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Title: Pago Chico
Author: Payró, Roberto Jorge
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Pago Chico" ***


made available by the HathiTrust Digital Library.)



                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR

Las palabras en itálicas están indicadas con _guiones bajos_. Texto en
negrita está marcado =de este modo=.

Ciertas reglas de acentuación ortográfica del castellano cuando la
presente edición de esta obra fue publicada, en 1908, eran diferentes a
las existentes cuando se realizó la transcripción. Palabras como vió,
fué, dió, lo mismo que la preposición "á", y las conjunciones "é", "ó",
"ú", por ejemplo, en esa época llevaban acento ortográfico. Eso ha sido
respetado.

El lenguaje utilizado es peculiar al modo de hablar de los argentinos.
Es oportuno agregar que el autor, además, hace hablar a algunos de los
personajes en un lenguaje con expresiones y giros que son típicos del
interior de la Argentina.

Por lo demás, el criterio utilizado para llevar a cabo esta
transcripción ha sido el de respetar las reglas de la Real Academia
Española vigentes en ese entonces. El lector interesado puede consultar
el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española.

Errores evidentes de impresión y de puntuación han sido corregidos.

La cubierta del libro en la versión HTML fue modificada por el
Transcriptor y ha sido puesta en el dominio público.

El Índice de capítulos ha sido trasladado al principio de la obra.

                   *       *       *       *       *



                              PAGO CHICO


                         =OBRAS DEL MISMO AUTOR=

    =La Australia Argentina= (dos volúmenes, Rodríguez Giles, editor).

    =El Falso Inca= (cronicón de la conquista).

    =El Casamiento de Laucha= (novela picaresca, Rodríguez Giles,
                              editor).

    =Sobra las ruinas= (drama en cuatro actos).

    =Marco Severi= (drama en tres actos).

    =El Triunfo de los otros= (drama en tres actos).


                               =EN PRENSA=

                          VIOLINES Y TONELES

    AGOTADAS.--_Ensayos poéticos._--_Antígona_ (novela).--_Scripta_
    (cuentos).--_Novelas y fantasías._--_Los italianos en la
    Argentina._--_Emilio Zola._


   --Talleres tipográficos de la Casa Editorial "Mitre"--Barcelona--



                           ROBERTO J. PAYRÓ

                              Pago Chico



                           EDITORIAL MINERVA
                          AVENIDA DE MAYO 560
                             BUENOS  AIRES



                              _Al Dr. Genaro Sisto,
                                 con fraternal cariño._



                                ÍNDICE


                                                                    Pág.

            I La escena y los actores                                 7

           II Libertad de la imprenta                                21

          III En la policía                                          39

           IV El caudillo                                            43

            V El juez de paz                                         51

           VI La elección municipal                                  59

          VII Ladrillo de máquina                                    85

         VIII Beneficencia pagochiquense                             93

           IX Poncho de verano                                       99

            X Para barrabasadas                                     113

           XI Los patos                                             119

          XII Metamorfosis                                          127

         XIII Con la horma del zapato                               137

          XIV El desquite de don Ignacio                            149

           XV Las memorias de Silvestre                             157

          XVI Fiestas patrias                                       187

         XVII Poesía                                                203

        XVIII Sitiado por hambre                                    212

          XIX El diablo en Pago Chico                               225

           XX Guerra á Silvestre                                    245

          XXI Altruismo                                             251

         XXII Libertad de sufragio                                  257

        XXIII Epílogo                                               263



                        LA ESCENA Y LOS ACTORES


Fortín en tiempo de la guerra de indios, Pago Chico había ido
cristalizando á su alrededor una población heterogénea y curiosa,
compuesta de mujeres de soldados,--chinas,--acopiadores de quillangos
y pluma de avestruz, compradores de sueldos, mercachifles, pulperos,
indios mansos, indiecitos cautivos,--presa preferida de cuanta
enfermedad endémica ó epidémica vagase por allí.

El fortín y su arrabal, análogo al de los castillos feudales,
permanecieron largos años estacionarios, sin otro aumento de población
que el vegetativo,--casi nulo porque la mortalidad infantil equilibraba
casi los nacimientos, pero cuyos claros venían á llenar los nuevos
contingentes de tropas enviados por el gobierno.

Mas, cuando los indios quedaron reducidos á su mínima
expresión,--«civilizados á balazos»,--la comarca comenzó á poblarse de
«puestos» y «estancias» que muy luego crecieron y se desarrollaron,
fomentando de rechazo la población y el comercio de Pago Chico, núcleo
de toda aquella vida incipiente y vigorosa.

Cuando ese núcleo adquirió cierta importancia, el gobierno provincial
de Buenos Aires, que contaba para sus manejos políticos y de otra
especie con la fidelidad incondicional de los habitantes, erigió en
«partido» el pequeño territorio, dándole por cabecera el antiguo
fuerte, á punto ya de convertirse en pueblo. El gobierno adquiría con
esto una nueva unidad electoral que oponer á los partidos centrales,
más poblados, más poderosos y más capaces de ponérsele frente á frente
para fiscalizarlo y encarrilarlo.

Como por entonces no existían ni en embrión las autonomías comunales,
el gobierno de la provincia nombraba miembros de la municipalidad,
comandantes militares, jueces de paz y comisarios de policía,
encargados de suministrarle los legisladores á su imagen y semejanza
que habían de mantenerlo en el poder.

La vida política de Pago Chico sólo se manifestó, pues, durante muchos
años, por la ciega obediencia al gobierno, del que era uno de los
inconmovibles _bourgs pourris_, baluartes en que se estrellaba todo
conato de oposición. Los «partidos» incondicionalmente oficiales, eran
el gran cimiento de la situación, y entre ellos Pago Chico aparecía
como una de las herramientas más dóciles y eficaces. Recibía en cambio
algunos subsidios para el sostenimiento de sus autoridades, y de vez
en cuando gruesas sumas destinadas á obras públicas y de fomento,
que las mismas autoridades se repartían en santa paz, cubriendo las
apariencias con algún conato de construcción, v. g. la del puente sobre
el río Chico, que aún está en veremos, el ensanche de la iglesia,
siempre en las mismas, la terminación de la Municipalidad, ó la mejora
de los caminos, las acequias ó los mataderos...

Oposición no existía sino tan embrionaria que su exteriorización
más grande eran los chismes y las hablillas, las protestas de algún
desdeñado ó perseguido y los anónimos al gobernador de la provincia ó
los periódicos de la capital, ora reveladores de verdaderos abusos, ora
simples especies calumniosas y envenenadas.

El programa político de los descontentos era el rudimentario «quítate
para que yo me ponga», de manera que la oposición no salía nunca de
su estado de nebulosa, por poco que, cuando amenazaba consolidarse,
los más ardientes recibieran un mendrugo inspirador del quietismo y la
tolerancia.

Bermúdez, por ejemplo, indignado ante la negativa de una concesión
que pidiera á la Municipalidad, proclamó _urbi et orbe_ que iba á
revelar los latrocinios del puente sobre el Chico, denunciando á la
prensa bonaerense la verdadera inversión de los fondos, robados por
los municipales como en una carretera. Hizo, en efecto, una exposición
circunstanciada de las defraudaciones, á la que agregó cálculos de
precio de materiales, la descripción de lo hecho y un cúmulo de
comprobantes... Firmó el terrible documento, consiguió que otros
vecinos espectables lo refrendaran, robusteciendo la denuncia, leyó el
_factum_ ante un grupo numeroso en el café y confitería de Cármine,
agitó los ánimos, despertó el patriotismo pagochiquense, convulsionó el
pueblo pronto ya á la revolución y el sacrificio...

--Vd. es un sonso, amigo Bermúdez,--le dijo en esta emergencia el
escribano Ferreiro, deteniéndolo en la calle.

--¿Por qué?--preguntó el prohombre opositor muy sorprendido.

--Porque ha obligado al intendente á romper el contrato por diez años
del peaje del puente.

--¿Y á mí qué?

--Que la Municipalidad se lo concedía á usted por una bicoca... ¡Un
regalito de tres á cuatro mil pesos al año!...

Bermúdez se puso verde, luego amarillo, después rojo como un tomate, en
seguida pálido otra vez, y tomando el brazo del ladino Ferreiro con la
mano trémula de emoción y avaricia:

--¿Y eso no se podría arreglar?--preguntó.

Se arregló, y admirablemente. Bermúdez dió vuelta el poncho. Los
parroquianos del café de Cármine le sacaron el cuero; pero nuestro
hombre, desollado y todo, siguió tan campante, enriqueciéndose y
figurando cada vez más...

Ese café de Cármine y otros puntos de cita no podían, entre tanto,
dejar de convertirse en centros de difamación, y lo fueron con tal
eficacia que al cabo de pocos años el pueblo se halló dividido en
varios bandos que se odiaban á muerte, y cuya lucha iba á dar origen á
una oposición organizada.

Entre estos bandos destacábase el de D. Ignacio Peña (don Inacio allí)
y su acólito el boticario Silvestre Espíndola, enemigo personal este
último del intendente y su camarilla, porque el médico municipal,
doctor Carbonero, habilitó á un italiano para que abriese otra farmacia
contando con la clientela obligatoria de sus enfermos, los pedidos
de la municipalidad para el hospital, y los de la comisaría para su
botiquín, pues Carbonero acumulaba también las funciones de médico de
policía y director del hospital.

Esto ahondaba la división, porque los otros dos facultativos, el doctor
Fillipini, italiano, y el doctor don Francisco de Pérez y Cueto,
español, sin cargo ni prebenda alguna, eran naturalmente opositores á
todo trance.

Añádase á esto la competencia comercial, creadora de enconos por sí
misma, y exacerbada aún por el favoritismo de las autoridades, que para
algunos llegaba á extremos inconcebibles; los celos de las mujeres; las
envidias de los hombres; la sempiterna vida en común; la falta casi
total de horizontes, y se tendrá idea de aquel terreno preparado ya
para convertirse en teatro de una lucha homérica.

El primer síntoma de guerra fué una disputa ocurrida en el Club del
Progreso entre el intendente municipal don Domingo Luna y el juez de
paz don Pedro Machado, á raíz de un envite en que el juez cantó treinta
y dos y se fué á baraja sin mostrarlas, apuntándose los tantos después
de no querer el rabón. Casi hubo cachetadas, y quizá hubiera sido
mejor, porque la venganza de Machado, á quien el intendente llamara
«tramposo» con todas sus letras, fué terrible: fundó un periódico, _El
Justiciero_, para atacar á su enemigo y sacarle los cueritos al sol.
«Los cueritos al sol» dicen en la campaña, porque allí se acostumbra
que los niños duerman sobre pieles de cordero, y cuando éstas se sacan
á la luz... ya se adivina el resto!

Hizo Machado llevar una imprentita de Buenos Aires, y como era
completamente analfabeto, la puso en manos de Fernández, que ya había
dragoneado de periodista en otro pueblo, encargándole que pusiese
«overo» al intendente, sin asco y sin lástima.

_El Justiciero_ debía aparecer dos veces por semana: jueves y domingos.
Apareció, sin embargo, un solo jueves, pues el _deus ex machina_
pagochiquense, el escribano Ferreiro, se encargó de poner paz entre los
príncipes cristianos.

--Mire, don Pedro--declaró al belicoso juez de paz;--esto va á ser como
pelea de comadres de barrio: «¡Usté es esto!» «¡Y usté es más!» Cuanto
pueda decirle á Luna, él se lo puede repetir á usté, porque todos hemos
hecho y estamos haciendo lo mismo. Tráguese la rabia y cállese la boca,
porque lo más que sacará será lo que el negro del sermón: los pies
fríos y la cabeza caliente. Sigamos como hasta ahora, que así va lindo
no más. Sino, vamos á tener que enojarnos con usté, se va á enojar el
gobierno, ya no le caerá ni un negocito para hacer boca, y en cambio
Luna se encargará de decirle cuántas son cinco, y él y usté, usté y él
serán la risa de todo el mundo.

Como don Pedro no cediera á las primeras de cambio, Ferreiro se
entretuvo en enumerarle todos los negocios dudosos y hasta escandalosos
en que había tenido participación, las arbitrariedades por él cometidas
en el desempeño de su cargo...

--¡Piór ha hecho él!--gritaba Machado, como lo pronosticara el
escribano, que le tapó la boca con esto:

--Habrá hecho peor, no digo que no. Pero él no está en posesión de un
campo sin título de propiedad, ni de seis ó siete lotes urbanos, que la
Intendencia puede reivindicar de un momento á otro...

_El Justiciero_ no reapareció hasta meses más tarde, cuando _La Pampa_
de Viera arrojó en aquel terreno abonado la semilla de la oposición,
provocando por parte del oficialismo una defensa desesperada que tuvo
la virtud de acabar con las rencillas de Machado, Luna y demás «dueños
del pueblo».

Este Viera, hijo de Pago Chico,--joven de veintidós años que había
vivido algún tiempo en Buenos Aires, codeándose, gracias á su pequeña
fortuna, con la juventud frecuentadora de cervecerías, teatros y
comités,--era un bien intencionado y un cándido, con escasa ilustración
y más escasa experiencia, á quien el surgimiento de la Unión Cívica
infundió ideas redentoras. Á raíz de aquel vasto movimiento de opinión
volvió al Pago resuelto á reformar el mundo, y para hacerlo compró
también una imprentita, gastándose la mitad de su capital, y fundó _La
Pampa_, dispuesto á sostenerla con la otra mitad.

Ya lo veremos en la acción. Entre tanto pasemos á otra cosa, para dar
una idea general de aquel pueblo privilegiado.

Las reuniones más chic y mejor concurridas eran las que Gancedo
celebraba frecuentemente en su casa, para ir creándose una popularidad
que pudiera llevarlo á la diputación,--sin darse cuenta de que en
Ferreiro tenía un rival tanto más peligroso cuanto más discreto y
solapado.

Las tertulias de Gancedo eran todo lo amenas y agradables que podían
serlo en Pago Chico. Precedíalas siempre «una comida íntima» según
el dueño de casa, «un banquete» según los invitados no venenosos.
Llenábase de gente el vasto comedor, y como la ciencia culinaria
pagochiquense estaba todavía en pañales, el menú se componía
generalmente de jamón, pavo fiambre, conservas de toda especie y
empanadas criollas, de tal modo que la mesa parecía la de un lunch de
viajeros en una parada del camino.

Terminada la comida y apuradas las últimas botellas de buen vino de
postre, comenzaba á llegar el resto de los invitados, las niñas con sus
mamás, los jóvenes solteros; el pianista Mussio aporreaba el teclado
sin darse tregua, y los valses, las polkas y los lanceros se sucedían
hasta muy cerca del amanecer.

Las demás reuniones eran muy parciales y escasas, excepto las
masculinas del Club del Progreso y la confitería de Cármine,--los
dos puntos de reunión que se disputaban opositores y oficialistas,
quedando el uno y el otro tan pronto en manos de éstos, tan pronto en
manos de aquéllos, como en las figuras de una contradanza.

Pero, eso sí, sólo tratándose de un caso de enemistad declarada y
odio manifiesto, ningún pagochiquense distinguido faltaba al bautizo,
la boda, el velorio y el entierro de otro distinguido pagochiquense.
Era de regla olvidar aparentemente las pequeñas rencillas en estas
solemnidades.

Pero si escaseaban las fiestas y las tertulias de música y de baile,
abundaban en cambio las «tenidas» de murmuración y desollamiento. Los
hombres las celebraban en el club y el café; las mujeres en sus casas y
las ajenas. Como hormigas iban y venían de sala en sala, despellejando
aquí á las que acababan de dejar allá, mientras eran despellejadas á
su vez por aquéllas y por otras, en una madeja de chismes, embustes,
habladurías y calumnias que no hubiera desenredado el mismo Job con
toda la paciencia que se le atribuye aun, pese á las protestas,
clamores y vociferaciones que llenan su libro del viejo testamento.
Tales misteriosos cuchicheos empañaron más de una fama limpia y pura,
y pronto no quedó en Pago Chico, sino para los interesados, ni hombre
decente ni mujer honrada.

--Si uno fuera á creer tanta inmundicia--decía Silvestre,--tendría
vergüenza hasta de mirarse al espejo sin testigos.

Y lo más curioso es que Silvestre solía ser el vehículo por excelencia
de la difamación...

_La Pampa_ atacó el mal en varios artículos violentos contra los
calumniadores. Todo el mundo los leyó, comentó, aprobó, aplaudió,
ensalzó; pero todo el mundo siguió impertérrito haciendo lo mismo,
y hasta puede que exagerando la nota. De aquella célebre campaña
periodística sólo quedó el dicho de «Pago Chico, infierno grande»,
epígrafe de uno de los artículos de Viera, y el buen efecto causado por
este párrafo, glosa de la frase silvestrina:

«Si cuanto se dice fuera cierto, habría que cercar de murallas el
pueblo y convertirlo en una cárcel que fuera al propio tiempo manicomio
y reclusión de mujeres perdidas.»

El comercio tenía bastante importancia, sobre todo desde que llegó el
ferrocarril, pues entonces comenzaron á establecerse «barracas» para el
acopio de frutos del país,--lana, cueros, etc. Estos establecimientos
fueron pronto los más importantes y prósperos, llegando á efectuar
ciertas operaciones bancarias,--depósitos en cuenta corriente y á plazo
fijo, descuentos, giros--que antes hacían difícilmente las principales
casas de comercio.

Entre estas últimas, la más notable era la de Gorordo, que reunía en un
inmenso edificio de un solo piso con techo de hierro galvanizado, los
ramos de tienda, mercería, almacén, despacho de bebidas, corralón de
madera, hierro y tejas, mueblería, armería, hojalatería, ferretería,
pinturería, ropería, librería, papelería y droguería, amén de otras
especialidades.

Aún quedaban otros establecimientos análogos, restos de la época
en que era necesario acapararlo todo para realizar alguna ganancia,
y en que todos estos comercios se complementaban todavía con la
compra-venta de frutos del país. Pero iban perdiendo terreno ante la
especialización, pues año tras año surgieron tiendas y mercerías,
almacenes de comestibles, boticas, mueblerías, platerías, sastrerías,
zapaterías de diverso orden, hoteles, fondas y bodegones, hasta un
conato de librería y una cigarrería pequeña,--casas entre las que
sobresalía como una perla de incomparable oriente la

                     SAPATERIA E SPACIO DI BEVIDA
                           DI ROMOLO E REMO
                         DI GIUSEPPE CARDINALI

Pago Chico tuvo, por consiguiente, sus Bon Marché y sus Printemps antes
que París, ó al mismo tiempo, para perderlos luego y verlos sin duda
reaparecer cuando se complete el ciclo de su evolución progresiva.

La primera industria mecánica que nace en un pueblo de provincia, y la
primera que nació en Pago Chico, es la de fabricación de carros. En
un principio los carros se compran en otra parte, pero inmediatamente
se nota la necesidad de una herrería y carpintería para componerlos.
Establecida ésta, por poco que la población adelante, el taller
prospere y el obrero no sea muy torpe, la simple herrería se convierte
en fábrica y la industria ha nacido sin esfuerzo.

Á la fábrica de rodados había ya que agregar en Pago Chico el
floreciente molino y fidedería de Guerrini, construcción chata y
mezquina emplazada á orillas del arroyo presuntuosamente llamado
Río Chico, cuya escasa corriente bastaba apenas para mover una
pequeña rueda que molía el grano con lentitud y como desganada. Las
tormentas y la humedad, azotando y carcomiendo sus paredes de ladrillo
sin revoque, les habían dado una pátina verdinegra, triste pero
característica.--Había que agregar también, fuera de los hornos de
ladrillos y las licorerías falsificadoras de toda clase de bebidas, la
talabartería de Tortorano, que realizando buenos negocios sin embargo,
debía luchar con la competencia de los trenzadores criollos, que en los
ranchos de las afueras hacían primorosos maneadores, lazos, bozales,
maneas, prendas de gran lujo disputadas por los paisanos y los mismos
«paquetones» del pueblo, y en las que un solo botón llevaba á veces
más de un día de trabajo. Tortorano tenía que limitarse á vender
arreos ordinarios, pero cobrándolos á peso de oro se vengaba del arte
purísimo que convertía los «tientos», el simple cuero sobado, en bridas
moriscas, suaves como la seda, en cabezadas caprichosas y elegantes,
sutiles trabajos en que el gusto y la paciencia realzaban tres y más
veces el valor de la materia prima. Y, á la larga, Tortorano venció:
hizo que los trenzadores trabajaran exclusivamente para él, almacenó
sus obras sin venderlas, imponiendo los artículos de su fabricación,
y cuando logró que se olvidara la moda de los aperos criollos, dejó
sin trabajo á los trenzadores que debieron levantar campamento para no
morirse de hambre.

Como industria, no podemos olvidar tampoco la de Tripudio, que con los
desmirriados racimos de las parras de su quinta y otros ingredientes
menos inofensivos, fabricaba un chacolí con «gusto á olor de ratón»,
que luego expendía con el ingenioso título de «Vino Cható».

Completaban la población trabajadora de Pago Chico, varios ejemplares
de hojalateros, sombrereros, modistas, tipógrafos, pintores,
blanqueadores y empapeladores, planchadoras, panaderos, lavanderas,
cigarreras, carniceros con tienda abierta y verduleros que también
vendían carbón, leña, maíz y afrecho...

...Y como esto basta y sobra para dominar el escenario y tener siquiera
barruntos de algunos pocos actores, pasemos sin más preámbulo á relatar
y puntualizar varios episodios de la sabrosa historia pagochiquense,
preñada de hechos transcendentales, rica en filosófica enseñanza,
espejo de pueblos, regla de gobiernos, pauta de administraciones
progresistas, norma de libertad, faro de filantropía, trasunto ejemplar
de patriotismo...

--¡Flor y truco! y si hay más flor ¡contra flor el resto!--agregaría
Silvestre, afirmando con esta salva de veintiún cañonazos los colores
de Pago Chico.



                         LIBERTAD DE IMPRENTA


Las cosas iban tomando en Pago Chico un giro terrible. La política
enardecía los ánimos y _La Pampa_ y _El Justiciero_ se dirigían los
cumplidos de mayor calibre que hasta ahora haya soportado una hoja
de papel. Estaban cercanas las elecciones municipales, y cívicos y
oficialistas abrían ruda campaña, los unos para conquistar, los otros
para retener el gobierno de la comuna. _La Pampa_ no dejó de aprovechar
el desfalco descubierto en la tesorería municipal, y no dirigió sus
golpes al culpable tesorero, sino que se encaró con el intendente
mismo. Un parrafito:

«Si don Domingo Luna estuviera donde debe estar, que no es seguramente
en la intendencia de Pago Chico, sino cerca de Olavarría, no se hubiese
cometido ese robo escandaloso, que una vez más viene á demostrar cómo
la pobre provincia que sufre la canalla entronizada de un gobierno
que es la cueva de Alí Babá, va á ser esquilmada hasta el último peso
por los secuaces que ese gobierno mantiene en todas partes, ya que no
hay persona decente que quiera servir sus planes ignominiosos, y sí
puramente hombres sin honor ni vergüenza.»

Y el artículo que seguía in crescendo, peor en sintaxis y pésimo en
intenciones, enfureció á don Domingo de tal modo, que se fué como
un cohete á consultar el caso con el escribano Ferreiro, su mentor
en las grandes emergencias. Quería acusar la publicación. Ferreiro,
sudoroso, leyó atentamente el artículo, dejando oir ligeros ¡hum! ¡hum!
intraducibles; luego depositó el diario en las rodillas y sentenció:

--No es acusable.

Don Domingo Luna se exaltó, replicando, pálido de ira:

--¿Quiere decir que porque á un miércoles se le ocurre robarse la plata
de la municipalidad, á mí me puede decir que debo estar en la cárcel de
Sierra Chica ese canalla de Viera?...

--No lo dice, lo da á entender,--repuso tranquilamente Ferreiro.

El más alto funcionario de Pago Chico salió de la escribanía furioso,
gruñendo entre dientes:

--Me las ha de pagar ese insultador sin vergüenza. ¡Ya verá, ya verá!
¡Lo que es esta vez no se libra de una tunda!

Seguramente influía en el tumultuoso furor de don Domingo el estado del
tiempo. Todo aquel día hizo un calor espantoso. El horizonte, al norte
y al oeste, estaba oculto tras de vapores vagos que daban al cielo
tintas sucias, un color borroso de polvareda lejana. Rachas de viento
caliente como si saliera de un horno, barrían las calles calcinadas
por el sol. Nadie salía de casa; todos se sentían invadidos por un
malestar creciente, con el pecho opreso, jadeantes y sudorosos aun en
la inmovilidad. En sus ráfagas el viento traía olor á paja quemada. El
bochorno aumentaba por minutos.

Avanzando la tarde el sol se ocultó entre nubes de fuego; pero el
incendio del ocaso parecía extenderse al norte, donde la extraña niebla
tomaba resplandores rojizos. La noche cayó lentamente, y el viento que
forma montones de arena en las aceras y los pasea triunfante de un lado
á otro de la calle, no disminuyó su furor ni se dignó refrescar algo;
quería achicharrarlo todo.

Cuando obscureció completamente, se notaron en el cielo de azul
profundo, dos grandes parches luminosos, de cálidas tintas,
semejantes--menos en el tono--á la claridad difusa que por la noche y
desde lejos se ve flotar sobre las ciudades bien alumbradas. Tras de
ese velo transparente, de color naranja, titilaban las estrellas en el
cielo sin una nube...

Era el incendio del campo, que había cundido con la violencia de los
grandes desastres como se verá cuando se lea «El diablo en Pago Chico».

La noche era obscura, pintiparada para cualquier combinación política
de ésas que concluyen á garrotazo limpio; y como el señor intendente
había tenido tiempo de prepararse hablando con el juez de paz don
Pedro Machado, para pedirle la aprobación de su plan, y con el
comisario Barraba para que le prestase cuatro vigilantes vestidos de
particular, aguardaba al pobre Viera una que «había de dolerle» según
declaró don Domingo, al anochecer, en el Club del Progreso, delante de
los concejales gubernistas, el comisario del mercado de frutos y el
inspector del riego.

Viera no tuvo aviso esta vez y se retardó en la redacción de _La Pampa_
hasta mucho después de anochecido. Había baile esa noche en casa de
Gancedo--en el patio, por el calor, con faroles chinescos y guirnaldas
de sauce y yedra--iba la novia, no asistiría gubernista alguno, y no
era posible faltar. Se dió una tarea espantosa para _llenar_ el diario,
y á las ocho y media salió para ir á mudarse ropa: estaba de tinta de
imprenta y kerosene, de no poder acercársele. Llevaba su bastón en la
mano y el infaltable Smith-Wesson en el bolsillo de atrás del pantalón.

Paseaban la acera obscura cuatro sombras sospechosas. En frente, cerca
de la talabartería de Tortorano, un bulto se distinguía apenas en el
quicio de la puerta de Troncoso. Era don Domingo, ganoso de presenciar
el castigo de su insultador.

--¡Hum!--se dijo el periodista--¡esto es algo!

Apenas le vieron, los vigilantes--las sombras--se echaron sobre él,
blandiendo unos talas irresistibles; pero en ese momento, interesado
por la escena que iba á desarrollarse, Luna tuvo la mala suerte de
entrar en el radio de luz de la vidriera de Tortorano. Viera le
reconoció, y haciendo una gambeta á los presuntos apaleadores, cruzó la
calle como un rayo, alzó el bastón cuando estuvo cerca del intendente,
le cruzó dos veces la cara con dos soberbios garrotazos, «¡Tomá, tomá,
canalla, traidor!» y se metió de un salto en casa de Troncoso, que
comía con su familia, aprovechó el primer instante de indecisión de los
otros, corrió al fondo, trepó la tapia, bajó á la calle, y amparándose
en la sombra, se fué á su casa...

Luna, ciego de ira y de dolor, hizo violar el domicilio de Troncoso;
pero los agentes y él mismo se entretuvieron en buscar por las
habitaciones, dando á Viera el tiempo de escaparse. Mas el periodista,
incauto, había ido á mudarse ropa en vez de buscar sitio seguro,
y no tardó en ser aprehendido bajo la acusación de «desacato á
la autoridad». El insigne y sapientísimo juez de paz, don Pedro
Machado, había prometido firmar al día siguiente--antedatada, como es
natural--una orden de allanamiento para la casa de Troncoso y para
cualquiera donde pudiese estar ese «chancho». No había, pues, que temer
ulterioridades, y se haría justicia.

Gracias á esta rapidez de procedimiento--excepcional en Pago Chico--el
comisario Barraba, precedido por seis vigilantes de uniforme, invadió
la casa de Viera, que estaba lavándose, en ropas menores y descalzo
para no salpicar los zapatos de charol.

--¡Marche!

--¡Pero hombre, no he de ir desnudo!

--¡Marche, canalla!

Por fin le permitieron ponerse unos pantalones y calzar unas
zapatillas, y en camiseta lo llevaron á empellones, por el medio de la
calle, hasta la comisaría en cuyo calabozo inmundo lo metieron.

--¡Yo t'enseñar!--le gritó Barraba sacudiendo la mano en el aire,
apenas le vió encerrado.

Y allí pasó la noche Viera echando por esa boca cuanto terno figura en
el vocabulario de Pago Chico, que es uno de los completos en la materia.

Al día siguiente _La Pampa_ salió «tremenda.»

Informados á tiempo los amigos, primero por Tortorano, que lo había
visto todo, pero que no se animó á terciar, luego por Troncoso, que
protestaba contra el atropello de su domicilio, después por Silvestre,
el boticario, que nada había visto, pero que todo lo sabía y aun
agregaba detalles de su cosecha, y en seguida por Pago Chico entero,
que se arremolinó cuchicheando en el club, en los cafés, en la plaza,
hasta en el baile de Gancedo, y que hacía silencio apenas asomaba un
oficialista--informados á tiempo, repetimos, se encargaron de dar la
nota del día en el periódico, hicieron parar la máquina, aflojaron las
formas y añadieron un primer editorial cortito, pero sabroso, que se
atribuyó generalmente á la bien cortada pluma del Dr. Don Francisco de
Pérez y Cueto, que aunque español, era muy patriota y un liberal hasta
allí.

--No podemos renunciar al placer de exhibir ese documento histórico, ya
que está al alcance de la mano:

«La infamia entronizada en este desgraciado pueblo de Pago Chico, por
culpa de un gobernador de la provincia de Buenos Aires que no merece
más que el desprecio, y que cometen cuantas tropelías harían poner
rojo de vergüenza á cualquier hombre con ciertos ápices de dignidad,
ha llegado hasta un extremo que no puede concebirse en un país libre
donde todo el pueblo y los ciudadanos además quieren la libertad de las
instituciones.

«La prensa, que es el cuarto poder del estado, y que es una institución
simultáneamente y al mismo tiempo, no se ve libre de las asechanzas de
esos malvados que roban y esquilman al pueblo á mansalva y sin que haya
quien les castigue, porque tienen el poder en la mano, y no contentos
con eso echan mano de la fuerza bruta para hacer callar la protesta
indignada de un pueblo que sufre sus desmanes y sus depredaciones.

«Como ven que la valiente propaganda de este diario no se detiene ni
tergiversa, han llegado en su infamia y su traición hasta asaltar en
plena vía pública á nuestro valiente y noble director, y no satisfechos
con ese brutal é incalificable atentado, le han sumergido luego en
un estrecho é inmundo calabozo infecto, casi desnudo, después de
arrancarlo de su casa donde se estaba mudando ropa para ir al baile de
lo de Gancedo, y no sin antes haber violado su domicilio como violaron
el de la casa del señor Troncoso para buscarlo los emponchados que con
el intendente á la cabeza trataban de darle una paliza de la que el
intendente fué el que salió mal parado.

«Y entre tanto nuestro director está preso inicuamente.

«¡Así obran la autoridades gubernistas!

«¡¡Así se respeta el domicilio privado de las casas de familia!!

«¡¡¡Así se respeta, también, la prensa por esos canallas
ensoberbecidos, bandoleros del poder!!!

«¡¡¡¡¡Pero no nos harán callar!!!!!

«¡¡¡Hemos de decirles todas sus porquerías, y hemos de sacar muchos
cueros al sol!!!

«¡¡¡¡¡¡Miserables!!!!!!

«Mañana nos ocuparemos más extensamente de este atentado brutal. Hoy
la indignación nos pone mudos y á más la falta absoluta de espacio nos
impide tratar el tema con la extensión que merece.»

Como se ve no habían alcanzado los puntos de admiración para el último
párrafo. El regente quiso distraer dos de ¡¡¡¡¡¡Miserables!!!!!! ó de
alguna de las frases anteriores, pero no se lo permitieron, porque al
fin y al cabo, el último párrafo era puramente explicativo.

Por su parte _El Justiciero_,--el papel oficial--no se quedó corto
tampoco en aquel memorable día. He aquí lo que escribió:

«El individuo Viera, que no se detiene en sus asquerosos avances de
pasquinero soez ni ante el sagrado del hogar, ha llevado ayer su justo
merecido, recibiendo una paliza de padre y muy señor mío que le propinó
nuestro distinguido amigo y correligionario señor Domingo Luna, que con
tan empeñoso acierto rige las funciones de intendente municipal de este
progresista pueblo.»

Hay que hacer notar que este párrafo--y alguno de los que siguen,--fué
escrito antes del suceso. Luego hubo que cambiar algo en la redacción
por la inesperada vuelta de la tortilla. Pero ¡qué diablos! el
artículo quedó bien de todos modos y no era cosa de que los cajistas
se estuvieran toda la noche en la imprenta. Además ¿cómo decir que el
apaleado había sido don Domingo? El artículo continuaba:

«Como á Viera no se le hace más caso á sus ataques que á un perro
sarnoso, se le hizo el campo orégano, y no contento con insultar
desde su pasquín inmundo, quiso también echárselas de matón y agredió
infamemente al señor Luna, pero le salió la torta un pan, porque fué
por lana y salió trasquilado y se metió á apaleador y casi no le dejan
hueso sano!»

--¡Coñe! ¡Así se escribe la historia!--exclamaba el doctor Pérez y
Cueto al llegar aquí de la lectura.

«Habíamos pronosticado que esto iba á suceder matemáticamente,
porque no podía ser de otro modo, porque estos advenedizos llenos
de desvergüenza, y cínicos, y que tienen por arma la calumnia soez,
infame y asquerosa, para conseguir cuatro suscripciones de otros tan
despechados y tan procaces como ellos, no hacen más que insultar á
los que valen más que ellos, sin comprender que con eso no se puede
transgredir ni paliar la opinión pública.

«Esa escoria social en la prensa, cuya misión es tan elevada y tan
seria y que alguien ha dicho que los periodistas son patronos de almas,
da hálitos de podredumbre inmunda á los pueblos que infestan y debían
preocuparse los gobiernos de poner á raya con sabias limitaciones
reglamentarias y leyes al propósito á esa prensa brava que destila baba
sobre todos los que no comulgan con sus ruedas de molino.

«Una ley de imprenta que enfrene á esos insultadores de oficio se hace
necesaria inminentemente. Si no, sería necesario hacerse justicia por
su propia mano, como en el caso de ayer.

«En cuanto á éste, sobre el cual mucho tendríamos que decir porque
pertenece á esa calaña; pero que nos callamos por la circunstancia
misma de ser nuestro enemigo político, (lealtad que no tiene él en sus
desbordes infames, entre paréntesis) está preso en la comisaría y hoy
mismo será puesto á disposición del digno juez de paz de este partido
señor don Pedro Machado.

«El señor intendente sigue algo mejor, y los doctores Carbonero y
Fillipini decían anoche que dentro de dos ó tres días podrá salir á la
calle.»

Ante la lectura de ambos diarios había para quedar perplejo. Al fin
de cuentas ¿quién había dado á quién? ¡Problema! Pero para eso estaba
Silvestre que en cierta ocasión, encarándose con Viera, y refiriéndose
á _La Pampa_ y á su propaganda, había exclamado, orgulloso:

--¡Ella sale una vez al día, y yo salgo á todas horas!

Así es que no faltó buena y bien exagerada información en Pago Chico:
Luna, que preparaba una celada á Viera para vengarse de sus justos
ataques, había recibido una paliza que lo había «dejado mormoso»,
después de lo cual el comisario con treinta vigilantes armados á
rémington, habían asaltado la casa del periodista, y no sin que éste
opusiera una resistencia heroica, en que hubo tiros, pero no heridos,
(los tiros los oyó todo el mundo, aunque no sonaron), fué reducido y se
le condujo preso al más sucio y poblado de sabandija de los calabozos
policiales... Allí estaba Viera aún. ¡Quién sabe si no lo habían
estaqueado!

La población de Pago Chico despertó al otro día incómoda y
cuchicheante. Sin embargo, escaldada tantas veces, no alzaba mucho el
diapasón... ¡Claro! ¿Y las consecuencias?... No era cosa de meterse á
redentor y salir crucificado.

Verdad es que en la cantina de la estación del ferrocarril, donde no
acostumbraba presentarse oficialista alguno, un grupo que absorbía
el vermouth matinal se ocupó calurosamente del suceso, y después de
una arrebatadora é inspirada alocución de Lobera, secretario del
comité y oficial de la peluquería de Bernardo, declaró y juró que era
deber nacional devolver la libertad á Viera, y que lo harían «si á
las buenas, á las buenas; si á las malas... ¡á las malas!» palabras
textuales del arrebatado Tortorano, que la noche anterior había juzgado
de alta política no asomar las narices á la puerta.

--¡En último caso--exclamó Lobera, que destilaba agua de violeta por
todas partes y entusiasmo por la boca--en último caso asaltaremos la
comisaría y le daremos una paliza á Barraba!

--¡Muy bien dicho!--exclamaron unos.

--¡Eso es! ¡una paliza al comisario!--gritaron otros.

--¡Bravo! ¡Bravo!--aullaron los demás.

Silvestre, que entraba, vociferó, aunque estaba ronco desde la noche
antes:

--¡Es un atropello infame! ¡Que suelten á Viera!

Y durante un rato continuó la discusión, en voz muy baja pero
acaloradamente, y lo curioso es que el grupo se fué desgranando poco á
poco de una manera casi imperceptible. Bebían su vermouth ó su biter, y
se evaporaban, uno á uno, silenciosos, yéndose cada cual por su lado,
no sin dirigir á la salida una sonrisita amistosa al vigilante que,
de acera á acera y observando el interior del café, se paseaba por la
esquina.

--¿Se ha ido Lobera?

--Hombre, sí; y Silvestre también.

--¿Y Tortorano?

--Acaba de salir.

--¡Así no se puede hacer nada nunca!--exclamó Pedrín, que también tomó
la puerta encogiéndose de hombros.

Al pasar por la comisaría miró hacia adentro, apretó el paso y se metió
en su casa. El «hotel del poco trigo», como le solía llamar, no era de
sus aficiones.

Sin embargo podría--él tan curioso--haberse detenido á observar lo que
pasaba en la comisaría.

En medio del patio, bajo el sol rajante, un agente de plantón,
tieso como el Apolo del jardín de Bermúdez--aquella estatua de yeso
pintado imitando mármol veteado, que tanto podía representar á un
tullido--miraba de reojo á sus compañeros que tomaban mate, y de frente
á las oficinas.

--Che, Avellanera, alcanzá uno--dijo el plantón al cebador del amargo,
viendo que los oficiales estaban de jarana en el despacho.

--¡Sí! ¡P'a que me frieguen! Andá que te dé Viera.

Los otros, formando grupo alrededor de la pava que hervía sobre un
fueguito de virutas en la sombra del paredón, se rieron á carcajadas
de la ocurrencia. Viera, medio desnudo, estaba en el calabozo, y
Fernández, el agente de plantón, era el jefe de la partida que debió
apalearlo. Barraba lo había castigado «por sonso», y porque sospechó
quizá que tenía afición al «pasquinero».

Casualmente, el comisario entró en aquel momento.

--¡Á ver vos, Fernández, vení acá!

El plantón hizo la venia, y con los sesos tostados por el sol, se
acercó miedoso y cariacontecido. Los otros se habían levantado y
estaban firmes, con la mano á la frente y expresión de la más absoluta
humildad.

Barraba entró en su oficina, se sentó junto al escritorio, y viendo que
Fernández, cuadrado, se quedaba á la puerta, le gritó con voz áspera y
frunciéndole las cejas:

--¡Entrá!

Casi temblando entró y se cuadró de nuevo, silencioso.

--Vos andas con Viera ¿no?

--Yo... señor...--balbuceó el infeliz, que al oir tan terrible acento,
hubiera querido hallarse á veinte leguas.

--¡Es inútil que negués! ¡Yo mismo t'he visto! ¿Qué te decía ayer en la
puerta de la imprenta?

--Nada, señor comisario.

--¿Cómo nada? ¡Algo te había de decir!

--Me preguntaba por m'hijo Pancho; que quería hablar con él, me dijo:

--Sí, ¿y vos le avisarías lo de anoche, no? Ya sabés que yo no quiero
que te metás á mulo grande ¿entendés? ¡Cuidadito conmigo, que si yo sé
que te metés en otra, te hago estaquear. Ahora andáte y ¡cuidadito!...

El agente salió que no sabía lo que le pasaba. Le temblaban las piernas
y sudaba y trasudaba, tan lejos de Juan Moreira como Pago Chico de la
capital federal.

Barraba llamó á otro agente.

--Traigamé el preso,--dijo.

--¿Á cuál? ¿Al señor Viera?

--¡Qué señor, ni qué señor! ¡Vaya y traigamé al preso, le digo!

Un momento después Viera aparecía en el despacho, escoltado por el
agente. Llegaba pálido y desgreñado, en camiseta y zapatillas, pero
entero y altivo como cuadra á todo periodista perseguido por el poder.

El comisario estuvo largo rato sin alzar la vista, fingiendo que
examinaba unos papeles. Viera de pie y en silencio se mordía los labios
de rabia.

--¿Por qué está preso?--preguntó al fin Barraba, clavando en él una
mirada iracunda.

--No sé.

--¿Qué? ¡no sabe! ¡Qué no ha de saber!

--¡Lo que puedo asegurarle es que no soy yo quien debía estar preso!...

--¡No se me insolente!--gritó iracundo.

--No me insolento. Me pregunta y le contesto.

El agente dió un paso hacia Viera, aunque éste estaba aparentemente
impasible. Barraba se reprimió, pero le hubiese gustado hallar ocasión
de «darle unos planazos al pasquinero».

--Bueno. Usted lo ha lastimado al señor Luna.

--Él me agredió... me he defendido. Después se trataba de una
emboscada... y si no ya ve cómo me asaltaron cuatro emponchados que de
seguro me matan si no me meto en casa de Troncoso.

El comisario pareció reflexionar.

--Bueno,--dijo por fin,--ésa es su versión. Pero el señor intendente no
dice lo mismo, y los testigos tampoco.

--¿Quiénes son los testigos? ¿Los vigilantes disfrazados? ¡Los he
conocido bien!

Barraba, ciego de ira, se levantó á medias de su asiento, pero logró
reprimirse otra vez, y tras una larga pausa, fingiendo tranquilidad,
dijo lentamente, cantando las palabras casi sílaba por sílaba:

--¡Qué quiere, amigo! ¡Diga lo que se le antoje! Aquí no hay más
agresor que usted, y yo tengo la obligación de pasarlo al juez de paz
por su delito de desacato á la autoridad!

--¡Pero eso es una injusticia! ¡Usted es mi enemigo y abusa de su
puesto!--exclamó Viera que ya estaba viendo quince días ó un mes
de prisión en el calabozo, los interrogatorios intolerables, las
vejaciones sin término, y para fin de fiesta el viajecito á La Plata
entre dos vigilantes, y quizá con grillos...

--¡Enemigo! ¡injusticia, eh!--gritó Barraba, morado de cólera.--¡Mire,
amiguito, no me cargue la paciencia, canejo!

--¡Es que es la verdad!--repuso el otro con indignación.

--¡Conque enemigo, eh! Pues ande con cuidao, cuando salga, con el
enemigo y con lo que escribe en su pasquín, si no quiere probar un buen
guiso de lonja!

Y dirigiéndose á la puerta de la otra oficina, gritó:

--¡Benito! Hacé l'ata de Viera.

El escribiente tenía el acta preparada ya y acudió á leerla con voz
monótona:

«Llamado á mi presencia el acusado Pedro Viera, dijo que él había sido
agredido por don Domingo Luna y que se defendió en defensa propia y
que le pegó unos palos, y que entonces vinieron otros emponchados, y
que él entonces se metió en casa de Troncoso y que entonces los otros
lo dejaron irse. Preguntado el delincuente si conocía á los hombres
que decía que lo habían querido asaltar, el declarante dijo que no,
y que no los había podido conocer, porque dijo que la noche estaba
muy obscura y que no había luz. Y leída que le fué su declaración se
ratificó y firmó conste.»

--Yo no firmo,--dijo sencillamente Viera.

--¿Por qué?--preguntó Barraba indignado de ver desconocida su
omnipotencia.

--Porque eso es una barbaridad.

Ya era como para no aguantar más; pero Barraba tenía mucha fuerza de
voluntad y mucha prudencia, y se limitó á ordenar:

--¡Volvélo al calabozo!

Y cuando Viera salió, se quedó murmurando un «de nada te ha'e valer»
que sólo terminó cuando tuvo á bien regalar á Benito con este
cumplimiento á propósito de la redacción del acta.

--¡También vos sos más bruto que un par de botas!

El escribiente se quedó impasible; ya estaba acostumbrado á esas
rebuscadas galanterías.

--Á ver si ponés en el libro la entrada de ese sonso: «Por desacato á
la autoridá á mano armada del intendente».

Y el involuntario epigrama, retratando una época, sonríe aún en el
libro de entradas y salidas de la comisaría de Pago Chico.

...Los telegramas habían llegado á todos los diarios de oposición de
Buenos Aires y La Plata, y el hecho asumía las proporciones de un
verdadero escándalo. ¡Qué arma aquélla, y en qué momentos! Asustados
del ruidoso asunto, los caudillos platenses juzgaron conveniente
ahogarlo al nacer echándole tierra, y el diputado Cisneros, mandón de
Pago Chico, sirviendo de truchimán á los jefes del partido oficial
todavía no endurecidos en la brega, hizo al juez de paz, don Pedro
Machado, el siguiente despacho:

«Dejen Viera. Conviene altos intereses partido. Aquí laméntase,
brutal atentado contra digno intendente Luna. Pero hay demostrar
oposición tranquilidad espíritu. Ponga asaltante inmediatamente
libertad.--_Cisneros._»

El escribano Ferreiro había criticado acerbamente la aventura y el
desmán, abundando en las mismas opiniones.

--Eso es querer hacer callar un chancho á palos,--dijo á Luna y á
Barraba.--Otra vez no sean tan bárbaros. Á hombres como Viera hay que
matarlos ó dejarlos. Nada de palizas. Sítienlo por hambre más bien.

...La orden del diputado se cumplió sin pérdida de momento. El consejo
de Ferreiro comenzó también á ponerse inmediatamente en práctica.



                             EN LA POLICÍA


No siempre había sido Barraba el comisario de Pago Chico; necesitóse
de graves acontecimientos políticos para que tan alta personalidad
policial fuera á poner en vereda á los revoltosos pagochiquenses.

Antes de él, es decir, antes de que se fundara _La Pampa_ y se formara
el comité de oposición, cualquier funcionario era bueno para aquel
pueblo tranquilo entre los pueblos tranquilos.

El antecesor de Barraba fué un tal Benito Páez, gran truquista,
no poco aficionado al porrón y por lo demás excelente individuo,
salvo la inveterada costumbre de no tener gendarmes sino en número
reducidísimo,--aunque las planillas dijeran lo contrario,--para crearse
honestamente un sobre sueldo con las mesadas vacantes.

--¡El comisario Páez--decía Silvestre--se come diez ó doce vigilantes
al mes!

La tenida de truco en el Club Progreso, las carreras en la pulpería de
La Polvadera[1], las riñas de gallos dominicales, y otros quehaceres
no menos perentorios, obligaban á D. Benito Páez á frecuentes, á casi
reglamentarias ausencias de la comisaría. Y está probado que nunca hubo
tanto orden ni tanta paz en Pago Chico. Todo fué ir un comisario activo
con una docena de vigilantes más, para que comenzaran los escándalos
y las prisiones, y para que la gente anduviera con el Jesús en la
boca, pues hasta los rateros pululaban. Saquen otros las consecuencias
filosóficas de este hecho experimental. Nosotros vamos al cuento aunque
quizá algún lector lo haya oído ya, pues se hizo famoso en aquel
tiempo, y los viejos del pago lo repiten á menudo.

Sucedió, pues, que un nuevo jefe de policía, tan entrometido como mal
inspirado, resolvió conocer el manejo y situación de los subalternos
rurales y sin decir ¡agua va! destacó inspectores que fueran á
escudriñar cuanto pasaba en las comisarías. Como sus colegas, D. Benito
ignoró hasta el último momento la sorpresa que se le preparaba, y ni
dejó su truco, sus carreras y sus riñas, ni se ocupó de reforzar el
personal con gendarmes de ocasión.

Cierta noche lluviosa y fría, en que Pago Chico dormía entre la sombra
y el barro, sin otra luz que la de las ventanas del Club Progreso,
dos hombres á caballo, envueltos en sendos ponchos, con el ala del
chambergo sobre los ojos, entraron al tranquito al pueblo, y se
dirigieron á la plaza principal, calados por la lluvia y recibiendo
las salpicaduras de los charcos. Sabido es que la Municipalidad
corría pareja con la policía, y que aquellas calles eran modelo de
intransitabilidad.

Las dos sombras mudas siguieron avanzando sin embargo, como dos
personajes de novela caballeresca, y llegaron á la puerta de la
comisaría, herméticamente cerrada. Una de ellas, la que montaba el
mejor caballo,--y en quien el lector perspicaz habrá reconocido
al inspector de marras, como habrá reconocido en la otra á su
asistente--trepó á la acera sin desmontar, dió tres fuertes golpes en
el tablero de la puerta con el cabo del rebenque...

Y esperó.

Esperó un minuto, impacientado por la lluvia que arreciaba, y
refunfuñando un terno volvió á golpear con mayor violencia.

Igual silencio. Nadie se asomaba, ni en el interior de la comisaría se
notaba movimiento alguno.

Repitió el inspector una, dos y tres veces el llamado, condimentándolo
cada una de ellas con mayor proporción de ajos y cebollas, y por fin
allá á las cansadas entreabrióse la puerta, vióse por la rendija la
llama vacilante de una vela de sebo, y á su luz un ente andrajoso
y soñoliento, que miraba al importuno con ojos entre asombrados y
dormidos, mientras abrigaba la vela en el hueco de la mano.

--¿Está el comisario?--preguntó el inspector bronco y amenazante.

El otro, humilde, tartamudeando, contestó:

--No, señor.

--¿Y el oficial?

--Tampoco, señor.

El inspector, furioso, se acomodó mejor en la montura, echóse un poco
para atrás, y ordenó, perentoriamente:

--¡Llame al cabo de cuarto!

--¡No... no... no hay señor!

--De modo que no hay nadie aquí, ¿no?

--Sí se... señor... Yo.

--¿Y usted es agente?

--No, señor... yo... yo soy preso.

Una carcajada del inspector acabó de asustar al pobre hombre, que
temblaba de pies á cabeza.

--¿Y no hay ningún gendarme en la comisaría?

--Sí se... señor... Está Petronilo... que lo tra... lo traí de la
esquina bo... borracho, ¡sí se... señor!... Está durmiendo en la cuadra.

Una hora después D. Benito se esforzaba en vano por dar explicaciones
de su conducta al inspector, que no las aceptaba de ninguna manera.
Pero afirman las malas lenguas, que cuando no se limitó á dar simples
explicaciones, todo quedó arreglado satisfactoriamente; y lo probaría
el hecho de que su sistema no sufrió modificación, y de que el
preso-portero y protector de agentes descarriados, siguió largos meses
desempeñando sus funciones caritativas y gratuitas.


NOTAS:

[1] Ver «El casamiento de Laucha».



                              EL CAUDILLO


Don Ignacio era el hombre de la oposición en Pago Chico. Las
autoridades lo miraban como su bestia negra, y el pueblo, siempre
descontento, tenía puestas en él sus esperanzas, seguíalo en todas sus
empresas políticas, le daba á defender sus intereses. Sin D. Ignacio,
Pago Chico hubiera sido un cementerio de vivos; con él, siquiera se
ejercía el derecho del pataleo.

No era D. Ignacio muy largo, pero alguno de sus correligionarios
hallaba modo de lograrle préstamos y donativos, ya para sus necesidades
personales, ya para lo mismo, pero bajo el pretexto de gastos de
propaganda. Él se sometía refunfuñando, pues, ¿cómo ser jefe de partido
si se comienza por descontentar á los partidarios? Pero apuntaba... Su
viejo cuaderno de notas, tenía páginas como ésta:

                                                        PESOS

  Prestado al gordo, que está sin trabajo                5'00
  Á Juan para la copa                                    0'20
  Un letrero y una bandera para el comité               15'50
  Á la china Dominga para que haga venir
  á sus hijas á la inscripción                          25'00
  Una docena de bombas                                   6'00

Sumaba cuidadosamente D. Ignacio estas partidas, que en tres años
de oposición á todo trance habían alcanzado á formar una gruesa
suma,--cuatro ó cinco mil pesos--y no examinaba su cuaderno sin lanzar
un suspiro y sumirse en profunda meditación.

--¿Quién pagará estas misas?--se decía.

Ó, conversando con sus tenientes, hablaba de la patria, de los deberes
del ciudadano, de los sacrificios que hay que hacer en pro de la
libertad, de la abnegación que exigen los partidos de principios, para
terminar diciendo:

--Yo soy el pavo de la boda.

Silvestre, el boticario, se encogía de hombros instruido de las
alusiones de D. Ignacio, y considerando que de todos modos su
popularidad le salía barata en estos tiempos en que no se puede ser
popular sin dinero. Alguna vez le insinuó, con frase no muy atildada:

--El que quiera pescao, que se moje... el que le dije.

Acercábanse las elecciones; el gobierno de la provincia, preocupado por
la importancia que iba tomando la oposición, había resuelto darle una
válvula de escape, dejándola introducir algunos de los suyos en las
municipalidades de campaña.

Pero esta resolución no era conocida, y la efervescencia popular
continuaba á más y mejor. En Pago Chico preparábase un miti, un metín,
ó cosa así, que debía tener lugar en el antiguo reñidero de gallos,
único local fuera de la cancha de pelota, apropiado para la solemne
circunstancia, puesto que el teatro--un galpón de zinc--pertenecía
á don Pedro González, gubernista, que no quería ni prestarlo ni
alquilarlo á sus enemigos de causa.

Llegado el día, D. Ignacio,--que había contratado la banda á su costa,
hecho embanderar el reñidero, y comprado unas docenas de bombas de
estruendo--esperó impaciente la hora de su discurso, un discurso ya mil
veces repetido en todos los tonos, palabra más, palabra menos, durante
sus tres años de caudillaje.

Cuando subió á la improvisada tribuna, rodeábalo un pueblo vibrante
y entusiasta que sólo pedía correr al sacrificio, á la lucha, al
atrio, á las urnas. D. Ignacio estaba radioso. Sus palabras hicieron
el acostumbrado efecto arrebatador, especialmente cuando, con grandes
gritos y violentos ademanes, reprodujo la frase:

«Los mandatarios impuros que engordan á costillas del abdomen del
pueblo, no pueden continuar un día más en el poder. El gobierno local
tiene que entregarse á personas honradas que no roben, á hombres sanos
que no se apoderen de las rentas, á ciudadanos que sean capaces de
relamberse junto al plato de caldo gordo sin tocarlo con un dedo.»

Los bravos, los vivas, los palmoteos estallaron como siempre, ó por
mejor decir, más que nunca, cubriendo la voz del orador que al fin
logró dominar el bullicio, gritando:

--¡Conciudadanos! ¡Viva la honradez administrativa!

--¡¡Vivaaa!!

--¡Abajo los espoliadores del pueblo!

--¡Abajo! ¡Mueran! ¡Viva don Inacio! ¡Viva la honradez! ¡Viva el
patriota!

¡Shuitz... pum! y música, grandes golpes de bombo, alaridos de
pistón... y otra bomba y otra. ¡Qué entusiasmo, qué delirio!
¡Pra-ta-ra-trac-pum! ¡un cohete! y vivas y más vivas, una algazara, un
jubileo como nunca se vió en Pago Chico, tanto que el batarás encerrado
en un cajón, encrespó la pluma, golpeó los musculosos flancos con las
alas y lanzó un ronco y estentóreo co-co-ro-co, como diana triunfal del
vencimiento.

--¿Qué le ha parecido el métin, don Inacio?--preguntábale por la noche
Silvestre.

--¡Oh! ¡Magnífico! ¡Me ha costado más de quinientos pesos!

Mentira. Gastó sólo ciento cincuenta, pero con tal habilidad...

Silvestre lo miró de arriba abajo, sardónico, se encogió de hombros,
clavóle la vista entre ceja y ceja, y metiéndose las manos en los
bolsillos del pantalón, exclamó:

--Nuestra Señora del Triunfo nunca ha sido popular.

D. Ignacio se encrespó como el gallo del reñidero, y se puso rojo de
ira.

--¡Vos te crés que lo digo de agarrau! ¿Y á mí qué m'importa la
plata?... ¡Pero lo que es otro no sería tan pavo!... Ya llevo gastada
una porretada de pesos, sin que nadies miagradezca.

Mientras esto decía el caudillo, Silvestre había tomado la
guitarra--estaban en la botica--y cantaba acompañándose con grandes
golpes de uña en las seis cuerdas:

  Y ásime... gustáun... tirano
  c'abra labocay... ¡no grite!

El jueves llegaron dos delegados gubernistas de la capital para
preparar las elecciones comunales del domingo. Apenas instalados,
trataron de provocar una entrevista con D. Ignacio, para hacerle
proposiciones. Pero Silvestre--la oposición dentro de la
oposición--estaba allí oído alerta, ojo avizor, husmeando como
politiquero de raza la componenda en ciernes, adivinándola antes de que
se hubiera iniciado.

Viera, á todo esto, había visto obscurecerse su estrella, eclipsada por
la triunfante de D. Ignacio. Tampoco él quería «componendas», y así lo
escribió en _La Pampa_. Inútilmente, porque el meeting había dado el
mando á su rival, sostenido por los envidiosos de la popularidad del
periodista, y por los que sólo hacían política opositora buscando una
ubicación, amén de los que D. Ignacio compraba como se ha visto. No
faltaron, pues, las previsiones, los vaticinios, las amenazas de perder
lo hecho sin esperanza de rehacerlo más tarde...

Sin embargo, la entrevista tuvo lugar, D. Ignacio no pudo resistir á
una transacción que lo llevaba de golpe y zumbido á la Municipalidad,
que él creía tan verde aún, y el domingo siguiente resultó
electo concejal, á pesar de los aspavientos de Silvestre, de los
artículos-brulote de Viera, y la agria censura de gran parte de sus
partidarios del día anterior.

Llegado al Concejo, sus colegas gubernistas, dirigidos por los
delegados de la capital--no era la primera zorra que desollaban
éstos--lo designaron para intendente.

--En una semana se habrá desmonetizado,--decían aquellos profundos
políticos.

Pero la mayoría de los oficialistas protestaba irritada contra
lo que consideraba una cruel é inmerecida derrota; en cambio, el
ex-intendente, un cuyano ladino, caudillejo él también, declaraba
divertidísimo que aquella evolución era «de mi flor».

--¿No le parece una barbaridá, Paisano--así le llamaban--que hayan
hecho intendente á don Inacio?

El Paisano sonreía, encendiendo el negro, y luego, sacándoselo de la
boca, contestaba con toda calma, y no sin algo de burla:

--¡Dejenló pastiar qu'engorde!

Y, en efecto, D. Ignacio comenzó á engordar en la Intendencia, haciendo
en ella lo que sus antecesores, y rebañando cuanto pesito encontraba á
su alcance.

Un día tuvo una grave explicación con Silvestre, que le echaba en cara
sus procederes administrativos, muy alejados de la honradez acrisolada
que exigiera en tanto discurso, en tanta proclama, en tanta profesión
de fe á los pueblos en general y al de Pago Chico en particular.

--Mire don Inacio, ¡lo qu'est'haciendo es una vergüenza!

Don Ignacio lo miró de hito en hito:

--¿Y qu'estoy haciendo, vamos á ver?

--¿Quiere que le diga? ¿quiere que le diga? ¡No me busque la lengua,
canejo!

--Decí, decí no más.

--¡Está robando como los otros!

El caudillo estuvo á punto de pegarle, pero se dominó, tragó saliva, y
cuando se creyó bastante dueño de sí mismo, dijo con tono convincente:

--¿Y á mí quién me paga lo qu'hecho? ¿Y la platita que mián comido?...

Y después de una pausa, más insinuante aún, confidencial y tierno,
exclamó como quien esboza un sublime programa:

--¡Dejá que me desquite y verás qué honradez!...



                            EL JUEZ DE PAZ


También Pago Chico tenía juez de paz.

Éste era entonces, y desde años hacía, D. Pedro Machado, enriquecido en
el comercio con los indios, y á quien la política había llamado tarde y
mal.

--¡Á la vejez viruela!--decía Silvestre.

Y, en efecto, para desaguisados el juez aquél, famoso en su partido y
en los limítrofes, por una sentencia salomónica que no sabemos cómo
contar porque pasa de castaño obscuro.

Ello es, que un mozo del Pago, corralero por más señas, tuvo amores con
una chinita de las de enagua almidonada y pañolón de seda, linda moza,
pero menor y sujeta aún al dominio de la madre, una vieja criolla de
muy malas pulgas que consideraba á su hija como una máquina de lavar,
acomodar, coser, cocinar y cebar mate, puesta á sus órdenes por la
divina providencia.

Demás está decir que se opuso á los amores de Petrona y Eusebio, como
quien se opone á que lo corten por la mitad, y tanto hizo y tanto dijo
para perder al muchacho en el concepto de la niña... que ésta huyó un
día con él sin que nadie supiera adónde.

Desesperación de misia Clara, greñas por el aire, pataleos y
pataletas...

El vecindario en masa, alarmado por sus berridos, acudió al rancho, la
roció con Agua Florida, la hizo ponerse rodajas de papas en las sienes,
y por si el disgusto había dañado los riñones, la comadre Cándida, gran
conocedora de males y remedios, le dió unos mates de cepa caballo...

Luego comenzó el rosario de los consuelos, de las lamentaciones y de
los consejos más ó menos viables.

--¡Será como ha'e ser misia Clara! ¡Hay que tener pacencia!... ¡Si es
de lái háe golver!

--¡Usebio es un buen gaucho y no la v'á dejar!--observaba un consejero
del sexo masculino, que atribuía muy poca importancia al hecho.

Pero misia Clara no quería entender razones, ni aceptar consejos, ni
tener paciencia.

Petrona era la encarnación de todas sus comodidades, la sostenedora
de su ociosidad, el pretexto y el medio de pasarse las horas muertas
en la más plácida de las haraganerías. Ausente la joven acabábanse la
holganza, la platita para los vicios, ganada con la aguja, el vestido
de zaraza lavado y planchado los domingos, las sabrosas achuras que
Eusebio solía llevar del matadero para no ser tan mal recibido como de
costumbre...

--¡No! ¡No me digan más! ¡No se lo h'e perdonar!--Y se desataba en
dicterios para su hija y el raptor, con palabras de tinte tan subido,
que no debe consignarse ni un pálido reflejo de ellas, so pena de
ir más allá de la incorrección. Era una fiera, un energúmeno, una
tempestad de blasfemias y de maldiciones, como si el infierno que la
aguardaba cuando tuviera que hacerlo todo por sus manos, se hubiera
condensado y quintaesenciado en su interior.

--¡Ya verán! ¡Ya verán! ¡M'he quejar á la autoridá!...

Por más veleidades de rebelión que tenga el campesino nuestro, por más
independiente que parezca, la autoridad es un poder incontrastable para
él. Los largos años de sujeción y de persecución, desde el contingente
hasta las elecciones actuales, con todas sus perrerías, le «han hecho
el pliegue» y sólo otros tantos años de libertad permitirán que
comience á desaparecer su fe en esa providencia chingada.

Fué, pues, misia Clara á quejarse á D. Pedro Machado.

Un cuarto de paredes blanqueadas, sin más adorno que el retrato del
gobernador, el piso de ladrillos cubierto de polvo, un armario atestado
de papeles, una mesa llena de legajos, un banco largo, cuatro sillas
y dos sillones, uno para el juez, otro para el secretario; todo eso
era el Juzgado de Paz de Pago Chico, y la sala del trono de D. Pedro
Machado.

Este digno personaje estaba en pleno funcionamiento, y el alguacil
apostado junto á la puerta sólo dejaba pasar á los querellantes, á
medida que D. Pedro lo indicaba, después de las decisiones del caso.

--¡Hoy he estado evacuando todo el día!--solía exclamar el funcionario
cuando abundaban las causas.

Misia Clara aguardó impaciente su vez, en la puerta de calle, secándose
de rato en rato una lágrima de ira que brotaba quizá con la higiénica
intención de lavarle las arrugas: vana empresa. La espera fué larga,
pues todo Pago Chico estaba en pleito ó buscaba la ocasión de estarlo.
D. Pedro sentenciaba con una rapidez pasmosa.

--Á ver, vos, ¿qué querés?

--Señor, venía porque Suárez me debe cincuenta pesos de pasto y hace
dos meses que...

--¡Bueno!... Andá decíle que te pague, que digo YO... Y si no te
paga, volvé que yo le haré pagar. Vos debés tener razón, porque es un
tramposo...

El hombre se fué medianamente satisfecho, dando paso á otros pleitistas
cuyo litigio era más complicado.

--Señor Juez, cuando yo hice la pared de mi casa que hoy es medianera
con la que está edificando el señor, la Municipalidad me dió una
línea sobre la calle, y como mi terreno es rectangular, tiré dos
perpendiculares sobre esa línea. Pero ahora resulta que el agrimensor
municipal no supo darme la línea y que la pared medianera, como ya
digo, se entra en el fondo, en el terreno del señor, que me reclama las
varas que le faltan. Yo, á mi vez, y antes de contestar á esa demanda,
vengo á demandar á la Municipalidad por daños y perjuicios, porque me
dió la línea causante de todo...

Don Pedro Machado, que lo miraba de hito en hito, interrumpióle de
pronto interpelando á la parte contraria:

--¿Y usté qué dice?

--¿Yo? Lo mismo que el señor; es la verdad.

--Demandar á la Municipalidad, ¿no?... ¿Y qué sian créido?...

--Señor, yo... demando á...

--¡Calláte! ¡Y vayan los dos á ver si se arreglan, y pronto... que si
no les atraco una multa!

La audiencia continuó largo rato con incidentes análogos á los
anteriores, hasta que entró en el despacho un gubernista de cierta
significación que iba furioso contra _La Pampa_, el diario opositor,
salido aquellos días de toda mesura. El diario publicaba un violento
artículo contra él, Felipe Gómez, y lo trataba poco menos que de ladrón.

--Hola, Gómez, ¿y qué lo trai por acá?

--Vengo á acusar por calunia al diario de Viera. ¡Mire lo que me dice!

Y tembloroso de rabia leyó los párrafos culminantes, interrumpido por
las indignadas interjecciones de D. Pedro Machado.

--¡Á hijo de una tal por cual! ¡Ya verá lo que le va á pasar! ¡Es malo
tentar al diablo!...

Y dirigiéndose al secretario:

--Estendé un' orden de prisión contra Viera...

--Vaya tranquilo nomás, Gómez, que aquí las va á pagar todas juntas.

Se fué Gómez á anunciar á sus amigos que había sonado la hora de la
venganza; pero el secretario no extendió la orden de la prisión.

--Sabe D. Pedro, que los jueces de paz, no entienden de delitos de
imprenta, y que no podemos dar curso á la acusación de Gómez...

--¿No?

--¡No, señor! Tiene que ir á La Plata.

Don Pedro Machado, hizo un gesto de disgusto al recibir la lección; y
para no menoscabar su autoridad, exclamó en tono de reprimenda:

--¡También vos! ¿por qué no me decís?...

Por fin tocó el turno á misia Clara, que entre gimoteos y suspiros
contó cómo Eusebio le había robado la hija, y se desató en improperios
contra ambos, pidiendo al juez el más tremendo de los castigos que
tuviera á mano.

--¿Cuántos años tiene la muchacha?

--Diciocho, D. Pedro.

--Bueno, ya sabe lo que se hace, pues.

La vieja volvió á gemir, asustada del giro que parecía tomar el asunto.

--Pero mire, señor juez, que es única hija, que yo ya estoy muy anciana
y que no puedo trabajar... Si ella me falta... más vale que me cortaran
un brazo... ¡Haga que güelva, señor juez, que yo le perdono con tal de
que no lo vea más á Usebio, que es de lo más canalla!...

Don Pedro permaneció impasible, armando un negro con el papel entre
el pulgar y el índice y deshaciendo el tabaco en la palma de la mano
izquierda con las yemas de la derecha.

--¡Amparemé, señor!--insistió la vieja.--¡Haga que güelva m'hija!...
¡Ó, de no, atraquelé una multa á ese bandido!

--P'a eso no hay multas... Si juera uso de armas,--replicó
sarcásticamente D. Pedro.

La otra cambió de baterías.

--¡Si usté hiciera que Usebio me pasara siquiera la carne!... ¡Estoy
tan vieja y tan pobre!...

--¡Eh, qué quiere misia Clara! La vaquilloncita ya estaba en estau... y
es natural.

Hubo un largo silencio. En la cara del juez retozaba una sonrisa
reprimida á duras penas.

--¿Qué resuelve, qué resuelve, D. Pedro?--clamó misia Clara,
desesperada y lamentable, con las arrugas más hondas y terrosas que
nunca.

El insigne funcionario levantó lentamente la cabeza, y después
sentenció con calma:

--¿Yo? Que sigan no más, que sigan...



                         LA ELECCIÓN MUNICIPAL


Aquella mañana, con grande asombro de Pago Chico entero, apareció en el
diario oficial, _El Justiciero_, la siguiente inesperada noticia:

     OTRA LISTA DE CANDIDATOS MUNICIPALES

     «Con importantes elementos políticos, pertenecientes al partido
     provincial, acaba de formarse un nuevo comité que en las elecciones
     de hoy sostendrá la siguiente lista de candidatos para municipales:
          Don Domingo Luna
          Don Juan Dozo
          Don José Bermúdez
     Este comité, que funciona en la calle Buenos Aires, número 17,
     cuenta con numerosos miembros, y aunque formado á última hora,
     puede disputar el triunfo á los demás partidos, con bastantes
     probabilidades de éxito. En cuanto á los cívicos, demás parece
     repetir que tendrán que comer cola.»

¿Qué acontecimientos habían ocurrido? ¿Era la influencia de Bermúdez
tan poderosa que su descontento producía la escisión del partido
oficial? No debía ser así, pues él mismo se sorprendió al leer la
noticia, y lleno de entusiasmo se encaró con su mujer, y golpeando el
diario con el dedo, exclamó gozoso:

--¿No ves, china, como todavía me necesitan, como todavía tengo quien
me apoye? ¡Yo también soy candidato, y del mismo partido oficial! ¡Mirá
la lista! Aquí estoy con Luna y Dozo, ¡y _El Justiciero_ dice que muy
bien podemos triunfar!

--Alguna picardía de Ferreiro. Lo mejor será que no te metás,--replicó
Jerónima, siempre desconfiada.--Cuando menos te quieren sacar unos
pesos, pa'l asao con cuero y la pionada...

--¡Vos siempre agarrás pa'l lao del miedo!--replicó Bermúdez que se
echó inmediatamente á la calle, vibrando de entusiasmo y de esperanza.

Eran las siete, y faltaba una hora para la apertura oficial del comicio.

Bermúdez, sin plan, iba palpitante, envanecido con su prestigio, ya
innegable, en las esferas oficiales, y casi seguro de que por él
iría directamente al triunfo. Tenía necesidad de hablar con alguien
que no fuera su mujer, tan suspicaz y desconfiada que jamás creía
las cosas hasta no haberlas palpado. Y la suerte quiso que con quien
primero se topase fuera con el doctor Fillipini, que salía de una casa
vecina. Detúvole, convencido de que lo encontraría menos reacio que su
digna esposa á compartir su patriótico entusiasmo, y, basándose en
las conjeturas que le habían llenado la cabeza, le contó muy por lo
menudo que sus amigos se habían arrepentido,--como no podían menos de
hacer,--de haberlo dejado á un lado, cuando tantos y tan importantes
servicios prestara á la causa común.

El doctor lo miraba á ratos y á ratos bajaba los ojos, disimulando una
risita fisgona que le hacía cosquillas en el estómago. Y cuando el otro
dejó de hablar, no pudo reprimir esta desconsoladora exclamación:

--Ma é per il cuochente! Ma, non vede qu'é per il cuochente?

El prestigioso candidato se sobresaltó, palideció, y sin haber
comprendido bien todavía, preguntó tartamudeando:

--¿El cociente?... ¿Qué tiene que ver el cociente?

Fillipini, tomándole un botón de la levita,--para la circunstancia
Bermúdez había creído conveniente salir de levita,--y jugando con él,
le explicó entonces sus suposiciones, en la media lengua ítalo-criolla,
impasible, sin sorprenderse, con su filosofía práctica, ni de la
inocencia del interlocutor, ni de la picardía de sus amigos políticos,
sin más objeto que el de poner en claro las cosas, para hacer gala de
sagacidad y burlarse en serio de aquel pobre congénere.

Bermúdez quedó consternado al comprender que el partido oficial acababa
de dividirse aparentemente, pero sólo para asegurar más el triunfo,
pues, por la ley, el candidato que apareciera en las dos listas,--Luna
en este caso,--sería electo sin discusión, por pocos votos que
obtuviera en una de ellas. Él no era, en resumen, más que un comparsa,
cuya misión terminaría casi antes de haber empezado.

--¡Hijos de una gran!...

--¡Eh! ¿qué quiere? Fatta la legge, fatto l'inganno!

El cuociente lo había transtornado siempre, pero aquel día lo derribaba
del pináculo de sus más gratas esperanzas. ¡No sería, esa vez tampoco,
genuino representante y defensor del pueblo! ¡Miren que no votar
derecho viejo como antes! ¡Esos republicanos, inventores de la ley de
trampa y de engaño! Si los tuviera á mano ¡qué felpiada les daría!...
Pero, ¿qué hacerle? Para su venganza, ya que no para otra cosa, la
mejor contingencia era que los cívicos sacaran un concejal. En cuanto á
él, no saldría nunca.

--Ma, gay un remedio...

--¿Qué remedio, dotor?

No era difícil: tratar bajo cuerda de figurar en las dos listas,
borrando uno de los candidatos, el doctor Carbonero por ejemplo, y
reunir de ese modo el mayor número posible de votos, además de poner
de su lado la importantísima ventaja de figurar en dos listas. Cierto
que si ambas tenían dos candidatos comunes, es decir, la mayoría de
ellos, por la ley tendrían que considerarse iguales; pero... después
se vería: eso tenía que resolverlo el mismo concejo, juez de las
elecciones, y en cuyo seno no faltaban amigos de Bermúdez. También
podía hacer otra cosa: amenazar á los correligionarios con llevar sus
elementos de hombres y dinero á la Unión Cívica, amenaza que no dejaría
de dar resultados; pero eso debía Bermúdez presentarlo como resolución
que tomaría en el último momento y sólo si se le obligaba á ello,
desconociendo tan injustamente sus servicios.

--¿Y usté me ayudará, dotor?

--¿Io? ¿Cosa ho da fare? ¡Ma!... Io voteró...

Eran más de las siete, y Bermúdez, ansioso de poner el plan por obra,
estrechó efusivamente la mano de Fillipini, y se alejó en dirección al
café de Cármine, olvidado de su andar siempre lento y majestuoso. El
médico, entre tanto, iba sonriendo, con la vista baja, satisfecho de la
mala pasada que había jugado á su colega Carbonero, aunque tuviera sus
dudas respecto de la acción que desarrollaría el pobre Bermúdez, cuya
única habilidad hasta entonces había sido robar á los indios y apuntar
de más en las libretas de sus clientes y en la pizarra de la trastienda.

Bermúdez entró en el café, pidió una ginebrita con biter Angostura, y
aguardó á que llegara alguno de los prohombres del partido oficial para
poner manos á la obra.

Momentos después Ferreiro, que acababa de entrar, se sentaba á su lado.

--Y... ¿ha visto la nueva lista? Anoche no le pude avisar, porque
resolvimos hacerla muy á última hora.

--¡Hum!... ¡Sí, l'he visto, sí!

--¡Qué! ¿Y no está contento?--preguntó Ferreiro, fingiéndose muy
sorprendido,--y algo lo estaba, en verdad, al comprender las sospechas
de aquel infeliz. ¿Quién podía haberlo puesto sobre aviso?

--¿Y cómo v'y á estar contento, si eso es una trampa? ¿Ó crén ustedes
que yo soy sonso y me chupo el dedo?

--¿Pero, cómo trampa, Bermúdez? ¿No quería ser candidato?

--¡Sí, candidato, sí, pero en de veras! No quiero que naide juegue
conmigo. Ya estoy cansao. Y ¿quiere que le diga? pues si no salgo
municipal de esta hecha... ¡me voy con los cívicos! ¡Anque no sea
candidato, quiero ser municipal ¿oye? y de no, me hago cívico, le juro!

Ferreiro se quedó un momento perplejo, pues no había contado con
aquello, que le malbarataba sus planes. Pero, por la inminencia del
peligro, no tardó en tomar una resolución, y antes de que Bermúdez
hubiera vuelto á decir palabra, afirmó:

--Pero, si precisamente lo hemos puesto en esa lista para que salga
municipal, porque está resuelto en el comité que se le den votos
también en la otra lista. No sé qué le ha dado ahora, para tener
semejantes desconfianzas... ¡Vaya! ¡sea franco! ¿quién es el intrigante
que le ha venido con cuentos?

--Á mí naide me ha tráido cuentos. Pero yo sé muy bien lo del cociente,
y anque ya me había conformau con no salir municipal esta vez, no
quiero tampoco que me tomen pa'l churrete; y desde que me han puesto en
lista, ¡quiero salir y que se dejen de historias!

--¡Pero si precisamente, le repito, sabiendo que usté deseaba ser
municipal lo hemos puesto en esa lista, Bermúdez! Si el partido tenía
que recompensar sus servicios, y así lo ha resuelto anoche. Usté es
incapaz de desconfiar de ese modo; por eso le pregunto quién es el
intrigante que le ha venido con cuentos... Debe ser algún interesado en
dividirnos para sacar tajada...

--No se mete en política...

--Ah, ¿no ve, no ve que era cierto? ¿Quién le ha venido con el chisme,
diga?... ¡Vaya! mátelo, que al fin somos correligionarios y tenemos que
defendernos unos á otros. Hoy por tí, mañana por mí...

--El dotor Fillipini.

Ferreiro dió un puñetazo en la mesa:

--¡Ah, gringo é mier!--exclamó.

Y tomando otra postura, cruzadas las piernas y asida con ambas manos
la que quedó arriba, preguntó á Bermúdez con sonrisa entre burlona y
despreciativa:

--¿Y qué le ha dicho el doctor Fillipini? ¿Él le aconsejó que nos
amenazara con irse á la Unión Cívica?

--Sí, él. Pero me dijo que lo hiciera en último caso, y que si no me
escuchaban tratara de hacer votar por mí en la otra lista, borrándolo á
Carbonero...

--¡Conque sí, eh! ¡pues ya verá el hijo de su madre!--exclamó Ferreiro,
que siguió murmurando, mientras sacaba del bolsillo un lápiz y la
carilla en blanco de una carta, en la que escribió algunas palabras.

Bermúdez, turbado, sin saber ya á qué atenerse, lo interrumpió:

--¡Pero, al fin y al postre!--preguntó,--¿salgo ó no salgo municipal?
Eso es lo que quiero saber, pero sin vueltas, derecho viejo, porque si
no...

--Sí, será municipal, Bermúdez,--contestó Ferreiro sin levantar la
cabeza.--Le doy mi palabra de que será municipal.

Y firmando la esquela que acababa de escribir, la plegó en cuatro, y
llamó al dueño de casa.

--¡Cármine! tráeme un sobre, y haceme llevar esta carta al intendente.

Era la condenación de Fillipini: un pedido-orden al intendente, para
que le quitara inmediatamente su puesto de segundo médico del hospital.

--¡Sí sale, amigo, sí sale!--exclamó levantándose y palmeando en el
hombro á Bermúdez.--¿Para cuándo serían los amigos, entonces?

--¡Je, je, je!--rió Bermúdez en el colmo de la satisfacción,
levantándose también.

Y ambos salieron del café, encaminándose al atrio de la iglesia, donde
iban á practicarse las elecciones más sonadas del entonces borrascoso
Pago Chico.

Entre tanto, en el comité cívico hallábanse reunidos Viera, el
periodista, que á cada instante se asomaba á la puerta, nervioso,
excitado, sin haber dormido, aguardando las huestes de votantes de la
campaña que ya debían haber llegado; Lobera, que peroraba y destilaba
esencias; Silvestre, que trataba en vano de meter baza apenas se
interrumpiese la interminable serie de sus discursos; Pedrín, Pancho
Fernández el hijo del vigilante, Tortorano, veinte ó treinta más, y por
último el doctor D. Francisco Pérez y Cueto, que había exclamado con
énfasis al entrar:

--¡Ciudadanos! ¡este hermoso día no puede menos de anunciarnos la
victoria!

Y satisfecho del efecto producido, sintiendo un agradable cosquilleo
en la piel, de entusiasmo hacia su propia persona, había callado y
permanecido silencioso para no disminuir con vulgaridades el mérito de
aquellas palabras proféticas. Aquel día se había propuesto no decir
sino frases históricas.

Pero, eso sí, tuvo que informarse de un detalle de la mayor
importancia, de la cuestión en aquellos momentos de vida ó muerte, y
preguntó en voz baja á Viera, deteniéndolo en una de sus continuas idas
y venidas:

--Diga usted, Viera, ¿están preparadas las armas?

Viera sacudió la cabeza de arriba abajo, dirigiéndole una mirada
confidencial, y contestó más quedo aún, como un murmullo:

--Están... La noche en peso nos la hemos pasado acarreándolas con
Silvestre. ¡Y con un jabón! ¡No sé cómo no nos han pillado!

Las tales armas, el supremo recurso de un pueblo justamente indignado,
resuelto á reconquistar su autonomía y á repeler todo conato de
imposición, eran seis fusiles rémington, que se hallaban cuidadosamente
ocultos en la azotea del comité, y que Viera y Silvestre habían
llevado efectivamente y no sin peligro, la noche anterior.

Como los extremos se tocan, en el patio estaba la antítesis del arsenal
aquél,--grandes y negros trozos de asado con cuero fiambre, sobre
bolsas de arpillera, una compañía de damajuanas de vino carlón y un
montículo de panes,--el almuerzo, en fin, del invencible pueblo de Pago
Chico, pronto á reivindicar sus derechos conculcados, aunque fuese á
costa de su generosa y noble sangre.

Habíase prohibido terminantemente el uso de bebidas alcohólicas á los
paladines del libre sufragio; no necesitaban excitante alguno para
el caso probable de tener que sacrificar sus vidas en el altar de la
patria, y era menester en cambio, que se mantuviera el mayor orden en
el comité, para dar completo ejemplo de civismo y de austeridad de
costumbres. Pero á duras penas se lograba que no se marcharan todos
de una vez á tomar la mañana en el almacén de la esquina, y hubo que
conformarse con una transacción: que fueran de á dos, cuando mucho de á
tres, y que volvieran inmediatamente. El entusiasmo iba creciendo con
esto.

--¡Hay que tenerlos á soga corta,--decía Silvestre,--si no, no pueden
con el genio y rumbean p'a la borrachería!

Mientras estaban en el comité, los electores rondaban alrededor del
asado, con el sólito apetito, aguzado por las repetidas copas de
_mermú_, afilándoseles los dientes y saliéndoseles el cuchillo de la
vaina. Y apenas podían entretener el ocio y el hambre con dicharachos y
canchadas, haciendo esgrima á mano limpia.

--Lo que es hoy,--decía el negro Urquiza, en cuclillas afilando un
palito para los dientes con un formidable facón,--lo que es hoy, los
carneros van á... cargar aceite.

--¡Sí, de susto é verte la trompa!--le retrucó un paisanito, que, con
las piernas cruzadas y recostando el hombro en la pared, parado junto á
él, lo miraba desde arriba.

--Calláte, guacho,--saltó el moreno, gesticulando con su ancha boca, y
mostrando los dientes en una á modo de sonrisa.--Más vale ser negro que
orejano. Yo siquiera tengo marca.

--Y yo soy capaz de ponerte otra en la jeta, ¡negro trompeta!--dijo el
muchacho, echando la mano atrás como para sacar también el cuchillo.

El negro estuvo de un salto en pie, pero varios se interpusieron
mientras uno de los correligionarios decía pausadamente, no sin sorna:

--¡Vaya! guardesén p'a luego, muchachos.¡ ¿No ven que las papas queman?
Puede ser que luego haiga baile, y entonces podrán bailar á gusto...

--¡Sí, bailar con la más fea!--exclamó otro.

--¡Y'anda teniendo miedo este... tabaco aventau, no más!--dijo el del
baile.

--¡Oiganlé!--prorrumpieron varios.

--Pisale el poncho, ai tenés.

--¡Á que no le mojás la oreja á ño Fortunato!

Viera creyó necesario intervenir:

--¡Á ver, compañeros, un poco menos de bochinche, que esto no es ningún
piringundín!

Los ánimos se tranquilizaron momentáneamente. Reinaba en todos un
desasosiego, una nerviosidad desusada, y en la expectativa de
acontecimientos penosos mostrábanse irritables, como si anhelaran
precipitarlos ó provocar otros, prefiriéndolo todo á la zozobra en que
necesariamente tenían que estar largas horas todavía.

Pero el más desasosegado, el más nervioso, el más irritable era
el mismo Viera, que no podía estarse un segundo quieto. Conocía
afortunadamente su estado y reprimía sus ímpetus, siempre á punto de
estallar, contestando con monosílabos hasta al mismo doctor Pérez y
Cueto, sintiendo unas ansias que le subían del corazón á la garganta
y le cortaban la respiración. ¿Qué era aquello? ¿Por qué no llegaban
los correligionarios de la campaña? Y no pudo de pronto contener su
impaciencia y se quedó en la puerta del comité, golpeando el suelo
con el pie, pálido, casi trémulo, mirando con ojos devoradores á uno
y otro lado, como si quisiera atraer con la mirada los esperados
grupos de jinetes. Pero la calle polvorienta abrasada por un sol de
fuego, aunque ya estuviesen en el final del mes de Marzo, barrida de
vez en cuando por una racha ardiente como salida de un horno, estaba
desierta, completa, implacablemente desierta, y sobre ella se cernía
el sepulcral silencio de los días de elecciones en que las mujeres
se encierran á rezar apenas salen su padre, su marido ó su hijo, en
dirección al comité ó al atrio, y en que la mayoría de los hombres, por
no hacer que recen de miedo sus mujeres, sus hijas ó sus madres, se
encierran con ellas, no porque teman los tumultos con tiros y tajos,
sino simplemente por compasión hacia las desgraciadas, y por no
darlas tan pésimo rato. También, si así no fuera, ¿cómo podría haber
gobiernos electores, y de qué tendría el pueblo que quejarse, y con qué
entretenerse leyendo diarios?

Pero, el rostro de Viera se iluminó de pronto: por una bocacalle,
allá lejos, al extremo del pueblo, aparecía envuelto en densa nube de
polvo un pelotón de jinetes que avanzaba al trotecito, en formación
casi correcta, de á cinco en fondo. Y no pudo contener una jubilosa
exclamación:

--¡Ahí vienen!

Todos se precipitaron á la puerta, y el comité quedó un momento
silencioso. Pero ¡ay! cuando era más intensa y segura la esperanza, la
cabalgata volvió una esquina y desapareció dejando tras sí, como único
consuelo, flotante gasa de polvo que una racha desvaneció por fin.

--Es la pionada del saladero,--dijo un paisano.

--Ésos van con los carneros,--murmuró desalentado otro del grupo.

La zozobra de Viera era ya un nudo que le cerraba la garganta hasta
sofocarlo. Entró bruscamente al comité, y para disipar su horrible
ansiedad, encaróse con una rueda de electores que, más atrevidos ó más
hambrientos que los demás, habían aprovechado la general distracción
apoderándose de una gran tajada de asado que devoraban, cortando los
jugosos bocados á raíz de los labios con los cuchillos como navajas de
afeitar.

--¡Se necesita ser aprovechadores!--exclamó colérico.--¿No les da
vergüenza ponerse á comer solos sin que nadie les haya dicho nada, para
meter desorden?

--Es la picana, don Viera,--contestó con aire socarrón y falsamente
humilde el paisanito á quien el negro Urquiza llamara «guacho».

--Sí, ¡conque te agarrás el mejor pedazo, y todavía lo decís! Sos más
madrugador que la lechuza, que no duerme de noche.

Pero este pequeño desahogo, que no podía ir más lejos, no fué parte á
tranquilizarlo. Sufría tanto como el general á quien se le ha confiado
una nación entera, y ve perdida, irremisiblemente perdida la batalla
final. Y para distraerse, trató de dominar su angustia y conversar
con el doctor Pérez y Cueto, preocupadísimo también, que desde hacía
rato murmuraba quién sabe qué filípicas, sazonadas con los términos
más groseros de su repertorio peninsular, como si de tanto trueno
pudiera salir la tormenta salvadora. Y, en voz baja, comentaron la
inexplicable tardanza de Gómez, que debía ir con sus puesteros, peonada
y esquiladores, la de García, salido la noche antes de los confines del
partido con gran copia de paisanos resueltos, el silencio de Méndez,
que debía haber llegado aquella madrugada á la cabeza de los seis ó
siete caudillejos que, junto con sus respectivos hombres, determinaron
concentrarse antes de salir el sol en la pulpería de Laucha, y la de
Soria, que había prometido ir temprano con los indios de la tribu de
Curá, una veintena de electores tan inconscientes cuanto serviciales.

La ansiedad había cundido; formábanse varios corros, para deshacerse
y formarse de nuevo algo más lejos, y las caras comenzaban á expresar
otra cosa muy distinta del entusiasmo. Ya no se hablaba en voz alta,
ni nadie salía al almacén á continuar las matutinas libaciones. Eran
los mismos treinta y tantos que se habían reunido allí muy de mañana,
para estar bien al corriente de todo, en primer lugar, y para no tener
que cruzar las calles cuando se alborotara el cotarro sobre todo.
No se había agregado un solo ciudadano más, ya eran las ocho, y las
esperanzas con tanto entusiasmo expresadas y exageradas la noche antes
allí mismo, iban desvaneciéndose una tras otra, tan vertiginosamente
como las nubes con el pampero sucio...

Al ver á Viera conversando con el doctor, Silvestre primero, Lobera
después, Pancho, Pedrín, Tortorano, Troncoso, y hasta el mismo
Urquiza, husmeando conciliábulo, formaron rueda alrededor. ¿Cómo
ocultar, entonces, el sobresalto y la angustia, si el mismo sobresalto
y la misma angustia se habían apoderado de todo el mundo? Viera lo
comprendió, é hizo esfuerzos por infundir á los otros una tranquilidad
que no tenía, y por sostener en ellos las últimas y mal abrigadas
ilusiones.

--¡No se ha perdido todo!--repetía.--Han de venir, han de venir.
Aguardemos, y entre tanto vamos á votar los que estamos aquí, para no
perder el turno, porque las ocho están al caer...

El furioso galope de un caballo lo interrumpió. Habíase oído desde
lejos, porque en el comité reinaba un vago silencio de expectativa
ansiosa. El redoble de las patas del animal en el piso duro de la
calle fué acercándose con creciente violencia, hubo una sofrenada,
un resbalón en seco, el choque de unas botas con espuelas en las
piedras de la acera, y casi al mismo tiempo apareció Méndez, jadeante,
haciendo repicar las rodajas, con paso bamboleante de gaucho compadre,
medio civilizado á ratos, pero áspero y rudo, sobre todo en aquellas
circunstancias. Venía demudado. Y apenas se halló dentro del comité:

--¡Canallas! ¡canallas!--exclamó entrecortadamente.--Mi han fusilao la
gente... ¡Canallas!

Hízose un silencio seguido de un murmullo agitado y caluroso, y todos
los circunstantes rodearon á Méndez, acribillándolo á preguntas.

--Dejemén hablar; si les voy á contar todo. ¡Pero, qué canallas
asesinos! Esta madrugada salimos perfetamente de lo de Césperes,
p'a cair al pueblo tempranito. Éramos unos ciento veinte, todos los
que estaban en el campo, y un redepente, al enfrentar la alamera de
la estancia de Carballo,--veníamos al tranquito,--unos que estaban
atrincheraus entre los árboles nos hicieron una descarga cerrada,
y antes de que nos pudiéramos dar cuenta, otra y otra, como juego
graniau. Y, es natural, la gente, asustada, se me alzó y disparó, de
balde traté de atajarla. Con el julepe ni siquiera atinaron á ver
quiénes nos estaban afusilando, y cuántos eran. ¡Claro! Casi ninguno
tráia más que facón... Yo hice juego con el revólver, pero me quedé
solo, y en cuanto vieron que se me habían acabau los tiros, se me
vinieron encima. Yo le clavé las espuelas al sotreta, disparé campo
ajuera, ¿qu'iba hacer? y estuve esperando de un pajonal, p'a aprovechar
venirme en cuanto se descuidasen, p'ávisarles á ustedes.

--¿Y quiénes son, quiénes son?--preguntaron varios con la voz
ligeramente empañada por la emoción.

--No sé, la gente no es del pago; tráida de otros partidos...

La noticia cayó como una ducha helada, pues aunque se temiese ya alguna
hazaña oficialista, nunca se creyó que llegara á tanto la desenvoltura
de las autoridades, cuyo silencio de los días anteriores se había
tomado por una prueba de debilidad y una derrota antes de haber lucha.
En Pago Chico, como en el resto de la provincia, se fusilaba, pues,
á mansalva á la gente, y quien lo hacía era el mismo gobierno. Era
cosa más seria de lo que se había pensado, entonces; no se trataba
sólo de sostener refriegas en los atrios, sino de hallarse siquiera en
condiciones de llegar á ellos... Nadie las tuvo ya todas consigo, pues.

Silvestre, exasperado, y al mismo tiempo curioso de saber lo que se
preparaba en las cercanías de la iglesia, preguntó á Viera, mientras
Méndez seguía explicando el terrible encuentro de aquella mañana:

--¿Qué hacen en la plaza? ¿Han mandado algún bombero?

--No, á nadie,--contestó el periodista.

--Entonces voy yo de una carrera.

--Mucho cuidado,--le gritó Viera, cuando Silvestre ponía el pie en la
calle.

El desaliento fué subiendo de punto, casi hasta convertirse en pánico,
á medida que fueron llegando mensajeros con otras infaustas noticias.
La jugada hecha á Méndez se había repetido con Gómez, con García, con
Soria, con todos los que llevaban gente de diversos puntos del partido.
Sólo iban á engrosar los escasos elementos del comité, unos cuantos
dispersos, que llegaban de á uno y de á dos, todos á dar noticias
desesperantes, abultando los hechos, echando bravatas, mintiendo
hazañas, exagerando el número, el armamento y la ferocidad del enemigo,
que al fin y al cabo no quería matar sino ahuyentar electores por
iniciativa y consejo de Ferreiro.

--¡Nos han fregau fiero, caracho!--exclamaba Méndez.

--¡Es una vergüenza, una verdadera vergüenza!--decía Viera casi
llorando.

--¿Y nos vamos á quedar así, como unos mánfios? ¡Nos habrán quitau
la gente, pero nosotros podemos quemarlos á balazos, canallas, hijos
de mil!... ¡Á ver, muchachos, á ver quién quiere hacer la pata ancha
conmigo: venga el que tenga huesos, y vamos á echarlos del atrio á
tiros!

Parte de la gente, desde las primeras noticias, viendo la indecisión
de los jefes, había juzgado lo más oportuno comerse el asado y beberse
el vino; pero al resonar la palabra vehemente y furibunda de Méndez,
muchos habían acudido á hacerle corro, é iban enardeciéndose, ya
dispuestos á lanzarse á la calle y jugar el todo por el todo, cuando
Silvestre entró en el comité como una exhalación, y sin tomar aliento
comenzó á contar que el comisario Barraba con treinta vigilantes
armados á rémington ocupaba el frente del atrio y que tenía varias
carretillas al lado, llenas de municiones; que los «carneros», por su
parte, habían formado un cantón en las azoteas de la confitería de
Cármine armados también con rémingtons del gobierno, y dominando las
mesas colocadas en el atrio mismo, de tal modo, que podían fusilar á
mansalva á cuantos se acercaran al comicio.

Era la derrota, la más completa é inmerecida de las derrotas.

Sin embargo, Viera quiso luchar hasta lo último, tentar un esfuerzo
supremo, hacer de aquélla una cuestión de vida ó muerte para él
y para cuantos le habían acompañado hasta entonces en su cruzada
reivindicadora.

--No, amigo, es al botón,--replicó Méndez, que había reaccionado, á
su proposición de ir á tomar las mesas por asalto.--Hace un ratito yo
mismo lo aconsejaba, y hubiera ido á sacarlos de allí por sorpresa.
Pero las cosas se han puesto muy distintas... ¿No ve que están
preparaus, y que l'único que vamos á sacar con estos cuatro gatos es
que nos maten como á perros?

--¡Sería un sacrificio tan cruento cuanto inútil de sangre
generosa!--exclamó el doctor Pérez y Cueto con la voz más oratoria que
tenía.--¡Dejemos que obren los acontecimientos! ¡Tarde ó temprano,
ha de llegar la hora de la justicia! ¡Elevemos los corazones y
retemplemos el ánimo! ¡La patria nos mira, (_pausa corta_) y estos
contratiempos, estas iniquidades, mejor dicho, nos realzan á sus ojos,
en lugar de deprimirnos, como quisieran los enemigos de la libertad,
los asesinos del pueblo!...

Todos apoyaron, y algunos dieron el ejemplo altamente filosófico de
hacer á mal tiempo buena cara, yendo á atacar el asado ya que no podían
comportarse lo mismo con las mesas electorales. El ejemplo fué seguido,
todos se pusieron á comer, y del silencio sepulcral que reinaba en el
comité desde las primeras desastrosas noticias, fué pasándose poco á
poco á la animación y la alegría, gracias á las frecuentes y abundantes
libaciones, y para justificar una vez más el refrán criollo de «Barriga
llena, corazón contento».

Pero los caudillos, como que eran los que más perdían, formaban grupo
aparte, mustios y cariacontecidos, cerca de la puerta, comiendo
melancólicamente, cuando vieron con sorpresa presentarse al mismo D.
Ignacio en persona, á pesar de la ruidosa separación del comité y del
fuego resuelto que había hecho contra su mesa directiva. Lo dejaron
acercarse sin decir palabra, aguardando á ver por dónde comenzaba.

--Vengo á acompañarlos en la derrota, y no hubiera venido en caso de
triunfo,--dijo dirigiéndose á Viera.--En cuanto vi las fuerzas que
hay en la plaza y el cantón de la azotea de Cármine, comprendí que
los habían fregao... ¡Es una infamia!... Pero todavía puede haber
remedio... ¿Han hecho protesta ante escribano?

--No,--contestó simplemente Viera.

--¡Pero hombre! ¡si es lo primero que hay que hacer! Bien me parecía
que se habían descuidau. En estas cosas hay que tener un poco de
prática, como les he dicho tantas veces. Si no se hace la protesta
¿cómo quieren pedir luego la anulación de las elecciones? Vamos, vamos
á buscar al escribano para que la redate inmediatamente.

--¡Y de qué nos va á servir eso, si no hay justicia, si la protesta y
nada todo es uno!--exclamó Silvestre.--Acuerdesé, don Inacio, de todas
las que hemos hecho hasta hoy, y digamé cuál es la que no ha ido á
parar á la basura... Si nos hubieran dejado votar habríamos ganado, no
hay duda; pero entonces hubieran protestado los carneros, y como los
jueces son suyos, la Corte hubiera anulado la eleción. No hay remedio,
no hay más remedio que hacer una revolución, pero una gorda, y colgar
á toda la canalla de los faroles, porque á ésos hay que matarlos ó
dejarlos.

--Nunca está de más la protesta,--insistió don Ignacio.--Quién sabe qué
vueltas van á dar las cosas, y nunca es malo estar prevenidos.

--Además, no cuesta nada hacerla, y siempre será un documento que
atestigüe la felonía de nuestros enemigos, una página realmente
ignominiosa de su historia,--apoyó el doctor Pérez y Cueto.

Los demás estuvieron por la afirmativa, y los principales, Viera, D.
Ignacio, el doctor, Silvestre, y cuatro ó cinco más salieron para ir á
buscar al escribano. Y la protesta se hizo, para aumentar el número de
las protestas legalizadas de aquel tiempo, que reunidas en un legajo
formarían una montaña de pequeñas inmundicias. El escribano Martínez
no dejó de vacilar ante la exigencia de los cívicos. Aunque su función
era ineludible, temía las iras oficiales, la posible venganza de los
amos del poder, y sólo comenzó á escribir el documento cuando vió que
los electores burlados comenzaban á irritarse, y que, por huir de un
peligro futuro, iba á caer en uno inminente y contundente... Aún puede
verse,--si es que el documento no ha desaparecido, si alguna interesada
mano no lo destruyó en La Plata, donde fué á golpear las puertas de la
sorda justicia,--que está escrito con mano temblorosa, lleno también
de borrones que la trémula pluma dejó caer aquí y allí, atestiguando
el grande, el inmenso respeto del tabelión hacia las autoridades
constituidas y su anhelo de no ver perturbado el orden, sobre todo
cuando el desorden podía envolver y arrastrar á su dignísima persona...

Entre tanto, en el comicio funcionaban las mesas bajo la exclusiva
dirección del escribano Ferreiro, que hacía copiar los registros y
poner en las urnas una boleta por cada nombre que se sacaba de las
listas de padrón y se ponía en las actas.

Defendidos contra toda posible asechanza por las fuerzas del comisario
Barraba estratégicamente dispuestas frente á la iglesia, y por los
correligionarios armados á rémington acantonados en los altos de la
confitería de Cármine, los escrutadores realizaban su patriótica tarea
con toda tranquilidad, fuertes en su derecho y su deber. Desde que
tuvieron por seguro que no se presentarían ni siquiera los fiscales
cívicos, y que el resultado de los ataques á los electores de la
campaña había sido excelente, se pusieron con júbilo á la tarea,
copiando nombres y depositando boletas según las instrucciones de
Ferreiro, es decir, alternando entre una y otra lista de las dos
oficiales, de tal modo que al fin resultaran electos D. Domingo Luna
y el gran Bermúdez, como era invencible deseo de este prohombre
pagochiquense.

No se había asustado mayormente Ferreiro de sus amenazas, pero
consideró que era mejor no provocar una disidencia en circunstancias
tales como las que estaban atravesando, tanto más cuanto que Bermúdez
podía servirle como instrumento, afinadísimo gracias á su misma
inutilidad personal: lo llevaría de las narices á donde quisiera.

En el comicio reinaba pues la calma más absoluta, y los pocos votantes
que en grupos llegaban de vez en cuando del comité de la provincia,
eran recibidos y dirigidos por Ferreiro, que los distribuía en las
tres mesas para que depositaran su voto de acuerdo con las boletas
impresas que él mismo les daba al llegar al atrio. Los votantes, una
vez cumplido su deber cívico, se retiraban nuevamente al comité, para
cambiar de aspecto lo mejor posible, disfrazándose,--el disfraz solía
consistir en cambiar el pañuelo que llevaban al cuello, nada más,--y
volver diez minutos más tarde á votar otra vez como si fueran otros
ciudadanos en procura de genuína representación.

--¡No sé p'a qué hacen incomodar á esa gente!--exclamó de pronto uno
de los escrutadores.--Además de incomodarse ellos nos incomodan á
nosotros, porque nos hacen perder tiempo: la mayor parte ni siquiera
sabe con qué nombre debe votar. Lo mejor es seguir copiando derecho
viejo del padrón, sin tanta historia.

--Tiene razón, amigo,--exclamó Ferreiro,--tiene mucha razón. Voy á dar
orden de que no vengan más.

Y desde ese momento cesó la procesión de comparsas hecha á modo
de los desfiles de teatro en que los que salen por una puerta
entran en seguida por la otra, después de cambiar de sombrero ó de
quitarse la barba postiza. Los escrutadores pudieron entonces copiar
descansadamente el padrón, y así lo hicieron hasta la hora de almorzar.

El almuerzo les fué llevado de la fonda, pues el comité, descontando
ya el indudable triunfo, había querido obsequiarles con todo lo mejor
que podía obtenerse en Pago Chico en materia de cocina francesa
confeccionada con grasa de vaca.

Por la tarde, á la hora en que debía cerrarse el comicio, del comité
provincial salieron estrepitosas notas musicales, en la calle frente
á la puerta comenzó á funcionar el infaltable mortero municipal
dirigido por D. Máximo en persona, estallaron las bombas de estruendo
en el aire caldeado por un día bochornoso de sol, y los paisanos
desarrapados, llevados de todas partes para las elecciones, formaron
un grupo, abigarrado y maloliente, que con la banda de Castellone á la
cabeza recorrió el pueblo dando vivas al partido provincial y mueras
á los cívicos, atestiguando de aquel modo el indiscutible triunfo del
oficialismo, las inmensas simpatías de que gozaban las autoridades
locales que el pueblo por nada quería cambiar, y la impotencia de
los cuatro locos que se arrogaban la representación política de ese
mismo pueblo, unánime como tabla, sin embargo, para hacer creer á
los inexpertos que de veras había una oposición en Pago Chico, donde
á lo único que las personas sensatas hacían la guerra, era á los
perturbadores que bajo la careta del patriotismo querían trastornarlo
todo, por aquello de que á río revuelto ganancia de pescadores...

Así por lo menos lo dijo al día siguiente el diario oficial, llenando
al pasar de improperios á todos cuantos habían intentado sacudir el
yugo.

Viera, entre tanto, sentado á la puerta de su casa, oía todo aquel
innoble regocijo, en el abatimiento provocado por la continuada
tensión nerviosa de aquel día, en el que desarrolló más esfuerzo del
necesario para realizar alguna obra hercúlea, como la higienización
de las caballerías de Augías, por ejemplo... Confusas imágenes, vagos
sueños de evangelización y sacrificio cruzaban por su mente, sentía un
nudo en la garganta, una opresión en el pecho, é incapaz de sintetizar
después del análisis, de obrar basándose en la triste experiencia, sólo
acertaba á balbucir:

--¡Será posible! ¡Será posible!

Y como en esta fórmula vaga se materializaba su ideal, su ¡será
posible! era protesta, programa y credo,--lo más puro, y por lo mismo
lo más inmaterial, imponderable, sublime...

Buscó largo rato lo que había de hacer... Todo se le presentaba
impreciso. No podía resolverse á nada. No sabía. Entonces, en pleno
reino de lo abstracto, sólo atinó á buscar su abstracción espiritual y
sentimental más alta:

Se fué á ver á su novia.



                          LADRILLO DE MÁQUINA


La llamada «crisis de progreso» llegó hasta Pago Chico, provocando una
especulación en tierras, bastante grande en relación á la importancia
del pueblo.

La villa, hoy con honores nominales de «ciudad», cambió rápidamente
de aspecto; pero la liquidación final de la aventura dejó á la mitad
de los habitantes en la calle, cuando, después del 89, los pesos
comenzaron á andar á caballo ó á esconderse como los peludos.

Pero, antes de esta semi-catástrofe, no pasaba domingo ni día de fiesta
sin diez ó doce remates de solares, quintas y chacras, y un terreno
cualquiera solía tener en un solo mes cuatro ó cinco propietarios
sucesivos, dejando apreciable ganancia á todos los vendedores.

Como consecuencia de esta embriaguez por el juego mal disimulado y de
la intermitente abundancia de dinero, cundía la edificación, no quedaba
prójimo sin amontonar ladrillos, levantábanse barrios enteros, y los
albañiles acudían de todas partes al olor del trabajo bien remunerado.

Las «autoridades» de Pago Chico habían formado, naturalmente, sociedad
para la compra-venta de tierras, la adquisición por testaferros de
«sobrantes» municipales, tramitación y logro de «indemnizaciones» por
solares no ubicados, y otras operaciones no menos honestas y lucrativas.

Estos negocios necesitan una rápida explicación, aunque no afecten al
fondo de la verídica historia que narramos.

Ya se ha visto que el plano del pueblo estaba topográficamente muy mal
aplicado[2] y tanto que en medio de las manzanas, entre solar y solar,
quedaba á veces una fracción de terreno sin dueño: esta fracción era el
«sobrante».

Como es muy de temer que esta explicación no se entienda, apelemos á
las rayas. Toda manzana pagochiquense era un cuadrilátero de ciento
cincuenta varas de lado, dividido cada uno en cuatro solares de treinta
y siete y media varas de frente por setenta y cinco de fondo, así:

           37½ 37½ 37½ 37½
     A ━━━━━━━━━━━━━━━ B=150 varas

Pero cuando, por mala demarcación, la línea resultaba de más de 150
varas,--equivocados al situarse los puntos A y B,--era forzoso que
entre un solar y otro solar quedara una diferencia, posiblemente
ubicable en cualquier punto, pero ubicada siempre (por un resto de
pudor administrativo) entre solar y solar.

          37½ 37½ 37½ 37½
    A ━━━━━━━━━━━━━━━ B=165 varas

Las quince varas de diferencia--sobrante--eran adjudicadas al precio
primitivo de los solares, diez veces inferior al corriente--á la
persona que hacía la denuncia. Como ésta era siempre un hombre de
influencia, el sobrante se ubicaba donde más daño hacía, es decir
entre las dos propiedades más valiosas, siempre que no fueran de otro
influyente... Para no destrozar sus edificios, las víctimas pagaban
á peso de oro, un terreno que habían pagado ya, pero cuyo exceso de
superficie no ignoraban probablemente: á un engaño hay otro engaño, á
un pícaro, otro mayor, como afirma el proverbio.

Este error topográfico, provocaba el inverso, que otro línea explicará,
sin más vueltas:

           37½ 37½ 37½ 37½
     A ━━━━━━━━━━━━ B=112.50 varas

En la «cuadra» faltaba un solar, aunque existiera ó pudiese forjarse
un título de propiedad. El dueño del título sin terreno, reclamaba
(naturalmente si era situacionista porque la reclamación no «cuajaba»
de otro modo) y como no era posible estirar la cuadra ni hacer parir
las varas, indemnizábasele con otro lote municipal, diez ó veinte
veces más valioso, en cualquier otra parte, y tanto mejor ubicado
cuanto mayor era la influencia del reclamante. ¡Estancias se obtuvieron
por este sistema! y si Ferreiro llegó á diputado fué sólo á costa de
muchos sobrantes y muchas indemnizaciones que supo aprovechar para sí,
indicar á otros ó repartir entre los «personajes» que le interesaban ó
podían serle útiles al día siguiente, y esto fuera de las suculentas
«comisiones» con que sabía untar la mano de los empleados municipales,
de intendente abajo. Como que hasta don Máximo recibía infaliblemente
su propina.

Esto hubiera bastado á cualquier gobierno aprovechador.

Pero, deseosos de ensanchar su campo de acción, los señores del pueblo
resolvieron un buen día dedicarse también á la industria y establecer
una fábrica de «ladrillo de máquina» que había de darles resultados
estupendos.--Asistamos á la reunión en que quedaron sentadas las bases
de la empresa.

Celébrase ésta en casa del juez de Paz D. Pedro Machado, con asistencia
del intendente Municipal D. Domingo Luna, del comisario Barraba, del
doctor Carbonero y del famoso escribano Ferreiro, cuyas fechorías
habían de conducirlo más tarde á ser todo un personaje provincial y
hasta nacional, como veremos más adelante, porque es cierto aquello de
que «todo se andará si el palito no se quiebra».

Es de noche. Ronco son hace del mar la resaca...

Una chinita desarrapada, ceba y acarrea el mate amargo, y en la mesa
del comedor, como adorno característico, se alza un porrón de ginebra
rodeado de copas.

Machado, masticando el pucho de cigarro negro, expone con vehemencia
lo lucrativo que á su parecer resultará el negocio, las ventajas que
reportará á los asociados, las grandes cantidades de ladrillo que se
podrán producir y vender...

--Nos ganaríamos una punt'e pesos; pero hay och'hornos en el pueblo y
nos van á hacer la competencia... Para hacernos la guerra son capaces
de vender perdiendo, y nosotros también tendremos que perder. Nos
sacarían la chicha y eso no nos hace cuenta...

Largo rato se debatió la cuestión, entróles miedo á los presuntos
fabricantes, y ya iban á abandonar la empresa por demasiado aleatoria,
cuando el escribano ladino, que había estado meditando sin tomar parte
en la discusión, electrizó de nuevo á sus socios y discípulos de
siempre con una idea genial que cortaba el nudo gordiano:

--¿Cuánto tiempo tardará en instalarse completamente la fábrica y poder
trabajar?--preguntó á don Domingo Luna, el más interiorizado en el
asunto.

--Seis meses.

--¿Y para que venga la maquinaria de Europa?

--Mes y medio, cuando mucho, si la pedimos por telégrafo.

--Entonces... entonces ¡hay que prohibir la edificación por un año!...

Todos se levantaron como movidos por un resorte, lanzando suspiros
y exclamaciones de satisfacción. Á nadie se le ocurrió objetar
que aquello podría ser arbitrario: ninguno de ellos gobernaba con
semejantes escrúpulos. Barraba palmoteó á Ferreiro en el hombro.
Machado se echó al coleto, con los ojos brillantes de codicia, una
copa de ginebra; el doctor Carbonero se restregó las manos, alzando y
levantando la cabeza sonriente, y D. Domingo hizo un movimiento tan
brusco é intempestivo que derramó el mate sobre los guiñapos de la
china cebadora.

El plan de Ferreiro era muy sencillo:

Como la delineación del pueblo había sido pésima desde un
principio, y como los improvisados «ingenieros»--ni agrimensores
siquiera,--municipales habían hecho las calles en forma de dientes de
sierra, como si sólo trabajaran beodos, nada más natural que presentar
al concejo y hacerle aprobar una ordenanza prohibiendo la edificación
mientras no se trazara el nuevo, definitivo y esta vez matemático plano
de la futura ciudad.

Entre tanto, podría instalarse tranquilamente la fábríca; los horneros,
presuntos competidores, «reventarían» por falta de trabajo, y ya libres
de temores y al abrigo de toda contingencia, comenzarían á producir
«ladrillo de máquina», iniciando la «era del ladrillo de máquina»,
demarcadora de un nuevo y colosal progreso pagochiquense.

Y así se hizo, como se dijo.

Los horneros fueron emigrando poco á poco; la maquinaria llegó; la
fabricación inicióse con un resultado desastroso, porque nadie entendía
aquellos complicados aparatos tragadores de barro, estiércol y paja;
(la casa europea había aprovechado la coyuntura para deshacerse de un
viejo «clavo» únicamente bueno para Sud América ú otro país bárbaro);
gritó _La Pampa_; comentó el pueblo aquel escándalo, y protestó de él
enviando anónimos al gobernador y á los periódicos de la capital...
Y cuando, después de encontrar obreros diestros en Buenos Aires,
comenzaron á levantarse altas pirámides de ladrillos tersos y rojos,
como diciendo «compradme», Ferreiro se encaró cierto día con «el digno
y progresista intendente de Pago Chico», según _El Justiciero_.

--¡Hombre, don Domingo! ¡Se me acaba de ocurrir una cosa!

--¡Vamos á ver qué se le ocurre!--exclamó Luna.--Estoy á su servicio.

--Que usted me podría comprar las acciones de la fábrica de ladrillos.

--¡Qué! ¿Ya no le gusta el negocio?

--¡Al contrario! ¡Me gusta de alma! Pero, ando un poco necesitado
de plata para completar lo que me cuesta una chacrita que acabo de
comprar, y naturalmente, ¡no voy á vender las acciones á algún extraño
que vaya á meter las narices en nuestros asuntos!...

--¡Pues, natural! ¿Y, cuánto quiere?

--Entre nosotros no podemos ser exigentes, ni pensar en ganancias. Se
las doy por lo que me costaron.

--¡Arreglao!--exclamó el otro muy satisfecho.

Cobró el uno, pagó el otro, y el escribano quedó fuera de la sociedad
anónima de los ladrillos de máquina.

Véase ahora la tontería de Ferreiro:

Un mes más tarde producíase la catástrofe financiera en que hasta los
obreros desaparecieron del país, porque el metal valía cuatro veces
más que su valor fiduciario, y D. Domingo Luna, hecho un puerco espín,
exclamaba:

--¡Á este Ferreiro no hay por donde agarrarlo! ¡Mi ha fregao lindo!...
¡Y decir que p'a esto largué la ordenanza de la prohibición que inventó
el muy canalla, aguantando los chaguarazos de los diarios, y todo!
¡Pucha con el hombre!... ¡Si quisiera ser mi socio, pero no á mañas
libres, sino derecho viejo! ¡La pucha con el platal que díbamos á
hacer!...

Una vez se atrevió á increpar al escribano, quien, sonriéndose, le dijo:

--Mire, viejo: yo no he perdido un real en esta crisis. Al contrario,
estoy más rico que antes. Y ¿sabe por qué?... Porque en la especulación
es como en el juego de la brasa: el que se queda con ella, al último,
es el que se quema, como el último mono es el que se ahoga.

--Pero, yo soy su amigo, don...

--En la especulación, lo mismo que en el juego no hay amigos, sino
enemigos. Pero, pierda cuidado: la bromita le cuesta muy poco, al
fin y al cabo, y aquí estoy yo para hacer que se desquite. Compre
certificados del Banco de la Provincia: yo sé lo que le digo. Dentro de
pocos meses habrá duplicado ó triplicado el capital.

Y fué, en efecto, un gran negocio para D. Domingo, quien perdonó
gustoso en vista de ello que lo hubieran hecho comulgar con los
malhadados ladrillos de máquina...


                                NOTAS:

[2] Véase «El juez de paz», pág. 51.



                      BENEFICENCIA PAGOCHIQUENSE


De las dos sociedades de beneficencia formadas por señoras que había
en Pago Chico, la más reciente era la de las «Hermanas de los Pobres»,
fundada bajo los auspicios de la augusta y respetable logia «Hijos de
Hirám» que le prestaba toda su cooperación. La primera en fecha era
la sociedad «Damas de Beneficencia», naturalmente ultra católica y
archiaristocrática, como se puede--¡y vaya si se puede!--serlo en Pago
Chico.

Las «Hermanas de los Pobres» se instituyeron «para llenar un vacío»
según dijo _La Pampa_, y la verdad es que en un principio hicieron gran
acopio de ropas y artículos de utilidad, cuyo reparto se practicó no
sin acierto entre pobres de veras, sin distinción de nacionalidades,
religiones ni otras pequeñeces. Distribuían también un poco de dinero,
prefiriendo sin embargo, socorrer á los indigentes con alimentos
y objetos dándoles vales para carnicerías, lecherías, panaderías,
boticas,--todas de masones comprometidos á hacer una importante rebaja.
La sociedad prosperó con gran detrimento de la otra, que ni tenía
su actividad ni usaba de los mismos medios de acción, ni aprovechaba
útilmente sus recursos. Se hablaba muy mal de esta última. «Las Damas
de Beneficencia» no servían ni para Dios ni para el Diablo según la
opinión general. Es decir, esa opinión estaba conteste en que servía,
pero no á las viudas, ni á los huérfanos, ni á los pobres, ni á los
inválidos y enfermos, sino á su digna presidenta misia Gertrudis,
la esposa del tesorero municipal, quien hallaba medio de ayudarse á
sí misma, no ayudando á los demás, con los recursos que le llovían
de todas partes. Pero, eso sí, la contabilidad de la asociación era
llevada «secundum arte», limpia y con buena letra, como que de ello
cuidaba el mismo tesorero, esposo fiel y servicial.

Tendrían ó no tendrían razón de ser las hablillas circulantes,
viviría ó no viviría misia Gertrudis de lo que se daba--con bastante
generosidad--para los pobres; esquilmaría ó no esquilmaría el óbolo
común; el hecho es que estrenaba anualmente dos ó tres vestidos de seda
que hacían poner rojas y verdes y amarillas de envidia á la comisaría,
á la valuadora, á la misma intendenta; que de cuando en cuando,
compraba un nuevo solarcito en las afueras del pueblo; que en su casa
no faltaba nunca una copa de oporto de regular arriba, para obsequiar
las visitas de cierta distinción, y que no se comía mal ni mucho menos
en los almuerzos que ella y el tesorero daban á sus amigos, enemigos
más bien.

Porque si no nos equivocamos, en todo el pueblo no había una persona
que no hablara pestes de la tesoreril pareja, hasta entre las que más
la festejaban. Claro está, entonces, que «la calumnia fué creciendo,
fué creciendo» y no tardó mucho en llegar á los propios oídos de la
mismísima misia Gertrudis, en alas de la voz pública representada esta
vez por una vieja pagochiquense, infatigable en la tarea de llevar y
traer chismes y habladurías. Doña Dolores, enemiga á muerte de misia
Gertrudis la despellejaba implacablemente, pero fingía ser su amiga, y
hasta puede que lo fuera en el instante en que conversaba con ella.

Un día, pues, no resistió al deseo imperioso de contar á la interesada
cuanto se decía en el pueblo, unas veces en voz baja, otras veces á
gritos.

--Usted que es una señora decente, esposa nada menos que del tesorero
municipal, no debe dejar que hablen esas cosas de usted, y darles una
lección.

Misia Gertrudis la escuchaba furiosa, no interrumpiéndola sino con
dicterios dirigidos indistintamente á todos los notables de Pago Chico.
La presidenta no dejó de rabiar desde entonces. Loca de ira y de
indignación llegó hasta jurar que presentaría su renuncia--cuya sola
enunciación la hacía estremecer--y declaraba á voz en cuello que lo
único que no podía soportar era la ingratitud, la injusticia de que se
la hacía víctima inmaculada y dolorosa.

--¡Calumniarme á mí, á mí!... ¡Á ver si hay una sola de esas hijas de
una... tal por cual, que sea capaz de «alministrar» tan bien como yo!
¡Que vengan, que vengan á esaminar mis libros!...

Y ostentaba los modelos de caligrafía pacientemente ejecutados por
su marido; pero allá en el fondo, su conciencia hacía un balance que
nunca se habría atrevido á presentar, ni á esas ni á otras damas
cualesquiera, y le imponía la visión, como implacable libro diario,
de los kilos de carne, de yerba, de azúcar, de arroz, de fideos y los
litros de leche, de vino, de aguardiente, de aceite, de petróleo que
debía á los pobres. É imaginábase que entre ellos se erguía la figura
odiosa y acusadora de su colega la presidenta de las «Hermanas de los
Pobres», esa «masona» que solamente por vil espíritu sectario, por
hacer daño á la iglesia y á los católicos y á Dios mismo, llevaba sus
libros peor escritos sí, pero con arreglo á la verdad.

Una mañana mister Kitcher, el acopiador de frutos del país, un inglés
que nunca se ocupó de saber lo que ocurría en el pueblo, le envió un
donativo de bastante importancia para el objeto, sin sospechar que
aquel dinero pudiera extraviarse antes de llegar á su verdadero destino.

Misia Gertrudis había notado aquel día, no sin pena, que el bolsón de
terciopelo cerrado por un cordón de seda, en que guardaba «aparte» el
dinero de los pobres, estaba completamente vacío, sin el más mínimo
resto de limosna. Es de imaginar, pues, con cuánta satisfacción recibió
la de mister Kitcher, y el buen humor con que se hubiera puesto á coser
la bata--que proyectaba lucir en la próxima función que á beneficio
de la sociedad iba á dar en el circo la compañía acrobática, del
celebérrimo Tomate IV--si hubiera podido apartar de la imaginación el
recuerdo de las comprometedoras hablillas y el encono cada vez mayor
que sentía hacia las «Hermanas de los Pobres», sobre quienes hacía
llover las maldiciones de más grueso calibre. Así es que apenas se
sentó y sin advertirlo, se puso á murmurar dicterias enardeciéndose
cada vez con el propio rumor y la propia ponzoña de sus rezongos.

--Aquí le manda esto el sastre,--díjole la chinita Petrona, cuando
apenas había dado dos puntadas.

Era la cuenta de una compostura de ropa de su marido y del arreglo de
la levita negra para el «Tedéum» del nueve.

--Á ver, dame... ¡Ah, sí, ya sé!--exclamó misia Gertrudis,
tomando el papel que Petrona le presentaba y devolviéndoselo acto
continuo.--Decile que vuelva el sábado... Ahora estoy muy ocupada.

Pero en ese instante recordó la ofrenda de mister Kitcher, cuyo dinero
tenía aún en el bolsillo, é iluminada por súbita inspiración--¡lo
que puede la costumbre!--bolsiquió por la manera, asió el bolsón de
terciopelo, é inmovilizó á la chinita que ya iba á salir, gritándole:

--Esperáte.

Muy grave, con una gravedad que imponía como siempre, respeto, añadió:

--No le digas nada. Tomá....

Y sacando los cuatro pesos que importaba la cuenta, los dió á Petrona
que corrió á entregárselas al cobrador del sastre,--mientras la
señora, reanudando el hilo de sus pensamientos y el curso de sus
imprecaciones murmuraba indignadísima entre dientes:

--¡Pícaras!--¡Sinvergüenzas!--sospechar de que robo, yo, ¡¡yo!!
Quisiera que estuvieran un momento en mi lugar, para ver las cochinadas
que harían...

Pero se arrepintió de haber invocado tan peligrosos testigos, y,
paseando la mirada recelosa por el cuarto, tanteóse el vestido, á
ver si el bolsón de terciopelo continuaba en su sitio para seguir
socorriendo á pobres acreedores.



                           PONCHO DE VERANO


Desde meses atrás no se hablaba en Pago Chico sino de los robos de
hacienda, las cuatrerías más ó menos importantes, desde un animalito
hasta un rodeo entero, de que eran víctima todos los criadores del
partido, salvo, naturalmente, los que formaban parte del gobierno de la
comuna, los bien colocados en la política oficial, y los secuaces más
en evidencia de unos y otros.

La célebre botica de Silvestre era, como es lógico, el centro obligado
de todo el comentario, ardoroso é indignado si los hay, pues ya no se
trataba únicamente de principios patrióticos: entraba en juego y de
mala manera, el bolsillo de cada cual.

Por la tarde y por la noche toda la «oposición» desfilaba frente á
los globos de colores del escaparate y de la reluciente balanza del
mostrador, para ir á la trastienda á echar su cuarto á espadas con el
fogoso farmacéutico, acerca de los sucesos del día.

--Á don Melitón le robaron anoche, de junto á las mismas casas, un
padrillo fino, cortando tres alambrados.

--Á Méndez le llevaron una puntita de cincuenta ovejas lincon.

--Fernández se encontró esta mañana con quince novillos menos, en la
tropa que estaba preparando.

--El comisario Barraba salió de madrugada con dos vigilantes y el cabo,
á hacer una recorrida...

Aquí estallaban risas sofocadas, expresivos encogimientos de hombros,
guiños maliciosos y acusadores.

--Él mismo ha'e ser el jefe de la cuadrilla--murmuraba Silvestre,
afectando frialdad.

--¡Hum!--apoyaba Viera, el director de _La Pampa_, meneando la cabeza
con desaliento.--Cosas peores se han visto, y él no es muy trigo limpio
que digamos...

--¡Él!--gritaba don Inacio, caudillo opositor... todavía.--Es un peine
que ni caspa deja. ¡Y cómo está pelechando el hombre! No hace mucho
se compró la casa en que vive; áura ha alquirido una quinta junto al
arroyo... ¿De ande saca p'a tanta misa? Negocios no se le conocen, la
suvención de la municipalidá no es cosa, y los cinco ó seis vigilantes
que se come y no aparecen más que en las planillas, no dan p'a esos
milagros... ¡Él ha de mojar no más en los a-bi-ge-á-tos!

Los otros grupos de independientes y opositores, explanaban el mismo
tema y compartían la misma opinión: el gran cuatrero, pudiera ó no
pudiera probársele, era indudablemente el comisario Barraba, quién
sabe si con la complicidad de otros funcionarios, pero, en cualquier
caso, con su tolerancia... «La corrupción del poder--como decía _La
Pampa_--es tan contagiosa, que cuando invade á un cuerpo, no deja un
solo miembro libre, y luego sigue trasmitiéndose al rededor, de tal
manera, que todos vienen á quedar infestados, si se descuidan.»

--Así te diera yo á vos alguna coima, y veríamos--refunfuñaba el señor
comisario, para sus grandes bigotes.

Entre tanto, el escándalo y la indignación pública iban subiendo de
punto. Ya no era únicamente _La Pampa_ la que revelaba y condenaba los
robos de hacienda, pintando á Pago Chico como una cueva de ladrones;
los periódicos de la capital, informados por parte interesada,
comenzaron también á poner el grito en el cielo, espantados de que
tales cosas ocurrieran en «la primera provincia argentina», mientras
el gobierno, llamado á velar por los intereses generales, se hacía
el sueco al clamor creciente de los despojados, convirtiéndose en
encubridor y fomentador de bandoleros.

Aunque la superioridad continuara sin inmutarse, sorda como una tapia y
muda como una piedra, Barraba comenzó á sentir sus recelos...

--¡Hay que hacer algo!--se decía, multiplicando sus inútiles salidas
en persecución de cuatreros y vagabundos, incomodado por las irónicas
sonrisas y los ademanes burlescos con que ya se le atrevían los vecinos
al verlo pasar...

--Sí,--peroraba don Ignacio una noche en la botica,--cuatrero es
cualquiera, cuatreros somos todos, ¿cómo lo h'e negar? Los mismos
piones que tengo, mañana s'irán y me robarán hacienda; pero mientras
estén en mi casa no, porque les parecería demasiada ruinda. El vecino
roba al vecino en cuantito se mesturan los animales, ó á gatas tienen
ocasión. Roba el que pasa sin mal'intención por su campo, si tiene
hambre y está solo y le da gana de comerse una lengua'e vaca ó un lindo
asau de cordero... Le roba el paisano haragán que vive «con permiso»
en el ranchujo que alza en un rincón de su campo, y que con cuatro ó
cinco vacas tiene carne toda la vida, y con una majadita de cuarenta
ó cincuenta ovejas vende casi más lana y más cueros que usté... ¿Y
sabe p'a qué tiene animales? ¡Bah! ¡si le dan trabajo!... ¡tiene
p'al derecho á la marca y las señales con que se apropea de todo lo
orejano que le cai cerca!... Le roba el alcalde, que ya comienza á ser
autoridá, y no tiene miedo que lo castiguen... Y por lo consiguiente,
las demás autoridades...

--¡Pero esto es Sierra Morena!--clamó el doctor Pérez y Cueto,
exagerando aún su acento español.--Y el gobierno de la provincia
debería...

--Ya l'he dicho--interrumpió don Ignacio,--que el gobierno no tiene
coluna más fuerte que el cuatrero, ya sea de profesión, ya por pura
bolada de aficionau. Los cuatreros son sus primeros partidarios; ésos
son los que eligen los electores, los diputados, los municipales; ésos
son los que sostienen, junto con los vigilantes, á la autoridá del
pago, y de áhi el mismo gobierno. Y p'a pagarles, el gobierno los deja
vivir ¡es natural! En tiempo de eleción les hace dar plata, pero como
no puede estar dándoles el año entero, los contempla cuando comienzan
á robar otra vez...

Todos apoyaron. El doctor Pérez y Cueto se había quedado meditabundo.
De pronto alzó la cabeza y dijo con énfasis, recalcando mucho las
palabras:

--Esa especie de connaturalización con el cuatrerismo, que lo convierte
casi en una tendencia espontánea y general, debe tener y tiene sin duda
su explicación sociológica. Pero ¿cuál? ¿Será el atavismo? ¿Se tratará
en este caso de una reaparición, modificada ya, de los hábitos de los
conquistadores y primeros pobladores, acostumbrados á considerar suyo
cuanto les rodeaba, por el derecho de las armas y hasta por derecho
divino?... La herencia moral de este país, no es, indudablemente, ni el
respeto á la propiedad ni el amor al trabajo...

Profundo silencio acogió estas palabras que nadie había comprendido
bien, y el doctor Pérez y Cueto, dió las buenas noches y salió, para
correr á repetírselas á Viera, deseoso de que no se perdiesen...

Poco después entró en la trastienda Tortorano, el talabartero,
restregándose las manos y riendo, como portador de una noticia chistosa.

--¿Qué hay? ¿Qué hay?--le preguntaron en coro.

--¡Barraba ha salido con una partida, á recorrer!...--exclamó
Tortorano.--Y hace un rato gritaba en la confitería de Cármine que de
esta hecha no vuelve sin un cuatrero, ¡muerto ó vivo!...

Todos se echaron á reir á carcajadas, festejando con chistes,
dicharachos y palabrotas la declaración del comisario...

Y sin embargo, éste supo cumplir su palabra...

Cuando ya regresaba, al amanecer, con las manos vacías--¿y á quién
tomar, en efecto, si no se tomaba á sí mismo?--después de haber
pernoctado en una estancia lejana, Barraba vió un hombre que se movía
á pie, en el campo, cargado con un bulto voluminoso y lejos de toda
habitación. El individuo iba hundiéndose en la niebla, todavía espesa,
de una hondonada, junto al arroyo medio oculto por las grandes matas
de cortadera. Barraba, entrando en sospechas, espoleó el caballo para
reunírsele. ¡Su buena estrella!...

Cuando lo alcanzó no pudo ni quiso retener un sonoro terno, mitad de
cólera, mitad de alegría:

--¡Ah, ca... nejo! ¡Al fin cáiste!...

El hombre iba cargado con un hermoso costillar bien gordo y un cuero
de vaca recién desollado: iba sin duda á esconderlo en alguna cueva
de las barrancas del arroyo, pues, ya de día claro, no era prudente
andar con aquella carga, á vista y paciencia de quien acertara á pasar
por allí... Al oir el vozarrón del comisario que se le echaba encima
á rienda suelta, tiró cuero y costillar y trató de correr á ocultarse
entre un alto fachinal que allí cerca entretejía su impenetrable
espesura. Pero Barraba, más listo, le cortó el paso con una hábil
evolución.

--¡Ah, eras vos!--exclamó al ver enfrente á Segundo, pobre paisano
viejo, cargado de familia, que se ganaba miserablemente la vida
haciendo pequeños trabajos sueltos.--¿Con qu'eras vos, indino,
canalla, hijuna!... ¡Tomá, tomá, sinvergüenza, ladrón, bandido!

Y haciendo girar el caballo en estrecho círculo alrededor de Segundo,
descargóle una lluvia de rebencazos por la cabeza, por la espalda, por
el pecho, por la cara... Bañado en sangre, tembloroso y humilde, el
otro apenas atinaba á murmurar:

--Señor comisario... Señor comisario...

Los vigilantes se reunieron al turbulento grupo y quisieron «mojar»
también, dando algunos lazazos al matrero tomado infragante. Pero
Barraba, celoso de sus funciones de verdugo, los hizo apartar y siguió
azotando hasta que se le cansó, «más que la mano el rebenque».

Segundo había quedado en tierra, y resollaba fuerte, angustiosamente,
pero sin quejarse. Tenía el cuerpo cruzado de rayas rojas en todas
direcciones, la mejilla derecha cortada por la lonja, y de las narices
le brotaba un caño de sangre...

--¡Á ver! ¡Llevenló en ancas! Tenemos que llegar temprano p'a darles
una buena leción! ¡Lleven el cuero también!--gritó el comisario.

Y apretando las piernas á su caballo enardecido por la brega, tomó á
todo galope en dirección á Pago Chico, que no estaba lejos ya.

Segundo, bamboleándose en la grupa del caballo de un vigilante, con
una nube en los ojos, la cabeza trastornada y los miembros molidos,
balbucía:

--¡Por la virgen santa!... ¡Por la virgen santa!...

El agente, fastidiado por aquella dolorosa y continua letanía, volvióse
por fin colérico:

--¿De qué te quejás? ¡Tenés lo que merecés y nada más! ¿Á qué andas
robando animales?...

Segundo hizo un esfuerzo:

--¡Era la primera vez,--murmuró,--la primerita! Encontré esa vaquillona
muerta... Mandinga me tentó... la «cuerié»... Pero es la primera vez,
por éstas...--y poniendo las manos en cruz, se las besaba...

--¡Ya t'endenderás con el juez!... ¡Lo qu'es á mí, maní... No me vengás
con agachadas, ché!

El sol comenzaba materialmente á rajar la tierra cuando llegaron á la
comisaría, bañados en sudor hombres y caballos. La naturaleza entera
parecía jadear bajo los rayos de plomo y el viento del norte, cargado
de arena y quemaba como el hálito de la boca de un horno. Las hojas
de los árboles, achicharradas, crujían al agitarse, como pedazos de
papel. Pago Chico entero estaba metido en su casa. El comisario, en la
oficina, se refrescaba con una pantalla, en mangas de camisa, tomando
mate amargo que asentaba con un traguito de ginebra, «p'al calor».
Había llegado mucho antes que su escolta, montada en inservibles
matungos patrias, más inservibles aún con aquella temperatura tórrida.

--¡Ahí está el preso!--le anunció el asistente, cuadrándosele.

--¡Bueno! ¡Que le pongan el cuero de poncho, y lo hagan pasear por la
plaza hasta nueva orden!--gritó Barraba.

La plaza era, como es sabido, un inmenso terreno de dos manzanas,
sin un árbol, sin una planta, sin una matita de pasto, en que el sol
derramaba torrentes de fuego, como si quisiera convertir en ladrillo
aquella tierra plana é igual, desolada y estéril.

El comisario salió en mangas de camisa, con el mate en la mano, á
presenciar el cumplimiento de su orden.

El cuero, fresco y blando, fué desdoblado; con un cuchillo hízosele
en el centro un tajo de unos treinta y cinco centímetros de largo...
Segundo fué conducido al patio, donde se ejecutaba esta operación;
casi no podía tenerse en pie... Lo obligaron á meter la cabeza por el
boquete del cuero, y uno de los agentes alisó con cuidado los pliegues,
ajustándolos al cuerpo.

--¡Lindo poncho fresco... de verano!--exclamó Barraba, chanceándose
alegre y amablemente.

Los que estaban en el patio,--y sobre todo el escribiente Benito aquél
que «era más bruto que un par de botas»--festejaron el chiste del
superior, riendo con más ó menos estrépito... según la jerarquía.

Segundo callaba, sin darse cuenta aún de lo que iba á suceder. Por
delante y por detrás, el improvisado poncho llegábale á los pies; á
ambos lados, partiendo de los hombros, se abría como una especie de
esclavina.

--¡Bueno, marche!--mandó el comisario.--¡Y con centinela de vista! ¡Que
no se pare; y si se para, déle lazazo no más!

El viejo salió tropezando, seguido por un vigilante. Cruzaron la calle,
entraron en la plaza y comenzó el paseo... En los primeros momentos,
las cosas no anduvieron demasiado mal. Uno que otro vecino, asomado por
casualidad, y viendo el insólito aspecto del hombre vestido con tan
extraño poncho, se apresuró á inquirir de qué se trataba. La noticia
cundió. Entreabriéronse puertas y ventanas, dejáronse ver cabezas de
hombres, mujeres y niños; un rato después comenzaron á formarse grupos
en las aceras con sombra, y á volar comentarios de unos á otros:

--Es Segundo.

--¡Pobre! ¿y qué ha hecho?

--Parece que lo han pillau robando animales...

--¿Él? ¡Bah! ¡no es capaz!

--¡Un viejo infeliz!

--¡Qué quiere, amigo! ¡La soga se corta por lo más delgao!

Pago Chico entero no tardó en hallarse reunido alrededor de la plaza,
y el gentío era aún más numeroso que el día de la fracasada ascensión
del globo aerostático. No quedó un perro en su casa, y en el ámbito
asoleado zurría un zumbido de colmena.

El paseo de Segundo continuaba hacía ya una hora. El desdichado intentó
detenerse una ó dos veces, pero el activo rebenque hizo desvanecer sus
ilusiones de descanso... El sudor corría por su rostro, mezclado con la
sangre coagulada que disolvía, flaqueábanle las piernas, y comenzaba á
sentirse estrecho en el poncho de cuero, poco antes tan holgado. Éste,
en efecto, secándose rápidamente con el sol,--harto rápidamente, pues
para ello se había cuidado de poner el pelo hacia adentro,--iba poco á
poco oprimiéndolo por todas partes, como un ajustado «retobo», hasta
obligarlo á acortar el paso. Y su interminable viaje seguía, en medio
de aquella atmósfera de fuego, bajo las miradas de la multitud, que
empezaba á indignarse y á dejar oir murmullos irritados... Ya se habían
relevado tres agentes, muertos de calor, pero la marcha continuaba,
implacable, y el poncho seguía estrechándose, estrechándose, impidiendo
todo movimiento que no fuese el cada vez más corto de los pies del
triste torturado, haciéndole crujir los huesos.

--¡Basta! ¡Basta!--gritaron algunas voces.

--¡Basta! ¡Basta!--repetían algunas otras de vez en cuando.

El gentío, sobrecogido, olvidaba el calor. Segundo había pedido agua
muchas veces, con voz apagada y balbuciente de moribundo. Un vecino,
más caritativo y menos temeroso que los demás, le dió de beber. Al
relevarse el centinela, el comisario ordenó al que iba á hacer la nueva
guardia:

--¡Que nadie se acerque al preso!

Al martirio del cuero, que ya amenazaba desconyuntarlo, agregóse
entonces la tortura de la sed...

Varias personas caracterizadas se presentaron á Barraba, pidiéndole que
hiciera cesar el suplicio. Barraba se echó á reir.

--¿De qué se queja? Tiene poncho fresco... ¡de verano!... ¡Dejen, que
así aprenderá á carnear ajeno!...

--Pero, señor comisario...--le suplicaron.

--¡Bueno! ¿y áura salimos con ésas?... ¿Y no andan ustedes mismos
diciendo que hay que darles un «castigo ejemplar» á los cuatreros?...

--Segundo es un infeliz, y...

--¡No hay infeliz que valga!

--¡Y creemos que el juez!...

--¡Basta! ¡Callensé la boca! ¡Aquí mando yo, caray! ¿Por quién me han
tomau, y qué se piensan?...

Cuando los postulantes salieron, Segundo rodaba desmayado entre el
polvo, tieso como un tronco seco, rígido, aprensado en los tenaces y
rudos pliegues rectos del cuero, que le penetraban en las carnes. Había
soportado el atroz suplicio sin lanzar un ay, mientras tuvo fuerzas
para mantenerse en pie...

Hubo que sacarle el poncho cortándolo con cuchillo. De la plaza se le
llevó casi agonizante al hospital.

Barraba reía con los suyos en la oficina:

--¡Poncho de verano! ¡qué gracioso!... Miren qué poncho de verano...

                   *       *       *       *       *

Párrafo del editorial aparecido al día siguiente en _El Justiciero_,
periódico oficial de Pago Chico.

«El comisario Barraba ha satisfecho ampliamente la vindicta pública
y merece el aplauso de todas las personas honradas, pues la terrible
y merecida lección que acaba de dar á los cuatreros hará que cesen
para siempre los robos de hacienda, aunque algunos la tachen de cruel
y arbitraria, amigos como son de la impunidad. ¡Siempre que extirpe un
vicio vergonzoso y perjudicial, una aparente arbitrariedad es evidente
buena acción!».

                   *       *       *       *       *

Dos meses después Segundo estaba en Sierra Chica, su familia en la
miseria y el señor comisario se compraba otra casa...



                         PARA BARRABASADAS...


¡Cuánta serenata y qué golpear de puertas! Pago Chico está «desatado» y
mientras en el Club los patricios hacen destapar mucho vino espumante
y un poco de champaña, entre risas, dicharachos y brindis, de las
trastiendas de los almacenes y de los despachos de bebidas salen cantos
broncos y desafinados en que se distingue algún «te l'ho detto tante
volte»... ó acompasadas y estrepitosas vociferaciones de «morra», como
martillazos secos, ó la algarabía de alguna disputa nacida entre oladas
de carlón.

Por las calles vagan grupos de obreros con acordeón y guitarra, y de
jóvenes calaveras, al uso pagochiquense, que repican los llamadores,
se cuelgan de las campanillas, hacen ronga-catonga alrededor de algún
infeliz que se retira tropezando, medio chispo, y producen tal alboroto
que parecen legión cuando son apenas un puñado.

Éstos se divierten apedreando las ventanas del Juez de Paz,--sabiéndolo
en el Club,--guarecidos tras de la tapia de un terreno baldio; aquéllos
han atado un tarro de petróleo á la cola del perro de Silvestre,
y allá va el pobre animal como una exhalación hasta el confín del
pueblo, despertando á las supersticiosas comadres de los ranchos
que se santiguan aterradas; los de más allá, inspirados por el hijo
de Bermúdez, mozo «diablo» cuya viveza es legendaria, han puesto en
práctica la genial idea de descolgar el letrero de Madama Grandenfant,
la partera,--cuadro que representa una mujer de palo, vestida de
hojalata, sacando un feto rojo de un rábano recortado en forma de
rosa,--y colgarlo en la puerta del cura, que echará pestes sin saber á
quién debe tal bromazo.

Al Club del Progreso, con motivo de tan magna fiesta, han acudido
tirios y troyanos, á pesar de las terribles disensiones. Hay
armisticio, y el mismo comisario Barraba se ha dignado hacer acto de
presencia--muy campechano,--y codearse breves momentos con la oposición.

El Club está momentáneamente en poder de los opositores. El caso es
que las cuestiones políticas le hicieron mucho daño, y la división
estuvo á punto de provocar su clausura, porque nadie pagaba la cuota
mensual,--sobre todo entre los oficialistas, vulgo «carneros»,--y
la falta de fondos no ha permitido dar una tertulia, como en años
anteriores...

Esto no puede impedir, sin embargo, que la gente se divierta.

En efecto, apenas dan las doce campanadas, saludadas con sendas copas
de vino (muchos no pueden realizar la proeza, por falta de estómago ó
por falta de cobres), y apenas el licor empieza su marcha ascendente,
hacia las alturas del cráneo, Mussio se sienta al piano y la emprende
con un vals saltado que pone en movimiento á los más jaranistas y
bailarines. No hay mujeres, naturalmente.

--¡Pan con pan comida de bobos!--exclama con sarcasmo Viera, el
director de _La Pampa_.

Pero después de un par de brindis suplementarios, él también se enlaza
con Silvestre, y es de ver á los dos, dando vueltas vertiginosas y
llevándose por delante los muebles enfundados del salón, las sillas, el
piano, los consocios mismos.

El piano chilla, ladra, maúlla, se queja; saltan como pistoletazos los
tapones del vino espumante; un espectador lleva atronadoramente el
compás con los pies, el bastón, las patas de la silla, otro tararea
el vals á destiempo; el de más allá reclama un poco de silencio para
lanzar un brindis de circunstancias; los jugadores de billar se asoman
á la puerta que comunica con la sala de juego, risueños y enrojecidos,
con el taco en la mano; los mozos y el capataz corren de un lado á
otro, y en las ventanas de la calle aparece «vichando» con curiosidad y
estupor, algún transeúnte retardado á quien sorprende aquella inusitada
barahunda y que mañana desprestigiará á «todo lo mejor de Pago Chico»,
entregado así á la más escandalosa y abyecta orgía.

El de los brindis logra por fin hacerse escuchar, y apenas concluye
sus votos de prosperidad, dicha y bienandanza con un «año nuevo vida
nueva», lleno de modernismo, estalla la más formidable cencerrada que
orejas pagochiquenses hayan oído jamás. El orador, mohino, se desliza
hacia el «buffet» para reponerse del mal rato, mientras los demás
continúan cacareando, ladrando, maullando, rebuznando ó echando los
pulmones en alguna otra forma original.

En esto, como si la empujara el pampero en persona, ábrese de par
en par la puerta del Club y entra desalado el oficial de policía,
produciendo en los presentes, hasta en los más entusiasmados, la
impresión acongojada de que acaba de ocurrir algo muy grave, alguna
desgracia, algún cataclismo...

Como por encanto reina en el Club entero un silencio pavoroso.

--¡Señor comisario!--dice el oficial en voz baja, acercándose á
Barraba.--El río Chico está desbordandose y amenaza inundar el pueblo.
¿Qué se hace?

Barraba ahoga una interjección de las suyas, parece meditar un segundo,
y luego grita, perentoriamente y con voz de trueno, como un general que
toma disposiciones en el momento decisivo de la batalla:

--¡Arme el piquete! ¡Vaya á paso de trote! ¡Mándeme el caballo! ¡Yo voy
en seguida!

El silencio se hizo tan solemne y trágico, que todos se volvieron
indignados hacia Silvestre que había oído y se sonaba ruidosamente las
narices para no estallar en una carcajada.

--¡Revolución!

--¡Ataque á la comisaría!

--¡Invasión!

No se escuchaba otra cosa cuando los concurrentes comenzaron á
animarse, una vez fuera el misterioso Barraba.

El boticario les dió la clave del enigma, pero no consiguió desarrugar
los ceños. ¡Una inundación! ¡Canario!...

Sólo al día siguiente, cuando se vió que el Chico no salía de madre ni
pensaba tal cosa, por la escasez de recursos que lo mantenía sometido
á la familia, con agua apenas para regar las quintas de los prohombres
oficiales, estalló del uno al otro extremo del Pago la homérica
carcajada que Silvestre atajó la noche antes con el pañuelo.

El comisario había inaugurado bien el año nuevo, y por eso sigue
diciéndose en nuestra tierra:

--¡Para barrabasadas, Barraba!...



                               LOS PATOS


Era la tarde del 31 de Diciembre. Ruiz, el tenedor de libros de una
importante casa de comercio--aquel españolito capaz y relativamente
instruido que acababa de llegar al pueblo, después de una escala en
Buenos Aires, provisto de calurosas recomendaciones para su compatriota
el doctor don Francisco Pérez y Cueto, que no tardó en procurarle la
susodicha ubicación--se hallaba, como de costumbre, en la frecuentada
trastienda de la botica de Silvestre, sorbiendo el mate que cebaba
Rufo, el nunca bien ponderado peón criollo del criollo farmacéutico.

Merced á su irresistible don de gentes, el boticario era ya íntimo
amigo del tenedor de libros, á quien había enseñado en pocas semanas
á tomar mate--como se ha visto,--á jugar al truco y á opinar sobre
política, tarea esta última siempre fácil y agradable para un español.
El aprendizaje de las otras dos, y sobre todo de la primera, había
costado mayor esfuerzo...

Ruiz, á pesar de su renegrido bigote, de sus ojos negros y brillantes
y de su continente resuelto, no sabía andar á caballo ni conducir
un carruaje--observación que no parece venir á cuento, pero que
es imprescindible sin embargo,--de modo que, los domingos, cuando
obtenía prestado el tílbury de su patrón veíase en la obligación de
buscar compañero ayudante que lo sacara de posibles apuros. Su primer
invitación iba siempre enderezada á Silvestre, cuya obligada respuesta
era:

--No puedo abandonar la botica ¡Como te suponés!...

Porque ya se trataban tú por tú,--ó tú por vos, para ser más exacto--á
pesar de lo reciente de la relación.

Y lo curioso es que no pudiendo abandonar la botica, Silvestre andaba
siempre merodeando por el barrio, á caza ó en difusión de noticias,
aunque Rufo no estuviera para cuidarle los potingues... Ante la
voluntad negativa, Ruiz que se pasaba allí las largas horas en que
el Mayor, el Diario y la Caja no reclamaban la esgrima de su pluma,
permanecía un rato en silencio, ó hablando de cosas indiferentes, para
terminar insinuando:

--Rufo, ¿no podría acompañarme?

--¡Como no! ¡Que vaya no más!

Y casi todos los domingos ambos montaban al tílbury, empuñaba las
riendas Rufo, y al trote del moro, allá iban los dos por esas calles,
dando vueltas y más vueltas, hasta cansarse de mirar muchachas en las
puertas, para salir entonces á dar largos paseos por las quintas sin
árboles y las chacras sin sembrados.

Ahora bien, aquella tarde del 31 de Diciembre, y como le consta al
lector, terminado el inacabable machaqueo de la pomada mercurial, y el
sempiterno lavado de frascos y botellas á gran fuerza de munición, Rufo
acarreaba mate á la trastienda, en que Silvestre y Ruiz departían mano
á mano.

--Mañana es primero de año... ¿qué piensas hacer?--preguntó de pronto
el tenedor de libros.

--¿Yo?... ¡Ya sabés que no puedo abandonar la botica!...

--Pues yo pienso salir de caza, en el tílbury, así como te lo digo.

--Á cazar ¿qué?

--¡Patos, hombre, patos! ¿No sería excelente un guisado de pato para
festejar el año nuevo?

--Sí, pero tenés que ir muy lejos...

--¡Quiá!

--No hay patos por aquí. Están muy perseguidos, se han puesto
matrerazos y no se encuentran más que en los lagunones del Sauce y muy
arriba del río Chico...

--¿Que no?... ¡Pues pululan!... Dejá que Rufo me acompañe, y en dos ó
tres horas me comprometo á traerte un par de docenas... ¡Los comeremos
mañana mismo!...

--¡Qué vas á tráer! Si no hay un pato ni p'a un remedio por aquí...

Ruiz medio sulfurado, se encaró entonces con Rufo, que entraba llevando
el mate:

--¿No hemos visto centenares de patos el domingo, cuando salimos en el
tílbury?

Rufo sonrió con sonrisa indefinible, y contestó muy afirmativo:

--Negriaban, sí, señor... Hasta en los charquitos...

--¡No puede ser!--exclamó Silvestre, incrédulo; y en seguida apeló á su
sistema predilecto:--Te apuesto á que no tráis ni cinco en todo el día.

--¡Apostado! ¿Qué jugaremos?

--Que si cazás cinco patos, yo pago el vino bueno, los postres y el
champán para nosotros y tres amigos más; si no cazás nada ó menos de
cinco, vos pagás una buena comida en lo de Cármine... ¿Te conviene?

--¡Va apostado!

Era aún temprano, el pueblo dormía, cantaban los pájaros, y el sol bajo
el horizonte iluminaba ya blandamente la tierra, cuando Rufo fué á
buscar á Ruiz con el tílbury tirado por el moro.

El criollito socarrón iba tan alegre que el látigo chasqueaba en su
mano como petardos, á pesar de que el moro llevara un trote bastante
ágil en el aire vivo de la mañana.

El tenedor de libros estaba vestido y aguardaba ya, armado hasta
los dientes, con escopeta de dos cañones, cuchillo de caza, morral,
cinturón y cartuchera con más de cien cartuchos cuidadosamente cargados.

Salieron y ya á pocas cuadras del pueblo comenzó el tiroteo--¡pim,
pam; pim pam!--y el caer de patos era una maravilla. Mansos, mansitos
los animales se dejaban acercar bien á tiro, casi sin moverse junto á
la misma orilla, y cuando uno quedaba espachurrado y flotando sobre
el agua cenagosa de los pantanos, los otros parecían más sorprendidos
que espantados por aquel estrépito y aquella matanza, como si nunca
se les hubiese hecho un disparo... Después, convencidos de la abierta
hostilidad, tendrían el vuelo bajito levantando el agua con las patas,
como si navegaran á hélice, é iban á detenerse poco más lejos, de tal
manera que el tílbury, hábilmente dirigido por Rufo, no tardaba en
dejarlos á tiro otra vez...

Y ¡pim, pam; pim pam! la escopeta de Ruiz continuaba el estrago,
amenazando dejar sin patos la comarca entera. Uno, dos, diez, veinte,
cuarenta. ¡Cuarenta patos mató esa mañana el cazador forzudo delante
del Señor, sin haber tenido siquiera que bajarse del tílbury!

Los ojos le brillaban de júbilo y entusiasmo.

Aquel éxito colosal lo había puesto tan nervioso que hasta marró
algunos tiros, seguros sin embargo, con el apresuramiento y la avidez...

Cuando llegó á los cuarenta patos era aún temprano y Rufo cada vez más
satisfecho, rebosándole la alegría por todos los poros, quería que
continuase la hecatombe. Ruiz modestamente se negó, quizá apiadado de
los inocentes palmípedos.

--Llevo ocho veces más de lo necesario para ganar la apuesta. ¡Ocho
veces!... Silvestre va á trinar.

Se detuvieron á la puerta misma de la botica, y Rufo comenzó á bajar
del tílbury y á introducir en el despacho el producto de la milagrosa
cacería. Silvestre estaba en la trastienda, dale que le das al
pildorero, preparando una de las fructíferas recetas de «aqua fontis y
mica panis» que extendía el Dr. Carbonero, enemigo de la farmacopea,
más no de la voluntad de los clientes que no querían curarse sin
remedios. Pero ante la algazara de Ruiz, que bailaba y cantaba
castañeteando los dedos, en una ruidosa pírrica al rededor de los
patos, no pudo menos que abandonarlo todo y precipitarse á la tienda
para ver aquello...

En el patio se oía un desordenado repiqueteo de almirez. Con desusado
celo, como si una terrible urgencia lo impulsara, Rufo machacaba
febrilmente la pomada mercurial, hecha ya sin embargo. Y acompañando el
redoble del mortero, sonaba algo entre regaño y risa reprimida.

Una carcajada homérica sacudió de pies á cabeza á Silvestre, en cuanto
se vió delante del informe montón de los cuarenta patos; y sin dar
tiempo á que Ruiz volviera de su asombro, habíase lanzado como una
flecha, atravesado la calle y entrado como un ventarrón en la imprenta
de _La Pampa_, en cuyo interior siguieron estallando sus inextinguibles
risotadas.

Ruiz, perplejo, se había quedado inmóvil y aturdido, en medio de la
farmacia, con la boca entreabierta y los brazos colgando frente á su
botín cinegético.

Siguiendo á Silvestre, apareció Viera, director de _La Pampa_, y el
administrador, y los cajistas, y luego otros más, atraídos por el ruido
y el movimiento, hasta formar cola á la puerta.

Y el boticario «indino» continuaba en sus carcajadas, interrumpiéndose
sólo para exclamar:

--¡Miren los patos que ha cazado Ruiz! ¡Miren los patos p'año nuevo que
ha cazado Ruiz!...

Y el público le hacía coro, y allí en el patio el repique del almirez
adquiría sonoridades de campana echada á vuelo.

Ruiz quería hablar, desconcertado, llorando casi con aquella burla
inacabable; pero las risas, las exclamaciones y los chascarrillos no lo
dejan meter baza, ni averiguar la causa de semejante tremolina. Por fin
oyó la clave del enigma:

--¡Son gallaretas!

Y aunque no supiese lo que es una gallareta, comprendiendo que había
cazado gato por liebre, tomó el sombrero, abrióse paso, trepó al
tílbury y manejando por primera vez de su vida, puso al moro al trote
largo para escapar de las risotadas, cuyo eco lo persiguió hasta volver
una esquina...

Pasada la primera impresión y disuelto el corro, Silvestre creyó
prudente reprender á Rufo, por honor de la jerarquía. Al fin Ruiz era
su amigo...

--¿Por qué lo has dejado matar tanta gallareta?

--¡P'a que aprienda, pues!

--También hubiese aprendido si le hubieras dicho antes...

--¡Qu'esperanza, patrón! ¿No está viendo que se podía haber olvidau...?
¡Y lo qu'es áura, no se olvida ni á tiros!...



                             METAMORFOSIS


Terminada la tarea de los recibos para fin de mes, don Lucas Ortega se
dispuso á salir en busca de las noticias municipales y policiales, á
pesar de la opinión del regente.

--¡No hay que descuidarse!--le había dicho éste--Manolito nos la ha
jurado, y es capaz de cualquier barbaridad.

Don Lucas púsose el sombrero, tomó como de costumbre su bastón de
estoque, y salió á las calles silenciosas de Pago Chico en plena
siesta, diciéndose que él no se metía con nadie, y que mal podía nadie
meterse con él. Olvidaba el pobre y manso administrador y reporter de
_El Justiciero_ una malhadada y peligrosa modalidad de su carácter: la
inclinación á darse lustre.

Llegado muy joven de la Coruña, D. Lucas no había sido siempre
«periodista», como se declaraba enfáticamente. La instrucción recibida
en una escuela de lugar, no le dió para tanto en los primeros años. Se
estrenó con toda modestia en una trastienda de almacén, despachando
copas; luego ascendió á vendedor, y más tarde á habilitado; á los
diez ó doce años de estar en la casa, ya era socio, á los quince pudo
establecerse por su cuenta, en pequeña escala... Pero de pronto, cuando
ya esperaba reunir una fortunita y todo el mundo le llamaba «don Lucas»
(el don le quedó para siempre) sobrevino una crisis, los deudores no
pagaban, los acreedores se le echaban encima, y desde lo alto del que
creyera inconmovible pedestal, rodó nuestro héroe, se encontró en la
calle, y rodando, rodando, llegó por fin á Pago Chico, y encalló en la
administración de _El Justiciero_.

En tan deslumbrante posición comenzó para él otra era de grandeza, no
ya material y pecuniaria, sino social é intelectual, cosa que estimaba
muchísimo más, aunque á veces lamentara á sus solas el sueldo escaso y
tardo, y la brillante miseria.

Pero, eso sí, había crecido, se había agigantado en su propio concepto,
y creía que también en el de los demás. Pago Chico debía considerarlo
un personaje, puesto que, como periodista, tenía la facultad de opinar,
de juzgar, de condenar ante el tribunal del pueblo.

Afable, atento, servicial, hasta servíl mientras fué dependiente, y
aun siendo patrón, cuando el parroquiano era considerable, no había
perdido estas condiciones, como no perdió tampoco la bondad, que
constituía el fondo de su carácter. Pero había cambiado de forma. Ebrio
de grandeza, era familiar con aquellos magnates del pago que se lo
permitían; risueño y atrevido con las señoras ante las que pavoneaba su
pequeña estatura; grave y taciturno con la gente de poca importancia;
autoritario y altanero con la plebe; condescendientemente accesible
para sus subalternos de la imprenta. Hablaba siempre «en discurso»,
como decía Silvestre, pero estaba tan lejos de ser malo que, á juicio
de todo el mundo, era incapaz de matar una mosca.

No era valiente tampoco; pero la convicción de su insignificancia,
persistiendo tan oculta allá en lo íntimo, que él mismo apenas la
vislumbraba, á veces tenía, si no otra, la virtud de hacerlo tranquilo
y confiado. De modo que aquella tarde salió tan sin preocupaciones como
siempre (el estoque era un regalo del director, que le había dicho al
ofrecérselo: ¡Un periodista en campaña no debe andar nunca desarmado!),
á pesar de que _El Justiciero_ acabase de publicar la siguiente «feroz
caída».

«_Escándalo._--El Moreirita M. P., que con sus calaveradas y fechorías
ya tiene indignado á todo el mundo de Pago Chico, promovió ayer un
descomunal escándalo en «cierta casa» de los suburbios, rompiendo vasos
y espejos y apaleando mujeres, hasta que por fin intervino la policía
que haría bien una vez por todas en apretarle las clavijas al mocito
que se prevale de su familia para hacer cuantas atrocidades le da la
gana. Sin embargo, no fué ni llevado á la comisaría siquiera, y nos
extraña mucho que el comisario Barraba, después del atropello de ayer,
todavía no lo haya metido á secar en un calabozo para que otra vez
aprenda, no siga dando mal ejemplo y fomentando la compadrada de los
demás muchachos del pueblo.»

No extrañará esta filípica del oficialista _Justiciero_, si se tiene
en cuenta que el director andaba otra vez en coqueterías con las
autoridades para ver de sacarles mayor tajada, pues iban á necesitarlo
para las elecciones. Y el suelto era justo, porque la tolerancia para
los desmanes del joven Manuel Pérez pasaba de raya, y era una amenaza
general, pues el rico é ignorante pillete se engreía y ensoberbecía con
la impunidad.

En cuanto á D. Lucas, confiaba demasiado. Él no había escrito el
suelto, es verdad. Se le permitía lucubrar muy pocas veces; desde que
se inclinó «ante la tumba del deplorable vecino» D. Fulano, y dijo
cuando la muerte de la madre de Bermúdez, china nonagenaria, que la
distinguida matrona había fallecido «en la flor de su edad». Pero
él, en cambio, para desquitarse, atribuíase con desparpajo singular,
siempre que le era posible, cuanto artículo, suelto ó noticia publicaba
_El Justiciero_, de modo que todo el mundo acabó por creer siquiera en
su colaboración.

Marchaba, pues, con paso deliberado, echándose para atrás, salido
el vientre, la cabeza erguida, agigantada en su concepto la corta
estatura, mientras bajo la espalda evolucionaban burlonamente los
largos faldones de su jaquet; y no había andado dos cuadras, cuando
se quedó frío, corrióle un cosquilleo de la nuca á los pies, y sólo
merced á un heroico esfuerzo pudo llevarse la mano trémula al bigote y
erguirse casi hasta caer de espaldas... Manuelito Pérez se adelantaba
rápido y colérico hacia él, con un ejemplar de _El Justiciero_ en la
mano.

--¿Quién ha escrito esta noticia?--preguntó el jovenzuelo con voz
reconcentrada y amenazadora en cuanto estuvo á su lado.

Un velo pasó por los ojos de D. Lucas; sintió que se le aflojaban las
piernas, pero haciendo de tripas corazón:

--¡No sé!--contestó secamente.

--¡Qué no ha de saber!

--¡No sé!

--¡Usté no más será, gallego!

--Y si fuera...--acertó, lívido, á balbucir don Lucas.

--¡Ahora verá!

Y Manuelito, echando atrás la pierna derecha, llevó la mano á la
cintura. Trémulo, D. Lucas retrocedió y desenvainó el virgen estoque,
buscando con la vista una persona que lo auxiliase en la calle
solitaria abrasada por el sol, un objeto, el hueco de una puerta en que
parapetarse... Pero no tuvo tiempo para nada. Oyó una detonación clara
y seca, sintió un golpecito en el pecho, y al rodar por la acera, vió
como en un escenario al bajarse rápidamente el telón, que Pérez corría
con un revólver, en cuyo extremo flotaba una vedijita de algodón, y que
algunos vecinos se asomaban alarmados. Y se desmayó.

...La grita de los periódicos--«la prensa local»,--y especialmente
de _El Justiciero_, fué tan grande, que la policía se vió obligada
á proceder, descubriendo, una semana más tarde, el escondite de
Manuelito, conocido por todo el mundo desde el primer día. Y el
jovenzuelo fué á dar á La Plata, con un sumario que parecía hecho por
su mismo abogado defensor...

Ortega era, entretanto, objeto de las más entusiastas manifestaciones.
_El Justiciero_ narraba extensamente los detalles del combate, en
que su administrador, heroico, había perdonado ya la vida al asesino
que tenía en la punta del estoque, cuando éste, retirándose vencido,
le había alevosa y traidoramente disparado un tiro de revólver. Y en
seguida hablaba del sacerdocio de la prensa, de los sacrificios hechos
en aras del pueblo, de la ingratitud, que generalmente es la única
corona de los mártires que ofrecen en holocausto por el bien público
toda la generosa sangre de sus venas, y patatín y patatán... Enorme
éxito, indescriptible entusiasmo. La gente se agolpaba á la imprenta.

Al día siguiente, y en cuanto los doctores Fillipini y Carbonero
declararon que la herida no era de gravedad y que el paciente podía
recibir visitas--no muchas á la vez, ni demasiado charlatanas,--el
pobre cuartujo de Ortega, revuelto y sórdido, quedó convertido en
sitio de obligada y fervorosa peregrinación. D. Lucas había leído los
diarios, se había extasiado con las ditirámbicas apologías de _El
Justiciero_, pero nada le produjo tan intensos goces, tan férvido
orgullo, como aquella continuada procesión admirativa, en que figuraban
los hombres más importantes de Pago Chico, y en que ni siquiera
faltaban damas,... como que un día se le apareció misia Gertrudis,
la vieja esposa del tesorero municipal, presidenta de las Damas de
Beneficencia...

¡Cuánto incienso recibió D. Lucas, visitado, asistido, festejado,
adulado por aquella muchedumbre, ascendido de repente á la categoría
de grande hombre, de prócer, de redentor crucificado!... Nadie le
demostraba compasión, sin embargo; todos se derretían de admiración
respetuosa, prontos á venerarlo, á idolatrarlo. ¡Tanto valor, tanta
abnegación, tanta grandeza de alma! ¡Atreverse á oponer un simple
estoque á una arma de fuego, vencer al terrible enemigo, perdonarle la
vida!... ¡Y todo por el pueblo!

--Ahora comprendo--pensaba D. Lucas,--cómo se repiten las hazañas
peligrosas. ¡Se puede ser héroe!

Él lo era en su concepto. Lo fué algunos días en el de los
pagochiquenses. Porque ¡ay! nada es eterno, y la herida, tardando
demasiado en cicatrizarse á causa de tantas emociones, dió tiempo para
que el entusiasmo se enfriara poco á poco antes de que D. Lucas pudiera
tenerse en pie. Cuando salió á la calle, su aventura era ya un hecho
mítico, desleído en las nieblas del pasado; nadie le daba importancia,
nadie hacía alusión á él.

Pero Ortega no lo advirtió: La embriaguez de la apoteósis había sido
tan intensa, que se convirtió en megalomanía. Pálido, demacrado, se
paseaba por el pueblo, pavoneándose, convertido en arco de tanto de
echarse atrás, haciendo pininos para erguirse y crecerse. Y miraba á
todos con soberanas sonrisas protectoras ó con gesto avinagrado y
despreciativo, según qué fuera aquél en quien se dignaba detener la
vista.

Periodista, sacerdote, mártir, magnánimo, defensor del pueblo,
víctima del deber... Sí, todo eso era muy hermoso; pero lo que más lo
enorgullecía era su fama de valiente. Ser valiente en la tierra del
valor ¡él!... Y se frotaba las manos y sonreía de regocijo, convencido
de su gloria.

Desde entonces usó revólver á la cintura, no dejándolo sino bajo
la almohada, de noche, al acostarse. Hablaba alto en el taller, en
la administración, en la redacción, en la calle, en el café, en el
circo, haciéndose notar, demostrando que no abrigaba temor á nada ni á
nadie. Cada frase suya era una sentencia, aun ante el mismo director
de _El Justiciero_. Tenía ademanes rotundos de caballero andante
pronto á lanzarse contra una cuadrilla de malandrines. El manso se
había convertido en impulsivo, con el deschavetamiento del amor propio
exacerbado.

--Es siempre malo que á un sonso se le aparezca un dijunto--solían
decir algunos más avisados, al ver pasear á Ortega con el sombrero en
la nuca y haciendo molinetes con el bastón.

Silvestre vaticinaba algún futuro desmán, refunfuñando entre dientes al
vislumbrar la silueta del nobilísimo Quijote:

--Decile á un sonso que es guapo y lo verás matarse á golpes--uno de
sus refranes favoritos, sólo que «matarse» resultaba en sus labios otra
cosa.

Y el boticario criollo no dejaba de tener razón.

Ortega acostumbraba tomar el vermouth vespertino en la confitería de
Cármine, con el estanciero Gómez, el anglo americano White, famoso por
su fuerza hercúlea, el doctor Fillipini algunas veces, y otros amigos.

Un día que D. Lucas se había retardado en la imprenta, el acopiador
Fernández se acercó á la mesa, trabando conversación de negocios con
Gómez. No estaban conformes en un punto... discutieron, se acaloraron,
pasaron á las injurias... De pronto Fernández, ciego de ira, poniéndose
de pie, alzó la mano como para dar una bofetada á su contrincante.
White, más rápido, pudo evitar la realización del hecho, asiendo á
Fernández por los brazos, de atrás. Gómez, blandiendo una silla,
se había puesto en guardia, mientras su adversario forcejeaba por
desprenderse de las manos férreas de White. La actitud del grupo era
realmente amenazadora; y la desgracia quiso que en ese momento entrara
Ortega...

Ver aquello, y sin detenerse á reflexionar ni qué era, ni de parte de
quién estaban la ventaja y la razón, sacar el revólver de la cintura,
fué todo uno para el héroe novel que sólo soñaba batallas y victorias.
Y en menos de lo que se tarda en contarlo, hubo un estampido, un
poco de humo, un hombre muerto, y el estupor pasó batiendo las alas,
petrificando á los actores y espectadores de aquel drama que sólo había
tenido desenlace, y que sería comedia á no mediar un cadaver.

Y cuando se vió solo en la oficina de la comisaría, preso, con un
homicidio encima, la prolongada embriaguez del heroísmo se desvaneció
en aquel pobre cerebro y don Lucas se echó á llorar como una
criatura...



                        CON LA HORMA DEL ZAPATO


«Tengo el honor y la satisfacción de comunicar á usted, por orden del
señor Intendente, que desde la fecha queda suspendido y exonerado de
su cargo de subdirector y segundo médico del Hospital municipal, por
razones de mejor servicio, y agradeciéndole en nombre del municipio
los servicios prestados. Tengo el gusto de saludarlo con toda
consideración, etc., etc.»

Llegó esta nota á manos del doctor Fillipini al día siguiente de la
elección que consagró, por su consejo, municipal á Bermúdez.

--¡Mascalzone!--exclamó, pensando en su protegido de un minuto.

Pero sin que el despecho le ofuscara el raciocinio, salió de casa en
busca del firmante de la nota en primer lugar. Era éste el secretario
de la Intendencia, y podía aclararle muchos puntos, útiles para sus
manejos ulteriores. Le encontró tomando café y copa en la confitería
de Cármine. Haciendo un grande esfuerzo, un acto heroico, pagó la
«consumación» y pidió «otra vuelta».

--Dígame, Bustos,--preguntó por fin;--¿por qué me destituye don Domingo?

--¡Hombre, no sé!--contestó el otro, paladeando su anís, y no por
sutileza ni reserva política, sino por nebulosidad cerebral.

Viera, caracterizándolo, había publicado efectivamente, hacía poco, una
parodia de la fabulilla de Samaniego:

        Dijo Ferreiro á Bustos
          después de olerlo:
        --Tu cabeza es hermosa
          pero sin seso.
        ¡Como éste hay muchos
      que, aunque parecen hombres
          sólo son... Bustos!

--No sabe ¡bueno! Pero dígame cómo fué,--insistió Fillipini, en
su jerga ítalo-argentina, seguro de que por el hilo sacaría el
ovillo.--¿No le habló nadie?

--Nadie.

--¿Le hizo escribir la nota así, sin más ni más?

--Sí, mientras estaban votando...

--¿Y nadie había ido á verlo?

--Nadie más que Gino, el pión de Cármine.

--¿Y á qué iba Gino?

--Á nada. Le llevaba un papelito.

Fillipini calló, apuró su taza, pagó, salió y volvió á entrar por otra
puerta, metiéndose hasta el patio y las cocinas. Allí vió á Gino,
hecho una pringue, como que era el lavaplatos--el platero, según los
chistosos pagochiquenses,--de la confitería de Cármine.

--¿Quién te dió el papelito que le llevaste al intendente el
domingo?--preguntóle en italiano.

--Il signor notario,--contestó Gino, mirando á su egregio compatriota
con los ojos azorados y los carrillos más mofletudos y rojos que de
costumbre.

Fillipini, sin agregar palabra ni saludarlo siquiera, siguió andando
y salió por el portón de los carruajes, encaminándose al Club del
Progreso.

Allí se sentó, poniéndose á sacar un solitario, indiferente y tranquilo
en apariencia, pero sin que nada escapara á sus ojos avizores. Ni aun
cuando entró Ferreiro se le conmovió un músculo de la cara, blanca,
impasible, rebosante de salud y de satisfacción. Pero á poco abandonó
el solitario, y evolucionando lentamente entre los grupos de jugadores
y desocupados, acabó por hallarse, como deseaba, mano á mano con
Ferreiro.

Los dos zorros viejos se saludaron casi cariñosamente, en apariencia
sin aludir al suceso de que eran primeros actores; pero Fillipini no
tardó en lanzarse á la carga:

--¿No sabe? Don Domingo me ha destituido...

--¡No diga! ¿De veras?

--Sí, señor. Me ha destituido... Pero no me importa mucho, porque eso
no puede quedar así...

--¿Pero por qué? ¿Cómo es eso?

--¡Pavadas! El pobre no sabe lo que hace.

--Diga, pues, doctor; que, si yo puedo...

Fillipini, sonriéndose, miró la hora en su reloj de bolsillo, muy
calmoso, muy dueño de sí mismo; y luego, mirando á Ferreiro bien en los
ojos, dijo con buen humor:

--¡Claro que puede! Usted y el doctor Carbonero se apresurarán á
defenderme. Se necesita ser muy cretino para portarse así con un hombre
como yo.

Ferreiro pulsaba al «gringo», sorprendido de tanta soltura, de tanta
desfachatez, y pensando:

--¡Si se habrá encontrado topate con te toparías!

Pero quiso darse cuenta exacta de los puntos que calzaba su
contrincante, y después de un segundo de silencio, le preguntó:

--¿Y por qué cree que Carbonero y yo, lo hemos de defender?

El médico se echó á reir con aparente franqueza, y:

--Porque ustedes son demasiado inteligentes para no
hacerlo,--contestó.--Y demasiado amigos míos,--agregó inmediatamente,
dorando la píldora, no sin ciertos asomos de sarcasmo.

--Amigos, sí... está bueno. Pero si usted pretende amenazarnos...

--¡Señor Ferreiro!--dijo entre carcajadas Fillipini.--Si yo no lo
conociese tanto, lo que me dice sería como para hacerme creer que usted
ha «mojado» en esta barbaridad...

--¡Yooo!

--¡No, no lo creo, claro está que no lo creo! Al contrario: usted lo
hubiera impedido, á saberlo... ¡Bah! entre bueyes no hay cornada, como
se suele decir... Para mí el caso es sencillo... Ese «lavativo» de
Bermúdez tiene la culpa, y me ha hecho una gran cargada, después que le
di el modo de hacerse municipal...

--¡Y por qué se lo dió!--interrumpió violentamente Ferreiro.

--¡Eh!... ¡Questo é un altro paio di maniche!--murmuró Fillipini con
mucha socarronería.

Hizo una pausa, sonriente é insinuante, para continuar después:

--Yo soy muy necesario en el hospital, porque Carbonero no va casi
nunca, y hago todo el servicio... Si se nombrara á otro... con la
administración... y los gastos tan grandes... Además, que hay que
nombrar á otro, desde que Carbonero no iría aunque lo mataran.

--¿Y de ahí?...

--¿Á quién nombrarían? El único médico que queda es el doctor Pérez y
Cueto...

--¿Y eso?

--Que nombrarlo á Pérez y Cueto sería como meter las narices de toda
la oposición en el hospital... Publicar lo que comen los enfermos,
cuando comen... descubrir el estado de la farmacia... de las ropas
de cama... contar lo que pasa con los cadaveres que se quedan allí
días y días, y lo que hace la enfermera que se va á dormir todas
las noches en su casa, y el ecónomo que poco á poco se va llevando
cuanto hay... Un enemigo como Pérez vería todas estas cosas con malos
ojos, las exageraría, metería un bochinche de dos mil demonios... No
pensaría como yo, que el hospital está relativamente bien, porque
no todo puede marchar á la perfección en un pueblo tan pobre como
éste, y tan atrasado... Además que la gente que va á curarse allí es
de poca importancia y no le interesa á nadie: extranjeros, personas
de otros pagos... Si no fuera así, también, ya hubiera habido más de
un escándalo... Pero, ya se ve, con las preocupaciones actuales que
convierten la palabra «hospital» en sinónimo de «muerte», sin que
nada pueda evitarlo, no hay que tomar el rábano por las hojas, ni
meterse á redentor... Cualquier hombre sensato, yo el primero, tiene
que considerarlo así; pero no se me negará que todo esto constituye
un arma tremenda para los opositores, que si no la utilizan es porque
están ciegos como topos. Las chicas se les van, y las grandes se les
escapan...

Durante este largo discurso, pronunciado con bonhomía y serenidad,
como si se tratara de intereses ajenos, el escribano observaba con
desconfianza á Fillipini, diciéndole para su capote:

--El gringo éste es muy ladino. Si nos metemos con él, de repente nos
va á salir la vaca toro. Me precipité demasiado, y las calenturas son
malas consejeras.

--Pero, por sonsos que sean--continuó muy lentamente Fillipini,--por
sonsos que sean sabrán «rumbear» en cuanto alguien les enseñe el
camino; y entonces no habrá quién los ataje... ¡Chica farra se armaría
si lo nombraran á Pérez y Cueto!...

--También es posible no nombrar á nadie. El hospital no necesita...

--¡Usted no dice eso seriamente, señor Ferreiro! Ma! por poco que
sirva el hospital tiene que tener médico, y ya sabe que Carbonero no va
y no irá nunca... Yo preferiría que nombraran á otro si no quisieran
reponerme á mí. Pero, de cualquier modo, ya lamentarán haberme
separado...

No daba el doctor Fillipini asidero para que se le replicara alzando
la prima; al contrario, cuanto decía estaba muy puesto en razón, y sus
verdades no le brotaban ni agrias ni amargas de la boca, aunque tras
ellas hirviesen amenazas tan terribles cuanto evidentes.

--Lo que se había pensado,--dijo sin embargo Ferreiro,--era no nombrar
á nadie.

--Ma! y cómo dijo que no sabía nada?--preguntó con fingida candidez
Fillipini.

--Digo... se había pensado... así en el aire... para el caso de que se
produjera una vacante...

--Capisco...

Y ni una objeción más. Fillipini se quedó mirando de hito en hito á
Ferreiro, que al poco rato no pudo contenerse y exclamó:

--¡Pero también usté! ¿Por qué se metió en lo de Bermúdez, para qué nos
forzó la mano sin necesidad?...

--Questo é un altro paio di maniche!--repitió el doctor.--Se lo vuelvo
á decir, porque ustedes no se habían dado cuenta de dos cosas: de que
Bermúdez es un magnífico instrumento en la municipalidad, primero; y
de que yo puedo serle muy útil ó muy perjudicial, después. Era preciso
que nos conociéramos, señor Ferreiro, para que ustedes no me tuvieran
arrumbado en un rincón como hasta ahora. Y usted convendrá en que me
he hecho conocer sin causarles perjuicio. ¿Es una buena cualidad, no es
cierto? ¡Vaya! ¡Dígale al intendente que me reponga sin ruido, y tan
amigos como antes ó más amigos que nunca, mejor dicho!

--Bueno... veré... pensaré.

--¡Eso es! Piénselo bien, caro. Yo no quiero que se haya ninguna
arbitrariedad en mi favor.

--¡Qué gringo éste!--murmuró Ferreiro, levantándose entre divertido
y malhumorado.--Es como la garúa finita, que lo cala á uno hasta los
huesos. Y se va á salir con la suya, no más,--agregó palmeándole el
hombro.

--Piénselo, piénselo y no se apure,--dijo el otro.--Para todo hay
tiempo, y á la corta ó á la larga usté se convencerá de que yo soy un
buen amigo.

--Y yo también, doctor.

Se separaron. Fillipini, seguro de haber movido bien las piezas,
murmuraba sin embargo:

--¡Eh! si pudieses ¡qué patada me darías! Pero no podrás...

Sin perder tiempo volvió á la confitería de Cármine, donde había un
grupo de opositores tomando aperitivos, los unos sentados alrededor de
las mesas, los otros de pie junto al mostrador. Silvestre, que peroraba
entre ellos, se acercó á Fillipini, como era, en parte, el deseo de
éste, pues quería hallar modo de que le vieran hablar largo y tendido
con algún enemigo de la situación,--Viera, si fuese posible, y lo
sería, pues se hallaba presente también.

--¡Hola, doctor!--dijo Silvestre aproximándose, con la confianza que
se tomaba con cualquiera y que en este caso justificaban hasta cierto
punto las relaciones de médico ó farmacéutico.--Me alegro de verlo por
acá. ¿Es cierto lo que me han dicho?

--¿Qué le han dicho? Siéntese y tome algo.

--Gracias,--y se sentó.--Mozo, otro vermú. Pues dicen que le han quitau
el empleo del hospital ¿es cierto?

--Sí.

--¿Y por qué?

--Oh, ésas son cosas, cosas...

--¡Hable, hombre, hable! Ya sabe que se me puede tener confianza.
¡Largue el rollo!

--¡Ma! Usted ya sabe cómo anda el hospital...

É hizo un cuadro, muy pálido en verdad, de aquel desquicio harto
conocido por Silvestre, quien sin embargo, se hacía de nuevas al oir
tales cosas de tales labios. Y terminó:

--Y como yo no quiero aguantar más ese desbarajuste...

--¿Lo han destituido?

--Eso es.

--¿Será cosa de Ferreiro y el dotor Carbonero, no?

--De ninguno de los dos. Es cosa de Bermúdez.

--¡Pero si Bermúdez ni siquiera es municipal!

--Pues ahí verá usted. Como ha salido electo, le ha calentado la cabeza
al intendente, y éste, para tenerlo contento me ha sacrificado, cuando
ya me había prometido arreglar el hospital.

--¡Bermúdez! tan bruto y tan...

--Así van los tantos... más vale un enemigo vivo que un amigo bruto...
Pero todo esto tiene que saberse...

--¡Claro que sí! ¿Quiere que se lo diga á Viera? Él ya tiene la
noticia, pero de un modo muy distinto. ¿Quiere?

--Llámelo, es mejor.

--¡Viera! ¡eh, _Pampa_! una palabrita.

Viera se acercó, sentóse á la mesa, oyó lo que el doctor quiso
contarle, creyó de ello lo más verosímil, y siguió luego largo rato en
amistosa charla. Á la hora de comer cada cual tomó para su lado, y la
vasta sala de la confitería quedó solitaria y tenebrosa, pues Cármine
bajó las luces para ahorrar petróleo.

Fillipini, muy tranquilo, se quedó en su casa aquella noche, aguardando
el desarrollo de los sucesos que con tanto cuidado acababa de preparar.
Cuando despertó, al día siguiente, lo primero que hizo fué pedir los
diarios que el sirviente le llevó á la cama.

Comenzó por la gaceta oficial, _El Justiciero_.--De su exoneración
ni una palabra, del hospital menos. Pero ¡oh detalle significativo!
en la noticia de un banquete festejando la elección de Bermúdez, y
en la lista de los invitados, su nombre figuraba entre los de Luna y
Ferreiro, ¡nada menos!

--É fatto!--murmuró con una sonrisa, arrojando despreciativamente el
periódico para tomar _La Pampa_.

Una columna dedicaba ésta al asunto del hospital, condenando á...
Bermúdez, por la destitución de Fillipini!; de Fillipini que--según el
artículo,--era lo mejor ó lo menos malo del oficialismo, un hombre así,
un hombre asao, cuyas intenciones eran tan sanas como sus propósitos
de reforma y administración. Bermúdez comenzaba desbarrando su carrera
política, como lo había previsto _La Pampa_, y si lo dejaban iba á ser
como un caballo metido en un almacén de loza... «El grrran consejero
de la situación, el señor Protocolos, podría meter en vereda á este
gaznápiro»,--terminaba diciendo el artículo.--La alusión á Ferreiro
era visible, pero no como para disgustarlo; ni el mismo Fillipini la
hubiera hecho con más tino...

En toda esta andanza el único que rabió fué Bermúdez, quien se atrevió
á encararse con Fillipini, para darle un sofión. El italiano se le rió
en la cara:

--¡Ma! ¡Usté tiene el estómago resfriao! Réchipe: sinapismos. Vaya
«amico Bermúdese» y vuelva por otra.

Ferreiro no aludió nunca á la escaramuza aquélla, pero desde entonces
tuvo siempre muy en cuenta á Fillipini, que, como es lógico, siguió de
segundo médico perpetuo en el Hospital Municipal de Pago Chico.

                   *       *       *       *       *



                      EL DESQUITE DE DON IGNACIO


La historia del gobierno de don Ignacio, llegado por maquiavélica
combinación política á Intendente Municipal de Pago Chico, sería
tan larga y tan confusa como la de cualquier semana del nebuloso y
anárquico año 20. ¡Como que duró más de una semana éste! ¡duró mes y
medio!

Mes y medio lo tuvieron de pantalla los oficialistas, desprestigiando
en su persona á la oposición. Todo era agasajo y tentaciones para él:
á cada instante se le ofrecía un negocito, una coima ó se le hacía
«mojar» en algún abuso más ó menos disimulado. En los primeros días
don Innacio reventaba de satisfacción: parecíale que el mero hecho
de mandar él había cambiado radicalmente la faz de las cosas, que el
pueblo tenía cuanto deseaba y soñaba, que los pagochiquenses vivían en
el mejor de los mundos...

Indecible es la explosión de su rabia, primero cuando Silvestre le
dijo las verdades en su propia cara, y después cuando Viera le aplicó
en _La Pampa_, varios cáusticos de ésos que levantan ampolla. Don
Ignacio quería morder, y trataba de echarse en brazos de sus noveles
amigos los situacionistas, que acogían sus quejas con encogimientos
de hombros y risas socarronas, contentísimos de verlo enredado en las
cuartas.

Lo del desquite se había hecho público y notorio, gracias á la buena
voluntad del farmacéutico.

--¿Cuándo podrá ser honrado don Ignacio?--se preguntaba generalmente,
como chiste de moda.

--¡Cuando la rana críe pelos!--replicaba alguno.--¡Ya le ha tomado el
gustito!

Los principistas, entre tanto, trataban de demostrar que el extravío
de un hombre no podía en modo alguno empañar la limpidez y el brillo
de todo un programa de honestidad y de pureza. Y Ferreiro y los suyos,
aprovechando la bolada, hacían lo imposible para aumentar el escándalo
y el desprestigio alrededor de aquel puritano pringado hasta las cejas
apenas se había metido en harina.

--Así son todos,--predicaban.--¡Quién los oye! ¡Los mosquitas muertas,
en cuantito pueden se alzan con el santo y la limosna!

Ferreiro, al aconsejar á los delegados oficialistas de la capital,
primero que hicieran municipal á don Ignacio y después que le dieran
la intendencia, había echado bien sus cuentas y deseaba dar un golpe
maestro que las circunstancias le presentaban maravillosamente,
porque, como él solía decir á sus íntimos:

--¡Más vale pelear de arriba que de abajo! Cuando uno tiene la sartén
por el mango no hay quién se le resista.

Pues bien, Ferreiro, conociendo el flaco del «desquite» que aquejaba á
don Ignacio, trató de hacerle pisar el palito, pero de tal modo que,
al caer, no arrastrara consigo á uno siquiera de los instrumentos que
le habían servido siempre en el gobierno local y sus adyacencias. El
problema, aparentemente difícil, era de una sencillez bíblica. Ferreiro
lo resolvió con un golpe de vista y una decisión napoleónicas.

La oportuna renuncia del comisario de tablada,--provocada por
Ferreiro bajo promesa solemne de reposición é indemnización
satisfactoria,--permitió á don Ignacio reemplazarlo con un hombre de
su confianza, hechura suya, «capaz de echarse al fuego por él», y más,
cuando el fuego estaba agradablemente substituido por el bolsillo del
contribuyente.

Nadie se opuso al nombramiento, ni nadie lo criticó, salvo los
copartidarios del intendente, á quienes todo aquello olía á
chamusquina. Bernárdez, pillete carrerista y gallero, que nunca había
sido trigo limpio, comenzó en paz á ejercer sus funciones de comisario
de tablada, coimeando y robando á gusto, y con prisa, como parte de
«esa oposición que tiene el estómago vacío desde hace veinte años, y
quiere saciar en una semana el hambre de un cuarto de siglo»,--como
decía _El Justiciero_.

No costó mucho á Ferreiro amontonar pruebas escritas y testimoniales
de aquellas exacciones y de la participación que en ellas tenía don
Ignacio, provocando con ellas un bochinche de doscientos mil demonios.
Interpelación al intendente en el seno del concejo. Réplica anodina
del interpelado. Iniciación por el concejo, ante la Suprema Corte de
La Plata, de un juicio político contra el intendente don Ignacio Peña,
acusado de abuso de autoridad, malversación de fondos, extorsión, la
mar...

Á todo esto, don Ignacio no había rescatado ni la mitad de los pesitos
invertidos en la campaña opositora, y á cualquier lado que mirara no
veía sino enemigos, pues todo el mundo se le había dado vuelta. Abocado
al naufragio, suspendido por la Corte, con la comisaría de la tablada
intervenida por el tesorero municipal, aquél de la larga fama, dirigió
los ojos angustiados hacia los cívicos, esperando hallar entre sus
brazos un refugio, por lo menos la piedad y el perdón que alcanzó el
hijo pródigo.

Nadie le hizo caso. Era la oveja sarnosa que podía contaminar y
desprestigiar la majada entera. En _La Pampa_, Viera le dijo sin piedad:

--El escribano Ferreiro le aconsejará lo mejor que pueda hacer.
Nosotros lo hemos declarado fuera del partido.

El diario publicó, en efecto, esta resolución al día siguiente.

Silvestre, menos cruel, lo fué mucho más en realidad, desahuciándolo en
esta forma:

--¡Tome campo ajuera, don Inacio! ¡Agarre de una vez p'a'l lau del
miedo! ¡Métase en un zapato y tápese con otro!...

Don Ignacio trató de defenderse, «quiso corcovear», empezó una larga
disertación, puntualizando sus principios, desarrollando sus planes de
reforma, enarbolando su bandera cívica... Silvestre que lo miraba con
la cabeza inclinada ora á la derecha ora á la izquierda, de tal modo
que el intendente podía apenas contener su ira furiosa, le interrumpió
de pronto, exclamando con su tono más burlón y agresivo:

--¡Ande vas conmigo á cuestas!...

Estuvo á punto de recibir un tremendo puñetazo que sólo evitó gracias á
su agilidad. Pero era cierto. Don Ignacio no podía ya engañar á nadie
ni engañarse á sí propio, siquiera. Aguardabalo el ostracismo que
la patria ingrata reserva á sus grandes hombres... Al día siguiente
renunció.

_La Pampa_ de Viera dijo que aquello era un colmo de cobardía, la
negación de todo valor cívico, la confesión de una falta absoluta de
conciencia del valor, de las propias acciones, una mancha indeleble
que caía sobre la reputación y el carácter de don Ignacio, como
hubiera caído sobre el partido entero, si éste no hubiera repudiado y
excomulgado á tiempo á la pobre oveja descarriada, que sólo merecía
desprecio en la acción pública, lástima y olvido en la vida privada,
que nunca debió abandonar.

El artículo de _El Justiciero_, inspirado por Ferreiro, era mucho menos
contundente, y no apaleaba en el suelo al infeliz don Ignacio.

«Se ahorra muchos disgustos--decía,--y permite á Pago Chico volver á la
marcha normal de sus instituciones, dirigida por hombres que, cuando
menos, tienen la experiencia del gobierno, el conocimiento de las
necesidades públicas y el tacto que se requiere para no provocar á cada
momento graves incidentes y dolorosas complicaciones.»

Como en aquel tiempo la Suprema Corte, instrumento político de primer
orden para el gobierno, recibía cada mes cuatro ó cinco expedientes
de conflictos municipales, y los apilaba sin piedad para años enteros
si el ejecutivo interesado en la resolución de alguno de ellos no
le mandaba otra cosa, el «juicio político» de don Ignacio no había
prosperado aún, y mediando la renuncia de la intendencia, de acuerdo
los municipales y él, pudieron retirarse los escritos y echar sobre el
asunto una montaña de tierra.

Don Ignacio, después de esta tragedia, casi no salía de su casa. Cuando
se le hallaba por la calle parecía un pollo mojado. El apabullamiento
había sido completo. Sin embargo Silvestre no le perdonaba, y una tarde
que lo encontró, tuvo todavía alma de decirle:

--Lo de la honradez ya lo sabemos, don Inacio. Pero, tengo curiosida...
¿alcanzó á desquitarse del todo?

El otro estuvo á punto de morderlo, y lo hubiera hecho á no ponerse
Silvestre á buen recaudo, gritándole:

--¡Lástima que no le dejaran empezar la honradez!... ¡No queda peso con
vida!...



                       LAS MEMORIAS DE SILVESTRE


Nuestro amigo el boticario Silvestre Espíndola hubiera llegado á ser
un grande hombre en cualquier otro medio, con sólo algunas variantes
en el carácter y en la especialidad de su talento. Desgraciadamente
se malgastaba en fuegos artificiales. Carecía de espíritu científico;
no hacía síntesis sino en la farmacia, manipulando substancias
químicas y sin saberlo siquiera. En la política y en la sociedad
limitábase forzosamente al análisis. Y el análisis, cuando falta la
generalización, no conduce á las grandes acciones, ni aun á la acción,
lo que quiere decir que no modela grandes hombres.

Pero, en otro ambiente, soliviantado por otros elementos, combatido ó
favorecido por otras circunstancias, hubiera llegado lejos, pues en los
centros importantes, donde rebosa la vida, no faltan para una entidad
cualquiera las entidades complementarias, que la convierten de la noche
á la mañana en personalidad, ó cuando menos en individualidad. De otra
manera en cada país no habría sino un número irrisorio por lo exiguo,
de personajes dirigentes.

Lo serían, sólo, aquéllos que de veras tienen temple para serlo.

Sin embargo, Silvestre no era grande hombre ni en Pago Chico, donde
aparecían como tales, Ferreiro, Luna, Machado, Fillipini, Bermúdez,
Viera, don Ignacio, Carbonero, Barraba, Gómez y cien más, sin contar al
diputado Cisneros, pitonisa del partido oficial, y al senador Magariño,
deidad invisible é intangible, que sólo muy de tarde en tarde soltaba
desde su nebuloso Sinaí algún nuevo mandamiento de su decálogo con
extrambotes ó añadiduras.

Silvestre no era grande hombre... Entendamonos. No lo era para Pago
Chico, probablemente porque «nemo propheta in patria», pero lo era, lo
es y lo será siempre para nosotros. Si no nos bastaran sus altos hechos
conocidos y desconocidos para juzgarlo así, nos bastaría y sobraría
el conocimiento que, posteriormente y gracias á la indiscreción de un
amigo común, hemos tenido de su obra magna: sus memorias políticas.

Hablemos claro.

No hay tales memorias. Silvestre era incapaz de consignar día por
día en un cuaderno, con los ojos puestos en la posteridad y para uso
y experiencia de las generaciones por venir, los acontecimientos á
que asistía ó en que actuaba, el retrato físico y psicológico de sus
contemporaneos, la filosofía que se desprende de los sucesos, las
pasiones, las cosas y los seres. Á ser capaz, sería grande hombre para
alguien más que nosotros.

Pero lo era, ¡y tanto! de no contentarse con el relato verbal y
circunstanciado que de cada novedad hacía en su farmacia, llenando las
lagunas con lo que le inspiraban su lógica ó su imaginación, aguda
y atrevida la una, viva y acalorada la otra. Así es que acogió con
júbilo el pedido de informes que le hiciera un amigo suyo, periodista
bonaerense, deseoso de estudiar por lo menudo la psicología de la
política y la administración en la campaña provinciana.

En un principio las cartas menudearon, erizadas de datos y
observaciones; luego, de pronto, sobrevenido el cansancio, Silvestre
amainó, hasta enmudeció; pero, gracias á la insistencia con que lo
espoleaba su amigo el periodista, nuestro hombre reanudó á ratos la
chismografía postal con visos sociológicos, interesante para él, es
cierto, pero,--como le costaba trabajo y dedicación,--menos grata que
la verbal de todos los días, frondosa, repetida, recalentada muchas
veces, que le ofrecía, además, la enorme ventaja de no dejar huella
posiblemente perjudicial en lo futuro.

El periodista en cuestión ha tenido la deferencia de facilitarnos el
legajo de las cartas silvestrinas, al saber que nos ocupábamos de legar
á la posteridad el relato de algunos episodios pagochiquenses, para
que sacáramos de ellas cuanto quisiéramos, bajo la única condición
de cerrar esos extractos con el áureo coronamiento de una síntesis
por él escrita, basándose en tales estudios, y que podría titularse
«Psicología de las autoridades de campaña».

Cumpliendo el pacto no sin restricciones por cierto, pues el hombre no
debe nunca cumplir estrictamente su palabra en ciertas cosas, so pena
de pasar por tonto, vamos á integrar este capítulo con párrafos de
las que llamamos «memorias silvestrinas», tomados aquí y allí en sus
sabrosas epístolas, y con párrafos, también, de la obra periodística
aludida, que, á publicarse entera, abrumaría de tedio á los lectores de
mejor voluntad, no porque carezca de mérito--muy al contrario,--sino
porque la gente no está hoy para teologías.

Éste sería el gran momento de entrar en materia y acabar de una vez
con tan engorroso epítome; pero nos ocurre una observación: Hemos
incurrido en una deficiencia que más tarde podría echársenos en cara, y
que podemos salvar aquí sin mucho sacrificio. ¡El retrato de Silvestre
no adorna todavía las páginas de Pago Chico, ni nos hemos detenido á
echar una ojeada á su laboratorio!... Cierto es que, considerando todo
retrato literario prosa destinada á que la salte sin piedad el lector,
nos atuvimos hasta aquí á los hechos escuetos, sin describir cosas ni
personas; pero es cierto también que aún á riesgo de tan dolorosa é
inevitable indiferencia, debemos hacer ese honor al ilustre boticario,
ubícuo en estas páginas como Dios en el universo.

Era Silvestre de mediana estatura, delgado, nervioso, menudo, de
extremidades pequeñas y finas. Tenía mucho aire á Laucha, pero con más
trazas de gente, según los apreciadores y apreciadoras de Pago Chico.
Llevaba el cabello negro erizado sobre la frente angosta, cruzada
ya por una arruga de preocupación que las malas lenguas atribuían á
muchos ratos angustiosos pasados en el Mirador, la timba del Rengo.
Las cejas delgadas y renegridas, sombreaban apenas los ojos pequeños,
negros también y muy brillantes, separados como por una tapia de
albarda por una nariz enorme, encorvada y fuera de proporción con la
cara angosta y chica. Si Laucha se parecía á un ratoncillo, Silvestre
semejaba un galgo, pero un galgo de expresión inteligente. Hablaba con
voz un tanto aguda y chillona, é inflexiones no exentas de gracia. Era
verboso, persuasivo, y tanto para decir la verdad como para mentir
(¡ay! solía mentir algunas veces) se expresaba con el calor contagioso
de la convicción. Por lo general vestía modestamente de saco, pero los
domingos y fiestas de guardar se empaquetaba en un jaquet color pizarra
de largos y tremolantes faldones, y para las grandes solemnidades
tenía una levita negra, pariente cercana del jaquet, que él llamaba
indistintamente «mi leva» ó «mi funeraria», aludiendo con esto último
al hecho de sacarla más frecuentemente para entierros y funerales que
para otra clase de diversiones.

Como era de uso corriente en aquella época, apenas lo veían enlevitado
y de sombrero de copa, los pilluelos de la vecindad, y aun los que no
lo eran, iban gritándole en coro, por detrás:

--Don Silvestre ¿p'ande va la galera?

Ó le cantaban con el estribillo de un vals á la moda:

      Tin tin, el de la galera,
      tin tin, el de la galera:
      tin tin, el de la galera,
      la galerita y el galerín.

--¡L'evita la caminata!--exclamaban luego, aludiendo á la lujosa
prenda con un retruécano fácil y poco espiritual, por cierto, pero
popularísimo en aquellos años de ingenuidad, alegría y «mira que te
corre el chancho.»

Para el jaquet era otra cosa: una coplilla también cantada en coro y
cuya letra se basaba en dos «calembourgs» orilleros:

      --¡Ya que has venido
      p'a qué te vas!
      ¡Pagá la copa,
      después t'irás!

«Yaquí, paquete»--no deja de ser ingenioso ¿verdad? y sobre todo en
Pago Chico...

Silvestre no volvía la cabeza, ni contestaba á la irrespetuosa y
bullanguera pandilla que, cansada al fin, lo dejaba en paz é iba á
repetir la broma con don Domingo Luna, ó con Machado, ó con Bermúdez,
aferrarse á él entonces, hasta encontrar alguno que se enfadara y darse
el gusto de hacerlo rabiar hasta el rojo blanco.

Agregaremos esto en secreto y bajo palabra de honor de que no será
divulgado por quienes lo oigan: Silvestre no era farmacéutico ni
nada. Odiaba los títulos académicos, y maldecía las facultades que
dan patente á la inepcia y la ignorancia. No quiere decir esto que
supiera más que cualquier infeliz sometido á los estudios regulares,
la frecuentación de las aulas, los exámenes, etc. Casi estaríamos por
decir que sabía mucho menos, ó que no sabía nada. Pero su espíritu
de independencia nos gusta en lo que tiene de probatorio á favor de
nuestro aserto de que podría haber sido un grande hombre: con ese
desparpajo y en terreno propicio, se hace camino para llegar donde se
quiera, siempre que se sepa dónde se quiere llegar. Y aunque Silvestre
fuese tan abiertamente enemigo de la facultad, fuerza es confesar que
nunca se atrevió á hacerle guerra declarada: así, evitando una posible
clausura de la botica por su falta de título, pagaba á un farmacéutico
residente en Buenos Aires, para que se la regentase in nomine, sin
asomar nunca las narices en Pago Chico.

También, si el regente hubiese llegado á conocer el establecimiento á
que prestaba su nombre, y por el que se responsabilizaba, pues en caso
de inspección debía aparecer Silvestre como su dependiente y él en
viaje ocasional, es posible que hubiera retirado su garantía ó por lo
menos pedido un fuerte aumento de gajes. Todo es cuestión de precio.

La farmacia, efectivamente, fuera del escaparate con sus grandes
redomas de agua colorada de verde y de rojo con anilina, y del
pequeño despacho para el público, con sus estantes llenos de cajas de
específicos, sus dos sillones de roble con esterilla y su mostrador
con la balancita de precisión guardada entre cristales,--más tenía
de pocilga y almacén de trastos viejos que de otra cosa. Detrás del
mostrador, hacia el fondo, corría el laboratorio, generalmente cubierto
de una espesa capa de polvo, con las probetas sucias, los tubos de
ensayo medio llenos, las cápsulas con poso, los pildoreros hechos una
pringue, los almireces con residuos de lo molido en ellos la última
vez. Cuando había que usar alguno de ellos, un golpe de trapo bastaba á
la urgente limpieza... En un patiecito se amontonaban las botellas, los
frascos, los potes de todo calibre, y Rufo, el único peón, se ocupaba
en lavarlos con municiones, cuando se lo permitían sus otras múltiples
faenas de escudero de Silvestre, ó cuando no urgía la manipulación de
ungüento de hidrargírio.

Dos pasos atrás del mostrador, es decir, antes de penetrar en el antro
del laboratorio, abríase sobre la derecha una puerta que daba á la
habitación convertida en sala-comedor-dormitorio, donde Silvestre
recibía sus visitas y organizaba el «mentidero» de la rebotica, club
peculiar que no falta en pueblo alguno americano ó europeo, á juzgar
por todas las crónicas antiguas y modernas, novelas, comedias, pasillos
y entremeses. Allí estaba la cama que desaparecía tras de un biombo
en cuanto se levantaba Silvestre, para transformar la alcoba en
comedor, cómo éste se trocaba en salón de tertulia una vez quitados
los manteles. Una caja de dominó, un juego de ajedrez y una guitarra,
parecían atestiguar que no todo era chismografía en aquella habitación
cuyo aspecto, aunque muy modesto, nada tenía de desagradable. Pero ¡ay
si un curioso atisbaba detrás del biombo tapa-miserias! el rincón de la
cama ofrecía el más completo y desaseado desorden, con sus palanganas y
vasos de noche sin enjuagar, medias usadas, ropa blanca por el suelo,
botines cubiertos de barro ó de moho, corbatas, ropas exteriores
tiradas,--un cafarnaum de criollo soltero en tiempos en que todavía no
reinaban las higiénicas costumbres que van imperando poco á poco...
hasta en el Pago.

Podríamos seguir describiendo aquello. Más aún: podríamos describir uno
por uno los personajes de este libro, es decir, todos los habitantes de
Pago Chico, sus respectivas viviendas y almacenes, sus costumbres y sus
trajes. Aquí, bajo la mano, tenemos toda la necesaria documentación,
y lo podría suplir fácilmente la fantasía, cuando no que faltara el
recuerdo de investigaciones y estudios hechos con paciencia y tesón en
el teatro de los sucesos. Pero «non est hic locus,» dirá el lector,
agregando que por el hilo se saca el ovillo, y que conoce del sótano al
desván las casas pagochiquenses así como de pies á cabeza las personas,
pues nos ha prestado la colaboración inapreciable é insustituible de su
atención sostenida y amistosa.

Siendo así, no nos resta sino pasar por alto miles de notas que harían
de este volumen un infolio, sólo con adoptar el sistema imperante
aún de no dejar nada al ingenio ajeno, imitando al actor aquél que
declamaba los versos y las acotaciones, sin perdonar una. Vamos,
pues, sin más tardanza, á los extractos anunciados del epistolario
silvestrino. Son los siguientes, y como se comprenderá á primera vista
se refieren á muy diversas fechas, pues su correspondencia abarcó un
período de años:

                   *       *       *       *       *

«Te darás cuenta de lo que es este pueblo al saber que no tiene más
que una plaza, cuando debería tener cuatro, como consta en el plano
primitivo, escondido por mí arriba de uno de los armarios de la
Municipalidad, en tiempos de la intendencia de don Ignacio.

Las otras tres se vendieron en un remate de ñanga-pichanga, con el
pretexto de que eran innecesarias y había urgencia de arbitrar recursos
para la Municipalidad. ¡Mentira! Era para atrapárselas.

Se las adjudicaron sin vergüenza Ferreiro, Luna y Machado, á cinco mil
pesos cada una y sin aflojar mosca, porque las pagaron con cuentas
atrasadas, compradas por un pedazo de pan á varios infelices cansados
de tramitar el cobro al cuete.

Los quince mil pesos quedaron reducidos para ellos á unos cuatro mil, y
se embolsicaron una fortuna á vista y paciencia de todo el mundo.

¡Decíme si esto no es el callejón de Ibáñez!

Pues, para remachar el clavo, los mismos personajes y otros cortados
por la misma tijera, han hecho gastar á la Municipalidad más de cien
mil nacionales en la plaza que queda, «para ponerle tierra buena.»
Comenzaron un pozo, le habrán echado tres ó cuatro carradas cuando
mucho, y andan tan campantes.

¡Figurate que los únicos árboles que tiene la plaza con los tres
aguaribays que plantaron los milicos en tiempo del Fuerte! El agujero
está sin tapar desde hace una punta de meses, y más valiera que se
hubiesen llevado los morlacos sin hacer la parada de trabajar.»

Son unos peines que ni caspa dejan, y lo único que me llama la atención
es que no se roben las casas con gente y todo.

                   *       *       *       *       *

«Las elecciones de ayer han pasado tan tranquilas, que ni mesas se
instalaron en el atrio, ¡date cuenta!

Los escrutadores no se acordaron de la votación hasta que Bustos,
el secretario de la Municipalidad, les llevó las actas fraguadas en
casa de Ferreiro, para que las firmaran y mandarlas después á la
capital.--Dicen que uno le dijo:

--¡No se apure tanto amigo! ¡Si las eleciones son el domingo que
viene!...

Y lo mejor es que Bustos se quedó en la duda y corrió á consultarlo á
Ferreiro que, á la noche, lo contaba en el club, riéndose á carcajadas.

Total: sin que nadie se moviese de su casa, sin gastar un centavo, hubo
mil doscientos votantes por la lista del gobierno, lo que da á Pago
Chico una enorme importancia política.

Así se hace patria.»

                   *       *       *       *       *

«El Rengo, dueño de la casa de juego que llaman El Mirador, me cuenta
que en las últimas elecciones, el comisario Barraba le dió orden de ir
á votar con los carneros, diciéndole:

--Si los cívicos ganan, se acabó la jugarreta y vos te fregás, porque
se han comprometido á cerrar las casas de juego. Aura, si pierden, y
vos y los muchachos han votau con ellos, encomendate á la virgen y los
santos, porque los arriamos á todos una noche, sin asco, y los metemos
en la cafúa.

Yo le dije al Rengo que eso no le convenía á Barraba, porque perdería
la coima, que le paga; pero él me contestó:

--¡Qué perder ni qué perder! ¡Como si faltaran otros que pondrían
bailando no digo una sino muchas timbas! No, señor; ¡hay que votar como
manda el comisario, y no andarse con vueltas, porque á lo mejor lo
dejan á uno en camisa, y que vaya á quejarse al Papa!

¡El que manda, manda, y cartuchera en el cañón, qué caray!

Decíme, hermano, si esto es páis ó qué.»

                   *       *       *       *       *

«Ya que querés saber algo más del comisario, te contaré algunas cosas,
pocas, porque no tengo tiempo: hay epidemia de tifoidea, y á cada rato
viene gente á la botica.

Ya sabés que Barraba le cobra coima al Rengo, dueño de la casa de juego
del Mirador; pues también le cobra á Laucha, el de la pulpería de La
Polvadera, al del reñidero de gallos, á otro que tiene un billar de
choclón á media cuadra de la plaza, y como si esto no bastara, ¡es
socio de la dueña de una casa pública, en la que ha hecho trabajar de
albañiles y peones á vigilantes y presos!

¡Es tan angurriento y tan raspa este animal, que no te podés imaginar
todo lo que hace para juntar plata! Así, Pago Chico es, gracias á
Barraba, el asilo de todos los cuatreros de la provincia que quieran
trabajar con él en completa impunidad. Su compadre, Romualdo Cejas es
el que capitanea la cuadrilla, esconde y negocia la hacienda robada.

Es un chino santiagueño, bastante alto y grueso, de ojos atravesados,
que cuando cae al pueblo viene de botas de charol, en un caballo
macanudamente aperado, con su rico poncho de vicuña hasta la rodilla,
tapándole el tirador en que trae facón y trabuco, lo mismo que Juan
Moreira.

Tiene el rancho á dos leguas del pueblo, en una isla que rodea un
cañadón siempre lleno de agua y pantanoso. El rancho, ó más bien los
ranchos, porque son varios, están en un albardón y atrás tienen un
corral de palo á pique. Allí vive él y toda su familia, además de los
cuatreros que lo ayudan.

Después se pasa otro bañado hondo y de agua muy cenagosa, que no se
seca nunca, y hay otro albardón, muchísimo más grande, donde meten la
hacienda robada. Nadie sabe por dónde la meten, ni nadie puede llegar
allí, porque el diablo de Cejas hace pisotear bien toda la orilla,
para que no se acierte con el paso.

De allí salen las haciendas y los cueros que se roban, allí se hacen
perdiz los padrillos de raza, los toros finos,--miles de pesos que van
á parar al matadero, como cualquier vaquillona ó cualquier novillo
criollo. Allí se «planchan» las marcas que, como sabés, es la operación
de quemar medio cuarto trasero al pobre animal, ó se «agrandan» las
mismas marcas, desfigurándolas con otros fierros. En fin, las picardías
conocidas.

La mitad de lo que saca Cejas es para Barraba, que si no no lo dejaría
trabajar. Naturalmente, el otro le birla gran parte de la ganancia,
porque para eso es un bribón desorejau, y el que roba á otro ladrón
tiene cien días de perdón. Pero donde no lo puede estafar, porque el
comisario lo fiscaliza, es en una carnicería que han puesto en las
afueras del pueblo para vender la carne robada. ¡Qué pensás de esto,
ché!

Pero, como ya te digo, no se harta, y aunque en la policía se come qué
sé yo cuántos vigilantes, nunca hay un nacional ni para el rancho de
los agentes y los presos, ni nadie le quiere fiar nada para cosas del
servicio.

Ayer mandó buscar una carrada de leña, dándole un vale al sargento
que se anduvo todas las carbonerías una por una, sin que le quisieran
vender sino con la platita en la mano. Cuando lo supo Barraba, por no
soltar sus realitos, hizo que hicieran fuego en la comisaría con las
patas de unos catres.

¡Se come hasta la alfalfa de los pobres patrias! Esto no te lo
explicarás, pero es así: la Intendencia le pasa una mensualidad para el
forraje de los caballos, que sin embargo tienen que contentarse con el
verdín del patio, hasta que se mueren de alegría.

¡Y cómo es de bruto! Figurate que á don Juan Dozo, municipal, le
robaron el otro día unos cuatrocientos pesos. Dozo, hizo su denuncia
á Barraba, y los milicos y los oficiales se echaron á nadar, sin
encontrar naturalmente ni la plata ni el ladrón.

Pues ¿qué te parece que hace Dozo? Se va á consultar á una adivina
que tenemos que llaman misia Dorotea, y ésta probablemente por alguna
venganza, le hace sospechar de uno de sus peones, llamado Sayús.

Dozo le cuenta la cosa á Barraba y éste, sin más ni más, hace prender
al peón, y allí en un cuarto que hay en el fondo de la comisaría,
comienza á ahorcarlo y descolgarlo, para que confiese... ¿Creés que es
mentira? Pues la denuncia ha ido al ministro de gobierno, que no ha
hecho nada, porque Barraba es hombre de la situación «un perro fiel»,
como él mismo dice.

Hacé públicas estas cosas. ¡Es preciso! ¡Hacelas públicas, para que no
vuelvan á suceder!

Por las que te cuento al correr de la pluma puedes imaginar las que
sucederán, pues estas fechorías son como la tifoidea que tenemos
actualmente: nunca son casos aislados en pueblos de este corte. Las que
yo sé son tremendas, pero ¡cómo serán las que no sé!

Dejame que te lo repita: Publicá esto para que no se haga más. Yo no
encuentro otro remedio...»

                   *       *       *       *       *

«Con motivo de la toma de posesión de los nuevos municipales, y por si
á la oposición se le antojase meter bochinche en la barra, Ferreiro
ha hecho venir del Sauce,--como si no bastara la policía--un gaucho
matón y compadre llamado Camacho, á quien le dicen «Moraira», y que
recorre las calles armado con un tremendo facón y un descomunal
trabuco naranjero, que al propósito anda dejando ver debajo del
poncho deshilachado. Este Moraira debe muchas á la justicia, porque
es madrugador, asesino y de alma atravesada. Es un flojo y un cobarde
cuando no está bebido; pero borracho es una fiera, de modo que ahora lo
hacen chupar como un saguaipé para que, por lo menos, meta un julepe á
alguno.

Ha muerto á traición á tres ó cuatro, en estos últimos años, pero como
nunca se ha atrevido con ningún oficialista, y siempre lo protegen
los que lo utilizan como instrumento, el castigo mayor que se le ha
dado hasta hoy, es el de hacerlo escaparse del partido en que «se
desgració», recomendándolo como «hombre de acción» á las autoridades de
cualquier otro.

Ferreiro lo ha traído por la fama terrible que tiene, pero
probablemente sin intención de utilizarlo de veras, porque es hombre de
intriga pero no de sangre. Sin duda nos ha querido correr con la vaina,
y te debo confesar que lo ha conseguido, porque este pueblo es muy
mulita y no quiere estar á las duras sino á las maduras.

Seguro que ya Ferreiro se ha arrepentido de haber llegado tan lejos,
porque el tal Camacho ó Moraira es una verdadera calamidad, y todo el
mundo lo acusa á él de haberlo traído, hasta los mismos carneros que no
se fían de semejante salvaje y andan con el Jesús en la boca en cuanto
lo tienen cerca, no sea cosa que caigan en la volteada, sin querer.

Anoche anduvo borracho á caerse, baladroneando y amenazando con matar
y degollar; salió á la calle con el trabuco cargado hasta la boca y
el gatillo alzado, preguntando á gritos dónde estaban esos «chivitos»
de m., hijos de una tal por cual, y diciendo que salieran si eran
c... para enseñarles quién es Moraira y quiénes son los del partido
provincial. De seguro que mata á alguien, quizás á alguna mujer ó
criatura, si el mismo Ferreiro no sale á buscarlo para llevárselo á
dormir la mona.

Camacho no se quería ir aunque Ferreiro se lo mandara, diciéndole
que todo estaba tranquilo, que habían triunfado, y que al día
siguiente--por hoy--habría asado con cuero y era preciso madrugar.

--Mire, patroncito--le dijo por fin Camacho, tartamudeando con la
tranca,--lu haré' porq' usté l'ordena. Pero sepasé que les h'e dar en
medio'e las guampas, p'a que otra vez no se metan á sonsos!... ¡Ah,
hijos di una, no estar aquí! ¡Mire lo que les haría, patrón!...

Y descargó al aire su trabuco que hizo el estruendo de un cañonazo. La
gente se asomó con miedo á las puertas y ventanas, llegaron algunos
vigilantes, muy asustados y sin animarse á llegar hasta Camacho que
se había caído con la borrachera, y hasta creo que se había quedado
dormido inmediatamente. Ferreiro hizo que lo levantaran y lo llevaran
á la posada, cuando debió hacer que lo metieran al calabozo. Quizá
tuviera ganas pero no se atrevió, porque, como dicen, el miedo no es
sonso ni junta rabia.

En fin, si este malevo sigue por acá, estoy seguro de que va armar
alguna de Dios es Cristo. Esta mañana temprano ya andaba otra vez
perdonando vidas por el pueblo, y metiéndose á chupar en todas las
trastiendas.

Un oficialista me ha dicho que Ferreiro va á hacer que se mame como una
cabra para que no pueda ir á la sesión municipal. Mirá si va y con la
tranca descarga el trabuco sobre los padres de la patria chica!»

                   *       *       *       *       *

«Sí, nos dicen «chivitos», para vengarse de que les digamos «carneros»,
como son. Lo de chivitos viene del doctor Fillipini, que como italiano,
no puede pronunciar «cívico», sino «chívico». De ahí tomaron pie para
la gracia los más diablos del Club del Progreso, y después todos los
provinciales ú oficialistas.

Ahora verás: Viera acaba de devolverles la pelota porque _El
Justiciero_ tituló «Pax multa» su artículo sobre las elecciones,
que como te imaginarás han sido lo más pacíficas, porque ni los
escrutadores fueron al atrio... Pues Viera dijo en _La Pampa_ que
ese latinajo de «Pax multa», quería decir «Palo y multas», que es lo
único que dan nuestros municipales. Como lo escribía muy en serio, á
Fernández, el director de _El Justiciero_, se le atravesó la cosa,
y anduvo averiguando lo que significaban las palabritas que él
interpretaba como «mucha paz». Nadie se lo supo decir á derechas,
así es que se fué á preguntárselo al cura Papagna, que es como
preguntármelo á mí.

--La pache de la multiúdine,--dicen que le contestó el cura al tun tun,
pero dejándolo completamente tranquilo.

Viera y yo nos hemos reído á carcajadas de la cosa, aunque Viera sea
siempre más serio que bragueta de provisor. Y, á propósito de Viera, el
otro día lo embromé lindo, conversando sobre un suelto de _La Pampa_ en
que se quejaba de que desde hace seis años no se publican los balances
municipales.

--No los publican por honradez,--le dije.

--¡Cómo por honradez!--gritó furioso.

--¡Claro!--le retruqué.--¡Les sería tan fácil falsificarlos, que si no
lo hacen es por honradez!

¿No te parece que tuve razón? Él, por lo menos, se quedó con la boca
abierta y después se rió. ¡Bah! Hasta los más desvergonzados tienen su
pucho de vergüenza, y eso les pasa á los municipales. ¿No te parece?»

                   *       *       *       *       *

«No todo han de ser políticas. Para que te divirtás un rato, te copio
en seguida un documento que me ha facilitado su autor, seguro de haber
hecho una obra maestra,--como que la manda á _La Nación_ de Buenos
Aires, nada menos, contando con que se la publicará en sitio preferente
(¡agarrá ese trompo en l'uña!). Es la crónica completa de una fiesta
que resultó un verdadero velorio. Pero ya te darás cuenta por lo que
dice el artículo, que es el siguiente con título y todo:

                    «CORRESPONDENCIA DE PAGO CHICO

«Señor Administrador de _La Nación_:--Se celebraron aquí el día de
Corpus-Cristi con gran brillo y concurrencia las legendarias fiestas
del Santo Patrono de este pueblo, San Antonio; y aniversario de su
fundación.

«Han sido tres fiestas en una; la fundación, del día 11, lo mismo que
nuestra gran Metrópoli, el Santo el 13 y Corpus-Cristi el 14.

«Ha sido todo un acontecimiento.

«Desde la víspera, voluminosas bombas atronaban el éter, demostrando
con la variedad de colores, florones y antorchas, rarísimas
visualidades.

«Nuestro Pirotécnico, D. Ludovico Pituelli, demostró como siempre
gran ciencia y mucha perfección en el ramo, lo que le valieron sendos
aplausos.

«La función religiosa ó sea la misa, estuvo solemne, lo mismo que la
procesión de tarde, por la inmensa plaza-alameda que cubría con sus
frondosos árboles todo el ritual, y ofreciendo el panorama más hermoso
que en esta clase de funciones he visto, mereciendo los mayores elogios
las hermanas de la Inmaculada Concepción.

«El Reverendo padre Papagna como buen orador sagrado, tomó á su cargo
el panegírico y el sermón resultó notable. Amenizaba el acto la
armoniosa banda de música dirigida por el maestro Castellone y que lo
más que impresiona al público es: que está tocada por siete legítimos
hermanos; quizás será la única en el mundo; dicha banda amenizó la
fiesta con perfección; se debe su presencia á la buena voluntad del
diputado Sr. Cisneros, quien la pagó de su bolsillo. La policía muy
correcta, lo mismo que el comisario Barraba y el pueblo entusiasmado
con los recreos populares, que terminaron con el manto nocturno y el
tronar de las bombas.

«Por la noche grandes bailes en la casa de los Srs. Gancedo Tortorano
y Bermúdez, en donde bellas niñas lucieron las gracias de Tersícore,
concluyendo armoniosamente con el crepúsculo matutino.

Saluda al Sr. administrador _Cirilo Gómez_.»

                   *       *       *       *       *

«¡Á este Dr. Carbonero no hay con qué darle! El otro día, en la cancha,
el matón Camacho, traído por Ferreiro, y de que hasta ahora no nos
hemos podido librar, le dió tal garrotazo á Lobera que por poco lo
desnuca. Ahí no más quedó tieso más de media hora, tendido en el suelo
de la cancha.

Lobera está malamente herido, y quién sabe si no espicha, pero para que
Barraba y el juez Machado puedan poner en libertad al otro, el doctor
Carbonero ha extendido un certificado diciendo que no tiene nada.

Y lo más lindo es que mientras Moraira, ó sea Camacho, anda suelto
y compadreando como de costumbre, á Lobera me lo tienen preso en un
cuarto del hospital, en cama y con centinela de vista, sólo porque
tuvo la infelicidad de pelar el revólver cuando el otro lo volteó del
garrotazo.

Se le está haciendo sumario por desorden, uso de armas y no sé qué
otros crímenes. Y el pueblo entre tanto, calladito como en misa. El
único que protesta es el pobre Viera. Pero ¿á qué santo si nadie le
lleva el apunte?

Fuera de que los carneros le están haciendo una guerra tremenda, y
á este paso, pronto no tendrá ni con qué comer. Yo le dije que meta
violín en bolsa, pero él no quiere si no morir en su ley...»

                   *       *       *       *       *

«¡Decíme si no es cosa de morirse de risa por no reventar de rabia!
Hacía una punta de meses que mandabamos nota sobre nota al comité
central de la capital, sin que esos señores se dignaran contestarnos
una sola palabra. Parecía que se hubiesen muerto de repente. Viera,
por encontrar alguna disculpa, decía que era probable que el gobierno
hiciera interceptar la correspondencia en el mismo correo, de aquí ó de
allí.

--¡Andá ver!--le contestaba yo.--Es que no saben qué decirnos, ni
tienen plan, ni menos plata. Aquí hay que sostener el comité, dar algo
á la gente, comprar armas por un si acaso, ayudar á tu diario que
pierde demasiado, y como nadie da nada, claro está que se hacen los
suecos para no tener que mandar fondos desde allí.

Él no me quería creer, pero anoche vino furioso á la botica. ¡Por fin
había llegado algo de Buenos Aires! ¡Pero ni vos mismo adivinas qué!
Una lista de candidatos para diputados, todos ilustres desconocidos que
ni siquiera se han asomado al Pago, pidiéndonos que la votemos sin la
más ligera modificación, «porque de eso dependen los altos intereses
patrióticos que con tanta altivez y civismo hemos sabido defender hasta
hoy.»

--¿Qué vamos á contestar?--le dije á Viera.

--No sé,--me contestó;--lo que sé es que me dan mucha rabia.

--Pues contestales que aquí no podemos votar, porque no nos dejan, y
que aunque nos dejaran no votaríamos sino por una lista hecha después
de consultar nuestra opinión. Que para cambiar de nombre y no de
costumbres, más vale ser oficialista, que así siquiera se está cerca
del candelero.

--Nos dirán que tenemos delegados en el comité central, y que ellos se
han encargado ya de interpretar nuestra opinión,--me observó Viera.

--Bueno, hijo, mientras nos contentemos con esas lavaditas de cara,--le
dije,--vamos á estar siempre en las mismas. ¿Querés que te dé un buen
consejo? ¿Sí? Pues hacé como ellos, no les contestés una palabra y el
día de las elecciones les mandas un telegrama diciendo que el comisario
Barraba y sus fuerzas han impedido el acceso del pueblo á los atrios,
como será verdad por otra parte. Mirá, Viera: si el país se compone ha
de ser por algo muy raro y que nadie se espera. Lo que es nosotros y
los otros, nunca daremos pie con bola.

No sé qué te parecerán estas afirmaciones, pero así como las pienso y
se las dije á Viera, te las digo á vos por lo que puedan valer.»

                   *       *       *       *       *

Podríamos seguir espigando largo tiempo y con fruto en el feracísimo
campo del epistolario silvestrino, pero todo tiene su término y preciso
es darselo á estos interesantes extractos, para ceder parte del espacio
que resta á los prometidos párrafos de la especie de «Psicología de
las autoridades de campaña», desarrollada por el periodista amigo de
Silvestre. El lector verá que las mal llamadas «Memorias» no se cierran
tan mal con este trabajillo.»

                   *       *       *       *       *

«La provincia de Buenos Aires ha venido experimentando lentamente un
cambio que la aleja en modo notable de su punto de partida. Ni es ya
lo que era ni es aún lo que será. En su vasto escenario, el gaucho por
una parte y el hombre ilustrado por otra--la absoluta mayoría y la
absoluta minoría,--han cedido sus puestos á nuevos elementos que, no
teniendo caracteres definidos, no siendo bien aptos para sostenerse,
combatir, triunfar en la lucha por la vida, están destinados
inevitablemente á desaparecer. Son individualidades de transición,
que no pueden subsistir, aun cuando circunstancias más ó menos
artificiales les hayan dado el predominio que hoy ejercen. Su injusta
y transitoria preponderancia es lo que nos mantiene aún lejos de la
relativa perfección á que hubiéramos llegado. Pero tenían que surgir
si es cierto lo de que «natura non facit saltum», lo mismo que debemos
aguardar con fe un cambio favorable y próximo, pues un tipo intermedio
no puede perpetuarse, y menos en primera línea.»

Esto es algo tedioso, como lo comprenderá su mismo autor. Por eso
saltamos, sin más, á párrafos de corte no tan científico, pero en
cambio más interesantes en nuestra humilde opinión:

«Esos «dirigentes» de pueblo de campo, de partido, hasta de provincia,
semejantes á las nubes macizas como montañas al parecer, cuyos perfiles
se destacan rudamente sobre el cielo, pero que ni siquiera aparecían
en los antiguos negativos fotográficos, cual si no existieran--esos
dirigentes, digo, pueden tomarse por individualidades con rasgos
típicos propios, pero apenas se estudian sus líneas, su masa se
desvanece, como la nube, sin dejar impresionado el cerebro. De ahí la
dificultad de retratarlos y analizarlos. Son como las aguas vivas, que
se derriten fuera del mar. Tienen algo de moluscos, y sin duda por
eso cierto amigo, observador y cáustico (la alusión á Silvestre es
evidente) ha dicho hablando de un pueblo de la provincia:

«Pago Chico es un banco de ostras con concha y sin concha». En las
indefensas encarnaba sin duda al pueblo en general; en las defendidas á
las autoridades y sus satélites...»

Nuestro autor entra en materia algo más abajo:

«El intendente municipal, el presidente del Concejo Deliberante,
el juez de paz, el comandante militar y el comisario de policía de
un partido, podrían ser transplantados á cuarenta ó cien leguas de
su campo de acción, dentro de la provincia, y actuar en un medio
desconocido sin que ni en el primer momento se notará el cambio.
Estas cinco personas forman en cada pueblo la oligarquía comunal. Son
ramas de un mismo tronco. Ligadas estrechamente, hacen vida pública
común. Se apoyan la una en las cuatro y las cuatro en la una. Con los
mismos defectos y las mismas faltas, dentro de la misma carencia de
opinión propia, se sirven mutuamente de paño de lágrimas ó de harnero
para tapar el cielo. Son cooperadores, encubridores ó cómplices de sí
mismos, según el caso.

«La justicia, el orden público, la administración, hasta la guardia
nacional, están en sus manos. Para ello tienen auxiliares de la misma
extracción, con iguales tendencias: los secretarios, los inspectores,
el contratista, el procurador, el médico de policía, el empresario
de la casa de juego, diez, veinte más. Éste es el «partido oficial»
entero, ó la sociedad comercial é industrial completa. Ahí está la
oligarquía que á veces tiene un jefe visible--el senador ó uno de los
diputados de la sección electoral--última forma del caudillo--que nunca
está seguro de sus subalternos, como éstos no lo están de él, lógica
desconfianza en esa asociación egoísta, instable mientras no exista
entre sus miembros algún férreo é inconfesable lazo de unión.

«Se busca en el pasado de esos hombres y se encuentra siempre el mismo
obscuro punto de partida. Tal andaba de _chiripá_ y con la pata en el
suelo hace cinco años; tal otro era carrero; el de más allá fué agente
de policía; aquél, incapaz de trabajar, vivió del juego como fullero ó
como empresario de timbas amparadas por la autoridad, ó tuvo casa de
prostitución; éste lleva sobre su conciencia despojos y asesinatos...

--¿Por qué no entregan ustedes las situaciones de campaña á hombres
menos desprestigiados?--preguntábase á un gobernante...

--Porque los buenos no se venden ni sirven para instrumentos,--contestó.

«Casi no hay uno de estos hombres que pertenezca á una raza
determinada. Tienen sí, aspecto criollo, pero en su ascendencia se
halla siempre la mezcla, á la que sin duda impidió dar benéficos
resultados el ambiente en que se desarrollaron los productos. Con
los defectos del gaucho amalgaman los que les vienen del antepasado
extranjero, llegado en busca de aventuras después de dejar la
conciencia donde no pueda estorbar, y no se encuentran en ellos ni
la nobleza, ni la generosidad, ni el amor al trabajo, ni siquiera el
valor, que es la última virtud que se eclipsa en nuestro paisano.

«Cuando se apalea ó se maltrata á algún enemigo de la autoridad, inútil
es buscar la persona que lo hizo: siempre es alguna mano traidora y
desconocida, ó un grupo de emponchados irresponsables.

«No han ascendido por esfuerzo propio ni por méritos adquiridos.
Se ha buscado lo que sirva de ciega herramienta y lo que no tenga
elementos propios para independizarse. Hombres incoloros, incapaces de
atraer opinión, bastan para los fines opresivos, pero son inhábiles,
en el caso, para sacudir el yugo, hasta en beneficio propio. Con
otros afiliados, ciertos gobiernos no hubieran podido subsistir. Se
comprende, pues, que muchos hombres hayan sido sacrificados y que
muchos surgidos con aptitudes para el gobierno, desaparezcan de pronto
bajo el peso del partido oficial que llegó á temerlos. Por eso cuando
se observa una excepción, un hombre de cierta importancia dedicado á la
actuación política oficial, no hay más que revisar los libros de los
bancos, ó la lista de concesionarios de centros agrícolas, de ensanches
de egido, ó los legajos polvorientos de los juzgados del crimen... Ahí
está el secreto...

«En cuanto á la sociedad oficial cuyos componentes hemos enumerado ya,
se ocupaba puramente de su comercio, feliz porque le dejaban _mañas
libres_. La renta municipal, las multas policiales, las coimas de las
casas de juego y otras, la enajenación de los terrenos de la comuna
¡qué negocio!... ¿Política? Ni la querían ni la estudiaban: les iba
hecha de La Plata, la ponían inmediatamente en acción y ni medían su
alcance ni les importaban sus consecuencias. Era, por otra parte, tan
limitada y tan monótona, que se la sabían de memoria y le dedicaban el
menor tiempo posible, deseosos de acabar pronto para seguir robando.
En un principio se preocupaban de llevar alguna gente á las elecciones
para darles cierta apariencia de legalidad; pero como esto exige
tiempo y gastos, lo fueron reduciendo á su menor expresión: el piquete
de policía armado á rémington frente al atrio, y en el portal de la
iglesia los escrutadores copiando los registros.

«Llegóse una vez hasta á cerrar las puertas, para que algún votante
intruso no fuera á interrumpir á los que copiaban nombres... mil
cuatrocientos nombres de conciudadanos votando unánimes y entusiastas
por los candidatos oficiales.

«Como no podían abundar los hombres de la especie requerida para
gobernar la comuna, se jugaba á las cuatro esquinas con los puestos
públicos: un año, Luna, era juez de paz, Carbonero intendente y Machado
presidente del concejo; al año siguiente, Carbonero era el juez de
paz, Machado el intendente y Luna presidente de la Municipalidad. Y la
permuta se repetía desde tiempo casi inmemorial, sin que se interpolara
ningún elemento nuevo. Tanta era esa escasez de hombres que en otros
partidos algunos tenían que representar dos papeles: éstos eran, por
regla general, diputados-intendentes.»

Lo que podría faltar en este cuadro está ampliamente suplido en el
resto del volumen, ó lo suplirá más ampliamente aún el talento del
lector. Cerremos pues aquí las Memorias silvestrinas y su periodístico
y á la verdad algo frío comentario, que tan ventajosamente hubiera
sustituido alguna de las «agachadas» del farmacéutico.



                            FIESTAS PATRIAS


--¡Tatachin, chin, chin! ¡Tatachin, chin, chin!

--Shuitzssss... pum!

Y vuelta á empezar.

Uno que otro pilluelo desarrapado seguía á la charanga y á don Máximo,
el viejo portero de la Municipalidad, cargado con un mortero y dos
docenas de bombas de estruendo para la salva reglamentaria de veintiún
cañonazos.

Porque, eso sí, lo que es cañones, Pago Chico no los tenía sino en la
pasiva condición de postes, á la puerta del antiguo fuerte que, adobe
por adobe, iba derrumbándose en plena plaza principal.

Era el amanecer de un día patrio.

Olvidados los vecinos de la gloriosa fecha, despertaban sobresaltados
al oir los estampidos y la música marcial, á puro bombo y platillos,
creyendo que por lo menos, la grave cuestión política había sublevado
al pueblo en masa, y que los Krupps estaban haciendo estragos y
sembrando de cadaveres el pueblo.

Es de advertir que, ya en aquel entonces, Pago Chico, sentía del uno
al otro extremo y sobre todo en su corazón--el pueblo propiamente
dicho--los estremecimientos precursores de la honda y trascendental
agitación que había de perturbarlo durante tanto tiempo, dando
socorrido tema á los historiadores futuros.

«La grave cuestión política» no está puesta, pues, á humo de pajas, ni
era ilógico el sobresalto de los pacíficos vecinos, despertados por las
descargas sin malicia de don Máximo.

--¡Ah, sí! ¡Ahora caigo! Hoy es el nueve.

Y dandose vuelta en el lecho abrigado, los pagochiquenses volvían al
interrumpido sueño, fastidiados, renegando de esa música y esas bombas
pluscuam-matinales, pero contentos en el fondo de ver disipados sus
temores de guerra y exterminio.

Alguna que otra madre afanosa se levantaba de un salto, á pesar del
intenso frío, para preparar los trajecitos de los _escueleros_, que
debían ir en corporación á la iglesia y luego á la Municipalidad á
pronunciar discursos, á decir versos patrióticos, y sobre todo á comer
masitas de la confitería de Cármine, hechas con sebo de la riñonada
tan útiles para Pérez y Cueto, Carbonero y Fillipini, y para el pobre
Silvestre.

Después de dar diana á las autoridades y al cuerpo diplomático,--los
vice-cónsules Grandinetti, Sánchez Gómez y Petitjean--quienes por
excepción no hallaron propicia la oportunidad para un discurso, la
charanga y las bombas volvieron á su punto de partida, al pie del cono
truncado, obelisco de la plaza pública; rasgó el cielo blanqueado por
la luz del alba, el humillo de dos bombas lanzada una tras otra y que
estallaron allá arriba, formando una aureola como de copos de nieve; el
astro rey saltó al oriente, al imperioso mandato dorando la cima de la
pirámide y el techo de las casas, y en el aire tenue y frío vibraron
las notas solemnes de la introducción del Himno que ni los mismos
asesinos de la banda de Castellone, que por chuscada se apellidaban á
sí mismos _bandidos_, haciendo un juego de palabras no desprovisto de
base sólida, lograban echar á perder para nuestra eterna sugestividad.
Los pilluelos corrían y gritaban, entretanto, alrededor del portero que
se aprestaba á disparar otra bomba (le faltaban cinco para la salva de
veintiún cañonazos), y en las calles dormidas del pueblo sólo cruzaba
de vez en cuando, al trote de su caballo, y con el repique de los panes
sacudidos dentro, el carrito negro de algún panadero, á caza de puertas
abiertas...

Terminó el himno, los músicos se fueron á su casa, el pueblo entró
lentamente en el movimiento habitual, esperando el medio día con su
procesión infantil á la municipalidad, sus _versadas_ en el salón
alfombrado exprofeso, sus cohetes, sus dulces, el vino de San Juan
hecho por Cármine como las masas, con algún sucedáneo del sebo--y el
rompecabezas, y la corrida de sortija, y el palo jabonado, y quizá--si
quisieran trabajar gratis en la plaza--los volatines, que en aquella
época hacían las delicias de la población en una gran carpa de lona.

Un poco más entrada la mañana, los guitarreros, payadores de menor
cuantía, salieron cada cual por su lado á dar alboradas á las personas
de viso, á las puertas de su casa, con la esperanza generalmente
fallida de hacer buena cosecha de centavos para la mañanita ó la
chiquita, las copas de la tarde, y la farra de la noche.

El viento parecía que cortaba; las gentes pasaban por la calle con
las manos metidas en los bolsillos y la cabeza entre los hombros.
¡Qué invierno aquél! Pero la baja temperatura no impidió que el negro
Urquiza, payador ó mandadero según las circunstancias, cantara á la
puerta del municipal Bermúdez, acompañado con terribles rasgueos de
guitarra.

      ¡Qué bello día de primavera!
      ¡Qué panorama consolador!

Se quedó sin centavos, á pesar de la ardiente fantasía que primaveraba
el invierno y convertía en panorama consolador al yermo aquél. Porque
Pago Chico, pelado como la palma de la mano, más que pueblo parecía
paradero de caravanas en un arenal.

Se almorzó temprano y fuerte en aquel día, frío seco y radioso como
una gema. Pero en las casas reinaba gran bullicio; los niños no podían
estarse quietos y á los padres les hormigueaban las piernas. Las niñas
mayorcitas no quisieron almorzar, ocupadas en la tarea homérica de
disfrazar el vestido del 25 de Mayo, obra que les había absorbido toda
la semana.

Sólo cuatro ó cinco (las de Tortorano, Bermúdez, Luna, Gancedo,)
estaban libres de ese trabajo, pero no de las zozobras que en todo
corazón femenino provocan las inevitables tardanzas de la costurera.

La prensa de la localidad había salido de gala, en buen papel y con
grabados. _La Pampa_, el diario popular, cuyo programa era la redención
de Pago Chico, presentaba una alegoría de libertad, hecha por un
litógrafo de último orden, é impresa en Buenos Aires sobre papel de
oficio. Una gorda matrona con bonete puntiagudo y ámplias ropas de
hojalata, alzaba en el rollizo brazo un destrozado cadenón de buque,
sostenía en la diestra la histórica balanza de Bermúdez--que en tiempo
de los indios tuvo hilos para manejarla á capricho y estafarlos á gusto
y bajo el pie colosal y descalzo para mayor vergüenza, oprimía una
bestia apocalíptica, erizadas de púas en el cogote, y de ojos casi más
grandes que la cabeza. En segundo término, artísticamente esfumados y
en el aire, bailaban cuadrillas unos doce ó catorce muñecos, que según
por el texto del diario se supo, quería representar á los próceres de
la patria.

La alegoría, (alegría pronunciaba Tortorano), llevaba esta leyenda.

      Y Á SUS PLANTAS RENDIDO UN LEÓN

El Dr. Pérez y Cueto, que se hallaba en la redacción con Viera,
Silvestre y otros, al ver el verso sacó el lápiz, tachó con rabia la
palabra «león», y puso debajo «ratón».

--¡Qué león, ni qué león!--exclamó.--¡Cuando mucho habrán vencido á un
ratón!

--No hable mal d'España--le dijo con sorna Silvestre.--¡No es tan
ratón, doctor!

--¡Vaya Vd. al caramba!--gritó Pérez y Cueto, saliendo de allí como una
bomba para evitar un desagrado.

Viera se limitó á lamentar que su alegoría pudiera prestarse para
interpretaciones belicosas ó hirientes. Ni se le habrá pasado por la
imaginación que aquello pudiera suceder.

Entre tanto _El Justiciero_, el organito de Luna, como le solían
llamar, era todavía más patriota que _La Pampa_, pues publicaba
también litografiado é impreso en papel de oficio--un gran retrato
del gobernador de la provincia, orlado de roble y laurel, modesta y
conmovedora manera de honrar el día glorioso y quedar bien con el
patrón al mismo tiempo.

En estos prolegómenos y otros muchos que sería prolijo relatar, pasóse
la mañana entera y verdadera.

Á las doce volvió á oírse por esas calles el aullido de la banda de
Castellone, tocando una marcha que el «maguestro» (así se llamaba
él mismo) había raprodiado para aquella circunstancia solemne;
rimbombaron en la desnuda plaza--tenía eco,--los cohetes de don Máximo,
muy estirado, enorgullecidísimo de sus altas funciones, y la gente
fué introduciéndose por grupos en la iglesia, casa del Señor y más
inmediata y exclusivamente, del cura Papagna.

El cortejo oficial no tardó en presentarse. Iban á la cabeza don
Domingo Luna, intendente municipal, vistiendo ancha levita negra de
talle corto y mucho vuelo de faldones, y prehistórico sombrero de
copa; don Pedro Machado, juez de paz, con indumentaria aproximada
y oliendo á alcanfor y pimienta, como el intendente; el doctor
Carbonero, presidente de la Municipalidad, mejor puesto, con más aire
de gente, sin haber perdido del todo el ligero barniz de los años de
Colegio Nacional y los pocos de Facultad de Medicina (era médico de
«guardia nacional», como practicante en la guerra del Paraguay); á
su lado quebrábase el comisario Barraba, de saco y botas altas bajo
el pantalón, mirando á todas partes con ojos de mando y desafío;
el recaudador de la contribución directa y el valuador, empleados
provinciales, de jerarquía por consiguiente, iban detrás, y de á
dos, los municipales, acaudillados por Ferreiro y muy compinches
con Bermúdez; el comandante militar Revol, Fernández, director de
_La Pampa_, su escudero Ortega, el doctor Fillipini, Felipe Gómez,
el tesorero municipal, todo el oficialismo, en fin, sin que faltara
Benito, dragoneante de oficial de policía y revistando como agente...
El cuerpo diplomático ó sea los vice-cónsules Grandinetti, Petitjean
y Sánchez Gómez, seguía muy enlevitado, muy grave, muy posesionado de
su papel, infundiendo respeto á los mismos pilletes que, cuando estaba
cada uno de ellos tras del respectivo mostrador lo trataban tan á la
pata la llana «como si se hubieran criáu en el mismo potrero», decía
Silvestre. Formaban la cola del cortejo los empleados municipales,
inspectores, comisario de tablada, inspector del riego--gran
potencia--recaudador del impuesto de naipes y tabaco, pero nadie,
nadie que no ocupara un puesto público rentado ó no, salvo uno que
otro concesionario ó contratista enredado con fruto en los negociones
municipales.

Tanto gritaba Viera en _La Pampa_ que ya el pueblo comenzaba á
divorciarse y huir de las autoridades, pero no muy ostensiblemente,
para no dar pie á las represalias. La oposición era placer no
saboreado sino de corto tiempo atrás, y los pagochiquenses no sabían
aún á derechas, cómo se hace, por qué se organiza, qué caminos debe
seguir, ni á dónde conduce. Ya lo aprenderían á su costa y quizá en su
beneficio...

Pues, como íbamos diciendo, al rato llegaron procesionalmente los
alumnos de las escuelas. Con las caritas moradas y las manos azules
de frío, niños y niñas, bajo la brisa cortante y el sol radioso,
marchaban también de dos en dos, á las órdenes de sus maestros que,
soberbios y fastidiados, maldecían de la fiesta y sus incomodidades,
pero se pavoneaban orgullosos de aquel mando á vista y paciencia
del pueblo entero. Los chiquilines avanzaban con resolución, si no
con marcialidad, luciendo en sus ojos la esperanza de los dulces
municipales--infinitamente más ricos que los caseros,--después de los
discursos y los versos aburridores é interminables.

El cura Papagna cantó el Te Deum como hubiera podido roncar un De
profundis. Imposible es decir cómo cupo tanta gente en la iglesita,
simple galpón de dos aguas con una torre ancha y baja, como hecha con
cuatro naipes, en una esquina. Muchos se quedaron á la puerta, éstos
sencillamente porque no cabían, aquéllos porque no cabían y también
porque se hubiesen quedado aunque cupieran, para hacer pública gala
de despreocupación religiosa. ¿Cómo creer que un Papagna pudiera
representar á nadie, ni siquiera al gobierno de Andorra, por muy
ministro que se dijera de la corte celestial?...

Y entre tanto el bueno de Don Máximo, dale que le das á las bombas cuya
larga mecha encendía con un apestoso y húmedo cigarrillo negro, para
agazaparse en seguida y echar á correr casi en cuatro pies huyendo del
mortero, mientras resonaba el primer estampido y la bomba ascendía
recta, con ligerísima espiral, para estallar allá, muy arriba, sobre la
seda celeste del firmamento irradiando pedacitos de papel que el sol
convertía en lentejuelas de oro...

En tropel salió la gente de la iglesia y apresurada atravesó la plaza
para invadir los salones de la Municipalidad, en que ya esperaban los
menos incautos, deseosos de no perder nada de la fiesta... Los niños de
las escuelas salieron en fila como habían entrado, bajo las órdenes de
sus maestros y medio entumidos por la larga espera de plantón. Llevaban
sus banderas de seda--orgullosos y fatigados los porta estandarte--y
si las niñas vestían de blanco y banda celeste, los niños ostentaban
todos la patria divisa atada al brazo, como en primera comunión.

Los salones se llenaron y la fiesta comenzó, junto á la larga mesa del
refresco, que grandes y chicos miraban con ojos ávidos.

Pocas, muy pocas señoras, temerosas con razón, de los estrujones
inevitables; pero no faltaban ¡qué habían de faltar! las madres de los
niños preparados para declamar ó pronunciar discursos alusivos, ni las
dignas esposas de los más dignos miembros del gobierno comunal, con la
intendenta á la cabeza.

El inacabable cotorreo que llenaba el salón, fué apagándose poco á
poco, cada cual buscó la manera de estar cómodo viendo mejor lo que iba
á ocurrir, y una voz infantil surgió de sobre el mar de cabezas como un
grito subterráneo y prolongado. Decía versos.

Nunca se ha sabido cómo podía el chiquillo manejar las manos entre
los apretones de aquella multitud. El hecho es que--enseñado por el
maestro de primeras letras--se debatía virilmente y lograba hacer con
gesto rítmico y acompasado, ademanes de acróbata que envía besos al
público, una vez con la derecha, otra con la izquierda, alternando
sin equivocarse, mientras las notas de su voz, agudas como puntas de
alfileres, clavaban palabras en los oídos cercanos:

      Al cielo arrebataron nuestros gigantes padres
      el blanco y el celeste de nuestro pabellón...

Nadie oyó ni entendió una palabra--salvo los muy próximos--pero ¡qué
aplaudir aquél! Hubiera sido cosa de nunca acabar si una niñita vestida
de raso celeste con un gorro bermellón, no se abre paso para contar al
pueblo soberano:

--Hoy es el grande, el inmenso aniversario...

Y como advirtiese que su movimiento instintivo no era el enseñado por
la maestra, interrumpióse roja de vergüenza y de temor, y con la voz
húmeda de llanto, temblorosa y baja, repitió después de corregir el
ademán:

--Hoy es el grande, el inmenso aniversario...

Y á medida que iba diciendo las frases triviales del dómine de aldea,
como si comprendiera lo que había debajo de aquel palabreo insulso, la
intención que ennoblecía y agigantaba tanta vaciedad, la chiquilina iba
acentuando sus palabras, su voz se robustecía, siempre monótona y sin
inflexiones, el rojo de la vergüenza era substituido por el carmín del
entusiasmo, brillaban sus lindos ojitos negros y cuando al final dijo:

--¡Y juremos defender esta bandera!

Muchos miraron instintivamente la que sostenía un bebé rubio y rosado
como un Bebé Jumeau, y por los circunstantes rodó una ola de emoción
rompiendo al fin en aplauso cerrado, sin que nadie parara mientes en
que á los diez años una futura patricia no puede jurar á sabiendas si
será ó no defensora de enseña alguna.

Pero los pagochiquenses eran patriotas á su modo y por sugestión,
mientras «no queman las papas», según Silvestre.

Terminados los aplausos, la niñita con la cara _colorada_ como si
fuese una flor de seibo, gritó:--«¡Viva la Rep...!»

No se oyó más, porque don Máximo había creído oportuno el momento para
regalar al pueblo con media docena de cohetes voladores, vanguardia de
tres bombas de estruendo.

Terminada esta parte de la fiesta, comenzó el desfile de los niños por
delante de la codiciada mesa. Con gracia encantadora, la intendenta,
una mujerona gorda y flácida, daba á cada uno su ración de dos
pastelillos elásticos, que á pesar de su heroica resistencia al diente,
pasaban en un abrir y cerrar de ojos á los infantiles estómagos.
En otra jira dieron á cada cual un vasito de orchata, y siempre en
fila, militarmente, comandados por maestros y maestras, los niños se
retiraron de la Municipalidad, dirigiéndose á las escuelas, punto de
reunión y de licenciamiento.

Entre tanto, la oposición, sin tomar parte activa en los festejos
oficiales, no los había obstaculizado ni criticado siquiera. Por el
contrario, los cívicos padres de niños ó de niñas, permitieron gustosos
que concurrieran á las escuelas, el Te Deum y hasta la Municipalidad.
Un grupo se había cotizado días antes para dar un asado con cuero en
una chacra de los alrededores, y allí hubo tras de mucho apetito, mucha
alegría y muchísimos brindis patrióticos, en los que, si se mezcló la
política fué generalizando, lejos de toda alusión personal. Pero no se
tome esto como raro signo de cultura, como inesperada manifestación
de una tolerancia que nadie sentía, no. La fiesta patria era un
hermoso pretexto para divertirse, y allí había ido todo el mundo á
pasar un buen rato, á reir, á cantar, á bromear, pero no á calentarse
los cascos con el recuerdo de las diarias perrerías y los continuos
sofocones.--Estaban en el corro, devorando la sabrosa y blanca carne de
la vaquillona, los prohombres de la oposición, pues el festín criollo,
el cielo claro, el sol tibio y rubio, el silencio ambiente, la paz
regocijada de la naturaleza despertábales el apetito y el buen humor.

El negro Urquiza había hecho el asado de acuerdo con todas las reglas
del arte, en una hoguera de leña fuerte y huesos; y los trozos de
carne, bien á punto, más sabrosos para los catadores que el faisán
trufado, salían del fuego como negros pedazos de carbón, rodeados de
cáscara realmente carbonizada, ganga protectora de aquel riquísimo
tesoro culinario criollo, cuyo solo recuerdo hace agua la boca á
cualquier hijo del país. El moreno había estado «á la altura de sus
antecedentes» se dijo para felicitarlo, desde los primeros bocados.
Luego, las congratulaciones y los plácemes fueron subiendo de punto,
hasta acabar todos gritando:

--¡Te has lucido, Urquiza!

El negro que, como tantos otros, llevaba el apellido de la familia
á quien sirvieran sus padres ó sus abuelos, no tuvo otra cosa que
contestar que un clamoroso:

--¡Viva la patria!

El almuerzo criollo había terminado cuando comenzó á bajar el sol,
y los comensales, unos á caballo, otros en americana, algunos en
tílbury, comenzaron á volverse á las casas,--como decían indicando
el pueblo,--después de haber solemnizado con el estómago--como en la
más refinada civilización,--el magno aniversario de la declaración de
nuestra independencia.

Pero volvamos á los concurrentes de los salones municipales en el punto
en que los dejamos, es decir á la salida de los niños.

Llegó, pues, el turno de las personas mayores, que asaltaron las
bandejas de pastelillos y las botellas de vino, de cerveza, de licores,
con un ímpetu arrollador.

En un momento quedó el tendal de cadaveres, la mesa limpia de
vituallas pero no de manchas, y los brindis comenzaron, iniciándolos
el vice-cónsul francés, M. Petitjean, quien pronunció las siguientes
sentidísimas palabras:

«Señogas y señogues:

¡Como rapresentant' de la Fráns, yo levant' mi vas, pog brindag en esta
fiest, paga las diñas otoridades y diño pueblo de Pago Shic!

«Señogues:

«¡Viv' la Fráns!

«¡Viv' la Republic' Aryantín!»

Brindaron en términos análogos Grandinetti, agente consular italiano,
y Sánchez Gómez, vice-cónsul español, el uno con pronunciado acento
_zeneize_, el otro muy pulido, sin más pero que alguna confusión de _g_
con _j_ y _o_ con _u_, sabroso condimento regional de sus entusiastas
palabras.

Susurrábase que allá en los comienzos de su carrera oratoria, nombrado
maestro de primeras letras, pronunció al hacerse cargo de la escuela,
un memorable discurso:

«Venju--dicen que dijo--á tratar del retrocesu de Paju Chicu, este
pueblo que antes fué jobernadu por los indius y que hoy sije en manus
de la misma familia.»

Pero esto debía ser calumnia levantada por los envidiosos de sus altas
prendas ciceronianas, y lo hace sospechar así la insistencia con que
Silvestre propalaba la especie, alterando según las circunstancias el
texto del discurso. Quizá no sea aventurado considerarlo apócrifo.

Las autoridades no hablaron, porque entre ellas no había lenguaraz
alguno, así es que se dió por terminada esa parte de la función, la
concurrencia salió de la Municipalidad, y cada cual tomó el rumbo que
más le convino: éstos á sus casas, aquéllos á los volatines, los de más
allá á la corrida de sortija, y los pilluelos al rompecabezas y el palo
jabonado con premios.

Aquel día fué como un compás de espera en la turbulencia pagochiquense,
un día de fraternidad no muy efusiva, pero siquiera respetuosa y
confundible con una comunión en un solo sentimiento...

Ridículas las fiestas de Pago Chico... Pero ¡caramba! ganas nos dan de
poner aquí como cierre del capítulo, la frase que Viera, contagiado
con la elocuencia de Pérez y Cueto, muy romántico, muy año 10, murmuró
aquella noche al oído de su novia, mirando el cielo cuyo azul profundo
daba una sensación de leve movimiento con el titilar de las estrellas:

--Parece que las grandes alas de la patria se cernieran sobre nosotros
y nos acariciaran desde allá arriba.

Pero no. No la pondremos. Está harto pasada de moda para que alguien la
lea sin reirse. Como cierre del capítulo se necesita otra cosa... otra
cosa... Pero, si no se halla nada mejor, no lo cerraremos y en paz...



                                POESÍA

                                                ¡Poesía eres tú!
                                                    _Bécquer_


La noche de verano había caído espléndida sobre la pampa poblada de
infinitos rumores, como mecida por un inacabable y dulce arrullo de
amor que hiciese parpadear de voluptuosidad las estrellas y palpitar
casi jadeante la tierra tendida bajo su húmeda caricia. La brisa,
cálida como una respiración, se deslizaba entre las altas hierbas
agostadas, fingiendo leves roces de seda, vagos susurros de besos.
Las luciérnagas bailaban una nupcial danza de luces. El horizonte
producía extraña impresión de claridad, aunque en derredor no pudiera
discernirse un solo detalle, ni en los planos más próximos. Era una
noche de ensueño, de ésas que tienen la virtud de infiltrarse hasta el
alma, sobreexitar los sentidos, encender la imaginación.

Y los peones de la estancia, tendidos en el pasto al amor de las
estrellas, iluminados á veces por una ráfaga roja que relampagueaba
de la cocina, fumaban y charlaban á media voz, con palabra perezosa,
inconscientemente subyugados por la majestad suprema de la noche.

Una exhalación que cruzó la atmósfera, rayándola como un diamante que
cortara un espejo negro, para desvanecerse luego en la tiniebla, fué el
obligado punto de arranque de la conversación.

--¡De qué dijunto será es'ánima!--exclamó el viejo don Marto,
santiguándose una vez pasado el primer sobrecojimiento.

--¡Por la luz que tenía, de juro que de algún ráy!--contestó
medrosamente Jerónimo.

Don Marto rezongó una risita:

--¡De ande sacás!...--dijo.--Si aquí no hay ráys dende el año dies,
cuando echamos al último, qu'estaba en Uropa... después de los
ingleses... ¡Ráy! Aura todos somos ráys... y no tenemos corona, si no
somos hijos del patrón... Será más bien de algún inocente.

Pancho, el aprendiz de payador, que andaba siempre á vueltas con la
guitarra y se esforzaba por descubrir el mágico secreto de Santos Vega,
con el instinto del pájaro cantor que reclama á la compañera, querida
en secreto,--Pancho, que vió aparecer en la puerta de la cocina la
delgada silueta de Petrona, destacándose en negro sobre el fondo rojizo
y cambiante del fogón, agregó melancólico y penetrado:

--¡Debe de ser! Las ánimas de los angelitos son las más lindas. Parecen
de luz más... más caliente. Por eso se baila en los velorios p'a
festejarlas... Ésas no andan en pena ni se aparecen nunca... ¡Cuando se
muere una criatura se v'al cielo derechita, y áhi se queda!...

Petrona se había acercado y, en la sombra más espesa del alero,
escuchaba, invadida también por el avasallador hechizo de la noche y
por el encanto de la palabra del payador. Como la compañera todavía
indecisa del pájaro cantor, estaba suspensa de sus trinos, hipnotizada
ya, pero sin tender las alas todavía. Y Pancho continuó:

--Las de los malos son esas luces verdosas que andan rastriando por el
suelo y que juyen en cuantito si acerca un cristiano. Pero ésas son las
de los dijuntos que todavía tienen vergüenza de lo qu'hicieron en vida:
los que se disgraciaron por casualidá, los que engañaron á un amigo p'a
salvarse... ¡y tantos otros! Las que son malas de veras, las de los
ladrones, los traidores y los cobardes... ¡ésas no tienen luz!

Don Marto asintió:

--Sí, ésas son las que le tiran á uno el poncho, de atrás, en las
noches escuras, ó le mancan el mancarrón, ó le apedrean el rancho, ó le
asustan l'hacienda y l'esparraman y l'hacen brava redepente.

Juan, el resero nuevo, interpeló á su antecesor y maestro, aquel
fumador que se fumaba hasta la yema de los dedos, achacoso ya y siempre
dolorido:

--¿Y usté qué dice, don Braulio?

--¿Yo? ¿Y qu'h'e decir? Que aquí estoy como peludo'e regalo, patas
p'arriba, esperando l'hora de ser ánima tamién!

--¡Qué don Braulio éste! ¡No hay con qué darle! ¡Siempre con sus
dolamas y pita que te pita!

--Y qu'h'e hacer ni en qué m'h'e divertir, á mi edá y con mis
achaques... Juntamente andaba pensando si lo dejarán pitar á uno
después que cante p'al carnero...

Una risita de Pancho, y su contestación:

--¡Ya lo creo, don Braulio! ¿Que no está viendo esa porretada'e
jueguitos que s'encienden y si apagan en el campo?... Ésos son los
cigarros de las ánimas, que vuelan y revuelan como las gaviotas ó los
teros, dando güeltas y fumando...

--¡No digas!--exclamó entre incrédulo y admirado su vecino.

--¡Si son _linternas_!--explicó don Marto, magistral.

--Luciérnegas querrá decir, don...--siguió Pancho,
impertérrito.--Parecen bichitos, es verda; pero son los cigarros de las
ánimas pitadoras.

--¡Calláte! ¡Y entonces, en invierno, ¿por qué no pitan?

--Sí, pitan... ¡Pero tienen frío y s'encierran en las casas á pitar al
lau del jogón!...

--¡Vaya un cigarro! ¡Si no quema el juego!...

--¡Los dijuntos son fríos! ¡Estaría güeno que tuvieran juego caliente!
¿Quema el otro, acaso, el de las ánimas en pena?...

Hubo una pausa.

Entre amedrentado y risueño, don Braulio agregó en seguida:

--¡Lindo no más! ¿Entonces, los dijuntos se entretienen?

--¡Y qué han di hacer!... ¡Tienen tanto tiempo desocupau! Ellos
quisieran hacer lo mesmo que cuand'eran vivos, y correr, y boliar,
y enlazar... Pero á veces no pueden porque tienen los güesos en la
tierra... Pero saben venirse, p'a un si acaso... ¡Vamos á ver! ¿Á que
ninguno dice por qué sabe hacer tanto frío p'al veinticinco'e mayo y
p'al nueve de julio?

--No mi hago cargo,--murmuró don Marto.

--Yo no sé--confesó otro.

--No caigo en cuenta,--declaró don Braulio.

Pancho, triunfante, explicó:

--Porque p'a las fiestas se vienen tuitos los que peliaron por la
patria, sin que falten ni los mesmos muertos en los Andes, que son unas
montañas altas así, ¡de purito yelo!... Y como son tantos... Por eso,
en cuantito tocan l'Hino Nacional, es un frío que da calor y que le
corre á uno por el lomo.

--¡Ah, balaquiador lindo!--gritó don Marto, no sin admiración reprimida.

Y luego; con cierto matiz respetuoso, alentador como un premio en
labios de tal paisano, agregó:

--Y, diga, don... ¿qué se hace l'ánima de las mozas, cuando se mueren
todavía tiernecitas?

La réplica inmediata de Pancho:

--¡Qué viejo, este don Marto!... ¿Y no ha visto, un si acaso, los
macachines, como di oro, florecer qu'es un gusto por el campo, y todos
con una frutita enterrada, igualita á un corazón, y como azúcar...

--¡Agarráte!... ¿Y las viejas?

--Güevos de gallo, que se prienden en los cercos ó se agarran á las
barrancas. Y cuanti más güenas jueron en vida el güevo es más grande
y más sabroso, y cuando han tenido hijos y los han querido... ¡más
todavía!...

Por su irritabilidad de enfermo, á don Braulio se le ocurrió lanzarle
un sarcasmo disimulado, sólo manifiesto por el tonito arrastrado y
cantor:

--Y los payadores, decíme...

Pancho contrajo con esfuerzo los músculos de la cara, sintió en la
garganta una especie de nudo, pero logró contestar, como si alguien le
dictara las palabras:

      --Los payadores de láy,
      los payadores de veras,
      no mueren nunca, paisano,
      ni son ánimas en pena...
      ¡siguen cantando nomás,
      lo mesmo que Santos Vega!...

Eran versos, inconscientemente medidos, y los lanzó con ritmo marcado
y sentimental. Á los otros les llegaron al alma. Hubo un silencio
prolongado y lleno de sensaciones... Luego, uno á uno, fueron
desgranándose los paisanos, saturados por la poesía total de la noche.
El último que se levantó para ir al galpón en que tenía la cama,
enervado por su mismo desgaste cerebral, fué Pancho.

Y al pasar junto á la puerta, ya tenebrosa, de la cocina, en medio de
la envolvente y acariciadora sombra, sintió de pronto un hálito más
intenso, más tibio, más húmedo que el de la noche, y una vocecita que
murmuraba junto á su oído:

--¡Pancho! ¿Quién te enseña esas cosas tan lindas?

Y él, azorado un instante, trémulo y atrevido luego, como un héroe que
es todavía un recluta, abrazó con ímpetu á Petrona y

--¡Vos!--le besó en la boca.



                          SITIADO POR HAMBRE


--¡Hay que sitiarlo por hambre!--había exclamado Ferreiro aludiendo á
Viera, en vista del pésimo efecto producido por las medidas de rigor,
como pudo verse en «Libertad de imprenta».

El plan era fácil de desarrollar y estaba á medias realizado por el
oficialismo pagochiquense en masa, que ni compraba _La Pampa_, ni
anunciaba en ella, ni encargaba trabajos tipográficos en la imprenta
cívica. No había más que seguir apretando el torniquete y aumentar el
ya crecido número de los confabulados contra el periodista. De la tarea
se encargaron cuantos pagochiquenses estaban en candelero, dirigidos
por el escribano que les hizo emprender una campaña individual
activísima, no de abierta hostilidad, pues eso no hubiera sido
diplomático, sino de empeñosa protección á _El Justiciero_.

En los pueblos pequeños, como el Pago, los suscriptores de los
periódicos son necesariamente escasos y más escasos aún los
anunciadores, porque ¿á qué santo salir diciendo que en el almacén tal
ó en la tienda cual, se venden éstos ó los otros artículos, cuando
todos tienen las mismísimas cosas, ni que la casa de Fulano ó de
Mengano está en la calle tal número tantos, cuando, hasta los perros
la conocen y le han puesto su marca muchas veces? Si se publica un
aviso en un diario es sólo como acto de magnanimidad y para favorecerlo
ostensiblemente, no por otro motivo ó propósito,--y más barato resulta
no anunciar. Volviendo á los suscriptores, muchísimos no pagan, unos
por ser muy amigos del propietario, otros por no serlo bastante,--de
manera que no hay cosa tan precaria como la vida de una publicación
de aldea, villa ó presunta ciudad, salvo cuando es afecta á los
gobernantes, quienes la subvencionan, le dan edictos, licitaciones,
etc., hacen subscribirse á sus allegados, subalternos, favorecidos
ó postulantes, y le crean así una especie de ambiente alimenticio
artificial. El periodista de la situación es un parásito insaciable,
porque nada, ni la sarna misma, come tanto como una imprenta. Y cuanto
más tiene el diario oficialista, menos alcanza el diario opositor,
puesto que el comercio no señala á la «réclame» sino una partida tan
exigua como la destinada á limosnas--es decir, nada en absoluto ó
nada relativamente--y los fondos no alcanzan para dividirlos en dos.
Mientras uno mama, el otro llora.

De la parte de su capitalito que Viera destinó al sostenimiento de _La
Pampa_ después de invertir la mitad en la imprenta, apenas le quedaban
unos pocos centenares de pesos enterrados en un solar de los suburbios
que, en vez de subir se había depreciado desde que lo compró. Esto
mismo era más nominal que positivo, pues como el diario, bamboleante en
un principio, se sostenía á duras penas, los proveedores bonaerenses
de papel, tinta, tipos y demás, tenían en cartera documentos á plazo
fijo por un total bastante más crecido que el valor del terreno. Para
_La Pampa_, más celosa que la misma balanza de precisión de Silvestre,
la que según él medía hasta el peso de las palabras, cualquier carga
desfavorable podía determinar la ruina y el cierre ignominioso por
falta de elementos.

Ahora bien, la campaña organizada por Ferreiro se llevó á cabo con
éxito visible. Todos «los amigos» convirtiéronse en elocuentes
propagandistas y comisionistas de _El Justiciero_, buscando avisos y
subscripciones que muchos no les negaban por no incurrir en las iras
celestiales. Pero, según lo ya dicho y como que el hilo se corta por
lo más delgado, sáquese la consecuencia, como la sacaban práctica,
aritmética y monetariamente Viera y su administrador, no sin graves
temores para un futuro inmediato.

--¿Por qué no se subscribe al _Justiciero_? ¿Por qué no pone su avisito
en _El Justiciero_?--era la frase intercalada de pronto y sin andarse
con muchos rodeos en la conversación por los secuaces del escribano.

--Porque ya estoy suscrito á _La Pampa_ y tengo allí mi aviso.

--Póngalo también en _El Justiciero_, porque _hay_ interés en ayudarlo,
y para un comerciante que vive de todo el mundo, como Vd., no conviene
estar bien con unos y peor con _otros_ que valen más.

El comerciante trataba, á veces, de no dar su brazo á torcer, siguiendo
con el aviso en _La Pampa_.

--Es que mire, don... El negocio no da p'a tantas misas, y á gatas si
puedo pagar un solo aviso, que ni necesito siquiera.

--Bueno,--replicaba el comisionista de ocasión,--en ese caso, para no
quedar ni bien ni mal con nadie, saque el aviso que tiene y no se haga
tomar entre ojos.

Por pocas concomitancias que el catequizado tuviera con «el poder»
forzosamente cedía, si no á la elocuencia de estas palabras, á
las amenazas que sentía rezongar bajo ellas, y ó daba el aviso á
_El Justiciero_ quitándoselo á _La Pampa_, ó se lo quitaba á ésta
para no darselo á nadie. Lo mismo ó punto menos ocurría con las
subscripciones...

El derrumbamiento del diario oficial se precipitaba estruendosamente
sin que Viera atinase con el remedio. El administrador sólo supo
aconsejarle uno peor que la enfermedad: rebajar las tarifas. Puesto
en práctica, observóse que no entraba un solo anuncio nuevo,--como
es natural, dado el carácter de los anunciantes,--mientras seguían
retirándose los viejos...

Viera, que había fijado ya la fecha de sus bodas, creyó prudente
postergarlas hasta ver más claro en su situación, harto borrascosa
para embarcarse en el matrimonio; hizo todas las posibles economías,
redujo el personal de la imprenta y trató de prepararse para hacer
frente al próximo vencimiento de uno de sus pagarés... ¡Ay! si bien
las páginas de anuncios de _La Pampa_ podían llenarse bien ó mal con
los borrones de los antiguos clisés de específicos, la caja de la
administración no se llenaba con artificio alguno. Al borde del abismo,
acudió solicitando un préstamo á la sucursal del Banco de la Provincia,
aunque considerara el paso inútil y hasta ridículo, pues los consejeros
eran Ferreiro y comparsa, precisamente los que estaban sitiándolo por
hambre. No se le dió ni siquiera un «no redondo»; ¡eso nunca!; al pie
de su solicitud, y con la firma del gerente, leyó pocos días más tarde
esta cortés pero mortal negativa: «Otra oportunidad».

Aún no había hecho confidencias á nadie, limitándose á refunfuñar
que el diario no iba tan bien como quisiera; pero ya necesitaba
por lo menos el precario consuelo de desahogarse con algún amigo,
instintivamente, sin la esperanza más remota de que nadie le echase una
cuarta para sacarlo del cangrejal en que se hundía.

El comité cívico no había hecho ni podía hacer nada en su favor, porque
también se hallaba desastrosamente arruinado, y ni en el terreno de la
hipótesis era caso de pensar en desnudar á un santo desnudo para vestir
á otro no más abrigado por cierto. Como aquel pesar y aquel temor de
la catástrofe próxima no dejaban en su cerebro célula capaz de una
iniciativa, ni siquiera eligió su confidente, sino que, en el momento
psicológico de la expansión, abrióse al doctor Pérez y Cueto que
acababa de llegar por casualidad á la imprenta, y que le escuchó con
tristeza y á ratos con indignación, mientras le reconstruía, tal como
la había olfateado y comprendido, la trama abominable contra él urdida
por Ferreiro, Luna, Machado, Barraba, Carbonero y tutti quanti.

--¡Mandrias! ¡Canalla soez! ¡Inmunda estirpe!...--exclamaba de tiempo
en tiempo el doctor, interrumpiendo á Viera.

Y luego, cuando el otro le enumerara sus apuros y dificultades, lo
volvía á interrumpir:

--¡Caramba, caramba, caramba!

Por fin Viera calló, muy conmovido, y no porque se le hubiera agotado
el tema, sino porque la fatiga le exigía reposo. El doctor Pérez y
Cueto púsose en pie, paseó la sala de arriba abajo con las manos
atrás y la cabeza sobre el pecho, profundamente meditabundo. Luego,
irguiéndose, arribó á una conclusión:

--¡Hay que arreglar eso!--dijo.

Y después de una pausa, como para que se le escuchara con religiosa
atención, repitió sentenciosamente:

--¡Hay que arreglar eso!

Nueva pausa. Viera, por último, resolvió acortar el entreacto:

--¿Y cómo?--preguntó á su grande amigo.

--¡Hay que arreglar eso! ¡Ya lo tengo pensado! Ahora mismo acaba
de ocurrírseme. No es posible que esos espúreos ciudadanos, esos
advenedizos despreciables que han llegado al poder arrastrándose por
el lodo como los reptiles, sigan sojuzgando á este desdichado pueblo
y vejando á la gente de pro. ¡Á todos nos toca mantener bien alto la
bandera enarbolada por _La Pampa_, y todos sabremos cumplir nuestro
deber! ¡Tenga Vd. confianza, Viera, tranquilícese! ¡Retemple el corazón
para seguir luchando como bueno!

Estaba tan agitado y conmovido cual si acabase de hablar ante cien
ó doscientos pagochiquenses, en algún meeting trascendental; y á fe
que su auditorio, arrebatado por aquella elocuencia, enternecido por
aquella grandeza de alma, se dejó contagiar por su entusiasmo hasta las
lágrimas. Sí. Viera lloraba cuando estrechó la mano de su altisonante
amigo. Y cualquiera de nosotros hubiese hecho lo mismo en su lugar,
porque ensánchese Pago Chico hasta convertirlo en gran nación,
agrándese también proporcionalmente el motivo y las consecuencias del
acto y ¿no resultan entonces el médico y el periodista dos héroes
tan grandes como los que hayan sacrificado más por la patria y la
humanidad? Todo es cuestión de relatividades, de apreciaciones, de
teatro, de circunstancias. El hecho en sí era noble y generoso: póngase
en parangón con la entrevista de Guayaquil y resultará trivial;
compárese con el egoísmo reinante en la actualidad, y ya veréis cómo se
agiganta...

--¿Con cuánto se remedia?--preguntó el doctor Pérez y Cueto, volviendo
á la prosa de la vida, pero sin empequeñecer por eso su acción, como
aquellas homéricas deidades que podían comer, batallar, amar, hacer
tonterías, á lo humano, sin perder por eso su divino carácter.

Viera se lo dijo.

--Bien. Yo no puedo prestarle toda esa suma, ni aquí ha de tratarse
de un préstamo. No. Pago Chico está en deuda con Vd., Pago Chico está
en deuda con _La Pampa_, su único defensor, su postrer baluarte, y es
preciso que se conduzca como un pueblo digno de tal nombre. Inicio,
pues, una suscripción popular contribuyendo con doscientos pesos, y
encabezando la primera lista que me encargo de llenar. No faltarán
hombres de buena voluntad que colaboren en la tarea y se hagan cargo de
otras listas. En un par de días tendrá Vd. el doble de lo urgentemente
necesario, y _La Pampa_ volverá á navegar viento en popa.

Y, en efecto, pocos días después, el doctor Pérez y Cueto entraba
triunfante en la redacción de _La Pampa_, gritando á voz en cuello:

--¡Aún hay pueblo en Pago Chico! ¡Aún hay pueblo en Pago Chico!

Se había reunido una suma importante para aquel centro y aquella
época, y centenares de vecinos subscribieron con entusiasmo según sus
fuerzas, los unos igualando la suma ofrecida por el doctor, los otros
contribuyendo hasta con veinte centavos ahorrados del modestísimo
puchero. Si Washington hubiese podido presenciar aquel movimiento,
hubiera pensado que aquélla era tela de ciudadanos, y que con
elementos capaces de acto tan sencillo en apariencia, es como se
organizan grandes naciones. Desgraciadamente Washington había muerto
hacía muchos años, y aunque viviera no tendría probabilidad de conocer
el nombre de Pago Chico, y mucho menos su batracomiomaquia...

Todas las listas cerradas y puestas en manos del administrador de _La
Pampa_ resultaron conformes con las sumas entregadas sucesivamente en
efectivo. Todas... es decir... Y aquí la pluma se emperra como patria
empacado, para el que no valen ni las nazarenas, ni la lonja, ni el
talero mismo. No hay quién la saque. Sería más capaz de bolearse que de
dar un solo paso... Pero ello es preciso, sin embargo, y justamente nos
facilita el relato el hecho inevitable de que resultará inverosímil,
de la más absoluta inverosimilitud. Si no fuera inverosímil, no lo
contaríamos. Gracias á que lo es, siempre quedará el suceso envuelto en
una niebla de vaga desconfianza, como una cuasi mentira que debiera ser
mentira sin cuasi en cualquier mundo á lo Pangloss...

Pues es el caso que faltó una lista. No. La lista no faltó. Lo que
faltó fué el dinero. Imposible armonizar nunca las cifras del total con
el cero de la entrega... He aquí los hechos:

La tarde del día en que se cerraba la suscripción, Silvestre entró
contentísimo en la imprenta, donde Viera estaba casualmente solo.

--¡Viera, hermano Viera!--exclamó el insigne boticario.--Te he juntado
más de seiscientos pesos: todos me han pagado. Ahí los tengo en casa;
y si los querés te los traigo áura mismo.

--No hay apuro.

--Aquí tenés la lista. Guardala, porque no queda nadie que agregar, y
he hecho la suma. ¡Qué manifestación, hermano! Esto sí que es honroso.
Ya no se trata de puro jarabe de pico, y cuando la gente se presta
á aflojar la mosca, por algo ha 'e ser. Tocarle el bolsillo es como
andarle por las verijas á un animal cosquilloso. Así que, si querés,
podés engréirte de lo que han hecho con vos.

--Sí, hermano--replicó Viera--me siento verdaderamente conmovido, y si
no fuera por eso llegaría á ponerme orgulloso. ¡Ésas son cosas de que
no me podré olvidar en la vida, y que no andaré propalando, si no que
las guardaré exclusivamente para mí, como una gloria íntima y también
como una obligación inquebrantable de mantenerme tal cual soy, de
seguir sin extravíos la norma que me he trazado!...

Hablaba sinceramente, y es muy posible que hoy, recordando aquellos
momentos, repitiera esas mismas palabras con igual convicción.

Silvestre le miraba. Al rato le preguntó:

--Pero, decíme, ¿La suscrición te alcanza para sacarte completamente
del pantano, ó no?

--Es una ayuda muy grande.

--Eso ya sí. ¿Pero ahora te ves ya completamente libre de compromisos?

--Por el momento sí.

--¡Ah, por el momento, bien decía yo! ¿Unos cuantos meses, no es verda?
Porque si el diario no se sostiene, ni menos da ganancias, en cuanto
se gasten esos nales volvés á enterrarte hasta el encuentro en el
tembladeral, ¿no?

--Desgraciadamente.

--Natural. ¡Lo que necesitás es muchos suscritores, muchos avisos, para
pagar á todo el mundo y vivir sin arretrancas!; ó, de no, mucha plata
para que el diario no se vaya al bombo en algunos años, y venga más
población y entonces se pueda sostener.--Porque supongo que, aunque los
nuestros suban no sos de los que se han de prender á la ubre...

--Tenés razón, tenés razón en todo Silvestre...

--Bueno... entonces, esperá... dejáme á mí... Yo sé lo que hago, y has
de ver cómo todo viene como anillo al dedo. Tengo una combinación... Ya
verás ya verás...

Y se levantó en actitud de marcharse.

--¿Qué pensás hacer?

--No te quiero decir... Luego... Mañana.

Y se fué.

Tan optimista estaba Viera, que la más pequeña simiente de ilusión ó de
esperanza caída en su cerebro, luego se fecundaba, germinaba, brotaba,
crecía, echaba hojas, ramas, flores, frutos, como si estuviera en manos
del más hábil de los faquires indios. Las vagas palabras de Silvestre
lo enajenaron, entregándolo á una especie de pasajera megalomanía: era
evidente para él que su amigo pensaba convocar de nuevo al vecindario
patriota para exponerle minuciosa y exactamente la situación,
comunicarle sus ideas y propósitos, y exigir de él un esfuerzo más
ámplio y más continuado que aquella gran cinchada, demostrando que
con menos sacrificio se arribaría á mucho mayor efecto si no se
aguardaba cada vez, para echarle una manito, á que el carro estuviera
encajado hasta la maza. Más suscripciones, avisos mejor pagados, con
qué equilibrar las entradas y las salidas; él no pedía más, ni lujo
ni holgura siquiera, para seguir diciendo verdades y defendiendo al
pueblo...

Fué á ver á la novia para contagiarle su fiebre de ensueños, para
transmitirle el inmenso júbilo con que tantas manifestaciones de
aprecio--gloriosas decía él--embriagaban su juventud, para hablar
también de las bodas, que podrían acelerarse, sin tener ya enfrente el
fantasma de la miseria... Después, vuelto á su casa, aquella noche se
durmió sonriendo á sus nuevos y quebradizos juguetes.

Cuando, á medio día, entró en la imprenta Silvestre, su revuelto
cabello, los ojos huraños, los labios resecos y plegados en una mueca
amarga y nerviosa, revelaban un hondo sufrimiento, una grande angustia.
Viera lo miró sorprendido.

--¿Qué tenés?--exclamó.

Silvestre, sin contestar, sacó el revólver, presentólo por el cabo al
periodista y

--¡Tomá, matáme!--murmuró con voz reconcentrada.

--¿Qué tenés? ¿estás loco?

--¡Tomá, matáme, te digo! ¡Soy un canalla y un flojo, porque ya me
debía haber hecho saltar la tapa de los sesos! ¡Tomá, matáme por favor!

Viera le quitó el revólver. Acababa de comprenderlo todo, lo de la
combinación, las reticencias, la loca esperanza... Silvestre se había
dejado arrastrar por su afición al juego, creyendo sinceramente que
obedecía al propósito de salvar para siempre á su amigo. La noche
antes, en casa del Rengo, lo habían dejado más pelado que laucha recién
parida. La suscripción no era ya sino una cantidad negativa, aumentada
con una deuda exigible dentro de las veinticuatro horas, una «deuda de
honor.»

El periodista guardó el revólver en un cajón del escritorio, y aunque
sintiera el corazón oprimido hasta el dolor, pudo sonreirse y decir
filosóficamente:

--¡Pedazo de sonso! Si hubieras venido con las manos llenas de plata no
traerías el revólver, aunque la intención sea la misma... Sólo que...
hay que desconfiarles mucho á esas intenciones... ¿Perdiste? Bueno; ¡no
hablemos más! Ya sabés que hiciste mal en jugar, y... ¡basta!

Silvestre lo miraba boquiabierto, alelado, con una sorpresa indecible.

--¿Conque sabías?--acertó á balbucir.--¡Y me perdonás, hermano, todo el
mal que t'hecho!...

Y reaccionando de pronto, rompió á llorar con grandes sollozos
convulsivos, sentado, sepultada la cabeza entre las manos, sobre las
rodillas trémulas.

...Una semana después no se acordaba ya de aquella crisis espantosa,
tranquilizado por el silencio de Viera. Pero debemos confesar en honor
suyo, que perdonó á su amigo el haberlo perdonado de su falta, y esto
aboga por él, porque es excepcional. Viera dió por recibida la suma con
grave peligro de su reputación, pues la falla prolongó y dió incremento
á sus apuros.

--¿Dónde tira la plata ese loco?--se preguntaban haciéndose cruces
los que veían de cerca al periodista siempre metido en su intolerable
atolladero.

Pero como Silvestre no se apresuraba á explicarlo ni Viera había de
hacerlo...

                   *       *       *       *       *

El lector querrá saber cómo justificamos la visible contradicción que
se nota leyendo esta crónica, primero en las dos opuestas actitudes
del pueblo pagochiquense, y después en los actos de Silvestre, censor
implacable de lo malo y luego capaz de todo, hasta de un abuso de
confianza. Pues muy sencillamente: no la justificamos porque no
necesita justificación. Si la necesitara, diríamos en cuanto á lo
primero que se trata de esos distintos estados de alma, del alma
popular, que permiten y aun crean las fluctuaciones de opinión y
acción observables que toda colectividad, y en cuanto á lo seguido que
Silvestre, culpable, seguía siendo puro como lo creía Viera, pues si
antes se dijo que el más justo peca siete veces, hoy puede afirmarse
que el más sensato lleva un loco adentro.

Sólo que Silvestre (aquí inter nos) no era el más sensato...



                        EL DIABLO EN PAGO CHICO


Viacaba, aquel paisano tosco, bueno y trabajador que tantos han
conocido, tenía en ese tiempo su rancho á algunas leguas de Pago Chico,
sobre el remanso de un pequeño arroyo que, después de reflejar la
barranca, perpendicular y desnuda de vegetación, los sauces desmedrados
que se balanceaban sobre ella y el corral de la escasa puntita
de ovejas, seguía su curso casi en ángulo recto sobre su antigua
dirección, é iba lento, pobre y turbio, á echarse en el indigente
caudal del Río Chico, que en realidad nunca llegó á río ni aun con
aquel refuerzo, sino en época de grandes crecidas é inundaciones.
Viacaba vivía allí, desde muchos años, con su mujer Panchita, sus dos
hijos Pancho y Joaquín, hombres ya, su hija Isabel, morenita feucha
pero inteligente y un par de peones, Serapio y Matilde, que, ayudados
por el viejo y los dos mozos, bastaban y sobraban para los quehaceres
habituales de la estanzuela.

Estos quehaceres estaban lejos de ser abrumadores, aunque Viacaba
poseyese buen número de vacas y de yeguas, y unos pocos centenares de
ovejas para el consumo, pues no era aficionado á esa clase de crianza.

El rancho era espacioso y constaba de varias habitaciones. Se veía
desde lejos, sobre el albardón abierto en dos por el arroyo que,
voluntarioso y caprichudo, no había querido echar por lo más fácil,
aunque le sobrara campo llano en que correr y aunque no le importara
un bledo de la línea recta. Quizá, cuando tendió su lecho, aquellos
terrenos tendrían muy distinta configuración...

Y así como el rancho se veía de lejos, así también desde el rancho
se abarcaba hasta muy lejos un horizonte curvilíneo, desierto,
completamente plano, una extensión de pampa cubierta entonces de hierba
reseca y triste, amarilla tirando á gris, alfombra polvorienta en que,
como trazada de propósito, se destacaba la tortuosa línea verdegueante
de las orillas del arroyo, como una franja de terciopelo nuevo en un
inmenso manto raído.

Aquella siesta hacía un calor bochornoso. El campo reverberaba, como
si fuese de sutiles y vibrantes laminillas de acero, y mareaba con sus
destellos ofuscadores. El cielo estaba casi blanco, sin una nube, pero
en él flotaban grandes é invisibles masas de vapores dilatados por el
calor. Oíase el incesante y estridente chirrido de la chicharra, y en
la atmósfera había un monótono zumbar de insectos, sin que se supiera
de dónde partía, pero ensordecedor, atontador de persistencia.

No es extraño, pues, que cansados del trabajo de la mañana y rendidos
por el bochorno abrumador, todos durmieran en el «puesto» de Viacaba;
los hombres bajo el alero que daba al este, ya sin sol, y las mujeres
en el interior del rancho, cuya obscuridad ofrecía una momentánea
sensación de frescura.

El aire, sofocante, estaba inmóvil, como casi todos los días á esas
horas, en aquella temporada de sequía, tan larga y amenazante ya, que
los animales comenzaban á desmejorar y enflaquecer, síntoma de probable
epidemia... Los hombres dormidos respiraban sofocadamente, y gruesas
gotas de sudor les brotaban de los poros, bruscas y cristalinas,
para correr luego en hilos por su piel morena. Dormían intranquilos,
hostigados por el calor y por las moscas, zumbadoras, insistentes,
pertinaces á pesar de sus instintivos manotones. Y hubieran seguido
postrados por la modorra, si el galope de un caballo que se detuvo
frente á la tranquera, y el furioso ladrar de los perros que, un
momento antes, echados á la sombra y con la lengua afuera imitaban
jadeando la locomotora de un expreso, no los arrancaran de la siesta.

Matilde, un peón santiagueño, enorme y mal encarado, á quien aquel
nombre de mujer sentaba «como á un Cristo un par de pistolas,» se
incorporó refunfuñando, levantóse perezosamente, y con paso tardo, á
pesar del sol que rajaba la tierra, se encaminó á ver quién era el
importuno jinete. Los demás, mirando hacia la tranquera, entrevieron
un tordillo, negro de sudor y de polvo, que resollaba como un fuelle y
sacudía cabeza, orejas y cola, espantando la nube de moscas que se le
había echado encima. El pasajero entraba con Matilde, que se adelantó
para informar á Viacaba.

--Es un «franchute» que píd'i'agua--dijo.--¿Le doy?

--¡Cómo no! Hacé qu'entre aquí á la sombrita.

Cuando el hombre llegó al alero todos se habían levantado, y Panchita é
Isabel se movían adentro, despertadas por las voces.

--Buenas tardes, amigo. Entre y sientesé... Dale agua fresca, Serapio.
Después tomará un matecito, si gusta... Y ¿cómo anda, amigo, con este
solazo, que ni las víboras salen de las cuevas?

El francés explicó que aquella misma tarde tenía ocupaciones de
urgencia en el pueblo, para poder tomar la «galera» á la madrugada
siguiente.

Era un mocetón alto y delgado, muy rubio y de ojos clarísimos, frente
estrecha, nariz larga, descolorida y ganchuda, como el pico de una
ave de presa; tenía algo de carancho, aunque su rostro fuese largo
y afilado, y su exagerada urbanidad no bastaba para desvanecer la
antipática impresión que desde el primer instante produjera en aquellos
hombres sencillos y toscos. Un fluido repelente flotaba en torno suyo,
como si emanara de su cuerpo, y los cinco paisanos, tan distintos en el
aspecto y las maneras, no podían dejar de mirarlo con desconfianza.

Bebió con verdadera avidez el agua recién sacada del pozo, y gozando de
la sombra dejóse estar sentado en un banco, bajo el alero, recostado
en la pared de barro groseramente blanqueada, parpadeando para no
dejarse vencer por el sueño. Y cuando Isabel apareció, seguida por la
madre, con el mate amargo que había cebado en la cocina, se levantó
ceremoniosamente, algo envarado, haciendo una gran reverencia y
murmurando cumplidos á la amable «señoguita» y á la respetable «señoga».

Sorbió, no sin alguna mueca, el acre brebaje á que no estaba
acostumbrado, y con nuevas cortesías devolvió el mate á la joven.
Ésta, al pasar para la cocina, con gran fragor de enaguas almidonadas,
significó á Pancho, con un mohín y una miradita de soslayo, cuánto la
disgustaba, también á ella, el extranjero. La señora lo examinaba á
hurtadillas. Los hombres hacían esfuerzos para sostener la desanimada
conversación.

Más de una hora duró la visita. Matilde dió, entretanto, de beber al
tordillo, y le apretó la cincha, como si con ello apurara el momento de
la separación.

Mientras armaba un cigarrillo negro con que Viacaba lo había
obsequiado, el francés habló de la sequía y del triste estado de las
haciendas. Llegaba de lejos, y toda la campaña que había recorrido
presentaba el mismo aspecto de desolación: pastos resecos como yesca,
lagunones sin agua, bañados lisos y duros como piedra, arroyos tan
bajos, que casi todos se podían pasar de un salto; las haciendas
vacunas estaban flacas como esqueletos; las ovejas muy desmejoradas y
con una sarna más pertinaz que nunca; las yeguas con huesos y pellejo...

--La suerte que aquí no lo vamos pasando tan mal tuavía--exclamó
Viacaba con cierta satisfacción.

Pero alzó bruscamente la cabeza, alarmado, cuando el extranjero dijo
que en muchas partes había visto grandes torbellinos de polvo que el
viento arrancaba de la tierra desnuda de vegetación.

--¡Las polvaderas!--murmuró con acento medroso--¡Por lo visto, ya
principian!...

Y se quedó profundamente pensativo, evocando aquella terrible
calamidad, no sufrida desde muchos años, pero que en otro tiempo pasara
por allí sembrando el estrago y la devastación, dejando la inmensa
pampa despoblada de animales y como muerta y enterrada ella misma bajo
cenicienta y móvil capa de polvo...

La voz atiplada y agria del viajero, salpicada con notas discordantes,
aumentaba aquella impresión, y la de antipatía y desconfianza que
irresistiblemente provocara en todos.

Ya con el sol algo bajo, el francés se despidió haciendo zalemas
y protestas de vivo agradecimiento. Viacaba lo acompañó hasta la
tranquera mientras los demás habitantes lo miraban marcharse, en fila
bajo el alero... El tordillo, descansado ya, emprendió la marcha con
paso más brioso, y cuando iba á lanzarlo al galope, el jinete oyó que
el paisano le gritaba desde la tranquera:

--¡Cuidao con el pucho!

--«¡Oui! ¡oui!»--gritó el otro sin comprender.

Un momento después, Isabel, que volvía con el inacabable mate amargo,
formuló el pensamiento de todos:

--¡No me gusta nadita esi hombre!

--Cosa güena no ha'eser,--refunfuñó afirmativamente Matilde recogiendo
el recado para ir á ensillar.

--Parece medio... «cantimpla»,--zumbó Pancho, el más tolerante, después
de Viacaba.

Y aunque pasaran largo rato en silencio, aquella visita debió continuar
preocupándolos, porque Serapio no dijo á quién se refería cuando
observó:

--Ahí va, por el «fachinal».

Efectivamente, el bulto, ya apenas perceptible, del hombre y el
caballo, se alejaba rápidamente é iba á internarse en un alto pajonal
que, en dirección á Pago Chico, ocupaba una vasta extensión de terreno.

--¡Cantimpla decís!--objetó Joaquín que se había quedado rumiando las
palabras de Pancho.--Pues á mí, lo que me parece es un pájaro de mal
agüero, con ese pico'e lechuzón desplumao de la cabeza... Con tal de
que no nos haiga echau algún «daño»...

--¡Dejáte de agüerías, Joaquín!--exclamó Viacaba.--¡Los gringos «saben»
tener unas caras... fierazas! Pero ¿y de áhi? ¿Han de ser brujos por
eso?...

Viacaba era supersticioso también, pero la edad y la experiencia
atenuaban un tanto esa superstición.

Los peones salieron al campo y tomaron para el oeste, donde estaba
el grueso de la hacienda, seguidos por Joaquín. Al este, pasando el
arroyuelo, sólo había algunas yeguas y la tropilla de zainos.

Las dos mujeres, Viacaba y Pancho, se quedaron bajo el alero, sin ganas
de moverse en la atmósfera asfixiante. El sol se acercaba al ocaso, y
su luz iba enrojeciéndose por momentos.

Al obscurecer, cuando volvieron los otros, llamados por la hora de la
comida, el cielo era al oeste un inmenso manto de púrpura reflejado al
oriente en un tenue velo, purpúreo también. Y delante de ese velo una
columna recta, de vapores terrosos, se alzaba del pajonal como girando
sobre sí misma.

--¡No digo! ¡Si ya principian las polvaderas!--exclamó Viacaba, que la
vió al ir con los suyos á la cocina.

¿Cómo había podido equivocarse aquel hombre de campo, nacido en plena
pampa, conocedor de todos sus fenómenos, confidente de todos sus
secretos? ¿Miró mal? ¿Ó la evocación terrible de las polvaredas, la
obsesión de tamaña calamidad, le había paralizado el cerebro?

No era, no, el torbellino de polvo que una corriente giratoria alza y
retuerce en el aire, como columna salomónica, desde el campo reseco,
para pasearla después en caprichosa danza de un lado á otro y luego
dejarla caer, de golpe, disuelta, desvanecida en la atmósfera como
fantástica creación de pesadilla. No. La columna estaba fija en el
mismo punto é iba elevándose y ensanchándose en la atmósfera tranquila
y caldeada que doraban y enrojecían los últimos parpadeantes fulgores
del sol.

Y el astro acabó de hundirse. Las oladas de púrpura que lo seguían,
cubriendo el occidente, se derramaron también tras él, poco á poco, á
manera del agua que desaparece lenta en una hendidura. Y para anunciar
la noche que llegaba, comenzaron á revolotear tenues brisas mensajeras
de paz, que crecían y se multiplicaban por momentos...

Era ya obscuro, y, sin embargo, la columna seguía viéndose en el
pajonal, vagamente luminosa, como si fuera la misma que guió á los
israelitas en el desierto...

Entretanto la familia Viacaba, comía en la cocina, rodeando el fogón,
más animada y conversadora, pues el airecillo, tibio aún, iba haciendo
reaccionar á todos de su enervamiento, á medida que cobraba fuerzas y
agitaba con más decisión las alas.

La conversación, interrumpida á ratos, seguía, persistente, rodando al
rededor de la visita del francés, el acontecimiento del día. Y no había
una frase simpática para él.

--¡Vaya al diablo el ñacurutú ese ¡Nunca he visto animal más
feo!--insistió Joaquín, supersticiosamente.--Y cómo miraba, con esos
ojos descoloridos, á pesar de todos sus «vulevús»... Á mí me parecía...

--El Malo ¿no?--interrumpió Matilde, el santiagueño.--¡Á mí también!
Dicen qu'es ansí; «payo», di ojos claritos y nariz de pico é loro. No
me le fijé en las patas porque tráiba botas... pero ha de haber tenido
pesuña no más.

Como eco terrible de estas palabras, la voz angustiosa de Panchita, que
acababa de ir al pozo en busca de agua fresca, sonó en el patio como un
grito de alarma y de terror:

--¡Quemazón!... ¡Quemazón!...¡Quemazón en el fachinal!...

--¡No decía yo!--murmuró Joaquín, precipitándose afuera con los demás...

La columna amenazadora que había comenzado por elevarse, ensanchándose
é iluminándose con vagas vislumbres, llegó á semejar inmenso tronco
de copa pequeña, redonda y blanquecina; luego, cuando el viento sopló
con cierta violencia, desvanecióse de pronto; en seguida, en la
sombra creciente, hubiérase dicho que el árbol acababa de desplomarse
ardiendo de punta á punta, porque, á partir del mismo sitio, apareció
chisporroteando una línea de fuego, brasas y llamitas fugaces que se
reflejaban en los vapores suspendidos sobre el suelo. Inmediatamente
después, la línea roja y resplandeciente al ras de la tierra, se
extendió, se extendió más, abarcó un espacio enorme, en el este, de
donde llegaba el viento, como si quisiera ocupar todo el horizonte.
Desde el rancho veíanse vagar por el pajonal reflejos luminosos,
anaranjados ó amarillentos, que contrastaban con la noche negra y
armonizaban con la raya purpúrea de la quemazón, mientras en el
cielo un gran parche rojizo parecía seguir la marcha del desastre.
Y el viento, entre tanto, sacudía alegremente la alta hierba, seca
y sonora, murmurando y riendo como el niño que escapa después de
haber hecho una travesura. Y el susurro musical llenaba el aire de
coros indecisos... En el albardón, junto á «las casas,» dominando
el campo, Panchita é Isabel asistían con espanto al espectáculo
amenazador y terrible del incendio. Los hombres, después de ensillar
apresuradamente, se habían precipitado á todo galope hacia el pajonal,
atinando sólo á lo más visible del peligro, tan azorados que no podían
coordinar las ideas...

El viento, cansado de reir, se entretenía en combinar curiosos y
devastadores fuegos de artificio. Llegaba al incendio, levantaba
nubes de humo y semilleros de chispas; enredaba el humo en las matas
cercanas, iluminadas por el fuego, fingiéndolas incendiadas también,
y esparcía las chispas como un ramillete, ó las hacía formar haces de
espigas de oro; luego las dejaba apagarse ó caer sobre el pasto en
lluvia finísima y devastadora... Ó de un soplido apagaba bruscamente
la inmensa línea roja, y luego, como arrepentido de abandonar tan
pronto su diversión, reavivábala de otro soplo hasta hacerla llamear
é incendiar también el cielo... Al sitio en que estaban las mujeres
llegaban bocanadas de horno, hálitos de fragua, un fragor atenuado,
como de lejanísimas descargas graneadas de fusilería, y un olor acre de
paja quemada, dilución de las densas masas de humo que corrían al ras
del suelo.

Lenta á la distancia, rápida en realidad, la línea de fuego se
extendía, aparentaba formar un arco de círculo cuyo centro fuera el
albardón, é iba acercándose á las casas cual si estrechase un sitio que
les hubiera puesto de repente con maravillosa táctica. Entre el rancho
y el incendio el campo estaba iluminado, y sombras enormes se movían y
fluctuaban vagamente en él: las rechonchas de las anchas matas de paja
y las alargadas de los jinetes que andaban agitados junto á la quemazón.

Un tropel, un redoble de alarma estalló de repente en el silencio
rumoroso, haciendo retemblar el suelo; era la tropilla, eran las
manadas que huían despavoridas hacia el oeste, martillando con sus
cascos la tierra seca y sonora. Y una sombra informe pasó, envuelta
en nubes de polvo, lanzando al paso reflejos de ancas y de cabezas
desgreñadas al viento... Y el furioso redoble fué disminuyendo, hasta
perderse en la noche...

--¡La caballada!--gritó con angustia Isabel, sacudiendo un instante su
marasmo.

--¡Virgen santa! ¡Quién sabe si la volveremos á ver!--murmuró la madre.

Y atrás rumores más sordos, confusos é indescifrables, poblaban,
entretanto, la pampa y llegaban hasta ellas arrastrados por el viento
abrasador, saturado de humo y cargado de cenizas aún calientes...

Viacaba, sus hijos y los peones, desalados, habían creído llegar á
tiempo de sofocar el incendio. Pero cuando estuvieron á poco más de una
cuadra, una agonía les oprimió el corazón: el alto pastizal tupido y
seco, los matorrales entretejidos y bravos, la cortadera amarillenta
ya que ocultaba á un hombre de pie, ardían en una enorme extensión,
hasta donde alcanzaba la vista, entre chisporroteos y llamaradas,
estallando como millares de petardos incendiados por series sucesivas.
Llegábanles soplos tan ardientes como el fuego mismo, y unos á otros se
veían las caras sudorosas, completamente negras de hollín, en que les
relampagueaban los ojos. Los caballos, con las orejas tendidas casi en
línea horizontal hacia el incendio, resoplaban y sacudían la cabeza,
negándose á avanzar más.

Á menos de una cuadra envolviéronlos el humo y las chispas, y parecían
avanzar en las nubes entre una constelación de estrellas fugaces. La
acre humareda los cegaba, aunque estuviesen tan hechos á los humazos
del fogón, y los soplos abrasadores les hacían volver el rostro con
el cabello y la barba medio chamuscados... Sobre sus cabezas cerníase
un instante la paja voladora, ardiendo, y luego seguía su vuelo, á
difundir á saltos el desastre, arrebatada por el vendaval... No se oían
casi, con el fragor del estallar de las pajas, y tenían que gritar para
comunicarse.

--... ¡Contra-fuego!--oyóse vociferar á Viacaba, que echó pie á tierra.
El principio de la frase se había perdido en el estrépito...

Tras el velo de llamas que ante sus ojos tendía la inmensa fogarata,
la noche tomaba insólitas negruras. Parecía que el obscuro cielo, sin
luna, continuara descendiendo, descendiendo, más negro cada vez, hasta
llegar al incendio mismo, sólo que en su parte inferior las apretadas
y rojas estrellas se apagaban sucesivamente, dejando en un momento
lóbrega y vacía aquella parte de inmensidad. El horizonte se había
acercado hasta pocos pasos de ellas, y creían hallarse al borde de un
inmensurable abismo... La luz misma parecía rechazada hacia adelante
por el viento furioso que soplaba de aquel antro...

Á la voz de Viacaba, todos se apearon. Una seña les hizo acercar, y
oyeron este grito:

--¡Aquí no! ¡Sería pior! ¡Á la orilla del fachinal!...

Desanduvieron un trecho, teniendo del cabestro á los espantados
caballos que volvían la cabeza hacia el fuego con ojos de brasa,
resollaban y roncaban violentamente, hacían bruscos movimientos para
desasirse y escapar, y tiritaban cubiertos de sudor, mientras por los
flancos les corrían arrugas como de agua rizada por la brisa...

Y así, envueltos en rojas luces de Bengala, hombres y animales salieron
á la orilla del pajonal, donde comenzaba el pasto bajo, marchito y seco
también. Serapio maneó los caballos y los ató á las matas, bastante más
lejos. Luego se incorporó á los demás.

Viacaba y Pancho incendiaban rápidamente la hierba baja, en un ancho
de poco más de una vara, siguiendo una línea más ó menos paralela á la
quemazón. Joaquín y Matilde, tras ellas, dejaban arder bien el pasto,
y luego lo apagaban azotándolo con escobas de la paja más verde, hasta
que se incendiaban, ó con las jergas del recado, sin mojarlas, porque
el agua estaba demasiado lejos. Serapio los imitó...

En aquella hoguera parecían fundidores junto á un río de metal
incandescente; jadeaban, sudaban; sus caras negras, encendidas y
lustrosas, se hinchaban, se abotargaban, perdían sus líneas mientras
los ojos les relampagueaban y por las mejillas y la frente les corrían
hilos de tinta...

¡Sacrificio inútil! El fuego se burlaba de antemano del obstáculo que
le querían oponer, levantándole una trinchera de vacío: reíase de ellos
en complicidad con el viento, en cuyas alas enviaba sus emisarios y
sus propagandistas más allá de los hombres y de su ciclópeo esfuerzo
impotente.

Y el tropel que espantara á las mujeres llegó de pronto hasta allí como
un lejano trémolo de timbales entre los chasquidos del incendio...
Viacaba levantó la azorada cabeza, y con ojos saltones, enloquecidos,
gritó:

--¡Serapio! ¡Matilde! ¡La hacienda! ¡La hacienda!...

Y abarcando, al fin, la magnitud del desastre, abandonaron la quemazón
casual y la que ellos mismos hacían, corriendo frenéticos hacia los
caballos.

Los caballos no estaban allí. Aguijoneados por el pavor, habían
conseguido arrancar las matas, y roncando, despavoridos, dementes,
trabados por las maneas, á grandes saltos enajenados, tropezando
ciegos, allá iban, trémulos, vacilantes, chorreando sudor, hacia el
oeste, hacia la salvación, hacia la vida...

Lograron alcanzarlos y, montados, salieron de carrera en distintas
direcciones como si obedeciesen á un plan preestablecido. Sin embargo,
no lo tenían... ¿Dónde llevar la hacienda, en caso de que aún no se
hubiese dispersado y perdido en las tinieblas de la pampa? ¿Dónde
proporcionarle un refugio inmune? ¿Por dónde hacerlas escapar del
tremendo estrago...?

...Las mujeres, petrificadas de pavor y de angustia, seguían como
sonámbulos en el albardón, con los ojos fijos en el incendio, que
continuaba avanzando, avanzando á cada minuto con mayor rapidez é
intensidad, y no sólo hacia las casas, sino hacia la derecha, hacia la
izquierda, al norte, al sur, para separarlas bien del mundo por aquel
lado y luego replegarse, cortándoles la retirada, envolviéndolas en su
línea infranqueable. Y el redoble del triunfo, la diana sin clarines se
oía cada vez más cerca, más cerca, como estallidos de risas y gritos de
voces ásperas y discordantes... El calor era tan intenso, que á cada
instante las infelices se creían á punto de desfallecer y caer semi
asfixiadas.

El fuego llegó al arroyo... La esperanza les dilató un momento el
pecho... Pero el incendio se burló del caprichoso zanjón, cubierto
previamente de paja voladora por su cómplice el viento. Lo traspuso
redoblando sus chasquidos, llegó á la otra orilla, avanzó hasta lamer
la tranquera y los sauces que le daban sombra, y, regocijado, siguió
su carrera hacia el oeste, dejando más grande la noche tras de sí,
llevándola hasta los mismos pies de las mujeres que, atontadas,
siguieron mirando cómo se extinguían una á una las fugaces estrellas de
la quemazón en la noche de abismo que creara á su paso...

Más allá, hacia la derecha, por donde brillaba la Cruz del Sur,
también la paja sirvió de puente volante á la invasión devastadora.
El arroyo ardió todo en un segundo. Y desde la otra orilla, de las
matas altas del albardón, el viento arrebataba cardúmenes de chispas
que iban á caer á los pies de las mujeres... Algunas llegaban hasta
el mismo rancho y se extinguían entre las pajas del techo, sin fuerza
para incendiarlas... Ellas, en su angustia suprema, no advertían el
nuevo peligro. Y chispas y pajas abrasadas continuaban su vuelo, más
compactas cada vez...

--¡Mama! ¡mama!...

El grito desgarrador de Isabel anunciaba el coronamiento de la
catástrofe: el techo central ardía con gran humareda en un círculo de
una vara de diámetro.

--¡Agua! ¡agua!--gritó la madre, arrancada á su estupor.

Ambas corrieron al bebedero de los caballos, junto al pozo; una llenó
un balde, otra una jarra; precipitáronse al fuego; sus fuerzas no
alcanzaron á lanzar el agua hasta allí...

--¡Traé vos el agua!--tartamudeó la madre.

Y como pudo, valiéndose de un banco, lastimándose manos y rodillas,
trabada por los vestidos, trepó al techo gritando desesperadamente,
como si alguien pudiera oírla en aquella desolación:

--¡Viacaba!... ¡Pancho!... ¡Joaquín!...

Isabel le llevaba jarras y baldes de agua, de carrera, jadeante, bañada
en sudor. Ella, febril, casi sin saber lo que hacía, echábase de bruces
sobre el techo, tendía los brazos trémulos, alzaba el agua con esfuerzo
automático, é iba á verterla en la hoguera cada vez más ancha... Y
mientras hacían esta abrumadora y lenta maniobra, el viento continuaba
acribillando el rancho con sus flechas incendiarias... Un momento
después el techo ardía por diversos puntos...

--¡Baje, mama, baje! ¡Se va á abrasar viva!...

La desgraciada bajó por fin. Como alegre fogarata, el rancho ardía
por las cuatro puntas iluminando el patio hasta la tranquera con sus
sauces descabellados, sacudidos por el viento, hasta el corral en
que se revolvían, se atropellaban y se trepaban unas sobre otras las
ovejas, balando lastimeramente, tratando de derribar el fuerte cerco...
Y aquella siniestra y formidable iluminación desvanecía, borraba
totalmente la otra, ya en el horizonte...

Los hombres vieron desde lejos aquella antorcha y regresaron uno tras
otro, llenos de desesperación.

Nada había que hacer... Apenas, y con gran peligro, consiguieron
sacar algunos objetos de la formidable hornalla... Las cumbreras se
desplomaron con gran ruido, el alero desapareció, y á la luz roja no
se veía ya mas que las paredes ennegrecidas... Sentados en el suelo,
anonadados por la impotencia y la desesperación, lanzaban de vez en
cuando lamentables exclamaciones. Y la visita del extranjero volvía á
su exaltada imaginación con caracteres diabólicos y aterradores.

--¡Ah el gringo, el gringo!...

--Él no más nos ha traído esta calamidá...

--Nos ha hecho «daño»...

--¡Seguro que tiró el pucho en el fachinal, indino!...

--¡No, patrón!; si era el Malo, ¡si era Mandinga!... ¡Tan cierto como
que éstas son cruces!...

Y su infantil superstición iba á convertirse en hecho comprobado,
al día siguiente, cuando en Pago Chico, donde fueron á refugiar su
desnudez, les dijeran que allí no había llegado francés alguno, y luego
á difundirse pasando de boca en boca como acontecimiento histórico,
aunque el comisario averiguara y publicara que un hombre de la
filiación del presunto incendiario estuvo aquella tarde en el vecino
pueblo del Sauce donde, á la madrugada, tomó la galera del Azul...

Pero el alba se extendió descolorida y triste sobre el campo. Hombres
y mujeres, acercados por la desgracia, formaban un grupo silencioso é
inmóvil. Lo que ayer fuera bienestar y abundancia era miseria ya...

La pampa, á las primeras luces indecisas, mostróseles cubierta por
inmenso tapiz de funerario paño negro, que se extendía hasta el
horizonte, en todo rumbo, y el viento, fuerte aún, levantó nubes de
hollín y los envolvió en impalpable polvo de cenizas...



                         ¡GUERRA Á SILVESTRE!


También acabó Silvestre por incomodar á los situacionistas, que
resolvieron castigarlo, igual que á Viera.

Á este propósito hicieron que fuera á establecerse en Pago Chico,
habilitado por ellos, un farmacéutico diplomado, cierto italiano
Barrucchi, venido del país amigo á hacer fortuna rápidamente, así, sin
otra condición, rápidamente.

La competencia fastidió mucho al criollo en un principio, como que
hasta fué denunciado al Consejo de Higiene por ejercicio ilegal de la
profesión. Pero estaba atrincherado tras de su regente, á quien hizo
pasar una temporadita en el Pago, con pret, plus y otras regalías
inherentes á la actividad del servicio.

--Al gringo l'enseñan,--decía,--pero nada le ha'e valer. ¡Á la larga no
hay cotejo!

Y para dominar del todo la situación, halló manera de ¿cómo diremos?
untar la mano al inspector enviado de La Plata.

«Untar la mano» es frase grosera, bien; pero ¿qué decir, entonces, del
hecho de untarla, y de dejársela untar?...

Nada. Punto. Y sigamos adelante con los faroles.

No se durmió Silvestre sobre los laureles de su primera defensa
victoriosa, sino que atisbó, vichó, bombeó, supo cuanto hacía el
italiano, le tendió lazos, le analizó preparaciones en que había
substituido substancias, publicó los resultados, formuló denuncias,
y de perseguido convirtióse pronto en perseguidor, porque en aquella
delicada materia se inmiscuía alguien más que los cabecillas
pagochiquenses, y el Consejo de Higiene, no desdeñoso de multas, solía
enviar inspectores cuando era á golpe seguro, y entre tantos alguno
habría reacio á los ungüentos de marras...

Y apareció muy luego otro inspector.

Barrucchi escapó difícilmente á las consecuencias con que lo amenazaba
una grave trocatinta de frascos y rótulos en el armarito de los
alcaloides, nada menos, falta que hasta nuevo aviso debe atribuirse
á negligencia suya, nunca á perversidad de Silvestre, incapaz por
su parte de jugar á sabiendas con la vida de sus convecinos, é
imposibilitado de penetrar en la plaza enemiga.

La misma grosería del error fué lo que salvó á Barrucchi, provisto de
auténticos diplomas de una facultad italiana, y de un certificado de
reválida en toda regla, otorgado por la de Buenos Aires. Insistimos
en que Silvestre no tuvo arte ni parte en el suceso. Barrucchi
probablemente tampoco, puesto que nadie lo hizo responsable, ni
siquiera lo amonestó por su descuido, ni por su aterradora confusión de
consonantes en ina.

Pero sus negocios, que hasta entonces habían sido regulares, se
resintieron con la divulgación de aquel hecho, cuidadosamente propalado
á todos los vientos del cuadrante por Silvestre y los suyos. Sin
embargo, el azar, ya que no la buena reputación y limpia fama, vino
á favorecerlo. La farmacia, asegurada en una nueva compañía contra
incendios que buscaba clientela en Pago Chico, por una suma mucho mayor
que su capital verdadero, ardió casualmente á los pocos días, sin que
bastara para extinguir el incendio la guardia de cuatro vigilantes con
machete en mano, puesta por Barraba en las cuatro esquinas de la casa.

Hay quien dice, todavía, que el incendio no fué intencional.

La compañía de seguros pagó inmediatamente al boticario y al dueño del
edificio, pues le convenía acreditarse para hacer una buena ponchada
de fuertes primas en ese partido y los inmediatos, y sólo pidió á uno
y otro un recibo bombástico y la autorización de hacer con él cuanto
reclame quisiera.

La casa comenzó á reconstruirse con gran prisa, y todo el mundo creyó
que Barrucchi restablecería su farmacia en mucho mejores condiciones,
ya que contaba con un capital relativamente respetable. Tal era, en
efecto, su intención; pero una frase que corrió como un reguero de
pólvora de punta á punta del pueblo, le hizo variar de propósito y
retirarse con los honores de la guerra, es decir, con los pesos del
seguro.

--Non é niente, demientra no se brushe l'arquibio.

--Non é niente demientra no se brushe l'arquibio.

Esto era lo que se oía de la mañana á la noche hasta en los últimos
rincones de Pago Chico, y las extrañas palabras eran repetidas ora
con acento de indignación, ora entre carcajadas más mortíferas aún.
Y todo el mundo se contaba inacabable, infatigablemente, durante
días, semanas, meses enteros, la maquiavélica invención de Silvestre,
aderezada hasta con la jerga propia del personaje y del caso:

Barrucchi, á quien la noche del incendio corrió á avisarse al Club que
ardía la botica, se limitó á contestar tranquilamente, encogiéndose de
hombros:

--¡Eh, no importa, mientras no se queme el aljibe!...

El pobre Tartarín tuvo que ir á Argel por una copla; Barrucchi tuvo que
irse de Pago Chico por una frase.

También es verdad que Barrucchi no era del pueblo y que la frase brotó
del cerebro de Silvestre. Si hubiese sido pagochiquense, quizá se le
perdona, pues es fama que hasta los perros dicen, amparando á los
vecinos:

--¡No lo muerdan, qu'es del barrio!

Los hombres también, y si no, véase en seguida como lo prueba, con
elegante demostración, la cajita misteriosa de Ferreiro.



                               ALTRUISMO


Entre las espesas sombras de la noche, en grupos charlatanes de tres
ó cuatro personas, numerosos vecinos de Pago Chico se encaminaban
lentamente á la estación del ferrocarril. Se habían reunido con ese
objeto en el Club del Progreso, en el café y en la confitería de
Cármine, y al acercarse la hora fueron destacándose poco á poco,
para no llamar demasiado la atención ni dar pie á que los opositores
hicieran alguna de las suyas.

Llegaba en tren expreso, costeado naturalmente por el gobierno, el
diputado Cisneros con la misión de reconstituir el comité, y era
preciso hacerle una calurosa acogida á pesar de lo intempestivo de la
hora. La estación estaba completamente á obscuras; sólo por la puerta
de la habitación del jefe filtraba una raya de luz, y allá en el fondo
el Buffet,--en funciones para las circunstancias,--abría sobre el andén
desierto el abanico luminoso de su entrada. Allí fueron sentándose á
medida que llegaban, el doctor Carbonero, el escribano Ferreiro, el
intendente Luna, el juez de paz Machado, el concejal Bermúdez y varios
otros, sin que faltaran el comisario Barraba y su escribiente Benito,
ni aun don Máximo, el portero de la Municipalidad, muy extrañado de
no tener que disparar bombas de estruendo en tan solemne emergencia.
No hubo francachela; los tiempos estaban malos, y nadie quería cargar
con el mochuelo del coperío, aunque sólo hubiera en la estación una
veintena de personas. Cada cual, si quería, «tomaba algo»... y pagaba.

La espera fué larga. El expreso se había retrasado en no sabemos
qué estación y el jefe aún no tenía noticia de su llegada... Poco
á poco, todos fueron á pasearse en la obscuridad del andén, luego
instintivamente agrupáronse á la puerta del Buffet, y conversaban
mirando inquietos al norte por descubrir entre las sombras el ojo
encendido del tren en marcha.

--¿Á que no sabe abrir esta cajita?--dijo de pronto el escribano
Ferreiro, presentando un objeto al Intendente Luna.

Era una cajita oblonga, en forma de ataúd, en uno de cuyos extremos
asomaba un botón á modo de resorte; un juguete-chasco de lo más
infantil, pues oprimiendo el botón aparecía una aguja que pinchaba al
curioso, con tanta mayor fuerza cuanto mayor había sido su confianza
en sí mismo y el apretón consiguiente. Luna la tomó, la examinó
deliberadamente, vió el resorte cuya evidencia debería haberlo hecho
recelar sin embargo, y exclamó:

--¡Mire qué gracia!...

Soberbio fué el golpe de pulgar que dió al botón apenas había dicho
estas palabras, y soberbio el pinchazo que recibió en mitad de la yema
del dedo... Estuvo á punto de soltar uno de los ternos más sonoros de
su colección; pero se contuvo á tiempo, y lejos de protestar, fingió
seguir examinando la cajita.

--No doy ni mañana--dijo por fin.

--Aver emprieste compadre,--solicitó Barraba tendiendo la mano, con los
ojos brillantes de curiosidad.

Los demás habían estrechado el corro, deseando ver el misterio
que encerraba el cabalístico estuche, y las conversaciones se
interrumpieron.

Barraba cayó en la trampa, y á su grueso pulgar asomó una gotita de
sangre como un pequeño rubí. Pero puso buena cara, y aparentó seguir
maniobrando con la cajita.

--¡Traiga amigo, traiga! ¡Si usté es muy mulita p'a estas
cosas!--exclamó al cabo de un instante el juez de paz Machado.--¿No
sabe que p'a qu'el amor no tuerza, más vale maña que juerza?--Aver
traiga p'acá.

Barraba no tuvo inconveniente...

Nuevo pinchazo... Nuevo esfuerzo heroico para no lanzar un grito.
Aquellos espartanos eran todos capaces de dejarse devorar el vientre,
con tal de que en seguida, se lo devoraran á los amigos y compañeros.
«Si licet in parva...» como en el sorteo famoso de Matucana que,
repitiendo en eso á Homero en la Ilíada, tuvo también su Tersites.

Y después de Machado, la cajita pasó á Bermúdez, á Carbonero, á los
demás--hasta á don Máximo, que fué el último en pincharse.

Aquel Sterne, imitado ahora por quienes, con sólo imitarlo son
puestos á la cabeza de no sabemos cuántas literaturas, nos ofrecería
aquí una sabrosa disquisición, llena de longanimidad y de sincero
enternecimiento ante la flaqueza humana. Se explicaría el hecho y
trataría de explicarlo á los demás, por aquello de que «tout comprendre
c'est tout pardonner».

Pero desgraciadamente no habla Sterne, ni el hecho, produciéndose en
Francia bajo tan rudimentarias formas, ha dado tema á los grandes
modistos literarios. Ello vendrá.

Mientras no viene, y por si no viene, el lector hará bien si saca por
su propia cuenta el caracú del hueso que le ofrecemos, y que más peca
por sobra que por falta de médula, pues allá en la pobre y silenciosa
estación de Pago Chico--microcosmos sintetizado,--y entre aquel
reducidísimo compendio de la humanidad, no hubo un solo ejemplar, un
solo individuo que no pasara por la prueba, ni uno que no se mostrara
á la altura de las circunstancias. El mismo don Máximo,--el último
mono--se dirigió humildemente al escribano:

--¿No quiere emprestármela hasta mañana, señor Ferreiro?

--¿Para qué don Másimo?

--P'a mostrársela á Petrona, no más...

Su altruismo no le permitía gozar tan sólo de las delicias de la aguja,
pues los otros veinte no contaban ya: Habían contribuido á chasquearlo
y se reían de él, como si fuese el único burlado.

Entre tanto y en silencio, había ido aproximándose el tren. Un silbido
agudo y un repentino y fuerte resplandor, les hizo dar un salto y
volverse hacia la vía. El diputado Cisneros, de pie en la plataforma,
con el tren aún en movimiento, comenzó á dirigirles la palabra:

«Este brillante recibimiento me demuestra cuánto es vuestro altruismo
y vuestra abnegación. Siempre dispuestos á sacrificaros por el bien de
los demás, á luchar sin tregua ni descanso por evitar el sufrimiento
ajeno, venís en horas de combate á retemplar mi espíritu, para el
holocausto fraternal á que estoy dispuesto tanto como vosotros mismos».

Y siguió así, mientras don Máximo se devanaba los sesos por hallar modo
de pasarle la cajita sin faltarle á las debidas consideraciones. Pero
no lo halló, por demasiado humilde, y tuvo que consolarse con la idea
de embromar á la Petrona...

¡Y decir que la peregrinación de la cajita se repetía diariamente y
en mayor escala en Pago Chico, y se repite en todas partes, cuando ya
estamos á las puertas del siglo de oro de la solidaridad humana!...



                         LIBERTAD DE SUFRAGIO


Cierta noche, poco antes de unas elecciones, el Club del Progreso
estaba muy concurrido y animado.

En las dos mesas de billar, la de carambola y la de casín, se hacían
partidas de cuatro, con numerosa y dicharachera barra. Las mesitas
de juego estaban rodeadas de aficionados al truco, al mús y al siete
y medio, sin que en un extremo del salón faltaran los infalibles
franceses, con el vice-cónsul Petitjean á la cabeza, engolfados en su
sempiterna partida de «manille».

El grupo más interesante era, en la primera mesita del salón, frente á
la puerta de la sala de billares, el que formaban el intendente Luna,
presidente del Concejo, varios concejales y el diputado Cisneros,
de visita en Pago Chico para preparar las susodichas elecciones.
Entregábanse á un animado truco de seis, conversadísimo, cuyos lances
eran á cada paso motivo de griterías, risotadas, palabrotas con
pretensiones de chistes y vivos comentarios de los mirones que, en
círculo al rededor, trataban más de hacerse ver por el diputado que de
seguir los incidentes de la brava partida.

Junto á ellos, sentado en un sillón, con la pierna derecha cruzada
sobre la izquierda, acariciándose la bota, abrazándola casi, el
comisario Barraba con el chambergo echado sobre las cejas y dejándole
en sombra la mitad de la cara achinada, ancha y corta, de ralo y duro
bigote negro, hablaba ora con los jugadores, ora con los mirones,
lanzando frasecitas cortas y terminantes, como cuadra á tan omnímoda
autoridad.

Descontentos no había en el club más que tres ó cuatro: Tortorano,
Troncoso y Pedrín, á caza de noticias, cuya tibieza les permitía andar
por donde se les diera la real gana.

Los tres se hallaban cerca de la mesa del intendente y el diputado,
podían oir lo que en ella se decía, y hasta replicar de vez en
cuando,--aunque con moderación naturalmente,--al comisario Barraba.

Alguien habló de las elecciones próximas y de las respectivas
probabilidades de cada candidato.

--¡Qué eleciones ni qué eleciones!--exclamó Tortorano encogiéndose de
hombros.--Nosotros nunca hemos tenido eleciones de veras, ¡y no las
tendremos jamás!...

--La libertad de sufragio...--agregó Troncoso sarcásticamente.

Pero el comisario, echando hacia atrás la cabeza, tanto que casi dejaba
ver el dedo de frente descubierto entre el chambergo y las cejas, lo
interrumpió:

--¿Qué dice amigo? ¿Que no v'haber libertá?

--¡Vaya, comisario, nunca ha habido!--objetó Tortorano sonriendo.

--Sería una novedad muy grande,--afirmó Troncoso retorciéndose el
bigote con aire convencido.

--¡Y s'imagina, entonces, que yo estoy aquí p'a quitarles la libertá á
los ciudadanos! ¿Y que yo, comisario, lo h'e permitir?...

El diputado, el intendente y demás jugadores de la oligárquica mesa,
levantaron la vista sorprendidos. El ruido disminuyó de pronto en el
salón, como si los concurrentes se quedaran á la expectativa de un
acontecimiento trascendental. Pedrín fué acercándose más al comisario...

--No digo eso,--murmuró Troncoso mirando al suelo y preguntándose
interiormente dónde iría á parar el hombre encargado en Pago Chico de
asegurar el éxito de una candidatura dada, con exclusión total de la
otra.

¿Se habría convertido de la noche á la mañana, después de tantas
arbitrariedades y persecuciones?

--Yo tampoco digo que usted les quite la libertad. ¡No faltaba más!

Tortorano se encogió de hombros otra vez y se puso á armar un
cigarrillo negro. Troncoso miró al comisario para ver si hablaba de
veras. Pedrín, aunque no tuviera nada de cándido, intervino con una
ingenuidad:

--Me alegro mucho de haberl' óido,--dijo.--Yo ya estaba por no ir á las
eleciones. Pero desde que usté garante la libertá...

--¡¡La garanto, canejo!! ¡Ya lo creo que la garanto!

El diputado Cisneros se incorporó en su silla, casi resuelto á llamar
al orden al extraviado y demagogo funcionario policial. Las demás
autoridades estaban, al oir semejantes despropósitos, que no sabían lo
que les pasaba.

--Pues si es así...--prosiguió Pedrín,--lo que es yo, el domingo no
faltaré en el atrio p'a votar por don Vicente.

Pero no había acabado de decirlo cuando el comisario estaba ya parado,
de un salto tan violento y repentino que ni siquiera le dió tiempo para
soltarse la bota. Y así en un pie:

--¡Pare la trilla que una yegua si ha mancau!--gritó.--¿Qué es lo que
dice, amiguito?

--Que ya que usté garante la eleción v'y á sufragar por los cívicos...
nada más.

--¡Dios lo libre y lo guarde! ¡Como de miarse en la cama!

--¿Pero no dice que habrá libertá de votar?

--Sí, para todos; ¡pero libertá, libertá de votar por el candidato del
gobierno!...

Un gran suspiro de satisfacción compuesto de seis suspiros particulares
se exhaló del truco oficial.

Y el ruido volvió entonces, más alegre y estrepitoso que nunca...



                                EPÍLOGO


Lector que, risueño ó adusto has recorrido con interés ó desgano,
estas páginas aparentemente superficiales ¿sabes á qué espectáculo
hemos asistido juntos sin saberlo? ¡Pues nada menos que á las primeras
palpitaciones de una democracia en gestación y á los primeros
desperezamientos de una gran ciudad en la cuna!... ¡Así, como lo oyes!

Ríete si quieres, y harás bien, porque siempre es bueno reirse de la
verdad. Pues, sí, señor: democracia, gran ciudad, etc...

Nosotros mismos no lo sospechábamos siquiera, y no es la perspicacia
sino el tiempo quien nos abre los ojos. Muchos años, en efecto,
van corridos desde los sucesos narrados en la crónica que cerramos
provisionalmente con estas líneas. En ese lapso las cosas han cambiado,
Pago Chico es Pago Grande, el villorrio es un fuerte núcleo de
población, con afirmados, tranvías, luz eléctrica, obras sanitarias;
su comercio gira millones, su industria crece y prospera, su fuerza
vegetativa y progresiva es colosal; en política también se ha dado un
largo paso hacia adelante, y aunque esté muy lejos aún el ideal, algo
se ha ganado en cuanto al juego de las instituciones, y hasta parece
haberse ganado mucho, pues ya no se estilan los burdos medios de
gobernar que burla burlando hemos puesto de relieve. Y ya se sabe que
la hipocresía es tácito homenaje del vicio á la virtud.

Esto nació de aquello. Parece imposible, pero es así. El impulso que
lleva nuestro país es admirable de fuerza y de velocidad, pese á los
sucesivos descarrilamientos que amenazaban dar con todo al traste.
Quien se detenga hoy en Pago Chico, jurará que lo hemos calumniado, ó
que lo pintamos en remotísimos tiempos,--allá en la edad de la piedra
labrada ó del hueso roído--aunque su historia es casi una actualidad,
algo fiambre si se quiere, pero en modo alguno vetusta.

Más todavía: alejémonos unas cuantas leguas, y la actualidad palpitante
renacerá de sus cenizas. Pago Chico se ha retirado un poco más, como
se retiraba antiguamente la línea de fronteras,--he ahí todo. Y como,
más por azar que por cálculo, hemos olvidado hasta ahora determinar
la exacta ubicación del pueblo, puede el lector situarlo más al oeste
del meridiano quinto ó más al sur del Río Negro, con cuya sencillísima
operación tendrá á la minuta un verdadero «plato del día». Y ni aun es
menester que vaya mentalmente tan lejos, pues rincones hay todavía, muy
próximos á la misma capital, donde continúa á más y mejor cociéndose
habas, en forma parecida por lo menos.

En fin, risueño ó adusto lector, sólo queremos agregar pocas palabras,
para repetirte que este volumen no se te presenta como la crónica
completa de la era inicial pagochiquense, sino como una simple
colección de documentos que forman parte de ella--parte pequeña por
lo demás,--y hecha voluntariamente al acaso, sin plan previo, para
que de su misma aparente inconexión resulte, si lo puede por sí
misma, una especie de unidad, aquel «lírico desorden» que aconsejan
los preceptistas en cierta clase de obras, para suspender el ánimo y
conmoverlo con inesperadas imágenes, acciones ó ideas...

Quiere esto decir que aún quedan disponibles cajas y legajos de
documentos y notas atinentes á la vida política, intelectual, social,
moral etc., de Pago Chico,--y en primísimo lugar cuanto á las damas y
al amor, con sus enredadas marañas se refiere,--destinados á la polilla
y el polvo del olvido, si la muestra presente no despierta el interés y
la atención que nos atrevemos á esperar.

Haz, lector, una seña, y verás cómo nos apresuramos á convertir en
Prólogo de otro volumen, este Epílogo que--en tal expectación--no
relata sucintamente como era uso en tiempos de ingenuidad y bonhomía
literarias, qué «se ficieron» todos los personajes de la obra y los
hijos de sus hijos. Tal metamorfosis nos alegraría, y no por el éxito
que pudiera significar--créasenos aunque no parezca cierto,--sino
porque al separarnos de estas páginas, en las que hay más verdadera
melancolía que despreocupado buen humor, sentimos algo como si huyera
un minuto que desearíamos repetir, como si se nos marchara otro poquito
de juventud,--toda ésa que se revive al relatar la que fué, ésa que á
tantos ancianos ha hecho escribir sus recuerdos, ésa que obligará á
Silvestre á redactar in extenso sus memorias, en cuanto no tenga otra
ficción de trabajo con qué entretener los nervios bailarines.

Y, con esto, hasta luego, no sea que habiendo logrado, como cabe, hacer
un libro entretenido, lo echemos á perder ahora con una intolerable
lata.





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