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Title: El criticón (tomo 2 de 2)
Author: Gracián y Morales, Baltasar
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "El criticón (tomo 2 de 2)" ***


produced from images generously made available by The
Internet Archive/Canadian Libraries)



NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se
    han convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos sin avisar.

  * Se ha respetado la ortografía del original impreso, que difiere
    algo de la actual, normalizándola a la grafía de mayor frecuencia.

  * Se han añadido tildes a las mayúsculas que las necesitan.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.

  * Las notas al margen aparecen encerradas entre corchetes y
    presentadas como [Marginal:...] dentro del texto.



[Ilustración]



  BIBLIOTECA RENACIMIENTO

  DIRIGIDA POR
  _G. MARTÍNEZ SIERRA_

  COLECCIÓN DE
  OBRAS MAESTRAS
  DE LA LITERATURA UNIVERSAL

  [Ilustración]

  LA EDICIÓN Y COMENTARIO DE LOS TEXTOS CLÁSICOS ESPAÑOLES, LA
  TRADUCCIÓN DE LOS EXTRANJEROS Y LOS PRÓLOGOS DE UNOS Y OTROS ESTÁN
  Á CARGO DE EMINENTES ESCRITORES, CRÍTICOS Y ERUDITOS, LOS MÁS
  COMPETENTES EN LA MATERIA:

  _GABRIEL ALOMAR, AZORÍN, PÍO BAROJA, JACINTO BENAVENTE, BERNARDO
  G. DE CANDAMO, AMÉRICO CASTRO, JULIO CEJADOR, ENRIQUE DÍEZ-CANEDO,
  FERNANDO FORTÚN, RICARDO FUENTE, VICENTE GARCÍA DE DIEGO, J.
  GÓMEZ OCERÍN, FRANCISCO A. DE ICAZA, JUAN R. JIMÉNEZ, RICARDO
  LEÓN, EDUARDO MARQUINA, G. MARTÍNEZ SIERRA, FRANCISCO MEDINA,
  ENRIQUE DE MESA, ANTONIO PALOMERO, R. PÉREZ DE AYALA, JACINTO O.
  PICÓN, CIPRIANO RIVAS CHERIF, FRANCISCO RODRÍGUEZ MARÍN, VÍCTOR
  SAID-ARMESTO, EUGENIO SELLÉS, RAMÓN M. TENREIRO, MIGUEL DE UNAMUNO,
  FRANCISCO F. VILLEGAS, NARCISO ALONSO CORTÉS, ETCÉTERA, ETC._

  LA PARTE ARTÍSTICA
  DE ESTAS EDICIONES ESTÁ ENCOMENDADA AL
  ILUSTRE DIBUJANTE
  _FERNANDO MARCO_.



[Ilustración: BIBLIOTECA RENACIMIENTO.

OBRAS MAESTRAS DE LA LITERATURA UNIVERSAL.]



  [Ilustración: EL CRITICÓN

  POR
  LORENZO GRACIÁN

  EDICIÓN
  TRANSCRITA Y REVISADA
  POR
  JVLIO CEJADOR

  RENACIMIENTO
  _Casa Central_: MADRID, _Pontejos 3_
  SVCVRSALES:
  BVENOS AIRES, _Libertad 170_
  PARÍS, _26, Rue Richelieu_]



NOTA


“Sabido es que Gracián, en el pináculo de su fama, fué encerrado á
pan y agua en su celda por haber publicado EL CRITICÓN sin permiso de
sus superiores. Lo que escandalizaba á sus colegas era el pecado de
desobediencia, no el tono de sus libros.” Así Fitzmaurice-Kelly en su
_Historia de la Literatura Española_, Madrid, 1913. Las tres partes
de EL CRITICÓN se publicaron, respectivamente, los años de 1651, 1653
y 1657; el año de 1658 murió Gracián. La primera parte salió sin su
nombre, con el anagrama de _García de Marlones_, esto es: _Gracián de
Morales_. En la segunda y tercera parte se lee: _Lorenzo Gracián_. En
la Censura del _Padre Don Antonio Liperi_, _Clérigo Regular_, _Doctor
en Teología y en ambos Derechos. Por comission del Excelentissimo Señor
Conde de Lemos y de Castro, Virrey y Capitán General deste Reyno_,
impresa en la primera parte se lee: “He leído con atención (según la
orden de V. E.) el libro intitulado EL CRITICÓN y su primera parte,
_en la Primavera de la niñez y en el Estío de la juventud_, compuesto
por el Padre Lorenço Gracián, y en él no he hallado cosa opuesta
á...” Vincencio Antonio Lastanosa, hijo del famoso arqueólogo D.
Vincencio Juan de Lastanosa, amigo y admirador de Gracián, dió á la
estampa, contra su voluntad, la mayor parte de sus obras, entre ellas
EL CRITICÓN, como puede verse en documento que trae la Revista de
Bibliotecas y Archivos, 1877, p. 29.

Si fué “contra su voluntad”, el P. Gracián no desobedeció á los
superiores de la Compañía de Jesús. De todos modos, estas persecuciones
dan razón de haber salido con anagrama la primera parte y mudado el
propio nombre de Baltasar por el de Lorenzo en la _Censura_ de la misma
y en la portada de las otras dos partes. Dificultosa tarea echará sobre
sí el que se empeñe en averiguar lo que al P. Gracián pasó con sus
superiores respecto de sus libros y que se sospecha aceleró su muerte,
un año después de publicada la tercera parte de EL CRITICÓN, asombroso
esfuerzo del ingenio humano.

La crítica se ha portado con esta obra tan mal como la Compañía de
Jesús con su autor. El lector que haya leído el primer tomo notará al
leer el segundo que vale mucho más la segunda parte que la primera, y
la tercera muchísimo más que la segunda. Este sol, que iba levantándose
por momentos y brillando cada vez con más vivos resplandores, un año
después cae en el sepulcro. Todos son misterios en Gracián, su vida, su
muerte, su obra.

No lo es menos su bibliografía. En el _Prólogo_ al primer tomo puse lo
que trae Latasa acerca de EL CRITICÓN. Ni Gallardo ni Salvá ni Brunet
dicen nada de particular. Heredia (4.246) pone la primera parte de EL
CRITICÓN como impresa en Zaragoza, 1651; otra edición en Huesca, 1653;
otra en Madrid, 1657. Fitzmaurice-Kelly, en su última edición de la
_Historia de la Literatura Española_, Madrid, 1913, conténtase con
poner entre paréntesis estas mismas fechas (1651, 1653, 1657). ¿Tomólas
de Heredia ó ha visto ejemplares? En la Biblioteca Nacional de Madrid
sólo hay un ejemplar, muy maltratado, de la primera edición de la
segunda parte, Huesca, 1653.

De estas dudas, que ya tenía al escribir mi _Prólogo_, salí después
de impreso el primer tomo, por haber logrado en Aragón un magnífico
ejemplar de la primera edición de cada una de las tres partes de EL
CRITICÓN, verdadero tesoro por lo raro; pero, sobre todo, por ser
la edición primera de esta obra sin par en todas las literaturas.
Comuniqué luego la noticia á mi excelente amigo R. Foulché-Delbosc, el
más entendido de los hispanófilos extranjeros, preguntándole qué sabía
acerca de estas primeras ediciones, y entre otras cosas me respondió:
“El Museo Británico posee ejemplar de las tres primeras ediciones de
EL CRITICÓN, ó si se quiere, ejemplar de la parte primera, de la parte
segunda y de la parte tercera, cada una en su primitivo estado, con
las fechas que señala Fitzmaurice-Kelly; de donde deduzco que casi
seguramente vió dichas ediciones en el referido Museo Británico... Y ya
que estamos hablando de Gracián, sepa usted que en el último número de
la _Révue Hispanique_ de 1913 habrá un estudio de cuatrocientas páginas
sobre este autor.”

Ya que al preparar el primer tomo de esta edición de EL CRITICÓN, que
publica “Renacimiento”, no podía disponer de las primeras ediciones,
me he aprovechado, al menos, de las que hoy poseo para la publicación
del segundo tomo, el cual puedo asegurar que es copia fiel de ellas: la
segunda parte de la primera edición de Huesca, 1653; la tercera parte
de la primera edición de Madrid, 1657, mudadas tan sólo la ortografía y
puntuación.

Véase la portada de la primera edición de cada una de las tres partes:

El Criticón | Primera Parte | en la Primavera | de la niñez, | y en |
el Estío de la ivventud. | Autor García de Marlones, | y lo dedica | al
valeroso cavallero | Don Pablo de Parada, | de la Orden de Christo, |
General de la Artillería y Governa | dor de Tortosa. | Con Licencia. |
En Zaragoza, por Ivan Nogves, y á su costa. | Año M. DC. LI.

El Criticón | Segunda Parte. | ivyziosa cortesana | filosofía, | en el
Otoño de la | varonil edad. | por | Lorenzo Gracián. | y | lo dedica |
al Serenissimo Señor | D. Ivan de Austria. | Con Licencia, | En Huesca:
Por Iuan Noguès. Año 1653. | A costa de Francisco Lamberto, Mercader de
Libros. | Véndese en la Carrera de San Gerónimo.

El Criticón, | Tercera parte. | en el Invierno de la vejez. | por
Lorenzo Gracián. | y lo dedica | al Doctor Don Lorenço Francés de
Vrritigoyti, | Deán de la Santa Iglesia de Siguença. | Con Privilegio.
| En Madrid. Por Pablo de Val. Año de 1657. | A costa de Francisco
Lamberto, véndese en su casa | en la Carrera de San Gerónimo.

Sólo he de añadir que ediciones tan raras como éstas, de las cuales no
hay ni en Madrid otro ejemplar que el mío completo de las tres partes
y el maltrecho de la segunda parte de la Nacional, que sólo se conoce
además el ejemplar del Museo Británico, y que hasta ahora fueron enigma
para los bibliógrafos, deberían reproducirse con todos sus pelos y
señales para que la república de las letras goce en su entereza una
de las más poderosas obras del ingenio español, y la crítica acabe
de levantar á Baltasar Gracián al encumbrado puesto que merece en la
Historia de la Filosofía y de la Literatura.

  JULIO CEJADOR.



CRISI VII

_El hiermo de Hipocrinda._


Componían al hombre todas las demás criaturas, tributándole
perfecciones; pero de prestado. Iban á porfía amontonando bienes sobre
él; mas todos al quitar. El cielo le dió la alma, la tierra el cuerpo,
el fuego el calor, el agua los humores, el aire la respiración, las
estrellas ojos, el sol cara, la fortuna haberes, la fama honores,
el tiempo edades, el mundo casa, los amigos compañía, los padres la
naturaleza y los maestros la sabiduría. Mas viendo él que todos eran
bienes muebles, no raíces, prestados todos y al quitar, dicen que
preguntó:

¿Pues qué será mío? Si todo es de prestado, ¿qué me quedará?

Respondiéronle que la virtud. Ésa es bien propio del hombre, nadie se
la puede repetir. Todo es nada sin ella y ella lo es todo. [Marginal:
_Único bien._] Los demás bienes son de burlas; ella sola es de veras.
Es alma del alma, vida de la vida, realce de todas las prendas,
corona de las perfecciones y perfección de todo el ser. Centro es de
la felicidad, trono de la honra, gozo de la vida, satisfación de la
conciencia, respiración del alma, banquete de las potencias, fuente del
contento, manantial de la alegría. Es rara porque es dificultosa y,
dondequiera que se halla, es hermosa y por eso tan estimada.

[Marginal: _Excelencias de la Virtud._]

Todos querrían parecer tenerla; pocos de verdad la procuran. Hasta los
vicios se cubren con su buena capa y mienten sus apariencias: los más
malos querrían ser tenidos por buenos. Todos la querrían en los otros;
mas no en sí mismos. Pretende éste que aquél le guarde fidelidad en
el trato, que no le murmure ni le mienta ni le engañe, trate siempre
verdad, que en nada le ofenda ni agravie; y él obra todo lo contrario.

Con ser tan hermosa, noble y apacible, todo el mundo se ha mancomunado
contra ella. Y es de modo, que la verdadera virtud ya no se ve ni
parece; sino la que le parece. Cuando pensamos está en alguna parte,
topamos con sola su sombra, que es la hipocresía. De suerte, que un
bueno, un justo, un virtuoso florece como la Fénix, que por único se
lleva la palma.

Esto les iba ponderando á Critilo y Andrenio una agradable doncella,
ministra de la Fortuna, de sus más llegadas, que, compadecida de verlos
en el común riesgo, estando ya para despeñarse, les asió del copete
de la Ocasión y los detuvo [Marginal: _De la dicha á la virtud._] y,
dando una voz al Acaso, le mandó echar la puente levadiza, con que
los traspuso de la otra parte, de un alto á otro, de la Fortuna á la
Virtud, con que se libraron del fatal despeño.

[Marginal: _De la Virtud á la Honra._]

Ya estáis en salvo, les dijo. Dicha de pocos lograda, pues visteis caer
mil á vuestro lado y diez mil á vuestra diestra. Seguid ese camino, sin
torcer á un lado ni á otro; aunque un ángel os dijese lo contrario, que
él os llevará al palacio de la hermosa Virtelia, aquella gran reina
de las felicidades. Presto le divisaréis encumbrado en las coronillas
de los montes. Porfiad en el ascenso; aunque sea con violencias: que
de los valientes es la corona. [Marginal: _Fin premiado._] Y aunque
sea áspera la subida, no desmayéis, poniendo siempre la mira en el fin
premiado.

Despidióse con mucho agrado echándoles los brazos. Volvióse á pasar de
la otra parte y al mismo punto levantaron la puente.

¡Oh!, dijo Critilo: ¡qué cortos hemos andado en no preguntarla quién
era! ¿Es posible que no hayamos conocido una tan gran bienhechora?

Aún estamos á tiempo, dijo Andrenio: que aún no la habemos perdido ni
de vista ni de oída.

Diéronla voces y ella volvió un cielo en su cara y dos soles en un
cielo, esparciendo favorables influencias.

Perdona, señora, dijo Critilo, nuestra inadvertencia, no grosería, y
así te favorezca tu reina más que á todas, que nos digas quién eres.

Aquí ella sonriéndose: No lo queráis saber, dijo, que os pesará.

Pero ellos más deseosos con esto, porfiaron en saberlo y así les dijo:

Yo soy la hija mayor de la Fortuna, yo la pretendida de todos, yo la
buscada, la deseada, la requerida, yo soy la Ventura.

Y al momento se traspuso.

[Marginal: _Dicha desconocida._]

Juráralo yo, dijo suspirando Critilo, que en conociéndote habías de
desaparecer. ¡Hase visto más poca suerte en la dicha! Así acontece á
muchos cada día. ¡Oh cuántos, teniendo la dicha entre manos, no la
supieron conocer y después la desearon! Pierde uno los cincuenta, los
cien mil de hacienda y después guarda un real. No estima el otro la
consorte casta y prudente, que le dió el cielo, y después la suspira
muerta y adorada en la segunda. Pierde éste el puesto, la dignidad, la
paz, el contento, el estado, y después anda mendigando mucho menos.

Verdaderamente, que nos ha sucedido, dijo Andrenio, lo que á un galán
apasionado, que, no conociendo su dama, la desprecia y después, perdida
la ocasión, pierde el juicio. Desta suerte malograron muchos el tiempo,
la ocasión, la felicidad, la comodidad, el empleo, el reino, que
después lo lamentaron harto. Así sollozaba el rey navarro pasando el
Pirineo y Rodrigo en el río de su llanto. ¡Pero desdichado sobre todo
quien pierda el cielo!

[Marginal: _Hombres de artificio._]

Así se iban lamentando, prosiguiendo su viaje, cuando se les hizo
encontradizo un hombre venerable por su aspecto, muy autorizado de
barba, el rostro ya pasado y todas sus faciones desterradas, hundidos
los ojos, la color robada, chupadas las mejillas, la boca despoblada,
ahiladas las narices, la alegría entredicha, el cuello de azucena
lánguido, la frente encapotada, su vestido por lo pío remendado,
colgando de la cinta unas disciplinas, lastimando más los ojos del
que las mira, que las espaldas del que las afecta, zapatos doblados
á remiendos, de más comodidad que gala. Al fin, él parecía semilla
de ermitaños. Saludóles muy á lo del cielo para ganar más tierra y
preguntóles para adónde caminaban.

Vamos, respondió Critilo, en busca de aquella flor de reinas, la
hermosa Virtelia, que nos dicen mora aquí en lo alto de un monte, en
los confines del cielo. Y si tú eres de su casa y de su familia, como
lo pareces, suplícote que nos guíes.

Aquí él, después de una gran tronada de suspiros, prorrumpió en una
copiosa lluvia de lágrimas.

¡Oh, cómo vais engañados!, les dijo, ¡y qué lástima que os tengo!
Porque esa Virtelia, que buscáis, reina es; pero encantada. Vive,
aunque más muere, en un monte de dificultades, poblado de fieras,
serpientes que emponzoñan, dragones que tragan, y sobre todo hay un
león en el camino, que desgarra á cuantos pasan. Á más de que la subida
es inaccesible, al fin cuesta arriba, llena de malezas y deslizaderos,
donde los más caen haciéndose pedazos. Bien pocos son y bien raros los
que llegan á lo alto.

Y cuando toda esa montaña de rigores hayáis sobrepujado, queda lo más
dificultoso, [Marginal: _Dificultades de la virtud._] que es su palacio
encantado, guardadas sus puertas de horribles gigantes, que con mazas
aceradas en las manos defienden la entrada y son tan espantosos, que
sólo el imaginarlos arredra. Verdaderamente me hacéis duelo de veros
tan necios, que queráis emprender tanto imposible junto.

Un consejo os daría yo y es que echéis por el atajo, por donde hoy
todos los entendidos y que saben vivir caminan. Porque habéis de saber
que aquí más cerca, en lo fácil, en lo llano, mora otra gran reina, muy
parecida en todo á Virtelia en el aspecto, en el buen modo, hasta en el
andar, que la ha cogido los aires. Al fin un retrato suyo; sólo que no
es ella. Pero más agradable y más plausible, tan poderosa como ella y
que también hace milagros. Para el efecto es la misma.

Porque decidme, vosotros ¿qué pretendéis en buscar á Virtelia y
tratarla? ¿Que os honre, que os califique, que os abone, para conseguir
cuanto hay, la dignidad, el mando, la estimación, la felicidad, el
contento? Pues sin tanto cansancio, sin costaros nada, á pierna
tendida, lo podéis aquí conseguir. No es menester sudar ni afanar ni
reventar como allá. Dígoos que éste es el camino de los que bien saben.
Todos los entendidos echan por este atajo y así está hoy tan valido en
el mundo, que no se usa otro modo de vida.

[Marginal: _Milagros de la apariencia._]

¿De suerte, preguntó Andrenio, ya vacilando, que esa otra reina, que tú
dices, es tan poderosa como Virtelia?

Y que no la debe nada, respondió el Ermitaño. Lo que es el parecer, tan
bueno le tiene y aun mejor y se precia dello y procura mostrarlo.

¿Que puede tanto?

Ya os digo que obra prodigios. Otra ventaja más y no la menos
codiciable, que podréis gozar de los contentos, de los gustos desta
vida, del regalo, de la comodidad, de la riqueza, juntamente con este
modo de virtud, que aquella otra, por ningún caso los consiente. Ésta
en nada escrupulea. Tiene buen estómago, con tal que no haya nota ni
se sepa. Todo ha de ser en secreto. Aquí veréis juntos aquellos dos
imposibles de cielo y tierra juntos, que los sabe lindamente hermanar.

No fué menester más para que se diese por convencido Andrenio. Hízose
al punto de su banda. Ya le seguía, ya volaban.

Aguarda, decía Critilo, que te vas á perder.

Mas él respondía:

No quiero montes. Quita allá gigantes. ¿Leones? ¡Guarda!

Iban ya de carrera arrancada. Seguíales Critilo voceando:

Mira que vas engañado.

Y él respondía:

¡Vivir!, ¡vivir!, ¡virtud holgada!, ¡bondad al uso!

Seguidme, seguidme, repetía el falso Ermitaño, que éste es el atajo del
vivir; que lo demás es un morir continuado.

Fuélos introduciendo por un camino encubierto y aun solapado entre
arboledas y ensenadas, y al cabo de un laberinto con mil vueltas y
revueltas dieron en una gran casa, harto artificiosa, que no fué vista
hasta que estuvieron en ella. Parecía convento en el silencio y todo el
mundo en la multitud. Todo era callar y obrar, hacer y no decir. Que
aun campana no se tañía, por no hacer ruido: no se dé campanada. Era
tan espaciosa y había tanta anchura, que cabrían en ella más de las
tres partes del mundo y bien holgadas.

[Marginal: _Casa á obscuras._]

Estaba entre unos montes, que la impedían el sol, coronada de árboles
tan crecidos y tan espesos, que la quitaban la luz con sus verduras.

¡Qué poca luz tiene este convento!, dijo Andrenio.

Así conviene, respondió el Ermitaño: que donde se profesa tal virtud no
convienen lucimientos.

Estaba la puerta patente y el portero muy sentado, por no cansarse
en abrir. Tenía calzados unos zuecos de conchas de tartugas,
desaliñadamente sucio y remendado.

Éste, dijo Critilo, á ser hembra, fuera la pereza.

¡Oh, no!, dijo el Ermitaño. No es, sino el sosiego. No nace aquello de
dejamiento, sino de pobreza; no es suciedad, sino desprecio del mundo.

Saludóles, dando gracias de su linda vida. Intimóles luego, sin
moverse, con un gancho, un letrero, que estaba encima de la puerta y
decía con unas letras góticas:

Silencio.

Y comentóseles el Ermitaño:

[Marginal: _Vivir de tramoya._]

Quiere decir que de aquí adentro no se dice lo que se siente, nadie
habla claro; todos se entienden por señas, aquí callar y callemos.

Entraron en el claustro; pero muy cerrado: que es lo más cómodo para
todos tiempos.

Iban ya encontrando algunos, que en el hábito parecían monjes y era,
aunque al uso, bien extraño. Por defuera lo que se veía era de piel
de oveja; [Marginal: _Capa de virtud._] mas por dentro lo que no se
parecía era de lobos novicios, que quiere decir rapaces. Notó Critilo
que todos llevaban capa y buena.

Es instituto, dijo el Ermitaño: no se puede deponer jamás ni hacer
cosa, que no sea con capa de santidad.

Yo lo creo, dijo Critilo, y aun con capa de lastimarse. Está aquél
murmurando de todo, con capa de corregir se venga el otro. Con capa de
disimular permite éste que todo se relaje. Con capa de necesidad hay
quien se regala y está bien gordo. Con capa de justicia es el juez un
sanguinario. Con capa de celo todo lo malea el envidioso. Con capa de
galantería anda la otra libertada.

Aguarda, dijo Andrenio. ¿Quién es aquella que pasa con capa de
agradecimiento?

¿Quién ha de ser, sino la Simonía y aquella otra la Usura paliada?

Con capa de servir á la República y al bien público se encubre la
ambición.

¿Quién será aquel, que toma la capa ó el manto para ir al sermón á
visitar el santuario? Parece el Festejo.

El mismo.

¡Oh maldito sacrílego!

Con capa de ayuno ahorra la avaricia, con capa de gravedad nos quiere
desmentir la grosería. Aquél, que entra allí, parece que lleva capa
de amigo y realmente lo es y aun con la de pariente se introduce el
adulterio.

Éstos, dijo el Ermitaño, son de los milagros que obra cada día esta
superiora, haciendo que los mismos vicios pasen plaza de virtudes y
que los malos sean tenidos por buenos y aun por mejores. Los que son
unos demonios hace que parezcan unos angelitos y todo con capa de
virtud.

Basta, dijo Critilo. Que desde que al mismo Justo le sortearon la capa
los malos, ya la tienen por suerte: andan con capa de virtud, queriendo
parecer al mismo Dios y á los suyos.

¿No notáis, dijo el falso Ermitaño y verdadero embustero, qué ceñidos
andan todos, cuando menos ajustados?

Sí; dijo Critilo; pero con cuerda.

Eso es lo bueno, respondió, para hacer bajo cuerda cuanto quieren y
todo va bajo manga. No se les ven las manos, tanto es su recato.

No sea, replicó Critilo, que tiren la piedra y escondan la mano. ¿No
veis aquel bendito, qué fuera del mundo anda? ¡Qué metido va, pues no
piensa en cosa suya, sino en las ajenas! Que no tiene cosa propia. No
se le ve la cara, no es lo mejor lo descarado. Á nadie mira á la cara
y á todos quita el sombrero. Anda descalzo por no ser sentido, tan
enemigo es de buscar ruido.

¿Quién es el tal?, preguntó Andrenio. ¿Es profeso?

Sí, con que cada día toma el hábito y es muy bien diciplinado. Dicen
que es un arrapaaltares, por tener mucho de Dios. Hace una vida
extravagante. Toda la noche vela, nunca reposa. No tiene cosa ni casa
suya y así es dueño de todas las ajenas. Y sin saber cómo ni por dónde,
se entra en todas y se hace luego dueño dellas. Es tan caritativo, que
á todos ayuda á llevar la ropa y cuantos topa, las capas, y así le
quieren de modo, que, cuando se parte de alguna, todos quedan llorando
y nunca se olvidan dél.

[Marginal: _Ladrón centimano._]

Éste, dijo Andrenio, con tantas prendas ajenas más me huele á ladrón,
que á monje.

Ahí verás el milagro de nuestra Hipocrinda, que siendo lo que tú dices,
le hace parecer un bendito. Tanto, que está ya consultado en un gran
cargo, en competencia de otro de casa de Virtelia, y se tiene por
cierto que le ha de hurtar la bendición. Y cuando no, trata de irse á
Aragón, donde muera de viejo.

¡Qué lucido está aquel otro!, dijo Critilo.

Es honra de la penitencia, respondió el Ermitaño, y aunque tan bueno,
no puede tenerse en pie ni acierta á dar un paso.

Bien lo creo, que no andará muy derecho.

Pues sabed que es un hombre muy mortificado: nadie le ha visto comer
jamás.

Eso creeré yo: que á nadie convida, con ninguno parte; todo es predicar
ayuno y no miente. Que en habiéndose comido un capón, con verdad dice:
_ay uno_. Yo juraré por él que en muchos años no se ha visto un pecho
de perdiz en la boca.

Y yo también.

Y tras toda esta austeridad, que usa consigo, es muy suave.

Así lo entiendo: suave de día y _su ave_ de noche. ¿Mas cómo está tan
lucido?

Ahí verás la buena conciencia. Tiene buen buche, no se ahoga con poco
ni se ahita con cosillas. Engorda con la merced de Dios y así todos le
echan mil bendiciones. Pero entremos en su celda, que es muy devota.

Recibiólos con mucha caridad y franqueóles una alhacena no tan á secas,
que no fuese de regadío, dando fruto de dulces, perniles y otros
regalos.

¿Así se ayuna?, dijo Critilo.

Y así hay una gentil bota, respondió el Ermitaño. Éstos son los
milagros desta casa, que siendo éste antes tenido por un Epicuro, en
tomando tan buena capa, se ha trocado de modo, que compite con un
Macario. Y es tanta verdad ésta, que antes de mucho le veréis con una
dignidad.

¿También hay soldados cofadres de la apariencia?, preguntó Andrenio.

Y son los mejores, respondió el Ermitaño. Tan buenos cristianos, que
aun al enemigo no le quieren hacer mala cara, con que no le querrían
ver. [Marginal: _Soldado hipócrita._] ¿No ves aquél? Pues, en dando un
Santiago, se mete á peregrino. En su vida se sabe que haya hecho mal
á nadie. No tengan miedo que él beba de la sangre de su contrario.
Aquellas plumas, que tremola, yo juraría que son más de Santo Domingo
de la Calzada, que de Santiago. El día de la muestra es soldado y el
de la batalla, Ermitaño. Más hace él con un lanzón, que otros con
una pica. Sus armas siempre fueron dobles. Desde que tomó capa de
valiente, es un Ruy Díaz atildado. Es de tan sano corazón, que siempre
le hallarán en el cuartel de la salud. No es nada vanaglorioso y así
suele decir que más quiere escudos, que armas. En dando un espaldar
al enemigo, acude al consejo con un peto y así es tenido por un
buen soldado, muy aplaudido y en competencia de dos Bernardos está
consultado en un generalato. Y dicen que él será el hombre y los otros
se lo jugarán. Que aquí más importa el parecer, que el ser.

[Marginal: _Sabiduría aparente._]

Aquel otro es tenido por un pozo de sabiduría, más honda que profunda.
Y él dice que en eso está su gozo. Aquí más valen testos, que testa.
Nunca se cansa de estudiar. Su mayor conceto dice ser el que dél se
tiene y aun todos los ajenos nos vende por suyos, que para eso compra
los libros. De letras, menos de la mitad basta y lo demás de fortuna.
Que el aplauso más ruido hace en vacío. Y al fin, más fácil es y menos
cuesta el ser tenido por docto, por valiente y por bueno, que el serlo.

¿De qué sirven, preguntó Andrenio, tantas estatuas como aquí tenéis?

¡Oh!, dijo el Ermitaño, son ídolos de la imaginación, fantasmas de
la apariencia. Todas están vacías y hacemos creer que están llenas
de sustancia y solidez. Métese uno por dentro en la de un sabio y
húrtale la voz y las palabras; otro en la de un señor y á todos manda
y todos sin réplica le obedecen, pensando que habla el poderoso y no
es sino un vergante. Ésta tiene la nariz de cera, que se la tuercen
y retuercen como quieren la información y la pasión, ya al derecho,
ya al siniestro, y ella pasa por todo. Mirad bien, reparad en aquel
ministro de Justicia, ¡qué celoso, qué justiciero se muestra! No hay
alcalde Ronquillo rancio ni fresco Quiñones, que le llegue. Con nadie
se ahorra y con todos se viste, á todos les va quitando las ocasiones
del mal, para quedarse con ellas. Siempre va en busca de ruindades y
con ese título entra en todas las casas ruines libremente, desarma los
valientes y hace en su casa una armería. Destierra los ladrones, por
quedar él solo. Siempre va repitiendo ¡justicia! mas no por su casa. Y
todo esto con buen título y aun colorado.

Vieron otros dos, que con nombre de celosos eran dos grandísimos
impertinentes. Todo lo querían remediar y todo lo inquietaban, sin
dejar vivir á nadie, diciendo se perdía el mundo y ellos eran los
más perdidos. Á esta traza iban encontrando raros milagros de la
apariencia, estrañas maravillas de la hipocresía, que engañaran á un
Ulises.

[Marginal: _Oficina de hipócritas._]

Cada día acontece, ponderaba el Ermitaño, salir de aquí un sujeto,
amoldado en esta oficina, instruído en esta escuela, en competencia
de otro de aquella de arriba, de la verdadera y sólida virtud,
pretendiendo ambos una dignidad, y parecer éste mil veces mejor,
hallar más favor, tener más amigos y quedarse el otro corrido y aun
cansado. Porque los más en el mundo no conocen ni examinan lo que cada
uno es; sino lo que parece. Y creedme que de lejos tanto brilla un
claveque como un diamante. Pocos conocen las finas virtudes ni saben
distinguirlas de las falsas. Veis allí un hombre más liviano que un
bofe y parece en lo exterior más grave que un presidente.

¿Cómo es eso?, dijo Andrenio. Que querría aprender esta arte de hacer
parecer. ¿Cómo se hacen estos plausibles milagros?

Yo os lo diré. Aquí tenemos variedad de formas para amoldar cualquier
sujeto, por incapaz que sea, y ajustarle de pies á cabeza. [Marginal:
_Arte de artimaña._] Si pretende alguna dignidad, le hacemos luego
cargado de espaldas; si casamiento, que ande más derecho que un
huso; y, aunque sea un chisgaravís, le hacemos que muestre autoridad,
que ande á espacio, hable pausado, arquee las cejas, pare gesto de
ministro y de misterio, y para subir alto, que hable bajo. Ponémosle
unos antojos, aunque vea más que un lince, que autorizan grandemente. Y
más, cuando los desenvaina y se los calza en una gran nariz y se pone á
mirar de á caballo, hace estremecer los mirados.

Á más desto tenemos muchas maneras de tintes, que de la noche á la
mañana transfiguran las personas, de un cuervo en un cisne callado y
que, si hablare, sea dulcemente, palabras confitadas. Si tenía piel de
víbora, le damos un baño de paloma, de modo, que no muestre la hiel,
aunque la tenga, ni se enoje jamás, porque se pierde en un instante
de cólera cuanto se ha ganado de crédito y de juicio en toda la vida.
Mucho menos muestre asomo de liviandad ni en el dicho ni en el hecho.

Vieron uno, que estaba escupiendo y haciendo grandes ascos.

¿Qué tiene éste?, preguntó Andrenio.

Acércate y le oirás decir mucho mal de las mujeres y de sus trajes.

Cerraba los ojos por no verlas.

Éste sí, dijo el Ermitaño, que es cauto.

Más valiera casto, replicó Critilo. Que desta suerte abrasan muchos
el mundo en fuego de secreta lujuria. Introdúcense en las casas como
golondrinas, que entran dos y salen seis.

Mas ahora, que hemos nombrado mujeres, díme, ¿no hay clausura para
ellas? Pues de verdad, que pueden profesar de enredo.

Sí le hay, dijo el Ermitaño. Convento hay y bien malignante: Dios nos
defienda de su multitud. Aquí están de parte.

Y asomóles á una ventana para que viesen de paso, no de propósito, su
proceder. Vieron ya unas muy devotas, aunque no de San Lino ni de San
Hilario, que no gustan de devociones al uso, sí de San Alejos y de toda
romería.

Aquélla, que allí se aparece, dijo el Ermitaño, es la viuda recatada,
que cierra su puerta al _Ave María_. Mira la doncella, qué puesta en
pretina, no sea _en cinta_. [Marginal: _Profesas de enredo._] Aquella
otra es una bella casada. Tiénela su marido por una santa y ella le
hace fiestas, cuando menos de guardar. Á esta otra nunca le faltan
joyas, porque ella lo es buena. Á aquélla la adora su marido: será
porque lo dora. No gusta de galas, por no gastar la hacienda, y gástale
la honra. De aquélla dice su marido que metería las manos en un fuego
por ella. Más valiera que las pusiera en ella y apagara el de su
lujuria.

Estaba una riñendo unas criadas pequeñas, porque brujuleó no sé qué
ceños, y ella con mayor decía:

En esta casa no se consiente ni aun el pensamiento.

Y repetía entre dientes la criada el eco. Desta otra anda siempre
predicando su madre lo que ella no se confiesa. Decía otra buena madre
de su hija:

Es una bienaventurada.

Y era así, que siempre quisiera estar en gloria.

¿Cómo están tan descoloridas aquéllas?, reparó Andrenio.

Y el Ermitaño:

Pues no es de malas; sino de puro buenas. Son tan mortificadas, que
echan tierra en lo que comen, no sea barro. Mira qué celosas se
muestran éstas; más valiera celadas.

¿Nunca llegamos, dijo Critilo, á ver esta virtud acomodada, esta
prelada suave, esta plática bondad?

No tardaremos mucho, respondió el Ermitaño: que ya entramos en el
refitorio, donde estará sin duda haciendo penitencia.

Fueron entrando y descubriendo cuerpo y cuerpo y más cuerpo, al fin una
mujer toda carne y nada espíritu. Tenía el gesto estragado; mas no el
gusto, desmentidor del regalo.

[Marginal: _Engañamundo._]

Y cuanto más amarillo, dice que tiene mejor color.

Hasta el rosario era de palo santo y tenía por estremo, que siempre
anda por ellos, una muerte para darse mejor vida. Estaba sentada,
que no podía tenerse en pie, equivocando regüeldos con suspiros, muy
rodeada de novicios del mundo, dándoles liciones de saber vivir.

No me seáis simples, les decía; aunque lo podéis mostrar. Que es gran
ciencia saber mostrar no saber. Sobre todo os encomiendo el recato y el
no escandalizar.

Ponderábales la eficacia de la apariencia.

Aquí está todo en el bienparecer, que ya en el mundo no se atiende á lo
que son las cosas; sino á lo que parecen. Porque, mirad, decía, unas
cosas hay que ni son ni lo parecen y ésa es ya necedad. Que, aunque no
sea de ley, procure parecerlo. Otras hay que son y lo parecen y eso no
es mucho. Otras que son y no parecen y ésa es la suma necedad. Pero el
gran primor es no ser y parecerlo. Eso sí que es saber. Cobrad opinión
y conservadla, que es fácil. Que los más viven de crédito. No os metáis
en estudiar; pero alabaos con arte. Todo médico y letrado han de ser
de ostentación. Mucho vale el pico: que hasta un papagayo, porque le
tiene, halla cabida en los palacios y ocupa el mejor balcón. Mirá que
os digo que, si sabéis vivir, os sabréis acomodar y sin trabajo alguno,
sin que os cueste cosa. Sin sudar ni reventar, os he de sacar personas.
Por lo menos que lo parezcáis, de modo, que podáis ladearos con los
más verdaderos virtuosos, con el más hombre de bien. Y si no, tomad
ejemplo en la gente de autoridad y de experiencia y veréis lo que han
aprovechado con mis reglas y en cuán grande predicamento están hoy en
el mundo ocupando los mayores puestos.

Estaba tan admirado Andrenio, cuan pagado de tan barata felicidad,
de una virtud tan de balde, sin violencias, sin escalar montañas de
dificultades, sin pelear con fieras, sin correr agua arriba, sin remar
ni sudar. Trataba ya de tomar el hábito de una buena capa, para toda
libertad y profesar de hipócrita, cuando Critilo, volviéndose al
Ermitaño, le preguntó:

Díme, por tu vida larga, si no buena, ¿con esta virtud fingida miremos
nosotros conseguir la felicidad verdadera?

¡Oh, pobre de mí!, respondió el Ermitaño: en eso hay mucho que decir.
Quédese para otra sitiada.



CRISI VIII

_Armería del valor._


Estando ya sin virtud el Valor, sin fuerzas, sin vigor, sin brío
á punto de espirar, dícese que acudieron allá todas las naciones,
instándole hiciese testamento en su favor y les dejase sus bienes.

No tengo otros, que á mí mismo, les respondió. [Marginal: _Testamento
del valor._] Lo que yo os podré dejar será este mi lastimoso cadáver,
este esqueleto de lo que fuí. Id llegando, que yo os lo iré repartiendo.

Fueron los primeros los italianos, porque llegaron primeros pidieron la
testa.

Yo os la mando, dijo. Seréis gente de gobierno, mandaréis el mundo á
entrambas manos.

Inquietos los franceses, fuéronse entremetiendo y, deseosos de tener
mano en todo, pidieron los brazos.

Temo, dijo, que, si os los doy, habéis de inquietar todo el mundo.
Seréis activos, gente de brazo. No pararéis un punto. Malos sois para
vecinos.

Pero los ginoveses de paso les quitaron las uñas, no dejándoles ni con
qué asir ni con qué detener las cosas. Pero á los españoles les han
dado tan valientes pellizcos en su plata, que no hiciera más una bruja,
chupándoles la sangre, cuando más dormidos.

Item más, dejo el rostro á los ingleses. Seréis lindos, unos ángeles;
mas temo que, como las hermosas, habéis de ser fáciles en hacer cara
á un Calvino, á un Lutero y al mismo diablo. Sobre todo, guardaos no
os vea la vulpeja, que dirá luego aquello de ¡hermosa fachata, mas sin
cerebro!

Muy atentos los venecianos, pidieron los carrillos. Riéronse los demás;
pero el Valor:

No lo entendéis, les dijo: dejad, que ellos comerán con ambos y con
todos.

Mandó la lengua á los sicilianos y, habiendo duda entre ellos y los
napolitanos, declaró que á las dos Sicilias. Á los irlandeses el
hígado. El talle á los alemanes.

Seréis hombres de gentil cuerpo; pero mirá que no lo estiméis más que
el alma.

La melsa á los polacos, el liviano á los moscovitas. Todo el vientre á
los flamencos y holandeses.

Con tal que no sea vuestro Dios.

El pecho á los suecos. Las piernas á los turcos, que con todos
pretenden hacerlas y, donde una vez meten el pie, nunca más lo levantan.

Las entrañas á los persas, gente de buenas entrañas.

Á los africanos los huesos, que tengan que roer, como quien son.

Las espaldas á los chinos, el corazón á los japoneses, que son los
españoles del Asia, y el espinazo á los negros. [Marginal: _Manda á
los Españoles._] Llegaron los últimos los españoles, que habían estado
ocupados en sacar huéspedes de su casa, que vinieron de allende á
echarlos de ella.

¿Qué nos dejas á nosotros?, le dijeron:

Y él:

Tarde llegáis: ya está todo repartido.

¿Pues á nosotros, replicaron, que somos tus primogénitos qué menos que
un mayorazgo nos has de dejar?

No sé ya qué daros. Si tuviera dos corazones, vuestro fuera el primero;
pero mirá, lo que podéis hacer es que, pues todas las naciones os han
inquietado, revolved contra ellas y lo que Roma hizo antes, haced
vosotros después: dad contra todas, repelad cuanto pudiéredes, en fe de
mi permisión.

No lo dijo á los sordos. Hanse dado tan buena maña, que apenas hay
nación en el mundo, que no la hayan dado su pellizco, y á pocos
repelones se hubieran alzado con todo el Valor de pies á cabeza.

Esto les iba exagerando á Critilo y Andrenio á la salida de Francia
por la Picardía un hombre, que lo era y mucho. Pues, así como tienen
unos cien ojos para ver y otros cien manos para obrar, éste tenía cien
corazones para sufrir y todo él era corazón.

¿Saldréis, decía, con cariño de la Francia?

No por cierto, le respondieron, cuando sus mismos naturales la dejan y
los estranjeros no la buscan.

[Marginal: _Francia definida._]

¡Gran provincia!, dijo el de los cien corazones.

Sí, respondió Critilo, si se contentase con sí misma.

¡Qué poblada de gentes!

Pero no de hombres.

¡Qué fértil!

Mas no de cosas sustanciales.

¡Qué llana y qué agradable!

Pero combatida de los vientos, de donde se les origina á sus naturales
la ligereza.

¡Qué industriosa!

Pero mecánica.

¡Qué laboriosa!

Pero vulgar.

La provincia más popular, que se conoce. ¡Qué belicosos y gallardos sus
naturales!

Pero inquietos: los duendes de la Europa en mar y tierra. Son un rayo
en los primeros acometimientos y un desmayo en los segundos.

Son dóciles.

Sí; pero fáciles.

Oficiosos.

Pero despreciables y esclavos de las otras naciones. Emprenden mucho y
ejecutan poco y conservan nada. Todo lo emprenden y todo lo pierden.

¡Qué ingeniosos! ¡qué vivos! ¡y qué prontos!

Pero sin fondo.

No se conocen tontos entre ellos.

Ni doctos, que nunca pasan de una medianía.

Es gente de gran cortesía.

Mas de poca fe, que hasta sus mismos Enricos no viven esentos de sus
alevosos cuchillos.

Son laboriosos.

Así es, al paso que codiciosos.

No me podéis negar que han tenido grandes reyes.

Pero los más de poquísimo provecho.

Tienen bizarras entradas para hacerse señores del mundo.

¡Pero, qué desairadas salidas! Que, si entran á laudes, salen á
vísperas.

Acuden con sus armas á amparar cuantos se socorren de ellas.

Es que son los rufianes de las provincias adúlteras.

¿Son aprovechados?

Sí y tanto, que estiman más una onza de plata, que un quintal de
honra. El primer día son esclavos; pero el segundo amos, el tercero
tiranos insufribles. Pasan de estremo á estremo sin medio: de humanos
á insolentísimos. Tienen grandes virtudes y tan grandes vicios, que
no se puede fácilmente averiguar cuál sea el rey, y al fin, ellos son
antípodas de los españoles.

Pero decidme, ¿cómo fué aquello del Ermitaño? ¿Qué salida dió á la
sagaz pregunta de Critilo?

Confesóme que á la virtud aparente no le corresponde premio sólido ni
verdadero. Que bien se les puede echar dado falso á los hombres; pero
que Dios no es reído. Oyendo esto, hicímonos del ojo y, en viendo la
nuestra, tratamos de colgar el mal hábito de fingidos y saltar las
bardas de la vil hipocresía.

¡Oh, qué bien hicistes! Porque el gozo del hipócrita no dura un
instante entero, es como un punto. Entended una verdad, que de cien
leguas se conoce la que es verdadera virtud ó falsa. Está ya muy
despabilada la advertencia. Luego le conocen á uno de qué pie se mueve
y de cuál cojea. Al paso que el engaño anda metafísico, también la
cautela sutil le va á los alcances, y por más capa que tome de bondad,
no se le escapa de vicio. La virtud sólida y perfecta es la que puede
salir á vistas del cielo y de la tierra. Ésa la que vale y dura, que es
tenida por clara y por eterna. La bellísima Virtelia es la que importa
buscar y no parar hasta hallarla; aunque sea pasando por picas y por
puñales, que ella os encaminará á vuestra Felisinda, en cuya busca toda
la vida vais peregrinando.

Animábales mucho á emprender aquel montón de dificultades, que tan
acobardado tenía á Andrenio.

Ea, acaba, le decía: que esa tu cobarde imaginación te pinta aquel
leonazo del camino muy más bravo de lo que es. Advierte que muchos
tiernos mancebos y delicadas doncellitas le han desquijarado.

¿De qué suerte?, preguntó Andrenio.

Armándose primero muy bien y peleando mejor después: que todo lo vence
una resolución gallarda.

¿Qué armas son ésas y dónde las hallaremos?

Venid conmigo, que yo os llevaré donde las podréis escoger, si no al
gusto, al provecho.

Íbanle ya siguiendo y razonando.

¿Qué importa, decía, sobren armas, si falta el Valor? Eso, más sería
llevarlas para el enemigo.

¿De modo, que ya finó el Valor?, preguntó Critilo.

Sí, ya acabó, respondió él. Ya no hay Hércules en el mundo, que sujeten
monstruos, que deshagan entuertos, agravios y tiranías; que las hagan,
sí; que las conserven, también, obrando cien mil monstruosidades cada
día. Un solo Caco había entonces, un embustero sólo, un ladrón en
toda una ciudad; y ahora en cada esquina hay el suyo y cada casa es
su cueva. Muchos Anteos, hijos del siglo, nacidos del polvo de la
tierra. ¡Pues harpías agarradoras, hidras de siete cabezas y de siete
mil caprichos, jabalís de su torpeza, leones de su soberbia! Todo está
hirviendo de monstruos adocenados, sin hallarse ya quien tenga valor
para pasar las columnas de la fortaleza y fijarlas en los fines de los
humanos intentos, poniendo término á sus quimeras.

[Marginal: _El valor apurado._]

¡Qué poco duró el Valor en el mundo!, dijo Andrenio.

Poco: que el hombre valiente y aquellas sus camaradas nunca duran mucho.

¿Y de qué murió?

De veneno.

¡Qué lástima!

Si fuera en una inmortal, por tan mortal, batalla de Norlinguen, en un
sitio de Barcelona, pase: que un buen fin toda la vida corona; ¿pero de
veneno? ¡Hay tal fatalidad! ¿Y en qué se le dieron?

En unos polvos más letíferos, que los de Milán; más pestilentes, que
los de un royo, de un malsín, de un traidor, de una madrastra, de un
cuñado y de una suegra.

¿Diráslo porque estos valientes siempre acaban levantando polvaredas,
que paran en lodos de sangre?

No; sino con toda realidad digo que la malicia humana se ha adelantado
de modo, que no deja de obrar á los venideros. Ella ha inventado
ciertos polvos tan venenosos y tan eficaces, que han sido la peste
y la ruina de todos los grandes hombres. Y desde que éstos corren y
aun vuelan, no ha quedado hombre de valor en el mundo. Con todos los
famosos han acabado. No hay que tratar ya de Cides ni de Roldanes,
como en otros tiempos. Fuera ahora Hércules juguete, viviera Sansón de
milagro. Dígoos que han desterrado del mundo la valentía y la braveza.

¿Y qué polvos son esos tan traidores?, preguntó Critilo. ¿Son acaso de
basiliscos molidos? ¿De entrañas de víboras destiladas? ¿De colas de
escorpiones? ¿De ojos envidiosos ó lascivos? ¿De intenciones torcidas?
¿De voluntades malévolas? ¿De lenguas maldicientes? ¿Hase vuelto á
quebrar otra redomilla en Delfos, apestando toda la Asia?

Aún son peores y, aunque dicen componerse de aquel alcrebite infernal,
del salitre estigio y de carbones alentados á esternudos del demonio;
pero yo digo que del corazón humano, que excede á la intratabilidad
de las Furias, á la inexorabilidad de las Parcas, á la crueldad de la
guerra, á la tiranía de la muerte. Que no puede ser otro una invención
tan sacrílega, tan execrable, tan impía y tan fatal, [Marginal:
_Estragos de la pólvora._] como es la pólvora, dicha así, porque
convierte en polvo el género humano. Ésta ha acabado con los Héctores
de Troya, con los Aquiles de Grecia, con los Bernardos de España. Ya
no hay corazón ni valen fuerzas ni aprovecha la destreza. Un niño
derriba un gigante, un gallina hace tiro á un león y al más valiente el
cobarde, con que ya ninguno puede lucir ni campear.

Antes ahora, dijo Critilo, he oído ponderar que está más adelantado
el valor, que antes. Porque ¿cuánto más corazón es menester para
meterse un hombre por cien mil bocas de fuego? ¿Cuánto más ánimo para
esperar un torbellino de bombardas, hecho terrero de rayos? Ése sí que
es valor; que todo lo antiguo fué niñería. Ahora está el valor en su
punto, que es en un corazón intrépido; que entonces en un buen brazo,
en tener más fuerza que un gañán, en los jarretes de un salvaje.

Engáñase de barra á barra quien tal dice. ¡Qué dictamen tan exótico y
errado! [Marginal: _Temeridad valerosa._] Pues ése, que él celebra,
no es valor ni lo conoce; no es sino temeridad y locura, que es muy
diferente.

Ahora digo, confirmó Andrenio, que la guerra es para temerarios y aun
por eso diría aquel gran hombre, tan celebrado de prudente en España,
en la primera batalla y la última en que se halló, oyendo zumbir las
balas:

¿Es posible, que desto gustaba mi padre?

Y hanle seguido muchos, confirmándose en su opinión tan segura. Siempre
oí decir que desde que riñeron la Valentía y la Cordura, nunca más han
hecho paz. Aquélla salió de sus casillas á campaña y ésta se apeló el
juicio.

No tienes razón, dijo el Valeroso. ¿Qué hiciera la fortaleza, sin la
prudencia? Que por eso en la varonil edad está en su sazón, y del valor
tomó el renombre de varonil. Es en ella valor lo que en la mocedad
audacia y en la vejez recelo. Aquí está en un medio muy proporcionado.

[Marginal: _Armería victoriosa._]

Llegaron ya á una gran casa, tan fuerte como capaz. Dieron y tomaron
el nombre: que aquí se cobra la fama. Entraron dentro y vieron un
espectáculo de muchas maravillas del valor, de instrumentos prodigiosos
de la fortaleza. Era una armería general de todas armas antiguas y
modernas, calificadas por la experiencia y á prueba de esforzados
brazos, de los más valientes hombres, que siguieron los pendones
marciales. Fué gran vista lograr juntos todos los trofeos del valor,
espectáculo bien gustoso y gran empleo de la admiración.

Acercaos, decía, reconocé y estimá tanto y tan ejecutivo portento de la
fama.

Pero salteóle de pronto un intensísimo sentimiento á Critilo, que le
apretó el corazón hasta exprimirle por los ojos. Reparando en ello el
Valeroso, solicitó la causa de su pena y él:

¿Es posible, dijo, que todos esos fatales instrumentos se forjaron
contra una tan frágil vida? Si fuera para conservarla, estuviera bien:
merecían toda recomendación; ¿pero para ofendella y destruilla, contra
una hoja, que se la lleva el viento, tantas hojas afiladas ostentan su
potencia? ¡Oh, infelicidad humana, que haces trofeo de tu misma miseria!

Señor, los filos deste alfanje cortaron el hilo de la vida á un famoso
rey don Sebastián, digno de la vida de cien Néstores. Este otro, la del
desdichado Ciro, rey de Persia. Esta saeta fué la que atravesó el lado
al famoso rey don Sancho de Aragón y esta otra al de Castilla.

¡Malditos sean tales instrumentos y execrable su memoria! No los vea yo
de mis ojos. Pasemos adelante.

Esta tan luciente espada, dijo el Valeroso, fué la celebrada de Jorge
Castrioto y esta otra del marqués de Pescara.

Déjamelas ver muy á mi gusto.

Y después de bien miradas, dijo:

No me parecen tan raras como yo pensaba. Poco se diferencian de las
otras. Muchas he visto yo de mejor temple y no de tanta fama.

[Marginal: _Trofeos del valor._]

Es que no ves los dos brazos, que las movían, que en ellos consistía la
braveza.

Vieron otras dos, todas teñidas en sangre desde la punta al pomo, muy
parecidas.

Estas dos están de competencia. ¿Cuál venció más batallas campales y
cúyas son?

Ésta es del rey don Jaime el Conquistador y esta otra del Cid
castellano.

Yo me atengo á la primera, como más provechosa y quédese el aplauso
para la segunda, más fabulosa. ¿Dónde está la de Alejandro Magno, que
deseo mucho verla?

No os canséis en buscarla, que no está aquí.

¿Cómo no, habiendo conquistado todo un mundo?

Porque no tuvo valor para vencerse á sí, mundo pequeño: sujetó toda la
India; mas no su ira. Tampoco hallaréis la de César.

¿Ésa no, cuando yo creí fuera la primera?

Tampoco, porque gastó más sus aceros contra los amigos y segó las
cabezas más dignas de vida.

Algunas hay aquí, que, aunque buenas, parecen quedar cortas.

No dijera eso el conde de Fuentes, á quien ninguna le pareció corta,
con avanzarse, decía, un paso más al contrario. Estas tres son de los
famosos franceses, Pepino, Carlo Magno y Luis Nono.

¿No hay más francesas?, preguntó Critilo.

No sé yo que haya más.

Pues ¿habiendo habido en Francia tan insignes reyes, tantos Pares sin
par y tan valerosos Mariscales? ¿Dónde están las de los dos Virones?
¿La del grande Enrico Cuarto? ¿Cómo no más de tres?

Porque esas tres solas emplearon su valor contra los moros; todas las
demás contra cristianos.

Muy metida en su vaina vieron una, cuando todas las otras estaban
desnudas, ya brillantes, ya sangrientas. Riéronlo mucho; mas el
Valeroso:

De verdad, dijo, que es heroica y llamada por antonomasia la grande.

¿Cómo no está desnuda?

Porque el Gran Capitán, su gran dueño, decía que la mayor valentía de
un hombre consistía en no empeñarse ni verse obligado á sacarla.

Tenía otra muy brillante contera de oro fino y dijo:

Ésta fué la que echó á su vitoriosa espada el marqués de Leganés,
derrotando al Invencible vencido.

Deseó Andrenio saber cuál había sido la mejor espada del mundo.

No es fácil de averiguar, dijo el Valeroso; pero yo diría, que la del
rey Católico don Fernando.

¿Y por qué no la de un Héctor, de un Aquiles, replicó Critilo, más
célebres y plausibles, por tan decantadas de los poetas?

[Marginal: _La mejor espada._]

Yo lo confieso, respondió; pero ésta, no tan ruidosa, fué más
provechosa y la que conquistó la mayor monarquía, que reconocieron los
siglos. Esta hoja del Rey Católico y aquel arnés del rey Filipo el
Tercero pueden salir dondequiera que haya armas: aquélla para adquirir
y éste para conservar.

¿Cuál es ese arnés tan heroico de Filipo?

Mostróles uno todo escamado de doblones y reales de á ocho alternados y
ajustados unos sobre otros como escamas, haciendo una ricamente hermosa
vista.

Éste, dijo el Valeroso, fué el más eficaz, el más defensivo de cuantos
hubo en el mundo.

¿En qué guerra lo vistió su gran dueño, que nunca tuvo ocasión de
armarse ni se vió jamás obligado á pelear?

Antes fué para no pelear, para no tener ocasión. En fe déste, después
de la asistencia del cielo, conservó su grande y dichosa monarquía sin
perder una almena. Que es mucho más el conservar, que el conquistar. Y
así decía uno de sus mayores ministros:

Quien posee no pleitee y quien está de ganancia no baraje.

Entre tantos y tan lucientes aceros campeaba un bastón muy basto; pero
muy fuerte. Hízole novedad á Andrenio y dijo:

¿Quién metió aquí este ñudoso palo?

Su fama, respondió el Valeroso: no fué de algún gañán, como tú piensas,
sino de un rey de Aragón, llamado el Grande, aquel que fué bastón de
franceses, porque los abrumó á palos.

Estrañaron mucho ver dos espadas negras y cruzadas entre tantas
blancas, tan matantes.

¿De qué sirven aquí éstas?, dijo Critilo, donde todo va de veras, y,
aunque fuesen del bravo Carranza y del diestro Narváez, no merecen este
puesto.

No son, dijo, sino de dos grandes príncipes y muy poderosos, que,
después de muchos años de guerra y haberse quebrado las cabezas con
harta pérdida de dinero y gente, se quedaron como antes, sin haberse
ganado el uno al otro un palmo de tierra: de modo, que al cabo más fué
juego de esgrima, que guerra verdadera.

Aquí echo menos, dijo Andrenio, las de muchos capitanes muy celebrados,
por haber subido de soldados ordinarios á gran fortuna.

¡Oh, dijo el Valeroso!, aquí se hallan y se estiman algunas de ésas.
Aquélla es del conde Pedro Navarro, la otra de García de Paredes. Allí
está la del Capitán de las Nueces, que fueron más que el ruido de la
fama. Y si faltan algunas, es porque fueron más ganchos, que estoques.
Que algunos más han triunfado con los oros, que con las espadas.

¿Qué se hizo la de Marco Antonio, aquel famoso romano competidor de
Augusto?

Ésa y otras iguales andan por esos suelos hechas pedazos á manos tan
flacas como femeniles. [Marginal: _Valor justificado._] La de Aníbal
la hallaréis en Capua, que, habiendo sido de acero, las delicias la
ablandaron como de cera.

¿Qué espada es aquella tan derecha y tan valiente, sin torcer á un lado
ni á otro, que parece el fiel á las balanzas de la equidad?

Ésa, dijo, siempre hirió por línea recta. Fué del _non plus ultra_
de los Césares, Carlos V, que siempre la desenvainó por la razón y
justicia. Al contrario, aquellos corvos alfanjes del bravo Mahometo, de
Solimán y Selim, como siempre pelearon contra la fe, justicia, derecho
y verdad, ocupando tiránicamente los ajenos estados, por eso están tan
torcidos.

Aguarda, ¿qué espada tan dorada es aquella, que tiene por pomo una
esmeralda y toda ella está esmaltada de perlas? ¡Qué cosa tan rica! ¿No
sabríamos cúya fué?

Ésta, respondió alzando la voz el Valeroso, fué del tan celebrado
después, como emulado antes, pero nunca bastantemente ni estimado ni
premiado, don Fernando Cortés, Marqués del Valle.

¿Que ésta es?, dijo Andrenio. ¡Cómo me alegro de verla! ¿Y es de acero?

¿Pues de qué había de ser?

Es que yo había oído decir que era de caña, por haber peleado contra
indios, que esgrimían espadas de palo y vibraban lanzas de caña.

He, que la entereza de la fama, siempre venció la emulación. Digan lo
que quisieren éstos y aquéllos, que ésta con su oro dió aceros á todas
las de España y en virtud de ella han cortado las demás en Flandes y en
Lombardía.

Vieron ya una tan nueva como lucida, atravesando tres coronas y
amagando á otras.

¡Qué espada tan heroicamente coronada!, ponderó Critilo. ¿Y quién es el
valeroso y dichoso dueño de ella?

[Marginal: _El Señor D. Juan de Austria._]

¿Quién ha de ser, sino el moderno Hércules, hijo del Júpiter de España,
que va restaurando la monarquía, á corona por año?

¿Qué tridente es aquel, que en medio de las aguas está fulminando fuego?

Es del valeroso duque de Alburquerque, que quiere igualar por la
valentía la fama de su gran padre, conseguida en Cataluña por gobierno.

¿Qué arco sería aquel, que está hecho pedazos en el suelo y todos sus
arpones rotos y despuntados? En lo pequeño parece juguete de algún
rapaz; mas en lo fuerte de algún gigante.

Ése, respondió, es uno de los más heroicos trofeos del Valor.

¿Pues qué gran cosa, replicó Andrenio, rendir un niño y desarmarle?
Ésa no la llames hazaña; sino melindre. Miren ¡qué clava de Hércules
rompida, qué rayo de Júpiter desmenuzado, qué espada de Pablo de Parada
hecha trozos!

¡Oh, sí!, que es muy orgulloso el rapaz y cuanto más desnudo más
armado, más fuerte cuando más flaco, más cruel cuando llorando, más
certero cuando ciego. Creedme que es gran triunfo vencer al que á todos
vence.

Y dínos ¿quién le rindió?

[Marginal: _Triunfo de la Castidad._]

¿Quién? De mil uno, aquel Fénis de la castidad, un Alfonso, un Filipo,
un Luis de Francia. ¿Qué diréis de aquella copa hecha también pedazos,
sembrados todos por tierra?

¡Qué otro blasón ése, dijo Andrenio, y más siendo de vidrio! ¡Qué gran
cosa! Ésas más son hazañas de pajes, de que hacen ciento al día.

Pues de verdad, ponderó el Valeroso, que era bien fuerte el que hacía
la guerra con ella y que derribó á muchos. Del más bravo no hacía él
más caso que de un mosquito.

¿Qué, estaría hechizada?

No, sino que hechizaba y les trastornaba á muchos el juicio. No dió
Circe más bebedizos, que brindó con ésta un viejo.

¿Y en qué transformaba las gentes?

Los hombres en jimios y las mujeres en lobas. Él era un raro veneno,
que apuntaba al cuerpo y hería el alma, al vientre, y pegaba en la
mente. ¡Oh cuántos sabios hizo prevaricar! Y es lo bueno que todos los
vencidos quedaban muy alegres.

Pues bien está por tierra la que á tantos derribó y éste sea el blasón
de los españoles.

¿Qué otras armas son aquellas, preguntó Critilo, que se conoce bien
su valor en su estimación, [Marginal: _El mayor valor._] pues están
conservadas en armarios de oro?

Éstas, respondió el Valeroso, son las mejores, porque son defensivas.

¡Qué escudos tan bizarros!

Y aun los más son escudos.

¿Este primero parece de cristal?

Sí y, al punto que se carea con el enemigo, le deslumbra y le rinde.
Es de la razón y verdad, con que el buen emperador Ferdinando Segundo
triunfó del orgullo de Gustavo Adolfo y de otros muchos.

Estos otros tan cortos y tan lunados ¿de quién son? Que parecen de
algún alunado capricho.

Éstos fueron de mujeres.

¿De mujeres?, replicó Andrenio. ¿Y aquí, entre tanta valentía?

Sí, que las amazonas sin hombres fueron más que hombres y los hombres
entre mujeres son menos que mujeres. Éste que aquí veis dicen está
encantado, que por más golpes que le den, por más tiros que le hagan,
no le hacen mella ni los mismos reveses de la Fortuna y esto á prueba
de la paciencia del mismo don Gonzalo de Córdoba. Repara en aquel tan
brillante.

Parece moderno.

Y es impenetrable, del sagaz y valeroso marqués de Mortara, que con su
mucha espera y valor ha restaurado á Cataluña. Esta rodela acerada,
grabada de tantas hazañas y trofeos, fué del primer conde de Ribagorza,
cuyo valor prudente pudo hacerse lugar y aun campear al lado de tal
padre y de un tal hermano.

[Marginal: _D. Alonso de Aragón._]

Dióles curiosidad de entender una letra, que en un escudo decía:

Ó con Este ó en Este.

Ésa fué la noble empresa de aquel gran vencedor de reyes, en que quiso
decir que ó con el escudo vitorioso ó en él muerto.

Dióles mucho gusto ver en uno pintado un grano de pimienta por empresa.

¿Cómo lo podrá divisar el enemigo?, dijo Andrenio.

¡Oh!, dijo, que el famoso general Francisco González Pimienta se avanza
tanto al enemigo, que le hace ver y aun probar su picante braveza.

Vieron ya uno en forma de corazón.

¿Éste debía ser de algún grande amartelado?, dijo Andrenio.

No fué, sino de quien todo es corazón, hasta el mismo escudo, digo
aquel gran descendiente del Cid, heredero de su ínclito valor, el duque
del Infantado.

Había una rodela hecha de una materia bien extraordinaria, ni usada ni
conocida.

[Marginal: _Valerosa prudencia._]

Es, dijo, de la oreja de un elefante. Con ésta se armaba de igual valor
á su mucha prudencia el marqués de Caracena.

¡Qué brillante celada aquélla!, celebró Critilo.

Sí lo es, dijo el Valeroso, y que celaba bien con ella sus intentos el
rey don Pedro de Aragón, de tal arte que, si su misma camisa llegara á
rastrearlos, al punto la abrasara.

¿Qué casco es aquel tan capaz y tan fuerte?

Éste fué para una gran testa, no menos que del duque de Alba, hombre de
superlativo juicio y que no se dejaba vencer, no sólo de los enemigos,
pero ni de los suyos, como Pompeyo en dar la batalla al César contra su
propio dictamen.

¿Es por dicha aquel relumbrante yelmo el de Mambrino?

Por lo impenetrable ya pudiera; fué de don Felipe de Silva, de cuya
gran cabeza dijo el bravo mariscal de la Mota le daba más cuidado, que
seguridad sus pies impedidos de la gota. Mira aquel morrión del marqués
Espinola, qué defendido está con el guardanaso de su gran sagacidad,
que con la misma verdad deslumbró la atención del vivaz Enrico Cuarto.
Todas estas armas son para la cabeza y más de hombres sagaces, que de
mancebos audaces; tan importantes, que por eso este archivo es llamado
con especialidad el retrete del valor.

Aquí vieron muchas cartas hechas pedazos, esparcidas por el suelo y
pisados sus caballos y sus reyes.

Ya me parece, dijo Andrenio, que te oigo exagerar una gran batalla, que
aquí se dió, y la gran vitoria conseguida.

Por lo menos no me negarás, replicó el Valeroso, que hubo barajas. Que
siempre se componen de espadas y oros y luego andan los palos. ¿No te
parece que fué gran valor el de aquel, que, cogiendo entre sus dos
manos una baraja, toda junta la tronchó de una vez?

Ése, respondió Andrenio, más parece efecto de las grandes fuerzas de
don Gerónimo de Ayanzo, que de un heroico valor.

Por lo menos sería el día de su mayor ganancia, y ten por cierto que no
hay valor igual, como escusar las barajas ni hay mejor salida de los
empeños, que no empeñarse. ¿Quieres ver la mayor valentía del mundo?
Llega y mira esas joyas, esas galas, esa bizarría pisada y hollada en
ese duro suelo.

Éste, replicó Andrenio, parece aderezo mujeril. Pues ¿qué gran vitoria
fué despojar una femenil flaqueza, triunfar de una bellísima ternura?
¿Qué arneses vemos aquí deshechos, qué yelmos abollados?

[Marginal: _Belleza triunfante._]

Oh, sí, dijo, que esto fué triunfar de un mundo entero y retirarse al
cielo la más aplaudida belleza de una Serenísima Señora Infanta, Sor
Margarita de la Cruz, seguida después de Sor Dorotea, gloria mayor de
Austria, que dejando de ser ángeles, pasaron á ser serafines en la
religión de ellos. También son trofeo de un gran valor esas plumas de
pavón esparcidas y estos airones de una altanera garza, penachos de su
soberbia, ya despojos de una loca vanidad rendida.

Pero lo que más le satisfizo fué ver hecha pedazos una afilada guadaña.

Éste, sí, que es triunfo, exclamaron. ¡Que haya valor en un moro
cristiano y en una reina María Estuarda, para despreciar la misma
muerte!

Trataron ya de armarse los dos conquistadores del monte de Virtelia.
Iban escogiendo armas valientes, espadas de luz y de verdad, que á fuer
de eslabones fulminasen rayos; escudos impenetrables de sufrimiento,
yelmos de prudencia, arneses de fortaleza invencible. Y sobre todo el
cuerdamente Valeroso les revistió muchos y generosos corazones, que no
hay mayor compañía en los aprietos. Viéndose Andrenio tan bien armado,
dijo:

Ya no hay que temer.

Sólo lo malo, le respondió, y lo injusto.

Daba demostraciones de su gran gozo Critilo.

Con razón, le dijo, te alegras, pues, aunque concurran en un varón
todas las demás ventajas de sabiduría, nobleza, gracia de las gentes,
riqueza, amistad, inteligencia, si el valor no las acompaña, todas
quedan estériles, frustradas. Sin valor nada vale, todo es sin fruto.
Poco importa que el consejo dicte, la prudencia prevenga, si el valor
no ejecuta. Por eso la sabia naturaleza dispuso que el corazón y el
celebro en la formación del hombre comenzasen á la par, para que fuesen
juntos el el pensar y el obrar.

Esto les estaba ponderando, cuando de repente interrumpió su discurso
una viva arma, que se comenzó á tocar por todas partes. Acudieron
prontos á tomar las armas y á ocupar sus puestos. Lo que fué y lo que
les sucedió nos dirá la Crisi siguiente.



CRISI IX

_Anfiteatro de monstruosidades._


Pasaba un río y río de lo que pasa entre márgenes opuestas, coronada de
flores la una y de frutos la otra; prado aquélla de deleites, así como
ésta de seguridades. Escondíanse allí entre las rosas las serpientes,
entre los claveles los áspides, y bramaban las hambrientas fieras,
rodeando á quien tragarse. En medio de tan evidentes riesgos estaba
descansando un hombre, si lo es un necio. Pues pudiendo pasar el río y
meterse en salvo de la otra parte, se estaba muy descuidado, cogiendo
flores, coronándose de rosas y de cuando en cuando volviendo la mira á
contemplar el río y ver correr sus cristales.

Dábale voces un cuerdo, acordándole su peligro y convidándole á pasarse
de la otra banda, con menos dificultad hoy que mañana. Mas él muy á lo
necio respondía que estaba esperando acabase de correr el río, para
poderle pasar sin mojarse.

Oh, tú, que haces mofa del fabulosamente necio, advierte que eres el
verdadero, tú eres el mismo de quien te ríes: tanta y tan solemne es tu
demencia, pues instándote que dejes los riesgos del vicio y te acojas
á la banda de la virtud, respondes que aguardas acabe de pasar la
corriente de los males.

[Marginal: _Escusa vulgar._]

Si le preguntáis al otro por qué no acaba de ajustarse con la razón,
responde que está aguardando pase el arrebatado torrente de sus
pasiones: que no quiere comenzar el camino de la virtud hoy, si ha de
volver al del vicio mañana.

Si le acordáis á la otra sus obligaciones, la afrenta que causa á los
propios y la murmuración á los extraños, dice que corre con todas, que
así se usa, que con más edad tendrá más cordura.

Consuélase aquél de no estudiar y dice que no piensa cansarse, pues no
se premian letras ni se estiman méritos.

Escúsase éste de no ser hombre de sustancia, diciendo que no hay quien
lo sea. Todo está perdido, que no se usa la virtud; todos engañan,
adulan, mienten, roban y viven de artificio. Y déjase arrebatar de la
corriente de la maldad.

El juez se lava las manos de que no hace justicia, con que todo está
rematado y no sabe por dónde comenzar. Así que todos aguardan á que
amaine el ímpetu de los vicios, para pasarse á la banda de la virtud.
Mas es tan imposible el cesar los males, el acabarse los escándalos en
el mundo, mientras haya hombres, como el parar los ríos; lo acertado es
poner el pecho al agua y con denodado valor pasar de la otra banda al
puerto de una seguridad dichosa.

Peleando estaban ya los dos valerosos guerreros, que no es otra cosa
la vida humana, que una milicia á la malicia, [Marginal: _Milicia
contra malicia._] y á esto les habían tocado arma trecientos monstruos,
causa deste rebato, que con los rayos de la razón descubrieron sus
ardides; las atalayas en atenciones avisaron á los fuegos de su celo
y éste al valor de ambos, que denodadamente los fueron persiguiendo y
retirando, tanto, que llevados de su ardor en el alcance, se hallaron
á las puertas de un hermosísimo palacio, primer fábrica del mundo, el
más artificioso y bienlabrado, que jamás vieron, aunque habían admirado
tantos. Ocupaba el centro de un ameno prado, con ambiciones de paraíso,
de aquellos que no perdona el gusto. Su materia, aunque tierra,
desmentida de los primores del arte, dejaba muy atrás la misma solar
esfera. Obra al fin de grande artífice y fabricada para un príncipe
grande.

¿Si sería éste, dijo Andrenio, el tan alabado alcázar de Virtelia?
Que una cosa tan perfecta no puede ser estancia, sino de su grande
perfección. Que tal suele ser el epiciclo, cual la estrella.

Oh, no, dijo Critilo, que éste está á los pies del monte y aquél sobre
su cabeza, aquél se empina hasta el cielo y éste se roza con el abismo,
aquél entre austeridades y éste entre delicias.

Esto ponderaban, cuando vieron asomar por su majestuosa puerta, al
cabo de muchas varas de nariz, un hombrecillo de media, que viéndolos
admirados, les dijo:

Yo no sé de qué; pues así como hay hombres de gran corazón y de gran
pecho, yo lo soy de grandes narices.

Toda gran trompa, dijo Critilo, siempre fué para mí señal de grande
trampa.

[Marginal: _Varón sagaz._]

¿Y por qué no de sagacidad?, replicó él. Pues advertí que con ésta os
he de abrir camino. Seguidme.

Lo primero, que encontraron en el mismo atrio, fué un establo, nada
estable, aunque lleno de gente lucida, hombres de mucho porte y de más
cuenta, muy hallados todos con los brutos, sin asquear el mal olor de
tan inmunda estancia.

¿Qué es esto?, dijo Critilo. ¿Cómo éstos, que parecen personas, están
en tan vil lugar?

Por su gusto, respondió el Sátiro.

¿Pues desto gustan?

Sí, que los más de los hombres eligen antes vivir en la hedionda
pocilga de sus bestiales apetitos, que arriba en el salón dorado de la
razón.

No se sentía otro dentro, que malas voces y bramidos de fieras, ni se
oían sino monstruosidades. Era intolerable la hediondez que despedía.

¡Oh, casa engañosa!, exclamó Andrenio: por fuera toda maravillas y por
dentro monstruosidades.

[Marginal: _Palacio del alma._]

Sabed, dijo el Sátiro, que este hermoso palacio se fabricó para la
Virtud; mas el Vicio se ha levantado con él, hale tiranizado. Y así de
ordinario veréis que hace su morada en la mayor hermosura y gentileza,
el cuerpo más lindo y agraciado, criado para estancia hermosa de la
Virtud, le toparéis lleno de torpezas, la mayor nobleza de infamias, la
riqueza de ruindades.

Comenzaron con esto á rehusar el empeñarse, temiendo el despeño, cuando
uno de aquellos monstruos les dijo:

En esto no reparéis, que aquí siempre hay salida para todo y yo soy
el que á cuantos se empeñan, la hallo. Á la doncellita la persuado
su deshonra, diciéndola que no le faltará una amiga ó una piadosa
tía de quien fiarse. Al asesino que mate, que ya habrá quien le haga
espaldas. Al ladrón que robe. Al salteador que desuelle, que ya se
hallará un simple compasivo, que interceda por él á la justicia. Al
tahur que juegue, que no faltará un amigo enemigo, que le preste. De
suerte que por grande que sea el despeño, le pinto fácil el salto; por
entrincado que sea el laberinto, le hallo el ovillo de oro; y á toda
dificultad, la solución. Así que bien podéis entrar. Fiaos de mí, que
os desempeñaré.

Fué á meter el pie Critilo y al punto encontró con un monstruo
horrible, porque tenía las orejas de abogado, la lengua de procurador,
las manos de escribano, los pies de alguacil.

Escápate, gritó el Sátiro, de todo pleito; aunque sea dejándoles la
capa.

[Marginal: _Cortesía engañosa._]

Íbanse retirando con recelo, cuando con mucho agrado se llegó á ellos
otro monstruo muy cortés, suplicándoles fuesen servidos de entrar por
cortesía, que no serían los primeros, que se habían perdido de puro
corteses. Y si no, preguntadle á aquél, que parece hombre circunspecto
y de juicio, cómo se jugó la hacienda y tras ella la honra y el
descanso de su casa.

Y respondióles:

Señor, rogáronme que hiciese un cuarto, que les faltaba, y deshice
todos los de mi casa, porque no me tuviesen por grosero, Púseme á
jugar, piquéme y lastiméme á mí mismo. Pensé desquitarme y acabé con
todo por cortesía.

Preguntadle á aquel otro, que se pica de entendido, cómo perdió la
salud, la honra y la hacienda, con la otra loquilla.

Y respondióles que por no parecer descortés, mantuvo la conversación.
De allí pasó á la correspondencia, hasta hallarse perdido por cortesía.

La otra, porque no la tuviesen por necia, respondió al dicho y luego
al billete. El marido, por no parecer grosero, disimuló con los muchos
yentes y vinientes á su casa. El juez, obligado de la intercesión del
poderoso, hizo la injusticia. De suerte que son infinitos los que se
han perdido en el mundo por cortesía.

Y con esto y mil zalemas, que les hizo, les obligó á entrar. Érase
un tan espacioso atrio, que tomaba todo un mundo, célebre anfiteatro
de monstruosidades, tan grandes como muchas, donde tuvieron más que
abominar, que admirar y vieron cosas, aunque muchas veces vistas, que
no se podían ver.

[Marginal: _Vicios encadenados._]

Estaba en el primero y último lugar una horrible serpiente, coco de la
misma hidra, tan envejecida en el veneno, que la habían nacido alas y
se iba convirtiendo en un dragón, inficionando con su aliento al mundo.

¡Terrible cosa, dijo Critilo, que de la cola de la culebra nazca el
basilisco y de los dejos de la víbora el dragón! ¿Qué monstruosidad es
ésta?

Como déstas se ven en el mundo cada día, respondió el Sátiro. Veréis
que acaba la otra con su deshonestidad propia y comienza la ajena. No
hace cara ya al vicio, por no tenerla. Da alas á la otra, que comienza
á volar, y hace sombra á los soles, que amanecen. Pierde el tahur su
grande herencia y pone casa de juego: da naipes, despabila las velas
abrasadoras, corta tantos para tontos. El farsante para en charlatán
y saltimbanco, el acuchillador en maestro de esgrima; el murmurador,
cuando viejo, en testigo falso; el holgazán, en escudero; el malsín,
en catedrático del duelo; el infame, en libro verde; y el bebedor en
tabernero, aguándoles el vino á los otros.

Iban dando la vuelta y viendo portentosas fealdades. Fuélo harto ver
una mujer, que de dos ángeles hacía dos demonios, digo, dos rapazas
endiabladas. Y teniéndolas desolladas, las metió á asar á un gran fuego
y comenzó á comer dellas sin ningún horror, tragando muy buenos bocados.

¡Qué fiereza es ésta tan inhumana!, ponderó Andrenio. ¿No me dirás
quién es ésta, que deja atrás los mismos trogloditas?

[Marginal: _Mala madre._]

Pues advierte que es su madre.

¿La misma, que las echó á luz?

Y hoy las oscurece. Ésta es la que teniendo dos hijas tan hermosas como
viste, las mete en el fuego de su lascivia; dellas come y traga los
buenos bocados.

Salióles de través otro monstruo, no menos raro. Era de tan exótica
condición, de un humor tan desproporcionado, que, si le pegaban con un
garrote de encina y le quebraban las costillas ó un brazo, no hacía
sentimiento; pero, si le daban con una caña, aunque levemente, sin
hacerle ningún daño, era tal su sentimiento, que alborotaba el mundo.
Llegó uno y dióle una penetrante puñalada y la tuvo por mucha honra.
Y porque llegó otro y le pegó un ligero espaldarazo con la espada
envainada, sin sacarle una gota de sangre, lo sintió de manera, que
revolvió toda su parentela para la venganza. Pególe uno á puño cerrado
un tan fiero mojicón, que le ensangrentó la boca y le derribó los
dientes y no se alteró. Y porque otro le asentó la mano estendida,
coloreándole el rostro, fué tal su rabia, que hundía el mundo, haciendo
estremos. ¿Pues qué? Si le arrojaban un sombrero, no sentía tanto,
que le tirasen un ladrillo y le polvoreasen los sesos. No tenía por
afrenta el mentir, el no cumplir su palabra, el engañar, el decir mil
falsedades. Y porque uno le dijo; mentís: pensó reventar de cólera y no
quiso comer hasta tomar venganza.

¡Qué raro humor de monstruo éste, celebró Critilo, entreverado de
necedad y locura!

Así es, dijo el Sagaz, ¿y quién creerá que está hoy muy valido en el
mundo?

¿Será entre bárbaros?

No, sino entre cortesanos; entre la gente más ladina.

¿Y no sabríamos quién es?

[Marginal: _El duelo._]

Éste es el tan sonado Duelo: dígole, el descabezado, tan civil como
criminal.

Pasaron á la otra banda, y registraron las monstruosidades de la
necedad, que eran otras tantas. [Marginal: _Monstruos de la necedad._]
Vieron que no osaba comer un camaleón por ahorrar, para que tragase
después el puerco de su heredero. Un melancólico, pudriéndose del buen
humor de los otros; muchos, que porfiaban sin estrella; él de todos,
si no de sí mismo. Admiráronse de uno, que pretendía por mujer la que
había muerto á su marido y él quería ser el marivenido. Un soldado,
muriendo en un barranco, muy consolado de no gastar con médicos ni
sacristanes. Un señor, que encomendaba á otros el mandar.

Estaba uno encendiendo fuego de canela para asar un rábano; un rico
pretendiendo y un caduco enamorando. Aquí toparon con el de cien
pleitos y un prelado huyendo dél, porque no le metiese pleito en la
mitra. Vieron uno, que, habiéndole dicho fuese á descansar á su casa,
se equivocó y se iba á la sepultura. Aquí estaba también el que hacía
almohada del chapín de la Fortuna, y á su lado el que del cogote de la
Ocasión pretendía hacerse la barba; el que llevaba descubiertas las
perdices y no las vendía.

Íbase uno á la cárcel por otro. Pero el más aborrecido, era un hombre
bajo, descortés. Estaba uno parando lazos á los raposos viejos y otro
pasando del dar al pedir; el que compraba caro lo que era suyo; y
estaba otro papando lisonjas de sus convidados, el juglar de las casas
ajenas y en la suya cantimplora; el que decía que no es de príncipes el
saber; el que todas las cosas hacía con eminencia, si no su empleo.

Entraba en el lugar del que vivía de necio el que moría de sabio; el
que, pudiendo ser sol en su esfera, no era constelación en la ajena; el
que fundía en balas sus doblones. Estaban dos, el uno jugando bien y
siempre perdiendo, y el otro sin saberse dejar, ganando. Un presumido
con cuatro letras garrafales y el que conociendo un temerario, le fiaba
todo su ser. Y sobre todo, uno, que viviendo de burlas, se iba al
infierno de veras.

Todas estas monstruosidades y otras más estaban admirando, cuando
arrebató de nuevo su atención un monstruo, que, huyendo de un ángel, se
iba tras un demonio ciego y perdido por él.

Ésta sí que es portentosa necedad, dijeron; nada son las pasadas.

Éste es, dijo el Sagaz, un hombre, que, teniendo una consorte que le
dió Dios discreta, noble, rica, hermosa y virtuosa, anda perdido por
otra, que le atrazó el diablo, por una moza de cántaro, por una vil y
asquerosa ramera, por una fea, por una loca insufrible, con quien gasta
lo que no tiene. Para su mujer no saca el honesto vestido y para la
amiga la costosa gala. No halla un real para dar limosna y gasta con la
ramera á millares. La hija trae desnuda y la amiga rozando lamas. ¡Oh,
fiero monstruo, casado con hermosa y amancebado con fea!

Veréis que unos vicios, aunque destruyen la honra, dejan la hacienda.
Consumen otros la hacienda y perdonan la salud. Pero este de la torpeza
con todo acaba, honra, hacienda, salud y vida.

[Marginal: _Torpe monstruosidad._]

Lado por lado estaban otros dos monstruos tan confinantes, cuan
diferentes, para que campeasen más los estremos. El primero tenía más
malos ojos que un bizco, siempre miraba de mal ojo. Si uno callaba,
decía que era un necio; si hablaba, que un bachiller; si se humillaba,
apocado; si se mesuraba, altivo; si sufrido, cobarde; y si áspero,
furioso; si grave, le tenía por soberbio; si afable, por liviano;
si liberal, por pródigo; si detenido, por avaro; si ajustado, por
hipócrita; si desahogado, por profano; si modesto, por tosco; si
cortés, por ligero. ¡Oh, maligno mirar!

Al contrario, el otro se gloriaba de tener buena vista, todo lo miraba
con buenos ojos, con tal estremo de afición, que á la desvergüenza
llamaba galantería, á la deshonestidad buen gusto, la mentira decía que
era ingenio, la temeridad valentía, la venganza pundonor, la lisonja
cortejo, la murmuración donaire, la astucia sagacidad y el artificio
prudencia.

¡Qué dos monstruosidades, dijo Andrenio, tan necias! Siempre van los
mortales por estremos, nunca hallan el medio de la razón: ¡y se llaman
racionales!

¿No sabríamos qué dos monstruos son éstos?

[Marginal: _Pía, y impía afición._]

Sí, dijo el Sagaz: aquella primera es la mala Intención, que toma de
ojo todo lo bueno; esta otra al contrario, es la Afición, que siempre
va diciendo:

Todo mi amigo es buen hombre.

Éstos son los antojos del mundo. Ya no se mira de otro modo y así tanto
se ha de atender á quien alaba ó á quien vitupera, como al alabado ó
vituperado.

Ruaba un otro bien monstruoso, muy tapado.

Éste, dijo Andrenio, parece monstruo vergonzante.

Antes, respondió el Sátiro, es de la desvergüenza.

¿Pues una mujer sin ella, cómo va atapada contra su natural inclinación
de ser vistas?

Ahí verás que, cuando más descaradas, esconden la cara.

¡He, que será recato!

No es sino correr el velo á sus obligaciones. Ayer iba al contrario,
tan escotada, que parece que descubriera más, si más pudiera. Siempre
van por estremos.

Venía ya un monstruo muy humano, haciendo reverencias á los mismos
lacayos, besando los pies aun á los mozos de cocina. Llamaba señoría
á quien no merecía merced, á todo el mundo con la gorra en la mano,
previniendo de una legua la cortesía. Á unos se ofrecía por su mayor
afecto, á otros por su menor criado.

[Marginal: _Ambición cortés._]

¡Qué monstruo tan comedido éste!, ponderaba Andrenio, ¡qué humano! No
he visto monstruo humilde hasta hoy.

¡Qué bien lo entiendes!, dijo el Sátiro: no hay otro más soberbio. ¿No
ves tú, que, cuanto más se abate, quiere subir más alto? Para poder
mandar á los amos, se humilla á los criados. Estas reverencias hasta el
suelo, son botes y rebotes de pelota, que da en tierra, para subir al
aire de su vanidad.

Al fin, si es que las necedades le tienen, apareció ya la más rara
figura, un monstruo, por lo viejo decano. Descubría la cabeza toda
pelada, sin cabellos de altos pensamientos, ni negros por lo profundo
ni blancos por lo cuerdo, sin un pelo de sustancia. Movíasele á un lado
y á otro, sin consistencia alguna. Los ojos, en otro tiempo tan claros
y perspicaces, ahora tan flacos y lagañosos, que no veían lo que más
importaba y de lejos poco ó nada, para prevenir los males. Los oídos,
algún día muy oidores, tan sordos y tan atapados, que no percibían la
voz flaca del pobre, sino la del ricazo, la del poderoso, que hablan
alto. La boca desierta, que no sólo no gritaba con la eficacia que
debía; pero ni osaba hablar. Y si algo, entre los dientes, que no
tenía. Las manos, antes grandes ministras y obradoras de grandes cosas,
se veían gafas, un gancho en cada dedo, con que de todo se asían y
nada soltaban. Los humildes y plebeyos pies, tan gotosos y torcidos,
que no acertaban á dar un paso. De suerte que en todo él no había cosa
buena ni parte sana. Él se dolía y todos se quejaban; pero nadie se
lastimaba, ninguno trataba de poner remedio.

Seguíanle otros tres, altercando entre sí la tiranía universal de
los mortales. Traía el primero cara de veneno dulce y era escollo
de marfil, hermosa muerte, despeño deseado, engaño agradable, mujer
fingida y sirena verdadera, loca, necia, atrevida, cruel, altiva
y engañosa. Pedía, mandaba, presumía, violentaba, tiranizaba y
antojábansele bravos desvaríos.

¿Qué cosa puede haber en el mundo, decía, que para mí no sea? Todo
cuanto hay, al cabo se viene á reducir á mi gusto. Si se hurta, es para
mí; si se mata, por mí; si se habla, es de mí; si se desea, es á mí;
si se vive, conmigo; de suerte, que cuantas monstruosidades hay en el
mundo...

[Marginal: _La Carne._]

Eso no concederé yo, dijo él mismo, tan bizarro como vano rico, pero
necio; altivo, pero ruin. Todo cuanto hay y luce, todo es para mí, todo
sirve á mi pompa y ostentación. Si el mercader roba, es para vivir en
el mundo; si el caballero se empeña, es para cumplir con el mundo; si
la mujer se engalana, es para parecer en el mundo. Todos los vicios
dan treguas: el glotón se ahita, el deshonesto se enfada, el bebedor
duerme, el cruel se cansa; pero la vanidad del mundo, nunca dice basta;
siempre locura y más locura y no me enojéis, que lo daré todo al diablo.

[Marginal: _El Mundo._]

Aquí estoy yo, dijo éste, tomándolo todo, que no hay cosa, que no sea
mía, por habérmela dado muchas veces.

En enojándose el marido, dice luego:

¡Mujer de Bercebú!

Y ella responde:

Hombre del diablo.

Llévete Satanás, dice la madre al hijo.

Y el amo:

Válgante mil diablos.

Válganle á él, responde el criado.

Y hombre hay tan monstruo, que dice:

Válgame una legión de demonios.

[Marginal: _El Diablo._]

De suerte que no se hallará cosa en el mundo, que no se me haya dado
ella á mí ó me la hayan dado muchas veces. Y tú mismo, ¡oh mundo!
¿puedes negar que no seas todo mío?

¿Yo? ¿De qué modo?

Maldito seas tú y qué poca vergüenza que tienes.

Y aun por eso, replicó él: que quien no tiene vergüenza, todo el mundo
es suyo.

Apelaron de su porfía para el monstruo coronado, príncipe de la
Babilonia común. Éste, oída su altercación, les dijo:

Ea, acabá, dejaos de pesares, venid, holguémonos, logremos la vida,
gocemos de sus gustos, de los olores y ungüentos preciosos, de los
banquetes y comidas, de los lascivos deleites. Mirá que se nos pasa
la flor de la edad. Pasemos la edad en flor, comamos y bebamos, que
mañana moriremos. Andémonos de prado en prado, dando verdes á nuestros
apetitos. Yo os quiero repartir las jurisdiciones y vasallos, para que
no estéis pleiteando cada día.

Tú, oh Carne, llevarás tras ti todos los flacos, ociosos, regalones y
destemplados; reinarás sobre la hermosura, el ocio y el vino; serás
señora de la voluntad.

Y tú, oh Mundo, arrastrarás todos los soberbios, ambiciosos, ricos y
potentados; reinarás en la fantasía.

Mas tú, Demonio, serás el rey de los mentirosos, de los que se pican de
entendidos; todo el distrito del ingenio será tuyo.

Veamos ahora en qué pecan estos dos peregrinos de la vida, dijo
señalando á Critilo y Andrenio, para que rindan vasallaje de
monstruosidad, que ni hay bestia sin tacha ni hombre sin crimen. Lo que
averiguaron de ellos se quedará para la siguiente Crisi.



CRISI X

_Virtelia encantada._


Aquel antípoda del cielo redondo, siempre rodando, jaula de fieras,
palacio en el aire, albergue de la iniquidad, casa á toda malicia, niño
caducando, llegó ya el mundo á tal estremo de inmundo y sus mundanos
á tal remate de desvergonzada locura, que se atrevieron con públicos
edictos á prohibir toda virtud. [Marginal: _Leyes del mundo._] Y esto
so graves penas, que ninguno dijese verdades, menos de ser tenido por
loco; que ninguno hiciese cortesía, so pena de hombre bajo; que ninguno
estudiase ni supiese, porque sería llamado el estoico ó el filósofo;
que ninguno fuese recatado, so pena de ser tenido por simple; y así de
todas las demás virtudes.

Al contrario, dieron á los vicios campo franco y pasaporte general para
toda la vida. Pregonóse un tan bárbaro desafuero por las anchuras de
la tierra, siendo tan bien recibido hoy, como ejecutado ayer, dando
una gran campanada. Mas, ¡oh, caso raro é increíble! cuando se tuvo
por cierto que todas las virtudes habían de dar una extraordinaria
demostración de su sentimiento, fué tan al contrario, que recibieron la
nueva con extraordinario aplauso, dándose unas á otras la norabuena y
ostentando indecible gozo. Al revés, los vicios, andaban cabizbajos y
corridos, sin poder disimular su tristeza. Admirado un discreto de tan
impensados efectos, comunicó su reparo con la Sabiduría, su señora y
ella:

No te admires, le dijo, de nuestro especial contento. Porque este
desafuero vulgar está tan lejos de causarnos algún perjuicio, que antes
bien le tenemos por conveniencia. No ha sido agravio, sino favor, ni
se nos podía haber hecho mayor bien. Los vicios sí quedan destruídos
desta vez. Bien pueden esconderse y así con justa causa se entristecen.
Éste es el día en que nosotras nos introducimos en todas partes y nos
levantamos con el mundo.

¿Pues en qué lo fundas?, replicó el Curioso.

[Marginal: _Virtud vedada._]

Yo te lo diré. Porque son de tal condición los mortales, tienen tan
estraña inclinación á lo vedado, que, en prohibiéndoles alguna cosa,
por el mismo caso la apetecen y mueren por conseguirla. No es menester
más, para que una cosa sea buscada, sino que sea prohibida. Y es esto
tan probado, que la mayor fealdad vedada es más codiciada, que la mayor
belleza concedida. Verás que, en vedando el ayuno, se dejarán morir de
hambre el mismo Epicuro y Eliogábalo. En prohibiendo el recato, dejará
Venus á Chipre y se meterá entre las Vestales. Buen ánimo, que ya no
habrá embustes, ruines correspondencias, malos procederes, agarros ni
traiciones. Cerrarse han los públicos teatros y garitos. Todo será
virtud. Volverá el buen tiempo y los hombres hechos á él. Las mujeres
estarán muy casadas con sus maridos y las doncellas lo serán de honor.
Obedecerán los vasallos á sus reyes y ellos mandarán. No se mentirá en
la corte ni se murmurará en la aldea. Verse ha desagraviado el sexto
de todo sexo. Gran felicidad se nos promete. Éste sí que será el siglo
dorado.

Cuánta verdad fuese ésta, presto lo experimentaron Critilo y Andrenio,
que, habiéndose hurtado á los tres competidores de su libertad,
mientras aquéllos estaban entre sí compitiendo, marchaban éstos cuesta
arriba al encantado palacio de Virtelia. Hallaron aquel áspero camino,
que tan solitario se les habían pintado, lleno de personas, corriendo
á porfía en busca della. Acudían de todos estados, sexos, edades,
naciones y condiciones, hombres y mujeres. No digo ya los pobres, sino
los ricos, hasta magnates, que les causó estraña admiración.

[Marginal: _Varón de luces_]

El primero con quien encontraron á gran dicha, fué un varón prodigioso,
pues tenía tal propriedad, que arrojaba luz de sí, siempre que quería y
cuanta era menester, especialmente en medio de las mayores tinieblas.
De la suerte que aquellos maravillosos peces del mar y gusanos de la
tierra, á quienes la varia naturaleza concedió el don de luz, la tienen
reconcentrada en sus entrañas, cuando no necesitan della y, llegada la
ocasión, la avivan y sacan fuera: así este portentoso personaje tenía
cierta luz interior, ¡gran don del cielo! allá en los más íntimos senos
del cerebro, que siempre, que necesitaba della, la sacaba por los ojos
y por la boca, fuente perene de luz clarificante.

Éste, pues, varón lucido, esparciendo rayos de inteligencia, los
comenzó á guiar á toda felicidad por el camino verdadero. Era muy agria
la subida. Sobre la dificultad de principio, dió muestras de cansarse
Andrenio y comenzó á desmayar y tuvo luego muchos compañeros. Pidió que
dejasen aquella empresa para otra ocasión.

Eso no, dijo el varón de luces, por ningún caso: que, si ahora no te
atreves en lo mejor de la edad, menos podrás después.

He, replicaba un joven, que nosotros ahora venimos al mundo y
comenzamos á gustar dél. Demos á la edad lo que es suyo; tiempo queda
para la virtud.

[Marginal: _Escusas de la virtud._]

Al contrario, ponderaba un viejo. ¡Oh!, si á mí me cogiera esta áspera
subida con los bríos de mozo, ¡con qué valor la pasara!, ¡con qué ánimo
la subiera! Ya no me puedo mover, fáltanme las fuerzas para todo lo
bueno. No hay ya que tratar de ayunar ni hacer penitencia; harto haré
de vivir con tanto achaque: no son ya para mí las vigilias.

Decía el noble:

Yo soy delicado, hanme criado con regalo. ¿Yo ayunar? Bien podrían
enterrarme al otro día. No puedo sufrir las costuras del cambray, ¿qué
sería el saco de cerdas?

El pobre por lo contrario, decía:

Bien ayuna quien malcome; harto haré en buscar la vida para mí y para
mi familia. El ricazo sí que las come holgadas; ése que ayune, dé
limosna, trate de hacer buenas obras.

De suerte que todos echaban la carga de la virtud á otros,
pareciéndoles muy fácil en tercera persona y aun obligación. Pero el
guión luciente:

Nadie se me exima, decía: que no hay más de un camino. Ea, que buen día
se nos aguarda.

Y echaba un rayo de luz, con que los animaba eficazmente.

Comenzaron á tocarles arma las horribles fieras pobladoras del monte.
Sentíanlas bramar rabiando y murmurando y tras cada mata les salteaba
una: que tiene muchos enemigos lo bueno. Los mismos padres, los
hermanos, los amigos, los parientes, todos son contrarios de la virtud
y los domésticos, los mayores.

[Marginal: _Enemigos domésticos._]

Andá, que estáis loco, decían los amigos, dejaos de tanto rezar, de
tanta misa y rosario, vamos al paseo, á la comedia.

Si no vengáis este agravio, decía un pariente, no os hemos de tener por
tal. Vos afrentáis á nuestro linaje. He, que no cumplís con vuestras
obligaciones.

No ayunes, decía la madre á la hija, que estás de mal color, mira que
te caes muerta.

De modo que todos, cuantos hay, son enemigos declarados de la virtud.

Salióles ya al opósito aquel león tan formidable á los cobardes.
Arredrábase Andrenio y gritóle Lucindo echase mano á la espada de
fuego. Y al mismo punto, que la coronada fiera vió brillar la luz entre
los aceros, echó á huir: que tal vez piensa hallar uno un león y topa
un panal de miel.

¡Qué presto se retiró!, ponderaba Critilo.

Son éstas un género de fieras, respondió Lucindo, que en siendo
descubiertas, se acobardan, en siendo conocidas huyen.

[Marginal: _Tentación descubierta._]

Esto es ser persona, dice uno. Y no es sino ser un bruto; aquí está el
valer y el medrar, y no es sino perderse, que las más veces entra el
viento de la vanidad por los resquicios, por donde debiera salir.

Llegaron á un paso de los más dificultosos, donde todos sentían gran
repugnancia. Causóle grima á Andrenio y propúsole á Lucindo:

¿No pudiera pasar otro por mí esta dificultad?

No eres tú el primero que ha dicho otro tanto. ¡Oh, cuántos malos
llegan á los buenos y les dicen que los encomienden á Dios y ellos se
encomiendan al diablo; piden que ayunen por ellos y ellos se hartan y
embriagan; que se deciplinen y duerman en una tabla, y estánse ellos
revolcando en el cieno de sus deleites! ¡Qué bien le respondió á uno
déstos aquel moderno apóstol de la Andalucía!:

Señor mío, si yo rezo por vos y ayuno por vos, también me iré al cielo
por vos.

Estando emperezando Andrenio, adelantóse Critilo y, tomando de atrás la
corrida, saltó felizmente. Volviósele á mirar y dijo:

[Marginal: _Dificultades del vicio._]

Ea, resuélvete, que harto mayores dificultades se topan en el camino
ancho y cuesta abajo del vicio.

¿Qué duda tiene eso?, respondió Lucindo; y si no decidme si la virtud
mandara los intolerables rigores del vicio, ¿qué dijeran los mundanos?
¿Cómo lo exageraran? ¿Qué cosa más dura, que prohibirle al avaro sus
mismos bienes, mandándole que no coma ni beba ni se vista ni goce de
una hacienda adquirida con tanto sudor? [Marginal: _Facilidades de la
virtud._] ¿Qué dijera el mundano, si esto mandara la ley de Dios? ¿Pues
qué, si al deshonesto, que estuviese toda una noche de invierno al
yelo y al sereno, rodeado de peligros por oir cuatro necedades, que él
llama favores, pudiéndose estar en su cama seguro y descansado? ¿Si al
ambicioso, que no pare un punto ni descanse ni sea suya una hora? ¿Si
al vengativo, que anduviese siempre cargado de hierro y de miedo? ¿Qué
dijeran desto los mundanos? ¡Cómo lo ponderaran! Y ahora, porque se les
manda su antojo, sin réplica obedecen.

Ea, Andrenio, anímate, decía Critilo, y advierte que el más mal día
deste camino de la virtud es de primavera en cotejo de los caniculares
del vicio.

Diéronle la mano, con que pudo vencer la dificultad.

Dos veces fiero les acometió un tigre en condición y en su mal modo;
mas el único remedio fué no alborotarse ni inquietarse, sino esperalle
mansamente. [Marginal: _Victoria de la espera._] Á gran cólera, gran
sosiego, y á una furia, una espera. Trató Critilo de desenvolver su
escudo de cristal, espejo fiel del semblante y, así como la fiera se
vió en él tan feamente descompuesta, espantada de sí misma, echó á
huir con harto corrimiento de su necio exceso. De las serpientes, que
eran muchas, dragones, víboras y basiliscos, fué singular defensivo
el retirarse y huir las ocasiones. Á los voraces lobos con látigos de
cotidiana diciplina los pudieron rechazar. Contra los tiros y golpes
de toda arma ofensiva se valieron del célebre escudo encantado, hecho
de una pasta real, cuanto más blanda, más fuerte, forjado con influjo
celeste, de todas maneras impenetrable: y era sin duda el de la
paciencia.

Llegaron ya á la superioridad de aquella dificultosa montaña, tan
eminente, que les pareció estaban en los mismos azaguanes del cielo,
convecinos de las estrellas. Dejóse ver bien el deseado palacio de
Virtelia, campeando en medio de aquella sublime corona, teatro insigne
de prodigiosas felicidades. [Marginal: _Mansión de la virtud._] Mas,
cuando se esperó que nuestros agradecidos peregrinos le saludaran con
incesables aplausos y le veneraran con afectos de admiración, fué tan
al contrario, que antes bien se vieron enmudecer, llevados de una
impensada tristeza, nacida de estraña novedad. Y fué sin duda que,
cuando le imaginaron fabricado de preciosos jaspes, embutidos de rubíes
y esmeraldas, cambiando visos y centelleando á rayos, sus puertas de
zafir con clavazón de estrellas, vieron se componía de unas piedras
pardas y cenicientas, nada vistosas, antes muy melancólicas.

¿Qué cosa y qué casa es ésta?, ponderaba Andrenio. ¿Por ella habemos
sudado y reventado? ¡Qué triste apariencia tiene! ¿Qué será allá
dentro? ¡Cuánto mejor exterior ostentaba la de los monstruos! Engañados
venimos.

Aquí Lucindo suspirando:

Sabed, les dijo, que los mortales todo lo peor de la tierra quieren
para el cielo, el más trabajado tercio de la vida. Allá, á la achacosa
vejez dedican para la virtud, la hija fea para el convento, el hijo
contrahecho sea de iglesia, el real malo á la limosna, el redrojo para
el diezmo, y después querrían lo mejor de la gloria. De más que juzgáis
vosotros el fruto por la corteza. Aquí todo va al revés del mundo: si
por fuera está la fealdad, por dentro la belleza; la pobreza en lo
exterior, la riqueza en lo interior; lejos la tristeza, la alegría en
el centro: que eso es entrar en el gozo del Señor.

[Marginal: _Bajo el sayal, hayal._]

Estas piedras tan tristes á la vista son preciosas á la experiencia,
porque todas ellas son bezares, ahuyentando ponzoñas. Y todo el palacio
está compuesto de pítimas y contravenenos, con lo cual no pueden
empecerle ni las serpientes ni los dragones, de que está por todas
partes sitiado.

Estaban sus puertas patentes noche y día; aunque allí siempre lo es,
franqueando la entrada en el cielo á todo el mundo. Pero asistían en
ellas dos disformes gigantes, jayanes de la soberbia, enarbolando á
los dos hombros sendas clavas muy herradas, sembradas de puntas para
hacerla. Estaban amenazando á cuantos intentaban entrar, fulminando en
cada golpe una muerte. En viéndolos, dijo Andrenio:

Todas las dificultades pasadas han sido enanas en parangón désta. Basta
que hasta ahora habíamos peleado con bestias de brutos apetitos; mas
éstos son muy hombres.

Así es, dijo Lucindo: que ésta ya es pelea de personas. Sabed que,
cuando todo va de vencida, salen de refresco estos monstruos de la
altivez, tan llenos de presunción, que hacen desvanecer todos los
triunfos de la vida. Pero no hay que desconfiar de la vitoria: que no
han de faltar estratagemas para vencerlos. Advertid que de los mayores
gigantes triunfan los enanos y de los mayores los pequeños, los menores
y aun los mínimos. El modo de hacer la guerra ha de ser muy al revés de
lo que se piensa. [Marginal: _Triunfo de la humildad._] Aquí no vale
el hacer piernas ni querer hombrear. No se trate de hacer del hombre;
sino humillarse y encogerse y, cuando ellos estuvieren más arrogantes
amenazando al cielo, entonces nosotros transformados en gusanos y
cosidos con la tierra hemos de entrar por entre pies, que así han
entrado los mayores adalides.

Ejecutáronlo tan felizmente, que sin saber cómo ni por dónde, sin
ser vistos ni oídos, se hallaron dentro del encantado palacio, con
realidades de un cielo.

Apenas, digo á glorias, estuvieron dentro, cuando sintieron embargar
todos sus sentidos de bellísimos empleos en folla de fruición,
confortando el corazón y elevando los espíritus. Embistióles lo primero
una tan suave marea, exhalando inundaciones de fragancia, que pareció
haberse rasgado de par en par los camarines de la primavera, las
estancias de Flora, ó que se había abierto brecha en el paraíso. Oyóse
una dulcísima armonía, alternada de voces é instrumentos, que pudiera
suspender la celestial por media hora. Pero, ¡oh cosa estraña! que no
se veía quién gorjeaba ni quién tañía: con ninguno topaban, nadie
descubrían.

Bien parece encantado este palacio, dijo Critilo. Sin duda que aquí
todos son espíritus, pues no se parecen cuerpos. ¿Dónde estará esta
celestial reina?

Siquiera, decía Andrenio, permitiérasenos alguna de sus muchas
bellísimas doncellas. [Marginal: _Hallazgo de las virtudes._] ¿Dónde
estás?, ¡oh, justicia! dijo en grito, y respondióle al punto Eco
vaticinante desde un escollo de flores:

En la casa ajena.

¿Y la verdad?

Con los niños.

¿La castidad?

Huyendo.

¿La sabiduría?

En la mitad y aun.

¿La providencia?

Antes.

¿El arrepentimiento?

Después.

¿La cortesía?

En la honra.

¿Y la honra?

En quien la da.

¿La fidelidad?

En el pecho de un rey.

¿La amistad?

No entre idos.

¿El consejo?

En los viejos.

¿El valor?

En los varones.

¿La ventura?

En las feas.

¿El callar?

Con callemos.

¿Y el dar?

Con el recibir.

¿La bondad?

En el buen tiempo.

¿El escarmiento?

En cabeza ajena.

¿La pobreza?

Por puertas.

¿La buena fama?

Durmiendo.

¿La osadía?

En la dicha.

¿La salud?

En la templanza.

¿La esperanza?

Siempre.

¿El ayuno?

En quien malcome.

¿La cordura?

Adivinando.

¿El desengaño?

Tarde.

¿La vergüenza?

Si perdida, nunca más hallada.

¿Y toda virtud?

En el medio.

Es decir, declaró Lucindo, que nos encaminemos al centro y no andemos
como los impíos rodando.

Fué acertado, porque en medio de aquel palacio de perfecciones, en
una majestuosa cuadra, ocupando augusto trono, descubrieron, por
gran dicha, una divina reina, muy más linda y agradable de lo que
supieron pensar, dejando muy atrás su adelantada imaginación. Que,
si dondequiera y siempre pareció bien, ¿qué sería en su sazón y su
centro? [Marginal: _Hermosura perfecta._] Hacía á todos buena cara,
aun á sus mayores enemigos. Miraba con buenos ojos y aun divinos. Oía
bien y hablaba mejor. Y aunque siempre con boca de risa, jamás mostraba
dientes; hablaba por labios de grana palabras de seda. Nunca se le oyó
echar mala voz. Tenía lindas manos y aun de reina en lo liberal y en
cuanto las ponía salía todo perfecto. Dispuesto talle y muy derecho y
todo su aspecto divinamente humano y humanamente divino. Era su gala
conforme á su belleza y ella era la gala de todo. Vestía armiños, que
es su color la candidez. Enlazaba en sus cabellos otros tantos rayos
de la aurora con cinta de estrellas. Al fin, ella era todo un cielo
de beldades, retrato al vivo de la hermosura de su celestial Padre,
copiándole sus muchas perfecciones.

[Marginal: _Pretendientes de virtud._]

Estaba actualmente dando audiencia á los muchos, que frecuentaban
sus sitiales, después de prohibida. Llegó entre otros un padre á
pretenderla para su hijo, siendo él muy vicioso, y respondióle que
comenzase por sí mismo, y le fuese ejemplar idea.

Venía otra madre en busca de la honestidad para una hija y contóla
lo que la sucedió á la culebra madre con la culebrilla su hija: que
viéndola andar torcida la riñó mucho y mandó que caminase derecha.

Madre mía, respondió ella, enseñadme vos á proceder, veamos cómo
camináis.

Probóse y, viendo que andaba muy más torcida:

En verdad, madre, la dijo, que si las mías son vueltas, que las
vuestras son revueltas.

Pidió un eclesiástico la virtud del valor y á la par un virrey la
devoción con muchas ganas de rezar. Repondióles á entrambos que
procurase cada uno la virtud competente á su estado.

Préciese el juez de justiciero y el eclesiástico de rezador, el
príncipe del gobierno, el labrador del trabajo, el padre de familias
del cuidado de su casa, el prelado de la limosna y desvelo. Cada uno se
adelante en la virtud que le compete.

Según eso, dijo una casada, á mí bástame la honestidad conyugal; no
tengo que cuidar de otras virtudes.

Eso no, dijo Virtelia; no basta ésa sola, que os haréis insufrible de
soberbia, y más ahora. Poco importa que el otro sea limosnero, si no
es casto; que éste sea sabio, si á todos desprecia; que aquél sea gran
letrado, si da lugar á los cohechos; que el otro sea gran soldado, si
es un impío. Son muy hermanas las virtudes y es menester que vayan
encadenadas.

Llegó una gentil dama galanteando melindres y dijo que ella también
quería ir al cielo; pero que había de ser por el camino de las damas.
Hízoseles muy de nuevo á los circunstantes y preguntóla Virtelia:

[Marginal: _Camino de las Damas._]

¿Qué camino es ése, que hasta hoy no he tenido noticia dél?

¿Pues no está claro?, replicó ella. Que una mujer delicada como yo ha
de ir por el del regalo, entre martas y entre felpas, no ayunando ni
haciendo penitencia.

Bueno, por cierto, exclamó la reina de la entereza: así se os
concederá, reina mía, lo que pedís, como á aquel príncipe que allí
entra.

Era un poderoso, que muy á lo grave tomando asiento, dijo que él quería
las virtudes; pero no las ordinarias de la gente común y plebeya,
sino muy á lo señor, una virtud allá exquisita. Hasta los nombres de
los santos conocidos no los quería por comunes, como el de Juan y
Pedro; sino tan extravagantes, que no se hallen en ningún calendario.
¡Gran cosa, decía, el de Gastón!, ¡qué bien suena el Perafán! Pues un
Claquín, Nuño, Sancho y Suero pedía una teología extravagante.

Preguntóle Virtelia si quería ir al cielo de los demás.

Pensólo y respondió que, si no había otro, que sí.

Pues, señor mío, no hay otra escalera para allá, sino la de los diez
Mandamientos. Por ésos habéis de subir; que yo no he hallado hasta hoy
un camino para los ricos y otro para los pobres, uno para las señoras
y otro para las criadas. Una es la ley y un mismo Dios de todos.

Replicó un moderno Epicuro, gran hombre de su comodidad, diciendo:

De diciplina abajo, cualquier cosa; de oración yo no me entiendo, para
ayunos no tengo salud. Ved cómo ha de ser, que yo he de entrar en el
cielo.

[Marginal: _Virtud acomodada._]

Paréceme, respondió Virtelia, que vos queréis entrar calzado y vestido
y no puede ser.

Porfiaba que sí y que ya se usa una virtud muy acomodada y llevadera y
aun le parecía la más ajustada á la ley de Dios.

Preguntóle Virtelia en qué lo fundaba, y él:

Porque desa suerte se cumple á la letra aquello de _así en la tierra
como en el cielo_: porque allá no se ayuna, no hay diciplina ni
silicio, no se trata de penitencia, y así yo querría vivir como un
bienaventurado.

Enojóse mucho Virtelia oyendo esto y díjole con escandecencia:

[Marginal: _Infierno á pares._]

¡Oh casi hereje! ¡oh malentendedor! ¿Dos cielos queríais? No es cosa
que se usa; mirad por vos, que todos estos, que pretenden dos cielos,
suelen tener dos infiernos.

Yo vengo, dijo uno, en busca del silencio bueno.

Riéronlo todos, diciendo:

¿Qué callar hay malo?

¡Oh, sí, respondió Virtelia, y muy perjudicial: calla el juez la
justicia, calla el padre y no corrige al hijo travieso, calla el
predicador y no reprehende los vicios, calla el confesor y no pondera
la gravedad de la culpa, calla el malo y no se confiesa ni se enmienda,
calla el deudor y niega el crédito, calla el testigo y no se averigua
el delito, callan unos y otros y encúbrense los males: de suerte que,
si al buencallar llaman santo, al malcallar llámenle diablo!

Estoy admirado, dijo Critilo, que ninguno viene en busca de la limosna.
¿Qué será de la liberalidad?

Es que todos se escusan de hacerla: el oficial porque no le pagan, el
labrador porque no coge, el caballero que está empeñado, el príncipe
que no hay mayor pobre que él, el eclesiástico que buenos pobres son
los parientes.

¡Oh, engañosa escusa!, ponderaba Virtelia. Dad al pobre, siquiera el
desecho, lo que ya no os puede servir.

Tampoco, que la codicia ha dado en arbitrista y el sombrero traído, que
se había de dar al pobre, persuade se guarde para brahones, la capa
raída para contraaforros, el manto deslucido para la criada: de modo
que nada dejan para el pobre.

Llegaron unos rematadamente malos y pidieron un extremo de virtud.
Tuviéronles todos por necios, diciendo que comenzasen por lo fácil y
fuesen subiendo de virtud en virtud.

Mas ella:

He, dejadlos que asesten ahora muchos puntos más alto, que ellos
bajarán harto después y sabed que de mis mayores enemigos suelo yo
hacer mis mayores apasionados.

Venía una mujer con más años que cabellos, menos dientes y más arrugas,
en busca de la Virtud.

¡Tan tarde, exclamó Andrenio! Éstas yo juraría que vienen más porque
las echa el mundo, que por buscar el cielo.

Déjala, dijo Virtelia, y estímesele el no haber abierto escuela de
maldad con cátreda de pestilencia. Yo aseguro que, por viejos que sean,
que no vengan el tahur ni el ambicioso ni el avaro ni el bebedor: son
bestias alquiladas del vicio, que todas caen muertas en el camino de su
ruindad.

[Marginal: _Deshonestos incurables._]

Al contrario le sucedió á uno, que llegó en busca de la Castidad,
ahito de la torpeza, gran gentilhombre de Venus, idólatra de su
hijuelo. Pidió ser admitido en la cofadría de la continencia; pero no
fué escuchado, por más que él abominaba de la lujuria, escupiendo y
asqueando su inmundicia. Y aunque muchos de los presentes rogaron por
él,

No haré tal, decía la Honestidad: no hay que fiar en éstos, bien se
ayuna después de harto. Creedme que estos torpes son como los gatos de
algalia, que, en volviéndoseles á llenar el senillo, se revuelcan.

Venían unos, al parecer, muy puestos en el cielo, pues miraban á él.

Éstos sí, dijo Andrenio, que con el cuerpo están en la tierra y con el
espíritu en el cielo.

¡Oh, cómo te engañas!, dijo la Sagacidad, gran ministra de Virtelia.
Advierte que hay algunos que, cuando más miran al cielo, entonces están
más puestos en la tierra. Aquel primero es un mercader, que tiene gran
cantidad de trigo para vender y anda conjurando las nubes á los ojos
de sus enemigos. Al contrario, aquel otro es un labrador hidrópico de
la lluvia, que jamás se vió harto de agua y anda conciliando nublados.
Éste de aquí es un blasfemo, que nunca se acuerda del cielo, sino para
jurarle. Aquél pide venganza y el otro es un rondante, lechuzo de las
tinieblas, que desea la noche más escura, para capa de sus ruindades.

[Marginal: _Virtud afectada._]

Pidió uno si le querían alquilar algunas virtudes, suspiros,
torcimiento de cuello, arquear las cejas y otros modillos de modestia.
Enojóse mucho Virtelia, diciendo:

¿Pues qué, es mi palacio casa de negociación?

Escusábase él diciendo que ya muchos y muchas con la virtud ganan la
comida y á título de eso la señora las introduce en el estrado, la otra
las asienta á su mesa, el enfermo las llama, el pretendiente se les
encomienda, el ministro las consulta, ándanse de casa en casa comiendo
y bebiendo y regalándose de modo, que ya la virtud es arbitrio del
regalo.

Quitaos de ahí, dijo Virtelia, que esas tales tienen tan poca virtud,
como los que las llaman mucha simplicidad.

¿Quién es aquel gran personaje, héroe de la virtud, que en toda ocasión
de lucimiento le encontramos? Si en casa de la Sabiduría, allí está; si
en la del Valor, allí asiste; en todas partes le vemos y admiramos.

¿No conocéis, dijo Lucindo, al santísimo padre de todos? Veneradle y
deprecadle siglos de vida tan heroica.

Estaban aguardando los circunstantes que tratase de coronar algunos
la gran reina de la Equidad y que premiase sus hazañas; mas fuéles
respondido que no hay mayor premio, que ella misma, que sus brazos son
la corona de los buenos.

Y así á nuestros dos peregrinos, que estaban encogidos, venerando
tan majestuosa belleza, [Marginal: _Premio de la Virtud._] los animó
Lucindo á que se llegasen cerca y se abrazasen con ella, logrando una
ocasión de tanta dicha. Y así fué, que coronándolos con sus reales
brazos, los transformó de hombres en ángeles, candidatos de la eterna
felicidad. Quisieran muchos hacer allí mansión, mas ella les dijo:

Siempre se ha de pasar adelante en la virtud; que el parar es volver
atrás.

Suplicáronla, pues, los dos coronados peregrinos les mandase encaminar
á su deseada Felisinda. Ella entonces, llamando cuatro de sus mayores
ministras y teniéndolas delante, dijo señalando la primera:

Ésta, que es la Justicia, os dirá dónde y cómo la habéis de buscar;
esta segunda, que es la Prudencia, os la descubrirá; con la tercera,
que es la Fortaleza, la habéis de conseguir; y con la cuarta, que es la
Templanza, la habéis de lograr.

Resonaron en esto armoniosos clarines, folla acorde de instrumentos,
alborozando los ánimos y realzando sus nobles espíritus. Despertóse un
céfiro fragante y bañóse todo aquel vistosísimo teatro de lucimiento.
Sintiéronse tirar de las estrellas, con fuertes y suaves influjos. Fué
reforzando el viento y levantándolos á lo alto, tirándoles para sí el
cielo, á ser coronados de estrellas. Subieron muy altos, tanto que se
perdieron de vista. Quien quisiere saber dónde pararon, adelante los ha
de buscar.



CRISI XI

_El tejado de vidrio y Momo tirando piedras._


Llegó la Vanidad á tal extremo de quien ella es, que pretendió lugar
y no el postrero entre las Virtudes. Dió para esto memorial, en que
representaba ser ella alma de las acciones, vida de las hazañas,
aliento de la virtud y alimento del espíritu.

No vive, decía, la vida material quien no respira, ni la formal quien
no aspira. No hay aura más fragante ni que más vivifique, que la Fama,
que también alienta el alma, como el cuerpo, y es su purísimo elemento
el airecillo de la honrilla. [Marginal: _Esfuerzos de la honra._] No
sale obra perfecta sin algo de vanidad ni se ejecuta acción bien sin
esta atención del aplauso. Parto suyo son las mayores hazañas y nobles
hijos, los heroicos hechos. De suerte que sin un grano de vanidad, sin
un punto de honrilla, nada está en su punto, y sin estos humillos nada
luce.

No pareció del todo mal la paradoja, especialmente á algunos de primera
impresión y á otros de capricho. Pero la razón, con todo su maduro
parlamento, abominando una pretensión tan atrevida:

[Marginal: _Ensanches á la naturaleza._]

Sabed, dijo, que á todas las pasiones se les ha concedido algún
ensanche, un desahogo en favor de la violentada naturaleza: á la
Lujuria el matrimonio; á la Ira la corrección; á la Gula el sustento;
á la Envidia la emulación; á la Codicia la providencia; á la Pereza la
recreación, y así á todas las otras demasías; pero á la Soberbia, mirad
qué tal es ella, que jamás se le permitió el más mínimo ensanche. No
hay que fiar; toda es execrable. Vaya fuera, fuera, lejos, lejos. Bien
es verdad que el cuidado del buen nombre es una atención loable, porque
la buena fama es esmalte de la virtud, premio, que no precio. Hase de
estimar la honra, pero no afectar. Más precioso es el buen nombre,
que todas las riquezas. En no estando la virtud en su buen crédito,
está fuera de su centro y quien no está en la gloria de su buena fama
forzoso es que esté condenado al infierno de su infamia, al tormento
de la desestimación, más insufrible á más conocimiento. Es la honra
sombra de la virtud, que la sigue y no se consigue, huye del que la
busca y busca á quien la huye, es efecto del bienobrar, pero no afecto,
decorosa al fin diadema de la hermosísima Virtud.

Célebre puente, como tan temida, daba paso á la gran ciudad, ilustre
corte de la heroica Honoria, aquella plausible reina de la estimación,
y por eso tan venerada de todos. [Marginal: _La puente de los Peros._]
Era un paso muy peligroso, por estar todo él sembrado de perinquinosos
_peros_, en que muchos tropezaban y los más caían en el río del reir,
quedando muy mojados y aun poniéndose de lodo, con mucha risa de la
inumerable vulgaridad, que estaba á la mira de sus desaires.

Era de ponderar la intrepidez con que algunos confiados y otros
presumidos se arrojaban y los más se despeñaban, anhelando á pasar de
un extremo de bajeza á otro de ensalzamiento y tal vez de la mayor
deshonra á la mayor grandeza, de lo negro á lo blanco y aun de lo
amarillo á lo rojo, pero todos ellos caían con harta nota suya y risa
de los sabidores.

Así le sucedió á uno, que pretendió pasar de villano á noble, otro de
manchado á limpio, diciendo que tras el sábado, se sigue el domingo;
pero él fué de guardar. No faltó quien del mandil á mandarín, de mozo
de ciego á don Gonzalo y una otra muy desvanecida de la verdura al
verdugado. Quería una pasar por doncella; más riéronse de su caída.
Como otro, que quiso ser tenido por un pozo de ciencia y fué un pozo de
cieno. [Marginal: _El vulgar Sino._] No había hombre, que no tropezase
en su pero y para cada uno había un sino.

[Marginal: _D. Fray Juan Cebrián._]

Gran príncipe tal, pero buen hombre. Ilustre prelado aquél, si fuera
tan limosnero como nuestro arzobispo. Gran letrado, si no fuera
malintencionado. ¡Qué valiente soldado!; pero gran ladrón. ¡Qué
honrado caballero éste; sino que es pobre! ¡Qué docto aquél; si no
fuera soberbio! Fulano santo, pero simple. Qué buen sujeto aquel otro y
qué prudente; pero es embarazado. Muy bien entiende las materias; mas
no tiene resolución. Diligente ministro; pero no es inteligente. Gran
entendimiento; pero ¡qué malempleado! ¡Qué gran mujer aquélla; sino
que se descuida! ¡Qué hermosa dama; si no fuera necia! Grandes prendas
las de tal sujeto; pero ¡qué desdichado! Gran médico; poco afortunado:
todos se le mueren. Lindo ingenio; pero sin juicio: no tiene sindéresis.

Así todos tropezaban en su pero. Raro era el que se escapaba y único
el que pasaba sin mojarse. Topaba uno con un pero de un antepasado y,
aunque tan pasado, nunca maduro, jamás se pudo digerir. [Marginal:
_El río de la risa._] Al contrario, otro daba de hocicos en el de sus
presentes y caían todos en el río de la risa común.

Bien lo merece, decía un émulo. ¿Quién le metía al peón en caballerías?

Lástima es, decía otro, que los de tal cepa no sean puros, siendo tan
hombres de bien.

Las mujeres tropezaban en una chinita, en un diamante: terribles peros
son las perlas para ellas. El airecillo las hacía bambanear y el
donaire caer con mucha nota. Y es lo bueno que para levantarse nadie
las daba la mano, sí de mano.

De verdad, que un gran personaje tropezó en una Mota, quedando muy
desairado y aseguraban fué notable desorden.

Toda la puente estaba sembrada de cabo á cabo destos indigestos peros,
en que los más de los viandantes tropezaban. Y si no en uno, daban de
ojos en otro, aun en los pasados. Lamentábase un discreto, diciendo:

Señores, que tropiece uno en el propio y personal, merécelo; mas en
el ajeno ¿por qué? Que haya de tropezar un marido en un cabello de su
mujer, en un pelillo de su hermana, ¿qué ley es ésta?

Llegó uno jurando á fe de caballero, tan bueno, decía, como el rey.
No faltó quien le arrojó una erre, con que de rey, se hizo de reir.
[Marginal: _Peros arrojadizos._] Á un cierto Ruy, le echó un malicioso
una tilde y bastó para que rodase. Tropezó otro en un cuarto y quedóse
en blanco. Rodábales á algunos la cabeza y quedaban hechos equis, por
haber deslizado en los brindis.

Comenzó á pasar cierta dama, muy airosa. Hiciéronla unos y otros paso
con plausible cortesía; pero al más liviano descuido dió en el lodo con
toda su bizarría, que fué barro.

Tropezaban las más en piedras preciosas y eran muy despreciadas. Llegó
á pasar un gran príncipe y muy adulado.

Éste sí, dijeron todos, que pasará sin riesgo; no tiene que temer: los
mismos peros le temerán á él.

Mas, ¡oh caso trágico! deslizó en una pluma y tumbó al río, quedando
muy mojado. En una aguja de coser tropezó alguno y en una lezna otro y
era título. En una pluma de gallina un bizarro general.

¿Pues qué, si alguno entraba cojeando y de mal pie? Era cierto el
rodar y en duda de tropiezo estaba la malicia por la deshonra. Creyó
uno no le valdría aquí su riqueza, que en todos los demás pasos, por
peligrosos que sean, suele sacar á su dueño de trabajo; mas al primer
paso se desengañó. Que no vale aquí ni la espuela de oro ni la vira de
plata.

Cruel paso, decían todos, el de la honra, entre tropiezos de la
malicia. ¡Oh qué delicada es la fama, pues una mota es ya nota!

Aquí llegaron nuestros dos peregrinos á serlo, encaminados de Virtelia
á Honoria, su gran cara, aunque confinante, tan querida, que la llamaba
su gozo y su corona. Deseaban pasar á su gran corte; pero temían con
razón el azaroso paso de los peros y era preciso, porque no había otro.

Estaban pasmados viendo rodar á tantos y temblábales la barba, viendo
las de sus vecinos tan remojadas. Asomó en esta sazón á querer pasar
un ciego. [Marginal: _Lección de vivir._] Levantaron todos el alarido,
viéndole comenzar tentando, y tuvieron por cierto había de tumbar al
primer paso; mas fué tan al contrario, que el ciego pasó muy derecho.
Valióle el hacerse sordo. Porque, aunque unos y otros le silbaban y aun
le señalaban con el dedo, él, como no veía ni oía, no se cuidaba de
dichos ajenos, sino de obras propias y pasar adelante con gran quietud
de ánimo. Y así sin tropezar ni en un átomo llegó al cabo de lo que
quería, con dicha harto envidiada. Al punto dijo Critilo:

Este ciego ha de ser nuestra guía, que solos los ciegos, sordos y mudos
pueden ya vivir en el mundo. Tomemos esta lición, seamos ciegos para
los desdoros ajenos, mudos para no zaherirlos ni jactarnos, conciliando
odio con la murmuración, en la recíproca venganza. Seamos sordos para
no hacer caso de lo que dirán.

Con esta lición pudieron pasar. Por lo menos fueron pasaderos con
admiración de muchos y imitación de pocos.

Entraron ya por aquel célebre emporio de la honra, poblado de
majestuosos edificios, magníficos palacios, soberbias torres, arcos,
pirámides y obeliscos, que cuestan mucho de erigir, pero después
eternamente duran. Repararon luego que todos los tejados de las
casas, hasta de los mismos palacios, eran de vidrio tan delicado como
sencillo; muy brillantes, pero muy quebradizos, y así pocos se veían
sanos y casi ninguno entero.

Descubrieron presto la causa y era un hombrecillo tan nonada, que aun
de ruin jamás se veía harto. Tenía cara de pocos amigos y á todos la
torcía, mal gesto y peor parecer, los ojos más asquerosos que los de
un médico y sea de la cámara, brazos de acribador, que se queda con la
basura, carrillos de catalán y aun más chupados, que no sólo no come á
dos, pero á ninguno. De puro flaco consumido, aunque todo lo mordía.
Robado de color y quitándola á todo lo bueno. Su hablar era zumbir de
moscón, que en las más lindas manos, despreciando el nácar y la nieve,
se asienta en el venino. Nariz de sátiro y aun más fisgona. Espalda
doble, aliento insufrible, señal de entrañas gastadas. Tomaba de ojo
todo lo bueno y hincaba el diente en todo lo malo. Él mismo se jactaba
de tener mala vista y decía:

Maldito lo que veo.

Y miraba á todos.

Éste, pues, que por no tener cosa buena en sí todo lo hallaba malo
en los otros, había tomado por gusto el dar disgusto. Andábase todo
el día, y no santo, tirando peros y piedras y escondiendo la mano,
sin perdonar tejado. Persuadíase cada uno que su vecino se las tiraba
y arrojábale otras tantas. Éste creía que le hacía el tiro aquél y
aquél que el otro, sospechando unos de otros y tirándose piedras y
escondiendo todos la mano. [Marginal: _Murmuración común._] En duda
arrojaban muchas por acertar con alguna y todo era confusión y popular
pedrisco, de tal modo ó tan sin él, que no se podía vivir ni había
quien pudiese parar. Venían por el aire volando piedras y tiros, sin
saberse de dónde ni por qué. Así que no quedaba tejado sano ni honra
segura ni vida inculpable. Todo era malas voces, hablillas, famas
echadizas y los duendes de los chismes no paraban.

Yo no lo creo, decía uno; pero esto dicen de fulano.

Lástima es, decía otro, que de fulana se diga esto.

Y con esta capa de compasión hacía un tiro, que quebraba todo un
tejado. Pero no faltaba quien de retorno les rompía á ellos las
cabezas. Y á todo esto andaba revolviendo el mundo aquel duendecillo
universal.

Había tomado otro más perjudicial de porte y era arrojar á los rostros,
en vez de piedras, carbones, que tiznaban feamente, y así andaban casi
todos mascarados, haciendo ridículas visiones, uno con un tizne en la
frente, otro en la mejilla, y tal, que le cruzaba la cara, [Marginal:
_Ninguno se conoce._] riéndose unos de otros, sin mirarse á sí mismos
ni advertir cada uno su fealdad, sino la ajena. Era de ver y aun de
reir cómo todos andaban tiznados, haciendo burla unos de otros.

¿No veis, decía uno, qué mancha tan fea tiene fulano en su linaje? ¡Y
que ose hablar de los otros!

Pues él, decía otro, ¡que no vea su infamia tan notoria y se meta á
hablar de las ajenas! ¡Que no haya ninguno con honra en su lengua!

Mirá quién habla, saltaba otro, teniendo la mujer que tiene. Cuánto
mejor fuera cuidara él de su casa y supiera de dónde sale la gala.

Estando diciendo esto, estaba actualmente otro santiguándose:

¡Que éste no advierta que tiene él por qué callar, teniendo una hermana
cual sabemos!

Pero déste, añadía otro, harto mejor fuera que se acordara él de su
abuelo y quién fué. Siempre lo veréis que hablan más los que debrían
menos.

¡Hay tal desvergüenza en el mundo, que ose hablar aquél!

¡Hay tal descoco de mujer, que se adelante ella á decir y quitarla á la
otra la palabra de la lengua!

Desta suerte andaba el juego y la risa de todo el mundo, que siempre la
mitad dél se está riendo de la otra, burlándose unos de otros y todos
mascarados. Éstos se fisgaban de aquéllos y aquéllos déstos y todo
era risa, ignorancia, murmuración, desprecio, presunción y necedad y
triunfaba el ruincillo.

[Marginal: _Espejo práctico._]

Reparaban algunos más advertidos, si no más felices, en que se reían
dellos y acudían á una fuente, espejo común en medio de una plaza,
á examinarse de rostro en sus cristales y, reconociendo sus tiznes,
alargaban la mano al agua, que, después de haber avisado del defeto,
da el remedio y limpia. Pero, cuanto más porfiaban en lavarse y
alabarse, peores se ponían, pues, enfadados los otros de su afectado
desvanecimiento, decían:

¿No es éste aquel, que vendía y compraba? ¿Pues qué nos viene aquí
vendiendo honras?

Aguarda ¿no es aquél hijo de aquel otro? ¿Pues por cuatro reales, que
tiene, anda tan deslavado, no siendo su hidalguía tanto al uso, cuanto
al aspa?

Lo peor era que la misma agua clara sacaba á luz muchas manchas, que
estaban ya olvidadas. Y así, á uno, que trató de alabarse de ingénuo,
le salió una ese, que era decir:

Ése es ése.

Yo lo sé de buena tinta, decía uno, que fulano es un tal.

Y no era sino harto mala, pues echaba tales borrones.

Sentía mucho cierta señora, que blasonaba de la más roja sangre del
reino, se le atreviese la murmuración y no advertía que la mancha de un
descuido sale más en el brocado, como la roncha en la belleza.

Estaba otra muy corrida de que siendo ya matrona la echaban en la cara
no sé qué niñería de allá cuando rapaza.

Estaba el otro para conseguir una dignidad y salíale al rostro un tizne
de no sé qué travesura de su mocedad.

Pero el que se sintió mucho fué un príncipe, en cuya esclarecida frente
echó un historiador un borrón, sacudiendo la pluma.

Aquello de haber sido no podía uno tolerar. Que el ser ahora salga á la
cara, pase; ¡pero por qué allá mi tartarabuelo lo fué!

¿Qué razón hay, que por lo que pasó en tiempo del rey que rabió,
ponderaba otro, me hagan á mí rabiar?

Lo más acertado era _callar y callemos_ y no alabarse. Porque de los
blasones de las armas hacían los otros baldones. Y aun desde que
dieron en lavarse en la fuente de la presunción y desvanecimiento, les
salieron más manchas á la cara. Y unos otros se daban en rostro con
las fealdades de allá de mil años. [Marginal: _Ninguno sin crimen._] Y
fué de suerte, digo desdicha, que no quedó rostro sin lunar, ojo sin
lagaña, lengua sin pelo, frente sin arruga, mano sin berruga, pie sin
callo, espalda sin giba, cuello sin papera, pecho sin tos, nariz sin
romadizo, uña sin enemigo, niña sin nube, cabeza sin remolino, ni pelo
sin repelo. En todos había algo, que señalase con el dedo aquel malsín
y de que se recelasen los otros. Y aun todos iban huyendo dél, diciendo
á voces:

¡Guarda el ruincillo, guarda el maldiciente!

¡Oh maldita lengua!

[Marginal: _Momo descubierto._]

Conocieron con esto que era Momo y huyeran también, si no les
emprendiera él mismo, preguntándoles: ¿qué buscan? Que parecían
extraños en lo perdido.

Respondiéronle venían en busca de la buena reina Honoria. Y él al punto:

¿Mujer y buena y en esta era? Yo lo dudo. En mi boca por lo menos no
lo será. Yo las conozco todas y á todos y no hallo cosa buena. El
buen tiempo ya pasó y con él todo lo bueno. En boca del viejo todo lo
bueno fué y todo lo malo es. Con todo eso, yo os quiero hoy servir de
brújula. Vamos discurriendo por la ciudad. Probemos ventura, que no
será poca hallarla, siendo una de aquellas cosas de que piensa estar
lleno el mundo, cuando más vacío.

[Marginal: _Honra mundana._]

Oyeron que estaba uno persuadiendo á otro perdonase á su enemigo y se
quietase y respondía él:

¿Y la honra?

Decíanle á otro que dejase la manceba y el escándalo de tantos años y
él:

No sería honra ahora.

Á un blasfemo, que no jurase ni perjurase, y respondía:

¿En qué estaría la honra?

Á un pródigo, que mirase á mañana, que no tendría hacienda para cuatro
días:

No es mi honra.

Á un poderoso, que no hiciese sombra al rufián y al asesino:

No es mi honra.

Pues hombres de Barrabás, dijo Momo, ¿en qué está la honra? ¿No digo yo?

Á otro lado oyeron decir á uno:

Mirá fulano, en qué pone su honra.

Y respondía éste:

Y él ¿en qué la pone? Mirá éste, mirá aquél y miradlos á todos en qué
la ponen.

Decía un linajudo, muy preciado de honrado, que á él le venía muy de
atrás, allá de sus antepasados, de cuyas hazañas vivía.

Esa honra, señor mío, le dijo Momo, ya no huele bien; rancia está:
tratad de buscar otra más plática. Poco importa la honra antigua, si
la infamia es moderna. Y si no os vestís de las ropas de vuestros
antepasados, porque no son al uso, ni salís un día con la martingala de
vuestro abuelo, porque se reirían de tal vejedad, no pretendáis tampoco
arrear el ánimo de sus honores; buscad en nuevas hazañas la honra al
uso.

No faltó quien les dijo hallarían la honra en la riqueza.

No puede ser, dijo Momo, que honra y provecho no caben en ese saco.

Encamináronse á casa de los hombres famosos y plausibles y hallaron
se habían echado á dormir. Encontraron un caballero nuevo corriendo
ilustre sangre y al punto dijeron:

Éste sí que sabrá della.

Halláronle, que estaba sudando y reventando, más que si llevara un
mundo á cuestas. Gemía y suspiraba sin cesar.

¿Qué tiene este hombre?, dijo Andrenio. ¿De qué trasuda?

¿No ves, dijo Momo, aquel punto indivisible, que carga sobre sus
hombros? Pues ése es el que le abruma.

Mirá ahora, replicó Andrenio, qué Atlante parando espaldas á un cielo,
qué Hércules apuntalando la monarquía de todo el mundo.

[Marginal: _Punto de honra._]

Pues ese puntillo, ponderó Momo, les hace á muchos sudar y tal vez
reventar: por conservar aquel punto en que se metió ó le metieron anda
toda la vida gimiendo, fáltanle las fuerzas, añádense las cargas,
crecen los gastos, menguan las haciendas y el punto no ha de faltar.

Si la habéis de hallar, les dijo uno, ha de ser en lo que arrastra.

Honra, que va por tierra, ponerse ha de lodo, dijo Critilo.

Digo que sí, que lo que arrastra honra.

[Marginal: _Lo que honra, arrastra._]

Eso no, saltó Momo. Yo digo al revés, que lo que honra arrastra y
esta negra honrilla trae arrastrados á muchos. ¡Oh, á cuántos traen
arrastrados las galas y cadenas de las mujeres, las libreas de los
pajes, y andan corridos cuando más honrados!

Dicen que hacen lo que deben.

Yo digo al revés, que deben lo que hacen y dígalo el mercader y el
oficial y los criados.

Hallaron otro y otros muchos, que estaban echando los bofes y la misma
hiel por la boca.

Peor es esto, dijo Andrenio.

Pues si en algunos se ha de hallar la honra, dijo Momo, ha de ser en
éstos.

¿Y por qué?

Porque revientan de honrados.

Caro les cuesta la negra de la honrilla.

Y lo peor es que, cuando más la piensan conseguir, entonces la alcanzan
menos, perdiendo tal vez la vida y cuanto hay.

No os canséis, dijo uno, que no la hallaréis en toda la vida, sino en
la muerte.

¿Cómo en la muerte?

Sí, que aquel día es el de las alabanzas y tras la muerte le hacen las
honras.

¡Oh, qué donosa cosa!, dijo Andrenio. En un saco de tierra poca honra
cabrá. Cara es la honra, que cuesta el morir y, si un muerto es tierra
y nada, toda su honra será nonada.

Mucho es, ponderaba Critilo, que ni hallemos á Honoria en su corte ni
la honra en una tan populosa ciudad.

Honra y en ciudad grande, dijo Momo, muy mal se encuadernan. En otro
tiempo aún se hallara la honra en las ciudades; pero ya está desterrada
de todas. Asegúroos que todo lo bueno se perdió en ésta, el día que
echaron della aquel gran personaje, tan digno de eterna observación y
conservación, á quien todos respetaban por su gran caudal y gobierno.
El salía por una puerta ¡qué lástima! y todas las ruindades entraban
por otra, ¡qué desdicha!

¿Qué varón fué ése, preguntaron, de tanta importancia y autoridad?

Era el gobernador de la ciudad y aun dicen hijo de la misma reina
Honoria. No había Licurgo como él ni hubo jamás república de Platón
tan concertada como ésta. Todo el tiempo, que él la asistió, no se
conocían vicios ni se sonaba un escándalo, no paraba malhechor ni ruin.
[Marginal: _Don Pedro Pablo Zapata._] Porque todos le temían más que
al mismo gobernador de Aragón. Más recababa su respeto, que las mismas
leyes, y más le temían á él, que á las dos columnas del suplicio. Pero
luego que él faltó, se acabó todo lo bueno.

¿No nos dirías quién fué un personaje tan insigne y tan cabal?

[Marginal: _Provechos del qué dirán._]

De verdad que era bien nombrado y me espanto mucho no deis en la
cuenta. Éste era el prudente, el atento, el temido ¿_Qué dirán_?,
sujeto bien conocido, que los mismos príncipes le respetaban y aun le
temían, diciendo:

¿Qué dirán de un príncipe como yo, que debiendo ser el espejo, que
compone todo el mundo, soy el escándalo, que lo descompone?

¿Qué dirán, decía el título, que no cumplo con mis obligaciones, siendo
tantas, que degenero de mis antepasados, famosos héroes, que me dejaron
tan empeñado en hazañas y yo me empeño en bajezas?

¿Qué dirán de mí, decía el juez, que atropello la justicia, debiéndola
yo amparar y de juez me hago reo? Eso no dirán de mí.

Cuando más acosada la casada, acordábase dél y decía:

¿Qué dirán de mí, que una matrona como yo de Penélope me trueco en
Elena, que pago mal el buenproceder de mi marido con mi malparecer? Eso
no, líbreme Dios de tan mal gusto.

Hasta la recatada doncellita se conservaba en el jardín de su retiro,
diciendo:

¿Yo, que soy una fragante flor, había de dar tan mal fruto? ¿Yo,
siendo una rosa, ser risa del mundo? ¿Yo ver ni ser vista? ¿Yo, por
hablar, dar qué decir? De eso me guardaré yo muy bien.

¿Qué dirán, decía la viuda, que á muerto marido, amigo venido, que del
riego de mi llanto nace el verde de mis gustos, que tan presto trueco
el requiem en aleluya?

No dirán tal, decía el soldado, que yo me calce botas de fuina. ¿Qué
dirán de un español, que entre galos soy gallina?

¿Qué dirían de un hombre de mis prendas, decía el sabio, que de alumno
de Minerva me hago vil esclavo de Venus?

¿Qué dirán los mozos?, decía el viejo, y ¿qué dirán los viejos?, decía
el mozo.

¿Qué dirán los vecinos?, decía el hombre de bien.

Y con esto todos se recataban.

¿Qué dirían mis émulos?, decía el cuerdo, ¿qué buen día para ellos y
qué mala noche para mí?

¿Qué dirían los súbditos?, decía el superior, y ¿qué diría el
superior?, decían los súbditos.

Desta suerte todo el mundo le temía y le respetaba y todo iba, no de
concierto, pero muy concertado. Faltó él y faltó todo lo bueno ese
mismo día. Todo está ya perdido, todo rematado. ¿Pues qué se hizo un
Catón tan severo, un Licurgo tan regular qué se hizo? Que no pudiéndolo
sufrir unos y otros, no pararon hasta echarle. [Marginal: _Ostracismo
vulgar._] Bárbaro vulgar ostracismo se conjuró contra él y por ser
bueno le desterraron al uso de hoy. Sabed que con el tiempo, que todo
lo trastorna, fué creciendo esta ciudad, aumentándose en gente y
confusión: que toda gran corte es Babilonia. No se conocían ya unos á
otros, achaque de poblaciones grandes. Comenzaron con esto poco á poco
á desestimar su gran gobierno, de ahí á no hacer caso dél, luego á
atrevérsele. Como todos eran malos, no se espantaban unos de otros, no
decían éstos de aquéllos; cada uno se miraba á sí y enmudecía, metía la
mano en el seno y sacábala tan sarnosa, que no se picaba de la ajena.
No decían ya ¿qué dirán?; sino ¿qué diré yo dél, que no diga él de mí
y mucho más? Desta suerte, mancomunados todos, echaron fuera el ¿_Qué
dirán_? y al punto se perdió la vergüenza, faltó la honra, retiróse el
recato, huyó el pundonor. Ya no se atendía á obligaciones, con que todo
se asoló. Al otro día la matrona dió en matrera, la doncella de vestal
en bestial, el mercader á escuras, para dejar á ciegas, el juez se hizo
parte con el que parte, los sabios con resabios, el soldado quebrado.
Hasta el espejo universal se hizo común. Así que ya no hay honra ni se
parece.

He, no nos cansemos en buscar tarde lo que otros no pudieron hallar ni
al mediodía.

¿Pues en una ciudad tan famosa?, ponderaba Critilo.

[Marginal: _Honra desestimada._]

Trocóse en fumosa, dijo Momo, con tanto humo y tanto hollín y todo
confusión.

Tú te engañas, replicó en alta voz un otro personaje, que allí se dejó
ver, por ser bien visible en lo grueso y bienvisto en lo agradable, muy
diferente de Momo y aun su antagonista en su aspecto, trato, genio,
traje, hechos y dichos.

¿Qué sujeto es éste?, preguntó Andrenio á uno de los del séquito, que
era tan mucho, como popular.

Y respondióle:

Bien dijiste, sujeto á todos y de todos.

¡Qué colorado que está!

Como el que de nada se pudre.

¡Qué aprovechado! Trata de vivir.

Parece hombre de lindos hígados y mejor melsa. ¿Cómo ha engordado tanto
en estos tiempos?

Come el pan de todos.

Parece simple.

Es conveniencia. Porque en siendo uno entendido es temido y luego
aborrecido.

No muestra saber de la misa la media.

Harto sabe, pues sabe decir amén.

¿Y cómo se llama?

Tiene muchos nombres y todos buenos. Unos le llaman el buen hombre,
otros el buen Juan Escolán de Amén, _manja con tuti_, el buen pan,
pasta real; pero su propio nombre en español es _sí, sí_, y en italiano
_bono, bono_. [Marginal: _El contrario de Momo._] Y así como á Momo
se le dió el nombre de _No, no_, que corrompida la ene por ignorancia
ó malicia quedó en _Momo_: así á éste de _bono bono_ le quedó el _bo
bo_, porque todo lo abona y todo lo alaba. Pues, aunque sea la más alta
necedad, dice:

Bueno, bueno.

Al más solemne disparate:

¡Qué bien!

Á la mayor mentira:

Sí, sí.

Al peor desacierto:

Está bien.

Á la más calificada bobería:

¡Lindamente!

Desta suerte vive y bebe con todos y de todo engorda, que tiene linda
renta en la ajena bobería.

Pues si eso es, llamáranle Eco de la necedad. Pero díme: ¿cómo no le
tuvieron por dios los antiguos, así como á Momo y con más razón, por
ser más plausible y más agradable?

Hay mucho que decir en eso. Sienten unos que, aunque siempre trata
de lisonjear, como cada uno piensa que se le debe lo que se le dice,
ninguno lo agradece. Sirve á muchos y ninguno le paga y morirá comido
de lobos. Otros dicen que realmente no es de provecho en el mundo,
antes de mucho daño. Lo cierto es que la malicia humana no ha estimado
tanto sus simplicidades, cuanto temido las quemazones de Momo.

Alborotóse mucho éste, luego que le vió. Trabóse entre los dos una
reñida pendencia. Acudieron todos los apasionados de ambos, haciéndose
á dos bandas. [Marginal: _Lisonja perniciosa._] Los sátrapas, los
críticos, entendidos, bachilleres, podridos, caprichosos, satíricos
y maldicientes, se empeñaron por Momo. Al contrario, los panarras,
buenos hombres, amenistas, lisonjeros, sencillos y buenas pastas se
hicieron á la banda de Bobo. Critilo y Andrenio se estaban á la mira,
cuando se llegó á ellos un prodigioso sujeto y les dijo:

No hay mayor necedad que estárselas oyendo. Si venís en busca de la
Honra, seguidme, que yo os guiaré adonde está la honra del mundo entero.

Dónde los llevó y dónde realmente la hallaron se queda para otra Crisi.



CRISI XII

_El trono del mando._


Competían las Artes y las Ciencias el soberano título de reina, sol
del entendimiento y augusta emperatriz de las letras. Después de haber
hecho la salva á la sagrada Teología, verdaderamente divina, pues
toda se consagra á conocer á Dios y rastrear sus infinitos atributos,
[Marginal: _Competencia de las Ciencias._] habiéndola sublimado sobre
sus cabezas y aun sobre las estrellas, que fuera indecencia adocenarla,
prosiguióse la competencia entre todas las demás, que se nombran de las
tejas abajo luceros de la verdad y nortes seguros del entendimiento.

Viéronse luego hacer de parte de ambas filosofías todos los mayores
sujetos, los ingeniosos á la banda de la natural y los juiciosos de
la moral, señalándose entre todos Platón, eternizando divinidades, y
Séneca sentencias. No fué menos numeroso ni lucido el séquito de la
humanidad, gente toda de buen genio. Y entre todos un discreto de capa
y espada, habiendo arengado por ella, concluyó diciendo:

¡Oh plausible Enciclopedia, que á ti se reduce todo el plático saber!
Tu mismo nombre de humanidad dice cuán digna eres del hombre. Con razón
los entendidos te dieron el apellido de las Buenas Letras, que entre
todas las Artes tú te nombras en pluralidad la buena.

Pero ya Bártulo y Baldo comenzaron á alegar por la Jurisprudencia,
acotando entre los dos docientos textos con memoriosa ostentación.
Probaron con evidencia que ella había hallado aquel maravilloso secreto
de juntar honra y provecho, levantando los hombres á las mayores
dignidades, hasta la suprema.

Riéronse desto Hipócrates y Galeno, diciendo:

Señores míos, aquí no va menos que la vida. ¿Qué vale todo sin salud?
Y el complutense Pedro García, que desmintió lo vulgar de su renombre
con su fama, ponderaba mucho aquel haber encargado el divino Sabio el
honrar los médicos, no los letrados ni los poetas.

Aquí de la Honra y de la Fama, blasonaba un historiador. Esto sí que es
dar vida y hacer inmortales las personas.

He, que para el gusto no hay cosa como la Poesía, glosaba un poeta.
Bien concederé yo que la Jurisprudencia se ha alzado con la honra, la
Medicina con el provecho; pero lo gustoso, lo deleitable quédese para
los canoros cisnes.

¿Pues qué y la Astrología, decía un matemático, no ha de tener
estrella, cuando se carea con todas y se roza con el mismo sol?

He, que para vivir y para valer, decía un ateísta, digo un estadista, á
la Política me atengo. Ésta es la ciencia de los príncipes y así ella
es la princesa de las ciencias.

Desta suerte corría la pretensión á todo discurrir, cuando el gran
canceller de las letras, digno presidente de la docta academia, oídas
las partes y bien ponderadas sus eficacísimas razones, dió muestras
de pronunciar sentencia. Calmó en un punto el confuso murmullo y fué
tanta la atención, cuanta la expectación. Allí se vió todo pedante
sacar cuello de cigüeña, plantar de grulla, atisbar de mochuelo y parar
oreja de liebre. En medio de tan antonina suspensión, que ni una mosca
se oía, desabrochando el pecho el severo presidente, sacó del seno
un libro enano, no tomo, sino átomo, de pocas más que doce hojas, y
levantándole en alto á toda ostentación, dijo:

[Marginal: _Práctico saber._]

Ésta sí que es la corona del saber, ésta la ciencia de ciencias, ésta
la brújula de los entendidos.

Estaban todos suspensos admirándose y mirándose unos á otros, deseosos
de saber qué arte fuese aquélla, que según parecía no se parecía y
dudaban del desempeño. Volvió él segunda vez á exagerar:

Éste sí que es el plático saber, ésta la arte de todo discreto, la que
da pies y manos y aun hace espaldas á un hombre. Ésta la que del polvo
de la tierra levanta un pigmeo al trono del mando. Cedan las Auténticas
del César, retírense los Aforismos del médico, llamados así, ya por lo
desaforado, ya porque echan fuera del mundo á todo viviente. ¡Oh qué
lición ésta del valer y del medrar! Ni la política ni la filosofía ni
todas juntas alcanzan lo que ésta con sola una letra.

Crecía á varas el deseo con tanta exageración y más por extrañarse en
la boca de un atento.

Finalmente, dijo, este librito de oro fué parto noble de aquel célebre
gramático, prodigioso desvelo de Luis Vives y se intitula: _De
Conscribendis epistolis_; Arte de escribir...

No pudo acabar de pronunciar cartas, porque fué tal la risa de todo
aquel erudito teatro, tanta la tempestad de carcajadas, que no pudo
en mucho rato tomar la vez ni la voz para desempeñarse. Volvía ya
á esconder el librillo en el seno con tal severidad, que bastó á
serenarlos, y muy compuesto les dijo:

Mucho he sentido el veros hoy tan vulgarizantes. Sólo puede ser
satisfación el reconoceros desengañados. [Marginal: _Dictar una
Carta._] Advertí que no hay otro saber en el mundo todo, como el saber
escribir una carta. Y quien quisiere mandar, platique aquel importante
aforismo: _Qui vult regnare, scribat_, quien quiere reinar, escriba.

Este ponderativo suceso les refirió un ni persona ni aun hombre, sino
sombra de hombre, rara visión y al cabo nada. Porque ni tenía mano en
cosa ni voz ni espaldas ni piernas que hacer ni podía hombrear ni en
toda su vida se vió hecha la barba. Tanto, que admirado Andrenio, le
preguntó:

¿Eres ó no eres? Y si eres, ¿de qué vives?

Yo, dijo, soy sombra y así siempre ando á sombra de tejado. Y no te
espantes, que los más en el mundo no nacieron más que para ser sombras
de la pintura, no luces ni realces. Porque un hermano segundo ¿qué otra
cosa es sino sombra del mayorazgo? El que nació para servir, el que
imita, el que se deja llevar, el que no tiene sí ni no, el que no tiene
voto proprio, cualquiera que depende ¿qué son todos, sino sombras de
otros? Creedme, que los más son sombras. Que aquéllos las hacen y éstos
les siguen. La ventura consiste en arrimarse á buen árbol, para no ser
sombra de un espino, de un alcornoque, de un quejigo. Por eso yo voy
en busca de algún gran hombre, para ser sombra suya y poder mandar el
mundo.

¿Tú, replicó Andrenio, mandar?

Sí, pues muchos, que fueron menos y aun nada, hay llegado á mandarlo
todo. Yo sé que me veréis bien presto entronizado. Dejá que lleguemos
á la corte: que, si ahora soy sombra, algún día seré asombro. Vamos
allá y allí veréis la honra del mundo en el ínclito, justo y valeroso
Ferdinando Augusto. [Marginal: _Honra y virtud._] Él es la honra de
nuestro siglo, la otra columna del non plus ultra de la fe, trono de la
justicia, basa de la fortaleza y centro de toda virtud. Y creedme que
no hay otra honra, sino la que se apoya en la virtud; que en el vicio
no puede haber cosa grande.

Alegráronse mucho ambos peregrinos, viendo se acercaban á aquella
ciudad, estancia de su buscada prenda y término de su felicidad deseada.

[Marginal: _Corte de Cortes._]

Vieron ya campear en la superioridad de la más alta eminencia una
imperial ciudad, la primera que los solares rayos coronan. Fuéronse
acercando y admirando un número sin cuenta de gentes, anhelando
todos en su falda por subir á su corona. Para más satisfacerse ambos
peregrinos, preguntaron si era aquella la corte.

¿Pues no se da bien á conocer, les respondieron, en la muchedumbre de
impertinentes? Ésta es la corte y aun todas las cortes en ella. Éste
es el trono del mando, donde todos revientan por subir y así llegan
reventados, unos á ser primeros, otros á ser segundos y ninguno á ser
postrero.

Vieron que echaban algunos, bien pocos, por el rodeo de los méritos;
mas era un acabar de nunca acabar. El más manual, más que el de
las letras, del valor y virtud, era el del oro; pero la dificultad
consistía en fabricarse escala. Que de ordinario los más beneméritos
suelen ser los más imposibilitados. Echáronle á uno por favor, más
que por elección, una escala de lo alto y él, en estando arriba, la
retiró, porque ningún otro subiese. Al contrario, otro arrojó desde
abajo un gancho de oro y enganchóse en las manos de dos ó tres, que
estaban arriba, con que pudo trepar ligero. [Marginal: _Volatines de
la ambición._] Y déstos había raros volatines de la ambición, que por
maromas de oro volaban ligerísimos. Estaba votando uno y blasfemando.

¿Qué tiene éste?, preguntó Andrenio.

Y respondiéronle:

Echa votos, por los que le han faltado.

Lo que más admiraron fué que, siendo la subida muy resbaladiza y llena
de deslizaderos, llegó uno y comenzó á untarlos con un unto, que en lo
blanco parecía jabón y en lo brillante plata.

¡Hay más calificada necedad!, decía.

Pero él Asombrado:

Aguardá, dijo, y veréis el maravilloso efeto.

Fuélo harto, pues en virtud desta diligencia pudo subir con ligereza y
seguridad, sin amagar el menor vaivén.

[Marginal: _Untar para no resbalar._]

¡Oh gran secreto, exclamó Critilo, untar las manos á otros, para que no
se le deslicen á él los pies!

Ostentaban algunos prolijas barbas, torrentes de la autoridad, que,
cuando más afectan ciencia, descubren mayor legalidad.

¿Por qué éstos, preguntó Andrenio, no se hacen la barba? ¡Oh, respondió
el Asombrado, porque se la hagan!

Reconocieron uno, que parecía necio y realmente lo era, según aquel
constante aforismo, que son tontos todos los que lo parecen y la mitad
de los que no lo parecen. Y con ser incapaz, había muchos entendidos,
que le ayudaban á subir y lo diligenciaban por todas las vías posibles,
no cesando de acreditarle de hombre de gran testa, contra todo su
dictamen, de gran valor y muy cabal para cualquier empleo.

¿Qué pretenden estos sabios, reparó Critilo, con favorecer á este
tonto, procurando con tantas veras entronizarle?

¡Oh!, dijo el Asombro, ya espanto, ¿no veis que, si éste sube una vez
al mando, que ellos le han de mandar á él? Es testa de ferro, en quien
afianzan ellos el tenerlo todo á su mano. ¡Oh lo que valía aquí una
onza de pía afición y un amigo un Perú, sobre todo, un pariente, aunque
sea cuñado! Porque decían:

¡De los tuyos hayas!

Mas Critilo, anteviendo tantas y tan inaccesibles dificultades, trataba
de retirarse, consolándose á lo zorro de los racimos y diciendo:

He, que el mandar, aunque es empleo de hombres, pero no felicidad. Y
cierto, ponderaba, que para gobernar locos es menester gran seso y para
regir necios, gran saber. Yo renuncio á los cargos por sus cargas.

Y encogiendo los hombros, volvía las espaldas. Detúvole el Asombro con
aquella paradoja sentencia, para unos de vida y de muerte para otros:

[Marginal: _Monarca ó loco._]

Que un hombre había de nacer ó rey ó loco; no hay medio, ó César ó
nada. ¿Qué sabio, decía, puede vivir sujeto á otro y más á un necio?
Más le vale ser loco, no tanto para no sentir los desprecios, cuanto
para dar luego en rey de imaginación y mandar de fantasía. Yo, con ser
sombra, no me tengo por desahuciado de llegar al mando.

¿Pues en qué confías?, dijo Andrenio.

Cuando se oyó una voz, que desde lo más alto decía:

Allá va, allá va.

Estaban todos suspensos en expectación de qué vendría, cuando vieron
caer á los pies de la Sombra unas espaldas de hombre y muy hombre,
fuertes hombros y trabadas costillas.

Asegundó el grito:

Allá van.

Y cayeron dos manos con sus brazos tan rollizos, que parecía cada uno
un brazo de hierro. Desta suerte fueron cayendo todas las prendas de
un varón grande. Estaban los circunstantes atónitos de ver el suelo
poblado de humanos miembros; mas la Sombra los fué recogiendo todos y
revistiéndoselos de uno en uno, con que quedó muy persona, hombre de
poder y valer. Y el que antes parecía nada y podía nada y era tenido
en nada, se mostró ahora un tan estirado gigante, que todo lo podía.
De modo que uno le hizo espaldas, otro la barba. No faltó quien le dió
la mano ni quien le fuese pies. Conque pudo hacer piernas y hombrear.
Hasta entendimiento tuvo quien le diese. En viéndose hombre, trató de
subirse á mayores y pudo y aun prestar favor á sus camaradas, á quienes
hizo espaldas para su mayor ascenso.

[Marginal: _La fuente del olvido._]

Toparon en la primera grada del medrar una fuente rara, donde todos
se prevenían para la gran sed de la ambición y causaba contrarios
efectos. Uno de los más notables era un olvido tan estraño de todo lo
pasado, que no sólo se olvidaban de los amigos y conocidos de antes,
causándoles increíble pesadumbre ver testigos de su antigua bajeza;
pero de sus mismos hermanos. Y aun hubo hombre tan bárbaramente
soberbio, que desconoció el padre, que le engendró, borrando de su
memoria todas las obligaciones pasadas, los beneficios recibidos,
favoreciendo hechuras nuevas, queriendo antes ser acreedores, que
obligados. Más estimaban fiar, que pagar. Pero ¿qué mucho, si llegaron
los más á olvidarse de sí mismos y de lo que habían sido, de aquellos
principios de charcos, en viéndose en alta mar, y de todo cuanto les
pudiera acordar su basura, obligándoles á deshacer la rueda? Infundía
una ingratitud increíble, una tesura enfadosísima, una estrañez notable
y al fin mudaba un entronizado totalmente, dejándole como elevado, que
ni él se conocía ni los otros le acababan de conocer. ¡Tanto mudan las
honras las costumbres!

Llegaron á lo alto en ocasión, que todos andaban turbados y la corte
alborotada, por haber desaparecido uno de los mayores monarcas de la
Europa y, habiéndole buscado por cien partes, no le podían descubrir.
Sospechaban algunos se habría perdido en la caza: que no sería el
primero. Que en casa de algún villano habría hecho noche, despertando
de su gran sueño y cenando desengaños el que tan ayuno vivía de
verdades. [Marginal: _Príncipe de Estrella._] Mas llegó el día y no
pareció. Era grande y general el sentimiento, porque era amado de
todos por sus grandes prendas, príncipe de estrella, que no es poco.
No quedó Yuste, San Dionís, Casa de Campo, bosque ni jardín, donde no
le buscasen. Hasta que finalmente le hallaron donde menos pensaban
ni pudiera imaginarse, pues en un mercado, entre los ganapanes y
esportilleros, vestido como uno dellos, porteando tercios y alquilando
sus hombros por un real. Quedaron atónitos de verle tan trocado,
comiendo un pedazo de pan con más gusto que en su palacio los faisanes.
Estuvieron por un gran rato suspensos, sin acertar á decir palabra, no
acabando de creer lo que veían. Quejáronsele con el debido sentimiento
de que hubiese dejado su real trono y se hubiese abatido á un empleo
tan soez. Mas él les respondió:

En mi palabra, que es menos pesada la mayor carga déstas, aunque
sea de muchas arrobas de plomo, que la que he dejado. El tercio más
cantioso me parece una paja, respeto de un mundo acuestas y que me lo
han agradecido mis hombros. ¿Qué cama de brocado como este suelo, sin
cuidados, donde he dormido más estas cuatro noches, que en toda mi
vida?

Suplicábanle volviese á su grandeza; mas él:

[Marginal: _Rey de sí mismo._]

Dejadme estar, respondió, que ahora comienzo á vivir: ya me gozo y soy
rey de mí mismo.

Pues, señor, volviéronle á hacer instancia, ¿cómo un príncipe de tan
alto genio ha podido humanarse á conversar con tan vil canalla, horrura
mayor del vulgo?

He, que no se me ha hecho de nuevo. ¿No andaba yo en el palacio rodeado
de truhanes, simples, enanos y lisonjeros, peores sabandijas, á dicho
de un rey Magnánimo?

Rogáronle unos y otros volviese al mando y él por última resolución les
dijo:

Andad, que, habiendo probado ya esta vida, gran locura sería volver á
la pasada.

Trataron de elegir otro, que debía ser en Polonia, y pusieron la mira
en uno, nada niño y mucho hombre, [Marginal: _Prendas majestuosas._]
de gran capacidad y valor, de gran inteligencia y ejecución, con otras
mil prendas majestuosas, así de hombre como de rey. Presentáronle la
corona; mas él, tomándola en sus manos y sospesándola, decía:

Á gran peso, gran pesar. ¿Quién podrá sufrir un dolor de cabeza de por
vida? Tú pesando y yo pensando.

Pidió que por lo menos se la sustentase con dos manos un hombre de
valor, porque no cargase todo el peso sobre su cabeza. Mas díjole el
venerable presidente del parlamento:

Eso, Sire, más sería tener el otro la corona en su mano, que vos en la
cabeza.

Llegó á vestirse la rica y vistosa púrpura y, hallándola forrada, no en
martas de piedad, sino en erizos de pena, vestíasela algo holgada. Mas
diciéndole el maestro de ceremonias se la había de ceñir de modo, que
quedase bien ajustada, comenzó á suspirar por un pellico. Pusiéronle el
cetro en la mano y fué tal el peso, que preguntó si era remo, temiendo
más tempestades, que en el golfo de León. Era cuanto más precioso más
pesado y tenía por remate, no las hojas de una flor, sino los ojos
en frutos: un ojo muy vigilante, que valía por muchos. Preguntó qué
significaba y el gran Canceller le dijo:

[Marginal: _Cetros con ojos._]

Está haciéndoos del ojo y diciendo: Sire, ojo á Dios y á los hombres,
ojo á la adulación y á la entereza, ojo á conservar la paz y acabar la
guerra, ojo al premio de los unos y al apremio de los otros, ojo á los
que están lejos y más á los que están cerca, ojo al rico y oreja al
pobre, ojo á todo y á todas partes. Mirad al cielo y á la tierra, mirad
por vos y por vuestros vasallos. Todo esto y mucho más está avisando
este ojo tan dispierto. Y advertí que, si tiene ojos el cetro, también
tiene alma, como lo experimentaréis, tirando de la parte inferior.

[Marginal: _Cetros con alma._]

Ejecutólo y desenvainó un acicalado estoque: que es la justicia el alma
del reinar. Leyéronle las leyes y pensiones de su cargo, que decían,
la primera, no ser suyo, sino de todos; no tener hora propria, todas
ajenas; ser esclavo común, no tener amigo personal, no oir verdades, lo
que sintió mucho; haber de dar gusto á todos, contentar á Dios y á los
hombres, morir en pie y despachando.

Basta, dijo, que yo también me acojo al sagrado de la libertad y desde
ahora renuncio una corona, que se llamó así del corazón y sus cuidados,
una púrpura felpada de cambrones, un cetro, remo y un trono, potro de
dar tormento.

Acercósele un monstruo ó ministro y díjole al oído que tratase de tomar
los cargos y no las cargas.

Reine, decía su madre, aunque me cueste la vida.

Tocaron á aplauso los coribantes, embelesándole con ruidosa pompa, en
que salió cortejado de la noble bizarría y aclamado de la populosa
vulgaridad. En medio della estaba Andrenio, ponderando la majestuosa
felicidad del nuevo príncipe, cuando un estremado varón, llegándose á
él, le dijo:

¿Crees tú que éste, que ves, es el príncipe que manda?

¿Cuál, pues, si éste no?, respondió Andrenio.

Y él:

¡Oh cómo te engañas de barra á barra!

Y mostrándole un esclavo vil con su argolla al cuello, cadena al pie,
arrastrando un grande globo:

Éste es, le dijo, el que manda el mundo.

Túvolo ó por necedad ó por chiste y comenzóle á solemnizar.

Mas él se fué desempeñando á toda seriedad:

Porque mira, le dijo, aquella gran bola de hierros, ¿qué puede ser,
sino el mundo, que él le trae al retortero? ¿Ves aquellos eslabones?
Pues aquélla es la dependencia, aquel primero es el príncipe; aunque
tal vez, sacando bien la cuenta, es el tercero, el quinto y tal vez el
décimotercio. El segundo es un favorecido. Á éste le manda su mujer.
Ella tiene un hijuelo en quien idolatra. El niño está aficionado á un
esclavo, que pide al rapaz lo que se le antoja. Éste llora á su madre,
ella importuna á su esposo, él aconseja al príncipe, que decreta de
suerte que de eslabón en eslabón viene el mundo á andar rodando entre
los pies de un esclavo, errado de sus pasiones.

Pasó el triunfo, que de todo triunfa el tiempo, y guiándoles el Varón
de estremos, haciéndolos, llegaron á una gran plaza, donde cuatro ó
seis personajes muy ahorrados, sin ahorrarse con ninguno y aforrándose
de todos, estaban jugando á la pelota. Éste la arrojaba á aquél y aquél
al otro, hasta que volvía al primero, pasando círculo político, que es
el más vicioso, rodando siempre entre unos mismos, sin salir jamás de
sus manos. Todos los demás estaban mirando, que no hacían otro que ver
jugar. Reparó Critilo y dijo:

Ésta parece la pelota del mundo entre cuero y viento ó borra.

Y éste es, respondió el Estremado, el juego del mando, éste el gobierno
de todas las comunidades y repúblicas. Unos mismos son los que mandan
siempre, sin dejar tocar pelota á los demás. Que no hay política, que
no tenga sus faltas y sus azares. Pero si me creéis, dejaos de todo
mentido mando y seguidme, que yo os prometo mostrar el señorío real,
que es el verdadero.

Aquí hacemos alto, respondió Critilo. El mayor favor sería guiarnos
á casa de aquel ínclito marqués, embajador de España, cuya casa
es nuestro centro, donde pensamos poner término á nuestra prolija
peregrinación, hallando nuestra felicidad deseada.

Lo que les respondió y sucedió aquí, relatará la Crisi siguiente.



CRISI XIII

_La jaula de todos._


Crece el cuerpo hasta los veinte y cinco años y el corazón hasta los
cincuenta; mas el ánimo siempre. ¡Gran argumento de su inmortalidad!
Es la edad varonil el mejor tercio de la vida, como la que está en
el medio. Llega ya el hombre á su punto, el espíritu á su sazón, el
discurso es sustancial, el valor cumplido y el dictamen de la razón muy
ajustado á ella. Al fin todo es madurez y cordura. Desde este punto
se había de comenzar á vivir; mas algunos nunca comenzaron y otros
cada día comienzan. Ésta es la reina de las edades y, si no perfecta
absolutamente, con menos imperfecciones. [Marginal: _Las tres libreas
del hombre._] Pues no ignorante como la niñez ni loca como la mocedad
ni pesada ni pasada como la vejez; que el mismo sol campa de luces al
mediodía. Tres libreas de tres diferentes colores da en diversas edades
la naturaleza á sus criados. Comienza por el rubio y purpurante en la
aurora de la niñez; al salir del sol de la juventud, gala de color y de
colores; pero viste de negro y de decencia la barba y el cabello en la
edad varonil, señal de profundos pensamientos y de cuidados cuerdos;
fenece con el blanco, quedándose en él la vida, que es el buen porte de
la virtud, librea de la vejez lo cándido.

Había Andrenio llegado á la cumbre de la varonil edad, cuando ya
Critilo iba descaeciendo cuesta abajo de la vida y aun rodando de
achaque en achaque. Íbales convoyando aquel varón raro, muy de la
ocasión. Porque, aunque habían topado otros bien prodigiosos en el
discurso de tan varia vida, que quien mucho vive, mucho experimenta;
mas éste les causó harta novedad. Porque crecía y menguaba como él
quería. [Marginal: _Gigante enano._] Estirábase, cuando era menester,
iba sacando el cuerpo, alzaba cabeza, levantaba la voz y hombreábase de
modo, que parecía un gigante tan descomunal, que hiciera cara al mismo
capitán Plaza y aun á Pepo. Por otro estremo, cuando á él le parecía,
se volvía á encoger y se empequeñecía de modo, que parecía un pigmeo en
lo poco y un niño en lo tratable. Estaba atónito Andrenio de ver una
virtud tan variable.

No te admires, le dijo él mismo. Que yo con los que tratan de empinarse
y levantarse á mayores, con los que quieren llevar las cosas de mal á
mal, también sé hacer piernas; pero con los que se humillan y llevan
las cosas de bien á bien me allano de modo, que de mi condición harán
cera, cuando más sincera. Que tengo por blasón perdonar á los humildes
y contrastar los soberbios.

Éste, pues, hombre por estremos, habiéndoles desengañado de que el
marqués embajador, que ellos buscaban, no asistía ya en la corte
imperial, sino en la romana con negocios de extraordinaria grandeza,
y habiendo ellos resuelto, después de mucha desazón y sentimiento,
proseguir el viaje de su vida hasta conseguir su alejada felicidad y
marchar á la astuta Italia, ofrecióles el voluntario gigante su compaña
hasta los Alpes canos, distrito ya de la sonada Vejecia.

Y porque me empeñé, decía, en mostraros el señorío verdadero, sabed que
no consiste en mandar á otros, sino á sí mismo. ¿Qué importa sujete
uno todo el mundo, si él no se sujeta á la razón? Y por la mayor
parte, los que son señores de más, suelen serlo menos de sí mismos. Y
tal vez el que más manda más se desmanda. El imperio no es felicidad,
sino pensión; pero el ser señor de sus apetitos es una inestimable
superioridad. [Marginal: _Tiranía de pasiones._] Asegúroos que no hay
tiranía como la de una pasión y, sea cualquiera, ni hay esclavo sujeto
al más bárbaro africano, como el que se cautiva de un apetito. ¡Cuántas
veces querría dormir á sueño suelto el necio amante y dícele su pasión:

Quita, perro, que no se hizo para ti ese cielo; sino un infierno de
estar suspirando toda la noche á los umbrales de la desvanecida belleza!

Quisiera el mísero engañar, si no satisfacer, su hambre canina y dícele
su codicia:

Anda, perro, ni una sed de agua y siempre de dinero.

Suspira el ambicioso por la quietud dichosa y grítale el deseo de valer:

Hola, perro, anda aperreado toda la vida.

¿Hay Berbería tan bárbara cual ésta? He, que no hay en el mundo señorío
como la libertad del corazón. Eso sí que es ser señor, príncipe, rey,
y monarca de sí mismo. Esta sola ventaja os faltaba para llegar al
colmo de una inmortal perfección; todo lo demás habíais conseguido, el
honroso saber, el acomodado tener, la dulce mitad, el importante valor,
la ventura deseada, la virtud hermosa, la honra autorizada, y desta vez
el mando verdadero.

¿Qué os ha parecido, preguntó el agigantado camarada, de los bravos
alemanes?

Grandes hombres, iba á decir Critilo, cuando perturbó su definición
uno, que parecía venir huyendo en lo desalentado y á gritos
maldistintos repetía:

¡Guarda la fiera, guarda la mala bestia!

No dejaron de asustarse y más, cuando oyeron repetir lo mismo á otro y
á otros, que todos volvían atrás de espanto.

¿Es posible, dijo Andrenio, que jamás nos hemos de ver libres de
monstruos ni de fieras, que toda la vida ha de ser arma?

Trataban de huir y ponerse en cobro, cuando volviéndose hacia su
camarada el Gigante, no le vieron, pero le sintieron metido en uno de
sus zapatos, tamañito. Creció su espanto, creyendo fuese efeto del
miedo; mas él, con voz intrépida les animó, diciendo:

No temáis, no, que ésta no es desdicha, sino suerte.

¿Cómo suerte, gritó uno de los fugitivos, si está ahí una fiera tan
cruel, que no perdona al hombre más persona?

¿Cómo nos guías por aquí?, instó Critilo.

Y él:

Porque es el camino de más ventajas, el de los grandes hombres, y esa
fiera tan temida no es para mí asombro, sino trofeo.

Dábase á las furias, oyendo esto Andrenio, y preguntóle á uno de los
menos asustados:

¿No me diríais, qué fiera es ésta?

¿Vístela tú?

Y aun he experimentado, respondió, por desgraciada dicha su fiereza.

Éste es un monstruo tan ruin como desapiadado, que sólo se sustenta de
hombres muy personas. Cada día le han de echar para su pasto el mejor
hombre, que se conoce, un héroe; y por el mismo caso que es conocido
y nombrado, el sujeto más eminente, ya en armas, ya en letras, ya en
gobierno; y si mujer, la más linda, la más bella, y luego la despedaza
rosa á rosa, estrella á estrella, y se la traga; que de las feas y
fieras como él no hace caso. Todos los famosos hombres peligran. En
habiendo un sabio, un entendido, al punto le huele de mil leguas y hace
tales estragos, que sus mismos conocidos se le traen y tal vez sus
propios hermanos. Que el primer hombre, que despedazó, un hermano suyo
le condujo. Es cosa lastimosa ver un gran soldado, cuanto más valiente
y hazañoso, cómo perece, hecho víctima de su vilísima rabia.

¿Pues qué, á los valientes se atreve?

¿Cómo, si se atreve? Al mismo Torrecuso, al animoso Cantelmo, al mismo
duque de Feria y otros tan excelentes. ¿Fiero monstruo de deshacer todo
lo bueno? Pues ved cómo lo malea con dientes, con la lengua, hasta con
el gestillo, con el modillo y de todas maneras.

¡Qué buen gusto debe tener!, dijo Critilo.

Antes no, pues todo lo bueno le sabe mal y no lo puede tragar, aunque
muerde lo mejor. Y si tal vez se lo traga, porque lo cree, no lo puede
digerir, porque no se le cuece. Tiene malísimo gusto y peor olfato,
oliendo de cien leguas una eminencia y rabia por deshacerla. Y así yo
doy voces:

Afuera, lindas; á huir, sabios; guardaos, valientes; alerta, príncipe:
que viene, que llega rabiando la apocada bestia: ¡guarda, guarda!

He, aguarda, dijo el ya Enano gigante.

Por lo menos no puedes negar que es grande quien así se ceba en todas
las cosas grandes. Antes es muy poca cosa y, aunque no hinca el diente
venenoso, sino en lo que sobresale, es de todas maneras ruin y revienta
cada día. No hay cosa más pestilente que su aliento, como salido de tan
fatal boca, mala lengua y peores entrañas. Yo la he visto eclipsar el
sol y deslucir las mismas estrellas. Los cristales empaña y la plata
más brillante desdora. De suerte que, en viendo alguna cosa excelente y
rara, la toma de ojo y de tema.

¿No hay un paladín, que degüelle esa horca tan perjudicial?, preguntó
Andrenio.

¿Quién la ha de matar? No los pequeños, que no les hace daño; antes los
venga y consuela. No los grandes hombres, porque ella acaba con todos.
¿Pues quién le ha de emprender?

¿Es bruto, ó persona?

Algo, aunque poco, tiene de hombre, de mujer mucho y de fiera todo.

Ya en esto venía para ellos un rayo en monstruo, dando crueles
dentelladas, espumando veneno:

Aquí el remedio es, gritó el ya Enano, y mucho menos, no sobresalir en
cosa, no lucir ni campear, no ostentar prenda alguna.

Así lo platicaron y la que venía rechinando colmillos y relamiéndose
en espumajos de veneno, viéndoles que tan poco sobresalían y que el
imaginado Gigante era un pigmeo, no dignándose ni aun de mirarles, los
despreció, dando la vuelta á su poquedad y vileza.

¿Qué os ha parecido de la monstruosa vieja?, preguntó el ya otra vez
Gigante.

Y Critilo:

Yo dudé si era el Ostracismo moderno, que á todos los insignes varones
destierra y querría echar del mundo, no más de porque lo son. En
oliendo un docto, le hace proceso de excelente hombre y le condena á
no ser oído; al esclarecido á deslucido; al valiente le hace cargos,
transformándole las proezas en deméritos; al mayor ministro y de mejor
gobierno le publica por insufrible; la hermosura mayor, á no ser vista;
y al fin, toda eminencia, que vaya fuera y se le quite delante.

¿Y eso ejecutaban hombres de juicio en Atenas?, replicó Andrenio.

Y hoy pasa en hecho de verdad, le respondió.

¿Y dónde van á parar tantos buenos?

¿Dónde? Los valientes á Estremadura y la Mancha, los buenos ingenios
á Portugal, los cuerdos á Aragón, los hombres de bien á Castilla, las
discretas á Toledo, las hermosas á Granada, los bellos decidores á
Sevilla, los varones eminentes á Córdoba, los generosos á Castilla la
Nueva, las mujeres honestas y recatadas á Cataluña y todo lo lucido á
parar en la corte.

Á mí me pareció, dijo Andrenio, en aquel mirar de mal ojo, en el
torcer de boca, en el hacer gestillos, en el modillo de hablar y en el
enfadillo que era la Envidia.

La misma, respondió el Gigante; aunque ella lo niega.

Libres ya de envidiados y envidiosos, llegaron á un paso inevitable,
donde asistía muy de asiento un varón muy de propósito. Éste era el
que tenía en su mano la justa medida de los entendimientos, de cómo
han de ser. Y era cosa rara que, llegando cada instante unos y otros
á medirse, ninguno se ajustaba de todo punto. Unos se quedaban muy
cortos á tres ó á cuatro dedos de necios. Ya por esto, ya por lo otro.
Uno, porque, aunque en unas materias discurría, en otras no acertaba.
Éste era ingenioso, pero cándido; aquél docto, pero rústico. De modo,
que ninguno venía cabal del todo. Al contrario, otros pasaban del coto
y eran bachilleres, resabidos, sabihondos y aun casi locos. Hablaban
unos bien; pero se escuchaban. Sabían otros; pero se lo presumían. Y
todos éstos enfadaban. Así que unos por cortos, otros por largos, unos
por carta de más, otros de menos, todos perdían. Á unos les faltaba un
pedazo de entendimiento y á otros les sobraba. Cuál y cuál, uno entre
mil, venía á ser de la medida y aun quedaba en opiniones. En viendo
el juicioso varón que uno no llegaba ó un otro se pasaba, los mandaba
meter en la gran jaula de todos, llamada así por los infinitos, de que
siempre estaba llena. Que de loco ó simple, raro es el que se escapa,
los unos porque no llegan, los otros porque se pasan, condenándose
todos, unos por tontos, otros por locos. Comenzó á vocearles uno de los
que ya estaban dentro y decía:

Entrad acá, no tenéis que mediros, que todos somos locos, los muchos y
los pocos.

Tomáronse la honra, que en la tierra de los necios, el loco es rey, y
guiados de su gran hombre, entraron allá. Vieron cómo los más andaban,
pero no discurrían. Cada uno con su tema y alguno con dos y tal con
cuatro. Había caprichosas setas y cada uno celebraba la suya: el uno
de entendido, el otro de decidor, éste de galán, aquél de bravo, tal
de linajudo y cuál de afectado, de enamorados muchos, de descontentos
de todo algunos. Los graciosos muy desgraciados, los dejados muy
fríos, los porfiados insufribles, los singulares señalados, los
valientes furiosos, los muy voluntarios fáciles, los encarecedores
desacreditados, los tiesos enfadosos, los vulgares desestimados, los
juradores aborrecidos, los descorteses abominados, los rencillosos
malquistos, los artificiosos temidos. Admirado Andrenio de ver tan
trascendente locura, quiso saber la causa y dijéronle.

Advertí que ésta es la semilla, que más cunde hoy en la tierra, pues da
á ciento por uno y en partes á mil. Cada loco hace ciento y cada uno
déstos otros tantos, y así en cuatro días se llena una ciudad. Yo he
visto llegar hoy una loca á un pueblo y mañana haber ciento imitadoras
de sus profanos trajes. Y es cosa rara que cien cuerdos no bastan hacer
cuerdo un loco y un loco vuelve orates á cien cuerdos. De nada sirven
los cuerdos á los locos. Éstos sí hacen gran daño á aquéllos: es en
tanto grado, que ha acontecido poner un loco entre muchos y muy cuerdos
por ver si se remediaría.

Y como en todo cuanto hablaba y hacía le repugnaban, comenzó á dar
gritos, diciendo que le sacasen de entre aquellos locos, si no querían
que perdiese el juicio en cuatro días.

Era de ponderar, cuáles procedían, sin parar un punto ni reparar en
cosa y todos fuera de sí y metidos en otro de lo que eran y tal vez
todo lo contrario. Porque el ignorante se imaginaba sabio, con que
no estaba en sí; el nonadilla se creía gran hombre; el vil, gran
caballero; la fea se soñaba hermosa; la vieja, niña; el necio, muy
discreto. De suerte que ninguno está en sí ni se conoce ninguno en el
caso ni en casa. Y era lo bueno que cada uno preguntaba al otro si
estaba en su juicio.

¿Hombre del diablo, estáis loco?

¿Estamos en casa?, decía uno.

¿Estáis conmigo?, decía otro.

Y á fe estuviera bien apañado, si con él. Á todos los otros imaginaban
sus antípodas y que andaban al revés, persuadiéndose cada uno que
él iba derecho y el otro cabeza abajo, dando de colodrillo por esos
cielos; él muy tieso y los otros rodando.

¡Qué errado anda fulano!, decía éste.

Y respondía el otro:

¡Qué calzado por agua va él!

Todos se burlan unos de otros. El avaro del deshonesto y éste de aquél,
el español del francés y el francés del español.

¡Ay locura de todo el mundo!, filosofaba Critilo. ¡Y con cuánta razón
se llamó jaula de todos!

Iban discurriendo y toparon los ingleses metidos en una muy alegre
jaula.

¡Qué alegremente se condenan éstos!, dijo Andrenio.

Y respondiéronle estaban allí por vanos: es achaque de la belleza.
Vieron los españoles en otra por maliciosos, los italianos por
invencioneros, los alemanes por furiosos, los franceses por cien cosas
y los polacos á la otra banda. Había sabandijas de todo elemento: locos
del aire los soberbios, del fuego los coléricos, de la tierra los
avaros y del agua los Narcisos. Y éste era simplicísimo elemento. En
el quinto los lisonjeros, diciendo que sin él no se puede vivir en la
corte ni en el mundo.

Topaban estremadas locuras, bravos caprichos. Había dado uno en no
hacer bien á nadie y podía. Preguntóle Andrenio la causa y respondióle:

Señor mío, por no morirme luego.

Antes no, le replicaron, que, haciendo bien á todos, todos os desearán
la vida.

Engañáisos, respondió él, que ya el hacer bien sale mal. Y si no,
prestá vuestro dinero y veréis lo que pasa. Los más ingratos son los
más beneficiados.

He, que ésos son cuatro ruines y por ellos no han de perder tantos
buenos, que lo reconocen y agradecen.

¿Quién son éstos, dijo él, y harémosles un elogio?

Al fin, señor, no os canséis, que yo no me quiero morir tan presto, que
ya sabéis que quien bien te hará ó se te irá ó se te morirá.

Á par déste estaba otro gran agorero y era hombre de porte. En
encontrando un bizco, se volvía á casa y no salía en quince días; que
si tuerto, en todo un año. No había remedio que comiese, melancólico
perdido:

¿Qué tenéis?, le preguntó un amigo. ¿Qué os ha sucedido?

Y él:

Un grande azar.

¿Qué?

Que se volcó el salero en la mesa.

Riólo mucho el otro y díjole:

Dios os libre, no se vuelque la olla, que para mí no hay otro peor
agüero que salir ella güera.

Hízoles gran novedad ver una jaula llena de hombres tenidos por sabios
y muy ingeniosos y decía Critilo:

Señor, que estén aquí los amantes, vaya: que no va sino una letra para
amentes; que estén los músicos en su traste, bien; pero ¿hombres de
entendimiento?

Oh, sí, respondía Séneca: que no hay entendimiento grande sin vena.

Trabáronse de palabras, que no de razones, un alemán y un francés.
Llegaron á términos de perdérselos y el francés trató al alemán de
borracho y éste le llamó loco. Dióse por muy agraviado el francés y
arremetiendo para él, que siempre procuran ser los agresores y con eso
ganan, juraba le había de sacar la sangre pura, que no fuera poco. Y el
alemán que le había de hacer saltar los sesos, que no tenía.

Púsose de por medio un español; mas, aunque echó algunos votos, no
podía aplacar al francés.

No tenéis razón, le dijo, que si él os ha tratado de loco, vos á él de
borracho, con que sois iguales.

No, Monsiur, decía el francés; más cargado quedo yo: peor es loco que
borracho.

Malo es lo uno y lo otro, replicó el español; pero la locura es falta y
la embriaguez es sobra.

Así es, dijo el francés; pero aquello de ser mentecato de alegría es
una gran ventaja, es tacha de gusto.

He, que también un loco, si da en rey ó papa, pasa una linda vida. Así
que no sé yo de qué os dais por tan sentido.

Siempre estoy en mis trece, dijo el francés, que yo hallo gran
diferencia de loco á borracho. Porque el uno es mentecato de secano y
el otro de regadío.

Estaba una mujer loca rematada de su hermosura, que las más déstas no
tienen un adarme de juicio.

Ésta sí, dijo Critilo, que volverá locos á ciento.

Y aun á más, dijo Andrenio.

Y fué así, que ella estaba loca y loca su madre con ella y loco el
marido de celos y locos cuantos la miraban.

Daba voces un gran personaje y decía:

¿Á mí, á un hombre como yo, de mi calidad, á un magnate intentar
meterlo aquí? Eso no. Si es por esto y esto, yo tuve mi razón: no se ha
de dar cuenta de las acciones á todos. Si es por aquello, engáñanse.
¿Qué saben ellos de las ejecuciones de los grandes personajes, que no
las alcanzan? ¿Por qué se meten á censurarlas? Que hay historiador y
aun los más, que no tocan en cielo ni en tierra.

Defendíase todo lo posible; mas los superintendentes de la jaula,
tratándole muy mal hasta ajarle le llevaban muy contra su voluntad,
diciendo:

Aquí no se juzga de la cordura interna, sino de la locura externa. Vaya
á la jaula derecho quien hizo tantos tuertos.

Llegó Critilo y, viendo era un gran personaje bien conocido, díjoles no
tenían razón de meterle allí un hombre semejante.

He, sí señor, dijeron ellos, que estos hombres grandes hacen siempre
locuras de su tamaño y mayores cuanto mayores.

Por lo menos, replicó Critilo, no le pongáis en el común, sino aparte:
haya una jaula retirada para los tales.

Riéronlo mucho ellos y dijeron:

Señor mío, á quien perdió el mundo entero todo él sea su jaula.

Al contrario, otro suplicaba con grande instancia le honrasen con una
jaula de loco; mas los del gobierno no quisieron. Antes le llevaron
á las de los simples, que estaban de la otra banda, y fué porque
pretendía mandar, que á todos los pretendientes de mando los metían á
un lado del limbo.

Había locos de memoria, que era cosa nueva y nunca vista; que de
voluntad y entendimiento ya es ordinario. Y éstos eran los prósperos,
los hartos, no acordándose de los hambrientos, los presentes de los
ausentes, los de hoy de los de ayer, los que dos veces tropezaron en
un mismo paso, los que se engolfaron segunda vez y los que se casaron
dos, los engañados entre los bobos. Y el que dos veces, jaula doble. Y
señalaron pienso á los de penseque.

Estaban altercando dos cuál había sido el mayor loco del mundo, que
el primero ya se sabe. Nombraron muchos y bien solemnes, antiguos
y modernos, en Francia á pares y en España á nones. Concluyeron la
disputa, concluyendo el poema del galán Medoro.

Preguntó Andrenio por qué ponían los alegres junto á los tristes, los
consolados á par de los podridos, los satisfechos de los confiados.
Respondió uno que para igualar el peso y el pesar. Pero otro mejor,
para que los unos curen con los otros.

¿Pues qué, sanan algunos?

Sí, alguno y aun ése por fuerza, como se vió en aquel, que, habiéndole
sanado un gran médico, no le quería después pagar. Citóle ante el juez,
que admirado de tal ingratitud, dudó si había vuelto á estar loco.
Respondía que ni con él se había hecho el concierto ni le había hecho
buena obra; sino muy mala en haberle vuelto á su juicio, diciendo que
no había tenido mejor vida, que cuando estaba loco, pues no sentía
los agravios ni advertía los desprecios, de nada se pudría. Un día se
imaginaba rey, otro papa, ya rico, ya valiente y vitorioso, ya en el
mundo, ya en el paraíso y siempre en gloria; pero ahora sano de lodo se
consumía, de todo se pudría, viendo cuál anda todo.

Intimóle que pagase ó volviese á ser loco y él escogió esto último.

Llamóles uno con grande instancia, que estaba en la jaula de los
descontentos. Comenzóles á hablar con grande consecuencia, quejándose
de que le tenían allí sin causa. Daba tan buenas razones que les hizo
dudar si la tendría. Porque decía:

Señores míos, ¿quién puede vivir contento con su suerte? Si es pobre,
padece mil miserias; si rico, cuidados; si casado, enfados; si soltero,
soledad; si sabio, impaciencias; si ignorante, engaños; si honrado,
penas; si vil, injurias; si mozo, pasiones; si viejo, achaques; si
solo, desamparos; si emparentado, pesares; si superior, murmuraciones;
si vasallo, cargas; si retirado, melancolías; si tratable,
menosprecios. ¿Pues qué ha de hacer un hombre y más si es persona?
¿Quién puede vivir contento, sino algún tonto? ¿No os parece que tengo
razón? Así tuviese yo ventura, que entendimiento no me falta.

Aquí se la conocieron y grande. Mal de muchos, vivir tan satisfechos de
su entendimiento, cuan descontentos de su poca dicha.

¡Oh cuántos, dijo Critilo, echan la culpa de la sobra de su locura á la
falta de su ventura!

Muy confiado uno llegó á entretenerse y ver las gavias; mas al punto
agarraron dél para revestirle la librea. Defendíase, preguntando que
por qué. Pues él ni era músico ni enamorado ni desvanecido ni salía
fianza por el mismo Creso ni había confiado en hombres ni fiado de
mujeres, mucho menos de franceses, ni se había casado por los ojos
á lo antiguo ni por los dedos á lo moderno contando el dinero ni
había llevado plumaje ni ramo ni se mataba de lo que otros vivían ni
suspiraba de lo que otros daban carcajadas ni por decir un dicho había
perdido un amigo ni era de alguna de las cuatro naciones y así que á
ningún traste pertenecía. Nada le valió.

Enjáulenle, gritaba el regidor mayor.

Y él:

¿Por qué?

Porque él solo se tiene por cuerdo. Y aunque no sea loco, puede ser
tenido por tal, como acontece cada día. Y entiendan todos que, por
cuerdos que sean, si dan los otros en decirles ¡al loco, al loco!, ó le
han de sacar de tino ú de crédito.

Ponderaba Andrenio que casi todos eran hombres; no había niños ni
muchachos.

Es que aún no se han enamorado, le respondió uno.

Mas otro:

¿Cómo han de perder lo que aún no tienen?

Defendía un físico que por ser húmedos de celebro; pero mejor un
filósofo, que por vivir sin penas.

Trajeron los esbirros un tudesco y él decía que por yerro de cuenta.
Que su mal no procedía de sequedad de celebro; sino de sobrada humedad.
Y aseguraba que nunca más en su juicio, que cuando estaba borracho.

Dijéronle que en qué se fundaba. Y él con toda puridad decía que,
cuando estaba de aquel modo, todo cuanto miraba le parecía andar al
revés, todo al trocado, lo de arriba abajo, y como en realidad de
verdad así va el mundo y todas sus cosas al revés, nunca más acertado
iba él ni mejor le conocía que, cuando le miraba al revés, pues
entonces le veía al derecho y como se había de mirar. Con todo cayó de
su casa y le dijeron que, aunque le veía al revés, no era por andar él
derecho. Y así le metieron entre los alegres.

Dondequiera que se volvían, topaban ó locos ó mentecatos: todo el mundo
lleno de vacío.

Yo creí, dijo Andrenio, que todos los locos cabían en un rincón del
mundo y que estaban recogidos allá en su Nuncio; y ahora veo que ocupan
toda la redondez de la tierra.

Podíamos responder á eso, dijo uno, lo que el otro en cierta ciudad
bien noble y bien florida, que, habiéndola paseado con un estranjero
y habiéndole mostrado todas las cosas más célebres y más de ver, que
eran tan muchas como grandes, soberbios edificios, plazas abundantes,
jardines amenísimos y magníficos templos, reparó el huésped que no le
había llevado á una casa de que él gustaba mucho.

¿Cuál es? Que al punto os llevaré allá.

La casa de los que no están en ella.

¡Oh, señor, respondió, aquí no hay casa especial; toda la ciudad lo es!

De lo que mucho se maravillaba Andrenio era de ver locos de buen
entendimiento.

Éstos, le dijo uno, son los peores, porque no tienen cura. He allí uno,
que tiene el mayor entendimiento que se conoce; pero entendimiento, que
menos sirva á su dueño, yo dudo que le haya.

¡Oh casa de Dios, exclamó Critilo, poblada de orates!

Mas al decir esto se enfurecieron todos y arremetieron contra ellos
de todas partes y naciones. Viéronse rodeados en un instante de
mentecatos, sin poderse defender dellos ni ponerles en razón. Aquí el
Gigante, echando mano á la cinta, descolgó una bocina de marfil terso
y puro y aplicándola á la boca comenzó á hacer un son tan desapacible
para ellos, que todos al punto, volviendo las espaldas, se echaron
á huir y se retiraron, aunque no con buen orden. Con esto se vieron
libres de su furia, quedándoles el paso desembarazado. Admirado
Andrenio, le preguntó si era acaso aquél el cuerno de Astolfo tan
celebrado.

Primo hermano dél; aunque más moral es éste. Lo que yo puedo decir es
que me lo dió la misma Verdad. Con él me he librado muchas veces y
de terribles trances. Porque, como habéis visto, en oyendo cada uno
la verdad, luego vuelve las espaldas, unos tras otros se van y me
dejan estar. Todos veréis que enmudecen, en oyendo que les dicen las
verdades, se van más que de paso. En diciéndole al otro desvanecido
que advierta, que no tiene de qué, que se acuerde de su abuelo, al
punto se hiela. Si le decís al magnate que no adjetive lo grande con
lo vicioso, luego os tuerce el rostro. Si le decís á la otra que no
parece tan bien como se pinta, aunque sea un ángel, os para un gesto de
un demonio. Si le acordáis al rico la limosna y que todos los pobres
le echan maldiciones, luego se sacude la capa y os sacude de sí. Si al
soldado que lo sea en la conciencia y no la tendrá tan rota, si á Baldo
que no sea venal ni admita todas las causas, si al marido que no sea
siempre novio, si al médico que no se mate por matar, si al juez que no
se equivoque con Judas, si á la doncella que no comienza ya bien con el
don, ni la dama con el dar, si á la bella casada que escuse el vella,
todos vuelven las espaldas. De modo que, en resonando el odioso cuerno
de la verdad, veréis que el pariente os niega, el amigo se retira, el
señor desfavorece, todo el mundo os deja y todos van gritando:

¡Á huir á huir!, por no oir.

Despejado el paso de la vida, fuéronse encaminando á los canos Alpes,
distrito de la temida Vejecia. Lo que por allá les sucedió ofrece
referir la tercera parte en el erizado invierno de la vejez.



EL CRITICÓN

TERCERA PARTE

EN EL INVIERNO DE LA VEJEZ



POR

LORENZO GRACIÁN

Y LO DEDICA AL

DOCTOR DON LORENZO FRANCÉS DE URRITIGOITI

DEÁN DE LA SANTA IGLESIA DE SIGÜENZA.

_Á don Lorenzo Francés de Urritigoiti, deán de la santa iglesia de
Sigüenza._


Esta tercera parte del discurso de la vida humana, que retrata la
vejez, ¿á quién mejor la pudiera yo dirigir, que á un señor anciano,
tan grave, entendido y prudente? Y está tan lejos de ser inadvertencia
esta dirección, que blasona de industrioso obsequio. Mucho ha que
comenzó v. m. á lograr madureces. Suelen alterarse los tiempos y
entrarse unos en la jurisdición de los otros: el Otoño se muda en
Invierno y la Primavera usurpa porción del Estío. Así en algunos la
vejez se suele adelantar y tomar gran parte de la varonil y ésta de
la mocedad. Describe este último de mis Críticos una sazonada vejez
sin decrepitud, copiada de la perfecta de v. m. Ésta es la idea de
prendas autorizadas, bien conocidas, no bastantemente estimadas.
Mas desconfiando mi pluma de poder sacar el cumplido retrato de las
muchas partes, de los heroicos talentos, que en v. m. depositaron
con emulación la naturaleza favorable y la industria diligente,
he determinado valerme de la traza de aquel ingenioso pintor, que,
empeñado en retratar una perfección á todas luces grande y viendo
que los mayores esfuerzos del pincel no alcanzaban á poderla copiar
toda junta con los cuatro perfiles, pues, si la pintaba del un lado,
se perdían las perfecciones de los otros, discurrió modo cómo poder
expresarla enteramente. Pintó, pues, el aspecto con la debida valentía
y fingió á las espaldas una clara fuente, en cuyos cristalinos reflejos
se veía la otra parte contraria con toda su graciosa gentileza. Puso
al un lado un grande y lucido espejo, en cuyos fondos se lograba el
perfil de la mano derecha, y al otro un brillante coselete, donde se
representaba el de la izquierda. Y con tan bella invención pudo ofrecer
á la vista todo aquel relevante agregado de bellezas. Que tal vez la
grandeza del objeto suele adelantar la valentía del concepto.

Así yo, por no perder perfecciones, por no malograr realces y tantos
como en v. m. admiro, unos propios, otros ajenos, aunque ninguno
estranjero, después de haber copiado lo virtuoso, lo prudente, lo
docto, lo entendido, lo apacible, lo generoso, lo plausible, lo noble,
lo ilustre, que en v. m. luce y no se afecta, quiero carearle con una
no fingida, sino verdadera fuente de sus esclarecidos padres, el señor
Martín Francés, ornamento de su casa, esplendor de esta Imperial Ciudad
de Zaragoza, por su virtud, generosidad, cordura y capacidad, que
todo en él fué grande; y de una madre, ejemplo de cristianas y nobles
matronas, cuya bondad se conoció bien en el fruto que dió de tantos y
tan insignes hijos, que pudo con más razón decir lo que la otra romana:
_Mis galas, mis joyas, mis arreos son mis hijos_.

Pondré luego al lado derecho, no un espejo solo, sino cuatro, de
cuatro hermanos, dedicados todos á Dios en las más ilustres iglesias
catedrales de España. El Ilustrísimo señor don Diego Francés, Obispo de
Barbastro, espejo de ilustrísimos Prelados en lo santo de su vida, en
lo vigilante de su celo, en lo docto de sus estampados escritos y en lo
caritativo de sus muchas limosnas.

Sea el segundo el señor Arcipreste de Valpuesta, en la santa Iglesia
de Burgos, espejo también de Prebendados, ya en la cátedra, ya en el
púlpito, ya en la silla, asistiendo con ejemplar puntualidad al divino
culto, sin perdonar días, no perdonándole sus achaques una hora de
alivio.

El tercero, que pudiera ser primero, es el señor Arcediano de Zaragoza,
aquel gran bienhechor de todos, de nobles con consejos, de pobres
con limosnas y asistencias de Regidor mayor del Hospital General, de
eclesiásticos con ejemplos, de sabios con libros que publican las
prensas, con las suntuosas iglesias que les ha erigido, con capillas
que ha ilustrado y fundado, nacido al fin para bien de todos y de todas
maneras venerable.

Sea corona religiosa el Muy Reverendo Padre Fray Tomás Francés,
antorcha brillante de la Religión Seráfica, esparciendo rayos, ya de su
mucha doctrina en los púlpitos, de que dan testimonio dos Cuaresmas,
que predicó en este Hospital Real de Zaragoza, palenque de los mayores
talentos, ya de su mucha teología, en tantos años de cátedra, ya de su
erudición en sus impresos libros, ya de su prudencia en los cargos y
prelacías, que ha obtenido y Secretario, que fué, de dos Generales de
su Orden, doblada prueba de sus muchos méritos.

Al otro lado fijaré un coselete de otros tres hermanos seglares,
nobles caballeros, don Martín y don Marcial y don Pablo, que tan bien
supieron hermanar lo lucido con lo cristiano. Ni son menos de ver los
lejos de sobrinos Canónigos y seglares caballeros. Pero lo que yo más
suelo celebrar es que todos, por lo cristiano y por lo caballeroso, han
sido los más plausibles héroes de su patria y de su siglo.

Con esto queda coronado el retrato de blasones y de prendas, que todas
van á parar en v. m. como en su primero centro, á quien el cielo espere
y prospere.

  De v. m. su más afecto estimador

  LORENZO GRACIÁN



AL QUE LEYERE


Á los grandes hombres nada les satisface, sino lo mucho. Por eso no
desprecio yo letores grandes, convido sólo al benigno y gustoso y le
presento este tratado de la senectud con particular novedad. Nadie
censura que las cosas no se hagan; pero sí que no se hagan bien. Pocos
dicen por qué no se hizo esto ó aquello; pero sí por qué se ha hecho
mal. Confieso que hubiera sido mayor acierto el no emprender esta obra;
pero no lo fuera ya el no acabarla. Eche el sello esta tercera parte á
las otras.

Muchos borrones toparás, si lo quisieres acertar. Haz de todos uno.
Para su enmienda te dejo las márgenes desembarazadas. Que suelo yo
decir que se introdujeron para que el sabio letor las vaya llenando
de lo que olvidó ó no supo el autor, para que corrija él lo que erró
éste. Sola una cosa quisiera que me estimases y sea el haber procurado
observar en esta obra aquel magistral precepto de Horacio en su
inmortal arte de todo discurrir, que dice: _Denique sit quodvis simplex
dumtaxat et unum_. Cualquier empleo del discurso y de la invención, sea
lo que quisieres, ó épica ó cómica ó oratoria, se ha de procurar que
sea una, que haga un cuerpo, y no cada cosa de por sí, que vaya unida,
haciendo un todo perfecto.

También he atendido en esta tercera parte huir del ordinario tope de
los más autores, cuyas primeras partes suelen ser buenas, las segundas
ya flaquean y las terceras de todo punto descaecen. Yo he afectado lo
contrario, no sé si lo habré conseguido, que la segunda fuese menos
mala que la primera y esta tercera, que la segunda. Dijo un grande
lector de una obra grande que sola le hallaba una falta y era el no ser
ó tan breve, que se pudiera tomar de memoria, ó tan larga, que nunca se
acabara de leer. Si no se me permitiere lo último por lo eminente, sea
por lo cansado y prolijo. Otras más breves obras te ofrezco y, aunque
no puedo lo que franqueaba á sus apasionados el erudito humanista y
insigne jurisperito Tiraquelo, sí aquello de un librillo en cada un
año, redituará mi agradecimiento. Vale.



PARTE TERCERA

EN EL INVIERNO DE LA VEJEZ

PRIMERA CRISI

_Honores y horrores de Vejecia._


No hay error sin autor ni necedad sin padrino y de la mayor, el más
apasionado. Cuantas son las cabezas, tantos son los caprichos, que
no las llamo ya sentencias. Murmuraban de la atenta naturaleza los
reagudos, entremetiéndose á procuradores del género humano:

El haber dado principio á la vida por la niñez, la más inútil, decían
y la menos á propósito de sus cuatro edades. Que, aunque se comienza
á vivir á lo gustoso y lo fácil; pero muy á lo necio. Y si toda
ignorancia es peligrosa, ¿cuánto más en los principios? Gentil modo
de meter el pie en un mundo, laberinto común, forjado de malicias y
mentiras, donde cien atenciones no bastan. ¡He!, que no estuvo esto
bien dispuesto, llamémonos á engaño y procúrese el remedio.

Llegó presto el descontento humano al consistorio supremo: que oyen
mucho las orejas de los reyes. Mandólos comparecer ante su soberano
acatamiento y dicen oyó benignamente su querella, concediéndoles que
ellos mismos eligiesen la edad que mejor les estuviese para comenzar á
vivir, con que se hubiese de acabar por la contraria. De modo que, si
se daba principio por la alegre primavera de la niñez, el dejo había de
ser por el triste invierno de la senectud ó al otoño de la varonil edad
habían de salir por el contrario, y si por el sazonado destemplado
estío de la juventud. Dióles tiempo para que lo pensasen y confiriesen
entre sí y que, en estando ajustados, volviesen con la resolución, que
al punto se ejecutaría.

Mas aquí fué la confusión de pareceres, aquí el Babel de opiniones,
ofreciéndoseles cien mil inconvenientes por todas partes. Proponían
unos se comenzase á vivir por la mocedad, que de dos extremos, más
valdría loco, que tonto.

Calificada necedad, replicaban otros: no sería eso entrar á vivir,
sino á despeñarse; no comenzar la vida, sino su ruina, cuando no
por la puerta de la virtud, sino del vicio, y, apoderados éstos una
vez de los homenajes del alma, ¿quién bastará á desencastillarlos
después? Advertid que es un niño planta tierna, que, en declinando á
la siniestra mano, con facilidad se endereza á la diestra; mas un mozo
absoluto y disoluto no admite consejos, no sufre preceptos, todo lo
atropella y todo lo yerra. Creed que entre dos extremos más arriesgada
corre la locura, que la ignorancia.

Sobre la achacosa vejez no tuvieron mucho que altercar, con que no
faltó quien la propusiese, porque no quedase piedra por mover y todo se
alterase.

¡He!, dijeron los menos necios, que ésa no es edad, sino tempestad,
más á propósito para dejar la vida, que para comenzarla, cuyos
multiplicados achaques facilitan la muerte y la hacen tolerable. Yacen
dormidas las pasiones, cuando más despierto el desengaño; cáese el
fruto de maduro y aun de pasado.

El que llegó á estar más adelantado fué el partido de la edad varonil.

Ése sí, ponderaban los resabidos, que es gran comenzar el mediodía de
la razón y á toda luz del juicio. Ventaja única entrar á entero sol
en el confuso laberinto de la vida. Ésa es la reina de las edades y
lo mejor del vivir. Por ahí comenzó el primero de los hombres, así le
introdujo en el mundo el soberano Hacedor, ya perfecto, ya consumado,
hecho y derecho. ¡Alto!, pídasele al divino Autor sin más altercación
esta excelencia.

Aguarda, les dijo un cuerdo, y ¿quién vió jamás comenzar por lo más
dificultoso? Esto ni lo enseña el arte ni lo platica la naturaleza;
antes bien ambas á dos proceden en todas sus obras haciendo ascenso de
lo fácil á lo dificultoso, de lo poco á lo mucho, hasta llegar á lo muy
perfecto. ¿Quién jamás comenzó á subir por el reventón de una cuesta?
Apenas comenzaría á vivir el hombre y bien á penas, cuando se hallaría
abrumado de cuidados, ahogado de obligaciones, consumido antes que
consumado, empeñado en ser persona, que es lo más difícil de la vida.
Y, si no son á propósito para comenzar los achaques de viejo, menos lo
serán los afanes de hombre. ¿Quién querrá la vida, si sabe lo que es? Y
¿quién meterá el pie en el mundo, si le conoce? ¡He!, dejadle vivir al
hombre para sí algún tiempo, que toda es suya la niñez y la mitad de la
juventud. Ni tiene menores días en toda la carrera de sus años.

De ese modo ha sido tan ventilada la disputa, que aún dura y durará,
sin haberse podido convenir jamás ni vuelto con la respuesta al Hacedor
soberano. El cual prosigue en que comience el hombre á vivir por la
niñez ignorante y acabe por la vejez sabia.

Estaban ya nuestros dos peregrinos del mundo, los andantes de la vida,
al pie de los Alpes canos, comenzando Andrenio á dar en el blanco,
cuando Critilo en los dejos de cisne. Era la región tan destemplada y
tan triste, que, entrados en ella, á todos se les heló la sangre.

Éstas, decía Andrenio, más parecen puertas de la muerte, que puertos de
la vida.

Y era muy de observar que los que antes pasaron los Pirineos sudando,
ahora los Alpes tosiendo. Que lo que en la juventud se suda, en la
vejez se tose. Veían blanquear algunos de aquellos cabezos, cuando
otros muy pelados, cayéndoseles los dientes de los riscos. No
discurrían bulliciosas las venas de los arroyuelos, porque la mucha
frialdad los había embargado la risa y el bullicio, de modo que todo
estaba helado y casi muerto. Aparecían desnudas las plantas de sus
primeras locuras y verdores y desabrigadas de su vistoso follaje. Y,
si algunas hojas les habían quedado, eran tan nocivas, que mataban no
pocos al caer. Aunque decía la amenazada vieja:

Á la de mi naranjo me apelo.

No se veían ya reir las aguas como solían; llorar sí y aun crujir los
carámbanos. No cantaba el ruiseñor enamorado; gemía sí, desengañado.

¡Qué región tan malhumorada es ésta!, se lamentaba Andrenio.

¡Y qué malsana!, añadió Critilo. Trocáronse los fervores de la sangre
en horrores de la melancolía, las carcajadas en ayes: todo es frialdad
y tristeza.

Esto iban melancólicamente discurriendo, cuando entre los pocos, que
llegaban á estampar el pie en aquel polvo de nieve, descubrieron
uno de tan estraño proceder, que dudaron ambos á la par si iba ó si
venía, equivocándose con harto fundamento, porque su aspecto no decía
con su paso. Traía el rostro hacia ellos y caminaba al contrario.
Porfiaba Andrenio que venía y Critilo que iba. Que aun de lo que dos
están viendo á una misma luz hay diversidad de pareceres. Apretó la
curiosidad los acicates á su diligencia, con que le dieron alcance muy
en breve y hallaron que realmente tenía dos rostros, con tan dudoso
proceder, que, cuando parecía venir hacia ellos, se huía dellos y,
cuando le imaginaban más cerca, estaba más lejos.

No os espantéis, dijo él mismo advirtiendo su reparo, que en este
remate de la vida todos discurrimos á dos luces y andamos á dos haces.
Ni se puede vivir de otro modo, que á dos caras. Con la una nos reímos,
cuando con la otra regañamos; con la una boca decimos de si y con la
otra de no y hacemos nuestro negocio. Y, si alguno nos pide la palabra
de que no nos está bien la obra, apelamos del decir al hacer, de la
facilidad del prometer á la imposibilidad del cumplir, de la lengua
á las manos: que hay dos leguas de distancia y catalanas. Estaremos
asegurando una cosa á la española y desmintiéndola á la francesa, á
fuer de Enrico, que de un rasgo firmó las dos paces contrarias, sin
refrescar la pluma ni tomar tinta de nuevo. Hablamos en dos lenguas á
la par y al que dice que nonos entiende, que nosotros nos entendemos.
Hay primero y segundo semblante: el uno de cumple y el otro de miento.
Con el primero contentamos á todos y con el segundo á ninguno. ¿Cuántas
veces lloramos con el que llora y á un mismo tiempo nos estamos riendo
de su necedad? Que con el un brazo estaba agasajando aquel gran
personaje, que todos conocimos, al que llegaba á hablarle, y con la
otra mano se la estaba jurando al paje, que le había dado entrada. Así
que no os fiéis de caricas ni os paguéis de gustillos. Pasad adelante
á ver la otra cara, la verdadera, la de hablas, la de después, la de
sobras. Que, si bien reparáis, hallaréis la una frente muy serena y
la otra borrascosa. Blasfema esta boca de lo que aquélla aplaude. Si
los ojos de la una son azules y de cielo, los de la otra muy negros
y de infierno. Si aquéllos quietos, estos otros, guiñando. Veréis la
una faz muy humana, cuando la otra muy grave; tan jovial ésta, cuan
saturnina aquélla. Y en una palabra, todos en la vejez somos Janos, si
en la mocedad fuimos Juanes. Sea ésta la primera lición y la que más
encargada nos tiene la célebre tirana deste distrito y la que ella más
platica.

¿Qué tirana es ésa?, preguntó asustado Andrenio.

Y el Jano:

¿Nueva se te hace? Pues de verdad que es bien vieja y bien sonada,
conocida de todos y ella desconocida con todos. Témenla los nacidos
por su crueldad, huyendo deste su caduco imperio, procurando cejar
en la vida y echando borrones de mala tinta sobre el papel blanco de
las canas. Y, si alguno llega por acá, es á empellones del tiempo y
muy contra su buen gusto. Mirad aquella hembra, qué mala cara hace. Y
cuanto más va, peor, viéndole ya prendida de más años, que alfileres.
Aquí cautivan los fieros ministros de la fea Vejecia á todo pasajero
sin que se les escape ni el rico ni el poderoso ni el galán ni el
valiente; cuando mucho, alguno de los que saben vivir. Tráenlos á
todos como por los cabellos, dejándolos tal vez más rotos, que una
ocasión venturosa. Unos veréis que vienen llorando, otros tosiendo
y todos en un continuo ay. Ni hay que admirar que es indecible el
maltratamiento que les hace, increíbles las atrocidades que con ellos
ejecuta, tratándolos al fin como á cautivos y ella tirana. Y aun
quieren decir que tiene de bruja ella y todas las de su séquito lo que
les falta de hechiceras. Chúpales la sangre y las mejillas. Hártalos de
palos, dándoles más que del pan, y dice que es su sustento. Aseguran
ser parienta tan allegada á la muerte, que están en segundo grado,
y con todo no son sanguíneas ni cercanas en sangre, sino en huesos,
más amigas aún que parientas. Viven pared en medio, teniendo puerta
abierta á todas horas y así dicen que el viejo ya come las sopas en la
sepultura, que de los mozos mueren muchos y de los viejos no escapa
ninguno. No os la pinto, porque la veréis presto y por gran dicha. Y
decía una linda:

Primero me caiga muerta.

Esto le estaba ponderando Andrenio, cuando advirtió que con la otra
boca se estaba haciendo lenguas en alabanza de Vejecia, informando
de todo lo contrario á Critilo. Celebrábala de sabia, apacible y
discreta, estimadora de sus vasallos, asegurando que los premiaba con
las primeras dignidades del mundo, procurándoles las mayores honras
y concediéndoles grandes privilegios. No acababa de exagerar por
superlativos el magnífico agasajo y el buen pasaje que les hacía.
¡Oh, con cuánta razón el otro sátiro de Esopo abominaba de semejantes
sujetos, que con la misma boca ya calientan, ya resfrían, alaban y
vituperan una misma cosa!

Líbreme Dios de semejante gente, dijo Andrenio.

Y el Jano:

Esto es tener dos bocas y advierte que ambas dicen verdad: remítome á
la experiencia.

Ya en esto vieron discurrir por todas partes honras y coyunturas: los
desapiadados verdugos de Vejecia. Y aunque procedían á traición y á
lo de mátalas callando, se hacían después bien de sentir, dondequiera
que una vez entraban. Espiones de la muerte, que con unas muletillas
dejaban de correr y volaban hacia la sepultura. Iban de camarada de
sesenta en setenta. Tropa había de ochenta y éstos eran los peores, que
de allí adelante todo era trabajo y dolor. En agarrando alguno, con
bien poco asidero le llevaban á la posta de una muletilla á padecer y
podrecer. Á los que huían, que eran los más, les perseguían fieramente,
tirándoles piedras, tan certeros, que se las clavaban en las ijadas y
riñones y á muchos les derribaban los dientes y las muelas. Resonaban
por todas aquellas soledades los ecos de un ay tras otro.

Y ponderaba el Jano para buen consuelo:

Aquí tantos son los ayes, como los ajes. Que el viejo cada día amanece
con un achaque nuevo.

Estaban actualmente setenta de aquellos verdugos, peores que los mismos
diablos, á dicho del Zapata, pues no bastan conjuros para sacarlos,
batallando con una abuela, que habían cautivado sin más averiguación,
que serlo; aunque pasaba muy de rebozo en un manto de humo, que en humo
del diablo vienen á parar de ordinario los dejos del mundo y carne.
Venía muy desenvuelta, cuando más envuelta. Porfiaba que aún no había
salido del cascarón.

Y ellos con mucha risa decían:

¿Pues cómo entraste tan presto en el mascarón?

Ceceaba con enfadoso melindre y desmentíalo su porfiado toser.
Tiráronla del manto, con que la que negaba un achaque manifestó tres ó
cuatro. Cayósele la cabellera y quedó monstruo la que fué prodigio y la
que había atraído tantos, Sirena, ahora los ahuyentaba, coco.

Pasaba un cierto personaje muy alto á lo estirado, echando piernas, que
no tenía. Púsoselo á mirar uno de aquellos legañosos linces y reparó
en que no llevaba criado y con linda chanza dijo:

Éste es el de criado.

¿Cómo, si no le lleva?, replicó otro.

Y aun por eso. Habéis de saber que la primer noche, que entró á
servirle, llegando á desnudarle, comenzó el tal amo á despojarle de
vestidos y de miembros.

Toma allá, le dijo, esa cabellera.

Y quedóse en calavera. Desatóle luego dos ristras de dientes, dejando
un páramo la boca. Ni pararon aquí los remiendos de su talle; antes,
removiendo con dos dedos uno de los ojos, se lo arrancó y entregósele,
para que lo pusiese sobre la mesa, donde estaba ya la mitad del tal amo.

Y el criado fuera de sí, diciendo:

¿Eres amo ó eres fantasma? ¿Qué diablo eres?

Sentóse en esto, para que le descalzase y, habiendo desatado unos
correones:

Estira, le dijo, de esa bota.

Y fué de modo, que se salió con bota y pierna, quedando de todo punto
perdido, viendo su amo tan acabado.

Mas éste, que debía tener mejor humor, que humores, viéndole así
turbado:

De poco te espantas, le dijo. Deja esa pierna y ase de esa cabeza.

Y al mismo punto, como si fuera de tornillo, amagó con ambas manos á
retorcer y á tirársela. El mozo, no bastándole ya el ánimo, echó á
huir con tal espanto, creyendo que venía rodando la cabeza de su amo
tras él, que no paró en toda la casa ni en cuatro calles alrededor. Y
con todo esto se agravia de que le tengan por viejo. Que todos desean
llegar y, en siéndolo, no lo quieren parecer. Todos lo niegan y con
semejantes engaños lo desmienten.

Ya á los ecos del toser, al asqueroso estruendo del gargajear,
alargaron la vista y descubrieron un edificio caduco, cuya mitad
estaba caída y la otra para caer, amenazando por momentos su total
ruina, palpitándoles los corazones á las arrimadas yedras de los
nepotes, validos y dependientes. Era de mármol en lo blanco y frío y,
aunque muy apuntalado de Cipiones en vez de Atlantes, nada seguro. Y
con tener fosos abiertos y cerradas barbacanas, lo que menos tenía era
de fortaleza. Pero, ¿qué mucho se estuviese derruyendo, si se veía
lleno de hendrijas y goteras?

He allí, dijo el Jano, el antiguo palacio de Vejecia.

Bien se da á conocer, le respondieron, en lo melancólico y desapacible.

¡Qué desterrada estará de aquí la risa!, dijo Andrenio.

Sí, que ha días andan reñidas y tanto, que ni se ven ni se hablan.

Pues de verdad que, si una vejez es triste, que es mal doblado.

No deben faltar la murmuración y la malicia, sus grandes camaradas.

Así es, que allí están y muy de asiento entre aquellos Matusalenes,
sin faltarles jamás qué contar y qué morder, ya al sol, ya al fuego. Y
es cosa donosa que, no acertando á pronunciar las palabras, clavan con
ellas. Los callos se les han bajado de las lenguas á los pies.

Ostentábase lo que había quedado del derruído frontispicio muy
autorizado y grave, con dos puertas antiguas, guardada de perros
viejos, siempre gruñendo al humor de su dueño. Estaban ambas
cercanamente distantes. En la una había un portero para no dejar entrar
y en la otra para que entrasen.

En llegando cualquiera, le desarmaban, aunque fuese el mismo Cid. Y
esto con tanto rigor, que al duque de Alba, el célebre, le trocaron la
dura espada en una banda de seda. Á unos les hacían perder los aceros
y á otros los estribos. Que los hubo de suplir tal vez con una banda
de tafetán el César. Y al inventor de los mosquetes Antonio de Leiva,
le obligaron á desmontar y meterse en una silla de manos, que solían
llevar dos negros. Y él con gran cólera, en medio del calor de una
batalla, gritaba:

Llevadme, diablos, á tal y tal parte; demonios, acabad de llevarme allá.

Estaban en aquel punto despojando á cierto general del bastón con
que había hecho temblar el mundo, dándole en su lugar un báculo, que
temblaba, con mucha repugnancia suya, porque decía que aún estaba de
provecho.

Para sí, decían los soldados.

Al fin, le persuadieron con buenas palabras tratase de hacer buenas
obras, no ya de matar, sino de prevenirse para morir.

Solos les dejaban los cetros y los cayados á los que llegaban con
ellos, asegurando eran, cuanto más carcomidos, los más firmes puntales
del bien común. Á los otros les iban repartiendo báculos, que ellos
decían darles palos, y muchos se vieron llevarlos en el aire sin
afirmarse ni tocar en tierra. Y discurrió un malicioso era por no hacer
ruido ni llamar á la puerta de la otra vida.

Pero para que se vea cuán diferentes son los modos de concebir en el
mundo y la variedad de caprichos, vieron no pocos que ellos mismos
venían á dejarse cautivar de Vejecia, sin aguardar á que los trajesen
sus achacosos ministros. Buscábanse ellos de buena gana la mala y
pedían con instancia les diesen báculos; pero por ningún caso se les
permitían. Menos los admitían dentro de la horrible posada, tan deseada
dellos, cuan temida de los otros.

Admirados los circunstantes de tan recíproca impertinencia, les decían:

¿Qué pretendréis con eso?

Y ellos:

Dejadnos, que nosotros nos entendemos.

Y rogaban á los guardas les dejasen entrar, diciendo:

Siquiera en lugar nuestro.

¡Mirad ahora qué prebenda!

¡Oh, sí lo es!, respondieron los porteros. Que para esos lo es y
acomodada y aun beneficio, ni otro, sino zonzo. No los entendéis
vosotros. No buscan el báculo por necesidad, sino por comodidad;
no para llamar á las puertas de la muerte, sino de más vida, de la
autoridad, de la dignidad, de la estimación y del regalo.

En consecuencia desto, llegó uno bien lucio de tozuelo, pretendiendo
ser admitido en el ancianismo y pasar plaza de achacoso y para esto
se ayudaba del toser y del quejarse. Á éste le retiraron diez leguas
lejos, digo diez años atrás, diciendo:

Éstos por no trabajar se hacen viejos antes con antes: añádense años y
achaques.

Y realmente era así, porque se dejó caer uno:

Si quieres vivir mucho y sano, hazte viejo temprano, esto es, vire, á
la italiana.

Así que de todo hay en el mundo. Unos que, siendo viejos, quieren
parecer mozos, y otros que, siendo mozos, quieren parecer viejos. Así
fué que tenía ya uno los ochenta ó no los podía tener. Porfiaba que ni
era viejo ni se tenía por tal. Atendiéronle y notaron que ocupaba uno
de los más superiores puestos. Y así dijo otro:

Á éstos siempre les parece que han vivido poco y á los que esperan, que
mucho.

Acusaron á otro que, cuando mozo, había afectado el parecer viejo y,
cuando viejo, mozo. Y averiguóse que antes pretendía conseguir cierta
dignidad y después conservarse en ella.

Porfiaba otro decrépito que él probaría con evidencia no ser viejo y
decía:

Las pensiones del viejo son ver poco, andar menos, mandar nada; yo al
contrario, veo más. Pues, si antes no veía sino una en cada cosa, ahora
se me hacen dos: un hombre me parecen cuatro y un mosquito un elefante.
Camino doblado, pues he de dar cien pasos para conseguir cualquier
cosa; que antes con uno alcanzaba cuanto quería. Pues mando tres y
cuatro veces la cosa y no se hace; que en otro tiempo, á la primera
palabra me obedecían. Experimento dobladas fuerzas: que, si antes
desmontaba de un caballo mi persona sola, agora me traigo la silla tras
mí. Hágome más de sentir, arrastrando el mundo con los pies y haciendo
ruido con la tos y con el báculo.

Todo eso tenéis más de viejo, le dijeron; pero sírvaos de consuelo.

Fuéronse ya acercando á la palaciega antigualla y descubrieron dos
grandes letreros sobre ambas puertas. El de la primera decía:

Ésta es la puerta de los honores.

Y el de la segunda:

Ésta es la de los horrores.

Y de verdad lo mostraban, ésta en lo deslucido y aquélla en lo
majestuoso. Examinaban los porteros con grande rigor á cuantos llegaban
y, en topando alguno, que venía de los verdes prados de sus gustos,
regoldando á obscenidades, al punto le encaminaban á la puerta de los
horrores y le introducían en dolores, asegurando que la mocedad liviana
entrega cansado el cuerpo á la vejez.

Entren los livianos, decían, por la puerta de la pesadumbre, que no de
la gravedad.

Y ellos sin réplica obedecían. Que se tiene observado que todos estos
livianos son gente de pocos hígados. Al contrario, á todos, cuantos
hallaban venir de las sublimes asperezas de la virtud, del saber y del
valor, les abrían de par en par las puertas de los favores. Que una
misma vejez para unos es premio y para otros apremio; á unos autoriza,
á otros atormenta. En reconociendo á Critilo los vigilantes porteros,
le franquearon la entrada de las honras; mas á Andrenio le obligaron á
entrar por la de las penas. Tropezó en el mismo umbral y gritáronle:

¡Guarda de caer! que aquí ú de comida ú de caída.

Iban caminando ambos por muy diferentes rumbos, pues, apenas entró
Andrenio, cuando vió y oyó lo que él nunca quisiera, representaciones
trágicas, visiones espantosas; pero entre todas, la mayor fué una
furia ó una fiera, prototipo de monstruos, tan dentro de fantasmas,
idea de trasgos y lo que es más que todo una vieja. Ocupaba una silla
de costillas pálidas, un tiempo ya marfiles, embarazando un trono de
ecúleos, potros y catastas, como presidenta de tormentos, donde todos
los días son aciagos martes. Rodeábanla inumerables verdugos, enemigos
declarados de la vida y muñidores de la muerte y ninguno desocupado;
todos se empleaban en hacer confesar á los envejecidos delincuentes á
cuestión de tormentos que eran vasallos de aquella tirana reina y, en
declarándolo, les cargaban de villanos pechos, que les hacían toser
y tragar saliva. Y aunque el paraje era tan molesto y las camas tan
duras, emperezaban en ellas con mucha flema y aun flemas.

Tenían á uno entre sus garras, dándole muy malos ratos en el potro de
sus pasadas mocedades y ya muy pesadas, cruel tortura de una prolongada
muerte. Y él estaba siempre negativo, meneando á un lado y á otro la
cabeza y diciendo á todo de no. Que es de viejos el negar, así como de
niños el conceder. En la boca del viejo siempre hallaréis el no y en la
del niño el sí.

Preguntábanle de dónde venía. Y él, dos veces sordo, porque lo afectaba
y lo era, todo lo entendía al revés y respondía:

¿Que estoy muy viejo? Eso niego.

Y meneaba la cabeza. Daban otro apretón á los cordeles y volvíanle á
preguntar:

¿Á dónde irá?

Y decía:

¿Que me muero? No hay tal.

Y sacudía ambas orejas. Á sus mismos hijos, si le interrogaban,
respondía:

¿Que os entregue la hacienda? Aún es presto.

Y movía á toda prisa la cabeza:

Yo dejaré el mando con el mundo.

Defendíase otro, diciendo que él se sentía aún mozo, pues tenía
estómago de francés, cabeza de español y pies de italiano. Trataron de
convencerle de todo lo contrario con hartos testigos. Replicaba él no
ser de vista y respondíanle:

Aquí, abuelo, los ausentes son los concluyentes: la vista que os falta,
los dientes que se os cayeron, los cabellos que volaron, las fuerzas
que descaecieron y el brío que se acabó.

Y dió Vejecia sentencia contra él, casi de muerte. Escusábase un
podrido rancio, que no estaba en él la falta, sino en los otros, porque
decía:

Señores, han dado ahora los hombres en hablar bajo, como á traición,
que ni se oyen ni se dan á entender. En mi tiempo todos hablaban
alto, porque decían verdad. Hasta los espejos se han falsificado,
pues hacían antes unas caras frescas, alegres y coloradas, que era un
contento el mirarse. Los usos se van de cada día empeorando, cálzase
apretado y corto, vístese estrecho y tan justo, que no se puede valer
un hombre. Las tierras se han deteriorado, que no dan los frutos tan
sustanciales y sabrosos como solían ni las viandas tan gustosas. Hasta
los climas se han mudado en peor, pues siendo este nuestro antes muy
sano, de lindos aires, el cielo claro y despejado, ahora es todo lo
contrario, enfermizo y tan achacoso, que no corren otro que catarros,
romadizos, distinciones, mal de ojos, dolores de cabeza y otros cien
ajes. Y lo que yo más siento es que el servicio está tan maleado, que
no hacen cosa bien los criados malmandados, mentirosos, gastarrecados;
las criadas perezosas, desaliñadas, bachilleras, que no hacen cosa á
derechas, pues la olla desazonada, la cama dura y malpareja, la mesa
malcompuesta, la casa malbarrida, todo sucio y todo mal. De modo, que
ya un hombre oye mal, come peor, ni viste ni duerme ni puede vivir. Y
si se queja, dicen que está viejo, lleno de manía y caduquez.

Causaba entre risa y lástima ver cuáles llegaban á este pasaje los que
ya se preciaron de galanes y pulidos, los Narcisos y los Adonis, que
no se podían mirar sin grande horror. Las que ya fueron Floras y aun
Elenas y la misma Venus, verlas ahora descabelladas y sin dientes. Que,
cual suele rústica, grosera mano esgrimir el villano acero contra el
más copado y frondoso árbol, pompa vistosa de la campaña, alegría del
año, bizarro aliño de la primavera, cortándole sus más lozanas ramas,
tronchándole sus verdes pimpollos, malográndole sus frescos renuevos,
dando con todo en tierra, hasta dejarle tronco inútil, fantasma de las
flores y esqueleto del prado: tal es el tiempo, con propriedad tirano,
pues que de todo tira, aja y deshoja la mayor belleza, marchita el
rosicler de las mejillas, los claveles de los labios, los jazmines de
la frente, sacude el menudo aljófar de los dientes, que lloró risueña
aurora de la mocedad, vuela la frondosa hojarasca del cabello, corta el
brío, troncha el garbo, descompone la bizarría, derriba la gentileza,
da con todo en tierra. De un cierto personaje se dudaba si realmente
era anciano. Porque le sobraba tiempo y le faltaba seso. Y todos
convinieron en que estaba muy verde. Mas Vejecia:

Éstos, dijo, son de casta de higueras locas, que nunca llega á madurar
el fruto: hacen higa á la prudencia.

Apelábase un calvo y otro cano á sus pocos años.

Eso tiene el vivir aprisa, les respondieron, que las tempranas
mocedades ocasionan anticipadas vejeces. No hubiérades sido tan mozos y
no estuviérades tan viejos.

¡Qué pocas canas llegan de la corte!, reparó Andrenio.

Y respondióle Marcial en dos palabras y un verso:

Miradlos de noche y hallaréislos cisnes, los que todo el día cuervos.

Llegó uno cojeando y juraba que no era ni una gota de mal humor, sino
haber tropezado. Y díjole otro riendo:

Guardaos mucho de tales tropiezos, porque cada vez que los dais, si no
caéis, avanzáis mucho á la sepultura.

No fué malvisto ni maltratado otro, que realmente tenía años y
no canas, averiguado el secreto que era sabérselas quitar con las
ocasiones que quitaba. Concediósele gozase de los privilegios de viejo
y de las esenciones de mozo, diciendo Vejecia:

Viva quien sabe vivir.

Al contrario, llegó otro con pocos años y muchas canas y, bien miradas,
hallaron que eran verdes ó amarillas.

No le han salido ellas, dijo uno, sino que se las han sacado. Vos, sin
duda, venís de alguna comunidad, no digo comodidad, donde hijos de
muchas madres bastan á sacar canas á un embrión.

Llamaron á una de abuela y ella enfurecida dijo:

Nieta y muy nieta.

Y Marcial, que acertó á estar allí ó su malicia dijo:

Si ella no tiene más años que cabellos, yo juraré que no llegan á
cuatro.

Porfiaba otra era suyo el oro de la madeja y la nieve de sus dientes y
ninguno lo creía. Volvió por ella el mismo poeta, como tan cortesano,
diciendo:

Sí, sí, suyos son, pues le cuestan su dinero.

Correspondían lastimeros gritos á los insufribles tormentos. Los
glotones y bebedores no podían agora pasar una gota y hacíanles beber
la toca y aun morder la sábana; aunque se notó que raros de los
regalones llegaron tan adelante. Era tan general el sentimiento, que
los más tenían hechos lágrima del continuo llanto y del maltratamiento
de Vejecia andaban contrechos y agobiados, cojos y desdentados y
semiciegos, tratándolos como á villanos, cargándolos de nuevos pechos
sobre los viejos.

Encontraron ya los crudos criados con el no bien maduro Andrenio.
Agarraron dél. Pero, antes de decir lo que con ellos le pasó ó le
hicieron pasar, demos una vista á Critilo, que, habiendo entrado
por la puerta de los honores, había llegado á la mayor estimación.
Introdujéronle la Cordura y la Autoridad en un teatro muy capaz y muy
señor, pues lleno de seniores y de varones muy capaces. Presidía en
majestuoso trono una venerable matrona con todas las circunstancias de
grande. No mostraba semblante fiero, sino muy sereno; no desapacible,
sino autorizado, coronada del metal cano, por reina de las edades.
Y como tal, estaba haciendo grandes mercedes á sus cortesanos y
concediéndoles singulares privilegios. Estaba en aquella sazón honrando
á un grande personaje, tan cargado de espaldas como de prudencia,
haciéndole todos acatamiento. Y preguntó Critilo á su Jano colateral,
que nunca le desamparó, quién era aquel varón de estimaciones.

Éste es, le respondió, un Atlante político.

¿De qué piensas tú que está así tan agobiado?

De sostener un mundo entero.

¿Cómo puede ser, le replicó, si no se puede tener él á sí mismo?

Pues advierte que éstos, cuanto más viejos, son más firmes y, cuantos
más años, más fuerzas sustentan; más y mejor que los mozos, que luego
dan con el cargo y con su carga en tierra.

Vieron otro, que llegaba y, arrimando su báculo á una montaña de
dificultades, la alzaprimaba, no habiendo podido muchos y muy robustos
mancebos ni aun moverla.

Nota, le dijo Jano, lo que puede la maña de un sagaz viejo. ¿No
reparas en aquel otro, que, estando para caer aquella gran máquina de
coronas, llega él y arrima su carcomido báculo y con segura firmeza las
sustenta? Las manos le tiemblan al que allí miras y están temblando dél
los ejércitos armados. Que eso le dijo el trompeta francés á don Felipe
de Silva:

No teme mi señor, el mariscal de la Mota, esos vuestros pies gotosos;
sino esa vuestra testa desembarazada.

¡Qué gafos tiene los dedos aquel que llaman el rey viejo!

Pues te aseguro que están colgados dellos dos mundos.

¡Qué palos sacude aquel coronado ciego aragonés!

¿Y cómo que hace pedazos tanta espada y tanta lanza rebelde?

Salían al mismo punto seis varones de canas, que, cuanto más alto un
monte, más se cubre de nieve, y le dijo iban despachados de Vejecia
el Areópago real y otros cuatro más, á ladear á un gran príncipe, que
entraba mozo á reinar y viéndole sin barbas le rodeaban de canas. Allí
toparon y conocieron los clarísimos de noche y escurísimos de secreto,
gran profundidad con tanta claridad.

Repara, dijo el Jano, en aquel semiciego. Pues más descubre él en una
ojeada que echa, que muchos garzones que se precian de tener buena
vista. Que al paso que van perdiendo éstos los sentidos, van ganando
el entendimiento, tienen el corazón sin pasiones y la cabeza sin
ignorancias. Aquél, que está sentado, porque no puede estar de otro
modo, camina medio mundo en un instante. Y aún dicen que le trae en pie
y con aquel báculo le lleva al retortero: que se hacen mucho de sentir
en él, cuando los viejos le mandan. Aquel otro asmático y balbuciente
dice más en una palabra, que otros con ciento. No pases por alto aquel
lleno de achaques, que no se le ve parte sana en todo su cuerpo: pues
de verdad que tiene el seso muy entero y el juicio muy sano. Aquellos
de los malos pies pisan muy firme y, cojeando ellos, hacen asentar el
pie á muchos. No son flemas las que arrancan aquellos senadores de sus
cerrados pechos; no son sino secretos podridos, de callados.

Una cosa admiro yo mucho, dijo Critilo: que no se oye aquí vulgo ni se
parece.

¡Oh! ¿no ves tú, le dijo el Jano, que entre viejos no le hay, porque
entre ellos no reina la ignorancia? Saben mucho, porque han visto y
leído mucho.

¡Qué pausado se mueve aquél!

¡Pero qué apriesa va restaurando viejo lo que desperdició mozo!

¡Qué magistral conversación la de aquellos rancios, que ocupan el banco
del Cid! Cada uno parece un oráculo.

Es un gran rato el escucharlos, de gran gusto y enseñanza para la
juventud.

¡Qué quietud tan feliz!, ponderaba Critilo.

Es que asisten aquí, decía el Jano, el reposo, el asiento, la madurez,
con la prudencia, con la gravedad y la entereza. No se oyen aquí jamás
desatenciones, mucho menos arrojos ni empeños; no resuena instrumento
músico ni bélico, que están prohibidos por la cordura y el sosiego.

Trató ya de conducir el sagaz Jano á su maduro Critilo ante la
venerable Vejecia. Llegó él muy de su grado y así le recibió ella con
mucho agrado. Mas fué mucho de ver que al mismo punto, que se postró
á sus pies, corrieron de improviso ambas cortinas, que estaban á los
dos lados del majestuoso trono, con que á un mismo tiempo se vieron y
se conocieron, de la otra parte Andrenio entre horrores y desta otra
Critilo entre honores, asistiendo entrambos ante la duplicada presencia
de Vejecia, que, como tenía dos caras januales, podía muy bien presidir
á entrambos puestos, premiando en uno y apremiando en otro.

Ordenó luego se leyesen en voz alta y clara los nuevos privilegios,
que en atenciones de méritos de sus concertadas vidas se les concedían
á éstos; y al contrario los agravados pechos, que se les imponían á
aquéllos: á unos cargos, á otros cargas, muy dignos de ser sabidos y
escuchados. Quien los quisiere lograr, estienda el gusto á la Crisi
siguiente.



CRISI II

_El estanco de los vicios._


Llamó acertadamente el filósofo divino al compuesto humano, sonoro
animado instrumento, que, cuando está bien templado, hace maravillosa
armonía; mas, cuando no, todo es confusión y disonancia. Compónese de
muchos y muy diferentes trastes, que con dificultad grande se ajustan
y con grande facilidad se desconciertan.

La lengua dijeron algunos ser la más dificultosa de templar; otros
que la codiciosa mano. Éste dice que los ojos, que nunca se sacian de
ver la vanidad; aquél que las orejas, que jamás se ven hartas de oir
lisonjas propias y murmuraciones ajenas. Tal dice que la loca fantasía
y cual que el apetito insaciable. No falta quien diga que el profundo
corazón ni quien sienta que las maleadas entrañas.

Mas yo con licencia de todos éstos diría que el vientre y esto en todas
las edades. En la niñez por la golosina, en la mocedad por la lascivia,
en la varonil edad por la voracidad y en la vejez por la vinolencia.
Es el vientre el bajo y aun el vil desta humana consonancia; y esto no
obstante, no hay otro Dios para algunos. Hizo siempre apóstatas los
sabios. No dijo cuántos, porque los más y con menos razón hacen mayor
guerra á la razón.

Es la embriaguez fuente de todos los males, reclamo de todo vicio,
origen de toda monstruosidad, manantial de toda abominación,
procediendo tan anómala, que, cuando todos los otros vicios caducan
y se despiden en la vejez, ella entonces comienza y, sepultados ya,
los aviva. Conque no hay un vicio sólo, sino todos de mancomún.
Gran comadre de la herejía: dígalo el Septentrión, llamado así, no
tanto por las siete estrellas que le ilustran, cuanto por los siete
capitales vicios que le deslucen. Amiga de la discordia: vocéenlo
ambas Alemanias, siempre turbulentas. Camarada de la crueldad: llórelo
Inglaterra en sus degollados reyes y reinas. Paisana de la ferocidad:
publíquelo Suecia, inquietando muy de atrás toda la Europa. Compañera
inseparable de la lujuria: confiéselo todo el mundo. Y finalmente
tercera de toda maldad, muñidora de todo vicio, escollo fatal de la
vejez, donde zozobra el carcomido bajel humano, yéndose á pique cuando
había de tomar puerto. El desempeño desta verdad será, después de haber
referido las severas leyes, que mandó promulgar Vejecia por todo el
ancianismo, que para unos fueron favores, si rigores para otros. Subido
en lugar eminente el secretario, intimó desta suerte:

Á nuestros muy amados seniores y hombres buenos, á los beneméritos de
la vida y despreciadores de la muerte ordenamos, mandamos y encargamos:

Primeramente, que no sólo puedan, sino que deban decir las verdades,
sin escrúpulo de necedades. Que, si la verdad tiene muchos enemigos,
también ellos muchos años y poca vida que perder. Al contrario se les
prohiben severamente las lisonjas activas y positivas, esto es que
ni las digan ni las escuchen: porque desdice mucho de su entereza un
tan civil artificio de engañar y una tan vulgar simplicidad de ser
engañados.

Item, que den consejos por oficio, como maestros de prudencia y
catedráticos de experiencia. Y esto sin aguardar á que se les pidan:
que ya no lo platica la necia presunción. Pero, atento á que suelen ser
estériles las palabras sin las obras, se les amonesta que procedan de
modo, que siempre precedan los ejemplos á los consejos.

Darán su voto en todo, aunque no les sea demandado: que monta más el de
un solo viejo chapado, que los de cien mozos caprichosos.

Dirán mal de lo que parece mal, mucho más de lo que es malo: que esto
no es murmurar, sino hacer justicia. Y lo que en ellos sería recatado
silencio, entre la gente moza pasaría por declarada aprobación.

Alabarán siempre lo pasado, que de verdad lo bueno fué y lo malo es, el
bien se acaba y el mal dura.

Podrán ser malcontentadizos, por cuanto conocen lo bueno y se les debe
lo mejor.

Permíteseles el dormirse en medio de la conversación y aun roncar,
cuando no les contentare, que será las más veces.

Corregirán á los mozos de continuo, no por condición, sino por
obligación, teniéndoles siempre tirante la brida, ya para que no se
despeñen en el vicio, ya para que no atollen en la ignorancia.

Dáseles licencia para gritar y reñir: porque se ha advertido que luego
anda perdida una casa, donde no hay un viejo que riña y una suegra que
gruña.

Item más, se les permite el olvidarse de las cosas: que las más del
mundo son para olvidadas.

Podrán entrarse libremente por las casas ajenas, acercarse al fuego,
pedir de beber, alargar la mano al plato: que á canas honradas nunca ha
de haber puertas cerradas.

Permíteseles el encolerizarse tal vez con moderación, no dañando á la
salud: por cuanto el nunca enojarse es de bestias.

Item, que puedan hablar mucho, porque bien, aun entre los muchos,
porque mejor que todos.

Súfreseles el repetir los dichos y los cuentos, que siete veces agradan
y otras tantas enseñan, hiriendo de casera filosofía.

Cuiden de no ser muy liberales, atendiendo á que no les falte la
hacienda y les sobre la vida.

Escusarse han del no hacer cortesías, no tanto por conservarse, cuanto
porque no ven ya las personas como solían y que desconocen los hombres
de agora.

Harán repetir dos y tres veces lo que les dicen, para que todos miren
cómo y lo que hablan.

Háganse dificultosos de creer, como escarmentados de tanto engaño y
mentira.

No darán cuenta á nadie de lo que hacen ni tendrán que pedir consejo,
sino para aprobación.

No sufran que otro alguno mande más que ellos en su casa, que sería
querer mandar los pies donde hay cabeza.

No tendrán obligación de vestir al uso, sino á su comodidad, calzando
holgado, por cuanto se ha advertido que todos, cuantos calzan muy
justo, no pisan muy firme.

Item más, podrán comer y beber muchas veces al día, poco y bueno, y
tratar de su regalo, sin nota de gula, para conservar una vida, que
vale más que las de cien mozos juntas. Y podrán decir lo que el otro:

Yo soy largo en la Iglesia y en la mesa y no me pesa.

Ocuparán los primeros asientos en todo lugar y puesto, aunque lleguen
tarde, pues llegaron al mundo primero. Y podrán tomárselos, cuando los
otros se descuidaren en ofrecérselos. Que, si las canas honran las
comunidades, justo es que sean honradas de todos.

Mándaseles que en todas sus cosas procedan con espera y así podrán ser
flemáticos, que no procederá de cansados, sino de pausados y prudentes.

No tendrán que ceñir acero los que han de caminar con pies de plomo;
pero llevarán báculo, no sólo para su descanso, sino para las
correcciones prontas, aunque no gusten los mozos de tales besamanos.

Podrán ir tosiendo, arrastrando los pies y hiriendo fuerte con los
báculos, como gente que hace ruido en el mundo, atento á que todos en
la casa se irán recatando dellos, ocultándoles las cosas.

Podrán por el mismo caso ser amigos de saberlo todo y preguntarlo y,
atendiendo también á que, si se descuidan en saber los sucesos, se
irían ayunos de muchas cosas á la otra vida, podrán informarse qué hay
de nuevo, qué se dice, y qué se hace, demás que es muy de personas el
querer saber lo que en el mundo pasa.

Escúsese de su seca condición, en achaque de su seco temperamento,
templando con su austeridad el demasiado bullicio y la necia risa de la
gente joven.

Que puedan quitarse años, ya por los que les impondrán, ya por los que
ellos en su juventud se impusieron.

Tendrán licencia para no sufrir y quejarse con razón, viéndose
malasistidos de criados perezosos, enemigos suyos dos veces, por amos
y por viejos: que todos vuelven las espaldas al sol que se pone, y la
cara hacia el que sale. Sobre todo viéndose odiados de ingratos yernos
y de nueras viejas, haránse estimar y escuchar, diciendo:

Oid, mozos, á un viejo, que, cuando era mozo, los viejos le escuchaban.

Finalmente se les encarga que no sean chanceros; sino severos, estando
siempre de veras atentos á su madurez y entereza.

Estas leyes en lo público y otras de mayor arte en lo secreto les
fueron intimadas, que ellos aceptaron por obligaciones, aunque otros
las calificaron privilegios.

Aquí, volviendo la hoja y teniendo el rostro hacia la contraria banda,
esforzando la voz, leyó desta suerte:

Intimamos á los viejos por fuerza, á los podridos y no maduros, á los
caducos y no ancianos, á los que en muchos años han vivido poco:

Primeramente, que entiendan y se lo persuadan que realmente están
viejos, si no en la madurez, en la caduquez; si no en ciencia, en
impertinencia; si no en prendas, en achaques.

Item más que, así como á los jóvenes se les prohibe el casar hasta
cierta edad, así también á los viejos se les vede de tal edad en
adelante y esto en pena de la vida, si con mujer moza; y, si hermosa,
en costas de la hacienda y de la honra, que no puedan enamorarse y
mucho menos darlo á entender ni asentar plaza de galanes, en pena de
risa de todos; podrán, empero, pasear los cimenterios, donde envió á
uno cierta gentil dama, como apalabrado con la muerte.

Item, se les prohibe el añadirse años, en llegando á perderles la
vergüenza, echando á noventa y á ciento. Porque, demás de engañar á
algunos simples, dan ocasión á que muchos ruines se confíen y sientan
largo el enmendar su perversa vida.

No vistan de gala los que huelen á mortaja y entiendan que el traje,
que para un joven sería decente, para ellos es gaitería. Ni por eso han
de andar vestidos de figura con monterillas ó sombrerillos chiquitos
y puntiagudos ni con lechuguillas y calzas afolladas, haciendo los
matachines.

Que no quieran ser agora enfadosos los que algún tiempo muy
desenfadados ni, como el lobo, prediquen ayuno después de hartos.

Sobre todo, no sean avaros y miserables, viviendo pobres para morir
ricos, y se persuadan que es una necia crueldad contra sí mismos
tratarse ellos mal, para que se regalen después sus ingratos herederos;
vestirse de ropas viejas, para guardarles á ellos las nuevas en las
arcas.

Mas: los condenamos cada día á nuevos achaques con retención de los
que ya tenían. Que sean sus ayes ecos de sus pasados gustos. Que, si
aquéllos dieron al quitar, éstos al durar. Y así como los placeres
fueron bienes muebles, los pesares serán males fijos.

Que vayan de continuo cabeceando, no tanto para negar los años,
cuanto para ceñar á la muerte, temblando siempre, ya de su horrible
catadura, ya pagando censo de asquerosidades á sus pasadas liviandades.
Y adviertan que viven afianzados, no para gozar del mundo, sino para
poblar las sepulturas.

Que anden llorando por fuerza los que vivieron muy de grado y sean
Heráclitos en la vejez los que Demócritos en la mocedad.

Item, que hayan de llevar en paciencia el burlarse de ellos y de sus
cosas los jóvenes, llamándolas caduqueces, manías y vejeces, por cuanto
dellos mismos lo aprendieron y desquitan á los pasados.

No se espanten de ser tratados como niños los que jamás acabaron de ser
hombres ni se quejen de que no hagan caso sus propios hijos de los que
no supieron hacer casa.

Que los que tienen ya el un pie en la sepultura no tengan el otro en
los verdes prados de sus gustos ni sean verdes en la condición los que
tan secos de complisión y en todo caso eviten de parecer pisaverdes los
amarillos y pisasecos.

Finalmente, que procedan, como parecen, agobiados, inclinándose á la
tierra, como á su paradero, cargados de espaldas, mas no de cabeza,
pagando pecho en toser á su envejecer.

Impónenseles todas estas obligaciones y otras muchas más, acompañadas
de maldiciones de sus familiares y dobladas de sus nueras.

Acabado un tan solemne auto, mandó la arrugada reina se fuesen
acercando á su caduco trono Critilo y Andrenio, cada cual por su
puesto, bien opuesto. Y así á Critilo le dió la mano; mas á Andrenio
se la asentó. Entregó un báculo á Critilo, que pareció cetro, y á
Andrenio otro, que fué palo. Á aquél le coronó de canas y á éste le
amortajó en ellas. Dióle á aquél el renombre de senior y á éste de
viejo y más adelante de decrépito. Con esto los despachó para pasar
á la última jornada de la tragicomedia de su vida. Critilo guiando y
Andrenio siguiendo, volvióse Vejecia hacia el Tiempo, su más confidente
ministro, haciéndole señas de despejar, que con ser intolerables sus
calabozos, los tuvieran muchos por paraísos, á trueque de no pasar
adelante y llegar al matadero.

Á pocos pasos bien pausados tropezaron con un sabandijón de los de
á cada esquina, en el vulgo, ó á un personaje del enfado, que, bien
atendido de Andrenio y mejor entendido de Critilo, hallaron ser de
aquéllos, que tienen la lengua agujerada con flujo de palabras y
estitiquez de razones. Que hay sujetos peores de aquéllos, que lo
que por una oreja les entra, por otra les sale. Pues á éstos, lo que
por ambas orejas les entra, por la lengua al mismo punto se les va,
con tal facilidad de boca, que no les para cosa en el buche, por
importante que sea, ni el secreto más recomendado ni la interioridad
más reservada, no sabiendo callar ni su mal ni el ajeno. Singularmente,
cuando llega á calentárseles la boca con alguna pasión de cólera ó
alegría, sin ser necesario darles el remitivo político de la afectada
ignorancia ni el único torcedor de la mañosa contradición. Porque éste
no tenía retentivo en cosa, confesando él mismo que no podía más con
su estómago ni recabarlo con su lengua. Jamás pudo llegar á retener
un secreto medio día y por esto era llamado comúnmente don Fulano el
de la lengua horadada. Todos, cuantos querían se supiese algo y que
se fuese estendiendo á toda prisa, acudían á él como á trompeta sin
juicio. ¿Pues qué, si le encomendaban el secreto? Reventaba por irlo
al punto á hacer público. Desgraciado del que ó por desatención ó por
inadvertencia se le confiaba, que luego le topaba en medio de las
plazas á la vergüenza y aun hecho cuartos. Al contrario, los que ya le
conocían, se valían dél para hacerle autor de lo que á ellos no les
estaba bien serlo y en una palabra él era faraute universal, lengua de
ferro, si no testa, no el _bello dezitore_, sino el feo palabrista.

Éste, pues, ó andaluz por lo locuaz ó valenciano por lo fácil ó
chichiliani por lo chacharroni, los comenzó á conducir, sin pararle un
punto la tarabilla de necedades. ¿Quién podrá contar las que ensartó
por todo el discurso de su vida? Nunca escupía, porque no le tomasen la
vez, ni preguntaba por no dar lugar á que otro le respondiese; sí bien,
á los tales se cree que se les convierte toda la saliva en palabras,
porque todo cuanto hablan es broma.

Seguidme, les decía: que hoy os he de introducir en el palacio mayor
del mundo, de muchos oído, de venturosos visto, de todos deseado y de
raros hallado.

¿Qué palacio será éste?, le preguntaba él mismo.

Y después de muchos misterios, ponderaciones y hazañerías, les dijo muy
en secreto:

Éste es el de la alegría.

Hízoles notable armonía y dijeron:

¿No sea el de la risa? ¿Quién jamás vió tal cosa ni tal casa de la
alegría? Hasta hoy no hemos topado quien nos diese noticia de semejante
palacio; aunque de otros, encantados los más y llenos de soñados
tesoros.

No os espantéis dello, les dijo: porque el que una vez entra allá por
maravilla sale. Bobo sería en dejar el contento y volver á los pesares
de por acá.

¿Y tú?, le replicaron.

Yo soy excepción: salgo por no reventar á parlarlo y á conducir allá
los venturosos pasajeros. Vamos, vamos, que allí habéis de ver la misma
alegría en persona, que lo es mucho, con su cara redonda á lo de sol,
que aseguran durarles á las carirredondas diez años más la hermosura,
que á las aguileñas y carílargas. De allí amanece la Aurora, cuando más
arrebolada y risueña. Todos cuantos moran en aquel serrallo, que allí
se vive porque se bebe, andan colorados, lucidos y risueños. Gente de
indo humor y de buen gusto, gentilhombres de la boca.

Y aun gentiles, añadía Critilo. Pero dínos, ¿para cada día hay su
placer y buenas nuevas?

¡Oh, sí!: porque no se cuidan de las malas ni las oyen ni las escuchan;
está vedado el darlas. Desdichado del paje, que en esto se descuida,
que al mismo punto se despiden. Todos son buenos ratos, comedias
nuevas. Para cada día hay su placer y aun dos y todo al cabo viene á
parar en _placheri y placheri y más placheri_.

¿Pues no hace de las suyas la fortuna y de sus mudanzas el tiempo?
¿Siempre está en él llena la luna? ¿No se barajan los contentos con las
penas, las copas con los bastos, los oros con las espadas, como por acá?

De ningún modo, porque allí no hay podridos ni porfiados ni temáticos,
desabridos, desazonados, malcontentos, desesperados, maliciosos,
punchoneros, celosos, impertinentes, y lo que es más que todo eso,
vecinos. No hay espíritus de tristeza ni de contradición ni atribulados
ni fatiguillas ni agonizados. Nunca veréis malas comidas por ningún
caso, aunque se hunda el mundo, ni peores cenas. Nunca ha de faltar el
capón, el perdigón, que están muy validos. No se conocen sinsabores
ni quemazones. Y en una palabra, todos allí son buenos tragos. Que
de verdad no hay otra Jauja ni más cierta cucaña en el mundo, que no
pillar fastidio de _niente_.

Mucho es eso, ponderaba Critilo, que tenga raíces el placer y amarras
el contento.

Dígoos que sí, porque es manantial el gusto. Ni se marchita el gozo,
que nace en tierra de regadío. Y habéis de saber, como lo veréis y
aun lo probaréis, que en medio de aquel gran patio de su placentero
alcázar brota una tan dulce, cuan perene fuente, brindándose á todos
sin distinción en bellísimos tazones, unos de oro los más altos,
otros de plata los del medio y los más bajos, aunque no los menos
gustosos, de cristales transparentes, con donosa figurería, por ellos
baja despeñándose con agradable ruido (malos años para la mejor
música, aunque sean las melodías de Florián) un tan sabroso licor y
tan regalado, que aseguran unos viene por secretos condutos de allá
de los mismos campos Elisios; otros dicen se distila de aquel divino
néctar. Y lo creo, porque á cuantos le beben, los vuelve luego unos
bienaventurados á lo humano. Aunque no falta quien diga ser vena de
Elicona y con harto fundamento, pues Horacio, Marcial, Ariosto y
Quevedo, en bebiéndole, hacían versos superiores. Mas porque todo se
diga y no me quede con escrúpulos de estómago, no pocos se persuaden y
lo andan mascando entre dientes, que son verídicos y un alegre, eficaz
veneno. Sea lo que fuere, lo que yo sé es que causa prodigiosos efectos
y todos de consuelo. Porque yo ví un día traer no menos que una gran
princesa, si dijera Lansgravia ó Palatina, perdida de melancolía, sin
saber ella misma de qué ni por qué, que á no ser eso, no fuera necia.
Habíanle aplicado dos mil remedios, como son galas, regalos, saraos,
paseos y comedias, hasta llegar á los más eficaces, cuales son fuentes
de oro potable, digo de doblones, tabaquillos de joyas, cestillos de
perlas. Y ella siempre triste ¡qué necia! enfadada de todo y enfadando
á todos, que ni vivía ni dejaba vivir, de modo, que llegó rematada
de impertinente. Pues os aseguro que luego que bebió del eficacísimo
néctar, depuesta la ceremoniosa autoridad regia, se puso á bailar, á
reir y cantar, diciendo que se iba hacia las alturas.

Reniego, dije yo, de todos sus sitiales y doseles y aténgome á un
valiente cangilón. Y eso es nada: que yo le ví al más severo Catón,
al español más tétrico, dar carcajadas en bebiéndole, que por eso le
llamaron los italianos _allegracore_.

Encontraban muchos peregrinos con sus esclavinas de cuero, que todos
se encaminaban allá. Los más eran del tercio viejo, que como el paraje
era áspero y seco y ellos venían fatigados y sedientos, encarrilaban en
ristra y muertos de sed venían como vivos.

Éste es, decía su farsante guión, el Jordán de los viejos, aquí se
remozan y se alegran, refrescan la sangre y cobran los perdidos colores.

Mas ya á los ecos de una gran bulla placentera, licenciaron la vista
y descubrieron una casa, no sublime, pero bien empinada, propia
estación del gusto y palacio del placer, coronado, en vez de jazmines
y laureles, de pámpanos frondosos y todas sus paredes felpadas de
yedras. Que, aunque suelen decir que echan á perder las casas donde se
arriman, yo digo que hace harto más daño una cepa, pues de todo punto
las arruina.

Mirad, les decía, qué alegre vista de colgaduras naturales. ¿Qué tienen
que ver con ellas las más ricas y bordadas del célebre duque de Medina
de las Torres, las más finas tapicerías de Flandes, aunque sean dibujos
del Rubens? Creedme que todo lo artificial es sombra con lo natural y
no más de un remedo.

¡Deliciosa amenidad por cierto, decía Andrenio! Ya no me pesa de haber
venido. Y díme, ¿siempre dura? ¿nunca se marchita?

Dígoos que es perpetua, porque jamás le falta el riego. Bien puede
secarse Chipre y ahorcarse los Pensiles, con que falta aquí su
Babilonia.

Íbanse acercando á la gran puerta, siempre de par en par, así como
la casa de bote en bote, y notaron que, así como á la del furor
suelen estar encadenados tigres, á la del valor leones, á la del
saber águilas, á la de la prudencia elefantes, en ésta asistían
lobos soñolientos y tahonas entretenidas. Resonaban muchos juglares
y todos hacían buen son: debían de ser forasteros. Bullían Ninfas
nada adamadas; pero muy coloradas y fresconas á la flamenca. Blandían
vistosos cristales en sus malseguras manos, llenas del generoso
néctar, brindando á porfía á todo sediento pasajero, por estar esta
casa de recreación en medio del pasaje de la vida. Llegaban ellos muy
secos, cuando más ahogados de reumas, apurados de la sed, á apurar
los cangilones, que ellos les bailaban delante. Bebían sin tasa,
como gente sin cuenta. Y era bien de reir cómo fundaban crédito en
hacer la razón, cuando más la deshacían. Y si alguno más templado
se detenía, comenzaban á hacerle cocos, bautizando su atención por
melindre y figurería, haciéndole muchos brindis con su templanza el
licor brillante, que de verdad les saltaba á los ojos. Provocábanlos,
diciendo:

Ea, que en vuestra edad no la hay, la sequedad de la complexión os
escusa. Ésta es la leche de los viejos.

Y mentían, que no era sino el veneno.

Vaya otra vez, que el licor es apetecible, pues ningún sainete le
falta. Él tiene buen color para la hermosura, mejor sabor para el gusto
y estremado olor para la fragrancia, lisonjeando todos los sentidos.
Arrojad el agua, tan necia como desabrida, muy preciada de no tener
nada de gusto, ni color ni olor ni sabor. Éste sí que se precia de todo
lo contrario. Y lo que más es, que ayuda á la salud y aun es su único
remedio, pues aseguraba Mesue no haber hallado confección más eficaz
y que más presto acudiese á remediar el corazón ni las bebidas de
jacintos y de perlas.

Picábanle el gusto, cambiando licores y colores, ya el rojo encendido,
combinándose con la sangre, ya dorado, pasando plaza de oro potable, ya
de color del sol, hijo ardiente de sus rayos, ya de finos granates y
aun de preciosos rubís, en fe de su preciosa simpatía. Contentábanse
los cuerdos con una taza sola, para satisfacer á la necesidad; que
lo demás decían ser una gran necedad. Con eso refrescaban la sangre,
confortaban el corazón y se alentaban para poder proseguir su camino á
las derechas.

Pero los más no acababan de consolarse con una sola taza ni aun con
dos; sino que en tropa de brutos se metían muy adentro, no parando
hasta encontrar con el mayor estanque y allí se arrojaban de bruces.
Déstos fué uno Andrenio, sin que bastase á detenerle ni el consejo ni
el ejemplo de Critilo. Tendíanse luego en son de bestias por aquellos
suelos: que todo vicio lleva á parar en tierra, así como toda virtud al
cielo.

En el entretanto que dormía Andrenio al ser de hombre, privado de la
principal de sus tres vidas, quiso Critilo registrar aquel palacio
tudesco, donde vió cosas de mucho escarnio, que él encomendó al
escarmiento. Halló lo primero que la bacanal estancia no se componía de
doradas salas, sino de ahumadas zahurdas; no de cuadras de respeto, sí
de ranchos de vileza.

Topó uno, donde todos se metían á bailar, luego que entraban, con tal
propensión, que, queriendo una dueña entrar con un palo á sacar su
criada, con gran priesa se había puesto á bailar. En el mismo punto,
depuesto el enojo, con el palo, se calzó las castañetas y comenzó á
repicarlas. Hizo lo mismo el marido, cuando entraba más colérico á
llevar el compás con un garrote, y todos cuantos metían el pie en aquel
gustoso rancho del mesón del mundo, al mismo punto olvidados de todo,
se hacían piezas bailando. Decían algunos ser burlesco hechizo, que
había dejado un entretenido pasajero, que allí había hecho noche; mas
Critilo túvolo por borrachera y trató de pasar adelante.

Encontró con otro, donde todos cuantos allá entraban, al punto
enfurecían con tal fiereza, que echando unos mano á los puñales y
arrancando otros de las espadas, comenzaban á herirse como fieras y á
matarse como bestias, olvidados de la razón, como gente sin juicio.
Aquí vió un gran personaje con una muy buena capa de púrpura y díjole
su farsante guía:

No te admires, que por éste se dijo: debajo de una buena capa hay un
mal bebedor.

¿Quién es éste?

Quien fué señor del mundo; mas este licor lo fué de él.

Retirémonos, dijo Critilo, que tiene en la mano un sangriento puñal.

Con ese mató á su mayor amigo sobre mesa.

¿Y con todo eso fué aclamado el Magno?

Sí, por lo soldado, que no por lo rey.

De otro más moderno y aun corriendo vino aseguraban que no se había
embriagado sino sola una vez en su vida; pero que le duró por toda
ella, en quien hicieron gran maridaje el vino y la herejía.

Aquí les mostraron el mismo tazón, que tomó en la mano el octavo de los
ingleses Enriques, en el trance de su infeliz muerte, en vez del santo
crucifijo, con que suelen morir los buenos católicos, y echándosele á
pechos, dijo:

Todo lo perdimos junto, el reino, el cielo y la vida.

¿Y todos ésos fueron reyes?, preguntó Critilo.

Sí, todos. Que aunque en España nunca llegó la borrachera á ser merced,
en Francia sí á ser señoría, en Flandes excelencia, en Alemania
serenísima, en Suecia alteza; pero en Inglaterra, majestad.

Decíanle á uno que dejase el beber, si no quería despedirse del ver;
mas él, incorregible, respondía:

Decidme: ¿Estos ojos no se los han de comer los gusanos?

Sí.

Pues más vale que me los beba yo.

Otro tal respondió:

Lo que hay que ver ya lo tengo visto, lo que he de beber no está
bebido: pues bebamos, aunque nunca veamos.

Y catad la diferencia de los licores: éstos, que están tristes y tan
adormecidos, cargaron del tinto; estos otros, tan alegres y risueños,
del blanco.

Mas ya en esto habían llegado, no al más reservado retrete, que aquí
no se conocen interioridades; sino á la estancia mayor de la risa, á
la cueva del placer, donde hallaron que presidía sobre un eminente
trono de cercillos, una amplísima reina sin género de autoridad, muy
grave. Y con estar muy gruesa, decía no tener más que los pellejos, tan
pobre y desamparada, cuan en cueros. Parecíase una cuba sobre otra,
de fresco y alegre rostro; aunque tenía más de viña, que de jardín.
Vestía de otoño, en vez de primavera, coronada de rubíes arracimados.
Chispeábanla los ojos vertiendo centellas líquidas, hidrópicos los
labios del suavísimo néctar. Blandía, en vez de palma, en la una mano,
un verde y frondoso tirso, y brindaba con la otra un bernegal de buen
tamaño á todos cuantos llegaban, observando con inviolable puntualidad
la alternativa en los brindis. Notaron que mudaba semblantes á cada
trago, ya festivo, ya lascivo y ya furioso, verificando el común
sentir, que la primera vez es necesidad, la segunda deleite, la tercera
vicio y de ahí adelante brutalidad. En viendo á Critilo, licenció la
risa en carcajadas y comenzó á propinarse con instancia el enojoso
licor. Rehusaba Critilo el empeño.

He, que no se puede pasar por otro, le decía, sí, su farsante camarada,
en ley de cortesano.

Vióse obligado á probarlo y, en gustándole, exclamó:

Éste es el veneno de la razón, éste el tóxico del juicio, éste es el
vino ¡oh, tiempos! ¡oh, costumbres! El vino antes en aquel siglo de
oro, pues de la verdad y aun de perlas, pues de las virtudes, cuentan
que se vendía en las boticas, como medicina, á par de las drogas del
Oriente, recetábanle los médicos entre los cordiales.

Récipe, decían, una onza de vino y mézclese con una libra de agua.

Y así se hacían maravillosos efectos. Otros refieren que no se
permitía vender, sino en los más ocultos rincones de las ciudades, allá
lejos en los arrabales, porque no inficionase las gentes. Y se tenía
por infamia ver entrar un hombre allá. Mas ya se profanó este buen uso,
ya se vende en las muy públicas esquinas y están llenas las ciudades
de tabernas. Ya no se pide licencia al médico para beberle, habiéndose
convertido en tóxico el que fué singular remedio.

Antes hoy, le replicó un aprisionado, es medicina universal: díganlo
tantos aforismos, como corren en su favor.

He, que son de viejas.

No por eso peores. El es el común remedio contra el daño, que hacen
todas las frutas. Y así dicen: “Tras las peras, vino bebas”. “El melón
maduro, quiere el vino puro”. “Al higo vino y á la agua higa”. “El
arroz, el pez y el tocino nacen en el agua y mueren en el vino”. La
leche, ya se sabe lo que le dijo al vino: “Bien seáis venido, amigo”.
“El vino tras la miel, sabe mal; pero hace bien.” Así que: “Donde no
hay vino y sobra el agua la salud falta”. En todos tiempos es medicina,
como lo dice el texto: “En el verano por el calor y en el invierno por
el frío, es saludable el vino”. Y otro dice: “Pan de ayer y vino de
antaño, traen al hombre sano”. No sólo remedia el cuerpo; pero es el
mayor consuelo del ánimo, alivio de las penas. “Que lo que no va en
vino, va en lágrimas y suspiros.” Es aforro de los pobres, que: “Al
desnudo le es abrigo”. Bebida real, cuando: “El agua para los bueyes, y
el vino para los reyes”. Leche de los viejos, pues: “Cuando el viejo no
puede beber, la sepultura le pueden hacer”. Y en él consiste la media
de la vida que: “Media vida es la candela y el vino la otra media”. De
modo que es medicina de todos los males, porque: “Sangraos vecina...” y
responde: “El buen vino es medicina”. Y con mucha razón, pues son siete
los provechosos frutos de ella: “Purga el vientre, limpia el diente,
mata la hambre, apaga la sed, cría buenos colores, alegra el corazón y
concilia el sueño.”

Á todos éstos, dijo Critilo, responderé yo con éste sólo: “Quien es
amigo del vino es enemigo de sí mismo”. Y advertid que otros tantos,
como habéis referido en su favor, pudiera yo decir en contra; pero
baste éste por ahora con este otro: “El vino con agua es salud de
cuerpo y alma”.

¡Oh!, replicó el apasionado, ¿no veis, que el vino, si le echáis agua,
le echáis á perder, especialmente si fuere blanco?

También, si no se la echáis, os echa él á perder á vos.

¿Pues qué remedio?

No beberle.

Otras muchas verdades dijo Critilo contra la embriaguez, de que los
circunstantes hicieron cuento y él escarmiento. Reparó Critilo en que
asistían pocos españoles al cortejo de la dionisia reina, habiendo sin
duda para cada uno cien franceses y cuatrocientos tudescos.

¡Oh, dijo el hablador, no sabes tú lo que pasó en los principios _desta
bella invenchione del vino_!

¿Y qué fué?

Que un recuero, atento á su ganancia, cargó de la nueva mercadería
y dió con ella en Alemania. Y como fuese el precioso licor en toda
su generosidad, gustaron mucho dél los tudescos. Hízoles valiente
impresión, rindiéndolos de todo punto. Pasó adelante á la Francia;
mas, porque no fuesen comenzados los cueros, acabólos de llenar en
la Esquelda, con que no iba ya el vino tan fuerte y así no hizo mas
que alegrar los franceses, haciéndoles bailar, silbar y dar algunas
cabriolas y rascarse atrás en un corrillo de mesurados españoles, como
se vió ya en Barcelona. Quedábale ya muy poco, cuando pasó á España, y
llenóle de agua de tal suerte, que no era ya vino, sino enjaguaduras de
bota. Con esto no les hizo efecto á los españoles; antes los dejó muy
en sí y tan graves como siempre, con que ellos á todos los demás llaman
borrachos. Deste modo han proseguido todas estas naciones en beberle:
los tudescos puro, imitándoles los suecos y los ingleses; los franceses
ya enjuagan la taza; mas los españoles, aguachirle, aunque los demás
lo atribuyen á malicia y que lo hacen por no descubrir con la fuerza
del vino lo secreto de su corazón.

Ésa ha sido sin duda la causa, ponderaba Critilo, de no haber hecho pie
la herejía en España, como en otras provincias, por no haber entrado en
ella la borrachera, que son camaradas inseparables: nunca veréis la una
sin la otra.

Pero ¡qué cosa, aunque no rara, sí espantosa! Aquella embriagada reina,
anegada en abismos de horrores, comenzó á arrojar de aquella ferviente
cuba de su vientre tal tempestad de regüeldos, que inundó toda la
bacanal estancia de monstruosidades. Porque, bien notado, no eran otros
sus bostezos, que reclamos de otros tantos monstruos de abominables
vicios. Volvía el feroz aspecto á una y otra parte y, en arrojando
un regüeldo, saltaba al punto de aquel turbulento estanque del vino
una horrible fiera, un infame acroceraunio, que aterraba á todo varón
cuerdo.

Salió de los primeros la Herejía, monstruo primogénito de la
Borrachera, confundiendo los reinos y las ciudades, repúblicas y
monarquías, causando desobediencias á sus verdaderos señores. ¿Pero,
qué mucho, si primero negaron la fe debida á su Dios y Señor, mezclando
lo sagrado con lo profano y trastornando de alto á bajo cuanto hay?

Sacaron luego las cabezas á otro regüeldo las Harpías, digo la
Murmuración, manchando con su nefando aliento las honras y las famas;
la desapiadada Avaricia, chupándoles la sangre á los pobres, desollando
los súbditos; la Joel Envidia, vomitando venenos, inficionando las
ajenas prendas y disminuyendo las heroicas hazañas.

Allí apareció, llamado de un gran bostezo, el Minotauro embustero, la
bachillera Esfinge, presumiendo de entendida y ignorando de necia.
No faltaron las tres infernales Furias, convocadas de otro valiente
regüeldo, que metió en los infiernos mismos la guerra, la discordia
y la crueldad, que bastan á hacer infierno del mismo paraíso. Las
engañosas Sirenas, brindando vidas y ejecutando muertes. La Escila y
la Caribdis aquellos dos viciosos extremos, donde chocaron los necios,
dando en el uno por huir del otro. Allí se vieron los Sátiros y los
Faunos, con apariencias de hombres y realidades de bestias.

Así, que en poco rato hizo estanco de vicios de un estanque de
monstruos, hijos todos de la violenta vinolencia. Y lo que más es de
reparar y aun de sentir, que con ser éstas otras tantas fieras y harto
feas, á sus beodos amadores les parecieron otras tantas beldades,
llamando á las Sirenas lascivas, unos ángeles; al furioso y ciego de
cólera, Cíclope valiente; á las Harpías, discretas; á las Furias,
gallardas; al Minotauro, ingenioso; á la Esfinge, entendida; á los
Faunos, galanes; á los Sátiros, cortesanos; y á todo monstruo, un
prodigio.

Veníasele acercando á Critilo uno de los más perniciosos; pero él, al
mismo punto, despavorido, intentó la fuga. Quísole detener el farsante,
diciéndole:

Aguarda, no temas, que no te hará mal, sino mucho bien.

¿Quién es éste?, le preguntó.

Y él:

Ésta es aquella tan celebrada, cuán conocida en todo el mundo y más en
las cortes, sin quien ya no se puede vivir, por lo menos sin su poquito
de ella, por cuanto es empleo de los desocupados y ocupación de los
entendidos, aquella gran cortesana.

¿Y cómo la nombran?

Lo que le respondió y qué monstruo fuese éste nos lo dirá la otra
Crisi.



CRISI III

_La Verdad de parto._


Enfermó el hombre de achaque de sí mismo. Despertósele una fiebre
maligna de concupiscencias, adelantándosele cada día los crecimientos
de sus desordenadas pasiones. Sobrevínole un agudo dolor de agravios y
sentimientos. Tenía postrado el apetito para todo lo bueno y el pulso
con intercadencias en la virtud. Abrasábase en lo interior de malos
afectos y tenía los estremos fríos para toda obra buena. Rabiaba de
sed de sus desreglados apetitos, con grande amargura de murmuración.
Secábasele la lengua para la verdad, síntomas todos mortales.

Viéndole en tanto aprieto, dicen que le envió sus médicos el cielo y
también el mundo los suyos, á competencia, y así muy diferentes los
unos de los otros y muy encontrados en la curación. Porque los del
cielo en nada condecendían con el gusto del enfermo y los mundanos en
todo le complacían. Con lo cual éstos se hicieron tan plausibles, cuan
aborrecibles aquéllos. Ordenábanle los de arriba muchos y muy buenos
remedios y los de abajo ninguno, diciendo:

He, que tanto es menester haber estudiado para no recetar, como para
recetar.

Citaban los eternos, magistrales textos y los terrenos, ninguno, y
decían:

Más vale testa, que texto.

Guarde la boca, decían unos: coma y beba cuanto apeteciere.

Los otros:

Tome un vomitivo de deleites, que le será de mucho provecho.

No haga tal, que le inquietará las entrañas y le postrará el gusto;
dénle minorativos de concupiscencia.

Ni lo piense; sino valientes tiradas de gustos, que le vayan
refrescando la sangre.

Dieta, dieta, repetían aquéllos.

Regalo y más regalo, replicaban éstos, y asentábasele muy bien al
enfermo.

Púrguese, le recetaron los celestiales, porque vamos á la raíz del mal
y á derribar el humor vicioso, que predomina.

Eso no, salían los mundanos; tome, sí, cosas suaves con que se
entretenga y alegre.

Oyendo tal variedad, decía el enfermo:

Aténgome al aforismo que dice: “Si de cuatro médicos, los tres dijesen
que te purgues y uno que no, no te purgues”.

Replicábanle los del cielo:

También dice otro: “Si de cuatro médicos, los tres te dijeren que no te
sangres y uno sólo que sí, sángrate”. Luego, te debes sangrar y de la
vena del arca, restituyendo lo ajeno.

Eso no, salían los otros; que sería quitarle las fuerzas y aun de todo
punto desjarretarle.

Y él, en confirmación, añadía:

¡Qué poco estiman ellos mi sangre! No saben otro, que sangrar la
costilla de los zurdos.

No duerma con el mal, encargaban aquéllos.

Repose y descanse en él, decían éstos.

Viendo, pues, los del cielo que no se le aplicaba remedio alguno de
cuantos ellos ordenaban y que el enfermo iba por la posta caminando á
la sepultura, entraron á él y con toda claridad le dijeron que moría.
Ni por esas se dió por entendido; antes llamando un criado, le dijo:

Hola, ¿hanles pagado á estos médicos?

Señor, no.

Y aun por eso me dan ya por desahuciado. Pagadles y despedidles.

Lo segundo cumplieron. Fuéronse con tanto las virtudes, quedáronse los
vicios, y él muy en ellos, que presto acabaron con él, aunque no él con
ellos. Murió el hombre de todos y fué sepultado más abajo de la tierra.

Íbale ponderando á Critilo este suceso de cada día un varón de ha mil
siglos.

¡Oh cómo es verdad, decía Critilo, que los vicios no sanan, sino que
matan, y las virtudes remedian! No se cura la codicia con amontonar
riquezas ni la gula con los manjares, la sensualidad con los bestiales
deleites, la sed con las bebidas, la ambición con los cargos y
dignidades; antes se ceban más y cada día se aumentan. De ese achaque
le vino á la torpe vinolencia hacer estanco de vicios. ¡Y qué feos!
¡qué abominables! Pero entre todos, aquel que se me venía acercando y
pegándoseme, que no hice poco en rebatirle, ¿cuál de ellos era?

Es más cortesano, cuanto más civil; común, cuando más estraño.

¿Cómo se llamaba el tal monstruo?

Bien nombrado es y aun aplaudido, entremetido y bienadmitido. Todo lo
anda y todo lo confunde. Entra y sale en los palacios, teniendo en las
cortes su guarida.

Menos te entiendo por eso. Aún no doy en la cuenta. Que hay muchos á
esa traza y bulle la corte dellos.

Pues has de saber que era el capitán de todos, digo la plausible
Quimera. ¡Oh monstruo al uso! ¡oh vicio de todos! ¡oh peste del siglo!
¡necedad á la moda!, exclamó el nuevo camarada.

Por eso yo, añadió Critilo, luego que me la ví tan cerca, la conjuré,
diciendo:

¡Oh monstruo Cortesano! ¿Qué me buscas á mí? Anda, vete á tu Babilonia
común, donde tantos y tontos pasan de ti y viven contigo: todo embuste,
mentira, engaño, enredo, invenciones y quimeras.

Anda, vete á los que se sueñan grandes y son fantasmas, hombres
vacíos de sustancia y rebutidos de impertinencia, huecos de sabiduría
y atestados de fantasía: todo presunción, locura, fausto, hinchazón y
quimera.

Vete á unos aduladores falsos, desvergonzados, lisonjeros, que todo lo
alaban y todo lo mienten, y á los simples que se los creen, pagando el
humo y el viento: todo mentira, engaño, necedad y quimera.

Vete á unos pretendientes engañados y á unos mandarines engañadores,
aquéllos pretendiéndolo todo y éstos cumpliendo nada, dando largas,
escusas, esperanzas bobas: todo cumplimiento y quimera.

Vete á unos desdichados arbitristas, inventores de felicidades ajenas,
trazando de hacer Cresos á los otros, cuando ellos son unos Iros;
discurriendo trazas para que los otros coman, cuando ellos más ayunan:
todo embeleco, devaneo de cabeza, necedad y quimera.

Vete á unos caprichosos políticos, amigos de peligrosas novedades,
inventores de sutilezas malfundadas, trastornándolo todo, no sólo no
adquiriendo de nuevo ni conservando de viejo; pero perdiendo cuanto
hay, dando al traste con un mundo y aun con dos: todo perdición y
quimera.

Vete al Babel moderno de los cultos y afectados escritos y cuyas obras
son de tramoya, frases sin concepto, hojas sin fruto, tomos sin lomo,
cuerpos sin alma: todo confusión y quimera.

Vete á los tribunales, donde no se oyen sino mentiras; en las escuelas
sofisterías, en las lonjas trampas y en los palacios quimeras.

Vete á los prometedores falsos, noveleros, crédulos, entremetidos,
desahogados, linajudos, desvanecidos, casamenteros, mentirosos,
pleiteantes, necios, sabios aparentes: todo mentira y quimera.

Vete á los hombres de hogaño, llenos todos de engaño, mujeres de
embeleco: los niños mienten, los viejos engañan, los parientes faltan y
los amigos falsean.

Vete á todo lo que dejamos atrás de un mundo inmundo, laberinto de
enredos, falsedades y quimeras.

Con esto traté de huir de ella, que fué del mundo todo, y eché por este
camino de la verdad en tan buen punto, que tuve dicha de encontrarte.

Harto fué, dijo el Acertador, que así oyó le llamaban, que todo tú
pudieses salir.

No tan todo, respondió Critilo, que no me dejase la mitad, pues otro yo
allá queda, Andrenio, aun más amigo que hijo, nada suyo y todo ajeno,
rendido á una brutal vinolencia.

Mas aquí, no pudiendo articular las palabras, prosiguió haciendo
estremos.

Hora bien, no te pudras tú, le dijo, de lo que otros engordan. Quiero
por consolarte y remediarte que volvamos allá y que experimentes el
eficacísimo contraveneno del vino, que conmigo llevo.

Es la embriaguez, iba ponderando, el último asalto, que dan al hombre
los vicios; es el mayor esfuerzo, que ellos hacen contra la razón. Y
así cuentan que, habiéndose coligado todos estos monstruosos enemigos
contra un hombre, luego que naciera, embistiéndole ya uno, ya otro,
por su orden para más desordenarle, la voracidad cuando más rapaz, la
mancebía cuando mancebo, la avaricia cuando varón y la vanidad cuando
viejo, viéndole pasar de edad en edad vitorioso y que ya entraba en la
vejez triunfando de todos ellos, no pudiéndolo sufrir que así se les
escapase y hiciese burla dellos, acudieron á la embriaguez, afianzando
en ella su despique. No se engañaron, pues acometiéndole ésta con capa
de necesidad, llamando al vino su leche, su abrigo y su consuelo,
poco á poco y trago á trago se fué entrando y apoderándose dél hasta
rendirle de todo punto. Hízole cerrar los ojos á la razón, abrir puerta
á todo vicio, y de modo, que, con lastimosa infelicidad, aquel que
toda la vida se había conservado en su virtud y entereza, se halló de
repente á la vejez glotón, lascivo, iracundo, maldiciente, locuaz,
vano, avaro, ridículo, imprudente. Y todo esto, porque vinolento.

Mas ya habían llegado, no al estanque, sino al cenagal de los vicios.
Entraron ambos y hallaron á Andrenio, que aún estaba por tierra,
sepultado en sueño y vino. Comenzaron á llamarle por su nombre; mas él
impaciente respondía:

Dejadme, que estoy soñando cosas grandes.

No puede ser, dijo el Acertador, que los hombres grandes sólo tienen
sueños grandes.

He, dejadme, que estoy viendo cosas prodigiosas.

¿No sean monstruosas? ¿Qué puedes ver sin vista?

Veo, dijo, que el mundo no es ya redondo, cuando todo va á la larga;
que la tierra no es ya firme, cuando todo anda rodando; que el cieno es
cielo para los más, pues los menos son personas; que todo es aire en el
mundo y así todo se lo lleva el viento; el agua que fué y el vino que
vino; el sol no es solo ni la luna es una, los luceros sin estrellas
y el norte no guía; la luz da enojos y el alba llora cuando ríe; los
flores son delirios y los lirios espinan; los derechos andan tuertos
y los tuertos á las claras; las paredes oyen, cuando las orejas se
rascan; los postres son antes y muchos fines sin medios; que el oro no
es pesado y las plumas mucho; los mayores alcanzan menos y hablan gordo
los más flacos y alto los más bajos; no son ladrados los ladrones,
con que ninguno tiene cosa suya; los amos son mozos y las mozas las
que mandan; más pueden espaldas, que pechos, y quien tiene hierro, no
tiene aceros; los servicios se miran de mal ojo y los proveídos son
premiados; la vergüenza es corrimiento y los buenos no hacen llorar,
sino reir; del mentís se hace caso y del mentir casa; no son sabios los
entendidos ni oídos los que hablan claro; el tiempo hecho cuartos y el
día enhoramalas; los relojes quitan dando y de los buenos días se hacen
los malos años; tras la tercera va la primera y las desgracias son
gracias; las diademas en París y los galanes en Francia.

Calla ya, le dijo el Acertador; que sin duda se dijo diablo del que
noche y día habla; mas en cantar mal y porfiar.

Digo que todo anda al revés y todo trocado de alto á bajo. Los buenos
ya valen poco y los muy buenos para nada y los sin honra son honrados,
los bestias hacen del hombre y los hombres hacen la bestia. El que
tiene es tenido y el que no tiene es dejado. El de más cabal es sabio,
que no el de más caudal. Las niñas lloran y las viejas ríen. Los leones
dan balidos y los ciervos cazan. Los gallinas cacarean y no despiertan
los gallos. No caben en el mundo los que tienen más lugar y muchos
hijos de algo valen nada. Muchos por tener antojos no ven y no se
usan los usos. Ya no nacen niños ni los mozos bien criados. Las que
valen menos son buenas joyas y los más errados buenas lanzas. Veo unos
desdichados antes de nacidos y otros venturosos después de muertos.
Hablan á dos luces los que á escuras y todo ahora es á deshora.

Prosiguiera en sus dislates, si el Acertador no tratara de aplicarle el
eficaz remedio, que fué echarle en la vasija del vino, no una anguila,
como el vulgo ignorante sueña, sino una serpiente sabia, que al punto
le hizo volver á ser persona y aborrecer aquel tóxico del juicio y
veneno letal de la razón. Sacólos con esto el Acertador de aquel
estanco de los vicios y estanque de monstruos, al de prodigios. Era
éste uno de los raros personajes, que se encuentran en el vario viaje
de la vida, de tan estraña habilidad, que á todos cuantos encontraban
les iba adevinando el suceso de su vida y el paradejo della.

Iban atónitos nuestros peregrinos oyéndole adevinar con tanto acierto.
Toparon de los primeros uno de muy mal gesto y al punto dijo:

Déste no hay que aguardar buen hecho.

Y no se engañó. De un tuerto pronosticó que no haría cosa á buen ojo y
acertó. Á un corcovado le adevinó sus malas inclinaciones; á un cojo,
los malos pasos en que andaba y á un zurdo, sus malas mañas; á un
calvo, lo pelón y á un ceceoso lo malhablado. Á todo hombre señalado
de la naturaleza señalaba él con el dedo, diciéndoles se guardasen.
Encontraron ya un grande perdigón, que iba perdiendo á toda prisa lo
que muy poco á poco se había ganado y al punto dijo:

¿No hizo él la hacienda?

No; que quien no la gana no la guarda.

Pero esto es nada, cosas más raras y más recónditas adevinaba, como si
las viera. Y así, encontrando un coche, que traía tan arrastrado á su
dueño, cuan desvanecida á su ama, dijo:

¿Veis aquel coche? Pues antes de muchos años será carreta.

Y realmente fué así. Viendo edificar una cárcel muy suntuosa y
fanfarrona, con muchos dorados hierros, que pudiera sustituir un
palacio, dijo:

¿Quién creerá que ha de venir á ser hospital?

Y de verdad lo fué, porque vinieron á parar en ella pobres desvalidos y
desdichados. De un cierto personaje, que tenía muchos y buenos amigos,
dijo que danzaba muy bien y acertó: porque todos le alabaron. Al
contrario de otro, que tenía cara de pocos amigos:

Éste no hará cosa bien ni saldrá con lo que emprendiere.

Esto es más, que llegó uno y le preguntó cuánto tiempo viviría. Miróle
á la cara y dijo que cien años y que si, le bobeara un poco más, dijera
que docientos. Á otro inútil para todo aseguró que sacaría de la puja
al mismo Matusalén. Pero lo más es que, en viendo á cualquiera, le
atinaba la nación. Y así de un invencionero dijo:

Éste, sin más ver, es italiano.

De un desvanecido, inglés; de un desmazalado, alemán; de un sencillo,
vizcaíno; de un altivo, castellano; de un cuitado, gallego; de un
bárbaro, catalán; de un poca cosa, valenciano; de un alborotado
alborotador, mallorquín; de un desdichado, sardo; de un tozudo,
aragonés; de un crédulo, francés; de un encantado, danao. Y así de
todos los otros, no sólo la nación; pero el estado y el empleo
adevinaba. Vió un personaje muy cortés, siempre con el sombrero en la
mano y dijo:

¿Quién dirá que éste es hechicero?

Y realmente fué así, que á todos hechizaba. De un embelesado, que era
astrólogo; de un soberbio, cochero; de un descortés, ujier de saleta;
de un desarrapado y arrapador, soldado; de un lascivo, viudo; de un
peludo, hidalgo. De un hombre de puesto, que prometía mucho y á todos
daba buenas palabras, dijo:

Éste contentará á muchos necios.

De otro, que no tenía palabra mala, adevinó que no tendría obra buena.
Y al que mucha miel en la boca, mucha hiel en la bolsa. Vió á uno ir y
venir á una casa y dijo:

Éste anda por cobrar.

Á cierto hombre, que dió en decir verdades, le pronosticó muchos
pesares; y al de gran lengua, gran dolor de cabeza. Á cada uno le
adevinaba su paradero, como si lo viera, sin discrepar un tilde: á
los liberales, el hospital; á los interesados, el infierno; á los
inquietos, la cárcel y á los revoltosos, el rollo; á los maldicientes,
palos y á los descarados redomas, á los capeadores, jubones y á los
escaladores, la escalera; á las malas, palo santo; á los famosos,
clarín; á los sonados, paseo; á los perdidos, pregones; á los
entremetidos, desprecios; á los que les prueba la tierra, el mar; á los
buenos pájaros, el aire; á los gavilanes, pigüelas y á los lagartos,
culebra; á los cuerdos, felicidades; á los sabios, honras y á los
buenos, dichas y premios.

¡Qué rara habilidad ésta!, ponderaba Andrenio. No sé qué me diera por
tenerla. ¿No me enseñarías esta tu astrología?

Paréceme á mí, dijo Critilo, que no es menester muchos astrolabios para
esto ni consultar muchas estrellas.

Así lo creo, dijo el Adevino; pero pasemos adelante, que yo te ofrezco,
oh Andrenio, de sacarte tan adevino como yo con la experiencia y el
tiempo.

¿Dónde nos llevas?

Donde todos huyen.

Pues, si huyen, ¿para qué vamos nosotros?

Y aun por eso, para huir de todos ellos. Aunque primero quería
introduciros en la famosa Italia, la más célebre provincia de la Europa.

Dicen que es país de personas.

Y personadas también.

Estraño dejo ha sido el de Alemania, decía Andrenio.

Y Critilo:

Sí, cual yo me lo imaginaba.

¿Qué os ha parecido de aquella tan estendida provincia, la mayor sin
duda de Europa? Decidlo en puridad.

Á mí, respondió Andrenio, la que más me ha contentado hasta hoy.

Y Critilo:

Á mí, la que menos.

Por eso no se vive en el mundo con un solo voto.

¿Qué te ha agradado á ti más en ella?

Toda de alto á bajo.

Querrás decir Alta y Baja.

Eso mismo.

Sin duda que su nombre fué su definición, llamándose Germania, _a
germinando_, la que todo lo produce y engendra, siendo fecunda madre de
vivientes y de víveres y de todo cuanto se puede imaginar para la vida
humana.

Sí, replico Critilo, mucho de extensión y nada de intención, mucha
cantidad y poca calidad.

He, que no es una provincia sola, proseguía Andrenio; sino muchas, que
hacen una. Porque, si bien se nota, cada potentado es casi un casi
rey y cada ciudad una corte, cada casa un palacio, cada castillo una
ciudadela y toda ella un compuesto de populosas ciudades, ilustres
cortes, suntuosos templos, hermosos edificios y inexpugnables
fortalezas.

Eso mismo hallo yo, dijo Critilo, que la ocasiona su mayor ruina y su
total perdición. Porque cuantos más potentados, más cabezas; cuantas
más cabezas, más caprichos; y cuantos más caprichos, más disensiones.
Y, como dijo Horacio, lo que los príncipes deliran, los vasallos lo
suspiran.

No me puedes negar, dijo Andrenio, su abundancia y su opulencia. Mira
qué abastecida de todo, que si dicen España la rica, Italia la noble,
también Alemania la harta. ¡Qué abundante de granos, de ganados,
pescas, cazas, frutos y frutas! ¡Qué rica de minerales! ¡Qué vestida de
arboledas! ¡Qué adornada de bosques, hermoseada de prados! ¡Qué surcada
de caudalosos ríos y todos navegables! De tal suerte, que tiene más
ríos Alemania que las otras provincias arroyos, más lagos que las otras
fuentes, más palacios que las otras casas y más cortes que las otras
ciudades.

Así es, dijo Critilo, yo lo confieso; mas en eso mismo hallo yo su
destruición y que su misma abundancia la arruina, pues no hace otro que
ministrar leña al fuego de sus continuas guerras, en que se abrasa,
sustentando contra sí muchos y numerosos ejércitos, lo que no pueden
otras provincias, especialmente España, que no sufre ancas.

Pero viniendo ya á sus bellos habitadores, dijo el Acertador, ¿cómo
quedais con los alemanes?

Yo muy bien, dijo Andrenio. Hanme parecido muy lindamente, son de
mi genio, engáñanse las demás naciones en llamar á los alemanes los
animales y me atrevo á decir que son los mas grandes hombres de la
Europa.

Sí, dijo Critilo; pero no los mayores.

Tiene dos cuerpos de un español cada alemán.

Si; pero no medio corazón.

¡Qué corpulentos!

Pero sin alma.

¡Qué frescos!

Y aun fríos.

¡Qué bravos!

Y aun feroces.

¡Qué hermosos!

Nada bizarros.

¡Qué altos!

Nada altivos.

¡Qué rubios!

Hasta en la boca.

¡Qué fuerzas las suyas!

Mas sin bríos. Son de cuerpos gigantes y de almas enanas; son moderados
en el vestir, no así en el comer; son parcos en el regalo de sus camas
y menaje de sus casas, pero destemplados en el beber.

Hé, que ése en ellos no es vicio; sino necesidad. ¿Qué había de hacer
un corpacho de un alemán sin vino? Fuera un cuerpo sin alma: él les dá
alma y vida. Hablan la lengua más antigua de todas.

Y la más bárbara también.

Son curiosos de ver mundo.

Y si no, no serían dél.

Hay grandes artífices.

Pero no grandes doctos.

Hasta en los dedos tiene la sutileza.

Más valiera en el celebro.

No pueden pasar sin ellos los ejércitos.

Así como ni el cuerpo sin el vientre.

Resplandece su nobleza.

Ojalá su piedad. Pero su infelicidad es que, así como otras provincias
de Europa han sido ilustres madres de insignes patriarcas, de
fundadores de las Sagradas Ordenes, esta, al contrario, de, etc.

Estorbóles el proseguir un confuso tropel de gentes, que á todo correr
venían haciendo por aquellos caminos, harto descaminados, al derecho
y al través, atropellándose unos á otros y todos desalentados. Y lo
que más admiración les causó fué ver que los mayores hombres eran
los primeros en la fuga y que los mas grandes alargaban más el paso
y echaban valientes trancos los gigantes y aun los cojos no eran los
postreros. Atónitos nuestros flemáticos peregrinos, comenzaron á
preguntar la causa de una tan fanática retirada y nadie les respondió:
que aun para eso no se daban vagar.

¡Hay tal confusión! ¡vióse semejante locura!, decían, cuando mas
admirado uno de su admiración dellos, les dijo:

Ó vosotros sois unos grandes sabios ó unos grandes necios en ir contra
la corriente de todos.

Sábios no, le respondieron; pero si que lo deseamos ser.

Pues mirad que no muráis con ese deseo, y atrancó cien pasos.

Á huir, á huir, venía voceando otro, que ya parece que desbucha. Y pasó
como un regañón.

¿Quién es esta que anda de parto?, preguntó Andrenio.

Y el Acertador:

Poco más ó menos ya yo adevino lo que es.

¿Qué cosa?

Yo os lo diré. Éstos sin duda vienen huyendo del reino de la verdad,
donde nosotros vamos.

No le llames reino, replicó uno de los tránsfugas, sino plaga y con
razón, pues así lastima y más hoy, que tiene alborotado el mundo,
solicitándose la ojeriza universal.

¿Y qué es la causa?, le preguntaron. ¿Hay alguna novedad?

Y bien grande. ¿Eso ignoráis ahora? ¡Qué tarde llegan á vosotros las
cosas! ¿No sabéis que la verdad va de parto estos días?

¿Cómo de parto?

Si, aun con la barriga en la boca, reventando por reventar.

¿Pues qué importa que pára?, replicó Critilo. ¿Por eso se inquieta el
mundo? Haced que pára en buen hora y el Cielo, que la alumbre.

¿Cómo que qué importa?, levantó la voz el cortesano. ¡Qué linda flema
la vuestra! Mucha Alemania gastáis. Si agora con una verdad solo no
hay quien viva ni hay hombre, que la pueda tolerar, ¿qué será si dá en
parir otras verdades y esas otras y todas paren?

Llenarse ha el mundo de verdades y después buscarán quien le habite.

Dígoos que se vendrá á despoblar.

¿Por qué?

Porque no habrá quien viva, ni el caballero ni el oficial ni el
mercader ni el amo ni el criado. En diciendo verdad, nadie podrá vivir.
Dígoos que no vendrán á quedar de cuatro partes la media. Con una
verdad, que le digan á un hombre, tiene para toda la vida, ¿qué será
con tantas? Bien pueden cerrar los palacios y alquilar los alcázares.
No quedarán cortes ni cortijos. Con tantica verdad hay hombre, que se
ahita y no es posible dijerirla: ¿qué hará con un hartazgo de verdades?
Gran buche será menester. Para cada día su verdad á secas. Bien
amargarán.

Hé, que muchos habrá, dijo Critilo, que no temerán las verdades, antes
les vendrán nacidas.

¿Y quién será ese? Decidlo, le levantaremos una estatua. ¿Cuál será
el confiado, que no le puedan estrellar una verdad entre ceja y ceja
y aun darle con muchas por la cara? Y á fe, que escuecen mucho y por
muchos días. Líbreos Dios de una valiente zurra de verdades. Pican que
abrasan. Y sino, veamos. Díganle á la otra lo que le dijo don Pedro de
Toledo:

Mire, que le diré peor, que tal.

Y replicando ella:

¿Qué me dirá?

Peor que vieja.

Plántenle al otro lucifer una verdad en un cedulón y veréis lo que
se endiabla. Acuérdenle al más estirado lo que él más olvida, al más
pintado sus borroncillos, píquenle con la lezna al desvanecido, díganle
al otro rico que lo ganó por su pico su abuelo, que vuelva la mira
atrás al que se hace tan adelante, acuérdenle lo de los pasteles al
que hoy asquea los faisanes, de su cuartana al león y á la fénix de
lo gusano. No os admiréis que huigamos de la verdad, que es traviesa
y atraviesa el corazón. Veis allí tendido un gigante de la hinchazón,
que le mató un niño y con un alfiler y hay quien dice se la vendió su
abuelo. Mas él se tiene la culpa. Que hiciera orejas de mercader. Digo,
pues, que no hagáis admiraciones de que todos corran de corridos.

¿De qué huyen aquellos soldados? decía Andrenio.

Porque no les digan que huyeron y que son de los de _fugerunt,
fugerunt_.

Venía uno gritando, ¡verdad, verdad!; pero no por mi boca, menos por
mis orejas.

Déstos toparéis muchos. Todos querrían les tratasen verdad y ellos no
tomarla en la boca.

Ora señores, ponderaba Andrenio, que los trasgos huyan, vayan con
Berzebú, nunca acá vuelvan; ¿pero los soles?

Sí, porque no les den en rostro con sus lunares.

Venía por puntos reforzando la voz:

¡Ya pare! ¡afuera!, ¡qué desbucha!, ¡á huir, príncipes, á correr,
poderosos!

Y á este grito había hombre, que tomaba postas, no había ¡monta á
caballo! como éste. Potentado hubo, que reventó los seis caballos de
la carroza. Pero es de advertir que esto pasaba en Italia, donde se
teme más una verdad, que una bala de un basilisco otomano. Que por eso
corren tan pocas, le usan raras.

¿De cuándo acá está preñada esta verdad, preguntó Andrenio, que yo la
tenía por decrépita y aun caduca y ahora sale con parir?

Días ha que lo está y aun años y dicen que del tiempo.

¿Según eso, mucho tendrá que echar á luz?

Por lo menos cosas bien raras.

¿Y todas serán verdades?

Todas.

Ahora vendrá bien aquello de noche mala y parir hija. ¿Por qué no pare
cada año y no hacer tripa de verdades?

¡Oh, sí! ¿No hay más de desbuchar? Antes concibe en un siglo, para
parir en otro.

¿Pues serán ya verdades rancias?

No á fe; sino eternas. ¿No sabes tú que las verdades son de casta de
azarolas, que las podridas son las maduras y más suaves y las crudas
las coloradas? Aquéllas, que hacen saltar los colores al rostro, son
intratables, sólo las puede tragar un vizcaíno.

Sin duda, que allá en aquellos dorados siglos debía parir esta verdad
cada día.

Menos, porque no había que decir. No concebía; todo se estaba dicho.
Mas agora no puede hablar y revienta. Vase deteniendo, como la preñada
erizo, que cuanto más tarda, más siente las punzas de los hijuelos y
teme más el echarlos á luz. Ora, ¡qué de cosas raras tendrá guardadas
en aquellas ensenadas de su notar y advertir! Por eso decía un atento:
casar y callar. ¡Qué hermosos partos! ¡Qué de bellezas desbuchará!

Antes sospecho yo, dijo Critilo, que han de ser horribles
monstruosidades, desaciertos increíbles, valientes desatinos, cosas al
fin sin pies ni cabeza, que, si fueran aciertos, bulleran panegíricos.

Sean lo que fueren, decía el Adevino, ellas han de salir. Ella no
conciba. Que, si una vez se empreña, ó reventar ó parir. Que, como dijo
el mayor de los sabios ¿quién podrá detener la palabra concebida?

¿Díme, preguntó Andrenio, nunca se ha rezumado, siquiera discurrido lo
que parirá esta verdad? ¿Será hijo ó hija? ¿Qué, mienten las comadres?
¿Qué, adulan los físicos? ¿No corre algún disparate claro de un tan
sellado secreto?

En esto hay mucho que decir y más que callar. Luego que se tuvo por
cierto este preñado, viérades asustados los interesados, cuidadosos
los que se quemaban, que fueron casi todos los mortales. Trataron
luego de consultar los oráculos sobre el caso. Respondióles el primero
que pariría un fiero monstruo, tan aborrecible cuan feo. Considerad
ahora el mortal susto de los mortales. Acudieron á otro por consuelo
y le hallaron. Porque les respondió todo lo contrario, que pariría un
pasmo de belleza, un hijo tan lindo cuan amable. Quedaron con esto
más confusos y por sí ó por no intentaron ahogarle. Mas en vano. Que
aseguran es inmortal y sépalo todo el mundo. Dicen que la verdad es
como el río Guadiana, que aquí se hunde y acullá sale. Hoy no osa
chistar, parece que anda sepultada, y mañana resucita, un día por
rincones y al otro por corrillos y por plazas. Llegará el día del parto
y veremos este secreto, saldremos de esta suspensión.

Y tú, que te picas de adivinarlo todo ¿qué sientes de esto? ¿Qué
rastreas? ¿No das en quién será este monstruo y este prodigio?

Sí, dijo él, por lo menos lo que podrían ser el primero para los necios
y el segundo para los cuerdos.

Yo diría que el primero es.

Pero asomó en estas un raro ente, que venía, no tanto huyendo, cuanto
haciendo huir. Hacíase no sólo calle, pero plaza. Daba desaforados
gritos y decía:

¿Á mí el loco, cuando hago tantos cuerdos? ¿Á mí el desatinado,
que hago acertar? ¿Á mí, á mí, el sin juicio, que á muchos doy
entendimiento?

¿Quién es éste?, preguntó Critilo.

Y respondióle:

Ése es un ablativo absoluto, que ni rige ni es regido. Éste es el loco
del príncipe tal.

¿Cómo es posible, replicó, que un señor tan cuerdo, llamado por
antonomasia el prudente y no el Séneca de España, como si el otro
hubiera sido de Etiopía, cómo es creíble lleve consigo un perenal?

Y aun por eso, porque él es prudente.

¿Pues qué pretende?

Oir la verdad alguna vez, que ninguno otro se la dirá ni oirá de otra
boca. No os admiréis, cuando viéredes los reyes rodeados de locos y de
inocentes. Que no lo hacen sin misterio. No es por divertirle, sino por
advertirle. Que ya la verdad se oye por boca de ganso. Ora caminemos,
que no podemos estar ya muy lejos de la corte.

Eso de corte, escusadlo, respondió un gran contrario suyo.

¿Y por qué no?

Porque, si no se oyó jamás verdad en corte ¿cómo habrá corte de la
verdad? ¿Cómo puede llamarse corte donde no se miente ni se finge,
donde no hay mentidero, donde no corren cada día cien mentiras como el
puño?

¿Pues qué, preguntó Andrenio, no se puede mentir en esa corte?

¿Cómo si es de la verdad?

¿Ni una mentirilla ni media ni en su ocasión, que es gran socorro?

No por cierto.

¿Ni sustentada por tres días á la francesa, que vale mucho?

Ni por uno.

¿He, vaya, que por un cuarto ni por un instante ni una equivocación á
la hipócrita?

Tampoco.

¿Ni un disimular la verdad, que no es mentira? Pero ¿ni decir todas las
verdades?

Ni aun eso.

¡Válgate Dios por verdad y qué puntual que eres! Casi casi voy tratando
de huir también. ¿Qué, ni una escusa con el embestidor ni una lisonja
con el príncipe ni un cumplimiento con el cortesano?

Nada, nada de todo eso; todo liso, todo claro.

Ahora digo que no entro yo allá. No me atrevo á pasar por una
tan estrecha religión. ¿Yo vivir sin el desempeño ordinario? Será
imposible. Desde ahora me despido de tal corte y á fe que no seré solo.
¿No hay embustes? Pues digo que no es corte. ¿No hay engañadores ni
lisonjas ni lisonjeros ni encarecedores? Pues no habrá cortesanos. ¿No
hay caballeros sin palabra ni grandes sin obra? Pues digo que ni es
corte. ¿No hay casas á la malicia y calles á la pena? Vuelvo á decir
que no puede ser corte. Señores ¿quién vive en este París, en este
Stocolmo, quién en esta Cracovia? ¿Quién corteja á esta reina? Sola
debe andarse, como la Fénix.

No falta quien la asista y la corteje, respondió el Acertador.

Porque sabrás, oh Andrenio, que, cuando los mundanos echaron la Verdad
del mundo y metieron en su trono la Mentira, según refiere un amigo de
Luciano, trató el Supremo Parlamento de volverla á introducir en el
mundo, á petición de los mismos hombres, á instancias de los mundanos,
que no podían vivir sin ella. No podían averiguarse ni con criados
ni oficiales ni con las propias mujeres. Todo era mentira, enredo y
confusión. Parecía un Babel todo el mundo, sin poderse entender unos á
otros. Cuando decían sí, decían no; y cuando blanco, negro. Conque no
había cosa cierta ni segura. Todos andaban perdidos y gritando:

¡Vuelva, vuelva la verdad!

Era dificultosa la empresa y temíase mucho el poder salir della. Porque
no se hallaba quien quisiese ser el primero á decirla. ¿Quién dirá la
primera verdad? Ofreciéronse grandes premios al que quisiese decir
la primera y no se hallaba ninguno. No había hombre, que quisiese
comenzar. Buscáronse varios medios, discurriéronse muchos arbitrios y
no aprovechaban. Pues ella se ha de introducir, ella ha de volver á los
humanos pechos y á arraigarse en los corazones. Véase el cómo. Teníanlo
por imposible los políticos y decían:

¿Por dónde se ha de comenzar? ¿Por Italia? Es cosa de risa. ¿Por
Francia? Es cuento. ¿Por Inglaterra? No hay que tratar. ¿Por España?
Aún, aún; pero será dificultoso. Al fin, después de muchas juntas, se
resolvió que la desliesen con mucho azúcar, para desmentir su amargura
y la echasen mucho ámbar contra la fortaleza, que de sí arrojaba. Y
deste modo dorada y azucarada en un tazón de oro, no de vidrio por
ningún caso, que se trasluciría, luego la fuesen brindando á todos
los mortales, diciendo ser una exquisita confección, una rara bebida,
venida de allá de la China y aún más lejos, más preciosa que el
chocolate ni que el chá ni que el broete, para que con eso hiciesen
vanidad de beberle. Comenzaron, pues, á mandarla á unos y á otros
por su orden. Llegaron á los príncipes los primeros, para que con su
ejemplo se animasen á pasarla los demás y se compusiese el orbe todo;
mas ellos de una legua sintieron su amargura. Que tienen muy despiertos
los sentidos: tanto huelen como oyen; y comenzaron á dar arcadas.
Alguno hubo, que por una sola gota, que pasó, comenzó luego á escupir,
que aún le dura. En probándola, decían todos: ¡Qué cosa tan amarga!

Y respondían los otros:

Es la Verdad.

Pasaron con tanto á los sabios. Éstos sí decían, que toda su vida
hacen estudio de averiguarla; mas ellos tan presto como la comieron la
arrimaron, diciendo que tenían harto con la teórica, que no querían la
práctica; en especulación, no en ejecución. Hora vamos á los varones
ancianos y muchachos, que suelen hacer pasto della. Engañáronse,
porque, en sintiéndola, cerraron los labios y apretaron los dientes,
diciendo:

Por mi boca no; por la del otro, á la de mi vecino. Convidaron á los
oficiales. Menos; antes dijeron que morirían de hambre en cuatro días,
si en la boca la tomasen, especialmente los sastres. Los mercaderes, ni
verla, que por eso tienen las tiendas á escuras y aborrecen sus cajones
la luz. Los cortesanos, ni oírla. No se halló mujer, que la quisiese
probar, y decía una:

¡Anda allá!, que mujer sin enredo, bolsa sin dinero.

Desta suerte fueron pasando por todos los estados y empleos y no se
halló quien quisiese arrostrar á la Verdad. Viendo esto, se resolvieron
de probar con los niños, para que tan temprano la mamasen con la
leche y se hiciesen á ella. Y fué menester buscarlos muy pequeñuelos.
Porque los grandecillos ya la conocían y la aborrecían á imitación de
sus padres. Fueron á los locos perenales, á los simples solemnes, que
todos la bebieron. Los niños, engañados con aquella primera dulzura.
Los simples, porque no dieron en la cuenta, apechugaron con el vaso
hasta agotarle. Llenaron el buche de verdades, comenzando al punto á
regoldarlas, amargue ó no amargue. Ellos la dicen, pique ó no pique;
ellos la estrellan, unos la hablan, otros la vocean. Ellos no la sepan;
que, si la saben, no dejarán de decirla. Así que los niños y los locos
son hoy los cortesanos desta reina, ellos los que la asisten y la
cortejan.

Hallábanse ya á la entrada de una ciudad por todas partes abierta.
Veíanse sus calles esentas, anchas y muy derechas, sin vueltas,
revueltas ni encrucijadas. Y todas tenían salida. Las casas eran de
cristal con puertas abiertas y ventanas patentes. No había celosías
traidoras ni tejados encubridores. Hasta el cielo estaba muy claro y
muy sereno, sin nieves de emboscadas y todo el hemisferio muy despejado.

¡Qué diferente región ésta, ponderaba Critilo, de todo lo restante del
mundo!

Pero, ¡qué corta corte ésta!, decía Andrenio.

Y el Acertador:

Por eso defendía uno que la mayor corte hasta hoy había sido la
de Babilonia. Perdone la triunfante Roma con sus seis millones de
habitadores y Pequin en la China, en cuyo centro, puesto en alto un
hombre, no descubre sino casas, con ser tan llano su hemisferio.

Estaban ya para entrar, cuando repararon en que muchos y gente de
autoridad, antes de meter el pie, hacían una acción bien notable y era
calafatearse muy bien las orejas con algodones. Y aun no satisfechos
con esto, se ponían ambas manos en ellas y muy apretadas.

¿Qué significa esto?, preguntó Critilo. Sin duda que éstos no gustan
mucho de la Verdad.

Antes no hallan otra cosa, respondió el Acertador.

¿Pues para qué es esta diligencia?

Hay un misterio en esto, dijo uno dellos mismos, que lo oyó.

Y aun una gran malicia, replicó otro.

Si es cautela, no es cautela.

Conque se trabó entre los dos una gran altercación.

De necios es el porfiar, decía el primero.

Y de discretos el disputar, replicó el segundo.

Digo que la verdad es la cosa más dulce de cuantas hay.

Y yo digo que la más amarga.

Los niños son amigos de lo dulce y la dicen: luego dulce es.

Los príncipes son enemigos de lo que amarga y la escupen: luego amarga
es. Loco es el que la dice.

Y sabio el que la oye.

No es política tampoco; es embustera, es muy pesada.

También es preciosa como el oro.

Es desaliñada.

Achaque de linda.

Todos la maltratan.

Ella hace bien á todos.

Desta suerte discurrían por extremos, sin topar el medio, cuando el
Acertador se puso en él y les dijo:

Amigos, menos voces y más razones. Distinguid textos y concordaréis
derechos. Advertid que la verdad en la boca es muy dulce; pero en el
oído es muy amarga. Para dicha no hay cosa más gustosa; pero para oída
no hay cosa más desabrida. No está el primor en decir las verdades;
sino en el escucharlas. Y así veréis que la verdad murmurada es todo
el entretenimiento de los viejos. En esto gastan días y noches, gustan
mucho de decirla; pero no que se la digan. Y en conclusión, la verdad,
por activa, es muy agradable; pero por pasiva, la quinta esencia de lo
aborrecible. Esto es, en murmuración, no en desengaño.

Comenzaron ya á discurrir por aquellas calles, si bien no acertaba
Andrenio á dar paso y de todo temía. En viendo un niño, se ponía á
temblar, y en descubriendo un orate, desmayaba. Toparon y oyeron cosas
nunca dichas ni oídas, hombres nunca vistos ni conocidos. Aquí hallaron
el sí, sí, y el no no. Que, aunque tan viejos, nunca los habían topado.
Aquí el hombre de su palabra, que casi no le conocían. Viéndolo
estaban y no lo creían, como ni al hombre de verdad y de entereza, el
de _andemos claros, vamos con cuenta y razón_, el de la verdad por un
moro. Que todos eran personajes prodigiosos.

Y aun por eso no los hemos encontrado en otras partes, decía Critilo,
porque están aquí juntos.

Aquí hallaron los hombres sin artificio, las mujeres sin enredo, gente
sin tramoya.

¿Qué hombres son éstos, decía Critilo, y de dónde han salido, tan
opuestos con los que por allá corren? No me harto de verlos, tratarlos
y conocerlos. Esto sí que es vivir, éste cielo es, que no mundo. Ya
creo agora todo cuanto me dicen sin escrúpulo alguno ni temor de
engaño; que antes no hacía mas que suspender el juicio y tomar un año
para creer las cosas. ¿Hay mayor felicidad que vivir entre hombres de
bien, de verdad de conciencia y entereza? Dios me libre de volver á los
otros, que por allá se usan.

Pero duróle poco el contento. Porque, yéndose encaminando hacia la
plaza Mayor, donde se lograba el transparente alcázar de la Verdad
triunfante, oyeron antes de llegar allá unas descomunales voces, como
salidas de las gargantas de algún gigante, que decían:

¡Guarda el monstruo, huye el coco! ¡Á huir todo el mundo, que ha parido
ya la Verdad el hijo feo, el odioso, el abominable! ¡Que viene, que
vuela, que llega!

Á esta espantosa voz echaron todos á huir, sin aguardarse unos á otros,
á necio el postrero. Hasta el mismo Critilo, ¿quién tal creyera?,
llevado del vulgar escándalo, cuando no ejemplo, se metió en fuga; por
más que el Acertador le procuró detener con razones y con ruegos.

¿Dónde vas?, le gritaba.

Donde me llevan.

Mira que huyes de un cielo.

Pongamos cielo en medio.

Quien quisiere saber qué monstruo, qué tan espantoso fuese aquel feo
hijo de una tan hermosa madre y dónde fueron á parar nuestros asustados
peregrinos, trate de seguirlos hasta la otra Crisi.



CRISI IV

_El Mundo descifrado._


Es Europa vistosa cara del mundo, grave en España, linda en Inglaterra,
gallarda en Francia, discreta en Italia, fresca en Alemania, rizada en
Suecia, apacible en Polonia, adamada en Grecia y ceñuda en Moscovia.

Esto les decía á nuestros dos fugitivos peregrinos un otro en lo raro,
que le habían ganado, cuando perdido él á su Adevino.

Tenéis buen gusto, les decía, nacido de un buen capricho, en andaros
viendo mundo y más en sus cortes, que son escuelas de toda discreta
gentileza. Seréis hombres tratando con los que lo son, que eso es
propiamente ver mundo. Porque advertid que va grande diferencia del
ver al mirar. Que quien no entiende no atiende. Poco importa ver
mucho con los ojos, si con el entendimiento nada. Ni vale el ver sin
el notar. Discurrió bien quien dijo que el mejor libro del mundo era
el mismo mundo, cerrado cuando más abierto, pieles estendidas. Esto
es, pergaminos escritos llamó el mayor de los sabios á estos cielos
iluminados de luces, en vez de rasgos y de estrellas por letras.
Fáciles son de entender esos brillantes caracteres, por más que algunos
los llamen dificultosos enigmas. La dificultad la hallo yo en leer
y entender lo que está de las tejas abajo. Porque, como todo ande
en cifra y los humanos corazones estén tan sellados, inescrutables,
asegúroos que el mejor letor se pierde. Y otra cosa, que, si no lleváis
bien estudiada y bien sabida la contracifra de todo, os habréis de
hallar perdidos, sin acertar á leer palabra ni conocer letra ni un
rasgo ni un tilde.

¿Cómo es eso?, replicó Andrenio. ¿Que el mundo todo esta cifrado?

¿Pues ahora recuerdas con eso? ¿Ahora te desayunas de una tan
importante verdad, después de haberle andado todo? ¡Qué buen concepto
habrás hecho de las cosas!

¿De modo que todas están en cifra?

Dígote que sí, sin exceptuar un ápice. Y para que lo entiendas, ¿quién
piensas tú que era aquel primer hijo de la Verdad, de quien todos huían
y vosotros de los primeros?

¿Quién había de ser, respondió Andrenio, sino un monstruo tan fiero, un
trasgo tan aborrecible, que aún me dura el espanto de haberle visto?

Pues hágote saber que era el odio, el primogénito de la Verdad. Ella le
engendra, cuando los otros le conciben, y ella le pare con dolor ajeno.

Aguarda, dijo Critilo, y aquel otro hijo también de la Verdad tan
celebrado de lindo, que no tuvimos suerte de verle, ni tratarle, ¿quién
era?

Ése es el postrero, el que llega tarde. Á ése os quiero yo llevar agora
para que le conozcáis y gocéis de su buen trato, discreción y respeto.

Pero, ¡que no tuviésemos suerte de ver la Verdad, se lamentaba
Andrenio, ni aun esta vez, estando tan cerca, especialmente en su
elemento! Que dicen es muy hermosa. No me puedo consolar.

¿Cómo qué? ¿No la viste?, replicó el Descifrador, que así dijo se
llamaba. Ése es el engaño de muchos, que nunca conocen la Verdad en sí
mismos, sino en los otros, y así verás que alcanzan lo que le está mal
al vecino, al amigo, lo que debieran hacer, y lo dicen y lo hablan;
y para sí mismos ni saben ni entienden. En llegando á sus cosas,
desatinan de modo, que en las cosas ajenas son unos linces y en las
suyas unos topos. Saben cómo vive la hija del otro y en qué pasos anda
la mujer del vecino, y de la suya propia están muy ajenos. ¿Pero no
viste alguna de tantas bellísimas hembras, que por allí discurrían?

Sí, muchas y bien lindas.

Pues todas ésas eran Verdades, cuanto más ancianas, más hermosas. Que
el tiempo, que todo lo desluce, á la Verdad la embellece.

Sin duda, añadió Critilo, que aquella coronada de álamo, como reina de
los tiempos, con hojas blancas de los días y negras de las noches, ¿era
la Verdad?

La misma.

Yo la besé, dijo Andrenio, la una de sus blancas manos y la sentí tan
amarga, que aún me dura el sinsabor.

Pues yo, dijo Critilo, la besé la otra al mismo tiempo y la hallé de
azúcar. Mas ¡qué linda estaba y muy de día! Todos los treinta y tres
treses de hermosura se los conté uno por uno. Ella era blanca en tres
cosas, colorada en otras tres, crecida en tres y así de los demás. Pero
entre todas estas perfecciones excedía la de la pequeña y dulce boca,
brollador de ámbar.

Pues á mí, replicó Andrenio, me pareció toda al contrario y, aunque
pocas cosas me suelen desagradar, ésta por estremo.

Paréceme, dijo el Descifrador, que vivís ambos muy opuestos en genio:
lo que al uno le agrada, al otro le descontenta.

Á mí, dijo Critilo, pocas cosas me satisfacen del todo.

Pues á mí, dijo Andrenio, pocas dejan de contentarme, porque en todas
hallo yo mucho bueno y procuro gozar dellas, tales cuales son, mientras
no se topan otras mejores. Y éste es mi vivir, al uso de los acomodados.

Y aun necios, replicó Critilo.

Interpúsose el Descifrador:

Ya os dije que todo cuanto hay en el mundo pasa en cifra: el bueno,
el malo, el ignorante y el sabio. El amigo le toparéis en cifra y aun
el pariente y el hermano, hasta los padres y hijos; que las mujeres
y los maridos es cosa cierta. ¡Cuanto más los suegros y cuñados, el
dote fiado y la suegra de contado! Las más de las cosas no son las que
se leen. Ya no hay entender pan por pan, sino por tierra; ni vino por
vino, sino por agua. Que hasta los elementos están cifrados en los
elementos: ¿qué serán los hombres? Donde pensaréis que hay sustancia,
todo es circunstancia, y lo que parece más sólido, es más hueco, y toda
cosa hueca, vacía. Solas las mujeres parecen lo que son y son lo que
parecen.

¿Cómo puede ser eso, replicó Andrenio, si todas ellas de pies á cabeza
no son otro que una mentirosa lisonja?

Yo te lo diré. Porque las más parecen malas y realmente que lo son.
De modo que es menester ser uno muy buen letor para no leerlo todo
al revés, llevando muy manual la contracifra, para ver, si el que os
hace mucha cortesía, quiere engañaros; si el que besa la mano, querría
morderla; si el que gasta mejor prosa, os hace la copla; si el que
promete mucho, cumplirá nada; si el que ofrece ayudar, tira á descuidar
para salir él con la pretensión. La lástima es que hay malísimos
letores, que entienden C por B y fuera mejor D por C. No están al
cabo de las cifras ni las entienden, no han estudiado la materia de
intenciones, que es la más dificultosa de cuantas hay. Yo os confieso
ingenuamente que anduve muchos años tan á ciegas como vosotros, hasta
que tuve suerte de topar con este nuevo arte de descifrar, que llaman
de discurrir los entendidos.

Pues díme, preguntó Andrenio, éstos que vamos encontrando ¿no son
hombres en todo el mundo y aquellas otras no son bestias?

¡Qué bien lo entiendes!, le respondió en pocas palabras y mucha risa.
He, que no lees cosa á derechas. Advierte que los más, que parecen
hombres, no lo son, sino diptongos.

¿Qué cosa es diptongo?

Una rara mezcla. Diptongo es un hombre con voz de mujer y una mujer,
que habla como hombre. Diptongo es un marido con melindres y la mujer
con calzones. Diptongo es un niño de sesenta años y uno sin camisa,
crujiendo seda. Diptongo es un francés injerto en español, que es la
peor mezcla de cuantas hay. Diptongo hay de amo y mozo.

¿Cómo puede ser eso?

Bien mal. Un señor en servicio de su mismo criado. Hasta de ángel y
de demonio le hay, serafín en la cara y duende en el alma. Diptongo
hay de sol y de luna en la variedad y belleza. Diptongo toparéis de
sí y de no. Y diptongo es un monjil forrado de verde. Los más son
diptongos en el mundo. Unos compuestos de fieras y hombres, otros
de hombres y bestias, cuál de político y raposo y cuál de lobo y
avaro, de hombre y gallina. Muchos bravos de hipogrifos, muchas tías
y de lobas, las sobrinas de micos, y de hombres los pequeños, y los
agigantados de la gran bestia. Hallaréis los más vacíos de sustancia
y rebutidos de impertinencia. Que conversar con un necio no es otro
que estar toda una tarde sacando pajas de una albarda. Los indoctos
afectados son buñuelos sin miel y los podridos, bizcochos de galera.
Aquel tan tieso cuan enfadoso es diptongo de hombre y estatua: y déstos
toparéis muchos. Aquel otro, que os parece un Hércules con clava, no
es sino con rueca: que son muchos los diptongos afeminados. Los peores
son los caricompuestos de virtud y de vicio, que abrasan el mundo.
Pues no hay mayor enemigo de la verdad, que la verisimilitud, así
como los de hipócrita malicia. Veréis hombres comunes injertos en
particulares y mecánicos en nobles. Aunque veáis algunos con vellocino
de oro, advertid que son borregos y que los Cornelios son ya Tácitos
y los Lucios, Apuleyos. ¿Pero qué mucho, si aun en las mismas frutas
hay diptongos, que compraréis peras y comeréis manzanas y compraréis
manzanas y os las dirán que son peras?

¿Qué os diré de las paréntesis? Aquellas que ni hacen ni deshacen en la
oración, hombres que ni atan ni desatan, no sirven sino de embarazar
el mundo. Hacen algunos número de cuarto Conde y quinto Duque en sus
ilustres casas, añadiendo cantidad, no calidad. Que hay paréntesis
del valor y digresiones de la fama. ¡Oh, cuántos déstos no vinieron á
propósito ni á tiempo!

De verdad, dijo Critilo, que me va contentando este arte de descifrar y
aun digo que no se puede dar un paso sin él.

¿Cuántas cifras habrá en el mundo?, preguntó Andrenio.

Infinitas y muy dificultosas de conocer; mas yo prometo declararos
algunas, digo las corrientes; que todas sería imposible. La más
universal entre ellas y que ahorca medio mundo, es el etcétera.

Ya la he oído usar algunas veces, dijo Andrenio; pero nunca había
reparado como ahora ni me daba por entendido.

¡Oh, que dice mucho y se explica poco! No habéis visto estar hablando
dos y pasar otro:

¿Quién es aquél?

¿Quién? Fulano.

No lo entiendo.

¡Oh, válgame Dios!, dice el otro: aquel que..., etcétera.

¡Oh, sí, sí, ya lo entiendo!

Pues eso es el etcétera.

¿Aquella otra quién es?

¿Qué, no la conocéis?

Aquella es la que..., etcétera.

Sí, sí, ya doy en la cuenta.

Aquel es, cuya hermana..., etcétera.

No digáis más, que ya estoy al cabo.

Pues eso es el etcétera. Enfádase uno con otro y dícele:

Quite allá, que es un..., etcétera. Váyase para una..., etcétera.

Entiéndense mil cosas con ella y todas notables. Reparad en aquel
monstruo casado con aquel ángel. ¿Pensaréis que es su marido?

¿Pues qué había de ser?

¡Oh qué lindo! Sabed que no lo es.

¿Pues qué?

No se puede decir: es un..., etcétera.

¡Válgate por la cifra y quién había de dar con ella!

Aquella otra, que se nombra tía, no lo es.

¿Pues qué?

Etcétera.

La otra por doncella, el primo de la prima, el amigo del marido.

Hé, que no lo son, por ningún caso; no son sino..., etcétera.

El sobrino del tío.

Que no lo es, sino..., etcétera. Digo sobrino de su hermano.

Hay cien cosas á esta traza, que no se pueden explicar de otra manera
y así echamos un etcétera, cuando queremos que nos entiendan sin
acabarnos de declarar. Y os aseguro que siempre dice mucho más de lo
que se pudiera expresar. Hombre hay que habla siempre por etcétera y
que llena una carta dellas; pero, si no van preñadas, son sencillas
y otras tantas necedades. Por eso conocí yo uno, que le llamaron _el
licenciado de etcétera_, así como á otro _el licenciado del chiste_.
Reparad bien que os prometo que casi todo el mundo es un etcétera.

Gran cifra es ésta, decía Andrenio, abreviatura de todo lo malo y
lo peor. Dios nos libre de ella y de que caiga sobre nosotros. ¡Qué
preñada y qué llena de alusiones! ¡Qué de historias que toca y todas
raras! Yo la repasaré muy bien.

Pues pasemos adelante, dijo el Descifrador.

Otra os quiero enseñar, que es más dificultosa y, por no ser tan
universal, no es tan común; pero muy importante.

¿Y cómo la llaman?

Cutildeque. Es menester gran sutileza para entenderla, porque incluye
muchas y muy enfadosas impertinencias y se descifra por ella la necia
afectación. ¿No oís aquel que habla con eco, escuchándose las palabras
con pocas razones?

Sí y aun parece hombre discreto.

Pues no lo es; sino un afectado, un presumido y, en una palabra, él es
un Cutildeque. Notad aquel otro, que se compone y hace los graves y
los tiesos; aquel otro que afecta misterios y habla por sacramentos;
aquel que va vendiendo secretos. Parecen grandes hombres. Pues no lo
son; sino que lo querrían parecer. No son sino figuras en cifra de
Cutildeque. Reparad en aquel atufadillo, que se va paseando la mano por
el pecho y diciendo:

¡Qué gran hombre se cría aquí, qué prelado, qué presidente!

Pues aquel otro, que no le pesa haber nacido, también es Cutildeque.
El atildado estase dicho, el mirlado, el abemolado y que habla con la
voz flautada, con tonillo de falsete, el ceremonioso, el espetado, el
acartonado y otros muchos de la categoría del enfado, todos éstos se
descifran por la Cutildeque.

¡Qué docto se quiere ostentar aquél, dijo Andrenio! ¡Qué bien vende lo
que sabe!

Señal que es ciencia comprada y no inventada y advierte que no es
letrado; más tiene de Cutildeque, que de otras letras. Todos estos
atildados afectan parecer algo y al cabo son nada. Y si acertáis
á descifrarlos, hallaréis que no son otro que figuras en cifra de
Cutildeque.

¡Aguarda!, y aquellos otros, dijo Andrenio, tan alzados y dispuestos,
que parece los puso en zancos la misma naturaleza ó que su estrella los
aventajó á los demás y así los miran por encima del hombro y dicen:
¡ah de abajo!, ¿quién anda por esos suelos? Éstos sí, que serán muy
hombres, pues hay tres y cuatro de los otros en cada uno dellos.

¡Oh, qué mal que lees!, le dijo el Descifrador. Advierte que lo que
menos tienen es de hombres. Nunca verás que los muy alzados sean
realzados y, aunque crecieron tanto, no llegaron á ser personas. Lo
cierto es que no son letras ni hay que saber en ellos, según aquel
refrán: hombre largo, pocas veces sabio.

¿Pues de qué sirven en el mundo?

¿De qué? De embarazar. Éstos son una cierta cifra, que llaman zancón
y es decir que no se ha de medir uno por las zancas; no por cierto,
sino por la testa, que de ordinario lo que echó en éstos la naturaleza
en gambas, les quitó de cerbelo; lo que les sobra de cuerpo, les hace
falta de alma. Levantan los desproporcionados tercios el cuerpo, mas
no el espíritu. Quédaseles del cuello abajo. No pasa tan arriba y así
veréis que por maravilla les llega á la boca y se les conoce en la
poca sustancia, con que hablan. Mira qué trancos da aquel zancón, que
por allí pasa las calles y plazas, anexia, y con todo eso anda mucho y
discurre poco.

¡Oh, lo que abarca aquel otro de suelo!, ponderaba Andrenio.

Sí; pero cuán poquito de cielo y, aunque tan alto, muy lejos está de
tocar con la coronilla en las estrellas. Destos tales zancones toparéis
muchos en el mundo, tendréislos en lo que son, llevando la contracifra.
Por otra parte veréis que se paga mucho el vulgo de ellos y más cuanto
más corpulentos. Creyendo que consiste en la gordura la sustancia,
miden la calidad por la cantidad y, como los ven hombres de fachada,
conciben dellos altamente. Llena mucho una gentil presencia. Por poco
que favorezca el espíritu, parece uno doblado y más, si es hombre de
puesto. Pero ya digo, por lo común, ellos, bien descifrados, no son
otros que zancones.

Según eso, dijo Andrenio, aquellos otros sus antípodas, aquellos
pequeños y por otro nombre ruincillos, que por maravilla escapan de
ahí, aquellos, que hacen del hombre, porque no lo son siquiera por
parecerlo, semilla de títeres, moviéndose todos, que ni paran ni dejan
parar, amasados con azogue, que todos se mueven, hechos de goznes,
gente de polvorín, picantes granos, aquel que se estira, porque no le
cabe el alma en la vaina, el otro gravecillo, que afecta el ser persona
y nunca sale de personilla, con poco se llena, chimenea baja y angosta,
toda es humos: ¿todos éstos sí, que serán letras?

De ningún modo: digo que no lo son.

¿Pues qué?

Añadiduras de letras, puntillos de íes y tildes de eñes. Por eso es
menester guardarles los aires, que siempre andan en puntillos y de
puntillas. Ni hay mucho que fiar ni que confiar de personeta ni de sus
otros consonantes. Son chiquitos y poquitos y menuditos. Y así dice el
catalán:

_Poca cosa, para forsa._

Yo conocí un gran ministro, que jamás quiso hablar con ningún hombre
muy pequeño ni les escuchaba. Llevan el alma en pena. Si andan, no
tocan en tierra, porque van de puntillas, y, si se sientan, ni tocan
ni en cielo ni en tierra. Tienen reconcentrada la malicia y así tienen
malas entrañuelas. Son de casta de sabandijas pequeñas, que todas
pican, que matan. Al fin ellos son abreviaturas de hombres y cifra de
personillas.

Otra cifra me olvidaba, que os importará mucho el conocerla, la más
platicada y la menos sabida. Entiéndense mil cosas en ella y todas
muy al contrario de lo que pintan y por eso se han de leer al revés.
¿No veis aquél del cuello torcido? ¿Pensaréis que tiene muy recta la
intención?

Claro es eso, respondió Andrenio.

¿Creeréis que es un beato?

Y con razón.

Pues sabed que no lo es.

¿Pues qué?

Un _Alterutrum_.

¿Qué cosa es _Alterutrum_?

Una gran cifra, que abrevia el mundo entero y todo muy al contrario de
lo que parece. Aquel de las grandes melenas ¿bien pensaréis que es un
león?

Yo por tal le tengo.

En lo rapante ya podría; pero aténgome más á las plumas de gallina que
tremola, que á las guedejas que ondea. Aquel otro de la barba ancha y
autorizada ¿creerás tú que tiene de mente lo que de mento?

Téngole por un Bártulo moderno.

Pues no es sino un _Alterutrum_, un semicapro lego, de quien decía un
mecánico:

Pruébeme el señor licenciado que es letrado, que al punto sacaré de la
vecindad mi herrería.

¡Qué brava hazañería hace aquel otro de ministro!

Y cuando más celoso del servicio real, entonces hace el suyo de plata.
Que no es sino un _Alterutrum_, que de achaque de gorrón de Salamanca,
come hoy lo que entonces ayunó: los veinte mil de renta, cuando se
están comiendo de sarna los mayores soldados y los primogénitos de la
fama la delinean. Prométoos que está lleno el mundo de _Alterutrunes_,
muy otros de lo que se muestran. Que todo pasa en representación, para
unos comedia, cuando para otros tragedia. El que parece sabio, el que
valiente, el entendido, el celoso, el beato, el cauto más que casto,
todos pasan en cifra de _Alterutrum_. Observadle bien, que si no, á
cada paso tropezaréis en ella. Estudiad la contracifra de suerte, que
no á todo vestido de sayal tengáis por monje ni el otro, porque roce
seda, dejará de ser mico. Toparéis brutos en doradas salas y bestias,
que volvieron de Roma borregos felpados de oro. Al oficial veréis en
cifra de caballero; al caballero, de título; al título, de grande; al
grande, en la de príncipe. Cubre hoy el pecho con la espada roja el
que ayer con el mandil. Lleva el nieto la insignia verde y llevó el
abuelo el babador amarillo. Jura éste á fe de caballero y pudiera de
gentil. Cuando oigáis á uno prometerlo todo, entended _Alterutrum_,
que dará nada; y cuando responda el otro á vuestra súplica un _sí,
sí_ duplicado, creed _Alterutrum_: que dos afirmaciones niegan, así
como dos negaciones afirman. Esperad más de un _no, no_, que de un
doblado _sí, sí_. Cuando al pagar dice el médico _no, no_, habla en
cifra y toma en realidad. Cuando os dijere el otro: _Señor, veámonos_,
es decir que no os le pongáis delante; el _yo iré á vuestra casa_
es lo mismo que no pondrá los pies en ella; _aquí está mi casa_
es atrancar las puertas. Y cuando el otro dice: ¿_habéis menester
algo_?, bien descifrado es lo mismo que decir: _pues idlo á buscar_. Y
cuando dice: _mirad si se os ofrece alguna cosa_, entonces echa otro
ñudo á la bolsa. Á esta traza habéis de descifrar los más apretados
cumplimientos: _todo soy vuestro_ entended que es muy suyo; ¡_oh lo
que me alegro de veros_! y más de aquí á veinte años; _mandadme algo_
entended que en testamento. Créeselo todo el otro necio y, en llegando
la contracifra de la ocasión, se halla engañado.

Otras muchas hay, que llaman de arte mayor: ésas son muy dificultosas,
quedarán para otra ocasión.

Ésas, replicó Critilo, que á todo había callado, me holgara yo saber
en primer lugar. Porque estas otras, que nos has dicho, los niños las
aprenden en la cartilla.

Ahí verás, dijo el Descifrador, que, aun comenzando tan temprano á
estudiarlas, tarde llegan á entenderlas. Á los niños los destetan con
ellas y los hombres las ignoran. Estudiad por agora éstas y platicad
las contracifras, que estas otras yo os ofrezco explicároslas en el
arte de discurrir, para que haga pareja con la de concebir.

Desta suerte divertidos, se hallaron sin advertir en medio de una
gran plaza, emporio célebre de la apariencia y teatro espacioso de la
ostentación, del hacer parecer las cosas, muy frecuentado en esta
era, para ver las humanas tropelías y las tramoyas tan introducidas.
Hoy vieron á la una y otra hacer á varias oficinas, aunque tenidas por
mecánicas, nada vulgares, y más para los entendidos y entendedores.
En una estaban dorando cosas varias, yerros de necedades, con tal
sutileza, que pasaban plaza de aciertos. Doraban albardas, estatuas,
terrones, guijarros y maderos, hasta muladares y albañales. Parecían
muy bien de luego; pero con el tiempo caíaseles el oro y descubríase el
lodo.

Basta, dijo Critilo, que no es todo oro lo que reluce.

Aquí sí, respondió el Descifrador, que hay que discurrir y bien que
descifrar. Creedme que, por más que se quieran dorar los desaciertos,
ellos son yerros y lo parecerán después. ¡Querernos persuadir que el
matar un príncipe y por su mano, horrible hazaña á sus nobilísimos
cuñados, por solas vanas sospechas, entristeciendo todo el reino, que
fué celo de justicia! Díganle al que tal escribe que es querer dorar
un yerro. ¡Defender que el otro rey no fué cruel ni se ha de llamar
así, sino el justiciero! Díganle al que tal estampa que tiene pequeña
mano para tapar la boca á todo el mundo. ¡Decir que el perseguir los
propios hijos y hacerles guerra, encarcelarlos y quitarles la vida
que fué obligación y no pasión! Respóndaseles que, por más que los
quieran dorar con capa de justicia, siempre serán yerros. ¡Publicar
que el dejamiento y remisión, que ocasionó más muertes de grandes y de
señores, que la misma crueldad, que eso nació de bondad y de clemencia!
Díganle al que eso escribe que es querer dorar un yerro. Pero poco
importa, que el tiempo deslucirá el oro y sobresaldrá el yerro y
triunfará la verdad.

Confitaban en otra varias frutas ásperas, acedas y desabridas,
procurando con el artificio desmentir lo insulso y lo amargo.
Sacáronles una gran fuente destos dulces, que no sólo no recusaron;
pero la lograron, diciendo era debido á su vejez. Cebóse en ellos
Andrenio, celebrándolos mucho; mas el Descifrador tomando uno en la
mano:

¿Veis, dijo, qué bocado tan regalado éste? ¡Pues, si supiésedes lo que
es!

¿Qué ha de ser, dijo Andrenio, sino un terrón de azúcar de Gandía?

Pues sabed que fué un pedazo de una insulsa calabaza, sin el picante
moral y sin el agrio satírico. Este otro, que cruje entre los dientes,
era un troncho de lechuga. Mirad lo que puede el artificio y qué
de hombres sin sabor y sin saber se disfrazan desta suerte y tan
celebrados por grandes hombres. Confitan su agria condición y su
aspereza á los principios. Azucaran otros el no y el mal despacho,
enviando al pretendiente, si no despachado, no despechado.

Ésta otra era una naranja palaciega, tan amarga en la corteza,
como agria en lo interior. Atended qué dulce se vende con el buen
modo. ¡Quién tal creyera! Éstas eran guindas intratables y hanlas
conficionado de suerte, que son regalo. Ésta era flor de azar, que ya
hasta los azares se confitan y son golosina. Y hay hombres tan hallados
con ellos, como Mitridates con el veneno. Aquel tan apetitoso era un
pepino, escándalo de la salud, y aquel otro, un almendruco. Que hay
gustos, que se ceban en un poco de madera. De modo, que andan unos á
cifrar y otros á descifrar y dar á entender.

Junto á éstos estaban los tintoreros, dando raros colores á los hechos.
Usaban de diferentes tintas para teñir del color que querían los
sucesos y así daban muy bien color á lo más malhecho y echaban á la
buena parte lo maldicho, haciendo pasar negro por blanco y malo por
bueno. Historiadores de pincel, no de pluma, dando buena ó mala cara á
todo lo que querían.

Trabajaban los contraolores, dándole bueno al mismo cieno y
desmintiendo la hediondez de sus costumbres y el mal aliento de la
boca con el almizcle y el ámbar. Solos á los sogueros celebró mucho el
Descifrador, por andar al revés de todos.

En llegando aquí se sintieron tirar del oído y aun arrebatarles la
atención. Miraron á un lado y á otro y vieron sobre un vulgar teatro
un valiente _decitore_, rodeado de una gran muela de gente, y ellos
eran los molidos. Teníalos en son de presos aherrojados de las orejas,
no con las cadenillas de oro del Tebano, sino con bridas de hierro.
Éste, pues, con valiente parola, que importa el saberla bornear, estaba
vendiendo maravillas.

Agora quiero mostraros, les decía, un alado prodigio, un portento del
entender. Huélgome de tratar con personas entendidas, con hombres que
lo son. Pero también sé decir que el que no tuviere un prodigioso
entendimiento, bien puede despedirse desde luego, que no hará concepto
de cosas tan altas y sutiles. Alerta, pues, mis entendidos, que sale
una águila de Júpiter, que habla y discurre como tal, que se ríe á
lo Zoilo y pica á lo Aristarco. No dirá palabra, que no encierre un
misterio, que no contenga un concepto, con cien alusiones á cien cosas.
Todo cuanto dirá serán profundidades y sentencias.

Éste, dijo Critilo, sin duda será algún rico, algún poderoso. Que, si
él fuera pobre, nada valiera cuanto dijera. Que se canta bien con voz
de plata y se habla mejor con pico de oro.

Ea, decía el Charlatán, tómense la honra los que no fueren águilas en
el entender, que no tienen que atender. ¿Qué es esto? ¿Ninguno se va?
¿Nadie se mueve?

El caso fué que ninguno se dió por entendido, de desentendido; antes
todos por muy entendedores. Todos mostraron estimarse mucho y concebir
altamente de sí. Comenzó ya á tirar de una grosera brida y asomó el
Mus, estallido de los brutos, que aun el nombrarle ofende.

He aquí, exclamó el Embustero, una águila á todas luces en el pensar,
en el discurrir, y ninguno se atreva á decir lo contrario, que sería no
darse por discreto.

Sí, juro á tal, dijo uno, que yo le veo las alas, ¡y qué altaneras!;
yo le cuento las plumas, ¡y qué sutiles que son! ¿No las veis vos?, le
decía al del lado.

¿Pues no?, respondía él, y muy bien.

Mas otro hombre de verdad y de juicio decía:

Juro, como hombre de bien, que yo no veo que sea águila ni que tenga
plumas; sino cuatro pies zompos y una cola muy reverenda.

¡Ta, ta!, no digáis eso, le replicó un amigo, que os echáis á perder,
que os tendrán por un gran... etc. ¿No advertís lo que los otros dicen
y hacen? Pues seguid el corriente.

Juro á tal, proseguía otro varón también de entereza, que no sólo no es
águila, sino antípoda de ella. Digo que es un grande... etc.

Calla, calla, le dió del codo otro amigo, ¿queréis que todos se rían
de vos? No habéis de decir sino que es águila, aunque sintáis todo lo
contrario, que así hacemos nosotros.

¿No notáis, gritaba el Charlatán, las sutilezas que dice? No tendrá
ingenio quien no las note y observe.

Y al punto saltó un bachiller, diciendo:

¡Qué bien! ¡Qué gran pensar! ¡La primera cosa del mundo! ¡Oh qué
sentencia! Déjenmela escribir. Lástima es que se les pierda un ápice.

Disparó en esto la portentosa bestia aquel su desapacible canto,
bastante á confundir un concejo, con tal torrente de necedades, que
quedaron todos aturdidos, mirándose unos á otros.

¡Aquí, aquí!, mis entendidos, acudió al punto el ridículo Embustero,
¡aquí de puntillas! ¡Esto sí que es decir! ¿Hay Apolo como éste? ¿Qué
os ha parecido de la delgadeza en el pensar, de la elocuencia en el
decir? ¿Hay más discreción en el mundo?

Mirábanse los circunstantes y ninguno osaba chistar ni manifestar lo
que sentía y lo que de verdad era, porque no le tuviesen por un necio;
antes todos comenzaron á una voz á celebrarle y aplaudirle.

Á mí, decía una muy ridícula bachillera, aquel su pico me arrebata: no
le perderé día.

Voto á tal, decía un cuerdo así bajito, que es un asno en todo el
mundo; pero yo me guardaré muy bien de decirlo.

¡Pardiez, decía otro, que aquello no es razonar, sino rebuznar; pero,
mal año para quien tal dijese! Esto corre por ahora. El topo pasa por
lince, la rana por canario, la gallina pasa plaza de león, el grillo
de jilguero, el jumento de aguilucho. ¿Qué me va á mí en lo contrario?
Sienta yo conmigo y hable yo con todos y vivamos, que es lo que importa.

Estaba apurado Critilo de ver semejante vulgaridad de unos y artificio
de otros.

¡Hay tal dar en una necedad!, ponderaba.

Y el socarrón del Embustero, á sombra de su nariz de buen tamaño, se
estaba riendo de todos y solemnizaba á parte, como paso de comedia:

¡Cómo que te los engaño á todos éstos! ¿Qué más hiciera la
encandiladora? Y les hago tragar cien disparates.

Y volvía á gritar:

Ninguno diga que no es así, que sería calificarse de necio.

Con esto se iba reforzando más el mecánico aplauso y hacía lo que todos
Andrenio; pero Critilo, no pudiéndolo sufrir, estaba que reventaba y,
volviéndose á su mudo Descifrador, le dijo:

¿Hasta cuándo éste ha de abusar de nuestra paciencia? ¿Y hasta cuándo
tú has de callar? ¿Qué desvergonzada vulgaridad es ésta?

He, ten espera, le respondió, hasta que el tiempo lo diga: él volverá
por la verdad, como suele. Aguarda que este monstruo vuelva la grupa y
entonces oirás lo que abominarán dél estos mismos, que le admiran.

Sucedió puntualmente que al retirarse el Embustero, aquel su diptongo
de águila y bestia, tan mentida aquélla, cuan cierta ésta, al mismo
instante comenzaron unos y otros á hablar claro:

Juro, decía uno, que no era ingenio; sino un bruto.

¡Qué brava necedad la nuestra!, dijo otro.

Conque se fueron animando todos y decían:

¡Hay tal embuste! De verdad que no le oímos decir cosa, que valiese,
y le aplaudimos. Al fin, él era un jumento y nosotros merecemos la
albarda.

Mas ya en esto volvía á salir el Charlatán, prometiendo otro mayor
portento:

Agora sí, decía, que os propongo no menos, que un famoso gigante,
un prodigio de la fama: fueron sombra con él Encélado y Tifeo. Pero
también digo que el que le aclamare gigante será de buenaventura,
porque le hará grandes honras y amontonará sobre él riquezas, los mil
y los diez mil de renta, la dignidad, el cargo, el empleo; mas el que
no le reconociere jayán, desdichado dél: no sólo no alcanzará merced
alguna; pero le alcanzarán rayos y castigos. ¡Alerta todo el mundo!,
que sale, que se ostenta, ¡oh, cómo se descuella!

Corrió una cortina y apareció un hombrecillo, que aun encima de una
grulla no se divisara. Era como del codo á la mano, un nonada, pigmeo
en todo, en el ser y en el proceder.

¿Qué hacéis, que no gritáis? ¿Cómo no le aplaudís? Vocead, oradores;
cantad, poetas; escribid, ingenios; decid todos: _¡el famoso, el
eminente, el gran hombre!_

Estaban todos atónitos y preguntábanse con los ojos:

¿Señores, qué tiene éste de gigante? ¿Qué le veis de héroe?

Mas ya la runfla de los lisonjeros comenzó á voz en grito á decir:

¡Sí, sí, el gigante, el gigante, el primer hombre del mundo! ¡Qué gran
príncipe tal! ¡Qué bravo mariscal aquél! ¡Qué gran ministro fulano!

Llovieron al punto doblones sobre ellos. Componían los autores, no ya
historias, sino panegíricos, hasta el mismo Pedro Mateo. Comíanse los
poetas las uñas para hacer pico. No había hombre, que se atreviese á
decir lo contrario; antes todos, al que más podía, gritaban:

¡El gigante, el máximo, el mayor!, esperando cada uno un oficio y un
beneficio y decían en secreto allá en sus interioridades:

¡Qué bravamente que miento! Que no es crecido, sino un enano. ¿Pero qué
he de hacer? Mas no, sino andaos á decir lo que sentís y medraréis.
Deste modo visto yo y como y bebo y campo y me hago gran hombre, mas
que sea él lo que quisiere. Y aunque pese á todo el mundo, él ha de ser
gigante.

Trató Andrenio de seguir el corriente y comenzó á gritar:

¡El gigante, el gigante, el gigantazo!

Y al punto granizaron sobre él dones y doblones y decía:

¡Esto sí que es saber vivir!

Estaba deshaciéndose Critilo y decía:

Yo reventaré, si no hablo.

No hagas tal, le dijo el Descifrador, que te pierdes. Aguarda á que
vuelva las espaldas el tal gigante y verás lo que pasa.

Así fué, que al mismo punto, que acabó de hacer su papel de gigante y
se retiró al vestuario de las mortajas, comenzaron todos á decir:

¡Qué bobería la nuestra! He, que no era gigante, sino un pigmeo, que ni
fué cosa ni valió nada.

Y dábanse el cómo unos á otros.

¡Qué cosa es, dijo Critilo, hablar de uno en vida ó después de muerto!
¡Qué diferente lenguaje es el de las ausencias! ¡Qué gran distancia hay
del estar sobre las cabezas ó bajo los pies!

No pararon aquí los embustes del Sinón moderno; antes echando por la
contraria, sacaba hombres eminentes, gigantes verdaderos, y los vendía
por enanos y que no valían cosa, que eran nada y menos que nada. Y
todos daban en que sí y habían de pasar por tales, sin que osasen
chistar los hombres de juicio y de censura. Sacó la fénix y dió en
decir que era un escarabajo. Y todos que sí, que lo era, y hubo de
pasar por tal. Pero donde se acabó de apurar Critilo fué cuando le vió
sacar un grande espejo y decir con desvergonzado despejo:

Veis aquí el cristal de las maravillas. ¿Qué tenía que ver con
éste el del Faro? Si ya no es el mismo, pues hay tradición que sí y
lo atestiguó el célebre don Juan de Espina, que le compró en diez
mil ducados y le metió al lado del ayunque de Vulcano. Aquí os le
pongo delante, no tanto para fiscal de vuestras fealdades, cuanto
para espectáculo de maravillas. Pero es de advertir que el que fuere
villano, malnacido, de mala raza, hombre vil, hijo de ruin madre, el
que tuviere alguna mancha en su sangre, el que le hiciere feeza su
esposa bella, que las más lindas suelen salir con tales fealdades,
aunque él no lo supiera, pues basta que todos le miren como al toro,
ni los simples ni los necios no tienen que llegarse á mirar, porque no
verán cosa. ¡Alto!, que le descubro, que le careo. ¿Quién mira? ¿Quién
ve?

Comenzaron unos y otros á mirar y todos á remirar y ninguno veía cosa.
Mas, ¡oh, fuerza del embuste!, ¡oh, tiranía del artificio! Por no
desacreditarse cada uno, porque no le tuviesen por villano malnacido,
hijo de... etc., ó tonto, ó mentecato, comenzaron á decir mil necedades
de marca:

Yo veo, yo veo, decía uno.

¿Qué ves?

La misma fénix con sus plumas de oro y su pico de perlas.

Yo veo, decía otro, resplandecer el carbunclo en una noche de Diciembre.

Yo oigo, decía otro, cantar el cisne.

Yo, dijo un filósofo, la armonía de los cielos al moverse.

Y se lo creyeron algunos simples. Hombre hubo, que dijo veía el mismo
Ente de razón tan claro, que le podía tocar con las manos.

Yo veo el punto fijo de la longitud del orbe.

Yo, las partes proporcionales.

Y yo las indivisibles, dijo un secuaz de Zenón.

Pues yo, la cuadratura del círculo.

Más veo yo, gritaba otro.

¿Qué cosa?

¿Qué cosa? El alma en la palma. Por señas, que es sencillísima.

Nada es todo eso, cuando yo estoy viendo un hombre de bien en este
siglo, quien hable verdad, quien tenga conciencia, quien obre con
entereza, quien mire más por el bien público, que por el privado.

Á esta traza decían cien imposibles. Y con que todos sabían que
no sabían y creían que no veían ni decían verdad, ninguno osaba
declararse, por no ser el primero á romper el yelo. Todos agraviaban la
verdad y ayudaban al triunfo de la mentira.

¿Para cuándo aguardas tú, le dijo Critilo á su Descifrador, esa tu
habilidad, si aquí no la sacas? Ea, acaba ya de descifrarnos este
embeleco al uso. Dínos, por tu vida, ¿quién es este insigne embustero?

Éste es..., le respondió; mas al pronunciar esta sola palabra, al
mismo punto que le vió mover los labios el famoso Tropelista, que
en todo aquel rato no había apartado los ojos dél, temiendo se les
descifrase sus embustes y diese con todo su artificio al traste,
comenzó á echar por la boca espeso humo, habiendo antes engullido
grosera estopa, y vomitó tanto, que llenó todo aquel claro hemisferio
de confusión. Y cual suele la jibia, notable pececillo, cuando se ve
á riesgo de ser pescado, arrojar gran cantidad de tinta, que tiene
recogida en sus senillos y muy guardada para su ocasión, con que
enturbia las aguas y escurece los cristales y escapa del peligro, así
éste comenzó á esparcir tinta de fabulosos escritores, de historiadores
manifiestamente mentirosos. Tanto, que hubo un autor francés entre
éstos, que se atrevió á negar la prisión del rey Francisco en Pavía. Y
diciéndole ¿cómo escribía una tan desvergonzada mentira?, respondió:

He, que de aquí á docientos años, tan creído seré yo, como ellos. Por
lo menos causaré razón de dudar y pondré la verdad en disputa. Que
desta suerte se confunden las materias.

No paraba de arrojar tinta de mentiras y fealdades, espeso humo de
confusión, llenándolo todo de opiniones y pareceres, con que todos
perdieron el tino y sin saber á quién seguir ni quién era el que decía
la verdad, sin hallar á quién arrimarse con seguridad, echó cada uno
por su vereda de opinar y quedó el mundo bullendo de sofisterías y
caprichos. Pero el que quisiere saber quién fuese este embustero
político, prosiga en leer la Crisi siguiente.



CRISI V

_El palacio sin puertas._


Varias y grandes son las monstruosidades, que se van descubriendo de
nuevo cada día en la arriesgada peregrinación de la vida humana.

Entre todas la más portentosa es el estar el Engaño en la entrada del
mundo y el Desengaño á la salida. Inconveniente tan perjudicial, que
basta á echar á perder todo el vivir.

Porque, si son fatales los yerros en los principios de las empresas,
por ir creciendo siempre y aumentándose cuanto más va hasta llegar
en el fin á un exorbitante exceso de perdición, errar, pues, los
principios de la vida ¿qué será si no un irse despeñando con mayor
precipitación de cada día, hasta venir á dar al cabo en un irremediable
abismo de perdición y desdicha? ¿Quién tal dispuso y desta suerte?
¿Quién así lo ordenó? Ahora me confirmo en que todo el mundo anda al
revés y todo cuanto hay en él es á la trocada.

El Desengaño, para bien ir, había de estar en la misma entrada del
mundo, en el umbral de la vida, para que al mismo punto, que el hombre
metiera el pie en ella, se le pusiera al lado y le guiara, librándole
de tanto lazo y peligro, como le está armado. Fuera un ayo puntual, que
siempre le asistiera, sin perderle ni un solo instante de vista. Fuera
el numen vial, que le encaminara por las sendas de la Virtud al centro
de su felicidad destinada. Pero como, al contrario, topa luego con el
Engaño, el primero que le informa de todo al revés, hácele desatinar
y le conduce por el camino de la mano izquierda al paradero de su
perdición.

Así se lamentaba Critilo, mirando á una y otra parte en busca de
su Descifrador, que en aquella confusión universal de humo y de
ignorancia, le habían perdido. Mas fuese su suerte que otro, que
les estaba oyendo y percibió los estremos de su sentimiento, se fué
llegando á ellos y les dijo:

Razón tenéis de quejaros del desconcierto del mundo. Mas no habéis de
preguntar quién así lo ordenó, sino quién lo ha desordenado; no quién
lo ha dispuesto, sino quién lo ha descompuesto. Porque habéis de saber
que el artífice supremo muy al contrario lo trazó de como hoy está,
pues colocó el Desengaño en el mismo umbral del mundo y echó el Engaño
acullá lejos, donde nunca fuera visto ni oído, donde jamás los hombres
le encontraran.

¿Pues quién los ha barajado deste modo? ¿Quién fué aquel tan atrevido
hijo de Jafet, que así los ha trastrocado?

¿Quién? Los mismos hombres, que no han dejado cosa en su lugar, todo
lo han revuelto de alto á bajo con el desconcierto que hoy le vemos
y lamentamos. Digo, pues, que estaba el bueno del Desengaño en la
primera grada de la vida, en el zaguán desta casa común del orbe, con
tal atención, que en entrando alguno, al punto se le ponía al lado y
comenzaba á hablarle claro y desengañarle:

Mira, le decía, que no naciste para el mundo; sino para el cielo.
Los halagos de los vicios matan y los rigores de las virtudes dan
vida. No te fíes en la mocedad, que es de vidrio. No tienes de qué
desvanecerte, le decía al presumido, por tus presentes; vuelve los ojos
á tus pasados, reconócelos bien á ellos, para que no te desconozcas á
ti. Advierte, le decía al tahur, que pierdes tres cosas, el precioso
tiempo, la hacienda y la conciencia. Avisábala de su fealdad á la
resabida y de su necesidad á la bella; á los varones de prendas, de su
corta ventura, y á los venturosos, de sus pocos méritos; al sabio, de
su desestimación y de su incapacidad al poderoso. Al pavón le acordaba
el potro de sus pies, y al mismo sol sus eclipses. Á unos su principio,
á otros su paradero. Á los empinados su caída y á los caídos su
merecido.

Andábase de unos en otros estrellando verdades. Decíale al viejo que
tenía todos los sentidos consentidos y al mozo que sin sentir; al
español que no fuese tan tardo y al francés que no se moviese tan de
ligero; al villano que no fuese malicioso y al cortesano, adulador. No
se ahorraba con ninguno. Pues, aunque fuera un gran señor, le avisaba
que no le caía bien el _vos_ con todos, que podría tal vez descuidarse
con su príncipe y hablarle del mismo modo ó tan sin él. Y á otro, que
siempre estaba de chanza, le advirtió que podría ser le llamasen el
Duque de Bernardina.

Traía el espejo cristalino del propio conocimiento muy á mano y
plantábasele delante á todos. No gustaba desto el malcarado y menos el
mascarado ni el tuerto ni el boquituerto, el cano, el calvo. Decíale á
uno que le bobeaba el gesto y al otro que tenía ruin fachada. Las feas
le hacían malísima cara y las viejas le paraban arrugado ceño.

Hízose con esto malquisto en cuatro días y á cuatro verdades tan
aborrecible, que no le podían ver. Comenzaron á darle de mano y aun del
pie. Buenos porrazos asentó él de verdades; pero también se llevó malos
empellones de enfados. Éste le arrojaba á aquél y aquél al otro de más
allá, hasta venir á dar con él en la vejez, acullá en el remate de la
vida. Y si pudieran más lejos, aun allí no le dejaran parar.

Al contrario, lisonjeados grandemente del Engaño, aquel plausible
hechicero, comenzaron á tirar dél, cada uno hacia sí, hasta traerlo al
medio de la vida y de allí poco á poco á los principios de ella. Con
él comienzan, con él prosiguen. Á todos les venda los ojos, jugando
con ellos á la gallina ciega, que no hay hoy juego más introducido.
Todos andan desatinados, dando de ojos de vicio en vicio, unos ciegos
de amor, otros de codicia, éste de venganza, aquél de su ambición y
todos de sus antojos, hasta que llegan á la vejez, donde topan con el
Desengaño.

Él los halla á ellos. Quítales las vendas y abren los ojos, cuando ya
no hay que ver. Porque con todo acabaron, hacienda, honra, salud y
vida. Y lo que es peor, con la conciencia. Ésta es la causa de estar
hoy el Engaño á la entrada del mundo y el Desengaño á la salida, la
mentira al principio, la verdad al fin, aquí la ignorancia y acullá la
ya inútil experiencia.

Pero lo que más es de ponderar y de sentir, que, aun llegando tan
tarde el Desengaño, ni es conocido ni estimado. Como os ha sucedido á
vosotros, que habiendo tratado, conversado y comunicado con él, no le
habéis conocido.

¿Qué dices, hombre? ¿Nosotros vístole, hablado y comunicado con él?
¿Cuándo y dónde?

Yo os lo diré. ¿No os acordáis de aquel, que todo lo iba descifrando y
no se descifró á sí mismo? ¿Aquel que os dió á entender todas las cosas
y á él no le conocisteis?

Sí y harto, que yo le suspiro, dijo Critilo.

Pues ése era el Desengaño, el querido hijo de la Verdad, por lo hermoso
y lo lucido. Ése, el que causa los dolores, después de haberle sacado á
luz.

Aquí hizo estremos de sentimiento Critilo, lamentándose agriamente de
que todo lo que más importa no se conoce cuando se tiene, ni se estima
cuando se goza y después, pasada la ocasión, se suspira y se desea: la
verdad, la virtud, la dicha, la sabiduría, la paz y agora el desengaño.

Al contrario, Andrenio, no sólo no mostró sentimiento, sino positivo
gozo, diciendo:

He, que ya nos enfadaba y aun tenía muy hartos de tanta verdad á
las claras. ¡Qué buen gusto tuvieron los que supieron sacudir de
sí al aborrecible entremetido, mosca importuna! Él podía ser hijo
de la verdad; mas á mí me pareció padrastro de la vida. ¡Qué enfado
tan continuo! ¡Qué cosa tan pesada! ¡Su desengaño cada día, aquello
de desayunarse con un desengaño á secas! No paraba de ir diciendo
necedades á título de verdades.

Tú eres un desatinado, le decía al uno sin más ni más.

Y al otro:

Tú eres un simple en seco y sin llover. Tú una necia y tú una fea.

¡Mirá quién le había de esperar, cuando no hay cosa más pesada, que una
verdad no pensada! Siempre andaba diciendo:

¡Qué mal hiciste, qué mal lo pensaste, qué mala resolución la tuya!

He, quitádmelo delante, no le vea más de mis ojos.

Lo que yo más siento, ponderaba Critilo, fué el perderle, cuando más le
deseaba, cuando había de descifrarnos al mismo Descifrador, que estaba
leyendo cátedra de embustes en medio la gran plaza de las apariencias.

¿Pues qué os pareció de aquella afectación de unos en acreditar las
cosas y los sujetos, y la vulgaridad de los otros en creerlo? ¿Aquel
dar en una opinión tanto necio? Aquélla es la tiranía de la fama
hechiza, el monopolio de la alabanza. Apodéranse del crédito cuatro
ó cinco embusteros aduladores y cierran el paso á la Verdad con el
afectado artificio de que no lo entienden los otros y que es necio el
que dice lo contrario. Y así veréis que los ignorantes se lo beben, los
lisonjeros lo aplauden y los sabios no osan chistar. Conque triunfa
Aragne contra Palas, Marsias contra Apolo. Y pasa la necedad por
sutileza y la ignorancia por sabiduría.

¡Oh cuántos autores hay hoy muy acreditados por esta opinión común, sin
haber hombre que se les atreva! ¡Cuántos libros y cuántas obras en gran
predicamento, que bien examinados no merecen el crédito que gozan! Pero
yo me guardaré muy bien de poner nota en quien tiene estrella. ¡Cuántos
sujetos sin valor y sin saber son celebrados á esta traza, sin haber
hombre, que ose hablar, sino algún desesperado Bocalini!

Si dan en decir que una es linda, lo ha de ser, aunque sea un trasgo.
Si dan en que uno es sabio, se saldrá con ello, aunque sea un idiota.
Si en que es gran pintura, aunque sea un borrón. Y de éstas toparéis
mil vulgaridades. Tal es la tiranía de la afectada fama, la violencia
del dar á entender todo lo contrario de lo que las cosas son. De suerte
que hoy todo está en opinión y según como se toman las cosas.

Pero ¡qué gran arte aquella del descifrar!, ponderaba Critilo. No sé
qué me diera por saberla. Que me pareció de las más importantes para la
humana vida.

Sonrióse aquí el nuevo camarada y añadió:

Otra me atrevo yo á comunicaros, harto más sutil y de mayor maestría.

¿Qué dices?, le replicó Critilo. ¿Otra mayor puede hallarse en el mundo?

Sí, respondió, que de cada día se van adelantando las materias y
sutilizando las formas. Mucho más personas son los de hoy, que los de
ayer y lo serán mañana.

¿Cómo puedes decir eso, cuando todos convienen en que ya todo ha
llegado á lo sumo y que está en su mayor pujanza, tan adelantadas todas
las cosas de naturaleza y arte, que no se pueden mejorar?

Engáñase de medio á medio quien tal dice, cuando todo lo que
discurrieron los antiguos es niñería, respeto de lo que se piensa hoy,
y mucho más será mañana. Nada es cuanto se ha dicho con lo que queda
por decir. Y creedme, que todo, cuanto hay escrito en todas las artes
y ciencias, no ha sido más que sacar una gota de agua del océano del
saber. ¡Bueno estuviera el mundo, si ya los ingenios hubieran agotado
la industria, la invención y la sabiduría! No sólo no han llegado las
cosas al colmo de su perfección; pero ni aun á la mitad de lo que
pueden subir.

Dínos por tu vida, así llegue á ser más rancia, que la de Néstor, ¿qué
arte puede ser esa tuya? ¿Qué habilidad, que sobrepuje al ver con cien
ojos, al oir con cien orejas, al obrar con cien manos, proceder con
dos rostros, doblando la atención al adevinar cuanto ha de ser y al
descifrar un mundo entero?

Todo eso, que exageras, es niñería, pues no pasa de la corteza. Es un
discurrir de las puertas afuera. Aquello de llegar á escudriñar los
senos de los pechos humanos, á descoser las entretelas del corazón, á
dar fondo á la mayor capacidad, á medir un cerebro, por capaz que sea,
á sondar el más profundo interior: eso sí que es algo, ésa sí que es
fullería y que merece la tal habilidad ser estimada y codiciada.

Estaban atónitos ambos peregrinos, oyendo tal destreza del discurrir,
cuando prorrumpió Andrenio y le dijo:

¿Quién eres, hombre ó prodigio, si ya no eres algún malicioso, algún
malintencionado ó algún vecino, que es el que ve más?

Nada de eso soy.

¿Pues qué eres, que no te queda ya que ser, sino algún político ó un
veneciano estadista?

Yo soy, dijo, el Veedor de todo.

Explícate, que menos te entiendo.

¿Nunca habéis oído nombrar los zahoríes?

Aguarda, ¿aquel disparate vulgar? ¿Aquella necedad celebrada?

¿Cómo necedad?, les replicó. Zahoríes hay tan ciertos como perspicaces:
por señas, que yo soy uno de ellos. Yo veo clarísimamente los corazones
de todos, aun los más cerrados, como si fuesen de cristal. Y lo que por
ellos pasa, como si lo tocase con las manos: que todos para mí llevan
el alma en la palma. Vosotros, los que no gozáis de esta eminencia,
asegúroos que no veis la mitad de las cosas ni la centésima parte
de lo que hay que ver en el mundo. No veis sino la superficie, no
ahondáis con la vista. Y así os engañáis siete veces al día. Hombres
al fin superficiales. Pero á los que descubrimos cuanto pasa allá
en las ensenadas de una interioridad, acullá dentro en el fondo de
las intenciones, no hay echarnos dado falso. Somos tan tahures del
discurrir, que brujuleamos por el semblante lo más delicado del pensar.
Con sólo un ademán tenemos harto.

¿Qué puedes tú ver, replicó Andrenio, más de lo que vemos nosotros?

Sí y mucho. Yo llego á ver la misma sustancia de las cosas en una
ojeada y no solos los accidentes y las apariencias, como vosotros. Yo
conozco luego si hay sustancia en un sujeto, mido el fondo que tiene,
descubro lo que tira y dónde alcanza, hasta dónde se estiende la esfera
de su actividad, dónde llega su saber y su entender, cuánto ahonda su
prudencia. Veo si tiene corazoncillo y el que bravos hígados y si se le
han convertido en bazo. Pues el seso, yo le veo con tanta distinción,
como si estuviese en un vidrio. Si está en su lugar, que algunos le
tienen á un lado; si maduro ó verde. En viendo un sujeto, conozco lo
que pesa y lo que piensa. Otra cosa más, que he topado muchos, que no
tenían la lengua trabada con el corazón ni los ojos unidos con el seso,
con dependencia dél. Otros, que no tienen hiel.

¡Qué linda vida pasarán ésos!, dijo Critilo.

Sí, porque nada sienten, de nada se consumen ni melancolizan. Pero, lo
que es más de admirar, que hay algunos, que no tienen corazón.

¿Pues cómo pueden vivir?

Antes más y mejor, sin cuidados. Que corazón se dijo del curarse
y tener cuidados. Á los tales nada les da pena, no se les viene á
consumir, como al célebre duque de Feria, que, cuando llegaron á
embalsamarle, le hallaron el corazón todo arrugado y consumido, conque
le tenía grande. Yo veo si está sano y de qué color, si amarillo de
envidia y si negro de malicia. Percibo su movimiento y me estoy mirando
hacia dónde se inclina. Las más cerradas entrañas están á mis ojos
muy patentes y descubro si están gastadas ó enteras. La sangre veo en
sus venas y advierto el que la tiene limpia, noble y generosa. Lo
mismo puedo decir del estómago. Luego conozco qué estómago le hacen á
cualquiera los sucesos, si puede digerir las cosas. Y me río las más
veces de los médicos, que estará el mal en las entrañas y ellos aplican
los remedios al tobillo, procede el mal de la cabeza y recetan el untar
los pies. Veo y distingo clarísimamente los humores y el de cada uno,
si está ó no de buen humor, observándolo para la hora del despacho y
conveniencia; si reina la melancolía, para remitirlo á mejor sazón; si
gasta cólera ó flema.

Válgate Dios por zahorí, dijo Andrenio, y lo que penetras.

Pues aguarda, que eso es nada. Yo veo, yo conozco si uno tiene alma ó
no.

¿Pues hay quien no la tenga?

Sí y muchos y por varios modos.

¿Y cómo viven?

En diptongo de vida y muerte. Andan sin alma como cántaros y sin
corazón como hurones. Y en una palabra, de pies á cabeza, comprendo un
sujeto, por dentro y fuera le reconozco y le defino, con que á muchos
no les hallo definición. ¿Qué os parece de la habilidad?

Que es cosa grande.

Mas pregunto, dijo Critilo, ¿procede de arte ó naturaleza?

Mi industria me cuesta y advierte que todas estas artes son de calidad,
que se pegan platicando con quien las tiene.

Yo la renuncio desde luego, dijo Andrenio; no trato de ser zahorí.

¿Por qué no?

Porque tú no has dicho lo malo que tiene.

¿Qué le hallas tú de malo? ¿No es harto aquello de ver los muertos en
sus sepulcros, aunque estén metidos entre mármoles ó siete estados
bajo tierra, aquellas horribles cataduras, hormigueros de sabandijas,
visiones de corrupción?

Quita allá y líbreme Dios de tan trágico espectáculo, aunque sea de un
rey. Dígote que no podría comer ni dormir en un mes.

¡Qué bien lo entiendes! Ésos, nosotros no los vemos, que allí no hay
que ver, pues todo paró en tierra, en polvo, en nada. Los vivos son
los que á mí me espantan; que los muertos nunca me dieron pena. Los
verdaderos muertos, que nosotros vemos y huímos, son los que andan por
su pie.

Si muertos, ¿cómo andan?

Ahí verás que andan entre nosotros y arrojan pestilencial olor de su
hedionda fama, de sus gastadas costumbres. Hay muchos ya podridos,
que les huele mal el aliento; otros, que tienen roídas las entrañas,
hombres sin conciencia, hembras sin vergüenza, gente sin alma; muchos,
que parecen personas y son plazas muertas. Todos éstos sí que me causan
á mí grande horror y tal vez se me espeluzan los cabellos.

¿Según esto, replicó Critilo, también debes de ver lo que se cocina en
cada casa?

Sí, y á fe, muchos malos guisados. Veo maldades emparedadas que se
cometen en los más escondidos retretes, fealdades arrinconadas que se
echan luego á volar por las ventanas y andan de corrillo en corrillo
corriendo á sus avergonzados dueños. Sobre todo, yo veo si uno tiene
dinero y me río muchas veces de ver que algunos los tienen por ricos,
por hombres adinerados y poderosos y yo sé que es su tesoro de duendes
y sus baúles como los del Gran Capitán y aun sus cuentas. Á otros veo
tenerlos por unos pozos de ciencia y yo llego y miro y veo que son
secos. Pues de bondad, asegúroos que no veo la mitad. Así que no hay
para mi vista cosa reservada ni escondida. Los billetes y las cartas,
por selladas que estén, las leo y atino lo que contienen, en viendo
para quién van y de quién vienen.

Ahora no me espanto, decía Critilo, que oigan las paredes y más las de
palacio, entapizadas de orejas. Al fin todo se sabe y se huele.

¿Qué ves en mí?, le preguntó Andrenio. ¿Hay algo de sustancia?

Eso no diré yo, respondió el Zahorí, porque, aunque todo lo veo, todo
lo callo, que quien más sabe suele hablar menos.

Procedían gustosamente embelesados, viéndole hacer maravillosas
experiencias, cuando descubrieron á un lado del camino un estraño
edificio, que en lo encantado parecía palacio y en lo ruidoso casa de
contratación y en lo cerrado brete. No se le veían ventanas, ni puertas.

¿Qué diptongo de estancia es ésta?, preguntaron.

Y el Zahorí:

Éste es el escándalo mayor.

Pero al decir eso salió dél sin que advirtiese cómo ni por dónde un
monstruo, sobre raro, formidable, mezcla de hombre y caballo, de
aquellos que los antiguos llamaban centauros. Éste en dos brincos
estuvo sobre ellos y, formando algunos caracoles, se fué arrimando á
Andrenio y, asiéndole de un cabello, que para ocasión basta y para
afición sobra, metióle á las ancas de aquel su semicaballo con alas,
que todos los males vuelan, y en un instante dió la vuelta para su
laberinto corriente y confusión al uso. Dieron voces los camaradas;
mas en vano, porque dejaba atrás el viento y del mismo modo que
saliera, sin saberse cómo ni por dónde, le metió allá, dejándole muy
encastillado en nuevas monstruosidades.

¡Hay tal violencia!, se lamentaba Critilo. ¿Qué casa ó qué ruina es
ésta?

Y el Zahorí suspirando le respondió:

No es edificio, sino desedificación de tanto pasajero, casa hecha á
cien malicias, bajío de la vejez, seminario de embustes y, para decirlo
de una vez, éste es el palacio de Caco y de sus secuaces, que ya no
habitan en cuevas.

Diéronle muchas vueltas, sin poder distinguir la frente del envés.
Rodeáronle todo muchas veces, sin poderle hallar entrada ni salida.
Sonaban y aun tonaban los de dentro y aseguraba Critilo que sentía la
voz de Andrenio, mas no percibía lo que decía ni descubría por donde
podía haber entrado, afligiéndose en gran manera y desconfiando de
poder penetrar allá.

Ten pecho y espera, le dijo el Zahorí, y advierte que con gran
facilidad habemos de entrar bien presto.

¿Cómo, si no se le conocen entradas ni salidas ni un resquicio ni una
rendrija?

Ahí verás el primor de la industria cortesana. ¿No has visto tú entrar
á muchos en los palacios sin saberse cómo ni por dónde y apoderarse de
ellos y llegar á mandarlo todo? ¿No viste en Inglaterra introducirse
un hijo de un carnicero á hacer carnicería de sangre noble, en Francia
un cierto Noves á llevar al retortero los mismos pares? Nunca has oído
preguntar á algunos simples: Señores ¿cómo entró aquél en Palacio, cómo
consiguió el puesto y el empleo, con qué méritos por qué servicios? Y
todo hombre encoge los hombros, cuando ellos se desencogen y hombrean.
Yo tengo de introducirte en él.

¿Cómo, no siendo mozo vergonzoso ni venturoso?

Pues tú has de entrar como Pedro por Huesca.

¿Qué Pedro fué ése?

El famoso que la ganó.

He, que no veo puerta ni ventana.

No faltará alguna, que los que no pueden por las principales, entran
por las escusadas.

Aun ésas no descubro.

Alto, entra por la de los entremetidos, que son los más.

Y realmente fué así, que entraron allá con grande facilidad
entremetiéndose.

Luego que se vieron dentro, comenzaron á discurrir por el embustero
palacio, notando cosas bien raras, aunque muy usadas en el mundo. Oían
á muchos y á ninguno veían ni sabían con quién hablaban.

¡Estraño encanto!, ponderaba Critilo.

Has de saber, le dijo el Zahorí, que en entrando acá los más se
vuelven invisibles, todos los que quieren y obran sin ser vistos. Verás
cada día hacerse malos tiros y esconder la mano, tirar guijarros sin
atinar de dónde vienen y echar voz que son duendes. Lo más se obra
bajo manga. Hacen la copla y no la dicen. Mas, como yo tengo en estos
ojos un par de viejas, en vez de niñas, todo lo descubro, que en eso
consiste mucho el ser Zahorí. Sígueme, que has de ver bravas tramoyas y
raros modos de vivir, no olvidando el descubrir á Andrenio.

Introdújole en el primer salón desahogadamente capaz. Tendría
cuatrocientos pasos de ancho, como dijo aquel otro duque, exagerando
uno de sus palacios. Y riéndose los otros señores, que le escuchaban,
le preguntaron:

¿Pues cuánto tendrá de largo?

Aquí él queriendo reparar su empeño, respondió:

Tendrá algunos ciento y cincuenta.

Estaba todo él coronado de mesas francesas con manteles alemanes y
viandas españolas, muchas y muy regaladas, sin que viese ni supiese de
dónde salían ni cómo venían; sólo se veían de cuando en cuando unas
blancas y hermosas manos, con sus dedos coronados de anillos, con
macetas de diamantes, muchos finos, los más falsos, que por el aire de
su donaire servían á las mesas los regalados platos. Íbanse sentando á
las mesas los convidados ó los comedores. Descogían los paños de mesa;
mas no desplegaban sus labios. Comían y callaban, ya el capón, ya la
perdiz, el pavo y el faisán, á costa de sus fénix, sin costarles un
maravedí y cuando más una blanca, sin meterse en averiguar de dónde
salía el regalo ni quién lo enviaba.

¿Quién son éstos, preguntó Critilo, que comen como unos lobos y callan
como unos borregos?

Éstos, le respondió su veedor Zahorí, son los que de nada tienen asco,
los que sufren mucho.

Pues moscas en la delicada honra, ¿qué tienen que sufrir los que están
tan regalados?

Y aun por eso.

¿De dónde sale tanta abundancia, Zahorí mío?

De la copia de Amaltea; pero déjalos, que todo esto es un encanto de
mediterráneas sirenas.

Pasaron á otra mesa y allí vieron comer á otros muy buenos bocados, lo
mejor que llegaba á la plaza ó á las despensas, la caza reciente, el
pescado fresco y exquisito. Y esto sin tener rentas ni juros, aunque sí
votos.

Éste sí que es raro encanto, decía Critilo, que coman éstos como
unos príncipes, siendo unos desdichados, y, lo que es más, sin tener
hacienda, sin censos, sin conocérseles cosa sobre que llueva Dios, sin
trabajar ni cansarse, antes holgándose y paseando todos los días. ¿De
dónde sale esto, señor Zahorí, vos que lo veis todo?

Aguarda, le respondió, y verás el misterio.

Asomaron en esto unas garras, no de nieve como las primeras, sino de
neblí y todas de rapiña, que traían velando, esto es, por el aire, el
pichón y el gazapo. Quedó atónito Critilo y decía:

¡Esto sí que es cazar! Ya echan piernas los que uñas y todo es comer
por encanto.

¿No has oído contar, le decía el Zahorí, que á algunos les traían de
comer los cuervos y los perros?

Sí; pero eran santos y éstos son diablos: aquello era por milagro.

¿Pues esto es por misterio? Mas esto es niñería, respeto de lo que
tragan aquellos otros, que están acullá más altos. Acerquémonos y verás
los prodigios del encanto. Allí hay hombre que come los diez mil y los
veinte mil de renta, que, cuando llegó á meter la mano en la masa y en
la mesa, no traía mas que su capa y bien raída.

¡Bravo encanto!

Pues ésos son migajuelas reales. Mira aquellos otros.

Y señalóle unos bien señalados.

Aquéllos sí que tragan, pues, millones enteros.

¡Qué bravos estómagos, oh avestruces de plata!

Dejaron ésta y pasaron á otra sala, que parecía el vestuario, y aquí
vieron sobre bufetes moscovitas muchos tabaques indianos con ricas y
vistosas galas, lamas de Milán, telas de Nápoles, brocados y bordados,
sin saberse quién los cosió ni de dónde venían. Echábase voz que eran
para la casta Penélope y servían después para la Tais y la Flora.
Decíase que para la honesta consorte y rozábalas la ramera. Todo se
hacía invisible, todo noche y todo encanto. Había unas grandes fuentes,
que brindaban hilos de perlas á unas y hacían saltar hilo á hilo las
lágrimas á otras, á la mujer legítima y á la recatada hija. Chorrillos
de diamantes, dichos así con propriedad, porque ya se ha hecho
chorrillo del pedir. Salía la otra transformada de Guinea en una India
de rubíes y esmeraldas, sin costarle al marido ó al hermano ni aun una
palabra.

¿De dónde tanta riqueza, Zahorí mío?

Y él:

¿De dónde? De esas fuentes. Ahí mismo manan. Que por eso se llamaron
fuentes, porque son brulladores de perlas entre arenas de oro, riéndose
de tanto necio.

Llegaban los maridos y vestían muy á lo príncipe. Calzábanse el
sombrero de castor á costa del menos casto. Sacaban ellas las randas
al aire de su loca vanidad y todo paraba en aire. Aquí toparon el
caballero del milagro y, no uno solo, sino muchos de aquellos que
visten y comen, pasean y campan, sin saberse cómo ni de qué.

¿Qué es esto?, decía Critilo. ¿Al que tiene lucida hacienda, rentas
pingües, juros y posesiones, le pone grima el vivir, el poder pasar; y
éstos, que no tienen dónde caer muertos, lucen, campan y triunfan?

¿No ves tú, respondía el Zahorí, que á éstos nunca se les apedrean las
viñas, jamás se les anieblan las hazas, no les llevan las avenidas los
molinos, no se les mueren los ganados, por maravilla tienen desgracia
alguna y así viven de gracia y chanza?

Lo que fué mucho de ver, la sala de los presentes, que no de los
pasados. Y aquí notaron los raros modos por donde venían los sobornos,
los varios caminos por do llegaban los cohechos, la lámina preciosa
por devoción, la pieza rica por cosa de gusto, la vajilla de oro por
agradecimiento, el cestillo de perlas por cortesía, la fuente de
doblones para alegrar la sangría, vaciando las venas y llenando la
bolsa, los perniles para el unto, los capones para regalo y los dulces
por chuchería.

Señor Zahorí, decía Critilo, ¿cómo es esto, que los presentes antes
estaban helados y ahora vienen llovidos?

He, le respondía, ¿no veis que las cargas siguen á los cargos? Y es de
notar que todo venía por el aire y en el aire.

Raro palacio es éste, censuraba Andrenio, que sin cansarse los hombres,
coman y beban, vistan y luzgan á pie quedo y á manos holgadas.
¡Valiente encanto! Y porfiaban algunos que no hay palacios encantados y
se burlan y ríen, cuando los oyen pintar. De ellos me río yo, aquí los
quisiera ver.

Lo que á mí más me admira, decía Critilo, es ver cómo se hacen las
personas invisibles, no sólo los pequeños y los flacos, que eso no
sería mucho, pero los muy grandes y que lo son mucho para escondidos;
no sólo los flacos y exprimidos, pero los gordos y los godos, que no
se dejan ver ni hablar ni parecen. En habiendo menester alguno que os
importe, no le toparéis ni hay darle alcance: nunca están en casa. Y
así decía uno:

¿No come ni duerme este hombre, que á ninguna hora le topo?

¿Pues qué, si ha de pagar ó prestar? No le hallaréis en todo el año.
Hombre había, que se le sentía hablar y se negaba y él mismo decía:

Decidle que no estoy en casa.

Las mujeres entre mantos de humo envolvían mucha confusión y se hacían
tan invisibles, que sus mismos maridos las desconocían y los propios
hermanos, cuando las encontraban callejeando. Corrían voces, dejando
á muchos muy corridos, y no se sabía quién las echaba ni de dónde
salían; antes decían todos:

Esto se dice; no me deis á mí por autor.

Publicábanse libros y libelos, pasando de mano en mano, sin saberse
el original. Y había autor, que, después de muchos años enterrado,
componía libros y con harto ingenio, cuando no había ya ni memoria dél.
Entremetiéronse en los más íntimos retretes, alcobas y camarines, donde
toparon varias sombras de trasgos y de duendes, nocturnas visiones,
que, aunque se decía no hacían daño, no era pequeño el robar la fama y
descalabrar la honra. Andaban á escuras buscando los soles, los trasgos
tras los ángeles. Aunque decía bien uno que las hermosas son diablos
con caras de mujeres y las feas son mujeres con caras de diablos. Mas
en esto de duendes los había estremados, que arrojaban piedras crueles,
tirando al aire y aun al desaire, que abrían una honra de medio á
medio. Y era de notar que las más locas acciones se obraban bajo
cuerda, sin poder atinar con el intento ni el brazo: que fueron siempre
muy otros los títulos, que se dan á las cosas, de los verdaderos
motivos por que se hacían. Caían muchas habas negras, que mascaraban
mucho á muchos, sin atinar quién las echaba. Y tal vez salían de la
mano del más confidente. Y así aconsejaba bien el sabio á no comerlas,
por ser de perversa digestión y mal alimento.

Agora verás, le dijo el Zahorí, á vista de tal confusión de
invisibilidades, si tuvo razón aquel otro filósofo, aunque se burlaron
dél y hicieron fisga los más bachilleres.

¿Y qué decía el tal estoico?

Que no había verdaderos colores en los objetos. Que el verde no
es verde ni el colorado, colorado; sino que todo consiste en las
diferentes disposiciones de las superficies y en la luz que las baña.

¡Rara paradoja!, dijo Critilo.

Y el Veedor:

Pues advierte que es la misma verdad y así verás cada día que de una
misma cosa uno dice blanco y otro negro. Según concibe cada uno ó
según percibe, así le da el color que quiere, conforme al afecto y no
al efecto. No son las cosas mas de como se toman. Que de lo que hizo
admiración Roma hizo donaire Grecia. Los más en el mundo son tintoreros
y dan el color que les está bien al negocio, á la hazaña, á la empresa
y al suceso. Informa cada uno á su modo: que según es la afición, así
es la afectación. Habla cada uno de la feria, según le fué en ella.
Pintar como querer. Que tanto es menester atender á la cosa alabada ó
vituperada, como al que alaba ó vitupera. Ésta es la causa que de una
hora para otra están las cosas de diferente data y muy de otro color.
¿Pues qué es menester ya para hacer verbo de lo que se habla y de lo
que se dice y de lo que corre? Aquí es el mayor encanto. No hay poder
averiguar cosa de cierto. Así que es menester valerse del arte de
discurrir y aun adivinar y no porque se hable en otra lengua que la del
mismo país; pero con el artificio del hacer correr la voz y pasar la
palabra, parece todo algarabía.

Había al revés otros, que se hacían invisibles á ratos, el día que
más eran menester en el trabajo, en la enfermedad, en la prisión, en
la hora de hacer la fianza. Olían los males de cien leguas y huían
de ellos otras tantas; pero pasada la borrasca, se aparecían como
santelmos. Á la hora del comer se hacían muy visibles y más, si olían
el capón de leche ó de Caspe, en la huelga, en el merendón, al dar
barato, que no había librarse dellos; al punto se los hallaba un hombre
al lado y en todas partes.

Sin duda, decía Critilo, que éstos son demonios meridianos, pues todo
el día andan asombrados y á la hora del comer se nos comen por pies.
Cuando más son menester, se ocultan y, cuando menos, se aparecen.

Sentían gorjear á Andrenio; mas sin verle. Que, en entrando allí, se
había hecho invisible, muy hallado con el encanto, cuando más perdido
en el común embeleco. Sentía Critilo en no atinar con él ni percibir
de qué color estaba ni en qué pasos andaba, porque todos afectaban el
negarse al conocimiento ajeno, que es tahurería el no jugar á juego
descubierto. Hasta el hijo se celaba al padre y la mujer se recelaba
del marido, el amigo no se concedía todo al mayor amigo. Ninguno había,
que en todo procediese liso ni aun con el más confidente. Era muy
aborrecida la luz, de unos por lo hipócrita, de otros por lo político,
por lo vicioso y maligno. Maleábase Critilo de no poder dar alcance á
su buscado Andrenio, descubriendo su nuevo modo de vivir de tramoya.

¿De qué sirve, le decía á su camarada perspicaz, el ser zahorí toda la
vida, si en la ocasión no nos vale? ¿Qué haces, si aquí no penetras?

Pero consolóle, ofreciéndole descubrirle bien presto y aun á dar en
tierra con todo aquel encanto embustero. Pero quien quisiere ver el
cómo y aprender á desencantar casas y sujetos, que lo habrá tal vez
menester y le valdrá mucho, estienda la paciencia, si no el gusto,
hasta la otra Crisi.



CRISI VI

_El saber reinando._


No hay maestro que no pueda ser discípulo, no hay belleza que no pueda
ser vencida. El mismo sol reconoce á un escarabajo la ventaja del
vivir. Excédenle, pues, al hombre en la perspicacia el lince, en el
oído el ciervo, en la agilidad el gamo, en el olfato el perro, en el
gusto el jimio y en lo vivaz la fénix. Pero entre todas estas ventajas,
la que él más codició fué aquella del rumiar, que en algunos de los
brutos se admira y no se imita.

¡Qué gran cosa, decía, aquello de volver á repasar segunda vez lo que
la primera á medio mascar se tragó, aquel desmenuzar despacio lo que se
devoró apriesa!

Juzgaba ésta por una singular conveniencia y no se engañaba, ya para
el gusto, ya para el provecho. Contentóle de modo, que aseguran
llegó á dar súplica al soberano Hacedor, representándole que, pues
le había hecho uno como epílogo de todas las criadas perfecciones,
no le quisiese privar de ésta, que él la estimaría, al paso que la
deseaba. Vióse la petición humana en el consistorio divino y fuéle
respondido que aquel don por que suplicaba ya se le había concedido
anticipadamente desde que naciera. Quedó confuso con semejante
respuesta y replicó cómo podía ser, pues nunca tal cosa había
experimentado en sí ni platicado. Volviósele á responder advirtiese
que con mayores realces la lograba, no en rumiar el pasto material,
de que se sustenta el cuerpo, sino el espiritual, de que se alimenta
el ánimo. Que realzase más los pensamientos y entendiese que el saber
era su comer y las nobles noticias su alimento. Que fuese sacando de
los senos de la memoria las cosas y pasándolas al entendimiento. Que
rumiase bien lo que sin averiguar ni discurrir había tragado. Que
repasase muy despacio lo que de ligero concibió. Piense, medite, cave,
ahonde y pondere, vuelva una y otra vez á repasar y repensar las cosas.
Consulte lo que ha de decir y mucho más lo que ha de obrar. Así que su
rumiar ha de ser el repensar, viviendo del reconsejo muy á lo racional
y discursivo.

Esto le ponderaba el Zahorí á Critilo, cuando más desesperado andaba de
poder dar alcance á su disimulado Andrenio.

He, no te apures, le decía, que así como pensando hallamos la entrada
en este encanto, así repensando hemos de topar la salida.

Discurrió luego en abrir algún resquicio, por donde pudiese entrar un
rayo de luz, una vislumbre de verdad. Y al mismo instante ¡oh cosa
rara!, que comenzó á rayar la claridad, dió en tierra toda aquella
máquina de confusiones. Que toda artimaña, en pareciendo, desaparece.
Deshízose el encanto, cayeron aquellas encubridoras paredes, quedando
todo patente y desenmarañado. Viéronse las caras unos á otros y las
manos tan escondidas á los tiros. Constó del modo de proceder de cada
uno. Así que, en amaneciendo la luz del desengaño, anocheció todo
artificio. Mas para que se vea cuán hallados están los más con el
embuste, especialmente cuando viven dél, al mismo punto, que se vieron
desencastillados de aquel su Babel común y que habían dado en tierra
con aquel su engañoso modo de pasar, que ya no llegaban á mesa puesta,
como solían, con sus manos lavadas y la honra no limpia, luego, que
comenzaron á echar menos la gala y la gula, el vestido guisado de buen
gusto, sin costarles mas que una gorra, enfurecidos contra el que
había ocasionado tanta infelicidad, arremetieron contra el Zahorí,
descubridor de su artificio, llamándole enemigo común. Mas él, viéndose
en tal aprieto, apretó los pies, digo las alas, y huyóse al sagrado
de mirar y callar, voceándoles á los dos camaradas, que ya se habían
abrazado y reconocido, tratasen de hacer lo mismo, prosiguiendo el
viaje de su vida hacia la Corte del saber coronado, tan encomendada dél
y de todos los sabios aplaudida.

¡Qué entrada de Italia ésta!, ponderaba Critilo. ¡Qué de laberintos á
esta traza, se nos aguardan en ella! Conviene prevenirnos de cautela,
así como hacen los atentos en las entradas de las provincias donde
llegan, en España contra las malicias, en Francia contra las vilezas,
en Inglaterra las perfidias, en Alemania las groserías y en Italia los
embustes.

No les salió vana su presunción, pues á pocos pasos dieron en raro
bivio, dudosa encrucijada, donde se partía el camino en otros dos, con
ocasionado riesgo de perderse muy al uso del mundo. Comenzaron luego
á dificultar cuál de las dos sendas tomarían, que parecían estremos.
Estaban altercando al principio con encuentro de pareceres y después de
afectos, cuando descubrieron una banda de cándidas palomas por el aire
y otra de serpientes por la tierra. Parecieron aquéllas con su manso
y sosegado vuelo venir á pacificarlos y mostrarles el verdadero camino
con tan fausto agüero, quedando ambos en curiosa expectación de ver por
cuál de las dos sendas echarían. Aquí ellas, dejada la de mano derecha,
volaron por la siniestra.

Esto está decidido, dijo Andrenio: no nos queda que dudar.

Oh sí, respondió Critilo: veamos por dónde se deshilan las serpientes.
Porque advierte que la paloma no tanto guía á la prudencia cuanto á la
simplicidad.

Eso no, replicó Andrenio; antes suelo yo decir que no hay ave ni más
sagaz ni más política, que la paloma.

¿En qué lo fundas?

En que ella es la que mejor sabe vivir, pues en fe de que no tiene
hiel dondequiera halla cabida. Todos la miran con afecto y la acogen
con regalo. No sólo no es temida como las de rapiña ni odiada como la
serpiente, sino acariciada de todos, alzándose con el agrado de las
gentes. Otra atención suya, que nunca vuela, sino á las casas blancas
y nuevas y á las torres más lucidas. Pero ¿qué mayor política, que
aquella de la hembra? Pues con cuatro caricias, que le hace al palomo,
le obliga á partirse el trabajo de empollar y sacar los hijuelos,
aviniéndose muy bien con el esposo y enseñando á las mujeres bravas y
fuertes á templarse y saberse avenir con sus maridos. Mas donde ella
juega de arte mayor es en lo de sus polluelos, que, aunque se los
hurten y delante de los ojos se los maten, no por eso se mata ella ni
se mete en guerra por defenderlos, no pasa pena alguna; sino que come
y vive de ellos. ¿Pues qué diré de aquella espaciosa ostentación, que
suele hacer de sus plumas, cambiando visos y brillando argentería? Así
que no hay otra razón de estado como la sinceridad y la mansedumbre de
la paloma y que ella es la mayor estadista.

Vieron en esto que la otra tropa de serpientes se fué deshilando por la
senda contraria de la mano derecha, con que se aumentó su perplejidad.

Éstas sí, decía Critilo, que son maestras de toda sagacidad. Ellas
nos muestran el camino de la prudencia. Sigámoslas, que sin duda nos
llevarán al Saber reinando.

No haré yo tal, decía Andrenio, porque yo no sé que pare en otro todo
el saber de las culebras, que en ir rastrando toda la vida entre los
pies de todos.

Resolviéronse al fin en seguir cada uno su vereda: éste de astucia de
la serpiente y aquél de la sinceridad de la paloma, con cargo de que
el primero, que descubriese la Corte del saber triunfante, avisase al
otro y le comunicase el bien hallado. Á poco rato, que se perdieron de
vista, no de afecto, encontró cada uno con su paraje bien diferente,
habitado de gentes totalmente opuestas y que vivían muy al revés unos
de otros.

Hallóse Critilo entre aquellos, que llaman los reagudos, gente toda de
alerta, hombres de ensenadas, de reflejas y de segundas intenciones,
de trato nada liso, sino doblado. Fuésele apegando luego un grande
narigudo, digo, nariagudo, no tanto para conducirle, cuanto para
explorarle. Y comenzó á tentarle el vado y querer sondarle el fondo
con rara destreza. Hombre al fin de atención y de intención. Hízosele
amigo de los que llaman hechizos ó echadizos, afectando agasajos y
mostrándosele muy oficioso, con que ambos se miraron con cautela y
procedían con resguardo. Lo primero en que reparó Critilo fué que,
encontrando muchos, que parecían muy personas, ellos no reparaban en él
ni le hacían cortesía. Calificóla ó por grosería ó por insolencia.

Ni uno ni otro, le respondió el nuevo camarada.

¿Pues qué?

Yo te lo diré. Que todos éstos son gente de su negocio y no atienden á
otro. No hacen caso sino de quien pueden hacer fortuna, no se cuidan
sino de quien dependen, y toda la cortesía, que hurtan á los demás, la
gastan con éstos. Aquellos del otro lado son hijos deste siglo, y aun
por eso tan metidos en él, todos puestos en acomodarse, como si se
hubiesen de perpetuar acá.

Toparon luego un raro sujeto, que, no contentándose con una ojeada, les
echó media docena. Y aunque aquí todos andaban muy despiertos, éste les
pareció desvelado.

¿Quién es éste?, preguntó Critilo.

No sé si te le podré dar á conocer así como quiera, que yo ha años que
le trato y aún no le acabo de sondar ni acertaré á definirle. Baste por
ahora saber que éste es el Marrajo.

¡Oh sí, dijo Critilo, ya estoy al cabo!

¿Cómo al cabo? Ni aun al principio. Que, si con otros para conocerlos
es menester comer un almud de sal, con éste doblada: porque él lo es
mucho.

Oyeron á otro, que venía diciendo:

La mitad del año con arte y engaño y la otra parte con engaño y arte.

No tiene razón, glosó Critilo, porque este aforismo ya yo le he oído
condenar y más entre astutos, donde más se engaña con la misma verdad,
cuando ninguno cree que algún otro la diga. Éste, sin más ver que su
figurilla y su modillo, es Tracillas; el mismo y viene hablando muy de
lo secreto y profundo con aquel otro su mellizo.

¿Y quién es?

Á ése le llaman el bobico y estarán trazando cómo armar alguna
zancadilla; pero de verdad que se las entienden. Que basta conocerlos y
tenerlos en esa opinión.

Y aun por eso viene diciendo aquel otro _sí, sí, entre bobos anda el
juego_. Con esto no les dejan hacer baza.

Asomó otro de la misma data.

¿Qué papel hace éste?

Es el tan nombrado Dropo y tan temido.

¿Y aquél?

El Zaino, otro que tal.

¿Creerás que no veo alguno déstos, que no me asuste? Heles cobrado
especial recelo.

No me admiro. Porque á ninguno llegan á hablar, que no le suceda lo
mismo. Todos los temen y se previenen.

Por eso cuentan de la raposa, dijo el Nariagudo, que, volviendo un
día muy asustados sus hijuelos á su cueva, diciendo habían visto una
espantosa fiera con unos disformes colmillos de marfil:

Quitá de ahí, no hay que temer, les dijo, que ese es elefante y una
gran bestia: no os dé cuidado.

Volvieron al otro día huyendo de otra, decían, con dos agudas puntas en
la frente.

He, que también es nada, les respondió, que sois unos simples.

Agora sí, que hemos topado otra con las uñas como navajas, ondeando
horribles melenas.

Ése es el león; pero no hay que hacer caso, que no es tan bravo como le
pintáis.

Finalmente vinieron un día muy contentos por haber visto, decían, un
otro, no animal ni fiera, sino muy diverso de todos los otros, pues
desarmado, apacible, manso y risueño.

Ahora sí, les dijo, que hay que temer. Guardaos dél, hijos míos, huid
cien leguas.

¿Por qué, si no tiene uñas ni puntas ni colmillos?

Basta que tiene maña. Ése es el hombre. Guardaos, digo otra vez, de su
malicia.

Y tú de aquel que pasa por allá, á quien todos le señalan con el dedo á
lo cigüeño. Es un raro sujeto, de quien dicen es un diablo y aun peor.
Aquél, que va á su lado, te venderá siete veces al día. ¿Pues qué otro
aquél, que va guiñando, llamado por eso el raposo, que lo es en el
nombre y en los hechos? Tiene bravas correrías, que toda ésta es gente
de artimaña.

Ora díme, ¿qué será la causa, preguntó Critilo, que cada uno anda de
por sí, nunca van juntos ni hacen camarada?, así como en cierta plaza,
donde ví yo pasearse muchos ciudadanos y cada uno solo, sin osarse
llegar, temiéndose unos á otros.

¡Oh!, respondió el Nariagudo, por éstos y ésos se dijo: _cada lobo por
su senda_.

Fué muy de notar el encuentro del codicioso con el tramposo, porque
urdía éste mil trapazas en un punto y el otro se las pasaba todas,
aunque las conocía, en atención de su codicia. Y es lo bueno que cada
uno decía del otro: ¡qué simple éste! ¡cómo que le engaño! ¿No reparas
en aquel tan ruincillo, digo chicuelo? Pues todo es malicias. Nada de
cuanto dices y piensas se le pasa por alto. Ni aquel otro de su tamaño
hay echarle dado falso.

Pues díme, ¿quién metió acá á aquél, que retira á tonto, y ya sabes que
en pareciéndolo lo son y aun la mitad de los que no lo parecen?

Advierte que no lo es, sino que sabe hacerlo. Así como aquel otro, que
hace los zonzos, que no hay peor desentendido que el que no quiere
entender.

Dudó Critilo y aun lo preguntó si acaso estaban en la lonja de Venecia
ó en el ayuntamiento de Córdoba ó en la plaza de Calatayud, que es
más que todo. Donde dijo un forastero, hablando con un natural y
confesándose vendido ó vencido:

Señor mío, por eso dicen que sabe más el mayor necio de Calatayud, que
el más cuerdo de mi patria. ¿No digo bien?

No por cierto, le respondió.

¿Pues por qué no?

Porque no hay ningún necio en Calatayud ni cuerdo en vuestra ciudad.

Pero nada has visto, le dijo el camarada, si no das una vista por la
satrapía.

Y guióle á ella. Díjole al entrar:

Aquí abrir el ojo y aun ciento y retirarlos bien.

Toparon un vejazo y otro más. Aquí admiró las bravas tretas, las
grandes sutilezas, jugando todos de arte mayor, que todos eran
peliagudos y nariagudos, mañosos, sagaces y políticos.

Pero, mientras anda aquí Critilo, ya comprado, ya vendido, bien será
que demos una vuelta en seguimiento de Andrenio, que va perdido por
el contrario paraje. Que casi todos los mortales andan por estremos
y el saber vivir consiste en topar el medio. Hallábase en el país de
los buenos hombres y ¡qué diferentes de aquellos otros! Parecían de
otra especie. Gente toda pacífica, por quienes nunca se revolvió el
mundo ni se alborotó la feria. Encontró de los primeros con Juan de
Buen Alma, á medio saludar, que se le olvidaban las palabras; con todo
eso contrajeron estrecha amistad. Allegóseles un otro, que también
dijo llamarse Juan, que aquí los más lo eran y buenos, si allá Pedros
revueltos.

¿Quién es aquel que pasa riéndose?

Aquel es de quien dicen que de puro bueno se pierde y es un perdido.
Aquel otro, el bueno bueno; y el que de puro bueno vale para nada,
gente toda amigable.

¡Qué poca ceremonia gastan!, ponderó Andrenio, ¡aun cortesía no hacen!

Es que no saben engañar.

Con todo eso se llegó y les saludó: _bon compaño_. Que venía con tal
sea mi vida y mi alma con la suya. No se oía un sí ni un no entre
ellos. En nada se contradecían, aunque dijeran la mayor paradoja,
ni porfiaban. Y era tal su paz y sosiego, que dudó Andrenio si eran
hombres de carne y sangre.

Bien dudas, le respondió el hombre de su palabra, á quien se holgó
mucho de ver, como cosa rara, y no era francés, que los más dellos son
de pasta y buenas pastas. Y en confirmación dello repara en aquél, todo
bocadeado, Don Fulano de Mazapán, que cada uno le da un pellizco. Aquel
otro es el canónigo Blandura, que todo lo hace bueno.

Vieron uno todo comido de moscas.

Aquél es la buena miel.

¡Qué buena gente toda ésta para superiores! Que ya así los buscan,
cabezas de cera que las puedan volver y revolver donde quisieren y
retorcerles las narices á un lado y á otro.

Aquí toparon con Buenas Entrañas, que no pensaba mal de nadie ni tal
creía.

Aquél se pasa de bueno y está harto pasado. Mira á todos como él; pero,
¡qué bueno estuviera el mundo, si así fueran todos!

Venía con el dejado y bien dejado de todos.

¡Qué hombre de tan linda corpulencia aquél!

Es el celebrado Pachorra, que nada le quita el sueño ni por
acontecimiento alguno le pierde, aunque sea el más trágico. Tanto que,
despertándole una noche para darle aviso de un estraño suceso, que
espantó el mundo:

Quitaos de ahí, dijo á los criados, ¿y no estaba ahí mañana para
decírmelo? ¿Pensabais que no había de llegar?

Sobre todo no se hartaba Andrenio de ver su traje, nada á lo plático,
sin pliegues, sin aforros y sin alforzas.

Vió á Don Fulano de todos y para nadie y para nada acompañado de una
gran camarada.

Aquel de la mano derecha es el primero que llega y el de la izquierda,
el último se le lleva. Al de más allá el que le pierde le gana y al
otro, tanto le querría mío como ajeno. Allí viene el que no sabe negar
cosa, el que no tiene cosa suya ni la acción ni la palabra. Aquel
otro todo lo otorga, Don Fulano del sí, antípoda de monseñor _noli po
fare_, gente toda bienquista y de vivir muchos años. De tal suerte que
preguntó Andrenio si era aquella la región de los inmortales.

¿Por qué lo dices?, le preguntó uno.

Porque ninguno veo, que se mate ni se consuma. Yo no sé de qué mueren
éstos.

No mueren, que ya lo están.

Antes yo digo que eso es saber vivir, tener buena complixión, hombres
sanos, gente de buenos hígados, de buen estómago y que, si otros hacen
de las tripas corazón, éstos al revés hacen del corazón tripas y crían
buena panza.

Así era su trato llano sin revoltijas. Ninguno tenía caracol en la
garganta. Hablaban sin artificio, llevaban el alma en la palma y aun
en palmas. No había aquí engañadores ni cortesanos ni cordobeses. Y
con pasar en Italia, no había ningún italiano; cuando mucho, alguno
de Bérgamo. De los españoles algún castellano viejo. De los franceses
algún albernio. Y muchos polacos. Fiábanse de todos sin distinción y
así todos los engañaban. Que ya no se ha de decir engañabobos, sino
buenos, que ésos son los más fáciles de engañar.

¡Qué lindo temple de tierra éste!, decía Andrenio, y mejor cielo.

En otro tiempo habíais de haber venido, le dijo un viejo, hecho al
buen tiempo, cuando todos se trataban de vos y todos decían vos como
el Cid: entonces sí que estaba este país muy poblado. No, no se había
descubierto aún el de la malicia ni se sabía hubiese tan mala tierra:
siempre se creyó era inhabitable más que la tórrida zona. Dios se lo
perdone á quien la halló. ¡Mirad qué India! No se topaba entonces un
hombre doblado por maravilla y todo el mundo le conocía y le señalaban
de una legua. Todos huían dél como de un tigre. Ahora todo está
maleado, todo mudado, hasta los climas y, según van las cosas, dentro
de pocos años será Alemania otra Italia y Valladolid otra Córdoba.

Pero, aunque estaba allí Andrenio, no vendido, sino hallado en aquella
mansión de la bondad y verdad, de la candidez y llaneza, con todo trató
de dejarla, pareciéndole era sobrada simplicidad. Y fué cosa notable
que ambos á la par, aunque tan distantes, parece que se orejearon, pues
convinieron en dejar cada uno el estremo por donde había echado, el
uno de la astucia, el otro de la sencillez. Y poniendo la mira en el
medio, descubrieron la Corte del saber prudente y se encaminaron allá.
Llegaron á encontrarse en un puesto, donde se volvían á unir ambas
sendas y á emparejarse los estremos. Aquí pareció estarles esperando
un raro personaje, de los portentosos, que se encuentran en la jornada
de la vida. Porque, así como algunos suelen hacerse lenguas y otros
ojos, éste se hacía sesos y todo él se veía hecho de sesos, de modo que
tenía cien corduras, cien esperas, cien advertencias y otros tantos
entendimientos. En suma, él era castellano en lo sustancial, aragonés
en lo cuerdo, portugués en lo juicioso y todo español en ser hombre de
mucha sustancia. Púsoselo á contemplar Andrenio, después de haberse
confabulado con Critilo, y decía así:

Señores, que tenga uno sesos en la cabeza está bien, que es allí el
solio del alma; pero lengua de sesos ¿á qué propósito? Si, aun siendo
de carne y muy sólida, desliza con riesgo de toda la persona, que sería
menos inconveniente tropezar diez veces con los pies, antes que una con
la lengua, que, si allí se maltrata el cuerpo con la caída, aquí se
descompone toda el alma, ¿qué será de una masa tan fluida y deleznable?
¿Quién la podrá gobernar?

¡Oh, cómo te engañas!, le respondió el Sesudo, que así se llamaba;
antes ahí conviene tener más seso, para andar con más tiento. Que no
hay palabra más bienarticulada, que la que está en el buche.

Narices de seso ¿quién tal inventó y para qué?, proseguía en su reparo
Andrenio. Los ojos ya podrían, para no mirar á tontas y á locas; pero
en las narices ¿de qué puede servir el seso?

¡Oh sí y mucho!

¿Pues para qué?

Para impedir que no se les suba el humo á las narices y lo tizne todo
y abrase un mundo. Hasta en los pies ha de haber seso y mucho y más en
los malos pasos. Que por eso decía un atento:

Aquí todo el seso ha de ir en el carcañal. Y si los que andan á caballo
le llevasen en los pies, no perderían tan fácilmente los estribos;
habría siquiera algún cuerdo entronizado. Así que todo el hombre para
bien ir habría de ser de sesos. Seso en los oídos para no oir tantas
mentiras ni escuchar tantas lisonjas, que vuelven locos á los tontos.
Seso en las manos para no errar el manejo y atinar aquello en que se
ponen. Hasta el corazón ha de ser de sesos para no dejarse tirar y aun
arrastrar de sus afectos. Seso y más seso y mucho seso para ser hombre
chapapado, sesudo y sustancial.

¡Qué pocos he topado yo de ese modo!, decía Critilo.

Antes oí decir á uno, ponderó Andrenio, que no había sino una onza de
seso en todo el mundo y que de ésa, la mitad tenía un cierto personaje,
que no le nombro por no incurrir en odio, y la otra estaba repartida
por los demás: ¡mirad qué le cabría á cada uno! Engañóse quien tal
dijo. Nunca más seso ha habido en el mundo, pues no ha dado ya al
traste con tanta priesa como le han dado.

Ora, díme, instó Andrenio, ¿de dónde has sacado tú tanto seso, así te
dure? ¿Dónde le hallaste?

¿Dónde? En las oficinas en que se forja y en las boticas donde se vende.

¿Qué dices? ¿Boticas hay de cordura? Nunca tal he topado con tanto como
he discurrido.

¿Pues no te corres tú de saber dónde se vende el vestir y el comer
y no dónde se compra el ser personas? Tiendas hay donde se feria el
entendimiento y el juicio. Verdad sea que es menester tenerle para
hallarle.

¿Y á qué precio se vende?

Á aprecio.

¿De qué modo?

Teniéndole.

¿Á buen ojo?

No, sino á peso y medida. Pero vamos, que hoy os he de conducir á las
mismas oficinas donde se forjan y se labran los buenos juicios, los
valientes entendimientos, á las escuelas de ser personas.

Y dínos, ¿en esas oficinas, que tú dices, refinan mucho seso cada día?

No va sino por años y para sola una onza hay que hacer toda una vida.

Fuélos introduciendo en una tan espaciosa cuan especiosa plaza,
coronada de alternados edificios, unos muy majestuosos, que parecían
alcázares reales; otros muy pobres, como casas de filósofos; hasta
pabellones militares entre patios de escuelas. Quedaron admirados
nuestros peregrinos de ver tal variedad de edificios y, después de bien
registrados los de una y otra acera, le preguntaron dónde estaban las
oficinas del juicio, las tiendas del entendimiento.

Esas, que veis, son. Mirad á un lado y á otro.

¿Cómo es posible, si aquéllos son palacios, donde más presto suele
perderse el juicio, que cobrarse, y aquellas otras militares tiendas
más lo suelen ser de la temeridad, que de la cordura? Pues aquellos
patios llenos de estudiantes, menos lo serán, que entre gente moza no
se hallará la prudencia y en cascos verdes no cabe la madurez.

Pues sabed que ésas son las oficinas donde se funden los buenos
caudales. Ahí se forjan los grandes hombres. En esos talleres se
desbastan de troncos y de estatuas y se labran los mayores sujetos.
Mirad bien aquel primer palacio tan suntuoso y augusto. En él se
fundieron los mayores hombres de aquel siglo, los prudentes senadores,
los sabios consejeros, los famosos escritores. Y así como otros
inculcan estatuas mudas entre columnas pesadas para adorno de las
vistosas fachadas, aquí veréis gigantes vivos, varones eminentes.

Así es, dijo Critilo, que aquel de la mano derecha parece el
sentencioso Horacio y el de la izquierda es el más fecundo que facundo
Ovidio, coronándole el superior Virgilio.

Según eso, dijo Andrenio, ¿aquél es el palacio del más augusto de los
Césares?

No has de decir; se vió la oficina heroica de los mayores sujetos de su
tiempo. Ese gran emperador les dió entendimiento con sus estimaciones
y ellos á él inmortalidad con sus escritos. Volved la mira á aquel
otro, no fabricado de mármoles sin alma, sino de vivas columnas, que
sostienen reinos, escuela cortesana de los mayores entendimientos, y
fueron muchos en aquella era.

¿Sería grande su dueño?

Y aun magnánimo, pues el inmortal rey Don Alonso, por quien se dijo que
Aragón era la turquesa de los reyes.

Vieron otro de animadas piedras, hablando con lenguas de inscripciones.
No se veían tablas rasas de mármol, como en otros alcázares; sino
grabadas de sentencias y heroicos dichos.

¡Oh, gracias al cielo, dijo Critilo, que veo un palacio, que huele á
personas!

Fuélo mucho su gran dueño, digo el rey Don Juan el Segundo de
Portugal, volviendo por el crédito de los Juanes. Pero no es menos de
admirar aquél, que allá se ve alternado de espadas y de plumas del
rey Francisco el primero de la Francia, estendiendo á la par ambas
reales manos á los sabios y á los valerosos, que no á los farsantes y
farfantes. Mas ¿no reparáis en aquel coronado de palmas y de laureles,
que ocupa el supremo ápice del orbe y de los siglos? Aquél es el
inmortal trono del gran pontífice León décimo, en cuyo seno anidaron
las águilas ingeniosas, más seguramente que en el del fabuloso Júpiter;
aunque fué ingeniosa invención para declarar cuán favorecidos deben ser
de los príncipes los varones sabios, águilas en la vista y en el vuelo.
Aquel otro es del prudentazo rey de las Españas Felipe el Segundo y
escuela primera de la prudente política, donde se forjaron los grandes
ministros, los insignes gobernadores, generales y virreyes.

¿Qué tienda militar es aquélla, que se hace lugar entre los palacios
magníficos? ¿Á qué propósito se baraja lo militar con lo cortesano?

¡Oh, sí!, respondió el varón de sesos, porque has de saber que también
los militares pabellones son oficinas de los hombres grandes, no menos
valerosos que entendidos. Apréndese mucho en ellos. Dígalo el marqués
de Grana y Carreto. Porque ahí se sabe, no tanto de capricho, cuanto de
experiencia. Aquélla es la del Gran Capitán, á quien dió lugar entre
los reyes el de Francia, diciendo:

Bien puede comer con reyes el que vence reyes.

Fué tan cortesano como valiente, de tan gran brazo como ingenio,
plausible en dichos y en hechos. Aquella otra es del duque de Alba,
escuela de la prudencia y experiencia, así como su casa en la paz era
el paradero de los grandes hombres y por eso tan recomendada de Juan de
Vega á su hijo, cuando le enviaba á la Corte.

¿Qué otro modelo de edificios sabios son aquéllos, no suntuosos, pero
honorosos?

Ésos, dijo, no son alojamientos de Marte, albergues sí de Minerva.
Ésos son los colegios mayores de las más célebres universidades de la
Europa. Aquellos cuatro son los de Salamanca, aquel otro el de Alcalá y
el de más allá San Bernardino de Toledo, Santiago el de Huesca, Santa
Bárbara en París, los Albornoces de Bolonia y Santa Cruz de Valladolid.
Oficinas todas donde se labran los mayores hombres de cada siglo, las
columnas que sustentan después los reinos, de quienes se pueblan los
consejos reales y los parlamentos supremos.

¿Qué ruinas son aquellas tan lastimosas, cuyas descompuestas piedras
parecen estar llorando su caída?

Esas, que ahora lloran, en algún tiempo y siempre de oro, sudaban
bálsamo oloroso y, lo que es más, distilaban sudor y tinta. Ésos fueron
los palacios de los plausibles duques de Urbino y de Ferrara, asilos de
Minerva, teatro de las buenas letras, centro de los superiores ingenios.

¿Qué es la causa, preguntó Critilo, que no se ven anidar ya como solían
las águilas en tantos reales asilos?

No es porque no las haya, sino que no hay un Augusto para cada
Virgilio, un Mecenas para cada Horacio, un Nerva para cada Marcial y un
Trajano para cada Plinio. Creedme que todo gran hombre gusta de los
grandes hombres.

Mayor reparo es el mío, dijo Andrenio, y es cuál sea la causa que los
príncipes se pagan más y les pagan también á un excelente pintor,
á un escultor insigne, y los honran y premian mucho más, que á un
historiador eminente, que al más divino poeta, que al más excelente
escritor. Pues vemos que los pinceles sólo retratan el exterior; pero
las plumas el interior. Y va la ventaja de uno á otro, que del cuerpo
al alma. Exprimen aquéllos, cuando mucho, el talle, el garbo, la
gentileza y tal vez la fiereza; pero éstas, el entendimiento, el valor,
la virtud, la capacidad y las inmortales hazañas. Aquéllos les pueden
dar vida por algún tiempo, mientras duraren las tablas ó los lienzos,
ya sean bronces; mas estas otras por todos los venideros siglos, que
es inmortalizarlos. Aquéllos los dan á conocer, digo á ver á los pocos
que llegan á mirar sus retratos; mas éstas á los muchos que leen sus
escritos, yendo de provincia en provincia, de lengua en lengua y aun de
siglo en siglo.

¡Oh Andrenio, Andrenio!, le respondió el Prudente, ¿no ves tú que las
pinturas y las estatuas se ven con los ojos, se tocan con las manos,
son obras materiales? No sé si me has entendido bastantemente.

Vieron ya en las oficinas del tiempo y del ejemplo formar un grande
hombre, copiándole más felizmente de siete héroes, que el retrato de
Apeles de las siete mayores bellezas.

¿Quién es éste?, preguntó Andrenio.

Y el Sesudo:

Éste es un héroe moderno, éste es...

Tate, le interrumpió Critilo, no le nombres.

¿Por qué no?, replicó Andrenio.

Porque no importa.

¿Cómo no, habiendo nombrado hasta agora tanto insigne varón, tantos
plausibles sujetos?

De eso estoy arrepentido.

¿Pues por qué?

Porque piensan ellos que el celebrarlos es deuda y así no hacen mérito
del obsequio. Creen que procede de justicia, cuando no es sino muy de
gracia. Por lo tanto anduvo discretamente donoso aquel autor, que en la
segunda impresión de sus obras puso entre las erratas la dedicatoria
primera.

Al contrario en otra oficina atendieron cómo estaban forjando cien
hombres de uno, cien reyes de un Don Fernando el Católico y aún le
quedaba sustancia para otros tantos. Aquí era donde se fundían los
grandes caudales y se formaban las grandes testas, los varones de
chapa, los hombres sustanciales. Y notó Andrenio que lo más dificultoso
de ajustar eran las narices.

Hartas veces lo he reparado yo, decía Critilo, que suele acertar la
naturaleza las demás facciones. Sacaba unos buenos ojos con ser de
tanto artificio, una frente espaciosa y serena, una boca bien ajustada;
pero en llegando á la nariz se pierde y de ordinario la yerra.

Es la facción de la prudencia ésa, ponderó el Cuerdo, tablilla del
mesón del alma, señuelo de la sagacidad y providencia.

Resonó en esto un vulgar estruendo de trompetas y atabales.

¿Qué es esto?, corrían de unas y otras partes preguntando.

Pregón, pregón, respondían otros.

¿Qué cosa?

Un bando, que manda echar el coronado Saber por todo su imperio de
aciertos.

¿Y á quién destierran? ¿Acaso al Arrepentimiento, que no tiene cabida
donde hay cordura, ó á tu grande enemiga la propria Satisfación?
¿Publícase la guerra contra la envidiosa Fortuna?

Nada de eso es, les respondieron, sino una crítica reforma de los
comunes refranes.

¿Cómo puede ser eso, replicó Andrenio, si están hoy tan recibidos, que
los llaman Evangelios pequeños?

Recibidos ó no, llegaos y oid lo que el pregonero vocea.

Atendieron curiosos y, después de haber prohibido algunos, oyeron que
proseguía así:

Item más mandamos que ningún cuerdo en adelante diga que _quien tiene
enemigos no duerma_; antes lo contrario, que se recoja temprano á su
casa, se acueste luego y duerma, que se levante tarde y no salga de su
casa hasta el sol salido.

Item que nunca más se diga, que _quien no sabe de abuelo no sabe
de bueno_; antes bien que no sabe de malo, pues no sabe que fué un
mecánico sombrerero, un carnicero, un tundidor y otras cosas peores.

Que ninguno sea osado decir que _los casamientos y las riñas de prisa_,
por cuanto no hay cosa que se haya de tomar más de espacio que el irse
á matar y casar y se tiene por constante que los más de los casados,
si hoy hubieran de volver, lo pensaran mucho. Y como decía aquél:
_Dejádmelo pensar cien años_.

También se prohibe el decir que _más sabe el necio en su casa, que
el sabio en la ajena_, pues el sabio dondequiera sabe y el necio
dondequiera ignora.

Sobre todo que ninguno de hoy más se atreva á decir _no me den
consejos, sino dineros_, que el buen consejo es dineros y vale un
tesoro y al que no tiene buen consejo no le bastará una India ni aun
dos.

Entiendan todos que aquel otro refrán, que dice _aquello se hace
presto, que se hace bien_, proprio de los españoles, es más en favor de
mozos perezosos, que de amos bien servidos, y así se ordena á petición
de los franceses y aun de italianos que se vuelva del revés y diga en
favor de los amos puntuales: _aquello se hace bien, que se hace presto_.

Que por ningún acontecimiento se diga, que _la voz del pueblo es la
de Dios_; sino de la ignorancia y de ordinario por la boca del vulgo
suelen hablar todos los diablos.

Item se suspende en esta era aquel otro _honra y provecho no caben en
un saco_, viendo que hoy el que no tiene no es tenido.

Como una gran blasfemia se veda el decir _ventura te dé Dios, hijo, que
el saber poco te basta_, por cuanto de sabiduría nunca hay bastante ¿y
qué mayor ventura que el saber y ser persona?

Así como unos se prohiben del todo, otros se enmiendan en parte. Por lo
cual no se diga que _al buen callar llaman Sancho_, sino Santo y en las
mujeres milagroso, si ya no es que por Sancho se entienda lo callado
del conejo.

¿Quién tal pudo decir _asno de muchos, lobos se lo comen_?; antes él se
los come á ellos y come como un lobo y come el pan de todos, diciendo:
Yo me albardaré y el pan de todos me comeré; que ya el ser muy hombre
embaraza y el saber bobear es ciencia de ciencias.

Fué muy mal dicho _el mozo y el gallo un año_, porque, si es malo, ni
un día, y si bueno, toda la vida.

Item se condenan á descaramiento algunos otros, como decir _preso
por mil, preso por mil y quinientas_; _al mayor amigo, el mayor
tiro_. Y aquello de _ándeme yo caliente y ríase la gente_ es una muy
desvergonzada frialdad; sólo se les permita á las mujeres, que andan
escotadas el decir _ándeme yo fría y mas que todo el mundo se ría_.

Otros se mandan moderar, como aquel _bien haya quien á los suyos
parece_, que no se ha de estender á los hijos y nietos de alguaciles,
escribanos, alcabaleros, farsantes, venteros y _otra simili canalla_.

Otros se interpretan como aquel _dondequiera que vayas, de los tuyos
hayas_; antes se ha de huir de los suyos el que quisiere vivir con
quietud, paz y contento, y de sus paisanos el que pretendiere honra y
estimación.

Item se destierra por ocioso el _cobra buena fama y échate á dormir_,
pues ya, aun antes de cobrarla, se echan á dormir todos.

Modérese aquel que dice _en los nidos de antaño no hay pájaros ogaño_.
Pluguiera á Dios que el amancebado y el adúltero no se estuvieran en
el lecho como el chinche ni los tahures en el garito quemados, que
estuvieran los nidos encubridores y las redes de las arañas de las
escribanías, atentas á coger la mosca del malaconsejado pleiteante.

Aquello de _Dios me dé contienda con quien me entienda_ sin duda que
fué dicho de algún sencillo; los políticos no dicen así, sino con quien
no me entienda ni atine con mis intentos ni descubra de una legua mis
trazas.

_El dormir sobre ello_ es una necedad muy perezosa; no diga sino velar.

Item se prohibe como pestilente dicho _mal de muchos, consuelo de
todos_; no decía en el original, sino de tontos y ellos le han
adulterado.

Á instancia de Séneca y otros filósofos morales sea tenido por un
solemne disparate decir _haz bien y no mires á quién_; antes se ha
de mirar mucho á quien, no sea el ingrato, al que se te alce con la
baraja, al que te saque después los ojos con el mismo beneficio, al
ruin que se ensanche, al villano que te tome la mano, á la hormiga que
cobre alas, al pequeño que se suba á mayores, á la serpiente que reciba
calor en tu seno y después te emponzoñe.

No se diga que _lo que arrastra, honra_; sino al contrario, que lo que
honra arrastra y trae á muchos más arrastrados que sillas.

Item, á petición de los hortelanos, _no se dirá mal de tu perro_; pero
sí de tu asno, que se come las berzas y las deja comer.

Enmiéndese aquel otro _con tu mayor no partas peras_; no diga sino
piedras, que lo demás es decir que se alce con todo.

Tampoco sirve decir _quien todo lo quiere_, _todo lo pierde_, por
cuanto es preciso tirar á todo y aun á más, para salir con algo. Dirá,
pues, como quien yo sé: señor, si todo lo puedo, todo lo quiero.

También es falso aquel de _bien canta Marta después de harta_; antes ni
bien ni mal, que, en viéndose hartos, ni canta Marta ni pelea Marte,
sino que se echan á poltrones.

_Cada loco con su tema_ es poco; diga con dos y de aquí á un año con
ciento.

_Lo que se usa, no se escusa_: necedad. Eso es lo que se debe escusar,
que ya no se usa lo bueno ni la virtud ni la verdad ni la vergüenza ni
cosa, que comience deste modo.

_Díselo tú una vez, que el diablo se lo dirá diez_: dicho de otro tal.
Si malo, ¿para qué se lo ha de decir? Si bueno, nunca se lo dirá el
diablo.

Engañóse quien dijo que _el paciente es el postrero_; antes quieren ya
ser los primeros en todo y ir delante.

Por necedad se prohibe el decir _más valen amigos en plaza que dineros
en arca_: lo uno porque ¿dónde se hallaran verdaderos y fieles?; lo
otro porque á quien tiene dineros en arca nunca le faltan amigotes en
todas partes.

Aquel otro _ni para buenos ganar ni para malos dejar_ sin duda salió de
algún gran perdigón, pues antes á los buenos se les ha de dejar y á los
malos ganar, para que sean buenos.

_No hay mal que no venga por bien_: una por una el mal va delante y
abrir puerta á un mal es abrirla á ciento, porque el mal va donde más
hay.

Item se enmiende aquel _donde fueres, harás como vieres_; no diga sino
como debes.

Extínguese de todo punto aquel que dice _mal le va á la casa_, _donde
no hay corona rasa_; antes muy bien y muy mal donde la hay, porque la
hacienda de la Iglesia pierde toda la otra y arrasa la mejor casa.

_Por mucho madrugar no amanece más presto_ es dicho de dormilones;
entiendan que el trabajar es hacer día y el que madruga goza de día y
medio; pero el que tarde se levanta todo el día trota.

_Si uno no quiere, dos no barajan_: éste no tiene lugar en Valencia,
porque allí, aunque uno no quiera empeñarse, le obligan y ha de
porfiar, aunque reviente de cuerdo.

No se diga ya que _el dar va con el tomar_, porque no se sigue bien.
Podríase proponer por enigma y preguntar: ¿cuál fué el primero el dar ó
el tomar?

_Quien no sabe pedir, no sabe vivir_: ¡qué engaño!; antes el pedir es
morir para los hombres de bien: no diga sino quien no sabe sufrir.

Peor es aquel _quien tiene argén, tiene todo bien_; no sino todo mal,
como decir _voluntad es vida_; no es sino muerte.

Item se prohibe por cosa ridícula el decir _riña de por San Juan, paz
para todo el año_: ¿qué más tiene la de por San Juan, que la de por San
Antón? ¿Y quien tiene mal San Juan, qué buena pascua espera?

_Duro es Pedro para cabrero_; peor fuera blando.

_Quien se muda, Dios le ayuda_: entiéndese, cuando iba de mal en peor;
que el mudar de cartas es treta de buenos jugadores, cuando dice mal el
juego.

_El sufrido es bien servido_; no, sino muy mal y cuanto más, peor.

_¿Quieres ser papa? póntelo en la testa_: muchos se lo ponen, que no
salen de sacristanes; más valdría en las manos, con obras y méritos.

_Quien tiene lengua, á Roma va_: entiéndese por penitencia de los
pecados del hablar.

Por ningún caso se diga _darse un buen verde_; no, sino muy malo y muy
negro, que al cabo deja en blanco y el rostro avergonzado y la tez
amarilla y los labios cárdenos, vengándose dél todos los demás colores.

Tampoco es verdadero decir _quien malas mañas ha_, _tarde ó nunca las
pierde_; no, sino muy presto: porque ellas acaban con él y con la vida
y con la hacienda y con la honra, cuando él no con ellas.

Engañóse también el que dijo _casarás y amansarás_; antes al contrario
es menester que ellas amansen, para poderse casar, y se tiene observado
que ellos se vuelven más bravos, pues preguntando, ¿_por qué no riñe su
amo_?, responde: _porque no es casado_.

Mándale leer al trocado aquel que dice _que los locos dicen las
verdades_, esto es que los que las dicen son tenidos por locos y aun
de ese achaque se han deslumbrado varias veces algunas verdades bien
importantes, que pudieran desengañar á muchos.

Al que dijo _en Toledo no te cases, compañero_, pudiérasele preguntar
¿pues dónde, que no suceda lo mismo? Léase en _Toledo_ sincopado, con
que dirá en _todo_ el mundo.

_El mozo vergonzoso, el diablo le metió en palacio_: ya no se ve el
tal, sino su contrario, embusteros y aduladores.

_Al médico y al letrado no le quieras engañado_; antes sí, que de
ordinario discurren al revés y de ese modo acertarán.

_No se toman truchas á bragas enjutas_; digo que sí, que los buenos
pescadores las toman presentadas.

_No hay peor sordo, que el que no quiere oir_: otro hay peor, aquel que
_por una oreja le entra y por la otra se le va_.

_Allá van leyes, donde quieren los reyes_; no digo sino los malos
ministros.

_Á mal paso, pasar postrero_; por ningún caso, ni primero ni postrero,
sino rodear.

_Cuando la barba de tu vecino veas pelar, echa la tuya en remojo_: ¿de
qué servirá, sino de que se la pelen más fácilmente y aun se la repelen?

_Más da el duro, que el desnudo_: una por una ya dió éste hasta la
capa, el otro aún se está por ver; y él repite _para tener dineros,
tenerlos_.

Item se ordena que no se diga que _los criados son enemigos no
escusados_; sino muy escusados y que para cada falta tienen cien
escusas. Los hijos, sí, se llamen de esa suerte ó enemigos dulces, que
cuando chiquitos hacen reir y cuando grandes llorar.

_Grande pie y grande oreja, señal de grande bestia_: mas no, sino un
piedecito de un chisgarabís sin asiento ni fundamento; y una grande
oreja es alhaja de un príncipe, para oirlo todo.

Item, ninguno se persuada que _son buenas mangas después de pascua_ y
cuanto más anchas, peores, si es por pascua florida.

Tampoco vale decir _quien calla otorga_; antes es un político atajo del
negar y, cuando uno otorga en su favor, no se contenta con un sí, sino
que echa media docena.

Aquello de _á uso de Aragón, á buen servicio mal galardón_, los
aragoneses lo entienden por pasiva.

_Á falta de buenos, han hecho á mi marido jurado_: engáñase, que antes
por ser ruin notoriamente, que ya se buscan los peores.

_Quien quisiere mula sin tacha, estése sin ella_: bobería; más fácil es
quitársela.

_El que da presto, da dos veces_ no está bien entendido; no sólo dos,
pero tres y cuatro. Porque en dando, luego le vuelven á pedir y él á
dar, con que, mientras el duro da una vez, el liberal da cuatro.

Desta suerte fué prosiguiendo el pregonero en prohibir otros muchos,
que nuestros peregrinos, cansados de tal prolijidad, remitieron al
examen de los entendidos y también porque les dió priesa el Sesudo,
para que llegasen á la oficina mayor, donde se refinaba el seso y se
afinaba la sindéresis. El cómo y dónde, quedarse ha para la otra Crisi.



CRISI VII

_La hija sin padre en los desvanes del mundo._


Opinaron algunos sabios que con ser el hombre la obra más artificiosa y
acabada, le faltaban aún muchas cosas para su total perfección. Echóle
uno menos la ventanilla en el pecho, otro un ojo en cada mano, éste
un candado en la boca y aquél una amarra en la voluntad; mas yo diría
faltarle una chiminea en la coronilla de la cabeza y algunos dos, por
donde se pudiesen exhalar los muchos humos, que continuamente están
evaporando del cerebro. Y esto mucho más en la vejez. Que si bien la
considera, no hay edad, que no tenga su tope, y alguna dos y la vejez
ciento.

Es la niñez ignorante, la mocedad desatenta, la edad varonil trabajada
y la senectud jactanciosa. Siempre está humeando presunciones,
evaporando jactancias, cebando estimaciones y solicitando aplausos.
Como no hallan por dónde exhalarse estos desapacibles humos, sino por
la boca, ocasionan notable enfado á los que les oyen y mucha risa, si
son cuerdos.

¿Quién creyera que Andrenio y mucho menos Critilo, recién caldeados en
las oficinas de la cordura, frescamente salidos de darse un baño moral
de prudencia y atención, habían de errar jamás las sendas de la virtud,
las veredas de la entereza? Pero así como dentro de la más fina grana
se engendra la polilla, que la come, y en las entrañas del cedro el
gusano, que le carcome, así de la misma sabiduría nace la hinchazón,
que la desluce, y en lo más profundo de la prudencia la presunción, que
la desdora.

Iban, pues, ambos peregrinos en compañía del varón de sesos,
encaminándose á Roma y acercándose á su deseada Felisinda. No acababan
de celebrar los prodigios de cordura, que habían hallado en ellos
palacios del coronado saber, aquellos grandes hombres, forjados todos
de sesos y aquellos otros de quienes se pudiera sacar zumo para otros
diez y sustancia para otros veinte; los verdaderos gigantes del valor
y del saber, los fundadores de las monarquías, no confundidores, los
de cien orejas para las noticias y de cien manos para las ejecuciones;
aquel estraño modo de cocer los sujetos grandes en cincuenta y sesenta
otoños de ciencia y experiencia. Aquí vieron formar un gran rey y
cómo le daban los brazos del emperador Carlos Quinto, la testa de
Felipe Segundo y el corazón de Felipe Tercero y el celo de la religión
católica del rey don Felipe Cuarto. Íbales dando las últimas liciones
de cordura.

Advertid, les decía, que por una de cuatro cosas llega un hombre á
saber mucho, ó por haber vivido muchos años ó por haber caminado muchas
tierras ó por haber leído muchos y buenos libros, que es más fácil, ó
por haber conversado con amigos sabios y discretos, que es más gustoso.

Por último primor de la cordura les encargó la española espera y la
sagacidad italiana. Sobre todo, que atendiesen mucho á no errar las
principales y mayores acciones de la vida, que son como las llaves del
ser y del valer.

Porque mirad, les decía, que un hombre pierda un diente ó una uña, y
aunque sea un dedo, poco importa, fácilmente se suple ó se disimula;
pero aquello de perder un brazo, tener un ojo menos, mancarse de una
pierna, ésa sí que es gran tacha. Adviértese mucho, que afea toda la
persona. Pues así digo que un hombre yerre una acción pequeña, no
hace mucho al caso, fácilmente se disimula; pero aquello de errar las
mayores acciones de la vida, las principales ejecuciones, en que va
todo el ser, las partes sustanciales, eso sí que monta mucho, que es un
cojear la honra, afear la fama y un deformar toda la vida.

Esto iban repasando, cuando vieron que en medio del camino real estaban
batallando dos bravos guerreros y, no sólo contendiendo de palabra,
sino muy de obra, haciéndose el uno al otro valientes tiros á toda
oposición. Aquí el sesudo guión hizo alto y, por evitar el empeño, les
pidió licencia de retirarse á sagrado y volverse á su centro, que dijo
ser el retrete de la prudencia; mas ellos, asiendo dél fuertemente,
le suplicaron no los dejase y menos en aquella ocasión, antes bien
que apresurasen todos tres el paso hacia los dos combatientes, para
despartirlos y detenerlos.

No hagáis tal, les dijo, que el que desparte suele siempre llevar la
peor parte.

Porfiaron ambos, encaminándose á la pendencia y llevándole á él asido
en medio. Cuando llegaron cerca y creyeron hallarlos muy malparados y
aun heridos de muerte de sus mismos hierros, advirtieron que no les
salía gota de sangre ni les faltaba el menor pelo de la cabeza.

Sin duda que estos guerreros, dijo Andrenio, están encantados y que son
otros horrilos, que no pueden morir, sino es que les corten un cierto
cabello de la cabeza, que suele ser el de la ocasión, ó les atraviesen
la planta del pie, como fundamento de la vida, según lo discurre
el ingenioso Ariosto, no bien entendido hasta hoy: perdónenme sus
italianos ingenios.

Ni es eso ni esotro, respondió el Sesudo; ya yo atino lo que es. Sabed
que este primero es uno de aquellos, que llaman insensibles, de los
que nada les hace mella, nada les empece, ni los mayores reveses de
la fortuna ni los tajos de la propia naturaleza ni los mandobles de
la ajena malignidad. Aunque todo el mundo se conjure contra ellos, no
los sacará de su paso. No por eso dejan de comer ni pierden el sueño y
dicen que es indolencia y aun magnanimidad.

¿Y este otro, preguntó Andrenio, de tan gentil corpulencia, tan grueso
y tan hinchado?

Ése es, le respondió, de otro género de hombres, que llaman fantásticos
y entumecidos, que tienen el cuerpo aéreo. No es aquella verdadera y
sólida gordura; sino una hinchazón fofa. Y se conoce en que, si los
hieren, no les sacan sangre, sino viento, haciendo más caso de la
reputación que pierden, que de la herida que reciben.

Pero lo más digno de reparo fué que á todo esto, no sólo no cesaron
de su necia porfía, cuando llegaron á ellos los tres pasajeros; antes
renovaron con mayor empeño la pendencia. Arremetieron á la par ambos
peregrinos á detenerlos, dejando libre al Varón de sesos, que como tal,
en viendo la suya, dejó la ajena y se metió en salvo, dejándolos á
ellos en el empeño. Que siempre falta el seso á lo mejor y la cordura,
cuando más fué menester. Con harta dificultad pudieron sosegarlos,
preguntándoles la ocasión de su debate, á que respondieron ser por
ellos. Causóles mayor reparo y aun cuidado.

¿Cómo por nosotros, si no nos conocéis ni os conocemos?

Ahí veréis lo poco que han menester para empeñarse dos necios. Peleamos
por cuál os ha de ganar y conduciros á su región muy opuesta.

Si por eso es, tratad de deponer los aceros y de informarnos de quiénes
sois y adónde pretendéis llevarnos, dejándolo á nuestra elección.

Yo, dijo el primero, queriéndolo ser en todo, soy el que guío los
mortales pasajeros á ser inmortales, á lo más alto del mundo, á la
región de la estimación, á la esfera del lucimiento.

Gran cosa, dijo Critilo: á esa parte me atengo.

Y tú ¿qué intentas?, le preguntó al otro Andrenio.

Yo soy, respondió, el que en este paraje de la vida conduzgo los
fatigados viandantes al deseado sosiego, á la quietud y al descanso.

Hízole grande armonía á Andrenio esto del descansar, aquello de tender
la pierna y dedicarse á la venerable poltronería y declaróse luego de
su banda. Creció con esto la contienda, pasando de los dos guerreros á
los dos peregrinos, y trabóse más porfiadamente entre los cuatro.

Yo, decía Andrenio, al dulce ocio me consagro. Ya es tiempo de
descansar. Trabajen los mozos, que ahora vienen al mundo, suden como
nosotros hemos sudado, anhelen y revienten por conseguir los bienes de
la industria y la fortuna; que á un viejo permítasele entregarse ya al
dulce ocio y al descanso, atendiendo á su regalo, cuando no hace poco
en vivir.

¿Quién tal dice?, replicó Critilo. Cuanto más anciano uno, es más
hombre, y cuanto más hombre, debe anhelar más á la honra y á la fama.
No se ha de alimentar de la tierra, sino del cielo. No vive ya la vida
material y sensual de los mozos ó los brutos, sino la espiritual y más
superior de los viejos y los celestes espíritus. Goce de los frutos
de la gloria, conseguidos con los afanes de tanta pena, corónese el
trabajo de las demás edades con las honras de la senectud.

Todo el precioso día gastaron en su necia altercación, asistiéndoles á
cada uno su padrino, á Critilo el Vano, y á Andrenio el Poltrón, sin
poderse ajustar; antes estuvieron al canto de dividirse, echando por su
opinión cada uno. Mas Andrenio, porque no se dijese que siempre tomaba
la contraria y quería salir con la suya, se dobló esta vez, diciendo
que se rendía más al gusto de Critilo, que al acierto. Comenzóles
á guiar el Fantástico y á seguirles el Ocioso, en fe de que les
conduciría después á su paraje, no contentándoles el que emprendían,
como lo tenía por cierto. Á pocos pasos descubrieron un empinado monte,
con toda propiedad soberbio, y comenzó á celebrarse el Desvanecido,
dándose todos los epítetos de grandeza.

Mirad, decía, ¡qué excelencia, qué eminencia, qué alteza!

¿Y dónde te dejas lo serenísimo?, replicó el Ocioso.

Coronaba su frente un extravagante edificio, pues todo él se componía
de chimeneas, no ya siete solas, sino setecientas, y por todas no
paraba de salir espeso humo, que en altivos penachos se esparcía al
aire, y todos se los llevaba el viento.

¡Qué perennes voladores aquéllos!, ponderaba Critilo.

¡Y qué enfadosa estancia!, decía Andrenio. ¿Quién puede vivir en ella?
De mí digo, que ni un cuarto de hora.

¡Qué bien lo entiendes!, respondió el Jactancioso; antes aquella es la
vivienda propia de los muy personas, de los estimados y aplaudidos.

Había chimeneas de todos modos, unas á la francesa, muy disimuladas y
angostas; otras á la española, muy campanudas y huecas, para que aun en
esto se muestre la natural antipatía de estas dos naciones, opuestas en
todo, en el vestir, en el comer, en el andar y hablar, en los genios é
ingenios.

¿Veis allí, les decía el Vano, el alcázar más ilustre del orbe?

¿De qué suerte?, replicó Andrenio.

Y el Ocioso:

Mejor dijeras el más tiznado, el más curado con tanta humareda.

¿Pues hay hoy en el mundo cosa que más valga ni más se busque que el
humo?

¿Qué dices? ¿Y para qué puede valer, sino para tiznar el rostro, hacer
llorar los ojos y echar á un cuerdo de su casa y aun del mundo?

¿Quién tal discurre? No sólo no huyen dél las personas; sino que se
andan tras él. Hombre hay, que por un poco de humo dará todo el oro
de Génova, que no ya de Tíbar. Yo le ví dar á uno más de diez mil
libras de plata por una onza de humo. Dicen que es hoy el mayor tesoro
de algunos príncipes y que les vale una India, pues con él pagan los
mayores servicios y con él contentan los más ambiciosos pretendientes.

¿Cómo es eso, que con humo les pagan? ¿Cómo es posible?

Sí, porque ellos se pagan de él. ¿Nunca has oído decir que con el humo
de España se luce Roma? ¿Sabes tú qué cosa es tener un caballero humos
de título y su mujer de condesa y de marquesa y que les llamen señoría?
¿Humos de mariscal, de par de Francia, de grande de España, de palatino
de Alemania, de baiboda de Polonia? ¿Piensas tú que se estiman en poco
estas penacheras, tremolando al aire de su vanidad? Con este humo de
la honrilla se alienta el soldado, se alimenta el letrado y todos se
van tras él. ¿Qué piensas tú que fueron y son todas las insignias, que
han inventado, ya el premio, ya la ambición, para distinguirse de los
demás, las coronas romanas cívicas ó murales de encina ó grama, las
cidaris persianas, los turbantes africanos, los hábitos españoles, las
jarreteras inglesas y las bandas blancas? Un poco de humo, ya colorado,
ya verde y de todas maneras y en todas partes plausible.

Íbanse encaramando por aquellas alturas y subidas con buen aire y mucho
aliento, cuando se sintió un extraordinario ruido dentro en el humoso
palacio.

¿Y esto más?, ponderó Andrenio. ¿Sobre humo ruido? Parece cosa de
herrería de modo, que ya tenemos dos de aquellas tres cosas, que basta
cada una á echar un cuerdo de sus casillas.

También eso, acudió el Vano, es de las cosas más acreditadas y
pretendidas en el mundo.

¿El ruido estimado?, replicó Andrenio.

Sí, porque aquí toda es gente ruidosa, todos se pican de hacer ruido en
el mundo y que se hable de ellos. Para esto se hacen de sentir y hablan
alto, hombres plausibles, hembras famosas, sujetos célebres. Que, si
no es de ese modo, no se hace caso de un hombre en el mundo. Que, en
no llevando el caballo campanillas ni cascabeles, nadie se vuelve
á mirarle, el mismo toro le desprecia. Aunque sea el hombre de más
importancia, si no es campanudo, no vale dos chochos. Por docto, por
valiente que sea, en no haciendo ruido, no es conocido ni tiene aplauso
ni vale nada.

Reforzábase por puntos la vocería, que pareció hundirse el teatro de
Babilonia.

¿Qué será esto?, preguntó Critilo. Aquí alguna grande novedad hay.

Es que vitorean algún gran sujeto, dijo el Fantástico.

¿Y quién será el tal? Acaso algún insigne catedrático, algún vitorioso
caudillo, decía Andrenio.

No tanto como eso, respondió con mucha risa el Ocioso; en menos se
emplean ya los vítores de estos tiempos. No será, sino que habrá dicho
alguna chancilla de las que se usan algún farsante ó habrá recitado de
buen aire su papel y ésa es la celebridad.

¡Hay tal fruslería!, exclamaron. De modo ¿que éstos son los vítores de
agora?

Basta, que se celebra hoy más una chanza, que una hazaña. Todos
cuantos vienen de unas partes y otras no traen otro, que referirnos,
sino el cuentecillo, el chiste, la chancilla, y con eso pasan y se
deslumbran los males. Más sonada es una tramoya, que una estratagema.
Solemnizábanse en otro tiempo las graves sentencias, los heroicos
dichos de los príncipes y señores; pero ahora la frialdad del truhán y
el chiste de la cortesana.

Comenzó á resonar por todas aquellas raridades del aire un bélico
clarín, alborozando los espíritus y realzando los ánimos.

¿Qué es esto?, preguntó Andrenio. ¿Á qué toca este noble instrumento,
alma del aire, aliento de la fama? ¿Despierta acaso á dar alguna
insigne batalla ó á celebrar el triunfo de alguna conseguida vitoria?

Que no será eso, respondió el Ocioso; ya yo adivino lo que es, por la
experiencia que tengo. Habrá pedido de beber algún cabo, algún señorazo
de los muchos, que aquí yacen.

¿Qué dices, hombre?, se impacientó Critilo. Dí que ha ejecutado alguna
inmortal hazaña, dí que ha triunfado gloriosamente, que toca á beber la
sangre de los enemigos; y no digas que brinda el otro en el banquete,
que es afrenta vil emplear en acciones tan civiles las sublimes trompas
del aplauso, reservadas á la heroica fama.

Estaban ya para entrar, cuando se divirtió Andrenio en mirar la
ostentosa pompa del arrogante edificio.

¿Qué miras?, dijo el Fantástico.

Miraba, respondió él, y aun reparaba que para ser ésta una casa tan
majestuosa y un tanto monta de todas las ilustres casas, con tantas y
tan soberbias torres, que dejan muy abajo á las de la imperial Zaragoza
y ocupan esas regiones del aire, parece que tiene poco fundamento y ése
flaco y falso.

Rióse aquí mucho el Ocioso, que siempre iba picándoles á la retaguardia.

Volvióse Andrenio y en amigable confianza le preguntó si sabía de quién
era aquel alcázar y quién le habitaba.

Sí, dijo, y más de lo que quisiera.

Pues dínos, así te vea yo siempre lleno de dejadme estar, ¿quién es el
que le embaraza, si no le llena?

Éstos, dijo, son los célebres desvanes de aquella tan nombrada reina,
la hija sin padres.

Causóles mayor admiración.

Hija y sin padres ¿cómo puede ser? Contradicción envuelve. Si es hija,
padre ha de tener y madre también, que no viene del aire.

Antes sí y dígoos que no tiene ni uno ni otra.

¿Pues de quién es hija?

¿De quién? De la nada y ella lo piensa ser todo y que todo es poco para
ella y que todo se le debe.

¡Hay tal hembra en el mundo! ¡Y que no la conozcamos nosotros!

No os admiréis de eso, que os aseguro que ella misma no se conoce y
los que más la tratan menos la entienden y viven desconocidos de sí
mismos y quieren que todos los conozcan. Y si no, preguntadle de qué se
desvanece el otro, no ya el que se levantó del polvo de la tierra, el
nacido entre las malvas; sino el más estirado, el que dice se crió en
limpios pañales. Á todos cuantos hay, que todos son hijos del barro y
nietos de la nada, hermanos de los gusanos, casados con la pudrición.
Que, si hoy son flores, mañana estiércol, ayer maravillas y hoy
sombras, que aquí parecen y allí desaparecen.

Según eso, dijo Andrenio, ¿esta vana reina es ó quiere ser la
hinchadísima Soberbia?

Puntualmente, ella misma. La que, siendo hija de la nada, presume ser
algo y mucho y todo. ¿No reparáis qué huecos, qué entumecidos entran
todos cuantos vienen, sin tener de qué ni saberse por qué? Antes bien,
teniendo muchas causas de confundirse. Que, si ellos oyesen lo que
los otros dicen, se hundirían siete estados bajo tierra. Que, como yo
suelo ponderar, las más veces entra el viento de la presunción por los
resquicios por donde había de salir. Que hacen muchos vanidad de lo que
debieran humillación.

Mas id ya reprimiendo la risa, que hallaréis bien donde emplearla.

Entraron y volviendo la mira á todas partes, no hallaban dónde parar.
No se veían en toda aquella gran concavidad ni columnas firmes,
que la sustentasen, ni salones reales ni cuadras doradas, que la
enriqueciesen, como se ven en otros palacios; sino desvanes y más
desvanes, huequedades sin sustancia, bóvedas con mucha necedad. Todo
estaba vacío de importancia y relleno de impertinencia. Encaminólos el
Desvanecido al primer desván tan espacioso y estendido como hueco y al
punto los emprendió un cierto personaje, diciéndoles:

Señores míos, cosa sabida es que el señor conde Claros, mi tartarabuelo
paterno, casó...

Aguardad, señor, le dijo Critilo: mirad no fuese el conde Oscuros,
cuando no hay cosa más escura que los principios de las prosapias. Á
Alciato con eso en su Emblema de Proteo, donde pondera cuán oscuros son
los cimientos de las casas.

Por línea recta, decía otro, probaré yo descender del señor infante don
Pelayo.

Eso creeré yo, dijo Andrenio: que los más linajudos suelen venir de
Pelayo en lo pelón, de Laín en lo calvo y de Rasura en lo raído.

Estuvo precioso otro, que hacía vanidad de que en seiscientos años no
había faltado varón en su casa, por no decir macho.

Riólo mucho Andrenio y díjole:

Señor mío, eso cualquier pícaro lo tiene. Y si no, veamos los
esportilleros ¿descienden acaso de hombres ó de duendes? Desde Adán acá
venimos todos de varón en varón, que no de trasgo en trasgo.

Yo, decía una muy desvanecida, en verdad que vengo, y sépalo todo el
mundo, de mi señora la infanta doña Toda.

Poco le aprovecha eso, señora doña Calabaza, si vuestra señoría es doña
Nada.

Blasonaban muchos su casa de solar y ninguno contradecía. Hombre hubo
de tan estraño capricho, que enfilaba su ascendencia de Hércules
Pinario; que eso de el Cid y de Bernardo es de ayer. Y le averiguaron,
curiosos de enfadados, que no descendía sino de Caco y de su mujer doña
Etcétera.

Que no son hidalguillos los míos, decía otra impertinentísima; sino un
muy de los gordos.

Y respondiéronla:

Y aun de los hinchados.

¿Qué bravo desván éste?, ponderaba Critilo. ¿No sabríamos cómo le
nombran?

Respondiéronle que aquélla era la sala del aire.

Y lo creo, que no corre otro en el mundo.

De la mejor cepa del reino, decía uno.

Según eso, no será de blanco ni tinto; sino moscatel.

Toparon un grande personaje, que estaba sacando un grande árbol de
su genealogía, que eso de cepas es niñería. Iba injiriendo ramas de
acá y de acullá y, después de haberse enramado mucho, paró todo en
hojarascas, sin género de fruto.

Desengáñense, dijo el Jactancioso, que no hay más casa en el mundo que
la de Enríquez.

Buena es ésa, respondió el Ocioso; pero aténgome á la de Manrique.

Sí, es más rica.

Lo que solemnizaron mucho fué ver fijar á muchos grandes escudos de
armas á las puertas de sus casas, cuando no había un real dentro. Por
eso decía aquél que no hay otra sangre que la real y mis armas son
reales. En esto de los escudos de armas había donosas quimeras. Porque
unos los llenaban de árboles y pudieran de troncos, otros de fieras y
pudieran de bestias, de torres de viento muchos y todo era Babilonia.
Valía allí un tesoro un cuarto de hierro, porque decían ser vizcaíno, á
pesar de el Búho gallego, frío, infausto y de mal pico.

¿No notáis, decía el Poltrón, las colas, que añaden todos á sus
apellidos: González de tal, Rodríguez de cual, Pérez de allá y
Fernández de acullá? ¿Es posible que ninguno quiere ser de acá?

Procuraban todos injerirse en buenos troncos y de buen tamaño, unos á
púa, otros á escudete. Jactábanse algunos descender de las casas de los
ricos hombres y era verdad, porque ascendieron primero por los balcones
y ventanas.

No se vuelve colorada mi sangre, decía un gentilhombre.

Y respondióle otro:

Pues de verdad que ni de carne de doncella.

No hay cuarto como el real, concluyó Andrenio, y más, si fuere de á
ocho.

¡Qué cansado salgo, decía Critilo, del primer desván!

Pues advierte que aún nos quedan muchos y más enfadosos. Dirálo éste.

Era muy ostentoso, porque había en él sitiales, doseles, tronos y
troneras.

Aquí habéis de entrar, les dijo el Jactancioso, y ya ceremonioso,
haciendo cortesías y zalemas: á tantos pasos una inclinación y á
tantos otra, de modo, que á cada paso su ceremonia y á cada razón su
lisonja. Como si entrásedes á la audiencia del rey don Pedro el Cuarto
de Aragón, llamado el Ceremonioso, por lo puntual y por lo autorizado
en el modo del portarse. Aquí veréis las humanidades, afectando
divinidades; toparéis adoradas muchas estatuas de insensibilidad.
Vieron ya en un estrado una muy desvanecida hembra, que sin título
ni realidad, se hacía servir de rodillas y muy mal, porque si aun
ministrando el paje con manos y con pies y con toda la acción del
cuerpo, se turba y no acierta á hacer cosa, ¿qué será sirviendo á
medias, torciendo el cuerpo, doblando la rodilla, en gran daño de los
búcaros y vidrios?

Viendo esto, dijo Critilo:

Mucho me temo que estas rodillas de estrado han de venir á parar en
rodillas de cocina.

Y realmente fué así, que toda aquella fantasía de adoraciones vino á
parar en humillaciones y toda la afectación de grandeza se trocó en
confusión de pobreza. Pero lo que les cayó muy en gusto y aun donaire
fué ver tres casas llenas de pepitoria de familia, que con un solo
título pretendían todos la señoría, unas por tías, otras por cuñadas,
los hijos por herederos, las hijas por damas. De modo que entre padres
y hijos, tíos y cuñados, llegaban á ser ciento. Y así dijo una harto
entendida que aquella señoría parecía ciento en un pie.

Era de reir oirles hablar hueco y entonado y con tal afectación, que
aseguran que un cierto gran señor hizo junta de físicos para ver si
podrían darle modo cómo hablar por el cogote, para distinguirse del
pueblo: que eso de hablar por la boca era una cosa común y vulgar.

Tenían muy medidas las cortesías, ¡ojalá las acciones! contados los
pasos, que habían de dar al entrar y al salir, ¡así tuvieran ajustados
los que daban en el vicio! Todo su cuidado ponían en los cumplimientos,
¡ojalá en las costumbres! Todo su estudio en estos puntos, metiendo en
ello grandes metafísicas, á quién habían de dar asiento y á quién no,
dónde y á qué mano: que, si no fuera por esto, no supieran muchos cuál
era su mano derecha. Causóle gran risa á Andrenio, haciendo gusto del
enfado, ver amo, que estaba en pie todo el día, cansado y aun molido,
manteniendo la tela de su impertinencia.

¿Por qué no se sienta este señor, preguntó, siendo tan amigo de su
comodidad?

Y respondiéronle:

Por no dar asiento á los otros.

¡Hay tal impertinencia! ¡De modo que, porque no se sienten los demás
delante dél, él tampoco se sienta delante de ellos! Y es lo bueno que
se conciertan los tacaños en darle chasco, yéndose unos y viniendo
otros, con que no están en pie media hora, y á él le tienen así todo el
día.

¿Y aquel otro por qué no se cubre, que se está helando el mundo?

Porque no se cubran delante dél.

Ésa sí que es una gran frialdad, pues él, como más delicado, estando
todo el día descubierto, recoge un romadizo, con que por hacer del
grave vendrá á ser el mocoso.

Si daban silla á alguno, después de bien escrupuleada, y el tal quería
acercarse para pregonar lo que pedía secreto, sentía que se la detenía
el paje por detrás, como diciendo: _non plus ultra_. Y de verdad que
las más veces será conveniencia, ya para no sentir el mal olor del
afeite, cuidadoso della, ya del achaque, descuidado dél. En esto de
las cortesías acontecía desayunarse cada mañana con un par de enfados.
Porque había algunos de bravo humor, que se iban todo el día de casa en
casa, de estrado en estrado, dándoles valientes sustos, escaseándoles
la señoría, cercenándoles la excelencia. Que por eso dijo bien una que
la pregmática de poderles dar señoría ó excelencia había sido ciencia
para hacerles muchos desaires. Al contrario otro, cuando les iba á
hablar, por haberles menester, llevaba consigo un gran saco de borra y,
preguntándole para qué aquella prevención, respondió:

De borra de cumplimientos, de paja de lisonjas y cortesías, cuanto
quisieren, á hartar: que me cuesta poco y me vale mucho. Y más, cuando
voy por mi negocio á pedir ó pretender, vacío mi saco de señorías y
llénole de mercedes.

Pero donde fué ya poco la risa y llegó á irrisión, donde Critilo
exclamó diciendo: ¡Oh, Demócrito! ¿y dónde estás?, fué al ver
la afectada femenil divinidad. Porque, si ellos son vanos, ellas
desvanecidas, mas siempre andan por estremos.

No hay ira, dijo el Sabio, sobre la de la mujer.

Y podría añadirse ni soberbia. Sola una tiene desvanecimiento por diez
hombres. Bien pueden ser ellos camaleones del viento; pero á fe que son
ellas piraustas de la humareda. Estaban endiosadas en tronos de borra,
sobre cojines de viento, más huecas que campanas, moviendo aprisa los
abanicos, como fuelles de su hinchazón, papando aire, que no pueden
vivir sin él. Si caminaban, era sobre corcho. Si dormían, en colchones
de viento ó pluma. Si comían, azúcar de viento. Si vestían, randas al
aire, mantos de humo y todo huequedad y vanidad. Más profanas, cuando
más superiores. Adoradas de los serviles criados, que desta desvanecida
adoración les debieron llamar gentiles hombres, que no de su gallardía.
No se comunicaban con todas, sino con otras como ellas.

Mi prima la duquesa, mi sobrina la marquesa. En no siendo princesa,
no hay que hablar. Traedme la taza del duque, el anis del almirante,
visíteme el médico de los príncipes y señores, aunque sea el más
matante, recéteme el jarabe del rey, venga ó no venga bien, basta ser
del rey; llamadme el sastre de la princesa.

Faltóles la paciencia y pasaron al desván de la Ciencia, que de verdad
hincha mucho y no hay peor locura que enloquecer de entendido ni mayor
necedad que la que se origina del saber. Toparon aquí raras sabandijas
del aire, los preciados de discretos, los bachilleres de estómago, los
doctos legos, los conceptistas, las cultas resabidas, los miceros, los
sabiondos y dotorcetes; pero á todos ellos ganaban en tercio y quinto
de desvanecimiento los puros gramáticos, gente de brava satisfacción. Y
así decía uno que él bastaba á inmortalizar los hombres con su estilo y
hacer emes con su pluma. Decía ser el clarín de la fama, cuando todos
le llamaban el cencerro del orbe.

¡Ver éstos, ponderaba Critilo, cuando estampan algún mal librillo, la
audacia con que entran, la satisfacción con que hablan! ¡Mal año para
Aristóteles con todas sus metafísicas y á Séneca con sus profundidades!

Achaque también de poetillas intrépidos, cuando desconfía Virgilio y
manda quemar su inmortal Eneida y el ingenioso Bocalini comienza en su
Prólogo recelando. Pues oir un astrólogo, el desvanecimiento, con que
habla en un pronostiquillo de seis hojas y seis mil disparates, como si
fuese el mejor tomo del Tostado.

Aquí hallaron los Narcisos del aire, que pareció novedad. Porque los de
los cristales, los pasados por agua, son ya vistos, aunque no vistosos.
¡Qué bien glosaban ellos mismos á todo lo que decían y las más veces
era un disparate!:

¿Digo algo?

Arqueando las cejas.

¿No os parece que dije bien?

Dictaba uno de estos, que se escuchan, un memorial para el rey y díjole
al escribiente, que no llegaba á secretario:

Escribí, señor.

Y no bien hubo escrito esta sola palabra, cuando le dijo:

Leed.

Leyó _señor_ y él, cayéndosele la baba, comenzó á exclamar:

Qué bien, señor, bien, mil veces bien.

Había muchos déstos, que como si echaran preciosidades por la boca,
peores que los que miran en el lienzo lo que arrojan por las narices,
á cada palabra hacían pausa, solicitando el aplauso. Y si el oyente ó
enfadado ó frío se les escusaba, ellos mismos le acordaban el descuido:

¿Qué os parece? ¿No estuvo bien dicho?

Pero los rematados eran algunos oradores, que en puesto tan grave y
alto decían:

¡Esto sí que es discurrir! Aquí, aquí ingenios míos, de puntillas, de
puntillas.

Cuando menos se tenía lo que decían, cuando menos subsistía el
conceptillo.

Y así decía uno déstos:

Séneca dijo esto; pero más diré yo.

¡Hay necedad más garrafal!, glosó Andrenio. ¡Qué esto pueda decir un
blanco!

Dejadlo, que es andaluz, dijo otro, ya tienen licencia.

Esto dificultan los sabios, proseguía; yo daré la solución, yo lo diré
y más y más.

Juro por vida de la cordura, exclamó Critilo, que sueñan todos éstos en
opinión de juicio y que dijo bien aquel gran monarca, habiendo oído á
uno déstos:

Traedme quien ore con seso.

Y á otro semejante le apodó buñuelo de viento.

Lástima es, ponderaba Critilo, que no haya un avisado avisador, que
tuerza la boca, guiñe el ojo, doble el labio y se ageste de licenciado
de Salamanca. Pero ya Momo anda á sombra de tejado y campea en su lugar
el aplauso, cabeceando á lo necio, con la simplicísima lisonja, aquella
hermosa, que basta á desvanecer al mismo bruto de Apuleyo.

Señores, ponderaba Andrenio, que á los grandes hombres no les pese de
haber nacido, que los entendidos quieran ser conocidos, súfraseles;
pero que el nadilla y el nonadilla quieran parecer algo y mucho, que
el niquilote lo quiera ser todo, que el villanón se ensanche, que el
ruincillo se estire, que el que debría esconderse quiera campear,
que el que tiene por qué callar blasfeme, ¿cómo nos ha de bastar la
paciencia?

Pues no hay sino tenerla y prestarla, dijo el Jactancioso. Que aquí no
hay hombre sin penacho ni hembra sin garzota. Y muchos con penacheras
de tornear de á doce palmos en alto y los avestruces baten las mayores,
porque dicen les vienen nacidas. Y es de notar que, cuando parecían
irlos dejando caer, los echan hacia atrás, haciendo cola de las que
fueron crestas. Atended cuáles andan todos los pequeños de puntillas
para poder ser vistos, ayúdanse de ponlevíes, ya para hacer ruido,
ya para ser mirados. Hombrean aquéllos y alargan el cuello para ser
estimados. Los otros hacen de los graves muy hinchados con fuelles de
lisonja y desvanecimiento. Précianse éstos de muy apersonados y de
tener gentil fachada, porque los exprimidos dicen no valer nada, gente
de poca sustancia.

¡Oh lo que importa la buena corpulencia!, decía uno de ellos, que da
autoridad, no sólo para con el vulgo, sino para con un Senado: que
los más son superficiales. Suple mucha falta de alma: que un abultado
tiene andado mucho para parecer hombre de autoridad. Gran hombre y
gran nombre prometen gran persona: que hace mucho ruido lo campanudo y
parece gran cosa lo abultado.

¿Qué hiciera el mundo sin mí?, pasaba diciendo un mochillero y no era
español.

Mas luego pasó otro, que lo era, y decía:

Nosotros nacimos para mandar.

Paseaba un mal gorrón, paseando la mano por el pecho, y decía:

¡Qué arzobispo de Toledo se cría aquí! ¡Qué patriarca!

Yo seré un gran médico, decía otro, que tengo buen talle y mejor parola.

No faltaba en Italia soldado español, que no fuese luego don Diego y
don Alonso. Y decía un italiano:

¿_Signori, en España quién guarda la pécora_?

Andá, le respondió uno, que en España no hay bestias ni hay vulgo como
en las demás naciones.

Llegaron actualmente á darle la enhorabuena á un cierto personaje de
harto poca monta, de una merced muy moderada, y respondía:

Pecho hay para todo. Dándose en él dos palmadas. Procedía otro muy á lo
fantástico, hinchando los carrillos y soplando.

Á éste, dijo Andrenio, sin duda que no le cabe el viento y humo en los
cascos, cuando se le rezuma por la boca.

Pasó en esto otro con un gran tizón en la mano, humeando ambos.

¿Quién es éste?, preguntaron. Y respondiéronles:

Éste es el que pegó fuego al célebre templo de Diana. En efecto, no más
de porque se hablase dél en el mundo.

¡Oh mentecato!, dijo Critilo. ¿Pues no advirtió que todos le habían de
quemar la estatua y que su fama había de ser funesta?

Que no se le dió á él nada de eso; no pretendió mas de que se hablase
dél en el mundo, fuese bien ó mal. ¡Oh cuántos han hecho otro tanto,
abrasando las ciudades y los reinos, no más de porque se hablase de
ellos, pereciendo su honra, pero no su infamia! ¡Cuántos y cuántos
sacrifican sus vidas al ídolo de la vanidad, más bárbaros que los
caribes, exponiéndose á los choques y á los asaltos, no más de por
andar en las gacetas, embarazando las cartas novas!

¡Qué caro ruido!, ponderaba Critilo: dígole sonada necedad.

Pero no se admiraron ya de haber visto todos estos imaginarios
espacios, con caramanchones de la loca fantasía, desde el un cabo
del mundo al otro, comenzando por Inglaterra, que es el estremo del
desvanecimiento y aun de toda monstruosidad, compitiendo la belleza de
sus cuerpos con la fealdad de sus almas. No estrañaron ya el desván de
los necios linajudos ni el de los poderosos altivos por verse en alto,
el de los hinchados sabios, de las insufribles hembras, con todos los
demás. El que les hizo grande novedad fué uno, llamado el desván viejo,
lleno de ratones ancianos, muy autorizados de canas y de calvas.

Basta, dijo Andrenio, que yo siempre creí que el encanecer era un
rezumarse el mucho seso; y agora conozco que en los más no es sino
quedárseles el juicio en blanco.

Escucharon lo que conversaban y hallaron que todo era jactarse y
alabarse.

En mi tiempo, decía uno, cuando yo era, cuando yo hacía y acontecía,
entonces sí que había hombres; que agora todos son muñecas.

Yo conocí, yo traté, decía otro, ¿no os acordáis de aquel gran maestro,
el otro famoso predicador, pues aquel gran soldado? ¡Qué grandes
hombres había en todo género de cosas! ¡Qué mujeres! Más valía una de
entonces, que un hombre de agora.

Desta suerte están todo el día diciendo mal del siglo presente, que
no sé cómo los sufre. Nadie les parece que sabe, sino ellos. Á todos
los demás tienen por mozos y por muchachos, aunque lleguen á los
cuarenta y, mientras ellos viven, nunca llegan los otros á ser hombres
ni á tener autoridad ni mando. Luego les salen con que ayer vinieron
al mundo, que aún se están con la leche en los labios y con el pico
amarillo.

Antes que vos nacierais, antes que vinierais al mundo, ya yo estaba
cansado.

Y no miente, que á fe lo son de todas maneras, jactanciosos,
vanagloriosos, ocupando uno de los más encaramados desvanes. Finalmente
llegaron á otro tan estremo de fantástico, que dejaba muy atrás todos
los pasados. Tenía dos gigantes columnas á la puerta, como _non plus
ultra_ del desvanecimiento. Negábanles la entrada y hubiera sido
conveniencia, porque, después de haber desperdiciado ruegos éstos y
conciliado estimaciones aquéllos, al abrir ya la ostentosa puerta,
digo puerto de torbellinos de viento, de tempestades, de vanidad,
les embistió una tal avenida de humos y de fantasías, que dudaron si
se habría reventado en el Vesubio algún volcán. Y fué tal el tropel
de enfados, que, no le pudiendo tolerar, volvieron las espaldas á lo
cuerdo. Pero qué desván de desvanes fuese el tal, promete decirlo la
siguiente Crisi.



CRISI VIII

_La cueva de la nada._


Á todas luces anduvieron desalumbrados los que dijeron que pudiera
estar el mundo mejor trazado de lo que hoy lo está, con las mismas
cosas de que se compone. Preguntados del modo, respondían que todo al
revés de como hoy le vemos. Esto es, que el sol había de estar acá
bajo ocupando el centro del universo y la tierra acullá arriba donde
agora está el cielo en ajustada distancia. Porque de esa suerte los que
hoy se experimentan azares, entonces se lograran conveniencias. Fuera
siempre día claro, viéramosnos las caras á todas horas y procediéramos
con lisura. Pues á la luz del mediodía con esto no hubiera noches
prolijas para desazonados ni largas para enfermos ni capas de maldad
para bellacos. No padeciéramos las desigualdades de los tiempos, las
inclemencias del cielo ni la destemplanza de los climas. No hubiera
invierno triste y encapotado, con nieves, nieblas y escarchas. No se
sonaran los romadizos ni tosiéramos con los catarros. No conociéramos
sabañones en el invierno ni sarpullido en el verano. No hubiera que
emperezar por las mañanas ni que estar todo el día tragando humo á una
chimenea, calentándonos por un lado y resfriándonos por el otro. No
pasáramos el estío sudando, basqueando, dando vuelcos toda la noche
por la cama. Escapáramonos de una tan intolerable plaga de sabandijas,
enemigos ruincillos, mosquitos que pican y moscas que enfadan. Fuera
siempre una primavera alegre y regocijada. No duraran solos quince
días las rosas ni solos dos meses las flores. Cantaran todo el año los
ruiseñores y fuera continuo el regalo de las guindas. No conociéramos
entonces ni groseros Diciembres, ni Julios apicarados, con tanto
desaliño. Todos fueran verdes Abriles y floridos Mayos á uso del
paraíso, conduciendo todas estas comodidades á una salud de bronce y á
una felicidad de oro.

Otra cosa: que fuera cien veces mayor la tierra, pues todo lo que ahora
es cielo, repartida en muchas y mayores provincias, habitadas de cultas
y políticas naciones, no informes, sino uniformes, porque no hubiera
entonces negros, chichimecos ni pigmeos, salvajes, etcétera.

Otrosí: que no fuera tan seca España, airosa la Francia, húmeda Italia,
fría Alemania, aneblada Inglaterra, hórrida Suecia y abrasada la
Mauritania. Así que toda la tierra fuera un paraíso y todo el mundo un
cielo.

Deste modo discurrían hombres blancos y aun aplaudidos de sabios;
pero, bien examinado este modo de echarse á discurrir, no tanto puede
pasar por opinión, cuanto por capricho de entendimientos noveleros,
amigos de trastornarlo todo y mudar las cosas cuadradas en redondas,
dando materia de risa al sentencioso Venusino. Éstos, por huir de un
inconveniente, dieron en muchos y mayores, quitando la variedad y
con ella la hermosura y el gusto, destruyendo de todo punto el orden
y concierto de los tiempos, de los años, los días y las horas, la
conservación de las plantas, la sazón de los frutos, el sosiego de
las noches, el descanso de los vivientes, procediendo á todo esto
sin estrella, pues las habrían de desterrar todas por ociosas, no
hallándolas ocupación ni puesto. Pero á todos estos desconciertos
¿qué había de hacer el sol inmoble y apoltronado en el centro del
mundo, contra toda su natural inclinación y obligación, que á fuer de
vigilante príncipe pide moverse sin parar, dando una y otra vuelta por
toda su lucida monarquía?

He, que no es tratable eso; muévase el sol y camine, amanezca en unas
partes y escóndase en otras, véalo todo muy de cerca y toque las cosas
con sus rayos, influya con eficacia, caliente con actividad y refresque
con templanza y retírese con alternación de tiempos y de efectos, aquí
levanté vapores, allí conmueva vientos, hoy llueva, mañana nieve, ya
cubierto, ya sereno, ande, visite, vivifique, pase y pasee de la una
India á la otra, déjese ver ya en Flandes, ya en Lombardía, cumpliendo
con las obligaciones de universal monarca del orbe, que, si el ocio
dondequiera es culpable vicio, en el príncipe de los astros sería
intolerable monstruosidad.

Deste modo iban altercando el Honroso y el Ocioso. Éste que ya los
guiaba y aquél que les seguía.

Ora, dejaos, dijo Andrenio, de caprichosas cuestiones y decidnos ¿qué
desván fuese aquel último y tan estremado?

Aquel, respondió el Fantástico, es el de los primeros hombres del
mundo, de los que ocupan la coronilla de Europa y aun la coronan. Y
por eso tan altivos, que realmente tienen valor, pero se lo presumen;
saben, pero se escuchan; obran, pero blasonan.

¡Oh, qué capaz me pareció!, decía Critilo.

Sí, el más hueco, porque es un agregado de todos los otros. Haced
cuenta que estuvisteis á las mismas puertas de la plausible Lisboa.

Sí, sí, exclamaron: el desván de los fidalgos portugueses. Cierto que
serían famosos, si no fuesen fumosos; pero responden ellos que no puede
dejar de haber mucho humo donde hay mucho fuego. Llámanles sebosos
vulgarmente; pero ellos échanlo á crueles en sus memorables batallas.
Tomaron mucho de su fundador Ulises, con que no se topa jamás portugués
ni bobo ni cobarde.

Pésame que no entrásedes allá, dijo el Holgón, porque hubiéradeis
visto estremados pasajes de fantasía. Que, como en otras partes se
fijó el _non plus ultra_ del valor, aquí el de la presunción. Allí
hubiéradeis topado hidalguías de á par de Deus, solares de antes de
Adán, enamorados perenales, poetas atronados, aunque ninguno aturdido,
músicos de quita allá, ángeles, ingenios prodigiosos sin rastro de
juicio. Y en una palabra, cuando las demás naciones de España, aun los
mismos castellanos, alaban sus cosas con algún recelo, por excelentes
que sean, yendo con tiento en celebrarlas: ¿esto vale algo?, es así
así, parece bueno, los portugueses alaban sus cosas á todo hipérbole,
á superlativa satisfación: ¡cosa famosa, cosa grande, la primera del
mundo, no se hallará otra como ella en todo el orbe, que eso de Castela
es poca cosa!

Aguarda, dijo Critilo, entre éstas y éstas ¿dónde nos llevas? Que me
parece vamos dando gran baja, pasando de estremo á estremo.

No os dé cuidado, les respondió su flemático Guión, que os prometo que
sin cansaros os habéis de hallar en el más holgado país del mundo, en
el de los acomodados y que saben vivir. Asegúroos que son sombra suya
los decantados Elisios y que los asombra. Aquí toparéis los hombres de
buen gusto, los que viven y gozan.

Mas, apenas dejaron el empinado monte, cuando entraron á glorias
en un ameno y alegre prado, centro de delicias, estancia del buen
tiempo, ya sea la primavera, coronada de flores, ya el otoño de
frutas. Ostentábanse aquellos suelos cubiertos de alfombras del Abril,
matizadas de Flora, recamadas de líquidos aljófares por las bellas
niñas de la más alegre Aurora, si bien no se lograba fruto alguno.
Comenzaban á registrar todas aquellas floridas campiñas, alternadas
de huertas, parques, florestas y jardines y de trecho á trecho se
levantaban vistosos edificios, que parecían casas todas de recreación.
Porque allí campeaba la Tapada de Portugal, Buena Vista de Toledo,
la Troya de Valencia, Comares de Granada, Fontanable de Francia, el
Aranjuez de España, el Pusicio de Nápoles, Belveder de Roma. Fuéronse
empeñando por un paseador espacioso y delicioso y no tan común, que no
encontrasen gente de buen porte y de deporte, más lucios, que lucidos.
Y entre muchos personajes muy particulares, ninguno conocido. Tomaban
todos el viaje muy de espacio.

_Pian piano_, decían los italianos.

No vivir aprisa, repetían los españoles.

Porque mirad, glosaba el _bel poltroni_, todos al cabo de la jornada de
la vida llegamos á un mismo paradero, los sagaces tarde y los necios
temprano. Unos llegan molidos, otros holgados, los sabios mueren, mas
los tontos revientan. Estos hechos pedazos y aquellos muy enteros. Y de
verdad que, pudiendo llegar algunos años después, que es gran necedad
veinte años antes ni una hora.

Saber un poco menos y vivir un poco más, iba diciendo uno.

Y no os envidiéis los buenos ratos, les encargaba otro.

No os queráis sisar los buenos días: _placheri placheri y mas
placheri_, decía un italiano.

Holgueta, holgueta, un español.

Encontraban á cada paso estancias de mucho recreo, donde no trataban
sino de darse un buen verde y dos azules y los que podían gozar de
dos primaveras no se contentaban con una. Allí vieron los bailetes
franceses, haciéndose piezas los mismos monsieures, bailando y
silbando, los toros y cañas españolas, los banquetes flamencos, las
comedias italianas, las músicas portuguesas, los gallos ingleses y las
borracheras septentrionales.

¡Qué lindo país, decía Andrenio, y lo que me va contentando! Esto sí
que es vivir y no matarse.

Pero notad, dijo el Fantástico, toda esta bulla, el poco ruido que hace
en el mundo.

¡Y que con tanto juglar, no sean estos hombres sonados!

No es gente ruidosa, respondió el Dejado, no gustan de meter ruido en
el mundo.

Tampoco veo hombre conocido y, con pasar tantas carrozas llenas de
príncipes y señores, no veo que sean nombrados.

Es que lo disimulan y no poco.

Toparon una gran muela de gentes y no personas. Tenían rodeado un
monstruo de gordura, que no se le veían los ojos; pero sí una gran
panza, colgada al cuello de un banda.

¿Qué pesado hombre será éste?, dijo Andrenio.

Pues te aseguro que lo es harto más un flaco, un podrido, un consumido
ú consumidor, un estrecho, un estrujado. Que antes los muy gruesos de
ordinario son más llevaderos, digo tolerables.

Estaba dando reglas de _accomodabuntur_, hecho un oráculo de la propia
_comodité_.

¿Qué cosa es ésta?, preguntó Critilo.

Ésta es, le respondieron, la escuela donde se enseña á vivir. Llegaos
por vuestra conveniencia y aprenderéis á alargar los años y á estirar
la vida.

Llegaban unos y otros á consultarle aforismos de conservarse y él los
daba y los platicaba. Estaba actualmente diciendo:

_E yo volo videre quanto tempo potrá acampare un bel poltroni._

Y repantigóse en una silla poltrona.

Sin duda que esta es la escuela de Epicuro, dijo Andrenio.

No será, respondió Critilo: que aquel filósofo no hablaba italiano.

¡Qué importa, si lo obraba y lo vivía! Sea lo que fuere, éste puede ser
maestro de aquel otro.

Llegó uno, que platicaba en pachorra y díjole:

_Messere_, ¿qué remedio para tener buenos días y mejores años?

Aquí él, abriendo un geme de boca de los del gigante Goliat, habiendo
hecho la salva á carcajadas, le respondió:

_Bono_, _bono_, sentaos, que mientras pudiereis estar sentado, nunca
habéis de estar en pie. Yo os quiero dar mejor regla de todas, la nata
del vivir; pero habéismela de pagar en trentines catalanes.

No será posible, respondió.

¿Por qué no?

Porque no han dejado uno tan solo los monsieures.

Buen remedio, sean de los del duque de Alburquerque, que con un par me
contento. _Ora va de regola, attentione. No pillar fastidio de nienti._

¿De nada, _Messere_?

_De nienti._

¿Aunque se muera una hija, una hermana?

_De nienti._

¿Ni la mujer?

Menos.

¿Una tía de quien heredé?

Oh, que cosa aquesta. Aunque se os muera todo un linaje entero de
madrastras, cuñadas y suegras, haced los insensibles y decid que es
magnanimidad.

_Messere_, preguntó otro, y para tener buenas comidas y mejores cenas,
¿cómo haría yo?

Gastad en buenas ollas, lo que ahorréis de malas nuevas.

¿Pues cómo haría yo para no oirlas?

No escucharlas. Haced lo que aquel otro avisado, que al criado, que
se descuidaba en decir algo, que de mil leguas le pudiese desazonar ó
darle pena, al punto lo mandaba despedir de su servicio.

_Patrono mio caro_, entró otro platicante de acomodado, todo eso es
niñería con lo que yo pretendo. Decidme, ¿cómo haría yo, aunque me
costase perder media hora de sueño, el no dormir una siesta para llegar
á vivir unos, unos...?

¿Qué? ¿Cien años?

Más.

¿Ciento y veinte?

Poco es eso.

¿Pues cuánto queréis vivir?

Lo que ya hay ejemplar, lo que se vivía antiguamente.

¿Qué? ¿Novecientos años?

Sí, Sí.

No tenéis mal gusto.

¿Cómo haría yo para llegar siquiera á unos ochocientos?

¿Para llegar decís? Mas, en llegando, ¿qué más tiene que hayan sido
mil, que ciento?

Aunque no fuesen sino unos quinientos.

No puede ser eso, respondió.

¿Por qué no?

Porque no se usa.

Pues así como vuelven todos los demás usos, ¿por qué no podría volver
éste al cabo de los años mil y aun de los cuatro mil?

¿No veis vos que los buenos usos nunca más vuelven ni lo bueno á tener
vez?

Pues, _Messere_, ¿cómo hacían aquellos primeros hombres del tiempo
antiguo para vivir tanto?

¿Qué? Ser buenos hombres, como quien no dice nada. No se pudrían de
cosa, porque no había entonces mentiras ni aun en los casamientos ni
escusas para no pagar ni largas para cumplir. No había preguntadores
que matan, habladores que muelen, porfiados que atormentan, necios
cansados que aporrean. No había quien estorbase ni mujeres tijeretas,
criados rezongones. No mentían los oficiales ni aun los sastres. No
había abogados ni alguaciles. Y lo que es más que todo eso, no había
médicos. Y con que inventaron mil cosas, Júbal la música, Tubal Caín
el hierro, no hubo hombre, que se aplicase á ser boticario. Así que
nada había de todo esto: mirá si habían de vivir á ochocientos y á
novecientos años los hombres, siendo tan personas. Quitadme vos todos
estos topes, que yo os daré luego que vivan á mil y aun á dos mil años.
Porque cada cosa déstas basta á quitar cien años de vida y hacer que
se pudra y se consuma y se mate un hombre en cuatro días. Y digo que
aun es milagro que vivan tanto; sino que á puro de ser buenos hombres
viven algunos, que para éstos es el mundo. Otra cosa os sé decir, que
según van de cada día empeorándose las materias, agotándose los bienes
y aumentándose los males, adelantándose los malos usos, temo que se ha
de ir acortando la vida de modo que no lleguen á ceñirse espada los
hombres ni aun á atacarse las calzas.

_Messere_, le replicó, será imposible eso y más en los tiempos, que
alcanzamos, quitar que no haya pleitos, injusticias, falsedades,
tiranías, latrocinios, ateísmos acá y herejías acullá. Pues tampoco
faltarán guerras que destruyan, hambres que consuman, pestes que acaben
y rayos que asuelen.

Íbase ya muy desconsolado éste, cuando le llamó el _bel poltroni_ y le
dijo:

Ora, mire V. señoría, que no querría que se fuese triste de mi jovial
presencia. Yo le daré una recetilla de conservar el individuo, que es
hoy la más válida en Italia y la más corriente en todo el mundo y es
ésta: _Cena poco, usa el foco, in testa capelo e poqui pensieri en el
cerbelo. ¡Oh, la bella cosa!_

¿De modo que me dice V. señoría que pocos cuidados?

_Poquissimi._

Según eso ¿no me conviene á mí el ser hombre de negocios ni asistir al
despacho?

Por ningún caso.

¿Ni ministro?

Menos.

¿Ni tratar de avíos, llevar cuentas, ser asentista, mayordomo?

De ningún modo.

¿Ni estudiar mucho ni pleitear ni pretender?

_Nata, nata de todo eso, nunca trabajar de cabeza_ y, en una palabra,
_non curare de niente_.

Desta suerte acudían unos y otros á consultarle _de tuenda valetudine_
y á todos respondía muy al caso: á éste, folgueta; á aquél, vita bona,
y á todos _andiamo alegremente_. Y á un cierto personaje bien grave le
encargó mucho aquello de las sesenta ollas al mes.

Paréceme, dijo Critilo, que toda esta ciencia del saber vivir y gozar
para en pensar en nada y hacer nada y valer nada. Y como yo trato de
ser algo y valer mucho, no se me asienta esta poltronería.

Y con esto dió prisa en pasar adelante, siguiéndole Andrenio con harto
dolor de su corazón, que le ahumaban mucho aquellas liciones y iba
repasando su aforismo: _Non curare de niente_; sino del vientre.

Pasaron adelante y entre varias tropelías del gusto, casas de gula
y juego, toparon una gran casa, que repetía para palacio, con sus
empinadas torres, soberbios homenajes y en medio de su majestuosa
portada, en el mismo arquitrabe, se leía este letrero:

Aquí yace el príncipe de tal.

¿Cómo que yace? se escandalizó Andrenio. Yo le he visto pocas horas ha
y sé que es vivo y que no piensa en morir tan presto.

Eso creeré yo, le respondió el Honroso. También es verdad que aquí
vivieron muchos héroes, antepasados suyos; pero el que aquí yace, que
no vive, muerto es y huele tan mal, que todos se tapan las narices,
cuando sienten la hediondez de sus viciosas costumbres. Ni es él solo
el que yace; sino otros muchos sepultados en vida, amortajados entre
algodones y embalsamados entre delicias.

¿Cómo sabes tú que están muertos?, dijo el Ocioso.

¿Y cómo sabes tú que están vivos?, replicó el Vano.

Porque los veo comer.

¿Pues qué, el comer es vivir?

¿No les oyes roncar?

Eso es decir que están muertos desde que nacieron y pasan plaza
de finados, pues ya llegaron al fin del ser personas. Que, si la
definición de la vida es el moverse, éstos no tienen acción propia ni
obran cosa que valga. ¿Qué más muertos los quieres?

Lastimábase Critilo de ver tal crueldad, que enterrasen los hombres
vivos, y rióse el Vano de su llanto, diciéndole:

Advierte que ellos mismos, por no matarse, se sepultan en vida y se
vienen por su pie á enterrar en los sepulcros del ocio, en las urnas de
la flojedad, quedando cubiertos del polvo del eterno olvido.

¿Quién será aquel señor, que yace en aquel sepulcro de la hedionda
lascivia?

Quien no será más de lo que hasta hoy ha sido. Y de aquel otro antes
se supo que fué muerto, que vivo, ó fué su nacer el morir. Mirad aquel
príncipe: no hizo más ruido que el de su primero llanto, cuando entró
en el mundo.

He reparado, dijo Critilo, que no se topa un caballero francés
sepultado en vida, habiendo tantos de otras naciones.

Ésa, dijo el Honroso, es una singular prerrogativa de la nación
francesa, que lo bueno se debe aplaudir. Sabed que en aquel belicoso
reino ninguna damisela admitirá para esposo al que no hubiere asistido
en algunas campañas. Que no los sacan para el tálamo del túmulo del
ocio. Desprecian los Adonis de la corte, por los Martes de la campaña.

¡Oh, qué buen gusto de madamas! Esa misma reputación introdujo la
Católica reina doña Isabel en su palacio, entre sus damas; aunque duró
poco, habiendo sido la primera, que se sirvió de las hijas de grandes
señores.

Estaban llenos aquellos holgazanes sepulcros, no de muertos vivos,
sino de vivos muertos; y no sólo de los mayorazgos de las ilustres
casas, sino de segundones, sucesores de retén, de terceros y de
cuartos, sin que saliesen á medrar y valer ni en las campañas ni en
las Universidades. Todos yacían en las mesas del juego, en el cieno de
la torpeza, en el regazo de la ociosidad, única consorte del vicio. Y
lo que es más, á vista de sus padrazos y madroñas, penándose de que
les duela una uña y no haciendo caso de que les duela la honra y la
conciencia con tan traidora piedad.

Llegaron, después de haber paseado toda aquella dilatada compañía de la
ociosidad, los prados del deporte y campo franco de los vicios, á dar
vista á una tenebrosa gruta, boquerón funesto de una horrible cueva,
que yacía al pie de aquella soberbia montaña, en lo más humilde de su
falda, antípoda del empinado alcázar de la estimación honrosa, opuesta
á él de todas maneras. Porque, si aquél se encumbraba á coronarse de
estrellas, ésta se abatía á sepultarse en los abismos del olvido.

Allí todo era empinarse al cielo; aquí, rodar por el suelo. Que para
todo se hallan gustos: más de malos, que de buenos. Había la distancia
de uno á otra, que va de un estremo de altivez á otro de abatimiento
y vileza. Campeaba más la entrada, cuanto más oscura y tenebrosa. Que
su mismo deslucimiento la hacía más notable. Era muy espaciosa, nada
suntuosa, sin género alguno de simetría, basta y bruta. Y con ser tan
fea y tan horrible, embocaba por ella un mundo de cosas. Los coches de
á tres tiros, muy holgados, carrozas tiradas de seis pías y las más
veces remendadas, sillas de mano, literas y trineos. Pero ningún carro
triunfal.

Estábaselo mirando Andrenio poco menos que aturdido; mas Critilo,
solicitado de su mucha, aunque no ordinaria, curiosidad, comenzó á
inquirir qué cueva fuese aquélla. Aquí el Honroso, sacando un gran
suspiro del profundo de su sentimiento, dijo:

¡Oh cuidados de los hombres! ¡Oh cuán mucha es la nada! Sabrás, oh
Critilo, que ésta es aquella tan conocida cuan poco celebrada cueva,
sepultura de tantos vivos, éste es el paradero de las tres partes del
mundo, ésta es, y no te escandalices, la cueva de la nada.

¿Cómo de la nada, replicó Andrenio, cuando yo veo desaguar en ella la
gran corriente del siglo, el torrente del mundo, ciudades populosas,
cortes grandes, reinos enteros?

Pues advierte que, después de haber entrado allá todo eso que tú dices,
se queda vacía.

He, mira cuántos van entrando allá.

Pues no hallarás persona dentro.

¿Qué se hacen?

Lo que hicieron.

¿En qué paran?

En lo que obraron. Fueron nada, obraron nada y así vinieron á parar en
nada.

Llegó en esto á querer entrar un cierto sujeto y, hablando con ellos,
les dijo:

Señores míos, yo lo he probado todo y no he hallado oficio ni empleo
como no hacer nada.

Y colóse dentro. Venía encaminado á ella un otro gran personaje con
numerosa comitiva de lacayos y gentiles hombres, á toda prisa de su
antojo, sin poderle detener ni los ruegos de sus más fieles criados ni
los consejos de sus amigos. Salióle al paso el Honroso y díjole:

Señor excelentísimo, serenísimo, sea lo que fuere, ¿cómo hace esto V.
excelencia, pudiendo ser un príncipe famoso, el héroe de su casa, el
aplauso de su siglo, obrando cosas memorables y hazañosas, llenando su
familia de blasones? ¿Por qué se quiere sepultar en vida?

Quitaos de ahí, le respondió, que no quiero nada ni se me da nada de
todo; mas quiero hacer mi gusto y gozar de mi regalo. ¿Yo cansarme? ¿Yo
molerme? ¡Bueno por mi vida! Nada, nada de eso.

Y diciendo y no haciendo, metióse dentro á nunca más ser nombrado. Tras
éste venía un mozo galancete, más estirado de calzas que de hombros y
con tanta resolución como disolución, se fué á meter allá. Gritóle el
Honroso, diciendo:

Señor don Fulano, una palabra de una obra: ¿pues cómo un hijo de un tan
gran padre, que llenó el mundo de sus heroicos aplausos, que floreció
tanto en su siglo, así se quiere marchitar y sepultarse en el ocio y en
el vicio?

Mas él, atropellando con todo:

No me enfadéis, le dijo, no me deis consejos: obraron tanto mis
antepasados, que no me dejaron qué hacer. No se me da nada de no ser
algo.

Y lanzóse allá á no ser nunca visto ni oído.

Desta suerte y tan sin dicha entraban unos y otros, estos y aquéllos,
que se despoblaba el mundo y nunca se llenaba la infeliz sima de las
honras y de las haciendas. Entraban caballeros, títulos, señores y aun
príncipes. Y admirados de ver uno muy poderoso le dijeron:

¿Y vos, señor, también venís á para acá?

No vengo, respondió él; sino que me traen.

Á fe que no es buena escusa.

Entraban hombres de valor á valer nada, floridos ingenios á
marchitarse, hombres de prendas á nunca desempeñarse. Pasaban del
holgarse y del entretenerse á no ser estimados y del prado á la cueva
de la nada, condenados á olvido sempiterno. Tenía ya el un pie en el
umbral de la cueva un cierto personaje, que parecía de importancia,
cuando llegó un otro de barbas tan agrias como su condición, que
parecía persona de gobierno. Y tirándole de la capa, le dió un recado
de parte de su gran dueño, ofreciéndole una embajada de las de primera
clase y que otros muchos la pretendían; mas él, haciendo burla, no la
quiso aceptar, diciendo:

Yo renuncio todos los cargos con las cargas.

Volvióle á hacer instancia tomase un bastón de general y él:

Quita allá, que no quiero nada, sino á mí mismo y todo entero.

¡Siquiera un virreinato!

Nada, nada; déjenme estar en mis gustos y mis gastos.

Y quedóse muy casado con su nada.

Válgate por cueva de la nada, decía Critilo, y lo que te sorbes y te
tragas.

Estaban dos ruincillos, que no les dieran del pie, arrojando á
puntillazos allá dentro á muchos hombres grandes, gente sin cuento por
no ser de cuenta, sin darse manos de echar por no tenerlas.

Allá van, decían, noblezas, hermosuras, gallardías, floridos años,
bizarrías, galas, banquetes, paseos, saraos, entretenimientos, al
covachón de la nada.

¡Hay tal monstruosidad!, se lastimaba Critilo. ¿Y quién es esta vil
canalla?

Aquel es el Ocio y este otro es el Vicio, camaradas inseparables.

Oyeron que estaba un ayo ponderándole á un hijo segundo de una de las
mayores casas del reino:

Mirad, señor, que podéis ser mucho.

¿Cómo?

Queriendo.

He, que nací tarde.

Adelantaos con la industria y con el mérito, recompensando con el valor
el poco favor de la fortuna, que ése fué el atajo del Gran Capitán y
algunos otros, que se aventajaron á sus venturosos mayorazgos. Pudiendo
ser un león en la campaña, ¿queréis ser un lechón en el cenagal de la
torpeza? Oid cómo os llaman los bélicos clarines á emplear las trompas
de la fama. Cerrad los oídos á las cómicas Sirenas, que os quieren
echar á pique de valer nada.

Mas él, haciendo chanzas de las hazañas, respondía:

¿Yo balas, yo asaltos, yo campañas, pudiéndome andar del paseo al
juego, de la comedia al sarao? De eso me guardaré yo muy bien.

Mirad que valdréis nada.

Que no se me da nada.

Y así fué, que tampoco se le dió nada y alcanzó nada.

Á quien se le logró la diligencia fué al Honroso, que, viendo que un
padre verdadero y muy prudente enviaba un hijo suyo, mozo de buenas
esperanzas, á la Universidad de Salamanca para que por el atajo de las
letras, que de verdad lo es así como rodeo el de las armas, llegase
á conseguir un gran puesto, él en vez de ir á cursar, echó por el
divertimiento y se encaminaba al paradero ordinario de valer nada.
Compasivo el Honroso de ver perderse tan voluntariamente un tan buen
ingenio, llegóse á él y díjole:

Señor legista, qué malparecer habéis tomado, pudiendo estudiar y
velando lucir y pretendiendo un colegio mayor, pasar á una chancillería
y á un consejo real, que no hay más seguro pasadizo, que una beca.
Olvidando todo esto, queréis malograr el precioso tiempo, hundir la
hacienda y frustrar las esperanzas de vuestros padres. Cierto, que
habéis tomado mal consejo.

Valióle este aviso y aun desengaño, que importa mucho el tener buen
entendimiento para abrazar la verdad. Y aseguran que velando y valiendo
de grada en grada llegó á una presidencia, honrando su casa y su
patria. Pero fué éste la Fénix entre muchos patos. Que lo común es
trocar el libro por la baraja, el teatro literario por el cómico corral
y el vade por la guitarra, con que el derecho anda tuerto y aun á
ciegas, el digesto maldigerido, yendo á parar en la cueva de la nada,
no siendo ni valiendo nada.

Señores, ponderaba Critilo, que un hombre común, un plebeyo, trate de
entrarse en esta cueva vulgar, pase, no me admiro: que de verdad les
cuesta mucho el llegar á valer algo, estáles muy cara la reputación,
cuéstales mucho la fama; pero los hombres de mucha naturaleza, los de
buena sangre, los de ilustres casas, que por poco, que se ayuden, han
de venir á valer mucho y dándoles todos la mano han de venir á tener
mano en todo, que ésos se quieran enviciar y anonadar y sepultarse
vivos en el covachón de la nada, cierto que es lastimosa infelicidad.
Si los otros pelean con balas de plomo, el noble con balas de oro. Las
letras, que en los demás son plata, en los nobles son oro y en los
señores, piedras preciosas. ¡Oh, cuántos, por no cansarse media docena
de cursos, anduvieron corridos toda la vida, por no lograr breve tiempo
de trabajo, perdieron siglos de fama!

Pero entre muchos de aquellos viles ministros, sepultureros del vicio,
vieron que andaba muy atareada una bellísima hembra, convirtiendo en
azar con manos de jazmín cuanto tocaba. Teníalas de nieve, pues todo
lo elevan, tanto, que, en tocando el mayor hombre, el más prudente, el
más sabio, le convertía en estatua de pórfido ó de mármol frío y no
paraba un punto ni un momento de arrojar gente en aquella funesta sima
del desprecio. Ni era menester traerlos con sogas ni con maromas; que
sólo un cabello bastaba. Pero, ¿qué mucho, si los llevaba cuesta abajo?
Hacía mayor estrago cuanto mayor prodigio era de belleza.

¿Quién es ésta, preguntó Andrenio, que lleva traza de despoblar el
mundo?

¿Es posible, que no la conoces?, respondió su gran contrario el
Honroso. ¿Ahora estamos en eso? Ésta es mi mayor antagonista, la misma
deidad de Chipre, sino en persona, en sirena, en cuerpo, que no en
espíritu. Huid de ella, que no hay otro remedio. Que, si eso hubiera
hecho aquel príncipe, que tiene asido con mano de nieve y garra de
neblí, no hubiera tan presto descaecido de héroe, que ya andaba en ese
predicamento y muy adelante.

¡Oh, qué lástima, se lamentaba Critilo, que al más empinado cedro,
al más copado árbol, al que sobre todos se descollaba, se le fuese
apegando esta inútil yedra, más infructífera cuanto más lozana!
Cuando parece que le enlaza, entonces le aprisiona; cuando le adorna,
le marchita; cuando le presta la pompa de sus hojas, le despoja de
sus frutos, hasta que de todo punto le desnuda, le seca, le chupa
la sustancia, le priva de la vida y le aniquila. ¿Qué más? ¿Y á
cuántos volviste vanos? ¿Cuántos linces cegaste, cuántas águilas
abatiste, á cuántos ufanos pavones hiciste abatir la rueda de su más
bizarra ostentación? ¡Oh á cuántos, que comenzaban con bravos aceros,
ablandaste los pechos! Tú eres, al fin, la aniquiladora común de
sabios, santos y valerosos.

Á otro lado de la cueva vieron un raro monstruo con visos de persona,
haciendo á todo muy mala cara. Tenía estrañas fuerzas, pues asiendo con
solos dos dedos, como haciendo asco, algunos suntuosos edificios, los
arrojaba al centro de la nada.

Allá va, decía, ese dorado palacio de Nerón, esas termas de Domiciano,
esos jardines de Eliogábalo. Porque todos valieron nada y sirvieron de
nada. No así los castillos fuertes, las incontrastables ciudadelas, que
erigieron los valerosos príncipes, para llaves de sus reinos y freno de
los contrarios. No los famosos templos, que eternizaron los piadosos
monarcas; las dos mil iglesias, que dedicó á la madre de Dios el rey
don Jaime.

Allá van, decía, esos serrallos de Amurates, ese alcázar de Sardanápalo.

Pero lo que mayor novedad les hizo fué verle asir las obras del ingenio
y con notable desprecio vérselas arrojar allá. Hízole duelo á Critilo
verle asir de un libro muy dorado y que amagaba sepultarle en el eterno
olvido y rogóle no lo hiciese; más él, haciendo burla, le dijo:

He, vaya allá, pues entre mucha adulación no tiene rastro de verdad ni
de sustancia.

Basta, replicó Critilo, que el dueño de que habla y á quien lo dedica
le hará inmortal. No podrá, respondió él, que no hay cosa que más
presto caiga que la mentirosa lisonja, que no tiene fundamento, antes
solicita enfado.

Echóle allá y tras él otros muchos libros, voceando:

Allá van esas novelas frías, sueños de ingenios enfermos, esas comedias
silbadas, llenas de impropiedades y faltas de verisimilitud.

Apartó unas y dijo:

Éstas no; resérvense para inmortales por su mucha propiedad y donoso
gracejo.

Miró el título Critilo, creyendo fuesen las de Terencio y leyó:

Parte primera de Moreto.

Éste es, le dijo, el Terencio de España. Allá van, decía, esos autores
italianos.

Reparó Critilo y díjole:

¿Qué haces? Que se escandalizará el mundo, pues están hoy en tanta
reputación las plumas italianas, como las espadas españolas.

He, dijo, que muchos de estos italianos debajo de rumbosos títulos
no meten realidad ni sustancia; los más pecan de flojos, no tienen
pimienta en lo que escriben ni han hecho otros muchos dellos que echar
á perder buenos títulos, como el autor de la Plaza universal. Prometen
mucho y dejan burlado al lector y más si es español.

Alargó la mano hacia otro estante y comenzó con harto desdén á arrojar
libros. Leyó los títulos Critilo y advirtió eran españoles, de que se
maravilló no poco y más cuando conoció eran historiadores y sin poder
contenerse le dijo:

¿Por qué desprecias esos escritos, llenos de inmortales hazañas?

Y aun ésa es la desdicha, le respondió, que no corresponde lo que éstos
escriben á lo que aquéllos obran. Asegúrote que no ha habido más hechos
ni más heroicos, que los que han obrado los españoles; pero ningunos
más malescritos, por los mismos españoles. Las más de estas historias
son como tocino gordo, que á dos bocados empalagan. No escriben con
la profundidad y garbo político, que los historiadores italianos, un
Guiciardino, Bentivollo, Catarino de Ávila, el Siri y el Virago en sus
Mercurios, secuaces todos de Tácito. Creedme que no han tenido genio en
la historia, así como ni los franceses en la poesía.

Con todo, de algunos reservaba algunas hojas; mas á otros todos enteros
y aun sin desatarlos los tiraba de revés hacia la nada y decía:

Nada valen, nada.

Pero notó Critilo que por maravilla desechaba obra alguna de autor
portugués.

Éstos, decía, han sido grandes ingenios, todos son cuerpos con alma.

Alteróse mucho Critilo al verle alargar la mano hacia algunos teólogos,
así escolásticos, como morales y expositivos y respondióle á su reparo:

Mira: los más déstos ya no hacen otro que trasladar y volver á repetir
lo que ya estaba dicho. Tienen bravo cacoetes de estampar y es muy poco
lo que añaden de nuevo, poco ó nada inventan.

De solos comentarios sobre la primera parte de santo Tomás le vió echar
media docena y decía:

Andad allá.

¿Qué decís?

Lo dicho. Y haréis lo hecho. Allá van esos expositivos secos como
esparto, que tejen lo que ha mil años que se estampó.

De los legistas arrojaba librerías enteras y añadió que, si le dejaran,
los quemara todos, fuera de unos cuantos. De los médicos echaba sin
distinción, porque aseguraba que ni tienen modo ni concierto en el
escribir.

Mirad, decía, qué tanto, que aún no saben disponer un índice y esto
habiendo tenido un tan prodigioso maestro como Galeno.

Entretanto que esto le pasaba á Critilo, fuése acercando Andrenio al
boquerón de la cueva y puso el pie en el deslizadero de su umbral; mas
al punto arremetió á él el Honroso, diciéndole:

¿Dónde vas? ¿Es posible que tú también te tientas de ser nada?

Déjame, le respondió, que no quiero entrar; sino ver desde aquí lo que
por allá pasa.

Riólo mucho el Honroso y díjole:

¿Qué has de ver, si todo en entrando allá es nada?

Oiré.

Siquiera menos. Porque las cosas, que una vez entran, nunca más son
vistas ni oídas.

Llamaré alguno.

¿De qué suerte, que ninguno tiene nombre? Y si no, díme ¿del infinito
número de gentes, que en tantos siglos han pasado, qué ha quedado de
ellos? Ni aun la memoria de que fueron ni que hubo tales hombres. Solos
son nombrados los que fueron eminentes en armas ó en letras, gobierno y
santidad. Y porque lo consideremos más de cerca, díme: en este nuestro
siglo entre tantos millares, como hoy embarazan la redondez de la
tierra, en tantas provincias y reinos ¿quiénes son nombrados? Media
docena de hombres valerosos, aun no otros tantos sabios, no se habla
sino de dos ó tres reyes, un par de reinas, de un santo padre, que
resucita los Leones y Gregorios; todo lo demás es número, es broma, no
sirven sino de consumir los víveres y aumentar la cuantidad, que no la
calidad. Pero ¿qué estás mirando con mayor ahinco, cuando ves nada?

Miro, dijo, que aún hay menos que nada en el mundo. Díme por tu vida
¿quién son aquellos, que están arrinconados aún en la misma nada?

¡Oh, le respondió: mucho hay que decir desa nada! Ésos son...

Pero dejémoslos, si te parece, para la siguiente Crisi.



CRISI IX

_Felisinda descubierta._


Cuentan que un cierto curioso, mas yo le definiera necio, dió en un
raro capricho de ir rodeando el mundo y aun rodando con él en busca,
cuando menos, del contento. Llegaba á una provincia y comenzaba
á preguntar por él á los ricos los primeros, creyendo que ellos
le tendrían, cuando la riqueza todo lo alcanza y el dinero todo
lo consigue; pero engañóse, pues los halló cuidadosos siempre y
desvelados. Lo mismo le pasó con los poderosos, viviendo penados y
desabridos. Fuese á los sabios y topólos muy melancólicos, quejándose
de su corta ventura, á los mozos con inquietud, á los viejos sin salud,
con que todos de conformidad le respondieron que ni le tenían ni aun
le habían visto; pero, sí oído á sus antepasados que habitaba en el
otro país de más adelante. Pasaba luego allá, tomaba lengua de los más
noticiosos y respondíanle lo mismo, que allí no; pero, que se decía
estar en el que se seguía. Fué pasando desta suerte de provincia en
provincia, diciéndole en todas:

Aquí no, allá, acullá, más adelante.

Subió á la Islandia, de allí á la Groelandia, hasta llegar al Tile,
que sirve al mundo de tilde, donde oyendo la misma canción, que en las
otras, abrió los ojos para ver que andaba ciego y conocer su vulgar
engaño y aun el de todos los mortales, que desde que nacen van en
busca del contento sin topar jamás con él, pasando de edad en edad, de
empleo en empleo, anhelando siempre á conseguirle. Conocen los de el un
estado que allí no está, piénsanse que en el otro y llámanles felices
y aquéllos á los otros, viviendo todos en un tan común engaño, que aún
dura y durará mientras hubiere necios.

Así les sucedió á nuestros dos peregrinos del mundo, pasajeros de la
vida, que ni en la vana presunción ni en el vil ocio pudieron hallar
descanso y así no hicieron su mansión ni el uno en el palacio de la
vanidad ni el otro en la cueva de la nada. En medio el umbral de ella
persistía Andrenio, solicitando saber quién fuesen aquellos, que
estaban metidos de medio á medio en la nada.

Ésos, le respondió el Fantástico, son unos ciertos sujetos, que aun son
menos que nada.

¿Cómo puede ser eso? ¿Qué menos pueden ser que nada?

Muy bien.

¿Pues qué serán?

¿Qué? Nonadillas, que aun de la nada no se hartan, y así les llaman
cosidas y figurillas y ruincillos y nonadillas. Mira, mira aquél, cómo
anda echando piernas sin tener pies ni cabeza, hombreando el otro sin
ser hombre. ¡Qué cosilla tan ruincilla aquella de allá, acullá! Pues á
fe que tiene harto malas entrañuelas. Verás hombres de carne momia y
momios los que debrían ser los primeros. Mira qué de sombras sin cuerpo
y qué de figurillas de sombra y sobra: hallarás títulos sin realidad y
muchas cosas de sólo título. Mira qué de impersonales personas y qué
de estatuas sin estatua. Verás magnates servidos con vajillas de oro,
entre costumbres de lodo y aun estiércol. Muchos nacidos, que aún no
viven y muertos, que no vivieron. Aquellos de acullá eran leones, que
en teniendo cama fueron liebres. Y estos otros nacidos como hongos, sin
saberse de dónde ni de qué. Mira hacer los estoicos á muchos epicúreos
y la follonería pasar por filosofía. Mira lejos de aquí la fama y muy
cerca la fame. Verás malvistos los que están en alto y muchos hijos de
algo, que pararon en nada. Verás muchas hermosuras perderse de vista y
las más lindas por bellas. Verás que no son de gloriosa fama los que de
golosa voluntad y venir á morir de hambre los más hartos. Verás pedir
y tomar á los que no se les da nada y á muchos tenidos por ricos, que
aun el nombre no es suyo. No hallarás sí sin no ni cosa sin un sino.
Verás que por no hacer caso se pierden las casas y aun los palacios
y por no curarse de lo mucho todo fué nada. Mira muchos cabos, que
acaban con todo, sino con el enemigo, y por eso nunca se acaban las
guerras, porque hay cabos. Verás que todo buen verde fué sin fruto y
que las verduras no granan. Toparás muchas arrugas en agraz seco y
pocas en sazonadas pasas. Sentirás lo más biendicho sin dicha y toda
gracia en desgracia, grandes ingenios sin genio y sin dotor muchas
librerías. Oirás locos á gritos y las menos cuerdas más tocadas. Los
que debrían ser Césares son nada y las más grandes casas sin un cuarto.
Verás encogidos los más estirados y á muchos hacer vanidad de lo que es
nada. Buscarás hombres y toparás con trasgos y el que creíste ser de
terciopelo es de bayeta. Verás sin ceros los más sinceros y al que no
tiene cuentos no ser de cuenta. Ya las dádivas y dones son aire, pues
donaire. Verás finalmente cuán mucha es la nada y que la nada querría
serlo todo.

Mucho más dijera, que tenía mucho que decir de la nada, á no
interrumpirle el Ocioso que, acercándose á Andrenio, intentó á
empellones de dejamiento arrojarle dentro de la infeliz cueva y
sepultarle en medio del fondón de la nada. Viendo esto el Fantástico,
asió de Critilo y comenzó á tirar de él hacia el palacio de la vanidad,
llenándole los cascos de viento, fatales ambos escollos de la vejez,
tan por estremo opuestos, que en el uno suele peligrar de ociosa y en
el otro de vana. Pero fué único remedio darse ambos las manos, con que
pudieron templarse y hacer un buen medio entre tan peligrosos estremos.
Asieron de la ocasión que, aunque cana, no calva, y á pura fuerza de
razón y de cordura salieron del evidente riesgo de su pérdida.

Trataron ya vitoriosos de encaminarse á triunfar á la siempre augusta
Roma, teatro heroico de inmortales hazañas, corona del mundo, reina
de las ciudades, esfera de los grandes ingenios, que en todos siglos,
aun los mayores, las águilas caudales tuvieron necesidad de volar á
ella y darse unos filos de Roma. Hasta los mismos españoles, Lucano,
Quintiliano, ambos Sénecas cordobeses, Luciano y Marcial bilbilitanos.
Trono del lucimiento, que lo que en ella luce por todo el mundo campea.
Fénix de las edades, que cuando otras ciudades perecen, ella renace y
se eterniza. Emporio de todo lo bueno, corte de todo el mundo, que todo
él cabe en ella. Pues el que ve á Madrid, ve á solo Madrid, el que á
París, no ve sino á París, y el que ve á Lisboa, ve á Lisboa; pero el
que ve á Roma, las ve todas juntas y goza de todo el mundo de una vez,
término de la tierra y entrada católica del cielo.

Y si ya la veneraron de lejos, agora la admiraron de cerca, sellaron
sus labios en sus sagrados umbrales, antes de estampar sus plantas.
Introdujéronse con reverencia en aquel _non plus ultra_ de la tierra y
un tanto monta del cielo. Discurrían mirando y admirando sus novedades,
que parecen antiguas; y sus antigüedades, que siempre se hacen nuevas.

Reparó en su reparar un mucho hombre, que cortesanamente se les fué
acercando ó ellos á él para informarse. Á pocos lances, que hizo con
destreza, conoció que eran peregrinos y ellos que él era raro y tanto,
que pudiera dar liciones de mirar al mismo Argos, de penetrar á un
zahorí, de prevenir á un Jano y de entender al mismo Descifrador. Pero
¿qué mucho, si era un cortesano viejo de muchos cursos de Roma, español
inserto en italiano, que es decir, un prodigio? Era gran hombre de
notas y de noticias, con los dos realces de buen ingenio y buen gusto,
el cortesano de más buenos ratos, que pudieran desear.

Vosotros, les dijo, según veo, habéis rodeado mucho y avanzado
poco. Que, si de primera instancia hubiérades venido á este epílogo
del político mundo, todo lo bueno hubiérades logrado y visto de la
primera vez, llegando por el atajo del vivir al colmo del valer.
Porque advertid que, si otras ciudades son celebradas por oficinas de
maravillas mecánicas, en Milán se templan los impenetrables arneses,
en Venecia se clarifican los cristales, en Nápoles se tejen las ricas
telas, en Florencia se labran las piedras preciosas, en Génova se
ahuchan los doblones; Roma es oficina de los grandes hombres. Aquí se
forjan las grandes testas, aquí se sutilizan los ingenios y aquí se
hacen los hombres muy personas.

Y si son dichosos los que habitan las ciudades grandes, añadió otro,
porque se halla en ellas todo lo bueno y lo mejor, en Roma se vive dos
veces y se goza muchas, paradero de prodigios y centro de maravillas.
Aquí hallaréis cuanto pudiéredes desear. Sola una cosa no toparéis en
ella.

Y será sin duda, replicaron ellos, la que nosotros venimos á buscar,
que ése suele ser el ordinario chasco de la fortuna.

¿Qué es lo que buscáis?, les dijo.

Y Critilo:

Yo una esposa.

Y Andrenio:

Yo una madre.

¿Y cómo se nombra?

Felisinda.

Dudo que la halléis, por lo que dice de felicidad. ¿Pero dónde tenéis
nueva que se alberga?

En el palacio del embajador del rey Católico.

Oh sí y aun el rey de los embajadores. Llegáis á ocasión que ya es
parte de dicha. Allá me encaminaba yo esta tarde, donde concurren
los ingenios á gozar del buen rato de una discreta academia. Es el
embajador príncipe de bizarro genio, originado de su grandeza. Que,
así como otros príncipes ponen su gusto en tener buenos caballos, que
al fin son bestias, otros en lebreles, dados á perros, en tablas y en
lienzos muchos, que son cosas pintadas, en estatuas mudas, en piedras
preciosas, que si un día amaneciese el mundo con juicio, se hallarían
muchos sin hacienda, este señor gusta de tener cerca de sí hombres
entendidos y discretos, de tratar con personas, que cada uno muestra lo
que es en los amigos que tiene.

Llegaron ya al genial albergue, entraron en un salón bien aliñado y
capaz, teatro de Apolo, estancia de sus galantes Gracias y coro de sus
elegantes Musas. Allí apreciaron mucho el ver y conocer los mayores
ingenios de nuestros tiempos, hombres tan eminentes, que con cada
uno se pudiera honrar un siglo y desvanecerse una nación. Íbaselos
nombrando el cortesano y dándoseles á conocer.

Aquel que habla el francés en latín es el Barclayo, venturoso en
aplausos, por no haber escrito en lengua vulgar.

Aquel otro de la bieninventada invectiva es el que supo más bien decir
mal, el Bocalini. Conoced el Malvezi, filosofando en la historia,
estadista de sí mismo. Aquel Tácito á las claras es Henrico Caterino.
Mas aquel otro, que está embutiendo de borra, de memoriales, de cartas
y de relaciones de la tela de oro de su Mercurio, es el Siri. Vale á
los alcances su antagonista el Virago, más flojo y más verídico. Ved el
Góngora de Italia, como si él se fuese el Aquilino. Aquel elocuentísimo
polianteísta es Agustín Mascardo. Y así otros singulares ingenios de
valiente rumbo y mucho garbo.

Fueron ocupando sus puestos y llenándolos también y, después de
conciliada, no sólo la atención, pero la expectación, arengó el Marino,
cumpliendo con el oficio de secretario y dando principio con el más
célebre de sus epigramas morales, que comienza:

      Abre el hombre infeliz, luego que nace,
    antes que al sol, los ojos á la pena, etcétera.

Aunque no pudo librarse de la censura de que no concluye al propósito,
pues, habiendo referido la prolijidad de miserias por toda la vida del
hombre, da fin, diciendo:

    De la cuna á la urna hay sólo un paso.

Acabado de relatar el soneto, prosiguió así:

Todos los mortales andan en busca de la felicidad, señal de que
ninguno la tiene. Ninguno vive contento con su suerte ni la que le
dió el cielo ni la que él se buscó. El soldado siempre pobre alaba
las ganancias del mercader y éste recíprocamente la fortuna del
soldado, el jurisconsulto envidia el retrato sencillo y verdadero
del rústico y éste la comodidad del cortesano, el casado codicia la
libertad del soltero y éste la amable compañía del casado. Éstos llaman
dichosos á aquéllos y aquéllos al contrario á éstos, sin hallarse
uno que viva contento con su fortuna. Cuando mozo piensa el hombre
hallar la felicidad en los deleites y así se entrega ciegamente á
ellos con muy costosa experiencia y tardo desengaño. Cuando varón la
imagina en las ganancias y riquezas. Y cuando viejo en las honras y
dignidades. Rodando siempre de un empleo en otro, sin hallar en ninguno
la verdadera felicidad. Donosa ponderación del sentencioso lírico,
si bien, aunque levantó la caza, no la dió mate, ni halló salida al
reparo. Ésta hoy se libra á vuestro bizarro discurrir, siendo el asunto
señalado para esta tarde, disputarse ha en qué consista la felicidad
humana.

Dicho esto, volvió el rostro hacia el primero, que era el Barclayo, más
por acaso, que por afectación. Éste, después de haber pedido la venia
al príncipe y haber cabeceado á un lado y á otro, discurrió así:

De gustos siempre oí decir que no se ha de disputar, cuando vemos que
la una mitad del mundo se está riendo de la otra. Tiene su gusto y su
gesto cada uno y así yo hago burla de aquellos sabios á lo antiguo,
que defendían consistir la felicidad, uno que en las honras, otro que
en las riquezas, éste que en los deleites, aquél que en el mundo, tal
que en el saber, y cual que en la salud. Digo que me río de todos
estos filósofos, cuando veo tan encontrados los gustos, que, si el
vano anhela por las honras, el sensual hace burla dél y dellas; si el
avaro codicia los tesoros, el sabio los desprecia. Así que diría yo que
la felicidad de cada uno no consiste en esto ni en aquello, sino en
conseguir y gozar cada uno de lo que gusta.

Fué muy celebrado este decir y mantúvose buen rato en este aplauso,
hasta que el Virago:

Reparad, señores, les dijo, en que los más de los mortales emplean
mal su gusto, pues á veces en las cosas más viles y indignas de la
naturaleza racional. Porque, si se halla uno, que guste de los libros,
habrá ciento que de las cartas; si éste de las buenas musas, aquél
de las malas sirenas. Y así entended que las más veces no es, no,
felicidad conseguir uno su gusto, cuando le tiene tan malo. Demás que,
por bueno y relevante que sea, de nada se satisface, no para en ningún
empleo; antes, alcanzado uno, luego le enfada y busca otro, siendo la
inconstancia evidencia de la no conseguida felicidad. Muchas habrían
de ser las felicidades de los señores y príncipes, de quienes decía uno
y no mal que todas son ganicas. Hoy asquean lo que aplaudieron ayer y
mañana acriminarán lo que buscaron hoy. Cada día empleo flamante y cada
instante obra nueva.

Borró con esto el concepto, que habían hecho de la pasada opinión y
mereció la expectación de todos para la suya, que propuso así:

Principio es muy asentado entre los sabios que el bien ha de constar
de todas sus causas, lleno de todas partes, sin que le falte la menor
circunstancia. De modo que para el bien todas que sobren y para mal
una que falte y, si esto se requiere para cualquier dicha, ¿qué será
para una felicidad entera y consumada? Supuesta esta máxima, saquemos
ahora las consecuencias. ¿Qué le importa á un poderoso tener todas las
comodidades, si le falta la salud para gozarlas? ¿Qué tendrá el avaro
con las riquezas, si no tiene ánimo para lograrlas? ¿De qué le sirve al
sabio su mucho saber, si no tiene amigos capaces con quien comunicarlo?
Digo, pues, que no me contento con poco; todo lo pretendo y juzgo que
lo ha de tener todo el que se hubiere de llamar feliz, para que nada
desee. De suerte que la felicidad humana consiste en un agregado de
todos los que se llaman bienes, honras, placeres, riquezas, poder,
mando, salud, sabiduría, hermosura, gentileza, dicha y amigos con quien
gozarlo.

Esto sí que es decir, exclamaron. No deja que discurrir á los demás.

Pero tomó la mano el Siri, intimando la atención para echar el bollo á
la controversia.

Grandemente, dijo, os ha contentado este montón quimérico de gustos,
este agregado fantástico de bienes; pero advertid que es tan fácil de
imaginar, cuan imposible de conseguir. ¿Porque cuál de los mortales
pudo jamás llegar á esta felicidad soñada? Rico fué Creso, pero no
sabio; sabio fué Diógenes, pero no rico. ¿Quién lo obtuvo todo? Mas
doy que lo consiga. El día, que no tenga que desear, ha de ser ya
infeliz. Y que también hay desdichados de dichosos: suspiran y asquean
algunos de hartos y les va mal, porque les va bien. Después de haberse
señoreado Alejandro de este mundo, suspiraba por los imaginarios, que
oyó quimerear á un filósofo. Con más facilidad querría yo la felicidad
y así me calzo la opinión del revés y afirmo todo lo contrario. Estoy
tan lejos de decir que consista la felicidad en tenerlo todo, que antes
digo que en tener nada, desear nada y despreciarlo todo. Y ésta es la
única felicidad, con facilidad, la de los discretos y sabios. El que
más cosas tiene, de más depende y es más infeliz el que de más cosas
necesita: así como el enfermo más cosas ha menester, que el sano. No
consiste el remedio del hidrópico en añadir de agua, sino en quitar
de sed. Lo mismo digo del ambicioso y del avaro. El que se contenta
consigo solo es cuerdo y es dichoso. ¿Para qué la taza, donde hay mano
con que beber? El que encarcelare su apetito entre un pedazo de pan
y un poco de agua, trate de competir de dichoso con el mismo Jove,
dice Séneca. Y sello mi voto, diciendo que la verdadera felicidad no
consiste en tenerlo todo, sino en desear nada.

No queda más que oir, exclamó el común aplauso. Pero fué también
descaeciendo este sentir y callaron todos, para que el Malveci
filosofase desta suerte:

Digo, señores, que este modo de opinar procede más de una melancólica
paradoja, que de un acierto político, y que es un querer reducir la
noble humana naturaleza á la nada. Pues desear nada, conseguir nada
y gozar de nada ¿qué otra cosa es, que aniquilar el gusto, anonadar
la vida y reducirlo todo á la nada? No es otra cosa el vivir que un
gozar de los bienes y saberlos lograr, tanto los de la naturaleza,
como del arte, con modo, forma y templanza. No hallo yo que pueda ser
perficionar al hombre el privarle de todo lo bueno; sino destruirle
de todo punto. ¿Para qué son las perfecciones? ¿Para qué los
empleos? ¿Para qué crió el sumo Hacedor tanta variedad de cosas con
tanta hermosura y perfección? ¿De qué servirá lo honesto, lo útil y
deleitable? Si éste nos vedara lo indecente y nos concediera lo lícito,
pudiera pasar; pero bueno y malo, llevarlo todo por un rasero, á fe que
es bravo capricho. Por lo tanto diría yo: ya veo que es una académica
bizarría; pero en las grandes dificultades, arte es el saberse arrojar.
Digo, pues, que aquel se puede llamar dichoso y feliz, que se lo piensa
ser; y al contrario, aquel será infeliz, que por tal se tiene, por
más felicidades y venturas, que le rodeen, quiero decir, que el vivir
con gusto es vivir y que solos los gustosos viven. ¿Qué le aprovecha
á uno tener muchas y grandes felicidades, si no las conoce, antes las
juzga desdichas? Y al contrario, aunque al otro todas le falten, si él
vive contento, eso le basta. El gusto es vida y la gustosa vida es la
verdadera felicidad.

Arquearon todos las cejas, diciendo:

Esto ha sido dar en el blanco y apurar del todo la dificultad. De
modo que cada sentencia les parecía la última y que no quedaba ya qué
discurrir. Y es cierto se abrazara este dictamen, si no se le opusiera
aquel águila, cisne digo, el culto Aquilini, diciendo:

Aguardad, reparad, señores, en que es de solos necios el vivir
contentos de sus cosas, siendo la bienaventuranza de los simples la
propia y plena satisfacción. Beato tú, le dijo el célebre Bonarota, al
que le contentaban sus malos borrones, cuando á mí nada de cuanto pinto
me satisface. Así que yo siempre me contenté mucho de aquella bella
prontitud del Dante. Al fin, Alígero, por su alado ingenio. Tuvo mucho
vivo aquella sazonada respuesta, cuando habiéndose disfrazado en uno
de los días carnavales y mandándole buscar el Médicis su gran patrón
y Mecenas, para poderle conocer entre tanta multitud de personados,
ordenó que los que le buscasen fuesen preguntando á unos y á otros:
¿_Quién sabe del bien_? Y desatinando todos, cuando llegaron á él y le
preguntaron: ¿_Chi sa del bene_? prontamente respondió: _Chi sa del
male_. Con que al punto dijeron:

Tú eres el Dante.

¡Oh, gran decir: aquel sabe del bien, que sabe del mal! No gusta de
los manjares, sino el hambriento y el sediento de la bebida. Dulce le
es el sueño á un desvelado, así como el descanso al molido. Aquellos
estiman la abundancia de la paz, que pasaron por las miserias de la
guerra; el que fué pobre sabe ser rico; el que estuvo encarcelado goza
de la libertad; el náufrago, del puerto; el desterrado, de su patria,
y el que fué infeliz, de la dicha. Veréis á muchos malhallados con los
bienes, porque no probaron de los males. Así que aquel diría yo es
feliz, que fué primero desdichado.

Contentó mucho este discurso; mas entró á impugnarle el Mascardo,
probando no poder ser dicha la que suponía la desdicha ni contento
verdadero el que sucedía á la pena. Ya el mal va delante y el pesar
gana de mano al placer. No sería esa felicidad entera; sino á medias,
respecto de la desdicha. Y de esa suerte, ¿quién quisiera ser feliz?
Viniendo, pues, á mi sentir, como yo tenga por máxima con otros muchos,
que no hay dicha ni desdicha, felicidad ó infelicidad, sino prudencia
ó imprudencia, digo que toda la felicidad humana consiste en tener
prudencia y la desventura en no tenerla. El varón sabio no teme la
fortuna; antes es señor de ella y vive sobre los astros, superior á
toda dependencia. Nada le puede empecer, cuando él mismo no se daña. Y
concluyo con que en todo lo que llena la cordura no cabe infelicidad.

Inclinó todo político la cabeza, haciéndole la salva como á vino de una
oreja y todo crítico dijo:

Bueno.

Pero al mismo tiempo se vió sacudirlas ambas al caprichoso Capriata,
diciendo:

¿Quién vió jamás contento á un sabio, cuando fué siempre la melancolía
manjar de discretos? Y así veréis, que los españoles, que están en
opinión de los más detenidos y cuerdos, son llamados de las otras
naciones los tétricos y graves, como al contrario los franceses son
alegres y que van siempre brincándose y bailando.

Los que más alcanzan, conocen mejor los males y lo mucho que les falta
para ser felices. Los sabios sienten más las adversidades y, como á
tan capaces, les hacen mayor impresión los topes. Una gota de azar
basta á aguarles el mayor contento y, demás de ser poco afortunados,
ellos mismos ayudan á su descontento con su mucho entender. Así que no
busquéis la alegría en el rostro del sabio; la risa sí que la hallaréis
en el del loco.

Al pronunciar esta palabra saltó uno muy célebre, que gustaba de llevar
consigo el cuerdo embajador, para ganso de noticias y aun de verdades.
Éste, pues, sin ton y sin son, hablando alto y riendo mucho, dijo:

De verdad, señor, que estos vuestros sabios son unos grandes necios,
pues andan buscando por la tierra la que está en el cielo.

Y dicho esto, que no fué poco, dió las puertas afuera.

Basta, confesaron todos, que un loco había de topar con la verdad.

Y en confirmación, el Mascardo peroró así:

En el cielo, señores, todo es felicidad; en el infierno, todo es
desdicha; en el mundo, como medio entre estos dos estremos, se
participa de entrambos: andan barajados los pesares con los contentos,
altérnanse los males con los bienes, mete el pesar el pie donde le
levanta el placer, llegan tras las buenas nuevas las malas, ya en
creciente la luna, ya en menguante, gran presidenta de las cosas
sublunares. Sucede á una ventura una desdicha y así la temía Filipo el
macedón, después de las tres felices nuevas. Tiempo señaló el sabio
para reir y tiempo para llorar. Amanece un día nublado, otro sereno,
ya mar en leche y ya en hiel. Viene tras una mala guerra una buena
paz, con que no hay contentos puros, sino muy aguados y así los beben
todos. No tenéis que cansaros en buscar la felicidad en esta vida;
milicia sobre el haz de la tierra. No está en ella y convino así.
Porque, si aun deste modo, estando todo lleno de pesares, sitiada
nuestra vida de miserias, con todo eso no hay poder arrancar los
hombres de los pechos desta villana nodriza, despreciando los brazos
de la celestial madre, que es la reina: ¿qué hicieran, si todo fuera
contento, gusto, placer, solaz y felicidad?

Con esto se dieron por entendidos nuestros dos peregrinos, Critilo y
Andrenio y con ellos todos los mortales, añadiendo el cortesano:

En vano, oh peregrinos del mundo, pasajeros de la vida, os cansáis en
buscar desde la cuna á la tumba esta vuestra imaginada Felisinda, que
el uno llama esposa, el otro madre. Ya murió para el mundo y vive para
el cielo. Hallarla heis allá, si la supiéredes merecer en la tierra.

Disolvióse la magistral junta, quedando desengañados todos al uso del
mundo, tarde. Convidóles el cortesano á ver algo de lo mucho, que se
logra en Roma.

Pero lo más que hay que ver, decían ellos y la mejor vista es ver
tantas personas, que, habiendo nosotros peregrinado todo el mundo,
podemos asegurar no haber visto otras tantas.

¿Cómo decís que habéis andado todo el mundo, no habiendo estado sino en
cuatro provincias de la Europa?

¡Oh, bien!, respondió Critilo. Yo te lo diré. Porque, así como en una
casa no se llaman parte de ella los corrales, donde están los brutos,
no entran en cuenta los reductos de las bestias, así lo más del mundo
no son sino corrales de hombres incultos, de naciones bárbaras y
fieras, sin policía, sin cultura, sin artes y sin noticias, provincias
habitadas de monstruos de la heregía, de gentes, que no se pueden
llamar personas, sino fieras.

Aguarda, dijo, agora, que tocamos ese punto, vosotros, que habéis
registrado las más políticas provincias del mundo, ¿qué os ha parecido
de la culta Italia?

Vos lo habéis dicho en esa palabra culta, que es lo mismo que aliñada,
cortesana, política y discreta, la perfecta de todas maneras. Porque es
de notar que España se está hoy del mismo modo que Dios la crió, sin
haberla mejorado en cosa sus moradores, fuera de lo poco, que labraron
en ella los romanos. Los montes se están hoy tan soberbios y zahareños
como al principio; los ríos innavegables, corriendo por el mismo camino
que les abrió la naturaleza; las campañas se están páramos, sin haber
sacado para su riego las acequias; las tierras incultas; de suerte
que no ha obrado nada la industria. Al contrario la Italia está tan
otra y tan mejorada, que no la conocerían sus primeros pobladores, que
viniesen. Porque los montes están allanados, convertidos en jardines,
los ríos navegables, los lagos son vivares de peces, los mares poblados
de famosas ciudades, coronados de muelles y de puertos; las ciudades
todas por un parejo, hermoseadas de vistosos edificios, templos,
palacios y castillos, sus plazas adornadas de brolladores y fuentes;
las campañas son elisios, llenas de jardines; de suerte, que hay más
que ver y que gozar en sola una ciudad de Italia, que en toda una
provincia de las otras. Ella es la política, madre de las buenas artes,
que todas están en su mayor punto y estimación, la política, la poesía,
la historia, la filosofía, la retórica, la erudición, la elocuencia,
la música, la pintura, la arquitectura, la escultura. Y en cada una
destas artes se hallan prodigiosos hombres. Por esto, sin duda, dijeron
que, cuando las diosas se repartieron las provincias del mundo, Juno
escogió la España, Belona la Francia, Proserpina á Inglaterra, Ceres á
Sicilia, Venus á Chipre y Minerva á Italia. Allí florecen las buenas
letras, ayudadas de la más suave, copiosa y elocuente lengua. Que aun
por eso en aquella plausible comedia, que se representó en Roma, de
la caída de nuestros primeros padres, se introducían donosamente los
personajes, hablando el padre eterno en alemán, Adán en italiano: _Lo
mio signore_, Eva en francés, _qui Monsiur_, y el diablo en español,
echando votos y retos. Exceden los italianos á los españoles en los
accidentes y á los franceses en la sustancia. Ni son tan viles como
éstos ni tan altivos como aquéllos. Igualan á los españoles en ingenio
y sobrepujan á los franceses en juicio, haciendo un gran medio entre
estas dos naciones. Pero, si en manos de los italianos hubieran dado
las Indias, ¡cómo que las hubieran logrado! Está Italia en medio de
las provincias de la Europa, coronada de todas como reina, y trátase
como tal. Porque Génova la sirve de tesorera, Sicilia de despensera, la
Lombardía de copera, Nápoles de maestresala, Florencia de camarera, el
Lacio de mayordomo, Venecia de aya, Módena, Mantua, Luca y Parma, de
meninas y Roma de dueña.

Sola una cosa la hallo yo mala, dijo Andrenio.

¿Sola una?, replicó el cortesano. ¿Y cuál es?

Reparaba en decirla y quisiera que él la adivinara. Con esta atención
le iba deteniendo y el otro instando.

Sería acaso el ser tan viciosa, porque eso le viene de ser tan
deliciosa.

No es eso.

¿Aquello de oler aún á gentil, hasta en los nombres de Cipiones y
Pompeyos, Césares y Alejandros, Julios y Lucrecias y en la vana
estimación de las antiguas estatuas que parecen idolatrar en ellas, el
ser tan supersticiosos y agoreros, porque todo eso les viene de gentil
herencia?

Ni eso.

¿Pues qué? ¿El estar tan dividida y como hecha jigote en poder de
tantos señores y señorcitos, saliéndole estéril toda su política y
sirviéndola de nada toda su razón de estado?

Tampoco es eso.

¡Válgate Dios! ¿Pues qué será? ¿Es por ventura aquello de ser campo
abierto á las naciones estranjeras, palenque de españoles y franceses?

He, que no es eso.

¿Si sería el ser maestra de invenciones y quimeras, porque eso pasó de
la Grecia al Lacio juntamente con el imperio?

Ni eso ni estotro.

¿Pues qué puede ser? Que ya me doy por vencido.

¿Qué? El haber tantos italianos. Que si eso no tuviera, hubiera sido
sin oposición el mejor país del mundo. Y vese claro, pues Roma con el
concurso de las naciones se viene á templar mucho. Por eso dicen que
Roma no es Italia ni España ni Francia; sino un agregado de todas. Gran
ciudad para vivir; aunque no para morir. Dicen que está llena de santos
muertos y de demonios vivos. Paradero de peregrinos y de todas las
cosas raras, centro de maravillas, milagros y prodigios. De suerte, que
más se vive en ella en un día, que en otras ciudades en un año, porque
se goza de todo lo mejor.

Un secreto ha días deseo saber de la Italia, dijo Critilo.

¿Qué cosa?, le preguntó el cortesano.

Yo te lo diré. ¿Cuál sea la causa que, siendo los franceses tan fatales
para ella, los que la inquietan, la azotan, la pisan, la saquean,
cada año la revuelven y son su total ruina, y al contrario, siendo
los españoles los que la enriquecen, la honran, la mantienen en paz y
quietud, los que la estiman, siendo Atlantes de la iglesia católica
romana, con todo eso se pierden por los franceses, se les va el corazón
tras ellos, los alaban sus escritores, los celebran sus poetas con
declarada pasión y á los españoles los aborrecen, los execran y siempre
están diciendo mal de ellos?

¡Oh, dijo el cortesano, has tocado un gran punto! No sé cómo te lo dé
á entender. ¿No has visto muchas veces aborrecer una mujer el fiel
consorte, que la honra y que la estima, que la sustenta, la viste y la
engalana, y perderse por un rufián, que la da de bofetadas cada día y
la acocea, la azota y la roba, la desnuda y la maltrata?

Sí.

Pues aplica tú la semejanza.

Faltóles antes la luz del día para ver, que grandezas y portentos para
ser vistos, con que hubieron de dar treguas á su bienlograda curiosidad
hasta el siguiente día.

Mañana, les dijo el cortesano, os convido á ver, no sola Roma, sino
todo el mundo de una vez, desde cierto puesto, de donde se señorea.
Veréis, no sólo este siglo, esta nuestra era; sino las venideras.

¿Qué dices, cortesano mío?, replicó Andrenio. ¿Para otro mundo y otro
siglo nos emplazas?

Sí, que habéis de ver cuanto pasa y ha de pasar.

Gran cosa será y gran día.

Quien quisiere lograrlo, madrugue en la siguiente Crisi.



CRISI X

_La rueda del tiempo._


Creyeron vanamente algunos de los filósofos antiguos que los siete
errantes astros se habían repartido las siete edades del hombre, para
asistirle desde el quicio de la vida hasta el umbral de la muerte.
Señalábanle á cada edad su planeta por su orden y su puesto, avisando
á todo mortal se diese por entendido, ya del planeta, que le presidía,
ya del traste de la vida en que andaba. Cúpole, decían, á la niñez
la luna con nombre de Lucina, comunicándole con sus influencias sus
imperfecciones, esto es, con la humedad la ternura y con ella la
facilidad y variedad, aquel mudarse á cada instante, ya llorando, ya
riendo, sin saber de qué se enoja, sin saber con qué se aplaca, de
cera á las impresiones, de masa á las aprehensiones, pasando de las
tinieblas de la ignorancia á los crepúsculos de la advertencia. Desde
los diez años hasta los veinte decían presidirle el planeta Mercurio,
influyendo docilidades, con que se va adelantando ya muchacho, al paso
que en la edad, en la perfección. Comienza á estudiar y á deprender,
cursa las escuelas, oye las facultades y va enriqueciendo el ánimo de
noticias y de ciencias. Pero descárase Venus á los veinte y reina con
grande tiranía, hasta los treinta, haciendo cruda guerra á la juventud
á sangre que yerve y á fuego en que se abrasa y todo esto con bizarra
galantería. Amanece á los treinta años el sol, esparciendo rayos de
lucimiento con que anhela ya el hombre á lucir y valer. Emprende con
calor los honrosos empleos, las lucidas empresas y, cual sol de su casa
y de su patria, todo lo ilustra, lo fecunda y lo sazona. Embístele
Marte á los cuarenta, infundiéndole valor con calor. Revístese de
aceros, muestra bríos, riñe, venga y pleitea. Entra á los cincuenta
mandando Júpiter, influyendo soberanías. Ya el hombre es señor de sus
acciones, habla con autoridad, obra con señoría, no lleva bien el ser
gobernado de otros; antes lo querría mandar todo, toma por sí las
resoluciones, ejecuta sus dictámenes, sábese gobernar y á esta edad,
como á tan señora, la coronaron por reina de las otras, llamándola
el mejor tercio de la vida. Á los sesenta anochece, que no amanece,
el melancólico saturnino con humor y horror de viejo. Comunícale su
triste condición y, como se va acabando, querría acabar con todos,
vive enfadado y enfadando, gruñendo y riñendo y, á lo de perro viejo,
royendo lo presente y lamiendo lo pasado, remiso en sus acciones,
tímido en sus ejecuciones, lánguido en el hablar, tardo en el ejecutar,
ineficaz en sus empresas, escaso en su trato, asqueroso en su porte,
descuidado en su traje, destituído de sentidos, falto de potencias y
á todas horas y de todas las cosas quejumbroso. Hasta los setenta es
el vivir y en los poderosos hasta los ochenta, que de ahí adelante
todo es trabajo y dolor, no vivir, sino morir. Acabados los diez años
de Saturno, vuelve á presidir la luna y vuelve á niñear y á monear
el hombre decrépito y caduco, con que acaba el tiempo en círculo,
mordiéndose la cola la serpiente: ingenioso jeroglífico de la rueda de
la humana vida.

Con esto entró el cortesano, no tanto á despertarles, cuanto á darles
el buen día y aun el mejor de su vida, muy entretenido con la máscara
del mundo, el baile y mudanzas del tiempo, el entremés de la fortuna y
la farsa de toda la vida.

¡Alto! les dijo, que tenemos mucho que hablar, pues, deste mundo y del
otro.

Sacóles de casa, para más meterlos en ella, y fuélos conduciendo al
más realzado de los siete collados de Roma, tan superior, que no sólo
pudieron señorear aquella universal corte; pero todo el mundo con todos
los siglos.

Desde esta eminencia, les decía, solemos con mucho deporte algunos
amigos tan geniales cuan joviales registrar todo el mundo y cuanto en
él pasa, que todo corre la posta. Desde aquí atalayamos las ciudades y
los reinos, las monarquías y repúblicas, ponderamos los hechos y los
dichos de todos los mortales, y lo que es de más curiosidad, que no
sólo vemos lo de hoy y lo de ayer, sino lo de mañana, discurriendo de
todo y por todo.

¡Oh, lo que diera yo, decía Andrenio, por ver lo que será del mundo
de aquí á unos cuantos años! En qué habrán parado los reinos, qué
habrá hecho Dios de fulano y de citano, qué habrá sido de tal y de
tal personaje. Lo venidero, lo venidero querría yo ver; que eso de
lo presente y lo pasado cualquiera se lo sabe. Hartos estamos de
oirlo, cuando una victoria, un buen suceso lo repiten y lo vuelven á
cacarear los franceses en sus gacetas, los españoles en sus relaciones,
que matan y enfadan. Como lo de la victoria naval contra Selim, que
aseguran fué más el gasto que se hizo en salvas y en luminarias, que lo
que se ganó en ella. Y modernamente decía un discreto:

Tan enfadado me tienen estos franceses con su socorro de Arrás y con
tanto repetirlo, que no puedo ver las tapicerías aun en medio del
invierno.

Pues yo te ofrezco, dijo el cortesano, mostrarte todo lo venidero, como
si lo tuvieses aquí delante.

¡Brava arte mágica sería ésa!

Antes no ni es menester, cuando no hay cosa más fácil, que saber lo
venidero.

¿Cómo puede ser eso, si está tan oculto y tan reservado á sola la
perspicacia divina?

Vuelvo á decir que no hay cosa más fácil ni más segura. Porque has
de saber que lo mismo, que fué, eso es y eso será, sin discrepar ni
un átomo. Lo que sucedió docientos años ha, eso mismo estamos viendo
agora. Y si no, aguarda.

Y echóse mano á una de las faltriqueras de la faldilla delantera y sacó
una caja de cristales, celebrándolos por cosa extraordinaria.

¿Qué más tendrán esos, que los demás antojos?, decía Andrenio.

¡Oh, sí, que alcanzan mucho!

¿Qué tanto? ¿Más, que el antojo del Galileo?

Mucho más, pues lo que está por venir, lo que sucederá de aquí á cien
años. Éstos los forjaba Arquímedes para los amigos entendidos. Tomad y
calzáoslos en los ojos del alma, en los interiores.

Y hiciéronlo así, sobre la faición de la prudencia.

Mirad ahora hacia España. ¿Qué veis?

Veo, dijo Andrenio, que las mismas guerras intestinas de agora
docientos años pasan del mismo modo, las rebeliones, las desdichas del
un cabo al otro.

¿Qué ves hacia Inglaterra?

Que lo que obró un Enrico contra la Iglesia ejecuta después otro peor.
Que si ya degollaron una reina Estuarda, hoy su nieto Carlos Estuardo.
Veo en Francia que matan un Enrico y otro Enrico y que vuelven á brotar
las cabezas de la herética hidra. Veo en Suecia que lo que le sucedió á
Gustavo Adolfo en Alemania, le va sucediendo por los mismos filos á su
sobrino en la católica Polonia.

¿Y aquí en Roma?

Que ha vuelto aquel siglo de oro y aquella felicidad pasada, de que
gozó en tiempo de los Gregorios y los Píos.

Ahí veréis que las cosas, las mismas son, que fueron; sola la memoria
es la que falta. No acontece cosa, que no haya sido ni que se pueda
decir nueva bajo del sol.

¿Quién es aquel vejezuelo, dijo Critilo, que nunca para, que todos le
siguen y él á nadie espera ni á reyes ni á monarcas, hace su hecho y
calla? ¿No lo ves tú, Andrenio?

Sí, por señas que lleva unas alforjas al cuello, como caminante.

¡Oh!, dijo el cortesano, ése es un viejo, que sabe mucho, porque ha
visto mucho y al cabo todo lo dice sin faltar á la verdad.

¿Cabe mucho en aquellas alforjas?

No lo creeréis. Cabe una ciudad y muchas y reinos enteros. Unos lleva
delante, otros atrás y, cuando se cansa, vuelve las alforjas, la de
atrás adelante, y revuelve todo el mundo, sin saber cómo ni por qué,
sino por variar. ¿Qué pensáis que es el pasarse el mando, el mudarse
el señorío desta provincia en aquélla, de una nación en la otra? Es
que se muda las alforjas el tiempo: hoy está aquí el imperio y mañana
acullá; hoy van delante los que ayer iban detrás: mudóse la vanguardia
en retaguardia. Así veréis que la África, que en otro tiempo era madre
de prodigiosos ingenios, de un Augustino, Tertuliano y Apuleyo ¿quién
tal creyera? hoy está hecha un barbarismo, engendradora de alarbes. Y
lo que es de mayor sentimiento, la Grecia, progenitora de los mayores
ingenios, la inventora de las ciencias y las artes, la que daba leyes
de discreción á todo el mundo, madre del bien decir, hoy está hecha un
solecismo en poder de los bárbaros traces. Y á ese modo está trocado
todo el mundo. La Italia, que mandaba á todas las demás naciones
y triunfaba de todas las provincias, hoy sirve á todas: mudóse las
alforjas el tiempo.

Pero la que fué gran vista y espectáculo de mucho gusto fué una gran
rueda, que bajaba por toda la redondez de la tierra, desde el oriente
al ocaso de la ocasión. Veíanse en ella todas cuantas cosas hay, ha
habido y habrá en el mundo, con tal disposición, que la una mitad se
veía clara y esentamente sobre el horizonte y la otra estaba hundida
acullá abajo, que nada de ella se veía; pero iba rodando sin cesar,
dando vueltas, al modo de una grúa, en que se metió el tiempo y,
saltando de la grada de un día en la del otro, la hacía rodar y con
ella todas las cosas. Salían unas de nuevo y escondíanse otras de viejo
y volvían á salir al cabo de tiempo. De modo que siempre eran las
mismas; sólo que unas pasaban, otras habían pasado y volvían á tener
vez. Hasta las aguas al cabo de los años mil volvían á correr por donde
solían; aunque no serían por los ojos, que ésas más presto vuelven: que
hay mucho que llorar.

Aquí hay mucho que ver, dijo Critilo.

Y que notar, el cortesano. Bien lo podéis tomar de propósito. Atended
cómo va pasando todo en la rueda de la vicisitud, unas cosas van, otras
vienen. Vuelven las monarquías y revuélvense también: que no hay cosa
que tenga estado, todo es subida y declinación.

Veíanse acullá al un cabo de la rueda y que ya habían pasado unos
hombres y unos príncipes parcos, que no pobres, pródigos de su sangre y
guardadores de la hacienda. Vestían de lana y la sabían cardar. Crujían
mangas de seda los días de fiesta por gran gala y todo el año la malla.

¿Quiénes son aquellos, preguntó Critilo, que cuanto más llanos, mejor
parecen?

Aquéllos fueron, respondió el cortesano, los que conquistaron los
reinos. Nota bien que allí hallarás un don Jaime de Aragón, un don
Fernando el Santo de Castilla y un don Alfonso Enríquez de Portugal.
Mira qué pobres de gala y qué ricos de fama. Hicieron muy bien su
papel, pues llenaron las historias de sus hazañas y metiéronse en el
vestuario común de las mortajas; pero no en olvido.

Al mismo tiempo, por la contraria banda de la rueda, salían otros y
muy otros, ricos, bizarros y suntuosos, rozando sedas, arrastrando
telas y gozando de lo que sus antepasados les ganaron; pero iban éstos
pasando también su carrera y hundíanse al cabo, después de hundido todo
y volvían á salir aquellos primeros, volviendo á juego las materias. Y
con esta alternación procedían las cosas humanas, al fin temporales.

¡Hay tal variedad!, ponderaba Andrenio. ¿Y siempre ha sido desta suerte?

Siempre, decía el cortesano, y esto en cada provincia, en cada reino.
Vuelve la cabeza atrás y mira qué moderados entraron en España los
primeros godos, un Ataulfo, Sisenando, hasta el rey Bamba. Sucede al
cabo el delicioso Rodrigo y da al traste con las más florida monarquía.
Va pasando la rueda y vuelve otra vez el valor con la parsimonia, en
el famoso Pelayo. Restáurase poco á poco lo que se perdió tan aprisa.
Descaece otra vez; pero resucita en el rey don Fernando el Católico y
así se van alternando las ganancias y las pérdidas, las dichas y las
desdichas.

¡Oh, lo que son de ver, decía Critilo, aquellos primeros vestidos de
paño, ya los segundos de brocado, aquéllos crujiendo acero y éstos
seda, arreados aquéllos en el alma y desnudos en el cuerpo, adornados
éstos de galas y desnudos de hazañas, faltos de noticias y sobrados de
delicias!

Escondíanse unas mujeres y señoras y aun princesas, con las ruecas
en la cinta, refilando el uso, y salían otras con abanicos costosos
de varillas de diamantes, fuelles de su vanidad. Aquéllas con sus
manguitos de paño, estas otras de martas, nada piadosas y muy suyas.
Aquéllas exprimidas de talle, estas otras más huecas, que campanas. Y
no obstante esto, aquéllas sonaban mejor.

Por eso digo yo, ponderaba Critilo, que siempre lo pasado fué mejor.

Alargaba el cuello Andrenio, mirando hacia el oriente de la rueda y
preguntóle el cortesano:

¿Qué buscas? ¿Qué echas menos?

Y él miraba si volvía á salir aquel plausible rey don Pedro de Aragón,
llamado bastón de franceses, que con ellos solos fué cruel. ¡Oh, cómo
que despicaría á España! ¡Qué coscorrones pegaría! ¡Cómo que les
abajaría las crestas á los galos! Pero mudóse las alforjas el tiempo.
Iba dando sin parar la vuelta la rueda y volteando con ella cuanto hay.
Salía una ciudad con sus casas de tierra y los palacios á piedralodo.
Paseaban sus calles en carros los caballeros, el mismo Nuño Rasura. Que
las damas, como tan recatadas, ni eran vistas ni oídas. Cuando mucho,
salían á alguna romería: que no se nombraban las ramerías. Más colorada
se volvía entonces una mujer de ver un hombre, que agora de ver un
ejército. Y es de advertir que entonces no había otro color, que el de
la vergüenza y el blanco de la inocencia. Parecían de otra especie,
porque eran muy calladas, no andariegas, honestas, hacendosas. Al fin
mujeres para todo y no como agora, para nada. Pero daba la vuelta la
rueda, hundíase aquella ciudad y al cabo de tiempo volvía á salir otra,
digo, la misma; pero tan otra, que no la conocían.

¿Qué ciudad es ésta?, preguntó Andrenio.

La misma, respondió el cortesano.

¿Cómo puede ser eso, si estas casas de agora son de mármoles y de
jaspes, con tanto dorado balcón, en vez de los de palo? ¿Qué tienen que
ver estas tiendas con aquellas otras de docientos años atrás? Allí,
señor cortesano, no había guantes de ámbar, sino de lana; no tahalíes
bordados de oro, sino una correa; no sombreros de castor ni por sueño,
cuando mucho bonetillos ó monteras. Manguitos de á ciento de á ocho,
¿quién tal dijo? Fuera heregía. No, sino de paño y abanicos de paja
y ésos llevaba la señora y la condesa; que aún no había duquesas, y
la misma reina doña Constanza y por mucha gala, que costaba cuatro
maravedís; y no como agora de garapiña y de rapiña francesa. Con un
real compraba entonces un hombre sombrero, zapatos, medias, guantes y
aún le sobraban algunos maravedises. Las que aquí son telas de oro y
brocados, allí eran bureles y por cosa muy preciosa se hallaba algún
contray para mantos á las ricas fembras en el día de su boda, que por
eso se llamaron de velarse. Las que allí eran carretillas, aquí son
coches y carrozas; las que angarillas, son sillas de mano tachonadas.
Aquí no se ve ruar el carretón de la Inés tirado de sola una bestia,
que no había entonces tantas. Las calles hierven de mujeres tan
descocadas cuan escotadas, cuando allí, si se les veía una muñeca,
era ya perderse todo y ser ellas unas perdidas. Muchos de estrados
y cojines y no se ve una almohadilla, sin hacer hacienda, antes
deshaciéndolas y acabando con las casas.

Pues te aseguro, dijo el cortesano, que es la misma ciudad; aunque
tan otra de lo que fué, tan mudada, que no la conocerían sus primeros
habitadores. Mira lo que hace y deshace el tiempo.

¡Válgame el Cielo!, dijo Critilo. ¿Y qué dijeran, si volvieran hoy á
Roma los Camilos y Dentatos, si el buen Sancho Minaya á Toledo, si
Gracián Ramírez á Madrid, Laín Calvo á Burgos, el Conde Alperche á
Zaragoza y Garci Pérez á Sevilla, si pasearan por estas calles y las
hallaran ocupadas de coches y de carrozas, si vieran estas tiendas y
esta perdición?

Volteaba la rueda y escondíase el buen tiempo y todo lo bueno con
él. Aquellos hombres buenos y llanos sin artificio ni embeleco, tan
sencillos en el vestido como en el ánimo, sin pliegues en las capas
y sin dobleces en el alma, con el pecho desabrochado, mostrando el
corazón, la conciencia á ojo, con el alma en la palma y por eso
vitoriosa: hombres al fin del tiempo antiguo y con todo eso muy ricos y
sobrados, desaliñados y nunca más bienpuestos. Que, cuando los hombres
eran más sencillos, aseguran que había más doblones. Escondíanse
aquéllos y salían otros antípodas suyos en todo, embusteros,
mentirosos, falsos y faltos, que se corrían de que les llamasen buenos
hombres, más pequeños de cuerpo y también de alma. Y con ser todos
palabras, no tenían palabra. Mucho de cumplimiento y nada de verdad.
Mucho de circunstancia y nada de sustancia. Gente de poca ciencia y de
menos conciencia.

Éstos, decía Critilo, yo juraría que no son hombres.

¿Pues qué?

Sombras de aquellos que van delante, medio hombres, pues no tienen
entereza. ¡Oh, cuándo volverán aquellos primeros agigantados, hijos de
la fama!

Dejad, decía el cortesano, que aún volverán á tener vez.

Sí; pero ¡qué tarde!, si se ha de acabar primero la mala semilla déstos.

De lo que gustaba mucho Andrenio y tanto, que no pudo contener la
risa, era de ver rodar los trajes y dar vueltas los usos y más mirando
hacia España, donde no hay cosa estable en esto del vestir. Á cada
tumbo de la rueda se mudaban y siempre de malo en peor, con mucho
gasto y figurería. Un día salían con unos sombreros anchos y bajos,
que parecían gorras; al otro día otros amorrionados, que parecían
capacetes; luego otros pequeños y puntiagudos, que parecían alhajas
de títeres y hacían bravas figuras. Pasaban éstos y sucedían otros
chatos y anchos, con dos dedos de falda, que parecían bacinillas y
aun olían mal; mas al otro día los dejaban y salían con otros tan
altos, que parecían orinales. Quebrábanse éstos también y sacaban los
gaviones con una vara de copa y otra de falda, ya pequeños, ya tan
grandes, que se pudieran hacer dos de cada uno de los primeros. Y es
lo bueno que los que hacían más ridículas figuras se burlaban de los
pasados, diciendo que parecían figurillas; mas luego los que se seguían
les llamaban á ellos figurones. Fué de modo que en poco rato, que lo
estuvieron mirando, contaron más de una docena de formas diferentes
de solos sombreros. ¿Qué sería de todo el demás traje? Las capas ya
eran tan largas y prolijas, que parecían ir fajados en ellas, ya tan
cortas y tan biencriadas, que, cuando sus amos estaban sentados, ellas
se quedaban en pie. Dejo las calzas, ya afolladas, ya botargas, los
zapatos ya romos, ya puntiagudos.

Qué cosa tan graciosa, decía Andrenio. Señores, ¿quién inventa estos
trajes? ¿Quién saca estos usos?

Ahí me digas tú que hay bien que reir. Porque has de saber que llega un
gotoso que tiene necesidad de llevar el pie holgado y cálzase un zapato
romo y ancho, por su comodidad, diciendo:

¿Qué importa que el mundo sea ancho, si mi zapato es estrecho?

Los otros, que lo ven, luego lo apetecen y dan todos en llevar zapatos
romos y parecer gotosos y patituertos. Si una mujer pequeña hubo
menester ayudarse de chapines, añadiendo de corcho lo que le faltaba
de persona, luego todas las otras dan en llevarlos, aunque sean más
crecidas que la giralda de Sevilla ó la torre nueva de Zaragoza. Llega
en esto una muy estirada en todo, que no necesita dellos, antes la
hacen embarazo. Dales del pie y gusta de irse en zapato. Luego todas
las otras la quieren imitar, aunque sean unas enanas, valiéndose de
la ocasión para más soltura y para parecer niñas. La otra flamenca
dió en ir escotada, vendiendo el alabastro y quiérenla seguir las
de Guinea, feriando el azabache, que en unas y en otras es una gran
frialdad y un traje muy desarrapado. Y es de advertir que el peor y el
más deshonesto es el que dura más. Pero para que riáis de buen gusto
mirad aquella ristra de mujeres, que van una tras otra en la rueda del
tiempo. La primera lleva aquel desproporcionado tocado, que llamaron
almirante y lo inventó una calva. La otra, que se sigue, lo trocó por
la arandela, que hizo brava visión. Sucede la otra con el bobo, que fué
su más propio traje. Trocólo ya la que viene detrás, por el trenzado,
no mendigando un pelo ajeno á su belleza. La quinta en orden lo dejó
para las mozas de cántaro y echó el cabello atrás en una crecida cola.
La sexta inventó el moño, desmintiendo lo pelado. La séptima se echó
un gobelete al tozuelo, echando allá cuanto la pudiesen decir. La
octava va con una trenza á la jineta, á tuerto y á derecho. La nona con
asa de cántaro y pudiera de cantarilla. Desta suerte van variando y
desvariando, hasta que vuelvan á su primera impertinencia. Pero lo que
fué, no ya de reir, sino de sentir, que siempre se va todo empeorando.
Pues es cosa cierta que con lo que gasta hoy una mujer se vestía antes
todo un pueblo. Más plata echa hoy en relumbrones una cortesana, que
había en toda España antes que se descubrieran las Indias. No conocían
las perlas aquellas primeras señoras; pero éranlo ellas en la fineza.
Los hombres eran de oro y se vestían de paño; agora son asco y rozan
damasco y después, que hay tantos diamantes, ni hay fineza ni firmeza.

Hasta en el hablar hay su novedad cada día, pues el lenguaje de hoy ha
docientos años parece algarabía. Y si no, leed esos fueros de Aragón,
esas partidas de Castilla, que ya no hay quien las entienda. Escuchad
un rato aquellos, que van pasando uno tras de otro, en la rueda del
tiempo.

Atendieron y oyeron que el primero decía fillo, el segundo fijo, el
tercero hijo y el cuarto ya decía gixo á lo andaluz y el quinto de otro
modo, sino que no lo percibieron.

¿Qué es esto?, decía Andrenio. ¿Señores, en qué ha de parar tanto
variar? ¿Pues no era muy buena aquella primera palabra fillo y más
suave, más conforme á su original, que es el latín?

Sí.

¿Pues por qué la dejaron?

No más de por mudar, sucediendo lo mismo en las palabras, que en los
sombreros. Éstos de agora tienen por bárbaros á los de aquel lenguaje,
como si los venideros no hubiesen de vengarlos á aquéllos y reirse
déstos.

Púsose de puntillas Critilo, desojándose hacia el oriente de la rueda.

¿Qué atiendes con tanto ahinco?, le preguntó el cortesano.

Estoy mirando si vuelven á salir aquellos Quintos tan famosos y
plausibles en el mundo, un don Fernando el Quinto, un Carlos Quinto y
un Pío Quinto.

¡Ojalá que eso fuese y que saliese un don Felipe, el Quinto en España!
Y cómo que vendrá nacido. ¡Qué gran rey había de ser, copiando en sí
todo el valor y el saber de sus pasados! Pero lo que noto es que antes
vuelven á salir los males, que los bienes. Tardan éstos lo que se
avanzan aquéllos.

Oh, sí, dijo el cortesano: detiénense y mucho en volver los siglos de
oro y adelántanse los de plomo y de hierro. Son las calamidades más
ciertas en repetir, que las prosperidades. Así como el mal humor de
una terciana y de una cuartana tienen su día fijo, su hora sabida,
sin discrepar un punto y el buen humor la alegría, el contento, no le
tienen ni repiten, á la hora las guerras, las rebeliones no discrepan
un lustro, las pestes ni un año, las secas no pierden vez, vuelven las
hambres, las mortandades, las desdichas por sus pasos contados.

Pues si eso es así, dijo Andrenio, ¿no se les podía tomar el pulso á
las mudanzas y el tino á la vicisitud de la rueda, para prevenir los
remedios á los venideros males y saberlos desviar?

Ya se podría, respondió el cortesano; pero como fenecieron aquellos,
que entonces vivían, y suceden otros de nuevo sin recuerdo de los
daños, sin experiencia de los inconvenientes, no queda lugar al
escarmiento. Vinieron unos noveleros, amigos de mudanzas peligrosas,
que no probaron de las calamidades de la guerra, atropellaron con la
rica y abundante paz y después murieron suspirando por ella. Con todo
ya hay algunos de bueno y sano juicio, prudentes consejeros, que huelen
de lejos las tempestades, las pronostican, las dicen y aun las vocean;
pero no son escuchados. Que el principio de los males es quitarnos el
cielo el inestimable don del consejo. Sacan los cuerdos por discurso
cierto las desdichas, que amenazan: en viendo en una república la
desolación de costumbres, pronostican la disolución de provincias;
en reconociendo caída la virtud, atinan la caída de las monarquías;
grítanlo á quien tiene atapados los oídos, y así veréis que de tiempo á
tiempo se pierde todo para volverse otra vez á ganar todo.

Pero buen ánimo, que todas las cosas vuelven á tener día, lo bueno y lo
malo, las dichas y las desventuras, las ganancias y las pérdidas, los
cautiverios y los triunfos, los buenos y los malos años.

Sí, dijo Andrenio; ¿pero qué me importa á mí que hayan de suceder
después las felicidades, si á mí me cogen de medio á medio todas las
calamidades? Eso es decir que para mí se hicieron las penas y para
otros los contentos.

Buen remedio ser prudente, abrir el ojo y dar ya en la cuenta. Ea,
alégrate, que aún volverá la virtud á ser estimada, la sabiduría á
estar muy valida, la verdad amada y todo lo bueno en su triunfo.

Y cuando será eso, suspiró Critilo, ya estaremos nosotros acabados
y aun consumidos. ¡Oh, quién viera aquellos hombres con sus sayos
y aquellas mujeres con sus cofias y sus ruecas, que desde que se
arrimaron los husos, no se usa cosa buena! ¿Cuándo volverá la reina
doña Isabel la Católica á enviar recados: decidle á doña Fulana que
se venga esta tarde á pasarla conmigo y que se traiga su rueca, y á
la condesa que venga con su almohadilla? ¿Cuándo oiremos al otro rey
escusarse en las cortes que no había comido gallina y decía la verdad
y que una que comió un jueves había sido presentada? Y al otro que si
las mangas del jubón eran de seda, pero el cuerpo de tela. ¡Oh, cuánto
me holgaría ver salir aquellos siglos de oro y no de lodo y basura,
aquellos varones de diamantes y no de claveques, aquellas hembras de
margaritas y sin perlas, las Hermesindas y Jimenas, con que no faltan
Urracas, aquellos hombres de bien, que ya no sólo no corren, pero
ni dan un paso, de Tasso lenguaje, pero de buena lengua, de pocas
razones y de mucha razón, de mucha sustancia y poca circunstancia,
gente de apoyo y no de tramoya y de sola apariencia, que no hay cosa
más contraria á la verdad, que la verisimilitud! ¿Qué soldados eran
aquellos de acullá, vestidos de pieles y calzados de cuero, que
repetían de fieras?

Ésos eran los Almugábares, la milicia del rey don Jaime y de su
valeroso hijo; no como los capitanes de agora, vestidos de tafetán,
dando cuchilladas de seda.

Aguarda, ¿qué varas eran aquéllas tan macizas y tan firmes?

Las de la justicia del buen tiempo, gruesas; pero no groseras, que no
se torcían á cualquier viento ni se doblaban, aunque las cargasen del
metal pesado, aunque colgasen de ellas un bolsón de doblones.

Qué diferentes, decía Andrenio, destas otras tan delgadas, al fin
juncos, que ceden al soplo del favor y se inclinan por poco que les
cuelguen á un par de capones, á cualquier pluma. ¿Quién es aquel que
habla ronco?

Pues á fe que no es ronca, sino bien clara su fama. Aquél es el
plausible alcalde Ronquillo, blasón de la justicia.

¿Y aquel otro, que todo lo averigua?

Ése es el del proverbio, por quien decía el rey Católico, á cualquiera
escándalo que sucedía:

Vaya y averígüelo Vargas.

Todo lo aclaraba y nada confundía, con que también ha tenido en estos
tiempos la justicia sus Quiñones.

Cansábanse ya ellos de ver; pero no la rueda de dar vueltas y á
cada tumbo se trastornaba el mundo, caían las casas más ilustres y
levantábanse otras muy oscuras, con que los descendientes de los
reyes andaban tras los bueyes, trocándose el cetro en aguijada y tal
vez en un cepillo. Al contrario, los lacayos subían á Belengabores y
Taicosamas. Vieron un nieto de un herrador muy puesto á la jineta y
otro muy á caballo rodeado de pajes, aquél cuyo abuelo iba tal vez
lleno de pajas. Decantábase la rueda y comenzaban á bambalear las
torres y los homenajes, caían los alcázares y empinábanse los aduares y
al cabo de años los nobles eran villanos.

¿Quién es aquel, decía Andrenio, que vive en la casa solar de los
condes de tal?

Un hornero, que haciendo mala harina hizo muchos ducados, de modo que
valen más sus salvados, que la harina de muchos nobles.

¿Y en aquella otra de los duques de cual?

Un otro, que vendió mal y las compró bien.

¿Pues es posible, ponderaba Critilo, que no se contente ya la
desvergonzada vanidad déstos con levantar sus casas de nuevo, sino que
quieren hollar las más antiguas y las que eran de mejor solar?

Salían unos ingenios noveleros con unos discursos viejos, opiniones
rancias, pero bien alcoholadas, con lindo lenguaje y vendíanlas por
invención suya y de verdad que lo era. Engañaban luego luego á cuatro
pedantes; mas llegaban los varones sabios y leídos y decían:

¿Ésta no es la dotrina de aquellos antiguos? En un rincón del Tostado
se hallará, sazonado y cocido todo lo que éstos blasonan por crudo y
valiente pensar. Lo que éstos hacen no es más que sacarlo de aquella
letra gótica y estamparlo en la romana más legible, mudando la cuadrada
en redonda, echando un papel blanco y nuevo y con esto cátalo aquí
concepto nuevo. Á fe que estos ecos que son de aquella lira y que este
tomo es de Toma.

Lo mismo que en la cátedra sucedía en el púlpito con notable variedad,
que en el breve rato, que se asomaron á ver la rueda, notaron una
docena de varios modos de orar. Dejaron la sustancial ponderación del
sagrado texto y dieron en alegorías frías, metáforas cansadas, haciendo
soles y águilas los santos, inares las virtudes, teniendo toda una hora
ocupado el auditorio, pensando en una ave ó una flor. Dejaron esto y
dieron en descripciones y pinturillas. Llegó á estar muy valida la
humanidad, mezclando lo sagrado con lo profano. Y comenzaba el otro
afectado su sermón por un lugar de Séneca, como si no hubiera San
Pablo, ya con trazas, ya sin ellas, ya discursos atados, ya desatados,
ya uniendo, ya postillando, ya echándolo todo en frasecillas y modillos
de decir, rascando la picazón de las orejas de cuatro impertinentillos
bachilleres, dejando la sólida y sustancial doctrina y aquel verdadero
modo de predicar del Boca de oro y de la ambrosía dulcísima y del
néctar provechoso del gran prelado de Milán.

Cortesano mío, decía Andrenio, ¿volverá al mundo otro Alejandro Magno,
un Trajano y el gran Teodosio? ¡Gran cosa sería!

No sé qué me diga, le respondió, que de uno déstos hay para cien siglos
y mientras sale un Augusto, ruedan cuatro Nerones, cinco Calígulas,
ocho Eliogábalos, y mientras un Ciro, diez Sardanápalos. Sale una vez
un Gran Capitán y bullen después cien capitanejos, con que se ha de
mudar cada año de jefe. He aquí que para conquistar á todo Nápoles
bastó el gran Gonzalo Fernández y para Portugal un duque de Alba,
para la una India Fernando Cortés y para la otra Alburquerque; y hoy
para restaurar un palmo de tierra no han sido bastantes doce cabos.
Llevóse de carrera Carlos Octavo á Nápoles y con otra vista, que dió el
desposeído Fernando con cuatro naves vacías, lo volvió á cobrar. De un
Santiago cogió el rey Católico á Granada y su nieto Carlos Quinto toda
la Alemania.

Oh, señor, replicó Critilo, no hay que admirar: que iban los mismos
reyes en persona, no en sustituto. Que hay gran diferencia de pelear el
amo ó el criado. Asegúroos que no hay batería de cañones reforzados,
como una ojeada de un rey.

Tras de una reina doña Blanca, proseguía el cortesano, salen cien
negras. Mas hoy en otra española vuelve á florecer aquélla y en una
católica Cristina de Suecia renace hoy la emperatriz Elena. Más
os digo, que vuelve á salir el mismo Alejandro. Ya le veo y le
reverencio, no gentil, sino muy cristiano; no profano, sino santo; no
tirano de las provincias, sino padre de todo el mundo, conquistándole
para el cielo. Pasad un lienzo, les dijo, por esos cristales y, si
fuere el de la mortaja, mejor: quedarán más limpios del polvo apegadizo
de la tierra. Y mirad otro rato hacia el cielo.

Realzaron la vista y en virtud de aquella diáfana perspicacidad
divisaron cosas, en que jamás habían reparado. Vieron una gran multitud
de hilos y muy sutiles, que los iban devanando los celestes tornos y,
sacándolos de cada uno de los mortales como de un ovillo.

¡Qué delgado hilan los cielos!, decía Andrenio.

Ésos son, respondió el cortesano, los hilos de nuestras vidas. Notad
qué cosa tan delicada y de qué dependemos todos.

Era mucho de ver cuáles andaban los hombres rodando y saltando, como
si fueran otros tantos ovillos, sin parar un instante, al paso que las
celestiales esferas les iban sacando la sustancia y consumiendo la
vida hasta dejarlos de todo punto apurados y deshechos, de tal suerte
que no venía á quedar en cada uno sino un pedazo de trapo de una pobre
mortaja, que en esto viene á parar todo. De unos tiraban hebras de seda
fina; de otros, hilos de oro; y de otros, de cáñamo y estopa.

Sin duda que aquellos de oro y de plata, dijo Andrenio, serán de los
ricos.

Engáñaste.

¿De los nobles?

Tampoco.

¿De los príncipes?

No discurres bien.

¿No son los hilos de las vidas?

Sí.

Pues, según fueren ellas, así serán ellos.

Noble hay, que sacan del hilo de estopa y plebeyo, que sacan del hilo
de plata y aun de oro.

Allí se acababa uno, acullá otro, faltábale muy poco á éste, cuando
comenzaba aquél. Que lo que la naturaleza va hilando de la vida el
cielo lo va devanando y quitándonos los días con sus vueltas. Y
cuando los mortales andan más diligentes y más solícitos, saltando y
brincando, entonces se van más deshaciendo.

¡Pero qué á lo callado, qué á las sordas nos van urdiendo la muerte,
ponderaba Critilo, cuando nos van devanando la vida! Engañóse sin duda
aquel otro filósofo en decir que al moverse esas celestes esferas de
esos once cielos hacen una suavísima música, un muy sonoro ruido. Ojalá
que eso fuera, que nos despertaran de nuestro sueño. Fuera un citarnos
á cada instante de remate. No fuera música para entretenernos, sino un
recuerdo para desengañarnos.

Miráronse ya á sí mismos y vieron lo poco que les faltaba por devanar,
que fué materia de harto desengaño para Critilo, si para Andrenio de
melancolía.

Esto bastará por ahora, les dijo el cortesano, y bajemos á comer, no
diga el otro simple letor:

¿De qué pasan estos hombres, que nunca se introducen comiendo ni
cenando, sino filosofando?

Acertaron á pasar por una plaza, la de mayor concurso, que sería
sin duda la Navona, donde hallaron un numeroso pueblo, dividido en
enjambres de susurro, aguardando alguno de sus espectáculos vulgares,
que el cortesano al verle realzó con su moral observación y ellos con
especial desengaño. Pero qué espantavulgo fuese éste nos lo afianza
declarar la siguiente Crisi.



CRISI XI

_La suegra de la vida._


Muere el hombre, cuando había de comenzar á vivir, cuando más persona,
cuando ya sabio y prudente, lleno de noticias y experiencias, sazonado
y hecho, colmado de perfecciones, cuando era de más utilidad y
autoridad á su casa y á su patria. Así que nace bestia y muere muy
persona. Pero no se ha de decir que murió agora, sino que acabó de
morir, cuando no es otro el vivir que un ir cada día muriendo. ¡Oh,
ley por todas partes terrible la de la muerte, única en no tener
excepción, en no privilegiar á nadie, y debiera á los grandes hombres,
á los eminentes sujetos, á los perfectos príncipes, á los consumados
varones, con quienes muere la virtud, la prudencia, la valentía, el
saber y tal vez toda una ciudad, un reino entero! Eternos debieran ser
los ínclitos héroes, los varones famosos, que les costó tanto el llegar
á aquel cenit de su grandeza; pero sucede tan al contrario, que los que
importan menos viven más y los que mucho valen viven menos. Son eternos
los que no merecían vivir un día y los insignes varones, momentáneos,
pasaban como lucidos cometas. Plausible resolución fué la del rey
Néstor, de quien se cuenta que, habiendo consultado los oráculos acerca
de los plazos de su vida y habiéndole sido respondido que aún había de
vivir mil años cabales, dijo él:

Pues no hay que tratar de hacer casa.

Instando sus amigos que no sólo casa, pero un palacio y no sólo uno,
sino muchos, para todos tiempos y pasatiempos, respondió:

¿Para sólos mil años de vida queréis que me ponga agora á fabricar
casa? ¿Para tan poco tiempo un palacio? He, que bastará una tienda ó
una barraca, donde me aloje de paso. Que sería calificada locura tomar
el vivir de asiento.

¡Qué bien viene esto con lo que hoy se platica, pues no llegando los
hombres á vivir lo más cien años y no teniendo seguro ni un día,
emprenden edificios de á mil años, fabrican casas, como si se hubiesen
de perpetuar sobre la haz de la tierra! De estos sería uno sin duda
aquel que decía que, aunque supiera que no había de vivir sino un año,
hiciera casa; si un mes, se casara; si una semana, comprara cama y
silla; y si un día sólo, hiciera olla. ¡Oh!, cómo debe reirse destos
necios la muerte discreta, siquiera por lo fea, viendo que, cuando
ellos están levantando grandes casas, ella les está abriendo corta
sepultura, según el proverbio: á casa hecha, sepultura abierta. En
acomodándose uno, ella le desacomoda. Acabarse de construir el palacio
y acabarse la vida todo es á un tiempo, trocándose las siete columnas
del más soberbio edificio en siete pies de tierra ó siete palmos de
mármol, vana necedad de muchos. Porque ¿qué más tiene el pudrirse entre
pórfidos y mármoles, que entre terrones?

Sobre esta tan llana verdad venía echando el contrapunto de un singular
desengaño el cortesano discreto con nuestros dos peregrinos en Roma.
Llegaron á una gran plaza, embarazada de infinito vulgo, muy puesto en
expectación de alguna de sus necias maravillas, que él suele admirar
mucho.

¿Qué querrá ser esto?, preguntó Andrenio.

Y respondiéronle:

Tened paciencia y tendréis ciencia.

Así fué, que á poco rato vieron salir bailando y brincando sobre una
maroma un monstruo, que en la lijereza parecía un pájaro y en la
temeridad un loco. Estaban los que le miraban tan pasmados, cuanto él
intrépido. Ellos temblando de verle y él bailando porque le viesen.

¡Brava temeridad!, exclamó Andrenio. Sin duda que éstos primero
pierden el juicio y después el miedo. Á pie llano no llevamos segura la
vida y éste la mete en precipicios.

¿De éste te espantas tú?, le dijo el cortesano.

¿Pues de quién, si de éste no?

De ti mismo.

¿De mí? ¿Y por qué?

Porque es niñería esto, respecto de lo que por ti pasa. ¿Sabes tú dónde
tienes los pies? ¿Sabes por dónde caminas?

Lo que yo sé es, replicó Andrenio, que no me metiera allí por todo el
mundo y éste por un vil interés se expone á tan grande riesgo.

¡Qué bueno está eso!, le dijo el cortesano. ¡Oh, si tú te vieses andar,
no sólo de aquel modo, sino con harto mayor peligro, qué sentirías y
qué dirías!

¿Yo?

Sí, tú.

¿Por qué?

Díme, ¿no caminas cada hora y cada instante sobre el hilo de tu vida,
no tan grueso ni tan firme como una maroma, sino tan delgado como el de
una araña y aun más y andas saltando y bailando sobre él? Ahí comes,
ahí duermes y ahí descansas sin cuidado ni sobresalto alguno. Créeme
que todos los mortales somos volatines arriesgados sobre el delgado
hilo de una frágil vida, con esta diferencia, que unos caen hoy, otros
mañana. Sobre él fabrican los hombres grandes casas y grandes quimeras,
levantan torres de viento y fundan todas sus esperanzas. Admíranse de
ver al otro temerario andar sobre una gruesa y asegurada maroma y no
se espantan de sí mismos, que restriban sobre una, no cuerda, sino
muy loca confianza de una hebra de seda. Menos, sobre un cabello. Aún
es mucho, sobre un hilo de araña. Aún es algo, sobre el de la vida,
que aún es menos. De esto sí que debrían andar atónitos, aquí sí que
se les habían de erizar los cabellos y más reconociendo el abismo de
infelicidades, donde los despeña el grave peso de sus muchos yerros.

Salgamos, salgamos de aquí luego luego, al mismo punto, gritó Andrenio.

Poco importa, dijo Critilo, dejar la consideración, si no salimos del
riesgo. Bien podremos olvidarle, mas no evitarle.

Volvieron ya á su posada, llamada el mesón de la vida. Aquí les dejó el
cortesano citados para otro gran día, si ya no les faltase la noche,
que fué atención precisa. Recibióles con lisonjero agasajo su agradable
huéspeda, mostrándose muy cuidadosa en su asistencia y regalo.
Convidólos á la cena, diciendo:

Aunque no se vive para comer, se come para vivir.

Cerróse la noche y trataron ellos de cerrar los ojos, pasando á
ciegas y á escuras la mitad de la vida. Y si dicen que el sueño es un
ensayo de la muerte, yo digo que no es sino un olvido de ella. Íbanse
ya encaminando al sepulcro del sueño, muy descuidados y seguros,
cuando llegó á embargárseles uno de los muchos pasajeros, que allí se
alojaban. Éste, acercándose á ellos disimulado, les dió voces á la
sorda, diciéndoles:

¡Oh, inconsiderados peregrinos! ¡Cómo se os conoce cuán ajenos vivís
de vuestro mal y cuán ignorantes de vuestro riesgo! Decidme, ¿cómo,
estando presos, tratáis de dormir á sueño suelto? No es tiempo de
cerrar los ojos, sino de abrirlos al mayor peligro, que os amenaza por
instantes.

Tú debes ser el que sueñas, le respondió Andrenio. ¿Aquí peligros, en
el albergue de la vida, en el mesón del sol y tan claro y tan risueño?

Y aun por eso mismo, respondió el pasajero.

He, que no es creíble que para traiciones en tales agrados, que se
escondan fierezas entre tales lindezas.

Pues advertid que aquí donde la veis tan cortesana, esta nuestra
huéspeda, que es de nación troglodita, hija del más fiero caribe, aquel
que se chupa los dedos tras sus proprios hijos.

Quita de ahí, le replicó Andrenio. ¿Aquí en Roma trogloditas? ¿Cómo es
posible?

¿Y es nuevo el concurrir en esta cabeza del orbe de todas sus naciones
los erizados etíopes, los greñudos sicambros, los alarbes, los sabeos
y los sármatas, aquéllos, que llevan consigo la fuente para socorrer
la sed en la picada vena del caballo? Sabed, pues, que esta hermosa y
agradable patrona alimenta sus fierezas de nuestras humanidades.

Es cosa de risa eso, replicó Andrenio. Lo que yo experimento es que
ella no atiende á otro, que á nuestro agasajo y regalo.

¡Oh, qué engaño el vuestro!, exclamó el pasajero. ¿Nunca habéis
visto cebar antes las engañadas aves, para cebarse en ellas después,
sacándoles para esto los ojos? Pues así lo platica esta hechicera
común, que no hay Alcina, que la iguale. Miradla bien, reconocedla y
veréis que no es tan linda como se pinta; antes la hallaréis corta
de faiciones y larga de traiciones, breve de tercios y cumplida de
enredos. ¿Es posible, que no habéis reparado en estos días, que aquí
estáis, cómo han desaparecido casi todos los pasajeros que han entrado?
¿Qué se hizo aquel gallardo mancebo, que tanto celebrastes de lindo,
airoso, galán, rico y discreto? Ya no se ve ni se oye. ¿Pues aquella
otra peregrina de la belleza, que tan bien pareció á todos? Ya no
parece. Pregunto, ¿qué se hace tanto pasajero como aquí va entrando?
Unos anochecen y no amanecen y otros al contrario: todos, todos, unos
en pos de otros van desapareciendo, tan presto el cordero como el
carnero, el amo como el criado, el soldado valiente y el cortesano
discreto. Ni al príncipe le vale su soberanía ni al sabio su ciencia.
No le aprovechan al valentón sus bríos ni al rico sus tesoros. Ninguno
trae salvaguardia.

Ya yo lo había notado, respondió Critilo. Como á la deshilada se nos
iban todos desvaneciendo y os aseguro que me ha ocasionado harto
desvelo.

Aquí arqueando las cejas y encogiéndose de hombros el pasajero:

Habéis de saber, les dijo, que yo, llevado de mi cuidadoso recelo,
traté de escudriñar todos los rincones desta traidora posada y he
descubierto una muy afectada traición contra nuestras descuidadas
vidas. Amigos, que estamos vendidos, minada tenemos la salud con
pólvora sorda, armada nos está una emboscada traidora contra la
felicidad más segura. Pero, para que me creáis, seguidme, que lo habéis
de ver con vuestros ojos y tocar con esas manos, sin hacer el menor
sentimiento, porque seríamos perdidos antes con antes.

Y diciendo y haciendo, levantó una losa, que estaba bajo de su mismo
lecho, de modo que la asechanza estaba inmediata á su descanso.
Descubrióse un boquerón espantoso y lúgubre, por donde les animó á
bajar, yendo él delante, y á la luz de una disimulada linterna los fué
conduciendo á unas profundas cuevas, á unos soterráneos tan inferiores,
que pudieran ser llamados con mucha razón infiernos. Allí les fué
mostrando un expectáculo tan crudo y tan horrendo, que pudiera hacer
estremecer los huesos y dar diente con diente el solo imaginarlo.
Porque allí vieron y conocieron todos aquellos pasajeros, que habían
echado menos; aunque muy desfigurados, tendidos por aquellos suelos.
Estuvieron un gran rato sin poder hablar palabra, que aun para alentar
les faltó el ánimo, tan muertos ellos como los que yacían.

¡Hay tal carnicería!, dijo Andrenio más suspirando, que pronunciando.
¡Hay tal catástrofe de bárbara impiedad! Aquél es sin duda el príncipe,
que vimos cuatro días ha, tan agraciado y lindo, que era las delicias
del mundo, tan cortejado y adorado de todos. Mirad qué solo yace,
dejado y olvidado. Pereció su memoria con el ruido, que no haciéndole,
luego es uno olvidado.

Aquel otro, decía Critilo, es aquel ruidoso campeón, conducidor de
huestes valerosas. Mirad agora qué desacompañado yace y solo. El que
antes hacía temblar el mundo con su valor agora nos hace temblar á
nosotros con horror, y el que triunfa de tanto enemigo ya es trofeo de
tanto gusano.

Contemplad, les decía el pasajero, qué fiera y qué fea está aquella tan
hermosa. Convirtióse su florido Mayo en un erizado Diciembre. ¿Cuántos
por ver esta cara perdieron el ver la de Dios y gozar del cielo?

Amigo, decía Andrenio, dínos por tu vida quién ejecuta semejantes
atrocidades. ¿Son acaso ladrones, que por robarles el oro les quitan la
preciosa vida? Pero más malicia indica el estar tan desfigurados, medio
comidos algunos y aun roídas las entrañas. Aquí alguna cruel Medea se
oculta, que así desmiembra sus hermanos; alguna infernal Meguera, que
ya poco es troglodita.

¿No os decía yo? ponderaba el pasajero. Celebrad agora el cortés
agasajo de vuestra agradable patrona.

Pues aún no acabo yo de creer, dijo Andrenio, que una fiereza tan atroz
quepa en tal agrado, tal crueldad en tal beldad, ni es posible que una
patrona tan humana nos sea tan traidora.

Señores míos, esto pasa en su misma casa, aquí lo estamos viendo y
lamentando. Ved ahora quién lo ejecuta, por lo menos ella lo consiente.
Éste es el dejo de su cortejo, éste el paradero de su agasajo y éste el
remate de su hospedaje. Mirad qué caro se paga, atended en qué paran
las paredes entoldadas de sedas, el servicio de plata, las doradas y
mullidas camas, el convite y el regalo.

Esto estaban viendo y no creyéndolo, cuando de repente se hizo bien
de sentir un horrible sonido, un espantoso estruendo como de muchas
campanas, que doblaban el espanto. Correspondíale otro lastimero ruido
de suspiros y lamentos. Quisieron nuestros peregrinos echar á huir y
meterse en salvo; mas no pudieron, porque ya comenzaban á entrar de
dos en dos funestos enlutados, con sus capuces tendidos, que no se les
divisaba el gesto. Traían antorchas amarillas en las manos, no tanto
para alumbrar los muertos, cuanto para dar luz de desengaño á los
vivos, que la han bien menester. Retiráronse á un rincón los espantados
peregrinos, sin osar hablar palabra, con que dieron más lugar á la
atención, para ver lo que pasaba y oir lo que decían, aunque muy bajo,
dos de aquellos enlutados, que les cayeron más cerca.

¡Qué brava fiereza, decía el uno, la de esta cruel tirana! Al fin
hembra, que todos los mayores males lo son, la hambre, la guerra, la
peste, las arpías, las sirenas, las furias y las parcas.

Sí, respondía el otro; pero ninguna como ésta, que, si las demás
persiguen y atormentan, no es con tal exceso. Si una calamidad os quita
la hacienda, déjaos la salud; si la otra la salud, déjaos la vida; si
ésta os priva de la dignidad, déjaos los amigos para el consuelo; si
aquélla os roba la libertad, déjaos la esperanza. De modo que ninguna
de las desdichas apura del todo; todas operan algo para el consuelo.
Esta sola, peor de cuantas hay, todo lo barre, con todo acaba de una
vez, con la hacienda, con la patria, amigos, deudos, hermanos, padres,
contento, salud y vida, enemiga mayor del género humano, asesina de
todos.

Bástale, dijo el otro, ser peor que cuñada, peor que madrastra. Pues
suegra de la vida, ¿qué otro puede ser la muerte?

Mas al nombrarla ella como tan ruin acudió luego. Comenzaron á entrar
los de su séquito, que es grande, unos que la preceden y otros que la
siguen. Estaban espantados nuestros peregrinos, callando como unos
muertos y, cuando esperaban ver entrar en fúnebre pompa tropas de
fantasmas, catervas de visiones, ejércitos de trasgos, multitud de
larvas y un escuadrón de funestos monstruos, vieron muy al contrario
muchos ministros suyos muy colorados, gruesos y lucidos, no sólo no
tristes, pero muy risueños y placenteros, cantando y bailando con brava
chanza y bureo. Fuéronse partiendo por todo aquel teatro soterráneo,
con que comenzaron ya á respirar nuestros peregrinos y, aun habiendo
cobrado ánimo Andrenio, se fué acercando á uno de ellos, que le pareció
de mejor humor y de buen gusto:

Señor mío, le dijo, ¿qué buena gente es ésta?

Miróselo él y, viéndole algo encogido, le dijo:

Acaba ya de desenvolverte, que aun en el palacio de la muerte no
conviene el ser mozo vergonzoso; más vale tener un punto y aun dos
de entremetido. Sabrás que éste es el cortejo de la reina de todo el
mundo, mi señora la Muerte, que ahí cerca viene; nosotros somos sus más
crueles verdugos.

No lo parecéis, replicó Critilo, desencogiéndose también, pues veniste
de fiesta y de placer, cantando y riendo. Yo siempre creí que los
asesinos suyos eran tan fieros como crueles, intratables y ásperos,
consumidores y consumidos, de tan mala catadura como ella.

Ésos, respondió él, doblando la risa, eran los del tiempo antiguo; ya
no se usan, todo está muy trocado, nosotros la asistimos agora.

¿Y quién eres tú?, le preguntó Andrenio.

Yo soy, no lo creeréis, un Hartazgo.

Y aun por eso tan cariharto. ¿Y aquel otro?

Es un convitón, éste de mi otro lado es un almuerzo, el de más allá
un merendón, la otra una fiambrera, aquéllas las buenas cenas que han
muerto á tantos.

¿Y aquel adamado y galán?

Es un mal francés.

¿Y aquellas otras tan lindas?

Son unas búas. Y así de las que veis, que ya los más de los mortales
se mueren por lo que les mata y apetecen lo que les acarrea la
muerte. Antes moría un hombre de una pesadumbre, de un despecho, de
un cansancio; pero ya han dado muchos en la cuenta. No los matan ya
pesares ni acaban penas. ¿Quién creerá que aquella tan blanca, que está
allí, es una leche de almendras y que no pocos mueren de ella? Otra
cosa te sé decir, que ya los menos son los que matan los asesinos de
la muerte y los más los que ellos mismos se matan. Ellos se la toman
por sus manos. Veis allí los desórdenes, asesinos de la juventud. Aquel
tan agradable es un jarro de agua fría. Aquellos otros tan bellos son
los soles de España, los serenísimos de Italia, las lunas de Valencia,
los dolores de Francia, toda ella linda gente.

No paraban de entrar achaques y sin saberse por dónde, aunque por todas
partes. Y decía Andrenio:

Hartazgo mío ¿por dónde entran éstos?

¿Por dónde? Muerte no venga, que achaque no falta. Pero atended, que
entra ya ella misma, si no en persona, en sombra y en huesos.

¿En qué lo conoces?

En que comienzan á entrar ya los médicos, que son los inmediatos á
ella, los más ciertos ministros, los que la traen infaliblemente.

No me dejes, Hartazgo mío, que querría dármelo de curiosidad, demás que
estoy ya temblando aquel su mal gesto.

Pues advierte que no le tiene ni malo ni bueno para proceder más
descarada.

¿Con qué ojos nos mirará?

Con ningunos, que no tiene miramiento.

¡Qué mala cara nos hará!

Antes no la hace, sino que la deshace.

Hablemos bajo, no nos oiga.

No hay que temer, que á nadie escucha ni oye razón ni querella.

Entró finalmente la tan temida reina, ostentando aquel su tan estraño
aspecto á media cara. De tal suerte, que era de flores la una mitad
y la otra de espinas; la una de carne blanda y la otra de huesos;
muy colorada aquélla y fresca, que parecía de cosas entreveradas de
jazmines; muy seca y muy marchita ésta, con tal variedad, que al punto
que la vieron dijo Andrenio:

¡Qué cosa tan fea!

Y Critilo:

¡Qué cosa tan bella!

¡Qué monstruo!

¡Qué prodigio!

De negro viene vestida.

No, sino de verde.

Ella parece madrastra.

No, sino esposa.

¡Qué desapacible!

¡Qué agradable!

¡Qué pobre!

¡Qué rica!

¡Qué triste!

¡Qué risueña!

Es, dijo el ministro que estaba en medio de ambos, que la miráis por
diferentes lados y así hace diferentes visos, causando diferentes
efectos y afectos. Cada día sucede lo mismo, que á los ricos les parece
intolerable y á los pobres, llevadera; para los buenos viene vestida
de verde y para los malos de negro; para los poderosos no hay cosa
más triste ni para los desdichados más alegre. ¿No habéis visto tal
vez un modo de pinturas, que, si las miráis por un lado, os parece un
ángel, y si por el otro, un demonio? Pues así es la muerte. Haceros
heis á su mala cara dentro de breve rato, que la más mala no espanta en
haciéndose á ella.

Muchos años serán menester, replicó Andrenio.

Sentóse ya en aquel trono de cadáveres, en una silla de costillas
mondas, con brazos de canillas secas y descarnadas, sitial de
esqueletos, y por cojines calaveras, bajo un deslucido dosel de tres ó
cuatro mortajas, con goteras de lágrimas y randas al aire de suspiros,
como triunfando de soberanías, de bellezas, de valentías, de riquezas,
de discreciones y de todo cuanto vale y se estima.

Luego que estuvo de asiento, trató de tomar residencia á sus ministros,
comenzando por el valido. Y cuando la imaginaran terrible: ¡Será
horrenda y espantosa, al fin de residencia!, la experimentaron al
revés, gustosa, placentera y entretenida y muy de recreo. Cuando
aguardaban que arrojase en cada palabra un rayo, oyeron una y otra
chanza. Y en vez de una envenenada saeta en cada razón, comenzó con
lindo humor á entretenerse desta suerte:

Venid acá, pesares, decía, y no os me alleguéis muy cerca; más allá,
más de lejos. ¿Cómo os va de matar necios? Y vosotros, cuidados, ¿cómo
os va de asesinar simples? Salid acá, penas, ¿cómo va de degollar
inocentes?

Muy mal, señora, la respondieron, que ya todos caen en la cuenta de no
caer ni en la cama, cuanto menos en la sepultura. No se usa ya el morir
de tontos; todo va á la malicia.

Apartaos, pues, vosotros matabobos, y salid acá vosotros, matalocos.

Saltó al punto la guerra con sus asaltos y choques.

¡Oh, amiga mía!, la dijo: ¿Cómo te va de degollar centenares de
millares de franceses en España y de españoles en Francia? Que, si
se sacase la cuenta de los que han muerto las gacetas francesas y
relaciones españolas, llegaría sin duda á docientos mil españoles cada
año y otros tantos franceses, pues no viene relación, que no traiga
veinte y treinta mil degollados.

Es engaño, señora, que no mueren peleando al cabo del año ocho mil de
ambas partes. Mienten las relaciones y mucho más las gacetas.

¿Cómo no, cuando yo veo que de todos, cuantos van á la campaña, no
vuelve ninguno? ¿Qué se hacen?

¿Qué? Mueren de hambre, señora, de enfermedades, de malpasar, de
necesidad, de desnudez y de desdichas.

He, que todo es uno para mí, dijo la Muerte. ¿Ellos al cabo no perecen
todos? Sea de pelear, sea de no pelear, sea de lo que fuere, ¿sabéis lo
que me parece? Que la campaña es como la casa del juego, que todo el
dinero se hunde en ella, ya en barajas, ya en baratos, en luces y en
refrescos ¡Oh, buen príncipe aquel y grande amigo mío, que acorralaba
veinte mil españoles en una plaza y los hacía perecer todos de hambre,
sin dejarles echar mano á la espada! Si eso hicieran, no había para
comenzar de toda Francia. Que á los españoles no les han faltado sino
cabos chocadores, no soldados avanzadores. ¡Pues aquel otro, que hizo
perecer más de otros tantos, á vista del enemigo, todos de hambre y
de desdicha de jefes! Pero quítateme de delante, anda de ahí, guerra
malnacida y peor ejercitada. Pues sin pelear, ¿cuándo el ejército se
denominó del ejercicio?

Yo sí, señora, que mato y asuelo y destruyo en estos tiempos todo el
mundo.

¿Quién eres tú?

¿Pues no me conoces? ¿Ahora sales con eso, cuando yo creí que estaba en
tu valimiento?

No doy en la cuenta.

Yo soy la peste, que todo lo barro y todo lo ando, paseándome por toda
la Europa, sin perdonar la saludable España, afligida de guerras y
calamidades: que allá va el mal donde más hay. Y todo esto no basta
para castigo de su soberbia.

Saltó al punto un tropel de entremetidos, diciendo:

¿Qué dices? ¿Qué blasonas tú? ¿No sabes que toda esta matanza á
nosotros se nos debe?

¿Quién sois vosotros?

¿Quiénes? Los contagios.

¿Pues en qué os diferenciáis de las pestes?

¿Cómo en qué? Díganlo los médicos, ó si no, dígalo mi compañero, que es
más simple que yo.

Lo que sé es que, mientras los ignorantes médicos andan disputando
sobre si es peste ó es contagio, ya ha perecido más de la mitad de
una ciudad y al cabo toda su disputa viene á parar en que la que al
principio ó por crédito ó por incredulidad se tuvo por contagio,
después al echar de las sisas ó gabelas fué peste confirmada y aun
pestilencia incurable de las bolsas. Al fin, vosotros pestes ó
contagios, sus alcahuetes, quitáosme de delante, que no hacéis cosa á
derechas, pues sólo las habéis con los pobres desdichados y desvalidos,
no atreviéndoos á los ricos y poderosos, que todos ellos se os escapan
con aquellas tres alas de las tres eles, luego, lejos y largo tiempo,
esto es, luego en el huir, lejos en el vivir y largo tiempo en volver.
De modo que no sois sino matadesdichados, aceptadores de personas y no
ministros fieles de la divina justicia.

Yo sí, señora, que soy el verdugo de los ricos, la que no perdono á los
poderosos.

¿Quién eres tú, que pareces la Fénix entre los males?

Yo, dijo, soy la gota, que no sólo no perdono á los poderosos; pero me
encarnizo en los príncipes y los mayores monarcas.

Gentil partida, dijo la Muerte. Tú no sólo no les quitas la vida; pero
dicen que se les alargas veinte ó treinta años más desde que comienzas.
Y lo que se ve es que están muy bienhallados contigo, sirviéndoles
de arbitrio de su poltronería y de alcahueta de su ocio y su regalo.
Sepan que yo tengo de hacer reforma de malos ministros y desterrarlos
á todos por inútiles y ociosos donde hay médicos. Y he de comenzar por
aquella gran follona la cuartana, por quien jamás dobla campana. Que
no sirve sino de hacer regalones los hombres, agotando el vino blanco
y encareciendo las perdices. Mirad qué cara de hipócrita. Ella come
bien y bebe mejor y sin hacerme servicio alguno pide premio, después
de muchas ayudas de costa. Hola, mis valientes, los matantes, ¿dónde
andáis? Dolores de costado, tabardillos y detenciones de orina, andad
luego y acabad con estos ricos, con estos poderosos, que se burlan de
las pestes y se ríen de la gota y hacen fisga de la cuartana y jaqueca.

Rehusaban ellos la ejecución del mandato y no se movían.

¿Qué es esto?, dijo la Muerte. Parece que teméis la empresa. ¿De cuándo
acá?

Señora, la respondieron, mándanos matar cien pobres, antes que un
rico; docientos desdichados, antes que un próspero, aunque sea Colona.
Porque, demás de que son muy dificultosos de asesinar éstos, nos
concitamos el odio universal de todos los otros.

¡Oh, qué bueno está eso!, ponderó la Muerte. ¿Y ahora estamos en eso?
Si en eso reparamos, nada valdremos. Ora, yo os quiero contar al
propósito y al ejemplo y demos este rato de treguas á los mortales,
que no hay suspensión de mis flechas, como un rato de olvido, cuando
la memoria de la muerte toda la vida desazona. Habéis de saber que,
cuando yo vine al mundo, hablo de mucho tiempo, allá en mi noviciado,
aunque entré con vara alta y como plenipotenciaria de Dios, confieso
que tuve algún horror al matar y que anduve en contemplaciones á los
principios, si mataré éste, no sino aquél, si el rico, si el poderoso,
si la hermosa, no sino la fea, si el mozo gallardo, si el viejo; pero
al fin ya me resolví con harto dolor de mi corazón. Aunque dicen que no
le tengo ni entrañas y que soy dura. ¿Qué mucho, si soy toda huesos?
Determiné comenzar por un mozo rollizo y bello como un pino de oro,
déstos que hacen burla de mis tiros. Parecióme que no haría tanta falta
en el mundo ni en su casa, como un hombre de gobierno hecho y derecho.
Encaréle mi arco, que aún no usaba de guadaña ni la conocía. Confieso
que me temblaba el brazo, que no sé cómo me acerté el tiro; pero al fin
él quedó tendido en aquel suelo y al mismo punto se levantó todo el
mundo contra mí, clamando y diciendo:

¡Oh cruel, oh bárbara Muerte! Mirad quién ha asesinado á un mancebo
el más lindo, que agora comenzaba á vivir, en lo más florido de su
edad, qué esperanzas ha cortado, qué belleza ha malogrado la traidora.
Aguardara á que se sazonara y no cogiera el fruto en agraz y en una
edad tan peligrosa. ¡Oh malograda juventud!

Llorábanle sus padres, lamentábanse sus amigos, suspiraban muchas
apasionadas, hizo duelo á toda una ciudad. De verdad que quedé confusa
y aun arrepentida de lo hecho. Estuve algunos días sin osar matar ni
parecer; pero al fin él pasó por muerto para ciento y un año. Viendo
esto, traté de mudar de rumbo, encaré el arco contra un viejo de cien
años.

Á éste sí, decía yo, que no le plañirá nadie; antes todos se holgarán,
que á todos los tenía cansados con tanto reñir y dar consejos. Á él
mismo pienso haberse hecho favor, que vivía muriendo. Que, si la muerte
para los mozos es naufragio, para los viejos, tomar puerto. Flechéle un
catarro, que le acabó en dos días y, cuando creí que nadie me condenara
la acción, antes bien todos me la aplaudieran y aun la agradecieran,
sucedió tan al contrario, que todos á una voz comenzaron á malearla y á
decir mil males de mí, tratándome, si antes de cruel, agora de necia,
la que así mataba un varón tan esencial á la república.

Éstos, decían, con sus canas honran las comunidades y con sus consejos
las mantienen. Agora había de comenzar á vivir éste lleno de virtud,
hombre de conciencia y de experiencia. Estos agobiados son los puntales
del bien común.

Quedé, cuando oí esto, de todo punto acobardada, sin saber á quién
llevarme. Mal, si al mozo; peor, si al anciano. Tuve mi reconsejo y
determiné encarar el arco contra una dama moza y hermosa.

Esta vez sí, decía, que he acertado el tiro, que nadie me hará cargo,
porque ésta era una desvanecida, traía en continuo desvelo á sus padres
y con ojeriza á los ajenos, la que volvía locos, digo más de lo que
lo estaban, á los mozos, tenía inquieto todo el pueblo. Por ella eran
las cuchilladas, el ruido de noche, sin dejar dormir á los vecinos,
trayendo sobresaltada la justicia. Y para ella es ya favor, cuando
fuera venganza el dejarla llegar á vieja y fea. Al fin yo la encaré
unas viruelas, que ayudadas de un fiero garrotillo en cuatro días la
ahogaron. Mas aquí fué el alarido común, aquí la conjuración universal
contra mis tiros. No quedó persona, que no me murmurase, grandes y
pequeños, echándome á centenares las maldiciones.

¡Hay tan mal gusto, decían, como el desta muerte! ¡Hay semejante
necedad! ¡Que una sola hermosa, que había en el pueblo, ésa se la haya
llevado, habiendo cien feas en que pudiera escoger y nos hubiera hecho
lisonja en quitárnoslas de delante!

Concitaban más el odio contra mí sus padres, que llorándola noche y
día, decían:

¡La mejor hija, la que más estimábamos, la más bienvista, que ya se
estaba casada! Llevárase la tuerta, la coja, la corcovada: aquéllas
serán eternas, como vajilla quebrada.

Impacientes los amantes me acuchillaran si pudieran:

¡Hay tal crueldad! ¡Que no la enterneciesen aquellas dos mitades del
sol en sus dos ojos y ni la lisonjeasen aquellos dos floridos meses de
sus dos mejillas, aquel oriente de perlas de su boca y aquella madre de
soles de su frente, coronada de los rayos de sus rizos! Ello ha sido
envidia ó tiranía.

Quedé aturdida desta vez. Quise hacer el arco mil astillas; mas no
podía dejar de hacer mi oficio: los hombres á vivir y yo á matar. Volví
la hoja y maté una fea.

Veamos agora, decía, si callará esta gente, si estaréis contentos.

¡Pero quién tal creyera! Fué peor, porque comenzaron á decir:

¡Hay tal impiedad! ¡Hay tal fiereza! ¿No bastaba que la desfavoreció la
naturaleza, sino que la desdicha la persiguiese? No se diga ya ventura
de fea.

Clamaban sus padres:

La más querida, decían, el gobierno de la casa; que estas otras lindas
no tratan sino de engalanarse, mirarse al espejo y que las miren.

¡Qué entendida!, decían los galanes. ¡Qué discreta!

Asegúroos, que no sabía ya qué hacerme. Maté un pobre, pareciéndome le
hacía mercedes, según vivía de laceriado: ni por ésas; antes bien todos
contra mí.

Señor, decían, que matara un ricazo, harto de gozar del mundo, pase;
pero un pobrecillo, que no había visto un día bueno, ¡gran crueldad!

Calla, dije, que yo me enmendaré, yo mataré antes de muchas horas un
poderoso.

Y así lo ejecuté; mas fué lo mismo que amotinar todo el mundo contra
mí. Que tenía infinitos parientes, otros tantos amigos, muchos criados
y á todos dependientes. Maté un sabio y pensé perderme, porque los
otros fulminaron discurso y aun sátiras contra mí. Maté después un gran
necio y salióme peor, que tenía muchos camaradas y comenzaron á darme
valientes mazadas.

¿Señores, en qué ha de parar esto?, decía yo. ¿Qué he de hacer? ¿Á
quién he de matar?

Determiné consultar primero los tiros con aquellos mismos en quienes
se habían de ejecutar y que ellos mismos se escogiesen el modo y el
cuándo; pero fué echarlo más á perder, porque á ninguno le venía bien
ni hallaban el modo ni el día. Para holgarse y entretenerse, eso sí;
pero para morir, de ningún modo.

Déjame, decían, concluir con estas cuentas, agora estoy muy ocupado.
¡Oh qué mala sazón! Querría acomodar mis hijos, concertar mis cosas.

De modo que no hallaban la ocasión ni cuando mozos ni cuando viejos ni
cuando ricos ni cuando pobres. Tanto, que llegué á un viejo decrépito y
le pregunté si era hora y respondióme que no, hasta el año siguiente.
Y lo mismo dijo otro. Que no hay hombre, por viejo que esté, que no
piense que puede vivir otro año. Viendo que ni esto me salía, di
en otro arbitrio y fué de no matar sino á los que me llamasen y me
deseasen, para hacer yo crédito y ellos vanidad; pero no hubo hombre
que tal hiciese. Uno sólo me envió á llamar tres ó cuatro veces.
Híceme de rogar, para ver si la misma privación le causaría apetito y,
cuando llegué, me dijo:

No te he llamado para mí, sino para mi mujer.

Mas ella, que tal oyó, enfurecida dijo:

Yo me tengo lengua para llamarla, cuando la hubiere menester. ¿Quién le
mete á él en eso? Mirad ¡qué caritativo marido!

Así que ninguno me buscaba para sí, sino para otro, las nueras para
las suegras, las mujeres para los maridos, los herederos para los que
poseían la hacienda, los pretendientes para los que gozaban de los
cargos, pegándome bravas burlas, haciéndome todos ir y venir, que no
hay mejor deuda ni más mala paga. Al fin, viéndome puesta en semejante
confusión con los mortales y que no podía averiguarme con ellos, mal si
mato al viejo, peor si al mozo, si la fea, si la hermosa, si el pobre,
si el rico, si el ignorante, si el sabio:

Gente de la maldición, decía, ¿á quién he de matar? Concertaos. Veamos
qué ha de ser. Vosotros sois mortales, yo matante: yo he de hacer mi
oficio.

Viendo, pues, que no había otro expediente ni modo de ajustarnos,
arrojé el arco y así de la guadaña, cerré los ojos y apreté los puños y
comencé á segar todo parejo, verde y seco, crudo y maduro, ya en flor,
ya en grano, á roso y á belloso, cortando á la par rosas y retamas, dé
donde diere.

Veamos agora si estaréis contentos.

Con este modo de proceder me hallé bien. Que el poco mal espanta y el
mucho amansa. Con él me he quedado, así prosigo y digan lo que dijeren,
murmuren cuanto quisieren, que ellos me lo pagarán. Digan ellos, que yo
haré y así habéis de hacer vosotros.

En confirmación de esto, llamó uno de aquellos sus fieros ministros
y dióle un apretado orden, aun desorden: que fuese y asesinase un
poderoso, que de nada hacía caso. Comenzó á embarazarse el verdugo y
aun hacerse de pencas.

¿De qué temes?, le dijo. ¿Á éste hallas dificultad en chocar con él?

No señora, que éstos, el primer día están malos, el segundo mejores, al
tercero no es nada y al cuarto mueren.

¿Pues qué?, los muchos remedios, ¿qué se han de hacer?

Menos, que antes éstos nos ayudan, atropellándose unos á otros, sin
dejarles obrar los segundos á los primeros, por lo malsufrido del
enfermo, hecho á su gusto é imperio.

¿Recelas las muchas plegarias y oraciones, que se han de mandar hacer
por él?

Tampoco, que tienen éstos poco obligado al cielo en salud y, aunque se
manden enterrar tal vez con un hábito bendito, no por eso los deja de
conocer el diablo.

¿Pues en qué reparas?

En el odio, que te has de conciliar, por tener muchos parientes y
dependientes.

Eso es lo de menos; antes bien no hay tiro más acreditado y que mejor
nos salga, que el que se emplea en uno déstos, porque son los puercos
de la casa del mundo, que el día que los matan, ellos gruñen y los
demás se ríen, ellos gritan y los demás se alegran. Porque aquel día
todos tienen que comer, los parientes heredan, los sacristanes repican,
aunque dicen que doblan, los mercaderes venden sus bayetas, los sastres
las cosen y hurtan, los lacayos las arrastran, páganse las deudas,
danse limosnas á los pobres. De suerte que á todos viene bien, lloran
de cumplimiento y ríen de contento.

¿Recelas el descrédito?

De ningún modo, porque antes éstos vuelven por nosotros, diciendo todos
que él se ha muerto, él se tiene la culpa, era un desreglado, no sólo
en salud, pero aun enfermo: enjaguaráse cien veces, variando tazas el
día de la mayor fiebre; tenía en un salón doce camas, pegada la una
con la otra y íbase revolcando por todas ellas del un lado al otro y
volviendo á deshacer la rueda en el mayor crecimiento; viven aprisa y
así acaban presto.

¿Pues en qué reparáis?

Yo te lo diré. Reparo, señora, y dijo esto con notable sentimiento y
aun con lágrimas, en que con todo lo que matamos, hacemos más riza que
provecho, pues no enmiendan sus vidas los mortales ni corrigen sus
vicios; antes se experimenta que hay más pecados después de una gran
peste y aun en medio della, que antes.

Luego hallé una ciudad de rameras y, en lugar de una que pereció,
acuden cuatro y cinco. Matamos á unos y á otros y ninguno de los que
quedan se da por entendido. Si muere el joven, dice el viejo:

Éstos son unos desreglados, fíanse en sus robusteces, atropellan con
todo, no hay que espantar. Nosotros sí que vivimos, que nos sabemos
conservar, caemos de maduros. De aquí es que mueren más mozos que
viejos. Toda la dificultad está en pasar de los treinta, que de ahí
adelante es un hombre eterno.

Al contrario discurren los mozos, cuando muere el viejo:

¿Qué se podía esperar déste? Bien logrado va, todos como él, de lo que
ha vivido me admiro.

Si muere el rico, se consuela el pobre:

Éstos son voraces, comen bien, cenan mejor, hasta reventar, no hacen
ejercicio, no dijieren, no consumen los malos humores, no trabajan, no
sudan como nosotros.

Pero si muere el pobre, dice el rico:

Estos desdichados comen poco y mal alimento, andan desarrapados,
duermen por los suelos. ¿Qué mucho? Para ellos se hicieron los
contagios y faltaron las medicinas.

Si muere el poderoso, luego dicen que de pesares; si el príncipe, de
veneno; si el docto, trabajaba de cabeza; si el letrado, tenía muchos
negocios; si el estudiante, estudiaba mucho, viviera un poco más y
supiera un poco menos; si el soldado, llevaba jugada la vida, como si
él la llevase ganada; si el sano, fíase en la salud; si el enfermizo,
estábase dicho. Desta suerte todos tratan y piensan vivir ellos, lo
que los otros dejan. Ninguno escarmienta ni se da por entendido.

Buen remedio, dijo la Muerte: matar de todo y por un parejo, mozos
y viejos, ricos y pobres, sanos y enfermos, para que viendo el rico
que no solos mueren los pobres y el mozo que no solos los viejos,
escarmienten todos y cada uno tema. Con eso no echarán el perro muerto
á la puerta del vecino ni se apelarán al otro reloj, como el que está
cenando capones en víspera de ayuno. Por eso yo doy bravos saltos de la
choza al alcázar y de la barraca al homenaje.

Señora, yo no sé ya qué hacerme, dijo un malcarado ministro. No sé de
qué valerme contra un cierto sujeto, que ha muchos años que ando tras
acabarle y él bueno que bueno.

Si eso es, no le acabarás ni bastan con él pesares, desdichas, malas
nuevas, pérdidas grandes, muertes de hijos y parientes: siempre vivo
que vivo.

¿Es italiano?, preguntó la muerte. Porque eso sólo le basta, que saben
vivir.

No señora, que, si eso fuera, no me cansara.

¿Es necio? Porque ésos antes matan que mueren.

No lo creo, que harto sabe quien sabe vivir. Él no trata sino de
holgarse. No hay fiesta que no goce, paseo en que no se halle, comedia
que no vea, prado que no desfrute ni día bueno que no le logre. ¿Cómo
puede ser necio?

Sea lo que fuere, concluyó la Muerte, no hay tal cosa como echarle un
médico ó un par, para más asegurarlo. Mirad, decía, ministros míos,
no os canséis, no pongáis estudio en matar los muy sanos y robustos,
los valientes, que la misma confianza los engaña; en quien habéis de
poner todo el cuidado y conato es en matar un achacoso, un enfermizo,
un podrido, uno déstos que cenan huevos. Ahí está toda la dificultad,
porque éstos cada día acaban y cada día resucitan y así veréis que,
mientras acaba de acabar uno déstos, mueren ciento de los muy robustos
y llevan traza de acabar con todos.

Despachaba dos esbirros, un Ahito á matar un pobre, y una Inedia á un
rico. Replicaron ellos que llevaban encontrados los frenos.

He, que no lo entendéis, les dijo. ¿No habéis oído, cuando enferma
el pobre, decir á todos que es de hambre y unos y otros le envían y
hacen que comer y le embuten, con que viene á morir de repleción? Al
contrario al rico luego dicen que es de ahito, que todo su mal es de
tragar, con que le quitan el comer y viene á morir de hambre.

Iban llegando ministros de la cruda reina de varias partes y decíales:

¿De dónde venís? ¿Dónde habéis andado?

Y respondían: las Mutaciones de Roma, los Letargos de España, las
Apoplejías de Alemania, las Disenterías de Francia, los Dolores de
costado de Inglaterra, los Romadizos de Suecia, los Contagios de
Constantinopla y la Sarna de Pamplona.

¿Y en la isla pestilente, quién ha estado?

Ella es tal, que todos la habemos huído, que dicen se llamó así, más
por sus moradores, que por sus males.

Pues alto, id allá todos juntos y no me dejéis extranjero á vida.

¿Y también los prelados?

Mejor, que no tienen el vulgar remedio.

Esto estaban viendo y oyendo, no en sueños ni por imaginación
fantástica, sino muy en desvelo y muy de veras, olvidados de sí mismos,
cuando ceñó la Muerte á una Decrepitud y la dijo:

Llégate ahí y emprende de buen ánimo, que yo acometo cara á cara á los
viejos, si á traición á los jóvenes. Y acaba ya con esos dos pasajeros
de la vida y su peregrinación tan prolija, que tienen ya enfadado y
cansado á todo el mundo. Vinieron á Roma en busca de la Felicidad y
habrán encontrado la Desdicha.

Aquí perecemos sin remedio, iba á decir Andrenio.

Pero helósele la voz en la garganta y aun las lágrimas en los párpados,
asiéndose fuertemente de su conducidor peregrino.

Buen ánimo, le dijo éste, y mayor en el más apretado trance, que no
faltará remedio.

¿De qué suerte, replicó, si dicen que para todo le hay, sino para la
muerte?

Engañóse quien tal dijo, que también le hay, yo le sé, y nos ha de
valer agora.

¿Cuál sera ése?, instó Critilo. ¿Es acaso el valer poco, el servir de
nada en el mundo, el ser suegro necio, el desearnos la muerte los otros
por la expectativa, ó el dejarla nosotros por alivio, cargarnos de
maldiciones, el ser desdichados?

Nada, nada de todo eso.

¿Pues qué será?

Remedio para no morir.

Ya muero por saberlo y por probarlo.

Tiempo tendremos, que el morir de viejos no suele ser tan de repente.

Este único remedio, tan plausible, cuan deseado, será el asunto de
nuestra última Crisi.



CRISI XII

_La isla de la inmortalidad._


Error plausible, desacierto acreditado fué aquel tan celebrado llanto
de Jerjes, cuando, subido en una eminencia, desde donde pudo dar
vista á sus innumerables huestes, que agotando los ríos inundaban las
campañas, cuando otro no pudiera contener el gozo, él no pudo reprimir
el llanto. Admirados sus cortesanos de tan estraño sentimiento,
solicitaron la causa tan escondida, cuan impensada. Aquí el rey,
ahogando palabras en suspiros, les respondió:

Yo lloro de ver hoy los que mañana no se verán. Pues del modo que el
viento lleva mis suspiros, así se llevará los alientos de sus vidas.
Prevéngoles las obsequias á los que dentro de pocos años, todos los que
hoy cubren la tierra, ella los ha de cubrir á ellos.

Celebran mucho los apreciadores de lo bien dicho, este dicho y este
hecho; mas yo ríome de su llanto, porque, preguntárale yo al gran
monarca del Asia:

Sire, estos hombres ó son insignes ó vulgares. Si famosos, nunca
mueren; si comunes, mas que mueran. Eternízanse los grandes hombres en
la memoria de los venideros; mas los comunes yacen sepultados en el
desprecio de los presentes y en el poco reparo de los que vendrán. Así
que son eternos los héroes y los varones eminentes inmortales.

Éste es el único y el eficaz remedio contra la muerte, les ponderaba á
Critilo y á Andrenio su peregrino, tan prodigioso que nunca envejecía
ni le surcaban los años el rostro con arrugas del olvido ni le
amortajaron la cabeza con las canas, repitiendo para inmortal:

Seguidme, les decía, que hoy intento trasladaros de la casa de la
muerte al palacio de la vida, desta región de horrores del silencio
á la de los honores de la fama. Decidme: ¿nunca habéis oído nombrar
aquella célebre isla de tan rara y plausible propiedad, que ninguno
muere ni puede morir, si una vez entra en ella? Pues de verdad, que es
bien nombrada y apetecida.

Ya yo he oído hablar de ella algunas veces, dijo Critilo; pero como
de cosa muy allende, acullá en los antípodas, socorro ordinario de lo
fabuloso lo lejos, y como dicen las abuelas, de largas vías cercanas
mentiras. Por lo cual, yo siempre la he tenido por un espantavulgo,
remitiéndola á su simple credulidad.

¿Cómo es eso de _bene trobato_?, replicó el peregrino. Isla hay de la
inmortalidad, bien cierta y bien cerca, que no hay cosa más inmediata
á la muerte que la inmortalidad: de la una se declina á la otra. Y así
veréis que ningún hombre, por eminente que sea, es estimado en vida.
Ni lo fué el Ticiano en la pintura ni el Bonarota en la escultura ni
Góngora en la poesía ni Quevedo en la prosa. Ninguno parece, hasta que
desaparece. No son aplaudidos, hasta que idos. De modo que, lo que para
otros es muerte, para los insignes hombres es vida. Asegúroos que yo
la he visto y andado, gozándome hartas veces en ella, y aun tengo por
empleo conducir allá los famosos varones.

Aguarda, dijo Andrenio. Déjame hacer fruición de semejante dicha. ¿De
veras que hay tal isla en el mundo y tan cerca y que, en entrando en
ella, á Dios muerte?

Dígote, que la has de ver.

Aguarda, ¿y que ya no habrá ni el temor de morir, que aun es peor que
la misma muerte?

Tampoco.

¿Ni el envejecer, que es lo que más sienten las Narcisas?

Menos: no hay nada de eso.

De modo que ¿no llegan los hombres á estar chochos ni decrépitos ni
á monear aquellos tan prudentazos antes, que es brava lástima verlos
después niñear, los que eran tan hombres?

Nada, nada de eso se experimenta en ella.

¡_Oh, la bella cosa_!

En entrando allá, digo, fuera canas, fuera toses y callos, á Dios
corcova y me pongo tieso, lucido y colorado y me remozo y me vuelvo de
veinte años, aunque mejor será de treinta.

¡Y qué daría por poder hacer otro tanto, quien yo me sé! ¡Oh, cuándo me
veré en ella, libre de pantuflos y manguitos y muletillas! Y pregunto,
¿hay relojes por allá?

No por cierto, no son menester. Que allí no pasan días por las personas.

¡Oh qué gran cosa! Por solo eso se puede estar allá, que te aseguro
que me muelen y me matan cada cuarto y cada instante. Gran cosa vivir
de una tirada y pasar sin oir horas, como el que juega por cédulas
sin sentir lo que pierde. ¡Qué mal gusto el de los que los llevan en
el pecho, sisándose la vida y intimándose de continuo la muerte! Pero
otra cosa, inmortal mío, díme, ¿no se come, no se bebe en esa isla?
Porque, si no beben, ¿cómo viven? Si no se alimentan, ¿cómo alientan?
¿Qué vida sería ésa? Porque acá vemos que la sabia naturaleza de los
mismos medios para el vivir hizo vida: el comer es vivir y el gustar.
De modo que todas las acciones más necesarias para la vida las hizo más
gustosas y apetecibles.

En eso del comer, respondió el inmortal, hay mucho que decir.

Y que pensar, añadió Andrenio.

Dícese que los héroes se sustentan de higadillas de la Fénix; los
valientes, los Pablos de Parada y los Borros, de medulas de leones;
pero los más noticiosos desto aseguran que se pasan como los del monte
Amanos, del airecillo del aplauso, que corre con los soplos de la fama,
con aquello de oir decir: no hay espada como la del señor don Juan de
Austria, no hay bastón como el de Caracena, no hay testa como la de
Oñate, no hay pico como el de Santillana. Esto es lo que los sustenta,
este aplauso, este decir: ¡qué gran virrey el duque de Monte León! No
le ha habido mejor en Aragón. No se ha visto otro embajador en Roma
como el conde de Siruela, no hay garnacha como el regente de Aragón
don Luis de Ejea, no hay mitra como la de Santos en Sigüenza, no hay
tres bonetes como los tres hermanos, el deán de Sigüenza, arcipreste
de Valpuesta y el arcediano de Zaragoza. Este aplauso les quita las
canas y las arrugas y basta hacerlos inmortales. Vale mucho este decir
universal: ¡qué gran ministro el presidente! ¡Pues el inquisidor
general! No hay tiara como la de Alejandro el Máximo, el dos veces
Santo. No hay cetro como el...

Aguarda, dijo Critilo, no querría que fuese esto de hacer los hombres
eternos lo de aquel otro del secreto de hacer sólido el vidrio. De
quien cuentan que un emperador le hizo hacer pedazos á él, porque no
cayesen de su estimación el oro y la plata. Que, si aun desta suerte
les decían los indios á los españoles: ¿teniendo el vidrio allá en
el otro mundo, venís á buscar el oro en éste? ¿teniendo cristales,
hacéis caso de metales?, ¿qué dijeran, si no fuera quebradizo, si le
experimentaran durable? Por tan dificultoso tengo yo alcanzarle solidez
á la frágil vida, como al delicado vidrio, que para mí, hombre y vidrio
todo es uno, á un tris dan un tras y acábase vidrio y hombre.

He, seguidme, les decía su prodigioso. Que hoy mismo habéis de pasear
por la gran plaza, por el anfiteatro de la inmortalidad. Fuélos
sacando á luz por una secreta mina, pasadizo derecho de la muerte á la
eternidad, del olvido á la fama. Pasaron por el templo del trabajo y
díjoles:

Buen ánimo, que cerca estamos del de la fama.

Sacólos finalmente á la orilla de un mar tan estraño, que creyeron
estar en el puerto, si no de Hostia, de víctima de la muerte, y más
cuando vieron sus aguas tan negras y tan oscuras, que preguntaron si
era aquel mar donde desagua el Leteo, el río del olvido.

Es tan al contrario, le respondió, y está tan lejos de ser el golfo
del olvido, que antes es el de la memoria y perpetua. Sabed que aquí
desaguan las corrientes de Elicona, los sudores hilo á hilo y más los
odoríferos de Alejandro y de otros ínclitos varones, el llanto de las
Eliades, los aljófares de Diana, linfas todas de sus bellas Ninfas.

¿Pues cómo están tan denegridas?

Es lo mejor que tienen. Porque este color proviene de la preciosa tinta
de los famosos escritores, que en ella bañan sus plumas. De aquí se
dice tomaron jugo la de Homero para cantar de Aquiles, la de Virgilio
de Augusto, Plinio de Trajano, Cornelio Tácito de ambos Nerones, Quinto
Curcio de Alejandro, Jenofonte de Ciro, Comines del gran Carlos de
Borgoña, Pedro Mateo de Enrico Cuarto, Fuen Mayor de Pío Quinto y
Julio César de sí mismo. Autores todos validos de la fama. Y es tal la
eficacia deste licor, que una sola gota basta á inmortalizar un hombre,
pues un solo borrón, que echaba en uno de sus versos Marcial, pudo
hacer inmortales á Partenio y á Liciano (otros leen Liñano), habiendo
perecido la fama de otros sus contemporáneos, porque el poeta no se
acordó de ellos.

Yace en medio deste inmenso piélago de la fama aquella célebre isla de
la inmortalidad, albergue feliz de los héroes, estancia plausible de
los varones famosos.

Pues dínos ¿por dónde y cómo se pasa á ella?

Yo os lo diré. Las águilas volando, los cisnes surcando, las Fénix de
un vuelo, los demás remando y sudando, ansí como nosotros.

Fletó luego una chalupa, hecha de incorruptible cedro, taraceada
de ingeniosas inscripciones, con iluminaciones de oro y bermellón,
relevada de emblemas y empresas, tomadas del Sorio, del Saavedra,
de Alciato y del Solórzano. Y decía el patrón haberse fabricado de
tablas, que sirvieron de cubiertas á muchos libros, ya de nota, ya de
estrella. Parecían plumas sus dorados remos y las velas lienzos del
antiguo Timantes y del Velázquez moderno. Fuéronse ya engolfando por
aquel mar en leche de su elocuencia, de cristal en lo terso del estilo,
de ambrosía en lo suave del concepto y de bálsamo en lo odorífero
de sus moralidades. Oíanse cantar regaladamente los cisnes, que de
verdad cantan los del Parnaso. Anidaban seguros los alciones de la
historia y andaban saltando alrededor del batel con mucha humanidad los
delfines. Iban perdiendo tierra y ganando estrellas y todas favorables,
con viento en popa, por irse reforzando siempre más y más los soplos
del aplauso. Y para que fuese el viaje de todas maneras gustoso, iba
entreteniéndoles el inmortal con su sazonada erudición: que no hay rato
hoy más entretenido ni más aprovechado, que el de un _bel parlar_
entre tres ó cuatro. Recréase el oído con la suave música, los ojos con
las cosas hermosas, el olfato con las flores, el gusto en un convite;
pero el entendimiento con la erudita y discreta conversación entre
tres ó cuatro amigos entendidos y no más, porque en pasando de ahí, es
bulla y confusión. De modo que es la dulce conversación banquete del
entendimiento, manjar del alma, desahogo del corazón, logro del saber,
vida de la amistad y empleo mayor del hombre.

Sabed, les decía, oh mis candidados de la fama, pretendientes de la
inmortalidad, que llegó el hombre á tener, no ya emulación, pero
envidia declarada á una de las aves y no atinaréis tan presto cuál
fuese ésta.

¿Sería, dijeron, el águila, por su perspicacia, señorío y vuelo?

No por cierto, que se abate del sol á una vil sabandija, rozando su
grandeza.

¿Sin duda que al pavón, por las atenciones de sus ojos, entre tanta
bizarría?

Tampoco, que tiene malos dejos.

¿Y al cisne, por lo cándido y lo canoro?

Menos, que es un muy necio callar el de toda la vida.

¿Á la garza, por su bizarra altanería?

De ningún modo, que, aunque remontada, es desvanecida.

Basta ¿que sería la fénix, por lo única en todo?

Por ningún caso, que, demás de ser dudosa, no pudo ser feliz, pues le
faltó consorte: si hembra, no tiene macho, y si macho, no tiene hembra.

Válgate por ave, dijeron, ¿y cuál sería, que no queda ya cosa, que
envidiar?

Sí, sí queda.

¿Quién tal creyera?

No sé cómo me lo diga. No fué sino al cuervo.

¿Al cuervo?, dijo Andrenio. ¡Qué mal gusto de hombre!

No sino muy bueno y rebueno.

¿Pues qué tiene que lo valga? ¿Lo negro, lo feo, lo ofensivo de su voz,
lo desazonado de sus carnes, lo inútil para todo? ¿Qué tiene de bueno?

Oh, sí, una cierta ventaja, que empareja todo eso.

¿Cuál es, que yo no topo con ella?

¿Parécete que es niñería aquello de vivir trecientos años y aún aún?

Sí, algo es eso.

¿Cómo algo? Y mucho y no como quiera.

Sin duda, dijo Critilo, que le viene eso por ser aciago, que todo lo
malo dura mucho, los azares nunca se marchitan y todo lo desdichado es
eterno. Sea lo que fuere, él llegó á lo que no el águila ni el cisne.

¿Es posible, decía el hombre, que un pájaro tan civil haya de vivir
siglos enteros y que un héroe el más sabio, el más valiente, la mujer
más linda, la más discreta, no lleguen á cumplir uno ni á vivir el
tercio? ¿Qué haya de ser la vida humana tan corta de días y tan
cumplida de miserias?

No pudo contener esta su desazón allá en sus interioridades á lo
sagaz y prudente, sino que la manifestó luego á lo vulgar y llegó á
dar quejas al Hacedor supremo. Oyóle las malfundadas razones de su
descontento, escuchóle la prolija ponderación de su sentimiento y
respondióle:

¿Y quién te ha dicho á ti que no te he concedido yo muy más larga
vida que al cuervo y que al roble y que á la palma? He, acaba ya
de reconocer tu dicha y de estimar tus ventajas. Advierte que está
en tu mano el vivir eternamente. Procura tú ser famoso, obrando
hazañosamente, trabaja por ser insigne, ya en las armas, ya en las
letras, en el gobierno y, lo que es sobre todo, sé eminente en la
virtud, sé heroico y serás eterno, vive á la fama y serás inmortal. No
hagas caso, no, de esa material vida, en que los brutos te exceden.
Estima sí la de la honra y de la fama y entiende esta verdad, que los
insignes hombres nunca mueren.

Campeaban ya mucho y de muy lejos dejábanse ver entre brillantes
esplendores unos portentosos edificios, que en divisándolos, gritó
Andrenio:

Tierra, tierra.

Y el inmortal:

Cielo, cielo.

Aquéllos, sin más ver, dijo Critilo, son los obeliscos corintios, los
romanos coliseos, las babilónicas torres y los alcázares persianos.

No son, dijo el inmortal, antes bien calle la bárbara Menfis sus
pirámides y no blasone Babilonia sus homenajes, porque éstos los
exceden á todos.

Cuando estuvieron ya más cerca, que pudieron distinguirlos, conocieron
que eran de materia muy tosca y muy común, sin arte ni simetría,
sin molduras ni perfiles. Tanto, que pasando Andrenio de admirado á
ofendido, dijo:

¡Qué cosa tan baja y tan vil es ésta! ¡Qué edificios tan indignos de un
tan sublime puesto!

Pues advierte, le respondió el inmortal, que éstos son los más
celebrados del mundo. ¿Qué importa que lo material sea común, si
lo formal de ellos es bien raro? Éstos han sido siempre venerados
y plausibles y con mucho fundamento. Cuando los anfiteatros y los
coliseos ya cayeron, éstos están en pie; aquéllos acabaron, éstos
permanecen y durarán eternamente.

¿Qué muro viejo y caído es aquel, que causa horror el mirarle?

Aquel es más celebrado y más vistoso, que todas las suntuosas fachadas
de los palacios más soberbios. Aquéllas son las almenas de Tarifa, por
donde arrojó el puñal don Alonso Pérez de Guzmán.

Y es de notar, ponderó Critilo, que ese Guzmán el Bueno fué en tiempo
de don Sancho el Cuarto.

Á par dél campea aquel otro, donde la no menos que valerosa matrona,
levantando su falda, levantó bandera de gloriosa vitoria, que en una
mujer y al verde gollar el hijo fué valor de singular alabanza.

¿Qué cueva es aquella, que allí se divisa, aunque tan oscura?

No es sino muy clara y muy esclarecida. Aquella es la tan nombrada
cueva Donga del inmortal infante don Pelayo, más venerada, que los
dorados alcázares de muchos de sus antecesores y aun descendientes.

¿Qué arrasada trinchera es aquella, que allí se admira?

Dígalo el conde de Ancurt, que se acordará bien, pues ahí perdió el
renombre de invencible y lo ganó el valeroso duque del Infantado,
mostrando bien ser nieto del Cid y heredero de su gran valor. Por
aquellas otras tres brechas introdujeron el socorro en Valencianes
aquellos tres rayos, tres bravos chocadores, el afortunado señor don
Juan de Austria, el único francés en la constancia, el plausible
príncipe de Condé y el Marte de España, Caracena.

¿Cómo no se descuellan aquí, replicó Critilo, las pirámides gitanas,
tan decantadas y repetidas de los gramáticos pedantes?

Y aun por eso. Porque los reyes, que las construyeron, no fueron
famosos por sus hechos, sino por su vanidad. Y así veréis que aun sus
nombres se ignoran ni se sabe quiénes fueron. Sola queda la memoria de
las piedras; pero no de las hazañas de ellos. Tampoco toparéis aquí las
doradas casas de Nerón ni los palacios de Eliogábalo, que, cuando más
duraban sus soberbios edificios, pavonaban más sus viles hierros.

Señores, decía Andrenio, ¿qué se ha hecho de tanto ostentoso sepulcro
con sus necias inscripciones, hablando, no con los caminantes
materiales, como creyeron algunos simples, sino con los pasajeros de la
vida? ¿Dónde están, que no parecen?

Ésos sí que fueron obras muertas, fundadas en piedras frías. Gastaron
muchos grandes tesoros en labrar mármoles y no en famosos hechos. Más
les importara ahorrar de jaspes y añadir de hazañas. Y así vemos que
no dura la memoria del dueño, sino de su desacierto. Alaban los que
los miran los primores de las piedras; mas no las prendas. Y tal vez
preguntan los pasajeros:

¿Quién fué el que allí yace?

Y no saben responderles, quedando en disputa del dueño. Eterna necedad,
querer ser célebres después de muertos á porfía de losas, no habiendo
sido vivos á costa de heroicos hechos.

¿Qué castillos son aquellos tan viejos, antiguallas, que caducan de
piedras bastas y humildes, roídas del tiempo, indignos de estar á par
de los pórfidos costosos?

Mucho más preciosos son éstos y de más estimación. Aquel que ves allí,
míralo bien, que aún está sudando sangre sus cortinas, es el nunca bien
celebrado, pero sí bien defendido de los valerosos cruzados caballeros
los Medinas, Mirandas, Barraganes, Sanogueras y Guarales.

¿Según eso, ése es el Santelmo de Malta?

El mismo, el que basta á hacer sombra á todos los anfiteatros del orbe.
Todos aquellos otros que allí ves los erigió el inmortal Carlos Quinto
para defensa de sus dilatados reinos, digno empleo de sus flotas y
millones. Que aun el palacio de recreación, que levantó en el Pardo,
dispuso fuese en forma de castillo, por no olvidar el valor en el mismo
deporte. En medio de arcos triunfales estaba una ni bien casa ni bien
choza, ladeándose con ellos.

¡Hay tal desproporción!, exclamó Andrenio. ¡Que permanezca entre tanta
grandeza tal bajeza, entre tanto lucimiento una cosa tan deslucida!

¡Qué bien lo entiendes!, dijo el inmortal. Pues advierte que compite
estimaciones con los más empinados edificios y aun se honran mucho los
majestuosos alcázares de estar á par de ella.

¿Qué dices?

Sí. Parece de madera y lo es, más incorruptible que de cedro, más
duradera que los bronces.

¿Y qué cosa es?

Una media cuba.

Riólo mucho Andrenio y serenóse el inmortal, diciéndole:

Trocarás la risa en admiración y en aplauso el desprecio, cuando sepas
que es la tan celebrada estancia del filósofo Diógenes, envidiada del
mismo Alejandro, que rodeó muchas leguas por verla, cuando el filósofo
le dijo:

Apártate, no me quites el sol.

Sin hacerle más fiesta al conquistador del mundo. Mas él mandó fijar al
lado de ella su pabellón militar, como allí se ve.

¿Pues por qué no su palacio?, replicó Andrenio.

Porque no se sabe que le tuviese ni que le fabricase. La tienda fué
siempre su alcázar, que para su gran corazón no bastaban palacios. Todo
el mundo era su casa, que aun para morir se mandó sacar en medio la
gran plaza de Babilonia á vista de sus vitoriosos ejércitos.

Muchos edificios echo yo aquí menos, dijo Critilo, que fueron muy
celebrados en el mundo.

Así es, respondió el inmortal, por cuanto sus dueños tuvieron más de
vanos, que de hazañosos. Y así no hallaréis aquí disparates de jaspe,
necedades de bronce, frialdades de mármol. Más presto toparéis la
puente de palo del César, que la de piedra de Trajano. No os canséis en
buscar los pensiles, que no se aprecian aquí flores, sino frutos.

¿Qué trozos de naves son aquellos, que están pendientes del templo de
la fama?

Son de las que llevaban el socorro á la Fénix de la lealtad, Tortosa.
Y aquel prodigio del valor, el duque de Alburquerque, las rindió y
desbarató en los mares de Cataluña, hazaña tan dificultosa, cuan
aplaudida. Y de aquí es que aún le está ceñando Marte á otras gloriosas
empresas.

Mas ya había llegado el bien seguro batelejo á besar las argentadas
plantas de aquellos inaccesibles peñascos, atlantes de las estrellas,
hallando por todas partes muy dificultoso el surgidero. Y deste
achaque padecieron naufragio muchos y muy grandes bajeles y aun
carracas, á vista del inmortal reino. Chocaban en aquellas duras
inexorables rocas, donde se hacían pedazos lastimosamente. Perecían,
porque no parecían. Y muchos, que habían navegado con próspero
viento de la fama y la fortuna, habiendo comenzado bien, acabaron
mal, estrellándose en el vil acroceraunio de algún vicio. Encallaban
otros en algún bajío de su eterna infamia. Así le sucedió á un navío
inglés y aun se dijo era la real del octavo de sus Enricos, que,
habiendo navegado con favorable viento de aplauso y después de haber
conseguido el glorioso renombre de Defensor de la Iglesia Católica,
chocó con la torpeza y se fué á pique en la heregía, con todo aquel
su desdichado reino. Siguiéronle casi todos los demás bajeles de su
armada. Pero el más infeliz fué el de Carlos Estuardo, en quien se
ostentó la monstruosidad de la heregía en él, muriendo á ciegas en
los suyos, degollándole ciegos, de tal suerte, que quedó en duda cuál
fuese mayor barbaridad, la de ellos en degollar su rey, sin ejemplar
de la más bárbara fiereza; en él, de no confesarse católico. Amó la
heregía, que tantas desdichas le ocasionaba, perdió ambas vidas, perdió
ambas coronas, la temporal y la eterna, y, pudiendo inmortalizarse
fácilmente declarándose católico, murió de todas maneras, de suerte que
los hereges le degollaron y los católicos no le aplaudieron. En aquel
otro de fiereza se estrelló Nerón, habiendo sido los seis primeros
años de su imperio el mejor emperador y los seis últimos el peor.
Allí pereció otro príncipe, que comenzó con bríos de un Marte y luego
dió en las flaquezas de Venus. Desta suerte dieron al traste muchos
famosos escritores, que, habiendo sacado á luz obras dignas de la
eternidad, con el cacoetes del estampar y multiplicar libros se fueron
vulgarizando; á otros sus apasionados con obras póstumas, maldigeridas
ó impuestas, los deslucieron el crédito.

Reconociendo la dificultad de tomar puerto el noticioso inmortal,
valiéndose de su experiencia, guió el batel de arte, que pudieron
descubrirle, aunque estaba muy desmentido. Abordaron ya con las
mismas gradas de su muerte. Mas aquí consistió su mayor imposibilidad
de surgir. Porque en la última se levantaba un arco triunfal de
maravillosa arquitectura, esmaltado de inscripciones y de empresas,
formando una majestuosa entrada; pero muy defendida con puertas de
bronce, y éstas con candados de diamantes, para que ninguno pudiese
entrar á su albedrío y sin que lo mereciese. Y esto con tal rigor, que
daban y tomaban el nombre y aun el renombre, como pudieran en la más
recelosa ciudadela. Y aunque algunos se usurpaban grandes renombres
ó se los apegaban sus lisonjeros, como del gran Señor, del Emperador
del Septentrión, del Príncipe de mar y tierra, y otros semejantes
disparates, no por eso tenían segura la entrada en la inmortalidad
ni el ser contados entre sus heroicos moradores. Para esto asistía á
la puerta un tan exacto, cuan absoluto portero, cerrando y abriendo
á quien juzgaba digno de la inmortalidad. Y sin su aprobación no
había entrar pretendiente. Y es de advertir que no podía aquí nada
el soborno, que es cosa bien rara. No había que meterle en la mano
el doblón, porque él no era de dos caras. Nada valía el cohecho,
nada alcanzaba el favor, tan poderoso en otras partes. No escuchaba
intercesiones ni se obraba con él bajo manga, que no la tenía ancha,
antes de una legua conocía á todo hombre. No había echarle dado falso:
¡qué bueno para ministro! Parecía un vicecanciller de Aragón. Todo lo
deslindaba y lo apuraba. No se ahorraba con nadie. Jamás hizo cosa con
escrúpulo. No condescendía ni con señores ni con príncipes ni con reyes
y, lo que es más, ni con validos.

En prueba de esto llegó en aquella misma ocasión un grave personaje, no
ya pidiendo, sino mandando que le abriesen las puertas tan de par en
par, como al mismo conde de Fuentes. Miróselo el severo alcaide y á la
primera ojeada conoció que no lo merecía y respondióle:

No ha lugar.

¿Cómo que no, replicó él, habiendo sido yo el famoso, el mayor, el
Máximo?

Preguntóle quién le había dado aquellos renombres. Respondió que sus
amigos. Riólo mucho y dijo:

Más valiera que vuestros enemigos. Quita allá, que venís descaminado.

¿Quién os dió á vos, señor, el renombre de gran prelado, docto,
limosnero y vigilante?

¿Quién? Mis criados.

Mejor fuera que vuestras ovejas.

¿Quién os apellidó á vos el Roldán de nuestro siglo, el invencible, el
chocador?

Mis aliados, mis dependientes.

Yo lo creo así y vosotros todos os lo bebéis; andad y borradme esos
renombres, esos supuestos blasones, nacidos de la desvergonzada
lisonja. Quitá allá, que sois unos necios. ¡Cómo que se hizo la
inmortalidad para tontos y la eterna fama para simples!

¿Qué portero es éste tan inexorable y rígido?, preguntó Andrenio. Á fe
que no es á la moda inconquistable á los doblones. No ha asistido él en
el Lobero, no toma cequíes, no ha venido él de los serrallos y apostaré
que no ha platicado él con quien yo conocí portero en algún día.

Éste es, le dijo, el mismo mérito en persona, hecho y derecho.

¡Oh, gran sujeto! Agora digo que no me espanto, trabajo hemos de tener
en la entrada.

Llegaban unos y otros á pretenderla en el reino de la inmortalidad
y pedíales las patentes, firmadas del constante trabajo, rubricadas
del heroico valor, selladas de la virtud y, en reconociéndolas desta
suerte, se las ponía sobre la cabeza y franqueábales la entrada. La
desdicha de otros era que las topaba manchadas del infame vicio y daba
otra vuelta á la llave.

Esta letra le dijo á uno, parece de mujer.

Sí, sí.

¡Y qué mala, cuanto de más linda mano! Quita allá. ¡Qué asquerosa fama!
Esta otra no viene firmada, que aun para ello le dolió el brazo á la
poltronería. Á ámbar huele este papel; más valiera á pólvora. Estos
escritos no huelen á aceite, no son de lechuza Apolinea. Desengáñese
todo el mundo, que, en no viniendo las certificatorias iluminadas del
sudor precioso, ninguno me ha de entrar acá.

Lo que más les admiró fué el ver al mismo rey Francisco el Primero
de Francia, que decían había días estaba en una de aquellas gradas,
pidiendo con repetidas instancias ser admitido á la inmortalidad entre
los famosos héroes, y siempre se le negaba. Replicaba él atendiese á
que había obtenido el renombre de Grande y que así le llamaban, no sólo
sus franceses, pero los italianos escritores.

Sepamos en virtud de qué, decía el Mérito. ¿Acaso, Sire, porque os
visteis vencido en Francia, vencido en Italia y prisionero en España,
siempre desgraciado? Paréceme que Pompeyo y vos fuisteis llamados
Grandes, según aquel enigma:

¿Cuál es la cosa, que, cuanto más la quitan, más grande se hace?

Pero entrad siquiera por haber favorecido siempre á los eminentes
hombres en todo. Del rey don Alonso les contaron que le habían puesto
en contingencia su renombre de sabio, diciendo que en España no era
mucho y más en aquel tiempo, cuando no florecían tanto las letras, y
que advirtiese que el ser rey no consiste en ser eminente capitán,
jurista ó astrólogo, sino en saber gobernar y mandar á los valientes,
á los letrados, á los consejeros y á todos, que así había hecho Felipe
Segundo.

Con todo eso, dijo el Mérito, es de tanta estimación el saber en los
reyes, que, aunque no sea sino latín, cuanto más astrología, deben ser
admitidos en el reino de la fama.

Y al punto le abrió las puertas. Pero donde gastaron toda la admiración
y más, si más tuvieran, fué cuando oyeron que al mayor rey del mundo,
pues fundó la mayor Monarquía que ha habido ni habrá, al rey Católico
don Fernando, nacido en Aragón para Castilla, sus mismos aragoneses,
no sólo le desfavorecieron, pero le hicieron el mayor contraste para
entrar allá, por haberlos dejado repetidas veces por la ancha Castilla.

Mas que él respondió con plena satisfacción, diciendo que los mismos
aragoneses le habían enseñado el camino, cuando, habiendo tantos
famosos hombres en Aragón, los dejaron todos y se fueron á buscar su
abuelo el infante de Antequera allá á Castilla, para hacerle su rey,
apreciando más el corazón grande de un castellano, que los estrechos de
los aragoneses, y hoy día todas las mayores casas se trasladan allá,
llegando á tal estimación las cosas de Castilla, que dice el refrán que
el estiércol de Castilla es ámbar en Aragón.

Mirad que todos mis antepasados están dentro y en gran puesto, decía
uno vanamente confiado, y así yo tengo derecho para entrar allá.

Mejor dijérais obligación y obligaciones. Por lo tanto debiéradeis vos
haber cumplido con ellas y obrado de modo, que no os quedárades fuera.
Entended que acá no se vive de ajenos blasones; sino de hazañas propias
y muy singulares.

Pero ya es común plaga de las ilustres familias que á un gran padre
suceda de ordinario un pequeño hijo y así veréis que siempre con los
gigantes andan envueltos los enanos.

¿Cómo se puede sufrir que quien es señor de tanto mundo se maleara,
un gran príncipe de muchos estados y ditados no tenga un rincón en el
reino de la fama?

No hay acá rincones, le respondieron, ninguno está arrinconado. He,
señor, acaba de entender que aquí no se mira la dignidad ni el puesto,
sino la personal eminencia; no á los ditados, sino á las prendas; á lo
que uno se merece, que no á lo que hereda.

¿De dónde venís?, gritaba el integérrimo alcaide. ¿Del valor?
¿Del saber? Pues entrad acá. ¿Del ocio y vicio, de las delicias y
pasatiempos? No venís bienencaminados. Volved, volved á la cueva de la
nada, que aquél es vuestro paradero. No pueden ser inmortales en la
muerte los que vivieron como muertos en vida.

Mordíanse, en llegando á esta ocasión, las manos algunos grandes
señores al verse excluídos del reino de la fama y que eran admitidos
algunos soldados de fortuna, un Julián Romero, un Villamayor y un
capitán Calderón, honrado de los mismos enemigos. ¿Y que un duque, un
príncipe se haya de quedar fuera, sin nombre, sin fama, sin aplauso?
Presentaron algunos escritores modernos, en vez de memoriales, grandes
cuerpos; pero sin alma. Y no sólo no eran admitidos, pero gritaba el
Mérito:

Hola, venga acá media docena de faquines, que para solos sus brazos son
estos embarazos. Quita de aquí estos insufribles fárragos, escritos no
con tinta fina, sino aguachirle, y así todo es broma cuanto dicen. Las
ocho hojas de Persio duran hoy y se leen, cuando de toda la Amazonida
de Marso no ha quedado más rastro que la censura de Horacio en su
inmortal arte. Éste sí que será eterno.

Y mostró un libro pequeño.

Miradle y leedle, que es la _Corte en aldea_ del portugués Lobo.
Y estas otras las obras de Sá de Miranda y las seis hojas de la
instrucción, que dió Juan de Vega á su hijo, comentada ó realzada por
el conde de Portalegre. Esta Vida de don Juan el Segundo de Portugal,
escrita por don Agustín Manuel, digno de mejor fortuna. Que los más de
estos autores portugueses tienen pimienta en el ingenio.

Estas voces las repetía un prodigioso eco, que excedía con mucho á
aquel tan célebre, que está junto á nuestra eterna Bílbilis. Pues este
su nombre no latino, está diciendo que fué mucho antes que los romanos
y hoy dura y durará siempre. Repetía aquel eco, no cinco veces las
voces, como éste, sino cien mil, respondiéndose de siglo en siglo y de
provincia en provincia, desde la helada Estocolmo hasta la abrasada
Ormuz. Y no resonaba frialdades, como suelen otros ecos; sino heroicas
hazañas, dichos sabios y prudentes sentencias. Y á todo lo que no era
digno de fama, enmudecía.

Volvieron en esto la atención á las desmesuradas voces, acompañadas de
los duros golpes, que daba á las puertas inmortales un raro sujeto, que
de verdad fué un bravo paso.

¿Quién eres tú, que hundes más que llamas?, le preguntó el severo
alcaide. ¿Eres español? ¿Eres portugués? ¿Ó eres diablo?

Más que todo eso, pues soy un soldado de fortuna.

¿Qué papeles traes?

Sola esta hoja de mi espada.

Y presentósela. Reconocióla el Mérito y, no hallándola tinta en sangre,
se la volvió, diciendo:

No ha lugar.

Pues le ha de haber, dijo, enfureciéndose. No me debéis conocer.

Y aun por eso, que si fuéradeis conocido, no fuéradeis desechado.

Yo soy un reciente general.

¿Reciente?

Sí, que cada año se mudan de una y de otra parte.

¿Mucho es, le replicó, que siendo tan fresco, no vengáis corriendo
sangre?

He, que no se usa ya eso. Allá en tiempo de Alejandro y de los reyes de
Aragón, cuyas barras son señales de los cinco dedos ensangrentados, que
pasó uno por el campo de su escudo, cuando quiso limpiar la vitoriosa
mano, saliendo triunfante de una memorable batalla. Quédese eso para
un temerario don Sebastián y un desesperado Gustavo Adolfo. Y digo
más, que, si como esos fueron reyes, hubieran sido generales, nunca
hubieran perecido, cuando muchos les hubieran muerto los caballos. Que
hay mucha diferencia de pelear como amo ó como criado. Yo he conocido
en poco tiempo más de veinte generales en una cierta guerrilla, así la
llamaba el que la inventó, y no he oído decir que alguno de ellos se
sacase una gota de sangre. Pero dejémonos de disputas y hágase lo que
se ha de hacer, que entre soldados no se gastan palabras, como entre
licenciados. Ea, abrid.

Eso no haré yo, decía el Mérito, que no llegáis con nombre, sino con
voces.

Oyendo esto el tal cabo, echó mano y movió tal ruido, que se alborotó
todo el reino de los héroes, acudiendo unos y otros á saber lo que era.
Llegó de los primeros el bravo Macedón y dijo:

Dejádmele á mí, que yo le meteré en razón y en el puño.

Señor jefe, le dijo, mucho me admiro de que aquí os queráis hacer de
sentir, no habiendo hecho ruido en las campañas. Tratad de volver
allá y por vuestra fama. Obrad media docena de hazañas; no una sola,
que pudo ser ventura. Sitiad un par de plazas reales, veamos cómo
saldréis con ellas. Que os puedo asegurar que me cuesta á mí el entrar
acá más de cincuenta batallas ganadas, más de docientas provincias
conquistadas, las hazañas no tienen número, aunque muy de cuenta.

Sin duda, le respondió, que sois vos el Cid, el de las fábulas. No
dijera más el mismo Alejandro.

Pues él mismo es, le dijeron.

Y cuando se creyó había de quedar aturdido, fué tan al revés, que
comenzó con bravo desenfado á fisgarse dél y decir:

¡Mirad agora y quién habla entre soldados de Flandes, sino el que
las hubo contra lanzas de marfil en la Persia, de paso en la India y
contra piedras en la Escitia! ¡Viniérase él ahora á esperar una carga
de mosquetes vizcaínos, una embestida de picas italianas, una rociada
de bombardas flamencas! Voto á... Juro que no conquistara hoy á solo
Ostende en toda su vida.

Oyendo esto el Macedón, hizo lo que nunca, que fué volver las
espaldas. Enmudeció también Aníbal, por temer no le sacase lo de Capua,
y el mismo Pompeyo, porque no le dijese que no supo usar de la vitoria.
Desta suerte se retiraron todos los del tercio viejo y rogó el Mérito
saliese alguno de los bravos campiones á la moda. Asomóse uno de harto
nombre y díjole:

Señor soldado, si vos tuviérades tan criminal la espada, como civil la
lengua, no tuviérades dificultad en la entrada. Andad y pasaos por los
dos templos del Valor y de la Fama, que os prometo que me ha costado el
entrar acá el tomar más de veinte plazas por sitio y aún aún.

Preguntó el soldado quién era y, en sabiéndolo dijo:

Oh, qué lindo. Ya le conozco. Y no diga que peleó, sino que mercadeó;
no que conquistó las plazas, sino que las compró. ¡Á mí que las vendo!

Oyendo esto, bajó sus orejas el tal general y aun dicen que las hizo de
mercader.

Yo, yo lo entenderé, dijo otro. Señor crudo, así como trae las
certificatorias de Venus y de Baco, procure otras de Marte, que de mí
le puedo asegurar, que lo que otros no emprendieron con veinte mil
hombres, yo con cuatro mil lo intenté y con pocos más lo ejecuté,
saliendo con la más desesperada empresa, y aun me quisieron barajar la
entrada.

¿No sois vos Fulano?, dijo. Pues señor héroe, no me espanto, que no
tuvisteis contrario ni tuvo gente en esa ocasión el enemigo y así
no me admiro de lo que hicistes, sino de lo que dejastes de obrar,
que pudiérades haber acabado la guerra, no dejando qué hacer á los
venideros.

En oyendo esto, hizo lo que los otros. Llegóse uno, que no debiera, de
más favor que furor, y díjole:

He, señor pretendiente, ¿no veis que es cosa sin ejemplar la que
intentáis, de querer entrar acá sin méritos? Volved á las campañas, que
os juro me salieron á mí los dientes en ellas y se me cayeron también,
hallándome en muy importantes jornadas y, si perdí algunas, también
gané otras con mucha reputación.

Señor mío, le replicó, grado á los buenos lados, que tuvistes. Que, así
como otros mueren de ese mal, vos vivís de ese bien. Mientras ellos
vivieron, vencistes y, ellos muertos, se os conoció bien su falta.

Aquí no pudiéndolo sufrir uno de los más alentados, bravo chocador
y que le temió más que á todos juntos el enemigo, con muchos actos
positivos de su valor, éste, requiriendo la espada, le dijo desistiese
de la empresa el que había desistido de tantas, que tratase de
retirarse con buen orden el que con tan malo se había siempre retirado,
que no pretendiese la reputación inmortal el que á tantos la había
hecho perder.

¡Poco á poco!, le respondió. ¿Y no sabe Dios y todo el mundo que todas
vuestras facciones fueron temeridades, sin arte y sin consejo, todo
arrojos? Y así os temieron más los enemigos como á un temerario, que
como á un prudente capitán. Al fin peleasteis de mazada.

Más dijera aquél y más oyera éste, si el Mérito no le retirara, con
otros muchos, diciéndoles:

Apartaos vos, señor, no os estrelle aquello de _fugerunt_, _fugerunt_,
y á vos lo de _pillare_ y _pillare_ y _más pillare_. Pues á vos luego
os echará en la cara aquello de las espaldas en tal y tal ocasión.
Quitaos vos, no os vea con esa casaca tan otra de la de ayer, mudando
cada día la suya y aun la ajena. Teneos allá, que os glosará á vos
aquello de encorralar los españoles y hacerles morir más de hambre que
de sangre. Retiraos todos.

Y viendo que no quedaba héroe con héroe y que llegaba á meter
escrúpulos en una cosa tan delicada como la fama de tantos y tan
insignes varones, vino á partidos con él y pactaron que volviese al
mundo, acompañado de un par de famosos escritores, que examinasen de
nuevo los autores de su renombre, los pregoneros de su fama, los que
le habían celebrado de Cid moderno y Marte novel y que, si se hallasen
constantes en lo dicho, al punto sería admitido, que así se había
platicado con otros en caso de duda. Admitió el partido, como tan
confiado. Llegaron, pues, á un cierto escritor, más celebrador que
célebre, y preguntándole si eran de aquel general las alabanzas que en
tal libro á tantas hojas había escrito, respondió:

Sí, suyas son, pues él las ha comprado.

Que así dijo el Jovio, después de haber acabado moros y cristianos,
que, por cuanto ellos se lo pagaron bien, él había celebrado mejor. Lo
mismo respondió un poeta.

Ved, decían, lo que se ha de creer de semejantes elogios y panegíricos.
¡Oh gran cosa la entereza y qué poco usada!

Haciéndole cargo á otro autor, de los de primera clase, de haber
celebrado á éste, como á otros muchos, se escusó diciendo que no había
hallado otros en su siglo á quienes poder alabar. Defendíase otro con
decir:

Esta diferencia hay entre los que alabamos y los maldicientes, que
nosotros lisonjeamos á los príncipes con premio y ellos al vulgo con
civil aplauso; pero todos adulamos.

Hasta un abridor de planchas se escusó de haber metido su retrato
entre los hombres insignes, diciendo que para hacer número y tener más
ganancia. Con lo cual quedó el tal jefe confundido, aunque no del todo
desengañado.

Observaron con harta admiración que para un togado, que entraba allá y
ése con poco ruido, eran ciento los soldados.

Es muy plausible, decía el inmortal, el rumbo de la milicia: andan
entre clarines y atambores; y los togados muy á la sorda. Y así veréis
que obrará cosas grandes en mucho bien de la república un ministro, un
consejero, y no será nombrado ni aun conocido ni se habla de ellos;
pero un general hace mucho ruido con el boato de sus bombardas.

Abriéronse las inmortales puertas, para que entrase un cierto héroe,
un primer ministro, que en su tiempo, no sólo no fué aplaudido,
pero positivamente odiado. Mas fueron tales y tan exorbitantes las
temeridades y desaciertos del que le sucedió, que acreditaron mucho su
pacífico proceder y aun le hicieron deseado. Al entrar éste, salió una
fragrancia tan extraordinaria, un olor tan celestial, que les confortó
las cabezas y les dió alientos para desear y diligenciar la entrada
en la inmortal estancia. Quedó por mucho rato bañado de tan suave
fragrancia el hemisferio y decíales su inmortal:

¿De dónde pensáis que sale este tan precioso y regalado olor? ¿Acaso de
los jardines de Chipre tan nombrados? ¿De los pensiles de Babilonia?
¿De los guantes de ámbar de los cortesanos? ¿De las cazoletas de
los camarines? ¿De las lamparillas de aceite de jazmín? Que, no por
cierto, no sale sino del sudor de los héroes, de la sobaquina de los
mosqueteros, del aceite de los desvelados escritores. Y creedme que no
fué encarecimiento ni lisonja, sino verdad cierta, que olía bien el
sudor de Alejandro Magno.

Pretendieron algunos que bastaba dejar fama de sí en el mundo, aunque
nunca fuese buena, contentándose con que se hablase de ellos bien ó
mal. Pero declaróse que de ningún modo, porque hay grande diferencia de
la inmortal fama á la eterna infamia. Y así gritaba el Mérito:

Desengáñoos, que aquí no entran sino los varones eminentes, cuyos
hechos se apoyan en la Virtud, porque en el vicio no cabe cosa grande
ni digna de eterno aplauso. Venga todo jayán; fuera todo pigmeo. No hay
aquí mediocritas; todo va por estremos.

Reparó Critilo que, entrando allá de todas naciones, si bien de algunas
pocos, no vieron de una en esta era entrar héroe alguno.

No es de admirar, dijo el peregrino. Porque la infame heregía los
ha reducido á tal estremo de ciegos y de malvistos, que no se ven
en ellos sino infames traiciones, abominables fierezas, inauditas
monstruosidades, llegando á estar hoy sin Dios, sin ley y sin rey.

Pero aunque no hay rincón alguno en esta ilustre estancia, con todo
eso repararon al abrir la una de las dos puertas que detrás de la otra
estaban como corridos algunos célebres varones.

¿Quiénes son aquellos, preguntó Andrenio, que están como corridos,
cubriéndose los rostros con las manos?

Aquellos son, les dijeron, no menos que el Cid español, el Roldán
francés y el portugués Pereira.

¿Cómo así, cuando habían de estar con las caras muy esentas en el mejor
puesto del lucimiento?

Es que están corridos de las necedades en aplausos, que cuentan de
ellos sus nacionales.

Ya en esto se fué acercando el peregrino y suplicó la entrada para sí y
sus dos camaradas. Pidióles el Mérito la patente y si venía legalizada
del valor y autenticada de la reputación. Púsose á examinarla muy de
propósito y comenzó á arquear las cejas, haciendo ademanes de admirado.
Y cuando la vió calificada con tantas rúbricas de la filosofía en
el gran teatro del universo, de la razón y sus luces en el valle
de las fieras, de la atención en la entrada del mundo, del propio
conocimiento en la anotomía moral del hombre, de la entereza en el mal
paso del salteo, de la circunspección en la fuente de los engaños,
de la advertencia en el golfo cortesano, del escarmiento en casa de
Falsirena, de la sagacidad en las ferias generales, de la cordura en
la reforma universal, de la curiosidad en casa de Salastano, de la
generosidad en la cárcel del oro, del saber en el museo del discreto,
de la singularidad en la plaza del vulgo, de la dicha en las gradas
de la fortuna, de la solidez en el yermo de Hipocrinda, del valor en
su armonía, de la virtud en su palacio encantado, de la reputación
entre los tejados de vidrio, del señorío en el trono del mando, del
juicio en la jaula de todos, de la autoridad entre los horrores y
honores de Vejecia, de la templanza en el estanco de los vicios, de la
verdad pariendo, del desengaño en el mundo descifrado, de la cautela
en el palacio sin puerta, del saber reinando, de la humildad en casa
de la hija sin padres, del valer mucho en la cueva de la nada, de la
felicidad descubierta, de la constancia en la rueda del tiempo, de
la vida en la muerte, de la fama en la isla de la inmortalidad, les
franqueó de par en par el arco de los triunfos á la mansión de la
eternidad. Lo que allí vieron, lo mucho que lograron, quien quisiere
saberlo y experimentarlo, tome el rumbo de la Virtud insigne, del
Valor heroico y llegará á parar al teatro de la Fama, al trono de la
Estimación y al centro de la Inmortalidad.



TABLA


SEGUNDA PARTE

                                                        Páginas.

  CRISI VII.--El hiermo de Hipocrinda.                         1

  CRISI VIII.--Armería del valor.                             15

  CRISI IX.--Anfiteatro de monstruosidades.                   32

  CRISI X.--Virtelia encantada.                               43

  CRISI XI.--El tejado de vidrio y Momo tirando piedras.      59

  CRISI XII.--El trono del mando.                             74

  CRISI XIII.--La jaula de todos.                             85


TERCERA PARTE

  CRISI I.--Honores y horrores de Vejecia.                   109

  CRISI II.--El estanco de los vicios.                       127

  CRISI III.--La verdad de parto.                            147

  CRISI IV.--El mundo descifrado.                            170

  CRISI V.--El palacio sin puertas.                          191

  CRISI VI.--El saber reinando.                              209

  CRISI VII.--La hija sin padre en los desvanes del mundo.   234

  CRISI VIII.--La cueva de la nada.                          254

  CRISI IX.--Felisinda descubierta.                          274

  CRISI X.--La rueda del tiempo.                             291

  CRISI XI.--La suegra de la vida.                           310

  CRISI XII.--La isla de la inmortalidad.                    333



_Acabóse de imprimir esta edición de
“El Criticón” conforme á los príncipes,
de 1653 cuanto á la “Segunda Parte”
y de 1657 cuanto á la “Tercera”,
en la imprenta “Renacimiento”
el día 15 de Julio
del año
MCMXIV_





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