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Title: Tres relatos porteños - Segunda edición
Author: Cancela, Arturo
Language: Spanish
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produced from images available at The Internet Archive)



                            [Illustration]

                            ARTURO CANCELA

                             TRES RELATOS
                               PORTEÑOS

                       EL COCOBACILO DE HERRLIN
                        UNA SEMANA DE HOLGORIO
                        EL CULTO DE LOS HEROES

                           (SEGUNDA EDICIÓN)

                            [Illustration]

                    COLECCIÓN CONTEMPORANEA · CALPE



                         TRES RELATOS PORTEÑOS

                             ES PROPIEDAD
                   COPYRIGHT BY CALPE, MADRID, 1923

         Papel expresamente fabricado por LA PAPELERA ESPAÑOLA

               Talleres "Calpe", Ríos Rosas, 24.--MADRID



PRÓLOGO

    Men walk as prophecies of the
    next age.--EMERSON.


_El autor de_ TRES RELATOS PORTEÑOS _nació en 1892. Le quedan muchos
años por vivir. Vió la luz en Buenos Aires. La vida intensa de estos
hormigueros y caravanseras que ha socavado y llevado la civilización en
la tenue y quebradiza costra del planeta no tiene para él secretos
ningunos. Estudió en el Colegio Nacional. Tiene ganado en brava lucha su
título de bachiller. Asistió más tarde a las aulas de la Escuela de
Medicina, con el propósito de conocer al hombre, mas no con el de
aliviarle sus dolencias por medio de las drogas o el bisturí, porque, a
poco andar, ya había plantado sus reales en el Instituto Pedagógico, si
hemos de creer a sus biógrafos más desinteresados. Su curiosidad de las
cosas humanas le hizo abandonar estas disciplinas para entrar en 1910 a
ser preparador experimental del Laboratorio Psicológico. A todas partes
le llevaba el deseo de conocer al hombre, de escudriñarle las entrañas y
disecarle el pensamiento. Satisfecha su curiosidad en el Laboratorio,
puso la mira en la Prensa diaria, documento humano de una riqueza
fascinadora y de una extensión suficiente para colmar el apetito de los
más insaciables investigadores del corazón humano. Allí se aposentó,
allí parece haber hecho mansión definitiva, y en voceros de la opinión
argentina empezó a darle al mundo el resultado de su experiencia y de
sus estudios personales. No es Cancela un mero escritor imaginativo. Ha
vertido sobre las cosas y los hombres la luz del conocimiento antes de
ponerse a describirlas o desenmascararlos. Es una manera de probidad que
no abunda en los escritores juveniles. Tal hay que escribe novelas sobre
las costumbres de los mayas sin haber visitado la América Central ni
leído siquiera lo poco que de esas tribus ha llegado hasta nosotros._

_Cancela recibió de la Naturaleza el don de ver, el don de penetrar y el
don de describir. Hay quienes describen sin haber visto y deslumbran
como deslumbra el cohete, derramando luces inconexas en la obscuridad.
Hay quienes ven la superficie y producen con sus descripciones la
impresión de lo vacuo, porque la Naturaleza les ha negado la facultad de
profundizar en la observación hasta descubrir el alma de las cosas y las
intenciones de los hombres. Es tan penetrante la visión interior de
Cancela, que suele cautivar a sus lectores pintando con minuciosidad
extrema la vida interior de los necios y, lo que es aún más difícil, la
de las necias._

_Se ha colocado, en presencia de la vida, en una actitud de observador
compadecido de las flaquezas, de la estulticia humana. No se indigna:
sonríe. Ni siquiera condesciende en reírse. Parece como si temiera que
la carcajada interrumpiese la benévola eficacia del pensamiento. Una
actitud parecida a ésta ha debido de asumir Sócrates y sin duda la tuvo
Cervantes en presencia del conflicto vital. Corregir es inepto. La burla
resulta inadecuada. Sonreír es lo más honesto y en ocasiones lo más
elegante, porque si el chiste reverbera y el sarcasmo punza y provoca la
reacción del espíritu vulnerado, la reverberación y el encono pasan
pronto y a veces pasa con ellos el mérito literario de la obra que los
ha producido._

_Del verdadero escritor humorista se dice que vive la vida de su tiempo
y la de los años por venir. Este libro de Cancela tiene con la vida
contemporánea nexos indestructibles. Acaso no estuvo en el ánimo de su
autor, pero estos tres bocetos se rozan con los más graves problemas de
la hora presente. Acaso sean también una premonición para los hombres
del porvenir. La historia del doctor Herrlin se roza con esta especie de
religión nacida, a última hora, de la fe ciega que los hombres han
puesto en la técnica y en los expertos. La credulidad humana es cosa tan
tenaz y tan falta de lógica que, a pesar de la guerra de 1914, el
fracaso más estruendoso de la técnica, de los peritos militares y de los
expertos en materia de finanzas, aquella religión no ha quemado sus
ídolos ni derribado sus templos. La psicología comparada, que había
pronosticado la decadencia de franceses, ingleses e italianos y su fácil
vencimiento por las tribus septentrionales, continúa iluminando el
cerebro de los profesores. Los hombres que le increpaban a Alemania su
incapacidad de entender a otros pueblos han resultado igualmente
limitados para escudriñar el alma de los alemanes. Los peritos, los
técnicos, parecen empeñados en destruir la civilización, que, según
todas las probabilidades, ha sido la obra de la casualidad y del
esfuerzo intercadente de algunos pueblos amantes de la gracia y de la
comodidad. Cancela ha visto que en América la religión de la técnica se
ha complicado con la superstición del extranjero. Allá basta que un
hombre atormente la sintaxis castellana y tenga una pronunciación
rocallosa para que le sea fácil abordar el interior de los templos en
que se celebra el rito de la técnica._

_Otro de nuestros males presentes es la lucha de clases: mal tempestuoso
que está privando por dondequiera a la especie humana de sus más
excelsas cumbres. Un día cae Canalejas; otro, Jaurès. Una mano obscura
cercenaba la vida de Kurt Eisner, acaso la misma mano que más tarde
señalaba el fin de la inteligencia fastuosa de Rathenau. El mundo se
disuelve comenzando por la desaparición de los grandes hombres. Un
vértigo como éste, de envidia incomprimida, trajo, según Burckhardt, el
ocaso de la cultura griega. En_ Una semana de holgorio _está de bulto
la ceguedad del odio de clases._

_Por fin, Cancela ha puesto su cauterio sobre los bordes cárdenos de
otra llaga social. La úlcera maligna de los nuevos ricos obra con menos
vehemencia en este empeño destructor, pero no con menos eficacia. El
nuevo rico, ahora como en tiempos de la Roma decadente, contribuye a la
tarea disolvente rebajando el nivel de los grandes valores vitales. El
no destruye, pero degrada. La fortuna, que pone a su alcance la flor de
los valores de cultura, no le ha dado ni la inteligencia para
comprenderlos ni la capacidad de refinar su espíritu gozando de ellos.
Para ponerlos a su alcance tiene por fuerza que traerlos a un plano
inferior, donde se degradan o se invierten. Triste fenómeno social
estudiado en_ El culto de los héroes.

_Todo esto lo ha visto la inteligencia de Cancela. Pero demasiado
discreto para hacer el pedagogo, ha querido pasar por un mero relator de
sucesos contemporáneos. Es, en efecto, un narrador de altas dotes. Su
frase es pura y tersa como la corriente de un arroyo que serpentea por
el valle después de haber golpeado el cristal de sus ondas contra las
rocas de la alta sierra. La fuerza representativa, el humor predominante
en su concepto de la vida, la gracia elusiva de su estilo, su actitud
impersonal ante las miserias que describe, hacen de Cancela un hombre de
esos a quienes se refiere Emerson cuando dice que son las profecías
ambulantes del mundo que ha de venir._ Adveniat regnum tuum.

_No quiero terminar estos apuntes sin felicitar sinceramente a «Calpe»
por el acierto con que ha escogido este libro para dar a los españoles
una idea de la literatura americana contemporánea de lengua castellana.
El libro favorece a las letras americanas, pero es un digno exponente de
ellas. En la obra mecánica la fuerza se mide en las partes más flacas.
La resistencia de una cadena la da rigurosamente el más débil de sus
eslabones. No es así en las obras del pensamiento. La literatura de los
pueblos se mide por la altura de las cumbres más excelsas: Dante,
Shakespeare, Cervantes, Goethe, Tolstoi. La lista se agota pronto. Lo
demás es documento con que los eruditos suelen llenar sus fichas._

B. SANÍN CANO.



EL COCOBACILO DE HERRLIN



CAPITULO PRIMERO

SIMPLE INTRODUCCIÓN A UNA HISTORIA COMPLICADA


Cuando Augusto Herrlin, _privat docent_ de la Facultad de Upsala,
publicó su «Informe sobre algunas observaciones hechas acerca de una
nueva enfermedad infecciosa del conejo silvestre (_Lepus cuniculus
vulgaris_)» era todavía lo que en los círculos científicos de la vieja
ciudad universitaria suele llamarse un joven de porvenir. Acababa de
entrar en los cuarenta años; hacía justamente ocho que estaba de novio
con la séptima hija del profesor Hedenius, titular de su materia, y
tenía abiertas ante sí, en todo sentido, perspectivas envidiables. Su
reputación profesional comenzaba a apuntar, y a no ser por el agrado con
que seguía la práctica de los deportes de invierno en las revistas
ilustradas de Estocolmo, habríasele supuesto en condiciones de
substituir en la cátedra a su futuro padre político.

La publicación del informe--cuyo texto era ya conocido, pues había
figurado, a modo de artículo, en la _Revista del Instituto de
Bacteriología_ de Lund, se hallaba incluído en los _Anales de la Real
Academia de Upsala_ y fuera divulgado en uno de los últimos números de
los _Cuadernos bimensuales de la Sociedad Escandinava de Agricultura
científica_--no obedecía, como podría creerse, a un ansia de
popularidad. Augusto Herrlin desdeñaba las reputaciones demasiado
ruidosas que trascienden los medios académicos y llegan hasta los
libreros y los alumnos del Gimnasio Real de la localidad. La edición, en
folleto, de su interesante trabajo debíase, por consiguiente, a
sentimientos de otro género.

En la primera semana de mayo se cumplía el octavo aniversario de su
compromiso con la séptima hija del profesor Hedenius. ¿Qué mejor
testimonio de la constancia de su afecto que ofrecerle en esa ocasión el
fruto de sus labores juveniles?

Herrlin había encargado, pues, al impresor de la Universidad una edición
reducida del «Informe», que ostentaba en su anteportada la siguiente
dedicatoria:

                            A MI PROMETIDA
                           HAROLDA HEDENIUS
                                QUE UNE
                         A SU VIRTUD Y BELLEZA
                           UN NOMBRE ILUSTRE
                                EN LAS
                  CONQUISTAS DE LA FLORA MICROSCÓPICA



CAPITULO II

UN INFORME CONSULAR


Hasta hace algún tiempo, el único argentino establecido en Estocolmo era
M. Johann van der Elst, un holandés naturalizado que acostumbraba a
residir en Rotterdam, lo cual no le impedía desempeñar con celo y
contracción ejemplares las funciones de vicecónsul de la República en la
capital sueca.

La información que enviaba mensualmente al Ministerio de Relaciones
Exteriores era un índice preciso y minucioso del intercambio comercial
sueco argentino, aumentado, a menudo, con abundantes noticias sobre las
invenciones, descubrimientos y nuevos métodos científicos e industriales
que pudiesen interesar a la agropecuaria sudamericana. Esa contribución
de van der Elst al progreso de nuestras industrias madres era difundida
en todo el país por el _Boletín del Ministerio de Relaciones
Exteriores_, que adquiría en tales circunstancias un volumen
considerable.

A veces, el Ministerio de Agricultura reproducía en sus publicaciones
parte de la correspondencia del vicecónsul en Estocolmo, y hasta en
cierta oportunidad repartió 10.000 folletos de propaganda sobre un nuevo
procedimiento para la producción de quesos frescos, transmitido por van
der Elst.

Pero el informe suyo que tuvo mayor fortuna fué el referente al empleo
del marlo del maíz en la fabricación de pasta de papel. Llegado al país
en momentos en que mayor era la escasez de este producto, fué publicado
en el _Boletín del Ministerio de Relaciones Exteriores_, reproducido en
los _Anales del Ministerio de Agricultura_, insertado en síntesis en los
grandes diarios de la capital y del Rosario, incluído en la _Revista de
la Universidad de Buenos Aires_ como nota de un artículo del doctor
Ernesto Quesada, y transcrito, por último, en el _Diario de Sesiones_ de
la Cámara de Diputados, acompañando el proyecto de ley por el cual se
mandaba iniciar los estudios necesarios para el establecimiento de la
nueva industria. Así, por una paradoja frecuente en la terapéutica
social, el primer efecto del salvador informe de van der Elst consistió
en la agudización de la crisis papelera.

No es, pues, nada extraño que, al recibirse en Buenos Aires una
correspondencia del Viceconsulado en Estocolmo dando cuenta de que el
profesor Herrlin, de la Universidad de Upsala, había descubierto un
bacilo que determinaba una epizootia fatal entre los conejos silvestres,
la noticia se difundiese rápidamente. El relato de esa brillante
conquista científica y las consideraciones de van der Elst sobre las
consecuencias de su aplicación a la lucha contra el conejo y la liebre,
enemigos naturales de la agricultura, fueron pronto familiares a los
espíritus porteños.

Este último informe llegaba en momentos en que el apetito de algunos
millares de conejos se satisfacía a costa de los campos del Sur, y muy
pronto el cocobacilo de Herrlin fué bendecido por muchos corazones como
el ángel salvador de los sembrados.

Por aquellos días, al discutirse el presupuesto, un diputado reprochó a
la cancillería no reservara exclusivamente a los ciudadanos nativos el
desempeño de los cargos consulares. Y para justificar su observación
leyó una lista de los extranjeros y ciudadanos naturalizados que tenían
la representación de nuestros intereses comerciales en el exterior, en
la que figuraba, naturalmente, el vicecónsul en Estocolmo.

¡Nunca lo hubiera hecho! A la sola mención del activo colaborador del
_Boletín_ de su ministerio, el canciller se agitó en su banca y pidió la
palabra con voz trémula. Se la concedieron de inmediato, y comenzó su
discurso en medió de la expectativa de la Cámara. Recogió el último
nombre leído por el diputado, el de Johann van der Elst, como ejemplo de
los errores e injusticias a que pueden conducir los defectos de
información y la precipitación en los juicios. No quería fatigar a la
Cámara; mas para llevar a todos el convencimiento de que la vigilancia
de nuestros intereses comerciales en el exterior se hallaba en buenas
manos, él iba a ceder la palabra a su colega de Agricultura, quien
diría en qué forma los agentes consulares contribuían al desarrollo de
las industrias «cardinales» de la nación...

A tres bancas de distancia del canciller, en el semicírculo ministerial,
el secretario de Agricultura comenzó a hablar. Con los ojos fijos en el
reloj que corona el estrado de la presidencia, habló y habló, enumerando
todos los beneficios que la agricultura y la ganadería podrían retirar
de las informaciones transmitidas por el Viceconsulado en Estocolmo. Se
refirió especialmente al nuevo procedimiento para la obtención de quesos
frescos, que había sido dado a conocer en 10.000 folletos de propaganda,
y recordó el informe respecto a la fabricación de pasta de papel con el
marlo de maíz, que había sido materia de un proyecto de ley. Pero el
momento en que el orador obtuvo efectos de elocuencia fué al entrar en
el comentario de la última comunicación de van der Elst. Los estragos de
los conejos que devoraban las cosechas, trastornaban la topografía de
los campos del Sur y arruinaban a los colonos, determinando, en
consecuencia, el depreciamiento de la propiedad rural y la alteración de
nuestro régimen económico, fueron descritos con trazos pavorosos, para
mostrar en seguida al cocobacilo de Herrlin restituyendo los campos a su
prístina feracidad, devolviendo la tranquilidad y el bienestar a los
colonos, provocando la valorización de las tierras, el acrecentamiento
de la riqueza nacional y la restauración de nuestro crédito exterior...

Ante esa síntesis grandiosa de las consecuencias de una victoria
completa sobre los conejos, la Cámara, poniéndose de pie, aclamó al
ministro de Agricultura.



CAPITULO III

LA MANCHA AZUL


Antes de la sesión en que tan bien sentado dejó el prestigio de Johann
van der Elst, el ministro de Agricultura no había reflexionado
seriamente en la realidad de la plaga leporina. Naturalmente escéptico,
no se le había ocurrido hasta entonces que esos animalitos tímidos que
veía en las vidrieras de los bazares, siempre en disposición de tocar el
tambor, pudiesen destrozar las viñas y devorar los sembrados. Fué
necesario que el fuego de la elocuencia le poseyera para que en una
súbita revelación alcanzase, al propio tiempo que la comunicaba a su
auditorio, la clara visión del peligro. Y al reflexionar en la soledad
sobre su triunfo oratorio advirtió que había sido el intérprete
inconsciente de una gran aspiración del alma nacional: la guerra al
conejo...

Esta comprobación le llevó de inmediato a planear la campaña decisiva
contra la plaga, campaña que constituía, según dijera él mismo, «una
improrrogable e imperiosa urgencia nacional».

Quedó así resuelta la contratación del sabio sueco por el Gobierno
argentino para dirigir la campaña en contra del conejo.

Al mismo tiempo el ministro encargó al doctor Simón Camilo Sánchez el
proyecto de la Oficina que se haría cargo de los trabajos para combatir
la plaga y llevaría a la práctica las combinaciones científicas del
profesor sueco.

El candidato no podía ser mejor elegido. El doctor Simón Camilo Sánchez
era director general de Agricultura, Ganadería y Piscicultura, y
catedrático de Derecho internacional, Procedimiento consular, Historia
americana, de Economía política y Filosofía del derecho.

Este personaje enciclopédico sometió al ministro a los pocos días el
plan completo de la nueva repartición, que se llamaría «Departamento de
Protección agrícola». Por ese proyecto, el territorio de la República
se dividía en veinte zonas, cada una de las cuales se entregaba a la
vigilancia de un Comisariato, que debía informar semanalmente sobre los
destrozos ocasionados por los conejos y los lugares y circunstancias en
que se hubiese visto rondar a los merodeadores de largas orejas. Una
oficina central organizaría todos esos datos, a fin de publicar un mapa
en que se evidenciara la repartición geográfica de la plaga. Cuando las
gestiones para el contrato del sabio sueco llegasen a su término, éste
hallaría listos todos los elementos para la aplicación del cocobacilo.

El ministro aceptó el plan en todos sus detalles y lo incluyó en el
presupuesto para el año entrante, destinándole una suma global de medio
millón de pesos. Entre tanto creó, por simple decreto, el Departamento
de Protección Agrícola, y constituyó, con 250 empleados, los cuadros del
futuro personal de la repartición.

Esta comenzó a funcionar al poco tiempo bajo la dirección del ubicuo y
omnisciente Simón Camilo Sánchez. Los veinte comisariatos iniciaron su
acción con mucho empuje: desde todos los puntos de la República llegaron
telegramas, notas, informes y comunicaciones, señalando los puntos en
que los conejos ejercitaban su voracidad y haciendo notar la rapidez de
movimientos y el carácter tímido de los perjudiciales roedores. Con
tales datos, el Departamento de Protección Agrícola dibujó un mapa, en
el que se representaba con una mancha azul el radio de acción de los
conejos. La ingeniosa carta, que fué reproducida por todos los diarios,
llevó la alarma a los espíritus más indiferentes: la mancha azul lo
cubría todo... Parecía que sobre el territorio de la República se
hubiera volcado un frasco de tinta Stephens.



CAPITULO IV

PRELIMINARES DE LA CAMPAÑA


Los Comisariatos de la Protección Agrícola no tuvieron al comienzo
función ofensiva alguna. Su labor consistió en vigilar al enemigo,
descubrir sus puntos de concentración, sus hábitos de vida, el forraje
que prefería y las horas que destinaba al reposo. Esas tareas, justo es
reconocerlo, fueron admirablemente cumplidas por las veinte secciones.

A los cuatro meses de su creación pudo asegurarse oficialmente que los
conejos eran animales cuadrúpedos, mamíferos, de unos 45 centímetros de
largo, muy veloces y extraordinariamente fecundos. Apenas agotados tales
reconocimientos comenzaron a llegar atentas observaciones de algunos
comisariatos respecto a la exigüidad del personal que se les había
atribuído. «Para informar a esa Dirección sobre el desarrollo y las
proporciones de la plaga en toda la provincia--decía, en una nota,
Delfín Acuña, el jefe del Comisariato de Mendoza--no bastan los diez
empleados que tengo a mis órdenes. Si el señor ministro quiere que
nuestro resumen hebdomadario se refiera a toda la zona cultivada es
preciso decuplicar, por lo menos, ese personal». Y Delfín Acuña entraba
en el detalle de la distribución estratégica que daría a esos cien
empleados.

Simón Camilo Sánchez, al informar al ministro sobre estas notas, sostuvo
el aumento del presupuesto; pero como la situación económica no lo
permitía, las comunicaciones fueron archivadas.

Delfín Acuña no era hombre de hacer una observación en balde. Se había
venido junto con la nota a la capital y había tenido aquí largas
conferencias con los diputados de su provincia.

Así, la primera vez que el ministro concurrió a la reunión de la
Comisión de Presupuesto se vió forzado a convenir que el personal de los
Comisariatos era efectivamente escaso. La Comisión propuso en seguida
un aumento considerable en los empleados afectados a la extinción del
conejo, aumento que se distribuiría según la importancia de cada
provincia y el grado de extensión de la plaga. Se instituyeron de ese
modo Comisariatos de primera, de segunda, de tercera, etc., etc. En
total, 1.200 ciudadanos recibieron emolumentos oficiales gracias a la
maravillosa eficacia del cocobacilo de Herrlin.

Semejante acrecentamiento del personal hizo necesaria la ampliación del
organismo administrativo central. Se crearon, fuera de presupuesto, las
oficinas de «Dirección del personal», «Estadística» y «Propaganda»: 300
nuevos ciudadanos cobraron sueldos del Estado.

La oficina de «Propaganda» era debida a una ingeniosa idea de Simón
Camilo Sánchez. El director de Agricultura, Ganadería y Piscicultura,
considerando que para la completa realización de los fines de la
Protección Agrícola era imprescindible la buena voluntad de los
agricultores, se propuso ganarla mediante una intensa campaña de
vulgarización científica.

Constituyó, pues, esa Sección, que comenzó a expedir millares de
folletos conteniendo la descripción del conejo (tamaño, movilidad,
fecundidad) y la enumeración de sus hábitos nocivos. Además inundó el
país de carteles con sintéticas leyendas, de grabados ilustrativos, de
mapas de la República horriblemente manchados de azul...

La propaganda de la Protección Agrícola llegó hasta el punto de que un
colono del lugar más apartado de la Pampa no podía recorrer su campo,
revuelto y horadado por los conejos, sin encontrar sobre el camino un
cartelón que anunciaba:

«El conejo es el peor enemigo de la agricultura.»



CAPITULO V

LA PRIMERA VUELTA


Tres meses después de la ratificación de su contrato, Herrlin desembarcó
en Buenos Aires. Desde que publicara el «Informe», en el octavo
aniversario de su compromiso matrimonial, habían pasado casi dos años, y
a no ser porque creyó de corta duración la nueva empresa, antes de
venirse habría entrado en la familia de su viejo maestro.

Herrlin llegó, pues, soltero, lleno de ilusiones y con las mejores ideas
sobre nuestro país, que había recogido en su estudio del castellano y de
la historia y geografía argentinas.

Se alojó en un hotel del Retiro, vistió su buen traje de levita, ajustó
en la cabeza rasurada el lustroso cilindro de ceremonia, y con el
paraguas al brazo echó a andar, a pasos firmes y sonoros, por la calle
Florida en dirección al centro. El _privat docent_ advirtió que, tras su
paso, la gente, sobre todo las mujeres, se volvían como para leer algo
en su espalda. Supuso que observaban el corte de su levita, proveniente
de la Sastrería Académica de Upsala, fundada el mismo año que la
Universidad, en 1476, y anotó esa curiosidad como un síntoma favorable a
sí mismo y al país.

Cuando llegó al Ministerio de Agricultura comenzaban a afluir los
empleados. Frente a la pequeña sala de espera, en que se hallaba junto a
un afable postulante, el profesor sueco vió pasar cientos y cientos de
hombres jóvenes, alegres y elegantes, idénticos a los que acababa de ver
discurriendo por las aceras y conversando en los cafés. Admirado del
interminable desfile, Herrlin exclamó:

--¡Cuántos empleados!

--Esto no es nada--repuso el postulante--; los otros son muchos más...

--¿Los de otro turno?

--No; los que no vienen nunca...

Esta respuesta dió a Herrlin la prueba de que su conocimiento del
castellano era todavía deficiente; no se explicó el sentido de las
palabras del postulante ni la sonrisa irónica con que las acompañó.
Desconcertado por su primera dificultad idiomática, el _privat docent_
guardó silencio hasta que, ya bien entrada la tarde, pudo ver al
secretario del ministro.

Evidentemente, al exponer sus títulos, la misión que se había empeñado
en conferirle el Gobierno argentino y el objeto de su primera visita
debió de expresarse inapropiadamente, a juzgar por el estupor que denotó
el secretario.

«¡El profesor Herrlin! ¡El profesor Herrlin!», repetía con pavor,
mirando para todos lados, como si quisiese descubrir un lugar donde
ocultarlo...

Herrlin llegaba, efectivamente, en el momento más inoportuno. El
Departamento de Protección Agrícola, por su monstruoso crecimiento de
los últimos meses, había venido a constituir un peligro para el
Gobierno. Los diputados socialistas, apoyados por muchos representantes
del litoral, hallaban desproporcionada la suma de 1.500.000 pesos que se
le asignaba en el presupuesto para el año entrante. Su oposición fué
irreductible, al punto que el ministro se vió obligado a admitir la
disminución de esa partida a 1.450.000 pesos, aunque no sin prevenir
elocuentemente que el Departamento no podría cumplir sus fines y estaría
forzado a limitar sus publicaciones de propaganda. Y como su posición en
el Gabinete no era muy segura, indicó a Simón Camilo Sánchez la
necesidad de que, para evitar la reanudación de los ataques, el
Departamento diese pocas señales de vida. Además resolvió introducir
economías en la repartición, y a ese objeto dejó sin proveer una vacante
de escribiente que acababa de producirse en el Comisariato de tercera de
la Rioja.

El secretario tenía, pues, razón al pretender ocultar al profesor
Herrlin. La llegada del sabio volvía a poner en evidencia al
Departamento, que quién sabe si podría resistir el fuego cruzado de
editoriales y discursos que soportara recientemente sin mucha gallardía.

No atreviéndose a llevar esta mala noticia al malhumorado ministro, el
secretario creyó conveniente aplazar el asunto.

Después de recomendarle mucha reserva sobre su arribo y la misión que
traía hasta tanto recibiera órdenes, le dijo en forma de despedida:

--Vea, doctor... Dése una vuelta...

Y se quedó meditando sobre el día conveniente para una entrevista con el
ministro.

Pero Herrlin, entendiendo la frase en su sentido directo, creyó que el
secretario deseaba admirar el corte de su levita académica, y con el
cuerpo rígido, en posición militar, dió en cuatro tiempos una vuelta
completa.

Fué la primera y la más simple que le hizo ejecutar nuestro mecanismo
administrativo. De allí en adelante siguió dando vueltas de órbitas cada
vez más complicadas e inútiles, girando y girando en torno de la
excelencia ministerial, como un satélite condenado a presentar siempre
al centro del sistema una faz de eterno postulante...



CAPITULO VI

LA MÁSCARA DE HIERRO


En los días que siguieron, Herrlin dió repetidas vueltas por el
Ministerio de Agricultura, y todas las veces salió asombrado del mucho
interés que se concedía a su levita y del ninguno que se dedicaba a su
misión científica.

El secretario le atendía amablemente, le ofrecía té, cigarros y licores;
le iniciaba en la vida fácil y el lenguaje reducido y pintoresco de
nuestros elegantes, pero no se atrevía a ponerle en contacto con el
ministro, ni mucho menos a hacerle adelanto alguno respecto a sus
funciones leporicidas. Se arriesgaba, todo lo más, a recomendarle mucha
discreción, a prevenirle no dejase sospechar su existencia a los
periodistas, y a ser cauto en sus opiniones sobre la extinción del
conejo. Herrlin había llegado en un momento crítico, y una palabra suya
podía comprometer la suerte del ministro y provocar el aniquilamiento
del Departamento de Protección Agrícola. Era preciso aguardar a que la
situación política se despejase, y entonces ya podría recobrar el tiempo
perdido. Entre tanto debía resignarse a permanecer ignorado e inactivo y
a cobrar todos los meses en Secretaría la asignación mensual fijada por
contrato.

Herrlin no tuvo más remedio que conformarse. Inició entonces una vida de
ocio y misterio, que llegó a pesarle como un manto de plomo. Lejos de
sus libros, de su mesa de trabajo en el modesto laboratorio de Upsala,
de las amables tertulias familiares en la vieja casa del profesor
Hedenius, los días crudamente luminosos de Buenos Aires le parecían
inmensos, y las noches, interminables. El incógnito que recataba su
persona creaba en torno suyo una zona infranqueable, y para no
traicionarse, debía, muy a pesar suyo, mostrarse hosco y receloso en
esta ciudad de gentes de fácil trato. Cuando no iba al Ministerio,
consagraba la tarde a interminables caminatas por la ciudad, y la noche
a solitarias libaciones en cualquier bar del centro. Este era el único
momento tranquilo de su existencia; se sentía aligerado de su secreto,
rico de esperanzas y lleno de impulsos belicosos. Soñaba en vengarse
sobre los conejos de la inacción a que le obligaban las complicaciones
políticas del país y en alfombrar su cuarto con las pieles de los
vencidos, como los crueles guerreros de Asiria.

Pero al día siguiente la dura realidad volvía a dominarlo, y tenía
entonces conciencia de ser una especie de Hombre de la Máscara de
Hierro, libre pero incomunicado, que paseaba por la ciudad un formidable
e insólito secreto de Estado acerca de los conejos.



CAPITULO VII

DONDE SE ENTRA EN CONTACTO CON EL ENEMIGO


Augusto Herrlin no pudo soportar mucho tiempo la vida de hotel.
Convencido de que la situación política de la República le obligaría a
permanecer aquí mucho más de lo que había calculado, escribió a Upsala
recomendando paciencia a la hija del profesor Hedenius y tomó
alojamiento en una casa de pensión.

Este cambio le fué beneficioso. Gracias al simulacro de vida de hogar
que imperaba en el reducido establecimiento de doña Asunción Fragoso, el
_privat docent_ recuperó la alegría y el sosiego que perdiera desde su
arribo a Buenos Aires. Allí encontró, aparte de los hábitos ordenados y
modestos que eran los suyos, una sociedad grata a su espíritu. Vivían en
casa de doña Asunción dos estudiantes de Medicina, un viejo empleado de
una casa de óptica y don José María de Inclán-Zavaleta, apasionado
cultor de la historia patria.

El profesor sueco intimó prontamente con sus compañeros de pensión. En
torno de la mesa familiar, discurrió sobre bacteriología con los
estudiantes de Medicina, habló con el óptico de microscopios y aparatos
de investigación, y escuchó atentamente las disquisiciones de
Inclán-Zavaleta.

Exento de vanidad y de picardía, Herrlin fué estimado por todos a los
pocos días como un viejo amigo.

Doña Asunción, en especial, le cobró un profundo cariño, admirando
juntamente en él la universalidad de su saber y de su apetito.

En ese ambiente de afable vida doméstica, una noche en que la sobremesa
se prolongó más de lo de costumbre, porque doña Asunción había entablado
una larga controversia con los estudiantes sobre los horrores de la
vivisección, el profesor Herrlin estableció su primer contacto con el
enemigo.

Sentado al extremo de la mesa, próximo a una puerta que se abría sobre
el jardín, el profesor escuchaba el alegato de la patrona, cuando el
rumor de un roce sobre la alfombra, a los pies suyos, atrajo su
atención. Fuera del círculo de luz que una pantalla verde arrojaba sobre
la mesa, todo el comedor se hallaba sumergido en las tinieblas. A
Herrlin le costó discernir el sentido de la forma blancuzca que se
gitaba a sus plantas. Reconoció poco a poco un par de largas orejas
velludas, un hocico movible, dos largos bigotes y un labio hendido
perpendicularmente... Era un conejo de la variedad «gigantea» (_Lepus
cuniculus giganteus_), un hermoso ejemplar de macho, de cabeza larga y
fuerte y de robustas extremidades posteriores.

Sorprendido por semejante aparición, Herrlin quedó inmóvil en su
asiento. El conejo, después de husmear desenfadadamente los botines del
profesor, retrocedió unos pasos, se enderezó sobre las patas, y con las
manos juntas sobre el pecho, levantó el hocico al aire. Como en esa
posición las orejas tensas continuaban la línea del cuerpo, el extraño
visitante alcanzaba así casi un metro de altura y llegaba hasta el borde
de la mesa. Con sus ojos redondos, en que se reflejaba el resplandor
verde de la pantalla, el conejo miró fijamente a su antagonista. Bajo la
fascinación de esa mirada, encendida de una verde transparencia, el
sabio creyó habérselas con un genio maléfico, y esperó verle crecer
desmesuradamente hasta tocar con las orejas en el techo. Debía de ser un
genio modesto, porque no quiso pasar del nivel de la mesa. Se limitó a
sonreír sardónicamente, corriendo para atrás las guías de los bigotes, y
recobrando la horizontalidad, se volvió bruscamente. Sus orejas se
agitaron desdeñosamente; el rabo, ridículamente trunco, osciló de
izquierda a derecha como la aguja del velocímetro de un automóvil que se
pone en marcha; alcanzó en tres zancadas la puerta del jardín, y se
perdió en las sombras de la noche...

La controversia de doña Asunción con los estudiantes no se había
interrumpido; Herrlin advirtió por ello que, como Mácbeth en el banquete
en que se la aparece la sombra de Banquo, él fuera el único que se diera
cuenta de la presencia del extraño visitante. Renunció, pues, a admitir
la realidad de la escena, y creyéndose víctima de una alucinación, se
prometió suprimir desde el día siguiente la ración de ponche con que
animaba la sobremesa. Esa noche, a causa de la prolongación de la
charla, había bebido con exceso. Era preciso imponerse un período de
abstinencia, y para confirmarse en su resolución se sirvió otro vaso. A
ese siguió otro, en recuerdo de su poción favorita, y otro más como
despedida a la reunión.

Después, emocionado por sus recuerdos de Upsala y enternecido ante la
imagen de la hija del profesor Hedenius, que se presentó patente a su
espíritu, solicitó una nueva vuelta e improvisó un brindis en honor de
la mujer argentina y otro en homenaje a doña Asunción. Luego, en una
natural gradación de ideas, levantó su copa por el ministro de
Agricultura y el Gobierno de la República, comprometidos en una
siniestra conjuración de conejos, audaces conspiradores que llegaban en
su insolencia hasta penetrar en las casas a la hora sagrada de la comida
familiar... Por último, entonó una serie de canciones báquicas
escandinavas y el tradicional «Gaudeamus igitur» de los estudiantes
suecos, y pidió que se llenase de nuevo la ponchera para aclarar la
voz.

Desde hacía tiempo doña Asunción y el empleado de Lutz y Schulz se
habían retirado a descansar.

A las tres de la mañana, el profesor Herrlin, puesto en cuatro patas,
buscaba debajo de la mesa el reloj, que por descuido había guardado en
un bolsillo del pantalón.

En esa recorrida cuadrúpeda encontró sobre la alfombra, cerca de su
silla, una media docena de bolitas obscuras, suaves al tacto, que no
tardó en identificar relacionándolas con la extraña aparición del
conejo.

Nuestro bacteriólogo disfrutaba por lo general de un sueño tranquilo.
Sin embargo, aquella madrugada soñó que, a medida que iba avanzando por
un interminable camino solitario, de los matorrales vecinos salían a
cada paso conejos de desmesuradas proporciones, que después de husmearlo
de pies a cabeza partían veloces como patrullas avanzadas de caballería
que acaban de establecer contacto con el enemigo.



CAPITULO VIII

REVISTA DE FUERZAS COLONIALES


Simón Camilo Sánchez había experimentado una profunda amargura ante los
primeros ataques dirigidos a su Departamento. Su conciencia de patriota,
para la cual la extinción del conejo venía a ser el complemento
necesario de la conquista del desierto, sufría a causa del terreno
exclusivamente económico en que se había planteado el debate. Ordenado y
nada derrochador en su vida privada, el director de Agricultura,
Ganadería y Piscicultura no creía aplicable al manejo de los caudales
públicos las reglas del ahorro individual. Por lo menos así lo
proclamaba en esa ocasión, citando a cada paso como ejemplo de buena
contabilidad las cuentas del Gran Capitán: «Por palas, picos y
azadones...» Y esa enumeración de instrumentos de cultivo a precios
fabulosos le producía la envidia que causa a los bibliófilos la reseña
de las ventas del Hotel Drouot. Simón Camilo Sánchez ansiaba poder
presentar a la Contaduría de la nación unas cuentas por el estilo.

La amputación del presupuesto del Departamento le hirió así en sus
sentimientos y en sus convicciones. Su melancólico desaliento tornóse en
hosca pesadumbre cuando el ministro le indicó la conveniencia de
restringir los signos de actividad de la Protección Agrícola, y adoptó
entonces la actitud de todos los grandes hombres en desgracia: se
desterró.

Aceptando una invitación de la Universidad de Río, partió para el
Brasil. Por espacio de tres meses disertó en las instituciones
jurídicas, científicas, agrícolas y literarias de la capital carioca de
San Paulo, y el eco de sus palabras llegó a Buenos Aires, agrandado por
el entusiasmo de nuestros vecinos y ennoblecido por la distancia.

Su alejamiento se dejó sentir muy pronto en las oficinas centrales de la
Protección Agrícola. Era la primera vez que faltaba a su puesto desde la
creación del formidable organismo, y esta ausencia, junto con la
decapitación realizada por la Cámara de Diputados, llevó el desconsuelo
a todos los enrolados en el ejército leporicida. El primero en desertar
fué el subdirector; a poco de haber partido el jefe, pidió una licencia
y se refugió en la estancia de un amigo. Los directores de las diversas
Secciones de personal, estadística, cartografía, propaganda, etc., etc.,
siguieron ese ejemplo, y tras una breve despedida se marcharon con la
impresión del que abandona un enfermo desahuciado. Luego los secretarios
de Sección, prosecretario, jefes de oficina, segundos jefes, auxiliares
y escribientes de todas categorías fueron yéndose en progresión
creciente y riguroso orden jerárquico, hasta que todo el personal se
dispersó en la urbe inmensa, como un cargamento de naranjas en el
océano.

El antiguo edificio del Correo, que se había destinado para las oficinas
de la Protección Agrícola, quedó desierto.

A veces un empleado iba a escribir una carta o a pedir prestados algunos
pesos al mayordomo, el negro Liborio, para salir de un apuro. Algunos
escribientes que seguían estudios universitarios se reunían allí para
preparar sus exámenes. En las salas vacías, tapizadas de avisos, máximas
y prevenciones sobre los conejos, resonaba entonces el eco de las
sentencias augustas del Derecho romano, enunciadas en el latín pausado y
cantante de los naturales de nuestras provincias mediterráneas.

Pero ese último vestigio de civilización acabó también por desaparecer,
y finalmente las huestes de ordenanzas, capitaneadas por Liborio,
quedaron dueñas absolutas del campo.

       *       *       *       *       *

Un tiempo después inicióse en el vasto edificio un período de singular
actividad. El estrépito ininterrumpido de cincuenta máquinas de escribir
llenó las salas antes silenciosas; las campanillas de los quince
teléfonos y el repiqueteo de los timbres internos matizó alegre y
nerviosamente ese rumor, y el ruido confuso de puertas, pasos y voces
trajo una impresión reconfortante de vida tumultuosa. Al anochecer
salían regueros de luz de todas las ventanas, y esa iluminación se
prolongaba muchas veces hasta las primeras horas de la madrugada.
Probablemente el servicio de ordenanzas constaba de varios turnos, que
se renovaban por fracciones, porque durante toda la noche no era sino un
constante entrar y salir de sirvientes negros por la puerta principal,
que tenía sus batientes entornadas. En cambio, los empleados debían de
estar sometidos a un régimen monstruoso de trabajo; nunca se les veía
salir a las horas acostumbradas.

Tal demostración de sobrehumana actividad sorprendía, naturalmente, a
todos los noctámbulos que pasaban por Corrientes y Reconquista. Entre
los periodistas y los _clubmen_ fué así abriéndose paso la idea de la
injusticia de los ataques dirigidos a la meritoria repartición. Algunos
diputados que se cruzaron a las tres de la mañana con un grupo de
ordenanzas negros provenientes del Departamento de Protección Agrícola
se reprocharon en su fuero interno haber votado por la reducción de la
partida.

Poco a poco esas impresiones favorables a la joven institución fueron
ganando otras clases del pueblo, y cuando Simón Camilo Sánchez regresó
del Brasil, cargado de gloria y engrandecido por los elogios del
extranjero, la opinión pública estaba ya de parte suya. Con la vuelta
del director de Agricultura, Ganadería y Piscicultura tales sentimientos
se robustecieron, y gracias a las enérgicas gestiones que Delfín Acuña
emprendió cerca de los representantes de su provincia pudieron
traducirse en hechos que vinieron a sacar de su marasmo al profesor
Herrlin.

Pero antes de historiar el esplendor del Departamento de Protección
Agrícola debemos relatar la primera visita que el _privat docent_ hizo a
sus oficinas centrales cuando aquéllas causaban el estupor de las gentes
con su frenética y misteriosa actividad nocturna.

Cierto atardecer, al retorno de una de sus habituales visitas al
secretario del ministro, el profesor, que ya comenzaba a perder su
timidez y su paciencia, sintió deseos de visitar de incógnito las
oficinas destinadas a cuartel general de la campaña contra el conejo.
Herrlin se deslizó al través de la puerta principal, como siempre
entornada, y no hallando a nadie, aguardó en el primer rellano de la
escalera a que apareciese algún portero. La espera fué inútil; Herrlin
no divisó a ningún ser viviente. Sin embargo, toda la casa estaba llena
del estrépito de las máquinas de escribir, del repiqueteo de los timbres
internos y de las nerviosas llamadas de las campanillas telefónicas. A
todo esto se unía el eco de voces y pasos humanos, y se hubiera dicho
que en alguna parte del edificio una banda numerosa ejecutaba un
lánguido vals vienés... Después de un largo momento de espera, Herrlin
se lanzó resueltamente escaleras arriba, y guiándose por el bullicio de
las máquinas de escribir, empujó una puerta. En una vasta estancia, con
el aspecto de un salón de ventas de artículos norteamericanos de
escritorio, cincuenta jóvenes dactilógrafas se hallaban sentadas ante
sus respectivas máquinas, de espaldas a la puerta, y dominando el
tumulto, se oía una voz que declamaba: «El cuelpo, señolitas, debe
pelmanecel natulalmente elguido....»

Al ruido de la puerta las cincuenta jóvenes dactilógrafas volvieron
simultáneamente la cabeza, mostrando al profesor cincuenta rostros de
ébano lustroso en que sólo se advertía el blanco de la esclerótica y la
roja pulpa de los labios carnosos. Y ante el gigante rubio, de ojos
azules, que las miraba asombrado, las cincuenta señoritas exclamaron a
un tiempo, mostrando cincuenta dobles hileras de dientes no menos
blancos que el blanco de sus ojos: «¡Qué holol!»

La oportuna llegada de Liborio puso fin a esta escena. Herrlin le
explicó que era un arquitecto extranjero y que deseaba, para formarse
una idea del sistema argentino de construcción, conocer la distribución
del edificio. (El _privat docent_ se ruborizó al enunciar esta inocente
superchería.)

Seguro de que el visitante no investía carácter oficial alguno, el
mayordomo se prestó de buen grado a hacerle los honores del caserón.
Recorrieron todas las salas, y Herrlin pudo admirar en ellas la
profusión de avisos, máximas y sentencias sobre el conejo, que ocultaban
el papel de las paredes. Se detuvo ante un cuadro sinóptico que
representaba compendiosamente la evolución de su cocobacilo y concibió
una idea muy favorable de los trabajos de la Sección de propaganda. Pero
no comprendió en qué se ocupaban los grupos de negros de regocijada
fisonomía y aire indolente que sorprendía recostados en los sillones y
sentados sobre las mesas. No se explicó tampoco el sentido de la única
alusión que pudo recoger a su paso por un corrillo estacionado en la
biblioteca, en que se hablaba de «la pula tladition de Isabelino Díaz».
Al llamado del teléfono, uno del corro, que fué a atenderlo, dijo
autoritariamente: «En la cualta, métale todo delecho a Cocobacilo...»

Durante su recorrido le persiguió obstinadamente el eco del vals vienés
ejecutado con toda verosimilitud por un robusto gramófono, y hasta le
pareció advertir a través de una puerta entreabierta varias parejas que
giraban voluptuosamente.

Terminada la visita, Liborio le acompañaba cortésmente hasta la salida,
cuando volvieron a pasar por frente a la oficina en que trabajaban las
cincuenta obscuras dactilógrafas. A la puerta estaba una joven que le
dirigió una sonrisa impresionante. Liborio explicó: «Mi soblina Alba,
plofesola de datiloglafía.»

Una vez en la calle, el profesor Herrlin echó a andar sin rumbo,
indescriptiblemente estupefacto de la uniformidad étnica del personal de
la Protección Agrícola y de las extrañas maniobras a que se entregaba.
Caminó y caminó según su costumbre, hasta que pudo plantear en
hipótesis la solución del enigma. He aquí las proposiciones que llegó a
formularse:

«El empleo exclusivo de negros se impone, probablemente, por las
condiciones climatéricas de los lugares en que debe desarrollarse la
campaña en contra del conejo.

»Los ataques al Departamento de Protección Agrícola no son, en
consecuencia, sino un episodio de la lucha de razas en este país.»

Y habiendo devuelto la tranquilidad a su espíritu con estas
explicaciones, el _privat docent_ se encaminó alegremente a la casa de
doña Asunción.



CAPITULO IX

«DON PEPE»


Herrlin llegó aquella vez ya entrada la noche a la casa de su patrona.

Al dirigirse a su pieza para anotar en su libro de memorias las
circunstancias más curiosas de la visita que acababa de realizar, vió a
doña Asunción que corría hacia él llevando apretado contra el seno un
brazado de hojas de coliflor.

--Míster Herrlin--le avisó--, entre con cuidado; _don Pepe_ se ha metido
en su pieza y no quiere salir...

El profesor creyó que _don Pepe_ era algún borracho, y se dispuso a
hacerle comprender duramente que el domicilio de un súbdito sueco es
inviolable. Penetró en la habitación; dió luz, pero no vió a nadie.

--Mire debajo de la cama, míster--indicó la patrona, que había ocupado
el vano de la puerta, siempre con el manojo de hojas de coliflor
amorosamente apretado contra el pecho suntuoso.

Aunque no sin recelo, el profesor siguió el consejo de doña Asunción: se
inclinó junto al vasto lecho que ocupaba, y a pesar de que no divisó
nada, creyó necesario darle a entender al intruso que lo había
descubierto, porque le dijo con severidad:

--¡Salga de ahí, señor!...

A modo de contestación, se oyó debajo de la cama un redoble fuerte y
sonoro como el de un revólver que se golpease contra el piso, y al
propio tiempo un ronquido nada amable. El profesor Herrlin se enderezó
súbitamente y miró con desconcierto a la patrona.

--Tírele de las orejas--insinuó ésta amablemente.

Herrlin admiró la despreocupación con que le impulsaba a la peligrosa
empresa de irritar a un hombre armado y en pleno delirio alcohólico;
pero no cedió a esa sugestión femenina que hace los héroes. Las
incidencias de un pugilato le parecieron impropias de un profesor
universitario.

Su indecisión fué tan evidente que la patrona se resolvió a obrar por su
propia cuenta. En un gesto que le pareció al sabio sueco el de una madre
espartana encerrándose para morir junto con el enemigo de su patria,
dejó el fardo de coliflores en el umbral y empujó las dos batientes de
la puerta. Luego, adelantándose hasta la cama, se arrodilló y comenzó a
dirigirle a _don Pepe_ denuestos y expresiones de cariño, todo sin
resultado.

El hosco intruso debía de haberse dormido en su obscuro refugio.
Alentado por esta idea, Herrlin se bajó de nuevo, esta vez sin recelo, y
pudo ver, como a un metro de los pies torneados del lecho, con las
orejas replegadas a lo largo del cuerpo, en posición de reposo, un
soberbio conejo macho, de pelaje gris claro, de la variedad conocida con
el nombre de «gigante de Flandes» (_Lepus cuniculus giganteus_).

Este descubrimiento despertó los ímpetus belicosos del profesor.
Repentinamente se acordó del estoque oculto entre sus mantas de viaje;
hallólo en un santiamén, desenvainó, se echó de bruces sobre el camión
de alfombra y dirigió la afilada lámina de acero contra el pecho del
conejo.

Doña Asunción, que proseguía de rodillas su canto alterno, al ver el
relampagueo del arma lanzó un grito penetrante.

Se puso de pie, y sujetando a Herrlin de los hombros rompió a sollozar:

--¡Por favor, míster!... ¡No me lo mate!... ¡Animalito de Dios! ¡¡Si es
inocente!!

El profesor, volviendo la cabeza, accedió a las súplicas de su patrona.
Comprendió que _don Pepe_ era el animal tutelar de la casa y que había
estado a punto de cometer un sacrilegio. Envainó el estoque y pidió
disculpas a doña Asunción.

Fué así cómo, contratado para matar conejos, el profesor Herrlin, a los
pocos meses de estar en Buenos Aires, faltó al convenio por ser grato a
una mujer.



CAPITULO X

SÍNTESIS DE TRES EJERCICIOS FINANCIEROS


Desde que el ministro de Agricultura obtuvo aquel triunfo parlamentario,
a base de los informes de Johan van der Elst, hasta que en el Instituto
de Bacteriología pudo abrirse a una vida efímera el primer esporo de un
cocobacilo de Herrlin pasaron muchos meses. Las estaciones se sucedieron
unas a otras; las vides brotaron sus pámpanos, las cañas se hincharon de
savia y los campos se cubrieron varias veces de avena, cebada, maíz y
alfalfa. El presupuesto del Departamento de Protección Agrícola alcanzó
sucesivamente las cifras de 2, 4 y 6 millones; las oficinas
metropolitanas rebosaron de empleados; los Comisariatos se multiplicaron
en todo el país, y el servicio de propaganda, que seguía siendo el
predilecto de Simón Camilo Sánchez, llegó a formas insuperables. Todos
los trenes que cruzaban el territorio llevaban avisos luminosos, y en
las noches serenas de la Pampa, las lechuzas, doctas y noctámbulas,
veían ya sin asombro correr por entre la empalizada de los postes
telegráficos esta fúlgida leyenda: «El conejo es el peor enemigo de la
agricultura.»

Indiferentes a esta continua detractación, los conejos crecían y se
multiplicaban sin descanso.

Ramoneando los pámpanos de las vides; royendo las cañas de azúcar
tiernas; devorando, antes que alcanzaran sazón, las espigas de avena y
de cebada; talando los campos de alfalfa; descortezando en las granjas
próximas a los pueblos las sandías y los melones; desenterrando y
devorando las patatas; tronchando los maizales en flor; atiborrándose de
zanahorias, nabos y arvejas; desayunándose con coles, lechugas y
escarolas; horadando y revolviendo la tierra en su infatigable tarea de
zapadores, los cientos de millares de conejos mostrábanse, sin embargo,
menos diligentes que los tres mil empleados del Departamento de
Protección Agrícola. A pesar de su extraordinaria actividad nutritiva,
aquéllos dejaban siempre algo con lo que el colono podía sembrar para la
próxima cosecha.

En cambio, no hay recuerdo de que la cuenta anual del Departamento de
Protección Agrícola se haya cerrado nunca sin déficit. Rara vez los
millones acordados por el Congreso alcanzaron más allá del mes de
octubre. Semejante insuficiencia crónica de recursos hizo imposible la
creación del Instituto de Bacteriología en que debía prepararse el
bacilo aniquilador de la plaga. Herrlin, sin embargo, fué ocupado algún
tiempo en la formulación de un nuevo plan de campaña, hasta que se
incorporó a la repartición en calidad de asesor técnico. Por espacio de
muchos meses el _privat docent_ debió redactar, sobre la base de los
partes hebdomadarios de los Comisariatos, un largo informe, que nadie se
tomaba el trabajo de leer. La conclusión invariable de todos esos
documentos consistía en aconsejar la propagación inmediata del
cocobacilo, de acuerdo con el plan que había formulado. Cuando Herrlin
llegó a advertir que sus informes se archivaban sin ser tomados en
consideración, dió en la costumbre de leer sus conclusiones a Simón
Camilo Sánchez y de enviar por su cuenta una copia al ministro. Y como a
pesar de todos los desaires siguió obstinándose en leer a todo el mundo
las conclusiones, siempre idénticas, de su informe, fué adquiriendo poco
a poco la reputación de un maniático. Los altos funcionarios del
Departamento no hablaron de él sin mover la cabeza compasivamente; los
empleados no pudieron aludirle sin sonreirse, y los ordenanzas no le
vieron pasar con su abultada cartera sin entregarse a esos silenciosos
accesos de hilaridad propios de los negros.



CAPITULO XI

DONDE EL COCOBACILO DE HERRLIN SE APRESTA A ENTRAR EN ACCIÓN


Ese año, el cuarto que pasaba en Buenos Aires Augusto Herrlin, el
presupuesto del Departamento de Protección Agrícola fué acerbamente
combatido por la diputación socialista.

«¡Que se nos muestre el cadáver de un solo conejo! ¡Que se nos informe
sobre los resultados del cocobacilo!», gritaban los energúmenos a cada
nuevo pedido de fondos.

Ante tales simplistas argumentos, toda elocuencia era vana, y el
ministro tuvo que confesar que, por escasez de recursos, aun no se había
hecho uso del cocobacilo. Todo el mundo lo sabía; pero todo el mundo
creyó necesario asombrarse.

Fué así como ese año se acordaron ocho millones de pesos para la
prosecución de la lucha contra el conejo y se incluyó en la ley de
Presupuesto un artículo mandando iniciar los trabajos para la difusión
del germen fatal.

Convertido en hombre de confianza del ministro, que había puesto a un
lado a Simón Camilo Sánchez por no haber tenido éste la previsión de
organizar una exposición de cadáveres de conejos, Herrlin terminó en
pocas semanas la instalación de un modesto laboratorio bacteriológico.

La nueva dependencia del Departamento de Protección Agrícola ocupó una
amplia casa-quinta en la Floresta.

Se inauguró un día a fines del invierno. El sol tibio, el cielo de un
celeste esplendoroso, los árboles ostentando el verde claro de las hojas
nuevas y el vaho leve de polen que venía del jardín anunciaban la
primavera.

El profesor Herrlin también la anunciaba por la verbosidad con que
acogía a todos los invitados, por el brillo inusitado de su levita
académica, por el optimismo con que consideraba el futuro, por su ansia
incontenible de consagrarse a la preparación de caldos de cultivo y a
ensayos de la virulencia de sus bacilos, por la impaciencia con que
esperaba la iniciación de la ceremonia inaugural.

A su alrededor todo parecía también anunciar la primavera: las letras de
oro del frente del edificio, que refulgían al sol; las banderas, que una
brisa suave desplegaba amorosamente; los vistosos tocados de las mujeres
que discurrían por el jardín... A pesar de las prevenciones de sus
maestros contra la ilusión antropocéntrica, Herrlin vinculaba ese
esplendor de la naturaleza a la buena fortuna de su cocobacilo
(_Cocobacillus cuniculosum_), que iba por fin a poder expandirse
libremente por el territorio de la República.

Herrlin había invitado a la fiesta a su patrona y a sus compañeros de
pensión. Doña Asunción, de gran gala, acompañada por D. José María de
Inclán-Zavaleta, visitó detenidamente las dependencias del local; los
dos estudiantes de medicina, que tomaban por primera vez en serio las
funciones oficiales del profesor, le ayudaron en sus atenciones
sociales, y el empleado de Lutz y Schulz, que faltaba por primera vez a
su trabajo en un día ordinario, pasó la tarde presa de graves
remordimientos.

La inauguración del Instituto Modelo de Bacteriología Agrícola había
sido fijada para las dos de la tarde. A las tres el ministro telefoneaba
que se disponía a salir junto con el presidente; a las cuatro mandaba
anunciar que se ponía en camino, y a las cinco, envuelta en las sombras
del crepúsculo, la comitiva oficial hacía su entrada en la quinta.

Después de las presentaciones de rigor, Herrlin mostró al presidente
todas las dependencias del local, y tras esta recorrida, los
funcionarios fueron a ocupar el estrado que se había construído en el
parque frente a las conejeras aún vacías. Allí, sin defección alguna, se
llevó a cabo el programa concertado por Simón Camilo Sánchez, que
constaba de las siguientes partes:

1.º Himno nacional.

2.º Discurso de su excelencia el señor ministro de Agricultura.

3.º Discurso del presidente de la Comisión de Agricultura de la H.
Cámara de Diputados.

4.º Discurso del director de Agricultura, Ganadería y Piscicultura.

5.º Discurso del presidente de la Sociedad Rural.

6.º Discurso del profesor doctor Augusto Herrlin, director del Instituto
Modelo de Bacteriología Agrícola.

7.º _Lunch._

La concurrencia se agolpó en torno del estrado y aguantó a pie firme el
formidable chubasco oratorio. Según la opinión de D. José María de
Inclán-Zavaleta, los cuatro discursos que precedieron al de su amigo
Herrlin no valían la pena de oírse; eran la reedición de todo cuanto
venía diciéndose sobre el conejo desde que este animalito entrara en el
círculo de las preocupaciones gubernamentales. Y más que nada eran
ponderaciones infinitas sobre su voracidad. El apetito de los conejos
arrancaba a los oradores elocuentes expresiones de reprobativa
admiración.

En cambio, la breve peroración del profesor sueco suscitó el entusiasmo
de D. José María de Inclán-Zavaleta.

Herrlin, abandonando la bacteriología, se entró por el terreno de las
ciencias históricas e hizo la síntesis de la lucha constantemente
renovada entre la humanidad y el conejo. Apelando al testimonio de
Strabon, recordó que en tiempos de Augusto los habitantes de las islas
Baleares y de Lípari y los de la Península Ibérica impetraron el auxilio
de las invictas legiones romanas para combatir la plaga leporina, y que
los tenaces roedores habían derribado, socavando sus cimientos, las
murallas ciclópeas de Tarragona.

Además señaló con ironía el hecho singular de que esta fecunda y
extendida especie animal había conseguido dar su nombre a la nación más
caballeresca de la historia.

Los filólogos afirman, en efecto, que la palabra España significa
conejo, porque este animal se llamaba «Saphan» en hebreo, término que
los fenicios convirtieron en Sphania y los latinos en Hispania, España.

«Tengamos presente asimismo--agregó--que Cátulo llama a España
«cuniculosa» (conejera) y que dos medallas acuñadas bajo el reino de
Adriano representan a esta nación en figura de mujer teniendo a sus pies
un conejo pequeño.»

El profesor continuó describiendo las diversas formas de persecución al
conejo a través de las edades, y remató encarándose con el presidente
de la República y dirigiéndole las mismas palabras que el «maire» de una
población rural dedicó a Napoleón III: «Señor: Disponed la inmediata
destrucción de todos los conejos y habréis realizado el acto más grande
del reinado de V. M.»

Una salva de aplausos acogió esta elocuente incitación final; el
presidente hizo a la vez un ademán de aquiescencia y de agradecimiento
(Herrlin le había dado el tratamiento de Vuestra Majestad), y la
concurrencia, fatigada por cuatro horas de plantón, se precipitó
desenfrenadamente hacia la sala del _lunch_.

Las ponderaciones de los oradores sobre el apetito formidable de los
conejos debían haber despertado en el público una noble emulación. Sólo
quien haya arrojado a la madrugada en una conejera populosa un brazado
de frescas hojas de escarola puede formarse una pálida imagen de cómo
desaparecieron las pirámides de dulces, frutas secas y _sándwichs_ que
cubrían de un extremo a otro la amplia mesa de operaciones del
Instituto.



CAPITULO XII

«DON JUAN»


Al día siguiente, en la casa de doña Asunción se festejaba con un
almuerzo excepcional la inauguración del Instituto.

La patrona se había propuesto celebrar el acontecimiento con una comida
el día mismo de su feliz realización; pero hubo que postergarla porque
el profesor Herrlin recibió, por primera vez desde su llegada a Buenos
Aires, una invitación de Simón Camilo Sánchez, e Inclán-Zavaleta, de su
lado, se había comprometido a asistir a la lectura de un drama histórico
del doctor David Peña.

De vuelta de la ceremonia, doña Asunción se sentó a la mesa para la
comida de la noche, pero no probó bocado. Tenía de comensal único al
silencioso empleado de la casa de óptica, gracias a lo cual pudo
reflexionar con detención. Las tareas domésticas no le dejaban, por lo
general, tiempo para hacerlo, y no advirtió así, hasta aquella noche, el
lugar que el ilustre profesor sueco había llegado a ocupar en su casa y
en su corazón.

Contemplando el asiento vacío del ausente, se dió a pensar en lo
desiertos que serían sus días cuando el profesor, concluída su misión,
retornara a su país. No tendría ya la preocupación cotidiana de que
estuvieran listos a las ocho en punto el tazón de café con leche y
crema, las tostadas con mermelada y la copa de Oporto que componían su
desayuno ordinario. No debería ya vigilar para que a las once y media se
sirviera el almuerzo y para que a las tres de la tarde se le enviase el
te con leche, las rebanadas de pan negro con manteca y de pan candeal
con miel, junto con la copita de coñac a que estaba habituado.
Recordaría en vano que a las cinco y media volvía a tomar te solo con
bizcochos y que exigía regularmente la última comida a las ocho de la
noche. Y hasta llegaría a olvidar que las veladas de invierno, en torno
de la estufa, se distinguen de las sobremesas estivales porque en un
caso el ponche debe estar bien caliente, y en el otro, la cerveza bien
helada...

Don Augusto--como había acabado la patrona por llamarle--sabía apreciar
la delicadeza de la vida doméstica. Cuando ella misma arreglaba su
habitación, limpiaba el polvo de los libros y ponía un búcaro de flores
sobre la estantería, el sabio, aunque hubiera estado ausente, reconocía
su mano y le daba las gracias con una efusión infantil.

No; no era como esos ogros de medicina, que llenaban los cajones de las
mesas de luz con trozos de cadáveres, ni como el historiador
Inclán-Zavaleta, que colgaba las medias de las perillas de la cama.

Y absorta en tales reflexiones melancólicas, doña Asunción se quedó
hasta muy tarde sentada ante la mesa.

Sin embargo, al día siguiente no eran todavía las siete de la mañana
cuando la diligente patrona andaba ya revolviendo entre los trastos de
la cocina y traía al trote a la cocinera y a la sirvienta. El
zafarrancho culinario duró hasta media hora antes de la señalada para
el almuerzo, en que doña Asunción, habiendo dejado todo dispuesto, se
sentó a descansar en el jardín.

_Don Pepe_, que andaba retozando por allí, fué a tenderse a sus pies.
Así, toda encendida aún por el resplandor de los fogones, con la
arrogante expresión de una dueña de casa que acaba de imponerse,
humillándola, a una cocinera levantisca; la _matinée_, que señalaba, sin
destacarlas, sus líneas opulentas, y el conejo extendido a sus plantas,
le pareció al _privat docent_ la figura, acuñada en medallas bajo el
reinado de Adriano, que representaba, como se sabe, la Hesperia de los
latinos. Augusto Herrlin estuvo por llamarla «madre de pueblos» y «genio
de una raza voluptuosa y marcial»; pero recordó que era soltera y temió
ofender su pudor.

Nuestro buen profesor no era locuaz; pero estaba dominado aún por la
excitación del día anterior y necesitaba desahogarla en palabras. Así
que, fijándose en el animal, comenzó a decir:

--Este conejo, de la variedad «gigantea», apellidado vulgarmente
«gigante de Flandes», por su nombre científico _Lepus cuniculus
giganteus_, y que se distingue de las otras especies monstruosas por sus
orejas más pequeñas y erectas, no debía llamarse _don Pepe_, sino _don
Juan_.

--¿Por qué, don Augusto?--preguntó suavemente la patrona.

--Las funciones esenciales de estos seres--continuó el profesor--son, en
efecto, la nutrición y el amor, y por ellas debiera caracterizárseles.
Es cierto que ambas son necesidades primordiales de todas las especies y
que el hambre y la pasión sexual (doña Asunción se ruborizó) son los
instintos primarios del hombre; pero en pocos animales alcanzan la
intensidad que en el conejo, la liebre y el lepórido. Los antiguos
romanos habían consagrado la liebre a Venus y tenían su carne por un
manjar afrodisíaco...

Y el _privat docent_ de Upsala siguió ensartando con su ingenuidad de
sabio una serie de detalles procaces sobre las fornicaciones y el
régimen poligámico de los conejos y los románticos torneos amatorios de
las liebres.

Doña Asunción, que escuchaba en silencio el escabroso relato, mientras
acariciaba con mano trémula las sedosas orejas de su protegido, se
levantó precipitadamente al oír el aviso para el almuerzo. _Don Pepe_ o
_don Juan_, como se quiera llamarlo, la siguió a grandes trancos,
moviendo cómicamente las orejas y el rabo, convencido de que aun podía
agradar a su dueña con sus morisquetas y sus gracias infantiles.

Pero desde la sabia disertación del jardín, _don Pepe_ fué para la
opulenta patrona la bestia disoluta, el macho cruel y egoísta, el
incestuoso y filicida, el amante insaciable y seductor satánico que los
poetas han idealizado en el retrato de Don Juan. No volvió jamás a
acariciarle en público; sólo unas pocas veces, a escondidas, lo estrechó
contra su pecho, y besándole nerviosamente, le dijo: «¡Monstruo!...»



CAPITULO XIII

EL HONOR DE LOS PUEBLOS


El almuerzo preparado por doña Asunción en homenaje del sabio
bacteriólogo debía ser su obra maestra; pero, como tantas otras obras
maestras, quedó inconclusa.

A mediados de la comida dos personas reclamaron insistentemente
entrevistarse sin retardo con el profesor. Herrlin abandonó su asiento
de honor y se encerró con los dos visitantes.

--Deben de ser periodistas--dijo la patrona para explicarse la
inoportunidad de su arribo.

Eran, efectivamente, dos periodistas de la Redacción de _El León de
Castilla_, que venían, en nombre de su director, D. Cástulo Z. Pérez de
Manara, a retar a duelo al profesor doctor Augusto Herrlin por las
expresiones denigrantes con que en su discurso de la víspera habíase
referido a la madre patria. Pérez de Manara, que continuaba con honor y
provecho la tradición combativa del periodismo español en el Río de la
Plata, creía que la substitución del león heráldico, emblema de la
nobleza y el valor castellanos, por el conejo de las medallas de la
época de Adriano, y el calificativo de «conejera» (cuniculosa) dado a la
hidalga nación eran afrentas que sólo podían lavarse con la sangre del
profesor sueco.

--Pero, señores, si no hay ofensa alguna...

--No es usted el indicado para pronunciarse a ese respecto--replicó
severamente uno de los padrinos.

--Si no he hecho mas que recoger todos esos datos en las fuentes
históricas...

--Aunque los hubiese bebido usted en la Cibeles--repuso airadamente el
otro padrino--. ¿Cree usted que cuadra a los héroes de Somorrostro el
pedir socorro a las legiones garibaldinas para defenderse de una plaga
de gazapos? Paparruchas, hombre, paparruchas. Ni aunque lo dijesen Ramón
y Cajal y Menéndez y Pelayo...

--No conozco a esos cuatro señores--contestó pacíficamente el sabio--;
pero puedo mostrarles ahora mismo el pasaje del libro III de la
_Geográfica_, de Strabon, en que se refiere el hecho. Tengo a mano la
edición de Kramer, Berlín, 1844-47, ejecutada sobre el _Códice de
París_, 1393, que si ustedes quieren pueden confrontar con la traducción
francesa de M. Amédée Tardieu, París, 1867-94. Pongo esos libros a la
disposición del señor Pérez de Manara...

--Nosotros, señor profesor, hemos venido a desafiar a un hombre, no a
una biblioteca...

Indiferente a los arrebatos de los dos representantes, el _privat
docent_ intentó entrar en una larga disertación para demostrar que el
reconocimiento de la veracidad histórica es compatible con el respeto a
las naciones. Pero a cada argumento ambos padrinos dábanse sendos golpes
en el pecho y exclamaban a coro:

--¡Somos castellanos!...

--¡Y yo soy sueco!--dijo al final, ya amoscado, el profesor de Upsala.

--No sólo lo es usted, sino que se lo hace--enunció el primer padrino.

Por el tono, Herrlin advirtió que esa frase tenía un sentido injurioso.
Cortó resueltamente la conferencia, y rogándoles a los enviados de Pérez
de Manara que aguardasen un instante, se dirigió al comedor con las
facciones demudadas por la ira. Llamó aparte a don José María de
Inclán-Zavaleta y al mayor de los estudiantes de Medicina, y poniéndolos
rápidamente al corriente del asunto, les designó como representantes
suyos. Los dos aceptaron, trasladándose a la sala, donde el cuarteto de
padrinos comenzó a deliberar.

Encerrado mientras tanto en su habitación, Herrlin se entregó a un
desordenado paseo, y terminó arrugando de un puñetazo el primer volumen
de la _Geográfica_, de Strabon, en la correcta edición de Kramer,
Berlín, 1844.

«¡Que doce mil quinientos diablos los utilicen para calentarse los pies
en pleno rigor del estío infernal!», dijo, refiriéndose a las ciencias
históricas y geográficas.

E hizo el voto de no transgredir jamás los límites de la bacteriología.

Aunque las tramitaciones se prolongaron varios días e intervinieron en
ellas el canciller, el ministro de Agricultura, Simón Camilo Sánchez y
el jefe de Policía, además de los cuatro padrinos, Augusto Herrlin salió
bien librado. No le dejaron batirse, y tuvo que contentarse con firmar
una declaración pública en la que enunciaba su afectuoso respeto por la
madre patria, y en la que Strabon, Plinio y Cátulo aparecían como tres
panfletistas que hubiesen escrito bajo las pasiones de la guerra de la
independencia americana. A despecho de los usos caballerescos, el
profesor sueco consintió en entregar él mismo aquella nota a los
padrinos de su adversario.

Estos fueron a recogerla al Instituto en momentos en que Herrlin, con un
ojo aplicado al tubo de un microscopio, veía abrirse un esporo de su
cocobacilo con el regocijo del que advierte la primera sonrisa de su
primogénito.

Uno de los redactores de _El León de Castilla_, indignado por los
arteros recursos del profesor sueco para vencer a los conejos, le dijo a
modo de despedida:

--¡Nosotros los castellanos, señor profesor, matamos los conejos frente
a frente!



CAPITULO XIV

LA SEPTICEMIA DE HERRLIN


A la inauguración del Instituto Modelo de Bacteriología Agrícola siguió,
pocas semanas después, la creación de la Junta Fiscalizadora Honoraria
de los trabajos en contra del conejo, que debía informar sobre las
investigaciones científicas del profesor Herrlin. Componían esa Junta el
indispensable Simón Camilo Sánchez, varios altos funcionarios y el
doctor Aníbal Gaona, ex magistrado, ex ministro, ex vocal del Consejo de
Educación, ex embajador, etcétera, etc.

El doctor Gaona era la persona de mayor prestigio del país. Su
reputación de integridad no podía ser igualada por nadie, porque nadie
como él había firmado siempre en disidencia en los acuerdos de las
Cámaras de apelaciones, ni había renunciado tantos ministerios a los
pocos días de aceptarlos como una solución nacional, ni había sufrido un
número mayor de injustas derrotas en los comicios. Su designación fué
acogida con aplauso por todo el mundo y señalada como un indicio de que
el Gobierno estaba irrevocablemente resuelto a llevar adelante la
campaña leporicida.

El profesor Herrlin no podía iniciar sus trabajos hasta tanto la Junta
no le oyese y aprobase su plan. Tuvo, pues, que aguardar a que se
constituyese, redactase su reglamento, eligiese presidente al doctor
Gaona, nombrase dos secretarios rentados y discutiese durante varias
semanas el local en que celebraría definitivamente sus sesiones.

Por fin cierto día pudo exponer ante la Junta en pleno, y en presencia
del ministro de Agricultura, las virtudes de su cocobacilo. Su
disertación fué escuchada en medio de un silencio impresionante. El
_privat docent_, después de explicar minuciosamente los detalles que
diferencian el género bacteria (_bacterium_) del bacilo (_bacillus_),
confundidos con frecuencia por el vulgo, señaló todas las excepciones
conocidas de esa clasificación en dos géneros, y terminó estableciendo
la regla llamada «principio de Hedenius», según la cual los bacilos
pueden ostentar todos los caracteres de las bacterias y las bacterias
todos los caracteres de los bacilos. El cocobacilo Herrlin encuadraba,
como todos sus congéneres, en el principio de su sabio maestro de
Upsala, y excepción hecha de la rapidez de su multiplicación y la
resistencia de sus esporos, no ofrecía ningún rasgo extraordinario. Era
el agente de la septicemia cuniculosa de Herrlin, que no debía
confundirse con la septicemia experimental de Koch ni con la espontánea
de Alfort. Inoculado a un conejo, el cocobacilo determinaba su muerte en
menos de veinte horas. Apenas recibían en sus tejidos al terrible
huésped, los pobres roedores se mostraban abatidos, con signos de
decaimiento moral, faltos de apetito, y con las orejas gachas y el pelo
erizado se apelotonaban en el fondo de sus cuevas.

Allí, después de una serie de trastornos intestinales, iba a
sorprenderles irremediablemente la muerte.

Pero lo maravilloso de los estudios del profesor sueco residía en el
grado de domesticación a que había llevado su cocobacilo. Este le
obedecía con la docilidad de un perro, y así, a su arbitrio, aumentando
o disminuyendo su virulencia, podía fulminar a los conejos en menos de
dos horas o prolongar su agonía durante muchos meses, atacar únicamente
a las hembras o exterminar sólo a los machos y hacerlo mortífero en
verano e inocuo en invierno o viceversa. Además, mediante un régimen
especial, podía convertir a ciertos conejos en agentes propagadores del
bacilo. Los animales preparados para esas funciones derrotistas
adquirían una vitalidad a toda prueba y una extraña afición por la
sociedad de sus semejantes. Sin respetos por las castas sociales ni por
los usos venerables del mundo cunicular, se introducían audaz y
afablemente en las cuevas ajenas, se hacían de la familia, infectaban a
todos sus miembros, y apenas recogían el último suspiro del último
representante de la tribu corrían a la cueva más próxima, donde se
instalaban con el desenfado de los conejos habituados al trato mundano.
Y la descripción que hacía el profesor sueco de la afabilidad, el buen
humor y el don de gentes de esos individuos consagrados a llevar la
desolación y la muerte a los hogares era realmente siniestra.

«¡Qué formidables _jettatores_!», pensó entre sí el doctor Gaona, que
era supersticioso.

Simón Camilo Sánchez, burócrata por excelencia, meditó con melancolía en
el porvenir del Departamento cuando ya no existiesen conejos a quien
vigilar. En cambio, el ministro oía con avidez a Herrlin, soñando
voluptuosamente en aplastar a la diputación socialista bajo una montaña
de pestilentes cadáveres de conejos.



CAPITULO XV

UNA CAMPAÑA ELECTORAL


A tiempo que la Junta Fiscalizadora Honoraria debía expedirse respecto
al informe del profesor Herrlin, las elecciones de renovación
presidencial comenzaban a preocupar a las gentes. Al principio, como no
se conocían aún las candidaturas definitivas, la agitación pública se
manifestaba ardorosa, pero confusamente. Las fuerzas opositoras habían
librado ya en torno del presupuesto de la Protección Agrícola su primer
combate con las del Gobierno, y la propaganda partidista había
convertido aquel organismo burocrático en el emblema del oficialismo
ignaro y corruptor. Algunas elecciones provinciales, preludio del gran
acto comicial, fueron ganadas por los elementos de Delfín Acuña,
empleados todos de los Comisariatos locales, y esta derrota enardeció a
las oposiciones. El Departamento de Protección Agrícola fué calificado
de «máquina electoral puesta al servicio del Gobierno y alimentada con
los dineros del pueblo» y estigmatizada en mil manifiestos.

Y cuando la Convención del partido oficial designó su candidato al
doctor Aníbal Gaona, presidente de la Junta Fiscalizadora Honoraria de
los trabajos en contra del conejo, los grupos de opositores arreciaron
en su campaña. El descaro del oficialismo llegaba hasta el extremo de
levantar la candidatura de un empleado de la Protección Agrícola.

En contra de Gaona, la coalición opositora alzó el nombre del doctor
Juan Carlos Vértiz, que había sido intendente de San Luis durante la
revolución del año 96, que, como se sabe, duró tres horas y cuarenta y
cinco minutos.

Entre ambos candidatos, de méritos tan equilibrados, el triunfo era
indeciso. Sus programas respectivos no iban ciertamente a dividir la
opinión: el del doctor Gaona proclamaba «libertad de sufragio, reducción
del presupuesto, fomento del comercio y las industrias», y el de su
antagonista enunciaba «pureza electoral, disminución de los gastos,
propulsión de las industrias y el comercio».

Pero el doctor Gaona pertenecía al Departamento oprobioso, mientras que
el doctor Vértiz no había ocupado jamás un cargo público, y por esta
sola señal el electorado debió decidirse entre ambos. La zarandeada
institución vino así a convertirse en el centro de la contienda.

Ya desde los preliminares de la campaña electoral los grupos opositores
tomaron la costumbre de ir a silbar ante el edificio del Departamento y
a denostar a los pocos empleados que se asomaban a las ventanas del
viejo caserón.

Durante toda la campaña electoral el doctor Vértiz no abandonó su quinta
de Morón. Su austeridad cívica le vedaba salir a solicitar el voto de
los electores. No pronunció tampoco una sola palabra, ni escribió una
línea, y a partir del día de la proclamación negóse terminantemente a
recibir a los caudillos opositores que trabajaban por el triunfo de su
candidatura. La única vez que se le oyó decir algo fué en el velorio de
un ex revolucionario del 96. El doctor Vértiz, ante el ataúd de su
compañero de armas, repitió hasta tres veces en voz baja: «El conejo no
existe, el conejo no existe, el conejo no existe.»

Esa sentencia, recogida por oídos fieles, fué la fórmula mágica de la
campaña electoral. Desde aquella noche los opositores diéronse a afirmar
resueltamente: «El conejo no existe... El conejo es una invención del
régimen oprobioso...»

Con toda la gravedad de un espíritu jurista, el doctor Gaona preparaba
mientras tanto el informe que la Junta Fiscalizadora Honoraria debía
presentar sobre el método del profesor Herrlin y la eficacia de su
cocobacilo. A mediados de la campaña electoral, la parte ya redactada
alcanzaba a 2.480 páginas en papel de oficio. El candidato gubernamental
había extractado todas las Memorias y publicaciones del Departamento de
Protección Agrícola y había solicitado además infinidad de informes al
sabio sueco. Junto con los tres voluminosos tomos en que el doctor Gaona
creía poder concretar los varios aspectos de la cuestión, debía
aparecer un _Atlas_ con la colección de todos los mapas sobre
repartición de la plaga de conejos dados a luz en los últimos cinco
años. Esa prueba gráfica y documental iba dirigida directamente contra
el optimismo práctico de su antagonista, al que aludía cuando hablaba
del «optimismo del avestruz, que, escondiendo la cabeza bajo el ala, se
niega a reconocer el peligro».

El _Informe de la Junta Fiscalizadora Honoraria de los trabajos en
contra del conejo_, en tres tomos y un atlas, apareció editado por la
imprenta Coni y llevando por nombre de autor el del doctor Aníbal Gaona
con todos los títulos que había alcanzado en toda su larga vida pública.

Los cuatro volúmenes eran de unas dimensiones impresionantes, y ante
ellos nadie se habría sentido capaz de negar la existencia del conejo.
Así, los partidarios del doctor Vértiz a la aparición del libro
sufrieron un profundo desconcierto. Era inútil que los más fanáticos
exclamasen: «¡El conejo no existe!... _Avanti!_» Sus correligionarios
contemplaban la mole enorme del _Informe_ y movían la cabeza con
desconsuelo: la obra del doctor Gaona era inexpugnable. ¡Cualquiera se
atrevía con las 4.375 páginas de texto!

Sin embargo, la reacción no tardó en producirse. Los opositores
eludieron referirse al _Informe_; pero atacaron con más acritud si cabe
al Departamento. A la vuelta de un gran mitin, una columna nutrida de
manifestantes verticistas quiso llegar hasta el edificio del
Departamento, pero fué duramente rechazada por la Policía. Exacerbados
por esta derrota, un grupo de afiliados a un Comité de la Floresta
apedreó al anochecer el Instituto Modelo de Bacteriología Agrícola. A
esa hora sólo se hallaban en el establecimiento Herrlin y un sirviente.
El profesor estaba ocupado en el trasvase de unos cultivos de cocobacilo
cuando oyó los gritos de los asaltantes y el estrépito de los cristales,
que saltaban en mil pedazos. Corrió a la puerta de entrada y desde allí
procuró descubrir en las sombras el origen del tumulto. A su aparición,
los gritos arreciaron en la calle, así como la lluvia de piedras que se
estrellaban contra el frente de la casa. Un cascote que zumbó más
vigorosamente que los otros alcanzó en una sien al estupefacto Herrlin.
Este sintió el choque; advirtió en seguida la tibieza de la sangre, que
le corría por la cara, y asiéndose al pasamano de la puerta, fué
doblándose lentamente hasta que quedó sin fuerzas en el suelo. Los
gritos de los revoltosos le parecieron mezclarse con el sordo borboteo
de la sangre, y poco a poco fué perdiendo dulcemente la noción de todo,
como cuando se quedaba dormido, frente a la estufa de su cuarto de
estudiante, en Upsala.



CAPITULO XVI

THE RABBIT’S MARCH


Cuando el profesor Herrlin volvió en sí se halló en una habitación de
hospital, toda blanca e inundada de luz. Por una ventana divisó una
extensión de parque, y a lo lejos, la atmósfera fuliginosa de un barrio
fabril. Tres o cuatro personas conversaban animadamente en un extremo de
la estancia. Herrlin creyó reconocer las voces, pero no entendió lo que
decían. A un movimiento suyo, los interlocutores se acercaron al lecho,
y viéndole con los ojos abiertos y la expresión lúcida, comenzaron a
arengarle en una lengua rotunda y armoniosa. El _privat docent_ se
incorporó en el lecho, y después de mirar con angustia a sus
interpelantes, murmuró unas palabras en sueco. Augusto Herrlin se había
olvidado del castellano...

Había olvidado asimismo todo cuanto le aconteciera desde su embarco en
Estocolmo. Las gentes que esos días se acercaron a su lecho no le
parecían extrañas, y las palabras incomprensibles que le dirigieron
sonaban en sus oídos como algo muy conocido; pero ni unas ni otras
evocaron recuerdo alguno en su espíritu. Toda su vida mental se reducía
a sus hábitos e impresiones de Upsala. A veces el paso lento del
practicante de guardia le hacía creer que el profesor Hedenius se
aproximaba para arrancarle de la extraña pesadilla en que estaba
postrado, y otras un vocerío lejano le daba la ilusión de que los
estudiantes abandonaban el _aula magna borealis_ de su vieja
Universidad.

Ese confinamiento en el pasado hacía de él una persona dócil e inerte.
Seguro de que era presa de las ilusiones de un delirio, se entregaba sin
resistencia a todas las sugestiones de los que le rodeaban. Una visita
que le hizo el ministro sueco no le ilustró sobre su situación.

El diplomático, para no comprometerse, no hizo la menor alusión al
cascotazo, y le dirigió esas vagas preguntas y frases consoladoras que
se aplican lo mismo a un enfermo del cólera morbo que al clausurado en
su casa por un resfrío. Como a la semana de su vuelta a la vida Herrlin
fué conducido a casa de doña Asunción. La patrona, que ya le había
visitado en el hospital, le recibió llorando, y esta demostración de
sentimiento arrancó por un instante al _privat docent_ de la
inconsciencia a que se había abandonado.

Satisfecho de darse en el mundo de los sueños con un ente compasivo, le
alargó la mano y la saludó afablemente en sueco. Doña Asunción redobló
el llanto, y en medio de su desconsuelo apuntó el orgullo femenino:
«¡Pobrecito, me ha reconocido!...»

Este estado del director del Instituto Modelo de Bacteriología Agrícola
no era conocido sino por unas cuantas personas. Todo el mundo se había
enterado de su salida del hospital y se le suponía ya sano y fuerte.

Era lo mejor que podía ocurrir; el asalto al Instituto despertó una
emoción tan violenta, que de alimentarse con cualquier otra noticia se
comprometería el orden público.

Toda la Prensa condenó enérgicamente el vergonzoso atentado y encareció
el prestigio mundial de la víctima. Sólo _El León de Castilla_ se
permitió insinuar que, de haber sido Herrlin un argentino o un
castellano, los asaltantes no habrían salido tan bien librados. Las
acciones de la candidatura Vértiz sufrieron una merma considerable.
Aunque las fracciones opositoras se asociaron a la protesta pública, no
pudieron eludir cierta responsabilidad. El Comité universitario de la
candidatura Gaona, en un vibrante manifiesto, había acusado del crimen
de lesa ciencia al doctor Vértiz, «instigador directo del ominoso hecho,
que es una página de vergüenza en el infolio inmaculado de la
civilización argentina».

Delfín Acuña, que se constituyera en _manager_ de la candidatura
oficial, tuvo la idea de ofrecer un banquete de desagravio al profesor
Herrlin: era el golpe de gracia a la campaña opositora. Apenas se lanzó
la iniciativa comenzaron a llover adhesiones de las Asociaciones
universitarias, centros científicos, institutos de cultura y Sociedades
pedagógicas; de las sesenta Cooperativas constituídas por los empleados
del Departamento de Protección Agrícola; de los cientos de Comités
gaonistas; de los clubs atléticos escandinavos y de mil organizaciones
de todo carácter. La lista de comensales llegó a una cifra fabulosa, y
la Comisión organizadora se vió en la necesidad de cerrar la inscripción
cuatro días antes del banquete. Para compensar a los miles de ciudadanos
que no pudieron conseguir cubierto, Delfín Acuña imaginó organizar una
manifestación de antorchas que iría a saludar al _privat docent_ a la
salida del teatro donde se tendería la mesa.

Llegó la noche del banquete. El anonadamiento en que vivía el profesor
sueco no preocupó a los directores del homenaje; Acuña había prometido
remediar a todo, y eso les tranquilizaba. El activo provinciano se
presentó al anochecer en casa de doña Asunción, y a fuerza de mímica y
con la ayuda de la patrona vistió al sabio de frac, le pintó con tintura
de yodo la cicatriz, apenas visible, del ominoso cascotazo, y metiéndole
en un automóvil lo llevó al Coliseo. En el vestíbulo aguardaba al sabio
la Comisión organizadora del homenaje. Forzado por su compañero, el
pobre autómata dió la mano a todos, y al penetrar en el inmenso recinto
agradeció con gestos mecánicos la estruendosa aclamación que saludó su
llegada. Sostenido siempre por Delfín Acuña, se llegó como un sonámbulo
hasta la cabecera del banquete y ocupó el lugar de honor. A su lado tomó
ubicación Delfín Acuña. Los mil doscientos comensales se sentaron a lo
largo de las mesas, que parecían perderse en el horizonte, y por un
momento no se oyó más que el ruido de los cubiertos y el rumor de los
dos mil cuatrocientos maxilares. Junto con la memoria, el _privat
docent_ había perdido el apetito; puso los codos sobre la mesa, y con la
cara oculta entre las manos se entregó a sus recuerdos de Upsala. Delfín
Acuña, para explicar esta compostura, dijo a su vecino de la derecha:

--El profesor está mamado....

Y a los pocos segundos esta simple observación, pasando de boca en boca,
había llegado al extremo de la mesa. De aquí saltó el mantel, pasó a la
mesa próxima y corrió por las filas interminables de comensales como un
hilo de agua por las hendeduras de un embaldosado: «¡El profesor está
mamado!... ¡El profesor está mamado!...»

Y los comensales se sonrieron, conmovidos por ese rasgo de hombría, que
ellos consideraban incompatible con el cultivo de las Ciencias
naturales. Sólo en la mesa ocupada por los miembros más espectables de
la colectividad sueca se notaron algunos gestos de disgusto.

Como una delicada atención a las funciones del profesor Herrlin, el menú
del banquete se componía todo de platos alusivos: _Salpicon de p’tit
lapin_, _Soupe de lièvre_, _Oreilles de lapin a la Hindenburg_, _Civet
de lièvre_, _Queue de p’tit lapin a la Sainte Menehould_,
_Welsh-Rabbit_, etc., etcétera. Delfín Acuña había contratado con
destino a la comida la provisión de 4.000 conejos, cuyas pieles, después
de sacrificados, fueron distribuídas a los elementos de los Comités
gaonistas que debían formar en la manifestación de antorchas.

El doctor Gaona ofreció la demostración. Cuando al retirarse el último
plato de conejo se puso de pie, estalló en la sala una ovación
ensordecedora. El candidato a la presidencia se inclinó conmovido, y
encarándose con el _privat docent_ le expuso cuánta admiración tenía
por su talento, cuánto respeto por sus nobles condiciones personales y
cuánta gratitud por los servicios incalculables que había prestado al
país... Y mientras desarrollaba extensamente estos tres tópicos, el
aludido paseaba la mirada distraída de sus ojos azules por el plafón del
teatro. En el preciso instante en que terminó la peroración del
candidato, Delfín Acuña aplicó al _privat docent_ un puñetazo en el
estómago, que le obligó a doblarse sobre la mesa, en señal de
agradecimiento, y antes de que se repusiese del golpe, el doctor Gaona
lo estrechó cordialmente en sus brazos. En ese momento, en medio de las
ovaciones delirantes que suscitó el discurso y la escena del abrazo, la
banda del maestro Malvagni atacó los primeros compases de _The Rabbit’s
March_ (La marcha del conejo), que había venido a ser el himno oficial
de los _gaonistas_. ¡Qué entusiasmo entonces! ¡Con qué profunda unción
se elevaron las primeras palabras de la canción partidista!:

      Combatimos al conejo
    Desde el norte del Bermejo
    Hasta el cabo Santa Cruz (_bis_)

    *       *       *       *       *

El eco de la canción llegó hasta la multitud, que con las antorchas
encendidas y tremolando 4.000 pieles de conejo daba un aspecto
fantástico a la plaza Libertad. Y 10.000 voces, trémulas de cívica
emoción, entonaron el himno augusto:

      Combatimos al conejo
    Desde el norte del Bermejo
    Hasta el cabo Santa Cruz (_bis_)

    *       *       *       *       *

Los soldados del escuadrón hicieron la venia...



CAPITULO XVII

«¡EL CONEJO NO EXISTE!»


El doctor Gaona triunfaba. La publicación del _Informe_ había inclinado
la opinión en favor suyo, y el desfile subsecuente al banquete del
Coliseo puso la victoria de su parte. La exhibición de las 4.000 pieles
de conejos, que llenaron de pelusa todo el norte de la ciudad,
impresionó a los electores, que desde esa noche acotaron con leyendas
sarcásticas e injuriosas las proclamas de los verticistas: _¡El conejo
no existe...!_

A dos meses de las elecciones, el candidato oficial podía considerarse
ungido presidente de la República. En el Departamento de Protección
Agrícola reinaba un júbilo extraordinario: Delfín Acuña preparaba una
enorme lista de ascensos y aumentos de sueldos, y Simón Camilo Sánchez
estaba estudiando la posibilidad de contratar un empréstito de cien
millones de pesos para llevar adelante la campaña.

Convencidos de su derrota irremediable, los opositores dejaron de dar
señales de vida. Sólo los diputados socialistas velaban. De acuerdo con
su táctica, habían repartido la lectura de los tres tomos del _Informe
de la Junta Fiscalizadora Honoraria_ entre los veinte secretarios de los
Comités de la capital, reservándose ellos el trabajo de coordinar los
informes y hacer el resumen de toda la labor. A los noventa días de
acometer esa empresa ciclópea, los quince legisladores conocían al
dedillo la vida y milagros del cocobacilo de Herrlin y sabían el té que
se había gastado en la primera semana del primer año en el
Subcomisariato de los Quirquinchos. Pero su asombro no tuvo límite
cuando advirtieron que los mapas reproducidos en el formidable _Atlas_
eran falsos. Todas las cartas levantadas mensualmente durante cinco años
por la Sección de Cartografía del Departamento señalando la repartición
de la plaga leporina habían sido construídas de cabo a rabo con datos
absolutamente inventados. En veinte puntos del territorio no se habían
conocido nunca otros conejos que los reproducidos en los carteles de
propaganda de la Protección Agrícola, y a pesar de eso desaparecían en
los mapas bajo enormes borrones de azul de Prusia. La mistificación
alcanzaba proporciones de epopeya en los mapas de la región de Cuyo,
trazados bajo la dirección de Delfín Acuña; las dos provincias
vitivinícolas parecían un mar inmenso; ¡tan uniforme y constante el añil
que las cubría!

Es de imaginarse el escándalo que en torno de este asunto promovió la
diputación socialista. Las revelaciones que agregaron respecto al manejo
de los fondos de la Protección Agrícola y sobre la inercia criminal que
había reinado en las gestiones para la aplicación del cocobacilo
produjeron en todo el país una sensación de estupor.

El presidente de la República declaró que ayudaría con todo su poder al
esclarecimiento del _affaire_, y dió, en efecto, órdenes al jefe de
Policía para que se pusiera al servicio de la Comisión investigadora
parlamentaria.

Esta inició la instrucción del sumario en medio de la mayor expectativa
pública; los taquígrafos de la Prensa asistían a las sesiones, y a cada
reunión los diarios opositores anunciaban con bombas de estruendo la
aparición de los boletines especiales. Se tomó declaración al ministro
de Agricultura, a Simón Camilo Sánchez, al doctor Gaona y, en fin, a
todos los que habían tenido alguna participación en la campaña contra el
conejo. Cuando le llegó el turno a Delfín Acuña se anunció que acababa
de partir para Montevideo, y en su lugar la Comisión investigadora hizo
traer a su seno al profesor Herrlin. Los taquígrafos de la Prensa no
pudieron recoger ni una sola palabra de las pocas pronunciadas en sueco
por el sabio. Después de una serie de tentativas para entender al
_privat docent_, la Comisión dictaminó que ese individuo no podía ser el
autor de los brillantes trabajos que figuraban en el _Informe_, y que
éstos, con toda seguridad, eran fraguados como los mapas. Augusto
Herrlin fué devuelto a casa de doña Asunción y exonerado en el día por
el superior Gobierno. Los diarios opositores menudearon las bombas y los
boletines, y en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Tucumán y Mendoza se
organizaron espontáneamente grandes manifestaciones populares. El
doctor Gaona declinó su candidatura a la presidencia, y el ministro de
Agricultura presentó su dimisión, que le fué aceptada. En cuanto a Simón
Camilo Sánchez, emprendió discretamente un viaje al Brasil con la
intención de renunciar a la vuelta.

El doctor Juan Carlos Vértiz fué elegido presidente sin oposición. El
día de su asunción del mando, después de prestar juramento ante el
Congreso, se encaminó a su quinta de Morón para meditar sobre los
hombres que debían compartir con él la pesada carga del gobierno.

Al salir fué aclamado por la multitud y llevado en andas desde la plaza
del Congreso hasta la estación del Once, donde le esperaba, para
conducirle a su retiro, un vagón de segunda acoplado a un tren de carga,
pues el doctor Vértiz era muy demócrata. En su entusiasmo, el pueblo
llegó hasta querer desenganchar la locomotora y arrastrar a pulso el
vagón de su ídolo. Pero la fe, que levanta montañas, es incapaz de mover
un vagón de ferrocarril...



CAPITULO XVIII

DONDE SE REVELA POR FIN LA SINGULAR EFICACIA DEL COCOBACILO DE HERRLIN


Simón Camilo Sánchez retornó al país cuando el doctor Vértiz se hallaba
en plena luna de miel con el bastón de Rivadavia. El ejercicio de la
presidencia, los halagos de una autoridad indiscutida sobre todos los
partidos políticos del país habían exaltado su optimismo hasta el punto
de que ya no creía posible la existencia del mal sobre la tierra. Así,
cuando Simón Camilo Sánchez fué a verle para ofrecerle personalmente,
con todo el dolor de su alma, la renuncia del cargo de director del
Departamento de Protección Agrícola, el presidente le recibió con los
brazos abiertos y le forzó a que continuase prestando sus servicios al
país. «Es cierto--le dijo--que el conejo carece de existencia ideal,
pero en cambio los empleados de la Protección Agrícola son una realidad
tangible. Yo no puedo abandonarlos a su suerte, y he pensado en utilizar
esa institución para la propaganda de optimismo renovador entre las
clases rurales.»

Después de esa, Simón Camilo Sánchez tuvo una serie de largas
conferencias con el primer magistrado, y al cabo de algunas semanas le
presentó un proyecto de reorganización del Departamento de Protección
Agrícola. La reforma estaba inspirada en el concepto de que era
necesario llevar a la mente de todos los agricultores del país la
convicción de que sin sembrar no es posible cosechar y que, en
consecuencia, debían sembrar y sembrar sin descanso. Por una ley de la
nación se instituyó el _Día de la Siembra_, solemne festividad en que
todos los niños de las escuelas de la República debieron sembrar
semillas simbólicas en las plazas, parques y lugares abiertos de las
ciudades. Para dar ejemplo, el doctor Vértiz, rodeado de todos sus
ministros, plantó unas semillas de alpiste en el _rond-point_ de la
calle Florida y Diagonal Norte y regaló al cacique Chepalofú, jefe de
una tribu de fueguinos que había venido a visitarle, una reproducción en
terracota del _Sembrador_, de Meunier.

Las macetas subieron de precio; los azadones de juguete para niño se
agotaron en plaza; la tierra extraída de las construcciones urbanas se
cotizó en la Bolsa, y un furioso delirio de sembrar de todo se apoderó
de los que no tenían tierra alguna en que sembrar.

La propaganda del Departamento de Protección Agrícola alcanzó en este
sentido el _summum_ de la perfección. No podía abrirse una caja de
fósforos sin encontrar las leyendas: _Siembre, si quiere cosechar. No
deje pasar su oportunidad de sembrar. ¿Por qué permite usted que los
cardos invadan su campo?_, etcétera, etc. El interior de los tranvías
estaba plagado de esos letreros sintéticos, y los trenes habían
reemplazado sus letreros luminosos sobre los conejos con sentencias
sobre el cultivo intenso. La oficina de cartografía del Departamento
volvió a publicar mensualmente mapas de toda la República, con la
indicación de las zonas sometidas a la benéfica acción del arado, y
todos los carteles sobre la plaga leporina se substituyeron con
_affiches_ optimistas. El presupuesto del Departamento de Protección
Agrícola subió a quince millones.

       *       *       *       *       *

Augusto Herrlin fué poco a poco, gracias a los cuidados de doña
Asunción, recobrando la memoria y el apetito. Pero a medida que se le
iban presentando los recuerdos de sus cinco años de vida bonaerense se
desvanecían todas las impresiones de su existencia anterior. Y cuando
pudo reconstruir, detalle por detalle, el proceso de la actuación del
cocobacilo, notó sin melancolía que acababa de olvidarse de la última
palabra sueca. Junto con ella desaparecieron las imágenes del profesor
Hedenius y de su séptima hija y no volvieron ya nunca más a conmoverle
los vestigios de su hipóstasis europea.

De toda su aventura sólo sacó una cariñosa simpatía por _don Pepe_, que
había sido el compañero de su larga convalecencia, y un tierno afecto
por su patrona.

Cierta vez, el conejo de Flandes, revolviendo entre los trastos de la
habitación del profesor, halló un tubo de cristal cerrado en un extremo
con un tapón de madera. _Don Pepe_, asegurando el tubo con sus dos
manecitas, comenzó a roer el tapón hasta que hizo estallar el vidrio de
la embocadura. Del tubo salió un líquido espeso e incoloro que _don
Pepe_ husmeó con detención. Después, inquieto por la incorrección que
había cometido, fué a esconderse en un rincón del jardín. Allí le
acometieron al poco rato unos escalofríos, se le erizó el pelo y dió los
signos del decaimiento más desesperante.

Cuando doña Asunción, extrañada por su ausencia, salió en su busca, le
halló ya en la terrible agonía característica de la septicemia de
Herrlin. _Don Pepe_ murió a los pocos minutos en los brazos de su
patrona. Su cadáver ofrecía un aspecto tan espantoso, que el consejo de
pensionistas decidió proceder de inmediato a su inhumación. _Don Pepe_
fué enterrado en el mismo jardín que había sido durante tantos años
escenario de sus correrías y de sus gracias infantiles.

Pocos días después el profesor Herrlin depositaba sobre su tumba una
lápida que decía:

       A
   «DON PEPE»
 PRIMERA Y UNICA
 VICTIMA AMERICANA
       DEL
COCOBACILO DE HERRLIN
     MCMXVIII

Y para compensar de su pérdida a doña Asunción, se casó con ella.



UNA SEMANA DE HOLGORIO

      He nacido en Buenos Aires.
    ¡Qué me importan los desaires
    con que me trata la suerte!
    Argentino hasta la muerte.
    He nacido en Buenos Aires.

    (_Trova_, de Carlos Guido Spano.)



PROLOGO

JULIO NARCISO DILÓN


Julio Narciso Dilón, el protagonista de la historia que reproducimos en
seguida, no está formado de la pasta de los héroes. Le falta para serlo
alguna imaginación y capacidad de entusiasmo. La pobreza de aquella
facultad le impide exagerar el peligro en la medida necesaria, y la
ausencia de esta última condición no le permite enardecerse para
sobrepujarlo. Por eso, aunque no es medroso, no tiene fama de _guapo_
entre sus compañeros de cabaret. Se explica así que, habiendo estado
mezclado a los episodios más impresionantes de la semana de enero, su
narración adolezca de cierto escepticismo...

Como Paul Louis Courier en la campaña de Italia, la actitud de Dilón en
los días trágicos que acaban de transcurrir difícilmente puede inspirar
sentimientos épicos.

El también, a semejanza del inquieto traductor de _Daphnis y Cloe_,
sería capaz de irse a jugar al billar después de haber participado en la
proclamación de un emperador.

Y es que, a fuerza de vivir al día, mi buen amigo ha acabado por
perderle todo respeto a la historia.

En la sucesión de momentos que componen su vida, todos le parecen
igualmente graves... o idénticamente fútiles. Su impresión presente
colorea de júbilo o de tristeza todo el pasado y todo el porvenir.

Por eso, aunque no pueda dudarse nunca de su sinceridad, resulta
discutible su autoridad de historiador.

A. C.

Buenos Aires, febrero de 1919.



CAPITULO PRIMERO

DESGRACIADO EN EL JUEGO...


Jueves, 9 de enero.--Día de reunión. Hoy he madrugado de veras; a las
doce estaba en pie, y pocos momentos después me ponía en camino para el
Hipódromo. En la esquina de casa he aguardado una media hora larga para
tomar un auto-taxi, hasta que Mauricio, el mucamo, vino a avisarme que
había huelga. Advertí entonces que la calle veíase casi desierta, que no
circulaban tranvías, carros ni automóviles de alquiler, y que muchos
negocios estaban cerrados, efectos todos que en el primer momento yo
había atribuído, impensadamente, a lo temprano de la hora. Siempre que
yo madrugo ocurre algo extraordinario.

He resuelto el problema de mi traslación subiéndome de viva fuerza a un
coche de plaza, cuyo conductor, un italiano viejito que se parece al
doctor Anadón, quiso negarse a llevarme, pretextando que debía ir a
largar. Me arrellané en el asiento y le dije en tono perentorio:

--Mirá, _gringo_: si en veinte minutos no me _dejás_ en la puerta del
Hipódromo te hago meter preso por maximalista.

Ante esta amenaza mía el hombre se resignó.

Hundióse hasta los ojos su galera abollada, requirió las riendas, que
había abandonado durante la discusión, y fustigando con violencia a los
caballos, dijo entre dientes: «_¡Maximalista! ¡Maximalista! Te lo
facisse vede io lu masimalismu._»

Esta reflexión iracunda del auriga me ha vuelto a la memoria los tiempos
que corremos. Hace días que no leo los diarios, pero, a juzgar por las
conversaciones del Club, la situación se agrava cada vez más. Perucho
Salcedo ha recibido una carta de la hermana que tiene en Suiza
diciéndole que el país está invadido por emigrados rusos que hacen
propaganda maximalista. A mí el hecho no me ha sorprendido, porque ya en
el tiempo en que Tartarín hacía alpinismo los rusos se ocupaban allí de
trabajos revolucionarios.

He llegado al Hipódromo poco antes de la una y media, con tiempo sobrado
para almorzar en el _restaurant_ del _paddock_. Al descender del coche
advertí que uno de los caballos, el de la izquierda, era blanco,
excelente presagio que recompensé con una buena propina. El cochero,
todavía de mal humor, no se dignó agradecérmela. En otra ocasión eso me
habría irritado; pero como recordé que cuando mi acierto de seis
ganadores seguidos, jugando _derecho_, había venido también en un coche
de plaza uno de cuyos caballos era blanco, la ingratitud del viejito
_maximalista_ me dejó indiferente. Le vi alejarse al paso de su tronco
menguado por la ancha avenida, con su galera abollada, y me quedé
pensando en los extraños designios de la suerte...

Almuerzo frugal en el _restaurant_ del _paddock_. Concurrencia
lamentablemente escasa. Tarde de _guigne_; confiado en el buen augurio
de mi llegada, he jugado como un cronista de _sport_ de diario grande.

A la altura de la séptima carrera me quedan seis pesos por todo
capital. Viaje de exploración por las tres tribunas: ni un amigo en
lontananza. Decido el regreso.

Al hallarme en la acera de la Avenida Vértiz y observar la ausencia
total de vehículos, fuera de unos pocos automóviles particulares,
recuerdo que estamos en huelga y me sobreviene un acceso de indignación
ante la profunda estupidez de los huelguistas. ¿Por qué se nos hace eso
a nosotros? ¿Qué tenemos que ver en los conflictos entre el capital y el
trabajo? ¿Acaso el juego no es precisamente un medio de allanar las
inevitables diferencias sociales? El juego es justiciero: eleva al pobre
y arruina al potentado; es igualatorio: procura las mismas emociones al
jornalero que arriesga su salario y al millonario que aventura sus
millones; es humanitarista: su contribución a la beneficencia social es
más crecida que la del Estado y la de todos los filántropos juntos.
Fuente inagotable de esperanza, es, por lo demás, un lubricante de las
relaciones sociales: atenúa los odios de clase, da la ilusión al pobre
de que su miseria no será eterna e infunde en los ricos la convicción de
lo instable de su fortuna. Atempera así el malestar de los desposeídos
y el egoísmo de los potentados. Dominados por él, los proletarios
olvidan todas sus reivindicaciones. ¿Qué caballo de Hipódromo ha
recibido nunca el nombre de Bakunin, Proudhon o Carlos Marx? ¿Quién ha
oído hablar jamás de movimientos obreros en Montecarlo?...

Entregado a estas reflexiones, seguí caminando en dirección al
_tatersall_, para tomar asiento en uno de los tranvías que aguardan al
final de las tribunas populares.

La huelga me reservaba otra sorpresa desagradable: el servicio de
tranvías se había suspendido por completo. Pensé en los pobres muchachos
de las tribunas populares, que debían volverse a pie hasta el límite del
municipio; en los empleados del Hipódromo, obligados, después de cinco
horas de trabajo, a un esfuerzo a que no estaban acostumbrados, y en los
modestos «canillitas», que reúnen siempre algunas monedas buscando
carruajes.

La torpeza de los huelguistas, que para vengarse de unos pocos patrones
suspenden la vida de una ciudad, perjudicando a una multitud de obreros
como ellos, me pareció inconmensurable. Poseído de una sorda irritación,
deshice el camino andado, mezclándome a la oleada de gente que salía
comentando las incidencias de la última carrera. El nombre del ganador,
el único que habría acertado si me hubiese quedado dinero, acrecentó mi
despecho.

Lleno de misantropía, cansado y sudoroso, crucé casi impensadamente bajo
el viaducto del ferrocarril y fuí a sentarme en un banco del rosedal. El
jardín estaba desierto y la soledad parecía agrandada por el silencio
dominante. La tranquilidad de este crepúsculo me sobrecogió un poco, lo
confieso, y para substraerme a esa impresión eché a andar hacia la
ciudad. A las siete, todavía con luz, llegué a la plaza Italia. Breve
descanso en un bar, gracias al cual recobro algunas fuerzas y un ligero
optimismo. Me dirijo resueltamente al centro. A los veinte minutos de
marcha adquiero en otro establecimiento nuevas fuerzas y una alegría
combativa. Sigo marcando el paso marcialmente, satisfecho de mi esfuerzo
y deseoso de mostrar mi desprecio a los huelguistas. En el camino
encuentro numerosos carros con los caballos desenganchados y un coche
con la capota tajeada. Es el que me condujo al Hipódromo. Junto a él
está el viejito de la galera abollada, teniendo de las riendas a la
yunta de caballos, uno de los cuales es blanco. ¡Excelente presagio!

Tercera estación. Renuevo mis energías, y tras una rápida conversación
con algunos parroquianos, me siento inundado de un entusiasmo belicoso.
Las noticias son graves: los huelguistas están armados hasta los
dientes; han levantado barricadas en todos los barrios de la ciudad;
incendiaron cuatro iglesias y dos asilos y se disponen a atacar las
estaciones de ferrocarril. En la plaza del Once se está combatiendo
desde las tres de la tarde. Resuelvo encaminarme a la plaza del Once.
Tomo una calle transversal, y a medida que avanzo aguzo el oído para
escuchar las detonaciones. Silencio absoluto. Sólo de vez en cuando el
repiqueteo precipitado de una campanilla de ambulancia sanitaria rompe
la tranquilidad de esta noche de verano. A pocas cuadras del lugar del
encarnizado combate la normalidad es completa. Tan completa, que la
gente se halla sentada al fresco en las aceras, los balcones están
abiertos de par en par y los chicos han tomado la calle por su cuenta.

En una esquina dos muchachas peripuestas conversan animadamente,
teniéndose de la mano con un gesto de colegialas. Una de ellas, vestida
de un traje blanco, muy suelto, casi un peplo helénico, se despide de su
compañera entre divertida y medrosa:

--¡Dios mío! Me quedan aún más de cuarenta cuadras por andar. ¡Sola y
por esos barrios todo a obscuras!

--Hija, ya te he dicho que puedes quedarte con nosotras.

--Sí, pero en casa ¡qué estarán pensando!...

--¿No tienes medios de avisarles?

--No...

Las dos muchachas se sueltan de la mano con una actitud de infinita
resignación ante el Destino, y la del peplo blanco se encamina hacia el
Oeste. Al pasar junto a mí advierto que tiene los ojos garzos, el
cabello castaño y la boca imperiosa. Instantáneamente he olvidado todas
las incidencias de la tarde; mi entusiasmo bélico se ha desvanecido, así
como mi preocupación por el orden social, y me he lanzado en
seguimiento de la jovencita. «Desgraciado en el juego, afortunado en
amor», pienso entre mí, y añado: «¡Esta es la mía!» El presagio del
caballo, que viene afortunadamente a mi memoria, da más fuerza a mi
decisión. El peplo blanco está a diez pasos; una rápida inspección a mis
zapatos, un fugaz recuento de mis fondos exiguos... y acabo de
resolverme a desandar cincuenta cuadras.

La sombra blanca no se desliza silenciosamente como las diosas del poema
homérico; hasta mí llega un taconeo ágil y menudo que tendré que superar
a largos trancos.

Consigo por fin aparejarme e inicio un soliloquio de una estupidez
incomparable. A juzgar por las lamentaciones a que me entrego, parecería
que me dispongo a pedir una limosna. Mi compañera aprieta aún más sus
labios imperiosos y redobla la agilidad de su taconeo. Caminamos así un
número indefinido de cuadras, hasta que, falto de respiración y sobrado
de audacia, la tomo de un brazo, la detengo y le relato con toda
fidelidad mis aventuras de la tarde: mi descalabro del Hipódromo, el
regreso, mi resolución de ir a luchar contra los revoltosos, el súbito
deslumbramiento que experimenté al verla...

Una amable sonrisa es la recompensa de mi sinceridad.



CAPITULO II

... AFORTUNADO EN EL AMOR


Las «cuarenta cuadras» a que aludió en su despedida a la compañera son
un eufemismo semejante al de las «pocas palabras» de los oradores
parlamentarios. Hace una hora y media que venimos caminando y todavía,
según me dice, estamos lejos de la casa. Para no dejarle sospechar mi
fatiga, he celebrado todos estos trastornos sociales que rompen un poco
la monotonía de la vida moderna y procuran el encanto de un trayecto
infinito en una compañía adorable. Hice también el elogio del amor, que
se sobrepone a todas las consideraciones de rango y de dinero, y el de
la belleza, formidable tesoro que escapa a todo impuesto sobre la
renta... Mi acompañante me agradece esta poética disertación sobre
filosofía social con una larga mirada de sus grandes ojos garzos, que
bajo el borde circular de su sombrero reflejan el azul profundo de esta
noche estival.

Hemos abandonado la amplia avenida paralela a Rivadavia que veníamos
siguiendo, y tomado por otra, más ancha aún, con un paseo central
arbolado, que aparentemente se dirige hacia el Noroeste. Nos debemos ir
aproximando a nuestro punto de destino--es decir, al de ella--, porque
mi acompañante va deteniendo el paso y trayéndome hábilmente a la
discusión de una nueva entrevista. Entramos a la vez en una callejuela
transversal y en un terreno de confidencias íntimas. Carlota, porque se
llama así, es la menor de la familia; tiene dos hermanos varones y un
padre anciano que todavía trabaja. Una cuñada gobierna la casa, en la
que falta la disciplina de la madre, muerta hace años, según se ve por
el poco apuro que la muchacha pone en regresar a ella.

Al final de la callejuela desembocamos en un lugar casi baldío que
parece un taller de reparación de carros al aire libre. Al fondo, un
ligero cobertizo alberga la maquinaria esencial, y hacia la derecha, una
serie de rudimentarias construcciones de madera, a la vez pesebres y
cocheras, dan la idea de que se trata también de un corralón.

Una jauría de perros monstruosos se abalanzan sobre nosotros; pero
reconocen a Carlota y se tranquilizan. Evidentemente, hemos llegado al
término del viaje. Mi acompañante se detiene en una especie de cerco y
se dispone a despedirme. Pero yo insisto en que aun es temprano--acaban
de dar las diez--; pretexto que al día siguiente no tendrá nada que
hacer; exijo detalles minuciosos sobre el camino de vuelta y me lamento
cómicamente sobre mi situación: estoy hambriento, cansado y perdido...
¡Si se le ocurriera darme alojamiento por lo que resta de la noche!
Porque con esta huelga, ya es el caso de practicar, en plena metrópoli,
la virtud rural de la hospitalidad. (Por lo demás, eso de «plena
metrópoli» sólo tiene un sentido político: estamos a cielo abierto. El
panorama circundante me ha hecho concebir el deseo de tumbarme en uno de
esos carros colmados de heno.)

Mis insinuaciones no parecen caer mal... Me dispongo a iniciar una
aventura deliciosa, cuando de pronto Carlota, que ha estado observando
la callejuela por que hemos venido, exclama: «¡Ahí viene papá!»

Me vuelvo y advierto la silueta ya conocida de un viejito con la galera
abollada que trae resignadamente de las riendas a una yunta lamentable
de caballos, uno de ellos blanco...

Recuerdo el incidente del mediodía: «_¡Maximalista!... ¡Maximalista!...
Te lo facisse vede io lu masimalismu_», y el espectáculo del coche casi
destrozado por culpa mía.

Antes de que la divinidad del peplo repare en mí, me he puesto a cien
pasos de ella y he seguido un sendero que va por detrás de un grupo de
casas.

Un concierto infernal de ladridos epiloga ruidosamente mi aventura
galante.



CAPITULO III

EL DAMERO A MEDIA NOCHE


Heme aquí, a media noche, en un paraje desconocido. Si no fuese hijo de
Buenos Aires, los rigores de la suerte, según la popular composición,
debían desalentarme. Solo, extraviado, a dos leguas del centro de la
ciudad, hambriento y sin dinero, era natural que me abandonase a la
desesperación. Pero soy porteño y sé que la absoluta regularidad de las
calles de la capital permite orientarse a cualquiera y que gozamos de
una profusa iluminación municipal y un excelente servicio de policía.
Por primera vez comprendo la profunda significación de aquellos versos
de Guido Spano; celebro el genio profético del vate, que los escribió
antes de que existieran las obras de salubridad y se hubiese producido
la intendencia de D. Torcuato de Alvear, y entonando la quintilla
célebre para darme aliento, me lanzo denodadamente en busca de una
desembocadura de calle, a fin de penetrar por ella y orientarme según el
simple trazado del damero municipal.

Mientras enfilo una calle sin pavimentar, envuelta en tinieblas, medito
en las innumerables ventajas de la disposición rectangular urbana. Las
ciudades así construídas son armoniosas, ordenadas y democráticas...

Al final de la calle que he seguido, me hallo de nuevo en un potrero.
Rehago el camino y tomo por una calle transversal que, según mis
cálculos, debe conducirme a un lugar más densamente poblado. A los diez
minutos desemboco en un horno de ladrillos... Vuelvo hacia atrás y me
encamino en una dirección opuesta a las dos que he seguido
anteriormente. Esta vez debo de estar en la buena ruta, porque a medida
que avanzo la edificación va en aumento y se notan ciertos indicios de
separación entre la calzada y las aceras. Dos cuadras más adelante doy,
de pronto, con una calle hecha y derecha, bien empedrada, con veredas
arboladas y con faroles. Estos están apagados, pero no por eso dejan de
ser un signo de civilización, que saludo con simpatía. Ya estoy en pleno
damero; ahora, con seguir obstinadamente hacia el Este, el problema está
resuelto. Continúo alegremente hacia el Oriente, aunque se me han
acabado los cigarrillos. Pero a medida que avanzo hago una observación
que me llena de inquietud: la hermosa calle no corta perpendicularmente
a las demás. Es una diagonal; pero en materia de diagonales yo no
conozco sino las dos que han arruinado al Municipio.

Sigo la marcha en línea recta hasta que veo desaparecer el pavimento y
los faroles, señal indudable de que la calle va a lanzarse campo afuera.
Como esto no me conviene, doblo por la primer vía transversal en
dirección hacia donde supongo debe quedar el centro. Es una calle
cortada; al cabo de ella hay un terreno baldío que parece un taller de
reparación de carros... Me hallo de nuevo frente a la jauría de perros
monstruosos; pero esta vez no disfruto de la protección de Carlota y
debo batirme prudentemente en retirada.

Ya no parezco un hijo de Buenos Aires, según la clásica composición de
Guido. Los desaires de la suerte, que después de una caminata de dos
horas me ha vuelto al punto de partida, me han amilanado por completo.
Deshecho de fatiga, hambriento y desalentado, las doce de la noche me
han sorprendido a punto de dormirme en el hueco de una puerta...



CAPITULO IV

ASALTO A UNA COMISARIA


Viernes, 10.--¿Cuántas horas he dormido así?... Lo ignoro, pues se me
acabaron los fósforos, no uso reloj con esfera luminosa, los faroles de
la calle están apagados y no hay luna. Es todavía noche alta; pero antes
de exponerme a que el sol o la muchacha del peplo me encuentren
durmiendo en la calle, prefiero seguir caminando. Con la casa de Carlota
a la vista, guiándome por mis recuerdos, creo poder reconstruir el
camino que hemos hecho juntos. Ahora estoy en la buena senda: llego por
fin a la ancha avenida con un paseo central arbolado, que hace pocas
horas recorrimos amorosamente... Redoblo el paso con alegría y por
primera vez en la noche inicio un silbido de circunstancias: _It’s a
long way to Tipperary..._

De pronto suspendo el silbido, pues al final de la cuadra advierto la
silueta de un hombre. Como es la primera figura humana que se me
presenta en mi infernal recorrida, voy hacia ella alborozado. A tres
pasos de distancia reconozco a un vigilante apoyado en su máuser, con
las piernas abiertas en un ángulo obtuso y la cabeza inclinada sobre el
caño del arma, en la actitud de un sabio aplicado al lente de su
microscopio.

Esbozo un saludo en la obscuridad, le dirijo las buenas noches con una
amabilidad exquisita, y como no me contesta, le tiro suavemente de una
manga. El agente sigue ensimismado. Un tirón más fuerte casi le hace
perder el equilibrio, que, sin embargo, mantiene, pero abandonando el
máuser. Con una galantería infinita me inclino para recogerlo, cuando el
vigilante, estupefacto, retrocede tres pasos, desenfunda un revólver y
comienza a tiros contra los árboles del paseo central... A pocos metros
suenan otras detonaciones, y algo más lejos una descarga cerrada.

El vigilante ha terminado las balas de su revólver; da media vuelta y
huye velozmente calle adelante. Yo le sigo, porque tengo por sistema no
fugar nunca en dirección contraria a la de la autoridad, y además porque
debo entregar el máuser a su dueño.

Mientras corremos, las detonaciones se suceden unas a otras con una
rapidez vertiginosa. En las calles laterales se oyen disparos aislados
de máuser, y una estruendosa algarabía de ladridos alborota el barrio.

Nos acercamos al lugar donde más nutrido es el fuego... El vigilante que
me sirve de señuelo desaparece de pronto en una puerta cochera, y yo me
precipito en su seguimiento. Salvamos en una exhalación un ancho zaguán
obscuro y nos hallamos en medio de una baraúnda indescriptible: gritos,
descargas, juramentos, corridas, estrépito de cristales rotos... La luz
se enciende y se apaga varias veces, pero veo lo suficiente para darme
cuenta de que estoy en una Comisaría.

Me apelotono en un rincón del patio y aguardo a que pase la tormenta.



CAPITULO V

¡ALTO EL FUEGO!...


Poco a poco el tumulto ha ido organizándose. Desde la sala, resguardados
tras de las persianas, cuatro bomberos fusilan con toda parsimonia las
casas del frente. En la azotea la gente destacada debe de estar
contestando a un ataque aéreo, a juzgar por la elevación de los
fogonazos, que advierto desde el ángulo del patio en que estoy
refugiado. El martilleo frenético de un aparato telegráfico domina el
estruendo de las detonaciones, y su voz breve y metálica es la única
sensación de regularidad que se percibe en este desorden.

Repentinamente, de la obscuridad de un cuarto surge una silueta
voluminosa que, dirigiéndose a mí, me toma de un brazo y exclama:

--¿Qué hacen? ¡Vamos a defender la entrada!

Y luego, encarándose con un grupo de agentes que se disimulan en el
ángulo opuesto al mío, vocifera:

--¡A ver!... ¡Esos bancos! ¡Crúcenlos a la entrada!

Todos adivinamos la intención; corremos hacia los dos bancos de plaza
dispuestos fuera de las oficinas y los atravesamos volcados a la
terminación del ancho zaguán. Una mesa, un sillón de escritorio y un
retrato terminan por dar cierto carácter a la barricada. El último
elemento de trinchera, que aporta un sargento fornido y retacón, es una
pequeña barrica que, después de vacilar un momento sobre aquel _bric a
brac_, se resuelve pesadamente a ir rodando por el zaguán hasta el
centro de la calle, donde un profundo bache la obliga a dar una
voltereta, sentándose lejos de nosotros, como un perro desobediente...

Nos agazapamos detrás de la improvisada fortificación, y como la silueta
voluminosa que nos dirige nos ordena hacer fuego, disparo mi máuser
contra la desobediente barrica. El estrépito me enardece, y como al
quinto disparo noto que me faltan municiones, me pongo de pie gritando:

--¡Una cartuchera!

Inmediatamente el sargento fornido y retacón se me cuelga de los hombros
como un chimpancé, berreando con viril angustia:

--¡No sea temerario! ¡Abájese, niño!

Yo me resisto... Un oficialito, emocionado por esta escena de
fraternidad heroica, exclama muy rápidamente, con voz de tiple:

--¡Viva la patria! ¡Viva la patria! ¡Viva la patria!...

El comisario, porque esa silueta voluminosa y autoritaria es la suya,
grita a su vez: «¡Adelante! ¡Adelante!», a pesar de que nuestras propias
defensas nos impiden avanzar un solo paso... La guardia de la azotea se
asoma a ver lo que ocurre, así como los bomberos de la sala, e
inmediatamente un silencio mortal se extiende en torno nuestro.
Aguardamos un momento la respuesta del enemigo, y como no se produce, el
comisario vocifera: «¡Alto el fuego!»

¡Oh fecundidad del silencio! A los quince segundos de sosiego los siete
denodados defensores de la barricada nos convertimos en veinte, en
cuarenta, en cien. En el patio pulula una multitud heterogénea:
bomberos, oficiales, vigilantes, soldados del escuadrón y ordenanzas de
policía. Aunque nadie dispara un tiro, el comisario sigue ordenando
imperiosamente: «¡Alto el fuego!... ¡Alto el fuego!» Un trompa del
escuadrón, de soberbia apostura y altas botas granaderas, emboca el
clarín e interpreta la orden con el toque reglamentario.

Inmediatamente la guardia de la azotea hace una descarga cerrada,
comienzan a oírse disparos en toda la casa y nos hallamos envueltos en
una batahola formidable, mientras los cuatro bomberos de la sala
prorrumpen carcajadas estruendosas...



CAPITULO VI

LA LUZ DE UN NUEVO DÍA...


La luz del nuevo día viene por fin a iluminar esta escena de confusión
que puede haber durado entre diez minutos y dos horas. Yo no tengo
noción del tiempo que ha transcurrido. Sólo sé que después de un momento
el comisario ha reiterado la orden de cesar el fuego y que, al pretender
el trompa del escuadrón traducírsela melódicamente, le arrebató el
clarín con espanto como si fuese la trompeta del Juicio final. Me he
puesto de pie y le he dicho:

--Es una sabia medida, comisario; el clarín es un instrumento belicoso.
Otro toque más y nos agarramos a tiros entre nosotros. Por lo demás, el
instrumento de la policía es el pito...

Debía haber dicho el silbato, porque esta observación última ha
desagradado evidentemente al voluminoso comisario. Repara en mí con
fijeza, y bruscamente me interroga:

--¿Y usted quién es?...

--Usted no me conoce--replico sonriendo.

--Por eso se lo pregunto.

Antes de que pueda ordenar rápidamente mis recuerdos, para explicar el
encadenamiento de circunstancias que me han traído aquí, el prudente
funcionario ordena:

--¡A ver! ¡Sáquenle ese máuser!... ¡Pálpenlo de armas! ¡Pásenlo a mi
despacho!

El trompa del escuadrón me arrebata tan violentamente el arma, que estoy
a punto de perder el equilibrio. Extiendo las manos como balancín y
veinte fusiles me apuntan de frente. Quedo con los brazos extendidos,
inmovilizado por el terror, mientras el sargento fornido y retacón
procede a la operación de palparme. Según la acepción corriente, palpar
significa tocar exteriormente con las manos. En la práctica policial
consiste en meter la mano hasta el codo en los bolsillos del presunto
malhechor. Me despojan así de mi llavero, mi reloj, mi cigarrera vacía
y mi billetera casi exhausta. Luego, con una escolta digna de un
regicida, me hacen entrar en una habitación y me ponen de cara a la
pared, en un ángulo de la estancia. No puedo hablar ni darme vuelta.

Estoy de penitencia como hace veinticinco años en el colegio y tengo una
hambre también como la de entonces. Para saber lo que es apetito hay que
ser pupilo o estar preso...



CAPITULO VII

CONVICTO Y CONFESO


Entre tanto, según puedo oír, el comisario y la oficialidad se han
marchado a recorrer las inmediaciones para recoger los muertos y los
heridos y perseguir a los atacantes. Parece que yo soy el único de ellos
que ha caído prisionero.

A estar a lo que conversan en el patio, los revoltosos eran como «cuatro
mil», admirablemente armados; una barrica de cerveza que rodó hasta el
centro de la calle está atravesada de parte a parte por cuatro
balazos...

«Buena puntería--digo entre mí--, pero mal empleada; era mucho mejor que
me hubiese bebido la cerveza...» Paso la lengua por mis labios resecos y
recuerdo que hace veinte horas que no pruebo un bocado y diez que no
tomo un trago. Me siento desfallecer y las ideas se me confunden. ¡Dios
mío! ¿Por qué me he mezclado yo a los revoltosos?... Apoyo la cabeza en
el ángulo que forman las dos paredes, cierro los ojos y trato de tomar
el hilo de mis pensamientos, que se disgregan como los Estados del
Imperio ruso. Gasto mis últimas energías en ese empeño de restauración
psíquica, y luego, tras cierto tiempo, pierdo toda noción de mi
personalidad. Soy algo así como una masa astral, informe, sin voluntad
ni materialización alguna, pero con una vaga conciencia de las cosas. Me
entero sin emoción de que hace mucho tiempo que ha triunfado el
maximalismo y que la ciudad de La Plata se ha refundido con la de
Nijni-Novgorod. Un italiano viejito, que usa eternamente una galera
abollada, es el presidente del Soviet Local Bonaerense. Poco a poco he
ido cobrando mi forma corporal, y desde entonces estoy preso aquí por
orden suya. Todos los días viene a verme, y sin que yo pueda replicarle,
me dice ferozmente: «_¡Maximalista!... ¡Maximalista!... Te lo facisse
vede io lu masimalismu!_»

Hace una infinidad de tiempo que estoy sometido a esta tortura. De
pronto dictan una ley matrimonial autorizando a las muchachas a escoger
marido entre los prisioneros. Debemos someternos a su elección bajo pena
de muerte. Hay un desfile interminable de arpías, mujeres huesudas y
contrahechas, petizas esféricas con inmensos lentes de carey, patronas
atléticas y mostachudas, viejas vagabundas con la sonrisa siniestra de
las alcoholizadas. Yo tiemblo ante la idea de que una de ellas esboce un
gesto que me obligue a seguirla. Me disimulo y procuro confundirme con
el rincón de pared que habito desde hace tantos años... Imprevistamente,
una de las que forman en esa procesión me hace una señal. Me aproximo
lleno de un sudor frío y veo una jovencita de ojos garzos y pelo
castaño, con un peplo blanco y un ancho sombrero obscuro. ¡Carlota! Mi
electora me sonríe, y ante esa sonrisa la evidencia de mi felicidad es
tan grande que estrecho a la muchacha y exclamo: _¡Viva el
maximalismo!_...

El dolor de un puñetazo me hace volver en mí, y me despierto abrazado al
sargento fornido y retacón, y gritando como un energúmeno.

Generalmente yo tengo el sueño pesado; pero esta vez unos cuantos
culatazos enérgicamente aplicados me han despertado sin remisión.

Debo de tener una costilla rota. Pero lo peor es que, según el sargento,
estoy convicto y confeso...



CAPITULO VIII

UN INTERROGATORIO


Evidentemente, debo de estar convicto y confeso porque me invitan a
sentarme. Mis confesiones, como las de Rousseau, atraen el interés
general. Las autoridades de la Comisaría me rodean y un oficial me
ofrece un cigarrillo. Ante esta galantería veo el cielo abierto y
comienzo a protestar de mi inocencia. Súbitamente las caras se tornan
hoscas; el oficial no me entrega el cigarrillo y presiento que me van a
expulsar del sillón. Cambio de táctica. Hago esfuerzos por sonreír
socarronamente y digo que sólo deseo contar mi historia a los empleados
superiores. Estos, halagados en su vanidad, desalojan el despacho y, una
vez entornadas las puertas, vuelven a reunirse en torno mío. Me apodero
del cigarrillo ofrecido y solicito desenfadadamente una taza de te con
bizcochos. Sin eso no puedo hablar...

Me traen un vaso de cerveza y dos sandwichs. Mientras repongo mis
fuerzas, me pregunto cómo salir del paso. Recuerdo la conspiración de la
pólvora, la conjuración de Fiesco, el complot de Alzaga... Nada me
sirve.

Por suerte, llega el voluminoso comisario, quien se dispone a
interrogarme con toda solemnidad.

--¿Cómo se llama usted?

--Julio Narciso Dilón.

--Ese apellido no es de aquí...

--No, señor. (Es verdad, soy de origen boliviano.)

--¿Es usted catalán?

--No, señor.

--¿Ruso?

--Tampoco.

--¿Italiano? ¿Francés? ¿Alemán?

--Nada de eso.

--¿Cuál es su nacionalidad?

--Soy argentino.

--¿Hace mucho que está radicada su familia en América?

--Dos siglos.

--¿Cómo dice?

--Doscientos años.

El comisario cuchichea con los oficiales, se sonríe y me pregunta:

--Su abuelo paterno, ¿qué fué?

--Diputado al Congreso de Tucumán.

--¿Por qué provincia?

--Potosí...

Grandes carcajadas del auditorio. El comisario hace esfuerzos por
mantener la seriedad y dice:

--Potosí no es una provincia, es una calle.

Me encojo de hombros y me sonrío con una estupidez incomparable. No
estoy con ánimo para lanzarme en una disertación histórica. Que el
comisario crea lo que le parezca conveniente.

El interrogatorio prosigue. Cada vez que intento defenderme de la
terrible acusación que pesa sobre mí me quitan la palabra. El comisario
me dirige preguntas insidiosas, que no tienen respuesta. Por último,
recapitulando los debates, me dice:

--Si usted es inocente, ¿por qué se introdujo subrepticiamente en la
Comisaría? ¿Por qué profirió gritos subversivos? ¿Por qué intentó
desarmar al sargento?...

Y antes de que pueda replicar me hace conducir al calabozo.



CAPITULO IX

ARAMIS


Sábado, 11.--He pasado el día de ayer y la noche última en un estado de
inconsciencia lamentable. Durante la noche se reprodujo en dos o tres
ocasiones el tumulto que presencié la madrugada del viernes. Los agentes
se han acostumbrado al peligro, porque ahora, entre alarma y alarma,
bailan tangos y beben cerveza. ¿Dónde se han procurado ese instrumento
horrible que se llama un bandoleón?

El ritmo canallesco y monótono de nuestro baile nacional se mezcla al
silbido alterno de la bomba extractora de cerveza...

Me doy a imaginar un órgano hidráulico de inmensas proporciones,
accionado por cerveza, que no toque sino tangos: «Cara Sucia», «Mi noche
triste», «Piantá piojito...» En su torno bailan una infinidad de
vigilantes con los cascos compadronamente echados sobre los ojos.

De pronto se hace un silencio, corren unos cerrojos y oigo un grito:

--¡A ver el diputado por Potosí!...

Creo que debe de ser por mí. Me aproximo a la puerta, y de un empujón me
colocan en medio de un piquete de soldados del escuadrón, que echa a
andar con paso marcial hasta el despacho del comisario. Allí me hallo
con todo el aparato de un Consejo de guerra. La presidencia está ocupada
por un capitán del escuadrón, un mozo rubio y elegante que parece un
capitán de ulanos. Según he oído, le dicen Aramis porque tiene la
costumbre de trompearse «mano a mano» con los presos peligrosos. A su
lado se sientan dos oficiales plenamente poseídos de sus funciones. En
ambos extremos de la estancia dos centinelas velan rígidamente. Me hacen
sentar, y el capitán Aramis se pone de pie:

--Si usted no declara toda la verdad le vamos a fusilar
inmediatamente...

Con esa resignación que uno tiene en las pesadillas, cuando duran
demasiado, inclino la cabeza y quedo en silencio.

--Le damos cinco minutos para que se decida...

Evidentemente, todo esto es un sueño; cuanto antes termine será mejor;
me despertaré en mi cama.

El capitán Aramis se ha levantado, y acercándose a la puerta ha ordenado
con una sonrisa:

--¡Formen el cuadro en el segundo patio! ¡Preparen el pelotón!...

¡Tanto mejor! Quizá la impresión del fusilamiento me despierte por
completo.

Los cinco minutos han pasado. Aramis y los dos oficiales acaban de
salir. Oigo afuera órdenes imperiosas y ruido de armas. Las culatas de
los máuseres chocan contra las baldosas. El jefe del piquete me toca en
un hombro. Me levanto automáticamente, me coloco en medio de los
soldados y salimos de la estancia.

La guardia está formada. Pero en vez de dirigirnos al segundo patio
vamos hacia el zaguán. Pasamos por entre una doble fila de bomberos
rígidamente alineados, con la bayoneta calada, y nos encontramos en la
calle. Junto a la acera se halla un carrito de bomberos, y, rodeándolo,
un destacamento de soldados del escuadrón a caballo y con las tercerolas
apoyadas en el muslo. A su frente está Aramis, bello como un capitán de
ulanos. Cuando me suben al carro, se me cae el pañuelo con que me voy
secando el sudor frío que me corre por la cara, y Aramis, buen jinete y
cortés caballero, lo recoge y me lo entrega con una elegancia digna de
su héroe epónimo.



CAPITULO X

LA NINFA ECO


El carrito echa a andar y yo me tumbo de espaldas sobre las tablas. Por
un momento no escucho más que el rodar de la carretela y el trote de los
veinte caballos que me dan escolta. Luego, absorto en la contemplación
del azul del cielo, me voy quedando dormido...

Repentinamente me despierta un estampido, al que sigue un segundo
después una detonación más sonora. Mi escolta ha echado pie a tierra, y
los soldados, parapetados tras de los caballos, inician un fuego
nutrido. A poca distancia se escuchan otros disparos igualmente
nutridos, pero de un sonido más amplio. Cada descarga nuestra nos es
devuelta inmediatamente con creces.

--¡Nos están baleando sin asco!--grita el capitán Aramis.

--Es desde aquella casa alta--dice tranquilamente el bombero que maneja
el carrito y que está observando la escena con curiosidad.

Me asomo a ver. Estamos en una encrucijada; la calle perpendicular a la
que seguíamos ofrece un pronunciado declive y como cincuenta metros más
adelante tuerce bruscamente hacia la izquierda. En el fondo de esta
hondonada se alza, ocultando todo el horizonte, una inmensa casa de
departamentos, cuyas galerías de hierro y cristales le dan el aspecto de
un enorme trasatlántico. Contra esas galerías, en las que se ven algunas
plantas y macetas suspendidas, está tirando mi escolta. Los cristales
saltan en pedazos con una vibración argentina y hasta parece oírse el
ruido sordo de las balas atravesando el latón de las barandas. Llegan
hasta nosotros gritos penetrantes de mujeres y estrépito de puertas. No
advierto, sin embargo, el silbido de los proyectiles que se nos dirigen,
a pesar que desde allí cerca siguen partiendo detonaciones.

De pronto el capitán Aramis da una orden, que el trompa, mi viejo
conocido, traduce en clarín: «¡Avancen!»

¡Oh asombro! No ha terminado aún, cuando otro clarín repite fielmente en
la casa de departamentos la misma orden: «¡Avancen!»

A todo esto los caballos de mi carrito se han espantado, lanzándose
calle arriba en una carrera frenética. El bombero conductor hace
esfuerzos inútiles para aplacarlos. A las dos cuadras doblamos a la
izquierda, llevándonos por delante un buzón. Los caballos disminuyen la
marcha. Aprovecho entonces la circunstancia para tirarme del carro, y
como los caballos reanudan su fuga desenfrenada, sigo a pie en la
dirección contraria. No hay un solo vigilante en las cercanías.

Desde aquí el fenómeno del eco es bien evidente. Las detonaciones
repercuten en la casa de departamentos con una nitidez maravillosa. Y
hasta las órdenes vibrantes de Aramis son duplicadas con una manifiesta
oficiosidad.

¡Oh ninfa Eco, a quién debo mi libertad! ¡Locuaz hija de Uranos y Gea,
mi agradecimiento será eterno! En loor tuyo todos mis hijos se llamarán
Narciso y estudiarán acústica...



CAPITULO XI

«HANDS UP!»


Como no tengo deseo alguno de volver a caer en manos del capitán Aramis,
a pesar de su exquisita cortesía, me voy alejando del lugar de la
encarnizada refriega con toda la premura de que soy capaz. La libertad
me ha devuelto la reflexión; observo y me convenzo de que soy inocente,
absolutamente inocente; pero a pesar de esto no disminuyo la rapidez de
mi marcha. ¿Por qué los inocentes huyen a la Policía mucho más que los
culpables? Quizá por falta de hábito. Sin embargo, el acto de darse a la
fuga es una terrible presunción en contra de uno. «Se dió a la fuga», y
ya todos suponen que se trata de un terrible criminal. Debemos, en
consecuencia, si tenemos la conciencia tranquila, aguardar a pie firme
al empleado policial, al digno representante de la autoridad, al
benemérito guardián del orden, y sonreírle y agasajarle, y abrirle
nuestro corazón y nuestra casa... Pero por proceder así he sufrido dos
días de hambre, recibido varios culatazos y soportado todas las
angustias de un condenado a muerte. Bien hecho: ¿quién me mete a mí a
devolver un máuser? Las armas, como los libros, no se devuelven nunca.
Se devuelve un pañuelo a la señorita que lo ha perdido, una cartera
vacía al señor que acaba de bajar de la escalera, un guante de la mano
izquierda al joven que lo ha extraviado en el ascensor; pero no
corresponde detener a media noche a un individuo mal entrazado para
decirle: «Tome, señor, esta daga que se le ha caído...»

En el curso de esta meditación llego ante el Mercado de Abasto y puedo
observar desde aquí el espectáculo desacostumbrado que ofrece la calle
Corrientes. Pequeños grupos de jóvenes, con brazales bicolores, armados
de palos y carabinas, detienen a todos los individuos que llevan barba y
les obligan a levantar las manos en alto. Mientras los que usan palos
les apuntan con éstos a bocajarro, los de las carabinas les pinchan con
ellas en el vientre, y otros, desarmados, se cuelgan de las barbas del
sujeto.

Según me informan en un corro, este original procedimiento tiende a
estimular entre los barbudos el amor a la nación Argentina. Como soy
lampiño, me creo a cubierto de semejante recurso pedagógico y sigo hacia
el centro. En el camino advierto que otros grupos apedrean las casas de
comercio los nombres de cuyos propietarios abundan en consonantes. ¿Por
qué les tienen tanto odio a las consonantes? ¿Acaso las vocales solas
pueden componer un idioma?

Delante mío va un viejito canoso, de rancho de luto, alpargatas y saco
de lustrina. Camina presuroso, sin que el tumulto atraiga para nada su
atención. De pronto, un grupo estacionado en mitad de la calzada nos da
el alto imperiosamente. Yo me paro en seco; pero el viejito no detiene
su marcha. Un mocetón fornido, que ostenta el consabido brazal celeste y
blanco, corre a su encuentro revólver en mano.

--¡Párese! ¡Arriba las manos!

El viejo se cuadra y levanta en alto la mano izquierda. Esta obediencia
parcial irrita al mocetón, que le reitera la orden:

--¡Arriba las manos!

El viejo continúa con la mano izquierda en alto, mientras la derecha
desaparece completamente en el bolsillo del saco de lustrina, que
contiene a simple vista un bulto insólito. Suena un tiro, y después de
un ligero balanceo, el viejito se desploma de cara al suelo, siempre con
la mano izquierda en alto... Rápidamente, el mocetón que ha hecho fuego
se abalanza sobre el caído para sacarle el arma que indudablemente tiene
en la mano derecha, y retira del bolsillo una manga vacía que queda
extendida sobre la baldosa. El extremo sobresale del cordón de la acera
y se dobla hacia la calzada como una manguera exhausta. Por poco tiempo,
sin embargo, porque segundos después comienza a arrojar un fino hilo de
sangre sobre el pavimento.

El viejo «era» manco.



CAPITULO XII

LA VUELTA AL HOGAR


Hasta este momento yo no había visto morir a nadie. Tenía por eso la
idea de que la muerte era un espectáculo aparatoso y trascendental, que
exigía ciertas transiciones y un cuadro apropiado. Nada más sencillo,
por cierto, según el episodio que acabo de contemplar.

Sobre el asesinato, en especial, yo tenía las ideas más melodramáticas
posibles. Lo suponía algo lleno de violencia, de pasión, de ferocidad, y
se me antojaba torva y siniestra la figura del matador... Nada de eso,
sin embargo. Es el incidente más trivial que se pueda imaginar.

Usted se pone en torno del brazo izquierdo la cinta del gato de su casa
o la liga de la mucama, coge su revólver, sale a la calle y le pega un
tiro en el corazón al primer hombre humilde que le parezca sospechoso.
Con eso quizá ha dejado usted en la orfandad a media docena de
chiquilines, pero en cambio ha consolidado las instituciones y ensayado
su puntería.

Me voy acercando a casa. Al reconocer los lugares familiares experimento
una emoción incontenible, como si volviera de un largo viaje. ¡Me parece
que hace tanto tiempo que dejé mi silencioso departamento de soltero! El
mucamo me recibe en la escalera, y al observar mi aspecto demacrado y mi
aire abatido, supone que vuelvo de una fenomenal partida de poker.
Presume, además, que he perdido lo indecible y presiente un período de
estrecheces y apuros. Esta preocupación le agria el gesto, y en vez de
comunicarme las novedades que se hayan producido, se hace a un lado
austeramente...



CAPITULO XIII

EL ASALTO A LA COMISARÍA 44


Domingo, 12.--Me he despertado hoy a mediodía, tras haber dormido cerca
de diez y ocho horas seguidas, con un sueño profundo de niño. Después
del baño me he quedado en pijama y me hice traer los diarios de la
mañana. Ya no me acuerdo de mi aventura de días pasados y me entero de
las noticias de la huelga con toda la buena fe de un espectador
desinteresado. Imprevistamente, el corazón da un latido anunciador y
leo:

     «=El asalto a la Comisaría 44.=--El primer ataque, preludio y quizá
     preparación combinada de los que se produjeron al día siguiente, se
     dirigió contra la Comisaría 44. El asalto se inició contra los
     centinelas avanzados que se encontraban a media cuadra del local
     de dicha Comisaría. A consecuencia de este ataque, se cambió un
     nutrido tiroteo entre los leales defensores del orden público y los
     maximalistas, que se hallaban perfectamente pertrechados y poseían
     máuseres de último modelo, muchos de los cuales conservaban aún la
     etiqueta de venta.

     Dará una idea del armamento que poseían los ácratas el hecho de que
     una barrica que se hallaba en la calle, frente a la misma
     Comisaría, fué literalmente convertida en una criba por los
     proyectiles que se dirigieron contra el local.

     En esa refriega los defensores de las instituciones tuvieron que
     hacer actos de verdadero arrojo para impedir que la turba de
     agitadores se apoderara de la Comisaría, en cuyo zaguán se libró
     una verdadera batalla.

     Contenido el asalto por las fuerzas policiales, pudo notarse que
     dentro de la Comisaría se hallaba un sujeto extraño a ella, el cual
     se señaló desde el primer momento como uno de los cabecillas del
     atropello. Estas sospechas pudieron confirmarse más tarde cuando
     dicho sujeto, que dijo llamarse Nicolás Dilonoff, después de un
     hábil interrogatorio, que contestó con evasivas, trató de desarmar
     a uno de los agentes. También gritó «¡Viva el maximalismo!»,
     aprovechando un momento de descuido de sus guardianes.

     En vista de esto, el temible agitador, en cuyo poder se encontraron
     grandes sumas de dinero, fué puesto a buen recaudo por la
     autoridad, y a la mañana siguiente enviado al Departamento Central
     de Policía bajo segura custodia.

     Por desgracia, los compañeros de Dilonoff lograron conocer el
     recorrido por donde debía pasar y atacaron a la escolta que lo
     conducía no bien ésta desembocó por una de las calles adyacentes al
     lugar donde se produjo el hecho. Los agentes trataron de repeler la
     agresión, cambiándose entre los dos bandos más de tres mil tiros.

     Aprovechando la confusión que se produjo a raíz de este ataque, el
     temible agitador logró eludir la vigilancia de la policía,
     ignorándose hasta este momento su paradero. Se espera, sin embargo,
     detenerle de un momento a otro.

     Nicolás Dilonoff, que también se hace llamar Jesús Martínez, es un
     viejo conocido de nuestra policía. Ha llegado al país hace pocos
     meses, y a pesar de eso habla correctamente el español. Se sabe que
     en Rusia, su país de origen, ha mantenido estrechas relaciones con
     Lenín y Trotsky.»

Suspendo la lectura y llamo al mucamo: ¡Mauricio! ¡Mauricio!... Mauricio
se presenta alarmado. Yo me vuelvo hacia él con una profunda congoja y
le digo: «Mauricio, estoy mal de la cabeza. Llama inmediatamente a un
médico; prepárame un sinapismo; llévate esos diarios; alcánzame la
aspirina; corre el cortinado; disponme otro baño; avísale a Perucho,
pero no le dejes entrar; no estoy para nadie; descuelga el tubo del
teléfono y arréglame las valijas, porque me voy a Montevideo...»

Mauricio supone que efectivamente estoy mal de la cabeza, y yo me vuelvo
a meter en cama...



CAPITULO XIV

DE CÓMO RECOBRO EL USO DE LA RAZÓN Y OTROS OBJETOS


Miércoles, 15.--He pasado una terrible crisis. Desde el domingo hasta
anoche he sido presa de la fiebre y del delirio. Sólo ayer, a la hora de
la comida, después de un breve sueño reparador, he vuelto a ser el
hombre normal de hace ocho días. El médico cree que aun estoy débil y ha
prohibido que se me hable de la huelga; pero, como es natural, durante
toda la noche no nos hemos ocupado de otra cosa con Perucho Salcedo y
con Amenábar, que han estado a visitarme. Les he contado todo lo que me
ocurrió desde el jueves último, a medida que me iba acordando, y ¡bien
sabe Dios si hay fallas en mi memoria!

¡Cosa singular! Se han reído hasta desternillarse. Cuando hubieron
terminado de reírse, examinamos mi situación personal. Perucho me
aconsejó que le mandase los padrinos al comisario de la 44, y Amenábar,
que fuera a reclamar el reloj, la tabaquera, las llaves y el dinero que
me habían sacado. Este último consejo me parece el más oportuno; pero
antes debo liquidar mi situación como delincuente, porque no hay que
olvidar que tengo la captura recomendada... Para la Policía soy
Dilonoff, el terrible Dilonoff, un prófugo, un conjurado, un perturbador
del orden social.

Amenábar ha prometido arreglarme el asunto en el día, pero no las tengo
todas conmigo. Si fuese un delincuente empedernido podría contar, por lo
menos, con el indulto presidencial; pero como soy inocente...

A las cuatro llega Amenábar en su soberbio «Packard». Vienen con él
Perucho, Totó Arribillaga y el mono Sánchez Oriol, que es medio pariente
del comisario de la 44. Todos quieren presenciar el efecto de mi
reaparición en la Comisaría que asalté yo solo, por mi cuenta.

Como ya me siento bien y además tengo deseos de unirme con mi reloj, no
opongo obstáculos al viaje, cuya duración no deja de preocuparme.
¡Estos jóvenes no saben dónde queda la Comisaría 44! Sin embargo, a los
veinte minutos nos detenemos ante un edificio, que reconozco vagamente.
Hemos venido en línea recta, sin la menor desviación ni el más pequeño
barquinazo. ¿Es el coche o las calles? Vuelvo a sufrir la ilusión del
damero.

Cruzamos el zaguán obscuro, en el que ya no se advierte rastro alguno de
las pasadas luchas. (La Comisaría ha seguido siendo asaltada después de
mi retiro.)

El mono Sánchez Oriol se adelanta y, después de parlamentar brevemente,
nos hace pasar al despacho del comisario.

Este nos recibe de pie con una afabilidad de gran caballero.

Presentaciones: Amenábar, Salcedo, Arribillaga. Grandes saludos. Cuando
me llega el turno, el mono dice simplemente: «¡Dilonoff!» Coro general
de carcajadas. El comisario es el que ríe con más ganas. Después de un
momento de conversación, durante el cual nos muestra un retrato de
Sarmiento destrozado por las balas (es el retrato que el sargento arrojó
sobre la barricada), procede a entregarme «mis efectos». Por una
deferencia especial no me pide recibo.

Nos despedimos; pero cuando todos han salido, el simpático comisario me
retiene para decirme con tono de dulce reproche: «Pero, amigo, ¿cómo no
me dijo usted que era socio del Jockey?...»

Al regresar vamos a toda velocidad por la anchurosa avenida con arboleda
central. Inesperadamente el mono Sánchez Oriol prorrumpe en un alarido:
«¡Viva el presidente del Soviet!» Este grito hace volver la cabeza a los
transeuntes, y creo reconocer rápidamente dos ojos garzos que me miran
con asombro, una cabellera castaña, un traje blanco suelto. ¿Es una
ilusión?... ¡Estos autos marchan tan rápido!...



EL CULTO DE LOS HEROES



CAPITULO PRIMERO

DE CÓMO DON JUAN MARTÍN IBA ACORTANDO SUS PASEOS


Al salir aquella mañana, don Juan Martín habíase dado con el mayor de
sus nietos, quien, cansado y furtivo, regresaba al domicilio familiar.
El muchacho, sorprendido, no acertó sino a decir: «Buenos días»,
cortesía trivial que el anciano retribuyó con un «Buenas noches»
cortante como el aire frío de la madrugada.

No dijo más; pero el encuentro habíale puesto de mal humor.

Por un antiguo hábito ambulatorio, don Juan Martín tenía la costumbre de
meditar sobre sus negocios mientras iba por la calle, solo y abstraído,
en medio del tumulto urbano. La primera idea de su gran empresa
ocurriérasele en esa forma, al cabo de cinco años de pasear por la
ciudad su aparejo de afilador, y otros tantos había madurado el proyecto
en sus interminables caminatas. Cinco años, durante los cuales empujó su
máquina rudimentaria con aire ausente, acariciando en su espíritu vagos
sueños de riqueza y arrancando a su silbato, de trecho en trecho, un
sonido largo y modulado como un reclamo a la fortuna.

Por cierto que ese pregón, tradicional en Buenos Aires, no tuvo poca
parte en la ulterior prosperidad de Juan Martín. A causa de él, los
robustos changadores gallegos que en muchas esquinas comentaban
indolentemente la exigua crónica telegráfica de los diarios de entonces,
a la espera de que se les mandase llamar para transportar un piano o
conducir una carta de amor, tareas desproporcionadas que realizaban con
igual indiferencia e idéntica celeridad, solían burlarse de su cuasi
conterráneo--Juan Martín era de los límites de Asturias--con toda la
pesadez de su inteligencia de atletas. En Galicia, con el mismo reclamo,
largo y modulado, anuncian su presencia en las aldeas los castradores de
cerdos. Y eran sobre ese _leit-motiv_ procaz, un número infinito de
variaciones y desarrollos que el pobre ambulante escuchaba resignado,
traduciendo únicamente su sorda irritación en el leve temblor del
silbato de níquel que colgaba siempre de su boca como una prolongación
natural del belfo. ¿Fué un efecto de su antipatía hacia aquel gremio
jocundo y holgazán la primer idea de la industria que lo enriqueció y
llegó a cambiar uno de los aspectos de la ciudad? ¿O no se debió todo
sino a la antigua hostilidad de las tribus nómadas hacia las de hábitos
sedentarios, causa de tantas luchas prehistóricas, reconocible aún, bajo
pretextos nuevos, en los conflictos de los gremios urbanos? Fuera uno u
otro sentimiento la raíz oculta de su invención, o ambas a la vez, el
hecho es que a Juan Martín se le ocurrió realizar los servicios que
llevaban a cabo sus pesados burladores con carros ligeros de dos ruedas,
y un buen día, dejando su máquina de afilar en un rincón de la pieza que
habitaba con su mujer y su hija, se lanzó a la calle arrastrando el
primer vehículo a tracción humana que se conoció en la capital. En los
años que siguieron y que marcaron un ascenso lento, pero constante, en
su pequeña industria, D. Juan Martín continuó recorriendo la ciudad al
paso flexible y silencioso de sus alpargatas, revisando en su mente
cálculos de enriquecimiento cada vez más concretos. Y a medida que se
engrandecía su negocio iba disminuyendo el radio de sus paseos y la
amplitud de sus meditaciones.

Ahora que estaba enormemente rico, que había centralizado en su empresa
casi todos los servicios de transportes y encomiendas del país, que
figuraba en el directorio del Banco Español y era uno de los mayores
propietarios de inmuebles de la ciudad, el breve trayecto entre su
lujoso hotel de la calle Maipú y el viejo edificio de las oficinas en el
Paseo de Julio, cerca del Retiro, bastábale para resolver todos sus
asuntos. Pero siempre el ritmo de su paso era el mismo de cuando iba
empujando su aparejo, y aunque algo relajado por la senectud, su belfo
se avanzaba como si aun intentara, con el silbato ausente, lanzar uno de
aquellos largos y modulados reclamos a la fortuna.



CAPITULO II

     EN QUE SE MUESTRA QUE LA PIEDAD, COMO OTROS ACHAQUES DE LA VEJEZ,
     LA MIOPIA, POR EJEMPLO, PUEDE CORREGIRSE CON EL USO DE CRISTALES
     ADECUADOS


Esa vez, al llegar al edificio de la Empresa, D. Juan Martín advirtió
que, contra su costumbre, no había sido durante la breve caminata dueño
de sus pensamientos. Evidentemente, el encuentro con su nieto habíale
puesto de mal humor. Una sucesión lenta de ingratas escenas familiares,
un sentimiento difuso de soledad y la impresión angustiosa de que su
ausencia definitiva no sería lamentada por nadie, le dominaron durante
todo el trayecto. Así, cuando se vió ante la puerta de su despacho y
recordó que debía resolver en última instancia aquel asunto de los
terrenos de Puente Alsina, se notó desapercibido y en mal estado de
ánimo.

Don Juan Martín nunca dejaba librado al azar de una entrevista el
resultado de un negocio, pequeño o grande. Iba siempre a ella con un
plan apenas esbozado, pero llevando una decisión prolijamente madurada
en sus paseos, de la que no se apartaba un ápice.

Pero en esta ocasión estaba desorientado e indeciso. ¿Consentiría en
renovar una vez más el contrato de alquiler a los paisanos suyos, que
desde tiempo inmemorial poseían en aquellos terrenos un establecimiento
entre rural y urbano, a la vez fonda, cancha de bochas y corralón de
hacienda?

El creciente desvío de la hija, que comenzara poco después de la muerte
de la madre, le había ido acercando a sus paisanos, le hacía complacerse
en las evocaciones de la tierra natal, tan lejana en sus recuerdos, y le
convirtiera en el filántropo de que hablaban los periódicos regionales
de aquí y de allá. Por eso mantuviera hasta entonces improductivos
aquellos terrenos comprados casi por nada a fines del siglo, que había
visto, en su última visita, rodeados de amplias avenidas, calles
pavimentadas, líneas de tranvías, casas modernas y edificios
industriales. Sus dos paisanos, padre e hijo, venían disfrutando de esa
locación excepcional con la misma candorosa indiferencia con que se
habían dejado cercar por el progreso y la riqueza, sin modificar sus
hábitos rurales adquiridos treinta años antes, cuando aquel lugar era el
tránsito obligado de los arreos que iban al matadero. ¿Prolongaría esa
situación absurda, perjudicando un plan ya antiguo de ampliación de los
depósitos de la Empresa, para no alterar la dejadez crónica de los dos
acriollados asturianos?

Cuando penetró en el despacho, ya le estaban aguardando, zurdamente
acomodados en sendos sillones, sus dos inquilinos: el padre, un anciano
de barba blanca, pañuelo de seda negra al cuello, ropa obscura y botines
de elástico, y el hijo, un hombre ya maduro, fornido, con aspecto de
capataz de estancia. Don Juan Martín los saludó sin mucha espontaneidad;
ocupó su asiento tras el escritorio, y al punto entabló la conversación
con sus comprovincianos. Los dos inquilinos no conservaban el menor dejo
del acento nativo. Hablaban con la prosodia llana y el lenguaje
descuidado de los hombres del campo de Buenos Aires. En cambio, D. Juan
Martín, que nunca perdiera la ruda pronunciación regional, había
adquirido en la última época de su vida, por su frecuentación del alto
comercio español, el prurito del casticismo. Y nada más cómico, a causa
de esa diferencia idiomática, que la continua apelación a los orígenes
comunes, al deber de ayudar a los paisanos, al amor al terruño con que
los dos suplicantes procuraban ablandar al hombre de negocios.

Mientras así le hablaban, D. Juan Martín, lejos de conmoverse por las
evocaciones ingenuas de la aldea, casi desvanecida en su memoria,
pensaba en la catástrofe que significaría para aquel viejo verse
expulsado del lugar en que, por una síntesis frecuente en los
inmigrantes españoles que no han sido arrastrados por el vértigo de la
ciudad, conciliara desde su llegada al país el espíritu sedentario del
agricultor europeo con la clásica despreocupación del gaucho. En todo el
tiempo que llevaban aquí no habían ahorrado un centavo, ni acreditado su
negocio, ni conseguido aptitud alguna para abrirse camino en la vida.
Todo su capital consistía en la clientela, cada vez más escasa, que
acudía a aquel establecimiento indefinido, último representante de la ya
olvidada tradición del barrio. Contra la formidable presión del ambiente
que tendía en cien formas distintas a desplazarlos, a arrojarlos a los
nuevos suburbios, para hacerles repetir al cabo de cuarenta años los
días azarosos de la inmigración, no tenían más defensa que la buena
voluntad de su afortunado paisano.

Don Juan Martín sentía que se iba emocionando. Le impresionaba, sobre
todo, la afinidad espiritual que era posible advertir entre el padre y
el hijo, el cariño viril que se profesaban, la semejanza en la figura,
en los gestos, en la voz... Y envidiaba al pobre viejo de barba blanca
esa paternidad absoluta, acabada, tanto quizá como él suponía codiciaban
los otros su actual opulencia.

Estaba a punto de pronunciar la palabra definitiva que devolvería la
tranquilidad a sus visitantes--D. Juan Martín nunca se desdecía--cuando
alcanzó a ver sobre la mesa el estuche de los lentes. Con un gesto
maquinal los abrió, montó los cristales sobre su fuerte nariz y comenzó
a revisar el fajo de papeles que tenía ante sí. Era el anteproyecto del
inmenso depósito para la Empresa, a construirse sobre los terrenos de
Puente Alsina. La oficina técnica que los había formulado algunos años
antes y que ahora insistía en ellos con motivo de la terminación del
irrisorio contrato señalaba la necesidad, cada día más imperiosa, de
descongestionar la casa central, de tener un local adecuado para los
camiones, de alejar el tráfico de las parroquias aristocráticas. Había
que aprovechar, además, los precios transitoriamente bajos de los
materiales de construcción. Todo esto, gracias a la ampliación de los
cristales, se le aparecía con caracteres nítidos, con una acuidad de
visión que era a la vez un placer del sentido y de la mente.

En cambio, al levantar la cabeza, las siluetas de los dos hombres que,
encogidos en la penumbra, estaban aguardando la respuesta, se le
presentó borrosa, confusa, apenas perceptible.

Y sin vacilar, con un solo movimiento negativo, condenó irrevocablemente
a sus dos paisanos a la miseria.



CAPITULO III

BREVE EXCURSIÓN A TRAVÉS DE LOS APELLIDOS

    «... but the last name is certainly meant,
    by all logic and history, to link a man
    with his human origins, habits or
    habitation.»--_G. K. Chesterton._


Don Juan Martín no tenía apellido. Es decir, el nombre de Martín, que
recibiera de su padre, y éste a la vez de sus obscuros antepasados, no
había sufrido la deformación que la costumbre exige para que se le
considere un apellido. Parecía un nombre de expósito, y a esta
circunstancia, que causara la aflicción de su hija, debiérase el que,
por un homenaje inconsciente al iniciador de la industria, todas las
Empresas de mudanzas llevaran durante un tiempo en Buenos Aires nombres
de expósitos: Juan José, Pedro Juan, Luis Martín, etc.

Tal suerte de apellidos no evolucionados es relativamente numerosa y no
tiene por fuerza consecuencias nefastas para el ansia de figuración
social de sus poseedores. Basta juntarlos indisolublemente con los
apellidos maternos, con lo cual fórmase un nombre compuesto más o menos
eufónico, pero que es prenda segura de un antiguo linaje.

A la chica de Martín, cuando soltera, ni siquiera ese recurso le había
quedado. El apellido de la madre, muerta hacia fines del siglo pasado,
era un nombre imposible de exhibir a causa de lo que evocaba. Debió,
pues, limitarse al uso del simple apellido paterno hasta que por el
matrimonio lo completó con el de su marido, Alava, anteponiéndole la
obligada partícula _de_, que acentuaba el efecto, al añadirle una vaga
ilusión de aristocracia.

Doña Juana María Martín de Alava había olvidado hacía ya mucho tiempo
esa humillante preocupación de su juventud. Así, cuando advertida por el
padre de que en la semana próxima cumpliríase el vigésimoquinto
aniversario del fallecimiento de la madre, y al disponerse a redactar el
aviso de unos funerales, no es de extrañar que tuviera una ligera
vacilación: la señora de Alava no recordaba el apellido de la madre.

Largo tiempo estuvo con el extremo del lápiz de oro entre sus labios
bermejos, la mirada de sus ojos azules perdida en el vacío y el busto
inclinado tratando de recordar el otro nombre de la madre.

No sin una ligera emoción, evocó su imagen. Volvió a verla, y se vió
ella como hacía treinta años, pequeña, descalza, desarrapada, ayudándole
a torcer la ropa en el lavadero de la ribera y siguiéndola luego por la
barranca de la calle Comercio, en el camino de regreso a casa. Con un
rubor retrospectivo recordó las injurias dialectales con que solía
contestar los chicoleos atrevidos de los _cuarteadores_, a quienes
llamaban la atención sus colores de campesina y el garbo con que llevaba
en equilibrio sobre la cabeza, por la empinada cuesta, el monumental
cesto de la ropa blanca.

Doña Juana María se asombró un poco de tener tan presente ahora el lugar
de la escena. La vez pasada, con motivo de una visita a la sala del
Patronato de la Infancia, que se halla por aquellas inmediaciones,
había pasado por allí y nada recordara.

Luego, ya distraída del objeto de su esfuerzo rememorativo, pensó en
cuán pequeña fuera la parte de la madre en el destino común. Muerta
cuando apenas comenzaba a apuntar la prosperidad, su recuerdo no estaba
vinculado a ninguno de los sucesivos triunfos familiares logrados merced
a la tozudez del padre y a la habilidad de la hija.

La señora de Alava se atribuía, en efecto, un papel importante en el
encumbramiento de don Juan Martín, cuyos aciertos financieros había ella
realzado y centuplicado mediante la sucesiva elevación del plano social
en que debían desenvolverse. Por cierto que la ambiciosa señora no se
sentía muy apoyada en esa tarea de equilibrar constantemente el grado,
siempre en ascenso, de la riqueza con los gustos, la educación, los
modales y el tren del formidable trabajador.

¡El padre era tan brusco, tan limitado, tan egoísta! ¡La había dado
tantos disgustos!

Por contraste, pensó en la madre, que no la había dado ninguno; la
madre, que se había marchado discretamente de la vida antes de que su
ignorancia y su torpeza hubiesen comenzado a importunar a la hija.

De ella no quedaba sino una fotografía desvanecida y una mala ampliación
al carbón que D. Juan Martín se obstinaba en conservar en su dormitorio.

La señora retuvo, quizá por primera vez, que de ella había heredado el
color de los ojos, la frescura de la boca, el porte gentil...

Y quedóse meditando, los grandes ojos azules perdidos en el vacío, el
lápiz de oro apoyado contra los labios bermejos, con aquella expresión a
la vez hierática y desdeñosa que se había compuesto inspirándose en las
láminas mundanas del _Sketch_.

¿Llegó a recordar la señora de Alava el nombre impublicable?

Probablemente no; porque el aviso que apareció en los diarios decía así:

[Illustration: cross] MANUELA N. DE MARTIN, Q. E. P. D., FALLECIDA
el 15 de marzo de 1894...



CAPITULO IV

EL HUEVO DE LEDA


Poco interesados en aquella exhibición de un establo absolutamente
aséptico, en el que cada uno de los animales tenía a su cabecera,
prolijamente encuadrada, su ficha individual, como los enfermos de los
hospitales, Amenábar y el embajador de España habíanse quedado a la zaga
de la comitiva.

--¿Se imagina usted--observó Amenábar--qué pensarán los peones de este
establecimiento cuando se les diga que Jesucristo ha nacido en un
establo?

El embajador, que, a pesar de ser diplomático de carrera, tenía la
imaginación viva, sonrióse ante la idea de un retablo «absolutamente
aséptico», con una vaca de _pédigree_, pesebres de níquel, algodón
hidrófilo, gasas, ácido bórico pulverizado para simular la nieve, y
unos angelitos que parecieran arrancados de la portada de un libro sobre
Eugenia, extendiendo sobre el candoroso grupo de la Sagrada Familia esta
leyenda: _Salus populi suprema lex..._

Pero el hábito profesional se impuso inmediatamente a su espíritu
risueño y dijo con suavidad:

--Hay en esta extremosa preocupación por la ganadería, como en la ligera
jactancia que casi todos vosotros tenéis de ser entendidos en las faenas
rurales, un explicable orgullo de los orígenes de vuestra riqueza, así
la colectiva como la individual. Sois un pueblo agrícola y ganadero;
vuestra naciente aristocracia fúndase, más que en la tradición del
apellido, o en el capital amonedado, en las extensiones de campo que
hicieron fructificar el esfuerzo y la industria propios o de vuestros
ascendientes. Y como las aristocracias no se forman sino por la
consagración de sucesivas generaciones a una empresa común, encuentro
loable y justificadísimo el empeño que ponéis en mostraros los mejores
criadores del mundo...

Hablando así, el embajador de España preparaba la pequeña disertación
con que luego, en la mesa, procuraría ser agradable a los dueños de casa
y mostraría ante el Infante que había penetrado el espíritu del país.

--Así, el señor de Alava--continuó el diplomático--, al aplicarse, con
todos los recursos de su ciencia y de su experiencia, a refinar el
plantel ganadero, prosigue y enaltece la obra de progreso iniciada por
D. Juan Martín cuando trajo a esta granja las pocas primeras vacas que
fueron el origen de su actual fortuna...

--Le advierto--interrumpió Amenábar--que la fortuna de D. Juan Martín
tiene orígenes absolutamente metropolitanos. Nuestro anfitrión, desde
que llegó a Buenos Aires, en el 78, no salió jamás de la capital.

--Entonces--dijo inquieto el diplomático, que veía deshacerse su pequeño
efecto oratorio del almuerzo--es el señor de Alava...

--Alava--repuso implacablemente Amenábar--es médico, hijo de unos
pequeños comerciantes españoles. Hasta que casó con Juana María no había
pensado nunca en dedicarse a la cría de ganado fino: pero las amistades
de Club le sugirieron eso que es ya la consecuencia obligada de todo
buen matrimonio: irse a trabajar al campo con el dinero del suegro.

Y ante un gesto de desagrado del embajador, que no respetaba la riqueza
adquirida en el comercio, cosa de judíos y de ingleses, Amenábar le
refirió la historia del encumbramiento de D. Juan Martín. Cómo había
andado por las calles con su piedra de afilar y su silbato; cómo había
tenido la audacia de uncirse él mismo al primer carro ligero de dos
ruedas que conociéramos en el país; cómo fundara una empresa de
mudanzas, y cómo ésta se convirtiera al cabo de los años en la poderosa
Compañía de transportes y encomiendas que llevaba su nombre.

--No crea usted--terminó Amenábar--que D. Juan Martín hace misterio de
sus comienzos. Por el contrario, exhibe su origen humilde y recuerda la
dura vida de su juventud con una insistencia que resulta molesta a Juana
María, sobre todo ante ciertos huéspedes. El viejo ha conservado
religiosamente la máquina de afilar, y hubo un tiempo en que la
mostraba con orgullo a todos cuantos le visitaban. Por cierto que esa
manía fué la tortura de la hija, tan distinguida y tan cuidadosa de su
prestigio mundano, porque a causa de ella recibió el mote de «la
afiladora»... ¿Usted conoce el sentido que esa palabra tiene entre
nosotros?... Eso la desesperaba... Poco a poco, a fuerza de estrategia
ha conseguido que el padre relegara a este alejado establecimiento de
campo, adonde no viene casi nunca, el molesto artefacto. Ya verá usted,
a menos que Juana María se interponga con su infinito _savoir faire_,
cómo el viejo nos lleva hasta donde está la máquina.

Amenábar bajó la voz porque iban acercándose al grupo principal. Estaban
al final de los boxes. El infante de Aragón, fatigado de interrogar
sobre cada animal y de escuchar con aire complacido las respuestas
sabias de Alava, dejó vagar la vista por la extensión esmeralda del
campo que se desplegaba más allá de la verja, pintada de bermellón. Don
Juan Martín, que había guardado silencio hasta entonces, creyó oportuno
intervenir en la conversación suspendida.

--Cuando yo llegué a Buenos Aires--comenzó a decir--y andaba...

--¡Por Dios, papá!--interrumpió rápidamente Juana María, temerosa del
inevitable desarrollo de aquellas evocaciones paternales--. ¡No es
necesario remontarse al huevo de Leda!

--¡Qué huevo, ni qué huevo! ¿Quién está hablando ahora de
huevos?--replicó severamente el padre--. Le decía al señor--continuó
indicando al príncipe--que cuando yo llegué a Buenos Aires, allá por el
año 78...

La señora de Alava sintió que las piernas le flaqueaban y que el paisaje
daba vueltas en torno suyo vertiginosamente. Una angustia indecible le
atenazaba el pecho, y el sonido de las palabras del padre le llegaba
interrumpido por el latido de la sangre que le golpeaba en los tímpanos
con el galope rítmico de un metrónomo alocado. Toda la mañana había
estado temiendo aquella catástrofe y ahora se producía allí, en las
peores condiciones, a un paso del galpón donde se guardaba la máquina
infernal.

Cuando consiguió serenarse, ya D. Juan Martín había dejado de hablar.
No fuera todo sino una falsa alarma. El anciano había observado
simplemente que el perfeccionamiento del ganado criollo era un hecho
indiscutible para él comparando sus recuerdos con lo que ahora en las
mismas calles de Buenos Aires podía advertirse.

La señora de Alava respiró profundamente e indicó la necesidad de
regresar a la casa para el almuerzo. Todos se pusieron en marcha.
Alejado el peligro, Juana María sonreía con la sonrisa tímida de los
convalecientes, pálida aún por la impresión sufrida.

En la mesa, sentada a la derecha del infante, frente a monseñor De
Filippis, que no hacía sino elogiar la mansedumbre de la existencia
campesina en aquella casa donde no faltaba ninguno de los refinamientos
de la ciudad, y junto al embajador, que aspiraba en cada momento a dar a
Su Alteza una impresión exacta del carácter porteño, la hija de Juan
Martín tuvo conciencia de que por primera vez en la vida se realizaba
plenamente su destino. El padre, el único detalle que podía entenebrecer
aquella visión triunfal, desaparecía en un extremo de la mesa, entre un
periodista español, elocuente y voluminoso, que acompañaba al infante en
la gira por América, y el oficial argentino, edecán del príncipe, al que
continuamente se le escapaban los cubiertos con un estrépito atroz.

A mediados de la comida, el embajador, que se había servido pródigamente
del borgoña blanco--un Montracher 1900--, aprovechando una coyuntura
favorable comenzó a hablar:

--Hay en esta extremosa preocupación por la ganadería, así como en la
ligera jactancia que casi todos vosotros tenéis de ser entendidos en las
faenas rurales, un explicable orgullo de los orígenes de vuestra
riqueza, tanto la colectiva como la individual. Sois un pueblo agrícola
y ganadero...

Ya lanzado en el tema, por un hábito profesional, reprodujo exactamente
lo que una hora antes le había dicho a Amenábar. Repitió todo, hasta la
alusión a las primeras vacas que fueron el punto de partida del
enriquecimiento de D. Juan Martín.

Y la rectificación fatal se impuso. Desde el extremo de la mesa el
potentado recordó su vida de trabajo, las humillaciones sufridas, las
fatigas y los desalientos sobrepujados, caminando constantemente por las
calles de la inmensa ciudad.

Juana María soportó con noble entereza el temido contratiempo. Había
advertido que, a partir del segundo plato, el infante, rojo y abotagado,
cayera en una especie de sopor que le mantenía insensible a todo lo que
no era comer y beber.

Lo que más le alarmó fué verle a Amenábar anotar algo, sonriéndose, en
la tarjeta del menú.

Adivinó una malevolencia y tuvo un ligero estremecimiento.

En la lista del menú, impreso en una cartulina transparente, que
ostentaba en relieve el escudo de armas del príncipe, el clubman, con su
letra clara e impersonal, acababa de interpolar:

    _Œufs de Leda a la gaffe._

Esa visita del infante a la estancia de Alava marcó para Juana María uno
de los grandes momentos de su existencia. Aunque siempre guardó el
penoso recuerdo del mal rato pasado durante el almuerzo, adquirió la
convicción de que no se había equivocado en la conducta que venía
observando desde que por la muerte de la madre quedara como compañera
única de D. Juan Martín. No, no habían sido inútiles todas las sucesivas
concesiones que fuera arrancando al tosco trabajador: la casa propia, el
cambio de hábitos de vida, muebles lujosos, servidumbre abundante,
cultivo de relaciones sociales y, por último, la estancia para Alava,
costoso capricho de millonario.

Cada una de estas conquistas había demandado un largo asedio, constante
ejercicio de paciencia y bruscos asaltos de rebeldía filial. Y los
triunfos, lejos de allanarle el camino para otras victorias, se lo
hacían más difícil, enardeciendo el espíritu del vencido. ¡Lo que le
había costado decidirle a abandonar aquella necrópolis de la calle
Venezuela, antiguo caserón del tiempo de los virreyes, con puertas
macizas, ventanas de hierros forjados, patios con enredaderas, en que
anidaban las arañas, y un aljibe! ¡Y convencerle de que edificase un
hotelito en el Retiro, cerca del palacio de los Paz, que representaba
entonces para Juana María el tipo de la vivienda señorial! Al recuerdo
de tales luchas, la señora de Alava tenía una sonrisa fatigada. No, no
habían sido inútiles tantos esfuerzos. La visión del trozo de mesa con
el infante, el embajador y el obispo le iluminó interiormente. Pero al
mismo tiempo pensó que su victoria no sería nunca absoluta ni
definitiva. Había en su vida algo irreductible, que le amargaba los
momentos más brillantes, que la mantenía en perpetua zozobra. ¿Qué podía
ella en contra de su padre? Volvió a sentir la vergüenza de aquel
almuerzo y recordó con qué furor contenido ordenó secretamente, antes de
salir para Buenos Aires, la destrucción de la odiosa máquina de afilar.

Sólo al recibir, algunos días después, la noticia de que aquel inanimado
compañero de andanzas de su padre había sido despedazado y aventados sus
restos tuvo conciencia de cuánto y qué antiguo era su aborrecimiento.



CAPITULO V

LA VUELTA AL COLONIAL


Una tarde, pocas semanas después de la visita del príncipe, el auto de
la señora de Alava se detuvo silenciosamente ante la entrada de las
oficinas de la Empresa. Descendió de él doña Juana María, y con una
agilidad aun juvenil, subió presurosamente la escalera que conducía al
despacho de su padre, donde irrumpió, alegre y dominadora, envolviendo
al anciano en un tumulto de palabras cariñosas y un hálito de violetas.
Sorprendido, don Juan Martín no pudo menos que sonreír, a pesar de su
adustez acostumbrada.

De algunos años a aquella parte esas visitas de la hija, que le llenaban
de cierto orgullo paternal, se iban haciendo cada vez más raras. Antes,
en los primeros tiempos de la Empresa, cuando el trabajo era rudo y las
preocupaciones pesaban continuamente sobre su espíritu, D. Juan Martín
tenía, por lo menos, la compensación de esa visita vespertina, seguida
de un paseo a pie, durante el cual la joven parloteaba incansable,
descubriendo bajo la mirada socarrona del padre todas sus ambiciones,
todos sus celos femeninos. Y fué en esos paseos en los que Juana María
había ido desbastando poco a poco la inteligencia del comerciante,
reformando sus hábitos, ampliando el horizonte de su vida y
acostumbrándole a no medir con el mismo patrón de estricta economía los
gastos usuales y los expendios de carácter suntuario. Era aquel tiempo
feliz en que su hija no tenía obligación alguna; después vinieron lo que
llamaba ella sus «obligaciones», y las visitas al padre, al final de la
tarea diaria, espaciáronse largamente.

La última vez que había estado en la oficina era precisamente un año
antes, cuando don Juan Martín había tenido que acudir en auxilio de
Alava, amenazado de ruina por su mala suerte en la cabaña y en el club.
Y aun en tal ocasión Juana María, evidentemente preocupada por los
contrastes financieros de su esposo, limitara todo su filial agasajo a
una rápida vuelta por Palermo en compañía del anciano.

Le abrochó amorosamente el abrigo antes de salir. Luego bajó la escalera
a su lado, sin prestarle apoyo, segura y como orgullosa de su fuerte
ancianidad. Iba luciendo junto al padre su porte de reina, despertando
ambos en los empleados que los veían descender la visión de la dicha
completa: fortuna, belleza y amor familiar...

El auto arrancó suavemente. Ni el _chauffeur_ ni D. Juan Martín
preguntaron adónde iban. El primero, fuera de duda, tenía instrucciones
precisas, y el segundo se entregaba a su suerte, arrellanándose en los
cojines gris perla de la _limousine_ con un abandono feliz. A modo de
explicación del secuestro, Juana María dióse a elogiar el esplendor de
aquella tarde de fines de otoño. Un sol invisible había espolvoreado de
oro todo el cielo de occidente; proyectaba una luz clara sobre la
cúspide de los edificios y teñía de rojo y amarillo las últimas hojas de
los árboles, que así parecían irse consumiendo lentamente en un
misterioso incendio.

A ambos lados del coche, como en una doble cinta cinematográfica,
comenzó un sereno desfile de suntuosas viviendas. Era un espectáculo
bien conocido de la hija de Juan Martín--hacía veinte años que en las
épocas propicias y por las rutas fijadas por los demás cumplía como una
de sus «obligaciones» aquel paseo a Palermo--; pero ahora lo contemplaba
como si lo viese por vez primera, y las observaciones largamente
maduradas caían de sus labios con toda la espontaneidad de un
descubrimiento. La edificación no le gustaba: palacios horribles que
parecían destinados a una institución de beneficencia o a un ministerio
de Estado; palacetes en que se imitaban todos los estilos del
Renacimiento francés e italiano; pesadas fantasías teutónicas; hotelitos
adocenados, cuya descripción podría ella hacer en el obligado lenguaje
de los avisos de remate, sin entrar siquiera en uno. ¿Cuándo la gente de
buen gusto haría casas que nos recordasen que vivimos en Buenos Aires y
pertenecemos a una raza que tiene tradición y espíritu propios?...

Don Juan Martín, como siempre, la escuchaba en silencio, aunque con una
vislumbre irónica en los ojos, porque recordaba cuánto había deseado
ella poseer un _petit hôtel_ como los que ahora desacreditaba.

Estaban llegando al paseo de moda y el auto iba disminuyendo
insensiblemente su marcha. El _chauffeur_, retornándose, con una mirada
de inteligencia, detuvo el coche.

Descendieron, sumergiéndose en la corriente tranquila de los paseantes.
Muchas caras conocidas, saludos a distancia y algunas sonrisas en las
que Juana María creyó descubrir el asombro que causaba su insólita
exhibición de amor filial. Algo inquieta, fuése alejando con el padre
hasta un extremo del _promenoir_, como si buscase un sosiego propicio
para sus expansiones. Don Juan Martín habló entonces por primera vez:

--¿Cómo anda tu marido?

--Bien--repuso con complacencia la hija, satisfecha de no tener nada que
pedir por ese lado.

(¡Bastante trabajo le había dado la última vez!)

Y se quedaron en silencio contemplando el melancólico atardecer.

Un auto de carrera, amarillo, monstruoso, con los tubos de escape
laterales como un animal que llevase las tripas fuera, pasó con lentitud
atronando la alameda. Juana María reconoció, en un lampo de orgullo
maternal, al mayor de sus hijos, Adolfito, que iba guiando la poderosa
máquina. Se parecía al príncipe de Gales, pero era más dispendioso.

Guardóse muy bien de señalar su presencia al abuelo; D. Juan Martín
profesábale al muchacho una hosca antipatía.

No rompieron su mutismo hasta que, ya de noche, despejado el paseo de
gente, Juana María dijo levantándose, como si tuviera de pronto la
noción de la hora:

--¡Vamos, papá!

Con paso rápido llegaron al auto, y tal como vinieran se inició el
regreso: D. Juan Martín hundido regaladamente en los cojines y la hija
hablando de lo mismo; la arquitectura de la Avenida Alvear la tenía
preocupada.

Al anciano no le extrañaba esa insistencia en un tema dado. Reconocía
obscuramente en la hija su propensión a no pensar sino en una sola cosa
a la vez, a tender toda su voluntad y toda su inteligencia hacia un
objetivo único, hasta lograrlo, hasta superarlo, hasta descubrir más
allá de él nuevos incentivos, pretextos nuevos para un gran empeño.

Cerca de la casa, Juana María descubrió sus baterías. El «hotel» de la
calle Maipú, con todo su lujo pesado, su frío _confort_, su arreglo
impersonal, había comenzado a resultar inhabitable. Ella deseaba una
casa apropiada al clima de Buenos Aires, algo que recordase nuestras
costumbres y que evocara a la vez el pasado del país y el linaje de la
raza. Una casa fresca, risueña, blanca, con grandes patios de azulejos
llenos de flores y enredaderas, un frente sencillo con ventanas de
hierro forjado y un ancho portalón de macizas batientes claveteadas.

Y mientras exponía eso al padre, con un entusiasmo que coloreaba de
sangre sus mejillas, pensaba interiormente en los costosos detalles con
que completaría ese plan sencillo: los vargueños auténticos, los viejos
arcones, los cuadros de Ribera; el oratorio, que sería un pequeño museo
de arte religioso y donde a veces se haría decir misa por el obispo de
Heráclea...

Pero ¿querría el padre? No formuló la pregunta; mas envolviéndole en la
suave mirada de sus ojos azules, aguardó respetuosamente la opinión del
anciano.

--No me parece cosa difícil--comenzó a decir éste, sintiéndose
interrogado.

Juana María no le dejó proseguir.

--¡Qué bueno eres, papá!--exclamó con efusión.

E inmediatamente le colmó de halagos: comerían juntos los dos solos,
como en los buenos tiempos de su juventud; pasarían la velada juntos, y
ella escucharía, como en otras épocas, sus proyectos comerciales.

Llegados a la casa, Juana María descendió del auto con aire triunfante,
orgullosa y feliz. Midió con una mirada desdeñosa al palacete que
habitaba desde hacía quince años como si ya fuese algo ajeno, y entró
precediendo al padre.

La comida no pudo ser más íntima; Alava estaba en la estancia y Adolfito
casi nunca hacía acto de presencia en la mesa familiar. Frente a frente,
padre e hija recobraron un poco de la confianza mutua que se habían
tenido.

Hacia los postres, D. Juan Martín encendió uno de los cigarrillos
ordinarios, de que no había podido deshabituarse. La señora de Alava
consideró oportuno el momento para reanudar la conversación de la tarde.

¡Deseaba tanto abandonar aquella vivienda fría, pesada y antipática!
Insistió entonces con mayor abundancia en su sueño de la casa colonial,
con grandes patios llenos de tiestos y enredaderas, ventanas de hierro
forjado y el ancho portalón de gruesos clavos. ¡Cuándo alcanzaría a ver
eso!

--Habrá que esperar a que termine el contrato--murmuró D. Juan Martín,
continuando un monólogo interior.

--¿Qué contrato?--interrogó la señora, temiendo que el anciano no le
hubiera prestado atención.

--El de la casa de la calle Venezuela. Mientras no termine, a menos que
consientan en rescindirlo, no podremos volver a vivir en ella.

--¿Y quién piensa ir a vivir a la casa de Venezuela?--exclamó Juana
María, estupefacta.

--¿Cómo?--dijo a su vez, asombrado, don Juan Martín.

¿No había ella aludido constantemente en la conversación a la vieja casa
de la calle Venezuela, con sus grandes patios llenos de enredaderas, sus
ventanas del tiempo de los virreyes y su ancho portalón macizo?

Con la angustia de quien, creyéndose victorioso, vese de pronto envuelto
en la derrota, Juana María protestó contra semejante suposición. Ella
nunca había pensado en volver a la casa de Venezuela, una casa vieja,
llena de ratones y de arañas, en un barrio imposible, donde no vivía
nadie. Y con sollozos en la voz, ante la mirada atónita del viejo,
expuso de nuevo su sueño de una casa colonial.

Don Juan Martín había comprendido al fin. Su hija quería que le
transportase la casa de la calle Venezuela al barrio Norte. Eso de
levantar sobre un solar nuevo una casa vieja le pareció un absurdo, y
poniéndose de pie, como para terminar una entrevista comercial, dijo
sencillamente:

--¡Imposible!

Juana María, que conocía a su padre, se dió cuenta que esa palabra era
definitiva...

Una vez sola en su aposento, la señora de Alava se abandonó a su
desesperación. ¡Adiós la ilusión de la casa a la moda, de los magníficos
muebles antiguos, de los cuadros famosos, del oratorio cuajado de
tesoros artísticos! Ese ideal que durante dos horas de la noche había
pregustado como una realidad inminente desvanecíase de pronto, quizá
para siempre, en un _quid pro quo_ burlesco. La señora de Alava tuvo
vergüenza de su contraste y recordó con sonrojo el largo paseo por
Palermo y los agasajos inútiles con que abrumara al anciano al primer
signo de consentimiento. ¡Qué tarde y qué noche perdidas! Volvióle a la
imaginación la sonrisa con que algunas amigas la contemplaron en el
paseo caminando al lado de su padre y tuvo un movimiento de despecho.
No; no era, en verdad, presentable D. Juan Martín... Comenzó a recordar
las grandes humillaciones que por su causa sufriera, la inquietud en que
vivía, el vasallaje económico en que tenía a todos: a ella, a su hijo, a
su marido... Y en ese recuento de ingratos episodios domésticos fué
acumulándose toda su amargura, hasta que estalló en el deseo
inconfesable: ¡Cuándo la dejaría libre! Iba ya a cumplir cuarenta años;
le quedaban, pues, pocos de juventud, de belleza, de ansia de gozar la
vida, y veía su destino irremediablemente trunco. ¿A qué la fortuna y la
libertad cuando ya no pudiese sino vivir sobre sus recuerdos? Esta
perspectiva sarcástica le llenó de una congoja infinita, y sinceramente,
con la más pura emoción de su alma, juntando sus bellas manos largas en
el gesto de la plegaria más fervorosa, exclamó:

--¡Dios mío! ¡Cuándo me veré libre de mi padre!...



CAPITULO VI

LA MUERTE DEL HÉROE


Por fin había muerto. Su mucamo, un viejo criado, el único que tenía
derecho a violar el _sanctasantórum_ de su dormitorio, extrañado de que
siguiera durmiendo después de las ocho, entró en la habitación y le
halló arrebujado en las ropas del lecho, todo encogido, en una actitud
de momia, blanco y rígido ya.

Debía de haber muerto pocas horas antes, mientras dormía; pero por la
expresión de su fisonomía hubiérase dicho que era un cadáver muy antiguo
que perdiera desde muchos años atrás todo contacto con el mundo. La
muerte había acentuado en su mascarilla aquel aire de reserva que
tuviera durante toda su vida; la agonía le había hecho apretar aún más
sus labios, subrayando el visaje habitual con que recataba sus
sentimientos íntimos. Don Juan Martín parecía ocultar un secreto. Y en
verdad que se llevaba el secreto de sus fatigas, del heroico esfuerzo de
voluntad desplegado durante medio siglo, de los sufrimientos soportados,
de las decepciones aguantadas noblemente en silencio... ¡Todo perdido,
hundido en la nada, anegado en el misterio, como están perdidos para
nosotros los infinitos sufrimientos de las razas primitivas que en
centenares de miles de años fueron elevándose lentamente sobre el nivel
de la animalidad!

El mucamo se cercioró de la muerte. Iba a llamar, a conmover a la casa,
cuando se acordó de la señora y salió, cerrando tras sí suavemente la
puerta del aposento como para no despertar al dormido. Bajó al piso
inmediato, y después de conferenciar con dos doncellas, le hicieron
pasar al tocador. De espaldas, hablándole al espejo, Juana María le
preguntó:

--¿Qué pasa, Julián?

Julián dió la noticia:

--Señora, creo que el señor Martín está mal.

--¿Se ha levantado?

--No, señora; todavía no. Me parece que es algo grave. Si la señora
quisiera subir...

--¡Inmediatamente!--contestó Juana María poniéndose de pie.

Las doncellas se precipitaron hacia ella y con una destreza de esclavas
de harén le arreglaron rápidamente el cabello y le ajustaron su ropaje
matinal. Subió presurosa la escalera seguida del mucamo.

Al ver al padre todo blanco y encogido tuvo de inmediato la evidencia de
la verdad. Fué como si le dieran un fuerte golpe en la frente; echó la
cabeza hacia atrás y permaneció un momento atontada. Pero pronto se
sobrepuso al brutal choque. Comenzó a reflexionar: las ideas, las
imágenes, los proyectos desfilaron velozmente por su espíritu. Sentía
una especie de vértigo al pensar tan rápidamente. Se apoyó en el
respaldo de una silla y procuró fijar sus ideas. ¿Qué debía hacer? Como
siempre, cuando podía ser necesario, Alava estaba en la estancia. En el
chico no se podía confiar. Ante todo había que evitar el escándalo.
Debía prolongarse la agonía del padre...

Se volvió hacia el mucamo. Pálida, con un temblor en la voz, le dijo:

--Es un síncope.

El sonido de sus propias palabras la reanimó. Recobrando algo de su
capacidad ejecutiva, dijo luego:

--Julián, vaya usted en seguida a buscar al doctor...--vaciló entre dos
nombres, decidiéndose por el médico más anciano--; pero vaya usted
mismo, sin decir nada a nadie, para no alarmar... Yo esperaré aquí...

Al quedarse sola, Juana María dió un vistazo a la habitación: muebles
modestos, viejos, desparejos; la alfombra sucia; ropas en desorden. Todo
con un aspecto sórdido que sobrecogía el corazón. En una pared, el
retrato de la madre: una horrible ampliación al carbón con un grueso
marco dorado.

Esto, más que el cadáver infantilmente encogido en el lecho, la
impresionó hasta el punto de hacerle subir las lágrimas a los ojos. Fué
una impresión que, comenzada en el estómago, ascendió atenazándole la
garganta y obligándole a romper en un sollozo: «¡Dios mío! ¡Qué
miseria!»

La doncella de confianza, que, inquieta por su ausencia, subió a
ofrecerle auxilio, la halló en medio de la estancia, anonadada,
llorando silenciosamente las últimas lágrimas de vergüenza que le hacía
derramar el padre...

Cuando Julián volvió con el médico, casi no pudo reconocer la
habitación. Faltaban muchos muebles, se había mudado la alfombra y el
retrato de la madre había desaparecido.



CAPITULO VII

TRANSFIGURACIÓN


El viejo médico mundano, después de un rápido reconocimiento del
cadáver, no pudo evitar una sonrisa ante la ingenuidad de la señora, que
seguía hablando de un síncope. «Es la eterna ilusión de la piedad
filial», pensó para sí, y dando a su rostro aquella expresión bondadosa
que había sido la causa de su éxito en la carrera, comunicó a la hija su
triste comprobación.

Ante esta notificación oficial, Juana María cayó de rodillas sobre la
alfombra limpia y hundió su rostro en el lecho mortuorio, contra la
colcha recién mudada. Así, tapándose los oídos para no escuchar las
triviales frases de consuelo del médico y las súplicas amistosas de la
doncella, que llorando copiosamente le rogaba se tranquilizase, la hija
de Juan Martín permaneció largo rato zarandeada por un tumulto de
pensamientos. ¿Qué pasaría durante el día? Como siempre, cuando se
trataba de presentar o aludir a su padre ante otras gentes, se sentía
cobarde. Esta vez no podría evitarlo, y ante la perspectiva de las
miradas irónicas y de los pésames insidiosos que tendría que soportar,
un estremecimiento de rebeldía recorrió todo su cuerpo. Se resistía al
cumplimiento de ese último deber filial con la misma reacción física que
los condenados tienen frente a la guillotina. Sentíase muy desgraciada y
hundía desesperadamente la cabeza en la colcha como si quisiera escapar
a su amarga obligación fúnebre.

Doña Juana María no era mujer de dejarse abatir. Se puso de pie,
dominando su emoción; enjugóse las dos lágrimas ardientes que le corrían
por las mejillas y dió varias órdenes. Parecía una princesa regente al
pie del lecho de muerte del jefe de la dinastía, porque su primer medida
consistió en establecer la censura sobre todas las noticias que se
refirieran al fallecimiento.

Alava fué informado por medio de un telegrama de seis palabras, y el
médico, retenido en la casa hasta mediodía. Después de esa hora las
comunicaciones fueron haciéndose lentamente, de acuerdo con un orden
protocolar.

El último en advertir la novedad fué el mayor de los nietos de D. Juan
Martín, que vivía en la misma casa. Se había levantado a las cuatro de
la tarde, y envuelto en una pintoresca salida de baño estaba haciendo
flexiones, a tiempo que batía un _cock-tail_ cargado de yemas, cuando
vió en _El Diario_, que pusiera extendido sobre su cama, el retrato del
abuelo. «¡Zas! ¡El viejo!», dijo lleno de estupor, y sin dejar de batir
maquinalmente su _cock-tail_ se enteró de la noticia necrológica.

Era un suelto laudatorio, altamente laudatorio. Don Juan Martín aparecía
en él como un _pioneer_, como uno de esos hombres que son el orgullo y
la fuerza de las sociedades modernas.

Este país, sobre todo, al que había consagrado sus energías por espacio
de más de medio siglo, y donde había formado una familia modelo de
virtudes, le debía estar reconocido. Su muerte era, pues, un duelo a la
vez social y público.

Los demás periódicos de la tarde abundaban en sentimientos semejantes.
Hacían el elogio de las prendas morales del difunto e historiaban la
maravillosa formación de su fortuna, iniciada humildemente y acabada en
un esplendor de millones. Se ensalzó su actividad, se admiró su energía,
se recordó sus golpes de genio financiero. Comenzaron a circular
anécdotas sobre el hombre de negocios, y la máquina de afilar, la
célebre máquina de afilar de sus tiempos de iniciación, reapareció como
un fantasma glorioso.

En pocas horas la figura de D. Juan Martín había cobrado contornos
épicos. A través de los amigos de la casa, por medio de las visitas
oficiales de pésame, un reflejo de esa reverberación póstuma había
llegado hasta Juana María, quien, sin mucha confianza en tales
demostraciones de respeto, las aceptaba, empero, gratamente sorprendida
de que el acíbar de aquel día fúnebre no fuese tan amargo.

Poco a poco, con todo, durante la larga noche de velorio, la hija de D.
Juan Martín fué adquiriendo la convicción de que sus aprensiones de la
mañana anterior habían sido injustificadas. Nunca su papel fuera más
fácil ni jamás soportara mejor el peso del apellido de su padre. Y con
la conciencia tranquila se entregó a un sueño sereno.

Durmió por espacio de tres horas. Después, el vértigo de sus
obligaciones de principal figura del duelo la arrebató, anestesiándola:
la rápida prueba de los trajes de luto, la última visita al féretro. La
multitud, frases sin eco escuchadas al pasar, hachones encendidos,
enormes cortinados negros, dolor de cabeza, cantos en latín y un pesado
olor a incienso...

¿Cuánto había durado todo eso?...

       *       *       *       *       *

Vinieron después los largos días melancólicos, de clausura; la obligada
actitud de recogimiento, las visitas de los íntimos, las conversaciones
reducidas a girar inevitablemente en torno de la figura del muerto. Esto
último, que algunas semanas antes le habría parecido un horrendo
suplicio, íbale resultando una tarea fácil y hasta entretenida. ¿Efecto
del aburrimiento de aquel interminable secuestro? La señora de Alava no
sabía a qué atribuirlo. ¿Era ella o los demás la causa del cambio? En
verdad, con respecto a ese punto capital de su vida todos habían
cambiado. Las gentes de toda suerte testimoniaban a la memoria de D.
Juan Martín un respeto y una admiración que nunca se hubiera podido
sospechar durante su vida. Ella misma, por su parte, comenzaba a
experimentar, al recuerdo del padre, una vaga emoción de ternura. Ya en
más de un momento de soledad se había sorprendido pensando en el
anciano.

Cierto día recibió un envoltorio voluminoso. Era un gran libro de
recortes, encuadernado en fino cuero negro. Se lo enviaba un amigo
modesto, protegido suyo, que con amorosa paciencia había recogido todo
cuanto se publicara a propósito del fallecimiento de D. Juan Martín.

Distraídamente, doña Juana María se puso a hojearlo. Creyó que no le
interesaría; pero al rato hundióse en la lectura de los avisos fúnebres,
de las necrologías, de los artículos biográficos, de las crónicas del
sepelio, de las notas de condolencia de Sociedades anónimas y centros
recreativos regionales, del relato de los modestos homenajes de
empleados y amigos.

El escueto telegrama con que el infante de Aragón se asociara al duelo,
desde España, aparecía en el centro de una página, rodeado de una
complicada orla dorada con atributos heráldicos y las armas del
príncipe.

A medida que pasaba las páginas iba adquiriendo como una revelación de
la grandeza del muerto. Fué un descubrimiento que le esclareció
súbitamente la evolución operada en su ánimo en las últimas semanas.
Había tenido razón; su instinto no la había engañado...

Y bruscamente, al comprender que era un sentimiento lícito, se abandonó
a su dolor con una desesperación tanto mayor cuanto más tiempo había
sido contenida.

Toda su salvaje ternura filial, retenida y ahogada durante más de veinte
años, estalló de pronto en un lamento: «¡Papá! ¡Papá!» Sin reserva
alguna, mesándose los cabellos y retorciéndose las muñecas, gritaba:
«¡Papá! ¡Papá!»... Era un clamor ronco, angustiado, desesperante.

Una hora después, casi aniquilada, postrada en el suelo, con la cabeza
apoyada en el libro de recortes, la cabellera en desorden, imploraba aún
con un gemido infantil, entrecortado por hondos suspiros: «¡Papá!
¡Papá!...»



CAPITULO VIII

LUTO LIVIANO


Tres meses después de la muerte de don Juan Martín la señora de Alava
escribía esto a una amiga, de paseo por Europa:

«Lentamente vamos reponiéndonos del doloroso golpe que nos dió el
Destino. Aunque el vacío dejado por la desaparición de papá es demasiado
grande para que pueda olvidarse, nuestro dolor se ha ido dulcificando.
Ya no es el sentimiento desgarrador de los primeros días, sino un culto
piadoso de su memoria. Le recordamos con ternura a cada momento y nos
consolamos pensando que tarde o temprano nos reuniremos a él. Como me
decía monseñor de Filippis--que no nos ha abandonado en estos tristes
días--, ese consuelo es la gran fuerza de los cristianos. ¡Dios mío!
¿Cómo harán para no morirse de desesperación los incrédulos que pierden
un ser querido? ¡Qué enorme desgracia es no tener fe! Sin embargo, aun
con la ayuda de la religión, estos meses, a mí sobre todo, que apenas
salgo de casa, me parecen interminables. Para ocuparme un poco he hecho
sacar del colegio a los dos chicos. ¡Imagínate que en el trastorno del
fallecimiento, a causa de lo enervada que me dejó la larga agonía del
pobre papá, nos olvidamos de ellos! No pudieron despedirse del abuelo,
al cual adoraban, a pesar de que en los últimos años rara vez lo veían.
¡Papá estaba siempre tan ocupado! Si hubiera sido otro habría podido
descansar, consagrarnos algún tiempo, hacer vida de familia; pero
¡cualquiera le iba a convencer a él de abandonar sus negocios en otras
manos!

»Ahora, con su ausencia, ya es otra cosa. Fernando, mi marido, está por
transformar la Empresa en una gran Compañía anónima. Ha recibido en este
sentido proposiciones muy ventajosas del barón de Erlanger. El
Directorio central se establecería en Londres, y Adolfo se reservaría el
cargo de secretario. El muchacho está encantado porque al fin entrevé
la posibilidad de realizar su ideal de vivir en Inglaterra. A mí la
solución me parece cómoda y ventajosa. Fernando podrá ocuparse con toda
libertad de su cabaña y del haras que acaba de instalar. Esto del haras
es un viejo proyecto suyo que no quiso llevar a cabo hasta ahora, para
no contrariar a papá. El pobre papá no podía tolerar que se le hablase
de caballos. Decía siempre que él no había necesitado nunca de caballo
alguno para llegar adonde había llegado. También se oponía a que
dejáramos esta casa. Se había encariñado con ella como se encariñaba con
todas las cosas. Su apego a lo que le rodeaba era tan grande que no
dejaba entrar a nadie en sus habitaciones. Por respeto a su memoria
hemos conservado su dormitorio tal cual estaba el día de la muerte.

»¡Ah! Olvidaba decirte que estamos por construir una casa en el terreno
de la calle Juncal. Desde que falta papá, este caserón, enorme y frío,
me parece insoportable. Creo que no recobraré mi tranquilidad hasta que
no me vea fuera de él. Tú no te puedes imaginar cuánto lo deseo.
Desgraciadamente, las cosas marchan despacio. Hay que hacer venir
materiales de España, porque--se lo he dicho bien claro al
arquitecto--no quiero una casa de similor. Y eso es largo... Y mientras
tanto me consumo en esta inacción forzada a que me obliga el luto...»



CAPITULO IX

     EN EL CUAL LA SEÑORA DE ALAVA RECONOCE QUE EL UNIVERSO ESTÁ
     PERFECTAMENTE BIEN ORGANIZADO


Un cielo límpido, de un azul de esmalte, sin una nube en toda su
extensión. Sólo allá adelante, muy lejos, sobre la masa verdinegra de un
grupo de árboles, se desvanecía un copo blanco. ¿Una nube? Bien rara,
por cierto, si lo era... Desde la ventanilla del tren, Amenábar la veía
aparecer bruscamente como un punto blanco, inflarse con torpeza e irse
confundiendo poco a poco en el azul purísimo del firmamento, para luego
resurgir como un punto blanco, cincuenta metros más arriba o más abajo,
hincharse y diluirse de nuevo. Muy atento al extraño fenómeno
meteorológico, el clubman había olvidado el objeto de su viaje cuando
oyó decir:

«Pronto llegaremos.»

Recordó entonces cómo el encuentro con Adolfito Alava Martín, llegado
tres días antes de Londres, le obligara a hacer con él ese viaje, en
tren especial, cuando tenía resuelto eludir la ceremonia enviando un
telegrama. Pero ahora, ante el encanto de una mañana como aquélla, todo
su fastidio se desvaneciera.

¿Qué importaban los discursos, el descubrimiento del busto de D. Juan
Martín, la bendición de las salas, los invitados y los miembros de la
familia, si con mirar al cielo se sentía penetrado de una paz infinita?
Abandonado a un sentimiento bucólico, seguía mirando la caprichosa nube.
A medida que se acercaban a ella se concentraba y se disolvía con mayor
rapidez. Substrayéndose por un momento a su contemplación, Amenábar
pensó con vergüenza en su ignorancia sobre los fenómenos de la
Naturaleza. «He ahí un hecho--se dijo--que debe ser sabido de toda la
gente de campo, acostumbrada a levantarse temprano, y que a mí, que
conozco todas las grandes capitales del mundo, me produce un asombro de
salvaje.»

La nube continuaba rehaciéndose y fundiéndose en el azul, sobre el grupo
de árboles, con una perseverancia encomiable. A Amenábar le pareció
advertir hacia aquel lado unos golpes sordos.

El tren disminuyó su marcha... Entonces Amenábar pudo reconocer sin
dificultad el estampido de la bomba, que cada medio minuto se deshacía
en un copo de humo blanco, sobre los árboles, anunciando la fiesta.

Por el camino de tierra, que un poco más adelante surgió de improviso al
lado de la vía, iban algunos autos, grandes coches de campaña, _fords_
de chacareros, paisanos a caballo y un destacamento de la gendarmería
provincial. Avanzando con lentitud, venía detrás un coche de ciudad
cerrado, tras cuyos cristales veíase un hábito violeta y dos sotanas
negras.

«Es el obispo», dijo alguno de los que se habían agolpado en las
ventanillas del vagón. Y con el regocijo de quien ve disiparse una
perspectiva desagradable, los que acompañaban a Adolfito Alava Martín
comenzaron a reconocer a los que iban por la ruta.

Casi todos los veraneantes del balneario vecino se habían trasladado a
la inauguración de la colonia de vacaciones.

El tren especial en que el nieto de D. Juan Martín reuniera a todos los
amigos que se hallaban en Buenos Aires entró, multiplicando las señales
de alarma, en la pequeña estación. Amenábar, deseando desentumecer las
piernas, bajó el primero. Apenas puso el pie en el andén, un operador
cinematográfico, enfrentándosele, comenzó a dar vueltas a la manivela de
su aparato.

A espaldas suyas estallaron de pronto los clarines de una banda lisa.
Era la banda de bomberos de La Plata que, de uniforme de gala, acababa
de descender de otro convoy, detenido en un desvío.

Pocos pasos adelante reconoció al gobernador de la provincia, de traje
claro y sombrero blando, acompañado por un ministro joven que parecía
muy preocupado del efecto del rocío sobre sus botines de charol. Por la
ruta que llevaba de la estación al grupo de pabellones blancos con
techado rojo, donde se aglomeraba la gente, veía desarrollarse la cinta
amarilla de una sección de _boys scouts_. Las bombas, ahora más
frecuentes, atronaban el espacio; las bocinas de los automóviles
formaban un tumulto confuso y el clamoreo de los clarines parecía querer
competir con el sol deslumbrante.

Amenábar perdió la última ilusión que le quedaba de la paz campesina.
Aturdido, después de una noche de viaje en tren, se perdió entre la
muchedumbre, que a eso llegaba la asistencia a la ceremonia.

«¿Cómo habrá hecho Juana María para reunir esta gente aquí?», pensó, no
sin asombro. Luego, con la buena fe de un espectador desinteresado,
presenció el descubrimiento del busto de D. Juan Martín en el pequeño
_hall_ del pabellón principal. La colonia de vacaciones había sido
puesta bajo la advocación de su nombre, como en homenaje a su memoria y
como un ejemplo a los que allí se asilaran de lo que pueden el trabajo y
la constancia. Descubiertos respetuosamente, los espectadores
contemplaban la efigie de mármol sobre cuya fuerte nariz cabalgaban unos
lentes de oro... ¡Aquellos lentes que durante su vida le servían para
no dejarse apiadar por la miseria, para no ser débil, ni compasivo, ni
generoso, para no ver sino lo que resueltamente le convenía!

El obispo de Heráclea pronunció el panegírico. Fué una hermosa
peroración, que consistió únicamente en el desarrollo de este
pensamiento, que monseñor de Filippis atribuyó a Veuillot: «¿Qué es una
hermosa vida? Un pensamiento de la juventud realizado en la edad
madura...»

El seguro conocimiento que evidenciaba siempre de una literatura tan
profana como la francesa era una de las causas de su prestigio mundano.
Aquella cita lo robusteció por mucho tiempo.

Mientras monseñor hablaba, Juana María, llorando de emoción al recuerdo
del padre, pensaba que esa fórmula era también aplicable a ella: había
conseguido todo cuanto se propusiera en la juventud. Lo último, lo que
más le costara, lo acababa de obtener: poseía la mejor casa de Buenos
Aires, y de ahora en adelante tendría un antepasado ilustre.

Los demás discursos, el del gobernador de la provincia, aceptando la
donación, y el del director del nuevo establecimiento no le dejaron
ninguna duda sobre el punto. El nombre de D. Juan Martín había entrado
en la gloria...

A mediodía la mayor parte de la concurrencia se dirigió a la estancia de
Alava, que quedaba allí cerca. Mucha gente, mujeres sobre todo, deseaban
contemplar a _Heraldic_, el famoso padrillo que el gran criador había
adquirido en Inglaterra, para su haras, en una suma fabulosa. Otros,
hombres serios en su mayor parte, preferían ver los mejores ejemplares
de la cabaña. Por último, un grupo pequeño de visitantes de mediana
condición social, que tenían el culto de los _self-mademan_, se dió a
buscar la célebre máquina de afilar a que se hacía referencia siempre
que se aludía a los orígenes de la fortuna de D. Juan Martín.

Esta vez la señora de Alava se puso a la cabeza de los curiosos. Los
llevó hasta un pequeño galpón, donde, cubierta por una lona, se hallaba
la máquina, con su rueda única, su pedal, la piedra gastada y el tarrito
del agua.

«¡Cómo la cuidan!», dijo con admiración uno de los del grupo. El
aparato, en verdad, no representaba tener el medio siglo que le atribuía
la leyenda. Monseñor de Filippis, que no se apartaba de la señora de
Alava, descubrió entonces que la máquina tenía la patente del año
anterior. E inmediatamente, con su fino sentido de la adulación, celebró
la piedad filial de la señora, que, como una suerte de tributo a los
manes paternales, renovaba todos los años la patente del aparejo.

«Gran ejemplo de humildad, señora, gran ejemplo de humildad.»

Entre tanto, la hija de Juan Martín, conturbada por el detalle
inadvertido y temiendo que por otros signos se descubriese la piadosa
substitución de la reliquia desaparecida, había dejado caer de nuevo la
lona. Salieron del galpón, y mientras se alejaban iba pensando que era
ridículo que ella, que había reunido en su casa de la calle Juncal
muebles antiguos, venerables obras de arte, vinos añejos y cuadros del
Renacimiento, no hubiera podido conseguir una máquina de afilar vieja de
veinte años.

Fué el único pensamiento desagradable que tuvo aquel día.

Por la noche, sin embargo, sufrió una pesadilla atroz. Soñó que el padre
había vuelto y todo lo realizado en los tres años que estuviera ausente
se desvanecía como una pintura lavada con ácido: la Sociedad anónima, la
casa colonial, el haras, la colonia de vacaciones. Don Juan Martín era
más hosco, más intratable, más grosero que nunca. Dejaba que le
rematasen la estancia a Alava y pretendía que Adolfito fuese a trabajar
a las oficinas de la Empresa.

Y quería obligarla a ella a que le acompañase en sus paseos por la
ciudad, mientras él iba empujando la vieja máquina de afilar y llamando
la atención con su silbato.

¿No había acaso escoltado a la madre cuando iba al lavadero? Como un
conjuro infernal, surgió ante ellos la figura de la madre, zafia,
procaz, con un cesto de ropa blanca sobre la cabeza. Los tres echaron a
andar por las calles aristocráticas, por los paseos distinguidos, por
las playas de moda. Pasaban por entre filas de gente conocida que no la
reconocían. Anonadada de vergüenza, oyó al obispo de Heráclea decirle,
sacudiendo jovialmente la mitra:

«Gran ejemplo de humildad, señora, gran ejemplo de humildad.»

Bruscamente se le despertó un odio terrible contra el espectro--¿era
verdaderamente su padre?--que la arrastraba en aquel paseo infamante.
Toda la gente había desaparecido y se encontraban en un desierto rojo.
Alzó el brazo para golpear al fantasma y se despertó sentada en la cama
en su dormitorio de la estancia. Aunque el resplandor rojizo del velador
le permitía darse cuenta de los muebles familiares, de los detalles
conocidos, de su fisonomía misma, que el psyché reproducía en un ángulo
de la habitación, permaneció largo rato con las pupilas agrandadas por
el terror, temblando y a punto de llorar de miedo. ¿Había muerto
efectivamente el padre? ¿Habían pasado de verdad tres años?

Poco a poco fué recobrando el sentido de la realidad. Reconstruyó todo
lo ocurrido en ese espacio de tiempo y se dió cuenta que había sido
víctima de una pesadilla. Pero aun así, su inquietud no desapareció por
completo. ¿Podrían volver los muertos? Se quedó pensando en esta
posibilidad, que nunca hasta entonces se le había ocurrido. Pero pronto
la desechó. Aunque la Dirección de Cementerios no ofrece ninguna
garantía al respecto, los muertos no vuelven. Eso para ella era una
prueba más de que el Universo estaba perfectamente bien organizado.


FIN



ÍNDICE


                                                                _Páginas._

PRÓLOGO                                                                7


EL COCOBACILO DE HERRLIN                                              15

Capítulo primero.--Simple introducción a una historia
complicada                                                            17

Capítulo II.--Un informe consular                                     20

Capítulo III.--La mancha azul                                         26

Capítulo IV.--Preliminares de la campaña                              30

Capítulo V.--La primera vuelta                                        34

Capítulo VI.--La máscara de hierro                                    39

Capítulo VII.--Donde se entra en contacto con el
enemigo                                                               42

Capítulo VIII.--Revista de fuerzas coloniales                         48

Capítulo IX.--«Don Pepe»                                              58

Capítulo X.--Síntesis de tres ejercicios financieros                  62

Capítulo XI.--Donde el cocobacilo de Herrlin se
apresta a entrar en acción                                            66

Capítulo XII.--«Don Juan»                                             73

Capítulo XIII.--El honor de los pueblos                               79

Capítulo XIV.--La septicemia de Herrlin                               84

Capítulo XV.--Una campaña electoral                                   89

Capítulo XVI.--The Rabbit’s March                                     96

Capítulo XVII.--«¡El conejo no existe!»                              105

Capítulo XVIII.--Donde se revela por fin la singular
eficacia del cocobacilo de Herrlin                                   110

UNA SEMANA DE HOLGORIO                                               117

Prólogo.--Julio Narciso Dilon                                        119

Capítulo primero.--Desgraciado en el juego                           121

Capítulo II.--...afortunado en el amor                               131

Capítulo III.--El damero a media noche                               135

Capítulo IV.--Asalto a una Comisaría                                 139

Capítulo V.--¡Alto el fuego!                                         142

Capítulo VI.--La luz de un nuevo día                                 146

Capítulo VII.--Convicto y confeso                                    149

Capítulo VIII.--Un interrogatorio                                    153

Capítulo IX.--Aramis                                                 157

Capítulo X.--La ninfa Eco                                            161

Capítulo XI.--«Hands up!»                                            164

Capítulo XII.--La vuelta al hogar                                    168

Capítulo XIII.--El asalto a la Comisaría 44                          170

Capítulo XIV.--De cómo recobro el uso de la razón
y otros objetos                                                      174


EL CULTO DE LOS HÉROES                                               179

Capítulo primero.--De cómo D. Juan Martín iba
acortando sus paseos                                                 181

Capítulo II.--En que se muestra que la piedad,
como otros achaques de la vejez, la miopia por
ejemplo, puede corregirse con el uso de cristales
adecuados                                                            185

Capítulo III.--Breve excursión a través de los apellidos             191

Capítulo IV.--El huevo de Leda                                       196

Capítulo V.--La vuelta al Colonial                                   207

Capítulo VI.--La muerte del héroe                                    219

Capítulo VII.--Transfiguración                                       224

Capítulo VIII.--Luto liviano                                         232

Capítulo IX.--En el cual la señora de Alava reconoce
que el Universo está perfectamente bien organizado                   236

                         [Illustration: CALPE

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