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Title: Nuevas cartas americanas
Author: Valera, Juan
Language: Spanish
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                       NUEVAS CARTAS AMERICANAS

                            OBRAS DEL AUTOR


     PEPITA JIMÉNEZ; 12.ª edición; un vol.

     LAS ILUSIONES DEL DOCTOR FAUSTINO; dos vols.

     DAFNIS Y CLOE (traducción del griego); un vol.

     ESTUDIOS CRÍTICOS, 2.ª edición; tres vols.

     DISERTACIONES Y JUICIOS LITERARIOS; dos vols.

     CUENTOS Y DIÁLOGOS, un vol.

     ALGO DE TODO; un vol.

     PASARSE DE LISTO; un vol.

     POESÍA Y ARTE DE LOS ÁRABES EN ESPAÑA Y SICILIA (traducción del
     alemán), tres vols.

     DOÑA LUZ; un vol.

     TENTATIVAS DRAMÁTICAS; un vol.

     CANCIONES, ROMANCES Y POEMAS, un vol.

     CUENTOS, DIÁLOGOS Y FANTASÍAS; un vol.

     NUEVOS ESTUDIOS CRÍTICOS; un vol.

     PEPITA JIMÉNEZ Y EL COMENDADOR MENDOZA; un vol.

     DOÑA LUZ Y PASARSE DE LISTO; un vol.

     CARTAS AMERICANAS; 1.ª série, un vol.

     APUNTES SOBRE EL NUEVO ARTE DE ESCRIBIR NOVELAS; un vol.



                              JUAN VALERA

                    (DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA)


                                NUEVAS

                           CARTAS AMERICANAS

                            [Illustration]


                                MADRID
                        LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ
                     _Carrera de San Jerónimo, 2_

                                 1890


                             ES PROPIEDAD
                          DERECHOS RESERVADOS


             MADRID, 1890.--EST. TIPOGRÁFICO DE RICARDO FÉ
                      _Calle del Olmo, número 4._



AL EXCMO. SEÑOR

DON ANTONIO FLORES

PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DEL ECUADOR


Mi querido amigo: Poco valen estas NUEVAS CARTAS AMERICANAS, pero me
atrevo á dedicárselas, confiado en la bondadosa indulgencia de usted que
les prestará el valer de que carecen.

Aunque mi propósito al escribirlas es puramente literario, todavía, sin
proponérmelo yo, lo literario trasciende en estos asuntos á la más alta
esfera política.

La unidad de civilización y de lengua, y en gran parte de raza también,
persiste en España y en esas Repúblicas de América, á pesar de su
emancipación é independencia de la metrópoli. Cuanto se escribe en
español en ambos mundos es literatura española, y, á mi ver, al tratar
yo de ella, propendo á mantener y á estrechar el lazo de cierta superior
y amplia nacionalidad que nos une á todos.

Es evidente que yo, que siempre fuí un crítico suave, no había de ser
severo con mis semi-compatriotas de Ultramar; pero también es evidente
que ni debo ni quiero ganarme la voluntad de nadie con lisonjas. Además,
á lo que muchos sujetos afirman, yo no sirvo para lisonjear, aunque lo
desee. Suponen que me sucede, si bien en sentido contrario, lo que á
aquel famoso profeta que fué, por orden del Rey de los hijos de Moab, á
maldecir á los hijos de Israel. Levantó siete altares, sacrificó
becerras, hizo otras ceremonias, y subió á un cerro, desde donde se
oteaba la llanura en que los israelitas tenían desplegadas sus tiendas.
Desde allí quiso maldecirlos, y Dios desató su lengua y le movió á
entonar un cántico de bendiciones. Subió luego á otro cerro, volvió á
querer maldecir y bendijo de nuevo, sin poderlo remediar. Si á mí, como
aseguran, me sucede algo parecido, ya pueden ustedes confiar en que no
hay adulación en mis alabanzas y no agradecérmelas, pues son
involuntarias. Y cuando hubiere algo de censura, deberán perdonármelo
también por el mismo motivo.

Es aún más perdonable mi censura, si se atiende á que las más veces me
induce á censurar, á pesar mío, la exageración con que algunos
escritores de por ahí, por exceso de americanismo, ponderan las
crueldades espantosas que cometieron los españoles de la conquista y
del período colonial. Si esto hubiera llegado hasta el extremo que
dichos escritores aseguran, yo no dejaría de aplaudir la maravillosa
imparcialidad histórica con que sostendrían la verdad; pero no sabría yo
disimular que, al sostenerla, arrojarían sobre ellos mayor injuria que
sobre nosotros, porque la sangre española que corre por sus venas
procede, más que la nuestra, de aquellos atroces foragidos, y la sangre
india, en lo que de indios puedan tener, es de una raza que, según
afirman Montalvo y otros, nosotros hemos envilecido y degradado para
siempre con nuestros malos tratos y con nuestra brutal tiranía.

Estas consecuencias son tan absurdas como las premisas de donde se
sacan. Así trataré de probarlo detenidamente, aunque no gusto de
polémicas, cuando replique, si tengo vagar y ánimo, á los Sres. Mera y
Merchán que han escrito contradiciéndome.

Entretanto me inclino á creer que mucho de lo que se dice contra
nosotros se dice por el prurito de aparecer muy sentimentales y muy
ilustrados á la moda de París y de Londres, sin que se advierta que ni
franceses ni ingleses fueron nunca más que nosotros humanos y benignos.

Fuera de este momentáneo extravío, el señor Mera es tan excelente sujeto
como buen escritor, y nos quiere bien. Nos aborrecería, y con razón
sobrada, si entendiese que los españoles fueron á esa otra banda para
echarlo todo á perder. Creamos, pues, como es justo, que los españoles
fueron á América para extender en ella la civilización europea, por cuya
virtud alcanzó América la potencia de igualarse con Europa y acaso de
superarla en lo futuro.

No quiero molestar á usted distrayéndole con más larga carta, de sus
importantes cuidados.

Adiós y créame siempre su afectísimo y buen amigo, q. b. s. m.,

                                                            JUAN VALERA



NUEVA RELIGIÓN

(Á DON JUAN ENRIQUE LAGARRIGUE)


I

Muy amable y simpático señor mío: Hace ya mucho tiempo que recibí, con
fina dedicatoria manuscrita, un ejemplar de la importante _Circular
religiosa_, que imprimió y publicó usted en Santiago de Chile, en el día
6 de Descartes del año 98 de la Gran Crisis, fecha que, en nuestra
vulgar cronología, corresponde al día 13 de octubre de 1886.

No extrañe usted mi largo silencio ni le atribuya á desdén.

Su obra de usted fué leída al punto por mí con avidez y curiosidad, y
releída luego varias veces con interés que ha ido siempre en aumento.

Bien dijo el que dijo que el estilo es el hombre. Yo doy tal valer á la
máxima, y me guío de tal suerte por ella, que creo conocer á usted, con
solo leerle, como si le hubiera tratado íntimamente toda mi vida. Hay,
en cuanto usted expone, la más profunda convicción, el entusiasmo más
fervoroso y el más puro amor por el bien de todo el humano linaje, por
donde yo me persuado de que, en esa república, haga usted ó no
prosélitos, ha de ser usted considerado como varón virtuosísimo y
excelente, respetado y querido por todos sus conciudadanos.

Cuando el Caballero del Verde Gabán, yendo de camino con D. Quijote y
Sancho, explicó á éstos su modo de vivir, sentir y pensar, Sancho le
halló tan bueno y tan ajustado, según diríamos ahora, á sus ideales, que
penetrando hasta sus entrañas las frases del Caballero, se las
derritieron de ternura y se las encendieron en afectos de amistad y
veneración, movido de los cuales se apeó del asno y fué á besar los pies
á aquel bendito hidalgo, á quien calificó y preconizó de santo á la
gineta. Algo parecido me ocurrió á mí cuando hube leído la _Circular_ de
usted; y, abandonando mi espíritu sus vulgares ocupaciones, desechando
sus cuidados prosáicos y mezquinos, apeándose también de su asno, saltó
por montes y valles, atravesó el Atlántico, pasó la línea equinoccial,
corrió por toda la extensión de la América del Sur, voló por cima de los
Andes y llegó hasta la ciudad y casa de usted (calle de la Moneda, núm.
9), donde dió á usted un abrazo muy apretado. Pero, como esta visita y
esta muestra de mis simpatías se hicieron por arte etérea, ni usted ni
el público se habrán percatado de nada, y así no juzgo excusado escribir
á usted, aunque tarde, y hablar de las ideas y planes de usted, cuya
bondad me seduce, aunque de su realización me quepan dudas.

¿Quién sabe si lo que yo diga podrá ser útil por algún lado? Acaso valga
mi escrito para divulgar en España el sistema de usted y ganarle
parciales; acaso para remover inconvenientes; acaso para disipar estas ó
aquellas de las dudas que, como he dicho, me asaltan.

Los sistemas y pensamientos de los hombres son ó parecen mayores vistos
desde lejos. Hay en ello algo de más mágico que en la linterna mágica.
¿Cómo negar que Augusto Comte y su positivismo han ejercido y ejercen
aún grande influjo en toda Europa? Difundida por el laborioso,
infatigable, fecundo y sabio Emilio Littré, la doctrina del maestro se
dilata, desde París, por todas las regiones de la tierra; pero el
talento crítico, frío y excesivamente razonador de Littré, despoja de
fervor la doctrina y hace que llegue tibia hasta nosotros, como la
claridad de la luna. En cambio, en la mente de usted, como rayos de sol
en espejo ustorio, convergen y se reúnen todas las llamas y fogosidades
de Augusto Comte, que, reflejadas así, abrasan, funden y volatilizan los
corazones.

Es más, y vuelvo á mi símil de la linterna mágica; lo que pensado y
expuesto en París por Augusto Comte, visto de cerca, me parece pequeño,
como es pequeña la figurilla pintada en el vidrio, toma en el espíritu
de usted colosales y magníficas proporciones, como el espectro que va á
larga distancia á proyectarse en cándido muro.

En las elocuentes páginas de la _Circular_ de usted palpitan brío tan
noble, amor tan entrañable del bien de la humanidad y fe tan poderosa,
que á pesar de mi maldito escepticismo hay momentos en que me dejo
arrebatar y traspongo, parodiando á Moisés, á la cumbre del monte Nebo,
y me parece que descubro la tierra prometida, ó por mejor decir, que veo
renovada toda la faz de la tierra y que la nueva Jerusalem baja
engalanada del cielo con vestiduras relucientes de fiesta sin fin y de
perenne consorcio.

Por desgracia no es todo oro lo que reluce, y quién sabe si encajará
aquí como de molde la manoseada cita que dice:

                    ¡Lástima grande
    que no sea verdad tanta belleza!

Casi todos los preceptos que impone usted al género humano para que
alcance sus más gloriosos destinos, son, á mi ver, tan sanos y
beatificantes que no hay más que pedir, y si los siguiésemos sería el
mundo un paraíso; pero aquí está el toque de la dificultad: en que usted
va á predicar en desierto, como predicó mi santo y otros, en que nadie
va á hacer caso de usted y en que todos van á continuar en sus vicios y
malas mañas.

A usted se le antoja todo muy llano con tal de que el egoísmo se
convierta en altruísmo; pero ¿de qué medio nos valdremos para hacer esta
conversión? Yo no quisiera calumniar la naturaleza humana; yo reconozco,
aplaudo y proclamo los arranques generosos de que es capaz; pero ¿no
habrá en el fondo de nuestro sér algo de radicalmente egoísta? ¿Por qué
pasa siempre por axiomática la sentencia de que la caridad bien ordenada
empieza por uno mismo, sentencia que no pocas personas avillanan
transformándola en esta otra: cada cual arrima el ascua á su sardina?
Usted mismo destruye, contradice ó menoscaba el altruísmo en la
sentencia capital que pone al frente de su bello discurso. Vivamos, dice
usted, para los demás: la familia, la patria, la humanidad.

Con esto concede usted cierta predilección á la patria sobre la
humanidad, y á la familia sobre la patria, de suerte que mientras más
estrecho es el círculo de los objetos amados, y más exclusivo es, y más
cerca está de nuestra persona, como si fuese emanación ó irradiación de
la persona misma, más activo es el amor que se le consagra. No hay
razón, pues, para que la progresión de amor quede incompleta, sin el
término que en el texto de usted le falta, y que viene á ponerse en él,
natural y forzosamente, traído por dialéctica impersonal é
irresistible. Así es que el que lea el precepto y se decida á seguirle
dirá en el fondo de su conciencia: yo amo y quiero amar á la humanidad y
comprendida en la humanidad á la patria, y comprendida en la patria á mi
familia, y comprendida en mi familia á mi persona. Con lo cual es
indudable que todo irá comprendido en el amor de la humanidad como en
superior predicamento: pero sucederá que mientras más alto y comprensivo
sea el término en esta escala de lo amable, más vacío estará de razones
y motivos para ser amado, ya que cada uno de los atributos que
constituyen las diferencias es en lo amable una razón y un motivo más
para que lo amemos.

Amaremos á la humanidad por mil razones; pero dentro de la humanidad
está la patria, para cuyo amor hay, sobre las mil, quinientas razones
más; y dentro de la patria, la familia, con otras nuevas quinientas
razones, lo menos, y dentro de la familia, uno mismo, con todas las
razones que hay para amar á la humanidad, á la patria y á la familia, y
además con nuevas razones, fundadas en aquellos predicados ó atributos
que me diferencian, distinguen y determinan dentro de la humanidad, de
la patria y de la familia. Resulta, pues, que el altruísmo es falso, que
no se da dialécticamente, que sólo puede amarse uno á sí mismo sobre
todas las cosas, como no sea á Dios á quien ame. En mi sentir, uno puede
amar más que á sí mismo, no sólo á Dios, sino á todas sus criaturas,
cuando las ama por amor de Dios; pero sin este amor de Dios, uno se ama
á sí mismo más que á nadie.

Entiéndase que hablo, según dialéctica: con fundamento racional. Yo no
niego que el ateo teórico ó práctico, el ateo que niega á Dios ó que le
arrincona y neutraliza, arda en caridad, que él llama altruísmo, pero
sostengo que entonces, con inconsecuencia dichosa y bella, ama á los
demás séres por amor de Dios, sin saberlo, y negando á Dios, y no viendo
el lazo misterioso que le une con los demás séres, y que es Dios y no
puede ser sino Dios.

En este caso, la efusión generosa del amor, que se sobrepone al egoísmo,
provendrá de cierta inclinación sublime, de cierto ímpetu instintivo, de
cierto ciego impulso del alma que nos lance á la devoción, al
sacrificio, á buscar el bien de los demás, aun á costa del propio bien:
pero un sistema tan sabio como el de Augusto Comte no debe ni puede
fundarse en esto. Además, si el altruísmo fuese instintivo y congénito,
no sería educable ó asequible por educación. ¿Cómo íbamos á convertir en
altruísta al que fuese egoísta _a nativitate_?

Y si se me dice que las ciencias sociales y políticas, exactas y
naturales, van á ordenar tan lindamente las cosas que acaben por hacer
de suerte que el interés bien entendido esté en ser altruísta, porque el
bien general vendrá á ser el mayor bien singular mío, y todo crimen,
todo delito, toda infracción de la ley moral, no será sino un error, una
mala inteligencia de mis propios intereses, una locura, en suma, diré
que no me parece muy probable que las ciencias lleguen á conseguir
tanto; pero que, si á tanto llegasen, no llegarían al altruísmo
verdadero, sino á que el egoísmo bien entendido produjese los mismos
efectos que el altruísmo más puro. Entonces, allá en la profundidad de
cada conciencia, en las intenciones, habría devoción y caridad, ó
sórdido interés y bellaquería; pero en toda acción ejecutada, no habría
sino necedad ó discreción, cordura ó locura. Los hombres, en la vida
práctica, no serían buenos ó malos, sino tontos ó discretos, cuerdos ó
locos.

Ya ve usted que yo vengo á parar á una conclusión contraria á la de
usted. Quita usted á Dios como base de la moral, y yo concluyo, por
todos los caminos que tomo, por no hallar moral sin el concepto de Dios,
que le sirva de base. Y no por los premios y castigos con que la moral
se sanciona, lo cual es un sofisma de todos los ateístas al uso, sino
porque Dios es el objeto y el fin y la razón del amor, cuando el amor no
hace que nos amemos sobre todas las cosas. Dios es el centro de todo
bien, el foco de la caridad, la luz y el fuego, que enciende é ilumina
los corazones. Si usted le apaga nos quedamos fríos y á oscuras.

Yo me encanto de leer la purísima moral que usted predica, y que no es
otra moral sino la cristiana; pero como usted me quita á Dios y me apaga
su luz, me entran ganas de decir á usted lo que le dijeron al mono que
enseñaba la linterna mágica con la luz apagada:

    ¿De qué sirve tu charla sempiterna,
    si tienes apagada la linterna?

No, Sr. Lagarrigue, un creyente en Dios, que hace obras de virtud, no
debe hacerlas por el egoísta interés de ganar el cielo, ni debe
abstenerse del pecado para que no le echen á freir en las calderas de
Pedro Botero, sino que debe decir á Dios:

    Aunque no hubiera cielo yo te amara
    y aunque no hubiera infierno te temiera,

y ser bueno por amor suyo, ó sea por amor del bien, no abstracto, sino
vivo y personificado en Dios. Porque ¿dónde ha visto usted que nadie se
enamore de abstracciones ó de generalidades sin sustancia?

Yo soy más positivista que usted y que Augusto Comte, en el recto
sentido de la palabra, y no me cabe en la cabeza que nadie ame lo ideal,
sino como manifestación y apariencia, imagen ó trasunto de una realidad
soberana, ni puedo convertir el nombre genérico que se da al conjunto de
todos los hombres, y que es un concepto lógico vacío, en ser individuo,
objeto de mi amor, á quien unas veces llame yo _Humanidad_, otras _Ente
Supremo_, y otras _Virgen Madre_.

Todavía comprendo yo, aunque no aplauda, que me niegue usted al real
Ente Supremo y á la Virgen Madre, real y efectiva, á quien llaman los
católicos María Santísima; pero lo que ya no se puede aguantar es que á
la gran multitud de negros, chinos, europeos, hotentotes, cafres,
indios, etc., me los sume usted bajo el denominador común de hombres y
luego me convierta en Dios y en Virgen Madre esta suma.

Enójese usted ó no conmigo, he de decirle la verdad. Me aflige ver que
un entendimiento tan delicado y alto como el de usted, un juicio tan
sano y un corazón tan recto y amoroso, se trastornen y echen á perder
por esta pícara manía que nos entró, hace siglos, á casi todos los
españoles de nación, ó casta y lengua, de seguir las modas de París. Yo
confieso y declaro, sin envidia, si bien con algún estímulo de
emulación, que en París todo se hace mejor y con más arte y gracia,
desde la cocina y los trajes hasta los libros, pero elijamos, al menos,
lo mejor con atento y atinado criterio, ya que no inventemos y hagamos
algo original, no menos divertido, y no tan disparatado.

De todos modos, el positivismo, tal como viene expuesto por usted en la
_Circular_, con superior elocuencia de lenguaje que la de Augusto Comte,
y con más poesía y entusiasmo que los de Emilio Littré, debe examinarse
y refutarse hasta donde en cartas brevísimas sea posible.


II.

No comprendo que ningún optimista sea ateo, y menos comprendo aún que lo
sea usted, que es el más optimista de cuantos optimistas he conocido.

Aunque yo no aplauda, me explico al pesimista tétrico que no acierta á
conciliar la bondad y el poder infinitos de Dios con el mal moral y
físico que hay en el mundo, y niega á Dios, prefiriendo la negación á la
blasfemia; pero, si el mal es transitorio y ha de venir al cabo á
resolverse en bien, resulta la plena justificación de Dios y el cumplido
acuerdo de su bondad y de su poder infinitos con la perfección y
excelencia de su obra, la cual aparece sin mancha, en la plenitud del
tiempo, así en cada singular criatura, como en el conjunto ó totalidad
de la creación entera.

A mi ver, usted hace el más elocuente discurso que puede hacerse contra
los ateístas al sostener (no diré al probar) que todo está
_divinamente_; que cuanto existe va caminando á un fin dichoso, y que
esta escena del Universo y este drama de la Historia terminarán en el
más alegre desenlace, en una fiesta espléndida y en un perenne regocijo.

¿Por qué hemos de excluir de esta fiesta á Dios, que es, á lo que
entiendo, quien nos la prepara? Paso porque excluyamos de la fiesta al
diablo, contra cuya voluntad y propósito se celebra; pero á Dios... me
parece una ingratitud y una grosería.

Y, sin embargo, hasta sobre lo de excluir al diablo hay no poco que
decir. Discurramos, no metiéndonos en muchas honduras, sino como pudiera
discurrir un racionalista de medianos alcances.

Tal vez, diremos entonces, allá en el horror de la caída del Imperio
romano y de la civilización antigua, y durante la ulterior tenebrosa
barbarie que duró hasta el Renacimiento, hubo de corroborarse el dogma
de las penas eternas; pero este dogma repugna á los hombres de nuestro
siglo por oponerse, á lo que ellos imaginan, á la bondad del Altísimo, á
quien convierte en tirano, enemigo de indultos y amnistías. ¿Quién sabe
si, por esto, los más ilustres Padres de la Iglesia griega, y muy
especialmente San Clemente de Alejandría, Orígenes y ambos Gregorios, de
Nacianzo y de Nyssa, dejándose arrebatar por las sublimes esperanzas que
había infundido en sus espíritus el cristianismo, concibieron la fin del
mundo según el gusto de ahora, creyendo que todo se resolvería en bien y
que hasta el diablo habría de reconciliarse con Dios y ser perdonado?
¿Cómo excluirle de la magnificencia y pompa de la fiesta final y del
júbilo perdurable? ¿Cómo no hacer que tenga término el dualismo, que la
redención se complete, y que haya bienaventuranza para todos, ora la
obtengan unos más tarde y otros más temprano?

Sea de ello lo que sea, no cabe duda en que, así en la teología de toda
religión revelada, como en la teología natural, fundada sólo en humano y
racional discurso, es gran prueba de la existencia de Dios y hábil
refutación de los más válidos argumentos de los que la niegan el afirmar
la bondad infinita de la Providencia soberana y omnipotente.

Para llegar al error, lo mismo que para llegar á la verdad, hay cierto
encadenamiento dialéctico. Cuando siguiéndolo, se llega por él á la
verdad, la verdad brilla más clara. Cuando se va por él hasta el error,
el sofisma se disimula, y el error tiene visos y vislumbres de razón y
de ciencia. Y, por el contrario, el error anti-dialéctico, parece aún
más disparatado, si cabe.

Aplicado esto al ateísmo, se ve que el pesimista tiene fundamento
racional en su extravío. Si todo está mal, si el hombre está condenado
al infortunio, y si el Universo es un infierno y guerra perpétua la
vida, preferible es negar á Dios á abominar de él. Pero si está bien
todo, si nada puede estar mejor de lo que está, el ateísmo no se
concibe.

Para mí es de toda evidencia que, así en el fondo de mi alma, como en el
fondo del alma de todo prójimo mío, dado que como usted, crea en la
felicidad, y dado que espere salvación, redención, buen éxito en
cualquiera cosa, está el convencimiento profundo de que ni él, ni
ningún semejante suyo, ni toda la suma de sus semejantes, basta á
salvarle, á redimirle, á hacer su ventura, y á ordenar las cosas todas
según un plan indefectible y diestramente trazado á fin de que vengan á
parar en general bienaventuranza y en colmo de bienes. Tiene, pues, que
suponer un sér inteligente y mil y mil veces más poderoso que él y que
todos los hombres habidos y por haber en lo futuro, á quien deba tantos
beneficios.

De esta consideración, harto fácil de hacer, nace que yo juzgue muy
desatinado el ateísmo optimista y que no me inspire temor; que resulte
chistoso, por implicar de parte del ateo el más extremado alarde de
pueril vanidad, y que provoque á risa.

De la que á mí me cause espero yo que usted no se enoje. No recae en la
persona, sino en la doctrina, que tantos y tantos filósofos y pensadores
comparten hoy con usted, porque está de moda el ateísmo.

Entienden estos sujetos, que se jactan de ilustrados y progresistas, que
Dios entra en el número de los obstáculos tradicionales, supersticiones
y abusos, que todo buen liberal debe suprimir; que Dios es contrario á
la ciencia, que Dios es contrario al progreso, y que, pasada ya la edad
de la fe, y viviendo, como vivimos, en la edad de la razón, es menester
quitar á Dios del medio, como quien quita un estorbo. Así pensaba en
Europa Augusto Comte, así piensa la gran mayoría de sus discípulos, y
así piensan y predican, usted en Chile, en Méjico D. Jesús Ceballos
Dosamantes, á quien he escrito ya varias cartas, y en los Estados Unidos
el coronel Roberto Ingersoll, de quien, por ser americano como usted y
en Europa poco conocido, he de hablar con extensión en estas nuevas
cartas que la _Circular_ de usted me inspira.

Para evitar logomaquias conviene distinguir bien á Dios en sí del
concepto ó idea que de Dios nos formamos, por más que sólo le conocemos
por este concepto ó idea, á la cual, univocándola con Dios, llamamos
Dios.

Debemos decir con el místico alemán Novalis: «Lo que se dice de Dios no
me satisface, la _sobredivinidad_ es mi luz y mi vida.» Esto es, que el
verdadero Dios está muy por cima del concepto que yo de Dios me formo. Y
si Dios está hoy muy por cima del concepto que de él me formo, ¿cuánto
más no lo estaría del concepto que de él se formaban hasta los hombres
de mayor santidad y de mayor entendimiento hace diez, veinte ó treinta
siglos, en el seno de una sociedad bárbara y ruda, mucho menos moral,
más ignorante y más cruel mil veces que la de ahora?

Cierto ingenioso amigo mío, glosando á su modo la célebre frase de que
Dios está _in fieri_, en el llegar á ser, lo cual es indudable si se
aplica á nuestro humano, racional y limitado concepto de Dios, siempre
deficiente aunque va siempre creciendo, decía que Dios hoy le llevaba
mucha ventaja, pero que dentro de cierto número de años, sería él y
valdría él mucho más que Dios ahora. Ocurriría, no obstante, que Dios en
este tiempo habría ganado tanto que se le adelantaría mil veces más que
ahora se le adelanta, y así hasta lo infinito, por manera que jamás su
mente, ni ninguna otra mente humana, lograría alcanzar y comprender á
Dios.

Despojado esto de su aparato paradoxal, que le da trazas de blasfemia,
es afirmación juiciosa y hasta de mucha sustancia. Para el hombre que
vive en la sucesión de los tiempos, y que vive breve y trabajosa vida,
en el seno de las cosas finitas y caducas, no hay más forma de concebir
á Dios que prestándole cuantas cualidades hay en el hombre, elevadas por
la imaginación á infinita potencia. Si prescindimos, pues, del
fetichismo más irracional y grosero ó de un simbolismo anti-estético que
tal vez representa y adora las fuerzas naturales por medio de monstruos,
no hay religión ni teodicea ó filosofía de lo divino que no sea
antropomórfica. Sin duda por un esfuerzo de ingenio logramos abstraer de
este concepto de Dios la sustancia material y reducirle á puro espíritu;
pero este espíritu será siempre como el nuestro, magnificado y
sublimado, en cuanto vemos en él de mejor ó mejor nos parece.

De lo dicho se deduce que cuando la humanidad, en un período de
civilización, ó el individuo, en un momento de su vida en que se ha
ilustrado y pulido algo más de lo que estaba, llega ó se figura que
llega á ponerse por cima del concepto que de Dios tenía, le deseche por
falso ó por incompleto. Entonces el que llega á tal situación de
espíritu hace una de estas tres cosas: ó forma de Dios otro concepto más
alto, ó venerando y respetando el concepto de Dios, que tuvo y que ha
desechado, prescinde ya de Dios en sí, porque le niega ó le supone
_incognoscible_, ó bien, no sólo niega á Dios, sino que se vuelve
furioso contra todo concepto que de él ha formado hasta su tiempo la
mente humana, en su marcha progresiva, á través de varias evoluciones.

Esto último es lo más absurdo. Podemos llamarlo antiteísmo ó enemistad á
Dios. D. Jesús Ceballos Dosamantes y el coronel Roberto Ingarsoll son de
estos enemigos en el Nuevo Mundo. En este viejo mundo hay tantos, que
llenaría yo pliegos enteros con sólo citar nombres de los más famosos.

Por dicha, usted no pertenece á esta clase, sino á la clase de los que
siguen el segundo camino. En esta clase hay mil grados y matices, pero,
en fin, casi todos los que á ella pertenecen tienen el buen tino y mejor
gusto de reverenciar las antiguas creencias religiosas, aun
desechándolas ya. En ellas ven, en cada momento histórico, en cada
evolución, la más fecunda causa de progreso y de mejora. El supremo sér
que imaginó el creyente fué, según ellos, el más alto ideal del hombre
mismo objetivado, ó digase _exteriorizado_, para servirle de guía y de
modelo.

Augusto Comte, Littré y usted son así; pero usted de modo más terminante
y claro supera y vence á sus maestros en esta veneración de Dios en la
historia. Para usted no hay hombre que valga lo que San Pablo después de
Cristo y después de Augusto Comte. San Pablo para usted hubiera sido el
Apóstol de las gentes en el positivismo si hubiera nacido ahora, y el
más ferviente deseo que usted muestra es el de que le salga ó le salte á
Augusto Comte su respectivo San Pablo.

El respeto de usted hacia lo pasado, la equidad de usted, el imparcial
criterio con que usted practica la máxima de _distingue los tiempos y
concordarás los derechos_, son tales que, después de San Pablo, no hay
hombre á quien usted ensalce más (y yo le aplaudo y me adhiero á las
alabanzas) que á nuestro admirable San Ignacio de Loyola.

En todo esto, usted es fiel á Augusto Comte y á Emilio Littré; pero
usted es más claro, más franco y más explícito. Caro, cuando nos pinta
el estado del alma de Littré, después de haber negado, añade; «La
filosofía positiva vino á calmar todas las fluctuaciones de su espíritu,
fijando su nuevo punto de vista, que es tratar las teologías como un
producto histórico de la evolución humana, y convencernos de lo
_relativo_ de nuestro entendimiento, y no afirmar ni negar nada en
presencia de un inmenso _incognoscible_.» En nombre de la evolución
histórica, se reserva Littré el derecho de no ser «el menospreciador
absoluto del cristianismo y de reconocer sus grandezas y sus
beneficios.» Littré va más allá: Littré confiesa que «no siente ninguna
repugnancia á prestar oído á las cosas antiguas que le hablan en secreto
y le echan en cara el que las abandone».

En esta situación de ánimo está usted lo mismo que Littré. Ambos piensan
ustedes que hay incompatibilidad entre toda teología y el moderno
concepto del mundo; pero ambos ven que las religiones entran en el
tejido íntimo de la historia del desenvolvimiento humano, y así, al
alabar este desenvolvimiento y la civilización á que nos ha traído,
alaban las religiones que han creado é informado dicha civilización.

Y sin embargo, ambos niegan ustedes toda religión, si bien la niegan, no
porque quieren, sino porque suponen que no pueden menos de negarla.
Parodiando á Pío IX, dicen ustedes: _Non possumus._

Tenemos, pues, á ustedes ateos, imaginando que lo son á pesar suyo,
porque en el concepto del Dios de los creyentes no cabe el concepto que,
según la ciencia, tienen ustedes ó presumen tener de las cosas todas.

El conflicto entre la razón y la fe, entre la religión y la ciencia, se
diría que es la causa de todo. No parece sino que es ahora nuevo y
recién nacido este conflicto, cuando en realidad, y entendido, no del
modo burdo que le entienden Draper, Büchner y otros materialistas, sino
por estilo sublime, es conflicto que existe desde que hubo hombre que se
puso á filosofar. Elevado este conflicto á su mayor altura, es raíz de
lo que llaman los místicos _contemplación negativa_, por la cual negamos
á Dios todo lo que por afirmación le atribuímos: destruímos el concepto
de Dios que por afirmación nos hemos formado. Y así, copiando aquí las
palabras del iluminado y extático padre fray Miguel de la Fuente, diré
«que Dios no es sustancia, porque es más que sustancia; ni es sér,
porque excede infinitamente á todo sér, ni es bondad, porque es mucho
más que toda bondad; y que Dios, en su sér esencial, no es grande, ni
hermoso, ni sabio, ni poderoso, como nosotros le conocemos y le
entendemos, porque es de otra muy diferente manera, la cual no la pueden
comprender ni alcanzar todos los entendimientos juntos de hombres y de
ángeles.»--«De aquí que cuanto lo supremo de nuestra alma puede entender
y pensar de Dios, no es Dios.» Muchos santos llaman á este altísimo
conocimiento de Dios ignorancia pura, tinieblas de luz inaccesible y
falta absoluta de proporción entre nuestra mente y el sér de Dios, por
lo cual, quien aspire á conocerle ha de cerrar los ojos.

Augusto Comte, Littré y usted los cierran sin duda, pero de muy
distinta manera, y así se quedan sin el concepto de Dios por afirmación
y sin el más puro conocimiento de Dios que nace de la contemplación
negativa.

Y como conservan ustedes la aspiración y el sentimiento religiosos, ya
sin objeto adecuado y condigno, inventan y procuran difundir la nueva
religión atea de la humanidad y de su progreso.


III.

La moral que predica usted en su _Circular religiosa_ es, á mi ver, la
más pura moral cristiana, así en lo que es de precepto, cuya omisión ó
infracción es pecado, como en lo sublime, que puede llamarse de
exhortación y consejo, á donde no pueden llegar todos y que se pone como
término de la aspiración virtuosa. Usted convida á sus prójimos al
desinterés, á la devoción, al sacrificio. No hay virtud cristiana
cardinal que usted no recomiende é inculque. La prudencia, la justicia,
la paciencia, la generosidad, la longanimidad para perdonar las
injurias, la fidelidad en amistades y en amores, y hasta la castidad y
la continencia virgíneas. ¿Qué he de decir yo á esto sino que está muy
bien? ¡Ojalá que fuésemos todos tan buenos como usted quiere, que ya
andarían las cosas mejor y la tierra sería un trasunto ó antesala del
Paraíso!

La diferencia, con todo, entre la moral cristiana y la moral de usted y
de los positivistas, no está en los preceptos y consejos, sino en la
base en que éstos se fundan. La moral cristiana tiene base sólida y
bastante para sostener todo el edificio. La moral de usted está en el
aire, ó al menos fundada sobre terreno movedizo, inseguro é
insuficiente. Usted, como Littré, funda la moral en razones empíricas y
mezquinas. Esto en cuanto al principio. En cuanto al fin, yo hallo que
ustedes los positivistas degradan y malean la moral sometiéndola á lo
útil, aunque sea lo útil colectivo, y buscándole un fin práctico fuera
de ella misma.

Para mí, cuando están bien entendidos los términos, no hay discusión que
valga contra la sentencia que dice: «El arte por el arte.» Y lo que digo
en estética lo digo con más razón en moral. Yo no subordino lo bello á
lo bueno, ¿cómo he de subordinar lo bueno á lo útil? Si lo subordinase,
el fin justificaría los medios. La moralidad de cada acción se mediría
por el provecho que sacásemos ó que supiésemos que de ella íbamos á
sacar para muchas personas, ó para todas las que componen la nación ó
para todas las que componen el linaje humano. Esto sería muy peligroso y
nos llevaría, con pretexto ó motivo de hacer el bien, á incurrir en mil
faltas y delitos, convirtiéndonos, con desmedida soberbia, en delegados
y ejecutores de la Providencia ó del Destino.

La Providencia, y para los que en ella no creen, el Destino inflexible,
es quien convierte el mal en bien, y no nosotros. Identificando lo bueno
y lo útil vendríamos á justificar mil actos horribles que no sería
difícil probar que tuvieron dichosísimos resultados. Tal tirano hizo que
triunfase en su país la unidad nacional, ejecutando infinitas
barbaridades: tales bandidos fundaron la libertad y la independencia de
su pueblo, y aun extremando el argumento, bien se podría sostener que
Caifás y Poncio Pilatos son dignos de gratitud y de encomio, ya que
concurrieron como el que más, á la Redención, haciendo que crucificasen
á Cristo. Filósofos modernos y exegetas hay, como Bruno Bauer y otros,
que han hecho, siguiendo este modo de argumentar, la más brillante
apología de Judas Iscariote.

En cambio, cuando la moral pone en ella misma su fin, y no convierte en
instrumento providencial consciente á cada individuo, la máxima del fin
justifica los medios queda condenada y aparece en su lugar la hermosa
máxima que dice: _fiat justitia et ruat cœlum_.

No vale la distinción entre el egoísmo y el altruísmo. No es para
nosotros la utilidad más ó menos general la medida de la moralidad de
las acciones. El hombre bueno ó justo hace lo que debe, suceda lo que
suceda, aunque el universo se hunda.

Para el que tiene fe todo es sencillo y no hay conflicto posible.
Cualquier acto suyo es el cumplimiento de un mandato del cielo. Acaso
no prevé su utilidad; pero en un sentido elevado, en el plan divino del
conjunto de las cosas y de los sucesos, su acto será útil, si bien él le
hace, no porque va á ser útil, sino porque hay una ley que se le
prescribe.

Cuando en ocasiones, ó ya en la vida real, ó ya en dramas y novelas,
vemos alguna virtud muy calamitosa, y sentimos cierto deseo de que el
héroe ó la heroína de la historia afloje un poquito en virtud que tantos
infortunios acarrea, es porque estamos relajados, es porque no damos
grande importancia al precepto moral, con cuya infracción se evitarían
por lo pronto las calamidades.

No hace mucho tiempo asistí yo á la representación de un drama francés,
cuya heroína es una comedianta.

No es _La Tosca_; es otro nombre italiano de otra _prima donna_, del
cual, por más que hago, no logro ahora acordarme. Pero el nombre importa
poco. Lo que importa es el caso, y el caso es que la comedianta es tan
severa y tan púdica que de resultas unos se suicidan, otros se matan en
desafío, otros son perseguidos por no sé qué tirano, y otros se mueren
de hambre y de miseria. Si la comedianta, en vez de ser tan cogotuda,
hubiese sido, como hablando de la feroz Lucrecia dice Lope en cierto
famoso soneto,

.....más blanda y menos necia,

se hubieran ahorrado todos aquellos trabajos y desazones.

Pero claro está que esta idea de mirar la virtud como perjuicio y
estorbo, ocurre porque la virtud es falsa, porque en el drama ó en el
caso real se nota _sensiblería_ de mal gusto que excita á tan grotesca
broma.

Cuentan que el infante D. Alfonso de Portugal disgustadísimo con que
Amadís, por ser tan fiel á Oriana, tuviese tan desesperada á la princesa
Briolanja, enamorada de él, hizo que el autor portugués de un nuevo
Amadís, ablandase el corazón de este héroe y le moviese á ser
caritativamente infiel, por donde se salvó la vida de aquella augusta y
hermosa señora, y aun se dió vida á dos principillos gemelos, con ligero
menoscabo de la gentil Oriana. Pero luego Garci-Ordóñez de Montalvo
volvió á poner la verdad en su punto, y convirtió á Amadís á su
inmaculada fidelidad primitiva, sin la cual no hubiera acabado jamás la
aventura de la Insula Firme, pasando por debajo del arco de los leales
amadores, porque la estatua encantada le hubiera derribado con el
espantoso son de su trompeta, en vez de celebrar su honestidad y su
triunfo con una clarinada melodiosa y apacible.

Más patente se ve aún el peligro de subordinar lo bueno á lo útil, ó de
identificar ambas calidades, en el cuento de Voltaire, titulado
«Cosi-Santa», linda dama de Hipona, cuya fidelidad conyugal dió ocasión
á crímenes y desventuras, y que luego, con ser tres veces infiel y con
tres distintos galanes, salvó la vida de su marido, de su hermano y de
su hijo. Por donde supone Voltaire que Cosi-Santa murió en olor de
santidad y hasta que la canonizaron y pusieron en su sepulcro:

    Chico mal y mucho bien.

Y tal vez el infante D. Alfonso de Portugal y Voltaire y otros muchos
sujetos así, de manga ancha, tendrían razón, si lo útil y lo bueno se
confundiesen: si no hubiese, por cima y con plena independencia de toda
utilidad, el deber, el decoro y la honra; si no resonase con imperio en
el fondo de nuestra alma aquel mandato que tan bien expresa Juvenal, aun
siendo gentil, estigmatizando al que consiente en

.....vítam preferre pudori
    Et propter vitam vivendi perdere causas.

Lo singular es que Littré, en el escrito titulado _Origen de la idea de
justicia_, conviene en la distinción entre lo bueno y justo y lo útil.
Dice que los que confunden lo útil con lo justo «causan detrimento al
rigor de las nociones y á la claridad de las cosas.» Y confiesa también
Littré que la inmoralidad inspira aversión; que es espontáneamente
odiada y despreciada, aunque no cause ningún perjuicio. Después añade:
«Cuando obedecemos á la justicia, obedecemos á convicciones muy
semejantes á las que nos impone la vista de la verdad. De ambos lados
es mandato el asentimiento: ya el mandato se llame demostración, ya se
llame deber.»

Tenemos, pues, que el deber no nace empíricamente y por experiencia,
sino que se impone con imperio y graba sus irrevocables preceptos en la
conciencia por buril penetrante y con indeleble escritura.

Imposible parece que, después de esta afirmación de lo absoluto, de lo
imperativo y de lo independiente y superior á lo útil que es lo justo,
venga Littré á fundar la idea de la justicia y de toda moral en la
concordancia ó equilibrio de dos impulsos, del egoísmo y del altruísmo.
Y más insuficiente, ruín y frágil aparece aún el fundamento de Littré
cuando añade que dicho egoísmo y dicho altruísmo proceden de dos
necesidades del hombre: la de alimentarse y la de propagar la especie.

Aunque me tilden de criticón y descontentadizo, ¿cómo no he de reirme y
burlarme de estos descubrimientos de la ciencia novísima, ciencia de
experiencia, de observación, que no da brincos, que va con pies de plomo
y con el método más severo, y que después de mucho afanar, se descuelga
con semejantes antiguallas, olvidadas ya de puro sabidas?

¿Quién ha de negar que dos cosas mueven al hombre, según afirma
Aristóteles, chistosamente citado por el famoso Juan Ruiz, arcipreste de
Hita; _mantenencia y ayuntamiento con fembra_? Es verdad que el deseo
de mantenerse y el de propagarse son los dos móviles primeros de todo
sér con vida; de

    Omes, aves, animalias, toda bestia de cueva.

como sigue explicando el bueno de arcipreste; pero es desatino poner en
el hambre y en la lujuria el origen de ideas, de sentimientos y de
pasiones de superior elevación.

Sin duda que el arcipreste no escasea merecidas alabanzas al amor,
encareciendo sus benéficos milagros: al hombre rudo le vuelve _sotil_,
al cobarde valiente, al perezoso listo, y al mudo _fablador lozano_;
pero si dejamos á un lado agudezas y discreciones ingeniosas, y
consideramos el asunto con juicio recto, jamás sacaremos del afán de
mantenencia y de ayuntamiento nada que nos distinga mucho de las
_animalias_ y de las _bestias de cueva_. Nuestro altruísmo se quedará en
raíz, en su embrión inicial y bestial, y no logrará elevarse sobre la
tierra, transfigurado gloriosamente en amor de la patria, en amor de la
humanidad toda, y hasta en amor de Dios, pues aunque para los
positivistas no haya Dios, los positivistas no pueden negar que el amor
de lo sobrenatural y divino se da en el alma humana, aunque carezca de
objeto.

El gorrión y el mico tienen más altruísmo inicial ó radical que nosotros
y, sin embargo, no salen místicos, ni patriotas, ni mártires, entre los
micos y entre los gorriones; y en punto á progreso y mejoras siguen
estacionarios.

Aun cuando concediésemos que el altruísmo no es más que el instinto
sexual trasformado en devoción, todavía no explica esto la idea de la
justicia. Al decir Littré que la justicia es el equilibrio entre el
altruísmo y el egoísmo, pone sin caer en cuenta algo que no es altruísmo
ni egoísmo: la causa de ese equilibrio, la virtud que tiene en su fiel
la balanza, la justicia misma, que es la moderadora de ambas tendencias,
en vez de nacer de ellas.

Otro no menos sofístico origen empírico de la justicia imagina Littré:
la idea de indemnización. Causamos un daño y es menester subsanarle, á
fin de que el perjudicado no cause otro mayor mal.

Para evitar que nadie se indemnice ó se vengue por su mano, se funda la
autoridad pública. Y el castigo, además de ser como venganza, es como
freno, es como escarmiento saludable.

Littré queda satisfecho con su explicación; pero yo creo que nada ha
explicado. Aun retrocediendo con la imaginación á siglos remotos y
sociedades bárbaras, todavía no es la justicia ni venganza, ni
indemnización, ni medio de conservar el orden por temor del castigo,
sino la virtud que regula y ejerce la indemnización, el castigo y aun la
venganza, á fin de que indemnización, venganza y castigo sean justos.

Vuelvo, después de lo dicho, á mi primera afirmación: la moral de usted
es muy buena, pero carece de base.

La moral no puede fundarse empíricamente; tiene que fundarse en una
metafísica ó en una teología, y sus maestros de usted, Comte y Littré,
arrojan del reino del espíritu á la teología y á la metafísica.

La teología fué primero. Por ella se empezó á educar la humanidad,
pasando sucesivamente por el fetichismo, el politeísmo y el monoteísmo.

De la teología, que se fundaba en autoridad, se pasó á la metafísica,
que quiso fundar en raciocinio el conocimiento de lo trascendental y
absoluto. Pero según los maestros de usted, pasó la metafísica como la
teología había pasado.

Para ellos, en la historia de la civilización hay tres grandes períodos:
el teológico, el metafísico y el positivo. Ahora estamos ya en el tercer
período. El rasgo esencial que le caracteriza es el extrañamiento de la
metafísica: su exclusión de la enciclopedia, de toda la ciencia, del
cuadro de los conocimientos humanos. Este cuadro se compone de
matemáticas, astronomía, física, química, biología y ciencia social.

Littré se desata en alabanzas de tan rara y fecunda invención de su
maestro, y la encuentra llena de armonía.

No ve ó no quiere ver una gravísima discordancia que lo invalida todo.
El método de la ciencia primera, de las matemáticas, es distinto del
método de las otras ciencias y hace de las matemáticas como órgano ó
instrumento que habilita á la mente humana para adquirir la verdad.

Las matemáticas parten de principios inconcusos y proceden por
deducción. Las otras ciencias parten de la observación de los hechos y
se elevan á las leyes generales. Resulta de aquí que para que la
observación y la experiencia sean fecundas y no erróneas, tenemos en las
matemáticas guía infalible, pero sólo en lo que se refiere á la
cantidad, al más y al menos. Y como por desgracia no hay matemáticas de
la calidad (sobre todo para los que niegan la metafísica), la
experiencia y la observación dan mezquinísimos ó erróneos resultados en
cuanto á la cantidad no se refiere.

Esta carencia de guía en lo que no es meramente cantidad se nota cada
vez más mientras más complicada va siendo la ciencia. En la astronomía
apenas se nota, porque apenas se emplea la astronomía sino en medir y en
pesar ó en evaluar masas, tamaños, fuerzas y movimientos. En física y en
química, ya la carencia de matemáticas de calidad se advierte bastante
más. En biología la dificultad crece, y por último en la ciencia social
(moral y política) llega la dificultad á su colmo.

Y sin embargo, á mi ver, el recto juicio, la elevación de miras y la
serena imparcialidad en la contemplación y estudio de los sucesos
humanos, se sobreponen en Comte, en Littré y en usted, á esa ciega
negación de la metafísica y hacen que, sin querer, empleen ustedes á
veces la mejor metafísica á par que la niegan, y que digan y sostengan
cosas que á mí me parecen razonables y justísimas, por más que no vea
yo, ni nadie, cómo las infieren sólo de la observación, de la
experiencia y de las matemáticas. Que hay un orden y un plan en la
historia cuya ley es el progreso; que Europa está predestinada y cumple
esta ley desde hace cerca de tres mil años; que las naciones que en la
antigüedad hicieron más por este progreso fueron Grecia y Roma; que en
los tiempos modernos ni los adelantos en las ciencias, ni la perfección
de las bellas artes, ni el brillo de la literatura, ni el desarrollo de
la industria se explicarían, como dice Littré, si se suprimiese uno solo
de los grandes órganos del espíritu de la humanidad: Italia, España,
Francia, Inglaterra y Alemania. Todo esto me parece muy atinado. Yo voy
casi hasta á dar la razón á Littré cuando afirma que los tres tiranos
más retrógrados, los que más se han opuesto á la ley del progreso, han
sido Juliano el Apóstata, Felipe II y Napoleón I.

Lo que me aflige y lo que me llevaría á perdonar á Juliano el Apóstata,
á Felipe II y á Napoleón I el haber sido tan retrógrados, es la idea de
usted de que el término de tanto progreso será convertir á la Santísima
Trinidad en Humanidad, Tierra y Espacio, tres personas, una de las
cuales, la Humanidad, es además la Virgen Madre á quien, según usted
asegura, hubiera adorado Fray Luis de Granada si hubiera vivido en
nuestros días.

Siento extenderme demasiado, pero yo deseo rebatir ciertas ideas de
usted y de sus dos maestros, y demostrar que con Santísima Trinidad por
el estilo y Virgen Madre tan rara, no son posibles moral, política y
ciencia social con lógicos y sólidos fundamentos.


IV.


Cuando alguien censura la prolijidad y el reposo con que voy estudiando
el folleto de usted, digo yo para disculparme que en él se tocan todas
las cuestiones y que su propósito es la renovación del mundo, convertido
en Edén luminoso, la paz perpétua, el _crecimiento harmónico de la
sociocracia universal_ y otras mil estupendas é inauditas felicidades.
El asunto merece, pues, que le consideremos con atención.

Todo ello y más ha de lograrse con una buena moral; la de usted es
excelente, y yo no niego que la moral es medio adecuado y eficaz para
llegar á donde nos proponemos.

En lo que no estoy conforme es en que la buena moral pueda existir sin
un fundamento metafísico ó religioso.

No veo la necesidad, ni siquiera la conveniencia de esa impiedad de que
usted hace alarde y que cuenta hoy con ilustres divulgadores y
apóstoles en todo el Nuevo Mundo.

No demuestra esto que las creencias se vayan perdiendo ahí, sino la
actividad intelectual y la libertad completa de conciencia y de palabra,
la cual da razón de sí, tanto en el aumento y prosperidad de la Iglesia
católica, que levanta en Nueva York y en otras grandes ciudades
catedrales espléndidas, como en el nacimiento de sectas cristianas
disidentes; como en la propagación de las más extrañas religiones, por
ejemplo la de Budha, que ya tiene en Boston sectarios y templo; como en
la predicación del ateísmo en todos sus grados.

El más singular, ingenioso y elocuente predicador del ateísmo en toda
América es, en mi sentir, el coronel Roberto Ingersoll. Hombre de no
escaso saber, de variadísima lectura, atento y enterado de cuanto se
piensa en Europa, se puede afirmar que es un positivista como usted.
Véase lo que dice de Augusto Comte.

«En el cerebro de este hombre grande despuntó la aurora del día dichoso
en que la humanidad será la única religión, el bien el único Dios, la
felicidad general el único propósito, la indemnización la única pena, el
error el único pecado, y el afecto, guiado por la inteligencia, el único
Salvador del mundo. Esta aurora enriqueció la pobreza de Augusto Comte,
iluminó las tinieblas de su vida, pobló su soledad con millones de seres
que han de nacer para la progresiva ventura, y llenó sus ojos de
tiernas lágrimas de satisfacción y de orgullo. La gloria de Napoleón se
disipará: sólo se recordarán sus crímenes: y Augusto Comte será
fervorosamente acatado y amado como bienhechor de la especie humana.»

A fin de llegar á esta meta en la carrera de nuestro progreso, á fin de
entrar en el Edén y gozar de todos los sazonados frutos del árbol de la
ciencia, importa arrojar á empellones al querubín de la superstición que
defiende la puerta, y arrancar de su diestra la espada de fuego.

Por esto Ingersoll es más enemigo que usted de la religión, y de Dios
sobre todo.

Para él, uno de los más benéficos sabios que hay ahora en la docta
Alemania, es Ernesto Hæckel, «no sólo porque ha demostrado las teorías
de Darwin, sino también la _monística_ concepción del mundo. Hæckel ha
demostrado que no hubo, ni hay, ni pudo haber Creador de cosa alguna.
Ingersoll celebra mucho también á Herberto Spencer, pero se le deja
atrás. Conviene con él en que toda ciencia nace de la observación de los
sentidos: pero no se limita al _agnosticismo_ de lo demás. Al poner lo
desconocido, lo tal vez para siempre _incognoscible_, se afirma en
cierto modo que existe ó que puede existir. Dios es, por lo menos, una
conjetura. Y si para la ciencia de nada sirve, Dios queda para que el
alma humana llegue á él por la fe y por el amor, y de él se valga para
fundar sociedad, leyes y preceptos morales.

Nótese cómo del _agnosticismo_ pudiéramos llegar á un sistema irracional
profundamente religioso. Al cabo Bonald, de Maistre y Donoso Cortés, no
llegaron de otra suerte á su empecatada y tiránica teocracia.

De aquí que Ingersoll no se contente con ser _agnóstico_. No dice que no
sabe de Dios, sino rotundamente niega que exista. Así lo va predicando
por escrito y con la palabra hablada.

Es Ingersoll alto y fuerte, hermoso de rostro, blanco y rubio, casi sin
barba, simpático y elocuentísimo. Da conferencias en teatros y en
grandes salones, ya á duro ya á dos duros la entrada, y la multitud
acude á oirle y le aplaude con entusiasmo. Sus discursos tienen todos
los tonos. Ya son tan floridos, líricos y abundantes como los de
Castelar, á pesar de la concisión de la lengua inglesa, ya patéticos y
tiernos, ya trágicos y terribles, ya chistosos y amenos hasta rayar en
la chocarrería. Su casa está en Washington donde vive elegantísimamente,
entre pinturas y lindos objetos de arte, pero de vez en cuando sale á
predicar, y ya predica en Filadelfia, ya en Nueva Orleans, ya en San
Francisco, ya en Chicago.

Sus conferencias corren impresas en lujosas ediciones, de que se venden
miles y miles de ejemplares.

Para el vulgo pobre se ha hecho en Chicago un Catecismo ó _Vademecum_,
titulado _Ingersolia, joyas del pensamiento_, donde está reunido lo más
sustancial y capital de este apóstol.

Coincide Ingersoll con usted en el profundo, y á mi ver, sincero amor á
la humanidad; pero se extrema más aún que usted en creer lo contrario de
lo que piensan los deístas y los católicos: en que ese amor á la
humanidad se funda en el amor de Dios. Para Ingersoll el amor de Dios se
opone al de la humanidad, y por eso le odia. Uno de sus argumentos es
decir que, si Dios se le llevase al cielo y él supiese allí que su
mujer, ó algún hijo suyo, ó algún amigo, mientras que Dios le daba á él
bienaventuranza, estaba atormentado en el infierno por toda una
eternidad y con atroces castigos, sería él un villano y un miserable si
no dijese á Dios: ó tráigame aquí también á los míos, y no me los
maltrate tan ferozmente, ó envíeme con ellos, que yo no quiero esta
infame gloria que me concede.

Harto se nota que tales argumentos podrán ir contra determinados dogmas
de ésta ó de aquella religión positiva, por los cuales dogmas volverán
los teólogos de la dicha religión; pero en nada quebrantan la firmeza
del alto concepto metafísico y racional que de Dios nos formamos.

Por lo demás, en la moral y en los arreglos, usted é Ingersoll
coinciden, salvo que en la _Circular_ no entra usted en tantos
pormenores como el yankee.

Su moral parte de la sentencia famosa _mens sana in corpore sano_.

De aquí que Ingersoll dé muchas reglas para la higiene y buena
alimentación. _Good cooking is the basis of civilization._ La buena
cocina, dice, es la base de la civilización. Así es que el Coronel
recomienda á todas las mujeres que aprendan á guisar y á todos los
maridos que den qué guisar en abundancia á sus mujeres. Sin esto no hay
rica sangre en las venas, ni pensamientos sublimes, ni valor, ni
paciencia, ni nobles impulsos. Todo proviene de buenos y suculentos
_beefsteaks_. Así es que Ingersoll quiere que un beefsteak se haga muy
bien: explica el modo de hacerle; y propone que se promulgue una ley
castigando como un crimen, con bastantes días de cárcel en negro
calabozo, al que ó á la que condimente un beefsteak malo, sobre todo
echando á perder un buen solomillo. En suma, el arte culinario es para
Ingersoll una de las bellas artes. Es como la música y la poesía, y
además da sér á la poesía y á la música.

Pero elevándose luego Ingersoll, no es menos sublime que usted en sus
moralidades.

La mujer no se puede quejar de los positivistas; todos la adoran, todos
la ponen por las nubes. Ninguno quiere, es cierto, que sea electora, ni
guerrera, ni diputada, ni ministra; pero es porque todos le dan más alta
misión y más hermoso empleo. La mujer será la diosa, la santa, la musa,
lo ideal, lo celeste. Cuando estemos en pleno positivismo, la mujer,
como dice usted, desplegará mayor virtud, alcanzará felicidad y gloria
sin iguales. «Fuente inagotable de los más puros afectos, ella será el
símbolo de la abnegación y de la ternura. En la más augusta de las
funciones, la de madre, creará fervientes servidores de la humanidad; en
su carácter de esposa, endulzará la existencia del hombre y le alentará
al cumplimiento de sus deberes; como hija, fortalecerá en el padre el
más altruísta de los sentimientos, la bondad. Para todas las condiciones
sociales será la mujer divina Providencia. Su santa imagen resplandecerá
en los altares, domésticos y públicos.»

Antes de que llegue el triunfo del positivismo, la mujer hará más que el
hombre para este triunfo. Usted así lo espera, y sobre todo de la mujer
española ó de casta española, ya que es de la casta ó patria de la
sublime Santa Teresa. Unas, las escritoras, guiarán á los hombres con
sus escritos. Otras, presidiendo el salón social, ejercerán influjo
intenso y saludable. «Coronadas de modestia, dulzura y pureza, reinarán
sobre los hombres, encaminándolos con persuasivas insinuaciones al
positivismo. Talentos perdidos, voluntades inertes, recibirán de ellas
luz y vida. A cuantos las conozcan alcanzará su radiante inspiración. Y
muchos seres decaidos, que veían ya cerrada la senda de una digna
existencia, emprenderán, regenerados del todo y sin mirar hacia atrás,
una fructuosa carrera de servidores del linaje humano. Esas santas
mujeres serán, ciertamente, madres espirituales de innumerables hombres,
hechos de nuevo con su bendito influjo. Completamente desinteresadas en
su celo religioso, gozarán de altruísta satisfacción al ver cómo
aumentan los buenos obreros, crece la buena doctrina y la sociedad se
reconstituye sobre bases inconmovibles.»

Ingersoll no es menos entusiasta que usted de las mujeres. «Los hombres,
dice, son encinas, las mujeres vides y los niños flores; y, si hay
cielo, la familia es el cielo. El cielo está donde la mujer ama á su
marido y el marido ama á su mujer y los redonditos brazos (_dimpled_,
con hoyuelos) de los niños enlazan el cuello de ambos.»

En el hogar está el templo, la bienaventuranza, la gloria del hombre, y
de este templo es la mujer divinidad y sacerdotisa á la vez. Sin este
templo, el mundo sería un horror, y los seres humanos bestias feroces.
Así da Ingersoll á la mujer no menos redentora, beatificante é
inspiradora misión que la que usted le atribuye. Para ello entra en
pormenores y hasta prescribe que la mujer se vista y se adorne mucho,
con aseo y de última moda. «Yo digo á toda muchacha y á toda mujer,
aunque la tela del vestido sea barata y ordinaria, que el vestido esté
cortado y hecho _in the fashion_. Gusto también de joyas. Alguien
censura como uso bárbaro el llevar muchos dijes; pero, á mi ver, el
llevarlos es la primera prueba que da la persona bárbara de que desea
civilizarse. El adorno está en nuestra condición natural, y tal deseo se
advierte por donde quiera y en todo. A veces imagino que este deseo,
sentido por la tierra, hizo brotar las flores, pintó las alas de
mariposas y libélulas, cuajó las perlas en las conchas, y dió á los
pájaros su plumaje y su canto. ¡Oh, mujeres solteras y casadas, si
queréis ser amadas, adornaos, y si queréis estar bien adornadas, sed
hermosas!»

Justo es confesar que el respeto, el amor y la delicada consideración á
la mujer en ningún país rayan más alto que en los Estados Unidos. Los
hombres, luchando allí con la naturaleza para domarla y hacerla útil á
nuestra especie, buscando ó creando la riqueza, y en otros negocios
prácticos, que son raíz de la poesía, pero no son la poesía, dejan y
casi prescriben que sean poéticas las mujeres. Ellas procuran cumplir la
prescripción, y con frecuencia la cumplen. Suelen ser bonitas y
gallardas. Con cierta libertad é independencia, que les dan el carácter
y la costumbre, en los ademanes, en la palabra y hasta en el andar,
tienen lozanía, majestad y brioso aunque honesto desenfado, como el de
Diana cazadora. El respeto de que todos los hombres las rodean, sin
piropearlas con impertinente grosería, cuando las ven solas, hace que
puedan ir solas sin que las vigile ó las _chaperone_ ninguna dueña. Y
sin pedantería, sino naturalmente, estudian mucho de ciencias, y de
literatura, y á veces hablan varias lenguas vivas, y no es raro que
sepan también latín y griego.

De aquí que esa misión civilizadora, beatificante é inspiradora de la
mujer, tal vez no se ve más clara, en parte alguna, que en los Estados
Unidos.

La hermana del actual presidente de aquella república, miss Rosa Isabel
Cleveland, notable escritora, ha querido cifrar y condensar, en el más
elocuente y sentido de sus Estudios, esta misión de la mujer. Estriba en
una virtud que miss Cleveland llama _fe altruísta_, y éste es también el
título de su Estudio.

Por dicha para todos nosotros, aunque sea desgracia para usted, para
Ingersoll, y aun para Comte y Littré, esta _fe altruísta_, ó dígase fe
en otro y no sólo en uno mismo, brota, según la hermana del presidente,
no de la negación de Dios, sino de la fe en Dios.

La mujer es más capaz de fe que el hombre, y esto la habilita para
ejercer una función social de la mayor trascendencia: descubrir la
aptitud del amigo, del hijo, del hermano, del amante ó del esposo,
revelar á él su propio valer, alentarle y entusiasmarle, y darle impulso
para que cumpla su vocación y su destino.

El prototipo y dechado de esta fe _altruísta_ le halla miss Cleveland en
Cadiyah, primera mujer de Mahoma, que descubrió cuánto valía Mahoma, y
le amó y le animó y le confortó cuando por los hombres todos era
desdeñado. El Profeta, victorioso ya y en toda su gloria, recordaba
siempre con lágrimas de amor á su Cadiyah, que murió anciana, y no se
consolaba de haberla perdido. Su hermosa y joven esposa, Ayesha, le
dijo, «¿Por qué no te consuelas? ¿No era ya anciana? ¿No te ha dado
Dios, en lugar suyo, otra mujer mejor?» El Profeta respondió entonces
con efusión de honrada gratitud. «No hubo nunca mujer mejor que ella.
Ella creyó en mí cuando los hombres me despreciaban.»

Yo encuentro este oficio muy propio de la mujer y creo que ella con
frecuencia le ha ejercido. Por cada Onfale, por cada Dalila, causa de
perdición de Hércules y de Sansones, ha habido siempre miles de Cadiyahs
para todos los Mahomas chicos y grandes.

El oficio, sin embargo, no he de negar yo que es para la mujer harto
peligroso. El primer peligro es el engaño en que puede caer la mujer,
creyendo descubrir la aptitud de sabio, de poeta, de héroe ó de santo;
en el hombre que tal vez la atrae y la fascina por otras aptitudes. Y es
el segundo peligro que, aun no equivocándose en el descubrimiento de la
buena aptitud, puede ocurrir que la mujer descubridora la halle en
hombre que sea, en todo lo demás, indigno, perverso é ingrato. Cadiyah
acertó en todo con su Mahoma; pero no acertó en todo, por ejemplo, Mad.
de Warens con su Rousseau. Sin ella Rousseau quizás no hubiera sido
nunca mucho más que lacayo; pero Rousseau, en lo tocante á gratitud,
siguió lacayo y se quedó á infinita distancia de Mahoma.

Pongo aquí esto como aviso y reparo para que las mujeres, cuando
_cadiyehen_, lo hagan con la debida circunspección; pero lejos de tirar
á la invalidación del discurso de Miss Cleveland, le aplaudo y acepto la
doctrina. Nada más útil y agradable que el _cadiyého_. Es verdad que
madres y hermanas pueden ser Cadiyahs; pero lo más común es que lo sean
las enamoradas. Por eso el _cadiyého_ está en íntima relación con el
_flirt_.

En el Maestro de ustedes, en el Mahoma de ustedes, en Augusto Comte, se
advierte la verdad de esto que digo. Su verdadera Cadiyah es la amiga;
es Clotilde de Vaux. Las otras dos mujeres son como _a-lateres_ y nada
más.

La una resucita en el recuerdo evocado por Clotilde: la otra es como
apéndice del afecto á Clotilde: Rosalía Boyer, madre del Maestro, y
Sofía Bliaux, su hija adoptiva.

Entusiasmado usted con esto, coincide con miss Cleveland en la
exaltación de la mujer y en su nobilísima misión de descubridora y
aguzadora de aptitudes. Elocuentísimo está usted en todo esto, y
quisiera yo citar mucho de lo que usted dice; pero aquí no cabe. Baste
con algo.

«Preciosa--dice usted--es la intervención de la mujer en las labores del
hombre. Dada su índole altruísta, ella es quien sabe despertar las más
santas emociones de donde sólo emanan acciones fecundas. En este sentido
idealizóla la antigüedad en las Musas, y la Edad Media en la Virgen
Madre, que resume á las Musas completamente purificadas. Pero cábele al
Dante la gloria insigne de haber cantado proféticamente en su
maravilloso poema la función normal de la mujer. Es su amada Beatriz
quien le salva de sus extravíos, quien disipa las dudas de su espíritu,
quien _enciela_ su alma.»

De esta suerte convierte usted á Dante en uno de los precursores del
positivismo.



ESPAÑA DESDE CHILE

(Á DON JORGE HUNEEUS GANA)


No puede usted figurarse, distinguido y generoso amigo, el susto que me
ha causado, sin quererlo ni preverlo.

Hace justamente tres años recibí una carta de usted pidiéndome noticias
sobre mi persona y escritos y sobre literatura española en general. Era
tan amable la carta, que, si bien yo no conocía á usted y apenas atiné
entonces á descifrar la firma, no quise dejar la carta sin contestación.
Tomé la pluma y contesté á todo correr lo que se me ocurrió en aquel
momento.

Yo no hago borrador de nada mío, y menos de cartas. Aunque hiciera
borrador no le guardaría.

En cuanto á las cartas que recibo, rompo las más. Sólo reservo las muy
interesantes. La de usted, sin lisonja, hubo de parecérmelo. Doy por
evidente que la reservé sin romperla.

Pero en el resultado final confieso que es idéntico que yo rasgue ó
guarde las cartas. Guardarlas equivale á echarlas en un caos, en un
abismo; tal es el desorden de mis papeles. Y cuando el cúmulo de ellos,
que en este abismo cae, rebosa, digámoslo así, ya en una mudanza, ya en
un viaje, ya sólo por obra y gracia de la limpieza ordinaria, la escoba
del criado, el fuego ó bien otro elemento destructor se los lleva ó los
consume.

No ha de extrañar usted ni atribuir á poco aprecio de parte mía el que
yo ignore si la carta de usted se destruyó ó está aún escondida entre
papeles míos. Cúlpese mi falta de orden, falta que lamento, pero de la
que nunca supe ni sabré enmendarme.

Apunto aquí todo esto para explicar con franqueza por que á poco sin
duda de recibir la carta de usted y de contestar á ella, tenía yo
completamente olvidadas la carta y la contestación. A los tres años
(perdónemelo usted) yo, dada mi condición natural, no podía recordar á
usted ni menos que le había escrito.

De aquí mi sorpresa y mi sobresalto cuando alguien que recibió, días
antes que yo, los _Estudios sobre España_, me dijo que su autor, un
chileno, publicaba en el citado libro cierta carta mía, donde le hablaba
yo de literatura y de literatos españoles.

¿Qué habré yo dicho, imaginando que mi carta no se daría al público con
mi firma, y tal vez en un momento de mal humor? Esta era la pregunta
que yo me hacía.

Luego que recibí los _Estudios sobre España_, busqué mi carta, la leí y
se me quitó un peso de encima. Se me figura que estuve juicioso. Nada de
censuras crueles contra nadie, y nada tampoco de encomios exagerados.
Sólo tuve y tengo que lamentar mi absurdo olvido (tan á escape y sin
pararme á pensar hube de escribir á usted) de no pocos nombres de
personas ilustres en la lista que yo le enviaba. Por lo mismo que le
tengo más presente y que en mi sentir vale más que los otros, no puse,
por ejemplo, entre los autores dramáticos á D. Manuel Tamayo y Baus. No
menté entre los poetas ni á Rubí, ni á Sánchez de Castro, ni á José
Alcalá Galiano, que es á mi ver de los mejores, y además sobrino mío. En
suma, omití nombres que por todos estilos eran más dignos de memoria
para mí y para todo el mundo que bastantes de los que cité.

Fuera de estos deplorables defectos, repito que mi carta me pareció
juiciosa. Su lectura me devolvió la tranquilidad.

Y no suponga usted que el haberla perdido implique algo de singular
doblez en mi carácter; que yo por modo de ser propio, celebre en público
y muerda en secreto. Nada más contrario á mi carácter. Lo que sucede es
que, en el día, hay en España una propensión general á incurrir en ese
vicio, contra el cual clamo yo siempre, pero del que temo dejarme
llevar como todos.

Y no es falsía endémica, no es perversidad colectiva de la que todos
estemos plagados; es que todos estamos muy abatidos y en el fondo del
alma nos juzgamos con harta severidad. De aquí la maledicencia, sin que
la cause la envidia ni otra pasión ruín. Y en cuanto al encomio público
disparatado, que comunmente se llama ahora _bombo_, es una inevitable
mala maña que hemos tomado. La llamo inevitable, porque son tales el
tono y el estilo que prevalecen, que toda alabanza moderada y razonable
suena como desdén y menosprecio.

Dicho esto, que debo yo decir aunque me haga pesado, voy á hablar de su
obra de usted. Consta de dos tomos (cerca de mil páginas entre los dos)
tan llenos de noticias sobre mi país, que no me explico cómo me escribió
usted pidiéndomelas cuando podía dármelas y cuando ahora en efecto me
las da.

Con vergüenza lo declaro: yo no he leído ni la quinta parte de los
autores contemporáneos españoles, cuyas obras usted examina: ni por el
nombre sólo conocía yo á la mitad de ellos. Se ve que usted ha hecho que
le envíen á Santiago de Chile, y que ha estudiado con amor, cuanto en
España se ha escrito y publicado en este siglo.

Joven usted de poco más de veinte años, entusiasta y fervoroso amante de
su patria, extiende este amor á la metrópoli, á la madre de su patria,
y se pinta y nos pinta una España vuelta á su más radiante esplendor,
ilustradísima, fecunda hoy como nunca en claros ingenios, en poetas,
sabios y artistas.

Líbreme Dios de denigrar á mi país. Líbreme Dios hasta de formar de él
pobre concepto. Pero no por modestia, sino por justicia, no quiero, ni
puedo, ni debo aceptar tanta alabanza, como la generosidad de usted y su
afecto filial nos prodigan. Si insisto en afirmar, como en mi primera
carta á usted afirmaba, que «en España se nota hoy cierto florecimiento
literario, y no se escribe poco», todavía hallo que, desde esta
afirmación mía hasta el triunfante panegírico de usted, media distancia
enorme. Por mi calidad de español me considero, pues, obligado á la más
profunda gratitud hacia usted, y por lo que usted dice de mí, á gratitud
aún más profunda; á mostrársela, y á declarar que rebajo nueve décimas
partes de mi ración de elogios, atribuyéndolos á bondad magnánima de
usted, y me doy por pagado y contento con la otra décima parte. No me es
lícito disponer del incienso que usted da á los demás escritores
españoles, pero me atrevo á aconsejarles que acepten sólo la mitad ó la
tercera parte, y consideren el resto como despilfarro que usted hace,
arrebatado por su cariñosa largueza.

Esto nos conviene hacer, agradeciéndolo todo. Pero ¿es buen medio de
agradecer, dirá usted, y si usted no lo dice no ha de faltar quien lo
diga, que los mismos encomiados echen en cara al autor los extravios de
crítica que presuponen sus encomios.

A esto respondo que no me queda otro recurso. Al libro de usted no puedo
responder con el silencio, ni puedo tampoco faltar á la sinceridad en lo
que responda. Por dicha, esos extravíos se justifican ó disculpan con
razones que honran á usted muchísimo. Nacen de su entusiasmo juvenil y
de su amor á los de su casta y lengua. Ya usted se corregirá en otros
libros que escriba, y será justiciero ó más sobrio de admiración.

Entretanto, aun exponiéndome á que digan los maldicientes que nosotros,
á pesar de ser casi antípodas, nos escribimos para piropearnos y nos
armamos de sendos turibulos eléctricos, á fin de que el incienso mutuo
trasponga el Atlántico y la cordillera de los Andes y nos adule las
narices, no quiero callarme ni dejar de sostener que me maravilla el
extraordinario saber y la abundantísima lectura que su libro de usted
demuestra.

Cuadro completo de la España política, social, científica, artística y
literaria, en el siglo presente, el libro está dividido en tres partes.
La primera: Estudios generales. La segunda: Estudios bibliográficos. Y
Estudios literarios, la tercera.

En los tres Estudios se advierte un espíritu de contradicción, exaltado
por _ese malhadado y pretencioso menosprecio_, que, como dice usted,
hay en Chile, aunque ya va de caída, contra todo lo español. Esto
convierte su libro de usted en defensa ó apología; esto disculpa, en
cierto modo, la exageración en las alabanzas.

He de confesar á usted también que en ellas advierto desproporción: á
saber, que con muchos es usted tan pródigo, que proporcionalmente es
corto con otros. En absoluto, á casi todos, en mi sentir, empezando por
mí, nos tasa usted en bastante más de lo que valemos.

Como es usted tan joven, y como nos declara con delicada modestia que su
libro no es libro, sino _notas y proyectos_ para escribir un libro, los
cuales _proyectos y notas_ saca prematuramente á luz, cediendo á los
ruegos de un amigo, mis observaciones no deben valer como censura. Si yo
las pongo es para que valgan, aunque sean en daño mío, cuando aparezca
esa otra obra más meditada y más completa que, según usted nos anuncia,
acaso pueda escribir algún día.

Dispénseme usted que insista, hasta con pesadez en mis reparos. Lo hago
por el interés que usted me inspira, y que no tiene que agradecerme, ya
que la apología de usted, si no pecase por desproporción ni por
exageración, nos lisonjearía más y nos sería mucho más útil.

Esa misma desproporción, que noto yo en sus juicios de usted, no nace de
parcialidad apasionada, sino de que usted ó bien conoce á unos autores
más y por eso los celebra más que á los que conoce menos, ó bien por
ser su obra un conjunto de estudios hace usted resaltar á los que son
objeto especial de cada estudio, y deja á los otros eclipsados ó en la
sombra. De aquí que Revilla, Bactrina y yo, salgamos mejor librados que
los otros, salgamos encomiados con exceso.

Fuera de esto, y cuando habla usted en general, muestra usted en sus
juicios la equidad y el tino más benévolos, sin que los ofusque ningún
espíritu de partido, del cual, por lo mismo que vive usted tan lejos, no
puede dejarse influir.

Así tienen, á mis ojos, tanta autoridad las sentencias de usted en
desagravio de los autores españoles, injustamente maltratados por
críticos españoles. Su voz de usted viene, desde el otro extremo del
mundo, á dar la razón á quien la tiene y á tildar de injustas, de
apasionadas y de falsas no pocas censuras.

Salvo algún levísimo error en los pormenores, disculpable en quien
escribe sobre cosas de aquí desde tan lejos, me parece usted
discretísimo y guiado por alto é imparcial criterio, cuando dice que «la
crítica estrecha y pequeña no se estila hoy sino cuando se quiere
rebajar, con el insuficiente apoyo de yerros aislados y de versos
sueltos, méritos verdaderos que por fortuna resisten siempre tan poco
elevados ataques.»

«Digan esto por mí, añade usted, las reputaciones de Zorrilla, Gil y
Zárate, Rubí, Escosura, Mesonero Romanos, duque de Rivas, Martínez de
la Rosa y otros, que tan gloriosamente han resistido las malignas
críticas de Villergas; las de Velarde, Ferrari, Cánovas y otros, que no
han sufrido ni sufrirán nada con los sermones apasionados de Clarín: las
de Echegaray, Cano y Sellés, que se abrillantan más cada día, á pesar de
las nimias observaciones de Cañete; y las de Menéndez Pelayo, marqués de
Valmar, marqués de Molins, conde de Cheste y otros más, para cuya justa
apreciación el público ilustrado desprecia las pueriles invectivas de
Venancio Gonzalez (Valbuena).»

No quiero ni puedo extenderme más sobre la primera y la tercera parte de
los _Estudios_ de usted.

Voy á decir algo sobre la parte segunda: sobre los curiosísimos
_Estudios bibliográficos_.

La idea de hacerlos, según usted mismo confiesa, se la sugirió á usted
Menéndez Pelayo; pero es justo asegurar que, atendido el modestísimo
título de _notas y proyectos_, la tal bibliografía es rica y no deja de
estar á veces bien razonada ó comentada. Es un catálogo de libros
franceses, italianos, ingleses, alemanes, hispano-americanos y yankees,
que tratan de España, y que pasan de cuatrocientos, aunque usted sólo
cita los que se han publicado desde 1808 hasta ahora.

Ya que su obra de usted sobre España no es definitiva y ya que usted
piensa mejorarla y completarla con el tiempo, usted me perdonará las
siguientes observaciones y excitaciones:

1.ª Que ponga en este catálogo orden que facilite buscar en él cualquier
libro: ya sea el orden por materias, ya alfabético por nombres de
autores, ya cronológico.

2.ª Que añada cuantos libros faltan ó sepa usted que faltan por citar, á
fin de que el catálogo sea completo en lo posible.

Y 3.ª Que distinga mejor las obras de cuya lectura resulte un concepto
bueno de España, aunque en parte se censuren muchas cosas de nuestro
país; las obras que tiran á desacreditarnos y son una franca y horrible
diatriba, como la del marqués de Custine, por ejemplo; y las obras más
comunes donde á vuelta de pomposas alabanzas á lo pintoresco del
paisaje, de los monumentos, de los trajes y de las costumbres, ya por
odio, ya por ignorancia y ligereza, ya por afán de referir hechos
portentosos y usos rarísimos, ya por el mal humor y la bilis que
nuestros guisos y nuestro aceite han infundido, no pocos viajantes
extranjeros han hecho de nosotros la más lastimosa caricatura. No he de
negar que haya algún fundamento. ¿Qué individuo ni qué colectividad no
ofrece lado que se preste á lo ridículo? Nosotros además hemos dado, si
no motivo, pretexto á que se abulte lo que hay de grotesco en nosotros,
abultándolo y ponderándolo con amor, y mirándolo como excelencias y
grandezas de nuestro sér egregio. Así el entusiasmo por el salero y los
discreteos rudos de Andalucía, por la desenvoltura de chulas y majas,
por los toros, por lo flamenco y por lo jitano, por los jaques,
contrabandistas y demás gente del bronce, y por otros primores, que
fuera de desear que nos entusiasmasen un poquito menos. Pero aun así,
nada de esto justifica muchos chistes acedos de Dumas y de Gautier, y
mil ofensivas invenciones de otros, entre los cuales descuella y
resplandece el inglés Jorge Borrow, autor de _La Biblia en España_,
libro por otra parte de los más amenos y disparatados que imaginarse
pueden.

No voy á defender aquí nuestro _romancero_, ni menos el _antiguo teatro
español_ y el espíritu que le informa. Esto me llevaría lejos y no hay
para qué dilucidarlo ahora. Sólo digo que no acepto las siguientes
expresiones de usted: «Víctor Hugo y el grande Alfredo de Musset, poetas
que tan bien estudiaron y tan bien supieron asimilarse el jugo sabroso
del antiguo romancero y del teatro clásico español.» Yo no veo en D.
Páez, en la marquesa de Amaegui, en Gaztibelza el de la carabina, en
Rui-Blas, en Hernani y en el viejo Silva, vigésimo nieto de Don Silvio,
cónsul de Roma, sino _fantoches_, personajes embadurnados con falso
_colorete local_, y por consiguiente _caricatos_.

En resolución, yo no he de negar que usted y yo discrepamos en bastantes
puntos. No se opone esto, sin embargo, á que yo aplauda el interesante
trabajo de usted, á que me admire de lo mucho que usted ha leído y
estudiado, á que celebre, como es justo, la facilidad, pureza y
elegancia de su estilo; á que convenga perfectamente con usted en ese
empeño en que todos los hombres de lengua ó raza española nos
confederemos intelectualmente y para ello nos conozcamos mejor; y, por
último, á que, sin aceptar las pródigas y bondadosas alabanzas con que
usted me honra, las agradezca con todo mi corazón, asegurándole que ya
no me olvidaré nunca de usted, ni del beneficio recibido, ni del alto
valer de su ingenio, del que espero frutos más sazonados y abundantes
para gloria de las letras españolas, en su general acepción.



VOCABULARIO RIOPLATENSE RAZONADO

(AL SEÑOR DON DANIEL GRANADA)


I


Muy señor mío: Con mucho placer he recibido y leído la interesante obra
de usted cuyo título va por epígrafe, y que acaba de publicarse en
Montevideo.

Me parece que á usted le sucede lo mismo que á mí en lo tocante á
pronosticar sobre el porvenir de la lengua castellana en esas regiones.
No vemos sino allá, dentro de muchos siglos, la posibilidad de que se
olvide ó se pierda por ahí dicha lengua, y salgan ustedes hablando
italiano, francés ó algún idioma nuevo, mezcla de todos.

Es verdad que el territorio rioplatense es inmenso y poco poblado aún.
Sólo la República Argentina comprende cerca de tres millones de
kilómetros cuadrados: mayor extensión que Francia, Alemania, Inglaterra
y España juntas. Y si añadimos las tierras del Uruguay y del Paraguay,
la grandeza territorial de lo que llamamos país rioplatense se presta á
contener y á alimentar en lo futuro centenares de millones de seres
humanos. A fin de que tanta tierra sea poblada y cultivada, la
inmigración entra ya y seguirá entrando por mucho. Cada año va la
inmigración en aumento.

Según los datos que me da Ernesto Van Bruyssel (_La Republique
Argentine_), en 1886 sólo á Buenos Aires llegaron cerca de 70.000
inmigrantes, y en 1887 más de 120.000. Si así continúa creciendo la
inmigración, donde predomina el elemento italiano, tal vez dentro de
diez ó doce años haya más gentes venidas de Italia que de origen
español, desde las fronteras de Bolivia hasta el extremo austral de la
Patagonia, y desde Buenos Aires y Montevideo hasta más allá de Mendoza.

En los quince años que van desde 1855 á 1870 ha entrado en la República
Argentina un millón de emigrados. Bien podemos, pues, calcular, no
haciendo sino duplicar el número en los años que quedan de siglo, que al
empezar el siglo XX habrá en la República Argentina cinco millones más
de población no criolla, ó venida de fuera, y principalmente de Italia.
Yo entiendo, con todo, que en el pueblo argentino hay fuerza informante
para poner el sello de su propia nacionalidad á esta invasión pacífica y
provechosa, y que en 1900, lo mismo que en 1889, habrá allí una nación
de carácter español y de lengua castellana, sólo que ahora consta esta
nación de cuatro ó cinco millones de individuos y en 1900 acaso conste
de 18 ó de 20 millones.

El aumento de la población se infiere del aumento de la riqueza que la
inmigración trae consigo. En veinte años, de 1866 á 1886, la renta del
Estado argentino se ha quintuplicado. De nueve millones de duros ha
subido á más de cuarenta y cinco. Durando la paz, con suponer igual
aumento proporcional en otros veinte años, no es aventurado predecir que
el presupuesto de ingresos de la República Argentina podrá ser, á
principios del siglo XX, y sin recargar las contribuciones y sin
aumentarlas, de más de doscientos millones de duros.

Todo induce á presumir, que si no sobrevienen imprevistas
perturbaciones, la principal Confederación del Río de la Plata, será en
el siglo XX una potencia tan fuerte y rica como lo es ahora la república
norte-americana de origen británico. Las huellas de este origen no se
han borrado de entre los yankees. Natural es que no se borren tampoco
entre los argentinos y uruguayos las huellas de su origen español.

La lengua es el signo característico que tardará más en perderse. La
lengua además no es lazo sólo que une entre sí á los argentinos, sino
vínculo superior que no puede menos de estrechar y ligar en fraternal
concierto á dicha república con muchas otras, todas, digámoslo así,
oriundas de España, y que se extienden por las tres Américas, desde más
allá de la Sierra Verde y del Río Bravo del Norte hasta la Tierra del
Fuego.

Las cuestiones de Gramática y de Diccionario, de unión de Academias de
la lengua, de literatura española é hispano-americana, de versos y de
novelas, escritos y publicados en español en ese Nuevo-Mundo, no son
meramente literarias, críticas ó filológicas: tienen mucho más alcance,
aunque uno no se le quiera dar.

No me parece que divago al decir lo que va dicho, con ocasión del
excelente aunque modesto trabajo de usted que, si bien es meramente
filológico, tiene mayor trascendencia[A].

Nuestro Diccionario de la lengua castellana no es sólo el inventario de
los vocablos que se emplean en Castilla, sino de los vocablos que se
emplean en todo país culto donde se sigue hablando en castellano, donde
el idioma oficial es nuestro idioma.

Será provincialismo ó americanismo el vocablo que se emplee sólo en una
provincia y que tenga á menudo su equivalente en otras; pero el vocablo
que no tiene equivalente y que se emplea en más de una provincia ó en
más de una república ó en regiones muy dilatadas, y más aun cuando
designa un objeto natural, que acaso tiene su nombre científico, pero
que no tiene otro nombre común ó vulgar, este vocablo, digo, siendo muy
usual y corriente, es tan legítimo como el más antiguo y castizo, y debe
ser incluído y definido en el Diccionario de la lengua castellana. La
Academia Española no puede menos de incluirle en su Diccionario.

Así como nosotros, los peninsulares europeos, hemos impuesto á los
hispano-americanos un caudal de voces, que provienen del latín, del
teuton, del griego, del árabe y del vascuence, los americanos nos
imponen otras voces que provienen de idiomas del Nuevo Mundo y que
designan, casi siempre, cosas de por ahí.

Es curiosísimo el catálogo razonado que ha hecho usted de estas voces
(de las usadas en la región rioplatense) y las definiciones y
explicaciones que da sobre cada una de ellas. Sin duda, su libro de
usted será documento justificativo de que los individuos de la Academia
Española tengan que valerse y se valgan para aumentar su obra léxica en
la edición décimotercera.

Casi todos los vocablos que usted pone y explica en su libro, ó no están
incluidos en nuestro Diccionario ó están mal ó insuficientemente
definidos en él. Y sin embargo, no pocos de estos vocablos, á más de
estar en poesías, en novelas, en relaciones de viajes y en otras obras
en idioma castellano posteriores á la independencia, es casi seguro que
se hallan en libros ó documentos españoles de antes de la independencia,
escritos por los viajeros, misioneros, sabios y demás exploradores de
esos países, que dieron á conocer en Europa su flora y su fauna.

En los tiempos novísimos han estudiado y descrito la naturaleza de la
América del Sur Humbold, Burmeister, Orbigny, Darwin, Martius y otros
extranjeros; pero nuestros compatriotas se les adelantaron en todo, como
lo demuestran los trabajos y publicaciones de Montenegro, Acosta, los
padres Lozano, Cobo, Gumilla y Molina, Mutis, Oviedo, Azara, Pavón, Ruiz
y otros cien, de que trae catálogo el Sr. Menéndez Pelayo en su _Ciencia
española_.

Los nombres, pues, que se dan ahí vulgarmente á plantas y árboles, aves,
cuadrúpedos, peces, insectos y reptiles, no están fuera de nuestra
lengua común española, por más que aparezcan y suenen, en nuestros
oidos, como peregrinos é inusitados.

Tal vez deban incluirse en nuestro Diccionario, si no lo están ya, y
creo que no lo están, las más de las voces que usted define, como las
siguientes:

_Nombres de árboles, plantas y hierbas._--Aguaraibá, alpamato, arazá,
biraró, burucuyá, caá, camalote, caraguatá, curí, chalchal, chañar,
chilca, gegen, guayabira, guayacán, gembé, ibaró, isipó, lapacho,
molle, ñandubay, ñapindá, ombú, pitanga, sarandí, sebil, tacuara,
taruma, tataré, timbó, tipa, totora, urunday, yatay y yuyo.

_Peces._--Bagre, manduví, manguruyú, pacú, patí y zurubí.

_Aves._--Biguá, caburé, chingolo, macá, macaguá, ñacurutú, ñandú, urú,
urutao y yacú.

_Cuadrúpedos._--Aguará, bagual, cuatí, guazubirá, puma, tamanduá,
tucutuco y tatú en vez de tato.

_Insectos_, _reptiles_, etc.--Alua, camoatí, manganga, tambeyuá, tuco,
yaguarú y yarará.

Me dice usted en la amable dedicatoria con que me envía su libro, que,
«caso de que me digne pasar la vista por él, me agradecerá mis
advertencias.»

Yo me prevalgo de este ruego para hacer algunas.

Aunque usted describe bien los objetos naturales que sus vocablos
designan, echo yo de menos, para mayor claridad y universal inteligencia
del objeto, el nombre científico con que los naturalistas le marcan y
señalan, y la familia en que le clasifican.

Válganme algunos ejemplos. Empecemos por la voz _caá_. Usted, hablando
con franqueza, no nos declara lo que significa en guaraní, y es menester
inferirlo por conjeturas, y comparando lo que usted dice con lo que dice
D. Miguel Colmeiro en su _Diccionario de los diversos nombres vulgares
de muchas plantas usuales ó notables del antiguo y nuevo mundo_. _Caá_,
con evidencia, ha de significar en guaraní planta, yerba, árbol: lo
vegetal de modo genérico, y no solo _mate_, como usted afirma.
Supongamos, no obstante, que _caá_ significa _mate_. Sin haber oído
hablar jamás á los guaraníes y sin saber palabra de su idioma,
cualquiera adivina el valor de ciertos adjetivos que entran á cada
instante en composición de nombres; v. gr. _merí_, pequeño, y _guazú_,
grande. Así vemos claro que _caamerí_ y _caaguazú_, y _caaquí_ y
_caaminí_, todo es mate, según sean las hojas de que se compone grandes
ó pequeñas, tiernas ó más ricas y jugosas.

Hasta aquí todo va bien, y _caá_ y _mate_ pueden ser lo mismo; pero
cuando nos define usted _caapau_, bosquecillo, conjunto de árboles
aislado, vemos claro que _pau_ ha de significar conjunto ó montón, y
_caá_ árbol, arbusto, planta, yerba, mata y no mate, á no ser por
excelencia, como también llaman al mate _yerba_ por excelencia.

El Sr. Colmeiro trae en su Diccionario todos estos compuestos de _caá_:
caataya, caamerí, caapiá, caapeba, caapin, caatiguá y caavurana; y como
con tales nombres se designan plantas gramíneas, meliáceas, ciperáceas,
hipericineas y de otras cuantas y diversas familias, queda más
demostrada la vaga generalidad del significado de la palabra _caá_.

_Guayacán._ El Diccionario de la Academia Española trae también esta
palabra; pero ¿el guayacán que describe es el mismo que describe usted?
Yo creo que no. Usted nos describe el guayacán del Chaco y del Paraguay;
la Academia el de las Antillas, y como Colmeiro me da diez especies de
guayacanes ó guayacos, no sé con cuál quedarme. El guayacán ya es
_diospyros lotus_, ya _guayacum sanctum_, ya _guayacum officinale_, ya
_porliera higrométrica_, y ora pertenece á la familia de las
leguminosas, ora á la de las ebenáceas, ora á otra familia.

_Arazá._ No está en el Diccionario de la Academia. Colmeiro la trae, y
pone, como usted, dos clases: el arazá arbóreo y el rastrero.
Convendría, con todo, que dijese usted, como dice Colmeiro, que ambas
clases pertenecen á la familia de las mirtaceas.

Bastan los ejemplos aducidos, que para no cansar no aumento, á fin de
comprender la conveniencia de determinar mejor los objetos que se
describen.

Diré ahora otro requisito que echo de menos en su libro de usted. Echo
de menos las _autoridades_. Me explicaré.

Nada hay más borroso é inseguro que los límites entre lo vulgar y lo
técnico ó científico de las palabras. Cada día, á compás que se difunde
la cultura, entran en el uso familiar, general y diario, centenares de
vocablos que antes empleaban sólo los sabios, los peritos ó los maestros
en los oficios, ciencias y artes á que los vocablos pertenecen. De aquí
que todo Diccionario de la lengua de cualquier pueblo civilizado, sin
ser y sin pretender ser enciclopédico, vaya incluyendo en su caudal
mayor número de palabras técnicas, sabias ó como quieran llamarse. Pero
aun así, importa poner un límite á esto, aunque el límite sea vago y no
muy determinado.

Dos indicios nos pueden servir de guía. Por muy patrióticos que seamos,
no es dable que nos figuremos que somos un pueblo más docto, en este
siglo, que el pueblo inglés ó el francés. Nuestro Diccionario de la
lengua vulgar, no debe, pues, sin presumida soberbia, incluir más
palabras técnicas que los Diccionarios de Webster y de Littré, pongo por
caso.

El otro indicio es más seguro. Consiste en citar uno ó más textos, en
que esté empleado el vocablo, que se quiere incluir en el Diccionario,
por autores discretos y juiciosos, que no escriban obra didáctica. En
virtud de estos textos es lícito inferir que es de uso corriente el
nuevo vocablo y debe añadirse al inventario de la riqueza léxica del
idioma.

Convengo en que á veces es de tal evidencia el uso frecuente de un
vocablo que la autoridad ó el texto puede suprimirse. Así por ejemplo,
_ombú_. El Diccionario de la Academia no trae _ombú_, y, sin embargo,
apenas hay cuento ni poesía, ni escrito argentino de otra clase, donde
no se mienten los _ombúes_.

Es voz tan común por ahí como en esta Península _álamo_ ó _encina_.

En ocasiones cita usted los textos, y así demuestra la necesidad de la
introducción de la palabra en nuestro vulgar Diccionario. Sirva de
ejemplo la voz _chaco_, montería de cierto género que dió nombre propio
á la gran llanura que se extiende desde la cordillera de Tucuman hasta
las márgenes del Río de la Plata. La voz _chaco_ está empleada por el
padre Lozano, _Historia de la conquista del Paraguay_, etc., y por
Argote de Molina en su _Discurso sobre el libro de montería del rey D.
Alonso_.

Con frecuencia falta texto autorizado que pruebe el empleo vulgar de la
palabra, y, cuando haga usted nueva edición de su libro, conviene que le
añada. El vocabulario ganaría mucho con esto; y esto ha de ser muy fácil
para usted. Si usted no siempre lo ha hecho, es porque pensó sólo en sus
paisanos uruguayos y argentinos al escribir su obra, y no en los demás
pueblos de lengua española, donde vocablos comunísimos ahí tienen que
aparecer exóticos.

Su vocabulario de usted es además poco copioso é importa aumentarle. El
número de palabras que faltan no debe ser corto, cuando yo, que conozco
tan poco de la literatura de ese país, puedo citar palabras que en su
vocabulario de usted no están incluídas. Así por ejemplo, _seibo_.
Rafael Obligado, en una de sus más lindas composiciones, _En la ribera_,
del Paraná se entiende, dice:

      El año que tú faltas,
    La flor de sus seibos,
    Como cansada de esperar tus sienes,
    Cuelga sus ramos de carmín marchitos.

¿Será el seibo el árbol que llaman del Paraíso en Andalucía? ¿Quién
sabe? Colmeiro no trae seibo, á no ser _seibo_ lo mismo que _ceibo_ ó
_ceiba_, que está en Colmeiro y en el Diccionario vulgar.

Otras veces, si bien usted define y aun cita textos, encuentro yo
deficiente la definición.

No basta decir que _camalote_ es «cierta planta acuática». Convendría
saber algo más del _camalote_ en esta primera acepción. ¿De qué color,
de qué tamaño, de qué forma son sus flores? Sobre la otra acepción de
_camalote_ trae usted textos curiosísimos, que la explican bien. Es un
conjunto de plantas del mismo nombre y de otras plantas, que forman como
isla ó matorral, que flota y navega, y que suele ser tan grande, que
asegura el Padre José de Parras que en su centro se ocultan con
facilidad los indios con sus canoas, «y como pueden muy bien dar el
rumbo á toda aquella armazón hacia los barcos, con poca diligencia
suelen llegar á ellos, y estando inmediatos, se enderezan, arman
gritería, y como logren alguna turbación en los españoles, ya los
vencieron.»

En Colmeiro no hay _camalote_ pero hay _camelote_, dando á la planta el
nombre que se da á la tela. ¿Será este _camelote_ de Colmeiro el
_camalote_ de usted?

Su libro de usted me sugiere no pocas observaciones más, algunas de las
cuales no quiero dejar de hacer, pero, por ser ya muy extensa esta
carta, las dejo para otra.


II.

Muy señor mío: Es en verdad muy curioso que entre las palabras que usted
incluye y define en su _Vocabulario_ haya bastantes que nos parezcan
peregrinas, no porque no sean castellanas, sino porque han caído en
desuso ó se derivan de otras que han caído en desuso en España. Así, por
ejemplo, _bosta_, estiércol del ganado vacuno y caballar. En el
Diccionario de la Academia no hay _bosta_, pero sí _bostar_, sustantivo
anticuado, que significa establo para bueyes. Es término de la baja
latinidad _bostarium_, y viene de _bos_ y de _stare_.

Lo general, con todo, es que cada uno de los vocablos rioplatenses, que
usted pone en su libro, provenga de alguna de las dos principales
lenguas que se hablaban en esa vasta región cuando el descubrimiento y
la conquista: la guaraní y la quichua. Las lenguas americanas son
aglutinantes y se prestan á crear vocablos compuestos, que son como
abreviada descripción del objeto que significan. De la lengua guaraní
provienen la mayor parte de las voces que usted define; pero no son de
aquellas voces que se usan en el Paraguay, donde se habla puro guaraní,
ni de las empleadas en Corrientes y Misiones, donde se habla el guaraní
mezclado con el castellano, sino de las que, según dice usted en su
Prólogo, «el uso antiguo y constante ha incorporado á la lengua
castellana en las Repúblicas Argentina y Oriental del Uruguay.» Las
voces son, pues, castellanas, aunque en la lengua guaraní haya de
buscarse su origen etimológico.

Gloria grandísima ha sido de los misioneros españoles, no sólo el llevar
á América plantas y animales útiles, industria y cultura de Europa, sino
el mirar con evangélica solicitud por el bien de las tribus indígenas,
cristianizándolas, difundiendo entre ellas la civilización del mundo
antiguo y trasmitiendo á éste el conocimiento de aquellas rudimentarias
ó decaídas civilizaciones, sus ideas religiosas, sus tradiciones y sus
idiomas.

Es lástima que este trabajo de los misioneros, sobre todo en lo tocante
á gramáticas y diccionarios de idiomas de América, no sea tan
generalmente apreciado como debiera por la escasez de ediciones de sus
libros, que van siendo muy raros. El _Tesoro_, no obstante, _de la
lengua guaraní_, arte y vocabulario del padre Antonio Ruiz de Montoya,
de la compañía de Jesús, impreso en 1640, debe de haberse reimpreso
últimamente en Leipzig.

Usted, sin duda, se vale para su trabajo de esta obra del mencionado
jesuíta, cuyo mérito pondera como merece Emilio Daireaux en su excelente
libro, aunque á veces injustamente contrario á España, sobre _Buenos
Aires, La Pampa y la Patagonia_.

El guaraní, cuando llegaron á la América del Sur los españoles, era
lengua tan difundida, que la llamaban general: la hablaban más de 400
tribus, en el Paraguay, en el Brasil, en el Uruguay y en el Norte de la
República Argentina. Las conquistas de los Incas, que procuraban imponer
la lengua quichua á los vencidos, no lograron introducir muchos de sus
vocablos ni en lengua guaraní, ni en la lengua de los araucanos.

La lengua guaraní es aun la que más se habla en el territorio
rioplatense, y sobre todo en el Paraguay y en Corrientes, y aunque
destinada á morir, la que dejará más elementos léxicos al castellano. De
la lengua guaraní, añade usted, proceden la mayor parte de las voces que
el _Vocabulario_ contiene.

En cada página, no obstante, hallo en el _Vocabulario_ de usted voces
que proceden de otros idiomas, ó cuya etimología no determina usted con
fijeza. Así, _machí_, curandero mágico, y _gualicho_, diablo, del
araucano; _catinga_, mal olor de la transpiración de los negros, y
_mandinga_, hechicería, palabras casi de seguro de procedencia africana;
y otras palabras, muy empleadas por autores antiguos y modernos, cuya
etimología se nos queda por averiguar. Sean ejemplo _baquia_ y
_baquiano_ ó _baqueano_, que emplean el padre Parras, Azara y Vargas
Machuca; _chacra_, granja ó cortijo que está en Azara y en el
Diccionario de la Academia; _champan_, barca grande para navegar por los
ríos; _chiripá_, pedazo de tela que se enreda á los muslos en vez de
pantalones; _chumbé_, especie de faja; _galpon_, especie de cobertizo; y
hasta la misma comunísima palabra _gaucho_, de la que nos deja usted sin
etimología.

En suma, si bien la obra de usted deja mucho que desear, es altamente
meritoria, como primer ensayo, y muy digna de las discretas y
autorizadas alabanzas que le tributa en la introducción crítica el Sr.
D. Alejandro Magariños Cervantes, literato y poeta, tan conocido y
estimado en España, donde residió largo tiempo.

Algunos artículos de su _Vocabulario_ de usted, á más de enseñar
siempre, son amenos y divertidos.

Al leer, verbi gracia, lo que nos dice usted de los _ayacuáes_ no puede
uno menos de pensar en los _microbios_, ahora en moda. Esos indios
habían adivinado los _microbios_ antes de que el Sr. Pasteur los
descubriera y estudiara tanto. Cada _ayacuá_ es un microbio, pero
antropomórfico, y armado de arcos y de flechas, con las cuales, ó si no,
con los dientes y con las uñas, produce las enfermedades y dolores
humanos.

En ocasiones, por amor á lo americano indígena, me parece que se
encumbra usted demasiado y tal vez exagera. Noto esto en lo que dice
usted sobre la palabra _Tupá_, nombre de Dios entre los guaraníes. Es
evidente que á ser la etimología según usted asegura, ese nombre de Dios
está lleno de cierta instintiva sabiduría. _Tu_ es el signo de
admiración, y _pa_ el signo de interrogación: son dos interjecciones.
Dios es, por consiguiente, para el guaraní, un ser á quien admira y no
conoce, alguien cuya existencia, inmenso poder y admirables obras
declara sin saber quién sea. Pero esta vaga y confusa noción de Dios,
¿puede y debe equipararse como usted la equipara, á la noción que da la
frase bíblica, _yo soy el que soy_? En mi sentir, no. El padre jesuíta
Díaz Taño, citado por usted, se excedió algo de lo justo si sostuvo que
los guaraníes designaban por _Tupá_ al criador, señor, principio, origen
y causa de todas las cosas.

La razón, el natural discurso y hasta los restos ó vestigios de una
revelación primitiva no bastan á explicar la persistencia del concepto
de un Dios único, con sus más esenciales atributos, entre gentes
bárbaras ó salvajes. Este concepto no puede menos, aunque existiese con
pureza en edad remota, de haberse viciado, desfigurado y corrompido con
el andar del tiempo, y en un estado social de gran atraso ó decadencia.
Por eso no creo yo, ó pongo muy en cuarentena, todas las teologías
sublimes que tratan de sacarse, por análisis, de los nombres que dan á
Dios muchos pueblos bárbaros ó completamente selváticos.

Los jesuítas, no sólo por ahí, sino en otros varios países, han sido
acusados de aceptar el nombre dado por los paganos é idólatras á su
principal divinidad y de convertirle en el nombre del Dios verdadero.
Yo, hasta donde me sea lícito intervenir retrospectivamente en esta
disputa, lego y profano como soy, hallo que los jesuítas hacían bien;
mas no porque el concepto que la palabra _Tupá_ despertaba en un guaraní
fuese adecuado al concepto del verdadero Dios, sino porque la palabra
_Tupá_ y el concepto que designaba eran lo que menos distaba entre ellos
del nombre y concepto de Dios entre cristianos. La idea representada por
la voz _Tupá_ era como bosquejo informe de la idea que tiene ó debe
tener el cristiano del Sér Divino.

Me parece, como á usted, que el obispo don Fray Bernardino de Cárdenas
anduvo harto apasionado é injusto al promover acusaciones y
persecuciones contra los jesuítas porque llamaban á Dios _Tupá_. Es
indudable que este era el mejor modo que había en guaraní de llamarle.
Más difícil sería de justificar á los Padres que en China, pongo por
caso, tomaron los nombres de Li, Tai Kie y Xang Ti, para designar á
nuestro Dios, porque estos nombres no eran de significación candorosa,
vaga y confusa, para nombrar cierto sér poderoso é incógnito, sino
términos de reflexiva y bien estudiada filosofía, la cual los define y
les da el sentido determinado y claro de un panteísmo casi ateo. El Li
es la materia prima, la sustancia única, y el Tai Kie la fuerza
inherente en la materia, que la transforma de mil modos y produce vida y
muerte, y da origen á todo el proceso de los séres con su variedad
infinita. Bien dilucida esto el padre Fray Domingo Fernández Navarrete
en el Tratado V de los que compuso sobre China, donde expone con
profunda claridad las doctrinas de la secta literaria del Celeste
Imperio.

Los citados nombres chinos no podían emplearse ó al menos era
inconveniente y ocasionado á grandes errores el emplearlos para nombrar
á Dios, por lo mismo que los sabios chinos, ateos ó _monistas_, como se
dice ahora, habían explicado bien su sentido. Mas por idéntica razón, á
mi ver, no hay irreverencia, ni ocasión de error, en llamar á Dios
_Tupá_, cuando se habla en guaraní y á los guaraníes. Lo indeterminado,
vacío y confuso del concepto que encierra el vocablo _Tupá_ permite que
el catequista ó misionero le determine, le llene y le aclare, con
arreglo á la sana doctrina.

Lo que yo censuro pues, aunque blandamente, es que usted se deje llevar
del afecto al idioma que hablan ahí los indígenas, hasta el extremo de
querer desentrañar, del seno de los vocablos, filosofías y sutilezas
que, antes de la llegada de los europeos, no podían estar en la mente de
los salvajes.

Confieso, no obstante, que este arte, empleado por muchos, para sacar
metafísicas y otros prodigios y refinamientos intelectuales de palabras
y frases de idiomas primitivos, me divierte, aunque no me convence. Los
pueblos arios, ¿quién ha de negar, pues dominan aún el mundo y extienden
por él su superior civilización, que desde el principio, allá en su
estado primitivo, eran muy inteligentes? Y sin embargo, ¿qué metafísica
ocultaba ninguno de los nombres con que significaban la divinidad? Deva,
Asura, Boga, Nara, Maniu, no esconden ninguna metafísica en sus letras.
La metafísica vino después, por la reflexión, y ya entonces el vocablo
evocó ó pudo evocar todos los conceptos con que la metafísica había
enriquecido su significado.

Como yo entiendo así las cosas, no creo en las resultas, pero me hacen
muchísima gracia los esfuerzos de imaginación con que, triturando,
exprimiendo y poniendo en prensa palabras, sacan algunos lingüistas
chorros, ríos de ciencia de cada sílaba, de cada letra y aun de cada
tilde. Nadie vence en esta habilidad á los vascófilos, entre quienes
descuella Erro, y aun debiera descollar y ser más famoso mi discreto,
inaudito é ingeniosísimo amigo D. Joaquín de Irizar y Moya, cuyos libros
hicieron siempre mi delicia.

Ultimamente he visto algunas de las obras de un príncipe ó _maginóo_
tagalo llamado Paterno, el cual, con no inferior saber y con igual
riqueza de fantasía que mi amigo Irizar, halla y revela portentos en la
civilización antigua de la gente de su casta y saca de las letras del
nombre de Dios en tagalo, Bathala, una teodicea exquisita como la de
Leibnitz.

Usted no va, ni con mucho, tan lejos con su _Tupá_; pero en fin, usted
se entusiasma un poco, dando motivo á esta disgresión mía, que no
considero del todo impertinente.

Aplaudo, y si pudiera fomentaría, la propensión que hay en esas
repúblicas y en el imperio del Brasil á estudiar con esmero, los usos,
costumbres, historia, lenguaje y poesía de los indios, pero ni en verso
ni en prosa está bien exagerar lo que valían por la cultura cuando
llegaron los europeos. Fuera de los mexicanos, peruanos y chibchas, no
había en América á fines del siglo XV sino tribus salvajes.

El gran poeta brasileño Gonzalves Días pinta á estas tribus del modo más
novelesco é interesante, pero les deja su salvajismo y hace bien.

Dentro de este salvajismo caben perfectamente el denuedo en las lides,
la fidelidad, la constancia y hasta la ternura amorosa y otras virtudes
y excelencias. Lo que no cabe es cierto refinamiento en las ideas
morales y religiosas, que harto generosamente se atribuye á los indios.
Serían menester más pruebas, y no las hay ó no han llegado á mi noticia,
para reconocer esas prendas en los guaraníes. Sus cantares, pues se
dice que los tienen, y aun que son muy poetas, debieran recogerse y
coleccionarse antes que desaparezcan del todo.

En los araucanos, en cambio, lo que más se celebra es la oratoria. Como
la lengua que hablan (de la que compuso excelente gramática el padre
jesuíta Andrés Febres), es, según afirman, bellísima lengua, y como
ellos son muy parlamentarios, y se reunen ó se reunían en juntas ó
asambleas para deliberar sobre la política, tenían ocasión de pronunciar
magníficos discursos llamados _coyaptucan_, donde dicen que hay gran
riqueza de imágenes, apólogos y otros primores, todo sujeto á las más
severas leyes de la buena retórica. Aun se conservan los nombres de
algunos antiguos tribunos ó famosos oradores, como Lautaro y
Machimalongo, y fragmentos de discursos ó discursos enteros de los que
pronunciaron.

Como quiera que sea, no ha de faltarme día en que venga más á propósito
hablar de todo esto, entrando de lleno en el asunto, y no por incidencia
y de refilón, al encomiar como se merece el _Vocabulario_ de usted, por
cuyo envío le doy encarecidas gracias.



NOVELA PARISIENSE MEJICANA

                                                  _31 de mayo de 1889._

(Á DOÑA CONCEPCIÓN JIMENO DE FLAQUER)


Mi distinguida amiga: No sé cómo agradecer á usted el que se acuerde de
mí y me envíe con frecuencia y en abundancia libros publicados en
Méjico, por aquí casi desconocidos. Mi deseo es hablar de todos y darlos
á conocer al público español; pero el tiempo y el humor me faltan.

Entre los últimos libros que usted me ha remitido, hay uno que me agrada
sobremanera. Su autor, D. José María Roa Bárcena, es de los hombres más
eminentes y simpáticos de ese país. Conozco sus poesías líricas, que él
mismo me ha enviado; pero sólo sé por fama, y tengo gran deseo de ver
sus leyendas históricas de antes de la conquista española y sus eruditos
trabajos en prosa como historiador del Anahuac.

El Sr. Roa Bárcena es también novelista; y dan sin duda brillante prueba
de su mérito en esta clase de escritos los _Varios cuentos_, reunidos
en un precioso volumen, de que usted me regala un ejemplar. _Noche al
raso_ es lindísima colección de anécdotas y cuadros de costumbres, donde
el ingenio, el talento y la habilidad para narrar están realzados por la
naturalidad del estilo y por la gracia y el primor de un lenguaje
castizo y puro, sin la menor afectación de arcaismo. En el terrible
cuento _Lanchitas_, la fantasía del autor y su arte y buena traza
prestan apariencias de verosimilitud y hasta de realidad al prodigio más
espantoso.

En estos cuentos del Sr. Roa Bárcena, por lo mismo que están escritos en
tan acendrado lenguaje castellano, se notan más los vocablos exóticos
que designan objetos de por ahí, aunque rara vez acude el lector con
éxito al Diccionario de la Academia para saberlo á punto fijo. Así, por
ejemplo, _xícaro, zacatón, otate, cuilote, tapextle y abarrotero_.

Dejo por hoy de decir más del Sr. Roa Bárcena, y no hablo de
_Altamirano_, ni de _Peón y Contreras_, ni de los restantes libros
remitidos por usted, porque voy á escribir sobre la obra de otro
mejicano hace ya muchos años ausente de su patria, que estuvo en España
bastante tiempo, y que después lleva pasados en París hasta hoy lo menos
treinta y tres ó treinta y cuatro años.

Se titula el libro de este mejicano expatriado _Al cielo por el
sufrimiento_, y está escrito, como ya se entrevé por el título, en esa
habla española, desteñida y cosmopolita, que ha de hablarse en París en
cierto círculo elegante de hispano-americanos y de españoles residentes
en aquella culta y amena capital, centro y foco de la civilización
neolatina.

No es menester análisis para señalar los galicismos del libro de que
trato. Todo el libro es un galicismo sintético, digamoslo así; pero no
lo digamos en son de censura. En este caso, parece la falta que señalo
inevitable requisito del valer y del encanto que el libro tiene. Es la
obra, no de un literato de profesión, sino de un hombre de mundo, que,
casi involuntariamente, sin pretender escribir una novela, fija en el
papel sus impresiones y sentimientos, y nos cuenta, con la mayor
naturalidad y sencillez, sucesos que ha visto, y tal vez lo que él ha
_vivido_.

Franceses son los personajes del drama, francesas las costumbres que el
autor describe, y la sociedad elegante de París y sus casas el medio
ambiente y el lugar de la escena. Si se cambiasen la ortografía y la
terminación de las palabras, el libro casi quedaría en francés, y, en mi
sentir, competiría entonces con cualquiera novela de Feuillet, de Ohnet
ó de Cherbuliez, ya que tendría más sinceridad y más verdad, aunque
tuviese menos artificio. Es un espejo donde se ve con fidelidad lo mejor
y más sano de cierto círculo de gentes, que, colocado entre las pasiones
y apetitos de la baja plebe, los esfuerzos y faenas de una burguesía
codiciosa y trabajadora, y el torbellino de los ricos viciosos y
derrochadores, procura realizar una vida honrada y cómoda de sibaritismo
honesto y juicioso, de elegancia católica, y de finura apacible,
entreverada de devoción.

Difícil es vivir en esta encopetada y graciosa Arcadia, llena de
distinción, perfumada de buen tono, limpia y serena, y cuyos Melibeos y
Filis deben tener, á fin de hacer su papel con desahogo, lo menos
cincuenta ó sesenta mil pesetas de renta cada uno, y todos suma
prudencia, arte y ciencia doméstico-económica, para no dejarse arrebatar
por el atractivo del lujo, no gastar más de lo que tienen, no
arruinarse, y no tener que salir de la Arcadia para irse á la Tebaida ó
á cualquier otro retiro más ó menos penitente.

Es indudable que existe en París uno ó más círculos de esta clase. Son
como isla ó islas de reposo en medio de turbulento mar, lleno de sirtes,
escollos y bajíos.

No es utopia, sino realidad, esta á modo de nueva Jerusalem en germen y
bosquejo, que surge del seno mismo de la moderna Babilonia. Llámanla,
creo, _beau monde_ ó _monde comm’il faut_, y se contrapone á otros
_mondes_, que se marcan con calificativos extraños, como _monde
camelotte_, _demi monde_, _quart de monde_, _monde interlope_, etc.

El autor de _Al cielo por el sufrimiento_, nos introduce en el círculo,
ó en uno de los círculos de ese _beau monde_ de París, donde
constantemente ha vivido, y nos le pinta con todos sus pormenores,
resultando del cuadro cierta poesía natural y suave. Yo comparo su libro
á un vaso gracioso, pongamos de cristal de Venecia, lleno de una poción,
no muy dulce para que no empalague, ni muy amarga ó agria para que no
ofenda al paladar, y donde se notan el sabor y el aroma de los
ingredientes que la componen: vida devota de San Francisco de Sales;
música religiosa de Cherubini, Beethoven, Mozart, Rossini y Niedelmeyer;
bailes blancos y bailes rosas; trajes de Worth, Rouff, Laferrière, Felix
y Pingard; sombreros de Virot ó de Isabel, y guisos de los Gouffé,
Lavigne, Chenu, Pasquier, Canivet y sus rivales, discípulos y sucesores.

De todo esto se disfruta en bellísimos salones centro del más refinado
_confort_, y donde se ven acumulados, en artístico y aparente desorden,
muñequitos de Sajonia, jarrones de Sèvres, tacitas y juguetes de plata
holandeses, cuadros, estatuas y esmaltes, muebles Luis XV, telas Luis
XIV, costosas baratijas Luis XVI, relojes de chimenea primer Imperio, y
otra multitud de admirables _bibelots_ ó chirimbolos.

Pero ya que estamos en este mundo hechicero y gratísimo, bueno será que
diga yo á usted quién nos guía por él y lleva como de la mano.

Aquí me entran ciertos escrúpulos. Yo he recibido el libro por el
correo. Ignoro quién me le envía. Y dice el libro: _Edición privada_.
Supongo que esto significa que el libro no es para el público; no se
halla de venta. ¿Hasta qué punto, me interrogo, me será lícito
criticarle, aunque en la crítica entre por más el elogio que la censura,
porque la justicia así lo exige? Pero, al fin, me respondo: el libro
está impreso, y, aunque no se venda, circulará. Nadie me encarga que
guarde el secreto. No abuso, pues, demasiado de la publicidad. Ojalá que
todos los abusos de este linaje fueran tan inocentes como el mío.

Me mueve además á tratar del libro la buena amistad que á su autor
profesamos, desde hace casi medio siglo, toda la sociedad de Madrid, y
muy en particular mis parientes y mis amigos.

El autor es D. José Manuel Hidalgo.

Su nombre pertenece á la historia política, no sólo de Europa, sino del
mundo, en la segunda mitad del siglo XIX. Su intención fué buena. Quiso
enviar sosiego, prosperidad, ventura y mayor dosis de civilización á su
patria. Si erró en los medios, _a i posteri l’ardua sentenza_.
Importante fué su acción en todos aquellos sucesos que colocaron en el
trono de Méjico al entusiasta y noble príncipe Maximiliano, cuya trágica
muerte deplora él todavía.

Toda la fingida narración que su libro contiene está impregnada de
aquella blanda melancolía, propia de un alma religiosa, lastimada y
herida por tremendas catástrofes y por solemnes desengaños. Esta
melancolía, si blanda, profunda, brota del centro mismo de las
elegancias, primores y refinamientos que el autor describe.

La novela del Sr. Hidalgo, así por el candor inimitable con que está
contada, como porque algunos de los lances no vienen dialécticamente
justificados, según suele estarlo toda ficción, parece, más que novela,
verdadera historia.

A veces, lo confieso con cierto rubor, hay en la novela sublimidad y
delicadezas de sentimiento, que dan tan crueles resultados, que yo,
movido á compasión, siento deseo de ingerirme entre los personajes y de
aconsejarles que transijan y sean menos severos.

La condesa viuda de Hautmont es un dechado de talento, piedad, virtud y
distinción aristocrática; pero la situación en que tiene al pobre Sr.
Zentres es cruelísima. A la verdad, yo entiendo que, pasados cinco ó
seis años de viudez sin ofender á Dios, sin faltar á la memoria de su
primer marido, y muy en consonancia con todas las reglas y liturgias, la
Condesa hubiera debido modificarse, ser menos cogotuda, casarse, en una
palabra, con el Sr. Zentres, y no hacer de él un Tántalo de corbata
blanca, un perpetuo _patito_ y un mártir crónico del amor mal pagado. Y
todo esto teniéndole siempre al lado suyo, á modo de apéndice, que sabe
Dios lo que dirían las malas lenguas: el gran Galeoto, que hasta en el
mundo más _comm’il faut_ asiste y hace de las suyas.

La lastimosa situación del Sr. Zentres me explica aquel capricho del
infante D. Alfonso de Portugal, cuando ordenó al escritor que rehizo la
historia de _Amadis de Gaula_ que cediese este héroe, hasta con permiso
de la señora Oriana, á la tenaz y vehemente pasión de aquella otra
princesa llamada Briolanja, que por él moría, sin remedio, de amores.
Tanto me afligen las malas andanzas del Sr. Zentres, que respiro cuando
después de la muerte de la Condesa, se hace él monje cartujo,
considerando yo que el cuitado entra á hacer vida mucho menos penitente
que la que antes hacía.

Los opuestos caracteres de las dos hijas de la condesa, Ida y Lea, están
bien trazados y seguidos. Ida, con un marido vanidoso y ligero, y ella
vanidosa y ligera también, se deja arrebatar por la manía del esplendor
y de la magnificencia; se arruina, es abandonada por el marido, que se
va á California á buscar oro; y ella muere al cabo míseramente en el
hospital. Lea es una santa; pero, con franqueza, yo hubiera deseado más
justificación en el lance que la decide á ser Hermana de la Caridad. Lea
no tiene tiempo, ocasión, ni razonable y suficiente motivo para amar de
tal suerte á su novio, que le produzca desilusión tan profunda el que
éste la abandone, la plante, por otra señorita que tiene cuatro ó cinco
veces más dote. Hablemos claro, aunque no sea _comm’il faut_: lo que
hizo el novio de Lea fué una verdadera porquería; no tiene otro nombre.
Pero, ¿qué diantre? ¿No se había tratado su matrimonio con Lea, contando
previamente los ochavos de él y la dote de ella? Lo feo del caso estuvo
en faltar á la promesa de un convenio de aparcería porque se halla otro
convenio que trae más ventaja; pero la fe amorosa quebrantada y los
mismos amores apenas se descubren.

Como quiera que sea, la vocación acude: Lea se hace Hermana de la
Caridad; es una heroína y una santa, y todo ello está narrado con amor,
con ternura, con fervor y caridad de cristiano.

El libro de mi antiguo amigo el Sr. Hidalgo es muy moral, muy devoto y
algo melancólico; mas no por eso deja de entretener y de interesar.
Además de ser el libro moral y devoto, y asimismo ameno, es, como queda
dicho, de alta elegancia, lo cual no está en oposición tampoco con la
devoción, con la moralidad y con la limpieza de costumbres.

Ya que el Sr. Hidalgo se lanzó, es de desear que persevere en el camino
que ha tomado. Su cabeza ha de estar llena de noticias y de recuerdos de
casos novelescos de la sociedad elegante de París, de aquella _high
life_ central en que hace tantos años vive. ¿De qué variada cantidad de
aventuras, amores, anécdotas y sucedidos de todo género, no podría
valerse, si quisiese el señor Hidalgo, para componer, por docenas,
novelas divertidísimas, sobre todo si no siguiese aislando mucho su
_monde_ correcto y plenamente _comm’il faut_, y dejase que de vez en
cuando hubiera en él irrupciones de los otros _mondes_, _interlope_,
_camelotte_, etc., etc.? Hasta su misma calidad de extranjero haría que
el Sr. Hidalgo viese y representase los objetos con mayor imparcialidad
que los parisienses de nacimiento.

No dudo que llegará ahí la novela del Sr. Hidalgo, y aconsejo á V. que
la lea. Es lectura propia de señoras, y está dedicada á una que lo es
muy principal: discreta y elegante hija de nuestra España: á doña
Mercedes Alcalá Galiano, baronesa de Beyens.



TABARÉ

                                            _30 de Septiembre de 1889._

(A D. LUIS ALFONSO)


Mi distinguido amigo: No puede usted figurarse cuán grande es mi
gratitud á usted por las generosas alabanzas que ha dado á mis _Cartas
Americanas_. Y, si bien yo soy algo egoísta, como cada hijo de vecino,
no se lo agradezco tanto porque alabándome aumenta usted mi crédito de
escritor, cuanto porque une usted sus esfuerzos á los míos en un trabajo
que considero utilísimo.

España y las que fueron sus colonias en América, convertidas hoy en
dieciséis Repúblicas independientes, deben conservar una superior
unidad, aun rotos los lazos políticos que las ligaban. El importante
papel que España ha hecho en la Historia del mundo, sobre todo desde que
su nacionalidad apareció plenamente á fines del siglo XV, imprime á
cuanto proviene de España, por sangre, lengua, costumbres y leyes, un
sello exclusivo y característico que no debe borrarse.

Dicen que yo soy muy escéptico; pero creo en multitud de cosas en que
los que pasan por creyentes no creen; y entre otras creo (por manera
vaga y confusa, es verdad) en los espíritus colectivos. Mi fantasía
transforma en realidad sustantiva lo que se llama el genio de un pueblo
ó de una raza. Lo que es figura retórica para la generalidad de los
hombres, para mí es ser viviente. Y al incurrir en tan atrevida
prosopopeya, no me parece que incurro en paganismo ni en hegelianismo.
¿Acaso no cabe mi suposición dentro del pensar cristiano? ¿No consta del
Apocalipsis que tenían sendos ángeles tutelares las siete iglesias del
Asia? ¿No es piadosa creencia la de que cada individuo tiene su ángel
custodio? Pues entonces, ¿por qué no ha de tener cada pueblo y cada raza
un ángel custodio de más alta categoría y trascendencia, que ordene las
acciones de los hombres todos que á dicha raza pertenecen, en prescrita
dirección y cierto sentido, para que formen, dentro de la obra total de
la humanidad entera, una peculiar cultura? Esta, combinándose con el
producto mental de otras grandes razas y nacionalidades constituye la
civilización humana, varia y una en su riqueza, la cual, desde hace más
de dos mil años, cinco ó seis predestinados pueblos de Europa han tenido
y tienen la misión de crear y de difundir por el mundo.

Mi razonamiento, y le llamo mío, no porque no le hayan hecho otras
personas, sino porque yo le hago ahora, me induce y mueve, sin el menor
escrúpulo de que alguien me acuse de herejía, á dar adoración y culto al
genio, ó, si se quiere al ángel custodio de la gente española. Así es
que yo, si bien deploro que aquel grande Imperio de España y sus Indias
se desbaratase, todavía absuelvo á los insurgentes que se rebelaron
contra el señor rey D. Fernando VII y acabaron por triunfar de él y
sustraerse á su dominio; pero no absuelvo, ni absolveré nunca á los
insurgentes contra el genio de España, y ora se rebelen en Ultramar, ora
en nuestra misma Península, los tendré por rebeldes sacrílegos y lanzaré
contra ellos mil excomuniones y anatemas.

Disuelto ya el Imperio, no hay más recurso que resignarse; pero no debe
disolverse, ni se disuelve, la iglesia, la comunidad, la cofradía ó como
quiera llamarse, que venera y da culto al genio único que la guía y que
la inspira. Todos debemos ser fieles y devotos á este genio. Yo, además,
me he atrevido á constituirme, al escribir las _Cartas Americanas_, en
uno de sus predicadores y misioneros. ¡Ojalá se me perdone el
atrevimiento en gracia del fervor que le da vida en mi alma!

Sea por lo que sea, pues no es del caso entrar aquí en tales honduras,
la madre España, desde hace más de dos siglos, ha decaído, no sólo en
poder político, sino en aquel otro poder de pensamiento que se impone á
los espíritus y domina en el mundo de la inteligencia. Francia,
Inglaterra y Alemania, son ahora reinas y señoras en esto, así como en
las cosas materiales. De aquí algo como un vasallaje intelectual en que
nos tienen. Van delante de nosotros por el camino del progreso, y como
en la ciencia positiva y exacta no hay más que un camino, tenemos que
seguir las huellas de dichas naciones. Esto ni puedo ni quiero negarlo
yo. Ni negaré tampoco que, en todo lo que es _ciencia inexacta_,
deslumbrados nosotros por los adelantamientos reales de los extranjeros,
también solemos seguirlos ciegamente, y aceptar y aun exagerar sus
sistemas, sofismas y especulaciones, los cuales acostumbran ellos á
forjar con más primor, con más arte, y, sobre todo, con mayor autoridad,
gracias al descaro, á la frescura y al aplomo soberbio que les presta la
confianza de ser más atendidos por pertenecer á nación dominadora ó
preponderante en el día. Parece, pues, inevitable y fatal que, desde
hace dos siglos, nos mostremos como discípulos, como imitadores de los
extranjeros, en teorías y doctrinas políticas y filosóficas. Las modas
de todo esto vienen de París, como las modas de trajes, de muebles y de
guisos.

Entretanto, el genio de nuestra raza, ¿duerme, nos abandona ó qué hace?
Aunque renegamos bastante de él, aunque olvidamos ó desdeñamos por
anticuado y absurdo lo que nos inspiró en otras edades, yo entiendo que
nos asiste y nos inspira aún, especialmente en todo aquello menos sujeto
á progreso ó en que no se progresa; en todo aquello que flota, ó, más
bien, vuela independiente y con plena libertad sobre el río impetuoso
por donde van navegando los espíritus humanos.

Es cierto que cuando nos hemos puesto á filosofar en sentido
racionalista, ya hemos sido volterianos, ya secuaces de Condillac, ya de
Cousin, ya de algún alemán en Alemania apenas estimado; ya de Kant, ya
de Hegel, ya de Renouvier, ya de Comte y Littré. Es cierto que, cuando
no hemos politiqueado por rutina ó pasión, sin ser los principios más
que vanos pretextos, hemos tomado los guías más extraños. Los
conservadores, por ejemplo, á un protestante infatuado y seco, que nos
despreciaba hasta el extremo de creer que se podía explicar la historia
de la civilización de Europa haciendo caso omiso de España; los
ultra-conservadores ultra-católicos, á los sensualistas elocuentemente
desatinados De Maistre y Bonald; y en esto han llegado á tal delirio
nuestros entusiasmos y nuestro afán de ser arrendajos, que yo doy por
seguro, y creo no equivocarme, que si Proudhon no se hubiera mostrado
federalista en uno de sus libros, tal vez por odio y celos de francés á
la unidad italiana, y si en España no hubiera habido un escritor y
orador de valer y aficionadísimo á Proudhon, jamás en España le hubiera
pasado á nadie por la cabeza que nos trocásemos en República federal,
rompiendo la unidad nacional á tanta costa y después de tantos siglos
apenas lograda.

Pero es más: tal es ó ha sido el descuído, el olvido ó la corta
estimación de nosotros mismos por nuestro propio pensamiento, que para
volver á ser escolásticos en la patria del Doctor Eximio, de Victoria,
de Melchor Cano y de Domingo de Soto, ha sido menester que nos impulsen
Kleutgen, Van Wedingen, Liberatore, Prisco y otros tudescos, belgas é
italianos.

Hasta en literatura, en lo que tiene de preceptivo, crítico y teórico,
hemos recibido el impulso de fuera: hemos sido clásicos á la francesa
desde Luzán; y luego románticos, porque el romanticismo vino de París; y
luego naturalistas para remedar á Daudet y á Zola.

Por dicha, en medio de este vasallaje, se nota ya, desde hace años,
cierto prurito de emancipación. Nuestro espíritu va como barco llevado á
remolque, en el mar ó río del progreso; pero ya se siente agitado por el
potente soplo del Genio de la raza, que tira á romper la cadena de los
que nos van remolcando, y á dejarnos sueltos para que naveguemos por
nuestra cuenta y riesgo.

Traigo aquí todo esto para rectificar varias sentencias que me
atribuyen, sin motivo, los pocos periódicos franceses y
anglo-americanos que han hablado de mis _Cartas_. Ni yo desconozco todo
el valer de la ciencia y del ingenio de Francia, ni propendo con astucia
diplomática, como cree la _Revue Britannique_, á separar á los
hispano-americanos de la alianza intelectual francesa, ni los acuso de
imitadores de todo lo francés, como si nosotros no lo fuésemos, y como
si ellos en tal imitación no nos imitasen.

De este lado y del otro del Atlántico, veo y confieso, en la gente de
lengua española, nuestra dependencia de lo francés, y, hasta cierto
punto, la creo ineludible; pero ni yo rebajo el mérito de la ciencia y
de la poesía en Francia para que sacudamos su yugo, ni quiero, para que
lleguemos á ser independientes, que nos aislemos y no aceptemos la
influencia justa que los pueblos civilizados deben ejercer unos sobre
otros.

Lo que yo sostengo es que nuestra admiración no debe ser ciega, ni
nuestra imitación sin crítica, y que conviene tomar lo que tomemos con
discernimiento y prudencia. Y sostengo además que, en Francia y en otros
países, los que prestan hoy alguna atención á nuestra literatura
contemporánea, la consideran más de reflejo de lo que es, y apenas nos
conceden ya otra originalidad que la grotesca y villana de lo chulo y lo
majo. Piensan en España, y sólo ven, en lo pasado, autos de fe y
hervidero de frailes; y en lo presente, toros, navajas y castañuelas. Lo
restante es francés todo.

Mi protesta es contra esto. A pesar de la ineludible imitación, existe
hoy, y ha existido siempre, en nuestra literatura, un fondo de
originalidad grandísimo, el cual ha dado y da razón de sí y luz
brillante en la poesía.

Vea usted por qué me ha desazonado tanto la declaración de Clarín de que
en España no hay ahora sino 2,50 poetas. ¿Qué nos queda, si la poesía se
nos quita?

Para consolarme, me explico dicha declaración de cierto modo, y entonces
todo va bien. Para Clarín, el concepto de poeta es tan ideal y tan alto,
que sólo dos españoles llegan hoy á él, y otro á la mitad de su
idealidad y de su altura. Entendido así el negocio, no hay de qué
quejarse en absoluto. Y si en lo relativo caben quejas, quien menos
debiera darlas, con perdón sea dicho, es Manuel del Palacio; pues,
poniendo aparte á Zorrilla, y sin calificar de ceros en poesía, y
concediendo siquiera el valor de céntimos á Tamayo, Ferrari, Velarde,
Rubí, Verdaguer, Alarcón, Fernández-Guerra, Teodoro Llorente, Miguel de
los Santos Álvarez, Querol, Cañete, Narciso Campillo, Grilo, Correa,
Cabestany, Echegaray, Menéndez y Pelayo, Molins, Cánovas, Cheste y
otros, resulta que Clarín ensalza á Manuel del Palacio por cima de todos
los citados señores, y le da cincuenta veces más valer que á cualquiera
de ellos. Y como entre ellos no hay ninguno que pase por tonto, ni que
no haya mostrado habilidad en otros asuntos en que se ha empleado, de
presumir es que la ha mostrado también en la poesía, á no ser que sea la
poesía tan sobrenatural y tan sublime, que sólo la alcancen dos, y uno
medio la alcance.

Infiero yo de aquí, no diré contra el sustancial pensamiento de Clarín
sino contra los términos en que le expresa, que en España hay ahora
muchos poetas; que nuestra poesía de hoy importa más que nuestra
filosofía y que nuestras ciencias naturales, matemáticas, históricas y
políticas; y que, tomando, no un momento solo, sino un período extenso,
el siglo XIX, España no compite ni rivaliza por sus filósofos, sabios,
historiadores, etc., pero sí compite y rivaliza por sus poetas, con
Francia, Alemania, Inglaterra é Italia.

Hay, pues, en España abundancia de poetas que, lleguen adonde lleguen en
el _poetámetro_, ó instrumento para medir poetas, que ha de tener
Clarín, no quedan por bajo del nivel de los que en tierras extrañas se
califican de buenos; y algunos hay, pongo por caso Quintana, que bien
pueden codearse con Chénier, con Manzoni, y con los más altos líricos
ingleses, sin deberles nada, ni haberlos imitado ni conocido acaso.

Lo que sí nos falta es público: lectores entusiastas. La plebe
intelectual no lee, ó lee poco; le estorba lo negro, como se dice
hablando con llaneza; y nuestros doctos padecen bastante de desconfianza
en nuestro valer y de cierto desdén á lo español, de que nos han
aficionado los extranjeros.

En esta situación de los espíritus, es harto difícil mi empresa de
agradar, interesar y persuadir con las _Cartas Americanas_. ¿Cómo va á
creer quien apenas cree que hay algo bueno en Madrid, ó en Barcelona,
que lo hay en Valparaíso, en Bogotá ó en Montevideo? Y ¿cómo, á no ser
un santo, sin chispa de emulación, no se ha de afligir un poco el poeta
de por aquí, á quien tal vez nadie hace caso, y á quien Clarín no
calificaría de céntimo de poeta, de que yo importe tanto género similar
ultramarino, que llegue á secuestrar la escasa atención y aprecio que
pudieran concederle?

A pesar de estos inconvenientes, como yo soy testarudo, he de proseguir
en mi tarea. Y todo este preámbulo es para prevenir á usted
favorablemente y darle á conocer á un poeta rioplatense, llamado Juan
Zorrilla de San Martín, á quien, en mi sentir, no ha de tener en menos
su tocayo español, nuestro laureado Zorrilla; y así, si empezamos por
poner á éste, añadimos á Campoamor y á Núñez de Arce, y, adoptando la
severidad de Clarín, contamos por medio-poeta al Zorrilla montevideano,
sumándole con Manuel del Palacio, para componer otro entero, tendremos
en todas las Españas cuatro poetas vivos y sincrónicos, lo cual se puede
entender de suerte que sea muchísimo, cuando, por ejemplo, en Italia se
habla con orgullo de _los cuatro poetas_, no contando más en la
prolongación de una historia de seis siglos.

Pero dejemos bromas á un lado; desechemos las medidas arbitrarias y las
siempre odiosas y con frecuencia injustas comparaciones. Hablando con
seriedad, y en absoluto, yo no digo que es, porque no reparto diplomas,
pero digo que me parece Juan Zorrilla un excelente poeta; muy original,
muy español y muy americano.

La obra que me induce á pensar así, se titula _Tabaré_. Es un extenso
poema, leyenda ó novela en verso.

El autor me ha enviado de presente un ejemplar, por el que le doy
encarecidas gracias.

Antes de hablar del contenido del libro, conviene decir de su parte
material que nos inspira envidia. En la Península ibérica jamás poeta
alguno se ha visto mejor impreso, ni tan lujosamente, ni con tan buen
gusto. _Tabaré_ es un hermoso volumen de 300 páginas, excelente papel,
impresión clara y limpia, y lindo retrato del poeta grabado en
acero.--Fecha: Montevideo, Barreiro y Ramos, editor, 1888.

Hablemos ya del poema. Tiempo es, dirá usted, después de tan larga
disertación preliminar. Y, sin embargo, lo preliminar no ha concluido.
_Tabaré_ es muy americano, y yo quiero decir algo del americanismo en
poesía.

Empeñarse en buscar un sello especial y exclusivo que distinga una obra
poética escrita en América, sería absurdo. Este sello, ó acude sin que
le busquen, ó no acude. En esta ocasión ha acudido, y con omnímoda
plenitud. Quiero significar que _Tabaré_ parece inspirado por el medio
ambiente, por la naturaleza magnífica de la América del Sur, y por
sentimientos, pasiones y formas de pensar, que no son sencillamente
españoles, sino que, á más de serlo, se combinan con el sentir, el
discurrir y el imaginar del indio bravo, concebidos, no ya por mera
observación externa, sino por atavismo del sentido íntimo y por
introversión en su profundidad, donde quien sabe penetrar lo suficiente,
ya descubre al ángel, aunque él esté empecatado, ya descubre á la
alimaña montaraz, aunque él sea suave y culto. Ello es que en _Tabaré_
se siente y se conoce que los salvajes son de verdad, y no de convención
y amañados ó contrahechos, como, por ejemplo, en _Atala_.

Prescindiendo de novelas como las de Cooper, y de descripciones en
prosa, en libros científicos y en relaciones de viajes, yo creía que, en
poesía versificada, concisa por fuerza y en que no caben menudencias
analíticas, los brasileños tenían hasta ahora la primacía en sentir y en
expresar la hermosura y la grandeza de las escenas naturales del Nuevo
Mundo. Leído _Tabaré_, me parece que Juan Zorrilla compite con ellos y
los vence.

No hay en _Tabaré_ las reminiscencias clásicas que en las epopeyas _El
Uruguay_ y _Caramurú_, y todo está sentido con más originalidad y
hondura y más tomado del natural inmediatamente. Carece acaso Juan
Zorrilla del saber de Araujo Porto-Alegre, ó, si no carece, tiene la
sobriedad y el buen gusto de no mostrar que sabe tan al pormenor y tan
por experiencia y por ciencia los objetos que le rodean: las piedras,
las plantas y los animales; pero no nos abruma, como Araujo
Porto-Alegre, aun cuando más le admiramos, ó sea en _La destrucción de
las florestas_, con tan rica enumeración descriptiva. El poema de Juan
Zorrilla no es descriptivo: es acción, y muy interesante y conmovedora,
por donde sus rápidas descripciones, que son el cuadro en que resaltan
las figuras humanas, agradan y hieren más la imaginación, aunque sean
esfumadas y vagas, y queden en segundo término. Al poeta brasileño á
quien más se parece Juan Zorrilla es á Gonsalves Días.

En la forma poética, Juan Zorrilla es de la escuela de Becquer, al cual,
en ambos Mundos, y por donde quiera que suena ó se escribe la lengua de
Cervantes, no se le ha de negar la gloria de haber creado escuela. No es
fácil de explicar en qué consiste la manera _becqueriana_; pero, sin
explicarlo, se comprende y se nota dónde la hay. Las asonancias del
romance aplicadas á versos endecasílabos y eptasílabos alternados; la
acumulación de símiles para representar la misma idea por varios lados y
aspectos; una sencillez graciosa, que degenera á veces en prosaismo y en
desaliñado abandono, pero que da á la elegancia lírica el carácter
popular del romance y aun de la copla; el arte ó el acierto feliz de
decir las cosas con tono sentencioso de revelación y misterio, y cierta
vaguedad aérea, que no ata ni fija el pensamiento del lector en un punto
concreto, sino que le deja libre y le solevanta y espolea para que
busque lo inefable, y aun se figure que lo columbra ó lo oye á lo lejos
en el eco remoto de la misma poesía que lee; de todo esto hay en
Becquer, y de todo esto hay en Juan Zorrilla también.

Lo nuevo en Juan Zorrilla es que, con ser su _Tabaré_ una narración, en
parte de ella, en la primera sobre todo, narra y casi no narra. Parece
el poema bella serie de poesías líricas, en las cuales la acción se va
desenvolviendo. Cuando los personajes hablan, queda en duda si son ellos
los que hablan ó si habla el poeta, en cuyo espíritu se reflejan con
nitidez los sentimientos y las ideas que tienen los personajes de modo
confuso, como quien no vuelve sobre su espíritu y le examina y analiza.

Esta manera de poetizar se adapta muy bien al asunto de _Tabaré_.
Tratado en prosa, dicho asunto daría lugar á un sutil análisis
psicológico; tratado en verso, y como Juan Zorrilla le trata, su poesía,
que no analiza ni discurre, porque no sería poesía si tal hiciera, ó
sería poesía muy pesada, sobreexcita é inspira al lector para que él
mismo haga los discursos y los análisis.

El argumento de la obra cabe en muy breve resumen. El tremendo cacique
Caracé, allá en la época de la reconquista, roba á una noble y gallarda
doncella española y la hace madre. La desventurada, á pesar del amor á
su hijo, no resiste la situación horrorosa en que se halla, la abyecta
servidumbre en que ha caído, y las inclemencias de la vida selvática, y
muere pronto dejando huérfano al mestizo. Este mestizo es Tabaré, héroe
de la leyenda. Por sus venas corre mezclada la sangre del indio bravo,
de la raza más feroz, más indómita, más despreciadora de la vida y más
rebelde á toda la civilización, con la sangre europea, donde van
infundidos los refinamientos de una educación de dos mil años,
transmitida por herencia: las virtualidades, gérmenes y aptitudes que,
desenvueltos luego y llegados á su plenitud y madurez en el adulto, le
hacen señor de la tierra, capaz de los más altos ideales y digno de
alcanzarlos.

El poeta nos quiere pintar en su poema la desaparición irremediable de
una raza, cuyo salvajismo enérgico, á par que la inhabilita para la vida
civilizada, presta á su heroica lucha y á su final hundimiento el
aspecto más trágico, excitando la admiración y la piedad. Esta raza es
la de los _charrúas_, que combatieron fieramente contra los españoles
hasta que no quedó un charrúa.

_Tabaré_ es de esta raza, pero también es español: lleva en las venas,
por misterio inexplicable, la civilización de Europa; inconsciente
levadura ó fermento, que hierve y agita su organismo; savia que le
remueve todo, sin acabar de brotar en flores y en frutos.

_Tabaré_ quedó sin madre desde muy niño. No sabe nada; y por lo
aprendido, es tan salvaje como los demás charrúas, mientras que, por lo
no aprendido, por lo no formulado, ni hecho distinto y claro por virtud
reveladora de la palabra, lleva en sí todos los elementos difusos é
informes de las ideas y de los sentimientos más delicados y hermosos.

No entremos aquí á defender ni á refutar esta teoría de la trasmisión
hereditaria. Yo me limito á decir que ha de tener mucho de cierta, á mi
ver, hasta donde no destruye la libertad y la responsabilidad humanas.
No hay religión que no la acepte, admitiendo merecimientos y pecados
originales. El vulgo la afirma con frecuencia en sus proverbios. La
ciencia experimental del día va quizá más allá de lo justo en
sostenerla, cayendo en determinismo y en fatalismo.

Como quiera que sea, pues no nos incumbe dilucidar la verdad científica
del alma de _Tabaré_, el valor estético de la creación es grande, y el
arte y el ingenio que se requieren para dar forma, vida y movimiento á
esta creación, tienen que ser poco comunes.

Juan Zorrilla posee este arte y este ingenio. Ni el poeta penetra en lo
profundo del alma de _Tabaré_, y se pone á analizarla, como haría un
novelista psicológico; ni _Tabaré_ habla ni se explica á sí mismo, lo
cual sería inverosímil. Y no obstante, el lirismo de Juan Zorrilla, como
un ensalmo, como un conjuro mágico, evoca el espíritu de _Tabaré_, y nos
le deja ver claramente, en su vida interior, en el móvil oculto de sus
acciones, en sus afectos, en su vago pensar y en su complicada
naturaleza.

En la confluencia de los ríos San Salvador y Uruguay han fundado los
españoles una aldea, fortaleza ó puesto avanzado. D. Gonzalo de Orgaz es
el joven capitán de los valientes que mantienen allí la bandera de
España. D. Gonzalo, á pesar del peligro del puesto, tiene consigo á su
esposa Doña Luz, y á Blanca, su linda hermana.

De vuelta D. Gonzalo de una excursión guerrera, trae á varios
prisioneros charrúas. Entre ellos viene Tabaré. Tabaré ve á Blanca. Las
raras emociones que al verla agitan su pecho están descritas con tal
sutileza, con arte tan delicado, que se comprende y se admira su vaga
intensidad. Su idealismo parece real, naturalista y vivido. Se diría que
todo el elemento materno de hombre civilizado que había en el espíritu
de Tabaré, surge, á la vista de Blanca, desde el tenebroso fondo de su
sér de salvaje. Es sentimiento sin nombre, arrobo indefinible, recuerdo
confuso de allá de la infancia, cuando su madre vivía y le llevaba en
sus brazos. Todo esto no lo dice el indio, porque sería falso que se
entendiese él por reflexión, y que se explicase la devoción, la pureza,
la limpia castidad, el religioso acatamiento y la admiración que Blanca
le inspira. Todo esto no lo dice el poeta tampoco, como si el héroe,
mudo ó incapaz de explicarse, tuviese intérprete ó comentador constante
que le fuese traduciendo y glosando. Y todo esto, sin embargo, se ve y
resulta de la poesía de Juan Zorrilla, por dificultad vencida y por arte
pasmoso, que le dan, en mi sentir, extraordinario mérito y novedad
inaudita. Es la más alambicada metafísica de amor puesta en cifra, y por
instinto, en el estilo de los salvajes, y puesta con tal claridad, que
la comprende el hombre civilizado capaz de comprenderla. No parece sino
que el poeta guardaba en ánfora sellada el antiguo elixir amoroso con
que se embriagaba Petrarca, y que, depurado por los siglos, le derrama
en las selvas primitivas y entre las breñas y malezas, embalsamando el
aire del recién descubierto país uruguayo.

Tabaré, que está enfermo, infunde piedad y simpatía á Blanca y al P.
Esteban,

    «Encarnación de aquellos misioneros
    Que del reguero de su sangre hacían
    La primer senda en medio del desierto,
    Y marcaban el sitio
    Hasta el cual penetraba el Evangelio,
    Con el cadáver solo y mutilado
    De algún mártir sin nombre y sin recuerdo.»

Por intercesión del misionero y de Blanca, Tabaré queda libre, bajo su
palabra de no fugarse de la colonia.

Como Tabaré anda melancólico y ensimismado, excita más la piedad y el
interés de Blanca, que le habla á veces. Si responde el indio, rompiendo
su obstinado silencio, ó si el poeta responde por él, interpretando su
mirada y sus ademanes, queda en esfumada indeterminación lírica. Á la
verdad que lo que dice el indio es el sentir y el pensar del indio; pero
apenas se concibe que el indio pudiera expresarlo. El encanto de la
poesía vence esta dificultad, y aun saca de ella más hermosura.

Blanca habló á _Tabaré_.

      «Él se detuvo, sin alzar la frente,
    Cual llamado á lo lejos;
    Cual si la voz tardara largo espacio
    En ir desde el oído al pensamiento.
    Quedó fijo; temblaba como el arpa
    Que ha sacudido el viento;
    Como el corcel que en su carrera escucha
    El bramido del tigre en el desierto.
    Así como una piedra,
    Al fondo del abismo descendiendo,
    Despierta temerosas resonancias,
    Voces lejanas, quejas y lamentos,
    La voz de la española
    Descendió al alma del salvaje enfermo,
    Y en ese abismo despertó la vida,
    La queja, el grito del dolor y el tiempo.»

_Tabaré_ habla entonces á Blanca. Sus palabras carecen de orden y
concierto. Brotan de sus labios como tropel de sombras y luces. El
poeta es, pues, quien ordena este caos, y le trueca en bellas canciones
americanas:

      «¡Oh! ¡sí! yo sé que acechas
    Mis horas de dolor;
    Sé que remedas alas de jilgueros
    Donde yo estoy.
    Yo sé que tú el secreto
    Conoces de mi sér,
    Y sé que tú te escondes en las nieblas...
    ¡Todo lo sé!
    Que gimes en el viento;
    Que nadas en la luz;
    Que ríes en la risa de las aguas
    Del _Iguazú_;
    Que miras en las altas
    Hogueras de _Tupá_,
    Y en las lunas de fuego fugitivas
    Que brillan al pasar.
    Tú, como el algarrobo,
    Sueño das á beber,
    Y das la sombra hermosa que envenena
    Como el _ahué_.
    Yo, temiendo tu sombra,
    Tiemblo y huyo de tí,
    Y tú en el despertar de mis memorias
    Vas tras de mí.»

Luego habla el indio del recuerdo de su madre, que Blanca reanima en su
mente:

      «Era así como tú... blanca y hermosa;
    Era así... como tú:
    Miraba con tus ojos, y en tu vida
    Puso su luz.

    Yo la ví sobre el cerro de las sombras
    Pálida y sin color.
    El indio niño no besó á su madre...
    No la lloró.

      *       *       *       *       *

    Hoy vive en tu mirada transparente
    Y en el espacio azul...
    Era así como tú la madre mía;
    Blanca y hermosa...; pero no eres tú.»

El amor singular del indio hace que despunte en el alma de Blanca, como
en el cielo sereno y puro, una remotísima é indecisa aurora de amor, tan
indefinida, que se confunde con la piedad, con la conmiseración, con la
caridad cristiana.

En tal estado vaga _Tabaré_ en silencio por la colonia; y, de día, le
juzgan loco, y por la noche, la gente crédula le imagina alma en pena ó
fantasma.

Varios soldados persiguen al fantasma y le acometen; _Tabaré_ se
defiende, y quiebra entre sus fuertes dedos el asta de la lanza de un
soldado. Hubiera muerto entonces, si no acude el P. Esteban y le salva.

El lance ocurrido y la singular y sombría condición del indio, avivan
las sospechas de Doña Luz y de otros sujetos de la colonia, que no creen
posible que un charrúa se civilice y deje de ser una fiera, y, á pesar
de la generosa y confiada resistencia de D. Gonzalo, éste cede al fin y
despide á _Tabaré_, para que vuelva á los bosques, á su vida de indio
bravo.

La compasiva Blanca ve al indio antes de partir. En la mente del indio,
Blanca sigue siendo un sér ideal:

    «Con alas invisibles en la espalda»,

y en los ojos, con la luz de la aurora,

    «Que el seno oscuro de la noche aclara»;

pero la arisca fiereza del indio, y su sér de charrúa indómito, que
lucha dentro de su pecho con la suave y amorosa condición que heredó de
su madre, se oponen en esta ocasión á que Blanca comprenda que el indio
la quiere bien. Blanca cree que la odia y que odia á todos los
cristianos.

Después hay un momento supremo en el combate interior entre las dos
naturalezas de Tabaré. Va á vencer la ternura, y el charrúa, el charrúa
que nunca llora, ni se queja en medio de los más horribles suplicios, se
abraza al P. Esteban y vierte en su sayal una lágrima. La reacción es
más violenta entonces. La vergüenza, la ira de haber incurrido en aquel
acto de debilidad, deshonroso para su casta, hace que Tabaré ruja como
un tigre, se desprenda del fraile y huya á la selva.

Los cantos siguientes del poema tienen el carácter de una epopeya
trágica y sombría.

La carrera frenética de Tabaré cuando vuelve ya á sus nativos bosques,
es de gran riqueza de imaginación. Ni falta lo sobrenatural, como en
los antiguos poemas. Juan Zorrilla llama á los espíritus, á los genios
elementales del mundo americano primitivo, y todos acuden á su briosa
evocación. Ellos que son inmortales y conocieron y trataron la raza
extinguida de los huraños charrúas, salen de sus cavernas, descienden de
las nubes, se hacen visibles en el aire, y, sacudiendo las osamentas y
los cráneos, hundidos

      «En el profundo limo
    En que tienen las algas sus amores,
    Se arrastra el yacaré, duerme la raya,
    Y la tortuga sus nidadas pone»,

revelan al poeta los ignorados pensamientos y sentimientos de aquellos
salvajes. Es más: estos seres extra-humanos animan la naturaleza,
intervienen como máquina en el poema y dan forma visible al delirio de
Tabaré, errante por el bosque.

No gusto de citar, porque lo que se cita, aislado y dislocado, pierde
toda la belleza que nace del acorde en que está con el resto de la
composición. Afirmo, pues, sin citar casi, que todo el vagar por el
bosque del indio Tabaré es enérgica poesía, y de un brío gráfico y
fantástico notables, donde lo real y lo ideal, lo observado y lo soñado,
se mezclan y se funden íntimamente.

      «Al sentirlo pasar, las lagartijas
    Hacia sus cuevas corren,
    Y asoman las cabezas puntiagudas
    Y el largo cuerpo sin calor encogen.
    Y las ranas se callan un instante
    Mientras pasa, y sus voces,
    Como largos quejidos, á su espalda,
    Cuando ha pasado nuevamente se oyen.
    Y los nocturnos pájaros lo siguen
    En negras procesiones;
    El chajá dando saltos por el suelo,
    Chirriando esos murciélagos enormes,
    Que, como manchas de la misma sombra,
    La oscuridad recorren,
    Persiguiendo los átomos, ó huyendo
    Atolondrados de invisible azote.
    Detrás de cada tronco acurrucada
    Parece que se esconde
    Alguna cosa que, al pasar el indio,
    Sigue tras él con movimiento torpe.
    Él siente á sus espaldas ese mundo
    Que su alma sobrecoge;
    Mas no se vuelve, y apresura el paso,
    Y sigue, y sigue sin saber adónde.»

Al fin, Tabaré se para rendido por la fiebre, y empieza su delirio, en
que todos los espíritus de la naturaleza toman activa parte.

Sigue después otro cuadro, que excede acaso en belleza al anterior. La
inspiración del poeta, lejos de menguar, crece, según adelanta en su
obra. Es un cuadro del más pujante naturalismo. No puede imaginarse
aquelarre más espantoso que la escena real y vivida que el poeta ofrece
á nuestros ojos. Ha muerto el cacique supremo de los charrúas, y éstos
celebran los funerales. El sueño frío se entró por las venas del viejo
cacique, y en balde los médicos le chuparon el vientre para arrancar el
dardo que causaba su mal. Muerto ya, le preparan para el último viaje,
embijándole horriblemente la cara con jugo de _urucú_ para que asuste á
_Añang_ y á _Macachera_ y á los genios del aire. Los indios danzan
ebrios en torno de diez hogueras. La descripción de las mujeres es de
mano maestra. Danzan y cantan las mozas: las viejas, de cuclillas,
mastican entre sus mandíbulas sin dientes algo que echan en el brebaje
que está fermentando. Los parientes del difunto se cortan dedos, ó se
arrancan pedazos de carne ó túrdigas de pellejo para mostrar su pesar.
Todo esto no se refiere: casi se ve. Se huele la sangre vertida; se
respira el humo de las hogueras; se perciben los cuerpos desnudos; y se
oyen los cantares bárbaros, los aullidos y el resonar de los pies que
bailan, y el silbar de las bolas y de las flechas y el choque de las
lanzas. Los indios arman brava y fantástica pelea con los hijos del aire
y de la noche, con los perros que roen las lunas, y con los vestiglos
malditos que acuden á llevarse el espíritu del cadáver.

Como digno remate de las ceremonias fúnebres, aparece el indio Yamandú,
reclamando que le eleven al cacicato supremo. Sus méritos y servicios
son notables. Nadie hace muecas más diabólicas para espantar al enemigo;
nadie da en la lucha alaridos más feroces. En su toldo cuelgan cien
cabelleras de adalides muertos por su propia mano; su pecho está
adornado con largas sartas de dientes y de muelas de los _arachanes_
vencidos de cuya piel retorcida ha formado la cuerda de su arco.

Elegido ya ó reconocido como jefe, Yamandú excita á los indios á una
expedición contra los españoles. No puedo resistir á la tentación de
copiar aquí parte de su discurso:

      «¿Queréis matar al extranjero blanco?
    Seguid á Yamandú.
    Yo sé matarlo como al gato bravo
    De los bosques del Hum.
    Los cráneos de los pálidos guerreros
    Al indio servirán
    Para beber la chicha de algarrobas
    Y el jugo del palmar.
    Sus rayos no me ofenden, en su sangre
    Se hundirán nuestros pies:
    Sus cabelleras en las lanzas nuestras
    El viento ha de mover.
    Virgenes blancas que en los ojos tienen
    Hermosa claridad,
    Encenderán en nuestros libres valles
    Nuestro salvaje hogar.
    En esos días de las horas largas
    En que canta el _sabiá_,
    Y al pie de la barraca está el bañado
    Dormido en el juncal;
    En esas noches en que se oye á ratos
    El canto del _urú_,
    Las virgenes esclavas del charrúa
    Brillarán con su luz.
    Sus cuerpos son más blandos que el venado
    Que acaba de nacer,
    Y tiemblan como tiembla entre la hierba
    La verde _caicobé_.
    Sus cabellos parecen los renuevos
    Más tiernos del sauzal,
    Sus bocas se abren como el dulce fruto
    Que da el _burucuyá_.
    ¡Vamos! ¡Seguidme! El extranjero duerme,
    ¡Duerme en el Uruguay!
    ¡El sueño que en sus ojos se ha sentado,
    No se levantará!»

En efecto: Yamandú ha visto también á Blanca. Ha nacido en su pecho una
pasión muy diversa de la de Tabaré y más propia del salvaje. El ansia de
robar y gozar á Blanca y el deseo de matar á los españoles le inspiran
el plan de una sorpresa nocturna y de un asalto á la colonia de San
Salvador. Los indios caminan ya tácita y cautelosamente hacia la
colonia, durante la noche, mientras duerme la guarnición descuidada.

      «¿No veis entre las ramas asomarse
    Los temerosos rostros de los indios,
    Embijados de rojo, y dibujados
    Con trazos verdes, negros y amarillos?
    Las plumas de sus frentes se confunden
    Con las hojas del cardo; el remolino
    Del viento suave, al agitar las ramas,
    Descubre aquí y allá rostros cobrizos.»

Salen del matorral, por donde iban medio agachados, y dan ocasión para
que el poeta nos nombre á algunos.

    «Aquel es Ibipué. ¿Quién no conoce
    Al _tubichá_, tan fiero como listo,
    Que al avestruz alcanza y al venado,
    Y apresa entre las aguas al carpincho?
    Cayú es aquel que corre entre las chircas.
    Se le conoce en el profundo signo
    Que, con su hacha de piedra, le ha grabado
    En la cabeza el _arachan_ Siripo.
    ¿También tú, Guaycurú? De los cristianos
    Tú te dijiste servidor sumiso;
    Ese casco que llevas y esa adarga
    De Garay los ganaste en el servicio.
    Tú fuiste el mensajero de tu tribu:
    Rompiste en la rodilla tu macizo
    Arco de _ñandubay_, y en tu piragua,
    Ó á nado, en son de paz, cruzaste el río.
    ¿No es esa una mujer? Es Tabolía.
    Sabe arrancar la piel al enemigo,
    Y ya más de una de ellas ha colgado
    En el movible toldo de sus hijos.
    Ella no exprime el fruto del quebracho,
    Ni recoge en la selva para su indio
    La miel del _guabiyú_, ni lleva el toldo,
    Ni entona el _yaraví_ de triste ritmo.
    Tiene en su labio el signo del guerrero;
    Suena en la lucha su salvaje grito,
    Y en el desnudo seno apoya el arco
    En que viene la muerte á hacer su nido.»

La expedición tiene, al principio, el éxito que Yamandú deseaba. San
Salvador es sorprendido. La lucha es terrible, y bien pintada. Arden
muchas casas. Los indios dan muerte á no pocos españoles; pero éstos se
rehacen, y ponen en fuga á los invasores.

Yamandú logra, no obstante, su principal objeto. En medio del tumulto,
de la confusión y del horror de la batalla y del incendio, roba á
Blanca, y se la lleva á la selva sagrada donde tiene su guarida.

Sucédense luego la desesperada furia de don Gonzalo al saber el rapto de
su hermana, su idea de que es Tabaré quien la ha robado, y su inútil
persecución para libertarla.

Entretanto, Yamandú ha llevado á Blanca á lo más esquivo del bosque,
donde el terror impide que penetren los otros indios, que no son
_payés_, como él. El es hechicero, y no teme; antes bien domina á los
espectros y genios que siguen á Añanguazú.

La situación es desesperada. Blanca yace en el suelo sin sentido. Vuelve
en sí, y se mira en el centro de la selva. En la oscuridad medrosa ve
relucir las lascivas pupilas de Yamandú, que aguarda que vuelva ella de
su desmayo.

Algo de inesperado ocurre entonces, sin que Blanca atine á darse cuenta.
Oye crujido de ramas que se apartan con violencia; después pasos,
después gritos ahogados, y al fin ruido como de una lucha muda y
tremenda.

En suma; Tabaré ha venido en socorro de Blanca: ha caído sobre Yamandú,
y ha logrado matarle, estrujándole el pescuezo entre sus dedos.

Contar, como quien escribe un índice, todos estos sucesos y el final
desenlace, es destruir el efecto artístico, que pueden producir, y que,
á mi ver, producen. Menester es, no obstante, llegar al final
rápidamente.

Tabaré salva á Blanca, que está casi exánime y la lleva hacia la
colonia.

D. Gonzalo, que sigue buscando á su hermana, ve al indio, que corre
teniéndola en sus brazos, y á quien cree el raptor. D. Gonzalo ciego de
ira se lanza sobre Tabaré y le atraviesa con su espada. Blanca, que
comprende ya todo el amor, toda la sublime devoción del indio, se abraza
estrechamente con él, moribundo; llora y le llama. Tabaré muere.

Así termina la acción de la leyenda, cuya trascendencia y elevación
merecen que de epopeya la califiquemos. El poeta, como Hugo Foscolo ha
dicho de Homero, aplacando con su cantar las afligidas almas de los
vencidos, ha trazado con alto estilo la inevitable, la providencial
desaparición de las razas, que llegan á ponerse con la civilización en
indómita rebeldía. El poeta, español de raza, ensalza á los españoles
vencedores, como Homero ensalzaba á los griegos; pero las lágrimas son
para Tabaré. Las lágrimas son para Héctor y Príamo. No hay una sola
página del poema de Juan Zorrilla que no esté impregnada de tierna y
piadosa melancolía. Sobre el americanismo del poeta están aquellos
sentimientos fervorosos de caridad cristiana, de amor á todos los
hombres, tan propios del alma española, y que resplandecían en los
misioneros, en los legisladores de Indias, y á veces, cuando la codicia
ó la ambición no los cegaba, hasta en los mismos tremendos
conquistadores, por más que no todos fueran como D. Gonzalo de Orgaz,
sino foragidos y desalmados aventureros.

Lo que América debe á España es tanto é importa tanto, que el poeta,
exaltado por el fervor de la sangre que lleva en sus venas, da á veces á
España tales alabanzas, que, al llegar á España, tan postrada y abatida
hoy, la consuelan y la sonrojan á la vez. El poeta imagina que acaso
cuando en edad remotísima se hundió la Atlántida, no cabiendo su
inmensidad en los mares resurgió ó sobrenadó en parte, formando ambas
Américas, y separándose así de la parte capital que no se hundió: de
España, que había sido y había de volver á ser su cabeza.

El pueblo español es, para el poeta,

    «El pueblo altivo que, en la edad sin nombre,
    Era el cerebro acaso
    De aquel dorso gigante y misterioso,
    Ya sumergido en el abismo atlántico;
    Que, no teniendo en su profundo seno
    Para el coloso espacio,
    Dejó asomar sobre la vasta tumba,
    Miembro insepulto, el mundo americano.»

Sin pretensión pedantesca, sino del modo propio de la poesía, hay y se
agitan en el poema _Tabaré_ grandes problemas de libre albedrío,
predestinación, determinismo y vocación de las razas: psicología,
teodicea y filosofía de la historia. Al leer el poema, se levanta el
espíritu del lector á estas altas especulaciones.

Después de lo dicho hasta aquí, de sobra está añadir que me parece muy
bueno el poema; y que hasta el severo Clarín ha de calificar á su autor,
no de medio poeta sino de uno, y quizá de uno con colmo: colmo que no se
atreverá á derribar su rasero, pasando sobre la medida.

Mi carta se va haciendo interminable; pero me asalta un escrúpulo, y aun
exponiéndome á pecar de pesado, quiero discurrir sobre él, á ver si le
desvanezco.

Á pesar de lo que he escrito y clamado contra el naturalismo, al fin,
como soy un hombre de ahora y no de otra edad, y como las modas son
contagiosas, yo, sin poderlo remediar, soy también algo _naturalista_.

Mi escrúpulo es, pues, sobre la verosimilitud y hasta sobre la
posibilidad de Tabaré. El hechizo de la poesía le hace parecer
verosímil; pero ¿pudo ser Tabaré en la realidad de la vida? Aunque
hubiera nacido de madre española, ¿no se crió como un salvaje? ¿De qué
suerte, por lo tanto, aun concediendo mucho á la transmisión
hereditaria, nació en su alma inculta pasión tan delicada, tan pura y
tan fecunda en actos de heroísmo y abnegación, como en el alma de Don
Quijote, después de leer todos los libros de Caballerías, ó como en el
alma de sublime é ilustrado cortesano, ó caballero más ó menos andante,
que ha estudiado á Platón, á León Hebreo, á Fonseca y al conde Baltasar
Castiglione?

Halm, el dramaturgo austriaco, nos representa un milagro por el estilo
en _El hijo de las selvas_; pero aquel milagro, ó no es, ó no parece
ser tan grande. La verosimilitud de lo milagroso crece en nuestra mente,
no sé por qué, en razón directa de la distancia de siglos que de lo
milagroso nos separa. Y por otra parte; ni los galos eran salvajes como
los charrúas, ni en el alma del galo rudo y bárbaro de Halm, aparece la
pasión delicada con la espontaneidad divina que en el alma de Tabaré. La
joven griega le revela el amor por medio de la palabra: le explica los
misterios celestiales de su espiritual pureza. Tabaré, con solo ver á
Blanca, lo adivina todo.

Esto es lo que se me antoja poco creíble. Y yo no me contento con
responderme que, ya que el efecto es hermoso, debo prescindir de la
realidad de la causa. No me basta esclamar: _Si non é vero é ben
trovato_. _El quidlibet audendi_ no me tranquiliza. Por último: lo
caótico, confuso, inefable, y para el mismo Tabaré no comprendido, de
los afectos de su alma, no me resuelve la dificultad.

Sólo la resuelve la teoría, expuesta ya por mí en otras ocasiones,
acerca del poder revelador, religioso, suscitador de lo ideal, que
ejerce la hermosura femenina.

Los clásicos griegos nos dejaron en sus fábulas los indicios de este
poder de civilización repentista.

La hembra del hombre era abyecta, esclava, despreciada é inmunda. Se
hace inventora de su propia beldad. Se pule, se atilda, se asea, y,
añadiendo además un esfuerzo de voluntad artística é inspiradísima, crea
el hechizo más grande y fascinador que cabe en los objetos materiales:
crea á la mujer. Y la mujer es reina, es maga, es sibila, es profetisa
desde entonces.

Su dominio sobre los hombres crudos y fieros, ya para bien, ya para mal,
es desde entonces inmenso.

Yo creo en la _ginecocracia_ ó gobierno de la mujer en las edades
primitivas. Donde quiera que la mujer se lava, se adorna y se pule, es
reina y emperatriz de los hombres. En el país sabeo hubo reinas; reinas
hubo en Otahiti. Cuando no hay reinas, hay musas que inspiran á los
poetas, sibilas que columbran y manifiestan el porvenir, Egerias que
dirigen á los Numas, Onfales que hacen que Hércules hile, Dalilas que
cortan los cabellos á todo Sansón, y Circes que detienen, emboban y
fijan á los Ulises vagabundos.

Cuando lo trascendente, lo divino, lo inmortal y puro no ha brotado aún
en el alma del hombre, la mujer, que ha encontrado su hermosura física,
se lo revela todo, al revelársela. Como los rayos del sol de primavera
hacen brotar de la tierra fragantes rosas, las miradas de la mujer hacen
que brote la flor de lo ideal en el alma de los hombres.

Así se explica la pasión de Tabaré, y queda firme como del más evidente
realismo histórico y no como ensueño vano de la poesía.

Corrobora mi creencia en este poder espiritualizante, catequizador,
religioso de la mujer, ya elegantizada y bonita, merced á las artes
cosméticas, al aseo y á la modesta y decente coquetería, que ha
descubierto ella, un singular fenómeno que hoy se nota y que nos admira.

El refinamiento, el exceso de la civilización conduce á muchos hombres
eminentes y pensadores á un extremo donde sus espíritus tocan ya por un
lado con los espíritus de los salvajes: á no concebir lo infinito
desconocido sino como malhechor y diabólico: como el feo

    _Poter che ascoso a comun danno impera;_

ó á negar su realidad para no tener que maldecirla ó blasfemar de ella.

En esta situación, sobreviene la mujer, y produce el mismo efecto, que
en el salvajismo, en la viciada y ponzoñosa quinta-esencia de la
cultura. Leopardi vuelve á hallar, en las _donnas_ que celebra en sus
cantos, á todas las divinidades de su Olimpo: Ingersoll, el ateo
_yankee_, ama y adora á las _ladies_ y _misses_ como el trovador más
rendido; Augusto Comte niega á Dios, y funda nueva religión, inspirado
por la mujer, cuyo ideal modelo de pureza y de amor es la Virgen Madre;
Cousin, harto de filosofar, y en su vejez, se enamora arcaica y
retrospectivamente de Mad. de Longueville y de otras princesas y altas
señoras de los tiempos de Luis XIV, y difunde su pasión amorosa en
alabanzas tan tiernas, que suenan como amartelados suspiros; Michelet
cae, en los últimos años de su vida, en un dulce deliquio, en un
melancólico erotismo, que vierte en sus libros sobre el amor y sobre la
mujer; y Renan, descollando entre todos, llega á dar á este erotismo,
idólatra ó _hiperdúlico_, una fuerza frenética, profética y
apocalíptica, que se nota en _La Abadesa de Jouarre_, y en el prólogo
sobre todo de tan afrodisíaco drama.

Demostrado así y patente el poder milagroso de la mujer para hacer que
surja ó que resurja lo ideal en el alma del hombre, mis escrúpulos se
disipan y la figura de Tabaré queda tan consistente y verdadera como las
de los más históricos personajes.

Aplaudamos, pues, á Juan Zorrilla, sin el menor reparo, ya que ha sabido
dar á luz tan amena leyenda ó poema, sin apartarse un ápice de la verdad
y siendo al mismo tiempo naturalista é idealista en su obra.



LA POESÍA Y LA NOVELA EN EL ECUADOR

                                                       _Julio de 1889._

(AL SEÑOR D. JUAN LEÓN MERA)


I.

Muy estimado señor mío: En Washington y en Nueva York conocí y traté al
Sr. Flores, actual presidente de esa república, cuyo ameno y franco
trato me ganó la voluntad, haciéndome yo desde entonces muy amigo suyo y
lisonjeándome de que él también lo es mío. En Bruselas, en París y aquí
en Madrid, hemos vuelto á vernos, afirmándose más la amistad que ya nos
profesábamos.

Cuando el Sr. Flores partió de aquí para América á ocupar el alto puesto
al que le han elevado sus merecimientos y la voluntad de sus
conciudadanos me prometió enviarme las mejores producciones literarias
de su país. Con gusto he visto que los cuidados y desvelos del gobierno
y de la política no le han hecho olvidar su promesa. El Sr. Flores me ha
enviado directamente algunos libros, y además ha excitado á usted á que
me envíe sus obras, por todo lo cual debo estar y estoy muy agradecido
al señor Flores.

A usted también le agradezco mucho las remesas, y sobre todo la última,
que más que ninguna otra me ha interesado.

El libro de usted titulado _Ojeada histórico-crítica sobre la poesía en
el Ecuador_, contiene noticias curiosas y muestra, además, el talento de
escritor que usted posee y sus ideas y opiniones sobre puntos de la
mayor importancia; pero lo que más me ha agradado es _Cumandá_.
_Cumandá_ es una preciosa novela. Ni Cooper ni Chateaubriand han pintado
mejor la vida de las selvas ni han sentido ni descrito más poéticamente
que usted la exuberante naturaleza, libre aún del reformador y
caprichoso poder del hombre civilizado.

Impaciente estaba yo de hacer detenido examen de las obras de usted, y
en particular de la mencionada novela, cuando leí en _La Epoca_,
acreditado y juicioso periódico de esta capital, una muy grave acusación
contra usted. Acusa á usted _La Epoca_ de odiar á España y de haberlo
probado en varias ocasiones que cita.

Luego añade: «Nuestro amigo D. Juan Valera puede tomar nota de este
sucedido para sus notables _Cartas Americanas_.»

Confieso que la lectura del suelto de _La Epoca_ me disgustó no poco.
Harto sé yo que el odiar á España, aunque sea injusto, y el agraviarla,
aunque es indigno y odioso, no impide que, en todo lo demás, las cosas
sean como son, y no de otro modo; ni destruye el valor literario y
poético de _Cumandá_, ni el talento y la discreción que en la _Ojeada_ y
en otras obras de usted se advierten. Sin embargo, mi gratitud hacia
usted por haberme enviado los libros no podía menos de enfriarse, á ser
cierto que era un enemigo de mi patria quien me los enviaba, y mis
alabanzas á dichos libros, aunque fuesen alabanzas merecidas, habían de
sonar mal en mi boca y ser algo contrarias al patriotismo de que
blasonamos los españoles.

No me tranquilizaba yo con parodiar á Quintana aplicando á este caso
aquello de

    «Inglés te aborrecí, héroe te admiro:»

y diciendo: repruebo la conducta y las malas pasiones de usted con
respecto á España: pero no puedo menos de celebrar á usted por sus
escritos.

Yo preferiría creer y hacer creer que los pecados de usted contra España
no son tan grandes como _La Epoca_ supone. Movido de este deseo voy á
ver si le logro en parte, empezando por defender á usted de la
acusación, hasta donde pueda, antes de hablar por extenso de sus obras
literarias, si bien de sus obras literarias tengo que hablar desde un
principio, ya que en ellas aspiro á encontrar demostraciones claras de
que usted no aborrece á España ni á los españoles.

Antes de que la Academia Española eligiese á usted académico
correspondiente, por lo cual en el suelto citado la censura _La Epoca_,
había usted escrito no poco en prosa y en verso, haciéndose merecedor de
aquella honra; pero usted, con extraordinaria modestia, no lo consideró
así y creyó que debía hacer algo que fuese testimonio de su gratitud y
de que la Academia no había hecho una elección desacertada. Entonces
escribió usted _Cumandá_ y se la dedicó al director de la Academia ó más
bien á la Academia misma, ya que usted ruega al director que presente la
obra á la Academia, y termina diciendo: «Ojalá merezca su simpatía y
benevolencia, y la mire siquiera como una florecilla extraña, hallada en
el seno de ignotas selvas, y que, á fuer de extraña, tenga cabida en el
inapreciable ramillete de las flores literarias de la madre patria.»

En las pocas palabras del texto que copio hay una serie de afirmaciones
contrarias á ese odio que á usted atribuyen. Admira usted y ensalza
nuestra literatura; desea que su novela tenga cabida en ella, como
florecilla extraña y selvática que se pone en _inapreciable_ ramillete
de ricas flores; y llama, por último, _madre patria_ á esa España, á
quien suponen que usted odia.

Resulta, además, que _Cumandá_, que es á mi ver de lo más bello que como
narración en prosa se ha escrito en la América española, debe su ser al
deseo de usted de mostrar á la Academia su gratitud y suficiencia; todo
lo cual redunda en gloria de España y es nuevo lazo de amistad entre
ella y su antigua colonia, hoy República del Ecuador.

Convengo, á pesar de lo dicho, en que no basta la prueba aducida para
justificar á usted. El ánimo de todo hombre es inconsecuente y voltario.
Pudo usted en aquella ocasión ser muy _hispanófilo_, sin dejar de ser
_misohispano_ en otras mil ocasiones.

La cuestión, no sólo por el caso singular de usted, sino por lo que
tiene de general, merece ser tratada y dilucidada. Cedo, pues, al
prurito de decir algo sobre ella. Esto hará sin duda que mis cartas á
usted sean más en número y más extensas de lo que yo había pensado.

Espero que usted y el público tendrán la paciencia de leerlas.

Lo primero que noto es que las relaciones entre España y los americanos
emancipados tienen que ser muy diversas de las relaciones entre yankees
é ingleses. Entre los yankees no hay ó hay apenas elemento indígena. Ora
porque los indios del territorio de los Estados Unidos fuesen más rudos
é incivilizables, ora porque los europeos colonos, de raza inglesa,
tuviesen menos caridad y menos paciencia y arte para domesticar, ello es
lo cierto que no hay entre los yankees muy numerosa población india
reducida al vivir culto y político, ni hay tanto mestizo de europeo y de
indio como en las que fueron posesiones españolas. De aquí que á nadie
se le ocurriese ni se le pudiese ocurrir entre los yankees, cuando se
sustrajeron al dominio de la Gran Bretaña, la estrafalaria idea de que
aquello era algo á modo de _reconquista_, como cuando los egipcios
echaron á los hicsos, ó los españoles echaron á los moros, ó los griegos
del Africa y del Peloponeso se libertaron de los turcos.

En cambio, en casi todas las Repúblicas hispano-americanas se ha dicho,
en verso y en prosa, algo de que la guerra de emancipación fué guerra de
independencia y reconquista. El inca Huaina-Capac se aparece al poeta
Olmedo, cuando celebra éste la Victoria de Junin sobre los españoles, y
le profetiza la nueva victoria que los insurgentes han de alcanzar
después en Ayacucho, como si los insurgentes fuesen indios y no
españoles también, y como si tratasen de restablecer el antiguo imperio
peruano y no repúblicas católicas, según el gusto y las doctrinas
europeas.

De aquí nacen motivos de enojo en abundancia y dificultades á montones,
que hacen el trato entre españoles é hispano-americanos en extremo
vidrioso ó sujeto á quiebras. Si les decimos que son españoles como
nosotros suelen picarse, porque desean ser algo distinto y nuevo, y si
no todos, muchos se pican también si los creemos indios ó semi-indios.

Hay en los hispano-americanos, aun en los más discretos y sabidos, mil
injustas contradicciones.

«Las leyes de Indias, dicen, las Ordenanzas de Carlos V, las de D.
Fernando de Aragón y de doña Isabel la Católica eran buenas y
protectoras. Desde que el Papa declaró en una bula que los hijos de
América eran hombres, los reyes de España dictaron leyes para ampararlos
y favorecerlos; pero burlándose de esas leyes los colonos españoles
maltrataron á los indios, los azotaron, los humillaron y los hicieron
trabajar hasta morir, como si fuesen acémilas, etcétera, etc.» Al decir
esto, los americanos de ahora no advierten que ellos son los que se
condenan, si no son indios puros. Los que dictaron las leyes protectoras
estaban aquí, y por aquí se han quedado; pero los verdugos codiciosos y
empedernidos de los indios, lo probable es que, salvo raras excepciones,
se quedasen todos por allá, y que esos antiespañoles, declamadores
acerbos por pura filantropía, no sean otros sino sus descendientes.

Tiene mucha gracia la disculpa á que acuden ustedes para explicar lo
poco que han hecho por los indios en los sesenta ó setenta años que
llevan de independencia. «Hemos abolido las _mitas_, dicen ustedes,
hemos suprimido el tributo personal y hemos desechado el azote.» Pero
¿se debe esto á la independencia, ó al progreso de la cultura y de la
moralidad entre todos los pueblos cristianos? ¿Es posible que alguien
crea de buena fe que si el Ecuador y Colombia fuesen hoy aún colonias
españolas habría allí _mitas_, tributo personal, servidumbre y azotes?

Independiente la que fué América española, lo mismo que si no fuese aún
independiente, ya no puede haber ni hay esclavitud en ella. Los indios
son libertos de la ley. Pero añade su ilustre compatriota de usted Juan
Montalvo, á quien me complazco en citar, «son esclavos del abuso y de la
costumbre.» En seguida describe elocuentemente los malos tratos y las
faenas á que someten aún al indio en el Ecuador, y acaba por exclamar:
«Si mi pluma tuviese don de lágrimas, yo escribiría un libro titulado
_El Indio_, y haría llorar al mundo.» Y esto lo dice Juan Montalvo más
de medio siglo después de que ese indio y el inca Huaina Capac
triunfaron en Ayacucho de los pícaros españoles. Los españoles, no
obstante, siguen teniendo la culpa de todo, aunque vencidos. Juan
Montalvo lo declara: «No--dice;--nosotros no hemos hecho este sér
humillado, estropeado moralmente, abandonado de Dios y de la suerte: los
españoles nos le dejaron hecho y derecho, como es y como será por los
siglos de los siglos.»

Lo absurdo de este sofista declamador no merecería respuesta, si no
estuviese algo del mismo sentimiento en la masa de la sangre de no pocos
hispano-americanos, que así escupen contra el cielo y les cae encima:
porque si son indios de sangre se declaran humillados, moralmente
estropeados y abandonados de Dios por los siglos de los siglos: y si
son españoles, reos de la muerte moral y de la condenación perpetua é
irremediable de millones de séres humanos; y si son mestizos, son
abominable amalgama de español y de indio, de la raza degradada y del
cruel y tiránico verdugo que acertó á degradarla para siempre.

Juan Montalvo dijo su frase, por decir una frase, sin saber lo que
decía. No la hubiera dicho si la hubiera reflexionado: pero Juan
Montalvo, y otros como él, y á veces usted entre ellos, por obra y
gracia de su americanismo, creen otra cosa que los predispone contra
nosotros, y, cuando creen ustedes esta cosa, es cuando apunta el odio
contra España de que _La Epoca_ acusaba á usted.

Creen ustedes y sostienen que América, en el momento en que los
españoles la descubrieron, estaba progresando con plena autonomía, y
próxima á crear y á difundir una magnífica civilización original y
propia, cuyos focos principales estaban en los imperios de Méjico y del
Perú y entre los chibchas de Nueva Granada: pero la llegada de los
feroces españoles detuvo el desarrollo de esa civilización y ahogó en
sangre y destruyó con fuego sus gérmenes todos.

No hay que buscar este pensamiento en otros autores. Usted le expresa á
menudo. Todo iba muy bien por ahí. La conquista de Tupac Yupanqui había
civilizado el reino de Quito. Los _aravicos_, ó sea los poetas en
lengua quichua, pululaban ahí lo mismo que en el Cuzco. La lengua
quichua era un prodigio, un simbólico tesoro de misteriosas filosofías.
Sólo el vocablo Pachacamac, con que en lengua quichua se designa á Dios,
contiene sutil y profunda teodicea que el mero análisis gramatical
descubre. Esta lengua había llegado á la perfección antes de la venida
de los españoles. Según usted «se prestaba á la entonación de la oda
heroica, á las vehementes estrofas del himno sacro, á la variedad de la
poesía descriptiva, á los arranques del amor, á toda necesidad, á todo
carácter y condición de metro, desde el festivo y punzante epigrama
hasta el grave y dilatado género de la escena.» Claro está, pues, que
los indios hasta literatura dramática tenían, y que el teatro era una de
las más nobles diversiones de la corte de los incas.

El florecimiento literario y el desenvolvimiento intelectual eran, pues,
notables entre los peruanos y quiteños: pero llegaron los españoles y
aquello fué el acabóse. Apenas quedó rastro de nada. «El poder
exterminador de la conquista, exclama usted, arrancó de raíz el genio
poético de los indios, y en su lugar hizo surgir de los abismos el
espectáculo de la desolación y del espanto. El numen de la armonía no
pudo vivir entre los vicios y la depravación de la gente española.»

Infiérese de aquí que, no contentos los españoles con destruir la
civilización indígena americana, despojaron á los indios de su inocencia
y los pervirtieron.

Esta mentida y decantada inocencia de América, que celebra Quintana en
una de sus mejores odas, me trae á la memoria un terrible pasaje de la
_Crónica del Perú_ de Pedro de Cieza, que presenta Leopardi en apoyo de
su negro pesimismo y desesperada misantropía.

«Los caciques de este valle de Nore--dice--buscaban por las tierras de
sus enemigos todas las mujeres que podían; las cuales, traídas á sus
casas, usaban con ellas como con las suyas propias, y si se empreñaban
de ellos, los hijos que nacían los criaban con mucho regalo hasta que
cumplían doce ó trece años: y desde esta edad, estando bien gordos, los
comían con gran sabor, etc.» Y añade después: «Háceme tener por cierto
lo que digo ver lo que pasó con el licenciado Juan de Vadillo (que en
este año está en España, y si le preguntan lo que digo dirá ser verdad),
y es que la primera vez que entraron cristianos españoles en estos
valles, que fuimos yo y mis compañeros, vino de paz un señorete que
había por nombre Nabonuco y traía consigo tres mujeres; y viniendo la
noche, las dos de ellas se echaron á la larga encima de un tapete ó
estera y la otra atravesada para servir de almohada, y el indio se echó
encima de los cuerpos de ellas muy tendido, y tomó de la mano otra mujer
hermosa.

...Y como el licenciado Juan de Vadillo le viese de aquella suerte,
preguntóle que para qué había traído aquella mujer que tenía de la mano;
y mirándole al rostro el indio, respondió mansamente que para comerla...

...Vadillo, oído esto, mostrando espantarse, le dijo:--¿Pues cómo siendo
tu mujer has de comerla?--El cacique, alzando la voz, tornó á responder
diciendo:--Mira, mira, y aun el hijo que pariere tengo también de
comer.--Supo además Vadillo, por dicho de indios viejos, que «cuando los
naturales de aquel valle iban á la guerra, á los indios que prendían
hacían sus esclavos, á los cuales casaban con sus parientas y vecinas, y
los hijos que habían en ellas aquellos esclavos los comían; y que
después que los mismos esclavos eran muy viejos, y sin potencia para
engendrar, los comían también á ellos.» Verdad es que Cieza explica con
cierto candor la _inocencia_ de estos indios antropófagos, ya que el
serlo «más lo tenían por valentía que por pecado.»

Sin declamación ni sentimentalismo, aun suponiendo al español de
entonces, y sobre todo al aventurero que iba á América, vicioso,
depravadísimo, ignorante y cruel, todavía queda el peor de estos
españoles muy por bajo de los indios salvajes ó semisalvajes, en vicios,
depravación, crueldad é ignorancia.

No es posible, por devastadores y malvados y fanáticos que supongamos á
los españoles del tiempo de la conquista, que hiciesen desaparecer de
la tierra americana y del alma y de la memoria de los indios todos los
primores de su civilización, si en alguna parte los hubo.

Para Méjico no deja usted de traer á cuento el auto de fe que de muchos
manuscritos ó pinturas simbólicas hizo el arzobispo D. Juan de
Zumárraga; pero ni ahí, ni en el Perú, hubo ni Zumárraga ni Omar que
incendiase las bibliotecas, y sin embargo, ¿dónde están las odas, los
dramas, las filosofías y las teologías que del Perú y del primitivo
reino de Quito nos han conservado los doctos? Sólo cita usted una
composición poética quichua sin atreverse á decir terminantemente que
sea anterior á la venida de los españoles. Sin duda la compuso algún
indio ya algo civilizado, á imitación de los versos de Castilla. Dice
usted que es una poesía sencilla y graciosa que nos da idea de la
genuina poesía de los antiguos indios. La poesía es breve, y ya es una
ventaja. Consta de 76 sílabas, ó sea de 19 versos de á 4. Tres versos
acaban en _munqui_ y dos en _súnqui_, y un verso entero es _cunuñunun_,
por el cual se puede presumir lo melodioso de los otros.

Los tales versos son la única reliquia que ostenta usted de la genuina
civilización de esas tierras, donde no sólo había _aravicos_ ó poetas,
sino también _amautas_ ó sabios y filósofos.

Las coplas que trae usted además en lengua quichua, y la lamentación
sobre la muerte de Atahualpa son ya de nuestro tiempo: obra de los
_amautas_ y _aravicos_, que no se sepultaron como se sepultaron los más
de ellos, «por no ver, como usted dice, las atrocidades de los blancos.»

En suma, si fuésemos á dar crédito á los primeros capítulos de la
_Ojeada_ de usted, España no llevó á América la civilización y la ley de
gracia, sino la barbarie y todos los vicios. Nosotros empujamos á esa
sociedad «en el abismo de tinieblas y de males, del cual la habían
sacado la inteligencia, el raro tino político y la gran fuerza de
voluntad de los incas;» lanzamos sobre América «una tempestad de vicios
y crímenes;» y tratamos de aniquilar en todas partes los elementos de
vida intelectual,» é hicimos «desaparecer la cultura de los indios entre
el humo y los vapores de la matanza.»

Todo esto lo decía usted en 1868. Si después no hubiera usted modificado
sus opiniones, _La Epoca_ tendría razón en la advertencia que me hizo:
usted odiaría á los españoles, y no sin fundamento, aunque erróneo.

Desde 1868, usted ha cambiado mucho, como ya se verá. Por otra parte,
aunque usted no hubiera cambiado, _Cumandá_ no dejaría de ser una
preciosa novela.

Antes, sin embargo, de hablar de _Cumandá_, quiero yo decir á usted
algunas razones más para ver si desarraigo de su espíritu los restos que
aun queden en él de ese fundamento erróneo que le movió á odiarnos como
nación. Lo que es individualmente, yo calculo que no nos quiere usted
mal, y por mi parte le estimo y aun me inclino á ser amigo de usted, á
pesar de los errores, que supongo pasados.


II.

Muy estimado señor mío: Cada cual tiene su teoría para explicar la
historia. Yo tengo la mía, que ni es nueva, ni inventada por mí, ni yo
pretendo hacer que usted la acepte, si es que usted piensa de otro modo.
Sólo voy á exponerla aquí en breves palabras para sentar la base en que
se apoya lo que yo pienso sobre el soñado progreso y creciente
civilización de los indios de América cuando llegaron por ahí los
españoles.

Dejo á un lado las árduas y profundas cuestiones, que tanto se rozan con
las doctrinas religiosas, de si hubo ó no revelación primitiva, de si el
linaje humano proviene todo de una pareja ó de muchas y de si apareció á
la vez en varias regiones del globo ó en una sola. Tomemos el asunto
menos _ab ovo_, y harto podemos afirmar sin que nadie se escandalice que
el hombre, ó bien por olvido de la primitiva revelación y de la cultura
que de ella había nacido, ó bien sin necesidad de olvidarlas, porque no
las había tenido jamás, empezó en todos los países por el estado
salvaje, ó cayó ó recayó en él por motivos diversos difíciles de
explicar.

Dicho estado, pues, ya inicial, ya por decadencia y corrupción, no
coincide ni ha coincidido nunca en todos los países. Aun en el día, á
pesar de los cómodos y rápidos medios de comunicación, hay salvajes en
el centro de Africa y en algunas islas del mar del Sur y en varios
lugares de América, mientras por acá gozamos de electricidad, vapor,
fotografía, Submarino Peral, torre Eiffel y novelas naturalistas.

Las diversas tribus y castas de hombres que viven en el mundo han ido
siempre, en su marcha ascendente hacia la cultura, adelantadas unas y
atrasadas otras. Los pueblos del Mediodía de Europa llevaban la
delantera desde hace veinticinco siglos. Después, según dicen, los
meridionales de Europa hemos decaído y nos hemos rezagado; pero sigue en
Europa, y es ya casi indudable que seguirá por largo tiempo, el
estandarte ó guión de la cultura, que hoy tienen entre manos franceses,
alemanes é ingleses, y que tal vez aspiran á levantar también en alto
los rusos.

Como quiera que sea, y ora prevalezca una nación, ora otra, es evidente
que la civilización de Europa prevalece, se difunde por el resto del
mundo y le domina todo. La América de hoy, en lo humano y en lo culto,
no es más que una parte de esta Europa transportada á ese nuevo y vasto
continente. Hoy la civilización americana es una prolongación de la
civilización europea. España, Portugal, Inglaterra y Francia han
llevado ahí sus idiomas, sus ciencias, sus artes y su industria.

Posible es que con el andar de los siglos, y en virtud del medio
ambiente y de la mezcla de la sangre de los europeos con la sangre de
los indios y hasta de los negros importados de Africa venga á resultar
ahí algo extraño, nuevo, muy distinto, tal vez superior á lo de Europa;
pero si esto ocurre me parece que tardará mucho en ocurrir, y por lo
pronto, esto es, durante doscientos ó trescientos años (y fijo tan corto
plazo porque el mundo va deprisa), seguirán ustedes siendo europeos
trasplantados, y sus repúblicas, con relación á los Estados de Europa, á
modo de mugrones, lo cual no es negar que cada uno de estos mugrones
llegue á ser ó ya sea vid más lozana, robusta y fructífera que la vieja
cepa de que brotó.

Lo que yo sostengo es que ni el salvajismo de las tribus indígenas en
general, ni la semicultura ó semibarbarie de peruanos, aztecas y
chibchas, añadió nada á esa civilización que ahí llevamos y que ustedes
mantienen y quizá mejoran y magnifican. Y aunque lo anterior al
descubrimiento de América sea muy curioso de averiguar y muy ameno de
saber, importa poco y entra por punto menos que nada en el acervo común
de la riqueza científica, política, literaria y artística de ustedes,
heredada de nosotros y acrecentada por el trabajo de ustedes, y no por
ningún legado ó donativo de los indios.

Pero, ¿qué donativo podían los indios hacer si nosotros destruimos con
mano airada cuanto podía constituir el donativo? Esta es la tremenda
acusación que ustedes nos hacen ó más bien que ustedes se hacen, pues
sin duda ustedes son los más directos descendientes de aquellos feroces
españoles que fueron á destruir civilización tan donosa.

Un ilustre cubano, D. Rafael Merchan, que vive en Bogotá ahora, se
extrema más que usted en esta acusación. Todo iba por ahí divinamente.
Acaso habían sido Manco-Capac y Bochica más sabios que Sócrates y que
Aristóteles. Acaso, si no llegamos ahí los españoles, los indios se
perfeccionan, nos cogen la delantera, y son ellos los que vienen á
Europa á civilizarnos. Si Colón, Cortés y Pizarro no van á América en
los siglos XV y XVI, es probable que en el XVII los emperadores aztecas
ó los incas nos hubieran enviado navegantes y conquistadores que
hubieran descubierto, conquistado y civilizado la Europa allá á su modo.

Por fortuna, los españoles madrugamos, fuimos por ahí antes de que los
indios despertasen y viniesen, y dimos al traste con todo. «Todo
pereció--dice el Sr. Merchan--razas, monumentos, libros, ídolos, cultos,
ciencias, todo quedó destruído.»

El Sr. Merchan dice, y dice bien, que los séres inteligentes, aunque no
nos conozcamos y vivamos en regiones distintas, realizamos un
pensamiento común y contribuimos á una grande obra. Pero los españoles
fuimos por ahí y arrancamos medio mundo á esa elaboración universal. Y
no contentos con arruinar la civilización americana quisimos borrar y
borramos hasta la memoria de ella, arrasando «los monumentos más
apreciables y convirtiendo ese Continente en una inmensa tumba de razas
que tenían tanto que decirnos».

Todo esto es una serie de suposiciones gratuitas del Sr. Merchan. Las
razas indígenas de América no han perecido. Hoy acaso existen más indios
en Méjico y en el Perú que los que había cuando la conquista; y si no
hay más indios en el Paraguay, es por las guerras recientes que les han
hecho los brasileños y argentinos. Todo cuanto los indios tenían que
decirnos nos lo han dicho. Y si hoy Liborio Zerda, Antonio Bachiller y
Morales y otros americanistas lo exponen, no faltaron, desde los
primeros días del establecimiento de los españoles, sabios curiosos,
misioneros llenos de caridad y de indulgencia y escritores sinceros que
lo expusiesen con amor, más bien ponderando las virtudes y excelencias
de los indios que denigrándolos.

En suma, la historia de América, antes de Colón, es bastante oscura, mas
no por culpa de los españoles, y lo que de esa historia se sabe más
induce á creer lo contrario de lo que usted, el señor Merchan y el Sr.
Montalvo, insinúan ó medio sostienen á veces.

En vez de ese progreso que ustedes imaginan, los indios seguían en
decadencia.

Acaso si se retarda un siglo la llegada de los españoles, los imperios
azteca, peruano y chibcha hubieran desaparecido, como ya habían
desaparecido en América otras semi-civilizaciones, y acaso no hubieran
hallado Pizarro, Cortés y Jiménez de Quesada, más que salvajes
antropófagos, adoradores del diablo como los patagones y borinqueños, no
sabiendo contar más que hasta diez, y _tatuados_ ó pintados con
espantosos dibujos ó untados con grasas rancias y apestosas, en vez de
andar vestidos.

Indudablemente el salvajismo de los americanos de antes de la conquista
europea, así como la semi-barbarie de varios pueblos del Nuevo Mundo y
de Asia y de Africa, antes de ponerse en contacto con Europa, no indican
que había ó hay ahí razas nuevas, que por sí solas puedan elevarse ó que
están ó estuvieron en vía de elevarse á la civilización, sino más bien
dan claro y triste indicio de razas antiguas, decaídas ó degradadas, que
han perdido su civilización, si la tuvieron. De esas razas se puede
afirmar lo que el Sr. Pí y Margall, citado por el propio señor Merchán,
afirma de los guatemaltecos, al fijarse en los monumentos suntuosos y
artísticos de Palenque y de Mitla: «Lejos de admitir, dice, que sean
jóvenes aquellos pueblos, estoy por sospechar con Humboldt que estaban
en decadencia á la llegada de los españoles y que habían perdido la
memoria de lo que un tiempo fueron. Ignoraban hasta la existencia de
esos grandiosos restos de una civilización pasada.» De esta civilización
pasada ó remota de los pueblos de América, cuando llegaron los
españoles, quedaban recuerdos ó restos, que es casi seguro que hubieran
desaparecido también si no acude á tiempo aún la civilización europea á
regenerar al salvaje ó al semi-salvaje americano.

El guerrero español de la conquista sería cruel, codicioso, sin
entrañas, todo lo malo que se quiera, con tal de que no se suponga, sin
justicia alguna, que hubieran sido ó que fueron más suaves y benignos
los alemanes ó los ingleses; pero no fueron españoles los que imaginaron
que eran los indios de una raza inferior. Los españoles creyeron siempre
que los indios eran sus hermanos, extraviados y decaídos, á quienes
convenía traer al buen camino y levantar de su abatimiento y miseria.

Los resultados dan testimonio de lo que digo. ¿Dónde están los indios
civilizados por los yankees y convertidos en ciudadanos de la Gran
República? Y en cambio, ¿no están Colombia, el Ecuador, Venezuela,
Méjico y Guatemala, llenas de indios ó de mestizos, que son tan
ciudadanos como los españoles de pura sangre? ¿No llegan esos indios ó
esos mestizos á ser cuanto se puede ser en las sociedades libres? ¿Cómo
comparar el espíritu democrático-católico de los españoles con la
soberbia de la raza inglesa?

Francamente, el escritor hispano-americano que, como usted nos trata tan
mal y nos acusa de tantas maldades, si es español de pura sangre agravia
y calumnia á sus antepasados, y si es indio puro, muestra la más negra
ingratitud á los que le salvaron y regeneraron, y si es mestizo, reniega
de la sangre española que puede tener en las venas, y hace creer que su
sangre india se caldea más con el ardor de la envidia rencorosa que con
el santo fuego de la gratitud.

Si á esto se arrojase el escritor hispano-americano para sostener la
verdad, yo no se lo echaría en cara. La verdad antes que todo, por
amarga que sea. Pero, ¿dónde está el fundamento de verdad de las cosas
que usted afirma? Basta enunciarlas, sin contradecirlas, para que ellas
mismas se refuten y manifiesten lo absurdas que son. Nosotros
_animalizamos_ al indio; destruimos los monumentos levantados por su
genio sencillo y espiritual; borramos sus tradiciones históricas, y
pusimos un abismo de ignorancia entre el siglo de Huaina Capac y
Atahualpa y los siglos de los despóticos virreyes españoles. En fin,
nosotros matamos la literatura quichua, salvo las coplitas que usted nos
presenta, y que por mi parte no lamentaría mucho que se hubieran también
perdido; é hicimos que los sabios indios que asesinamos se llevasen á la
otra vida multitud de secretos admirables, con los cuales se hubiera
enriquecido y ufanado hoy la ciencia.

En fin, en su _Ojeada_ ó historia literaria del Ecuador, usted fantasea
y finge una civilización americana que nosotros destruimos. Nuestra
llegada fué como la irrupción de Alarico, de los vándalos ó de Atila, en
lo más culto y brillante de Italia. Los indios, que estaban tan
ilustrados, fueron _arrojados_ por nosotros _al ínfimo grado de
ignorancia_, y ahí sobrevino la caliginosa oscuridad intelectual que
hubo en Europa en los siglos medios. Todo el saber, perseguido por los
españoles, se fué á refugiar en los colegios de los padres jesuítas y en
otros conventos de frailes.

Aseguro á usted que yo, á no haber sido provocado por _La Epoca_, no
entraría con usted en estas discusiones. Mi intento, al escribir estas
cartas, no es suscitar polémicas con los hispano-americanos, sino
reanudar, hasta donde sea posible, las amistades que deben durar entre
todos los hombres de sangre y de lengua españolas. Para ello no quiero
adular á ustedes, sino dar á conocer en esta Península los mejores
frutos de su ingenio, juzgándolos con justicia.

La _Revue Britannique_ me hace el honor de hablar amablemente de estas
cartas mías en uno de sus últimos números, elogiándome sobre todo por
cierta habilidad diplomática de que por completo carezco. Se vale de
rodeos y perífrasis, pero sostiene en realidad que yo elogio á ustedes
demasiado, que los adulo para que se reconozcan ustedes españoles de
origen y para que, encantusados ustedes por mí, de nuevo fraternicemos.

Tiene razón la dicha Revista en que yo busco esta fraternidad, pero ni
adulo á ustedes ni los encantuso para lograrlo y menos aun para sustraer
á ustedes al influjo de Francia. Yo afirmo, porque lo creo, que son
ustedes españoles, porque son de nuestra raza, porque hablan nuestro
idioma, porque la civilización de ahí fué llevada ahí por España, sin
que cuente por nada la _civilización india_, chibcha ó caribe; pero
jamás pensé yo en robar á Francia su influjo en esas repúblicas, ni
siquiera en censurar que ustedes se sometan á él en lo que tiene de
bueno. Yo reconozco que España misma, por desgracia, está muy rezagada
con respecto á Francia. Yo creo que Francia es una de las naciones más
inteligentes del mundo, y la considero á la cabeza de los pueblos del
Mediodía de Europa que hablan idiomas que provienen del latín. Soy tan
dócil y transigente, que por más que me choque, soy capaz de aceptar la
calificación genérica de pueblos latinos; pero no acierto á desechar, ni
aquí en España, ni en las que fueron sus colonias, la especial
calificación de españoles. Y deseo y espero que nuestra sangre tenga ahí
y conserve la suficiente virtud y fuerza informante, digámoslo así, para
preponderar en las mezclas con la sangre de los indígenas, y también con
la sangre de otros pueblos de Europa, que la corriente de la emigración
lleve á esas regiones.

Dice la Revista, á que me refiero, que el vice-presidente de la
República Argentina, Sr. Pellegrini, ha desmentido mis asertos en un
discurso que pronunció en París, y que copia. Yo veo lo contrario; que
el Sr. Pellegrini está de acuerdo conmigo. Aunque lleva un apellido
italiano, ya se considera de casta española por el hecho de ser
argentino; así lo afirmó en otro discurso que pronunció en Madrid; y si
reconoce la hegemonía intelectual de Francia, ¿hace más por dicha, lleva
á mayor extremo su entusiasmo, que el señor Castelar, á quien nadie
acusa de renegar de su españolismo, en un artículo elocuentísimo
publicado en el _Fígaro_ hace pocos días?

En suma, yo no he de formar contra usted, ni contra ningún escritor
hispano-americano, capítulo de culpas, porque sea demasiado entusiasta
de Francia, porque celebre la violenta separación de ustedes y de la
metrópoli, y porque cante en todos los tonos los triunfos de los
insurgentes y las derrotas de los realistas; pero francamente, no se
puede tolerar en silencio que afirmen ustedes que llevó España ahí la
barbarie, que destruyó el saber indígena, y que (son palabras de usted)
«el célebre Colón mostró la manera de atravesar el Océano, mas no la de
trasladar á esas regiones las simientes de la civilización y las
producciones de las grandes inteligencias.»

Ya veremos, y con esto responderé á usted y á _La Epoca_, de qué suerte
usted mismo, con dichosa y honrada contradicción, viene en sus libros á
probar lo contrario: la acción civilizadora, la caridad ferviente, y la
bondad de los elementos de cultura, importados en América por los
hombres de nuestra raza.


III.

Descartando de su _Ojeada_ de usted toda la soñada civilización india y
todo el enojo de usted contra España y tal vez sus remordimientos como
de origen español por haber destruído tamaña preciosidad, vuelvo á la
creencia del vulgo y me represento á los primitivos aventureros colonos
llegando á un país de salvajes ó de semisalvajes luchando contra una
naturaleza poderosa é inculta y tratando de fundar ahí y fundando
colonias europeas.

En este supuesto, y siguiendo la _Ojeada_ de usted, y resumiéndola
mucho, hemos de confesar que no lo hicieron tan mal los aventureros
españoles y que llevaron ahí los animales y las plantas útiles de
Europa, y la agricultura y la industria, y la religión y la moral
cristianas; que fundaron ciudades y que crearon para la civilización un
Nuevo Mundo, que si llega un día á competir con el antiguo y á no ser
inferior á la parte de él que colonizó la raza inglesa, nos dará
satisfacción y gloria á los españoles peninsulares, los cuales por el
lado filantrópico, ó dígase humanitario, hemos hecho más que los
ingleses, ya que hemos civilizado á algunos indios y hemos procurado
civilizarlos á todos hasta donde nosotros lo estábamos. Mas no podíamos
dar, porque _nemo dat quod in se non habet_.

Bajo la dominación de España hubo un clero en el Ecuador, el cual (usted
lo confiesa) «se dedicó al cultivo de la inteligencia, puso en acción el
habla y las razones para reducir las almas á la fe, tocó los resortes de
la conciencia, despertó los instintos de moralidad y acertó á consolar
grandes pesares». No contentos con esto, el gobierno y el clero de
España fundaron allí buenas escuelas y ricas bibliotecas, donde, según
usted afirma, «había preciosísimos manuscritos en todo ramo de
literatura y aun sobre ciencias», lamentando usted que, después de
declararse el Ecuador independiente, todo esto se haya tirado, se haya
perdido ó se haya vendido á extranjeros, en vez de haberlo cuidado y
aumentado. «Rubor nos causa decirlo, añade usted, porque no quisiéramos
pasar por bárbaros; pero sólo en el Ecuador se ha visto gobierno que en
vez de enriquecer un establecimiento de tal naturaleza, la biblioteca
pública, la haya despojado de objetos que en otras naciones se hubieran
conservado con veneración».

Peor aun que con la biblioteca pública (que fué la de los padres
jesuítas) se condujeron ustedes, ya independientes, con las bibliotecas
de otros conventos. «Ni los gobiernos ni los prelados, dice usted, han
tomado interés en que tales depósitos del saber humano se mejoren ó se
conserven». Centenares de volúmenes se han vendido á real, sin duda
para envolver alcarabea.

Para que vea usted cuán imparcial y desapasionado soy, yo creo que usted
exagera las pérdidas y la feroz destrucción de la literatura y de la
ciencia coloniales por los ya libres ecuatorianos, como exageró antes la
destrucción de la ciencia y de la literatura quichuas por sus
conquistadores.

La verdad debe de ser que en esa naciente colonia, tan remota, no pudo
haber muy notables producciones literarias, durante el siglo XVI, cuando
la colonia materialmente se establecía; ni tampoco en el siglo XVII,
durante el cual la misma metrópoli estaba en decadencia y bastante
inficionada por el culteranismo y por el fanatismo. Lástima es, con
todo, que se hayan perdido escritos históricos, y algunos versos
culteranos, como los de la poetisa quiteña doña Jerónima Velasco, á
quien Lope eleva á las estrellas, en el _Laurel de Apolo_; la llama
_divina_, y la coloca sobre Erina y Safo. Algo había de valer esta doña
Jerónima, á pesar de la sabida prodigalidad de Lope en las alabanzas.

Por lo demás, la poesía ecuatoriana del siglo XVII era extremadamente
gongorina; y los poetas, jesuítas ó discípulos de jesuítas. El
_Ramillete de varias flores poéticas_, publicado en Madrid en 1676 por
el guayaquileño Jacinto Eria, nos da muestras de todo lo dicho,
bastantes para consolarnos de que otras flores del mismo suelo y
condición cayesen en el río del olvido y se perdieran, arrebatadas por
la corriente, sin llegar á formar _ramilletes_ nuevos.

Restaurado después el buen gusto, ya á mediados del siglo XVIII, empieza
verdaderamente á florecer la literatura en el Ecuador. Sus más hábiles y
dichosos cultivadores fueron aun los padres jesuítas, cuya tiránica
expulsión de todos los dominios de España fué un mal grande para el
Ecuador. Sacó de ahí el más fructífero centro de cultura y perjudicó
mucho á las florecientes misiones en que los padres atraían á los indios
á la vida pacífica y cristiana, á la agricultura y á la civilización.
Aquellos jesuítas ecuatorianos fueron, como los españoles de la
Península, á refugiarse en Italia, y en Italia dieron también claro
testimonio de su saber y su ingenio.

Sería adulación suponer que descolló entre estos jesuítas ecuatorianos
ninguno de aquellos varones portentosos que se llaman _genios_; pero,
¿cómo negar que hubo hombres de talento no común, no indignos compañeros
de nuestros Islas, Hervás, Andrés y Lampillas, y que en Italia mostraron
la ilustración que tuvo y difundió la Compañía, así en la Península como
en sus más distantes colonias? El país en que se habían formado hombres
como los padres Velasco, Aguirre, Rebolledo, Garrido, Andrade, Crespo,
Arteta, Larrea, Viescas y Ullauri, era sin duda un país donde las letras
se cultivaban con éxito y con esmero. Las poesías en castellano, en
italiano y en latín, de estos expatriados jesuítas, son muy estimables.
En mi sentir, usted se muestra con ellas más severo que indulgente.
Entre los expulsados jesuítas ecuatorianos hubo también naturalistas,
eruditos é historiadores. El padre Juan de Velasco, por ejemplo, nos ha
dejado una interesante _Historia del Reino de Quito_.

A pesar de la expulsión de los jesuítas, no se amortiguó ahí la antorcha
del saber. Bien merece llamarse ilustrado en las colonias el gobierno de
Carlos III y de sus sucesores hasta el momento en que se proclamó la
independencia. La más brillante demostración de tal verdad la dieron los
mismos eminentes americanos que tanto honraron á su patria en las Cortes
de Cádiz, que pelearon por la independencia y que la cantaron en
hermosos é inmortales versos. Sucre, Bolivar, Olmedo, Bello y muchos
otros, bajo el régimen colonial habían sido educados.

Olmedo es el más notable de los poetas hispano-americanos
lírico-heroicos. Merecidos son los elogios que usted le tributa. Nada
puedo añadir ni nada quiero rebajar tampoco. Mi querido amigo D. Manuel
Cañete ha escrito un hermoso estudio sobre Olmedo, y usted reconoce que
no le escatima los aplausos y que le perdona la dureza con que á veces
nos trata, por la hermosura de la dicción y por la sublimidad poética y
por la pasión de patriotismo exclusivo que al vate inspiraba entonces.

Si yo procediese con enojo, y no con afecto, diría ahora: ¿Cómo fué que
desde que ustedes sacudieron el pesado yugo de España (no hablamos aquí
de ciencias, pues me limito á hablar de la poesía de que habla la
_Ojeada_) apenas han tenido ustedes un buen poeta? La _Ojeada_ llega,
creo, hasta 1868, y hasta entonces no cita usted autor de versos que se
eleve sobre el nivel de la medianía.

Casi todos los poetas son doctores: el doctor Riofrío, el doctor
Carvajal, el doctor Corral, el doctor Cordero, el doctor Castro, el
doctor Avilez, el doctor Córdoba. A todos estos doctores, y á otros que
no lo son, los iguala usted en el tocar ó pulsar la lira. A todos, al
ponerlos usted en su _Ojeada_, los pone en berlina, con delectación
morosa, examinando sus composiciones y dejándolas harto mal paradas.

Me admiro de la crueldad de usted, tal vez indispensable. En pradera
regada por una mala pero fecundante fuente Hipocrene, donde crecen con
viciosa lozanía tantas yerbas inútiles ó nocivas, que tal vez ahogan el
trigo y las bellas flores que pudieran granar, ó abrirse y ofrecer
alimento ó aroma, me le figuro á usted armado de terrible almocafre,
escardando cuanto hay que escardar sin reparo y sin lástima.

¿Qué estragos no hace su almocafre de usted en esa _Lira ecuatoriana_,
jardín de selectas plantas reunidas por otro doctor, el doctor
Molestina? El verdadero molesto ha sido usted, y no él. Usted declara
que el desventurado doctor Molestina no anduvo feliz en la elección de
las piezas: maldice la abundancia; asegura que se contentaría con diez
composiciones dictadas por las musas, y exclama, por último, «cargue el
demonio con todo lo demás, que acaso es obra suya.»

Pero hablando con mayor seriedad, usted no es molesto sino al doctor
Molestina y á los poetas que usted severamente censura. Su _Ojeada_ de
usted está llena de excelentes consejos, de gracia, de discreción y de
muy sana crítica. La pintura que hace usted de los vicios de la poesía
en el Ecuador y en toda la América meridional es tan atinada y viva que
no parece sino que puede aplicarse á los malos poetas que también
abundan por aquí. La diferencia está en que aquí, salvo cuando la
apasionada enemistad mueve la pluma, nadie critica á mi ver con la
crudeza que usted critica. Tal vez suponemos que lo malo morirá de
muerte natural, sin que el crítico lo mate. Tal vez templa aquí el rigor
crítico la consideración que tan chistosamente aduce usted de que el
poeta dice sus inmortales y maravillosos versos, inspirado por el Dios,
de suerte, que cuando el Dios no le inspira, suele decir vulgaridades ó
desatinos, y así, es menester sufrir éstos para que salgan aquéllos á
relucir, pues el poeta mismo ignora cuándo le inspira el Dios, cuando no
le inspira nadie, ó cuando le inspira y le empecata el diablo. En apoyo
de esto cita usted, con oportunidad ingeniosa, ciertas elocuentes
razones de Platón, y el ejemplo que Platón ofrece de un detestable
poeta, llamado Tinico de Calcis, el cual acertó á hacer una magnífica
oda. Lo singular es que usted después de traer tales argumentos en favor
de la indulgencia, maldito el caso que de ellos hace, y sin considerar
que los Tinicos de por ahí acaso escriban alguna otra oda tan magnífica
ó más que la del de Calcis, me los pone de vuelta y media por las malas
odas que ya han escrito.

Apenas hay género de poesía lírica cuyos defectos no marque usted con
juicio. Las políticas son artículos de fondo rimados, en _lenguaje
gacetero_: «son arengas demagógicas, valentonadas quijotescas,
exabruptos delirantes, disertaciones flemáticas ó exposiciones de
proyectos maravillosos para el futuro engrandecimiento del pueblo.» Para
aparentar que hay en ello poesía afirma usted que los autores ponen en
sus coplas muchas interrogaciones é interjecciones, puntos suspensivos,
ridículas hipérboles é insultos desaforados.

En la poesía amatoria aún halla usted más feos lunares. Por lo común, el
poeta que ya ha obtenido favores de una dama, ó por celoso ó por
hastiado, la harta de desvergüenzas ó expresa con abominable
encarecimiento

    El bien pasado y la ilusión perdida.

Es graciosa esta cita de usted: es de un autor que ha dado á luz un tomo
titulado _Tristezas del alma_, y habla del último beso dado á su
querida:

      Beso postrero... sudario
    de la ilusión del primero,
    Vago, triste, lastimero
    Como el ay de la orfandad:
    Última flor arrancada
    Al árbol de los amores,
    Horrorosa campanada
    Que suena en la eternidad.

Y usted añade con razón: «En materia de besos, bastantes disparates han
dicho otros poetas; pero no hemos visto ni tenemos noticia de que
ninguno haya llegado al extremo del autor de estos versos.»

Mucha culpa de semejante disparatar la tiene, según usted, «el prurito
de mostrarse descontento de la propia suerte, de lamentarse de males que
no se sabe dónde están, de pintar una tristeza que está bien lejos del
corazón, de fingir pasiones imposibles y deseos fuera de toda ley
racional, y de llamar á la muerte cuando acaso menos se la desea».

«Muchos amantes, dice usted en otro lugar, reconvienen á sus Nices, Lais
ó Maritornes, dirigiéndoles billetes de eterna despedida, donde campean
junto á un piropo desabrido una amarga burla, al lado de un mentiroso
recuerdo una picante ironía, é ingerta en una tonta promesa una amenaza
aún más tonta. Espronceda, con su canción delirante ó crapulosa, si así
puede decirse, dirigida á Jarifa, es el maestro de nuestros poetas
eróticos; pero los discípulos han sobrepujado tanto al vate español,
que, si viviera, se avergonzaría de la frialdad de sus versos.»

Justo y saludable es el enojo con que truena usted contra el afán de
imitar al ya citado Espronceda, á Byron, á Lamartine y á Víctor Hugo,
exagerando sus faltas y no acertando á reproducir sus bellezas. Los
ejemplos que pone usted son curiosos. Hay un poeta que, para combinar
bien lo fúnebre con lo orgiástico, nos describe un banquete celebrado
por él en el cementerio, donde turba el augusto silencio de las tumbas
con música irónica y carcajadas infernales. Hay otro que, en el día del
juicio final, se presenta delante de Dios con su querida de la mano, le
dice que aquélla es su señora, que es muy guapa, que su amor es su
virtud, que no quiere más cielo que ella, y amenaza al que se atreva á
disputársela. Y hay otro, por último, que escribe una leyenda, ó
fragmento de una leyenda imitando _El Estudiante de Salamanca_, y dando
á luz á un D. Félix Joaquín Zavala, que pretende echar la zancadilla á
D. Félix de Montemar, nuestro compatriota.

En suma, salvo algunas atenuaciones, salvo varias dedaditas de miel que
suministra usted de vez en cuando, poco tienen que agradecer á usted los
poetas de su tierra.--«Todo es pura palabrería, ruido insustancial,
brillo falso.»--«La lengua está impíamente maltratada.»--«Ninguno
reflexiona que cuando no hay verdad en los afectos, cuando las
expresiones nacen de la cabeza y no del corazón, cuando se desecha lo
natural por arrimarse sólo á los caprichos de la imaginación, propia ó
extraña, no hay poesía, sino vano ruido de palabras; que no causa
ninguna impresión agradable, sino mucho desabrimiento.»--Tales lindezas
dice usted de su Parnaso.

Movido usted quizás por el patriotismo, echa la culpa de tamaños males
al materialismo, á la impiedad, á la carencia de ideales, al pesimismo,
y á otros errores, con que contaminan á los poetas ecuatorianos los
poetas europeos, que se les presentan como dechados y objetos da
admiración. Pero acaso ¿son satánicos, impíos y desesperados todos los
poetas que en Europa están de moda? No: las causas deben de ser otras, y
no esas. Y por otra parte, aun siendo impíos, y satánicos y tétricos, lo
cual es de lamentar, no se sigue que sean malos todos los poetas
europeos. Buenos, egregios, eminentes pueden ser, á pesar de su
satanismo y de su misantropía.

Las causas verdaderas de los malos versos usted mismo las expone,
rasgando sin compasión el vendaje y levantando los apósitos para catar
las llagas.

El capítulo XVIII de la _Ojeada_ es sangriento. Suelta usted la pluma y
se arma del látigo para azotar á cuantos tienen los defectos, ó son
causa ó resultado, ó ambas cosas, del mal estado de los estudios en esa
república.

Ahí viene usted á declarar que no se estudia nada bien, ni nada útil,
que «no hay más que tres malos caminos y un despeñadero: la
jurisprudencia desacreditada, el sacerdocio profanado, la medicina mal
entendida y peor aplicada, y la vagancia.» Los más, prosigue usted, van
al despeñadero, «por los malos hábitos adquiridos con los peores
estudios.» Los que se dedican á la teología, á la abogacía ó á la
medicina «carecen, en su mayor parte, de las aptitudes para tales
ciencias.»

Deplora usted luego que nadie se dedique á seguir otras carreras. Pero,
¿cómo han de seguirlas, si en los colegios y Universidades sólo se
enseña eso y mal? «Las ciencias exactas y naturales, la industria, las
artes, los oficios tan necesarios al pueblo, no han merecido la atención
de nuestros legisladores ó han sido mirados con frío desdén.»

Eso mismo que se enseña puede inferirse de las palabras de usted que no
se enseña bien ó que no se aprende. «¿Qué importa, exclama usted, con
acerba ironía, que después de conquistados los grados y adquirido el
pomposo título de _doctor_, subsista la ignorancia grande, redonda y
cerrada? Este título da derechos que pueden convertirse en oro, aunque
sea á despecho de toda razón y justicia.»

Del capítulo que voy analizando, si le diésemos crédito y no viésemos
acritud y exageración, deduciríamos que ahí bulle un enjambre de
doctores sin doctrina, que no leen sino malas novelas, coplas inmorales,
y cuanto de peor y de más desatinado, moral, social y racionalmente, se
imprime en Europa, y sobre todo en Francia.

Y aquí debo advertir que usted, si bien es anti-español á veces, por
sobrado americanismo, es siempre ultraconservador, ferviente católico, y
en política lo que hemos llamado por aquí _clerical_ ó _neocatólico_.
Tal calidad debe tenerse en cuenta á fin de mitigar las diatribas de
usted contra sus propios contemporáneos y paisanos.

Termino esta carta aquí no sin asegurar á usted que, si bien me parece
usted hombre apasionado, también me parece instruído, inteligente y
dotado de muy briosa elocuencia, la cual resplandece en no pocas páginas
de la _Ojeada_, y les presta animación y brillantez nada vulgares.


IV.

El suelto de _La Epoca_, acusando á usted de odiar á los españoles, ha
dado ocasión á no poco de lo que he dicho en las anteriores cartas, y ha
convertido casi en polémica lo que no quiero yo que lo sea. El Sr.
Merchán, á quien cito en una de dichas cartas, se da por aludido y me
honra dirigiéndome un escrito de 65 páginas de impresión á las que
tendré que contestar. Quedo, pues, empeñado en disputas, contra toda mi
intención y propósito, que no era otro que el de dar á conocer, hasta
donde alcanzasen mis fuerzas, las obras literarias de los
hispano-americanos, entre sus hermanos los españoles.

Y ya que voy á empeñarme en esta controversia con el Sr. Merchán, quiero
dar por terminado el amago de controversia que con usted he tenido, mas
no sin poner antes las siguientes explicaciones ó aclaraciones.

1.ª Que yo no creo en el odio de ustedes contra nosotros, sino en que la
moda, la corriente de las ideas y sentimientos del día y nuestra
propensión á dejarnos guiar por cuanto se les antoja decir, hasta contra
nosotros mismos, á franceses, ingleses y alemanes, hace que ustedes
vayan á veces más allá de lo justo en ponderar las crueldades y horrores
de la conquista de América, sin advertir acaso que más culpados fueron
los antepasados de ustedes que los nuestros, pues no es de creer que
cuantos martirizaron, asesinaron y vejaron á los indios se volvieron á
España, y sólo se quedaron por ahí los que los amaban y mimaban.

2.ª Que fuesen los que fuesen los crímenes y atrocidades de nuestros
antepasados (de ustedes y nuestros), al apoderarse de ese vasto
continente, dado el punto de civilización moral que los europeos
alcanzaban entonces, no es de presumir que hubieran sido más blandos
otros europeos, si les hubiera tocado en suerte hacer lo que hicimos.

3.ª Que yo lamento, como lamenta el más americano de los americanos, que
los españoles, por fanatismo ó por desdén, destruyesen monumentos y
perdiesen documentos de las semi-civilizaciones peruana, azteca y
chibcha: pero ¿qué le hemos de hacer? _Sunt lacrimæ rerum._ Las
conquistas, las invasiones y las revoluciones y cambios, no suelen
hacerlos, ni nunca los hicieron, los hombres mansos y suaves, sino los
más duros y fuertes. En estos casos, hay poco cuidado en conservar y hay
no pequeño prurito de destruir: lo cual en los venideros tiempos se irá
remediando; pero entonces ¿cómo se ha de extrañar que causasen graves
daños los españoles? ¿Cuántos templos, cuántas estátuas magníficas,
cuántos libros no destruirían los cristianos, al acabar con el
gentilismo clásico? ¿Qué horrores no harían las hordas del Norte cuando
pusieron término en España á la dominación romana? ¿Qué no harían los
berberes contra los monumentos y documentos de la civilización
romano-bizantino-visogótica que en España había, cuando destrozaron
ellos el Imperio fundado por Alarico? Sería cuento de nunca acabar si
siguiésemos con estas citas y comparaciones. Baste lo dicho para que
recapacite todo hombre de buena fe y confiese, al menos allá en sus
adentros, que valía bien poco lo que nosotros destruímos en América en
cambio de lo que en América fundamos, creamos é importamos.

4.ª Que la guerra de independencia y separación de esas Repúblicas y la
Metrópoli no se puede comparar con la reconquista de España y expulsión
de los moros, ni con la separación de Portugal de España, ni menos aun
con las guerras entre España y los Países Bajos. Ahí lo que hubo fué una
guerra civil de emancipación, entre gente de la misma casta, lengua y
costumbres. Todo lo que ustedes ensalcen las hazañas, las virtudes y los
talentos militares de Bolivar, Sucre, San Martín y demás héroes, nos
halaga, en vez de ofendernos, y nos halaga por dos razones: porque
nuestra derrota queda cohonestada, y porque esos héroes, que nos
vencieron, hijos de España eran, España los había criado y educado, y á
España habían ellos servido hasta el día en que se levantaron en armas
contra ella.

Y 5.ª Que yo no he sido impulsado por nadie para contradecir algo de lo
que usted dice, sino que, al leerlo y al criticarlo, no podía menos de
contradecirlo, sin que desee yo renovar la antigua polémica de usted con
el Sr. Llorente Vázquez, ministro que fué de España en esa República:
antes bien huyo de intervenir en dicha polémica. No he visto ni estátua
ni pintura del Gran Mariscal de Ayacucho, que tenga á sus pies ó el
león de España ó la bandera de España: pero, si algo tiene de enojoso
para nosotros este modo de representar ustedes su triunfo, no pocos de
los versos de usted, tan entusiastas de España y de sus antiguas
glorias, nos desagravian por completo.

Estas palabras, que usted pone en boca de Bolivar, nos deben dejar
satisfechos:

      Ver con audaz mirada un nuevo mundo
    De ignoto mar dormido en el regazo,
    Y venciendo olas y enemigos vientos,
    Y avasallando dudas é ignorancias,
    Venir, tomarle, alzarle, y á otro mundo,
    Asombrado decir: ¡He aquí tu hermano!
    Y á las puntas fiar de cuatro aceros
    De sojuzgar naciones la árdua empresa,
    Gentes prostrando en número infinitas;
    Y arrancar al error millones de almas
    Y á la cruel barbarie; las sangrientas
    Aras despedazar, do el pecho humano
    En atroz agonía se agitaba;
    Quitar al sol el usurpado culto
    Y devolverle al Criador: triunfante
    La cruz alzar en los dorados templos:
    ¡Qué hazañas! ¡qué grandeza! ¡cuánta gloria!
    ¿Quién á envidiarlas no se inclina?

Sobra con lo citado para probar que usted no es enemigo, ni denigrador
de los españoles, sino encomiador y amigo de ellos, como español de
sangre, de origen, de religión y de lengua.

Por mi parte, terminada queda la discusión con usted. Si más adelante,
la siguiere yo con el Sr. Merchán, más me excitará á ello la cortesía
que el prurito de refutar sus opiniones.

Ahora quiero hablar de _Cumandá_ y de otra novelita de usted. _Entre dos
tías y un tío_, que he leído con grande interés y contento.

Empezaré por la novelita, pues, aunque obra más reciente, es de menos
importancia.

El estilo y manera que tiene usted de escribir novelas, son
verdaderamente originales porque son naturales. No hay género de
literatura en que sea más difícil no caer en la imitación de lo francés
ó de lo inglés, á no adoptar algo de arcáico y afectado, tomando por
modelo nuestras antiguas novelas de los siglos XVI y XVII. Por dicha,
usted evita ambos escollos. La naturalidad espontánea y sencilla salva á
usted de remedar á nadie, y sin aspirar á la originalidad, la tiene
usted, sin nada de rebuscado y de raro. En las narraciones de usted no
se ve el arte, aunque sin duda le hay. Se diría que usted cuenta lo que
ha visto ó lo que le han contado, como Dios le da á entender, y como si
jamás hubieran contado otros ó usted los hubiera leído ú oído.

Las descripciones de la gira campestre, de la quinta á orillas del río,
de los amores de Juanita y Antonio, tan candorosos é inocentes, y del
egoísmo de las tías, y de la casi irresponsable brutalidad del tío don
Bonifacio, siempre borracho, parecen la pura realidad.

Para que no sigan los amores de Juanita, porque Antonio es pobre, y
doña Tecla cobra y disfruta la pensión de orfandad de su sobrina, doña
Tecla envía á la muchacha, desde Ambato, donde vive, á Quito, donde
reside Marta, su hermana. Doña Marta es una beata escrupulosa y
asustadiza, que atormenta y muele á la pobre Juanita, más aún que doña
Tecla. Un joven militar ve á Juanita en misa, la persigue, la piropea y
la pretende, delante de doña Marta, que no le infunde respeto. Doña
Marta, entonces, que es egoísta en extremo, y no quiere compromisos ni
desazones, escribe á su hermana para que venga el tío Bonifacio y se
lleve á Juanita á Ambato otra vez.

En esta vuelta de Quito á Ambato, en este viaje, están el más vivo
interés y la acción de la novela. Se nota que el autor, aunque ligero y
sobrio en las descripciones, conoce á palmos el terreno: aquello no es
fantástico, es real, y esta realidad hace que todo sea más interesante.

Antonio, que sabe el viaje, ha dispuesto robar, durante el viaje, á
Juanita. Todo lo ha preparado para robarla y casarse en seguida con
ella, y se lo ha dicho á ella por medio de una carta.

Sorprende el tío la carta, mientras Juanita duerme, en una posada en que
hacen noche, y, como es un borracho crónico que presume de agudo y
listo, toma con Juanita por atajos y veredas extraviadas, á fin de no
tropezar con el raptor á quien debían acompañar dos amigos. La
resistencia de Juanita á salirse del camino que debían seguir; la brutal
violencia con que el tío pega al caballo de Juanita para que vaya por
donde él quiere; y el cansancio y el terror de Juanita cuando la noche
llega de nuevo y los sorprende cerca del río, que viene muy crecido,
todo aumenta la ansiedad del lector y la compasión que Juanita inspira.

Ya están cerca de Ambato: pero es menester antes vadear el río. Don
Bonifacio, más valeroso que de costumbre, merced á frecuentes
libaciones, halla á un hombre conocido suyo que le muestra el vado.
Juanita se aterra más que nunca y no quiere pasar: pero el tío castiga
el caballo de Juanita que al fin se echa al agua.

Así llegan á la orilla opuesta. Don Bonifacio oye la voz de Juanita, que
dice: ¡Jesús me valga! pero ve que el caballo de Juanita ha pasado y le
sigue.

De repente aparecen tres hombres á caballo. Don Bonifacio cree que son
Antonio y sus dos amigos y se llena de terror. Los tres de á caballo
corren en otra dirección que la que lleva don Bonifacio, quien ve, sin
poderlo evitar, que el caballo de Juanita va con ellos.

Desesperado llega don Bonifacio á Ambato. Cuenta el rapto á doña Tecla,
cuyo furor es terrible. Se pone en movimiento la policía, y don
Bonifacio con ella, y á la mañana siguiente encuentran á Antonio y á sus
amigos en una quinta. Piden la entrega de la mujer robada, y niega el
rapto Antonio. La buscan y no la encuentran. Por último, unos indios, en
parihuelas hechas de ramaje, traen el cadáver de la infeliz Juanita, que
han encontrado á la orilla del río. El caballo de Juanita, ya sin
jinete, había seguido á los de los tres caminantes que ninguna relación
tenían con Antonio y sus amigos.

La desesperación de Antonio y la bestial estupefacción del tío Bonifacio
no tuvieron límites con este desenlace. Doña Tecla lloró la muerte de
Juanita. Su dolor crecía cuando llegaban los últimos días del mes y no
podía cobrar la pensión.

Contado todo esto, como yo lo cuento, no tiene gracia: pero, ¿cómo dar
de otra suerte idea de una novela? Claro está que en Juanita y en
Antonio, fuera del amor inocente y profundo que los anima y de la bondad
de ambos, no hay muy marcada y distinta fisonomía, ni era posible
dársela en tan corta novela: pero las dos tías y el tío, como caracteres
cómicos, más fáciles de individualizar, están hábil y graciosamente
pintados. Los usos y costumbres lo están también; y, durante la lectura,
imagina uno que vive en el Ecuador, treinta ó cuarenta años hace.

Muchísimas novelas se han escrito y se siguen escribiendo en toda la
América española. No pocas de ellas merecerían ser más conocidas y
leídas en España y por todo el mundo. Hay novelas chilenas, argentinas,
peruanas, colombianas y mejicanas. Yo he leído ya bastantes, pero
declaro que ninguna me ha hecho más impresión hasta ahora, y me ha
parecido más española y más americana á la vez, mejor trazada y escrita
que _Cumandá_. Aquello es en parte real y en parte poético y peregrino.

El teatro, en que se desenvuelve la acción, es admirable y grandioso y
está perfectamente descrito. El autor nos lleva á él, trepando por la
cordillera de los Andes, pasando el río Chambo de rápida é impetuosa
corriente, oyendo el ruido de la catarata de Agoyan, y mostrándonos,
desde la cumbre del Abitahua, por una parte la ingente cordillera,
coronada de hielo, y, á nuestros pies, la inmensa y verde llanura, la
soledad sin límites, las selvas primitivas, frondosas y exuberantes, por
donde corren, regándolas y fecundizándolas, el Napo, el Naray, el Tigre,
el Morona, el Chambira, el Pastaza y otros muchos ríos caudalosos, que
van á acrecentar la majestuosa grandeza del Amazonas.

El autor nos hace penetrar en aquellos misteriosos y fértiles desiertos,
por donde vagan tribus de indios salvajes. Allí, si por un lado oye el
hombre una voz que le dice, ¡cuán pequeño, impotente é infeliz eres!;
por otro lado, oye otra voz que le dice: eres rey de la naturaleza;
estos son tus dominios. Excepto Dios y tu conciencia, aquí nadie te mira
ni sojuzga tus actos.

Tal es el sublime teatro de la acción de _Cumandá_. Las sombras de la
espesa arboleda, las sendas incultas, la fragancia desconocida de las
flores, el sonar de los vientos, el murmurar de las aguas, todo está
descrito con verdadera magia de estilo.

Se diría que el autor templa, excita y prepara el espíritu de los
lectores, para que la extraña narración no le parezca extraña, sino
natural y _vivida_.

No me atrevo á contar la acción en resumen. No quiero destruir el
efecto, que á todo el que lea la hermosa novela de usted debe causar su
lectura.

Los jesuítas, á costa de inmensos sacrificios, de valor y de
sufrimiento, habían cristianizado á muchos de los más indómitos y fieros
salvajes de aquellas regiones; y en ellas habían fundado no pocas
aldeas. La pragmática sanción de Carlos III, expulsándolos, vino á
deshacer en 1767, la obra de civilización tan noble y hábilmente
empezada.

El tiempo de la novela es á principios del siglo presente, en pleno
salvajismo de aquellas apartadas comarcas.

Hay, no obstante, una misión ó aldea de indios cristianos. El sacerdote
que la dirige, es un rico hacendado, á quien, en una sublevación, los
indios habían incendiado hacienda y casa, dando muerte á su mujer y á su
hija.

El hijo del misionero, que se había salvado y vivía con él en la misión,
es el héroe de la novela. Sus castos amores con Cumandá, y las
extraordinarias aventuras, á que dan ocasión estos amores, forman la
bien urdida trama de la novela.

¿Cómo negar, no obstante, que, desde cierto punto de vista, la novela
tiene un grave defecto? La heroina, Cumandá, apenas es posible, á no
intervenir un milagro: y de milagros no se habla. La hermosura moral y
física del ser humano es obra artificial ó sobrenatural. O nace en un
estado paradisiaco y de una revelación primitiva, de que por sus pecados
cayó el hombre, ó renace por virtud de revelaciones sucesivas y de
progresivos esfuerzos de voluntad y de inteligencia. La hermosura moral
y física de la mujer, más delicada y limpia, que la del hombre, requiere
aun mayor cuidado, esmero y esfuerzo, para que nazca y se conserve.
Difícil de creer es, por lo tanto, que Cumandá, viviendo entre salvajes,
feroces, viciosos, groserísimos, moral y materialmente sucios, y
expuestos á las inclemencias de las estaciones, conserve su pureza
virginal, y sea un primor de bonita, sin tocador, sin higiene y sin
artes cosméticas é indumentarias. Cloe, en las _Pastorales de Longo_, no
vive al cabo entre gente tan brutal, y toda su hermosura resulta además
estéticamente verosímil, ya que Pan y las Ninfas la protejen y cuidan de
ella. Cloe es un sér milagroso, y, para los que creían en Pan y en las
Ninfas, en perfecto acuerdo con la verdad. Pero como Cumandá no tiene
santo, ni santa, Dios, ni Diosa, ni hada, que tan bella y pura la haga y
la conserve, es menester confesar que resulta dificultoso de creer que
lo sea.

En muestras de imparcialidad, yo no puedo menos de poner este reparo á
la novela de usted: pero, saltando por cima, haciendo la vista gorda y
creyendo á Cumandá posible y hasta verosímil, la novela de usted que,
con el hechizo de su estilo nos induce á creer posible á Cumandá, es
preciosa, ingeniosa, sentida, y llega á conmovernos en extremo.

Fuera de Cumandá, todo parece real, sin objeción alguna. Las tribus
jívaras y záparas, y las fiestas, guerras, intrigas, supersticiones y
lances de dichas tribus y de los demás salvajes, están presentados tan
de realce, que parece que se halla uno viviendo en aquellas incultas
regiones.

El curaca Yahuarmaqui, que significa el de las manos sangrientas, es
como retrato fotográfico: él y los adornos de su persona y tienda, donde
lucen las cabezas de sus enemigos, muertos por su mano: cabezas
reducidas, por arte ingenioso de disección, al tamaño cada una de una
naranjita.

Carlos, héroe de la novela y amante de Cumandá, no tiene grande energía
ni mucha ventura para libertar á su amada: pero, en fin, el pobre Carlos
hace lo que puede. Cumandá, en cambio, es pasmosa por su serenidad y
valentía. Cuando la casan con el curaca Yahuarmaqui, la inquietud y el
temor llenan el alma de los lectores. El curaca, por dicha, tenía ya
más de setenta años, y muere á tiempo: muere la noche misma en que debe
poseer á Cumandá. Pero la desventurada muchacha, con la muerte de
Yahuarmaqui, pasa de Herodes á Pilatos. La deben sacrificar como á la
más querida de las mujeres del curaca para que le acompañe en la morada
de los espíritus. La fuga nocturna de Cumandá, por las selvas, es muy
interesante y conmovedora. Los lances de la novela se suceden con bien
dispuesta rapidez para llegar al desenlace. Cumandá es una generosa
heroina. Para salvar á Carlos, que ha caído prisionero, y para evitar á
la misión una guerra con el sucesor de Yahuarmaqui y su tribu, se va
Cumandá de la aldea del padre Domingo, donde había buscado refugio, y se
entrega á los salvajes, que la sacrifican. Luego se descubre que Cumandá
era la hija del padre Domingo, á quien éste creía muerta cuando
incendiaron su hacienda, y á quien una india, movida á compasión, había
salvado y criado á su manera. Todos los incidentes de la catástrofe, del
reconocimiento, del dolor del padre Domingo y de Carlos, están
hábilmente concertados. Aceptada la posibilidad de tan sublime, casta,
pura y elegante Cumandá, haciendo entre salvajes, vida salvaje, la
narración parece verosímil y con todos los caracteres de un suceso
histórico.

La verdad es que, dado el género, aunque rabien los _naturalistas_, la
novela _Cumandá_ es mil veces más real, más imitada de la naturaleza,
más producto de la observación y del conocimiento de los bosques, de los
indios y de la vida primitiva, que casi todos los poemas, leyendas,
cuentos y novelas, que sobre asunto semejante se han escrito.

En mi sentir, usted ha producido en _Cumandá_ una joya literaria, que
tal vez será popularísima cuando pase esta moda del _naturalismo_,
contra la cual moda peca la heroina, aunque no pecan, sino que están muy
conformes los demás personajes.

Las dos novelas, que de usted conozco, me incitan á desear leer otras
que haya usted escrito, ó que escriba usted otras para que las leamos.



TRADICIONES PERUANAS

(Á D. RICARDO PALMA)


Muy estimado señor mío: Grandísimo gusto me ha dado el recibir y leer el
libro que usted me envía, recién publicado en Lima con el título de
_Ropa vieja_; lo que me aflige es la segunda parte del título: _Última
serie de tradiciones_. En esas historias, que usted refiere como el
vulgo y las viejas cuentan cuentos, donde hay, según usted afirma, algo
de verdad y algo de mentira, yo no reconozco ni sospecho la mentira sino
en las menudencias. Lo esencial y más de bulto es verdad todo, en mi
sentir, salvo que usted borda la verdad, y la adorna con mil primores
que la hacen divertida, bonita y alegre. Por esto me duele la frase
amenazadora _Última serie de tradiciones_. Quisiera yo, y estoy seguro
de que lo querrían muchos, que escribiese usted otros tres ó cuatro
tomos más sobre los ya escritos. Yo tengo la firme persuasión de que no
hay historia grave, severa y rica de documentos fehacientes, que venza
á las _Tradiciones_ de usted, en dar idea clara de lo que fué el Perú
hasta hace poco y en presentar su fiel retrato.

Soy andaluz, y no lo puedo remediar ni disimular. Soy además y procuro
ser optimista. Y como me parece esa gente que usted nos pinta, la flor y
nata del hombre y de la mujer de Andalucía, que se han extremado y
elevado á la tercera potencia al trasplantarse y al aclimatarse ahí,
todo me cae en gracia y no me avengo con las declamaciones que hacen
algunos críticos americanos, al elogiar la obra de usted como sin duda
lo merece.

¿Para qué he de ocultárselo á usted? Aunque soy muy entusiasta de la
América _española_ ó dígase _latina_, ya que por no llamarla _española_
le han puesto ustedes ese apodo, confieso que me aburre, más que me
enoja, la manía de encarecer, con lamentos ó con maldiciones, todas las
picardías, crueldades, estupideces y burradas, que dicen que los
españoles hicimos por ahí. Se diría que los que fueron á hacerlas, las
hicieron, y luego se volvieron á España, y no se quedaron en América
sino los que no las hicieron. Se diría que la Inquisición, los autos de
fe, las brujas y los herejes achicharrados, la enorme cantidad de monjas
y de frailes, la afición á la holganza y á los amoríos, la ninguna
afición á trabajar, y todos los demás vicios, horrores y defectos, los
llevamos nosotros ahí, donde sólo había virtudes y perfecciones. Se
diría que nada bueno llevamos nosotros á América, ni siquiera á ustedes,
ya que, en este supuesto, ó no serían ustedes buenos, ó serían indios, ó
nacerían ahí, no de padres y madres españoles, sino por generación
espontánea. Y se diría, por último, que de todos los milagros que
hicieron los santos que hubo en el Perú, tiene España la culpa, como si
sólo en España y en sus colonias se hubieran hecho milagros, se hubieran
quemado brujas, y hubiera sido la gente más inclinada al bureo que al
estudio, al despilfarro que al ahorro, á divertirse, que á atarearse.

Si aquellos polvos traen estos lodos; si de resultas de no haber
filosofado bien, de haber sido holgazanes y fanáticos, y de los otros
mil pecados de que se nos acusa, somos hoy más pobres, más débiles, más
desgobernados y más infelices nosotros que los franceses y que los
ingleses y alemanes, y ustedes que los yankees, no está bien que toda la
culpa caiga sobre nosotros, y que los discursos de esos críticos sean
una paráfrasis de aquello que dijo el cazo á la sartén: «quítate que me
tiznas.»

Procuremos enmendarnos aquí y ahí; arrepintámonos de nuestras culpas, y
no juguemos con ellas á la pelota, arrojándonoslas unos á otros. ¿Quién
sabe entonces, si es que la elevación de unas naciones sobre otras y el
predominio nacen de merecimientos y no de circunstancias y de leyes
históricas, que tal vez se sustraen á la voluntad humana, y que tal vez
ni se prevén ni se explican por los entendimientos más agudos; quién
sabe, digo, si volveremos á levantarnos de la postración y hundimiento
en que nos hallamos ahora?

Entretanto, lo mejor es que cesen las recriminaciones que á nada
conducen; y lo peor es que cada español ó cada hispano-americano se crea
ser excepcional y reniegue de su casta, en la cual se considera el único
discreto, hábil, listo, laborioso, justo y benéfico.

Va todo esto contra los críticos de ahí, que, al elogiar su obra de
usted, nos maltratan. Nada va contra usted, que describe la época
colonial como fué, pero con amor, piedad, é indulgencia filiales.

Su obra de usted es amenísima: el asunto está despilfarrado, tan conciso
es el estilo. Anécdotas, leyendas, cuentos, cuadros de costumbres,
artículos críticos, todo se sucede con rapidez, prestando grata variedad
á la obra, cuya unidad estriba en que todo concurre á pintar la
sociedad, la vida y las costumbres peruanas, desde la llegada de
Francisco Pizarro hasta casi nuestros días.

En la manera de escribir de usted hay algo parecido á la manera de mi
antiguo y grande amigo Serafín Estébanez Calderón, _El Solitario_;
portentosa riqueza de voces, frases y giros, tomados alternativamente de
boca del vulgo, de la gente que bulle en mercados y tabernas, y de los
libros y demás escritos antiguos de los siglos XVI y XVII, y barajado
todo ello y combinado con no pequeño artificio. En _El Solitario_ había
más elegancia y atildamiento: en usted mucha más facilidad,
espontaneidad y concisión.

Por lo menos, las dos terceras partes de las historias que usted
refiere, me saben á poco: me pesa de que no estén contadas con dos ó
tres veces más detención y desarrollo. Algunas hay en las que veo
materia bastante para una extensa novela, y que, sin embargo, apenas
llenan un par de páginas de su libro de usted.

Aunque es usted tan conciso, tiene usted el arte de animar las figuras,
y dejarlas grabadas en la imaginación del lector. Los personajes que
hace usted desfilar por delante de nosotros, vireyes, generales, jueces,
frailes, beatas, mozas regocijadas, inquisidores, insurgentes y
realistas nos parecen vivos y conocidos, como si en realidad los
tratásemos.

De cuanto queda dicho, infiero yo, y doy por cierto, que es usted un
escritor muy original y de nota, cuya popularidad por toda la América
española es fundadísima, cunde y no ha de ser efímera, sino muy
duradera.

Confieso que no sé á qué narración he de dar la preferencia. Apenas hay
una que no me haya divertido ó interesado.

Á la Protectora y á la Libertadora, ó dígase, á las amigas favoritas de
San Martín y de Bolívar cuyas vidas y lances de amor y fortuna usted
refiere, no me parece sino que las estoy viendo, cuando andaban
triunfantes al lado de sus respectivos héroes.

_El Clarin de Canterac_, que con su incesante toque á degüello se creía
que iba á dar en Junin la victoria á los españoles, y que prisionero él,
y ya vencidos los españoles, tuvo que meterse fraile para no ser
fusilado, es historia tan singular, que apenas parece verdadera.

Aun es más singular y más característica la historia de Fr. Pedro
Marieluz, acérrimo enemigo de los insurgentes, á quienes creía herejes y
excomulgados vitandos. Un jefe militar realista, cuyo nombre no quiero
poner aquí, porque él ha figurado después mucho en España y usted le
atribuye una crueldad espantosa, descubrió cierta conjuración, y prendió
á trece de los principales conjurados. Por más que hizo, no logró el
general arrancarles los secretos de la conjuración. Mandó entonces
fusilarlos, no sin que antes el P. Marieluz los confesara. Los confesó,
y fueron fusilados.

Entonces quiso el general que el P. Marieluz le descubriese toda la
trama, que sin duda en la confesión le habían dicho los trece. El fraile
se negó, á pesar de halagos y amenazas.

--De rodillas, fraile,--dijo entonces el general.

El fraile se puso de rodillas.

El general exclamó luego:

--¡Preparen, apunten!

Y, volviéndose á la víctima, dijo con voz imponente:

--Por última vez, en nombre del Rey, le intimo que declare.

--En nombre de Dios, me niego á declarar,--contestó el Fraile con acento
débil, pero reposado.

--¡Fuego!...

Y Fr. Pedro Marieluz, noble mártir de la Religión y del deber, cayó
destrozado el pecho por las balas.

Las historias cómicas y alegres abundan más, por dicha, que las
trágicas, descollando por lo gráfico de las costumbres de por ahí, en
otros días, _El motín de limeñas_, _La victoria de las camaroneras_ y
_La querella de los barberos_.

La historia de _El Capitán Zapata_, que no ocupa dos páginas enteras del
libro de usted, se presta y aun convida á escribir una novela de
aventuras extraordinarias, de dos ó tres volúmenes. ¿Vivió ese Capitán
Zapata, ó le ha inventado usted? ¿Fué de cierto al Perú y se hizo rico
con una mina del Potosí que descubrió y á la que dió su nombre? ¿Volvió
rico á Cádiz y desapareció luego? El desenlace, real ó imaginado, no se
sospecha. Peláez, el amigo y protegido de Zapata, vuelve á España
también, y busca en balde á su protector y antiguo amigo. Cae, por
último, Peláez en poder de corsarios, que le llevan á Argel, ¡Cuál no
sería su sorpresa al encontrarse con que el Gran Visir era Zapata,
morisco y musulmán disimulado antes, que, huyendo de la Inquisición, se
había pasado á tierra de moros, con todo lo que en el Perú había ganado!

Casi estoy por decidirme y declarar á usted que de cuantas tradiciones
contiene esta última serie, ninguna me agrada tanto como _El alacrán de
Fray Gómez_.

Figura de verdad, en el siglo XVI, es el honrado castellano viejo,
buhonero arruinado, que no tiene con que sustentar á su mujer é hijos,
que no halla quien le preste quinientos duros, con los cuales entiende
que lograría rehacerse, y que no se desespera, sino que, lleno de fe, y
de confianza en Dios, acude á su siervo Fr. Gómez, que estaba en olor de
santidad, y que es pobre, pero que sabe y suele hacer milagros.

Fr. Gómez se compadece del buhonero; pero en su pobre celda no hay
dinero ni alhajas, ni trasto que valga dos reales.

De pronto ve Fr. Gómez cerca de la ventana, sobre la pared encalada, un
alacrán que va corriendo. Arranca Fr. Gómez una hoja del libro devoto
que leía, coge bonitamente el alacrán, y le envuelve en aquel papel.

--Tome, hermano, esta prenda, y acuda á un joyero que le prestará sobre
ella el dinero que necesita.

El buhonero llevó la prenda al joyero, que al verla se quedó pasmado.
Era un alfiler ó prendedor magnífico, de oro con esmalte, el cuerpo una
esmeralda, un enorme diamante la cabeza y dos rubíes los ojos.

El joyero hubiera dado miles de duros sobre tan rica prenda: pero el
castellano viejo no quiso tomar ni tomó sino quinientos, y por seis
meses.

Con aquel corto capital, en verdad bendito, prosperó y se enriqueció
pronto el buhonero; desempeñó la joya y la devolvió á Fr. Gómez.

Éste la sacó del papel, la puso en el sitio en que la había hallado, y
dijo:

--¡Animalito de Dios, sigue tu camino!

El alacrán echó á correr, y se largó á sus asuntos como si tal cosa.

Para mi modo de sentir, este cuento es precioso, simbólico,
instintivamente filosófico, de la más sana y alegre filosofía.

Los juicios literarios, el discurso académico, todo lo demás, en suma,
que el libro contiene, me parece muy bien asimismo. Sólo me pesa de su
aborrecimiento de usted á los Jesuítas y de lo mal que los quiere y los
trata. Pero, en fin, no hemos de estar de acuerdo en todo.

Mil gracias por el envío de su divertidísimo libro.



UN POLÍGRAFO ARGENTINO

(AL SEÑOR DON SANTIAGO ESTRADA)


I.

Muy señor mío y distinguido amigo: Harto difícil es para mí el honroso
encargo, que usted me da y que tanto me lisonjea, de poner algo como
Prólogo en el tomo de sus obras que lleva por título Miscelánea. No
extrañe usted, pues, y perdone mi tardanza en cumplir dicho encargo,
aunque le acepté complacidísimo.

Sé que usted hace imprimir y va á publicar á la vez en Barcelona otras
varias obras suyas. El conjunto de ellas formará seis tomos, de los
cuales sólo he leído aquel en que mi crítica debe emplearse.

A usted mismo más le conozco de fama que de trato. Si no recuerdo mal,
una vez sola tuve el gusto de estar conversando con usted por espacio de
poco más de media hora. Esto y el decir de las gentes bastan á
demostrarme la bondad de usted, su discreción y su ilustrado juicio:
pero, como yo sigo mal la historia contemporánea de todos los países,
ignoro qué partido es el de usted en la República de que es ciudadano,
qué papel ha desempeñado en su política, y cuáles son sus aspiraciones é
ideas.

El tomo Miscelánea, que usted me envía, parece, por consiguiente, como
reunión de datos para resolver un problema y para despejar una
incógnita, ya que incógnita era para mí, antes de recibir dicho tomo, la
importancia literaria de usted en su tierra.

Para persona de mayor agudeza y de más honda penetración que las que yo
poseo, esta ignorancia previa traería ventajas y contribuiría á dar
superior lucimiento al desempeño de su tarea. Por el hilo, como se dice
vulgarmente, sacaría el ovillo: y, sólo en vista de la Miscelánea
formaría exacto y cabal concepto de la personalidad de usted y la
expondría al público con firmeza. Lo que es yo, ó tengo que limitarme á
hablar aisladamente del tomo Miscelánea ó me expongo á extraviarme al
pretender adivinar.

De sobra se me alcanza el propósito de usted al pedirme el Prólogo. Ha
llegado á mi noticia que usted ha pedido también Prólogos para otros de
sus libros á otros escritores españoles. Y en esto, así como en la
circunstancia de imprimir usted todas sus obras en Barcelona, se ve
patente el intento de que la edición que usted hace sea como muestra ó
símbolo de la fraternidad de hispano-americanos y de españoles
peninsulares y de la unidad indestructible de la civilización ibérica,
cuyo lazo no rompen ni todas las ondas del Atlántico que entre nosotros
se agitan, ni los recuerdos de una guerra, inevitable aunque fratricida,
pero cuya sangre y cuyas lágrimas se orearon ya, dejando limpio y no
marchito el lauro.

Para usted, que es tan creyente y fervoroso católico, ha de ser de
indiscutible verdad el criterio que me guía al considerar los
acontecimientos humanos, porque sin suprimir en cada individuo la
responsabilidad de las acciones, ya nobles y generosas, ya egoístas y
perversas, y nacidas siempre de libre albedrío, veo en el conjunto algo
de divina é indefectiblemente ordenado con soberana presciencia, por
donde todo cuanto ocurre es lo mejor que puede ocurrir y todo cuanto se
realiza y consuma es para bien, aunque parezca mal por lo pronto; de
suerte que el refrán más verídico y piadoso es el que dice: «no hay mal
que por bien no venga.» Aplicado esto á los casos particulares me
compone una filosofía de la historia, en germen sin duda, poco sutil,
nada profunda é ingeniosa, pero muy optimista y rica de esperanzas y de
consuelos.

La emancipación de las colonias españolas en el continente americano
fué, pues, cuando debió ser, y no pudo ser ni después ni antes. España
carecía de fuerza para mantener tanto imperio y era menester que se
desbaratara. No hay que discutir si cada uno de los desmembrados
fragmentos hubiera alcanzado más tarde mayor eficacia, á fin de
constituir, sin largas convulsiones, dictaduras, tiranías y guerras
civiles, un Estado libre, próspero y fuerte. Sin discutirlo yo, por fe
en la invicta civilización europea, y en que la raza á que pertenezco
fué y seguirá siendo una de las más hábiles y activas para crearla,
conservarla y difundirla, jamás desconfié de nuestro destino; y, en los
instantes más tristes y ominosos, cuando, al ver, en las nuevas
Repúblicas, discordias, desquiciamiento y feroces tiranos, se
pronosticaban ruinas, sobre las cuales otra raza de más valer vendría á
entronizarse, jamás desesperé, no ya de la salud de la patria, sino de
algo más amplio y sublime: de la salud de _mi gente_.

Por lo expuesto comprenderá usted y ponderará mi alegría, al notar la
naciente grandeza, la prosperidad, el brío y el orden, que se van
mostrando en algunas de las Repúblicas que fueron colonias de España.
Hay en ello, para todo español, no una satisfacción, sino un enjambre de
satisfacciones de amor propio: la del padre que conoce en el hijo la
nobleza de su sangre, anhelando que valga más que él y le supere: la del
maestro ó tutor, que, cuando el discípulo ó pupilo se luce, se engríe
imaginando que es parte en el triunfo la educación que le ha dado: y
para mí, además, la del vidente que se deleita jactándose de que no
salieron falsos sus vaticinios.

En la situación actual de las Repúblicas hispano-americanas, y
singularmente de la Argentina, concretándonos á aquella que cuenta á
usted entre sus ilustres patricios, hay no poco de pueblo naciente y no
poco también de prolongación de otro pueblo, que tuvo ya extensa vida y
representó lucido papel en el teatro del mundo. Idioma, religión, leyes,
costumbres, ciencias, letras y artes, todo lo han recibido ustedes de
España. Este tesoro, que no debe desdeñarse para crear otro nuevo, sino
aprovecharse para que crezca y se centuplique, consta de dos clases de
riqueza; una exclusiva y peculiar de nuestra raza: otra común á toda la
civilización europea. Conato de lo imposible sería prescindir de esto ó
trastrocarlo adrede para hallar la originalidad y la novedad sin
precedentes. Todo esto es harto sólido para que sirva de base sobre la
cual pueda erigirse soberbio y nuevo edificio. Nada de esto debe
desecharse para levantar desde los cimientos edificio nuevo.

Por lo dicho, lo primero que elogio y lo primero que me es simpático en
los escritos de usted es el espíritu conservador y castizo de que están
impregnados. Ni tal espíritu perjudica á la originalidad individual del
escritor. Para ser original no es necesario desfigurarse, ni
disfrazarse, ni descastarse, ni dejar uno de ser quien es y ser otro. Y
en cuanto á la originalidad colectiva, en cuanto al sello nacional y
distinto, es seguro que ha de ponerse sobre la propia y común sustancia
española y no sobre otro elemento de importación ó sobre materia extraña
y prestada.

La Miscelánea de usted es una colección de artículos de varios géneros,
pero en todos prevalece lo moral y religioso.

Más bien que de crítico-literarios pueden calificarse de filosóficos y
doctrinales. En esto se asemejan, aunque van por opuesto camino, á los
del ecuatoriano Juan Montalvo: á su _Espectador_ y á sus _Siete
Tratados_. Montalvo y usted han escrito _ensayos_, como los que
Montaigne llamó _ensayos_, y no como los ingleses, que suelen ser
extractos y críticas de libros. Ustedes, con más libertad y sin tomar
siempre ocasión de libro alguno, discurren sobre puntos diversos y
componen sobre cada punto un tratadito ó disertación breve.

En las tendencias, Montalvo y usted son muy distintos y en el estilo más
aún. Montalvo es artificioso y afectadísimo: usted, espontáneo y
natural. Montalvo aspira en demasía á decir cosas nuevas y á decirlas
como nadie las ha dicho: quiere ser un primor, un dechado de forma.
Usted aspira sólo á decir lo que siente y piensa, aunque sea lo que
sienten y piensan los demás hombres; y á decirlo con orden y claridad,
sin rebuscamiento ni rarezas.

No hay que decir que yo prefiero lo último.

Si usted tratase de ciencias exactas ó de observación, el crítico
debería empezar por saber dichas ciencias, y luego decidir si era la
verdad lo que usted decía. Pero las materias sobre las que usted
diserta, salvo ciertos principios inconcusos, _quædam perennis
philosophia_, en que debemos todos convenir y en que por dicha usted y
yo convenimos, tienen tanto de opinables y de controvertibles, que sería
en mí exceso de petulancia, ya el declarar á usted depositario y
divulgador de la verdad, ya el impugnarle, haciendo patentes sus
errores. Necesitaría yo además para esto, no componer un escrito corto,
sino un libro tan voluminoso como el de usted.

Si lo que usted sostiene es la recta doctrina, ya convencerán de ello
las palabras de usted á quien las leyere, sin necesidad de que vengan
las mías en su apoyo. Y si hubiere error en poco ó en mucho, ni yo me
hallo con autoridad ni con capacidad para manifestarle, ni la misión de
un _prologista_ es entrar en polémica con su _prologizado_.

Lo que sí me incumbe decir, y lo que puedo decir por fortuna, y ésta, á
mi ver, es grande alabanza, es que usted escribe _corde bono et fide non
ficta_, con la sinceridad, con la convicción candorosa, que atrae la
atención de los lectores, que les gana la voluntad, que los convence á
veces, y que, cuando no los convence, los interesa y conmueve,
convirtiéndolos, si no en correligionarios del dogma que se predica, en
amigos y parciales entusiastas del predicador.

Entienda usted bien que no quiero expresar con esto más de lo que
expreso, ni mostrar mi escepticismo con reticencias. Lo único que yo
quiero expresar y que expreso ahora es que, un libro que trata rápida y
sumariamente sobre tantos y tan trascendentales asuntos sería ligereza y
osadía, ora que yo en todo le declarase conforme á la verdad, ora que en
poco ó en mucho le calificase de erróneo.

Lo que sí puedo hacer y hago con sumo contento, sin salir de las dudas
escépticas en que la modestia me ha encerrado, es calificar el libro de
usted de libro sano, fruto de un entendimiento y de una voluntad sanos
también ambos.

Esta sanidad es, en mi sentir, el fundamento de toda buena obra de
literatura; es la razón que ha de tener el crítico meramente literario,
y no científico ni filosófico, para declarar buena la obra. Consiste
dicha sanidad en no dejarse arrastrar de afectos torcidos, aunque sean
sinceros; en poner por base el sentido común y no desecharle nunca,
aunque sirva de trampolín para brincar por cima de él más allá de las
estrellas; en no seguir una dialéctica viciosa por el empeño presuntuoso
de parecer más sutil ó más profundo que el resto de los mortales; y en
no incurrir en extravagancias para pasar por genios.

La insania de que hablo no impide que el escritor sea tenido por grande;
pero yo no gusto de él. Tal vez lo que dice está más conforme con lo que
á mí me parece la verdad que lo que dice el escritor sano: pero el
error de éste es más simpático y causa menos daño que la verdad en la
boca ó en la pluma del otro. Prefiero á Voltaire renegando de todo dogma
cristiano á Rousseau ensalzando los Evangelios; y menos mal me parece
Carducci componiendo una oda á Satanás, donde su sola afectación es
llamar Satanás á la personificación del ingenio humano, que
Chateaubriand levantando _El genio del Cristianismo_ sobre un cúmulo de
afectaciones.

Declarado ya aquí como sentencia que es usted un escritor sincero,
entusiasta sin extravío y sin empeñarse en ser entusiasta, y sano
además, añadiré, como parecer individual mío, que me agrada en extremo
su modo de pensar de usted, y que en lo más esencial siempre le apruebo
y le aplaudo.

Desde luego coincidimos en nuestra estética, fundamento de nuestra
crítica. Cuanto dice usted en defensa del poeta colombiano Jorge Isaacs,
en el artículo titulado _El ideal del poeta_, es, bien dicho, lo mismo
que yo pienso y siento. Usted niega, como yo, que la poesía sea don
funesto, cultivo del dolor; y entiende que no es deformidad ó enfermedad
el _genio_, sino salud más completa, fecunda y dichosa, que la salud de
que goza el vulgo.

En el juicio que forma usted de Olegario Andrade estamos de acuerdo, si
bien usted se muestra y puede mostrarse más severo que yo porque Andrade
es su paisano.

En todos los artículos de usted de asunto religioso son de admirar la
ardiente devoción, la fe profunda y la espontánea elocuencia. Y á mí me
encanta asimismo que la religiosidad de usted, lejos de estar reñida con
el espíritu del siglo, con la creencia en el progreso y con el amor á la
libertad, se combina con estas ideas y con estos sentimientos,
purificándolos y santificándolos. No se funda la fe católica de usted en
escepticismo y pesimismo, como la de Pascal, Bonald, De Maistre y
Donoso, sino en optimismo y en confianza mesurada y justa en la razón
humana. No es menester para amar á Dios odiar y despreciar al prójimo,
antes por amor de Dios más se le ama y más se le respeta. Ni es menester
para aceptar una revelación exterior, que viene á nosotros con la
palabra, materialmente, ya por los oídos, ya por los ojos, sostener que
la luz íntima que Dios nos ha dado, sólo sirve para descubrir é iluminar
disparates.

El libro de usted es muy ameno y tan variado que no acertaré á dar idea
de todo él sin pecar de prolijo. Contiene cuadros de costumbres, como
_Liberato_; crítica de bellas artes, como _El dolor concentrado_ y _Una
estatua de Alonso Cano_; y encomios de personas ilustres, como los del
padre Jordán y de Juana Manuela Gorriti, á la cual, lo confieso con
vergüenza para prueba de la incomunicación intelectual en que hemos
estado, no había yo oído mentar nunca, aunque usted afirma que comparte
con la Avellaneda el imperio literario de la mujer americana en la
América española. Y son tales las elocuentes alabanzas que da usted á la
Gorriti, que, á ser justas también, y no exageradas por generosa
benevolencia, á pesar de mi admiración por la Avellaneda, tengo que
conceder á la Gorriti la primacía.

En los artículos en que combate usted vicios sociales ó manías de moda,
como la cremación y el suicidio, son de celebrar el saber que usted
patentiza, la sencillez y el orden del estilo y el calor con que
defiende sus opiniones.

A mi ver, el más bello, sabio y erudito de estos artículos filosóficos,
es aquel en que critica usted la obra de José María Ramos Mejía,
titulada: _Las neurosis de los hombres célebres en la República
Argentina_. Da motivos esta obra para que usted niegue las neurosis
invencibles que destruyen la responsabilidad, para que haga una
brillante defensa del libre albedrío y para que impugne el materialismo
y no acepte el divorcio entre la razón y la fe, la religión y la
ciencia.

Su libro de usted, como todo libro bien escrito y lleno de saber y de
talento, no sólo contiene muchas ideas, sino que las despierta en el
ánimo de quien lee, ya por ampliación y deducción, ya por contradicción
también; pero dejo de poner aquí las mías, para que no me acuse usted de
pesadez, se arrepienta de haberme confiado el Prólogo, y perjudique éste
el libro en vez de favorecerle.

Baste que yo reconozca, para terminar, que el libro, por fortuna y
mérito de usted, y para honra de las letras españolas, en toda su
amplitud españolas, no necesita de recomendación ni de apoyo.

Y si por el tomo conocido he de calcular el mérito de los cinco que no
conozco aún, me atrevo á afirmar que el día de la aparición de los seis
tomos será día fausto en los anales de nuestra total literatura.


II.

Mil gracias doy á usted por el ejemplar que me envía de sus obras
completas. Son ocho tomos: no seis, como yo había entendido.

Después de las alabanzas, merecidas y discretas, que hacen de usted, en
prólogos, introducciones y apéndices, los Sres. D. Santiago de Liniers,
su pariente de usted; D. Valentín Gómez, D. Pedro Bofill, D. Nilo María
Fabra y D. Eduardo Bustillo, todo lo que yo diga parecerá pálido y frío.

Quiero, no obstante, decir algo, á fin de mostrar que he leído todos los
tomos y que los he leído con deleite.

Elegantemente impresos en Barcelona, y como apadrinados, aunque no lo
necesitan, por escritores peninsulares de nota, se diría que vienen á
aumentar nuestra riqueza literaria, y que, sin dejar de ser argentinos,
traen al tesoro intelectual de la Metrópoli nuevas y preciosas joyas.

No hay en la colección trabajos muy extensos. En su mayor parte son
artículos, tal vez publicados en periódicos, ó discursos, leídos ó
pronunciados, en ocasiones solemnes, en el seno de juntas ó de
asambleas.

Da unidad al conjunto la personalidad del autor; pero esta unidad, por
el estilo, por el carácter, por la fijeza y firme consecuencia de las
opiniones, no es menos evidente que la que se nota en los Ensayos de
Montaigne, de Carlyle, de Macaulay, ó del ecuatoriano Juan Montalvo.

Los asuntos no pueden ofrecer mayor variedad. Ya escribe usted crítica
literaria como Sainte-Beuve; ya de dramas y comedias como Janin y
Lemaitre; ya de música como Scudo, y ya traza graciosos y ligeros
cuadros de costumbres, como nuestros célebres Fígaro, El Solitario y El
Curioso Parlante.

En cuanto los ocho tomos contienen, luce usted su vasta lectura, su
recto criterio, su viva y espléndida imaginación; lo bondadoso é
indulgente de su índole que, más que á señalar defectos, le lleva á
descubrir y celebrar bellezas; y el fervoroso entusiasmo y el amor
entrañable con que se complace usted en realzarlas y en encomiarlas.

Yo, que me precio de ser y soy tan benigno como usted, no soy, ni con
mucho, tan entusiasta; y, lo confieso, siento cierto temor á lo
exaltado y lírico del estilo. Cuando por extraña casualidad quiero
emplearle, me parece que oigo á mi lado, arredrándome, la voz de Maese
Pedro que dice: «no te encumbres, que toda afectación es mala.» Está
claro que Maese Pedro habla conmigo, y para otros que se entusiasman ó
finjen entusiasmarse y llenan lo que escriben de flores contrahechas,
que no puede haber nada más cursi; pero Maese Pedro no habla para ni
contra usted, que es naturalísimo y sencillísimo, y que solo _florea_
cuando las flores brotan, sin que usted lo pueda remediar, _ex
abundantia cordis_. En este caso, más es de envidiar que de censurar que
las haya. Envidiable es, en todos sentidos, el ardor apasionado que hace
que nazcan estas flores.

Donde más me agrada en usted la tal poesía en prosa, que por ser natural
no condeno sino que aplaudo y envidio, es en los elogios de mujeres.
Nadie niega que es usted un estético apasionado de los buenos versos, de
la declamación y de la música, ni menos que es un fervoroso católico;
pero en mucho de lo que dice usted y en los retratos que hace de Adelina
Patti, de Sara Bernhardt, de Lucía Pastor y hasta de Santa Rosa de Lima,
creo descubrir (Dios me perdone si me equivoco) cierta morosa
delectación y cierta vehemencia de afectos, que me caen muy en gracia,
porque yo, á pesar de mis cansados años, soy todavía poco severo, pero
que tal vez censuren los varones timoratos y graves, aunque no se
atrevan á declarar que las susodichas delectación y vehemencia se
opongan á la verdad católica, ni á la moral cristiana, ni que las
anublen siquiera en lo más diminuto.

Por otra parte, como usted no es menos vehemente y exaltado en sus
amores y en sus alabanzas á otros objetos más altos y menos materiales
que la mujer, me inclino á dar por cierto que hasta los más penitentes
anacoretas perdonarán á usted lo que señalo, suponiendo que sea defecto
ó más bien exceso.

Dudo mucho de que haya argentino más patriota que usted, ni americano
tampoco más amante de América: pero esto no entibia el amor de usted por
la madre España. Sea prueba de este amor el siguiente elocuentísimo
párrafo: «Saludadas Cádiz la pulcra, Jerez la laboriosa, Sevilla la
poética, Córdoba la morisca, Valencia la fecunda, Barcelona la grande,
Zaragoza la heróica, Madrid la histórica y coronada villa, cumple á mi
lealtad declarar que América está envanecida de haber tenido por madre á
la nación invicta que cantaba lo divino y lo humano con la lira de Lope
y Calderón; pintaba lo místico y lo profano con los pinceles de Murillo
y de Velázquez; esculpía el ideal de la eterna belleza con el cincel de
Cano y Montañés; fustigaba las costumbres con la pluma de Cervantes y
Quevedo, y clavaba el Lábaro del Redentor y la pica de sus soldados en
lo conocido y desconocido de la tierra.»

Estos elogios, reconcentrados aquí sintéticamente para España, se
derraman asimismo con profusión generosa sobre los artistas y escritores
de nuestra nación y de nuestros días, y muy particularmente sobre Tamayo
y Baus, Echegaray y Rafael Calvo.

Ni se crea por esto que usted es todo de almibar. Si no lo amargo, lo
picante de la sátira sazona con frecuencia los escritos de usted y pone
relieve en varios cuadros cómicos ó burlescos. El que se titula _El
convite Barrientos_ es un modelo en su género. Acaso exagere usted la
caricatura para provocar más la risa, pero siempre se ve la verdad, y, á
pesar de la exageración, se reconoce la fidelidad de los retratos.

Los cuadros de costumbres y las descripciones de usted son casi siempre
ó divertidas ó interesantes: y para nosotros tienen además el atractivo
de lo peregrino é inaudito que se combina con lo familiar, castizo y
propio: nos representan escenas, lances y actos, en un mundo distinto
del cual el Atlántico nos separa, animados y ejecutados por personas, en
parte extrañas también, pero que proceden de nosotros, hablan nuestro
idioma y llevan nuestros apellidos y nuestra sangre.

Las obras de usted no son sólo de mero pasatiempo y de crítica artística
y literaria. Las hay que encierran muy sana y ortodoxa filosofía y que
son didácticas y ricas en noticias y documentos de no corto valer. En mi
sentir, lo mejor en este género es un elogio fúnebre del Pontífice Pío
IX, donde pone usted toda la ardiente religiosidad de su alma; la vida
de Don Félix Frías, modelo de patriotas y de republicanos, ejemplo de
caridad inagotable y dechado de fe católica; y por último, el estudio
biográfico y la brillante apología que hace usted de su antepasado Don
Santiago de Liniers. A mi ver, así para todo español, como para todo
argentino de corazón, este héroe es más simpático y admirable en su
derrota y en su muerte que en medio de sus triunfos contra los ingleses,
en 1806 y 1807; que en la expulsión de los ingleses de Buenos Aires y en
la ulterior defensa de aquella plaza, hazañas tan hermosamente cantadas
por Maury y por Gallego.

Liniers más motivo tenía de quejas que de gratitud al gobierno de
España. Depuesto del mando se hallaba, cuando sobrevino la revolución, y
fiel á su bandera como militar pundonoroso, se alzó en armas, en favor
de la Metrópoli y del Rey contra los insurgentes colonos. Desbandada
pronto la gente que acaudillaba, Liniers cayó en poder de los
insurgentes, quienes le fusilaron en compañía de Allende, Moreno,
Rodríguez y D. Juan Gutiérrez de la Concha, capitán de navío y
Gobernador intendente de Córdoba de Tucumán. Antes de que los tiradores
disparasen, dijo Liniers en alta voz: «Morimos orgullosos de nuestra
fidelidad al Rey y á España.»

¿Cómo extrañar, por muy argentino y por muy republicano que usted sea,
que se enorgullezca de la heróica vida y mas heróica muerte de tan
ilustre antepasado?

La más extensa de las obras de usted, si pudiera considerarse como una
sola obra, serían los dos tomos de viajes; pero, en realidad, estos dos
tomos contienen cinco obras distintas: el viaje de Buenos Aires á
Santiago de Chile, pasando por Montevideo, Córdoba, Altagracia, la
Pampa, Achiras, San Luis y Mendoza, y salvando los Andes; el regreso á
Buenos Aires, embarcado, por el estrecho de Magallanes; la excursión á
las Sierras del Tandil, con la descripción de _la piedra movediza_,
monumento acaso de una edad remota, y parecido á otros que de tiempo
inmemorial subsisten en nuestras regiones europeas, y por último, las
dos obras, en mi sentir mucho más importantes, que llevan por título _De
Corrientes á Cumbarití_ y _De Valparaiso á la Oroya_.

_De Corrientes á Cumbarití_ es un extraño escrito, pintura naturalmente
poética de uno de los países más hermosos del mundo y documento
histórico de grandísimo interés, ya que un testigo ocular describe en
él, con vivos colores y conmovido acento, el fin de una guerra obstinada
y sangrienta, en que el Paraguay quedó vencido. Son por cierto de
admirar la devoción y la valentía de los paraguayos en defender su
patria. He oído afirmar, y, aunque haya en ello exageración, es tremenda
alabanza, que, al terminar la guerra, apenas quedaban á vida hombres de
armas tomar en aquella República. Y es más admirable aun que fuera un
tirano como el Presidente López quien tan generoso entusiasmo
infundiese.

Todo se explica, no obstante, cuando se considera la bondad, el brío, el
candor y la condición enérgica y sufrida á la vez de los guaraníes, que
constituyen la inmensa mayoría de aquel pueblo. Sobre tales prendas, que
los guaraníes tienen por naturaleza, vienen á ponerse la severa
disciplina de los jesuítas que los cristianizaron y el espíritu de
obediencia que acertaron á inspirarles.

Al leer la sencilla y conmovedora narración hecha por usted de la
tragedia, que puso término á la tiranía de López, acudí á leer de nuevo
libros que ya tenía casi olvidados, para explicarme la mal empleada
heroicidad de los paraguayos: para hallar sus antecedentes y fundamento.

El Padre Antonio Ruiz Montoya escribió y publicó en Madrid, en 1639, su
_Conquista espiritual_. En este libro se expone cómo fueron los
guaraníes convertidos por los jesuítas. Otro Padre tradujo el libro en
guaraní, exornándole con más milagros. La traducción portuguesa del
manuscrito guaraní, dada á luz por el literato brasileño Almeida
Nogueira, nos ofrece la clave de todo. La aparición frecuente entre
aquellos salvajes y la convivencia con ellos de ángeles y de demonios, y
la repetida resurrección de difuntos, que venían á contar cuanto habían
visto en el cielo y todas las delicias que allí se gozaban, y los
tormentos espantosos y eternos del infierno, debieron de fanatizar
aquellos ánimos sencillos predisponiéndolos á obedecer ciegamente á los
Padres, á fin de ganar la gloria y de no padecer penas tan atroces é
interminables.

Acaso fué conveniente entonces aquel despilfarro de lo sobrenatural. Por
él se logró infundir en los fieros corazones de los indios bravos la
moral cristiana, y apartarlos de los vicios y de los crímenes y
supersticiones de su pasada vida selvática. Por él, ó sea haciendo
prodigios, humillaron los Padres á los _payés_ ó hechiceros, que también
los hacían. Pero tal vez aquella educación religiosísima predispuso por
demás á los indios á una docilidad y sumisión llenas de peligros,
contribuyendo á hacer posible el advenimiento al poder del tremebundo
Doctor Francia.

Los jesuítas habían regimentado y subordinado la valentía de los indios,
empleándola como un arma, contra españoles y portugueses.

Es casi seguro que tenían los jesuítas razón. Muchos de los primeros
aventureros, que iban á América, eran unos desalmados, de aquellos por
quienes pudo decir el poeta:

    La codicia en los brazos de la suerte
    Se arroja al mar, la ira á las espadas,
    Y la ambición se ríe de la muerte.

pero no era el medio mejor de amansarlos, y de procurar que los indios
fraternizasen con ellos, el hacer que los indios formasen de ellos el
concepto que expresan las siguientes palabras, tomadas de la traducción
del manuscrito guaraní: «gente que sólo cuida de hacer cosas ruines, que
destroza y mata; y, si alguien quiere librarse en balde de ser su
esclavo, es maltratado como animal.»

Cobraron, sin duda, los indios recelo y odio contra los europeos, y así
los jesuítas lograron que se prestasen para no pervertirse á vivir
secuestrados de todo trato y comercio exterior y que tan valerosamente
combatieran bajo el mando de ellos contra las armas de España y Portugal
reunidas; contienda que sirvió de cuadro á uno de los episodios de la
más graciosa novela de Voltaire y de asunto al bello poema de J. Basilio
de Gama, inspirado cantor de Lindoya.

Sin duda esta educación jesuítica valió al Doctor Francia para ejercer
su tiranía inaudita cuando nuestras colonias se emanciparon.

No me atrevo yo á decidir si aquella paz ignorante, aquel aislamiento
paraguayo y aquel despotismo del Doctor Francia fueron peores
que las incesantes guerras civiles, los pronunciamientos y
contra-pronunciamientos y los tiranuelos feroces que hubo en muchas
repúblicas hispano-americanas. Digo sólo que el Paraguay progresó menos,
aunque no hubo en él sacudimientos, ni trastornos: vivió tan aislado que
nadie podía penetrar en él sin exponerse á quedar allí para siempre,
como el sabio Bompland compañero de Humboldt: y que, muerto el Doctor
Francia, le sucedió el Doctor López, manteniendo á los paraguayos bajo
el mismo régimen, si bien con férula ó vara menos dura.

Allá por los años de 1850, no sé quien persuadió á López, y López se
dejó persuadir, de que debía abrir el Paraguay al comercio y trato
humanos. Y López envió á su hijo á Europa de Ministro Plenipotenciario
ubicuo, y de Europa fueron diplomáticos al Paraguay á celebrar tratados
de comercio.

A no dudarlo, López quiso desde entonces para su patria cierto progreso
y cierta ilustración, que se fuesen logrando con pausa. Con mayor fuerza
de voluntad hubo de quererlo su hijo, que había viajado por Europa, y
que heredó la presidencia de su padre.

Fuesen, pues, las que fuesen las causas de la guerra, que brasileños y
argentinos hicieron al Paraguay, y cuya terminación, al espirar el año
de 1869, usted tan elocuentemente describe, lo más que podrá afirmarse
es que dicha guerra fué justa; que ni el Brasil ni ustedes la pudieron
evitar; pero, francamente, yo no quiero considerarla un triunfo de la
civilización y de la libertad sobre la barbarie y la tiranía; tiranía y
barbarie hubieran acabado sin tanto estrago, aunque con mayor lentitud.
No valía para adelantar aquellos bienes por algunos años pagar el
adelanto con tal profusión de muertes, gastos y destrozos.

Aquí, en España, tenemos un libro muy divertido que retrata fiel y
cándidamente, en mi sentir, lo que era el Paraguay bajo la presidencia ó
dominio del primer López. Si en España hubiese más afición á la lectura,
el libro de que hablo sería muy leído: se hubieran hecho de él muchas
ediciones. Quien le lee, ríe con gana y de veras de los lances,
aventuras y observaciones del Sr. D. Ildefonso Antonio Bermejo, autor
del libro, que pasó en el Paraguay cuatro ó cinco años al servicio del
tirano. Cómicos y muy raros casos refiere, pero hay tal tono de buena
fe, tan sincero y espontáneo estilo en todo, que ni por un instante
asaltan dudas sobre la escrupulosa veracidad del relato.

Todo él, y más aún la gloriosa defensa que hicieron los paraguayos de
sus hogares y aun del mismo tirano, nos los presentan como mucho más
simpáticos que los que á fuego y sangre fueron á pulirlos, á libertarlos
y á hacerlos felices y cultos.

Reza un añejo y cruel refrán: _la letra con sangre entra_. Hay
desventuras ineludibles. Ocasión se ofrece á cada paso de repetir la tan
repetida exclamación virgiliana: _Sunt lacrimæ rerun_; pero la verdad es
que con tantas guerras y tan atroces como tienen ustedes en América
desde que son independientes y libres, pierden ustedes no poca autoridad
y crédito para vituperar las ferocidades de sus tatarabuelos los
españoles que fueron á civilizar el Nuevo Mundo en los pasados siglos.

El horrible método de acabar con la tiranía de López y de llevar la
civilización á aquella tierra fertilísima, arranca de su piadoso corazón
de usted, entre otras, estas sentidas voces:

«Fermenta la putrefacción sobre una alfombra de flores marchitada por la
pólvora. Cubre aquellos cadáveres, contraídos por los dolores,
despedazados por la metralla ó desfigurados por la corrupción, un cielo
espléndido del cual parece descender la vida. La selva impenetrable, el
árbol frondoso, el agua estancada, parecen exigir al hombre su fuerza y
su inteligencia para cumplir la misión que Dios le confiara. Pero el
brazo del hombre ha sido abatido por la espada. Su cuerpo corrompido
yace mezclado con los corceles muertos en la batalla. Solamente Job,
colocado en medio de la miseria y podredumbre de la muerte, podría
cantar en términos apropiados la desolación del Paraguay.»

A estas y á otras no menos conmovedoras lamentaciones de usted sólo
tengo que añadir mi deseo de que la paz restaure las fuerzas y sane y
cicatrice las heridas que han tenido ustedes que hacer al Paraguay para
que sea libre y más civilizado.

La obra de usted, que cito la última, _De Valparaíso á la Oroya_, es la
mejor de todas, en mi sentir, ó al menos la que me ha causado impresión
más honda y más grata. Me parece amenísimo libro de viaje. El estilo de
usted, animado y pintoresco, tiene la fuerza de trasladar en espíritu
al lector á los lugares que va usted recorriendo y que tan bien
describe. Más de sesenta autores, antiguos y modernos, ha consultado
usted para componer su libro. Cada uno de ellos informará más
circunstanciadamente, ya sobre las antigüedades é historia del Perú, ya
sobre su geografía, fauna, flora y demás recursos y naturales riquezas,
ya sobre su industria y su comercio: pero pocos ofrecerán al lector un
conjunto tan variado é interesante. Su trabajo de usted es
principalmente el resultado de la inspección ocular y de sus recuerdos,
los cuales, avivados por la fantasía y el talento del escritor, producen
en quien lee la ilusión de que visita con usted aquel magnífico país.
Son bellísimas las descripciones de Arequipa, del Misti, del Cuzco y sus
ruinas, de la ciudad de los reyes, del valle de Lurín y del antiguo
templo del Dios Pachacamac.

La pintura que hace usted del esplendor y florecimiento de Lima, la
alegría de sus habitantes, la hermosura y gracia de sus mujeres, la
riqueza de sus templos, la gala, el lujo y las joyas de su aristocracia,
el tesoro artístico, en cuadros y antiguallas, que guardan el Museo
Nacional, y las colecciones de los señores Ortiz de Ceballos y Dávila
Condemarín, todo nos encanta y nos enorgullece á los españoles, ya que
acertamos á fundar tan brillante colonia y á llevar á ella nuestra
civilización y nuestras costumbres. Bastante nos apesadumbran y nos
ponen contritos la consideración y la pena, que usted no deja de
estimular, de las crueldades y actos vandálicos de Pizarro y los otros
conquistadores: pero, sin poderlo remediar, tal vez para que sea menor
el remordimiento colectivo, porque no quiero yo entrar en discusiones,
nos sentimos inclinados á no creer por completo en tantas maravillas y
en tantos bienes como se supone que hubo en el Perú, durante el imperio
de los Incas. No me entra en la cabeza que hubiese entonces tantos
millones de indios, hoy desaparecidos, ni menos que los indios que
quedan sean más rudos y más miserables adorando á Cristo que adorando al
sol, al Inca su pariente y al Dios Pachacamac, sobre cuyo nombre,
condiciones, atributos y naturaleza, se funda sutil teodicea. Mucho me
inclino á sospechar que la tal teodicea ha sido mejorada y hermoseada
por la imaginación de personas ilustradas de nuestra edad ó por
misioneros candorosos que quisieron descubrir en ella los rastros de la
predicación de Santo Tomás ó de otro apóstol, que acertó á llegar hasta
allí.

Si antes de los Incas, hacia el siglo X de nuestra era, habían tenido
los peruanos escritura hieroglífica, esta escritura se había perdido en
tiempo de los Incas, lo cual implica un retroceso en la cultura. Cuando
la aparición de los españoles, sólo había los _quipos_ ó nudos hechos
con hilos de diversos colores. Por muy ingenioso que supongamos este
arte y por muy hábiles y sagaces que fueran los _quipocamayos_ ó
interpretadores de _quipos_, me parece que es menester sobrada buena
voluntad y fe grande para aceptar como evidentes, gracias á los
_quipos_, los datos cronológicos y estadísticos sobre la duración,
riqueza y censo del imperio de los Incas y sobre la bienaventuranza de
sus súbditos, antes de la feroz conquista española. En fin, sea como
sea, el daño hecho está ya y no tiene remedio. Yo convengo en que los
aventureros, que iban de España á las Indias solían ser unos desalmados,
lo peor de cada casa: y convengo en que el Padre Valverde era un
fanático; un fraile _trabucaire_, como diríamos ahora. Pero, por amor de
Dios, ¿no se resiste ó repugna á todo recto juicio que matásemos á
disgustos y á malos tratamientos á tantos millones de séres humanos?
¿Cómo creer que déspotas como Viracocha, Pachacutec, Yupanquí,
Huayna-Capac y Huascar, hacían más dichosos á sus súbditos, fomentaban
más la población, las ciencias, las artes y la prosperidad, que los
Gobernadores y Arzobispos, enviados á Lima por los católicos reyes de
España, entre los cuales Arzobispos hubo santos y entre los cuales
Gobernadores ó Virreyes los hubo tan buenos y tan filantrópicos como el
conde de Superunda?

Sin duda que los reyes de España eran despóticos también, pero ¿cómo
habían de serlo tanto como los Incas?

En fin, la misma enormidad de la acusación que se nos hace, destruye
toda su fuerza. Sólo el apasionamiento y el afán de seguir las modas de
París bastan á explicar que se crea que, en virtud de leyes paternales y
protectoras de los indios, y yendo á Lima de Virreyes hombres eminentes,
de lo más ilustre por saber, nacimiento y servicios, Hurtados de
Mendoza, Toledos, Castros, Fernández de Córdoba, Velascos y
Portocarreros, exterminásemos millones y millones de indios en poco más
de trescientos años y convirtiésemos el Perú en un desierto.

En resolución, yo entiendo, no sólo por lo muy español, sino por lo muy
progresista que soy, que es tan absurdo y apasionado el suponer con
_saudades_ un imperio de los Incas, maravilloso de bueno, cuya bondad
destruyeron los españoles, como el imaginar una época de los Virreyes
más floreciente y feliz que la época actual, cuando emancipado é
independiente el Perú crece en población, riqueza y cultura, abre
ferrocarriles que pronto salvarán los Andes, y se dispone á ser, á pesar
de recientes contratiempos y desgracias, una grande y poderosa república
y á convertir á Lima en una de las más bellas, populosas y espléndidas
capitales del mundo.

Los capítulos sobre Chorrillos, que es el Biarritz, el Trouville ó el
Ostende peruano; y sobre la _quena_, flauta, música y canto de los
indios, son poéticos y curiosos.

Todo el libro, en suma, nos hace formar claro y hermoso concepto del
Perú, en 1873, cuando usted le visitó. Ojalá que dentro de poco, en
cercano porvenir, se vean ya realizadas para el Perú todas las
halagüeñas y fundadas esperanzas que usted hace concebir y concibe.

Y aquí termino esta larguísima carta, no sin reiterar á usted mi cordial
y cumplida enhorabuena por la publicación de sus obras reunidas.



LA RELIGIÓN DE LA HUMANIDAD

(Á DON JUAN ENRIQUE LAGARRIGUE)


I.

Muy señor mío y querido amigo: Mi propósito de examinar y criticar la
_Circular religiosa_ de usted, publicada en Santiago de Chile el día 6
de Descartes del año 98 de la Gran Crisis, quedó apenas á medio cumplir
ó en suspenso, por culpa de mis grandes quehaceres y de la dificultad de
la empresa, superior sin duda á mis fuerzas. Impidió también que yo
terminase aquel trabajo mi falta de fe en mí mismo, ó lo desengañadísimo
que estoy de mi literatura. Años ha que padezco esta enfermedad mental ó
manía, casi incurable, que excita á los hombres á escribir; pero jamás
he creído en la utilidad de mis escritos. Mi justificación estaba y
está, pues, en procurar que sean divertidos, y en que, ya que no
instruyan al prójimo, le den agradable pasatiempo.

En España toda persona que lee sabe más que yo, y toda persona que sabe
menos que yo, ó no sabe leer tampoco, ó no quiere fatigarse leyendo.
Carezco, pues, de público á quien enseñar; pero, ¿por qué, me digo no ha
de haber personas á quienes entretengan mis escritos? Por pocas que sean
estas personas, de ellas hago mi público, y á ellas me dirijo.

Por lo expuesto comprenderá usted y disculpará en mí el tono de broma
con que en mis cartas anteriores he tratado de las doctrinas de usted.
Aun así no han faltado graves sujetos que me han reprendido por perder
mi tiempo en exponer locuras, aunque sea para refutarlas. Todavía no he
hallado á nadie que no califique de locuras las doctrinas que usted
sostiene. Esto acabó de retraerme de seguir exponiéndolas y
refutándolas.

En tal disposición de ánimo me encontraba yo, cuando recibí desde París,
donde su hermano de usted, Jorge, reside un libro de este _apóstol de la
humanidad_, titulado _Lettres sur le positivisme_. El libro me venía
dedicado con frases para mí tan cariñosas y lisonjeras, que hube de
quedar á usted y á su hermano profundamente agradecido. Recibí después,
con fecha 17 de Shakespeare del año 100 (25 de septiembre de 1888), una
extensa carta (impresa en un folleto de 60 páginas), que usted me dirige
sobre la _Religión de la Humanidad_. Y he recibido, por último, con
singular dedicatoria autógrafa, otra carta de usted á la señora doña
Emilia Pardo Bazán, sobre el mismo asunto, escrita el día 2 de
Arquímedes del año 101 (27 de marzo de 1889 de nuestra era), también en
Santiago de Chile.

Contienen estos documentos, elegantemente impresos y escritos, unos en
castellano y otros en francés, tan discretas y bien concertadas razones,
tanta cortesía y tanto afecto amistoso para doña Emilia y para mí, que
sería yo harto descortés é ingrato si no contestase con benevolencia.

Prescindo, pues, de lo que me dicen ciertos espíritus que presumen de
superiores y de invulnerables para toda idea que ellos no consideren
sensata, y voy á contestar á usted, teniéndole por sensato y cuerdo, y
además por excelente, bondadoso y sabio.

Si yo hubiera de tener por locos á cuantos no piensan como yo y
sostienen lo contrario, enteramente lo contrario, el planeta en que
vivimos me parecería un manicomio. Lo más atinado, pues, y lo más
caritativo, es pensar que todos tenemos juicio; que todos estamos de
acuerdo en bastantes puntos, y que, si discordamos en otros, la
discordancia es un bien, ya que sin ella no habría materia para escribir
y para hablar, y nos aburriríamos de quedarnos callados, y se nos
embotaría el entendimiento sin nada que le estimulase, aguzase y
acicalase.

Remueve, además, los escrúpulos que me arredraban, atajando el correr de
mi pluma, la consideración de que son pocos los escritores que escriben
para revelar inauditas verdades. Harto sé que yo no he abierto ni

      «Abriré nuevos senderos
    á la errante humanidad».

pero ¿por qué no he de solazarme un rato charlando con ella, ó al menos
con aquella mínima parte de ella tan desocupada y benigna que tenga
vagar y paciencia para leerme?

Con este presupuesto, voy á contestar á la amable carta de usted.

Augusto Comte es el glorioso fundador de la secta que usted sigue,
dividida hoy en dos ó más iglesias. Suponer que hasta cierto momento de
su vida Augusto Comte fué juicioso, y que fué atinado cuanto dijo, y que
después, con el mucho cavilar, se le descompusieron los sesos, y no
acertó á decir sino disparates, se me antoja suposición arbitraria. O la
locura de Augusto Comte está en toda su vida y en todos sus escritos, ó
no hay ni hubo tal locura jamás[B].

Para mí, tan desatinado es Augusto Comte al principio como al fin, pero
yo respeto, aplaudo y admiro los desatinos cuando están hábilmente
ordenados y entrelazados, é implican saber, entusiasmo é ingenio.

La grande obra del maestro de ustedes era «dar á la filosofía el método
positivo de las ciencias, y á las ciencias la unidad de conjunto de la
filosofía».

Cuando murió el Maestro, el 5 de diciembre de 1857, sus discípulos y
apóstoles aseguraban todos que, salvo ligeras imperfecciones, dicha
grande obra estaba realizada: había _filosofía positiva_; ciencia y
filosofía se habían compenetrado y formaban completa unidad.

Convengamos en lo uno; pero ¿cómo es posible convenir en lo completo?
¿No quedaba, fuera de lo sabido por observación y por experiencia, mucho
de incognoscible ó de incógnito? Mucho quedaba, y no me explico cómo no
se ríe usted conmigo del donoso remedio que se ha buscado para este mal.
Lo incógnito es incognoscible. La esfera del pensamiento humano se
encoge y se achica para que sólo quepa en ella el conocimiento
_verificado_. Todo otro conocimiento se llama conocimiento _imaginado_.
Se le da el título de _absoluto_ ó de _ideal_, y se le declara
inaccesible.

Sea así. Vayamos más allá, si se quiere. Tratemos de suprimir lo
absoluto, y no sólo de declararlo inaccesible. Repitamos con Littré: «El
universo nos aparece hoy como un conjunto, cuyas causas están en él
mismo, y que llamamos leyes. La inmanencia es la ciencia que explica el
universo por causas que están en él. La inmanencia es directamente
infinita, porque, desechando tipos y figuras, nos pone en inmediata
relación con los motores eternos de un universo ilimitado, y descubre al
pensamiento estupefacto y extasiado los mundos lanzados en el abismo del
espacio y la vida lanzada en el abismo del tiempo.» Con más claridad y
con menos pompa, esto significa que no hay Dios; que el mundo es eterno;
que él mismo es causa y efecto; y que sin inteligencia crea
inteligencia, sin voluntad ni saber impone leyes indefectibles, sin vida
crea vidas, y sin ser persona produce personas. Fuera de lo absurdo,
gratuito y pasmoso de tales afirmaciones clara se ve la contradicción en
que Littré incurre. Ni una sola de esas afirmaciones es conocimiento
_verificado_; nace de observación, de experiencia, de lo que él llama
filosofía positiva ó ciencia pura. Luego es teología, aunque negativa:
luego es metafísica; y al poner tales afirmaciones destruimos todo el
sistema, y, en vez de sostener que pasó el período teológico y que pasó
el período metafísico, y que hoy estamos ya en el período científico, en
plena edad de razón, volvemos á ser teólogos ó metafísicos, aunque harto
empecatados.

Yo no tengo en este punto que refutar á Littré: él mismo se refuta y se
retracta, con más recto aviso, diciendo: «No conocemos ni el origen ni
el fin de las cosas y no hay razón para negar ni para afirmar que haya
algo más allá de ese origen y de ese fin.» La doctrina ó filosofía
positiva no niega, pues, ni afirma á Dios. La Naturaleza no vale para
reemplazarle. «¿Quién es esa señora?»--preguntaba el conde José de
Maistre. «Si la Naturaleza significa el conjunto de las cosas que nos
son conocidas, este conocimiento es relativo como ellas; es
experimental, y deja fuera las regiones de lo incognoscible: y si la
Naturaleza es un poder infinito, autor y ordenador del Universo, no hay
saber positivo que halle al cabo de sus investigaciones ese poder, que
por lo tanto debemos pasar en silencio. Experimentalmente no sabemos
nada de la eternidad de la materia ni de la hipótesis de Dios.»

Ya se ve que Littré, en sus momentos más lúcidos, se declara neutral: ni
afirma ni niega. Pone lo sobrenatural fuera de nuestro alcance; por cima
de nuestro raciocinio. Pero, ¿no habrá otras facultades de nuestra alma,
por cuya virtud se pueda llegar á él?

Yo veo que este positivismo _agnóstico_ deja abierta la puerta á la
imaginación, á la fe, á la intuición amorosa del alma afectiva, ó quién
sabe á qué otras facultades y potencias, para tender el vuelo y
explayarse por ese infinito inexplorado, y apartar de él la desesperada
calificación de incognoscible.

De aquí que, en mi sentir, por el positivismo de Augusto Comte podamos
volver de nuevo á las más fervorosas creencias, como por el sensualismo
de Condillac volvió á ellas el ya citado conde José de Maistre.

¿Quién sabe si en el extremo del positivismo agnóstico, ó dígase del
agnosticismo, no está ya cuajándose y brotando un misticismo flamante?
En todo caso, esto sería lo que llama el vulgo _salto atrás_, y lo que
llaman _atavismo_ los doctos. Según usted asegura, y según aseguran
otros autores, Augusto Comte se inspiró en el conde José de Maistre,
éste en el teósofo Saint-Martin, y Saint-Martin en aquel español ó
portugués misteriosísimo que se firmaba Martinez Pascual, que escribió
la _Reintegración de los seres_, influyó tanto en el florecimiento de
los misticismos y teosofías del fin de la pasada centuria, y desapareció
luego.

Como quiera que ello sea, fuerza es convenir en que el más ilustre
discípulo de Augusto Comte fué Emilio Littré, y en que Emilio Littré, á
la muerte del Maestro, aceptó la herencia á beneficio de inventario,
repudiando notable parte de ella. Otros la recogieron y la aceptaron
toda con plena piedad, y de aquí el cisma, que aún dura.

Para no confundirnos, llamaré al positivismo de Littré _no religioso_, y
llamaré _religioso_ al positivismo de usted y de los que como usted
piensan. Bueno es, no obstante, que se entienda desde luego que el
positivismo no religioso de Littré puede concertarse un día, si ya no se
concierta en algunos espíritus, con religión verdadera, y aun con
teosofía y aun con misticismo exaltado, mientras que en el positivismo
de ustedes, con ese vano y absurdo fantasma de religión que ponen
ustedes, es imposible é incompatible toda religión que tenga algunas
condiciones de tal.

Hasta 1842, en que publicó Augusto Comte el tomo VI y último de su
_Curso de filosofía positiva_ todos los hombres que le siguen y pueden
contarse por positivistas, con más ó menos restricciones, correcciones ó
aditamentos, como el citado Littré, Herberto Spencer, Stuart Mill,
Lewes, Taine, Robinet, Huxley y otros, creen que Augusto Comte estaba
sano; pero ya, en 1845, empieza el período patológico de la vida del
maestro. Su locura es evidente y declarada para todos los dichos sabios,
desde 1851, en que publica el Maestro su _Sistema de política positiva ó
tratado de Sociología, instituyendo la religión de la humanidad_.

Divididos así en dos el espíritu y la vida de Comte, tenemos un Comte
loco y otro cuerdo. Los que le aceptan y glorifican hasta 1845 se
consideran juiciosísimos, y declaran loco al Maestro durante los últimos
doce años de su vida, y á todos ustedes, que le aceptan por completo,
los dan por locos de remate, hablando sin rodeos y dejando á un lado las
perífrasis y los eufemismos elegantes ó científicos de que ellos se
valen al formular la declaración.

Para el que, como yo, no es positivista, ni de una clase ni de otra;
para el que entiende que no se acabó ya la teología, ni se acabó la
metafísica á fin de que no haya más que ciencia, y para el que cree que
toda ciencia es imposible sin metafísica y sin teología, tanto los
positivistas no religiosos como los religiosos, se equivocan; pero, sin
duda, en mi sentir, se equivocan más ustedes, los religiosos, sin que
llame yo por eso á la equivocación locura, sino error ó extravío
generoso nacido de un noble y puro sentimiento que en balde han querido
ustedes ahogar en el alma.

Yo no niego, además, que hay un procedimiento dialéctico en el
pensamiento de Comte; que no funda su religión porque sí; que su
religión no fué lo que vulgarmente llamamos una salida de tono.

Lo que hay de más simpático en el positivismo es la crítica, á mi ver,
imparcial, elevada, entusiasta y optimista con que juzga la historia,
para marcar en ella el movimiento ascendente del humano linaje hacia la
luz y hacia el bien, pasando por los estados teológico y metafísico para
llegar al científico al cabo. En este progreso, los positivistas
declaran, y usted confirma, que la creación más grande del hombre ha
sido la Iglesia católica, institución soberana del orden social,
comunidad de los pueblos en una misma fe, organismo tan alto y benéfico,
que, como usted asegura jamás puede desaparecer. Y añade usted luego:
«Lo que sí sucederá es que se perfeccione.» Y esta perfección fué muy
extraña. Augusto Comte se convirtió en Padre Santo; apartó las personas
reales de Dios y de la Virgen Madre, y puso en lugar de ellas, y
usurpando sus nombres, dos figuras retóricas; y así fundó la religión
de la humanidad ó el catolicismo positivo.

¿Tienen alguna fuerza las razones que usted da en favor de su religión
nueva; en alabanza de ese catolicismo _perfeccionado_? Yo entiendo que
las razones de usted le destruyen por su base. «Augusto Comte, dice
usted, no podía instituir su doctrina en nombre de Dios, porque, dada la
_mentalidad_ de nuestro tiempo, no podía sentirse inspirado
sobrenaturalmente. Hubiera faltado á la profunda sinceridad que le
caracteriza».

«Moisés y San Pablo, añade usted, influyeron grandemente en moralizar el
mundo. Estos ilustres servidores de la humanidad fueron sinceros al
atribuir á revelación divina los preceptos religiosos que dictó cada uno
de ellos, porque sus respectivos medios sociales eran teológicos. En el
medio social positivo que alcanzamos, creerse inspirado de Dios
supondría una perturbación cerebral».

A esto, y adoptando el severo criterio de usted, cualquiera podrá añadir
que mayor perturbación cerebral supone aún, en el medio social positivo
en que estamos viviendo, sin creerse inspirado por Dios, no sólo negando
su inspiración, sino negándole á Él ó desconociéndole, ponerse á fundar
religión nueva. Cualquiera otra determinación parece menos disparatada.
Y, sin embargo, la determinación de ustedes tiene excusa, una vez
aceptado el positivismo hasta donde Littré le acepta.

El remate de su doctrina oficial es como un punto elevado, resbaladizo,
con abismos por todas partes, donde se exige al positivista que se tenga
en equilibrio, y donde el equilibrio no es posible. Es necesario caer en
alguno de esos abismos.

No es dado quedarse sin negar ni afirmar la materia eterna ó Dios. El
positivista cae del escollo en que se ha encaramado aunque se agarre con
las uñas, á fin de no caerse, á los preceptos de Littré, declarándose,
con modestia, incompetente para decidir sobre tales asuntos.

Lo más común es que caiga en el materialismo y en el ateísmo. Littré cae
con frecuencia, como se lo prueba Caro en el extenso libro que ha
escrito sobre él, y al que me remito.

Y cae también la turbamulta de positivistas franceses, ingleses,
alemanes y españoles, que con más ó menos pudor y disimulo van á seguir
la bandera de Büchner, de Moleschott, de Carlos Vogt ó de Haeckel.

El señor Menéndez y Pelayo, que ha estudiado bien todo esto en sus
_Heterodoxos_, trae larga lista de secuaces del positivismo en España, y
apenas hay uno que se haya quedado en la neutralidad modesta y
antimetafísica: casi todos caen en el materialismo, descollando entre
ellos el catalán Pompeyo Janer. Hasta los antiguos y nebulosos
krausistas, empezando por don Nicolás Salmerón, han venido á dar en el
positivismo en los últimos tiempos; pero todos estos positivistas
españoles pertenecen á la secta no religiosa. Menéndez y Pelayo, cuya
diligencia y erudición son admirables, sólo nos cita dos positivistas
españoles religiosos: D. José Segundo Flórez y el naturalista cubano don
Andrés Poey, ninguno de los cuales debe haber fundado iglesia entre
nosotros. Si la ha fundado, estará escondida en tenebrosas catacumbas,
cuando Menéndez y Pelayo, que todo lo escudriña, no ha dado con ella.
Lícito es, pues, afirmar sintéticamente que en España no hay
positivistas religiosos. La Religión de la Humanidad, no hace prosélitos
por aquí. Estéril y desairada misión me parece esa que usted y su
hermano quieren confiarnos, á doña Emilia Pardo Bazán y á mí, de ser en
España los apóstoles de la Religión de la Humanidad: el Santiago y la
Santa Teresa de esta nueva creencia.

Las lisonjas, amonestaciones y consejos de usted son cantos de sirena, á
los cuales doña Emilia y yo debemos tabicar con cera los oídos, imitando
al prudente Ulises. Si los oyésemos, si nos dejásemos seducir, iríamos á
parar al cómico martirio, no de la hoguera, no de la degollación, no de
la estrangulación, sino de las silbas y de las burlas. España está muy
hundida en el _negativismo_, como usted le llama: y no hay quien la
saque de él á tres tirones. Lo que dice usted á doña Emilia es para
deslumbrar á cualquiera, pero ella no es un cualquiera y no se dejará
deslumbrar. Usted le dice, entre otras cosas: «Anhelo que revele usted
la Religión de la Humanidad á las nobles españolas, sus compatriotas;
que las haga influir en la conversión de sus padres, de sus esposos, de
sus hijos descaminados en el _negativismo_; que convierta usted misma,
exhortándolos fuertemente, á varios de los esclarecidos varones de
España, para que se pongan al servicio de la grandiosa doctrina con la
que tanto pueden enaltecer á su patria y al mundo entero; que su palabra
circule radiante de unción, no sólo por la península ibérica, sino
también por toda la América española, infundiendo convicciones tan
sublimes como inquebrantables: que su santa y vigorosa elocuencia invada
á París para concurrir á la regeneración definitiva de la gran ciudad
por la cual se modelan todas las naciones; y que, cuando llegue la hora
solemne de su transformación personal de la vida objetiva á la vida
subjetiva (pasar de la vida objetiva á la vida subjetiva equivale á
morirse entre los profanos), experimente usted el inefable goce de haber
trabajado de todo corazón y con todas sus fuerzas por la Religión
universal, y pase á incorporarse, resplandeciendo con eterna aureola, en
la Humanidad, nuestro verdadero Sér Supremo, desde cuyo glorioso seno
continuaría usted guiando almas con el inolvidable ejemplo de su
abnegada labor, y con sus virtuosos y magistrales escritos».

En medio del entusiasmo, de la elocuencia, del profundo convencimiento
de usted, doña Emilia no podrá menos de reconocer la inanidad de sus
promesas y lo inconsistente de ese Sér Supremo, en cuyo seno usted la
coloca, y lo falso de su eternidad, ya que el día menos pensado se seca
la Tierra, como parece que se secó la luna, ó se apaga el sol, ó se cae
en él la Tierra, ú ocurre á la Tierra cualquier otro percance, y el Sér
Supremo, inventado por Augusto Comte, tiene lastimoso fin, con toda la
ciencia, con todas las invenciones y con todos los primores, y con todas
las filosofías, más ó menos positivas, que ha ido confeccionando en unos
cuantos siglos.

Caro, en su libro sobre el positivismo, amenaza también á ustedes con la
fin del mundo para demostrar la falsedad y la vanidad de la religión del
progreso. «Entonces, el hombre y su civilización, sus esfuerzos, sus
artes y sus ciencias, todo habrá sido. Todo perecerá con la vida de
nuestro globo; y, si no queda en alguna parte un pensamiento que
recuerde, y conciencias que recojan los resultados de tantos
sacrificios, la tal religión del progreso es la burla más cruel del
pobre animal humano, á quien inútilmente se ha turbado en su miserable
dicha, y se ha espoleado para que corra en pos de quimeras y de
perfecciones cuyo término es la nada.»

Lo cierto es que, para evitar estos tropiezos y sostener el progreso
indefinido en toda su grandeza, el positivismo vale poco, y es mil veces
mejor _el perfeccionismo absoluto_ del Sr. Dosamantes. Con los cuerpos
flúidos, dotados de la virtud de lanzarse á otros mundos, chico
inconveniente sería que éste se hundiese ó acabase. Nos pondríamos en
salvo y nos iríamos á planetas más bellos y más cómodos, diciendo: _Ahí
queda eso_, como dicen que dijo el cura de Gabia.

No hay, con todo, medio alguno de que ustedes acepten ni cuerpos
flúidos, ni nada que sea equivalente. Son ustedes tan materialistas y
tan ateos como el que más. La Religión de la humanidad es sólo poesía
sin substancia y delirio vano.

Como únicamente puede comprenderse la religión de ustedes es como uno de
los mil arbitrios, el más ineficaz, á mi ver, á que apelan los
pensadores de nuestros días, cuando, después de destruir la realidad
superior é invisible dentro de lo conocido, buscan lo _ideal_, y hablan
de él y quieren rendirle adoración y culto.

Todo otro arbitrio para poner lo _ideal_, es, repito, más eficaz que el
de ustedes. Aun suponiendo que la razón, la _mentalidad_ del siglo XIX
como usted la llama, no logre columbrarle, ¿por qué hemos de negar que
no logren columbrarle otras facultades del alma humana, y que no le vean
y reconozcan, no sólo como _ideal_, sino como _real_, con limpia, clara
y refulgente realidad objetiva, cuya luz acabe por penetrar en el
universo concebido por la ciencia, y encerrado por ella en cárcel
sombría, y al fin le ilumine y le explique?

Yo confieso que no pocas de estas tentativas de realizar lo ideal, y de
traerle al mundo de la ciencia, y de iluminar con él sus tinieblas, me
son simpáticas, por disparatadas que sean. Por esto me hacen tanta
gracia el _perfeccionismo absoluto_ del señor Dosamantes, el
espiritismo, el budismo esotérico y otros sistemas así.

Hay varias escuelas de ateísmo, todas, por desgracia muy florecientes
ahora. Si sus principios no se hubieran infiltrado en las almas de mucha
gente vulgar, que no ha estudiado nada y que filosofa sin saber que
filosofa, y como por instinto, apenas tendría yo excusa para hablar de
estas cosas con ligereza, y sin detenido estudio y reposo; pero yo, al
discurrir sobre esto, no voy á revelar lo que se afirma en las cátedras
y entre los muy doctos, sino que voy á tratar de ideas que corren y se
difunden por las calles y por las plazas, que penetran en la vida social
é influyen en ella.

Aunque se me tilde de impropiedad en el lenguaje porque en lo falso y en
lo absurdo no quepa más ni menos, yo empiezo por creer que, siendo
absurdas todas las negaciones de Dios, hay unas más absurdas, y menos
absurdas otras.

Si el mundo es un valle de lágrimas sin esperanza en otra vida mejor; si
todos los seres padecen; si la injusticia triunfa; si el orden físico y
el orden moral no existen y si no hay más que desorden, como no hemos de
suponer un poder infinito que se complazca en el dolor y en la miseria,
ni tampoco hemos de fingir para soberano ordenador del mundo un sér
benigno, pero sin fuerza y sin saber que basten á remediar lo malo, ó,
mejor dicho, á no haberlo hecho, parece legítima consecuencia la
negación de Dios. Lo falso está en las premisas, prescindiendo ahora de
lo misterioso é inexplicable de que los seres obedezcan á ciertas leyes,
aunque sean inicuas, sin que haya legislador que dé esas leyes; de que
salga la conciencia de lo que no tiene conciencia, y de que brote un
prurito certero y una voluntad eficaz de ser, sin persona donde la raíz
de este prurito y de esta voluntad resida.

Con todo: yo creo que el ateísmo pesimista de Leopardi, de Schopenhauer
y de Hartmann, es el menos desatinado: hay en él no poco del budismo
trasplantado á Europa.

Pero cuando sostenemos que todo está divinamente concertado; que todo
concurre y se encamina á la perfección de modo indefectible, se
comprende mucho menos que nadie sea ateo.

Augusto Comte, á mediados de este siglo descubrió y explicó las leyes
por cuya virtud el linaje humano va encaminándose á una sublime y noble
bienaventuranza á través de los períodos teológico, metafísico y, por
último positivo; pero estas leyes que descubrió Augusto Comte estaban ya
promulgadas y eran obedecidas desde el principio ó desde la eternidad;
luego hubo inteligencia que las dictó y poder que las hizo obedecer
desde entonces. Tan acertadas y bienhechoras leyes no las dictó ni las
impuso el Gran Fetiche, que es la tierra que habitamos, ni el Gran
Medio, que es el espacio en que la tierra se mueve, ni la Virgen-Madre,
que es la Humanidad, nacida en virtud de estas leyes. El Sér Supremo
positivista es uno y trino: es un compuesto del Gran Medio, del Gran
Fetiche y de la Virgen-Madre; pero tampoco da las leyes: se limita á
obedecerlas y á irse encaminando así á la perfección.

Claro se ve que esta religión positivista es absurda para los teólogos y
para los metafísicos; pero, digo la verdad, no comprendo el enojo, las
burlas y las protestas contra ella de los positivistas no religiosos. Á
mi ver, ustedes son tan lógicos como ellos, y además son más amenos. Con
semejante fantasmagoría ó camelo de religión no se invalida ni se
desnaturaliza la doctrina del Maestro. Ni ustedes vuelven á restablecer
los agentes sobrenaturales del período teológico ni lo que llaman
ustedes abstracciones realizadas del período metafísico, como Dios,
esencia y causa: ustedes se limitan, para recreo y hechizo poético de
los hombres, á personificar cosas harto reales y visibles, que no tienen
nada de abstracción, á saber: el universo todo, el planeta en que
habitamos y cuantos animales racionales le pueblan, considerándolos en
su conjunto.

No acusaré yo á ustedes de inconsecuentes, como otros los acusan,
calificando su religión en lo tocante al culto de los héroes, de
paganismo; y en lo tocante á la devoción fervorosa á las mujeres, de
plagio de la devoción á la Virgen María de los católicos. No deroga la
religión de ustedes, que no es religión, la ley positivista que hace de
la religión el grado ínfimo en el desarrollo intelectual de los hombres.
La religión de ustedes es un objeto artístico, un primor, un adorno, de
mejor ó peor gusto, pero que, en lo esencial, ni quita ni pone.

No hay que decir que yo no creo en la afirmación de Augusto Comte. Yo
creo lo contrario. La religión es inmortal, es indestructible como
ciencia y como sentimiento. Desde todos los puntos, desde aquellos que
más distantes nos parecen, y por todos los caminos, cuando más pensamos
apartarnos de la religión, de la metafísica y de la teología, volvemos á
ellas, sin poder evitarlo. Si algún valor tiene la religión de ustedes,
es el de la sombra, el del espectro, que distrae y fascina y tal vez
impide á ustedes ó ver la verdadera religión que penetra en el
positivismo, ó salir á buscarla, desde el seno de ese positivismo,
siguiendo sus métodos, y apoyándose en él y tomándole como punto de
partida.

En contraposición á la vana religión de ustedes, he de permitirme
decirles algo, dado lo poco que sé y creo penetrar, de los esfuerzos y
tentativas para recobrar la religión verdadera y para hacer de ella una
ciencia positiva en el seno del positivismo, completando así la
enciclopedia de Augusto Comte, y añadiendo á sus seis ciencias, que se
siguen y encadenan, otra más alta que es la teología.

Bien puede asegurarse que Herberto Spencer ha mejorado y perfeccionado
el positivismo, creando la _filosofía de la evolución_, por cuya virtud
trata de explicarlo todo. Lo que se queda por explicar, ó es lo
incognoscible en sí, ó la acción de lo incognoscible. Tenemos, pues, lo
incognoscible fuera de la ciencia; pero algo es, ya que, al afirmar que
no se deja conocer, lo afirmamos.

De esta suerte Herberto Spencer, que procede al principio como Augusto
Comte, considerando la religión como superstición y puerilidad, vuelve
reflexivamente á la religión después de haber recorrido toda la ciencia.
Herberto Spencer funda esta segunda religión reflexiva, la religión de
lo incognoscible, y aun la pone por cima de toda la ciencia:
inexpugnable, invencible é indestructible.

«La omnipresencia, dice, de algo superior al entendimiento humano, es
una creencia común á todas las religiones. Nada tiene que temer esta
creencia de la lógica más severa. Es una verdad última de la mayor
certidumbre, una verdad sobre la cual las religiones todas están de
acuerdo, y está de acuerdo igualmente la ciencia. Hay un poder
impenetrable, del cual es manifestación el Universo.»

Fundada así la religión agnóstica, ya, según he leído en varios libros,
hay en Inglaterra positivistas que han formado Iglesia para dar culto á
este incognoscible, escondido siempre y presente siempre en todo. En el
fondo de todos los fenómenos físicos y morales está lo incognoscible,
está lo que nosotros llamamos Dios, y esto es lo que adoran.

Para Herberto Spencer, tiempo, espacio, causa, substancia, movimiento,
espíritu, son términos ininteligibles y llenos de contradicciones.

No sabemos más que enlazar algunos fenómenos según la ley de
continuidad. Resulta, pues, al último extremo del empirismo baconiano y
del positivismo comtiano, un profundo misterio religioso. Detrás de cada
objeto, en el centro de cada cosa, en nosotros mismos, está lo
incognoscible, y todo es efecto de su perpetua é incesante operación
divina.

Apenas hay filósofos que no se contradigan, y Herberto Spencer no es
excepción de la regla. Al lado de la modestia con que declara que casi
no sabe nada, viene la inaudita y temeraria pretensión de explicarlo
todo con su evolución universal. Empieza por la nebulosa primitiva, y,
desde ella, con su evolución, nos va creando los astros, los fenómenos
geológicos, la aparición de la vida, y luego el progreso de plantas y
animales, y, por último, el desarrollo de la sensibilidad y de la
inteligencia, las artes, los oficios, el saber, la formación de las
sociedades, y su florecimiento y sus adelantos.

Lo cierto es que, supuestos lo incognoscible y su perpetua operación
divina, con decir _será lo que Dios quisiere_, estamos al cabo de toda
dificultad, y no hay para qué calentarse la cabeza. Pero es lo malo que,
al pretender explicarlo todo, como si hubiésemos arrebatado su secreto á
lo incognoscible, incurrimos en dificultades nuevas. Aunque Dios, lo
incognoscible, pudo hacer las cosas de mil modos distintos, que nosotros
ni comprendemos ni imaginamos, desde el momento en que afirmamos que las
hizo de un modo, tal vez incurrimos en error, y el error queda patente
si se prueba que de ese modo no las hizo.

Así entiendo yo que el sistema de la evolución universal de Herberto
Spencer queda refutado por un libro de un discípulo del señor Pasteur,
llamado Dionisio Cochin. El libro se titula _La evolución y la vida_, y
recomiendo á usted su lectura.

Acaso, leyéndole, venga usted á convencerse, como yo me he convencido,
de que no hay una sola evolución, sino de que ha habido tres, ó dos por
lo menos. Con la materia primera, y con leyes matemáticas, físicas y
químicas, por mucho que se haya _evolucionado_, no ha podido aparecer la
vida. La vida no se explica sin los gérmenes, sin otra intervención de
lo incognoscible, sin algo como nueva creación, que marca nueva era y el
principio de evolución más alta. Y no vale salvar la dificultad como la
salva Sir Guillermo Thomson, imaginando que cayó en nuestro planeta un
pedazo de astro viejo, todo cuajado de microbios. Esto sería trasladar
la dificultad á ese astro viejo; endosársela, pero no resolverla.

Con la aparición de la conciencia, del entendimiento, del sér humano,
ocurre lo mismo.

Entre lo que vive y lo que no vive, entre lo que piensa y lo que no
piensa, no hay término medio; no hay eslabón que enlace la cadena y
acredite como evidente la ley de continuidad. De la substancia viva más
imperfecta á la substancia sin vida más hermosa y rica, al diamante, al
cristal, al oro más puro, hay un abismo. Y desde el más grosero
pensamiento al instinto más perfecto del animal, hay otro abismo
también. Fuerza es, pues, admitir la solución de la continuidad de
Herberto Spencer, y tres evoluciones en vez de una: la de la materia
inorgánica, la de la vida y la de la conciencia.

Ignoro si un señor llamado Enrique Drummond, es inglés, ó _yankee_. Sólo
sé que, estando yo en los Estados Unidos, apareció allí y se puso muy en
moda un libro suyo, impreso en Boston, que se titula _Leyes naturales en
el mundo espiritual_.

Aunque yo, según he confesado, sé poquísimo, y no tengo la pretensión de
enseñar, y sólo escribo para divertirme y divertir, si puedo, á quien me
lea, todavía, sin pasar de mero aficionado á sabio, tengo mis opiniones
arraigadísimas, contra las cuales nada prevalece. Y una de estas
opiniones es que el método empírico sirve para explicar los fenómenos y
sus relaciones: para clasificar los seres y ponerlos como en un
casillero; mas no para explicar las causas y elevarse á la metafísica,
previamente desechada. Así, pues, yo considero falso el pensamiento
fundamental de Enrique Drummond, y yo considero irrealizable su intento.

Sin embargo, el intento de Enrique Drummond es tan sano y tan
sublimemente benévolo y el arte y el discurso con que le realiza son tan
ingeniosos, que no puedo resistir á la tentación de hacer aquí un
extracto de su sistema.

Así verá usted como la _mentalidad_, en este tercer período histórico
llamado positivo, no excluye la religión ni la teología, sino que desde
el seno del positivismo, y por métodos positivistas, volvemos á ellas. Y
volvemos, no ya sólo á una religión metafísica, á una teología natural ó
teodicea creada por el discurso, sino á la religión revelada, cristiana,
positiva y católica.

Usted y su hermano, que son tan entusiastas y tan devotos de San Pablo,
de Santa Teresa de Jesús y de San Ignacio de Loyola, quién sabe si
cuando vean que, sin dejar los carriles del positivismo, pueden llegar
con Enrique Drummond á creer en lo que creyeron dichos Santos, no
acabarán por abjurar de esa Religión de la Humanidad, sin más Dios que
la Humanidad misma, y por volver al Catolicismo, el cual, dado, como yo
creo, que la religión no ha concluído ni concluirá nunca, es la
verdadera religión de la Humanidad: la religión definitiva.

Pero tratar de esto requiere bastante extensión y capítulo aparte.


II.

En estos últimos días he recibido un nuevo folleto de usted (segunda
carta á D. Zorobabel Rodríguez), por el cual veo que sigue usted
predicando su Religión de la Humanidad, aunque asegura que no quiere
polémicas. Yo no las quiero tampoco: pero necesito exponer las razones
principales que me mueven á no convertirme, como usted me aconseja en la
extensa carta que me escribió; y además, esto me da ocasión para
discurrir y cavilar sobre la irreligión del día, sobre eso que usted
llama la _mentalidad_, del período positivo en que estamos, _mentalidad_
que se opone, según usted, á que creamos en nada sobrenatural, por donde
San Pablo, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, y todos los
mejores Santos del Calendario, y todos los más nobles y generosos héroes
de la Historia, no creerían en Dios si viviesen ahora, y sólo á la
Humanidad darían adoración y culto.

Es innegable que el materialismo, el ateísmo y el positivismo, que es un
ateísmo disimulado y vergonzante, florecen demasiado en el día, pero los
positivistas y ateos se engañan en imaginar que el mundo es ya de ellos,
y que esta edad es la de la razón, y que la de la fe pasó para siempre.

Yo creo que estamos en plena edad de fe, y que, si el perderla implicase
progreso, de poco progreso podríamos jactarnos.

Todavía, á mediados de este siglo, en 1847, ha aparecido en Persia una
religión nueva que ha hecho correr la sangre á ríos, y ha dado al mundo
millares de mártires. La moral de esta religión es purísima y dulce; sus
libros sagrados, muy poéticos; su creencia y su amor en Dios y á Dios,
profundos. El Conde de Gobineau y el Sr. Franck, del Instituto de
Francia, han expuesto su doctrina y escrito la historia de esta religión
reciente, el _babismo_, cuyo dogma capital es la encarnación perpetua de
Dios en diez y nueve personas.

Se me dirá que esto ocurre en Persia, que es tierra de bárbaros; pero
que en la culta Europa y en las otras regiones, por donde su
civilización se ha difundido, no caben ya semejantes delirios.

Nada más arbitrario que tal suposición. En pocas edades han aparecido
más profetas y fundadores de religiones que en el día. Básteme citar al
conde de Saint-Simón, á los polacos Wronski y Towianski, á los yankees
Channing, Parker y José Smith, y al francés Hipólito Rodríguez, sin duda
israelita de origen, que aspira á crear la religión universal y
definitiva, combinando y reconciliando las tres hijas de la Biblia, las
religiones de Moisés, Cristo y Mahoma, é interpretando con piedad
profunda el apólogo famoso de Natán el Sabio.

Harto sé que se me dirá que todos estos flamantes profetas estaban locos
de atar; pero veamos, por otra parte, cómo sigue reinando el espíritu
religioso, y habrá que decirme que está loco todo el humano linaje, ó
habrá que confesar que la religión, la fe y la creencia en Dios son
indestructibles.

No voy á citar á ningún Padre de la Iglesia, ni á ningún apologista
católico, sino al Sr. Vacherot, el cual entiende que Dios no existe sino
en nuestra mente, que es nuestra hechura, y que desaparecerá con
nosotros. Dios, sin embargo, para el Sr. Vacherot, está muy lejos de
desaparecer.

En su libro _La religión_, presume este autor que la religión pasará;
que el linaje humano dará al cabo el salto progresivo del _estado
religioso_ al _estado científico_; pero ¿quién sabe? El día en que se dé
este salto, está aún á millares de años de nosotros.

Mis libros están tan en desorden, que he andado media hora buscando uno
muy divertido para citársele á usted con exactitud (á este propósito), y
no he podido hallarle. Sea todo por Dios. Es este libro de un sabio
francés, no recuerdo el nombre, el cual asegura que _La humanidad,
considerada en su vida colectiva, no ha nacido aún_. Para este señor, el
Sér Supremo de Augusto Comte es un Dios nonato. La Humanidad, según sus
cálculos, nacerá dentro de catorce mil años, si mal no recuerdo.
Compaginando esto ahora con lo que dice Vacherot sobre el salto del
estado religioso al científico, me atrevo á prever que el tal salto no
se hará hasta dentro de los mencionados catorce mil años.

Por lo pronto tenemos á casi todos los hombres aferradísimos á la
religión, y, por consiguiente, incapaces de elevarse á la vida
colectiva.

«Si tendemos la vista, dice Vacherot, por el inmenso imperio de las
religiones, en pleno siglo XIX, este espectáculo desanimará á los
librepensadores, que esperan ó creen llegado el reino de la razón en
nuestro planeta, y tranquilizará á los creyentes, asustados con las
conquistas de la incredulidad, en los tres últimos siglos.»

En efecto: Vacherot echa sus cuentas, tomando los datos del primer libro
de Geografía ó de Estadística que tiene en casa, y resulta que de mil
doscientos millones de seres humanos, que pueblan el mundo, casi todos
profesan alguna religión. Hay centenares de millones de cristianos, de
budistas y de muslimes; y, lo que es más de lamentar para los filósofos,
hasta las más antiguas supersticiones, sectas y religiones
semiselváticas, persisten aún. El fetichismo y el chamanismo conservan
millones de sectarios.

¿Dónde está, pues, esa _mentalidad_, propia de la época, y que tan
resueltamente prohibe, no ya seguir una religión positiva, sino creer
en Dios racionalmente?

En la carta que usted me escribe, en las que escribe á Doña Emilia y á
D. Zorobabel, y en todos los otros escritos, habla usted de dicha
_mentalidad_; pero ni me la enseña, ni yo la veo.

Lo que yo veo y lo que ve todo el mundo es que, enfrente de la inmensa
turba de creyentes, apenas habrá, esparcidos por toda la faz de la
tierra, unos cuantos miles de librepensadores incrédulos.

La _mentalidad_ de que usted habla no es, pues, general. Debe quedar
reducida á los sabios y filósofos, ó, mejor diremos, á los sabios sólo,
ya que usted no admite tampoco, en estos tiempos, la filosofía
especulativa ó metafísica. Significa, sin duda, la tal _mentalidad_, que
la ciencia y la religión son incompatibles en el estado de progreso á
que la ciencia ha llegado.

Si la ciencia se divulga, la incredulidad, sin la cual no hay ciencia,
también debe divulgarse.

Supongamos ahora que los pueblos bárbaros del Oriente inmóvil, y que las
turbas rudas y sin ciencia de Europa y de América, y los semisalvajes de
África, todos religiosos, á su modo cada uno, no deben contar por nada,
y que el porvenir y los destinos del género humano dependen de los
sabios, que casi todos viven en las grandes capitales. ¿Cuándo lograrán
estos sabios difundir por donde quiera su _mentalidad_, como usted la
llama?

Lo más raro que hay en el caso es que muchos de esos sabios, aun de los
más incrédulos, no desean que la incredulidad se divulgue, y hasta
tienen miedo y horror á que el vulgo llegue á ser tan incrédulo como
ellos. Unos miran la religión como freno para las turbas ignorantes y
codiciosas; otros, como consuelo para los tristes, menesterosos y
desvalidos. De aquí que muchos sabios de éstos se pongan muy
sentimentales y melancólicos de matar la fe, después de soñar con que
acaban de matarla. Ernesto Renan es de los melancólicos, si mira la
religión como consuelo. Si la mira como freno, inventa mil diabluras,
que parecen desatinos, para refrenar al vulgo de otra suerte.

En uno de sus diálogos propone que la ciencia vuelva á ser oculta, y que
los sabios formen algo como colegios sacerdotales, para que cuando el
pueblo se subleve y haga alguna barbaridad, los sabios, que sabrán ya
más que ahora, castiguen al pueblo con una buena peste, ó con
terremotos, ó con inundaciones, ó con lluvias de fuego, ó con otras
plagas.

Interminable y enojosa tarea sería citar aquí textos de autores
racionalistas que se lamentan y aterrorizan de que el vulgo se vaya
_racionalizando_. Suponen que, perdida la fe, no adquirirá en cambio la
ciencia, y se lanzará desbocado á satisfacer sus bestiales apetitos. El
citado Vacherot manifiesta repetidas veces y muy elocuentemente estos
temores. Tenemos, pues, no corta cantidad de sabios incrédulos que se
inclinan á que sea la incredulidad exclusivo privilegio de los sabios.
Por un lado, matan ó creen matar toda creencia religiosa en los libros
que componen, y por otro lado, deploran con amargura que las creencias
mueran. Se parecen á aquel Rey de un cuento oriental, que había dado su
palabra real de decapitar á cuantos se pusiesen á adivinar cierto enigma
y no le adivinasen. Los alrededores de la gran capital del referido Rey
estaban llenos de cabezas cortadas, colocadas en sendos postes; pero,
como el Rey tenía muy compasivo y buen corazón, no hacía más que llorar
por aquellas muertes de que él mismo era causa, para no faltar á su
palabra.

Convengamos en que son dignos de risa los incrédulos llorones. Si es
ilusión, si es mentira todo lo trascendente y divino, ¿por qué llorar su
pérdida? El sabio, que consagra su vida a la verdad, ¿cómo puede
figurarse que la verdad sea nociva y funesta? ¿Cómo da por cimiento á la
ventura de sus semejantes, á su moralidad y á su bondad, el error, el
engaño ó la falsía.

Los positivistas ortodoxos como usted, y no pocos sabios incrédulos de
otras escuelas, son en este punto más lógicos. Para unos, toda religión
ha sido siempre contraria á la moral, á la dicha y al progreso; para
otros, ha sido toda religión utilísima, indispensable, hasta hace muy
poco, para todos esos altos fines; mas para todos ellos toda religión es
perjudicial en el día, salvo la meramente alegórica que ustedes han
inventado.

No negaré que ustedes se contradicen menos; pero son ustedes pocos, y no
todos muy firmes en su opinión. Al fundar la moral, sin el sostén y la
base de una metafísica ó de una doctrina religiosa, tocan ustedes la
dificultad; y á menudo vacilan. A veces salen ustedes por el registro
que menos se prevé. Pondré de ello un ejemplo curiosísimo y algo
chistoso.

El Sr. Guyau ha escrito una obra titulada _La Irreligión_. Para él
consiste el venturoso porvenir de nuestra especie en que la religión se
acabe, y casi la da ya por acabada. Sin dificultad, á su ver, y del modo
más llano, establece este sabio una moral excelente. Todo el orden
social no sólo le explica, sino que le crea, como explicaba Laplace el
orden del universo, _sin la hipótesis de Dios_; pero aquí vienen los
apuros; donde menos se piensa salta la liebre. Los hombres ilustrados é
irreligiosos querrán tener pocos hijos que mantener y educar, y las
mujeres ilustradas é irreligiosas apenas querrán parir alguno que otro.
Entretanto, las gentes ruines é indoctas, las razas inferiores, echarán
al mundo con desmedida profusión infinidad de chiquillos. Por lo cual
teme el Sr. Guyau que el linaje humano degenere; que los sabios
disminuyan; que los pueblos más cultos, como Francia, se enflaquezcan y
pierdan población, y que los negritos ú otros salvajes lo llenen y
dominen todo. No recuerdo si el Sr. Guyau arbitra algún recurso para
salvar esta dificultad; pero el caso es que la pone.

Y no es de maravillar que ponga una sola, sino que no ponga muchas. Lo
que es yo, por más que medito, no veo posible la moral, sin religión ó
metafísica que la sirva de base.

Prescindamos de toda revelación sobrenatural; no prestemos crédito sino
á los dictados de nuestra razón; pero, aun así, si no afirmo un Dios
legislador y hombres con alma responsable, con libre albedrío, capaces
de vencer las naturales impurezas y de sobreponerse á los malos
instintos para realizar la justicia, el bien y la caridad en el mundo,
aun en contra de sus propios intereses, no veo que pueda fundarse
racionalmente moral alguna.

Cierto que el gran crítico Lessing separa el dogma cristiano de la moral
de Cristo, como hacen ustedes. Para Lessing, la moral es independiente
del dogma: independiente de ésta ó de aquélla determinada metafísica ó
teología; pero Lessing no destruye por eso toda teología y toda
metafísica; antes pone como cimiento firmísimo de la moral una
metafísica perenne en sus principios radicales, una teodicea natural,
que afirma á Dios, omnipresente en el universo, causa del orden y del
progreso, revelándose gradualmente y educando al linaje humano por medio
de sucesivas revelaciones. La religión natural, la metafísica perenne,
aunque progresiva, no es para este sabio obra del natural discurso
sólo, sino del natural discurso con auxilio y revelación de Dios.

Ya ve usted cuánto dista Lessing de los positivistas de ahora. El género
humano progresa y se educa, guiado por Dios, y, si Dios le deja de su
mano, ni se educa ni progresa.

¿Dónde está esa incompatibilidad que ustedes suponen, entre la ciencia y
la religión, entre Dios y la razón humana, cuyo progreso en todo, según
Lessing, es un resultado de la constante operación divina y de sus
revelaciones, que se suceden en oportuna sazón, cuando ya el espíritu
del hombre está en aptitud de recibirlas?

Lejos de mí creer á usted malicioso. Yo creo á usted lleno de candor, y
convencidísimo de sus errores; pero, al afirmar que la ciencia es
incompatible con la religión, al poner entre ambas perpetuo conflicto,
¿no comprende usted que induce á mucha gente sencilla á dar en
irreligiosa y en atea, por no parecer poco ilustrada?

Para tranquilidad de esta gente sencilla, bien puede asegurarse que, aun
en el día, son más, muchos más, los sabios religiosos que los
irreligiosos. La lista de los que creen en Dios, y hasta de los que son
cristianos, vence en cantidad y en calidad á la lista de los sabios
incrédulos. No hablo de filósofos, ni de doctores en ciencias morales y
políticas: me limito á los que entienden y tratan las ciencias de la
naturaleza. La química, la física, la geología, la astronomía, no se
oponen, pues, á la fe, digan Draper y otros por el estilo lo que se les
antoje. No son embusteros, ni hipócritas, Faraday, Murchison, Hugh
Miller, Humphry Davy, Jorge Stephenson, el Padre Secchi, Cuvier,
Flourens, Cauchy, Biot, los Ampère, Chevreul, Pasteur y otros mil, que
sería prolijo ir aquí enumerando.

A los que no hemos estudiado y sabemos poquísimo de ciencias naturales,
á cada paso tratan los físicos, químicos y biólogos incrédulos de
taparnos la boca, echándonos en cara nuestra ignorancia. Como no hemos
estudiado lo que ellos, no atinamos á explicarnos el Universo sin Dios:
la contradicción entre la razón y la ciencia. El mejor y más fácil modo
de contestarles es citar á esos otros sabios que son de nuestra opinión,
y á quienes no pueden recusar por ignorancia.

En 1865 hubo en Inglaterra, que no es país muy atrasado, un _meeting_ ó
asamblea de naturalistas, químicos, astrónomos, etc.; y seiscientos diez
y siete, nada menos, escribieron, firmaron y publicaron un manifiesto,
declarando que las ciencias que profesan no van contra Dios, ni contra
la religión, ni siquiera contra la Biblia. Si algo inventan ó sostienen
que parezca oponerse á la palabra de Dios ó á sus Sagradas Escrituras,
ya es porque la ciencia es incompletísima aún, y se debe esperar que,
cuando se complete, se conciliará todo; ya es porque hemos interpretado
mal el sentido de las Sagradas Escrituras, de suerte que el
descubrimiento científico no se opone á la misma palabra de Dios, sino á
la torcida interpretación que le hemos dado.

Ya ve usted cuán poco irreligiosa es la sana y más docta _mentalidad_
del siglo presente.

Toda religión tiene aun muchos creyentes y defensores, y la nuestra más
que ninguna, aunque no he de negar yo que bastantes pequen con
frecuencia por exceso de celo.

La revelación divina no pudo hacerse toda de una vez y sobre todo. La
marcha ascendente del linaje humano, la ley de la historia, el
desenvolvimiento intelectual de las sociedades y de los individuos, todo
esto no sería, ó las cosas serían de muy diversa manera, si Dios lo
hubiera revelado todo en un solo momento: de un golpe. El hombre,
además, ó natural ó sobrenaturalmente, hubiera sido hecho ó _rehecho_
por muy diverso estilo, para que se prestase á recibir la revelación, á
entenderla, y á que no fuese en balde. El maestro va por sus pasos
contados enseñando á sus discípulos, y no les explica la lógica antes de
la gramática, ni el cálculo integral antes de las cuatro reglas de la
Aritmética.

Si los primeros Patriarcas, y Abraham, y Jacob, hubieran enseñado toda
la doctrina, nada hubiera tenido que revelar Moisés; y si Moisés lo
hubiera enseñado todo, hubiera sido supérflua la revelación de Cristo.
Cristo mismo, en la última cena, cuando se despide de sus discípulos,
declara que aún no lo ha revelado todo. «Aún tengo que deciros muchas
cosas, pone el texto de San Juan: mas no las podéis llevar ahora.» Esto
es: ahora no os aprovecharían; no las comprenderíais bien. Y añade
luego: «Mas cuando viniere aquel espíritu de verdad, os enseñará toda la
verdad.» Lo cual, aunque se interprete con la más timorata
interpretación, diciendo que eso que Cristo se dejó por decir se lo dijo
á los Apóstoles después de resucitado y lo inspiró el Espíritu Santo
cuando bajó sobre ellos, todavía es prueba evidente de que no es la
revelación simultánea y completa, sino sucesiva, y adaptándose á la
capacidad de los hombres á quienes se hace. En confirmación de lo cual
viene bien aquello de San Pablo á los de Corinto, cuando les dice que
los alimenta con leche y no con manjares sólidos que no pueden digerir
todavía.

Traigo aquí todo esto muy pertinentemente, ya que de no entenderlo se
han seguido graves males. Bastantes sabios piadosísimos se han empeñado
en probar que en la Biblia está todo y que Moisés sabía y revelaba
cuanto hay que saber y revelar de física, química, matemáticas,
paleontología, cosmogonía, etc.; y en cambio otros incrédulos, en esto
no menos cándidos, se obstinan y se enorgullecen disputando con Moisés y
probándole que no sabía el sistema de Copérnico, ni que el agua se
componía de oxígeno y de hidrógeno, ni otras muchas cosas por el estilo.
Los primeros deducen de esta disputa la verdad de la religión, y los
segundos su incapacidad, su oposición á la ciencia y su mentira. Yo, sin
ser sabio, en nombre de mi pobre sentido común, me atrevo á sostener que
no tienen razón ni unos ni otros en sus deducciones.

Entre los apologistas de la religión cristiana hay un inglés, Samuel
Kinns, cuya seguridad y cuyos argumentos para probar la concordancia de
la revelación y la ciencia pasman por inauditos é inesperados.

Cuenta este señor que hay unos cerrajeros, paisanos suyos, Hobbs, Hart y
Compañía, los cuales han inventado y fabricado ciertas llaves y
cerraduras maravillosas, de que se vale el Banco de Inglaterra para
poner á buen recaudo sus tesoros. Las guardas de cualquiera de estas
llaves tienen 15 dientecillos movibles, que, colocándose, ya de un modo,
ya de otro, dan lugar á 1.307.674.368.000 combinaciones. Con cualquiera
combinación se echa la llave y sólo se desecha ó se abre con la
combinación con que se ha cerrado. Hay pues, una sola probabilidad
contra un billón y miles de millones, de que alguien abra sin saber la
combinación.

Sentado esto, y sentado que los días de la Creación no fueron días, sino
largos períodos de millones de años, Samuel Kinns pone quince actos
creadores en el orden en que los pone la ciencia, y los concierta, en el
mismo orden, con quince frases ó expresiones bíblicas, que responden con
exactitud á cada uno de esos actos. De esta suerte, imagina el
apologista que deja demostrado que Moisés sabía, por revelación divina,
todo lo que la ciencia ha descubierto, tres mil años después, acerca de
la Creación del Mundo.

Al más rudo, si recapacita un poco, asaltan varias dudas y razones
contra semejante discurso. 1.ª ¿Lo que la ciencia ha descubierto, lo ha
descubierto bien, ó saldremos el día menos pensado con que descubre otra
cosa que invalida el descubrimiento de hoy? 2.ª ¿Dado que sea ya
definitiva é inalterable la cosmogonía de la ciencia, hay ó no hay algo
de arbitrario y de más ingenioso que sólido en la harmonía y ajuste
perfecto de lo que dice la ciencia y de lo que dice la Biblia? Y 3.ª
Aceptando por _verificado_ y evidente todo lo que la ciencia descubrió
de la cosmogonía, y por no menos exacto su acuerdo perfectísimo con las
palabras de Moisés, ¿qué objeto ni qué propósito tuvo Moisés, ya que
sabía todo aquello, de decirlo ó ponerlo tan obscura y concisamente, que
fuese logogrifo ó acertijo que nadie había de adivinar sino más de tres
mil años después?

Convengamos en que hubiera sido broma pesada, al menos por su duración,
la que hubiera dado Moisés á todo el linaje humano, si sabiendo bien
todo lo que ocurrió en el Universo desde su origen, lo hubiera dejado en
cifra que sólo al cabo de treinta siglos se hubiera podido descifrar.
¿No sería mejor y más piadoso entender que las Sagradas Escrituras
están divinamente inspiradas en todo lo que se refiere á la moral y al
dogma, y que, en otros puntos, cuando el redactor del libro no es
testigo ocular, ó cuando trata de cosas que por inspección ocular no
podían saberse, dice lo que en su tiempo se suponía ó se imaginaba?

En virtud de esta distinción, á mi ver discreta, se evitarían lo menos
las nueve décimas partes de las controversias entre los creyentes y los
incrédulos: casi desaparecerían los supuestos ó fantásticos conflictos
entre la religión y la ciencia.

Uno de los más juiciosos apologistas que tiene hoy la religión
cristiana, Mons. Van Weddingen, dice en sustancia lo mismo que estamos
aquí diciendo. Cada Profeta, cada Padre de la Iglesia, según la física y
la química de su tiempo, opinaba lo que mejor le parecía, y no es motivo
para negarle ó concederle la cualidad de profeta ó de hombre inspirado
por Dios, el que su opinión de entonces concuerde ó no con la opinión de
ahora, ó, si se quiere, con la ya clara y manifiesta verdad de los
físicos y de los químicos del día.

Dios, directa, materialmente, digámoslo así, y como el maestro enseña á
sus discípulos, bien se puede afirmar que no enseñó matemáticas,
astronomía, biología ni antropología á nadie.

Quedó, pues, cada hombre con aptitud y en libertad de inventar, de
descubrir ó de forjarse los sistemas que sobre cada una de esas
ciencias le parecieran más conformes á la verdad.

Así, pues, y sirvan de ejemplo (refiriéndome siempre á Mons. Van
Weddingen) San Basilio y San Gregorio de Nyssa que sostienen la
espontánea generación de los gérmenes en la tierra y en el agua; y San
Agustín, San Isidoro de Sevilla y otros Padres, que casi son
darwinistas. Dios creó al principio, según ellos, ciertos gérmenes,
_causas primordiales seminales_, que así las llaman, las cuales fueron
poco á poco desenvolviéndose. En resolución, termina el apologista
citado: «El sabio jesuita Pianciani ha demostrado doctamente que sobre
estos puntos delicados se concede entera libertad á la interpretación de
cada individuo. La fe queda salva si se reconocen los derechos del
divino Creador, y la irreductibilidad del alma de los primeros hombres á
las funciones meramente orgánicas». Lo cual significa que sobre
cualquiera de dichos puntos puede el sabio, ó el que se figura que lo
es, descubrir las verdades más inauditas ó imaginar los más enormes
disparates, sin producir conflicto con la religión, siempre que convenga
en que Dios lo creó todo y en que ni hay, ni hubo nunca, ser orgánico,
que pueda llamarse hombre, sin que Dios infunda en él un alma inmortal
hecha á imagen y semejanza suya.

Yo me vuelvo todo ojos para hallar en los escritos de usted, y en otros
escritos positivistas algo á modo de prueba de que estos dos conceptos,
de Dios y del alma, son falsos. Lo que sí hallo es que, según usted, el
concepto de Dios fué preparación indispensable para subir al grado de
civilización á que hemos subido; pero ni usted ni nadie me dice qué día,
ni qué mes, ni qué año, subimos á ese grado en que ya es menester
desechar á Dios, ni por qué es menester desecharle.

Sin embargo, visto que no trato yo de convertir á usted á ninguna
religión positiva, como usted ha tratado de convertirme á la religión de
la humanidad, voy á prescindir aquí de multitud de dificultades y hasta
á dar por verdad varios errores, ó varias afirmaciones, que me parecen
errores aunque no lo sean.

Supongo, pues, que el período teológico pasó ya, ó dígase que no se debe
ni se puede creer en revelación externa divina. Supongo, además, que
también pasó ya para siempre el período metafísico, ó dígase que ya no
se puede dar ni aceptar ciencia fundada en revelación interna divina, ó
sea en lo absoluto, que se muestra en lo más íntimo y profundo de
nuestro sér, y sobre lo cual estriba una ciencia fundamental _á priori_.

Supuesto lo antedicho, no nos quedará sino la ciencia que ustedes llaman
positiva: la ciencia que se funda en el empirismo, en las observaciones
que hacemos valiéndonos de los sentidos.

Quiero conceder, por último, que solo con esta ciencia, sin nada de
metafísica que con ella se combine, no llegaremos jamás á una legítima
demostración de la existencia de Dios: que todos los que han querido dar
dicha demostración, cristianos y deístas, Fr. Luis de Granada, Newton,
Voltaire, Flammarion, todos se han equivocado, según Kant lo prueba.

Nos quedamos, pues con el positivismo escueto: con las seis ciencias de
la Enciclopedia de Comte y de Littré. Pero si por ellas no podemos
llegar á lo sobrenatural para afirmarle, ¿por qué ni cómo hemos de
llegar para negarle?

Aun tomándonos la libertad de negarle sin fundado motivo, no
explicaríamos las cosas, sino que las confundiríamos y enredaríamos más.
El recurso del _altruismo_ y del egoísmo para explicar lo bueno y lo
malo, en moral, no vale, sin libre albedrío. Dice Vogt: «Si no me
enseñan el alma, no creo que la hay»; dice Virchow, que como no ve el
alma, no la acepta; y Feuerbach y cien otros aseguran que lo que piensa
es el fósforo, lamentando mucho que, con tantas patatas como ahora se
comen, los cerebros humanos se pongan pesadísimos é incapaces. En cuanto
al vicio y á la virtud, harto sabida es la chistosa expresión de Taine:
«El vicio y la virtud son productos químicos, como el vitriolo y el
azúcar».

Inventemos, pues, un sistema, saliéndonos del método experimental, y
haciendo sobre esto la vista gorda. Demos de barato que no hubo al
principio más que el éter, ó sea infinidad de cuerpecillos insecables,
átomos dotados de fuerza eterna y de tres ó cuatro movimientos
perpetuos, uno en línea recta, otro giratorio y otro de pegarse unos á
otros y formar poliedros. Con tanto moverse estos átomos, vino á
resultar que sus fuerzas se contrapusieron maravillosamente, y todo se
paró y quedó en equilibrio; y hubo tinieblas y silencio; si no la nada,
algo parecido. Pero de súbito se rompe el equilibrio (y no sabemos por
qué, aunque no sabemos tampoco por qué se estableció), y el equilibrio
ya roto, empezaron á formarse pelotitas luminosas, y fué la luz; y
luego, según se ajustaban y combinaban los poliedros, que los hubo sin
duda de varias clases además de las pelotitas, salían sólidos, y
líquidos, y gases; y luego vida, y plantas, y bichos; y luego hombres, y
conciencia, y pensamiento: y sociedad, é historia, y revoluciones, y
guerra, y progreso, y todo cuanto hay hasta ahora, y hasta que á los
átomos se les antoje volver á la inmovilidad primera ó sea al
equilibrio, y nos quedemos otra vez á obscuras, ó dígase, todo silencio,
tinieblas y muerte.

Consideremos exacto todo esto como si lo hubiéramos visto, tocado y
verificado. Y si el sistema no gusta, le modificaremos, ó expondremos el
de otro sabio por el mismo estilo. Pero, entonces, ¿qué razón hay para
que merezcan alabanza y gloria Augusto Comte y Catalina de Vaux, por
haber sido dos turrones de azúcar? ¿Qué responsabilidad tiene, qué
castigo merece el más infame criminal por haber sido un frasco de
vitriolo? Si yo soy _altruista_, es porque los átomos que me componen
me llevan al _altruismo_, y si soy egoísta, es porque mis átomos
confederados se hallan muy á gusto con su confederación y no quieren
romperla, aunque se lleve pateta todas las otras confederaciones
existentes ó posibles.

Usted y gran número de otros positivistas honrados no se conforman con
ser sólo laboratorios de azúcar; y con que la virtud y la diabetes
vengan á ser casi lo mismo. De aquí que hayan ustedes inventado ó
aceptado esa fantasmagoría ó mojiganga del Ser-Supremo-Humanidad, que
nada explica ni remedia.

Abrazada la doctrina del positivismo, negada toda religión, negada toda
metafísica, desengáñese usted, no hay más recurso que caer en el
_agnosticismo_.

Lo conocido, lo verificado por observación sensible y por experiencia,
es como una isla, todo lo grande y hermosa que se quiera, pero
circundada de mar tenebroso y sin límites. Esta isla, ¿quién sabe si
tendrá cimientos que la mantengan firme en medio de ese mar, ó si
flotará sin cimientos á merced de las olas? Lo desconocido no queda
lejos, aunque en el centro de la isla nos pongamos, sino que la invade
toda, y está hasta en el aire que en ella se respira. Desesperados
muchos de los habitantes de la isla, todos ellos sabios, ó semisabios,
han declarado lo desconocido incognoscible; pero algunos han recobrado
la esperanza, y, con los medios que la isla da de sí, se han engolfado
en el mar tenebroso y desconocido, á ver si le exploran. Uno de estos
navegantes audaces es el Sr. Enrique Drummond, de que ya he hablado á
usted, y de cuya navegación y descubrimientos tenía yo empeño en dar
noticia, por ser tan curiosos: pero la empresa es atrevida y peligrosa y
desisto de llevarla á cabo.

Básteme afirmar que no es aislado capricho de Enrique Drummond esto de
subir por la escala de las ciencias empíricas hasta la última y suprema
hipótesis que lo explique todo, construyendo ó reconstruyendo la
metafísica y singularmente la teodicea. En todos los países cultos se
advierten síntomas de tan ineludible propensión, y de la actividad que,
movido por ella, el espíritu humano va desplegando.

En Francia acaba de aparecer un libro que llama ya la atención por el
título sólo, y donde se nota el pensamiento fundamental de que aquí se
trata. El libro se titula _El porvenir de la metafísica fundada en la
experiencia_, por Alfredo Fouillée.

En nuestra misma España ha aparecido otro libro, que apenas he tenido
tiempo de hojear aún, pero en el cual, por lo poco que he visto,
presiento que el movimiento intelectual del mundo me depara un auxiliar
poderoso. El autor de este libro (cuyo nombre, Estanislao Sánchez Calvo,
confieso que al recibir el libro conocí por vez primera) quiere
reconstruir también la metafísica: descubrir lo incógnito, que no es
incognoscible para él, partiendo de las ciencias positivas; probar, en
suma, que lo inconsciente de Hartmann, que es, en efecto, inconsciente
para nosotros, es, por eso mismo, lo maravilloso, lo estupendo, lo
certero, lo infalible, lo rico de providencia y de inteligencia, que
mueve desde el átomo hasta el organismo más complicado: pero que este
motor, de quien tal vez no tenemos conciencia los que por él somos
movidos, la tiene él de sí y en sí, y lo penetra y lo llena todo, siendo
al mismo tiempo _todo y uno_, porque si las demás cosas son algo, y si
no son nada porque no son él, es por el ser que él les da. En
resolución: ese prurito de producir formas, vidas y evoluciones; esa
energía constante de los séres que siguen inconcientemente su camino
prescrito, y van á su fin en virtud de leyes indefectibles y eternas, es
la incesante operación de lo inconsciente, el milagro perpetuo de lo
que, siendo inconsciente para nosotros, es _supraconsciente_, y es Dios.

El libro que expone y procura demostrar esta doctrina, con mucha ciencia
y extraordinario ingenio, se titula _Filosofía de lo maravilloso
positivo_. Su autor parte del positivismo; pero anhela fundar nueva
metafísica y teología nueva, concurriendo, por lo menos, á probar, si no
que el ateísmo es falso y que la vacía religión de la humanidad es
absurda, que el ateísmo y la religión de la humanidad no contentan ni
aquietan á nadie, ni valen para nada bueno.



NOVELA-PROGRAMA

                                                   _A la Sra. de R. G._


Mi distinguida amiga: Hace ya meses que me envió usted un ejemplar de
_Looking backward_, novela de Eduardo Bellamy, impresa en Boston en
1889. En seguida dí á usted las gracias por su presente; pero, como
tengo tantas cosas que leer y tantos asuntos á que atender, confieso que
no leí la novela, y la dejé arrinconada.

Pasó tiempo, y un día la novela cayó de nuevo por casualidad entre mis
manos. Entonces reparé en una cosa en que no había reparado antes, y que
no pudo menos de mover mi curiosidad hacia la novela. En letra mucho más
menuda que el título y por bajo de él, decía la portada: _two hundredth
thousand_.

Estas tres palabras me dieron dentera, ó, si se quiere, envidia. Yo
también soy autor, y no estoy exento de tener envidia á otros más
dichosos autores.

Las tres palabras indicaban que de la flamante novela se habían vendido
ya doscientos mil ejemplares cuando se imprimió el que yo había
recibido. Desde entonces hasta ahora ha pasado tiempo bastante para que
se vendan otros cien mil. Bien se puede afirmar, pues, que lo menos
trescientos mil ejemplares de _Looking backward_ han sido ya vendidos.

En ese país y en Inglaterra hay mucha _librería circulante_, y los
libros además se prestan sin dificultad. No es exageración suponer que
cada ejemplar ha sido leído por diez personas. El señor Bellamy, por
consiguiente, puede jactarse de que han leído ya su obra tres millones
de séres humanos. Sobre esta satisfacción de amor propio debe de tener
además el gusto más sólido y positivo, suponiendo que sus derechos de
autor son por cada ejemplar no más que diez céntimos de _dollar_, de
haber cobrado á estas horas por su trabajo treinta mil _dollars_, ó
dígase bastante más de ciento cincuenta mil pesetas de nuestra moneda.
Tan opimos derechos merecen, en verdad, el pomposo nombre de _royalty_,
_realeza_, que tienen en inglés; mientras que los derechos de los
autores españoles, salvo en rarísimos casos, debieran llamarse
_beggary_, _mendicidad_ ó _pobretería_.

Compungido yo y descorazonado por esta consideración, vengo á sospechar
á veces si todo, y singularmente los escritores, estaremos en España muy
por bajo del nivel intelectual de otros países. El que en España no se
lea no basta á explicar que no se lean nuestros libros. Si fueran
buenos, me digo, se traducirían y leerían en otros países, ó bien en
otros países aprenderían el español para leernos. ¿No sucede esto por
donde quiera, con los libros que se publican en Francia? En nuestra
península, y en toda la extensión de la América hispano-parlante ¿para
qué ocultarlo? Zola, Flaubert y Daudet son más estimados que Alarcón,
que Pereda, y hasta que Pérez Galdós, y de seguro que se han leído y se
han vendido más ejemplares de _Nana_ ó de _Germinal_, ó de _La Tierra_,
que de _Sotileza_ ó de los _Episodios nacionales_.

Con los libros en inglés aún no sucede esto tanto en las naciones que
hablan nuestra lengua; pero los libros en inglés, si llegan á hacerse
populares, no han menester de nuestro tributo.

Harto se ve en _Looking backward_. Tal vez sea yo, hasta ahora, gracias
al ejemplar que usted me envió de presente, el único español que sabe de
dicho libro, y de dicho libro, con todo, se han vendido ya más
ejemplares que de ninguna de las novelas de Zola: del más glorioso y á
la moda entre los novelistas franceses.

A pesar de cuanto acabo de exponer, quiero desechar mi abatimiento y mi
modestia; y, sin rebajar el mérito del escritor extranjero, entiendo que
son parte en la fama y en el provecho, que á menudo alcanza, lo bonachón
y lo candoroso que es el público de otros países, donde se rodea al
escritor de gran prestigio y se le presta autoridad que nosotros le
quitamos.

Nosotros no tenemos mala voluntad á los hombres de letras; pero las
circunstancias nos encierran en círculo vicioso de difícil salida. Aquí
no pocos hombres de mucho talento y bastantes de mediano medran, se
enriquecen y encumbran, politiqueando, tratando de curar enfermedades ó
defendiendo pleitos. El que compone libros, si no tiene rentas, ó bien
si no tiene otras ingeniaturas, permanece siempre casi pordiosero. Y de
ello inferimos, ya que el que compone libros está medio loco, ya que es
incapaz de ser político hábil, abogado con clientes ó médico con
enfermos, por donde se da á literaturas, como quien se da á perros,
desengañado y desechado de profesiones más lucrativas.

Pero salgamos de tan tristes meditaciones crematístico-literarias, y
hablemos de la novela del Sr. Bellamy.

Nada más rancio, trillado y manoseado que lo fundamental de su
argumento. Es un caso de sueño ó letargo prolongadísimo, del cual se
despierta al cabo. Ya de Epiménides de Creta, que vivió seis siglos
antes de Cristo, se cuenta que estuvo durmiendo cincuenta y siete años.
Hermotimo de Clazomene, que floreció poco después, echaba también
siestas muy largas; con el aditamiento de que, mientras que su cuerpo
dormía, su desatado espíritu se paseaba por todo el universo con la
rapidez del rayo. En las edades cristianas, abundan más aún los
durmientes, empezando por _los siete_, que, durante la persecución de
Decio, se quedaron dormidos en una caverna, y despertaron ciento
cincuenta y siete años después, hallando muy cambiadas las cosas del
mundo y el cristianismo triunfante.

No sé de país donde no haya cuentos, leyendas, comedias y zarzuelas que
se fundan en esta base. Nosotros tenemos á nuestro D. Enrique de
Villena, que desde el siglo XV estuvo hecho jigote, y apareció y surgió
á nueva vida en _La redoma encantada_, de Hartzenbusch. Por lo común, no
se requiere determinación tan heróica como la de hacerse jigote, ni
siquiera se exige sueño, para dar un brinco en el tiempo, y plantarse de
súbito dos, tres ó cuatro siglos más allá del punto de partida. Basta
para ello un éxtasis, un arrobo ó la traslación real á medio más
dichoso, donde el correr del tiempo es más raudo.

Yo he leído un cuento japonés, en que un pescadorcillo es llevado á una
isla encantada. Allí se casa con cierta mágica princesa. Vuelve á su
tierra, en su sentir al cabo de un año, y reconoce que han pasado
doscientos ó más, que no tiene ya ni padre, ni madre, ni perrito que le
ladre, y que nadie en su tierra le recuerda. Atolondrado, abre entonces
una cajita, don de su princesa, cajita que le debía servir, no
abriéndola, para volver á la isla encantada; y sale de la cajita un
vapor, á manera de nubecilla blanca, que en lo alto del aire se disipa.
Entonces siente que caen sobre él, con todo su peso, los doscientos ó
trescientos años que habían pasado; y pierde la lozanía de la juventud,
y se trueca en un horrendo viejezuelo, que se encoge y consume hasta que
muere.

La _Leyenda áurea_, las vidas de los Padres del yermo, en todo país y en
diversos idiomas, están llenas de casos semejantes, aunque menos
lastimosos. Ya es un monje que se embelesa oyendo cantar un pajarillo,
en un soto, cerca de su convento. Vuelve al convento, creyendo haber
estado ausente una hora, y ha pasado un siglo. Longfellow ha puesto en
verso una historia de esta clase. Ya, como en una preciosa leyenda
italiana del siglo XIV, son dos monjes que se extravían en una selva;
hallan una barca en la margen de apacible río; se embarcan, se dejan
llevar de la corriente, y arriban al Paraíso terrenal. El querubín de la
espada flamígera les da libre entrada; y Enoch y Elías los reciben y los
agasajan, regalan y deleitan tan maravillosa y elegantemente, que se les
hace muy cuesta arriba volver al convento, al cabo de una semana. Pero
no hay más recurso que volver. Vuelven, y descubren que han pasado en el
Paraíso terrenal la friolera de setecientos años.

La invención, pues, del Sr. Bellamy nada tiene de inaudita. Su héroe,
Julián West, se queda dormido, en un sueño magnético, y despierta ciento
trece años después. Se duerme en 1887 y despierta en el año 2000 de
nuestra Era.

Se advierte en esto otro ingrediente capital, permítaseme la expresión
farmacéutica, que entra en la confección de la novela del Sr. Bellamy.
La novela es profética: nos pinta lo que serán el mundo y la humanidad
dentro de poco más de un siglo.

Tampoco es esto nuevo. Pinturas proféticas por el estilo, acaso más
divertidas y más brillantes y pasmosas, se han hecho en casi todas las
literaturas. ¿Dónde está, pues, el valer de la novela? ¿Cuál ha sido la
causa de su extraordinaria popularidad? A mi ver, el valer de la novela
es grande y la causa de los aplausos justísima. Consisten en la buena fe
y en el fervor con que el Sr. Bellamy cree y espera en lo que profetiza
con alegre y profundo optimismo.

Sin duda que en Europa los descubrimientos é invenciones recientes de la
ciencia experimental, la actividad fecunda de la industria, la facilidad
de las comunicaciones, la creciente riqueza, las máquinas, el bienestar,
el lujo y sus refinamientos, el telégrafo, el teléfono, el alumbrado
eléctrico, las Exposiciones universales, los congresos de sabios y otras
maravillas, han ensoberbecido y alentado por todo extremo á no pocos
hombres, y les han hecho creer en un indefinido progreso humano; pero
también esas mismas novedades, primores y adelantos, han influído, en
sentido opuesto, en más hombres aún, volviéndolos canijos,
descontentadizos, nerviosos y quejumbrosos.

El pesimismo existe desde antes de Job y de Budha; pero pocas veces ha
estado más divulgado, más razonado y más boyante que en el día. Pocas
veces ha sido, además, más negro y desesperado en Europa: ya porque se
afirma la mayor dificultad, cuando no la imposibilidad, de ilusiones, de
ideales, de creencias, ó como quieran llamarse, que sirvan de
compensación ó de consuelo; ya porque se abultan los peligros en la
resolución de urgentes y temerosos problemas; ya porque los impacientes
y furiosos quieren resolver estos problemas con desmedida violencia y
por virtud de los más truculentos cataclismos.

Inútil me parece detenerme en probar que, en Europa, y singularmente en
la segunda mitad de este siglo que va llegando á su fin, hay más
desesperación que esperanza, se ve obscuro y tempestuoso el porvenir, y
son tétricas la filosofía y la literatura.

La risueña amenidad de algunos reformadores sociales, como Fourier por
ejemplo, sólo sirve ya para burlas. Los que en el día aspiran á
reformadores, se llaman _nihilistas_, y aturden y aterrorizan á las
clases conservadoras. Los poetas siguen siendo desesperados y satánicos,
ó bien dimiten, por suponer que la poesía se acaba. Sus negaciones,
maldiciones y furores, en vez de salir en verso y raptos líricos, que
solían tomarse menos por lo serio, se ponen hoy en prosa, con el método,
el orden y las pretensiones didácticas de una ciencia. En vez de
Leopardi, Byron ó Baudelaire, tenemos á Schopenhauer. Las pasiones
sublimes, los caracteres nobles y desinteresados, los dulces amores,
las creencias profundas, todo lo ameno y hermoso se va arrojando de la
narración escrita, donde se afirma que la imaginación no debe poner nada
de su cosecha. Las obras, pues, de entretenimiento, las más leídas y
admiradas, son cuadros horribles de vicios, maldades y miserias, en que
el hombre, _bestia humana_, se revuelca en cieno y en sangre. La vida,
en la realidad y en la ficción, aparece como una pesadilla cruel, ó como
una estúpida é indigna farsa, que no merece ser _vivida_. El mejor
término y remate de todo es morirse para descansar. La suprema
bienaventuranza del mundo, la última victoria del saber y la más alta
realizada aspiración del deseo, serían el _totalicidio_: que la ciencia
nos hiciese poderosos para ahogar el necio prurito de vivir que fermenta
en las cosas y matar el universo.

Cierto es que la misma exageración de los clamores y de las blasfemias
hace que á veces se tengan por fanfarronadas, y que el hombre sereno las
ría y no las deplore; pero la insistencia y la generalidad de tantas
quejas se sobreponen á la risa, anublan el ánimo más despejado, y
angustian al fin y meten en un puño el corazón de más anchuras.

En el conjunto, bien puede asegurarse que de ese otro lado del
Atlántico, no hay que lamentar como endémica esta enfermedad del
desconsuelo; reina cierta gallarda confianza en los futuros destinos de
la humanidad. La tierra es nueva, vasta y pingüe, y cría savia
abundante en cuanto se trasplanta en ella. Si de una cepa vetusta,
cubierta de filoxera y carcomida por el honguillo, tomamos un buen
sarmiento, y le metemos en tierra á alguna distancia, el mugrón se
transforma pronto en otra sana y fructífera cepa. Así me figuro yo que
ocurre quizá al anglo-americano en relación con el europeo. La
prosperidad de esa gran República se diría que promete mayor auge é
inmensa ventura para en adelante. Toda dificultad, en vez de desalentar,
aumenta los bríos, y hasta regocija con la esperanza de vencerla. Hay
ahí cierta emulación, cierta petulancia juvenil, que son útiles, porque
persuaden á muchos de que América logrará lo que Europa no ha logrado;
resolverá problemas que aquí tenemos por irresolubles, y realizará
ideales que nosotros, ya cansados, agotados y viejos, abandonamos por
irrealizables y quiméricos. _Excelsior_ es la hermosa y extraña divisa
que llevan ustedes en la bandera. Los poetas de ahí están llenos de
presentimientos dichosos, y no lloran y se quejan tan desoladamente como
los nuestros. La vida para ellos no es lamentación, sino acción
incesante, á fin de avanzar más cada día,

    _Still achieving, still pursuing,_

y dejando en pos

    _Footprints on the sands of time,_

como dice Longfellow, en su _Psalmo_. Todo vate quiere hoy ser ahí más
profeta que en parte alguna. Su misión es profetizar y no cantar:

    _Life sings not now, but prophesies._

Whittier es á modo de un Ezequiel de nuestro siglo. Con justicia se le
saluda como al «cantor de la religión, de la libertad y de la humanidad,
cuya palabra de santo fuego despierta la conciencia de una nación
culpada y derrite las cadenas de los esclavos».

La poesía lírica de ahí inculca en sus mejores obras que querer es
poder. La voluntad tenaz, valerosa y desenfadada, rompe todo límite que
el saber imperfecto pone á lo posible. Un buen _yankee_ (y permítame
usted que llame así á sus paisanos, por no llamarlos anglo-americanos
siempre) un buen _yankee_, digo, alentado por su soberbia esperanza, es
como el Reco de la bella leyenda de Russell Lowell; no duda de lograr su
anhelo, y se considera como _sobrehumanado_ para lograrle.

      «Reco no dudó ya de su ventura.
    Bajo sus pies á la ciudad volviendo,
    Pensó que ufano el suelo florecía;
    Que era más clara la amplitud del éter;
    Que alas para cruzarle le brotaban;
    Y que del sol los rayos, en sus venas
    Infundidos, prestaban á la sangre
    Calor salubre y levedad celeste.»

Esta fe en el porvenir, esta exultación del espíritu, que nada deja
fuera de su alcance, ha sido la Musa que ha inspirado su novela al
señor Bellamy.

Al espirar el siglo XX, ó dígase dentro de poco más de un siglo, la más
portentosa revolución estará ya consumada; se habrá renovado la faz de
la tierra; la condición humana habrá logrado mejoras extraordinarias
materiales y morales, y la Jerusalén celeste, ó, si se quiere, la
suspirada ciudad de Jauja, habrá bajado del cielo, y extenderá su feliz
y dulcísimo imperio sobre todas las lenguas, tribus y naciones del
mundo. No quiere decir esto que una Jauja conquistadora tendrá sometido
el resto del mundo, sino que la Jauja ideal se realizará por donde
quiera, y todo el mundo será Jauja.

Entendámonos, sin embargo. La Jauja realizada en todas partes, no será
la grosera y vulgar de que habla el proverbio; la Jauja donde se come,
se bebe y no se trabaja. En el nuevo orden de cosas, en la flamante
ciudad, no habrá nadie que no trabaje; hombres y mujeres serán
trabajadores; pero merced á la ingeniosidad y primor de la maquinaria y
á la superior organización del trabajo, el trabajo, lejos de ser
fatigoso, será gratísimo.

La vida estará lindamente arreglada. Hasta los veintiún años dura el
período de la educación en el nuevo régimen. Las escuelas son tan
buenas, que apenas hay quien salga de ellas sin ser un pozo de ciencia,
diestro en todos los ejercicios corporales; así de fuerza como de
agilidad y de gracia; sano, hermoso y robusto.

Como ya no sobrevienen (estamos en el año 2000) guerras ni desazones, y
vivimos en una paz plusquam-octaviana, ni hay quintas, ni mucho menos
servicio militar obligatorio. ¿Y para qué, si tampoco hay generales ni
ejército guerreador? De lo que no se puede prescindir es de ejército
industrial, y todo individuo tiene que servir en este ejército
admirablemente regimentado. Pero el servicio es cómodo y ameno, como ya
hemos dicho, y á la edad de cuarenta y cinco años termina. Á la edad de
cuarenta y cinco años recibe cada cual su licencia absoluta ó bien se
jubila. Y no porque ya se le crea inútil, sino porque ya ha cumplido con
la sociedad.

Lejos de estar inútil el jubilado ó licenciado, puede asegurarse que
está en lo mejor, en el cenit de su edad. La higiene pública y privada,
la medicina, la cirugía y el arte culinario han progresado de tal
suerte, que el término ordinario de la vida es ya de noventa años.
Quedan, pues, después de la jubilación otros cuarenta y cinco años de
huelga y reposo, durante los cuales todo hombre y toda mujer disfrutan
de las invenciones, fiestas, riquezas, esplendores, magnificencias y
deleites que el trabajo, la industria y el ingenio sociales han
producido y siguen produciendo, cada día con mayor abundancia,
delicadeza, chiste y tino.

Dígole á usted, sin el menor sonrojo, que se me hace la boca agua al
pensar en tan jubilante jubilación, en tan honrado y decoroso
sibaritismo, y en tan verdadero _gaudeamus_ y _otium cum dignitate_.

Algo he extrañado, pero no para censurar, sino para aplaudir, que el Sr.
Bellamy, que tantas cosas reforma ó trueca, todo lo deja como está ahora
en lo tocante á las artes cosméticas é indumentarias, _flirt_, noviazgos
y belenes. Así da nueva prueba de que en amor y en belleza no hay más
que pedir. Hemos llegado á la relativa perfección que, en lo humano,
cabe en lo erótico y en lo estético. Lo que podrá conseguir el nuevo
organismo social es democratizar la belleza, á saber: que haya más
muchachas bonitas, y que no abunden las feas. También se conseguirá,
implicado en el progreso del arte macrobiótica, que la hermosura y la
edad de los amores duren doble ó triple.

Me pasma que una cosa que aquí, en España, acabamos ahora de establecer
como gran progreso, la deseche el Sr. Bellamy como barbaridad ó poco
menos. Hablo del Jurado. Aunque en su República ó Utopía apenas ha de
haber ignorantes, y en cambio ha de haber pocos pleitos que sentenciar y
poquísimos delitos que castigar, todavía entiende el Sr. Bellamy que la
ciencia del derecho es tan sublime y la administración de la justicia
función tan egregia, que sólo á los sabios la confía, mirando como
profanación sacrílega que cualquier ciudadano _lego_ intervenga en
ella.

Hay otro punto trascendental, en que (yo lo celebro) va el Sr. Bellamy
contra la vulgar corriente progresista. No quiere que la mujer ejerza
los mismos empleos públicos que el hombre, y sea, v. gr., alcaldesa,
diputada, ministra, senadora ó académica. Todo esto le parece de una
insufrible y antiestética ordinariez: lo que por acá llamamos _cursi_.
La mujer, en su sistema, reinará en los salones; influirá en todo más
que el hombre; inspirará á éste los más nobles sentimientos y altas
ideas; le seguirá puliendo y gobernando y mandando, como ha sucedido
siempre; y hará que él, por el afán de complacerla, enamorarla y
servirla, sea ó procure ser dechado de virtudes y modelo de distinción;
discreto, limpio, peripuesto y atildado.

Encanta considerar lo mucho que se disfruta con el nuevo sistema ya
establecido. La lucha entre el capital y el trabajo cesa por completo;
No hay competencias entre fabricantes del mismo país, ni entre
industrias de diversas naciones. Y no hay, por consiguiente, ni aduanas,
ni derechos protectores, ni huelgas, ni ruinas y bancarrotas por
competir. No hay tampoco un solo soldado que mantener, ni un solo barco
de guerra que costear, ni instrumento de destrucción que pagar caro, ni
bronce que fundir sino para campanas que repiquen, ni pólvora que gastar
sino en salvas.

Síguese de aquí la supresión de multitud de gastos tontísimos; del
desorden y del despilfarro que la guerra industrial y la guerra de
armas y aun la paz armada ocasionan, y de un enjambre de zánganos ó
personas inútiles para la producción de la riqueza, ya que se emplean ó
en dislocarla jugando á la Bolsa y en otras especulaciones y
operaciones, ó en impedir ó aparentar que impiden que la disloquen,
manteniendo lo que ahora se llama orden público, aunque, según el Sr.
Bellamy, es un caos enmarañado.

Resultará de tan atinada supresión que nademos en la abundancia, sin que
ahogue la plétora de productos. Con el trabajo moderadísimo, que durante
veinticuatro años ha de dar cada individuo, bastará y sobrará para que
vivamos todos como unos nababos ó reyes durante noventa años.

Varios descubrimientos científicos, previstos ó columbrados por el Sr.
Bellamy, conspiran á este fin. El sol, la electricidad y otras energías
ocultas en fluidos impalpables, ó en el éter primogenio, nos prestan
calor, luz y fuerza productora y locomotora. En vez de enviar por el
correo paquetes postales, van por tubería desde los almacenes, con una
velocidad de todos los diablos, trajes, brinquillos, alhajas y hasta
pianos de cola y coches de cuatro asientos. Tal modo de remitir, ó su
artificio, se llama el _teléstolo_ ó el _telepístolo_, y es complemento
del telégrafo y del teléfono.

Este último, el teléfono quiero decir, se ha perfeccionado ya por tal
extremo en nuestra _Utopía_, que cada cual le tiene en su casa, y sin
salir de ella, oye, si quiere, óperas, comedias, sermones y conferencias
de Ateneos y Universidades, sin perder nota, ni palabra, ni tilde.

En resolución, sería cuento de nunca acabar si quisiese yo explicar
aquí, con todos sus pormenores, lo bien que estará el mundo dentro de
ciento trece años.

Todo esto es maravilloso, pero lo es mil veces más lo que he sabido por
cartas y periódicos de ahí, y singularmente por el número de Febrero
último, que usted me ha enviado, del _Atlantic Monthly_, excelente
Revista de literatura, ciencias y artes, que se publica en Boston.

En los Estados Unidos ha entusiasmado _Looking backward_, no sólo como
libro de mero pasatiempo, sino como programa práctico de renovación y
salvación sociales.

Más aún que en el triunfo anti-esclavista influyó la celebrada novela de
la Sra. Harriet Beecher Stowe, se aspira á que influya la novela del Sr.
Bellamy en otros triunfos más completos y en la realización de otras
novedades mayores.

Se ha formado un partido, _nationalist party_, del que es _Vademecum_ la
novela _Looking backward_. El nuevo partido se organiza y cuenta ya con
ciento ochenta clubs, esparcidos por varias poblaciones. Hasta ahora no
ha acudido este partido á los comicios ó á las urnas electorales; pero
acudirá pronto. Dicen que se han alistado en él más gente de refinada
educación y más mujeres que obreros. Hay en él, añaden, _a large amount
of intellect and comparatively little muscle_, como si dijésemos, pocos
músculos y muchos nervios; pero, como quiera que sea, si es admirable
que sobre un libro de imaginación, que sobre un ensueño poético, se
funde un partido, no es menos admirable la calmosa serenidad con que se
miran en los Estados Unidos estos movimientos socialistas, que por aquí
asustan ó inquietan no poco á los burgueses y á los ricos.

Yo tengo muy buena opinión de los ingleses y de sus descendientes los
anglo-americanos. Creo que son ustedes menos _sensatos_ que lo que
nosotros creemos y que lo que llamamos _ser sensatos_, esto es, que la
sensibilidad y la fantasía son en ustedes poderosísimas. De aquí la
facilidad con que se entusiasman por un libro ó por una teoría. Hará
ocho años que Enrique George publicó una obra socialista, que se hizo
tan famosa como la del Sr. Bellamy. También de ella se vendieron
centenares de miles de ejemplares. Los conservadores de ahí, y no hay
que negar que tienen gracia en esto, convierten en argumento contra las
censuras de la actual sociedad, que se leen en tales obras, ese mismo
pasmoso éxito que las obras obtienen. Bellamy y George describen al
pueblo, antes de sus reformas, sumido en horrible pobreza, ignorante,
rudo, por culpa de la sociedad. Por bajo de los ricos, dichosos y
educados, hay, suponen, una hambrienta y ruda caterva de esclavos del
trabajo. A lo cual los conservadores responden: «Si las cosas son así,
¿de dónde salen los trescientos mil sujetos con dinero de sobra para
comprar los libros de ustedes, y los millones de sujetos con tiempo y
humor para divertirse leyéndolos? Si estuviesen hambrientos no leerían
para distraer el hambre». Pero, en mi sentir, no tienen razón en esto
los conservadores. Puede haber en un país de sesenta millones de
habitantes trescientos mil compradores de un libro que valga tres
pesetas y mucha hambre y mucha miseria además.

El _Atlantic Monthly_ trae un extenso artículo de un Sr. Walker,
refutando las doctrinas del señor Bellamy y del _partido nacionalista_.
Yo, en ciertos puntos, doy la razón al Sr. Walker; en otros no puedo
dársela, y en bastantes puntos, lo confieso, me apesadumbra que el Sr.
Walker tenga razón. Es un dolor que ideal tan agradable se desvanezca;
que se reduzca á ensueño fugaz un porvenir tan magnífico y próximo.

La verdad es que, como el héroe de la novela, Julián West, se pasa
durmiendo los ciento trece años durante los cuales cambia la faz del
mundo, Julián West no ve cómo se verifica el cambio. Bellamy se guarda
de decirlo, y su impugnador Walker no se hace cargo tampoco de esta
importantísima mutación, completa ya en el segundo milenio de la Era
Cristiana.

Bellamy, cuando empezó á escribir su novela, puso el cambio mucho más
tarde. La reaparición de Julián West, en el mundo renovado, ocurre en
el tercer milenio; en el año de 3000. Después reflexionó Bellamy que, al
poner tan largo plazo, si bien hacía la mutación mucho menos
inverosímil, casi quitaba toda mira práctica á su libro, pues no se
forma partido militante, ni se organizan clubs, ni se escriben
_plataformas_ ó programas, por meramente posibilista que se sea, para
realizar algo dentro de mil ciento trece años. Entonces rebajó mil años,
y dejó sólo ciento trece.

Por lo visto era indispensable, ó por lo menos conveniente y
apocalíptico, que la renovación se nos revelase en un milenio. Durante
mucho tiempo, en el horror y en las tinieblas de la Edad Media,
imaginaron los hombres que la fin del mundo sería el año 1000. Ahora que
vivimos mejor, hemos adelantado mucho y no debemos estar desesperados,
importa imaginar, para el año de 2000, una risueña y deleitosa
Apocalipsis.

Al imaginarla y escribirla, nos presenta Bellamy su nueva Jauja, su
nueva Jerusalén ya fundada; pero tiene la astucia de no hablar de la
destrucción de la ciudad antigua sobre cuyas ruinas se levanta la nueva.

Sin duda ha omitido esto, pasándolo en silencio mientras duerme Julián
West, á fin de no aterrar al público.

Supongamos perfectamente realizable el plan de Bellamy, sin que tenga
cambio radical la humana naturaleza; todo por obra del mecanismo
social.

Para destruir el actual mecanismo, que tantos intereses sostiene, y para
destruirle pacíficamente, por evolución, como Bellamy quiere que sea,
así en la novela como en el programa publicado después por su partido,
me parecen pocos los mil ciento trece años. Y si la destrucción ó la
mudanza ha de ser sólo en ciento trece años, entonces no será por
evolución, sino en virtud de una revolución tremenda y de encarnizadas y
horribles guerras sociales. No de otra suerte se concibe que los que
tienen se dejen despojar de cuanto tienen para que el pueblo se
_incaute_ de ello, y, sin quedarse con nada, se lo entregue al Estado,
que venga á ser, como representante y gerente de la nación, el único
capitalista.

Aunque para el despojo de los propietarios se valga la nación ó el
Estado, su gerente, de mil habilidades, no conseguirá que no sea
despojo, ni que tranquilamente se consume. El medio más suave que se ve
es dar un plazo á los tenedores de papel de la deuda; pagarles hasta
entonces algo más de tanto por ciento, y anunciar que después no
cobrarán nada. Esto bastará para que los fondos bajen á cero y quede la
deuda destruída. A todas las grandes empresas industriales se les podrá
fijar un plazo también á cuya espiración todo será del Estado, como los
ferrocarriles. Y en cuanto á los pequeños industriales, labriegos,
terratenientes, etc., se les podrá ir poco á poco aumentando la
contribución, hasta que adviertan que es una tontería quebrarse la
cabeza cuidando de los instrumentos de producción, tierra, aperos de la
labranza, etc., para entregar luego al Estado casi todo lo producido.
Entonces dirán al Estado, quédate con todo, ó, sin que se lo digan, el
Estado se quedará con todo para cobrarse de lo que deban á la Hacienda
pública.

De esta suerte, y á mi ver no sin violentísima oposición, que será
menester sofocar, se logrará la primera parte del programa del Sr.
Bellamy: que se convierta en hacienda pública cuanta hacienda haya.

Verificada así la _incautación_ total, quedará por cumplir la segunda
parte del programa, que me parece mucho más difícil todavía; que el
Estado _incautador_ nos alimente, nos vista, nos divierta y nos regale á
todos con esplendidez y elegancia, sin que cada uno de nosotros le dé
más que el trabajo que podemos dar en un poquito más de la cuarta parte
de nuestra vida, ya que las otras tres cuartas partes quedan para
holgarnos.

A toda persona profana se le ofrecen montes de dificultades para que se
realice, sin tropiezo, plan tan exquisito. Lo primero que cree necesitar
es una fe tan profunda y una confianza tan omnímoda en el Gobierno,
convertido en capitalista, como la que Cristo en el Sermón de la
Montaña, nos recomienda que tengamos en nuestro Padre que está en el
cielo, el cual nos dará el pan de cada día y cuanto nos haga falta por
añadidura, de suerte que, sin preocuparnos del día de mañana, viviremos
como los pajaritos del aire, que no acopian trigo en graneros y Dios los
alimenta. Lo segundo que nos asusta es la serie de borrascas
parlamentarias y aun de pronunciamientos que habría (en España, pongo
por caso) para quitarse el poder unos á otros, si el poder se extendiese
á repartirlo todo, cuando hoy nos alborotamos tanto por repartir, quiero
suponer, para que no se me tilde de exagerado, la tercera parte, á lo
más. Y lo tercero que aterra es la inhabilidad vehementemente sospechada
en que pudieran incurrir los encargados de dirigir todas las operaciones
de la riqueza (producción, circulación y consumo), cuando hoy yerran
tanto los Gobiernos, sin emplearse apenas sino en repartir y en
consumir. Sabido es que lo más difícil de esta ciencia, arte y oficio de
la riqueza, es el producirla. Repartirla y consumirla es mucho más
llano; y hasta ahora los Gobiernos casi no se emplean sino en repartir y
en consumir, á no ser que se considere producción el orden y la
seguridad qué nos dan, ó que se presume que nos dan, por medio de la
justicia y de la fuerza pública, para que los que producen algo lo
produzcan tranquilamente y sin temor de que los depoje nadie, como no
sea el Gobierno mismo.

Milita en pro de la vehemente sospecha de incapacidad de todo Gobierno
para producir la riqueza, esto es, para ser fabricante, agricultor ó
comerciante, la consideración de que el Gobierno vende ó arrienda y no
administra lo que posee. En España apenas ejerce ya por sí otra
industria que la del banquero en el juego de la lotería, pues vende las
tierras que eran del Estado, y arrienda sus minas, y arrienda, por
último, el monopolio del tabaco, con lo cual el público fuma mejor y más
barato.

Todo esto lo dirán los no iniciados en las doctrinas y en el plan que
expone en su novela Bellamy; pero los iniciados responderán que el nuevo
artificio administrativo es tan prodigioso, que por su virtud, y no por
la ciencia y buena maña de los administradores, ha de salir todo bien.
Así, valiéndonos de un símil, cualquiera hallará absurdo el suponer que
alguien, si ignora la música y no tiene ejercitadas y diestras las
manos, toque en el piano, v. gr., la marcha del _Tannhauser_ de Wagner;
pero merced á cierta maquinaria y á ciertos cartoncitos que se han
inventado, todo hombre, y hasta un niño si no es manco, toca al piano lo
que quiere dándole á un manubrio.

Hay, pues, una nueva ciencia de la Administración, para cuyo estudio no
es menester leerse el fárrago enorme, aunque _digesto_, recopilado por
los Freixas y Clarianas, y Alcubillas. Basta con estudiar y empaparse
bien en algunas páginas de _Looking backward_. Entonces, conocidos ó
atisbados los recursos de que la nueva ciencia dispone, se cobra
confianza, y se ve que hasta el más porro puede dar vuelta al manubrio
administrativo.

Algo del portento de su mecanismo se presiente al observar los buenos
efectos que hasta el mecanismo administrativo de hoy, con ser tan
complicado, produce en ocasiones.

Cierto amigo mío (confieso que en extremo maldiciente) suponía sin
motivo que un director general de Correos, que hubo muchos años ha,
distaba bastante de ser un águila; y, sin embargo, añadía: ¿Quieren
ustedes creer que recibo de diario todas las cartas que me escriben, sin
que se extravíe una sola? De aquí infería él que la Administración era
perfectísima, y que por sí sola hacía infaliblemente los servicios.

Aplicada á los demás ramos esta perfección del de correos, queda
resuelto el problema y triunfante el plan de Bellamy, salvo que en otros
ramos se requiere mayor seguridad para no andar siempre con el alma en
un hilo; porque, si ponemos á un lado un corto número de nobilísimas
almas, el vulgo de ellas se preocupa, más que de recibir tiernas
epístolas, de recibir el corporal alimento, y prefiere el cuervo de
Elías á todas las palomas mensajeras, aunque sean las del propio carro
de Venus.

Pero, en fin, Bellamy afirma que por su sistema lo recibiremos todo con
seguridad y regularidad indefectibles. El sistema de Bellamy merece,
pues, ser examinado.

Para mí no valen algunos prejuicios con que los descontentadizos ó
incrédulos, desde luego y sin examen, le desechan.

Imposible parece, dicen, que, siendo tan fácil la reforma, por cuya
virtud habrá felicidad, paz y holganza universales, no se haya antes
ocurrido á nadie la reforma. Pero esto tiene muy obvia contestación. De
no pocas de las más benéficas invenciones de estos últimos tiempos se
puede decir lo mismo. Desde antes que apareciese el linaje humano hay
hulla ú hornaguera en nuestra mansión terrestre, y á nadie, hasta hace
poco, se le antojó emplearla para combustible. Desde que hay ollas y se
guisa, brinca la tapadera cuando hierve el caldo, y, si no sale el
vapor, se quiebra la olla; pero nadie, hasta nuestros días, pensó en
aplicar esta fuerza á la industria. Nadie ha ignorado jamás que el humo
ó todo fluído más leve que aire, ó el aire mismo rarificado por el
calor, sube y se sobrepone al aire más denso; pero, hasta fines del
siglo pasado, nadie renovó con éxito, y por medios naturales, algo del
arte de Dédalo, de Abaris y de Simón el Mago.

¿No puede haber acontecido lo propio con el invento del Sr. Bellamy, y
que de puro sencillo nadie diese con él hasta ahora?

A esto se objeta que, siendo mil veces más importante por sus efectos la
invención del señor Bellamy, parece antiprovidencial y harto caprichoso,
ó sea contrario á las sabias leyes que deben presidir á la historia,
que un sistema del que depende la redención de la humanidad haya tardado
tanto en formularse. Pero este argumento tiene visos de ser de mala fe,
aunque no lo sea. Nada nos da motivo para afirmar que el señor Bellamy
presenta su plan como independiente del progreso realizado hasta hoy. La
trabajosa y larga marcha de la humanidad no pudo ahorrarse con su plan.
Bellamy, si hubiera nacido en tiempo de los Faraones, no hubiera podido
inventarle ni divulgarle entonces. Bellamy, si es lícito aplicar á lo
mundanal lo trascendente, y expresar lo profano con frases que remedan
frases divinas, puede decir que no ha venido á derogar la ley de la
historia, sino á que acabe de cumplirse, ó mejor dicho, á que siga
cumpliéndose, ya que no se infiere tampoco de la lectura de _Looking
backward_ que en el año de 2000 habrán llegado los hombres al término de
su carrera, sino que habrán dado un gigantesco paso más, un salto
estupendo, y á mi ver peligroso, en ese camino, cuya meta final él ni
pone ni descubre.

    _His ego nec metas rerum nec tempora pono._

Y aquí, aunque parezca inoportuna digresión, se me antoja comparar la
cándida espontaneidad americana con el arte reflexivo de los franceses.
Zola ha escrito ya quince ó veinte novelas, y siempre promete revelarnos
en la última el enigma, darnos el resultado de todos sus estudios en la
novela experimental, y exponernos su sistema. Bellamy, por el
contrario, dice _cataplún_, y lanza su sistema de repente.

Yo no atino á prever desde aquí si el _partido nacionalista_, que de él
ha nacido, vendrá á importar tanto ó más que el libro de Enrique George
y que la ingente asociación ú orden de los caballeros del trabajo,
_Knights of labor_, en el movimiento de socialismo que se advierte por
todas partes, y que ahí tiene cierto carácter optimista que me hace
gracia: pero, á pesar de mis cortísimos conocimientos económicos, como
yo tuviese humor y vagar para ello, aún había de escribir á usted largo,
diciéndole mil cosas que me sugiere _Looking backward_ y lo escrito en
contra por Walker.

Entretanto, me complazco en repetir que me admira la serenidad y que
simpatizo con la confianza regocijada que se nota en toda manifestación
de ese pueblo joven.

El plan de Bellamy no se limita á dar por resuelto el más difícil y
temeroso de los problemas económicos, sino que resuelve ó da por
resuelto también el magno problema de la paz y del desarme universales;
sin decirnos cómo puede ser esto, cuando las naciones se arman más cada
día, y cuando desde 1850 ha habido en el antiguo y en el Nuevo Mundo
guerras tan sangrientas y costosas. Es de desear que el Sr. Bellamy
escriba otra novela, ó la continuación de la misma, en que nos explique
cómo además de haberse logrado el bienestar económico de cada nación,
se habrá logrado también, en el año 2000, que las naciones no se
combatan ni se amenacen como en el día.

Dispénseme usted que me haya extendido tanto en darle mi opinión, aunque
tan incompleta, sobre la novela que me ha remitido.


FIN



ÍNDICE


                                                                 Páginas.

Al Excmo. Sr. D. Antonio Flores, presidente de la
república del Ecuador                                                  v

Nueva religión                                                         1

España desde Chile                                                    47

Vocabulario Rioplatense razonado                                      59

Novela parisiense mejicana                                            81

Tabaré                                                                91

La poesía y la novela en el Ecuador                                  127

Tradiciones peruanas                                                 179

Un polígrafo argentino                                               189

La religión de la humanidad                                          219

Novela-programa                                                      267


NOTAS:

[A] Trabajos parecidos al del Sr. Granada se han hecho en casi todas
y para casi todas las regiones de América donde se habla español: por
ejemplo, Pichardo para Cuba, Cuervo para Colombia, Arona para el Perú,
y don Zorobabel Rodríguez para Chile.

[B] Ya se entiende que no hay para qué tomar aquí en cuenta la locura
declarada, que, durante algunos años, y sobre todo de 1826 á 1828,
padeció Augusto Comte.





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