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Title: Los exploradores españoles del siglo XVI
Author: Lummis, Charles Fletcher
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Los exploradores españoles del siglo XVI" ***


produced from images generously made available by The
Internet Archive/American Libraries.)



[Illustration: CHARLES F. LUMMIS]

  Los
  Exploradores españoles
  del Siglo XVI

  VINDICACIÓN DE LA ACCIÓN COLONIZADORA
  ESPAÑOLA EN AMÉRICA

  OBRA ESCRITA EN INGLÉS POR

  CHARLES F. LUMMIS

  VERSIÓN CASTELLANA CON DATOS
  BIOGRÁFICOS DEL AUTOR POR

  ARTURO CUYÁS

  QUINTA EDICION

  [Illustration: logo]

  CASA EDITORIAL ARALUCE

  CORTES, NÚM. 392 :: BARCELONA

  1922



  ES PROPIEDAD DEL EDITOR.

  QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA
  LA LEY.

  RESERVADOS LOS DERECHOS DE TRADUCCIÓN
  Y REPRODUCCIÓN.

  COPYRIGHT, 1916, BY R. DE S. N. ARALUCE



  Al distinguido ingeniero

  D. Juan C. Cebrián

  de cuyo amor a España, acrisolado durante su larga residencia en
  los Estados Unidos, son prueba evidente la generosidad y largueza
  con que ha contribuido a la diseminación de obras de cultura en
  ambos paises, sin otro objetivo que el de procurar el adelanto
  y enaltecer el nombre de nuestra Patria, dedican la versión y
  publicación de esta obra como público testimonio de gratitud, sus
  leales amigos y admiradores,

  Ramón de S. N. Araluce           Arturo Cuyás



Nota biográfica acerca del autor

  Antes de empezar la lectura de un libro,
  procura saber algo tocante a la personalidad
  del autor.                        DAVID PRYDE


Este libro es una gallarda reivindicación de España y de sus métodos de
colonización en el Nuevo Mundo. Avalora y encarece esta reivindicación
el ser obra espontánea, desinteresada, y por ende imparcial, de un
ilustrado escritor norteamericano, y fruto de sus estudios,
investigaciones y concienzudos juicios. Basta leer el Prefacio de su
libro, para poder apreciar el móvil que le impulsó a escribirlo y la
sinceridad y entusiasmo que puso en su labor.

Es natural que los hechos y proezas de los exploradores españoles
despertasen el interés y la admiración de un hombre como Mr. Lummis,
cuya vida ha sido una continua serie de pasmosos esfuerzos, trabajos y
penalidades, que le han obligado a luchar con obstáculos al parecer
insuperables, y que sólo por el vigor de su naturaleza y por la indómita
fuerza de su voluntad ha sabido vencer y dominar.

Una biografía detallada de este hombre extraordinario parecería más bien
una leyenda o una novela, que la historia real y verdadera de una
viviente personalidad. Algunos tendrán por increíble la realización de
todo cuanto ha emprendido y llevado a cabo Mr. Lummis en 56 años de
vida. Pero ahí están sus obras y sus éxitos y la fortuna que ha sabido
labrarse a fuerza de trabajo y perseverancia, que lo evidencian y lo
acreditan.

Nació Mr. Charles Fletcher Lummis en Lynn, población fabril del Estado
de Massachusetts, el día primero de marzo de 1859. Estudió y se graduó a
los 22 años, en la Universidad de Harvard, cercana a Boston, y publicó
entonces un librito de poesías, impreso sobre corteza de álamo raspada
por sus manos hasta dejarla como hojas de papel fino.

Al año siguiente trasladóse a Ohío, donde publicó _The Scioto Gazette_,
y movido por su espíritu aventurero, emprendió en septiembre de 1883 una
marcha a pie desde Ohío hasta California, llegado a Los Angeles después
de recorrer 5,642 kilómetros en 147 días.

Fué admitido como redactor del _Daily Times_ de Los Angeles al día
siguiente de su llegada, y más tarde logró ser uno de los propietarios
del periódico.

Pero el trabajo intenso y excesivo que sostuvo durante cuatro años fué
causa de un ataque de hemiplejía que le paralizó todo el lado izquierdo
y le privó del habla. Entonces se trasladó a Nuevo Méjico con la firme
voluntad de reponerse, y allí estuvo cuatro años entre los indígenas,
los cuales aprovechó para estudiar sus costumbres y tradiciones y sus
cantos populares y para aprender dos de sus idiomas.

En un libro interesantísimo, titulado _My friend Will_, en que «el amigo
Will», representa su voluntad, describe Mr. Lummis los novelescos
incidentes relacionados con el proceso de su curación, que fué completa,
recobrando el habla así como el movimiento y la agilidad de sus miembros
por efecto de una vida ruda y montaraz y de la tenacidad de su
propósito. Posteriormente ha sufrido y podido vencer otros dos ataques,
que en una persona de otro temple hubieran tenido fatal desenlace. Hace
algunos años quedó ciego; pero ha vuelto a recobrar la vista después de
mucho tiempo.

No obstante estos padecimientos físicos y el dolor moral que le causó la
pérdida de su quinto hijo, Amado, la labor de Mr. Lummis en los campos
de la literatura, de la exploración y de la investigación, ha sido
intensa y fecunda.

Asociado con Mr. A. F. Bandelier, el cual ha aplicado métodos
científicos al estudio de la historia, emprendieron los dos juntos una
expedición etnológica e histórica, recorriendo Tejas, Colorado, Utah,
Arizona y California en los Estados Unidos, y después Méjico, la América
Central, Perú y Bolivia, visitando los parajes donde se desarrollaron
los principales hechos de los exploradores y colonizadores españoles.

«He recorrido--dice él mismo en una carta--unos dos millones de millas
de Hispano-América, no como turista, sino como un hijo del país; con
cartas oficiales de recomendación para diversos Gobiernos y poniéndome
en relaciones con ellos; pero familiarizándome al propio tiempo con
gente de todas las clases sociales; puesto que un país se compone de
todas ellas, desde los mendigos y los peones hasta los hombres de
ciencias y los gobernantes. Y he tenido la suerte de conocer y tratar a
todas esas clases.»

Lo cual es garantía del profundo conocimiento que ha adquirido Mr.
Lummis respecto del asunto de que trata este libro.

De regreso a Los Angeles en 1894, funda y dirige dos periódicos, y
construye su casa de piedra con sus propias manos, ayudado de algunos
indios.

Desde entonces, ha recibido títulos de varias Universidades; ha sido
fundador y presidente de sociedades para educar a los indios, para
conservar los monumentos históricos de California; fundador y secretario
de la Sociedad de Arqueología del Sudoeste; miembro vitalicio del
Instituto Arqueológico de América, y miembro activo y honorario de
muchas otras sociedades.

En el año 1907 fundó en Los Angeles el _Southwest Museum_, al cual ha
hecho donación de su copiosa biblioteca particular, la más rica en
libros referentes a la América española, y de su colección de objetos
arqueológicos hispano-americanos, que se valúa en más de cien mil
dólares.

Además de muchos artículos para la Enciclopedia Británica, la Americana,
y diversas revistas y periódicos, ha publicado 15 obras, entre ellas:
«Villagran's New México» «Benavides Memorial of 1630» y uno referente a
la República de Méjico bajo el gobierno del general Porfirio Díaz.

Por último este notable americanista, explorador, arqueólogo,
historiador, novelista, periodista y fundador de Sociedades y museos, ha
tenido tiempo para investigar las costumbres de los indios; ha traducido
sus canciones al inglés; las ha puesto en notación de música, y desde
hace 15 años se ocupa en compilar para un Diccionario Enciclopédico,
cuantos datos biográficos, geográficos, históricos, etnológicos y
arqueológicos acerca de América se hallan en libros y documentos
publicados desde el descubrimiento del Nuevo Mundo hasta 1850. Será una
obra monumental, cuya publicación se propone costear y dirigir, con
ayuda de varios competentes redactores.

Mucho deberá América a ese infatigable y filantrópico historiógrafo;
pero no menos le debe España por la noble defensa y la justa y
entusiástica loa que ha hecho de los héroes españoles que descubrieron y
exploraron aquel mundo. Reconociendo esta deuda, el Gobierno español ha
tenido a bien manifestar su alto aprecio de la labor de Mr. Lummis,
agraciándole con la encomienda de Isabel la Católica.

  A. C.


Los conceptos que en este libro se exponen han entrado ya a ocupar su
sitio en la literatura histórica; pero forman una base enteramente nueva
para una obra de carácter popular. Por ser nueva, tal vez aquellos que
no han seguido del todo la marcha reciente de la investigación
científica, pongan en duda su exactitud. Puedo afirmar que las
apreciaciones y los asertos que se hacen en este libro son rigurosamente
exactos y que yo estoy dispuesto a defenderlos desde el punto de vista
de la ciencia histórica.

Y digo esto no tan sólo por razón del aprecio personal en que tengo al
autor, sino muy especialmente en vista del mérito de su obra y del valor
que tiene para los jóvenes de la presente y de futuras generaciones.

  AD. F. BANDELIER.



PREFACIO


Porque creo que todo joven sajón-americano ama la justicia y admira el
heroísmo tanto como yo, me he decidido a escribir este libro. La razón
de que no hayamos hecho justicia a los exploradores españoles es,
sencillamente, porque hemos sido mal informados. Su historia no tiene
paralelo; pero nuestros libros de texto no han reconocido esa verdad, si
bien ahora ya no se atreven a disputarla. Gracias a la nueva escuela de
historia americana vamos ya aprendiendo esa verdad, que se gozará en
conocer todo americano de sentimientos varoniles. En este país de
hombres libres y valientes, el prejuicio de la raza, la más supina de
todas las ignorancias humanas, debe desaparecer. Debemos respetar la
virilidad más que el nacionalismo, y admirarla por lo que vale
dondequiera que la hallemos; y la hallaremos en todas partes. Los hechos
que levantan a la humanidad no provienen de una sola raza. Podemos haber
nacido dondequiera--esto es un mero accidente--; mas para llegar a ser
héroes, debemos crecer por medios que no son accidentes ni
provincialismos, sino por la propia naturaleza y para gloria de la
humanidad.

Amamos la valentía, y la exploración de las Américas por los españoles
fué la más grande, la más larga y la más maravillosa serie de valientes
proezas que registra la historia. En mis mocedades no le era posible a
un muchacho anglosajón aprender esa verdad; aun hoy es sumamente
difícil, dado que sea posible. Convencido de que es inútil la tarea de
buscar en uno o en todos los libros de texto ingleses, una pintura
exacta de los héroes españoles del Nuevo Mundo, me hice el propósito de
que ningún otro joven americano amante del heroísmo y de la justicia,
tuviese necesidad de andar a tientas en la obscuridad como a mí me ha
sucedido; pero no habrá de agradecerme a mí, tanto como al amigo de
ambos, A. F. Bandelier, maestro de la nueva escuela[1], los siguientes
atisbos de los hechos más interesantes de la historia. Sin la luz que
este aventajado discípulo del gran Humboldt ha derramado con su
erudición sobre los primeros tiempos de América, no hubiera sido posible
escribir este libro, ni hubiese podido escribirlo yo, sin su personal y
generosa ayuda.

  C. F. L.



LOS

EXPLORADORES ESPAÑOLES

DEL SIGLO XVI



I

LA NACIÓN EXPLORADORA


Es ya un hecho reconocido por la historia que los piratas escandinavos
habían descubierto y hecho algunas expediciones a la América del Norte
mucho antes que pusiera su planta en ella Cristóbal Colón. El
historiador que hoy considere aquel descubrimiento de los escandinavos
como un mito, o como algo incierto, demuestra no haber leído nunca las
Sagas. Vinieron aquellos hombres del Norte, y hasta acamparon en el
Nuevo Mundo antes del año 1000; pero no hicieron más que acampar; no
construyeron pueblos, y realmente nada añadieron a los conocimientos del
mundo; nada hicieron para merecer el título de exploradores. El honor de
dar América al mundo pertenece a España; no solamente el honor del
descubrimiento, sino el de una exploración que duró varios siglos y que
ninguna otra nación ha igualado en región alguna. Es una historia que
fascina, y, sin embargo, nuestros historiadores no le han hecho hasta
ahora sino escasa justicia. La historia fundada sobre principios
verdaderos era una ciencia desconocida hasta hace cosa de un siglo; y la
opinión pública fué ofuscada durante mucho tiempo por los estrechos
juicios y falsas deducciones de historiadores que sólo estudian en los
libros. Algunos de estos hombres han sido no tan sólo escritores
íntegros, sino también amenos; pero su misma popularidad ha servido para
difundir más sus errores. Su época ha pasado, y principia a brillar una
nueva luz. Ningún hombre estudioso se atreve ya a citar a Prescott o a
Irving o a ningún otro de sus secuaces, como autoridades de la historia;
hoy sólo se les considera como brillantes noveladores y nada más. Es
menester que alguien haga tan populares las verdades de la historia de
América como lo han sido las fábulas, y tal vez pase mucho tiempo antes
de que salga un Prescott sin equivocaciones; entre tanto, yo quisiera
ayudar a los jóvenes americanos a penetrarse de las verdades en que se
basarán de aquí en adelante las historias. Este libro no es una
historia; es sencillamente un hito que marca el verdadero punto de
vista, la idea amplia, y tomándolo como punto de partida, los que tengan
interés en ello podrán con más seguridad llevar adelante la
investigación de los detalles, mientras que aquellos que no puedan
proseguir sus estudios, poseerán siquiera un conocimiento general del
capítulo más romántico y más repleto de valientes proezas que contiene
la historia de América.

No se nos ha enseñado a apreciar lo asombroso que ha sido el que una
nación mereciese una parte tan grande del honor de descubrir América; y,
sin embargo, cuando lo estudiamos a fondo, es en extremo sorprendente.
Había un Viejo Mundo grande y civilizado: de repente se halló un Nuevo
Mundo, el más importante y pasmoso descubrimiento que registran los
anales de la Humanidad. Era lógico suponer que la magnitud de ese
acontecimiento conmovería por igual la inteligencia de todas las
naciones civilizadas, y que todas ellas se lanzarían con el mismo empeño
a sacar provecho de lo mucho que entrañaba ese descubrimiento en
beneficio del género humano. Pero en realidad no fué así. Hablando en
general, el espíritu de empresa de toda Europa se concentró en una
nación, que no era por cierto la más rica o la más fuerte.

A una nación le cupo en realidad la gloria de descubrir y explorar la
América, de cambiar las nociones geográficas del mundo y de acaparar los
conocimientos y los negocios por espacio de siglo y medio. Y esa nación
fué España.

Un genovés, es cierto, fué el descubridor de América; pero vino en
calidad de español; vino de España por obra de la fe y del dinero de
españoles; en buques españoles y con marineros españoles, y de las
tierras descubiertas tomó posesión en nombre de España.

Imaginad qué reino tendrían entonces Fernando e Isabel, además de su
pequeño jardín de Europa: medio mundo desconocido, en el cual viven hoy
una veintena de naciones civilizadas, y en cuya inmensa superficie, la
más nueva y la más grande de las naciones no es sino un pedazo. ¡Qué
vértigo se hubiera apoderado de Colón si hubiese podido entrever la
inconcebible planta cuyas semillas, por nadie adivinadas, tenía en sus
manos aquella hermosa mañana de octubre de 1492!

También fué España la que envió un florentino de nacimiento, a quien un
impresor alemán hizo padrino de medio mundo, que no tenemos seguridad
que él conociese; pero que estamos seguros de que no debiera llevar su
nombre. Llamar América a este continente en honor de Amérigo Vespucci
fué una injusticia, hija de la ignorancia, que ahora nos parece
ridícula; pero de todos modos, también fué España la que envió el varón
cuyo nombre lleva el Nuevo Mundo.

Poco más hizo Colón que descubrir la América, lo cual es ciertamente
bastante gloria para un hombre. Pero en la valerosa nación que hizo
posible el descubrimiento, no faltaron héroes que llevasen a cabo la
labor que con él se iniciaba. Ocurrió ese hecho un siglo antes de que
los anglosajones pareciesen despertar y darse cuenta de que realmente
_existía_ un nuevo mundo; durante ese siglo la flor de España realizó
maravillosos hechos. Ella fué la única nación de Europa que no dormía.
Sus exploradores, vestidos de malla, recorrieron Méjico y Perú, se
apoderaron de sus incalculables riquezas e hicieron de aquellos reinos
partes integrantes de España. Cortés había conquistado y estaba
colonizando un país salvaje doce veces más extenso que Inglaterra,
muchos años antes que la primera expedición de gente inglesa hubiese
siquiera visto la costa donde iba a fundar colonias en el Nuevo Mundo, y
Pizarro realizó aún más importantes obras. Ponce de León había tomado
posesión en nombre de España de lo que es ahora uno de los Estados de
nuestra República, una generación antes de que los sajones pisasen
aquella comarca. Aquel primer viandante por la América del Norte, Alvaro
Núñez Cabeza de Vaca, había hecho a pie un recorrido incomparable a
través del continente, desde la Florida al Golfo de California, medio
siglo antes de que nuestros antepasados sentasen la planta en nuestro
país. Jamestown, la primera población inglesa en la América del Norte,
no se fundó hasta 1607, y ya por entonces estaban los españoles
permanentemente establecidos en la Florida y Nuevo Méjico, y eran dueños
absolutos de un vasto territorio más al Sur. Habían ya descubierto,
conquistado y casi colonizado la parte _interior_ de América, desde el
nordeste de Kansas hasta Buenos Aires, y desde el Atlántico al Pacífico.
La mitad de los Estados Unidos, todo Méjico, Yucatán, la América
Central, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Perú, Chile, Nueva
Granada y además un extenso territorio, pertenecía a España cuando
Inglaterra adquirió unas cuantas hectáreas en la costa de América más
próxima. No hay palabras con qué expresar la enorme preponderancia de
España sobre todas las demás naciones en la exploración del Nuevo Mundo.
Españoles fueron los primeros que vieron y sondearon el mayor de los
golfos; españoles los que descubrieron los dos ríos más caudalosos;
españoles los que por vez primera vieron el océano Pacífico; españoles
los primeros que supieron que había dos continentes en América;
españoles los primeros que dieron la vuelta al mundo. Eran españoles los
que se abrieron camino hasta las interiores lejanas reconditeces de
nuestro propio país y de las tierras que más al Sur se hallaban, y los
que fundaron sus ciudades miles de millas tierra adentro, mucho antes
que el primer anglosajón desembarcase en nuestro suelo. Aquel temprano
anhelo español de _explorar_ era verdaderamente sobrehumano. ¡Pensar que
un pobre teniente español con veinte soldados atravesó un inefable
desierto y contempló la más grande maravilla natural de América o del
mundo--el gran Cañón del Colorado--nada menos que tres centurias antes
de que lo viesen ojos norteamericanos! Y lo mismo sucedía desde el
Colorado hasta el Cabo de Hornos. El heroico, intrépido y temerario
Balboa realizó aquella terrible caminata a través del Istmo, y descubrió
el océano Pacífico y construyó en sus playas los primeros buques que se
hicieron en América, y surcó con ellos aquel mar desconocido, y ¡había
muerto más de medio siglo antes de que Drake y Hawkins pusieran en él
los ojos!

La falta de recursos de Inglaterra, la desmoralización que siguió a las
guerras de las Rosas, así como las disensiones religiosas, fueron las
causas principales de su apatía de entonces. Cuando sus hijos llegaron
por fin al borde occidental del Nuevo Mundo, dejaron de sí buena
memoria; pero nunca tuvieron que afrontar tantas y tan inconcebibles
penalidades y tan continuos peligros como los españoles. La comarca que
conquistaron era bastante salvaje, es cierto; pero era fértil, tenía
extensos bosques, mucha agua y mucha caza; mientras que la que dominaron
los españoles era el desierto más terrible que jamás hombre alguno, ni
antes ni después, ha logrado conquistar, y estaba poblado por una hueste
de tribus salvajes, las cuales no podían compararse con los pequeños
guerreros del «rey Felipe»[2], como no cabe comparación entre una zorra
y una pantera. Los apaches y los araucanos no hubieran sido tal vez
peores que los otros indios si se hubiesen trasladado a Massachusetts;
pero en su áspero país eran los salvajes más furibundos con que habían
tropezado los europeos. Si en la región oriental duró un siglo la guerra
con los indios, tres siglos y medio pelearon en el sudoeste los
españoles. En una colonia española (Bolivia) perecieron a manos de los
naturales, en una carnicería, tantos como habitantes tenía la ciudad de
Nueva York cuando empezó la guerra de la independencia. Si los indios de
levante hubiesen dado muerte a veintidós mil colonos en una horrible
matanza, como hicieron con los españoles los indios de Sorata, hasta muy
entrado el siglo XIX no hubieran podido las diezmadas colonias de
Norteamérica desatar los lazos que las unían a la madre patria y
constituirse en nación independiente.

Cuando sepa el lector que el mejor libro de texto inglés ni siquiera
menciona el nombre del primer navegante que dió la vuelta al mundo (que
fué un español), ni del explorador que descubrió el Brasil (otro
español), ni del que descubrió California (español también), ni los
españoles que descubrieron y formaron colonias en lo que es ahora los
Estados Unidos, y que se encuentran en dicho libro omisiones tan
palmarias, y cien narraciones históricas tan falsas como inexcusables
son las omisiones, comprenderá que ha llegado ya el tiempo de que
hagamos más justicia de la que hicieron nuestros padres a un asunto que
debiera ser del mayor interés para todos los verdaderos americanos.

No solamente fueron los españoles los primeros conquistadores del Nuevo
Mundo y sus primeros colonizadores, sino también sus primeros
civilizadores. Ellos construyeron las primeras ciudades, abrieron las
primeras iglesias, escuelas y universidades; montaron las primeras
imprentas y publicaron los primeros libros; escribieron los primeros
diccionarios, historias y geografías, y trajeron los primeros
misioneros; y antes de que en Nueva Inglaterra hubiese un verdadero
periódico, ya ellos habían hecho un ensayo en Méjico ¡y en el siglo
XVII!

Una de las cosas más asombrosas de los exploradores españoles--casi tan
notable como la misma exploración--es el espíritu humanitario y
progresivo que desde el principio hasta el fin caracterizó sus
instituciones. Algunas historias que han perdurado, pintan a esa heroica
nación como cruel para los indios; pero la verdad es que la conducta de
España en este particular debiera avergonzarnos. La legislación española
referente a los indios de todas partes era incomparablemente más
extensa, más comprensiva, más sistemática, y más humanitaria que la de
la Gran Bretaña, la de las colonias y la de los Estados Unidos todas
juntas. Aquellos primeros maestros enseñaron la lengua española y la
religión cristiana a mil indígenas por cada uno de los que nosotros
aleccionamos en idioma y religión. Ha habido en América escuelas
españolas para indios desde el año 1524. Allá por 1575--casi un siglo
antes de que hubiese una imprenta en la América inglesa--se habían
impreso en la ciudad de Méjico muchos libros en _doce_ diferentes
dialectos indios, siendo así que en nuestra historia sólo podemos
presentar la Biblia india de John Eliot; y tres universidades españolas
tenían casi un siglo de existencia cuando se fundó la de Harvard.
Sorprende por el número la proporción de hombres educados en colegios
que había entre los exploradores; la inteligencia y el heroísmo corrían
parejas en los comienzos de colonización del Nuevo Mundo.



II

GEOGRAFÍA EMBROLLADA


La menor de las dificultades que se presentaban a los descubridores del
Nuevo Mundo era el tremendo viaje que había que hacer entonces para
llegar a él. Si las tres mil millas de mar desconocido hubiese sido el
principal obstáculo, hubiéralo vencido la civilización algunos siglos
antes. Fueron la ignorancia humana, más honda que el Atlántico, y el
fanatismo, más tempestuoso que sus olas, los que cerraron por tanto
tiempo el horizonte del occidente de Europa. A no ser por estas causas,
el mismo Colón hubiera descubierto la América diez años antes; es más,
América no hubiera tenido que esperar tantos siglos a que Colón la
descubriese. Es realmente curioso que la mitad más rica del planeta
jugase al escondite durante tanto tiempo con la civilización; y que la
hallasen, al fin, por una mera casualidad, los que buscaban otra cosa
muy distinta. Si hubiese esperado América a ser descubierta por alguien
que fuese en busca de un nuevo continente, quizá estuviese aguardando
todavía.

A pesar de que, mucho antes que Colón, varios navegantes vagabundos de
media docena de distintas razas habían ya llegado al Nuevo Mundo, lo
cierto es que no dejaron huellas en América, ni aportaron provecho
alguno a la civilización; y Europa, aun hallándose al borde del más
grande de los descubrimientos y de los más importantes sucesos de la
historia, ni siquiera lo soñó. El mismo Colón no tenía la menor idea de
la existencia de América. ¿Sabe el lector lo que iba a buscar al
occidente? _Asia._

Las investigaciones hechas de algunos años a esta parte, han modificado
grandemente nuestro juicio acerca de Colón. La tendencia de la
generación pasada, era convertirlo en un semidiós, en una figura
histórica sin tacha, en un sér perfecto, todo nobleza. Esto es absurdo;
porque Colón no era más que un hombre, y todos los hombres, por grandes
que sean, no llegan nunca a la perfección. La generación actual tiende
a lo contrario, esto es, a quitarle toda cualidad heroica y hacer de él
un pirata impune y un despreciable instrumento de la suerte; a tal
extremo, que muy pronto no va a quedar nada de Colón. Esto es igualmente
injusto y poco científico. En su terreno era Colón un grande hombre, a
pesar de sus defectos, y distaba mucho de ser un ente despreciable. Para
comprenderle, debemos antes tener un conocimiento general de la época en
que vivía. Para apreciar hasta qué punto fué inventor de la gran idea,
debemos principiar por investigar cuáles eran entonces las ideas que
predominaban en el mundo, y cuánto contribuyeron a ayudarle o a
estorbarle.

En aquella edad remota, la geografía era una cosa curiosísima: entonces
un mapa-mundi era algo que muy pocos de nosotros podríamos ahora
descifrar; porque todos los sabios del orbe sabían de la topografía del
mundo menos de lo que sabe hoy un colegial de ocho años. Se había
convenido finalmente en que el mundo no era plano, sino esférico; por
más que aun ese conocimiento fundamental era reciente; pero ningún sér
viviente sabía de qué estaba compuesta la mitad del globo. Hacia el
occidente de Europa se extendía el «Mar de las Tinieblas», y más allá de
una pequeña zona, nadie sabía lo que era o lo que contenía. No se
conocía aún la desviación de la aguja. Todo era en gran parte
suposiciones y tanteos. Las inseguras embarcaciones de entonces, no
osaban aventurarse sin ver tierra, porque no tenían nada seguro que las
guiase para volver; y causa risa saber que una de las razones por que no
se atrevían a arriesgarse mar afuera, era el temor de llegar
inadvertidamente más allá del límite del Océano, y de que el buque y la
tripulación cayesen en el vacío! Aun cuando sabían que el mundo era
esférico, todavía no se soñaba en la ley de gravitación; y se suponía
que, si uno avanzaba demasiado lejos por la superficie de la esfera,
corría el peligro de lanzarse al espacio.

No obstante, era general la creencia de que había tierra en aquel mar
desconocido. Esa idea fué creciendo durante más de mil años, puesto que,
en el siglo II de la era cristiana, empezó a creerse que había islas más
allá de Europa. En tiempo de Colón, los cartógrafos ponían generalmente
en sus burdos mapas algunas islas, que colocaban al azar en el «Mar de
las Tinieblas».

Más allá de ese enjambre de islas, se suponía que se hallaba la costa
oriental de Asia, y eso a no muy grande distancia porque el verdadero
tamaño del globo se calculaba que era una tercera parte menor del que
tiene realmente. La geografía estaba entonces en mantillas; pero atraía
la atención y motivaba el estudio de muchísimos hombres afanosos de
saber, y que eran muy ilustrados para su época. Cada uno de ellos
trazaba un mapa según las suposiciones que le inspiraban sus estudios, y
así resultaban los mapas muy distintos unos de otros.

En una cosa estaban todos conformes: _en que había tierra hacia
occidente_. Algunos decían que unas pocas islas; otros que millares de
islas; pero todos convenían en que había tierra. Así, Colón no inventó
la idea; ésta era general antes de que él naciera. La cuestión no
estriba en saber si había un Nuevo Mundo: sino en determinar si era
posible o practicable el llegar hasta él, sin caer en el abismo, o sin
encontrar otros peligros más horrendos. La gente decía que _No_; Colón
dijo que _Sí_; y ese es su título de gloria. El no inventó la teoría,
pero supo llevarla a la práctica; y aun lo que realizó materialmente, es
menos notable que la fe que le sostuvo. No tuvo necesidad de enseñarle a
Europa que había un nuevo país; pero sí le hizo creer que podía llegar
hasta él; y esa fe en sí mismo y su tenaz valor en hacer que otros
tuviesen fe en él, fué el rasgo más grande de su carácter. Requirió
menos valentía el hacer la prueba final, que convencer al público de que
no era una temeridad el intentarla.

Cristóbal Colón, como se le llamaba en su tiempo, nació en Génova
(Italia), y fueron sus padres Domenico Colombo, cardador de lana, y
Susana Fontanarossa. No se conoce con certeza el año de su nacimiento,
pero vió probablemente la luz en 1446. Nada sabemos de su infancia, y
muy poco de su vida de joven, aunque es seguro que era activo, arrojado
y muy estudioso. Dicen que su padre le envió por algún tiempo a la
Universidad de Pavía; pero sus estudios escolásticos no pudieron durar
mucho tiempo. El mismo Colón nos dice que fué a navegar a los catorce
años. En su calidad de marino, le fué fácil continuar los estudios que
más le interesaban, como la geografía y otros análogos. Los detalles de
sus primeros viajes son muy escasos; pero parece cosa cierta que navegó
y tocó en Inglaterra, Islandia, Guinea y Grecia, con lo cual se
consideraba entonces haber viajado más que hoy dando la vuelta al mundo;
con este vasto conocimiento de hombres y de tierras, iba adquiriendo
acerca de la navegación, la astronomía y la geografía, todo el saber que
era posible en aquel tiempo.

Es interesante la conjetura de cómo y cuándo concibió Colón un proyecto
de tan estupenda importancia. No debió ser sin duda, sino siendo ya un
hombre maduro y de experiencia, no tan sólo como experto navegante, sino
por su conocimiento de lo que habían hecho otros marinos. Hacía más de
un siglo que se habían descubierto las islas de Madera y las Azores. El
príncipe Enrique, el Navegante (gran patrocinador de las primeras
exploraciones), enviaba dotaciones por la costa occidental del Africa;
pues a la sazón ni siquiera se sabía lo que era la parte más baja de ese
continente. Esas expediciones sirvieron de gran ayuda a Colón y
contribuyeron a ensanchar los conocimientos del mundo. También es casi
seguro que, cuando estuvo en Islandia, debió de oir algo acerca de los
piratas escandinavos que habían estado en América. Dondequiera que
fuese, su mente perspicaz hallaba algún nuevo aliento, directo o
indirecto, para la gran resolución que casi inconscientemente se iba
formando en su cerebro.

Por el año de 1473 Colón anduvo errante hasta Portugal; y allí hizo
conocimientos que influyeron en su porvenir. Con el tiempo contrajo
matrimonio con Felipa Moñiz, que fué la madre de su hijo y cronista
Diego. Hay mucha incertidumbre respecto de su vida conyugal, y no se
sabe si fué modelo de esposos o todo lo contrario. Por sus propias
cartas se viene en conocimiento de que tuvo otros hijos, además de
Diego; pero no se poseen más noticias acerca de ellos. Parece ser que su
esposa era hija de un capitán de barco a quien llamaban el «Navegante»,
y cuyos servicios fueron premiados nombrándole primer gobernador de la
recién descubierta isla de Porto Santo, cerca de las de Madera. Como la
cosa más natural del mundo, fué Colón a visitar a su intrépido suegro; y
tal vez fuese durante su estancia en Porto Santo cuando empezó a dar
forma a su colosal pensamiento.

Tratándose de un hombre como aquel «genovés que buscaba un mundo», una
resolución como esa, una vez formada, sería como flecha de púas: muy
difícil de arrancar. Desde aquel día no tuvo descanso. La idea capital
de su vida fué ir «¡hacia Occidente! ¡Hacia el Asia!», y empezó a
trabajar para llevarla a cabo. Se asegura que, con intención patriótica,
se apresuró a ir a su país natal para hacerle la primera oferta de sus
servicios. Pero Génova no iba en busca de nuevos mundos, y rehusó el
ofrecimiento. Entonces expuso sus planes a Juan II de Portugal. Al rey
Juan le encantó la idea; pero un consejo de sus hombres más sabios le
aseguró que el plan era ridículamente temerario. Pero después envió una
expedición secreta, la que, una vez perdida la tierra de vista, se
descorazonó y regresó sin resultado. Cuando Colón tuvo conocimiento de
esta traición, se indignó de tal modo que salió inmediatamente para
España e interesó allí a varios nobles, y por último a los mismos reyes,
en sus audaces esperanzas. Pero después de tres años de profunda
deliberación, una junta de geógrafos y astrónomos decidió que su plan
era absurdo e irrealizable; no era posible llegar hasta las islas.
Descorazonado, Colón salió para Francia; pero por suerte se detuvo en un
monasterio de Andalucía, donde logró interesar al guardián, Juan Pérez
de Marchena. Este monje había sido confesor de la reina, y, gracias a su
urgente intercesión, los reyes al fin llamaron a Colón, el cual regresó
a la Corte. Sus planes se habían agrandado de tal modo en su cerebro,
que estaba casi desequilibrado, y parecía olvidar que sus
descubrimientos eran sólo una esperanza y no un hecho positivo. Tenía,
sin duda alguna, valor y perseverancia; pero en aquella ocasión
hubiéramos querido verle un poco más modesto. Cuando el rey le preguntó
en qué condiciones emprendería el viaje, contestóle: «Que se me nombre
almirante antes de partir; que se me haga virrey de todas las tierras
que descubra, y que se me dé una décima parte de todas las ganancias».
¡Desmedidas pretensiones, a la verdad, las que tenía el pobre hijo de un
cardador de Génova para con el excelso rey de España!

Fernando rechazó en el acto esa atrevida exigencia; y en enero de 1492,
Colón se hallaba camino de Francia para probar allí fortuna, cuando le
alcanzó un mensajero que le hizo regresar a la Corte. Muy grande es
nuestra deuda para con la buena reina Isabel, pues gracias a su gran
interés personal, tuvo Colón la oportunidad de descubrir el Nuevo Mundo.
Cuando todos los hombres de ciencia, fruncían el entrecejo, y los ricos
negaban su apoyo, la inquebrantable fe de una mujer--ayudada por la
Iglesia--salvó la Historia.

En pro y en contra de esa gran reina mucho se ha escrito, igualmente
falto de razón. Algunos han querido hacer de ella una santa
inmaculada--tarea sumamente difícil tratándose de un sér humano--, y
otros la pintan como una mujer codiciosa, mercenaria y de ningún modo
admirable. Ambos extremos son igualmente ilógicos y falsos; pero el
último es el más injusto. La verdad es que todos los caracteres tienen
más de una fase, y lo mismo en la Historia que en la vida real, hay
comparativamente pocas figuras que se puedan santificar o condenar en
absoluto. Isabel no era un ángel; era una mujer, y tenia sus debilidades
como todas las mujeres. Pero era una mujer notable, una gran mujer, que
merece nuestro respeto al par que nuestra gratitud. Puede afrontar la
comparación de su carácter con el de la «Buena Reina Elisabet», y ha
dejado un nombre mucho más grande en la Historia. No fué la sórdida
ambición ni la codicia lo que le hizo prestar oídos al descubridor de
mundos. Fué la fe, la simpatía y la intuición de una mujer, que tantas
veces ha cambiado el curso de la historia y dado pie a las proezas de
tantos héroes, quienes hubieran muerto desconocidos si hubiesen confiado
en la más lenta, más fría y más interesada simpatía de los hombres.

Isabel tuvo la iniciativa, y asumió la responsabilidad. Tenía un reino
propio, y su real esposo Fernando no creyó prudente embarcar las
fortunas de Aragón en tan descabellada empresa: bien podía ella sufragar
los gastos con cargo al reino de Castilla. Parece que Fernando lo veía
con indiferencia; pero su reina rubia y de ojos azules, cuyo rostro
gentil ocultaba un gran valor y determinación, la acogió con entusiasmo.
Se le concedieron al genovés las condiciones que imponía, y el 17 de
abril de 1492, firmaron Sus Majestades y Colón uno de los documentos más
importantes en que se ha puesto la pluma. Si el lector pudiese ver ese
precioso convenio, probablemente no adivinaría de quién es el autógrafo
que está al pie, porque el jeroglífico de la firma de Colón, pondría hoy
en grande aprieto al interventor de una casa de banca. La substancia de
este famoso contrato era como sigue:

1.º Que Colón y sus herederos tuviesen por siempre el cargo de
almirante en todas las tierras que él llegase a descubrir.

2.º Que él sería virrey y gobernador general en dichas tierras, con voz
en el nombramiento de sus gobernadores subalternos.

3.º Que reservase para sí una décima parte de todo el oro, la plata,
las perlas y demás tesoros que adquiriese.

4.º Que él y su lugarteniente fuesen los únicos jueces, junto con el
gran almirante de Castilla, en los asuntos comerciales del Nuevo Mundo.

5.º Que tendría el privilegio de contribuir con una octava parte a
los gastos de cualquiera otra expedición que se enviase a las nuevas
tierras, con derecho a percibir entonces una octava parte de los
beneficios.

Es lástima que la conducta de Colón en España no estuviese libre de una
doblez que redundaba en su descrédito. Entró al servicio de España el
dia 20 de enero de 1486. El 5 de mayo de 1487, los reyes de España le
dieron tres mil maravedises «por un servicio secreto hecho a Sus
Majestades»; y durante el mismo año recibió ocho mil maravedises más. Y,
no obstante, después de esto ofreció secretamente sus servicios al rey
de Portugal, el cual en 1488 le escribió a Colón una carta ofreciéndole
la libertad del reino, a cambio de las exploraciones que hiciese _en
favor de Portugal_. Pero esto no se llevó a cabo.

Es más fácil que el lector tenga noticias respecto al viaje, aquel
viaje, que duró unos cuantos meses, pero cuya realización le costó al
valeroso genovés cerca de 20 años de desaliento y de oposición. Fueron
esos años de incesante lucha para convertir al mundo a su insondable
sapiencia, lo que mostró el carácter de Colón más claramente que todo lo
que hizo después que el mundo creyó en él.

Habiéndose vencido por fin las dificultades de obtener el consentimiento
y el permiso oficial, no quedaba otro obstáculo que el de organizar la
expedición. Esto era un asunto serio: pocos estaban dispuestos a
embarcarse en una empresa tan loca como aquella se reputaba. Finalmente,
a falta de voluntarios, hubo que llevar una tripulación por orden de la
Corona; y con su nao, la «Santa María» y sus dos carabelas, la «Niña» y
la «Pinta», tripuladas por hombres renuentes, estuvo al fin listo para
hacerse a la mar el descubridor de un mundo.



III

COLÓN EL DESCUBRIDOR


Salió Colón del puerto de Palos, el viernes 3 de agosto de 1492, a las 8
de la mañana, con 120 españoles a su mando. Ya sabe el lector cómo él y
su valiente camarada Pinzón alentaron el decaído espíritu de su
marinería, y cómo en la mañana del 12 de octubre vislumbraron por fin la
tierra. No era el continente de América--que Colón no llegó a ver hasta
cerca de 8 años más tarde--, sino la isla de Watling. Fué ese viaje el
más largo que había hecho hombre alguno hacia el occidente, e ilustraba
de un modo muy característico la suma de conocimientos a que había
llegado la humanidad. Cuando los viajeros observaron las desviaciones de
la aguja magnética, decidieron que lo que se desviaba no era la aguja,
sino la estrella polar. Tenía tal vez Colón tantos conocimientos como
cualquier otro geógrafo de su época; pero llegó a la conclusión de que
la causa de ciertos fenómenos debía de ser el estar navegando sobre _una
corcova de la tierra_. Esto se hizo más evidente en el viaje que realizó
después al Orinoco, cuando halló una corcova todavía mayor y dedujo que
el mundo debía tener la forma de una pera. Es interesante notar que, a
no ser por un cambio accidental de su derrota, los viajeros hubieran
encontrado la corriente del golfo que les hubiera llevado hacia el
norte, en cuyo caso la parte que hoy ocupan los Estados Unidos hubiera
sido el primer campo de la conquista de España.

El primer hombre blanco que vió la tierra del Nuevo Mundo, fué un simple
marinero llamado Rodrigo de Triana, si bien el mismo Colón había
divisado una luz la noche anterior. Aun cuando es probable--como verá el
lector más adelante--que Cabot viese el continente de América antes que
Colón (en 1497), fué Colón quien descubrió el Nuevo Mundo, tomó posesión
de él como gobernador en nombre de España, y hasta fundó en él las
primeras colonias europeas, construyendo y poblando con 43 hombres un
pueblo que bautizó con el nombre de la Navidad, en la isla de Santo
Domingo (o Española como él la llamaba), en diciembre de 1492. Además,
si Colón no hubiese antes descubierto el Nuevo Mundo, Cabot nunca
hubiera navegado.

Los exploradores fueron de isla en isla, encontrando en ellas muchas
cosas notables. En Cuba, donde llegaron el 26 de octubre, descubrieron
el tabaco, que no era conocido en los países civilizados, así como la
desconocida batata. Estos dos productos, de cuyo valor no supo darse
cuenta ninguno de los primeros exploradores, debían ser factores más
importantes en los mercados monetarios y en las comodidades del mundo,
que todos los tesoros de mayor brillo. También la hamaca y su nombre
fueron conocidos por personas civilizadas después de ese primer viaje.

En marzo de 1493, después de un terrible viaje de regreso, Colón se
halló de nuevo en España, comunicando la portentosa nueva a Fernando e
Isabel, a quienes mostró sus trofeos de oro, algodón, pájaros de vistoso
plumaje, plantas y animales raros, y hombres más extraños todavía,
puesto que llevó nueve indios, que fueron los primeros americanos que se
trasladaron a Europa. Agradecido su país adoptivo, confirió a Colón toda
clase de honores. Debió de ser un hermoso espectáculo el que presentaba
aquel alto, fornido, tostado y encanecido nuevo grande de España,
montando a caballo junto al rey, y con esplendor casi regio, ante la
asombrada Corte.

La grave y graciosa reina mostraba gran interés por los descubrimientos
realizados y mucho entusiasmo para disponer otros nuevos. El Nuevo Mundo
era un potente atractivo, para su inteligencia y su corazón de mujer; y
en cuanto a los aborígenes, llegó a enfrascarse en muy meditados planes
para su bienandanza. Después que Colón probó que se podía navegar de un
lado a otro del mundo sin caer en el espacio «fuera del borde», se
presentaron muchos imitadores[3]. Había llevado a cabo la obra de un
genio, halló el camino, y había terminado su gran misión. Si se hubiese
detenido allí, hubiera dejado un nombre más excelso, pues en todo lo
que hizo después no demostró tener aptitudes.

Organizóse a toda prisa una segunda expedición, y el 25 de septiembre de
1493 salió Colón de nuevo, llevando esta vez mil quinientos españoles en
diez y siete buques, con animales y utensilios para colonizar su Nuevo
Mundo. Y entonces, con estrictas órdenes de la Corona de cristianizar a
los indios y de darles siempre buenos tratos, Colón llevó consigo los
doce primeros misioneros que fueron a América. El asombroso cuidado
maternal de España por las almas y los cuerpos de los salvajes que por
tanto tiempo disputaron su entrada en el Nuevo Mundo, empezó temprano y
nunca disminuyó. Ninguna otra nación trazó ni llevó a cabo un «régimen
de las Indias» tan noble como el que ha mantenido España en sus
posesiones occidentales por espacio de cuatro siglos.

El segundo viaje se realizó luchando con mil y mil dificultades. Algunos
de los buques eran inservibles y hacían agua, teniendo las tripulaciones
que achicarlos continuamente.

Colón desembarcó por segunda vez en el Nuevo Mundo el 3 de noviembre de
1493, en la isla de la Dominica. Su colonia de La Navidad había sido
destruída, y en diciembre fundó la ciudad de Isabela. En enero de 1494
construyó allí la primera iglesia que se erigió en el Nuevo Mundo.
Durante esa misma estancia construyó también el primer camino.

Conforme antes hemos dicho, los primeros viajes a América no eran tan
difíciles como el obtener los medios para realizarlos; y los riesgos del
mar no eran nada comparados con los que existían después de llegar a
tierra. Entonces fué cuando Colón experimentó los disgustos que
obscurecieron el resto de su vida gloriosa. Si grande fué su genio como
explorador, como colonizador fué un fracasado; y aun cuando fundó las
primeras cuatro ciudades del Nuevo Mundo, sólo sirvieron para su mal.
Sus colonos de Isabela no tardaron en amotinarse, y San Tomás, que fundó
en Haití, no le dió mejor resultado. Las penalidades de sus continuas
exploraciones en las Antillas alteraron su salud, y estuvo enfermo en
Isabela cerca de medio año. A no ser por su audaz y diestro hermano
Bartolomé, de quien tan poco se sabe, no se hubieran tenido tantas
noticias de Colón.

En 1495, la Corona, justamente disgustada por la ineptitud del primer
virrey del Nuevo Mundo, envió a Juan Aguado con la comisión de
inspeccionar lo que allí ocurría. Esto era más de lo que Colón podía
tolerar, y dejando a Bartolomé como Adelantado (rango que ahora no tiene
equivalente y que era el de un oficial que mandaba en jefe una
expedición de descubridores), Colón se apresuró a regresar a España y a
sincerarse con sus soberanos. Volviendo a América tan pronto como le fué
posible, descubrió por fin el continente de la América del Sur, el día
primero de agosto de 1498; pero creyó en un principio que era una isla,
y le puso el nombre de Zeta. Sin embargo, muy pronto llegó a la
desembocadura del Orinoco, cuya caudalosa corriente le hizo deducir que
regaba un continente.

Sintiéndose enfermo, volvió a Isabela, y allí se encontró con que los
colonos se habían rebelado contra Bartolomé. Colón aplacó a los
amotinados, enviándolos a España con unos cuantos esclavos, acto que no
le honra y que sólo puede disculpar la época en que vivía. La buena
reina Isabel se indignó de tal modo al saber esta barbaridad, que ordenó
que se pusiese en libertad a los pobres indios, y envió a Francisco de
Bobadilla, el cual aprehendió a Colón y a sus dos hermanos el año 1500
en la Española, y los embarcó, encadenados, para la Península. No tardó
Colón en rehabilitarse con la Corona, y Bobadilla fué depuesto; pero con
eso terminó el virreinato de Colón en el Nuevo Mundo. En 1502 emprendió
su cuarto viaje; descubrió la Martinica y otras islas, y en 1503 fundó
su cuarta colonia, a la que dió el nombre de Belén. Pero la desgracia se
le venía encima. Después de más de un año de penalidades y trastornos,
regresó a España, y allí murió el 20 de mayo de 1506.

En Valladolid se dió sepultura a los restos del descubridor de un mundo;
pero varias veces fueron trasladados a distintos lugares. Se dice que
están ahora sepultados en una capilla de la catedral de la Habana, al
lado de los de su hijo Diego; pero no puede tenerse certeza de esto.
Tampoco la hay para negar que tan preciosa reliquia se conservarse e
inhumase en la isla de Santo Domingo, adonde realmente fueron conducidos
desde España. De todos modos, se hallan en el Nuevo Mundo, descansando
finalmente en paz en el seno de la América que descubrió.

No era Colón ni un hombre perfecto ni un tunante; aun cuando se le ha
presentado bajo ambos aspectos. Era un hombre notable, y, teniendo en
cuenta su época y su profesión, era un hombre bueno. A la fe del genio,
reunía una maravillosa energía y tenacidad, y gracias a su testarudez
pudo llevar a cabo una idea que ahora nos parece naturalísima, pero que
entonces todo el mundo consideraba absurda. Mientras se limitó a la
profesión a que se había dedicado y en la que probablemente ni tenía
entonces quien le igualase, sus hechos fueron portentosos. Pero cuando,
después de medio siglo de navegante, de repente se convirtió en virrey,
vino a ser como el proverbial «marino en tierra»: se perdió por
completo. En el desempeño de su nuevo cargo, fué poco práctico, tozudo y
hasta perjudicial a la colonización del Nuevo Mundo. Se ha dado en la
flor de acusar a los reyes de España de baja ingratitud para con Colón;
pero esto es injusto. La culpa la tuvo él con sus propios actos, que
hicieron necesarias y justas las rigurosas medidas de la Corona. No era
buen administrador, ni tenía elevados principios morales, sin los cuales
ningún gobernante puede ganar prestigio. Sus fracasos no eran debidos a
bellaquería, sino a ciertas debilidades y a su ineptitud en general para
el desempeño de su nuevo cargo, al cual, a sus años, le era difícil
adaptarse.

Hay muchos retratos de Colón, pero probablemente ninguno se le parece.
En su tiempo era desconocida la fotografía, y no sabemos que ninguno de
sus retratos se tomase del natural. Todos los que se conocen, con una
sola excepción, se hicieron después de su muerte, y todos de memoria o
ajustándose a descripciones de su semblante. Se le representa alto e
imponente, de aspecto severo, ojos grises, nariz aguileña, mejillas
coloradas y pecosas y pelo cano, y gustaba de llevar el hábito gris de
los misioneros franciscanos. Han quedado algunas de sus cartas
originales, con su notable autógrafo, y un dibujo que se le atribuye.



IV

HACIENDO GEOGRAFÍA


Mientras Colón navegaba de un lado a otro del Océano, entre el Viejo y
el Nuevo Mundo descubierto por él, y construía ciudades y daba nombre a
futuras naciones, Inglaterra parecía casi dispuesta a meter baza. Europa
entera sintióse pronto conmovida por las extrañas noticias procedentes
de España. Movióse entonces Inglaterra, valiéndose de un veneciano
conocido por el nombre de Sebastián Cabot. El día 5 de marzo de
1496--cuatro años después del descubrimiento de Colón,--Enrique VII de
Inglaterra expidió una patente a «Juan Gabote, ciudadano de Venecia» y
sus tres hijos, autorizándoles para navegar hacia occidente en un viaje
de exploración. Juan y su hijo Sebastián salieron de Bristol en 1497, y
al nacer el día 24 de junio del mismo año vieron el continente de
América,--probablemente la costa de Nueva Escocia;--pero nada más
hicieron. Después de su regreso a Inglaterra, murió el viejo Cabot. En
mayo de 1498 emprendió Sebastián su segundo viaje, que probablemente le
llevó a la Bahía de Hudson y unos cuantos centenares de millas costa
abajo. Hay pocas probabilidades en favor de la hipótesis de que llegase
a ver parte alguna de lo que es hoy los Estados Unidos. Navegaba errante
por los mares del Norte, de tal modo, que los 300 colonos que se llevó,
perecieron de frío en el mes de julio.

Inglaterra no trató muy bien a su primer explorador, y en 1512 entró
Cabot al servicio, más grato, de España. En 1517 salió para las
posesiones españolas de las Antillas, y en ese viaje le acompañó un
inglés llamado Tomás Pert. En agosto de 1526 volvió a salir Cabot con
otra expedición española, con rumbo al Pacífico, ya descubierto por un
héroe español; pero se amotinaron sus oficiales y se vió obligado a
abandonar la empresa. Exploró el Río de la Plata en una extensión de mil
millas, aproximadamente; construyó un fuerte en una de las bocas del
Paraná, y exploró parte de dicho río y del Paraguay, pues la América del
Sur había sido posesión española durante casi una generación. De allí
regresó a España, y más tarde a Inglaterra, donde murió, por el año de
1557.

Se han perdido todos los mapas imperfectos que hizo Cabot del Nuevo
Mundo, a excepción de uno que se conserva en Francia; y no ha quedado de
ese navegante documento alguno. Cabot era un verdadero explorador y debe
incluírsele en la lista de los primeros de América; pero como uno, cuyo
trabajo fué infructuoso y sin consecuencias, y que vió el Nuevo Mundo,
pero no hizo en él nada practico. Era hombre de gran valor y de tenaz
perseverancia, y se le recordará siempre como descubridor de Terranova y
del extremo superior del Continente norteamericano.

Después de Cabot, Inglaterra durmió una siesta de más de medio siglo.
Cuando se despabiló, se encontró con que los despiertos hijos de España
se habían esparcido por la mitad del Nuevo Mundo, y que hasta Francia y
Portugal la habían dejado rezagada. Cabot, que no era inglés, fué el
primer explorador que envió Inglaterra; y a éste siguieron Drake y
Hawkins, y más tarde los capitanes Amadas y Barlow, con lapsos de
setenta y cinco y ochenta y siete años respectivamente, durante los
cuales una gran parte de los dos continentes había sido descubierta,
explorada y poblada por otras naciones, de las que decididamente iba
España a la cabeza. Colón, el primer explorador que envió España, no era
español; pero con su primer descubrimiento se inició una corriente tan
impetuosa y tan constante de exploradores nacidos en España, que en cien
años hicieron más en América que todas las otras naciones de Europa
juntas en los primeros trescientos años. Cabot vió, pero nada hizo; y
tres cuartos de siglo después Sir John Hawkins y Sir Francis Drake--de
quienes hacen las viejas historias grandes elogios, pero que se
enriquecieron vendiendo infelices africanos como esclavos y con sus
piraterías contra buques y ciudades indefensas de las colonias de
España, con las que Inglaterra se hallaba en paz,--vieron los Antillas y
el Pacífico, cuando hacía más de medio siglo que eran posesiones
españolas. Drake fué el primer inglés que pasó por el Estrecho de
Magallanes, y lo hizo sesenta años después que aquel heroico portugués
lo descubriera y bautizara con su sangre y su vida. Drake fué
probablemente el primero que vió la tierra que hoy llamamos Oregón,
único descubrimiento que hizo de alguna importancia. _Tomó posesión_ de
Oregón para Inglaterra, con el nombre de «Nueva Albión»; pero la vieja
Albión jamás fundó allí colonia alguna.

Sir John Hawkins, pariente de Drake, fué como éste un marino
distinguido; pero no un verdadero descubridor ni explorador. Ninguno de
los dos exploró o colonizó el Nuevo Mundo, y ninguno tampoco dejó en la
historia de éste más honda impresión que si nunca hubieran nacido. Drake
llevó a Inglaterra las primeras patatas; pero no se soñó siquiera en la
importancia de tal descubrimiento hasta mucho tiempo después, y eso por
otros hombres.

Los capitanes Amadas y Barlow, en 1584, vieron la costa en el Cabo
Hatteras y la isla de Roanoke, y se alejaron de ella sin resultado
permanente. Al siguiente año, Sir Richard Grenville descubrió el Cabo
Fear, y de ahí no pasó. Siguieron las famosas, pero pequeñas
expediciones de Sir Walter Raleigh a Virginia, al Orinoco y a Nueva
Guinea, y los menos importantes viajes de John Davis al Noroeste, en
1585-87.

No debemos tampoco olvidar los infructuosos viajes del valiente Martín
Frobisher a la Groenlandia, en 1576-81. No hubo más exploraciones de
Inglaterra en América hasta el siglo XVII. En 1602, el capitán Gosnold
costeó casi todo el litoral del Atlántico, particularmente alrededor del
Cabo Cod; y hasta cinco años más tarde no empezó la ocupación del Nuevo
Mundo por Inglaterra. La primera colonia inglesa que hizo gran papel en
la historia--como no lo hizo Jamestown--fué la de los Padres Peregrinos,
en 1602; y esos no vinieron con el objeto de inaugurar un mundo nuevo,
sino para huir de la intolerancia del viejo. En realidad, como ha hecho
notar Mr. Winsor, los sajones no tuvieron gran interés por América sino
cuando empezaron a comprender que ofrecía oportunidades al _comercio_.

Pero, si volvemos los ojos a España, ¡cuánto no hizo en los cien años
que pasaron después de Colón y antes del desembarco de los fugitivos
ingleses en Plymouth Rock! En 1499 Vicente Yáñez de Pinzón, compañero de
Colón, descubrió la costa del Brasil y reclamó dicho país en nombre de
España; pero no dejó allí colonia alguna. Hizo sus descubrimientos cerca
de las bocas del Amazonas y del Orinoco, y fué el primer europeo que vió
el mayor río del mundo. Al año siguiente, Pedro Alvarez Cabral,
portugués, fué arrojado a la costa del Brasil por una tormenta; tomó
posesión en nombre de Portugal y fundó allí una colonia.

En cuanto a Américo Vespucio, el insignificante aventurero, cuya fama de
tal modo eclipsa sus hechos, son en extremo dudosas sus pretensiones por
lo que toca a América. Vespucio nació en Florencia, en 1451, y era un
hombre instruído, pues su padre ejercía de notario y tenía un tío
dominico que le enseñó humanidades. Fué dependiente de la gran casa de
los Médicis, y hallándose a su servicio, lo enviaron a España en 1490.
Estando allí, entró al empleo del comerciante que equipó la segunda
expedición de Colón, el cual era un florentino llamado Juanoto Berardi.
Cuando éste murió, en 1495, dejó sin terminar una contrata para equipar
doce buques para la Corona; y se encargó a Vespucio que llevase a cabo
la contrata. No hay razón alguna para creer que acompañase a Colón en su
primero, ni en su segundo viaje. Según su propio relato, salió de Cádiz
el día 10 de mayo de 1497, en una expedición española, y llegó al
continente de América diez y ocho días antes de que lo viese Cabot. Es
ridículo el supuesto de algunas enciclopedias de que Vespucio
«probablemente se remontó por el norte hasta el cabo Hatteras». Hay
pruebas innegables de que nunca vió ni una pulgada del Nuevo Mundo al
norte del Ecuador. Volviendo a España a fines de 1498, se embarcó de
nuevo el 16 de mayo de 1499, en compañía de Ojeda, con rumbo a Santo
Domingo, y en ese viaje empleó unos diez y ocho meses. Salió de Lisboa
en su tercer viaje, el 10 de mayo de 1501, con destino al Brasil. No es
cierto, aun cuando lo digan las enciclopedias, que descubriese y diese
nombre a la bahía de Río Janeiro: ambos honores pertenecen a Cabral,
verdadero descubridor y explorador del Brasil y hombre de mucha más
importancia histórica que Vespucio. El cuarto viaje de este último le
llevó a Lisboa, el 10 de junio de 1503, a Bahía, y de allí a Cabo Frío,
donde construyó un pequeño fuerte. En 1504 regresó a Portugal, y al año
siguiente a España, donde murió en 1512.

La historia de estos viajes no tiene más fundamento que el propio relato
de Vespucio, el cual no merece entero crédito. Es probable que no se
hiciese a la mar en todo el año 1497, y es del todo cierto que no tuvo
la menor participación en los verdaderos descubrimientos del Nuevo
Mundo.

El nombre de «América» lo inventó y aplicó por primera vez en 1507 un
mal informado impresor alemán, llamado Waldzeemüller, a cuyo poder
llegaron los documentos de Vespucio. La historia está llena de
injusticias; pero nunca se ha cometido otra mayor que ese bautismo de
América. Con igual razón hubiera podido llamársela Valdzeemüllera. El
primer mapa del Nuevo Mundo lo hizo el español Juan de la Cosa, en
1500[4], y ese mapa le parecería hoy muy raro a cualquier chico de la
escuela. La primera geografía de América, que data de 1517, se debe a
Enciso, un español.

Es grato pasar de un hombre harto ponderado y de hechos muy dudosos, a
esos verdaderos pero casi desconocidos héroes portugueses que se
llamaron Gaspar y Miguel Corte-Real. Gaspar salió de Lisboa el año
1500, y descubrió y dió nombre a Labrador. En 1501 se embarcó de nuevo
en Portugal para el mar Artico, y no se le volvió a ver. Después de
esperar un año, su hermano Miguel dirigió una expedición para
rescatarlo; pero también él pereció, con todos sus hombres, entre los
témpanos del mar del Norte. Un tercer hermano quiso salir en busca de
los perdidos exploradores; pero se lo prohibió el rey, quien envió una
expedición de dos buques para salvarlos: sin embargo, no se halló la
menor huella de los valientes Corte-Reales ni de ninguno de sus hombres.

Tales fueron las exploraciones de América hasta fines de la primera
década del siglo XVI: una serie de viajes atrevidos y peligrosos (de los
cuales sólo hemos mencionado los más notables de la gran invasión
española), que dieron como resultante el establecimiento de unas cuantas
colonias efímeras pero importantes únicamente como un atisbo por las
puertas del Nuevo Mundo. Las verdaderas penalidades y peligros, la
verdadera exploración y conquista de las Américas, comenzaron con la
década de 1510 a 1520: principio de una centuria de exploraciones y
conquistas tales como jamás vió el mundo antes, ni ha vuelto a ver
después. España lo hizo todo, salvo las heroicas pero comparativamente
pequeñas hazañas de Portugal en la América del Sur, entre los sitios
conquistados por España. El siglo XVI, en lo que afecta al Nuevo Mundo,
no tiene paralelo en la historia militar, y produjo, o mejor dicho,
desarrolló hombres tales que en sus proezas sobrepujaron en alto grado a
cuantos conquistadores vinieron después. Nuestra parte del hemisferio
jamás ha dado a la historia unos capítulos de conquista tan
sorprendentes como los que grabaron, en los formidables y selváticos
desiertos del sur, Cortés, Pizarro, Valdivia y Quesada, los más grandes
dominadores de la América salvaje.

Hubo por lo menos otros cien héroes españoles en aquella época,
desconocidos de la fama y enterrados en la obscuridad hasta que la
verdadera historia les dé su bien ganada gloria. No hay motivo para
creer que esos héroes olvidados fuesen más _capaces_ de realizar grandes
hazañas que nuestros Israel Putnams, Ethan Allens, Francis Marions y
Daniel Boones; pero _hicieron_ cosas mucho más grandes, espoleados por
una mayor necesidad y en el momento perentorio. He dicho un centenar;
pero realmente la lista es demasiado larga para ni siquiera catalogarla
aquí; y el ocuparnos de sus más grandes cofrades, nos dará materia
suficiente para llenar este libro. Ninguna otra nación madre, dió jamás
a luz cien Stanleys y cuatro Julios Césares en un siglo; pero eso es una
parte de lo que hizo España para el Nuevo Mundo. Pizarro, Cortés,
Valdivia y Quesada tienen derecho a ser llamados los Césares del Nuevo
Mundo, y ninguna de las conquistas, en la historia de América, puede
compararse con las que ellos llevaron a cabo. Es sumamente difícil decir
cuál de los cuatro fué el más grande; si bien para el historiador sólo
hay una respuesta posible. La elección está, por de contado, entre
Cortés y Pizarro, y durante mucho tiempo se ha hecho con error. Cortés
fué el primero en el orden cronológico, y sus hechos se realizaron más
cerca de nuestro país. Era un hombre muy ilustrado en su época y, como
César, tenía la ventaja de saber escribir su propia biografía; mientras
que su primo lejano Pizarro, no sabía leer ni escribir y firmaba con una
cruz; notable contraste con la firma bien trazada y elegante, en aquella
época, de Hernán Cortés. Pero Pizarro, que desde un principio tuvo la
desventaja de su falta de instrucción; que se vió obligado a luchar con
penalidades y obstáculos infinitamente mayores que Cortés, y supo
conquistar un territorio tan grande como el de éste con una tercera
parte de hombres, mucho más violentos y rebeldes, fué, sin duda alguna,
el más grande de los españoles que fueron a América, y a la vez el más
grande de los dominadores del Nuevo Mundo. Por esta razón, y porque ha
sido tratado con tan supina injusticia, he escogido su maravillosa
carrera, que se relatará más adelante, como ejemplo del supremo heroísmo
de los primeros exploradores españoles.

Pero, si bien Pizarro fué el más grande, los cuatro citados son dignos
de ser considerados como los Césares de América.

Lo cierto es que aquel grande hombre, pequeño y calvo, de la antigua
Roma, que llena con sus hechos las páginas de la historia antigua,
ninguna proeza llevó a cabo que superase las de cada uno de esos cuatro
héroes españoles, los cuales, con unos pocos compatriotas harapientos en
vez de las férreas legiones romanas, conquistaron cada uno un
inconcebible desierto, tan salvaje como el que halló César, y cinco
veces mayor. La opinión popular hizo durante mucho tiempo una gran
injusticia a esos y otros de los conquistadores españoles,
empequeñeciendo sus hechos militares por causa de la gran superioridad
de sus armas sobre los indígenas, y acusándoles de crueles y despiadados
en la exterminación de los aborígenes. La luz clara y fría de la
verdadera historia nos los presenta de un modo muy distinto. En primer
lugar, la ventaja de las armas apenas era otra cosa que una superioridad
moral en inspirar el terror al principio entre los naturales, puesto que
las tristemente toscas e ineficaces armas de fuego de aquella época,
apenas eran más peligrosas que los arcos y las flechas que se les
oponían. Su eficacia no tenía mucho mayor alcance que las flechas, y
eran diez veces más lentas en sus disparos. En cuanto a las pesadas y
generalmente dilapidadas armaduras de los españoles y de sus caballos,
no protegían del todo a unos ni a otros contra las flechas de cabeza de
ágata de los indígenas, y colocaban al hombre y al bruto en desventaja
para luchar con sus ágiles enemigos en un lance extremo, además de ser
una carga muy pesada con el calor de los trópicos. La «artillería» de
aquellos tiempos era casi tan inútil como los ridículos arcabuces. En
cuanto a su comportamiento con los indígenas, hay que reconocer que los
que resistieron a los españoles fueron tratados con muchísima menos
crueldad que los que se hallaron en el camino de otros colonizadores
europeos. Los españoles no exterminaron _ninguna_ nación aborígena--como
exterminaron docenas de ellas nuestros antepasados[5]--y, además, cada
primera y necesaria lección sangrienta iba seguida de una educación y
de cuidados humanitarios. Lo cierto es que la población india de las que
fueron posesiones españolas en América, es hoy mayor de lo que era en
tiempo de la conquista, y este asombroso contraste de condiciones y la
lección que encierra respecto del contraste de los métodos, es la mejor
contestación a los que han pervertido la historia.

Sin embargo, antes de hablar de los grandes conquistadores, debemos
bosquejar la vida aventurera y el fin trágico del descubridor del océano
Pacífico, Vasco Núñez de Balboa.

En uno de los más hermosos poemas escritos en lengua inglesa, se lee:

    «Como el bravo Cortés, cuando con ojos de águila
  Contemplaba al Pacífico, mientras sus hombres
  Mirábanse absortos en raras conjeturas,
  Silenciosos todos sobre un pico de Darién.»

Pero Keats se equivocó. No fué Cortés el primero que vió el Pacífico,
sino Balboa, y cinco años antes de que Cortés sentase la planta en el
continente de América.

Nació Balboa en la provincia de Extremadura, en 1475. Embarcóse, con
Bastidas, con rumbo al Nuevo Mundo en 1501, y entonces vió Darién; pero
se estableció en la isla Española. Nueve años después se trasladó con
Enciso a Darién, y allí permaneció. La vida en el Nuevo Mundo era
entonces muy turbulenta, y los primeros años de la de Balboa fueron muy
movidos; pero tenemos que pasarlos por alto. Pronto hubo disturbios en
la colonia de Darién. Enciso fué depuesto y llevado a España como
prisionero, y Balboa tomó el mando. A su llegada a España, Enciso echó
toda la culpa a Balboa, y consiguió que el rey condenara a éste por el
delito de alta traición. Al saber esto, determinó Balboa dar un golpe
maestro cuya resonancia le granjease de nuevo el favor del rey. Había
oído a los indígenas hablar de otro océano y del Perú--los que no habían
visto todavía ojos europeos,--y se hizo el propósito de hallarlos. En
septiembre de 1513, se embarcó para Coyba con 190 hombres, y desde aquel
punto, con sólo 90 que le siguieron, atravesó a pie el istmo hasta
llegar al Pacífico, realizando uno de los viajes más horribles que puede
imaginarse, por su longitud. Fué el 26 de septiembre de 1513 el día en
que, desde la cima de una sierra, los harapientos y ensangrentados
héroes contemplaron la inmensidad azul del mar del Sur, que no se llamó
Pacífico hasta mucho tiempo después. Bajaron a la costa, y Balboa,
vadeando el nuevo océano hasta la rodilla; blandiendo en alto su espada
con la mano derecha, y con la izquierda el invicto pendón de Castilla,
tomó posesión solemne de aquel mar en nombre del rey de España.

Los exploradores regresaron a Darién en 18 de enero de 1514, y Balboa
envió a España una relación de su gran descubrimiento.

Pero Pedro Arias de Avila había ya salido de la madre patria para
substituirle. Al fin la nueva de la proeza de Balboa llegó a
conocimiento del rey, el cual le perdonó y le nombró Adelantado; y algún
tiempo después casó el descubridor con la hija de Pedro Arias. Siempre
con grandes planes, Balboa condujo el material necesario a través del
istmo con muchísimo trabajo, y en las playas del azul Pacífico construyó
dos bergantines, que fueron los primeros buques que se hicieron en las
Américas. Con éstos tomó posesión de las islas de las Perlas, y después
salió en busca del Perú; pero tuvo que retroceder por la fuerza de las
tormentas, que pusieron un fin desastroso a su empresa. Su suegro,
celoso del brillante porvenir de Balboa le llamó a Darién, engañándolo
con un mensaje traicionero; y le prendió y lo hizo ejecutar públicamente
el año 1517, acusándolo falsamente de alta traición. Tenía Balboa todo
el temple de un gran explorador, y a no ser por la infame acción de
Avila, es probable que hubiese alcanzado más altos honores. Su valor era
pura audacia, y su energía incansable; pero fué imprudente y descuidado
en su actitud con respecto a la Corona.



V

CAPÍTULO DE LA CONQUISTA


Mientras el descubridor del mayor de los océanos estaba aún tratando de
averiguar sus lejanos misterios, un guapo, atlético y gallardo joven
español, que estaba destinado a hacer mucho más ruido en la historia,
empezaba a dar que hablar desde los umbrales de América, de cuyos reinos
centrales debía ser más tarde el conquistador.

Hernando Cortés pertenecía a una noble y empobrecida familia española, y
nació en Extremadura diez años después que Balboa. A la edad de 14 años
lo enviaron a estudiar leyes a la ciudad de Salamanca; pero el espíritu
aventurero del hombre se manifestaba con fuerza en el endeble muchacho,
y a los dos años salió de aquel centro y se fué a su hogar con la
determinación de entregarse a una vida errabunda. No se hablaba de otra
cosa que de Colón y de su Nuevo Mundo, y ¿qué joven arriscado podía
quedarse entonces en España para bucear en enmohecidos libros de leyes?
Ciertamente no era de esos el impertérrito Hernando.

Accidentes imprevistos impidiéronle acompañar dos expediciones para las
cuales se había preparado; pero al fin, en 1504, se hizo a la vela con
rumbo a Santo Domingo, nueva colonia de España, en la que prestó tan
buenos servicios, que el comandante Ovando le ascendió varias veces,
alcanzando la fama de ser un soldado modelo. En 1511 acompañó a
Velázquez a Cuba, y fué nombrado alcalde de Santiago, donde ganó nuevo
prestigio por su valor y firmeza en circunstancias muy críticas. Entre
tanto, Francisco Hernández de Córdoba, descubridor de Yucatán, héroe del
que debemos limitarnos a hacer esta breve mención, había anunciado su
importante descubrimiento. Un año después, Grijalba, teniente de
Velázquez, había seguido el derrotero de Córdoba, remontándose más al
norte, hasta que por fin descubrió Méjico. No hizo, sin embargo,
esfuerzo alguno para conquistar o colonizar la nueva tierra, lo cual
indignó tanto a Velázquez, que degradó a Grijalba y confió la conquista
a Cortés.

El ambicioso joven se embarcó en Santiago de Cuba el 18 de noviembre de
1518, con menos de 700 hombres y 12 pequeños cañones de los llamados
falconetes. Apenas se había alejado del puerto, Velázquez se arrepintió
de haberle dado tan buena ocasión de distinguirse, y en seguida envió
fuerza para arrestarlo y conducirlo a su presencia. Pero Cortés era el
ídolo de su pequeño ejército y, seguro de su afecto, se resistió a los
emisarios de Velázquez y se mantuvo firme en su empresa. Desembarcó en
la costa de Méjico el 4 de marzo de 1519, cerca de lo que es hoy la
ciudad de Veracruz, que él fundó y fué la primera ciudad europea en el
continente de América al sur de Méjico.

El desembarco de los españoles causó tanta sensación como causaría hoy
la llegada a Nueva York de un ejército procedente del planeta Marte.

Los aterrorizados indígenas[6] no habían visto nunca un caballo (porque
fueron los españoles los primeros que llevaron al Nuevo Mundo caballos,
carneros y otros animales domésticos), y juzgaron que aquellos extraños
y pálidos recién venidos, que iban sentados en bestias de cuatro patas y
llevaban camisas de hierro y palos que despedían truenos, sin duda
debían de ser dioses.

Allí se exaltó la imaginación de los aventureros con áureas leyendas de
Montezuma, mito que no engañó a Cortés más paladinamente de lo que ha
engañado a algunos historiadores modernos, quienes parecen no saber
distinguir entre lo que _oyó_ Cortés y lo que _halló_ en realidad. Le
dijeron que Montezuma--cuyo nombre propiamente es Moctezuma, o bien
Motecuzoma, que significa «Nuestro Airado Jefe»,--era «Emperador» de
Méjico, y que treinta «Reyes», llamados _caciques_, eran sus vasallos;
que poseía incalculables riquezas y un poder absoluto, y que su morada
resplandecía entre oro y piedras preciosas. Hasta algunos amenos
historiadores han caído en el desatino de aceptar como verdaderas estas
imposibles leyendas. Nunca ha habido en Méjico más que dos emperadores:
Agustín de Itúrbide y el infortunado Maximiliano; ambos en el siglo XIX.
Moctezuma no fué emperador, ni siquiera rey de Méjico. La organización
social y política de los antiguos mejicanos era exactamente igual a la
de los indios llamados «Pueblo» de Nuevo Méjico en la época actual: una
democracia militar, con una poderosa y complicada organización
religiosa, que ejerce su «poder detrás del trono». Moctezuma era
simplemente el Tlacatécutle, o sea el jefe guerrero de los Nahuatl (que
así se llamaban los antiguos mejicanos), y no era ni el supremo ni el
único ejecutivo. De su ignominioso fin puede fácilmente deducirse cuán
poca era su importancia[7].

Cuando hubo fundado Veracruz, Cortés se hizo elegir gobernador y capitán
general (que era el más alto grado militar) de aquel nuevo país; y
después de quemar sus naves, como el famoso general griego, para hacer
imposible la retirada, empezó su marcha a través del imponente desierto
que se extendía ante su vista.

Entonces fué cuando Cortés empezó a dar muestras del genio militar que
le colocó a mayor altura que los demás exploradores de América,
excepción hecha de Pizarro. Con sólo un puñado de hombres, pues había
dejado parte de sus fuerzas en Veracruz al mando de su teniente
Escalante, en una tierra desconocida, poblada de enemigos poderosos e
indómitos, de poco le hubiera servido el valor y la fuerza bruta. Pero,
con una diplomacia tan rara como brillante, descubrió los puntos débiles
de la organización de los indios; fomentó la división que causaban los
celos entre las tribus; hizo aliados suyos de los que secreta o
abiertamente se oponían a la federación de tribus de Moctezuma--liga
algo parecida a las Seis Naciones de nuestra propia historia,--y de
este modo redujo en gran manera las fuerzas que tenía que combatir.
Después de derrotar a las tribus de Tlaxcala y Cholula, Cortés llegó por
fin a la extraña ciudad lacustre de Méjico, con su escasa tropa española
engrosada con 6,000 aliados indios. Moctezuma lo recibió con gran
ceremonia; pero sin duda con intención traicionera. Mientras él
obsequiaba a sus visitantes en una gran casa de adobe--no un «palacio»,
como dicen las historias, porque no había ningún palacio en Méjico,--uno
de los subjefes de su liga atacó la pequeña guarnición de Escalante en
Veracruz, y mató a varios españoles, incluso al mismo Escalante. La
cabeza del teniente español fué enviada a la ciudad de Méjico, porque
los indios que vivían al sur de lo que es hoy los Estados Unidos, no se
contentaban con quitar el cuero cabelludo a un enemigo, sino que le
cortaban la cabeza. Esto fué un terrible desastre, no tanto por la
pérdida de unos cuantos hombres, sino porque demostraba a los indios
(que era lo que querían probar los mensajeros) que los españoles no eran
dioses inmortales, sino que se les podía matar como a los demás hombres.

Cuando Cortés se enteró de la triste nueva, vió en el acto el peligro
que corría, y dió un golpe audaz para salvarse. Ya había hecho
fortificar de un modo seguro el edificio de adobe en que estaban
acuartelados los españoles, y entonces, yendo de noche con sus oficiales
a la casa del jefe guerrero, se apoderó de Moctezuma y amenazó matarle
si no entregaba en el acto los indios que habían atacado a Veracruz.
Moctezuma los entregó y Cortés los hizo quemar en público. Esto fué un
acto cruel; pero era sin duda necesario para causar una viva impresión a
los indígenas, so pena de ser aniquilados por ellos. No hay apología
posible para esa barbaridad; sin embargo, es justo medir a Cortés por el
rasero de aquel tiempo, y entonces reinaba la crueldad en todo el mundo.

Al llegar aquí, es divertido leer en algunos pretenciosos libros de
texto que «Cortés hizo encadenar a Moctezuma y le obligó a pagar un
rescate de seiscientos mil marcos de oro puro y una inmensa cantidad de
piedras preciosas». Esto se halla de acuerdo con las fábulas imposibles
que llevaron engañosamente a tantos exploradores a la desilusión y la
muerte, y es una buena muestra del brillo de oro con que algunos
historiadores, igualmente crédulos, rodean a la naciente América.
Moctezuma no compró su rescate; jamás volvió a gozar de libertad, y no
pagó cantidad alguna en oro; en cuanto a piedras preciosas, tal vez
tuviese unos pocos granates y turquesas verdes de escaso valor, y quizá
hasta alguna esmeralda, pero nada más.

En este momento crítico de su carrera, Cortés se vió amenazado desde
otro punto. Llególe la noticia de que Pánfilo de Narváez, de quien nos
ocuparemos más adelante, había desembarcado con 800 hombres, con el
objeto de arrestar a Cortés para llevárselo prisionero por su
desobediencia a Velázquez. Pero aquí se mostró de nuevo el genio del
conquistador de Méjico, y lo salvó. Marchando contra Narváez con 140
hombres, lo hizo prisionero; alistó bajo su bandera a los 800 que habían
venido a arrestarle, y apresuradamente regresó a la ciudad de Méjico.

Allí encontró que de día en día se ponía la situación más amenazadora.
Alvarado, a quien había confiado el mando, provocó al parecer un
conflicto atacando un baile de los indios. Por cruel que esto parezca, y
como tal se ha censurado, no fué más que una necesidad militar,
reconocida así por todos los que realmente conocen a los aborígenes, aun
en nuestros días. Los historiadores de gabinete han descrito a los
españoles como si hubiesen sorprendido villanamente un _festival_ del
país; pero esto es simplemente por ignorancia del asunto. Una danza
india _no es_ un festival; es, generalmente, y lo era en aquel caso, un
macabro ensayo de matanza. Un indio nunca baila por diversión, y a
menudo sus bailes tienen más grave intento que el de divertir a otros.
En una palabra, Alvarado, viendo que los indios se dedicaban a un baile
que evidentemente no era otra cosa que el preludio supersticioso de una
carnicería, quiso arrestar a los hechizadores y a otros jefes del
cotarro. Si lo hubiese logrado, nada habría sucedido, al menos por
algún tiempo. Pero los indios eran demasiado numerosos para su pequeña
fuerza, y los belicosos cabecillas pudieron escaparse.

Cuando regresó Cortés con sus 800 hombres, tan raramente reclutados, se
encontró con que la ciudad había cambiado de aspecto, y que sus hombres
estaban sitiados en sus cuarteles. Los indios dejaron tranquilamente que
Cortés entrase en la trampa, y después la cerraron de modo que no había
escapatoria. Allí estaban unos cuantos centenares de españoles
encerrados en su prisión, y los cuatro canales, que eran las únicas vías
para llegar a ella (porque la ciudad de Méjico era entonces una Venecia
americana), estaban atestados de muchos millares de enemigos.

El indio rara vez se excusa por un fracaso; y los Nahuatl habían ya
elegido un nuevo capitán de guerra, llamado Cuitlahuátzin, para
reemplazar al inepto Moctezuma. Este continuaba prisionero, y cuando los
españoles le hicieron salir a la azotea para que hablase en favor suyo,
la furiosa muchedumbre de indios lo mató a pedradas. Entonces, al mando
de su nuevo caudillo, atacaron a los españoles con tal furia, que ni los
toscos falconetes, ni los más toscos fusiles de chispa, fueron parte a
resistirlos, y no tuvieron los españoles más remedio que abrirse paso a
lo largo de uno de los canales, en una última y desesperada lucha por la
vida. El principio de aquella retirada de seis días, fué una de las
páginas más dolorosas que la historia de América. Aquella fué la NOCHE
TRISTE, tan celebrada en los romances y relatos españoles. Los sucesos
de tan terrible noche, robaron para siempre la dicha de muchos hogares
de la madre Patria, y las burbujas de sangre que cubrieron el lago
Tezcuco, llevaron el luto y el dolor a muchos amantes corazones. En
aquellas pocas horribles horas, perecieron dos terceras partes de los
conquistadores, y los enloquecidos indios persiguieron a los heridos
supervivientes por encima de más de 800 cadáveres españoles.

Después de una terrible retirada de seis días, ocurrió la importante
batalla en los llanos de Otumba, donde se vieron los españoles
enteramente cercados; pero se abrieron paso tras una desesperada lucha
cuerpo a cuerpo, que realmente decidió la suerte de Méjico. Cortés
marchó a Tlaxcala, levantó un ejército de indios que eran hostiles a la
federación, y con su ayuda puso sitio a aquella ciudad. Duró el asedio
setenta y tres días, y fué el más notable que registra la historia de
toda la América. Ocurrían todos los días luchas sangrientas. Los indios
se defendieron con denuedo; pero al fin el genio de Cortés triunfó, y el
día 13 de agosto de 1521, entró victorioso en la segunda de las grandes
ciudades del Nuevo Mundo.

Estas asombrosas proezas de Cortés, aquí tan brevemente esbozadas,
despertaron en España una admiración sin límites, haciendo que la Corona
condonase su insubordinación a Velázquez. Las quejas de éste fueron
desoídas y Carlos V nombró a Cortés gobernador y capitán general de
Méjico, además de hacerle marqués del Valle de Oaxaca y otorgarle una
considerable pensión.

Investido y seguro con esta alta autoridad, Cortés sofocó un complot
contra él, y mandó ejecutar al nuevo caudillo y a muchos de los
caciques, que no eran potentados, sino oficiales religioso-militares,
cuyo ascendiente sobre las supersticiones de los indios les hacían
peligrosos.

Pero Cortés, cuyo genio brillaba más cuanto más insuperables parecían
las dificultades y peligros que se le presentaban, tropezó en lo que ha
causado la caída de muchos: el éxito. Al contrario de su analfabeto,
pero más noble y más grande primo Pizarro, la prosperidad le dañó y le
hizo perder la cabeza y el corazón. A pesar de los juicios poco
estudiados de algunos historiadores, Cortés no fué un conquistador
cruel. No tan sólo era un gran genio militar, sino que trataba con mucha
clemencia a los indios, y era muy querido de ellos. La llamada
carnicería de Cholula, no fué una mancha en su carrera, como algunos han
pretendido. La verdad, reivindicada al fin por la historia exacta, es
como sigue: Los indios lo habían atraído traidoramente a una trampa, so
pretexto de amistad. Era ya demasiado tarde para una retirada, cuando
averiguó que los indígenas intentaban atacarle. Y al ver el peligro que
corría, no halló más que una escapatoria, esto es, sorprender a los que
intentaban sorprenderle; caer sobre ellos antes de que estuviesen listos
para caer sobre él; y esto es precisamente lo que hizo. Lo de Cholula es
simplemente el caso del que fué por lana y salió trasquilado.

No, Cortés no era cruel con los indios; pero, tan pronto como vió
asegurado su poder, se hizo un tirano cruel para sus propios
compatriotas, un traidor a sus amigos y hasta a su propio rey, y lo que
es peor, un desalmado asesino. Hay pruebas evidentes de que hizo
«desaparecer» a varias personas que cerraban el paso a su desmedida
ambición; y la infamia que colmó la medida fué el mal trato que dió a su
esposa. Tuvo Cortés mucho tiempo por amante a la hermosa india Malinche;
pero, después que conquistó a Méjico, su legítima esposa fué a dicho
país para compartir con él su fortuna. Mas el amor que le profesaba no
era tan grande como su ambición, y ella se lo estorbaba. Por fin, se la
halló una mañana estrangulada en su lecho.

Obcecado por su ambición, proyectó rebelarse abiertamente contra España
y declararse emperador de Méjico. La Corona husmeó este lindo plan, y
envió emisarios que se incautaron de sus bienes, hicieron prisioneros a
sus hombres y se dispusieron a desbaratar sus planes secretos. Cortés se
apresuró audazmente a volver a España, donde se presentó a su soberano
con gran esplendor. Carlos V le dispensó buena acogida, y le condecoró
con la ilustre orden de Santiago, patrón de España. Pero su estrella
estaba ya declinando, y aun cuando se le permitió volver a Méjico,
aparentemente con el mismo poder, desde entonces fué vigilado y nada
hizo ya que pudiese compararse con sus primeros y portentosos hechos.
Habíase vuelto muy poco escrupuloso, en extremo vengativo y sobradamente
peligroso para dejarle en plena autoridad, y al cabo de pocos años se
vió obligada la Corona a nombrar un virrey para desempeñar el gobierno
civil de Méjico, dejando a Cortés solamente el mando militar, con el
permiso de hacer nuevas conquistas. En el año 1536, Cortés descubrió la
Baja California, y exploró parte de su golfo. Al fin, disgustado por su
posición inferior, donde antes había sido supremo, volvió a España,
donde el rey le recibió muy fríamente. En 1541 acompañó a su soberano a
Argel como agregado, y se portó bizarramente en aquellas guerras. Sin
embargo, al regresar de nuevo a España se vió abandonado. Se cuenta que
un día en que Carlos V iba a un acto de ceremonia, Cortés montó en el
estribo de la regia carroza, resuelto a que se le oyera.

«--¿Quién sois?»--preguntó el rey malhumorado.

«--Soy»--replicó el altivo conquistador de Méjico,--«un hombre que ha
dado a V. M. más provincias que ciudades le dejaron sus abuelos.»

Sea o no verdad esta anécdota, ilustra gráficamente la arrogancia y los
servicios de Cortés. Faltábale el modesto equilibrio de la grandeza
verdaderamente grande, como le faltaba a Colón. La presunción de uno y
otro, no hubiera sido posible para aquel hombre más grande que ambos: el
discreto Pizarro.

Al fin, disgustado, Cortés se retiró de la Corte, y el día 2 de
diciembre de 1554, el hombre que había sido el primero en abrir el
interior de América al mundo, falleció cerca de Sevilla.

Algunos exploradores hubo en la América del Sur cuyas proezas fueron tan
asombrosas como las de Cortés en Méjico. La conquista de los dos
continentes fué casi contemporánea, e igualmente notable por el más
elevado genio militar, el más impertérrito valor, y por haber salvado
peligros espantosos y penalidades que eran casi sobrehumanas.

Francisco Pizarro, el analfabeto pero invencible conquistador del Perú,
tenía 15 años más que su bizarro primo Cortés, y nació en la misma
provincia de España. Empezóse a hablar de él en América en el año 1510.
Desde 1524 a 1532, estuvo haciendo esfuerzos sobrehumanos para llegar a
la desconocida y aurífera tierra del Perú, venciendo obstáculos que ni
siquiera Colón los había encontrado iguales, y arrostrando peligros y
penalidades mayores que los que sufrieron César y Napoleón. Desde 1532
hasta su muerte, acaecida en 1541, ocupóse en conquistar y explorar
aquel enorme país, y fundar una nueva nación entre sus feroces tribus,
luchando no sólo con numerosas hordas de indios, sino también con
hombres desalmados de su séquito, a manos de los cuales pereció
traidoramente. Pizarro halló y dominó el país más rico de Nuevo Mundo,
y, no obstante sus incomparables sufrimientos, vió realizados, más que
ninguno de los otros conquistadores, los sueños dorados que todos
perseguían. Probablemente ninguna otra conquista, en la historia del
mundo, produjo tan rápida y deslumbradora riqueza, y ciertamente ninguna
se compró más cara en punto a penalidades y heroísmo. Algunos
historiadores ignorantes de los hechos reales, y obcecados por el
prejuicio, han tratado muy injustamente la conquista de Pizarro; pero
esa historia maravillosa, cuyos detalles relataremos más adelante, está
depurándose y poniéndose en su lugar, como uno de los hechos más
estupendos y atrevidos de la Historia. Es la de un héroe a quien todos
los verdaderos americanos, jóvenes o viejos, harán justicia de buen
grado. Por mucho tiempo se nos ha presentado a Pizarro como un
conquistador sanguinario y cruel, como un hombre egoísta, inmoral y
peligroso; pero bajo la clara y verdadera luz de la historia de los
hechos, destaca ahora como uno de los más grandes hombres, hijos de su
propio esfuerzo, y que, considerando las circunstancias que le rodearon,
merece el mayor respeto y admiración por la figura que de sí mismo supo
labrar. La conquista del Perú no causó ni con mucho tanto derramamiento
de sangre como la sujeción final de las tribus indias de Virginia.
Escasamente hizo tantas víctimas de peruanos como la guerra del «rey
Philip»[8] y fué mucho menos sanguinaria, porque era más abierta y
honrosa que cualquiera de las conquistas de Inglaterra en la India
Oriental. En el Perú, los más cruentos sucesos ocurrieron después de la
conquista, cuando los españoles empezaron a pelear unos contra otros, y
entonces Pizarro no fué el agresor, sino la víctima. Todo se debió a la
traición de sus propios aliados, de los hombres a quienes había
procurado fama y fortuna. Sus conquistas se extendieron en una comarca
tan vasta como los Estados de California, Oregón y una gran parte del de
Washington, o como nuestro litoral desde Nueva Escocia a Port Royal y
200 millas tierra adentro, y en una tierra donde había abundantes indios
mejor organizados y más adelantados del hemisferio Occidental; y esto lo
llevo a cabo con menos de 300 hombres harapientos y desgarbados. ¡A tal
grandeza llegó el pobre, ignorante y desvalido porquero de Trujillo! Fué
uno de los grandes capitanes que han existido, y casi tan noble como
organizador y como ejecutivo de un nuevo imperio, que fué el primero en
la costa del Pacífico de la América del Sur.

Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, sometió aquel vasto territorio
de los crueles araucanos con un «ejército» de doscientos hombres.
Estableció la primera colonia en Chile en 1540, y en el mes de febrero
siguiente fundó la actual ciudad de Santiago de Chile. De sus largas y
encarnizadas guerras con los araucanos no hablaremos aquí por falta de
espacio. Fué muerto por los indígenas el día 3 de diciembre de 1553, con
casi todos sus hombres, después de una desesperada e indescriptible
lucha.

No tenemos aquí bastante espacio para relatar los portentosos hechos que
ocurrieron en el continente del sur o en la parte inferior de la América
del Norte: la conquista de Nicaragua, por Gil González Dávila, en 1523;
la conquista de Guatemala, por Pedro de Alvarado, en 1524; la de
Yucatán, por Francisco de Montijo, que empezó en 1526; la de Nueva
Granada, por Gonzalo Jiménez de Quesada, en 1536; las conquistas y
exploración de Bolivia, del Amazonas y del Orinoco (hasta cuyas
cataratas habían penetrado los españoles en 1530, con casi sobrehumanos
esfuerzos); las incomparables guerras con los araucanos en Chile (por
espacio de dos siglos), con los tarrahumares en Chihuahua, con los
tepehuenes en Durango y los indómitos yaquis en el noroeste de Méjico
las proezas del capitán Martín de Hurdaile (el Daniel Boone de Sinaloa
y Sonora), y de centenares de otros desconocidos españoles, que hubieran
alcanzado renombre universal, si hubiesen sabido de ellos los
trompeteros de la fama.



VI

LA VUELTA ALREDEDOR DEL MUNDO


Antes de que Cortés conquistase a Méjico, o que Pizarro y Valdivia
viesen las tierras con las que debían asociar sus nombres para siempre,
otros españoles--menos conquistadores, pero tan grandes exploradores
como ellos--cambiaban rápidamente la geografía del Nuevo Mundo. También
Francia se había despertado un poco; y en el año 1500 su bizarro hijo,
el capitán Gonneville, se había embarcado. Pero entre él y el siguiente
explorador, que fué un florentino pagado por los franceses, hubo un
lapso de veinticuatro años; y en ese tiempo España llevó a cabo cuatro
importantísimos hechos.

Fernao Magalhaes, a quien conocemos con el nombre de Fernando
Magallanes, nació en Portugal el año de 1470; y al llegar a su viril
edad adoptó la vida de marino, a la cual le inclinaba su carácter
aventurero. En el Viejo Mundo no se hablaba más que del Nuevo, y
Magallanes anhelaba explorar las Américas. Por haberle tratado muy
desabridamente el rey de Portugal, se alistó bajo la bandera de España,
donde se reconoció su talento. Salió de la Península, al mando de una
expedición española, el 10 de agosto de 1519, y navegando más al sur de
lo que fueran otros marinos, descubrió el Cabo de Hornos y el estrecho
que lleva su nombre. El hado no le permitió llevar más lejos sus
descubrimientos, ni recoger el galardón de los que realizara, pues
durante ese viaje (en 1521) fué descuartizado por los indígenas de una
de las islas Molucas. Su heroico lugarteniente, Juan Sebastián de
Elcano, tomó entonces el mando y continuó el viaje hasta dar la vuelta
al globo por vez primera en la historia. Cuando regresó a España, la
Corona premió sus brillantes hechos y le dió, entre otros honores, un
escudo que tenía por blasón un globo y el lema «_tu primus circumdedisti
me_» (tú fuiste el primero en dar la vuelta en torno mío).

Juan Ponce de León, descubridor de la Florida, primer Estado de nuestra
Unión que vieron los europeos, fué un explorador tan desgraciado como
Magallanes; porque vino a la «Tierra de las flores», atraído por el
fantástico mito de una fuente de perenne juventud, tan sólo para ser
víctima de los indios que la habitaban. Ponce de León nació en San
Servás (España), en el último tercio del siglo XV. Conquistó la isla de
Puerto Rico, y embarcándose en 1512 en busca de la Florida, de la que
tenía noticia por los indios, descubrió la nueva tierra el mismo año, y
tomó posesión de ella en nombre de España. Se le dió el título de
Adelantado de la Florida, y en el año 1521 volvió con tres buques para
conquistar su nuevo país; pero fué mortalmente herido en una lucha con
los indios, muriendo al regresar a Cuba. Fué uno de los bravos españoles
que acompañaron a Colón en su segundo viaje a América, en 1493.

Mucho más que Ponce de León hizo Hernando de Soto en la Florida. Este
valiente conquistador nació en Extremadura, hacia el año 1495. Pedro
Arias de Avila tomó afecto a su joven y perspicaz pariente, le ayudó a
obtener una educación universitaria, y en el año 1519 lo llevó consigo
en su expedición a Darién. Soto ganó prestigio en el Nuevo Mundo, y
llegó a ser considerado como un oficial prudente y valeroso. En 1528
mandó una expedición para explorar la costa de Guatemala y Yucatán; en
1523 llevó un refuerzo de 300 hombres para ayudar a Pizarro en la
conquista del Perú. En aquella aurífera tierra, Soto obtuvo grandes
riquezas, y el pobre soldado que desembarcara en América sin más que su
espada y su escudo, volvió a España con lo que entonces se consideraba
una enorme fortuna. Allí se casó con una hija de su protector Avila, y
de este modo fué cuñado del descubridor del Pacífico, Balboa. Soto
prestó una parte de su fácilmente adquirida fortuna al emperador Carlos,
que con las constantes guerras había agotado el erario, y Carlos lo
envió como gobernador de Cuba y Adelantado de la nueva provincia de la
Florida. En 1538 se hizo a la mar con un ejército de seiscientos hombres
muy bien equipados, grupo de aventureros atraídos a la bandera de su
famoso compatriota por el deseo de hacer descubrimientos y hallar oro.
La expedición desembarcó en la Florida, en la bahía del Espíritu Santo,
en mayo de 1539, y volvió a tomar posesión de aquel ignoto desierto en
nombre de España.

Pero el brillante éxito que alcanzó Soto en los montes del Perú, pareció
abandonarle del todo en los pantanos de la Florida. Es digno de notarse
que casi todos los exploradores que hicieron maravillas en la América
del Sur, fracasaron cuando llevaban sus operaciones al continente del
norte. Era tan completamente distinta la geografía física de ambos, que
después de acostumbrarse a las necesidades del uno, el explorador
parecía incapaz de adaptarse a las condiciones opuestas del otro.

Soto y sus hombres anduvieron errantes por la parte meridional de lo que
es hoy Estados Unidos, por espacio de cuatro mortales años. Es probable
que en sus viajes pasasen por los actuales Estados de la Florida,
Georgia, Arkansas, Misisipí, Alabama, Luisiana y la parte nordeste de
Tejas. En 1541 llegaron al río Misisipí, y fueron ellos los primeros
europeos que vieron el padre de las aguas (en algún punto de su
corriente excepto en su boca) un siglo y cuarto antes de que lo viesen
los heroicos franceses Marquette y La Salle. Aquel invierno lo pasaron a
lo largo del Washita, y al principio del verano de 1542, cuando
regresaba Misisipí abajo, murió el valiente Soto, depositándose su
cadáver en el lecho del copioso río que él había descubierto, doscientos
años antes de que lo viese ningún «norteamericano». Sus hombres,
maltrechos y descorazonados, pasaron allí un terrible invierno, y en
1543, al mando del teniente Moscoso, construyeron unos toscos buques, y
bajaron en ellos por el río Misisipí hasta el golfo en diez y nueve
días, realizando la primera navegación que se llevó a cabo en nuestra
parte de América. Desde la desembocadura fueron costeando hacia
Occidente, y al fin llegaron a Pánuco (Méjico), después de cinco años de
penalidades y sufrimientos tales como jamás los experimentó ningún
explorador sajón en las Américas. Cerca de un siglo y medio después que
el desgarbado ejército de hombres famélicos de Soto tomara posesión de
Luisiana en nombre de España, pasó aquel territorio a poder de los
franceses, y a Francia lo compró los Estados Unidos al cabo de más de un
siglo.

De modo que cuando Verazzano, el florentino enviado por Francia, llegó a
América, en 1524, costeó el Atlántico desde un punto de La Carolina del
Sur hasta Terranova, y publicó una breve descripción de lo que había
visto, ya España había dado la vuelta al mundo; había llegado al extremo
sur de América, conquistando un vasto territorio y descubierto más de
media docena de nuestros actuales Estados, después de la última visita
de un francés a América. Por lo que toca a Inglaterra, era casi tan
desconocida en esta parte del mundo como si nunca hubiese existido.

Después de Ponce de León y antes que Soto, Francisco de Garay,
conquistador de Tampico, visitó la Florida en 1518. Fué con el objeto de
dominar aquel país; pero fracasó y murió poco después en Méjico, siendo
probable que fuese envenenado por orden de Cortés. Dejó aún menos
recuerdo de lo que hizo en la Florida que Ponce de León, y pertenece al
número de exploradores españoles que, aun siendo verdaderos héroes,
llevaron a cabo hechos de poca resonancia; y éstos fueron demasiado
numerosos para hacer ni siquiera una lista de ellos.

En 1527 salió de España la expedición más desastrosa que se envió al
Nuevo Mundo; expedición notable únicamente por dos cosas, fué tal vez la
más desgraciada de que hay historia, y condujo al hombre que supo ser el
primero en cruzar el Continente americano, el cual hizo verdaderamente
una de las más asombrosas marchas a pie que se han realizado desde que
el mundo es mundo. Pánfilo de Narváez, que tan vergonzosamente fracasó
cuando fué a arrestar a Cortés, mandaba la expedición con autoridad para
conquistar la Florida, y su tesorero era Alvaro Núñez Cabeza de Vaca. En
1528 desembarcó esa compañía en la Florida, y empezó desde luego una
serie de horrores que ponen los pelos de punta. Los naufragios, los
indígenas y el hambre causaron tal destrozo en la malhadada compañía,
que cuando en 1529 los pieles rojas hicieron esclavos a Cabeza de Vaca y
tres de sus compañeros, eran éstos los únicos supervivientes de la
expedición.

Vaca y sus compañeros anduvieron al azar desde la Florida hasta el Golfo
de California, sufriendo increíbles peligros y tormentos, y llegando
allí después de andar errantes durante más de 8 años. El heroísmo de
Cabeza de Vaca recibió su galardón. El rey le hizo gobernador del
Paraguay en 1540; pero resultó tan inepto para este cargo como lo fué
Colón para el de virrey, y no tardó en volver cargado de cadenas a
España, donde murió.

Pero la relación que publicó de cuanto vió en ese pasmoso viaje (porque
Vaca era un hombre educado y dejó dos libros muy interesantes y
valiosos), hizo que sus compatriotas se determinasen a comenzar con
empeño la exploración y colonización de lo que es hoy los Estados
Unidos, a construir las primeras ciudades, y a labrar las primeras
granjas en el país, que ha llegado a ser la nación más vasta del mundo.

Los treinta años que siguieron a la conquista de Méjico por Cortés,
vieron un cambio asombroso en el Nuevo Mundo. En esos años ocurrieron
maravillas. Brillantes descubrimientos, exploraciones sin igual,
intrépidas conquistas y colonizaciones heroicas se siguieron unas a
otras con vertiginosa rapidez; y, a excepción de las bizarras pero
escasas proezas de los portugueses en la América del Sur, España fué la
única que llevó a cabo esos hechos. Desde Kansas hasta el Cabo de Hornos
era todo una vasta posesión española, salvo algunas partes del Brasil,
donde el héroe portugués Cabral había sentado la planta en nombre de su
país. Se construyeron centenares de poblaciones españolas; escuelas,
universidades, imprentas, libros e iglesias españolas empezaban su obra
de ilustración en los ignotos continentes de América, y los incansables
secuaces de Santiago marchaban siempre adelante. La América,
particularmente Méjico, era rápidamente colonizada por los españoles. El
desarrollo de las colonias donde había recursos para mantener una
población creciente era muy notable en relación a aquellos tiempos. La
ciudad de Puebla, por ejemplo, en el Estado mejicano del mismo nombre,
se fundó en 1532 y empezó con treinta y tres colonos, y en 1678 tenía
80,000 habitantes, que son veinte mil más de los que tenía la ciudad de
Nueva York ciento veintidós años después.



VII

ESPAÑA EN LOS ESTADOS UNIDOS


Cortés era todavía capitán general cuando llegó Cabeza de Vaca a las
colonias españolas, después de su correría de ocho años, portador de
noticias de países extranjeros situados más al norte; pero Antonio de
Mendoza era virrey de Méjico y superior a Cortés en jerarquía, y entre
él y el conquistador traicionero había interminables disensiones. Cortés
trabajaba para sí mismo; Mendoza, para España.

A medida que en Méjico se hacían más espesas las colonias españolas, la
atención de los inquietos exploradores de mundos empezó a dirigirse
hacia los misterios del vasto y desconocido país situado más al norte.
Las cosas raras que Vaca había visto, y las más raras aún de que había
oído hablar, no podían menos de excitar la curiosidad de los intrépidos
aventureros a quienes las contaba. Lo cierto es que antes de un año de
haber llegado a Méjico el primer viajero transcontinental, habían
descubierto sus compatriotas dos más de nuestros actuales Estados como
resultado directo de sus narraciones. Y ahora llegamos a uno de los
hombres más calumniados de todos: Fray Marcos de Nizza, descubridor de
Arizona y Nuevo Méjico.

Fray Marcos era natural de la provincia de Niza, que formaba entonces
parte de Saboya, y debió llegar a América por el año 1531. Acompañó a
Pizarro al Perú, y de allí volvió finalmente a Méjico. Fué el primero en
explorar las tierras desconocidas de que Vaca había oído a los indios
contar cosas tan estupendas, aun cuando él no las había visto: «las
Siete Ciudades de Cibola, llenas de oro», y otras innumerables
maravillas. Fray Marcos salió a pie de Culiacán (Sinaloa, borde
occidental de Méjico) en la primavera de 1539, con el negro Estebanico,
que fué uno de los compañeros de Vaca, y unos cuantos indios. Un hermano
lego, Honorato, que salió con él, pronto cayó enfermo y no continuó el
viaje. Ahora bien; esa fué una verdadera exploración española, un buen
ejemplo de centenares de ellas: aquel denodado sacerdote, sin armas,
con una veintena de hombres que no inspiraban confianza, emprendió una
marcha de un año, a través de un desierto, donde, aun en estos días de
ferrocarriles y carreteras, caminos y aguas alumbradas, hay hombres que
mueren todos los años de sed, sin contar los millares que perecen a
manos de los indios. Pero esas pequeñeces sólo servían para abrir el
apetito de los españoles, y Fray Marcos siguió sufriendo el cansancio
del camino hasta que, a principios de junio de 1539, llegó por fin a las
Siete Ciudades de Cibola. Estas se hallaban al extremo occidental de
Nuevo Méjico, cerca del actual y extraño pueblo indio de Zuñi, que es
todo lo que queda de aquellas famosas ciudades, y está hoy casi lo mismo
que como lo vió aquel heroico sacerdote hace trescientos cincuenta años.
Al pie del pasmoso risco de Toyallahnah, la sagrada montaña de los
truenos de Zuñi, el negro Estebanico fué muerto por los indios, y Fray
Marcos se libró de igual suerte por haberse retirado a tiempo. Obtuvo
cuantos informes pudo acerca de las extrañas y elevadas poblaciones que
divisó, y regresó a Méjico con grandes noticias. Se le ha acusado de
haber dado informes erróneos y exagerados; pero si sus críticos no
hubiesen sido tan desconocedores de la calidad, de los indios y de sus
tradiciones, no hubieran hablado de esta suerte. Las afirmaciones de
Fray Marcos eran absolutamente verídicas.

Cuando el buen padre hizo su relación, bien se puede asegurar que todos
aguzaron el oído en Nueva España, nombre que entonces se daba a Méjico,
y en cuanto fué posible organizar una expedición armada, salió para las
Siete Ciudades de Cibola, sirviéndola de guía el mismo Fray Marcos. De
dicha expedición hablaremos en breve. Fray Marcos la acompañó hasta
llegar a Zuñi, y entonces regresó a Méjico, baldado por el reumatismo,
del cual nunca llegó a curarse. Murió en el convento de la ciudad de
Méjico, en 25 de marzo de 1558.

El hombre a quien Fray Marcos condujo a las Siete Ciudades de Cibola fué
el más grande explorador que jamás pisó el continente del norte, si
bien sus exploraciones sólo le produjeron desastres y amarguras. Nos
referimos a Francisco Vázquez de Coronado, natural de Salamanca
(España). Coronado era joven, ambicioso y tenía ya renombre. Era
gobernador de la provincia mejicana de Nueva Galicia, cuando supo la
noticia referente a las Siete Ciudades. Mendoza, contra la fuerte
oposición de Cortés, decidió efectuar una expedición, que libraría al
país de unos cuantos centenares de audaces y jóvenes espadachines
españoles que estaban reñidos con la paz, y al mismo tiempo a fin de
conquistar nuevos países para la Corona. En consecuencia, puso a
Coronado al frente de un grupo de unos doscientos cincuenta españoles,
para que fuesen a colonizar las tierras descubiertas por Fray Marcos,
con estrictas órdenes de no volver jamás.

Coronado salió de Culiacán con su pequeño ejército en los albores de
1540. Guiados por el incansable sacerdote, llegaron a Zuñi en julio, y
tomaron el pueblo después de una lucha feroz, con lo cual terminaron
entonces las hostilidades. Desde allí envió Coronado pequeñas
expediciones a los extraños pueblos de Moqui, construídos sobre riscos
(en la parte nordeste de Arizona), el gran Cañón del Colorado y al
pueblo de Gemez, situado al norte de Nuevo Méjico. Durante aquel
invierno trasladó todas sus fuerzas a Tiguex, donde se encuentra ahora
la linda aldea Nuevo-Mejicana de Bernalillo en el Río Grande, y allí
empeñó una seria y poco digna guerra con los indios pueblos de Tigua.

Allí fué donde oyó hablar del áureo mito que le tentó, haciéndole pasar
tan duras penalidades, y que causó después la muerte a muchos centenares
de hombres: la fábula de Quivira. Esta, según le aseguraban los indios
de las vastas llanuras, era una ciudad toda de oro puro. En la primavera
de 1541, Coronado y sus hombres salieron en busca de Quivira y marcharon
a través de aquellas tremendas sabanas, hasta el centro de nuestro
actual territorio indio. Allí, viendo que había sido engañado, Coronado
hizo retroceder su ejército a Tiguex, y él, con 30 hombres, siguió
adelante y atravesó el río Arkansas hasta llegar al extremo nordeste de
Kansas, esto es, a tres cuartas partes de la distancia que media entre
el Golfo de California y Nueva York, y mucho más si se tiene en cuenta
los rodeos que dieron.

Encontró allí la tribu de los quiviras, salvajes nómadas que se
dedicaban a la caza del búfalo, pero no tenían oro, ni sabían dónde se
hallaba. Coronado regresó por fin a Bernalillo, después de un lapso de
tres meses de incesantes marchas y horribles sufrimientos. Poco después
de su vuelta, una caída del caballo puso su vida en grave peligro. Pasó
la crisis; pero su salud quedó quebrantada, y descorazonado por sus
dolencias físicas y por las infructíferas contrariedades de la
inhospitalaria tierra que se propusiera colonizar abandonó el proyecto
de poblar Nuevo Méjico y en el verano de 1542 regresó a Méjico con sus
hombres. Su desobediencia al virrey, por haber abandonado su empresa, le
hizo caer en disfavor, y pasó el resto de su vida en relativa
obscuridad.

Triste final fué ese para el hombre notable que descubriera tantos miles
de millas del sediento sudoeste, casi tres siglos antes de que lo viese
ninguno de nuestros paisanos; para aquel soldado bien nacido, instruído
y denodado, y que fué el ídolo de su tropa. Como explorador no tiene
rival; pero como colonizador fracasó por completo. Habíase criado en la
ciudad y no era montaraz; y acostumbrado solamente a vivir en Jalisco y
las regiones de Méjico situadas junto al Golfo de California, no conocía
los terribles desiertos de Arizona y Nuevo Méjico y no pudo acomodarse a
aquel medio ambiente. Hasta medio siglo después que llegó un español
nacido en la frontera de aquellas tierras áridas, no pudo colonizarse
Nuevo Méjico con feliz éxito.

Mientras el descubridor del territorio indio y de Kansas iba en
persecución de un mito de oro a través de las solitarias llanuras, sus
compatriotas habían hallado y estaban explorando otro de nuestros
Estados: nuestro dorado jardín de California. Hernando de Alarcón, en
1540, navegó por el río Colorado hasta una gran distancia del Golfo,
probablemente hasta Great Bend, y en 1543 Juan Rodríguez Cabrillo
exploró la costa californiana del Pacífico, hasta llegar a cien millas
al norte del sitio donde tres siglos más tarde debía fundarse la ciudad
de San Francisco.

Después de los desalentadores descubrimientos de Coronado, los
españoles, durante muchos años, consagraron muy poca atención a Nuevo
Méjico. ¡Bastante había que hacer en la Nueva España para tener ocupada
por algún tiempo la indómita energía española en la civilización de su
nuevo imperio! Fray Pedro de Gante había fundado en Méjico, en 1524, las
primeras escuelas del Nuevo Mundo, y desde entonces todas las iglesias y
conventos, en la América española, tenían adjunta una escuela de indios.
En 1524 no había entre los innumerables millares de indios de Méjico uno
solo que supiese lo que eran letras; pero veinte años después eran
tantos los que habían aprendido a leer y escribir, que el obispo
Zumárraga hizo imprimir para ellos un libro en su propio idioma. En 1543
había hasta escuelas industriales para aquellos indios. Ese buen obispo
Zumárraga fué también el que trajo la primera prensa al Nuevo Mundo, en
1536. Se montó en la ciudad de Méjico y pronto empezó a trabajar
activamente. El libro más antiguo impreso en América que hoy existe,
salió de dicha prensa en 1539. La mayoría de los primeros libros que
allí se imprimieron, tenían por objeto hacer inteligibles los dialectos
indios; medida de humanitaria educación que no ha sabido copiar ninguna
otra nación colonizadora en el Nuevo Mundo. La primera música que se
imprimió en América, salió también de la misma prensa en 1548.

Lo más notable de todo, y que demuestra la actitud educadora de los
españoles en los nuevos continentes, fué un resultado enteramente
singular. No solamente su actividad intelectual creó entre ellos mismos
una constelación de eminentes escritores, sino que, al cabo de pocos
años, había una escuela de importantes _autores indios_. Sería una
pérdida irreparable para el conocimiento de la verdadera historia de
América, la de las crónicas de escritores indios tales como Tezozomoc,
Camargo y Pomar, en Méjico; Juan de Santa Cruz, Pachacuti Yamqui
Salcamayhua, en el Perú, y muchos otros. ¡Y qué ganancia no hubiera
tenido la ciencia si _nosotros_ nos hubiésemos tomado la pena de educar
a nuestros aborígenes para que se prestasen tan útil ayuda a sí mismos y
a los conocimientos humanos!

En todas las demás tareas intelectuales que conocía entonces el mundo,
los hijos de España realizaban en América notables progresos. En
geografía, en historia natural, en física y química y en otras ciencias,
fueron en nuestros países los primeros, como lo habían sido en sus
descubrimientos y exploraciones. Es un hecho pasmoso que, en época tan
lejana como el año 1579, se hizo en público una autopsia del cadáver de
un indio en la Universidad de Méjico para indagar la naturaleza de una
epidemia que entonces causaba estragos en Nueva España. Es dudoso que en
aquella época hubiesen llegado tan lejos en la misma ciudad de Londres.
Y en libros de aquel período, que existen todavía, hallamos proyectos de
armas de repetición, y hasta una inequívoca indicación del teléfono. ¡La
primera prensa no llegó a las colonias inglesas de América hasta 1638!
¡Cerca de cien años a la zaga de Méjico! En todo el mundo tardaron en
aparecer los periódicos; el primero auténtico de que hay noticia en la
historia, se publicó en Alemania en 1615. En Inglaterra apareció el
primero en 1622, y las colonias norteamericanas no tuvieron uno hasta
1704. «El Mercurio Volante», folleto que daba noticias, se publicaba en
la ciudad de Méjico antes del año 1693.

Cuando las malas nuevas de Coronado se habían en gran parte olvidado,
empezó otra incursión española hacia Nuevo Méjico y Arizona. Entre tanto
habían ocurrido en la Florida importantes acontecimientos. Los muchos
fracasos padecidos en ese desgraciado país, no desalentaron a los
españoles en su empeño de colonizarlo. Por último, en 1560, se
estableció allí de un modo permanente Avilés de Menéndez, español muy
cruel, el cual, no obstante, tuvo el honor de fundar y dar nombre a la
ciudad más antigua de los Estados Unidos--San Agustín,--en 1560.
Menéndez encontró una pequeña colonia de hugonotes franceses que se
habían desviado hasta allí el año antes al mando de Ribault, a los que
él hizo prisioneros y los ahorcó, poniéndoles un cartel en que decía que
habían sido ejecutados «no por ser franceses, sino por herejes». Dos
años después, la expedición francesa de Dominique de Gourges se apoderó
de los tres fuertes españoles que allí se habían construído, y ahorcó a
los colonos, «no por ser españoles, sino por asesinos»; lo cual no dejó
de ser una venganza muy ingeniosa como réplica; pero muy censurable por
el hecho. En 1586 Sir Francis Drake, a cuyas aficiones piráticas hemos
aludido ya, destruyó la floreciente colonia de San Agustín, que se
volvió a construir en seguida. En 1763 España cedió la Florida a la Gran
Bretaña, en cambio de la Habana, de que Albemarle habíase apoderado un
año antes.

También es interesante el hecho de que los españoles estuvieron en
Virgina cerca de 30 años antes de que Sir Walter Raleigh intentase
establecer allí una colonia, y medio siglo largo antes de la visita de
John Smith. Ya en 1556, la bahía de Chesapeake era conocida de los
españoles con el nombre de Bahía de Santa María, y se había enviado
allí, para colonizar el país, una expedición que fracasó.

En 1581 tres misioneros españoles, Fray Agustín Rodríguez, Fray
Francisco López y Fray Juan de Santa María, salieron de Santa Bárbara
(Chihuahua, Méjico) con una escolta de nueve soldados españoles al mando
de Francisco Sánchez Chamuscado. Anduvieron trabajosamente a lo largo
del Río Grande hasta donde se encuentra ahora Bernalillo, o sea en una
marcha de unas mil millas. Allí quedaron los misioneros para enseñar la
doctrina, mientras los soldados exploraban el país hasta Zuñi, y
entonces regresaron a Santa Bárbara. Chamuscado murió en el camino. En
cuanto a los valientes misioneros que quedaron atrás en el desierto, no
tardaron en ser mártires, Fray Santa María fué muerto por los indios
cerca de San Pedro, mientras realizaba una penosa caminata, solo y a
pie, para volver a Méjico aquel otoño. Fray Rodríguez y Fray López
fueron asesinados por su traicionero rebaño en Puaray, en diciembre de
1581.

Al año siguiente, Antonio de Espejo, opulento hijo de Córdoba, salió de
Santa Bárbara (Chihuahua), con catorce hombres, para afrontar los
desiertos y los salvajes de Nuevo Méjico. Anduvo Río Grande arriba hasta
un poco más allá de donde ahora se halla Alburquerque, sin que le
hiciesen resistencia los indios de la tribu Pueblo. Visitó sus ciudades
de Zía, Jenez, la empinada Acoma, Zuñi y la lejana Moqui, y se internó
bastante en la parte norte de Arizona. Volviendo al Río Grande, visitó
el pueblo de Pecos, bajó por el río del mismo nombre a Tejas, y de allí
cruzó de nuevo a Santa Bárbara. Tenía la intención de volver a colonizar
Nuevo Méjico; pero su muerte (ocurrida probablemente en 1585) desbarató
su plan, y el único resultado importante de su gigantesca jornada, fué
una adición a los conocimientos geográficos de su época. En 1590, Gaspar
Castaño de Sosa, teniente gobernador de Nuevo León, estaba tan ansioso
de explorar Nuevo Méjico, que organizó una expedición sin pedir permiso
al virrey. Subió por el río Pecos y cruzó hasta el Río Grande; pero en
el pueblo de Santo Domingo fué arrestado por el capitán Morlette, que
había ido desde Méjico con ese solo objeto, y conducido a su destino con
cadenas.

Juan de Oñate, colonizador de Nuevo Méjico y fundador de la segunda
ciudad situada dentro de los límites de los Estados Unidos, como también
de otra ciudad que es la segunda en antigüedad en el mismo país, nació
en Zacatecas (Méjico). Su familia, procedente de Vizcaya, había
descubierto en 1548 y poseía a la sazón algunas de las minas más ricas
del mundo: las de Zacatecas. Pero, no obstante haber nacido de una
familia que nadaba en oro, Oñate deseaba ser explorador. La Corona
rehusó equipar nuevas expediciones para el norte, que tantos desengaños
ofrecía, y por el año 1595 Oñate hizo un contrato con el virrey de Nueva
España para colonizar Nuevo Méjico por su cuenta. Hizo todos los
preparativos y equipó una costosa expedición. Justamente entonces fué
nombrado otro virrey, el cual le tuvo esperando en Méjico con todos sus
hombres por espacio de dos años, antes de darle el permiso necesario
para emprender la marcha. Por fin, a principios de 1597, salió con su
expedición, la cual le costó el equivalente de un millón de dólares
antes de salir de viaje. Llevó consigo cuatrocientos colonos, incluso
doscientos soldados, con mujeres y niños, y reses vacunas y lanares.
Después de tomar posesión de Nuevo Méjico el 30 de mayo de 1598, marchó
Río Grande arriba hasta donde se halla hoy la aldehuela Chamita, al
norte de Santa Fe y allí fundó, en septiembre de aquel año, San Gabriel
de los Españoles, segunda ciudad establecida en los Estados Unidos.

Oñate fué notable no tan sólo por su éxito en colonizar un país tan
adusto como era aquél, sino también como explorador. Reconoció todo el
país; viajó hasta Acoma, y sofocó una rebelión de los indios, y en el
año 1600 efectuó una expedición hasta la misma Nebraska. En 1604, con
treinta hombres, marchó desde San Gabriel y a través de aquel árido
desierto hasta el Golfo de California, regresando a San Gabriel en abril
de 1605. Por entonces los ingleses no se habían internado en América más
que a cuarenta o cincuenta millas de la costa del Atlántico.

En 1605 Oñate fundó la ciudad de Santa Fe, de San Francisco, respecto de
cuya antigüedad se han escrito muchas fábulas inverosímiles. La ciudad
ha llegado a celebrar el 333.º aniversario de su fundación, veinte años
antes de cumplir los tres siglos.

En 1606 Oñate hizo otra expedición a tierras lejanas del nordeste; pero
de ella no se sabe casi nada, y en 1608 fué substituído por Pedro de
Peralta, segundo gobernador de Nuevo Méjico.

Oñate era de mediana edad cuando realizó estos notables hechos. Nacido
en la frontera, avezado a los desiertos, dotado de gran tenacidad,
sangre fría y conocimiento de la guerra de frontera, era el hombre a
propósito para establecer con éxito las primeras importantes colonias en
los Estados Unidos, en los lugares más difíciles y peligrosos.



VIII

DOS CONTINENTES DOMINADOS


Tal era, pues, la situación del Nuevo Mundo al empezar el siglo XVIII.
España, después de descubrir las Américas, en poco más de cien años de
incesante exploración y conquista, había logrado arraigar y estaba
civilizando ambos países. Había construído en el Nuevo Mundo centenares
de ciudades, cuyos extremos distaban más de cinco mil millas, con todas
las ventajas de la civilización que entonces se conocían, y dos ciudades
en lo que es ahora los Estados Unidos, habiendo penetrado los españoles
en veinte de dichos Estados. Francia había hecho unas pocas cautelosas
expediciones, que no produjeron ningún fruto, y Portugal había fundado
unas cuantas poblaciones de poca importancia en la América del Sur.
Inglaterra había permanecido durante todo el siglo en una magistral
inacción, y entre el Cabo de Hornos y el Polo Norte no había ni una mala
casuca inglesa, ni un solo hijo de Inglaterra.

El que en tiempos posteriores haya cambiado por completo la situación;
el que España (mayormente porque se desangró por una conquista tan
enorme que ni aun hoy podría nación alguna dar los hombres o el dinero
necesarios para poner la empresa al nivel del progreso mundial) no haya
vuelto a recobrar su antiguo poderío y esté ahora inactiva en
comparación con la joven y gigantesca nación que ha crecido desde
entonces en el imperio que ella inició, no exime a la historia de
América del deber de hacerle justicia por su pasado. Si no hubiese
existido España hace 400 años, no existirían hoy los Estados Unidos.
Para todo verdadero americano es el de su país un relato que fascina,
porque todo el que lleva ese nombre, admira el heroísmo y es amante de
la justicia, y antes que nada le interesa conocer la verdad respecto de
su patria.

Por los años de 1680, el valle del Río Grande, en Nuevo Méjico, estaba
salpicado de caseríos españoles desde Santa Cruz hasta más allá de
Socorro, o sea en una extensión de 200 millas, y había también colonias
en el valle de Taos hacia el extremo norte del territorio. Desde 1600 a
1680 se habían hecho numerosas expediciones a través del sudoeste,
penetrando hasta el mortífero Llano Estacado. El heroísmo con que se
conservó por tanto tiempo el sudoeste, no fué menos maravilloso que la
exploración que lo descubrió. La vida de los colonos era una lucha
diaria con la avara Naturaleza--porque Nuevo Méjico nunca fué
feraz--teniendo, además, que afrontar mortales peligros. Durante tres
siglos fueron incesantemente hostilizados por los terribles apaches, y
hasta 1680 no les dejaron en paz los conatos de insurrección de los
indios pueblos, quienes vivían entre ellos y los rodeaban. Las
afirmaciones de los historiadores de gabinete, de que los españoles
esclavizaron a los pueblos o a otros indios de Nuevo Méjico; de que les
obligaban a escoger entre el cristianismo y la muerte; que les forzaban
a trabajar en las minas, y otras cosas por el estilo, son enteramente
inexactas. Todo el régimen de España para con los indios del Nuevo Mundo
fué de humanidad y de justicia, de educación y de persuasión moral, y
aun cuando hubo, como es natural, algunos individuos que violaron las
estrictas leyes de su país respecto al trato de los indios, recibieron
por ello el condigno castigo.

Sin embargo, la mera presencia de extranjeros en su tierra, fué bastante
para sublevar la naturaleza celosa de los indios, y en 1680 estalló, sin
causa alguna, entre los pieles rojas de Pueblo Rebelión, un complot para
hacer una matanza. Había entonces en el territorio mil quinientos
españoles, que vivían en Santa Fe y en granjas o caseríos dispersos,
pues hacía tiempo que Chamita había sido abandonada.

Treinta y cuatro ciudades de la tribu Pueblo tomaron parte en la
rebelión, bajo la dirección de un peligroso indio Tehua, llamado Popé.
Emisarios secretos habían ido de pueblo en pueblo, y la matanza de
españoles se efectuó simultáneamente en todo el territorio. En ese 10 de
agosto de 1680, de triste recordación, más de cuatrocientos españoles
fueron asesinados, incluso veintiuno de los bondadosos misioneros que,
desarmados y solos, se habían esparcido por aquel desierto con el objeto
de salvar las almas e iluminar las inteligencias de los naturales.

Antonio de Otermín, que era entonces gobernador y capitán general de
Nuevo Méjico, fué atacado en su capital de Santa Fe por un ejército de
indios muy numeroso. Los 120 soldados españoles que estaban encerrados
en su pequeña ciudad de adobe, pronto se hallaron en la imposibilidad de
resistir por más tiempo al enjambre de sitiadores, y después de una
semana de desesperada defensa, hicieron una salida y se abrieron paso
hasta ponerse a salvo, llevándose consigo sus mujeres y sus hijos. Se
retiraron después Río Grande abajo, evitando una emboscada que les
habían preparado los indios en Sandia; llegaron al pueblo de Isleta,
doce millas más abajo de la antigua ciudad de Alburquerque, sanos y
salvos; pero la aldea estaba desierta y los españoles se vieron
obligados a continuar su huída hacia El Paso (Tejas), que no era
entonces más que una misión española para los indios.

En 1681 el gobernador Otermín hizo una incursión hacia el norte hasta el
pueblo de Cochití, veinticinco millas al oeste de Santa Fe, en la margen
del Río Grande; pero los indios hostiles le obligaron a retirarse de
nuevo a El Paso. En 1687, Pedro Reneros Posada llevó a cabo otra
arremetida en Nuevo Méjico y tomó el pueblo roqueño de Santa Ana,
después de un brillante y sangriento asalto. Pero también tuvo que
retirarse. En 1688, Domingo Gironza Petriz de Cruzate, el más bizarro
soldado de Nuevo Méjico, realizó una expedición en la que tomó por
asalto el pueblo de Zía, hecho todavía más notable que el de Posada, y a
su vez se retiró a El Paso.

Por último, el conquistador definitivo de Nuevo Méjico, Diego de Vargas,
llegó en 1692. Marchando a Santa Fe, y de allí hasta el fin de Moqui,
con sólo ochenta y nueve hombres, visitó todos los pueblos de la
provincia, sin encontrar oposición por parte de los indios, los cuales
habían sido completamente acobardados por Cruzate. Volviendo a El Paso,
regresó a Nuevo Méjico en 1693, esta vez con unos ciento cincuenta
soldados y unos cuantos colonos. Entonces estaban los indios preparados
y le hicieron la más sangrienta recepción de que hay memoria en Nuevo
Méjico. Se levantaron primero en Santa Fe, y tuvo que asaltar esa
ciudad, que logró tomar después de dos días de lucha. Luego comenzó el
sitio de Mesa Negra de San Ildefonso, el cual se prolongó durante nueve
meses. Los indios habían trasladado su aldea a la cima de aquel
Gibraltar de Nuevo Méjico, y allí resistieron cuatro atrevidos asaltos,
hasta que por fin se vieron obligados a rendirse.

Entre tanto Vargas había asaltado la inexpugnable ciudadela de San Diego
Viejo y el saliente risco de San Diego de Gemez, dos proezas que con el
asalto del Peñol de Mistrol (Jalisco, Méjico) y el de la ingente roca de
Acoma, pueden considerarse como los dos asaltos más maravillosos en toda
la historia de América. La toma de Quebec no puede compararse con ellos.

Estas costosas lecciones tuvieron a los indios quietos hasta 1696, en
que de nuevo se levantaron. Esta rebelión no fué tan formidable como la
primera; pero ocasionó otro derramamiento de sangre en Nuevo Méjico, y
sólo pudo sofocarse después de una lucha de tres meses. Ya los españoles
eran dueños de la situación; y la dominación de esa revuelta puso fin a
todos los disturbios de los indios pueblos, los cuales subsisten hasta
hoy entre nosotros casi en el mismo número de entonces, aun cuando con
menos ciudades, como una raza quieta, pacífica, cristianizada, de
labradores industriosos, que son monumentos vivos del humanitarismo y la
enseñanza moral de sus conquistadores.

Luego vino el último siglo, una lúgubre centuria de incesante hostilidad
por parte de los apaches, navajos y comaches, y alguna que otra vez por
los utes; hostilidad que apenas había cesado hace diez años. Las
guerras con los indios eran tan constantes; tan innumerables las
exploraciones [como esa asombrosa tentativa para abrir un camino desde
San Antonio de Béjar (Tejas) a Monterrey de California] que el heroísmo
individual de aquellos hombres se pierde en su pasmosa multitud.

Hace más de dos siglos los españoles exploraron Tejas, y no tardaron en
establecerse allí. Hubo algunas pequeñas expediciones; pero la primera
de alguna magnitud fué la de Alonso de León, gobernador del Estado
mejicano de Coahuila, que hizo extensas exploraciones en Tejas en 1689.
Al principio del siglo pasado había varios poblados y presidios
españoles en lo que más de cien años después debía ser el más vasto de
los Estados Unidos.

La colonización española de Colorado no fué muy extensa, y no tenían
ciudades al norte del río Arkansas; pero hasta en poblar dicho Estado
nos precedieron de medio siglo, como se adelantaron varios siglos en
descubrirlo.

En California los españoles fueron muy activos. Durante largo tiempo
hicieron varias expediciones sin resultado. Entonces fueron los
franciscanos, en 1769, a la bahía de San Diego; desembarcaron en la
desierta playa, donde se yergue hoy un hotel americano que ha costado un
millón de dólares, y en el acto empezaron a educar a los indios, a
plantar olivares y viñedos y a construir las imponentes iglesias tan
admirablemente descritas por el autor de «Ramona»[9], las cuales
perdurarán sin duda como monumentos de una fe sublime hasta mucho
después que la raza que las alzó desaparezca de la haz de la tierra.

California tuvo una larga serie de gobernadores españoles antes de
adquirir nosotros aquel Estado-jardín de los Estados, y el último de
ellos fué el valiente, el cortés, el amable anciano Pío Pico, que
falleció hace poco. Los españoles descubrieron allí oro hace siglos, y
lo explotaron diez años antes de que un «norteamericano» soñase en los
preciosos depósitos que habían de influir tanto en la civilización, y
con otros diez años de antelación, hallaron los ricos «placeres» de
Nuevo Méjico.

En Arizona, el padre Francisco Eusebio Kuehne (a quien otros llaman
Quino), jesuíta austriaco de nacimiento, pero bajo auspicios españoles,
fué el primero en establecer las misiones del río Gila, desde 1689 hasta
1717, año en que murió. Hizo lo menos cuatro terribles jornadas a pie
desde Sonora al Gila, y bajó por este río hasta su afluencia con el
Colorado. Sería sumamente interesante, si lo permitiese el espacio,
seguir paso a paso las andanzas y proezas de los misioneros españoles,
esos exploradores pacíficos de América que han dejado tan profundas
huellas en todo el sudoeste. Su celo y su heroísmo eran infinitos. No
había desierto bastante terrible para ellos; no había peligro asaz
espantoso. Solos, inermes, atravesaron las tierras más inhospitalarias e
hicieron frente a los salvajes más sanguinarios; dejando en las vidas de
los indios un monumento más soberbio que el que han dejado los
exploradores armados y los ejércitos conquistadores.

Lo que antecede es un sucinto sumario de las primeras exploraciones de
América, las únicas que se hicieron durante más de un siglo, y las más
asombrosas durante otra centuria. En cuanto a la grande y maravillosa
obra que al fin han realizado los de nuestra sangre, no tan sólo en
conquistar parte de un continente, sino en formar una poderosa nación,
no necesita el lector que yo le ayude a comprenderla, puesto que ya está
debidamente consignada en la historia. El transcribir todas las
heroicidades de los exploradores, llenaría no ya este libro, sino toda
una biblioteca. He creído más conveniente, en vista del extenso campo
que ofrecen, hacer un breve bosquejo como el que hecho queda, y luego
ilustrarlo agregando, con detalles, unos pocos ejemplos elegidos de
entre un gran número de hechos heroicos. He indicado ya cuantas
conquistas y exploraciones y peligros se llevaron a cabo, y ahora voy a
exponer en breves páginas, una muestra de lo que realmente eran las
conquistas y exploraciones y la fortaleza de los españoles.



II

Los primeros caminantes en América



I

EL PRIMER CAMINANTE EN AMÉRICA


Las proezas de un explorador son de las más importantes, como son
también de las más fascinadoras que presentan los heroísmos humanos. Las
cualidades físicas y mentales necesarias para su labor, son raras y
admirables. Ha de reunir muchas condiciones y sobresalir en cada una de
ellas; ha de ser el hombre completo que se propuso hacer la Naturaleza.
No necesita su cuerpo ser tan fuerte como el de Sansón, ni su mente como
la de Napoleón, ni tener un corazón mayor que todos los hombres. Pero
necesita que su cuerpo, su mente y su corazón sean los de un hombre
fuerte. Apenas hay otra profesión en que cada músculo, por decirlo así,
de su triple naturaleza, se ponga más constantemente o más
equilibradamente en juego.

Es un hecho curioso que algunos de los más grandes descubrimientos son
debidos al azar. Muchos de los más importantes que registra la historia
de la humanidad, se deben a hombres que no buscaban la gran verdad que
descubrieron. La ciencia es el resultado no tan sólo del estudio, sino
de inapreciables accidentes; y esto mismo puede decirse de la historia.
Ofrece un estudio interesante de por sí, la influencia que felices
equivocaciones y fortuitos sucesos tuvieran en la civilización.

En las exploraciones, como en los inventos, algunos de los éxitos se
deben a un mero accidente. Algunas de las exploraciones más valiosas
fueron realizadas por hombres que no tenían más idea de ser exploradores
que de inventar un ferrocarril hasta la luna, y es un hecho curioso que
la primera exploración del interior de América y las dos jornadas más
portentosas que en ella se hicieron, no sólo fueron accidentes, sino
desdichas y contrariedades que coronaron los esfuerzos de hombres que
esperaban hallar algo muy distinto.

Las exploraciones, ya sean intencionadas o involuntarias, no sólo han
producido grandes resultados para la civilización, sino que, además, han
sido causa de los hechos más heroicos de la humanidad. Particularmente
América ha sido quizá el campo donde se han llevado a cabo las más
grandes y asombrosas jornadas; pero los dos hombres que hicieron las más
pasmosas que se han realizado en toda la América, nos son casi
desconocidos. Son héroes cuyos nombres suenan como si fuesen griego para
la gran mayoría de los norteamericanos, no obstante ser hombres a los
que precisamente los norteamericanos debieran considerar con profundo
interés y admiración. Esos héroes fueron Alvaro Núñez Cabeza de Vaca, el
primero que viajó en América, y Andrés Docampo, el que recorrió en este
Continente la mayor distancia.

En un mundo tan grande, tan viejo y tan lleno de hechos memorables como
este en que vivimos, es sumamente difícil poder decir de cualquier
hombre que fué «el más grande de todos», en tal o cual cosa, y aun
tratándose de marchas a pie, ha habido tantas y tan notables, que hasta
desconocemos algunas de las más pasmosas. Como exploradores, ni Vaca ni
Docampo rayaron a gran altura, por más que las exploraciones del último
no son de despreciar y las de Vaca fueron muy importantes. Pero, como
proezas de resistencia física, las jornadas de estos olvidados héroes
puede afirmarse con toda seguridad que no tienen paralelo en la
historia. Fueron las marchas más estupendas que ha podido hacer hombre
alguno. Ambos las realizaron en América, y la mayor parte de sus
caminatas las hicieron en lo que es hoy los Estados Unidos.

Cabeza de Vaca fué realmente el primer europeo que penetró en lo que era
entonces el «obscuro continente» de Norteamérica, como fué el primero
que lo _cruzó_ siglos antes que otro cualquiera. Sus nueve años de
marchas a pie, sin armas, desnudo, hambriento, entre fieras y hombres
más fieros todavía, sin otra escolta que tres camaradas tan malhadados
como él, ofrecieron al mundo la primera visión del interior de los
Estados Unidos y dieron pie a algunos de los hechos más excitantes y
trascendentales que se relacionan con su temprana historia. Casi un
siglo antes de que los Padres Peregrinos estableciesen su noble
comunidad en la costa de Massachusetts; setenta y cinco años antes de
que se instalase el primer poblado inglés en el Nuevo Mundo, y más de
una generación antes de que hubiese un solo colono de la raza caucásica
de cualquier nación dentro del área que hoy ocupan los Estados Unidos,
Cabeza de Vaca y sus desharrapados acompañantes atravesaron penosamente
este país desconocido.

¡Mucho tiempo ha pasado desde aquellos días! Enrique VIII era a la sazón
rey de Inglaterra, y desde entonces han ocupado aquel trono diez y seis
monarcas[10]. Elisabet, la reina virgen, no había nacido cuando Cabeza
de Vaca emprendió su tremenda jornada, y no empezó a reinar hasta veinte
años después que él terminara. Ocurrió el hecho cincuenta años antes de
que naciese el capitán John Smith, fundador de Virginia; una generación
antes del nacimiento de Shakespeare, y dos y media generaciones antes de
Milton Henry Hudson, el famoso explorador que ha dado nombre a uno de
nuestros principales ríos, no había nacido todavía. El mismo Colón hacía
menos de veinticinco años que había muerto, y al conquistador de Méjico
sólo le quedaban diez y siete años de vida. Hasta sesenta años después
no supo el mundo lo que era un periódico, y los mejores geógrafos
todavía creían posible el navegar a través de América para llegar al
Asia. No había entonces un hombre blanco en América más al norte de la
mitad de Méjico, ni se había internado ninguno doscientas millas en este
desierto continental, del cual se sabía casi menos de lo que hoy sabemos
de la luna.

El nombre de Cabeza de Vaca nos parece a nosotros muy raro por lo que
literalmente significa. Pero este curioso apellido era muy honroso en
España y representaba un noble timbre. Fué ganado en la batalla de las
Navas de Tolosa en el siglo XIII, uno de los combates decisivos en todos
aquellos siglos de guerra con los moros. El abuelo de Alvaro fué también
un hombre notable, puesto que conquistó las islas Canarias.

Nació Alvaro en Jerez de la Frontera a fines del siglo XV. Muy poco
sabemos de los primeros años de su vida, excepto que había ganado ya
algún renombre cuando en 1527, siendo ya un hombre maduro, vino al Nuevo
Mundo. En dicho año le hallamos embarcándose en España como tesorero y
alguacil mayor de la expedición de 600 hombres con que Pánfilo de
Narváez trató de conquistar y colonizar Florida, que descubriera Ponce
de León diez años antes.

Llegaron a Santo Domingo, y de allí salieron para Cuba. El Viernes Santo
de 1528, diez meses después de haber salido de España, llegaron a la
Florida, y desembarcaron en el punto que hoy se llama bahía de Tampa.
Tomando solemne posesión de aquel país en nombre de España, salieron a
explorar y conquistar aquel desierto. En Santo Domingo ya los habían
diezmado un naufragio y varias deserciones, de modo que, de los
primitivos 600 hombres, sólo quedaron trescientos cuarenta y cinco.
Apenas habían llegado a la Florida, empezaron a caer sobre ellos las más
terribles desgracias, y cada día empeoraba su situación. Estaban casi
desprovistos de subsistencias; los indios hostiles les rodeaban por
todos lados, y los innumerables ríos, lagos y pantanos hacían su marcha
difícil y peligrosa. El pequeño ejército iba disminuyendo rápidamente
por la guerra y el hambre, y entre los supervivientes producíanse
motines con frecuencia. Tan debilitados se hallaban, que no pudieron
siquiera regresar a sus buques. Luchando por fin para llegar al punto
más cercano de la costa, muy al oeste de la bahía de Tampa, decidieron
que su única salvación estaba en construir barcos para ir costeando
hasta las colonias españolas de Méjico. Con mucho trabajo lograron
construir cinco toscos buques, y los infelices se lanzaron a navegar
hacia poniente, costeando el golfo. Fuertes tormentas separaron los
barcos, que naufragaron uno tras otro. Muchos de los infortunados
aventureros perecieron ahogados,--Narváez entre ellos--y muchos que
fueron arrojados sobre una costa inhospitalaria, perecieron igualmente
por los rigores de la intemperie y del hambre. Los supervivientes se
vieron obligados a alimentarse con los cadáveres de sus compañeros. De
los cinco barcos, tres se habían ido a pique con todos los tripulantes;
de los ochenta hombres que se salvaron del naufragio, sólo quince
sobrevivieron. Todas sus armas y sus ropas estaban en el fondo del
golfo.

Los supervivientes arribaron a la isla del Mal Hado. No sabemos de la
situación de esa isla sino que estaba al oeste de la boca del Misisipí.
Sus barcos habían cruzado la caudalosa corriente donde desemboca en el
golfo, y ellos fueron los primeros europeos que vieron esa parte del
Padre de las Aguas. Los indios de la isla, que no tenían otros alimentos
que raíces, bayas y pescado, trataron a sus infelices huéspedes tan
generosamente como pudieron, y Cabeza de Vaca habla de ellos con mucho
agradecimiento.

En la primavera, los trece compañeros que le quedaron, determinaron
escaparse. Cabeza de Vaca estaba demasiado enfermo para andar, y lo
abandonaron a su suerte. Otros dos enfermos, Oviedo y Alaniz, también se
quedaron, y no tardó en perecer el último de ellos. Se halló, pues,
Cabeza de Vaca en una lamentable situación. Hecho un verdadero
esqueleto, casi imposibilitado de moverse, abandonado por sus amigos y a
la merced de los salvajes, no es extraño, como él nos dice, que se le
cayese el alma a los pies. Pero era uno de esos hombres que no cejan en
su empresa. Un espíritu fuerte sostenía aquel pobre cuerpo débil y
demacrado; y cuando el tiempo fué más favorable, Cabeza de Vaca recuperó
lentamente la salud.

Cerca de seis años estuvo viviendo una vida enteramente solitaria,
pasando de una tribu de indios a otra, unas veces como esclavo y otras
como un despreciable paria. Oviedo huyó a la vista de algún peligro, y
no volvió a saberse de él; Cabeza de Vaca lo afrontó y salió con vida.
No cabe la menor duda de que sus sufrimientos eran casi insoportables.
Hasta cuando no era víctima de algún trato brutal, se le miraba como un
estorbo, como un inútil intruso, entre pobres indígenas que vivían del
modo más miserable y precario. El hecho de no haberle quitado la vida,
habla en favor de los sentimientos humanitarios de éstos.

Los trece que escaparon, tuvieron peor suerte. Cayeron en manos de
indios crueles, y todos fueron muertos, excepto tres, a quienes se
reservó el duro hado de la esclavitud. Estos tres fueron Andrés
Dorantes, natural de Béjar; Alonso del Castillo Maldonado, natural de
Salamanca, y el negro Estebanico, que nació en Azamor (Africa). Estos
tres y Cabeza de Vaca fueron todo el remanente de los valerosos
cuatrocientos cincuenta hombres (entre los que no se cuentan los que
desertaron en Santo Domingo) que salieron tan esperanzados de España en
1527, para conquistar un rincón del Nuevo Mundo; cuatro sombras
desnudas, atormentadas, temblorosas; y aun éstos vivían separados, si
bien de vez en cuando sabían el uno del otro e hicieron varias
tentativas para juntarse. Hasta septiembre de 1534 (cerca de siete años
después), no lograron reunirse Dorantes, Castillo, Estebanico y Cabeza
de Vaca; y el sitio donde tuvieron esta dicha fué por la parte oriental
de Tejas, al oeste del río Sabina.

Pero los seis años de soledad y de inefables sufrimientos de Cabeza de
Vaca no fueron vanos; porque sin saberlo halló la llave de la seguridad,
y entre todos aquellos horrores, y sin soñar en su significado, tropezó
con la extraña e interesante clave que debía salvarles a todos. Sin eso,
los cuatro hubieran perecido en el desierto y nunca hubiera tenido el
mundo conocimiento de su fin.

Mientras se hallaban en la isla del Mal Hado, se les hizo una
proposición que parecía el colmo de la ridiculez. «En aquella isla--dice
Cabeza de Vaca,--querían hacernos doctores, sin examinarnos ni pedirnos
nuestros diplomas, porque ellos mismos curan las enfermedades soplando
al enfermo. Con ese soplo y con sus manos le libran de la enfermedad, y
querían que nosotros hiciésemos lo mismo para que les fuésemos de
alguna utilidad. Al oir esto nos reímos, diciéndoles que se burlaban, y
que nosotros no sabíamos curar, por lo cual nos privaron de todo
alimento hasta que hiciésemos lo que querían. Y viendo nuestra
terquedad, me dijo un indio que yo no les comprendía; pues no era
necesario que nadie supiese cómo se hace, porque las mismas piedras y
otras cosas de la Naturaleza tienen propiedad de curar, y que nosotros,
por ser hombres, debíamos ciertamente tener mayor poder.»

Esto que dijo el indio viejo, era muy característico y daba la clave de
las notables supersticiones de la raza. Pero, por supuesto, los
españoles aún no lo entendían.

Luego, los indígenas se trasladaron al Continente. Vivían siempre en la
más abyecta pobreza, y muchos de ellos murieron de hambre y por efecto
de los rigores de su miserable existencia. Durante tres meses del año
«sólo tenían mariscos y agua muy mala»; y en otras épocas únicamente
bayas y otras plantas, y se pasaban el año yendo de aquí para allá en
busca de ese escaso y poco substancioso alimento.

Es de celebrar el que Cabeza fuese completamente inútil a los indios.
Como guerrero no les servía, porque en su estado de debilitamiento no
podía ni siquiera manejar el arco. Como cazador, también era inservible,
porque, como él mismo dice, «le era imposible seguir el rastro de los
animales». No podía ayudarles a llevar agua o leña ni en otras faenas
por el estilo, porque era hombre, y sus amos indios no podían consentir
que un hombre hiciese el trabajo de una mujer. Así es que, entre
aquellos hambrientos nómadas, un hombre que en nada podía ayudarles y a
quien tenían que alimentar, constituía una carga pesada, y fué milagro
que no le quitasen la vida. En estas circunstancias, Cabeza empezó a
caminar de un sitio a otro. Sus indiferentes amos no prestaban atención
a sus movimientos, y gradualmente fué haciendo más largos viajes hacia
el norte y a lo largo de la costa. Con el tiempo cogió una oportunidad
de hacer tráfico, al cual le animaron los indios, contentos al fin de
que su «elefante blanco» fuese útil para algo. De las tribus del norte
les trajo pieles y almagre (tierra roja indispensable para embadurnarse
la cara los indígenas), hojuelas de pedernal para hacer cabezas de
flecha, juncos fuertes para astiles de las mismas y borlas de pelo de
gamo teñidas de rojo. Estos objetos los cambiaba fácilmente entre las
tribus de la costa por conchas y cuentas de madreperla y otros por el
estilo, los cuales, a su vez, tenían demanda entre sus parroquianos del
norte.

Por causa de sus constantes guerras, no podían los indios aventurarse a
salir de sus propios terrenos; así es que aquel negociante intermediario
era para ellos una conveniencia, que sostenían. Por lo que a él toca,
aun cuando la vida que llevaba era de grandes sufrimientos, iba
constantemente adquiriendo conocimientos, que habían de serle sumamente
útiles para su acariciado plan de volver al mundo. En esas expediciones
solitarias de su comercio, recorrió a pie miles de millas por un
desierto sin caminos, de manera que la suma de sus viajes fué mucho
mayor que la de cualquiera de sus compañeros de fatigas.

En una de esas largas y terribles marchas le ocurrió a Cabeza de Vaca un
incidente sumamente interesante. Fué el primer europeo que vió el gran
bisonte norteamericano, el búfalo, cuya raza casi se ha extinguido en
los últimos diez años, pero que en otro tiempo vagaba por las llanuras
en grandes manadas. Los vió y comió su carne en la región del río
Colorado de Tejas, y nos ha dejado una descripción de esas «vacas con
joroba». Ninguno de sus compañeros llegó a ver una, porque cuando los
cuatro españoles viajaron después juntos, pasaron por el sur del país de
los búfalos.

Entre tanto, como he dicho ya, el desventurado y casi desnudo
traficante, se vió obligado a ejercer las funciones de médico. El no
comprendía de cuánto podía servirle esta involuntaria profesión; al
principio se vió forzado a adoptarla, y después la siguió no por gusto,
sino para librarse de desazones. «No servía para otra cosa más que para
médico.» Había aprendido el tratamiento peculiar de los magos
aborígenes; pero no sus ideas fundamentales. Los indios todavía
consideran la enfermedad como una «posesión del espíritu»; y la idea
que tienen de la medicina no es tanto el curar la enfermedad, como el
exorcizar los malos espíritus que la causan.

Esto se hace, aun hoy día, por medio de la prestidigitación y de un
galimatías. El médico indio chupaba la parte enferma y pretendía extraer
una piedra o una espina que se suponía era la causa de la dolencia, y
así el paciente quedaba «curado». Cabeza de Vaca empezó a «practicar
medicina» a la manera de los indios, y él mismo dice: «He probado este
sistema y daba buen resultado».

Cuando los cuatro errabundos se juntaron por fin, después de su larga
separación--durante la cual habían sufrido indecibles horrores--Cabeza
tenía, aunque de un modo muy vago, un rayo de esperanza. Su primer
proyecto fué escaparse de sus amos. Diez meses tardaron en llevarlo a
cabo, y entre tanto grandes fueron sus apuros, como lo habían sido
constantemente por muchos años. A veces se alimentaban con una ración
diaria de dos puñados de guisantes silvestres y un poco de agua. Cabeza
refiere que consideró como una merced de la providencia que le
permitiesen raspar pieles para los indios, pues guardaba cuidadosamente
las raspaduras, que le servían de alimento muchos días. No tenían ni
ropa ni lugar donde guarecerse, y la constante exposición al calor y al
frío y los millares de espinas que tenía la vegetación de aquel país,
les hacían «soltar la piel como si fuesen culebras».

Por fin, en el mes de agosto de 1535, los cuatro compañeros de
sufrimiento se escaparon a una tribu llamada de los avavares. Entonces
empezó para ellos una nueva carrera. A fin de que sus camaradas no
fuesen tan inútiles como él había sido, Cabeza de Vaca les instruyó en
las «artes» de los médicos indios, y los cuatro empezaron a poner en
práctica su nueva profesión. A los ensalmos y encantamientos que de
ordinario empleaban los indios, aquellos humildes cristianos añadían
fervientes oraciones al verdadero Dios. Era una especie de «curación por
medio de la fe» del siglo XVI; y naturalmente entre aquellos enfermos
supersticiosos era muy eficaz. Aquellos aficionados pero sinceros
doctores, con una humildad edificante, atribuían sus numerosas curas
enteramente a la intervención divina; pero empezaron a darse cuenta de
que esto podía influir grandemente en hacer cambiar su suerte. De
errabundos, desnudos, hambrientos, despreciables mendigos y esclavos de
salvajes brutales que eran, se convirtieron de repente en personajes
notables, pobres y dolientes todavía como eran todos sus enfermos; pero
pobres de gran poder. No hay cuento de hadas tan novelesco como la
carrera que de allí en adelante realizaron aquellos hombres pobres y
valerosos, caminando dolorosamente a través de un continente, como amos
y bienhechores de aquella hueste de salvajes.

Yendo con toda suerte de penalidades de tribu en tribu, lenta y
sufridamente cruzaron los exorcistas blancos el territorio de Tejas,
hasta llegar cerca del actual Nuevo Méjico. Los historiadores de
gabinete vienen repitiendo que entraron en Nuevo Méjico y llegaron hacia
el norte, hasta donde hoy se asienta Santa Fe. Pero la moderna
investigación científica ha comprobado de un modo absoluto que, saliendo
de Tejas, pasaron por Chihuahua y Sonora y jamás vieron ni una pulgada
de Nuevo Méjico.

En cada nueva tribu los españoles se detenían algún tiempo para curar a
los enfermos. En todas partes eran tratados con la mayor consideración
que podían demostrarles sus míseros huéspedes y hasta con religiosa
reverencia. Su progreso es una lección objetiva muy valiosa, pues
demuestra cómo se forman algunos mitos indios: primero es el afortunado
exorcista que, a su muerte o al marcharse, se recuerda como un héroe;
después se le venera como un semidiós y, por último, como una divinidad.

En los Estados mejicanos hallaron primero agricultores indios que vivían
en chozas de césped y ramas y cultivaban judías y calabazas. Estos eran
los jovas, que constituían una rama de los pimas. De las decenas de
tribus que visitaron en nuestros actuales Estados del Sur, ni una sola
ha sido identificada. Eran miserables criaturas errantes que hace mucho
tiempo desaparecieron de la tierra. Pero en la Sierra Madre de Méjico
encontraron indios más inteligentes, cuya raza subsiste todavía. Allí
vieron que los hombres iban desnudos, mientras que las mujeres
mostrábanse «muy honestas en el vestir», usando túnicas de algodón que
ellas mismas tejían, con medias mangas y una falda hasta la rodilla, y
por encima otra falda de gamuza curtida que llegaba hasta el suelo y se
amarraba por delante con unas correas. Lavaban su ropa con una raíz
saponífera llamada _amole_, que usan igualmente los indios y los
mejicanos en toda la región del sudoeste. Aquellas gentes dieron a
Cabeza de Vaca algunas turquesas y cinco cabezas de fecha labrada, cada
una de una sola esmeralda.

En esta aldea del sudoeste de Sonora permanecieron los españoles tres
días, alimentándose de corazones de gamo, por lo cual la llamaron
«Pueblo de los corazones».

A una jornada de allí tropezaron con un indio que llevaba en su collar
la hebilla de un tahalí y un clavo de herradura; y sintieron palpitar su
corazón al ver, después de ocho años de andar errantes, estas señales de
la proximidad de los europeos. El indio les dijo que unos hombres de
barbas largas como ellos habían venido del cielo y hecho la guerra a su
gente.

Los españoles entraban entonces en Sinaloa y se hallaron en una tierra
fértil regada por varios ríos. Los indios tenían un miedo cerval porque
dos bárbaros de una clase que era muy rara entre los conquistadores
españoles (y que me complazco en decir que fueron castigados por
quebrantar las estrictas leyes de España), estaban tratando de coger
esclavos. Los soldados se habían marchado; pero Cabeza de Vaca y
Estebanico, con once indios, les siguieron rápidamente la pista y al día
siguiente alcanzaron a cuatro españoles, quienes les condujeron a su
pillastre capitán, Diego de Alcaraz. Mucho le costó a este oficial dar
crédito al asombroso relato que le hizo aquel hombre desharrapado, roto,
hirsuto y estrafalario; pero después templóse su frialdad y extendió un
certificado de la fecha y condición en que se le había presentado
Cabeza de Vaca y entonces envió a buscar a Dorantes y Castillo. Cinco
días después llegaron éstos, acompañados de varios centenares de indios.

Alcaraz y su socio en crímenes, Cebreros, querían esclavizar a aquellos
aborígenes; pero Cabeza de Vaca, sin parar mientes en el peligro que
corría, se opuso, indignado, a este infame proyecto, y al fin obligó a
aquellos villanos a que lo abandonasen. Los indios se salvaron; pero, en
medio de la alegría que les produjo el volver al mundo, los caminantes
españoles se separaron con verdadera pena de aquellos buenos y sencillos
amigos. Después de unos cuantos días de pesado viaje, llegaron a
Culiacán, sobre el primero de mayo de 1536, y allí fueron calurosamente
recibidos por el malogrado héroe Melchor Díaz. Este condujo al ignoto
norte una de las primeras expediciones (1539), y en 1540, durante una
segunda expedición a California, a través de una parte de Arizona, fué
muerto accidentalmente.

Después de un corto descanso los viandantes salieron para Compostela,
que era entonces la población principal de la provincia de Nueva
Galicia, pequeña jornada de trescientas millas a través de una tierra en
que pululaban indios hostiles. Por fin llegaron a la ciudad de Méjico
sanos y salvos, y fueron allí recibidos con grandes honores. Pero
tardaron mucho tiempo en acostumbrarse a los alimentos y a la ropa de la
gente civilizada.

El negro se quedó en Méjico. Cabeza de Vaca, Castillo y Dorantes se
embarcaron para España el 10 de abril de 1537 y llegaron en agosto. El
héroe principal nunca volvió a la América del Norte; pero se dice que
Dorantes estuvo allí al siguiente año. Las noticias que dieron de lo que
habían visto y de los extraños países situados más al norte, de que
habían oído hablar, hicieron que se enviasen las notables expediciones
que condujeron al descubrimiento de Arizona, Nuevo Méjico, el Territorio
Indio, Kansas y Colorado, y la construcción de las primeras ciudades
europeas dentro de los Estados Unidos. Estebanico tomó parte, con Fray
Marcos, en el descubrimiento de Nuevo Méjico, y fué asesinado por los
indios.

Cabeza de Vaca, como premio por su incomparable marcha de mucho más de
diez mil millas en una tierra desconocida, fué nombrado gobernador de
Paraguay en 1540. No tenía condiciones para ese cargo, y regresó a
España, bajo una acusación ignominiosa. Que no fué culpable, sin
embargo, sino más bien la víctima de las circunstancias, lo indica el
hecho de que fué rehabilitado y se le asignó una pensión de dos mil
ducados. Murió en Sevilla a una edad avanzada.



II

EL MAS INTREPIDO CAMINANTE


El estudiante más familiarizado con la historia, se queda atónito a cada
paso ante el relato de las jornadas de los exploradores españoles. Aun
cuando no hubiesen hecho otra cosa en el Nuevo Mundo, sus largas marchas
por sí solas serían suficientes para darles fama. En ninguna otra parte
se ha sabido jamás de tantos y tan largos viajes por semejantes
desiertos. Para comprender esas jornadas de millares de millas, que
hacían aquellos héroes, ya solos o en pequeñas partidas, tiene uno que
conocer el país que atravesaron y saber algo de los tiempos en que esos
hechos se llevaron a cabo. Los cronistas españoles de aquel tiempo no
insisten al hablar de las dificultades y peligros que encontraban: es
lástima que, siquiera por vanagloria, no se extendieran en el relato de
aquellos obstáculos. Pero, por lacónicas que sean las narraciones sobre
tales puntos, despréndese de ellas que encontraron grandes obstáculos y
tuvieron que vencerlos; y aun hoy día, después que tres centurias y
media han hecho más habitable aquel desierto que cubría medio mundo; que
han domeñado a sus naturales; que lo han llenado de cómodas estaciones;
que lo han cruzado con fáciles caminos y le han quitado el noventa por
ciento de sus terrores, encontraríanse pocos hombres lo bastante
atrevidos para emprender las tremendas jornadas que aquellos bravos
héroes consideraban como tareas diarias. El único hecho casi comparable
con las caminatas de los españoles por el Nuevo Mundo, es la historia de
los argonautas de California, en 1849, los cuales atravesaron las
extensas llanuras con el más notable movimiento de población que refiere
la historia; pero aun ese incidente fué mezquino en cuanto a superficie,
penalidades, peligros y fortaleza, comparado con los viajes de los
exploradores españoles. Las jornadas de mil millas a través de los
desiertos o de las más fatales todavía selvas tropicales, fueron
demasiado numerosas para ni siquiera catalogarlas. Una cosa es seguir
una senda, y otra penetrar en un páramo sin senda alguna. Una cosa es ir
en larga caravana de carromatos bien armados, y otra muy distinta
marchar en pequeñas partidas, a pie o en pencos cansados. Una jornada
desde un punto conocido a otro punto conocido también--ambos dentro del
mundo civilizado, aun cuando entre los dos se extiendan tierras
desiertas,--es muy distinta de una jornada que se emprende desde un
punto, a través de tierras ignotas, a otro punto ignorado, siendo la
salida, el trayecto y el término cosas del azar y la ventura, sin guías
ni jalones que marquen el camino. Lejos de mí la idea de rebajar el
heroísmo de nuestros argonautas. Dejaron en la historia una página de la
que puede estar orgulloso cualquier pueblo; pero no llegaron nunca a
igualar las proezas de similares héroes de otra nacionalidad y de otra
época.

El recorrido de Alvaro Núñez Cabeza de Vaca, el primer caminante de
Norteamérica, quedó eclipsado por la proeza del infeliz y olvidado
soldado Andrés Docampo. Cabeza de Vaca anduvo mucho más de diez mil
millas; pero Docampo pasó de veinte mil, y sufriendo igualmente
terribles penalidades. Las exploraciones de Cabeza fueron mucho más
valiosas para el mundo; no obstante, ninguno de los dos salió con
intenciones de explorar. Pero Docampo hizo su terrible marcha a pie,
voluntariamente y con un fin heroico, que tuvo a la postre un enorme
resultado; mientras que la empresa de Cabeza fué simplemente el heroísmo
de un hombre muy singular para librarse de la desgracia. Las andanzas de
Docampo duraron nueve años; y aun cuando no dejó libro alguno relatando
sus observaciones, como lo hizo Cabeza, el esqueleto de su historia que
nos ha quedado es sumamente sugestivo y característico de aquella época,
y refiere otros heroísmos, además del de aquel bravo soldado.

Cuando Coronado fué por primera vez a Nuevo Méjico, en 1540, llevó
cuatro misioneros con su pequeño ejército. Fray Marcos pronto volvió a
Méjico desde Zuñi por causa de sus dolencias, Fray Juan de la Cruz
emprendió con empeño su obra de misionero entre los indios pueblos; y
cuando Coronado y su partida abandonaron el territorio, insistió en
quedarse con sus atezados catecúmenos de Tiguex (Bernalillo). Era ya muy
viejo y estaba seguro de que su vida acabaría en cuanto se fuesen sus
paisanos, y, en efecto, así aconteció. Fué asesinado por los indios
sobre el 25 de noviembre de 1542.

El hermano lego Fray Luis Descalona, también muy anciano, escogió como
parroquia el pueblo de Tshiquite (Pecos) y se quedó allí después que se
fueron los españoles. Construyóse una pequeña choza fuera de la gran
ciudad fortificada de los indios, y allí enseñaba a los que querían
oirle, y cuidaba un pequeño rebaño de carneros, resto de los que llevara
Coronado y que fueron los primeros que entraron en los actuales Estados
Unidos. Los indios llegaron a quererle sinceramente, excepto los
exorcistas, que le odiaban por su influencia; por fin éstos lo
asesinaron y se comieron los carneros.

Fray Juan de Padilla, el más joven de los cuatro misioneros y el primero
que sufrió el martirio en tierra de Kansas, era natural de Andalucía y
hombre de gran energía, tanto física como mental. Tampoco hizo mal papel
como andariego, y nuestros andarines profesionales quedarían
estupefactos si tuviesen que recorrer por el desierto los millares de
millas que recorrió aquel incansable apóstol de los indios en el
desierto sudoeste. Había desempeñado muy importantes cargos en Méjico,
pero abandonó gustoso sus honores para convertirse en un pobre misionero
entre los salvajes del ignoto norte. Habiendo acompañado la partida de
Coronado desde Méjico a las Siete Ciudades de Cibola, a través de los
desiertos, Fray Padilla se trasladó a Moqui con Pedro de Tobar y su
partida de veinte hombres. Después, retrocediendo a Zuñi, no tardó en
salir de nuevo con Hernando de Alvarado y veinte hombres, para recorrer
otras mil millas. Fué en esta expedición, uno de los primeros europeos
que pudieron contemplar la elevada ciudad de Acoma, el Río Grande dentro
de lo que es hoy Nuevo Méjico y el gran pueblo de Pecos.

En la primavera de 1541, cuando un puñado de hombres se había reunido en
Bernalillo, y Coronado salió en busca del fatal mito áureo de Quivira,
Fray Padilla le acompañó. En esa marcha de ciento cuatro días por las
áridas llanuras, antes de llegar a las Quiviras, al nordeste de Kansas,
sufrieron los exploradores muchas torturas por falta de agua y a veces
de alimento. El traicionero guía que llevaban les engañó, y anduvieron
errabundos mucho tiempo en un círculo, cubriendo una larga distancia,
probablemente de más de mil quinientas millas. Los expedicionarios iban
a caballo, pero en aquellos días los humildes _padres_ iban a pie. No
hallando más que contrariedades, los exploradores retrocedieron hacia
Bernalillo, aunque por un camino más corto, y Fray Padilla fué con
ellos.

Pero ya el héroe había determinado que su campo de acción debía estar
entre aquellos indios, sioux y otros hostiles, errantes y que convivían
con los búfalos en las llanuras; así es que cuando los españoles
evacuaron Nuevo Méjico, él se quedó. Con él estaban el soldado Andrés
Docampo, dos jóvenes mejicanos de Michoacán, Lucas y Sebastián, llamados
los Donados, y unos cuantos jóvenes indios mejicanos. En el otoño de
1542, esa pequeña partida salió de Bernalillo para emprender una marcha
de mil millas. Andrés era el único que iba montado; el misionero y los
jóvenes indios marchaban penosamente a pie por aquel desierto arenoso.
Pasaron por la población de Pecos; de allí atravesaron un rincón de lo
que es hoy Colorado y el gran Estado de Kansas en casi toda su longitud.
Por fin, después de una larga y fatigosa marcha, llegaron a las aldeas
de los indios quiviras, donde hallaron albergue provisional. Coronado
había plantado una cruz de gran tamaño en una de esas aldeas, y allí
estableció su misión Fray Padilla. Con el tiempo los indios hostiles
fueron deponiendo su recelo y «le amaron como a un padre». Por último
decidió trasladarse a otra tribu nómada, donde parecía que era más
necesaria su presencia. Fué un paso muy peligroso; porque no tan sólo
podían aquellos desconocidos recibirle con intención homicida, sino que
corría igual riesgo al abandonar su presente rebaño. Los indios,
supersticiosos, no se avenían a perder a tan gran exorcista como creían
que era Fray Juan, y menos a que sus enemigos se aprovechasen de sus
servicios, pues todas aquellas tribus errantes se hacían la guerra unas
a otras. No obstante, Fray Padilla resolvió irse, y se fué con su
pequeño cortejo. A un día de jornada de las aldeas de los quiviras,
tropezaron con una partida de indios en son de guerra. Al verles
acercarse, el buen padre pensó, ante todo, en salvar a sus compañeros.
Andrés tenía aún su caballo, y los muchachos eran veloces corredores.

«--¡Huíd, hijos míos!--gritó Fray Juan.--Salvaos, porque no podéis
ayudarme y nada ganaríamos con morir todos juntos. ¡Corred!»

Al principio rehusaron; pero el misionero insistió, y como nada podían
contra los indígenas, por fin obedecieron y apelaron a la fuga. Esto, a
primera vista, no parece muy heroico; pero les disculpa la consideración
de lo que eran aquellos tiempos. No tan sólo era gente humilde,
acostumbrada a obedecer a los buenos padres, sino que había otro y más
poderoso motivo para que procediesen como lo hicieron. En aquellos días
de fervorosa fe, se consideraba el martirio no solamente como un
heroísmo, sino como una profecía: creíase que indicaba nuevos triunfos
para el cristianismo, y era un deber llevar la noticia y propagarla por
el mundo. Si ellos se hubiesen quedado y hubiesen perecido con el
padre--y a buen seguro que sus fieles secuaces no lo temían
físicamente,--la lección y la gloria de su martirio se hubiesen perdido
para la humanidad.

Fray Juan se arrodilló en la vasta llanura y encomendó su alma a Dios; y
mientras oraba, los indios le atravesaron con sus flechas. Cavaron luego
una fosa y echaron el cadáver del primer mártir de Kansas, colocando en
aquel sitio un gran montón de tierra. Esto ocurrió en el año 1542.

Andrés Docampo y los muchachos pudieron escapar entonces; pero no
tardaron en caer prisioneros de otros indios, que los tuvieron diez
meses como esclavos. Les pegaban y mataban de hambre, obligándoles a
hacer las labores más pesadas y más viles. Por fin, después de trazar
muchos planes y de varias tentativas infructuosas, lograron escapar de
sus bárbaros amos. Luego anduvieron a pie y errantes durante ocho años,
solos y sin armas, de un lado para otro, en aquellas llanuras secas e
inhospitalarias, sufriendo increíbles privaciones y peligros. Por
último, después de aquellos millares de millas que lastimaron sus pies,
todavía anduvieron hasta la ciudad mejicana de Tampico, situada en el
gran golfo. Fueron allí recibidos como muertos resucitados. No conocemos
los detalles de tan horrenda e incomparable jornada; pero está
comprobada en la historia. Durante nueve años aquellos infelices fueron
recorriendo los desiertos a pie y dando mil vueltas, empezando al
nordeste de Kansas, para ir a terminar el sur de Méjico.

Sebastián murió poco después de su llegada al Estado mejicano de
Culiacán; las penalidades del viaje habían sido demasiado excesivas aun
para un cuerpo tan joven y fuerte como el suyo. Su hermano Lucas se hizo
misionero entre los indios de Zacatecas y continuó su trabajo entre
ellos durante muchos años, muriendo al fin a una edad muy avanzada. En
cuanto al valiente soldado Docampo, poco después de haber vuelto al
mundo civilizado, desapareció, sin que se supiese más de él. Tal vez se
llegue a descubrir algunos antiguos documentos españoles que arrojen
alguna luz sobre el resto de su vida y la suerte que le cupo.



III

LA GUERRA DE LA ROCA


Algunos de los heroísmos y penalidades más característicos de los
exploradores en nuestro dominio, ocurrieron alrededor de la asombrosa
roca Acoma, la extraña ciudad empinada de los Pueblos Queres. Todas las
ciudades de los indios Pueblos estaban construídas en sitios
fortificados por la Naturaleza, lo cual era necesario en aquellos
tiempos, puesto que estaban rodeadas por hordas, muy superiores en
número, de los guerreros más terribles de que nos habla la historia;
pero Acoma era la más segura de todas. En medio de un largo valle de
cuatro millas de ancho, bordeado por precipicios casi inaccesibles, se
levanta una elevada roca que remata en una meseta de setenta acres de
superficie[11], y cuyos lados, que tienen trescientos cincuenta y siete
pies ingleses de altura, no sólo son perpendiculares, sino que en
algunos puntos se inclinan hacia delante. En su cumbre se alzaba--y se
alza todavía--la vertiginosa ciudad de Queres. Las pocas sendas que
conducen a la cima, y en las que un paso en falso puede precipitar a la
víctima a una muerte horrible, despeñándola desde una altura de
centenares de metros, bordean abruptas y peligrosas hendeduras, desde
cuya parte superior un hombre resuelto, sin otras armas que piedras,
podría casi tener a raya a todo un ejército.

La primera vez que los europeos supieron de esa curiosa ciudad aérea fué
en 1539, cuando a Fray Marcos, descubridor de Nuevo Méjico, la gente de
Cibola le habló de la gran fortaleza roqueña de Hákuque, nombre que
ellos daban a Acoma, y que sus habitantes llamaban Ahko. Al año
siguiente, Coronado la visitó con su pequeño ejército y nos ha dejado
un exacto relato de sus maravillas. Esos primeros europeos fueron allí
bien recibidos, y los supersticiosos habitantes, que nunca habían visto
una barba, ni la cara de un hombre blanco, tomaron a los extranjeros por
dioses. Pero hasta medio siglo después, no trataron los españoles de
establecerse allí.

Cuando Oñate entró en Nuevo Méjico en 1598, no encontró de momento
oposición alguna, porque su fuerza de cuatrocientos hombres, incluso
doscientos armados, era bastante para atemorizar a los indios. Estos
eran, naturalmente, hostiles a los invasores de su dominio; pero, viendo
que los extranjeros les trataban bien, y temerosos de hacer guerra
abierta a aquellos hombres que llevaban trajes duros y mataban de lejos
con sus bastones de trueno, los pueblos esperaron ver el resultado de la
invasión. Las tribus de los Queres, Tigua y Jemez se sometieron
formalmente al régimen español e hicieron juramento de alianza a la
Corona por medio de sus representantes reunidos en la población de
Guipuy (que ahora se llama Santo Domingo); lo mismo hicieron los Tanos,
Picuries, Tehuas y Taos, en una conferencia parecida, que celebraron en
la población de San Juan, en septiembre de 1598. Al ver su fácil
sumisión, Oñate sintió grandes alientos, y decidió visitar personalmente
todos los pueblos principales, para hacerlos más seguros súbditos de su
soberano. Había ya fundado la primera ciudad de Nuevo Méjico y la
segunda en los Estados Unidos, San Gabriel de los Españoles, donde hoy
está Chamita. Antes de salir a esa peligrosa jornada, despachó a Juan de
Zaldívar, su edecán, con cincuenta hombres, a explorar las vastas y
desconocidas llanuras que quedaban hacia oriente, para después seguir él
por el mismo camino.

Oñate, con una reducida fuerza, salió de la pequeña y solitaria colonia
española, que estaba a más de mil millas de distancia de toda ciudad de
hombres civilizados, el 6 de octubre de 1598. Primero se dirigió a los
pueblos de las grandes llanuras de los lagos salados, al este de las
montañas Manzano, sedienta jornada de más de doscientas millas.
Volviendo después al pueblo de Puaray (opuesto al que hoy se llama
Bernalillo) se desvió hacia el oeste. El 27 del mismo mes acampó al pie
de los altos acantilados de Acoma. Los principales de la ciudad bajaron
desde lo alto de la roca, y solemnemente juraron alianza a la Corona de
España. Se les advirtió la gran importancia y significación del paso que
acababan de dar, y que si violaban su juramento serían considerados y
tratados como rebeldes a Su Majestad; pero ellos se comprometieron a ser
fieles vasallos. Trataron a los españoles muy amistosamente, y varias
veces invitaron al jefe y a sus hombres a visitar la empinada ciudad. En
realidad habían tenido espías en las conferencias celebradas en Santo
Domingo y San Juan, y decidieron que el hombre más peligroso entre los
invasores era el mismo Oñate. Si podían matarle a él, creían que los
demás extranjeros blancos serían fácilmente derrotados.

Pero Oñate nada sabía de su proyectada traición, y al día siguiente él y
su puñado de hombres, dejando sólo una guardia con los caballos,
treparon por una de las peligrosas «escaleras» de piedra, y se hallaron
en Acoma. Los oficiosos indios los condujeron acá y acullá, mostrándoles
las extrañas casas de varios pisos de altura y con varias terrazas, los
grandes estanques labrados en la roca y el vertiginoso borde del
precipicio que por todas partes rodeaba aquella ciudad, semejante a un
nido de águila. Finalmente condujeron a los españoles a un sitio en que
había una larga escalera de mano, cuyo extremo superior pasaba por una
trampa situada en el techo de una gran casa, que era la _estufa_ o sea
la sagrada cámara del concejo. Los visitantes subieron al techo por una
escalera más pequeña, y los indios trataron de que Oñate bajase por la
trampa. Pero el gobernador español, observando que en el aposento de
abajo reinaba la obscuridad y sintiéndose de momento receloso, rehusó
bajar; y como estaba rodeado de soldados, los indios no insistieron.
Después de una corta visita a la población, los españoles bajaron de la
roca a su campamento, y desde allí prosiguieron su larga y peligrosa
jornada a Moqui y Zuñi. Aquel repentino rasgo de prudencia en la mente
de Oñate salvó la historia de Nuevo Méjico, porque en aquella estufa se
hallaban apostados algunos guerreros armados. Si hubiese entrado en la
camara, lo hubieran asesinado en el acto; y su muerte hubiera sido la
señal para un ataque a los españoles, los que hubieran perecido en
aquella lucha desigual.

Volviendo de su viaje de exploración por aquellas desiertas y mortíferas
llanuras, Juan de Zaldívar salió de San Gabriel el 18 de noviembre, para
seguir a su jefe. Sólo tenía treinta hombres. Llegando al pie de la
ciudad empinada el día 4 de diciembre, fué muy bien acogido por los
acomas, quienes le invitaron a subir y visitar la ciudad. Era Juan tan
bueno como valiente soldado, y conocía las estratagemas de guerra de los
indios; pero por la primera vez en su vida, y fué la última, se dejó
engañar. Dejando la mitad de su fuerza al pie del risco para guardar el
campamento y los caballos, subió con diez y seis hombres. Había en la
ciudad tantas maravillas; era la gente tan cordial, que los visitantes
pronto olvidaron toda sospecha que pudieran abrigar, y gradualmente
fueron dispersándose aquí y allá para ver las cosas más notables. No
esperaban sino esto los habitantes, y cuando el jefe de los guerreros
lanzó su grito de guerra, hombres, mujeres y niños cogieron piedras y
mazas, arcos y cuchillos de pedernal, y cayeron con furia sobre los
dispersos españoles. Fué una horrenda y desigual lucha la que contempló
el sol de invierno aquella triste tarde en la ciudad empinada. Aquí y
allá, de espalda a la pared de una de aquellas extrañas casas, veíase un
soldado de faz lívida, desharrapado, cubierto de sangre, blandiendo su
pesado mosquete como si fuese una maza, o dando tajos desesperados con
una espada ineficaz contra la tostada y famélica canalla que le rodeaba,
mientras llovían piedras sobre su calada visera y por todas partes
recibían golpes de clavas y pedernales. No había ningún cobarde en
aquella malhadada cuadrilla: vendieron caras sus vidas; delante de cada
cual había tendido un montón de cadáveres. Pero uno a uno, aquella ola
de rugientes bárbaros ahogaba a cada tremendo y silencioso luchador, y
se desviaba para ir a henchir el mortífero aluvión que envolvía a otro.
El mismo Zaldívar fué una de las primeras víctimas, y en aquel desigual
combate murieron otros dos oficiales, seis soldados y dos sirvientes.
Los cinco que sobrevivieron--Juan Tabaro, que era alguacil mayor y
cuatro soldados--pudieron por fin juntarse, y con sobrehumano esfuerzo,
luchando y sangrando por varias heridas, se abrieron paso hasta el borde
del precipicio. Pero sus salvajes enemigos los perseguían, y sintiéndose
demasiado débiles para seguir matando hasta llegar a una de las
escaleras del risco, en el paroxismo de su desesperación, los cinco se
arrojaron desde aquella tremenda altura.

No hay memoria de otro salto tan terrible como el que dieron Tabaro y
sus cuatro compañeros. Aun suponiendo que hubiesen tenido la suerte de
llegar hasta el borde más bajo de aquel risco, la altura no pudo ser de
menos de _¡ciento cincuenta pies ingleses!_ y, sin embargo, sólo uno de
los cinco se mató en tan inconcebible caída: los cuatro restantes,
atendidos por sus aterrorizados compañeros del campamento, finalmente se
repusieron. Esto parecería increíble si no estuviese completamente
comprobado por pruebas históricas. Es probable que cayesen sobre uno de
los montones de blanca arena que el viento había arremolinado en algunos
sitios al pie del risco.

Afortunadamente los indios victoriosos no atacaron el pequeño
campamento. Los supervivientes tenían aún sus caballos, animales
desconocidos de los indígenas, a quien infundían pavor. Durante algunos
días los catorce soldados y sus cuatro semimuertos compañeros, acamparon
bajo el saliente costado del risco, donde estaban a salvo de toda clase
de proyectiles que pudiesen arrojarles desde arriba, pero esperando a
cada momento ser atacados por los naturales. Tenían la seguridad de que
la matanza de sus camaradas no era más que el preludio de un
levantamiento general de los veinticinco o treinta mil indios Pueblos, y
sin reparar en el peligro que corrían, decidieron por fin dividirse en
pequeños grupos y separarse; unos para seguir a su jefe en su jornada
hasta Moqui y avisarle el peligro que le amenazaba; y otros para cruzar
a toda prisa centenares de áridas millas hasta llegar a San Gabriel y
defender a las mujeres y los niños que allí había y a los misioneros que
se habían esparcido entre los indios. Este plan de abnegación se realizo
felizmente. Los pequeños grupos de tres y de cuatro llevaron la noticia
a sus compatriotas, y a fines del año 1598 todos los españoles
supervivientes en Nuevo Méjico se pusieron a salvo en la aldea de San
Gabriel. Estaba la población construída al modo indio, esto es, en forma
cuadrada, y en la plaza central se habían colocado los rudos
pedreros--especie de obuses que lanzaban balas de piedra,--los cuales
defendían las puertas. Sobre las azoteas de las casas de adobe, de tres
pisos, las valerosas mujeres vigilaban de día, y los hombres, con sus
pesados mosquetes, montaban la guardia en las noches de invierno, para
prevenirse contra el esperado ataque. Pero los pueblos quedaron sobre
las armas. Esperaban ver lo que Oñate haría con Acoma, antes de tomar
medida alguna contra los extranjeros.

Oñate se encontró en un difícil dilema. No se necesita saber ni la mitad
de lo que sabía aquel español, ya encanecido y sosegado, acerca del
carácter de los indios, para comprender que debía castigar sumariamente
a los rebeldes por la matanza de sus hombres, o abandonar para siempre
su colonia y Nuevo Méjico. Si semejante atropello quedase sin castigo,
los osados Pueblos no dejarían con vida a ningún español. Por otra
parte, ¿cómo podía él llegar a conquistar aquella inexpugnable fortaleza
de roca? Tenía menos de doscientos hombres, y sólo podía destinar parte
de éstos para la campaña, pues de lo contrario, los otros pueblos, en su
ausencia, se levantarían y aniquilarían a San Gabriel y sus habitantes.
En Acoma había trescientos guerreros bien contados, secundados, además,
por no menos de cien navajos.

Pero no existía otra alternativa. Cuanto más lo pensaba y consultaba con
sus oficiales, más claro veía que la única salvación estaba en tomar
aquel Gibraltar de Queres, y resolvió llevar a cabo el proyecto. Oñate
deseaba dirigir en persona tan atrevida empresa; pero había uno que
tenía más derecho al desesperado honor que el capitán general, y ese era
el olvidado héroe Vicente de Zaldívar, hermano del asesinado Juan. Era
sargento mayor de aquel pequeño ejército, y cuando se presentó a Oñate y
pidió que se le diese el mando de la expedición contra Acoma, no hubo
medio de rehusarle.

El 12 de enero de 1599, Vicente de Zaldívar salió de San Gabriel a la
cabeza de setenta hombres. Sólo unos cuantos de ellos iban armados con
los toscos mosquetes de la época; la mayoría no eran arcabuceros, sino
piqueros, armados únicamente con lanzas y espadas, y llevaban chaquetas
acolchadas o mallas batidas. Un pequeño pedrero, amarrado sobre el lomo
de un caballo, era su única «artillería».

Silenciosa y denodadamente la pequeña fuerza emprendió la ardua jornada.
Todos conocían la inexpugnable roca, y pocos acariciaban la esperanza de
volver de aquella misión desesperada; pero a nadie se le ocurrió la idea
de retroceder. La tarde del onceno día, la fatigada tropa pasó la última
meseta y llegó a la vista de Acoma. Los indios, avisados por sus
centinelas, estaban prontos a recibirla. Toda la población, con los
aliados navajos, hallábase en armas en las azoteas y en los riscos
estratégicos. Indígenas desnudos, pintados de negro, saltaban de grieta
en grieta, aullando, desafiando y vomitando insultos contra los
españoles. Los exorcistas, grotescamente disfrazados, estaban en
pináculos prominentes, tocando sus tambores y lanzando maldiciones y
exorcismos a los vientos, y todo el populacho se unía al coro de rugidos
y amenazas.

Zaldívar hizo alto con su pequeña partida al pie del risco, acercándose
cuanto pudo hacerlo sin peligro. El indispensable heraldo salió de las
filas, y después de un toque de trompeta, procedió a leer a voz en
cuello la formal intimación a rendirse en nombre del rey de España. Por
tres veces vociferó aquella intimación; pero cada vez apagaron su voz
los gritos y aullidos de los enfurecidos indígenas, y una lluvia de
piedras y flechas cayó en peligrosa proximidad. Zaldívar deseaba
conseguir la rendición de la plaza, pedir que se le entregasen los
cabecillas de la matanza y llevárselos a San Gabriel, para que fueran
oficialmente procesados y castigados, sin causar daño a los demás
habitantes de Acoma; pero los indios, viéndose seguros en su natural
fortaleza, se burlaban del misericordioso llamamiento. Era evidente la
necesidad de tomar Acoma por asalto. Los españoles acamparon sobre la
arena, y haciendo lúgubres planes para el día siguiente, pasaron allí la
noche, que hizo más horrenda la baraúnda de la monstruosa danza de
guerra que celebraban los habitantes de la ciudad.



IV

EL ASALTO A LA EMPINADA CIUDAD


Al romper el alba del día veintidós de enero, Zaldívar dió la señal para
el ataque, y el cuerpo principal de la fuerza española empezó a disparar
sus pocos arcabuces y a intentar un asalto desesperado por el extremo
norte de la gran roca, que era por allí absolutamente inexpugnable. Los
indios, apiñados en el borde de los farallones, despedían una lluvia de
proyectiles, y muchos de los españoles fueron heridos. Entre tanto, doce
hombres escogidos, que durante la noche se habían ocultado debajo de la
parte saliente del risco, el cual les protegía contra el fuego y la
observación de los indios, trepaban cautelosamente por debajo y
alrededor del precipicio, arrastrando con cuerdas el pedrero. Algunos de
aquellos doce hombres eran arcabuceros y, además del peso del ridículo
cañón, llevaban sus pesados arcabuces y su tosca armadura, que no les
ayudarían ciertamente a escalar alturas, cuyo ascenso sería difícil
hasta para un atleta libre de trabas. Continuando su trabajosa tarea sin
ser vistos, tirando uno de otro, y después del pedrero peñas arriba,
llegaron por fin a la cumbre de un alto farallón, separado del gran
risco de Acoma por un angosto pero terrible tajo. Al atardecer tenían ya
el cañón apuntando hacia la ciudad, y el retumbante disparo, cuando la
bala de piedra fué lanzada sobre Acoma, fué la señal, para la tropa que
estaba al extremo norte de la meseta, de que se había tomado la primera
posición estratégica, a la vez que advirtió a los indios del peligro que
les amenazaba por otro lado.

Aquella noche, pequeños grupos de españoles treparon por los grandes
precipicios que cercan ese valle en forma de artesa por oriente y
poniente; talaron pequeños pinos, arrastrando con inmenso trabajo los
troncos peñas abajo y a través del valle, para subirlos al farallón
donde se habían situado los doce hombres con el pedrero. Una docena de
hombres quedaron guardando los caballos al extremo norte de la meseta, y
el resto de la fuerza se juntó a los doce arcabuceros, ocultándose en
las grietas del farallón. Al otro lado del tajo, los indios estaban
tendidos en las hendeduras o detrás de las rocas, esperando el ataque.

La madrugada del veintitrés, un piquete de hombres escogidos, a una
señal, salieron corriendo de sus escondites con una toza cargada en
hombros, y con una acertada maniobra la colocaron al otro extremo sobre
el lado opuesto, por encima del abismo. Salieron corriendo los españoles
y empezaron a desfilar, guardando el equilibrio, por aquel vertiginoso
«puente», recibiendo una descarga de piedras y saetas. Habían cruzado ya
varios, cuando uno de ellos, en su excitación, cogió la cuerda que
estaba amarrada a la toza y arrastró ésta detrás de él.

Fué aquél un momento terrible. Eran menos de doce los españoles que así
quedaron al borde de Acoma, separados de sus compañeros por un
precipicio de centenares de pies de profundidad, y rodeados por
enjambres de indios. Estos, saliendo de su refugio, cayeron al instante
sobre ellos, rodeándolos. Mientras el soldado español podía mantener a
los indios a distancia, hasta sus toscas armas e ineficaz armadura le
daban cierta ventaja; pero, a tan corto alcance, aquellos mismos arreos
eran un impedimento fatal por su tosquedad y su peso. Parecía entonces
como si fuese a repetirse la anterior matanza de Acoma, y los aislados
españoles fuesen a ser destrozados; pero en aquel momento crítico, un
hecho de increíble valor personal les salvó a ellos y a la causa de
España en Nuevo Méjico. Un esbelto, inteligente y joven oficial, un
estudiante que era amigo particular y favorito de Oñate, salió del grupo
de los consternados españoles que se hallaban al otro lado del tajo, y
que no se atrevían a disparar contra los enemigos para no herir a sus
compañeros que estaban mezclados con ellos, y, corriendo como un gamo,
se fué hacia el precipicio. Al llegar al borde, encogió su ágil cuerpo,
saltó al aire como un pájaro y salvó el abismo. Cogiendo en seguida la
toza, con un esfuerzo desesperado la empujó hasta que sus compañeros
pudieron agarrarla desde el otro borde, y por encima del restablecido
puente pasaron los soldados españoles, salvando la situación.

Empezó entonces una de las más tremendas luchas cuerpo a cuerpo que
registra la historia de América. Peleando en proporción de uno contra
diez; mezclados entre una turba de salvajes que daban alaridos y
luchaban con el frenesí de la desesperación; acuchillados con armas
melladas; aturdidos por los golpes de maza; acribillados por las
erizadas flechas; agotados, exhaustos y cubiertos de sangre, Zaldívar y
su puñado de héroes se abrieron camino, pulgada a pulgada, paso a paso,
usando sus mosquetes pesados como mazas; hiriendo con sus chafarotes;
parando mortales golpes y arrancando las barbadas flechas de sus
trémulas carnes. ¡Iban avanzando, avanzando siempre; lanzando valerosos
el grito de guerra de Santiago; acorralando a su tenaz enemigo con valor
todavía más tenaz; hasta que al fin los indios, convencidos de que
aquellos no eran enemigos humanos, huyeron a refugiarse en sus casas
semejantes a fortalezas, pudiendo así alentar los españoles! Otras tres
veces se leyó la intimación a rendirse ante aquellas extrañas viviendas
de cerca de mil pies de largo cada una y que parecían tramos de una
gigante escalinata labrada en una sola roca. Aun entonces deseaba
Zaldívar evitar más derramamiento de sangre y pidió que sólo le
entregasen, para castigarlos, los asesinos de su hermano y de sus
compatriotas. Todos los demás que se rindiesen y se hiciesen súbditos
del «Rey, nuestro Señor», serían bien tratados. Pero los tercos indios,
como lobos heridos en su madriguera, se mantuvieron parapetados en sus
casas y rehusaron toda proposición de paz.

El risco fué tomado; pero quedaba aún la ciudad. Cada pueblo de los
indios era una verdadera fortaleza, y Zaldívar tuvo que atacar a Acoma
casa por casa, habitación por habitación. El pequeño pedrero fué
colocado enfrente de la primera fila de casas, y pronto empezó a hacer
disparos con alguna lentitud. Al derrumbarse las paredes de adobe bajo
el constante cañoneo de las balas de piedra, sólo formaban grandes
barricadas de tierra que ni siquiera podría atravesar nuestra moderna
artillería, y cada casa tenía que tomarse separadamente a punta de
espada. Algunas de las casas derruídas se incendiaban con la lumbre de
sus fogones, y no tardó en cubrir la ciudad un humo asfixiante, del cual
salían los gritos de las mujeres y de los niños y los provocadores
alaridos de los guerreros. El humanitario Zaldívar hizo cuanto pudo para
salvar a las mujeres y a los niños, con gran peligro de sí mismo; pero
muchos perecieron bajo las paredes derrumbadas de sus propias casas.

El terrible asalto duró hasta el mediodía del veinticuatro de enero. De
vez en cuando partidas de guerreros realizaban salidas, tratando de
abrirse paso por entre las filas de españoles. Muchos, en su
desesperación, se lanzaron desde lo alto del risco, pereciendo
estrellados al pie del mismo. Sólo dos indios de los que dieron tan
pasmoso salto sobrevivieron, tan milagrosamente como los cuatro
españoles de la primera matanza, y también como ellos lograron salvarse.

Por fin, al mediodía del tercero, los viejos salieron pidiendo
clemencia, y ésta les fué concedida en el acto. En el momento en que se
rindieron, se olvidó su rebeldía y se perdonó su traición. Ya no hubo
necesidad de más castigo. Los cabecillas que causaron la muerte del
hermano de Zaldívar habían muerto, como también casi todos sus aliados
navajos. Fué aquella la lucha más sangrienta que se ha conocido en Nuevo
Méjico. En aquellos tres días de combate tuvieron los indios quinientos
muertos y muchos heridos, y de los españoles supervivientes, no hubo uno
que no quedase para toda la vida con horrendas cicatrices como recuerdos
de Acoma. Quedó la ciudad tan destrozada que tuvo que construirse de
nuevo, y el infinito trabajo con que los pacientes indios habían subido
a lo alto del risco sobre sus espaldas todas las piedras y la madera y
la arcilla necesarias para construir una ciudad de casas de varios
pisos, para cerca de mil almas, tenía que repetirse. También sus
cosechas y todas las provisiones que tenían almacenadas, en obscuros
aposentos de aquellas casas con terrados, habían quedado destruídas y
era necesario reponerlas. En verdad que «los de arriba» habían enviado
un terrible castigo a aquel pueblo por su traición a Juan de Zaldívar.

Cuando sus hombres se hubieron recuperado lo bastante de sus heridas,
Vicente de Zaldívar, héroe del asalto más prodigioso que refiere la
historia, regresó victoriosamente a San Gabriel de los Españoles,
llevando consigo ochenta muchachas de Acoma, que envió a las monjas de
Méjico para que las educasen. ¡Qué gritería debió de armarse en las
murallas de la pequeña colonia cuando sus ansiosos atalayas vieron por
fin su pequeño ejército de guerreros, pálidos y cubiertos de andrajos,
regresar lentamente a sus hogares, caminando sobre la nieve y montados
en flacos jamelgos!

Los demás pueblos, que habían estado en acecho como los gatos,
escondiendo las uñas, pero con todos sus músculos prontos a saltar
quedaron paralizados de espanto. Esperaban ver a los españoles
derrotados, ya que no aplastados, en Acoma, y entonces un rápido
levantamiento de todas las tribus hubiera acabado con todos los
invasores. Pero había sucedido lo imposible. ¡Ahko, la orgullosa ciudad
encumbrada de los Queres! ¡Ahko, la rodeada de riscos, la inexpugnable,
había caído en poder de los pálidos extranjeros! Sus bravos guerreros
habían perecido; sus fuertes casas eran un montón de humeantes ruinas;
su riqueza se había perdido; su pueblo estaba casi borrado de la faz de
la tierra! ¿Cómo luchar contra «hombres tan poderosos», contra aquellos
extraños brujos a quienes debían proteger «los de arriba», pues de otro
modo no podrían hacer tan sobrehumanas proezas? Relajados sus encogidos
nervios, el gran gato empezó a runrunear como si nunca hubiese soñado en
coger ratones. Ya no se pensó más en rebelarse contra los españoles, y
los indios hasta se esforzaron en aquistarse el favor de aquellos
terribles extranjeros. Le llevaron a Oñate la noticia del asalto de
Acoma algunos días antes de que Zaldívar y sus héroes regresasen a la
pequeña colonia, y fueron asaz villanos para entregarle dos indios
Queres que, huyendo de aquel espantoso combate, se habían refugiado
entre ellos. En adelante, los pueblos no dieron ya que hacer al
gobernador Oñate.

Pero los de Acoma no parecieron tomar la lección tan a pecho como los
otros. Quedaron demasiado destrozados y quebrantados para pensar en otra
guerra con sus invencibles enemigos; no obstante, mostraron una
implacable hostilidad a los españoles por espacio de treinta años, hasta
que fué la ciudad conquistada de nuevo mediante una heroicidad tan
brillante como la de Zaldívar, aunque de muy distinta manera.

En 1629, Fray Juan Ramírez, «el apóstol de Acoma», salió solo de Santa
Fe para fundar una misión en la encumbrada ciudad de feroces bárbaros.
Se le ofreció una escolta de soldados, pero él la rehusó y salió a pie,
enteramente solo y sin más armas que su crucifijo. Recorriendo con
dificultad su penoso y arriesgado camino, llegó al cabo de muchos días
al pie de la gran «isla» de roca, y empezó el ascenso. En cuanto los
indios vieron a una persona extraña, y de la gente que ellos aborrecían,
corrieron hasta el borde del risco y le lanzaron una lluvia de flechas,
algunas de las cuales atravesaron sus hábitos. En aquel momento, una
niña de Acoma, que estaba en el mismo borde de la ingente roca, se
asustó al ver la saña de su gente y, perdiendo el equilibrio, se despeñó
al precipicio. Pero quiso la Providencia que sólo cayese unas cuantas
yardas sobre un reborde arenoso cerca de donde estaba Fray Juan, y donde
no podían verlos los indios, quienes supusieron que había caído hasta la
sima. Fray Juan se acercó a recogerla y la llevó sana y salva hasta
arriba, y al ver este aparente milagro, los salvajes quedaron desarmados
y lo recibieron como a un mago. El buen hombre vivió solo en Acoma más
de veinte años, amado por los naturales como un padre, y enseñando a sus
atezados conversos con tanto éxito, que con el tiempo muchos de ellos
sabían el catecismo y podían leer y escribir en español. Además, bajo
su dirección y con muchísimo trabajo, construyeron una gran iglesia.
Cuando murió, en 1664, los acomas, que habían sido los indios más
feroces, llegaron a ser los más dóciles de Nuevo Méjico y los más
adelantados en civilización. Pero pocos años después de su muerte,
ocurrió el levantamiento de todos los pueblos, y durante las largas y
desastrosas guerras que se siguieron, fué destruída la iglesia y
desaparecieron, en gran parte, los frutos del trabajo del valiente Fray
Juan. En aquella rebelión, Fray Lucas Maldonado, que era entonces
misionero en Acoma, fué asesinado por su rebaño el diez o el once de
agosto de 1680. En noviembre de 1692, Acoma se rindió voluntariamente al
reconquistador de Nuevo Méjico, Diego de Vargas. Al cabo de pocos años,
sin embargo, se rebeló de nuevo, y en agosto de 1696, Vargas marchó
contra la ciudad, pero no pudo asaltarla. Gradualmente los pueblos
fueron viviendo en paz con los humanitarios conquistadores y llegaron a
merecer la benevolencia con que constantemente se les trataba. La misión
fué restablecida en Acoma por el año 1700, y allí se eleva hoy una
enorme iglesia, que es una de las más interesantes del mundo, dados el
infinito trabajo y la paciencia con que fué construída. La última
tentativa de levantamiento de los indios Pueblos ocurrió en 1728; pero
en ella no tomó parte Acoma.

La curiosa escalera de piedra por la que Fray Juan Ramírez subió la
primera vez a su peligrosa parroquia bajo una lluvia de flechas, todavía
la usan los habitantes de Acoma, quienes le han dado el nombre del
«camino del Padre».



V

EL SOLDADO POETA


Pero retrocedamos un poco. El joven oficial que dió aquel soberbio salto
sobre el tajo de Acoma, que repuso la toza para hacer puente y salvó de
este modo la vida a sus camaradas, e indirectamente a todos los
españoles de Nuevo Méjico, fué el capitán Gaspar Pérez de Villagrán. Era
muy culto, había obtenido el grado de bachiller en una Universidad
española, era joven, ambicioso, valiente y un verdadero atleta. Fué un
héroe entre los héroes del Nuevo Mundo, y un cronista a quien mucho debe
la historia. Los seis ejemplares existentes del pequeño y grueso volumen
en pergamino que contiene su histórico poema de treinta y cuatro
heroicos cantos, valen cada uno de ellos muchas veces su peso en oro.
¡Lástima grande que no haya habido un Villagrán para cada una de las
campañas de los exploradores de América, que nos diese más detalles de
aquellos sobrehumanos peligros y sufrimientos, pues la mayoría de los
cronistas de la época tratan de esos episodios tan brevemente como
describiríamos nosotros un paseo de Nueva York a Brooklyn!

El salto del tajo no fué la única parte que tomó el capitán Villagrán en
el sangriento combate de Acoma, en el invierno de 1598-99. Estuvo a
punto de ser víctima de la primera matanza, en la que Juan de Zaldívar y
sus hombres perecieron, y se escapó de aquel lance sólo para sufrir
penalidades tan terribles como la muerte.

En el otoño de 1598, cuatro soldados desertaron del pequeño ejército de
Oñate en San Gabriel y el gobernador envió a Villagrán con tres o cuatro
soldados para arrestarlos. No sabemos lo que diría hoy un _sheriff_ si
le mandasen perseguir a cuatro malhechores en un recorrido de mil
millas por un desierto como aquél y con una fuerza tan pequeña. Pero el
capitán Villagrán siguió la pista de los desertores, y después de
perseguirlos por más de novecientas millas, les alcanzó al sur de
Chihuahua (Méjico). Los desertores hicieron una feroz resistencia. Dos
fueron muertos por los soldados y dos se escaparon. Villagrán dejó allí
su pequeña fuerza y desanduvo solo las peligrosas novecientas millas.
Llegado al pueblo de Puaray, en la margen occidental del Río Grande,
frente a Bernalillo, supo que su jefe Oñate acababa de marchar hacia el
oeste, en su peligroso viaje a Moqui, el cual ya hemos descrito.
Villagrán se volvió en el acto hacia el oeste saliendo solo para seguir
y alcanzar a sus compatriotas. La pista era fácil de seguir, porque los
españoles tenían los únicos caballos que había en lo que es hoy los
Estados Unidos; pero aquel solitario caminante que la iba rastreando, se
vió continuamente rodeado de peligros y sufrimientos. Llegó a la vista
de Acoma justamente después de la matanza de Juan de Zaldívar y del
tremendo salto de los cinco españoles. Los supervivientes ya se habían
alejado de aquel sitio fatal, y cuando los habitantes vieron a un
español que se acercaba solo, bajaron de su ciudadela roqueña para
rodearle y darle muerte. Villagrán no tenía armas de fuego, sino
únicamente su espada, una daga y un escudo. Aun cuando ignoraba los
terribles sucesos que acababan de ocurrir, le inspiró recelos la manera
como los salvajes trataban de envolverle, y aun cuando su caballo
renqueaba por efecto de su larga jornada, lo espoleó para ponerlo al
galope y luchó, abriéndose paso por entre el círculo que iban
estrechando los indios. Continuó su fuga hasta muy entrada la noche,
describiendo un largo circuito, para no acercarse a la ciudad, y al fin
descendió, exhausto, de su también exhausto caballo, y se tendió a
descansar sobre la dura tierra. Cuando despertó caía una gran nevada, y
se encontró medio sepultado bajo la fría y blanca nieve. Montando de
nuevo, avanzó en la obscuridad para alejarse todo lo posible de Acoma,
antes de que lo denunciase la luz del día. De repente, caballo y jinete
cayeron en un hondo pozo que los indios habían abierto para que
sirviese de trampa, cubriéndolo con ramas y tierra. En la caída se mató
el pobre caballo, y Villagrán quedó maltrecho y aturdido. Por fin logró
salir del pozo, con gran contento de su fiel perro, que estaba sentado
aullando y tiritando al borde de aquél. El soldado poeta habla muy
tiernamente de aquel mudo compañero de su larga y peligrosa jornada, y
es evidente que lo quería con un cariño que sólo un hombre valiente
puede profesar y un fiel perro merecer.

Emprendiendo de nuevo la marcha a pie, pronto perdió Villagrán el camino
en aquel desierto sin huellas ni veredas. Durante cuatro días y cuatro
noches anduvo errante, sin un bocado que comer y sin una gota de agua,
pues ya se había derretido la nieve. Muchos hombres han hecho más largos
ayunos entre iguales sufrimientos; pero sólo los que han experimentado
sed en tierras áridas, pueden tener una remota idea de lo que significa
vivir noventa y seis horas sin agua. Dos días de aquella sed suele ser
fatal a muchos hombres fuertes, y es poco menos que milagroso que
Villagrán pudiese resistirla cuatro días. Por fin, casi muriendo de sed,
con la lengua seca e hinchada, y dura y áspera como una lima, saliéndole
fuera de los dientes, se vió en la triste necesidad de matar a su fiel
perro, lo cual hizo con lágrimas de varonil remordimiento. Llamando al
pobre animal hacia sí, lo despachó con su espada y ansiosamente apuró la
sangre caliente. Esto le dió fuerzas para arrastrarse un poco más, y
cuando ya iba a dejarse caer sobre la arena para morir, divisó un
pequeño hoyo en una gran roca, a poca distancia. Arrastrándose
débilmente hasta llegar allí, descubrió con júbilo que había quedado en
la cavidad un poco de agua de nieve. Esparcidos alrededor había unos
cuantos granos de maíz, que le parecieron llovidos del cielo, y los
devoró famélicamente.

Había abandonado ya toda esperanza de alcanzar a su jefe, y decidió
retroceder y andar las terribles doscientas millas que le separaban de
San Gabriel. Pero ya no podía su cuerpo obedecer por más tiempo a su
heroico espíritu, y hubiera perecido miserablemente junto al pequeño
tanque de la roca, a no ser por una extraña casualidad.

Mientras estaba allí tendido, sin ánimo y sin fuerzas, oyó súbitamente
voces que se acercaban. Supuso que los indios habían rastreado su pista,
y se dió por perdido, porque se sentía demasiado débil para luchar. Pero
al fin llegaron a su oído acentos españoles, y aun cuando eran voces
ásperas y broncas de soldados, con toda seguridad debieron de parecerle
los sonidos más dulces del mundo. Sucedió que la noche anterior, algunos
de los caballos del campamento de Oñate se habían extraviado, y un
pelotón de soldados salió en busca de ellos. Siguiendo sus huellas,
llegaron cerca del sitio donde el capitán Villagrán se hallaba tendido.
Por fortuna le vieron, pues él no podía ni gritar ni correr tras ellos.
Con sumo cuidado levantaron al oficial herido y lo llevaron al
campamento, y allí, con los solícitos cuidados de hombres barbudos,
recuperó lentamente sus fuerzas y con el tiempo volvió a ser el osado
atleta de otros tiempos. Acompañó a Oñate en su larga marcha por el
desierto, y pocos meses después estuvo presente en el asalto de Acoma y
realizó la pasmosa proeza que se cita como una de las heroicidades más
notables en la historia del Nuevo Mundo.



VI

LOS MISIONEROS EXPLORADORES


Pretender narrar la historia de la exploración española de las Américas
sin dedicar especial atención a los misioneros exploradores, sería
hacerles poca justicia y dejar incompleta la historia. En esto, aun más
que en otras fases, la conquista fué ejemplar. El español no tan sólo
descubrió y conquistó, sino que, además, convirtió. Su celo religioso no
le iba en zaga a su valor. Como ha sucedido con todas las naciones que
han entrado en nuevas tierras, y como sucedió con nosotros mismos en la
que ocupamos, su primer paso tuvo que ser la sujeción de los naturales
que se le oponían. Pero no bien hubo castigado a esos feroces indios,
empezó a tratarlos con grande y noble clemencia, que aun hoy no se
prodiga y que en aquella cruel época del mundo era casi desconocida.
Nunca dejó sin hogar a los atezados indígenas de América ni los fué
arrollando, ni acorralando delante de él, sino que, por el contrario,
les protegió y aseguró por medio de leyes especiales la tranquila
posesión de sus tierras para siempre. Debido a las generosas y firmes
leyes dictadas por España hace tres siglos, nuestros indios más
interesantes e interesados, los «Pueblos» gozan hoy completa seguridad
en sus posesiones, mientras que casi todos los demás (que nunca
estuvieron enteramente bajo el dominio de España), han sido de vez en
cuando arrojados de las tierras que nuestro gobierno solemnemente les
había concedido.

Esa era la ventaja de un régimen de Indias que no obedecía a la
política, sino a los invariables principios de humanidad. Primero se
exigía al indio que fuese obediente a su nuevo gobierno. No se le podía
enseñar la obediencia a todas las cosas de una vez; pero debía al menos
abstenerse de matar a sus nuevos vecinos. Tan pronto como aprendía esta
lección, se le protegía en sus derechos sobre su hogar, su familia y
sus bienes. Entonces, y tan rápidamente como podían hacer esa vasta
labor el ejército de misioneros que dedicaban su vida a esa peligrosa
tarea, se le educaba en los deberes de ciudadanía y de la religión
cristiana. Es casi imposible para nosotros, en estos pacíficos tiempos,
comprender lo que significaba convertir entonces medio mundo de indios.
En nuestra parte de Norteamérica nunca ha habido tribus tan terribles
como encontraron los españoles en Méjico y en otras tierras más al sur.
Nunca pueblo alguno llevó a cabo en ninguna parte tan estupenda labor
como la que realizaron en América los misioneros españoles. Para empezar
a comprender las dificultades de aquella conversión, debemos primero
leer una horripilante página de la historia.

Muchos indios y pueblos salvajes profesan religiones tan distintas de la
nuestra como son sus organizaciones sociales. Pocas tribus hay que
sueñen con un Sér Supremo. La mayoría de ellos adora muchos dioses;
dioses cuyos atributos son muy parecidos a los del mismo adorador;
dioses tan ignorantes y crueles y traidores como él. Es una cosa
horrenda estudiar esas religiones, y ver qué cualidades tan tenebrosas y
repulsivas puede deificar la ignorancia. Los despiadados dioses de la
India que se supone que se deleitan aplastando a miles de sus fieles
bajo las ruedas del carro Juggernaut, y con el sacrificio de niños al
Ganges y de jóvenes viudas a la hoguera, son buena muestra de lo que
puede creer una mente descarriada. Pues bien; los horrores de la India
tenían su paralelo en América. Las religiones de nuestros indios del
norte tenían muchos ritos sorprendentes y terribles; pero eran inocentes
y civilizados si se comparan con los monstruosos que se observaban en
Méjico y la América del Sur. Para comprender algo de lo que tuvieron que
combatir los misioneros españoles en América, aparte del peligro común a
todos, echemos una ojeada al estado de cosas en Méjico cuando ellos
llegaron.

Los Naturales, o Aztecas, y otras tribus indias parecidas del antiguo
Méjico, observaban el credo pagano general a todos los indios de
América, con algunos horrores que ellos le añadían. Estaban en un
constante y ciego terror de sus innumerables dioses salvajes, pues para
ellos todo lo que no podían ver y entender, y casi todo lo que veían y
entendían, era una deidad. Lo que no podían concebir era un dios que les
inspirase amor: debía ser siempre algo que les inspirase miedo; pero un
miedo mortal. Todo su objeto en la vida era esquivar los crueles golpes
de una mano invisible; era aplacar algún dios terrible que no podía
amar, pero a quien se podía sobornar para que no causase daño. No podían
imaginar una verdadera creación, ni que pudiese haber _algo_ sin tener
padre ni madre: las estrellas y las piedras y los vientos y los dioses
tenían que nacer lo mismo que los hombres. Su «cielo», si ellos hubiesen
podido entender lo que significa esta palabra, estaba atestado de
dioses, cada uno tan individual y personal como nosotros; con más poder
que nosotros, pero con las mismas debilidades y pasiones y pecados. En
realidad, habían inventado y arreglado los dioses según su propia forma
salvaje, dándoles los poderes que deseaban para sí mismos; pero eran
incapaces de atribuirles virtudes que no podían comprender. Así también,
para juzgar lo que podría agradar a sus dioses, se guiaban por lo que a
ellos les placía. Tomar cruenta venganza de sus enemigos; robar y matar,
o recibir tributo para dejar de robar y de matar; vestirse ricamente y
comer bien; estas y otras cosas parecidas, que ellos consideraban como
las más altas ambiciones personales, creían que de igual modo agradarían
a «los de arriba». Y así consagraban la mayor parte de su tiempo y de su
afán en sobornar a esos extraños dioses, que les causaban más terror que
los indígenas vecinos.

Su idea de un dios la expresaban gráficamente en los grandes ídolos de
piedra que antes abundaban en Méjico, y algunos de los cuales se
conservan todavía en los museos. Son, por lo general, de tamaño heroico,
y están labrados con mucho esmero en piedra sumamente dura, pero sus
cuerpos y sus caras son indeciblemente horribles. Un ídolo como el del
grotesco Huitzilopochtli era una cosa tan espantosa como no pudo jamás
inventarla el ingenio humano; y la misma repulsiva fealdad se ve en
todos los ídolos mejicanos.

Se atendía a estos ídolos con un cuidado sumamente servil, y se les
vestía con los ornamentos más costosos que podía procurarse la riqueza
de los indios. Sobre esas grandes pesadillas de piedra se colgaban con
profusión largos collares de turquesas, que era la joya más preciada de
los aborígenes americanos, y preciosos mantos de brillantes plumas de
pájaros tropicales y conchas de iridiscentes colores. Millares de
hombres dedicaban su vida a cuidar de esas mudas deidades, y se
humillaban y atormentaban de un modo indecible para agradarles.

Pero ni los regalos ni los cuidados eran bastantes. De un dios como esos
había que temer también que traicionase a los amigos. Había que llevar
más lejos el soborno. Todo lo que al indio le parecía valioso lo ofrecía
a su dios para tenerle propicio, y como la vida humana era la cosa de
más valor a los ojos del indio, esa era su ofrenda más importante, y
llegó a ser la más frecuente. Un indio no consideraba un crimen el
sacrificar una vida para agradar a uno de sus dioses. No tenía idea de
recompensa o castigo después de la muerte, y llegó a considerar el
sacrificio humano como una institución legítima, moral y hasta divina.
Con el tiempo llegaron a consumarse casi a diario esos sacrificios en
cada uno de los numerosos templos. Era la forma más estimada del culto:
era tan grande su importancia, que los oficiales o sacerdotes tenían que
pasar por un aprendizaje más oneroso que cualquier ministro de la
religión cristiana. Sólo podían llegar a ocupar ese puesto prometiendo y
manteniendo una incesante y terrible práctica de privaciones y
mutilaciones de su cuerpo.

Se ofrecían vidas humanas no tan sólo a uno o dos de los ídolos
principales de cada comunidad, sino que cada población tenía, además,
fetiches menores, a los que se hacía esta clase de sacrificios en
determinadas ocasiones. Tan arraigada estaba la costumbre del
sacrificio, y se consideraba tan corriente, que cuando Cortés llegó a
Cempohual, los indígenas no concibieron otro modo de recibirle con
bastantes honores, y muy cordialmente propusieron ofrendarle sacrificios
humanos. Excusado es decir que Cortés rehusó con energía esa muestra de
hospitalidad.

Esos ritos se verificaban casi siempre en los teocalis, o montículos
para sacrificios, de los cuales había uno o más en cada población india.
Eran grandes montones artificiales de tierra en forma de pirámides
truncadas y recubiertos de piedra. Tenían de cincuenta a doscientos pies
de altura, y algunas veces varios centenares de pies cuadrados en su
base. En la parte superior de la pirámide había una pequeña torre, que
era la obscura capilla donde se encerraba el ídolo. La grotesca faz de
la pétrea deidad miraba una piedra cilíndrica que tenía una cavidad en
forma de tazón en la parte superior, y era el altar o piedra del
sacrificio. Esa piedra era usualmente labrada, algunas veces con muchos
detalles y esmerada mano de obra. El famoso «calendario azteca de
piedra» que se halla en el museo nacional de Méjico y que en un tiempo
dió pie a tan extrañas conjeturas, es meramente uno de esos altares para
sacrificios, de época anterior a Cristóbal Colón. Es un ejemplar
notabilísimo de piedra labrada por los indios.

El ídolo, las paredes interiores del templo, el piso y el altar estaban
siempre humedecidos con el flúido más precioso de la tierra. En el tazón
ardían en rescoldo corazones humanos. Magos vestidos de negro, con sus
rostros también ennegrecidos y con círculos blancos pintados alrededor
de los ojos y de la boca, con los cabellos empapados en sangre, con las
caras cortadas por incesantes mortificaciones, iban continuamente de un
lado para otro, vigilando de día y de noche, siempre listos para las
víctimas que aquella horrenda superstición llevaba al altar. Solían
elegirse las víctimas de entre los prisioneros de guerra y los esclavos
que, como tributo, cedían las tribus conquistadas; y el contingente era
enorme. A veces en un día señalado se sacrificaban quinientas víctimas
en un solo altar. Se les extendía desnudos sobre la piedra de
sacrificios y se les descuartizaba de una manera demasiado horrible para
describirla aquí. Sus corazones palpitantes se ofrendaban al ídolo, y
después se arrojaban al gran tazón de piedra, mientras que los cuerpos
eran lanzados a puntapiés, escaleras abajo, hasta que iban a parar al
pie de la pirámide, donde eran arrebatados por una ávida muchedumbre.
Los mejicanos no eran ordinariamente tan caníbales, ni gustaban de
serlo, pero devoraban aquellos cuerpos como parte de su repulsiva
religión.

Repugna entrar en más detalles acerca de esos ritos: bastante queda
dicho para dar una idea de la barrera moral que encontraron los
misioneros españoles cuando fueron a enseñar a tan sanguinarios
indígenas un evangelio que predica el amor y la universal fraternidad de
los hombres. Semejante credo era tan incomprensible para los indios,
como lo sería para nosotros el decirnos que lo negro es blanco: la lucha
para hacérselo comprender fué una de las más enormes y, al parecer,
imposibles que ha emprendido maestro alguno. Antes de que los misioneros
pudiesen lograr que los indios escuchasen siquiera el catecismo, y mucho
menos entenderlo, tenían que dedicarse a la peligrosa tarea de probar lo
falso que era su paganismo. El indio creía absolutamente en el poder de
su sangriento dios de piedra. Estaba seguro de que si abandonaba su
ídolo, le castigaría y destruiría, y por consiguiente no quería creer
nada contrario a su religión. El misionero no solamente tenía que
decirle: «Tu ídolo es impotente; no puede hacer daño a nadie; no es más
que una piedra, y si lo pateas no puede castigarte», sino que además
había de probarlo. Ningún indio era tan temerario que quisiese hacer el
experimento, y el nuevo maestro tenía que demostrarlo él mismo. Por
supuesto que ni siquiera podía hacer esto al principio, porque si
hubiese empezado su labor catequista maltratando a uno de aquellos
grotescos dioses de pórfido, los «sacerdotes» de éste lo hubieran
asesinado en el acto. Pero, cuando los indios vieron al fin que ningún
poder sobrenatural aplastaba al misionero por hablar mal de sus dioses,
ya se había dado el primer paso. Gradualmente pudo después tocar el
ídolo, y vieron que también quedaba ileso. Por último derrumbó y rompió
las crueles imágenes, y los atónitos y aterrorizados devotos empezaron a
dudar y a despreciar las cobardes deidades a quienes habían servido de
esclavos, y a las que un extraño podía insultar y maltratar impunemente.
Sólo empleando esta ruda lógica, que era la que los envilecidos indios
podían entender, los misioneros españoles lograron probarles que el
sacrificio humano era un error de los hombres y no la voluntad de «los
de arriba». Fué un maravilloso adelanto el extirpar ésta, que era la
peor práctica de la religión de los indios, la cual había arraigado a
través de varios siglos de constante observancia. Pero los apóstoles
españoles estaban a la altura de su misión, y la infinita fe y el celo y
paciencia con que finalmente abolieron el sacrificio humano en Méjico,
llevó gradualmente, paso a paso, a la conversión de los indígenas de un
continente y medio al Cristianismo.



VII

LOS FUNDADORES DE IGLESIAS

EN NUEVO MÉJICO


Para dar siquiera un bosquejo de la obra realizada por los misioneros
españoles en ambas Américas se necesitaría llenar varios volúmenes. Lo
más que podemos hacer aquí es tomar como muestra una hoja de tan
fascinador como formidable relato, y para ello describiré brevemente lo
que se hizo en una región que nos es particularmente interesante: la
provincia de Nuevo Méjico. Hubo muchas otras comarcas en que fué preciso
vencer todavía mayores obstáculos, en que perdieron la vida, sin
quejarse, muchos más mártires y en que lucharon desesperadamente más
generaciones; pero lo mejor será tomar un modesto ejemplo, especialmente
uno que tanta relación tiene con nuestra historia nacional.

Nuevo Méjico y Arizona, verdaderos países de maravillas de los Estados
Unidos, fueron descubiertos, como es sabido, en 1539, por aquel
misionero español a quien todos los jóvenes americanos debieran recordar
con veneración: Fray Marcos de Nizza. Hemos bosquejado también las
proezas de Fray Ramírez, Fray Padilla y otros misioneros en aquella
inhospitalaria tierra, y se habrá podido formar idea de las penalidades
que eran comunes a todos sus cofrades; porque las tremendas jornadas, la
abnegación en la soledad, el amoroso celo y muy a menudo la muerte cruel
de esos hombres, no eran excepciones, sino ejemplos corrientes de lo que
tenía que esperar un apóstol en el sudoeste.

En todas partes ha habido misioneros cuyos rebaños fueron tan
desagradecidos y crueles; pero pocos o ninguno que se hallasen en
regiones tan apartadas e inaccesibles. Nuevo Méjico fué por espacio de
trescientos cincuenta años, y lo es aún hoy día, en su mayor parte un
páramo, salpicado de unos pocos pequeños oasis. A la gente de los
Estados del Este, un desierto les parece que ha de estar sumamente
lejos; pero en nuestra región del Sudoeste hay en la actualidad cientos
de miles de millas cuadradas donde el viajero fácilmente muere de sed y
donde todos los años hay infelices víctimas de ese horrendo martirio.
Aun ahora pueden hallarse penalidades y peligros en Nuevo Méjico; pero
hubo un tiempo en que fué uno de los más crueles desiertos imaginables.
Apenas han transcurrido diez años desde que se puso fin a las guerras y
las hostilidades de los indios, que duraron sin cesar por más de tres
siglos. Cuando el colono o el misionero español salía de Nueva España
para atravesar un desierto de mil millas y sin caminos, con rumbo a
Nuevo Méjico, su vida se hallaba en constante riesgo, y no pasaba un día
en que no se hallase en peligro en aquella provincia salvaje. Si
conseguía no morir de sed o de hambre durante el camino; si no perecía a
manos de los despiadados apaches, se instalaba en el vasto erial, tan
lejos de cualquier otro hogar de gente blanca como Chicago lo está de
Boston. Si era misionero, se quedaba, por regla general, solo con un
rebaño de centenares de crueles indios; si era soldado o labrador, tenía
de doscientos a mil quinientos amigos en una superficie tan extensa como
Nueva Inglaterra, Nueva York, Pensilvania y Ohío juntos, en medio de
cien mil cobrizos enemigos, cuyos gritos de guerra era probable que
oyese a cada momento, sin llegar nunca a olvidarlos. Vino pobre y pudo
hacerse rico en aquel árido suelo. Aun al principio del siglo XIX,
cuando alguien empezó a tener grandes rebaños de carneros, con
frecuencia quedaban sin una res por una incursión nocturna de apaches o
de navajos.

Esa era la situación de Nuevo Méjico cuando llegaron los misioneros, y
así poco más o menos se mantuvo por más de trescientos años. Si el
hombre más ilustrado y optimista del Viejo Mundo hubiese podido ver con
los ojos de la inteligencia aquella tierra infecunda, nunca hubiera
podido soñar que no tardaría aquel desierto en verse poblado de
iglesias, pero no de pequeñas capillas de troncos o de adobe, sino de
edificios de piedra de sillería, cuyas ruinas se ven hoy y son las más
imponentes de Norteamérica. Pero así fué; ni el desierto ni los indios
pudieron frustrar aquel fervoroso celo.

La primera iglesia alzada en lo que hoy se llama Estados Unidos, fundóla
en San Agustín (Florida) Fray Francisco de Pareja, en 1560; pero medio
siglo antes había ya muchas otras iglesias españolas en América. Los
varios sacerdotes que Coronado llevó consigo a Nuevo Méjico, en 1540,
hicieron muy buena labor catequista; pero pronto fueron muertos por los
indios. La primera iglesia de Nuevo Méjico, segunda en los Estados
Unidos, la fundaron en septiembre de 1598 los diez misioneros que
acompañaron al colonizador Juan de Oñate. Fué una pequeña capilla,
edificada en San Gabriel de los Españoles (que ahora se llama Chamita).
San Gabriel quedó desierto en 1605, y entonces Oñate fundó Santa Fe, aun
cuando es probable que todavía se utilizase la capilla de vez en cuando.
Con el tiempo, sin embargo, se desmoronó. Todavía eran visibles en 1680
las ruinas de aquella venerable y antigua iglesia; pero ahora apenas
puede distinguirse. Una de las primeras cosas que se hicieron después de
establecer la nueva ciudad de Santa Fe, fué, naturalmente, construir una
iglesia, y allí, en 1606, se erigió la tercera de los Estados Unidos. No
llenó por mucho tiempo las necesidades de la colonia, y en 1622, Fray
Alonso de Benavides, el historiador, puso los cimientos de la iglesia
parroquial de Santa Fe, que se terminó en 1627. El templo de San Miguel
en la misma antigua ciudad, se construyó después de 1636. Sus primitivos
muros se conservan todavía y forman parte de una iglesia que sirve hoy
día para el culto. Fué parcialmente destruída durante la rebelión de los
pueblos en 1680, y restaurada en 1710. La nueva catedral de Santa Fe
está construída sobre los restos de la más antigua parroquia.

En 1617, tres años antes de que desembarcasen los peregrinos en Plymouth
Rock, había ya once iglesias dedicadas al culto en Nuevo Méjico. Santa
Fe era la única población española; pero había también iglesias en los
peligrosos pueblos indios de Galispeo y Pecos, dos en Jemez (cerca de
cien millas al oeste de Santa Fe y en un terrible desierto), Taos (casi
a igual distancia al norte), San Ildefonso, Santa Clara, Sandia, San
Felipe y Santo Domingo. Era una asombrosa proeza para cada misionero
solitario, porque no tenían apoyo civil ni militar en sus parroquias, el
inducir tan pronto a su bárbaro rebaño a construir una iglesia de piedra
para adorar allí al nuevo Dios blanco. Las iglesias hubieron de
abandonarse en los dos pueblos de Jemez en 1622, por la incesante
hostilidad de los navajos, los cuales desde tiempo inmemorial habían
desolado aquella región; pero fueron ocupadas de nuevo en 1626. Los
españoles, por lo que toca a la construcción de hogares, se vieron
limitados, por las imposiciones del desierto, al valle del Río Grande,
que corre de norte a sur por el centro de Nuevo Méjico. Pero sus
misioneros no reconocieron ese límite. Donde las colonias no podían
vivir, ellos podían orar y enseñar, y muy pronto empezaron a penetrar en
los desiertos que se extienden a gran distancia a ambos lados de aquella
estrecha faja de tierra colonizable. En Zuñi, muy al oeste del río, y a
trescientas millas de Santa Fe, los misioneros se habían establecido ya
por el año 1629. Pronto tuvieron seis iglesias en seis de las «Siete
Ciudades de Cibola» (poblaciones Zuñi), de las cuales la situada en
Chyánahue todavía está admirablemente conservada y en el mismo período
se habían establecido doscientas millas más adentro del desierto, y
construído allí tres iglesias entre las pasmosas ciudades situadas en
los riscos de Moqui.

En la parte baja del Río Grande notábase igual actividad. En el antiguo
pueblo de San Antonio de Senecú, que casi ha desaparecido ya, fundó en
1629 una iglesia Fray Antonio de Arqueaga y este hombre valiente fundó
otra en el mismo año en el pueblo de Nuestra Señora del Socorro, hoy
ciudad americana que lleva el nombre de esa virgen. La iglesia del
pueblo de Picuries, que estaba en las lejanías de las montañas del
norte, debió ser construída antes del año 1632, puesto que en esta fecha
fué enterrado en ella Fray Ascensión de Zárate. La iglesia de Isleta,
que está hacia el centro de Nuevo Méjico, fué construída antes de 1635.
Unas cuantas millas más arriba de Glorieta, pueden verse, desde las
ventanas de cualquier tren de la línea de Santa Fe, unas grandes e
imponentes ruinas de adobe, cuyos hermosos paredones sueñan en aquella
encantadora solana. Es la vieja iglesia del pueblo de Pecos, y aquellas
paredes se erigieron hace doscientos setenta y cinco años. El pueblo,
que fué en su tiempo el mayor de Nuevo Méjico, quedó desierto en 1840, y
su gran plaza cuadrangular, rodeada de casas indias de muchos pisos,
está en completa ruina; pero por encima de sus montones grises
descuellan todavía los muros de la vieja iglesia, que se construyó antes
de que hubiese un sajón en Nueva Inglaterra. Conforme se ve, el
«ladrillo de barro», como algunos llaman despectivamente al adobe, no es
una cosa tan despreciable, si siquiera para arrostrar la intemperie de
los siglos. Había una iglesia en el pueblo de Nambé, por el año de 1642.
En 1662 Fray García de San Francisco fundó una iglesia en El Paso del
Norte, en la actual frontera entre Méjico y los Estados Unidos, y esa
era una misión peligrosa, por hallarse a centenares de millas de las
colonias españolas, tanto del Viejo como del Nuevo Méjico.

Los misioneros también cruzaron las montañas del este del Río Grande, y
establecieron misiones entre los pueblos que vivían al borde de las
grandes llanuras. Fray Jerónimo de la Llana fundó la hermosa iglesia de
Cuaray, en 1642, y poco después se erigieron las de Abó, Tenabo y
Tabirá, más conocida ahora, aunque incorrectamente, con el nombre de La
Gran Quivira. Las iglesias de Cuaray, Abó y Cabirá son las ruinas más
grandiosas que hay en los Estados Unidos, y mucho más hermosas que
muchas que los americanos van a admirar al extranjero. La segunda y
mayor iglesia de Tabirá, fué construída entre los años de 1660 y 1670, y
casi al mismo tiempo y en la misma región, si bien a muchas millas de
distancia, en el árido desierto, las iglesias de Tajique y Chililí.
Acoma, como es sabido, tenía una misión permanente en 1629, y el
misionero construyó una iglesia. Además de todas las citadas, los
pueblos de Zía, Santa Ana, Tesuque, Pojoaque, San Juan, San Marcos, San
Lázaro, San Cristóbal, Alameda, Santa Cruz y Cochití tenían una iglesia
cada uno por el año de 1680. Esto da una idea de la eficacia del trabajo
de los misioneros españoles. Un siglo antes del nacimiento de nuestra
nación, habían construído los españoles, en uno de nuestros territorios,
medio centenar de iglesias permanentes, casi todas de piedra, y casi
todas expresamente para beneficio de los indios. Esa labor de los
misioneros no ha tenido igual en ningún otro punto de los Estados
Unidos, hasta el presente; y en todo el país no habíamos construído en
aquel tiempo tantas iglesias para nosotros mismos.

Una ojeada a la vida de los misioneros que iban a Nuevo Méjico por
entonces, antes de que hubiese quien predicase en inglés en todo el
hemisferio de occidente, presenta rasgos que fascinan a cuantos admiran
el heroísmo solitario, que no necesita ni aplauso ni espectadores para
mantenerse vivo. Ser valiente en campo de batalla y en casos de
excitación parecida es muy fácil; pero es cosa muy distinta hacer una
heroicidad cuando nadie la presencia y en medio, no tan sólo de
peligros, sino de toda clase de penalidades y obstáculos.

Los misioneros que iban a Nuevo Méjico tenían que salir, naturalmente,
del Viejo Méjico, y antes que eso, de España. Algunos de esos hombres
tranquilos que vestían el hábito gris, habían hecho ya tan largas
jornadas y afrontado peligros tales, como no los han conocido nunca los
Stanleys de nuestra época. Tenían que procurarse sus vestiduras y los
ornamentos de la iglesia y pagarse el viaje desde Méjico a Nuevo Méjico,
pues desde un principio se había organizado un servicio semianual de
expediciones armadas a través del peligroso desierto que los separaba.
La tarifa era de doscientos sesenta y seis pesos, desembolso muy duro
para un hombre cuyo salario era de ciento cincuenta pesos al año (no
pasaron los salarios de esta cifra hasta 1665, en que se aumentaron
hasta trescientos treinta pesos, pagaderos cada tres años). No puede
compararse ese estipendio con el que se da hoy en nuestras iglesias de
moda. Con esa mezquina paga, que era todo lo que podía darle el sínodo,
tenía que sufragar los gastos de su persona y de la iglesia.

Llegado al Nuevo Méjico después de una peligrosa jornada (y tanto la
jornada como el territorio ofrecían todavía peligros en la presente
generación), el misionero se dirigía primero a Santa Fe. Allí su
superior no tardaba en designarle una parroquia, y volviendo la espalda
a la pequeña colonia de sus compatriotas, el buen fraile recorría a pie
cincuenta, cien, o trescientas millas, según el caso, hasta llegar a su
nuevo y desconocido puesto. Algunas veces le acompañaban una escolta de
tres o cuatro soldados españoles; pero a menudo tenía que hacer aquel
peligroso recorrido enteramente solo. Sus nuevos feligreses lo recibían
unas veces con una lluvia de flechas y otras con un hosco silencio. El
no podía hablarles, y tampoco ellos a él, y lo primero que tenía que
hacer era aprender de aquellos reacios maestros su extraña lengua; mucho
más difícil de adquirir que el latín, el griego, el francés o el alemán.
Enteramente solo entre ellos, tenía que depender de sí mismo y de los
favores que de mal grado le hacía su rebaño para las necesidades de la
vida. Si decidían matarle, le era imposible hacer resistencia. Si
rehusaban darle alimento, tenía que morirse de hambre. Si enfermaba o se
imposibilitaba, no tenía más enfermeros ni doctores que aquellos
traicioneros indios. No creo que la historia presente otro cuadro de tan
absoluta soledad, desamparo y desconsuelo como era la vida de aquellos
mártires desconocidos, y por lo que toca a peligros, no ha habido hombre
alguno que los haya arrostrado mayores.

La manera de atender al mantenimiento de los misioneros era muy
sencilla. Además del pequeño salario que le pagaba el sínodo, el pastor
debía recibir algún auxilio de su parroquia. Esa era una necesidad así
moral como material. Es un principio, reconocido en todas las iglesias,
que el interés que en ellas se toma depende en parte de las dádivas
personales. Así, pues, las leyes españolas exigían de los pueblos la
misma contribución a la iglesia que la establecida por Moisés. Cada
familia india tenía que dar el diezmo y las primicias de los frutos a la
iglesia, como los habían siempre dado a sus caciques paganos. Esto no
era una carga para los indios y mantenía el misionero con un modesto
pasar. Por supuesto que los indios no daban un diezmo; al principio
daban lo menos que podían. El alimento que llevaban al padre consistía
en maíz, judías y calabazas, con sólo un poquito de carne, que rara vez
conseguían en la caza, porque pasó mucho tiempo antes de que hubiese
manadas de vacas o rebaños de carneros que se la proporcionasen. También
dependía de su insegura congregación para que le ayudase a cultivar su
pequeña huerta; para que le suministrase leña con que calentarse en
aquellas frías alturas, y hasta para que le diese agua, pues no había
allí acueductos ni pozos y era preciso ir a buscar el agua a largas
distancias y traerla en grandes jarras. Teniendo que depender por
completo, para su subsistencia, de gente tan sospechosa, recelosa y
traicionera, el buen hombre con frecuencia debía padecer hambre y frío.
Excusado es decir que no había tiendas, y si no podía obtener
comestibles de los indios, no tenía más remedio que morirse de hambre.
La leña se hallaba en algunos casos a veinte millas de distancia, como
lo está hoy de Isleta. Y no eran pocas sus tareas. No tan sólo tenía que
convertir aquellos paganos al cristianismo, sino además enseñarles a
leer y escribir, a cultivar mejor sus tierras y, en general, a trocar su
barbarie por la civilización.

Cuán difícil era esa labor, apenas puede apreciarlo el estadista
moderno; pero lo que costaba en sangre sí lo comprenderá cualquiera. No
se reducía todo a que de vez en cuando una ingrata congregación matase a
uno de esos hombres abnegados: eso era casi una costumbre; ni tampoco
que pecasen de ese modo una o dos poblaciones. Los pueblos de Taos,
Picuries, San Ildefonso, Nambé, Pojoaque, Tesuque, Pecos, Galisteo, San
Marcos, Santo Domingo, Cochití, San Felipe, Puaray, Jemez, Acoma,
Halona, Hauicu, Ahuatui, Mishongenivi y Oraibe--veinte diferentes
poblaciones--, tarde o temprano asesinaron a sus respectivos misioneros.
Algunos de ellos reincidieron en el crimen varias veces. Hasta el año
1700, _cuarenta_ de esos pacíficos héroes grises habían sido inmolados
por los indios en Nuevo Méjico; dos de ellos por los apaches, y los
demás por sus respectivas congregaciones. De los últimos, uno fué
envenenado; los otros sufrieron una muerte horrible y cruenta. Todavía
en el siglo pasado algunos misioneros fueron misteriosamente envenenados
con tósigos secretos, arte diabólico en que los indios eran y son aún
muy duchos; y cuando había muerto el misionero, los indios incendiaban
la iglesia.

Conviene no perder de vista un hecho muy importante. No tan sólo
llevaron a cabo esos maestros españoles una obra de catequesis como no
se ha realizado en parte alguna, sino que, además, contribuyeron
grandemente a aumentar los conocimientos humanos. Había entre ellos
algunos de los más notables historiadores que América ha tenido, y eran
contados entre los hombres más doctos en todos los ramos del saber,
especialmente en el estudio de las lenguas. No eran meros cronistas,
sino versados en las antigüedades del país, en sus artes y en sus
costumbres: realmente historiadores que sólo pueden parangonarse con los
grandes clásicos, Herodoto y Estrabón. La larga y notable lista de
autores misioneros españoles incluye nombres como Torquemada, Sahagún,
Motolinia, Mendieta y muchos otros; y sus voluminosas obras nos sirven
de grande e indispensable ayuda para el estudio de la verdadera historia
de América.



VIII

EL SALTO DE ALVARADO


Si alguna vez fuese el lector a Méjico,--y espero que pueda ir, pues esa
antigua ciudad, que era ya vieja y populosa cuando nació Colón, está
llena de romántico interés--, le mostrarán, en la Rivera de San Cosme,
el sitio histórico que se designa todavía con el nombre de «El Salto de
Alvarado». Es ahora una calle ancha y urbanizada, con su tranvía, sus
hermosos edificios, animada con el vaivén de gente extraña y contenta,
sin que pueda observarse en aquel sitio nada que recuerde los terrores
de la noche más cruel que relata la historia de América: la llamada
«Noche Triste».

El salto de Alvarado se cuenta entre las proezas más famosas de la
historia, y el que lo dió fué una de las figuras más notables entre los
exploradores del Nuevo Mundo. En la primera gran conquista se condujo
gallardamente, y con el relato de las hazañas que realizó entonces y
después, podría componerse una novela fascinadora. Alto, guapo, de
rubios cabellos y encendida tez, joven, vehemente y generoso, valiente
soldado y agradable compañero, era Alvarado el amigo predilecto así de
los españoles como de los indios. Aun cuando por algún motivo no era
bien quisto de Hernán Cortés, constituía su brazo derecho, y durante la
conquista de Méjico estuvo generalmente en los puestos de mayor peligro.
Habíase educado en un colegio: escribía con letra grande y clara, lo
cual no era muy común en aquella época, y su firma era muy legible. No
era un gran caudillo como Cortés, pues su valor daba a veces al traste
con su prudencia; pero, como oficial, en el campo de batalla mostrábase
tan intrépido y denodado como el que más.

Era el capitán don Pedro de Alvarado natural de Sevilla, y fué al Nuevo
Mundo en el vigor de la edad, no tardando en señalarse en Cuba por su
bizarría. En 1518 acompañó a Grijalba en el viaje en que descubrió
Méjico, y a su regreso a Cuba fué portador de los pocos tesoros que
ambos habían recogido. Al año siguiente, cuando Cortés embarcó para ir a
conquistar aquella nueva y maravillosa tierra, Alvarado le acompañó como
teniente. Tomó una parte importantísima en todos los brillantes hechos
de aquella romántica aventura. En el momento crítico en que fué
necesario apoderarse del traidor Moctezuma, fueron eficaces la actividad
y cooperación de Alvarado. Mientras el cacique estuvo en rehenes,
Alvarado tuvo ocasión de tratarle, y su franqueza le captó las simpatías
del guerrero indio. Quedó al mando de la pequeña guarnición de Méjico
cuando Cortés marchó en su audaz pero feliz expedición contra Narváez, y
desempeñó muy bien aquel delicado cargo. Antes del regreso de Cortés,
notáronse los síntomas de un levantamiento de los indios con la famosa
danza de guerra. Alvarado se hallaba solo, y tuvo que hacer frente a la
crisis bajo su propia responsabilidad. Pero estuvo a la altura de las
circunstancias. Comprendía muy bien el sangriento designio de la ominosa
danza, como lo conocen cuantos han peleado con los indios, y cuál era el
mejor modo de atajarlo. En su infortunada tentativa de apoderarse de los
exorcistas que excitaban al populacho a asesinar a los extranjeros,
Alvarado quedó mal herido. No obstante, tomó parte en la desesperada
resistencia a los asaltos de los indios, en que fueron heridos casi
todos los españoles. En aquella terrible lucha para defender su
fortaleza de adobe, así como en las audaces salidas para rechazar las
sitiadoras hordas salvajes, se destacaba siempre la figura del rubio
teniente. Cuando Cortés, que había ya regresado con sus refuerzos, vió
que la situación en la capital era insostenible y que su única salvación
era intentar la retirada de la ciudad lacustre a tierra firme, el puesto
de honor le tocó a Alvarado. Había mil doscientos españoles y dos mil
aliados tlaxcaltecas, y esta fuerza se dividió en tres mandos. Dirigía
la vanguardia Juan Velázquez; la segunda división iba a las órdenes de
Cortés y la tercera, que debía sostener toda la furia de la persecución,
la mandaba Alvarado.

Reinaba la mayor inquietud cuando salieron, gateando, los españoles de
su refugio para escapar por el malecón.

Era una noche lluviosa e intensamente obscura, y con los cascos de los
caballos y las ruedas de su pequeño cañón cubiertos de trapos para no
hacer ruido, los españoles avanzaban lo más cautelosamente posible por
la angosta lengua de tierra que unía la ciudad del lago con el
continente.

Este terraplenado viaducto estaba cortado por tres anchos canales, y
para cruzarlos llevaban los soldados un puente portátil. Mas a pesar de
su cautela, no tardaron los indios en darse cuenta de su salida. Apenas
habían abandonado el cuartel y emprendido la marcha por el viaducto,
cuando los toques del monstruoso tambor de guerra, el «tlacan huehuetl»,
desde la cumbre de la pirámide de los sacrificios, rompieron el silencio
de la noche sonando a sus oídos como el toque de agonía de sus
esperanzas. Todavía infunde terror ese feroz rugido del gigantesco
timbal colocado sobre un trípode, que se usa aún y puede oirse a quince
millas de distancia; pero para los españoles anunciaba su perdición.
Vieron encenderse varias hogueras en el Teocali, y correr en su
persecución numerosos enjambres de indígenas.

Corriendo tan aprisa como se lo permitían sus heridas y su impedimenta,
llegaron los españoles salvos al primer canal. Echaron sobre él su
puente y empezaron a desfilar por éste. Entonces los indios se agruparon
en sus canoas a cada lado del viaducto, y los atacaron con su
característica ferocidad. Los soldados, rodeados por las turbas,
luchaban mientras seguían avanzando. Pero, al cruzar la artillería el
puente, éste se vino abajo, precipitando al agua cañón, hombres y
caballos, que no se levantaron más. Entonces empezaron los inenarrables
horrores de la «Noche Triste». No había retirada posible para los
españoles, quienes se veían atacados por todos lados. Los que venían
detrás, empujaban a los de delante, que no podían detenerse ni siquiera
ante el canal de agua negruzca. En el borde estaban apiñados hombres y
caballos en la más densa obscuridad, y todavía venían empujando los de
detrás, hasta que, por último, el canal quedó atestado de cadáveres, y
los supervivientes tenían que pasar por encima de aquel hacinamiento de
sus muertos. Velázquez, que mandaba la vanguardia, fué herido, y
españoles y tlaxcaltecas caían como mieses segadas por la hoz. El
segundo canal, lo mismo que ambos lados del viaducto, estaba bloqueado
por canoas, llenas de guerreros salvajes, y allí se produjo otra
sangrienta pelea, que duró hasta que aquel boquete quedó también
atascado con los heridos, teniendo los fugitivos que pasar por un puente
de cadáveres para llegar al otro borde del viaducto. Alvarado, luchando
a retaguardia para contener a los indios que les atacaban por el
terraplén, fué el último en cruzar, y antes de que pudiera seguir a sus
camaradas, la corriente, barriendo súbitamente la macabra obstrucción,
dejó otra vez despejado el canal. Debajo de Alvarado cayó muerto su fiel
caballo; él también estaba mal herido; sus compañeros se habían alejado
y el despiadado enemigo lo rodeaba por todas partes. No podemos menos de
recordar al héroe romano...

    «aquel héroe tan valiente
    que defendió audaz el puente,
    y a quien dedica la historia
    una página de gloria».

La situación de Alvarado era tan desesperada como la de Horacio Cocles,
y con el mismo varonil denuedo supo colocarse a su altura. Con una
rápida ojeada comprendió que lanzarse al agua sería una muerte segura.
Entonces, mediante un supremo esfuerzo de su vigorosa musculatura,
apoyóse en la lanza y saltó. La distancia era de diez y ocho pies[12].
Hay memoria de otros saltos bastante más largos. Nuestro propio
Washington, cuando en su juventud se dedicaba a juegos atléticos, saltó
una vez más de veinte pies tomando carrera. Pero considerando las
circunstancias, la obscuridad, sus heridas y el peso de su armadura, el
prodigioso salto de Alvarado no ha sido quizá sobrepujado por otro
alguno.

Pero Alvarado saltó, y el héroe de esa proeza subió tambaleándose por la
margen opuesta, hasta ir a reunirse con sus compatriotas.

A partir de aquel momento, los que quedaban siguieron luchando por el
viaducto hasta llegar a tierra firme. Los indios abandonaron por fin la
persecución, y los españoles, exhaustos, pudieron respirar y contar los
que se habían salvado. Muy pocos habían quedado con vida. Nada tiene de
extraño, según dice la leyenda, que su valiente general, acostumbrado
como estaba a reprimir estoicamente sus sentimientos, se sentase bajo el
ciprés que se enseña todavía con el nombre de «El árbol de la Noche
Triste», y derramase lágrimas viriles al contemplar los lastimosos
restos de su valeroso ejército. De los mil doscientos españoles que
antes tenía, ochocientos sesenta perecieron, y de los supervivientes no
había uno solo que no estuviese herido. También habían muerto dos mil
indios tlaxcaltecas aliados suyos. A no ser porque los indígenas
trataban menos de matar que de aprisionar a los españoles para darles
una muerte más horrible con la cuchilla de sacrificar, ni uno solo se
hubiera salvado. Aun así, los supervivientes vieron más tarde a unos
sesenta de sus camaradas descuartizados sobre el altar del gran Teocali.

Perdióse toda la artillería, como también todo el tesoro. Ni un grano de
pólvora quedó en condición de poder utilizarse, y sus armaduras quedaron
tan abolladas y rotas, que no parecían las mismas. Si los indios les
hubiesen perseguido entonces, los hombres, exhaustos, hubieran sido
fáciles víctimas. Pero después de aquella terrible pelea, también
descansaban los indígenas, lo cual permitió que pudiesen escapar los
españoles. Dirigiéndose al pueblo amigo de Tlaxcala, dando un rodeo para
escapar de sus enemigos; pero fueron atacados en todos los pueblos
intermedios. La lucha más desesperada tuvo efecto en las llanuras de
Otumba. Rodeados y acosados por los naturales, los españoles se
consideraban ya perdidos. Afortunadamente Cortés reconoció a uno de los
exorcistas por su rico ropaje, y en una última y desesperada carga,
ayudado por Alvarado y otros pocos oficiales, derribó al sujeto de quien
los supersticiosos indios hacen depender el éxito de la guerra. Muerto
el mago, sus aterrorizados secuaces cejaron, y de nuevo los españoles se
vieron libres de las garras de la muerte.

En el sitio de Méjico, que fué el más sangriento asedio que registra la
historia de América, Alvarado fué quizá la figura más preeminente
después de Cortés. Este gran general era el cerebro de aquella notable
campaña, y un cerebro de gran valía. No hay nada en la historia que
pueda compararse con su empresa de hacer construir trece bergantines en
Tlaxcala y transportarlos a hombros de sus soldados a más de cincuenta
millas tierra adentro y por encima de las montañas, para botarlos en el
lago de Méjico a fin de que ayudasen a poner el sitio. Lo que más se le
parece es el gran hecho de Balboa transportando dos bergantines a través
del istmo. Las hazañas del gran cartaginés Aníbal en el sitio de
Tarento, y las del «Gran Capitán» español, Gonzalo de Córdoba, en la
misma plaza, no son comparables en modo alguno con aquéllas.

En los setenta y tres días que duró el sitio, era Cortés la cabeza y
Alvarado su brazo derecho. El bizarro teniente mandaba la fuerza que
atacó por el mismo viaducto por donde se retiraron en la _Noche Triste_.
En una de las batallas le mataron a Cortés el caballo que montaba, y los
indios se llevaban arrastrando al conquistador, cuando uno de sus pajes
se abalanzó sobre ellos y le salvó la vida. En el asalto final y en la
desesperada lucha dentro de la ciudad, Cortés iba al frente de una mitad
de los soldados españoles, y Alvarado mandaba la otra mitad, y éste fué
el que dirigió la toma por asalto del gran Teocali.

Después de la conquista de Méjico, en que ganó tantos laureles, Alvarado
fué enviado por Cortés con una pequeña fuerza a conquistar Guatemala.
Marchó allá por Oaxaca y Tehuantepec, encontrando la resistencia
característica de los indios. Había en Guatemala tres tribus
principales: los Quiché, los Zutuhil y los Caciquel. Los Quiché le
hicieron frente en campo abierto, y los derrotó. Entonces se rindieron
formalmente, hicieron la paz y le invitaron a visitarles como amigo en
su pueblo de Utatlán. Cuando los españoles estaban seguros en la ciudad
y rodeados por los indios, éstos pegaron fuego a las casas y atacaron
ferozmente a sus medio asfixiados huéspedes. Después de un empeñado
encuentro, Alvarado los derrotó y dió muerte a los cabecillas. Las otras
dos tribus se sometieron, y en cosa de un año Alvarado y su pequeña
fuerza habían llevado a cabo la conquista de Guatemala. Los servicios de
aquél fueron recompensados con su nombramiento de gobernador y
Adelantado de la provincia, y fundó la ciudad de Guatemala, que en su
tiempo probablemente llegó a ser lo que Méjico era entonces: una ciudad
de quince a veinte mil habitantes indios y mil españoles.

El gobernador Alvarado se ausentaba con frecuencia de la capital. Había
que efectuar muchas expediciones por aquel desierto nuevo mundo. Su más
importante jornada la realizó en 1534, cuando, construyendo sus buques
como de costumbre, salió para el Ecuador y llevó a cabo una marcha
dificultosa por el interior, hasta llegar a Quito, donde se encontró en
territorio de Pizarro. Entonces regresó a Guatemala sin provecho alguno.

Durante una de sus ausencias prodújose el terrible terremoto que
destruyó la ciudad de Guatemala y causó a Alvarado una irreparable
pérdida, a la cual nunca se resignó. Más arriba de la ciudad se elevaban
dos grandes volcanes: el Volcán de Agua y el Volcán de Fuego. El Volcán
de Agua estaba extinto y su cráter inundado por un lago. El Volcán de
Fuego estaba, y está todavía, en erupción. En aquel memorable temblor de
tierra, el borde de lava del Volcán de Agua quedó hendido por la
convulsión, y aquel volumen de agua se precipitó como un torrente sobre
la malhadada ciudad. Millares de personas perecieron bajo las paredes
que se derrumbaban y en la impetuosa corriente, y entre los que así se
perdieron, hallábase la esposa de Alvarado, doña Beatriz de la Cueva. Su
muerte causó al valiente soldado un gran desaliento, porque la amaba
tiernamente.

En los tiempos borrascosos que atravesó Méjico, después que Cortés hubo
terminado su conquista y empezó a malearse en la prosperidad y a ponerse
en evidencia de un modo indigno, el apoyo de Alvarado fué solicitado y
obtenido por el grande y buen virrey Antonio de Mendoza, uno de los
hombres de gobierno más notables de todas las épocas. No fué eso una
traición por parte de Alvarado hacia su antiguo jefe, pues Cortés había
traicionado no solamente a la Corona, sino también a sus amigos. La
causa de Mendoza era la causa del buen gobierno y de la lealtad.

Se había hecho necesario domeñar a los indios hostiles Nayares, quienes
habían causado a los españoles muchos trastornos en la provincia de
Jalisco, y en esa campaña Alvarado se unió a Mendoza. Los indios se
retiraron a la cima del ingente y, al parecer, inexpugnable risco de
Mixtón, y había que desalojarlos a toda costa. El asalto de aquella roca
puede compararse con el de Acoma y es uno de los más desesperados y
brillantes de que hay recuerdo. El virrey mandaba en persona; pero la
verdadera proeza la realizaron Alvarado y un oficial compañero suyo. Al
ir a escalar el risco, Alvarado fué herido en la cabeza por una roca que
dejaron rodar los salvajes, y murió a consecuencia de la herida; pero no
sin ver que sus compañeros alcanzaban una brillante victoria.

El oficial que, después de Alvarado, merece citarse como héroe del
Mixtón, fué Cristóbal de Oñate, hombre distinguido por muchos conceptos.
Era un oficial de valía, de espíritu activo y diligente, y uno de los
primeros millonarios de Norteamérica, siendo, además, el padre del
colonizador de Nuevo Méjico, Juan de Oñate. El 11 de junio de 1548,
algunos años después de la batalla de Mixtón, descubrió Oñate las más
ricas minas de plata del continente, las de Zacatecas, en la pelada y
desolada meseta donde se halla ahora la ciudad mejicana de aquel nombre.
Esas grandes venas de arseniato rubí y negro y de plata virgen,
formaron los primeros millonarios de Norteamérica, así como la conquista
del Perú, hizo los primeros del continente del sur. Las minas de
Zacatecas no eran tan vastas como las que se explotaron en Potosí, de
Bolivia, las cuales produjeron, de 1541 a 1664, la inconcebible suma de
641.250,000 pesos en plata; pero las minas de Zacatecas también fueron
enormemente productivas. Su corriente de plata fué la primera
realización de los ensueños de vasta riqueza en el continente del norte,
y causó un prodigioso cambio comercial en esa parte del Nuevo Mundo. En
la localidad, el descubrimiento redujo el precio de las subsistencias
cerca de un noventa por ciento. Nunca fué Méjico un país de mucho oro;
pero durante más de tres siglos ha sido uno de los principales
productores de plata. Lo es aún hoy día, si bien su producción no es tan
crecida como la de los Estados Unidos.

Cristóbal de Oñate fué, por lo tanto, un hombre muy importante en la
obra del destino. Su «bonanza» hizo de Méjico un nuevo país
comercialmente, y supo hacer de sus millones mejor uso que el que se
hace en nuestros días, pues se les empleó en la construcción de dos de
las primeras ciudades de los Estados Unidos.



IX

EL VELLOCINO DE ORO


Todos sabemos de aquel extraño vellocino amarillo que, guardado por un
dragón, estaba colgado en el sombreado bosquecillo de Colcos, y de cómo
Jasón y sus argonautas ganaron el premio, después de muchos peligros y
peripecias. Ahora bien; en nuestro propio Nuevo Mundo hemos tenido un
vellocino de oro más deslumbrador que aquel que trató de ganar el
mitológico pupilo del viejo Quirón, pero que nadie llegó a capturar, no
obstante haberlo probado hombres más valientes que Jasón. Realmente hubo
centenares de Jasones que lucharon más bravamente y sufrieron mucho
mayores contrariedades, y que, sin embargo, nunca llegaron a conseguir
el premio. Porque el dragón que guardaba el vellocino de oro americano
no era un quimérico perro faldero como el de Jasón, que se tragase una
pócima, y se echase a dormir; era un monstruo mayor que toda la tierra
en que vivían los argonautas y que todos los países en que viajaron; un
monstruo que todavía no ha logrado ningún hombre, ni toda la humanidad,
hacer desaparecer: el mortífero monstruo de los trópicos.

El mito de Jasón es uno de los más hermosos de la antigüedad, y hasta es
más que bello. Empezamos ahora a comprender la importante influencia que
puede tener un cuento de hadas sobre conocimientos más serios. Un mito
tiene siempre, en cierta parte, algún fundamento de verdad, y esa oculta
verdad puede ser de un valor perdurable. Estudiar la historia sin fijar
la atención en los mitos que relata, es prescindir de una preciosa luz
auxiliar que puede iluminar determinados hechos. El progreso humano, en
casi todas sus fases, ha sentido la influencia de este raro pero
poderoso factor. ¿Dónde imagina el lector que estaría hoy la química, si
la piedra filosofal y otros mitos no hubiesen inducido a los viejos
alquimistas a escudriñar los misterios, donde nunca hallaron lo que
buscaban, pero encontraron verdades de la mayor valía para la humanidad?
La geografía en particular, ha debido más bien a los mitos que a la
invención escolástica el llegar a ser una ciencia, y el mito de oro ha
sido en todo el mundo el profeta y la inspiración de los descubrimientos
y el moldeador de la historia.

Nos hemos acostumbrado a considerar a los españoles como los únicos que
iban en busca de oro, dando a entender que la caza del oro es una
especie de pecado y que ellos eran excesivamente propensos a cometerlo.
Pero no es ese un defecto propio exclusivamente de los españoles; esa
afición es común a toda la humanidad. La única diferencia está en que
los españoles hallaron oro, lo que es un pecado bastante grande para
ciertos «historiadores», incapaces de considerar _lo que hubieran hecho
los ingleses si hubiesen hallado oro en América desde un principio_.

No creo que nadie niegue que, cuando se descubrió oro en las partes más
distantes de su tierra, el sajón tuvo piernas para llegar hasta ese
metal, y hasta adoptó medidas que no eran del todo decorosas para
apoderarse de él; pero nadie es tan imbécil que hable de «los días del
49» como de algo que nos deshonre. Hubo ciertamente algunos lamentables
episodios; pero, cuando California conmovió de pronto el continente,
haciendo llegar hasta ella la fuerza de los Estados del Este, abrió uno
de los más valientes, más importantes y más señalados capítulos de
nuestra historia nacional. Porque el oro no es un pecado: es un artículo
muy necesario, y muy digno siempre que recordemos que es un medio y no
un fin, un instrumento y no un motivo de lucro; punto de sentido común
económico que solemos olvidar tan fácilmente en el centro bursátil de
Nueva York como en las minas del Oeste.

A esta universal y perfectamente legítima afición al oro, debemos
principalmente el que se descubriese la América, como en realidad el
haber civilizado muchos otros países.

La historia científica moderna ha demostrado plenamente cuán disparatada
y errónea es la idea de que los españoles tan sólo buscaban oro, y nos
enseña de qué manera tan varonil satisfacían las necesidades del cuerpo
y del espíritu. Pero el oro era para ellos, como sería hoy mismo para
otros hombres, el principal motivo. La gran diferencia está únicamente
en que el oro no les hacía olvidar su religión. Fué un dedo de oro el
que guió a Colón hacia América; a Cortés, hacia Méjico; a Pizarro, hacia
el Perú; de igual modo que nos guió a nosotros a California, sin lo cual
no hubiera sido hoy uno de nuestros Estados. El oro que se encontró al
principio en el Nuevo Mundo era desgraciadamente poco: antes de la
conquista de Méjico sólo ascendió a 500,000 pesos; Cortés aumentó la
cantidad, y Pizarro la hizo subir a una cifra fabulosa y deslumbradora.
Pero lo más curioso es que el oro que se encontró, no representó, en la
exploración y civilización del Nuevo Mundo, un papel tan importante como
el que se buscaba en vano. El maravilloso mito que representa el
vellocino de oro americano, influyó de un modo más eficaz, en la
geografía y la historia, que las verdaderas e incalculables riquezas del
Perú.

De este mito fascinador tiene la gente escaso conocimiento, aun cuando
una corruptela de su nombre anda en boca de todo el mundo. Hablando de
una región muy rica solemos decir que es otro «Eldorado» o bien «un
Eldorado», error indigno de personas cultas. El verdadero nombre es
«Dorado», y «El Dorado» es una contracción en español de «el hombre
dorado», mito que ha dado origen a una serie de proezas, al lado de las
cuales son insignificantes las de Jasón y sus compañeros semidioses.

Como todos esos mitos, éste tuvo en realidad su fundamento. El
«vellocino de Colcos» era una imagen poética de las minas de oro del
Cáucaso; pero realmente existió un «hombre dorado». Su historia y los
sucesos a que dió pie es un cuento de hadas que tiene la ventaja de ser
verdad. Es un tema sumamente complicado; pero, gracias a que Bandelier
ha descorrido por fin el velo que lo cubría, se puede ahora relatar esa
historia de un modo inteligible, como no se ha vulgarizado antes de
ahora.

Hace algunos años se halló en una laguna de Siecha, en Nueva Granada, un
curioso y pequeño grupo de estatuas: era un trabajo tosco y antiguo de
los indios, y aun más precioso por su interés etnológico que por el
metal de que estaba hecho, que era oro puro. Este raro ejemplar, que
puede verse ahora en un museo de Berlín, es una balsa de oro, sobre la
cual están agrupadas diez figuritas de hombres del mismo metal.
Representa una extraña costumbre que en tiempos prehistóricos era
peculiar de los indios de la aldea de Guatavitá, en las montañas de
Nueva Granada. Esa costumbre era como sigue: En cierto día uno de los
jefes de la aldea untaba su cuerpo desnudo con una goma, y después se
espolvoreaba de la cabeza a los pies con oro fino molido. Esa era «el
hombre dorado». Entonces lo llevaban sus compañeros en una balsa hasta
el centro del lago que estaba cerca de la aldea, y saltando de la balsa
«el hombre dorado», se lavaba su preciosa y extraña envoltura y la
dejaba hundirse hasta el fondo del lago. Esa práctica era un sacrificio
en provecho de la aldea. La tal costumbre ha quedado históricamente
comprobada; pero se había abandonado más de treinta años antes de que se
enterasen de ella los europeos, esto es, los españoles de Venezuela en
1527. Esa costumbre no había sido abandonada voluntariamente por la
gente de Guatavitá, sino que los belicosos indios Muysca de Bogotá
pusieron fin a ella, bajando a dicha aldea y exterminando a casi todos
sus habitantes. Pero el sacrificio fué un hecho, y a tan enorme
distancia y en aquellos días precarios, los españoles supieron de esa
costumbre como si todavía se practicase. La historia del «hombre
dorado», que por contracción se decía «eldorado», era demasiado
sorprendente para no causar impresión. Llegó a ser una palabra familiar,
y desde entonces un señuelo para cuantos se acercaban a la costa del
norte de la América del Sur. Nos extrañará que la tal conseja (que ya se
había convertido en un mito en 1527, desde que cesara la costumbre que
le dió pie), pudiese subsistir durante 250 años sin que se refutase por
completo; pero no nos sorprenderá tanto si tenemos en cuenta que la
América del Sur era entonces un dificultoso y vasto desierto y que aun
hoy contiene muchos misterios que no han sido explorados.

Las primeras tentativas de llegar hasta «el hombre dorado», se hicieron
desde la costa de Venezuela. Carlos I de España y V de Alemania, había
empeñado la costa de aquella posesión española a la opulenta familia
bávara de los Welsers, concediéndoles el derecho de colonizar y
«descubrir el interior». En 1529, Ambrosio Dalfinger y Bartolomé Seyler
desembarcaron en Coro (Venezuela) con 400 hombres. La historia del
«hombre dorado» era ya cosa corriente entre los españoles, y atraído por
ella, Dalfinger se fué tierra adentro para encontrarlo. Era atrozmente
cruel, y su expedición fué nada menos que una absoluta piratería.
Penetró hasta el río Magdalena, en Nueva Granada, esparciendo la muerte
y la devastación por donde quiera que pasaba. Encontró algún oro; pero
su brutalidad hacia los indios fué tan grande y contrastaba de tal modo
con el trato que estaban acostumbrados a recibir de los españoles, que
los indígenas, exasperados, se rebelaron, y la marcha de aquel nombre no
fué otra cosa que una continua lucha, que duró más de un año. El mal
estaba en que los Welsers no tenían más empeño que encontrar tesoros
para reintegrarse del dinero que habían desembolsado, y no sentían el
verdadero espíritu colonizador y cristianizador de los españoles.
Dalfinger no pudo hallar «el hombre dorado», y murió en 1530 de resultas
de una herida que recibió durante la nefanda expedición.

Su sucesor en el mando de los intereses de los Welsers, Nicolás
Federmann, no fué mucho mejor como hombre, ni tuvo mejor fortuna como
explorador. En 1530 marchó tierra adentro para descubrir el Dorado; pero
desde Coro se dirigió en derechura hacia el Sur, así que no pasó por
Nueva Granada. Después de una terrible marcha por las selvas tropicales,
tuvo que volverse con las manos vacías, en el año 1531.

Desde este punto empieza a derivar, cronológicamente, una de las
curiosas ramificaciones y variaciones de este fecundo mito. Fué al
principio un hecho, durante treinta años una fábula, y ahora, después de
tres años, comenzó a ser un errante fuego fatuo, que saltaba de un punto
a otro y poco a poco se iba enredando con otros mitos. La primera
variación data de la tentativa para descubrir el origen del Orinoco, ese
gran río que se suponía que sólo podía emanar de algún gran lago. En
1530, Antonio Sedeño salió de España con una expedición para explorar el
Orinoco. Llegó al Golfo de Paria y construyó un fuerte, con intención de
continuar desde allí sus exploraciones. Mientras ponía su proyecto en
obra, Diego de Ordaz, antiguo camarada de Cortés, había obtenido en
España una concesión para colonizar el distrito que se llamaba entonces
Marañón, y era un territorio vagamente definido, que comprendía
Venezuela, Guayana y el norte del Brasil. Salió de España en 1531, llegó
al Orinoco y se remontó por el río hasta las cataratas. Entonces tuvo
que volverse, después de dos años de tratar en vano de vencer todos los
obstáculos que se le presentaron. Pero en esta expedición oyó decir que
el Orinoco tenía su origen en un gran lago, y que el camino que a ese
lago conducía, pasaba por una provincia llamada Meta que, según se
decía, era fabulosamente rica en oro. Según el historiador Bandelier,
que es autoridad en la materia, no cabe duda que la riqueza que se
atribuía a Meta era sólo un eco del cuento del Dorado, que había llegado
hasta las tribus del bajo Orinoco.

A Ordaz le siguió en 1534 Jerónimo Dortal, el cual intentó llegar a
Meta, pero fracasó por completo. Estas tentativas realizadas desde
Venezuela, según demuestra Bandelier, localizaron por fin el sitio del
Dorado, limitándolo a la parte noroeste del continente. Se le había
buscado en otros puntos sin encontrarlo, y de ahí se dedujo que debía de
estar en el único sitio no explorado: la elevada meseta de Nueva
Granada.

Después de muchas infortunadas tentativas, que no es del caso relatar
aquí, Gonzalo Ximénez de Quesada conquistó por fin la meseta de Nueva
Granada, en 1536-38. Este bravo soldado subió por el río Magdalena con
una fuerza de seiscientos veinte infantes y ochenta y cinco jinetes. De
éstos, sólo llegaron vivos a la meseta ciento ochenta, al principio del
año 1537. Se encontró con los indios Muysca, que vivían en aldeas
permanentes y poseían oro y esmeraldas. Le resistieron con su
característica tenacidad; pero las tribus fueron vencidas una tras otra,
y Quesada fué el conquistador de Nueva Granada.

El botín que se repartieron los conquistadores ascendió a 246,976 _pesos
de oro_--que valdrían ahora 1.250,000 duros,--y 1,815 esmeraldas,
algunas de gran tamaño y de mucho valor. Hallaron el verdadero sitio del
«hombre dorado», y hasta visitaron Guatavitá, cuyos habitantes opusieron
una feroz resistencia; pero claro está que no hallaron al «hombre»,
porque ya había desaparecido la famosa costumbre.

Apenas había Quesada completado su gran conquista, cuando le sorprendió
la llegada de otras dos expediciones españolas, que fueron atraídas al
mismo sitio por el mito del Dorado.

Dirigía una de ellas Federmann, el cual había penetrado en Bogotá desde
la costa de Venezuela en aquella su segunda expedición, que fué una
marcha terrible. Al mismo tiempo, y sin saberlo el uno del otro,
Sebastián de Belalcázar había salido de Quito en busca del «hombre
dorado». El cuento del cacique cubierto de oro había llegado hasta el
corazón del Ecuador, y los relatos de los indios indujeron a Belalcázar
a ir en busca del sitio en que se hallaba. Los tres jefes hicieron un
convenio en virtud del cual Quesada quedó único dueño del país que había
conquistado, y Federmann y Belalcázar regresaron a sus puestos
respectivos.

Mientras Federmann andaba a la caza del mito, un sucesor suyo había ya
llegado a Coro. Era el intrépido alemán conocido por «George de Speyer»,
pero cuyo verdadero nombre, descubierto por Bandelier, era George
Hormuth. Al llegar a Coro, en 1535, no solamente oyó hablar del Dorado,
sino también de que había carneros domesticados hacia el sudoeste, esto
es, en dirección del Perú. Siguiendo estas vagas indicaciones, salió con
aquel rumbo; pero tropezó con tan enormes dificultades para llegar al
paso de la montaña que le dijeron los indios que conducía a la tierra
del Dorado, que se desvió hacia las vastas y terribles selvas tropicales
del alto Orinoco. Allí oyó hablar de Meta, y siguiendo aquel mito,
penetró hasta un grado del Ecuador. Durante veintisiete meses él y sus
acompañantes españoles anduvieron errabundos por la enmarañada y
pantanosa manigua que hay entre el Orinoco y el río Amazonas. Tropezaron
con muy numerosas y belicosas tribus, de las cuales la más notable era
la de los Uaupes. No hallaron oro; pero en todas partes oyeron contar la
fábula de un gran lago relacionado con el oro. De los ciento noventa
hombres que salieron en esta expedición, sólo regresaron ciento treinta,
y de éstos sólo unos cincuenta tenían fuerzas para llevar armas. Tan
indescriptible y penoso viaje duró tres años. El resultado de sus
horrores, fué desviar la atención de los exploradores del verdadero
sitio del Dorado y encaminarles hacia las selvas del río Amazonas, en la
empresa quimérica de buscar un mito que tenía mucho de geográfico. En
otras palabras, preparó la exploración de la parte norte del Brasil.

Poco después de «George de Speyer», y sin tener la menor relación con
él, Francisco Pizarro, conquistador del Perú, había dado impulso a la
exploración del Amazonas desde el lado Pacífico del continente. En 1538,
desconfiando de Belalcázar, envió a su hermano Gonzalo Pizarro a Quito,
para reemplazar a su sospechoso teniente. Al siguiente año, Gonzalo supo
que el árbol de la canela abundaba en los bosques de la vertiente
oriental de los Andes, y que todavía más lejos moraban poderosas tribus
indias ricas en oro. Quiere decir que, mientras el mito original y
verdadero del Dorado había llegado a Quito desde el norte, el mito de
Meta, que era un eco de aquél, había llegado también allí desde el este.
Puesto que Belalcázar había ido al antiguo y verdadero lugar del Dorado,
y no había encontrado a ese individuo, se suponía que su domicilio debía
hallarse en algún otro punto, es decir, al este, en vez del norte, de
Quito. Gonzalo emprendió su desastrosa expedición a las selvas
orientales con doscientos veinte hombres. En los dos años que duró la
tremebunda jornada, perecieron todos los caballos, como también sus
compañeros indios, y los pocos españoles que llegaron vivos al Perú, en
1541, tenían la salud completamente quebrantada. Se encontró el árbol de
la canela; pero no «el hombre dorado». Uno de los tenientes de Gonzalo,
Francisco de Orellana, habíase adelantado por la parte superior del
Amazonas, con cincuenta hombres, en un bote desvencijado. No pudieron
los dos grupos volver a juntarse, y Orellana finalmente se dejó
arrastrar por la corriente hasta la desembocadura del Amazonas, en medio
de indecibles sufrimientos. Flotando mar adentro en el Atlántico,
llegaron por último a la isla de Cubagua, el 11 de septiembre de 1541.
Esta expedición fué la primera que trajo al mundo informes fidedignos
respecto del tamaño y naturaleza del mayor río de la tierra, y también
dió a dicho río el nombre que hoy lleva. Encontraron tribus indias cuyas
mujeres luchaban al lado de los hombres, y por esta razón le llamaron
«río de las Amazonas».

En 1543, Hernán Pérez Quesada, hermano del conquistador, penetró en las
regiones que había visitado «George de Speyer». Fué allí desde Bogotá,
por haber oído tergiversado el mito de Meta; pero sólo encontró miseria,
hambre, enfermedades e indígenas hostiles en los diez y seis terribles
meses que anduvo errante por el desierto.

Entre tanto se habían convencido en España de que la concesión de
Venezuela a los prestamistas alemanes era un fracaso. El régimen de los
Welsers sólo daño causaba. No obstante, se resolvió hacer el último
esfuerzo, y Philip Von Hutten, joven y valiente caballero alemán, salió
de Coro, en agosto de 1541, a la caza del mito de oro, el cual por aquel
tiempo había llegado ya hasta el sur de las Amazonas. Durante diez y
ocho meses anduvo vagando en un círculo, y entonces, oyendo decir que
había una tribu poderosa y rica en oro, llamada de los Omaguas, se lanzó
hacia el sur, cruzando el Ecuador con su fuerza de cuarenta hombres.
Encontró a los Omaguas; fué derrotado por ellos y herido, y al fin pudo
llegar a Venezuela después de pasar por muchos sufrimientos durante más
de tres años en las más impenetrables selvas y los dilatados pantanos de
los trópicos. A su regreso fué asesinado, y así terminó la dominación
alemana en Venezuela.

El hecho de que los Omaguas pudieran derrotar a una compañía española en
batalla a campo abierto, dió a aquella tribu una gran reputación. Siendo
tan fuertes en número y en valentía, era natural suponer que también
fuesen ricos en metales, aun cuando no se había visto de ello muestra
alguna.

Arrojado de su cuna, el mito del «hombre dorado», se había convertido en
un fantasma errante. Habíase perdido de vista su primitiva forma, y de
un «hombre dorado» se había transformado, poco a poco, en una tribu de
oro. Se confundieron y combinaron el Dorado y Meta, siguiendo el curioso
pero característico curso de los mitos. Primero, un hecho notable;
después el relato de un hecho que ha dejado de existir; luego, el eco
lejano de ese cuento enteramente despojado de los hechos fundamentales
y, por último, un enredo y maraña general del hecho; la leyenda y el eco
formando un nuevo mito, difícil de reconocer.

Este mito vagabundo y variable atrajo poderosamente la atención, en
1550, en la provincia del Perú. En aquel año varios centenares de indios
de la región central del Amazonas, esto es, del corazón del norte del
Brasil, se refugiaron en las colonias españolas de la parte oriental del
Perú. Habían sido arrojados de sus habitaciones por la hostilidad de las
tribus vecinas, y no llegaron al Perú sino después de muchos años de
penosas y azarosas marchas.

Dieron noticias exageradas de la riqueza e importancia de los Omaguas, y
esos cuentos fueron creídos con avidez. Sin embargo, no estaba entonces
el Perú en condiciones de emprender una nueva conquista, y sólo diez
años después de la llegada de aquellos indios refugiados, se dieron
algunos pasos acerca de este asunto. El primer virrey del Perú, el bueno
y gran Antonio de Mendoza, que del virreinato de Méjico había sido
ascendido a esta más alta dignidad, vió en aquellas noticias la
oportunidad de tomar una sabia medida. Había librado a Méjico de unos
cuantos centenares de hombres levantiscos que eran una amenaza para el
buen gobierno, enviándolos a la caza del áureo fantasma de Quivira,
aquella notable expedición de Coronado que fué tan importante para la
historia de los Estados Unidos. Entonces halló en su nueva provincia un
peligro análogo pero mucho peor, y para librar al Perú de gente maleante
y peligrosa, Mendoza organizó la famosa expedición de Pedro de Ursua.
Fué el cuerpo más numeroso que se reunió en la América del Sur para una
empresa de esta clase en el siglo XVI; pero se componía de los peores y
más feroces elementos que jamás hubo en las colonias españolas. Las
fuerzas de Ursua se concentraron en las márgenes del alto Amazonas, y el
día 1.º de julio, el primer bergantín zarpó y tomó río abajo. El cuerpo
principal de la expedición siguió en otros bergantines el 26 de
septiembre.

Era aquella región una inmensa selva tropical, enteramente desierta.
Pronto se hizo evidente que sus esperanzas de oro nunca llegarían a
realizarse, y empezó el descontento a manifestarse de un modo
sangriento. En aquella turba de malhechores que virtualmente había
desterrado el sabio virrey para purificar el Perú, no era de esperar que
reinase la armonía. No hallándose ya diseminados entre buenos ciudadanos
que pudiesen reprimir sus desmanes, sino unidos en descarada pillería,
no tardaron, con su conducta, en reproducir la fábula de los gatos de
Kilkenny[13]. Su viaje fué una orgía imposible de describir.

Entre aquellos pillastres había uno de condición peculiar; un sujeto
deforme, pero muy ambicioso, el cual tenía motivos para no desear volver
al Perú. Llamábase Lope de Aguirre. Viendo que el objeto de la
expedición no podía menos de fracasar, empezó a formar un plan
diabólico. Si no podían hallar oro de la manera que esperaban, ¿por qué
no buscarlo de otro modo? En una palabra, concibió el plan audaz de
hacer traición a España y a todos y fundar un nuevo imperio. Para
llevarlo a cabo comprendió que era necesario deshacerse de los jefes de
la expedición, los cuales podrían tener escrúpulos de ser traidores a su
patria. Así, mientras los bergantines flotaban río abajo, fueron teatro
de una serie de atroces tragedias. Primero fué asesinado el comandante
Ursua, y en su lugar pusieron a un joven noble, muy disoluto, llamado
Fernando de Guzmán. En el acto fué elevado a la dignidad de príncipe, y
ese fué el primer paso de su manifiesta traición.

Luego fué asesinado Guzmán, como también la infame Inés de Atienza,
mujer que tomó parte vergonzosa en aquella trama, y el jorobado Aguirre
se hizo jefe y «tirano». Patentizóse su traición, y desde aquel momento
mandó la expedición, no como oficial español, sino como rebelde y
pirata. Mientras hacía rumbo al Atlántico, trazó planes de espantosa
magnitud y audacia. Proyectó navegar hasta el Golfo de Méjico,
desembarcar en el istmo, apoderarse de Panamá y de allí navegar hasta el
Perú, en donde daría muerte a todos los que se le opusiesen y
establecería un imperio bajo su dominio.

Pero un curioso accidente desbarató todos sus planes. En vez de llegar a
la desembocadura del Amazonas, la flotilla derivó hacia la izquierda,
internándose en sus laberínticas revueltas, y fueron a parar al río
Negro. Las lentas corrientes les impidieron descubrir su error, y
siguiendo adelante hasta el Casiquiare, y desde allí penetraron en el
Orinoco. El día 1.º de julio de 1561 (un año justo estuvieron navegando
por el laberinto y todos los días se señalaron con asesinatos a diestro
y siniestro), los malvados llegaron al Océano Atlántico, pero por la
desembocadura del Orinoco, y no, como ellos esperaban, por la del
Amazonas. Diez y siete días después avistaron la isla de Margarita,
donde había un puesto español. A traición se apoderaron de la isla y
proclamaron su independencia de España.

Con este acto se proveyó Aguirre de dinero y de algunas municiones; pero
le faltaban buques para hacer un viaje por mar. Trató de apoderarse de
un gran bajel que conducía a Venezuela al provincial Montesinos,
misionero dominico; pero su traición se vió frustrada, y se dió la
alarma al continente. Furioso por su fracaso aquel monstruo descuartizó
a los oficiales reales de Margarita. Se desconcertó así su plan de
llegar a Panamá; pero al fin logró apresar un buque más pequeño, con el
cual pudo desembarcar en la costa de Venezuela, en el mes de agosto de
1561. Su correría por el continente dejó una estela de crímenes y de
rapiña. La gente, atacada por sorpresa y no pudiendo oponer una
resistencia inmediata a aquel malvado, huía cuando él se acercaba. Las
autoridades enviaron a pedir ayuda hasta Nueva Granada, y toda la parte
norte de la América del Sur estaba aterrorizada.

Aguirre continuó sin oposición hasta llegar a Barquisimeto. Halló aquel
pueblo desierto; pero pronto llegó el edecán Diego de Paredes, con una
fuerza leal que había reunido precipitadamente. Al mismo tiempo,
Quesada, conquistador de Nueva Granada, se apresuraba a marchar contra
el traidor con cuantas fuerzas podía allegar. Aguirre se halló sitiado
en Barquisimeto, y sus parciales empezaron a desertar. Finalmente,
viéndose casi solo, Aguirre mató a su hija (que había participado en
todas aquellas terribles correrías) y se rindió. El comandante español
no quería ejecutar al architraidor; pero los mismos secuaces de Aguirre
insistieron en que se le diese muerte, y lo lograron.

Hiciéronse posteriormente otras muchas tentativas para descubrir «el
hombre dorado», pero fueron de poca importancia, excepto la que realizó
Sir Walter Raleigh en 1595. Solamente llegó hasta el Salto Coroni, es
decir, que no pudo llevar a cabo una empresa tan grande siquiera como la
de Ordaz; pero volvió a Inglaterra con estupendos relatos de un gran
lago interior y de ricas naciones. Había confundido la leyenda del
Dorado con noticias de los Incas del Perú, lo cual prueba que los
españoles no eran los únicos que comulgaban con ruedas de molino. A la
verdad, tanto los exploradores ingleses como los de otras naciones,
fueron igualmente crédulos y sintieron la propia ansia de llegar hasta
el oro fabuloso. El mito del gran lago, el lago de Parime, fué
absorbiendo gradualmente el mito del «hombre dorado». La tradición
histórica se fundió y perdió en la fábula geográfica. Unicamente en las
selvas orientales del Perú reapareció el Dorado al principio del siglo
XVIII; pero como una ficción tergiversada y sin fundamento. Mas el lago
Parime permaneció en los mapas y en las descripciones geográficas. Es
una curiosa coincidencia que donde se creía existían las tribus de oro
de Meta, se hayan descubierto recientemente las minas de oro de Guayana,
que han sido motivo de disputa entre Inglaterra y Venezuela. Es cierto
que Meta era tan sólo un mito; pero hasta ese mito fué de utilidad.

La fábula del lago de Parime, el cual por mucho tiempo se creyó que era
un gran lago que tenía detrás grandes cordilleras de montañas de plata,
la desbarató por completo Humboldt a principios del siglo XIX. Demostró
que no había tal gran lago, ni tales montañas de plata. Las anchas
sabanas del Orinoco, cuando se inundaban en la estación de las lluvias,
se creyó que eran un lago, y el fondo de plata era sencillamente el
reflejo de los rayos solares en los picos de roca micácea.

Con las investigaciones de Humboldt desapareció la más curiosa y
fantástica leyenda de la Historia. Ningún otro mito o tradición de la
América del Norte o de la del Sur llegó a ejercer tan poderosa
influencia en el curso de los descubrimientos geográficos; ningún otro
puso a prueba el esfuerzo humano de un modo tan pasmoso, y ninguno
ilustró con tanta brillantez la incomparable tenacidad y la abnegación
inherentes al carácter español. Para la mayoría de nosotros es una nueva
pero una verdadera y comprobada lección, que esa nación meridional, más
impulsiva e impetuosa que las del norte, era también más paciente y más
sufrida.

Murió el mito; pero no había existido en vano. Antes de que fuese
desmentido, había dado pie a la exploración del Amazonas, del Orinoco,
de toda la parte del Brasil situada al norte del Amazonas, de toda
Venezuela, de toda Nueva Granada y del este del Ecuador. Una mirada al
mapa nos revelará lo que esto significa; y es que «el hombre dorado»
hizo que conociese el mundo la geografía de la América del Sur que se
extiende al norte de la línea ecuatorial.



III

Exploradores ejemplares



I

EL PORQUERIZO DE TRUJILLO


Allá por los años de 1471 a 1478 (no estamos seguros de la fecha
exacta), nació un infortunado chico en la ciudad de Trujillo, provincia
de Extremadura (España). Era hijo ilegítimo del coronel Gonzalo Pizarro,
el cual se había distinguido en las guerras de Italia y de Navarra. Pero
su parentesco no le fué de provecho alguno. El niño bastardo nunca tuvo
hogar; hasta se dice que fué abandonado como expósito en el atrio de una
iglesia. Creció y se hizo hombre en la ignorancia y la pobreza más
abyecta, sin escuela y sin que nadie cuidase de él, y teniendo que
procurarse por sí solo la subsistencia. Unicamente podía dedicarse a las
más bajas faenas; pero parece que en ellas ponía sus cinco sentidos.
¡Cómo los muchachos de la vecindad se hubieran reído y mofado si alguien
les hubiese dicho: «Ese rapaz sucio y harapiento que guarda puercos en
los encinares de Extremadura, será un día un grande hombre, en un nuevo
mundo que nadie ha visto todavía; será un soldado más famoso que nuestro
Gran Capitán, y repartirá más oro que el Rey, nuestro Señor!» Y no
hubiese podido reprochárseles sus burlas. El hombre más sabio de Europa
en aquella época tampoco habría dado crédito a tal profecía; porque, a
la verdad, era la cosa más improbable del mundo.

Pero el mozuelo que sabía guardar fielmente los puercos cuando no había
cosa mejor que hacer, podía dedicarse a cosas más grandes cuando éstas
se le ofrecían, y salir igualmente airoso de ellas. Afortunadamente para
él, surgió muy a tiempo el Nuevo Mundo. A no ser por Colón, hubiera sido
hasta su muerte un porquerizo, y hubiese perdido la Historia una de sus
más gallardas figuras, así como otras muchas a quienes el aventurero
genovés abrió las puertas de la inmortalidad. Para miles de hombres tan
incomprendidos por sí mismos como por los demás, no había entonces en la
vida sino una abyecta obscuridad en la atestada, ignorante y empobrecida
Europa. Cuando España halló de repente nuevas tierras allende los mares,
causó el hecho un despertar de la humanidad como no se había visto ni
volverá a verse nunca. Se halló, literalmente hablando, un nuevo mundo,
y con ello se creó casi una nueva gente. No sólo se aprovecharon de tan
maravillosa novedad los grandes hombres y los de preclaro ingenio; el
más pobre e ignorante podía entonces elevarse y crecer hasta desarrollar
toda la estatura del hombre que dentro de él había. Fué, en realidad, el
gran principio de la libertad del hombre; la primera apertura de la
puerta de la igualdad; la primera semilla de las naciones libres como la
nuestra. El Viejo Mundo era el campo de los ricos y los favorecidos;
pero América era ya lo que tiene el orgullo de ser hoy: la gran
oportunidad para el pobre. Y es un hecho muy notable que casi todos los
que se hicieron una gran nombradía en América, fueron no los grandes que
a ella vinieron, sino los hombres obscuros que aquí se aquistaron la
admiración de un mundo que antes ni siquiera conocía su nombre. De todos
éstos y de todos los otros, fué Pizarro el más grande explorador. El
engrandecimiento del mismo Napoleón no fué un triunfo tan sorprendente
de la fuerza de voluntad y del genio sobre todos los obstáculos, ni
moralmente más digno de alabanza.

No sabemos en qué año Francisco Pizarro, el porquerizo de Trujillo,
llegó a América; pero sí que empezó a ser hombre de importancia en 1510.
En dicho año se hallaba ya en la isla Española y acompañó a Ojeda en su
desastrosa expedición a Urabá en el continente. Allí se mostró tan
valeroso y prudente, que Ojeda le dejó encargado de la malhadada colonia
de San Sebastián mientras él regresaba a la Española en busca de
auxilios. Esta primera responsabilidad que recayó sobre Pizarro, estaba
preñada de peligros y sufrimientos; pero nuestro ex porquerizo se
mantuvo a la altura de la situación, y comenzó a desarrollarse en él
aquel raro y paciente heroísmo que más tarde debía sostenerle durante
los años más terribles que haya vivido conquistador alguno. Dos meses
estuvo esperando en aquel sitio mortífero, hasta que perecieron tantos,
que los sobrevivientes pudieron al fin salvarse apretujándose en el
único bote que tenían.

Entonces Pizarro se unió con Balboa y participó de aquella penosa marcha
a través del istmo y del brillante honor del descubrimiento del
Pacífico. Cuando la intrépida carrera de Balboa tuvo un fin repentino y
sangriento, Pizarro pasó al mando de Pedro Arias Dávila, el cual le
envió a varias expediciones de poca importancia. En 1515 cruzó de nuevo
el istmo, y probablemente oyó hablar de un modo vago del Perú. Pero no
tenía dinero ni influencia para lanzarse por sí solo a una aventura.
Acompañó al gobernador Dávila cuando éste se trasladó a Panamá y se
acreditó en varias pequeñas expediciones. Pero a la edad de cincuenta
años era todavía pobre y desconocido; no era más que un humilde
«ranchero» que vivía cerca de Panamá. En aquel pestilente y despoblado
istmo, pocas oportunidades se le ofrecían para resarcirse de la pérdida
de su juventud. No había aprendido a leer ni a escribir y, la verdad sea
dicha, eso nunca llegó a aprenderlo; pero es evidente que había
aprendido cosas más importantes, y había desarrollado una virilidad que
podía servirle para hacer frente a cualquier contingencia.

En 1522, Pascual de Andagoya hizo un pequeño viaje desde Panamá por la
costa del Pacífico; pero no fué más allá de donde había llegado Balboa
algunos años antes. Su fracaso, sin embargo, llamó de nuevo la atención
hacia los países desconocidos situados más al sur, y Pizarro ardía en
deseos de explorarlos. La mente del hombre que había sido porquerizo fué
la única que supo comprender la importancia de aquellas regiones que
esperaban ser descubiertas; su valor, el único que podía afrontar los
obstáculos que para lograrlo existían. Al fin halló dos hombres prestos
a escuchar sus planes y a ayudarle a realizarlos. Estos fueron Diego de
Almagro y Hernando de Luque. Almagro era un soldado de fortuna, un
expósito como Pizarro, pero mejor educado y de alguna más edad.
Físicamente era un hombre valeroso, aunque no tenía el elevado valor
moral ni la influencia moral de Pizarro. Era, por todos conceptos, un
hombre de más baja estofa; más bien lo que podía esperarse de ambos por
su nacimiento, que no ese carácter fenomenal del hombre que demostró
hallarse tan en su centro en las cortes y las conquistas, como guardando
cerdos en su tierra. No sólo podía Pizarro acomodarse fácilmente a
cualquier rango de fortuna, sino que en él no hacían mella ni el poder
ni la pobreza. Era hombre de rectos principios, esclavo de su palabra,
inflexible, heroico, y no obstante prudente y humanitario, generoso,
justo y siempre leal; cualidades todas en que muy por debajo de él
estaba Almagro.

Luque era un sacerdote, vicario en Panamá. Era un hombre sabio y bueno,
a quien mucho debieron los dos soldados. Sólo tenían éstos gran valor y
fuertes brazos para la expedición, y él tuvo que aprontar los medios.
Hízolo con dinero que obtuvo del licenciado Espinosa, jurisconsulto. Era
necesario, como en todas las provincias españolas, el consentimiento del
gobernador, y aunque Dávila no parecía aprobar la expedición, se obtuvo
su permiso con la promesa de darle una participación en los beneficios,
aun cuando no tenía que contribuir a los gastos. Se le dió el mando a
Pizarro, y salieron en noviembre de 1524, con un centenar de hombres.
Almagro se quedó para seguirles tan pronto como pudiera, con la
esperanza de reclutar más gente en la pequeña colonia.

Después de costear alguna distancia hacia el sur, Pizarro hizo un
desembarco. Era aquel un sitio inhospitalario. Los exploradores se
hallaron en un inmenso pantano tropical, donde era imposible avanzar a
causa de las ciénagas y de la espesa manigua. Los miasmas que emanaban
de aquel cenagal, eran un enemigo cruel e intangible. Nubes de venenosos
insectos se cernían sobre ellos. Pensar que las moscas sean un peligro
para la vida parecerá extraño a los que sólo conocen las zonas templadas
pero en algunas partes de los trópicos hay insectos más terribles que
los lobos. Desde la marisma, los españoles, exhaustos, lograron
difícilmente abrirse paso hasta unos montes, cuyas aguzadas rocas (que
probablemente eran de lava) les cortaban los pies hasta los huesos. Y
nada encontraron para consolarles y alentarles; todo era un desierto sin
aliciente alguno. Con trabajo retrocedieron hasta su tosco bergantín,
aplanados bajo un sol tropical, y se embarcaron de nuevo.
Aprovisionándose de agua y de madera, continuaron su rumbo hacia el sur.
Entonces sobrevinieron fuertes tormentas que duraron diez días. Lanzado
de una a otra parte por las olas, su desvencijado barco estuvo a punto
de hacerse pedazos. Escaseó el agua, y en cuanto a alimento, tuvieron
que contentarse con dos mazorcas de maíz diarias cada uno. Tan pronto
como el tiempo se lo permitió, procuraron desembarcar, pero se hallaron
de nuevo en una selva tupida e impenetrable. Aquellas extrañas, inmensas
selvas de los trópicos (selvas tan grandes como toda Europa), son la
parte más ingrata de la Naturaleza: el inmenso mar y las desiertas
llanuras no son tan solitarias ni tan mortíferas como ellas. Arboles
gigantescos, algunos de ellos de mucho más de cien pies de
circunferencia, crecen apiñados y altísimos, sumidos en eterna
lobreguez, enlazados sus enormes troncos con espesas enredaderas de tal
modo que forman, no ya un bosque, sino una impenetrable muralla. Para
dar un paso hay que abrirse camino con el hacha. Grandes y repugnantes
serpientes y enormes saurios viven allí, y en aquel aire caliente y
húmedo se esconde un enemigo más mortal que la boa, el caimán o la
víbora: la pestilencia tropical.

No eran canijos aquellos hombres; pero en tan terribles desiertos pronto
perdieron toda esperanza. Empezaron a maldecir a Pizarro por haberles
llevado a tan miserable muerte, y clamoreaban porque les volviese a
Panamá. Pero eso sólo servía para contrastar la diferencia que había
entre hombres que eran valerosos físicamente y un hombre de valor moral
como Pizarro. No tuvo éste la menor idea de abandonar la empresa; sin
embargo, como sus hombres estaban dispuestos a amotinarse, era preciso
hacer algo, y tuvo una idea brillante; uno de los primeros chispazos de
aquel genio que se desarrolló de modo tan notable ante el peligro y la
necesidad. Alentaba a sus subordinados mientras trataba de desbaratar su
motín. Encargó a Montenegro, uno de sus oficiales, que se fuese en el
bergantín con la mitad del pequeño ejército a la Isla de las Perlas en
busca de provisiones. Esto fué parte a que no se abandonase la
expedición. Pizarro y sus cincuenta hombres no podían volverse a Panamá,
porque no tenían buque; y Montenegro y sus acompañantes no podían dejar
de volver con algunos auxilios. Pero fué muy doloroso aquel compás de
espera. Durante seis semanas, aquellos famélicos españoles anduvieron
perdidos por la ciénaga, cuya salida no podían hallar. No encontraban
allí alimento alguno, excepto los mariscos que recogían y algunas bayas,
entre las cuales las había venenosas y que causaban muchos dolores a los
que las comían. Pizarro participaba de las penalidades de sus hombres
con bondadosa abnegación, compartiendo alimentos con el más pobre
soldado y trabajando como los demás, siempre animándoles con el ejemplo
y con sus buenas palabras. Más de veinte hombres, casi la mitad de aquel
grupo, murieron a consecuencia de sus privaciones, y los que
sobrevivieron perdieron toda esperanza, excepto el esforzado jefe.
Cuando estaban ya a punto de desfallecer, una luz lejana que vieron
brillar a través de la selva les dió valor, y abriéndose camino hacia
ella, llegaron por fin a un campo abierto donde había una aldea india,
cuyas provisiones de maíz y de cocos salvaron a los extenuados
españoles. Tenían aquellos indios unos cuantos toscos adornos de oro y
dijeron que hacia el sur había un país muy rico en este metal.

Por fin, Montenegro regresó con su buque y algunas provisiones al puerto
del Hambre, como le llamaron los españoles. También él había sufrido
mucho a causa de las tormentas, que le retrasaron en su viaje. Unidos
los dos grupos, navegaron hacia el sur y pronto llegaron a una costa más
abierta, donde encontraron otra aldea de indios. Los habitantes habían
huido; pero los exploradores hallaron alimentos y algunos ornamentos de
oro. Quedaron horrorizados, sin embargo, al descubrir que se hallaban
entre caníbales, puesto que vieron piernas y brazos humanos que se
estaban asando en las hogueras. Determinaron hacerse a la mar en medio
de una tormenta, antes que quedarse en un lugar tan repulsivo. Al llegar
a un promontorio, que bautizaron con el nombre de Punta Quemada,
tuvieron que desembarcar de nuevo, porque su pobre barco estaba tan
quebrantado que había peligro de que se fuese a pique. Mientras Pizarro
acampaba en una ranchería abandonada, envió a Montenegro con una pequeña
fuerza a hacer exploraciones tierra adentro. Había penetrado el teniente
unas cuantas millas, cuando cayó en una emboscada que le tendieron los
indígenas, y tres de sus hombres fueron muertos. Los españoles no tenían
ni siquiera mosquetes; pero con espada y ballesta lucharon
desesperadamente y por fin rechazaron a sus atezados enemigos. Los
indios, viendo allí frustrado su propósito, regresaron a marchas
forzadas a su aldea, y por serles familiares las veredas llegaron antes
que Montenegro y le atacaron súbitamente. Pizarro, con su pequeña
fuerza, salió a su encuentro, y empezó una lucha feroz, pero desigual.
Estaban los españoles en gran minoría, y su situación era desesperada.
En la primera descarga de flechas del enemigo, Pizarro recibió _siete
heridas_, hecho que por sí solo basta para demostrar la escasa ventaja
que la armadura de los españoles les daba sobre los indios, mientras que
era una carga muy pesada bajo el calor de los trópicos y entre enemigos
tan ágiles. Los españoles tuvieron que cejar, y al retroceder, Pizarro
resbaló y cayó. Los indios, reconociendo fácilmente que era el jefe,
dirigieron todos sus esfuerzos contra él, y varios de ellos se lanzaron
sobre el guerrero caído y ensangrentado, pero Pizarro se levantó y
haciendo un supremo esfuerzo, tumbó a dos de ellos y mantuvo a los otros
a distancia, hasta que vinieron sus hombres en su ayuda. Entonces acudió
Montenegro y atacó por detrás a los indios, viéndose pronto los
españoles dueños del campo. Pero les había costado muy caro, y el jefe
comprendió claramente que no podía permanecer en aquella tierra salvaje
con tan pequeña fuerza. Pensó, por lo tanto, en ir a buscar refuerzos.

Embarcóse de nuevo para volver a Chicamá, y permaneciendo allí con la
mayoría de sus hombres, cuidando de que no tuviesen ocasión de desertar,
envió a Nicolás de Ribera, con el oro que habían recogido y un informe
detallado de sus hechos, al gobernador Dávila, de Panamá.

Entre tanto, Almagro, después de muchas demoras, había salido de Panamá
en otro buque y con sesenta hombres para seguir a Pizarro. Encontró la
pista por los árboles que Pizarro había marcado en varios puntos, según
lo convenido. Desembarcó en Punta Quemada, y allí le recibieron los
indios de un modo hostil. Llegaba Almagro con la sangre ardiente y cargó
contra ellos con denuedo. En esa acción, una javelina de los indios le
produjo tan grave herida en la cabeza que, después de unos días de
intenso sufrimiento, perdió uno de sus ojos. Pero, no obstante esa gran
desgracia, continuó impertérrito su viaje. La gran resistencia física de
aquel hombre era su cualidad más admirable. Podía arrostrar el peligro y
el dolor bravamente; pero pocos días después demostró que carecía de
valor moral. En el Río San Juan, la soledad y la incertidumbre fueron
demasiado para Almagro, y se volvió hacia Panamá. Afortunadamente supo
que su capitán estaba en Chicamá, y allí se juntó con él. Pizarro no
pensaba en abandonar la empresa, y de tal modo influyó en Almagro, el
cual sólo necesitaba ser dirigido para estar pronto a cualquier hazaña,
que los dos se juraron solemnemente llegar hasta el fin de su viaje o
morir como hombres en la empresa. Pizarro le envió a Panamá en busca de
auxilios, y él se quedó alentando a sus hombres en el pestífero Chicamá.

El gobernador Dávila, hombre nada emprendedor y poco dado a la
administración, estaba a la sazón de muy mal humor para que le pidiesen
ayuda. Uno de sus subordinados en Nicaragua merecía ser castigado según
él creía, y su fuerza no era suficiente para el caso. Se arrepentía
amargamente de haber permitido a Pizarro irse con cien hombres, que
ahora le serían muy útiles, y rehusó ayudar a la expedición y hasta
permitir que continuase. Luque, cuyo cargo y carácter le daban
influencia en la pequeña colonia, finalmente persuadió al pusilánime
gobernador a que no estorbase la expedición. Hasta en eso mostró Dávila
su codicia. Como precio de su consentimiento oficial, sin el cual no
podía hacerse el viaje, exigió el pago de mil pesos de oro, renunciando
todo su derecho a los beneficios de la expedición, que estaba seguro que
serían casi nulos. Un peso de oro valía entonces mucho más de lo que
vale ahora. En aquellos días era dicho metal mucho más escaso que en la
actualidad, y, por consiguiente, era mayor su valía. Con un peso oro
podía entonces comprarse una cantidad de cosas cinco veces mayor que
ahora, de modo que lo que se llamaba un duro, y pesaba un duro, tenía
realmente el valor de cinco duros. Por consiguiente, el dinero que
exigía Dávila como soborno, equivalía a cinco mil duros.

Afortunadamente, por aquel tiempo Dávila fué substituído por otro
gobernador de Panamá, don Pedro de los Ríos, el cual no puso obstáculos
al gran proyecto. Con fecha 10 de marzo de 1526, hicieron un nuevo
contrato Pizarro, Almagro y Luque. El buen vicario había hecho un
anticipo de cien mil pesos en barras de oro para la expedición, y tenía
que percibir una tercera parte de todos los beneficios. Pero en realidad
la mayor parte de ese dinero procedía del licenciado Espinosa, y por
medio de un contrato privado se estipuló que la participación que
correspondía a Luque se entregaría al licenciado. Se compraron y
abastecieron con provisiones dos nuevos buques, mayores y mejores que el
estropeado bergantín que había construído Núñez de Balboa. El pequeño
ejército se engrosó con reclutas hasta reunir 160 hombres, y también se
adquirieron unos cuantos caballos, quedando equipada y lista la segunda
expedición.



II

EL HOMBRE IMPERTERRITO


Con una fuerza tan insuficiente, aunque mucho más numerosa que antes,
Pizarro y Almagro se embarcaron de nuevo para llevar a cabo su peligrosa
empresa. El piloto era Bartolomé Ruiz, valiente y leal andaluz y buen
marino. El tiempo se presentaba mejor, y los aventureros iban muy
esperanzados. Después de navegar unos cuantos días, llegaron al río San
Juan, que era el punto más lejano de aquella costa a que había llegado
europeo alguno: se recordará que fué el punto donde Almagro se
descorazonó y volvió hacia atrás. Allí hallaron más soldados indios y un
poco de oro; pero también allí la inmensidad y aspereza del desierto se
hizo más evidente. Nos es muy difícil concebir, en esta época de
comodidades, cuán _perdidos_ se hallaban aquellos exploradores. No había
entonces en todo el mundo un hombre de raza blanca que supiese lo que
había más allá del sitio adonde habían llegado los aventureros
españoles; y para sentir aliento y valor es necesario saber con certeza
que existe algún objetivo en el punto a que nos encaminamos. Podemos
comprender lo que por ellos pasaría, si nos imaginamos un grupo de
muchachos, valerosos pero indoctos, conducidos con los ojos vendados a
una distancia de mil millas, y abandonados en un desierto selvático y
enteramente desconocido.

Allí hizo alto Pizarro con parte de sus hombres, y envió a Almagro a
Panamá con uno de los buques en busca de reclutas, y al piloto Ruiz con
el otro buque a explorar la costa más al sur. Ruiz costeó hasta llegar a
la Punta de Pasado, y fué el primer hombre blanco que cruzó la línea
ecuatorial en el Pacífico, lo cual no es menguado honor. Encontró un
país de más promisión, y vió pasar una balsa grande con velas de tela de
algodón, en la cual iban varios indios. Tenían espejos (probablemente
de vidrio volcánico, como era común entre los aborígenes del Sur) con
marcos de plata, y adornos de plata y de oro, además de géneros notables
en que había entretejidas figuras de animales, pájaros y peces. El
recorrido duró varias semanas, y Ruiz llegó a San Juan muy
oportunamente. Pizarro y su gente sufrieron horribles penalidades.
Habían hecho un gallardo esfuerzo para penetrar tierra adentro; pero no
les fué posible salir de la horrenda selva tropical «cuyos árboles
llegaban hasta el cielo». La espesa manigua no era tan solitaria como la
de las otras selvas en que habían estado. Había multitud de charloteros
loros y brillantes monos, alrededor de los árboles se enroscaban
perezosas boas, y dormitaban los caimanes junto a empantanadas lagunas.
Muchos de los españoles perecieron, víctimas de aquellos horripilantes y
raros reptiles: algunos murieron hechos pulpa, estrujados por las
potentes roscas de las serpientes, y otros fueron triturados entre las
mandíbulas de los escamosos saurios. Muchos más fueron muertos por los
indios que estaban en acecho: en una sola arremetida, catorce de aquella
menguante partida fueron asesinados por los naturales que rodeaban su
embarrancada canoa. Agotáronse también sus provisiones, y los que
quedaron con vida se estaban muriendo de hambre cuando llegó Ruiz con
escasos auxilios, pero con noticias alentadoras. Pronto llegó también
Almagro, con provisiones y un refuerzo de ochenta hombres.

Toda la expedición se hizo de nuevo a la vela con rumbo al Sur. Pero en
seguida se desencadenaron persistentes tormentas. Después de indecibles
sufrimientos, los exploradores volvieron la proa hacia la isla del
Gallo, donde permanecieron dos semanas para reparar sus desmantelados
buques y sus cuerpos, igualmente quebrantados. Después se embarcaron
otra vez, dirigiéndose a mares ignotos. El paisaje iba presentando
gradualmente mejor aspecto. Los palúdicos bosques tropicales ya no se
extendían hasta la orilla del mar. Entre los boscajes de ébanos y
caobos, había de vez en cuando algunos claros, con campos rústicamente
cultivados, y también poblados indios de bastante extensión. En aquella
región había placeres auríferos y criaderos de esmeraldas, y los
indígenas tenían valiosos ornamentos. Los españoles desembarcaron, pero
fueron acometidos por un número muy superior de indios, y sólo pudieron
librarse de ellos de una manera muy curiosa. En la desigual batalla los
españoles se vieron acorralados, cuando uno de ellos cayó de su caballo,
y ese pequeño incidente puso en fuga el enjambre de indígenas. Algunos
historiadores han ridiculizado la idea de que semejante minucia pudiese
producir aquel efecto; pero esto es debido a la ignorancia de los
hechos. Hay que tener presente que aquellos indios nunca habían visto un
caballo. Tomaron al jinete español y su cabalgadura por un animal
grande, raro y asaz terrible por sí solo: trasunto del antiguo mito
griego de los Centauros, este incidente muestra el modo cómo nació aquel
mito. Pero, luego la gran bestia desconocida se dividió en dos partes,
que podían obrar con entera independencia la una de la otra, y esto era
demasiado para aquellos supersticiosos indios, todos los cuales huyeron
despavoridos. Los españoles salieron escapados hacia sus buques y dieron
gracias al cielo por su extraña liberación.

Pero esta escapada milagrosa les demostró más claramente la
insuficiencia de aquel puñado de hombres para luchar contra las hordas
de indios. Necesitaban más refuerzos, y otra vez se embarcaron hacia la
isla del Gallo, donde esperaría Pizarro mientras Almagro iba a Panamá en
solicitud de auxilios. Obsérvese cómo Pizarro siempre tomaba para sí la
carga más pesada y más penosa y daba la más fácil a su consocio. Siempre
era Almagro el que se enviaba a las comodidades que ofrecía la
civilización, mientras que el esforzado jefe soportaba la espera, el
peligro y el sufrimiento. El mayor obstáculo que se presentaba entonces
consistía en los mismos soldados, aun teniendo en cuenta los mortales
peligros y enormes privaciones que debían sufrir. Pero los peligros y
las privaciones de por fuera son más llevaderos que la traición y el
descontento por dentro. A cada paso Pizarro tenía que _sostener_
moralmente a sus hombres. Sentíanse constantemente descorazonados (y
ciertamente tenían motivo para estarlo); y en tal estado de ánimo se
hallaban dispuestos a cualquier acto de violencia, y de ningún modo a
seguir adelante. Así es que Pizarro tenía constantemente que esforzar su
voluntad y su valor no solamente para él mismo, que sufría tan
cruelmente como el último, sino para todos. Era como uno de esos
espíritus vigorosos que vemos algunas veces sosteniendo un cuerpo medio
muerto, cuerpo que mucho antes se hubiera ya disgregado de un espíritu
menos intrépido.

Los hombres se habían amotinado de nuevo, y a pesar del animoso ejemplo
y de los esfuerzos de Pizarro, estuvieron a punto de hacer fracasar toda
la empresa. Por conducto de Almagro enviaron a la esposa del gobernador
un ovillo de algodón como muestra de los productos del país; pero en
este al parecer inocuo regalo, los cobardes habían escondido una carta
en la cual declaraban que Pizarro les conducía a la muerte, y
amonestaban a otros que no le siguiesen. Un verso ramplón, colocado al
final, decía que Pizarro era un carnicero que esperaba más carne, y que
Almagro había ido a Panamá a recoger ovejas para llevarlas al matadero.

La carta llegó a manos del gobernador Los Ríos, el cual se indignó mucho
al leerla. Envió al cordobés Tafur con dos buques a la isla del Gallo a
recoger a todos los españoles que allí estaban, y estorbar así una
expedición cuya importancia no era su mente capaz de comprender. Pizarro
y sus hombres sufrían terriblemente, siempre calados por las tormentas y
casi muertos de hambre. Cuando llegó Tafur, todos menos Pizarro lo
acogieron como un salvador y querían volverse con él en el acto. Pero el
capitán no cejó. Con su daga trazó una raya sobre la arena y mirando a
sus hombres de hito en hito les dijo: «Camaradas y amigos: de aquel lado
está la muerte, las privaciones, el hambre, la desnudez, las
tempestades; de este lado está la comodidad y la molicie. Desde este
lado vais a Panamá a ser pobres; del otro lado vais al Perú a ser
ricos. El que sea valiente castellano, que escoja lo preferible.»

Al decir esto cruzó la raya, pasándose al sur. Ruiz, el bravo piloto
andaluz, cruzó también detrás de él; lo mismo hizo Pedro de Candía, el
griego, y uno tras otro once héroes más, cuyos nombres merecen ser
recordados por cuantos aman la lealtad y el valor. Eran Cristóbal de
Peralta, Domingo de Soria Luce, Nicolás de Ribera, Francisco de Cuéllar,
Alonso de Molina, Pedro Alcón, García de Jerez, Antón de Carrión, Alonso
Briceño, Martín de Paz y Juan de la Torre.

El ruin Tafur sólo vió en este acto de heroísmo una desobediencia al
gobernador, y no quiso dejarles uno de sus buques. Con dificultad se le
pudo inducir a que les abandonase algunas provisiones, siquiera para
impedir que se murieran, y con sus cobardes pasajeros se volvió a
Panamá, dejando a los catorce solos en su pequeña isla del desconocido
mar Pacífico.

¿Tuvo nunca el lector conocimiento de un heroísmo más grande? ¡Solos,
aprisionados por el gran mar, con muy pocos alimentos, sin buques, sin
ropa, casi sin armas, había allí catorce hombres, empeñados todavía en
conquistar un país salvaje tan grande como toda Europa! Hasta el parcial
historiador Prescott admite que en todos los anales de la caballería no
se encuentra nada que la aventaje.

La isla del Gallo se hizo inhabitable, y Pizarro y sus hombres
construyeron una frágil balsa y en ella navegaron setenta y cinco millas
hacia el norte, hasta llegar a la isla de Gorgona. Esa era tierra más
alta y en ella había madera, y los exploradores construyeron chozas para
resguardarse de las tormentas. Sufrieron grandemente por el hambre, por
la intemperie y por causa de los bichos venenosos, que les martirizaban
cruelmente. Pizarro reunía a su gente a diario para hacer sus
devociones, y todos los días daban gracias a Dios por conservarles la
vida y le pedían que no los desamparase. Pizarro fué siempre un hombre
devoto, y nunca hacía acto alguno sin invocar la gracia divina, ni se
olvidaba nunca de dar gracias a Dios por los éxitos que alcanzaba. Así
lo hizo hasta el fin, y aun en sus postrimerías trazó con los dedos la
cruz, que tanto reverenciaba.

Durante siete inenarrables meses, los catorce hombres abandonados
esperaron y sufrieron en su solitario arrecife. Tafur llegó salvo a
Panamá, y dió cuenta de haberse negado aquellos hombres a volver con él.
El gobernador Los Ríos se irritó más todavía y rehusó prestar auxilio a
los obstinados náufragos. Pero Luque, recordándole que las órdenes que
había recibido de la Corona eran que ayudase a Pizarro, al fin indujo al
tacaño gobernador a que permitiese enviarles un buque con casi los
suficientes marineros para tripularlo y un pequeño acopio de
provisiones. Pero con el buque se enviaron órdenes terminantes a Pizarro
de volver y presentarse en el término de seis meses, ocurriera lo que
ocurriese. Los que fueron a rescatarlos hallaron a los catorce valientes
en la isla de Gorgona; y Pizarro pudo al fin continuar su viaje con unos
cuantos marineros y un ejército de _once_. Dos de los catorce estaban
tan enfermos que tuvieron que quedar en la isla al cuidado de indios
amigos, y con el corazón apenado sus camaradas se despidieron de ellos.

Pizarro hizo rumbo al sur. Pronto traspusieron el punto más lejano a que
había llegado europeo alguno--Punta de Pasado, que era el límite de las
exploraciones de Ruiz,--y se hallaron de nuevo en mares desconocidos.
Después de navegar veinte días, entraron en el Golfo de Guayaquil
(Ecuador), y anclaron en la bahía de Túmbez. Delante de ellos vieron una
gran ciudad india con casas permanentes. La bahía azul estaba salpicada
de balsas con velas indias, y en las lejanías del fondo veían elevarse
los gigantescos picos de los Andes. Podemos imaginarnos la impresión que
debió causar a los españoles la primera vista de aquellas montañas, que
tenían más de veinte mil pies ingleses de altura.

Los indios salieron en sus balsas a contemplar a los maravillosos
extranjeros, y viéndose tratados con la mayor bondad y consideración,
pronto perdieron el miedo. Los españoles recibieron regalos de pollos,
cerdos y baratijas; les trajeron plátanos, maíz, boniatos, piñas, cocos,
caza y pescado. Puede asegurarse que estos obsequios fueron sumamente
apreciados por los rudos exploradores, después de tantos meses de pasar
hambre. Los indios llevaron también a bordo varias llamas, que son los
cuadrúpedos característicos y más valiosos de la América del Sur. El
ameno, aunque mal informado historiador que ha contribuído más que otro
hombre alguno en los Estados Unidos a propagar una interesante, pero
absolutamente falsa idea del Perú, dice que la llama es el carnero
peruano; pero es tan carnero como la jirafa. La llama es el camello
sudamericano, un verdadero camello, aunque pequeño. Es el animal de
carga cuyo andar lento y seguro y cuyo paciente lomo han permitido al
hombre transitar por un país tan montañoso que en algunos sitios son
inservibles los caballos. Además de hacer las veces de acémila, es
productor de materia textil: de él se saca el pelo que sirve para tejer
las prendas de ropa que usa el pueblo. Había tres clases más de
camellos: la vicuña, el guanaco y la alpaca, todos pequeños y todos
apreciados por su pelo, el cual para géneros finos es superior a la lana
de los mejores carneros. Los peruanos domesticaron la llama en grandes
rebaños e hicieron de ese cuadrúpedo su auxiliar más importante. Eran
los únicos aborígenes en las dos Américas que tenían un animal de carga
antes de llegar los europeos, excepto los apaches de las llanuras y los
esquimales, los cuales utilizaban los perros y los trineos.

En Túmbez, Alonso de Molina fué enviado a tierra para ver la ciudad.
Volvió con tan sorprendentes informes de templos dorados y grandes
fortalezas, que Pizarro no le dió crédito y envió a Pedro de Candía.
Este griego, natural de la isla de Candía, era hombre importante en el
pequeño grupo de españoles. En todas partes eran entonces los griegos
considerados como un pueblo versado en las todavía misteriosas armas, y
toda Europa respetaba a los que habían inventado el «fuego griego», ese
maravilloso agente que ardía por debajo del agua y que nadie sabe
fabricar hoy día. Los griegos eran generalmente conocidos como
«pirotécnicos», y eran muy solicitados como maestros de artillería.

Pedro de Candía bajó a tierra con su armadura y su arcabuz, causando con
ambas cosas el pasmo de los habitantes; y cuando puso una tabla como
blanco y de un balazo la hizo astillas, quedaron sobrecogidos por aquel
extraño ruido y por el resultado. Candía dió informes tan encomiásticos
como los de Molina, y los harapientos españoles empezaron a creer que al
fin iban a realizarse sus dorados ensueños, y con esto cobraron nuevo
aliento. Pizarro rehusó delicadamente aceptar los regalos de oro, plata
y perlas que le ofrecieron los aterrorizados indígenas, y de nuevo
volvió la proa hacia el Sur, navegando hasta cerca del 9° de latitud.
Entonces, considerando que ya había visto bastante para justificar su
vuelta en busca de refuerzos, se dirigió a Panamá. Alonso de Molina y un
compañero se quedaron en Túmbez a petición suya, por gustarles mucho
aquella tierra. En su lugar llevóse Pizarro dos jóvenes indios para que
aprendiesen la lengua española. Uno de ellos a quien dieron el nombre de
Felipillo, jugó más tarde un papel importante pero ignominioso. Los
navegantes se detuvieron en la isla de Gorgona para recoger a sus dos
camaradas que quedaron enfermos. El uno había muerto, pero el otro se
unió de buen grado a sus compañeros. Y así, con sus doce hombres,
Pizarro volvió a Panamá, después de diez y ocho meses de ausencia,
habiendo amontonado en ese lapso de tiempo todos los sufrimientos y
todos los horrores de una vida entera.



III

GANANDO TERRENO


Al gobernador Los Ríos no le impresionó el heroísmo de aquel pequeño
grupo, y rehusó prestarle auxilio. Su situación parecía desesperada;
pero el jefe no se amilanó. Determinó ir él mismo a España y dirigirse
personalmente al Rey. Esta me parece a mí que fué una de sus más
notables empresas. Aquel hombre, cuya niñez se deslizó entre cerdos, y
que en su edad viril guardó rebaños de hombres rudos y mucho más
peligrosos; que nada sabía de libros ni de etiquetas cortesanas,
presentándose confiada, pero modestamente en la deslumbradora y rígida
corte de España, mostraba otra faceta de su alto valor. Era lo mismo que
si un deshollinador de Londres fuese mañana a pedir audiencia y mercedes
a la Reina Victoria[14].

Pero Pizarro supo salir de aquélla, como de todas las otras crisis de su
vida, de una manera honrosa. Estaba todavía sin ropa y sin un maravedí;
pero Luque hizo una colecta para él de mil quinientos ducados, y en la
primavera del año 1528 embarcó Pizarro para España. Llevó consigo a
Pedro de Candía y algunos peruanos, con varias llamas, telas
primorosamente tejidas por los indios y algunas joyas y vasijas de oro y
plata para corroborar su relato. Llegó a Sevilla durante el verano, y
fué en el acto encerrado en un calabozo por Enciso, en virtud de una
cruel y antigua ley que por mucho tiempo prevaleció en todos los países
civilizados, que permitía encarcelar por deudas. La historia de sus
hechos no tardó en divulgarse, y por orden de la Corona fué puesto en
libertad y llamado a la Corte. De pie ante el arrogante Carlos V, el
analfabeto soldado contó su historia con tanta modestia, de un modo tan
varonil y con tal claridad, que el emperador derramó lágrimas al oir el
relato de tan horribles sufrimientos y se entusiasmó ante tan heroica
entereza.

El rey estaba a punto de embarcarse para Italia en una misión
importante; pero, ganado ya su corazón, dejó a Pizarro muy recomendado
al Consejo de las Indias para que éste le ayudase en su empresa. Aquella
docta pero grave corporación se movía lentamente, como suelen moverse
los hombres que sólo han aprendido en libros y con teorías, y la
dilación era peligrosa. Por fin la reina intervino en el asunto, y el
veintiséis de julio de 1529 firmó de su propia y regia mano el precioso
documento que hizo posible una de las más grandes y más brillantes
conquistas que registra la historia de la humanidad. América debe mucho
a las animosas reinas de España, lo mismo que a sus reyes. Recordamos lo
que hizo Isabel para el descubrimiento del Nuevo Mundo, y ahora la
esposa de Carlos V contribuyó de una manera igualmente honrosa al más
interesante pasaje de la historia de América.

La capitulación o contrato en que dos personalidades tan diferentes y
distantes figuran al lado una de la otra,--la primera firmando con letra
clara: _Yo la Reina_, y el otro poniendo debajo: _Francisco (X)
Pizarro_, fué la base de la fortuna de este último. El hombre que fuera
víctima de la mofa y del abandono de espíritus mezquinos, que
constantemente frustraran su más acariciada esperanza, se había ahora
aquistado el interés y el apoyo de sus soberanos, y obtenido de ellos la
promesa de un magnífico galardón; y seguros estamos de que un hombre de
su calibre tenía más lejos de su pensamiento ese galardón que la
posibilidad de realizar su soñado descubrimiento. Había tenido que
atraerse auxiliares con el cebo de doradas esperanzas; y era natural y
justo que, al cabo de cincuenta años de pobreza y privaciones, pensase
también un poco en procurar para sí un tanto de comodidad y de riqueza.
Pero no ha habido ni podrá haber hombre alguno que, por mera avaricia,
lleve a cabo las proezas que realizó Pizarro. Semejantes éxitos sólo
pueden alcanzarlos los grandes espíritus que persiguen los más altos
ideales, y ciertamente la principal ambición de Pizarro era conseguir
algo más noble y perdurable que el oro.

El contrato con la Corona concedió a Francisco Pizarro el derecho de
fundar y establecer un imperio español en el país de Nueva Castilla, que
tal fué el nombre que se dió al Perú. Se le otorgaba permiso «para
explorar, conquistar, pacificar y colonizar» las tierras desde Santiago
hasta un punto distante doscientas leguas al sur, y de esa vasta y
desconocida nueva provincia sería gobernador y capitán general, que era
el más elevado cargo militar. Se le daba, además, los títulos de
Adelantado y Alguacil mayor de por vida, con un sueldo anual de 725,000
maravedises. A Almagro se le nombraba comandante de Túmbez, con una
renta anual de 300,000 maravedises y el rango de hidalgo. El buen Padre
Luque fué nombrado obispo de Túmbez y protector de los indios con mil
ducados anuales. A Ruiz se le dió el título de gran piloto de los mares
del Sur; Candía fué nombrado comandante de artillería, y a los otros que
tan bizarramente permanecieron al lado de Pizarro en la isla solitaria,
se les concedió el título de hidalgos.

A cambio de estas mercedes se le exigió a Pizarro la promesa de observar
las generosas leyes españolas para el gobierno, protección y educación
de los indios, y que llevara con él sacerdotes expresamente para
convertir los naturales al cristianismo. Tenía además que reunir una
fuerza de doscientos cincuenta hombres en seis meses, y equiparlos bien,
contando con un pequeño auxilio de la Corona; y dentro de los seis meses
de su llegada a Panamá, debía salir con la expedición para el Perú.
También se le hizo caballero de la orden de Santiago, y elevado así de
repente a la altiva nobleza de España, se le permitió añadir las armas
reales a las de los Pizarros, con otros timbres conmemorativos de sus
proezas: una ciudad india, con un buque en la bahía y el pequeño camello
del Perú. Esto era un sorprendente y significativo cúmulo de honores,
muy difíciles de comprender para los que sólo estamos habituados a las
instituciones republicanas. Borró para siempre la mancilla del
nacimiento de Pizarro y le dió un sitio esclarecido. Fué eso tanto más
importante, por cuanto demostraba que la Corona reconocía de este modo
el rango de Pizarro en la conquista de América. Cortés nunca ganó y
nunca recibió tal distinción.

Esta división de honores dió pie a muy serios disgustos. Almagro jamás
perdonó a Pizarro su mayor exaltamiento, y le acusó de haber procurado
lo mejor para sí, egoísta y traicioneramente. Algunos historiadores se
han puesto de parte de Almagro; pero tenemos fundados motivos para creer
que Pizarro obró con rectitud e integridad. Como él mismo expuso, hizo
cuantos esfuerzos pudo para inducir a la Corona a conceder los mismos
honores a Almagro; pero la Corona se negó a ello. Mas, aun sin tener en
cuenta la palabra de Pizarro, era una medida política muy prudente que
la Corona rehusase esa petición. En cualquier parte, la coexistencia de
dos jefes constituye siempre un peligro, y España había ya tenido en tal
sentido una experiencia demasiado amarga en América, para dar lugar a
una repetición. Dispuesta estaba a conceder todos los honores y dar
estímulos a los brazos; pero debía haber solamente una cabeza, y
ciertamente cualquiera que se fije en la diferencia mental y moral que
había entre los dos hombres y en lo que fueron sus acciones y los
resultados, antes y después de la regia concesión, admitirá que la
Corona de España hizo favor a Almagro en su estimación y le dió
ciertamente cuanto él valía. En todo el contrato se transparentan los
esfuerzos de Pizarro en favor de su socio, el ingrato y después traidor
Almagro, y eso lo corrobora plenamente la prolongada paciencia y la
clemencia de Pizarro para con su vulgar, innoble y cada vez más
empecatado camarada. No era Pizarro de esos hombres a quienes la fortuna
les trastorna la cabeza. Ni lo aplastaba la adversidad, ni, lo que es
más raro todavía, le embriagaba el éxito más brillante, en lo cual se
elevaba a mayor altura que Napoleón, que era más grande como genio, pero
menos noble como hombre. Elevado de una abyecta y prolongada pobreza al
más alto pináculo de la riqueza y de la fama, Pizarro fué siempre el
mismo hombre tranquilo, modesto, prudente, heroico, temeroso de Dios y
agradecido a sus beneficios. El éxito sólo contribuyó a hacer más vil la
naturaleza de Almagro, y su fin fué ignominioso.

Después de firmar su contrato con la Corona, Pizarro sintió anhelo de
visitar los lugares en que transcurriera su niñez. Aun cuando ésta fuera
infelicísima, sentía una varonil satisfacción en volver a contemplar
aquellos lugares. Y el harapiento rapaz que dejara sus cerdos en
Trujillo, volvió allí siendo un héroe ennoblecido, de cabello cano y de
fama imperecedera. No creo que fuese allá por un alarde de vanagloria
ante los que pudieran recordarle. Esto no era propio del carácter de
Pizarro, el cual nunca dió muestras de vanidad ni de orgullo. Era
liberal, modesto, generoso, como el valiente Crook, el más grande y el
mejor de nuestros conquistadores de los indios, el cual nunca estaba más
a gusto que cuando andaba entre sus tropas sin que en su uniforme ni en
sus maneras se pudiese ver que era un mayor general del ejército de los
Estados Unidos y no un pobre _scout_ o cazador. No; lo que llevó a
Pizarro a Trujillo fué lo que había en él de hombre, o tal vez un rasgo
del niño que siempre queda en estos grandes corazones. Por supuesto, el
pueblo se regocijó honrando al héroe de ese cuento fantástico, que tal
parece la historia de sus hechos. Pero con seguridad que el bizarro
general se alegraba de evadirse algunas veces de sus visitas, para ir a
recorrer las lomas donde había guardado cerdos muchos años antes, y a
contemplar los mismos árboles y riachuelos, y tal vez a otro harapiento
e ignorante muchacho pastoreando bulliciosos puercos. Bien pudo haberse
pellizcado para cerciorarse de que realmente estaba despierto; de que
aquel rapaz que veía allá a lo lejos no era él, Francisco Pizarro,
vestido de harapos en medio de sus cerdos, y de que aquel caballero
canoso, afamado, que tanto había viajado y tantos honores recibido, no
era un sueño, como tampoco los años que habían transcurrido. Y era él
hombre capaz, sintiéndose despierto, de ir a sentarse sobre el césped
junto al desharrapado porquerizo y decirle bondadosamente: «¿Cómo vamos,
amigo?» Y cuando el asombrado y asustado mozuelo balbucease o tratase de
huir del primer gran personaje que le había dirigido la palabra, Pizarro
le hablaría con tanto cariño y le contaría cosas tan maravillosas, que
el pobre rapaz le miraría con esa adoración al héroe que es uno de los
más puros y más alentadores impulsos de nuestra naturaleza, pensando si
podría él llegar a ser algún día un personaje como aquel arrogante
caballero que tranquilamente le había dicho: «Sí, hijo mío; yo también
guardé puercos en este sitio». Cuanto más pienso en ello, por lo que
sabemos de Pizarro, más seguro estoy de que realmente fué a visitar los
antiguos pastos y los cerdos y los ignorantes porqueros, y de que habló
con ellos sencilla y afablemente, y que les impresionaría de tal modo,
que resolvieron hacer algo mejor de lo que haciendo estaban.

Pero el interés que en todas partes se atraía Pizarro no trajo reclutas
a su bandera tan a prisa como él deseaba. Muchos preferían admirar al
héroe, que llegar a ser héroes a costa de semejantes padecimientos.
Entre los que le siguieron estaban sus hermanos Hernando, Gonzalo y
Juan, que debían figurar de un modo preeminente en el Nuevo Mundo, si
bien hasta entonces nunca se había oído mentar sus nombres, Hernando, el
mayor de los cuatro, era el único hijo legítimo y recibió mucho mejor
educación. Pero era también el peor, y como no profesaba los principios
estrictos de Francisco, terminó de un modo lastimoso. Juan era una
figura simpática, y se distinguió por su carácter varonil y su valor;
murió prematuramente. Gonzalo era un verdadero caballero andante,
intrépido, liberal y caballeroso, y llegó a ser tan querido en el Nuevo
Mundo por los soldados que le seguían, como por los indios que
conquistaba. Hizo una de las marchas más increíbles de que hay memoria,
y probablemente hubiera adquirido gran fama, si la muerte de su hermano
y guía Francisco no le hubiese hecho caer en manos de malos consejeros
como el pícaro Carvajal, quienes llevándole por mal camino le empujaron
hacia su ruina. Pero, si bien los hermanos no eran malvados, ni
cobardes, ni tontos, ninguno podía compararse con Francisco. Era éste
uno de los raros ejemplares que se han hallado esparcidos y muy
distanciados por el camino del mundo. Poseía no tan sólo las cualidades
de los héroes y que, por fortuna, son muy comunes, sino también la
intuición y la certera finalidad del genio. Con menos perspicacia que
Napoleón, porque era menos instruído, pero tan grande como él en su
decisión, y más grande que él por sus principios, fué uno de los hombres
más insignes de todas las edades.

Pero, volviendo a nuestro relato, pasaron los seis meses, y todavía le
faltaba completar los doscientos cincuenta voluntarios que necesitaba.
El Consejo estaba a punto de revistar el contingente; pero Pizarro, por
temor de que, ateniéndose estrictamente a la letra de la ley, pudiese
aquél impedirle la consumación de sus grandes planes simplemente por la
falta de unos cuantos hombres, y desesperado al pensar en una nueva
demora, no quiso aguardar el permiso oficial para salir, sino que soltó
amarras y se hizo a la mar secretamente en enero de 1530. No fué
realmente correcta semejante determinación; pero estaba convencido de
que mucho se arriesgaba por un mero tecnicismo y de que él cumplía con
el espíritu ya que no con la letra de la ley. Es evidente que la Corona
lo comprendió también así, puesto que ni se le mandó a buscar ni se le
impuso un castigo. Después de un viaje pesado llegó salvo a Santa María.
Allí sus nuevos soldados se asustaron al saber que iban a encontrar
grandes serpientes y caimanes, y un gran número de los más pusilánimes
desertó. También Almagro levantó un clamoreo, diciendo que Pizarro le
había robado los honores que le correspondían; pero Luque y Espinosa
pacificaron a los revoltosos, ayudados por el espíritu generoso de
Pizarro. Este convino en nombrar a Almagro Adelantado y en pedir a la
Corona que confirmase el nombramiento. También prometió mirar por él
antes que por sus propios hermanos.

Al comenzar enero de 1531, Francisco Pizarro salió de Panamá en su
tercero y último viaje hacia el sur. Tenía en sus tres buques ciento
ochenta hombres y veintisiete caballos. No era, en verdad, un ejército
imponente para explorar y conquistar un gran país; pero fué todo lo que
pudo reunir, y Pizarro estaba empeñado en hacer la prueba. Llevó a cabo
la verdadera conquista del Perú con un puñado de rudos héroes; pero de
todos modos lo hubiera intentado, y es muy posible que hubiese salido
airoso de la ardua empresa aun cuando no hubiese tenido más que
cincuenta soldados; porque, después de todo, él fué quien conquistó el
Perú, más que sus ciento ochenta hombres. Almagro quedó otra vez en
Panamá tratando de reclutar voluntarios.

Pizarro intentaba navegar en derechura a Túmbez y allí efectuar el
desembarco; pero las tormentas hicieron retroceder los frágiles buques,
y se vió obligado a cambiar de plan. Después de navegar trece días,
desembarcó en la bahía de San Mateo, y condujo a sus hombres por tierra
mientras los buques iban costeando hacia el sur. Fué aquella una marcha
sumamente difícil en tan inhospitalaria costa, y apenas podían los
hombres avanzar dando tumbos. Pero Pizarro les servía de guía y les
animaba con palabras y con su ejemplo. Como en otras ocasiones y en
todas partes, tenía esta vez que _llevar_ a su gente. Sin duda tenían
tan buenas piernas como él, aun cuando debió ser Pizarro de constitución
muy robusta; pero hay un músculo mental que es más duro y más resistente
y que ha sostenido a muchos cuerpos vacilantes: el músculo del arrojo. Y
el arrojo de Pizarro no ha sido sobrepujado en el mundo. Casi puede
decirse que tenía que llevar a su ejército sobre los hombros.

Aun cuando la región era selvática, tenía riqueza mineral. Según dice
Pedro Pizarro, historiador del siglo XVI y pariente de Francisco, éste
recogió doscientos mil «castellanos»[15] de oro, que envió a Panamá en
sus buques para que hablasen por él. Era la clase de argumento que los
rudos aventureros del istmo podían entender, y él confiaba que su lógica
amarilla le atrajese voluntarios. Pero, mientras los buques realizaban
esa importante misión, el pequeño ejército sufría lo indecible caminando
penosamente por la costa. Las movedizas arenas, el calor tropical, el
peso de sus armas y de la armadura, eran casi insoportables. Estalló una
extraña y horrible peste, y muchos perecieron. El país se hizo más y más
inhabitable, y de nuevo perdieron toda esperanza aquellos pacientes
soldados. En Puerto Viejo se les juntaron treinta hombres al mando de
Sebastián de Belalcázar, el cual después se distinguió yendo a caza de
aquella áurea mariposa que tantos persiguieron hasta morir y nadie llegó
a alcanzar: el mito del Dorado. Avanzando siempre, Pizarro cruzó por fin
la isla de Puná, para dar descanso a sus desgarbados hombres y
prepararlos para la conquista. Los indios de la isla intentaron
traicionarlos, y cuando sus cabecillas fueron presos y castigados, todo
el enjambre de naturales cayó ferozmente sobre el campamento de los
españoles. Fué una lucha muy desigual; pero al fin el valor y la
disciplina pudieron más que la fuerza bruta, y los indios fueron
derrotados. Muchos españoles quedaron heridos, entre ellos Hernando
Pizarro, el cual recibió una herida de venablo de mal cariz en una
pierna. Pero los indios no les dieron punto de reposo y les hostilizaban
constantemente, apoderándose de los que se desviaban y teniendo al
campamento en continua alarma. Entonces llegó oportunamente un refuerzo
de cien hombres, con unos cuantos caballos al mando de Hernando de Soto,
el heroico pero infortunado jefe que más tarde exploró el Misisipí.

Con este refuerzo, Pizarro cruzó de nuevo al continente sobre unas
balsas. Los indios le disputaron el paso, mataron a tres hombres en una
de las balsas y desprendieron otra balsa, aprisionando a los soldados
que en ella iban. Hernando Pizarro había ya desembarcado, y aun cuando
se interponía un peligroso lodazal, espoleó su caballo, que lo atravesó
hundiéndose hasta los ijares, y seguido de unos cuantos compañeros,
rescató a los prisioneros que estaban en peligro.

Entrando en Túmbez, los españoles hallaron aquella linda población
desguarnecida y desierta. Alonso de Medina y su compañero habían
desaparecido, y nunca se supo la suerte que corrieron. Pizarro dejó allí
una pequeña fuerza, y en mayo de 1532 marchó tierra adentro, enviando a
Soto con un pequeño destacamento a explorar la base de los gigantescos
Andes. Desde su primer desembarco, Pizarro impuso la más estricta
disciplina. Sus soldados debían dar a los indios buen trato, so pena de
los más severos castigos. No debían ni siquiera entrar en un hogar
indio, y si se atrevían a desobedecer este mandato eran rígidamente
castigados. Este régimen liberal y bondadoso para con los indios lo
adoptó Pizarro desde un principio, y lo mantuvo con firmeza.

Después de emplear tres o cuatro semanas en exploraciones, Pizarro
escogió un sitio en el valle de Tangara y fundó allí la ciudad de San
Miguel. Construyó una iglesia, un almacén, una sala de justicia, un
fuerte y varias viviendas, y organizó un gobierno. El oro que había
recogido lo envió a Panamá, y esperó varias semanas a que llegasen
voluntarios. Pero no llegó ninguno, y era evidente que tenía que
abandonar la conquista del Perú, o emprenderla con el puñado de hombres
que le seguían. No le tomó a Pizarro mucho tiempo el decidirse por una
de las dos alternativas. Dejando cincuenta soldados al mando de Antonio
Navarro para guarnecer San Miguel, y dictando rigurosas leyes para la
protección de los indios, marchó Pizarro el 24 de septiembre de 1532 al
interior de aquel vasto y desconocido país.



IV

EL PERÚ TAL COMO ERA


Ahora que hemos seguido a Pizarro hasta el Perú; ahora que va a
conquistar la tierra maravillosa que tan incomparables contrariedades y
sufrimientos le costó encontrar, debemos detenernos un momento para
decir cómo era aquel país. Esto es tanto más necesario, cuanto que se
han propalado por el mundo tan falsos y tan disparatados relatos acerca
del «Imperio del Perú» y del «Reino de los Incas» y otras sandeces por
el estilo. Para comprender lo que fué la conquista tenemos que saber
antes lo que había que conquistar, y para ello es necesario esbozar en
pocas palabras la pintura del Perú, tal como nos la han dado con su
autoridad algunos historiadores grotescamente equivocados, y decir
después cómo era realmente el Perú, según se ha demostrado gracias a
modernas investigaciones.

Nos han contado que el Perú era un gran imperio, rico, populoso y
civilizado, gobernado por una larga serie de reyes, que se llamaban
Incas; que tenía dinastías y nobleza; trono y corona y corte; que sus
reyes conquistaban vastos territorios y civilizaban a los vecinos
salvajes que conquistaban, por medio de sabias leyes y de escuelas y de
otros instrumentos de economía política; que tenían caminos militares
mucho mejores que los que construyeron los romanos, de mil millas de
longitud y con prodigioso pavimento y varios puentes; que aquella
portentosa raza creía en un Sér Supremo; que el rey y todos los que
tenían sangre real en sus venas eran inconmensurablemente superiores al
común del pueblo, pero que eran bondadosos, justos, paternales e
ilustrados; que había regios palacios en todas partes; que tenían
canales de cuatrocientas o quinientas millas de largo, y ferias
regionales y representaciones teatrales de tragedias y comedias; que
tallaban esmeraldas con herramientas de bronce, arte que es hoy
desconocido; que el gobierno verificaba censos y educaba a las masas; y
que, así como la política de los aborígenes de Méjico era la política
del odio, la de los reyes Incas era una política de amor y de suavidad.
Sobre todo, se nos ha hablado mucho del largo linaje de monarcas incas,
la familia real cuyo último rey, Huayna Capac, murió poco antes de la
llegada de los españoles. Se le representaba repartiendo el trono entre
sus hijos Atahualpa y Huascar, quienes pronto pelearon y empezaron la
guerra cruel y fraticida con ejércitos y otros procedimientos de pueblos
civilizados. Entonces, se nos dice, llegó Pizarro y se aprovechó de esa
guerra intestina; azuzó a un hermano contra el otro, y así pudo al fin
conquistar el imperio.

Todo esto, con otras mil cosas igualmente ridículas, inexactas e
imposibles, es parte de uno de los romances históricos más fascinadores
pero más erróneos que se ha escrito. Nunca hubiera salido de pluma
alguna si entonces se hubiese conocido la hermosa y exacta ciencia de la
etnología. Esa idea del Perú que por tanto tiempo ha prevalecido, se
basaba en la más supina ignorancia de aquel país, y, sobre todo, de los
indios de todas partes. Porque hay que recordar que aquellos
sorprendentes seres, cuyo imaginado gobierno deja tamañita a cualquiera
nación civilizada y moderna, _no eran más que indios_. No quiero decir
con esto que los indios no sean hombres con todas las emociones,
sentimientos y derechos de los hombres, derechos que ojalá hubiésemos
protegido nosotros con tan honroso cuidado como lo hizo España. Pero los
indios del Norte y los del Sur de América se parecen mucho en su
organización social, religiosa y política, y son muy distintos de
nosotros. Los peruanos ciertamente estaban algo más adelantados que
cualesquiera otros indios de América; pero de todos modos eran indios.
No tenían una idea correcta de un Sér Supremo, sino que adoraban una
deslumbradora multitud de dioses y de ídolos. No tenían rey, ni trono,
ni dinastía, ni sangre real, ni nada que fuese regio. Todas estas cosas
eran aún más imposibles entre los indios de lo que serían ahora en
nuestra propia república. No había, ni podía haber, siquiera una nación.
La vida de los indios es esencialmente de tribus. No solamente no puede
haber un rey entre ellos, ni nada que se parezca a un rey, sino que ni
conocen lo que es herencia, a no ser como algo de que conviene
precaverse. El jefe (y ni siquiera reconocen un jefe supremo) no puede
transmitir su autoridad a su hijo ni a otro individuo alguno. El sucesor
lo elige el concejo de oficiales encargados de ello. Donde no hay reyes
no puede haber palacios, y no los había en el Perú. En cuanto a ferias y
escuelas y otras cosas por el estilo, son tan inexactas como imposibles.
No había Corte, ni Corona, ni nobleza, ni censos, ni teatros, ni nada
que remotamente indicase que había habido algo de todo eso; y por lo que
hace a los incas, no eran reyes, ni siquiera gobernantes, sino
simplemente _una tribu de indios_. Eran los únicos de esta raza en ambas
Américas que sabían fundir, y esto les permitía hacer toscos ornamentos
e imágenes de oro y plata; así es que su país era el más rico del Nuevo
Mundo, y realmente hacían alarde de un notable aunque barbárico
esplendor. Los templos de sus ciegos dioses brillaban con ornamentos de
oro, y los indios se adornaban con profusión de metales preciosos, as
como nuestros navajos y pueblos en Nuevo Méjico y Arizona aun hoy llevan
libras y más libras de adornos de plata. También hacían herramientas de
bronce, algunas de las cuales eran de muy buen temple; pero eso no era
un arte, sino tan sólo un accidente. Nunca se hallaban dos de sus
utensilios que tuviesen la misma aleación; el artífice indio lo hacía al
buen tuntún, y por cada herramienta que le salía bien por casualidad,
tenía que desechar muchas por malas.

Eran los incas una de las tribus peruanas, débiles al principio y muy
asendereados por sus vecinos. Al fin, arrojados de sus antiguos lares,
dieron con un valle que era una fortaleza natural. Allí construyeron la
ciudad de Cuzco (pues construían ciudades lo mismo que nuestros indios
pueblos, sólo que las suyas eran mejores). Entonces, cuando hubieron
fortificado los dos o tres pasos por donde únicamente podía llegarse a
aquella hondonada de los Andes, se consideraron seguros. Sus vecinos ya
no podían penetrar allí para matarles y robarles. Con el tiempo llegaron
a ser numerosos y confiados, y como todos los demás indios (y algunos
blancos), entonces empezaron a salir a matar y robar a sus vecinos. En
esto se daban muy buena maña, porque tenían un lugar seguro adonde
retirarse, y, sobre todo, porque sus pequeños camellos podían
transportarles subsistencias para permanecer algún tiempo fuera de su
escondrijo. Habían domesticado la llama, lo cual no había hecho ninguna
de las tribus vecinas, excepto los aymaros, y esto dió a los incas una
enorme ventaja. Podían salir de su seguro valle en gran número, con
provisiones para un mes o más, y sorprender alguna aldea. Si eran
batidos, se escondían por las montañas, viviendo con las municiones de
su recua y hostilizando y atacando constantemente a los aldeanos hasta
aburrirles. Vemos, pues, el gran servicio que el pequeño camello prestó
a los incas. Les permitió hacer la guerra de un modo que hasta entonces
no lo hicieran los otros indios de América. Con esta ventaja y de este
modo esta tribu guerrera había llevado a cabo lo que pudiéramos llamar
una «conquista» sobre una extensa comarca. Las otras tribus vieron que
les tenía más cuenta cejar al fin y pagar a los incas para que las
dejasen tranquilas. Estos construyeron almacenes en cada uno de tales
sitios, y pusieron un oficial en todos ellos, para la cobranza del
tributo impuesto a la tribu conquistada. Esas tribus nunca se mezclaron.
No podían entrar en Cuzco, y los incas no iban a vivir entre ellos. No
constituían, pues, una nación, sino un conglomerado de tribus indias
sujetas por el miedo a una tribu más fuerte.

La organización de los incas era, hablando en general, igual a la de
cualquier otra tribu india. El oficial más preeminente en semejante
tribu era, naturalmente, el que tenía a su cargo la dirección de los
combates, esto es, el jefe de los guerreros. Era el que mandaba en la
guerra; pero en los otros ramos del gobierno distaba de ser el único o
el hombre de más alto rango. Y eso es sencillamente lo que fueron Huayna
Capac y todos esos fabulosos reyes incas; capitanes guerreros con la
misma influencia que tienen varios capitanes de guerra indios que
conozco personalmente en Nuevo Méjico.

Los hijos de Huayna Capac eran también capitanes guerreros indios, y
nada más; con la particularidad de que eran jefes guerreros de distintas
tribus, rivales y enemigas. Atahualpa bajó desde Quita con sus guerreros
indios y tuvo varios combates, haciendo finalmente prisionero a Huascar,
a quien encerró en el fuerte indio de Jauja.

Así se hallaban las cosas cuando Pizarro se dirigió al interior. Y para
que no se confunda el lector con la aserción de que los historiadores
españoles explicaban de distintos modos la situación del Perú, conviene
hacer otra aclaración. Los cronistas españoles ni decían más mentiras ni
cometían más equivocaciones que nuestros propios exploradores que
vinieron más tarde y escribieron con seriedad acerca del _rey_ indio
Philip, del _rey_ indio Powhatan y de la _princesa_ india Pocahontas. La
etnología era entonces una ciencia desconocida. Ninguno de aquellos
antiguos escritores comprendía la organización característica de los
indios. Veían un hombre ignorante, desnudo, supersticioso, que mandaba a
sus ignorantes secuaces y era persona de autoridad, y le llamaron «rey»
porque no sabían qué otro nombre darle. Lo mismo hicieron los españoles.
En aquella época no tenía el mundo más que una pequeña regla para medir
los gobiernos y las organizaciones; y por muy ridículas que nos parezcan
sus medidas, no era posible entonces medir mejor. No; las equivocaciones
de los cronistas españoles eran tan sinceras y tan ignorantes como las
en que incurriera Prescott tres siglos después, y a la verdad, no eran
tan absurdas.

El Perú, sin embargo, era un país muy prodigioso para haber sido formado
por simples indios desprovistos hasta de una organización o un espíritu
nacional, que es el primer requisito para formar nación. Sus «ciudades»
eran importantes, y en su construcción notábase bastante pericia; las
granjas eran mejores que las de nuestros pueblos, porque eran allí
indígenas la patata y otras plantas alimenticias entonces desconocidas
en nuestra región del sudoeste, y estaban regadas por el mismo sistema
de irrigación que era común a todas las tribus sedentarias. Eran los
únicos indios que se dedicaban al pastoreo, y sus grandes rebaños de
llamas eran un importante venero de riqueza; mientras que los géneros de
lana de camello que ellos mismos tejían, no desdeñaban usarlos las
empingorotadas damas españolas. Y sobre todo, sus toscos hornos de
fundición les permitían presentar cierta pompa deslumbradora, que no era
de esperar entre indios americanos; la verdad, nos causaría sorpresa
entrar en las iglesias de cualquier ciudad del mundo y hallarlas tan
esplendentes con placas, imágenes y netos de oro, como eran algunos de
sus barbáricos templos. No podemos afirmar que nunca hiciesen
sacrificios humanos; pero esos horrendos ritos eran raros y no podían
compararse con los horrores que a diario llevábanse a cabo en Méjico. En
los sacrificios ordinarios, la llama era la víctima.

Hacia la fortaleza de esa extraordinaria tribu india, se dirigía Pizarro
al frente de su escasa tropa.



V

LA CONQUISTA DEL PERÚ


Positivamente ningún ejército salió jamás a luchar con tan
desproporcionadas desventajas. Contra innumerables miles de peruanos,
tenía Pizarro ciento setenta y siete hombres. De éstos, sólo sesenta y
siete iban montados. En toda la fuerza no había más que tres cañones; y
sólo veinte hombres tenían siquiera ballestas; todos los demás iban
armados de espadas, dagas y lanzas. ¡Linda hueste, en verdad, para
conquistar lo que era un imperio en vastedad, ya que no en organización!

A los cinco días de marcha desde San Miguel, Pizarro hizo alto para
descansar. Allí notó señales de descontento entre su gente, y adoptó un
remedio característico de su genio. Haciendo formar a sus hombres, les
habló en términos amistosos. Díjoles que deseaba que San Miguel
estuviese mejor defendido, pues era muy pequeña la guarnición que allí
había quedado. Si algunos de los presentes preferían no seguir adelante,
ni afrontar los peligros desconocidos que hallarían tierra adentro,
quedaban en libertad de retroceder para reforzar la guarnición de San
Miguel, donde tendrían derecho a las mismas mercedes de terreno que los
otros, además de participar en los beneficios de la conquista.

Fué una medida audaz y, sin embargo, prudente. Cuatro infantes y cinco
jinetes dijeron que se volverían a San Miguel; y, en efecto, se
volvieron, mientras que ciento sesenta y ocho leales siguieron adelante,
prometiendo de nuevo seguir a su intrépido jefe hasta el fin.

Soto, que había estado explorando por espacio de ocho días, volvió
entonces acompañado de un mensajero que enviaba el capitán guerrero de
los indios, Atahualpa. Traía el indio presentes, e invitó a los
españoles a visitar a Atahualpa, que estaba acampado con sus brazos en
Cajamarca. Felipillo, el joven indio de Túmbez, que fué a España con
Pizarro para aprender el español, prestó ahora útil servicio como
intérprete, y por su mediación pudieron los españoles conversar con los
incas. Pizarro trató al mensajero con su acostumbrada afabilidad, y lo
despidió con regalos, marchando después peñas arriba en dirección de
Cajamarca. Uno de los indios declaró que Atahualpa trataba simplemente
de atraer a los españoles a su fortaleza para destruirlos sin tomarse el
trabajo de salir a su encuentro, lo cual era verdad; y otro indio
declaró que el jefe inca tenía a su mando una fuerza que no bajaba de
cincuenta mil hombres. Pero sin arredrarse, Pizarro envió un indio
adelante para hacer un reconocimiento, y siguió marchando por los
temibles pasos de la cordillera, alentando a sus hombres con una de sus
características arengas. Díjoles:

«Tened todos ánimo y valor para hacer lo que espero de vosotros y lo que
deben hacer todos los buenos españoles, y no os alarméis por la multitud
que dicen tiene el enemigo ni por el número reducido en que estamos los
cristianos. Que aunque fuésemos menos y el ejército contrario fuese más
numeroso, la ayuda de Dios es mayor todavía; y en la hora de la
necesidad El ayuda y favorece a los suyos, para desconcertar y humillar
el orgullo de los infieles, y atraerles al conocimiento de nuestra Santa
Fe.»

Al oir este animoso discurso, los hombres gritaron que le seguirían
adondequiera que les llevase. Pizarro se puso al frente con cuarenta
jinetes y sesenta infantes, dejando a su hermano Hernando que hiciese
alto con los hombres restantes hasta nueva orden. No era juego de niños
el trepar por aquellos terribles pasos. Los jinetes tuvieron que
desmontar, y aun así, con dificultad podían llevar sus caballos por
aquellas alturas. Los angostos senderos serpenteaban por debajo de
salientes riscos y bordeaban sombrías quebradas, estrechas hendeduras de
millares de pies de profundidad, en las que el resalto que formaba la
roca tenía apenas el ancho suficiente para arrastrarse por él.
Dominaban el paso dos imponentes fuertes de piedra; pero afortunadamente
estaban abandonados. Si los hubiese ocupado el enemigo, estaban perdidos
los españoles; pero Atahualpa quiso dejarles penetrar en su trampa, en
la confianza de que una vez dentro los aplastaría fácilmente. Cuando
llegaron los españoles a lo alto del paso, mandaron a buscar a Hernando,
el cual subió con su gente. Llegó entonces un mensajero de Atahualpa con
regalo de llamas, y casi al mismo tiempo volvió el espía indio que envió
Pizarro y reiteró que Atahualpa intentaba traicionarles. El mensajero
peruano explicó de un modo plausible los movimientos sospechosos que
había relatado el espía. Su explicación distaba de ser satisfactoria;
pero Pizarro era demasiado listo para mostrar su desconfianza. Sólo
podían salvarse aparentando tranquilidad.

Los españoles sufrieron mucho frío al doblar aquella empinada sierra, y
hasta la misma bajada por la vertiente oriental de la cordillera se les
hizo sumamente dificultosa. Al séptimo día llegaron a la vista de
Cajamarca situada en su lindo valle ovalado, que era una hondonada de
gran extensión. A lo lejos y a un lado estaba el campamento del jefe
guerrero inca y de su ejército, que cubría una vasta superficie. El día
15 de noviembre de 1532, los españoles entraron en la ciudad. Hallábase
enteramente desierta, lo cual era de muy ominoso agüero. Pizarro hizo
alto en la gran plaza cuadrada o comunal, y envió a Soto y Hernando
Pizarro con treinta y cinco jinetes al campo de Atahualpa para pedirle
una entrevista. Hallaron al jefe inca rodeado de una pompa que les
pasmó; y no menos les impresionó el número abrumador de guerreros que
vieron en el campamento. A su solicitud contestó Atahualpa que aquel día
estaba guardando ayuno por ser día sagrado (lo cual ya era una
circunstancia sospechosa); pero que al día siguiente visitaría a los
españoles en la ciudad. «Ocupad las casas de la plaza, les dijo, y no
entréis en ninguna otra. Aquellas son para el uso de todos. Cuando yo
vaya, daré órdenes acerca de lo que hay que hacer.»

Los peruanos, que nunca habían visto un caballo, quedaron atónitos al
contemplar aquellos extranjeros montados, y aun más se encantaron cuando
Soto, que era un gran caballista, mostró su habilidad con algunas
proezas, no por vano alarde, sino porque era de mucha importancia el
causar impresión a aquellos innumerables bárbaros con las peligrosas
habilidades de los extranjeros.

Los acontecimientos del día siguiente merecen especial mención, puesto
que ellos y sus consecuencias directas han dado pie a la injusta
imputación que se ha hecho a Pizarro de ser un hombre cruel. Los
_verdaderos_ hechos le justifican plenamente.

En la mañana del 16 de noviembre, después de una noche de gran ansiedad,
los españoles se levantaron al despuntar el alba. Entonces vieron
claramente que se habían metido en la trampa, y que había una
probabilidad contra ciento de que pudiesen salir de allí. Su espía indio
había sido veraz en sus avisos. Allí estaban, acorralados en la ciudad,
ciento setenta y ocho hombres, y a poca distancia había innumerables
millares de indios. Pero, y esto era peor todavía, vieron que les habían
cortado la retirada; porque durante la noche Atahualpa había situado una
gran fuerza entre ellos y el paso por donde habían entrado. Estaban,
pues, en una situación enteramente desesperada: no podía salvarles más
que un milagro. Pero el milagro estaba a mano: era Pizarro.

Por una de las sabias disposiciones de la naturaleza, las mentes mejor
equiparadas piensan mejor y más rápidamente cuando más necesitan pensar
a prisa y bien. En el momento supremo todos los pensamientos que se
amontonan y confunden en el excitado cerebro, parece como si se
apartasen de repente para dejar un claro por donde un gran pensamiento
pueda saltar, como el corredor que llega a la meta, o bien como el rayo
que hiende el aire manso, mientras su fuego se precipita abriendose
paso. Las personas más inteligentes tienen a veces ese relampagueo
mental, y cuando se puede confiar en que ha de aparecer o iluminar al
instante las crisis más obscuras, es la intuición del genio. Eso es
precisamente lo que hizo de Napoleón todo un Napoleón, y de Pizarro
todo un Pizarro.

Había necesidad de formular con maravillosa rapidez un pensamiento que
fuese casi sobrehumano. ¿Cómo podían vencerse aquellas terribles
desventajas? ¡Ah! Pizarro dió con ello. El no sabía, como sabemos ahora,
las razones supersticiosas que hacían que los indios reverenciasen tanto
a Atahualpa; pero sí sabía que existía esa influencia. Algo de lo que
Pizarro era para los españoles, era para los peruanos su capitán
guerrero; no tan sólo era su jefe militar, sino que literalmente era «en
sí toda una hueste». Pues bien; si él podía hacer prisionero a aquel
cacique traidor, esto haría disminuir muchas de las desventajas; en
realidad equivaldría de un modo incruento a quitar a los enemigos
algunos millares de hombres. Además, Atahualpa quedaría en rehén para
responder de la paz de su tribu. Y como único medio de salvación,
Pizarro resolvió aprisionar al cacique.

Empezó en el acto a hacer preparativos para este brillante golpe
estratégico. La caballería, dividida en dos grupos, mandados por
Hernando de Soto y Hernando Pizarro, se ocultó en dos espaciosos
zaguanes que daban a la plaza. En un tercer zaguán se colocó la
infantería, y Pizarro, con veinte hombres, ocupó una posición en otro
punto ventajoso. Pedro de Candía, con la artillería--dos pequeños
falconetes,--se había situado en lo alto de un fuerte edificio. Pizarro
dirigió entonces a sus soldados una fervorosa arenga, y después de una
rogativa a Dios para que les amparase y librase de todo mal, la pequeña
fuerza esperó al enemigo.

Casi había transcurrido el día cuando Atahualpa entró en la ciudad
sentado en una silla de oro que llevaban en hombros sus servidores.
Había prometido hacerles una visita amistosa e ir desarmado; pero era de
notar que aquella visita amistosa la hizo acompañado de un séquito de
varios miles de atléticos guerreros. Ostensiblemente iban desarmados;
pero debajo de sus mantos llevaban ocultos arcos, machetes y mazas.
Atahualpa no pudo resistir a la curiosidad, aun cuando habíase mostrado
indiferente. Aquella nueva clase de hombres era demasiado interesante
para exterminarlos en el acto. Quería verlos más, y así fué a ellos;
pero sumamente confiado, como pudiera estarlo un niño cruel con una
mosca. Observaría por un rato sus aleteos y zumbidos, y cuando se
cansase de ellos no tenía más que extender el pulgar y aplastar la mosca
sobre el vidrio de la ventana. Pero no contaba Atahualpa con la
huéspeda. Ciento setenta cuerpos españoles podían ser fácilmente
aplastados; pero no cuando los animaba un espíritu como el de su jefe.

Aun en aquel instante estaba Pizarro dispuesto a adoptar procedimientos
pacíficos. El bueno de Fray Vicente de Valverde, capellán del pequeño
ejército, se adelantó a recibir a Atahualpa. Hacían un raro contraste el
modesto misionero con su hábito gris y su manoseada Biblia en la mano,
frente al astuto indio sentado en su trono de oro, cubierto de adornos
del mismo metal y con un collar de esmeraldas. El padre Valverde le
dirigió la palabra. Le dijo que venían como servidores de un poderoso
rey y del verdadero Dios. Venían como amigos, y todo lo que pedían era
que el cacique abandonase sus ídolos y adorase a Dios, y aceptase al rey
de España como aliado suyo y no como soberano.

Atahualpa, después de examinar curiosamente la Biblia (pues por de
contado no había visto antes libro alguno), la dejó caer y contestó al
misionero con brevedad y casi con insolencia. Las exhortaciones del
padre Valverde sólo contribuyeron a irritar al indio, y sus palabras y
su gesto se volvieron más amenazadores. Atahualpa mostró el deseo de ver
la espada de uno de los españoles, y éste se la enseñó. Entonces quiso
él desenvainarla; pero el soldado, con mucha prudencia, se lo impidió.
El padre Valverde no recomendó entonces una matanza, como se le ha
imputado; solamente informó a Pizarro del fracaso de sus esfuerzos
conciliatorios. Había llegado la hora. Atahualpa podía dar el golpe en
cualquier momento, y si él era el primero en darlo, no había esperanza
alguna para los españoles. Su única salvación estaba en adelantársele y
coger por sorpresa a los que sorprenderles querían. Pizarro hizo una
señal con su trena a Candía, y el ridículo cañoncito de la azotea
retumbó de uno a otro extremo de la plaza. No hirió a nadie, ni fué esa
la intención al dispararlo, sino únicamente aterrorizar a los indios,
que nunca habían oído un cañonazo, y dar la señal a los españoles. La
exactitud del relato que han hecho algunos historiadores de cómo «el
humo de la artillería llenó la plaza de nubes sulfurosas, que cegaron a
los peruanos y esparcieron una densa lobreguez», puede juzgarse teniendo
presente que toda esa mortífera nube debía salir de los cañoncetes que
se transportaban a lomo de caballo por aquellas montañas, y de tres
viejos fusiles de chispa. Sin embargo, de este ridículo modo se han
descrito muchos de los incidentes de la conquista.

No menos falsas y disparatadas son las descripciones corrientes de la
«matanza» que siguió. Los españoles salieron todos al oir la señal,
cayeron sobre los indios y finalmente los desalojaron de la plaza. Nos
resistimos a creer que murieron dos mil, pues calculando cuántos indios
puede matar un hombre con una espada o un mosquete o una ballesta en
media hora de lucha a todo correr, y multiplicando ese factor por ciento
sesenta y ocho, veremos que no es de dos mil, sino de doscientos, el
número más probable de los muertos en Cajamarca.

El principal empeño de los españoles no era precisamente matar, sino
rechazar a los otros indios y hacer prisionero a Atahualpa. Pizarro
había dado severas órdenes de no causar daño al cacique. No quería
matarle, sino únicamente retenerlo vivo en rehenes, para que respondiera
de la conducta pacífica de su tribu. La guardia de corps del jefe indio
hizo una fuerte resistencia, y un español, en su excitación, lanzó a
Atahualpa un arma arrojadiza. De un salto Pizarro se puso delante y
recibió la herida en un brazo, salvando así la vida al cacique. Por fin
se apoderaron de Atahualpa, ileso, y le encerraron en uno de los
edificios bajo la vigilancia de una fuerte guardia. El confesó,--con una
de esas bravatas características de los indios, cuya costumbre
tradicional es demostrar su valor ofendiendo al que los hace
prisioneros,--que les había dejado entrar en la ciudad, sintiéndose
seguro por su más numerosa fuerza, con el fin de hacer esclavos a los
que mejor le cuadrase y dar muerte a los otros. Pudo haber añadido que
si el astuto de su padre estuviese vivo, esto no hubiera ocurrido. El
experto Huayna Capac no habría dejado que los españoles entrasen en la
ciudad, sino que los hubiera enredado y aniquilado en los ásperos
vericuetos de la montaña. Pero Atahualpa, más presuntuoso y menos
prudente, asumió un riesgo innecesario, y ahora se hallaba prisionero,
con su ejército derrotado. Como vulgarmente se dice, fué por lana y
salió trasquilado.

El distinguido cautivo fué tratado con la mayor consideración y cuidado.
Sólo era prisionero por cuanto no podía salir; pero en las espaciosas y
alegres habitaciones que se le asignaron tenía todas las comodidades que
apetecer podía. Su familia vivía con él; comía en su propia vajilla los
mejores alimentos que podían obtenerse, y se le complacía en todos sus
deseos, excepto el de salir para llamar a los indios a las armas. El
Padre Valverde y el mismo Pizarro trabajaron con empeño para convertir a
Atahualpa al cristianismo, explicándole la impotencia y la maldad de sus
ídolos, y el amor y bondad del verdadero Dios en cuanto les era posible
hacérselo entender a un indio, para quien naturalmente un Dios cristiano
era incomprensible. No tardó Atahualpa en reconocer la inutilidad de sus
dioses, y declaró francamente que no eran más que unos embusteros.
Huayna Capac les había consultado, y le dijeron que todavía viviría
mucho tiempo; no obstante, Huayna Capac murió en breve. El mismo
Atahualpa había ido a preguntar al oráculo si debía atacar a los
españoles: el oráculo contestó que sí, y que fácilmente les subyugaría.
No es de extrañar que el cacique hubiese perdido la fe en los que hacían
semejantes predicciones.

Los españoles recogieron muchas llamas, una considerable cantidad de
oro, y un gran acopio de preciosos vestidos de algodón y de pelo de
camello. No se les hostigó más, pues los indios sin su reconocido
caudillo se hallaban más perdidos de lo que estaría un ejército
civilizado sin sus jefes, puesto que el cacique indio está investido de
un carácter sacerdotal lo mismo que militar, y su cacique estaba
prisionero.

Por fin Atahualpa, ansioso de volver a capitanear sus fuerzas a toda
costa, hizo una proposición tan estupenda, que los españoles a duras
penas podían dar crédito a sus oídos. Si le dejaban en libertad,
ofrecióles llenar de oro la habitación en que se hallaba prisionero,
hasta la altura a que alcanzase con la mano, y otro aposento menor lo
llenaría igualmente de plata. La pieza que debía llenarse con vasijas y
objetos de oro (no había nada macizo como lingotes), dícese que tenía
veintidós pies de largo por diez y siete de ancho; a la altura que marcó
el cacique con la mano en la pared era de nueve pies sobre el nivel del
suelo.



VI

EL RESCATE DE ORO


No cabe dudar que Pizarro aceptó esta proposición de buena fe. El
carácter del hombre, su religión, las leyes de España y los indicios
justificados que nos ofrece su habitual conducta, nos inducen a creer
que tenía efectivamente la intención de poner en libertad a Atahualpa en
cuanto se pagase su rescate. Pero circunstancias posteriores, que él no
pudo evitar y por las que no debe culpársele, le obligaron a proceder de
otra manera.

Los mensajeros de Atahualpa se diseminaron por el Perú a fin de reunir
el oro y la plata necesarios para el rescate. Entre tanto Huascar, el
cual se recordará que estaba prisionero en manos de la gente de
Atahualpa, al enterarse del arreglo propuesto, envió un mensaje a los
españoles exponiendo su cuita y reclamando sus derechos. Pizarro dió
órdenes de que fuese conducido a Cajamarca para que expusiese allí su
pretensión. El único modo de averiguar cuál de los dos jefes rivales
tenía razón, era carearlos y pesar sus respectivas pretensiones. Pero
esto no le convenía a Atahualpa. Antes de que Huascar pudiese ser
llevado a Cajamarca, fué asesinado por sus guardianes indios, que eran
hechura de Atahualpa, y, según opinión general, por orden del mismo
Atahualpa.

El oro y la plata para el rescate fué llegando poco a poco.
Históricamente no cabe dudar cuál era el plan de Atahualpa en aquel
arreglo. Lo que hacía era simplemente ganar tiempo; hacer que los
españoles esperasen y esperasen, hasta que él tuviese reunidas sus
fuerzas para rescatarle, y entonces acabar con los invasores. De esto
empezaron a darse cuenta los españoles. Por tentador que fuese el cebo
de oro, sospecharon que detrás de él había una trampa. No tardaron en
confirmarse sus sospechas. Empezaron a enterarse de que se reunían
secretamente las fuerzas indias. Las noticias eran cada vez más
ominosas, y ni siquiera el oro que llegaba todos los días y que a veces
representaba un valor de 50,000 pesos, les cegaba hasta el punto de no
ver el creciente peligro que corrían.

Era preciso conocer la situación mejor de lo que podían, estando
encerrados en Cajamarca, y al efecto se encargó a Hernando Pizarro que
fuese con un pequeño destacamento a explorar por Guamachucho, y después
por Pachacamac, distante trescientas millas. Fué aquel un reconocimiento
difícil y peligroso, pero en extremo interesante. Su marcha por la
meseta de la cordillera fué sumamente penosa. El relato de grandes vías
militares, no pasaba de ser un mito, aun cuando mucho se había hecho
para mejorar las trochas; algo muy parecido al modo primitivo de los
pueblos de Nuevo Méjico, sólo que en mayor escala. Las mejores, sin
embargo, sólo tuvieron por objeto arreglar las veredas para las pisadas
firmes de las llamas; pero con gran dificultad se podía arrastrar y
empujar los caballos españoles por los trechos más escabrosos. Lo que
muy especialmente llamó la atención de los españoles, fueron los toscos
pero seguros puentes colgantes de vástagos con que los indios salvaban
angostas pero terribles quebradas; mas aun esos oscilantes pasos eran
difíciles de cruzar para los caballos.

Después de algunas semanas de penoso viaje el destacamento llegó a
Pachacamac sin encontrar oposición alguna. Su famoso templo había sido
despojado de sus tesoros; pero su renombrado dios--un grotesco ídolo de
madera--allí quedaba. Los españoles derrocaron y destruyeron aquel
fetiche pagano, y después purificaron el templo y erigieron en él un
gran crucifijo, para dedicarlo al verdadero Dios. Explicaron a los
indígenas, lo mejor que pudieron, lo que era el cristianismo, y
procuraron inducirles a convertirse.

Allí supieron que Chalicuchima, uno de los jefes de guerra subalternos
de Atahualpa, estaba en Jauja con una gran fuerza, y Hernando decidió ir
a visitarle. Los caballos se hallaban en mal estado para tan dura
jornada, pues se habían desgastado sus herraduras en la reciente
marcha, y el herrarlos allí era un problema, porque no había hierro en
el Perú. Pero Hernando salió del apuro con un peregrino recurso. Si no
había hierro, había en cambio plata en abundancia, y al cabo de poco
tiempo los caballos españoles llevaban herraduras de ese precioso metal
y estaban en disposición de marchar a Jauja. Era una jornada difícil;
pero valía la pena de hacerla. Chalicuchima decidió espontáneamente ir
con los españoles a Cajamarca para consultar con su jefe Atahualpa. En
realidad, era justamente lo que él deseaba. Una entrevista personal les
permitiría determinar el mejor medio de librarse de aquellos misteriosos
extranjeros. Por consiguiente, los aventureros españoles y el astuto
subjefe llegaron por fin juntos a Cajamarca.

Mientras tanto Atahualpa lo había pasado muy ricamente en manos de sus
aprehensores. Aun cuando éstos tenían motivos para desconfiar--y en
efecto desconfiaban--del indio traicionero, no solamente le trataron
humanitariamente, sino con la mayor benevolencia. Vivía lujosamente con
su familia y servidumbre y tenía mucho trato con los españoles. Parece
que hicieron cuanto pudieron para ganar su amistad, principio que
inspiró siempre la conducta de Pizarro. Los historiadores parciales no
pueden contradecir un hecho significativo. Los indios llegaron a
considerar a Pizarro y a sus dos hermanos Gonzalo y Juan como amigos, y
un indio, que es mucho más suspicaz y observador que nosotros, es una de
las últimas personas a quien se puede engañar sobre este punto. Si los
Pizarros hubiesen sido los hombres crueles y despiadados que nos han
pintado algunos escritores predispuestos y mal informados, los
aborígenes hubiesen sido los primeros en notarlo y les hubieran odiado.
El hecho de que los pueblos que conquistaron llegaran a ser sus amigos y
admiradores, es el mejor testimonio de su humanitarismo y su justicia.

Atahualpa hasta aprendió a jugar al ajedrez y a otros juegos europeos, y
aparte de procurarle esos entretenimientos, se puso empeño en hacerle
comprender cada día más y mejor los principios del cristianismo. A
pesar de todo esto, iba continuamente trabajando en sus hostiles planes.

Hacia últimos de mayo, los tres emisarios que se envió a Cuzco a buscar
una parte del rescate, volvieron a Cajamarca con un gran tesoro.
Solamente del famoso templo del Sol, les habían dado los indios
setecientas placas de oro, y eso no era sino una parte del tributo de
Cuzco. Los mensajeros trajeron de allí doscientas cargas de oro y
veinticinco de plata, llevando cada carga cuatro indios en una especie
de carretilla de mano. Esta enorme contribución hizo aumentar
considerablemente el tesoro destinado al rescate, si bien no se
consiguió con ella llenar el aposento hasta la señal indicada y
convenida. Sin embargo, Pizarro no era un Shylock. El precio del rescate
no estaba completo, pero era bastante, y el héroe hizo que un notario
redactase un documento eximiendo formalmente a Atahualpa de todo pago
ulterior, esto es, dándole recibo y finiquito de la cantidad estipulada.
Pero se vió obligado a aplazar la liberación del cacique. El asesinato
de Huascar y otros síntomas por el estilo, indicaban que sería una
medida suicida el soltar por entonces a Atahualpa. Aun cuando disfrazaba
sus intenciones, eran éstas muy sospechosas, y Pizarro le dijo que era
necesario retenerlo algún tiempo más en rehenes. Sabía muy bien que no
estaría seguro dejando libre a Atahualpa, antes de tener una fuerza
mayor para resistir el ataque que sin duda este cacique organizaría en
el acto. Conocía el carácter vengativo de los indios algo mejor que
algunos historiadores de biblioteca.

Almagro, entre tanto, había por fin conseguido salir de Panamá con
ciento cincuenta infantes y cincuenta caballos, en tres buques, y
desembarcando en la costa del Perú llegó a San Miguel en diciembre de
1532. Allí se enteró con asombro del mágico éxito de Pizarro y del botín
de oro, y al punto se puso en comunicación con él. Al mismo tiempo su
secretario envió a Pizarro una carta traicionera, tratando de crear
enemistad y vender a Almagro. Pero el secretario no conocía al hombre a
quien se dirigía, pues Pizarro rechazó la despreciable oferta.
Verdaderamente su conducta para con su poco admirable socio, desde el
principio hasta el fin, fué más que justa: fué condescendiente, amistosa
y magnánima hasta el extremo. Entonces envió a Almagro la reiteración de
su amistad, y generosamente le brindó una participación en el campo de
oro que había sido conquistado con escasa ayuda de su parte. Almagro
llegó a Cajamarca en el mes de febrero de 1533, y fué cordialmente
acogido por su antiguo compañero de armas.

Entonces se repartió el cuantioso rescate, tesoro de que no se registra
igual en la historia. Fué aquel reparto una labor que requería no poca
prudencia y pericia. El tributo no consistía en moneda ni lingotes, sino
en placas, vasijas, imágenes y otros objetos que variaban grandemente en
peso y en ley. Tuvo que reducirse y calcularse todo de conformidad con
un tipo regulador. Separáronse algunos de los objetos más notables para
enviarlos a España, y se hizo fundir los otros, en forma de lingotes,
por los artífices indios, quienes emplearon un mes en esa tarea. El
producto fué casi fabuloso. Se valuó en 1.326,539 _pesos de oro_, que en
aquella época valían comercialmente cinco veces lo que pesaban, o sea en
junto unos 6.632,695 pesos. Además de tan importante cantidad de oro,
había 51,610 marcos de plata, que al mismo tipo equivalían a 1.135,420
pesos de nuestra moneda.

Los españoles se habían reunido en la plaza publica de Cajamarca.
Pizarro rogó a Dios que le iluminase para repartir aquel tesoro
equitativamente, y empezó la distribución. Ante todo se separó una
quinta parte del peso total con destino al rey de España, de acuerdo con
lo ofrecido por Pizarro en el «contrato». Después de esto, los
conquistadores recibieron sus partes por el orden de su categoría.
Pizarro recibió 57,222 pesos de oro y 2,350 marcos de plata, además de
la silla de oro de Atahualpa, que por su peso valía 25,000 pesos. A su
hermano Hernando le tocó 31,089 pesos de oro y 2,350 marcos de plata. A
Soto le correspondió 17,749 pesos de oro y 724 marcos de plata. Había en
la tropa sesenta jinetes y muchos de ellos recibieron 8,880 pesos de
oro y 362 marcos de plata. De los ciento cinco soldados de infantería,
varios recibieron la misma cantidad que los de caballería, y los demás
una cuarta parte menos. Separóse cerca de 100,000 pesos oro para dotar
la primera iglesia del Perú, que fué la de San Francisco. También se dió
participación a Almagro y a su gente, así como a los que habían quedado
de guarnición en San Miguel. Que Pizarro logró hacer un reparto
equitativo lo demuestra el hecho de no haber habido la menor queja, y no
eran sus asociados hombres que se quedasen tranquilos si se creyesen
lesionados o siquiera lo imaginasen. Ni aun sus difamadores han podido
culpar de falta de integridad al valiente conquistador del Perú.

Para dar una forma más gráfica al resultado de tan inesperada y
portentosa ganancia, haremos una lista poniendo a cada participación el
valor equivalente en dólares americanos:

  A la Corona de España   1.553,623 dólares
  » Francisco Pizarro       462,623   »
  » Hernando Pizarro        209,100   »
  » Soto                    104,628   »
  » cada jinete              52,364   »
  » cada infante             26,182   »

Todo esto sin contar las fortunas que se repartieron a Almagro y a los
suyos y para la iglesia.

Este es el cálculo más aproximado que puede hacerse del valor de aquel
tesoro. El estudio del muy complicado y variable sistema de monedas de
aquellos tiempos y de sus valores relativos, sería trabajo de toda una
vida; pero las cifras que acabamos de dar son virtualmente exactas. El
cálculo de Prescott, que da al _peso de oro_ de aquel tiempo un valor
equivalente a once dólares de hoy, carece enteramente de fundamento:
valía muy cerca de cinco dólares. El marco de plata es mucho más difícil
de apreciar, y Prescott ni siquiera lo intenta. El marco no era una
moneda, sino un peso, y su valor comercial era entonces de unos
veintidós dólares.



VII

TRAICIÓN Y MUERTE DE ATAHUALPA


Pero en medio de su gozo al ver realizados sus dorados ensueños--y casi
podemos imaginar lo grandes que se sentirían al verse ya ricos, después
de una vida de pobreza y de sufrimientos,--los españoles se vieron
bruscamente sorprendidos por menos placenteras realidades. Las
maquinaciones de los indios, de que ya se había sospechado, ahora no
daban lugar a dudas. De todas partes llegaban noticias de un
levantamiento. Se anunciaba que doscientos mil guerreros de Quito y
treinta mil de los caníbales caribes se habían puesto en camino para
caer sobre la pequeña fuerza de los españoles. Rumores de esta clase
siempre suelen ser exagerados; pero entonces tenían probablemente
fundamento. No otra cosa podía esperar quien estuviese tan familiarizado
con el carácter de los indios como lo estaban los españoles. De todos
modos, nuestro juicio de lo que sobrevino debe guiarse no solamente por
lo que _era_ cierto, sino más bien por lo que los españoles _creían_ que
lo era. Ellos tenían motivos para suponer, y no cabe dudar que así lo
suponían, que las maquinaciones de Atahualpa traían una fuerza muy
superior contra ellos, y que su vida estaba en inminente peligro. La
inmensa riqueza que acababan de adquirir les ponía aún más intranquilos.
Es una fase curiosa pero común de la naturaleza humana, que no nos damos
cuenta de la mitad de los muchos peligros ocultos que amenazan nuestra
vida, hasta que hemos adquirido algo que nos hace la vida más agradable.
A menudo vemos cómo un hombre valiente se vuelve de pronto cauteloso, y
hasta ridículamente medroso, cuando tiene una esposa querida y algún
hijo que cuidar y proteger; y dudo que ningún muchacho travieso haya
llegado a los veinte años sin que la posesión de algún pequeño tesoro le
haya hecho pensar de momento en las muchas cosas que podrían quitarle
el gusto de disfrutarlo. Entonces ve y presiente peligros que antes
nunca se le había ocurrido suponer.

Los españoles tenían ciertamente suficientes motivos para temer por su
vida, sin pensar en otra cosa; pero la repentina riqueza, que les
prometía un brillante y bien ganado porvenir, sin duda agudizaba más sus
aprensiones y les acuciaba a hacer más desesperados esfuerzos para
salvarse.

No existe ni sombra de un indicio de que Pizarro pensase jamás en hacer
traición a Atahualpa, y hay evidentes señales de todo lo contrario. Pero
ya sus soldados empezaban a exigir lo que parecía necesario para su
protección. Creían que Atahualpa les había traicionado. Había causado la
muerte de su hermano Huascar, el cual estaba dispuesto a ser amigo de
ellos, con el fin de que aquella alianza le colocase por encima del
poder de su temido rival. Les había ofrecido como cebo un áureo rescate,
y con sus dilaciones había ganado tiempo para organizar fuerzas con que
aplastar a los españoles, y ahora ellos pedían no sólo que se le
castigase, sino que se le imposibilitase de seguir conspirando. Nadie
que se hallase en iguales circunstancias podía rebatir esa lógica; ni
aun ahora me parece a mí fuera de razón. No tan sólo _creyeron_ que su
acusación era justa, sino que probablemente lo _era_; de todos modos
ellos obraron justamente, según los informes que tenían. Tal era su
alarma, que se doblaron las guardias, los caballos estaban
constantemente enjaezados y los hombres dormían sobre las armas,
mientras Pizarro hacía la ronda todas las noches para cerciorarse de que
todo estaba en disposición de resistir el ataque que se esperaba de un
momento a otro.

Y sin embargo, en esta crisis el jefe español mostró una varonil
renuencia aun a _parecer_ traicionero. Era hombre de palabra, a más de
ser humanitario, y le repugnaba faltar a su promesa de poner en libertad
a Atahualpa, aun cuando le eximía la conducta del mismo Atahualpa, en
completa violación del espíritu del contrato. Pero era imposible
substraerse a la exigencia de su gente: debía mirar por sus vidas como
por la suya propia y, obligado a elegir entre ellos y Atahualpa, no era
dudosa la elección. Pizarro se resistía; pero su tropa insistió, y no
tuvo más remedio que ceder. Pero, aun entonces, cuando el enemigo podía
presentarse de un momento a otro, exigió que el prisionero fuese
formalmente juzgado y cuidó de que se cumpliese este requisito. El
tribunal declaró a Atahualpa convicto de haber instigado el asesinato de
su hermano y de conspirar contra los españoles, y le condenó a ser
ejecutado aquella misma noche. Si se demoraba el cumplimiento de la
sentencia, podía llegar la hueste india a tiempo para rescatar a su
cacique, y eso aumentaría grandemente la desventaja en que se hallaban
los españoles. Por lo tanto aquella noche se le dió garrote a Atahualpa
en la plaza de Cajamarca, y al día siguiente recibió sepultura en la
iglesia de San Francisco, tributándole las honras debidas a su alto
rango.

De nuevo se vieron sorprendidos los peruanos, esta vez por la muerte de
Atahualpa. Sin la dirección de su jefe guerrero y perdida la esperanza
de rescatarlo, vacilaron antes de atacar directamente a los españoles.
Se mantuvieron a una distancia segura incendiando aldeas y escondiendo
oro y otros artículos que pudieran ser útiles al enemigo; así que,
después de todo, aun cuando se había conjurado el peligro inmediato con
la ejecución del cacique, la situación presentaba todavía muy mal cariz.
Pizarro, que no tenía de los títulos peruanos una idea más exacta que
algunos de nuestros historiadores, con la esperanza de crear un ambiente
de paz, nombró capitán de guerra a Toparca, otro de los hijos de Huayna
Capac; pero este nombramiento no produjo el efecto que perseguía.

Decidióse entonces emprender larga y ardua expedición a Cuzco,
residencia y principal ciudad de la tribu inca, de la cual habían oído
referir áureos portentos. A principios de septiembre de 1533, Pizarro y
su ejército, engrosado ya con el refuerzo de Almagro hasta unos
cuatrocientos hombres, salieron de Cajamarca. Fué aquella una jornada
preñada de dificultades y peligros. Los angostos y empinados senderos
conducían por vertiginosos vericuetos y por puentes colgantes tan
difíciles de atravesar como lo fuera una hamaca, y subían por elevadas
peñas, donde sólo las ágiles llamas podían hallar huecos en que sentar
las patas. En Jauja les hizo resistencia gran golpe de indios,
atrincherados en la margen opuesta de un torrente recién henchido por
las lluvias. Pero los españoles atravesaron la corriente y se lanzaron
con tal furia sobre los naturales, que éstos no tardaron en ceder.

En aquel lindo valle tuvo Pizarro la idea de fundar una colonia: hizo
allí una breve parada y envió a Soto con un destacamento de sesenta
hombres a practicar un reconocimiento. En el acto empezó Soto a notar
señales ominosas. Halló aldeas incendiadas y puentes destruídos, de modo
que se hizo sumamente difícil cruzar aquellas terribles quebradas.
Además, donde había sido posible, se amontonaron en el camino troncos de
árboles y rocas, impidiendo de ese modo el paso de la caballería. Cerca
de Bilcas tuvo una dura refriega con los indios, y aun cuando salieron
victoriosos los españoles, perdieron varios hombres. Soto, sin embargo,
siguió resueltamente adelante. Mientras la cansada tropa iba
trabajosamente subiendo por el empinado y sinuoso desfiladero de
Vilcaconga, oyóse el aullido de guerra de los indios, y una hueste de
guerreros salió de los escondrijos por detrás de árboles y peñascos, y
arremetió furiosamente contra los españoles. La senda era empinada y
angosta; a duras penas los caballos podían tenerse en pie, y bajo el
empuje de aquel alud de indios, jinetes y caballos fueron rodando cuesta
abajo. Los aborígenes les rodearon como un enjambre de abejas, tratando
de desarzonar a los soldados y hasta agarrándose desesperadamente a las
patas de los caballos, y repartiendo fuertes porrazos con la mayor
agilidad. Un poco más arriba de la escabrosa senda había una meseta, y
Soto vió claramente que, a menos de ganar aquella posición, estaban
perdidos. Con un esfuerzo supremo de músculos y de voluntad, logró
reunir en aquella altura a su pequeño grupo que luchaba con tan tremenda
desventaja, y después de un breve descanso dió una carga contra los
indios; pero no pudo quebrantar aquella horrenda, obscura masa.
Sobrevino la noche, y los españoles, exhaustos y cubiertos de
sangre--pues pocos hombres y caballos habían salido sin heridas de aquel
espantoso encuentro,--descansaron como pudieron, sin abandonar las
armas. Los indios tenían la seguridad de acabar con ellos al día
siguiente, y los mismos españoles abrigaban pocas esperanzas de
salvarse. Pero ya muy avanzada la noche oyeron toques de cornetas
españolas en el paso de abajo, y poco después abrazaban a sus
inesperados compatriotas y daban gracias a Dios por haberles salvado. Y
era que Pizarro, conocedor de los primeros peligros que encontraron en
su jornada, había despachado apresuradamente a Almagro con un refuerzo
considerable de caballería para auxiliar a Soto, refuerzo que, haciendo
marchas forzadas, llegó muy oportunamente. Los peruanos, viendo a la
mañana siguiente que el enemigo estaba reforzado, no renovaron el
combate y se retiraron a las montañas. Los españoles se trasladaron a un
sitio más seguro, y allí acamparon para aguardar a Pizarro.

Este no tardó en llegar, después de haber dejado en Jauja el tesoro,
bajo la vigilancia de cuarenta hombres. Pero mucho le preocupó el
aspecto de la situación. Aquellos organizados y audaces ataques del
enemigo, y la súbita muerte de Toparca, de un modo sospechoso, le
indujeron a creer que Chalicuchima, segundo capitán de guerra, les
traicionaba; y probablemente esto era cierto. Cuando Pizarro se hubo
reunido con Almagro, hizo procesar a Chalicuchima; y habiéndosele
hallado convicto del delito de traición, fué ejecutado sin demora. No
podemos menos de horrorizarnos ante el procedimiento empleado para su
ejecución, que fué la hoguera; pero no debemos por eso precipitarnos en
juzgar como cruel al individuo responsable de tal pena. Todos aquellos
actos deben medirse por comparación y por el espíritu que reinaba en
aquella época. Entonces no consideraba el mundo como una crueldad el
suplicio de la hoguera, y más de un siglo después, cuando estaba la
gente mucho más ilustrada, los cristianos de la Gran Bretaña, de
Francia y de la Nueva Inglaterra no pusieron reparo en que se castigase
algunos delitos con ese suplicio, y seguramente no diremos que nuestros
puritanos antepasados fuesen hombres malvados o crueles. Ahorcaron
brujas y azotaron herejes, no por crueldad, sino por la ciega
superstición de su tiempo. Ahora nos parece una cosa horrenda; pero
entonces no lo parecía, y no debemos esperar que Pizarro fuese mejor y
más sabio que los hombres que tenían ventajas que él nunca había tenido.
Yo ciertamente preferiría que no hubiese permitido que Chalicuchima
pereciese en la hoguera; pero también quisiera que las repugnantes
páginas de Salem y de la esclavitud pudiesen borrarse de nuestra
historia. Ni en un caso ni en el otro, sin embargo, tildaría yo a
Pizarro de monstruo, ni a los puritanos de hombres crueles.

Hallándose en semejante trance, presentóse a Pizarro el inca Manco,
ricamente ataviado, y le propuso una alianza. Pretendía ser el legítimo
jefe de guerra, y deseaba que los españoles como tal le reconociesen. Su
proposición fué aceptada de buen grado.

Siguiendo adelante, los españoles cayeron en una emboscada en un
desfiladero; pero rechazaron a sus agresores, y por fin entraron en
Cuzco el 15 de noviembre de 1533. Como «ciudad» india era la mayor del
nuevo hemisferio, aunque no mucho mayor que el «pueblo» en Méjico y sus
soberbios edificios y ajuares llenaron de asombro a los españoles. Se
encontró gran cantidad de oro en cuevas y otros escondrijos. En un sitio
había varios grandes jarrones de oro, figuras de oro y plata que
representaban llamas y personas, y ropajes recamados con abalorios de
oro y plata. Entre otros tesoros, refiere Pedro Pizarro, testigo
presencial y cronista de aquellos hechos, que se hallaron diez toscas
«tablas» de plata de veinte pies de largo, un pie de ancho y dos
pulgadas de grueso. La totalidad del botín recogido se valuó en 580,000
pesos de oro y 215,000 marcos de plata, o sea un equivalente de
7.600,000 pesos de nuestra moneda.

Pizarro entonces coronó a Manco como gobernador del Perú, y esto fué muy
del agrado de los indígenas. El buen Padre Valverde fué nombrado obispo
de Cuzco; se estableció una catedral, y los devotos misioneros españoles
se dedicaron activamente a educar y convertir a los herejes, tarea que
prosiguieron con su acostumbrada eficacia.

Quizquiz, uno de los capitanes de guerra subalterno de Atahualpa y
caudillo de alguna valentía, se mantuvo en abierta rebelión. Almagro,
con unos cuantos jinetes, y Manco con sus secuaces indígenas, salieron
en su persecución y derrotaron a los rebeldes; pero Quizquiz no se
rindió y fué muerto por su misma gente.

En marzo de 1534, Pedro de Alvarado, el valeroso teniente de Cortés, a
quien se había recompensado por sus servicios en Méjico nombrándole
gobernador de Guatemala, desembarcó y se dirigió a Quito, averiguando
después que pertenecía al territorio de Pizarro. Hízose un convenio
entre los dos: se le dió a Alvarado una compensación por su infructuosa
jornada, y se volvió de nuevo a Guatemala.

Dedicóse con ahinco Pizarro al desenvolvimiento del país que había
conquistado y a poner los cimientos de una nación. El día 6 de enero de
1535 fundó la Ciudad de los Reyes, en el hermoso valle de Rimac. Ese
nombre se cambió poco después por el de Lima, y Lima, capital del Perú,
ha seguido siendo desde entonces. El insigne conquistador empezaba a
mostrar otra faceta de su carácter: su genio como organizador y
administrador. Emprendió con mucha energía la tarea de urbanizar Lima, y
en la dirección de todos los asuntos de su incipiente gobierno mostró
tener mucha previsión y prudencia.

En el ínterin, su hermano Hernando había sido comisionado para ir a
llevar el tesoro a la Corona de España, adonde llegó en enero de 1534.
Además de la quinta parte que a la Corona correspondía, llevó medio
millón de pesos de oro, pertenecientes a los aventureros que habían
preferido gozar su dinero en casa. Hernando causó en España muy
favorable impresión. La Corona confirmó todas las mercedes que había
concedido a Pizarro y extendió su territorio setenta leguas más al sur;
mientras que a Almagro se le autorizó para conquistar Chile (que se
llamaba entonces Nueva Toledo), empezando al extremo sur del dominio de
Pizarro y hasta doscientas leguas más allá. Hernando fué armado
caballero y se le encomendó una expedición: una de las más numerosas y
mejor equipadas que habían salido de España. Tuvieron un tiempo horrible
en la travesía hasta el Perú, y muchos perecieron durante el viaje.



VIII

DE COMO SE FUNDÓ UNA NACIÓN

SITIO DE CUZCO


Pero, antes de que Hernando llegase al Perú, uno de su séquito llevó
allá a Almagro la noticia de su adelantamiento, y esta prosperidad le
hizo perder la cabeza a aquel grosero y poco escrupuloso soldado.
Olvidándose de todos los favores de Pizarro y de que a éste debíale
cuanto era, el falso amigo en el acto se impuso como amo y señor de
Cuzco.

Fué esta una vergonzosa ingratitud y bellaquería, y estuvo a punto de
producir una guerra civil entre los españoles. Pero la lenidad de
Pizarro orilló al fin la dificultad, y el día 12 de junio de 1535 los
dos caudillos renovaron su amistoso convenio. Marchó poco después
Almagro para emprender la conquista de Chile, en la cual fracasó, y
Pizarro dedicó de nuevo su atención al desenvolvimiento de su
conquistada provincia.

En los pocos años de su carrera administrativa obtuvo Pizarro notables
resultados. Fundó varias ciudades en la costa, y a una de ellas le dió
el nombre de Trujillo, en memoria de su pueblo natal. Sobre todo
deleitóse en urbanizar y hermosear su predilecta ciudad de Lima, y en
fomentar el comercio y otros factores necesarios para el
desenvolvimiento de la nueva nación. Un contraste muy notable pone en
evidencia lo acertadas que eran sus disposiciones. Cuando los españoles
llegaron por primera vez a Cajamarca, un par de espuelas costaba 250
pesos oro. Unos cuantos años antes de la muerte de Pizarro, la primera
vaca que se llevó al Perú se vendió en 10,000 pesos; y dos años después
podía comprarse allí la mejor vaca en menos de 200. La primera barrica
de vino se vendió en 1,600 pesos; pero tres años después se consumía
vino del país en vez del importado, y podía obtenerse en Lima a un
precio módico. Lo mismo puede decirse de todo lo demás. Se había
vendido una espada en 250 pesos; una capa, en 500; un par de zapatos, en
200; un caballo, en 10,000; pero bastaron dos o tres años de la
sorprendente aptitud administrativa de Pizarro para poner los artículos
de primera necesidad al alcance de todo el mundo. No tan sólo fomentó el
comercio, sino también la industria del país, y desarrolló la
agricultura, la minería y las artes mecánicas. En suma, estaba poniendo
en práctica con gran éxito el principio general de los españoles de que
la principal riqueza de un país no consiste en su oro, o en sus bosques,
o en sus tierras, sino en su _pueblo_. El empeño de los exploradores
españoles en todas partes, fué educar, cristianizar y civilizar a los
indígenas, a fin de hacerlos dignos ciudadanos de la nueva nación, en
vez de eliminarlos de la faz de la tierra para poner en su lugar a los
recién llegados, como por regla general ha sucedido con otras conquistas
realizadas por algunas naciones europeas. De vez en cuando hubo
individuos que cometieron errores y hasta crímenes, pero un gran fondo
de sabiduría y humanidad caracteriza todo el generoso régimen de España,
régimen que impone admiración a todos los hombres varoniles.

Mientras Pizarro estaba enfrascado en su tarea, Manco se desenmascaró.
No es del todo improbable que desde un principio hubiese meditado la
traición y que se aliase con los españoles simplemente para tenerlos en
su poder. De todos modos, entonces se escabulló, sin provocación alguna,
para ir a levantar gente con que atacar a los españoles, creyendo que
podría someterlos mientras se hallaban dispersos trabajando en sus
diversas colonias. Los indios leales avisaron a Juan Pizarro, el cual
capturó y aprisionó a Manco. A la sazón llegó de España Hernando
Pizarro, y Francisco le dió el mando de Cuzco. El pérfido Manco engañó a
Hernando para que le pusiese en libertad, y en el acto comenzó a reunir
sus fuerzas. Contra él se envió a Juan con sesenta jinetes, quienes por
fin hallaron en Yucay varios miles de indios mandados por Manco. En un
terrible combate que duró dos días, lograron los españoles mantenerse
firmes, si bien con muchas pérdidas, y entonces se alarmaron con la
noticia que les trajo un mensajero de que los indios habían sitiado a
Cuzco. A marchas forzadas llegaron aquella noche a la ciudad, que
hallaron rodeada por numerosa hueste. Los indios les dejaron entrar, sin
duda en su deseo de tenerlos a todos en la ratonera, y en seguida
atacaron a la malhadada urbe.

Hernando y Juan estaban, pues, encerrados en Cuzco. Tenían menos de
doscientos hombres, mientras que afuera, en las lomas de cerca y de
lejos, lucían las fogatas del enemigo, tan innumerables que parecían «un
cielo estrellado». Por la mañana temprano, en febrero de 1536, comenzó
el ataque. Los indios arrojaron dentro de la ciudad bolas de fuego y
flechas ardiendo, con las cuales lograron pegar fuego a las bardas de
los techos. Los españoles no podían apagar aquel fuego, que duró varios
días. Del único modo que pudieron salvarse de perecer quemados o
asfixiados, fué apiñándose todos en la plaza pública. Hicieron varias
salidas; pero los indios habían clavado estacas y puesto otros
obstáculos, que entorpecían la marcha de los caballos.

No obstante, los españoles desembarazaron el camino bajo un terrible
fuego y dieron una valiente carga, que fué rechazada con igual valentía.

Eran expertos los indios no tan sólo en el manejo del arco, sino también
de la reata; así es que con el lazo lograron cazar a muchos españoles, a
quienes dieron muerte. La carga hizo retroceder un trecho a los
indígenas, pero costándoles esto muy caro a los españoles, quienes
tuvieron que internarse de nuevo en la ciudad. Mas no se les dió punto
de reposo; los indios les acosaron con repetidos ataques, y la situación
tomó muy mal cariz. Francisco Pizarro estaba sitiado en Lima; Jauja
también se hallaba bloqueada, y los españoles, en las pequeñas colonias,
habían sido sometidos y asesinados. Sus ensangrentadas cabezas fueron
arrojadas al interior de Cuzco y rodaron a los pies de sus horrorizados
compatriotas. Tan desesperado les parecía el trance en que se hallaban,
que muchos proponían que saliesen todos en masa para abrirse paso a
través de los indios y ganar la costa; pero Hernando y Juan no quisieron
escucharles.

Sobre el cerro que domina la ciudad de Cuzco estaba la notable fortaleza
inca de Sacsahuaman, que todavía existe. Es una obra ciclópea. Por el
lado que mira a la ciudad el casi inexpugnable cerro se hizo
inexpugnable del todo construyendo en él una inmensa muralla de mil
doscientos pies de largo y de mucho espesor. Al otro lado del cerro el
suave declive estaba protegido por dos murallas, levantadas una más
arriba que la otra, de mil doscientos pies de largo cada una. Las
piedras de esas murallas estaban trabadas con notable pericia y algunas
de ellas medían treinta y ocho pies de largo, diez y ocho de ancho y
seis de grueso. Y lo más sorprendente era que se habían sacado de una
cantera que se hallaba a doce millas de distancia, y las habían
transportado los indios al sitio en que estaban colocadas. Finalmente,
la cima del cerro estaba defendida por dos grandes torres de piedra.

Esta imponente fortaleza de los aborígenes se hallaba en poder de los
indios y les permitía hostigar a los españoles sitiados de un modo más
eficaz. Era necesario desalojarlos de aquella posición. Como medida
preliminar para ver realizada esa última esperanza, salieron tres
destacamentos al mando de Gonzalo Pizarro, Gabriel de Rojas y Hernando
Ponce de León, para echar de allí a los indios. La lucha fué
desesperada. Los indios trataron de aplastar a sus enemigos con la
furiosa acometida de su mayor número, pero al fin los españoles
obligaron a la tenaz hueste a ceder el terreno, y se retiraron a la
ciudad.

Para el asalto de la fortaleza de Sacsahuaman se eligió a Juan Pizarro,
y no podía confiarse tan aventurada empresa a más valiente caballero.
Saliendo de Cuzco a la puesta del sol con su pequeña fuerza, Juan dió un
rodeo como si fuese a forrajear; pero en cuanto obscureció, dió la
vuelta y se dirigió apresuradamente a Sacsahuaman. La gran fortaleza
estaba sumida en la obscuridad y en el silencio. Se había cerrado su
poterna con grandes piedras, trabadas como las macizas murallas, y el
separarlas sin hacer ruido fué tarea muy difícil para los españoles.
Cuando al fin pudieron pasar y se hallaron entre las dos gigantescas
murallas, cayó sobre ellos una horda de indios. Juan dejó la mitad de su
fuerza peleando con ellos y con la otra mitad abrió la poterna de la
segunda muralla que había sido cerrada de igual manera. Cuando los
españoles lograron apoderarse de la segunda muralla, los indios se
refugiaron en las torres, y se hizo necesario asaltar estas últimas y
peligrosísimas defensas. Los españoles acometieron con aquel
característico valor que no se rendía ante ningún obstáculo de la
naturaleza o de los hombres; pero en la primera arremetida sufrieron una
pérdida irreparable. El denodado Juan Pizarro había sido herido en la
quijada, y su yelmo le molestaba tanto la herida, que se lo quitó y
dirigió el asalto con la cabeza descubierta; en la lluvia de proyectiles
que arrojaban los indios, una roca le dió con fuerza en la cabeza y lo
derribó al suelo. Pero aun tendido agonizante en un charco de sangre,
daba aliento a sus hombres y les acuciaba a seguir adelante, mostrando
hasta el fin su intrepidez española. Fué cuidadosamente conducido a
Cuzco, donde se le prodigó toda clase de cuidados; pero la fractura de
su cráneo no tenía remedio, y después de unos pocos días de agonía se
apagó para siempre aquella fluctuante vida.

Los indios continuaron dueños de su fortaleza; y, dejando a su hermano
Gonzalo encargado de la defensa de la sitiada Cuzco, Hernando Pizarro
salió con una nueva fuerza a dar un nuevo ataque a las torres de
Sacsahuaman. Fué aquél un asalto furibundo; pero al fin afortunado.
Pronto se apoderaron de una torre; pero en la otra, que era la más
fuerte, el resultado fué por algún tiempo dudoso. Entre sus defensores
llamaba la atención un corpulento e impertérrito indio, que arrojaba a
los españoles por encima de las escalas a medida que trepaban por ellas
para tomar la torre. Su valor llenó de admiración a los soldados. Siendo
ellos mismos unos héroes, sabían ver y respetar el heroísmo hasta en sus
enemigos. Hernando dió órdenes estrictas de que no se lastimase a aquel
indio; había que sujetarlo, pero no herirle. Colocáronse varias escalas
en diferentes lados de la torre, y los españoles acometieron
simultáneamente, mientras Hernando a voces intimaba al indio a que se
rindiese, prometiéndole que no se le haría daño. Pero aquel Hércules de
color bazo, viéndolo todo perdido, se cubrió la cara y la cabeza con el
manto, y se arrojó desde lo alto de la torre, quedando muerto en el
acto.

Sacsahuaman cayó en poder de los españoles, aunque con grandes pérdidas,
y con ello disminuyó materialmente el poder ofensivo de los indígenas.
Hernando dejó en la fortaleza una pequeña guarnición y regresó a la
ciudad asediada, para sufrir allí con sus compañeros las duras
peripecias del sitio. Este duró cinco meses, que fueron cinco meses de
terribles sufrimientos y peligros. Manco y su hueste rodeaban la ciudad,
cuyos habitantes perecían de hambre; caían con mortal furia sobre los
grupos que, impulsados por el hambre, salían en busca de alimento, y
hostilizaban sin cesar a los supervivientes. Todos los colonos españoles
que vivían fuera de la ciudad fueron asesinados y la situación iba de
mal en peor.

Francisco Pizarro, sitiado en Lima, había rechazado a los indios gracias
a las favorables condiciones del país; pero los naturales andaban
constantemente por los alrededores. Causábanle mucha ansiedad sus
compatriotas de Cuzco, y envió cuatro expediciones sucesivas, que en
junto sumaban cuatrocientos hombres, para prestarles auxilio. Pero éstos
fueron sucesivamente sorprendidos en emboscadas en los pasos de las
montañas, y casi todos perecieron. Dícese que en aquella guerra desigual
murieron setecientos españoles. Algunos de los sitiados pedían que se
les permitiese ir hasta la costa, embarcarse y huir de aquella mortífera
tierra; pero Pizarro no consentía que se le hablase de abandonar a sus
valientes compatriotas de Cuzco, y decidió apoyarlos y salvarlos, o
sufrir la misma suerte. Para quitar a los egoístas toda tentación de
fugarse, despachó todos los buques con cartas a los gobernadores de
Panamá, Guatemala, Méjico y Nicaragua, explicando la desesperada
situación en que se hallaban y pidiendo auxilio.

Por fin, en agosto, Manco levantó el sitio de Cuzco. Su numerosa hueste
consumía los recursos del país, y a menos que los habitantes volviesen a
sus plantaciones no tardaría en dejarse sentir el hambre. En
consecuencia, envió muchos de los indios a trabajar en sus campos; dejó
una considerable fuerza para vigilar y hostilizar a los españoles y se
retiró a uno de sus fuertes con una buena guarnición. Entonces tuvieron
los españoles mejor fortuna en sus salidas para forrajear, y pudieron
librarse del hambre; pero los indios que estaban en acecho los atacaban
constantemente, copando hombres y pequeños grupos sin darles respiro. La
hostilidad era tan continua y desastrosa que, para ponerle coto,
concibió Hernando el atrevido plan de apoderarse de Manco, en su propia
fortaleza. Saliendo con ochenta de sus mejores jinetes y alguna
infantería, realizó una marcha larga y tortuosa con la mayor cautela y
sin dar la alarma. Atacando la fortaleza al romper el día, pensó tomarla
por sorpresa; pero detrás de aquellas tremendas murallas los indios lo
estaban acechando, y levantándose súbitamente lanzaron sobre los
españoles una espesa lluvia de proyectiles. Con el valor de la
desesperación aquel puñado de soldados se lanzó por tres veces al
asalto; pero tres veces también el excesivo número de salvajes les
obligó a retroceder. Entonces los indios abrieron las compuertas de las
presas más altas e inundaron el campo; y los españoles, diezmados y
ensangrentados se batieron en retirada, perseguidos de cerca por los
regocijados enemigos. En aquella hora terrible, Pizarro fué traicionado
por el hombre que, más que ningún otro, debió serle leal: por el vulgar
traidor Almagro.



IX

OBRA DE TRAIDORES


Almagro había penetrado en Chile, sufriendo grandes penalidades al
cruzar las montañas. De nuevo dió muestra de cobardía, pues,
descorazonado desde el principio, retrocedió, regresando al Perú. Parece
como si hubiese decidido que le sería más cómodo robar a su camarada y
bienhechor que llevar a cabo por sí mismo una conquista, especialmente
sabiendo la situación en que a la sazón se hallaba Pizarro. Este,
enterado de su regreso, salió a recibirle. Manco atacó a los españoles
en el camino; pero fué rechazado después de una encarnizada lucha.

A pesar de los sensatos argumentos de Pizarro, Almagro no quiso
abandonar su plan. Insistió en que se le cediese Cuzco, la ciudad
principal, bajo pretexto de que estaba al sur del territorio concedido a
Pizarro; en realidad se hallaba situada dentro de los límites que a
Pizarro concedió la Corona; pero esto no era óbice para un hombre como
él. Por fin se convino en una tregua hasta que una comisión pudiese
medir y demarcar la frontera sur de las tierras de Pizarro. En el
ínterin se comprometió Almagro, con un solemne juramento, a tener los
cepos quedos. Pero no era hombre capaz de mantener su juramento ni su
palabra de honor; así fué que, en la obscura y tempestuosa noche del 8
de abril de 1537, se apoderó de Cuzco, mató a los centinelas e hizo
prisioneros a Hernando y Gonzalo Pizarro. Iba entonces Alonso de
Alvarado en auxilio de Cuzco con bastante fuerza; pero, traicionado por
uno de sus oficiales, fué hecho prisionero, con todos sus hombres, por
Almagro.

En tan crítica situación, Pizarro reanimóse con la llegada de su antiguo
valedor, el licenciado Espinosa, con doscientos cincuenta hombres y un
cargamento de armas y provisiones que le enviaba su primo Hernán
Cortés. Salió con dirección a Cuzco; pero al saber la pasmosa noticia de
la descarada traición de Almagro, regresó a Lima y fortificó su pequeña
ciudad. Tenía verdaderos deseos de evitar un derramamiento de sangre, y
en vez de marchar con un ejército a castigar el traidor, envió una
embajada, en la que iba Espinosa, para tratar de traer a Almagro a la
razón y la decencia. Pero aquel vulgar soldado era refractario a todos
los argumentos. No tan sólo rehusó entregar a Cuzco, sino que con mucha
frescura anunció su determinación de apoderarse también de Lima.
Espinosa murió repentina y oportunamente en el campamento de Almagro, y
Hernando y Gonzalo Pizarro hubieran sido ejecutados, a no ser por los
esfuerzos de Diego de Alvarado (hermano del héroe de la «Noche Triste»)
el cual evitó que Almagro añadiese esta crueldad a sus vergonzosos
actos. Hacia la costa marchó después Almagro para fundar un puerto,
dejando a Gonzalo bajo una fuerte guardia en Cuzco y llevándose a
Hernando como prisionero. Mientras construía la ciudad, a la que dió su
nombre, Gonzalo Pizarro y Alonso de Alvarado se escaparon y llegaron
sanos y salvos a Lima.

Todavía Francisco Pizarro trató de evitar el llegar a las manos con el
hombre que, aun cuando ahora había sido traidor, fué en otro tiempo su
camarada. Al fin se concertó una entrevista, y los dos jefes se
personaron en Mala. Almagro agasajó hipócritamente al hombre a quien
había traicionado; pero Pizarro era hombre de otra fibra. No deseaba
tener enemistad con su antiguo amigo; pero tampoco podía profesar
amistad a semejante persona. Recibió con digna frialdad la falsa acogida
de Almagro. Acordóse someter la cuestión al fallo arbitral de Fray
Francisco de Bobadilla, y que ambos contendientes respetasen su
decisión. El árbitro falló por fin que se enviase un buque a Santiago, y
desde allí midiese con dirección al sur para determinar el límite exacto
de la concesión de Pizarro por aquel lado. Entre tanto, Almagro debía
entregar Cuzco y poner en libertad a Hernando Pizarro. El usurpador
rehusó acatar tan equitativo fallo, violando nuevamente todo principio
de honor. Hernando Pizarro estaba en inminente peligro de morir
asesinado, y Francisco, queriendo salvar a su hermano a toda costa,
compró su libertad a cambio de la cesión de Cuzco.

Al fin, agotada ya la paciencia de Pizarro por los repetidos actos de
traición de Almagro, le dió aviso de que había terminado la tregua, y
emprendió la marcha sobre Cuzco. Almagro hizo cuantos esfuerzos pudo
para defender su robada presa; pero a cada paso le venció la táctica
militar de Pizarro. Además, estaba minado por una vergonzosa enfermedad,
castigo de su licenciosa vida y tuvo que confiar la campaña a su
teniente Orgóñez. El día 26 de abril de 1538, los españoles leales al
mando de Hernando y Gonzalo Pizarro, Alonso de Alvarado y Pedro de
Valdivia, tuvieron un contacto con las fuerzas de Almagro en Las
Salinas. Hernando hizo decir misa, excitó a sus hombres exponiéndoles la
conducta de Almagro y dirigió una carga contra los rebeldes. Siguióse
una terrible lucha; pero finalmente Orgóñez fué muerto, y sus secuaces
no tardaron en ser derrotados. Los españoles victoriosos se apoderaron
de Cuzco e hicieron prisionero al architraidor. Fué juzgado y convicto
de traición, pues traicionando a Pizarro había sido también traidor a
España, y se le sentenció a muerte. El hombre que en alguna
circunstancia mostró tener algún valor físico, fué un cobarde en el
postrer momento. Con la mayor pusilanimidad pidió que le perdonasen la
vida; pero la pena era justa, y Hernando Pizarro rehusó revocar la
sentencia. Francisco Pizarro había salido para Cuzco; pero antes de
llegar, ya Almagro había sido ejecutado, quedando vengada una de las más
viles traiciones que registra la historia. A Pizarro le impresionó
profundamente la noticia de su ejecución; pero no pudo menos de
comprender que se había hecho justicia. Movido de sus naturales
impulsos, Pizarro se hizo llevar a su casa a Diego de Almagro, hijo
ilegítimo del traidor, y le atendió como si fuese su propio hijo.

Hernando Pizarro volvió a España. Allí se le acusó de haber cometido
crueldades, y el Gobierno de España, más pronto que ningún otro a
castigar delitos de esta clase, le condenó a presidio. Durante veinte
años el encanecido prisionero vivió entre rejas en Medina del Campo; y
cuando salió de allí, su período de actividad se había agotado, aun
cuando llegó a vivir cien años.

La situación en el Perú, si bien mejoró con la muerte de Almagro y la
sofocación de su malvada rebelión, distaba mucho de ofrecer seguridad.
Manco estaba revelando lo que desde entonces se ha considerado como
táctica característica de los indios. Había visto que el sistema
primitivo de acometer al enemigo en masa para aplastarle bajo el peso
del mayor número, se estrellaba contra la disciplina. Por lo tanto
adoptó la táctica del hostigamiento y la emboscada; la práctica de matar
por detrás, que nuestros apaches aprendieron del mismo modo. Andaba
siempre atisbando a los españoles, como un lobo a un rebaño, esperando
ocasión de lanzarse sobre ellos cuando estuviesen descuidados, o cuando
unos pocos se hallasen separados del cuerpo principal. Es ese un medio
eficaz de hacer la guerra y el más difícil de combatir. Muchos de los
españoles fueron víctimas de él: de una simple redada cogió y mató a
treinta de ellos. Era inútil perseguirle: las montañas le ofrecían un
retiro inexpugnable. Como único medio de librarse de su persecución,
Pizarro adoptó un nuevo procedimiento. En los distritos más peligrosos
estableció puestos militares; alrededor de estos sitios seguros
crecieron rápidamente algunas ciudades, y así la gente pudo vivir
tranquila. Llegaban emigrantes al país, y el Perú iba formando con ellos
y con los indígenas educados una nación civilizada. Pizarro importó toda
clase de semillas de Europa, y la agricultura fué allí una nueva y
adelantada industria.

Además de este desarrollo de aquella nueva y pequeña nación, Pizarro iba
ensanchando los límites de las exploraciones y conquistas. A ellas envió
el valiente Pedro de Valdivia, aquel hombre notable que conquistó Chile
e hizo allí historia, que se hallaría llena de espeluznante interés si
tuviésemos aquí espacio para narrarla. También envió a su hermano
Gonzalo como gobernador de Quito, en 1540. Esta expedición fué uno de
los hechos más asombrosos y característicos de la exploración de los
españoles en América, y quisiera disponer de espacio suficiente para
relatar aquí toda su historia. Durante dos años el caballeroso jefe y su
puñado de hombres sufrieron penalidades sobrehumanas. Algunos murieron
helados en las nieves de los Andes; otros, de calor en las desiertas
llanuras, y los demás se internaron en las pantanosas selvas de la parte
superior del río Amazonas. Un terremoto engulló una ciudad india de
centenares de casas ante sus propios ojos. Paso a paso tuvieron que
abrirse camino con sus machetes por las exuberantes selvas tropicales.
Construyeron un pequeño bergantín con indecible trabajo, prestando
Gonzalo su ayuda lo mismo que los demás, y bajaron por el Napo hasta el
Amazonas. Francisco de Orellana y cincuenta hombres no pudieron reunirse
con sus compañeros, y bajaron flotando por el Amazonas hasta el mar,
volviendo a España los supervivientes. Gonzalo tuvo por último que
volver trabajosamente a Quito, jornada que llevó a cabo en medio de
incomparables horrores. De los trescientos valientes que tan alegremente
habían salido en 1540 (sin contar los cincuenta de Orellana), entraron
tambaleándose en Quito, en junio de 1542, solamente ochenta esqueletos
desharrapados. Esto dará una ligera idea de lo que habían sufrido
aquellos infelices.

Entre tanto una calamidad irreparable cayó sobre aquella joven nación, y
de un golpe villano le arrebató una de sus más heroicas figuras. Los
viles secuaces que participaron en la traición de Almagro, habían sido
perdonados y se les trató bien; pero no cambió su carácter y continuaban
conspirando contra el hombre sabio y generoso que les había dado cuanto
tenían. Hasta Diego de Almagro, a quien Pizarro atendiera tiernamente
como a un hijo, se unió a los conspiradores. El cabecilla se llamaba
Juan de Herrada. El domingo 26 de junio de 1541, aquella partida de
asesinos se abrió paso súbitamente y penetró en la casa de Pizarro. Las
personas desarmadas que en ella se hallaban huyeron en busca de
auxilio, y los fieles servidores que opusieron resistencia fueron
asesinados. Pizarro, su hermanastro Martínez de Alcántara y un probado
oficial que se llamaba Francisco de Chaves, tuvieron que afrontar solos
el combate. Como fueron cogidos por sorpresa, Pizarro y Alcántara
trataron de vestirse apresuradamente la armadura, mientras ordenaban a
Chaves que cerrase la puerta. Pero, sin darse cuenta, el soldado la
entreabrió para parlamentar con los villanos, y éstos le atravesaron con
la espada y a puntapiés arrojaron su cadáver por la escalera. Alcántara
se lanzó a la puerta y luchó heroicamente, sin arredrarse por las
numerosas heridas que recibía. Pizarro, echando a un lado la armadura,
que no tuvo tiempo de vestirse, se lió una manta al brazo izquierdo para
escudarse, y cogiendo con la otra la buena espada que había blandido en
tantas luchas desesperadas, saltó como un león sobre aquella manada de
lobos. Era ya viejo, y tantos años de sufrimientos y penalidades le
habían quebrantado. Pero su gran corazón no había envejecido, y peleó
con un valor sobrehumano y con sobrehumana fuerza. Su rápida espada
atravesó a los dos que iban delante, y por un momento vacilaron los
traidores. Pero Alcántara había caído, y turnándose para cansar al
anciano héroe, los cobardes le acosaron sin cesar. Durante algunos
minutos prosiguió aquella lucha desigual en el angosto pasillo, cuyo
suelo hacía resbaladizo la sangre derramada: un anciano lleno de canas y
de brillantes ojos, contra una veintena de bandidos. Al fin Herrada
cogió en sus brazos a su camarada Narváez y, protegido por aquel escudo
viviente, arremetió contra Pizarro. Este atravesó a Narváez con varias
estocadas; pero en el mismo instante uno de aquellos asesinos le hirió
en la garganta. El conquistador del Perú vaciló y cayó, y los
conspiradores hundieron en su cuerpo sus espadas. Pero aun entonces
aquella voluntad de hierro hizo que el cuerpo obedeciese el último
sentimiento de un gran corazón, e invocando a su Redentor, Pizarro mojó
un dedo en su propia sangre, trazó en el suelo una cruz, doblegóse y
besando el sagrado símbolo, expiró.

Así vivió y así murió el hombre que empezó la vida como porquerizo en
Trujillo y la acabó como conquistador del Perú. Fué el más grande de los
exploradores; un hombre que de modestos principios se elevó más alto que
nadie; un hombre en quien se ha cebado la maledicencia y la calumnia de
los historiadores apasionados; pero, un hombre a quien la historia, sin
embargo, colocará en una de sus más altas hornacinas; un héroe a quien
se gozarán algún día en venerar cuantos admiren el heroísmo.

Tal fué la conquista del Perú. De la historia romántica que allí siguió,
nada puedo decir aquí; no puedo, pues, hablar de la lamentable caída del
valiente Gonzalo Pizarro; del notable Pedro de la Gasca; del ascenso del
gran Mendoza al virreinato, ni de cien otros capítulos de una historia
que fascina. Sólo he querido dar al lector una idea de lo que era
realmente una conquista española en punto a superlativo heroísmo y
sufrimientos. Fué la de Pizarro la conquista más grande; pero no son
muchas otras inferiores en heroísmo y penalidades, sino únicamente en
genio; y la historia del Perú es muy parecida a la historia de las dos
terceras partes del Nuevo Mundo.



ÍNDICE


                                                                 PÁGINAS
  Dedicatoria                                                          5

  Nota biográfica acerca del autor                                     7

  Prefacio                                                            13

     I.--La Nación exploradora                                        15

    II.--Geografía embrollada                                         22

   III.--Colón el descubridor                                         30

    IV.--Haciendo geografía                                           36

     V.--Capítulo de la conquista                                     47

    VI.--La vuelta alrededor del Mundo                                59

   VII.--España en los Estados Unidos                                 65

  VIII.--Dos continentes dominados                                    75


  II. LOS PRIMEROS CAMINANTES EN AMÉRICA

     I.--El primer caminante en América                               85

    II.--El más intrépido caminante                                   98

   III.--La Guerra de la Roca                                        104

    IV.--El asalto a la empinada ciudad                              112

     V.--El Soldado poeta                                            119

    VI.--Los Misioneros exploradores                                 123

   VII.--Los fundadores de iglesias en Nuevo Méjico                  130

  VIII.--El salto de Alvarado                                        139

    IX.--El Vellocino de Oro                                         148


  III. EXPLORADORES EJEMPLARES

     I.--El porquerizo Trujillo                                      165

    II.--El hombre impertérrito                                      175

   III.--Ganando terreno                                             183

    IV.--El Perú tal como era                                        193

     V.--La Conquista del Perú                                       199

    VI.--El rescate de oro                                           208

   VII.--Traición y muerte de Atahualpa                              215

  VIII.--De como se fundó una nación--Sitio de Cuzco                 223

    IX.--Obra de traidores                                           230



NOTAS


[1] Mr. A. F. Bandelier, el más erudito y mejor documentado de los
historiadores de la América española, falleció en Sevilla durante el
verano de 1914, y su viuda ha continuado allí, bajo los auspicios de la
Fundación Carnegie la labor de investigación en que se ocupaba su
esposo. (N. del T.)

[2] Apodo que se daba a un cacique de los Pieles rojas de Pokanoket,
cuyo nombre indio era Pometacom, el cual en 1676 y al frente de varias
tribus, hizo una guerra feroz y sanguinaria contra las colonias inglesas
de Massachusetts, Plymouth y Connecticut, destruyendo 13 aldeas,
incendiando 600 edificios y matando a 600 colonos. (_Nota del
traductor._)

[3] Como decía el mismo «hasta los sastres se volvieron exploradores.»

[4] De Santoña, Santander

[5] Los ingleses.

[6] El historiador indio Tezozomoc describe gráficamente el pasmo de los
indígenas.

[7] En éste como en otros juicios relativos a la conquista de Méjico, y
de Cortés, muy diferentes de los conocidos por nosotros dejamos al autor
toda la responsabilidad del criterio. (_Nota del Editor._)

[8] Véase la nota de la pág. 19.

[9] Helen Hunt Jackson.

[10] Otros dos han empuñado el cetro desde que se escribió este
libro.--(_Nota del Traductor._)

[11] El acre es una medida agraria que equivale a 40'47 áreas.--_N. del
T._

[12] Cinco metros y medio.--_N. del T._

[13] Según la fábula, dos gatos cayeron en un pozo de Kilkenny, y se
atacaron uno a otro con tanta ferocidad que solo quedaron los
rabos.--_N. del T._

[14] El autor escribió este libro antes del fallecimiento de esa
soberana--. (_N. del T._)

[15] Moneda del valor de un peso duro.


Nota del transcriptor:

En el original impreso la nota al pie número 8 se refiere a una nota de
la página 21 que no existe. Se ha cambiado por una referencia a la nota
2, de la página 19.





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