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Title: La reina Calafia
Author: Blasco Ibáñez, Vicente
Language: Spanish
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produced from images available at The Internet Archive)



                           LA REINA CALAFIA

                      OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR


     TERRES MAUDITES.--Traducción de G. Hérelle. París.

     FLEUR DE MAYO.--Traducción de G. Hérelle. París.

     BOUE ET ROSEAUX.--Traducción de Maurice Bixio. París.

     DANS L’OMBRE DE LA CATHÉDRALE. Traducción de G. Hérelle. París.

     TERRAS MALDITAS.--Traducción de Napoleão Toscano. Lisboa.

     A CATHEDRAL.--Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa.
     Lisboa.

     FLOR DE MAYO.--Traducción de Josy Priems. Zurich.

     DIE KATHEDRALE.--Traducción de Josy Priems. Zurich.

     ERDFLUCH.--Traducción de Wilhelm Thal. Berlín.

     SCHILFUND SCHLAMM.--Traducción de Wilhelm Thal. Berlín.

     DER EINDRINGLING.--Traducción de J. Broutá. Berlín.

     DE VLOEK.--Traducción del doctor A. A. Fokker. Haarlem.

     WAAR ORANJEBOOMEN BLOEIEN.--Traducción del doctor A. A. Fokker.
     Amsterdam.

     CHALUPA.--Traducción de A. Pikhart. Praga.

     MARNÁ CHLOUBA.--Traducción de A. Pikhart. Praga.

     AH, IL PANE!...--Traducción de F. Gelormini. Palermo.

     HVAD EN MAND HAR AT GOVE.--Traducción de Johanne Allen. Copenhague.

     VINNYI SKLAD.--Traducción de M. Watson. Petersburgo.

     BODEGA.--Traducción de K. G. Petersburgo.

     GELEZNODOROGNOY ZAIAZ.--Traducción de M. Watson. Petersburgo.

     NALOGUIZA OBNAGNENAIA.--Traducción de M. Watson. Petersburgo.

     PROKLIATAC POLE.--Traducción de M. Watson. Petersburgo.

     SOBOR.--Traducción de M. Watson. Petersburgo.

     DUOYÑOY VISTREL.--Traducción de M. Watson. Petersburgo.

     LA HORDE.--Traducción de G. Hérelle. París.

     ARENES SANGLANTES.--Traducción de G. Hérelle. París.

     A CORTEZAN DE SAGUNTO.--Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes
     Rosa. Lisboa.

     O INTRUSO.--Traducción de Riveiro de Carvalho. Lisboa.

     MISERAVEIS.--Traducción de Vasco Valdéz. Lisboa.

     L’INTRUS.--Traducción de Renée Lafont. París.

     A ADEGA.--Traducción de E. Sousa Costa. Lisboa--Rio Janeiro.

     LES MORTS COMMANDENT.--Traducción de Berta Delaunay. París.

     SUR LES ORANGERS.--Traducción de G. Menetrier. París.

     THE BLOOD OF THE ARENA.--Traducción de Frances Douglas. Chicago.

     SONNICA.--Traducción de F. Douglas. Nueva York.

     THE SHADOW OF THE CATHEDRAL.--Traducción de W. A. Gillespie.
     Londres.

     BLOOD AND SAND.--Traducción de W. A. Gillespie. Londres.

     OBRAS COMPLETAS DE BLASCO IBÁÑEZ (en ruso). Edición en 16
     volúmenes, con un retrato del autor.--Traducción de Taitiana
     Herzenstein y otros. Moscou.

     SANGUE E ARENA.--Traducción de Ida Mango. Nápoles.

     ORIENTE.--Traducción de Ferreira Martins. Lisboa.

     BLOED EN ZAND.--Traducción de Van Raalte. Amsterdam.

     DIE HETARE VON SAGUNT.--Traducción de W. Leydhecker. Berlín.

     LES QUATRE CAVALIERS DE L’APOCALYPSE.--Traducción de G. Hérelle.
     París.

     THE MATADOR.--Edición inglesa Nelson. Londres.

     WIJN EN LIEFDE.--Traducción de Van Raalte. Amsterdam.

     I QUATTRO CAVALIERI DELL’ APOCALISSE.--Traducción de Ida Mango.
     Milán.

     THE FOUR HORSEMEN OF THE APOCALYPSE.--Traducción de Charlotte
     Brewster Jordan (240 ediciones). Nueva York.

     THE CABIN.--Traducción del doctor Francis Haffkine-Snow. Nueva
     York.

     LUNA BENAMOR.--Traducción del Dr. Isaac Goldberg. Boston.

     THE DEAD COMMAND.--Traducción de F. Douglas. Nueva York.

     BLOOD AND SAND.--Introduction by Dr. Isaac Goldberg. Nueva York.

     THE SHADOW OF THE CATHEDRAL.--Introduction by William Dean Howells.
     Nueva York.

     OUR SEA (_Mare nostrum_).--Traducción de C. Brewster Jordan. Nueva
     York.

     THE FRUIT OF THE VINE. Traducción del Dr. Isaac Goldberg. Nueva
     York.

     WOMAN TRIUMPHANT.--Traducción de Hayward Keniston. Nueva York.

     THE DEAD COMMAND.--Traducción del Dr. Isaac Goldberg. Nueva York.

     DE VIER RUITERS UIT DE APOCALYPSIS.--Traducción de Van Raalte.
     Gravenhage (Holanda).

     THE ENEMIES OF WOMEN.--Traducción de Arthur Livingston. Nueva York.

     MEXICO IN REVOLUTION.--Traducción de J. Padin y Arthur Livingston.
     Nueva York.

     MARE NOSTRUM.--Traducción de Gilberto Beccari. Florencia.

     FRA GLI ARANCI.--Traducción Vitagliano. Milán.

     DE DOWLER BEVELER.--Traducción de Van Raalte. Amsterdam.

     LA TRAGÉDIE SUR LE LAC.--Traducción de Renée Lafont. París.

     THE MAYFLOWER.--Traducción de A. Livingston. Nueva York.

     LES ENNEMIES DE LA FEMME.--Traducción de A. de Bengoechea. París.

     THE TORRENT (_Entre naranjos_).--Traducción de I. Golberg y Artur
     Livingston. Nueva York.

     FIOR DI MAGGIO.--Traducción de Gilberto Beccari. Milán.

     PALUDE TRAGICA.--Traducción de Gilberto Beccari. Milán.

     CONTES ESPAGNOLS D’AMOUR ET DE MORT.--Traducción de F. Menetrier.
     París.

     VASS OCH DY.--Traducción de E. Staaff. Stockholm.

     DEN UBUDNE.--Traducción de Johanne Allen. Copenhague.

     FYREFAEGTEREN.--Traducción de Johanne Allen. Copenhague.

     DEN GAMLE ROENNE.--Traducción de Johanne Allen. Copenhague.

     LUNA BENAMOR.--Traducción de Renée Lafont. París.

     OS INIMIGOS DA MULHER.--Traducción de Ferreira Martins. Lisboa.

     DIE APOKALYPTISCHEN REITER.--Traducción de E. Koert. Berlín.

     VÉRZÖ ARÉNA.--Traducción de Toth Andras. Budapest.

     MÁJUS VIRÁGA.--Traducción de Berki Miklos y Gyori Karoly. Budapest.

     KREV A PÍSEK.--Traducción de Maria Votrubová-Haunerova. Praga.

     BLOD OG SAND.--Traducción de Sophus Brekke. Prólogo de J. Bojer.
     Cristianía.

     PROBUZENI BUDHOVO.--Traducción de Ch. Veith. Praga.

     APOKALYPSENS FYRA RYTTARE.--Traducción de Alberto Bonnier.
     Stockholm.

     CAPÍTULOS ESCOGIDOS DE V. BLASCO IBÁÑEZ.--Coleccionados por E. Alec
     Woolf. Editor G. Harrap. Londres.

     VISTAS SUDAMERICANAS.--Libro para los estudiantes de español, con
     notas de Carolina Marcial Dorado. Ginn y C.ª, Editores. Nueva York.

     LA BATALLA DEL MARNE.--Libro para los estudiantes de español, con
     notas del profesor Federico de Onís. Heath y C.ª, Editores. Nueva
     York.

     EEN LIEFDE OP DE BALEAREN.--Traducción de P. M. Wink. Zalt-Bommel.

     GENSKI RAY (_El paraíso de las mujeres_).--Traducción rusa de
     Tatiana Herzenstein. La Editorial Rusa. Berlín.

     A NOGYULOLOK.--Traducción de Toth Andras. Budapest.

     LA FEMME NUE DE GOYA.--Traducción de A. de Bengoechea. París.

     LA CITÉ DES FUTAILLES.--Traducción de Renée Lafont. París

     THE TEMPTRESS.--Traducción de A. Livingston. Nueva York.

     KATEDRÁLA.--Traducción de Karel Vit. Praga.

     CTYRI PRÍSERNÍ JEZDCI Z APOKALYPSY.--Traducción checoeslovaca de
     Karel Vit. Ilustraciones de K. Relink. Praga.



                            OBRAS DEL AUTOR

CON EL NÚMERO DE EJEMPLARES IMPRESOS EN ESPAÑA[A] DE CADA UNA DE ELLAS,
                          HASTA JULIO DE 1923


  CUENTOS VALENCIANOS                    60.000  ejemplares.
  LA CONDENADA (cuentos)                 56.000      íd.
  EN EL PAÍS DEL ARTE (viajes)           56.000      íd.
  ARROZ Y TARTANA (novela)               60.000      íd.
  FLOR DE MAYO (novela)                  72.000      íd.
  LA BARRACA (novela)                    92.000      íd.
  SÓNNICA LA CORTESANA (novela)          56.000      íd.
  ENTRE NARANJOS (novela)                72.000      íd.
  CAÑAS Y BARRO (novela)                 56.000      íd.
  LA CATEDRAL (novela)                   64.000      íd.
  EL INTRUSO (novela)                    56.000      íd.
  LA BODEGA (novela)                     48.000      íd.
  LA HORDA (novela)                      44.000      íd.
  LA MAJA DESNUDA (novela)               49.000      íd.
  ORIENTE (viajes)                       44.000      íd.
  SANGRE Y ARENA (novela).              116.000      íd.
  LOS MUERTOS MANDAN (novela)            48.000      íd.
  LUNA BENAMOR (novelas)                 40.000      íd.
  LOS ARGONAUTAS (novela).--2 tomos      40.000      íd.
  LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS.   132.000      íd.
  MARE NOSTRUM (novela)                  80.000      íd.
  LOS ENEMIGOS DE LA MUJER (novela)      80.000      íd.
  EL MILITARISMO MEJICANO (artículos)    40.000      íd.
  EL PRÉSTAMO DE LA DIFUNTA (novelas)    32.000      íd.
  EL PARAÍSO DE LAS MUJERES (novela)     36.000      íd.
  LA TIERRA DE TODOS (novela)            62.000      íd.
  LA REINA CALAFIA (novela)              40.000      íd.


                    NOVELAS DE PRÓXIMA PUBLICACIÓN

  Á LOS PIES DE VENUS.
  LAS RIQUEZAS DEL GRAN KAN.
  EL ORO Y LA MUERTE.
  LA CASA DEL OCÉANO.

[A] En muchas repúblicas de la América de habla española se han
publicado numerosas ediciones de estas obras sin permiso del autor.



                         VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

                               LA REINA
                                CALAFIA

                               (NOVELA)

                          38.000   EJEMPLARES

                               PROMETEO
                       Germanías, 33.--VALENCIA
                         (Published in Spain)
                                 1923



                           LA REINA CALAFIA



I

Lo que hizo una mañana el catedrático Mascaró al salir de la Universidad
Central


Cuatro veces por semana, después de explicar su lección de historia y
literatura de los países hispano-americanos, don Antonio Mascaró volvía
paseando á su casa, situada al otro extremo de Madrid.

En los primeros años de su existencia matrimonial, había vivido cerca de
la Universidad. Luego, al crecer su hija única, doña Amparo su esposa,
que se arrogaba un poder sin límites en todo lo referente á la
administración y decoro de la familia, había creído oportuno trasladarse
lejos de este barrio, frecuentado por los estudiantes. Él, además, había
hecho algunos viajes al extranjero, acostumbrándose á las comodidades de
otros países, y encontraba cada vez menos tolerable la vida en caserones
construídos con arreglo á las necesidades del siglo anterior.

Don Antonio, después de lo que había visto en el «otro mundo»--así
llamaba él á América--, aceptó con gusto la casa escogida por su esposa
en los límites del barrio de Salamanca, cerca de la plaza de Toros, con
teléfono en la portería, ascensor en la escalera (sólo para subir) y
cuarto de baño, que, aunque pequeño, tenía los aparatos en uso
corriente, no estando ocupada su bañera por cajas de sombreros, como
ocurría en otras viviendas. Un «hombre de progreso» y que no era rico,
debía contentarse con esto y no pedir más.

La casa quedaba muy lejos de la Universidad, pero esto le imponía la
obligación de dar ocho largos paseos cuando menos todas las semanas,
ejercicio oportuno y útil para un aficionado á la lectura que pasaba
gran parte del día con los codos en la mesa, la frente entre las manos y
los ojos algo miopes junto á las páginas de un volumen.

Terminada su clase, iba deteniéndose en varias tiendas y puestos de
libros viejos, cuyos dueños le saludaban con cierta devoción al darle
cuenta de las novedades adquiridas. Todos ellos conocían la especialidad
del catedrático: obras antiguas ó modernas sobre América. Pero á veces,
salvando las fronteras de la ciencia histórica, Mascaró extendía sus
compras á las novelas y los libros de versos.

Algunos no se extrañaban de estas adquisiciones. Repetidas veces, al
comprar al peso, por el precio del papel, rimeros de volúmenes
olvidados, habían visto dos novelas históricas y una colección de
poesías, obras escritas por don Antonio cuando era joven y explicaba
literatura general en una universidad de provincia.

Así, de librería en librería, iba aproximándose á la Puerta del Sol, y á
partir de esta plaza, olvidaba las ideas que le habían acompañado
durante su marcha por las estrechas é incómodas aceras del viejo Madrid.
En la amplia calle de Alcalá se creía otro hombre. Ya no era un
catedrático de vida monótona y limitadas aspiraciones. Reaparecía el
profesor Mascaró, delegado de España en congresos internacionales, y
también el conferencista que había visitado numerosas universidades de
las dos Américas.

Yendo hacia la parte moderna de la ciudad donde estaba su casa, se iba
transformando interiormente. Su vista parecía aumentarse al encontrar el
amplio desgarrón de la gran avenida terminada por el arco de la Puerta
de Alcalá y las arboledas del Retiro. Creía encontrar en sus pulmones
otro sabor al aire. Sus pies, al posarse sobre el asfalto de las aceras,
removían en su memoria, por influencia refleja, los recuerdos del
bulevar de los Italianos, de Piccadilly ó del Broadway. En esta última
parte de su paseo era cuando se sentía más ágil y alegre, cuando se le
ocurrían sus mejores ideas, como si el deambular fácil--sin los
empellones, tropezones y malos olores del viejo Madrid--ejerciese una
acción benéfica sobre su inteligencia.

Una mañana de primavera, volviendo de la Universidad, se detuvo indeciso
don Antonio en la Puerta del Sol. Le atraía la calle de Alcalá, con su
atmósfera de oro ligero y su agitación de las horas meridianas. Luego
pensó en subir á un tranvía, para llegar más pronto á los jardines del
Retiro y pasear por sus avenidas hasta la hora de comer. En su casa,
como en muchos hogares de Madrid, la hora de sentarse á la mesa era las
dos de la tarde. Tenía tiempo sobrado para vagar por este parque que él
amaba tanto como el Museo del Prado, las dos cosas mejores de la villa,
en su opinión. Pero al final se sintió atraído por un tercer deseo, como
le ocurría siempre en momentos de duda.

--Tal vez será mejor hacer una visita á Ricardo Balboa. Llevo dos días
sin verlo y temo encontrarle enfermo... Con estos que andan mal del
corazón nunca está uno seguro.

Y subió á un tranvía, el de su mismo barrio, pues el ingeniero Balboa
vivía cerca de su casa.

Quedó de pie en la plataforma trasera, para ver los automóviles y coches
de caballos que pasaban casi rozando los dos lados del vehículo público.
Al estar en la parte más ancha de la calle se dió cuenta de un
movimiento de curiosidad que hacía detenerse á muchos transeuntes.

En el interior del tranvía algunos se levantaron de sus asientos para
ver mejor, y en las plataformas sonó un cuchicheo de comentario. Todos
miraban un automóvil descubierto que pasó á gran velocidad, hacia el
interior de Madrid, ocupado por dos señoras. Mascaró hizo un gesto de
conmiseración, como si le inspirase lástima el asombro de la gente.

«Total--se dijo--, una mujer que guía ella misma su automóvil; alguna
extranjera. Y esto deja embobadas ó escandalizadas á tantas personas,
como si fuese algo inaudito. ¡Ah, país atrasado!...»

Desapareció el automóvil, pero don Antonio, que era un imaginativo,
siguió viéndolo cerebralmente y admirando á la mujer que lo conducía, á
pesar de que la rapidez de su tránsito no le había permitido conocer su
rostro.

El catedrático guardaba de sus tiempos juveniles una admiración
instintiva por las mujeres que él titulaba «extraordinarias». Sólo las
había visto en los grabados de los periódicos ó en novelas y comedias;
pero ¡ay! ¡ser amado por una hembra de esta especie superior!...

Su vida era doble; una se desarrollaba monótonamente en la realidad y
otra hervía con locos burbujeos, pero sin rebasar nunca los bordes de su
imaginación. En el mundo limitado por el tiempo y el espacio era un
esposo fiel, y mostraba un cariño tolerante y algo irónico á su doña
Amparo, que le había hecho padre de Consuelito. Además, veía á través de
esta hija única todas las ilusiones y deseos de su existencia práctica.
Pero á solas y en el misterio de su cráneo, era un voluptuoso
desenfrenado, un héroe insaciable del amor, que corría las más
estupendas aventuras, pasando sin escrúpulos de una á otra, ó
acometiendo muchas á la vez. Esto, en realidad, no le proporcionaba
otras fatigas que las cerebrales, y su imaginación, una vez metida á
fabricar pecaminosos fantaseos, no conocía el cansancio.

En su juventud le habían hecho soñar las grandes artistas de ópera. ¡Ser
el hombre preferido por una de aquellas tiples, hermosas y célebres,
cubiertas de joyas, buscadas por los monarcas y los grandes
millonarios!... Y la pobre doña Amparo nunca pudo adivinar que el marido
que estaba tranquilamente junto á ella, con los ojos entornados como si
pensase una lección ó una conferencia, corría el mundo en aquellos
momentos acompañando á una artista famosa.

Sus gustos habían cambiado después de los viajes que llevaba hechos á
través de la realidad. Ahora admiraba á la mujer deportiva, de carne
enjuta y musculosa, especie de muchacho hermoso con faldas, que parece
aportar al placer el malsano incentivo de la ambigüedad del sexo. Sólo
comprendía ya la belleza con faldellín blanco, un jersey de vivos
colores y una raqueta en la mano. También le gustaba con gorra de hombre
y las manos metidas en guantes avellanados y largos, estilo mosquetero,
agarrando con fuerza inteligente el volante de un automóvil.

Con una de estas mujeres el pacífico catedrático emprendía muchas veces
un viaje alrededor del mundo. Su yate afrontaba tempestades, asaltos de
piratas malayos y encallamientos en islas de coral. Otras hembras de
atractivos no menos varoniles le hacían ir de caza, con los brazos
remangados y el rifle al hombro, por las soledades ardientes de África,
en busca de panteras é hipopótamos. En repetidas ocasiones había atacado
también cuchillo en mano, por salvar á sus compañeras, á un oso blanco
tres veces más grande que él, sobre la infinita llanura del mar polar
congelado.

Mascaró procuraba no verse mientras iba imaginando estas aventuras.
Temía cortar de golpe las novelescas excursiones al darse cuenta de su
estatura menos que mediana, de su cara morena, en la que empezaban á
profundizarse las arrugas, de su pelo de meridional, antes intensamente
negro y ahora gris en los aladares de la cabeza, de su aire de señor
bonachón que parecía esparcir confianza y tranquilidad ante sus pasos.
Él prefería al otro Mascaró que se agitaba en su cerebro como un demonio
seductor, enloqueciendo á las mujeres sólo con mirarlas, haciéndolas
marchar detrás de sus talones como gozquecillos sumisos, dejando á una
para tomar á otra sin misericordia; mozo guapo capaz de meter miedo á la
misma Muerte, y que cuando tiraba de revólver hacía huir al rival
amoroso ó á las muchedumbres cobrizas, amarillentas ó negras que le
salían al paso, sin fijarse en que iba acompañando á una ó varias
señoras.

El grave catedrático acababa por reir de sus desenfrenos imaginativos
cuando al fin, ahito de ellos, sentía agotada su invención. Pero esta
burla á su vida interna era bondadosa y tolerante. Parecía perdonarse á
sí mismo con su risa, é igualmente á la mayor parte de los humanos.

«Por suerte--pensaba--, nuestra frente es de hueso y no puede reflejar
las imágenes que se agitan detrás de ella. ¡Ay, si fuese como el vidrio
del acuario, que deja ver la vida inquieta y nerviosa de los animales
que colean y se persiguen al otro lado!...»

Estaba seguro Mascaró de que la vida social no podría durar veinticuatro
horas si todos viésemos lo que piensan los demás, si contemplásemos el
desarrollo cinematográfico de la imaginación, que trabaja por su cuenta,
negándose á obedecernos, y nos crea una segunda vida, sin hacer caso de
los escrúpulos de nuestra conciencia. Los hijos no respetarían á sus
padres si conociesen todo, absolutamente todo lo que piensan. Los
esposos fieles materialmente sentirían asombro al verse tan distanciados
y hostiles por los caprichos de la imaginación. Los nietos se asustarían
al leer á través de las arrugas frontales del abuelo los desenfrenos de
su fantasía. Por eso, cuando las personas de vida austera llegan á una
extrema vejez y pierden la disciplina impuesta por la razón, asombran
muchas veces por las expresiones desvergonzadas de su locura senil,
mostrando una segunda personalidad, ignorada de todos. El hombre de
gobierno, el que administra justicia, todos los varones de aspecto grave
y palabra severa que son pastores de sus semejantes, ¿en qué situación
se verían si su cráneo transparentase los pensamientos desordenados, los
deseos monstruosos que cruzan el cerebro como un relámpago, cuando la
imaginación vagabundea?...

«Muchos seres tranquilos y de existencia monótona--seguía diciéndose el
catedrático--tenemos un harén en nuestro pensamiento y nos refugiamos
en él para consolarnos de nuestra vida mediocre. Las mayores aventuras
amorosas, las voluptuosidades más inauditas, no han existido tal vez
nunca en la realidad. Las inventaron, para su recreo mental y solitario,
tranquilos padres de familia.»

Si don Antonio veía á su esposa en mitad de sus aventuras imaginativas,
este recuerdo parecía infundirlas un nuevo atractivo. Creía vengarse con
tantas infidelidades ilusorias del casero despotismo de doña Amparo.
Pero le bastaba recordar á su hija, para que en un momento se viniese
abajo todo el tinglado de sus perversidades fantásticas, sufriendo la
comezón de la vergüenza y el remordimiento al volver á la realidad.

La escapada imaginativa que había provocado el paso veloz de aquella
dama automovilista terminó como muchos otros de sus viajes fantásticos.
Vió subir al tranvía una joven que recordaba vagamente á Consuelito, é
inmediatamente se sintió empujado fuera de su harén, quedando confuso y
arrepentido ante su puerta cerrada.

Había que pensar en otra cosa. Él no podía tener inactivas sus fuerzas
mentales, necesitaba entretenerlas en jugueteos imaginativos cuando no
realizaba un trabajo serio. Y olvidando primeramente á las señoras que
guían automóviles, y luego á todas las mujeres en general, concentró su
pensamiento, con la intransigente austeridad del que acaba de
arrepentirse, en aquel amigo que iba á visitar.

No recordaba con certeza cuándo se conocieron. Era una amistad casi de
la niñez. Los dos habían estudiado juntos el bachillerato.

Mascaró vivía en Madrid á causa del empleo de su padre, pero era un
«mediterráneo» nacido en una pequeña ciudad de Levante. Sus primeras
impresiones del mundo exterior se las proporcionó la vista de un mar
color de turquesa en la mañana, intensamente azul á mediodía, y violeta
al atardecer, así como de una costa roja, sin otra vegetación que
matorrales leñosos y perfumados; sucesión de montañas ardientes, que
parecían beber la luz del sol, transpirándola luego por la porosidad de
sus peñas.

El padre de Balboa era un español que había hecho considerable fortuna
en Méjico. De su madre se acordaba como de una señora que hablaba con
dificultad el castellano y en los momentos de apuro verbal se volvía
hacia su esposo para pedirle ayuda en inglés.

Ricardo había nacido en Méjico y frecuentado la escuela de primeras
letras en una ciudad fronteriza de los Estados Unidos; pero era español.
Su padre, con el patriotismo exacerbado de los que vivieron lejos de su
país ansiando volver á él, no admitía ni remotamente la contingencia de
que un hijo suyo pudiera tener una nacionalidad distinta. Luego de
haberse enriquecido en la explotación de minas, confió éstas á un socio,
para retirarse á Madrid. Así Ricardo no sería _gringo_ como su madre, ni
tampoco mejicano por haber nacido allá. Quería educarle como español.
Mascaró, nacido en una familia pobre, tuvo entrada durante su primera
juventud en esta casa de americanos opulentos, donde se gastaba el
dinero sin tasa ni prudencia.

Balboa siguió la carrera de ingeniero. Su padre quería que dirigiese más
adelante la explotación de sus minas, y procuró evitarle de este modo la
tutela de los especialistas extranjeros, con los que había tenido muchas
veces que luchar él, hombre de ingenio natural, pero falto de estudios.
Mascaró, llevado de sus aficiones literarias y necesitando una carrera
para vivir, siguió la de Letras, con el propósito de dedicarse al
profesorado.

Se fué Ricardo á Méjico una vez terminados sus estudios, y su amigo dejó
de visitar la casa de los americanos. Siendo catedrático en una
universidad de provincia, supo que el padre de Balboa había muerto. La
viuda se marchó á América, no sintiéndose ya ligada á un país sin
interés para ella.

Transcurrieron varios años... más de doce. Mascaró había hecho ya la
mayor parte de su carrera, llegando finalmente á ser catedrático en
Madrid. Un colega suyo de California, con el que mantenía asidua
correspondencia, le procuró una serie de lecciones en la Universidad de
Berkeley sobre los dramaturgos españoles del siglo de oro, y al
desembarcar en Nueva York, camino de San Francisco, se encontró con
Balboa, que habitaba el mismo hotel.

La vida de su compañero de adolescencia había sido más agitada que la
suya. Aún era rico, comparado con él, pero había experimentado grandes
pérdidas en su fortuna. Las minas de Méjico que enriquecieron á su padre
eran ahora menos productivas. Además, el ingeniero vivía bajo la
influencia del demonio absorbente de la invención, y todos sus
descubrimientos industriales, así como sus tentativas para generalizar
los inventos de los otros, se resolvían finalmente en la realidad con
enormes pérdidas.

Se había casado Balboa con una joven de Méjico, hija de un español
antiguo amigo de su padre. Este matrimonio sólo había durado el tiempo
necesario para producir un hijo, que recibió el nombre romántico de
Florestán. La esposa había muerto cuando este niño sólo tenía varios
meses, y el ingeniero lo dejó en Méjico al cuidado de unos parientes,
para poder vivir con más libertad en Nueva York, dedicándose á la
implantación de sus invenciones y sus negocios extraordinarios.

Después de este encuentro se reanudó la amistad entre los dos
condiscípulos, escribiéndose ambos con frecuencia.

Pasaron algunos años más, y Mascaró vió de pronto al ingeniero instalado
en Madrid, con el propósito de quedarse en España para siempre. Parecía
enfermo. Las emociones de su existencia habían lastimado su corazón, y
éste le hacía sufrir angustiosas crisis.

Con el quebrantamiento de su salud parecía haberse aumentado el amor á
la patria que le dió su padre. ¿A qué rodar por el mundo, persiguiendo
enormes negocios, cuando él era español y en su país todo estaba aún
por hacer? La verdadera América la tenía él en España... Y se lanzó á la
explotación de minas abandonadas, empleando nuevos procedimientos de
trabajo; á descubrir pozos de petróleo, pues le parecía deshonroso que
su patria no los tuviese; á instalar fábricas como las que había visto
en el Nuevo Mundo.

Mascaró no admiraba á su amigo como hombre de negocios. «Es un
soñador--decía--, que se entusiasma con los asuntos por su novedad más
que por lo que pueden dar; un poeta desorientado, que aplica su fantasía
á la industria.»

El catedrático no se equivocaba. Indudablemente, de permanecer Balboa
inactivo, imitando la existencia mediocre y recelosa de los que guardan
su dinero al margen de todo riesgo, habría continuado siendo rico como
su padre. Pero necesitaba trabajar, y la actividad representaba para él
fracasos y ruinas.

Sin darse cuenta de lo que significa el cambio de ambiente, aplicaba á
los negocios del mundo viejo los mismos procedimientos de la actividad
americana. Contaba siempre con la facilidad de encontrar capitales para
todas sus innovaciones. Él abría la marcha audazmente, empleando su
dinero en el nuevo negocio con la certeza de que otros capitalistas,
adivinando la ganancia enorme, se disputarían entre ellos el ser
consocios suyos; pero á los pocos pasos se veía solo y sin fuerzas para
seguir adelante.

Su hijo Florestán había crecido al mismo tiempo que Consuelito y tenía
ya veinte años. Estudiaba la carrera de ingeniero, y parecía sentir
iguales aficiones que su padre por la industria y la mecánica, pero de
un modo seguro y reposado, sin sus audacias optimistas, sin su prontitud
para tener por axiomático todo lo que acababa de imaginar.

Mascaró parecía interesarse mucho por la suerte de Florestán después de
haber escuchado algunas veces á su esposa, que veía en él un marido para
Consuelito.

--¡Lástima de muchacho! Si su padre se retirase de los negocios para
siempre y no trabajase más, aún podría disponer de una buena fortuna
juntando los restos de lo que dejó su abuelo.

Por suerte, el ingeniero había abandonado desde algunos meses antes la
«aclimatación de negocios americanos», como decía Mascaró.

--Es inútil querer transformar en unos cuantos años á los pueblos
viejos--murmuraba Balboa con desaliento--. Lo que es posible en el Nuevo
Mundo y hace ganar allá millones, resulta aquí empresa ruinosa.

Y abandonó todos los asuntos que habían absorbido gran parte de su
herencia: los pozos de petróleo, que nunca se decidían á dar petróleo;
las minas de carbón, que insensiblemente habían acabado por ser
propiedad de otros; las líneas de ferrocarril, que jamás pasaban de los
planos á la realidad.

Ahora vivía dedicado simplemente á las invenciones. En esto no podía
influir el ambiente. Un inventor llega á realizar los mismos
descubrimientos en Madrid que en Nueva York. Indudablemente sufría en
su patria grandes contrariedades y retrasos, por falta de colaboradores
mecánicos que diesen forma material á sus ideas; pero de todos modos,
con la ayuda de un par de obreros que, dentro de su existencia modesta,
resultaban tan quimeráticos como Balboa y por lo mismo le admiraban y
seguían á ciegas, iba realizando en el metal los embriones de sus
inventos.

Los dos ayudantes vivían, naturalmente, á costas del ingeniero, y además
todos los bocetos que construían incesantemente, y las más de las veces
acababan por ser arrumbados como hierro viejo, exigían cuantiosos
gastos.

«Pero aun así--pensaba Mascaró--, estos despilfarros de inventor
resultan más baratos que la explotación ó la fundación de las empresas
industriales de antes... Además, ¡quién sabe si un día acertará con una
de esas invenciones famosas!...»

El catedrático tenía fe en el talento de su amigo y al mismo tiempo le
compadecía; contradicción frecuente cuando se juzga á un hombre que
persigue un descubrimiento sin haberlo realizado. Ahora andaba Balboa á
vueltas con una invención simplemente «secundaria»--según él decía--,
pero capaz de revolucionar profundamente las costumbres privadas y hasta
la vida de la humanidad entera.

Había dejado á un lado las grandes máquinas, los motores de explosión de
poco peso y fuerza enorme, llamados á modificar las navegaciones aéreas
y submarinas. Como el artista caprichoso que produce jugueteando una
obra diminuta y graciosa mientras descansa entre dos concepciones
gigantescas, el ingeniero se ocupaba actualmente del cinematógrafo. En
las últimas semanas no hablaba de otra cosa.

Al apearse don Antonio del tranvía y entrar en la casa del inventor,
estaba seguro de que sólo podía hablarle éste de sus estudios
cinematográficos.

La casa de Balboa era de igual arquitectura que la de Mascaró, sólo que
con más adornos y de mayores proporciones. El teléfono no estaba en la
portería, sino en el mismo despacho del ingeniero; pero el ascensor
marchaba con la misma lentitud y no admitía gente en su descenso.

Como Mascaró era considerado lo mismo que si fuese de la familia, una
criada le hizo entrar sin anuncio en un gran salón convertido por Balboa
en pieza de trabajo.

Tuvo que pasar el catedrático entre varios tableros montados sobre
caballetes que formaban largas mesas. Estas mesas tenían clavados en su
madera dibujos lineales y otros bocetos de soñador de la mecánica. Las
paredes, ornadas por el arquitecto constructor del salón con molduras
blancas, estaban cubiertas de marcos que guardaban bajo cristal paisajes
montuosos perforados por bocas de minas, cortes geológicos con varias
capas de colores superpuestas, máquinas de uso inexplicable...

Estos cuadros despertaban en Mascaró la misma sensación que los retratos
borrosos, coronas ajadas y otros recuerdos fúnebres que guardan
piadosamente ciertas viudas para no olvidar un momento las acciones del
muerto. Casi todos estos adornos de la pared recordaban un mal negocio
del inventor, una empresa inadaptada ó prematura que se había sorbido
parte de su herencia.

Balboa, que estaba inclinado sobre uno de los tableros de dibujo,
levantó la cabeza y tendió su diestra al recién llegado, sin querer
abandonar su labor.

Era un hombre de rostro melancólico, dolorido y dulce. Llevaba la barba
completa, como en su juventud, terminada en dos pequeñas puntas, y este
adorno facial, así como su cabellera sobradamente luenga y descuidada,
le daban el aspecto de un Cristo enfermizo y opaco, como si se le viese
á través del polvo y las peladuras de un cuadro viejo. En la cúspide de
su cabeza empezaba á ralear el pelo, y éste, que había sido rubio, así
como la barba, tomaba el tono mate de la plata desdorada.

Lo que atraía inmediatamente la atención sobre su rostro era la blancura
de la tez, una blancura mate, de papel poroso, que parecía absorber
ávidamente la luz, sin que ésta lograse hacer brillar la piel con la
alegre jugosidad de la salud. Mascaró se fijó al entrar en esta palidez,
reveladora de un corazón enfermo. Apreciaba el estado de su amigo por la
intensidad de su blancura malsana.

Al verle, después de una ausencia de dos días, le pareció su palidez más
intensa y se apresuró á pedirle noticias de su salud. El inventor hizo
un gesto despectivo.

--Me siento bien. Estos días los he pasado trabajando... Creo que ahora
he dado en el clavo. No es posible la duda.

Y con el entusiasmo del creador que ve completa y perfecta su obra,
empezó á hablar de aquel invento que al principio había considerado como
simple diversión y ahora le inspiraba un amor paterno.

Sin los inventos que él llamaba secundarios era imposible la difusión
universal de otros descubrimientos más importantes. ¿De qué hubiera
servido la invención de la imprenta no existiendo antes el invento más
modesto del papel? Las letras podían imprimirse sobre pergamino, como en
los libros manuscritos de los siglos anteriores, pero sólo á los ricos
les habría sido dado comprar volúmenes tan costosos. Gracias al papel,
descubrimiento secundario y democrático, la imprenta había podido
generalizarse, multiplicando hasta el infinito la difusión del
pensamiento humano.

Balboa había sentido la necesidad de su invención viendo el
funcionamiento del cinematógrafo, que vivía como hubiese vivido la
imprenta sin la existencia del papel. Las imágenes fotográficas quedaban
impresas en una cinta de gelatina, cara y difícil de producir. A causa
de esto, las bandas cinematográficas eran materia costosa monopolizada
por los explotadores de espectáculos. Había que ir á buscar este álbum
de imágenes vivas en los teatros y las salas especiales. No podía
llevarse á la casa, como un libro; no podía guardarse en una biblioteca,
para verlo en todo momento.

Un aparato de proyecciones cinematográficas no representa un gasto
extraordinario; además se compra una sola vez en la vida. Lo costoso era
la cinta, á causa de su materia. De una obra cinematográfica se hacían
doscientas ó trescientas copias, cuando más, para todos los pueblos de
la tierra. Los mismos ejemplares iban pasando de unas ciudades á otras,
sin más limitación que la del idioma en que están escritos los títulos.

Él iba á cambiar radicalmente todo esto con su invento. Había encontrado
el medio de sustituir la cinta de gelatina con una simple tira de papel.
El valor material de un rollo cinematográfico sería, gracias á su
descubrimiento, tan poco costoso como el papel de un ejemplar de diario.

--Imagínate, Antonio... ¡qué revolución! Las gentes podrán comprar en
las librerías una obra cinematográfica, llevándola á su casa para
proyectarla en el aparato de familia. Una novela puesta en imágenes no
costará más cara que cuesta hoy impresa en volumen. Todos podrán tener
en su domicilio una biblioteca de libros cinematográficos, al mismo
precio que ahora la forman de libros encuadernados. Piensa también lo
que será esto para la gloria y el provecho de los autores. ¿Qué puede
vender hoy un novelista?... ¿doscientos mil, trescientos mil ejemplares,
como éxito enormísimo? Con mi invento una novela llegará á diez
millones, á quince millones de volúmenes, ¡quién sabe si á más!... Los
libros serán para la tierra entera. No habrá que hacer otra traducción
que la de los rótulos, y muchas veces ni existirán estos rótulos, pues
los progresos de la acción muda podrán suplir á la letra impresa.
Gracias á mí, llegará á ser una realidad el diario cinematográfico. La
imagen correrá el mundo entero y dirigirá la vida humana, como hoy lo
hace la letra impresa; todo gracias al papel... Y yo que emprendí mi
trabajo sin ninguna idea de ganancia, seré rico, inmensamente rico. No
es fácil calcular lo que dará mi invento. Es para el mundo entero,
abarca absolutamente á todos los humanos. La imprenta necesita que los
hombres sepan leer. Mi invento es para todos los que tengan ojos, aunque
vivan todavía en la barbarie.

Torció el gesto Mascaró y quiso protestar de tales afirmaciones. El
libro guardaría siempre su influencia. Balboa, simple inventor que sólo
concedía importancia á lo que fuese interesante para él, pasaba por
encima del estilo literario, ignorando la fuerza sugestiva de la
palabra, el arte en la expresión de las ideas. Pero don Antonio se dejó
ganar al fin por el fervor de su amigo, pensando en las nuevas y enormes
ganancias que proporcionaría esta innovación á los que viven del trabajo
literario. No en balde había escrito versos y novelas en su juventud.

--Si verdaderamente has encontrado ese invento, vale más que todo lo que
llevas hecho.

Luego se encogió en su interior el Mascaró imaginativo y vehemente, para
dejar sitio al padre de familia de presupuesto ordenado.

--Y sobre todo vas á ganar mucho dinero, ¡muchísimo!... ¡Ya era hora!

Estas últimas palabras sacaron á don Ricardo de su abstracción
entusiástica. Sus ojos y su gesto fueron los de un sonámbulo que
despierta bajo una sensación de frialdad. Olvidó su invento para pensar
en un episodio molesto de su vida ordinaria.

--Esa señora va á venir--dijo--. Está en Madrid. Me ha hablado por
teléfono desde su hotel.

Fijó el catedrático unos ojos interrogantes en Balboa, sin adivinar á
quién se refería.

--Es la californiana Concha Ceballos, por otro nombre mistress Douglas,
de la que hablamos el último día que estuviste aquí.

Mascaró agitó ambas manos sobre su cabeza, riendo al mismo tiempo.

--¡Ah!... Es la que llaman «la Embajadora» allá en su país... ¡Pobre
Ricardo! ¡Qué visita tan molesta!

Luego cesó de reir, mirando á su amigo como si le compadeciese. Éste,
inquieto por la próxima visita, fijó sus ojos en el reloj que tenía
enfrente. Eran las doce, y aquella mujer de actividad dominadora y
carácter enérgico debía ser puntual. Iba á llegar de un momento á otro.

El catedrático, que había acogido la noticia de la visita con regocijo,
acabó por dar consejos prudentes á su amigo.

--Ten calma. Acuérdate que estás enfermo, y las discusiones y
acaloramientos perturban el corazón. Piensa que es una mujer...

Esto último era lo que más preocupaba al inventor.

--¿Cómo mostrar la verdad á una mujer, cuando no quiero verla? Además,
¡tan caprichosa, tan violenta!... Si leyeses la última carta que me
envió de París...

La inquietud parecía haber aguzado sus sentidos, y de pronto avanzó la
cabeza como para escuchar mejor. Sonaba el timbre de la puerta.

--Ya está ahí.

Su amigo se apresuró á marcharse.

--¡Serenidad, Ricardo! Acuérdate de tu corazón... Ya me contarás. Vendré
esta noche con mi gente.

En la antesala se cruzó con dos señoras que iban hacia el salón, guiadas
por una doméstica. Inmediatamente las reconoció por sus figuras más que
por sus rostros. Eran las dos extranjeras que había visto pasar en
automóvil por la calle de Alcalá.

La que iba delante no llamó su atención, á causa de la mediocridad de su
estatura, que aún parecía más exigua comparada con la de la dama que
venía después y era la misma que guiaba el automóvil.

Don Antonio tuvo que levantar un poco los ojos para ver su rostro. Era
alta, soberbiamente alta, con cierto aire de aplomo y seguridad que
acompaña casi siempre á las personas soberanas. Se sintió envuelto en
una ráfaga de perfumes sutiles, carnales y químicos. Pensó en refinados
cuidados higiénicos. Luego en jardines de leyenda, exhalando bajo el
resplandor lunar una respiración de oloroso misterio.

Sólo pudo ver rápidamente una dentadura espléndida, que juzgó casi
inverosímil por su perfección; una dentadura que parecía emitir luz
entre la cuádruple orla de las encías rojas, intensamente rojas, y los
labios de un rosa húmedo, algo gruesos. Luego vió el color dorado de su
rostro: color de naranja primeriza obscurecido por una capa de polvos
rojizos; y finalmente sus ojos, de pupilas negras, que al pasar junto á
un balcón tomaron la amarilla luminosidad de dos monedas de oro. Estos
ojos dejaron caer sobre él una mirada de majestuosa indiferencia, que
parecía alejar las personas y las cosas.

Quedó inmóvil el catedrático á sus espaldas, con gesto pensativo é
indeciso, hasta que la vió desaparecer bajo la caída de un cortinaje. Él
conocía aquella señora; estaba seguro de haberla visto en alguna parte.

De pronto levantó los hombros y empezó á sonreir, mientras se dirigía á
la puerta de la escalera. No se había equivocado. La conocía muchos
años; la había visto repetidas veces en letras de imprenta.

--Es ella... Es la reina Calafia.



II

Aguas arriba en el pasado


Al ver á Balboa sintió perderse una parte de la fuerza hostil que la
había empujado hasta allí. Se sentó en el sillón que le ofrecía el dueño
de la casa, mientras su modesta compañera ocupaba otro á su lado sin
esperar á que la invitasen.

Fué contestando maquinalmente á los saludos del ingeniero, y al mismo
tiempo sus ojos no podían apartarse de él, fijos por la atracción de la
sorpresa. «¡Qué viejo está!... No le hubiese conocido al encontrarlo en
la calle.»

Y mientras repetía esto en su cerebro, fué saltando mentalmente sobre un
período considerable de su propia existencia.

En el tiempo empleado por ella para balbucear unas cuantas palabras de
cortesía, su imaginación hizo revivir más de la mitad de su vida
anterior. Se vió tal como era, teniendo catorce años, allá en Monterrey,
la ciudad más española de California. Los Ceballos pertenecían á la
nobleza colonial. Eran descendientes de militares ó funcionarios
civiles que habían venido de España á Méjico en tiempo de la dominación
española, pasando después, por sus empleos, á establecerse en la
tranquila y remotísima California.

Estos hidalgos dedicados á la ganadería representaban la sociedad civil
en los pueblos que habían ido creándose junto á los conventos de los
franciscanos. Al separarse Méjico de España, las Misiones de California
se arruinaban instantáneamente. Desaparecían los frailes, ahuyentados
por las nuevas leyes mejicanas, y quedaban únicamente los hidalgos
propietarios del suelo. Su vida apartada les hacía dar mayor importancia
á su noble origen y á su raza blanca. En Los Ángeles, en San Diego y
otras Misiones antiguas, las familias de apellidos españoles se
mantenían en aristocrático aislamiento, cruzándose sólo entre ellas.

San Francisco era entonces una bahía hermosa, pero solitaria y sin
utilidad. Aún no se había descubierto el oro californiano. Unas cuantas
casas hechas de adobes junto á la iglesia de los Dolores y un fuerte en
la entrada de la bahía era todo. Monterrey, puerto frecuentado por los
navegantes españoles y residencia de las autoridades enviadas por el
virrey de Méjico, figuraba como la capital del país. Y en Monterrey
vivían los Ceballos desde la última década del siglo XVIII, ó sea desde
que llegó el fundador de la familia siguiendo las huellas del capitán
Portolá.

Cuando ella era niña había oído á su padre, don Gonzalo Ceballos, y á
los amigos de éste lamentarse de la invasión de los _gringos_ y la
rapidez con que perdía California su antiguo aspecto. Sin embargo,
Conchita aún había conocido un Monterrey tradicional é interesante,
perdido ahora para siempre.

Los restos de la población amada en su niñez desaparecían, abrumados y
borrados por las modernas construcciones. El Monterrey de ella era
todavía hispano-colonial, compuesto de edificios de adobe enjalbegados
de blanco, todos de un solo piso, y con un patio interior que recordaba
la casa árabe copiada por los conquistadores procedentes de Andalucía ó
Extremadura en todos los países de América. Las calles eran barrancos en
días de lluvia ó profundos caminos, de cuyo fondo se elevaban columnas
de polvo al soplar el viento. Apenas se conocía el carruaje. Todos iban
á caballo. Se aprendía á montarlo antes de saber andar. Atados á los
sombrajes de los edificios esperaban filas de caballos enjaezados con
ricas y vistosas sillas mejicanas. Los hombres se calzaban las espuelas
al salir de la cama y muchas veces dormían con ellas fijas en sus
talones. La vida un poco ruda, pero patriarcal, estaba regida por las
costumbres leales y hospitalarias de los pueblos que habitan el
desierto.

La música y la danza eran diversiones frecuentes y los únicos
esparcimientos intelectuales del país. Todas las noches había baile en
una casa «distinguida». Hasta los señores graves y maduros bailaban el
«vals chiqueado», danza llamada así porque los varones interrumpían su
baile para recitar á sus parejas una tirada de versos comparándolas con
una rosa, una perla ó algo semejante; después de lo cual, volvían á
pasar el brazo por su talle y continuaban dando vueltas.

Mientras las familias de apellido noble vivían entre ellas, negándose á
aceptar extranjeros en sus fiestas, con un mal humor de invadidos que se
dan cuenta de su vencimiento, la gente popular se divertía igualmente en
las calles, valiéndose de la música y la poesía. Sonaban guitarras ante
las panzudas rejas; surgían de la fresca obscuridad nocturna voces
apasionadas entonando cantos mejicanos ó de remoto origen español.

A la mañana siguiente, Conchita, sin sentir fatiga por estas largas
horas de baile montaba á caballo lo mismo que un «vaquero» y salía al
campo. Las mujeres de los suburbios se asomaban para saludarla á las
puertas de sus casitas, edificios bajos de adobe pintados de blanco, con
apretadas y purpúreas guirnaldas cubriendo sus muros. Desde lejos
parecían hechas con rosas gigantescas de avinada púrpura, pertenecientes
á la flora misteriosa de un mundo nunca visto. De cerca eran simples
ristras de pimientos picantes, la cosecha anual puesta á secar del
terrible «chile», que acaricia la boca como un cauterio.

Luego visitaba las tierras de su padre. Éstas eran cada vez más
reducidas, y sus rebaños iban disminuyendo de un modo alarmante. Los
Ceballos se consideraban cada año menos ricos, siguiendo en esto la
suerte de toda la antigua aristocracia californiana.

El abuelo de ella había conocido la gran revolución que cambió
instantáneamente la fisonomía del país. California, que había sido
española y luego mejicana, acabó por pertenecer á los Estados Unidos.

Esto no impresionó mucho á los hidalgos coloniales. Vivían tan lejos de
Méjico, que la influencia del gobierno mejicano después de la
independencia había sido algo teórico y sin realidad. Los californianos,
poco numerosos y esparcidos sobre un territorio enorme, vivían
autonómicamente, conservando el espíritu de la antigua colonización
española, y aunque sintiesen una predilección especial por el pueblo más
allegado á su origen, no creyeron, sin embargo, asunto de vida ó muerte
el nuevo cambio de bandera. Veintiocho años antes habían dejado de ser
españoles para llamarse mejicanos; ahora dejarían de ser mejicanos para
vivir dentro de la confederación de los Estados Unidos. Esto era todo.

Lo que resultó verdaderamente terrible fué que al mismo tiempo se
hicieron los primeros descubrimientos auríferos en el país. Corrió por
el mundo la noticia de que California era una tierra de oro, y las
gentes aventureras y violentas de todas las razas marcharon como á una
Cruzada de rapiña, para caer sobre este rincón de América. Los vicios y
malicias del planeta entero llegaron en compañía de los hombres ansiosos
de enriquecerse. El llamado «salón», taberna y posada al mismo tiempo,
abundante en juegos y mujeres, surgió con la prodigalidad de las
vegetaciones parásitas sobre esta tierra maravillosa, donde los
aventureros de manos rudas, enriquecidos de pronto, no sabían qué hacer
de su oro. Astutos tahures corrían el país para robar al minero con sus
trampas, despojando al mismo tiempo de sus bienes á muchos
californianos.

El hidalgo ganadero se hizo jugador, perdiendo en los golpes del azar
sus rebaños y sus tierras. Los que se mantenían libres de la tentación
de los naipes se entregaron á otro juego, siguiendo la influencia
ancestral de los conquistadores ibéricos, grandes buscadores de tierras
de oro. Se hicieron mineros, enajenando sus campos para aventurar su
producto en la explotación de filones que muchas veces sólo existían en
la fantasía del vendedor. Querían hacerse millonarios en unas semanas,
como los europeos llegados en masa al país.

Todavía el abuelo de Conchita fué un Ceballos rico, con arreglo á la
riqueza de su época, consistente en miles de cabezas de ganado y docenas
de leguas de tierra. Pero antes de morir vió quebrantada profundamente
la fortuna de la familia. Su hijo quedó casi arruinado por los malos
negocios, pero igual á los jugadores caídos en la miseria, que
únicamente quieren hablar del juego que les empobreció y le confían su
porvenir, don Gonzalo sólo se ocupaba de minas, y estaba dispuesto á
aceptar todos los negocios de esta clase que le ofreciesen. Su hijo
visitaba con más frecuencia que él la única propiedad de campo que aún
figuraba á su nombre con el gravamen de varias hipotecas. Toda la
atención de él era para los filones metálicos, que pueden enriquecer á
un hombre con inaudita largueza en el transcurso de unos días; algo
maravilloso que sólo se ve en el juego.

Y como la época brillante de California ya había pasado y aún no estaban
descubiertos los veneros de oro de Alaska, el señor Ceballos tenía
vueltos sus ojos hacia la frontera de Méjico. Los últimos fragmentos de
su fortuna los arriesgó en el descubrimiento y explotación de minas
situadas en territorios indudablemente mejicanos, con arreglo á las
indicaciones de los mapas, pero en los cuales no era posible una labor
tranquila y continua, unas veces por las revueltas de los indios bravos,
refractarios á toda innovación que viniese á turbar su vida primitiva,
otras por las revoluciones de los blancos y de los seudoblancos, más
temibles y frecuentes.

En este último período de la vida de su padre fué cuando conoció ella en
Monterrey al ingeniero Balboa. Tenía catorce años, y este hombre venido
para hablar con don Gonzalo de ciertas minas recién descubiertas al otro
lado de la frontera no contaba indudablemente más allá de veinticinco.
Una diferencia de diez ó doce años supone la juventud ó la vejez en la
última parte de nuestra existencia, pero al principio del camino no es
obstáculo insuperable, y muchas veces hasta representa para la mujer un
atractivo misterioso, cuando la tal diferencia pesa del lado del varón.

Al contemplar ahora al ingeniero en su casa de Madrid, con cierta
lástima por su avejentamiento melancólico, se dijo interiormente: «¡Y
pensar que este hombre fué mi primer amor!»

Balboa era incapaz de sospecharlo, y en el caso de poder adivinar lo que
pensaba su visitante, habría creído que esta señora se burlaba de él.

La hija de Ceballos no dejó nunca traducir sus sentimientos en aquella
época lejana, pero se acordaba aún del interés que le había inspirado
durante varios meses el extranjero de barba rubia y ojos azules, dulce
de palabra y algo tímido, que por ser español lograba hacer revivir todo
lo que ella había oído de sus ascendientes.

En casa de los Ceballos se hablaba con veneración de los tenientes y
capitanes, así como de los leguleyos y empleados de la Real Hacienda,
venidos de España para perderse en la silenciosa California. Se les
describía como si hubiesen sido omnipotentes personajes, íntimos amigos
de los monarcas. Todos los cuentos maravillosos de brujas, duendes y
magos que le habían contado siendo niña las criadas mestizas de la casa
ocurrían siempre en viejas ciudades de España. Además, ella había leído
muchos libros españoles antes de aprender el inglés en la escuela
pública, y estos volúmenes vetustos adquiridos por su abuelo eran
novelas románticas ó colecciones de versos que hacían referencia siempre
á la tierra originaria de sus ascendientes.

Ricardo Balboa, el primer español conocido por ella, personificó en
forma tangible todos los héroes admirados en los libros. Su pasado le
daba también un interés novelesco.

Venía á ella como un herido sentimental necesitado de curación y
consuelo, arrastrando su historia melancólica. Iba de luto y parecía
triste. Su mujer había muerto en Méjico y él tenía allá un hijo único,
recuerdo de tan breve unión. Concha sintió agrandarse su amor silencioso
de adolescente con abnegaciones de madre. Se admiraba á sí misma al
pensar cómo podría ella rehacer y embellecer la vida de este hombre.

Pero Balboa se fué de Monterrey sin haber adivinado nada, y la hija de
Ceballos fué la única que conoció esta novela de amor vivida
unilateralmente durante unas semanas, sin palabras ni hechos.

Continuó su existencia, y el paso de cada año fué cambiando el curso de
sus pensamientos, las predilecciones de su sensibilidad. Cuando Balboa
escribía á su padre por negocios de minas, ella oía sin emoción su
nombre ó sonreía compadeciéndose á sí misma. «¡Un capricho absurdo de
los pocos años!» Otras cosas y personas le interesaban ahora.

Huérfana de madre y teniendo que mantener el decoro de su casa, el único
hombre que debía preocuparle era don Gonzalo. Parecía el último
superviviente de una época extinguida, con todas las amarguras y las
quejas del vencido. Los _gringos_ se habían adueñado del país. Los
californianos á la antigua iban desapareciendo, y resultaban ya tan
escasos, que pronto podrían contarse con los dedos en cada población.
Los hijos se modificaban, educándose en tales ideas que no parecían
haber sido engendrados por sus padres.

Ceballos miraba al cielo con asombro y escándalo al encontrar jóvenes
del país que se llamaban Villa, Pérez ó Sepúlveda y le contestaban en
inglés cuando él les hablaba en español.

Además el oro de California ya no era abundante, y esta riqueza, que
tenía algo de poética por su brillantez y su tradición, había sido
reemplazada por un producto sucio, hediondo, infernal. La gente hablaba
menos de las minas auríferas. Todos buscaban descubrir un pozo de
petróleo... Y al mismo tiempo que la vida se modificaba en torno á él,
iban desapareciendo las últimas migajas de su fortuna.

Conchita no mostraba las tristezas y desalientos de su padre al pensar
en su porvenir. Tenía la seguridad y el aplomo de la soltera en ciertos
países del otro lado del Océano, donde la mujer se ve altamente
apreciada, por ser menos numerosa que el hombre, y no tiene mas que
escoger entre varios pretendientes. Podría casarse cuando quisiera.
_Miss_ Conchita Ceballos gozaba de cierta celebridad en todos los
territorios de las antiguas Misiones.

Los periódicos de San Francisco habían publicado versos llamándola
«estrella de Monterrey». Entre tantas mujeres rubias y de pupilas
claras, originarias de los países nórdicos de Europa que poblaban ahora
California, esta belleza morena, con ojos negros y dorados, grande,
vigorosa, de aire resuelto, como una reina de tribu, representaba cierta
novedad, que al mismo tiempo nada tenía de nueva, pues parecía
responder á las tradiciones del país. Muchos la admiraban como una
concreción de la raza india y la raza española confundidas durante el
período colonial. Además era una Ceballos, pertenecía á la más noble
familia del país, y su origen, tanto como su belleza, hacía que los
mineros y los negociantes súbitamente enriquecidos acariciasen
mentalmente el honor de casarse con ella.

Rechazó numerosas proposiciones de matrimonio y fué dejando pasar el
tiempo sin decidirse por ningún hombre. Muchos juzgaban imprudente esta
lentitud; temían que al ir entrando en años quedase soltera para
siempre. Otros la juzgaban refractaria al matrimonio por su deseo de no
separarse de don Gonzalo.

En realidad, no pensaba en el amor. Tenía en su familia una heroína de
novela, la famosa Concha Argüello, parienta por su madre, que pasó
treinta y seis años esperando la vuelta de su prometido y murió casi
santa. Pero esta mujer extraordinaria, cuya historia le habían contado
muchas veces siendo niña, había nacido para sufrir por los demás y
necesitaba apoyarse en un hombre. Ella era más fuerte; podía vivir sola,
se bastaba á sí misma. No temía la tristeza del aislamiento, pues trae
consigo el regalo de una absoluta libertad.

Para mantenerse independiente sin la protección de los hombres imitaba
los ejercicios y diversiones de éstos. Desde su niñez era gran jinete.
En la adolescencia le había gustado ejercitarse en el boxeo y aprender
los secretos de la lucha japonesa.

Era un medio seguro de verse respetada en todas partes y evitar
demasías.

--Yo no he llorado nunca--decía con orgullo la señorita Ceballos.

De pronto circuló la noticia de su casamiento con un personaje político
del país, el honorable señor Douglas, hombre tranquilo, sano, vigoroso,
pero con veinticinco años más que ella: edad sobrada para haber podido
ser su padre.

Nadie habló de amor al ocuparse de este matrimonio. El respetable
personaje de cabeza gris y sonrisa dulce y tolerante no podía evocar la
imagen de un amoroso como los que se ven en libros y teatros. El cariño
reposado y protector con que trataba á la joven tenía mucho de paternal.

Ella no sabía mentir. «¿Acaso es preciso el amor ardoroso y romántico
para el matrimonio?» Apreciaba y respetaba á su marido; procuraría
hacerle grata la existencia común; no era necesario más para vivir
dichosos.

Conchita se trasladó á Wáshington para no separarse de su marido, que
era diputado y asistía puntualmente á las sesiones de la Cámara de
Representantes. La señorita de Monterrey, que había pasado su niñez
galopando como un _cow-boy_, se adaptó con fácil mimetismo á las
costumbres de la capital federal y al trato con las esposas de los
personajes del gobierno. El representante Douglas vió aumentarse
considerablemente su prestigio gracias á la discreción de su esposa.

La amistad de un nuevo presidente de la República le hizo pasar á la
diplomacia. Douglas, educado en California, hablaba el español, y su
gobierno consideró conveniente enviarle como ministro á una República de
la América del Sur. Además, sus amigos políticos creyeron que la señora
Douglas, por su apellido de familia y sus orígenes, podía ayudar
útilmente á su esposo en esta misión.

Tres años vivieron en la lejana República, y la «ministra» de los
Estados Unidos, admirada por su belleza y su elegancia, lo fué todavía
más por su carácter afable, refractario al mismo tiempo á las excesivas
familiaridades.

La juventud del país, exuberante, apasionada y predispuesta á los
desvaríos imaginativos, se sintió atraída por esta mujer hermosa unida á
un hombre que empezaba á ser viejo. Pero los más audaces se convencieron
pronto de su error, y después de tantos elogios empezaron á hablar mal
de ella. Era «una puritana», incapaz de tolerar el menor _flirt_, una
burguesa que ponía el gesto duro apenas las galanterías de salón tomaban
cierta intimidad.

Descubrieron además que su hermosura era igual á la de las beldades
hijas del país. ¡Ser morena y tener negros los ojos y el pelo!... Para
eso no valía la pena venir de los Estados Unidos. ¡Si á lo menos hubiese
sido rubia, aunque tuviera la nariz roja, como otras diplomáticas del
Norte de Europa!...

Estando en Nueva York durante una licencia, el ministro plenipotenciario
Douglas murió repentinamente, á consecuencia de una enfermedad
contraída en sus tiempos de ruda propaganda electoral.

La viuda se vió enormemente rica; mucho más rica que había creído ella
en vida de su esposo. Esta fortuna estaba representada por los valores
más diversos y heterogéneos: acciones de ferrocarriles y de minas, de
fundiciones de acero y de pozos de petróleo. Hasta heredó la mayor parte
de la propiedad de un gran diario.

Como su padre había muerto poco después de su matrimonio, tuvo ella que
correr con la administración y solidificación de su fortuna. Pero «la
Embajadora» era de gran agilidad intelectual para adaptarse á las
exigencias del medio en que la colocaba su destino. Vendió unos valores,
cambió otros, arrendó á una empresa de anuncios su propiedad
periodística, confió el cobro de sus rentas á personas seguras...

Este título de «Embajadora» se lo daban antonomásticamente allá en su
tierra. La gente une por instinto en todas partes la noción de
diplomacia con la de embajada. Todo enviado diplomático es para el vulgo
un embajador. Los partidarios políticos del difunto se habían
acostumbrado á llamarlo «el embajador Douglas», considerando este título
como una gloria del país, y la viuda, por herencia, siguió disfrutando
en las conversaciones el título de «Embajadora».

Al verse en absoluta libertad y con la independencia que proporciona la
riqueza, sintió un repentino interés por el bienestar de los demás, por
la pureza de las costumbres públicas, así como por la defensa de los
inocentes y los oprimidos. Figuró en todas las asociaciones dedicadas á
la protección de animales ó personas; trabajó con vehemencia por anular
los desenfrenos de la carne, disfrazados con el falso nombre de «amor»,
así como los excesos alcohólicos. Los organizadores de toda obra
filantrópica ó moralizadora, al dirigirse á ella, estaban seguros de
recibir el apoyo de su carácter batallador y un cheque importante.

En San Francisco corrió peligros novelescos al perseguir, unida á otras
personas de igual virtud acometedora, los garitos y fumaderos de opio
del barrio chino--antes de que los borrase del subsuelo un terremoto
famoso--, así como las tabernas licenciosas y los cafés cantantes para
marineros del barrio llamado «la Costa de Berbería».

Falta de hijos y cortando con fría urbanidad las insinuaciones de los
que deseaban casarse con ella, dedicó al bien público sus entusiasmos
enérgicos y á la defensa de la virtud toda la acometividad de su
carácter reciamente varonil y justiciero.

--Es Don Quijote--decía un profesor viejo de Los Angeles--; no puede
desmentir su raza... Los abuelos venidos de España resucitan en ella.

Pero era mujer, y mostraba ciertos desfallecimientos de voluntad que le
hacían olvidar por algún tiempo sus obras filantrópicas.

De pronto pensaba en ella nada más, limitándose á dar dinero para la
defensa y regeneración de sus semejantes, pero no su persona. Sentía
reverdecer en su interior los mismos entusiasmos que tantas veces la
hicieron soñar despierta en su adolescencia ante un libro caído en su
regazo, y esta emoción retrospectiva la impulsaba á emprender largos
viajes por Europa.

Conoció los museos más célebres del mundo viejo, los hoteles de mayor
lujo, las ruinas más famosas y los modistos más caros, todo á un mismo
tiempo. Fué la dama de incesante curiosidad que lee á la vez los últimos
libros, los catálogos de las exposiciones y los periódicos de modas,
llamando la atención por sus vestidos incesantemente cambiados, por sus
alhajas y por la prontitud con que adopta la última idea, considerando
un triunfo poder lucirla veinticuatro horas antes que los otros.

En el curso de sus viajes se vió recibida en audiencia por tres Papas, y
fué conociendo á todos los hombres de su época que acababan de obtener
la celebridad por un día ó por varios años.

Pronto se fatigó de viajar, acompañada solamente de una doncella
francesa. Las noches pasadas en el hotel, sin una fiesta ó una
representación de teatro, le parecían interminables. Además, en ciertas
naciones de Europa, una mujer elegante y hermosa que va sola de un lado
á otro tiene que mantenerse en actitud defensiva, á causa de la audacia
de muchos hombres, que se desorientan y equivocan.

Al morir Douglas se dió por seguro, en breve plazo, un segundo
matrimonio de su viuda. Era joven, y fatalmente debía encontrar un
hombre que le hiciese conocer el amor, después de su tranquila amistad
con el primer esposo.

Estas suposiciones llegaban á irritar á la viuda cuando hablaba con sus
amigos. ¡El amor! ¿Por qué debía ella conocer el amor, sometiéndose á la
esclavitud de sus alegrías violentas y sus cóleras celosas?...
Renunciaba á él sin pena. Era para una minoría de neuróticos y
desequilibrados que necesitan vivir dramáticamente entre conflictos, por
exigencias de su sistema nervioso. Ella quería ser como la gran mayoría
de los humanos, que prefieren el cariño tranquilo y la amistad, á las
tormentas del amor pasional.

Además, había resuelto mantenerse fiel al recuerdo de Douglas. Era su
deber. Conocía algo más fuerte y noble que el amor: la gratitud.

Su marido le había dado la riqueza, y ella la tenía en mucho, porque
afirma la independencia individual.

El dinero es un instrumento libertador, y la viuda amaba sobre todo su
libertad. Le había tocado la suerte de encontrar un hombre bueno,
tolerante y discreto, que además había asegurado al desaparecer la
independencia y el decoro de su vida futura. Le bastaba con esto; no
debía repetir tan arriesgado juego; ya había conocido á los hombres.
Tenía marcado para siempre un sitio en la sociedad: sería la viuda rica,
independiente y respetada por todos. Era locura cambiar esto por el tal
amor, que sólo resulta interesante en las novelas.

Pero como abominaba de viajar sola, pensó en Rina, la amiga pobre y
humilde que tienen todas las mujeres triunfantes y es al mismo tiempo su
compañera y su admiradora.

La había conocido en Monterrey, por vivir su familia en trato amistoso
con los Ceballos. El abuelo de Rina fué un chileno de Valparaíso
arrastrado á las costas de California por el gran éxodo de emigrantes
que atrajo el descubrimiento del oro.

Todavía era niña Conchita cuando ya Rina Sánchez lanzaba ojeadas
lánguidas á los jóvenes de Monterrey, creyéndose adorada y disputada por
todos ellos. Una diferencia de más de ocho años existía tal vez entre
las dos, pero Rina aún estaba soltera, ostentando, unas veces con
orgullo y otras con desaliento, su cualidad de señorita, mientras la
señora Douglas era una viuda, doblemente respetada por su estado y por
el nombre de su esposo.

Según iba entrando en años, se mostraba Rina más sentimental é ingenua,
como si retrogradase hacia la infancia, aplicando á todos los actos de
su existencia un criterio pueril y una timidez contradictoria, pues en
ciertas ocasiones, por sobra de inocencia, llegaba á aparecer insolente.

«La Embajadora» se acostumbró á la simplicidad de esta acompañante tan
pronto alegre como llorona. Necesitaba su presencia, abundante en risas
y gemidos, como la de un perrillo melancólico y ladrador.

Si alguna vez se enfadaba con ella, parecía encogerse de espíritu y
desaparecer, cual si la Naturaleza la hubiese dotado de una
retractilidad extraordinaria, no dejando presente más que su envoltura
material.

Los viajes por Europa de hotel en hotel, donde se bailaba tarde y noche
y eran frecuentes las presentaciones de hombres elegantes, atraídos por
la belleza y la fortuna de la viuda Douglas, excitaban la manía
sentimental de su compañera. Rina sólo pensaba en el amor; un amor
expresado con palabras rebuscadas y gestos de «alto idealismo», según
ella, igual á los muchos amores que había conocido en las novelas
imaginadas para señoritas de buena educación.

La vida le parecía sin sentido lejos de los hombres; y los hombres, por
una ironía de la suerte, jamás habían querido fijarse en su persona. «La
Embajadora», que mostraba una altanería hostil al hablar de ellos, se
divertía interiormente haciendo relatar á Rina sus entusiasmos amorosos,
así como sus esfuerzos, astucias y sacrificios para encontrar al futuro
compañero entre tantos varones fugitivos ó indiferentes.

Para justificar la humilde derrota de su celibato, hacía Rina
comparaciones mentales entre ella y su rica amiga. ¡Ay! ¡Si pudiese
vestir con la elegancia de la otra, seguramente que los hombres la
buscarían lo mismo!... Y más por necesidad de defenderse que por
coquetería natural, palmoteaba de gozo cuando Concha Ceballos le
regalaba algunos de sus vestidos todavía nuevos ó la hacía partícipe de
sus compras de modas recientes.

También era una diversión para la señora Douglas, sana, fuerte,
sólidamente bella, enterarse de los procedimientos extraordinarios de
Rina para combatir y borrar los estragos que realizaba la edad en su
cuerpo. La pobre parecía arrugarse y disminuir de volumen por el
tostamiento interior de su sentimentalismo. Gran parte del dinero
regalado por su amiga lo empleaba en productos de los llamados
Institutos de belleza. Así fué conociendo la viuda muchos inventos
extravagantes para el refrescamiento de la hermosura femenil.

Rina era cada vez más pequeña y al mismo tiempo más joven, con una
juventud extraña y desconcertante que parecía de otra humanidad
habitadora de un planeta remoto. Los que la habían visto un año antes en
alguno de los hoteles célebres de Europa, al encontrarla después
tardaban en reconocerla, y únicamente lograban restablecer su identidad
por ir al lado de su amiga, cuya belleza resultaba invariable. Un año
era rubia y al año siguiente de pelo negro ó castaño. Como la edad y la
vehemencia pasional habían arrugado prematuramente su faz, fué de las
primeras en valerse de la operación quirúrgica que levanta el rostro y
estira su epidermis, de la _face-lifting_ empleada por ciertos
especialistas de Londres, Nueva York y París para rejuvenecer á las
mujeres de teatro y las mujeres de salón.

Entusiasmada por este milagro de la cirugía epidérmica que borraba de su
rostro las arrugas, repetíalo con frecuencia como algo ordinario,
mostrando un heroísmo sin límites, frío, tranquilo, sonriente, del que
sólo son capaces las mujeres cuando desean embellecerse.

Casi todos los años sentía la necesidad de que le cortasen la cara para
estirar su piel en uno ú otro sentido. Pasaba horas ante el espejo,
estudiándose el rostro con ojos de artista, para aconsejar luego al
cirujano en qué sentido debía dar los tajos maestros para su nueva obra.

Después de tantos rajamientos y manipulaciones faciales, parecía de una
raza distinta á la de los otros seres. Caso de tener semejanza con
alguno de los grupos humanos que pueblan nuestro planeta, se aproximaba
á las mujeres amarillas de Asia por la tirantez de su epidermis y el
estiramiento de sus párpados prolongados y casi juntos, como los de las
japonesas. Llevaba la frente cubierta de rizos y dos masas de bucles
sobre las sienes. De este modo quedaban ocultas las cicatrices de los
tajos que le habían dado para renovar la tersura de su rostro.

--Toma: para que te pagues otra vez el _face-lifting_--decía «la
Embajadora» al hacerle un nuevo regalo de dinero.

Y Rina, para manifestar su agradecimiento, derramaba lágrimas,
compadeciéndose á sí misma.

--Tú sabes, Conchita, que yo podía ser rica si ese mal hombre no se
quedase con lo mío. Deseo recobrar lo que me pertenece, para que no te
sacrifiques más por mí.

Este deseo de evitar á la viuda su costosa protección sólo ocupaba
verdaderamente un segundo término en el pensamiento de Rina. Sus
protestas contra el «mal hombre» y su ansia de verse rica eran
principalmente porque al entrar en años hacía responsable á la pobreza
de su forzoso celibato.

--Cuando yo vivía en Monterrey y era muchacha, todos los hombres andaban
locos por mí, estoy segura de ello. Era porque entonces vivía papá y
estaba metido en lo de las minas, que iba á hacerle rico... ¡Como ahora
todos me creen pobre como una rata, y nadie sabe que ese ingeniero
Balboa, ese mal hombre que vive en Madrid, se queda con lo que me toca
por herencia y no me envía un céntimo!...

«La Embajadora» escuchó al principio distraídamente las lamentaciones de
su acompañante. Pero en fuerza de oir hablar de aquel «mal hombre»,
acabó por interesarse en sus maldades.

Ella había intervenido, cuando vivía en su país, en la reparación de
muchas injusticias, y continuaba desde lejos ayudando con su fortuna á
la defensa de los débiles. ¿Por qué no extender su protección á esta
solterona, cuyas charlas y manías parecían refrescarla lo mismo que un
descanso á la sombra de un bosquecillo después de una jornada ardorosa?

Aceptando sin examen los informes de Rina y creyendo desde el primer
momento en la culpabilidad del ausente, empezó á intervenir en dicho
asunto, dictando cartas breves y duras para aquel «mal hombre» que vivía
en Madrid y usurpaba las riquezas de la otra. Como era de una precisión
matemática para el examen de sus propios negocios, pronto se enteró del
asunto que le fué relatando su compañera y hasta rectificó algunos de
sus errores.

El padre de Rina--un californiano que se llamaba Juan Sánchez por su
padre el chileno, y Brown por su madre--se había asociado con Ricardo
Balboa, durante el viaje de éste á Monterrey, para la explotación de
unas minas en Méjico. Don Gonzalo, el padre de Concha, pretendió entrar
en dicha empresa, pero tuvo que desistir finalmente por falta de
capital, como ya le había ocurrido en otros negocios propuestos por
Balboa.

--Los socios fueron tres--continuaba Rina--; ese mal hombre que lo
dirigía todo, un señor que vive allá en Méjico, donde están las minas, y
papá. Al morir papá, los dos hombres se entendieron, y como forman
mayoría jamás me consultan, y hace años que no me envían un centavo.
Como me ven sola en el mundo, ¡pobre huérfana! me roban como quieren.

«La Embajadora» ya no dictó cartas á su amiga, considerando más rápido y
contundente escribir ella misma á Balboa. Sentía una predilección
especial por este asunto que no era suyo. Se imaginó obrar así por el
goce altruísta que proporciona el amparo del débil; pero tal vez fué un
deseo inconsciente de agredir á aquel hombre que había atravesado su
adolescencia, despertándola á la vida sentimental, para seguir después
su camino, ignorante de lo que dejaba á sus espaldas. La antigua
simpatía era ahora agresividad, por una transformación obscura é
incomprensible que había estado elaborándose durante muchos años.

Las respuestas frías y corteses que el ingeniero envió desde Madrid la
irritaron aún más contra él. Creyó leer entre líneas su verdadero
pensamiento: «¿Por qué se mezcla usted, señora, en asuntos que ni son
suyos ni puede entender?... Estos negocios son para hombres.»

El tal Balboa le pareció un verdadero europeo; mejor dicho, un «latino»,
de los que no conceden otra superioridad á las mujeres que las de la
elegancia y la seducción amorosa, negándoles toda ingerencia en los
asuntos de la vida civil.

--Yo arreglaré tu negocio--dijo à Rina con amenazadora energía--. Ese
hombre no me conoce. Cree sin duda que aún soy la niña que vió en
Monterrey. Iremos á Madrid si es necesario.

Ella quería que fuese necesario. Empezaba á encontrar algo molesta su
vida en París. En aquellos días dos hombres la acosaban con sus
pretensiones matrimoniales: uno tímido, buenazo y tenaz, que la seguía
desde América, colocándose silenciosamente ante su paso; otro
excesivamente atrevido, que pretendía acompañarla á todas partes y
esperaba una ocasión propicia para comprometerla ó para vencer su
voluntad. Necesitaba alejarse por algún tiempo de estos dos pegajosos
adversarios de su viudez; despistarlos para que la dejasen gozar
tranquila su independencia.

Después de haber escrito al «mal hombre» varias cartas de estilo cada
vez más ácido, mostrando una incomprensión hostil para las explicaciones
y justificaciones enviadas por Balboa, una mañana, al levantarse,
anunció á su compañera que saldrían al día siguiente para España.

--He soñado que estábamos en Madrid. Me gustaría admirar una vez más los
Velázquez; ver mujeres con mantilla y peineta, hombres con capa,
bailadoras. ¿Por qué no ir?... Vamos á darle una sorpresa á tu «mal
hombre». Yo me entenderé con él, y te aseguro que pronto tendrás dinero.

Dió unas semanas de asueto á su doncella francesa para que visitase á su
familia, y allí estaban las dos, en el salón de Ricardo Balboa,
convertido en gabinete de trabajo, sentadas en hondos sillones, frente á
la mesa ocupada por el ingeniero.

Éste, después de los saludos y una breve alusión á Monterrey, así como á
los lejanos tiempos en que se habían conocido, abordó con fría
agresividad el asunto que motivaba aquella visita.

Fué dejándose dominar Balboa por la indignación de los tímidos que
tiemblan antes del suceso esperado con inquietud, y cuando llega lo
miran de frente, sin miedo alguno, por haber perdido ya para ellos el
misterio de lo incierto.

Tenía al fin ante sus ojos aquella señora que le escribía desde lejos,
duramente, tratándolo casi como á un ladrón. La iba á decir muchas
verdades... Y fué exponiendo, con la tolerancia un tanto desdeñosa del
que da explicaciones á gentes testarudas y de limitada mentalidad, la
historia de las famosas minas, objeto de la cuestión.

Las tales minas estaban enclavadas cerca de la frontera de los Estados
Unidos, en uno de los lugares menos civilizados de Méjico. Los indios
llamados yaquis, que viven una existencia independiente, interviniendo
en la vida mejicana sólo para batirse en sus revoluciones, habían
perturbado muchas veces los trabajos de esta explotación. Pero de todos
modos, las minas, aunque con frecuentes paralizaciones, habían sido
trabajadas al principio, dando algunas ganancias. Esto había sido
mientras estuvo sometida aquella tierra al gobierno dictatorial de
Porfirio Díaz.

--No había libertad pero había orden--siguió diciendo el ingeniero--, y
se podía trabajar en aquel país. Los extranjeros estaban defendidos por
un poder que tal vez era duro, pero representaba una garantía... Después
no ha habido libertad ni orden.

Y mirando fijamente á «la Embajadora», que le escuchaba con rostro
impasible, estirando el labio superior y pretendiendo turbarle con la
fijeza de sus ojos, continuó sus explicaciones.

Había empezado allá una revolución de numerosos y complicados episodios
que duraba más de diez años y cuyo término nadie alcanzaba á ver todavía
en el presento momento. Desde sus principios había sido una revolución
social. Muchos propietarios se veían despojados de sus tierras, sus
edificios y sus minas. Simples jornaleros del campo se convertían en
generales ó pasaban á ser altos personajes políticos.

--Un capataz de nuestra mina que conoció mucho el padre de esta señorita
es hoy general de división y acampa, con su enorme sombrero y su
carabina en la rodilla seguido de una horda de jinetes, sobre los
terrenos de nuestra propiedad. El socio que tenemos en la capital de
Méjico intentó al principio hacer valer nuestros derechos y quiso ir
allá. Luego desistió, é hizo bien, pues dicho viaje representa un
suicidio. El tal general explota actualmente nuestra mina á su modo;
esto es, vende la plata y se queda con el producto. La mina, según
parece, ya no es nuestra; es del país. El general la ha «nacionalizado»,
palabra aprendida por él en la fraseología revolucionaria. La usa
repetidas veces en una carta que se dignó enviarnos, con la delectación
que sienten los mestizos por toda locución nueva y rara. La tal
nacionalización consiste simplemente en haberse quedado con la mina que
nosotros trabajamos, invirtiendo en ella nuestros capitales. Además, nos
anuncia que exterminará á todo amigo de «la tiranía pasada» que pretenda
recuperar lo que es del pueblo. Todo esto se lo he dicho, señora, en mis
cartas, pero como usted no parece dispuesta á darme crédito, le puedo
enseñar numerosas pruebas.

Balboa calló para tocar un botón eléctrico inmediato á su mesa. Al
presentarse una criada, le preguntó si el señorito Florestán había
vuelto, por ser ya la hora en que regresaba todos los días de la Escuela
de Ingenieros.

A los pocos momentos, como si estuviese rondando por cerca del salón, se
mostró Florestán. Era un joven alto, de miembros fuertes y bien
armonizados, ojos azules, pelo rubio obscuro y rostro afeitado, que
parecía dar con su presencia una impresión contradictoria de fuerza y
timidez, de energía y puerilidad.

Las dos mujeres creyeron que esta juventud serena penetraba en el salón
con un acompañamiento de nueva luz. La señora Douglas quedó mirándole
fijamente, sin poder disimular su sorpresa. Pensaba en San Jorge... un
San Jorge de veinte años, sin casco, con la hermosa y rubia cabeza
descubierta, brillante el pecho por las escamas plateadas de su loriga,
las fuertes y blancas manos sobre la cruz de su mandoble y teniendo á
sus pies el destrozado dragón de la fealdad. Rina, más sentimental,
creyó ver al caballero Primavera, con armadura de flores, erguido junto
al cadáver del negro lobo del invierno. Su admiración por los hombres no
le permitió mantenerse silenciosa.

--¡Oh, Conchita!... ¡Qué prodigio!--murmuró con voz susurrante.

Florestán huyó su mirada de aquellos cuatro ojos fijos en él con
admirativa curiosidad. Luego enrojeció, con un avergonzamiento impropio
de su aspecto vigoroso.

Casi volvió el dorso á las dos mujeres, luego de saludarlas con muda
cortesía, mientras se inclinaba hacia su padre para oirle mejor.

--Trae el legajo de las minas de Sonora. Quiero leer á estas señoras
todas las cartas que hemos recibido de allá. Busca también el resumen de
los ingresos y los gastos desde el principio de su explotación.

Volvió Florestán á saludar á las dos damas con tímida cortesía y salió
de la pieza, ligero como un empleado que ha recibido una orden.

Quedaron ambas con la vista fija en la puerta por donde acababa de
desaparecer. Hubo un largo silencio. Cuando volvió á entrar el joven,
con unos cartones bajo el brazo llenos de papeles, las dos señoras
creyeron que de nuevo volvía á iluminarse la estancia, alejándose una
nube que había pasado ante el sol.

Ya no estiraba «la Embajadora» su labio superior, ni tenía puestos sus
ojos con fijeza agresiva en el ingeniero. Su dentadura esplendorosa
empezó á brillar entre los labios, separados por un principio de
sonrisa. La luz de un balcón inmediato tembló con reflejos de oro sobre
sus pupilas obscuras y aterciopeladas, que buscaban á cada momento al
joven, á pesar de su deseo de no mirarle.

Empezaba Ricardo Balboa á extraer de sus cartones aquel fajo de papeles,
cuando se vió detenido en su intento de lectura por la voz amable y la
sonrisa de Concha Ceballos.

Se acordaba de su padre en aquel momento, y tenía la certidumbre de
haberle oído elogiar muchas veces la probidad del ingeniero español. ¡Y
ella había ofendido con tanta ligereza á un hombre simpático y digno de
respeto!...

Miró de reojo á su acompañante. Esta Rina loca tenía la culpa de todo.
La había desorientado con sus cuentos, haciéndola ser injusta.

--Me parece muy largo de leer--dijo con dulzura, señalando el legajo--,
y será mejor que nos enteremos de ello más despacio. Su hijo tendrá la
bondad de traernos los papeles al hotel.

Y extremando el acento benevolente de su voz y la amabilidad de su
sonrisa, continuó:

--Hablemos de cosas más agradables. No somos enemigos ni vamos á
devorarnos. Viéndose acaban por entenderse las personas de buena
voluntad. Acordémonos un poco de cuando nos conocimos, allá en
California. ¡Qué de cosas han pasado desde entonces!...



III

Donde se dice quién fué la reina Calafia y cómo gobernó su ínsula
llamada California


A las nueve de la noche se presentaron en casa de Balboa don Antonio, su
esposa y su hija, y la conversación en la sala de trabajo giró
inmediatamente sobre la visita de mediodía.

Mostraba el ingeniero un orgullo de vencedor al recordar con qué
amabilidad se había despedido de él «la Embajadora», después de tantas
cartas amenazantes, y de su entrada silenciosa y hostil, como si se
preparase para un combate.

--A estas señoras de genio fuerte--dijo con petulancia--hay que
hablarlas con energía, para que se convenzan de que no inspiran miedo.
Además, bien mirado, es una mujer adorable.

Aprobó el catedrático con gestos y palabras lo dicho por su amigo.

--La creo noble y buena como la reina Calafia. Esta tarde, por
curiosidad, he vuelto á leer su historia.

Todos acogieron con extrañeza tal nombre. Doña Amparo, que admiraba y
menospreciaba al mismo tiempo á su esposo, creyendo en su ciencia y en
su falta de habilidad para enriquecer á la familia, fué la que mostró
menos interés por el origen de tal apodo. Algún cuento raro de los que
buscaba el catedrático en los libros antiguos.

Pero éste, después de enviar á su esposa una sonrisa irónica y
protectora, dejó de verla, para concentrar su atención en los otros
oyentes, que le merecían mayor interés. Y para relatar la historia de la
reina Calafia, empezó hablando de la noble villa de Medina del Campo,
que durante siglos había sido el principal centro de contratación de las
dos Castillas.

Anualmente se celebraba en ella una feria, á la que acudían los
mercaderes de España y Portugal y los traficantes judíos de todas las
naciones del Occidente europeo. De este mercado famoso durante la Edad
Media sólo quedaba en Medina del Campo el melancólico recuerdo de sus
extinguidas riquezas y una vasta plaza que había sido durante siglos una
especie de Bolsa internacional. Otra curiosidad de la villa castellana
era el castillo de la Mota, ahora ruinoso, donde murió, según la
tradición, Isabel la Católica, la reina del descubrimiento de América, y
estuvo preso César Borgia, el hijo del pontífice que consagró dicho
descubrimiento.

En los años que Cristóbal Colón vagabundeaba por España, solicitando
apoyo para emprender sus viajes en busca de las Indias por el lado de
Occidente, vivía en Medina del Campo un soldado viejo al que sus
convecinos habían elegido regidor.

Este hombre, llamado Garci Ordóñez de Moltalvo, entretenía sus ocios de
veterano escribiendo novelas. Sus funciones pacíficas de magistrado
municipal no le proporcionaban otras batallas que las verbales
sostenidas con mercaderes venidos á la feria desde países lejanos y en
conflicto con el gobierno de la villa por el pago de derechos; pero al
quedar solo, se consolaba de la monotonía de su pacífico retiro
describiendo prodigiosos combates y aventuras nunca vistas.

Él modificó y agrandó el famoso _Amadís de Gaula_, dando á esta novela
caballeresca la forma definitiva con que fué admirada durante más de un
siglo por los lectores del mundo cristiano. Luego, queriendo prolongar
dicho libro, cuya paternidad sólo le correspondía á medias, produjo
otro, todo de su pluma: _Las sergas de Esplandián._

Don Antonio, al mirar á sus oyentes, creyó necesario añadir:

--Serga es una palabra antigua que significa hazaña, y Esplandián fué un
joven esforzado, célebre por su heroísmo y su hermosura, hijo de Amadís
de Gaula. Como todos los caballeros andantes, tenía un sobrenombre. Por
algo Don Quijote necesitó añadirse el apodo de «Caballero de la Triste
Figura». Moltalvo, al hablar de Esplandián, le llama unas veces el
«Caballero de la Gran Serpiente», y otras, para mayor brevedad, el
«Caballero Serpentino».

Mascaró creía ver al novelista de Medina del Campo paseándose por el
sobrio y duro paisaje castellano, meseta escasa en cursos de agua y
extremadamente fría ó ardorosa, según la estación. Con el poder
imaginativo de los inventores de historias, creaba Moltalvo en este
ambiente árido los panoramas más portentosos y los hechos más inauditos.

Había ocurrido en su juventud un suceso desconsolante para la
cristiandad, la toma de Constantinopla por los turcos, y con la
delectación del progenitor literario que goza reproduciendo los sucesos
no como fueron en la realidad, sino como debieron ser con arreglo á sus
gustos, dedicaba la última parte de _Las sergas de Esplandián_ á
describir el gran asedio que ponían todos los pueblos de Asia á la
antigua Bizancio, y cómo su emperador, ayudado por el Caballero de la
Gran Serpiente y su padre el noble Amadís, aplastaba la gran alianza de
los enemigos de Dios.

Radiaro, soldán de Liquia, escudo y amparo de la ley pagana, con el
apoyo de otros soberanos musulmanes, enemigos crueles de los cristianos,
emprendía el asedio de Constantinopla. Todos los monarcas de un Asia
misteriosa, imaginada por el regidor de Medina del Campo, acudían al
llamamiento del soldán. Pero en vano lanzaban sus hordas innumerables
contra los muros de la ciudad. Amadís de Gaula, que por sus heroicas
aventuras había llegado á ser rey de la Gran Bretaña, junto con el rey
Lisuarte, el rey Perión y otros monarcas no menos fabulosos y de nombres
sonoros, se encargaba de su defensa.

El soldán de Liquia y el soldán de Halapa dudaban ya del buen éxito de
su asedio, cuando les llegó un aliado con valiosos auxilios capaces de
cambiar el curso de la guerra.

Y el novelista describía minuciosamente cómo «á la diestra mano de las
Indias, muy llegada á la parte del Paraíso Terrenal», había una isla ó
ínsula llamada California, poblada únicamente por mujeres algo negras y
que no toleraban la existencia entre ellas de ningún varón, siendo su
estilo de vivir semejante al de las antiguas amazonas.

Tenían valientes cuerpos, grandes fuerzas y firmes y ardorosos
corazones. La ínsula era la más abundante en riscos y bravas peñas que
en el mundo podía hallarse. Las armas de las californianas estaban
fabricadas de oro todas ellas, y también las guarniciones de las fieras
bestias en que cabalgaban después de haberlas amansado, pues en toda la
isla no había metal de otra clase. Moraban en cuevas bien labradas,
tenían muchos navíos, sobre los cuales partían á otras tierras á
realizar sus cabalgadas, y los hombres que hacían prisioneros los
llevaban con ellas á su isla para ciertos fines, matándolos después.

El catedrático, al llegar á este punto de su relato, miró con cierta
inquietud á Consuelito y luego á su esposa. No se atrevía á repetir en
presencia de su hija las mismas palabras del viejo novelista. Pero
aunque la joven parecía escucharle, miraba con insistencia á Florestán,
como si implorase de éste menos atención al relato de su padre y que
volviese los ojos hacia ella.

Suplió don Antonio con varios parpadeos la obscuridad de sus
explicaciones y continuó el relato.

--Cuando á consecuencia de estos raptos de hombres las valientes
californianas conocían la maternidad, si tenían hija la guardaban, y si
varón, inmediatamente era muerto. De este modo no aumentaba en su país
el número de los hombres, y éstos eran tan pocos mientras llegaba el
momento de su muerte, que las amazonas no podían temer la preponderancia
dominadora del sexo contrario. Por la gran aspereza de la isla,
abundaban en ella los grifos más que en ninguna otra parte del mundo.

También al llegar aquí tuvo Mascaró por oportuna una explicación
suplementaria. Doña Amparo le miraba con ojos interrogantes.

--¿Qué grifos son esos?...

De este animal inventado por la superstición habían hablado mucho los
poetas de la antigüedad y de la Edad Media, sin que nadie llegase á ver
uno solo. Tenía cuerpo de león, cabeza y alas de águila, orejas de
caballo; pero sobre el cuello, en vez de crines, ostentaba una cresta
hecha de aletas iguales á las de los peces. El lomo y las alas eran de
plumas duras como el hierro. Originario de la India, sentía un amor
singular por el oro y buscaba con predilección, para hacer sus nidos,
los lugares abundantes en depósitos auríferos. Por eso la antigüedad le
suponía destinado á la defensa de los templos, á causa de los tesoros
guardados en sus altares.

Muchos viajeros cristianos que visitaron el Oriente durante la Edad
Media, y estaban predispuestos á ver cosas maravillosas, pretendían
haber encontrado la llamada «Ave Grifo». Era, según su testimonio, más
grande que ocho leones juntos y podía elevar un buey ó un caballo por
los aires. Las uñas de sus enormes garras servían para fabricar cosas
preciosas, y con sus plumas se hacían arcos y flechas invencibles. La
hembra del grifo, en vez de poner huevos, depositaba á veces en sus
nidos grandes montones de plata. En el tesoro del emperador Carlos V
existía una copa famosa hecha con una uña de grifo; pero después se
descubrió que era simplemente un cuerno de rinoceronte.

Cuando los grifos tenían hijos, las californianas, cubiertas de cueros
gruesos para defenderse de las garras y picos de las hembras,
registraban sus nidos, llevándose las crías á sus cuevas. Luego cebaban
á los pequeños grifones con los hombres que habían hecho esclavos en sus
correrías, ó con los niños de las mujeres del país, educándolos con tal
arte, que acababan por conocerlas y no les hacían daño alguno. Pero
cualquier varón que entraba en la ínsula, al momento era muerto y comido
por los grifos; pues aunque estuviesen hartos, no por eso dejaban de
tomar entre sus garras á los hombres y llevarlos volando hasta las
nubes, para dejarlos caer y que se aplastasen en las peñas.

Esta ínsula, donde no había otro metal que el oro y cuyas costas eran
interminables criaderos de perlas, estaba gobernada por una reina,
llamada Calafia, muy grande de cuerpo, muy hermosa, menos obscura de
color que sus amazonas, de floreciente edad, valerosa en sus esfuerzos y
ardides y pronta á realizar sus altos pensamientos.

Habiendo oído decir que todos los reinos vecinos marchaban contra los
cristianos, y deseosa de ver el mundo y sus diversas generaciones, animó
á sus amazonas para marchar á esta guerra. Todas la oyeron con
entusiasmo, encontrando monótono y triste pasar sus días metidas en una
ínsula, sin fama y sin gloria, como los animales brutos.

Mandó la reina Calafia abastecer su gran flota de viandas y de armas,
todas de oro, y arreglar la mayor fusta de las suyas, cubriendo esta
nave con una especie de red de gruesos maderos, que servía de jaula á
quinientos grifos, criados y cebados desde pequeños con carne de hombre.
También hizo meter en las otras naves las bestias en que cabalgaban las
valerosas californianas, y que eran diversas animalías, como tigres,
leones, panteras, etc., todas amaestradas, lo mismo que si fuesen
caballos.

Don Antonio hizo una pausa para descansar; pero como estaba acostumbrado
á las explicaciones de cátedra, y además parecía deleitarse en su propia
facundia, no tardó á seguir su relato.

--Llegó al campo pagano la flota de la ínsula California cuando el gran
soldán de Liquia y el soldán de Halapa estaban más tristes, después de
un sangriento choque con los defensores de Constantinopla, que había
resultado infructuoso.

La reina Calafia pidió á sus aliados que la dejasen combatir sola con su
gente, mientras los turcos permanecerían ocultos en su campamento, y
los dos monarcas accedieron á su petición. A la mañana siguiente, la
reina bajó de su nave y acto seguido los escuadrones de amazonas se
extendieron por la playa.

Todas llevaban armaduras de oro sembradas de piedras preciosas, pues en
California eran éstas tan abundantes y comunes como en otros países los
guijarros del campo. Mandó la soberana abrir la puerta de la fusta donde
venían los grifos, y éstos salieron con mucha prisa, mostrando gran
gusto al poder volar libremente después del encierro del viaje.

Estos animales eran la artillería gruesa del ejército californiano. Como
no les habían dado de comer durante la travesía, se arrojaron rugiendo
de hambre sobre los hombres que ocupaban las murallas de la ciudad.
Muchas saetas les tiraron, grandes golpes les dieron con lanzas y
espadas, pero sus plumas eran tantas, tan juntas y recias, que no
pudieron llegar á tocarles la carne.

Los turcos, inactivos en su campamento por mandato de Calafia, al ver á
estas bestias ir y venir por lo alto llevando en las garras ó en el pico
á un cristiano, daban tales voces y alaridos de placer que horadaban con
ellos el cielo. Los defensores de la ciudad gemían de cólera sobre las
murallas al contemplar cómo los grifos se llevaban hasta las nubes,
devorándolos, al padre, al hijo ó al amigo. Cuando estos monstruos se
cansaban de sus presas, dejándolas caer en la tierra ó en el mar,
volvían sin ningún temor á las murallas para apoderarse de otros
cristianos, y fué tal el espanto de los defensores, que los más huyeron
al interior de la ciudad, quedando únicamente los que habían podido
refugiarse en las bóvedas de las torres.

Viendo esto la reina Calafia gritó á los dos soldanes que ya podían
avanzar sus gentes para la toma de Constantinopla, y los paganos,
aplicando muchas escalas al muro, subieron sobre él. Pero los grifos ya
habían soltado los cristianos que llevaban en las garras, y viendo á los
turcos, que eran hombres como los otros, cayeron sobre ellos y los
arrebataron igualmente hasta las nubes para dejarlos caer, haciendo en
ellos gran matanza.

La alegría de los sitiadores se trocó en desorden, y más que en luchar
con los sitiados, tuvieron que pensar en defenderse de las bestias
traídas por Calafia. Al enterarse de esto los cristianos salieron del
refugio de sus bóvedas é hicieron gran matanza en los infieles,
echándolos abajo de la muralla. Luego se refugiaron otra vez en sus
bóvedas viendo que volvían los grifos.

Triste la reina Calafia por este error de sus bestias, que no sabían
distinguir á los aliados de los enemigos, atacando á todos los hombres
en general, aconsejó á los soldanes la retirada de sus gentes, mandando
luego á las californianas que realizasen ellas solas el asalto, pues los
grifos las respetarían. Se apearon entonces las amazonas de sus fieras
animalías para avanzar contra los muros. Llegaban sobre sus pechos unas
medias calaveras de pescado que las cubrían una parte del cuerpo, y
eran tan duras que ningún arma las podía pasar. Las piernas, el tronco y
los brazos los tenían forrados de oro.

Con mucha ligereza subieron las amazonas por sus escalas, y en lo alto
de la muralla empezaron á pelear reciamente con los de las bóvedas. Pero
éstos, aprovechando la estrechez de su refugio, se defendían con
braveza, y los que andaban abajo por la ciudad tiraban á las mujeres con
saetas y dardos, y como las tomaban por los lados y las armaduras de oro
eran flacas, herían á muchas de ellas. Mientras tanto, los grifos
revolaban inactivos sobre las californianas, con la atracción de su
presencia, pero sin ver cerca hombres á quienes hacer presa.

Calafia creyó oportuno que los turcos acudiesen en apoyo de sus
guerreras, y dijo á los dos soldanes: «Haced subir vuestras compañías
sin miedo alguno, que mis mujeres serán defensa contra las aves mías,
pues no las osan nunca acometer.»

Pero cuando los grifos vieron las huestes de hombres que escalaban la
muralla para unirse á las californianas, se trabaron con ellos tan
rabiosamente como si en todo el día no hubiesen comido. En vano las
belicosas hembras les amenazaban con sus alfanjes de oro. A pesar de sus
amenazas y sus gritos sacaban de entre ellas á los hombres, y
subiéndolos á enorme altura los dejaban caer para que muriesen.

Fué tan grande el espanto de los paganos, que bajaron de la muralla más
apresuradamente que habían subido, refugiándose en sus reales. Calafia,
que vió cómo este desastre ya no era de posible remedio, hizo acudir á
los que tenían el cargo y la guardia de los grifos, para que los
llamasen y encerrasen en su fusta. Subidos los guardianes sobre la jaula
de la nave, los llamaron á grandes voces en su lenguaje, y lo mismo que
humanas personas fueron acudiendo los grifos para meterse humildemente
bajo los barrotes.

El novelista Montalvo, conocedor fidedigno de todos los sucesos de este
asedio, por las revelaciones que le hizo la gran sabidora Urganda la
Desconocida y también el eminente Maestro Elisabat, seguía describiendo
en su libro los combates ocurridos diariamente ante los muros de
Constantinopla, después del fracaso de los grifos. El emperador, con sus
«diez mil de á caballo», acudía á los lugares donde atacaban más
reciamente los sitiadores, y de éstos los más temibles eran Calafia y
sus mujeres.

Avanzaba la reina, incansable y de enormes fuerzas, blandiendo una lanza
muy dura pero que acababa por romper, tantos eran los enemigos que iba
matando. Entonces echaba mano á su alfanje, que era á modo de un
cuchillo, con el hierro de más de un palmo de ancho, y degollaba
caballeros á centenares ó los dejaba mal heridos, metiéndose tan
denodadamente entre las masas de adversarios, que nadie podía creer que
fuese una hembra. Todos los paladines enemigos la buscaban, considerando
su vencimiento como la mayor gloria que podían obtener.

A veces eran tantos los que la atacaban y tales los golpes recibidos por
ella, que se veía en mortales aprietos; pero una hermana suya, llamada
Liota, acudía en su auxilio como una leona rabiosa, sacándola de entre
los caballeros que la abrumaban con sus cuchilladas.

Cansados los monarcas paganos de este asedio inútil, acudieron á un
procedimiento usual en las guerras de la Edad Media y frecuentemente
mencionado en las novelas caballerescas. Como el soldán de Liquia y la
reina Calafia tuvieran noticias de que estaban en la ciudad Amadís de
Gaula y su hijo Esplandián, decidieron enviarles un cartel de desafío
para batirse con ambos en singular batalla, quedando los vencidos en
sujeción y obediencia á los vencedores.

Este cartel de reto lo llevó á la ciudad una californiana, obscura y
hermosa, con ricos atavíos y montada en una bestia fiera. Aceptaron los
dos paladines el reto, y al volver la doncella al campamento de las
amazonas se hizo lenguas de la belleza del Caballero Serpentino, al que
había visto de pie junto al trono de su noble padre Amadís.

--Dígote ¡oh reina!--afirmó la doncella--que nunca los pasados ni los
presentes, ni aun creo los por venir, vieron un mancebo tan hermoso y
apuesto. Si fuese de nuestra ley, habría motivo para creer que nuestros
dioses lo hicieron con sus manos.

Quedó tan impresionada la reina Calafia por estos informes, que decidió
ir en persona á la ciudad para conocer de cerca á los dos paladines con
los que iban á reñir ella y el soldán Radiaro pocos días después. Pasó
toda la noche metida en su nave, pensando si iría con armas ó sin armas
á esta visita, y al fin determinó que en hábito de mujer, por ser más
honesto.

Y cuando el alba vino se levantó y le dieron unos paños para vestirse,
todos de oro, con muchas piedras preciosas. Su cabeza la tocó con un
gran volumen de muchas vueltas, á manera de turbante, todo él igualmente
de oro, sembrado de piedras de gran valor. Trajéronle luego una animalía
en que cabalgase, la más extraña que nunca se conoció.

El catedrático esforzaba su memoria para hacerla ver á sus oyentes con
arreglo á la descripción del novelista castellano.

Tenía las orejas tamañas como dos adargas, la frente ancha y un ojo
solamente, pero que brillaba como un espejo. Las ventanas de sus narices
eran muy grandes y el rostro corto y tan romo que no le quedaba ningún
hocico. Salían de su boca dos colmillos hacia arriba, cada uno de más de
dos palmos. Su color era amarilla y tenía sembrados por su cuerpo muchos
redondeles morados, á la manera de las onzas. Era de mayor tamaño que un
dromedario, sus patas estaban hendidas como las de un buey, corría tan
fieramente como el viento, andaba con ligereza por los riscos, y se
tenía sobre ellos como las cabras montesas. Su comer consistía en
dátiles, higos y pasas, siendo muy hermosa de ancas así como de costados
y pecho.

Sobre esta animalía se puso la hermosa reina y dos mil mujeres de las
suyas le dieron escolta, vestidas de ricos paños y cabalgando en bestias
no menos extrañas. En derredor de Calafia marchaban á pie veinte
doncellas, asimismo vestidas con riqueza, sosteniéndole las haldas, que
arrastraban por el suelo más de cuatro brazas.

Con este atavío llegó adonde la esperaban los monarcas defensores de la
ciudad, y al ver á Esplandián junto á los tronos de su padre el rey
Amadís y su abuelo el rey Lisuarte, se dijo:

«¡Mis dioses! ¿qué es esto? Ahora digo que he visto lo que nunca se verá
semejante.»

Y al mirar el Caballero Serpentino con sus graciosos ojos el hermoso
rostro de la reina, ella sintió que estos rayos salidos de la
resplandeciente belleza del mancebo la atravesaban el corazón.

Nunca había sido vencida por la fuerza de las armas, pero en presencia
del hermoso paladín se sintió tan ablandada y quebrantada como si
anduviese entre mazos de hierro. Ella no podía batirse con él. Le
faltarían fuerzas para levantar la espada sobre su bello rostro. Se
declaraba vencida de antemano. Sería el valiente Radiaro, soldán de
Liquia, el que pelease con el Caballero de la Gran Serpiente. La reina
de California se reservaba medir sus armas con el noble Amadís.

El famoso encuentro de los cuatro héroes se realizó al día siguiente.

Amadís y Calafia se arrojaron con tal ímpetu el uno contra el otro, que
inmediatamente quebraron sus lanzas. Entonces, el héroe, con un pedazo
del arma rota, se limitó á defenderse, golpeando la cabeza de la
amazona.

--¿En tan poco tienes mi esfuerzo que pretendes vencerme á
palos?--protestó Calafia.

--Reina--contestó el paladín--, yo vivo para servir y ayudar á las
mujeres, y si pusiera mis armas en ti, que eres mujer, merecería que se
olvidasen todas mis hazañas pasadas.

Tal consideración sólo sirvió para irritar más á la amazona, que deseaba
ser tratada como un hombre, y empuñando su ancho alfanje con ambas manos
menudeó los golpes mortales contra Amadís. Pero éste con su palo la hizo
caer al suelo finalmente, obligándola á declararse vencida. Al mismo
tiempo Esplandián había rendido al valeroso monarca pagano, haciéndolo
su prisionero.

Después de esta doble derrota quedó terminada la guerra y levantado el
sitio de la ciudad. Calafia se mostraba contenta de su vencimiento
porque esto le permitía vivir cerca del Caballero Serpentino, viéndolo á
todas horas. Como decía Montalvo, estaba presa de dos maneras, de cuerpo
y de corazón, pues la tenía cautiva la gran hermosura del joven
Esplandián.

Siendo ella tan gran señora de tierras y gentes, con una abundancia de
oro y piedras preciosas en su ínsula como no podía encontrarse en el
resto del mundo, no era extraordinario que pensase en hacer su esposo al
hijo de Amadís. Hasta quería convertirse al cristianismo, para mayor
facilidad de esta unión. Pero Esplandián vivía enamorado desde muchos
años antes de la gentil Leonorina, hija del emperador de Constantinopla;
y éste y su esposa, después del triunfo sobre los paganos, renunciaron
á su trono, retirándose á un monasterio.

El Caballero de la Gran Serpiente y Leonorina se casaron, pasando á ser
emperadores, y la reina Calafia, terror de los hombres en las batallas,
lloró de pena como una pobre mujer.

No quiso regresar á sus estados de California, y para vivir cerca del
emperador Esplandián prefirió casarse con un primo de éste, obscuro
caballero comparado con el hermoso héroe.

--Esta novela--continuó el catedrático--, aunque se publicó por primera
vez en 1510, la escribía el regidor de Medina del Campo allá por 1492,
cuando los Reyes Católicos tomaron á Granada, y Colón, ayudado por los
Pinzones, empezaba á preparar su primer viaje á las Indias. Resulta de
esto que la California fué inventada sobre el papel por un novelista de
Castilla un poco antes de que las naves españolas descubriesen las
primeras islas de la actual América.

Durante siglo y medio, los llamados «libros de caballerías» fueron la
lectura favorita de los pueblos cristianos. En España, los hombres de
armas y los hombres de letras buscaban por igual dichas novelas. Con sus
aventuras inverosímiles entretenían y halagaban el entusiasmo de un
pueblo de soldados y navegantes, que veía abrirse á sus heroicas
iniciativas un mundo recién descubierto y se mostraba ávido de repetir
en la realidad todo lo que parecía irrealizable.

--El libro de Cervantes--continuó el catedrático--, que fué un golpe
mortal para la novela caballeresca, no se publicó hasta cien años
después de haber aparecido _Las sergas de Esplandián_. Los
conquistadores españoles fueron grandes aficionados á las novelas
caballerescas. Tan frecuente era su lectura en las llamadas Indias
Occidentales, que el emperador Carlos V prohibió por real cédula la
importación de tales libros en sus Estados del otro lado del Océano,
declarándolos obras perniciosas.

Los españoles recién instalados en el Nuevo Mundo pretendían repetir en
estas tierras de misterio las mismas hazañas de los protagonistas de las
novelas caballerescas. Esperaban encontrar todos los días ciudades
encantadas, tesoros enormes. El último reyezuelo indio les parecía un
gran emperador.

Cuando Hernán Cortés conquistó la meseta central de Méjico y pudo llegar
á las riberas del Pacífico, se sintió atraído por el secreto de este mar
descubierto años antes por Núñez de Balboa en la costa de Panamá.

Muchas de las riquezas adquiridas en su conquista las fué perdiendo en
navegaciones por el Pacífico. Improvisó arsenales en la costa del
misterioso océano, llamado entonces «mar del Sur». Hizo venir de España
materiales de construcción naval, que, desembarcados en Veracruz,
salvaron enormes montañas y planicies hasta llegar á la otra ribera de
Méjico. Con ellos y la madera del país hizo las primeras naves
importantes que se crearon en América, dedicándolas á la exploración de
las costas desconocidas.

Los navegantes enviados por Cortés hacia el Norte creyeron descubrir una
gran isla. Era la península llamada ahora Baja California. El piloto
Fortún Jiménez, primer descubridor de la «isla», murió trágicamente,
como la mayor parte de su tripulación, asesinados todos por los indios.

Fueron precisos nuevos viajes por el mar cerrado que se llamó luego
«golfo de las Perlas», «seno Californio» y «mar de Cortés», para que los
navegantes se convenciesen de que éste no era un mar libre, y que la tal
«isla», bautizada al principio con el nombre de Santa Cruz, resultaba en
realidad una península. El mismo Hernán Cortés se embarcó con cien
soldados en la costa occidental de Méjico para explorar la «isla»
misteriosa, y él fué quien cambió su nombre.

La novela de Montalvo, publicada á continuación de _Amadís de Gaula_,
había obtenido enorme éxito. El volumen de _Las sergas de Esplandián_
andaba en manos de los descubridores españoles de mar y tierra. Hernán
Cortés, antiguo estudiante de la Universidad de Salamanca, era gran
aficionado á leer novelas, y si se terciaba la ocasión sabía escribir
versos. Vió un mar abundante en perlas, vió costas que eran pródigas en
oro, según revelaciones de los indígenas, é igualmente debió descubrir
desde su nave algunas indias de alta estatura, con arcos y lanzas, lo
mismo que las amazonas. No necesitó más para acordarse de la reina
Calafia, dando el nombre del rico país gobernado por la enamorada de
Esplandián á la «isla» de Santa Cruz, que había dejado de ser isla.

De este modo se llamó California la península mejicana que es ahora la
Baja California, pasando su nombre por extensión á la tierra inmediata,
ó Alta California, que pertenece á los Estados Unidos.

--Así fué--continuó el catedrático--como algún tiempo antes de ser
descubierta América inventó el nombre de California un novelista de la
meseta central de España, que fué soldado en muchas guerras, pero tal
vez murió sin haber visto nunca el mar.



IV

En el que se prosigue la historia de California y se cuenta la vida de
la Santa de las Castañuelas


Mascaró siguió hablando.

--Los españoles tardaron dos siglos en colonizar la Alta California,
después de haberla descubierto geográficamente. Buscaban oro y piedras
preciosas, ni más ni menos que todos los exploradores de entonces, fuese
cual fuese su nacionalidad. Navegando en barcos pequeños y conociendo
mal las costas y los vientos, lo que hacía interminables los viajes, es
absurdo exigirles que fuesen en busca de vulgares artículos de comercio.
Éstos empezaron á transportarse de un hemisferio á otro con los modernos
adelantos de la navegación, cuando los buques fueron enormes. Si los
descubridores arriesgaban su vida, era con la esperanza de enriquecerse
en poco tiempo, cargando sus pequeñas naves de objetos valiosos y
escasos en volumen, como son los metales.

Los navegantes franceses é ingleses de entonces, ya que no podían buscar
oro en unas tierras que pertenecían á los españoles por haberlas
descubierto, se dedicaron simplemente al saqueo de las nacientes
colonias de América que pillaban descuidadas, ó á robar los cargamentos
de las naves que volvían á Europa.

--Poseer oro fué el único deseo de las gentes de entonces (si es que no
lo es también de las gentes de ahora), y resulta absurdo querer juzgar
sus actos con arreglo á los sentimientos y conveniencias de nuestra
época. Si los españoles fueron odiados en aquellos tiempos, lo debieron
únicamente á ser los poseedores de las tierras auríferas, envidiadas por
los otros.

El catedrático habló de las expediciones salidas de Méjico por tierra en
busca de las fabulosas Siete Ciudades de Cibola y del reino mítico de
Quivira. El conquistador Coronado creía encontrar estas ciudades de oro
en donde están hoy los Estados de Nuevo Méjico y Arizona, apartándose de
California.

Un piloto valeroso, Juan Rodríguez Cabrillo, por orden del virrey de
Méjico, se lanzó á navegar siguiendo la costa del Pacífico hacia el
Norte. Él fué quien descubrió el litoral de la Alta California y el
primer hombre blanco que pisó su suelo. En esta penosa navegación ancló
muy cerca del _Golden Gate_, la llamada «Puerta de Oro», que da entrada
á la bahía de San Francisco. Pero no la descubrió ni tuvo el menor
indicio de tan seguro refugio.

Murió Cabrillo en plena exploración y fué enterrado por los suyos en la
costa de California. Su segundo, llamado Ferrelo, siguió navegando
hacia el Norte, pero la falta de víveres le hizo volver á Méjico en
1543. Se había explorado con esto toda la costa de la actual California,
pero sin encontrar la bahía de San Francisco.

--Treinta y seis años después--continuó Mascaró--, el famoso pirata
Drake, luego de haber penetrado en el Pacífico por el estrecho de
Magallanes para saquear varias de las colonias españolas nacientes, se
remontó hacia el Norte y fué el segundo en visitar la costa
californiana. Para la carena de su barco se detuvo en un fondeadero á
unas cuantas millas de la bahía de San Francisco; pero «tampoco la vió»,
emprendiendo luego el regreso á su patria, dando la vuelta al mundo. No
fué extraordinario que los españoles dejasen olvidada esta costa luego
de haberla descubierto. Su imperio colonial era tan extenso, que ahora
parece acción maravillosa cómo pudieron gobernarlo, aunque fuese
defectuosamente, y poblarlo de gente blanca desde tan lejos, teniendo
que luchar con los enormes obstáculos de la distancia y las deficiencias
de la navegación en aquellos tiempos.

Al fin el gobierno de España se vió obligado á acordarse de la olvidada
California y la buscó de nuevo, no con el fin de encontrar oro, sino
para establecer un punto de comunicación con los archipiélagos
asiáticos.

Magallanes había descubierto las islas Filipinas, y como el principal
motivo de los viajes de Colón fué establecer un comercio con las Indias
Orientales, productoras de la especiería, España convirtió al
archipiélago filipino en depósito de productos asiáticos, yendo á
buscarlos por Occidente en flotas que salían del puerto mejicano de
Acapulco con rumbo á Manila y hacían el mismo viaje de regreso.

En este viaje de vuelta, las expediciones navegaban siempre por el
hemisferio Norte y los vientos las traían frente á la costa de
California, siguiendo después su ruta hacia el Sur. Necesitaba la marina
española un puerto en dicha costa para su refugio y para hacer en él las
reparaciones inevitables después de la enorme travesía del Pacífico.
Pero los exploradores enviados por el virrey de Méjico buscaron este
puerto sin hallarlo.

--Fué una ironía del destino--continuó don Antonio--que todas las
exploraciones del litoral de California fuesen para encontrar un puerto
seguro, y existiendo la bahía de San Francisco, que es uno de los más
grandes del mundo, ningún navegante dió con él durante dos siglos,
siendo tantos y tantos los que pasaron y volvieron á pasar ante su
boca... Y cuando al fin fué encontrada la bahía de San Francisco, este
descubrimiento se hizo por tierra y lo realizó un capitán de caballería.

El piloto Vizcaíno, comisionado por el conde de Monterrey, iba en busca
del puerto de refugio en California, después de otros viajes de sus
colegas Gali y Cermeño. Él dió sus nombres españoles actuales de santos
y santas á muchos cabos, islas y ríos del litoral, y al fin creyó
encontrar el puerto deseado en un fondeadero abierto que llamó
Monterrey, en honor del gobernante que había organizado su expedición.

Navegando luego hacia el Norte, llegó á pocas millas de la bahía de San
Francisco, y «tampoco la descubrió»... Unas veces las neblinas, y otras
la maligna casualidad, hicieron que los buques no viesen nunca su
entrada, por quedar ésta debajo de la línea del horizonte. Cuando Drake
carenó su buque á treinta millas de la Puerta de Oro, le hubiera bastado
á uno de sus marineros subir á una cumbre cualquiera de la costa para
descubrir esta bahía enorme. Pero una influencia misteriosa parecía
burlarse de los hombres de mar, reservando el importante descubrimiento
á un soldado de tierra, que lo hizo sin desearlo.

Durante ciento sesenta años, España, que tenía tan vastos y ricos
territorios que gobernar, no se preocupó de la abandonada y silenciosa
California. Las naos que volvían de Filipinas se limitaban á tocar en
las inmediaciones del cabo Mendocino, punta avanzada del litoral
californiano, continuando desde allí su viaje hacia Acapulco, último
término de su navegación.

Pero Inglaterra había fundado sus colonias en la costa americana del
Atlántico, Francia ocupaba el Misisipí, y por el lado del Pacífico iba
descendiendo desde el Norte la exploración rusa. Bering, pasando el
estrecho que lleva su nombre, se había establecido en Alaska, haciendo
nacer una América rusa. El Imperio de los zares deseaba su parte en el
Nuevo Mundo, y descontento de las tierras que poseía en él, dormidas la
mayor parte del año bajo las nieves, iba avanzando poco á poco, atraído
por los esplendores de la América tropical, proponiéndose no parar hasta
la frontera de Méjico.

España comprendió que para tener segura la Alta California, que sólo era
española geográficamente, debía ocuparla y colonizarla.

--Fué esto en tiempos de Carlos III--siguió diciendo Mascaró--, cuando
un grupo de españoles ilustrados hacía renacer las energías y la cultura
del país, modernizando sus leyes y costumbres. Entonces aparecieron los
Gálvez, grandes americanistas de peluca blanca. El principal de esta
familia, el que fundó su prosperidad y sirvió de apoyo á los otros, fué
don José de Gálvez, un abogado de Vélez Málaga, hijo de labradores. Se
iniciaba entonces el movimiento civil que acabó produciendo la
Revolución francesa. Los enciclopedistas influían desde París en el
pensamiento de todo el continente. Eran los letrados los que empezaban á
gobernar los pueblos, sustituyendo á los hombres de espada y á la
antigua nobleza. Ser abogado conducía fácilmente al Consejo de los
reyes. Don José de Gálvez hizo esta misma carrera, y de simple abogado
en Madrid, acabó por ser consejero del rey de España en los asuntos de
América y ministro de sus colonias.

A su hermano don Matías, hombre sencillo, desinteresado y probo, como
pocas veces se había visto en la administración colonial, lo hizo
gobernador de Guatemala, y al hijo de éste, llamado don Bernardo de
Gálvez, militar de pocos años, que había obtenido por su valor en las
guerras de Europa el grado de general de brigada, le procuró el gobierno
de la Luisiana, que España había recobrado poco antes por un acuerdo con
Francia.

--Este don Bernardo de Gálvez, caudillo que por su juventud y sus
victorias recuerda á los generales de la Revolución francesa, es un
héroe injustamente olvidado por los Estados Unidos, tal vez porque fué
español. No hay niño en las escuelas norteamericanas que ignore el
nombre de Lafayette; en cambio puedo hacer sin miedo la apuesta de que
entre los ciento veinte millones de seres que pueblan los Estados Unidos
no existen tal vez doscientos que se acuerden de quién fué don Bernardo
de Gálvez.

Y Mascaró contaba rápidamente las campañas y triunfos de este general de
veintitrés años.

España, aliada con Francia, protegía abiertamente á las colonias de
América sublevadas contra Inglaterra para obtener su independencia. El
puerto de La Habana servía de base y refugio á las escuadras francesa y
española que se batían con la marina británica y sorprendían sus
convoyes, ayudando de este modo por mar á los nuevos Estados de América.
Don Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana, residía en Nueva
Orleáns, y siguiendo las órdenes del gobierno de Madrid, entraba en
guerra con los ingleses que ocupaban La Florida.

Su padre don Matías de Gálvez, gobernador de Guatemala, los había batido
en Honduras con los escasos medios que tenía á su disposición,
improvisando un pequeño ejército de negros, indios y blancos
aventureros. Tal era su éxito, que á pesar de ser un funcionario civil,
el gobierno español acababa por darle el grado de general.

Fué su hijo, el joven gobernador de la Luisiana, quien mostró una
extraordinaria capacidad militar. Con otro ejército improvisado, en el
que sólo figuraban doscientos veteranos españoles, salió de Nueva
Orleáns para ayudar á los americanos, distrayendo y atacando las fuerzas
británicas. Tomó por sorpresa varios fuertes de La Florida, y luego de
transportar su artillería en lanchas por el Misisipí, sitió á Baton
Rouge, obligando á su guarnición á rendirse. En poco tiempo dominó el
territorio de los indios Chactas, cuyos caciques acataron al joven
vencedor, uniéndose á él para combatir á los ingleses.

Al año siguiente, 1780, llevó la guerra á La Florida occidental,
partiendo de La Habana, que le servía de base de operaciones, con un
ejército de soldados venidos de España. Después de grandes dificultades
en su desembarco, se apoderó de la ciudad de Mobila y tomó luego á
Panzacola, que era la capital de La Florida para los ingleses.

En esta victoria Gálvez fué herido en el vientre y en el pecho, pero su
juventud y su vigor salvaron su existencia. El gobierno de Madrid lo
hizo general de división, dándole además el título de conde por sus
victorias, y se escribieron varios poemas en honor del caudillo. Pero
hoy no hay quien se acuerde de este general de veintitrés años que
expulsó á los ingleses de La Florida durante la guerra de la
independencia de los Estados Unidos y ayudó con sus campañas al triunfo
de los americanos. En toda la inmensa República de la Unión, donde son
tantos los monumentos á la gloria de personajes muchas veces olvidados,
no existe una estatua ó un simple busto que recuerde al conde de Gálvez,
vencedor de Mobila y Panzacola.

Su padre don Matías llegaba á ser virrey de Méjico, viéndose amado por
la sencillez de su vida y la moralidad de su administración. Pero una
influencia fatal parecía pesar sobre los Gálvez de América, sostenidos
desde Madrid por el abogado, ministro de Indias. Don Matías murió en
Méjico antes de cumplirse el primer año de su virreynato, y fué nombrado
para sucederle su hijo el general. El pueblo mejicano recibió con
entusiasmo á este caudillo que era el más joven de sus virreyes y tenía
el prestigio militar de sus victorias. Además vivía sencillamente, como
un soldado, mostrándose en público sin acompañamiento, conversando en
las fiestas populares con la gente más humilde. Pero también murió al
año de ser virrey, lo mismo que su padre, de una rápida y misteriosa
enfermedad que le consumió en pocos días. Y como esto resultaba
inexplicable en un hombre joven y vigoroso, la gente dió en decir que
había muerto envenenado...

--Pero volvamos al abogado Gálvez, el jefe de esta familia de
«americanistas». Antes de llegar á ministro de las Colonias, don José de
Gálvez había sido enviado á Méjico (la llamada Nueva España) con el
título de Visitador, para que examinase de cerca el modo de poblar y
civilizar el Norte de los dominios españoles, cortando el avance ruso.
El Visitador se estableció en el puerto de San Blas, frente á la Baja
California, preparando personalmente la segunda exploración de la Alta
California y su colonización definitiva. Para que esta colonización
tuviese una base firme se necesitaba un puerto, y otra vez se volvió á
hablar de Monterrey, bahía olvidada durante siglo y medio, desde que el
viejo capitán Vizcaíno la descubrió. Quedaba en Méjico un recuerdo
legendario de Monterrey. Vizcaíno y sus hombres, impresionados por la
abundancia y variedad de animales salvajes que podían cazarse en los
bosques cercanos, habían intentado regresar á este fondeadero para
establecer en él una colonia. Pero el navegante murió antes de que
llegase de España la autorización real, retardándose con esto ciento
sesenta años la civilización del país.

Había que buscar por tierra el puerto de Monterrey. Dos paquebotes
construídos por Gálvez en la costa de Sonora, navegando hacia el Norte,
vendrían á juntarse en dicho fondeadero con la expedición terrestre.

Esta expedición iba dirigida por el capitán de caballería don Gaspar de
Portolá, gobernador militar de la Baja California. Era un valeroso
oficial catalán, que se había batido en las guerras de Italia contra los
austriacos, pasando después á Méjico. Como jefe religioso iba el padre
Junípero Serra, fraile mallorquín, superior de las Misiones
franciscanas en la Baja California. Esta expedición hizo su entrada en
San Diego (primer pueblo de la Alta California) á mediados de 1769.

--Cuando los españoles avanzaban por la costa del Pacífico para crear la
más famosa de las dos Californias--dijo Mascaró--, empezaba á ser un
poco conocido Wáshington en la costa del Atlántico y faltaban pocos años
para que empezase la guerra de la Independencia americana.

El padre Serra, que había emprendido esta aventura evangélica á pesar de
su ancianidad, quedó enfermo en San Diego de Alcalá, cerca de la actual
frontera de Méjico, y el capitán de dragones, jefe militar y civil de la
expedición, siguió adelante con su tropa, su caballada, sus repuestos de
víveres llevados por recuas de mulas y una tropa de indígenas de la Baja
California proveídos de instrumentos de zapa para abrir camino en las
tierras vírgenes.

Parte de los soldados eran españoles de la Península, pertenecientes al
batallón de Voluntarios de Cataluña, y el resto jinetes del llamado
«Presidio de las Californias», que llevaban por arma defensiva la
«cuera», casaca de varios pellejos de venado superpuestos, casi
impenetrable á las flechas de los indios, y la «adarga», fabricada con
dos pieles crudas de toro, escudo que manejaba el jinete con su brazo
izquierdo para defenderse él y su caballo de los golpes. Llevaban
también, cayendo á ambos lados de la silla, sobre sus muslos, dos cueros
rígidos, llamados «defensas», que les cubrían las piernas para no
lastimárselas cuando hacían correr sus caballos entre los matorrales.
Esgrimían diestramente sus armas, consistentes en lanza y espada de gran
anchura, llevando además una escopeta corta en el arzón. Eran hombres de
mucho aguante y sufrimiento en la fatiga, obedientes, resueltos, ágiles,
y su jefe Portolá los tenía «por los mayores jinetes del mundo y los
soldados que mejor ganaban el pan del augusto monarca al que servían».

Tuvieron que luchar con la tierra y las enfermedades más que contra los
hombres. Los indígenas intentaron cerrarles el paso, pero no osaban
combatirles resueltamente. Los padecimientos fueron grandes para abrirse
camino en esta tierra que por primera vez recibía la huella de los
hombres blancos. Además sufrieron mortales enfermedades á causa de la
mala alimentación, y las tripulaciones del par de paquebotes que seguían
la costa se vieron diezmadas por el escorbuto.

Portolá, con su tropa dividida en dos secciones, marchó y marchó durante
varios meses, pues sus jornadas sólo podían ser breves en un suelo tan
abrupto.

Al fin, el 2 de Noviembre, al detenerse los exploradores en un altozano,
vieron una especie de mar interior del que emergían varias islas y que
venía á perderse tierra adentro, formando marismas. La bahía de San
Francisco acababa de ser descubierta. Lo que los navegantes no pudieron
ver nunca por mar, lo había hallado casualmente un capitán de dragones.

La expedición tuvo que retroceder á su punto de partida, ó sea á San
Diego, sin haber encontrado el puerto de Monterrey, ni á la ida ni á la
vuelta. Al avanzar hacia el Norte, lo dejó á su izquierda, sin darse
cuenta de ello. De regreso, no creyó necesario Portolá entretenerse
buscando el fondeadero descubierto por Vizcaíno siglo y medio antes. Él
había hallado algo mejor.

--Me imagino lo que debió decir el capitán de Gerona al juntarse con el
padre Serra en San Diego: «No he encontrado Monterrey, pero en cambio
traigo un puerto como no hay otro en el mundo.» Y como Gálvez había
autorizado al padre Serra para dar el nombre de San Francisco de Asís,
patrón de su Orden, al lugar que considerase más importante entre todos
los descubiertos por la expedición, decidió el fraile que la hermosa
bahía se llamase para siempre San Francisco.

Mascaró siguió contando el resto de la vida de don Gaspar de Portolá. Su
misión había terminado, y como eran otros los que debían colonizar las
tierras exploradas por él, volvió á su comandancia de la Baja
California. El gobierno lo hizo teniente coronel por esta expedición y
gobernador de Guadalajara, en Méjico. Luego regresó á España, llegando á
coronel de un regimiento de coraceros que guarnecía Aranjuez, donde
estaba la corte. Y allí murió en 1806, dos años antes de la invasión de
España por Napoleón.

--Tal vez se acordó muy de tarde en tarde de aquella bahía enorme
contemplada desde una altura y á la que volvió la espalda para no verla
más. ¿Cómo podía adivinar que iba á fundarse allí la ciudad más grande
del Pacífico, una de las más famosas de la tierra, cincuenta años
después de su muerte, y que esto inmortalizaría su nombre?

El coronel Portolá se fué del mundo sin sospechar que sería célebre, más
célebre que muchos conquistadores de la época heroica que realizaron
hazañas inauditas, pero tuvieron la mala suerte de descubrir tierras de
América que hoy arrastran una vida decadente ó están completamente
olvidadas. Los nombres de estos héroes son cada vez más obscuros, según
se va hundiendo el país que descubrieron y colonizaron. En cambio, el
nombre de Portolá, descubridor de San Francisco, va unido al de una
metrópoli cuyo crecimiento parece ilimitado.

--Algún día--dijo Mascaró--, el núcleo vital de la civilización humana,
que fué pasando de Asia á Europa, y ahora empieza á trasladarse de
Europa á América, saltará á las grandes islas del Pacífico y al Extremo
Oriente, siguiendo su movimiento orbital. Y entonces San Francisco será
el heredero de París, de Londres, de Nueva York.

Describió el catedrático la organización del nuevo territorio. Se
fundaban en él cuatro presidios: Monterrey, San Francisco, San Diego y
Santa Bárbara.

Al notar la extrañeza de alguno de sus oyentes, se apresuró á añadir:

--Presidio, en español, significa «lugar fortificado», lugar con
guarnición. Así se entendió siempre, hasta hace un siglo. Pero al ser
enviados delincuentes á nuestros presidios de África, ó sea á las plazas
fortificadas que tenemos allá, la gente empezó á usar «presidio» como
sinónimo de cárcel ó penal.

Se fundaban tres pueblos, uno de ellos «Nuestra Señora la Reina de los
Angeles», aglomeración de chozas en torno á una humilde iglesia
franciscana, que servía de núcleo á la moderna y hermosa ciudad de Los
Angeles. Luego, los frailes, bajo la dirección ferviente de Junípero
Serra, creaban veintiuna Misiones, á una jornada de distancia entre
ellas, cordón de pequeños conventos con aldeas de indios adjuntas, que
se extendía desde San Diego de Alcalá, junto á la actual frontera de
Méjico, hasta más arriba de San Francisco.

El catedrático había contemplado la estatua colosal de este civilizador
evangélico en el parque de la Puerta de Oro, el paseo más hermoso de la
gran ciudad californiana. Las Misiones fundadas por el padre Serra
habían educado á los indios con más desinterés que las antiguas Misiones
jesuíticas del Paraguay, limitándose á su obra instructiva, sin soñar
con la constitución de un Estado teocrático.

Muchos de estos frailes eran nacidos en las orillas del Mediterráneo,
como el mallorquín que los dirigía, y pretendieron repetir sobre la
fértil tierra californiana los jardines del Levante español. El naranjo
creció por primera vez en esta parte de América, como en los huertos de
Mallorca y de Valencia.

--Los primitivos maestros de los cultivadores californianos, célebres
ahora en el mundo entero--siguió diciendo Mascaró--, fueron los frailes
venidos de España. Esta colonización es la única de toda América que no
se vió precedida por guerras y derramamientos de sangre. Los misioneros
tuvieron que luchar mucho con el espíritu receloso, burlón y astuto de
los indios de California; pero lentamente, gracias á sus lecciones de
agricultura y de medicina y á otras ventajas de la cultura aportada por
ellos, acabaron los discípulos del padre Serra por atraerse á las tribus
errantes, instalándolas en torno á sus fundaciones.

Esta Arcadia mística y agrícola duró menos de medio siglo y no tuvo
tiempo para desarrollar toda su obra civilizadora. Además, una serie de
epidemias afligieron á muchas de las Misiones, dispersando ó destruyendo
sus nacientes núcleos de población.

Cuando Méjico se declaró independiente, separándose de España, los
nuevos gobernantes legislaron desde la capital de un modo uniforme, lo
mismo para las ciudades próximas que para las Misiones remotas, sin
pensar que éstas vivían más lejos de su gobierno que Méjico vivía de
Europa. Los decretos de secularización dieron fin á los días pastorales
de las Misiones. Éstas fueron disueltas; los frailes se marcharon; los
indios se esparcieron, volviendo los más de ellos á la barbarie, y las
iglesias franciscanas fueron derrumbándose, hasta convertirse en tristes
y pintorescas ruinas.

Quedaron como únicos señores del país y representantes de la
civilización blanca los dueños de «haciendas» y «ranchos», los
caballeros de origen español, hijos ó nietos de empleados y militares, y
pasaron muchos años de paz y obscuridad sobre la tierra explorada por el
capitán Portolá.

La República de Méjico, viviendo entre incesantes revueltas, enviaba
gobernadores á California, pero las más de las veces, al llegar éstos á
su destino, después de un viaje de muchas semanas, ya no existía el
gobierno que los había nombrado. La autoridad de Méjico era puramente
nominal. Los vecinos acomodados de Monterrey y los «rancheros» de las
antiguas Misiones llevaban una existencia en realidad independiente,
gobernándose por sí mismos, con arreglo á las costumbres.

Al ocurrir en 1846 la guerra entre Méjico y los Estados Unidos, un
comodoro norteamericano echaba á tierra su gente en Monterrey, izando la
bandera de su República sin encontrar obstáculos. Los californianos que
habían vivido alejados de Méjico no se creyeron en la obligación de
oponer una desesperada resistencia.

Poco después ocurrió en esta tierra uno de los sucesos más ruidosos del
siglo XIX. Siempre habían circulado vagos rumores de que la California
era un país abundantísimo en oro. Estas noticias ya legendarias databan
de siglos. Los primeros conquistadores españoles las habían conocido,
guiándose por ellas en las soledades del llamado Nuevo Méjico y de
Arizona. Pero durante doscientos años, los que avanzaron á través de
las belicosas tribus de apaches y navajos, y los navegantes exploradores
de la costa californiana, jamás obtuvieron una pepita del precioso
metal. Dos años después de haberse apoderado de Alta California la
República de los Estados Unidos, ocurrió por obra de la casualidad, y
con la sorpresa ruidosa de un golpe teatral, el descubrimiento ansiado.

--Todo en California--continuó el catedrático--fué obra del azar. Los
pilotos españoles que exploraban la costa en demanda de un puerto
pasaron y repasaron, durante dos siglos, frente á uno de los más grandes
del mundo sin verlo nunca, y su descubrimiento fué obra de un soldado
terrestre que no lo buscaba. Hernán Cortés, y otros después de él,
perdieron su fortuna y algunos de ellos su vida buscando un oro del que
hablaban los indígenas en sus cuentos, y que nunca pudieron encontrar. Y
cuando al fin la casualidad descubrió la riqueza aurífera de dicho
suelo, éste ya no pertenecía á España.

Don Antonio hacía consideraciones sobre la fecha del descubrimiento del
oro en California. Si tal hallazgo lo hubiese realizado siglos antes
cualquiera de los exploradores marítimos, la codicia y el espíritu de
aventura habrían aglomerado la gente blanca en California,
constituyéndose una colonia fuerte y numerosa, como en Méjico, en Perú y
otros lugares de la antigua América española. En tal caso no habría
bastado el desembarco de un simple comodoro en el fondeadero de
Monterrey para adueñarse del país.

--Los Estados Unidos--añadió Mascaró--habrían tropezado con otra
República de Méjico establecida al Oeste, en lo que son hoy sus Estados
del Pacífico, como hoy tropieza con la que tiene al Sur.

Pero la ironía de la Historia guardó oculto el oro californiano en el
curso de doscientos años de tenaz rebusca, para no mostrarlo hasta
después de la fecha en que la marina de los Estados Unidos se apoderó de
Monterrey, ganosa de adquirir un puerto en el Pacífico.

Fué en 1848 cuando Sutter, un oficial suizo que había servido á los
reyes de Francia, emigrando luego á California al ocurrir la caída de
los Borbones, descubrió cierta cantidad de oro al abrir un nuevo canal
para su pequeño molino cerca del río Sacramento. Nunca se conoció una
noticia de efecto tan instantáneo y enorme. En pocos días se despoblaron
las ciudades, las aldeas, los «ranchos» de California, y hasta se
desbandó en parte el pequeño ejército de ocupación enviado por los
Estados Unidos. Todos querían ser mineros, esparciéndose por montes y
valles en busca de oro. Antes de que terminase el año habían llegado
miles y miles de hombres procedentes del Estado de Oregón, del vecino
Méjico y del lejano Chile.

Al circular las cartas de los primeros mineros por los Estados de la
República Unida existentes al otro lado de los montes Alleghanys, ó sea
á orillas del Atlántico, la fiebre del oro se apoderó de los ciudadanos
yankis. Hasta entonces este metal había sido únicamente de España. Ahora
les llegaba su vez á los Estados Unidos de la América del Norte, y el
regalo del destino era enorme, como nunca se había visto en la Historia.

Todos los hombres enérgicos y atrevidos de la tierra se lanzaron hacia
este nuevo Eldorado, más positivo y seguro que el de las leyendas de la
conquista española. Hubo semana que desembarcaron diez mil inmigrantes
en las playas de California. La bahía descubierta por el capitán Portolá
vió llegar buques con toda clase de banderas que derramaban en sus
orillas aventureros de diversos colores, hablando todos los idiomas.

Las dificultades geográficas para llegar á este país, que parecían
insuperables hasta poco antes, fueron vencidas por el alud humano.
California pertenecía á los Estados Unidos, pero esta República tenía
concentrada su vida á orillas del Atlántico, y sus habitantes, para
llegar á la ribera del Pacífico, necesitaban atravesar toda la anchura
de la América del Norte, casi inexplorada, con tribus belicosas que
oponían una resistencia sangrienta al avance del hombre blanco.

--Hace setenta años nada más--dijo Mascaró--, donde hoy existen ciudades
que asombran por sus gigantescos edificios, el indio errante clavaba su
tienda de cuero y se erguía orgulloso mirando las cabelleras de enemigos
que adornaban su cintura.

Largos convoyes de carretas que hacían oficio de casas emprendieron la
marcha por el centro de la gran República, siguiendo las riberas de los
ríos: oasis lineales á través de la inmensidad árida ó silvestre. Los
avances de la gente atraída por California sirvieron para acelerar la
colonización y civilización del centro del país. Pero la mayoría de los
aventureros, como tenía prisa en conquistar la riqueza, tomaba el camino
más corto, que era geográficamente el más largo, embarcándose en
cualquier puerto del Atlántico para dar la vuelta á América por el cabo
de Hornos y remontar el Pacífico hasta California.

El comercio, seducido por las ganancias fabulosas del país del oro,
también adoptó esta ruta, tenida al poco tiempo por ordinaria, y que
representaba, sumando las dos navegaciones á lo largo de ambas costas de
América, un viaje casi igual á la circunnavegación del globo terráqueo.

Entonces empezó la famosa era de los _clippers_ americanos, el esfuerzo
más audaz realizado por los hombres desde el día que se lanzaron sobre
las olas montados en maderos y dando al viento un pedazo de tela. Como
todo armador ó capitán quería dar la vuelta á América llegando á
California en menos tiempo que sus rivales, se estableció entre ellos
una lucha de construcción naval, creándose el _clipper_, buque que
extremó temerariamente las dimensiones de su velamen y la estrechez de
su casco, con menosprecio de las leyes de estabilidad. Estos buques
realizaron rápidas travesías que poco antes hubiesen parecido
inverosímiles.

Sus capitanes tuvieron por aliados al vendaval y la tempestad. Las velas
se rasgaban ó eran arrebatadas por el viento, antes de pasar por la
vergüenza de amainarlas. Algunos, al acostarse, ponían candado á
ciertas partes del cordaje de su _clipper_, para que nadie pudiese
disminuir el velamen mientras ellos dormían. El diablo, excelente amigo,
cuidaría del rumbo durante su sueño; y si se iban al fondo, que fuese
con toda la lona desplegada, para llegar más pronto á las entrañas del
mar. Cada capitán quería ver San Francisco varios días antes que los
otros _clippers_ que seguían el mismo rumbo.

Valparaíso, puerto de descanso para los buques que habían doblado el
cabo de Hornos luchando con el terrible Oeste, vió la llegada de muchos
de estos _clippers_ con la arboladura hecha astillas, rasos como
pontones y sin otro gobierno que un velacho de ocasión. Los barcos
envejecidos, los aventureros de madera y cobre que habían navegado por
todos los Océanos, emprendían su última travesía con rumbo á California,
lo mismo que los aventureros de carne y hueso. Resultaba magnífico
negocio llevar hasta la tierra del oro estos cascarones destinados á
pudrirse en un puerto. Las mercancías de su cargamento eran vendidas
antes de salir de las calas. Sus tripulantes, reclutados para un solo
viaje sin obligación de retorno, se echaban á tierra inmediatamente para
dedicarse á la busca de oro. El veterano del mar era puesto en seco, y
se disputaban su compra los nuevos ricos del país para convertirlo en
hotel, en almacenes ó en oficinas. Había que hacer rápidamente las cosas
en este país maravilloso. Cada día de ocio representaba montones
perdidos del precioso metal. Nadie quería ser albañil ni ocuparse en
construcciones. Los millonarios vivían en chozas de adobes ó en simples
tiendas. Comprar un barco viejo era adquirir instantáneamente un palacio
maravilloso.

Los _clippers_ veloces y los pesados buques de carga completaban sus
tripulaciones en Valparaíso. El chileno, andariego y aficionado por
tradición á la minería, fué el americano del Sur que más pronto sintió
la atracción de California, embarcándose como marinero para hacer el
viaje gratuitamente. Una vez allá, se esparció por la tierra del oro,
con la ilusión de dar un golpe de piqueta de los que convierten, en el
espacio de un minuto, á un aventurero hambriento en multimillonario.

Mascaró describía la maravillosa transformación de San Francisco,
metrópoli californiana. Cuando el molinero del Sacramento encontró el
primer puñado de oro, la bahía descubierta por Portolá sólo tenía junto
á su boca la aldea de Sausalito, el ruinoso y abandonado fuerte de la
época española sobre la colina llamada del Presidio, y á un lado la
antigua Misión de Dolores, grupo de chozas en torno á una pequeña
iglesia. Esto era todo.

En pocos años surgió la ciudad de San Francisco. Primero fué de madera,
como todo pueblo improvisado; luego de albañilería, extendiendo sus
límites hasta absorber lo que antes eran aldeas alejadas unas de otras,
y actualmente figuraba como la primera ciudad del Pacífico.

Sus rascacielos, rivales de los de Nueva York, hundían su cúspide en las
nubes; su puerto alineaba muelles y almacenes en una extensión de
varios kilómetros. En la ribera opuesta de la bahía existían importantes
ciudades, como Oakland, Berkeley y otras. Eran á modo de prolongaciones
de la vida de San Francisco. Hacían recordar las raíces de ciertos
árboles gigantescos que perforan el lecho de los ríos y pasan á la
ribera opuesta para resurgir y crecer como árboles filiales, saludando
desde lejos con el movimiento de sus ramas al árbol progenitor.

La tierra y el fuego querían destruir esta obra prodigiosa y rápida de
los hombres. La ciudad se había incendiado repetidas veces. El suelo
temblaba periódicamente, con intervalos de pocos años. Los terremotos de
San Francisco eran famosos por su frecuencia; pero á continuación de
estos cataclismos, la ciudad resurgía sobre cimientos más sólidos, más
extensa, más alta, yendo desde la Puerta de Oro hasta el término de la
bahía, haciendo pasar sus tentáculos urbanos bajo el lecho del mar
interior, para asomar sus extremidades en la orilla de enfrente.

Sus casas, altas como torres, perforaban las nieblas que sorprendían á
veces este país solar, cubriendo con sus velos el marítimo paisaje. Pero
un capricho del viento rasgaba el brumoso telón, dejando visibles otra
vez la verde planicie de la bahía agujereada por sus islas, el azul del
cielo, y entre ambos colores la línea gris y rojiza de la orilla
opuesta, con la blanca torre de la Universidad de Berkeley, igual á un
faro lejano.

Como la ciudad, en su desdoblamiento incesante, había escalado las
montañas inmediatas, muchas calles eran de una pendiente violenta, que
obligaba á cortar sus aceras en escalones, circulando por estas cuestas
tranvías y automóviles con la horizontalidad trastornada, lo mismo que
los vehículos funiculares. Apenas cerraba la noche, el vacío lóbrego del
cielo era poblado por los anuncios luminosos, con una muchedumbre
quimerática y parpadeante: duendes de grotescos saludos, caricaturas
gesticuladoras, vehículos rojos que rodaban sin cambiar de sitio,
dragones verdes, aves de paradisíaco plumaje. Hasta los templos ayudaban
al esplendor de este segundo día artificial que reinaba sobre las
techumbres, colgando del muro enlutado de la noche cruces gigantescas
formadas con gruesos diamantes eléctricos.

--Cuando yo estuve en «Frisco», como llaman los californianos por
abreviación á su ciudad--siguió diciendo don Antonio--, me acordé muchas
veces del coronel de los coraceros del rey, don Gaspar de Portolá,
muerto en Aranjuez en 1806. Me lo imaginaba resucitando en 1906, cien
años después, para contemplar cómo es ahora la bahía que él descubrió ó
para ver San Francisco en plena noche. Creo que, de ser posible esta
resurrección, habría vuelto á morirse inmediatamente, de sorpresa y de
asombro.

El recuerdo de la época española de California hizo emprender á Mascaró
un nuevo relato.

--Hay una California romántica... Tú has estado allá, y debes haber oído
contar la historia de Concha Argüello.

Balboa, después de quedar con los ojos en alto y la frente contraída
como si esforzase su memoria, hizo un gesto afirmativo. Recordaba
vagamente estos amores novelescos, que le había contado muchos años
antes una señora vieja de Monterrey. Pero como Florestán y Consuelito,
algo aburridos por la historia del lejano país, parecieron animarse con
el anuncio de esta novela de amor, Mascaró siguió hablando.

Él había visitado «el Presidio», la parte militar de San Francisco,
donde están acuarteladas las fuerzas de su guarnición, por ser
tradicional este emplazamiento desde la época española. Había visto cómo
en el lugar que ocupó el antiguo fuerte se conservaba la casa del
gobernador español, edificio de un solo piso, con paredes de adobes y
techo de tejas curvas, formando gran alero para defender de la lluvia y
el sol las puertas y las rejas. Era una casa igual á todas las antiguas
de Méjico y otros países hispano-americanos. La comandancia
norteamericana la había reparado para que no se derrumbase, pero
respetando sus líneas originales. Una placa de bronce junto á la puerta
recordaba que allí habían vivido los jefes españoles del antiguo
Presidio de San Francisco.

En 1806, cuando moría Portolá en España, era gobernador de este fuerte
el capitán don José Darío Argüello, y un hijo suyo, igualmente oficial,
le ayudaba á vigilar el Presidio de Monterrey, reemplazándose los dos en
el cuidado de ambas plazas. El capitán tenía una hija de quince años,
María de la Concepción Argüello, nacida en el Presidio de San Francisco
y bautizada en la cercana Misión de Dolores.

--Yo me la imagino vestida con arreglo á las modas españolas de aquella
época: falda hueca y corta, breve pie con zapatito de seda y cintas
cruzadas sobre la media blanca, la carita de un moreno pálido, dos rizos
en espiral como virutas entre las orejas pequeñas y los ojos
aterciopelados, profundamente negros, y sobre el torreón de su cabellera
abundante una gran peineta de concha. En días de fiesta, cuando bajaba á
la iglesia de los Dolores, donde la habían bautizado, colocaría sobre la
peineta el calado pabellón de una mantilla negra. Al estar sola en su
casa, sus brazos redondos, con graciosos hoyuelos en los codos, se
estiraban, desperezándose elegantemente, fuera de las abombadas mangas
de farol, y sus manos, libres de guantes ó mitones, hacían repiquetear
unas castañuelas, acompañando el rítmico movimiento de sus pies.

La hija del gobernador del Presidio de San Francisco amaba el baile;
pero su recato de doncella católica y bien criada le hacía buscar la
soledad para entregarse á este placer. Bailaba para ella misma, haciendo
sonar junto á sus oídos las castañuelas, horas y más horas, como si
éstas hablasen, contántole secretos de un mundo lejano. Muchos afirmaban
que en la exuberancia de su alegría infantil prefería bailar ante las
imágenes santas mejor que rezarles oraciones, por creer que de este modo
expresaba más sinceramente su veneración.

Un día, estando el gobernador Argüello en Monterrey, llegó á la bahía de
San Francisco una fragata rusa, que tenía por nombre _Juno_. Este buque
lo mandaba un aristócrata de San Petersburgo, un chambelán del zar
Alejandro I, llamado Nicolás Rezanov. Viajaba á lo largo de la costa de
California con pretexto de exploraciones científicas, y por esto iba á
bordo un sabio alemán llamado Lansdorff, que dejó escrito un libro sobre
dicha expedición.

La llegada de un buque ruso á la bahía solitaria de San Francisco,
visitada únicamente por los paquebotes de la marina de guerra española y
algunos barcos de cabotaje procedentes de Méjico, era un suceso
extraordinario, y el gobernador Argüello, al recibir la noticia, se
apresuró á volver al fuerte de dicha bahía, llamado de San Joaquín.
Inmediatamente se dió cuenta de que el gran señor ruso estaba preocupado
por cosas muy ajenas á una exploración política.

--Veo desde aquí á Rezanov--dijo el catedrático--. Era indudablemente el
tipo del galán romántico que existió á principios del siglo XIX, con
aire melancólico y algo «fatal», un personaje como los de Lord Byron,
Madame Stael y otros autores de la época, héroes sentimentales y
trágicos, de piernas musculosas apretadas por el pantalón de punto,
levitón con esclavina, cara pálida y el cabello alborotado, como si lo
agitase un huracán invisible. Desde la primera vez que bajó á tierra
sintió en su corazón el repiqueteo de aquellas castañuelas que
acompañaban á todas partes á la hija del gobernador.

Durante diez días, el fuerte de San Joaquín, lugar aburrido y monótono,
presenció continuas fiestas. Sonaron guitarras y cantos junto á los
cañones de bronce asomados á las troneras de piedra, para reflejar sus
negras gargantas en las aguas de la bahía. Las niñas de la colonia
intercalaban el «barrego», danza del país, con el fandango y el bolero
venidos de España. Los marinos rusos enseñaban á las californianas el
vals, baile de Europa que sólo tenía unos cuantos años de existencia y
representaba entonces una gran novedad.

El chambelán Rezanov aprovechaba todas las ocasiones para hablar á solas
con la bulliciosa Conchita, acariciándola con los ojos mientras la
muchacha continuaba su charla de pájaro inquieto. Una mañana pidió al
comandante del fuerte una entrevista secreta, y cuando el viejo soldado
esperaba oir alguna proposición política para su gobierno, el prócer le
manifestó simplemente su deseo de casarse con su hija y la conformidad
de ésta. Pero por ser él dignatario de una corte, necesitaba la licencia
de su emperador é iba á partir cuanto antes para obtenerla.

Sólo pidió que le concediesen dos años para cumplir su palabra. Volvería
en dicho plazo á California, dando la vuelta al mundo.

Este marino amoroso, que tenía diez ó quince años más que Conchita y
estaba acostumbrado á largas navegaciones y lances de guerra,
consideraba empresa ordinaria atravesar medio planeta yendo en busca de
un monosílabo de su emperador y seguir luego su viaje cruzando la otra
mitad de la tierra, hasta volver allí mismo. De San Petersburgo iría á
Madrid como enviado extraordinario de su zar, para desvanecer todo error
de comprensión entre las dos naciones, con motivo de su visita á
California. Luego de vivir algunas semanas en la corte de Carlos IV,
dirigida entonces por el favorito Godoy, se embarcaría con rumbo á
Veracruz ú otro puerto de Méjico, encaminándose desde allí á San
Francisco para unirse á su prometida.

Quedó el capitán Argüello confundido y emocionado por su futuro
parentesco con este personaje que era amigo del zar y pronto sería amigo
de su rey. Vió tal vez á su hija viviendo en la corte de España como
embajadora de Rusia, paseando por los jardines de Aranjuez en días de
gran fiesta, cuando corrían sus fuentes á imitación de las de Versalles.
Y él se vió también gobernador general de toda la California, ó
funcionario aún más poderoso en la ciudad de Méjico.

Rezanov tenía prisa, y una tarde de Mayo la _Juno_ levó anclas, poniendo
la proa al Norte, hacia la América rusa, situada frente á Siberia. La
blanca fragata saludó al fuerte de San Joaquín con siete cañonazos, y
éste devolvió el saludo enviándole nueve.

Lloraba la gentil bailarina con el pañuelo ante sus ojos, agitándolo
luego húmedo de lágrimas. El gobernador y las personas importantes del
Presidio se inclinaban quitándose los sombreros para contestar á las
aclamaciones de la tripulación rusa, cada vez más lejanas.

--Y Rezanov no volvió nunca... Concha Argüello esperó más de treinta
años, sin recibir noticias suyas. Huyeron de ella la frescura y el
regocijo de la juventud. Luego perdió completamente su belleza. Fué una
mujer avejentada por el dolor, seca y dura por las privaciones de la
austeridad, pero nunca olvidó al hombre blanco, rubio y grande que había
pasado por su vida como un personaje novelesco. Sólo había llenado con
su presencia diez días de la historia de ella, pero estos días pesaban
más y emitían mayor luz que todo lo que llevaba vivido... Tardó treinta
y seis años en saber que su novio había muerto pocos meses después de
separarse de ella. Le creyó por tanto tiempo infiel y olvidadizo,
esperando vagamente su arrepentimiento y su vuelta... Y el otro no era
mas que un cadáver, luego un esqueleto, y finalmente un montón de
huesos, que poco á poco iba disgregándose en el seno de la tierra.

El romántico personaje había desembarcado en la costa de Siberia,
emprendiendo su viaje á través de la Rusia asiática. Una caída de
caballo le hizo morir repentinamente en Ojotsk, pequeña ciudad perdida
entre las nieves, que es ahora una estación del ferrocarril
Transiberiano.

Lansdorff, el sabio alemán que iba en la _Juno_, visitó al año siguiente
su tumba, y escribió un libro sobre la expedición, contando entre otras
cosas la novelesca historia de Rezanov y Concha Argüello, hija del
gobernador del Presidio de San Francisco.

Esta historia de amor fué muy leída, y el público de Europa conoció la
verdad muchísimos años antes que la principal interesada. Todos sabían
la muerte del chambelán Rezanov cuando iba camino de San Petersburgo
para pedir á su emperador licencia de casamiento; todos menos Conchita,
la californiana de las castañuelas, que seguía esperándole.

San Francisco era entonces el último rincón de la tierra. Sólo algún
buque explorador podía llegar á sus aguas desiertas. Ningún libro de
Europa osaba emprender tan inaudito viaje.

--¡Nunca volverá!--se dijo al fin Concha.

Sus padres habían muerto. Su hermano era gobernador de San Francisco,
pero nombrado por la nueva República de Méjico.

La alegre criolla ya no bailaba. Era una mujer que había perdido la
juventud, dedicando ahora sus días á la educación de los niños pobres y
al cuidado de los enfermos.

Como en la olvidada California no existían aún conventos de mujeres,
ella vivía en libertad; unas veces con la familia de su hermano, otras
en la casa de antiguos amigos de su padre; pero su existencia era
ascética, y había ingresado en la Tercera Orden de San Francisco para
vestir su hábito negro.

Las gentes la admiraban por sus privaciones voluntarias y la abnegación
con que atendía á los desgraciados. Tal vez la antigua muchacha del
fuerte de San Joaquín, al verse á solas, se entretenía en repiquetear
los olvidados crótalos, evocando de este modo la imagen de aquellos diez
días que habían sido su verdadera existencia, y por eso la gente la
llamaba «la Santa de las Castañuelas».

Treinta y seis años después que la _Juno_ levó anclas alojándose de San
Francisco, ó sea cuando Concha Argüello tenía ya cincuenta y uno de
edad, llegó á California un personaje inglés, Sir Jorge Simpson, que
hacía un viaje por tierra alrededor del mundo.

Esto ocurrió en 1842. Los habitantes de la antigua Misión de Santa
Bárbara le dieron un banquete, pues no era suceso ordinario el paso por
aquella tierra de un viajero de tal importancia. Y como no hubo en la
población quien dejase de asistir á dicha fiesta, Simpson se fijó en una
especie de monja que había acudido contra su voluntad, llevada por la
familia en cuya casa vivía.

Algunos vecinos le contaron su historia. Era la hija del antiguo
gobernador español de San Francisco, y había esperado durante toda su
existencia á un novio ruso que se fué y no volvió.

El inglés había leído el libro de Lansdorff al publicarse en 1814, y se
maravilló viendo en la realidad á la heroína de aquella antigua historia
de amor. Pero su asombro fué en aumento al darse cuenta de que esta
mujer, después de transcurridos treinta y seis años, todavía ignoraba la
muerte de su novio, creyéndole casado con otra ó simplemente olvidado de
ella.

Fué Sir Jorge quien le contó cómo Rezanov había fallecido á las pocas
semanas de su partida de San Francisco, quedando para siempre bajo un
bloque de piedra en un cementerio siberiano.

Diez años después, al establecerse en California el primer convento de
monjas dominicas, Concha tomó el hábito, cambiando su nombre por el de
María Dominga, y murió en 1857.

--Esta es la historia de la Santa de las Castañuelas, que pasó la mayor
parte de su existencia mirando el mar solitario de California, sintiendo
en su alma el vaivén de la confianza y el desaliento, igual al ir y
venir de las olas; llorando unas veces la infidelidad y el olvido del
ausente, creyendo en otros momentos que iba á llegar, cuando los
centinelas del fuerte anunciaban una vela en el horizonte... ¡Y el
hombre esperado durante tantos años había muerto!... ¡Y ella no lo supo
hasta los últimos tiempos de su vida; una vida compuesta de diez días de
amor y treinta y seis años de espera!



V

«¿Qué hace usted aquí?... El mundo es grande.»


Cuando la esposa de Mascaró comparaba á Consuelito con muchas señoritas
de su misma edad que ella llamaba desdeñosamente «modernistas», los
méritos de su hija le inspiraban una satisfacción sólo comparable al
escándalo y el menosprecio que le infundían las otras.

--¡Qué niñas las de ahora!--decía--. Parecen huir de sus madres, como si
las odiasen. Muchas quieren ir solas por las calles, lo mismo que
gitanas. No saben mas que bailar y bailar, como si fuesen del teatro;
llevan el pelo cortado, igual que los antiguos pajes, y fuman en público
con los muchachos que las acompañan á los tés y los _dancing_. ¡Si esto
se hubiese visto cuando yo era soltera é iba á todas partes con mamá!...
¡Cómo gobernarán su hogar esas mujeres cuando se casen, si es que con
tal educación pueden pensar en casarse!...

El catedrático sonreía con una expresión tolerante.

--La juventud es la juventud, mujer. Déjalas que bailen ahora; ya se
encargará el tiempo de hacerles ver las cosas más seriamente.

Doña Amparo acogía con un silencio hostil estas afirmaciones de su
esposo, tocado igualmente, según ella, de aquel «modernismo» execrable.
En tales momentos era cuando Mascaró la veía de pronto como iluminada
por una nueva luz cruda y acusadora de sus defectos, desvaneciéndose las
envolturas engañosas con que parecían embellecerla los recuerdos del
pasado.

Hacía memoria don Antonio de sus ojos de abertura prolongada y
triangular, unos ojos en forma de almendra, así como de la llena
esbeltez de sus miembros, en la época juvenil. Ahora sus párpados se
habían achicado, dando á los bellos ojos de otros tiempos una redondez
bovina. Como ocurre con frecuencia á las beldades de tez morena, el
vello sutil de su labio superior se había robustecido, convirtiéndose en
ligero bigote, que ella procuraba disimular bajo una pródiga aplicación
de polvos de arroz, sacando con frecuencia la borla de su bolso de mano.

Hablaba con orgullo de la estrechez de su talle y se mantenía fiel á los
corsés de su juventud, llevando la cintura muy ceñida para que se
marcasen mejor las rotundidades del pecho y de los flancos; «un cuerpo
de guitarra», como decía el marido. Otro recuerdo de su juventud era la
afición á los peinados altos, abundantes en rizos superpuestos, y á los
sombreros pesados y pródigos en flores, que parecían un coronamiento
indispensable del soberbio edificio de sus cabellos, naturales y
artificiales.

En la mirada de Mascaró al contemplarla tal como era, pasados los
cuarenta años, había una mezcla contradictoria de tolerancia, tierno
compañerismo é ironía. Recordando su noviazgo con esta belleza de la
costa de Levante, murmuraba en su interior: «¡Y pensar que la dediqué
tantos versos y quise matar por celos á un teniente que pretendía
casarse con ella!»

Cuando doña Amparo no comparaba á su Consuelito con las otras jóvenes,
parecía sentir menos entusiasmo por sus cualidades. Lamentábase muchas
veces de su ingratitud, como lo hacen las madres que se suponen
pospuestas en el cariño de sus hijas.

--Quiere á su padre más que á mí. Los dos se entienden para dejarme á un
lado.

Indudablemente, Consuelito, como la mayoría de las muchachas de su edad,
empezaba á conocer confusamente el sentimentalismo del sexo admirando á
su padre, como si adivinase á través de su persona al hombre misterioso
que le reservaba el porvenir. Aparte de esto, la señorita Mascaró
mostraba por don Antonio la tierna conmiseración que inspiran las
víctimas de la injusticia, y siempre que surgía alguna desavenencia
entre sus progenitores, por instinto, y antes de conocer los detalles
del asunto, se mostraba partidaria de su padre.

Además, esta joven, que por haber crecido entre libros mostraba cierta
afición á las lecturas que ella llamaba «serias», seguía con interés los
estudios de don Antonio, siendo la única en la casa que alababa y
respetaba sus obscuros trabajos de profesor. Con la mimosis frecuente en
los niños, deseosos de imitar lo que hacen sus mayores, Consuelito quiso
dedicarse al estudio de la Historia y la Literatura. Soñó con las
glorias del doctorado, y olvidando su juventud y su sexo, se veía á sí
misma, imaginariamente, ocupando una cátedra y escuchada con respetuoso
silencio por centenares de hombres.

Al terminar sus estudios elementales empezó á cursar el bachillerato,
ayudada y protegida por su padre contra las protestas de doña Amparo.
Ésta no podía comprender que las mujeres se dedicasen á lo que parece
privilegio de los hombres. Para ella, el estudio, lo mismo que la
profesión de soldado, de navegante y otras no menos peligrosas, era
función varonil.

--Yo no digo que la mujer sea una ignorante. Resulta agradable leer de
vez en cuando un libro entretenido y bonito, y tampoco está de más saber
escribir una carta. Pero todo eso de grandes libracos y de ciencias es
para los hombres. La mujer ha nacido para cuidar la casa y los hijos. Si
hace bien eso, no necesita hacer más.

Luego miraba con cierta conmiseración á su esposo, añadiendo:

--Ya tenemos bastante con un sabio. ¡Para lo que sirve la tal sabiduría!

Con lo que ganaba el profesor y lo que producían sus libros de texto no
hubiera sido posible satisfacer completamente los gastos de la vida
familiar, modesta, pero decorosa y sin apuros pecuniarios.
Afortunadamente, los padres de ella la habían dejado, allá en la ciudad
natal, unos terrenos como única herencia. Al principio no valían gran
cosa; luego las reformas urbanas aumentaron considerablemente su precio,
proporcionando á la familia una pequeña fortuna que había completado y
afirmado su bienestar.

Terminó Consuelito los estudios del bachillerato é iba á pasar á la
Universidad, cuando mostró una repentina indiferencia por sus futuras
glorias científicas. Doña Amparo, algo resignada ya á estas aficiones,
que establecían mayor intimidad entre el padre y la hija, alejándola á
ella como si fuese de una esencia inferior, se mostró agradablemente
sorprendida por el tal cambio, que al principio le pareció inexplicable.
Luego, gracias á su agudeza femenil, capaz de explicarse muchas cosas
que no pueden descubrirse con ayuda de los libros, fué adivinando los
sentimientos de la muchacha.

La familia Mascaró vivía unida á otra familia menos completa: la del
ingeniero Balboa. Éste, por hallarse falto de mujer, era como ciertos
seres complementarios que en la vida marítima se instalan sobre el
caparazón de un animal más grande y poderoso y se mueven sin ningún
esfuerzo, adheridos á su organismo, cual si formasen parte de él. Como
Florestán no tenía madre, había sido atendido en su adolescencia por
doña Amparo. El hijo de Balboa frecuentaba la casa de Mascaró con la
misma confianza que la suya. La esposa del catedrático, al visitar el
domicilio del ingeniero, hablaba familiarmente á sus dos criadas,
dándoles consejos é indicaciones, que ellas aceptaban como órdenes.

Florestán tenía dos años más que Consuelito, y esto parecía establecer
entre ellos una desigualdad enorme. Trataba á la niña como un superior,
esforzando sus explicaciones, cual si la otra no pudiese comprender nada
de lo que él decía. Este tono desdeñoso de su compañero de niñez había
influído decisivamente en los entusiasmos científicos de la hija de
Mascaró. Si quiso estudiar, fué para hacer ver á Florestán que el
estudio no es privilegio de los hombres. Y al poco tiempo se dió cuenta
de que el joven se mostraba menos desdeñoso con ella, disimulando cierta
irritación al ver cómo osaba intervenir en los diálogos de las personas
mayores, recibiendo alabanzas del ingeniero Balboa por sus razones
discretas y su erudición libresca.

Una rivalidad sorda y tenaz se fué creando entre los dos antiguos
camaradas de infancia. Se querían como antes. Florestán la hubiese
defendido lo mismo que cuando jugaban en los paseos públicos y
Consuelito imploraba su protección. Pero su afecto estaba ahora mezclado
con una agresividad celosa, y cada uno procuraba sobrepujar al otro,
gozándose en su humillación, sin dejar por ello de buscarse.

Por ser de genio más vivo y palabra más fácil, la hija de Mascaró hacía
patentes con mayor franqueza sus sentimientos. Hablaba de Florestán como
de un tirano al que era preciso derribar. Si el joven anunciaba con
orgullo su próximo ingreso en la Escuela de Ingenieros, ella le hacía
saber que al año siguiente entraría en la Universidad. Él iba á poseer
un título para agujerear la corteza terrestre en busca de metales;
figuraría como un ingeniero más entre muchísimos otros, mientras que
ella tal vez llegase á ser una profesora célebre, una mujer excepcional,
lo mismo que ciertas damas españolas de otros siglos, recordadas por su
padre al fomentar sus aficiones, que habían ocupado cátedras en las
universidades.

Influenciado Florestán por esta envidiosa emulación, no se dió cuenta de
las modificaciones que iba realizando la pubertad en su hostil amiga.
Dejó de ser una niña angulosa y algo amuchachada. Toda ella pareció
adquirir una suavidad de terciopelo, dulcificándose el brillo de sus
ojos, el timbre de su voz, la naciente redondez de sus miembros, el
contacto de su piel.

Doña Amparo, que durante su infancia la había juzgado muy parecida al
padre, reconociendo con cierto orgullo esta falta de hermosura como un
testimonio de fidelidad conyugal, empezó á creer que Consuelito sería lo
mismo que ella en los tiempos que conoció á su esposo, cuando su belleza
no había sufrido aún las maduras exageraciones de un estío violento.
Tenía la misma brevedad, aristocrática y española, de pies y manos. La
madre lamentaba que los corsés actuales, ó la ausencia de corsé, que
también era de moda, no permitiesen á su hija lucir el estrecho talle
heredado de ella, que había sido la gloria de su juventud.

Al inquietarse Mascaró por la melancolía de Consuelito y su repentina
indiferencia ante los problemas históricos, doña Amparo sonrió con
orgullo. Ella estaba mejor enterada de ciertas cosas que su marido el
sabio.

--Yo sé lo que tiene... Lo sé tal vez mejor que ella misma.

Como ya no hablaba de sus estudios y parecía haberlos abandonado,
cesaron sus querellas con Florestán. La joven acogía ahora en silencio
sus petulancias de estudiante, y si hablaba, era para admirar todo lo
que él dijese. Vencido el hijo de Balboa por esta mansedumbre
melancólica, empezó también á mostrarse menos locuaz. Se miraban
silenciosos al sentarse juntos, cuando los Mascaró iban de visita por la
noche á la casa del ingeniero.

Florestán inventó pretextos para frecuentar más que antes la vivienda
del catedrático. Doña Amparo, con maternal complacencia, delegaba
algunas veces sus funciones en el joven, rogándole que acompañase á
Consuelito cuando ella no podía salir á la calle.

--Tú eres como de la familia. Os queréis desde pequeños, y nadie puede
hablar si os encuentra juntos.

Al verse á solas con su hija, la esposa de Mascaró iba diciendo con la
gravedad del que cree repetir las mayores enseñanzas de la experiencia:

--Es ahora cuando sigues tu verdadera vocación. Para una mujer, lo más
importante consiste en encontrar al hombre que merezca ser su compañero
por todo el resto de su vida. Nuestra única carrera es casarse. Lo
demás son «modernismos» y cosas raras, buenas para las extranjeras.

Sintiéronse empujados los dos jóvenes por la complicidad tácita y
sonriente de sus familias. El ingeniero Balboa los miraba durante las
veladas con sus ojos dulces de enfermo, y esta contemplación parecía
disipar su tristeza. Mascaró, que era franco en sus afectos y no
gustaba, como su esposa, de precauciones y pequeñas astucias, dejó
escapar un día su pensamiento en forma de palabras.

--Vosotros acabaréis por casaros--dijo á los dos jóvenes--.
Indudablemente ya sois novios.

Y como ambos se ruborizasen, añadió bondadosamente:

--Por mí no tengáis miedo. Me parece muy bien. La juventud está para eso
en el mundo.

Fué don Antonio el que dió forma concreta y clara á sus sentimientos.
Hasta entonces se habían buscado sin darse cuenta del verdadero carácter
de esta fuerza atractiva. El catedrático se encargó de dar forma á una
declaración que cada uno adivinaba en el otro, sin creer necesario
hacerla de viva voz, por haberla aceptado en silencio de antemano.
Después de esto se consideraron en noviazgo formal, sintiéndose
aprobados y protegidos por las sonrisas y las palabras de sus mayores.

Doña Amparo, con su pragmatismo doméstico, hizo largos cálculos sobre la
vida del futuro matrimonio. Florestán aún podía ser rico si su padre no
se mezclaba en más negocios de los que habían devorado gran parte de su
fortuna. Las minas que guardaba en Méjico podían dar buenos
rendimientos sólo con que una calma de varios años cortase las
revoluciones frecuentes de aquel país. Además, el joven iba á tener una
profesión lucrativa, pues ella consideraba todas las carreras de mayor
rendimiento que la de su esposo.

La única contrariedad capaz de turbar esta aprobación amplia y bondadosa
dada por doña Amparo al futuro matrimonio, era que Florestán tendría que
marcharse tal vez á América por sus negocios, llevándose á su mujer.
¡Separarse de su hija única!... Luego se consolaba pensando que esta
ausencia no sería para siempre y otras jóvenes se habían casado en
iguales condiciones, volviendo años después, considerablemente
enriquecidas, al lado de sus madres. Además, con el optimismo del
enfermo que ve en lontananza una operación necesaria y procura no pensar
en ella, teniéndola por algo incierto que puede ir demorando, la señora
de Mascaró dudaba de este viaje.

--Tal vez no necesite ir allá. ¿Quién sabe las cosas que pueden ocurrir
antes?... Lo que importa es que se casen.

Y el noviazgo de los jóvenes fué tranquilo, plácido, sin sobresaltos
pasionales, exento de celos.

Consuelito era la que sentía á veces cierta inquietud al oir cómo
algunas amigas suyas alababan la hermosura de Florestán. Se consideraba
inferior á su novio físicamente, y temía por lo mismo que se lo
quitasen. Él seguía sus estudios, prestaba una atención de devoto á los
inventos algo quimeráticos de su padre, y las horas libres de ocupación
las dedicaba á los deportes, gozando una enérgica voluptuosidad con el
cultivo atlético de sus músculos. Su amor por Consuelito era una pasión
tranquila, mesurada, regular, semejante á la del marido que está seguro
de su mujer.

Se casarían cuando él terminase su carrera. Todo estaba previsto. Nunca
se le ocurrió que su novia pudiera sentir predilección por otro hombre.
Tampoco conoció los caprichos de la concupiscencia, ni arrebatados
deseos de infidelidad. Sobre su vida secreta de muchacho sanote y de
lentas pasiones sólo pesaba el pueril remordimiento de unos cuantos
actos de curiosidad para conocer directamente el misterio del encuentro
sexual, volviendo de ellos con tal indiferencia, que sólo muy de tarde
en tarde sentía el deseo de buscar la repetición.

Contaba veinte años é iba á terminar en el curso siguiente su carrera,
cuando vió una mañana en la sala de trabajo de su padre aquellas dos
señoras extranjeras, una de las cuales era apodada por Mascaró la «reina
Calafia». Al otro día de esta visita fué por la mañana al Palace Hotel,
para entregar á la señora Douglas el legajo de documentos referente á
las minas de Méjico.

Era poco más de mediodía, y tuvo que esperar en el _hall_. Cerca de la
una llegaron la señora Douglas y Rina. Acababan de bajar de su automóvil
ante la puerta del hotel, teniendo que abrirse paso entre los curiosos,
atraídos por la novedad de ver á una dama guiando su carruaje mecánico.

La presencia de Florestán pareció alegrar á las dos. La viuda, después
de haber confiado á su acompañante los papeles del joven, se despojó de
su gabán de automovilista, encargando á Rina que subiese ambas cosas á
sus habitaciones. No quiso separarse por unos minutos de aquel mocetón
que parecía inquieto ante ella y bajaba los ojos, balbuceando, sin
atreverse á mirarla otra vez. Temió que aprovechase su ausencia para
huir, después de haber cumplido el encargo de su padre.

--Usted se queda á almorzar con nosotras... No diga que no. Le debo este
obsequio. No es mas que una compensación insignificante por lo que se ha
molestado trayéndonos esos papeles.

Intentó resistirse Florestán con balbuceos y fugitivas sonrisas; pero al
fin, no queriendo parecer tímido, aceptó resueltamente. Avisaría por
teléfono, para que en su casa no extrañasen esta ausencia.

Durante el almuerzo, la «reina Calafia» fué dándole explicaciones sobre
su instalación en Madrid y su modo de vivir. Algunos de sus compatriotas
estaban alojados al otro lado del Paseo del Prado, en el Hotel Ritz.
Ella iba todas las noches á comer en el Ritz, pues de este modo podía
encontrar á muchos amigos suyos, de paso en Madrid, que había conocido
en diversos hoteles de Europa. Pero las habitaciones del Palace Hotel
eran de mayor amplitud y comodidad. Además, desde las ventanas de este
hotel moderno y enorme se disfrutaba la vista más interesante de Madrid.

--Del Ritz sólo se ven las masas de edificios de la ciudad en la otra
orilla del Prado. Desde aquí veo la arboleda de los jardines del Retiro:
ese pequeño museo que llaman ustedes «el Casón»; á mis pies la fuente de
Neptuno, con sus caballos marinos de mármol hundidos en el agua, y lo
que más me interesa: encuentro á todas horas, al abrir mis ventanas, el
Museo del Prado...

Reconocía que esta última vista siempre era igual y no resultaba
extraordinaria: paredes de ladrillo color de rosa y columnas blancas.
Pero el tal edificio tenía para ella el interés del muro detrás del cual
sabemos que está ocurriendo algo importante. Sentía la satisfacción del
que tiene por vecinos á personajes ilustres, aunque los vea de tarde en
tarde. Se encontraba mejor en este hotel, porque al levantarse todas las
mañanas, lo primero que veía era el palacio rosado y blanco donde
esperaban su visita antiguos y venerados amigos: Velázquez, Goya,
Ticiano, Rubens.

--Vale la pena de instalarse aquí, cerca de unas gentes tan distinguidas
y agradables.

Florestán fué perdiendo su timidez en el resto del almuerzo. Aquella
señora, de la que había oído hablar á su padre con inquietud, lo mismo
que si representase la llegada de un peligro, le parecía ahora
bonachona, familiar, comunicativa, y acabó por conversar con ella sin
temor alguno, como si la conociese largo tiempo.

Rina, á pesar de su posición secundaria, le inspiraba menos confianza.
Huía sus ojos de los ojos de ella, que le contemplaban con canina
devoción. Más que la mudez admirativa de la solterona, le gustaba la
afabilidad de la viuda Douglas, una afabilidad de soberana que desea
achicarse para evitar inquietudes al que la escucha, inspirándole
confianza.

La hermosa californiana pareció interesarse por la vida del joven.
Indudablemente tendría novia. Los españoles son de una gran precocidad
sentimental. Ella recordaba todas las novelas y romanzas que tienen por
base amoríos en España, con gran prodigalidad de claveles, rejas y
guitarras. Y Florestán, ruborizándose como si confesase una falta,
declaró que tenía novia, pero se abstuvo de dar nuevos detalles.

No preguntaron las dos señoras si era joven y bonita, por parecerles
esto axiomático tratándose de un buen mozo, y dieron inmediatamente de
lado á la tal novia para seguir ocupándose del joven. Concha Ceballos se
fué enterando con creciente interés de su vida y sus aspiraciones. Éstas
no parecían ir más allá de sus estudios y sus hazañas en los deportes
atléticos.

Poco á poco Florestán pasó á hablar de su pasado. No había conocido á su
madre. Sólo guardaba de ella un retrato, tan pequeño y borroso, que no
le permitía formarse una imagen exacta de cómo fué.

La viuda Douglas le miró con nuevo interés al escuchar los recuerdos de
su infancia, falta de cariño maternal, pasada entre parientes lejanos,
con un padre que le amaba mucho, pero siempre estaba ausente,
persiguiendo la realización de sus quimeras de inventor. Todo su cariño
lo había concentrado en este padre, admirándolo por su talento y
compadeciéndole por su falta de éxito en la vida.

--¡Está tan enfermo!... Han dicho los médicos que debemos evitarle toda
emoción extraordinaria. Puede vivir muchos años y puede morir
fulminantemente en un minuto. Su vida es incierta, como la de todos los
enfermos del corazón. Es injusto afligir con preocupaciones é
inquietudes á un hombre tan bueno...

El rostro de la reina Calafia reflejó una expresión pasajera de
remordimiento. Se acordaba de su agresividad con Balboa, y procuró
cambiar el curso de la conversación.

Rina parecía haber olvidado completamente sus cóleras y protestas contra
el «mal hombre» de Madrid. Miraba fijamente á Florestán, admirando su
juventud; escuchaba su voz como una música marcial, sin saber con
certeza lo que decía. Todo el sentimentalismo inútil depositado en ella
por largos años de amor insatisfecho se agitaba y hervía en presencia de
este joven atleta. Lo admiraba generosamente, sabiendo que su admiración
nunca sería comprendida ni agradecida. Los hombres sólo tenían ojos para
la viuda porque era millonaria y elegante. Pero gozaba el deleite puro y
desinteresado del pobre que celebra las cosas de los otros sabiendo que
no las poseerá nunca. Con su imaginación más que con sus sentidos,
percibía en el joven un perfume de savia primaveral.

Cuando terminó el almuerzo y Florestán se hubo marchado, ella resumió su
admiración en una frase:

--¿Te has fijado, Conchita? Huele á hierba de montaña... huele á agua
corriente.

A partir de este almuerzo, el hijo de Ricardo Balboa creyó notar la
influencia de una energía centrífuga que tiraba de él, sacándolo de la
órbita de su vida ordinaria. Rara era la tarde que aquellas señoras no
le hacían abandonar sus estudios ó el paseo habitual con algunos
camaradas de la Escuela de Ingenieros. Le llamaban al hotel,
recibiéndolo en el salón particular que tenía alquilado la señora
Douglas. El deseo de ellas era ir examinando, ayudadas por el joven,
aquel paquete de documentos referentes á la mina. Pero el legajo seguía
sin abrir sobre una mesa del salón. Apenas llegaba Florestán, las dos
sentían una ansia violenta de aire libre, de perspectivas campestres, de
arrebatadas velocidades. El automóvil estaba abajo, guardado por el
mecánico de la señora Douglas. Florestán debía ser el guía de ellas,
enseñándoles los alrededores de Madrid.

Ocupaban Rina y el chófer americano los asientos de atrás, destinados á
los señores. La viuda agarraba el volante, y algunas veces, en pleno
camino, cambiaba de sitio con el joven, cediéndole su asiento de
conductora para enseñarle prácticamente el manejo y particularidades de
este vehículo fabricado en los Estados Unidos.

Subieron las tortuosas carreteras que escalan en zigzag las vertientes
del Guadarrama; atravesaron los puertos que durante el invierno quedan
ocultos bajo los aludes de nieve; se detuvieron en bosques de vegetación
alpestre para contemplar á sus pies ciertos valles con pueblos de
techumbres obscuras que recuerdan en el corazón de Castilla los paisajes
de Suiza; aspiraron al llegar á las cumbres el perfume de la madera
resinosa recién partida en los aserraderos. A orillas de los ríos de
nieve líquida que cortan las mesetas cubiertas de un moho vegetal,
amarillento y fino como el terciopelo, encontraron muchas veces toros
bravos de las ganaderías castellanas. Se erguían belicosos al oir el
resuello del automóvil y bajaban el testuz con ganas de acometer al
animalote metálico que ondeaba en el viento un rabo de humo y otro mucho
más largo de polvo.

Algunas noches, á primera hora, se presentaba Florestán en casa de
Mascaró, vestido de smoking, traje extraordinario para la familia del
catedrático. Venía á excusarse: no le verían hasta el día siguiente.
Estaba invitado á comer en el Ritz por aquellas dos señoras, que
deseaban agradecerle con tales convites sus servicios de acompañante.

Consuelito mostraba en el primer momento cierta contrariedad. Iba á
pasar la velada sin su novio. La casa de don Ricardo Balboa ó la suya le
parecían vacías estando aquél ausente. Luego aceptaba su pena con cierto
orgullo. Encontraba lógico que aquellas dos extranjeras obsequiasen á
Florestán, reconociendo en su persona los mismos méritos admirados por
ella.

Doña Amparo sentía su vanidad ligeramente halagada al ver á su futuro
yerno vestido con tanta «distinción» é imaginárselo en trato frecuente
con las personas importantes que comían en el Ritz. Luego, una inquietud
obscura y mal definida le hacía expresarse con tono agresivo:

--Pero esas señoras ¿cuándo se van?... Yo creía que, después de
entenderse con Balboa en lo de la mina, ya no les quedaba nada que hacer
aquí.

Un día Florestán tiró del catedrático para que le arrastrase igualmente
aquella atracción centrífuga que le mantenía á él girando en torno á las
dos americanas.

--Don Antonio, esas señoras desean conocerle. Quieren ver Toledo, pero
bien visto, con una persona que sepa todo lo antiguo, y yo les he dicho
que nadie para eso como usted. Además, la señora Douglas ansía mucho
verle desde que supo que ha estado usted en California dando
conferencias en aquella Universidad.

Y Mascaró se dejó llevar por el joven. Las amigas de Ricardo Balboa bien
podían serlo suyas igualmente.

Tuvo el catedrático la certeza de que se acordaría siempre de este viaje
á Toledo. En el camino se libraron por milagro de un accidente mortal.
Estuvieron próximos á chocar contra un carro enorme, tirado por cuatro
mulas que marchaban á su gusto, con el carretero dormido. La serenidad y
la mano pronta de la señora Douglas lograron que su automóvil se
deslizase junto á este vehículo semejante á un promontorio, rozándolo
apenas. Todo el resto del camino representó para don Antonio una
continua inquietud. Él no estaba acostumbrado á estas velocidades
inoportunas en una carretera abundante en baches, donde los carromatos,
con sus conductores aletargados, se colocaban de pronto ante el
automóvil, obligando á cerrar sus frenos violentamente.

Pero dejando aparte estos pequeños sustos, Mascaró sentíase contento.
Por primera vez en toda su existencia se veía en trato real y tangible
con una de aquellas mujeres que él llamaba «extraordinarias» y sólo
había conocido en su imaginación.

Mientras vagaban por Toledo y daba él sus explicaciones en el claustro
de la catedral, en el Zocodover ó en las pendientes callejuelas que aún
conservan latente la vida de otros siglos, se fué entregando á una de
sus aventuras imaginativas. El perfume de aquella gran señora que iba á
su lado y los rápidos encontrones con su cuerpo ágil y lleno, cada vez
que tropezaba él en las desigualdades del pavimento, parecieron dar
nueva fuerza á sus desvaríos fantásticos. Se vió haciendo un viaje
alrededor del mundo en tierna asociación con aquella dama, igual á la
reina de las amazonas. Toledo era una ciudad de la India; su catedral,
una gran pagoda abandonada, y él iba dando explicaciones históricas á su
compañera, que le había seguido hasta Asia, enloquecida de amor. Pero de
pronto notaba que la mujer «extraordinaria», sin dejar de escucharle,
volvía sus ojos con preferencia á la servidumbre que llevaban los dos
en su viaje: el ayuda de cámara y la doncella.

¡Ay!... Este ayuda de cámara, al mirarlo Mascaró con atención, iba
tomando el rostro y la figura de Florestán, novio de su hija, y bastaba
el recuerdo de Consuelito para que se viniesen abajo todas sus
fantasmagorías. Además, la reina Calafia, tan enamorada y sumisa dentro
de su imaginación, sólo hacía caso en la realidad de sus explicaciones
eruditas, y apenas terminadas éstas, iba á unirse con Florestán,
apresurando el paso para hablarle más íntimamente.

Al quedarse atrás el catedrático, tenía que conversar con Rina, la cual,
á falta de mejor compañero, empezaba á hablarle con un tono infantil,
empleando otras coqueterías impropias de su edad y que además
consideraba inútiles. Le sabía casado. Era un poco feo, de mediocre
estatura, y la solterona, en sus ensueños, veía siempre mozos arrogantes
y muy altos... Pero al fin era un hombre, y ella juzgaba preferible
marchar con él á ir sola.

Después de esta excursión quedó don Antonio muy amigo de «la pareja
yanki», como él decía, y su mujer y su hija, por una consecuencia
lógica, no tardaron en relacionarse con ambas extranjeras.

La señora Douglas invitó á comer una noche á los dos Balboa, á Mascaró y
su familia. Doña Amparo anduvo ocupada todo el día para presentarse
«dignamente» en los salones del Ritz, así como su hija.

Por primera vez iba á comer en dicho hotel, y esto representaba una gran
emoción para su vanidad. Ella sabría insinuarlo al día siguiente en sus
conversaciones con las esposas de otros profesores. Además conocería de
cerca á la tal reina Calafia, de la que se hablaba tanto en su casa y en
la de Balboa.

Se mantuvo doña Amparo durante la comida muy seria y parca en palabras.
Necesitaba ocultar sus diversas y contradictorias emociones. Le
preocupaban la oportunidad y el éxito de los arreglos que había hecho en
su vestido, un poco anticuado, comparándolo con los vestidos de las
otras señoras que estaban en las mesas inmediatas. Le impresionaba,
además, verse en aquel comedor, el más nombrado de Madrid.

Lo único que le proporcionaba cierto aplomo era la presencia de su hija.
Iba vestida con sencillez, pero su frescura juvenil le daba un atractivo
distinto á la elegancia majestuosa de la millonaria. Doña Amparo pensó
en el perfume y los colores de una flor junto al brillo deslumbrante de
una alhaja magnífica.

Se supo con certeza qué opinión definitiva debía tener de la reina
Calafia. Le inspiraba respeto esta señora, presintiendo en su existencia
los esplendores de un mundo que ella no conocería nunca. Admiró la
elegancia de su traje, su doble collar de perlas, el brillo de un
diamante azul, cuadrado y enorme, en uno de sus dedos. Era
indudablemente una mujer de otra especie que la suya, y por esto la
veneró y la aborreció: todo á la vez.

De Rina había prescindido desde el primer momento, adivinando la
humildad de su posición. Sintió extrañeza y molestia ante el misterio de
aquella cara con la piel exageradamente tersa y juvenil, mientras sus
ojos parecían viejos. La comparó con un chino vestido de mujer. Además,
«olía á pobre» y miraba á todos los hombres con una simpatía ansiosa;
hasta á su propio marido.

Toda la atención de doña Amparo era para la antigua «Embajadora». Al
mismo tiempo que la admiraba, sentía una necesidad de protestar
interiormente contra ella. Debía tener en su existencia los mismos
hábitos y libertades que la habían indignado en las otras mujeres
llamadas por ella «modernistas». Su hija, en cambio, no disimulaba la
atracción que le hacían sentir el lujo y las costumbres elegantes de
aquella extranjera.

Al final de la comida, Concha y Rina fumaron. En las otras mesas eran
muchas las señoras que fumaban; pero doña Amparo sólo quiso ver á la
reina Calafia y su acompañante.

Consuelito, que se mostraba extraordinariamente alegre, aceptó un
cigarrillo emboquillado con pétalo de rosa que le ofrecía su nueva
amiga, y lo encendió sin pedir permiso á su madre. Se sentía animada por
la risa aprobadora del catedrático, que estaba viviendo en aquel comedor
un episodio más de sus aventuras mentales. Y la austera señora guardó su
cólera para cuando volviese á casa quedando á solas con su marido.

Después de esta comida, se habló de la reina Calafia en el domicilio de
Mascaró como de una amiga antigua. Consuelito la nombraba con
frecuencia, encontrando á su gusto todo lo que había oído á la otra,
aceptando sus ideas, imitando un poco sus ademanes y hasta el modo de
llevar los vestidos.

Doña Amparo era la única que se resistía á la seductora influencia de la
extranjera.

--Yo no me quedo con su convite. Necesito devolvérselo--decía frunciendo
el ceño, como si hubiese recibido una ofensa--. Es preciso invitarla,
para que no nos crea unos pobres. Si ella tiene sus millones, yo tengo
mi dignidad.

--¡Bueno, mujer!--contestó don Antonio, bondadosamente--. La daremos un
almuerzo de platos españoles.

Comía Florestán varias noches por semana en el Ritz. Le era imposible
librarse de las invitaciones de aquella señora. Además, ella mostraba un
interés sincero por su porvenir, y esto hizo que toda la familia Mascaró
tolerase sin inquietud las ausencias del joven.

Debía pensar en su carrera. Consuelito se veía ya, gracias al apoyo de
la reina Calafia, viviendo con su marido en los Estados Unidos, tierra
de maravillas de la que hablaba su padre con entusiasmo. Doña Amparo
olvidó por un momento las contradictorias apreciaciones que le inspiraba
aquella señora, para pensar únicamente con arreglo á su buen sentido de
dueña de casa. Tal vez esta millonaria, viuda y sin hijos, proporcionase
al joven matrimonio los medios de enriquecerse.

En realidad, la californiana hablaba muchas veces con el joven de su
existencia futura, haciéndole preguntas sobre sus proyectos para después
de terminada su carrera.

Ella sólo comprendía al hombre con un ideal de positiva realización y
trabajando para conseguirlo. Le causaba asombro ir conociendo la
existencia de limitados horizontes que había llevado hasta entonces
Florestán. Después de nacer y vivir sus primeros años fuera de España,
había quedado para siempre en este país, sin pasar nunca sus fronteras.

--¿Y no ha estado usted ni siquiera en París?...

No, Florestán no había vuelto al extranjero. Aprendió el francés y el
inglés con su padre, complaciéndose en escuchar durante las veladas,
como si fuesen cuentos mágicos, las descripciones de los países donde
había vivido el inventor y que él visitaría más adelante.

--Pero no sé cuándo iré, señora. Pienso en mi padre, que puede morir
repentinamente, cuando menos lo temamos, y esto dificulta mis viajes.

Entonces, ella, con el mismo gesto resuelto de la señorita pobre de
Monterrey, cuando pensaba en su porvenir, al lado de un padre arruinado,
dió consejos al estudiante:

--Hay que ser enérgico; hay que trabajar y enriquecerse. Sólo es libre
el que tiene dinero.

Una noche Rina dejó de asistir á la comida del Ritz. Se había quedado
encerrada en su cuarto del Palace Hotel, pretextando una fuerte jaqueca.
Concha y Florestán rieron, suponiendo algún desarreglo facial que la
obligaba á mantenerse oculta por unas horas.

En el comedor del Ritz encontró la californiana á una familia de
compatriotas suyos que estaban de paso en Madrid para visitar Sevilla y
Granada. Florestán fué presentado á esta familia, y todas las mujeres de
ella, viendo en el joven un bailarín disponible, se lo pasaron de una á
otra durante la noche.

La reina Calafia casi siempre olvidaba el baile, prefiriendo hablar con
Florestán; pero esta noche se mostró irritada por la facilidad con que
sus amigas disponían de un hombre presentado por ella. Y para evitar tal
abuso, quiso aprovechar todas las danzas. Ella misma invitaba á
Florestán con el gesto ó con un movimiento de sus ojos.

Bailaron hasta las tres de la madrugada y bebieron mucho. El jefe de la
familia, para celebrar el encuentro con mistress Douglas, belleza famosa
de su país, dejó que el encargado del comedor renovase las botellas de
champaña con la pasmosa celeridad de las suertes de prestidigitación,
descorchando una cuando la otra aún no estaba mediada. Siempre aparecían
llenas las copas, á pesar de que la agitación del baile y el calor del
salón obligaban á las parejas á buscarlas ávidamente en cada descanso.

Salieron juntos del hotel «la Embajadora» y Florestán. Ella quiso ir á
pie. No había mas que atravesar el Paseo del Prado. El Palace Hotel
alzaba su masa sobre el otro borde de la obscura arboleda.

La dama sentía calor. Llevaba abierto su abrigo sobre el escote. Se
apoyó, al andar con cierta pesadez, en el robusto brazo del joven.
Confesaba riendo haber bebido y bailado exageradamente. ¿Qué dirían de
ella si la viesen con este aspecto allá en su país?... ¡Una dama que era
protectora de tantas sociedades respetables para combatir el alcohol,
los excesos de la danza y otros abusos y pecados!... ¡Ah, Europa vieja y
tentadora!... Pero al mismo tiempo, encontraba en esta situación algo
anormal un nuevo sabor á la existencia y descubría en la vida ignoradas
atracciones, llegando á preguntarse si no habría estado equivocada hasta
entonces...

Dejaron á sus espaldas los automóviles y los grupos de chófers
estacionados frente al hotel, viéndose de pronto como caídos en la
absoluta soledad del paseo.

El nocturno silencio era cortado por el canto monótono de los chorros de
la fuente de Neptuno. Como ya eran llegadas las horas vecinas al
amanecer, estaba apagado en gran parte el alumbrado público. Sólo
algunos faroles, macilentos y largamente espaciados, marcaban sus
pinceladas rojas bajo la bóveda de ébano de los árboles.

Parecía este paseo urbano, en su profunda lobreguez, un bosque desierto
á enorme distancia de toda aglomeración humana. Las masas de edificación
á ambos lados de la obscura avenida-jardín eran á modo de colinas
cortadas, de acantilados verticales. Sobre sus aristas se tendía una
amplia faja de cielo, con temblores de estrellas, perdiéndose
longitudinalmente en el infinito.

Se detuvo la reina Calafia en mitad del corto trayecto entre hotel y
hotel, cerca del carro de mármol de Neptuno. La hizo estremecerse la
fresca caricia del vapor acuático exhalado por el susurrante tazón.

Esta lóbrega y misteriosa quietud le sugirió la posibilidad de que
apareciesen varios ladrones, atraídos por el brillo de sus alhajas. La
idea le hizo temblar levemente sobre el musculoso brazo en que se
apoyaba. ¡Qué interesante un ladrón!...

Se acordó de sus habilidades de luchadora, de sus secretos para tumbar
instantáneamente á un adversario. Se imaginó también, con cierta
vanidad, el esfuerzo agresivo que podía hacer para defenderla aquel
muchacho atlético y propenso á avergonzarse que iba á su lado. Luego se
arrepintió de sus malos deseos.

«¡Has bebido, Conchita!--se dijo, empleando el mismo diminutivo que le
daba su padre cuando era niña, y ella recordaba siempre al hacerse
recriminaciones--. ¡Has bebido demasiado, hija mía!»

Al contemplar la inerte ciudad, le pareció que la noche iba á durar
siempre, que no despertaría más aquella aglomeración humana dormida bajo
los techos... Y si llegaba á despertar, su vida sería obscura, perezosa,
aislada del resto del mundo, casi igual á su sueño.

Sintió una repentina lástima por aquel mocetón simple y hermoso que le
servía de apoyo. Inclinó la cabeza hacia él, buscando sus pupilas.

Este gesto afectivo tuvo al mismo tiempo una avidez hostil. Su boca, en
aquel momento, lo mismo podía morder que besar.

«¡Has bebido, Conchita!--seguía diciéndose mentalmente--. ¡Has bebido
demasiado!»

Su voz exterior preguntó al mismo tiempo con violencia, como si
formulase una recriminación:

--¿Y un hombre como usted va á quedarse aquí para siempre? ¿Y se casará,
y tendrá hijos, y no conocerá otro horizonte que el de su casa, ni
acariciará mayor ideal en su existencia que el de mantener á su
familia?...

Florestán quedó sorprendido por el tono violento de estas preguntas y no
supo qué contestar. También él estaba perturbado por lo que había bebido
y por el contacto de aquel cuerpo que se apoyaba en el suyo con familiar
abandono.

La dama reanudó su marcha, tirando de él, y dijo con brusquedad, como si
le diese una orden:

--¿Qué hace usted aquí?... El mundo es grande.



VI

Donde van presentándose los enamorados de la reina y se habla un poco de
la famosa Ciudad-Camaleón


Al atravesar la viuda, una semana después, el _hall_ de su hotel á la
hora del almuerzo, tuvo un encuentro inesperado.

Un hombre hundido en un sillón, con el rostro envuelto en la nube
olorosa de su habano, dejó éste, al verla, sobre una mesilla inmediata y
se puso de pie, sonriendo.

--¡Oh, mistress Douglas! ¡Qué agradable sorpresa!... No sabía que estaba
usted en Madrid.

La dama sonrió igualmente, pero con malicia.

--Tampoco yo le creía aquí, Arbuckle. Siempre se arreglan las cosas de
modo que nos encontramos.

Y el llamado Arbuckle, que era casi un gigante por su estatura y su
volumen, bajó los ojos como si no pudiera resistir la mirada burlona de
la señora. Mostraba la confusión de un niño grande que ha dicho una
mentira y se ve descubierto.

Este hombre, que parecía estar más allá de los treinta años, sin llegar
á los treinta y cinco, era de fuerte osamenta y exuberantes músculos.
Tenía la cabeza y el cuello de un gladiador antiguo, la hermosura
vigorosa y reposada del toro. En su rostro completamente rasurado cada
sonrisa iba acompañada del brillo marfileño de sus dientes y el
relampagueo del oro con que estaban chapados algunos de ellos. A pesar
de su atletismo, sus ojos y su boca tenían algo de pueril, y toda su
persona parecía esparcir un halo de credulidad y confianza.

Era indudablemente de limitado radio mental, con muy contadas ideas,
pero éstas nacían robustas y bien definidas, quedando clavadas para
siempre en su voluntad. Tenía la mandíbula fuerte y el entrecejo partido
en ciertos momentos por una arruga profunda, que modificaba su rostro
plácido. Esto era muy de tarde en tarde, cuando las contrariedades, en
fuerza de repetirse, despertaban en él una cólera terca, dura y fría
como el hielo, alterando la unidad de su carácter, predispuesto al
optimismo.

La señora Douglas le había conocido años antes, al quedar viuda y tener
que ocuparse de la administración de su fortuna. Este Haroldo Arbuckle
era también de California, y los hombres de negocios le consideraban
mozo de mérito por haber hecho en poco tiempo la primera parte de su
carrera, creyéndolo destinado á mayores triunfos si continuaba
trabajando. Como muchos californianos, unía la enérgica voluntad del
emigrante venido del Norte al espíritu andariego y predispuesto á las
aventuras de los hombres morenos, primeros colonizadores de dicho país.

Siguiendo la tradición de su tierra natal, comenzó por ser minero,
buscador de oro; mas había nacido demasiado tarde, cuando los veneros
auríferos de California ya no podían ofrecer sorpresas, y tuvo que
trabajar primeramente en el Transvaal y luego en las soledades glaciales
de Alaska. Aún no era verdaderamente rico. Él mismo confesaba no «valer»
más allá de un millón de dólares, pero contaba con una gran energía para
el trabajo y una mirada exacta para la apreciación de cosas y personas,
condiciones que podían hacer de él un multimillonario, un director de
negocios gigantescos, como los que viven en Nueva York.

Había conocido á «la Embajadora» Douglas en San Francisco, al comprarle
unas acciones de minas de oro en Alaska que ella no deseaba conservar.
Sus entrevistas para la terminación de dicho negocio influyeron en la
existencia de Arbuckle, cambiando momentáneamente su curso.

Este trabajador infatigable sintió repentinamente una necesidad
imperiosa de reposo. No tenía familia, estaba solo en el mundo, ¿para
qué esforzarse por adquirir más dinero? Era un engaño cruel desconocer
los verdaderos placeres de la vida, concentrando toda la existencia en
la conquista de una riqueza inútil... Y dejando en suspenso sus
especulaciones, se dedicó á viajar por Europa, organizando de tal modo
itinerarios y descansos, que siempre venía á instalarse en las mismas
ciudades donde residía la viuda Douglas.

A los pocos encuentros resultaron inútiles sus pretextos y excusas,
inventados con una malicia cándida. La viuda había adivinado sus
intenciones. Unas veces reía de ellas bondadosamente; otras, según su
humor, las desviaba con un cambio violento de conversación.

Aprovechando un diálogo de dos horas seguidas en el _hall_ de un hotel
de Venecia para combatir el aburrimiento de cierta noche de lluvia,
Arbuckle habló á la dama de su soledad. Necesitaba una compañera; debía
constituir una familia. Él era capaz de realizar grandes cosas, como
cualquier potentado de los que dirigen los negocios del mundo desde el
Wall Street de Nueva York; pero reclamaba para ello el apoyo de una
esposa que le inspirase nuevas ambiciones. Debía ser esta compañera una
mujer superior, é intentó describirla...

Mas «la Embajadora», adelantándose maliciosamente á tal descripción,
emprendió su pintura física y moral, atribuyéndola un sinnúmero de
condiciones que la hacían diferente en todo á ella. Y el californiano
movió la cabeza negativamente al verla tan desorientada, aunque sin
atreverse á protestar.

Algunas veces, cuando la viuda estaba de buen humor, volvía á
describirle su futura esposa, mas valiéndose de tales detalles, que
Arbuckle acababa por reconocer, aterrado, una semejanza absoluta con
Rina. La hermosa dama, gozándose en su confusión, se atrevía á
insinuarle que su felicidad sería casarse con esta solterona
sentimental.

--¡Oh, mistress Douglas!--exclamaba Haroldo, escandalizado--. Es otra
mujer la que yo deseo. ¡Si usted quisiera!...

Ella cortaba la balbuciente declaración con sus risas, fingiendo tomarla
á broma, y no era necesario más para que al otro se le enronqueciese la
voz, quedando en desesperado silencio.

Su voluntad sólo era ruda é invencible para inquirir el paradero de la
viuda y salirle al encuentro. Cuando ésta emprendía un viaje repentino
sin dar aviso á sus amigos, decía á Rina en las primeras horas:

--Esta vez no conseguirá descubrirnos mister Arbuckle.

Pero transcurridos algunos días, creía husmear en el aire su próxima
aparición.

--Verás como se presenta de pronto. Debe saber ya nuestro paradero. ¡Qué
hombre!

Y efectivamente, el buscador de oro, acostumbrado á orientarse en las
soledades africanas ó en las pistas abiertas sobre la nieve de las
llanuras árticas, parecía aplicar sus facultades de orientación á la
complicada red circulatoria de Europa, acabando por dar siempre con las
fugitivas.

La viuda, que le había olvidado desde que llegó á Madrid, mostró cierta
contrariedad al recordar las persecuciones respetuosas y tenaces de este
enamorado. En el primer momento hasta consideró irritante su presencia.
Luego, la imagen de otro de sus solicitantes le hizo más tolerable el
encuentro presente.

«A lo menos, éste me obedece--pensó--. No se atreve á hablar y sólo me
importuna siguiéndome á todas partes. ¡Si fuese el otro!...»

Y acabó por recibir con una sonrisa bonachona las confusas explicaciones
de su compatriota.

--¡Qué casualidad! No sabía que estuviese usted aquí. Voy á Sevilla; me
aburría mucho en París. Mi propósito era salir esta noche; pero ya que
la he encontrado, me quedaré unos días.

Ella le miró con ojos incrédulos. Sabía de antemano todo lo que podía
hacer Arbuckle. Permanecería en Madrid hasta que le diese á entender con
rudas insinuaciones, en un día de nervios trastornados, que estaba harta
de su presencia. También podía ocurrir que ella se marchase de pronto
con Rina sin avisárselo.

Agradeció interiormente la respetuosa discreción de este hombre fuerte y
tímido. Se había instalado aquella mañana en el Hotel Palace, creyendo
que mistress Douglas vivía en el Ritz. Al enterarse luego de su error,
se apresuró á cambiar de alojamiento, trasladándose al segundo hotel. Un
_gentleman_ debe desaparecer oportunamente cuando se cansan de verle. No
es discreto vivir bajo el mismo techo que la mujer deseada.

Después de tal encuentro creyó inútil la viuda demorar la presentación
de Arbuckle á las personas que la rodeaban. Este enamorado silencioso y
tenaz acababa por vencer todos los alejamientos, y era necesario
resignarse á introducirlo en el círculo de su vida normal. Ya que había
descubierto su paradero, debía agregarlo á su séquito.

En la misma noche, Arbuckle habló con Florestán en el comedor del Ritz,
y al día siguiente, por estar invitado Mascaró á almorzar con las dos
señoras, se conocieron igualmente el profesor y el californiano.

--¡Un mozo simpático!--dijo don Antonio al salir del hotel con el hijo
de Balboa--. Conozco el tipo; así son muchos de los que trabajan en
aquella tierra. Actividad ilimitada; dureza con ellos mismos y con los
demás en el momento del negocio; pero una vez terminado éste, muestran
una alegría simple, cultivan su cuerpo hasta la vejez con los mismos
juegos de cuando eran niños y consideran la vida con un optimismo
inalterable.

Se equivocaban las gentes en Europa al imaginarse el hombre de negocios
de América con arreglo á la existencia que llevan los manipuladores del
dinero en el mundo viejo. Los negocios están más esquilmados en las
naciones del continente antiguo, la riqueza es tradicional y
monopolizada, algo misterioso que sólo poseen unos cuantos centenares de
hombres, transmitiéndoselo de generación en generación. Es preciso que
ocurra una guerra continental, un cataclismo histórico, para que surjan
nuevos ricos. Las clases sociales viven cada una en su molde, y son muy
raros los saltos por encima de los límites divisorios.

En América todos los días surgen nuevos ricos, y el pobre cuenta á lo
menos con la ilusión. El capital no es allá algo misterioso é invisible
que sólo se deja conocer de unos cuantos. Abunda el dinero, corre como
el agua bajo el sol, á la vista de todos, en incesante circulación, con
un esparcimiento que Mascaró llamaba «democrático». Todo servicio
obtiene un pago; todo hombre «vale» algo. Nadie considera cerrado su
camino definitivamente, ni se cree nacido, con una fatalidad
irremediable, para ser pobre hasta la muerte. Viven en la dulce compañía
de la esperanza, que es la más consoladora de las ilusiones. Tienen
abierta una ventana en su existencia para que entre por ella la Suerte.
El mozo de hotel cree en la posibilidad de ser pocos meses después tan
rico como los ricos á quienes sirve.

--Hay allá hombres malos, de carácter duro y cruel, como en todas
partes--terminó diciendo Mascaró--; pero la inmensa mayoría es
optimista, tiene confianza en la vida, cree que el bien es en ella más
poderoso que el mal, no conoce los pesimismos del europeo. Tal vez se
debe esto á que abunda el oro. El que tiene dinero ve la vida de otro
modo que el que no lo tiene. Ya sabes el refrán: «Donde no hay
harina...» Por eso se experimenta una sorpresa enorme al llegar á
aquella tierra y ver de cerca sus hombres de negocios. Como todo lo de
allá debe ser forzosamente cincuenta ó cien veces más grande que lo de
Europa, nos los imaginamos unos monstruos terribles, nunca vistos. El
negociante de Europa es sombrío, amargado, escéptico, capaz de quitarte
la piel con su mirada. «¡Cómo será el de allá!...», nos decimos. Y nos
encontramos con una especie de niños grandes, muy fuertes en las horas
de trabajo, y que cuando terminan éstas se van al club á jugar á la
pelota. Si caen, son capaces de todo para levantarse; si se ven en un
apuro, te echarán por la borda; pero cuando ganan dinero, lo primero que
piensan es que todos deben recibir su parte. Marchando bien sus asuntos,
ríen bondadosamente, se alegran con cualquier historia, miran la vida á
través de su optimismo y creen necesario tener un ideal generoso y
desinteresado, un ideal un poco «romántico», como compensación á la
vulgaridad de sus negocios.

Adivinando la simpatía del catedrático, lo buscaba Arbuckle durante las
horas numerosas y lentas en que se veía privado de hablar con la señora
Douglas.

Mascaró admiraba la pulcritud en el vestir de su nuevo amigo. Sus
camisas y corbatas parecían siempre recién estrenadas; sus trajes eran
eternamente flamantes, cual si acabasen de recibir el planchado del
sastre; una elegancia á la americana, como decía don Antonio, «teniendo
por base el traje de calle», con gran variedad de tintes y formas. En
una solapa ostentaba á guisa de condecoración un pequeño redondel azul
de esmalte con una cifra: la insignia de su club de San Francisco.

Otro motivo de admiración para Mascaró fué la prodigalidad y la potencia
de este hombre como fumador. Nunca pudo sorprenderle sin un cigarro en
la boca: un cigarro enorme, ventrudo en su parte media, con un perfume
mareador de hoja intensamente madura. Hablaba sin apartarlo de sus
labios, manteniéndolo sujeto en una de las comisuras de su boca. Lo
mordía, consumiendo con sus dientes una parte casi igual á la devorada
por el fuego. En momentos de silencio le hacía dar continuas vueltas con
una rotación imperceptible de sus labios.

Iba todas las tardes á sentarse en el _hall_ del Palace Hotel con la
esperanza de ver á «la Embajadora» Douglas, y si el catedrático se
asomaba á dicha rotonda, su primer saludo era presentarle un estuche de
piel con media docena de cigarros, largos, panzudos, esparciendo un
perfume que hacía pensar al imaginativo Mascaró en las vegas cubanas.

Su trato con este nuevo amigo hizo temer al catedrático por la salud de
su garganta. Él no podría consumir impunemente á todas horas aquellos
cigarros suculentos, de olorosa braveza, que no causaban daño alguno al
americano.

--¡Qué tío para fumar!--decía con veneración.

Algunas veces llegó á creer que llevaba un estuche repleto de cigarros
en cada uno de sus bolsillos. Allí donde metía la mano en su traje
sacaba habanos para él y para los demás.

Cuando Mascaró salía á dar un paseo en las primeras horas de la tarde,
sus pies experimentaban inmediatamente la atracción del Palace Hotel.

--Vamos á ver si el amigo Arbuckle está en el _hall_.

Y lo encontraba siempre, viéndose recibido por él como un emisario que
enviaba la Suerte para librarle del aburrimiento de una espera á solas.

No sentía interés por ver Madrid. Lo había conocido en viajes
anteriores, y él venía ahora para otra cosa. Su conveniencia era
permanecer en el _hall_ esperando que la viuda bajase de sus
habitaciones ó entrase de la calle, para hacerse el encontradizo
(¡siempre por casualidad!), entablando una conversación con ella, aunque
fuese rápida.

Algunas veces se contentaba con ver á Rina, pero ésta parecía
menospreciarle por su ceguera ó su ignorancia. ¡Un hombre que pasaba
junto á su felicidad sin fijarse en ella, empeñándose en perseguir cosas
imposibles!...

La presencia de Mascaró representaba para Arbuckle unas cuantas horas de
conversación, durante las cuales raro sería que su mala suerte le
privase de un tránsito fugaz de la viuda. Y para no quedarse solo,
vigilaba la combustión del cigarro enorme ofrecido á su nuevo amigo, y
apenas veía llegar el fuego más allá de su parte media sacaba el
estuche, brindándole con otro.

--No diga que no--rogaba, empleando un español de California, matizado
de palabras inglesas ó italianas en momentos de duda--; son muy
saludables y no hacen daño. Yo suelo fumar hasta veinte por día.

Otro motivo de satisfacción para Arbuckle era el entusiasmo con que el
catedrático iba recordando la visita que había hecho á su tierra natal.
La verbosidad exuberante de Mascaró hacía revivir ante sus ojos el
panorama de San Francisco, el idolatrado «Frisco» de su infancia, cuyo
desarrollo y belleza seguía admirando después de haber viajado por casi
toda la tierra.

Para el español, era la Universidad de Berkeley, al otro lado de la
hermosa bahía, uno de los mejores recuerdos de su existencia. Hablaba
del campanil de esta Universidad, igual á una torre de faro, que los
habitantes de San Francisco veían desde la orilla opuesta; de sus diez
mil estudiantes, de su teatro griego, donado por la munificencia de un
multimillonario, con arboledas en cuyo ramaje cantaban los pájaros como
el coro antiguo de las tragedias.

--Aquí en Europa saben muy pocos lo que es una universidad
americana--dijo una tarde á Florestán, que se había sentado con ellos en
el _hall_--. Los más se limitan á imaginarse un edificio monstruosamente
grande. «La mejor universidad de mi país--se dicen--tiene cincuenta ó
cien metros de fachada. Entonces una universidad de América debe tener
medio kilómetro cuando menos sobre la calle...» No señor; una
universidad es allá un parque, un enorme parque, con fuentes, canales y
algunas veces con lagos para regatas. Un palacio blanco es la
biblioteca; otro palacio pertenece á las Letras; otro á las Ciencias; y
además, los grupos de pabellones para los estudiantes, que forman un
pueblo libre, y el club para los profesores, todo separado, con árboles,
con pájaros, con una alegría que hace amable el estudio y placentero y
suave el trabajo. El mejor recuerdo que guardan allá muchos hombres es
el de los años pasados en la universidad-jardín.

Luego, el catedrático se expresaba con más energía, como si le irritase
la consideración de una injusticia.

--Allá no hay presupuesto de Instrucción pública ni ministro tampoco.
Las universidades son asociaciones libres, mantenidas por el dinero que
dan los particulares. Se juntan los ricos para fundar una universidad,
como aquí para fundar un casino en el que se juega... Todo
multimillonario procura que le perdonen sus riquezas destinando la mayor
parte á una universidad, á un museo, á una biblioteca. ¿Cuántos
millonarios hemos visto en Europa que dejen sus fortunas á los centros
de enseñanza? Algunos, si no tienen hijos, legan su dinero á un hospital
ó un asilo. Los más erigen un convento ó una iglesia... Nunca una
escuela ó una biblioteca. ¡Y todavía hay bodoques que se imaginan á los
Estados Unidos como un país simplemente de comerciantes, de gentes
materialistas, sin ninguna idealidad, sin amor á las letras y las
artes!...

Otro recuerdo predilecto era su viaje por el Sur de California, donde
habían existido las Misiones españolas, y su visita á la famosa ciudad
de Los Angeles.

Este levantino del mar Mediterráneo se había imaginado revivir su
infancia viendo junto al océano Pacífico los naranjales de la California
meridional y sus otras arboledas de frutos variados. Eran planicies
semejantes á las vegas de Valencia y de Murcia, pero todo en mayor
escala, más enorme y vasto, mejor cuidado, alcanzando los árboles
proporciones extraordinarias, revelando sus frutos el milagro de la
voluntad del cultivador aplicada al estudio y selección de los dones del
suelo. En torno á las estaciones de ferrocarril surgía de muelles y
almacenes un perfume intenso de frutas maduras y tablas recién cortadas
para fabricar cajas.

Los árboles se perdían á lo lejos en filas regulares, con sus troncos
pintados de blanco para defensa de los parásitos, lo que les daba el
aspecto de fustes de una columnata interminable. Todas las casas se
mostraban embellecidas exteriormente por plantas trepadoras cubiertas de
flores. Los caminos estaban orlados con eucaliptos de crecimiento tan
enorme, que parecían contar siglos de existencia.

Casi todos los frutos del planeta se desarrollaban prodigiosamente sobre
este suelo feliz. Mascaró recordaba entusiasmado la naranja
californiana, luminosa como un pequeño farol japonés, guardando bajo su
cápsula color de oro rojo un jugo denso, ávido de expansionarse, sin el
menor vestigio de pepitas, por haberlas suprimido el cultivador con una
incesante selección.

La gran curiosidad de este jardín infinito á la vista eran las antiguas
Misiones de los frailes españoles. Todo californiano veía en ellas la
gloria histórica de su país. Los más de los conventos estaban en ruinas,
manteniéndose con milagroso equilibrio las arcadas de sus claustros,
hechos de adobes, y parte de sus bóvedas. Algunos de estos monumentos
humildes eran reconstruídos por el entusiasmo patriótico, invirtiéndose
en ellos cantidades enormes que hubiesen asombrado á los compañeros de
Junípero Serra. Para darles estabilidad eran introducidos armazones de
acero en el interior de sus muros de tierra seca. Se empleaban los
procedimientos más recientes y americanos de la edificación para
perpetuar estas construcciones hechas por el indio y el fraile con
simples rectángulos de barro cocidos al sol.

En los conventos que aún se mantenían de pie se agolpaban los viajeros
de las ciudades para contemplar con histórica emoción las pobres
custodias, las imágenes pintarrajeadas, todos los objetos humildes de
culto que había logrado improvisar la miseria de unas Misiones perdidas
en lo que era entonces para España el rincón más obscuro y lejano de sus
colonias.

Recordaban estas iglesias á Mascaró, á pesar de la mediocridad y
primitivez de sus adornos, muchos de los templos coloniales que había
visto en sus viajes por la América del Sur. Fuesen pobres ó suntuosos,
en todos ellos la principal riqueza estaba en el techo. Los frailes
habían podido mostrarse pródigos al labrar el artesonado por vivir en
países abundantes en madera. Sobre los muros de adobe cubiertos de cal
se apoyaba la techumbre de atrevida curva, sustentada por maderos
flexibles, que, en fuerza de inmersiones y continua presión, habían
acabado por arquearse como las duelas de un tonel gigantesco. Otras
veces estos techos tenían la forma de una artesa puesta al revés, de una
barca con las puntas cortadas vuelta hacia abajo. Y las vigas, tendidas
de muro á muro, parecían los bancos de esta embarcación invertida.

Las campanas de los conventos muertos eran guardadas como símbolos de la
vieja California. Muchos hoteles enormes que la iniciativa americana iba
construyendo en este país invernal buscaban su emplazamiento cerca de
las ruinas de alguna Misión. Y si las ruinas no existían, el arquitecto
procuraba inventarlas. Lo importante era que al entrar en el hotel
pudiese admirar el cliente, entre los esplendores de un jardín moderno,
una campana verdosa y rajada: la de los antiguos franciscanos españoles.
La campana misionera era el remate del escudo de armas de California,
figurando en todos los anuncios y marcas comerciales del país.

Junto al pequeño convento de Nuestra Señora la Reina de los Angeles se
había ido formando la moderna ciudad de Los Angeles, la más elegante y
atractiva de todas las urbes de los Estados Unidos.

--Es la Niza de allá--continuó don Antonio--; pero una Niza que tiene en
invierno cerca de un millón de habitantes, cuatro ó cinco veces más
grande que la de Europa, con todos los adelantos y comodidades de la
vida americana y cerca del lugar donde la costa del Pacífico resulta más
interesante por sus islas montañosas y su vegetación submarina. La
ilusión de todo americano es ir en invierno á Los Angeles, y si es muy
rico instalarse en Pasadena, lugar inmediato de hoteles caros y
lujosos... En Mónaco, en Cannes y otros puertos de la Costa Azul se ven
anclados los yates de los millonarios que han venido á pasar el
invierno. Al llegar á Los Angeles encontré en la estación muchos vagones
azules que permanecían apartados fuera de las vías en movimiento. Eran
los yates terrestres de los millonarios de allá. Cada uno tiene su vagón
especial arreglado á su gusto, y mientras pasa los meses de invierno en
Los Angeles, el costoso vehículo espera en la estación, con su cocinero
y sus ayudas de cámara inactivos, lo mismo que la marinería de un yate
anclado. Cuando uno de estos personajes se cansa de comer en su hotel de
Pasadena, entre jardines floridos, da á sus amistades un banquete «á
bordo» de su vagón especial. Luego, al terminar el invierno, se vuelve á
Nueva York en este coche-casa, ó á cualquiera otra de las ciudades de la
costa del Atlántico. Seis días y seis noches de tren. Hay que retrasar ó
adelantar el reloj varias veces, lo mismo que cuando atraviesa uno el
mar para ir á América ó vuelve de allá. ¡Aquella nación es todo un
mundo!...

Mascaró recordaba los túneles de Los Angeles. Al ensancharse la ciudad
había tropezado con el obstáculo de varias colinas, que obligaron á su
caserío á remontarse por las pendientes. Pero las grandes calles habían
acabado por vencer las gibas del suelo perforándolas con túneles.

Estas avenidas subterráneas tenían sus paredes y sus bóvedas revestidas
con ladrillos blancos de porcelana biselada. Noche y día brillaban en su
seno focos de electricidad ocultos en el muro, y estos chorros
luminosos de origen invisible se extendían por la curva del techo,
descomponiéndose en las facetas de la porcelana con el irisamiento del
nácar. Los focos de los autos, deslizándose como las cuentas de un
rosario de fuego, cortaban con sus chorros móviles de luz roja este
brillo lácteo, semejante al reflejo de la luna sobre un mar dormido.

--Cree uno que marcha por el interior de una ostra perlífera; parece que
el automóvil se haya extraviado en las nacaradas revueltas de una
caracola marina gigantesca.

Luego hablaba de la abundancia de los automóviles californianos como
signo de la riqueza del país. Había un vehículo de esta clase por cada
cuatro habitantes.

--De modo--continuó diciendo--que una mañana puede montar en auto la
población entera de California, niños y viejos, y marcharse á toda
velocidad, dejándola desierta... Pero no hay miedo de que lo haga. Es un
suelo el suyo como no hay otro en el mundo.

Tan grande era la fama de este país, que su nombre, invención de un
obscuro novelista de Castilla, había acabado por ser sinónimo de tierra
hermosa. En Niza y Cannes, los barrios mejores por la fertilidad de sus
jardines eran llamados La California. El título de la ínsula de la reina
Calafia evocaba en todo el mundo una visión paradisíaca.

El oro que la había hecho célebre sólo representó una opulencia
transitoria. Su riqueza permanente estaba en los campos cultivados. En
su parte septentrional, antes de llegar á San Francisco, había selvas
convertidas por la previsión del gobierno en parques nacionales, con
árboles prodigiosos, las famosas «sequoias», bajo cuyas raíces formando
arcos podían pasar á la vez varios hombres á caballo.

El subsuelo, rico en vetas auríferas, guardaba filones de los más
diversos metales, y á esta riqueza sólida había venido á unirse en los
últimos años el oro líquido, obscuro y maloliente necesario á la
industria moderna. Por las entrañas de esta tierra, madre del naranjo y
otras frutas de crecimiento maravilloso, circulaba el petróleo. Sobre
las arboledas cultivadas asomaban su vértice los andamiajes de madera
que marcan la existencia del pozo petrolífero. Dentro de la misma ciudad
de Los Angeles había visto Mascaró terrenos rodeados de cercas, como si
fuesen solares en construcción, mostrándose por encima de dichas
barreras idénticos maderos en forma de pirámide. Eran fuentes de
petróleo surgidas en el interior de la ciudad, pero cuya explotación
había sido suspendida, por resultar incompatible con el funcionamiento y
la hermosura de la vida urbana.

--Y la última riqueza de California es el cinematógrafo--siguió diciendo
Mascaró--; una de las más importantes de los Estados Unidos, uno de sus
primeros artículos de exportación.

No era en realidad la ciudad de Los Angeles el lugar santo donde se
creaba la vida sin voz; se llamaba Hollywood, nombre de un pueblo
inmediato.

Había nacido en los últimos años, desarrollándose con la rapidez
biológica de un órgano reclamado imperiosamente por la función.

--En toda la tierra es conocido Hollywood; pocos son los que no han
visto alguna vez sus calles--dijo el profesor á Florestán--. Esas
avenidas orladas de pequeñas palmeras, con jardines sin valla, formando
pendientes de musgo y de flores, por donde se persiguen los héroes de
las historias cómicas y pasan automóviles que aplastan á las gentes ó
marchan en vertiginoso zigzag, como si estuviesen ebrios, eso es
Hollywood.

Su primera visita á dicha población había sido á mediodía, cuando los
actores interrumpen su trabajo para tomar el _lunch_. Tenía unos quince
mil habitantes, casi todos artistas. Los llamados «estudios», donde se
producen las obras cinematográficas, eran la verdadera industria de esta
villa. Como viven en ella miles de mujeres solas y ganando mucho dinero,
habían surgido otras industrias menores: sombrererías, modistas y demás
establecimientos de lujo. Los más de los habitantes tenían automóvil,
guiándolo ellos mismos. Hasta los carpinteros y los maquinistas
constructores de las decoraciones para las obras llegaban al trabajo
guiando su vehículo mecánico. En las extensas avenidas, abiertas sin
miedo á despilfarros de espacio, se adivinaba la existencia de los
«estudios» al ver un centenar de automóviles en doble ó triple fila,
todos con el dueño ausente.

Mascaró, al entrar en Hollywood, fué pasando entre numerosos grupos de
odaliscas, unas envueltas púdicamente en sus velos, otras dejándolos
flotar sobre sus espaldas, mientras corrían veloces, con una alegría de
colegialas en libertad. En uno de los «estudios» se estaba filmando
aquel día un cuento oriental. Las figurantas con familia acudían á sus
casas para tomar el _lunch_ y regresar cuanto antes al fabuloso Bagdad
del califa Harum Al-Rachid.

Enumeraba el catedrático las maravillas de este pueblo, que por sus
incesantes transformaciones era llamado la Ciudad-Camaleón.

Cada «estudio» ocupaba vastos terrenos guardados por vallas, y en esta
planicie cerrada, arquitectos y hábiles manipuladores del cemento armado
construían y destruían en el curso del año toda clase de poblaciones. Un
día, sobre las cercas se iban elevando, en hábil y engañosa perspectiva,
la torre Eiffel, el puente Alejandro, la bóveda de los Inválidos, todo
lo más conocido del panorama de París. Y las empresas cinematográficas
aprovechaban tal reconstitución, que había costado meses y meses de
trabajo, para filmar de una vez y en unos cuantos días todas las
historias que tenían por escenario la capital francesa.

Otras veces se podía ver en Hollywood el puente de los Suspiros, el
Rialto y la plaza de San Marcos de Venecia; ó un zoco árabe, de
tiendecitas lóbregas, al que afluían varias calles abovedadas como
túneles, agitándose en su ámbito abigarrada muchedumbre de mercaderes,
camelleros, hembras veladas y santones.

--Y todo construído de verdad, todo sólido y duradero, como si no
hubiera de ser echado abajo apenas el operador da la última vuelta de
manivela á su aparato. ¡Los chascos que se llevaba uno en la
Ciudad-Camaleón!...

Recordaba haber paseado por calles idénticas á las que habitan los
obreros en los suburbios de las grandes ciudades industriales. Eran
casas de ladrillo ahumado, fachadas monótonas, con vidrios polvorientos
en sus ventanas. Las comadres de brazos arremangados hablaban apoyadas
en los quiciales de las puertas ó remendaban sus ropas sentadas en el
umbral. Un tranvía viejo pasaba por el centro de la calle, haciendo
apartarse á los grupos de chicuelos astrosos, hijos de emigrantes
italianos ó irlandeses.

El catedrático había creído que este barrio de trabajadores sobre
terrenos dedicados á la cinematografía era una prolongación olvidada de
la vida industrial de algún grupo de fábricas próximas. Pero de pronto,
cuando sus acompañantes abrieron la puerta de una de las casas y le
invitaron á pasar adelante, no pudo contener una exclamación de asombro.
La casa no continuaba. La calle estaba hecha simplemente de fachadas, y
lo mismo ella que las gentes que se agrupaban junto á las puertas, las
tiendecitas sucias de los pisos bajos, el tranvía viejo, los carretones
circulantes cargados de cajas y toneles, todo era fingido, todo
preparado para representar cinematográficamente una novela de la vida
obrera en los Estados Unidos.

Todos los pueblos de la tierra, atraídos por el nuevo arte, enviaban sus
gentes y sus idiomas á la Ciudad-Camaleón.

Mascaró había visto en las diversas secciones de un mismo «estudio», que
filmaba varias historias á la vez, bailarinas de Málaga y bailarinas de
Bombay, jinetes mejicanos ó de Australia, gauchos de las Pampas y
esquimales venidos de Alaska. En las inmediaciones de Hollywood volaba á
veces un aeroplano, cuyo tripulante hacía dar al aparato las vueltas más
audaces, arrojándose luego en el vacío, para agarrarse á un árbol ó un
tejado.

Resultaba visible la riqueza de la Ciudad-Camaleón en los edificios y
las personas. Las casas de los artistas, rodeadas de floridos jardines,
eran de madera en su mayor parte, elegantes _bengalows_, adornados
interiormente con ricas alfombras y muebles ostentosos. Se adivinaba la
aburrida suntuosidad de las gentes que ganan mucho dinero y se ven
obligadas por su trabajo á permanecer siempre en el mismo sitio. Era una
opulencia igual á la de los mineros aglomerados en un rincón solitario
de la tierra, que no saben qué inventar para aligerarse del oro que
llevan ceñido al talle.

Casi todas las mujeres iban elegantemente vestidas, con una elegancia
pesada y costosa. Algunas, en las primeras horas matinales, llevaban
trajes de rica seda bordados de oro.

La dulzura del cielo, la persistencia del sol de California, que rara
vez deja de mostrarse, habían impulsado las grandes industrias
cinematográficas á establecer sus «estudios» en este pueblo junto á Los
Angeles. Hasta el pasado salvaje del país ayudaba al mayor esplendor del
arte mudo. Cerca de Hollywood existía una de las llamadas «reducciones»
de indios, porción de terreno que el gobierno deja á las antiguas tribus
para que sigan vivaqueando como antes de la conquista realizada por los
blancos.

--Estos pieles rojas--continuó don Antonio--han acabado por sentir, como
cualquiera señorita, la tentación demoniaca del cinematógrafo, y buscan
el figurar en los _films_ cuando alguna historia exige la presencia de
indios. En la Ciudad-Camaleón, los reclutadores de figurantes son
personajes que merecen tanto interés como los que construyen poblaciones
de quita y pon. Basta decirles: «Necesito quinientas personas de esta ó
de la otra clase», y al día siguiente, á las siete de la mañana, se
presenta en el «estudio» la muchedumbre amaestrada que ha pedido usted.
Si la fábula exige la presencia de una tribu india, el agente echa mano
al teléfono y llama al cacique del campamento próximo, pues en las
tolderías de los Estados Unidos hay teléfonos, máquinas de coser,
máquinas de contar el dinero y plumas estilográficas, lo que no impide
que las gentes lleven aún plumas en la cabeza, mantas rayadas y
pantalones de cuero acampanados, con cabelleras colgantes. «Para
mañana--dice el reclutador--quiero cien guerreros con sus familias y sus
tiendas.» Y al día siguiente, á primera hora, acampan en los terrenos
del «estudio» los pieles rojas con traje de guerra, armados de lanza y
flechas, y fuman acurrucados en el suelo sus largas pipas de piedra,
mientras las mujeres, chatas y de ojos oblicuos, plantan las tiendas
cónicas de cuero pintarrajeado, y los chiquillos cobrizos juguetean con
los perros de la tribu.

Se entusiasmaba el catedrático al hablar de las ventajas de la
cooperación y del capital abundante. En unas cuantas horas podía uno
improvisarse cinematografista en la Ciudad-Camaleón, alquilando un
«estudio» donde todo estaba preparado: el personal, las fuerzas
eléctricas, los reflectores, enormes como los de un navío de guerra. En
Europa había que hacer las cosas partiendo de lo más elemental, como el
que se ve obligado para construir un mueble á empezar por la siembra de
la semilla del árbol, esperando á que éste crezca y pueda proporcionar
finalmente tablas para la deseada fabricación.

Cada artista trabajaba según la calidad de su rostro.

--El figurante novel, al ofrecer sus servicios, queda clasificado por
los conocedores. «Cabeza de juez», apunta en su libro de notas el
agente. Y cuando un «estudio» necesita un juez, lo llaman... En Europa
no trabajaría una semana en todo el año. En Hollywood, donde se crean á
la vez quince ó veinte historias cinematográficas, no hay día en que el
«juez» deje de trabajar.

Y así continuaba enumerando las particularidades de la Ciudad-Camaleón;
pueblo que no tenía más allá de una docena de años de verdadera
existencia y llenaba el mundo con sus obras, dando alimento imaginativo
á todas las razas de la tierra, venciendo los obstáculos que oponen los
idiomas y los colores diversos de las gentes, haciendo penetrar muchas
veces la poesía ó los adelantos del pensamiento en lugares inaccesibles
por la tradición ó la barbarie, donde jamás consigue entrar el libro.

Para Arbuckle, representaba un placer reposado y dulce escuchar al
catedrático envolviéndose en las nubes de su habano, hundido en las
blanduras de un sillón de la rotonda, atisbando al mismo tiempo,
disimuladamente, todas las personas que veía entrar en el hotel y
dirigirse á los ascensores. Como Mascaró sabía evocar con una realidad
casi tangible el recuerdo de la amada California, esto le hacía
imaginarse que la señora Douglas estaba allí, entre ellos, aunque
transcurriesen las horas sin que se mostrase.

En espera de tiempos mejores, Haroldo encontraba aceptable su actual
situación. Algunas tardes la viuda se quedaba en el _hall_, después del
almuerzo, hablando con sus amigos, pues aquel sabio, que decía cosas tan
hermosas y agradables, parecía atraerla con el encanto de su palabra. El
californiano se explicaba esta fuerza atractiva. Florestán le era
simpático por su juventud, pero apenas si fijaba en él su atención.
Después de la viuda sólo tenía ojos para el gran Mascaró.

Esta espera plácida de hombre que cuenta con el tiempo para la
realización de sus deseos, y considera inútiles audacias y prisas, se
vió turbada de pronto por un suceso inesperado. Una tarde, cuando
Arbuckle aguardaba la llegada de su amigo el catedrático, vió avanzar
bajo la cúpula del _hall_ á otra persona conocida, pero que él se
imaginaba muy lejos de Madrid: el marqués de Casa Botero.

Lo había encontrado en París, durante varios meses, casi todos los días,
por ser un amigo de la señora Douglas, tan persistente y tenaz como él.
La mayor preocupación del californiano al salir para Madrid había sido
que el otro no averiguase el paradero de la viuda.

Este encuentro era lo peor que podía ocurrirle; pero á pesar de ello
apretó la mano del marqués con forzuda efusión, sonriendo al mismo
tiempo sin hipocresía. Estaba enterado desde su juventud de la cortés
lealtad con que debe tratarse á un adversario. Había estrechado la
diestra, siendo muchacho, de muchos camaradas con los que se batía luego
á puñetazos. Terminado el boxeo, era también de regla darse una mano,
mientras la otra estaba ocupada en rascarse los chichones y limpiar el
rostro de sangre. Hay que demoler al enemigo si se puede, pero sin
faltar nunca á la consideración que merece por ser hombre.

--¿Usted aquí? ¡Qué sorpresa!...

Y el otro contestó con una petulancia en la que se adivinaba su deseo de
aplastar al hombre de negocios:

--Sentí de pronto el deseo irresistible de contemplar una vez más los
Velázquez. Yo soy muy artista y tengo necesidades espirituales que
ignoran otros.

Aunque no existiese entre los dos la seductora personalidad de la viuda
Douglas, que los separaba y los hacía buscarse al mismo tiempo, no por
ello Arbuckle habría sentido simpatía alguna por este personaje. Se
levantaba entre ambos un antagonismo tradicional é irreductible. Era
como si perteneciesen á dos especies distintas de hombres que venían
chocando y devorándose desde el principio de la existencia humana.

El marqués de Casa Botero, de la misma edad que Arbuckle, parecía más
viejo que él por el rostro y más joven por la esbeltez de su figura. Era
extremadamente enjuto de carnes, con la delgadez del deportista que
vigila celosamente su peso y no permite sobre el andamiaje de su
osamenta otra carne que el músculo productor de fuerza, pero comprimido
y correoso, sin los abultamientos del atletismo profesional. Bajo la
piel de su rostro se marcaban las oquedades y aristas del hueso. Esta
epidermis estaba algo quebrada por la pátina de los ejercicios al aire
libre, por las inmovilidades en la playa bajo el sol después de la
natación, por los deportes de invierno en las estaciones elegantes de
Suiza. No eran arrugas de vejez; era el agrietamiento de la flacura
buscada con extremados ejercicios. Llevaba el rubio bigote corto, y su
cabellera peinada atrás con tal violencia, que parecía tirar de ella una
mano invisible. Tenía en sus movimientos la ligereza del jinete, y en
sus gestos y su mirada fría la insolente seguridad del hombre de armas
que cuenta con sus ventajas de esgrimidor.

Avezado Arbuckle en sus negocios internacionales á la lucha con la
mentira, le era fácil husmear la presencia ó la ausencia del dinero, y
basándose en tal adivinación consideraba pobre al marqués no creyendo
ninguna de las manifestaciones de opulencia que hacía frecuentemente con
gestos de multimillonario hastiado de su prosperidad.

Llevaba, sin embargo, una vida tan costosa como la de los ricos,
mostrándose en todos los lugares de Europa frecuentados por gentes
acaudaladas. La señora Douglas le había conocido, una primavera, en un
hotel de Florencia. Rina lo veneró desde el primer momento como si fuese
la personificación material de muchos personajes interesantes adorados
por ella en novelas que llamaba «aristocráticas». La viuda le miró con
cierta simpatía al oir que era un marqués español.

Esta nacionalidad de Casa Botero no resultaba clara. Unas veces se decía
español, afirmando que su título nobiliario había sido dado por los
reyes de España. Otras, para explicar sus defectos de pronunciación, se
declaraba nacido en Sicilia, pero sus abuelos habían ido á Madrid con
Carlos III, al renunciar éste la corona de Nápoles por la de España.

Dudaba Arbuckle de sus dos nacionalidades, creyéndole más bien nacido en
alguno de los puertos cosmopolitas del Mediterráneo oriental, donde los
judíos que fueron expulsados de la Península hablan aún el castellano
antiguo. ¿Quién podía saber con certeza lo que era este hombre y la
legitimidad de su título?... Su única ocupación visible era coleccionar
cuadros y antigüedades, ponderando las enormes sumas que le costaba
satisfacer sus refinados gustos de artista. Pero el californiano tenía
la sospecha de que se dedicaba al corretaje y venta de estos objetos,
muchas veces de dudosa autenticidad, abusando de las manías
seudo-artísticas de ciertas personas ricas é ignorantes á las que había
conocido en salones ú hoteles célebres, siendo esta industria
cuidadosamente disimulada su mejor renta.

Vivía con lujo, y si tenía apuros monetarios los ocultaba con habilidad.
En opinión de Arbuckle, el negocio que ocupaba enteramente su
pensamiento era casarse, fuese como fuese, con la millonaria Douglas...
Pero la consideración de que era su adversario le hacía callar tales
sospechas, para que su compatriota no le creyese falto de lealtad y de
justicia.

Después de haberle conocido en Florencia volvió «la Embajadora» á
encontrarlo en París, y desde entonces fué tropezándose con Casa Botero
en todos sus viajes por Europa.

Era menos hábil y rápido que el antiguo buscador de oro para descubrir
su paradero; mas de todas suertes acababa por surgir ante su paso pocos
días después de haberse mostrado Arbuckle. Resultaba de trato menos
seguro y plácido que el otro solicitante; siempre hallaba el medio de
exponer sus pretensiones amorosas, á pesar de las interrupciones
burlonas de la viuda y su habilidad para librarse de palabreos
importunos. Además, había sabido atraerse la simpatía de Rina, y ésta le
ayudaba con sus elogios y sus frases de admiración al quedar á solas
con la viuda.

Dos sentimientos contradictorios agitaban á la señora Douglas al pensar
en él. «Tal vez será conveniente cortar esta amistad», se decía muchas
veces.

Casa Botero estaba bien relacionado socialmente; entraba en todas
partes; era muy conocido en París desde los hoteles inmediatos al Arco
de Triunfo hasta los establecimientos y clubs vecinos á la Magdalena;
pero algunas personas de situación respetable sonreían irónicamente ó
hacían un gesto de inquietud al oir su nombre. Otros afirmaban que en la
Embajada de España nadie conocía á este personaje, ni estaban enterados
de la existencia del marquesado de Casa Botero. Tal vez eran
murmuraciones de sus enemigos. También podía ser que su título fuese de
los que concede el Papa. Pero aunque no resultase menospreciable por un
pasado turbio, siempre era para ella un amigo poco tranquilizador, que
le obligaba á vivir recelosa y pronta á defenderse.

Al mismo tiempo le inspiraba cierta gratitud por el interés con que
atendía á sus diversiones, proporcionándola invitación para asistir á
las fiestas más famosas, guiándola con su experiencia y sus amistades en
el círculo de la vida cosmopolita comprendido bajo el título de «todo
París». Era para ella lo que para ciertas damas antiguas el llamado
«caballero sirviente». Gracias á su auxilio había conocido en pocos
meses un París que muchas de sus compatriotas tardaban años en
conquistar.

Sentía á veces remordimiento al darse cuenta del inexplicable contraste
entre la simpatía que le inspiraba este hombre y las noticias de su vida
anterior. Era una vergüenza igual á la que se sufre con el
descubrimiento de un pecado: vergüenza que no nos impide persistir en
él. Conocía varias «historias malas» del tal Casa Botero, historias de
amor con mujeres á las que había hecho perder su prestigio y su posición
social; historias con damas que á última hora no quisieron casarse con
él; mas todo ello era muy vago; nadie podía afirmarlo con un testimonio
directo, y el marqués continuaba siendo bien recibido en salones
respetables frecuentados por ella.

La estima simpática de este hombre inquietante era su único pecado
mental, lo que hacía que le apreciase todavía más, con ese interés
curioso que inspiran los libertinos alegres y serviciales á muchas
personas honestas. Era para ella á modo de una ventana que le permitía
asomarse sobre un mundo prohibido. Todo lo malo que le contaban acerca
de su pasado parecía añadir nuevas seducciones á su persona. Según iban
aumentando los informes en perversidad, se agrandaba su atracción: la
terrible atracción que ejerce lo desconocido.

Ella, además, era una mujer fuerte, predispuesta por instinto á buscar
todo lo arriesgado. Bastaba que muchas señoras evitasen con miedo el
trato de este hombre, para que «la Embajadora» le concediese mayor
familiaridad. Sonreía cuando algunas amigas tímidas le insinuaban que
este individuo iba indudablemente en busca de sus millones y era capaz
de comprometerla en un escándalo social, para obligarla de tal modo á
casarse con él. Le gustaba juguetear con el peligro, desorientar con sus
coqueterías y sus severidades á este temido sujeto, sin permitirle que
avanzase un paso más en su intimidad. Era como si domesticase una bestia
feroz y astuta, divirtiéndose en hacer de ella un gozquecillo, seguidor
humilde de sus pasos.

La mujer que Mascaró apodaba «la reina Calafia» podía arriesgarse en
estos ejercicios de amazona, sin miedo alguno. Sus opiniones austeras,
la ordenada serenidad de su vida física, le permitían considerarse
fuerte, ignorando ó despreciando la embriaguez de la tentación. Su
existencia tenía la regularidad isócrona y vencedora de una máquina.

El adulterio, con los tapujos y mentiras que forman su acompañamiento,
le había parecido siempre una cobardía, indigna de su carácter franco y
valeroso.

«Si yo me hubiese enamorado alguna vez--se decía interiormente--, si un
hombre me hubiese hecho su esclava, antes que engañar á mi marido le
habría revelado la verdad, separándome de él. Todo es preferible á la
mentira... Eso que llaman amor y obliga á las vilezas del adulterio es
indudablemente igual á una enfermedad, y la mujer que sufre tal
desgracia debe sobrellevarla valientemente y no mentir.»

Tampoco admitía el amor sin la vida común. ¿Esconderse?... ¿Mostrar
rubor en público por una pasión á la que se dedican luego en secreto
tan hermosas palabras?... No; ella sólo habría aceptado amar á un
hombre á la luz del sol.

Por eso le atraían y divertían como espectáculos raros las aventuras del
adulterio, los incidentes de la pasión oculta y vergonzosa, que sirven
de base á tantas historias de amor. Le parecían actos de una humanidad
secundaria, malsana y merecedora al mismo tiempo de interés. Su salud
siempre equilibrada, su sensualidad adormecida, le permitían vivir
rozándose con todas estas historias sin miedo al contagio, como un
operador de laboratorio, defendido por guantes aisladores, maneja
tranquilamente venenos mortales ó fuerzas fulminantes.

Había también mucho de coquetería femenil en la predilección que
mostraba por este amigo inquietante. Como no había conocido otra pasión
que el reposado y dulce compañerismo de su esposo, le placía
secretamente verse deseada con violencia, al modo «latino», con cierta
falta de respeto.

Se ofendía cuando Casa Botero intentaba ir lejos en sus palabras. Una
vez que, aprovechando una conversación á solas, quiso besarla, Concha
Ceballos lo inmovilizó dolorosamente con uno de aquellos golpes del
pugilato japonés aprendido en su juventud. Con ella era peligroso
intentar algo que no hubiese autorizado previamente.

Luego la amazona sonreía con una vanidad de colegiala al escuchar las
amenazas de celoso añadidas por el marqués á sus declaraciones de amor.

--Si usted ama á otro, lo mataré. ¡Juro que lo mataré!

Nunca había oído esto á sus pretendientes, cuando era soltera.

--Entonces, mate usted á Arbuckle--dijo riendo.

Casa Botero quedó indeciso, y al fin añadió con desdeñosa magnanimidad:

--A ese lo desprecio. Sé bien que nunca será un rival temible para mí.

Fluctuando entre la desconfianza por sus antecedentes, el agradecimiento
por sus servicios y el deseo de coquetear con él para convencerse de su
propia fuerza y hacer ver á sus amigas que este hombre tan temible para
otras mujeres no podía inspirarle miedo, continuaba la viuda admitiendo
sus visitas, hasta que de pronto sentía la necesidad de alejarlo. Era
prudente guarecerse detrás de los obstáculos del tiempo y la distancia.
Resultaba demasiado pegajoso en sus deseos de hacerla marquesa de Casa
Botero... Y en uno de tales momentos había dispuesto su viaje á España
para ayudar á Rina.

Al presentarse en Madrid este solicitante, ella acogió con risas la
noticia de su llegada.

--Me lo temía--dijo á su compañera--. Ya está la familia completa.

Hubo sin embargo en su risa una expresión de contrariedad. «La
Embajadora» no se sentía aquí con el mismo buen humor para tolerar á sus
dos enamorados que en París y otras ciudades.

Por fortuna, el bondadoso Arbuckle la libró de su presencia. Nunca
llegaba á presentir con exactitud los deseos de la viuda, pero algunas
veces por obra del azar, sabía servirla y complacerla mejor que el
otro. Pensó que, estando ahora en Madrid aquel adversario, simpático á
las mujeres, pero enigmático y sospechoso para muchos hombres, nada
podría adelantar él en sus pretensiones. Era mejor irse á Sevilla por
unos días, justificando de tal modo lo que había dicho á la viuda.

El marqués, menos discreto que él, se había instalado en el mismo
Palace, buscando sin recato alguno ver con frecuencia á la señora
Douglas. Pero Arbuckle creyó que podía emprender tranquilamente dicho
viaje, pues dejaba á sus espaldas buenos auxiliares.

Su ilustre amigo don Antonio había manifestado una opinión francamente
adversa desde la primera vez que vió á Casa Botero.

--No me gusta ese tipo. Además... ¿qué marquesado es el suyo?... Nunca
he oído mentar el tal título.

Florestán mostraba igualmente repulsión por él desde la noche que le
conoció en el comedor del Ritz.

Le molestaba el tono familiar de su conversación con la señora Douglas,
como si existiese en su pasado una intimidad que no podía mantener
oculta. Le irritó la cortesía teatral con que besaba su mano.

Se dió cuenta por primera vez de que otros hombres, además de él, podían
ser amigos de dicha señora, recibiendo sus palabras, sus ojeadas y
sonrisas. Creyó que le robaban algo suyo, y esto le hizo perder la
serenidad de su carácter simple y rectilíneo.

Casa Botero, como si adivinase sus sentimientos, le trató con una
hostilidad falsamente cortés.

Repetidas veces, en el curso de esta primera comida, miró con inquietud
á la señora Douglas y luego al joven. Aprovechando un momento en que
Rina conversaba con Florestán, se inclinó hacia la viuda para decirla
quedamente:

--Veo que ha hecho usted, apenas llegada, muy buenas amistades en
Madrid. ¿Verdaderamente, le interesa la gente tan joven?...



VII

De las discusiones que tuvo Mascaró con su esposa y de un recado que le
envió Florestán


El día que conocieron en Florencia á Casa Botero, y después en las
numerosas conversaciones tenidas con él en París y otras ciudades, las
dos californianas le oyeron hablar siempre con orgullo de su noble
abolengo español.

--Los Casa Botero somos de origen siciliano, pero mis ascendientes
sirvieron con tal lealtad á Carlos III, que al renunciar éste á la
corona de Nápoles para ser rey de España, no quiso separarse de ellos y
ordenó que le siguieran á su nuevo reino, figurando mucho en la corte de
Madrid.

Esto lo decía estando en Italia y en Francia; pero al vivir en Madrid
empezó á mostrarse más siciliano que español. Olvidaba á los abuelos que
siguieron á Carlos III para hacer memoria únicamente de los otros que se
habían quedado junto á los Borbones de Nápoles, así como de ciertas
propiedades y derechos que aún poseía en Sicilia.

Como sólo le visitaban en Madrid algunos amigos aficionados á los
deportes y dados á los placeres conocidos por él en París, y había hecho
mención tantas veces de los ilustres tíos y primos que tenía en España,
creyó necesario justificar este retraimiento de su familia.

Los tales parientes--según ciertas explicaciones misteriosas que dió á
Rina--eran de la aristocracia más histórica de España, pero no podían
olvidar la lealtad de los Botero con la monarquía legítima, viendo en
ella un remordimiento para su propia conducta.

--Mis abuelos siguieron al pretendiente don Carlos, que era el monarca
verdadero, mientras los demás parientes aceptaban la rama usurpadora.
Por eso el gobierno finge no conocer nuestro marquesado, indudablemente
más legítimo que el de los otros, pues nos lo dió el único rey.

Y la solterona repetía estas explicaciones por encontrar en ellas cierto
sabor romántico, sin fijarse en la indiferencia con que las escuchaba la
viuda. ¿Qué podían importarle las historias de este hombre elegante y de
incierta nacionalidad, que Arbuckle tenía por un aventurero?... Ella no
iba á casarse con él. Además, empezaba á serle molesta la presencia del
marqués á los pocos días de haberlo encontrado en Madrid.

Resultaba menos maleable y simpático que en París. Se creía tal vez, al
vivir en este nuevo ambiente, con nuevos derechos sobre ella.
Consideraba que por antigüedad debía ser el más asiduo y atendido de
todos sus amigos, mostrando una disposición hostil contra Florestán,
como si viese en él á un intruso.

Ya no podía gozar la viuda tranquilamente el honesto placer de ser
acompañada á todas partes por este muchacho respetuoso y tímido, que
parecía esparcir en torno de su persona una energía flúida, inconsciente
y reposada, algo semejante á las misteriosas fuerzas telúricas que
surgen de las entrañas de la tierra. «La Embajadora» se sentía más
joven, más optimista y de ánimo más firme al lado de este acompañante,
que muchas veces permanecía en silencio, mirándola con unos ojos que
eran acariciadores, sin que él se diese cuenta de tal audacia.

La presencia del marqués había trastornado esta vida de creciente
intimidad, casi igual á la de sus tiempos de soltera en Monterrey,
cuando galopaba al lado de algún jinete mudo por la timidez, que iba
preparando mentalmente su declaración de amor. Le era imposible
organizar una excursión en automóvil á cualquiera de las ciudades
históricas de Castilla, sin que á última hora dejase de surgir Casa
Botero, agregándose al viaje. Era Rina, sin duda, la que, por
imprudencia ó exceso de admiración, revelaba á este hombre los proyectos
de la viuda para el día siguiente, lo que le permitía presentarse con
una oportunidad molesta.

Florestán se mostraba aún más contrariado que la señora Douglas por la
asiduidad de Casa Botero. Al vivir éste en el mismo hotel, no necesitaba
pasar largas horas en el _hall_, como Arbuckle, atisbando las llegadas
ó salidas de la viuda para entablar conversación con ella. Se mostraba
también menos respetuoso y obediente que el californiano, siendo á veces
tal su terquedad en no despegarse del grupo de las dos señoras, que la
viuda se veía obligada á valerse de un descaro sonriente para hacerle
saber que ya la había visto bastante por el momento.

El interés visible de ella era mantener cerca á Florestán y alejar al
otro. Al principio, el joven Balboa había frecuentado el hotel como
quien va á cumplir maquinalmente una obligación cortés y agradable.
Luego se había ido transformando el carácter de estas visitas en el
curso de un mes, que era poco más ó menos el tiempo de su amistad con la
señora Douglas.

Llegaba al Palace con anticipación, mucho antes de la hora convenida con
la viuda para sus paseos por la ciudad, sus excursiones en automóvil ó
sus comidas. Algunas veces no había sido citado por ella, pues deseaba
hacer compras en las tiendas de antigüedades acompañada solamente de
Rina. Otros días gustaba de salir sola, por el interés mezclado de
inquietud que le inspiraba la muchedumbre en las calles de Madrid.
También estaban de paso algunos viajeros de su nación y le era preciso
aceptar sus invitaciones, viviendo con ellos unas horas, sin su joven
acompañante.

Durante estas ausencias, Florestán empezó á considerarse igual á
Arbuckle. Fué, como él, á ocupar un sillón en el _hall_ del hotel, y
para justificar dicho acto ante su propio juicio, se dijo que lo hacía
por costumbre, porque le había tomado afición á sentarse bajo la cúpula
de cristales, viendo la gente cosmopolita que pasaba entre las columnas
del salón circular.

En realidad permanecía agazapado en su asiento, lo mismo que un espía
que se finge distraído y lo vigila todo por el rabillo de un ojo. Seguía
atentamente las entradas y salidas de los huéspedes, con la esperanza de
que apareciese de pronto Concha Ceballos, proporcionándole este
encuentro una entrevista más.

Le atormentaban ó le enfurecían ahora preocupaciones é inquietudes
ignoradas semanas antes. Al acompañar á la señora Douglas por la ciudad,
la cólera hacía pasar algunas veces por sus pupilas un resplandor
agresivo, aconsejándole al mismo tiempo caer á bastonazos sobre la
gente.

No podía la viuda pasar inadvertida en las calles inmediatas á la Puerta
del Sol, donde las aceras están siempre ocupadas y hay que marchar con
lento paso. Como en España no abundan las mujeres de gran estatura y el
vulgo siente una admiración instintiva por las hembras altas, bien
llenas, de porte gimnástico y andar ágil, el tránsito de la californiana
parecía ir inflamando un reguero de avideces genésicas. Los más no la
encontraban suficientemente gruesa para su talla aventajada; mas aun
así, sentían en su imaginación el estallido de un cúmulo de fantasías
salaces é inverosímiles, expresando sus deseos con el inevitable
requiebro, que cuando más brutal les parece más de hombre.

--¡Eso es una hembra!... ¡Vaya una tía!

Adivinando por su aspecto que era extranjera, recargaban sin escrúpulo
el color de sus admiraciones y anhelos, y creyendo no ser entendidos, se
delectaban con sus propias desvergüenzas. La señora nacida en Monterrey
parpadeaba ligeramente, estiraba el labio superior, palidecía un poco y
seguía adelante, fingiendo no haber comprendido. Algunas veces, en
realidad, no llegaba á entender, á pesar de su conocimiento del idioma;
tan extraordinariamente soeces y de origen inconfesable eran las
palabras con que algunos expresaban su entusiasmo.

Todo esto hacía sufrir á Florestán un suplicio nuevo. Él había
transitado por las mismas calles acompañando á doña Amparo y Consuelito,
sin oir nada semejante. Pero ahora iba con una extranjera, con una mujer
que por su aspecto físico, su manera de vestir y sus movimientos se
diferenciaba de las del país, y la excepción parecía inflamar la avidez
carnal de los transeuntes.

--¡Gente grosera! ¡Pueblo sin educación!--protestaba en voz baja el
joven.

Y no se atrevía á decir más, porque la señora Douglas continuaba su
marcha fingiendo indiferencia, como si no hubiese entendido ninguna de
las palabras musitadas por muchos hombres al cruzarse con ella.

Durante sus largas esperas en el hotel, las tardes que atisbaba una
ocasión para encontrarse con la viuda, no gozaba el consuelo de verse
acompañado como el bueno de Arbuckle. Permanecía solo horas enteras.
Alguna vez veía á Casa Botero entrar en el _hall_; pero después de haber
mirado á todos lados, al descubrir á Balboa se apresuraba á retirarse,
como si no lo hubiese conocido.

Otras tardes se aproximaban á Florestán algunos compañeros suyos de
estudio. Venían para bailar á la hora del té en los salones del hotel.
Uno de ellos mostró en su lenguaje un desenfado igual al de la gente de
la calle.

--De seguro que estás esperando á esa yanki. ¡Buena hembra!... ¡Te
felicito!...

Luego le volvió la espalda, sin reparar en la palidez ofendida del
joven. Con gusto, de seguir su instinto, le habría echado á la cabeza la
taza de té que estaba sobre el velador.

Hubiera sido de gran alivio para él tener allí á don Antonio Mascaró,
como lo tenía Arbuckle casi todas las tardes. Le habría contado cosas
maravillosas de aquella tierra lejana en la que había nacido la señora
Douglas, y que por esta circunstancia empezaba á ser para él la más
interesante de todo el planeta. Pero Mascaró permanecía invisible.

A ruegos de la viuda, que deseaba conocer la historia de la reina
Calafia por haberse enterado del apodo que la daba el catedrático, le
envió éste un ejemplar de _Las sergas de Esplandián_, marcando los
capítulos que describen la isla California y los actos de su valiente
soberana. El volumen iba acompañado de una carta explicando su ausencia.
Formaba parte de un tribunal de examen que se reunía todas las tardes,
y de noche le era preciso escribir artículos para una revista. En
resumen: no podía ir á tomar el té con ella, ni aceptar sus invitaciones
á comer.

«Más adelante--escribía--, si usted sigue en Madrid, distinguida señora,
tendré el mayor gusto en acudir á unos convites tan honrosos para mí y
tan dignos de agradecimiento.»

Otro motivo de soledad para Florestán fué la nueva é inexplicable
conducta que la dama empezó á observar con él. Cada día le buscaba
menos. Iba espaciando sus invitaciones para las correrías en automóvil
que realizaba por los alrededores de Madrid. Varias veces se había
negado á aceptar su compañía para ir á pie por las calles. Únicamente
quería verle de noche en el Ritz.

«¡Se cansa de mí!», pensó el joven.

Y el desaliento le hacía recordar á Arbuckle, como si fuese un compañero
de infortunio.

También pensaba en Casa Botero, pero rencorosamente, viéndolo como único
culpable del repentino desvío de aquella señora. ¡A saber lo que este
hombre había dicho contra él!... Sólo así podía explicarse el raro
cambio de Concha Ceballos. Hasta le pareció que ella miraba con
creciente predilección al tal marqués, sin duda para recordar al joven
su simple condición de amigo é indicarle de este modo indirecto que no
debía pretender ir más allá en su intimidad.

Una tarde, después de la comida meridiana, cuando Florestán salía de su
casa para dirigirse, como siempre, al Palace Hotel, se tropezó en la
puerta de la calle con don Antonio, al que no había visto en muchos
días.

--¿Y tu padre?--fué lo primero que preguntó el catedrático.

Le inspiraba inquietud el aspecto de su amigo Balboa. Tenía en el rostro
una expresión de fatiga y desaliento; su fachada facial parecía
agrietarse lo mismo que un muro próximo á su derrumbe.

Hablaba poco, manteniéndose al borde de la vida exterior, sin decidirse
á saltar dentro de ella, como si una fuerza obscura le retuviese en el
mundo de las quimeras.

El hijo mostró menos inquietud, tranquilizado sin duda por un trato
continuo con el enfermo, que no le permitía ver sus alarmantes
transformaciones.

--Es la reforma del cinematógrafo lo que tiene á papá cada vez más
preocupado y triste. El aparato y su lámpara son ya cosa resuelta; ahora
lo que le hace sufrir es la invención de un papel bastante diáfano para
la cinta. Ninguna materia llega á transparentar la luz con limpieza...
Suba usted. El se anima mucho viéndolo.

De pronto los dos hombres empezaron á hablar, sin saber cómo, de la
señora Douglas. El catedrático dió excusas, lo mismo que si estuviese en
presencia de dicha señora ó Florestán fuese un enviado suyo. Repitió las
razones expuestas en la carta que había remitido junto con la novela
caballeresca. El tribunal de examen le ocupaba la mayor parte de la
tarde; además sus artículos para una revista de historia y otros
trabajos menos dignos de mención.

Mascaró creyó del caso añadir confidencialmente nuevas razones para
justificar su alejamiento.

--Antes, cuando estaba Arbuckle, me gustaba ir por allá. Ese yanki es un
excelente amigo, sano y honradote; una especie de niño grande, lo que no
impide que yo lo considere todo un hombre, capaz de acometer, por amor á
los dólares, las más estupendas aventuras. Me daba gusto hablar con él
de las cosas que vi en su tierra. Además es mozo que sabe oir, se
expresa con modestia y respeta á los que entienden más que él de ciertas
cosas... Ahora, si va uno á ver á esa señora, se tropieza con el tal
Pero Botero, Casa Botero ó como le llamen, un pajarraco que no me hace
ninguna gracia y tal vez sea un aventurero. Me carga la sonrisa del tal
caballerete, su aire de superioridad, su deseo de burlarse de la gente,
como si él fuese de otra casta. No sé cómo esa señora lo tiene por
amigo.

Guardaba el catedrático un mal recuerdo de cierta noche, la última que
había aceptado comer en el Ritz con la viuda Douglas y sus acompañantes.

--Tú te acordarás de aquella noche. Ese sujeto no tiene ninguna relación
conmigo, me veía por primera vez, y á pesar de que sabe que soy un señor
al que paga el gobierno para que explique la historia de España y sus
antiguas colonias, se atrevió á objetarme sobre tal materia, diciendo
disparates enormes. No le llamé imbécil por respeto á la señora, y es
mejor que no vuelva, pues me faltaría la paciencia. Además, ¡su
airecillo de matón en ciertos momentos, como si nos perdonase á todos la
vida!... Te digo que no comprendo cómo la señora Douglas aguanta á ese
tipo.

Florestán, animado por las palabras de Mascaró, fué haciéndole saber la
animadversión que le inspiraba igualmente aquel hombre. Algunas veces
representaba para él un tormento aceptar las invitaciones de la señora
Douglas, por tener que sentarse á la mesa con Casa Botero. También le
resultaban insufribles sus gestos de superioridad, la ironía con que le
trataba á causa de su juventud.

No podía ser mas que un aventurero, como decía Arbuckle. Su marquesado,
si realmente existía, era indudablemente de los que da el Papa. Balboa
se burló también de su fama de espadachín y de los lances á que hacía
alusión en sus conversaciones entre hombres solos, como un informe
preventivo para que le tratasen con miedo.

Diciendo el joven todo esto, perdió repentinamente su calma de atleta
reposado. Le brillaron los ojos, como si un recuerdo despertase su
cólera, y dijo arrogantemente:

--A ese tío le pego yo. Tenga la seguridad, don Antonio, de que no se
irá de Madrid sin que le ponga una mano en la cara. No puede ser otra
cosa.

Al notar cierta extrañeza en el catedrático por la vehemencia de tales
palabras, quiso justificar su acometividad con un motivo preciso.

--Imagínese usted que la otra noche, al preguntarme doña Concha por los
trabajos de mi padre, el tal individuo pretendió burlarse de él, como si
fuese uno de esos inventores ridículos y medio locos que aparecen en las
comedias. Le contesté con pocas palabras pero buenas, y la señora
Douglas, que es muy hábil, cortó la conversación, dándola nuevo rumbo.
Varias veces sorprendí la mirada que me dirigía el tal marqués, como
para meterme miedo, y yo la sostuve, mirándole del mismo modo. Debió
darse cuenta de que le tengo ganas... Le aseguro, don Antonio, que ese
sinvergüenza ha encontrado al fin con quién hablar.

Creyó del caso Mascaró dar consejos prudentes al joven. Debía hacer lo
que él: escasear sus visitas á la viuda hasta que se marchase Casa
Botero.

--Su permanencia en Madrid no puede ser larga. Dice que ha venido
únicamente por ver los cuadros de Velázquez... Tal vez tenga pensado
robarlos y venderlos, pues, según parece, es algo chamarilero... Pero al
ver que la cosa resulta difícil, se irá.

No rió Florestán esta broma del catedrático, y contestó á sus consejos
con palabras de protesta, como si le propusiese algo absurdo... ¿Dejar
de ver á la señora Douglas, para que ésta quedase por completo sujeta al
trato envolvente de aquel aventurero?... Él tenía el deber de mantenerse
á su lado, de alejar de ella con su presencia el peligro que
representaba la amistad con tal hombre.

--Además, si hago lo que usted dice, creerá que me voy porque le he
tomado miedo. Figúrese usted, ¡miedo yo de ese sujeto!

Mientras subía la escalera de su amigo Balboa, durante la visita á éste
y en el resto de la tarde, al cumplir sus tareas universitarias, se
acordó el catedrático de la conversación con Florestán, preguntándose
interiormente, con una inquietud que era al mismo tiempo irónica y
sincera:

«¡Qué diría mi doña Amparo si nos hubiese oído! ¡qué nuevos motivos de
indignación contra la americana!...»

Había guardado en secreto don Antonio el motivo principal de sus
pretextos para no visitar á la señora Douglas. Quería vivir
tranquilamente su egoísta existencia de «modesto cavador de la
Historia», como él decía. A cambio de que su esposa no alterase sus
horas de lectura y sus reposos junto á la mesa del comedor con
resquemores y protestas, estaba dispuesto á todas las concesiones. No
visitando á dicha señora, podría evitar tal vez que su mujer le hablase
continuamente de ella. Pero aun con este sacrificio, no consiguió verse
libre de las quejas de doña Amparo.

En la casa de Mascaró empezaba á ser considerada la señora Douglas como
una calamidad venida del otro lado del Océano para desgracia de la
familia; algo extraordinario, gigantesco, más allá de los límites
concebibles, como son los incendios, las catástrofes ferroviarias y todo
lo malo del Nuevo Mundo.

Doña Amparo «no podía quedarse con un convite sin devolverlo», según
ella declaraba, y había dado finalmente en su vivienda á las dos
extranjeras aquel almuerzo ideado por su esposo, compuesto de platos
españoles. Todo había marchado bien. Las invitadas prodigaron sus
elogios á las producciones culinarias dirigidas por la dueña de la casa,
encontrando una semejanza igual á la que existe entre abuelo y nieto al
comparar estos platos con otros de la América de origen español.
Sintióse halagada la esposa de Mascaró en su vanidad de organizadora
doméstica, y al mismo tiempo ofendida y rencorosa por lo mucho que había
tenido que trabajar en obsequio de unas mujeres que no le eran
simpáticas.

Sus inquietudes de madre recelosa, predispuesta al temor por el porvenir
de su hija, así como sus prematuras severidades y desconfianzas con el
futuro yerno, le hicieron ser la primera en darse cuenta de la nueva
conducta de Florestán. Las visitas del joven á su novia eran cada vez
más breves. Antes le veían todas las noches en casa de su padre, ó venía
él á la de Mascaró para pasar la velada, acompañando la familia al
teatro dos veces por semana.

--Ahora el señorito se viste todas las noches de _smoking_--protestó
doña Amparo--, se asoma un momento para decir cuatro mentiras á nuestra
pobre hija y se marcha á comer á su Ritz, muy contento de tratarse con
esas extranjeras, como si nos considerase á nosotros gente inferior.
Algunas noches ni viene siquiera, y envía una carta con un «botones»
del hotel... Y tú, metido en tus librotes, que apenas si nos dan para
comer, no quieres enterarte de nada; no ves á nuestra pobrecita hija que
está triste, cada vez más triste...

--Pero mujer, ¡si eso carece de importancia! Es algo que
pasará--contestó Mascaró--. El muchacho debe atender á esas señoras por
ser amigas de su padre; y hasta una de ellas tiene negocios con Ricardo.
Éste ha ordenado á su hijo que las acompañe, y lo considero muy natural.
Las señoras se irán un día ú otro y nuestra vida seguirá como antes,
pues el chico quiere de veras á nuestra hija... La misma Consuelito está
más tranquila que tú. He hablado con la niña de esas americanas y no me
ha dicho una palabra contra ellas.

Aquí prorrumpió doña Amparo en exclamaciones de escándalo, levantando
sus manos como si pusiera por testigos á todas las potencias
celestiales.

--¡Ah, ignorante! Tú crees saber mucho porque siempre estás leyendo
libracos, y no conoces ni un pedacito del corazón de las mujeres, tamaño
como un blanco de uña. Nuestra pobre hija calla porque quiere á su
novio. El papel de nosotras cuando nos interesan los hombres es callar y
sufrir. ¡Así se portan ellos de infames! Pero la procesión va por
dentro, y yo sé qué dolores son los suyos mientras disimula é intenta
defender á ese muchacho. Hasta conmigo hace la comedia, á pesar de que
soy su madre, porque ella es algo ingrata y siempre te ha querido á ti
más que á mí. Pero yo, como mujer, no necesito que me digan ciertas
cosas para adivinarlas. ¡Ay, en qué mala hora nos hiciste conocer á esas
amigas tuyas!... ¡Qué perdición van á traernos!...

Mascaró, á pesar de la calma irónica con que escuchaba siempre á su
esposa, no pudo aceptar sin protesta una imputación tan absurda.

--¡Pero si yo no había visto nunca á esas señoras hasta hace unas
semanas! ¡Si es Ricardo su amigo!... ¿Qué culpa tengo de que conociesen
á Florestán en casa de su padre mucho antes de conocerme á mí?...

Aceptando doña Amparo tácitamente la injusticia de su acusación, olvidó
al esposo para lamentar otra vez la tristeza disimulada de su hija:

--Ciertas amiguitas envidiosas, que se morían de rabia al verla con un
novio tan guapo, me la atormentan ahora con sus noticias, dadas con un
aire inocente que merece un par de bofetones. «Ayer vimos á Florestán
con esa señora americana, tan guapa y elegante. Va con ella á todas
partes: ¿es parienta suya?» Y la pobrecita contesta lo que se le ocurre,
con una voz que parece blanca, y se traga sus lágrimas. Estoy segura de
que se traga sus lágrimas. ¡Y tú no ves nada! ¡Y lo mismo que ese tontón
del novio, te pones muy hueco cuando la tal señora, ó lo que sea, te
invita á comer en el Ritz! Te veo aún la última noche que fuiste solo.
¡Qué discusión la tuya con la criada porque el frac no estaba bien
cepillado ni la pechera de la camisa bastante dura!...

Hizo una pausa como para tomar nuevas fuerzas, y añadió:

--Vas á hacer una cosa, si quieres tener mujer é hija. Vas á prometerme
que romperás toda amistad con esas dos mujeres. Es indigno que tú, un
catedrático que todos respetan, vayas con el novio de tu hija á hacer la
corte á esa pájara, que á saber qué idea se lleva sobre el tontón de
Florestán.

Consideró oportuno don Antonio protestar valerosamente de tales
palabras, y doña Amparo, creyendo ver en esta audacia una infidelidad
mental de su esposo, una admiración oculta de la belleza de la viuda,
prorrumpió en denuestos:

--Tú también estás cogido, como el otro. Sin duda te has enamorado de
esa extranjera, lo mismo que Florestán. ¡El viejo y el jovencito
admirando á la tal negrota!... Y el caso es que esa Venus no es ya una
chiquilla. Quisiera yo verla sin los apaños y retoques de esas mujeres
que son ricas y pueden pagárselo todo... No creas que es mucho más joven
que yo. Allá nos vamos las dos, más ó menos, con muy poquitos años de
diferencia. Pero como una es madre de familia y no puede derrochar
dinero, y el poco que tiene lo guarda para la casa...

Dejó de apiadarse de ella misma, lamentando su mediocridad, para caer
con nuevos bríos sobre la ausente.

--De la pájara que va con ella nada quiero decir. Es una solterona medio
loca, una gallina dura que no se sabe de qué tiene cara, si no es de
chino conservado en alcohol. Pero á la otra puedes defenderla: ¡una
mujer que fuma!... ¡una mujer que guía automóvil, á pesar de que trae un
chófer pagado desde su tierra!...

El catedrático protestó:

--En Madrid fuman muchas mujeres. Y en cuanto á guiar automóviles, no lo
hacen aún por falta de habilidad, pero lo harán cualquier día. ¿Qué
tiene que ver eso con el honor de una señora?...

Doña Amparo no le escuchaba. Siguió lanzando sus vociferaciones de madre
inquieta, á las que iba unido cierto rencor personal que ella misma no
podía explicarse; una rivalidad de mujer educada de distinto modo que la
otra; una envidia instintiva por no poder gozar sus comodidades y
abundancias.

--Sé de ella más que tú crees. Me han contado muchas cosas. No puede
salir á la calle sin que su presencia provoque un motín. Los hombres son
tan estúpidos, que apenas ven una mujer alta como una pértiga, que
camina á estilo hombruno y va vestida con las modas más estrafalarias,
se van detrás lo mismo que perros. Me han asegurado que se queja de
nuestras costumbres; que protesta porque le dicen á veces palabras feas.
¿Me las dicen á mí, que soy más señora que ella?...

Vaciló, como el que ha afirmado involuntariamente una falsedad,
apresurándose á añadir:

--Y si alguna vez me las han dicho, me lo callé, como debe hacer toda
mujer honesta que no quiere meter en compromisos al hombre que la
acompaña y teme obligarlo á andar á golpes con los insolentes. Pero
como esa señora tiene tantos adoradores, bien puede darse el gusto de
mezclarlos en líos y peleas... Tiene á ese desdichado Florestán, que va
á matar á nuestra Consuelito; te tiene á ti, viejo sinvergüenza, que
desde que viajaste por las Américas se te van los ojos detrás de toda
mujer que no sea la tuya; tiene á ese yanki, grandullón y tontote, que
te ponía enfermo de tanto regalarte cigarros; y ahora, según parece, ha
hecho venir á un marqués de no sé dónde, que debe ser algún querido
antiguo.

Seguro Mascaró de la inutilidad de protestar con razones, se llevó ambas
manos á la cabeza, mirando á lo alto:

--¡Señor!... ¡¡Señor!!

Pero su esposa se había lanzado á las suposiciones injuriosas y al
insulto, con la velocidad del que va cuesta abajo y no puede detenerse:

--Además, esa dama tan distinguida tiene, según parece, puños de
carretero, y puede ir sola por el mundo. Si no lleva al lado un hombre á
quien comprometer, ella misma arma camorra... Me han contado que, el
otro día, bajando la calle de Carretas, le dió un puñetazo á un tipo,
que le puso la cara negra, porque al pasar junto á ella intentó
pellizcarla por detrás. Ese es el castigo de ser tan llamativa. ¿Me
pellizcan á mí, que salgo todos los días?... Y si alguna vez se ha
atrevido á eso algún insolente, en una iglesia ó en fiestas de mucho
gentío, le he contestado pinchándole con un alfiler, sin contárselo
luego á nadie, sin dar puñetazos, que provocan escándalo, agrupan á la
gente y hacen acudir á la policía. ¡Dios santo! ¿Por qué ese gran
bendito de Ricardo nos habrá hecho conocer á la tal negrota y al chino
que va con ella?...

Tuvo que dejar Mascaró que la indignación de su esposa se extinguiese
poco á poco, como la hoguera falta de leña nueva, valiéndose para
conseguirlo de un mutismo absoluto.

Cuando doña Amparo inició al día siguiente sus lamentaciones sobre la
tristeza de Consuelito, sus quejas contra Florestán y sus imprecaciones
para la reina Calafia y su acompañante--que el catedrático había
apodado, de acuerdo con el libro de Montalvo, «la hermana Liota»--,
frunció el ceño don Antonio, y poniendo cara fosca, como siempre que
necesitaba ocultar su timidez de siervo doméstico, infundiendo á su
esposa un respeto momentáneo, dijo así:

--Te prometo no ver más á esa señora. Ayer la envié un libro que me
pedía, con una carta explicando mi ausencia. Pero tú vas á prometerme en
cambio no hablar más de la niña ni de su novio. Esas cosas de muchachos
acaban siempre por arreglarse, y yo necesito tranquilidad para poder
continuar mis trabajos.

Cumplió á medias la esposa este tratado bilateral. Siempre que pensaba
en la reina Calafia y subía á su boca la marea de protestas é injurias,
procuraba contenerla, dejando escapar sus vapores maléficos en forma de
suspiros. Pero hablaba de Consuelito (¡eso sí! Mascaró era su padre), de
su resignada melancolía, de las ausencias del novio, que pasaba ya días
enteros sin ir á la casa, justificando estos eclipses de su persona con
el envío de breves cartas.

En tal situación fué cuando el catedrático se repitió varias veces
interiormente, durante una tarde y una noche, después de su encuentro
con Florestán: «¡Qué diría mi doña Amparo si nos hubiese oído!»

Al atardecer del día siguiente, cuando salía Mascaró de la Universidad,
terminados sus trabajos de examinador, le cortó el paso en la puerta del
edificio un joven muy cortés y respetuoso, que le hizo recordar
inmediatamente al hijo de Balboa, sin que tuviese con él otro parecido
que el de los pocos años.

Supo á las primeras palabras que era gran amigo de él y compañero de la
Escuela de Ingenieros.

--Me ha encargado Florestán que le vea, y aquí estoy hace más de una
hora.

Adivinó el catedrático que sólo por un motivo grave podía esperarle
tanto aquel joven, y preguntó con ansiedad:

--¿Qué le ocurre á Florestán?

La respuesta imprecisa del enviado aumentó su inquietud.

--Usted es gran amigo de su padre, y Florestán le considera como de su
familia. Desea que busque usted el modo de que el señor Balboa ignore lo
ocurrido. Teme que sufra alguna crisis cardíaca al recibir una emoción
violenta.

Y comprendiendo que su oyente empezaba á sufrir otra emoción no menos
torturante, se decidió á dar la noticia.

--Florestán está herido en la quinta de Alaminos.

No necesitaba decir más. Mascaró tuvo bastante con esto para adivinar
que el joven había sido herido en un duelo.

La quinta de Alaminos era una de las curiosidades de la capital; casi
merecía figurar entre los edificios célebres de Madrid. Cuando dos
hombres debían batirse por un asunto llamado «de honor», sus padrinos,
luego de concertar las condiciones del encuentro, decían al fijar el
sitio: «Será en la quinta de Alaminos.» Y los representantes de la parte
contraria respondían, como si se tratase de algo lógico é inevitable:
«De acuerdo.» ¿En qué otro lugar podía ser?...

No había miedo de que el propietario negase la entrada en su finca. Era
un personaje generoso, de trato afable, que iba gastando alegremente la
herencia de sus mayores, acudiendo á todas las fiestas, estrechando
todas las manos y oyéndose llamar siempre «el simpático Alaminos».

Su vida estaba reglamentada y era generalmente conocida á partir de la
una de la tarde, hora en que saltaba de su lecho y salía á la calle,
hasta las ocho ó las nueve de la mañana siguiente, que se retiraba á
descansar, después de una noche dedicada en su última parte al juego en
el Club ó al bailoteo y la juerga en el entresuelo de algún restorán de
moda. Fuese cual fuese el momento en que se concertaba el duelo, los
organizadores tenían la certeza de dar con el simpático Alaminos:
«Estará en el teatro.» «Esta es la hora que juega en el Club.» «Lo
encontraremos seguramente en casa de la Fulana.» Y al ser hallado,
acogía la demanda servicialmente, dando una tarjeta con varias líneas
escritas para el jardinero de su quinta, siempre iguales:

«Dos caballeros, con varios amigos suyos, van á matarse por un asunto de
honor. Atiéndelos como si fuese yo mismo.»

Afortunadamente, las más de las veces los dos caballeros no se mataban,
saliendo indemnes de la quinta después de cruzar varios tiros de pistola
ó haberse rasguñado ligeramente con espadas ó sables. Mas no por esto
dejaba de creer el dueño de la finca en la posibilidad de que cada
pareja enviada por él á su jardinero fuese al encuentro de la muerte.

Alaminos, cuya propiedad, célebre en la historia del duelo, era llamada
por muchos «la Quinta de los Desafíos», no se había batido nunca. Su
amabilidad y su sonrisa de hombre eternamente simpático le ponían á
cubierto de este trance. A pesar de su vida alegre, era hombre de
convicciones religiosas y estaba seguro de que la Providencia se
preocupa seriamente de los preparativos de los duelos para intervenir en
ciertos casos.

--En mi casa se han visto milagros, ¡cosas estupendas!

Y hablaba de estocadas que hubieran sido mortales y no lo fueron por una
desviación de menos de un milímetro; de balas que dieron vuelta,
siguiendo la curva de una costilla, sin tocar el corazón ú otro órgano
precioso. Su quinta, habitada por sus padres en otros tiempos, y á la
que él no iba mas que en días de duelo entre adversarios famosos ó de
merienda con gente alegre, le había servido para adquirir una celebridad
casi igual á la de un hombre político ó un gran artista. Muchas veces el
personaje que era jefe del gobierno, al encontrarle en un teatro ó una
fiesta, le estrechaba la mano como á un amigo de la juventud:

--¡Hola, querido Alaminos!

Se acordaba de cuando se había batido en su quinta siendo periodista ó
simple diputado, al principio de su carrera.

Todos habían vivido unos minutos de su vida en esta propiedad rústica,
mezcla de jardín en pleno abandono y de huerta medio seca, con avenidas
de álamos en torno á un caserón de paredes desconchadas, color de rosa,
y grandes aleros. Cincuenta años antes había sido una hermosa quinta de
las que utilizaban en verano las familias ricas de Madrid, cuando aún no
era moda general marcharse en tal estación á las playas españolas del
Cantábrico ó Biarritz.

Mascaró conocía la «Quinta de los Desafíos». Una vez había servido de
padrino á cierto camarada de la época estudiantil, dedicado
posteriormente al periodismo y á la política revolucionaria. Al tener
éste un duelo, como término de cierta polémica de prensa, había creído
decorativo designar para que le asistiese en tal lance á un catedrático
de la Universidad Central. Cuatro balazos perdidos en el aire fueron el
resultado del encuentro, mas sirvió para que don Antonio conociese al
simpático Alaminos, por haber considerado éste necesaria su presencia en
la finca al ser el duelo entre «intelectuales».

Mientras recordaba Mascaró todo esto en un sector de su pensamiento,
atendía con el resto de su inteligencia á las rápidas explicaciones que
le iba dando aquel joven.

Había sido uno de los dos padrinos de Florestán, pero en realidad
ignoraba el motivo de la cuestión. Balboa les había buscado á él y al
otro para que fuesen simplemente á avistarse con los representantes del
marqués de Casa Botero, aceptando todo lo que propusieran éstos.

--Según nos dijo, tuvo anoche un altercado á la salida del Ritz con ese
marqués que es medio italiano ó medio rumano, no sé bien. Florestán,
aunque parece un muchacho tranquilo, es de mano pronta cuando se
enfurece, y abofeteó á dicho señor. Por eso nos pidió que no
discutiésemos. Él era el ofensor y lo aceptaba todo. Además, como el tal
marqués es hombre de armas, quiso demostrarle con esta aceptación
completa que no le inspiraba ningún temor. Lo único que nos exigió fué
el secreto. Debe haber alguna mujer de por medio, y hemos guardado todos
una reserva absoluta.

Luego describió el encuentro:

--Florestán, que es de grandes fuerzas y no sabe lo que es miedo, atacó
con impetuosidad, sin pensar en cubrirse, deseoso únicamente de herir.
No sé si sabrá usted lo que es la espada. Yo la creo un arma de
reservones: muy ventajosa para el que se preocupa especialmente de su
defensa, fatal para los agresivos, á quienes ciega la cólera. Desde el
primer momento adivinamos lo que iba á pasar. Su adversario, que es
hombre de espada, se limitó á defenderse, con una sonrisita burlona que
daba grima, echando un paso atrás repetidas veces, hasta que Florestán,
cada vez más imprudente y acometivo, vino á clavarse él mismo en el arma
del otro.

Adivinó el joven la ansiosa interrogación de los ojos del catedrático,
que le miraban redondeándose por encima de sus quevedos.

--Su herida no es de las que quitan toda esperanza, pero los médicos la
consideran de cuidado. No permitieron que nos lo llevásemos; temen una
complicación. Esas heridas de espada, tan sutiles é insignificantes á la
vista, resultan las más peligrosas. El encuentro fué á las dos de la
tarde. Yo me marché de la quinta después de las cuatro. Los médicos
creen que esta noche tendrá mucha fiebre. El pobre se ha quedado allá
con gusto, porque le parece preferible esto á que lo hubiésemos llevado
á su casa. Su única preocupación es que su padre no sepa nada. Lo
primero que hizo después que lo curaron y acostaron fué llamarme: «Ve á
ver á don Antonio Mascaró. Lo encontrarás á estas horas en la
Universidad. Él puede arreglarlo todo.» Y como usted estaba en exámenes,
me puse á esperarle aquí, en la puerta, dispuesto á no moverme hasta
que le viese salir.

Adivinando otra vez en los ojos del catedrático una curiosidad tarda á
formularse en palabras por causa de su emoción, el padrino añadió:

--La estocada es en el pecho.

Empezó Mascaró á andar, haciendo un movimiento con la cabeza para que le
siguiese el otro.

--No; don Antonio, suba usted aquí.

Y señaló un automóvil de alquiler que estaba esperando junto á la acera
desde una hora antes.



VIII

Lo que pasó en la «Quinta de los Desafíos» y en el Palace Hotel


Cuando entró el catedrático en el Palace Hotel latía en su pensamiento
una protesta, ó más exactamente dicho, una lamentación indignada, que le
hizo recordar otras muchas emitidas por la voz iracunda de doña Amparo:

«¡Qué perturbaciones nos ha traído esta señora!»

Y en seguida, del hemisferio opuesto de su pensamiento surgía una
rectificación de justicia como respuesta á dicha queja:

«Pero ella no sabe nada á estas horas, ni tiene culpa directa de lo
ocurrido. ¡Qué dirá cuando se entere!»

La misma dualidad contradictoria existía en Mascaró al apreciar los
hechos recientes. El era hombre de paz y no gustaba de otros combates
que los de la Historia, vistos en las páginas de los libros, y con
acompañamiento de trompetería retórica. Pero al mismo tiempo, el Mascaró
imaginativo, que tantas veces había creado en su interior fábulas de
aventuras y amores, sentíase orgulloso de intervenir directamente en
una novela desarrollada en la realidad, aunque resultase menos agradable
y extraordinaria que las que inventaba él para su recreo personal. Esto
último no le parecía extraño; las historias vividas ofrecen siempre el
inconveniente de ser más vulgares que las imaginadas; pero de todos
modos, lo ocurrido rebasaba los bordes de lo ordinario y bien merecía
ser tenido por interesante.

Había encontrado á Florestán en la «Quinta de los Desafíos» tendido en
una cama antigua y cuidado por dos hombres: uno de los médicos que
presenciaron el encuentro y su segundo padrino. La mujer del jardinero
obedecía las órdenes del doctor con una torpeza rústica y al mismo
tiempo con cierta petulancia, para dar á entender que estaba
acostumbrada á lances de esta especie.

El médico, al ver entrar á don Antonio, lo llevó aparte.

--Háblele poco. Cada vez tiene más fiebre. Al cerrar la noche es casi
seguro que delirará. La herida no es lo que más me preocupa; temo que
sobrevenga una inflamación interior. Pero si pasan dos días sin esta
complicación, tenemos salvado á nuestro hombre.

Al reconocer el herido á don Antonio le saludó con una sonrisa pálida,
intentando estrechar su mano. Como el catedrático adivinó en sus ojos
que deseaba hablarle, se inclinó sobre él, poniendo el oído cerca de su
boca, lo mismo que si fuese á recibir su confesión.

--Que no sepa nada papá.

Don Antonio levantó la voz, como si con esto pudiese animarlo.

--No sabrá nada; le contaré un cuento cualquiera para justificar tu
ausencia. Además, tu herida no es de importancia... Mañana ó pasado,
indudablemente, podrás volver á tu casa.

Florestán hizo un gesto de indiferencia, considerando inútil desmentir
esta caritativa falsedad. Necesitaba continuar hablando en voz queda á
su visitante.

--Vea también de impedir que... esa señora se entere de lo ocurrido.
Podría disgustarse, y yo no quiero que ella sufra contrariedades por mí.

Frunció el ceño don Antonio, mientras movía la cabeza afirmativamente.

--Así lo haré... ¿No quieres nada más?

Y como si Florestán se acordara al fin de algo cuyo olvido le inspiraba
remordimiento, añadió:

--Procure también que no se enteren en la casa de usted.

Mascaró hizo un gesto para indicar al joven que no necesitaba decir más.
Pero al mismo tiempo protestó en su interior por este recuerdo tardío:

«Casi me ha dejado partir sin acordarse de su novia. ¡Pobre hija mía!»

Mientras regresaba á la ciudad, violentamente agitado por los saltos del
automóvil sobre los baches de un camino hondo, decidió faltar en parte á
las promesas hechas al herido.

Engañaría con una historia de su cosecha á su amigo Balboa. Esto le era
fácil, y además resultaba necesario. El pobre podía morir de una
emoción violenta: su corazón era incapaz de resistir sin peligro los
temblores de la sorpresa. Pero ¿por qué callar á aquella señora lo
ocurrido?... Por su culpa--aunque esta culpa no fuese directa--dos
hombres habían querido matarse y uno estaba en peligro de muerte. ¿Y
ella debía ignorarlo?...

Le pareció este silencio una prudencia absurda, contraria á las reglas
de construcción de aquellos edificios imaginativos con que ornaba el
páramo honesto y vulgar de su vida interna. Lo natural era que la reina
Calafia se enterase de que dos paladines se habían dado de estocadas por
ella. El corazón de aquella amazona era más sólido que el del padre de
Florestán, y no había miedo de que se alterase mortalmente al recibir
tal noticia.

Existía en él igualmente un deseo malsano de ver cómo acogía aquella
señora el relato del suceso, cómo era su emoción y cuáles sus palabras
de remordimiento. Ya que había sido la causante del trastorno, á lo
menos que llevase una parte de inquietud y dolorosa zozobra por el
estado del joven. De todos modos, acabaría enterándose del duelo por
alguna fanfarronada del vencedor.

«Ese Botero de los demonios--siguió pensando--no dejará de jactarse de
su buena suerte, y ¡á saber de qué modo contará las cosas!... Mejor es
que yo mismo le relate lo ocurrido.»

Al enterarse en el Palace Hotel de que la señora Douglas estaba en sus
habitaciones, pidió que la avisasen por teléfono su deseo de verla. La
viuda recibía á las personas amigas en un salón del segundo piso, con
el que comunicaban sus otros cuartos.

Este salón tenía un amplio mirador sobre el paseo del Prado, y lo
conocía el catedrático. Estaba amueblado con una sillería dorada y roja,
sus paredes eran de un blanco mate, y como adorno individual, que
alegraba su vulgar decorado de pieza alquiler, tenía varios cuadros de
costumbres españolas, abanicos antiguos, mantones de Manila, retablos
viejos, arquillas repujadas, todo lo que había ido adquiriendo la viuda
en sus visitas á los anticuarios de Madrid y las provincias cercanas.

Cuando la señora Douglas supo que el catedrático deseaba verla, dió
orden con apresuramiento para que le dejasen subir. Esta visita le
pareció en relación con una vaga inquietud que sentía desde algunas
horas antes.

Aquella tarde debía venir á buscarla Florestán; estaba convenido entre
los dos; y la viuda, después de esperarle inútilmente, había salido al
atardecer para dar una vuelta en automóvil por el Retiro y la
Castellana, sin más acompañamiento que el de Rina, aburriéndose durante
la lenta marcha de unos vehículos tras otros, como arcaduces de noria, á
lo largo de los dos paseos. La inexplicable ausencia del joven le había
hecho recordar la comida de la noche anterior en el Ritz con Florestán,
Casa Botero y una familia de compatriotas que estaban de paso en Madrid
para visitar los jardines de Sevilla en primavera.

Los dos hombres hablaron poco, mirándose con cierta insistencia. Así lo
evocaba en su memoria, mas no estaba segura de ello. Había tenido que
atender á los otros invitados, y no pudo fijarse en sus palabras ni
darse cuenta de su estado de ánimo. Hasta le pareció recordar que Casa
Botero había dicho algo con aquella sonrisa perversa que servía de
acompañamiento á sus palabras fríamente agresivas. Pero inmediatamente
desechó tal recuerdo, como si fuese una invención engañosa de su
inquietud.

Al ver entrar á Mascaró, su gesto grave y el tono de su saludo hicieron
renacer de golpe todas las inquietudes que la habían atormentado durante
la tarde. Mas ahora estas inquietudes se trocaron de pronto en
certidumbres, pues su femenil agudeza adivinó lo que pensaba el
catedrático.

Le faltó poco para anticiparse á los balbuceos con que preparaba éste su
noticia, diciéndole: «No siga: conozco todo lo que va á decirme.» Por
eso no mostró ninguna emoción cuando el visitante, prescindiendo de
inútiles preámbulos, anunció simplemente:

--Florestán está herido.

Lo sabía desde algunos segundos antes, y la emoción de la sorpresa ya
estaba agotada para ella. También sabía, por presentimiento, quién había
herido á Florestán. Sólo podía ser «el otro». Y escuchó con la frente
inclinada y la mirada puesta en las puntas de sus pies todo lo que le
fué contando el catedrático.

Éste se sintió algo desconcertado al ver que, después de terminada su
relación, la señora permanecía silenciosa y mirando al suelo. Ni gritos,
ni ademanes de sorpresa, ni un ligero humedecimiento de sus pupilas.
Parecía no haberle entendido.

Ella, adivinando esta extrañeza, levantó los ojos y murmuró
quejumbrosamente, cual si profiriese una excusa:

--Yo no soy una mujer. Ignoro cómo se llora... ¡Yo no he llorado nunca!

Volvió á mirar el suelo y hubo un largo silencio. De pronto lo cortó
poniéndose de pie bruscamente y mirando á una de las varias puertas que
daban al salón. Mascaró recordaba esta puerta como perteneciente al
cuarto de su compañera.

--¡Y yo que he enviado á Rina hace poco en el automóvil á hacer unas
compras!...

Sin explicar la aparente incoherencia entre tales palabras y el relato
de su visitante, hizo á éste un gesto para que esperase y abrió otra
puerta, que era la de su dormitorio.

Poco después volvió á aparecer tocada con un sombrero obscuro y
poniéndose los guantes precipitadamente.

--Vámonos--dijo con voz de mando--. Pida abajo un automóvil de los del
hotel.

Intentó protestar el catedrático. Bien adivinaba su deseo; pero ¿cómo
pretendía darle órdenes sin contar antes con su conformidad?...

La señora volvió á repetir mudamente el mismo mandato con un simple
gesto de persona acostumbrada á la obediencia de todo lo que la rodea,
y salió del salón sin fijarse en si don Antonio la seguía.

En la puerta del Palace, el conductor del automóvil de alquiler acogió
la dirección dada brevemente por Mascaró, sin pedir explicaciones
aclaratorias. «¡A la quinta de Alaminos!» No necesitaba saber más...
¿Quién no la conocía en Madrid?

Empezó el viaje bajo la luz de un ocaso lívido. Pasaron por unas calles
de suburbio obrero, detrás de los talleres y depósitos de la estación
del ferrocarril del Mediodía; luego un camino polvoriento entre vallas
de fábricas y solares, y finalmente pedazos de campo, yermos la mayor
parte del año, pero que la primavera cubría de verde con su generosidad,
que alcanza á los más humildes rincones y arrugas de la tierra. También
pasaron ante un pequeño cementerio con cipreses, verja herrumbrosa y
muros viejos, que parecía abandonado. Todo lo que iba viendo la señora
Douglas bajo la luz grisácea de la tarde moribunda le sugería
presentimientos fúnebres.

Cuando se apearon dentro del jardín de la quinta, el catedrático, por
consideración á su acompañante, creyó necesario adoptar una precaución.

--Espere usted aquí. Yo pasaré antes, para saber si han venido curiosos.
Volveré á avisarle cuando pueda entrar.

Pero la viuda, angustiada por sus presagios, siguió adelante, como si no
le entendiese. Una autoridad irresistible, que hacía recordar á Mascaró
la de doña Amparo, le obligaba á marchar detrás de ella. Pero había una
diferencia entre las dos mujeres: su esposa era exclamativa y ruidosa en
sus cóleras y tristezas, mientras esta señora se sumía en un silencio
que él llamaba «enérgico», según iba aumentando la intensidad de su
emoción.

Hubo de pasar don Antonio delante de ella para servirle de guía al subir
la escalera de la casa, y en un rellano del primer piso se encontró con
el mismo médico que le había hablado dos horas antes.

--Está con fiebre; una fiebre altísima. Lo que yo esperaba. Es inútil
verlo: no le conocerá; no entenderá lo que le diga.

Pero el joven doctor, al ver cómo iba surgiendo por detrás de Mascaró la
arrogante figura de aquella señora que acababa de subir los últimos
peldaños, hizo una inclinación de cabeza acompañada de un gesto de
galante cortesía. «¡Un duelo, un herido y una dama que venía á
visitarlo, pálida, conmovida, haciendo al mismo tiempo un gran esfuerzo
interior para mantenerse serena!...» Era inútil oponerse á su paso.
Debía dejarla entrar, para que de este modo se cumpliese en la realidad
lo que tantas veces había admirado él en novelas y obras de teatro.

Guiada por una orientación que parecía sobrenatural, avanzó Concha la
primera en aquella casa donde no había estado nunca, marchando
rectamente hacia el dormitorio ocupado por el herido. Tal vez la dirigía
su olfato, siguiendo el rastro oloroso de los medicamentos antisépticos;
tal vez obedecía á un obscuro tirón de su vida subconsciente.

Al detenerse en la puerta del dormitorio unos segundos, Mascaró, que
estaba detrás de ella, creyó verla más grande que nunca. Con una mano
buscó instintivamente el marco de la puerta, como si necesitase apoyo.
El catedrático se escurrió entre ella y el quicial, y pudo ver su rostro
pálido, su nariz súbitamente adelgazada por la emoción, sus ojos que
parecían ahora redondos. Miraban éstos, empañados, mates, sin expresión
alguna, la cama blanca y antigua, la cabeza hundida en las almohadas y
el latido del embozo, reflejando el jadear de un pecho invisible.

--¡Pobre muchacho!... ¡Qué infamia!

Repitió muchas veces las mismas palabras, como si su emoción, rencorosa
y concentrada, fuese incapaz de hallar nuevas expresiones. Pensaba en
«el otro», indignándose al comparar sus habilidades de hombre de armas
con el valor confiado é inexperto del joven. Aquel duelo era para ella
un asesinato. Su odio á la injusticia y el abuso, que allá en su país la
habían hecho mostrarse de una virtud agresiva, volvió á conmoverla ahora
con deseos vengadores. ¡Ay! ¡No tener á su alcance al malvado en aquel
momento!...

Se acercó á la cama casi de puntillas, cual si temiese despertar al
herido; pero el médico hablaba en voz alta, seguro de que Florestán no
podía oirle.

Trastornado por la repentina presencia de aquella mujer hermosa que olía
á gran señora y evocaba en él imágenes de pasadas lecturas, el médico
deseó inspirar interés, lanzándose para ello en largas explicaciones
sobre el estado del joven y su diagnóstico.

La viuda le escuchó como el eco de una cascada lejana. No supo en
realidad lo que dijo, porque le era imposible fijar su atención y no
podía entender igualmente muchas de las palabras profesionales con que
exornaba su relato. Sólo llegó á comprender que el médico no tenía
seguridad de salvar al herido, que éste se hallaba en el momento más
crítico y todo dependía de lo que ocurriese después de la fiebre. Podía
sobrevenir una inflamación interna. Hasta pasados dos días le era
imposible decir nada cierto. Y ella, que se había colocado junto á la
cama, apoyando sus rodillas en el mullido borde de los colchones, siguió
murmurando levemente, con los ojos fijos en el rostro afiebrado:

--¡Pobre muchacho!... ¡Qué infamia!

Así transcurrió mucho tiempo, y al fin, tanto el médico como Mascaró
tuvieron que dar por agotadas el uno sus explicaciones y el otro sus
preguntas sobre el estado del herido.

El silencio pareció despertar á la viuda, haciéndole ver el doloroso
vacío que la rodeaba. Miró en torno, examinando con ojos autoritarios
las paredes, los muebles y las personas á la luz crepuscular, cada vez
más pálida, que entraba por los balcones.

Don Antonio creyó de pronto que era una mujer doble. Tenía el despotismo
minucioso y rebuscador de una dueña de casa. Al mismo tiempo el brillo
de sus pupilas hizo pensar al catedrático en los capitanes de industria
que dirigen fábricas enormes como pueblos, organizan flotas que corren
todos los mares, ó despiertan á la vida los rincones más obscuros del
planeta. Formuló preguntas fríamente, arrugando el entrecejo y
presentándose de perfil para escuchar mejor, lo mismo que si hiciese
averiguaciones sobre un nuevo negocio en el que pensaba arriesgar gran
parte de su fortuna. Quiso saber cómo iba á organizarse el cuidado del
enfermo; con qué se podía contar en aquella casa medio abandonada, lejos
de la ciudad, y que sólo veía gentes en tardes de desafío. Faltaban allí
las manos suaves, la atención minuciosa, los dulces cuidados de una
mujer.

--Hasta ahora me ha ayudado la esposa del jardinero--dijo el médico.

Precisamente, esta rústica, interesada por la presencia de una dama
elegante, había abandonado la cocina, subiendo hasta el primer piso para
examinarla de más cerca. Se mantuvo en la entrada del dormitorio,
sonriendo, entre cohibida y familiar, á la visitante. Eran las dos
únicas mujeres en aquella casa donde habitualmente sólo entraban
hombres, y esto parecía animarla con la solidaridad del sexo.

La señora Douglas la miró, afable y protectora, juzgándola buena; pero
allí era necesario algo más que los cuidados de una campesina necesitada
de atender á su familia al mismo tiempo que al herido.

--Uno de los padrinos de Florestán--anunció don Antonio después de haber
escuchado al médico--ha ido á Madrid para traer una enfermera.

Aprobó la viuda con un movimiento de cabeza y después de breve reflexión
dijo, como si diese una orden:

--Será útil la enfermera: así podré librarme de ciertos menesteres
demasiado materiales, para estar más tiempo al lado del herido.

Al decir esto se quitó maquinalmente los guantes é hizo un ademán como
para levantar el borde de sus mangas, empezando en seguida su trabajo.
Luego anduvo por la habitación, enterándose de la calidad y naturaleza
de los diversos frascos, paquetes y vendajes que estaban en desorden
sobre el mármol de dos viejas consolas con espejos azulados y algo
borrosos.

El catedrático aprovechó un apartamiento del médico para acercarse á
ella, hablando en voz baja:

--¡Pero eso no puede ser! ¡Piense en lo que dirán si se queda usted
aquí!... No tema que esté mal cuidado. Ahora hay un poco de desorden,
pero todo se arreglará esta misma noche.

Ella no oía, y tal era la decisión enérgica reflejada en su rostro, que
don Antonio creyó estar viendo á la verdadera reina Calafia. De nuevo
había fijado sus ojos en aquel hombre amenazado de muerte, que se
mantenía insensible á cuanto le rodeaba, no dando otros signos de
existencia que su jadeo doloroso. «¡Pobre muchacho!... ¡Cómo dejarlo
abandonado!...» Le sería imposible vivir lejos, en interminable
inquietud por las suposiciones de olvidos, descuidos y peligros que
irían amontonándose en su pensamiento.

Miró después al catedrático con una expresión dolorosa de reproche:

--¿Cree usted que no sirvo para cuidar un herido porque soy rica y vivo
en el lujo?

Sus ojos parecieron compadecer la ignorancia de su oyente, pero éste
protestó. Le eran bien conocidos el aplomo y la independencia con que
las mujeres de su país avanzan en la vida, su deseo de bastarse á sí
mismas, adaptándose con maravillosa ductilidad á todos los cambios y
sacudimientos que traen consigo los altibajos de la existencia. Él sabía
que para las más de las multimillonarias norteamericanas no es asunto de
vida ó muerte ocuparse de la cocina, vestidas de ceremonia, con un
collar de perlas de un millón sobre el pecho, cuando á última hora el
cocinero se declara en huelga. Todas procuraban poseer la habilidad
manual, la conformidad ante el destino, la energía paciente, que durante
miles de años habían sido privilegio de los hombres, dándoles la
supremacía sobre el otro sexo.

Mascaró estaba seguro de que no iba á ser para la señora Douglas empresa
extraordinaria pasar en aquel caserón días y días cuidando á un enfermo.
Allá en Monterrey, durante su primera juventud, cuando aún no era rica,
habría conocido situaciones iguales ó peores.

--Pero no es eso lo que me preocupa. Piense, señora, lo que dirán si
usted se instala aquí...

Le fué imposible al catedrático continuar sus advertencias.

--Procure que su padre no sepa nada--interrumpió ella--. Dígale que me
lo he llevado de viaje varios días, que hemos ido... ¡adonde usted
quiera! Lo importante es que el pobre Balboa no sufra una emoción
violenta. De mí no se preocupe. He vivido bastante para saber hasta qué
punto debemos hacer caso de la opinión ajena.

Quedó silenciosa largo rato, mientras organizaba mentalmente, con todas
sus previsiones de mujer ordenada, el mejor servicio para cuidar al
herido.

--Como tal vez me quede aquí mucho tiempo--continuó--, es preferible que
vuelva yo misma al hotel y traiga lo más indispensable para mi vida.
Además, necesito ver á Rina, darle mis órdenes. ¡Quién sabe cuándo
volveré á salir de esta casa!... Usted, don Antonio, no sabría cumplir
mis encargos por más explicaciones que le diese. Las mujeres nos
entendemos mejor y más pronto.

Rogó al médico que no se apartase del herido hasta su vuelta. Sus ojos
acariciaron una vez más, desde lejos, el rostro de Florestán,
engañosamente enrojecido por la fiebre, y cuya boca se contraía con
murmullos de sílabas cortadas que sólo de tarde en tarde llegaban á
formar una palabra entera.

--¡Pobre muchacho!... ¡Qué infamia!

Y se arrancó á esta contemplación, saliendo del dormitorio después de
hacer un gesto á su acompañante para que la siguiese.

Mientras rodaba el automóvil hacia Madrid, habló al catedrático con el
tono de un superior que da órdenes. Le dejaría cerca de su hotel para
que fuese inmediatamente á casa de Ricardo Balboa, antes de que éste se
inquietase por la ausencia de su hijo.

--Dígale que la señora Douglas, que, como él sabe muy bien, es una
caprichosa, medio loca, ha sentido de pronto el deseo de ir á una ciudad
muy lejana... ¡muy lejana! y obligó á Florestán á que la acompañase, sin
darle tiempo para escribir una carta... Como usted estaba presente, fué
Florestán quien le encargó que avisase á su padre. Este viaje durará
unas semanas, y bien podría ser que durase un mes ó dos. ¡Es tan fácil
que la señora Douglas cambie de ideas, prolongando su excursión!... En
fin, usted es un sabio, y dirá lo más conveniente para que el pobre no
sospeche la verdad. ¿Estamos de acuerdo?...

Cerca de su hotel bajó la viuda del automóvil, mientras Mascaró seguía
hacia el barrio donde estaba su casa y la de Balboa.

Aquella dama no se había acordado un solo momento de su hija y su
esposa. ¡Como si Florestán no existiese para ellas!... Afortunadamente,
don Antonio disponía de tiempo para pensar de qué modo la historia
mentirosa dedicada al padre podría hacerla extensiva á su propia
familia.

Cuando la señora Douglas entró en su salón, Rina se puso de pie, dejando
sobre una mesa, junto á la lámpara eléctrica, el libro con cuya lectura
había entretenido su espera impaciente.

--Debemos comer en seguida. Tal vez no te acuerdas de que esta noche
vamos al teatro.

--Come tú; yo no tengo apetito; y así que termines, sube. Voy esta noche
á otro lugar menos divertido; luego te lo diré. Debes prepararme una
maleta con las cosas más necesarias. Voy á vivir unos días fuera. Tú
vendrás á verme y volverás á Madrid para mis encargos ó á recoger mis
cartas... Ni una palabra á nadie. Come y vuelve pronto.

Al quedar sola, entró en su dormitorio y pasó á otras piezas contiguas,
abriendo armarios para reunir ropas interiores y objetos de tocador.

Mientras realizaba esta busca, su pensamiento, que estaba lejos, le hizo
repetir maquinalmente, con voz sombría, las mismas palabras que habían
concretado desde el primer instante su compasión y su cólera:

--¡Pobre muchacho!... ¡Qué infamia!

Era la hora más silenciosa del hotel. Se oía como un trueno lejano el
rodar incesante de los vehículos en las calles próximas, á través de
muros y ventanas cerradas. Los corredores anchurosos y de techo
relativamente bajo, iguales á los de un trasatlántico, permanecían
desiertos. Toda la vida del edificio estaba concentrada cerca del suelo,
en los comedores y el _bar_. Los domésticos de los pisos altos,
aprovechando la ausencia de los huéspedes que habían salido para comer,
pasaban igualmente á otras dependencias del hotel.

La señora Douglas abandonó su rebusca al oir cómo llamaban con los
nudillos en la puerta común de sus habitaciones que comunicaba con el
corredor. Era un llamamiento insistente, tenaz, y al mismo tiempo con
cierta discreción, como si el que llamase temiera ser oído de las
habitaciones inmediatas.

Creyendo que Rina le enviaba un recado con algún doméstico, fué hasta la
puerta y tiró del pestillo interior.

A pesar de que las emociones sufridas una hora antes la habían hecho
insensible á toda sorpresa, lanzó una ligera exclamación reconociendo al
hombre que ocupaba el rectángulo de la puerta. Era Casa Botero.

En vez de retroceder para que entrase ó de permanecer inmóvil cerrándole
el paso, avanzó de tal modo, que el otro tuvo que hacerse atrás,
quedando los dos en el pasillo. Fué un movimiento de repulsión
instintiva, como si la entrada de aquel hombre en sus habitaciones
representase un peligro de contagio.

Quedaron ambos bajo uno de los hemisferios de cristal mate que esparcían
su luz velada desde el techo. Sonrió el marqués con expresión amable que
á ella le parecía odiosa, explicando al mismo tiempo su audacia al venir
hasta esta puerta sin su permiso.

Repetidas veces había preguntado aquella tarde por la señora Douglas al
portero del hotel, recibiendo siempre la respuesta de que aún no estaba
de vuelta. Luego, cerca del anochecer, le dijeron que acababa de salir
con un señor. Ahora había visto abajo á Rina, y temiendo que la viuda
estuviese enfadada con él, hasta el punto de rehuir su presencia,
consideró oportuno subir para darle ciertas explicaciones.

La californiana le escuchaba inmóvil, cada vez más rígida, estirando los
brazos á lo largo de su cuerpo, los hombros caídos, el cuello avanzado,
la barbilla saliente y los ojos puestos en él con una fijeza agresiva.
Su silencio y esta mirada turbaron un poco á Casa Botero, pero
inmediatamente recobró su aplomo de buen mozo satisfecho de sí mismo:

--Adivino que ya sabe usted lo que pasó esta tarde. Como le dije en
muchas ocasiones, el hombre que se atreva á ser mi rival está
sentenciado á muerte. Yo la amo á usted como ninguno podrá amarla, y si
alguien se cruza en mi camino tiene contados sus días.

Concha Ceballos, siempre silenciosa, avanzó unos pasos más; y el otro,
instintivamente, fué retrocediendo por la mitad del pasillo, sin dejar
de hablar:

--Yo no tengo la culpa. Ese niño inexperto ha querido medirse conmigo...
¡conmigo! y le he dado una lección abriéndole un ojal en el pecho que
tal vez...

No pudo seguir. Aquella mujer, que al principio parecía haber crecido
con el estiramiento de la sorpresa, se contrajo de pronto y dejó escapar
uno de sus brazos, pegados hasta entonces á su cuerpo. La mano se separó
del muslo, chocando con una violencia instantánea y ruidosa en la cara
del marqués.

Vaciló éste bajo el ímpetu del golpe. Además, la sorpresa entró por
mucho en su aturdimiento. Era una bofetada hombruna, un manotazo
atlético... ¿Una mujer podía pegar así?

Su desorientación y el dolor físico le hicieron olvidar el sexo del
adversario que acababa de surgir enfrente de él. Además tuvo miedo de
que el golpe se repitiese. El instinto de conservación le hizo
defenderse y levantó una mano.

La viuda Douglas cortó entonces su mutismo con una risa estridente,
igual al frotamiento de dos pedernales. Veía cumplidos sus deseos: aquel
hombre la trataba como un igual... Ahora su mano diestra se cerró, dura
como una maza. La izquierda vino á situarse ante su rostro, con el codo
en ángulo, como si colocase todo su cuerpo bajo la protección de un
escudo invisible.

Avanzó, partiendo el aire por dos veces con su brazo derecho. El puño
cayó como una clava sobre el rostro de aquel hombre, magullando su
nariz, enrojeciendo instantáneamente su boca. Una de las sortijas de la
luchadora había cortado con su piedra los labios del enemigo. La
mandíbula de éste pareció crujir bajo un tercer golpe y todo él se vino
abajo, intentando al derrumbarse tocar á su ágil adversaria con una
agitación inútil de brazos y piernas.

Quedó de espaldas en el suelo, quiso levantarse y no pudo. La reina
Calafia, con el cuerpo arqueado, los brazos en alto y los puños
vigorosamente apretados, fijaba en él unos ojos de fría crueldad,
dispuesta á repetir sus golpes tan pronto como le viese de pie otra
vez... Pero acabó por desplomar su cabeza en la mullida tira de alfombra
que cortaba el centro del pavimento, y lanzando una especie de ronquido,
quedó inmóvil.

Entonces, la amazona, con el implacable orgullo de la venganza, sin
darse cuenta tal vez de lo que hacía, fijó su pensamiento en otro
hombre, levantó un pie y puso su tacón alto y agudo sobre la boca del
caído.



IX

Cómo la reina Calafia alabó la invención del automóvil


Una semana había transcurrido solamente desde su instalación en la
quinta de Alaminos, y ella se imaginó más de una vez, al rememorar el
pasado, que llevaba varios meses viviendo en dicho lugar. En ciertos
momentos hasta creía haber estado allí siempre, olvidando el suceso
inicial que la impulsó á realizar tal cambio.

Otras veces recordaba la inquietud de las dos primeras noches pasadas en
esta quinta, sus largas horas de angustia, durante las cuales miraba con
avidez los cristales de los balcones, deseando que blanqueasen bajo la
claridad lívida del alba, como si la luz de un nuevo día pudiese traer
para ella la certeza de la salvación de Florestán. Manteníase insensible
en estas noches al sueño y al cansancio, leyendo en un sillón, sin saber
ciertamente lo que leía, interrumpiendo su lectura para pasar una mano
por la frente del herido, contestando con palabras de maternal arrullo á
las incoherencias que la fiebre hacía surgir de su boca.

Abría el joven sus ojos con momentánea lucidez en las altas horas
nocturnas, mirando extrañado á la persona que se inclinaba sobre su
lecho.

--Soy yo--decía en voz queda la señora Douglas--. ¡Soy yo!

Mas el enfermo volvía á juntar los párpados, avisado tal vez por un
obscuro instinto de que aquella mujer era una figura de visión, una
imagen de pesadilla, y lo mismo podría continuar viéndola con los ojos
cerrados.

Durante las horas meridianas, que eran las mejores para el herido, Rina
y una enfermera venida de un sanatorio de Madrid se encargaban de su
cuidado, y ella, vencida por el cansancio, intentaba dormir. Pero de
pronto sentía la zozobra del que ve cortado su reposo por la sospecha de
que sus asuntos están abandonados, é inmediatamente se levantaba para
sustituir á sus dos reemplazantes, creyendo encontrar, al volver de
tales ausencias, descuido y torpeza en torno al lecho del enfermo.

En muchos años no había experimentado un contento de vivir igual al que
sintió cuando dijo el médico que ya había pasado el peligro y no era
probable aquella inflamación interna que tanto le inquietaba. La
robustez y la juventud del paciente acelerarían su restablecimiento.

Vió á Florestán más pálido y decaído que antes, sin la engañosa
animación de la fiebre, pero esta debilidad le permitía apreciar mejor
lo que le rodeaba. Sus ojos indecisos y velados, ojos de persona que
despierta, se fijaron otra vez en la mujer que se movía junto á su
lecho. Primeramente contemplaron aquellas manos bien cuidadas y fuertes,
de acariciante suavidad, que arreglaban y alisaban el embozo. Creyó
reconocerlas el herido por el óvalo elegante y sonrosado de las uñas, en
forma de almendra, por las sortijas, basamento brillante de sus dedos.
Luego su mirada siguió el curso de los brazos y la redondez del pecho,
para fijarse últimamente en las dos pupilas negras, con reflejos de oro,
lacrimosas de emoción, que parecían salir al encuentro de sus ojos.
Ahora no podía dudar de que era un personaje real. Y ella, adivinando su
pensamiento, dijo con voz suave y lejana, como un murmullo acuático:

--Soy yo. ¡Sí, soy yo!

Después de dos noches pasadas junto al lecho de un herido en delirio, no
queriendo fijarse mas que en el presente para atender mejor las
obligaciones que se había impuesto, negándose á pensar en el porvenir
por miedo á ver ante sus pupilas la lenta palpitación de las alas de
plomo de la muerte, iban á empezar para ella los goces de una
convalecencia ansiada.

No hay voluptuosidad física comparable á la del enfermo que vuelve á la
vida y aprecia con cálculos enteramente nuevos el valor de la salud.
Sólo pueden sentir esta misma alegría los que le defendieron con sus
cuidados, los que lo disputaron á la muerte, y al acompañarle en sus
primeros pasos á través de una segunda vida, saborean el orgullo del
artista ante la obra propia gloriosamente realizada.

La señora Douglas se sintió vivir en aquel caserón viejo, donde faltaban
muchas de las comodidades elementales de la existencia moderna, con
mayor placer que en los «Palaces» más famosos de Europa, que la tenían
por cliente todos los años.

Nadie podía venir á turbar su gozoso aislamiento con inesperadas
intrusiones.

El médico, viendo pasado el peligro, había tenido que atender á sus
deberes en la ciudad y sólo hacía una visita diaria á la quinta.

Mascaró no había vuelto. Se limitaba á buscar á este médico en Madrid
para pedirle noticias del herido. No quería aprobar con su presencia la
instalación de la señora Douglas en aquella casa, al lado de Florestán.
El amigo de éste que había sido su padrino, sirviéndole además de
emisario, se presentaba una vez al día para ofrecerse á cumplir en la
ciudad todos los encargos que se le hiciesen.

Cuando el simpático Alaminos supo que en su quinta había un herido,
consideró necesario visitarle. Era «un deber entre caballeros y hombres
de armas», como él decía. Pero al encontrar instalada en su casa á
aquella dama fué discreto, limitándose á saludarla desde lejos, y
desapareció sin dar á entender quién era.

Luego los jardineros repitieron las palabras de su amo, haciendo saber á
la señora Douglas que «podía disponer de la quinta entera como si fuese
suya». El señor les había dado orden de obedecerla en todo. Después de
este acto caballeresco, Alaminos, siempre simpático y amigo de sus
amigos, fué contando en secreto á todos los que hablaban con
él--exigiéndoles antes palabra de honor de que guardarían silencio--,
cómo «aquella señora extranjera que guiaba su automóvil, aquella
norteamericana buena moza, pero ya un poquito jamona, que lucía por las
noches en las comidas del Ritz unos brillantes que quitaban la vista»,
se había instalado en su casa para cuidar á un herido.

Era esto como un honor para su quinta, y no podía callarlo. Resultaba
más fuerte que su discreción. En su propiedad habían sido curados muchos
heridos; por dos veces habían sacado cadáveres del jardín en un
carruaje, como si estuvieran desmayados, para que muriesen luego por
segunda vez en sus viviendas propias; pero nunca se había quedado un
herido á vivir en ella, cual si fuese un hotel ó un sanatorio, ni una
gran señora le había asistido día y noche.

Para el simpático Alaminos hubiese sido otro motivo de orgullo conocer
el estado de ánimo de aquella extranjera. Encontraba diariamente nuevos
encantos á este caserón, que era viejo sin ser antiguo, monótono,
triste, sin más particularidad extraordinaria que las frías y exageradas
dimensiones de sus piezas.

Le parecía á la señora Douglas muy interesante aquella en que la habían
instalado: un salón que era á la vez dormitorio, con muebles de caoba
del estilo predilecto de los burgueses de París en tiempos del rey Luis
Felipe y cama de igual madera, á la que afortunadamente le habían
quitado los cortinajes de reps, polvorientos y abundosos en polillas.
Este salón, como todas las habitaciones largamente deshabitadas y de
tardío aireamiento, tenía un perfume de humedad, de atmósfera cerrada,
un olor «de años». Las butacas vacilaban sobre sus patas inseguras.
Durante la noche crujían las maderas y resonaba, agrandado por el
silencio, el trabajo roedor de las carcomas abriendo túneles en las
fibras leñosas. Los espejos lanzaban gemidos por su cara interna, como
si fueran á abrirse círculos en el agua vertical de su luna, resurgiendo
de este lago rectangular, duro y muerto, todas las imágenes reflejadas
durante un siglo.

En las paredes había retratos pálidos que databan del principio de la
fotografía, y cuya tinta, negra en otro tiempo, tenía ahora un color
rojizo de chocolate desleído. Eran damas de amplia falda á festones,
ahuecada por el miriñaque, igual al casquete de un globo inflado, con
una rosa en la diestra y una pequeña capota de bridas sujetas bajo la
barbilla; caballeros de corto levitín, pantalón amplio en las perneras y
muy ceñido al pie, de tela á grandes cuadros, el rostro con bigote y
patillas, y al lado de ellos, sobre una columna, un sombrero de copa
enorme. Debían ser los padres, los abuelos y otros parientes del dueño
de la finca. Habían muerto sin duda muchos años antes, pero la señora
Douglas consideraba muy atractiva la sociedad muda de tales fantasmas.

Todos estos caballeros debían haber amado á las señoras con miriñaque. Y
ellas, aspirando eternamente el perfume de la rosa que guardaban en una
mano, les sonreían como mujeres satisfechas de la vida; porque en la
vida encuentran todos una pequeña cosa frágil, que se renueva
incesantemente, y se llama amor. ¡Qué gentes tan simpáticas!...

Además, aquel jardín abandonado, que era á la vez huerta y terreno
baldío, le parecía todas las mañanas más hermoso. Al bajar á él salían á
su encuentro nuevos motivos de admiración. En invierno, esta tierra
dura, áspera y blancuzca sería repelente bajo el pie. Ahora, la
primavera, que da para todos, caldeaba sus anémicas entrañas, haciendo
surgir flores comunes y vistosas de los bancales arañados por el
jardinero, cubriendo además con una vegetación gratuita y espontánea el
suelo abandonado.

Iba ella por los senderos, ó bajo los vetustos árboles de las alamedas,
con la misma alegría de su juventud en Monterrey, cuando despertaba en
el «rancho», varias veces hipotecado, último vestigio de la riqueza de
los Ceballos. Con la habilidad de una mujer que ha nacido en el campo,
combinaba las hierbas y las flores del jardín de Alaminos hasta formar
un gran ramo, y subía con él á la habitación del convaleciente para
ofrecérselo como un saludo matinal. Lo aspiraba el joven con delicia,
mirando al mismo tiempo á su portadora. Abarcaban sus manos el haz
florido, pero al hacer esto iban en busca de las manos que lo sostenían,
prolongando el contacto en un largo silencio.

Ella, deseosa también de prolongar este contacto, tenía que hacer
esfuerzos para no gemir de dolor. Disimulado por la manga de su brazo
derecho, un fuerte vendaje oprimía su muñeca. Todo movimiento rápido,
todo roce violento, la hacían recordar inmediatamente ciertos puñetazos
que habían quebrantado su antebrazo y sus dedos. Pero sobreponiéndose á
esta tortura pasajera, procuraba olvidarla, mostrándose alegre por el
restablecimiento del herido. Sentía además la voluptuosidad del
sacrificio al pensar que este dolor lo sufría por Florestán.

Al recobrar el joven la completa percepción de cuanto le rodeaba, había
entretenido el tedio de sus largas permanencias en el lecho esforzándose
por evocar y coordinar muchas imágenes entrevistas en su delirio,
apartando los disparates de la pesadilla de lo que bien pudieran ser
cosas reales, turbiamente contempladas á través de la fiebre.

No había sentido una sorpresa extraordinaria al darse cuenta de que la
señora Douglas existía junto á su lecho bajo las formas tangibles de un
ser real. Estaba seguro de haberla visto antes, en algunos claros de su
delirio, cuidándole con maternales caricias. Una sensación resbaladiza
de agua fresca y murmurante pasaba por su cuerpo ardoroso de afiebrado
al sentir el contacto de sus manos suaves y escuchar lejana, muy lejana,
la música de su voz. Había visto su rostro y sentido sus manos. Esto le
parecía indiscutible; pero vacilaba al evocar otros recuerdos más
indecisos de su delirio.

Creía haber sido besado en la frente repetidas veces durante este
delirio: besos de unos labios arqueados hacia abajo por el desaliento y
el dolor; besos de una boca llorosa que no se parecía en nada á la boca
de las horas felices. Ésta, al reir, elevaba siempre sus comisuras como
si fuesen alas rosadas, formando un arco de puntas salientes y
temblonas... Mas como no tenía certeza de la realidad de tales caricias,
sus ojos preguntaban á su cuidadora con muda interrogación el secreto de
este recuerdo confuso, y ella, como si adivinase su pregunta, volvía el
rostro, procurando no verlos.

En ciertos momentos sentía la señora Douglas un deseo de estar sola para
paladear mejor aquella especie de embriaguez interna que la animaba,
infundiéndola nuevas energías, haciéndola ver con distintas formas y
colores los seres y las cosas. Y dejando confiado el convaleciente á
Rina ó á la otra mujer, bajaba al mediocre jardín, que era ahora para
ella como un lugar de seductores encantamientos. Su vegetación
descuidada, sus islotes de álamos, en los que se refugiaban los pájaros
huyendo de los yermos próximos, ofrecían un ambiente favorable á sus
ideas y deseos.

Había descubierto un nuevo sabor á la existencia. Hasta pocas semanas
antes la vida le parecía sin objeto, con una finalidad material,
estrecha y monótona, que no valía la pena de ser tenida en gran
consideración. Le avergonzaba hacer memoria de cómo había vivido hasta
entonces. Viajar, comer, ponerse vestidos nuevos; sentir halagado su
orgullo por la envidia ó la admiración de otras mujeres; asistir á
fiestas que las más de las veces eran aburridas y no interesaban su
curiosidad, como al principio de su instalación en Europa; gozar las
voluptuosidades materiales de la riqueza, la certidumbre de poder
cumplir sus deseos, la vanidad de la potencia, la tranquilidad de un
porvenir á cubierto de las humillaciones de la pobreza, de las
inquietudes del futuro, de los caprichos de la desgracia: esto era todo.
¿Y ella había podido vivir así, contenta?...

Ahora tenía algo que no le habían proporcionado nunca el lujo y la
riqueza.

«Sé para lo que vivo--pensaba--. Conozco por primera vez qué es lo que
quiero.»

Siempre le había parecido el amor algo vulgar y engañoso, útil solamente
para entretener á los pobres y á los débiles, consolándolos de su
posición inferior, haciéndoles llevadera su desgracia. También servía de
pretexto á otros para disfrazar sus corrupciones con una falsa poesía.
Mas los fuertes, los que forman la verdadera aristocracia humana,
estaban enterados de todos estos engaños y los evitaban, menospreciando
el llamado amor.

Ella deseaba ser fuerte, y sentía el orgullo de pertenecer á este grupo
selecto de gentes superiores. Lo distinguido en la existencia era
mostrarse inmune para el amor; calamidad igual á la guerra y á las
grandes epidemias; desgracia que se ceba en el pobre rebaño humano;
sentimiento útil únicamente para los seres faltos de personalidad, que
no pueden seguir el camino de la vida solos, por sus propios pies, y
necesitan apoyarse en otro ser ó en varios para llegar al término de su
jornada; delicia de la que todos hablan y que se pierde á los pocos
momentos de haberla conocido; dulzona emoción que pone melancólicas y
hace llorar á las mujeres con alma de modista...

Pero ahora, viviendo en una quinta medio abandonada, junto á un suburbio
de los más feos de Madrid, creía haber nacido á una vida nueva y
superior, encontrando egoístas y perversos los pensamientos que la
habían acompañado durante la mayor parte de su existencia,
avergonzándose de ellos como si fuesen amigos desenmascarados á última
hora como temibles criminales.

Juzgaba estúpido haber pretendido librarse del amor porque es una pasión
general, y todos en la tierra, poderosos y humildes, buscan conocerla,
aunque sea una sola vez en su historia. Las grandes pasiones que
ennoblecen nuestra vida son simples, elementales y comunes, saltando por
encima de clases y privilegios. Ciertamente, el amor resulta las más de
las veces vulgar y risible visto desde lejos, porque vulgares y risibles
son igualmente la mayor parte de los humanos; pero los seres escogidos
que forman la aristocracia de la vida, al penetrar en el amor, lo
ennoblecen y continúan siendo dentro de él una brillante excepción.
Además, ¿por qué debía creerse ella diferente á los otros mortales?...
De seguir manteniéndose en su antiguo y orgulloso aislamiento, habría
acabado por convertir este aislamiento en un privilegio triste, igual
al de los monstruos que se sienten orgullosos del terror y el vacío que
siembran alrededor de ellos. La pobre Rina, en su pobreza mental, había
visto más claramente la verdadera finalidad de la existencia, y por eso
buscaba con empeño aquel amor que se escabullía ante sus pasos.

Recordaba la antigua novela enviada por Mascaró, que ella había leído
pocos días antes. La reina Calafia, satisfecha de su fuerza y su
castidad guerrera, aborrecía á los hombres, riñendo con ellos en los
combates ó matándolos cuando penetraban en sus dominios. Pero un día, al
conocer la reposada hermosura del héroe primaveral, del Caballero de la
Gran Serpiente, pedía socorro á sus dioses, sintiendo cómo se deslizaban
sobre su alma las piezas rotas de la armadura de su austeridad.

La soberana de California se había mostrado dispuesta á olvidar su
patria y renegar sus creencias por no perder al hombre amado. Ella
estaba allí olvidada de su historia, de todas las preocupaciones y
respetos sociales, ocultándose como si cometiera una mala acción, para
cuidar á un herido... ¿Qué no haría ella por Florestán?

Cantaba la primavera en su alma; una primavera más hermosa que la que
hacía florecer la tierra ante sus pasos. Su amor iba á ser doble, un
amor más grande que el de las otras mujeres. La diferencia de edad, en
vez de inspirarle inquietud, la animaba y enorgullecía con repentino
optimismo. Podría ser para él, á un mismo tiempo, una amante y casi una
madre. Su amor se compondría á la vez de cariño y de protección. Pero
inmediatamente su coquetería de mujer la impulsaba á modificar este
privilegio un poco melancólico que le confería el paso del tiempo.

Ella era joven porque nunca había conocido el amor y llegaba á la
primera pasión de su vida con la simplicidad del catecúmeno que pisa
temblando el umbral del templo, repleto de misterio. Su alma era de
virgen. Otras, orgullosas de su carne intacta, tenían el espíritu
manoseado y aviejado por el trato astuto con el amor. Ella amaba por
primera vez. Su esposo había sido un amigo, de más años y mayor
conocimiento de la vida; un compañero de marcha que la guió y la
protegió. Guardaba de él un buen recuerdo; en su trato mutuo hubo
siempre estima y ternura, pero no amor.

Si alguna vez el amor cruzó su existencia--y este recuerdo la hacía
sonreír--, había sido en los albores de su pubertad, cuando el ingeniero
Balboa estuvo en California. El padre había pasado por la mañana de su
vida como un precursor silencioso. Aquel interés fugaz despertado en la
muchachita de Monterrey era la anunciación inconsciente de otro más
grande y duradero que había de inspirar una copia física de su propia
persona.

A Concha Ceballos no se le ocurrió poner en duda una sola vez que su
amor era aceptado por aquel hombre que estaba herido en su lecho, cerca
de un balcón que ella miraba instintivamente mientras continuaba sus
paseos.

Había adivinado este amor en los ojos de Florestán mucho antes de que
ella estuviese convencida de la existencia del suyo: cuando la
acompañaba el joven en las calles de Madrid ó iba á su lado en el
automóvil por las carreteras polvorientas, para visitar catedrales
vetustas y monasterios abandonados.

Inquieta por la importancia que iba adquiriendo en su vida y la
necesidad creciente de encontrarse con él, había intentado disminuir las
ocasiones de verlo. Luego se arrepintió de su resolución al darse cuenta
de la tristeza desorientada de Florestán, de su desaliento de niño
abandonado. No existía entre los dos una sola palabra de amor; pero el
joven, al ver que ella evitaba su presencia, había mostrado la misma
desesperación que si fuese víctima de una infidelidad. Además, su odio á
Casa Botero y aquel desafío inesperado valían por una declaración
amorosa.

Segura de la conformidad de Florestán, edificaba su vida futura con las
facilidades del que se mueve en un mundo imaginario y siente
enérgicamente sus deseos, menospreciando de antemano todo lo que puede
oponerse á su realización. Ella era libre y Florestán también. Recordaba
ahora cómo al darse cuenta por primera vez del afecto que le inspiraba
este hombre, se lo había hecho saber en la obscuridad nocturna de un
paseo, yendo de un hotel á otro. La alegría del champaña le había
impedido disimular, soltando su palabra de las ligaduras de la
prudencia.

«¿Qué hace usted aquí? El mundo es grande.»

Se marcharían los dos por ese mundo inmenso, convirtiendo la tierra
entera en jardín de su felicidad. Dejarían á Rina en cualquier parte,
como un equipaje molesto, para seguir con mayor desembarazo sus
peregrinaciones caprichosas. Florestán trabajaría ó no trabajaría, según
fuese su deseo. Si le atormentaba la necesidad de acción que sienten los
hombres fuertes, irían á California, para que la emplease en los
negocios de su mujer. Ella era rica para los dos... Y al ir armando de
este modo el edificio de su vida futura, el egoísmo del amor sólo le
dejaba ver en todo el universo á una pareja de seres: ella y Florestán.
Los demás eran fantasmas.

De pronto se acordó de cierto padre que estaba enfermo... ¡Pobre Balboa!
Ella cuidaría de su porvenir; y organizó mentalmente su existencia con
la misma prontitud que había resuelto el destino de Rina. Vió luego, más
lejos, muchísimo más lejos, á don Antonio Mascaró y á las mujeres de su
familia. Pero esta visión remota é incierta se esfumó inmediatamente
bajo un manotazo egoísta de su voluntad. Ella tenía derecho á ser feliz,
como cualquiera otra mujer. ¿Iba á sacrificarse siempre por los
otros?...

Toda su atención era para el personaje único á través del cual veía lo
existente. Había crecido tanto, ¡tanto! dentro de ella, que ocupaba todo
su horizonte mental. Las ciudades más enormes, las montañas más altas,
los océanos, le parecían sin realidad comparados con Florestán. Como lo
tenía junto á sus ojos, lo llenaba todo, eclipsando al universo entero,
humillado é invisible á sus espaldas.

La consideración de esta grandeza le hizo sentir de pronto el deseo de
ver á su dios, y con la precipitada inquietud del que teme una burla del
destino, subió al dormitorio. ¡Quién sabe lo que puede ocurrirle á un
enfermo mientras se vive lejos de él!...

Al llegar á la puerta de dicha habitación sonrió tranquilizada, viendo
el aspecto alegre del joven. Él también había estado pensando durante su
ausencia en el porvenir de los dos.

Cuando Florestán pudo, una mañana, abandonar el lecho y sentarse por
algunas horas en un sillón, creyó la señora Douglas que iba á terminar
su ocultamiento en aquella quinta, empezando inmediatamente el viaje de
amor por el mundo entero. Al arreglar una almohada en el respaldo del
asiento para mayor comodidad del joven, éste le tomó ambas manos.

No osaba manifestar sus deseos valiéndose de palabras, pero después del
duelo y de su herida sentíase con mayores audacias para la acción. Esta
torpeza verbal le hacía abominar de su timidez, y al mismo tiempo
gustaba de prolongar dicho silencio contemplando su propia imagen en el
espejo convexo y obscuro de las pupilas de ella, mientras oprimía
dulcemente sus manos. Así permanecieron largo rato... Y al fin murmuró,
como si formulase una oración repleta de súplicas:

--¡Si usted quisiera!... Lo mismo que cuando yo estaba enfermo... Aunque
sea en la frente.

Ella le comprendió, y considerando impropias en tal momento preguntas y
explicaciones, fué avanzando con lentitud su boca hasta posarla en la
frente del joven. Luego, obedeciendo á un tirón instintivo de éste ó
dejándose llevar por la inconsciencia del propio deseo, la boca fué
bajando para unirse con la de Florestán, que subía ávida á su encuentro.

Tenía esta boca varonil un perfume químico de medicamentos recién
absorbidos, pero Concha dejó inmóviles sus labios sobre ella, como si al
aspirar con deleite el olor de drogas gozase la voluptuosidad del
sacrificio... Su prudencia la sacó con violento tirón de esta embriaguez
naciente.

--Ahora no... Piense en su estado. No seamos locos.

Guardaban los dos al separarse un sentimiento de mutua gratitud, y
cuando otras personas entraron en la habitación, este agradecimiento
siguió manifestándose con largas miradas y palabras insignificantes en
apariencia, que expresaban para ambos el mejor recuerdo de su vida.

Después de pasadas las horas meridianas el enfermo volvió á acostarse
por consejo del médico, que había venido á hacerle su visita diaria. No
debía cometer imprudencias. En los días sucesivos podría estar levantado
más tiempo. Antes de una semana bajaría al jardín, y tal vez
transcurridos quince días abandonaría para siempre aquella casa.

Cuando se fué el médico y Florestán quedó confiado á la enfermera, pudo
la señora Douglas sentarse á la mesa con Rina, en el comedor de la
quinta.

Las dos ocupaban un extremo de esta mesa, en la que comían en otros
tiempos más de veinte convidados. Nunca había visto Rina á su amiga de
tan buen humor como en el momento presente. Reía todas las palabras de
ella y de la jardinera, ocupada en servir la mesa. Admiraba con un
fervor entre bondadoso y burlesco los cuadros representando frutas y
otros comestibles que adornaban aquella habitación: lienzos ya
resquebrajados, sobre los cuales un pintor de «bodegones» había ido
fijando ingenuamente sus fantasías gastronómicas.

Hasta se sirvió la viuda un vaso de cierto vinillo claro de la Mancha
que la hortelana ponía sobre la mesa por ornamento tradicional, pues en
ninguno de los días anteriores había llegado á ser destapada la botella.
Canturreaba entre plato y plato, mirando maliciosamente á Rina.

--Pronto nos iremos de aquí. Nuestra vida va á transformarse. Ya estoy
cansada de que vaguemos de un lado á otro de la tierra como dos gitanas,
teniendo que defendernos de los que nos toman por lo que no somos. Creo
que me voy á casar... No parpadees; no pongas esa cara de hipócrita.
Demasiado sabes con quién... Y tú te casarás lo mismo que yo. No sé cuál
será el dichoso mortal á quien le toque esa suerte; pero te casarás, te
lo prometo. Si es preciso te compraré un marido; y si no te parece bien
el primero, te compraré un segundo...

La entrada de la jardinera trayendo un gran plato contuvo á la dama,
que, enardecida por sus propias palabras, sentía un deseo pueril de
lanzar expresiones atrevidas.

De pronto forcejeó en un dedo de su mano izquierda, mostrando luego
entre las yemas de tres dedos de su derecha una sortija con un grueso
diamante.

--Tome usted; para que se acuerde de mí y de este día.

Y alargó el brazo, dejando caer dicha joya en una mano de la pobre
mujer, que acababa de colocar su plato sobre la mesa.

--¡Jesús me valga!... Pero ¿qué voy á hacer yo con eso, señorita?...
Semos unos pobres, y las cosas tan ricas no son pa nosotros.

Insistió la viuda, con la gozosa violencia del que desea hacer partícipe
á todos de su dicha.

--Guárdela ó véndala... lo que más le convenga. Así se acordará siempre
de mí y del señorito Florestán.

Acabó la jardinera por introducir la sortija hasta la mitad de uno de
sus dedos--no podía entrar más allá--, y contemplando las luces
multicolores que lanzaba el diamante al mover ella su mano, prorrumpió
en una carcajada igual á la de los seres primitivos ante las cuentas de
vidrio y otros objetos brillantes y de escaso valor ofrecidos por los
exploradores al desembarcar. Luego, como espoleada por su emoción, salió
corriendo, y sus risas se perdieron escalera abajo. Necesitaba enseñar á
todos este regalo inaudito.

Pasó la viuda las primeras horas de la tarde en agradable reposo. Era
aquella comida la primera que había hecho tranquilamente desde que
estaba allí. Además, iba paladeando en su pensamiento la certeza de su
dicha futura. Veía el porvenir como una felicidad rectilínea que
avanzaba hasta perderse en el infinito, sin altibajos, sin tener que
abrir túneles ni echar puentes á través de los obstáculos del destino.

Florestán dormía, algo fatigado por el esfuerzo hecho horas antes al
levantarse por primera vez, y las dos amigas conversaban en una
habitación inmediata. Rina, que casi todos los días se trasladaba á
Madrid para hacer compras y buscar en el hotel lo que iban necesitando
de su equipaje, habló de cuanto había visto en estas rápidas visitas.

Pareció interesarse la amazona por noticias que el día anterior hubiese
acogido con indiferencia. Al sentirse feliz empezaba á mostrar
curiosidad por el mundo que había dejado á sus espaldas. Pensó en Casa
Botero sin animadversión. Hasta sonrió un poco recordando cómo había
terminado su última entrevista. ¿Qué sería de él?... Lo había dejado
tendido ante su puerta, y cuando Rina vino á buscarla, media hora
después, ya no vió á nadie en el pasillo.

--¿En ninguno de tus viajes has encontrado á tu amigo el italiano?...

Contestó Rina negativamente. Tal vez se habría ido de Madrid, al no
poder averiguar el paradero de Concha. En el Palace Hotel todos creían
que la señora Douglas estaba viviendo por unos días en Toledo.

Sintió la californiana una fuerte tentación de relatar á su compañera lo
ocurrido junto á la puerta de sus habitaciones. Le impulsaba á esta
confidencia su orgullo de amorosa. Era oportuno que Rina se enterase de
cómo había tratado ella al hombre que hirió á Florestán. Se explicaba su
desaparición. Indudablemente, al volver en sí y levantarse del suelo, no
le habían quedado ganas de buscar otra vez á Concha Ceballos, la viuda
millonaria. Y pensando esto, miró instintivamente por la abertura de una
de sus mangas el vendaje que oprimía la muñeca de su brazo derecho.

Cuando empezó á hablar, no pudiendo reprimir la sonrisa maligna que
despertaba en ella el recuerdo de tal episodio, se presentó la hortelana
para anunciar en voz baja y con misterio:

--Abajo hay una señorita que quiere decirle una palabra.

Acogió la viuda esta noticia con extrañeza. Debía ser un error. ¿Qué
señorita conocía ella que pudiera venir á buscarla en la quinta de
Alaminos? ¿Cómo sabían que vivía aquí?... Pero la mujer siguió dando
explicaciones.

--La conoce á usté y ha dicho su nombre. Es una señorita muy jovencita
que no parece extranjera. Pa mí que es de Madrid. Le he pedido que me
diga cómo se llama, y contestó nones. Dice que usté la ha visto otras
veces, y que necesita darla una razón... La pobre da lástima. ¡Si usté
hubiese oído cómo me pidió que la dejase entrar!... Debe verse en
alguna necesiá.

Había llegado con otra de sus mismos años, en un automóvil del alquiler
que permanecía fuera del jardín.

--Su compañera está en el auto, y la única que ha entrao es la que
quiere verla á usté.

Preocupada la señora Douglas por esta visita, fué á uno de los balcones,
pero no vió á nadie en la vieja alameda que conducía de la verja de
entrada hasta la casa. Debía estar en las cercanías del edificio y no
alcanzaba á verla desde allí.

Se decidió á bajar al jardín. Por una precaución irreflexiva, creyó
preferible esto á dejar subir á la visitante hasta las habitaciones del
primer piso, donde estaba Florestán.

Rina se ofreció para hablar á la desconocida. Tal vez había venido por
un error de dirección, y ella se encargaba de despedirla. Pero la viuda
insistió en bajar. Aquella joven había dado su nombre claramente y era á
ella á quien buscaba.

Avanzó por el jardín, mirando á un lado y á otro, sin ver á nadie. Luego
sonaron unos pasos leves y rápidos detrás de ella, y al volver sus ojos
vió cómo surgía entre dos grupos de bojes recortados en forma de muro
una jovencita vestida con modestia, que á ella le pareció de excesivo
rebuscamiento. Era la señorita que desea, á medias nada más, ser
confundida con una doncella de servicio que ostenta sus ropas de
domingo.

Inmediatamente la reconoció Concha, con una sorpresa que parecía ir más
allá de los límites de su imaginación. Todo hubiera podido suponerlo
menos esta visita. La hija de don Antonio Mascaró.

--¡Señora!... ¡señora!

Repetía balbuciente la misma palabra, como si no pudiese encontrar otra
para seguir expresando sus pensamientos. Estaba intensamente pálida, le
temblaban las manos, y de pronto se llevó éstas á sus ojos, rompiendo á
llorar.

La señora Douglas, atolondrada por la aparición de la joven y su llanto
inexplicable, le tomó las manos para atraerla á ella. Consuelito hizo un
movimiento de repulsión, pero luego se dejó vencer por las manos
acariciantes de la señora.

--No puedo hablar--dijo al fin con voz gimiente--. Al venir he pensado
muchas cosas... ¡muchas! para decírselas á usted, y al verla no sé qué
pasó por mí que lo he olvidado todo... ¡todo!

Mantuvo un momento sus ojos lacrimosos fijos en los de ella, con
expresión implorante, y añadió:

--¡Hacerme tanto daño, cuando la he querido siempre!... Ahora mismo me
ha bastado verla para reconocer otra vez que no puedo odiarla.

Al hablar iba recobrando su memoria. Acudían en tropel los pensamientos
que la habían empujado y acompañado hasta poco antes.

--No diga á nadie que he venido, señora. Mi madre nunca hubiese hecho
esto; pero yo soy otra cosa: pertenezco á otra generación; soy una
«modernista», como ella dice, y he creído mejor hablar con usted
francamente, en vez de aborrecerla y maldecirla desde lejos... Usted es
buena, y tengo la esperanza de que me escuchará...

Pero otra vez pareció caer la noche en su pensamiento, y volvió á
llorar, como arrepentida de la decisión que le había impelido hasta
allí.

Concha Ceballos la llevó cariñosamente á un banco próximo, y en él
tomaron asiento las dos. Estaba tan pálida como aquella visitante
inesperada. Había en sus ojos una expresión de zozobra y de miedo.
Incitaba á la joven á que hablase, y al mismo tiempo temía sus palabras.

Fué explicando Consuelito con alguna incoherencia y largas pausas cómo
había nacido en ella el deseo de realizar esta visita. Desde el primer
momento le parecieron inadmisibles las vagas noticias de su padre sobre
aquel viaje hecho por Florestán en compañía de la señora Douglas. Luego,
algunas amigas envidiosas, para gozarse en su dolor, le habían hecho
conocer la verdad á medida que iban adquiriendo nuevos datos por los
hombres de sus familias.

En Madrid circulaban las nuevas con la misma rapidez fácil que en un
villorrio. Eran muchos los que sabían lo del duelo y la herida grave de
Florestán. Además, el simpático Alaminos había contado en secreto á más
de doscientas personas la instalación en su finca de aquella extranjera
rica y elegante, para curar al herido. Una escena de novela, como sólo
de tarde en tarde puede verse en la realidad.

Hacía varios días que la joven estaba enterada de todo esto. En vano,
hablando aparte con su padre, apeló á diversas insinuaciones para que
éste le dijese la verdad. Don Antonio mantuvo con firmeza lo del viaje,
intentando desbaratar las sospechas de Consuelito. La madre,
afortunadamente, estaba menos informada que la hija, limitándose á
murmurar contra las señoras «modernistas» que se llevan de viaje á mozos
solteros y con novia. Y la señorita Mascaró sólo podía dejar de fingir,
dando expansión unas veces á su cólera y otras á su desaliento, en
compañía de una amiga fiel que había sido su camarada de clase cuando
ella estudiaba el bachillerato. Esta amiga, que seguía sus cursos en la
Universidad y consideraba todas las cosas con una energía varonil, le
había sugerido la idea de ir á la quinta de Alaminos para hablar á la
señora Douglas.

--Esta tarde, como el que toma una resolución desesperada, nos hemos
metido las dos en un automóvil... ¡y aquí estoy! Confieso que la he
odiado mucho. Le he dicho cosas muy duras de noche, cuando, estando en
mi cama, hablaba con usted... Pero ahora que la veo ya no sé qué decir.

Quedaron las dos en silencio. Tampoco la viuda mostraba deseos de
hablar. La hija de Mascaró hizo un gesto como si hubiese encontrado al
fin la palabra deseada, y dijo humildemente:

--Señora, ¡déjemelo!

A partir de este momento, fué ella la que tuvo mayor serenidad,
animándose con el sonido de su palabra, cada vez más fácil, expresando
sus deseos con una facundia creciente, igual á la de su padre.

Comprendía y hasta disculpaba el afecto que aquella señora podía sentir
por Florestán. Como ella le amaba, le parecía por lo mismo ordinario que
todas las mujeres, absolutamente todas, mostrasen interés por él. Pero
Florestán no era un hombre para la señora Douglas.

Sus palabras revelaron sinceramente la admiración que había inspirado á
la joven esta gran señora, procedente de un mundo de privilegiados que
tal vez ella no conocería nunca. Todo lo que Consuelito podía imaginar
de esplendores y refinamientos de vida lo concretaba en su persona. Era
la única millonaria de existencia cosmopolita, la única mujer de
novela--como decía su padre--que ella había visto de cerca.

Otros hombres debían interesar á esta dama poderosa. El pobre Florestán
sólo tenía su juventud, y era ella, la camarada de su infancia, la
admiradora desde la época en que jugaban juntos en los paseos, la que
mejor podía acompañarlo en la existencia modesta y dulce para la que
habían nacido los dos.

--Yo no podré querer á ningún otro, estoy segura de ello. Mi vida es tan
pequeña, tan poca cosa, que únicamente tiene cabida para un solo hombre,
y si me quita usted á Florestán, esta humilde vida mía habrá
terminado... antes de empezar. Usted corre el mundo, señora; usted es
rica; los hombres la admiran, ¡y encontrará seguramente tantos otros!...
¡Para qué tomarle á una pobrecita como yo lo poco que posee!...

Luego, bajando la voz y los ojos, como si se avergonzase de sus
palabras, volvió á hablar con voz balbuceante. Titubeaba lo mismo que el
que teme dar pasos en falso y hace cálculos antes de avanzar un pie.

--Sé bien la diferencia que existe entre nosotras. Usted es hermosa y
elegante; yo soy una cosita de nada, á su lado. Un hombre no vacilaría
entre las dos, estoy segura de ello. También tengo la certeza de que
nunca llegaré á ser como usted... ¡Pero Florestán es tan joven!...
Además, el tiempo pasa aprisa, y nunca seremos mañana como somos hoy.

Fué la señora Douglas la que se apresuró á hablar ahora, cortando el
nuevo curso de las palabras de su visitante. Acarició con cierta
melancolía sus manos, luego su rostro, y por unos momentos puso la
cabecita de la joven sobre uno de sus hombros.

--¡Pobrecita mía!... ¡pobrecita mía!

Conmovida por esta caricia, derramó Consuelo nuevas lágrimas.

--¡Pobrecita mía!--murmuró otra vez la viuda--. ¡No llore usted!

De pronto apartó de ella á la joven, mirándola con ojos menos
afectuosos. No había hostilidad para la otra en esta mirada. Sus pupilas
reflejaron únicamente la tristeza del que acaba de tropezar
inesperadamente con un obstáculo, obra de las potencias ciegas y fatales
que cambian bruscamente el curso de nuestra existencia.

--Váyase, niña--dijo con voz severa--. Ya me ha dicho usted todo lo que
necesitaba decirme... Ya sé todo lo que debo saber.

Obedeció Consuelito, poniéndose de pie. Luego quedó indecisa, mirándola
con ojos interrogantes.

--Váyase--repitió la señora--. Piense que el otro está arriba. Puede
asomarse y verla.

Esta posibilidad, en la que no podía creer la viuda, sirvió para que la
joven sintiese otra vez el miedo á que se enterasen los demás de su
visita. Pero todavía antes de marcharse repitió su mirada interrogante.

--Váyase. Pronto tendrá noticias mías. No sé... tal vez mañana. Pero
¡ay! déjame sola.

Y sin ocuparse de lo que pudiera hacer la hija de don Antonio, sin mirar
si permanecía en el jardín ó se marchaba, Concha Ceballos quedó en el
banco, con la cabeza baja apoyada en ambas manos.

Las horas, tornadizas y elásticas en sus dimensiones según el estado de
nuestro ánimo, pasaron para ella con una rapidez cinemática, como si se
atropellasen las unas á las otras en vertiginosa sucesión. De todo lo
que había hablado aquella joven sólo quedaba esto en su memoria:

«Usted es hermosa y elegante. Entre las dos un hombre no puede vacilar.
Pero el tiempo pasa y... ¡él es tan joven!»

La juventud la irritaba ahora, como esos privilegios injustos que dan
mayor brillantez á la existencia de unos para que resulte, por la rudeza
del contraste, más obscura y desesperada la situación de los demás.
¿Por qué no era el tiempo idéntico para todos, haciendo crecer á la vez
las diversas vidas y segándolas igualmente, como las mieses que surgen y
mueren en masa sobre los surcos?... ¿Por qué habían de vivir los humanos
la existencia desordenada y desigual de las selvas, donde unos árboles
elevan su fanfarrona verdura juvenil junto á los troncos roídos,
próximos á desplomarse, de los gigantes leñosos que conocieron siglos
enteros de primaveras?...

Con la incertidumbre del navegante que al echar la sonda teme encontrar
demasiado pronto el fondo, intentó profundizar en el tiempo que llevaba
vivido. ¿Cuántos años tenía ella y cuántos aquel hombre que estaba
arriba, herido, en una cama? Tal vez el tiempo interpuesto entre los dos
no pasaba de diez años; tal vez doce...

Era la diferencia, más ó menos, que la separaba á ella de aquel
ingeniero Balboa que había sido su primer amor en Monterrey. Se
encontraba actualmente como á mitad de camino, entre el padre y el hijo.
¿Qué son diez ó doce años de diferencia para dos seres que poseen la
fuerza y la salud de una vida bien cultivada?... Aquella joven había
dicho simplemente la verdad, sin halago alguno. Entre las dos mujeres un
hombre no podía vacilar.

Poseía la otra el encanto de una juventud aún primaveral. Pero ella
también podía considerarle joven. Su hermosura no tenía la acidez blanca
de la aurora; era esplendorosa como las horas meridianas, suave y
dorada como las de la media tarde. Además la seguían como obedientes
pajes para sostener la cola de su majestuosa belleza, el dinero, el
lujo, los refrescamientos juvenciales de la higiene, todo lo que la vida
moderna ha inventado para prolongar las gracias de la mujer.

«Sí; eso aún es hoy... ¿pero mañana?»

Persiguiendo á la voz burlona que repetía estas palabras en su interior,
Concha Ceballos fué asomándose valerosamente sobre la cumbre de ese
«mañana», y después de contemplar la lobreguez del barranco que se abría
al otro lado, se indignó contra ella misma por sus enternecimientos de
los días anteriores, por la ilusión que la había hecho cantar y reir
horas antes. ¿Dónde tenía su cabeza ella, que era considerada por muchos
como una mujer de pensamiento seguro y preciso, igual al de los hombres
que realizan las grandes empresas?...

Una diferencia de diez años de edad no era para aterrarla en el
presente. Además, la juventud de los hombres siente muchas veces una
curiosa atracción hacia la hermosura femenil próxima á su ocaso. Pero al
transcurrir diez años más, él continuaría siendo joven, mientras ella
intentaría en vano mantenerse inmóvil ante la horrible puerta de la
vejez, resistiéndose á pasar su umbral, volviendo el rostro al negro é
invitador vacío que dejaban visible sus hojas abiertas y que acabaría
por tirar de ella con la reptilina succión de una boca desdentada.

Los esfuerzos que habría de hacer para defenderse le inspiraban mayor
miedo que su propia decadencia. ¡Qué tormento ver á todas horas la
juventud desesperadamente inmutable de su esposo y contemplar en secreto
la muerte lenta y continua de su hermosura! ¡No poder vivir tranquila y
descuidada; tener que vigilarse en todo momento, saltar del lecho con la
presteza del que necesita ganar su pan, para realizar en el tocador,
durante horas y horas, un sinnúmero de operaciones químicas y pictóricas
antes de ver al compañero de su existencia!... Y tantos esfuerzos y
trabajos para un resultado incierto. Los aliños y afeites dejarían
escapar al fin el triste secreto de su disfraz. Sorprendería muchas
sonrisas irónicas en las gentes, que pueden respetar á una mujer cuando
envejece sola, pero ven en su miseria física un motivo de burla si
intenta prolongar la juventud para que no huya de ella el amor...

Se aterró al imaginarse esta existencia de mentiras y zozobras. Además
pensó en la otra, en la que había estado sentada á su lado en aquel
mismo banco, llorosa, suplicante, admirándola ingenuamente, pero
sintiendo al mismo tiempo el orgullo de sus pocos años, el privilegio
fugitivo de su virginidad.

Tenía razón. ¿Cómo ella, que había sido en la vida una afortunada,
poseyendo finalmente todo lo que la hace grata y envidiable, podía
arrebatar á esta pobrecita la única ilusión de su mediocre porvenir, la
sola alegría de su existencia?... ¿Con qué derecho iba á partir la
órbita de estos dos seres destinados á moverse en un espacio
limitado?... Esta pareja empezaba su marcha, viendo su sendero todavía
obscurecido por el misterio de las incertidumbres y las aventuras que
guarda el porvenir. Ella estaba ya en el término de una carrera
triunfal, y sólo le restaba gozar lo conquistado en la primera parte de
su historia.

Había dejado perder su turno para aproximarse al amor. No lo buscó ó le
volvió la espalda cuando era el momento de contestar á sus
invitaciones... ¿Por qué intentaba ahora dar un salto atrás, deseosa de
reparar su olvido, para ocupar el lugar de la otra, llegada al mundo
mucho después de ella y que exigía su porción correspondiente en la mesa
de la vida, su parte de ilusión y de amor reservada á toda juventud?...

Imaginó por un momento la posibilidad de que estando en Monterrey,
cuando tenía los años de la hija de Mascaró, hubiese amado á un
compañero de su niñez, tan pobre como ella, concretando su porvenir
entero en la esperanza de casarse con este hombre, tener hijos de él,
una casa modesta y cómoda... nada más para el resto de su existencia. Y
de pronto llegaba una gran señora que lo poseía todo, á quien la suerte
no había negado un solo medio de satisfacer sus deseos, y esta
privilegiada sentía el capricho de arrebatarle precisamente su mediocre
felicidad. ¡Qué infamia!...

Su carácter enérgico se sublevó agresivamente ante tal injusticia
hipotética. ¡Y ella, que pretendía ser equitativa en todos sus actos,
iba á hacer lo mismo!... No; había que suprimir esta posibilidad
deshonrosa, con la rapidez y la dureza de los seres prontos á la acción.

La voz de Rina le hizo salir de sus meditaciones, y al levantar la
cabeza creyó que una nube estaba pasando ante el sol. La luz vespertina,
dorada y cálida cuando ella había entornado los ojos sumiéndose en su
vida interior, era ahora grisácea y casi crepuscular. En el cielo, de un
azul cristalino, iba desliéndose el oro de la tarde, cada vez más
pálido. Una faja de púrpura á ras del horizonte delataba el rastro
sangriento de la huída del sol.

Rina, después de gritar inútilmente á través del jardín, acabó por
descubrirla medio caída en el banco.

--Florestán desea hablarte.

El primer movimiento de Concha fué ponerse de pie é ir hacia la quinta.
Luego volvió á quedar inmóvil.

Entrar en aquel edificio, subir la escalera, verle otra vez... ¡ah, no!
Adivinaba que iba á ser cobarde. Estaba segura de que al volver al
dormitorio del convaleciente perdería la fuerza de aquella voluntad
extraordinaria que le facilitaba la ejecución de las más duras
resoluciones.

Obedecer á su llamamiento, hablarle otra vez, aunque fuese la última,
equivalía á una mala acción. Era buscar una excusa para su debilidad, ir
al encuentro de un pretexto que explicase luego su conducta, como hacen
los débiles ó los malvados cuando pretenden justificar sus actos.

Habló á Rina con una voz monótona, imperiosa, seca, que ésta había oído
en determinados momentos de su vida común. Conocía bien esta voz, y su
experiencia le aconsejaba no hacer ninguna objeción á Concha Ceballos
cuando se servía de ella para dar órdenes.

Pidió á su compañera que le trajese allí mismo un gabán, su sombrero,
sus guantes.

--Tengo frío--murmuró; y su voz fué blanda y triste, pero un instante
nada más.

Luego siguió mandando con el mismo tono autoritario. Rina tomaría arriba
lo más preciso, lo puramente personal que ella no podía abandonar. Lo
restante debía dejarlo á la mujer del hortelano. ¡Un recuerdo más!

--Nos marchamos inmediatamente al hotel. Tú vas á encargarte de hacer
las maletas, recogiendo todo lo que tenemos allá. Luego vendrás á unirte
conmigo en San Sebastián. No; mejor será en Biarritz: ¡fuera de España!
¡lo más lejos posible!... En el hotel te daré una carta para el señor
Mascaró. Se la llevas esta misma noche. Que venga á encargarse de...
esto con los suyos. A ellos les corresponde.

Rina, silenciosa, con un rostro que disimulaba mal su inquietud, se
dirigió á la casa para cumplir estos mandatos. Adivinaba la cólera de su
compañera. En tales momentos era cuando decía con varonil orgullo:

--¡Yo no sé cómo se llora!... ¡Yo no he llorado nunca!

La señora Douglas la hizo retroceder para darle una nueva orden. Debía
ir inmediatamente á la antigua cuadra de la quinta, donde estaba su
automóvil desde algunos días antes. El chófer americano entretenía sus
horas de espera hablando con los jardineros y los vecinos en un español
recién aprendido, ó leyendo algunos magazines ingleses, de páginas
mugrientas por el continuo manoseo, que guardaba bajo un asiento del
vehículo.

--¡Bendito automóvil!--siguió diciendo la dama--. Él nos da la verdadera
libertad. Gracias á su invención podemos escapar á todas horas de los
lugares que odiamos.

Le parecía en este instante el más extraordinario y benéfico de todos
los descubrimientos que han hecho dulce y fácil la vida humana. Había
librado á las gentes de la tiranía del espacio y de las monotonías del
tiempo. El que puede disponer á todas horas de un automóvil acaba por
ver y apreciar la vida de distinto modo que los que van siempre á pie.
Esta facilidad de traslación da á los pensamientos más vulgares mayor
amplitud y soltura. Hasta los entendimientos limitados ven abrirse
nuevos horizontes...

Luego olvidó estas divagaciones para dar á Rina su última orden.

--Dile al chófer que antes de media noche vamos á salir de viaje... pero
viaje largo. Que no se olvide de preparar el faro grande. Quiero que
cuando mañana salga el sol me vea lejos, ¡muy lejos! de Madrid.



X

La mentira


Languidecía la tarde al salir ella del Casino. Su automóvil marchó á
gran velocidad por el tortuoso camino de la costa. La luz solar, antes
de extinguirse, tomaba los colores del limón y la rosa, reflejándose
sobre las cumbres amarillas ó bermejas de los Alpes.

La señora Douglas deseaba no llegar con retraso á su hotel de Niza.
Distraída por el juego en los salones privados del Casino de
Monte-Carlo, había olvidado que aquella noche era de gran comida en el
Hotel Negresco, donde ella estaba instalada, con exhibición á los
postres de bailarinas célebres. Como había dejado á Rina en Niza ocupada
en cumplir ciertos encargos suyos, iba sola en su carruaje. Entornando
los ojos para no ver al conductor, se hacía la ilusión de que aquél
marchaba solo, como un animal inteligente y amaestrado que obedecía su
voluntad sin que ella necesitase valerse de palabras.

Todos los días veía á la ida y á la vuelta este paisaje maravilloso de
la Costa Azul, acostumbrándose á él como si fuese un espectáculo
ordinario; pero ahora creía encontrar en su contemplación una
inexplicable novedad, un atractivo misterioso. Era sin duda el hálito de
la primavera anunciando desde lejos su llegada; los juveniles efluvios
de esa pubertad del año que parece cambiar el aspecto de las cosas y el
carácter de las personas.

Iba á empezar el mes de Marzo y habían terminado las fiestas del famoso
Carnaval de Niza. La mayor parte de Europa vivía aún en el invierno,
mientras aquí jardines, montañas, cielo y mar habían repelido la
tristeza de los días fríos, saludando con su envoltura luminosa y sus
perfumes la presencia de una juventud más.

El Mediterráneo de color turquesa, aclarado por la luz del ocaso, tenía
la diafanidad engañadora de un mar irreal. En sus orillas se reproducían
invertidos los pueblos de color de rosa, las «villas» de blancas
columnatas, los grupos de árboles, lo mismo que en las riberas de un
lago. Las montañas, al repetirse con la cumbre abajo en este mar de
reflejos, lo festoneaban de triángulos de sombra azul. Las barcas
parecían flotar en plena atmósfera, y cada una de ellas llevaba otra
debajo, con la vela triangular apuntando al abismo, pegados sus dos
cascos, fondo con fondo, como gemelos nacidos de la luminosidad
fantasmagórica de la tarde.

«Muy hermoso, demasiado hermoso», pensaba ella.

Y como deseamos con preferencia lo que está lejos de nosotros, evocó el
recuerdo de las olas bravas del Atlántico y las ondulaciones
tempestuosas del Pacífico. Un capricho imaginativo le hizo ver de pronto
una pianola y una orquesta ruidosa, pretendiendo acoplar la diversidad
de los mares á estos dos términos de comparación. Luego se arrepintió de
su injusticia con el dulce Mediterráneo. La hermosura ordenada y
tranquila es un gran don de nuestra existencia, pero sólo la sabemos
apreciar al encontrarla de nuevo, después de largo eclipse.

Empezaba á anochecer cuando el automóvil de la señora Douglas entró en
Niza por el lado del puerto, siguiendo la sección más desierta del paseo
de los Ingleses. Vió á continuación extenderse frente al mar una larga
fila de hoteles lujosos y alzarse en último término la cúpula roja del
Negresco. Los grupos de transeuntes eran cada vez más compactos,
mejorando su aspecto y su vestimenta según avanzaba el automóvil. La
viuda miró distraídamente á los paseantes que se cruzaban con su
vehículo de vuelta hacia el interior de la ciudad, como si huyesen del
crepúsculo. Éste empezaba á extender sobre la bahía de los Ángeles sus
gasas color violeta, en cuyos pliegues brillaban perdidas las primeras
estrellas.

De pronto se agitó en su asiento, movida por la sorpresa. Había creído
reconocer á alguien cuya presencia no podía esperar en aquel sitio. Pero
no obstante la rapidez con que se incorporó, como su automóvil marchaba
aprisa, no pudo ver lo que deseaba. Además, aquel transeunte que había
originado su movimiento iba con los ojos puestos en otra dirección y no
se fijó en ella, continuando su camino entre los grupos, que le
ocultaron inmediatamente.

--¡Quién no diría que es él!... ¡Qué parecido!...

Después de repetir esto mentalmente, Concha Ceballos hizo un gesto de
duda y se retrepó en su asiento, con la vista puesta en su hotel, al
extremo del paseo.

Varias veces había experimentado la misma sorpresa en diferentes
ciudades. Jugarretas de la imaginación; caprichos del recuerdo, que
parece vengarse con estos mirajes engañosos cuando le mantienen alejado
y menospreciado. Además, todos los hombres tienen en su primera juventud
un aspecto exterior que parece común, cierta uniformidad, semejante á la
de los que visten un mismo traje profesional, militares ó sacerdotes; y
aunque se diferencien por su estatura y su fisonomía, evocan la imagen
unos de otros.

Dicho encuentro sirvió para que recordase, con una visión casi
instantánea, los últimos meses de su vida, después que se hubo marchado
de Madrid.

Pronto haría un año, y al examinar este balance parcial de su existencia
no encontraba nada extraordinario. Su vida podía resumirla en tres
funciones: movimiento incesante, afán de distraerse, voluntad de
olvidar. Había viajado por ciertos países de Europa escapados á su
curiosidad en anteriores expediciones. Además, había venido dos veces á
la Costa Azul, atraída por el placer del juego. Necesitaba aturdirse,
olvidar; y de todos los vicios que divierten á los humanos, el más
«virtuoso», según ella, el que mejor conviene á una dama que vive sola y
desea mantener su prestigio social, era el juego.

Jugaba por distraerse, por emplear en algo su carácter luchador,
propenso á la acción. Y como no buscaba la ganancia y disponía de
ilimitados capitales, el azar, que vuelve su espalda á los necesitados,
la favorecía con irritante injusticia. Ganaba dinero, por lo mismo que
no le era necesario. Otras veces lo perdía; pero compensándose ganancias
y pérdidas, el resultado era que la millonaria Douglas, después de
semanas y semanas de un juego audaz, no había sufrido ninguna merma
considerable en su fortuna.

Iba vestida con gran elegancia, como siempre, pero sus preocupaciones y
apasionamientos de jugadora habían modificado algo su aspecto. Tenía en
el rostro una expresión dura y distraída, reflejo de las combinaciones
estratégicas que ideaba á todas horas para batirse con la Suerte.
Además, llevaba á Monte-Carlo, fuese cual fuese su vestido, un bolso de
mano grande, casi igual al que usaba en sus viajes, guardando en su
interior varios fajos de billetes de mil francos, que unas veces
regresaban á Niza multiplicados y otras tardes se quedaban allá, para
volver á reunirse con ella pocos días después. El precioso bolso no la
obligaba á grandes precauciones ni le hacía sufrir inquietudes. Esta
tarde regresaba algo repleto, y sin embargo lo había abandonado sobre
el asiento del automóvil, como si lo olvidase.

Para su vida sentimental, el suceso más importante en los últimos meses
había sido el regalo de cierto perrillo japonés que le había hecho en
París una amiga de Nueva York, después de terminar su viaje alrededor
del mundo. Este animal exótico era ahora el compañero predilecto de su
existencia. Rina compartía tal amor, mas no sin sentir celos al ver cómo
el recién llegado disminuía su personalidad cerca de la viuda. Ésta
pensaba ahora en su perrillo con la vista fija en la cúpula del Hotel
Negresco, cada vez más próxima, y creía escuchar ya los ladridos con que
acogería la presencia de su dueña. ¡Lástima tener que separarse de él
todas las tardes cuando iba al Casino de Monte-Carlo!...

También había encontrado á Arbuckle tres veces, «por casualidad»,
después que se alejó de ella en Madrid para ir á Sevilla. Como siempre,
le iba saliendo al paso en los hoteles, y cuando la viuda empezaba á
fatigarse de su presencia, tenía el acierto de inventar un nuevo viaje,
no volviendo hasta meses después. Ahora debía estar en Egipto. Los
diarios hablaban mucho de la tumba de un Faraón recién descubierta, y él
se había creído obligado á presenciar dichas excavaciones, como buen
americano que debe verlo todo y saberlo todo. Pero la viuda presentía de
un momento á otro la reaparición de su discreto solicitante.

Además había sufrido la desagradable impresión de encontrar en París á
Casa Botero. Este hombre la miró en el primer momento con una expresión
de odio impetuoso, capaz de rebasar los límites de las conveniencias
sociales. Luego, refrenando los impulsos de su rencor, inició una
sonrisa y un saludo, pretendiendo hablar con ella. Pero la viuda había
seguido adelante con hostil altivez. Una mujer que se decide á dar
puñetazos no va luego á ofrecer su mano, lo mismo que un boxeador cuando
termina su combate.

Este individuo debía hablar mal de ella en todas partes. Pensó después
que tal vez callaba, avergonzado por el recuerdo de aquella escena en un
hotel de Madrid. De un modo ó de otro, le era indiferente el tal Casa
Botero. Y fingió no reconocerle, tantas veces como volvió á encontrarlo
en teatros y fiestas sociales. Hasta lo había visto de lejos, días
antes, junto á una mesa de juego en el Casino de Monte-Carlo. Iba
acompañando á una señora de elegancia vistosa y edad madura, con el
rostro mineralizado en fuerza de coloretes y afeites. Alguna millonaria
á la que pretendía conferir el enigmático título de marquesa de Casa
Botero. La viuda pasó junto á él sin mirarle, pero satisfecha del
encuentro. Un motivo más de tranquilidad para su porvenir, que deseaba
dulcemente monótono, sin los altibajos y los conflictos que tanto gustan
á las naturalezas exaltadas.

¿Y el otro?... Ella no quería pensar en el otro, porque era el que le
interesaba más. Podía jurarse á sí misma que en todos los meses
transcurridos desde su fuga de Madrid no había pensado en él más allá
de una docena de veces. Una mujer de voluntad debe mandar
imperativamente á sus sentimientos y pasiones.

No se había acordado de él, pero tenía al mismo tiempo la certidumbre de
que á todas horas estaba presente en su memoria. Le sabía instalado en
una revuelta de sus recuerdos. Era como esos personajes de teatro que el
público no alcanza á distinguir entre los bastidores, pero adivina que
están allí por haber visto cómo se ocultaban, y presiente que
repentinamente pueden volver á presentarse.

De tarde en tarde, el recuerdo, insubordinándose contra la tiranía de su
voluntad, se daba el malsano placer de agitarla con estremecimientos de
sorpresa, haciéndola ver á Florestán en el Bosque de Bolonia ó en los
Campos Elíseos; otras veces en el Pincio de Roma, en la plaza de San
Marcos en Venecia ó patinando sobre las nieves de Saint-Moritz. Al
concentrar luego su atención, profundamente emocionada por estos
encuentros, se iba dando cuenta de que el desconocido sólo tenía de
semejanza con el otro sus pocos años y el atletismo de una juventud
amante de los deportes físicos.

Al tranquilizarse, formulaba siempre la misma protesta interior:

«Y aunque fuese Florestán, ¿qué podría ocurrirme?... La locura de Madrid
ya terminó. No hay que pensar en ella.»

Mas al mismo tiempo que sentía el goce de su tranquilidad, mostraba
cierta decepción, como si le hubiese gustado no equivocarse en algunas
ocasiones, como si le resultase inexplicable esta ausencia definitiva.

«¿Qué habrá sido del pobre muchacho?», se preguntaba algunas veces.

Después de su huída de Madrid sólo había tenido una noticia aislada é
indirecta de aquellos amigos de unas cuantas semanas, dejados á sus
espaldas para siempre; una noticia fúnebre, venida hasta ella por el
camino más largo.

Rina había recibido en París una carta de aquel señor que vivía en
Méjico y era su consocio en la explotación de la famosa mina. Éste le
hacía saber que don Ricardo Balboa había muerto en Madrid repentinamente
á consecuencia de una aneurisma, y para dar más autenticidad á la
noticia enviaba la esquela fúnebre suscrita por la familia. Sintió
Concha Ceballos la misma conmoción que si recibiese un golpazo en el
pecho al encontrar el nombre de Florestán Balboa al pie de este aviso
mortuorio.

«¿Puede importarme acaso lo que haga ese joven?--pensó para infundirse
tranquilidad--. Siento la muerte de su padre, pero esta muerte servirá
para separarnos más aún. De seguro que va á casarse en seguida con la
señorita Mascaró... Tal vez se ha casado ya á estas horas.»

Aquella energía tranquila que acompañaba sus decisiones al ocuparse del
manejo de su fortuna acabó por restablecer la fría paz en sus
recuerdos. Una mujer que desea verse respetada debe imponer á su
memoria una disciplina igual á la de sus actos exteriores. Pero ¡ay! de
tarde en tarde su imaginación se permitía sorpresas engañosas, como la
que acababa de sufrir en el paseo de los Ingleses.

«Una simple semejanza y nada más. Lo pasado ya está pasado y no hay que
resucitarlo, ni siquiera en la imaginación.»

Como ella esperaba, le salió al encuentro en sus lujosas habitaciones
del Negresco aquel perrillo exótico, de pelos hirsutos color de miel y
hocico chato, negro y barnizado, como el de un ídolo. Era un manguito
viviente que servía de forro á una máquina incansable de ladridos.

Besó la señora este hocico grotesco, prorrumpiendo en elogios á la
hermosura del gozque. Él era el mejor amigo de su vida.

La doncella francesa que la había seguido desde Nueva York esperaba sus
órdenes para escoger entre varios vestidos de fiesta colocados sobre un
diván. Según manifestó, Rina estaba abajo, en la oficina del director,
sacando de la caja de valores el cofrecillo de joyas de la señora
Douglas. Este cofrecillo guardaba una fortuna, y era prudente, al vivir
en hoteles, que pasase la noche en la oficina de la dirección mejor que
en el dormitorio de ella.

Concha Ceballos llevaba habitualmente un collar de perlas famoso, pero
había querido sustituirlo, para la comida de gala de aquella noche, con
otro de brillantes que únicamente salía de su encierro en días
extraordinarios.

Entró Rina llevando con aire de cautela y expresión respetuosa el
cofrecillo bajo un brazo. Pero á pesar de la veneración con que manejaba
este pequeño tesoro, pareció olvidarlo al ver á la viuda, y lo dejó
sobre una mesa para hablar más desahogadamente.

--¡Si supieras á quién he encontrado hace una hora!... ¡Qué sorpresa! No
podrás acertarlo nunca.

Y sonrió como si se gozase de antemano en las angustias de la curiosidad
de la otra. Pero Concha permaneció impasible, habiendo adivinado desde
las primeras sílabas de su compañera cuál era la persona á que se
refería.

--Sé quién es--dijo fríamente--. Lo he visto desde el automóvil...
Florestán Balboa.

Rina, decepcionada por esta adivinación, continuó hablando, sin embargo,
con gran interés de dicho encuentro.

En los últimos meses su existencia había sido «vulgarísima»--como ella
decía--, sin sentir la proximidad del amor ni para su persona ni para
los demás; como si el tal amor hubiese huído para siempre de la tierra.
La presencia de Florestán Balboa representaba para Rina una atracción
semejante á la que siente el lector cuando descubre un nuevo volumen de
la novela inconclusa que tuvo que abandonar con pena meses antes. Aparte
de esto, era un hombre joven.

--Está más buen mozo que nunca. Parece más «hecho», más hombre, y con
una tristeza que le sienta muy bien. Va vestido de riguroso luto por la
pérdida de su padre. Hace como medio año que murió el pobre don
Ricardo... Hemos hablado un poco de la mina. Las cosas de Méjico van
mejor, y tal vez seré rica pronto; pero no quise insistir sobre nuestro
asunto porque adiviné que le preocupaban otras cosas. Viene de París.
Alguien le dijo allá dónde estábamos. Llegó esta mañana, y se ha alojado
en otro hotel. Estuvo aquí á la hora del té, con la esperanza de
encontrarte. ¡Como toda Niza se junta en el _hall_ para bailar!... Le he
contado que esta noche hay comida de gala; pero no puede venir. Su luto
es muy reciente... De seguro lo verás mañana. Le he dicho que todas las
tardes vas á Monte-Carlo y la mejor hora para encontrarte es á mediodía,
cuando bajas á dar una vuelta por el paseo de los Ingleses.

--¿Se ha casado?--preguntó con indiferencia la viuda mientras revolvía
las joyas de su cofrecillo, creando palpitaciones de luz, oleadas de
colores ardientes, con cada movimiento de su mano.

--También hemos hablado de eso. No se ha casado aún, mas he creído
adivinar que se casará con la hija del señor Mascaró, aquella niña á la
que vimos en Madrid con la antipática de su madre... No parece que tenga
muchas ganas de hacer ese matrimonio. ¡Pobre muchacho! La niña es
bonitilla y agradable, pero un buen mozo como él merece algo mejor. Ha
nacido para casarse con una mujer de otra clase.

Sonrió mirando á su amiga, mas esta sonrisa dejaba en la duda de si era
la viuda ó ella misma la que correspondía por sus méritos á Florestán.

La señora Douglas comió y bebió sin poder apreciar los méritos de este
banquete de gala tan anunciado por el hotel. Lo mismo hubiese admitido
otros platos y otras bebidas. Contempló con fingida atención el trabajo
de los bailarines profesionales y las hermosas figurantas que se
exhibían sobre el espacio encerado, entre un triple óvalo de mesas.
Permaneció insensible igualmente á las adulaciones que le dirigía por lo
bajo su acompañante.

--Las de la mesa próxima están asombradas de tu collar. Dicen que no han
visto nada igual.

¡Qué podían importarle á ella tales alabanzas! Habló con varias
compatriotas suyas que asistían á la comida, y no supo luego con certeza
sobre qué habían conversado. Mientras su vida exterior se desarrollaba
automáticamente, comiendo sin saber lo que comía y diciendo de un modo
maquinal palabras de las que no se daba cuenta, su voluntad iba
repitiendo interiormente, lo mismo que una máquina de vapor lanza
mugidos de igual tono, pero cada vez más fuertes, según aumenta la
potencia de su energía:

«Él está aquí... Hay que terminar de una vez... Debo impedir que
vuelva.»

Hasta le pareció que Florestán se hallaba en aquel comedor. Sentía su
presencia invisible, el roce misterioso de sus ojos fijos en ella. Tal
vez la miraba desde el atrio ó del otro lado de los ventanales, oculto
entre la gente curiosa que seguía de lejos el curso de la fiesta. Y sólo
la sospecha de esta presencia real la hizo estremecerse, como uno de
esos peligros que aterran y dan al mismo tiempo la voluptuosa angustia
de lo desconocido.

Podía soportar ella fríamente las persecuciones de Arbuckle. La seguía á
todas partes, pero se apresuraba á desaparecer, como un niño vergonzoso,
apenas notaba en la viuda Douglas señales de contrariedad. No corría
riesgo alguno en tal deporte. Hasta lo encontraba á veces divertido. Mas
el otro no era Arbuckle, y ella se tenía miedo á sí misma al verse tan
débil, tan desarmada, en presencia de aquel joven que por suerte no se
había percatado de su gran poder... Pero ¡ay! si menudeaban tales
encuentros, acabaría por ocurrir lo que ella no quería que fuese. Lo más
penoso ya lo había realizado en Madrid. ¿Para qué convertir en
sacrificio estéril la tortura moral que se impuso entonces, desandando
ahora el penoso camino que ya llevaba hecho?... Era preciso continuar
hacia adelante.

Pasó gran parte de la noche sin dormir, pensando en lo que ocurriría al
día siguiente cuando encontrase á Florestán.

«Hay que terminar--seguía aconsejando su voluntad--. Hay que verle por
última vez.»

Una Concha Ceballos completamente nueva, cuya existencia no había
sospechado nunca, despertó de pronto en su interior, hablando con cínica
energía. Se sintió avergonzada al escuchar los consejos de este otro
«yo», ignorado hasta entonces.

«¡La influencia de la Costa Azul!--se dijo la viuda para explicarse la
conducta de esta mitad insospechada de su alma--. ¡La vida de amor y de
costumbres libres que me rodea en este rincón dichoso del mundo!»

Mas la «otra», sin prestar atención á sus excusas, continuaba hablando
imperiosamente:

«Ahí le tienes. Ya que viene en tu busca, sin que lo hayas llamado,
aprovecha tu buena suerte. El destino lo quiere. Haz lo que otras; no
sufras más; da un hartazgo á tu pasión en secreto. Nadie sabrá nada...
Una aventura... unos días de placer... y luego lo dejas. ¡Tantas han
hecho lo mismo!»

Mas la juiciosa señora Douglas, la de siempre, se revolvía contra estos
consejos, considerándolos absurdos. Florestán la seguiría en su segunda
fuga, como ahora venía á buscarla después de la primera. El que ama no
se satisface con una aventura única; al contrario, este corto episodio
excita sus deseos. La seguiría por todo el mundo, con la autoridad de
los derechos irrecusables adquiridos sobre ella; y ella, después de su
caída voluntaria, no podría defenderse... Paladear un placer que dura un
momento... ¿y luego? ¿Tendría la dureza precisa para abandonarlo, tras
la mutua posesión, como le aconsejaba aquella personalidad demoniaca
surgida inopinadamente de ella misma?... No; después de una breve
entrega, terminada por una fuga, la situación de los dos aún resultaría
peor.

De pronto, como el esfuerzo decisivo que inclina con su presencia el
resultado de un combate, asomó en su recuerdo una carita de joven
llorosa: la novia de Florestán. Aquella muchacha estaba lejos; no podía
defenderse... Además, ella le había hecho una promesa. ¡Qué infamia
abusar de su ausencia!...

«Es preciso romper para siempre. No verle otra vez; impedir que vuelva.»

Pero al adoptar la amazona esta resolución sintió ablandarse su fiereza
y se dijo interiormente, como si lanzase un lamento:

«Ahora que ya me había acostumbrado á vivir sin su recuerdo... ¡verle
otra vez! ¡resucitar lo que tanto me costó de dar muerte!... Pero es
preciso... ¡es preciso!»

Bajó en la mañana siguiente al paseo de los Ingleses, poco después de
las once, cuando era más numerosa la concurrencia de los que toman el
sol junto al mar, esperando que el cañonazo de mediodía disuelva á los
grupos y los envíe en todas direcciones, hacia sus hoteles y casas, en
busca del almuerzo.

Iba escoltada por Rina, que mantenía pegado á sus faldas el perrillo
japonés, llevando corta la trenza de cuero sujeta á su collar. En vez de
ir paseo abajo, hacia su principio, donde se aglomeran los invernantes,
ocupando bancos y sillas frente á restoranes y cafés para oir sus
orquestas, siguieron en dirección contraria, aproximándose al barrio
llamado de la California. Según iban avanzando, los presentes eran más
escasos y el malecón tomaba un aspecto de ribera marítima. Había en esta
playa falta de arena varias barcas de pesca puestas en seco sobre los
guijarros redondos, iguales á galletas azuladas ó grises. La luz del
sol, blanca en fuerza de ser intensa, se reflejaba sobre el índigo del
mar como una lluvia de plata voladora.

La señora Douglas estiró su labio superior con el gesto hostil y sombrío
que apoyaba sus resoluciones decisivas. Había que terminar, y era
preciso que fuese cuanto antes...

En la playa, un grupo de curiosos admiraba tendidos á sus pies dos
pescados enormes é inánimes. Tenían dientes de sierra, lomo obscuro
espolvoreado de blanco y ojos muertos, que aún parecían guardar en su
fijeza una expresión de ferocidad. Un marinero canoso, barbudo y
melenudo, de mirada dulce, que tenía gran semejanza--como muchos
nicenses viejos del puerto--con su compatriota el caudillo Garibaldi,
explicaba á los curiosos la captura de estos dos tiburones del
Mediterráneo, que habían destrozado gran parte de sus redes. Formaban
pareja: macho y hembra. El pescador no sabía distinguir el sexo de cada
uno, pero estaba seguro de que eran así.

--Y entonces, el macho, que aún podía escapar--dijo con su musical
acento italiano--, viendo prisionera á su hembra, prefirió lanzarse en
las redes para librarla ó morir con ella... Yo le he visto con mis ojos,
señores míos.

Al oir Concha Ceballos tal relato desde lo alto del paseo, sintió cierta
emoción, no obstante estar segura de su falsedad. Aquel navegante
romántico daba á las bestias egoístas y feroces del abismo las mismas
pasiones que alegran y entristecen á los humanos. Hacía descender el
amor á las profundas obscuridades marítimas, donde el sol toma al
perderse en las aguas un color de sangre, y no hay otra vida que devorar
ó ser devorado. ¡Ah poeta «camisa roja»! ¡Rapsoda mediterráneo!...

En un restorán barato, al otro lado del paseo, banqueteaba el cortejo de
una boda nicense, gente popular que aclamaba á los novios, expresando
sus alegrías de un modo ruidoso.

Unos cuantos músicos disfrazados de pescadores napolitanos acompañaban
con guitarras y mandolinas las canciones de un tenor. Tenía la voz
engolada y dulzona del cantante popular; voz que hace sonreir de lástima
bajo un techo y humedece los ojos al ser oída de noche en un canal
veneciano, ó bajo la lluvia áurea del sol entre los promontorios rojos
del golfo de Nápoles.

    _Vieni al mare_
    _Vieni al maaare..._

Así gemía el tenor invisible, acompañado por un dulce temblor de
cuerdas, y la señora Douglas se sintió ablandada, como si la invitación
del cantante fuese para ella.

El mar era la libertad, el olvido, una nueva existencia filtrada por la
pureza de los inmensos horizontes; de las azules soledades; de las
auroras sobre el océano desierto, que nadie puede ver y si extienden los
nácares de su cándida diafanidad es para admirarse á sí mismas; de los
regios ocasos de púrpura y oro, que afirman la promesa de un nuevo día y
tienen como la llanura oceánica la majestad melancólica de lo eterno.

«Ven al mar...» Ella aceptaba esta invitación al viaje y al olvido... Y
contempló imaginariamente, como lugares de refugio y paz, todos los
puertos visitados en su vida anterior, con bosques de mástiles, cuerdas
y velas puestas á secar, con muelles de piedra verdosa y viejas anillas
de hierro oxidado, de los que se despega lentamente la pared de acero
del trasatlántico, abriendo una distancia de medio metro, que va á
crecer y á prolongarse en el infinito durante miles de leguas. Unos
puertos olían, bajo el sol incendiario, á bananas recalentadas, á frutos
picantes, á especiería y maderas preciosas; otros eran de cielo gris con
un perfume de té, de ginebra, de tabaco con opio; y en los muelles de
todos ellos multitudes abigarradas, confusión de idiomas, cruzamientos
grotescos de civilización y barbarie, colosales máquinas de acero y
carretas de búfalos con discos de madera por ruedas, gentes cobrizas,
negras, pálidas, rojas.

¡Viajar!... ¡Olvidar!... Concha Ceballos se acordó repentinamente de
cierto profesor viejo de Los Angeles que citaba en latín unos versos de
Horacio, excusando con ellos la falta de curiosidad que le había
retenido en el mismo rincón del mundo, sin conocer otras tierras.

«La negra preocupación monta detrás del jinete. No nos abandona por más
que cambiemos de sitio.»

Así es. Cuando saltamos al buque, otro más ágil ha pasado antes que
nosotros: el eterno compañero de viaje, duende testarudo que no admite
engaños y nos sigue por más que intentemos desorientarle y librarnos de
su presencia con astutas jugarretas.

Mas aunque nos siga, como la sombra sigue al cuerpo, el tiempo y el
espacio acaban por influir en él. No nos libran de su compañía, pero
consiguen modificarla. La señora Douglas seguía creyendo en el poder del
mar, y comparaba la «negra preocupación» que nos acompaña á todas partes
con esos vinos del viejo mundo que, al cruzar el Océano, cambian de
cuerpo y de perfume, suavizándose.

De pronto sintió extrañeza al verse en aquel paseo sin otra compañía que
la de su amiga. Sólo habían transcurrido unos segundos, mas á ella le
parecieron largos y repletos de melancólicas reflexiones, como si fuesen
horas tristes. Miró á un lado y á otro sin encontrar al que esperaba.
Debía estar oculto, observándola de lejos. Adivinó en el espacio la
presencia real del mismo ser que llenaba su recuerdo. ¿Es que no
vendría, por una malicia inconsciente, dejando que su voluntad se
ablandase en dolorosa espera?...

Sintió á su espalda una voz que la hizo estremecerse, á pesar de que
esperaba oirla desde que salió del hotel.

--Señora Douglas... Doña Concha...

Con este saludo ceremonioso anunció su presencia. Y ella le vió surgir
ante sus ojos más grande, más fuerte, que al conocerlo en el salón de
trabajo de su padre.

Era el héroe Esplandián, el caballero San Jorge, rubio, de membruda
esbeltez, sereno y fuerte; pero ahora tenía una luz melancólica en su
mirada, un velo de tristeza ante su rostro, una expresión de desaliento
en toda su persona. Era el paladín todavía fatigado y convaleciente
después de su pelea con el dragón.

La viuda sintió un pinchazo material en sus entrañas, algo que le hizo
sospechar si habría quedado olvidado entre sus ropas interiores algún
alfiler que la hería traidoramente. Tuvo que realizar un esfuerzo de
voluntad para no llevarse la diestra al vientre dolorido.

El perro japonés, escandalizado por la confianza con que aquel hombre se
aproximaba á su dueña ó advertido por obscuro instinto de la presencia
de un rival, empezó á ladrar, furioso y grotesco, intentando morder sus
pantalones.

--¡Llévate á esa bestia odiosa!--ordenó con voz colérica la señora.

En aquel momento lo encontraba feo, no pudiendo explicarse los elogios
que le había dedicado tantas veces.

Rina conocía bien sus obligacions de confidenta, lo que debe hacer una
perfecta compañera cuando nota que el amor aún existe en el mundo y se
aproxima benevolente para alguien. Tomó al perrillo en brazos y se
alejó, hablándole en voz alta mientras le mostraba el mar y las velas
triangulares que se deslizaban por la línea del horizonte. Dejó á sus
espaldas un espacio de más de veinte metros, para que los dos
conversasen con toda libertad sin preocuparse de ella.

Florestán, como si temiera un retroceso de Rina y desease aprovechar
cuanto antes la ocasión de hallarse á solas con la señora Douglas,
empezó á hablar precipitadamente. Mostraba el ansia del que quiere decir
de un tirón todo lo que lleva en su pensamiento, después de haberlo
preparado en largas horas de labor reflexiva. Era la verbosidad del
tímido, que habla aprisa queriendo evitar con esto las objeciones del
que le escucha y que no corten el desarrollo de su discurso. Parecía
subirse sobre sus propias palabras para saltar con nuevo ímpetu,
diciendo todo lo que necesitaba decir.

Primeramente justificó su presencia en Niza con una mezcla de pretextos,
verdaderos y falsos. Había ido á París para el arreglo de ciertos
asuntos que dejó inconclusos su padre: antiguas empresas industriales,
invenciones susceptibles de explotación... Encontró allá á Haroldo
Arbuckle, que acababa de llegar de Egipto, y éste le había hecho saber
dónde vivía la señora Douglas en aquel momento.

Tal vez vió la expresión irónica é incrédula con que los ojos de aquella
mujer acogían sus excusas; tal vez sintió un espontáneo deseo de volver
al camino de la verdad, por juzgarlo más corto y amplio.

--¿Para qué mentir?--dijo enérgicamente--. Fuí á París sólo para
buscarla, y hube de hacer muchas averiguaciones, hasta que por suerte
encontré á ese amigo, que me dijo dónde estaba usted. Necesitaba verla.
Allá en Madrid he pasado días muy tristes, sin poder explicarme mi
desgracia, sin poder ir en busca suya, porque me era imposible abandonar
á mi padre. Le he escrito muchas cartas, ¡muchas!... Las he enviado á
todos los lugares mencionados por usted en aquellas conversaciones que
tuvimos en España, y de las que me acuerdo casi palabra por palabra.
Hasta le escribí al rancho de «Laguna Brava», allá en California, la
propiedad de que me habló muchas veces. Si no ha recibido aún esas
cartas, algún día llegarán á sus manos. Las enviaba al otro hemisferio
de la tierra con la dolorosa certeza de que usted vivía más cerca de mí.
Pero ¿dónde?... ¿cómo averiguarlo?...

Calló, entristecido por el recuerdo de aquella época de forzada
inmovilidad en la casa paterna, lanzando sus desesperados llamamientos
sobre la curva de medio globo terráqueo.

--Al morir mi padre--siguió diciendo--, mi tristeza fué grande. Nada
tiene de extraordinario que un hijo llore á su padre... Pero al mismo
tiempo pensaba: «Ya eres libre; ya tienes dinero para lanzarte por el
mundo. Puedes ir á buscarla, y sabrás al fin por qué te dejó de un modo
tan inexplicable, cortando con su fuga la mejor época de tu vida...»

Y como si diciendo esto hubiese llegado al punto más importante para él,
cambió de voz, preguntando con un tono de lamentoso reproche:

--¿Por qué me abandonó usted apenas estuve fuera de peligro?... ¿Qué le
hice para ofenderla de tal modo?

En sus largas reflexiones, Florestán había llegado á la conclusión de
que algo había hecho de malo y ofensivo para la señora Douglas: algo que
su inexperiencia no podía atinar, pero que impulsó á la otra á
marcharse. Y sus ojos humildes imploraron perdón por esta falta suya que
él no llegaba á descubrir, aunque indudablemente había existido.

Concha Ceballos le miró un momento, conmovida por tal candidez.
¡Ofenderla á ella!... Pero en seguida se arrepintió de su emoción. Una
blandura peligrosa empezaba á diluir la firmeza de su voluntad. No; ella
no debía prolongar ni repetir estas entrevistas. Era entregarse á
sabiendas al vencimiento. Debía levantar un obstáculo entre los dos;
algo inmenso que llegase hasta el cielo, siendo tan abrupto y cortado en
sus laderas que no permitiese sendero alguno; algo igual á las ásperas
cordilleras que durante siglos y siglos mantienen á los grupos humanos
instalados en sus dos vertientes opuestas, sin conocerse, sin poder
comunicarse, ignorándose, como si los del otro lado no hubiesen venido
al mundo.

Este obstáculo ella tenía el medio de crearlo. Lo había imaginado la
noche antes, en ese momento indefinible que sigue á las horas de larga
vigilia, cuando el monstruo del insomnio, cansado de roernos, abre sus
mandíbulas y nos deja caer, rotos é inánimes, con un pensamiento confuso
que no sabe si aún está en el mundo real ó ha entrado en los dominios
del sueño; pensamiento que funciona irregularmente, creando á la vez
ideas de extraordinaria originalidad ó incoherencias y disparates.

Tal vez este obstáculo no era una creación verdaderamente suya,
inspirada por el peligro; bien podría resultar que fuese un recuerdo
inconsciente de olvidadas lecturas, como tantos actos de nuestra vida
que consideramos originales. Ella se había resistido en el primer
momento á su adopción, juzgándolo extraordinario, paradojal en
demasía... mas ¿acaso en nuestra existencia todo es plano, mediocre,
monótono? Hasta las vidas groseramente vulgares tienen un año, un día ó
una hora en que toma su curso la viveza dramática, el sentimentalismo ó
el magnífico dolor de los personajes imaginarios del teatro y del libro.

Había que hacer surgir la montaña entre los dos. Y si esto no era
bastante, si él con su ardor juvenil intentaba cortar escalones en la
roca, abrir senderos para volver hacia ella, entonces que la encontrase
en brazos de otro hombre, protegida por un esposo capaz de defenderla
con su presencia de las cobardías de la tentación.

Lo primero era alejar á este hombre, hacer que siguiese la órbita
natural de su existencia; suprimir la fuerza desviadora que lo había
sacado del curso ordinario de su destino. Luego, ella se casaría; lo
había decidido la noche anterior. Era un modo de vivir á cubierto de las
sorpresas dramáticas que puede darnos la vida cuando hemos prescindido
de pagar á la juventud lo que le corresponde y queremos satisfacer
luego la deuda fuera de tiempo. Un marido la permitiría vivir igualmente
á cubierto de tantos Casa Botero que vagan por las grandes ciudades,
queriendo convertir el matrimonio en herramienta de trabajo. Pensaba
casarse con Arbuckle. Sería una asociación amistosa y tranquila para
pasar el resto de la existencia en honorable paz. Ella necesitaba un
hombre á quien mandar, y nadie mejor que este compatriota.

De pronto se sorprendió escuchando su voz, que preguntaba con un tono de
irónico reproche:

--¿Y usted no se ha casado todavía con la hija de aquel catedrático que
conocí en Madrid?...

Hizo Florestán ante esta pregunta inesperada un gesto que casi fué de
regocijo. Creyó haber encontrado el misterio de aquella fuga
inexplicable. La californiana había huído por celos de la otra. Y
convencido de esto, se expresó con la vehemencia del que dice la verdad.

La hija de Mascaró era la compañera de su infancia; se querían con la
ternura del cariño; ¿pero amor?... No; él se había imaginado amarla
antes de conocer á cierta persona...

--Luego me he convencido de que sólo puedo amarla á usted... Mi padre
murió creyendo que yo voy á casarme con esa muchacha. Los de su familia
creen igualmente, como algo indiscutible, que seré su marido apenas haya
terminado este viaje que ellos se imaginan motivado por negocios de mi
herencia... Usted sabe la verdad. Yo vengo para decirle que mi verdadera
vida sólo puede existir al lado de usted. La otra no es mas que una
amiga, una compañera, y si usted quiere...

Concha Ceballos hizo un ademán para imponerle silencio. Estaba pálida;
su mirada era dura; tenía en su boca el estiramiento agresivo de las
horas difíciles.

--No siga hablando--ordenó enérgicamente--; eso que usted dice resulta
monstruoso. Yo deseaba callar, pero ya no es posible. No añada una
palabra: se avergonzaría usted luego.

Y hubo en su voz grave tal expresión de escándalo, de protesta, que el
joven quedó vacilante y desorientado, como si acabase de decir algo
inaudito, de cuya magnitud no se daba cuenta. Viendo la expresión
interrogante de sus ojos, la otra continuó:

--Tuve que abandonarle en Madrid porque era necesario. Me atraía usted
con la fuerza de un sentimiento que yo necesitaba mantener indefinido.
Pero llegó una hora en que me di cuenta de que interpretaba usted mal
ese sentimiento, y tuve miedo, el miedo que inspira lo monstruoso...
Acuérdese de lo que ocurrió entre nosotros el mismo día que le abandoné
al cerrar la noche. Confieso que yo le había besado antes, algunas
veces, durante su delirio. Aquel día volvimos á besarnos á sabiendas,
por mutuo consentimiento; mas al recibir su beso adiviné el terrible
error que existía entre los dos; vi un peligro en el que sólo puede
pensarse con temblores de vergüenza... Y usted, ¡pobrecito mío! no tenía
la culpa. ¿Cómo podía tenerla? Usted no sabía, y no era extraordinario
que se equivocase... Pero yo sabía, yo sé, y por eso huí entonces, por
eso he evitado después su presencia. Usted ha tomado por amor, tal como
lo entienden las gentes, por una atracción natural entre hombre y mujer,
lo que sólo es...

Quedó indecisa y en silencio, como si no se atreviese á completar su
revelación con nuevas palabras.

Durante unos momentos se interesó Florestán por este misterio que la
otra dudaba en revelar. Luego su curiosidad pareció extinguirse. Como
todos los que sienten la obsesión de una idea tenaz, volvió á la suya,
por creer que era lo más importante en aquella entrevista.

--He venido á buscarla después de reflexionar largamente sobre mi vida
futura. Lo que he dejado detrás de mí quedará suprimido, si usted
quiere. No volveré á España. Olvidaré las promesas que haya podido hacer
allá á causa de mi inexperiencia. Lléveme con usted para siempre...

Su voz se caldeaba con un ardor pasional. Había perdido su timidez de
los primeros momentos. Concha adivinó una explosión inmediata de ruegos
amorosos, de juramentos entusiásticos, de peticiones ansiosas, y con una
voluntaria frialdad le interrumpió, preguntando:

--¿Se acuerda usted de su madre?...

Quedó el joven desconcertado por la incoherencia de esta pregunta en
mitad de su declaración de amor. ¿Por qué se acordaba ella de su pobre
madre, figura remota é indecisa que apenas si emergía visible en su
pasado, como una silueta pálida?...

La señora Douglas continuó hablando, con los ojos bajos y una arruga
vertical entre las cejas. Parecía avergonzada de sus palabras, y las iba
murmurando con voz monótona, sin matices, lo mismo que si rezase una
oración.

Recordó lo que le había contado el joven muchas veces en sus
conversaciones de Madrid. No había visto nunca á su madre. Ni siquiera
tuvo, cual otros huérfanos, el amor de una criada vieja que se encarga
de cuidarlos en sus primeros años y les habla de la desaparecida,
creando en su memoria una segunda personalidad inmaterial de la madre,
como si la hubiesen visto realmente al principio de su existencia,
cuando aún no podían discernir la forma y el valor de lo que pasaba ante
sus ojos. Florestán, desorientado por lo que decía aquella mujer, iba
asintiendo, sin embargo, con movimientos de cabeza.

--Sí; sólo encontré en mi casa una fotografía antigua de mi madre, tan
borrosa, que me era preciso verla con la imaginación más que con los
ojos... Porque no conocí á mi madre, amé á mi padre mejor tal vez que la
mayoría de los hombres quieren al suyo... Pero ¿por qué me habla usted
de todo eso?...

Al fin se decidió ella á hacer emerger el inmenso obstáculo, lo mismo
que los antiguos taumaturgos podían levantar masas inmensas con la sola
energía de sus palabras.

--Hablo de eso--dijo sombríamente--por dar contestación á lo que me
pregunta, por justificar una huída que le parece incomprensible. ¿No ha
pensado usted alguna vez en la posibilidad de que su nacimiento fuese
otro que el que le contó con tanta brevedad su padre?... ¿No cree que
puede haber existido más de un misterio amoroso en la historia juvenil
del ingeniero Balboa, hombre apuesto é interesante, que viajó mucho por
América y pudo conocer numerosas mujeres?...

Quedó mirándola Florestán, con los párpados dilatados por el asombro y
la duda. No alcanzaba á entender por entero lo que pretendía decirle
aquella señora. Y ésta, deseosa de dar ayuda á su comprensión, volvió á
hablar:

--Por eso me alejé de usted al ver que se equivocaba en la apreciación
de mi afecto. Yo soy la única mujer en el mundo que no puede amarle como
las otras mujeres... Suponer lo contrario sería horrible...

Florestán la interrumpió sonriendo con una expresión de duda, como si
fuese á enunciar algo disparatado, pero al mismo tiempo con cierta
inquietud en su voz:

--No pretenderá usted hacerme creer que es mi madre...

Ella levantó los ojos, le miró fijamente, y con voz lenta y fría, que
parecía dejar caer las palabras, repuso:

--¿Por qué no puedo serlo?...

Hubo un largo silencio. El joven quiso repetir su sonrisa, pero ésta se
extinguió en sus labios apenas nacida. El gesto grave y doloroso de
aquella mujer parecía aplastar su incredulidad. Se quitó el sombrero
maquinalmente, á pesar de que estaba bajo los rayos del sol, y se rascó
un lado de su cabeza, como si pretendiese restablecer con este
frotamiento el orden de las ideas, alborotadas y revueltas, en el
interior de su cráneo.

Los músicos de la boda coreaban una nueva romanza marineresca del tenor.
Los grupos de paseantes iban del asfalto del malecón hasta la acera del
restorán, agolpándose ante su verja. Ninguno de los dos oyó esta
serenata napolitana, en pleno día, que iba atrayendo á todos los que
transitaban por un extremo del paseo de los Ingleses.

--¡Veamos!... ¡Esto resulta absurdo!--dijo él con voz irritada--. Usted
es todavía joven. Usted no tiene años para ser... eso que pretende
ser...

Le miró ella con una conmiseración afectuosa y protectora.

--¿Cómo sabe usted mis años?... Las mujeres de ahora no tenemos edad.
Somos eternamente jóvenes, hasta que una mañana, al despertar, dejamos
de serlo para siempre. Yo soy más vieja, muchísimo más vieja que usted
cree.

Siguió martirizándose el joven una de sus sienes con nervioso
frotamiento, como si esto le sirviera para extraer nuevas dudas.

--Pero usted y mi padre no eran amigos. Hasta creo que se llevaban mal,
y usted le envió cartas que le causaron grandes disgustos.

--Consecuencias del pasado--dijo ella--. Esa misma falta de amistad
entre los dos prueba las buenas relaciones de otros tiempos. Tal vez no
pudo aceptar nunca que yo me casase con otro hombre, después de habernos
conocido allá en California. Bien pudo ser también que yo le odiase
porque no quiso casarse conmigo.

--Tengo en mi casa documentos que desmienten todo eso... Mi partida de
bautismo menciona el nombre de mi madre... Yo nací en Méjico. Es verdad
que mi nacimiento fué cerca de la frontera de los Estados Unidos... pero
en Méjico; y usted creo que no ha estado allí nunca.

Ella tuvo fuerzas para sonreir con una expresión maliciosa.

--En aquella tierra de revoluciones, y en una provincia lejana donde
cambian con frecuencia las autoridades, no es difícil inventar cuantos
documentos se necesitan... Su padre era un caballero, y procuró librar
mi pasado de sospechas.

--¡Júremelo!--dijo Florestán con voz ruda.

--¿Para qué?... La prueba mejor es que una mujer de vida honesta y
cierto rango social se decida á hacer una confesión tan dolorosa. ¡Qué
esfuerzo, qué sacrificio interior, para revelar secretos de tal
especie!...

Florestán parecía anonadado por estas explicaciones. Adivinó ella que
empezaban á disgregarse sus dudas, y queriendo abatirlas completamente,
fué añadiendo:

--A una mujer hay que creerla cuando se resuelve á decir cosas de tanta
importancia. Es muy doloroso comunicar las verdades ocultas que
entenebrecen nuestro pasado... Recuerde cómo en Madrid preferí huir,
antes que hacerle saber una verdad tan cruel. Por mi gusto, nunca me
hubiese acordado de ella. Pero ahora es preciso que usted la conozca. No
quiero que interprete mal aquellas caricias mías cuando le vi en peligro
de muerte. Es necesario que sepa lo que debemos ser el uno para el otro,
y luego nos separemos guardando los dos un secreto que hasta hace un
momento sólo era mío.

Sonó á lo lejos, sobre la colina del antiguo castillo de Niza, el
cañonazo anunciador de mediodía. Los dos estaban tan preocupados, que no
oyeron la detonación. Él surgió de su ensimismamiento con la repentina
energía del que se da cuenta de un peligro inmediato.

--¡Pero yo no quiero que nos separemos!... Yo necesito vivir junto á
usted; necesito seguirla á todas partes... como lo que yo quería ser ó
como lo que usted afirma ahora que soy.

Dijo esto con tal fuerza, que el rostro de Concha perdió aquella máscara
helada y dura á través de la cual iban pasando sus palabras.

--Y á pesar de lo que acabo de decirle, ¿quiere usted vivir siempre á mi
lado?...

--Siempre... Tal vez no la deseo ya como antes: sería monstruoso. Pero
necesito verla á todas horas, hablarla, seguirla á todas partes. No me
atrevo á decir que la quiero como á una... como á eso que dice usted
que es mía; pero la quiero siempre; ¡siempre! y necesito no dejar de
verla.

Hizo ella un esfuerzo para que su rostro no reflejase la conmoción
interior causada por este «¡siempre!» dicho con fosca energía. La
felicidad y el amor se colocaban por última vez á su alcance. No tenía
mas que decir una palabra, lanzar una carcajada, fingiendo que todo
había sido una broma, una estratagema, para poner á prueba su amor...
Pero en seguida vió en su imaginación un banco de jardín, y ella en el
banco, teniendo sobre su pecho una cabecita de joven que gemía
ingenuamente para que le devolviese su novio... «¡Acuérdate que
prometiste...!», gritó una voz imperiosa dentro de ella, voz que se
extinguió al momento convencida de que no necesitaba decir más.

--Vuelva á su país, Florestán; viva en su tierra con los que le aman
verdaderamente y están preparados para llevar una existencia tranquila,
igual á la de usted. No se ocupe más de mí. Yo soy una aventurera, una
caprichosa, que le sacará siempre de la órbita regular de su existencia
para causarle daños. Funde usted una familia más completa y numerosa que
la que formó su padre... Conozco á la niña que debe ser su esposa. Es la
compañera que le conviene. Le admira, le adora; usted encontrará en ella
respeto y supeditación, al mismo tiempo que amor.

Florestán, oyendo esto, sintió la necesidad de protestar, y esta
protesta le hizo volver á sus antiguas dudas.

--¡Pero todo esto es absurdo!--murmuró--. Parece una pesadilla... ¡No
puede ser! Hay algo que me avisa que no puede ser.

--Es la sorpresa, que aún le tiene desorientado y no le permite
contemplar la verdad... Usted se acostumbrará á la verdad. Aún dura en
su memoria la monstruosa imagen de mi persona, que le inspiró un amor
material. Poco á poco conseguirá verme como lo que debo ser para usted.

El joven tomó una actitud resuelta.

--Si es usted mi madre, no me abandone. He pasado toda mi vida sin otra
madre que una pálida imagen sobre un pedazo de cartón, y ahora que se me
revela de pronto con una presencia real, ¿quiere usted abandonarme?...
Sería injusto.

Ella le miró con ojos de lástima.

--Tuvo usted más suerte con su padre que con su madre. Mejor hubiera
sido no decirle nunca la verdad; más preferible haberle conservado la
otra madre á la que no vió jamás... Usted no me conoce. Soy una de esas
aventureras que no han llegado nunca á tener casa fija ni familia,
porque sólo habitaron durante su vida la pasión. Soy una egoísta,
incapaz de sacrificarme por nadie. Además, ¿qué sabe usted de mi pasado?
¿Por qué no puede guardar otras historias iguales á las de su padre?...
Si permaneciese al lado de usted me vería obligada á envejecer, á vivir
como debe hacerlo una madre... Prefiero vagar por el mundo sola,
conservando mi juventud ó la falsa ilusión de que aún la poseo.

Quedó como anonadada por este amontonamiento de perversidades que iba
esparciendo sobre su pasado y su presente para ennegrecerlos. Luego
sintió la necesidad de animar á Florestán, que permanecía con la cabeza
baja y el sombrero en la mano, recibiendo sobre su nuca el cosquilleo
cáustico del sol.

--¿Quién puede saber el porvenir?... Alguna vez volveremos á vernos. Iré
á España cuando usted tenga hijos. Llegaré de pronto, como esas abuelas
locas que aún se creen jóvenes y se presentan en el hogar de sus nietos,
lo mismo que una golondrina aventurera que tiene hambre, que tiene frío,
y luego de calentarse y descansar levanta otra vez el vuelo... Pero no
confíe mucho en mí, no se enorgullezca de haber encontrado una madre.
¡Soy muy mala! Reconozco que no me sacrificaré nunca por nadie. Sólo
para abrirle los ojos y evitar un sentimiento desorientado he dicho la
verdad.

Florestán seguía mirando al suelo y moviendo los labios:

--¡Pero esto no puede ser!... ¡Esto resulta absurdo!...

Volvió á fijar la mirada en ella, mas ahora resueltamente, como si
acabase de adoptar una importante resolución.

--Hablaremos con más calma y más tiempo de nuestro porvenir. Ahora
confieso que no puedo conversar tranquilamente. ¡Esa noticia tan
inesperada!... ¡Qué confusión en mi cerebro!...

Asintió ella con voz lenta:

--Sí, será mejor separarnos.

Inmediatamente habló el joven de la necesidad de verse aquella misma
tarde. Ahora la entrevista no podía durar más. Rina parecía
impacientarse á causa de su largo aislamiento y hablaba á gritos al
perrillo para recordar su presencia. El gozque japonés, incitado por su
acompañante, lanzaba escandalosos ladridos.

Concha Ceballos hizo por instinto un ademán repelente al notar la
insistencia con que el joven pedía que se viesen aquella misma tarde.
¡Repetir un sacrificio tan doloroso! ¡Mentir y mentir otra vez, cuando
ella creía terminado para siempre su tormento!... Pero se dió cuenta de
la necesidad de añadir una falsedad más.

--Iré á Monte-Carlo esta tarde, como los otros días. Nos encontraremos
en el Casino. Podremos hablar á solas, sin miedo á que nos oiga mi
amiga.

La seguridad de verla horas después tranquilizó al joven. Podría
reflexionar sobre todo aquello tan inaudito que había escuchado;
dispondría de tiempo para aportar nuevas dudas á su conversación. ¡Quién
sabe!... Confiaba vagamente en esta segunda entrevista y otras que
vendrían después; pero en realidad ya no sabía lo que deseaba. Sentíase
atraído, lo mismo que antes, por aquella mujer, mas sin llegar á definir
con certeza la calidad de sus sentimientos. Indudablemente era amor;
pero ¿qué amor?...

--Separémonos aquí--dijo Concha--. Deseo que no me acompañe hasta el
hotel...

--¿Quiere que vaya yo en su automóvil esta tarde á Monte-Carlo?

--Será mejor que me espere usted allá.

Él dudaba, como si presintiese un peligro, y repitió sus preguntas. Ella
fué contestando con voz sombría, lo mismo que un eco.

--¿Me permitirá usted que tomemos el té juntos?...

--Tomaremos el té juntos.

--¿Nos veremos á las cinco?...

--Nos veremos á las cinco.

Dió su diestra al joven, y éste la llevó á sus labios. Al sentir sobre
su epidermis el contacto de aquella boca, retiró la mano con presteza,
como si hubiese recibido una impresión candente.

Se alejó Florestán, después de saludar por última vez á las dos damas.

--Hasta la tarde.

Concha fué siguiéndolo con sus ojos mientras se alejaba por la ancha
avenida junto al mar, cada vez más pequeño, ¡más pequeño!... «¡Adiós!...
¡adiós!»

--Esta misma tarde nos vamos á París--dijo de pronto á Rina con un tono
que no admitía réplica--; y antes de diez días habremos embarcado para
Nueva York.

Pensaba en el bueno de Arbuckle, en sus propiedades de California, en
aquel mundo nuevo que ofrecía para ella el atractivo de una renovada
juventud. El otro ya no volvería á buscarla con el mismo ardor tenaz que
después de su primera huída. Se llevaba atravesado el corazón. Sobre su
pecho temblaba la saeta de la Duda, cimbreando su remate de plumas
negras.

La montaña infranqueable se había levantado entre los dos. Dudaría
frecuentemente de la veracidad de estas revelaciones. Dudamos hasta de
las cosas más ciertas cuando se oponen á nuestros deseos; pero la
semilla había caído en el surco, y la mentira sólo necesita, las más de
las veces, tiempo y alejamiento para convertirse á ciertas horas en
verdad... Y si el destino colocaba de nuevo á este hombre ante sus
pasos, el encuentro ya no resultaría peligroso. Como un escudo para
defenderse de las locuras que embellecen y complican nuestra existencia,
ella llevaría á su lado un compañero tranquilo, «de todo reposo», como
el que había escoltado el principio de su vida independiente.

El tenor había vuelto á cantar su primera romanza, y ella contempló lo
mismo que antes, con misteriosa visión subconsciente, océanos y puertos,
auroras y puestas de sol.

    _Vieni al mare_
    _Vieni al maaare..._

Al mismo tiempo seguía con sus ojos á Florestán, ¡tan pequeño!... ¡tan
lejano!... Iba á perderse entre los grupos que marchaban hacia la
ciudad, entre aquellas gentes espoleadas por el apetito, atraídas por la
imagen de la mesa puesta que estaba esperándoles.

--¡Y no le veré más!

Estas cinco palabras adquirieron para ella una importancia repentina,
enorme. «¡Y no le veré más!...»

Sintió que sus duras y ágiles piernas de amazona se ablandaban, como si
fueran á desprenderse en pedazos. Avanzó vacilante hasta un banco
cercano y se dejó caer en su madera verde, con el desaliento del que
teme no levantarse nunca por saber que están rotos los resortes de su
voluntad.

¡Ay, la romanza dulzona de aquel cantor del mar! ¡Qué estilete en mitad
de su pecho!...

Varios transeuntes retardados, al pasar junto al banco, miraban con
extrañeza á esta señora elegante. Se llevaba un pañuelo á los ojos,
tosía, para disimular de tal modo los estertores de angustia que
agitaban su majestuoso cuello de Juno morena.

¡Pobre reina Calafia! Su voz sonó dolorosa, suplicante, lejanísima.

--Rina, ¡niña mía!... Ponte un poquito delante de mí. ¡Que no me
vean!... Necesito llorar.


FIN


  Villa Fontana Rosa
Menton (Alpes Marítimos)
  Febrero-Mayo 1923



INDICE


                                                                   _Págs_

I.--Lo que hizo una mañana el catedrático Mascaró
al salir de la Universidad Central                                     7

II.--Aguas arriba en el pasado                                        30

III.--Donde se dice quién fué la reina Calafia y
cómo gobernó su ínsula llamada California                             60

IV.--En el que se prosigue la historia de California
y se cuenta la vida de la Santa de las Castañuelas                    80

V.--«¿Qué hace usted aquí?... El mundo es grande                     114

VI.--Donde van presentándose los enamorados de
la reina y se habla un poco de la famosa Ciudad-Camaleón             142

VII.--De las discusiones que tuvo Mascaró con su
esposa y de un recado que le envió Florestán                         179

VIII.--Lo que pasó en la «Quinta de los desafíos» y
en el Palace Hotel                                                   206

IX.--Cómo la reina Calafia alabó la invención del
automóvil                                                            227

X.--La mentira                                                       262





*** End of this LibraryBlog Digital Book "La reina Calafia" ***

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