este último _Memorandum_ sin reconocer el celoso cuidado, la sabiduría y la habilidad, así como la uniforme cortesía, con que los Comisarios españoles han seguido las negociaciones que están para terminar.»[8] [8] _Libro Rojo_, pág. 301 y 302. * * * Como véis, la Comisión americana no sintió agravio alguno por la actitud de la española y, por el contrario, reconoció que ésta no había hecho otra cosa que cumplir con su deber. Sin embargo, aquel español corresponsal de _New-York Herald_ que con tan negros colores había pintado la situación de la nación española al principio de las Conferencias, escribió otra correspondencia, antes de que éstas terminaran, en la que decía: «lo realmente muy sensible es que los políticos españoles, cuando son vencidos, dediquen todos sus esfuerzos á caer en una postura graciosa, como hacían los antiguos gladiadores romanos. Una protesta seria, cuidadosamente razonada, hubiera hecho algún efecto si hubiera habido una base firme para ella, pero una actitud orgullosa que puede ser una falta de cortesía, ni es provechosa para hombres de la edad y condiciones del Sr. Montero Ríos, ni para la misma España, que no está en condiciones de sostenerla. Si los americanos se ofenden por la alusión al mensaje de Mr. Mac-Kinley, la altiva actitud del Sr. Montero Ríos puede costar á España alguna nueva humillación.» Pero fué exagerado el temor de tal corresponsal, porque según acabáis de oir, el Gobierno de Washington y en su nombre su muy respetable y muy digna Comisión en París, concluyó dando con extrema consideración sin duda, la última prueba de las atenciones que durante las conferencias había guardado á la Comisión española. Había quedado, no obstante, en la Península alguno que quiso, aunque siguiendo un camino opuesto, aparecer como más celoso defensor de la dignidad y de los intereses de España que el corresponsal del _New-York Herald_. Mucho tiempo después de firmado y ratificado el Tratado de París y de publicado el _Libro Rojo_ que contiene su génesis y á que constantemente me he estado refiriendo, y cuando, por lo tanto, era muy natural que los que hubieran de emitir su opinión sobre aquel Tratado, pasaran siquiera la vista por los documentos que contenía su historia, ya que á su disposición tenían todos estos antecedentes, con motivo de un mítin celebrado en Santiago de Galicia, en el que me permití decir, dando salida á los sentimientos que en mi alma venían ahogándose durante cuatro años, que era para mí un título de orgullo, no el Tratado de París, sino la aceptación de la dolorosa misión para celebrarle que se me había impuesto, en defecto de otros más aptos sin duda pero que lo habían rechazado, publicó un periódico de gran circulación un artículo titulado «_Una Provocación_», escrito, según se dijo, por un compañero de redacción del corresponsal del _New-York Herald_, en el que entre otras muchas flores de su jardín, me dedica las que como muestra, contienen los párrafos que voy á leer. Después de la relación de los hechos que preceden, no me siento herido en lo que más estima un patriota honrado, y no me parece inoportuno presentar un ejemplo de cómo ilustran á la opinión pública, algunos de los que alardean de ser sus directores. Dice así: «¿Qué hizo el Sr. Montero Ríos por salvar Puerto Rico (se conoce que ignoraba la existencia del protocolo de Washington) que no había entrado en la contienda? Bajó humildemente la cabeza ante los perentorios argumentos de Mr. _Hay_ (tan enterado estaba del asunto sobre que escribía y que le daba ocasión para sus ultrajes, que ignoraba que el Presidente de la Comisión americana en París se llamaba Mr. _Day_ y no míster _Hay_, así como que éste era á la fecha en que se publicó el artículo, el Secretario de Relaciones Exteriores del actual Presidente de la Unión), y como se desprende el ganadero del rebaño, entregó á los pobres puertorriqueños, negándoles hasta el derecho de optar por la nacionalidad española. »Próximas á terminar las conferencias, los delegados yankis exigen Filipinas. El Sr. Montero Ríos pide un plazo para discutir. Mr. _Hay_ replica que no da espera, y que los buques norteamericanos podrían visitar en pocos días las costas de España. El Sr. Montero Ríos, ante este argumento, dice modestamente á nuestros enemigos: Está bien; no hablemos más del asunto. Y los yankis se llevan el Archipiélago filipino. »Faltaba una injuria mayor: el Sr. Montero Ríos, después de entregadas las islas, concierta la venta de todos los derechos posibles por unos cuantos miles de dollars, y así, la acción, que pudo ser atenuada por la inferioridad material, adquiere caracteres tristísimos. Los insurrectos filipinos pudieron decir desde sus periódicos: ¡Cómo! De vendernos, España, ¿no podía haberse entendido con nosotros para recoger un puñado de dinero? No se hable de la negociación sobre Cuba. Lo primero que hizo el Sr. Montero Ríos fué decir: queremos que conste cómo á los Estados Unidos entregamos la isla y no á sus naturales. Mr. _Hay_ observa que el Senado había encomendado al Presidente la constitución de Cuba como nacionalidad aparte y no como colonia, y el Sr. Montero Ríos, representante de España, alma española, una de las más altas representaciones de la raza, responde sin escrúpulo: Lo mejor es que los Estados Unidos se queden con Cuba... Con tales palabras ennegrecía nuestro nombre en América; pero ¿qué importaba, si sobre toda consideración de sangre y de historia ponía el Sr. Montero Ríos la esperanza de que los Estados Unidos respondieran de la Deuda cubana? »Ni un rasgo de altivez, ni una de aquellas notas vibrantes y humanas que Thiers puso en las negociaciones con Bismarck... El Sr. Montero Ríos escribe alegato sobre alegato; los yankis contestan con dos palabras, y el representante de España calla y firma, y va dejando á los pies de Mr. _Hay_, primero las colonias, después hasta la noble majestad del infortunio. »Por el Tratado de París han sido lanzados algunos Senadores de la alta Cámara. Habían nacido en Cuba. Vivían en Cuba. (Se refiere al Conde de Fernandina, cubano entusiasta del libertador Máximo Gómez y que se negó á los requerimientos que se le hicieron para que se inscribiese como ciudadano español desde la celebración del Tratado.) El señor Montero Ríos los hizo yankis contra su voluntad, y el señor Montero Ríos mismo ha velado después como presidente por que aquella honrosa cláusula se cumpliera.» * * * Después de los hechos referidos en estas conferencias, podréis formar libérrimamente juicio sobre lo merecido de estos ultrajes; y siquiera por respeto á la opinión pública, espero que sus autores tratarán, por lo menos, de explicar su conducta (porque justificarla es imposible) discutiendo, en la prensa de que se valieron para extraviar á la opinión en este asunto, lo que en estas conferencias queda referido, y empleando, para su discusión, como la lealtad más elemental exige, no hechos imaginarios é imputaciones ofensivas, sino los que resultan de todos los documentos comprobantes en que tales hechos constan, y emitiendo, después, el juicio que tales hechos merezcan á cualquier conciencia honrada. No he de concluir sin pagar un tributo de justicia á la Comisión americana. Dura fué su misión; procuró, no obstante, desempeñarla guardando todo género de respetos y prodigando todo género de consideraciones á la Comisión española. Cumplía el encargo que el Presidente de la Unión americana le había hecho. Mas, por lo que hace al Presidente, á cuyas instrucciones aquella Comisión hubo de atenerse, dejo á la Historia que juzgue su conducta como jefe de la nación vencedora para con la nación vencida. He concluído de describir el génesis del tratado de París. Como os ofrecí, al principio, nada he afirmado que no sea rigurosamente exacto, y su comprobación aparece en documentos que son del dominio público. En la conferencia próxima he de comparar el Protocolo de Washington con el Tratado de París, para determinar lo que haya en éste que no exista en aquél, y si ello es adverso ó favorable para los intereses españoles. Si es adverso, vosotros y la opinión pública podréis, con toda razón, juzgar con más severidad el Tratado de París que el Protocolo de Washington; si fuera favorable, habréis de reconocer, que no es justo imputar á este Tratado lo que es peculiar del Protocolo de Washington. No dejaré tampoco de comparar, aunque ligeramente, el Tratado de París celebrado por España vencida, con los demás celebrados en estos últimos tiempos, principalmente en el siglo XIX, por otras naciones vencidas, con aquellas que fueron vencedoras, para ver si el Tratado de París es uno de los más perjudiciales ó uno de los más favorables para la nación vencida. Y ya con estos datos entregados al juicio, no solamente vuestro, sino de la opinión pública, habré de someterme muy tranquilo á su fallo, seguro que nunca habrá de dudarse de mis sentimientos de patriotismo, aun cuando quizá pueda dudarse del acierto y de la inteligencia con que llevé estas negociaciones; pero, en fin, en ellas puse toda la inteligencia con que Dios me ha dotado. Si ésta ha sido poca, no es culpa mía; culpa será del que me encomendó una labor superior á mis fuerzas. He concluído. (_Grandes y prolongados aplausos._) III Negociaciones en Washington para el Protocolo. -- Condiciones convenidas en éste. -- Asuntos que según Mac-Kinley debían tratarse en París. -- Comparación del Protocolo con el Tratado. -- La nacionalidad. -- La propiedad. -- Criterio acerca de estas cuestiones en Tratados anteriores. -- El de París es el tercer caso ventajoso de los celebrados en el siglo XIX. -- La cuestión de Filipinas. -- Rescate de prisioneros. -- Los restantes artículos. -- Los americanos otorgaron todo aquello para que estaban autorizados. -- Comparación con otros Tratados. -- Alientos de esperanza. SEÑORES: En la última conferencia, he tenido el honor de manifestar cuáles eran los puntos capitales que se habían resuelto en el Tratado que, con el nombre de Protocolo de los preliminares de la paz, se celebró en Washington el 12 de Agosto de 1898, firmándolo en nombre de España el Embajador de Francia, como plenipotenciario especial de nuestra Nación. En ese Protocolo se decía, que antes del 1.º de Octubre se reuniría en París una Comisión, formada por cinco representantes de los Estados Unidos, y otros cinco de España, para redactar el Tratado de paz. En los preliminares no se expresaban cuáles habían de ser las facultades de los comisarios en París; pero eso ya constaba antes de ser firmado el Protocolo, por las manifestaciones que el Presidente de los Estados Unidos había hecho á nuestro representante, el Embajador de Francia. Había dicho el Presidente Mac-Kinley, en la conversación que tuvo con nuestro representante, al ir á proponerle el armisticio el día 26 de Julio, que en París los comisionados habrían de celebrar este Tratado; pero que este Tratado no había de tener por objeto otra cosa, que resolver los _detalles_ de lo que se iba á convenir en Washington como preliminar de la paz. En el _Libro Rojo_, que contiene los documentos relativos á esos preliminares y en la página 111, respecto á aquella conversación, se lee lo siguiente: «Si las condiciones ofrecidas aquí son aceptadas en su integridad, los Estados Unidos nombrarán comisarios que se encontrarán con los igualmente nombrados por España, con objeto de arreglar los _detalles_ del Tratado de paz y de firmarlo en las condiciones arriba indicadas.» En la página 117 del Protocolo se lee también otro despacho del Embajador al Ministro de Estado, refiriendo la nueva conversación que había tenido con Mr. Mac-Kinley, en el cual se dice lo siguiente: «Según era de prever, Mr. Mac-Kinley se mostró inflexible.» Era sobre la cuestión de Filipinas; y vais á ver cómo á pesar de la ambigüedad en que el Presidente se había encerrado respecto al archipiélago, ya en esta conversación hay ciertas frases, que envolvían la cesión de la soberanía del mismo. «Y me repitió que la cuestión de Filipinas era la única que ya no estaba definitivamente resuelta en su pensamiento.» Lo que me parece que no tenía resuelto en su pensamiento era manifestarlo. «Aproveché esta declaración para rogar al Presidente que tuviera la bondad de precisar sus intenciones en lo que _posible_ se refiera á Filipinas. «En este punto, le dije, está la contestación del Gobierno federal redactada en términos, que pueden prestarse á todas las pretensiones de parte de los Estados Unidos, y, por consiguiente, á todos los temores de España respecto de su soberanía.» Mr. Mac-Kinley me contestó: «No quiero dejar subsistente ningún equívoco en este particular. _Los negociadores de los dos países serán los que resuelvan cuáles serán las ventajas permanentes que pediremos en el archipiélago_, y en fin, los que decidan la intervención (_contrôle_), disposición y el gobierno de Filipinas.» De suerte que aquí la ambigüedad parecía concretarse; decía que habían de pedirse ventajas de carácter permanente, entre ellas cabía perfectamente la cesión de la soberanía, porque esa sí que había de ser permanente, al menos mientras los habitantes ú otra Potencia extranjera lo hubiesen de consentir. Según el Presidente de la Unión, lo único que podría ser objeto de negociaciones en París era, la inspección (_contrôle_), disposición y gobierno del archipiélago filipino, las ventajas permanentes que en éste habían de tener los Estados Unidos para lo porvenir, y resolver otros detalles. Ni más ni menos. Veamos, por consecuencia, si el propósito del Presidente se realizó y si en el Tratado de París no se resolvió más que lo referente á Filipinas y otros detalles, ó sean otros asuntos menos importantes. * * * Acabáis de oir, señores, que el Protocolo de Washington era muy sencillo. El primer artículo decía que España renunciará á toda pretensión á su soberanía y á todos sus derechos sobre la isla de Cuba; y el segundo que España cedía también á los Estados Unidos, la isla de Puerto Rico, como compensación de los gastos de la guerra. ¿Contiene el Tratado algo que amplíe á favor de los Estados Unidos lo que se había convenido en este art. 1.º, ó que lo restrinja en contra de España? Váis á juzgarlo. Si el Tratado se hubiera limitado á reproducir el art. 1.º de los preliminares de la paz, dicho se está que todo aquello que se refiriese á los ciudadanos españoles, que vivían en la isla de Cuba, á su propiedad, y á las ventajas que hubiera de poder tener España en lo futuro en su antigua colonia, todo eso quedaba fuera del Tratado, puesto que en Washington no se había resuelto nada sobre todo esto. Los Estados Unidos disfrutarían, por lo tanto, de la libertad que sobre análogas materias tiene todo poder soberano, cuando no le ha sido limitada por algún pacto internacional. Gozarían, por lo tanto, y después de los Estados Unidos, gozaría el nuevo Gobierno cubano de la libertad de conservar ó expulsar á los españoles establecidos, ó residentes en la isla; de la de reconocerle ó no capacidad civil para adquirir, conservar ó enajenar la propiedad de toda clase de bienes y señaladamente los inmuebles; y podrían alegar las apariencias de razón, de que España se había conformado con tomar á su costa todas las deudas y cargas coloniales, una vez que ninguna reclamación, ni siquiera protesta había hecho para salvar sus derechos. Fijaos en que en el artículo 1.º del Protocolo de Washington, no se convino en que España había de renunciar solamente á su soberanía, sino á la soberanía y además á _todos sus derechos_ en Cuba. Estas frases indican, que algo más que la soberanía se pretendió que renunciase España por el Protocolo de Washington. Y en efecto, alguien de la Comisión americana, propuso en la segunda redacción que presentó para el art. 1.º del Tratado, limitarlo á reproducir el 1.º del Protocolo de Washington; y no sé si por virtud de los debates que tuvimos, ó si porque comprendieron que era demasiado duro el contenido de aquél, ó por otra causa, quedó redactado en la forma siguiente: «España renuncia _todo derecho de soberanía y propiedad_ sobre Cuba.» Se consiguió, pues, que el Estado español no renunciase más que á su soberanía y propiedad en Cuba, pero no á los otros derechos que tuviera, y entre los que estaba precisamente, el de reclamar el pago de la deuda colonial. De otro modo pudiera decirse ahora que, con arreglo al artículo 1.º del Protocolo de Washington, en la frase de renuncia de todos los derechos, además de la soberanía, había quedado incluída la renuncia al reintegro de la deuda colonial, como de todo lo demás que España pudiera reclamar respecto á la isla de Cuba en lo porvenir: mas con arreglo al Tratado de París no renunciaba España sino á su soberanía y á las públicas propiedades del Estado que de esa soberanía formaban parte. Tampoco los Estados Unidos, en Washington, se habían obligado absolutamente á nada, respecto á los españoles residentes en Cuba mientras allí estuvieran las armas americanas. Ya he leído el Protocolo; ni una sola frase hay en él sobre eso. Mas en el art. 1.º del Tratado se dice: «En atención á que dicha isla, cuando sea evacuada por España, va á ser ocupada por los Estados Unidos, los Estados Unidos, mientras dure su ocupación, tomarán sobre sí y cumplirán las obligaciones que, por el hecho de ocuparla, les impone el Derecho internacional para la protección de vidas y haciendas.» Esta es una novedad del Tratado de París con relación á los preliminares de la paz. Pero al ceder España ó al renunciar á la soberanía en Cuba, como en el Protocolo de Washington se consignaba, sin dar ninguna explicación, ¿qué alcance y qué limitaciones había de tener realmente esa renuncia? Vamos á verlo, porque ese alcance detalladamente se fijó en el Tratado de paz, que dice así: «Art. VIII. En cumplimiento de lo convenido en los artículos I, II y III de este Tratado, España renuncia en Cuba y cede en Puerto Rico y en las otras islas de las Indias Occidentales, en la isla de Guam y en el archipiélago de las Filipinas, todos los edificios, muelles, cuarteles, fortalezas, establecimientos, vías públicas y demás bienes inmuebles que, con arreglo á derecho, son del dominio público, y como tal corresponden á la Corona de España.» En el proyecto de articulado que presentó la Comisión americana, se añadía además á todo esto, el armamento y la artillería, y la Comisión española procuró demostrar que esta renuncia y cesión eran injustas, pues todo el material de guerra, así terrestre como naval, era de España, y no podía estar comprendido en el Protocolo de Washington. La Comisión americana reconoció en principio, lo bien fundado de esta reclamación, redactando en su consecuencia el artículo que con el número V figura en el Tratado de paz y que dice así: «Serán propiedad de España banderas y estandartes, buques de guerra no apresados, armas portátiles, cañones de todos calibres con sus montajes y accesorios, pólvoras, municiones, ganado, material y efectos de toda clase, pertenecientes á los ejércitos de mar y tierra de España, en las Filipinas y Guam. Las piezas de grueso calibre, que no sean artillería de campaña, colocadas en las fortificaciones y en las costas, quedarán en sus emplazamientos por el plazo de seis meses á partir del canje de ratificaciones del presente Tratado, y los Estados Unidos podrán, durante ese tiempo, comprar á España dicho material, si ambos Gobiernos llegan á un acuerdo satisfactorio sobre el particular.» En otro caso, á los seis meses, claro es que, de no retirarlo, sería de la propiedad de España. Notaréis que este artículo se refiere solamente al material del archipiélago filipino, debido á que en el Protocolo de Washington se había convenido en el art. 5.º que se procedería, inmediatamente de firmado aquél Protocolo, y antes de que se celebrase el Tratado de París, á la evacuación de las islas de Cuba y Puerto Rico, y que al efecto, ambas partes contratantes nombrarían dos Comisiones. Así se hizo, y en el seno de estas Comisiones había surgido la discordia, sobre á cuál de las dos altas partes contratantes había de pertenecer el material de guerra de las islas, conviniendo aquéllas, ante la imposibilidad de llegar á un acuerdo, en remitir la cuestión á la solución de ambos Gobiernos. En este estado de cosas, entendió la Comisión americana, por más que en principio estaba conforme con la reclamación de la española, que no podía aceptarla por falta de competencia respecto al material de guerra de aquellas dos Antillas. Por esto tuvo que limitarse la solución al archipiélago filipino. Pero claro es que, una vez celebrado el Tratado de París, y consignado el derecho de España en el artículo V que acabo de leer, no podía menos de servir este artículo de precedente á ambos Gobiernos, para resolver la cuestión pendiente sobre el material de guerra de las Antillas. Así sucedió, según se me ha dicho. * * * Existía otro punto importantísimo del que nada se había hablado en Washington; y era la situación en que iban á quedar nuestros compatriotas en la isla, y el destino que iba á tener la propiedad privada, así colectiva como individual. España--ya lo he manifestado--había cedido todo lo que á ella como nación soberana le correspondía y era del dominio público. Respecto á la residencia de nuestros nacionales en las islas, á su propiedad particular, nada se había dicho. Eran puntos de extrema importancia porque todo Estado, por Derecho internacional, es soberano para fijar las reglas que tenga por conveniente, respecto á la admisión de residencia de los extranjeros en territorio nacional y á su expulsión, así como á su capacidad jurídica, para adquirir, conservar y enajenar su propiedad inmueble. Nosotros tenemos una legislación muy amplia y generosa. Las puertas de nuestra patria están francamente abiertas para todos los extranjeros que quieran venir á establecerse, ó residir en el territorio nacional. Y el Gobierno español es, entre todos los de Europa, de los que con mayor parsimonia usan del derecho de expulsión del extranjero. Asimismo en España, todos los extranjeros, cualquiera que sea su nacionalidad de origen, pueden adquirir, conservar y enagenar la propiedad inmueble, del mismo modo que los nacionales. Pero no sucede de igual suerte en todos los países del mundo civilizado. En Rusia, por ejemplo, no todos los hombres tienen capacidad jurídica para adquirir la propiedad inmueble y, por otra parte, esta capacidad está condicionada por la residencia del dueño extranjero, y entre los mismos Estados de la Unión Americana, algunos hay todavía, que no reconocen esta capacidad al extranjero. De suerte, que sin salirse de su legislación interior, los Estados Unidos hubieran quedado con una gran libertad de acción, para reconocer ó no, capacidad jurídica á los españoles residentes en la isla de Cuba para adquirir, conservar ó enajenar la propiedad inmueble. Con mucha más razón gozarían de esta libertad, al amparo del derecho público, tratándose de propiedad que perteneciera á Corporaciones, á personas colectivas oficiales ó privadas, civiles ó eclesiásticas. En el Tratado de París se reconoció: 1.º, que los españoles podían continuar residiendo sin limitación de tiempo, en la isla de Cuba, conservando su nacionalidad de origen, con tal de que manifestasen el propósito de conservarla dentro del año siguiente á la ratificación del Tratado; 2.º, que podrían conservar, enajenar y disponer libremente de toda la propiedad inmueble que tuvieran; 3.º, que podrían continuar ejerciendo sus industrias y profesiones. Y aún se consiguió algo más. Cierto que el derecho internacional, no establecido en ningún código, pero sí de uso y costumbre entre las naciones cultas, lleva á respetar la propiedad de los ciudadanos de la nación vencida, en el caso de pérdida del territorio, en que esos ciudadanos residan. Pero uno de los jurisconsultos más ilustres de los Estados Unidos, el juez Marshall, dice que la única propiedad de los extranjeros, digna de respeto en el caso de cesión ó pérdida del territorio, es aquella que descansa en un título que esté garantido con todas las formas legales, en un título de propiedad, como decimos nosotros. Pues en el Tratado de París se consiguió poner al amparo de ese respeto, no sólo los bienes que los españoles poseían en propiedad por título legítimo, sino todos aquellos que vinieran poseyendo quieta y pacíficamente, aunque no tuvieran título alguno. He aquí el texto: «Art. VIII. Queda, por lo tanto, declarado que esta renuncia ó cesión, según el caso á que se refiere el párrafo anterior, en nada puede mermar la propiedad ó los derechos que correspondan, con arreglo á las leyes, al poseedor pacífico,--no dice al dueño,--de los bienes de todas clases, de las provincias, municipios, establecimientos públicos ó privados, corporaciones civiles ó eclesiásticas, ó de cualesquiera otras colectividades, que tienen personalidad jurídica para adquirir y poseer bienes en los mencionados territorios renunciados ó cedidos, y los de los individuos particulares, cualquiera que sea su nacionalidad». * * * Es, además, el Tratado de París una de las tres excepciones que ha habido respecto á este punto entre las naciones cultas, durante el siglo XIX. Venía siendo doctrina corriente, que en el caso de cesión ó conquista de un territorio, sus naturales habitantes pasasen á ser súbditos de la nación que adquiría dicho territorio. Inglaterra, que sostuvo un principio inflexible sobre este punto, diciendo que la nacionalidad de origen era de tal manera inherente al individuo, que le seguía aun á pesar suyo, á todas partes á donde trasladare su residencia, admitía, no obstante, una excepción á esta regla, cuando se trataba de un territorio cedido ó renunciado; y los Estados de la Unión americana que habían profesado el propio principio de su patria originaria, habían también renunciado á él en el tratado que en 1868 celebraron con Prusia en representación de la Confederación de la Alemania del Norte, admitiendo que el emigrante alemán en los Estados Unidos ó el emigrante americano en Alemania adquirirían, si tal era su voluntad, la nueva nacionalidad del territorio á que habían emigrado, á los cinco años de su residencia en él, perdiendo _ipso facto_ su nacionalidad de origen. Claro es que á tenor de esta doctrina, los cubanos y puertorriqueños, en virtud de la renuncia y cesión de la soberanía de las islas, habían de dejar de ser ciudadanos españoles. Nuestra Comisión en París reclamó, sin embargo, para ellos el derecho de opción por la nacionalidad española, si lo ejercitaban en el año siguiente á la ratificación del tratado, y aunque razonó debidamente esta demanda, aquella Comisión no accedió á ella, según habré de exponeros con más amplitud, dentro de breves instantes, al referir la defensa que hemos hecho de la nacionalidad, de los que quisieran seguir siendo españoles y de todos sus derechos. Más afortunada fué la Comisión española con respecto á la propiedad de los nacionales que hubieran de continuar establecidos en aquellas islas. En todos los Tratados de los siglos XVIII y XIX, menos tres, aunque se respetaba la propiedad del ciudadano de la nación vencida, era á condición de que la transportara si era mueble, ó la vendiera si era inmueble y saliera del territorio, sin permitirle permanecer en él. La residencia permanente del ciudadano de la nación vencida, es una novedad que aparece por vez primera en el Tratado celebrado precisamente por los Estados Unidos con Méjico en 1848, en el cual aquellos concedieron, en compensación de la parte tan importante del territorio mejicano de que acababan de apoderarse por las armas, que los mejicanos podían conservar su nacionalidad, con tal de que así lo manifestasen en el año siguiente á la ratificación del Tratado, y continuar viviendo en el mismo territorio y conservando la propiedad de sus bienes. Hay otro caso en el siglo XIX. Es el Tratado celebrado por Francia con Cerdeña cuando la cesión de Niza y Saboya en 1860. Sin duda, Francia reconoció que era muy duro el no consentir que continuasen viviendo en Saboya, aquellos que querían seguir siendo ciudadanos sardos, una vez que obtenían aquellos territorios. Por esto en aquel Tratado se permitió al ciudadano del país cedido conservar la nacionalidad de origen, con tal que lo manifestasen dentro del año siguiente á la ratificación del Tratado, y continuar viviendo allí conservando sus bienes. El último caso es el Tratado de París. En todos los demás fué unánime la condición; para conservar la nacionalidad, el ciudadano de la nación vencida ¡ah! tenía que abandonar el territorio cedido. Así está en todos los Tratados: en el celebrado por Francia con Austria en 1860; en el de Dinamarca, con Prusia y Austria, en 1864; en el celebrado por Italia con Austria en 1866; en el Tratado firmado en Francfort por Francia con Alemania en 1871. No hay más que los tres casos que he tenido el honor de manifestaros, y uno de ellos es el Tratado de París. Los españoles continúan residiendo en Cuba, ostentando su nacionalidad española y á la vez conservando los bienes de todas clases, de que sean dueños y aun meros, aunque pacíficos poseedores; adquiriendo otra si lo tienen por conveniente; ejerciendo su profesión y su industria, con tal de que hayan manifestado, en el término de un año á contar desde la ratificación, que querían continuar siendo ciudadanos españoles. La Comisión española aspiró á más y propuso á la americana, que á los naturales de los países cedidos se les diese el derecho de opción durante un año, para que pudiesen, si lo deseaban, continuar siendo ciudadanos españoles. No pidió la Comisión española que desde luego se les tuviera por españoles; le pareció que no interpretaría fielmente con esa petición los sentimientos de su patria. No creo que los españoles, en aquellos momentos, bajo el imperio del dolor producido por la pérdida de las Colonias, estarían satisfechos con que viniesen á gozar de la ciudadanía española, los cubanos insurrectos que se habían levantado en armas contra la madre patria en Cuba, ni que hubieran de continuar percibiendo las pensiones á que tuvieran derecho por jubilación, retiro, cesantía ó cualquier otro concepto, aquellos cubanos que se habían pasado á la manigua, para combatir desde ella á la soberanía de España, siendo ésta la que continuara después satisfaciéndoles esas pensiones, como si hubieran sido siempre leales hijos. Pero la Comisión española, para evitar uno y otro inconveniente, dijo que siendo el derecho vigente en los países cultos que, por más que la nacionalidad de los habitantes de un territorio cedido ó renunciado, es la del Estado que lo adquiere y deja de ser la del Estado que lo pierde, también el derecho moderno, discurriendo sobre un concepto más humano de la soberanía, reconoce el perfecto derecho que tiene el hombre para elegir, según su libre voluntad, la que merece su preferencia y fundándose en esto, como acabo de indicar, la Comisión española propuso á la americana un proyecto de artículo para el Tratado, estableciendo que á los habitantes de la isla se les concediera el derecho de optar por la nacionalidad española, durante el primer año desde la ratificación. Esta concesión no otorgaba á aquellos habitantes, sustancialmente, un derecho que independiente del tratado tienen y conservan, pero les facilitaba su ejercicio. Por este medio continuarían siendo españoles aquellos cubanos, que no habían dejado de amar á su madre patria y que ansiaban seguir viviendo bajo sus banderas. La Comisión americana fué inflexible en ese punto; no se prestó á ello y realmente, á tenor de lo contenido en la resolución conjunta de ambas Cámaras, no parece que estuvieran facultados al efecto, porque en esa resolución conjunta se decía que el estado civil y político de los habitantes de la isla de Cuba habría de ser fijado por el Congreso americano. Por tanto, si las Cámaras de los Estados Unidos, de antemano se habían reservado la facultad de fijar el estado civil y político de los habitantes de Cuba, se comprende que la Comisión americana no se considerase autorizada para facilitarles desde luego, el ejercicio del derecho de optar por la ciudadanía española. Accedió á todo lo demás que la Comisión española formuló en sus artículos, y así, en efecto, aparece en los definitivos del Tratado, según he tenido el honor de leer. * * * Llegó al fin el momento de que se plantease la cuestión sobre la soberanía de Filipinas, y ya expuse en la última conferencia lo ocurrido respecto á tan difícil y delicado asunto. El empeño, voluntario ú obligatorio, de la Comisión americana en reclamar la soberanía de todo el archipiélago; la resistencia de la Comisión española á acceder á esta reclamación; los dos _ultimatums_ presentados por la Comisión americana para dar por terminadas las negociaciones, y por roto el Tratado de paz de Washington si la Comisión española no accedía á la exigencia; la medida de alta prudencia del Gobierno español, al dar orden á la Comisión en París de que accediese, aunque protestando... Todo esto os lo he referido ya en la segunda conferencia. La Comisión cumplió lealmente las órdenes de su Gobierno: era su más elemental deber. Sus sentimientos patrióticos tuvieron que pasar por este amargo trance, aunque comprendiendo bien la altura de miras del Gobierno. Al someterse al _ultimatum_ americano sufría la dignidad de la patria, porque tenía que rendirse ante una exigencia arbitraria, una vez que esta exigencia no estaba amparada por un texto expreso y terminante del Protocolo de Washington; pero en realidad sufrían menos los intereses de España. Los Estados Unidos tenían derecho, con arreglo al Protocolo, á que España les reconociera ventajas de _carácter permanente_ en el archipiélago, y por más que no se habían concretado esas ventajas, fácil era de presumir que, por lo menos, consistirían en una franquicia arancelaria _permanente_, de los productos americanos en el archipiélago filipino. Por otra parte, en aquel Protocolo se había reconocido á los Estados Unidos, el derecho de participar en la inspección, disposición y gobierno de aquellas islas, constituyéndose así en un Estado soberano en el archipiélago, y reduciendo á España á la condición de potencia feudataria suya, á semejanza de la que tiene el Kedive de Egipto, con relación al Gobierno de la Gran Bretaña. En la última conferencia ya manifesté la ruda y larga discusión sostenida por la Comisión española para resistir la exigencia de la americana. Y sabéis también cómo esta discusión terminó, y cuáles fueron las condiciones con que los americanos quisieron suavizar la acritud de su arbitraria exigencia. Recordaréis que ofrecieron, como última concesión, las pequeñas ventajas siguientes: «Los Estados Unidos pagarán á España la suma de 20 millones de dollars (más de 100 millones de pesetas por razón del cambio) dentro de los tres meses después del canje de ratificaciones del presente Tratado. »Los Estados Unidos durante el término de diez años, á contar desde el canje de la ratificación del presente Tratado, admitirán en los puertos de las islas Filipinas los buques y las mercancías españolas, bajo las mismas condiciones que los buques y las mercancías de los Estados Unidos. »Los Estados Unidos, al ser firmado el presente Tratado, transportarán á España, á su costa, los soldados españoles que hicieron prisioneros de guerra las fuerzas americanas al ser capturada Manila. Las armas de estos soldados les serán devueltas.» La Comisión española exigió que la franquicia arancelaria se extendiese también á Cuba y Puerto Rico. El Presidente de la Unión se opuso terminantemente, y la Comisión americana, que no podía en realidad extralimitarse en sus poderes, rechazó nuestra exigencia; y únicamente pudimos conseguir lo que consta en el Tratado, respecto á derechos de puerto y tonelaje, lo que se consigna en el artículo XV, que dice: «El Gobierno de cada país concederá, por el término de diez años, á los buques mercantes del otro, el mismo trato en cuanto á todos los derechos de puerto, incluyendo los de entrada y salida, de faro y tonelaje, que concede á sus propios buques mercantes no empleados en el comercio de cabotaje.» A pesar de todo esto, y de que á primera vista parecía que era un favor que podía en algo interesarnos, la Comisión española exigió la facultad de denunciar antes de los diez años el convenio en esta parte; la Comisión americana accedió, y lo referente á este particular dice así: «Este artículo puede ser denunciado en cualquier tiempo dando noticia previa de ello, cualquiera de los dos Gobiernos al otro, con seis meses de anticipación.» Por lo que hace relación á cuanto se había convenido en el Protocolo de Washington, el Tratado de París nada más contiene. Juzguen, pues, si lo convenido en el Tratado respecto á los puntos definitivamente fijados en Washington fué adverso ó favorable para España, y modificó ó exacerbó en contra suya, los rigores de lo que había quedado resuelto en los preliminares de la paz. * * * Pero en el Tratado de París aún hay algo más de lo que os he dicho en esta conferencia: voy á referirlo muy sumariamente y sin ningún género de comentarios. Recordaréis que en Filipinas, no solamente había quedado prisionera de guerra la guarnición de Manila en poder de los americanos, sino que había también muchos de nuestros soldados en poder de los tagalos, y que estaban sufriendo sus feroces tratamientos. Tampoco habréis olvidado que España, no tenía medios de poner en libertad á aquellos infelices defensores de la Patria; porque no tenía relaciones con los tagalos, ni en aquellas circunstancias podía obligarles por la fuerza á que los pusieran en libertad; y si no eran los Estados Unidos los que se encargaran de esto, su cautiverio sería indefinido. Pues bien; en el art. 6.º del Tratado se lee lo siguiente: «España, al ser firmado el presente Tratado, pondrá en libertad á todos los prisioneros de guerra y á todos los detenidos ó presos por delitos políticos, á consecuencia de las insurrecciones en Cuba y en Filipinas, y de la guerra con los Estados Unidos». Recíprocamente, los Estados Unidos pondrán en libertad á todos los prisioneros de guerra hechos por las fuerzas americanas, y _gestionarán la libertad de todos los prisioneros españoles en poder de los insurrectos de Cuba y Filipinas_. «El Gobierno de los Estados Unidos transportará, por su cuenta, á España, y el Gobierno de España transportará, por su cuenta, á los Estados Unidos, Cuba, Puerto Rico y Filipinas, con arreglo á la situación de sus respectivos hogares, á los prisioneros que pongan, ó que hagan poner en libertad, respectivamente, en virtud de este artículo». Los gastos de transportes de prisioneros que nosotros teníamos que hacer fueron escasos; los gastos de transportes de los prisioneros españoles, que estaban en poder de los tagalos y de las fuerzas americanas en Manila, tuvieron que ser importantes, porque fueron más de diez ó doce mil hombres los transportados. Dice el artículo VII: «España y los Estados Unidos de América renuncian mutuamente, por el presente Tratado, á toda reclamación de indemnización nacional ó privada de cualquier género de un Gobierno contra el otro, ó de sus súbditos ó ciudadanos contra el otro Gobierno, que pueda haber surgido desde el comienzo de la última insurrección en Cuba y sea anterior al canje de ratificaciones del presente Tratado, así como á toda indemnización en concepto de gastos ocasionados por la guerra.» «Los Estados Unidos juzgarán y resolverán las reclamaciones de sus ciudadanos contra España, á que renuncia en este artículo.» Recordaréis perfectamente aquella serie interminable de reclamaciones que, desde 1870 se venía haciendo á los gobiernos españoles por el americano, en beneficio de los cubanos insurrectos, que saliendo de los puertos de la Unión, atravesaban el estrecho de La Florida, para fomentar y proporcionar recursos á la insurrección de la isla, y cuán fácilmente estos cubanos obtenían carta de ciudadanía en la Unión, para reclamar después al Gabinete de Madrid, amparados por el de Washington, cuantiosas indemnizaciones por los perjuicios que suponían les habían inferido las autoridades de la metrópoli en la isla de Cuba, como natural resultado en sus actos de rebeldía. Esto era una mina inagotable, un manantial cada día más abundante, que estaba siempre vertiendo de las cajas del Tesoro español, en beneficio de los cubanos insurrectos. Pues todo esto quedó terminado, según se ve en las notas que obran en el _Libro Rojo_, pues se obligaron los comisionados americanos á que los Estados Unidos pagarían por España, todas las reclamaciones que sus ciudadanos pudieran tener derecho de hacernos, invocando daños sufridos desde principio de la insurrección cubana. * * * Artículo IX á que me he referido antes: «Los súbditos españoles, naturales de la Península, residentes en territorio cuya soberanía España renuncia ó cede por el presente Tratado, podrán _permanecer_ en dicho territorio ó marcharse de él, conservando, en uno ú otro caso, todos sus derechos de propiedad, con inclusión del derecho de vender ó disponer de tal propiedad ó de sus productos; y, además, tendrán el derecho de ejercer su industria, comercio ó profesión, sujetándose á este respecto, á las leyes que sean aplicables á los demás extranjeros. _En el caso de que permanezcan en el territorio, podrán conservar su nacionalidad española_, haciendo, ante una oficina de registro, dentro de un año después del cambio de ratificaciones de este Tratado, una declaración, de un propósito de conservar dicha nacionalidad; á falta de esta declaración se considerará que han renunciado dicha nacionalidad y adoptado la del territorio, en el cual pueden residir. »Los derechos civiles y la condición política de los habitantes naturales de los territorios aquí cedidos á los Estados Unidos, se determinarán por el Congreso.» Art. X. «Los habitantes de los territorios cuya soberanía España renuncia ó cede, tendrán asegurado el libre ejercicio de su religión.» Art. XI. «Los españoles residentes en los territorios, cuya soberanía cede ó renuncia España por este Tratado, estarán sometidos en lo civil y en lo criminal á los tribunales del país en que residan, con arreglo á las leyes comunes que regulen su competencia, _pudiendo comparecer, ante aquellos, en la misma forma y empleando los mismos procedimientos que deban observar los ciudadanos del país á que pertenezca el tribunal_.» Art. XII. «Los procedimientos judiciales pendientes al canjearse las ratificaciones de este Tratado, en los territorios sobre los cuales España renuncia ó cede su soberanía, se determinarán con arreglo á las reglas siguientes: Respecto á los pleitos que entonces estaban pendientes, se reconoció la competencia de los Tribunales españoles para continuar conociendo de ellos, aun después de ratificado el Tratado. Dice así el segundo párrafo del artículo XII: «Los pleitos civiles entre particulares, que en la fecha mencionada no hayan sido juzgados, continuarán su tramitación ante el Tribunal en que se halle el proceso, ó ante aquel que lo sustituya.» Claro que Tribunales españoles, puesto que los pleitos de la isla de Cuba no iban antes á los Tribunales americanos. Pero sobre este punto la complacencia americana llegó hasta convenir en que, las causas criminales que estaban pendientes contra ciudadanos cubanos, y que se hallasen en el Tribunal Supremo, habían de continuar sometidas á éste hasta que se dictara sentencia definitiva que, si procedía, sería condenatoria para quienes ya no eran ciudadanos españoles. A eso se prestaron también los Comisarios americanos. «Las acciones en materia criminal pendientes en la fecha mencionada ante el Tribunal Supremo de España, contra ciudadanos del territorio que, según este Tratado, deja de ser español, continuarán bajo su jurisdicción hasta que recaiga la sentencia definitiva; pero una vez dictada esa sentencia, su ejecución será encomendada á la Autoridad competente del lugar en que la acción se suscitó.» Pareció á la Comisión española que era también de interés para España todo lo que se refería á la propiedad literaria y artística. En toda la América en donde se habla el idioma de Cervantes, la literatura española y la industria de la librería están muy interesadas, puesto que la lengua en que los libros se escriben en España, es aquella misma en que pueden leerse y estudiarse en la América española. De ahí que la Comisión española tuviera interés, en que quedaran á salvo esos derechos é intereses, y tuvo la suerte de conseguir una franquicia por diez años. «Art. 13. Continuarán respetándose los derechos de propiedad literaria, artística é industrial, adquiridos por españoles en la isla de Cuba y en las de Puerto Rico, Filipinas y demás territorios cedidos al hacerse el canje de las ratificaciones de este Tratado. Las obras españolas científicas, literarias y artísticas, que no sean peligrosas para el orden público en dichos territorios, continuarán entrando en los mismos, con franquicia de todo derecho de Aduanas por un plazo de diez años, á contar desde el canje de ratificaciones de este Tratado.» Por último, la Comisión española vió en lontananza un peligro. El Gobierno americano no quería, y en esto estaba conforme y muy de acuerdo la Comisión española, que la soberanía de la isla de Cuba quedase á los Estados Unidos, sino que quería recibirla como en depósito para entregársela al pueblo cubano; pero lo cierto es que éste no se hallaba representado en las Conferencias de París, y, por tanto, cualesquiera que fueran las obligaciones que los Estados Unidos contrajeran, esas obligaciones iban á tener una duración limitada, porque el día que se retiraran de la isla de Cuba y la entregaran á la soberanía de sus habitantes, aquel día se extinguían todas las obligaciones que hubieran contraído en el Tratado. La Comisión española hizo cuanto pudo para obligar á los americanos á que contrajesen una obligación en firme, de que lo convenido en él había de ser respetado, no sólo por los Estados Unidos, sino en su día por la República cubana. No pudo lograr ver realizados todos sus deseos; pero algo consiguió, y ese algo está consignado en artículo XVI, que dice así: «Queda entendido que cualquiera obligación aceptada en este Tratado por los Estados Unidos, con respecto á Cuba, está limitada al tiempo que dure su ocupación en esta isla, _pero al terminar dicha ocupación, aconsejarán al Gobierno que se establezca_ en la isla, que acepte las mismas obligaciones.» Reclamó, además, la Comisión española sobre otros puntos que constan en el _Libro Rojo_ y de los que he hecho relación en la segunda conferencia. La Comisión americana se negó; mas ante la última protesta de la Comisión española, esa protesta que por alguien fué calificada de altiva, pero que entiendo que no fué sino una protesta inspirada por el sentimiento noble del patriotismo, y así debieron entenderlo los ciudadanos americanos, porque de esta manera se calificaba en una Revista de New-York; ante esa protesta--repito--la Comisión americana cedió y dijo--como consta en la última nota con que termina el _Libro Rojo_--que los Estados Unidos respetarían los contratos que había celebrado España sobre servicios públicos de la isla de Cuba, en cuanto estuvieran dentro de los preceptos del derecho internacional común; que devolvería á sus dueños los depósitos, fianzas, consignaciones que hallase en las islas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, tan pronto estuviesen vencidas las obligaciones á que habían servido de garantía; que los ciudadanos de los países cedidos tenían asegurada su situación jurídica en el orden político y civil y estarían al amparo de las resoluciones del Congreso Americano; y que los que se quedaran, nunca habían de ser tratados de otra manera distinta de como los Estados Unidos trataban á los extranjeros, que trasladaban sus hogares al territorio de la Unión. * * * Y ahora comparad el Protocolo de Washington con el Tratado de París. A vuestro juicio queda el resultado de esta comparación. ¿El Tratado de París, agravó la situación en que había dejado á España cuatro meses antes el Protocolo de Washington? Pues abominad del Tratado de París. ¿Suavizó por el contrario las amarguras de aquella situación? Pues reservad vuestros rigores para el Protocolo de Washington y no apreciéis con injustas severidades el Tratado de 10 de Diciembre de 1898. Sólo me resta haceros presente un hecho que hoy está fuera de toda duda. Cuando la Francia celebró el Tratado de Francfort en 1871, no faltó quien creyera que algo más se había podido obtener, si hubiera habido más persistencia ó más suerte, por parte de sus plenipotenciarios. Y, en efecto, el príncipe de Bismarck en sus _Memorias_ dice: «Que si aquellos hubieran insistido habría quedado para la Francia la capital de la Lorena, porque él no deseaba conservarla para Alemania, y que era únicamente el mariscal Moltke, quien, por razones estratégicas la quería.» Pues bien; el Presidente Mac-Kinley, en el mes de Febrero de 1899 mandó al Senado americano todos los documentos relativos al Tratado de París, ó sean las instrucciones que había dado á sus Comisarios cuando emprendieron su viaje á la capital de la República vecina, y además, toda la correspondencia que, por telégrafo y por escrito, había mediado entre él y la Comisión. Estos documentos fueron objeto de un largo artículo que se publicó en la revista _The North American Review_ del mes de Junio de 1901 y que en extracto apareció en la revista española _La Lectura_, correspondiente al 2.º trimestre de 1901, pág. 155 y siguientes. Y al leer estos trabajos aparece tan claro como la luz del día que los Comisarios americanos no pudieron avanzar en el Tratado de París una línea más á favor de España, á no traspasar las instrucciones ú órdenes del Presidente de la Unión: llegaron entonces en el ejercicio de sus poderes al máximum de las concesiones para que estaban autorizados. Entre aquellos Comisarios hubo alguno que no quería reclamar la integridad del archipiélago y se contentaba con la isla de Luzón; otro, que se inclinaba á no reclamarnos nada del archipiélago; pero que de exigirnos algo, se nos pidiese todo sin ofrecernos indemnización ninguna; otro, que se nos ofreciese una indemnización de cinco á quince millones de duros; mas el Presidente les ordenó telegráficamente la orden de que exigiesen la soberanía de todo el archipiélago, á título de indemnización de guerra y también á título de conquista (por más que los Comisarios de París le habían telegrafiado que este título no podía sostenerse), y que podían ofrecernos de diez á veinte millones de dollars. De suerte, que los Comisarios americanos, de no faltar á las órdenes del Presidente, tuvieron que exigirnos la soberanía de todo el archipiélago; pero haciendo uso del máximum para que el Presidente les autorizaba, desde luego nos ofrecieron los veinte millones de dollars. No hay nada, absolutamente nada, en las instrucciones y facultades que el Presidente dió á sus Comisarios, que hubiera podido concederse que no aparezca consignado en el Tratado de París. Esto es, aunque triste, un consuelo; allí se obtuvo todo cuanto era posible obtener, porque los Comisarios americanos no estaban facultados para concedernos más. Eso ya es un hecho histórico, que todos podéis comprobar. Leed con cuidado esas instrucciones y veréis si entre las que el Presidente dió á sus Comisarios y las órdenes que les impuso, cabía que concedieran á España algo más que lo que aparece en el Tratado de París. Y, sin embargo (¿por qué no lo hemos de decir si es verdad?), el Tratado de París ha sido para nosotros, y lo será siempre, un dolor, no por el Tratado en sí mismo, sino porque nos recuerda y es, como la fatal é inevitable sanción de nuestra última desgracia colonial. * * * Por lo demás, si nosotros pudiéramos hallar consuelo en los males ajenos, tendríamos que reconocer que todas las naciones vencidas en el mundo moderno, cuando tuvieron que estipular la paz con sus vencedores, pasaron por condiciones mucho más duras que aquellas por las que hemos pasado nosotros. A Inglaterra se le sublevaron las colonias y sostuvo con ellas reñida lucha. Los colonos ingleses no podían vencer por las armas á la Metrópoli, pero merced al auxilio que recibieron de España y Francia lograron al fin su independencia. Las tropas del general Francés Rochambeau les dieron la victoria en la batalla decisiva de Yorktown, en que tuvieron que rendir sus armas los ocho mil ingleses que mandaba lord Cornwailles, y al reconocer la Metrópoli la soberanía de sus colonias, en 1783, tuvo que hacer también la paz con España y Francia, que les habían prestado su decidido concurso en la guerra que terminaba con su independencia. Esta paz ¡cuán onerosa fué para la Metrópoli! A nosotros tuvo que devolvernos la isla de Menorca, de que estaba en posesión desde 1763, en que se la había cedido Francia; entregarnos la Florida oriental; limitar los territorios en que los ingleses tenían sus establecimientos para la explotación del palo de campeche, quedando reducido el territorio de esta explotacion á una pequeña faja entre el río Negro y el río Veilice. A Francia tuvo que cederle las islas de San Pedro y Miquelón, en Terranova, para la pesca del bacalao; alargar la parte de costa en que los franceses podían pescar el bacalao, por el tratado de Utrech; devolverle la isla de Santa Lucía y ceder la de Tobago, así como la colonia africana del Senegal; devolverle todas las conquistas que los ingleses habían hecho en las colonias francesas de las Indias orientales y en Francia y renunciar para siempre á sus históricas pretensiones sobre Dunkerque. Asimismo, Inglaterra, en el tratado con sus colonias emancipadas, tuvo que pasar por la mortificación porque no ha pasado España de reconocer solemne y oficialmente, en el artículo 1.º del tratado, la independencia y soberanía de sus súbditos insurrectos; cederles todas las islas que se hallasen á veinte leguas de las costas de los nuevos Estados soberanos y concederles, además, el derecho de pesca en las aguas de la colonia metropolitana de Terranova. Los nuevos Estados, ni aun quisieron contraer la obligación de devolver los bienes confiscados á los ciudadanos ingleses durante la guerra, y se limitaron á ofrecer que el Congreso americano recomendaría esta devolución á los diversos Estados. Y los ciudadanos ingleses, para poder disponer de sus bienes, quedaron obligados á abandonar el territorio de la Unión en el término de diez y ocho meses desde la celebración definitiva de la paz. Y no contentas las antiguas colonias con estas concesiones, la Metrópoli se las amplió después en el tratado que con ellas celebró en 1814. ¿A Francia no la arrancó Alemania una parte viva de su cuerpo, ó sea, la Alsacia y la Lorena, y no le exigió, además, cinco mil millones de francos por indemnización de guerra? ¿No le obligó también á pasar por la ocupación de sus departamentos orientales y á mantener en ellos una parte del ejército alemán, hasta que pagase el último céntimo de la indemnización exigida? ¿No tuvo Francia que abonar al imperio vencedor el interés del cinco por ciento de los últimos tres mil millones de francos de la indemnización, hasta el momento de su completo pago? ¿No prohibió el vencedor á los alsacianos y loreneses que quisieran conservar la nacionalidad francesa, su residencia ulterior en el país en que habían visto por primera vez la luz del día? ¿No fué, en fin, Francia obligada á continuar pagando los sueldos y pensiones y á devolver el premio de reenganche á los militares alsacianos y loreneses, que hubieran de optar por la nacionalidad alemana? En suma, las durísimas condiciones de los preliminares de la paz de Versalles, ¿no tuvo que pasar Francia porque implacablemente fuesen agravadas por el vencedor en la paz definitiva de Francfort? Comparad los rigores impuestos á Inglaterra y Francia cuando tuvieron la desgracia de ser vencidas, con los que á nosotros se nos impusieron en Washington. Y es que cuando un pueblo es vencido, ya puede suponer de antemano la ley á que habrá de someterle el vencedor. Desde que el galo Breno al exigir el rescate á Roma, pronunció en apoyo de su exigencia la célebre frase «_Vae victis_» «¡Ay de los vencidos!», todos los pueblos en análogas circunstancias tuvieron que pasar por las duras condiciones que sus vencedores les impusieron. Mas Inglaterra como Francia, no se postraron ante la desgracia y reaccionando su espíritu y sus energías, volvieron á ocupar en el mundo la preeminente situación, desde la que hoy contribuyen de tan poderosa manera, á dirigir los destinos humanos. Esta es la línea de conducta que han seguido todos los pueblos viriles para rehacerse contra sus propias desgracias. Prusia fué una de las naciones vencidas en 1806 en las batallas de Jena y de Auerstad. Su vencedor quería borrarla del mapa de las naciones. Merced á las lágrimas de la bella reina Luisa cedió hasta conservarle una existencia mutilada. Le segregó todos los territorios de la orilla izquierda del Elba y las inicuas adquisiciones que en 1775, 1792 y 1795 había logrado en el siempre criminal reparto de la desgraciada Polonia. El territorio de Prusia quedó reducido á menos de la mitad, perdiendo más de cinco millones de súbditos, organizándose con sus despojos el nuevo reino de Westfalia y el gran ducado de Varsovia. Todo esto aparece sancionado en el Tratado de Tilsit de 1807. Y en 1815 aquella Prusia mutilada derrotaba á su implacable vencedor en la batalla de Waterlóo y entraba triunfante en París con los demás aliados. ¿Y para qué recordar su sed de venganza, no entonces satisfecha pero superabundantemente saciada después en el Tratado de Francfort de 1871? Inspirémonos en estos memorables ejemplos. _¡Sursum corda!_ No volvamos la vista á lo pasado, sino para aprender en la experiencia la manera de evitar en lo porvenir la repetición de faltas cometidas. Seamos un pueblo viril. Por fortuna tales parecen ser los sentimientos del pueblo español. Su vida interior desde 1898 no acusa decadencia, sino progreso. Si algo entre nosotros hay decadente podrán ser las clases directoras, pero no la masa social. Y confiemos en que ya que no nosotros, nuestros hijos volverán á sentir el orgullo que inspira la posesión de la ciudadanía en una nación grande y poderosa. He dicho. (_Ruidosos y unánimes aplausos._) ÍNDICE Conferencia I 5 Conferencia II 31 Conferencia III 91 *** End of this LibraryBlog Digital Book "El Tratado de París" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.