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Title: Filosofía Americana: Ensayos
Author: Molina, Enrique
Language: Spanish
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(https://archive.org/details/americana)



Note: Images of the original pages are available through
      Internet Archive/American Libraries. See
      https://archive.org/details/filosofbiaam00molirich


Nota del Transcriptor:

      Letras itálicas son denotadas con _líneas_.

      Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las
      minúsculas) han sido sustituidas por letras mayúsculas
      de tamaño normal.



FILOSOFÍA AMERICANA

ENRIQUE MOLINA

Ensayos



[Ilustración]

PARÍS
CASA EDITORIAL GARNIER HERMANOS
6, RUE DES SAINTS-PÈRES, 6



FILOSOFÍA AMERICANA



LA LIBERTAD, EL DETERMINISMO Y LA RESPONSABILIDAD


SUMARIO

  I.--Las ideas de libertad y el determinismo.

  II.--El determinismo y su influencia sobre la acción humana y el
  pensamiento.

  III.--La libertad absoluta.

  IV.--El determinismo psíquico y las ideas nuevas.

  V.--La fuerza coordinadora de la voluntad y la libertad virtual.

  VI.--El determinismo social y el individuo.

  VII.--El fundamento de la responsabilidad.

  VIII.--El sentimiento de responsabilidad y su educación.--Conceptos
  definitivos de libertad y responsabilidad.


Que una discusión haya agitado a las inteligencias durante siglos, no es
motivo para dejarla de la mano, sin tentar antes el ensayo de probar una
de dos cosas: o alguna solución que se encuentre, o que la cuestión es
insoluble.

En este caso se halla la secular polémica sobre el determinismo y el
libre albedrío.

Creo que esta contienda se ha enmarañado por falta de claridad sobre los
conceptos discutidos, de donde ha resultado que se ha confundido el
determinismo con el fatalismo; se ha buscado para la libertad y
responsabilidad un sentido absoluto que no pueden tener: no se ha visto
que es inconcebible la actividad voluntaria sin determinaciones que la
encaminen, de donde proviene una conciliación entre la única libertad
práctica y posible y el determinismo; y no se ha pensado que basta al
mantenimiento de la vida social y moral la responsabilidad relativa que
emana de la convivencia y solidaridad de los hombres y no es
incompatible con el determinismo.

Estas ideas y otras que digan relación con ellas van a ser la materia de
este ensayo.


I

LAS IDEAS DE LIBERTAD Y EL DETERMINISMO

Cuando decimos que un hombre goza de libertad o que alguien tiene
conciencia de su libertad, pensamos atribuir una cualidad a esos
sujetos; pero, en realidad, sólo empleamos respecto de ellos un término
abstracto cuya comprensión es muy variada.

El populacho y el demagogo que deliran de entusiasmo cuando se les habla
de su sagrada libertad, que serían capaces de colgar de un farol a
alguien que la negara, el tribuno ilustrado que defiende la libertad de
testar, y de la prensa, y el metafísico que aboga por la libertad
absoluta, cubren con la misma palabra cosas muy distintas.

Veamos, así, primero, los sentidos que son propios del concepto de
libertad y, en cada caso, las relaciones que pueden ligarlo al
determinismo o hacerlo incompatible con él.

Empezaremos por la libertad empírica o externa.

Ésta consiste en la facultad de hacer lo que se quiere, en la falta de
coerción exterior; en la facultad de convertir en acto lo que indica el
motivo que más se quiere, aunque más acertado sería decir, no que uno
puede decidirse por el motivo que más quiere, sino que uno quiere al
motivo que más puede sobre uno; porque, en cuanto a la ejecución del
acto, ¿será posible que alguien no obre en definitiva según el motivo
que más puede sobre él? Hacia donde enderece su acción, obrará siempre
impulsado por el motivo que más imperio tenga sobre él en ese momento.

En sentido empírico se dice que un hombre consagrado a una profesión
liberal es libre y que un empleado no lo es. Frecuente caso es
considerar la falta de libertad sólo desde el punto de vista de la
sujeción a otro hombre y no tomar en cuenta las causas que coartan, que
impiden o tuercen de mil maneras nuestras acciones.

Conocí un corredor de comercio que se jactaba de ser libre, de no
depender de nadie. Todas las mañanas debía irse antes de las siete a un
puerto vecino al lugar de su residencia y lidiar allí hasta la tarde con
cargadores, fletadores, empleados de los ferrocarriles, etc. Este hombre
libre regresaba generalmente molido a su casa ya entrada la noche.
Dentro de esta manera de entender la libertad se habla de las cadenas
del matrimonio, de la sujeción de las mujeres y de los hijos de familia,
y de la independencia de los hombres solteros.

El conferir al Estado mayor o menor suma de atribuciones, la fijación de
los derechos y de las relaciones de los individuos, las controversias de
los feministas y antifeministas y las luchas entre socialistas e
individualistas, giran alrededor de la libertad empírica; es decir, se
trata en estos problemas de fijar lo que los individuos o grupos de
individuos tengan el derecho de hacer o no hacer. En este mismo sentido
se habla de los pueblos que combaten por su independencia o que son
celosos de ella, de los héroes de las libertades cívicas y, en una
palabra, de todos los casos en que hay lucha por el derecho.

La libertad de que hablamos comprende en primer lugar el dominio sobre
nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Moverse, viajar y poner el sello de
las fuerzas personales en un objeto exterior; sentir la conciencia sin
imposiciones extrañas a la propia personalidad y pensar según
inspiraciones íntimas, son atributos de la libertad empírica. Simmel[1]
agrega a estos atributos la propiedad y la soberanía sobre otros
hombres. Es claro que si mi libertad consiste en hacer lo que quiero,
respecto de los objetos exteriores, puedo hacer más mientras mayor
número de objetos o bienes posea. «Así es la posesión de objetos
exteriores, un simple aumento o extensión de la propia libertad
personal». Pero agrega nuestro autor, «la libertad aumenta con la
propiedad sólo hasta ciertos límites; después más bien disminuye. Hay
cierta cantidad de bienes, más allá de los cuales la voluntad, por
decirlo así, no deja sentir su acción sobre ellos, que es en lo que
consiste la libertad.»

     [1] _Einleitung in die Moral Wissenschaft_, II, Die Freiheit.

«El deseo y la codicia pueden naturalmente seguir adelante, pero éstos
evidencian su falta de finalidad en el descontento que sigue al logro de
su ambición. En tanto que una exorbitante cantidad de riquezas se
acumulan en una mano, otros carecen de lo necesario para su libertad.
El principio del máximum de libertad exige que el máximum de la
propiedad se coloque donde el hombre pueda poner a los objetos
exteriores el sello de su voluntad.» Para mayor claridad, yo agregaría
que el propietario hiciera sentir sobre los objetos de su propiedad la
acción de su trabajo.

No se me ocultan dos cosas a este respecto: que esta fórmula, aun con la
explicación adicional, es demasiado vaga; y que dilatar el concepto de
libertad, hasta encerrar dentro de él el de propiedad, es lanzarse en
divagaciones que se prestan a la confusión de ideas.

Mayor estiramiento, si se quiere, significa el otro pensamiento de
Simmel, de que la libertad llega a coincidir con el ejercicio de
soberanía sobre otros hombres.

En esta situación deben de haberse colocado el señor feudal al frente de
sus siervos, y el patricio romano respecto de sus centenares de
esclavos. Un caso concreto en que se ha llamado libertad al dominio
sobre los demás, nos ofrece la historia de la llamada libertad de la
iglesia.

Toda la historia de la Edad Media, desde Carlomagno hasta Gregorio VII,
nos muestra el proceso de la creciente emancipación de la Iglesia
respecto del Estado, y, al mismo tiempo, en proporción al aumento de la
libertad e independencia de aquélla, va desarrollándose su poder sobre
el Estado. La «Independencia del Mundo», que era la voz de orden de la
Iglesia, y del sacerdocio, les sirvió a éstos para la «dominación del
mundo».

Como en el caso anterior, relativo a la propiedad, hay en el recién
apuntado, referente al dominio sobre los demás hombres, confusión entre
los términos poder y libertad. Lo más que puede decirse, es que el poder
aumenta la capacidad de obrar encaminada a ciertos fines. ¿Y no la
coarta también por otros lados?

       *       *       *       *       *

En relación inmediata con la libertad empírica se halla la que se define
como el dominio sobre sí mismo. Proceder de acuerdo con las sugestiones
de la propia personalidad, ilustrada por una conciencia reflexiva, es
inherente a este aspecto del concepto de libertad. Es libre en este
sentido, el espíritu que no se siente arrastrado ni por los vicios ni
por las pasiones, y sabe sostener un criterio suyo ante las falaces
preocupaciones y sugestiones sociales vulgares. Es libre, en una
palabra, el que manifiesta individualidad y carácter, el que combate por
su independencia, porque si no hay obstáculos que vencer, no hay
libertad. Como dijo el poeta: «Sólo es digno de la libertad y de la
vida, el que se las conquista día a día».

       *       *       *       *       *

En las dos grandes maneras de entender la libertad que hemos examinado,
no se presenta ninguna oposición entre el determinismo y la libertad, o,
más bien, entre el determinismo y la posibilidad de ejecutar una acción
u otra de varias que se ofrecen a la voluntad. Lo único que afirma el
determinismo es que la preferencia que triunfa resulta de causas
anteriores, o hereditarias, o sociales que arrastran al individuo. En
ninguno de los ejemplos apuntados faltan las causas determinantes. La
vida del profesional, del hombre soltero, de la sufragista, del
individualista o del socialista, con toda la libertad de que alardean,
están encaminadas por motivos poderosos que constituyen la explicación
de su existencia. La historia de los pueblos civilizadores o amantes de
su autonomía, la de los héroes e individualidades eminentes obedecen a
causas anteriores que, por lo menos en sus líneas generales, arrojan luz
también sobre el origen de sus hechos y creaciones.

El determinismo en vez de poner trabas a la acción de esas
personalidades es su guía más seguro, porque para hacer algo, para
modificar algo, para producir un efecto sobre las cosas, es preciso
conocer, o científicamente o empíricamente, las causas capaces de
engendrar los efectos que se desean. La ciencia es el determinismo, y el
empirismo, en cuanto procede acertadamente, coincide también con el
determinismo. Imaginaos a los fenicios y su dominio sobre el
Mediterráneo y no comprenderéis que hayan ignorado los movimientos de
los astros que les servían de guías, la acción del viento, la fuerza de
las corrientes y otras nociones prácticas del arte de la navegación.
Imaginaos a los ingleses ignorando las grandes leyes de la ingeniería y
aspirando a cruzar el África con líneas férreas y a manejar el agua del
Nilo por medio de gigantescas represas. Los negros del Congo, al cruzar
su caudaloso río, en piraguas movidas a remo, darían pruebas de más
sabiduría que ellos. Imaginaos a los holandeses, a esos creadores de una
parte de nuestro planeta, aspirando a poner diques al mar e ignorando al
mismo tiempo las leyes de la hidráulica y la capacidad de resistencia de
sus materiales. Serían menos discretos que los niños que juegan con la
arena de la playa en una mañana de verano. Imaginaos a los alemanes, a
los suecos, a los norteamericanos, luchando por levantar a los pueblos
por medio de la educación y consiguiéndolo; y suponed que no se han
acordado de principios de psicología y pedagogía, y veréis que incurrís
en un contrasentido manifiesto.

Toda la obra de la cultura humana, toda la acción del hombre sobre las
cosas para transformarlas y adaptarlas a sus necesidades; y toda la
actividad gastada sobre los hombres mismos en virtud de la educación,
han sido el fruto de la aplicación inconsciente o consciente del
determinismo, inconsciente en el caso del empirismo primitivo y
consciente en el caso de las deducciones científicas. Hasta el orador
sagrado que trata de inculcar en sus oyentes una opinión, una dirección
dada, hasta el profesor que enseña en su cátedra la doctrina del libre
albedrío, y hasta el polemista que escribe artículo tras artículo para
atacar el determinismo, proceden como los más consumados deterministas
porque cuentan con que sus palabras, sus lecciones y sus artículos han
de ser causas suficientes a producir los efectos que ellos calculan y
desean en sus oyentes, discípulos y lectores. Y esta confianza en una
relación causal segura, es una mera aplicación y aprovechamiento del
determinismo.


II

EL CONCEPTO DE DETERMINISMO Y SU INFLUENCIA SOBRE LA ACCIÓN HUMANA Y EL
PENSAMIENTO

Un mundo no regido por el determinismo sería _fatal_ para el hombre y
para la existencia de la vida en general.

Negar el determinismo es negar la ley de causalidad, o sea las
relaciones constantes y proporcionales que existen entre hechos pasados
y hechos futuros, entre antecedentes y consecuentes, entre causas y
efectos. Si se niega este orden de cosas, es menester aceptar que la
causa que ayer produjo un efecto dado, ha de poder ocasionar mañana, en
igualdad de circunstancias, consecuencias enteramente imprevistas. Así
no debería sorprendernos que una substancia, que teníamos por alimento
sano y nutritivo, se convirtiera de un día a otro en un veneno mortal;
que la neurosina que en una ocasión robusteció los nervios de un
neurasténico, en otra agravara su mal; ni que un perro o un gato pasara
en el trascurso de una noche a ser ave de rapiña. No se diga que esta es
una puerilidad que desentona en una discusión filosófica. No; es una
consecuencia perfectamente lógica y necesaria dentro de la negación del
determinismo. En la situación que suponemos, nuestra propia personalidad
no tendría tampoco ninguna consistencia, porque los procesos que la
mantienen son procesos causales que, en lo esencial, constituyen una
repetición ordenada de fenómenos determinados por la herencia orgánica y
por el medio que nos rodea. La vida no podría existir en un mundo no
sometido al imperio de causas y efectos encadenados por una relación
constante y regular, que permiten las adaptaciones y previsiones
necesarias al mantenimiento de los organismos. Si no, habría que suponer
en éstos una capacidad verdaderamente mefistofélica para efectuar en sí
mismos transformaciones instantáneas, y tales _avatares_ mágicos son
inconcebibles.

Por más que nuestro conocimiento de las cosas sea y haya de permanecer
siempre incompleto, y a pesar de que el principio de causalidad natural
tenga un carácter hipotético, la verdad es que el determinismo nos
ofrece los únicos ensayos de interpretación y explicación de los hechos
que puede alcanzar nuestra inteligencia. Nuestra inteligencia se orienta
en medio del complejo conjunto de los fenómenos, estableciendo entre
ellos semejanzas y diferencias, antecedentes y consecuentes. La
comprensión por _identidad_ consiste en hacer un reconocimiento,
establecer una semejanza, que descansa en definitiva sobre la
uniformidad esencial de las cosas, como cuando se dice que se comprende
un lenguaje cuando se conoce el sentido propio de sus voces. La
comprensión por racionalidad es un caso de _identidad_, porque la
conclusión es el resultado de la combinación de las premisas; por
ejemplo: A = C, porque A = B y B = C. La comprensión _causal_ consiste
en explicar un consecuente por sus antecedentes, en reducir un hecho
desconocido a otro conocido, en aprovechar la identidad fundamental de
la naturaleza, formulando principios que han de tener al mismo tiempo el
carácter de racionalidad lógica. Tratar de interrumpir en cualquier
momento la explicación causal determinista, es renunciar a toda
explicación. Es lo que sucede, por ejemplo, con el problema de la
libertad incondicionada de la voluntad y con el del origen primero de
las cosas (cuestiones más metafísicas que científicas). Este caso, los
que renuncian a la interpretación por medio de la causalidad natural
deben decir: He aquí el misterio.

       *       *       *       *       *

Vamos a hacer ahora una comparación entre ciertas supuestas virtudes que
se atribuyen al libre albedrío y los defectos correspondientes que hacen
recelar del determinismo. Creemos que pueden resultar de ella caracteres
inesperados, que generalmente no se observan por falta de un análisis
detenido de la cuestión.

A primera vista se presenta la doctrina del libre albedrío como una
enseñanza capaz de infundir aliento, enaltecedora de la voluntad y
celosa de la dignidad humana; y el determinismo, al contrario, como un
evangelio depresivo de las fuerzas del espíritu, tiránico, casi
humillante. Sin embargo, ¡cuánta diferencia en la realidad! No es
exagerado decir que todo el incremento de sus libertades positivas,
reales y prácticas se las debe el hombre a las concepciones
deterministas. Algo de la prueba de lo que acabamos de afirmar hemos
adelantado ya con lo dicho en el artículo anterior respecto de la obra
civilizadora de los pueblos y de los grandes hombres.

Siendo evidente que el aumento de poder sobre los objetos exteriores, de
dominio sobre la naturaleza, significa aumento de libertad, y siendo que
ese poder y ese dominio no se han adquirido sino por medio de la ciencia
o del empirismo, que es su precursor, teniendo ambos de común la fe en
el determinismo, es claro que las aplicaciones deterministas de la
actividad humana al mundo exterior han producido un aumento de las
libertades humanas prácticas.

Pero no es esto sólo. En la existencia histórica y social, los
verdaderos enaltecedores de la personalidad humana, los que luchan por
abrirle nuevos horizontes, los que confían en ella, son los
deterministas y no los librearbitristas.

Por lo general, todo librearbitrista es tradicionalista, o, al menos si
se dice que tal afirmación es caprichosa e infundada, no se podrá negar
que todo tradicionalista es librearbitrista. Establecemos esta relación
como un hecho característico, sin entrar a ver si por razón de ella hay
algo de defectuoso en el librearbitrismo. Y es característico el hecho,
por cuanto no sería fácil encontrar un tradicionalista que sea
determinista. Si el tradicionalismo se une fácilmente con el
librearbitrismo y le repugna el determinismo, es posible que esto
resulte de que haya entre aquellos identidades esenciales. Lo cual
quiere decir,--por lo menos cuando el tradicionalismo y la doctrina del
librealbedrío vayan coligadas, caso que es frecuente,--que para los
librearbitristas el hombre ha de marchar, social, económica, jurídica y
religiosamente, por las sendas seculares señaladas por las huellas de
las generaciones pretéritas, sin dejarle la posibilidad de descubrir en
esos campos caminos nuevos y mejores. Y a esto debe resignarse el
hombre, a pesar de su libre albedrío. Entretanto, el determinista es,
por lo común, novador. Supone en el hombre una potencia mental creadora,
que dentro del _devenir_ general de las cosas,--_devenir_ inherente
también a la naturaleza de las sociedades humanas,--inventa las formas
nuevas que reclama el desarrollo social. El determinista atribuye al
hombre la capacidad de enriquecer con infinitas _posibilidades_ los
campos de su acción, y lo impulsa a que aumente así la esfera de sus
libertades.

He aquí una segunda oposición curiosa. El determinista comulga en la
generalidad de los casos con el _libre_ pensamiento, mientras que el
librearbitrista es también, en la generalidad de los casos, contrario a
él. Aquel supuesto enemigo de la libertad, le dice al hombre: «Hijo de
la tierra, eres el portador de la forma más excelsa de vida, de la razón
que se ha formado en ti, y mediante cuyo uso puedes aspirar a resolver
los enigmas del mundo. Aplícala con método a examinarte a ti mismo y a
estudiar lo que te rodea, y cuenta con que no existe poder en el
Universo con derecho bastante a hacerte aceptar lo que tu razón rechace,
a hacerte negar lo que tu razón proclame, o a impedirte expresar lo que
tu razón te inspire». Y al mismo tiempo, el librearbitrista
tradicionalista, emplea las siguientes palabras: «Desconfía de tu razón,
criatura humana, no des crédito a lo que tu pensamiento te indica, y
sométete sin discurrir a los principios que la tradición te enseña».

La libertad de pensar, a que nos referimos, es la inherente a las
funciones de la ciencia, en cuanto ésta reclama como derecho propio la
facultad de investigar todos los problemas de valor especulativo, y de
dar a luz los resultados de sus investigaciones. En ambos casos no tiene
más límites que los impuestos por los principios de la lógica y las
necesidades del método.

       *       *       *       *       *

De las comparaciones que hemos hecho, y cuyos resultados presentamos
sólo como proposiciones aproximativas, fluyen, pues, las conclusiones
siguientes: que las apariencias engañan cuando se juzga superficialmente
del valor que encierran, para la actividad de la voluntad y de la
inteligencia, el determinismo y el libre albedrío; que mientras el
determinismo estimula y desarrolla las libertades positivas y prácticas
de obrar y pensar, el libre albedrío las contraría o las niega; y que el
determinismo propende a cultivar la personalidad, a formar
individualidades ricas en posibilidades de acción y pensamientos, que
conducen a aumentar las únicas libertades posibles de que la humanidad
entera puede gozar.


III

LA LIBERTAD ABSOLUTA

Si en las maneras de entender la libertad, examinadas en los párrafos
anteriores, no se ve ninguna incompatibilidad entre ese concepto y el
determinismo, no sucede igual cosa cuando se considera a la libertad
entendida como libre albedrío absoluto.

Que uno pueda hacer lo que quiera (que es en lo que consiste la libertad
empírica, como hemos visto), es un hecho que no lleva implícita ninguna
idea sobre si la voluntad misma es determinada o indeterminada. Aquí se
revela el carácter sumamente abstracto y especulativo del problema de la
determinación o indeterminación de la voluntad, que carece de interés en
la vida ordinaria y para la generalidad de las personas.

Los hombres son celosos principalmente de sus libertades empíricas,
luchan por ellas y por poder hacer lo que quieren, sin preocuparse de
inquirir si su voluntad misma es determinada o indeterminada en un
sentido metafísico.

De esta suerte, cuando un escritor defiende el libre albedrío absoluto,
aduciendo en favor de su tesis, entre otras razones, la de que es un
problema de vital interés para la totalidad de los mortales, no logra
otra cosa que hacer un juego de palabras, que formular un sofisma
derivado del sentido ambiguo del término _libertad_.

El libre albedrío absoluto, metafísico o filosófico, consiste, según
entiendo, en que la voluntad tenga la facultad de optar por una u otra
resolución que la solicitan, sin ser arrastrada por ningún motivo
extraño a la voluntad misma.

Colocada la voluntad en cualquiera disyuntiva, debe pesar las ventajas
de los caminos que se le ofrecen, pero no dejarse dominar por ninguna de
ellas, sino que debe esperar el pronunciamiento de esa entidad que lleva
en su seno, la libertad, que debe inclinar la balanza en favor de
alguno de los caminos que se presentan, sin que se pueda decir al mismo
tiempo que ha sido _determinada_ por alguna ventaja ni por ningún móvil
de cualquiera clase.

Si vosotros, lectores, podéis armonizar y conciliar estas cosas, hacedlo
en buena hora. Por nuestra parte, creemos que, planteado el problema en
los términos que acabamos de hacerlo (que son los característicos de la
libertad absoluta), no es para la inteligencia más que un enigma, un lío
preñado de contradicciones e inconsecuencias.

Veamos algunas:

Esa libertad es una soberana indiferente. Por medio de ella queda
sustraída la voluntad a la ley de causalidad, tanto respecto de los
demás hombres como del sujeto mismo. Dentro de ella no es posible
afirmar si una madre preferirá velar al borde del lecho de su hijo
enfermo o irse de paseo. Si dijéramos que habría de quedarse al lado del
hijo enfermo, sería establecer un impulso determinante de la voluntad y
se desvanecería el libre albedrío indiferente de la madre.

Puesto un jugador impenitente al frente de una mesa de bacarat, no
podremos, sin embargo, decir que apuntará a una o a otra carta: en
virtud del libre albedrío, debemos considerar que hay una región en su
alma que se mantiene del todo indiferente a la tentación del juego.
Salvo que se diga que el jugador tiene perdido su libre albedrío.

En conformidad a los cánones de esta idea, no hay un hilo conductor por
el cual barruntar lo que hará una persona en un momento dado. Se
interrumpe así a cada instante la continuidad de la evolución del ser
humano. Cada vez que la voluntad aplica su libre albedrío, debe crear
algo de la nada, porque debe desentenderse de los móviles que puedan
obrar sobre ella. Se comprende que semejante facultad de la voluntad no
debería llamarse libertad, sino capricho, azar o cualquiera otra cosa.

Fouillée, que ha hecho esfuerzos heroicos por salvar la idea de la
libertad, se expresa de la manera siguiente sobre el _liberum arbitrium
indifferentiæ_: «Esta moral (científica) está obligada a elevarse sobre
el concepto vulgar del _indeterminismo_ o del libre albedrío. Hay en el
ser vivo órganos que la lenta evolución de los siglos ha tornado
inútiles y que sólo subsisten como vestigios de antiguas edades; del
mismo modo, en el dominio intelectual y moral, ciertas ideas parecen
destinadas a perder la significación que ellas pudieron tener antaño, a
transformarse, so pena de desaparecer.»

«Así sucede con la antigua noción del libre albedrío, en cuanto es
concebida subjetivamente como poder incondicional de querer en las
mismas circunstancias una cosa o su contraria; objetivamente, como
«compatibilidad absoluta e incondicional de las contrarias en un solo y
mismo instante, permaneciendo, por lo demás, iguales todas las cosas».
(Definición de Renouvier).»

«Lo que se explicaba en otro tiempo por esta decisión imprevista e
_imprevisible_ de una voluntad realmente indeterminada en sus fuentes,
los psicólogos, los sociólogos y los moralistas tienden a explicarlo por
la acción combinada de los factores siguientes: 1.º, carácter adquirido
y sus tendencias; 2.º, estado actual de la sensibilidad y ejercicio
actual de la inteligencia; 3.º, circunstancias y medio social. Desde el
punto de vista de la ética es dudoso que un poder absolutamente
indeterminado entre las contrarias, capaz de escoger tan bien la una
como la otra, sea él mismo moral. Esta especie de Fortuna personificada
en nosotros haría de nuestros actos, como lo ha visto justamente
Leibnitz, accidentes desprendidos de nosotros mismos, sin lazo
determinado, no sólo con nuestro carácter, sino aun con lo que
constituye nuestra individualidad y nuestro yo consciente.»

«Queremos una cosa y habríamos perdido perfectamente, con las mismas
disposiciones y en las mismas circunstancias, querer la opuesta. ¿Cómo
entonces calificar _moralmente_ e imputarnos un acto tan arbitrario que
no es la expresión de nosotros mismos y de nuestra voluntad verdadera,
sino un acontecimiento superficial y fortuito, especie de meteoro
interior? La casualidad hecha realidad no es más moral que la necesidad
hecha realidad». (_Morale des idées-forces_, p. 270-271).

Haroldo Höffding piensa que si uno quisiera encontrar algún caso real en
que se hallara efectivamente en acción ese libre albedrío absoluto,
debería ir a buscarlo en los actos de los alienados. Esa doctrina,
agrega, hace de cada hombre o un loco, porque suprime todo el
encadenamiento propio de las acciones humanas, o un dios, porque hace
que cada persona arranque de la nada la substancia de sus actos. (Véase
Höffding-Morale, V. _Psychologie_, VII).

       *       *       *       *       *

Ahora, ¿cómo puede haber brotado esta concepción en algún cerebro
humano? Decir que se tiene conciencia de esa libertad es sentar una
proposición que se puede refutar por dos órdenes de razones
principalmente. En primer lugar, suponiendo que obtuviéramos por medio
de la conciencia una noción de nuestro libre albedrío, esto no sería
concluyente. Para la psicología, moderna, la conciencia y el método de
la observación interna no constituyen una fuente segura de
conocimientos.

Las observaciones que hace uno en su propio yo, y por consiguiente las
sugestiones de la conciencia, son falaces, engañosas. La conciencia nada
nos dice sobre los fenómenos subconscientes o inconscientes y éstos han
adquirido en los últimos tiempos un gran valor en el estudio de la
psicología. La conciencia es una especie de gran señora, que no ve los
hilos que la manejan, no conoce las tramas que se urden en las capas de
lo subconsciente para marcarle rumbos a ella.

Fuera de esta situación desairada de la conciencia que induce a
recusarla en cuanto testimonio para asentar una verdad científica,
tenemos el hecho de que en realidad nadie, según me parece, puede
afirmar que posee la conciencia de su libertad absoluta, es decir, la
conciencia de una voluntad que no obre impulsada por móviles que la
determinen en un sentido u otro.

Cuando nuestra actividad se ve solicitada por distintas posibilidades de
obrar, tenemos conciencia de la lucha que se traba entre los móviles que
actúan a favor de las diferentes tendencias. Al fin triunfa alguno, y
entonces decimos que hemos resuelto proceder en esa dirección. Llamamos,
pues, libertad a la conciencia de la lucha de los móviles; y de esta
clase de libertad es la única de que tenemos conciencia.

Cuando decimos que somos libres porque tenemos conciencia de nuestra
libertad y queremos dar a entender que somos libres en sentido
absoluto, incurrimos en un nuevo sofisma por ambigüedad, porque
atribuímos a la conciencia de la libertad un sentido ilimitado que no le
es propio, por cuanto la conciencia no presenta ejemplos de una
resolución sin motivos. La idea de la libertad absoluta no es más que
una creación de filósofos metafísicos y espiritualistas, así como la de
tiempo ilimitado lo es de los astrónomos y la de espacio infinito, de
los geómetras. Por analogía se pasó de la libertad empírica a concebir
la libertad metafísica de la voluntad.

De pensar que se puede hacer lo que se quiera voló la fantasía a
imaginarse que se puede querer lo que se quiera. Según Simmel, «el
modelo de la libertad humana ha sido la libertad de Dios, que, sin
causa, creó el mundo de la nada». Lo que se niega por medio de esta
libertad así entendida, es la existencia fuera de Dios de substancias y
fuerzas que lo tomaron a Él a modo de punto de tránsito en su
desarrollo. Inmediatamente y sólo de Él brotó el mundo, sin que hubiera
ninguna necesidad preexistente.

Los gnósticos han atribuído al hombre una facultad análoga a esta
libertad divina; y el motivo capital en virtud de que se adorna al
hombre con la libertad, descansa en la imposibilidad que existe de
derivar de Dios, principio absolutamente bueno, el mal del mundo. Para
esto se necesitaba un principio autónomo que fuera para la producción
del _mal_ tan independiente de las condiciones exteriores como lo fué
Dios para crear el _bien_. Este principio, el Yo humano, es libre porque
su acción brota exclusivamente de él; y, obre bien u obre mal, en él y
nada más que en él se halla la fuente única de sus acciones. (Einleitung
in die Moralwissenchaft-Cap. Die Freiheit.)

Así se presenta la idea del libre albedrío, no como un dato de la
conciencia, sino como el fruto de una necesidad metafísica y teológica,
encaminada a hacer _responsable_ al hombre de los males que lo abruman.

Hacer servir a esa idea de base de la moral, es dar a ésta un fundamento
deleznable, porque hay irracionalidad lógica en establecer la
imputabilidad moral y la responsabilidad sobre un poder caprichoso que
se sustrae a toda previsión. Proceder así,--colocando una abstracción
como principio de la moral, siendo que las abstracciones son su
coronamiento,--es invertir el orden del desarrollo de los hechos.

La moral descansa sobre la educación que cultiva las buenas
disposiciones hereditarias y forma hábitos, y en sus comienzos no tiene
otra razón de ser que la obediencia y la imitación. Sólo después surgen
el sentimiento de la responsabilidad y el de una libertad relativa, que
no es indeterminada. Estas concepciones abstractas, como la idea de
deber también, constituyen los frutos y no las raíces del árbol de la
moral.

Y no se diga, por último, que detenerse a probar la absurdidad de la
libertad absoluta es complacerse en darle golpes a un fantasma, que
nadie ha pensado en sostener. Porque si los librearbitristas defienden
sólo una libertad relativa, defienden, entonces, una libertad limitada,
o sea, una actividad _determinada_ por diversos antecedentes, móviles y
circunstancias. Como hemos visto en un párrafo anterior, este género de
actividad no está reñido con el determinismo. De donde resulta el
siguiente dilema: o que los librearbitristas defienden la libertad
absoluta, y en este caso son los paladines de un principio absurdo; o
que defienden sólo la libertad relativa, y en este caso tienen que
comulgar con el determinismo.


IV

EL DETERMINISMO PSÍQUICO Y LAS IDEAS NUEVAS

Algunos filósofos, entre ellos Wundt (Ethik, II, Die Willensfreiheit),
al mismo tiempo que dicen que suponer en el espíritu el libre albedrío
sería convertirlo en juguete de la casualidad, aceptan el determinismo
de la voluntad de una manera restringida y lo designan con el nombre de
_determinismo psíquico_, para distinguirlo del _determinismo mecánico_.
La voluntad, según el determinismo psíquico, se determina por el
carácter individual, los antecedentes del individuo y los móviles o
motivos que la voluntad acepta como propios. En realidad, esta
explicación no es otra cosa que una profesión de fe dualista y un salto
del problema del libre albedrío, considerado en sí mismo, al problema de
la conciencia, o sea al de las relaciones de los fenómenos físicos con
los fenómenos psíquicos. Pero sea como se quiera, si se pretende
estudiar los hechos psíquicos de una manera científica hay que
reconocerlos como sometidos a una ley de causalidad (llamadla, si
gustáis, causalidad psíquica, no olvidando que tiene que ser un
principio que establece relaciones de antecedentes a consecuentes) y hay
que concebir a la voluntad como _determinada_ por causas... psíquicas,
si no se resignan los impugnadores del determinismo a entregarla a los
embates del capricho, de la casualidad o a la divina e inconcebible
suerte de tener que crear algo de la nada.

La doctrina que aplica la ley de causalidad a la voluntad, sin suponer
la existencia de dos substancias distintas, y dando por sentado que
todos los fenómenos de la conciencia son el resultado de cambios
mecánicos, químicos, y fisiológicos, es una doctrina monista que afirma
que lo físico y lo psíquico no constituyen más que dos aspectos
distintos de una misma cosa y no dos cosas que no se pueden reducir una
a otra.

Dentro del monismo existe un punto vulnerable y que el dualismo
aprovecha regocijado para atacarlo con sus propias armas: es el paso de
lo fisiológico a lo psíquico. Este fenómeno se halla sustraído hasta
ahora a todas las tentativas de la experiencia y, aunque todas las
presunciones obran en ese paso en favor del mantenimiento de la ley de
la conservación y transformación de la energía, de manera que los hechos
psíquicos no puedan ser más que la continuación de fenómenos
fisiológicos y físicos anteriores o los concomitantes de éstos, sin
embargo, los dualistas repiten que aquello no se ha probado
experimentalmente.

En este paso de lo fisiológico a lo psíquico, origen de lo imprevisto
que encierran en parte los productos del alma, y en la complejidad de la
vida, radican los fundamentos de la ilusión de nuestra libertad.

Vamos a detenernos a examinar una clase de productos psíquicos, que no
han llamado como debieran, la atención de los partidarios del libre
albedrío. Por lo mismo, no les han exprimido éstos todo el jugo que
podrían hacerlos destilar en su favor. Nos referimos a las ideas nuevas.

No hemos encontrado nada que pueda contribuir más al florecimiento de la
ilusión de la libertad que el hecho de que el hombre sea capaz de
concebir _ideas nuevas_, de que su mente sea un foco de _síntesis
creadoras_. Cuando un hombre, como la inmensa mayoría de nuestra
orgullosa especie, no hace otra cosa que imitar ramplonamente los
modelos más vulgares e inmediatos que la vida social le ofrece, cuesta
creer que un librearbitrista, por más obstinado que sea, se atreva a
adornarlo con la suprema dignidad de su supuesto libre albedrío. Pero
cuando otro hombre se presenta con las fulguraciones del genio, del
inventor, parece tarea más fácil atribuirle la libertad, que consiste
precisamente en sacar algo de la nada.

Es tan alta la condición de la _idea nueva_, como expresión única,
incomparable e irreductible de una individualidad, que cuando se
presenta bajo la forma moral la consideramos digna de ser tomada y
respetada por su autor como la expresión más completa, para él, de la
moralidad. Del individuo que no hace otra cosa que imitar, que es un
simple repetidor, sólo por respeto tradicional a los pergaminos
nobiliarios de nuestra especie, podemos decir que es moral o inmoral;
más fidelidad a la realidad de las cosas revelaría decir que no es ni de
una ni de otra banda, sino tan sólo _amoral_.

Al formular la anterior proposición, no desconocemos que, como la
sociedad ofrece ejemplos buenos y malos, costumbres virtuosas y
viciosas, hay individuos que merecen ser llamados buenos y virtuosos y
otros malos y viciosos. Ambas clases se parecen entre sí, por otra
parte, en que no reflexionan sobre las cuestiones morales, no le ponen
un sello propio, personal, a ninguna manera de obrar y siguen
automáticamente, por sus predisposiciones hereditarias o por las
circunstancias de su vida, los buenos o malos modelos que les ha
deparado el destino.

Estos dos grupos quedan algo opacos y envueltos en la misma penumbra al
lado del carácter original del inventor de que hemos hecho mención.

De este que, reflexionando sobre los problemas de la existencia
individual y social, se eleva sobre las normas y prácticas reinantes, ve
las contradicciones que resultan entre la conducta y las reglas que se
proclaman, y concibe principios superiores o aplicaciones nuevas de los
principios aceptados, para ordenar mejor las relaciones de los hombres,
de este cabe afirmar que es el portador de un fuego sagrado que ha de
coadyuvar a desentumecer nuestras alas en nuestro universo humano.

Esos principios superiores o esas simples normas de detalles, siendo
sinceros, constituyen para su autor un _imperativo original_ que, como
hemos dicho, significa la expresión más alta de su moralidad.

Si hay algún caso al cual puedan recurrir los partidarios de la libertad
absoluta en defensa de su tesis, es este en que el espíritu da a luz
ideas nuevas, síntesis creadoras, normas éticas originales.
Identificando así la libertad con la originalidad, sería posible decir
que una de las cumbres a que puede alcanzar el desarrollo individual, lo
marca el punto en que el nacimiento de una idea moral nueva señala el
abrazo de la más alta libertad humana, posible con la suprema moralidad.

Muchísimas personas podrán aprovechar esta forma de libertad de que
hablamos para defender un libre albedrío sin límites ni condiciones;
pero, al proceder así, confundirán la libertad con la imposibilidad de
prever de una manera precisa el surgimiento de la idea nueva; mas, la
idea nueva, el producto de la síntesis creadora de la mente, aunque
imprevista, no es indeterminada.

La historia de las ciencias, de las letras, de las artes, de las
industrias, de los fundadores de religiones, y de los reformadores
sociales y políticos, muestra claramente cómo sin el concurso feliz de
circunstancias sociales, económicas, locales e individuales, no habrían
surgido las grandes personalidades que han descollado en esos campos de
la actividad humana.

Si suponemos a Pasteur transportado el día de su nacimiento o en su
infancia al seno de una tribu australiana, ese genio, en lugar del
benefactor de la humanidad que veneramos, habría sido probablemente
varias veces asesino.

Así, la idea de nuestra libertad, es una suma de las posibilidades que
se ofrecen a nuestra acción, y de la ignorancia que da lugar a que los
hechos de nuestra existencia se nos presenten como contingentes y
sustraídos a toda previsión.

Si tenéis alguna duda al respecto, ved modo de conciliar la idea de
libertad con la de saber absoluto. Es imposible; ambas se rechazan
enérgicamente. A manera de digresión, diremos aquí que nos imaginamos el
saber absoluto, la omnisciencia y omniconciencia, ya que excluyen todas
las sorpresas con que nos sacude lo no conocido e inesperado, como
atributos abrumadores y aburridores. Por otra parte, y esto es tan claro
que apenas necesita decirse, la libertad también es inconciliable con la
ignorancia absoluta.

La conducta humana se desarrolla ocupando un término medio entre esos
extremos: saber absoluto y libertad absoluta por un lado, e ignorancia y
determinismo absolutos por otro lado. La práctica lleva a cabo una
conciliación de estos extremos.

De esta suerte, cabría comparar la existencia del hombre, respecto de
uno de sus actos o de un grupo coordinado de actos, a una marcha
efectuada en un cono, desde la base al vértice.

La base, la parte espaciosa, representa el momento en que comienza la
acción o la serie de acciones encaminadas a algún fin remoto.

En ese instante hay tiempo por delante y hay posibilidades; es, por
consiguiente, la hora en que el hombre disfruta de la mayor suma de
libertad que se puede imaginar, porque dispone de un número crecido de
posibilidades. A medida que el acto, el plan o la serie causal van
desarrollándose, simultáneamente van disminuyendo el tiempo y las
posibilidades; el determinismo de los hechos verificados va estrechando
la libertad de la acción; y la aproximación al fin, o sea al vértice del
cono, quiere decir que empieza el imperio del máximum de determinación.
¡Cuántas posibilidades hay en el porvenir de un niño que tiene que
desenvolver toda la variada cinta de su existencia! ¡Qué pocas
probabilidades hay, en cambio, de poder transformar radicalmente el
destino de un hombre maduro! Los polos del eje en que gira la vida de un
hombre son, pues, las posibilidades, que sugieren la idea de libertad en
un extremo, y el determinismo, que hace pensar en el lado, en el otro
extremo.

Mas, realmente, la criatura humana no debe sentirse sometida a un hado
ciego. Teniendo tiempo, es capaz, por medio de las ideas nuevas, de las
innovaciones de que hemos hablado antes, de sustraerse a las cadenas de
todo fatalismo.

Como lo hemos expresado ya también, el propio determinismo es el que
libra al hombre del fatalismo, en virtud de las enseñanzas que le dan el
poder de cambiar el mundo exterior, ya sean las enseñanzas de carácter
científico o de carácter empírico.

Nos parece que sería exacto formular lo que acabamos de establecer en
dos principios que, en resumen, no son más que uno sólo, expresado en
forma positiva y negativa.

Helos aquí:

Siempre que hay intervenciones de la voluntad humana reflexiva dirigida
por propósitos claros, la libertad (o la suma de posibilidades) de que
disfruta, se halla en razón directa del tiempo que falta para la
terminación o realización del acto.

Siempre que hay intervenciones de la voluntad humana reflexiva, dirigida
por propósitos claros, la determinación de un hecho se encuentra en
razón inversa del tiempo que falta para su realización.

Hemos entrado en estos detalles, que pueden parecer lucubraciones muy
sencillas que no merecen el tiempo que se gasta en ellas, porque los
adversarios del determinismo no cesan aún de confundirlo con el
fatalismo, y es conveniente desvanecer este error.


V

LA FUERZA COORDINADORA DE LA VOLUNTAD Y LA LIBERTAD VIRTUAL

Se podrá formular una objeción en contra de lo que expresamos en el
párrafo anterior. Cabría argüir que es inexacto que el contenido de la
idea de libertad está formado únicamente por la coexistencia de diversas
posibilidades de acción, de tiempo disponible, de ignorancia de los
fenómenos psico-fisiológicos y de la incapacidad de prever todas las
contingencias que la complejidad de la vida nos depara en el porvenir.
Puede objetarse que falta ahí la voluntad que, presidiendo y
aprovechando esos elementos, ha de darles unidad; y que el niño (tomando
el ejemplo del último párrafo), que dispone de tantas posibilidades,
carece de la fuerza directriz de la propia personalidad.

A este reparo no tenemos que observar sino que no reza por ahora con
nuestra comprensión de la libertad, que ha estado encaminado
principalmente a probar la honda diferencia que existe entre
determinismo y fatalismo, y no a dar desde luego el significado completo
de esta idea.

Agreguemos ahora lo que--fuera de los caracteres recién repetidos--le
falta a la libertad para hacer de ella una potestad personal; y veremos
que en este caso tampoco está reñida con el determinismo. Le faltan el
dominio del hombre sobre sí mismo y la orientación de la actividad hacia
fines fijados con independencia, y que el sujeto mismo reconozca que
brotan de lo más íntimo de su propio ser con entera espontaneidad.

En este caso no se puede decir que a mayor tiempo por delante
corresponda mayor libertad, y que las posibilidades por sí solas sean
fuentes de libertad. Al contrario; para llegar a disfrutar de esta
condición libre es preciso que la voluntad haya gastado mucho tiempo en
adiestrarse a sí misma, en acerarse contra las tentaciones que el
individuo condena.

La conquista de la libertad así entendida es una perpetua marcha hacia
adelante, sin que sea posible llegar jamás a un ideal que el hombre
tenga por definitivo. Pero, cosa curiosa; esta libertad superior de que
hablamos, a medida que avanza en su perfeccionamiento, va quedando más
sometida al imperio del determinismo, es decir, la voluntad va siendo
más determinada.

El hombre que posee el mayor dominio sobre sí mismo, que ha expulsado de
la esfera de sus deseos las tentaciones vulgares, que no se excede en la
bebida, no fuma, no juega juegos de azar, no es glotón, no se deja
seducir por los placeres sexuales, y marcha a la conquista de sus
ideales con una serenidad alegre, llevando con mano firme y flexible las
riendas de las potencias de su alma--este hombre avanza en la existencia
de una manera minuciosamente determinada. Este hombre lleva generalmente
una vida regida por hábitos de orden, de higiene y de trabajo, tan
detallados, que hace que a menudo se diga de él que es como un reloj.

Los actos de un hombre así están sujetos a la mayor previsión posible, y
por lo mismo inspiran confianza su constancia y seguridad sus promesas.
De Kant no se podría decir que no gozara de esta especie de libertad, y
sin embargo, su vida marchaba encerrada entre tan rigurosos hábitos, que
produjo inquietud a los vecinos de Koenigsberg el hecho de que
interrumpiera un solo día sus acostumbrados paseos vespertinos. No está
de más saber que la interrupción provino de no sé qué noticia que había
leído sobre la revolución francesa. Un artista, un sabio, pone toda su
alma cuando se consagra por largos años a una obra que ha elegido con
amor.

Es el caso de Augusto Comte, cuando preguntándose en qué consistía una
gran vida, se contestaba que en un pensamiento de la juventud ejecutado
en la edad madura. ¿Caben mayor acción personal altísima y al mismo
tiempo mayor determinación y encadenamiento que la que muestran la obra
genial de seis lustros del nombrado Comte y la labor titánica de medio
siglo de Herbert Spencer?

Vemos de esta suerte que a la libertad, que se le señala como distinción
característica el dominio sobre sí mismo, el obedecimiento a ideales
elevados y propios, no es posible considerarla exenta de limitaciones y
determinaciones; y y quizás podría decirse que a más egregia
personalidad corresponde una mayor determinación.

A este respecto dice Fouillée: «ser verdaderamente determinado por _sí
mismo_, es pues, ante todo, ser determinado por su carácter adquirido,
no innato. Además, es preciso que hasta cierto punto seamos
_independientes aun del carácter adquirido_, que no seamos por ningún
motivo esclavos de nosotros mismos, ni de la forma que la naturaleza nos
ha dado ni de la que nosotros nos hemos dado _hasta el presente_.»

Cuando somos verdaderamente _libres_ somos más bien determinados por
nuestro carácter _virtual e ideal_. La libertad tiene los ojos vueltos
hacia el porvenir, hacia lo posible, hacia lo que nos representamos como
contingente en el sentido de que no concebimos que pueda salir de la
ambigüedad en que se encuentra sin nuestro esfuerzo personal. Esta
reacción complicada de uno sobre sí mismo, en la plena luz de la
reflexión, por medio de la idea, es la que constituye la libertad moral.
Se la ha definido siempre como «ser determinado por sí mismo y
determinarse a sí mismo.» (_Morale des idées forces_, p. 279).

¿Significa esta libertad virtual de que trata Fouillée otra cosa que la
posibilidad de concebir nuevos fines para la acción, que reemplazar las
ideas directrices de edades anteriores por ideas que son novadoras
respecto de aquéllas? ¿Y qué quiere decir esa reacción complicada que ha
de efectuarse en la _plena luz de la reflexión_ sino que para alcanzar
esta libertad virtual debemos considerar maduramente y estudiar los
móviles que nos determinan a un cambio de nuestros ideales, para
cambiarlos cuando llegamos a tener por más acertado proceder así? Y la
modificación de nuestros ideales traerá consigo la transformación de
nuestra conducta, porque, como se sabe, toda idea es un principio de
acción. Basta cultivarla, encendiendo a la luz de ella el fuego del
sentimiento, para convertirla en acto.

No es otro pensamiento que el de la libertad virtual de Fouillée el que
afirma Rodó cuando dice, al empezar sus _Motivos de Proteo_, que «vivir
es reformarse». Igualmente la amplitud de criterio para juzgar y
comprender, sin aplicar los moldes rígidos de escuelas y dogmas
intransigentes, las obras de la literatura o del arte, revela la
posesión de esa libertad virtual.

De esta suerte, la libertad virtual, expresión altísima de la libertad
moral y de la falta de espíritu de sistema, coincide con la concepción o
con la aceptación y comprensión de ideales nuevos, coincide con la
fuerza fresca y creadora de la mente, capaz de renovarse a sí misma y de
ponerse en el caso de los demás. El llegar a disfrutar de este estado de
ánimo es el resultado de una educación bien organizada y de una obra de
perfeccionamiento y cultivo llevado a cabo sin cesar, después de salir
de las aulas, por cada individuo en su propia personalidad.

Y esta labor no encierra nada de misterioso ni de indeterminado.


VI

EL DETERMINISMO SOCIAL Y EL INDIVIDUO

Mirada la humanidad entera en las perspectivas que nos ofrecen la
antropogeografía, la etnografía, la historia, la sociología y la
estadística, la libertad individual desaparece, se diluye en el gran
todo, se esfuma. Desde las alturas a que nos elevan estas ciencias vemos
moverse a los individuos en manadas como títeres o muñecos, impulsados
por resortes ocultos que ellos no conocen y que, en su soberbia, suelen
no estar dispuestos a conocer tampoco. El determinismo social que obra
de esta suerte sobre los individuos es evidente. La acción del medio
geográfico y climatológico sobre los pueblos es colosal.

Las costas de Siria y los bosques del Líbano hicieron de los fenicios
comerciantes y marinos, señores del Mediterráneo, y precursores de los
helenos y latinos. Los indoeuropeos, partiendo del centro del Asia,
llegaron a las llanuras orientales de la Europa; aquí, después de una
gigantesca bifurcación, unos se establecieron en el Norte y otros en el
Sur.

Aquéllos tuvieron por mansión tierras pantanosas y selváticas y costas
inhospitalarias, barridas por furiosas tormentas. Los otros llegaron a
las comarcas benignas y sonrientes del mediodía, pusiéronse en contacto
con los pueblos más civilizados del antiguo Oriente y fueron los
creadores de la civilización occidental. Accidentes geográficos,
climatológicos y sociales hicieron de dos razas idénticas y hermanas,
naciones tan distintas que ellas mismas se miraron recíprocamente, dos
mil años más tarde, como los polos opuestos de la humanidad. Los
normandos medioevales fueron piratas a causa de la pobreza de su suelo y
de las leyes sobre las herencias que regían entre ellos.

Las razas primitivas han sido el producto de la adaptación a medios
geográficos diferentes. En seguida, la raza misma pasa a constituir una
forma de energía social que se deja sentir a través de todas las
generaciones futuras.

En las grandes corrientes de la historia, el individuo es, como si
dijéramos, un elemento de cantidad y no de calidad. Los individuos
participan de las pasiones y preocupaciones de sus pueblos, de sus
amores y odios, de sus creencias religiosas y costumbres, sin detenerse
generalmente a analizarlas, juzgarlas, y, en consecuencia a aceptarlas o
rechazarlas en virtud de un acto reflexivo de su conciencia. No es
fácil concebir que un hindú del siglo VIII a. de J. C. no fuera
_bramanista_; que un griego o romano de antes del siglo primero no fuera
pagano; que un árabe del califato de Bagdad no fuera musulmán; ni
tampoco que un hijo de la América Latina, desde la colonia acá, no crea,
por lo general, en el catolicismo.

En los marcos de la estadística el hombre pierde toda la calidad
individual y se somete a nuestra consideración como un guarismo
inconsciente. En la vida social, así contemplada, los hombres nacen,
contraen matrimonio, tienen hijos, producen, roban, matan, o se suicidan
con una regularidad anual pasmosa, con más precisión que la que se
observa en la cantidad de centímetros de agua que debe caer en una
estación en cierta región dada, sin que los matrimonios, los robos o los
suicidios sean otra cosa que engendros de circunstancias sociales
existentes, y no los frutos de voluntades que obren reflexivamente.

Así M. G. Tarde ve en el hombre social un verdadero sonámbulo. «El
estado social--dice--como el estado hipnótico, no es más que una forma
del sueño en acción. No tener más que ideas sugeridas y creerlas
espontáneas; tal es la ilusión propia del sonámbulo e igualmente del
hombre social.

«Para conocer la exactitud de este punto de vista sociológico, es
menester no considerarnos a nosotros mismos, porque aceptar esta verdad
en la parte que los concierne, sería aceptar la ceguedad que ella afirma
y, por consiguiente, suministrar un argumento, en contra de ella.

«Pero es menester pensar en algún pueblo antiguo de una civilización
bastante distinta de la nuestra, en los egipcios, esparciatas,
hebreos...

«¿Acaso aquellas gentes no se creían autónomas, como nosotros nos
creemos, y eran sin saberlo autómatas, cuyos resortes movían sus
antepasados, sus jefes políticos o sus profetas, cuando no se los movían
recíprocamente los unos a los otros?

«Lo que distingue a nuestra sociedad contemporánea y europea de aquellas
sociedades extrañas y primitivas, es que la magnetización ha llegado a
ser ahora mutua, por decirlo así, hasta cierto punto por lo menos; y,
como dentro de nuestro orgullo igualitario, nos exageramos un poco esta
mutualidad, y como además nos olvidamos de que esta magnetización,
fuente de toda fe y obediencia, al hacerse mutua se ha generalizado, nos
jactamos sin razón de ser menos crédulos y menos dóciles, menos
imitativos en una palabra, que nuestros antepasados. Es un error[2]».

     [2] _Les lois de i'imitation_, III.

Más adelante agrega:

«¿No es cierto que las experiencias y las observaciones más claras son
rechazadas, las verdades más palpables combatidas, siempre se encuentran
en oposición con las ideas tradicionales, hijas antiguas del prestigio y
de la fe? Los pueblos civilizados se vanaglorian de haberse escapado de
este _sueño dogmático_.»

«Su error se explica. La magnetización de una persona es tanto más
pronta y fácil cuanto, más a menudo ha sido magnetizada.»

«Esta observación nos explica por qué los pueblos van imitándose con
facilidad y rapidez crecientes, dándose menos cuenta de este hecho a
medida que se civilizan, cuando por lo mismo se han imitado más».

En un sentido análogo Mr. Lester F. Ward, citando la opinión de varios
filósofos, dice lo siguiente:

«La base esencial de la ciencia psíquica es que los fenómenos psíquicos
obedecen a leyes uniformes. La aceptación de esta verdad, desde un punto
de vista colectivo, aplicándolo a la historia por ejemplo, es la primera
condición de toda ciencia de las sociedades. Pero como la acción
colectiva se forma con el conjunto de las acciones individuales, lo
dicho debe ser también cierto de las últimas, por más contrario que ello
parezca a la observación diaria.

Nuestra incapacidad para percibirlo (el hecho de que las acciones
individuales obedezcan a leyes determinadas) es debido a lo que se
llama «la ilusión de lo cercano». De Herbart se dice que afirmaba que
las ideas se movían en nuestra mente con la misma regularidad con que
las estrellas se mueven en el cielo.»

Kant, decía, que si pudiésemos contar hasta sus fundamentos últimos
todos los fenómenos de la volición, no habría una sola acción humana que
no pudiéramos predecir y que no debiéramos tener por necesaria en vista
de sus antecedentes. (_Kritik der reinen Vernunft_, p. 380.)

Kant es considerado generalmente como un partidario del libre albedrío,
y no obstante en su único ensayo sociológico se expresa así:

«Sea cual sea nuestra noción de la _libertad de la voluntad_,
metafísicamente considerada, es evidente que las manifestaciones de esta
voluntad, es decir, las acciones humanas, se encuentran bajo el imperio
de las leyes universales de la naturaleza, como cualquier fenómeno
físico.

Es propio de la historia narrar estas manifestaciones; y aunque sean sus
causas todo lo secretas que se quiera, sin embargo, sabemos que la
historia, contemplando la acción de la voluntad humana a la distancia y
en grande escala, aspira a desarrollar ante nuestra vista una regular
corriente, una tendencia, en la gran sucesión de los acontecimientos; de
tal suerte que los incidentes que, tomados separada e individualmente,
habrían parecido incoherentes y rebeldes a toda ley, vistos dentro del
nexo que los une y considerados como acciones de la especie humana y no
de seres independientes, nunca dejan de presentar un desarrollo continuo
y constante.

Así, por ejemplo, considerando cuán dependientes son de la voluntad
humana los nacimientos, los matrimonios y los suicidios, si se les mira
separadamente, podría parecer que no estarían sujetos a ninguna ley que
permitiera calcular su monto de antemano; y, sin embargo, las cifras
anuales de estos sucesos en los grandes países prueban que ellos marchan
tan sometidos a las leyes de la naturaleza como las oscilaciones de las
aguas». (Kant, _Idea of a Universal History_, citado por L. F. Ward,
_Preu Sociology_, p. 151 y 152.)

Las limitaciones y determinaciones de la actividad son, como venimos
viendo, considerables. El hombre no elige el nacer o el no hacer y,
junto con este primer paso de su destino, se le imponen innumerables
sellos del pasado. De él no ha dependido elegir el lugar de su
nacimiento y de su infancia, o sea, las condiciones de clima, de
vegetación, de belleza panorámica, de proximidad o distancia del mar,
que han de formar uno de los lados del molde de su ser; de él no ha
dependido escoger a sus padres y velar porque sean sanos y vigorosos,
buenos, inteligentes, sobrios y trabajadores, ni tampoco por
consiguiente ha estado en sus manos el pertenecer a una raza superior.
Si nace de padres raquíticos, alcohólicos, corrompidos y viciosos, o si
viene al mundo en el seno de una raza abyecta y degenerada, ya no hay
remedio, ya el dado está echado, no se puede jugar de nuevo, y la voz de
orden es «vivir venga lo que venga». El hombre no elige tampoco la
educación que le dan o que no le dan, ni las costumbres que van formando
su idiosincrasia espiritual.

       *       *       *       *       *

Pero que el individuo resulte una cantidad despreciable, un autómata
dentro de las grandes perspectivas históricas y sociológicas, no quiere
decir que en realidad sea así en todos los círculos de su actividad.
Formular tal afirmación no sería proceder respetando los hechos, como no
sería acertado tampoco estimar el valor de la humanidad por lo que ella
representa cuando se estudia a la tierra desde un punto de vista
exclusivamente astronómico. En este caso la humanidad aparece también
como una cantidad despreciable.

La tierra efectúa sus movimientos y cruza los espacios sin que le
importen un ardite la vida de nuestra pobre especie, sus planes y
pretensiones, sus alegrías y sus dolores. Y no obstante, la humanidad
se ha enseñoreado del planeta. Por idéntico modo, el individuo, aunque
arrastrado inevitablemente por las grandes corrientes sociales de su
tiempo, goza, dentro de un círculo inmediato a su persona, de la
posibilidad de obrar de diversas maneras.

Dentro de un mismo instituto de educación y dentro de circunstancias
idénticas (fuera de la diferencia personal característica de los
maestros), un profesor logra infundir entusiasmo, amor y nobles anhelos
en el pecho de sus discípulos, y otro no pasa de ser entre ellos un
ganapán que los provoca a risa.

De varios padres de familia de una misma sociedad y condición, unos
tienen una comprensión clara de sus deberes, y carácter e ideas sólidas
para dirigir la educación de sus hijos, mientras que otros, o son unos
corrompidos, víctimas de sus vicios, o unos calzonazos, juguetes de sus
mujeres. Hay sacerdotes débiles y despreciables, y otros de la misma
época, lugar y situación, que despiertan respeto por su virtud y
sinceridad y son escuchados como oráculos por los creyentes. En una
misma edad y dentro de un propio país políticos viles, de índole
menguada, que apenas cuentan con partidarios asalariados, mientras que
otros, enaltecidos por el valor moral, elevación de ideas y abnegación
que los distingue, son capaces de dar grandes movimientos a las masas
sociales que creen en ellos.

La historia de estos individuos capaces de originalidad y carácter y la
de algunos grupos sociales es en un cierto sentido heroica respecto de
estas fuerzas geográficas, hereditarias y sociales, que tratan de
encaminarlos y determinarlos ciegamente.

Al lado de la adaptación resignada al medio, del sometimiento a la
tradición, se nos presenta el cuadro alentador de la labor ciclópea de
los hombres, encaminada a transformar el medio y a mejorarlo en un
sentido humano. La lucha contra las influencias hereditarias y sociales
funestas, el anhelo de _librarse_ de ellas, es un afán continuo que va
marcando los pasos de la humanidad en su conquista de las energías de la
tierra y en su acción eliminadora de los agentes del pasado, que va
considerando inadecuados a sus nuevos fines. La humanidad, en este
combate, se sustrae a algunas determinaciones, para obedecer a otras que
se le presentan revestidas de valor más alto y definitivo.

Así, a las determinaciones a que dan lugar las tradiciones falsas y los
prejuicios sociales, opone el espíritu humano las de la ciencia y del
amor a la verdad, a las de las preocupaciones de castas, las de la
justicia social; a las del respeto ciego de los códigos, las de la
evolución del derecho.


VII

EL FUNDAMENTO DE LA RESPONSABILIDAD

Se ataca también el determinismo diciendo que, al negar la libertad,
destruye la responsabilidad moral, y que, en consecuencia, mina por su
base el orden social y ético.

Las ideas corrientes se desarrollan en este asunto en una especie de
ecuación o progresión muy sencilla en apariencia; pero engañosa en
realidad. El hombre, se dice, es libre, y siendo libre es responsable, y
siendo responsable autoriza, justifica la reacción social contra los
actos voluntariamente malos.

En este razonamiento o, si se quiere, en esta construcción que se tiene
como la base _sine qua non_ de la moral, hay mucha argamasa de mala
calidad, y a poco que se escarbe en ella, se desmorona, y puede
observarse lo endeble de la fábrica.

Cuando afirmamos que un hombre es responsable porque ha obrado
consciente y libremente, lo que queremos decir en realidad es: 1.º Que
ha debido tener una idea completa de las consecuencias de sus actos, que
ha debido concebir perfectamente una relación de causalidad, en que él
mismo es la causa que va a producir ciertos efectos; y 2.º Que teniendo
esa idea, ha de obrar en conformidad a ella.

Respecto de la proposición del 1.º, no está demás dejar establecido que
de ella se desprende que,--a pesar de que se ataca al determinismo en
nombre de la responsabilidad,--sin embargo no es posible imaginarse que
una persona sea responsable, sin suponerla al mismo tiempo determinista.
Afirmar que hay entre los actos de una persona y las consecuencias de
ellos una relación necesaria (hecho en virtud de la cual aquella es
responsable), no es otra cosa que efectuar una aplicación de la ley de
causalidad y del determinismo. Así tenemos que mientras los partidarios
del libre albedrío quieren destruir al determinismo para salvar la idea
de responsabilidad, resulta después de un breve análisis, que la
responsabilidad es inconcebible sin el determinismo.

Esa misma primera proposición establece una especie de ecuación
insostenible entre la idea de las consecuencias de los actos y la
responsabilidad. Un hombre tiene que sufrir las consecuencias de sus
actos hasta en sus más remotas derivaciones, y es imposible suponer en
una inteligencia humana, una capacidad de previsión que llegue tan
lejos. Un ejemplo característico es el matrimonio. Rara vez es posible
ejecutar este acto importantísimo en buenas condiciones de previsión;
pero las responsabilidades que de él se desprenden no dejan de pesar
jamás hasta el fin de la vida sobre los cónyuges. Y aun cuando dos seres
se unen con los mejores auspicios de felicidad ¡cuántas veces el hado
trágico desgarra sus almas bienintencionadas, trocando en suerte infeliz
la que ellos se imaginaron senda de dicha al jurarse amor eterno!

Otro ejemplo es la elección de una carrera.

Toda carrera profesional depara sorpresas imprevistas al que se inicia
en ella. Generalmente se hacen con ardor juvenil los primeros estudios
que conducen a la obtención del título anhelado, y los primeros ensayos
en la práctica de la profesión producen engaños enervadores.

Cuántos jóvenes abogados no sienten casi asco y repugnancia al verse
convertidos, para vivir, en agentes de la mentira y de la farsa
judicial. Pero ya se han invertido ingentes sumas de dinero y mucho
tiempo para llegar a esa meta y no es posible volver atrás. Las
consecuencias de una primera determinación pesan de una manera
indefinida sobre el sujeto que no pudo preverlas.

La proposición 2.ª, constituye un postulado, una suposición de
causalidad que, a poco que se examine, resulta muy discutible. Cuando
decimos que alguien ha obrado mal pensamos al mismo tiempo que habría
que tomar otra línea de conducta que llamamos buena; pero al afirmar
esto, lo único que estamos en situación de sostener, es que nosotros,
colocados en las circunstancias externas en que ese individuo se ha
encontrado, habríamos procedido de la manera que consideramos buena.

Mas, ignoramos entonces que, o no ha tenido él la fuerza necesaria para
proceder así, o que esa fuerza se ha hallado inhibida por otras fuerzas.

Establecemos de esta suerte, como decíamos, un postulado de causalidad
que es insostenible. Este error proviene de querer dar a la
responsabilidad una base lógica cuando no tiene otra que la de una
necesidad social.

La sociedad no se preocupa de la mayor o menor responsabilidad para
defenderse de los actos antisociales y malos que puedan dañarla. Una
sociedad toma o debe tomar medidas contra los alcohólicos y los
criminales, no porque sean responsables, sino porque son nocivos.

Los poderes públicos encierran a los locos y velan porque los niños se
sustraigan a los males que no pueden prever y porque no constituyan una
amenaza para nadie. En cualquier orden de la vida social que se
contemple, se encuentra siempre esta rectitud consciente o ciega, firme
e implacable de la sociedad en contra de lo que ella cree perjudicial o
simplemente inconveniente para sus fines, sin detenerse a considerar si
hay realmente culpa o no de parte de los individuos que ella condena.
¿Qué culpa tienen el idiota, el degenerado, el débil, el corporalmente
monstruoso de ser como son? Ninguna. Verdad es también que la sociedad
no les atribuye por eso una responsabilidad moral, pero, en cambio, hace
pesar sobre esos desgraciados una responsabilidad _real_ terrible, que
llega a asumir caracteres trágicos. La sociedad los desprecia, trata de
alejarlos de su seno, les niega honores y placeres hasta que los
elimina. Hay que advertir también que cuando son sólo tontos inofensivos
los convierte en sus bufones. ¿Qué culpa tiene la mujer fea o antipática
de no haber podido casarse? Ninguna tampoco; y, sin embargo, desde que
pasa para ella la juventud, tiene que llevar en su corazón la carga de
una responsabilidad real, a que no ha dado origen con el más
insignificante de sus actos.

La sociedad o la especie, en su afán apasionado de belleza y
procreación, persigue sordamente a las solteronas y las ridiculiza con
tenacidad implacable hasta hacer de ellas seres que inspiran compasión.

Estos casos prueban que cada cual tiene que soportar sobre sus hombros
no sólo el peso de las consecuencias de sus actos, sino también las
determinaciones de su destino. Las limitaciones que impone a la conducta
el determinismo social son, por otro lado, fuentes de responsabilidades
reales que no se derivan de los actos de las personas.

La vida social por sí sola exige todas las responsabilidades necesarias
a la vida social misma, responsabilidades que son relativas y se
desprenden de la convivencia de los hombres y de la reciprocidad que
debe reinar entre ellos. El libre albedrío no hace falta para establecer
esta clase de responsabilidad, la única necesaria a la vida social.

Al contrario. «Ya que es imposible, dice Simmel, fundar la
responsabilidad sobre la libertad se puede justificar el ensayo de hacer
nacer a ésta de aquélla. Del instinto de defensa, que la finalidad
natural ha desarrollado por selección, ha podido brotar el impulso de
rechazar el mal, venga de donde venga, sin distinguir en un principio si
el causante ha sido realmente culpable y si ha procedido
intencionalmente o sin libertad; el salvaje golpea a su fetiche. Jerjes
hizo azotar al mar, y el niño da golpes a la piedra en que tropieza.
Estas represalias, en virtud de su propio carácter impulsivo, comenzaron
por practicarse sin excepción. Pero pronto se cayó en la cuenta de que
en una cantidad de casos no se alcanzaba ningún fin, porque el objeto
inculpado era insensible o no resultaba resguardo alguno de reaccionar
en su contra. Aceptando, pues, que la represalia es un hecho que debe
servir a la custodia del individuo, se introdujo en ella una
diferenciación, y en lugar de la reacción ciega que reclamaba ojo por
ojo, diente por diente, se consideró más acertado aplicar la
imputabilidad sólo cuando podía cumplir con el fin indicado. No me cabe
la menor duda de que un individuo es considerado «responsable» _cuando
la reacción punitiva es capaz de alcanzar sobre él el fin del castigo,
sea este fin su mejoramiento, su intimidación o cualquiera otra cosa_.
Cuando las cualidades del hechor dan lugar a pensar que el procedimiento
del castigo será inútil o superfluo, entonces se dice que se encuentra
en estado de irresponsabilidad». (_Einleitung in die Moralwissenschaft_,
II, p. 212.)

De esta suerte queda establecido que no es necesaria la idea de libertad
para fundar la responsabilidad. Ésta encuentra una base sólida en las
necesidades que se desprenden de la convicencia de los hombres, en la
reciprocidad que debe reinar entre ellos y en la reacción que todo
organismo social ejercita para asegurar su subsistencia.

Todos los problemas sociales se reducen desde este punto de vista a
suprimir las reacciones inútiles e injustas, que sólo son
manifestaciones de incultura de la opinión y de los poderes públicos; a
constituir así un medio social que permita el completo desarrollo y la
expansión del pensamiento y de la actividad del individuo.


VIII

EL SENTIMIENTO DE RESPONSABILIDAD Y SU EDUCACIÓN.--CONCEPTOS DEFINITIVOS
DE LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD.

Tócanos hablar ahora del sentimiento de responsabilidad.

Este sentimiento se desprende de la conciencia de la relativa situación
de reciprocidad en que se encuentran todos los hombres; de la conciencia
de la identidad personal; de la certidumbre de la reacción social; y del
conocimiento de las consecuencias que han de derivarse de los hechos de
que uno mismo es causa.

Este estado no reposa, como se ve, sobre la idea del libre albedrío,
sino que constituye un complicado producto de la herencia y de la
educación, cuyo incremento marcha parejas con el perfeccionamiento
gradual del individuo.

Así como la mayor libertad no significa otra cosa que un aumento de
posibilidades de acción, de igual modo la mayor responsabilidad expresa
un aumento de posibilidades de previsión, acompañada del sentimiento de
un orden moral que nos liga con lazos de solidaridad a los demás
hombres.

Estas condiciones de libertad y responsabilidad tal como las entiendo
empírica y relativamente, marchan también de una manera paralela.

A más capacidad de acción reflexiva, o sea mayor libertad, corresponde
una más alta idea de la propia personalidad y de sus responsabilidades.

Lo dicho nos hace avanzar algo en la cuestión de la educación del
sentimiento de responsabilidad. Esta es una labor perfectamente
realizable por medio del proceso siguiente:

La educación intelectual y moral debe llevar a la mente del joven
educando el mayor número de representaciones posibles de las facilidades
u obstáculos que encontrará en su camino, de los placeres o dolores que
recibirá su alma, según obre en un sentido u otro, de los deberes y
sentimientos morales con que debe considerarse unido a los demás
hombres.

Es cuestión de una buena educación también que este caudal de impulsos,
de previsiones y de sentimientos, lo adquiera de la manera más activa
imaginable, en virtud de su propia experiencia. Estas representaciones y
sentimientos son en algunos casos propulsores y en otros inhibidores. El
aumento de actividad, de previsión y de moralidad que se puede obtener
de esta suerte, por medio de la educación, lleva envuelto el desarrollo
de la individualidad y de la responsabilidad, unidas a la concepción de
un orden moral que liga a todos los hombres y los obliga recíprocamente
entre sí, no en virtud de una libertad y responsabilidad absolutas, sino
a causa de la mutualidad relativa que resulta de nuestra convivencia en
la tierra.

Mis ideas sobre el determinismo y la responsabilidad relativa no las
bebí primeramente en los libros, sino que las saqué de mi experiencia de
profesor. La mala conducta de los niños enfermizos, degenerados, mal
criados, o que eran enviados al liceo por hogares en que no reinaba el
orden, me inspiraba compasión antes que cualquier otro sentimiento. A
ellos no los hice culpables de sus desaciertos. Creo que este estado de
ánimo coadyuva poderosamente a la obra de la educación en lugar de
perjudicarla.

Movido por ese sentimiento de simpatía hacia los educandos delincuentes,
no se les aplica ningún procedimiento correctivo porque sean malos en sí
mismos, sino sólo en cuanto sea posible mejorarlos con ellos. En este
sentido, la idea misma de responsabilidad es un procedimiento educador,
es un estimulante encaminado a enaltecer, a desarrollar la idea de la
propia personalidad.

Un papel análogo desempeña la idea fuerza de libertad, como la llama
Fouillée, idea que hace las veces de una sugestión o de una
auto-sugestión para impulsarnos a la acción, y que debe ser aprovechada
por el educador.

Creo que la idea determinista aplicada a las relaciones sociales y la
negación de la responsabilidad absoluta, daría tan buenos resultados en
la vida social como ha dado y puede darlos en la educación. El señor
Valentín Brandau ha probado detalladamente cuán perjudicial, y no sólo
inútil, es el principio de responsabilidad para defender a la sociedad
de los atentados criminales. (_Política Criminal Represiva_, t. I.)

Mirando a los individuos como seres determinados por sus antecedentes,
les aplicaríamos la reacción social, los medios de corrección y
mejoramiento, las medidas preventivas y eliminativas, sólo en cuanto
fuesen necesarios estos procedimientos para perfeccionar a los
individuos que manifestaron tendencias antisociales, o para librar de su
_nocividad_ al grupo social. Viviríamos entonces en una atmósfera de
benevolencia que haría pensar que se habían encarnado por fin en
nosotros aquellas hermosas palabras de Jesús: «No juzgues y no serás
juzgado».

Así vemos que las ideas de libertad y responsabilidad absolutas no
tienen ningún valor social. El edificio social y moral no se derrumbaría
en caso de que desaparecieran.

Seguramente quedaría mejor. ¿A qué sirven entonces esos conceptos? No se
me ocurre otro,--dicho sea con perdón de los que piensen de distinta
manera,--que el de la suerte que han de correr los hombres en la
improbable vida futura. Considerar al hombre como culpable absoluto del
bien o del mal que hace, es la premisa necesaria para darle en el viaje
de ultratumba o billete hacia la mansión de la gloria eterna o pasaporte
para el infierno.

Fijemos ahora la comprensión de los conceptos que hemos analizado.

La libertad es un término abstracto con que representamos un conjunto de
circunstancias que acompañan a la actividad consciente. Estas
circunstancias son: la idea del _yo_; la representación de varias
posibilidades, que significan poder sobre nosotros mismos y sobre los
objetos exteriores; la ignorancia del porvenir, cuyas complejas
contingencias no podemos prever detalladamente; y la ignorancia de los
fenómenos subconscientes que se operan dentro de nosotros. Estas
circunstancias son tan precisas, que si se suprime cualquiera de ellas
se desvanece la idea de libertad.

Ha sido un error oponer la libertad al determinismo, como cosas
incompatibles. Esto es lo mismo que decir que un cuadro no puede existir
porque tiene marco. Lo contrario de la libertad es la no libertad, es
decir, la negación de las condiciones recién apuntadas.

La responsabilidad es también una expresión abstracta con que designamos
los estados psíquicos complejos formados por la creencia en la
libertad, la facultad de prever, y el sentimiento de un orden moral de
solidaridad.

Para terminar, es menester no silenciar que, siendo las ideas de
libertad y responsabilidad, al mismo tiempo que puras abstracciones,
voces con que se han designado aspiraciones muy concretas en cada
momento histórico de la vida individual y social,--la acción de ellas se
encuentra por doquiera en toda la historia de la humanidad.

Estas ideas podrían servir de hilo conductor para una historia
universal. Quedarían comprendidos ahí los perdurables conflictos entre
el individuo y la sociedad, entre las clases dominantes y las clases
explotadas, entre súbditos y déspotas, entre naciones poderosas y
pueblos débiles. Se vería cómo esta lucha tiende a la emancipación del
individuo y de los grupos sociales frente a otros individuos y a otros
grupos sociales, y que el resultado apetecido no se obtiene por medio
del aislamiento que conduce a la misantropía, sino en virtud de la
coordinación de las voluntades individuales dentro de un orden superior.
Para estas luchas que anhelan el máximum de libertad, no cabe concebir
otro término que la formación de la conciencia de la humanidad, que
permita un equilibrio aproximadamente justo de todas las tendencias.
¿Querría decir la realización de ese ideal que habría llegado para el
esfuerzo humano su última hora? ¡Ah, no! los esfuerzos del hombre sobre
la naturaleza tendrán siempre por delante un campo inagotable de
aplicación, y de esta suerte es posible proponer la siguiente fórmula
definitiva: El máximum de libertad (o sea la situación más adecuada al
mejor desarrollo individual y social) se encontrará en la armonía justa
entre todos los hombres, unidos de una manera solidaria, en una acción
común sobre los objetos y las energías del mundo.

¿Envuelve quizá esta fórmula la visión de un estado que se encuentra muy
distante para nuestra especie?

--Es posible; pero los afanes de los hombres que sienten en su alma
anhelos altruístas tienden a la verificación de ese ensueño. Las sendas
que conducen a él no son otras que las de la educación y de las reformas
sociales, jurídicas y económicas llevadas a cabo por la iniciativa
individual o la acción de los poderes públicos, teniendo presente que la
eficacia de estos medios sólo es concebible dentro de los principios del
determinismo social.



EL MELIORISMO
o
La Filosofía Social de Mr. Lester F. Ward.


SUMARIO

  I.--Mr. Lester F. Ward.--Sus obras principales.--Lo que es una
  filosofía social.

  II.--La Sociología Pura.--La materia de la Sociología.

  III.--La síntesis creadora.--El dualismo cósmico.--El principio de la
  sinergía.--Base psicológica de la Sociología.--El alma.--Las fuerzas
  sociales.

  IV.--La sinergía social.--Las estructuras sociales.--La lucha de
  razas.--Origen del Estado y del derecho.--El darwinismo social.

  V.--Optimismo o pesimismo.--Meliorismo.

  VI.--Economía de la naturaleza y economía de la mente.

  VII.--La Sociología aplicada.--Interpretaciones de la
  historia.--Consecuencias del error.

  VIII.--La lucha contra el error.--El genio.--La educación.

  IX.--La Sociocracia.

  X.--Conclusión.


I

MR. LESTER F. WARD.--SUS OBRAS PRINCIPALES.--LO QUE ES UNA FILOSOFÍA
SOCIAL.

Mr. Lester F. Ward es un sociólogo de una cultura casi universal. No
tiene únicamente una preparación científica sólida que lo ha armado para
marchar con pie seguro en el terreno de los estudios sociales, sino que
ha profundizado ramas concretas de la ciencia, hasta llegar a ser un
especialista en (paleo)--botánica y ha tenido una educación clásica y
literaria que le ha permitido leer en sus respectivos idiomas las
literaturas francesa, alemana, italiana y española. Sabe latín, y el
griego se lo ha asimilado en tal forma, que ha hecho observaciones que
ha aprovechado en sus lucubraciones sociológicas sobre algunas
modificaciones experimentadas en los significados de las palabras de
esta lengua, según las diferencias que ha notado en el valor de los
vocablos en las obras de Homero, Herodoto, Jenofonte y Demóstenes.

Las obras fundamentales de Mr. Ward son _Dynamic Sociology_, Nueva York,
Appleton and Cº. (no traducida ni al español ni al francés); _The
Psychic Factors of Civilization_, Boston, Ginn and Cº. (no traducida);
_Pure Sociology_, London, New York, Macmillan (traducida recientemente
al francés); y _Applied Sociology_, Boston, Ginn and Cº. (no traducida).

El presente ensayo ha sido hecho en vista de todas estas obras, menos la
primera, que fué publicada hace poco más de veinte años y cuyas
doctrinas esenciales están refundidas y citadas continuamente en las
obras posteriores, especialmente en _The Psychic Factors_.

       *       *       *       *       *

Ante todo, ¿qué es una filosofía en general y qué una filosofía social
en particular?

A la filosofía la preocupan cuatro grandes problemas: el del
conocimiento (problema lógico), el de la existencia (problema
cosmológico), el de la estimación de los valores (problema ético), y el
de la conciencia (problema psicológico)[3].

     [3] Höffding, _Histoire de la philosophie moderne_.

La filosofía social no puede ser otra cosa que el estudio de estos
mismos problemas, incrementado con todas las deducciones y conclusiones
a que las soluciones de ellos den lugar en su relación especial con la
vida y los fines de la sociedad y orientados hacia la realización de la
justicia social.

¿Envuelve este último estudio alguna importancia para cualquier hombre?
No vacilo en responder que sí la envuelve y en alto grado. La
solidaridad de los hombres, impuesta de una manera imperiosa e
ineludible, a lo menos por el hecho de habitar en común este planeta y
además por los sentimientos que se han desarrollado con el tiempo, exige
que miremos el destino de cada persona en armonía con el de las demás y
que busquemos la manera de establecer esa armonía que no existe aún. Es
tal la importancia de este asunto, que en cada vulgar e insignificante
detalle de la vida diaria puede ir comprendida la aplicación de algún
principio de esta o aquella filosofía social. El individualista
ramplón,--no el individualista a lo Ibsen, cuya característica no es
egoísmo sino originalismo,--cuya profesión de fe es desentenderse de
lucubraciones intelectuales y sociales, contribuye con su abstención a
determinadas soluciones de las cuestiones sociales, hace suyas sin
examinarlas las creencias implícitas en la línea de conducta que ha
tomado y lo que saca con su renuncia a ocuparse de asuntos de interés
general, es que tiene que vivir dando por cierto lo que no se ha
detenido a examinar si es cierto y dando por justo lo que no se ha
detenido a examinar si es justo.

Tales individualistas e indiferentes son forzosamente tradicionalistas.

Mas, para los que no quieren ser tan sólo conducidos de la mano y a
ciegas por un camino de la vida que no conocen y aspiran a afirmar ante
todos los hombres su derecho a trazarse una senda propia, la filosofía
social reviste una importancia fundamental.


II

LA SOCIOLOGÍA PURA.--LA MATERIA DE LA SOCIOLOGÍA.

La sociología es una ciencia; tiene todos los caracteres de tal: estudia
los fenómenos de una forma especial de fuerza, la fuerza social o las
fuerzas sociales, que obran sometidas a leyes, de las cuales la más
fundamental es la de la causalidad.

Distingue Mr. Ward en la sociología dos grandes ramas: la _sociología
pura_ y la _sociología aplicada_. La primera estudia los hechos sociales
con la más fría imparcialidad, sin criticar ni alabar nada en ellos, a
fin de inducir las leyes que de ellos se infieran. La segunda trata de
las posibles aplicaciones de dichas leyes.

       *       *       *       *       *

La materia de la sociología[4] es la acción humana (_human
achievement_). No es la estructura, sino la función. Casi todos los
sociólogos han trabajado en el departamento de la anatomía social,
cuando deberían dirigir su atención al de la fisiología social, al
estudio de las funciones sociales. Sin duda que el estudio de la
anatomía es también necesario, porque las funciones no pueden ser
efectuadas sin los órganos; pero dicho estudio tiene una importancia
preparatoria y es posible dejarlo a las ciencias sociales especiales,
tales como la historia, la demografía, la antropología, la economía
política, etc.

     [4] _Pure Sociology_, III.

La sociología se ocupa de las actividades sociales. No es una ciencia
descriptiva en el sentido que dan a tales ciencias los naturalistas,
como disciplinas que describen objetos ya concluídos. Es más bien un
estudio de la manera cómo los diferentes productos sociales han sido
creados. Estos productos son de tal naturaleza, que una vez formados no
se pierden nunca; y es propio de ellos también que vayan modificándose
y perfeccionándose lentamente y que sirvan de base a nuevos productos.

Lo propio de la acción humana (achievement) es que posea una virtud
transformadora. Los animales no ejecutan acciones de esta naturaleza. De
aquí uno de los primeros principios sociológicos: _el medio transforma
al animal, mientras que el hombre transforma al medio_. No ha habido
ningún cambio orgánico importante en el hombre durante el período
histórico. No es más ligero de pies ni de vista más penetrante o
músculos más fuertes que cuando escribió Herodoto. Ahora su poder visual
se ha acrecentado enormemente gracias a todas las aplicaciones de los
lentes; su poder de locomoción se ha multiplicado merced al invento de
las máquinas y su fuerza se ha hecho casi ilimitada por medio de la
ayuda de los agentes naturales que ha sabido explotar. Las armas son
mucho más temibles que los dientes o las garras. Al lado del telescopio
y del microscopio los órganos naturales de la vista valen muy poco. Los
ferrocarriles son mejores que las alas de las aves, y los buques a vapor
mejores que las aletas de los pescados. Todo eso es el resultado del
poder del hombre de transformar a la naturaleza. La transformación
artificial del fenómeno natural es el gran hecho característico de la
actividad humana. Esto es lo que constituye el _achievement_. Así _la
civilización material consiste en la utilización de los materiales y de
las fuerzas de la naturaleza_.

Conviene decir aquí que la distinción entre materia y fuerza desaparece
enteramente tras un breve análisis. Ya no es una expresión metafísica
decir que no conocemos nada de la materia fuera de sus propiedades. Sólo
sus reacciones afectan a nuestros sentidos y sólo sus propiedades son
utilizadas; pero no es posible trazar ninguna línea de demarcación entre
las propiedades de la materia y las fuerzas físicas. Las propiedades son
fuerzas y las fuerzas son propiedades. Si la materia es únicamente
conocida por sus cualidades y las cualidades de la materia son fuerzas,
es claro que la materia posee poderes inherentes a ella. Schopenhauer
tenía razón cuando decía: «La materia es causalidad» (Die Materie ist
durch und durch Causalität). La materia es dinámica y siempre que el
hombre la ha tocado con la varita mágica de su razón, no ha dejado nunca
de acudir a su llamado para satisfacerle alguna necesidad.

Es un error creer que los _achievements_ consisten en bienes materiales
o riquezas. No; los _achievements_ son sólo los medios con que se crean
las riquezas que son los fines que se aspira a realizar. Los
_achievements_ son las ideas, las invenciones creadoras. Como se ha
dicho antes, envuelta en la noción de _achievement_ se encuentra la de
permanencia. Todas las riquezas materiales son perecederas y fungibles.

El _achievement_ consiste en una invención en el sentido _tardeano_ (de
Tarde). Es algo que se eleva sobre la mera imitación o repetición.

El lenguaje es un _achievement_ de enorme importancia y cada uno de sus
distintos aspectos sucesivos,--el mímico, el oral, el escrito, el
impreso, han señalado una época en el progreso humano. La literatura, el
arte, la filosofía y las ciencias son grandes _achievements_. También lo
son las armas, las trampas, lazos, herramientas, instrumentos y
utensilios primitivos que han encontrado su coronamiento en nuestra
época en la maquinofactura, en la locomoción artificial y en la
intercomunicación eléctrica.

Debemos llamar la atención sobre otra forma típica de invenciones: son
los procedimientos auxiliares de la mente. Una numeración aritmética o
el modo de expresar los números por medio de símbolos de cualquiera
especie, es un procedimiento o instrumento auxiliar de la mente. Los
griegos y los romanos, como todas las razas principales, inventaron
sistemas especiales de numeración, y nosotros hacemos todavía algún uso
del ideado por los últimos. Pero el sistema empleado universalmente
ahora por todos los pueblos civilizados es el llamado «sistema arábigo»,
aunque lo más probable es que ellos sólo hayan perfeccionado un invento
que recibieron del Oriente.

Este sistema es un buen ejemplo de lo que llamamos la permanencia del
_achievement_. Podemos calcular el costo y valor de cualquiera suma de
riquezas materiales, apreciar su intercambio y presenciar su total
consumo mil y mil veces, y el sistema que nos habilita para efectuar
esas operaciones, permanece imperecedero en medio de tanta
transformación y destrucción, sirve a los hombres sin gastarse y así
continuará sirviendo a las generaciones futuras.

Las artes industriales forman otra clase importante de _achievement_.

Debemos mencionar también las instituciones que, indicadas en el
probable orden de su desarrollo, son las siguientes: sistemas militares,
sistemas políticos, sistemas jurídicos y sistemas industriales. En
verdad, es posible extender el significado del término _institución_
hasta hacerlo comprender todos los _achievements_ y tomado en tal
sentido constituye el principal estudio del sociólogo.

Una de las características esenciales de todo _achievement_ es que
consista en alguna forma de conocimiento. El conocimiento, al revés de
la capacidad, no puede ser trasmitido por herencia. Constituye una
especie de herencia social a cuya trasmisión la sociedad tiene adscritos
determinados órganos o sea los diversos institutos de educación e
instrucción.

Unos pocos espíritus han columbrado vagamente que la civilización
consiste en la luz de los conocimientos acumulados de generación en
generación. La más célebre expresión de esta verdad es la de Pascal, que
dice en sus _Pensamientos_: «La serie completa de los hombres en el
curso de todas las edades debe ser considerada como formada por un solo
hombre, que nunca hubiese dejado de existir y hubiera estado siempre
aprendiendo». Bacón, Condorcet y Herder, han expresado ideas análogas.

Pero esta concepción es sólo una aproximación a la verdad. Indica, por
decirlo así, el largo pero no el ancho de la civilización. Jamás un solo
hombre, por más sabio que hubiese sido, y suponiéndolo inmortal, habría
podido llevar a cabo lo que todos los hombres han hecho. La civilización
no es la obra de un solo hombre, sino de miles de hombres, cada uno de
los cuales ejecuta una obra diferente. Cierto es que muy pocos entre
ellos crean algo original y que los más no hacen otra cosa que imitar,
correspondiendo los primeros, es decir, los creadores, dentro del
organismo social, a lo que se llama en biología las variaciones,
mientras que los segundos forman la herencia, y cierto es también que
para los espíritus no adocenados suele ser objeto de menosprecio esa
masa de la especie humana que marcha sujeta a puras imitaciones buenas o
malas. Pero el sociólogo, procediendo de igual manera que el geólogo
cuando estudia la estructura de la tierra, debe mirar el gran conjunto
que resulta del total de las obras humanas y entonces desaparecerán para
él los móviles mezquinos y las pequeñeces de las acciones individuales.
A la tierra calcúlanse unos 70.000.000 de años de edad, y el hombre
habrá existido desde unos 300.000 a 200.000 años. La época histórica, y
por consiguiente sociológica, es casi nada dentro de estas cifras
enormes: menos de 25.000 años. Estudiadas simpáticamente las acciones de
los hombres encerradas en ese panorama, resultan enaltecidas,
alentadoras y aptas para curar al más arraigado pesimismo. Tan pronto
como el hombre entra en su desarrollo en el estado contemplativo
(_contemplative stage_), lo que ya sucede en épocas muy remotas bajo el
régimen social de las castas, empieza a desenvolverse el interés
psíquico o trascendental. Comienzan a manifestarse anhelos intelectuales
que constituyen fuerzas sociales tan efectivas como el hambre y el amor.

Bajo el influjo de esas fuerzas psíquicas llamadas sociogenéticas
(fuerzas morales, intelectuales y estéticas) han surgido el arte, la
filosofía, la literatura, la ciencia, la industria y han obrado de una
manera combinada para aumentar y enriquecer los inventos humanos.

Merced a las sugestiones de estas fuerzas sociogenéticas, la superior
ambición de toda mente vigorosa ha llegado a ser la de contribuir con
algo a la gran corriente de la civilización y marchar en la senda del
progreso intelectual. En el fondo de tal aspiración palpita el placer
mismo que produce una sana labor intelectual, el encanto de la creación
y el amor a la gloria, a la inmortalidad en el recuerdo de los hombres.
A medida que pasan las edades y la historia anota en sus páginas los
resultados de la acción humana, va quedando más en claro para un mayor
número de personas que tal es el fin de la vida y por conseguirlo se
esfuerzan. Se ve que sólo aquellos que han inventado algo, creado algo,
sentido por sobre la muchedumbre, son recordados y que, con el tiempo,
sus nombres tórnanse más brillantes en lugar de empañarse. Así, la
invención, la creación llega a constituir una forma de inmortalidad que,
a medida que la esperanza de una inmortalidad personal se desvanece con
los adelantos de las ciencias biológicas, se hace más atractiva y echa
más raíces en el corazón humano.

       *       *       *       *       *

La concepción de Mr. Ward sobre la materia de la sociología es hermosa y
casi podría decirse que toma los hechos humanos por el lado heroico.
Como podremos ver en varias ocasiones más adelante, una de las
características de esta sociología es la rehabilitación de la fuerza
psíquica, la consideración del valor que tiene la mente humana, siendo
ilustrada, como directora de los fenómenos sociales y propulsora del
progreso artificial.

Fué una doctrina que en 1883, con la primera obra fundamental de Mr.
Ward «Dynamic Sociology» se levantó contra las tendencias demasiado
mecánicas y menospreciadoras de la acción humana que entonces dominaban
sostenidas por la propaganda y el prestigio de Mr. Spencer.

Pero la tesis de Mr. Ward es incompleta. Teniendo los _achievement_
(inventos en el sentido de la sociología de G. Tarde), toda la
importancia que no es posible desconocerles, sin embargo, no comprenden
por sí solos todos los fenómenos que deben formar la materia de la
sociología. Más amplia y comprensiva al mismo tiempo de la idea de Mr.
Ward, es la tesis sostenida por Albion W. Small[5] de que «la materia de
la sociología es el proceso de la asociación humana».

     [5] _General Sociology_, I.

No todos los fenómenos que merecen ocupar la atención de nuestra ciencia
son _achievements_.

Para esclarecer esta afirmación conviene hacer las siguientes preguntas:
¿Tienen todos los hechos sociales el carácter de _achievements_? ¿Hay
hechos sociales que puedan ser descuidados por la sociología?

Me parece que no todos los hechos sociales son _achievements_. No lo son
todos los que forman la inmensa multitud de las imitaciones, es decir,
los actos llevados a cabo por los hombres que son meros imitadores. En
los tiempos de decadencia, corrupción y crisis moral, el gran fenómeno
de la disolución de una sociedad, que no debe ser descuidado en ningún
estudio sociológico, está formado en último análisis por la suma de
todas las debilidades, costumbres viciosas y prácticas corrompidas de
los individuos de la época, y ninguno de estos actos es un
_achievement_. Esto se puede comprobar con analizar un poco los ejemplos
clásicos de la decadencia de Roma después de la conquista del mundo y de
la decadencia de Grecia después del siglo V. Que un solo individuo
despilfarre su fortuna o sea inmoral, son hechos sociales, cualquiera
que sea la posición del individuo, porque si no fuera así no podríamos
señalar la existencia de ningún hecho social. Es claro que el sociólogo
ni el historiador no han de andar inquiriendo la vida privada de cada
vecino; pero la estadística se encarga de darla a conocer sin nombres
propios, y de los hechos que la estadística publica sólo algunos son
_achievements_, mas todos constituyen eslabones del proceso social, cuyo
estudio no es posible descuidar.


III

LA SÍNTESIS CREADORA.--EL DUALISMO CÓSMICO.--EL PRINCIPIO DE LA
SINERGÍA.--BASE PSICOLÓGICA DE LA SOCIOLOGÍA.--EL ALMA.--LAS FUERZAS
SOCIALES.

Al inquirir el génesis y transformación de las fuerzas que llegan a
convertirse en las fuerzas sociales, la sociología extiende sus raíces
en un campo tan vasto, que viene a encontrar sus antecedentes en una
verdadera cosmología.

A fin de que sea suficientemente claro este proceso cuyas remotas causas
alcanzan hasta el funcionamiento de las fuerzas primordiales de la
naturaleza, conviene considerar primeramente algunos fenómenos que
tienen para nosotros la ventaja de estar más al alcance de nuestra
inmediata observación.

Las obras de la naturaleza no son perfectas. Encontramos siempre en
ellas mucho que criticar y formamos planes para transformar las cosas en
vista de los fines que nos proponemos para hacer cosas nuevas. Esos
planes son los ideales que surgen en la mente del genio inventivo y del
genio creador en las artes, en las industrias, en las ciencias, en las
cuestiones sociales. El nacimiento de un ideal es uno de los casos en
que obra lo que se llama la _síntesis creadora_. La síntesis no es sólo
la suma de los elementos que han servido para formar el cuerpo que por
medio de ella resulta; es algo más. No habría sido fácil prever por
ejemplo, lo que iba a resultar de una unión tan sencilla como es la de
dos átomos de oxígeno con uno de hidrógeno. Así también la mente con los
hechos, datos y representaciones que la experiencia le suministra,
construye combinaciones nuevas, ideas, obras de arte, verdades
científicas, inventos técnicos, máquinas, proyectos de reforma social,
que son propiamente creaciones.

Mr. Ward ha tomado el principio de la síntesis creadora de la filosofía
de Wund[6]. Según este principio, todos los actos o productos (Gebilde)
psíquicos no solo están en relación con los elementos que han servido
para formarlos, sino que contienen algo más que no se encontraba en
dichos elementos. Tal afirmación vale tanto para las grandes
concepciones de que acabamos de hablar, y en las cuales es obvio su
carácter de creaciones sintéticas como en los casos de los poetas e
inventores, cuanto para los fenómenos aparentemente simples de la
inteligencia, como, por ejemplo, las sensaciones. La actividad del alma
es propiamente sintética. Esto no quiere decir que el espíritu no sea
capaz de efectuar análisis, sino que cada una de las partes mismas del
fenómeno analizado es percibido distintamente en virtud de una síntesis
especial.

     [6] _Logik der Geisteswissenschaffen_. p. 267.

Ahora podemos decir que la naturaleza igualmente efectúa por sí sola
síntesis creadoras, con la diferencia de que en la mente el fenómeno es
_télico_, es decir, se propone fines, se produce en vista de algún fin,
mientras que en la naturaleza es _genético_, esto es, resulta de la
acción de causas eficientes que funcionan sin un fin determinado.

De cambio en cambio se ha pasado del caos de la nebulosa al cosmos, del
cosmos a la vida, de la vida a la inteligencia, a la sociedad. Nosotros
no sabemos cuál sea el estado absolutamente elemental de la materia. La
creación de algo de la nada, según la concepción antropomórfica, es
inconcebible; pero entonces, cuando sobrevino aquella relativa
condensación que constituyó la homogénea e indiferenciada masa de
difusa, materia llamada nebulosa, tuvo lugar una síntesis creadora. Que
dicha nebulosa se diferenció subsecuentemente en sistemas de mundos, de
los cuales nuestro sistema solar no es más que uno, en conformidad a la
hipótesis de Kant y de Laplace, constituye una afirmación que envuelve
una síntesis creadora. Los elementos químicos fueron convirtiéndose
sucesivamente en compuestos inorgánicos, compuestos orgánicos
protoplasma, plantas y animales a través de otras tantas síntesis
creadoras.

En las aseveraciones anteriores va envuelto un concepto monista de la
naturaleza, esto es, el de la existencia de una sola substancia; pero la
manera de obrar de las fuerzas implicadas en esa substancia es lo que se
llama el _dualismo cósmico_. La naturaleza encierra no sólo fuerzas que
se transforman, sino fuerzas que contienden. La universal energía no
cesa jamás de obrar y su incesante actividad constantemente crea. Las
cantidades de materia, masa y moción que entran en actividad no cambian;
todo lo demás cambia: posición, dirección, velocidad, combinación,
forma. Decir con Schopenhauer que la materia es causalidad envuelve una
elipsis.

No es la materia, sino la _colisión_ de la materia lo que constituye la
única causa. Este eterno chocar de los átomos, este continuo esfuerzo de
los elementos, esta presión sobre cada punto, esta lucha de todas las
cosas creadas, este universal _nisus_ de la naturaleza que da existencia
a todas las formas materiales y se coloca dentro de ellas como
propiedades, como vida, como sentimiento, como pensamiento; esto es el
hilozoismo de los filósofos, la autoactividad de Hégel, la voluntad de
Schopenhauer, el alma del átomo de Haeckel, el alma del Universo, el
espíritu de la naturaleza, la causa primera de la religión y de la
Ciencia, es Dios.

Cada fuerza se encuentra con resistencias; de otra manera no podría
haber energía. La idea de fuerza es inconcebible sin la idea de alguna
resistencia correspondiente. Si no fuera por estos conflictos del
Universo, la evolución sería imposible. Las fuerzas de la naturaleza
están perpetuamente comprimidas. Si la fuerza centrífuga no se hallara
constreñida por la fuerza centrípeta, los planetas volarían de sus
órbitas, siguiendo líneas rectas indefinidas. Si no hubiera habido tal
restricción, éstos no habrían existido nunca. Todas las formas definidas
de cualquiera clase que sean, son debidas a influencias antagónicas que
constriñen, circunscriben y transforman el movimiento. La conservación
de la energía resulta de esta ley y todos los multiformes modos de
moción que se convierten perpetuamente unos en otros, son los productos
de esta incesante lucha. Vemos atracción y repulsión, concentración y
disipación, condensación y disolución; así se forman las nebulosas, los
planetas, los satélites y los organismos. Viene a producirse una
verdadera cooperación y colaboración de las fuerzas que compiten. Este
es el principio de la _sinergía_, el principio de la acción productora y
creadora de las fuerzas que contienden. El efecto normal y necesario que
se destaca claramente en este dualismo cósmico, en esta lucha cósmica,
es la tendencia a la _organización_ de algo, a convertir la mayor suma
posible de materia inorgánica en materia orgánica.

Una de las creaciones sintéticas de la naturaleza es la _vida_.

Después de la formación de la corteza terrestre quedó siempre ocupando
las concavidades de la superficie una gran cantidad de agua y,
envolviéndolo todo, una atmósfera de oxígeno, nitrógeno, carbono dióxido
(carbón dioxide) y vapor acuoso. Estos últimos son los principales
materiales con que han sido formados los productos _bióticos_. En todas
partes existe un universal _quimismo_ y constantemente son formadas
diferentes substancias por medio del contacto y de las afinidades
electivas de la materia. Debemos suponer que en el proceso de
enfriamiento del planeta, el _quimismo_ se convirtió en _zoismo_.

Esta es una suposición. Lo que nosotros sabemos es que la vida debió
comenzar en algún momento en nuestro planeta, lo cual seguramente
sucedió cuando la temperatura era más alta que las más elevadas de
nuestra zona tórrida actual. Los atributos primarios y diferenciales de
la vida han sido la irritabilidad y la movilidad. Su forma más simple
que conocemos es el protoplasma, el cual mirado desde el punto de vista
biológico, apenas puede ser llamado un organismo, por lo simple que es,
mientras que observado desde el punto de vista químico, es tan complejo
que no es posible colocarlo entre las substancias químicas. Ocupa
exactamente el término medio entre el mundo inorgánico y el orgánico.
Fué perfectamente llamado por Huxley «la base física de la vida». El
protoplasma posee sus cualidades esenciales de la movilidad e
irritabilidad, como el azúcar posee la dulzura, la quinina la amargura.
El _zoismo_ es una creación sintética del _quimismo_.

En el mundo orgánico, las primordiales fuerzas contendoras son la
herencia y la variación, que corresponden en astronomía a las fuerzas
centrípeta y centrífuga respectivamente. La herencia debe ser
considerada como una tendencia de la vida a que continúe existiendo lo
que ya ha empezado a existir. Todas las fuerzas son esencialmente
iguales y la fuerza viva o fuerza de crecimiento es igual a cualquiera
otra fuerza física, esto es, obedece a la primera ley del movimiento y
produce movimiento en línea recta, siempre que no haya interferencia de
otra fuerza. Si esto sucediese, resultaría un aumento constante en la
cantidad de la vida sin que hubiese ningún cambio en la calidad. Pero en
el dominio de la fuerza, como en el de cualquiera fuerza física, a
consecuencia de la multiplicidad de los objetos de la naturaleza, existe
necesariamente una constante colisión, una oposición constante, un
continuo contacto con otras fuerzas que vienen de todos los lados
imaginables. Éstas constituyen las resistencias del medio. La herencia
sigue su camino lo mejor que puede en medio de los obstáculos que se le
presentan. Ya hemos visto que bajo el principio de la sinergía cósmica
la fuerza cósmica primordial que impulsó a la materia del espacio
universal asumió por último, tras innumerables colisiones, una forma
organizada y convirtió la materia del espacio en cuerpos simétricos
coordinados en sistemas. De idéntica suerte, la fuerza vital, sujeta a
la acción de muchas fuerzas contrarias, empezó a elaborar formas
simétricas y a organizar sistema biológicos. Los protistas, las plantas,
los animales, fueron los resultados de esta sinergía orgánica. Göethe
esboza ya estas ideas en su «Metamorfosis de las plantas» (1790), y en
su «Morfología» (1786).

Después alcanzamos, por medio de una nueva síntesis creadora, a la
aparición del primer esbozo de lo que ha de ser más tarde el núcleo de
las fuerzas sociales: el alma. A la primera substancia viva, siendo
frágil y delicadísima, necesitando renovarse para mantenerse y estando
expuesta a mil causas de destrucción provenientes de la materia
inorgánica que la rodeaba, le fué preciso distinguir, so pena de la
muerte, lo que le convenía aceptar o rechazar del mundo exterior, debió
tener interés y experimentar impresiones agradables y desagradables. Tal
fué la alborada de la fuerza psíquica, la más superior cualidad de la
materia, cuyo brillante y prodigioso desarrollo ha venido a dar lugar a
la fuerza propulsora de la más elevada creación de la naturaleza: la
sociedad humana.

El alma del hombre que no es más que el alma del átomo después de haber
pasado por el alambique de la evolución orgánica, constituye, dentro de
sus cualidades primordiales y fundamentales, la fuerza social, el agente
dinámico y transformador por excelencia.

Dicho esto, no costará aceptar que la sociología descansa sobre la
psicología y no sobre la biología, como algunos pensadores lo han
sostenido.

En su obra: _The Psychic Factors of Civilizations_ entra Mr. Ward en
minuciosos y originales análisis de los fenómenos psíquicos. Los
fenómenos de la mente en su más amplio sentido pertenecen a dos
distintas clases: a la de los sentimientos y a la del intelecto. Los
primeros forman el objeto de la psicología subjetiva y el segundo el de
la psicología objetiva. Cuando se pone en contacto la extremidad de un
dedo con un objeto material, dos consecuencias resultan. Se produce una
_sensación_ que depende de la naturaleza del objeto y la mente recibe
una _noción_ de la naturaleza del objeto. El proceso por medio del cual
se lleva a efecto esta noción o conocimiento se llama _percepción_.
Estos son los elementos que sirven de base a las dos ramas de la
psicología de que acabamos de hacer mención: la sensación a la rama
subjetiva y la percepción a la rama objetiva.

Debemos decir que esta división no es perfectamente distinta y clara.
Tanto en los fenómenos de la sensación y de las emociones y sentimientos
como en los fenómenos de la percepción y las representaciones,
asociaciones de ideas y pensamientos que de ellas se derivan hay
elementos subjetivos. Las percepciones y representaciones no son nunca
la imagen de los objetos únicamente. Son condicionadas en gran parte por
los estados de conciencia anteriores y simultáneos. Además, si la
sensación es un hecho elemental que se encuentra en el análisis de los
sentimientos como elemento primordial de éstos, también se halla
desempeñando un papel análogo en las percepciones. Sin sensaciones
previas no puede haber percepciones. Sin experimentar la sensación de
peso jamás podré decir de un cuerpo que es pesado o liviano. De manera
que no es acertado formar dos categorías opuestas de fenómenos dentro de
los hechos psíquicos que tengan por base respectivamente la sensación y
la percepción.

Es menester, sí, tener presente que las primeras manifestaciones del
alma, tanto en su desarrollo que podemos llamar histórico o
filogenético, tomando como punto de partida su aparición sobre la
tierra, como en su desarrollo individual u ontogenético, son las de la
facultad _conativa_ (_conative faculty_), las del deseo, las del interés
instintivo que busca el placer y huye del dolor, o sea que busca lo
conveniente para la vida y se aparta de lo que puede dañarla. Lo
primordial son los sentimientos y la voluntad.

La vida debe ser preservada y las especies perpetuadas. La selección
natural ha hecho agradables los actos que favorecen estos fines y
dolorosos los que los contrarían. Las especies incapaces de experimentar
esas sensaciones han debido desaparecer y sólo han subsistido las
organizadas de tal manera que han podido sentir placer al apropiarse lo
necesario para su existencia y dolor al contacto, proximidad o previsión
de alguna cosa perjudicial o peligrosa para su vida. Así el dolor y el
placer no son condiciones indispensables que dependan de la naturaleza
misma de las cosas. Para el mundo inanimado no existen ni el placer ni
el dolor. Éstos son sólo estados necesarios a la existencia de los
organismos plásticos. Sin el dolor y el placer esos organismos no
habrían subsistido, porque habrían sido destruídos por el mundo
exterior. De manera que el dolor, lejos de ser un mal en sí, ha sido la
condición esencial de la vida, entendido como una especie de advertencia
para huir de la causa que lo produce.

El agente dinámico, el principio activo del alma lo forman los
sentimientos y los deseos. El deseo es una verdadera fuerza natural que,
si no fuera por las interferencias que encuentra en su camino, seguiría
como todas las cosas la primera ley del movimiento de Newton e iría
siempre directamente a la consecución de sus fines.

El desenvolvimiento de la inteligencia y de la razón es un
acontecimiento posterior al desarrollo de la facultad _conativa_, de los
deseos y de los sentimientos. La inteligencia no es propiamente una
fuerza; es el agente directivo de los deseos y sentimientos. Su acción
es siempre teleológica; la inteligencia es una causa final, es una causa
que se propone algún objeto, mientras que el agente dinámico, el deseo
es causa eficiente, obedece ciegamente a la acción inmediata que lo pone
en movimiento.

La psicología de Mr. Ward es monista, y aunque no cita a H. Höffding en
ninguna parte de sus obras, hay analogía entre sus ideas y la hipótesis
de la _identidad_ del citado filósofo danés, según la cual, el alma y el
cuerpo no forman distintas substancias, sino que son dos aspectos
diversos de una misma substancia.

       *       *       *       *       *

Acabamos de ver que el agente dinámico, la fuerza social (hablando en
singular) es el sentimiento, el deseo, la facultad _conativa_, la
voluntad: diversas expresiones con que se designa la tendencia propia de
nuestra naturaleza a huir del dolor y buscar el placer.

En lugar de la locución, _fuerza social_, se puede usar la de _fuerzas
sociales_ en el mismo sentido, y para comprenderlas mejor conviene hacer
una clasificación de ellas.

He aquí la clasificación:

                                                { Positivas.--Que
                             { Fuerzas          { buscan el placer.
                             { ontogenéticas    {
                             { o preservativas. { Negativas.--Que
              { Fuerzas      {                  { evitan el dolor.
              { físicas,     {
              { (funciones   {                  { Directas.--Los
              { corporales). {                  { deseos sexuales
              {              { Fuerzas          { y amorosos.
              {              { filogenéticas    {
              {              { o reproductivas. { Indirectas.--Las
              {                                 { afecciones
  LAS FUERZAS {                                 { consanguíneas.
  SOCIALES    {
  SON:        {                                 { Morales.--Que
              {                                 { buscan lo
              { Fuerzas      {                  { bueno.
              { espirituales { Fuerzas          {
              { (funciones   { sociogenéticas.  { Estéticas.--Que
              { psíquicas).  {                  { buscan lo bello.
                                                {
                                                { Intelectuales.--Que
                                                { buscan lo verdadero
                                                { y lo útil.

Las fuerzas ontogenéticas o preservativas pueden ser llamadas las
fuerzas de la preservación individual; las filogenéticas o reproductivas
(susceptibles de ser caracterizadas con la palabra AMOR como las
primeras pueden serlo con la palabra HAMBRE) son las que cuidan de la
continuidad de la especie; y las fuerzas sociogenéticas, es decir, las
fuerzas morales, estéticas e intelectuales, merecen en conjunto el
nombre de las _fuerzas del mejoramiento de la especie_. (Race
Elevation). Constituyen éstas los poderes civilizadores por excelencia,
y la expresión de las más altas aspiraciones humanas. Por supuesto que
estas últimas fuerzas son relativamente modernas y el producto de la
complicada serie de acontecimientos llevados a cabo por la acción de la
energía social primitiva. Es decir, han tenido lugar primero la lucha
por la vida y la lucha por la reproducción con caracteres animales antes
que naciesen las más rudimentarias ideas morales, estéticas e
intelectuales, y sólo la aparición del Estado, resultado de la lucha
entre los grupos sociales, según Mr. Ward hizo posible el más completo
desarrollo de esas fuerzas sociogenéticas morales, estéticas e
intelectuales.


IV

LA SINERGÍA SOCIAL.--LAS ESTRUCTURAS SOCIALES.--LA LUCHA DE
RAZAS.--ORIGEN DEL ESTADO Y DEL DERECHO.--EL DARWINISMO SOCIAL

El mismo principio de la sinergía, es decir, de la producción de algo
nuevo por la contención o colisión de elementos contrarios, principio
llamado ahora _sinergía social_, es el que produce las estructuras
sociales. Las fuerzas sociales dejadas solas serían esencialmente
destructivas; pero combinadas, reprimidas las unas por las otras,
producen las estructuras sociales, cuyo nombre más general y apropiado
debe ser el de instituciones humanas.

El equilibrio social bajo el principio de la sinergía, junto con
envolver una perpetua y vigorosa lucha entre las fuerzas sociales
antagónicas, crea las estructuras sociales. De la perfección de estas
estructuras y del éxito con que desempeñan sus funciones depende el
grado de la eficiencia o capacidad social. En el mundo orgánico la lucha
tiene la apariencia de una lucha por la existencia. Las especies más
débiles perecen y las más fuertes persisten. Hay una constante
eliminación de lo defectuoso y supervivencia de lo adecuado. En el campo
social sucede lo mismo y las razas débiles sucumben en la lucha mientras
que las fuertes se perpetúan. Pero en ambos casos es la mejor estructura
la que sobrevive. De esta manera, la lucha deja de ser una cuestión de
individuos, de especies, de razas o de sociedades y se convierte en un
problema cuya solución depende de la perfección de las estructuras.
Podemos, pues, atenuar la severa fórmula de Darwin, de la lucha por la
existencia y ver en todo el panorama de la vida más bien una _lucha por
la estructura_.

Ya se ha dicho que el nombre más general y apropiado para las
estructuras sociales es el de instituciones humanas. Las instituciones
humanas no son más que el conjunto de los medios que tienen por objeto
encaminar y utilizar la energía social. Buscando cuál sea la naturaleza
y la esencia de la energía social se encuentra la más fundamental de
todas las instituciones humanas, especie de _plasma_ social primordial,
homogéneo, indiferenciado, que ha dado origen subsecuentemente a todas
las demás instituciones. Puede llamársele el _sentimiento de
conservación del grupo social_ (the group sentiment of safety) y es
principalmente de carácter religioso. De este núcleo se han derivado
indudablemente la religión misma, el derecho, la moral y todas las
instituciones ceremoniales, eclesiásticas, jurídicas y políticas. Pero
hay otras instituciones tan esenciales y primitivas como estas que han
de tener otras raíces, tales como el lenguaje, el arte y las industrias.

Mas, volvamos nuestras miradas a los tiempos primitivos de la vida
humana y digamos ante todo que respecto de las teorías del _poligenismo_
y del origen animal del hombre, aceptadas por casi todos los biólogos y
antropólogos, la actitud del sociólogo no puede ser la de un
investigador sino que debe darlas por sentadas y seguir adelante.

Por más que las razas primitivas sean consideradas por los hombres
civilizados como algo muy semejantes entre sí, con todo, ellas mismas se
miran unas a otras como sumamente distintas y con mutuo desprecio. El
hecho de que dos razas se pongan en contacto significa el estallido de
una guerra entre ellas. Si nos imaginamos un tiempo anterior a todos los
recuerdos históricos, a todas las más remotas civilizaciones que han
existido, a las épocas china, egipcia, caldea y asiria,--sin dejar de
confesar que sabemos muy poco de aquella edad,--podemos aceptar que
vastas extensiones de la superficie terrestre estaban ya ocupadas por
los hombres que divididos en gran número de diferentes razas, tribus,
grupos, clases y hordas se afanaban en mantener su existencia. ¿Cuáles
serían los caracteres y cualidades del grupo más primitivo? Entre los
animales, por lo menos la madre conoce a menudo a su cría y es posible
que entre los monos tenga lugar un reconocimiento general de las más
inmediatas relaciones de parentesco. Naturalmente, el hombre primitivo
llevó más lejos este reconocimiento y los padres y los hijos, los nietos
y otros consanguíneos quedaron unidos en un grupo algo difuso e
indiferenciado, que es la forma primitiva de la sociedad, llamada por
los etnólogos una _horda_, y que Durkheim ha denominado apropiadamente
«protoplasma social».

La completa separación entre las hordas representa el grado más simple y
más bajo de la vida de los grupos sociales, es el estado inmediatamente
superior al estado animal y se diferencia de éste en que no es tan sólo
gregario, sino que se reconoce en él de una manera más o menos racional
cierta relación de consanguinidad. Después de adquirir un mayor
desarrollo y de perfeccionar sus facultades razonadoras, el grupo se
extiende hasta formar un _clan_, que fué la más vasta forma de
asociación a que un hombre de aquella época reconoció los lazos de
parentesco. Por supuesto, que éste sólo se refería a la madre, ya que
únicamente el parto y no la fecundación podía servir de prueba de él. La
transición de este sistema matriarcal al patriarcal, que se ha
verificado en casi todas las razas existentes, ha tenido lugar por medio
de extraña ficción llamada la _cuvada_, en que el padre representa todos
los trabajos, dolores y enfermedades de la madre como si él fuera el
parturiento y guarda el lecho como quien acaba de dar a luz un niño. De
esta suerte adquiere derecho a ser considerado como un miembro
importante en las relaciones de parentesco. La conservación durante
largo tiempo de esta extraña costumbre, muestra cuán profundamente
arraigada ha estado en los pueblos primitivos la creencia en la
partenogénesis, de la cual son supervivencias los mitos religiosos
posteriores relativos a una «inmaculada concepción.»

En el largo período matriarcal se formó el lenguaje y como las hordas y
clanes se repartieron por la tierra y quedaron muy separados entre sí,
cada grupo formó un lenguaje distinto. Igual cosa aconteció con los usos
y ceremonias, prácticas y ritos religiosos. Sus fetiches, _totemes_ y
dioses eran diferentes y llevaban diversos nombres.

Esta época de _diferenciación social_ representa aquel estado idílico de
relativa paz y dicha que debió preceder a la era de combates que
sobrevinieron entre razas más desarrolladas y de abundante población.

Estos combates fueron inevitables y se explican por el mismo principio
de sinergía que hemos visto en acción desde la formación de la nebulosa:
la sinergía social va a producir ahora por medio de la lucha formas
sociales. Gumplowicz y Ratzenhofer han probado admirable y
abundantemente que el génesis de la sociedad se encuentra en la lucha de
las razas.

El primer paso en la lucha de las razas fué la conquista de una por
otra. Los hebreos se encontraban difícilmente en un escalón más elevado
cuando sus guerras con los cananeos; pero en este caso tales hechos
deben ser considerados como una irrupción excepcional de salvajismo en
una raza relativamente adelantada. Por lo demás, casi todos los salvajes
inferiores son caníbales. Después que el hombre fué carnívoro, el comer
carne humana fué una de las primeras consecuencias de la lucha de
razas. Las primitivas guerras fueron difícilmente algo más que puras
cacerías en que la presa anhelada era el hombre. Pero en un período
social más adelantado el canibalismo fué reemplazado por la
_esclavitud_. Se vió que era más conveniente explotar al vencido que
comérselo. Las razas guerreras sometieron al yugo de la esclavitud a un
gran número de vencidos y obligaron a un número aún mayor a pagarles
tributos. De aquí la especial atención que los vencedores consagraron a
la organización de los ejércitos y a las instituciones militares.

El proceso social, que ha sido comparado con el proceso que en biología
se llama _kariokinesis_ y que por lo mismo ha sido denominado
_kariokinesis social_, recorre los siguientes pasos en su desarrollo:
1.° Subyugación de una raza por otra; 2.° Origen de las _castas_; 3.°
Gradual mejoramiento de esta condición que da lugar a un estado de gran
desigualdad individual, social y política; 4.° Sustitución de una forma
de _ley_ a la sujeción puramente militar y origen de la idea de
_derecho_; 5.° Origen del Estado, bajo el cual todas las clases tienen
derechos y deberes; 6.° Compenetración de la masa de elementos
heterogéneos y formación de un _pueblo_ más o menos homogéneo; 7.°
Aparición y desarrollo del sentimiento de _patriotismo_ y formación de
una _nación_.

Por medio de la conquista se encuentran dos razas puestas en inmediato
contacto, pero cuando son muy diferentes no hay asimilación posible. La
raza conquistadora mira con desprecio a la raza conquistada y la compele
a servirla de mil maneras. La raza conquistada alimenta su odio hacia
sus vencedores y no reconoce en su estado actual otra cosa que el
triunfo de la fuerza bruta. Este fué el origen de las castas y las dos
razas mutuamente antagónicas representan los polos opuestos de la aguja
social.

Pero tal situación no puede mantenerse indefinidamente. Las
dificultades, los gastos y los parciales fracasos de un régimen
exclusivamente militar que impone por la fuerza a cada momento sus
órdenes a los vencidos, llegan a constituir una carga demasiado pesada
para los vencedores. Notan éstos entonces la necesidad de establecer
ciertas reglas generales (principios de la ley o del derecho) y de
lograr de parte de la raza subyugada cierta cooperación que dé lugar a
una acción social común para las dos razas (nacimiento del Estado).

La doctrina sustentada y expuesta por Mr. Ward, de acuerdo
principalmente con MM. Gumplowicz y Ratzenhofer, según la cual la
sociedad política debe su origen a la violencia, y el Estado es el
producto de la conquista, es conocida con el nombre de _darwinismo
social_.

«Examinando las cosas objetivamente, dice todavía Mr. Ward[7], se
encuentra que la guerra ha sido la condición principal y directiva de
los partidarios de la paz, si hubieran prevalecido, habría sobrevenido
tal vez la pacificación universal, quizá una mayor suma de
contentamiento; pero no habría habido ningún progreso. El péndulo social
habría ido reculando sucesivamente en oscilaciones más y más cortas
hasta el momento en que hubiera llegado al punto muerto, y habiendo la
sociedad logrado el equilibrio, todo movimiento hubiera concluído».

     [7] _Pure Sociology_, p. 238.

Ha impugnado esta teoría el sociólogo J. Novicow en su libro _La Justice
et l'Expansion de la vie_ (Paris-Alcan, 1905) y como para rebatirla
busca en especial sus puntos de ataque o de referencia en la _Pure
Sociology_ de nuestro autor. Vamos a citar algunas de las ideas de M.
Novicow.

La aparición de la inmortal obra de Darwin sobre «El Origen de las
Especies», en 1859, vino a acelerar los progresos de todas las ciencias
y a marcarles nuevos rumbos. Los principios de la contención y de la
lucha se aplicaron a todos los ramos del saber humano; pero, como sucede
siempre en estos casos, el impulso fué más allá de donde debió ir y los
espíritus no supieron hacer las distinciones necesarias entre las
contenciones y colisiones del mundo sideral, las del mundo biológico, y
las del mundo social. La lucha es universal, pero sus formas, sus
procedimientos varían extremadamente y es tanto más compleja cuanto más
complejo es el campo de acción en que se verifica. Esta es ya una
circunstancia que diferencia mucho a las luchas sociales de las demás
luchas.

La _lucha astronómica_ (empleando una expresión algo metafórica) tiene
lugar por el procedimiento de la atracción. Los astros que andan
errantes en el espacio atraen las masas de materia que caen dentro de su
esfera de atracción y se las quitan a los astros rivales. Los más
felices en estos combates se convierten en soles enormes, los más
desgraciados sólo son estrellas modestas y pequeñas.

La _lucha biológica_ entre los animales se efectúa por medio de
procedimientos muy diversos. Un animal se arroja sobre otro, lo mata, se
lo come y se asimila su substancia en virtud de la digestión.

Hay seguramente luchas sociales como las hay astronómicas y biológicas;
pero de tal aserto no se infiere de ninguna manera que los
procedimientos de las luchas sociales deban ser idénticos a los
procedimientos de las luchas biológicas, como los de éstas no lo son a
los de las llamadas luchas astronómicas. Un animal no se apropia
directamente células arrancadas a otro animal, sino que las asimila por
medio de la digestión; y la latinización de la Galia fué hecha por
medios muy diferentes de la digestión que se opera cuando un león se
come a un antílope.

El darwinismo ha hecho olvidar también que existe otro fenómeno tan
general y tan constante como la lucha: la asociación; y dentro de los
seres que pueden asociarse los procedimientos de contensión, son muy
diversos de los que se gastan entre los que no se asocian. Es un error,
pues, identificar las luchas humanas con las luchas zoológicas que se
llevan a cabo entre animales de especies diversas, de las cuales unas
sirven, naturalmente, de substancia alimenticia a otras. Es menester
identificar las luchas humanas con las que se efectúan entre las células
de un mismo organismo biológico.

Al afirmar el darwinismo social que las formas superiores de la
asociación humana sólo son posibles por medio de la guerra, incurre en
contradicciones fundamentales. Tal observación implica la idea de que
actos de disociación puedan producir la asociación y que actos
patológicos sean normales. En efecto, la guerra no es más que una serie
de homicidios y de destrucciones de la riqueza; significa una
disminución de la intensidad vital, un estado patológico de los
individuos.

Afirmar, pues, que se aumenta la intensidad vital de las sociedades por
medio de la guerra equivale a afirmar que con las enfermedades aumenta
la salud de los hombres.

Si los hombres se encontrasen entre sí naturalmente en las relaciones en
que se hallan el león y el antílope; si la asociación fuese imposible
entre ellos, el darwinismo social sería una teoría verdadera. Pero como
la asociación es posible entre los hombres, resulta que la guerra es un
estado patológico y la conquista violenta es un acto patológico. Una
enfermedad puede atacar a un hombre desde los primeros momentos de su
existencia. Hay individuos que aun enferman antes de salir del seno de
su madre. Luego la enfermedad sigue al hombre paso a paso durante toda
su existencia y llega un momento en que triunfa y las fuerzas
disolventes causan la muerte. Negar estos hechos sería soberanamente
ridículo; pero ellos no autorizan de ninguna manera a afirmar _que la
enfermedad sea la causa y la condición misma de la salud_. Seguramente
la disociación (la muerte) es un fenómeno tan natural como la
asociación; pero es contradictorio afirmar que sea la causa primera y la
condición indispensable para alcanzar las formas superiores de la
asociación. Sin embargo, no sostienen otras cosas los darwinistas
sociales cuando dicen que la conquista es la condición indispensable
para alcanzar las formas superiores de la asociación.

En la sociedad, el robo no produce la riqueza, sino la miseria, la
guerra no produce la actividad social sino la estagnación social. Sin
duda, la locura, el vicio y el crimen son hechos tan naturales como la
razón, la virtud y el honor, pero son éstas y no aquéllas las causas de
la prosperidad social. Así como un hombre alcanza la mayor suma de
exuberancia vital si no está nunca enfermo, del mismo modo la sociedad
logra su máximum de bienestar si no se producen en ella hechos
patológicos, es decir, homicidios y expoliaciones.

Una de las fuentes del darwinismo social es la hipnotización producida
por la guerra. Ésta como un ciclón, impresiona los espíritus con la
inmensidad de las catástrofes que ocasiona. Se descuida el examen de los
mil pequeños hechos de la vida cotidiana que constituyen la verdadera
trama de la existencia social, los observadores se sienten atraídos
únicamente por los acontecimientos trágicos de las batallas. Los
sociólogos caen ahora en los errores porque han pasado los geólogos en
otros tiempos. Estos últimos han afirmado también, cuando su ciencia
estaba en pañales, que las transformaciones operadas en la superficie
del globo habían tenido por causa terribles cataclismos periódicos.
Después los geólogos se han convencido, observando los hechos más de
cerca, que las transformaciones de la corteza terrestre se han efectuado
por la acción de los fenómenos ordinarios que han obrado durante
períodos muy largos. Igualmente se empieza a comprender que la
evolución del género humano y la civilización no son de ninguna manera
el producto de terribles catástrofes periódicas, sino de los pequeños
hechos diarios que en número inmenso han venido repitiéndose durante
períodos muy prolongados.

No es la guerra la que da origen a la civilización, sino el trabajo.
Después del reconocimiento de la independencia de los Estados Unidos por
la corona británica, algunos ciudadanos americanos en 1812, 1845, desde
1861-65, y en 1898 han hecho la guerra. Estos individuos en conjunto han
consagrado tal vez cinco mil días a las matanzas. Pero desde 1783 a 1905
el total de los ciudadanos americanos ha consagrado cuarenta mil días a
la actividad productora, o sea 915 veces más que a la actividad
guerrera. Se ve, pues, que esta actividad es un elemento casi
despreciable con relación a la primera. Los progresos de los Estados
Unidos han sido precisamente llevados a cabo por los cuarenta mil días
consagrados a la producción y de ninguna manera por los cinco mil
consagrados a la destrucción. Salta a la vista que es anticientífico
afirmar que un fenómeno que es la 900 quinceava parte del conjunto de
los fenómenos sociales es la causa principal e indispensable del
progreso de las colectividades.

Lo que es cierto de los Estados Unidos en particular lo es de la
humanidad en general.

«El Estado, dice Ratzenhofer[8], no es el producto de intereses que
obren libremente, como sucede en el caso de la horda, la tribu, los
partidos y las otras uniones sociales. Es el producto del conflicto de
los intereses hostiles. Es un hecho de _organización coercitiva_... Toda
evolución es el producto de la lucha... Pero la violencia es el poder
creador del Estado. Tal es la idea fundamental del Estado que no acepta
ninguna desviación: admitir que sea un simple producto de la
civilización que provenga de un arreglo pacífico o de cualquier otro
hecho de este género, significa contradecir las enseñanzas de la
sociología y marchar tras experiencias políticas destinadas a concluir
de la manera más deplorable».

     [8] _Sociologische Erkeniniss_, citado por J. Novicow.

Novicow se complace en rebatir las afirmaciones de Ratzenhofer en los
siguientes párrafos:

«Los sociólogos darwinistas no tienen informaciones completas sobre la
manera cómo se han formado todos los Estados de nuestro globo. Las
tienen solamente sobre la formación de algunos. Es decir, que después de
haber estudiado un cierto número de hechos han razonado así: los hechos
observados por nosotros se han verificado en todas partes y siempre;
luego, podemos establecer el esquema natural de la formación del Estado.
Ese _luego_ implica una deducción lógica y no una observación directa,
porque para tener la observación directa habría sido preciso disponer
de datos sobre la formación de todos los Estados, lo que es imposible.

«La forma superior de la asociación no depende únicamente del número de
los asociados, proviene de una organización más _perfecta_. Cuando dos
tribus compuestas, supongamos de mil personas, se funden en una por
medio de la conquista, no resulta de ningún modo que su organización se
mejore por el solo hecho de aumentar los medios del grupo. Mil bisontes
reunidos a otros mil formarán un ganado de dos mil cabezas, pero no
constituirán una organización de una naturaleza superior. Para que la
sumisión de una poblada a otra pueda producir ventajas, es menester que
el conquistador posea facultades mentales superiores a las del vencido.
Para que el conquistador pueda hacer pasar un grupo de hombres de la faz
de la tribu a la faz del Estado, es necesario que él mismo se encuentre
ya en esta faz; porque si se halla en la de la horda, fundará
simplemente una horda más grande, ni más ni menos como la reunión de dos
ganados de bisontes produce un ganado más grande. ¿Y de qué manera el
pueblo conquistador habría llegado al grado del Estado si este sólo se
consigue por medio de la conquista? Es menester, entonces, que el
conquistador actual haya sido subyugado antes por otros; mas entonces,
¿como pudo perfeccionarse el primero? Es preciso, pues, admitir que se
ha perfeccionado sólo por medio de procedimientos civiles e
intelectuales. Ahora, si es así, queda arruinada la base de la teoría
darwiniana. Si una sola sociedad humana ha podido llegar a constituir un
Estado sin necesidad de la conquista, no es esta una condición
indispensable para alcanzar tal perfeccionamiento.

«Ratzenhofer afirma que el Estado es un hecho de organización, pero
pretende que sólo puede porvenir de un hecho de desorganización.
Ratzenhofer no podrá negar que el Imperio Romano estaba dotado de cierta
organización cuando fué invadido y destruído por los germanos. La
conquista es, pues, la sustitución del desorden al orden, es la
desorganización del Estado y no su organización. Más tarde los jefes
germanos han sustituído un orden nuevo al antiguo. ¿Cómo no ve
Ratzenhofer que sólo cuando los efectos de la conquista se han borrado
completamente se llega a establecer el Estado como una forma social
superior?

«Pasaremos a la observación de otros hechos. El estudio del origen de la
sociedad americana es preciso para el sociólogo. Se ve ahí el principio
de una sociedad en plena luz de la historia. Los hechos que han ocurrido
en las colonias inglesas de las faldas de los Alleghanys han debido
verificarse de un modo muy análogo en la alta antigüedad. Es menester
considerar que todas las sociedades humanas han empezado en cierta
época por el establecimiento de algún grupo en un país desierto, como lo
hicieron los emigrantes de la Gran Bretaña cuando llegaron al nuevo
mundo. Después de la sumisión de una raza por otra, dicen los
darwinistas, sobrevienen para formar una asociación superior el
establecimiento de las castas, la desigualdad política y la sustitución
de la ley a la fuerza. Ninguno de estos períodos considerados
indispensables se encuentran en la historia de los Estados Unidos. He
aquí cómo se ha constituído esta sociedad: hombres libres e iguales se
han agrupado primeramente en comunas (townships); comunas iguales y
libres han organizado voluntariamente el Estado colonial para su mayor
seguridad y comodidad. Por fin, Estados iguales y libres han organizado
voluntariamente y con un interés positivo el Estado federal. ¿Se ven
aquí las castas, la desigualdad política y luego la supresión de esta
desigualdad y el establecimiento de la justicia? Que a veces las cosas
hayan pasado en el mundo de acuerdo con el esquema de Ratzenhofer es
incontestable. Pero que las cosas no pueden pasar de otra suerte está
decisivamente contradicho por los hechos.

«Ratzenhofer puede responder que él habla del origen del Estado en la
época primitiva; pero, fuera de que es imposible determinar en qué
momento principia y concluye este período primitivo, tal punto de vista
no resiste a la crítica. Una teoría científica o es verdadera para todas
las épocas o es falsa. Un sociólogo no puede escoger fantásticamente un
momento cualquiera de la historia de la humanidad y decir que no toma en
consideración lo que ha sucedido después. Los acontecimientos de 1870
han constituído tan completamente (o más quizá) un Estado (la Alemania),
como los que se han verificado en la aurora de la historia. Es muy
frágil una teoría aplicable sólo a la época prehistórica, sobre la cual
se tienen datos extremadamente inciertos. Nada más cómodo que las
novelas prehistóricas; tan sólo es menester no olvidar de referirlas
como tales y no confundirlas con la ciencia severa y positiva. ¿Qué se
diría de un naturalista que en un tratado de embriología no quisiere
considerar los seres que nacen a nuestra vista sino únicamente los
nacidos en la época terciaria?

«Así el esquema de la formación del Estado elaborado por Ratzenhofer no
resiste ni la crítica de la lógica ni la de los hechos. A este esquema
erróneo, continúa Novicow, voy a oponer el que me parece corresponde a
la realidad más de cerca.

«El hombre desciende de un animal inferior; ha comenzado, pues, por ser
nómade. Mientras fué así, los límites de la asociación humana no han
podido ser marcados por el territorio. Han sido determinados por las
relaciones individuales, por los lazos del parentesco, real primero y
después real y ficticio. Es el período de la horda, del clan y de la
tribu.

«Después el hombre se establece en un territorio determinado; se pone a
practicar la agricultura y a construir habitaciones. Sucesivamente
aparecen la diferenciación del trabajo y el cambio. La producción crece
y se diversifica. Entonces son creadas unas después de otras las
instituciones de todo género que aseguran el funcionamiento de la
actividad económica y política. Al mismo tiempo, en virtud de la vida
sedentaria, el lazo social se transforma lentamente (lo que requiere
siglos): de individual se convierte en _territorial_. Una aglomeración
más densa, la ciudad, alrededor de la cual se agrupan los agricultores,
es la primera forma de esta nueva entidad: es la comuna, la _cité_, el
municipio o el _township_. Cuando relaciones frecuentes se establecen
entre ciudades vecinas, se hace sentir la necesidad de darles una
organización de conjunto o, en otros términos, de fijar un cierto número
de normas jurídicas. Ciudades o comunas unidas entre sí forman el
_Estado_. Gracias a la organización más perfecta de este grupo social,
se desarrolla la riqueza, es posible el ocio, y con éste nacen las
necesidades de la inteligencia. Tal es la marcha normal de la evolución
social. Se ve que en ella la guerra no es necesaria, como no lo es la
enfermedad para agrupar en asociación biológica los 60 trillones de
células que forman el cuerpo humano».

No es posible dejar de conocer que Novicow ha sido más sólido en el
ataque al darwinismo social que en la construcción de su propia
doctrina. Su esquema es demasiado simple y fácil. Conviene recordar,
antes de poner punto final a esta parte, que los autores que sostienen
teorías que pueden quedar comprendidas dentro del darwinismo social más
o menos atenuado no son, por supuesto, únicamente los tres nombrados en
líneas anteriores. L. Stein en su obra _La Question sociale au point de
vue philosophique_ se expresa en los siguientes términos sobre el origen
del Estado: «Comprenderemos ahora cómo se ha efectuado el paso de la
sociedad al Estado. La caza, trabajo impuesto a los hombres por las
condiciones económicas, colocó a los grupos sociales, que en tiempos
anteriores habían sido pacíficos, en un estado de guerra perpetua. O
bien acechaban el momento de caer oportunamente sobre sus vecinos, o
bien se esforzaban en no ser sorprendidos por ellos. Así surgió y se
constituyó el tipo guerrero, cuya nitidez y precisión fueron aumentado
con el transcurso de las edades. Este tipo exigía imperiosamente la
división de la sociedad, en _gentes industriosas_ y en _protectores_. El
proceso de las diferenciaciones progresó desde entonces rápidamente. La
primera división en estados había roto el comunismo primitivo, roto el
curso ordinario de la sociedad gentil; sólo el nacimiento del Estado
hizo imposible un _bellum omniaum contra omnes_.

Se ve que, según Stein, si el Estado no es el resultado de la conquista
de un grupo social por otro, se deriva, sin embargo, necesariamente de
la guerra entre los grupos.

Volviendo para terminar, a nuestro autor, debemos decir que si bien es
cierto que sus doctrinas están exactamente citadas por Novicow cuando
éste se propone atacar el origen que los darwinistas atribuyen a las
formas superiores de la sociedad y del Estado, con todo, esas citas no
constituyen la expresión completa de las teorías de Mr. Ward.
Cualesquiera que sean las ideas del sociólogo norteamericano sobre el
génesis del Estado, no afirma que la violencia sea la única manera de
lograr el establecimiento de esa forma social. Al contrario, como
tendremos que verlo más adelante, el remedio que indica para nuestros
males sociales consiste en el perfeccionamiento del organismo social por
medio de una mayor conciencia social, por medio de una educación
amplísima; en el establecimiento de una forma de gobierno que se llama
_Sociocracia_, o sea el gobierno de la sociedad misma, lo que viene a
significar en substancia el establecimiento de un Estado superior, que
sirva a todos los intereses sociales y no a tal o cual clase, y cuya
creación haya sido hecha posible en virtud únicamente del desarrollo de
la inteligencia social.


V

OPTIMISMO O PESIMISMO.--MELIORISMO.

Después de este breve e incompleto resumen de las doctrinas de nuestro
autor sobre el origen y primitivo desarrollo de la sociedad y del
Estado, cabe ya preguntarse con él, dando un paso fuera de la sociología
pura: ¿Qué concepto general debemos formarnos de este mundo? ¿Con qué
ánimo debemos actuar en esta sociedad en que vivimos? ¿Seremos
optimistas? ¿Seremos pesimistas?

Examinemos ligeramente estas dos tendencias.

Sostener con los optimistas que nuestro mundo es el mejor de los mundos
posibles, equivale a repetir una doctrina que desde un punto de vista
filosófico y social no resiste a la más superficial impugnación, y
constituye a la fecha una ingenuidad que hace sonreir con los recuerdos
del _Cándido de Voltaire_.

El pesimismo es la doctrina que ha tenido por sustentadores más
conocidos a los filósofos alemanes, Schopenhauer y Hartmann. Según estos
escritores, son más los dolores que los placeres de la vida. Esto es en
cuanto a la cantidad. Cualitativamente, sólo el dolor es positivo, y el
placer y la felicidad son negativos; resultan de que nos libramos de
algún deseo que ha sido para nosotros, como todos los deseos, un aguijón
desagradable. Mas, por nuestra naturaleza, apenas satisfecho un deseo
aparece otro y así sucesivamente se va eslabonando desde el nacimiento
hasta la muerte una serie de estados desagradables.

Esta filosofía es también inexacta. Nos conviene concretarnos a atacarla
por su base y probar que los placeres constituyen por un lado estados
psíquicos, y por otro lado que somos capaces de gozar de algunos de
ellos sin haber pasado antes por dolores previos que sean la condición
_sine qua non_ de aquéllos.

Los placeres ocupan como estados psíquicos una extensión más o menos
larga de tiempo. Es esta una cuestión de psicometría. Como las
experiencias de la observación interna son muy expuestas a ilusiones, es
mejor buscar la demostración de lo que afirmamos en las sensaciones más
simples. Una persona, por ejemplo, no tiene el menor deseo de comer un
dulce, no siente el ansia desagradable de un apetito no satisfecho. Sin
embargo, se echa a la boca un confite delicado, lo saborea y experimenta
una sensación de placer que no ha venido precedida de ningún dolor
anterior y que es completamente positiva.

En las emociones complejas la duración del estado placentero es mayor
aún que en las emociones simples, y para gozar de ellas no necesitamos
tampoco haber pasado antes por el purgatorio de algún dolor. Las
emociones del amor no le dejarán en este respecto lugar a dudas a nadie
que las haya sentido verdaderamente, a no ser que sea algún joven poeta
de escasa inspiración y que por lo mismo canta lo que menos conoce: el
dolor. El placer que nos produce la contemplación de un bello cuadro, de
una hermosa estatua, la lectura de un buen libro, el conocimiento de una
vida heroica, la admiración de los paisajes de la naturaleza, es, por
dicha nuestra, perfectamente positivo y no necesitamos conquistarlo por
medio de ningún tormento anterior.

La verdad es que el pesimismo constituye el fruto de un estado social
imperfecto, malo, hostil, y uno de los problemas que tiene la ciencia
por delante es destruir y aniquilar al pesimismo merced a la
transformación y mejoramiento del estado social.

La solución de este problema es más difícil que entre nosotros en la
vieja Europa, que se halla atada a su pasado por mil tradiciones falsas
que en cierto sentido tienen petrificados a buen número de sus
espíritus. Es una prueba de esa incapacidad para mirar los problemas
humanos frente a frente y esforzarse por resolverlos sin el auxilio de
tradiciones reconocidamente erróneas, la novela de A. Fogazzaro llamada
_El Santo_. Ver la salvación de la sociedad, como se dice en ese libro
interesante, en la renovación del catolicismo efectuada gracias a la
infusión de doctrinas nuevas en los arcaicos dogmas, es sólo la
inspiración de un misticismo decadente.

La filosofía que se levanta frente a frente de este misticismo,
evangelio de la desesperación y del optimismo, evangelio de la inacción,
es el meliorismo[9]. El meliorismo es el utilitarismo científico que
descansa en la ley de causalidad y en la eficacia de la acción humana
bien dirigida. Como su nombre mismo lo da a entender, esta doctrina que
aspira exclusivamente al _mejoramiento_ de las condiciones de la vida
humana. Está muy lejos de repetir con el optimismo que el nuestro sea el
mejor de los mundos posibles; pero tampoco cree con el pesimismo que no
tenga remedio. Se coloca a igual distancia de estos dos extremos y lanza
a los hombres sus voces de aliento invitándolos a la acción.

     [9] _The Psychic Factors of Civilization_, XXXIII.

Este término _meliorismo_ fué usado primeramente por la célebre
novelista inglesa J. Eliot con el objeto de expresar su propia manera
de ser. Constituye el meliorismo un principio dinámico, un principio de
actividad, opuesto al _laissez faire_ clásico. Implica el adelanto del
estado social por los medios indirectos que inventa la inteligencia y no
se contenta únicamente con aliviar los sufrimientos presentes, como lo
hace la buena caridad sentimental y vana, sino que aspira (oh, ilusión)
a crear condiciones bajo las cuales no existan sufrimientos.


VI

ECONOMÍA DE LA NATURALEZA Y ECONOMÍA DE LA MENTE

Llegamos aquí a una parte bastante original de las doctrinas de Mr.
Ward, la que él llama economía de la naturaleza y economía de la mente.

En los principios del meliorismo va implícita la afirmación de que lo
artificial, por lo menos desde un punto de vista antropocéntrico, es
superior a lo natural. Una casa es mejor habitación que una caverna. La
aseveración recién anotada es la razón de ser de las ciencias aplicadas.
Lo hecho por el hombre es no sólo más adecuado a sus propios fines que
lo que le ofrece espontáneamente la naturaleza, sino que, además, es
llevado a cabo con menor pérdida de fuerzas. Queda probada esta
afirmación comparando los procedimientos creadores de la naturaleza o
economía de la naturaleza y los procedimientos creadores de la mente o
economía de la mente.

La naturaleza es extremadamente práctica, pero no económica, y es muy
explicable que no lo sea. Las acciones y producciones de la naturaleza
se ejecutan por medio de un gran derroche de sus energías. Su manera de
proceder muy distinta de la del hombre, es exclusivamente _genética_, lo
que quiere decir que es tan sólo movida por causas eficientes que no
tienen la conciencia de ningún fin. En la economía genética, al mismo
tiempo que no se economiza ninguna fuerza, para producir los más
insignificantes resultados, tampoco nada se hace que no produzca algún
resultado por pequeño que sea. Al revés, en la economía propiamente
humana o _teleológica_ (porque siempre obra proponiéndose fines) se
despliega mucha parsimonia en los gastos y sucede al mismo tiempo que a
menudo grandes trabajos se llevan a cabo sin resultados, a causa de
algunas interpretaciones erróneas de los fenómenos. La naturaleza no se
equivoca nunca, pero derrocha. El hombre economiza sus energías, pero a
menudo sus errores lo hacen fracasar. Así el hombre, al revés de la
naturaleza, es económico, pero es siempre práctico.

Concretemos más la cuestión.

La extravagancia de los medios que emplea la naturaleza para llevar a
cabo sus adaptaciones y creaciones ha sido un motivo corriente de
observaciones. El profesor Huxley hizo ver en una conferencia que cada
arenque hembra de medianas proporciones ponía 10.000 huevos y que de
éstos morían 9.998 mucho antes de llegar a la madurez. Darwin calculó
los huevos de una blanca _Doris_ y supuso que serían no menos de
600.000. Al mismo tiempo encontró que los individuos de esa especie no
eran numerosos, de manera que los huevos se producían en una cantidad
desmesuradamente superior a la que se aprovechaba. Igual cosa se observa
en la langosta de Juan Fernández; pone alrededor de 100.000 huevos y se
pierde el mayor número de ellos.

Semejantes proporciones entre los muchos nacimientos o embriones y las
pocas vidas completas revelan grandes derroches, e iguales derroches se
notan en las semillas de los vegetales. Las semillas, los huevos y otros
gérmenes parecen destinados a ser plantas y animales, pero ni uno entre
miles o entre millones cumple con su destino. Así como de la luz solar
que se derrama en todas direcciones sólo una porción insignificante es
interceptada por la tierra o por otros planetas para utilizarla en
favor de la vida, así también acontece con los organismos empezados.
Sólo una pequeña parte de ellos alcanza el presunto fin de su creación.
Indudablemente que este orden de sembrar al azar y de que por cada ser
que subsista 10.000 perezcan, sería considerado como el peor de los
desórdenes, si lo imaginamos aplicado a cualquier asunto humano.

La naturaleza obra con la seguridad de que sus recursos son inagotables.
Es posible decir que está empeñada en crear todas las formas
concebibles. Cada cual sabe qué maravillosa variedad de especies existen
en los reinos animal y vegetal. Pero estas variadas formas, tan
numerosas como son, representan sólo los éxitos de la naturaleza y no
sus múltiples fracasos. Aun entre las mismas formas vivientes hay una
larga escala que va desde los fuertes hasta los débiles y el destino de
estos últimos consiste en ser arrojados del mundo por los primeros. Los
mismos organismos fuertes sólo conservan temporalmente su vigor. Como
los imperios humanos, tienen su apogeo y su caída, y los pasos de la
historia natural, de igual suerte que los de la historia humana, están
marcados con los restos de las dinastías destronadas y las ruinas de las
razas extintas.

En los procederes del hombre racional se encuentra por primera vez algo
digno del nombre de economía. Sólo por medio de previsiones y designios
de que la naturaleza no es capaz, es posible llevar a cabo algo
económicamente. Los canales son más rectos y adecuados a su objeto que
los ríos.

Aquí conviene tocar ligeramente un punto de economía política que dice
relación con esta materia.

Hace algunos siglos que fueron observadas la uniformidad e
invariabilidad de los fenómenos astronómicos y físicos; después se
efectuó igual observación con los animales y se encontró que sus
acciones, aunque mucho más complicadas, obedecen a leyes fijas que el
hombre es capaz de entender y aprovechar. Luego se extendió dicha
afirmación a los actos más simples de los hombres y de los niños, y por
último, no se requirió más que un corto paso adicional para llegar a la
más amplia generalización y sostener que todas las actividades humanas y
todos los fenómenos sociales se hallan tan rígidamente sujetos a una ley
natural como lo están las actividades de los niños y de los animales y
los movimientos de los cuerpos terrestres y celestes. Los primeros
economistas se apoderaron de este razonamiento especioso e incompleto e
hicieron de él la piedra angular de su ciencia y la base de sus grandes
leyes sobre el comercio, la industria, la población y la riqueza.

Ha sido este un error que ha provenido de ignorar la existencia de una
facultad racional en el hombre, que, aunque no sustrae las acciones de
éste a la influencia de las leyes naturales, con todo, las complica de
un modo tan enorme que no es posible encerrarlas dentro de las simples
fórmulas que bastan a explicar y a prever los motivos animales. La
acción del factor intelectual o racional en el hombre es tan colosal que
cualquiera ponderación del error de los primeros economistas no resulta
exagerada. Pongamos un ejemplo más.

El sistema de la naturaleza para que las semillas se desarrollen,
consiste en confiarlas al viento, al agua, a los pájaros y a otros
animales. De las semillas lanzadas así, sólo muy pocas llegan a crecer,
y de las que crecen son contadísimas las que alcanzan el estado de
madurez. ¡Cuán distinta es la economía, la actividad del ser racional!
El hombre prepara el terreno, lo limpia a fin de que no haya
competidores vegetales, y luego con cuidados planta las semillas
distanciadamente con el objeto de que no se amontonen y se dañen unas a
otras; cuando ha aparecido el brote cuida solícitamente de que no sea
destruído por algunos enemigos vegetales o animales, proporciónale agua
cuando la necesita y aun coloca los abonos y substancias químicas que
puedan servir para hacer que la planta crezca más vigorosa. Tal es la
economía de la mente.

El hondo significado de esta diferencia de procedimientos ha sido
expresado en el principio de que «el medio transforma al animal mientras
que el hombre transforma al medio».

El hombre procede en lo posible con economía de tiempo y de energía,
procede con _arte_. Las artes tomadas en conjunto constituyen la
civilización material que es debida exclusivamente a las facultades
intelectuales del hombre.

En el perfeccionamiento mismo de las plantas y animales es posible
observar la superioridad de los procedimientos humanos sobre los de la
naturaleza. Como se ha dicho, el animal es transformado por el medio en
que habita, dentro del cual el factor más importante es el orgánico, las
otras especies animales y vegetales con que tiene que entablar la lucha
por la existencia.

Es falsa la idea dominante de que, como resultado de esta lucha,
sobreviva lo más perfecto posible. El efecto de la contienda consiste en
impedir que cualquiera forma alcance su máximum de desarrollo y hacer
que todas las formas que logran sobrevivir se mantengan en cierto nivel
relativamente bajo de desenvolvimiento. Cuando la competencia es
evitada, como acontece en lo tocante a algunas especies por medio de la
acción del hombre, grandes progresos son inmediatamente llevados a cabo
por la forma así protegida y pronto sobrepuja a las que se encuentran
sometidas a la necesidad de la lucha. Tal cosa ha ocurrido con los
cereales, con los árboles frutales y con los animales domésticos, con
todas las especies que el hombre ha sustraído al imperio de la ley
biológica y colocado bajo el de la ley de la mente.

A este respecto cuenta Mr. Ward un caso muy interesante[10]. «Hace
algunos años, dice, cuando era yo un _amateur_ de la botánica, en una de
mis excursiones de herborizador pasé por un campo solitario y
abandonado, distante algunas millas de la capital nacional, y
enverdecido por la presencia de una peculiar hierba completamente
desconocida para mí. La examiné atentamente, y aunque algo conocedor de
la flora indígena de esa región, fuí sorprendido por esta pequeña
extranjera. Era muy verde y sus frutos y sus flores se veían bien; pero
tenía cierta apariencia desgreñada y poco natural, indicadora de tiempos
difíciles y de una dura lucha por la existencia. Recogí una buena
cantidad de ella, coloquéla cuidadosamente en mi portafolios y la traje
a casa junto con mis otros trofeos. Sin precipitación y con todos los
requisitos necesarios procedí a analizarla. Era entonces yo diestro en
la disecación de las plantas y en un momento compelí a mi hierbecita a
revelar su nombre. Con gran sorpresa mía dijo llamarse _Triticum
aestivum_. Como los más de ustedes saben, el _Triticum aestivum_ es
aquel noble cereal que suministra la susbtancia de la mayor parte del
pan de todo el mundo. ¿Puede ser ésto trigo? me pregunté medio dudoso de
mi exactitud. Hice una nueva prueba y otra vez la respuesta fué:
_Triticum aestivum_. Interrogúela aún por tercera vez, pero como un
espíritu seco y porfiado lanzó rápidamente las mismas palabras:
_Triticum aestivum_. No había equivocación. Esta pobre hierbecita debió
salir de algunos granos de trigo sembrados o arrojados por algún
accidente casual en este paraje desierto y silvestre lleno de vegetación
natural. Aquí germinó y creció y trató de elevarse a la majestad y
altura que se ve en los campos cultivados de granos. Pero ¡ay! no pudo.
A cada paso fué encontrando la resistencia de un medio no arreglado ni
preparado por la inteligencia. Le faltó el cuidado del hombre que aleja
la competencia, destruye los enemigos y crea condiciones favorables al
más alto desarrollo. El hombre procura a la planta cultivada una
oportunidad para progresar y la diferencia entre mi extenuada hierbecita
y el trigo de un campo bien labrado es diferencia únicamente de cultivo
y no de capacidad nativa. En pocas palabras: es la diferencia entre la
naturaleza y el arte (_nature and nurture_)».

     [10] _Applied Sociology_, p. 126.

La competencia, pues, no sólo envuelve el gran derroche que se ha
descrito, sino que aun impide el máximum de desarrollo, desde que lo
mejor que se puede alcanzar bajo su influencia es muy inferior a lo
obtenido gracias a la acción de lo artificial, es decir, a la supresión
de la competencia por medio de la inteligencia y de la razón.

Por más difícil que pueda ser para los filósofos modernos entender esto,
tal fué sin embargo, una de las primeras verdades que iluminó al
entendimiento humano. Consciente o inconscientemente se sintió desde un
principio que la misión de la mente era luchar con la ley de la
competencia, resistirla y vencerla. La ley de hierro de la naturaleza,
como puede propiamente llamársela (la ley de Ricardo sobre los salarios
no es más que una manifestación de ella), se ha puesto por doquiera al
través de los pasos del progreso humano, y todos los esfuerzos para
marchar adelante, (ya sean físicos, sociales o morales) del hombre
racional, han constituído un combate contra este tirano, la ley de la
competencia. Todo utensilio, todo invento mecánico, toda cosa artificial
que sirve a algún propósito humano, es un triunfo de la mente sobre las
fuerzas físicas de la naturaleza que se hallan sin cesar y sin un fin
determinado en competencia. El cultivo y desarrollo de las plantas
útiles y la domesticación de algunos animales significa el someter a una
dirección las fuerzas biológicas y eximir algunas formas vivientes de la
acción de una ley natural que debilita sus poderes naturales de
desenvolvimiento. Todas las instituciones humanas--religión, gobierno,
ley, matrimonio, etc.--y todos los modos de regularizar la vida social,
industrial y comercial, son, considerados ampliamente, tan sólo otras
tantas maneras de resistir y vencer a la ley de la competencia en
sociedad. Finalmente, la ley moral de los hombres ilustrados no
constituye nada más que los medios adoptados por la razón, por la
inteligencia y por la sensibilidad refinada para aniquilar la naturaleza
animal del hombre, para encadenar el egoísmo competidor que todo hombre
ha heredado de sus antepasados animales.

Es verdad que el gran desarrollo del cerebro y de la inteligencia que ha
caracterizado al hombre fué debido exclusivamente a la misma ley egoísta
de la mayor ventaja, de la competencia. El cerebro no difiere a este
respecto de los cuernos, de los dientes o de las garras. En la gran
lucha que el animal humano tuvo que llevar a cabo para obtener la
supremacía, el cerebro lo habilitó definitivamente para triunfar, y bajo
la ley biológica de la selección, cuando la superior sagacidad significó
mayor aptitud para sobrevivir, el cerebro humano fué gradualmente
desarrollado, célula tras célula, hasta que los hemisferios
completamente desenvueltos quedaron agregados a los ganglios primitivos.
El intelecto en un principio fué un mero servidor de la voluntad; pero
en virtud de su peculiar carácter fué capaz de percibir que el método
animal directo no era el más provechoso, aun en la más ruda lucha por la
existencia, y así empezó, ya en una época muy remota, y en favor de su
propio egoísmo, a contrarrestar aquel método y a adoptar el opuesto, el
que se sirve de designios previos, del cálculo y de la cooperación. Las
asociaciones de individuos se convierten a su vez en corporaciones más
extensas, los _trusts_. Todo este proceso de cooperación compuesta no se
detiene hasta que todo el producto de una industria dada es manejado por
un solo cuerpo de hombres. Este cuerpo adquiere un poder absoluto sobre
el precio del artículo producido. Así, por ejemplo, todo el petróleo que
produce un país puede estar en las manos de un solo _trust_, y a fin de
obtener para los capitalistas que lo forman las mayores ventajas
posibles, el precio será puesto a la mayor altura que los consumidores
se resignen a pagar antes de volver a usar velas de esperma o de
recurrir al gas o a la electricidad. No se establece ninguna relación
entre el precio y el costo de producción y éste puede ser veinte o cien
veces más bajo que aquél y los provechos del _trust_ incrementarse
proporcionalmente.

Lo mismo pasa con el carbón, el hierro, el azúcar, el algodón, etc.

A pesar de lo mala que esta situación puede parecer, no deja de tener
sus lados buenos. Aunque estos inmensos beneficios van a parar
exclusivamente a las cajas de unos pocos afortunados que han sabido
colocarse en la embocadura de estas grandes corrientes de riquezas, sin
embargo, para los consumidores el valor de todas las comodidades así
monopolizadas es generalmente menor de lo que era cuando estaba
entregado completamente a la influencia de la competencia.

Tal aserto debe sonar de una manera extraña en los oídos de los
economistas, que consideran la competencia como el antídoto en contra
del monopolio y a la cual le señalan como uno de sus efectos principales
la baja de los precios. Pero los hechos contradicen esta manera de ver.
He aquí la opinión resumida, al respecto, de un distinguido economista,
el profesor Simón N. Patten:

«Empleo el término despilfarro (_waste_) en un sentido amplio para
indicar con él todas aquellas causas que mantienen los precios de las
cosas más altos de lo que serían si los vendedores no tuvieran que ir a
buscar a los compradores. En otros tiempos, los vendedores permanecían
tranquilos en sus almacenes o en sus oficinas, esperando la llegada de
los compradores. Si en una tienda se vendía paño más barato que en otra,
el comprador la buscaba y adquiría lo que deseaba. Pero estos buenos
tiempos ya pasaron. Un vendedor debe estar alerta para atraerse
parroquianos y clientela o sus competidores lo arruinan. Su tienda debe
estar en una buena calle, ha de gastar considerables sumas en propaganda
y tiene que despachar agentes en todas direcciones para inducir al
público a que compre sus artículos. ¿Y qué efecto produce este sistema
sobre los precios? ¿No vienen a ser mucho más altos de lo que habrían
sido si el comprador buscara al vendedor en lugar del vendedor al
comprador? El número de éstos es siempre mucho menor que el de aquéllos
y es considerablemente mucho más fácil que el comprador encuentre al
vendedor y no que éste halle a aquél. En los Estados Unidos se gastan al
año por esta razón en agentes viajeros 200.000.000 de pesos oro,
desembolsos que, como todos los demás ocasionados por la competencia, no
van a incrementar absolutamente en nada el bienestar de las
poblaciones».

«El público está tan aferrado a la vieja fórmula de que la competencia
baja los precios, que no ha apreciado los cambios que se han operado en
los métodos de negociar. Piensa que una multitud de competidores en
algún ramo de comercio constituye una salvaguardia para que los precios
sean bajos. Mas, los rivales comerciantes consideran que la baratura
pacífica produce pocos beneficios. Sin duda, el público desea la
baratura, pero está dispuesto a pagar un poco más caro a los que le
ayudan a buscar. Cuando los comerciantes reconocen estos hechos y
organizan sus negocios sobre una base agresiva, las cosas baratas
tórnanse recuerdos del pasado y los precios llegan a una misma o mayor
altura que si fueran manejados por un _trust_ o un inteligente
monopolio.»

Esto es lo que pasa entre los individuos racionales. Si la sociedad
misma considerada en conjunto fuera racional, tales hechos parecerían
absurdos y si llega alguna vez a ser racional no se tolerará ni por un
instante semejante absurdidad. Algunos han comparado, es verdad, a la
sociedad con un organismo, pero es un organismo como los de las épocas
geológicas arcaicas, sin ganglios nerviosos coordinadores o directores,
o más bien como una de aquellas bajas colonias de células, cada una de
las cuales, de igual suerte que los individuos de la sociedad, es
perfectamente independiente de la masa general, salvo que por el simple
hecho de la coherencia se consigue cierto grado de protección, tanto
para las células individuales como para toda la masa.

Una nueva y reformada economía política se consagrará sin duda a mostrar
ampliamente, no las glorias de la competencia, sino la manera cómo la
sociedad debe conducirse a fin de aprovechar los beneficios que la
competencia pueda ofrecer, privando al mismo tiempo a ésta de sus
efectos derrochadores y agresivos. La razón y la inteligencia, poderosos
factores de civilización, no deben ser desalentadas, pero es conveniente
que se las despoje de sus uñas y de sus garras. El camino para
contrarrestar los malos efectos de la mente que opera entre individuos,
consiste en infundir una gran parte de esa misma facultad intelectual en
el poder director de la sociedad. Un arma tan poderosa como la razón es
peligrosa en manos de un individuo que la maneja en contra de otro
individuo. Es todavía más peligrosa en manos de corporaciones que
proverbialmente no tienen alma. Y significa el mayor de los daños cuando
llega a ser manejada por un sindicato de corporaciones que trata de
someter a su capricho la riqueza del mundo. Es salvadora únicamente
cuando la emplea la conciencia social, el _ego_ social (personificado de
alguna manera) y emanado del cerebro colectivo de la sociedad toda. El
arma de la inteligencia ha de ser manejada por la conciencia social,
únicamente con el objeto de favorecer el interés común del organismo
social. Sólo así se conseguirá la verdadera, completa y espontánea
acción personal: _la libertad individual podrá venir únicamente por
medio de la mayor regulación social_.

Las opiniones de Mr. Ward sobre la desorganización social y la manera de
remediarla conducen indudablemente a una ampliación de las facultades
del Estado, asunto sobre que tendremos que volver más adelante.


VII

LA SOCIOLOGÍA APLICADA.--INTERPRETACIONES DE LA HISTORIA.--CONSECUENCIAS
DEL ERROR.

Internándonos más en el campo de la desorganización humana, llegamos a
percibir nuevos caracteres de la sociología aplicada, que es la ciencia
que señala los medios de ponerle término a dicha desorganización.
Mientras que la sociología pura trata del desarrollo espontáneo de la
sociedad, la sociología aplicada se ocupa de indagar cuáles sean los
medios artificiales idóneos para acelerar el proceso espontáneo de la
naturaleza.

Toda ciencia aplicada es necesariamente antropocéntrica. La antigua
teoría antropocéntrica que enseñaba que el Universo había sido
especialmente fabricado en interés del hombre, era no sólo falsa, sino
también perniciosa, por cuanto engañando al hombre con el pretenso
optimismo de las cosas, lo desarmaba para la acción eficaz y mejoradora.
Pero el antropocentrismo verdadero y científico es altamente progresista
desde el momento que enseña que si bien el mundo no se halla de por sí
perfectamente adaptado a las necesidades del hombre, puede éste en
virtud de su propio esfuerzo llegar a adaptarlo.

Durante las edades teológica y metafísica del pensamiento, la filosofía
estuvo absorbida en la contemplación del supuesto autor de todas las
cosas. La ciencia pura produjo el primer cambio de frente de las
preocupaciones intelectuales: la mente pasó del estudio de Dios al de la
naturaleza. La ciencia aplicada ha venido a efectuar el segundo cambio
de rumbo y la tercera orientación de la filosofía: la atención que la
mente consagraba a la naturaleza, la ha dirigido ahora al hombre.

La sociología aplicada supone la superioridad de lo artificial sobre lo
natural, en lo cual no difiere de ninguna otra ciencia aplicada, y cree,
por lo mismo, en la eficacia del esfuerzo humano, y ataca la doctrina
del _laissez faire_. En contra del «miserable _laissez faire_», como
dice Spencer en su obra _Justicia_, que no es más que un veneno moral
(Fouillée) y un «nirvana social» (Stein), se levanta la divisa del
«hacer marchar» sin cuyo reconocimiento y aceptación no hay ciencia de
sociología aplicada.

Para que asuma con provecho esta actitud activa que pretende, es
menester que llegue a las verdaderas raíces de los males que aspira a
curar.

En este punto tocamos la cuestión de cuáles son las causas
fundamentales de la vida social, o sea el problema de la _interpretación
de la historia_. Como se sabe, existen en esta materia dos distintas
doctrinas que dan soluciones que parecen completamente opuestas: la
interpretación económica o concepción materialista de la historia y la
interpretación ideológica o intelectualista. En realidad, establecer la
conciliación entre estas teorías, no es difícil.

Aunque la tesis de que las ideas gobiernan al mundo puede ser
retrotraída hasta encontrarla afirmada por Platón y Virgilio, sin
embargo, los sostenedores del materialismo histórico y de que el factor
fundamental y que todo lo decide en la vida social es el factor
económico, prefieren tomar como blanco de sus ataques las proposiciones
sostenidas por Augusto Comte en su _Filosofía Positiva_. Es lo que ha
hecho, por ejemplo, Herbert Spencer, aun sin ser un paladín del
materialismo histórico, al exponer los puntos en que disiente de las
doctrinas del fundador del positivismo. «El mundo, dice Spencer, no es
gobernado y transformado por las ideas, sino por los sentimientos, a los
que las ideas sólo sirven de guías.»

El mecanismo social no descansa sobre opiniones, sino casi enteramente
sobre caracteres.

Iguales conceptos han emitido Guillermo de Greef, Labriola y otros.

En verdad, la controversia ha provenido más bien de la falta de
comprensión de las ideas que se combaten. Comte no ha sostenido que sean
las ideas teóricas las que gobiernen al mundo. Éstas son sustentadas
sólo por un pequeño número de personas y no dan el principal impulso a
los movimientos sociales. A las ideas que se ha referido Comte, son a
las incorporadas en la masa de la sociedad, a las opiniones, como él
mismo lo dice. Su famosa ley de las tres edades, se refiere a esa clase
de ideas y su _Política Positiva_ podría ser denominada también «Plan
para convertir las ideas positivas en ideas corrientes o para hacer que
el pensamiento científico sea tan universal como en otro tiempo lo fué
el pensamiento religioso».

Es posible afirmar que las ideas corrientes o universales en cualquier
tiempo han sido y son simples creencias. La característica de éstas es
que son sustentadas sin prueba o evidencia suficiente. ¿Sobre qué
descansan entonces? Sobre intereses, sobre sentimientos que constituyen
el núcleo de lo que se considera necesario a la conservación de la
especie y del individuo. Están formadas por afirmaciones a veces ni
evidentes ni probadas, sobre las cuales los hombres en masa no admiten
discusión ni réplica.

Este elemento del interés es, pues, el que liga las creencias a los
deseos y reconcilia las interpretaciones ideológica y económica de la
historia.

Cada creencia envuelve un deseo o más bien una gran cantidad de deseos y
ahí se halla la base de su poder para producir efectos. La creencia o la
idea considerada como un fenómeno puramente intelectual no es una
fuerza. La fuerza descansa en el deseo, el cual no puede ser ocasionado
por la creencia. Los deseos son aspiraciones que nacen de la naturaleza
del hombre y de las condiciones de la existencia. Son aspiraciones que
requieren satisfacciones, y la suma total de las influencias internas y
externas que obran sobre un grupo o un individuo conducen a la
conclusión, creencia o idea de que cierta proposición es verdadera. Esta
proposición, aunque pueda ser expresada en forma indicativa como una
verdad independiente, es esencialmente un imperativo y exige la
ejecución de ciertas acciones consideradas esenciales para la
conservación del individuo o del grupo.

Así las ideas de que hemos hablado y que son las tomadas en cuenta por
los partidarios de la interpretación ideológica de la historia, son
aquellas ideas, opiniones o creencias que han sido formadas por las
condiciones económicas de la existencia, tomando el término económico en
su más amplio sentido. Dichas creencias son consideradas fundamentales
para la vida de la sociedad y son aceptadas por todos o por el mayor
número de los individuos sin considerar la mucha o poca verdad objetiva
que encierren.

Ahora, cuando las creencias que se desenvuelven de la manera que se ha
visto, resultan ajustadas a la verdad, no hay más que regocijarse de
ello; pero cuando no sucede así y las creencias son falsas, como
acontece con las ideas antropomórficas y con casi todas las religiones,
se llega a la raíz de los males de que padece la raza humana: el error.
Sus consecuencias han sido y son inmensas y funestas.

He aquí algunas de ellas[11] consideradas principalmente desde un punto
de vista religioso.

     [11] _Applied Sociology_, p. 68.


_I. Automutilación._--Constituye una costumbre muy extendida, que se
practica principalmente en los funerales, con el objeto de apaciguar al
espíritu que ha partido, o en otras circunstancias para satisfacer a
algún dios.


_II. Superstición._--Bajo este nombre se comprenden un gran número de
costumbres y prácticas que, aunque generalmente no producen la
destrucción de la vida humana, restringen la libertad de acción y llenan
la mente de temores y miedos infundados. Es la superstición una barrera
para el progreso intelectual y material, y especialmente grave cuando
pasa del estado de barbarie al de civilización y se infiltra en éste.
Como un ejemplo se puede citar el conocido caso de la oposición que
hallaron los ferrocarriles en la China porque el ruido y el movimiento
iban a molestar a los muertos.


_III. Ascetismo._--Es desconocido para los salvajes y apenas posible en
un estado de verdadera barbarie. Ha debido nacer en un grado más alto de
desarrollo intelectual. Aunque basado en el temor, contiene algunas
esperanzas que hace que sea esencialmente egoísta.


_IV. Zoolatría._--El totemismo animal de los salvajes y de las tribus
bárbaras que es una forma del culto de los animales, se convierte en un
asunto muy serio cuando en pueblos más civilizados como los de la India,
por ejemplo, hace sagrados los reptiles y las bestias feroces, e impide
destruirlos. En 1899 murieron en la India 24.621 personas a consecuencia
de mordeduras de serpientes, y en 1901 ese número fué de 23.166. Los
tigres, leopardos, lobos, hienas, etc., matan de 2.000 a 3.000 personas
más cada año. Todos estos animales son sagrados, y se consideran
ocupados por almas humanas.


_V. Hechicería._--Es una creencia universal entre todos los pueblos
salvajes y bárbaros y hasta fines del siglo XVIII ha sido muy general
entre los civilizados. Aun en 1902 se inició en Chicago un proceso en
contra de una mujer porque había hechizado a otra, y había hecho que se
le cayera el pelo. Miles de personas han sido arrastradas al patíbulo
por errores de esta clase.


_VI. Persecución._--Limito la extensión de este término a la persecución
religiosa, esto es, a la persecución de los llamados herejes. Un hereje
es una persona que tiene una creencia religiosa diferente (a veces en
muy pequeños detalles) de la que profesa un mayor número de personas en
el país en que vive, las cuales han adquirido poder sobre las vidas y
libertades de los ciudadanos. La persecución es propia sólo de los
pueblos algo civilizados, porque como se sabe, no existe variedad de
creencias entre los salvajes. Diferencias de creencias es señal de
civilización, y siempre ha sucedido que los disidentes han sido los más
civilizados. La persecución y destrucción de ellos, como las efectuó la
Inquisición en su tiempo, significa el asesinato de la _élite_ de la
humanidad. Los que pueden escapar, huyen a otros países y el pueblo
perseguidor se ve privado de todos sus más vigorosos elementos. El
objeto que se ha tenido en vista al practicar la persecución es
conseguir que las creencias sean uniformes, es decir, reducir un pueblo
civilizado a la condición de pueblo salvaje. Esto ha sido hecho
repetidas veces, particularmente en España, y la historia ha recordado
las consecuencias que de ahí se han derivado. Un pueblo que no tolera
diferencias de opiniones, degenera y entra a ocupar un lugar entre las
naciones inferiores.


_VII. Resistencia a la verdad._--Es más seria para la humanidad en
general que cualquiera otra de las consecuencias del error, o tal vez
que todas ellas combinadas, la oposición que siempre el error presenta
al avance de la verdad. En las épocas primitivas fué imposible la
existencia de la verdad.

El error era aceptado por todos, sin que a nadie se le ocurriese
siquiera ponerlo en duda. Todos los pasos hacia la verdad fueron dados
en épocas posteriores, principalmente en épocas que los etnólogos
clasifican entre las civilizadas. Cada herejía, por muy pequeña que sea,
significa un paso hacia la verdad. «Más tarde la resistencia a la
verdad» se ha manifestado principalmente en la forma de oposición a la
ciencia.


_VIII. Oscurantismo._--Esta es una forma más sutil de persecución.
Consiste, sobre todo, en la prohibición o en la supresión de libros y
folletos y en la censura de la prensa. Ya sabemos que esto no tiene
valor, ahora, entre los pueblos verdaderamente civilizados, porque, como
dijo Helvetius (_De l'Homme_), «sólo en los libros prohibidos se
encuentra la verdad: los demás mienten», y es cosa averiguada, que en
los índices de libros prohibidos se encuentran la mayoría de las obras
que el mundo ha considerado grandes y memorables. Existe un país
europeo, sin embargo, en el cual la prohibición se hace efectiva por la
acción del Gobierno mismo que cuida de dar a luz un índice de libros
vedados, y castiga severamente a los infractores de sus paternales
prohibiciones. Es Rusia. Entre los autores condenados en este país del
absolutismo, tienen el honor de figurar Spencer, Haeckel, Zola, Ribot,
etcétera.

Creemos oportuno mencionar por último, agregándola a lo dicho por Mr.
Ward, otra especie de oscurantismo difuso, difícil de percibir, y que
por lo mismo ejerce una influencia maleante, tan insensible como eficaz
y funesta: es a la que se ha referido el original Rector de la
Universidad de Salamanca, señor de Unamuno, cuando ha dicho que en
España la Inquisición se halla latente en la sociedad. Nosotros, los
hispanoamericanos, debemos ver también si en nuestros rescoldos del
coloniaje, que aun no se apagan, no queda algo de aquel inhumano fuego
que atemorizaba a nuestros abuelos.


VIII

LA LUCHA CONTRA EL ERROR.--EL GENIO.--LA EDUCACIÓN

Lo que hemos dicho sobre el error y sus consecuencias nos conduce a
deducir uno de los fines de la ciencia social aplicada. Destruir,
expulsar los errores y difundir ampliamente el conocimiento de la
verdad, con el objeto de que no sea ésta, como ahora, sólo la propiedad
de una pequeñísima fracción de la humanidad, constituye una de las
principales misiones de la ciencia social aplicada.

Es menester insistir en la necesidad de la difusión universal de la
verdad. Los hombres que se ven privados de ella, los cuales todavía
forman la enorme mayoría de la humanidad, se hallan sumidos en esta
desgraciada situación, no por incapacidad de ellos mismos ni por culpa
de ellos, sino, en gran parte, a causa de las circunstancias en que han
nacido y en que han vivido.

Las afirmaciones anteriores plantean la cuestión de la cantidad de
fuerzas intelectuales, genios y talentos, existentes en la sociedad de
una manera latente y que se pierden por falta de cultivo, de
oportunidades adecuadas a su desarrollo.

El examen de esta posibilidad está relacionado con la dilucidación de
otro problema que ha sido en varias épocas y ocasiones debatido por
distintos escritores: el de si el genio obra en virtud de sus propias
fuerzas sin tomar nada del medio en que actúa o es únicamente un
resultado del medio y de las circunstancias. Lo admirable que hay en
esta discusión es cómo los que han tomado parte en ella han sabido
defender sólo los extremos o los casos más exagerados. Sabido es que
hacen suya la primera creencia los que predican el culto de los grandes
hombres o héroes como Carlyle; los que como Guyau en su obra _El arte
desde el punto de vista sociológico_ sostienen que el genio crea su
medio; y los que como Galton en «Genio hereditario» mantienen la tesis
de que el genio es exclusivamente un producto de las facultades
trasmitidas por herencia de padres a hijos.

Un autor desconocido entre nosotros, Alfredo Odin, profesor de la
Universidad de Sofía, ha efectuado sobre este asunto un trabajo
rigurosamente científico, aplicando con toda la estrictez que ha podido
un método estadístico. En su obra _Génesis de los grandes hombres_[12]
ha examinado y analizado las vidas de más de 6.000 hombres de letras
francesas de los tiempos modernos. El método que ha seguido no le ha
permitido ni extenderse a otros países ni a hombres de otras esferas. El
medio lo ha dividido en medio físico, etnológico, religioso, local,
económico, social y educativo, y ha estudiado la influencia de cada uno
de ellos detenidamente formando mapas y cuadros muy completos. De ellos
ha sacado en claro que el medio físico y etnológico no son factores que
deban tomarse en cuenta al indagar el génesis de los grandes hombres. El
medio religioso no carece de importancia. En cambio el medio económico,
social y educativo es de influencia decisiva para impedir o permitir el
florecimiento de los grandes hombres. No ha habido un sólo grande hombre
que no haya disfrutado de algunas condiciones favorables a su educación
o a su preparación para sus trabajos posteriores y que no haya tenido
algunos recursos para hacer frente a las dificultades materiales de la
vida. Darwin no tuvo que preocuparse jamás de trabajar para mantenerse y
Spencer pudo consagrarse sin cuidados económicos a su grande obra,
porque recibió de algunos parientes herencias y legados, sin los cuales
tal vez no habría escrito los libros que escribió. En vista de todas las
observaciones y datos acumulados, Odin ha llegado a afirmar que el
«genio no está en los hombres, sino en las cosas».

     [12] Citada por Mr. Ward, _Applied Sociology_, p. 147 y siguientes.

Este aserto encierra una parte considerable de la verdad. Podemos
imaginarnos los frutos que darían un Goethe, un Zola entre los
fueguinos. Pero, por otra parte, miles de hombres han vivido más o menos
en las condiciones de Goethe y Zola sin que las corrientes del mundo
hayan hecho brotar en sus cerebros una sola chispa, un solo rayo de luz.

Así, debe decirse más bien que los grandes hombres han sido producidos
por la cooperación de dos causas, genio y oportunidad, ninguna de las
cuales por sí sola habría hecho nada. Pero el genio es un factor
constante, muy abundante en todas las categorías de la vida, mientras
que la oportunidad es un factor variable y esencialmente artificial.
Como tal, es algo que puede ser suministrado prácticamente, a voluntad.
Por esto, la formación de grandes hombres, de agentes de civilización,
de creadores de cosas nuevas, no es una concepción utópica, sino una
empresa posible. Es algo relativamente sencillo y consiste tan sólo en
poner al alcance de todos los miembros de la sociedad una oportunidad
igual de ejercitar las facultades mentales que posean. Hay muchos
sustitutos, procedimientos artificiales, para las varias especies de
circunstancias favorables, pero todas quedan reducidas a la formación de
un conveniente medio educativo. Así el factor real, que depende de
nuestra voluntad, para el desarrollo del genio y del talento y el
progreso de la civilización, es el establecimiento en una escala
universal y gigantesca de un medio educativo, cuyas influencias han de
ser aprovechadas no sólo por los hombres sino igualmente por las
mujeres, las que por las normas antifeministas o androcéntricas que
predominan, no han podido ser lo que debieran haber sido si en el mundo
hubieran imperado e imperaran puntos de vista más equitativos y libres
de prejuicios respecto de ellas.

Con el establecimiento de amplias instituciones educativas se
centuplicarán las fuerzas intelectuales y morales de la sociedad; la
igualación de las oportunidades producirá más o menos la igualación de
las inteligencias y hasta que esto suceda no se pueden tener esperanzas
de una repartición equitativa de las riquezas materiales de la sociedad.

De muchas maneras se ha planteado hasta ahora algo desordenadamente el
problema de la educación y sus soluciones han sido señaladas por varios
ideales. Muchos individuos han fundado instituciones para realizar algún
ideal predilecto y la Iglesia ha conducido siempre las empresas
educativas de acuerdo con sus creencias; pero ante todo el Estado, es
decir, la sociedad comprendida en su capacidad colectiva, ha sido el que
ha efectuado más importantes progresos en esta materia. Todo lo que ha
hecho a este respecto ha sido más provechoso que lo llevado a cabo por
los individuos o por los cuerpos eclesiásticos. Aunque no se puede decir
que haya visto claramente que la educación debería consistir en la
completa apropiación social de los conocimientos que han civilizado al
mundo, con todo, ha dado importantes pasos hacia la realización de esta
verdad, y ha obrado mejor que nadie en la convicción de que la educación
debe ser para todos, de que es una necesidad social y de que sus
beneficios son proporcionales a su extensión. En Francia y Alemania,
casi toda la educación superior se encuentra ahora socializada y el
Estado considera en esos países la instrucción pública como una de sus
grandes funciones. Inglaterra y otras naciones van lentamente marchando
hacia este ideal y no cabe la menor duda de que el siglo XX verá la
completa socialización de la educación en el mundo civilizado. Y esto es
lo que debe suceder y lo que conviene que suceda, porque la sociedad es
la más interesada en el resultado. Es el recipiente de los principales
beneficios, que de la educación se desprenden. Además, la educación es
una de esas empresas que no pueden ser dirigidas por la ley de la oferta
y de la demanda y según los principios de los negocios. Para la
educación no existe el pedido en el sentido económico. Los niños no
conocen nada de su valor y los padres muy a menudo no la desean. Puede
afirmarse que el interés social es el único que la pide y la sociedad
misma debe satisfacer su propio anhelo.

Aquellos que fundan establecimientos de educación y promueven empresas
educadoras, se colocan en el lugar de la sociedad y no deben olvidar que
la situación que asumen les obliga a obrar y hablar generosamente en
nombre de ella y según las conveniencias de ella y no guiados por algún
interés económico egoísta.


IX

LA SOCIOCRACIA

La educación entendida de la manera amplia y completa que hemos visto,
que ha de ser lo propio de la función del Estado, hará surgir alguna vez
una mayor integración social que produzca una verdadera conciencia
social con voluntad e inteligencias sociales.

Hacer uso de estos últimos conceptos es establecer una analogía entre el
individuo y la sociedad y considerar a ésta, de igual suerte que al
primero, como un organismo. Es una comparación, no biológica, sino
psicológica.

La voluntad individual no es más que la facultad que un ser pone en
ejercicio para satisfacer sus deseos. La impresión que llega a la
conciencia produce un movimiento reflejo que es la acción apropiada. En
la sociedad las necesidades de los individuos (en cuanto tienen
importancia colectiva) luchan por alcanzar el campo de la conciencia
social, que es el Estado organizado, y tratan de verificar reacciones
análogas que ocasionen la satisfacción deseada. En los gobiernos bien
constituídos esta analogía es muy clara y se logra conseguir en ellos
cierto grado de correspondencia o simpatía en contestación a los
movimientos de los centros sociales, algo semejantes a los reflejos de
la voluntad individual. Pero aun en las formas de gobierno más rudas y
bajas existe un poco de aquella correspondencia. Todo gobierno, aun el
más despótico, es hasta cierto punto representativo del estado social en
que funciona, y muy a menudo, más de lo que generalmente se cree, es tal
vez el mejor que puede existir dentro de las circunstancias en que
actúa. Por ejemplo, se considera generalmente al gobierno ruso fuera de
armonía con el pueblo del imperio; pero esto es probablemente un error
que proviene de dos causas. Aquellos que viven bajo un gobierno más
liberal se inclinan a imaginarse que las otras sociedades han de ser
como la suya propia. Se olvidan que la gran razón porque un gobierno es
más liberal reside en que la sociedad es mucho más inteligente, y que es
la sociedad la que determina el carácter del gobierno. La segunda
equivocación resulta de que el pueblo ruso es muy heterogéneo. Existe en
ese país una numerosa clase inteligente que no merece el gobierno bajo
cuya tiranía padece. Pero esta clase es relativamente pequeña y el
gobierno representa más bien a la gran masa del pueblo, para la cual tal
vez no sería fácil encontrar un gobierno mejor. El gobierno tiene
siempre que adaptarse a la peor de las clases de la nación y una pequeña
banda de ciudadanos incultos rebaja su _standard_ en una proporción
mucho mayor de lo que debería ser, según la importancia de dichos
ciudadanos. Esto hace que la clase inteligente aparezca como peligrosa y
turbulenta, e induzca a algunos a mirar la inteligencia como una
calamidad antes que como una bendición. El mayor desideratum social es
cierto grado de uniformidad en las inteligencias o sea la homogeneidad
moral e intelectual.

Que los gobiernos fracasen a menudo en sus medidas para satisfacer las
aspiraciones sociales, es explicable de la misma manera que son
explicables los fracasos de la voluntad individual. En ambos casos el
mal está en la ignorancia de las leyes físicas y en especial de las de
la naturaleza humana. En los gobiernos es ignorancia de las leyes
sociales. Aquellos que hacen leyes malas, ineficaces o perjudiciales, no
tienen conocimiento de la naturaleza de las fuerzas sociales.

No es lógico, pues, sólo por esas faltas de éxito argüir que el Estado
no debe extender más sus poderes. Él es el órgano de la conciencia
social y debe tratar siempre de obedecer a la voluntad de la sociedad.
Debe estar pronto a conseguir o hacer lo que la sociedad pida. Las
funciones del gobierno no están necesariamente limitadas a las pocas que
ha desempeñado hasta ahora. El único límite es el del bien de la
sociedad y mientras exista algún medio para conseguir este fin por la
acción del Estado, ese fin debe ser puesto en práctica.

De los gobiernos existentes es posible decir que sólo en grado muy
insignificante constituyen la conciencia, la voluntad y la inteligencia
de la sociedad. La conciencia social ha sido hasta ahora excesivamente
débil, pareciéndose más bien a la conciencia de un _caenobium_ como en
las _Flagellata_ y _Ciliata_ antes que a la de cualquier animal
superior. La voluntad social es por esto tan sólo una suma de deseos
contendientes que se neutralizan en gran escala unos a otros y consigue
muy poco movimiento en una dirección dada. El intelecto social es un
pobre guía por ahora, no porque no sea suficientemente vigoroso, sino
porque los conocimientos que se refieren a la sociedad son tan limitados
y los que existen están en las cabezas de aquellos individuos que no
tienen voz en los negocios del Estado.

Sólo por medio de esa educación amplia de que se ha hablado antes, y
después de largos períodos, llegarán a ser la voluntad y la inteligencia
social para la sociedad algo semejante a lo que es ahora la mente para
los individuos.

Los gobiernos del pasado y del presente han sido y son esencialmente
empíricos. Los términos de monarquía y democracia con que se les designa
han pasado a ser inadecuados.

Casi todas las monarquías de Europa, con excepción de dos, son ahora
democracias, si es que hay algún gobierno que merezca este nombre, y en
América, donde todo son repúblicas en el nombre, en el fondo son
autocracias y oligarquías, en las cuales las elecciones se reducen a
meras farsas.

Donde la evolución ha sido más completa, los gobiernos han pasado de ser
autocracias a ser aristocracias y democracias. En estos cambios la
naturaleza humana no se ha alterado: el egoísmo sigue siendo el mismo.
Lo que ha variado es la manera de satisfacerlo.

El resultado general ha sido que el mundo, después de estar regido por
autocracias y aristocracias y habiendo entregado la dirección de sus
destinos a la democracia, ha venido a caer, en virtud de la reacción que
se ha verificado en contra de los poderes personales que ha disminuído
notablemente la acción de los gobiernos, en las manos de las
plutocracias. Estas tratan de supeditar a las democracias que suponen
su existencia ajustada a supuestas leyes naturales, lo que las haría
dignas también de ser denominadas _fisiocracias_. En realidad, por su
afirmación interesada de que es menester limitar las facultades de los
gobiernos, lo que hacen es sostener el imperio de un individualismo
exagerado que mantiene a las naciones en una situación acrática
(_acracia_) por no decir anárquica. _Laissez-faire_ es la divisa de este
extremado individualismo que conduce a la anarquía en todo, menos en el
reforzar los derechos de propiedad existentes, divisa que se proclama en
alta voz y mantiene cegada a la opinión pública sobre la verdadera
condición de las cosas.

Los males existentes son grandes y serios, y comparados con ellos los
crímenes, ya declarados tales, que pudieran cometerse si no hubiera
gobiernos, serían futilezas. Todas las desgracias que resultan del
trabajo mal pagado, del exceso de labor, de las fuerzas perdidas, de las
malas condiciones de vida, de las muertes prematuras, etc., sobrepasan
en importancia y en consecuencia en un solo año a todos los crímenes
juntos de una centuria. Este vasto teatro de males se considera por los
individualistas fuera de la acción de los gobiernos, al mismo tiempo que
se pone en acción un estruendoso esfuerzo para reducir a prisión y
castigar al perpetrador del más insignificante de los crímenes
catalogados en los códigos.

Los gobiernos primitivos, cuando sólo imperaba la fuerza bruta, eran
bastante fuertes para asegurar una justa y equitativa repartición de las
riquezas. Hoy día, en que la fuerza mental lo puede todo y la fuerza
física vale relativamente poco, están desarmados para intervenir de esa
manera. Esto prueba únicamente que debe ser robustecida esa esencial
facultad del gobierno de proteger a la sociedad. Es enteramente ilógico
el afirmar que la ambición y el egoísmo que buscan su satisfacción por
medio del abuso de la fuerza física, deben ser prohibidos mientras que
la misma satisfacción que se busca por medio de la fuerza mental o de la
ficción legal deba ser permitida. Es absurdo reclamar que la injusticia
cometida por los músculos sea impedida y que la cometida por el cerebro
goce de toda libertad.

¿Dónde está el remedio para estos males? ¿Cómo podrá libertarse la
sociedad de esta última conquista de la autoridad efectuada por el
intelecto egoísta? Ha impedido el abuso de la fuerza bruta por medio del
establecimiento del gobierno; ha suplantado a las autocracias por las
aristocracias y a estas por las democracias, y ahora se encuentra ella
misma en las redes de la plutocracia. ¿Escapará la sociedad de este
peligro? ¿Necesitará, para conseguirlo, volver a confiarse a un
autócrata o debe resignarse a ser aniquilada? Ni lo uno ni lo otro.
Existe un poder y sólo uno que es más grande que el imperante en la
sociedad. Ese poder es la sociedad misma. Hay una forma de gobierno que
es más fuerte que la autocracia, la aristocracia y la democracia y aun
que la plutocracia: es la sociocracia.

El individuo ha reinado ya bastante. Ha llegado para la sociedad el día
en que le toca tomar en sus manos sus propios asuntos y dar forma a sus
destinos. El individuo ha obrado lo mejor que ha podido y de la única
manera que le era posible. No debe ser censurado. Aun más, debe ser
alabado y aun imitado. La sociedad debe aprender de él la manera de
tener éxito. Debe imaginarse ella que es un individuo con todos los
intereses que le son propios, y perfectamente consciente de ellos debe
proseguir su satisfacción con la misma indomable voluntad que han
gastado los individuos.

La sociocracia será diferente de todos los gobiernos que se han
imaginado; pero esta diferencia no será radical hasta el punto de
requerir una revolución. La democracia es capaz aun sin cambiar de
nombre, de convertirse suavemente en una sociocracia. Porque, aunque
parezca paradojal, la democracia que es ahora la más débil de todas las
formas de gobierno, puede llegar a convertirse en la más fuerte.

La sociocracia significa el gobierno de la sociedad entera y no el de
partidos y banderías que mientras se hallan en el poder tienen al
frente otros partidos y banderías que son sus enemigos y sólo aspiran a
derrocarlos para hacer una vez en el poder poco más o menos lo mismo que
sus predecesores censurados y derribados por ellos.

En el régimen sociocrático la legislación dejará de ser principalmente
coercitiva y prohibitiva, como ahora, y pasará a ser atractiva, de igual
manera que el trabajo, fundado en la necesidad de actividad que tiene el
organismo humano, no será una condenación sino una bendición también
atractiva.


X

CONCLUSIÓN

Hemos llegado al fin de nuestro análisis que no ha sido tan detallado
como lo merecería la filosofía de Ward.

De carácter enteramente científico y positivo, levantada sobre una
concepción del universo exclusivamente monista, esta filosofía lleva en
sí doctrinas muy alentadoras. Cualesquiera que sean las ideas del que
llegue a conocerla, debe inspirar respeto e invitar a la reflexión. No
contempla la existencia ni con el ingenuo optimismo de los
bienaventurados ni con el estéril pesimismo de los débiles y de los
fracasados. Su divisa es el _meliorismo_, el mejoramiento del mundo por
medio de la acción humana inteligente y gracias a una educación
científica ampliamente difundida que haga que las ideas positivas que
hoy inspiran la mente de unos pocos lleguen a ser posesión de la masa
humana completa y procuren la existencia de un gobierno que sea la
expresión de la conciencia social entera y liberte a las democracias
actuales de las redes de la plutocracia.

Con tal fin preconiza sin duda nuestro autor la extensión de las
funciones del Estado.

El desarrollo amplio de este punto requeriría muy lato examen. No ha
sido ni es posible fijar de una manera definitiva cuál sea el límite de
la acción del Estado. Algunas esferas de la actividad social han sido ya
casi generalmente sustraídas a su influencia. Por ejemplo, ya
nadie--queremos decir ninguna persona culta y estudiosa--piensa que los
gobiernos puedan tener religión y al Estado se le concibe como una
entidad laica. La historia, por otro lado, nos presenta curiosos y
numerosos ejemplos de funciones que se han dejado en un principio
exclusivamente a la iniciativa individual, y que cuando ha madurado para
ellos la conciencia social y se ha formado en lo tocante a ellas una
voluntad social clara, han pasado a ser funciones públicas. El castigo
de los crímenes y delitos en contra de las personas, empezó por ser un
asunto de carácter enteramente privado; lo mismo ha pasado con la
instrucción y en menor grado con el ejército y la marina. Dentro de este
tópico es sugestivo lo que ha ocurrido con los cuerpos de bomberos. En
la antigua Roma eran muy frecuentes los incendios a causa del material
con que estaban fabricadas las casas y la estrechez de las calles.
Cuenta G. Ferrero en su obra _Grandeza y decadencia de Roma_, que al
conocido hombre de negocios y millonario, contemporáneo de Julio César,
M. Licinio Craso, se le ocurrió tener una bomba para apagar los
incendios. Sus agentes, bien repartidos en la ciudad, le advertían con
presteza cuando sobrevenía algún siniestro. Los bomberos de Craso
acudían al sitio amagado; pero junto con ellos iba un empleado del
financista que ofrecía a los propietarios de la casa amenazada por las
llamas comprar el edificio a un bajo precio. Si aceptaba se apagaba el
incendio y Craso había dado un nuevo golpe de fortuna, y si no, los
empresarios privados dejaban que se destruyera una parte de la ciudad.
En nuestro tiempo todo el mundo considera natural que los cuerpos de
bomberos sean instituciones del Estado. Me imagino la sorpresa de
algunos individualistas al reflexionar sobre aquel estado de cosas y me
imagino más aún las protestas con que los individualistas de entonces
habrían recibido cualquiera medida tendente a ponerle término a la
explotación hecha por Craso.

A muchos las doctrinas del sabio norteamericano parecerán en su parte
aplicada nada más que hermosos ensueños; pero son ensueños que en
nuestro tiempo brotan por doquiera, merced al estudio, en toda mente que
considera los problemas humanos con amor, calma, ilustración, elevación
y profundidad de miras; brotan por la misma razón, sin el menor acuerdo
previo, con rasgos notablemente semejantes en los sitios más lejanos y
en personas que no tienen conocimiento unas de otras; son la superior
florescencia del alma, que no respeta diferencias de climas ni de
latitudes; surgen tanto en las faldas de los Alleghany como en las de
los Andes y en las riberas del Báltico: Ward y H. Höffding, el sabio
filósofo, profesor y rector de la Universidad de Copenhague, no se
conocen, por lo menos no se citan en sus obras, y sus doctrinas son en
alto grado análogas.

Decir que los ideales son palabrería vana y por este solo hecho
condenarlos, es ignorar el proceso de toda creación genuínamente humana,
es renunciar al distintivo específicamente racional. Hasta para ser
práctico de una manera verdadera e inteligente se necesitan ideales. No
ha habido una sola de las realidades, una sola de las cosas llevadas a
cabo racionalmente por el hombre, y no inconsciente y automáticamente,
que no haya empezado por ser de un modo necesario una idea, una
concepción expresada por palabras, un ideal. Concebir ideales es
concebir posibilidades que para convertirse en realidades esperan su
oportunidad. Lo cual no quiere decir que convenga dar por cierto un
ensueño antes de tiempo porque, aunque el ensueño en sí mismo sea bueno
para impulsar a la acción, proceder así sería marchar a un fracaso
seguro. Concebir la posibilidad de tener una comunicación expedita a
través de los Andes en el invierno, es dar el primer paso para
convertirla en un hecho; ir a practicar luego la travesía como si ese
progreso ya se hubiese conquistado es exponerse a morir helado.

Una filosofía alentadora que nos impulsa a transformar la existencia por
medio de la acción debe ser nuestra bienvenida. Debe ser nuestro
evangelio una filosofía que nos da confianza en el progreso siempre que
no nos durmamos. Son ilusiones de la proximidad el desconfiar
amargamente de la época en que se vive. Los hombres juzgan a su tiempo
como Gulliver a las mujeres de Brondignac: ven enormemente grandes los
lunares y defectos y no pueden apreciar la belleza del conjunto.

La voz de esta filosofía me parece la de un hombre de estudio simbólico
que no tiene ambiciones, que las ha sacrificado placentero al culto de
la ciencia, con la cual ha contraído un matrimonio sublime, y que no
aspira más que a dar calor y vida intensa a los más hermosos frutos del
más bello desposorio humano, las verdades; que puede llamarse a sí mismo
el condensador de las mil corrientes que han seguido las almas de los
hombres y las almas de los pueblos desde los primitivos tiempos y que
lleva en sí la luz que del choque de esas corrientes ha brotado para
alumbrar el porvenir. Es una voz que nos enseña a contemplar la realidad
en su plenitud inmensa; nos señala los millares de siglos que hay detrás
de nosotros y los millares de siglos que habrá después de nosotros; nos
indica cómo nos es dado admirar por un instante esta realidad grandiosa,
que en las obras científicas que la interpretan y pintan adquiere
proporciones épicas, nos impulsa a que ante el eterno todo y la eterna
nada que nos espera, asumamos los caracteres de fraternales y solidarios
cooperadores y perfeccionadores de la creación y no dejemos que nuestra
existencia bastardee empequeñecida con temores infundados, atraída
únicamente por el cosquilleo de los apetitos y tolerando que el engaño
mutuo con gestos simiescos impere entre los hombres.

Es propio de los caracteres débiles el considerar las situaciones
difíciles no como difíciles sino como irremediables y apresurarse a
arrojar los ideales sino se puede medrar con ellos; y es un espejismo de
la historia el imaginarse que ha habido épocas de héroes (me refiero a
los héroes de la paz y del civismo) y épocas de sibaritas que han
impuesto a los hombres un sello fatal e indeleble. No; siempre han
debido los héroes del civismo pasar al lado de las faces indiferentes o
escépticas de los sibaritas, y han debido, para cumplir con su misión,
recordando lo que dice el Poeta en el prólogo de _Fausto_, de que «lo
brillante existe momentáneamente y lo meritorio perdura en la
posteridad», embotar en su valor moral los resplandores de falsa
grandeza con que la vida ordinaria centellea.

Seamos capaces de librarnos de estos males del ánimo, distendamos
nuestras facultades, apliquémoslas con desinterés o elevado criterio a
la solución de nuestros problemas, guiados por la aspiración de servir
al alma de nuestro pueblo y de nuestra juventud y de infundirles una
conciencia más clara de sus derechos y deberes.

Si nuestra filosofía ha de ser de aliento y de nobles luchas, ha de
tener también ilusiones. Las quimeras que impulsan a la acción elevada
son salvadoras, moralizadoras. Para la masa enorme de nuestro pueblo
ignorante que vive sumido en tradiciones contradictorias y prejuicios,
nuestra filosofía es un anuncio redentor; para las damas es un aliado
que se ha puesto al lado de ellas en la campaña emprendida con el fin de
obtener el reconocimiento de sus derechos; y como una consecuencia
necesaria que debe resultar de tomar las manifestaciones de la mente no
a modo de _diletantismo_ y pasatiempo, sino como sustancia misma de la
vida, para los hombres y los jóvenes que sienten en sí el superior
anhelo de gloria, el ímpetu sincero de hacer que haya más justicia, más
progreso, más belleza, para estos, repite los ecos mejores de la tierra
y les dice: «Vosotros no estáis solos. Hay hermanos vuestros no
únicamente en la falda de los Alleghany, en las riberas del Báltico, en
las orillas del Sena y del Spree, en las bellas campiñas de Italia y en
las tristes llanuras de Castilla; no: en todas partes hay hermanos
vuestros, almas delicadas, que suspiran noblemente por cosas mejores.
Todos competís heroicamente para cumplir con la ley histórica de
transformar y aumentar las fuerzas civilizadoras. Así como la Grecia,
hija del Oriente, incrementó en sumo grado para bien de la humanidad, la
herencia que recibiera de sus padres y convirtió en bronces y mármoles
inmortales la arcilla y la madera de sus dioses, así también vosotros,
pensadores del siglo XX, debéis aspirar a crear nuevas formas de vida, a
hacer de las sociedades desordenadas que os han legado las generaciones
pasadas, patrias conscientes y justas dentro de la solidaridad humana.»



EL PRAGMATISMO

o la Filosofía práctica de William James.


SUMARIO

  I.--Origen del pragmatismo.--Mr. Charles Peirce.

  II.--Juicio general.

  III.--Caracteres lógicos y psicológicos del pragmatismo.--El concepto
  de verdad.

  IV.--Crítica de esos principios.

  V.--El pragmatismo y algunos problemas metafísicos.

  VI.--El pragmatismo meliorista y voluntarista.

  VII.--Últimas observaciones.


I

En materia de ideas y doctrinas también hay modas: algunas, efímeras,
que resultan de un estado morboso de los espíritus; otras, que duran más
tiempo aunque carecen igualmente de fundamento sólido y provienen sólo
de la necesidad que tiene el hombre de cambiar de camino, y otras, por
último, a las cuales puede más bien no sentarles el nombre de modas, y
que son el fruto del señalamiento de una nueva senda, de la formación de
alguna síntesis que viene a esclarecernos un poco los problemas de la
vida.

Las doctrinas científicas estrictamente tales, han estado expuestas
continuamente a esta alta y baja marea de la inconstancia y de la
impaciencia humanas. Si la ciencia no ha satisfecho pronto todas las
aspiraciones del hombre, éste se hace escéptico por algún tiempo para
volver a la ciencia de nuevo, después de haber dado algunas manotadas en
el vacío.

Un caso de escepticismo semejante ha podido verse por algún motivo en el
pragmatismo y, por tal razón, los tradicionalistas, no entendiéndole por
completo y no exprimiéndole todo el jugo y la sustancia que encierra, lo
han recibido alborozados y lo han anunciado al mundo con los más alegres
tañidos de sus campanas.

El pragmatismo está a la fecha de moda en el campo de la filosofía, y es
de presumir y en parte (en cuanto rechaza todo dogmatismo) de esperar,
que no sea una moda pasajera. Las revistas traen casi en todos sus
números artículos y notas destinadas a su defensa o a su ataque, libros
enteros se han consagrado a discutir sus concepciones y ha dado la
materia para acaloradas controversias en los congresos filosóficos.
Hasta un médico me decía, no ha mucho, que la última palabra en achaque
de curaciones era la terapéutica pragmática.

El pragmatismo se ha levantado en contra del materialismo y de la
ciencia, haciendo suyas arcaicas banderas, pues como lo dice su
principal adalid, «el _pragmatismo_ es un nuevo nombre para viejas
maneras de pensar».

Su principal campeón es el eminente psicólogo de la Universidad de
Harvard, Mr. William James, autor de los _Principios de Psicología_, de
la _Experiencia Religiosa_ y de muchos ensayos filosóficos.

He tomado como fuente para escribir este estudio, ocho conferencias,
dadas por Mr. James en Boston y en Nueva York, en la Columbia
University, en Diciembre de 1906 y en Enero de 1907 respectivamente, y
publicadas después en un volumen con el título de _Pragmatismo_[13].

     [13] London. Longman, Green and C.º.

Este término se deriva del griego, significa acción, su raíz es la misma
de donde han provenido nuestras voces «práctico» y «práctica». Fué
introducida por primera vez en la filosofía por Mr. Charles Peirce en
1878, quien en un artículo publicado en el _Popular Science Monthly_,
afirmaba que nuestras creencias son sólo reglas para la acción y que
para comprender bien el sentido de una idea necesitamos sólo determinar
qué clase de conducta será adecuada a producir. Esta conducta es para
nosotros su único significado. Para alcanzar perfecta claridad en
nuestros pensamientos respecto de un objeto, necesitamos considerar
exclusivamente qué efectos producirá en la práctica dicho objeto, qué
sensaciones debemos esperar de él y qué reacciones debemos preparar.

Estos son los principios pragmáticos de Mr. Peirce, que permanecieron
completamente desconocidos durante veinte años, hasta que en 1898 empezó
Mr. James a propagarlos.

«En esta fecha, dice nuestro autor, los tiempos parecían haber madurado
para recibirlos. El término _pragmatismo_ se ha extendido y ahora ocupa
las páginas de todos los periódicos filosóficos.»


II

Las conferencias de nuestro autor dejan una impresión muy variada, y
fuera de reconocer el admirable idealismo que campea en algunas de ellas
y la sencillez de su lenguaje, no es fácil dar un juicio de conjunto
sobre todas.

Conviene distinguir entre los principios mismos del pragmatismo y las
consecuencias que el autor saca de ellos. Estas consecuencias nos han
parecido a veces demasiado tradicionalistas, y aquí se encuentra la
razón de que muchos dogmáticos lo hayan recibido en palmas, sin percatar
que por otros lados encierra explosivos mortales para muchas
preocupaciones existentes.

Dentro de los principios es menester distinguir una parte lógica y
psicológica y otra metafísica y moral.

No hay escuela filosófica ni de ningún género que sea capaz de
satisfacer por completo a otra persona que su propio fundador, y aun en
este caso no son pocas las veces, me parece, en que el autor mismo
critica sus obras o incurre en contradicciones manifiestas, lo que
equivale a negar alguna parte de lo que ha dicho. Hasta los creyentes de
fe más ardiente ensanchan de alguna manera las tiranteces de los dogmas,
suavizan la severidad de algún mandamiento y modifican algo a su sabor y
comodidad los sagrados cánones de su credo.

No es posible imaginarse que el pragmatismo haya nacido con más feliz
estrella que los demás ensayos humanos de orden filosófico o religioso y
resista el examen de los estudiosos, de los aficionados o de los
curiosos, y salga sin mácula de esta dura prueba.


III

Veamos primero el lado lógico y psicológico de nuestra doctrina. Se
presenta desde luego con caracteres un poco vagos, cuyo primer efecto es
sorprender y extrañar al lector. Tomando en cuenta nada más que la pura
creencia, no cabe negar que las ideas pragmáticas son inmejorables. El
autor se concreta exclusivamente al campo subjetivo de la simple
creencia y casi niega la posibilidad del saber objetivo. Él dice que
niega la existencia de la verdad a la manera como la entienden los
racionalistas, es decir, como una entidad exterior a nosotros, como un
arquetipo, como una cosa objetiva, inmutable y eterna, respecto de la
cual nuestra misión sea tratar de conocerla.

Tales afirmaciones hacen pensar en que cierto suave vapor de
escepticismo mariposeara en la mente de nuestro filósofo; pero muchos
párrafos de sus conferencias prueban que está muy lejos de ser un
escéptico en el sentido corriente de este vocablo.

Con lo que dijimos de Mr. Peirce y su manera de entender los principios
de la nueva escuela que él fundó, tenemos ya algunos caracteres de lo
que es o debe entenderse por verdad.

En el curso de la obra de Mr. James se afirman estos mismos caracteres y
se diseñan otros. Veamos algunos.

Todas las representaciones e imágenes y todos los sistemas filosóficos
dependen para nuestro filósofo de los temperamentos de los pensadores.
Probablemente en la mente del autor está el sostener que esta es una
afirmación que tiene valor sólo para la mera creencia, pero él nada dice
al respecto y su proposición se halla establecida sin distinciones.

«La historia de la filosofía es en una gran extensión la de cierto
antagonismo de los temperamentos humanos. Aunque esta manera pueda
parecer poco digna a alguno de mis colegas, tengo que tomar cuenta de
este antagonismo y explicar por él un buen número de las divergencias de
los filósofos. Es cierto que un filósofo de profesión trata ante todo de
ocultar el hecho de su temperamento, porque éste no se halla reconocido
convencionalmente como una fuerza dotada de razón, y funda sus
conclusiones sólo en razones impersonales. Pero su temperamento tiene
una influencia más fuerte que cualquiera de sus premisas más
estrictamente objetivas. Él confía en su temperamento. Necesitando un
universo que esté de acuerdo con él, cree en la representación del
universo que esté de acuerdo con él.»

«Siente que los hombres de un temperamento opuesto al suyo se encuentran
fuera de la clave del carácter del mundo y son incompetentes para
ocuparse de asuntos filosóficos.»

Los distintos temperamentos dan lugar en filosofía a dos tendencias o
escuelas principales: los racionalistas y los empíricos. Los primeros
son los partidarios de los principios abstractos y eternos, y los
segundos lo son de los hechos en toda su cruda y desordenada variedad.
(_Lover of facts in all their crude variety_).

No se puede negar que esta clasificación es simple en demasía. Así lo
reconoce también el autor.

No pasaremos más adelante sin decir que no es exacto colocar al
empirismo como desprovisto de principios.

Las grandes leyes de la naturaleza son los principios del empirismo,
dentro del cual la crudeza de los hechos no impide la formación de
grandes síntesis, que tienen el mérito de no ser _a priori_, sino
fundadas en la experiencia.

«Pero estas dos corrientes tienen el inconveniente de ser demasiado
extremas; la una se aleja por completo de los hechos y queda muy en el
aire; la otra carece de espíritu religioso, se pierde en la
multiplicidad de los hechos y hace del hombre un juguete de fuerzas
mecánicas inferiores.»

No estará de más también intercalar aquí, que dentro de las doctrinas
deterministas, empíricas y científicas el hombre no es sólo un juguete
sometido a las leyes naturales, sino que por medio del conocimiento de
esas mismas leyes y formando ideales que son creaciones de su mente,
puede a su vez ser un transformador de la naturaleza y de la sociedad.
Evidentemente nuestro autor debe de referirse a un empirismo muy
restringido.

Continúa Mr. James:

«Lo que ustedes necesitan es una filosofía que no sólo ejercite sus
poderes de abstracción intelectual, sino que los mantenga también en
conexión con este actual mundo de vidas humanas finitas. Ustedes
necesitan un sistema que combine las dos cosas, la lealtad científica
hacia los hechos, la disposición a tomar cuenta de ellos y el espíritu
de adaptación por un lado, y por otro la antigua confianza en los
valores humanos y en la espontaneidad que de ellos resulta. Y tal es su
dilema: Ustedes encuentran ambas partes de su _quaesitum_ separadas y
sin esperanzas de unirse. Ustedes encuentran el empirismo del brazo con
el inhumanismo y la irreligión, o la filosofía racionalista que puede
llamarse a sí misma religiosa, pero que se mantiene fuera de toda
relación definida con los hechos concretos, con las alegrías y las
penas.»

Este modo de presentar al pragmatismo nos choca un poco. Según los
pragmatistas, al estudiar un sistema filosófico no se debe preguntar
uno si es verdadero o falso en sus líneas generales, sino si le conviene
o no le conviene. El pragmatista les dice a sus neófitos: yo les
recomiendo este sistema, no porque sea verdadero, sino porque es el que
ustedes necesitan. De la verdad o error objetivo que él encierre no nos
preocupamos. Es cierto que puede afirmarse que se habla de conveniencia,
en cuanto conveniencia intelectual, es decir, como de un cuerpo de
doctrinas dotado de consistencia intelectual y exento de
contradicciones.

Por supuesto, Mr. James habla más adelante una vez de la consistencia
intelectual; pero ahora se refiere más bien seguramente a la
conveniencia entendida en un alto y total sentido humano.

Así continúa:

«Ofrezco esta cosa singularmente llamada pragmatismo como una filosofía
que puede satisfacer ambas aspiraciones. Puede permanecer religiosa como
el racionalismo, pero al mismo tiempo, de acuerdo con el empirismo,
puede estar en el más fecundo contacto con los hechos.»

Fuera de afirmar esos principios que envuelven una negación de la verdad
objetiva, y sobre lo que tendremos que volver en más de una ocasión, el
pragmatismo es muy principalmente un _método_.

«El método pragmático es ante todo un método para fijar las cuestiones
metafísicas que de otra manera podrían ser interminables. ¿Es el mundo
uno o vario, determinado o libre, material o espiritual? Estas son
nociones que pueden ser o no ser verdaderas respecto del mundo, y
disputas sobre tales nociones no tienen fin. El método pragmático
consiste en cada caso en tratar de interpretar una noción por las
consecuencias prácticas que pueden desprenderse de ella. ¿Qué diferencia
podrá haber para mí en que esta o aquella noción sea verdadera? Si no se
puede trazar ninguna diferencia práctica, entonces las alternativas
significan prácticamente la misma cosa y la discusión es ociosa.

«El pragmatismo se aparta de toda abstracción (no se dice si con base o
sin base), de toda solución verbal, de las razones malas _a priori_, de
los principios fijos (¿no hay naturales entonces?), de los sistemas
cerrados. Busca lo concreto, los hechos (¿sin explicarlos por medio de
inducciones?).

«Por lo demás, el pragmatismo no se interesa por ningún resultado
especial; es sólo: 1.º, un método, y 2.º, una teoría genética de la
verdad.

«Pero si seguís el método pragmático no podéis considerar ningún término
(de estos con que se designan los grandes principios: Universo, Dios,
Materia, Razón, lo Absoluto, la Energía) como una solución que ponga fin
a vuestras investigaciones. Necesitáis sacar de cada término un valor
práctico (_practical vash-value_), ponerlo a la obra en la corriente de
vuestra experiencia. Es, pues, antes que una solución un programa para
nuevos trabajos y especialmente una indicación de cómo pueden cambiarse
las realidades existentes.»

Sobre esta admirable tendencia meliorista del pragmatismo tendremos que
volver más adelante.

Ante todo conviene que dejemos bien establecido que el pragmatismo no se
interesa (teórica y especulativamente) por ningún resultado especial y
que «no rechaza ninguna hipótesis si se desprenden de ella consecuencias
útiles para la vida.»

Un pragmatista puede ser ardoroso socialista y otro al mismo tiempo
reposado individualista; de igual suerte no hay que admirarse si un
pragmatista es ateo y otro deísta. Lo único que está reñido con lo más
íntimo de su idiosincrasia es el dogmatismo y cuanto trabe su acción
meliorista. No puede ser dogmático: su espíritu está abierto a todos los
vientos de la experiencia, y los resortes de su actividad listos para
girar en el sentido de la mayor conveniencia humana.

Sin embargo, este es el caso de distinguir entre los principios de la
doctrina y las consecuencias que el autor saca de ellos. Estas son tan
determinadas y tan armónicas, que cuesta creerle al autor que no se
interese por ningún resultado especial.

Concluyamos de definir la concepción pragmática de la verdad.

«La verdad significa el acuerdo de nuestras ideas con la realidad, así
como la falsedad significa su desacuerdo.

«Los pragmatistas y los intelectualistas aceptan esta definición como
indiscutible. Principian a reñir sólo cuando se presenta la cuestión de
qué se entiende por el término _acuerdo_ y qué por el de _realidad_,
tomada esta como una cosa que reclama de nuestras ideas que se
encuentren de acuerdo con ella.

«Al responder a estas preguntas, el pragmatista es más analítico y
cuidadoso, el intelectualista más ligero, superficial (_offhand_) e
irreflexivo. La creencia popular es que una idea verdadera debe ser una
copia de la realidad a que se refiere. Los intelectualistas presumen
además que _verdad_, quiere decir esencialmente la existencia de una
relación estática, inerte. Cuando habéis logrado tener una idea
verdadera respecto de algo, habéis llegado a un fin en cierta materia.
Usted se halla en posesión de la verdad, usted sabe, usted ha cumplido
con su destino de pensador, usted se encuentra donde debía estar
mentalmente, usted ha obedecido a su imperativo categórico y no necesita
seguir más allá de esa cima de su destino racional. Epistemológicamente
usted se halla en equilibrio estable.

«El pragmatismo, por otro lado, formula su acostumbrada pregunta. Si se
discute si una idea es verdadera o falsa, interroga él: ¿Qué concreta
diferencia se desprenderá para la vida actual del hecho de que sea
verdadera o no? ¿En qué forma se realizará esta verdad? ¿Qué
experiencias nos resultarían distintas por el hecho de ser verdadera y
no falsa la creencia? ¿Cuál es el valor de la verdad en términos
experimentales?

«La respuesta del pragmatista es la siguiente: _Ideas verdaderas son
aquellas que nosotros podemos asimilar (?), validar, corroborar y
verificar. Ideas falsas son aquellas con las cuales no podemos hacer
esto._ La verdad de una idea no es una propiedad estacionaria, inherente
a ella. La verdad suele residir en una idea (_Truth happens to an
idea_). Esta puede llegar a ser verdadera por los acontecimientos. Su
verdad es un suceso, es un proceso de verificarse, su _veri-ficación_.
Su validez es el proceso de su _valid-ación_.

«Las voces mismas _verificación y validación_ significan,
pragmáticamente, ciertas consecuencias prácticas de la idea verificada y
validada.

«La posesión de la verdad, lejos de ser un bien en sí mismo, es
únicamente un medio preliminar para otras satisfacciones vitales. Si me
encuentro perdido en un bosque y a punto de perecer de fatiga y
encuentro la huella de las patas de una vaca, es de suma importancia que
yo infiera la existencia de una habitación humana al fin del sendero,
porque si razono así y sigo las huellas, me salvo. El pensamiento
verdadero es útil aquí, porque la casa que constituye su objeto lo es
también. El valor práctico de las verdaderas ideas depende, de esta
suerte, primeramente de la importancia práctica que su objeto tenga para
nosotros. Los objetos o contenidos de tales ideas no son efectivamente
importantes en todo tiempo. En otra ocasión puedo no preocuparme de tal
casa, y mi idea de ella, aunque verificable, estará prácticamente
desprovista de valor y hará mejor en permanecer latente. Usted puede,
pues, decir de una verdad que es útil porque es verdadera y que es
verdadera porque es útil. Ambas proposiciones (!) significan exactamente
la misma cosa y en particular que hay una idea que ha sido completada y
que puede ser verificada.

«Las realidades son, o hechos concretos o especies abstractas de cosas y
de relaciones percibidas intuitivamente entre ellas. Además, y en tercer
lugar, el término realidad quiere decir el conjunto de verdades que
poseemos en un momento dado, porque nuestras nuevas ideas deben ser
tomadas en cuenta. Estar de acuerdo con esta triple realidad quiere
decir únicamente _el poder ser guiado, o directamente hacia ella o hacia
sus inmediaciones_ (surroundings), _o el ser puesto de tal manera en
contacto con ella que sea posible manejarla a ella misma o a algo
relacionado con ella, mejor que si estuviéramos en desacuerdo_. La cosa
esencial es el proceso de ser guiado.

«Nuestra explicación de la verdad es una explicación de las verdades (en
plural), de los procesos que sirven para guiarnos y conducirnos. La
_verdad_, para nosotros, es simplemente un nombre colectivo relativo a
algunos procesos de verificación, como lo son igualmente los términos de
_salud_, _riqueza_, _fuerza_, que designan otros procesos relacionados
con la vida. El concepto de verdad se forma, lo mismo que los de salud,
riqueza y fuerza en el curso de la experiencia: es una abstracción
creada por el hombre. Las verdades emergen de los hechos y reaccionan
después profundamente sobre éstos y agregan algo a ellos. Los hechos en
seguida crean o revelan nuevas verdades, y así indefinidamente. La
experiencia cambia sin cesar y nuestras proposiciones sobre la verdad
tienen que cambiar también.

«Las teorías son instrumentos para la acción (práctica o intelectual) y
no soluciones de enigmas en que podemos descansar, (_answers of enigmas
in which we can rest_).»

Las verdades, por otra parte, son simplemente el resultado de una
transacción entre ideas antiguas y nuevas. «El individuo tiene un
_stock_ de viejas opiniones. Las nuevas experiencias las obligan a
extenderse, ampliarse, dilatarse. Algunas de estas resultan en
contradicciones con aquellas, de donde proviene una perturbación
interior que sorprende a su mente y de la cual trata de librarse
modificando su masa de opiniones previas. Salva de estas todas las que
puede, porque en materia de creencias somos extremadamente
conservadores. Así, trata de cambiar primero una opinión y después otra,
hasta que al fin alguna idea nueva logra introducirse en el antiguo
_stock_ con la menor perturbación posible. Ideas objetivas que no estén
sometidas a este proceso no existen.»

Agreguemos un último rasgo para terminar con los perfiles de la verdad,
entendida según las concepciones pragmatistas.

«Con el desarrollo de las ciencias, dice nuestro autor, ha ganado
terreno la noción de que las más de las leyes, tal vez todas, son sólo
aproximaciones. Las leyes mismas han llegado a ser tan numerosas que ya
no se pueden contar y se proponen tantas fórmulas opuestas en todas las
ramas de las ciencias, que los investigadores han llegado a
acostumbrarse al concepto de que ninguna teoría es absolutamente la
trascripción de la realidad y de que todas ellas son utilizables desde
algún punto de vista.»


IV

Ahora, para dar más claridad a nuestras ideas y facilitar el análisis de
la concepción pragmatista resumamos en unas pocas proposiciones los
caracteres que distinguen a la nueva escuela:

1.º Las creencias, las ideas y hasta los sistemas filosóficos dependen
de los temperamentos de los pensadores.

2.º No hay verdades objetivas en sí.

3.º Llegan a ser verdad aquellas representaciones que se adaptan,
amoldan, injertan en el _stock_ de las creencias establecidas; no las
que chocan con éstas.

4.º El toque para conocer si una idea es verdadera está en que sirva
para la práctica. Es verdadera la idea que conviene a la acción.

5.º Lo verdadero es útil y lo útil es verdadero.

6.º La idea de la verdad es una abstracción formada y transformada por
la mente humana en el curso de la experiencia, como las de salud,
riqueza, fuerza y otras semejantes. No son cosas en sí, sino creaciones
humanas que se van haciendo y modificando.

7.º Las leyes científicas constituyen sólo generalizaciones
aproximativas. Las teorías no deben ser consideradas como
transcripciones absolutas de la realidad y todas (se entiende que hasta
las más contrarias) son utilizables desde algún punto de vista.

Por suerte, al examinar estas proposiciones, no nos encontramos en
aquellos ajustados casos que eran propios de algunas dietas o asambleas
de otros siglos que debían de aceptar o rechazar en _block_ los
proyectos que se les presentaban. Podemos a nuestro agrado y sabor
comulgar con algunas y apartarnos de otras.

Empecemos por lo que es más agradable a nuestro corazón humano; con el
acuerdo, la comunión con nuestros semejantes y veamos cuál de esas tesis
nos parece aceptable.

En esta condición se encuentra la señalada bajo el número 6.º. Allí se
halla expresada la teoría genética de la verdad. La verdad es un término
abstracto, sin existencia real, que usamos para designar el conjunto de
las verdades más o menos concretas y más o menos generales que son las
que efectivamente existen. No hay, pues, una verdad inmutable. Las
verdades las formamos en virtud de la experiencia y las transformamos
por medio de nuevas experiencias. La vida intelectual entera de la
humanidad es una serie de ensayos de interpretaciones totales o
parciales del mundo, rectificados sin cesar en atención a la percepción
de nuevos hechos, al registro de nuevas observaciones que se ponen en
contradicción con las representaciones anteriores. Así se va verificando
una eliminación continua de lo que va apareciendo como erróneo. No de
otra manera han ido siendo reputadas falsas todas las cosmogonías
antiguas y las leyendas mitológicas de los pueblos primitivos; así ha
sido reemplazada la teoría geocéntrica de Tolemeo por la concepción
heliocéntrica de Copérnico y así ha sustituído a la hipótesis de la
creación la de la evolución para explicar el origen de las especies
animales. Todas las metafísicas y todas las religiones, sin excepción de
una sola, no son más que tentativas de interpretación de los misterios
del mundo, que sufren a poco de haber nacido un inevitable fracaso,
porque son pequeñas para la realidad y esta en su complejidad grandiosa
las rompe y rebasa por todos lados a pesar de los esfuerzos que gastan
sus adeptos para ocultar los quebrantos y roturas de su nave ideal. La
tela y la madera primitivas se llenan de parches y de correcciones
exigidas en el curso de la experiencia, y de la sustancia que fué la
medula del sistema o de la religión en un principio, apenas va quedando
el nombre.

Que así como fabricamos las verdades fabriquemos también la realidad, es
un aserto un tanto alambicado que volveremos a considerar más adelante.

Las afirmaciones contenidas en los números 1.º y 2.º expuestas con toda
su temeraria desnudez en una de las primeras conferencias, reciben
algunos retoques más tarde, que nos hacen salir en parte del caos del
más extremado subjetivismo en que ellas nos habían sumergido. No todas
las representaciones dependen exclusivamente del temperamento del
pensador, y es menester reconocer la existencia de algunas verdades
objetivas. El mismo Mr. James dice en la conferencia sobre la noción de
la verdad: «Hay relaciones entre ideas puramente mentales, y cuando las
creencias que a dichas relaciones se refieren son verdaderas, llevan el
nombre de definiciones o de principios. Es un principio o una definición
que 1 y 1 son 2, que 2 y 1 son 3, y así sucesivamente; que el color
blanco difiere menos del gris que el negro, que cuando la causa
principia a obrar el efecto también principia.» Estos son indudablemente
ejemplos de principios que no dependen de los temperamentos y que
encierran verdades objetivas. Mr. James no señala más casos; pero no
cabe dudar de que la lista podría aumentarse con todos los hechos
comprobados y sometidos a mediciones matemáticas y científicas y que se
encuentran sustraídos a la apreciación caprichosa y subjetiva del
temperamento de cada cual.

Las proposiciones que he colocado bajo los números 4.º y 5.º, fueron las
que especialmente sobrecogieron mi ánimo y me dejaron perplejo cuando
las leí por primera vez. ¿Cómo es posible, me pregunté, que la prueba
para conocer si una idea es verdadera esté en que sirva para la práctica
y que sean aserciones igualmente ciertas que lo verdadero es útil y lo
útil es verdadero?

Tales frases las tomé como las exterminadoras de la lógica y de todas
las ciencias, de una plumada. Ya, después de esta novísima doctrina, no
hay que buscar certidumbre ni en la evidencia ni en los métodos lógicos
y deben dejar de existir la física, la química, la biología, la
psicología, etc., y todas las ciencias concretas derivadas de éstas, de
las cuales, a su vez, la industria de todos los países y muy
especialmente la de los compatriotas de Mr. James, saca tan útiles y
fecundas aplicaciones. Tanta extrañeza me causó esto, que pareciome una
aberración que no podía ser tomada en serio y me di a pensar en la
suerte que habría corrido la nueva escuela filosófica si en lugar de
llevar por padrino a un filósofo de fama mundial, como Mr. William
James, hubiera llegado a los grandes centros de estudio amparada tan
sólo por el modesto nombre de un pastor protestante de un pobre pueblo
de provincia. Seguramente no habría encendido las discusiones que ha
encendido, no habría provocado uno sólo de los artículos de revista que
han visto la luz por ella, y los filósofos, al conocerla, habrían a lo
más y en el mejor de los casos, desplegado sus más irónicas y
despreciativas sonrisas. Pero no ha sido así: el mundo de los filósofos
ha discutido vivamente el problema de la verdad, y el pragmatismo y el
humanismo, el intelectualismo y el racionalismo han esgrimido sus
mejores armas para obtener el triunfo.

Primeramente es menester reconocer que la concepción pragmatista da
lugar a confusiones. Hasta ahora nosotros hemos distinguido con
fundamento y claridad las verdades propiamente dichas (que pueden ser
amargas) y errores convenientes para inducir a obrar. A un niño
embustero le podemos decir que abrigamos plena fe en su palabra (aunque
precisamente no sea así) a fin de que él mismo adquiera confianza en su
persona y no mienta. Un error sirve para la acción mucho mejor que la
verdad en este caso. A una madre que adora a su hijo no es posible
decirle la verdad de que éste ha muerto. La verdad, lejos de servirle
para la acción, podría ocasionarle un síncope o arrancarle a ella misma
la vida. El error es salvador en esta ocasión y la verdad es funesta. En
conformidad a la doctrina pragmatista la verdad sería que el hijo no
había muerto. No es necesario insistir sobre tales naderías.

En segundo lugar, con la doctrina que analizamos se pierde todo criterio
para juzgar el pasado. Para los antiguos iráneos fué de suma importancia
su creencia en Ormuz y Ahriman. Por favorecer a aquél y hostilizar a
éste cultivaron sus campos, fertilizaron las tierras estériles,
domesticaron los animales útiles y exterminaron las bestias dañinas.
Nosotros no debemos decir únicamente que la fe en Ormuz fué útil para
los persas sino que, pragmáticamente, Ormuz y Ahriman tuvieron tanta
existencia real como, por ejemplo, el Tigris y el Éufrates, cuyas aguas
utilizaron los persas cuando conquistaron la Mesopotamia. Como el
pragmatismo no cree en la existencia de verdades objetivas, quedan para
él dentro de la misma penumbra la simple creencia que es un acicate para
la acción y la representación que, además de impulsar la acción, va
acompañada de certidumbre objetiva.

En tercer lugar, no es posible tener una norma para juzgar nuestras
representaciones relativas a entidades o cosas que no se hallan al
alcance de nuestra experiencia. El pragmatismo renuncia al manejo de los
principios lógicos y no se inquieta por las contradicciones cuando se
trata de infundir vigor a la acción. Freno poderoso para la impulsividad
de súbditos salvajes ha de ser que crean a su reyezuelo dotado de
poderes mágicos. El pragmatismo debe decir entonces que es una verdad la
existencia de la hechicería como don sobrenatural otorgado a algunos
hombres. Para la conducta de algunos pazguatos puede ser mejor que crean
en el infierno; y el pragmatismo debe consagrar con su sello filosófico
esta creencia vulgar, sin importarle un ardite lo inconcebible que es la
suposición de una sustancia material o espiritual que esté ardiendo
eternamente sin consumirse.

En cuarto lugar. Al proferir la frase «lo verdadero es útil y lo útil es
verdadero» me parece que un eco burlón repitiera «lo bello es útil y lo
útil es bello», «lo bueno es útil y lo útil es bueno», «la lezna del
zapatero es útil, la lezna del zapatero es bella». He aquí la doctrina
ideal para los abogados y rábulas, para los farsantes, para los
políticos que engañan: si conservan en algún rincón de su alma alguna
partecita de conciencia que de vez en cuando los clava para advertirles
que han mentido, deben apresurarse a aleccionarla con la nueva doctrina
y hacerla comprender que si han perseguido lo útil para ellos, no han
mentido. Estas afirmaciones pragmatistas (si no son una pura tautología)
nos precipitan en una confusión de conceptos donde los términos se
barajan unos con otros y no es fácil entenderse sobre su significado. Si
decimos que lo útil es verdadero y sabemos que la mentira es a menudo
útil, llegaremos a la conclusión peregrina de que la mentira es
verdadera. A la inversa, si lo verdadero es útil y sabemos cuántas
innumerables desgracias hay verdaderas, seremos conducidos a sostener
que las desgracias son útiles.

No debemos silenciar en este punto una aplicación que el mismo Mr. James
hace de su doctrina a la teología. «El pragmatismo, dice, no tiene
prejuicios _a priori_ en contra de la teología. Si las ideas teológicas
resultan de algún valor para la vida, deben de ser ciertas para el
pragmatismo, en el sentido de que son buenas para dicho fin». No se
puede negar que esta es una admirable, pasmosa afirmación. ¡Prejuicios
_a priori_ en contra de la teología! Decir que el pragmatismo no los
tiene y esmerarse en expresarlo, es dar a entender que otra escuela
filosófica los tiene, tal vez el racionalismo, el empirismo o el
naturalismo. ¡Cuán infundado es hablar de principios _a priori_ respecto
de ese orden de estudios! Si hay alguna disciplina que haya ido
desacreditándose _a posteriori_ es la teología. En otros tiempos esta
seudociencia[14] ha sido un fuerte lazo de unión para todas las
inteligencias, un lazo sagrado y querido; y si se ha ido debilitando
después hasta el punto de encontrarse casi del todo gastado, no ha sido
en virtud de ataques _a priori_, sino por medio de muy lentas enseñanzas
_a posteriori_, por los descubrimientos experimentales y científicos que
han puesto al desnudo la vaciedad e inconsistencia de sus doctrinas, por
lo menos de sus doctrinas relativas a la concepción del mundo y de la
vida humana.

     [14] La llamo seudociencia porque no puede ser ciencia, aunque la
     designen así los teólogos, ya que éstos no pueden suponer como
     base de ella la ley de causalidad y el determinismo, que
     constituyen los postulados primordiales de toda ciencia.

Agregando a los puntos que estamos analizando el que se halla expresado
bajo el número 3.º y que dice «que llegan a ser verdad aquellas
representaciones que se adaptan, amoldan, injertan en el _stock_ de las
creencias establecidas, no las que chocan con estas», encontramos nuevas
objeciones que apuntar en contra del pragmatismo.

No se nos ocurre pensar qué actitud decorosa, digámoslo así, podría
haber asumido el pragmatismo ante teorías que hoy son verdades
inconclusas y que cuando recién hicieron irrupción en la mente de
algunos genios no prometían ventajas prácticas por el momento y venían
armadas de condiciones que, lejos de plegarlas al cuerpo de ideas
existentes, las ponían en pugna con él. Para el pragmatismo esas
teorías, que para nosotros son y fueron verdades, son seguramente
verdades también, pero cuando recién salieron a luz debieron de ser
errores. Así ¿qué habría contestado el pragmatismo en el siglo XV cuando
se comenzó a plantear el problema de si la tierra era redonda o plana, o
la tesis de si la tierra o el sol es el centro del mundo? ¿Qué habría
contestado en el siglo XVII al hacérsele la pregunta de si la sangre
circula o no?

En problemas como estos no ha habido, en un principio, ninguna
conveniencia práctica señalada, según se tomara un partido u otro. Más
aún, lo práctico, lo conveniente para la acción y la conducta, fué en
aquella época mantenerse en el error. Si hubieran procedido así los
sostenedores de esas ideas, habríanse visto libres de las inhumanas
persecuciones de que fueron víctimas. Si Galileo hubiera sido
pragmatista no habría desafiado las iras de la Inquisición y hubiera
vivido en paz y oscuramente, sofocando con el manto de la fe los aleteos
de su genio. No incurriré en la injusticia de afirmar que Mr. James
pueda o tenga que aceptar estas inferencias que obtenemos exagerando un
aspecto algo vulgar y egoísta que es fácil de explotar en su doctrina.
El idealismo de nuestro filósofo lo eleva hasta colocarlo por encima de
las consecuencias de sus propias premisas.

Una pregunta más: ¿Fueron pragmatistas o procedieron como tales los
sabios de Salamanca cuando en pleno siglo XVIII rechazaron el introducir
en los cursos de su universidad los sistemas de Copérnico, Galileo y
Newton, porque se hallaban en oposición con la verdad revelada? ¿No
tomaron entonces la senda más conveniente para su conducta, para su
práctica, según la manera de entender de ellos? ¿No repudiaron algo que
no se avenía con el _stock_ de sus antiguas creencias? Nosotros decimos
que repudiaron la verdad para permanecer en el error; pero debemos
reconocer que procedieron en un todo como pragmatistas consumados.

Así el pragmatismo se presenta no sólo como indiferente a la verdad,
sino que aún viene a servir, retrospectivamente aplicado, de sostén a
errores manifiestos.

Acercándonos ya al fin de esta parte, examinaremos el último número de
nuestro resumen, que dice así:

7.º Las leyes científicas constituyen sólo generalizaciones
aproximativas. Las teorías no deben ser consideradas transcripciones
absolutas de la realidad y todas (se entiende que hasta las más
contrarias) son utilizables desde algún punto de vista.

Si esto acontece con las leyes y teorías científicas, con mayor razón y
en superior escala debe acontecer con todas las creencias y sistemas
formulados y concebidos con menos precisión que las leyes y teorías
científicas. A los principios pragmatistas les corresponderá el rango de
generalizaciones aproximativas de segundo o tercer grado, y el ser
pragmatista _a outrance_ consistirá precisamente en ser pragmatista a
medias. Todavía valdría la pena de oir la respuesta que daría el
pragmatista si se le preguntara si afirmar que la sangre circula, que la
tierra gira alrededor de su eje y en torno del sol, no son absolutas
transcripciones de la realidad, sino sólo generalizaciones aproximativas
utilizables; o si son aún utilizables en algunos casos las ideas de que
la sangre sea un líquido estancado, la tierra forme el centro de nuestro
sistema planetario y su figura sea la de una superficie plana inmóvil
bajo la bóveda estrellada.

No se nos ocurre que Mr. James fuera a contestar estas interrogaciones
en el sentido que implícitamente se desprende de ellas; pero la verdad
es que nuestro filósofo no distingue en sus conferencias entre leyes
probadas y leyes discutidas, entre teorías e hipótesis y arroja sobre
todo el cuerpo del saber humano el vapor difuso y confuso de su fino
escepticismo y de la desconfianza en la ciencia.

Causa mayor perplejidad ver que quien afirma que las leyes y teorías
científicas son sólo aproximaciones aproximativas utilizables es Mr.
William James, autor de unos _Principios de Psicología_, donde ha
estampado centenares de reglas que después en su obra posterior, cuando
habla como pragmatista y no como hombre de ciencia, declara inciertas.
En los filósofos del Renacimiento, eran frecuentes contradicciones como
estas: para librarse de las persecuciones y de la hoguera (lo que no
siempre conseguían) los pensadores se apresuraban a declarar que
aceptaban como cristianos los dogmas que rechazaban como filósofos. Pero
¿qué temen ahora los pragmatistas? Albert Schinz en su libro
_Anti-Pragmatisme_ presume que temen el desarrollo de una democracia
licenciosa que, falta de frenos religiosos, arrastrará a la sociedad por
pendientes imprevistas. Creo que a los que niegan la verdad y la
certidumbre de las leyes científicas, movidos por un fantástico peligro
que amenazara a la conservación social, se les podría preguntar si han
ahondado en sus conciencias y están seguros de que sea un amplio y
generoso interés social el que los mueve y no algún menguado y apenas
consciente, casi instintivo, interés individual, de clase o de secta.

Un párrafo más para terminar esta sección de nuestro ensayo.

La concepción pragmatista de la verdad es, como se ha dicho, genética, y
esta parte de la nueva escuela es la que, a nuestro entender, descansa
sobre bases sólidas. Es además instrumentalista, individualista y
voluntarista, caracteres que la conducen al escepticismo.

Este núcleo lógico y psicológico, que es la esencia de la novísima
doctrina, ha sido el que ha recibido las principales críticas de los
filósofos.

En el reciente Tercer Congreso de Filosofía celebrado en Heidelberg en
Septiembre de 1908, Mr. Josiah Royce, de la Universidad de Harvard, como
Mr. James, hizo una comunicación sobre la materia con el título de _El
problema de la verdad según recientes investigaciones (The problem of
Truth in the light of recent research)_. En esta exposición, el filósofo
americano ha distinguido las diferentes formas del pragmatismo y ha
mantenido contra el individualismo (o subjetivismo) y el
instrumentalismo (o la teoría de que la verdad sea un simple instrumento
para la acción) la existencia de una verdad absoluta, independiente de
las necesidades y de la vida social y orgánica, aunque siempre
relacionada con la voluntad, por cuanto es la obra de una serie de
procesos de actividad. Esta doctrina de Mr. Royce tiene de común con el
intelectualismo que admite una verdad independiente de la práctica
ordinaria y se diferencia de él en que insiste sobre los procesos
activos que su constitución (de la verdad) supone. Mr. Royce propone
para ella el nombre de Pragmatismo absoluto.


V

Es peculiar de la naturaleza del pragmatismo no enarbolar ninguna
bandera metafísica. Ya hemos visto que no se interesa por ningún
resultado (especulativo o doctrinario) especial, quiere ser ante todo un
método, una teoría genética de la verdad.

Mr. James, como buen pragmatista, empieza por declarar que, todas las
discusiones metafísicas son en sí ociosas e interminables y pueden
recibir el dictado de verdaderas o falsas, según como se coloque el
prisma con que se las mire. Mas, luego les aplica a algunos problemas
de este género, tales como el de la existencia de Dios, de la acción de
un designio en el universo (o sea la Providencia) el del libre albedrío
y el determinismo (haciendo de esta cuestión una tesis metafísica y no
psicológica), les aplica el infalible reactivo pragmatista y se pregunta
tan sólo cuál solución sería más conveniente para la conducta en las
tres siguientes tesis y antítesis, o dilemas: que Dios exista o no
exista; que haya un designio en el universo o no; que la voluntad sea
libre o no.

Paso a paso, en las lucubraciones de Mr. James se va cristalizando que
para obrar mejor nos interesa creer en la existencia de Dios, en la
acción de un designio en el universo y en el libre albedrío. El nuevo
árbol del pragmatismo, esponjado en sus principales consecuencias, por
uno de sus más preclaros sostenedores, va a cubrir con su sombra al
añoso tronco del tradicionalismo. Me imagino el placentero recogimiento
que producirá en ciertas almas este hecho. El gran psicólogo, después de
haber remontado la cumbre del saber por el camino de la ciencia, ansioso
de nuevos horizontes, va a buscarlos al templo proteiforme del deísmo.
Además, por su defensa del libre albedrío, y de la idea de una vida
futura, en cuanto sirven para favorecer nuestra mejor conducta, y
sosteniendo que lo primero es obrar bien y que después viene el pensar
bien, Mr. James comulga en los altares del moralismo criticista, la
tendencia que han defendido en la segunda mitad del siglo XIX Mrs.
Renouvier y Secretan.

Aunque parezca redundancia, debemos decir, con todo, que existe una
diferencia profunda entre el tradicionalismo y el moralismo por un lado,
y el pragmatismo por otro. Las creencias que hemos citado recientemente
sobre la divinidad, la vida futura, la Providencia y el libre albedrío,
son para el tradicionalismo y el moralismo representaciones de cosas que
existen en sí o de atributos que se hallan dotados de existencia real,
mientras para el pragmatismo son sólo creencias, desprovistas de toda
objetividad, imágenes útiles para nuestra conducta, son, casi casi,
ilusiones, añagazas o señuelos destinados a darnos vigor en nuestro
bregar continuo por las variadas corrientes de la vida.


VI

Cualesquiera que sean las objeciones que fluyan en contra del credo de
Mr. James, es no obstante bello, simpático, y en parte grandioso, dentro
de sus tendencias voluntaristas, idealistas y melioristas. Estos rasgos
lo hacen marchar de acuerdo con el humanismo que predican los señores
Schiller y Dewey.

Hablando de los puntos en que se igualan los caracteres del pragmatismo
y del humanismo, dice Mr. James en sus dos últimas conferencias:

«Estas cosas (la verdad, el derecho, el lenguaje, etc.), se van haciendo
a medida que la especie humana avanza en la existencia y son creaciones
que se desarrollan dentro del proceso histórico. Lejos de ser
antecedentes que animan esos procesos, el derecho, el lenguaje y la
verdad, son sólo nombres abstractos para sus resultados. Nuestras
creencias no son pues imágenes de la realidad, sino productos hechos por
el hombre. (_Man-made products_).

«El mundo es como nosotros lo hacemos (_The world is what we make it_).
Es infructuoso definirlo por lo que fué originalmente o por lo que es
aparte de nosotros; no es más que lo que se hace de él (_it is what is
made of it_). De aquí... (se infiere)... que el mundo, es plástico.
Podemos conocer los límites de su plasticidad sólo por medio de nuestros
ensayos (_only by trying_) y debemos proceder como si fuera
completamente plástico, obrando metódicamente dentro de esta presunción
y deteniéndonos en el caso de que seamos decisivamente contrariados por
la experiencia.

«La realidad independiente de nuestro pensar humano es muy difícil de
encontrar.

«Nosotros rompemos a nuestra voluntad el flujo de la realidad; creamos
los sujetos de nuestras verdades y de nuestras proposiciones falsas.
Creamos también los predicados de ellos, muchos de los cuales expresan
únicamente las relaciones en que se encuentran las cosas con nuestros
sentimientos.

«Tanto en nuestra vida activa como en nuestra vida cognoscitiva somos
creadores. El mundo es maleable y espera sus últimos retoques de
nuestras manos. El hombre engendra las verdades en él.

«Nadie podrá negar que este papel aumenta tanto nuestra dignidad como
nuestra responsabilidad de pensadores y que da fuerzas inspiradoras al
hombre el saberse dotado de divinas funciones creadoras.

«Mientras que para el racionalismo la realidad se encuentra
completamente hecha de una vez y por toda la eternidad, para el
pragmatismo se está todavía haciendo y espera del futuro parte de su
complexión.

«El pragmatismo es meliorista; ocupa el término medio entre el pesimismo
que afirma que el mundo es malo sin remedio, y el optimista que
considera el perfeccionamiento del mundo inevitable.

«El pragmatismo vive en medio de un conjunto de posibilidades y se halla
dispuesto a pagar hasta con su propia vida, si es preciso, la
realización de los ideales que ha forjado.»

Esta concepción es grandiosamente hermosa, casi poética. El hombre,
formador y trasformador de la realidad; el hombre cooperador en la
creación universal; y, para los deístas como Mr. James, en este gran
movimiento de la vida universal, Dios es un cooperador también
(_helper_) y nada más; es _primus inter pares_.

Examinando con calma la dirección del pensamiento de Mr. James, se ve de
sobra y se ha dicho ya que es voluntarista en oposición a
intelectualista: afirma que es de más importancia para nosotros obrar
que perdernos en disquisiciones sobre el conocimiento. Este rumbo no es
una novedad en las orientaciones del espíritu humano.

A fines del siglo XIX empezó una reacción antiintelectualista, no sólo
en Estados Unidos e Inglaterra, sino muy principalmente en Francia. La
conocida obra de Mr. Jules Payot sobre «La educación de la voluntad», es
fundamental en esta materia y las predicaciones pragmatistas de Mr.
James, lejos de agregar, después de lo escrito en esa obra, algo a la
veneración de la voluntad, señalan en parte un retroceso respecto de
ella. Los estimulantes que Mr. James indica para la voluntad en sus
conferencias, quedan reducidos a tener confianza en ella, a creer en el
_fiat_ de los librearbitristas, a esperar la cooperación divina y
providencial en un mundo guiado por un supremo designio misterioso del
cual nosotros alcanzamos a percatar tanto como pueden percatar de
nuestros proyectos «nuestros gatos y perros domésticos». No se puede
negar que esta comparación es capaz de entumecerle las alas al hombre
dotado de más impulsos creadores.

Mr. James no cree seguramente en tal peligro, porque mientras en una
conferencia nos eleva a la categoría de cooperadores en la creación
universal, dentro de la cual Dios, como se ha dicho, es un auxiliar
(_helper_), _primus inter pares_, en otra nos coloca respecto del gran
designio que imprime movimiento al universo, en la deprimida situación
de animalitos domésticos.

Mr. Payot ni nos eleva ni nos abate tanto. Antes de exponer su doctrina
se hace cargo de los dos peligros extremos existentes para conseguir el
desarrollo de la voluntad: el uno lo constituye el desfallecimiento, el
desaliento fatalista, el _aboulie_ que no tiene fuerza para reaccionar;
el otro lo forma la excesiva confianza en el poder de la libertad
humana, en el _fiat_ de los espiritualistas.

Esta última disposición de ánimo es expuesta a fracasos irremediables.
Las dificultades no previstas de la acción o de una empresa, desalientan
hondamente al que se ha lanzado a ella armado sólo de su confianza en el
valor del querer.

En medio de estos dos extremos el hombre puede triunfar estudiando el
mecanismo de su voluntad, confiando en la formación de hábitos y
esperando obtener más y más relativa libertad entre los deslumbramientos
del libre albedrío y las obscuridades del fatalismo, merced al
aprovechamiento de las lecciones del determinismo. Corroborando este
aserto debemos agregar que el determinismo es la única salvaguardia,
casi el único creador de la menguada libertad de que podemos disfrutar.
Lejos de confundirse con el fatalismo, es precisamente lo contrario. El
determinismo implica la existencia y funcionamiento de una ley de
causalidad en el orden universal. Según ese principio, unas mismas
causas o unos mismos antecedentes producen siempre unos mismos efectos o
unos mismos consecuentes.

Nuestro obrar, o si queréis hablar como los espiritualistas, el
ejercicio de nuestra libertad, consiste siempre en hacer algo, es decir,
producir algún efecto por medio del movimiento de alguna cosa. Por
ejemplo, yo me propongo ir a Valparaíso esta tarde; para conseguirlo
ejecuto una multitud de movimientos, como son la preparación de mi
equipaje, el proveerme de dinero, trasladarme a la estación, adquirir
los billetes respectivos.

No hago ningún caudal de que la resolución misma de mi viaje no puede
ser indeterminada. El hecho de encontrarme en nuestro puerto a media
noche es el efecto de mi voluntad; pero este no habría sido posible sin
el determinismo y la ley de causalidad.

Que una locomotora se mueva por medio del vapor de agua, que a su vez se
ha producido por medio de la combustión del carbón, son meras
aplicaciones de la ley de causalidad y del determinismo. Si os imagináis
un mundo no regido por estos principios y si sois consecuentes debéis
convenir en que dentro de tal mundo, para efectuar un viaje, estaríamos
en peores condiciones que los volantines de los muchachos de la calle,
cuyo encumbramiento depende de los caprichos del viento.

Concebid un mundo no regido por los principios de que hablo y sed
consecuentes: dentro de ese mundo la dosis de neurosina con que hoy
alentáis a un neurasténico puede ser mañana o una cosa inútil o un
veneno. Las cualidades esenciales y duraderas de las cosas dejarían de
ser tales y se cambiarían al azar movidas por un hado caprichoso y loco.

¿Qué sería de nosotros si los múltiples antecedentes que hacen que las
golondrinas sean lo que son, no obrasen, y de la noche a la mañana
pudieran convertirse en víboras de mortal picadura? Tal universo sí que
sería un caos si es que alcanzábamos a vivir en él un segundo para
concebirlo así y decirlo. Si tales cosas no suceden es en virtud de la
uniformidad esencial de la naturaleza, de la ley de causalidad y del
determinismo.

He dicho que el conocimiento y aplicación del principio determinista es
lo único que puede aumentar la menguada y mal llamada libertad de que
disfrutamos. Es claro que si queremos hacer una cosa o evitar otra, lo
mejor es conocer las causas y los agentes que nos conducirán a esos
fines, y, lo repetimos, poner en acción esos agentes es aplicar y
confiar en el determinismo. Estamos en situación de aumentar nuestra
libertad especialmente, cuando disponemos de tiempo para la consecución
de nuestros objetos.

_El determinismo está en razón inversa del tiempo que falta para que se
efectúe el fenómeno._ No cabe dentro de ninguna facultad el evitar que
los hijos de una familia dada sean raquíticos, débiles y torpes si
sabemos que sus padres, además de tener complexiones enfermizas, eran
parientes muy cercanos entre sí. El que nazcan niños degenerados en
tales circunstancias se halla casi fatalmente determinado; pero el
hombre tiene el poder de impedir que este mal se repita en lo porvenir
haciendo que no se verifiquen matrimonios entre parientes cercanos y que
no se liguen por los lazos del amor conyugal sino personas sanas. El
aumento de nuestra propia voluntad se verifica de la misma suerte. Si un
hombre de hábitos desarreglados, glotón y perezoso, lanza una tarde el
_fiat_ y resuelve trabajar inmediatamente después de su almuerzo o de un
_lunch_ suculento, no conseguirá nada, sino adelantarse. Pero si al día
siguiente se levanta temprano, se baña, reforma su régimen alimenticio y
se modera en el comer y en el beber, empezará a sentir inmediatamente
mayor elasticidad en sus músculos, fuerza para trabajar, viveza de
imaginación, más voluntad y más libertad.

Por todas estas razones hemos dicho que la obra de Mr. Payot corresponde
mejor a sus tendencias voluntaristas que las conferencias de Mr. James.

El voluntarismo del psicólogo de Harvard (por lo menos tal como aparece
en sus conferencias pragmatistas y en su ensayo sobre la _Voluntad de
creer_), puede no sólo carecer de eficacia, sino aun ser perjudicial.

Decidle a un dispéptico que confíe sólo en su voluntad para levantar su
ánimo abatido, no le proporcionéis las pócimas y régimen adecuados a sus
dolencias y le habréis infligido uno de los mayores males de su vida.

Es de advertir que Mr. James, psicólogo, no es voluntarista de la misma
manera que Mr. James, pragmatista. En los _Principios de Psicología_
trata científicamente de la formación de hábitos y de la educación de la
voluntad.

Ya he dicho también que Mr. James considera el problema de la libertad
como un problema metafísico y cree en ella sólo por motivos morales. Así
las ideas de libertad y responsabilidad pasan a ocupar la categoría, no
de poderes y estados reales, sino de postulados éticos, necesarios al
educador y al moralista.


VII

Antes de concluir, permítansenos algunas últimas observaciones. Vamos a
explotar una de las cualidades esenciales del propio pragmatismo, para
poner en claro cómo su principal característica resulta ser la carencia
de carácter distintivo, cómo es un término general que no tiene
connotación en sentido lógico.

Ya sabemos que se vanagloria de ser antidogmático; y que cobija bajo sus
alas anhelantes de poder, cualquiera idea que sirva para la acción. De
aquí se infiere que, disintiendo de Mr. James, se puede, no obstante,
reclamar el dictado de ser tan pragmatista como él, siempre que el
contradictor sostenga que sus ideas, distintas de las del psicólogo de
Harvard las considera más aptas que cualesquiera otras a robustecer su
voluntad.

Ese tercero imaginario podría decirle a Mr. James:

«Aceptamos su fe meliorista; pero precisamente por creerlo más apto, más
eficaz, más fecundo, más salvador, oponemos a su meliorismo
providencialista, vago, metafísico, especie de panacea espiritual y
moral, un meliorismo humano que no esté reñido con el conocimiento
objetivo de las cosas y confíe en las inducciones y deducciones de la
ciencia para introducir ideas nuevas y realizar obras melioristas. Este
pragmatismo reformado, por llamarlo así, cree en la verdad y descansa
exclusivamente en las virtualidades de la acción humana para transformar
al mundo.»

«Es menester, continúa el tercero imaginario, convencerse de una vez por
todas de que la necesidad más urgente para el hombre es mejorar la vida
de la especie, pensando por ahora nada más que en ella misma y contando
nada más que con sus medios humanos. Si existe un Supremo Hacedor,
dejémosle tranquilo entre lo incognoscible, en la caprichosa e
insondable sombra del misterio que envuelve el principio de las cosas.
Procediendo así estamos de acuerdo con su indudable norma de no
intervención, porque si alguna vez ese Supremo Hacedor dió dentro del
caos el primer impulso para el desenvolvimiento de las cosas inorgánicas
y orgánicas, no se puede negar que desde aquel instante dejó a los
mundos entregados a la suerte que le resultara del funcionamiento de sus
leyes mecánicas, complejas e invariables; no ha vuelto a mezclarse en
el destino de sus criaturas y se ha retirado por completo a su
enigmática mansión de lo eterno, de lo infinito y de lo misterioso».

«Esta concepción es franca y además profundamente religiosa. Establece
la más santa hermandad entre los hombres, liga a los hijos de esta
tierra con sólidos lazos para que venzan mejor las peripecias de su
común destino; y en lugar de las vanas palabras y pequeñas formas e
imágenes, todas muy vanas y pequeñas hasta ahora, con que se ha
pretendido llenar el arcano sin fondo de lo desconocido y de los
orígenes del universo, coloca sonriente al frente el término _Misterio_.
No adora al indescifrable Supremo Hacedor en los ríos, en los mares, en
las montañas, en los templos ni en representaciones antropomórficas,
sino que lo busca donde palpita la esencia de la vida que es y de la
vida que aspira a ser más, en el corazón de los que sufren y de los que
aman, en el alma de los ignorantes que esperan más luz para ser también
conscientes cooperadores en la creación, en las pasiones de los
extraviados y de los desequilibrados, para estudiar ensayos fracasados
de las infinitas formas de la palpitante vida, en las esperanzas locas y
en las quimeras de la juventud, que suelen constituir anuncios
inconscientes de lo porvenir, en el espíritu de los místicos sinceros,
porque se olvidan de sí mismos, en el corazón de los héroes, de los
genios y de los esforzados, porque viven para los demás y forman
cristalizaciones del alma popular.»

«Llevados en alas de esa concepción, el tiempo que gastábamos en
invocaciones y súplicas debe ir a aumentar las vigilias que consagramos
a nuestras aspiraciones y tareas melioristas, y entonces la serenidad de
un espíritu verdaderamente moral y religioso se expresará diciendo:
Estoy bien en conciencia con Dios porque estoy bien en conciencia
conmigo y con los hombres; porque he tratado de descifrar la obscuridad
del destino humano, he puesto con ahinco mi alma en la solución de este
problema y sinceramente no he encontrado otra que buscar el conocimiento
de las leyes de nuestro universo para mejorar las cosas de esta tierra y
las relaciones de los hombres entre sí».

Tales serían las palabras que un espíritu lógico podría pronunciar,
reclamando para ellas el calificativo de ser, por el hecho de creerlas
alentadoras de la acción, tan pragmatistas como las que pronuncia Mr.
James, que predica ideas contrarias; tales son algunas de las
inferencias que irrefutablemente cabe deducir de los principios teóricos
y método lógicos del pragmatismo.

Pero el pragmatismo aplicado, aplicado por el mismo Mr. James, resulta
otra cosa: es una forma de escepticismo encaminada principalmente a
apuntalar al tradicionalismo. Lo que hace que el conjunto de la obra de
nuestro filósofo resulte contradictorio, porque empieza alardeando de
antidogmatismo para concluir doblando la cerviz bajo el dogmatismo.

Esta escuela filosófica ha encontrado en la gran República del Norte su
cuna y una tierra propicia para su difusión, por dos razones: una es la
primacía que tiene la actividad sobre el pensar especulativo entre los
hijos de aquella nación, y la otra la constituyen los temores que
inspira el desarrollo de una democracia desbordada que sin freno
religioso pueda ser víctima de su egoísmo y de su concupiscencia.

Como ha dicho A. Schinz[15], el pragmatismo es la escolástica moderna,
de igual suerte que la escolástica fué el pragmatismo de la Edad Media.
En ambos casos se ha sacrificado la verdad a la consecución de fines
considerados superiores.

     [15] Antipragmatismo.

En la Edad Media la filosofía escolástica se cortó las alas para seguir
los pasos de la teología, y ahora el pragmatismo quiere maniatar a la
filosofía para hacer de ella la humilde servidora de la ética
tradicional.

En el pragmatismo hay no sólo escepticismo y tradicionalismo; es un
nuevo aspecto del sutil obscurantismo. Podría verse en él también una
especie de decadentismo filosófico, de igual manera que el decadentismo
propiamente dicho es un género de obscurantismo literario.

Cabe decir que en la producción de obras obscuras y decadentes, ya sean
filosóficas o literarias, no toca toda la responsabilidad a los
escritores que las dan a luz; no: parece que una gran masa del público
pide, desea o fomenta tales obras. Así como hay gentes que prefieren
contemplar las pequeñas realidades de la vida, las realidades
cotidianas, al través de los vapores del alcohol o del humo de los
cigarros, a pesar de que no ignoran cuan funestos son esos hábitos para
su salud y la nitidez de sus percepciones, de idéntico modo muchas
otras, al tratarse de los grandes problemas de la existencia, rechazan
las ideas claras y coherentes, se niegan a examinarlas; prefieren la
confusión que no choca con la imitación tradicional o los impulsos
hereditarios; prefieren el engaño tranquilo a las inquietudes de la duda
y de la reconstrucción mental.

Felizmente no hay cuidado de que entre nosotros prendan en forma tan
amenazante tales retoños de escepticismo intelectual y de obscurantismo
filosófico. Entre nosotros ha echado bastantes raíces la filosofía
científica europea, que por nuestra parte la consideramos _positiva_, en
cuanto al método, _evolucionista_ en cuanto a la ley que rige los
procesos de los fenómenos y _monista_ en cuanto supone la existencia de
una sola substancia. No es tampoco su positivismo tan estrecho que
niegue a la _psiquis_ la facultad de efectuar síntesis creadoras, de
crear formas nuevas, de ser una cooperadora de la creación universal y
de transformarse y perfeccionarse a sí misma. Esa filosofía auna y
armoniza las aspiraciones del naturalismo y del humanismo, prestando a
la acción humana la base del conocimiento objetivo y científico, sin el
cual el espíritu humano, entregado a los inconsistentes espejismos
pragmatistas de Mr. James, sería como una ave poderosa que, entendiendo
que el aire era un estorbo para emprender un alto vuelo, saliera de la
atmósfera, y por su ilusión temeraria se viera con las alas plegadas
rodando al abismo.

La filosofía científica de que hablamos no se halla reñida con la más
elevada vida ética y ofrece a los hombres de estudio los más ciertos y
fecundos métodos de investigación y principios sólidos de interpretación
del mundo, de previsión y de acción. En esta época de crisis moral y
mental en que se cruzan y luchan las corrientes de ideas más contrarias,
aparece la filosofía científica como el evangelio dotado de superior
eficacia para librarnos del escepticismo que nos echa en brazos de los
placeres sensuales; del diletantismo literario que señala a la
inteligencia desorientada un fin y un goce en las brillantes frases de
hueca sonoridad; para apartarnos de la superidolatría del dinero y del
pesimismo social que engendra el desánimo de la voluntad.

Y si ponemos con amor la conciencia atenta a las sagradas esperanzas
contenidas en las almas jóvenes, una voz íntima nos dice que la
filosofía científica, que aún exige luchas, es la única disciplina
seria, es el único mentor sólido para esa juventud intelectual que busca
con agitado entusiasmo la senda que debe seguir.



LA EDUCACIÓN INTELECTUAL Y LA IMITACIÓN INGLESA


Causa placer considerar el gran interés con que se estudian y discuten
actualmente las cuestiones de educación. La opinión pública recibe y da
en este sentido impulsos que han de producir magníficos resultados.

Sin embargo, se ha dejado sentir en los últimos tiempos una marcada
tendencia a señalar a la educación rumbos exclusivamente prácticos y a
presentarnos como el perfecto modelo que debemos imitar: la educación
inglesa. Este propósito es algo erróneo y extraviado, porque nace de
ideas inexactas sobre las instituciones pedagógicas inglesas y no es
quizás más que el resultado del deslumbramiento superficial producido
por el actual poderío británico, cuyas complejísimas causas no se
estudian detenida y hondamente, y porque revela la carencia de una
concepción clara, propia y llena de alientos de lo que debe ser la
educación de un pueblo nuevo que quiere dejar grabado con brillante
vigor el paso de su nacionalidad por la historia humana. Los pueblos
como los individuos han de ver ejemplos que seguir en las grandes
personalidades y naciones del pasado y del presente; pero teniendo al
mismo tiempo la serenidad suficiente para conocer los defectos de sus
modelos y ánimo inquebrantable de corregirlos y afrontar la vida con
ideales superiores.

Se ha dicho entre nosotros últimamente en la prensa, en revistas y
discursos, que la educación que proporcionan nuestros Liceos es mala y
no corresponde a las necesidades del día, por dar sobrada importancia al
cultivo de la inteligencia y no habilitar a los jóvenes para ganarse la
vida en cuanto salgan de los establecimientos de instrucción secundaria.

Naturalmente, nuestros Liceos están lejos, muy lejos de ser perfectos;
pero son infundadas las críticas que se hacen y en parte inadecuados los
remedios que se proponen. Al criticar nuestros sistemas de enseñanza se
ha caído en el juicio inexacto de ver intelectualismo exagerado donde no
existe, por la sencilla razón de que observamos muchas cosas a través de
libros franceses. Algunos franceses, preocupados de una manera anhelante
y casi angustiada de la expansión comercial y colonial de su país,
dominados con obsesión por la idea de la potencia abrumadora del imperio
británico, han ido a estudiar en Inglaterra las causas de ese poder
para ver si es cosa que se puede imitar, ni más ni menos como en tiempo
de Luis XIV observaron los procedimientos y quisieron seguir los pasos
de los holandeses que entonces tenían en el mundo la hegemonía de los
mares.

Han creído encontrar esos motivos en las diferencias de educación y han
iniciado un movimiento poderoso de reforma de su instrucción nacional. Y
han tenido en parte razón.

El programa de enseñanza clásica ha consagrado diez horas semanales
durante seis años al estudio del latín y del griego, las lenguas
modernas se estudiaban mal; apenas se ha dejado lugar para las ciencias
naturales y para la física y la química, a las cuales se ha consagrado
unas pocas horas como partes subordinadas de la filosofía que se ha
estudiado en el último año. En contra de este programa se han
levantado las voces de Lemaitre y Desmolins y en contra del
intelectualismo--excesivo también--las de Payot y Thomas. Pero ¿ocurre
en Chile algo semejante? ¿Dónde se cultiva y prospera ese
intelectualismo absorbente? Los programas actuales recargan tal vez la
memoria de los alumnos en algunas materias; pero eso no es un
intelectualismo ni defectuoso ni de ninguna clase. Lo que deberían haber
dicho los críticos de nuestra enseñanza es que ella conduce al
profesionalismo, lo que es algo enteramente distinto. Precisamente,
entre otras cosas, y dicho sea esto en honor de las excepciones, que son
las que más sufren con ello, lo que falta en Chile en alto grado es
cultura intelectual general. El mismo Desmolins en su programa de
enseñanza nueva y moderna conserva en la sección de letras el estudio
del griego y del latín y en todos los cursos de su escuela consagra
durante los seis años cuatro horas semanales a la historia y a la
geografía, mientras nosotros sólo les dedicamos tres en los primeros
años y pronto les dedicaremos tres en todos los años de las humanidades.
El programa de Desmolins, que es la última palabra de lo práctico,
reserva tiempo suficiente a estudios que nosotros o hemos suprimido o
restringido por considerarlos poco útiles. Y aun quieren que seamos más
utilitarios.

Es igualmente un grave error histórico atribuir el colosal
desenvolvimiento de Inglaterra a la influencia de sus sistemas de
educación práctica. Al contrario, debe pensarse, que tanto su vasto
imperio como su educación son efectos de una complicada multitud de
causas históricas y sociales, que han obrado durante varios siglos,
causas entre las cuales es menester reconocer un valor importantísimo a
la situación geográfica de la Gran Bretaña y a la raza de sus
pobladores.

¿Qué sería esa nación sin la posición insular que ocupa y sin los
grandes tesoros minerales que le brinda su suelo? Aun la explotación de
esos mismos tesoros y el aprovechamiento de su situación han sido
precedidos de grandes movimientos intelectuales. Según Buckle, del
desarrollo del escepticismo, a fines del siglo XVI y principios del
XVII, resultó en Inglaterra el amor a las investigaciones científicas,
que produjeron el progreso constante de los conocimientos a los cuales
debe esta gran nación su prosperidad. La época de Bacón, que fué un
resultado del Renacimiento, que dió al mundo una concepción nueva de las
ciencias y de la vida, influyó poderosamente en los descubrimientos que
se hicieron más tarde y en el vuelo que tomaron las industrias. Todos
estos hechos no han sido efecto de una educación que enseñe únicamente a
ganarse la vida. El clima ha influído también, como todos sabemos, en
las actitudes de la raza. Le ha impuesto en un principio una lucha dura
para poder vivir y ha desarrollado en ella esas cualidades de
utilitarismo, previsión y energía que le son propias. El hábito de la
resistencia y del trabajo seculares ha hecho nacer en ella, conforme a
la opinión de E. Boutmy, su cualidad característica dominante, la pasión
del esfuerzo por el esfuerzo, el amor a gastar sus fuerzas con o sin
resultado. ¿Qué sería esa nación sin esas cualidades y otras, cuyos
obscuros orígenes es muy difícil investigar, que produjeron a principios
y a mediados de los tiempos modernos, junto con la reforma religiosa, la
concepción de un ideal moral superior, elevadísimo, severo,
intransigente, que hizo de cada pecho una fortaleza y de cada hombre un
héroe? Al analizar el poder colonizador de Inglaterra, dice el último
autor citado, es preciso pensar en la gran acción ejercida en ese
sentido por las religiones disidentes. Los puritanos, los cuáqueros, los
wesleyanos, han sido colonizadores por excelencia; son personas que
ocupan en la historia un lugar preeminente por el valor moral
inapreciable que desplegaron para defender sus conciencias, donde ellos
encontraban sus ideales, su noción de la divinidad; todo lo que puede
valorizar la vida, y las fuerzas suficientes para lanzarse a tierras
desconocidas, a climas malsanos, no arredrándose ni por los bosques
impenetrables ni por desiertos, buscando sólo un sitio donde plantar de
manera inconmovible el pabellón de su independencia.

Estos acontecimientos no son consecuencia de la educación, que se nos
presenta ahora como modelo.

Hasta el siglo XVII otras potencias superaron a Inglaterra en poder
colonial y marítimo y sólo en el siglo XVIII llegó a tomar esta nación
las grandes proporciones que creciendo han formado el vasto imperio de
hoy. Si fuera la educación la causa principal de esa gran evolución, su
acción debería haberse manifestado claramente en aquella época. Pero no
ha sido así: la educación que se nos ofrece a manera de imagen, o es
muy restringida en la esfera de influencia que abarca, lo cual debe
haberla hecho incapaz de ejercer un extenso poder sobre la masa de la
nación, o ha sido muy defectuosa y reformada sólo en la segunda mitad
del siglo XIX. De suerte que antes de este tiempo tampoco se ha hallado
dotada de las virtudes que se le atribuyen.

Probémoslo.

En 1868 se nombró una comisión para que examinara el estado en que se
encontraba la llamada instrucción secundaria. Uno de los miembros de la
comisión, Mr. James Bryce, autor y profesor bastante conocido, resume
así las conclusiones de la comisión:

«Las escuelas eran insuficientes en número y no estaban situadas donde
se tenía necesidad de ellas. La instrucción era a menudo de mediocre
calidad y no existían relaciones orgánicas, sea entre los diferentes
grados de las escuelas secundarias o entre las escuelas secundarias
tomadas en conjunto, o entre éstas y las escuelas primarias y las
superiores. En algunas escuelas el exclusivismo religioso había
aumentado el mal, ya haciendo la escuela impopular, ya excluyendo de
ella toda una categoría de ciudadanos. Los medios de que el poder
central disponía para vigilar o reformar eran lentos, costosos y tan
sobrecargados de formalidades legales, que eran totalmente ineficaces.
Algunos maestros eran con frecuencia incapaces y muy a menudo
positivamente iletrados; y sus enseñanzas, salvo algunas excepciones,
pobres y superficiales. Algunas de estas escuelas se llamaban prácticas
para atraerse sobre todo la clientela de los comerciantes; pero
convertidas en establecimientos estrechamente comerciales quedaban muy
lejos de preparar bien a sus alumnos para los trabajos de la vida real».

A propósito de esto mismo decía el sabio Huxley en ese tiempo: «La
posteridad nos infamará si no ponemos un remedio a esta situación
deplorable. Y si nosotros vivimos veinte años más, nuestras propias
conciencias nos infamarán».

He aquí gran parte de la educación inglesa de hace menos de medio siglo
juzgada por dos hombres de ciencia ilustres. ¿Puede haber sido esta
educación la creadora del poderío del imperio británico?

Otro error, especie de error callejero, es el que nos pone ante la vista
como tipo único de inglés, que debemos imitar, un personaje que anda a
trancos largos, afanado en ganarse la vida y que restaura sus fuerzas
por medio del foot-ball y del cricket; personaje serio, estirado,
sincero e implacable en la lucha por la vida, que aplasta, siempre que
puede, sin inmutarse y correctamente a su rival, y que no se preocupa de
especulaciones intelectuales, desdeñándolas como algo vano y fútil más
adecuado para las naturalezas afeminadas y fantásticas de los latinos.
¡Qué cuadro tan falso, superficial e incompleto!

Es verdad que en Inglaterra jamás ha estado en boga la metafísica y que
las más superiores inteligencias no le han dedicado a ella ni ratos de
ocios, en lo que han obrado muy cuerdamente. Pero de aquí a la
afirmación de que en Inglaterra no ocupan un lugar preeminente las
cuestiones intelectuales entre las cosas que interesan vivamente a un
grupo selecto y al gran público, hay un abismo. Basta para corroborar
este aserto, recordar que ha sido la patria de hombres de ciencia y
filósofos que han ocupado puestos sobresalientes en los anales del
espíritu humano por sus servicios, sus descubrimientos y estudios. Desde
Bacón y Newton en los comienzos de la edad moderna, hasta Stuart Mill,
Alejandro Bain, Herbert Spencer, Huxley, Lublock, Macaulay y muchos
otros, en el siglo XIX, la Inglaterra ha contribuído poderosamente al
progreso de las ideas y de las ciencias. Los franceses dicen que los
ingleses no tienen aptitudes para manejar abstracciones; pero esto no
significa que no sean eximios como hombres de ciencia que emplean
métodos positivos y experimentales, ni tampoco que los que se consagran
a tales estudios dejen de necesitar la abnegación indispensable para
renunciar a los goces y triunfos mundanos, abnegación que sólo resulta
de un desarrollo superior de ciertos sentimientos altruístas y de la
concepción de la vida, no como un campo de lucha por la satisfacción de
apetitos, sino como una arena de esfuerzos equilibrados en que, sin
descuidar las bases necesarias de la propia existencia, se siente el
impulso de cooperar en la obra inmensa e indefinida de la humanidad
entera. Esto es vivir vida completa, dilatar los horizontes de nuestra
conciencia, aumentar la órbita de nuestras sensaciones en el tiempo y en
el espacio y experimentar los goces más superiores de que es susceptible
la naturaleza humana, ya que todo buen desarrollo de actividad es fuente
de placer.

Pero nada de esto nos hablan los que nos incitan a que imitemos a los
ingleses.

Las grandes Universidades inglesas son centros donde se forma una parte
distinguida de la sociedad, muy selecta por su elevadísima cultura
intelectual. Sólo en una sociedad que ha llegado a un alto grado de
intelectualismo se encuentran vidas como la de James Mill, educaciones
como las de J. Stuart Mill, hijo de éste, de Macaulay, de Ruskin, etc.
James Mill era padre de una numerosa familia y carecía de fortuna; los
recursos necesarios se los procuraba escribiendo artículos para los
diarios y revistas, y simultáneamente encontraba tiempo suficiente para
consagrarse personalmente y con un celo digno de imitación a la
educación de sus hijos y para escribir una vasta y bien documentada obra
sobre la India. Más o menos por 1840 apareció la primera edición del
«Sistema de Lógica» de Stuart Mill, y un libro tan abstracto y
especulativo como ese fué agotado rápidamente por el público.

También sólo es concebible en una sociedad que goza de una alta y
general instrucción la propaganda casi revolucionaria que hacen contra
el estado actual del mundo, espíritus tan sobresalientes como un
Díckens, un Thackeray, un Carlyle; y lo que es más, esos autores
eminentes atacan precisamente la situación actual de Inglaterra, las
injusticias sociales y los múltiples defectos de una colectividad que
han estudiado con ciencia y arte muy de cerca.

Pero de esto no se ocupan los que nos presentan a Inglaterra como ideal
intachable.

Bajemos ahora de las cumbres. El amor al estudio desinteresado, que
recrea, ilustra y eleva el pensamiento, es igualmente intenso en las
clases medias e inferiores. Algunos ejemplos serán suficientes. En
Birmingham se fundó por una sociedad particular el «Birmingham and
Midland Institute», que da clases nocturnas a obreros, a los cuales se
les enseña no sólo química industrial y otros ramos de utilidad
práctica, sino también historia y literatura. Este establecimiento en
1886 contaba con 4.190 alumnos. Proporcionalmente Santiago debería tener
3.000 asistentes a sus escuelas nocturnas. Aquella institución hace ir
un profesor universitario de Londres u Oxford una vez por semana a dar
conferencias.

La llamada extensión universitaria es una prueba brillante de los gustos
intelectuales de los ingleses. En 1867 existían en varias grandes
ciudades asociaciones de señoras que tenían por objeto organizar
conferencias que debían ser dadas por profesores universitarios llamados
especialmente para ello. Fué tal el éxito de esta novedad, que las
personas ocupadas solicitaron de los profesores que repitieran en las
noches las conferencias dadas en las tardes antes a las señoras.
Conviene tener presente que esos profesores no hablaban gratuitamente.
Además, no han tratado en los temas que han elegido asuntos que fuesen
más o menos de utilidad y provecho inmediatos para su auditorio, sino al
contrario, cuestiones muy generales, casi abstractas, si se considera
que el público era no pocas veces compuesto en su mayor parte de
obreros. Delante de trabajadores de Sheffield han pintado el siglo de
Perícles; a los tejedores de Oldham les han contado la historia de
Florencia; a los mineros de New-Castle han entretenido con narraciones
sobre la tragedia griega y la Iliada.

Los profesores, encuentran que la seriedad y el ardor con que estos
hombres escuchan y aprovechan y la precisión de su lenguaje son
admirables. Un conferencista conversaba con un grupo de mineros y se
llegó a hablar de la Historia de las ciencias inductivas de Whewell. Un
minero exclamó: «Ah, he ahí un libro que desde hace mucho tiempo deseo
conocer. Stuart Mill lo ataca en un punto; pero, por lo que puedo
juzgar, Mill no tiene razón». ¿Qué tal? Un minero discutiendo sobre
Stuart Mill y ciencias inductivas. ¿Carecerá de inclinaciones
intelectuales un pueblo así?

No existe país en el mundo como Inglaterra donde el pueblo lea más
diarios, revistas y libros, dice Max Leclerc. El inglés lee toda su
vida, no sólo para distraerse, sino para instruirse aun después que ha
salido de la escuela, porque está naturalmente penetrado de la idea de
que el hombre jamás ha concluído de aprender.

_El Times_ anuncia cada día tantos libros recientemente publicados, como
todos los diarios de París en una semana.

Con razón ha podido decir Johnson, que Inglaterra, es el país que
cultiva mejor su suelo y su espíritu.

Todos estos detalles son seguramente muy conocidos; pero la verdad es
que en los últimos tiempos se les ha silenciado por completo y se ha
insistido, recargando de colores los cuadros que se han hecho, en dos de
las otras cualidades de los ingleses: la fuerte musculatura y el egoísmo
sincero que no miente. Se ha proclamado, en consecuencia, que es de
urgente necesidad educar a la juventud con dos fines principales:
Adquirir fuerza física y actitud para ganarse la vida.

Una de las razones que más o menos expresa o implícitamente ha hecho
valer para sustentar esta propaganda, es la de que los ingleses han
obrado y han obtenido la supremacía en el mundo.

Ya se ha visto cuánto de inexacto envuelve esta afirmación, cuántas
inolvidables lecciones deberíamos sacar de la educación intelectual del
pueblo inglés y cuánto podría enseñar un minero de Newcastle, no digo
sobre cosas de su oficio, sino sobre la antigüedad clásica, a muchos
ciudadanos de esta tierra.

En realidad, grandes ejemplos que imitar nos ofrece la Inglaterra; pero
debemos proceder a seguirlos sin desequilibrarnos.

La familia es la primera escuela donde los niños empiezan a desarrollar
el carácter que hace más tarde de ellos verdaderos hombres. Los padres
no miman al niño, no aumentan la natural timidez infantil asustándose
demasiado por cada nuevo paso que el niño da o por algún insignificante
peligro de que se vea amenazado; acostumbran fríamente, y se entiende
que con cuidado, al pequeñuelo a sufrir las consecuencias de que lo
hace. Así ejercitan más su actividad y lo hacen adquirir confianza en sí
mismo.

En igual atmósfera de iniciativa y responsabilidad crece el joven. Puede
tener un padre millonario; pero éste goza del derecho de disponer de su
fortuna a su antojo y en aquél domina el sentimiento de que precisa
empezar por combatir solo. No pone sus ojos ni en la futura herencia
paterna ni espera surgir por medio de empeños. Respira un aire viril,
adquiere carácter, confía soberanamente en sus esfuerzos y no deja
penetrar en sí aquella idea desconsoladora, germen destructor de la
voluntad, de que sin apoyos superiores nada se consigue, creencia por
desgracia demasiado difundida entre nosotros.

De tal suerte florece ese individualismo que tanto se admira y que es
efectivamente por tantos aspectos digno de admiración. El individualismo
que consiste en el respeto exagerado de la propia conciencia sin
consideración a nadie ni al que dirán, siempre que no se violen derechos
ajenos, que sugiere valor moral para no faltar nunca a la verdad, aunque
sean heridos con ella sentimientos de otros y perjudicados intereses
propios; y que hace que cada cual sea capaz de apreciar en sí mismo el
mérito de lo que hace sin buscar el aplauso de los demás: este es un
individualismo grande y viril que debemos tratar de inculcar a nuestra
juventud.

Pero si es cierto que la actual educación de Inglaterra contribuye a
desarrollar esas altas cualidades individualistas, también es indudable
que en su origen no se deben a ella. Fueron fomentadas en un principio
por la reforma religiosa y afianzadas soberanamente por la energía y
sacrificios de los puritanos, cuáqueros y wesleyanos, héroes de la
libertad personal, que consagraron a la conciencia humana como el
santuario inviolable de toda autonomía, rectitud y justicia. Milton,
Jorge Fox, Penn, son algunos de los adalides de ese individualismo
elevadamente humano, puro e ideal.

Entre otros puntos que se recomiendan en la educación inglesa, se olvida
que no son prácticas propias de ella, sino que han sido ya establecidas,
por lo menos entre nosotros, por la pedagogía alemana. El estudio del
carácter de los niños efectuado con atención durante todos los años que
permanecen en el colegio; el cultivo de relaciones francas, sinceras
entre los alumnos y el profesor, de tal suerte que aquéllos consideren a
éste casi como un padre cariñoso; el cuidar particularmente de la
moralidad, no por medio de sermones, sino con ejemplos, y condenar la
mentira con severidad inflexible, constituyen principios de educación
que han sido enseñados por los profesores del Instituto Pedagógico desde
su fundación. Desmolins en su libro «La educación nueva» cuenta como un
gran rasgo de moralidad inglesa que entre los estudiantes de esa
nacionalidad se considera una cobardía no confesar una falta.
Precisamente, lo mismo nos dijo durante las lecciones del primer curso
nuestro profesor de pedagogía y nosotros con nuestro espíritu ladino de
niños mal educados, nos reimos de semejante prueba de valor.

A la implantación completa de todas esas sanas prácticas educativas, y
en lo que se refiere muy especialmente a la moralidad, se han opuesto
varias circunstancias sociales y de otro carácter, y no ha sido
ignorancia de los procedimientos lo que ha faltado. Para estudiar
detenidamente y mantener relaciones estrechas con cada alumno, es
preciso que las clases sean poco numerosas. Ahora bien, por diversas
causas son frecuentísimas en nuestros Liceos las clases con más de 50
alumnos: he visto hasta con 70, sin que se consiguiera en todo el año
seccionarla. La ley misma no permite dividir una clase sino cuando han
entrado más de 50 alumnos. Con esta enorme acumulación de niños es
absolutamente imposible dedicar a cada cual una regular atención.

Se nos dice que una mentira se castiga en Inglaterra con la expulsión.
Con no menos severidad se procede en Alemania.

Imaginémonos el efecto que una medida de esta naturaleza produciría por
ahora entre nosotros. El padre del niño expulsado, que, como muchos de
nuestra sociedad, sin ofender a nadie, considera la mentira una prueba
de ingenio, un inofensivo juego de artificio, un deleite mundano, entre
aspavientos e interjecciones enérgicas protestaría delante del mismo
niño contra semejante determinación y la calificaría de injusta, torpe
e inadecuada. Pondría en seguida en movimientos sus empeños y sus
relaciones, hablaría a sus amigos, algunos de los cuales pueden ser
diputados y senadores, y se cernería sobre el desgraciado rector o
profesor que había tenido la malhadada idea de imitar a los ingleses,
sin reflexionar en qué país se encontraba, una atmósfera de desprestigio
y se diría de él que era un sujeto sin tino, que carecía de don de
gentes, y quién sabe hasta dónde se llegaría si se presentara una
situación política adecuada y el padre fuera un elector influyente.

Imitemos a los ingleses en fundar asociaciones que difundan la
ilustración en todas las clases sociales. No es posible silenciar en
estos momentos una bella iniciativa tomada por algunas personas
entusiastas y emprendedoras para establecer con recursos privados un
colegio como los mejores ingleses, para lo cual una de esas personas ha
obsequiado ya generosamente el terreno adecuado en Peñalolen. Que
nuestros hombres acaudalados imiten a los millonarios británicos y echen
las bases de escuelas, universidades y bibliotecas ricamente dotadas,
que tengan asegurada en el porvenir una existencia del todo
independiente, de modo que algún día podamos decir de nuestra patria
algo parecido a lo que Johnson dijo de la suya: «Ningún país en el nuevo
mundo cultiva mejor su suelo y el espíritu de su pueblo que Chile.»

Me ha inducido particularmente a escribir este trabajo la propaganda
activa, constante, apasionada que se ha hecho en estos años en contra de
la educación de nuestros Liceos y a favor de la llamada educación
práctica y del desarrollo corporal. Sentí el temor de que se fuera a
producir un desequilibrio lamentable en la cultura de nuestra patria.
Nadie niega la vital importancia de la educación física y la necesidad
de dotar a la juventud de aptitudes que la habiliten para tomar parte
con confianza y éxito en los trabajos de la vida; pero insistir
únicamente en estos puntos, sea por considerar que lo relativo al
cuidado de la inteligencia ya está alcanzado entre nosotros, o, lo que
sería peor, por creer que se le ha prestado hasta ahora excesiva
atención, es concebir de una manera muy incompleta la educación total e
integral de un pueblo; es cerrar los ojos sobre algunas de las
exigencias más claras de una nación, interrumpiendo un proceso histórico
de noventa años, muchísimo antes de que esté terminado, porque la
historia de la educación en Chile, como pueblo libre, ha sido y debe
continuar siendo la reacción contra las herencias coloniales que viven
latentes entre nosotros, aunque a fuerza de verlas nos hayamos
acostumbrado a no notarlas, y si ese fin se ha de conseguir en realidad
en alto grado por medio de la educación técnica e industrial, la
educación intelectual es indispensable también para elevar el nivel
general de la nación. Hay tal vez en mi manera de concebir el porvenir
de mi patria, mucho de subjetivismo y casi de sentimentalismo al
imaginármela como la tierra de un pueblo primeramente robusto, sano y,
por consiguiente, alegre, que sabe sacar del seno de su suelo todas las
riquezas que las transformaciones gigantescas de la naturaleza han
depositado en él; que luego procede a combinar esas riquezas primitivas
y produce las maravillosas combinaciones de la industria que esparce por
el mundo por medio del comercio; de un pueblo que de su abundante savia
reserva una cantidad importante de ella a las labores del pensamiento y
del sentimiento, a las ciencias y a las artes; de un pueblo que en los
trajines mismos del comerciante y del industrial siente refrescado su
espíritu por una alegre visión de idealismo que le promete para las
horas de descanso los placeres más puros y reales de que puede disfrutar
la naturaleza humana: sentir, amar y pensar. Y no se diga, para no
reflexionar sobre estas cosas que son fantasías. Todas las concepciones
de la mente tienen derecho a la vida; son las fuerzas que contribuyen a
diseñar las formas de lo futuro; los pensamientos de la conciencia
nacional, cuya única condición esencial para poder existir ha de ser la
sinceridad. Los ensueños tienen en sí una especie de realidad particular
casi tan efectiva como la llamada comúnmente realidad.

Renunciar a los ensueños que tienen una base inductiva en el pasado de
la humanidad, que es una garantía y promesa para el perfeccionamiento
posible de alcanzar, es renunciar al progreso, es destruir el único
mundo verdadero que existe para cada hombre, el mundo de su conciencia;
es llevar el limbo por dentro y Babel por fuera; es cegarse para mirar
por los ojos de una multitud anónima; es dejarse cortar las alas por los
que no las tienen.

Sentí profundo pesar cuando me impuse de esa propaganda que más o menos
ha dicho: «Jóvenes, preocupaos únicamente de ganaros la vida, y para
esto desarrollad vuestra musculatura, lanzaos a la refriega, acumulad
dinero y para distraeros aprended a jugar foot-ball, cricket, lawn
tennis, remad, andad a caballo; y sobre todo lo demás de cuanto existe,
bellos cuadros, hermosas estatuas, música soñadora, libros conceptuosos,
inspirada poesía, ideas humanitarias, regeneración social, sobre todo
eso corred un denso velo, no penséis en ello y seréis felices».

Me imaginé la criatura que resultaría de esa educación y el pueblo que
resultaría de la suma de esas criaturas. Vi un ser bien conformado, de
fuertes brazos, de amplio pecho, de andar aplastador, admirablemente
dotado para comer, beber, dormir y procrear, movido por un espíritu
egoísta, no con el egoísmo franco y sincero de un inglés que no miente,
sino con el egoísmo solapado y disimulado de un latino, y vi un pueblo
de fenicios, de vientres abultados, miradas sin brillo, y cabezas
huecas, especies de pequeños sistemas planetarios que llevaban en el
centro un astro, el oro, alrededor del cual giraban en confuso
torbellino, alumbrados por él, los apetitos.

Qué propaganda tan desconsoladora si se medita sobre el estado actual de
nuestro pueblo. Qué mal ideado ese plan de empujar a los hombres
exclusivamente a ganarse la vida, cuando al revés, gran número, si no
todos los defectos orgánicos de que padecemos y las desgracias sociales
que a menudo nos sacuden, tienen sus raíces en la falta de ideales
firmes y levantados que sirvan a los hombres de freno y luminoso guía;
cuando en medio del escepticismo reinante inevitable está ocupando con
sólida base el lugar de los dioses caídos y es objeto de veneración
universal el éxito, ídolo cuyo carro conduce en alto a no pocos indignos
y ha destrozado a su paso a no pocos desgraciados. Enaltecer a los
hombres prácticos que son cuerpos nuevos con espíritus viejos, tumbas
semovientes de las ideas de sus abuelos, nubarrones sociales que
interceptan la luz para sí y para los demás, cuando nuestros pueblos
languidecen, no sólo por carencia de capitales sino también por falta de
iniciativa, de innovaciones y de ideas nuevas.

Denigrar la educación intelectual cuando la ignorancia general es aún
tan densa como las selvas de nuestras tierras no colonizadas.

Las dos terceras partes de nuestra población no saben leer ni escribir.
Hace años se encontró en la Argentina, que en igual caso se hallaba, la
mitad de sus pobladores y allende los Andes dijeron que esta era una
cifra que marcaba para un pueblo un estado vecino al de la barbarie.
Creemos comúnmente que educación profesional es sinónima de intelectual
y que error tan completo envuelve semejante ideal.

Son notables muchos síntomas que revelan, a pesar del relativamente
crecido número de profesionales que poseemos, que el grado de la cultura
intelectual entre nosotros no es elevado. ¿Por qué solo muy de tarde en
tarde visitan a nuestro país compañías dramáticas de fama? ¿Por qué
ninguna revista científica o literaria costea sus gastos y a los pocos
meses muere de consunción? Dedicarse con perseverancia entre nosotros a
las letras y a las ciencias es casi falta de seriedad. El escritor y el
hombre de ciencia no alcanzan la consideración que logran un diputado,
un senador, un llamado hombre público, que son personas muy honorables
si se quiere, pero que no han necesitado para llegar a ocupar la
posición de que gozan desplegar esa suma de virtudes, esfuerzos y
perseverancia que aquéllos han menester en su carrera, siempre también
mucho más fructífera que la de los políticos.

En provincia la cosa es un poco peor. A un profesional oí una vez decir
con tono doctoral y convencido que los versos, se entienden los buenos,
no eran asuntos que debieran preocupar a la gente del siglo XX; eran
globos de jabón buenos para entretener a la humanidad en su infancia y
adolescencia. Un amigo me ha contado que en cierta ocasión un músico
célebre proyectó dar un concierto en una de las principales ciudades de
Chile, y la persona a quien se dirigió para que le preparara todo lo
preciso le contestó que desistiera de su viaje, porque había llegado en
esos días un circo, cuya competencia no resistiría ni por una sola vez.
En nuestros pueblos, a una corrida de toros, va todo el mundo; a una
conferencia, a una fiesta literaria, asisten contadas personas. Hay
mucha gente de la llamada decente que concurre con más placer a una riña
de gallos que a un concierto. Son rarísimas las personas que leen otras
materias que diarios e insubstanciosas novelas de intriga, cuando leen
algo.

En nuestro país no existen establecimientos en que se hagan estudios
verdaderamente superiores en el sentido que se da a estos trabajos en
otros países, es decir, en que se estudie la ciencia por la ciencia sin
otro fin profesional que el de resolver los problemas dejados por los
predecesores en esos ramos y descubrir nuevas verdades. El Instituto
Pedagógico, que sería uno de los planteles que mejor podría corresponder
por varias razones a esa manera de comprender los estudios superiores,
sólo prepara profesores, porque el tiempo no alcanza para más. La
Universidad produce abogados, ingenieros y médicos; pero investigadores
no se producen en ninguna parte.

Paralelamente con este estado de cosas, es posible indicar otro aspecto
de nuestra sociedad, muy relacionado con aquél: entre nosotros tampoco
existe, propiamente hablando, la carrera de profesor universitario, y si
algunos merecen por excepción y para honra de ellos el título de tales,
ha sido tal vez porque su amor al estudio, a la ciencia, y quién sabe si
a la juventud, que es la patria de mañana, los ha impulsado a
consagrarse a unas labores que brindan muchos goces íntimos, pero que no
dan posición social. La carrera de profesor universitario no ocupa casi
ningún lugar entre los que pueden asegurar el porvenir de una persona,
por la sencilla razón de que no se destinan para ella las remuneraciones
que necesitaría. Así tenemos en nuestros cursos de leyes y medicina como
profesores notables, abogados, jueces y médicos; pero profesores
universitarios verdaderamente tales sólo existen como distinguidísimas
excepciones.

¿Revelan también estos hechos el predominio de un intelectualismo
desmesurado?

Un notable profesor de la Escuela de Medicina, pronunciando no hace
muchos días un elocuente discurso en la velada celebrada en honor de
Virchow, se quejaba tristemente de la decadencia de nuestra vida
intelectual, mal que él debe palpar como hombre de ciencia y como
escritor; y atribuía el origen de tal situación al avance de la
democracia, que sofoca las grandes originalidades. Creo que el hábil
profesor en parte tenía razón y en parte no. La tuvo al decir que
ciertas civilizaciones que favorecen la implantación de desigualdades
sociales, irritantes, que acumulan la vida para colmar de bienes a unos
pocos privilegiados mientras las multitudes vegetan en la escasez, son
propias al florecimiento de las artes y de las letras, como se vió por
ejemplo en el Renacimiento y en la mayor parte de las épocas llamadas
antes de ahora siglos de oro. Pero no la tuvo al considerar que el
incremento de la democracia es necesariamente perjudicial al brillo de
las artes y de las letras. Yo creo que la causa de la decadencia está en
las corrientes sociales demasiado fuertes que nos encaminan por todos
lados al utilitarismo. Nos encontramos en relaciones más estrechas que
antes con el extranjero, y en él no hemos admirado nada más que su
potencia industrial, comercial y financiera; estamos abrumados por
nuestra pequeñez económica y desesperados con las ansias de ser
grandes. De aquí las tendencias desequilibradamente prácticas que
imperan entre nosotros. Acontece en nuestro campo intelectual lo propio
que en muchos de nuestros campos agrícolas, y en uno y otro lo que
sucede es consecuencia, no de falta de recursos o de tiempo, sino de
falta de gusto o de educación. En esas haciendas a que me refiero, el
propietario, hombre práctico, ha pensado únicamente de sacar de su suelo
el mayor rendimiento posible y lo ha dedicado todo, todo a producir
trigo. En el sentido que se dirija la vista sólo se notan colinas, lomas
y valles amarillentos, sin un árbol, sin una flor. No existe un pequeño
parque en que crezcan ciertas plantas delicadas cultivadas con esmero,
ni tampoco la selva primitiva, la suprema democracia de la flora; no
existe un sitio sombrío donde sentarse a descansar, y los sentidos y el
alma no encuentran ahí nada más que la aridez de lo útil.

En la agricultura y en la sociedad ese utilitarismo exagerado es
contraproducente; agota la vida y se destruye a sí mismo. En los campos
arrasados, las lluvias se hacen más escasas y las tierras se tornan
estériles, y en las sociedades la rutina embota, aniquila muchas
generosas actividades. El intelectualismo, las ideas nuevas, los
descubrimientos científicos, son las lluvias vivificadoras, el abono
fecundante que hace surgir incesantemente formas más perfectas y
creaciones superiores en las comunidades humanas.

Este crecido número de hechos prueba que la cultura intelectual general
de nuestra sociedad es baja y que es indispensable fomentarla
equilibradamente y no denigrar tanto su valor como se ha procedido en
los últimos tiempos. No confundamos el recargo de la memoria con el
cultivo de la inteligencia, que es algo enteramente distinto, y sin
descuidar un solo instante la producción de riquezas, aumentemos la
cultura para gozarlas y distribuirlas mejor. Dirijamos a la juventud un
lenguaje elevado en que aparezcan sabiamente unidos un utilitarismo y un
idealismo armonizados, de suerte que cada cual en su nave lleve una
sonda para tantear el camino, combustibles y bastimentos en abundancia,
un poderoso foco eléctrico para disipar las sombras y para cuando esté
lejos del puerto y no vean los faros plantados por los hombres, la
facultad de guiarse por las estrellas.

Digámosles:

«Jóvenes que estáis en el dintel del mundo, que sentís vuestros pechos
agitados por variados sentimientos que coloran de rosa cuanto véis, que
os halláis solicitados por contradictorias interpretaciones de la vida,
concebid vuestra educación como el trabajo armónico que ha de hacer de
vosotros hombres en el más perfecto sentido de la palabra. Que no se os
culpe de negligencia ni en el desarrollo de vuestro cuerpo, de vuestras
habilidades manuales, de vuestros entendimientos, de vuestra
inteligencia. Consideraos como parte integrante de una gran
colectividad, que mientras más grande mayor será la amplitud de vuestro
espíritu, a la cual debéis amar y por cuyo progreso debéis esforzaros.
Pensad que si vuestra patria necesita industrias que la hagan próspera,
también ha menester de hombres que trabajen con la inteligencia para que
le den un lugar eminente entre las naciones civilizadas. No olvidéis que
los descubrimientos científicos son requisitos esenciales del adelanto
de los pueblos; que las letras ennoblecen la vida, son las mil voces de
los ideales individuales que llegan a convertirse en ideales sociales y
dan fuerzas que no se encuentran con los alimentos del cuerpo. No
penséis que la existencia del hombre verdadero se satisface con solo
adquirir los medios materiales de nutrición. Mirad el panorama animado
que presenta la humanidad en su marcha, fuente de lecciones eternas.
Pensad con absoluta libertad y originalidad sin dejaros encadenar por
tradiciones que vuestro juicio rechaza, que no sean vuestras ciudades
necrópolis donde aun floten y supervivan los espíritus del pasado, sino
talleres de actividad infatigable donde se hermosea el presente y se
forje el porvenir, donde vosotros mismos encontréis, entresacados como
productos admirables, los ejemplos de los grandes hombres de vuestra
patria que han sido vuestros compañeros espirituales, porque en su alma
vivieron con vosotros. Id por el mundo con entereza y sin desfallecer, y
si alguna vez sentís que se acerca a vuestras puertas la miseria,
acordaos de que la perseverancia es la palanca más poderosa que se
conoce, de que entre nuestras eminencias intelectuales uno, en cierta
vez, no tuvo que comer y la lectura le hizo olvidar esa necesidad. Otro
principió su vida de hombre antes de los veinte años sin tener siquiera
cubiertos que poner en la mesa de su familia. Así, si tenéis amor al
estudio podréis sufrir un poco, como aquellos esclarecidos escritores,
pero seréis los escultores del alma nacional y recibiréis aun en vida la
bendición de los pueblos. No os dejéis solo alucinar por el ejemplo de
esta o aquella nación. Si Inglaterra tiene sus grandezas, no olvidéis a
Francia y Alemania, de la cual ha dicho el gran Taine que en ella sus
sabios y pensadores han ideado y descubierto desde 1780 a 1830 todo lo
que la humanidad ha continuado pensando más tarde hasta nuestros días,
sin agregar nada substancialmente nuevo. Y sobre todo, sin permitir que
se os deslumbre con los triunfos de otras naciones, esbozad para vuestra
patria un destino más humano y superior a todos los que nos ofrece la
historia; haced que vuestra fantasía sea un hada benéfica en que, de
todas las cualidades que han dado a conocer los pueblos, tome las
mejores para modelar con ellas el ser aun modelado de un pueblo nuevo; y
escogiendo de los sajones la energía, la pasión por el esfuerzo, la
paciencia para la investigación, la profundidad para pensar, y la
tenacidad para luchar con la naturaleza, y de los latinos el amor a la
justicia, a las formas bellas, al ideal, a la expansión simpática que ve
en cada hombre un hermano, que procediendo así el hada benéfica de
vuestra fantasía, oh jóvenes, ayudada por el acerado buril de vuestra
voluntad, legue a la posteridad una nación escogida y sensata, fuerte y
pensadora, que cubra con el vapor de sus creaciones poéticas y la
armonía de sus músicas el humo y el ruido de sus máquinas, que sea foco
de luz para otros pueblos y la realizadora de la felicidad ideal tantas
veces soñada.»



LA MISIÓN DEL PROFESOR

Y LA

ENSEÑANZA DE LA HISTORIA


Es indudable que para que la tarea de un profesor sea provechosa e
intensa, influyen más que una serie de máximas sobre procedimientos
técnicos, el concepto general de la vida que él tenga, una elevada idea
de su misión y un sentimiento profundo de lo que le corresponde hacer en
la sociedad.

Movidos por esta manera de pensar vamos, para principiar, a ocuparnos
brevemente de este asunto del concepto de la vida.

Aunque Spinoza y Ribot sostengan que el hombre no quiere lo que cree
bueno sino que cree bueno lo que quiere, no se puede negar que existe
una relación de causalidad entre el concepto de la vida y la conducta.
Según la idea de los filósofos nombrados, tanto la conducta como ese
concepto serían el resultado del temperamento, tendencias y sentimientos
del individuo y no la conducta un efecto del concepto; y, como
consecuencia ineludible, la educación no ejercería ninguna influencia en
el perfeccionamiento del individuo. Nos parece más acertado pensar que
la influencia de estas cosas es recíproca: las disposiciones
hereditarias, el temperamento, la robustez o debilidad del organismo,
las tendencias y sentimientos influyen en el concepto de la vida, y, a
la vez, un concepto adquirido más tarde puede reaccionar sobre las
tendencias y sentimientos.

No tenemos el propósito de desarrollar este concepto en su sentido
amplio y completo, tal como se encuentra explayado en el sistema de un
Kant, de un Spencer, de un Haeckel, sino tratar de él sólo en sus
conexiones con la moral.

De este sentido amplio sólo recordemos que el concepto de la vida que en
nuestra época predomina, es positivista en cuanto al método, monista en
cuanto a la afirmación de la existencia de una sola substancia, y
evolucionista en cuanto a la ley de la formación y transformación de los
organismos. Es de advertir también que los conceptos corrientes de la
vida, conceptos al uso de las gentes de mundo, significan cierto
desconocimiento de esas nociones científicas. El profesor debe poseer
una ilustración científica general que le permita elevarse sobre las
nociones vulgares comunes, no olvidando que en estas materias el vulgo
no está formado únicamente por aquellos que andan desarrapados y mal
trajeados.

Esta elevación intelectual y moral del profesor es en la realidad
entorpecida por la acción de varias circunstancias de carácter social.

En nuestra sociedad, y en cualquiera otra también, se forma cada cual el
concepto de la vida, aun aquél que baja a la tumba sin darse cuenta de
que se lo ha formado, por medio de la aceptación pasiva de las ideas
dominantes que circulan bajo la fe de los demás, sin fundamento
científico ni lógico y que, por consiguiente, son sólo _nociones
fiduciarias, papel moneda intelectual_. La inmensa mayoría de las
personas rara vez se detienen a considerar el porqué de las cosas más
trascendentales de la vida. Entre éstas se encuentran los problemas de
la moral y los principios que generalmente se señalan como normas de
conducta. A las ideas de _deber_, _bien_, _virtud_ y otras, se les
concede una existencia real algo mitológica, y no se piensa que son
puras abstracciones, derivadas de una elaboración lenta llevada a cabo
por la inteligencia humana. Las personas, obedeciendo a esta concepción
mitológica de la ética, no hacen otra cosa que imitar, y de este modo se
van trasmitiendo los usos y creencias. Así la base que en cualquiera
época tienen las normas de conducta se encuentra en la tradición y en
los hábitos sociales. La sociedad impone sus normas: esta es la doctrina
de la moral sociocrática, sostenida por Levy Bruhl[16].

     [16] _La Morale et la Science des Moeurs._

Afortunadamente el espíritu humano posee, además de la tendencia a la
imitación, el poder de invención que permite que, como en cualquiera
otra materia de estudio o de actividad, sea capaz de llevar a cabo en la
moral innovaciones en las normas y principios tradicionales. Esta es la
doctrina de la moral filosófica defendida por Höffding[17].

     [17] _La morale._

Volviendo al concepto corriente de la vida de que hablábamos en líneas
anteriores, debemos decir que algunos de sus rasgos característicos son
una lamentable cortedad de vista y un _filisteismo_ satisfecho. La
sociedad es como es y ha de ser como es, se dice. Se niega la
posibilidad de la evolución y del progreso. Se afirma la existencia, no
de un orden social que con el tiempo ha de alterar sus principios y la
situación de sus elementos y clases, sino la permanencia del orden
social actual como algo invariable. Las ideas que llegan a formar el
núcleo de toda alma cultivada, las ideas de justicia, verdad, belleza,
sinceridad y progreso, son divagaciones para esa comprensión corriente
de la vida; dichas ideas llegan a no resistir a la acción destructora
del medio social, y en las conciencias no van quedando más que una
tendencia imperante, una idea, un anhelo, grabados con vigor
indestructible por el ejemplo de lo que hacen y predican todos los
hombres graves, serios y prácticos: «ganarse la vida».

No tenemos para qué entrar a examinar cómo entienden algunos esto de
ganarse la vida, que lo entienden de modo que otros trabajen por ellos o
que otros hayan trabajado para ellos.

Debemos notar, sí, que de esa manera de entender la vida resulta la
apreciación de los individuos y de las ocupaciones sólo desde el punto
de vista económico egoístamente comprendido, y no se estiman ni el
carácter ni el talento, ni tampoco la influencia que tengan las
profesiones individuales sobre el adelanto social. Un bolsista, un
abogado y hasta un jugador, es decir, cualquier parásito que se procura
diestramente dinero en abundancia, valen más en la sociedad que un
educador.

Los daños que de esta falsa escala de valores resultan son
incalculables. Ella aniquila la idea de luchar por el bien de la
sociedad y de la humanidad.

Pero el profesor, por la naturaleza misma de su ministerio, tiene que
darle a la vida un sentido más elevado. Comte ha clasificado a los
hombres en dos grandes grupos: el uno lo forman los altruístas,
servidores de sus semejantes y propulsores del progreso; y el otro los
egoístas, a quienes el filósofo nombrado denomina duramente
_producteurs de fumiers_. El profesor debe considerarse colocado entre
los primeros, y este sólo sentimiento abrigado profundamente, vale por
algunas reglas de procedimientos técnicos y por algunos volúmenes de
erudición. El profesor debe de ser una de aquellas personas que no
comprendiendo la vida sin obligaciones de actividad social y de acción
progresista, no se contentan con ser sólo muñecos correctos, tratan de
abarcar intelectualmente a la sociedad de que son miembros, en su
conjunto y en sus relaciones con las demás sociedades del orbe, hacen
comparaciones, y,--de acuerdo con aquellos _caracteres profundos_ de que
habla Goethe en sus Memorias (_Aus meinem Leben_), _que han menester
vivir tanto en el pasado como en el porvenir_,--hacen resurgir los
tiempos ya muertos, presienten el futuro, examinan las necesidades
sociales, y esforzándose en atender a ellas, procuran realizar ideales
soñados por inteligencias superiores.

El profesor no puede, pues, prescindir de un juicio general sobre la
sociedad en que actúa, juicio que tiene que ser al mismo tiempo una gran
síntesis que ponga de relieve la influencia de su propia misión en
relación con los demás factores y elementos sociales.

No puede prescindir de esta síntesis, entre otras razones, porque debe
creer en el mejoramiento social producido por su acción. En este punto
se le impone el siguiente dilema: O la educación ejerce la influencia
que esperamos, y en este caso progresaremos; o no ejerce influencia
alguna, y en este caso debían cesar inmediatamente las tareas del
educador, so pena de no continuar siendo más que un infeliz ganapán.

Se podría preguntar todavía si educamos únicamente para no retroceder;
pero sería demasiado cruel nuestro destino si tuviéramos que vivir en
una sociedad amenazada de retroceso si no obrábamos, e incapaz de
adelantar si no obrábamos con vigor.

Se impone en definitiva el orientar nuestros actos en el sentido del
progreso. Para llevar a cabo esta obra disponemos de la fuerza creadora
de nuestra _psiquis_, que, acumulando y ordenando los elementos
dispersos que le ofrece el mundo o que ella misma se procura por medio
del análisis, da a luz las síntesis que son inventos, conceptos, leyes y
procedimientos nuevos que van mejorando las formas de la existencia y
adaptándolas a las necesidades de la realidad.

Tomando en consideración únicamente las creaciones morales y religiosas,
puede decirse que desde los tiempos más remotos la inteligencia y el
sentimiento se han preocupado tan sólo de dar vida y presentar a la
veneración general a dioses con caracteres humanos. Pensemos que ya es
hora de crear y presentar al respeto mutuo hombres con caracteres
divinos, pensemos en realizar al revés un hermoso mito griego. Los
griegos imaginaron en un principio que los dioses vivían en el Monte
Olimpo; pero, explorado este monte, nada encontraron y concibieron
entonces la existencia de un Olimpo celeste: los dioses volaron de la
tierra al cielo. Hagamos ahora descender a los dioses o, más bien a las
cualidades ideales de los dioses del cielo a la tierra, y soñemos con
que, empleando todos los medios imaginables de perfeccionamiento, los
hombres se convertirán, por la serenidad de su ánimo, la grandeza de sus
especulaciones intelectuales y la pureza de sus goces, en verdaderos
dioses.

En esta magna empresa, que puede presentarse a muchos con todos los
caracteres de un ensueño, le corresponde a los educadores una parte
principal. Que cada educador, en la modesta y reducida esfera de su
acción, se considere como un verdadero redentor intelectual y moral de
su pueblo, como un creador del porvenir; y así fortificará sus
sentimientos y su voluntad y tendrá vigor para llevar a cabo sus tareas,
no como un oficinista o un síndico, sino con inspiración sugestiva,
despertadora de inteligencias y caracteres. Realizará de esta manera una
de las vidas más dignas que es posible concebir en nuestro planeta:
consagrarse al acrecentamiento y difusión de verdades científicas y
artísticas, al impulso del progreso y al cultivo de las nobles y frescas
fuerzas de la juventud, rindiendo a estos ideales un culto constante de
amor y trabajo.

       *       *       *       *       *

Entrando a tratar brevemente de la enseñanza de la historia, creemos que
debe empezarse por formular la siguiente pregunta que hace Spencer al
principio de su obra sobre la educación: ¿Para qué sirve esto?

Establezcamos primeramente que la enseñanza de la historia en la
instrucción secundaria no puede servir ni para formar investigadores e
historiadores de profesión ni sociólogos que, sobre los datos, hechos y
fechas aprendidas, vayan a levantar grandes inducciones sociales.

Para llegar a estas dos alturas intelectuales es menester pasar por una
preparación metódica y técnica especial que es propia de la instrucción
superior.

No le quedan otros papeles en la instrucción secundaria a la historia,
que el de la pintura de la vida de los tiempos pasados, comprendiendo
todas las manifestaciones de la actividad humana, a saber, la económica
religiosa, social, jurídica, política, militar, intelectual, moral y
artística; el de descripción en sus rasgos generales,--no pintorescos,
como en el caso anterior,--del desarrollo de la humanidad; y el de
exposición de las leyes generales que de la vida humana pueden
deducirse.

Sucede que no siempre los profesores de historia toman en cuenta los
resultados y fines posibles de la enseñanza de dicho ramo, y, teniendo
en vista únicamente o los exámenes del año o los del bachillerato,
recargan la memoria de los alumnos con una cantidad considerable de
nombres y fechas inútiles. Las críticas que Spencer[18] y Fouillée[19]
han formulado a este respecto son fundadas. La historia enseñada de tal
manera es no sólo inútil, sino perjudicial. En esta época en que, por el
desarrollo de los conocimientos, la vida es muy corta para alcanzar a
adquirir todas las nociones realmente necesarias y sólidas que los
diversos ramos de estudio ofrecen, se pierde mucho tiempo en aprender
datos superfluos, que los jóvenes olvidan para siempre a los dos o tres
meses de haber dejado las aulas del Liceo. Si no los olvidan, quedan
esos datos como muestra de una erudición vana e inconexa, sin fuerza
sugestiva, y sirven a lo más para brillar a veces en algún salón y
proporcionar fáciles triunfos al amor propio superficial.

     [18] _De la educación intelectual, moral y física._

     [19] _La Réforme de l'enseignement par la philosophie._

El profesor de historia,--en atención a estas consideraciones,--debe
formularse la pregunta de para qué sirve su asignatura, que hicimos en
algunos líneas anteriores, no sólo al empezar sus cursos o al trazarse
un programa, sino antes de cada materia nueva que enseña y antes de cada
clase.

¿Qué efecto van a llevar a cabo en el espíritu de mis alumnos estos
hechos? ¿Van a evocar con caracteres de realidad la vida del pasado y
fijar puntos de comparación con la vida del presente? ¿Sugerirán por sus
condiciones dramáticas (como puede suceder con la muerte de César) una
impresión artística y despertarán interés por estudiar más
detalladamente algunas obras históricas y biográficas? ¿Harán pensar en
el lazo de unión que liga a estos hechos con otros hechos ya expuestos
oportunamente y ocasionarán así el placer de encontrar por sí mismo un
encadenamiento social? ¿Ofrecerán el goce de contemplar casi de una vez
el desenvolvimiento total de la humanidad expuesto en sus grandes rasgos
y darán confianza en los destinos y esfuerzos humanos y esperanzas de un
porvenir social mejorado? ¿Alcanzarán los alumnos a deducir por sí solos
los principios generales que de estos hechos se desprenden? ¿Se sentirán
emocionados ante el espectáculo de las luchas grandiosas de tal pueblo o
de tal hombre? ¿Experimentarán emulación en vista del heroísmo ya sea
brillante, o silencioso y modesto de tal personaje? ¿Amarán los alumnos,
después de lo que se les enseña, amarán más que antes a la verdad, la
sinceridad, la justicia, el progreso, la belleza, la patria, la
humanidad, y comprenderán mejor el valor de la solidaridad humana?

Estas son algunas de las formas en que, según las circunstancias, el
profesor de historia deberá interrogarse a sí mismo. También podrá
preguntarse: ¿O enseño tales y cuales cosas únicamente para cumplir con
un determinado programa y pasar un señalado examen, y soy, por
consiguiente, nada más que una especie de aparato comunicante que lleno,
cual si fueran copas, las mentes de estos jóvenes, para que después de
vaciarse ante una comisión especial, obtengan con esto un título y
queden tan huecas como antes?

Es menester, pues, considerar a la historia en la enseñanza secundaria
no sólo como una colección de datos, sino principalmente como un factor
importante de educación intelectual y moral.

En la educación intelectual puede influir ejercitando la observación, la
atención, la reflexión, la asociación de ideas y el juicio. Como se
sabe, estas facultades se han de desenvolver presentando a los alumnos,
no soluciones hechas, sino cuestiones por resolver y acostumbrándolos a
dar a sus percepciones la mayor exactitud posible y hacer análisis
completos de los mapas, cuadros u objetos que sirvan de base al
estudio. Los niños son capaces de encontrar, gracias a su propia
reflexión, las causas de muchos hechos sociales. Por ejemplo:

Origen de las diferencias de cultura entre los indoeuropeos del sur e
indoeuropeos del norte, durante toda la antigüedad, a consecuencia de
los territorios mediterráneos que ocuparon aquéllos, y de las tierras
del norte, de clima crudo y alejadas de todo centro importante, que
ocuparon éstos después de su salida del Asia. Tal relación de causalidad
pueden encontrarla los alumnos con sólo hacer que se fijen en el mapa de
Europa, y este procedimiento es más conveniente y agradable que el de la
simple comunicación de los hechos por parte del profesor.

Explicación de la leyenda del Minotauro como un símbolo de la abolición
de los sacrificios humanos. Por medio de una serie de preguntas
hábilmente dispuestas, y partiendo de la base de que dicho monstruo no
existió jamás, y de que bien pudiera haber sucedido que por alguna
creencia de cierto carácter religioso sucumbieran todos los años en
Atenas siete jóvenes y siete niñas, es posible conducir perfectamente a
los alumnos a encontrar la causa que se desea.

Explicación de la leyenda del diluvio universal. Presentando a los
alumnos cualquier plano inclinado que represente sencillamente la
llanura de Mesopotamia, llegan ellos a hacer el mismo descubrimiento del
geólogo Suess, de que lo que se llama el diluvio no consistió en
lluvias torrenciales, como cuenta la leyenda, sino en una salida de mar.

Origen de la idea de dioses con caracteres antropomórficos.
Preguntándoles a los estudiantes si sería posible que una persona
medianamente ilustrada dijese hoy que el rayo es lanzado por un ser
llamado Zeus que tiene su asiento en tal o cual montaña y, contestando
que esto no sucedería porque se sabe en qué consiste el rayo, se llega a
establecer una de las condiciones que hacen germinar las ideas
antropomórficas en determinados estados sociales.

Con lo dicho se comprende en qué forma sería fácil continuar con otros
ejemplos.

La sugestión de asociaciones de ideas derivadas de las relaciones de
causa o efecto o de las percepciones de semejanzas y coexistencias entre
los hechos sociales, es una de las funciones más importantes de la
enseñanza de la historia para la solidez de los recuerdos, formación de
grandes síntesis y para la amplitud y elevación de las ideas. Como casos
de esta sugestión pueden ofrecerse los dos siguientes:

Observación de las circunstancias y causas semejantes que en la
antigüedad motivaron el paso de un gobierno monárquico a un gobierno
republicanoaristocrático en Esparta, Atenas y Roma. En virtud de las
mismas observaciones quedan explicadas simultáneamente las respectivas
leyendas.

Observación de las semejanzas que hay entre el cristianismo y el
islamismo que hacen que las dos religiones no sean más que retoños de un
tronco común, el judaismo.

Como se deja ver por las opiniones y ejemplos expuestos, es preciso que
en la clase de historia los alumnos estén en actividad. Tal idea la
manifiesta también Rafael Altamira en su obra sobre la _Enseñanza de la
Historia_, y llega a recomendar este autor,--a fin de que los alumnos no
reciban pasivamente ni las lecciones del profesor ni las del escritor de
un texto,--que debe estudiarse la historia en sus fuentes mismas, en los
documentos, monumentos, restos, etc.

Se comprende fácilmente cuántas dificultades puede presentar la
aplicación de este método en cualquier país y más en el nuestro, donde
los establecimientos de instrucción no tienen a su disposición no sólo
los monumentos y documentos necesarios para efectuar cursos completos,
pero ni aun cuadros en cantidad y de calidad suficientes.

Por estas razones,--y sin olvidar el principio primordial de la
actividad de los alumnos,--es menester considerar mucho todavía entre
nosotros la manera cómo el profesor comunica ciertos conocimientos a sus
alumnos y trata de que éstos se los asimilen.

Consideremos primeramente la narración oral. Usada ésta de una manera
exclusiva tiene que ir acompañada del trabajo de redactar apuntes, si el
profesor no habla muy rápidamente, o si sucede esto último, el
estudiante llega a encontrarse sin puntos de apoyo y referencia para
refrescar sus recuerdos.

En el primero de los casos indicados ya ocurre que el profesor dicta
lentamente sus lecciones, lo que hace que la clase sea muy aburrida e
inactiva, tanto para los alumnos como para el profesor, ya sucede que
éste lleva a cabo una narración propiamente tal y entonces los
estudiantes se ven reducidos, cuando tienen interés, a redactar, según
sus recuerdos, algunos apuntes en sus casas. Aunque esto es menos malo
que dictar en clase, sin embargo, de todas maneras es recomendable que
no se llegue a caer en el sistema de los apuntes. Éstos resultan
generalmente escritos con mala sintaxis, mala ortografía, letra apenas
inteligible y muchos errores de fondo, de suerte que el estudiante los
consulta y lee más tarde sólo por necesidad, y, una vez rendido el
examen, o los arroja en un rincón o los deja en legado a otro estudiante
de curso inferior, para quien pasan a ser una calamidad aun mayor. Todo
el tiempo que se gasta en esta labor de resultados fugaces debe ser
mejor empleado.

Cuando el profesor, en el segundo de los casos anotados más atrás,
narra con mucha rapidez y no repite lo suficiente, y los alumnos, que no
tienen a su disposición un texto o manual adecuado, no alcanzan a tomar
o redactar apuntes, viene como consecuencia inevitable el fracaso de la
clase.

Por los motivos expuestos, creemos que lo más conveniente es la
combinación discreta de la narración en clase con el uso de un buen
libro fuera de la clase.

Casi no es menester ya detenerse a decir cuán censurable es el uso de un
manual o texto mal hecho, recargados de cifras y de nombres, y adquirido
principalmente para que el alumno aprenda de memoria cierto número de
páginas que el profesor cuida de indicar en cada clase.

La narración ha de ser vivaz, casi artística, evocadora de los tiempos
ya muertos, sugestiva, de modo que haga sentir que la historia es la
vida del pasado.

Para que el profesor esté en aptitud de hacer narraciones en la forma
que se acaba de expresar, le es indispensable la lectura de las obras de
los grandes maestros de la historia y de obras literarias y poéticas
importantes de la época de que se ocupa, o de obras de tiempos
posteriores que se refieran a dicha época. Ejemplos de estas últimas
serían buenas novelas históricas.

No se puede encarecer lo bastante cuán necesaria es la lectura de los
grandes autores para que el profesor de historia manifieste en su clase
el gusto, la confianza y el entusiasmo que la hacen agradable y
educadora. Ni el profesor de los primeros años de Humanidades debe
prescindir de esas lecturas. A este respecto acuden a la memoria los
nombres de autores como Fustel de Coulanges, Mommsen, Curtius, Taine,
Renan, Macaulay, Buckle, Michelet, Lamprecht, Monod, H. Houssaye, Mitre,
Letelier, Barros Arana, Amunátegui, etc. Entre los historiadores de fama
más reciente hay que recordar al norteamericano H. Charles Lea, que,
entre otras obras, ha escrito una _Historia de la Inquisición en la Edad
Media_ (traducida al francés por Salomón Reinach), considerada
unánimemente por los críticos europeos como un libro monumental que en
el porvenir no podrá ser superado; y al italiano Guillermo Ferrero que
lleva publicados tres volúmenes (traducidos al francés) de su obra
_Grandeza y Decadencia de Roma_.

Debe ser también una de las más importantes consecuencias de las clases
de Historia, que los alumnos mismos de los cursos superiores adquieran
gusto por la lectura de los autores de mérito y que han escrito
sirviéndose de fuentes originales. Consiguiendo esto, no sólo se enseña
sino que se educa, se encamina a los jóvenes por la senda de los goces
delicados y salvadores que procura la comunión intelectual con los
grandes hombres.

Por último, considerando, que en la vida es preciso no sólo pensar
exactamente, sino también sentir y obrar de las maneras que más
elevadamente correspondan a las justas aspiraciones individuales y
sociales y a las mutuas adaptaciones de éstas,--se llega a apreciar el
valor que la Historia tiene para la educación moral. Su influencia en
este sentido la ejerce la historia por medio de los ejemplos de trabajo,
abnegación, constancia, valor moral, independencia y tenacidad para las
luchas legítimas que ofrecen las vidas de los grandes hombres y de los
grandes pueblos. Para que el efecto benéfico de tales ejemplos obre
sobre los alumnos, es menester que el profesor sienta primero vivamente
la importancia, belleza y grandeza que dichos ejemplos contienen.



IDEALES PARA LA JUVENTUD


La Federación de Estudiantes me ha conferido la honra de hablar en esta
hermosa velada, organizada para celebrar el Centenario de la
Independencia Argentina, y como un homenaje a la Federación
Universitaria de Buenos Aires.

Es un honor que impone serias responsabilidades, y éstas crecen cuando,
como voy a hacerlo ahora, no se ha de hablar en nombre de la Federación
respecto de la República hermana, sino a los estudiantes con motivo del
aniversario que conmemoramos.

Si de toda obra de carácter intelectual, y por consiguiente de un
discurso, se entiende en general que ha de ser la expresión sincera de
un alma y no un conjunto de fórmulas huecas, propias de una ceremonia
oficial; si toda producción que se presenta al público como la
manifestación de un espíritu ha de ser la expresión de lo que él tenga
por verdadero y no sólo de lo que considere conveniente en ese momento
para su auditorio, en desmedro de la verdad,--es indudable que estas
condiciones se tornan más exigentes cuando el auditorio o el público lo
forma la juventud de una nación. Hablar a la juventud es practicar un
acto que revista algo de sagrado. No comprenderlo así es como tener en
sus manos el ser aún informe de la patria futura y soltarlo,
abandonándole al tiempo tal como se le había recibido, en lugar de
apretarlo con amor en sus brazos para darle los rasgos que las lecciones
del pasado y la visión del porvenir enseñan, para hacerle sentir que es
el depositario dichoso de la fuerza viva más rica, que ha de ser la
causa y el objeto de las transformaciones individuales y sociales de los
días venideros.

Por tales razones y sentimientos, esta fiesta se me presenta con
caracteres excepcionales que la realizan a mis ojos.

Que los sucesos épicos de nuestra independencia sean celebrados
dignamente por la juventud que estudia, es como si los frutos del
heroísmo fueran celebrados por el heroísmo en flor. Si nos imaginamos,
tal vez de una manera poco precisa, que existe el alma de una raza, el
alma de un pueblo, y que en ella palpita sin cesar algo de heroico que
anda buscando personalidades en quienes encarnarse para realizar lo
grande que las necesidades de cualquier instante de la vida social
reclaman,--esa parte heroica del alma de la raza ha de tener puestas sus
esperanzas seguramente en la juventud que trabaja; en la que no deserta
de las nobles luchas; en la que, al emprender una campaña de adelanto,
no siente el miedo de perder en ella el logro de ambiciones bastardas o
las comodidades de la existencia ordinaria; en la que cree que lo bello
y lo bueno ha de amarse y que, aunque cueste, lo justo ha de hacerse y
lo verdadero ha de decirse.

La juventud, en efecto, (hablo de la que es capaz de disciplina y
esfuerzo), ocupa en la sociedad un lugar privilegiado: ha alcanzado
cierta madurez que le falta al niño, y lleva en su pecho valientes
anhelos e impulsos de que suele carecer el hombre. En el sistema de la
rotación histórica es como un calor de mediodía que apresura el
maduramiento de los frutos del progreso, que no estarían nunca en sazón
al contar sólo con la indiferencia de los espíritus vulgares y cansados,
que comen, miran y duermen, y creen en los descubrimientos y adelantos
sólo cuando se les ponen en las manos.

Esta especie de conjunción del recuerdo de un gran hecho del pasado
americano con la fuerza generosa de la adolescencia, impone el
considerar con reflexión lo que haremos esta noche y cuál será el orden
de ideas más apropiadas a ella. En esta circunstancia y en la de que es
poco menos que imposible expresar algo nuevo sobre el patriotismo y la
confraternidad chilenoargentina después de todo lo que se ha hablado y
escrito en estos días sobre el particular, se encuentran las razones
del rumbo que voy a dar a mis palabras. Al concepto dominante de este
discurso, que es un género de patriotismo recomendado a los estudiantes
de cursos superiores, llamadlo, a falta de otra denominación mejor,
patriotismo intelectual, patriotismo superior o americanismo
intelectual.

Me parece, en consecuencia, que en estos instantes no basta con que nos
regocijemos al rememorar las hazañas de los padres de la patria, sino
que es menester para celebrar y comprender a los héroes, sentir en sí
mismo algo de heroico. Proceder del primer modo, sólo aumentando la
intensidad de los goces fáciles, sería indigno de nosotros, sería como
aplaudir los triunfos de César y Alejandro, con las parodias de
Caracalla y de otros emperadores romanos.

Primeramente voy a concretar a un punto esta manifestación cariñosa y
entusiasta de simpatía a la República hermana del otro lado de los
Andes, punto que va a ser de admiración para ella y de enseñanza para
nosotros.

Hemos sido y somos en estos días viajeros que recorremos la espléndida
selva de los progresos argentinos; admirados y contentos, hemos puesto
nuestros ojos en sus árboles gigantescos y en sus frutos exquisitos.
¡Quién ha contado los progresos materiales de esa tierra, quién ha
entonado himnos a sus guerreros, quién ha celebrado la opulencia de su
capital, la segunda metrópoli del mundo latino! Yo, de la floresta, voy
a tomar una flor humilde, especie de violeta del campo social, y a ella
voy a consagrar mi admiración. Esta flor es la instrucción primaria.
Aspirando su perfume y bendiciendo al suelo que la ha hecho crecer, os
digo mi sentimiento en la siguiente expresión:--Saludemos en la
República Argentina a la primera democracia de la América española, a
una democracia que tiene instrucción primaria gratuita, secularizada y
obligatoria. Saludémosla con estos dictados que nos señalan un camino y
que la honran. En efecto, la instrucción primaria de aquella República
desde los seis hasta los catorce años, y completamente secularizada, de
manera que en las escuelas no se da ninguna enseñanza religiosa, a menos
que los alumnos o sus padres la soliciten expresamente, y, en este caso,
la reciben en horas extraordinarias. De esta suerte, la República
Argentina ha llegado a tener una proporción de un poco más de un treinta
por ciento de analfabetos, mientras que nosotros contamos con cerca de
un setenta por ciento de los mismos. Estos son los resultados funestos
de un concepto de la libertad, aún poderoso entre nosotros, que se
resiste a hacer compulsiva la instrucción más indispensable al
ciudadano, libertad que, así entendida, no es otra cosa que una
desorganización erradamente individualista, feudal y anárquica. A los
partidarios de esta falsa libertad les dijo Mirabeau en la
Constituyente, hace más de un siglo: «Si defendéis la ignorancia del
pueblo es porque os habéis formado una renta con esa ignorancia».

A este respecto es de lo más sugestivo el informe presentado el año
pasado por nuestro conocido, el ilustre profesor de ciencia política de
la Universidad de Pensilvania, Mr. L. S. Rowe, sobre la instrucción
pública en la Argentina y Chile.

«El progreso de la educación en Chile, dice el distinguido profesor, en
el _Report of the Commissioner of Education_ (1909), presenta un
contraste notable con el de la República Argentina». En la República
Argentina el desarrollo democrático del país desde 1850, ha conducido
hacia un temprano desenvolvimiento de la instrucción primaria. La
instrucción secundaria y superior han recibido poca atención. La
organización social aristocrática de Chile, por otro lado, ha encaminado
los esfuerzos hacia el desarrollo de los establecimientos de instrucción
secundaria. En consecuencia, Chile posee los mejores Liceos e institutos
de Sud América. Desgraciadamente la instrucción primaria fué descuidada
por muchos años y ha resultado de ahí un grado de ignorancia tal en las
masas populares, que hace insalvable (impassable) el abismo (chasm) que
existe entre las clases sociales. El país sufre ahora las consecuencias
de esta larga negligencia...

«El problema de mayor importancia que en estos momentos afronta Chile,
es el del adelanto y expansión del sistema de educación primaria. Sólo
por medio de la educación de las masas y el consecuente emparejamiento
del tremendo abismo que separa las clases ricas y educadas, podrá Chile
retardar el aumento del descontento».

Tiene razón Mr. Rowe. La educación contribuirá a que se solucionen de
una manera suave, en una evolución social progresiva, los conflictos
internos que han de sobrevenir. Esta previsión está fundada en la
historia entera del siglo XIX. Inglaterra y España ofrecen a este
respecto ejemplos elocuentes. Ambos pueblos eran, al empezar aquella
centuria, monarquías absolutas autocráticas; pero mientras en la primera
existía desde entonces una opinión pública educada y preparada, en la
segunda, durante el primer cuarto del siglo, un ministro de Fernando
VII, Calomarde, cerraba casi todos los establecimientos de instrucción,
y dejaba abierta, bajo los especiales auspicios de Su Majestad Católica,
¿qué? una escuela de Tauromaquia en Sevilla. Las consecuencias de este
estado de cosas y de las diferencias de educación de los dos países son
bien conocidas: Inglaterra, en el trascurso del siglo, ha realizado una
transformación maravillosa de sus instituciones y ha llegado a ser una
monarquía democrática modelo, sin ninguna revolución, y ofreciendo al
mundo los más bellos ejemplos de luchas cívicas; y España, en el mismo
lapso de tiempo, se ha visto sacudida por innumerables revoluciones
sangrientas, que han costado la vida a millares de sus hijos, no ha
logrado dar una forma sólida a su Constitución, y se debate aún
dolorosamente en medio de las tendencias más opuestas y desgarradoras.

Pero entre nosotros, no existe únicamente ese abismo entre las clases
sociales de que habla el profesor norteamericano; existe,--en virtud del
mismo hecho de la falta de educación de una gran parte de la
población,--una notable disonancia entre nuestra cultura intelectual y
nuestras instituciones sociales. Estas no corresponden al grado de
adelanto que ha alcanzado aquélla.

Estos problemas del desarrollo y expansión de la instrucción primaria y
del mejoramiento de las instituciones, son problemas que se compenetran.
Ambos requieren que se ilustre a la sociedad para transformar al Estado.
De aquí la importancia que envuelve el que la juventud se forme un
concepto cabal de la vida social y de sus exigencias de progreso, lo
cual no se consigue sin una instrucción que sea simultáneamente
positiva, científica y filosófica.

--¿Qué nexo, qué relación se deja sentir entre estos asuntos y el
centenario de la independencia argentina, o de la independencia
americana si se quiere, que celebramos en estos instantes? Hay algunos
muy esenciales y al ocuparnos de ellos llegaremos a la segunda y última
parte de que pienso tratar.

Así como comprende y sabe amar a Jesús sólo el que desprecia de corazón
las riquezas y quiere a los pobres, a los humildes y a los niños; así
como comprende y estima el alma de Marco Aurelio aquél que obedece en su
vida espiritual a una austeridad benévola y a una ecuanimidad severa;
así como penetra mejor el ser de un Spencer, de un Comte, o de un Stuart
Mill el que consagra sus desvelos al estudio y a la ciencia, de igual
suerte será capaz de apreciar y de celebrar las hazañas de los héroes de
nuestra independencia sobre todo el que tenga el ánimo, como ellos lo
tuvieron, de consagrar su individualidad a un ideal humano y nacional.

¿Se dirá, acaso, que ya pasaron los tiempos del heroísmo y que las
espadas de San Martín, de Belgrano y de O'Higgins descansan en los
museos para que nosotros las miremos sonrientes y evoquemos tranquilos
el recuerdo de una edad homérica que no ha de volver?

¡Ah, no! Las espadas pueden descansar en los museos y quizás no sea
necesario el heroísmo de la guerra (y esto aun desgraciadamente puede no
ser cierto); pero, qué hermosas jornadas nos presenta el heroísmo de la
paz, cómo reclaman nuestra acción la pluma, la palabra, el laboratorio,
las masas incultas y los errores imperantes, con un apremio que parece
que aun centuplicándonos seríamos pocos. Así como creía John Ruskin,
allá por 1860, en su bella y solitaria residencia de Los Alpes, tener su
cabeza sumida en un haz de hierbas de un campo de batalla, empapado en
sangre, y oir los gritos que se levantaban de la tierra, los gritos de
la inocencia que quería ser socorrida y los de la miseria que quería ser
consolada, así me imagino que brotan de nuestra tierra y de la América
en general, voces por doquiera, voces que claman por hombres que
trabajen con fe y entusiasmo en las cosas del progreso espiritual; me
imagino que hay verdades que palpitan en el aire esperando quien con
valor las sostenga y las proclame; reformas que esperan un adalid que
las convierta en realidades; y pobrezas, dolores e injusticias que, si
no han de ser remediadas, suspiran a lo menos por la pluma atrevida de
un Galdós, de un Zola o de un Díckens que, con obras de aliento, los
inmortalicen en el arte.

Este heroísmo de la paz no es algo brillante y que sólo requiera el
esfuerzo de un día. No; es labor modesta, a veces obscura, de energía
tenaz, de perseverancia que llega a ser un hábito; es la existencia
entera del hombre noblemente vivida; es marchar con la augusta serenidad
del estoico para cumplir sus deberes y con la fuerza propulsora del amor
para efectuar creaciones; es tener la convicción de que en la vida
social nada se improvisa, y de que los hombres no somos más que las
madréporas solidarias de un monumento colosal que en el mar del espacio
está construyendo la humanidad.

En el heroísmo de la guerra se lanza la voz de «al abordaje» una o
varias veces en una o más campañas. En el heroísmo de la paz hay que
vivir siempre, como Cirano, con el penacho en alto, para combatir sin
tregua a los verdaderos enemigos del hombre: la pereza y el egoísmo, el
misoneismo, los prejuicios y el dogmatismo. En el heroísmo de la guerra
bajan del cielo las walkirias a coronar a los guerreros después de las
batallas; en el heroísmo de la paz llevan los guerreros las walkirias en
el alma en forma de virtudes, que celebran sus triunfos y entonan sólo
para ellos himnos de aliento cuando desmayan.

Se puede decir que los esfuerzos de los hombres se encaminan al mejor
aprovechamiento y desarrollo de dos clases de energías: energías
materiales y energías espirituales y sociales. Entre nosotros, movidos
por el gran afán de las cosas prácticas, se ha gastado especial cuidado
sobre todo con las primeras. No obstante, nuestros campos y las entrañas
de nuestros montes y las caídas de agua de nuestras cordilleras están
todavía casi vírgenes y encierran tesoros incalculables para los
trabajadores que a arrancarlos se consagren. No es raro que esto suceda
en Chile, cuando al decir de W. Ostwald, la explotación de las energías
del sol y de la tierra se encuentran en la infancia aun en los países
más adelantados. Si es verdad, pues, que se pierden en Chile muchísimas
energías de la tierra, es preciso también apresurarse a reconocer que
son inmensas las fuerzas sociales que se despilfarran. El pueblo
ignorante de que hemos hablado, la mujer que por preocupaciones de casta
no sigue una profesión que le permita mantenerse, los ociosos que
podrían robustecer los músculos en las fábricas, los parásitos de todas
clases que pululan en los clubs, en el foro o en los templos; los
llevados por la ventolera de la idea ramplona dominante de que en la
vida, con el dinero que bien o mal gasta, no hay otra cosa que hacer que
gozar hoy y preparar los placeres de mañana; todas estas son fuerzas
sociales que se malgastan.

En la necesidad de salvar y aprovechar estas energías sociales,
necesidad que concuerda con la tendencia constante de la especie de dar
intensidad y facilidad a su existencia, radica el motivo de hacer
germinar y cultivar en la juventud un concepto superior de la vida, un
concepto armónico en que, a la base de la riqueza material, se agregue
el florecimiento de la cultura espiritual, sintetizada en una filosofía
que sea a la vez positivista e idealista evolucionista y meliorista.

Al cultivo de la ciencia y de la filosofía en Hispano América quiero
llamar la atención de las almas jóvenes, considerándolo como el supremo
trabajo del heroísmo de la paz, en cuanto significa la empresa más digna
de continuar la obra de los padres de la patria, tanto por su valor
intrínseco, cuanto por la reacción que debe operar sobre la vida
realmente práctica.

¿No merecen esta clase de homenaje los héroes de 1810? ¿O es homenaje
inadecuado que tratemos de retemplar nuestro espíritu con el ejemplo de
aquéllos para practicar las principales formas de heroísmo que las
condiciones de la época presente permiten? ¿O viviremos en nuestra vida
espiritual y social únicamente de imitaciones y repeticiones?

Proceder así sería decirle a la juventud que la forma en que hemos
vivido nosotros es la mejor forma de vida posible, o que la existencia
social no es susceptible de mejoramiento. Ninguna persona puede con
seguridad decir esto; y la que lo hace no ve en su pesimismo que lo que
falta no son tanto las virtudes en el corazón de los hombres, como
quizás la fuerza en su propio pecho, la fuerza generosa que sube al alma
en vapor de esperanza y de aliento.

¿O no tenemos tal vez los elementos para dar a las mejores enseñanzas de
la ciencia y de la filosofía modernas formas adecuadas a nuestras
condiciones de pueblos nuevos, que nos permitan establecer y aplicar
principios, conceptos e innovaciones que a su vez recobren sobre el
resto del mundo?

Aunque dudemos de esta posibilidad, debemos tentarla. Como ha dicho
Hoffnidg, el que no se atreve a equivocarse no acierta jamás con la
verdad.

Si queremos dar a nuestra patria y a nuestra raza personalidad en el
concierto de la humanidad, debemos esforzarnos por darle personalidad
espiritual, es decir, artística y científica.

El que no nos atreviéramos a esto encontraría una mengua para nuestro
carácter, así como es en cierto grado dolorosa, vergonzosa, la situación
internacional de nuestro idioma castellano.

Nuestra bella lengua, que es el órgano de cincuenta millones de hombres,
no ocupa en el universo intelectual un lugar de primera fila, ni mucho
menos. En las aulas en que se celebran los Congresos científicos
europeos, el español no resuena. Hasta en un congreso sobre educación
moral que se verificó en Londres en Septiembre de 1908, los únicos
idiomas que circularon fueron el inglés, el alemán y el francés. Y se
trataba de una materia que no exige para realizar experiencias en ella
ni institutos especiales, ni una técnica científica muy complicada.

Creo que esta situación nos apocará, nos enfermará moralmente, si nos
resignamos sólo a ser siempre satélites y no encaminamos el ánimo hacia
el fin de dar a la lengua castellana y a la cultura hispanoamericana un
lugar eminente y de igualdad con las primeras de la tierra. Empecemos
por sentir la necesidad de hacerlo. Al lado de los pocos que con igual
propósito trabajan en la madre patria, luchemos con constancia, con
energía de cíclopes, para encender los focos de la cultura
hispanoamericana que deben marcar una nueva faz en la historia de la
humanidad.

Convenzámonos de que esos fines no los alcanzaremos únicamente con el
cultivo de las letras. Sólo la ciencia nos conducirá a ellos, la ciencia
que disciplina el carácter y la inteligencia, la ciencia que endereza el
espíritu hacia la libertad del pensamiento y de la acción, y de la cual
ha dicho Ostwald, el sabio profesor de la Universidad de Léipzig, que es
la raíz de toda cultura y al mismo tiempo su más espléndida flor.

Las tareas de este heroísmo de la paz son las que os propongo como
divisa, ¡oh, jóvenes! y podemos estar seguros de que con un movimiento
intelectual de carácter social, científico y filosófico, conseguiremos,
por lo menos, dos cosas: hacer algo que tenga un alto valor en sí mismo,
dando a nuestras vidas orientaciones elevadas y morales, y
simultáneamente recobrar sobre nuestro organismo social, arrostrando en
esta procesión de las antorchas del porvenir, a los rezagados, a los
perezosos, a los egoístas, e imponiendo las reformas que reclaman el
examen racional e histórico de nuestra sociabilidad en sus relaciones
con la cultura humana general, reformas que las interminables querellas
y la ambiciosa o epicúrea inacción de los políticos, indefinidamente
dilatan.

Tales son las águilas y las banderas de las legiones del heroísmo de la
paz, que sostienen el imperio de la ciencia que ya existe, y avanzan
hacia el de la justicia que existirá.

Si logramos que estos sentimientos arraiguen en nuestras entrañas, y, al
calor de noble entusiasmo, que nos ha agitado en estos días y nos agita
ahora, nos es dado fundirlos con nuestro ser, podremos decir que hemos
celebrado el centenario de la independencia argentina uniendo
fraternalmente a los héroes de la República hermana con los nuestros, y
buscando en el recuerdo de ellos luz, fuerza moral y orientaciones para
el porvenir. Nos imaginaríamos que, armados de un bagaje espiritual
digno de un dios germánico de la familia de Odin, a saber: de energía,
de valor y de sinceridad, habríamos realizado una romería al templo de
la gloria para decirles a los héroes de nuestra raza:

«En la sagrada cohorte de la humanidad somos los que vosotros érais al
empezar vuestra carrera, somos peregrinos del ideal. En estos instantes
consagrados a vuestros nombres, acudimos a vosotros y rememoramos
vuestras hazañas para beber en ellas las fuerzas necesarias. En estas
horas solemnes os decimos que anhelamos ser vuestros continuadores y
completadores. Os ofrecemos estos votos cual coro de voces del alma con
que acompañamos íntimamente las músicas que os ensalzan; os los
ofrecemos como flores que han de dar frutos de nuestra voluntad.»

«Así como vosotros cortasteis, hace un siglo, las amarras que mantenían
atadas las naves de estos pueblos al tronco de una monarquía decrépita
por la falta de toda libertad, así queremos nosotros a nuestra vez
cortar las cuerdas que aún atan las velas y limpiar los cascos de las
naves de las rémoras que las entorpecen al marchar. Queremos dotar a las
naves de luz propia y de recursos abundantes, y a la tripulación ignara,
floja y timorata, disciplinarla con equidad e ilustrarla para que no la
detenga ningún «más allá», para que no se detenga cuando vea que conoce
los nuevos horizontes, el cielo y los mares y sus escollos, de una
manera experimental; queremos acudir a donde nos llaman otras escuadras
más avanzadas que la nuestra para vivir en concierto solidario y
concluir de sondar los misterios del espacio, de la tierra y de la vida
inmaterial.»

«Así como vosotros realizasteis, hace un siglo, la que era entonces en
el terreno político utopía de la libertad, así aspiramos nosotros a ser
los ejecutores de las nuevas concepciones científicas y sociales que el
espíritu del tiempo nos pone por delante, como mandatos de las a veces
desconocidas, pero siempre inmortales y modestas diosas de la
humanidad: la verdad, la justicia y la belleza».



UN CONGRESO DE LIBREPENSADORES


Qué grato placer nos produjo la idea de celebrar en Santiago un Congreso
de Librepensadores.

Nos pareció que por este solo hecho ya recorriera a todo Chile en su
larga extensión de Norte a Sur, un soplo suave de vida que alegrara los
espíritus y dejara tras de sí una estela luminosa.

Como un pequeño eco del gran Congreso de Librepensadores celebrado
recientemente en Roma, y también como necesaria manifestación de nuestra
vida propia, vendrá este Congreso--si los chilenos lo queremos--a grabar
una de las mejores páginas de nuestra historia de pueblo civilizado.

Anhelamos que la noticia sola de este acontecimiento que se prepara
conmueva hondamente a cada hombre y a cada joven que se crea con alma y
le haga sentir la importancia de ese Congreso: movidos por los
sentimientos más elevados, amor a la humanidad, amor a la patria, amor a
la verdad, acudir de los diferentes puntos de la República a reunirse en
un mismo sitio, ligados por los delicados lazos de aspiraciones
intelectuales y morales comunes, para exponer los resultados de trabajos
modestos y sinceros, confortar las voluntades para las nobles luchas de
la verdad y dar generosos ejemplos a la juventud: éstos son algunos de
los valores de semejante Congreso.

Si no somos capaces de pensar libremente, debemos de renunciar al
concepto de civilizados. Tendremos de la civilización su perfume y su
ropaje; pero no su esencia, si no tenemos fuerzas para elevarnos a la
vida superior del pensamiento.

Este Congreso viene a ser como un oasis en el camino de la vida para los
que no se contentan ni con las satisfacciones vulgares y mundanas, ni se
consuelan con las fantasías místicas que son sólo errores seculares.

No hay centro importante en nuestro país que no cuente con un pequeño
núcleo de personas ansiosas de luz, de ideal, de arte, de ciencia y de
una vida mejor y más justa, realizada y construída en este mundo. Pasan,
es cierto, algo inadvertidos, porque en el ajetreo mundano sólo se oyen
las músicas de fanfarria y no las canciones apenas rumorosas de los
soñadores.

Pero, hay también otras personas a las cuales se puede aplicar lo que un
poeta decía de sí mismo: «que llevan en el corazón de hielo, como un
sepulcro, de su entusiasmo los despojos» y que van a engrosar el grande
y turbio río de las multitudes para quienes la vida es sólo hacer papel
y gozar.

A aquéllas, a las que aún creen en ideales, a fin de que perseveren, y a
éstas, a las desprovistas de entusiasmo, para que vuelvan en sí, hay que
recordarles que la verdadera vida es amar, pensar obrar y luchar
noblemente; y hay que recordarles el caso referido por Darwin en su
autobiografía, para que no olviden cuán importante es consagrar siquiera
cortos instantes al idealismo.

Cuenta el ilustre naturalista, que en su juventud gozaba con la música,
la pintura y la lectura de Shakespeare; pero en su edad madura encontró
al genial dramaturgo tonto y aburridor y que no gozó con la música ni la
pintura. Se había privado de estos goces, había atrofiado algunas de sus
facultades por no haberlas ejercitado.

Algo análogo acontece a todos los hombres con la facultad de pensar y de
idealizar. Movidos únicamente por el interés y el goce, pierden el poder
de elevarse a concepciones superiores a esos dos móviles. Con la
decantada experiencia que adquieren destruyen sus ilusiones, por lo que
Goethe decía que preferiría más bien no ser nunca hombre de experiencia
y continuar escuchando siempre a los grillos y ruiseñores que en los
cerebros jóvenes entonan los más deliciosos cantares de la existencia.

Todo lo dicho significa, que por la propia felicidad conviene conservar
en el fondo de su ser un santuario libre de egoísmo y de sensualismo
dedicado a las puras concepciones artísticas y científicas.

En un Congreso de Librepensadores esos fuegos individuales se
confortarán y robustecerán al contacto de otros fuegos semejantes.

El pensamiento desinteresado y libre es felicidad.

       *       *       *       *       *

Ese Congreso no es tampoco una amenaza para nadie.

El pensar libre es un pensar sin dogmas, pero no sin principios.

Al revés de lo que se pudiera imaginar a primera vista, es la forma más
difícil del pensar, la que requiere más carácter, más precauciones y más
ilustración. No es el pensamiento desenfrenado, sino armado de todos los
recursos de la lógica para defenderse de los errores que con tanta
sutileza se introducen en la mente.

El libre pensamiento es lógico.

Es el pensamiento provisto de poderosos telescopios y de la precisión de
las matemáticas para escudriñar los misterios de los cielos; es el que
armado de balanzas, microscopios, alambiques, retortas y de cien
aparatos más, analiza, disuelve y estudia la materia para arrancar los
secretos a la tierra; es el que para establecer un solo hecho histórico,
consulta, compara y critica centenares de documentos y monumentos; es el
que para establecer una sola ley social se basa en lo posible en las
estadísticas de todos los países y de todos los tiempos.

El libre pensamiento es trabajo.

Es el que incorporado en Jesús, en Sócrates y en Jordán Bruno, los
condujo al cadalso; es el que brillando en la mente de un Galileo, lo
arrastró a las prisiones de la Inquisición; es el que ha inspirado la
labor de un Newton en la mecánica, de un Claudio Bernard en la
fisiología, de un Darwin y un Haeckel en las ciencias naturales; el que
produjo los esfuerzos agotadores y casi mortales de un Comte y un
Spencer en la filosofía.

El libre pensamiento es severo y heroico.

En el campo de la moral y de la conducta su acción es inmensa. Sólo
ciertas inteligencias y muy contados caracteres gozan de esa libertad
superior que consiste en sustraerse a la masa abrumadora de prejuicios
que se sugieren con el uso como verdades inconclusas, a esas normas de
vida que la tradición impone y que las muchedumbres siguen sin discutir
como reglas dictadas por su majestad anónima e irresistible «La opinión
pública». Es un fruto del pensar libre concebir y practicar modos
superiores de vida que ataquen usos irracionales, que restablezcan la
verdad en las relaciones del hombre con el hombre, o del hombre con la
naturaleza, que arrojen un poco de ideal sobre la realidad y que echen
sobre esta vida surgida del enfriamiento de la corteza terrestre, el
velo embellecedor tejido con el calor del alma humana.

El libre pensamiento es creador y revela carácter.


FIN



  ÍNDICE


  I

  LA LIBERTAD, EL DETERMINISMO Y LA RESPONSABILIDAD

  I.--Las ideas de libertad y el determinismo            2

  II.--El determinismo y su influencia sobre la
  acción humana y el pensamiento                        10

  III.--La libertad absoluta                            17

  IV.--El determinismo psíquico y las ideas nuevas      26

  V.--La fuerza coordinadora de la voluntad y la
  libertad virtual                                      34

  VI.--El determinismo social y el individuo            40

  VII.--El fundamento de la responsabilidad             50

  VIII.--El sentimiento de responsabilidad y su
  educación.--Conceptos definitivos de libertad
  y responsabilidad                                     57


  II

  EL MELIORISMO O LA FILOSOFÍA SOCIAL DE LESTER F. WARD

  I.--Mr. Lester F. Ward.--Sus obras
  principales.--Lo que es una filosofía social          66

  II.--La Sociología pura.--La materia de la
  Sociología                                            69

  III.--La síntesis creadora.--El dualismo
  cósmico.--El principio de la sinergía.--Base
  psicológica de la Sociología.--El alma.--Las
  fuerzas sociales                                      80

  IV.--La sinergía social.--Las estructuras
  sociales.--La lucha de razas.--Origen del Estado
   y del derecho.--El darwinismo social                 93

  V.--Optimismo o pesimismo.--Meliorismo               115

  VI.--Economía de la naturaleza y economía de la
  mente                                                119

  VII.--La Sociología aplicada.--Interpretaciones
  de la historia. Consecuencias del error              135

  VIII.--La lucha contra el error.--El genio.--La
  educación                                            145

  IX.--La Sociocracia                                  151

  X.--Conclusión                                       159


  III

  EL PRAGMATISMO O LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE WILLIAM JAMES

  I.--Origen del pragmatismo.--Mr. Charles Peirce      167

  II.--Juicio general                                  170

  III.--Caracteres lógicos y psicológicos del
  pragmatismo.--El concepto de verdad                  172

  IV.--Crítica de esos principios                      184

  V.--El pragmatismo y algunos problemas
  metafísicos                                          198

  VI.--El pragmatismo meliorista y voluntarista        200

  VII.--Últimas observaciones                          209


  IV

  LA EDUCACIÓN INTELECTUAL Y LA IMITACIÓN INGLESA      217


  V

  LA MISIÓN DEL PROFESOR Y LA ENSEÑANZA DE LA
  HISTORIA                                             249


  VI

  IDEALES PARA LA JUVENTUD                             269


  VII

  UN CONGRESO DE LIBREPENSADORES                       287


Tip. GARNIER (Chartres). 296.4.14.



      *      *      *      *      *      *



Nota del Transcriptor:

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.





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